8 La Vache y yo comenzamos a vivir en pleno monte, y vemos a los jabalíes. Los problemas que surgen entre nosotras, o cómo nos separamos. Mantengo una seria conversación con El Pesado acerca de la India, Pakistán y otros lugares del planeta

DESPUÉS de escaparnos del pueblo corrimos sin saber hacia dónde, pues no teníamos otro objetivo que el de distanciarnos de la gentuza de la fiesta. Pero, una vez que nos alejamos y se perdieron por completo sus gritos, nos quedamos sin saber adonde tirar. No queríamos volver a Balanzategui, ni por nada del mundo; pero no se nos ocurría otra posibilidad.

–¡Vamos al monte! – me dijo La Vache después de varias horas de marcha. Las dos estábamos rendidas.

–¡De acuerdo! Y vayamos rápido. Ya descansaremos cuando nos pongamos a salvo -acepté.

Nos pusimos de nuevo a correr, con muchas ganas, pero sin los resultados que esperábamos. Nos costaba coger un buen camino. Casi todos, subían un poco y, en el momento menos esperado, cambiaban de sentido y comenzaban a descender hacia el valle. Era un gran contratiempo: gastábamos inútilmente nuestras pocas fuerzas, y perdíamos además un tiempo -el de las horas de la noche- que era precioso para dos fugitivas como nosotras.

Cuando ya estábamos irritadas y cansadas de tanto probar caminos, escuché la voz del Pesado:

–Escucha, hija mía, estáis en un error. Buscáis siempre un camino amplio y bueno, y así jamás llegaréis al monte. Para ir al monte hay que escoger los caminos malos.

El Pesado se dirigía a mí amablemente, quizá porque seguía impresionada con lo que nos había sucedido en las fiestas del pueblo. Y ya que he dicho eso, me gustaría mencionar también otra cosa. Y la mencionaré. Pues eso, que cuando hablo del Pesado tengo costumbre de hacerlo con aspereza, sobre todo porque me da mucho la lata y no me deja en paz. Y es cierto, mi Voz, Ángel de la Guarda o lo que sea, habla demasiado y siempre como un sabihondo; pero tengo que reconocer que ha sido para mí un amigo bueno e inteligente. Muy inteligente y astuto. Y fiel. Y se acabó. Ya está dicho. Era imposible dejar estas memorias sin una mención en honor suyo, y está claro que ya no las dejaré. Ahora, sigamos con lo que me enseñó aquella noche.

–No comprendo bien. ¿Cómo los caminos malos? ¿Qué caminos malos? – le pregunté.

El Pesado respiró profundamente, o al menos eso me pareció. Luego dijo lo siguiente:

–Mira, hija. Los caminos, que en las cercanías del pueblo son anchos y firmes, se estrechan al llegar a las afueras, y no sólo se estrechan, sino que incluso llegan a morir después de tocar la puerta de la última casa del barrio. Pero ¿acaso mueren todos? No, hija, no todos los caminos mueren. Algunos siguen y se prolongan hacia arriba, hacia alguna casa solitaria de la montaña, y siempre estrechándose, estrechándose cada vez más. Y tanto se estrechan que la mayoría mueren al llegar a la casa solitaria. La mayoría, digo, porque siempre hay algún camino que continúa subiendo, hacia una cima o hacia un bosque elevado, interrumpiéndose aquí y allá, convirtiéndose a veces en una débil senda. Al final, ese último camino se borra por completo, se hace parte del bosque o se confunde con la roca de la cumbre. Y ahí tienes el monte verdadero, hija. Es la porción del mundo que carece de caminos, ni más ni menos que eso.

Supe que El Pesado tenía razón antes de que terminara de hablar. Se lo conté a La Vache, y también estuvo de acuerdo.

–¡Naturalmente! ¡Qué tontas hemos sido! Desde luego, no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta. ¡Vamos enseguida a buscar el rastro de un camino malo!

El primero que encontramos nos llevó a un pequeño barrio rural, y el segundo, a una casa asentada en una ladera llena de árboles frutales. Con el tercero, ya bastante estrecho y pedregoso, alcanzamos un pequeño bosque que nos sirvió de refugio durante un par de horas de descanso. Después, por medio de una senda, llegamos hasta una pequeña meseta rocosa. Para entonces estaba clareando, y vimos que a nuestro alrededor no había sino montañas: cuatro cumbres a un lado, dos al otro, siete frente a nosotras, cinco a nuestras espaldas. En total, dieciocho cumbres, dieciocho montañas. Ni una casa, ni un barrio, ni un pueblo. Estábamos en pleno monte.

–¡Ahora somos libres! – exclamó La Vache con entusiasmo, olvidando su cansancio y sus heridas-. No hay caminos a nuestro alrededor, lo cual significa que todos los caminos posibles son nuestros. ¿Por qué no vamos mañana a esa cumbre de ahí? Podemos explorar un poco su maleza.

–¿Mañana? ¿Por qué no pasado mañana? – le dije. Quería descansar.

Antes de que yo acabara de expresar mi proposición, La Vache ya estaba de pie y con la cabeza levantada. Un temblor le sacudía todo el cuerpo, y su mirada, angustiada, estaba fija en la cumbre que acababa de mencionar. Seguí su mirada, y los vi: eran cinco jabalíes que corrían entre la maleza. Iban en formación, todos en línea, como cinco hermanos.

–¡Jabalíes! – gritó La Vache resoplando. Casi podía sentir los latidos de su corazón.

La Vache permaneció callada y sin cambiar de postura durante un buen rato. A pesar de que los jabalíes habían seguido adelante hasta desaparecer en una quebrada, y a pesar también de que el sol picaba cada vez más fuerte y nos hacía daño en las heridas, ella siguió con los ojos clavados en la maleza. Cuando volvió en sí, me habló con rudeza:

–¡Nada de pasado mañana! ¡Iremos mañana!

Estaba demasiado cansada para ponerme a discutir, y tampoco quería reñir desde el primer día. Así es que me callé. Sin embargo, ya en aquel primer momento tuve la sospecha de que las dos acabaríamos por enfadarnos. A mí nunca me han gustado las rudezas.

Cuando se vive en pleno monte, no hay mucho que hacer. Como diría una vaca de establo, allí no hay nada y es imposible divertirse, la vida allí es una empresa como la de hacer fuego con una sola y triste astilla. Y, quién sabe, quizá lo que las vacas de establo dicen acerca del monte sea lógico y razonable, porque, al fin y al cabo, ellas tienen mil cosas que hacer: un día, las vacas viajan en un camión; otro, deben recibir la visita del veterinario; al siguiente, el dueño de la casa les pide que prueben un pienso especial. Y luego están las visitas, la música, el trabajo… En pocas palabras, para las vacas de establo lo de la pobre astilla es algo del pasado, ellas tienen troncos enteros para encender el fuego de la vida. Pero la pregunta es: ¿El gran fuego de los troncos es siempre mejor que el pequeño fuego de la astilla? No lo creo. Recuerdo muy bien, y viene a cuento para aclarar esta cuestión, lo que me contó una vez Pauline Bernardette:

–Pues, bon, el invierno vino muy largo -me dijo la pequeña monja- y se terminó en el couvent la leña para encender el hogar que tenemos en réfectoire. Alors, yo salí a las cercanías del couvent y me dediqué a chercher ramas y astillas en los bordes del chemin, a ver si nos arreglábamos con aquellos trozos de leña hasta la fin del invierno. Así, uno de los últimos días de frío, vi en el suelo una astilla negra y miserable, que parecía ya quemada, y estuve un rato pensando «lo cojo, no lo cojo». Al final, la eché a la cesta y la llevé al réfectoire. ¿Y qué vas a decir tú lo que se pasó, Mo? Pues que puse en el fuego aquella astilla fea y miserable, y todo de seguido salieron de ella llamas de colorines. Una llama era, por ejemplo, azul claro, del color que tiene el manto de la virgen de nuestra chapelle; luego otra, como una lengua de oro; una tercera, de color verde nacarado. Y había también otras llamas que se mezclaban muy bonitas. La verdad te digo, Mo, yo no he visto en mi vida un fuego como aquél. Viéndolo, se me olvidó de comer. Ya ves, Mo, las cosas más feas y miserables pueden esconder maravillas.

Lo que Pauline Bernardette me explicó aquel día es una gran verdad. Yo misma lo comprobé en la temporada que pasé en el monte. Al principio, el tiempo se me hacía largo, y procuraba pasar la mayor parte durmiendo en algún rincón agradable. Por supuesto que no me arrepentía de haber ido allí, porque no se me borraba de la cabeza lo que habíamos sufrido en Balanzategui; pero, puestos a comparar, mi nueva patria me parecía pobre: ni un riachuelo, ni un campo de maíz, ni una sola huerta. De no haber sido por La Vache, a saber qué me habría pasado en los primeros meses de estancia. Quizá habría caído enferma de aburrimiento, igual que cuando me separé de las vacas tontas del establo. Pero, ya digo, allí estaba La Vache. Como dijo el poeta:

J'avais une copine*

Sin embargo, para cuando pasó el verano y llegó el sol suave de septiembre, ya había empezado a ver las llamas de colorines del nuevo modo de vida. Y, al igual que le había ocurrido a Pauline Bernardette, la pequeña hoguera me atrapó. Los días pasaban sin que yo me diera cuenta: era como si, libre de estorbos, la Rueda del Tiempo se hubiera puesto a girar placenteramente. Y al otoño le siguió el invierno, y al invierno la primavera, y a la primavera, de nuevo, el verano.

«Hace un año que llegamos aquí» -pensé un día, al notar que el sol volvía a picar con fuerza. Me sorprendió reparar en ello. ¿Un año? ¿Y en qué se me había ido aquel año? Ni lo supe entonces, ni lo sé ahora. Como dice el refrán:

Vaca dichosa no tiene historia.

Eso es lo que me pasa con la temporada que viví en pleno monte, que fui feliz y me ha quedado en la memoria como una nube. Me acuerdo, eso sí, de que la mayor parte del tiempo la pasábamos andando, yendo de un lado para otro.

–¿Por qué no atravesamos ese gran bosque? – decía una de nosotras, y al momento siguiente ya nos habíamos puesto de camino, ya trotábamos. Claro que no trotábamos con la elegancia de los caballos, pero sí mejor que cualquier otra vaca del mundo. Y en ese trotar, en ese vivir como vagabundas, residía el secreto de nuestra felicidad.

Pero, ¡cuidado!, detengámonos, digamos toda la verdad, no vaya a convertirme en una especie de segundo Pesado que todo lo dice limando asperezas y redondeando los bordes desagradables. Voy a corregir lo que he escrito en los últimos párrafos. He dado a entender que La Vache y yo fuimos felices, y tengo que matizar esa afirmación; matizarla, que no cambiarla.

Efectivamente, no todas las llamas de nuestra vida en el monte fueron de colorines: entre medias, también tuvimos algunas llamas negras. Y siempre, sin excepción, a causa de los jabalíes. Cada vez que aquellos cinco hermanos pasaban corriendo a nuestro lado, La Vache repetía la escena del día de nuestra llegada: primero se quedaba como hipnotizada y se ponía a temblar, y a continuación comenzaba a comportarse con rudeza y malas formas.

Conocía bien lo que le pasaba a La Vache. En su interior se libraba una gran lucha entre dos voces: una que le decía que siguiera siendo lo que era, y otra -aquella voz interior suya tan agresiva- que le decía lo contrario, que dejara de ser vaca y se pasara al bando de los jabalíes.

Desde luego, debía de ser una lucha para volverse loca, y La Vache hacía lo que podía y más con seguir a mi lado. Yo eso lo comprendía muy bien. De haber tenido yo su malestar, a saber cuál habría sido mi comportamiento, seguro que peor que el de ella. Pero, lo comprendiera o no, las llamas negras seguían allí, y además empeoraban de día en día, eran cada vez más negras. Para cuando entramos en nuestro segundo año de vagabundeo, su rudeza y malas formas eran cosa de todos los días. En cualquier momento, fuera por la mañana, fuera por la tarde o por la noche, se enfurruñaba y se ponía arisca conmigo.

Como éramos copines, lo pasaba por alto, me callaba. No obstante, aquello no podía durar. Al fin y al cabo, no estaba bien, no era justo, porque yo tenía que pagar por nuestra amistad un precio que ella no pagaba. Yo no le pedía nada a cambio de ser amigas, sólo eso mismo, que fuera mi amiga; ella, en cambio, además de ser amiga, me pedía una humildad excesiva. Y es que, para aguantar sus desplantes sin rechistar, había que ser muy humilde.

La Vache y yo nos separamos en dos tiempos, o dicho de otra forma, la relación necesitó de dos tirones para romperse. El primero lo recibió en Balanzategui; el segundo y último, durante una nevada, cuando ambas buscábamos una cueva. Después de tanto tiempo de andar juntas, nos separaríamos para siempre.

Lo de Balanzategui tuvo lugar en otoño. Soplaba viento sur, y a las dos nos dieron ganas de visitar nuestro lugar natal. Así que salimos hacia allí y antes del mediodía ya estábamos contemplando nuestro valle desde nuestro antiguo punto de observación: las rocas donde había caído el avión.

–Hay gente nueva en la casa -le dije a La Vache, señalando a unas mujeres que estaban sentadas en el porche. A aquella distancia, no reconocía a nadie.

–No parece que los dentudos anden por aquí -añadió ella pensativa. Aún no se había olvidado de lo de la fiesta.

–Cualquiera sabe dónde viven ahora -le dije.

–En algún buen sitio. Donde les dé la gana, después de robar todo lo que han robado. Casi no han dejado ni bosque.

Era cierto. El bosque donde habíamos nacido estaba diezmado, y únicamente había árboles alrededor del pequeño cementerio de las tres cruces. Pero, desde mi punto de vista, eso no era lo peor. Lo peor era que no se veía una sola vaca, que los yerbales estaban completamente despoblados. Nuestras compañeras de otro tiempo habían perdido la vida por culpa de la voracidad de los dentudos.

–¡Y qué más da! – explotó La Vache de repente-. ¡Qué importa lo que les haya pasado a las vacas tontas! ¡Se lo tenían merecido!

–¡Te parecerá a ti! – dije secamente. Le había pasado por alto mil y una, pero lo que decía de nuestras antiguas compañeras me parecía un despropósito.

–¡Pues sí, me parece!

–¡Pues a mí no! ¡No estoy de acuerdo en absoluto!

–¡Naturalmente! ¡Cómo vas a estarlo, si también tú eres medio tonta! – me gritó ella.

–¡Habría que ver quién es aquí la tonta! – grité yo a mi vez, volviéndome hacia ella y dispuesta al ataque.

Durante unos instantes, estuvimos frente a frente, como para empezar a golpearnos. Pero llevábamos demasiado tiempo como copines para portarnos tan vergonzosamente.

–Será mejor que volvamos a nuestro territorio -dijo La Vache.

–Sí, será mejor -reconocí.

De allí en adelante, y mientras duró el otoño, no me dio una mala contestación. Se limitaba a estar callada durante horas y horas, y había noches en las que, sin decirme a mí nada, se alejaba de nuestro lugar de descanso. ¿Que adonde iba?

Pues, sin ninguna duda, a la maleza de los jabalíes. Su lucha interior iba a más. La decisión final no podía tardar, La Vache tenía que optar por uno de los dos bandos para siempre. Por fin, sucedió aquel mismo invierno. La Vache entraría a formar parte de la manada de jabalíes, y nuestra relación quedaría rota.

Sucedió un día que, a causa del frío, intentábamos entrar en una cueva. Nada más llegar a su zona oscura, me di cuenta de que alguien nos había cogido la delantera, que había algún otro animal en aquel refugio. Agucé la vista, y allí estaban los cinco jabalíes que siempre veíamos correr en línea.

–¿Qué hacemos? – le pregunté a La Vache. Dos de los jabalíes se habían puesto de pie y nos enseñaban los colmillos.

–¡Responde! ¿Qué vamos a hacer? – repetí ante su mutismo. Quería una respuesta, saber si íbamos a pelear por la cueva o no.

–Tú haz lo que quieras. Yo me quedo -dijo La Vache de pronto-. No quiero ser vaca. ¡No hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta!

–Pero ¿cómo dices eso? ¡Nosotras no somos tontas! – protesté.

–¡Todas las vacas son tontas! – gritó ella ásperamente. Luego, pasó por delante de mí y se adentró en la cueva.

–¡Cuidado! – le advertí, porque parecía que uno de los jabalíes la iba a emprender a dentelladas con ella. Pero no ocurrió así. El jabalí se amansó y comenzó a olfatearla. Y lo mismo hicieron los otros cuatro jabalíes a continuación. Estaba claro que iban a aceptarla.

–Escucha, hija mía -oí entonces-. Apártate de esa cueva. Desgraciadamente, esa amiga tuya está algo perturbada, y ha optado por dar un paso atrás y hacerse salvaje. Pero no te ciegues. Ya sé que perder una amiga puede ser algo muy doloroso, pero no hay dolor de corazón que no se cure paseando. Ve, pues, a pasear, hija mía. Y no te olvides de comer, porque la buena alimentación también ayuda.

Salí de la cueva y, despacito, me puse a andar hacia un bosque que parecía menos nevado que el resto de la montaña. Pero no iba despacio por obedecer al Pesado ni porque tuviera ganas de pasear, sino porque la decisión de mi amiga me había dejado sin fuerzas. Cierto que yo la esperaba, pero, con todo y con eso, fue un golpe verla tumbada entre los jabalíes. Como dice el refrán:

No es lo mismo saberlo, que tragarlo.

No quedaba mucho invierno, y me limité a buscar una oquedad en cualquier roca. No necesitaría de más para protegerme del frío exterior. Para defenderme del frío interior, en cambio, lo necesitaba todo. La Vache y yo habíamos sido copines durante mucho tiempo. Y ahora ya no lo éramos. Y era una pena. No por la soledad, ni por el aburrimiento, ni por nada concreto, sino porque ya no la volvería a ver. ¡Después de haber sido tan amigas! ¡Después de haber pasado juntas tantos peligros!

En adelante, tuve además otra preocupación. Me acordaba de lo que al final de todo me había gritado La Vache:

–¡Todas las vacas son tontas!

No me podía quitar aquellas palabras de la cabeza, y cuanto más pensaba en ellas, más me parecían cargadas de razón. Efectivamente, ¿cuál era la única vaca inteligente que había conocido en mi vida? Pues, sin duda alguna, La Vache que Rit. Y al final había resultado que no era exactamente una vaca, sino una mezcla de jabalí y vaca.

Desde la oquedad de la roca a veces veía nevar, y me parecía que yo también era como uno de aquellos blandos y tontos copos de nieve. Y que, en cambio, los jabalíes eran como el granizo vibrante y vigoroso. Realmente, estaba muy decaída con la cuestión de mi vacunidad. Al final, El Pesado decidió tomar cartas en el asunto.

–Vamos a ver, hija mía -me dijo un día que ya era prácticamente de primavera-. Perdona que te lo diga, pero eres más sensible de lo debido. Llevas casi tres semanas sin salir de este agujero de la roca, y no puede ser. Tienes que salir y comer. El tiempo ha templado mucho, y por todo el monte ha brotado una hierbilla amarga que tiene muchísimas vitaminas.

Pero no hice ademán de moverme. No tenía ánimo, y no tenía ánimo porque yo era una vaca de arriba abajo y la cosa más tonta de este mundo era una vaca; una vaca sin más, porque decir «vaca tonta» era una redundancia. No era que quisiera ser jabalí, pues no compartía la opinión de La Vache, ¿pero caballo? ¿Cómo así no era caballo? ¿Por qué no tenía que ser yo un caballo? Y, si no caballo, por lo menos gato… A veces se me acercaba un cuervo, y yo le envidiaba, le envidiaba de verdad, porque los cuervos al menos saben volar. A ver dónde había una vaca que supiera volar. En ningún sitio. Eso demostraba que hasta los cuervos eran más que nosotras.

El sol calentaba cada vez con más fuerza, y la hierba del monte se iba haciendo grande. Sin embargo, yo no dejaba la roca. Me limitaba a comer lo que había alrededor.

–Cada día estás más flaca, hija mía, y no puedo permitirlo -se enfadó un día El Pesado-. Acabarás enfermando. Realmente, te estás portando como una tonta.

–Efectivamente, no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca -argumenté.

–En este mundo hay más cosas de las que te crees, hija mía -me respondió él, muy serio-. Tú siempre has vivido entre estos cuatro montes, y no puedes saberlo, pero en el mundo hay muchas cosas. Y muchos lugares también. Por ejemplo, hay naciones grandes y dignas de admiración como la India y Pakistán.

–¡Pakistán! – repetí. Me había gustado aquel nombre.

–La India y Pakistán, sí. ¿Y sabes cuál es, en estas grandes naciones, el animal divinizado, el animal mil veces bendecido, el animal, en fin, sagrado?

–¡El caballo! – exclamé.

–¡Ya está bien de pensar en el caballo, hija mía! ¡Ya está bien! – se enfadó El Pesado-. La vaca es ese animal sagrado -siguió después, más sosegadamente-. Os llaman Go, y ocupáis en la sociedad el mismo nivel que el sacerdote. Si una vaca se tumba en la calle, nadie le dirá que se quite; antes bien, todos quedarán a la espera de que ella decida levantarse. Y mientras tanto, la gente toca a esa vaca y luego se lleva la mano a la frente en señal de respeto. Y escucha lo último: quien mata una vaca termina en la horca.

–Muy bien hecho -asentí con convencimiento. Todo lo demás me parecía un poco exagerado, pero aquello de la horca no estaba mal-. ¿Caen muy lejos la India y Pakistán? – le pregunté, acordándome de los dentudos.

–No hay nada que hacer, hija mía -me explicó El Pesado, adivinando lo que pensaba-. Caen verdaderamente lejos. Gafas Verdes y sus dos subordinados jamás irán allá. Bien es verdad que Suiza está más cerca, y que también en Suiza las vacas somos algo, pero no creo que lleguen a ahorcar a nuestros asesinos.

Me quedé en silencio, bastante sorprendida. La India, Pakistán, Suiza, países que me resultaban desconocidos; países agradables, por lo que se veía.

–Ahí tienes, hija. Estabas obnubilada. El mundo no acaba aquí, y las vacas tenemos una posición envidiable. Y ahora, ve, hija mía, empieza a portarte con sentido común. No juegues con la salud descuidando tu alimentación.

Por primera vez en mucho tiempo, acepté gustosa el consejo del Pesado, y fui a los campos de hierba verde. La primavera estaba allí mismo, debajo de aquella hierba verde.

Poco a poco, y a medida que la Rueda del Tiempo iba girando, la primavera fue adueñándose de todo el monte. Todo se llenó de hierba y florecillas; hierba y florecillas que yo comía sin parar. Unos quince días después, ya había recuperado el peso perdido durante el invierno, y disponía de todo el tiempo para reposar. Para reposar y pensar, claro.

–Pues sí, está bien esa historia del Pakistán. Como vaca, me siento orgullosa -me dije a mí misma una mañana soleada.

–Pakistán, la India, Suiza… -me corrigió El Pesado.

–¿Y a través de la historia? ¿Cómo nos ha ido a las vacas a lo largo de la historia? – pregunté como quien no quiere la cosa. En realidad, era la preocupación que me rondaba desde comienzos de la primavera-. Por lo que me han contado, nosotras no aparecemos entre los animales que pintaron los hombres de las cavernas -añadí-. Los osos sí, los ciervos también, los caballos también, pero nosotras no. ¿A qué se debe nuestra ausencia? ¿Acaso en los tiempos antiguos no nos tenían en consideración?

El Pesado se tomó su tiempo antes de contestar. Luego dijo:

–Por un lado tienes razón, hija. En las pinturas rupestres no aparecemos. Pero ten en cuenta que ésas son historias muy viejas, de cuando el mundo era muy Alfa. Pero luego cambiaron las cosas. El mundo comenzó su largo recorrido hacia Omega, y las vacas salimos a la luz. En la Grecia clásica, por ejemplo. ¿No conoces la historia de Troya?

–No, todavía no.

–Todos los héroes de Grecia participaron en aquella guerra, tanto los atenienses Aquiles y Patroclo, como el espartano Ayax y todos los demás. Querían conquistar la ciudad de Troya. Pero pasaban los años, y no podían atravesar las murallas de la ciudad. Ni el propio Aquiles lo podía conseguir. Entonces, ¿qué hacen? Pues construir una gigantesca vaca de madera, la vaca de Troya, claro, y ocultar en su interior un buen montón de guerreros. Y los troyanos, ¿qué hacen al ver aquel artefacto?

–No sé.

–Pues introducirlo en la ciudad, porque, en efecto, les agradaba sobremanera la apariencia de aquella vaca. Pensaban que era una especie de juguete.

–Y ¿qué pasó después?

–Pues que terminó la guerra y Troya fue conquistada. Porque los guerreros que se encontraban en el interior de la vaca de madera aguardaron hasta la noche y, saliendo de su escondite, abrieron las puertas de la ciudad al resto de los guerreros. He ahí la historia de la vaca de Troya.

–¡La vaca de Troya! – exclamé admirada. La historia me había encantado, y me la creí entera. Ahora sé que era falsa, pero ¿cómo imaginar que El Pesado era capaz de mentir? Ni siquiera se me pasó por la cabeza.

Paso a paso, y con las ayudas especiales del Pesado, volvía a ser yo misma, y anduve muy animada hasta el verano. De vez en cuando, miraba hacia la zona de la maleza y veía seis puntos negros corriendo en línea: los cinco jabalíes y La Vache. Pero me acordaba pocas veces de ella.

Una noche me puse a soñar despierta, y comprendí que la temporada del monte se había acabado para mí. Tenía que marcharme. ¿Adonde? Eso era lo más difícil de decidir. Diez veces pensé en Balanzategui, y diez veces deseché la idea. La Rueda de la Vida no podía girar hacia atrás.

–Cogeré monte abajo, y luego ya veré -me dije al fin, tomando un sendero. El sendero me llevó hasta una casa solitaria, y de esta casa solitaria, haciéndose más y más ancho, a un barrio rural. Seguí un camino de asfalto que salía de aquel barrio, y llegué a un pueblo. Parecía un pueblo bonito, con un riachuelo parecido al de Balanzategui, y decidí quedarme a vivir allí.

El único problema que tenía aquel lugar para una vaca que, como yo, había vivido lejos del mundanal ruido era precisamente su falta de ruido, su tremenda paz. Yo quería ver gente, gallinas, cerdos, otras vacas, lo que fuera; quería un poco de movimiento, niños corriendo, gatos saltando por los tejados, cualquier cosa; pero allí no se veía ni oía nada. ¿Vivirá alguien aquí?, me preguntaba de tanto en tanto. Y pensaba que sí, que alguien viviría, porque los campos parecían cuidados. De no haber sido por la alholva y el trébol que -¡por fin, después de tanto tiempo!– comía en las orillas del riachuelo, quizá me hubiera marchado a un lugar más animado. Pero, no sólo de animación vive la vaca, y decidí permanecer junto a mis manjares. Una tarde, sería al anochecer, sentí que algo pasaba en una de las esquinas del pueblo. Sí, no cabía duda, un hombre estaba cantando, y bastante bien, por cierto. Oyéndolo, con un escalofrío, me acordé de Genoveva y de los discos que ponía en la sala de Balanzategui. ¡Cuánto tiempo que no escuchaba música! ¡Cuánto tiempo desde que había conocido el sonido del piano! Y puestos a pensar, ¿cómo aguantaría La Vache entre los jabalíes? A los jabalíes no se les conoce ninguna afición a la música…

Aparté aquellos pensamientos de mi cabeza, y me dirigí hacia donde cantaba el hombre, un montículo en el que había dos casas, una al lado de la otra. El hombre estaba situado bajo el balcón de una de las dos casas, y entonaba con mucho entusiasmo una canción vasca que decía:

Zü zira zü, ekhiaren paria,

Liliaren floria

eta miran ezinago garbia!

Ikhusirik zure begitartea

Elizateke posible, maitia

dudan pazientzia

Hanbat zirade lorifikagarria!*

Era un hombre enorme de grande, de los que dominan una pareja de bueyes sin esfuerzo, pero de su pecho -quizá por los efectos de aquella canción de amor- salía una voz muy dulce. Parecía mentira que aquel pedazo de hombre tuviera una voz tan delicada.

Cuando terminó con el canto, se quedó mirando hacia arriba, como si esperara que alguien saliera al balcón. Y, en efecto, entre las cortinas del balcón había una sombra o figura que yo -al tener más campo de visión que él- podía distinguir sin esfuerzo. Desgraciadamente, la sombra no hacía ademán de salir al balcón, y el hombre sintió la necesidad de cantar de nuevo:

Zü zira zü, ekhiaren paria,

Liliaren floria…

Pero la sombra seguía entre las cortinas. Al final, después de unas cinco o seis repeticiones, el hombrón se dio por vencido y se fue a la casa de al lado.

«¡Menos mal que no vive lejos!» -pensé.

Aquella escena se repetía cada tarde, y cada tarde estaba yo entre el público, lo mismo que la sombra del balcón. Pero aunque el hombrón cantaba cada vez con mayor sentimiento aquello de «zü zira zü ekhiaren paria, liliaren floria», la sombra no daba su brazo a torcer. Aquel balcón parecía Troya.

«¡Pues sí que es esquiva!» -pensaba yo mirando a la sombra, y, recordando otras épocas, me hacía apuestas a mí misma: a que el grandullón se aburre en tres días sin contar el de hoy, a que antes del próximo lunes tira una piedra contra los cristales del balcón.

Pero el grandullón era hombre de mucha paciencia, y no interrumpió sus sesiones. Aunque, eso sí, cambió de canción. Con más aliento que nunca, cantaba la canción de los ocho molinos:

Zazpi eihera baditut erreka batean,

Zortzígarrena aldiz etxe saihetsean;

Hiru uso doazi karrosa batean,

Hetarik erdikua ene bihotzean.*

No cabía duda de que ocho eran muchos molinos, pero eso no parecía importarle a la sombra del balcón. Se acercaba a las cortinas, pero nunca pasaba de ahí. Y así un día y otro día. ¡Qué paciencia la del grandullón! De haber estado yo en su situación habría bramado hasta despertar a todos los del pueblo. Pero él era diferente. Le bastaba con cantar y mirar arriba.

Un buen día, como a perro flaco todo son pulgas, comenzó a llover, y las tardes se volvieron tristonas. El grandullón acusó el golpe. Volvió a cambiar de canción, y le dedicó a la sombra estas palabras:

Xarmegarria, zure berririk,

nehondík ez dut aditzen;

Ni zonbat gisaz malerusa naizen,

ez duzia, ba, kontsideratzen?

Zutaz aiphatzeak, aditzeak berak

Bihotza deraut nigarrez urtzen. *

Era una canción terriblemente melancólica, y quizá por ello la sombra desapareció de entre las cortinas. Poco tiempo después, estaba el grandullón cantando lo de «Xarmegarria, zure berririk», cuando, de pronto, la hoja de un árbol cercano pasó volando por delante de sus ojos. Enmudeció de golpe. Comprendió que el verano se había terminado. Comprendió que no tenía nada que hacer. Comprendió que a veces nos quedamos solos. Cuando tuvo esa seguridad, giró sobre sus talones y entró en su casa. Las sesiones del grandullón se habían acabado para siempre.

Pero la vaca es un animal de costumbres, y seguí con mi forma de vida habitual. Cada tarde, tras dar buena cuenta de mi ración de alholva y trébol, me daba una vuelta por los alrededores del balcón. Sin siquiera sospecharlo, estaba poniendo los cimientos de mi futuro.

Ocurrió un atardecer ventoso de comienzos de aquel otoño. Estaba yo paseando bajo el balcón donde se escondía la sombra, cuando de repente algo me cayó encima. Y no sólo se me cayó encima: se me quedó allí, a horcajadas alrededor del cuello.

–Yo te demando pardon, vaca. No sabía que tú eres aquí -me dijo aquello que estaba encima de mí. Naturalmente, se trataba de la sombra: una chica muy pequeña y muy guapa, con el aspecto de ser una tremenda segadora. En otras palabras, era Pauline Bernardette.

–¿Por qué querías tirarte? – le pregunté.

–Yo no quería tirarme -protestó ella-. Eso es un comportamiento contra Dieu. Yo he saltado, pues quiero ir al couvent. Pierre quiere s'epouser avec moi, mis padres quieren que j'epouse Pierre, mais moi, yo quiero ir al couvent. Por eso me he escapado, por eso soy donde soy.

Lo que se dice estar, estaba encima mío, y no daba señales de querer bajarse. En aquel momento, comprendí lo que deben sentir los caballos.

–No parece que cante mal -le dije, acordándome de Pierre.

–¿Mal? ¡Es el mejor de Altzürükü y de toda la Soule! – exclamó ella-. Yo se lo he dicho mil veces, si tú m'aimes, Pierre, estudia para prêtre y entra al couvent para dar la sainte messe, y así estaremos juntos toda la vida. Mais él dice que n'est pas la même chose. Yo no sé pourquoi dice él eso.

–Yo tampoco -le dije. Y es que, después de pasar tanto tiempo en el monte, sabía muy poco de la vida.

–Y tú, ¿d'où eres tú? ¡Tú no eres nuestra! ¡Y tampoco eres de Pierre!

–Cierto. Como dijo el poeta, yo no soy de aquí.

Pauline Bernardette se quedó pensativa. Luego dijo:

–Yo soy en falta de una dote para entrar al couvent, y no tengo. Mis padres no quieren saber nada del couvent.

No se atrevió a decir nada más, pero la entendí. Pensé para mis adentros: «No puedo volver a Balanzategui. ¿Por qué no ir al couvent? Además, ¡qué buena segadora parece esta chica!».

–Si quieres nos vamos ahora mismo -le ofrecí.

–¡Mil mercis, Mo! – exclamó.

–¿Cómo has adivinado mi nombre?

–Porque soy un petit peu adivina, como los santos.

«También ésta anda un poco mal de la cabeza, como La Vache -pensé-. Será mi suerte, tener que andar con gente que no es totalmente lógica.» Con ese pensamiento en la cabeza, salí al camino. A la mañana siguiente, las dos estábamos en el couvent.

9 Aquí se acaban las memorias, al menos de momento.

ESCUCHA, hija mía, ¿acaso no ha llegado la hora? ¿Acaso no es el momento adecuado, correcto y conveniente? – me llamó El Pesado, La Voz o quien sea ese viejo conocido de mi interior una noche de rayos y truenos, y a continuación me mandó escribir estas memorias. Es decir, que no podía abandonar este mundo sin antes dejar mi testimonio.

Al principio comencé con desgana, y sólo para que El Pesado me dejara en paz; pero enseguida le cogí gusto a escribir y recordar, y me dediqué a ello en cuerpo y alma. Creía que de esa manera me aliviaría de peso, y que, como cuando el arado vuelve la tierra, ordenaría y sanearía mi interior. Línea a línea, capítulo a capítulo, daría respuesta a las preguntas, y la materia de mi vida quedaría al descubierto.

Sin embargo, como la mayor parte de las cosas de este mundo, mi propósito inicial era una ilusión. Porque, por mucho que se esfuerce uno, la pluma no sabe tirar adelante como lo hace el arado: no ahueca la tierra de la memoria en línea recta y con detalle, sino desordenada y torpemente, echando al fondo lo que debe ser dicho, y sacando a la luz lo que se debía haber mantenido en secreto. ¿Aparecerá en estas memorias la materia de mi vida? No me lo parece. Miro lo escrito hasta aquí y me sorprendo. No he contado lo que tenía intención de contar, y hay muchas opiniones que me resultan ajenas. Por ejemplo, nada más empezar, escribí que, de poder, volvería a Balanzategui, y no puedo imaginar confesión más falsa. ¿Ir a Balanzategui? Ni pensar en ello. Bastante mejor vivo en el couvent con Pauline Bernardette.

Pero lo peor, pese a todo, no es que haya muchas inexactitudes y mentiras, pues eso quizá sea una característica de todas las memorias. Lo peor es que recordar y poner en el papel lo recordado no trae alivio alguno. En vez de disminuir, las preguntas se multiplican, y la angustia se hace más honda. Si nosotras las vacas fuéramos manzanas, maduraríamos en la rama hasta estar en sazón, y en ese preciso momento -después de habernos contestado todas las preguntas- caeríamos al suelo. Pero no somos manzanas, nunca maduramos ni nos ponemos a punto, y al caer de la rama llevamos la zozobra de quien todavía está verde. Como dice la sentencia:

Las vacas viejas mueren demasiado pronto.

Podría decirlo de otra manera: cuando la Rueda del Tiempo cumple con la vuelta, grande o pequeña, que se nos tenía reservada, nuestra Rueda de los Secretos apenas si lleva cubierto un trecho. Las respuestas y explicaciones que pedimos una vez, el barro que quisimos recoger en nuestras manos para dar forma a la realidad de nuestra vida, todo eso y muchas cosas más, ya no serán para nosotras.

Releo lo escrito y mi cabeza se llena de preguntas: ¿Qué habrá sido de Genoveva? ¿La sacarían de la cárcel? Y el bosque de Balanzategui, ¿habrá crecido de nuevo? ¿Recibiría su merecido Gafas Verdes? ¿Y La Vache? ¿Que hará ahora La Vache? ¿Vivirá todavía?… Muchas preguntas, demasiadas preguntas, y, sin embargo, no todas las preguntas. Porque, naturalmente, se me ocurren muchas más. Por ejemplo: ¿Qué soy además de vaca? ¿Por qué estoy aquí? Ese Pesado que me habla desde dentro, ¿qué voz es exactamente? Y es que, a pesar de que Pauline Bernardette me dice lo mismo que aquella vaca Bidani, es decir, que esa voz es el Ángel de la Guarda, a mí me resulta imposible creérmelo. A veces pienso que soy yo misma, y que en realidad tengo dos voces, la de dentro y la de fuera. Incluso al leer estas memorias, esa explicación es la que me parece más seria. Pero no hay forma de acabar de saberlo, claro.

Así pues, no hay alivio, el recordar y la tarea de poner en un papel lo recordado no nos quita ningún peso de encima. Al contrario, aumenta ese peso.

–¿Qué es últimamente lo que tú tienes, Mo? – me dijo el otro día Pauline Bernardette cuando estábamos en la huerta del convento, ella sacando zanahorias y yo probándolas.

–Esta última temporada yo te veo très desolée -añadió.

–No tengo nada, Soeur. Sólo que me voy haciendo vieja. Y como en cierta ocasión cantó Uztapide, el árbol viejo no tiene nada, sólo ramas secas y hojarasca.

–¡Que tú haces bromas, Mo! – exclamó, dándome una zanahoria pequeñita-. Tú no eres vieja, absolutamente no. Acuérdate de cómo anduviste el otro día, cuando partimos hacia Altzürükü. Mais non, no es eso lo que se te pasa. Tú tienes otra cosa en la cabeza.

–Sí, es verdad -reconocí, y luego me referí al cansancio que trae consigo el recordar. Que estas memorias no dicen toda la verdad, y que esa cuestión me preocupa mucho-. Por eso ando un poco alicaída -terminé.

–Que tú haces bromas, Mo -se rió ella sin levantar la cabeza de la hilera de zanahorias-. Yo sé que eres escritora courageuse, pero ¡hasta tal punto! No, no, ¡tú tienes otra cosa en la cabeza, Mo!

Hace muchos años que Pauline Bernardette y yo andamos en compañía, y me conoce bien, mejor que nadie. Yo me quedé dudando si confesar la verdad o no.

–Dime, Mo -dijo ella, dejando las zanahorias. Cruzó los brazos y se quedó esperando.

–Pues el problema aquí es que la voz interior me ordenó recordar, repasar todo lo vivido. «Estás en edad avanzada y ya es tiempo», me dijo el de dentro. «Ya es tiempo de escribir las memorias», me dijo. Al principio no sospeché nada, pero ahora últimamente me he dado cuenta de que fue un mandato terrible. Porque, efectivamente, ¿cuándo se escriben las memorias? Pues al llegar a la última vuelta del camino. Y de ahí mis temores, Soeur. ¿Qué pasará el día que termine las memorias?

Allí estaba la verdad. Me quedé cabizbaja.

–Y hasta ahora, ¿cuánto has pasado al papel, Mo?

–Pues hasta la llegada al convento.

–¡Helás! ¡Très bien! – gritó ella dando una patada a una zanahoria-. ¡Está clarísimo lo que tienes que hacer! ¡No escribir más, Mo, no escribir más! ¡Callar todo lo que te ha sucedido en el couvent!

–Pero eso no puede ser, Pauline Bernardette. Mi voz interior me ordena que escriba.

–Sí, bien sur, pero la voz te demandará que escribas très bien. ¿Y qué hay que hacer para escribir très bien?

–¡Cualquiera sabe!

–¡Corregir, Mo! ¡Pulir, Mo! ¡Retocar, Mo! Y es eso lo que debes hacer si quieres obedecer bien a la voz interior: corregir, pulir y retocar lo escrito hasta ahora. ¿Sabes cuántos años necesitó San Agustín para corregir, pulir y retocar sus Confesiones?

–No, no lo sé.

–¡Diez años, Mo! ¡Diez años!

Al oír aquello, respiré más tranquila.

–¿Y luego? ¿Qué le pasó? ¿Se murió? – quise saber.

–¡Absolutamente no! Después de pasar diez años corrigiendo, puliendo y retocando, comenzó la segunda parte de sus Confesiones. Y ahora disculpa, Mo, pero tengo que seguir trabajando.

Dicho y hecho, la pequeña monja comenzó a meter zanahorias en su cesto. Por mi parte, me quedé más tranquila, respirando mejor que otras veces. Luego fui a tumbarme en el césped del jardín del couvent y tomé la decisión: corregiría, puliría y retocaría la primera parte de mi vida. Algún día, en caso de que surgiera la necesidad, seguiría con el resto. Y así hasta hoy. Como dice el refrán:

Mientras vive a sus anchas, la vaca va dando largas.