Tuve ganas de correr a decírselo a todo el mundo. En particular a los científicos encargados del proyecto. Roslyn me aconsejó que no lo hiciera.

–Quizá nos sea de utilidad. Es posible que nos hayamos adelantado a ellos tan sólo uno o dos días, y que acaben comprendiendo que se trata de algo vivo. Hemos de aprovechar ese tiempo.

Yo también había tenido una idea genial.

–He grabado todos sus destellos. Vamos a decodificarlos, para averiguar qué dicen. Si este pequeño objeto posee inteligencia, hay un significado que aguarda a ser descubierto…

El universo continuó su rumbo inescrutable. La gente prosiguió sus vidas inescrutables. Pero Roslyn y yo apenas dormíamos, sólo dormíamos después de que sus caderas se hubieran acoplado con las mías. Transformamos los destellos en sonido, los reproducimos hacia atrás, los aceleramos y deceleramos. Hasta les adscribimos valores. No obtuvimos nada.

La tensión nos puso de malhumor. Pero había momentos de calma. Pregunté a Roslyn por qué había venido a la Luna.

Ya nos habíamos leído mutuamente, pero desconocíamos el alfabeto.

–Porque era fácil pasar por el Bagreist del barrio, de una forma que mis abuelos jamás habrían podido imaginar. Y quería trabajar. Y…

Calló. Esperé su siguiente frase.

–Debido a algo sepultado en mi interior.

Me dirigió una mirada que atajó cualquier respuesta. Sabía que yo la comprendía. Pese a mi trabajo, pese a mi carrera, que colgaba sobre mí como un traje holgado, yo vivía para horizontes lejanos.

–¡Habla, hombre! – ordenó-. Léeme.

–Es la perspectiva alejada. Ahí es donde vivo. Puedo decir lo mismo que tú, «debido a algo sepultado en mi ínterior». Te comprendo con todo mi corazón. Tu impedimento es el mío.

Se arrojó sobre mí, besó mis labios, mi boca.

–Dios mío, te amo, te bebo. Sólo tú comprendes… Y yo decía lo mismo, tartamudeaba acerca del mundo que compartíamos, que con amor y matemáticas podíamos conseguirlo. Nos convertimos en el animal con dos espaldas y una mente.

Me estaba duchando después de una noche de insomnio, cuando tuve la revelación. Aquella semivida prebiótica que habíamos descubierto, enterrada bajo la superficie de la Luna durante incontables eones, necesitaba tanto oxígeno como las percepciones de Roslyn y mías. ¿Qué combustible debía utilizar para alimentar su mentalidad? La respuesta sólo podía ser: ¡el frío!

Bajamos la temperatura de los mensajes destellantes, utilizando la máquina del laboratorio cuando el lugar quedaba desierto por las noches. A 87,818 bajo cero los mensajes entraban en fase. Un grado menos, y se solidificaban, emitían un resplandor apagado. Los fotografiamos desde varios ángulos antes de desconectar la superrefrigeración.

Lo que descubrimos fue un modo matemático completamente nuevo. Era una matemática de una existencia diferente. Apuntalaba una fase del universo que contradecía la nuestra, que alejaba nuestro mundo de nosotros, y del concepto que teníamos de él. No lo transformaba en obsoleto, ni mucho menos, sino que demostraba de manera irrefutable que no habíamos comprendido lo ínfima que era la parte de la totalidad que compartíamos.

Era información vieja, mucho más densa que el plomo, más duradera que el granito. Incontrovertible.

Temblorosos, Roslyn y yo nos apoderamos de ella (de nuevo en plena noche, cuando se cometen los crímenes más atroces) e introducimos sus ecuaciones en el ordenador que gobernaba y estabilizaba la Luna. La introducimos y al cabo de un segundo…

Salimos entre gemidos del agujero. Era un Bagreist mucho más grande. Cuando penetramos en la tenue luz, vimos la lejana perspectiva que siempre habíamos albergado en nuestro interior: aquel océano tenebroso, aquellas olas plomizas, aquella orilla desolada, con la que tanto habíamos soñado, cuyos granos individuales crujían bajo nuestros pies.

Detrás de nosotros se hallaba la bola que había sido la Luna, separada de su antiguo entorno, profunda en su edad venerable, inmóvil sobre su costado.

Nos cogimos de las manos con una alocada premonición y continuamos adelante.

El Boton De Pausa

Pese a los avances en la ingenieria genética, parece que la sociedad humana nunca rnejorará. Por fortuna, se ha hecho algo para eliminar algunas de sus tensiones. Se ha inventado el Botón de Pausa.

Aunque nuestro mundo físico ha sido explorado en su totalidad, e instrumentos automáticos han cartografiado Marte, la ciencia ha abierto un mundo mucho más complejo, y recorrido su confusión de pasadizos.

Por fin ha llegado a comprenderse la topografía del cerebro.

Una pequeña empresa de Birmingham llevó la teoría a la práctica. Conrad Barlow era propietario de una pequeña tienda de motos. Una vez a la semana se reunía con su primo, Gregory Magee, para tomar unas copas. Los dos hombres estaban muy interesados en el fútbol, y apoyaban al equipo local. Por lo demás, sus vidas eran muy diferentes. Conrad era un experto en todo tipo de motores, mientras Gregory era un cirujano del hospital local, especializado en lesiones craneales y cerebrales.

Gregory (a quien las enfermeras llamaban a escondidas Magge «el Loco» debido a una leve excentricidad) tenía que operar a un miembro del equipo del Birmingham North End, lesionado en un encuentro. El jugador, Reggie Peyton, había desarrollado un coágulo de sangre en el lóbulo temporal derecho. Fue eliminado con facilidad. Sin embargo, Peyton no recobró la conciencia cuando el efecto de la anestesia desapareció. Parecía perfectamente bien en todos los aspectos físicos. Durante casi dos días permaneció en estado de coma. Cuando despertó, su estado era normal, y regresó a casa. Pero no volvió a jugar.

Se trataba de un misterio que sólo Gregory percibía. Comentó el asunto con Conrad mientras tomaban una pinta el sábado por la noche.

–Los transmisores excitomotores no funcionaron -dijo. Conrad tamborileó con los dedos sobre la barra.

–¿Fue en el lóbulo temporal derecho? Greg, ¿no es ahí donde se localiza el delirio de Cotard? ¿Recuerdas que hablamos de Cotard la semana pasada?

Desde aquel comentario casual, comprendieron que se hallaban en la pista de algo.

Cotard, el gran psiquiatra francés, identificó un síndrome, por el cual los pacientes se creen muertos. La ilusión persiste pese a las pruebas en su contra, como el latido del corazón, el perfecto funcionamiento de los pulmones, la temperatura corporal estable. La evidente imposibilidad de la idea provoca su desaparición al cabo de un tiempo.

Ésa fue la pista que condujo a la invención del Botón de Pausa. Pese a su mote popular, la microfunción que Conrad y Gregory inventaron era una máquina molecular.

Se colocaba una pequeña molécula sobre una molécula grande, donde se adhiere como una enzima. Se añaden otras moléculas, hasta formar una estructura compleja. De esta forma se crea una nanomáquina, controlada por cintas moleculares que reaccionan a aumentos de adrenalina en el cerebro tan ínfimos como el 0,0001 por ciento.

Cuando el Botón de Pausa, llamado con más propiedad Reflejo de Demora Funcional, se coloca en el punto correcto del lóbulo frontal derecho, posee la siguiente función: en una situación de crisis, se concede una pausa a la persona provista de un RDF Aunque la demora es momentánea, permite a la persona pensar en lo que va a hacer. Nuestros cerebros están diseñados de manera que la emoción se impone al intelecto en situaciones de crisis. La ira bloquea el pensamiento. El RDF soslaya esa característica filogenérica.

Se evita mucha violencia. Golpear al perro, al hijo, malos tratos a mujeres, todo eso se ha atajado. Los porcentajes de violencia masculina contra sus compañeras femeninas eran alarmantes: el veinticinco por ciento en Inglaterra, el veintiocho por ciento en Estados Unidos. Muchos de esos ataques insensatos se producían cuando las mujeres quedaban embarazadas. Desde la introducción masiva del RDF, estas cifras se desplomaron hasta el once por ciento y el doce por ciento respectivamente (se han producido muchas más solicitudes en Estados Unidos que en Inglaterra).

Al principio, Conrad y Gregory sólo pudieron vender su aparato a instituciones como prisiones, donde la inserción de un RDF granjeaba a un recluso el cinco por ciento de reducción de condena.

Un gobierno asesorado comprendió las oportunidades que deparaba. Los automovilistas se vieron tentados con una reducción del coste de la matrícula si se sometían a la operación. La violencia en las carreteras se transformó en algo del pasado. Los accidentes disminuyeron con celeridad.

También el público en general se interesó. Era agradable conservar la calma. El RDF también impedía que se pronunciaran palabras apresuradas, fruto de la ira. Había más armonía entre las parejas que antes. La euforia adquirió una gran popularidad.

Ya no nos preguntamos «¿Por qué he hecho esto?», o «¿En qué estaba pensando?». Ahora, aprovechamos la oportunidad de averiguarlo.

Quizá el cambio más radical se produjo en los hábitos políticos. En muchos casos, los políticos se elegían en las democracias para solucionar problemas que casi desbordaban las fronteras políticas, por ejemplo, cómo poner freno al despilfarro de recursos valiosos, cómo ayudar y educar a los pobres, cómo impedir tensiones raciales. Los votantes pueden decir que apoyan esos objetivos. Sin embargo, la promesa de reducciones de impuestos puede convencerles de pensar otra cosa. Si se ofrece una ligera reducción de impuestos a cambio de no aumentar el presupuesto para educación, suele ocurrir que la educación pierde la partida.

Por lo tanto, los políticos hacen promesas hipócritas. juran efectuar cambios que no podrían ser materializados ni en todo el mandato electoral de cuatro años. Ambas partes son tentadas por falsas promesas.

¡Pero ahora llega el efecto del Botón de Pausa! Todo el mundo tiene tiempo de reflexionar. Nos estamos haciendo más sinceros, más realistas. Ahora tenemos tiempo de considerar el valor de la sinceridad, sopesar la verdad oculta tras las promesas, después de estar tan acostumbrados a una dieta de mentiras.

En el año que Conrad Barlow y Gregory Magee recibieron el premio Nobel de la Paz, votamos al Partido Unido de la Realidad para el gobierno de la nación.

El gran reto es introducir el RDF en la cadena genética, para que el efecto sea hereditario.

Esto nos cambiará, por supuesto. Nuestras desvencijadas sociedades cambiarán. Más adelante, seres humanos evolucionados por completo considerarán el mundo de hoy como nosotros consideramos a los habitantes de la Edad de Piedra.

Tres Tipos De Soledad

1. FELICIDAD AL REVÉS

El juez Beauregard Peach estaba escribiendo a su esposa Gertrude, de la que estaba separado. Gertrude se había forjado una próspera carrera como abogada. Sin embargo, después de una serie de graves discusiones con su marido, se había ido al sur de Francia con su hija adulta, Catherine.

Allí la visitaba un hombre de Oxford que había conocido en el pasado, un periodista prestigioso. Navegaban a vela, iban a restaurantes y bebían como cosacos, y ella recibía cartas de Beauregard que la irritaban.

Beauregard no suplicaba que regresara. Su mente funcionaba de una forma más sofisticada. Gertrude conocía esa forma, la admiraba, la temía. Escribió:

Mi querida Gertrude: Lamento que no estés aquí conmigo, en Oxford, pues el caso que estoy juzgando te interesaría. Puede que sea trascendental.

Se celebra en el Tribunal de la Corona de Oxford. Tan extraordinario es el problema que la sala siempre está llena hasta rebosar. Los conserjes tienen dificultades con las multitudes que se congregan ante las puertas a primera hora de la mañana. Hay muchos reporteros presentes, no sólo del Oxford Mad, como sería de esperar, sino también de varios periódicos de Londres, junto con un corresponsal del New York Herald Tribune.

Suelen producirse atascos de tráfico desde Magdalen Bridge hasta la estación de ferrocarril, aunque eso «no tiene nada de raro», como un chistoso ha comentado. Por desgracia, la esposa del juez se ha ido de vacaciones, mientras su marido se devana los sesos con la pregunta «¿Qué hacer con un hombre, que no se trata de un criminal, sino más bien de uno más de una larga tradición de excéntricos de Oxford sin malas intenciones, que ha inventado una nueva raza o especie, aunque de madera, cuya tasa de reproducción amenaza a la humanidad?» (por cierto, ¡qué ironía comparecer ante un hombre envejecido, que se ha quedado impotente por culpa de la infidelidad de su mujer! Estoy seguro de que sólo pensar en ello te hará reír).

El caso carece de precedentes. Me considero afortunado por presidirlo. Hemos de considerarlo una de las ventajas de vivir en Oxford, como si en el siglo pasado hubiéramos estado presentes en el debate sobre la evolución presidido por el obispo Wilberforce.

El mundo ya está bastante poblado en la actualidad. Nuestro hábitat natural ha sufrido ya suficientes daños ecológicos. Ante mí se halla alguien responsable de más, mucho más, de lo mismo.

El acusado, Donald Maudsley, es un sujeto corriente en lo tocante a la apariencia física. Una barba pequena, nariz aguileña, pelo rubio recogido en una cola de caballo corta. De estatura mediana, o menos. Un hombre melancólico, pero no falto de inteligencia. Un viejo hombre de Oriel,

Tiene una forma de narrar su historia en tercera persona que, al principio, me pareció de lo más irritante. Es evidente que padece disociación de la personalidad.

Una transcripción de su deposición reza así:

Después de licenciarse, este hombrecillo, llamado Donald Maudsley, se dedicó a la geología y la biología. Asistió a la Conferencia de Brasil, después de la cual desapareció en las selvas de Sudamérica. Esta es la esencia de la historia.

Este hombrecillo fue a vivir al borde de un bosque tropical ignoto que descendía hasta el sur del Pacífico. El sol brillaba, los vientos soplaban, llovía con frecuencia. Transcurrieron días y años. Nadie sabía dónde estaba este hombre. No tenía contactos con el mundo exterior. Ningún barco visitaba la orilla. Ningún avión surcaba el cielo. Era el lugar ideal para sufrir una crisis de identidad.

Este hombrecillo coleccionaba puestas de sol descartadas. Las recogía cada noche cuando finalizaban, y las guardaba en una enorme caja dorada en las profundidades del bosque.

Aunque cantaba con frecuencia para sí, por lo general una canción folclórica acerca de un oso polar ermitaño, seguía solo. Raras veces se encontraba con otros seres vivos, aparte de los cangrejos de la playa. De vez en cuando, un ave blanca, un albatros, volaba en lo alto. Verla no hacía más que aumentar su sensación de soledad. La soledad traspasaba su ser, se convirtió en parte de él.

Una mañana, cortó un árbol. A partir de un trozo de árbol fabricó el muñeco de un ventrílocuo. Llamó al muñeco Ben. Instiló en Ben una ilusión de vida para tener compañía.

El hombre y el muñeco sostenían largas conversaciones juntos, sentados sobre el tronco del árbol caído. Por lo general, hablaban de moralidad, y de si era necesaria. El hombrecillo poseía una severa moralidad que había conformado su vida. Cuando vivía en Oriel, había conocido a una joven bella e inteligente, la hija de una realeza extranjera. Se había enamorado de ella. Pero cuando ella se había esforzado en convencerle de que le hiciera el amor, él se había negado y rechazado su compañía.

La joven había reaccionado con furia e insultos. A continuación, el hombrecillo había estudiado en Black Friars para tomar los hábitos, pero una vez más se sintió incapaz de consumar sus deseos. Desesperado, pensó que era la moralidad lo que le había alejado de la compañía humana.

A veces, el muñeco atacaba el tema con apasionamiento, pues creía que la moralidad era un mero fracaso en las relaciones. Para ser un objeto de madera, la elocuencia del muñeco era sorprendente. Corría por la playa, tal era la fuerza de sus convicciones. Pero estas discusiones no conducian a ningun sitio, como la playa.

Gertrude, hoy ceno en el edificio, y he de cambiarme de ropa. Mi criado está aquí. Volveré a escribirte pronto, para relatarte las conversaciones que tuvieron lugar, según Maudsley, entre él y su muñeco.

Con amor.

Gertrude se sintió obligada a escribir una nota de respuesta a Beauregard:

El caso en que estás ocupado despierta curiosos ecos de nuestro pasado. Este tal Maudsley debe estar ansioso por encontrar el amor en un universo sin amor y sin dios. No obstante, según tu relato, sólo puede encontrarlo en un pedazo de madera. Recordarás que Hipólito rechaza las insinuaciones amorosas de Fedra, su madrastra, con mojigata frialdad. Ambos mueren.

Esto debería estimular tu memoria, para meditar en el origen de nuestras actuales dificultades. No quiero saber nada más del caso.

GERTRUDE.

No obstante, el juez volvió a escribir a su esposa.

El caso continúa. Nos encontramos en el cuarto día. Maudsley afirma que el hecho de tratar al muñeco, Ben, como a un ser independiente fue la causa de que cada vez adquiriera más semblanza de vida. Construyó al muñeco una cabaña al lado de la suya, sobre un acantilado que dominaba la playa. Cuando cocinaba un cangrejo, o un pescado, siempre servía una ración al muñeco, que se la llevaba para «comer» en privado.

Poco a poco, afirma, empezaron a conversar de temas más personales. El muñeco no tenía pasado del que hablar, aunque creía firmemente en abstenerse de la carne y en crecer hacia el Cielo, sembrando follaje y fruta de paso.

Cuando el hombre intentó contradecirle, el muñeco afirmó que parir fruta era la forma moral de vivir, puesto que era asexual. Una piña era un símbolo de moralidad, de verdadera moralidad.

Un día tuvo lugar la siguiente conversación:

-No puedes defender que la reproducción asexual es supenor a la reproducción sexual -dijo Maudsley-. Somos diferentes clases de personas, y hemos de emplear los métodos que Dios ha puesto a nuestra disposición para reproducir nuestra especie. Argumentar lo contrario es infantil.

-En el fondo de mi corazón, soy un niño -dijo el muñeco mientras se daba golpes en el pecho.

-Pero tú no tienes corazón.

El muñeco le miró de una manera extraña.

-¿Qué sabes tú de mi vida? Al contrario que tú, soy hijo de la tierra. Reprimo mis sentimientos porque nací de un árbol. Los árboles, por lo poco que yo sé, son poco apasionados. He sido muy reservado, muy inexpresivo. Deseo poseer un corazón. De todos modos -añadió después de pensar unos momentos-, ¿no crees que los corazones te ponen triste?

Maudsley contempló el mar con aire meditabundo, aquel océano que poseía algo de la monotonía de la eternidad.

-Ummm. Hay algo que me pone triste, sin duda. Algo difícil de definir. Siempre pensé que era el paso del tiempo, no mi corazón.

El muñeco lanzó una risita despectiva.

-El tiempo no pasa. Es un mito humano, El tiempo nos rodea, como una especie de jalea. Lo que pasa es la vida humana. Intento decir que, en realidad, no sé lo que me pone triste.

-Entonces, es que sabes poca cosa sobre ti -contestó el muñeco-. Nada me pone triste, salvo tal vez una astilla clavada en mis nalgas.

Dio unos pasos por la orilla, con las manos a la espalda.

-No -dijo sin mirar al hombre-, nunca estoy triste. Nunca lo he estado, ni siquiera cuando era un árbol joven. Imagino la tristeza como una especie de serrín. Me preocupas cuando dices que estás triste. Eres como un dios para mí, ¿sabes? No puedo soportar tu tristeza.

El hombre de Oriel emitió una risita triste.

-Por eso procuro no hablarte del dolor y el anhelo que invaden mi corazón.

El muñeco fue a sentarse al lado del hombre, y apoyó la barbilla en una mano.

-No quería molestarte. En realidad, no es mi problema.

-Quizá sí.

Se hizo el silencio. Otro ocaso se estaba formando sobre la amplia extensión del océano, y buscaba en su paleta un dorado más brillante.

El muñeco rompió el silencio.

-¿Qué significa eso de la tristeza? Quiero decir, ¿te sucede muy a menudo?

-¿La tristeza? Bien, la tristeza no es más que la felicidad al revés. Los humanos hemos de soportarla. Ser humano ya es bastante horroroso de por sí.

-¿Aún lo haces? ¿Por eso te sientes impulsado a coleccionar todos esos ocasos de segunda mano?

Pero a Maudsley le irritó que un simple muñeco le interrogara.

-¡Vete, por favor! Déjame en paz. ¡Eres patético, y tus preguntas son absurdas!

-¿Cómo es posible que sean absurdas? Al fin y al cabo, mis preguntas son sólo preguntas.

-¿Mediante qué lógica has llegado a esa conclusión?

-Sólo soy tu eco -contestó el muñeco-, cuando todo está dicho y hecho.

El hombre nunca había pensado el asunto desde ese punto de vista. Se le ocurrió que tal vez su vida no había consistido más que en escuchar ecos de sí mismo, y que su moralidad, de la cual se había enorgullecido en otro tiempo, era una forma de rechazar el acceso de otras personas a su vida.

Dejó al muñeco en la playa, y fue a ver cómo iba el ocaso.

Mientras arrastraba sus colores descartados hacia la caja guardada en el corazón del bosque, vio que los demás ocasos que había coleccionado estaban oscureciendo poco a poco con el tiempo, como periódicos antiguos o banderas retiradas.

Cuando Gertrude recibió este informe de su marido, montó en cólera. Estaba convencida de que el juez se había inventado el caso Maudsley. Telefoneó y dejó un mensaje en el contestador automático de los aposentos de Beauregard en la universidad, conminándole a que no volviera a hablarle del tema nunca más.

No obstante, el juez envió a su mujer otra carta, y se excusó aduciendo que sin duda le agradaría saber cómo había concluido el caso:

A la mañana siguiente, mientras Maudsley caminaba solo por la arena, una lancha motora se acercó a toda velocidad a la orilla y una mujer saltó a la playa. Llevaba un vestido informal blanco, y de un cinturón de cuero colgaba una pistola enfundada. Aunque se movía con la agilidad de una atleta, cuando se acercó vio que era bastante mayor. Tenía el cuello muy arrugado. Manchas de edad aparecían en sus brazos y manos. Pero la sonrisa que Iluminaba sus mejillas era bondadosa, y su pelo era rubio teñido.

-Por fin le he encontrado -dijo-. Soy de la Comisión Forestal de Chile. He venido a rescatarle.

Maudsley, pensativo, preguntó con timidez si era la mujer que había amado y rechazado en sus días de Oriel.

La mujer rió.

-La vida no es tan metódica como eso. Además, yo estaba en Wadham. Suba a la barca.

Maudsley pensó en su muñeco y en la caida de puestas de sol. Después subió a la barca.

Aquí terminaba su deposición. Señoras y señores del jurado, dije, debido a la negligencia de este hombre, la población de muñecos se ha rnultiplicado. El primer muñeco se reprodujo asexualmente, al igual que siguen haciendo sus descendientes. Han destruido el bosque tropical, talado la mayoría de sus árboles para aprovisionarse de cuerpos, y esa parte del mundo está completamente oscurecida por puestas de sol mortecinas.

Una sentencia a cadena perpetua por crímenes contra la ecología me parecería apropiada.

Éste es el final de mi carta de hoy, querida Gertie. Claro de lo contrario no perdería el tiemque me siento solo sin ti, inventando fábulas. Espero que tú y Catherine lo estéis pasando bien a la orilla del mar, y decidáis pronto regresar a Oxford. La ceremonia conmemorativa actual tendrá lugar dentro de diez días. Me gustaría mucho que me acompañarais. Este año se celebrará en All Souls.

Eres la esperanza y la inspiración de mi vida. Amo la belleza y la bondad de tu alma. ¡Vuelve pronto!

Con amor,

tu BEAU

2. UN ARTISTA TESTARUDO

Arthur Scunnersman compró una mansión en las colinas que se alzan detrás de Antibes. Alquiló una casa en Santa Bárbara. Adquirió un yate en Niza que nunca abandonaba el puerto. Organizó lujosas fiestas en Londres, París y Nueva York. Donó a la universidad de Oxford dos millones para un nuevo instituto de arte, que se construiría en el emplazamiento de la Radcliffe Infirmary. Compraba ropa nueva cada día.

Arthur Scunnersman estaba en todas partes. Su rostro aparecía en todas partes. Sus amistades femeninas eran numerosas.

Las trataba bien a todas, pero con indiferencia. Sus vidas interiores no le interesaban. Se rumoreaba que, en ocasiones, dormía entre una dama y el hijo de ésta.

El hálito del escándalo aún le hacía más interesante. Arthur Scunnersman era el artista de su tiempo. Se había hecho famoso cuando aún vivía en Oxford. Sus cuadros y bocetos alcanzaban sumas inmensas. Le pagaban inmensamente bien por sus diseños escénicos para películas y ballets. Y los temas eran muy variados. Daba la impresión de que podía hacer cualquier cosa que se le antojara. El apellido Scunnersman estaba en boca de todo el mundo.

Sus amigos observaban que a veces desaparecía durante semanas. Reaparecía con nuevas obras, abstractas, representativas, retratos… Cuando regresaba a la sociedad, celebraba una fiesta. Todos los que gozaban del privilegio de ser invitados asistían. Arthur cantaba en sus fiestas. A veces, componía canciones improvisadas. Todo el mundo se quedaba encantado, conmovido, complacido. Se grabaron discos de su música, y el propio Arthur interpretaba las canciones. Todo el mundo los compraba. ¡Era un mago!

Un ser polifacético, sin duda. Era la sorprendente diversidad de su obra lo que más fascinaba al mundo, aquel mundo sofisticado, rico y rutilante tan cautivado por Arthur Scunnersman y todo lo que representaba, sobre todo el éxito alcanzado sin el menor esfuerzo.

Hasta que un mes, un crítico de arte influyente afirmó que su diversidad carecía de raíces. Arthur desapareció. Los reporteros del mundo juraron encontrarle. Nunca lo consiguieron.

No se les ocurrió mirar en una pequeña ciudad noruega situada a veinte kilómetros al sur de Oslo. La ciudad se llamaba Dykstad. La casa que Scunnersman compró era corriente, y estaba en una calle corriente, frente a la oficina de correos.

En la casa de Dykstad, Scunnersman vivía en soledad con un ama de llaves, una mujer llamada Bea Bjorklund. Bea era una campesina. Nunca había oído hablar de Scunnersman, pero sabía mucho de pescar caballa.

Bea era sencilla, plácida y propensa a la gordura, y llevaba el cabello rubio sujeto con trenzas alrededor de la cabeza, de manera que parecía una hogaza de pan decorativa. Tenía dientes sanos, ojos azules. Lavaba, cocinaba y limpiaba para Scunnerman, y al cabo de dos meses sucumbió a sus ruegos, se soltó el pelo y entró en su cama.

Insistió en que hicieran el amor en la postura del misionero. Alcanzó el orgasmo con rapidez y calma. Vivían en una estricta y reglamentada mediocridad. Nunca se hablaba de Oxford. Scunnersman no hacía nada. A veces, iba a dar un paseo por las cercanías, hasta el viejo puente de piedra, y volvía. No tomaba drogas ni bebía, como antes, aunque Bea le convencía a veces de que compartiera con ella una copa de akavit por la noche, antes de acostarse.

A veces se acercaban hasta la costa en el viejo Ford herrumbroso de ella, e iban a pescar caballa en el profundo y desasosegado mar del Norte. Bea enseñó a Scunnersman a sujetar una caña. Al cabo de poco, fue capaz de pescar caballas, aunque no tantas como ella.

No pintaba. No tenia pinturas en Dykstad. Cuando llegó Navidad, fue a los grandes almacenes de la calle y compró a Bea ropa interior de encaje francesa. Bea fue a los grandes almacenes de la calle y compró a Scunnersman una caja de madera con pinturas al óleo y pinceles.

Él la abrió y se quedó atónito.

–¿Cómo se te ha ocurrido la idea?

La mujer exhibió dos bonitos hoyuelos cuando contestó.

–Pensé que tal vez te gustaría pintar de vez en cuando. Una vez vi a un artista en la televisión, y se parecía mucho a ti. Dijeron que tenía mucho éxito.

–¿Y ahora?

–Quizá podrías tener tanto éxito como él, si probaras. Pescando caballas eres bueno, de eso no cabe duda.

Bea rió, exhibiendo sus bonitas encías y dientes. Él la besó y sugirió que se probase la ropa interior. Él miraría.

El duodécimo día de Navidad, decidió que pintaría. Le atraía en particular un rincón de la modesta sala de estar. Contenía una estantería con algunos libros apoyados contra un pesado jarrón de piedra, una vieja butaca de color púrpura, con un almohadón rojo, y una pequeña ventana que daba a la pequeña parcela de tierra donde cultivaban hortalizas, en especial coles.

Empezó a pintar poco a poco. Le resultaba extraño el contacto del pincel sobre la tela. Bea observaba el proceso sin comentarios.

Él repitió la misma pregunta de unos días antes.

–¿Cómo se te ha ocurrido la idea?

–A la gente del pueblo le parece mal que vivamos juntos sin casarnos -contestó Bea con una sonrisa-. Les he dicho que eres un artista. Así no se preocupan. No esperan otra cosa de un artista.

Él se levantó y la besó en los labios. Bea se mostró escéptica respecto al cuadro cuando terminó.

–Es bonito, pero no se parece a la realidad.

–¿Por qué tendría que parecerse a la realidad?

Al día siguiente pintó el mismo rincón de la sala igual que antes. La reacción de Bea fue la misma.

Arthur se divertía. Pintó el rincón de la sala una y otra vez. Nunca estaba satisfecho por completo.

Cuando terminó su cuadro número cien, ella le besó con ternura, sugiriendo que tirara la toalla.

–Nunca triunfarás…

Pero Arthur Scunnersirlan estaba empezando a pasárselo en grande.

3. CUBOS PARLANTES

La guerra había seguido a la guerra. La guerra civil había estallado con una ferocidad destructiva. Mi país de adopción estaba en ruinas. Centenares de miles de personas habían muerto. Muchos edificios hermosos habían sido destruidos. Muchas casuchas habían desaparecido. Ciudades enteras estaban convertidas en escombros. La gente carecía de hogar. Muchos habitantes vivían bajo láminas de plástico y hervían agua sobre hogueras encendidas con ramas. Muchos morían mientras dormían, de ira, dolor, o a causa de las heridas.

Yo había regresado como miembro de una fuerza de pacificación. Ya no era joven, y descubrí que aquel país al que había amado, donde había vivido una intensa historia de amor, había sucumbido a la vejez. ¿Cómo podría rejuvenecer de nuevo? ¿Cómo iban a rejuvenecer las mentes de la gente? ¿Cómo iban a vivir en armonía una vez más el norte y el sur?

Las minas terrestres enemigas estaban ocultas en la campiña, a la espera de arrancar las piernas de campesinos y excursionistas. Máquinas enemigas acechaban todavía entre las calles desoladas de las ciudades. Aquellos ingenios tecnológicos se empecinaban en su maldad programada, y disparaban rayos láser contra cualquier cosa que se moviera, ya fuera del norte o del sur. Me presenté voluntario para la tarea de localizarlas y desmantelarlas.

Un hermoso fin de semana de octubre tuve que asistir a una conferencia de paz multiétnica en la capital del país. Habían construido un espléndido hotel internacional nuevo en una zona que se mantenía moderadamente intacta. Se había establecido algo parecido a lo que llamamos normalidad, al menos, nuestra versión occidental de la normalidad. Esta versión incluía baños, duchas y comidas para los que se sentaban a comer. Comidas que se pagaban con tarjetas de crédito, dinero de plástico.

La primera noche que me alojaba en el hotel vi en el bar a una mujer que había estudiado conmigo en la universidad. Más tarde nos habíamos vuelto a encontrar en la capital extranjera, antes de que las divisiones del país desembocaran en una guerra civil. Se llamaba Suslila Klein. La acompañaba un hombre corpulento con la cabeza rapada.

Mi corazón dio un vuelco. Me quedé inmóvil. Estaba sentada a una mesa, con la vista clavada en el hombré, que se encontraba de pie ante ella dándome la espalda. Detrás de ellos, la pared mostraba una imagen panorámica de cigüeñas, que volaban o se atusaban las plumas, contra un fondo negro. Me di cuenta al instante, con terrible lucidez, de cuánto habían cambiado las circunstancias, no sólo las de un país en otro tiempo próspero, sino las mías, y sin la menor duda las de Suslila. Por dura que había sido mi vida desde nuestra separación, su vida debía de haber sido igual de difícil, cuanto menos, aquella preciosa mujer destinada en su momento a una tranquila vida universitaria. Algo en la apariencia del robusto cuerpo de su acompañante me dijo que tenía pocas alternativas, tal vez pocas alternativas deseables, en su actual forma de vida.

Seguí inmóvil, incapaz de alejarme. Estaba embargado de dolor, alegría y nostalgia.

El hombre corpulento cogió una silla, todavía de espaldas a mí. Pude ver a Suslíla menos de perfil, y más de cara, cuando volvió la vista hacia él.

Comprobé que Suslila había envejecido mucho… como yo. Era del sur, mientras que yo era del norte. No obstante, en otro tiempo habíamos vivido una apasionada historia de amor. He dicho que habíamos vivido, pero el obligatorio secretismo de nuestro amor nos separó. Fue una mezcla extraordinaria de miedo, triunfo, admiración y lujuria en estado puro. Los dos nos habíamos sentido orgullosos de tomar un amante de la raza rival, pero entonces reinaba una especie de paz, y se vivía una especie de esperanza en el futuro.

Recuerdos del pasado me invadieron cuando nuestros ojos se encontraron. Suslila se disculpó con su acompañante y vino hacía mí con semblante alegre. El hombre nos observó fijamente.

Suslila, después de tantos años…

–Ah, pero ¿no fue ayer?

Nos sentamos en un rincón del salón y bebimos lentas cervezas juntos. Nos comportamos con formalidad, y nos costaba encontrar las palabras.

–Aunque es una coincidencia que nos hayamos encontrado aquí -dijo ella-, estoy mejor preparada que tú para esta circunstancia.

Le dirigí una mirada inquisitiva. Había mechas grises en su pelo.

Sacó de un maletín un pequeño cubo transparente, de unos diez centímetros de lado. Apartó el cenicero y dejó el cubo entre nosotros.

–Tengo la tarde libre -dijo, mientras paseaba la vista entre el cubo y yo-. Fui a dar un paseo por las calles del barrio antiguo. Mientras paseaba, pensé en ti, y en que las habíamos recorrido juntos en otra época. Me gustaba la ciudad en aquel tiempo. Me parecía llena de energía. Casi todos los puestos callejeros han desaparecido. Después, se convirtió en la capital del poder enemigo, el norte. Y tú te habías ido. Bien, los tiempos eran diferentes cuando íbamos a la universidad, ¿verdad? Mejores, sin duda.

–Mucho mejores, Sushlila.

Tenía la mano apoyada sobre la mesa. La cubrí con la mía.

–Este cubo, se llamaban holocubos en su momento, apareció en una chatarrería del primer callejón a la izquierda que desemboca en la calle principal. Lo compré porque había encontrado su doble en una ciudad del sur hace tiempo. Un prodigio de sincronicidad… Ahora poseo el par. Es un milagro que ambos hayan sobrevivido entre tanta destrucción. Los dos funcionan todavía. Me los llevaré a Oxford la semana que viene.

–¿Vuelves a Oxford?

–Mi hija trabaja en el museo Ashmolean, en el departamento de grabados. Pero tú no sabías que tenía una hija. – Me dedicó una fugaz sonrisa-. No es tuya, debo añadir.

Sentí una breve oleada de celos.

–El otro cubo, el que compré antes, está en mi habitación. Me gustaría que vieras los dos en funcionamiento. Los podemos enchufar en mi cuarto. La invitación no implica nada más. Somos demasiado viejos para eso. Ya no nos queda amor. Al menos a mí. Tampoco puedo olvidar que hace poco eras mi enemigo, o uno de ellos. Ni las atrocidades que tu pueblo cometió contra el mío.

–No fue mi pueblo. Yo ya no tengo pueblo.

–Sí, ya lo creo. Está escrito sobre ti. Inglaterra. Oxford.

–¡Ah, eso! No, yo sólo tengo minas. – Expliqué cuál era mi ocupación-. Esas minas fueron colocadas por ambos bandos. Pese a la paz, continúan matando y mutilando.

–Como viejas rencillas -sonrió con tristeza Susliña. Vio que su acompañante, tal vez su marido, apagaba con violencia el cigarrillo y abandonaba el hotel.

La acompañé a su habitación. Estaba muy cansado, pero contento de poder hablar con alguien, sobre todo con ella. Un traje tropical de hombre colgaba en la puerta de un armarlo. Sus utensilios de afeitar descansaban sobre una mesilla auxiliar. La cama estaba deshecha.

Sushlila telefoneó al servicio de habitaciones para que subieran café. Descafeinado.

Me mantuve alejado de ella. Ya no la deseaba, pero sí a nuestro pasado, nuestro mutuo pasado, cuando nuestra cama siempre estaba deshecha.

Recordaba vagamente la locura del holocubo. A los amantes les gustaba. Cuando los cubos se conectaban, aparecía una cabeza en su interior, como animada de vida, hablaba, sonreía, a veces lloraba. La ilusión se lograba con mucha facilidad: se inscribía una imagen holográfica del sujeto en un núcleo de aleación de germanio disuelta. Cobraba vida cuando le pasaba la corriente, y hablaba mediante altavoces ocultos en la base. Si otra persona tenía un holocubo similar, daba la impresión de que las dos cabezas conversaban entre sí.

Suslila conectó uno de los cubos. Apareció la cabeza de una mujer de pelo negro corto, labios rojos y nariz graciosa. No se movió, sino que permaneció petrificada en el bloque de hielo artificial. La imagen era bastante granulosa.

Cuando se conectó el otro cubo, apareció una cabeza masculina, joven, vivaz, de amplios pómulos. Escapaban rizos rubios de una gorra de hule que cubría su cabeza. También estaba inmóvil.

Reconocí los retratos de nosotros cuando éramos jóvenes. El miedo se apoderó de mí. Ésa había sido ella. Ése había sido yo.

Sushlila acercó los cubos y colocó ambas cabezas una frente a otra.

Las imágenes empezaron a hablar. Al principio, la mujer se mostró vacilante, pero casi al instante empezó a hablar de amor.

–Soy incapaz de decirte cuánto te amo. En mi país, un arroyuelo de agua pura corre junto a nuestro hogar. Mi amor por ti es así, siempre puro, siempre renovado. Nunca había sentido por un hombre lo que siento por ti. Oh, querido, sé que siempre, siempre, te amaré y anhelaré tu compañía.

La imagen del hombre era más clara. Se le oía mejor.

–Corren tiempos difíciles. La situación empeora a cada día que pasa. Nuestros políticos deben de estar ciegos o locos. Esta casa recibió disparos anoche. Quiero decirte que todavía te amo, pero me es imposible ir a verte. No obstante, debo comunicarte que pienso en ti.

Hizo una pausa. La mujer volvió a hablar.

–Tan sólo anoche estabas en mis brazos. Toda la noche estuviste en mis brazos. ¡Fue maravilloso! Sabes que me entrego a ti por completo, sin reservas, del mismo modo que la tierra absorbe la lluvia del verano. Se mío para siempre, querido, y… ¡feliz cumpleaños!

El hombre sonrió con cierta ternura. Hablaba inglés con un leve acento de Oxford.

–Las promesas que nos hicimos hace dos años continúan vigentes. Es que ya no puedo conseguir un permiso para viajar al sur. Estoy harto de esta situación. De hecho, debo decirte que… abandono nuestro país, este país embarcado de repente en disputas. Me voy al extranjero antes de que las cosas empeoren…

Mientras procuraba serenarse, la mujer habló de nuevo.

–Oh, gracias, querido mío, por decir que puedes venir mañana. Nos alojaremos en la habitación de mi prima. Está fuera. Me entregaré a ti. Sólo por decir estas cosas maravillosas, ya siento que me estoy entregando. Oli, mi querido amante, ven a mis brazos, a mi cama. Mañana estaremos juntos de nuevo.

–Es horrible que la situación haya degenerado hasta tales extremos -dijo el hombre-. Más de lo que habíamos imaginado, ¿eh? De todos modos, siempre existieron diferencias entre nosotros. Vuestras costumbres eran más… atrasadas que las nuestras, en el norte. Tendrías que haber venido cuando te invité. Tampoco te culpo. Tendríamos que haber intuido la guerra civil que se estaba gestando. Bien… ¡hasta la vista, querida Sushlila!

–Sí -dijo la imagen de Suslila-, siempre te esperaré. Ni una nube oscurecerá el amor que nos une. ¡Te lo juro! Soy incapaz de expresar cuánto te amo. En mi país, un arroyuelo de agua pura corre junto a nuestro hogar. Mi amor por ti es así, siempre puro, siempre renovado. Nunca…

Suslila desconectó los cubos.

–Después de eso, continúan repitiéndose. Repiten su historia una y otra vez, todas esas declaraciones de amor.

–Claro -dije con lágrimas en los ojos-, el holocubo de él fue grabado meses después del de ella. Cuando la situación había empeorado…

La mujer sepultó la cara entre sus manos.

–Oh, sabemos que, en realidad, no están conversando, esos fantasmas de nuestra juventud. Las pausas en los monólogos del otro disparan sus discursos preprogramados. Pero duele tanto…

Los sollozos interrumpieron sus palabras.

–Suslila -dije, embargado por la culpa y la pena-, recuerdo cuando grabé ese cubo. Tener que marcharme me dolió tanto como a ti…

Cuando pasé mi mano sobre su hombro, la apartó con suavidad.

–Lo sé -dijo, y me miró encolerizada, con la cara surcada de lágrimas-. Lo que nos pasó fue dictado por la naturaleza de las cosas.

Aferré una de sus manos.

–La naturaleza de las cosas. – Ella emitió una especie de carcajada- ¡Cómo odio la naturaleza de las cosas!

Cuando intenté besar sus labios, volvió la cabeza. Supliqué, y después nuestros labios se encontraron, como en el pasado. Aunque permanecieron juntos, labio contra labio, aliento contra aliento, esta vez no fue un preludio, sino un final.

Mientras bajaba a pie (los ascensores no funcionaban), pensé: La guerra ha terminado. Como mi juventud.

No había esperado a que llegara el café. Sushlila se quedó en su habitación con los viejos cubos, los viejos mundos, las viejas emociones.

Steppenpferd

Desde una perspectiva cosmológica, el sol era un solitario, aislado en los confines de su galaxia. Era una supergigante. La supergigante pertenecía a la clase espectral K5. Visto de cerca, parecía un globo humeante opaco, una vela a punto de derretirse, y el humo consistía en miríadas de partículas que bailaban en la tormenta magnética solar.

Pese a su tamaño, era una cosa fría que no alcanzaba más de 3.330 grados. No obstante, como supergigante había engendrado enfermizas fantasías supergigantes en los seres que dependían de ella. Alrededor de su circunferencia, extendiéndose a lo largo del plano de la eclíptica, se movían como un séquito una serie de esferas artificiales. Cada una de dichas esferas contenía sistemas solares cautivos.

La especie que enviaba las esferas a grandes distancias, hasta la supergigante, se autodenominaban los Pentivanashenli, una palabra que eones atrás había significado «los que en otro tiempo pastaban». Esta especie había canibalizado sus propios planetas, para luego adentrarse en la gran matriz del espacio, y regresado a su estrella natal con el único propósito de entregar sus presas a una órbita cautiva.

El padre Erik Predjin salió del dormitorio a la luz del alba. Al cabo de poco rato, la campana del monasterio doblaría y sus doce monjes, con otros tantos novicios, se despertarían e irían a la capilla para asistir a las Primeras Devociones. Hasta entonces, el pequeño mundo de la isla era de él. De Dios, mejor dicho.

El frío le asaltaba desde los abedules. El padre Predjin se estremeció dentro de su hábito. Le gustaba la mordedura del amanecer. Rodeó con paso lento la pila de troncos desbastados con azuela, que servirían para reconstruir el tejado de la capilla, las piedras amontonadas y numeradas que, a la larga, se utilizarían en la reconstrucción del ábside. No dejaba de observar, una y otra vez, la urdimbre del edificio al cual, con la ayuda de Dios y su fuerza de voluntad, devolvería la vida espiritual.

El monasterio continuaba en precario estado. Algunos de sus cimientos databan del reinado de Olav el Pacífico, en el siglo XI. La estructura principal era de una época posterior, Construida cuando los wendos se habían refugiado en la isla.

Lo que admiraba más el padre Predjin era la fachada orientada hacia el sur. La puerta arqueada estaba flanqueada por arcadas ciegas, con columnas adornadas con molduras escalonadas. Estaban deterioradas por la intemperie, pero intactas.

–Aquí -decía con frecuencia el padre Predjin a los presuntos turistas-, pueden imaginar a los monjes primitivos intentando recrear el rostro de Dios en piedra. Es majestuoso, dispuesto a permitir la entrada a todos los que acuden en Su busca, pero a veces ciego a nuestros misterios. Y a estas alturas, tal vez el Todopoderoso está agotado por el incierto clima terrestre.

Al oír este comentario, los turistas removían los pies. Algunos miraban hacia arriba, hacia arriba, donde podía distinguirse la curva de una esfera metálica, más allá del cielo azul.

El padre se sentía un poco más contento esta mañana. No intentó buscar una explicación. La felicidad era una especie de subproducto, algo que ocurría en una vida regida por la rutina. Era otoño, claro está, y a él le gustaba mucho el otoño. Esta estación, cuando las hojas empezaban a caer antes de que llegara la brisa del norte y los días se abreviaran, concedía un placer adicional a la existencia. Se tomaba más conciencia del gran espíritu que guiaba al mundo natural.

Un gallo cacareó celebrando la pureza de la mañana. El sacerdote volvió su amplia espalda al edificio pintado de ocre y bajó hacia la orilla por el sendero pavimentado que había construido con la ayuda de los hermanos. Caminó junto a la orilla del agua. Una cascada de piedras y guijarros celebraba la unión de los dos elementos, tierra y agua. Se habían desprendido de los flancos de glaciares en retirada. Aquellas poderosas piedras de amolar los habían pulido, y ahora destellaban a la luz de la mañana, y exhibían, para todos los que se tomaran la molestia de mirar, una notable variedad de colores y orígenes. No menos que el monasterio, demostraban al creyente la existencia de una Mano Conductora. Una Mano Conductora que, no obstante, había permitido que la transportaran a través de cien mil años luz…

Un pez muerto yacía entre los guijarros, mecido por las olas del lago, como si se moviera. Aun muerto, poseía belleza.

El padre se acercó a un pequeño espigón. Un viejo muelle de madera se adentraba unos metros en el lago Marinsjo, y chorreaba agua en su reflejo oscuro. A este muelle llegaban obreros, y más tarde, otra barca con turistas extragalácticos. Enfrente, a poco más de un kilómetro de distancia, estaba el continente y la pequeña ciudad de Mann)er, desde la cual llegaban las barcas. Una pequeña nube de contaminación flotaba sobre la ciudad, como un corte en la imagen invertida negra de montañas.

El padre estudió las montañas y los tejados de la ciudad. Con qué habilidad se parecían a las cosas reales que habían sido en otro tiempo. Se persignó. Al menos, esta pequeña isla se había conservado, por razones que ignoraba. Tal vez llegaría un día en que todo volvería a la normalidad si perseveraba en sus plegarias.

A la orilla del mar quedaban todavía viejos bidones de petróleo y restos de equipo militar. Hasta cinco años antes, la isla estaba bajo jurisdicción militar. El padre Predjin había borrado casi todos los recordatorios de su ocupación: los graffiti de la capilla, los agujeros de bala en las paredes, los árboles destrozados. No se apresuraba en hacer desaparecer los vestigios.

Algo le decía que la herrumbrada lancha de desembarco debía permanecer donde estaba, medio hundida en las aguas del lago. Ahora que había dejado de funcionar, no dejaba de armonizar con su entorno. Además, no estaba de más recordar a los hermanos y a los visitantes alienígenas las locuras del pasado, así como la actual naturaleza incierta del mundo. Del mundo y, añadió para sí, de todo el sistema solar, encerrado en aquella enorme esfera y transportado… No sabía adónde.

Lejos de la galaxia. ¿Y del alcance de Dios? Respiró hondo, complacido por el sonido del agua. Si miraba hacia el este de su pequeña isla (del Señor y de él), podía ver Noruega y una lejana vía férrea. Si miraba hacia el este, podía ver las montañas de lo que había sido Suecia. El lago Marinsjo corría por la frontera entre los dos países. De hecho, el trazo imaginario de dicha frontera, tal como había sido proyectada por los mandatarios reunidos en las oficinas ministeriales de Oslo y Estocolmo, atravesaba la isla de Mannsio y, de hecho, el viejo monasterio. Eso explicaba su larga ocupación por militares humanos, cuando las opiniones territoriales habían diferido y los dos países escandinavos habían ido a la greña.

¿Por qué se habían peleado? ¿Por qué no habían imaginado… bien, lo inimaginable?

Conocía bien los abedules plateados que crecían entre las piedras de la orilla, era capaz de distinguirlos entre sí. Le divertía pensar que uno era noruego y el otro sueco. Los tocó mientras pasaba. El tacto del corcho humedecido por la niebla le resultaba agradable.

Ahora que los militares se habían marchado, los únicos invasores de Marinsio eran esos turistas. El padre Predpn debía fingir que alentaba sus visitas. Un pequeño barco los traía, un barco que zarpaba de Mannier cada mañana de verano, siete días a la semana, y permitía que los seres visitaran la isla durante dos horas. Los turistas gozaban de libertad para pasear o fingir que rendían culto. Y los novicios, que les vendían comida, bebida y crucifijos, ganaban un poco de dinero para contribuir a los gastos de la restauración.

El padre observó el barco que se acercaba, y vio que los grotescos seres parecidos a caballos adoptaban poco a poco forma humana y se cubrían con ropas humanas.

Agosto se iba borrando del calendario. Pronto dejarían de venir turistas. Mannsio se hallaba a menos de cinco grados al sur del Círculo Ártico. Ningún turista venía durante el largo y oscuro invierno. Copiaban todo lo que había existido antes, incluso el comportamiento.

–No les echaré de menos -masculló para sí el padre, mientras miraba hacia la lejana orilla-. Seguiremos trabajando durante el invierno, como si no hubiera pasado nada.

No obstante, reconoció que echaría de menos a las visitantes femeninas. Aunque había hecho voto de castidad muchos años antes, Dios todavía le permitía que disfrutara con la visión de las jóvenes, su pelo al viento, sus figuras, sus largas piernas, el sonido de sus voces. Ningún miembro de la orden (ni siquiera el joven y guapo novicio Sankal) igualaba las cualidades de una mujer. Pero, una vez más, se trataba de una ilusión: había siete extremidades negras y desgarbadas detrás de cada engañoso par de piernas esbeltas.

Los seres penetraban en su mente. Lo sabía. A veces, los sentía acechando, como ratones detrás de la pared de su habitación.

Volvió la cara hacia el este, y cerró los ojos para absorber la luz. Su tez era enjuta y bronceada. Era la cara de un hombre serio al que le gustaba reír. Sus ojos, por lo general, eran de un tono grisazulado, y el escrutinio que dedicaba a sus iguales era inquisitivo pero cordial; tal vez más inquisitivo que franco, como estanterías de libros en una biblioteca, cuyos lomos prometen mucho pero revelan poco del contenido. Aquellos que habían negociado con el padre Predjin la adquisición de la isla decían que no confiaba en nadie, ni siquiera en Dios, probablemente.

Su pelo negro, apenas veteado de gris, estaba cortado al estilo paje. Iba recién afeitado. Una especie de afable determinación aleteaba alrededor de sus labios. Su porte general también sugería determinación. Debido a su carácter espontáneo, Erik Predjin no se daba cuenta de lo mucho que su apostura había facilitado su discurrir por la vida, ahorrándole con frecuencia la necesidad de ejercitar dicha determinación.

Pensó en el rostro de una mujer que había conocido, y se preguntó, ¿por qué no eran los hombres más felices? ¿Acaso no habían sido colocados en la Tierra hombres y mujeres para procurarse felicidad mutua? ¿Era debido a que la humanidad había fracasado de una forma tan estrepitosa que aquel enjambre extraordinario de seres había descendido, para destruir casi todo aquello que se consideraba permanente?

¿Cómo era posible que el mundo estuviera tan lleno de pecado que obligase a destruirlo? Los que se habían recluido en Marinsio continuaban adorándole. Intentaban, en su fragilidad, adorarle. Salvar al mundo, devolverle a su estado anterior, restaurar la felicidad. Sin pecado.

Los guijarros crujían bajo sus sandalias. Se encogió para protegerse del frío, dio media vuelta y subió por otro sendero que contorneaba un gigantesco pedrusco. En una cañada protegida, cloqueaban las gallinas. Aquí había huertos donde la Orden cultivaba hortalizas (sobre todo patatas), hierbas y criaba abejas. Apenas suficiente para alimentar a la comunidad, pero el Todopoderoso aprobaba la frugalidad. Mientras el padre caminaba entre ellas, dirigiendo una mirada experta a los cultivos, la campana del monasterio empezó a tañer. El monje prosiguió su camino, sin acelerar el paso, bajo los manzanos, hasta la iglesia recién reparada.

–Gracias, Señor -dijo en voz alta mientras caminaba con las manos enlazadas-, por otro de tus maravillosos días, y bendice a mis hermanos, para que también puedan saborear tu dicha.

Después de las oraciones matutinas llegaba el desayuno. Pan casero, pescado recién salido del lago, agua del pozo. Lo suficiente para llenar el buche.

Poco después de las diez de la mañana, el padre Predjin y dos hermanos bajaron al puerto para recibir al barco matinal que traía a los trabajadores desde Mannjer. Los obreros eran voluntarios. Al parecer, incluían no sólo a escandinavos, sino a hombres, en su mayoría jóvenes, de otras partes de Europa, junto con un japonés que había llegado a Mannsio como turista dos años antes y se había quedado. Mientras esperaba a ser nombrado sacerdote, se alojaba en Mannier con una mujer tullida.

Oh, todos tenían historias que contar, pero les había visto desde su ventana, cuando pensaban que nadie miraba, adoptar aquella forma desmañada, con aquellas grandes manos colgantes de siete dedos y color gris.

Éste era el secreto del padre: como sabía que estos seres eran asimetricos, y no simetricos, o casi, como los seres humanos, sabía que Dios les había retirado su apoyo. En consecuencia, eran malvados.

Los monjes daban la bienvenida y bendecían a los falsos obreros. Les indicaban las tareas del día. Pocos necesitaban instrucciones. Enlucidores, carpinteros y albañiles trabajaban como antes.

¿Debería permitir que estos seres alienígenas, que odian a Dios, partícipen en la construcción de la casa de Dios? ¿Nos maldecirá a todos por permitir este error?

Una pequeña urgencia se sumaba a la eficaz rutina de los obreros: el invierno se aproximaba. Se estaba instalando un tejado de tejas casi liso sobre el tambor de la cúpula principal, para cerrarla contra los elementos. De momento, no había dinero para la cúpula recubierta de cobre que se había proyectado en un principio.

Cuando el padre comprobó que a todo el mundo se le había asignado una tarea, volvió al edificio principal y subió por una escalera de caracol hasta su despacho del tercer piso.

Era una habitación estrecha, iluminada por dos ventanas redondas y amueblada con poco más que un viejo escritorio devorado por la carcoma y un par de sillas desvencijadas. Un crucifijo colgaba en la pared encalada detrás del escritorio.

Un novicio subió a hablar con el padre Predjin acerca del problema de la calefacción en invierno. La cuestión salía a relucir cada año en esta época. Como de costumbre, seguía sin solucionarse.

Nada más salir el novicio entró Sankal. Debía de estar esperando en la escalera. El padre le indicó con un ademán que tomara asiento, pero el joven prefirió permanecer de pie.

Sankal esperó, mientras se retorcía las manos, tímido como siempre, pero con el aire de un joven que tiene algo importante que decir y sólo aguarda una oportunidad.

–¿Deseas abandonar la orden? – preguntó el padre Predjin, y rió para demostrar que estaba bromeando y sólo ofrecía la oportunidad de responder.

Julius Sankal era un joven pálido y guapo, con una sombra de bigote en el labio superior. Como muchos de los demás novicios de Mamisjo, Predjin le había concedido refugio porque el resto del globo estaba desapareciendo.

En aquellos días, Predjin había observado el cielo nocturno y comprobado que las estrellas desaparecían a medida que la esfera las abarcaba poco a poco. Y no cabía duda de que el mundo también estaba desapareciendo, poco a poco, para ser sustituido por una réplica barata, tal vez una réplica sin masa, con el fin de facilitar el transporte. Sobre tales cosas sólo podía especularse, con una abrumadora sensación de ignorancia y miedo.

Sankal había llegado a Mannjer bajo una nevada. Y más tarde había robado una barca con el fin de llegar a la isla y entregarse a la clemencia del ruinoso monasterio, y de su prior. Ahora, se dedicaba a hornear el pan de la comunidad.

–Quizá sea necesario que me marche -dijo el joven. Mantenía la vista clavada en el suelo.

El padre Predjin esperó, con las manos apoyadas, apenas enlazadas, sobre la superficie arañada del escritorio.

–Veréis… No puedo explicarme. He llegado a albergar una falsa creencia, padre. Mucho he rezado, pero he llegado a albergar una falsa creencia.

–Como bien sabes, Julius, aquí está permitido abrazar cualquier número de creencias religiosas. Lo más importante es creer en un dios, hasta que llegues a ver al verdadero Dios. Así, encendemos una diminuta luz en un mundo perdido por completo y abismado en la oscuridad. Si te marchas, lo haces a un mundo ilusorio y condenado.

Se oyeron unos martillazos encima de ellos. Estaban colocando nuevas vigas en el tejado del ábside.

El sonido casi ahogó la respuesta de Sankal, que fue pronunciada en voz baja pero firme.

–Padre, soy una persona tímida, ya lo sabéis. No obstante, he alcanzado la madurez. Siempre estoy abismado en mis pensamientos. Ahora, esos pensamientos corren como un torrente hacia esa falsa creencia.

Inclinó la cabeza. Predjin se puso en pie para dominar con su estatura al joven. Su expresión era seria y compasiva.

–Mírame, hijo, y no tengas vergüenza. Todas nuestras vidas están llenas de martilleos como los que oímos ahora. Es el sonido de un enorme mundo material que se desploma sobre nosotros. No debemos prestarle importancia. Esta falsa creencia ha de amargarte la vida.

–Padre, siento respeto por vuestra teología, pero tal vez lo que se considera una falsa creencia es cierta para mí. No; quiero decir… Es difícil explicarlo. Llegar a una creencia clara está bien, ¿verdad?, aunque sea falsa. Tal vez entonces no sea falsa, sino cierta.

–No entiendo tu razonamiento, Julius -dijo Predjin con un levísimo deje de impaciencia-. ¿No podemos extraer esta falsa creencia de tu mente, como una muela cariada?

Sankal miró a su mentor con aire desafiante. Exhibió sus puños de nudillos blanquecinos sobre el escritorio.

–Mi creencia es que esta isla no ha sido hecha por Dios. Es también una ilusión, hecha por el terrible adversario de Dios.

–Eso no es nada más que una no creencia.

–No, no -replicó el joven-. Creo que los malvados hicieron el lugar donde vivimos. Nuestra bondad es una ilusión. Tengo pruebas que lo demuestran.

El padre Predjin respiró hondo.

–Supongamos por un instante que estamos viviendo en una isla hecha por esos aterradores seres que se han adueñado del sistema solar, de manera que todo es una ilusión. Sin embargo, la bondad no es una ilusión. La bondad nunca es una ilusión, esté donde esté. La maldad es la ilusión…

Mientras hablaba, creyó ver algo furtivo y malvado en los ojos del joven ante él.

El padre Predjin estudió a Sankal con cautela antes de seguir hablando.

–¿Has llegado a esta conclusión de golpe y porrazo?

–Sí. No. Me doy cuenta de que siempre he pensado igual. Pero no lo sabía. Siempre he estado huyendo, ¿verdad? Venir aquí… bien, me concedió tiempo para pensar. Me doy cuenta de que el mundo es malvado, y está empeorando. Porque el Demonio lo gobierna. En nuestra familia siempre hablamos del Demonio. Bien, ahora ha venido con esa forma de caballo para dominarnos.

–¿Cuál es la prueba de la que has hablado?

Sankal se irguió de repente y miró al padre, irritado.

–Está en mí, en las cicatrices de mi mente y mi cuerpo desde que era niño. El Demonio no ha de llamar para entrar. Ya está dentro de mí.

Al cabo de una pausa, el padre se sentó de nuevo y se persignó.

–Has de ser muy desdichado para creer eso -dijo-. No es una creencia tal como nosotros la entendemos, sino una enfermedad. Siéntate, Jullus, y déjame decirte algo. Porque si crees en serio lo que dices, has de dejarnos. Tu hogar estará en el mundo de la ilusión.

–Lo sé.

El joven seguía con su aspecto desafiante, pero se sentó en una de las sillas desvencijadas. El martilleo continuaba.

–Hace un momento estaba hablando con alguien sobre cómo íbamos a conseguir calefacción este invierno -dijo el padre-. Cuando llegué a la isla con dos compañeros, logramos sobrevivir al largo invierno. En aquel tiempo, este edificio se hallaba en un estado deplorable, y faltaba la mitad del tejado. No teníamos electricidad, y tampoco nos la habríamos podido permitir de haber estado a nuestro alcance.

»Quemábamos troncos, que cortábamos de los árboles caídos. Entonces, Mannsio era más boscoso que ahora. Vivíamos en dos habitaciones de la planta baja. Nos alimentábamos de pescado y poca cosa más. De vez en cuando, la bondadosa gente de Mannier venía patinando sobre el hielo para traernos ropa de abrigo, pan y akavit. Por lo demás, rezábamos, trabajábamos y ayunábamos.

»Aquellos eran días felices. Dios estaba con nosotros. Le complace la escasez.

»Con los años nos hemos sofisticado más. Al principio pasábamos con velas. Después, con lámparas de aceite y estufas de aceite. Ahora estamos conectados con el suministro eléctrico de Mannier. Todavía funciona. Ahora hemos de prepararnos para un invierno más largo y oscuro, el invierno de la Incredulidad.

–No entiendo en qué confiáis -dijo Sankal-. Este episodio del pasado está perdido fuera de la galaxia, donde nadie ha oído hablar de Dios… de vuestro dios.

–Oyen hablar de él aquí y ahora -replicó con firmeza el sacerdote-. Los presuntos turistas oyen hablar de él. Los presuntos obreros trabajan en su nombre. Mientras la maldad no entre en nuestra morada, haremos el trabajo del Señor, sea cual sea el universo donde nos encontremos.

Sankal se encogió de hombros. Le miró de reojo.

–El Demonio puede alcanzaros, porque lo posee todo. Ha hecho todas las cosas del mundo.

–Creer eso te pondrá enfermo. Tales creencias fueron defendidas en una época por cátaros y bogomilos. Perecieron. Lo que intento decirte es que resulta fácil confundir el peligro en que nos encontramos, el peligro más que mortal, con la obra del Demonio. El Demonio no existe. Sólo existe una deserción de Dios, que es extremadamente dolorosa en muchos aspectos espirituales. Echas de menos la paz de Dios.

Sankal dirigió a Predjin una mirada de odio.

–¡Por supuesto! Por eso deseo marcharme. El martilleo cesó. Oyeron los pasos de los obreros encima de sus cabezas.

El padre Predjin carraspeo.

–Julius, hay maldad en los hombres, en todos nosotros, sí…

Sankal le interrumpio a gritos.

–¡Y en los denionios-caballo que hicieron tal cosa en el mundo!

El sacerdote se encogió, pero continuó.

–Hemos de considerar lo sucedido como perteneciente a la estrategia del libre albedrío de Dios. Aún podemos elegir entre el bien y el mal. Tenemos el don de la vida, por dura que sea, y hemos de elegir. Si te vas de aquí, no podrás volver.

Se miraron un momento, separados por el viejo escritorio. Al otro lado de las ventanas redondas, un sol pálido había salido de detrás de las montañas que se alzaban hacia el este.

–Quiero que te quedes y nos ayudes en esta lucha, Julius -dijo el padre-. Por tu bien. Podemos conseguir otro panadero. Otra alma es una cosa muy diferente.

De nuevo, Sankal le miró de soslayo.

–¿Tenéis miedo de que mi horrenda creencia se esparza entre los demás monjes del monasterio?

–Oh, sí -dijo el padre Predjin-. Sí, sin duda. La lepra es contagiosa.

Cuando el joven se marchó, casi antes de que sus pasos se alejaran por la escalera de madera, el padre Predjin se alzó la sotana y se postró de hinojos sobre las tablas del suelo. Enlazó las manos. Agachó la cabeza.

No se oía nada, pues los obreros habían dejado de martillear, salvo un tenue aleteó, como el de un corazón: una mariposa revoloteaba contra un cristal de la ventana, incapaz de comprender qué la impedía recuperar su libertad.

El padre repitió un mantra hasta que su conciencia enmudeció y se hundió en las profundidades de una mente superior. Sus labios dejaron de moverse. Poco a poco, las letras aparecieron en un sánscrito tridimensional. Proyectaban una sensación de bienestar, conio si fueran mensajes de buena voluntad, pero no podían interpretarse de ninguna manera, a menos que ellas mismas fueran los mensajes, anunciando que la vida es un don y una obligación, pero contiene un significado que ha de perrnanecer siempre fuera de nuestro alcance.

Las letras eran de un color dorado y, mientras se retorcían y elaboraban, se confundían a menudo con un fondo arenoso.

Con la actividad cerebral casi dormida, la inteligencia no podía concentrarse en ningún tipo de interpretación. Tampoco podía forjarse una opinión finita. Los cambios laberínticos que se sucedían sin cesar habrían frustrado tales intentos. Porque las letras giraban sobre sí mismas como serpientes, formaban una especie de tugra sobre el pergamino de la vacuidad neuronal. Rasgos ascendentes se elevaban, creaban paneles sobre los cuales oscilaban de un lado a otro apéndices, creaban en su interior ramas polícromas o abstracciones similares a borlas con ramitas de amaranto.

La elaboración continuó. El color se intensificó. Grandes bucles crearon una compleja autovía de letras, y se llenaron con dos disposiciones contradictorias de volutas espirales sobreimpuestas en lápiz azul con acentos carmín. La maraña se extendió, ordenada en su crecimiento y reproducción.

Toda la configuración, que daba la impresión de extenderse infinitamente, se alejaba o acercaba, hasta transformarse en un ruido musical. El ruido se hizo más aleatorio, como el aleteo de una mariposa contra el cristal. Cuando las letras empezaron a desvanecerse, cuando la conciencia empezó a recuperarse lentamente, el aleteo adquirió un tono más siniestro.

Pronto, intolerablemente pronto, rompiendo el estado de calma trascendente, el aleteo se transformó en un estruendo de naturaleza inescrutable. Era como el sonido de cascos de caballos, como si un animal gigantesco intentara subir una escalera imposible. Con torpeza, pero dispuesto a conseguir su objetivo como fuera.

El padre Predjin volvió en sí. Había pasado el tiempo. Una nube oscurecía el cielo en el ojo sin pupila de la ventana redonda. La mariposa había caído agotada sobre el antepecho. Aun así, el ruido infernal continuaba. Era como si un corcel se empeñara en subir la escalera de caracol.

El sacerdote se puso en pie.

–¿Sankal? – preguntó en un susurro. El padre corrió hacia la puerta y apoyó la espalda contra ella, con las mejillas tensadas a causa del terror, dejando al descubierto sus dos filas de dientes. Su frente se cubrió de sudor.

–¡Sálvame, dulce padre celestial, sálvame, maldito seas! ¡Soy todo lo que tienes!

Pero la gran bestia continuaba acercándose, espoleada por todo el poder de los Pentivanashenil.

La Capacidad Cognitiva Y La Bombilla

La llegada de la nave espacial Conquistador al espacio arcopiano no está exenta de ironías. Sin embargo, nos proporciona la oportunidad de estudiar a nuestros lejanos predecesores y comprender algo de sus sociedades, combativas y deficientes.

En cuanto se retiraron los cadáveres de la Conquistador para ser conservados en nuestros museos, se enviaron mecs para examinar la nave e incorporar los datos a nuestros registros filogenéticos.

La nave iba equipada con anticuados ordenadores cuánticos. La Conquistador había abandonado el sistema solar en 2095. Transportaba diez mil embriones humanos criogenizados, y varios millones de embriones, igualmente congelados, de animales terrestres, junto con numerosas plantas. También viajaban a bordo veinte tripulantes, mantenidos con vida mediante fármacos antitanatónicos.

Los técnicos habían diseñado la nave para que alcanzase un veinte por ciento la velocidad de la luz. Según sus cálculos, llegaría a este sistema (donde sólo se habían identificado dos planetas susceptibles de albergar vida basada en el carbono) al cabo de 196 años. La fuente de energía era un motor de fusión.

En aquellos días primitivos, la atención se concentraba en los ordenadores. Fue una bacteria la que causó el desastre a bordo de la Conquistador, matando a tripulantes y embriones por igual.

Los radiotelescopios revelaron no menos de quince planetas que giraban en torno al principal sol secuencial de Arcopia. Al menos, cinco albergaban entornos habitables. En el Segundo Renacimiento que tenía lugar en la tercera década del siglo XXII, el orden espiritual de los Exiliados de Dios perfeccionó un motor iónico y equipó otra nave interestelar, la Peregrino. La Peregrino fue lanzada desde la órbita de Plutón en 2151. Transportaba los embriones de nuevas especies de animales, frutas y seres humanos. Todo el viaje estaba controlado por cuantores. Los Exiliados de Dios no castigaban con años de prisión a los humanos, como había sucedido en la Conquistador.

Este viaje duró 138 años. La llegada se produjo en 2289, dos años antes de que la Conquistador llegara a nuestro sistema, pese a que había partido cincuenta y seis años después.

En esos motores optimizados captamos símbolos de la expansión de la conciencia humana. Todo está sujeto al cambio, y los seres vivos al cambio evolutivo, que da cuenta de su devenir en el tiempo. El estudio de la evolución de la conciencia humana apenas era reconocido como una disciplina, hasta que se demostró que aceleraba los procesos conceptuales. La necesidad de comprender y hacer frente a entornos nuevos fue responsable de esta rápida aceleración. Una aceleración similar se registró hará unos cuarenta años en Europa, cuando nuevos entornos trajeron consigo una gran expansión de las metáforas del arte y la escultura, todo lo cual representa un aumento de la capacidad cognitiva.

Lo cual significa que producir arte o ciencia equivale a experimentar una concatenación de facultades antes aisladas, que se combinan para dar a luz un conjunto superior. Otro ejemplo conocido de esta experiencia cuantal es el Primer Renacimiento, una época de grandes adelantos en las artes, las ciencias, la guerra y la manipulación política.

Almond Kurizel, el filósofo del siglo XXII, ha empleado la comparación entre la conciencia humana y una bombilla primitiva. La conciencia temprana podría compararse con una bombilla de cuarenta vatios, suficientes para iluminar una habitación, pero insuficientes para examinar los detalles. El Renacimiento marca un salto hasta los sesenta vatios. Pueden distinguirse muchas más cosas, aunque la iluminación no sea excesiva.

Con la llegada del siglo XX, calificado a menudo como el Siglo Salvaje, debido a su horripilante récord de guerras, nazas de guerra y genocidios, la bombilla aumenta a cien vatios. Pese al salvajismo, la humanidad desarrolla por primera vez una forma de conciencia remota (concimota, tal como nosotros la conocemos)y que contribuye a la exploración de todos los entornos.

Estos entornos incluían, por supuesto, el sistema solar, al que nuestros predecesores estaban confinados, y también el cerebro humano. A finales del Siglo Salvaje se había trazado casi todo el mapa del cerebro. Gracias a la posibilidad de contrOlar genétIcamente las funciones cerebrales, se erradicaron muchas irregularidades, causadas por la chapucería de este organismo.

Hemos llegado a la fase, para utilizar los términos de Kurizel, del cerebro de mil vatios. Nuestra descendencia nace con la comprensión innata de los fractales,

Esta gran expansión de la capacidad cognitiva condujo a la nueva percepción del universo como una serie de contigüedades, y a la construcción terrestre, en el año 2162, del motor de fotones. La flota de naves lanzadas en 2200 llegaron al sistema planetario de Arcopia al año siguiente.

Nuestra cultura se estableció con firmeza cuando las viejas naves de 2095 y 2151 llegaron, fósiles de una época pretérita. Están ancladas en órbitas muy alejadas del planeta en el que empezó la humanidad, mucho antes de que existiera la primera bombilla que iluminara nuestro camino. Los registros de esos viejos cascarones de nuez demuestran que por desgracia, el mundo humano albergó hace mucho tiempo menos orden, menos alegría y menos realización que ahora.

La Sociedad Tenebrosa

«… pues si bien abandonó este Mundo no hace muchos Días, sabes sin lugar a dudas que cada hora se suman más a esta tenebrosa Sociedad, y teniendo en cuenta la incesante Mortalidad de la Humanidad, lo menos que se puede calcular son varios miles de muertos por hora en toda la Tierra…»

Sir Thomas Browne, 1690

Millones de personas, muertas y poco complacientes. Avanzan por las calles oscurecidas, intentan todavía asumir las desdichas que habían constreñido su fase previa de existencia. Intentan articular lo que carecía de lengua. Volver a capturar algo…

Un menudo operador informático militar envió por Internet una decisión jurídica sin importancia a un puesto de avanzada situado en un país hostil. Al igual que la micella de los hongos, que se propaga invisible bajo tierra en una masa de filamentos ramificados, como imbuida de conciencia, la red de Internet se esparció invisible por todo el globo, y utilizó incluso insignificantes operadores del ejército en su ciega búsqueda de mantenimiento adicional, y al hacerlo despertó antiquísimas fuerzas telúricas a un resentimiento contra la nueva tecnología, la cual, en su ciega determinación semiautónorna hacia la dominación, amenazaba los sustratos nutrientes de las fuerzas hundidas en las extensiones planetarlas de la conciencia humana. El pequeño operador, llegado el final de su turno, mientras aquellas fuerzas ocultas se ponían ya en movimiento (de una forma que no prestaba atención al tiempo ni a la razón humana), en movimiento para reestablecerse en el universo no astronómico, fichó en el reloj y se dirigió al restaurante barato más cercano.

El batallón se había apropiado de una vieja mansión hasta que finalizara la campaña. Los soldados se alojaban en cabañas diseminadas en el terreno, dentro del perímetro fortificado. Sólo los oficiales gozaban de las comodidades de la mansión.

Iban destruyendo la mansión año tras año, arrancando los paneles de roble para hacer fuego, utilizando la biblioteca como galería de tiro, estropeando todo lo vulnerable.

El coronel bajó el volumen de su radio y se volvió hacia su ayudante.

–¿Has oído eso, Julian? Un informe de la división desde Aldershot. Acaba de emitirse el veredicto del consejo de guerra. Han declarado al cabo Cleat mentalmente inestable, incapacitado para ser juzgado.

–¿Será licenciado?

–Exacto. Tanto mejor. Nos ahorrará publicidad. Encárgate de tramitar la documentación, por favor.

El ayudante se encaminó hacia la puerta y llamó al sargento de guardia.

El coronel se acercó a la chimenea y se calentó el trasero. Miró por la alta ventana hacia el terreno de la mansión. La bruma matutina limitaba la visibilidad a unos doscientos metros. Todo parecía en calma. Un grupo de soldados con uniforme de faena estaba reforzando la valla de seguridad. Los altos árboles del camino constituían una promesa de estabilidad. Sin embargo, nunca debían olvidar que se hallaban en territorio enemigo.

No conseguía entender el caso del cabo Cleat. El hombre era raro, de eso no cabía duda. Daba la casualidad de que el coronel conocía a la familia Cleat. Los Cleat habían ganado mucho dinero a principios de los ochenta, cuando habían vendido una cadena de tiendas de electrodomésticos a una empresa alemana. Cleat tendría que haber llegado a oficial. Sin embargo, había preferido servir como soldado raso.

Alguna disputa con su padre, el muy imbécil. Una costumbre muy inglesa. Se casó con una chica judía. Vivian Cleat, el padre, era un avaro de mucho cuidado. Por eso le habían nombrado caballero.

Era inútil intentar comprender a los demás. El objetivo del ejército era disciplinar a la gente, organizarla, no comprenderla. Pensándolo bien, el orden lo era todo.

En cualquier caso, el cabo Cleat era culpable. Todo el batallón lo sabía. Por una vez, la División había llevado bien el asunto. Cuanta menos publicidad mejor, sobre todo en momentos difíciles. Licenciar a Cleat y olvidarse del problema. Continuar con la maldita guerra.

–¿Julian?

–¿Sí, señor?

–¿Qué opinabas del cabo Cleat? Un capullo arrogante, ¿no crees? ¿Testarudo?

–No sabría decirle, señor. Escribía poesía, según me han informado.

–Será mejor que te pongas en contacto con su esposa. Facilítale transporte para que se reúna con Cleat, y así nos libraremos de él cuanto antes. Hay que deshacerse de la basura.

–Señor, la esposa murió mientras Cleat estaba en la prisión militar. Eunice Rosemary Cleat, veintinueve años. Quizá recuerde que su padre era un herpetólogo de Kew. Vivía cerca de Esher. El veredicto fue suicidio.

–¿En relación a él?

–En relación a ella.

–Oh, mierda. Bien, llama a Bienestar Social. Deshazte de ese hombre. Que regrese a Inglaterra.

Tomo pasaje en un transbordador. Se acurrucó en un rincón de la cubierta de pasajeros, rodeándose el cuerpo con las manos, temeroso del aire, del movimiento y de Dios sabe qué más.

Compró un pastel en la cubierta y lo comió, a salvo de la lluvia. Fue en autostop hasta Cheltenham. Desde allí, compró un billete de autobús a Oxford. Necesitaba dinero, alojamiento. También necesitaba algún tipo de ayuda. Ayuda mental. Rehabilitación. No sabía muy bien lo que deseaba. Sólo que algo iba mal, que no era el de antes.

En Oxford se alojó en un hotel barato de Iffley Road. Buscó en el mercado un puesto hindú barato, donde compró una camiseta, unos tejanos lavados a la piedra y un polo resistente de confección china. Fue a su banco de Cornmarket. En una de sus cuentas corrientes quedaba una cantidad de dinero considerable.

Aquella noche se emborrachó con un grupo amistoso de jóvenes de ambos sexos. Por la mañana no recordaba el nombre de ninguno. Tenía resaca, y abandonó el hotel barato de mal humor. Cuando salió de la habitación, volvió la vista a toda prisa. Alguien o algo había llamado su atención. Creyó que un hombre estaba sentado en una cama sin hacer. No había nadie. Otra fantasía.

Fue a su antigua universidad para ver al tesorero. Era época de vacaciones. Tras los muros grises y desgastados de Septuagint, la vida se había cuajado como salsa de cordero fría. El portero le informó de que el señor Robbins no volvería en toda la mañana, pues había ido a echar un vistazo a una propiedad de Wolvercote. Se sentó en el despacho de Robbins, acurrucado en un rincón, con la esperanza de que no le vieran. Robbins no regresó hasta las tres y media de la tarde.

Robbins encargó una tetera.

–Como ya sabes, Ozzle, tu «piso» es en realidad un trastero y ha sido recuperado para ese uso. Han pasado… ¿cuánto? ¿Cuatro años?

–Cinco.

–Bien, es un poco violento. – Parecía muy molesto-. Más que eso, de hecho. Escucha, Ozzle, tengo mucho trabajo. Supongo que podríamos hospedarte, sólo por una…

–No quiero eso. Quiero recuperar mi antigua habitación. Quiero esconderme, desaparecer de vista. Vamos, John, me debes un favor.

–No te debo una mierda, amigo mío -dijo Robbins mientras se servía con calma Earl Grey-. El benefactor de la universidad fue tu padre. Mary y yo ya hemos hecho bastante por ti. Además, estamos informados de cómo has arruinado tu carrera. Alojarte en la universidad de nuevo significa quebrantar todas las normas. Cosa que tú ya sabes.

–¡Que te den por el culo!

Se levantó, encolerizado, pero cuando llegó a la puerta Robbins le pidió que volviera.

El trastero situado bajo los aleros del Joshua Building no había cambiado mucho de cuando era el piso de Cleat. La luz se filtraba por una claraboya orientada hacía el norte. Era una habitación larga, y uno de sus lados se inclinaba en paralelo al ángulo del tejado, como si un gigante le hubiera propinado un tajo con un cuchillo de carnicero. La habitación olía a cerrado y a polvo, y a la antigua sabiduría que se filtraba desde abajo.

Cleat contempló encolerizado durante un rato una pila de viejas butacas. Cuando consiguió apartarlas a un lado, descubrió que su cama seguía en el mismo sitio, e incluso su antiguo baúl de roble, que era de su propiedad desde los días del colegio. Se arrodilló sobre las tablas polvorientas y lo abrió.

El baúl contenía escasas posesiones. Ropas, libros, la espada de un aviador japonés, ninguna bebida. Una foto sin enmarcar de Eunice, con un pañuelo al cuello. Dejó caer la tapa y se derrumbó sobre la cama.

Alzó la fotografía a la luz y estudió la reproducción en color de la cara de Eunice. Bonita, sí; bastante tonta, sí. Pero no más idiota que él. El amor había sido una tortura, sólo había servido para poner de manifiesto su inutilidad. Te fijabas más en una mujer que en un hombre, claro. No esperabas nada de tus iguales, ni de tu jodido padre. Todas aquellas señales que enviaban las mujeres, sin saberlo, con el único propósito de atraer tu atención…

La fisiología y la psicología humanas habían sido diseñadas con astucia para provocar el máximo desasosiego humano, pensó.

No era de extrañar que hubiera convertido su vida en un infierno en miniatura.

Más tarde se acercó a la ciudad y se emborrachó, empezando por cervezas en Morrell’s, continuando con vodka y terminando con whisky barato en un pub de Jerico.

A la mañana siguiente se encontraba mal. Se subió a la cama, tembloroso, para mirar por la claraboya. Daba la impresión de que el mundo había perdido todo color de la noche a la mañana. Los tejados de pizarra de Septuagint brillaban de humedad. Más allá, tejados de pizarra de universidades lejanas, todo un paisaje de pizarra y teja, con abismos entre colinas de picos acerados.

Al cabo de un rato, recobró la calma, se vistió y recorrió el pasillo del desván, antes de descender los tres tramos de la escalera Número Doce. Los peldaños de piedra estaban desgastados por siglos de estudiantes que se habían instalado en aquellas habitaciones, cada uno en una pequeña celda con una puerta de roble, para absorber todos los conocimientos que pudieran. El chapado en madera de las paredes estaba pateado y arañado. Muy parecido a una cárcel, pensó.

En el patio interior, paseó la vista a su alrededor, pensativo. El Fellows Hall se alzaba a un lado. Guiado por un impulso, cruzó el patio y entró. El edificio estaba construido en estilo perpendicular, con ventanas altas y pesados paneles con adornos tallados. Entre las ventanas colgaban solemnes retratos de pasados benefactores. Habían quitado el retrato de su padre, que estaba casi al final de la hilera. En su lugar colgaba el retrato de un japonés con toga y esparavel, que miraba con serenidad a través de sus gafas.

Un criado estaba quitando el polvo a trofeos de plata en un rincón de la estancia. Se acercó a él para preguntar, con una mezcla de obsequiosidad y acritud que Cleat recordaba muy bien de los criados de universidades:

–¿Puedo ayudarle, señor? Estamos en el Fellow's Hall.

–¿Dónde está el retrato de sir Vivian Cleat, que antes colgaba aquí?

–Éste es el señor Yashimoto, señor. Uno de nuestros benefactores recientes.

–Sé que es el señor Yashimoto. Le pregunto acerca de otro eminente benefactor, Vivian Cleat. Antes colgaba aquí. ¿Dónde está?

–Supongo que lo han trasladado, señor.

–¿Adónde, hombre? ¿Adónde lo han trasladado?

El criado era alto, delgado y de tez reseca. Como para eliminar una última gota de humedad de su cara, frunció el ceño.

–Ahí está el Buttery, señor -dijo-. Algunos de nuestros próceres menos importantes fueron trasladados a él durante el curso anterior, segun creo recordar.

Al salir del Buttery, se topó con Homer Jenkins, un amigo de otros tiempos titular de la Cátedra Hughenden de Relaciones Humanas. Jenkins había sido un deportista en su juventud, y conservaba una figura esbelta en la sesentena. Llevaba un pañuelo Leander alrededor del cuello, recuerdo de pasadas glorias. Jenkins reconoció con despreocupación que el retrato del padre de Cleat colgaba ahora detrás de la barra del bar de Buttery.

–¿Por qué no han hecho lo mismo con los demás benefactores de la universidad?

–No querrás que te conteste a eso, ¿verdad, viejo amigo?

Lo dijo con una sonrisa y la cabeza algo ladeada. Cleat recordaba el estilo Oxford.

–No mucho.

–Muy prudente. Si me permites decirlo, es una sorpresa verte de nuevo por aquí.

–Muchísimas gracias.

Cuando giró sobre los talones, el profesor de Hughenden dijo:

–¡Lamento lo de Eunice, Ozzle, viejo amigo!

Tomó un cuenco de sopa en un Pizza Piazza, indispuesto, y se dijo que ya no estaba en la cárcel. No obstante, la narrativa de su vida se había extraviado, y algo similar a un rugido intestinal le dijo que había en su interior una parte que no conocería jamás. Invisible, el cáncer se detiene a lamer las costillas, y después vuelve a devorar… El verso de un poema… ¿de quién? Como si importara.

Una adolescente entró en el bar.

–Ah, te localicé -dijo-. Supuse que te encontraría merodeando por aquí.

Estudiaba jurisprudencia en Lady Margaret Hall, dijo, y le parecía de lo más aburrido. Pero papá era juez, así que… Suspiró y rió al mismo tiempo.

Mientras hablaba, Cleat se dio cuenta de que había estado con el grupo de estudiantes de anoche. No se había fijado en ella apenas.

–Adiviné que eras un seguidor de Chomsky -dijo la muchacha, riendo.

No creo en nada. Pero debo creer en algo, dijo para sí, si se me ocurriera algo.

–Tienes un aspecto deplorable, si me permites decirlo, pero es que eres poeta, ¿verdad? Anoche estabas recitando a Seamus Heeley.

–Es Heaney, Seamus Heaney, o eso me inclino a creer. ¿Te apetece una copa?

–¡Eres un poeta y un criminal, eso dijiste! – La muchacha rió y aferró su brazo-. ¿O fue un criminal y un poeta? ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?

No la deseaba, ni necesitaba su compañía, pero allí estaba ella, recién destetada, entusiasta, libre de trabas, primaveral, indómita, hambrienta de vida.

–¿Quieres venir a mi espantosa madriguera a tomar café?

–Depende. ¿Es muy espantosa?

Todavía medio riendo, bromeando, alegre, curiosa, confiada, pero con algo parecido a la doblez, nacida para una relación como ésta.

–Históricamente espantosa.

–De acuerdo. Café e investigación. Nada más.

Más tarde, se dijo, ella había deseado algo más. A medias, al menos, o nunca habría subido la escalera delante de él con aquella falda ínfima, hasta llegar a su habitación, ni se habría desplomado, jadeando y riendo con la boca abierta, prístina como el interior de un tulipán, sobre la cama polvorienta. Su intención no había sido cortejarla. Bajo ningún concepto.

Bien, era una joven calientabraguetas, que tal vez había caído en la cuenta después de que le había excitado, un hombre de mundo que olía a cárcel, y se había marchado sin prisas indecentes, todavía con la sombra de una sonrisa, una sonrisa casi burlona, hacia la seguridad o la perdición, como dictaba la tradición. Degradada, tal vez derrotada, pero imbuida de un temple, se obligó a creer, que no admitiría esa derrota. No era como Eunice.

–Lo que nos impulsa hacia estas cosas… -dijo él, casi en voz alta, pero no terminó la frase, consciente de que se había traicionado.

Muy cerca, un relé chasqueó.

El cielo se oscurecía sobre Oxford. Volvía a llover, como si el ciclo hidrológico estuviera inventando un nuevo medio de llenar el Támesis desde algún nivel ignoto de la troposfera. Golpeteaba contra las ventanas de la habitación con esplendor antediluviano.

Al anochecer, se levantó y exploró los confines de la habitación. Descubrió una caja llena de sus viejos libros y vídeos. La apartó y localizó, oculta en la oscuridad, una caja que contenía su viejo ordenador.

Sin un deseo muy concreto, sacó el Power Paq de su caja y lo enchufó. Sacó el polvo de la pantalla del monitor con un calcetín. La pantalla parpadeó.

Hundió un CD que sobresalía como una lengua y pasó los dedos sobre las teclas. Había olvidado cómo se utilizaba el aparato.

Apareció un rostro socarrón, que ocupaba un primer plano desde una distancia rojiza. Consiguió eliminarlo y extraer el disco y a continuación, se oyó un leve zumbido y una hoja de papel empezó a salir de la ranura del fax. La contempló con nerviosa sorpresa cuando cayó flotando hasta la puerta. Desconectó el ordenador.

Al cabo de un momento, recogió el mensaje y se sentó en la cama para leerlo. La pcrsona que había enviado el fax le tuteaba. El texto sólo era comprensible en parte:

Oz tal como era Oz, Si digo que sé dónde estás. Acción física. Su comedia de baja estofa nos marca, pero tal que así. Tal que así. Donde no hay situado ningún lugar ninguna posición en relación a las panaderías.

O decir sólo decir o decir aún más lo que hay que decir como estambres en las piracantas. ¿También es tuyo? También un ingrediente. Espero que cuele. Lo intento.

Vacía la calle. Más vacía la calle. La senda torcida. Me refiero a vaciar el sendero de. Tú y yo. Para siempre suyo,

La existencia. Puedes hablar de existencia de lo que no es existencia. Vacío no existencia. Yo no existo. Hablo.

Háblame. Nueva calle no calle vacía comunicado claro. Lento, Dificultad. Tiempo pasado.

Eunice.

Qué tonterías -dijo y arrugó el papel, decidido a demostrar que no estaba turbado por el mero hecho del mensaje. ¿Un ordenador embrujado? Tonterias, paparruchas, idioteces. Alguien estaba intentando tomarle el pelo. Uno de sus compañeros de la universidad, lo más probable.

Un golpe perentorio en la puerta.

–Pase.

Homer Jenkins entró en el trastero, y sorprendió a Cleat de pie en mitad de la habitación. Cleat le tiró la bola de papel. Jenkins la atrapó sin problemas.

–Las noches caen antes. La lluvia debería amainar. Al menos es menuda. ¿No necesitas una luz aquí?

Educados sonidos noreuropeos. Jenkins fue al grano.

–Una joven ha invadido la casita del portero con una denuncia contra ti. Acoso sexual, ya sabes. No tengo problemas en lidiar con jóvenes de su ralea, pero debo advertirte que el tesorero dice que, si vuelve a suceder, tendremos que reconsiderar tu posición, sin duda en detrimento tuyo.

Cleat no cedió.

–¿Has terminado ya tu estudio sobre la guerra civil española, Homer? ¿Lo han publicado, o aún sigues atascado en el momento en que Franco es nombrado gobernador de las islas Canarias?

Jenkins era igual que Cleat en lo tocante a no ceder. La familia de Jenkins había sido acaudalada durante varias generaciones, desde los días del Irresistible Antipulgas Jenkins (que las nuevas generaciones ya no mencionaban). Eran propietarios de onduladas hectáreas en la frontera de Somerset. En sus terrenos practicaban la caza del zorro y el tiro con arco. Estos antecedentes conseguían que Jenkins se sintiera seguro de sí mismo cuando llegaba el momento de no ceder. Lo hizo con una especie de sonrisa y la barbilla proyectada hacia adelante.

–Ozzle -dijo con voz serena-, obtuviste cierto reconocimiento como poeta antes de que cumplieras tu condena, y la universidad se enorgulleció de tu éxito, por ínfimo que fuera. Procuramos pasar por alto tus demás inclinaciones, vis-á-vis la donación de tu padre a Septuagint.

»No obstante, si deseas prosperar de nuevo, y recuperar en lo posible tu reputación, debo advertirte que la benevolencia de la universidad ha llegado a su límite. El castigo nunca es agradable.

Dio media vuelta con serena indignidad y se encaminó hacia la puerta.

–¡Hablas como el padre de Hamlet! – gritó Cleat. Jenkins no se volvió.

Un tenue chasquido le despertó a la mañana siguiente, audible incluso por encima del repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. Otra nota estaba surgiendo del fax.

Oz era, Oh estoy encontrando el gusto de colgar colgada de ello. Pronto pronto tachuelas en la calle te hablo normal. Dificultad. Tergiversar tergiversar otras leyes físicas. Tradiciones.

Sígueme enfermo repítelo sigue. Sigue no te quedes inmóvil. Todavía te quiero inmóvil. Inmóvil o en movimiento.

Eunice.

Se sentó con el delgado papel en la mano, pensando en su difunta esposa. El fragmento de un poema acudió a su mente.

Me contaba entre los hombres capturados,

los hombres humillados por el enemigo,

los hombres que se maldecían,

los hombres cuyas mujeres les habían precedido en el infierno.

Empezó a conjurar un largo poema en el que un hombre, cautivo como él, sufría calamidades sin cuento para reunirse con su esposa muerta, aunque ello implicara bajar a los infiernos. La visión le emocionó. Quizá podría escribir de nuevo.

Palabras y frases forcejeaban en su mente como prisioneros en busca de la libertad.

Esta vez, no arrugó el mensaje. Sin prestarle crédito, sentía que cierta credulidad se agitaba en su interior, un notable fenómeno en sí mismo.

Sí, sí, escribiría y a la mierda todos. Aún poseía lo que había tenido en otro tiempo. Excepto Eunice. Experimentó por ella un inesperado anhelo, pero lo sepultó bajo la pulsión de escribir. Buscó en su baúl, pero no encontró útiles de escribir. Era preciso desplazarse hasta la papelería más próxima. Una imagen osciló ante sus ojos, pero no era la de su esposa muerta, sino la de un paquete sin abrir de Din-A4.

Cerró la puerta de su habitación y se quedó inmóvil un momento en la oscuridad del rellano. Oleadas de incertidumbre le asaltaron, como náuseas personalizadas. ¿Era un buen poeta? No había sido un buen soldado. Ni un buen hijo. Ni siquiera un buen marido.

Les daría una buena lección a Homer Jenkins y a todos los de su ralea, aunque tuviera que atravesar el infierno para ello. Pero la oscuridad, la falta de aire de su rellano eran opresivas…

Bajó con parsimonia el primer tramo de escaleras. La lluvia caía con más fuerza, producía un intenso tamborileo. Cuanto más bajaba, más espesa era la oscuridad.

Se detuvo en un rellano y miró al patio por una ventana similar a una aspillera. Tan violento era el chaparrón que resultaba imposible distinguir algo con claridad, aparte de muros de piedra con ventanas falsas empotradas. Destelló un rayo, y reveló a una figura que corría muchos metros más abajo, llevando lo que parecía una bandeja (¡no podía ser un halo!) sobre su cabeza. Otro relámpago. Cleat tuvo la momentánea impresión de que toda la universidad se estaba hundiendo, se deslizaba intacta en los terrenos arcillosos de Oxford, donde huesos de reptiles gigantescos yacían todavía a la espera de ser descubiertos.

Suspiró y continuó bajando. Un hombrecillo gordo, cuarentón y cetrino, por cuyo pelo y rostro resbalaba el agua de la lluvia, tropezó con Cleat en el siguiente rellano.

–Menudo chaparrón, ¿eh? Me dijeron que habías vuelto, Ozzle -dijo, sin demostrar demasiada alegría-. Siempre me ha gustado uno de tus poemas metafísicos. El que va de, bueno, ya sabes… ¿Cómo empieza?

Cleat no reconoció al hombre.

–Lo siento, ha pasado…

–Algo sobre las causas primeras. Cenizas y fresas, me parece recordar. Tal como lo vemos nosotros, los científicos, antes de la Gran Explosión el ylem no existía en ningún sitio. No tenía en dónde existir. Para nada, como se empeñan en decir con cierta frecuencia nuestros amigos irlandeses. Las partículas elementales liberadas en… ya sabes que «explosión» no es la palabra adecuada, tal vez los poetas podáis encontrar una más feliz, aunque ylem no está nada mal, pero diré explosión inicial de todos modos, incluían en su lote tiempo y espacio. De manera que en la primera centésima de segundo…

Sus ojos se empañaron de entusiasmo intelectual. Una pequeña burbuja de saliva se formó en su labio inferior, como un nuevo universo a punto de nacer. Había empezado a agitar los brazos, cuando Cleat dijo que no quería enzarzarse en discusiones en aquel momento.

–Claro que no -dijo el científico, riendo, y aferró la camisa de Cleat para que no pudiera escapar-. Todos sentimos lo mismo, no te engañes.

–No. Es imposible.

–Sí, no podemos comprender ese concepto inicial de la nada, de un lugar sin dimensiones de espacio y tiempo, en el que nada puede existir. – Rió como si jadeara, al estilo de un bulterrier inteligente-. La sola idea me aterra. Tal no lugar debe de ser una bendición o un tormento perpetuo. La misión de la ciencia es dilucidar lo que hubo antes…

Cleat gritó que tenía una cita, pero la presa sobre su camisa no se aflojó.

Donde parece que la ciencia se encuentra con la religión. Este espacio carente de tiempo y espacio, el universo. pre ylem, por así decirlo, posee más que un parecido superficial con el Paraíso del viejo mito cristiano. Es posible que el Paraíso exista todavía, impregnado por la radiación fósil, por supuesto…

El científico interrumpió su discurso con una carcajada y acercó más la cara a Cleat.

–O tal vez, supongo que te va a gustar, Ozzie, ya que eres un poeta, ¡puede que se trate del Infierno! «Esto es el Infierno, y no nos hallamos fuera de él…», tal como Shakespeare lo expresó para la posteridad.

–¡Marlowe! – chilló Cleat. Se soltó y bajó corriendo el siguiente tramo de escaleras.

–Claro, Marlowe… -dijo el científico, solo en la escalera-. Marlowe. He de acordarme. El bueno de Christopher Marlowe.

Se secó la frente mojada con un pañuelo de papel usado.

Pero estaba oscureciendo cada vez más. El ruido aumentó de intensidad. La escalera giraba en dirección contraria a las agujas del reloj con tortuosa tenacidad, y con ella el dominio de Cleat sobre la realidad. Experimentó un inmenso alivio cuando la escalera terminó y llegó a un espacio más amplio, delimitado en cada extremo por arcadas, más allá de las cuales faroles difusos brillaban en la oscuridad.

Estaba algo desconcertado. Tenía la impresión de que se había saltado la planta baja. La humedad del aire indicaba que se encontraba bajo tierra, perdido en los inmensos sótanos de Septuagint. Recordaba las bodegas de su estancia anterior. Aquí no se veían filas de botellas polvorientas. El vapor de su aliento flotaba en el aire, tardaba en dispersarse.

Avanzó vacilante, pasó bajo un arco y entró en un espacio adoquinado, donde aparecieron más escalones. Alzó la vista. Era difícil distinguir algo. No sabía si había roca, piedra o cielo sobre su cabeza. No llovía. Consideró extraño que la lluvia hubiera cesado. Algo le impulsó a no gritar. No tenía otro remedio que continuar adelante.

Tenía un humor de perros. No por primera vez, estaba irritado consigo mismo. ¿Por qué no podía establecer relaciones de amistad con los demás? ¿Por qué se había mostrado tan desagradable con el científico gordo (¿podía ser Neil no-sé-qué?), quien al fin y al cabo no era más excéntrico que los demás profesores de la Universidad de Oxford?

¿Oxford? ¡Esto no podía ser Oxford, ni siquiera Cowley! Continuó caminando hasta que, sin saber muy bien dónde estaba, se detuvo. Al instante, una figura (Cleat no pudo distinguir si era un hombre o una mujer) pasó a su lado, gris de aspecto y vestida con una toga larga.

–¿Ha visto una papelería por aquí cerca?

La figura se detuvo, tensó sus mejillas en la génesis de una sonrisa, y continuó andando. Cuando Cleat se puso en marcha de nuevo, la figura se desvaneció como por arte de magia.

–Ylem y mierda, muy peculiar -dijo, al tiempo que intentaba negar una sensación de inquietud. Desvanecida, completamente desvanecida, como una de las partículas elementales de Neil no-sé-qué.

Los peldaños se ensancharon, se estrecharon, desembocaron en adoquines. A cada lado se alzaban lo que debían ser casas, supuso. No contenían señales de vida. Todo era muy anticuado, de una manera artificial, como una representación decimonónica del Nuremberg del siglo XVI.

Continuó descendiendo una vez más, hasta que llegó a un espacio amplio que denominó mentalmente la Plaza. Se detuvo.

En cuanto se detuvo, los alrededores empezaron a moverse. Retrocedió un paso, estupefacto: todo se detuvo. Él se detuvo: edificios, calles, iniciaron movimientos inquietantes. Dio otro paso: todo se detuvo. Se detuvo de nuevo: todo cuanto podía ver, los alrededores apenas iluminados y similares a acuarelas, volvieron a moverse. Una especie de movimiento hacia adelante, pero circular.

Se le apareció la imagen de un cangrejo, el cangrejo convencido de que todo el mundo se mueve de lado excepto él.

Esta relatividad de movimientos era lo menos importante. Porque cuando caminaba, no sólo el universo se inmovilizaba, sino que se vaciaba de gente (¿gente?). Pero cuando él se inmovilizaba, no sólo el universo empezaba a moverse como un cangrejo, sino que se convertía en el escenario de una bulliciosa multitud de gente (¿gente?).

Cleat pensó con añoranza en su celda de la prisión militar. Inmóvil, intentó diferenciar los rostros de la multitud. Para sus ojos mortales, estaban muertos y apáticos. Se abrían paso a empellones, pero no porque tuvieran prisa, sino porque parecía haber muy poco espacio, si bien, con el constante movimiento de calles y avenidas, daba la impresión de que las diversas arterias se estaban ensanchando a velocidad constante para acomodarlos. Sus ropas carecían de color y variedad. Era difícil distinguir a los hombres de las mujeres. Sus siluetas, sus rostros, sus lenguajes corporales, se veían algo borrosos. A base de experimentar, descubrió que si mantenía la cabeza rígida y dejaba que sus ojos se desenfocaran, podía distinguir rostros individuales: hombres, mujeres, jovenes, viejos, morenos, rubios, occidentales, orientales, melenudos, rapados, barbudos o no, bigotudos o no, altos, delgados, corpulentos, gordos, tiesos o encorvados. Sin embargo (¿qué le pasaba a sus retinas?), todos carecían de expresión. No sólo carecían de expresión, sino de la capacidad de formar expresiones. Rostros abstractos.

Por todas partes le rodeaba una inmensa sociedad tenebrosa, que no parecía estar ni viva ni muerta. Y esta sociedad avanzaba hacia un lado u otro, sin ambición ni objetivo.

Eran como fantasmas. Escalofriantemente silenciosos. Pasaban a empellones junto a Cleat, hasta que éste no pudo resistir más la tensión. Cuando empezó a correr, cuando tensó los músculos para huir, la inmensa multitud homogénea se desvaneció, desapareció en un abrir y cerrar de ojos y le dejó solo en una calle inmóvil.

–Tiene que haber una explicación científica -dijo. La única que se le ocurría era que estaba sufriendo una especie de delirio terminal. Sacudió la cabeza con violencia, intentó imaginarse de nuevo en el antiguo mundo familiar en expansión de velocidades aceleradas al que estaba acostumbrado. Pero el actual mundo nebuloso persistió, obediente a sus leyes físicas peculiares.

¿Qué había dicho el segundo mensaje de Eunice? ¿No era algo acerca de otras leyes físicas?

Un frío horror se apoderó de él, secó su garganta, heló su piel.

Se obligó a continuar, y se dijo que, pasara lo que pasara, lo tenía bien merecido.

Caminó y caminó, y desembocó por fin ante una clase diferente de edificio, un intento, pensó, de una especie de… bien, ¿ayuntamiento? No obedecía a ningún orden arquitectónico que conociera, pues había sido construido de un material esponjoso, con complicados tramos de escaleras que no conducían a puertas visibles, con balcones a los que ningún acceso era visible, con altas columnas que no sostenían tejados visibles, con un pórtico bajo el cual nadie podía caminar. Era ridículo, imposible y sobrecogedor.

Se detuvo, asombrado, aunque el asombro era una cualidad que se le estaba agotando a toda prisa.

En cuanto se detuvo, el universo se puso en movimiento, y el enorme edificio se precipitó sobre él como un transatlántico sobre un nadador indefenso.

Permaneció clavado en su sitio, y así se descubrió entrando en el gran edificio.

Una luz más brillante de la que había encontrado en el mundo nebuloso iluminaba el interior del vestíbulo. Le costaba imaginar de dónde procedía.

Diseminadas en el suelo había pilas de pertenencias, de aspecto muy zarrapastroso. Personajes borrosos cogían cosas de los montones. Todo se desplazaba con el inquietante movimiento de los cangrejos, como atrapado en el torbellino de una nebulosa espiral.

Si permanecía muy quieto, podía ver lo que pasaba. Descubrió que podía relajar su nervio auditivo tanto como el óptico, y así fue capaz de oír sonidos por primera vez. Le llegaban voces de personas, agudas y chillonas, como si hubieran inhalado helio. Daba la impresión de que iban lanzando exclamaciones de placer mientras desenterraban objetos de los montones.

Avanzó para ver con más claridad. Todo se desvaneció. Se detuvo. Todo regresó. No, no quiero esto… Pero cuando meneó la cabeza sin querer, el edificio se transformó en un lugar vacío poblado de ecos, que se movía con el sigilo de un gato.

Los diversos montones consistían en curiosas pertenencias viejas. Montañas de viejas maletas, muchas baqueteadas y desgastadas como agotadas de un largo y triste viaje. Pilas y pilas de calzado de todas clases: botas con cordones, zapatillas de señora, zuecos, zapatos de piel infantiles, pantuflas, zapatos estilo Oxford, zapatos usados o nuevos, suficientes zapatos para ir y volver de Marte andando.

Gafas en una pila cristalina, quevedos, anteojos con montura de carey, monóculos, todos los estilos. Prendas de vestir: incontables trapos de toda descripción Indescriptible, en una columna que se elevaba hacia el techo. Y (no, sí), ¡pelo! Toneladas de pelo, negro lustroso, blanco lirio, todos los tonos intermedios, pelos humanos, rizados, recortados, tiesos, algunos cueros cabelludos con trenzas, las cintas todavía colgando. Dientes también, la pila más terrible de todas, molares, muelas del juicio, dientes de perro, colmillos, incluso dientes de leche, algunos con carne adherida a sus raíces bifurcadas.

Se desvanecieron. Cleat se había movido instintivamente, estremecido por una dolorosa sensación de reconocimiento.

Cayó al suelo de rodillas. El aterrador interior regresó. Ahora veía con más claridad, a base de desenfocar los ojos, a la gente que recogía el sórdido despliegue. Se limitaban a reclamar lo que en otro tiempo había sido suyo, lo que seguía siendo suyo por derecho.

Vio a mujeres (sí, eso era, mujeres calvas de todas las edades), que reclamaban su pelo, se lo probaban, completas de nuevo.

Muchos miembros de la sociedad tenebrosa aplaudían cuando los buscadores se completaban.

Entonces creyó ver a Eunice. Llevaba sangre judía en las venas, por supuesto. En este terrible lugar podías encontrarla entre los injuriados, los desheredados, los masacrados.

Se acuclilló, sin atreverse a hacer el menor movimiento para que ella no desapareciera. ¿Era ella? ¿Una versión en acuarela de la Eunice que había amado?

Algo similar a lágrimas ascendió por su ser, una gigantesca compasión por la humanidad. Gritó su nombre.

Todo desapareció, excepto el gran vestíbulo vacío, tan inmóvil como el destino.

Se quedó petrificado, porque ella se estaba acercando a él. Ella extendió una mano, para indicar que le había reconocido.

Cuando extendió la mano a su vez, ella desapareció.

Cuando se inmovilizó, ella y todo cuanto la rodeaba cobraron vida de nuevo.

–Nunca podremos estar juntos -dijo la mujer, y su voz transportaba una nota lejana y triste, como el grito de una lechuza en el bosque mojado-. ¡Porque uno de nosotros está con los muertos y el otro no, mi querido Ozzle!

Mientras él intentaba contestar, Eunice aparecía y desaparecía.

Se arrodilló a su lado, apoyó una mano sobre su hombro. Se quedaron así en silencio, con las cabezas)untas, el hombre, la mujer. Él aprendió a hablar sin apenas mover los labios.

–No entiendo.

–Yo nunca entendí… Pero mis mensajes te llegaron. ¡Has venido! ¡Has venido hasta aquí! Qué valiente eres.

Al oír sus palabras susurradas, un poco de ternura se insufló en el interior de Ozzle. O sea que, al fin y al cabo, poseía alguna virtud, algo sobre lo que construir un futuro, fuera cual fuera ese futuro… La miró a los ojos, pero no vio la respuesta en ellos, sino que descubrió que era difícil identificarlos como ojos.

–Eunice -dijo con voz quebrada-, si eres tú, lo siento, lo siento muchísimo. Todo. Vivo en mi propio infierno. He venido para decirte esto, para seguirte hasta los infiernos.

Tuvo la impresión de que ella le miraba fijamente. Comprendió que le veía, no como había sido antes, sino como una especie de cosa, una anomalía en lo que hacía las veces aquí de variación en el continuo espaciotemporal.

–Todas estas… -Como casi hizo un gesto, las enormes y sórdidas pilas derivaron hacia la invisibilidad-. ¿Qué hacen aquí? Es… El Holocausto sucedió hace mucho tiempo. Muchísimo…

Ella no parecía muy inclinada a contestar hasta que él la urgió, cuando estuvo a punto de desintegrarse ante sus ojos.

–Aquí no hay «ahora» ni «hace mucho tiempo». ¿No lo entiendes? Las cosas no son así. Esos indicadores de tiempo son normas arbitrarias en tus… no sé, ¿dimensiones? Aquí, carecen de significado.

Ozzle gimió, se cubrió los ojos, sobrecogido por una terrible sensación de vacío.

Cuando miró entre los dedos, el edificio se había puesto de nuevo en movimiento. Se quedó rígido (pensando: si aquí no hay «ahora», tampoco hay «aquí») y atravesó la pared hasta entrar en una especie de espacio que no era espacio. Pensó que había perdido a Eunice, pero el movimiento general la acercó de nuevo, todavía arrodillada hacia él.

Estaba hablando, explicando, como si careciera de sentido de la ausencia.

–Tampoco hay ningún nombre, pronunciado con pasión en otra época, pero olvidado hace mucho en tu esfera afectada por el tiempo, que aquí no exista. Todos, incluso los más malvados, han de integrarse en esta inmensa sociedad, que aumenta de número cada día.

¿Estaba suspirando? ¿Estaba oyendo bien en su estado de profunda turbación? ¿Era posible que pudieran comunicarse?

–Las miríadas que no han dejado el menor recuerdo, y aquellos cuya fama perdura a través de lo que tú llamas siglos… todos encuentran su lugar…

Su voz se desvaneció cuando él hizo un gesto implorante, con la esperanza de oír una palabra más humana. Si pudiera recuperarla… Pero el pensamiento se trastornó cuando el gran vestíbulo quedó desierto de nuevo, invadido por un inmenso silencio tan definitivo como la muerte.

Se vio obligado a acuclillarse una vez más, inmóvil, hasta que las apariencias de lugar y la presencia borrosa de ella volvieron a penetrar en el mundo nebuloso.

La sombra de Eunice continuó hablando, tal vez sin darse cuenta de que algo había pasado, o tal vez de que él había desaparecido de su modalidad de vista.

–…el rey Harold está aquí, arrancando la flecha de su ojo; Sófocles, recuperado de su cicuta; ejércitos enteros libres de sus heridas; los bogomilos, que han regresado de nuevo; Robespierre, sin decapitar; el arzobispo Cranmer y su valiente discurso absueltos de las llamas; la mismísima Cleopatra, a salvo de escorpiones, como yo de la cobra de mi padre. Has de aprender, Ozzle…

Mientras continuaba recitando su larguísima lista, como si debiera especificar eternamente una miríada de individuos (y tal vez fuera así, pensó él desalentado), sólo podía preguntarse, una y otra vez, ¿cómo volveré a Oxford, cómo puedo volver a Septuagint, con o sin este fantasma de mi amor?

–…Magdeburgo, Mohacs, Lepanto, Stalingrado, Kosovo, Saipan, Kohima, Agincourt, Austerlitz, Okinawa, Somme, Geok-Depe, el Boyne, Crecy…

–¿Me ayudará esta sombra?

Interrumpió su letanía. Sin apenas mover los labios, preguntó:

–Eunice, Eunice, mi pobre fantasma, te tengo miedo. Tengo miedo de todo cuanto me rodea. Sabía que el infierno sería aterrador, pero no que sería así. ¿Cómo puedo regresar contigo al mundo real? Dímelo, por favor.

El vestíbulo seguía en movimiento, como si su sustancia fuera música en lugar de piedra. Ahora, ella estaba más lejos de él, y su respuesta, por aterradora que fue, llegó tenue como el canto de un pájaro, de modo que al principio apenas pudo creer que la había entendido bien.

–No, no, precioso mío. Estás equivocado, como siempre.

–Sí, sí, pero…

–Es en el paraíso donde nos encontramos. El infierno es el lugar de donde tú viniste, precioso mío, el infierno con todas sus torturantes condiciones físicas. Esto es el paraíso.

Él se derrumbó inmóvil hacia adelante, y de nuevo el gran vestíbulo, con todas sus restituciones, prosiguió sus majestuosos y armoniosos movimientos.

Galaxia Zeta

Otoño. El otoño había llegado a la galaxia Zeta. En un billón de planetas deshabltados, árboles de todas variedades dieron la espalda a un viento frío y derramaron hojas como lágrimas sepia. En un billón de planetas habitados, donde los árboles estaban permitidos, esos árboles que vivían en la pétrea soledad de las calles enviaron sus lágrimas pardas rodando por las autopistas hasta los Centros de Distribución. En esos centros serían masticados por máquinas y convertidos en alimento para los pobres masificados. Los pobres masificados se esforzarían por protegerse contra el nuevo frío en un billón de atmósferas.

Terraformación. ¿Adónde podían huir estos pobres? A otro planeta no. El planeta A se parecía al planeta B que se parecía al planeta C que se parecía al planeta D, en un billón de alfabetos. Todos los planetas habían sido terraformados iguales. Todos los estilos de vida eran iguales. Todos los valles habían sido llenados por montañas niveladas, todas las montañas habían sido hechas de baja altura. Y aquellos que vivían en miles de millones de mundos como bolas de billar eran iguales en color de piel, la perfecta piel incolora, inodora y sin arrugas, que con su billón de kilómetros de textura cubría a todos los habitantes de galaxia Zeta.

Los Pobres. Los pobres no lamentaban ser pobres. Había millones y millones de ellos, idénticos en todo. Estaban programados para ser pobres toda la vida. Nunca alzaban los ojos hacia la riqueza o el calor. El Gran Programa no admitía la compasión. Los inviernos estaban programados para seguir a los veranos en el billón de planetas de galaxia Zeta. Los inviernos estaban programados para diezmar a los pobres. La escarcha brillaba en el aire, los vientos barrían como grandes escobas las calles, la carne se enfriaba a su tacto. Era una época de morir, de fundirse con la gran negrura de la noche. Al final del invierno, cientos de millones de pobres ya no infestarían las estrechas calles de los suburbios de las ciudades. Nada estaba abandonado al azar; todo estaba programado. Excepto esto: que el hombre refugiado en el portal X sobreviviría, mientras que su vecino del portal Y fallecería. Ese azar estadístico ínfimo carecía de importancia. La muerte no importaba más que la vida.

Los Ricos. Eran los pobres quienes no tenían nada que hacer. Los Ricos siempre estaban ocupados. En habitaciones en penumbras, miembros de los Ricos consultaban a terapeutas sobre el problema de por qué tenían tanto que hacer. Los más sanos se apuntaban a clubs donde podían matarse mutuamente. Casi todos sus días estaban ocupados en reuniones y consultas muy importantes. Volaban de una ciudad idéntica a la siguiente ciudad idéntica para hablar o escuchar, o para informar a los que hablaban o escuchaban. A veces, mientras estaban reunidos, sus ciudades se venían abajo como corazones rotos. Celebraban, organizaban o asistían a grandes banquetes. En estos banquetes, hombres y mujeres muy serios se levantaban y hablaban de los temas candentes, como «¿Por qué son tan numerosos los pobres?», «¿Por qué los pobres persisten en seguir siendo pobres?» y «¿Debería ser la caza de los hengiss menos peligrosa?».

Los Hengiss. No sobrevivían animales reales en ninguno del billón de planetas de galaxia Zeta. Los hengiss eran un artículo manufacturado. Como los hengiss estaban hechos de estelena, un material de acero plástico que contenía su propio ADN humano, se consideraban animales, y de hecho, recordaban a la parte delantera de un caballo de dos patas provisto de garras. Se alimentaban de mutantin. Durante diez días seguidos, los hengiss eran alimentados, ejercitados y torturados minuciosamente para optimizar su temperamento.

La Caza. Cada diez días se celebraba una cacería en cada ciudad. Al inicio prevalecía la uniformidad. El hengiss era conducido al centro de la plaza principal, la misma en cada ciudad, y liberado al mismo tiempo. El hengiss salía a escape, en busca de una salida. No estaba programado. Éste era el gran crimen. Sus movimientos eran impredecibles. Sin embargo, era esencial que su final fuera predecible. Salían los Ricos en su persecución, todos ataviados con móviles, haciendo mucho ruido, tropezando unos con otros, rutilantes.

Los Vencedores. Delante corría el gran hengiss. Abandonaba las calles para trepar por el lado de un edificio, un gran edificio cuyas paredes se hinchaban y quemaban cuando el hengiss subía. Se colaba por ventanas, atravesaba como una exhalación habitaciones, puertas, paredes, ventanas. Los móviles ascendían como un enjambre de avispas en su persecución. Muchos se estrellaban. Otros cercaban al animal. Por más que corría, al final lo alcanzaban y acorralaban. Entonces, los Ricos más cercanos se abalanzaban sobre él y lo aniquilaban con aguijones nucleares. A continuación se celebraba un banquete para los vencedores.

El Unicrat. Situado en dimensiones superiores se encontraba el Unicrat, el Creador de Mundos. Estas dimensiones eran multiples, se reflejaban mutuamente, a veces se multiplicaban, a veces disminuían. Disminuían hasta que el Creador de Mundos alcanzaba el tamaño de una cabeza de alfiler, si el tamaño hubiera existido como factor. O se hinchaban como una nube nuclear hasta que el Creador de Mundos era más grande que el universo que controlaba, si tales dimensiones hubieran utilizado el factor tamaño.

Estas dimensiones habían sido purgadas de tamaño y tiempo. La eternidad no existía, ni tampoco el tiempo: sólo existía un descolorido Ahora.

El Unicrat abarcaba dimensiones. Bajo una de Sus mandíbulas, en Su flanco izquierdo, se hallaba una reducción alectrólica de galaxia Zeta. La mandíbula pasó su sensor sobre la reducción, que recordaba en ciertos aspectos una gigantesca cámara oscura, en la que soles y planetas se movían según rígidas leyes físicas, y seres vivos con ellos.

La parte fáctica del Unicrat habló a su parte pensante en el lenguaje de impulsos luminosos que utilizaba para la automeditación.

–Mi plan no está funcionando bien.

Pensante contestó:

–La uniformidad ha triunfado. Las leyes físicas son estrictas en exceso. Poseen cierta aleatoriedad.

–No la suficiente.

–Veo que el hombre del portal X sobrevive, mientras que el hombre del portal Y muere. Eso es aleatorio.

–Pero ese efecto se aplica en todas las ciudades de todo el billón de planetas de galaxia Zeta.

–¿Hay que tomar medidas?

Pensante contestó:

–Hace muchos eones, enviamos a un Hijo para animar el cotarro y aportar nuevas ideas. Podríamos intentar el mismo experimento.

–Sí, pero ¿podemos esperar un éxito mejor? Creo que deberíamos descartar el plan.

–En efecto. Pero una última oportunidad…

El Hijo. En el mismo momento, haciendo caso omiso de los años luz, los hijos de Unicrat se materializaron en cada uno del billón de planetas de galaxia Zeta. El Hijo estaba hecho en su mayor parte de impervium. Su rostro era una máscara benevolente e impasible, su corazón, inmóvil, enviaba impulsos eléctricos. Paseó primero entre los pobres, que le tuvieron miedo Y se acobardaron. De todos modos, no huyeron, con la esperanza de recibir algún beneficio gratis.

–No desesperéis. Un día, la galaxia será vuestra.

Así habló el Hijo a los pobres. La respuesta pronunciada a voz en grito fue: «¡Y una mierda!»

–Vuestros hijos están muy delgados pero son hermosos. Dejad que se acerquen a mí.

La respuesta pronunciada a voz en grito fue: «¡Pederasta!»

–¿Qué puedo hacer para ayudaros?

La respuesta pronunciada a voz en grito fue: «¡Matar a los Ricos!»

–¡Miserables sabandijas! – dijo el Hijo con desprecio.

La Trampa. Cuando el Hijo fue a los barrios donde vivían los Ricos, descubrió que un hombre gordo y de rostro malvado estaba preparando una trampa para matar a su rival. Había llenado el decimoquinto piso de su palacio, hasta una profundidad de seis metros, con una combinación de fango, sangre y huesos triturados de cadáveres recientes. Un banquete se celebraba en el piso catorce, al que había sido invitado su odiado rival. Cuando el rival se sentara, bastaría con apretar un botón y toda la inmundicia del piso superior caería y le ahogaría.

El Hijo dijo al hombre gordo:

–Busco una pizca de compasión. ¿No perdonarás a tu rival para salvar así a tu mundo?

–Está predeterminado que morirá -dijo el hombre gordo-. Consulté a un psiconecesitador y dijo que mi rival morirá hoy. De modo que no puedo parar el proceso, ni siquiera para salvar a este mundo.

El rival llegó, cauteloso, calvo, astuto. Llegó a la mesa del banquete y percibió que la fruta era de plástico. Un rápido examen disimulado con infrarrojos reveló el botón vital. Agarró a su gordo enemigo y apretó el botón con el pulgar. El techo se abrió. El fétido diluvio se derramó. Los dos hombres se ahogaron, enzarzados en su mutuo odio.

El Hijo decidió que no había remedio para este mundo.

Todos los Hijos decidieron que no había remedio para su mundo.

Destrucción. La obra de destrucción empezó al poco. Aparecieron grietas similares a ardientes bocas rojas, que desgarraron el manto de los planetas como si fuera tela. Los hengiss se lanzaron hacia estas grietas, escapando por fin, sólo para morir al instante. Cosas pequeñas parecidas a zapatos corretearon sobre el suelo torturado, ascendieron a millares los muros de los palacios de los Ricos, al tiempo que devoraban la mampostería. Los Ricos cayeron al suelo chillando, mientras sus casas desaparecían como mazapán. Un feroz viento se levantó, y arrojó a los pobres hacia las hendiduras de fuego como briznas de paja. Se alzaron montañas. Se hundieron valles. El planeta cantó su desdicha. Hasta la atmósfera quemó.

La Estatua. El Hijo, que lo supervisaba todo, caminaba por la orilla de un lago de lava. Allí, en todo el billón de planetas, vio una gran estatua. Su capa era de humo. La estatua era de una mujer, cuyo cabello broncíneo agitaba la galerna. Al acercarse, el Hijo vio que la estatua se movía. No era una mujer. Tampoco era una estatua, sino algo intermedio entre estatua y mujer, y el cabello broncíneo era de un metal desconocido.

–¿Por qué destruyes este planeta? – preguntó la semimujer con voz profunda.

–Todos los planetas, todo el billón, están siendo destruidos. El Unicrat va a cancelar galaxia Zeta. El plan no funciona.

–El que no funciona es Unicrat. Él ha de ser destruido.

–El Unicrat no puede ser destruido. Pero tú sí.

–No, yo no puedo ser destruida -dijo la semimujer, con voz profunda y melancólica-. Yo soy la Controladora de la galaxia Y, donde hacemos las cosas mejor.

–¿Sí? – dijo el Hijo con sarcasmo-. ¿Cuánto mejor?

–Tú, Hijo, tienes intelecto. Pero careces de compasión. Y de sentimientos. Tu plan nunca tendrá éxito.

–Pero -exclamó el Hijo en tono triunfal- puedo y quiero destruir este planeta. ¡Junto con todo el billón de los demás planetas!

La Unión. Mientras hablaba, el hijo dio una palmada. El mundo empezó a hervir. Disminuyó de tamaño y la galaxia con él, lo cual provocó temperaturas infernales. La oscuridad se alimentó de la luz, la luz chasqueó en el vientre de la oscuridad. Una sopa de materia se estaba formando a toda prisa, cuajaba, escupía radiación. Los electrones de las partes exter- nas de los átomos eran arrancados, y un caldo de núcleos y electrones hirvió y ardió. Faltaba la millonésima parte de un segundo para la aniquilación total, cuando la semimujer encerró al Hijo entre sus brazos poderosos, y le transportó al instante a la galaxia Y, para formar una nueva unión.

Explosión. Espacio, tiempo y energía fueron consumidos por completo. Toda la galaxia estaba contenida en el espacio del globo ocular de una pulga. La contracción fue casi instantánea. Y después, purificado, todo estalló en una furia de energía renovada.

El Unicrat gritó de placer al presenciar la Gran Explosión.

Maravillas De Utopia

Habían sido amantes siglos antes. Las circunstancias habían dictado que partieran hacia diferentes partes de la galaxia. Ambos servían donde eran más necesarios.

Para todos los nanosirvientes invisibles de su sangre, ambos se estaban acercando al momento de la eutanasia. Pero algo en su amor era inmortal. En la cumbre de su pasión se habían conmemorado en holograma. En el cubo de plástico vivían y se movían como habían sido antes, eternos en su amor apasionado, por siempre eternos, con la frente sin una sola arruga, indiferentes al mundo.

Era el milésimo aniversario del discurso «¡Conteneos!» del secretario general del Planeta Reformado, como había llegado a conocerse. En aquella ocasión, la raza humana, individual y colectivamente, intelectual y emocionalmente, había decidido ser mejor gente y desterrar los fantasmas del pasado. Fue una fantástica operación de manipulación conductual. Y funcionó.

Los dos envejecidos amantes fueron convocados, desde sus diferentes regiones del sistema, para conversar ante los espectadores. Se encontraron y abrazaron. No sin alguna lágrima. Millones de personas les contemplaban.

–Admito que te olvidé durante todo un siglo -dijo ella-. Lo lamento. ¡Perdóname!

–«Cien años no bastarían para alabar tus ojos y tu mirada límpida» -citó él con una sonrisa.

Ella emitió su antigua risa quebrada.

–«Una era al menos para cada parte, y la última era debería revelar mi corazón.»

–¡Qué maravillosa memoria tenemos!

–¡Maravillosa, en verdad!

Empezaron a recordar aquellos tiempos en que la vida humana había cambiado a mejor, y cuando la humanidad había logrado salir de su planeta natal.

Ella llevaba un vestido blanco, que indicaba su edad y fragilidad comparativa. Abrió esta parte de la conversación.

–Es una historia gloriosa y magnífica, muy sorprendente para aquellos que intervinieron en ella, hace tantos siglos. Estoy hablando a mi amigo en Puertomarte, donde nació, Querido, ¿por qué no vives en un satélite de baja gravedad a tu edad?

–Estoy arreglando algunos asuntos -dijo él-, No me quedaré mucho tiempo. – Su rostro estaba rasurado a la perfección, tenía la piel tirante, los ojos brillantes pero hundidos- Vamos a ver qué podemos recordar de aquellos viejos días de los primeros vuelos espaciales.

»Una cosa es cierta, nuestras mentes eran menos claras entonces, desordenadas como trasteros… Nuestras mentes estaban ocupadas por toda clase de seres imposibles e imaginarios. ¿Recuerdas aquel extraño período?

–La raza humana debía de estar medio loca -dijo ella-. O tal vez debería decir medio cuerda. Las desgraciadas generaciones que vivieron nuestros primeros miles de años de existencia humana… Bien, aún estaban enfangados en sueños de un pasado subhumano. Pesadillas, más bien.

–Escapar de la Tierra contribuyó al proceso de clarificación -dijo él-. En teoría, la Tierra estaba plagada de… oh, fantasmas y espectros, bestias de patas largas, vampiros, trasgos, elfos, nomos, hadas, ángeles… Todos esos seres fantásticos atormentaban la vida humana primitiva. Supongo que nacieron en oscuros bosques y caserones sombríos, Junto con una falta general de entendimiento científico.

–Podrías añadir a esa larga lista todos los falsos dioses y diosas del mundo, los dioses griegos, que dieron su nombre a las constelaciones, los Baales e Isis y dioses de los soldados romanos, la Kali de múltiples brazos, Ganesh con su cabeza de elefante, Alá, Jehová con sus barbas y rabietas, tenebrosos demomos como Astarté… Un sinfin de superseres imaginarios, y todos controlaban el destino humano,

–Tienes razón, querida, los he olvidado.

–La mera idea del paraíso creó el infierno en la Tierra…

–¡Parece que ha pasado tanto tiempo! Eran tablas que crujían en el desván del cerebro, herencia de nuestros días prehumanos.

–¿Qué pensarán de nosotros nuestros descendientes dentro de otro millón de años? – preguntó la mujer, y su voz vaciló un poco.

El hombre bajó la vista, una señal de cansancio.

–«Siempre oigo a mi espalda acercarse el carro alado del Tiempo…»

–«Ante nosotros se extienden Desiertos de inmensa eternidad.» De verdad que es un consuelo, amor mío.

Se inclinó y acarició su mejilla, en un antiquísimo gesto de afecto entre hombres y mujeres.

Hasta Convertirse En Mariposa

El Gran Sueño fue un enorme éxito, un éxito inimaginable. Después, nadie recordó exactamente quién había elegido Monument Valley como escenario. Los organizadores reclamaron casi todo el mérito. Nadie mencionó a Casper Trestle. Trestle había desaparecido otra vez.

Como tantas otras cosas.

Trestle siempre estaba desapareciendo. Tres años antes, vagaba Por RÍajastán. En aquel desolado y hermoso territorio, donde en otro tiempo los ciervos habían yacido con los rajás, atravesó una zona sin lluvia donde la tierra estaba desnuda de árboles y animales. Las cabañas se estaban cayendo a trozos y la gente moría de sed. Los hombres, que no superaban los treinta años, se tenían inmóviles como espantapájaros de hueso, y vieron pasar a Casper con enfermizo desinterés. Pero Casper estaba acostumbrado al desinterés. Sólo florecían las termitas, las termitas y las aves carroñeras que volaban a baja altura.

Deprimido por la tierra cuarteada, Casper atravesó una zona montañosa donde milagrosamente todavía crecían árboles y corrían ríos. Continuó adelante, donde la campiña abrupta empezaba a elevarse para su encuentro con la lejana grandeza del Himalaya. Brotaban plantas oscilantes color malva y flores rosadas como pantallas de lámpara victorianas. Allí se encontró con el misterioso Leigh: Leigh Tireno. Leigh estaba mirando las cabras, tumbado sobre una roca bajo la sombra de un baobab, mientras las abejas trenzaban una canción que parecia esparcir el sueño por el pequeño valle.

–Hola -dijo Casper.

–Lo mismo digo -contestó Leigh.

Estaba tumbado sobre su roca, con una mano extendida sobre la cabeza para protegerse los ojos, que eran de un color tan dorado como miel fresca. La cabra más cercana era blanca como la leche, y llevaba una campanilla alrededor del cuello. La campana tintineó en si bemol cuando el animal se frotó los cuartos traseros contra la roca de Leigh.

Eso fue todo lo que dijeron. Era un día caluroso. Pero aquella noche, Casper soñó un sueño delicioso. Encontraba una guayaba mágica y la cogía en su mano. La fruta se abría y él hundía la cara en su interior, buscaba con la lengua, chupaba las semillas, las tragaba.

Casper encontró un lugar para dormir en Kameredi. Casper estaba perdido, un golfante perdido, de nariz aplastada, tez pálida y pelo que crecía de cualquier manera por culpa de un corte descuidado. Aunque nunca había aprendido buenos modales, conservaba la docilidad de los perdedores. Y Kameredi le gustó instintivamente. Era una versión humilde del paraíso. Al cabo de unos días, empezó a comprobar que era ordenado y sano.

Karneredi era lo que algunos aldeanos llamaban el Lugar de la Ley. Otros negaban que poseyera o necesitara un nombre: era el lugar donde vivían, nada más. Sus casas se alzaban a cada lado de una calle pavimentada que terminaba tal como empezaba, en tierra. Otras cabañas trepaban a la colina, y su disminución de tamaño era algo más que una cuestión de perspectiva. Un río corría cerca, un pequeno cauce de agua que bajaba entre peñascos camino del valle. Crecían berros en sus estanques laterales.

Los niños de Karneredí eran sorprendentemente escasos en número. jugaban con cometas, se peleaban en broma, pescaban pececillos plateados en el río, intentaban montar en las pacíficas cabras.

Las mujeres de Karneredi lavaban su ropa en el río, la golpeaban sin piedad contra las rocas. Los niños se bañaban a su lado, y chillaban debido a la alegría de ser niños. Los perros vagabundeaban por la zona como exillados, paraban para rascarse o miraban las cometas que flotaban sobre los tejados de bálago.

No había mucho trabajo que hacer en Karneredi, al menos en lo tocante a los hombres. Se acuclillaban con sus taparrabos, fumaban y hablaban, gesticulaban con sus esbeltos brazos pardos. En el lugar donde se encontraban, junto a la casa de V. K. Bannerji, el suelo estaba rojo del jugo de betel.

El señor Barínerp era una especie de jefe del pueblo. Una vez al mes, sus dos hijas y él bajaban al valle a comerciar. Iban cargados con colmenas y quesos, y volvían con queroseno y veso pegajoso. Casper se alojaba en casa del señor Bannerji, dormía en una cama destartalada bajo una colorida figura de arcilla de Shiva, dios de la destrucción y la salvación personal.

Casper era un gorrón. Había dejado las drogas. Lo único que deseaba en aquel momento de su vida era que le dejaran en paz y sentarse al sol. Cada día se sentaba en un saliente rocoso, con la vista fila en la calle del pueblo, la seguía hasta más allá del lingam tallado en piedra y la clavaba en la lejanía, que rielaba por obra del calor hindú. Se le antojaba que había descubierto un lugar donde no se esperaba de los hombres que hicieran gran cosa. Los chicos cuidaban de las cabras, las mujeres iban a buscar agua.

Al principio, un antiguo nerviosismo se apoderó de él. Allí donde fuera, la gente le sonreía. No entendía por qué.

Tampoco entendía por qué en Karneredi no se padecía hambre ni sed.

Sentía cierto deseo por las hijas del señor Bannerji, ambas hermosas. Dependía de ellas para alimentarse. Se reían de él detrás de sus dedos extend idos en forma de abanico, y desnudaban sus blancos dientes. Como era incapaz de decidir a qué joven le gustaría más abrazar sobre su cama, no cortejaba a ninguna. Así era más fácil.

Sus pensamientos solían desviarse hacia Leigh Tireno.

Cuando Casper se paraba a pensarlo, se decía que una especie de magia colgaba sobre Karneredi. Y sobre Leigh, con sus piernas desnudas. Contemplaba desde su roca las actividades de Leigh, con sus piernas desnudas. No es que Leigh fuera mucho más activo que los demás, pero a veces subía a las colinas arboladas que dominaban el pueblo y desaparecía durante varios días. O se sentaba en la posición del loto sobre su peñasco favorito, en la misma postura durante horas seguidas, con los ojos clavados en el frente. Por la noche, se quitaba el taparrabos y se bañaba desnudo en uno de los estanques alimentados por el río.

Casper decidió pasear junto al estanque cuando Leigh nadaba.

–Hola -dijo al pasar.

–Lo mismo digo -contestó Leigh, mientras perfeccionaba su brazada de pecho. Casper reparó en que Leigh tenía el trasero blanco, pese a que el resto de su cuerpo estaba tan oscuro como el de un indio. Las hijas del señor Bannerji amasaban con sus esbeltos dedos quesos de cabra tan blancos como el trasero de Leigh. Era muy misterioso y un poco desconcertante.

El señor Bannerji había visitado el mundo exterior. Dos veces en su vida había ido a Delhi. Era la única persona de Karneredi que hablaba un poco de inglés, aparte de Casper y Leigh. Casper entendía algunas palabras de urdu, relacionadas sobre todo con la comida y la bebida. Averiguó por el señor Bannerji que Leigh Tireno llevaba tres años viviendo en el pueblo. Llegó de Europa, dijo el señor Bannerji, pero no era de ninguna nación. Era una persona mágica a la que no debía tocarse.

–No debes tocarle -repitió el señor Bannerji, mientras estudiaba a Casper con sus ojillos miopes-. En ningún sitio.

Las dos jóvenes Barmerji lanzaron risitas y pelaron las pieles de sus plátanos con gestos muy furtivos, antes de introducir las puntas en sus bocas rojas.

Una persona mágica. ¿En qué podía ser mágico Leigh?, preguntó Casper. El señor Barmerji meneó la cabeza con aire de sabiduría, pero no pudo o no quiso explicarse.

La gente que acudía en manadas a Monument Valley, que había reservado asientos en lo alto de las mesas o se erguia con cámaras de vídeo sobre los techos de los autocares, albergaba algunas dudas sobre las propiedades mágicas de Leigh Tireno. Era la publicidad lo que les había conquistado. La histeria de Nueva York y California les había contagiado. Creían que Leigh era un mesías.

O les importaba un pito. Iban a Monument Valley porque la idea de un cambio de sexo les excitaba.

O porque los vecinos iban. Un lugar cojonudo, decían.

Cuando el sol se ponía, la oscuridad abrazaba a Karneredi como un viejo amigo, con esa particular oscuridad de la montana que es una rara variante de luz. Los lagartos entran, los gecos salen. La llamada nocturna del romance. Las cabañas y casas conservan en sus palmos de paja el mareante olor dorado de las lámparas de queroseno. También hay olores a asado, acompañado por el aroma de arroz hervido aderezado con tiras de cabra al curry. Los perfumes de la noche son cálidos y gélidos alternativamente, la piel los nota como dedos húmedos. El diminuto mundo de Karneredi se convierte durante una hora en un lugar de sensualidad, oculto al sol. Entonces, todo el mundo cae dormido, para existir en otro mundo hasta que el gallo cante.

En esa hora secreta, Leigh fue a ver a Casper Trestle. Casper apenas podía hablar. Estaba medio reclinado sobre su cama, con su cabeza despeinada apoyada en una mano. Leigh le miró con una sonrisa tan enigmática como la del buda más abstruso.

–Hola -dijo Casper.

–Lo mismo digo -contestó Leigh.

Casper se sentó. Se aferró los dedos de los pies y miró a su hermoso visitante, incapaz de pronunciar una palabra más.

Leigh empezó sin más preliminares.

–Llevas en el universo lo bastante para comprender un poco su funcionamiento.

Casper, suponiendo que era una pregunta, asintió con la cabeza.

–Llevas en este pueblo lo bastante para comprender un poco su funcionamiento. – Una pausa-. Por eso voy a contarte algo sobre él.

Esto se le antojó a Casper muy extraño, pese al hecho de que había pasado casi toda la vida rodeado de gente extraña.

–¿Por qué no hay que tocarte?

Cuando la boca de Leigh se movía, poseía su propia música, con independencia de los sonidos que emitía.

–Porque soy un sueño. Puede que sea tu sueño. Si me tocas, puedes despertar. Entonces… ¿dónde estarías?

Emitió un diminuto sonido frío, como una carcajada humana.

–Ummm -dijo Casper-. En Nueva Jersey, imagino…

Leigh continuó con lo que había venido a decir. Dijo que la gente de Karneredi y algunos pueblos cercanos era una clase especial de gente de Rajput. Tenían una historia especial. Un sueño especial les había separado de la gente corriente. El sueño había ocurrido cuatro siglos antes. Todavía se le reverenciaba, y era conocido como el Gran Sueño de la Ley.

–Igual que un hombre de Karneredí respeta a su padre -dijo Leigh-, aún respeta más el Gran Sueño de la Ley.

Cuatro siglos atrás, un cierto sadhu, un hombre santo, estaba agonizando en Kameredi. Horas antes de su muerte, soñó una serie de leyes. Las estaba refiriendo a su hija cuando la Muerte se presentó, vestida con una sombra profunda, para llevarle ante Vishnu. Debido a su pureza, la hija del hombre santo tenía poderes especiales, y pudo llegar a un trato con la Muerte.

El espíritu del hombre santo le abandonó. La Muerte permaneció con ambos mientras la mujer persuadía a su difunto padre de que hablara, y de que continuara hablando hasta que le hubo relatado todas las leyes de su sueño. Entonces, un vapor surgió de su boca. Lanzó un grito. El pálido sello de la Muerte había cerrado sus labios. Fue enterrado al cabo de una hora, pero antes de que entonaran las plegarias y el cuerpo fuera sepultado, ya empezó a descomponerse. La gente supo que un milagro había sucedido entre ellos.

Pero la hija debía recitar las leyes. Su cabeza se había transformado en la de un elefante. En esta guisa de sabiduría, convocó ante ella a todo el pueblo. Todos se postraron de hinojos y ayunaron durante siete días, mientras ella les recitaba las leyes del Gran Sueño de la Ley.

La gente había seguido las leyes del Gran Sueño de la Ley desde entonces.

Las leyes guiaban su conducta. Las leyes concernían a cosas terrenales no espirituales, porque si los asuntos materiales se observaban como era debido, lo mismo sucedería con los espirituales.

Las leyes enseñaban a la gente a vivir satisfechos con sus familias y en paz entre sí. Las leyes les enseñaban a ser amables con los forasteros. Las leyes les enseñaban a despreciar los bienes terrenales que no necesitaban. Las leyes les enseñaban a sobrevivir.

Estas leyes de supervivencia eran las que se habían seguido con más rigurosidad durante cuatro siglos, desde que la Muerte se llevó al sadhu. Por ejemplo, las leyes hablaban de la respiración y del agua. La respiración, el espíritu de la vida humana, el agua, el espíritu de toda vida. Les enseñaron a conservar el agua y a destinar un poco para el uso humano cada día, así como una parte para los animales y otra para las plantas y los árboles. Las leyes les enseñaban a cocinar con la máxima economía de combustible y arroz, y a comer de forma saludable, y a beber con moderación y placer.

Hablando de moderación, las leyes afirmaban que la felicidad suele residir en el silencio de las lenguas humanas. La felicidad era importante para la salud. La salud era especialmente importante para las mujeres, quienes tenían a su cargo el puchero familiar.

Las leyes hablaban de los peligros a que se exponían las mujeres que parieran demasiados hijos, pues habría demasiadas bocas que alimentar en consecuencia. Hablaban de ciertos guijarros que se encontraban en el lecho del río, y que las mujeres podían introducir en sus yonis para evitar la fecundación. Se describía con minuciosidad la suavidad de las piedras, transportadas por las nieves del Himalaya, y sus dimensiones.

La desnudez no era delito. Ante los dioses, todos los seres humanos iban desnudos.

También se describía el comportamiento. Dos virtudes, decían las leyes, contribuían a la felicidad humana, y debían incul carse en los niños pequeños: la abnegación y la indulgencia.

«Ama a aquellos que te son cercanos y también a los lejanos». decían las leyes. «Así serás capaz de amarte. Ama a los dioses. Nunca intentes engañarles, porque te engañarás a ti mismo.»

Esto en cuanto a la parte espiritual. Las instrucciones sobre la forma de cocer chapatis ocupaban más tiempo.

Por fin, el Gran Sueño de la Ley era claro acerca de los árboles. Los árboles debían conservarse. Las cabras no debían comer los árboles ni que fueran jóvenes, y tampoco se les debía permitir comer la menor semilla. Ningún árbol menor de cien años debía talarse para obtener combustible o material de construcción. Sólo las copas de los árboles, cuando sobrepasaban los dos metros de altura, debían ser utilizadas para esto. De esta manera, Karneredi y los pueblos circundantes gozarían de sombra y buen clima. Las aves y las bestias sobrevivirían. La campiña no se quedaría yerma ni se convertiría en un desierto.

Si la gente respetaba estas leyes de la naturaleza, la naturaleza les respetaría.

Así habló el sadhu cuando partió de este mundo, y así habló la cabeza del elefante, como si fuera su eco.

Mientras Leigh Tireno hablaba de estos asuntos, dio la impresión de transformarse, tal como afirmaba, en un sueño.

Sus ojos se ensancharon, con pestañas como los extremos de matas de espinos, el rostro serio, los labios un instrumento musical que desgranaba melodías de sabiduría.

Dijo que, desde que la hija del hombre santo había explicado el Gran Sueño de la Ley con su cabeza de elefante azul, los habitantes de Karneredi habían seguido sus preceptos escrupulosamente. Los pueblos cercanos, tras tener noticia de dichas leyes, las habían desechado. Habían arrasado sus bosques, comido con demasiada avidez, engendrado demasiados hijos de bocas hambrientas. La gente de Karneredi vivía feliz, mientras gente menos disciplinada sucumbía, fallecía y quedaba olvidada en el río del tiempo.

–¿Y el sexo? – preguntó Casper.

–El sexo y la reproducción son dones de Shiva -respondió con calma Leigh-. Son nuestros baluartes contra la decadencia. Como Shiva, también pueden destruir.

Dedicó a Casper una sonrisa de dolorida belleza y abandonó la casa de Bannerji. Los chotacabras cantaron para él. La noche se acomodó sobre su esbelta espalda.

–¿Quieres promocionar un acontecimiento en que dos chiflados duermen juntos?

La pregunta fue formulada con incredulidad en una oficina de publicidad de Nueva York. Quinta Avenida, en la zona más comercial. Temporada de ventas otra vez en Macy’s.

–¿Estamos hablando de héteros, gays, lesbianas o qué?

–¿Han inventado una nueva forma de hacerlo? ¿Un atajo o algo por el estilo?

–Olvídalo, puedes ver a gente follando cada noche, en la intimidad de tu propio apartamento.

–Esos dos no sólo follan. Piensan compartir un sueño muy básico.

–¿Has dicho sueño? ¿Quieres que alquilemos Monument Valley para que dos maricones compartan un sueño? ¡Vete a la mierda!

Leigh estaba saliendo desnudo del estanque. Pequeños riachuelos de agua resbalaban desde su espalda por sus largas piernas.

Su vello púbico destellaba como una telarana cargada del rocío de la mañana. Casper apenas se atrevió a mirar. Tembló, incapaz de comprender qué le pasaba. ¿Cuándo había experimentado tal deseo?

Leigh inspeccionó la hierba para comprobar que no había sanguijuelas y se acomodó sobre una roca. Exprimió agua de su pelo con una sola mano. Suspiró de placer y cerró los ojos. Volvió su rostro sin mácula hacia el Sol, como para devolverle sus rayos.

–La verdad, Casper, eres un desastre. Este lugar debería ayudarte a mejorar, a enmendarte… a sentirte en paz contigo mismo.

Era la primera vez que hablaba de esta manera.

–Esas leyes del suelo… -dijo Casper para cambiar de tema-. Mucho rollo hindú, ¿verdad?

–En el fondo de la mente todos intulmos que existió una época dorada, primigenla, en que todo era perfecto… tal vez la infancia.

–Yo no.

–El Gran Sueño de la Ley representa esa época para toda una comunidad. Tú y yo, mi triste Casper, procedemos de una cultura donde todo, casi todo, se ha perdido. Consumo en lugar de comunicación. Mercantilismo en lugar de satisfacción. ¿No es cierto?

–Nunca he tenido nada que consumir -dijo Casper, con expresión enfurruñada, mientras contemplaba con disimulo el cuerpo desnudo de Leigh.

–Pero lo deseas. ¡En el fondo, eres un consumidor nato, Casper! – Se incorporó de repente, con las pestañas cubriendo todavía sus ojos color miel-. ¿No te acuerdas de cuando vivías en tu país, cómo comían, cómo comía todo el mundo, sin apenas respirar? ¡El aliento de la vida! ¿Recuerdas aquel culto sentimental a la niñez, al mismo tiempo que todos los niños eran despreciados, golpeados, y sólo les enseñaban cosas negativas?

Casper asintió.

–Me acuerdo.

Acarició la cicatriz de su hombro.

–Allí la gente no se conoce, Casper. Son incapaces deirespirar hondo y conocerse. Sólo poseen datos, pero no sabiduría. La mayoría están colgados del sexo. Las mujeres estan atrapadas en cuerpos masculinos, miles de hornos sexuales desean ser héteros… La humanidad se ha zambullido en un mal sueño, rechaza la espiritualidad, se aferra a su egoísmo, a sus bajos orígenes biológicos.

Abrió los ojos para examinar a Casper. En las ramas de un baniano cercano, las palomas zureaban como en son de burla.

–No soy tan raro como antes.

Casper no supo qué añadir.

–Vine aquí para desarrollar lo que anidaba en mi interior…

–Si viajas bastante lejos, descubres lo que eras al principio.

–Eso es verdad. Que he engordado un poco, por ejemplo.

Leigh no concedió importancia al comentario.

–Al igual que nuestra respiración es automática, también lo son los arquetipos, que guían nuestro comportamiento, si se lo permitimos. Una especie de respuesta automática.

–Esto me supera, Leigh. Lo siento. Habla como una persona normal, por favor.

La sonrisa amable.

–Lo entiendes. Lo entiendes, y rechazas lo que no te es familiar. Intenta pensar en los arquetipos como figuras de amo y ama, similares a la que encuentras en cuentos de hadas como La bella y la bestia, por ejemplo. Guían tu comportamiento como programas muy básicos de ordenador.

–¡Madura, Leigh! ¡Cuentos de hadas!

–Los arquetipos han sido ninguneados en nuestra cultura occidental. Por tanto, están en guerra con nuestra superficialidad. Los necesitamos. Los arquetipos se elevan hasta las alturas enrarecidas de la gran música. Y se hunden hasta las raíces de nuestro ser, hasta los oscuros reinos donde el lenguaje se pierde, donde sólo nuestros yos soñadores pueden alcanzarlos.

Casper se rascó la entrepierna. Le ponía vi olento que le hablaran como si fuera un hombre inteligente. Le había ocurrido inuy pocas veces.

–Nunca he oído hablar de arquetipos.

–Pero los conoces en tu sueño… Esos personajes que son tú, pero sin serlo. Los desconocidos a los que conoces.

Casper se rascó la barbilla en lugar de rascarse la entrepierna.

–¿Crees que los sueños son tan importantes?

La carcajada de Leigh fue cariñosa, no burlona.

–Este pueblo es la prueba de ello. Ojalá… ojalá tú y yo pudiéramos soñar juntos un Gran Sueño de la Ley. Por el bien de toda la humanidad.

–¿Te refieres a dormir juntos? ¡Eh! ¡Tú no lo permitirías! Eres tabú.

–Tal vez sólo al contacto carnal… -Bajó y se plantó ante Casper-. ¡Prueba, Casper! Sálvate. Libérate. Deja que todo cambie. No es imposible. Es más fácil de lo que crees. No te aferres al estado de crisálida. ¡Conviértete en mariposa!

Casper Trestle se aprovisionó de carne seca y fruta y subió a las montañas que dominaban Karneredi. Allí meditó y experimentó lo que algunos llamarían visiones.

Ayunó algunos días. Después, tuvo la impresión de que alguien caminaba a su lado en el bosque. Alguien más sabio que él. Alguien a quien conocía íntimamente, pero era incapaz de reconocer. Sus pensamientos, que no eran pensamientos, fluían de él como agua.

Se vio en un estanque inmóvil. Le creció el pelo hasta los hombros, y anduvo descalzo.

Esto fue lo que se dijo, mientras recogía fragmentos de meditación en la tela de su mente:

Es tan hermoso. Debe de ser la Verdad personificada. Yo soy un desastre. He echado a perder toda mi vida. Me la han echado a perder. No, al menos he de aceptar una parte de la culpa. De esa forma me hago con el control. Basta de hacerme la víctima. Nunca más. Voy a cambiar. Yo también puedo ser hermoso, el sueño de otro…

Me he instalado en el sueño equivocado. El estúpido e indulgente sueño del tiempo. El abyecto sueño de la riqueza incalculable. Miseria espiritual.

Algo me ha pasado. Desde hoy, desde ahora, voy a ser diferente.

De acuerdo, me estoy volviendo majara, pero seré diferente. Cambiaré. Ya estoy cambiando. Me estoy convirtiendo en mariposa.

Al cabo de unas noches, cuando salió la luna nueva, fue a mirar su reflejo de nuevo.

Vio por primera vez belleza, aunque a jirones. Se abrazó el cuerpo. En el estanque, desde diminutas gargantas, las ranas gritaban que no era de noche.

Bailó junto al estanque.

–¡Cambiad, ranitas! – gritó-. Si yo puedo hacerlo, cualquiera puede hacerlo.

Ellas lo habían hecho. En la distancia, cuando la luna se hundió en las fauces acogedoras de las montañas, oyó lúgubres rugidos, como si algunos animales lucharan hasta la muerte en pantanos desolados.

Las gargantas roncas de las máquinas arrojaban gases de escape diésel. Genman Timber S.A. entraba en acción un día más. Individuos con cascos protectores y tejanos salieron de la cantina. Tiraron las colillas al barro, se dirigieron hacia sus tractores y sierras de cadena. El día anterior habían despejado cuatro kilómetros cuadrados de bosque en la montaña, a cierta distancia de Karneredi.

El campamento Genman era un círculo semiformado de cabañas portátiles. Los generadores rugían, distribuían electricidad y aire acondicionado por toda la obra. Inmensas grúas móviles, trasladadas hasta esta remota zona a costa de enormes dispendios, cargaban árboles caídos en una hilera de camiones.

Había muchos más árboles que cortar. Los árboles guardaban silencio, a la espera de la mordedura de los dientes metálicos. En un tiempo futuro, lejos del Himalaya, formarían elementos de muebles vendidos en gigantescas tiendas situadas en las afueras de Rouen, Atlanta, Múnich o Madrid. O se convertirían en cajas que contendrían naranjas de Tel Aviv, uvas de la provincia de El Cabo, té de Guangzhou. Formarían andamios de rascacielos que se construirían en Osaka, Beijing, Budapest, Manila. O falsas estatuillas turísticas vendidas en Bali, Berlín, Londres, Aberdeen, Buenos Aires.

Aún era temprano. El sol ascendía entre capas de niebla. Los altavoces emitían música rock a toda la zona. Los capataces maldecían. Los hombres estaban tensos mientras resucitaban sus motores, o bromeaban para aplazar los momentos en que deberían dar lo mejor de sí mismos en los bosques.

Transportes de combustible llenos a rebosar se pusieron en marcha. Las rasadoras Genman se revolvieron como animales heridos sobre sus carriles, para escupir barro mientras se dirigían a cumplir sus tareas.

Todo el campamento era un mar de barro. Los árboles no tardarían en desplomarse, y dejarían al descubierto antiguos terrenos lateríticos. Y alguien ganaría dinero a espuertas en Calcuta, California, Japón, Honolulú, Adelaida, Inglaterra, Bermudas, Bombay, Zimbabue…

La acción dio principio. Y entonces, empezó la lluvia, empujada por potentes vientos del sudoeste.

«Mierda», dijeron los hombres, pero continuaron trabajando. Tenían que pensar en sus bonificaciones.

El nuevo Casper dormía. Y tuvo un sueño terrorífico. No se parecía a ningún otro sueño. Al igual que la vida es como un sueño, aquel sueño era como la vida.

Su cerebro ardía. Se levantó antes del amanecer y avanzó tambaleante entre los pasillos del bosque. El camino descendía. Viajó durante dos días y dos noches sin comida. Vio muchos palacios antiguos que se hundían en el barro, como grandes transatlánticos iluminados devorados por un mar ártico. Vio cosas que corrían y gigantescos lagartos que daban a luz. Ojos ámbar, ojos azules, pechos de bronce, adornaban su camino. Volvió a Karneredi y la encontró destruida.

Lo que había sido un pueblo armonioso, con gente y animales que viivian juntos (sabía que se trataba de algo muy poco usual y precioso), ya no existía. Todo había desaparecido. Hombres y mujeres, animales, gallinas, edificios, el riachuelo, todo desaparecido.

Era como si Karneredi nunca hubiera existido. Las lluvias no habían caído sobre Karneredi. Las lluvias habían caído a mayores altitudes. Debido a la desaparición de los bosques, los ríos situados a mayor altitud se habían desbordado. Oleadas de barro se habían desplomado colina abajo. Antes de que la lava helada se derramara, todo había cedido.

La gente de Karneredi no estaba preparada. El Gran Sueño de la Ley no decía nada sobre esta inundación. Fueron arrastrados por la marca, se ahogaron, quedaron sumergidos, desaparecidos para siempre.

Y Casper se vio caminando por la tierra profanada, contemplando los cuerpos que surgían de la masa pegajosa como tubérculos extraños. Se vio caer al suelo.

En Monument Valley, se estaba construyendo un gigantesco estadio a toda velocidad. Se estaban reservando asientos que todavía no habían sido fabricados. También estaban construyendo carreteras de emergencia. Aparecieron carteles, anuncios, retretes. Washington estaba preocupado. Se estaban montando toda clase de estafas a gran escala. La Liga de Pueblos Norteamericanos Indígenas celebraba reuniones de protesta.

Un artista italiano muy famoso estaba envolviendo una meseta con plástico azul claro.

Cuando Casper despertó, tuvo la impresión de que todo conocimiento le había abandonado. La habitación estaba a oscuras. Todo estaba oscuro, salvo Leigh Tireno. Leigh estaba de pie unto a la cama, y parecía brillar.

–Hola -susurró Casper.

–Lo mismo digo -contestó Leigh. Se miraron como separados por paisajes veraniegos asfixiados de trigo.

–Eh, ¿qué hay del sexo? – preguntó Casper.

–Nuestro baluarte contra el deterioro.

Casper se preguntó qué había pasado.

–Sabemos que estuviste en las montañas -dijo Leigh, como si hubiera leído sus pensamientos-. Sabemos que tuviste un sueño vívido y terrible. Fui con cuatro mujeres. Te transportaron hasta aquí. Estás a salvo.

–¡A salvo! – gritó Casper. De pronto, las brumas de su mente se desvanecieron. Se levantó de la cama y avanzó tambaleante hacia la puerta. Estaba en casa del señor Bannerji y no estaba destruida, y las hijas del señor Bannerji vivian.

El sol reinaba sobre la pacífica aldea. Las gallinas trotaban entre los edificios. Los niños jugaban con un cachorrillo, los hombres escupían jugo de betel, las mujeres estaban inmóviles como estatuas junto a la casa del dhobi.

El barro no existía. Ningún cadáver flotaba a la deriva por una calle inundada.

–Leigh, tuve un sueño tan real como la vida misma. Igual que la vida es un sueño, mi sueño era la vida. Debo hablar con el señor Bannerji. Es una advertencia. Todo el mundo ha de reunir su ganado y trasladarse a un lugar más seguro. ¿Quién me va a creer?

Un mes pasó para siempre antes de que encontraran un nuevo lugar. Se encontraba a tres días de viaje del antiguo pueblo, encarado al sur desde lo alto de un fértil valle. Las mujeres se quejaron de la empinada pendiente. Pero aquí estarían a salvo. Había agua y sombra. Crecían árboles. El señor Bannerjí, acompañado de otros ciudadanos, fue a la ciudad y cambió ganado por cemento. Reconstruyeron Karneredi en el nuevo emplazamiento. Las mujeres se quejaron de la profundidad del nuevo curso de agua. Las cabras comieron cemento y enfermaron.

Una vieja bruja con un diamante en la nariz recitó el Gran Sueño de la Ley para todo el mundo, una noche en que las estrellas se parecían más a diamantes, y la luna que colgaba sobre la nueva Kameredi quedó embarazada de luz. Poco a poco, los nuevos lugares se convirtieron en su Karneredi acostumbrado. Niños pequeños acompañados de un perro, enviados a inspeccionar el antiguo pueblo, regresaron e informaron de que había sido destruido por una gran oleada de barro, como si la tierra hubiera vomitado.

Todos abrazaron a Casper. Su sueño había sido cierto. Los aldeanos celebraron que habían escapado de la muerte. Los aldeanos se dedicaron durante veinticuatro horas a beber y regocijarse, tiempo que Casper empleó en yacer con las dos muchachas BannerjI, sus miembros entrelazados con los de ellas, su calor mezclado con el de ellas, sus humores con los de ellas.

Las muchachas habían colocado en sus yonis piedras pulidas, tal como decretaban las leyes. Después, Casper guardó las piedras, como recuerdos, como trofeos, como memoriales sagrados de dichosos acontecimientos.

Leigh Tireno desapareció. Nadie sabía su paradero. Estuvo tanto tiempo ausente que hasta Casper descubrió que podía vivir sin él.

Al cabo de otra luna Leigh regresó. Le había crecido el pelo, y colgaba sujeto con una cinta sobre un hombro. Se había adornado el rostro. Tenía los labios rojos. Vestía un sari.

Bajo el sari, los pechos le habían crecido.

–Hola -dijo Leigh.

–Lo mismo digo -contestó Casper, y extendió los brazos-. La vida en Nueva Karneredi es nueva. Todo ha cambiado. Yo he cambiado. La mariposa ha madurado. Y tú estás más guapo que nunca.

–He cambiado. Soy una mujer. Es el descubrimiento que debía hacer. Sólo soñé que era un hombre. Era un sueño perjudicial para mí, y por fin he despertado de él.

Casper descubrió, sorprendido de que no estaba tan sorprendido como habría debido estar. Se estaba acostumbrando a esta vida llena de milagros.

–¿Tienes yoni?

Leigh levantó su sarl y se lo demostró.

Tenía un yoni maduro como una guayaba.

–Es bonito. ¿Qué opinas del sexo ahora?

–Es el baluarte contra el deterioro, el don de Shiva. También puede destruir. – Sonrió. Su voz era más dulce que antes-. Como ya te he dicho, ten paciencia.

–¿Qué ha sido de tu lingam? ¿Se cayó?

–Se hundió bajo tierra. En el bosque menstrué por primera vez. La luna estaba llena. Donde cayó la sangre, creció una guayaba.

–Si encontrara el árbol y comiera su fruto…

Intentó tocarla, pero Leigh retrocedió.

–Casper, olvida por un momento tu rollo privado. Si en verdad has cambiado, has de pensar en algo más grande e importante que tu horizonte personal.

Casper se sintió avergonzado. Bajó la vista al suelo, donde reptaban hormigas, como ya lo habían hecho antes de que los dioses despertaran y pintaran sus caras de azul.

–Lo siento. Enséñame. Sé mi sadhu.

Leigh se acomodó en la posición del loto entre las hormigas.

–La tala de árboles en las colinas. Se basa más en la codicia que en la necesidad. Ha de finalizar. No sólo la tala, sino todo lo que constituye el mundo mercenario. El desprecio por la dignidad de la naturaleza.

A Casper se le antojó una orden tajante, pero cuando protestó, Leigh dijo con frialdad que la tala era ínfima y la naturaleza inmensa.

–Hemos de soñar juntos.

–¿Cómo lo harás?

–Un sueño poderoso, con el fin de cambiar algo más que la pequeña Karneredi, algo más que nosotros. Un sueño curativo, juntos. Tal como hemos soñado por separado y triunfado. Como todos los hombres y las mujeres sueñan por separado, siempre por separado. Pero nosotros soñaremos juntos.

–¿Tocándonos?

Ella sonrió.

–Aún has de cambiar. El cambio es continuidad. No hay lugares de descanso en el camino a la perfección.

El corazón de Casper dio un brinco de miedo y esperanza al escuchar aquellas palabras maravillosas.

–Las cosas que llegas a entender… Te venero.

–Un día, puede que yo te venere a ti.

Unidades especiales de la Guardia Nacional habían sido enviadas para controlar a las multitudes. La mitad de Utah y Arizona estaba acordonada con alambradas. Se habían establecido puestos de vigilancia antidisturbios. Washington desconfiaba de los creadores de sueños. Tanques, camiones, transportes personales armados, patrullaban por todas partes. Se habían erigido pasos elevados especiales. Policías motorizados armados los recorrían, con permiso para disparar contra las multitudes si se producían alborotos. Helicópteros blindados provistos de ametralladoras volaban en círculos, reventando los tímpanos de Monument Valley con su espantoso estruendo.

Vigilaban un paraje en expansión con todas las características de un paisaje interior de depresión maníaca.

–Da la impresión de que están rodando la película de guerra que terminará con todas las películas de guerra -dijo alguien.

Los automóviles privados habían sido prohibidos. Estaban confiscados en enormes aparcamientos muy alejados: en Blanding, Utah, al norte; en Shiprock, Nuevo México, al este; y en Tuba City, Arizona, al sur. Hopis y navajos hacían su agosto. Un montón de cafés, bares y restaurantes había surgido de la nada. A lo largo de las rutas autorizadas, extravagantes diversiones de todo tipo se materializaban como cajas de colores reventadas. Muchas exhibían gigantescas efigles de Leigh Tireno, con su mejor aspecto, sobre puestos con reclamos como «Cambie su sexo mediante hipnosis. ¡SIN DOLOR!». Nadie hablaba de Casper Trestle.

¡Con qué decisión se abría paso la buena gente camino del espectáculo! Hacía muchísimo calor en la abarrotada desolación. El sudor se alzaba como una neblina, una enfermedad sobre los hombros cansados. Las bacterias se lo estaban pasando en grande. Incontables urbanitas, que no estaban acostumbrados a andar más de una manzana, encontraban insoportable el medio kilómetro que distaba la parada del autobús, y se derrumbaban en las numerosas ambulancias desplegadas. El descanso se cobraba a veinticinco kilómetros la hora. Algunos continuaban andando cantando o sollozando, según los gustos. Los carteristas se desplazaban entre la muchedumbre, se codeaban con fanáticos religiosos de todos los colores. Los predicadores predicaban sus mensajes apocalípticos. No era difícil para los más desfavorecidos, a medida que se iban formando ampollas en sus pies, creer que el fin del mundo estaba cerca, o al menos que estaba emergiendo de los mares de la desdicha, una especie de Tiburón de las profundidades, o que todo el universo se reduciría a un puntito blanco, como cuando apagabas la tele a las dos en una hosca mañana del Brorix. Podía ser que el final fuera lo mejor. Tal vez con esta posibilidad en mente, un buen porcentaje de adultos avanzaba como ganado, introduciendo comida basura en su boca o sorbiendo líquidos dulces. Una mujer obesa, embutida entre cuerpos recalentados, fue víctima al mismo tiempo de una congestión y de la digestión. Sus gritos, cuando se la llevaron en una camilla rodante entre las piernas de los congregados, fueron ahogados por esporádica música de gueto surgida de multitud de receptores. Cada orificio estaba ocupado. Era la ley. Al menos nadie fumaba. Diversas cabezas bamboleantes entre la muchedumbre indicaban niños, pequeños y grandes, que luchaban por llegar antes que nadie, mientras chillaban, gritaban y trasegaban palomitas de maíz. El suelo estaba cubierto de toda clase de cajas de cartón y envoltorios de material no biodegradable, junto con cuerpos caídos, bolitas de chicle rosa, prendas de ropa desechadas, tampones usados, suelas perdidas. Era un auténtico acontecimiento mediático y atraía a tanta gente como las Series Mundiales.

Casper había puesto en marcha todo el plan. Ahora, sólo era responsable de sí mismo y de Leigh. La naturaleza humana estaba fuera de su control. Se erguía en mitad de un inmenso escenario donde en otras épocas John Wayne había cabalgado como alma que lleva el diablo. El señor V. K. Bannerji estaba con él, aterrorizado por el despliegue de atención pública.

–¿Funcionará? – preguntó a Casper-. Si no, habrá violencia.

Pero a las seis de la tarde, cuando las sombras de las gigantescas mesetas crecían como dientes largos, romos y negros sobre la tierra, sonó una campana y se hizo el silencio. Se levantó una tenue brisa, que mitigó el calor y refrescó muchas axilas febriles. El plástico azul con que había sido envuelta una meseta crujió un poco. Por lo demás, reinaba un silencio absoluto, corno en los milenios anteriores a la existencia de la raza humana.

Una cama de matrimonio estaba en mitad del escenario. Leigh esperaba a un lado de la cama. Se despojó de su ropa sin coquetería, dando una sola vuelta para que todo el mundo viese que ahora era una mujer. Se metió en la cama.

Casper también se desnudó, también se dio la vuelta para demostrar que era un hombre, y se acostó al lado de Leigh. La tocó.

Se abrazaron y cayeron dormidos. La Boston Pops Orchestra empezó a tocar. El vals de La bella durmiente, de Chaikovsky. Los organizadores pensaban que era una composición muy adecuada para la ocasión. Las mujeres lloraron, los niños vomitaron con el mayor silencio posible. Ante pantallas de televisión distribuidas por todo el mundo, la gente lloraba y vomitaba en cuencos de plástico.

Soñaban un sueño antiquísimo, que nacía del núcleo del cerebro. Los seres que desfilaban sobre un tapiz primordial de campos llevaban ropajes antiguos. Estos personajes estaban investidos de un poder absoluto sobre el comportamiento humano. Un poder absoluto arquetípico.

Antes de que el sexo fuera vida, elevándose como agua de un manantial. Después del acontecimiento de la reproducción sexual llegaba la conciencia. Antes de que amaneciera la conciencia, dominaban los sueños. Tales sueños forman el lenguaje de los arquetipos.

Al decantarse por una civilización tecnológica, esos antiguos personajes habían sido ninguneados, despreciados. Héroe, guerrero, matrona, doncella, hechicero, madre, hombre sabio… Por fin, sus caminos estaban destinados a diseminarse en la desavenencia de las vidas humanas. En la confusión, miles de millones de vidas perecieron: guerra, rapiña, crueldad mental, desaliento… Pero LeighCas, con la lengua del sueño, juró a estas fuerzas que redimiría el tiempo, y pidió a cambio, al parecer, que hombres y mujeres quedaran libres de todo delito… para vivir en sueños mejores…

Casper se incorporó entre capas de sueño. No estaba seguro de sí mismo, ni de dónde estaba. Sabía que habían pasado muchas cosas, de eso no cabía duda: un cambio en la conciencia. La cabeza morena de la mujer Leigh yacía sobre su pecho. Abrió los ojos y vio que sobre él ardía un cielo impresionista, que abarcaba banderas de ocaso canela y marrón, que flameaban a velocidad febril de un horizonte lejano al otro.

Impulsado por un profundo instinto, palpó entre sus piernas. Investigó en un peludo nido y descubrió labios. Lo que le dijeron sin palabras fue extraño y nuevo. Se preguntó durante un rato si, empapado todavía del sueño milagroso, la estaba palpando por equivocación. Poco a poco, con suavidad, la apartó de sus pechos… sus pechos… sus senos.

Cuando Leigh abrió los ojos y dirigió su resplandor color miel hacia Casper, su mirada era lejana. Poco a poco, sus labios se curvaron en una sonrisa.

Lo mismo digo -comentó, e introdujo un dedo en el yoni de Casper-. ¿Qué te parece el baluarte contra el deterioro?

Las multitudes estaban abandonando el auditorio. Los aviones volvían como águilas hacia sus nidos. Los tanques empezaban a retirarse. El artista italiano estaba desenvolviendo su meseta.

El señor Bannerji, imaginando que oía máquinas de talar árboles enmudecer en los bosques lejanos, se sentó en el borde de la cama, cubrió sus ojos miopes y lloró de dicha… la dicha que sobrevive en el seno de la pena.

Inmersa en sus pensamientos, la multitud miope se marchó. El sueño diferente estaba obrando efecto. Nadie se abría paso a empellones. Algo en la uniformidad de sus posturas, los hombros hundidos, la cabeza gacha, recordaba a las figuras de un antiguo friso.

Aquí y allí, una mejilla, un ojo, una cabeza calva, reflejaban los colores imperiales del cielo, amarillos arbitrarios que denotaban felicidad o dolor, los rojos que significaban fuego o pasión, los azules de nulidad o meditación. Sólo tierra y cielo quedaban, siempre a la greña, siempre formando una unidad. Las mesetas se elevaban hasta desaparecer dentro de las antiguas ciudadelas aterciopeladas construidas sin manos para conmemorar épocas lejanas.

Aunque la multitud guardaba silencio mientras se marchaba, y sus múltiples mandíbulas no se movían, una especie de murmullo se elevó de sus filas.

La Silenciosa, triste música de la humanidad. La muerte del día desplegó sus colores, cada vez más sombríos. Era el ocaso: el alba de una nueva era.

Un Marte Mas Blanco

Un diálogo socrático de los tiempos venideros

ELLA: Queremos presentar una historia del desarrollo de Marte, y de cómo hemos progresado espiritualmente. Es una historia gloriosa y sorprendente, una historia de la sociedad humana que se comprende y se recrea. Mientras hablo con ustedes desde Marte, mi avatar terrestre les habla desde nuestro antiguo planeta paterno. Vamos a retroceder mentalmente hasta la época anterior a que todo cambiara, a la Edad de la Separación, cuando nadie había pisado el planeta vecino de la Tierra.

ÉL: Bien. Volvamos al siglo XXI y a un planeta estéril. Los primeros que llegaron a Marte descubrieron un mundo desierto, desprovisto de todos los seres imaginarios que se suponía rondaban por la Tierra: fantasmas y espectros y bestias de patas largas, vampiros, trasgos, elfos y hadas, todos esos seres fantásticos que atormentaban la vida humana, nacidos en oscuros bosques, caserones sombríos y cerebros antiguos.

ELLA: Has olvidado a los dioses y las diosas, los dioses griegos que dieron su nombre a las constelaciones, los Baales e Isis y dioses de los soldados romanos, el vengativo Todopoderoso del Antiguo Testamento, Alá, todos ellos superseres imaginarios que, en teoría, controlaban el comportamiento de la humanidad, antes de que humanidad pudiera controlarse a sí misma.

ÉL: Tienes razón, los había olvidado. Todos eran tablas que crujían en los desvanes del cerebro, herencias de los tiempos cohumanos. La Tierra estaba superpoblada de personas reales e imaginarias. Marte, por fortuna, estaba libre de todo eso. En Marte podías empezar de cero. Es cierto que los hombres y mujeres que llegaron a Marte llevaban entre manos un montón de leyendas marcianas conflictivas.

ELLA: Ah, te refieres a esos viejos cuentos. El Marte de los canales y la cultura agonizante imaginado por Percival Lowell. Aún siento cierta nostalgia por esa majestuosa visión crepuscular… errónea en la realidad, certera en imágenes. Y el Barsoom de Edgar Rice Burroughs…

ÉL: Y todos los horrores que la humanidad primitiva inventó para poblar Marte… Los invasores de la Tierra de H. G. Wells, más que los pacíficos hrossa y pfifltriggi del Malacandra de C. S. Lewls.

ELLA: La vida, siempre esta peculiar preocupación por la vida, por fantástica que sea. Ejemplos de la insuficiencia de nuestras vidas.

ÉL: Pero los primeros hombres que llegaron a Marte procedían de una era tecnológica. Albergaban otra idea en su cabeza. Esperaban encontrar algún tipo de vida, archibacterias lo más probable. Alimentaban la idea de terraformar el planeta Rojo y convertirlo en una especie de segunda Tierra inferior.

ELLA: ¡Tras haber llegado por fin a otro planeta, deseaban que fuera idéntico a la Tierra! Esta idea nos parece extraña ahora.

ÉL: No se habían acostumbrado a vivir lejos de la Tierra. La «terraformación» fue el sueño de un ingeniero, una novedad. Sus percepciones tenían que cambiar. Se quedaron boquiabiertos, conscientes por primera vez de la magnitud de la tarea y de su naturaleza agresiva. Cada planeta posee su inviolabilidad.

ELLA: Incluso en los momentos más solemnes de la vida, una voz parece hablar en nuestro interior, y la mente se comunica consigo misma. Percy Bysshe Shelley fue el primero en reconocer esta dualidad. En un poema sobre el Mont Blanc, habla de estar contemplando una cascada y dice: ¡Vertiginosa hondonada! Y cuando te miro, me creo en un trance sublime y extraño, en el que medito sobre mis fantasías particulares, mi mente humana, que pasivamente da y recibe fugaces influencias, y sostiene un Incesante intercambio con el diáfano universo de cosas que la rodean…

ÉL: Sí, las palabras profundizan en la mismísima esencia de las percepciones humanas. Como afirma la fenomenología, nuestro discurso interior moldea nuestra percepción exterior. Te recordaré que la gran expedición marciana no fue la primera incursión científica dispuesta a descubrir un nuevo mundo. También tuvo problemas con sus percepciones.

ELLA: ¿Estás hablando de la conquista del oeste en el caso de Norteamérica? ¿El genocidio de las naciones indias, la matanza de búfalos? ¿No fue un ejemplo primitivo de terraformación?

ÉL: Me estaba refiriendo a la expedición del capitán James Cook a los Mares del Sur, a bordo del HMS Endeavour. En ese barco de madera que pesaba 366 toneladas, Cook dio la vuelta al mundo. La misión del Endeavour era observar, en 1769, el paso de Venus ante el Sol, entre otros objetivos. La elección de Joseph Banks, que tenía veintitrés años en aquel momento, como comisionado científico, fue un acierto. Banks tenía buen ojo.

»La Royal Society consideraba fundamental que dibujos precisos acompañaran a las descripciones escritas de todos los nuevos descubrimientos. Los artistas de Banks tenían sus problemas. Se hicieron diagramas científicos de paisajes, plantas y animales, pero contaminados de sentido artístico. Las ideas preconcebidas de la época influyeron en los dibujos de los pueblos nativos del Pacífico. Alexander Buchan adoptó un punto de vista etnográfico, y dibujó grupos de nativos libres de las convenciones del estilo neoclásico, en tanto Sydney Parkinson los plasmó según los dictados de la composición. En el famoso lienzo de Johann Zoffany La muerte de Cook, muchos de los participantes adoptan posturas clásicas, se supone que para subrayar el aire de tragedia griega.

»Así, lo desconocido se puso al alcance de sus compatriotas, se adaptó a sus ideas preconcebidas.

ELLA: Ummm. Ya veo adónde quieres ir a parar. Tras las dificultades de reconciliarse con lo desconocido se ocultaba un problema filosófico, típico de aquel siglo. ¿Las desgracias que afligían a la humanidad se debían a un abandono, un desafío a la ley natural, o la humanidad podía alzarse sobre las bestias sólo si mejoraba y se distanciaba de la naturaleza? ¿El habitante de la ciudad o el Buen Salvaje?

ÉL: Exacto. El descubrimiento de las islas Sociedad favoreció la primera idea, la de Nueva Zelanda y Australia la segunda.

»Australia y Nueva Zelanda, cuando fueron avistadas por primera vez sus orillas, fomentaron el concepto de mejora y progreso. Cuando el capitán Arthur Phillip fundó la primera colonia penitenciaria en Australia, en Port Jackson en 1788, llevó a cabo una versión dieciochesca de la terraformación. Talaron los árboles, aniquilaron la vida salvaje, incluidos los nativos, aplanaron la zona, y Phillip declaró, «Paso a paso, amplios espacios se abren, planos se forman, líneas se marcan, y una perspectiva de futura regularidad se discierne con claridad, tanto más sorprendente si tenemos en cuenta la anterior confusión». ¡Ay, la línea recta! ¡El indicador de la civilización, del capitalismo!

»La creencia aplastante en conquistar la naturaleza, en distanciarnos de la naturaleza, de algo a lo que estamos unidos irremediablemente, prevaleció durante al menos dos siglos.

ELLA Tal vez el dualismo cartesiano reforzó esta dicotomía de la percepción, pues creó una firme distinción entre la mente y el cuerpo, el tipo de afirmación contra la que Shelley hablaba. Una decapitación metafórica…

ÉL: No estoy seguro de eso. Tal vez sea como dices tú.

ELLA: Lo que no debemos olvidar es que una creencia puede arraigar con firmeza cuando circula entre la población. Da igual que sea errónea por completo. Incluso en estos días de viajes interplanetarios, la mitad de la población de la Tierra todavía cree que el Sol gira alrededor de la Tierra, y no lo contrario. ¿Qué conclusiones extraes de eso, aparte de que la ignorancia posee más peso gravitatorio que la sabiduría?

ÉL: ¿O de que somos más burros de lo que preferimos creer?

ELLA: Bien, volvamos a Marte y a las primeras expediciones.

ÉL: Intenta recordar cuál era la situación en aquellos tiempos. Con el crecimiento del poder económico de los países del Pacrim en el siglo xxi, la línea del cambio de fecha había sido trasladada al centro del Atlántico, y el comercio norteamericano estaba concentrado en sus vecinos asiáticos. El costo de todas las expediciones marcianas era sufragado por un consorcio, formado por las agencias espaciales de Estados Unidos, Pacrim y la Unión Europea. Era el EUPACUS, un acrónimo ya olvidado. Sin embargo, las Naciones Unidas, entonces presididas por un secretario general poderoso y perspicaz, George Bligh, puso Marte bajo su jurisdicción. En cuanto llegabas a Marte, te ceñías a la ley marciana, no a las leyes de tu país.

ELLA: Fue una medida sensata. Se había aprendido la lección de los tiempos en que la Antártida había sido un continente destinado a la ciencia. ¡Sólo muy de vez en cuando conseguimos aprender de la historia! Queríamos que el Planeta Rojo fuera un Marte Blanco, un planeta destinado a la ciencia.

ÉL: ¡Un antiquísimo grito de batalla!

ELLA: Los gritos de batalla anticuados aún conservan su poder. A mediados del siglo XXI, se fundó un movimiento en la Tierra llamado APIMI, Asociación para la Protección e Integración de un Marte Intacto. Al principio fue considerada un batiburrillo de excéntricos y verdes. APIMI quería conservar Marte tal como había sido durante millones de años, una especie de monumento en recuerdo de los sueños primitivos del hombre primitivo. Afirmaban que todo entorno poseía su santidad, y que ya se habían arruinado suficientes entornos en la Tierra para empezar a manosear otro Planeta, todo un planeta.

»Sin embargo, la gente que aterrizó en Marte en aquella primera expedición tenía que justificar los gastos. Iban a preparar su terraformación. Para ellos, era una conclusión inevitable. Estaban sometidos a las presiones de sus sociedades, bastante primitivas.

ÉL: ¡Ah, sí, terraformación! Esa palabra y concepto acuñados por un escritor de ficción científica, llamado Jack Williamson. En su época, era muy avanzado y seduc tor. Fue otra de esas ideas que arraigó con facilidad en el fértil suelo de la mente humana.

ELLA: Sí. No tenía nada de siniestro. Los astronautas lo daban por hecho. Era parte de su mitología, lo cual significa una forma de pensar anticuada. Imaginaban que mejorarían el planeta y lo dejarían igual que la Tierra. Tenían bonitos diseños por ordenador para seducirles, que plasmaban Marte como los montes Costwold en un día soleado.

ÉL: Pero también albergaban en su mente ideas preconcebidas opuestas. Marte como un montón de rocas, «apto para el desarrollo», como sacado de un diagrama de «invierno nuclear», ese antiguo mito de la culpabilidad, o Marte como un cuerpo celestial, formidable, reservado, resistente. Algo similar a las dos ideas contrapuestas que el capitán Cook había albergado tres siglos antes. Y…

ELLA: Abandonaron sus naves y se quedaron allí, como un obstinado Cortés, silencioso en lo alto de un pico de Darién como en el poema de Keats, con toda la panorámica del planeta ante ellos, y…

ÉL: ¿Y?

ELLA: Y supieron, en esa conversación entre el mundo exterior de Shelley, supieron que terraformar no era mas que un sueno, una fobia informática de los urbanitas terrestres. Era indeseable. Para utilizar un término antiguo, era blasfemo, antinatural. Ya sabes que los urbanitas temen a la naturaleza. Como en una visión, vieron que aquel entorno no debía ser destruido. Que comunicaba un mensaje, un austero mensaje: ¡Pensadlo dos veces! Habéis logrado muchas cosas. ¡Lograd más! ¡Pensadlo dos veces!

ÉL: Pensadlo dos veces, y consultad de nuevo a vuestra intuición, porque era la experiencia lo que provocaba una revolución en su comprensión. Comprendieron que habían llegado a un momento crucial de la historia. No obstante, algunas personas afirman que esta decisión vital de no terraformar surgió de un vigoroso discurso del secretario de las Naciones Unidas, George Bligh, en el cual se manifestó en contra. Sus palabras se citaron con frecuencia: «Terraformar es una idea inteligente que puede o no funcionar. Pero la inteligencia es inferior a la reverencia. Hemos de reverenciar a Marte como siempre ha existido. No podemos destruir sus millones de años de soledad guiados sólo por la inteligencia. ¡Conteneos!»

ELLA: ¿Crees que esas palabras de Bligh estaban grabadas en la mente de los astronautas cuando aterrizaron en Marte?

ÉL: En parte sí. Deseo creerlo, porque contenerse es con frecuencia una forma mejor, aunque menos popular, de proceder a cualquier conquista. En cualquier caso, se contuvieron. Fue el principio de una nueva época en los asuntos de los hombres. Por suerte, no podían explotar Marte: no había recursos naturales que explotar, ni petróleo ni combustibles fósiles, porque nunca habían existido bosques. Reservas de agua subterráneas limitadas. Sólo… sólo aquel asombroso mundo desierto, que durante tantos siglos había sido objeto de los sueños y las especulaciones de la humanidad, un desierto que rodaba perpetuamente por el espacio.

ELLA: La anticuada palabra «espacio», por entonces relegada al museo etimológico, por cierto. Esa autopista de partículas apiñadas era conocida ya como «matriz».

ÉL: De acuerdo. Miles y miles de jóvenes deseaban visitar Marte, al igual que dos siglos antes habían caminado, rodado en carreta o cabalgado hacia el oeste de Estados Unidos. Las Naciones Unidas tenían que dictar normas para los visitantes. Se permitió el acceso a dos tipos de personas, que viajaban sin la menor comodidad en naves de EUPACUS: los AJE y los PAD (risas).

ELLA: Fue una solución sensata. Al menos funcionó, teniendo en cuenta las dificultades del viaje. Los AJE eran Adultos Jóvenes Educados. Estaban obligados a pasar un examen. Los PAD eran Personas Ancianas Distinguidas. Sus comunidades las elegían. El coste del viaje Tierra-Marte de ida y vuelta era elevado. Las comunidades pagaban los gastos de sus PAD. Los AJE pagaban en trabajo, prestando servicios a su comunidad durante el año anterior al viaje.

ÉL: Y así se desarrollaron las gigantescas piscifactorías de las Galápagos y Scapa Flow, los ranchos de aves del norte de Canadá, los viñedos del Gobi… todo con trabajadores voluntarios.

ELLA: Y la repoblación forestal de casi toda la zona interior despoblada de Australia.

ÉL: Y de todo el numeroso contingente de personas que fueron a Marte, aquella maravillosa Ayers Rock renacida en el cielo, para meditar, para explorar, para pasar la luna de miel, para realizarse a sí mismas, todas se encontraron cara a cara con la realidad del cosmos. Todas se quedaron admiradas, respirando las leyes del universo.

ELLA: Y una de ellas dijo, maravillada: «Y el que haya venido aquí para experimentar todo esto significa que soy la cosa más extraordinaria de toda la galaxia.»

ÉL: ¡Y entonces llegó la bancarrota!

ELLA: ¡Oh, sí, justo cuando las mentes estaban cambiando en todas partes! Y la bancarrota marcó el final de una cierta cadena de pensamiento explotadora. Los expertos de 2085 lo llamaron el final de la pesadilla del siglo XXI. El consorcio EUPACUS se vino abajo. Fue un caso de corrupción interna. Se habían malversado miles de millones de dólares, y cuando se examinaron las cifras, la empresa se derrumbó.

»EUPACUS tenía el monopolio sobre los viajes interplanetarios, y sobre todos los trámites de viaje. Todo ese tráfico quedó paralizado. Había cinco mil visitantes en Marte en aquel momento, junto con dos mil administradores, técnicos y científicos. Marte constituye un excelente observatorio para examinar Jilpiter y sus lunas. ¡Siete mil personas abandonadas a su suerte allí!

ÉL: Pero Marte es una gran isla desierta. En aquel tiempo ya era una comunidad compleja, carente de la atmósfera del Salvaje Oeste, dedicada a asuntos serios. En Marte no había pistolas, ni drogas que destruyeran la mente, ni moneda de curso legal, sólo crédito limitado.

ELLA: Otra cosa importante: no había animales. Como tampoco pastos ni forraje, en Marte no vivían animales, salvo algunos gatos. El vegetarianismo se convirtió en algo más positivo que negativo. La costumbre fue imitada por los terrestres. De hecho, la renovada preocupación por los animales, demostrada mediante manifestaciones y aprobaciones de leyes, indujo a muchos gobiernos a promulgar las leyes de los derechos de los animales. Se extendió por doquier el rechazo a criar animales para matarlos y consumirlos. ¡La conciencia humana se estaba levantando del sofá!

ÉL: Te equivocas con respecto a los animales. Recuerdo haber visto documentales que mostraban vuestras cúpulas marcianas llenas de aves de alegres colores. Y también había peces.

ELLA: Oh, aves y peces sí, pero animales no. Las aves eran guacamayos y loros genéticamente manipulados. En lugar de graznar, cantaban con excelente voz. Se les permitía volar en libertad en zonas limitadas de las cúpulas principales, las cúpulas «turísticas». Eran muy apreciadas. Nadie intentó matarlas para comerlas durante el período en que Marte quedó aislado.

ÉL: Los marcianos quedaron aislados, por suerte bajo el mandato de líderes inteligentes. Durante el período de aislamiento, el agua, el agua fósil de las reservas subterráneas, se racionó estrictamente. Se necesitaba para la agricultura y se la sometía a electrólisis para proporcionar el oxígeno necesario. La comunidad aislada tenía motivos para cooperar. Sin cooperación, no había posibilidades de sobrevivir.

ELLA: La bancarrota multimillonara de EUPACUS llevó la crisis financiera a los centros económicos de la Tierra, Los Ángeles, Seúl, Beijing, Londres, París, Frankfurt. La desilusión con el laissez-faire capitalista fue total. Hasta tal punto que «¡Conteneos!» se convirtió en una frase popular. Conteneos y no cojáis otro helado, otra cerveza, otro coche, otra casa. Nos conteníamos por orgullo.

ÉL: Pasaron cinco años antes de que se restableciera un limitado programa de vuelos. Para entonces, la idea del servicio a la comunidad había arraigado, reforzando la idea de la población del mundo como una unidad, y como parte de la biota necesaria de la Tierra. Descubrir que la comunidad marciana había fundado una utopía frugal, que todo el mundo estaba delgado pero en forma, fue motivo de gran regocijo. La mayoría de las naciones tenían uno o más miembros representativos en Marte Blanco. El ejemplo marciano aceleró el cambio desde el capitalismo explotador al movimiento autogestionario que ya había empezado. Laissez-faire pasó a mejor vida, como ya le había sucedido al comunismo. Se inició una época de paz en la Tierra, y el liderazgo se concentró en integrar sus diferentes partes, y en impulsar una tendencia general a comportarse más como guardias forestales que como señores feudales.

ELLA: Ah, pero debido al aumento de peregrinos PAD y AJE que emigraban al heroico Marte Blanco, el planeta se quedó sin agua. Las reservas subterráneas se habían agotado. Parecía el final de la civilización en Marte.

ÉL: No estoy seguro de que la crisis fuera tan grave, porque ya había sondas tripuladas que estaban investigando en el sistema y en el reino de los gigantes gaseosos, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Se había observado una actividad inexplicable entre Neptuno y su enorme satélite Tritón. Se estableció una base en Ganímedes, la luna de Júpiter…

ELLA: He visitado Ciudad Ganímedes. Es un lugar muy bonito y animado. La gente vive al día. Temo que Marte pase a ocupar un segundo plano, porque las vistas de Júpiter desde Ganímedes son maravillosas.

ÉL: Desde Ganímedes no había más que un salto hasta la luna vecina, Oceanía, la Europa rebautizada, donde las vistas de Júpiter son todavía más impresionantes.

»Hay una base flotante en Oceanía, construida sobre un témpano de hielo de un kilómetro de profundidad. Bajo la capa de hielo, hay un océano de agua potable. Agua potable pura, sin vida, o sin vida hasta que arrojamos algunas semillas.

»Ese agua se envía a Marte. Ahora Marte tiene un enorme lago que se va transformando poco a poco en un mar de agua pura. Su principal problema está solucionado. Y por fin están terraformando Marte, por supuesto.

ELLA: La raza humana ha continuado hacia adelante y ya no necesita un monumento a viejos sueños e ilusiones. El período de utopía frugal de Marte no duró, pero la negrura del siglo XX, con todas sus guerras, genocidios, matanzas, injusticia y codicia se ha desvanecido. De alguna manera, encontramos la fuerza, utilizando las palabras de Bligh, en contenernos. La raza humana es más feliz, menos atormentada, mientras se lanza hacia las estrellas. Para encontrarse con todas las demás especies que aún no conocemos… ¿Quizá con Dios?

ÉL: No es probable. Dios era una de esas tablas flojas en el cerebro que dejamos atrás cuando llegamos a Marte.

ELLA: No puedo aceptar eso. ¿Qué sería de la raza humana si no hubiera dios?

ÉL: ¿Qué fue de ella en el siglo XX, cuando en teoría había un dios? Los creyentes podríais decir: «Él nos salvó de destruirnos con nuestras armas nucleares. Fue su voluntad.» De la misma forma, si nos hubiéramos destruido, también habría sido la voluntad de Dios, según vosotros. No hay Dios, pero le odio. Odio la forma en que las creencias religiosas han provocado que dilapidáramos nuestras energías, al desviar la atención de nuestros problemas sempiternos. Se interpuso en nuestro camino hacia la iluminación, como la Sombra de Jung, nos impidió aceptar que estamos hechos de las cenizas caídas de los flancos de soles apagados. Que estamos hechos de la materia del universo. El universo es nuestro hogar.

ELLA: Tendrás que permitir que exprese mi total dísconformidad. Dios ha sido nuestra inspiración, nos ha alzado de la materia. ¿No has oído nunca toda la hermosa música sacra compuesta en su nombre, o visto los grandes cuadros que la fe ha inspirado? Los cuadros fueron pintados por hombres.

ÉL: Dios no poseía ni la mitad del genio musical de Joharín Sebastian Bach, te lo aseguro. Has de renunciar a esta fantasía, por más consoladora que sea. Abandonarla es parte del proceso de convertirse en adulto.

ELLA: No te entiendo.

ÉL: Quieres decir que no entiendes la evolución.

ELLA: No digas tonterías. Ciencia y religión no son contradictorias. No. Lo contradictorio es la experiencia y la religión. ¿Y qué haremos sin Dios?

ÉL: Hemos de aprender, como ya estamos haciendo poco a poco, a juzgarnos a nosotros y nuestras acciones.

ELLA: No harás vacilar mi fe. Lamento que carezcas de ella.

ÉL: ¿Fe? ¿Ser indiferente a los hechos? Venga, no debes enorgullecerte de esa ceguera. Piensa que el concepto de Dios nos separó del resto de la naturaleza, nos encumbró sobre los animales, nos dio el ejemplo de poder y degradación. Nos convirtió en idiotas preocupados por nosotros mismos.

ELLA: Eso es basura blasfema. Pareces casi inhumano cuando hablas así. Los que viajamos por el espacio nos estamos convirtiendo casi en otra especie. Ahora, los cambios físicos y mentales son rápidos. Hemos evolucionado gracias a los dones de aquel atorinentado siglo XX, gracias al descubrimiento del código del ADN y del consiguiente avance en ingeniería genética. Las naves que viajan a lo largo y ancho del espacio entre Oceanía y Marte son entidades vivientes, desarrolladas mediante técnicas de bioingeniería. Recordarás el entusiasmo general cuando Ganímedes fue hecho habitable gracias a una nueva materia compuesta de planta e insecto. Los plansectos fueron enviados en sondas no tripuladas. Aterrizaron en Ganímedes, se dispersaron, se reprodujeron con rapidez y prepararon el satélite para nuestra llegada. Para entonces, los plansectos habían cumplido su objetivo, se habían autoconsumido y dejado sus cuerpos como abono. Tales avances habrían sido imposibles en los tiempos de los primeros aterrizajes en Marte, con su abordaje mecanicista.

ÉL: ¿Y caminaba Dios sobre Ganímedes? ¡No; se interpuso en nuestro camino! ¿Acaso no era la monstruosa Sombra de Jung, que nos impedía ser conscientes de que formábamos parte de todo el cosmos, cenizas de soles apagados?

ELLA: Intenta amar a Dios, tanto si crees que existe como si no. El odio es perjudicial para ti. Dios fue necesario, tal vez esencial, en diversas épocas del pasado, y el Salvador representaba un estado al que podíamos aspirar en el largo período de oscuridad.

ÉL (risas): ¿Estás diciendo que nos hemos salvado a nosotros mismos?

ELLA: Sólo digo que el concepto de un Salvador bondadoso nos ayudó, en tiempos pretéritos. Pero es cierto que hemos acabado con el odio en nuestros satélites exteriores, junto con casi todas las formas de enfermedad. La revisión genética y los sistemas inmunitarios optimizados han clarificado nuestras mentes.

ÉL: Fue la toma de conciencia de que éramos una parte intrínseca de la naturaleza lo que transformó nuestras percepciones cuando llegamos a Marte. Después, han ocurrido muchas cosas. El yermo globo marciano clarificó nuestras mentes. La estimulación de nuestra relación simbiótica con la vida vegetal aceleró el desarrollo de plantas de sangre caliente. Ha cambiado de manera radical nuestro ser y apariencia. Esa epifita que crece ahora en tu cabeza, tan parecida a una orquídea, es la gloria coronada de las mujeres. Permite que lleves contigo una microatmósfera, un termómetro y otras percepciones, a donde quiera que vayas.

ELLA: Al igual que los helechos que brotan alrededor de tu venerable cráneo. Tienes razón en eso. Ahora somos verdaderos terrestres, medio humanos medio vegetales, seres de la naturaleza, bien equipados para aventurarnos en el universo que nos espera. Bien, ha sido agradable hablar contigo. Has de continuar tu camino. Yo he de retirarme. Me estoy haciendo demasiado vieja para viajar. No volveremos a encontrarnos. ¡Hasta la vista, querido espíritu!

FIN

Los superjuguetes duran todo el verano y otras historia del futuro
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