Capítulo 10

De Cock conducía bruscamente su viejo coche por las estrechas callejuelas de la parte vieja de la ciudad. Esquivaba casi de una forma temeraria los pocos carros tirados por animales o comerciantes con sus carretillas que todavía circulaban por esta zona. El manitas Henkie, sentado en el asiento del copiloto, y escéptico ante la conducción temeraria del defensor de la ley, se agarraba con los nudillos completamente blancos al tirador situado encima de la ventanilla de su puerta. Desde tiempo inmemorial, el tráfico de la cuidad mayoritariamente había discurrido por los numerosos canales que la atraviesan, pero ahora todo había cambiado, y aunque las aceras que bordeaban los canales se habían ensanchado, los coches aparcados dejaban poco espacio para maniobrar, especialmente si la conducción era un poco acelerada. Pasaba prácticamente rozando todos los vehículos y en su afán por aligerar, apagaba y encendía las luces largas del coche, iluminando por un segundo la oscuridad con ráfagas incontroladas. Henkie, haciendo un esfuerzo visible para no mirar fuera del coche y no manifestar su cara de perplejidad, estudiaba detenidamente los botones, interruptores y frecuencias de la radio del coche. Su concentración era total.

—¿Sabe una cosa? —Señaló con actitud indiferente—, nunca me había sentado delante en un coche de policía. Siempre detrás con esas cosas redondas en las muñecas.

De Cock sonrió.

—Entonces estás progresando —dijo en tono burlón.

En la esquina del callejón Sint Olofspoort, De Cock se detuvo y esperó a que un borracho solitario cruzara la calle. Luego metió mal la marcha, el coche rechinó y siguió conduciendo.

—Me pregunto —dijo De Cock—, cuando encontrarás un trabajo decente.

Henkie se rió a carcajadas.

—Es difícil que me cojan en algún sitio, soy poco delicado cuando se trata de realizar un trabajo.

De Cock se encogió de hombros.

—¡Vaya!, me sonaba a mí que te esfuerzas con esmero en cada tarea que emprendes. Serías un buen profesional si lo enfocaras bien. Podrías ganar un buen salario con vacaciones pagadas y todo lo que conlleva. Podrías encontrar una buena mujer y formar una familia. Cuando tu madre muera, y no falta mucho para eso, te vas a encontrar solo.

Henkie volvió a sonreír, aunque algo más triste esta vez.

—¡Ah!, señor De Cock —dijo en un tono melancólico—, debía saber ya que eso no es para mí. A mí me gusta el riesgo, la emoción y la aventura.

—¿A eso le llamas aventura? —apuntó incrédulo De Cock—. A estar una temporada en la cárcel, luego fuera de ella, buscándote la vida para mal comer y acostándote con una mujer de segunda mano en un cuchitril.

Henkie ofendido le miró a De Cock.

—Vamos, venga, usted mismo la ha visto. No está tan mal —resopló—. Y llamar a eso segunda mano…

—No pretenderás hacerme creer que la chica no ha roto un plato en su vida, ¿verdad?

Henkie empezó a ponerse nervioso.

—Eso… ¿Qué me quiere decir con eso? A mí qué me importa y bueno… lo único que no quiero es que mi hija se entere de lo que hago.

De Cock se quedó demasiado sorprendido por la revelación. No sabía que Henkie tuviese descendencia. Archivó la información por si en un futuro la necesitase y cambió de tercio. Su mente estaba concentrada en los distintos frentes que tenía abiertos. Por un lado, le había ordenado a Jan Klaasen que se olvidase del camarero y del mecánico por el momento. Eso podía esperar. Lo importante era que llamase a la policía de Amstelveen y que localizara a Vledder para que recogiera al soldado y a la chica de camino a la comisaría. Igualmente, Klaasen debía ponerse en contacto con la policía de Hoorn. Tal vez supieran algo sobre la familia Weingarten. Nunca se sabe. Femmy podía ser la clave para solucionar el caso.

De Cock aparcó el coche en el canal Keizers, no muy lejos del canal Heren. Salieron del coche sin hacer mucho ruido. Todo parecía tranquilo.

Sacó una linterna, y mientras cerraba con llave el coche, Henkie, ya se le había adelantado, a unos cien metros de la calle Heren, señalando con el dedo el sitio al borde del agua y bajo los árboles.

—Estaba aquí, justo aquí estaba aparcado el coche del bolso. Creo que era un modelo americano.

De Cock iluminó con su linterna el espacio indicado. Había marcas de neumáticos en una amalgama de hojas podridas. Las huellas estaban muy mezcladas y se podían distinguir al menos, de un simple vistazo, seis trazados de neumáticos distintos. Sabía que no serviría de mucho como pista. Poco a poco se enderezó y miró hacia las fachadas de las casas que tenía a sus espaldas. A través de las desnudas ramas podía distinguir el ladrillo rojo de los edificios señoriales. Casi nadie vivía ya en ese tipo de casas, se habían convertido muchas de ellas en oficinas. Era una pena, pero ya poca gente podía pagar el dinero suficiente para convertir uno de estos edificios en una residencia familiar.

Henkie se encendió un pitillo.

—Bueno —dijo aburrido—, ¿y ahora a qué esperamos? Ya lo ha visto. Vayámonos —Sonrió abiertamente—. Mi Rose, de segunda mano, me está esperando —obviamente, todavía estaba molesto por el comentario de De Cock—. ¡Vayámonos! —volvió a insistir—, aquí ya está todo visto.

El viejo detective suspiró. Algo le decía que no debía marcharse aún. Todavía no.

Miró hacia arriba y se sorprendió al ver el extraño dibujo de las ramas de los árboles contra el fondo del cielo gris. Parecía la labor de un encaje de bolillos.

—¿Encontraste el bolso en el asiento de atrás, no es eso?

—Sí, solito y abandonado.

De Cock imaginó la escena. Henkie deslizándose de un coche a otro, mirando por las ventanas, buscando algo que robar.

—¿Estaba el coche todavía caliente?

Henkie frunció el ceño y se pasó la mano por su pelo áspero.

—Pues sí, ahora que lo dice, sí. Las ventanas no tenían escarcha. Recuerdo que al principio pensé que podía haber una pareja dentro, ya sabe, tonteando. Pero cuando me acerqué, vi que sólo estaba el bolso.

De Cock escuchaba mientras miraba las casas.

—¿Había luz en alguna de ellas?

—Eso… no miré nada de eso. Pillé el bolso y salí por pies.

—¿Viste a alguien más por la calle?

Henkie soltó un bufido.

—No me gusta que nadie mire mientras trabajo.

—Así que no había nadie a la vista.

—No.

De Cock anduvo hacia la acera. Su linterna enfocaba las imponentes fachadas y las placas doradas que anunciaban el nombre de las oficinas. No sabía el número, pero sabía que no podía estar muy lejos. De repente, el nombre quedó atrapado en el haz de luz oval. Dolman & Fleet, Compañía de Seguros. Allí estaba, escrito en negro, con una letra elegante y grabado sobre una brillante placa de latón dorado.

Henkie le seguía a su lado. De Cock todavía iluminaba la placa.

—Buen sitio —admiró Henkie—. Cualquiera diría que de aquí se saca un buen botín. Pues nada de nada. Casi todo es basura. Aseguradores, piensas, tienen pasta. Pues basura. Tienen pasta seguro, pero está en el banco —lanzó su cigarrillo y pisó la colilla—. Una vez vi una placa como esta, ponía «Cambio». ¡Así como suena: c-a-m-b-i-o! Y yo pensé que desde fuera no tenía tan mala pinta, ¿por qué no darme un garbeo para ver si tienen más cambio que yo? —Resopló irónico—. Pues todo pelao, no había ni un maldito céntimo. ¡Nada! Desde entonces…

De Cock escuchaba a medias la historia de Henkie. Pensaba en Ellen.

Sabía lo que había hecho las últimas horas de su vida. ¿Cómo había acabado su bolso en la parte de atrás de un coche? ¿Y por qué tan cerca de donde ella trabajaba? Tenía que haber una conexión. Dudaba que ella tuviese llave de la oficina. No llevaba trabajando allí lo suficiente. Pero pensando en el bolso, ella debió estar aquella noche en la oficina. ¿Quién la dejó pasar? ¿Qué secretos había tras la respetable fachada de la sólida y antigua casa del canal?

Henkie seguía hablando sin parar. Sus experiencias como ladrón eran muchas y variadas. Las relataba con entusiasmo.

De Cock le miró.

—¿Sabrías… esto, tú podrías —interrumpió su anecdotario—, podrías abrir la puerta sin estropearla, sin dejar rastro?

Henkie, miró la puerta con criterio de experto. Asintió vagamente. Apretaba sus labios.

—Sí —dijo despacio—. Sí, sin problemas. Si tuviera aquí mis bártulos, lo hacía tal que ya —chasqueó sus dedos—. Es como una lata de sardinas. Un par de minutos y listo.

De Cock se frotó la barbilla pensativo.

—¿Dónde están tus herramientas?

—Henkie se arrepintió de su franqueza. Se dio cuenta de que había hablado demasiado. Después de todo De Cock era un policía. Y su experiencia con policías… Por una cosa o por otra, nunca se puede uno fiar de un policía. La sospecha invadió su extraña cabeza. La desconfianza brillaba en sus ojos.

—Yo ya no uso mis herramientas, señor De Cock —se defendió como si fuese un interrogatorio—. De verdad. Las guardé en el ático de mi vieja. Engrasadas y todo. Después del último trabajo, sabe usted, no he vuelto a usarlas. Se lo juro.

Con dificultad, De Cock se tragó un montón de directivas oficiales, y consiguió olvidarlas. Suspiró. Al diablo las normas, pensó.

—¿Puedes desempolvarlas, para mí, una última vez?

—¿Qué?

De Cock volvió a suspirar.

—Sólo por esta vez. Quiero entrar.

—¿Quiere decir…?

De Cock asintió. Su expresión era absolutamente seria.

—Sí, eso es lo que quiero decir —admitió.

Henkie se rió con una risa nerviosa y rara. No lo podía entender. La idea parecía absurda. Nunca había oído algo parecido. Estudió la cara de De Cock con su penetrante mirada. Conocía esa cara.

Había llegado a familiarizarse con ella en el curso de sucesivos interrogatorios. Profundas arrugas en la frente, extrañas cejas, ojos grises y afables marcas alrededor de la boca… todo estaba allí. Solo que la mirada medio guasona, la media sonrisa, faltaba. De Cock estaba completamente serio.

—¿De verdad quiere entrar?

—Sí.

—Y… eh ¿va a ser antes de que anochezca del todo?

De Cock sonrió. Era imposible resistirse a su sonrisa.

—En caso de que haya problemas, yo me hago cargo de todo.

Henkie le miró pensativo con su labio inferior hacia fuera y un tic que movía su mejilla. No estaba seguro, pero no dudó demasiado. Volvió a meter el labio inferior y su expresión se transformó. Hasta sus ojos reían.

—Después de todo, siempre fue justo conmigo.

Sonaba a la conclusión final, después de una larga deliberación. Observó de nuevo la puerta y las ventanas de la casa para calcular sus necesidades, luego se dio la vuelta, y se marchó a por sus herramientas.