CAPÍTULO IV

«LA MUERTE SIGUE MIS HUELLAS»

Paul despertó con la certeza de que no se hallaba solo en su dormitorio. Fue a llevar su mano derecha al cajón de la mesilla en la que guardaba la «German Luger», pero la potente luz de una linterna le iluminó el rostro, deslumbrándole, a la par que una voz sorda le ordenaba:

—¡Quieto o disparo! Soy su amigo, pero he de precaverme contra sus nervios. ¿No me identifica con su misterioso comunicante telefónico? Coloque sus brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Veo que es juicioso.

Desde el lecho, Larmon intentaba identificar al que le hablaba consiguiendo ver únicamente un sombra a los pies de su cama.

—¿Qué es lo que quiere de mí? —inquirió.

—Ayudarle. Escuche sin interrumpirme y no haga nada por sorprender mi confianza. Es mejor que se resigne a saber que ver mi rostro.

—¡Hable!

Hubo una breve pausa durante la cual, el detective sintió el leve ruido que producen los muelles de un sillón al plegarse por el peso de una persona. El desconocido habíase sentado en la descalzadora y continuaba enfocándole con la linterna.

—Pertenezco al Servicio Secreto americano, igual que Alfred Morrison; pero soy muy conocido de los miembros del «Intelligence Service» y de los sabuesos de la Información francesa y rusa. Me es imposible actuar en Frankfurt. Para hacerle esta visita me he visto obligado dejar fuera de combate a dos agentes enemigos que me seguían. Sé que en Nueva York se negó a ingresar en el «Central Intelligence Agency» y no voy a proponerle lo mismo. Sin embargo, necesito que usted colabore en la misión que produjo la muerte a su amigo y en su venganza. Lo hará a título de particular. Yo le daré informes e instrucciones.

Sorprendido por la singular oferta, Larmon inquirió:

—¿Por qué no pide ayuda a su organización? Alemania está plagada de miembros del C. I. A. ¡Que ellos le auxilien!

—Resulta peligroso. Usted es más eficaz que cualquiera de mis compañeros. No hay riesgo de que nadie le identifique como hombre del Servicio Secreto. Además, el asunto que nos ocupa no admite demora. Hemos de resolverlo en un día o dos a lo máximo.

—¿Puedo saber de qué se trata?

—Antes ha de prometerme actuar coordinado con mi departamento. Piénselo. Yo no tengo prisa. Después de una noche tan agitada, agradezco este descanso. Morrison le estimaba mucho y en varias ocasiones elogió su valor en la guerra.

—¿Sabía él que iban a matarle?

—Sí. Le avisé anees que a nadie. Luego le llamé a usted para que le protegiera.

—¿Por qué no me dijo quién era la víctima?

—Lo hice en la nota del aeródromo. ¿No la recibió?

—Robaron la carta.

—Comprendo.

La esfera luminosa del pequeño despertador situado sobre la mesilla permitió ver a Larmon que eran las tres y media de la madrugada. Acababa de dormirse cuando le despertó la sensación de que se hallaba en peligro. ¿Qué hacer? Le tentaba: la idea de meterse a fondo en el asunto. ¿Por qué no aceptar?

—Haré lo que desea. Aparte el foco de mis ojos; me molesta.

—Prométame no intentar verme la cara encendiendo la luz de la alcoba. He de guardar mi incógnito. Comunicaré con usted por teléfono o en visitas nocturnas. ¿Un cigarrillo?

El desconocido había dejado la linterna encendida a los pies de la cama, de forma que iluminara directamente la habitación. Paul veía la figura de un hombre sentado, pero sin distinguir sus facciones, ocultas por la ancha ala de un sombrero. Alargó la mano para tomar un «Philiph Morris» y una caja de fósforos. Mientras encendía se dijo que quizá al reflejo de la cerilla al inflamarse viese el rostro de su interlocutor. Se equivocaba. El desconocido hizo pantalla con sus manos y la débil luz apenas si iluminó una mandíbula recia y unos dedos anchos y peludos.

—Gracias —dijo el detective—. ¿De qué se trata? ¿Qué he de hacer?

—Guardar el secreto de sus futuras actuaciones para con el inspector Hermann Nissen, e incluso para las autoridades americanas. El Servicio Secreto actúa con plena independencia. Le supongo armado.

—Supone bien.

—Vayamos a lo que interesa. El doctor Fritz Leuer es un científico alemán especializado en cuestiones químicas. Al parecer trabajaba en un gas que, sin ser mortífero, era capaz de inmovilizar a todo un ejército. Se ignoran todos los detalles. Lo cierto es que hace una semana desapareció y hasta ayer ignorábamos dónde le habían conducido sus raptores. Un «informador» ha comunicado que el Servicio Secreto ruso le tiene oculto en determinado hotel de Frankfurt en espera de la oportunidad de trasladarle sin riesgos a su zona. Lo más curioso de todo es que el secuestrado cree lo contrario; es decir, que le ampara el «Central Intelligence Agency» para que no le asesinen los soviéticos. Alfred Morrison iba a libertarle a las cuatro de la madrugada de hoy. Por eso le mataron. Veinte metros alrededor de la casa hay agentes secretos que me conocen. Apenas me viesen aparecer, dispararían. Sólo usted, un pacífico ciudadano, un noctámbulo, puede llegar hasta la residencia del doctor Fritz Leuer. ¿Comprende?

—No bien del todo. Su historia resulta confusa.

Una risa aguda elevóse en el silencio de la alcoba.

—Es natural que se lo parezca. Un investigador es raptado por la M. G. B. rusa. Sus miembros le hacen creer que pertenecen al Servicio Secreto americano y le protegen de les soviéticos para evitar la violencia desde el primer instante. De tal forma han hecho los secuestradores las cosas, que si usted o yo o su amigo Morrison hubiésemos ido a rescatarle habríamos tenido que emplear la fuerza, incluso con el mismo al que vamos a defender. ¿Lo va entendiendo ahora?

—Perfectamente. ¡Y me reafirmo en la idea de negarme a pertenecer a ningún Servicio de Información! ¡No me gustan esos métodos!

—¿Me ayudará a libertar a ese científico? Yo me ocuparé de resolverle todos los problemas.

Larmon aspiró profundamente el humo del cigarrillo.

—¿Cuándo y cómo he de realizarlo?

—Mañana por la noche, a las dos de la madrugada. Hasta esa hora permanecerá en su oficina haciendo su vida normal Los detalles son los siguientes…

* * *

Al saltar la alta verja, aprovechando el corte de fluido realizado desde la central eléctrica. Paul sintió en sus sienes el golpeteo del pulso y repitióse una vez más la frase que llevaba obsesionándole desde que la noche antes terminó su diálogo con el individuo que, sin revelar su personalidad, valiéndose del nombre de Alfred Morrison, había conseguido hacerle emprender la más peligrosa aventura de su vida.

Nadie, ni Anny Strauss, ni Hermann Nissen ni aun su secretaria eran sabedores de su contacto con el Servicio Secreto americano. No obstante, Jacqueline, con la fina perspicacia femenina y, aunque Larmon lo ignoraba, con la agudeza de la mujer enamorada, le había preguntado en dos ocasiones qué era lo que le desasosegaba, mereciendo respuestas no muy amables.

¿Por qué aceptó tan peligroso cometido? Inmóvil, esperando que transcurrieran los minutos para cerciorarse de que ningún enemigo le amenazaba, hubo de reconocer que no le movía a actuar el amor a su patria —amor, por otra parte, compulsado en la guerra— o el deseo de llevar a feliz término la empresa iniciada por Alfred Morrison, sino el afán de desquite contra los cómplices del que, robándole la misiva a él dirigida en el aeródromo, obstaculizó sus pasos impidiendo que salvase a su camarada.

Muy despacio, pensando que quizá la suerte le llevara a enfrentarse con el falso doctor Alois Hilgers, el hombre que le hizo detener por ladrón, o con el individuo que fue su compañero en el autocar de turismo y que con su acción audaz le impidió conocer los detalles del crimen que iba a perpetrarse, Paul anduvo entre los setos del reducido jardín.

El hombre que le hizo tan extraordinaria visita la noche anterior, abandonando la alcoba sin que consiguiera verle el rostro, le dijo que Morrison, obstinándose en permanecer en su domicilio, quizá en espera de Anny Strauss, había firmado su sentencia de muerte.

Larmon, mientras avanzaba, con la mano derecha en la culata de su «German Luger» y la izquierda sujetando una porra de goma, se esforzó en alejar de su mente el recuerdo del pasado para que nada le distrajera, consiguiéndolo merced a su voluntad de hierro.

Las sombras espesáronse más al aproximarse a la fachada del edificio y, rodeándole, ir tanteando las ventanas de la planta baja hasta encontrar la persiana menos sólida al parecer. Tranquilo con respecto a los timbres de alarma por el corte de corriente, guardó el arma de fuego en uno de los bolsillos laterales de la americana para extraer un afilado puñal, con el que maniobró durante unos segundos entre las dos hojas de madera. Una vez franqueado el primer obstáculo, no tuvo más preocupación que pegar un trozo de masilla en uno de los cristales y, cerca de la falleba, trazar un círculo con un diamante para, luego de depositar el cristal a sus pies, introducir el brazo dejando franca la entrada.

Un sudor frío, nuncio de tensión emotiva, inundaba la frente del detective. ¿Qué iba a sucederle en la casa, cuyo plano llevaba grabado en la memoria?

De nuevo la espera, el salto al interior, el foco de la linterna que alumbró una habitación destinada a dormitorio, y la salida a un largo pasillo.

Su desconocido colaborador le previno contra una estrecha vigilancia. Sin embargo, Paul pudo llegar al segundo piso, en el que dormía el científico, con absoluta tranquilidad.

Maniobró en el pestillo de la puerta, más por fórmula que por comprobar si estaba cerrada. Iba provisto de un moderno juego de ganzúas que, para mayor asombro de Larmon, no necesitó utilizar. La hoja da madera cedió bajo su mano y el joven, cerrando a su espalda, ya en la alcoba, pudo percibir la respiración acompasada de alguien que dormía. Colgó la porra del ancho cinturón de ratero, en el que llevaba todos los útiles de los maleantes, desde el puñal en su funda hasta el frasco de éter, que, con un algodón, se dispuso a utilizar.

Hubo un leve forcejeo por parte del narcotizado mientras un olor característico se expandía en el aire.

Al tornar en sus brazos al doctor Fritz Leuer, sintió ruido en el pasillo. Larmon apresuróse a depositar en el lecho al químico para apoderarse de la porra. Ahora menos que nunca le interesaba sembrar la alarma. Un disparo pondría en conmoción no sólo a los que vigilaban al científico, sino también a los agentes de servicio en Tiergarten Strasse, calle fronteriza al Zoo y donde, junto a algunas casas de vecindad, se alzan pequeños hoteles.

—¿Crees que debemos despertar al doctor? —preguntó alguien, en correcto inglés y con el acento peculiar de los americanos.

—Si. La ventana abierta indica que el aviso telefónico no es obra de un bromista. Hay alguien dentro de la casa y no podemos dudar de cuáles son sus intenciones. Es necesario que estemos cerca de Leuer para impedir que le ocurra nada. Ésa es la misión que se nos ha encomendado.

—Lo sé.

Hubo un breve silencio y Paul, situado en uno de los laterales de la estancia, sintió abrirse la puerta y unas palabras:

—¡Este hombre siempre se olvida de echar la llave! Es el ser más distraído de… ¡Eter! ¡Cuidado!

El que advertía, ya en el interior de la alcoba, fue a mover el interruptor de la luz, pero algo se abatió sobre su nuca, derribándole. Antes de perder el sentido tuvo fuerzas para gritar:

—¡Dispara, John!

La última de las dos palabras fue apenas un susurro.

Paul, con la espalda apoyada en la pared, a la izquierda de la puerta, de par en par, se dispuso a abatir a su segundo enemigo, el cual, como una tromba, sospechando tal vez cuáles eran las intenciones del que se ocultaba, entró en la alcoba con tal rapidez que Larmon no pudo golpearle por sorpresa, viéndose obligado a permanecer inmóvil hasta que su adversario, buscándole, se le acercase. No quería entablar una larga lucha de dudosos resultados.

La obscuridad era absoluta. El silencio también. Transcurrieron los segundos sin que ninguno de los dos hombres, emboscados en las sombras, se moviese para no delatar su posición. No obstante, tal quietud era insostenible, en especial para el detective. Si alguien había llamado por teléfono para prevenir a los del interior de la casa ello significaba que quizá el hotel se llenase dentro de poco de agentes secretos rusos.

La idea de ser conducido a un campo de concentración soviético clandestinamente, desasosegándole le forzó a la acción. Con dedos nerviosos arrancó uno de los botones de la americana, arrojándolo a su izquierda. Un fogonazo, seguido de un disparo, convenció a Paul de que su enemigo estaba dispuesto a matar, y sin vacilaciones, guiándose por 3a llamarada, arrojóse sobre su adversario con el afán de, aferrándole la muñeca armada, impedir que hiciese fuego de nuevo. Sin pretenderlo consiguió más. El puño del detective pegó de lleno en el cañón del arma de su antagonista, quien, no esperando semejante golpe, se vio privado del revólver y ante un contrincante que, con la porra de goma, le golpeaba sin alcanzarle en ningún órgano vital.

El combate cuerpo a cuerpo, en tinieblas, adquirió extraordinario dramatismo. Mientras Paul se esforzaba en propinarle un golpe en la sien o en la nuca, su enemigo le golpeaba con saña el estómago. Al fin, convencido de que la porra era un obstáculo para la defensa, la arrojó a un lado para, utilizando ambos puños, lanzarse a un ataque feroz. Dos impactos en el rostro le hicieron retroceder tambaleándose. Quiso rehacerse, pero unas manos de hierro se ciñeron en torno a su garganta, apretando con salvaje furia. Larmon hinchó el cuello, en un alarde de fortaleza. Pese a su recia musculatura, no pudo impedir que los dedos de su antagonista se le clavaran más y más hasta producirle los primeros síntomas de asfixia.

Una frase, leída en una novela policíaca con la que intentó matar el tiempo de angustiosa espera harta la noche, una vez que su secretaria se hubo marchado, comenzó a obsesionarle: «La muerte sigue mis huellas». Tal era la afirmación del protagonista de la narración imaginativa. ¿Acaso no estaba él viviendo una auténtica novela?

La muerte… ¡La muerte!… ¡LA MUERTE!… Aterrábale la inminencia de su trágico fin. La cabeza le abrasaba y un jadeo entrecortado, débil, era su respiración.

¡Luchar! Fue como una orden dada por el subconsciente, un grito del instinto.

Su enemigo, sin soltar la presa, siempre de pie, le había empujado hasta obligarle a apoyar la espalda en uno de los tabiques a fin de que la presión de sus manos fuera más violenta, más brutal.

Paul, que, sin éxito, lo intentó todo para libertarse, sintiéndose animado de extraña fuerza alzó la rodilla izquierda con energía. Su antagonista, que hasta entonces supo hurtar ese golpe y había descuidado algo la defensa por creer vencido al detective, recibió el impacto en el bajo vientre. El dolor debió de ser tan intenso, que el individuo desplomóse como un fardo. Larmon, sin perder segundo, sintiendo que la vida inundaba de nuevo sus pulmones, alzó en vilo el cuerpo de Fritz Leuer, y, ya en el pasillo, anduvo con rapidez hasta la escalera que enlazaba con la planta baja.

De encontrarse con enemigos esperaba compensar su falta de movimientos con la amenaza del asesinato del científico. Por fortuna para él pudo saltar al jardín y dirigirse a la verja metálica, protegida, según le indicara su misterioso colaborador, con un doble hilo que la electrificaba.

Aún continuaba el apagón, sabotaje en la fábrica, y, sin vacilar, Larmon, dejando al científico en el suelo, fue a saltar a la calle donde le esperaban dos agentes del Servicio Secreto americano para ayudarla en el transporte de Fritz Leuer y en la fuga, cuando varios disparos restallaron en la noche a la par que un vehículo cruzaba a toda marcha frente al chalet.

Paul, tragando saliva, se dijo que su situación era desesperada y que sólo con audacia podría superarla. Por ello encaminóse a la puerta de entrada al jardín, siempre llevando consigo al doctor alemán, y violentó la cerradura con una de sus ganzúas. La calle, al parecer, estaba solitaria. Sin embargo…

—¡Le estamos encañonando! ¡No sí mueva o es hombre muerto!

De detrás de los árboles fronteros a la casa que el detective acababa de abandonar, surgieron varios hombres. En sus manos y a la luz de la luna, brillaban los cañones metálicos de metralletas y revólveres.

—¡Fritz Leuer será el primero en morir! ¡Paso o no respondo de su vida!

Hubo un breve silencio, roto por una voz muy conocida de Paul.

—¡No sea loco y entréguese!

El asombro de Larmon fue tan grande, que exclamó:

—¡Hermann Nissen!

—El mismo. Me acompaña su secretaria. ¡No siga haciendo locuras!

—A usted sí me rindo. Hemos salvado al doctor Leuer de manos de…

Una detonación rasgó el silencio de la noche y Paul, sintiendo la mordedura del plomo en su cabeza, desplomóse a tierra mientras los hombres a las órdenes de Hermann Nissen sentían el mosconeo de una «moto» de gran potencia al ponerse en marcha.

Jacqueline Bradford, con un grito de espanto y dolor, acercóse a su jefe, que yacía exánime. A su izquierda, en grotesca postura, Fritz Leuer…