Prólogo, por Mikel Urmeneta

Andreu me fichó en 2003 para participar en un invento fotográfico llamado captura.org, proyecto-joya que aún se mantiene y viene a ser el padre de Instagram.

Foto a foto, nos fuimos conociendo. Un día, Andreu me descubrió un gran secreto: el fascinante y perturbador mundo pictórico con el que jugaba en la intimidad. De la carpeta empezaron a saltar personajes híbridos, hombres con muchas narices, manos que te guiñaban el ojo, sonrisas con las piernas cruzadas, corazones sangrando letras, penes de huerto, palabras, misterios, premoniciones… Un increíble imaginario de estilo personalísimo. Aquello era muy bueno: ¿por qué tenerlo escondido?

Andreu es muy pudoroso, muy respetuoso en general, y más con el arte. Supongo que él sólo veía en sus obras un entretenimiento, una vía de escape que no merecía la pena ser mostrada. Posiblemente, entre otros motivos, le daba pereza escuchar a esa gente a la que le molesta todo. Como que un genial humorista pueda hacer otras cosas y hacerlas de forma brillante.

En uno de sus viajes a Nueva York junto al amigo Guillermo Nagore le animé a que enseñara su obra al director de arte del New York Times, quien, después de estar largo rato analizando los dibujos, le encargó uno para la página de opinión del periódico. Supongo que aquel hombre vio en las tintas de Andreu algo parecido a lo que vi yo: el subconsciente de la actualidad.

Andreu podría haber seguido haciendo dibujos para el New York Times u orientar su trabajo hacia el rígido y frío mundo de muchas galerías, pero él pinta por impulso, para ser libre, para divertirse y por necesidad vital. Pinta para, consciente o inconscientemente, convertir la mierda del día a día en un acto saludable y artístico.

Un hombre que hace reír a la gente, que conduce un programa, que asume responsabilidades, que no levanta jamás la voz, que se come los problemas en silencio… en algún lugar guarda sus fantasmas. Pero el cabrón es muy fino, y cuando los saca a pasear los convierte en atractivos, sugerentes y únicos.

Andreu continúa creando en sus ratos libres (que son pocos), cada vez de forma más prolífica y compulsiva, experimentando con todo tipo de materiales y soportes; incluso compartiendo el espacio con más gente, como el enorme mural —realizado este año junto a Juan Luis Arsuaga, Pablo Carbonell y yo mismo— encargado por el Museo de la Evolución Humana de Burgos.

Me fascina el universo creativo de Andreu, al que apodé instintivamente «El Bosco de Reus». Me ilusiona tener obra suya entre cuadros de Peter Beard, Tim Biskup o Gary Baseman y comprobar lo bien que conviven.

No entiendo nada es un libro cuidadosamente editado que muestra la parte más íntima de un hombre que hace reír a la gente y que, en un ejercicio que le acerca definitivamente a la felicidad, convierte en arte las cosas que no tienen gracia.

MIQUEL URMENETA