Tendría unos siete u ocho años cuando me fijé en cómo los gatos caían de pie. Yo era la única criatura de la casa. Aparte de mí, en las dos plantas vivían treinta y tres familias de ancianos, malos bichos llenos de odio, a quienes quizá otros tuvieran muchas cosas que agradecer, pero yo ninguna.

Alrededor del patio en forma de U y a lo largo de las acribilladas paredes había un pórtico sostenido por vigas. Cada tarde me paraba entre las dos astas de la U y arrojaba contra el mugriento empedrado el cubo de hojalata que servía para dar de comer a las gallinas en la parte del fondo. Inmediatamente atisbaba el centelleo de miradas rencorosas en las ventanas de las cocinas. En realidad no sentía ni placer ni miedo; simplemente dejaba caer el cubo sobre el empedrado de color ratón, desde la altura de mis hombros, y luego me quedaba allí, de pie, escuchando su resonancia. Seguíamos sin poder entendernos.

Complementé esta tentativa rudimentaria con la inclusión del cartero. Encontré el sitio justo en el que casi siempre le daría una patada al cacharro, mientras yo le contemplaba desde debajo de los andamios. El tipo, pasmado, se detuvo en seco bajo las vigas que servían de soporte a la escalinata, y sólo respiró aliviado cuando tras el estruendo causado por su torpeza, ellos fueron indulgentes con él. Luego intercambiaron unas palabras sobre mí, y desde el piso de arriba alguien le pidió que devolviese al gallinero aquel recipiente de hojalata. Al salir a la luz bizqueó, olfateó el olor a pino fresco de las vigas, algo que yo aprendería de él, a pesar de que era un hombre entrado en años y gordo y no precisamente un ángel.

Esto es todo lo que pasó antes de lo de los gatos. Mejor dicho, también había encontrado en el desván una de esas bolas plateadas para adornar los árboles de Navidad, y cuando al volver al pórtico vi a alguien reflejado en ella del susto se me cayó. Se hizo añicos en el entarimado sin fregar. En cada uno de ellos se balanceaba mi cara en mil pedazos.


Resumiendo: en la parte trasera del patio había una hilera de cobertizos. Allí guardaban los restos de los combates como recuerdo. Parecían casetas de un balneario extinguido, aunque esta comparación se me ocurrió más tarde. Entonces ni la necesitaba ni me hubiese sido posible hacerla, pues aún ignoraba las tres palabras imprescindibles: extinguido, balneario, caseta.

Por las tardes merodeaban por allí varios gatos. A veces se podían ver hasta cinco en el tejado alquitranado del cobertizo. Y, siguiendo al sol en su andadura, por las noches se iban al desván y por las mañanas al fondo del huerto. En ese huerto había crecido la miríada de ajos que apestaba y a un tiempo daba vida a toda la casa. Al atardecer, nuestras familias se sentaban en los taburetes alineados a lo largo del corredor, ante la puerta de sus cocinas, y masticaban a palo seco algún que otro diente de la cosecha del año hasta que llegaba la hora de acostarse. Mientras tanto algunos hombres jugaban al ajedrez. En una de esas ocasiones oí que alguien decía lo de «caer de pie como un gato».

Los gatos permanecían allí tumbados hasta mucho después de la puesta del sol, pues el alquitrán preservaba el calor. Al marcharse, casi chapoteaban en él. Yo me sentaba en la escalera y aguardaba la llegada de la noche para ver cómo se deslizaban hacia el desván. Allí se movían a sus anchas, pues los que se comían a las ratas eran ellos.

Me resultó difícil capturar al primero. Tardé dos días. Y estaba tan nervioso que no ponía la debida atención. Pero al final únicamente sentí decepción por la brevedad y sencillez del acontecimiento. Repetí la experiencia dos veces; luego encontré un saco de tela sobre el cual habían dejado secar los ajos en el desván. Hasta entonces no había sido capaz de atrapar a más de uno de aquellos animales, ni siquiera con mis rancios trozos de piel áspera de tocino.


El afilador vivía debajo de la escalera. Durante la guerra comenzó afilando bayonetas. En primavera sacaba a rastras su artilugio, que constaba de un fragmento de andamio, una piedra de amolar y un motor de lavadora, y lo cubría con una lona por si llovía hasta la primera noche del otoño, cuando volvía a guardarlo. O sea que en el centro de nuestro patio por las noches parecía que hubiera un enano de jardín nuevo, por estrenar.

De su barriga colgaba una bolsa de piel con cuchillos todavía sin afilar y otros echados a perder, pues sólo los escogía según se inspiraba. Algunos los afilaba varias veces; otros, nunca. Después de cada «labra» desaparecía detrás de una sucia cortina, y durante incluso media hora podía verse su sombra cuando encendía un cigarro, bebía o simplemente no hacía nada. Esa cortina parecía una pantalla de cine agitada a veces por el viento. Mientras, su maquinaria retumbaba en el patio, pues «de tanto conectarla y desconectarla se escacharraba».

—¡Yo todavía quiero seguir viviendo, mire usted por dónde! ¡Tengo derecho! ¡Constitucionalmente tengo derecho al trabajo, y no voy a permitir que Abraham se escacharre porque a su señoría le dé la gana!—respondía gritando todos los fines de semana a quienes, en nombre del domingo cristiano, bramaban contra él. A su artefacto lo llamaba Abraham por motivos afectivos.


Abraham hacía el ruido de siempre el día en que logré atrapar a tres gatos, até la boca del saco e hice un cálculo que parecía lógico: si en circunstancias prácticamente naturales un gato podía caer de pie, también podían hacerlo tres gatos aunque no viesen absolutamente nada.

Levanté el saco apoyándolo en mi regazo y lo subí trabajosamente por la escalera. Al llegar arriba no me quedaban fuerzas para lanzarlo bien. Cayó en picado sobre la máquina, que se desplomó junto al saco. Medio incrustada en la tela, la muela prosiguió dando vueltas, y una sustancia roja salpicó por todas partes el empedrado. Era la primera vez que veía algo semejante. Me agarré a la barandilla mirando fijamente la sombra palpitante del saco y la sangre de los gatos que brotaba de ella chorreando sobre los cantos pelados; después me desmayé.


Al recobrar el conocimiento me encontré en el pórtico, con las piernas encogidas. Cinco viejos me pateaban de arriba abajo. Los demás simplemente observaban, algo más apartados. Algunas señoras me miraban desde las ventanas. Me miraban como si hubiera tirado al suelo con mucha fuerza un recipiente de hojalata. La mujer del afilador transportaba agua con dos cubos y baldeaba la sangre para que desaguara hasta la alcantarilla. Luego se llevó el saco y lo tiró a la basura que había en el portal.

No sé cómo, pero de algún modo entré precipitadamente en la despensa y cerré la puerta con llave. Empecé a pronunciar palabras sin sentido. Cosas como santo, santo, incubadora, santo, incubadora, santo... A oscuras me encaramé a lo alto de dos cajas del ejército puestas una encima de la otra y, apoyándome en la pared enmohecida, con una cuchara devoré el azúcar que había en un saco de un quintal. Casi no me cabía en la boca. Durante dos días tragué enormes trozos petrificados y vomité melaza dulce, hasta que la monja forzó la puerta y me acostó en la cama.


Durante el día me observaban vigilantes; por la noche no encontré ya ningún gato. Aunque pude percibir la semejanza, para mí esencial, entre un gato y un pollo. Cuando me dirigí hacia el gallinero, todo estaba oscuro como una maldición. No llevaba ningún saco. Sentía curiosidad por los detalles. Bajé al sótano y, además de la lámpara, encendí tres velas para verlo todo bien. Utilicé un barril como mesa. Eché de espaldas al ave y sujeté con ladrillos las dos alas desplegadas para que no se moviese. El cuello y la cabeza se aplanaron, como correspondía, a lo largo de las tablas, que olían a vino. Tampoco yo sabía muy bien lo que iba a pasar. Agarré luego un trozo de ladrillo y, al estamparlo contra sus plumas, la sangre me salpicó la cara. Encrespó hacia adelante la cabeza, retorció después el cuello un instante y se desplomó. Aún palpitaban las membranas de sus ojos. Luego dejaron de hacerlo.

Advertí una hendidura profunda por la que salía todo lo que hasta entonces cubrían sus plumas. Me invadió la curiosidad; ¿qué iría a hacer ahora que había cambiado tanto? Aparté con cautela los ladrillos, primero el de un ala y después el de la otra. Era raro. No hacía nada más que estar tendida. Cogí el pico con dos dedos y le alcé la cabeza.

Igualmente permaneció tumbada. No me asusté. Esperé un poco y luego lo introduje todo en el agujero oscuro. Apretujé la herida, junté también las plumas y seguí esperando. Nada. Durante varias horas ni se movió. Agarré entonces aquel pollo muerto, lo estrellé contra el suelo y abandoné con rabia el sótano ensangrentado.


En la cama de cobre, bajo la imagen sagrada, me encogí sobre el colchón y me metí las sucias manos entre los muslos. Aún recuerdo la luz de la farola de la calle que se desparramaba sobre mi cabeza e iluminaba el marco ovalado del cuadro. Sentí un latido caliente. Un latido que ni siquiera la mitad de un ladrillo podría parar. Allí estaba yo, yaciendo igual que sobre un barril.


Todavía no lo he dicho, pero el hombre con el que vivía se llamaba Eberhart. Me gustaba ese nombre aunque nunca lo llamé así. En cualquier caso, raramente nos hablábamos. Lo pronunciaba sólo de vez en cuando en soledad—Eberhart—, como por ejemplo aquella noche, al intuir que yo era mortal.

Eberhart era viejo, y las cuencas de sus ojos estaban obturadas de arena reseca. Y esa arena grisácea había sido recubierta por una membrana parecida al nailon, que brillaba y reflejaba perfectamente la luz de la lámpara. A veces, en el huerto, yo hacía montoncitos de tierra del tamaño de un globo ocular. Llegué a contar cuántas hormigas podían cobijarse en cada uno de ellos: de sesenta a sesenta y cinco.

Eberhart era mi abuelo y, antaño, había actuado en los teatros de ballet más famosos de las grandes capitales. Se había quedado ciego mientras bailaba.

—A partir de este momento, todo lo que mire me quero dará más allá de lo que vea. Quizá sea éste un mundo nuevo—manifestó en el descanso de su último estreno al fuerte y joven reportero del fuerte y joven Estado. Luego bailó entero el segundo acto cometiendo tan sólo dos pequeños errores, y sus compañeros no comenzaron a sospechar que algo raro le ocurría hasta que, en vez de al club, se hizo llevar directamente al hotel.

En los periódicos déla mañana siguiente, que ya tuvo que leerle Edit, ponía: «¡Eberhart alude cínicamente a la desigualdad de oportunidades! Ahora, ante la amenaza de una guerra, no podemos ser tan generosos como para no considerar cualquier manifestación ambigua como una clara traición a la patria». Pero estos artículos sólo pude conocerlos mucho más tarde, en la biblioteca de Engelhard.


Todos los sábados bajaba una monja del convento, rallaba jabón amarillo en la olla de lavar y pasaba por agua hirviendo la ropa que dejábamos en la silla. Luego tiraba al retrete el potaje de legumbres enmohecido que había quedado de la semana anterior y preparaba otro igual. La mayoría de las veces la esquivaba. Vestía un uniforme; se llamaba Helga.


Rara vez dormía yo en el mismo sitio. La pared del fondo de la habitación estaba cubierta por un único y enorme cuadro. Enmarcado en negro, sólo se divisaba un lago, unas nubes y una luna llena. La densidad de las nubes absorbía la luz de las lámparas de cobre que sobresalían de la pared, por lo que un atardecer permanente reinaba en toda la habitación. La orilla opuesta no se distinguía; bajo el lago, junto a la orilla del lado más cercano, había siempre una silla con brazos tallada.

En esa silla permanecía sentado Eberhart todo el día, como si estuviera sentado en la arenosa orilla del lago. En sus ojos se tensaba una membrana verdosa. Ahora está mirando a través de esas membranas la alargada habitación, la ventana; fuera, entre los dos plátanos, los tejados del otro lado; y ve otra cosa, pensé.

Por la noche se ponía de pie, se desprendía de la manta a cuadros y comenzaba a deambular por la casa hasta la madrugada. Hurgaba. Recogía cualquier objeto de las estanterías que había debajo de la escalera de caracol o de algún cajón, una cajita, un cuadernillo de notas, cosas así, y los toqueteaba. Después se sentaba donde fuera y se dormía. Yo esperaba siempre a que terminara su ir y venir. Sólo entonces me acostaba.


No te preocupes, no vivía en la miseria. A la monja podía parecerle miserable aquel piso, pues salvo en la cocina no podía poner los pies en ningún otro lugar. Bueno, con la cocina iba incluida la despensa y el entrante con la jofaina al lado de la puerta, además del retrete. Una vez quiso entrar en la habitación. Pocas veces había oído la voz de Eberhart, pero entonces aquellas tres palabras, fuera de aqui, tuvieron para mí un significado muy triste.


El piso tenía tres estancias. Aparte de la cocina y de la habitación, había también una galería con fotos, quizá la parte más importante y que hasta ahora no he mencionado.

A la galería se podía subir por una escalera de caracol que provenía de una iglesia. La habían tallado en madera, en el tronco de un solo árbol plantado por sus diseñadores, cuyos nietos habían aguardado con paciencia a que creciera y creciera y alcanzara la dimensión de una escalera de iglesia. Y cada mañana la ciudad rezaba en el santuario a medio construir para que no le cayera un rayo. Así vivían.


Los tres espacios de la galería ocupaban casi todo el desván. Las fotos sólo mostraban los pasos de baile de Eberhart, amarilleando detrás de un cristal, y las miradas envidiosas de Engelhard, una tras otra, ampliadas y enmarcadas. Y en un baúl estaban los negativos llenos de arañazos y los presurosos insectos poniendo sus huevos. La última vez que subí al desván ya sabía más o menos lo que significaba «fuera de aquí».


Eberhart aún era alto y delgado y se asentaba sobre el suelo con una increíble firmeza. Sin embargo, el movimiento más bello que por entonces contemplé fue el que describieron sus dedos al deslizarse por la barandilla mientras subía.

En las últimas semanas, después de lo del pollo, fue una casualidad que yo también subiera a la galería de las fotos. Vestido con la bata escarlata, parecía estar envuelto en el telón de un teatro, y allí, al fondo de la galería, bajo aquel escénico envoltorio seguía erguida una vieja vergüenza. Frente a él se encontraba una de las últimas fotografías. Una minúscula mancha sobre el largo entarimado, boca abajo, con las extremidades sesgadas. El era aquella araña.


Un día Eberhart se quedó en la orilla. Su cara se eclipsó y por la noche no se puso a deambular por la casa. Sus manos permanecían sobre los leones de los apoyabrazos. Por la mañana salí al jardín, bajo los plátanos. Ya brillaba un lánguido sol y sobre la hojarasca las chinches de los árboles iban de arriba abajo. Por la noche me acosté, pero al día siguiente volví a observar a los insectos. Uno de ellos cayó rodando y se detuvo. A continuación otro más. Mientras, los demás seguían su camino. Hacia el mediodía sólo dos andaban ya de arriba abajo, desesperados, pegados el uno al otro.

La puerta entre la cocina y la habitación había quedado entornada, y las moscas que alborotaban alrededor de la olla se metían por la ranura. Había más moscas de lo habitual. La mayoría eran invasoras, salvajes. Se arremolinaron junto a la orilla y también sobre Eberhart revoloteó un cerco luminoso, como en las estampas. Tenían un orificio de entrada para alcanzar la carne. A veces aleteaban en torno a su boca y pululaban por dentro y por fuera.


Aún pasaron dos días así. Entonces no tuve más remedio que abrir la puerta. Los vecinos se acercaron, a causa del olor, tapándose la nariz con un pañuelo y espiando. Soltaron palabrotas y dijeron que la próxima vez que se muriera mi abuelo tendría que avisarles a tiempo. Luego se fueron. Volvieron a mediodía con un médico y dos hombres de bata blanca y otros dos de bata negra con un ataúd para indigentes. Metieron rápidamente a Eberhart en la caja y empezaron a desinfectar todo con bombas manuales mientras el médico, que tomaba notas, les indicaba por dónde debían rociar.

—Hay epidemia, criatura. La guerra ha envejecido ya a muchas de sus víctimas—dijo antes de partir—. Tu abuelo fue un gran bailarín, pero en estas situaciones es mejor que uno muera. Créeme.

Mientras se marchaban aún escuché que iba a venir un representante de la autoridad y una monja, y que yo debía esperarles, a ser posible junto a la puerta.

Preferí volver a la habitación y me senté en la silla apretando con fuerza los ojos de los leones con los dedos. A través de la habitación, miré por la ventana afuera, entre los dos plátanos, los tejados del otro lado, y no los vi. Como siempre, el otoño se acercaba desde allí y llegaba poco a poco. Lloré. Luego dejé de llorar y, durante bastante tiempo, no volví a hacerlo. Al final vino de verdad una monja a buscarme y me llevó a un centro junto a cientos de niños, donde, según sus cálculos, sin pérdida de tiempo y si no había otro remedio por la fuerza, recibiría una educación.


A mitad de camino la monja avisó al chófer para que se detuviera y nos bajamos delante de un edificio de dos torres flanqueado por una carnicería y un taller de sastrería.

—Esto es el centro de la ciudad—dijo—, y ésa, su sastrería más famosa. Puede que jamás se confeccione un traje para ti en ella, aunque de nosotros vas a recibir uno. El sastre es ya muy mayor. Y lo que ves al lado del taller es la iglesia. Ahora, criatura, fíjate en la otra acera. Allí también hay tiendas. Desde la guerra, el centro de nuestras ciudades se ha desarrollado mucho más que el de otras. —Dicho esto, me agarró del brazo y me arrastró hacia el negro portón de la iglesia. Era una monja muy vehemente. Apremiante.

Por una ventana de la nave lateral penetraba un haz de luz amarillenta impregnado de polvo. Era una luz peregrina que dibujaba un círculo alrededor de los bancos, y que hasta la hora de la misa nocturna iba contorneando la iglesia. Al fondo, el viejo cura ya estaba saliendo del confesionario; con pasos rápidos se nos acercó atravesando el círculo de luz, que inundó primero sus botas y los bajos de la sotana, luego las manos entrelazadas y al final su cabeza. Allí se detuvo pestañeando. En ese momento llegamos junto a él.

—Todavía calienta un poco, pero ya llega el otoño—dijo. Rio y levantó su mano izquierda para sentir el sol también sobre ella—. Soy zurdo, pero da lo mismo. Claro que para los barberos esto es completamente distinto. Imagínense, cuando era niño se presentó en nuestro pueblo un barbero zurdo. Cuando le llegó el turno al tabernero, empezó a berrear del susto. Salieron todos corriendo de la gran sala hacia la cocina: los campesinos, los leñadores y hasta el mismísimo cura, pues todos se pasaban el santo día sentados en la taberna, y fue el cura precisamente el que soltó aquello de que sólo el diablo afeita con la mano izquierda. ¡Lo que faltaba! Le dieron una buena zurra al desgraciado y lo expulsaron del pueblo. A la mañana siguiente lo encontraron junto al lindero del pequeño bosque, detrás de la capilla. Se había ahorcado porque nuestro pueblo era el séptimo en el que le había pasado lo mismo. Nadie lo tocó, así que por la tarde los cuervos salieron revoloteando de la iglesia y se comieron su carne. Y los niños les disparábamos a los cuervos con pistolas de adiestramiento y luego los enterrábamos. Es decir, que pese a todo el barbero zurdo recibió sepultura. Así empecé como sacerdote.

La monja sacó un billete de una cartera y se lo puso en la mano que se calentaba al sol.

—Bautice a la criatura y modérese, que andamos con prisa. No tenemos tiempo para estas cosas.

—Bueno, bueno..., pues que venga tranquilamente conmigo—dijo el padre sonriendo burlonamente y se dirigió delante de mí hacia el altar—. Le mojaré un poquito el pelo, pero al salir al sol se le secará en un pispás.


Ya no nos paramos más hasta que llegamos al centro, pero la monja estuvo hablando sin parar sobre la paz, como si quisiera plantar en mí una semilla. Desde la ventanilla del coche me mostraba la ciudad.

—Contempla bien estos parques infantiles, a los que, cuando llegue el momento, podrás volver—me dijo. También contemplé las iglesias y el monumento a los héroes, las centrales de energía y las fábricas, en una de las cuales podría trabajar si quería. Luego habló del país fuerte y pacífico que se extendía más allá del horizonte—. Bajo el suelo de este país, a cada paso, hay muertos, criaturita. También debajo de cada uno de tus pasos. Incluso aquí mismo, debajo del asfalto. Todos héroes, a los que tienes que agradecer que este coche se deslice ahora tan rápidamente contigo dentro.

Mientras tanto, yo, con la cara pegada al cristal, buscaba nuestra casa. Y la encontré, creo.


—Yo he intentado plantarle la semilla, pero ya ven ustedes, por su mirada, que es fácil que no lo haya logrado—dijo mi acompañante en la oficina al entregarme a mis educadores.

Fue entonces cuando la hermana más hermosa se volvió hacia mí y allí mismo, delante de los demás, me tranquilizó diciendo que en mi educación no iba a sentir la más mínima huella de violencia. Me mandaron fuera y tuve que esperar delante de la puerta. Al reunirse conmigo la hermana estaba radiante. Me condujo sonriendo a la planta superior por una larga escalera de mármol.

Más allá de las ventanas del pasillo crecía un bosque, y estaba atardeciendo. Se detuvo a mi lado. Miramos afuera y contemplé los árboles y, al mismo tiempo, la imagen reflejada de su cara.

—Qué hermosura—dije, pero tan bajito que seguramente no lo oyó.


En pocos días aprendí a leer y a escribir y, a partir de entonces, pude estudiar en una habitación aparte al lado del laboratorio, a solas. Una de las noches les pedí a quienes compartían conmigo el dormitorio que no me odiaran por ello, cogí la ropa de mi cama y me mudé arriba definitivamente. Yacía sobre dos blandos sillones arrimados cuando Adél me encontró. Me acarició, esperó a que me durmiera y no me envió de vuelta al dormitorio.


Un día no dejaron que entrara nadie en el comedor. Luego, por la noche, abrieron la gran puerta de roble y entramos a la vez en la alargada sala. El olor de nuestras antiguas comidas se mezclaba con el de la pólvora, y a lo lejos, en el fondo de la sala, en torno a un árbol conifero, había fuegos artificiales. Cuando llegamos cerca vi que de sus ramas colgaban, sujetos con alambres, unos ángeles asexuados. Sólo se oían resoplidos y crepitar de velas.

Luego sor Gizella se sentó al armonio y cantamos las canciones que habíamos estado practicando durante semanas. Al final alguien encendió la luz y nuestro director, según el orden de su lista, nos fue nombrando para que nos acercáramos. Trescientas criaturas recibimos de Dios un objeto de uso corriente envuelto.


—En Navidad los soldados cortaron con un cuchillo el pelo de todas las mujeres que se llamaban María. Luego ordenaron al zapatero que cociera engrudo, y a ser posible con rapidez, si no quería que le clavaran la lengua a la horma con una bala, y que les pegase aquellos hermosos cabellos en una barba, porque desde aquel día ellos eran el niño Jesús y defendían la patria.

»Les llegaba hasta las ingles o, a los más afortunados, hasta las rodillas, pero al final decidieron con un metro plegable quién sería el niño Jesús principal. Estuvieron toda la noche por el barrio antiguo de la ciudad soplando los tubos arrancados del órgano de la iglesia, y vomitaron profusamente sobre la nieve en honor del Coronel. El lució aquella Navidad la barba más bella, pues había sido hecha con el pelo de mi madre—concluyó Adél.

Me había seguido a la habitación y, mientras hablaba sentada a mi lado, había estado acariciándome el pelo mustio sobre la almohada. Entre los fragmentos de rocas del laboratorio también había piedras cristalizadas que refractaban la luz dibujando siete rayos sobre lo que fuese. Esas piedras me gustaban y, aquella noche, ella me regaló una.


Antes de ponérmela en la mano ya había arrastrado consigo, desde la luz de la lámpara, siete hilillos de color. Había hecho que se posaran en su muñeca coloreándole la piel.

—Muchos te hablarán de la guerra. Algunos por necesidad, otros por envidia. Te reprocharán que te la perdieras por haber llegado tarde. No te hagas ilusiones, nunca te la habrás perdido por haber llegado tarde. Pero tendrás que perdonarles.

»A los que menos habrás de creer será a los que te cuenten que fueron los estrategas de este o aquel famoso combate. Mientras tanto hablarán de la guerra como de una operación quirúrgica, como de la extirpación exitosa de un tumor. Utilizarán el plural, hablarán de diferentes guerras. Les pondrán nombres como a los recién nacidos y les asignarán un número como a las butacas de los cines. Piensa sólo que tienen miedo, y que son muy pero que muy infelices, aunque no más infelices que tú, y que nunca han inventado nada. No fueron médicos, sino sólo expertos en autopsias; no estuvieron al mando en ninguna batalla, y sobre todo nada ganaron con ello. No recibieron un perdón, sólo una prórroga hasta el próximo asalto.

»Porque guerra hay una sola. Ella es el verdadero y único patrimonio público, y en vez de desgastarse, más bien se pule cada vez más y más. Igual que a los locos, también a ella le vienen nuevos y nuevos raptos de locura. Cada vez más espectaculares y peligrosos. Serás un ser afortunado si naces entre dos asaltos, y el ser más desafortunado si sobrevives a un par de ellos; pero sólo en apariencia. Pues desde que nuestro corazoncito comienza a palpitar, ya somos portadores de ese virus. De modo que así tendrás que vivir. Te lo digo sólo para que lo sepas.

—¿Ves estos siete colores en mi muñeca? La sangre de mi amor no era roja, sino del color del arcoíris. Pero igualmente se derramó. Lo custodiaron. Lo mantuvieron en la reserva. No le permitieron partir al frente. Tampoco le dejaron verme si no era bajo vigilancia. Ocho horas para dormir, ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso. Alimentación saludable a base de verduras de diciembre robadas más allá de las líneas del frente. Por las mañanas ejercicios de rimas y ritmos con un profesor, por la tarde libre reflexión con un supervisor. Nada de olor a pólvora, nada de luz artificial, sólo plácidos atardeceres y aire puro.

»Pero en cuanto terminaron los combates lo obligaron a pasar a la acción. Fue entonces cuando renació la vida, es decir, cuando sólo en los círculos superiores no se sorprendieron de que recibiera el pasaporte. Lo confeccionaron exclusivamente para él, con mi foto al lado de la suya. Durante semanas acudieron los fotógrafos a nuestra casa.

Hacían sus fotos, las retocaban; luego los reemplazaban..., tensaban la cuerda al máximo. Total, que terminaron de confeccionar el pasaporte con una preciosa encuadernación de cuero, para que siempre que lo tocara en el bolsillo de su americana, encima del corazón, pudiera sentirse orgulloso. Y mientras limpiaban las ruinas y quemaban los cadáveres, nosotros nos fuimos a la costa del litoral enemigo.

»“Nuestro viaje ha resultado ser más eficaz que cualquier negociación”, manifestaría a nuestra vuelta. “He aquí el ramillete de sonetos de amor con el que hemos vuelto. No sólo conquistamos territorios. Con la ayuda de estos versos hemos creado las bases para educar a una generación nueva, sana y fuerte”.

»Las máquinas traqueteaban, los tipógrafos hacían horas extras, los censores no se ensuciaban las manos, y a mediados del verano salió a la luz el primer ramillete de sonetos de amor. Por compromiso, en una sola poesía hubo que sustituir mi nombre por el de la patria, por lo que el verso se alargaría en dos sílabas, pero el cambio gustó a todos los responsables.

»Eramos felices, pues cada soneto era obra, como mínimo, de dieciséis manos. Los habíamos escrito junto a nuestros amigos emigrantes debajo de las sombrillas, mientras tomábamos a grandes sorbos el famoso refresco efervescente. Hacíamos planes: si después de ese estúpido juego que se mofaba por entero de la guerra, del país y de las altas esferas, lográbamos regresar, ¿con cuál de las chicas y en qué turno me tocaría a mí fregar los platos?

»En la inauguración del primer libro de poesías del nuevo país, ante las cámaras de la televisión nacional, colocaron simbólicamente el libro en una estantería vacía; después condecoraron a mi amado. A continuación apagaron las cámaras y nos pidieron que devolviéramos el pasaporte junto con los dos billetes de tren que habíamos comprado el día anterior.

»“Son ustedes unos auténticos y vehementes picarones”, dijo el Coronel. “ Si los taquilleros de nuestros ferrocarriles estatales no siguieran atenta y cariñosamente todos y cada uno de sus pasos, resulta que ya estarían de regreso al trabajo. Escribir poesías. Pero quien mejor lo sabe es usted, joven: la poesía no es como el trabajo del sepulturero. Hay que descansar. Hay que descansar muchísimo, si no se quema uno. Echamos el bofe y, ¡ pumba!, había calidad, ya no la hay. Le queremos a usted, tememos por usted, y justamente por eso tenemos que sospechar de usted”.


Sospechaban de mí. Tanto más cuanto más se acercaba la primavera. Las semillas plantadas en mi interior no habían germinado ni por asomo. Aunque dormía en una habitación aparte, no me escaqueaba de nada. Es más, en el tiempo libre bajaba a la cocina para fregar los platos, pues era un menester que podía hacer a solas. Había puesto el cristal de Adél en el alféizar de la ventana, para que refractara la luz y no le ocurriera nada.

Era como cuando se rompió la bola plateada con que se adornan los árboles de Navidad, sólo que ahora también pasaba en las cucharas después de quitarles la grasa. En ellas me veía trescientas veces al día en mi tiempo libre. Pero si en aquella primera ocasión hubiera juntado todos los tro-citos, ahora no estaría aquí, sino estirándome por completo sobre el lado interior de una bola acristalada como una lámina, como una membrana embrionaria dentro de la cual no hay nadie, sólo la imagen deformada de quien tendría que estar en ella. Y durante el año, desde que se retiraba el árbol hasta la siguiente Navidad, podría pasarlo tranquilamente en la alacena envuelta en papel de seda. Y los de la casa ni siquiera barruntarían que el día del nacimiento del niño Jesús adornaban su árbol con una cápsula de embrión vacía. Claro que probablemente eso duraría tan sólo dos o tres años, hasta que con la excitación de abrir los regalos el niñito, o el nietecito, rompiera de nuevo mi bola y del susto se hiciese pis al no verse reflejado a sí mismo en su interior, sino a un ser completamente extraño.


Aunque pensara cosas semejantes en la cocina, en el comedor, en la habitación, en las clases y en el duermevela, sólo eran cosas que pensaba y que no me libraban de hacer nada, salvo los paseos cantados.

Ya en el segundo paseo cantado me desmayé nada más cruzar el portal. Y en el tercero me encaminé directamente a la cocina, pues pensaba que éste era el único trabajo con que podía compensarles.

No había nada de particular en esos paseos. Teníamos que ponernos el uniforme del orfanato, pero la verdad es que siempre lo llevábamos. A las ocho y media de la mañana del domingo sor Gizella se situaba al frente de la tropa, que avanzaba marcando el paso a una velocidad media de paseo, hasta que a las nueve en punto llegaba a la plaza Mayor ante el monumento a los héroes. Una vez allí, el pelotón uniformado rodeaba, siguiendo un orden de estaturas, el tanque que había sobre un pedestal; sor Gizella se colocaba delante del cañón y cantaban hasta la hora de la comida.

Pero no constituía un gran negocio. La mayoría de los transeúntes pasaban de largo y no se detenían a escuchar a los huérfanos cantores. Así que bastaba y sobraba con que se abriera cada mes y medio o dos meses la hucha limosnera sellada con la inscripción  PARA LOS HUÉRFANOS DE GUERRA Y LOS HUÉRFANOS COMUNES.


Créeme, no me desmayaba adrede. No obstante, sospecharon que fingía. Y los que se contentaban pensando que no contribuía con mi esfuerzo a los gastos de mi educación por pura terquedad eran los más benévolos conmigo. Según dos de mis educadores mi objeción se dirigía contra el monumento. Seguramente en las clases de canto sólo canturreaba, a fin de sabotear los textos patrióticos. ¿Acaso no era mi malestar permanente la más clara prueba de un comportamiento apolítico y rebelde?

Adél se las arregló para que estas observaciones no tuvieran mayores consecuencias. Sin embargo, no logró evitar que salieran a la luz dos caricaturas. En la primera aparezco actuando en solitario delante del monumento a los héroes mientras los transeúntes, agitando fajos de billetes en las manos, se apretujan alrededor de la hucha limosnera, donde se lee para los huérfanos de guerra y los huérfanos comunes . En la segunda aparezco entregando la hucha repleta a un pastelero, que a cambio me planta en la mano un enorme cucurucho rebosante de hemisferios de colores. Al lado se lee «helado» a modo de explicación, para que los que no hubieran visto jamás una cosa semejante supieran de qué se trataba.

El autor de estos dibujos era un nuevo educador muy aplicado. Como él mismo dijo, los había hecho en el nombre de los internos para el tablón de anuncios. Y si te cuento todo esto es porque uno de los dibujos resultó ser importante, si no en mi vida, sí para la del centro. Hablaron sobre su destino en varias reuniones de trabajo. El artista y su círculo argumentaban con insistencia que eran dibujos bien conseguidos, que resultaban estéticos y tenían una intención formativa. Por el contrario a Adél y su círculo les parecían completamente innecesarios, feos y demasiado didácticos, aparte de una pura idiotez. También sor Gizella, que lloró a moco tendido por considerar que los dibujos la iban a poner en ridículo, contribuyó mucho a la causa con sus berridos.

El director decidió no exponerlos en el tablón de anuncios, pero añadió que ya que los dibujos estaban hechos, sería una pena desperdiciarlos. Con un pequeño retoque podía sacarse un gran provecho de uno de ellos. Al autor no le quedó más remedio que sustituir los fajos de billetes por monedas, y así fue como, en contra de la intención del artista, pasé a formar parte de las imágenes devotas. Me fijaron con chinchetas en la entrada de la iglesia del centro de la ciudad, junto a carteles que promocionaban el buen matrimonio y el triple fruto de las bendiciones. Primero yo conmovía el alma de los feligreses, y a continuación éstos podían personarse ante el Señor para confesarse.

Y por cierto, bajo esta representación, mi aportación a la caja de los huérfanos fue mayor de lo que hubiera sido cantando a voz en cuello. El primer mes tuvieron que vaciar la hucha limosnera dos veces; posteriormente, seguro que por lo menos una vez al mes. Así fue como en el centro descubrieron lo que era la publicidad.


El profesor Angelo no estuvo nunca demasiado ligado al centro. Según supe por Adél, él provenía de la ciudad. Era una mezcla de profesor y científico de quien desde hacía décadas los alumnos de primaria aprendían lo que era la vida. Por las mañanas iba a las escuelas e impartía sus famosas clases de zoología. Generación tras generación de padres se lo disputaban para que educara a sus hijos.

Sus ingresos bien visibles procedían del negocio más próspero de la ciudad. Era el fundador y propietario del único parque zoológico que había en muchos kilómetros a la redonda. Al principio en aquel jardín sólo había animales domésticos. Mientras duró la bonanza los obtuvo a un precio irrisorio de los campesinos de frente chata.

Para prevenir posibles contagios, las autoridades de entonces sólo le permitieron instalar el parque a las afueras de la ciudad, en el bosque que rodeaba la torre del agua. Sólo una verja de madera ponía coto al territorio por el que paseaban los cerdos, los gansos y las vacas. Algunos lo recuerdan como una fiel representación del Paraíso, mientras que para otros se parecía más a un asilo de animales domésticos enclenques.

Como el profesor Angelo veía que el parque no acababa de funcionar, consiguió de un circo el primer antropoide. Bueno, en realidad lo robó. El mono, ágil y de gran envergadura, desentonaba en el edénico entorno, por lo que el profesor, el mismo día de su llegada, compró una cuerda y la ató a un árbol por un extremo y al cuello del animal por el otro. Lo hizo sólo para que los visitantes no vieran a un mono excesivamente limitado en su libertad detrás de unas rejas. Al día siguiente, lo que los visitantes del parque pudieron contemplar fue a un antropoide que pendía ahorcado, a una altura de unos cuatro-cinco metros, frente a las puertas del Edén.

Aprovechando las posibilidades que ofrecían los años de bonanza, y antes de que nadie cayera en la cuenta de su argucia, el profesor Angelo puso una demanda a las autoridades de la ciudad en pleno, alegando que éstas no estaban dispuestas a satisfacer las legítimas exigencias de la población. En el juicio, con el claro apoyo de la prensa y para gran consternación de las autoridades, consiguió jaulas y animales salvajes que las habitaran.

A partir de entonces el negocio prosperó hasta tal punto—durante la guerra, en el refugio de los sótanos muchos anhelaban visitarlo—que en poco tiempo el zoo se convirtió en un final de trayecto de la línea de tranvía más larga. Por motivos nostálgicos, Angelo siguió conservando a los animales domésticos de los difíciles tiempos del comienzo. Los cuidó y los alimentó y, de repente, obtuvo resultados maravillosos. Llegaban visitantes forasteros y grupos organizados para ver y acariciar a la vaca más longeva del país.


Por decirlo de algún modo, nuestro laboratorio escolar era opulento. Sólo los mamíferos ocupaban un corredor entero. Los más pequeños en vitrinas blancas; los más grandes, sueltos, de dos en dos. Macho y hembra, uno al lado del otro, como en la vida. Olía a productos conservantes y a polvorientas hierbas marinas por doquier.

Las escuelas normales tampoco podían quejarse, pero nosotros estábamos por encima de ellas, pues para el profesor Angelo éramos como animalitos abandonados y nos ofrecía primero a nosotros las bestias caídas de su jardín. Aspiraba a la perfección, y por eso en aquel corredor quedaban todavía unos cuantos pedestales vacíos. Lápidas funerarias prefabricadas con el nombre propio del futuro heredero y el nombre en latín de la especie, y un espacio en blanco para escribir su edad.

El que más tiempo pasó solo fue un Ursus arctos, un macho común. Gedeón, para más señas. Había llegado al zoo a partir del juicio, pero pronto fue a parar al laboratorio de nuestro centro. Y Cleopatra no lo siguió. Crió a los nuevos oseznos, concebidos con otros machos, y de ese modo dejó burlonamente vacío su pedestal durante mucho tiempo.

Hacia Gedeón tuve siempre sentimientos ambiguos. Por su nombre me recordaba a un penco,1 y esto no pegaba con la hinchazón y la tersura que le proporcionaba el relleno.

El nombre es inviolable, pensé. No se trata de que no podamos cambiar de nombre, porque sí, podemos hacerlo. Pero todos los que se lo cambian mienten. Niegan algo, engañan a alguien. El nombre primigenio permanecerá, por tanto, oculto debajo del nuevo, si bien como un secreto. En mi opinión, un oso se parece más a su nombre que a la forma que le da el taxidermista, así que antes de dejar el centro cogí un saco de patatas y unos avíos de coser y una noche despojé al solitario Gedeón de sus superfluas hierbas marinas. Aparte de Adél, creo que nadie se dio cuenta.

He aquí cómo después de aquello ya no pude llamar Gedeón a un oso pardo. Porque para ello habría tenido que vaciarlo primero de un montón de paja y eso habría disminuido considerablemente el engorde del negocio.


En resumen, que contábamos con un excelente laboratorio gracias a la voluntad del profesor Angelo. Pero mentiría si afirmara que sólo cosechaba laureles gracias al parque zoológico. Se sabía de memoria el gran Brehm, incluso conocía tres especies de insectos que éste no incluía. Fue en vano que sus enemigos presentaran pruebas afirmando que las tres especies de piojos ya eran conocidas—por lo menos los prisioneros de guerra las conocían bien, fueron ellos quienes las trajeron consigo al país—, puesto que la ciudad abrazó la causa del profesor Angelo y, según su costumbre, la prensa también lo defendió. Y aquel puñado de enemigos y de auténticos inútiles terminaron arrepintiéndose hasta de haber nacido. Se les quitaron las ganas para siempre de andar metiendo las narices donde nadie los llamaba.

Sus lecciones eran fascinantes. El mismo se proponía que lo fueran. Todas las semanas entraban en su clase otros educadores. Les encantaba sobre todo el tema de los homúnculos y el de los engendros. Menos a Adél y a mí.

Debía de ser octogenario y dictaba sus clases con guantes. Pero me di cuenta de que los llevaba de un modo diferente a como lo hacían los señores de verdad o los simples amanerados. Al final de la primera clase me llamó para que me acercara y me acarició, con guantes y todo, y se regocijó conmigo. Como se regocijaba con cualquiera a quien podía enseñar y que jamás le olvidaría.

—Os quiero mucho, sobre todo a vosotros, pequeños animales abandonados—dijo, y aún llamó al menos a tres más para prodigarles sus caricias. Desde entonces le odié.


Me sentaba lejos de él, en la última fila de bancos del anfiteatro, desde donde no veía bien pero lo escuchaba todo, porque hubo un tiempo en el que sólo le odiaba a él, y no lo que decía.

Cuando ya habíamos madurado un poco más, apareció con un conejo, y la clase entera se acercó más a él. Yo también. Era un simple conejo gris que, por su tamaño, debía de ser adolescente. Lo metió en un acuario, sobre la mesa, y poco a poco aconteció lo que el profesor Angelo venía diciendo desde hacía media hora. Empezaron a aparecer unas bolitas oscuras que fueron multiplicándose cada vez más en el recipiente. No me sorprendió. Su éxito fue aun mayor cuando hipnotizó a una vieja gallina.

La noticia se propagó, y después del descanso se presentaron casi todos los empleados del centro. Para entonces el conejo ya se orinaba, se empinaba, rasguñaba el vidrio, y en la antigua aula comenzó a oler mal. El profesor Angelo cogió de la estantería con la etiqueta de peligroso la botella de éter, empapó con él un trocito de algodón y se lo echó al conejo; luego tapó el acuario con el diario de clase para impedir que le llegara más aire. Fuimos testigos de la ralentización de los movimientos del conejo.

—¡Mis queridas criaturas! El conejo duerme ya profundamente—dijo unos instantes más tarde, y se quitó los guantes para ponerse otros de goma más ligeros. Tenía garras. Eran negras.

Cuando volví en mí habían aparecido bisturís, tijeras y algodón, y desde los dos lados de la mesa mis educadores tiraban de las patas de un animal dormido.

—¡Mis queridas criaturas! Les puedo asegurar que el animal no está sufriendo. Como les he dicho, el animal duerme. La ignorancia es brutal; el conocimiento, en cambio, es caritativo. Esto es todo lo que distingue el empalamiento de la silla eléctrica, a la criatura de la persona madura en la que no tardarán mucho en convertirse ustedes. Nosotros no comulgamos en el altar del conocimiento aplastando con un pedrusco la cabeza de un pollo alevosamente rapiñado en la parte trasera de la casa. Todo el mundo ve bien, ¿no es cierto? He aquí su caja torácica. Y hasta ahora no ha corrido ni una sola gota de sangre. El saber no embadurna. Bien, ahora el algodón, por favor. Lo que ven en este instante no es otra cosa que su corazón. Bombea. Funciona. Envía sangre al cerebro soñador. Más algodón, por favor. Ahora efectuaremos la resección. Esto ha sido todo. Muchas gracias.


Estaba dibujando el cuervo, y precisamente me hallaba bregando torpemente con sus ojos, que al final quedaron blancos, tan blancos que me vinieron a la mente Eberhart, los montículos de tierra y los dos leones junto a la orilla del lago que oteaban permanentemente los tejados de las casas de enfrente, es decir, que en el fondo me resistía a reproducir la mirada de un pájaro disecado, cuando el mismísimo director vino personalmente a buscarme y mientras la clase permanecía en pie, le pidió permiso a sor Auguszta para que me dejara salir por un asunto importante.

Sor Auguszta nos enseñaba a expresar «nuestros pensamientos y sentimientos» con la ayuda de líneas, sombras y colores. Prácticamente sólo con las dos primeras, puesto que el color era un caro tesoro en el centro. Aunque una vez pintó delante de la clase con acuarelas, pero todos los colores se corrieron en el papel y el agua en el vaso se volvió gris moho, y esta demostración permaneció viva en nuestra memoria como un recuerdo sospechoso, y mermó considerablemente la reputación de sor Auguszta, que, por otra parte, tampoco es que fuera muy buena.

Esta reputación se quebraba dos veces por semana. Los martes y los viernes. Por alguna gran culpa antigua, en cada una de sus clases alguien la dibujaba, lo que sin duda equivalía a ciento cuatro dibujos al año, porque en los orfanatos no había vacaciones. Ciento cuatro veces al año sor Auguszta andaba al acecho, preguntándose quién sería esta vez; le arrancaba el pliego y lo arrugaba avergonzada, retrocedía dos pasos y, ya al límite del llanto, se paraba.

Generalmente esto ocurría hacia la mitad de la clase. Al final el dibujo, ya alisado, había ido a parar a su carpeta, y de allí pasaba a su colección. Los coleccionaba de un modo maniático. Aparte de esto, jamás tuvo comportamientos extremos. Ni lloraba ni soltaba carcajadas, sino que lagrimeaba o sonreía moderadamente en momentos excepcionales. En mi opinión no había nada en ella que pudiera dibujarse. Ni siquiera era capaz de ser verdaderamente fea. Era como ese memorable ser humano de los libros de texto. Yo siempre pensé que de existir el camino del dorado término medio, ella lo tomaría. Pasearía arriba y abajo por él. Y sólo lo abandonaría los martes y los viernes por estos dibujos, para, a pesar de todo, dejar su huella después de muerta.

Sobre sor Auguszta no pensaba decirte ni una palabra. Y, sin embargo, ya ves, sin pecas y con la cara límpida, dejó su semilla, por endeble que ésta sea.

Estaba dibujando el cuervo, y precisamente me hallaba bregando torpemente con sus ojos, que al final quedaron blancos, cuando el director vino personalmente a buscarme. Cogiéndome del brazo me llevó a la oficina, y una vez allí, sin soltarme, me dijo:

—Comienza una nueva época en la vida del país, y con ella también en la tuya. Necesitamos a nuestros bailarines famosos. Esta mañana me han informado de que tu abuelo va a ser el primero a quien van a rehabilitar. Lo que pasó, pasó por culpa de dirigentes que fácilmente se dejaron inducir a error, dirigentes que recibirán su merecido castigo. O que ya lo han recibido. ¿Quién sabe? Estamos orgullosos de ti, criatura. Ahora vete; pronto te informaremos de todos los detalles.

Proseguí mi dibujo allí donde lo había dejado, en los ojos del cuervo. Utilizaba sólo la goma para que fueran cada vez más blancos. A mí jamás me habían rehabilitado, y yo tampoco había rehabilitado a nadie. La verdad era que no sabía el significado de aquella palabra, por lo que realmente sentí que se operaba un cambio en mi vida.

Los educadores se sentaban en una mesa aparte, sobre una especie de tarima, para poder ver a quienes «comían incorrectamente a propósito». Era como el mecanismo de un perpetuo reloj viviente. Todo el mundo al mismo ritmo. Primero las cucharas iban al plato, después a la boca. Un, dos, tres y a tragar. Y todo se oía.

Hubo un tiempo en que jugué a retardar medio compás el engranaje de este implacable reloj. Observaba cómo se acoplaba poco a poco, pieza a pieza, a mi nuevo ritmo. En los días más favorables logré alterar, durante un minuto y medio, el compás de más de trescientas personas, pero nunca saqué un gran provecho de ello.

De pronto no pude tragar. Me había desacompasado. Desesperadamente di golpes en vano. Tampoco tenía ya la seguridad de que Adél supiera el verdadero significado de aquella palabra. Aparte de que no la encontré. Un educador se había sentado en su sitio sin que nadie le dijera nada. En mí crecía la certeza de que sacarían a Eberhart de la caja, le echarían perfume para que no oliera mal y le instalarían algún tipo de mecanismo para hacerlo bailar hasta que el país lo necesitase.


Subí a mi habitación y me dormí inmediatamente a causa del miedo. Sentía que dormir era lo más seguro ahora que andaban rehabilitando a todo el mundo. Me despertó Adél.

—No tengas miedo—dijo—. He arreglado tus asuntos. He pedido hora para el sastre.

Le pregunté si sabía qué iban a hacer con Eberhart. Respondió que sí, que lo sabía. Iban a desenterrarlo y a llevarlo a otro cementerio más pequeño pero mucho más famoso. Quizá lo enterraran junto a su amada. Porque en este país, por motivos de seguridad, a los artistas los ponen en un cementerio especial. E instalan además una casa museo en su recuerdo. Y cientos y cientos de personas, por todas partes, adoptan medidas para que en el aniversario todo resulte perfecto y conmovedor.

—Pero si ni siquiera saben cuándo se murió exactamente—dije.

—Lo saben. ¿O es que crees que alguien va a dudar de la fecha? ¿Crees que los antiguos habitantes de vuestra casa saben lo que está ocurriendo? ¿Los vecinos? ¿O el médico? ¿Que no lo sabe el médico? ¡Porsupuesto! ¿Noestaba a su lado cuando tu abuelo murió? ¿Crees que el discurso que se oirá por los altavoces no será de agradecimiento, por mucho que tú, por casualidad, digas cosas diferentes por el micrófono? Asistirás a una acción de guerra preventiva, pero aún eres menor de edad y eso te eximirá delante de todos. En cambio, el texto que ya están preparando los expertos, tendré que enseñártelo yo. Ahora están rehabilitando a todos los bailarines, pintores, poetas, acróbatas..., a todos aquellos a los que el pueblo recuerda. Si la acción de guerra preventiva sale bien, la revolución será pequeña y se podrá sobrevivir.

—Entonces no me equivoqué demasiado.

—¡Qué va! Sólo que no va a ponerse a bailar—dijo Adél para tranquilizarme.


En el centro de la ciudad hizo parar el coche, le dio dinero al chófer y lo mandó sentarse en una pastelería. Pensé que entraríamos en la iglesia donde me habían bautizado, pero pasamos por delante sin detenernos.

—Hay también otra clase de iglesia—dijo Adél—. Ahora nos dirigimos a otro edificio que está más allá, donde aparentemente sólo se ocuparán de tu cuerpo. No obstante, el resultado será maravilloso: será el único traje perfecto que pueda confeccionarse para ti. El día que te quede pequeño te causará mucha pena. Irás de taller en taller, pero los sastres tan sólo te harán un gesto negativo con la cabeza.

»Pero a partir de ese momento no lo vas a necesitar. Se tratará meramente de la dificultad que tenemos para renunciar a nuestra juventud. Quizá lo puedas guardar de recuerdo, o hacerte un pañuelo con su suave tela. Yo lo cambié por éste, negro y blanco.


—Tú serás la última persona a quien le cosa un traje—manifestó Benjamín mientras me desvestía para que pudiera tomarme medidas detrás del biombo que representaba la Caída del Imperio de los Cisnes—. Lo hago exclusivamente porque me lo ha pedido Adél. Para ella confeccioné uno de los más importantes trajes que haya hecho nunca, mucho antes de que tú nacieras. Este será su único descendiente. No podría empezar otro, ya estoy viejo.

»No hace mucho, después de bajar el cierre metálico y subir a mi habitación, tuve un sueño: “Por la noche la flora invade los antiguos talleres de los sastres ”. Todos los sueños tienen un título. Empezaron a brotar profusamente maniquíes decapitados, los alfileres parecían arbustos lozanos y las hierbas salvajes invadían el terciopelo. Mi máquina de coser traqueteaba igual que un tren dentro de un túnel, aunque yo ni la tocaba. Estaba haciendo el dobladillo de una sábana blanca. Yo, como sastre, tengo que saber con exactitud lo que significa un sueño como éste.


Estaba a los pies del árbol más viejo. Caía la tarde y el otoño comenzaba. «Pinaceae, Abies cephalonica\ Abeto griego. Su patria: Grecia». Este tampoco es de por aquí, pensé para mis adentros.

—Hoy cumples nueve años—dijo Adél al encontrarme—. Te he traído unos regalos. Primero: tu traje ya está listo. Se avecina un mal otoño y aun así pasarás frío en el camino. El otro es este reloj. No es antiguo, ni tampoco un recuerdo, ni tan siquiera fue de nadie. Acabo de comprarlo en la tienda. Porque en breve tendrás que empezar a fijarte en el tiempo. Por ejemplo: dentro de poco partirá tu tren.

Miré con desconfianza los dos extraños objetos. De alguna manera tenía la impresión de que no eran regalos normales.

—Busqué a Engelhard.

—¿Quién es Engelhard?—pregunté.

—El fotógrafo de un balneario. El hermano menor de tu abuelo. Firmó el papel. Te reclama. Trabajarás como ayudante en su estudio.

—¿Y por qué me reclama? ¿Y qué significa que cumpla años? ¿Y qué es eso de que tengo que fijarme en el tiempo? ¿Por qué me has entregado?

No gritaba. Se lo preguntaba en voz muy baja. Ella se encontraba sentada frente a mí sobre la hierba, tan cerca como Dios, y, sin embargo, me había entregado.

—No te he entregado, pues no me perteneces. Lo busqué para preguntarle si quería sacarte de aquí, y te saca. Porque aquí va a morir mucha gente. La rehabilitación de tu abuelo se está postergando. No tengo nada que enseñarte, nada tienes que aprender, y aquí no podría cuidar de ti. He visto cosas semejantes. No existe ese orfanato sobre el cual no tiren caramelos envenenados los aviones de la Cruz Roja. Va a haber una revolución. Te pido por favor que te vayas. La matanza va a ser como lo son todas en ocasiones así; después volverás.

Le pedí que, en ese caso, también ella viniera conmigo al balneario. Que también ella esperara allí, a mi lado.

—Ahora no eres tú quien más va a necesitarme—dijo. Y lo comprendí, porque me quería.


El tiempo que me quedaba lo dediqué a dos tareas. Corregir la deformidad del oso y hacer un dibujo decente de sor Auguszta. A Gedeón lo perfeccioné de la manera ya descrita, y a la hermana la dibujé durante la cena, con un triángulo rojo en el sitio del corazón, que a falta de colores tuvo que ser en blanco y negro. La esperé en el pasillo.

—Sé que me voy a ir—le dije al entregarle el pliego. Lo escudriñó con los ojos entornados, dio luego tres pasitos hacia atrás y no se paró al límite del llanto. Rápidamente proseguí mi camino. Ojalá no se hubiera empeñado en que dibujáramos cuervos, pensé en mi fuero interno.

Antes de acostarme rastreé los recovecos de mi desarrollo intelectual. Los metales, Newton: gravitación, el final de los invertebrados, el principio de los vertebrados; Euclides: n ° axioma; el cuervo, el principio del medioevo, el Infierno de Dante, La Ultima Cena. En este punto mis estudios llegaban a su fin. No era mucho, pero suficiente para un balneario. Después de la revolución los complementaría.

Le dije a Adél que antes de irme me gustaría ver la ciudad. Hasta ahora no había visto mucho de ella. Sólo por curiosidad. Volverán a destruirla a tiros, ¿verdad? Me prometió llevarme. A pie, dando un paseo, porque en unos días eso ya no sería posible.


El calor que todas las mañanas se escapaba por la puerta de la panadería de la parte baja de la ciudad deshacía la niebla de la madrugada. La convertía en una gran charca. Al día siguiente estaba allí el pavo, en mitad de esa charca azul, igual que una maldición. Fue el cartero el que lo vio primero. Después el médico, a continuación el lechero. Así que a las ocho, para cuando la niebla se había disuelto y ya las tiendas habían abierto, todo el mundo lo sabía.

La muchedumbre fue concentrándose en uno y otro extremo de la calle. Para cuando llegamos allí Adél y yo, ya debían de ser varios cientos. Algunos llevaban prismáticos, que, conforme llegaban más personas, pasaban de mano en mano para que todo el mundo pudiera hacerse una idea exacta de la situación.

Allí estaban todos aquellos transeúntes para los que yo nunca había cantado, y todos los personajes secundarios de mi vida hasta entonces. Estaba allí el afilador buscando trabajo, estaban allí los hombres de la casa que me habían dado patadas y que también buscaban trabajo, y también estaban allí el cura y el profesor Angelo, buscando trabajo a su vez. Y las autoridades de la ciudad, que no habían tenido más remedio que dotarle de un parque zoológico, y los jueces y la prensa que habían coadyuvado a esa dotación.

Y algunos uniformados entre los civiles, y un poco más lejos algunos civiles entre los uniformados. Y ahora, además, Adél y yo, sólo faltaba Benjamín, el sastre. El ya había soñado con esto, y un sastre tenía que saber lo que significaba un sueño como éste.

Me fijé en el tiempo. El ave no se movió hasta el mediodía. Entonces empezó a correr, luego se elevó y voló hacia la torre del agua.

—¿Saben cuándo fue la última vez que hubo un pavo en esta ciudad?—preguntó a la gente el profesor Angelo—.

¡Porque en el zoo no hay! ¡Fue cuando el Coronel mandó a los gitanos traer trescientos de ellos! ¡Aquí hay personas que todavía lo recuerdan! Prometió cinco osos por el lote, sólo que tenían que ser machos y fuertes, porque con ellos quería formar un tiro de trineo para su amante. A continuación se sentaron detrás de los pavos uncidos de diez en diez y le echaron una carrera al tranvía. Y el conductor sabía que si quería hacerlo bien, tenía que dejarse ganar, y así los gitanos también obtendrían los cinco osos para hacerlos bailar, puesto que habían traído pavos machos y fuertes.

»Y casi toda la ciudad se divirtió pacíficamente por las calles, hasta que el Coronel pilló una buena curda. Entonces arreó a los pavos hacia la plaza mayor, justo hasta el lugar del monumento a los héroes, desgarró el vestido de su amante y mandó a sus soldados que la vistieran con las plumas arrancadas de los pavos. Mientras, una tras otra, fue mordiéndoles el cuello a cada una de las trescientas aves. La nieve estaba toda cubierta de carroña, de carne humeante y cuajarones de sangre, y la muchacha allí gritando de placer sobre el trineo, debajo de sus calientes plumas de pavo.

»Nuestro pueblo tenía miedo y bebía. Bebía junto al Coronel. Y durante cuatro años no dejó de embriagarse. ¡Está a punto de acontecer un milagro, señores míos! ¡ Lo que hemos visto es un aviso de que ese milagro se está acercando de forma inminente!


Por la tarde me encontraba en el patio a los pies del viejo árbol. En algún sitio dispararon un cañón que hizo temblar la tierra y que también me hizo temblar a mí. Acontecía.

El milagro duró tres días. Había gente que mataba, otra que comía y otra que emigraba. Después de que todo terminase, modificaron las leyes relacionadas con el matar, el comer y el emigrar.


Tú ahora estás esperando aventuras, emociones. Pequeñas truculencias revolucionarias. Pero en ocasiones así esas cosas no pasan. Lo que ocurre tan sólo es vergonzoso.

Adél avanzaba precipitadamente. Daba empujones. Me gritaba para que me apresurase. Nunca la había visto tan nerviosa. Habíamos metido todas mis pertenencias en una pequeña maleta de mano y corríamos hacia la estación con la esperanza de llegar al tren de la noche. No lo conseguí.

Podía oírse avanzar la Masa desde las fábricas; eran las mismas fábricas adonde la monja que me había ido a buscar un año atrás pretendía que yo fuera a trabajar. Un ruido de semillas germinando en los corazones. Por eso a veces las ventanas se estremecían.

—Ven, si quieren disparar a la iglesia, seguro que dan en el blanco. Y si no, tampoco habrá un solo disparo alrededor. Vamos donde Benjamín. Ahora es el sitio más seguro.

Este era un cálculo semejante al que había hecho yo hacía tiempo sobre los gatos, pensé. Sólo que sonaba mejor. Pero preferí no decir nada. Corrimos a toda velocidad. Aunque no pesaba, me cogió la maleta. Y logramos llegar a la plaza unos minutos antes que la gente.

Benjamín estaba en su taller, sentado a la máquina de coser y escuchaba un programa musical.

—Están poniendo can-can—dijo—. Hasta ahora no me gustaba, y mira tú, ahora me gusta. Uno puede seguir evolucionando aun siendo un vejestorio.

—Benjamín...—dijo apenas Adél.

—No, no, sólo preste atención. Es bueno, de verdad.

Ayer a estas horas había noticias, ahora, en cuestión de minutos, ha mejorado el programa. ¡¿Qué más cosas nos tendrán reservadas?!

—¡ Benjamin, se lo suplico, baje la persiana! —gritó Adél a voz en cuello. El viejo apagó la radio para que nadie tuviese necesidad de gritar.

—Descartado, hija mía. No se puede. Vidrieros habrá todavía, pero ¿quién me hace hoy una persiana como ésta? Aunque si la quieren romper, de todas formas la romperán. La fuerza de la costumbre es muy grande. Además, ¿quién iba a creerse que después de setenta años, justo ahora me he tomado vacaciones? Vamos, suban a la habitación, porque estaría mal que algunos vieran a Benjamin con una monja y una criatura. Además, desde allí arriba la vista es mejor. Vayan poniéndose al corriente a sus anchas. Yo camuflaré la subida con la Caída del Imperio de los Cisnes. Es lo que corresponde.

Era verdad que la vista era buena. Enfrente, a la altura de la ventana, todavía estaba en su pedestal el monumento a los héroes.

—¿No será que hay sesión de canto?—pregunté y, en respuesta, Adél casi me abofetea. Pero no llegó a hacerlo. Nadie cambia tanto. Su gesto quedó en suspenso y su mano, cambiando de intención, me abrazó. Teníamos miedo. Eramos pocos.


Fuera estaba oscureciendo y la Masa se volvía cada vez más densa. Hablaron varias personas por los altavoces, pero yo no los conocía. Luego habló el profesor Angelo.

—Yo ya he envejecido, y enseguida me iré a casa, pero en mi alma estoy con vosotros. Espero haberos enseñado qué es la vida—dijo.

Y antes de que pudiera irse a casa, sus alumnos ya estaban arrastrando a través de la plaza a un profesor que había contribuido a erigir el monumento. Adél no me dejaba acercarme a la ventana.

—Tengo curiosidad—respondí—, también me enseñó a mí. Le vi hacer una demostración con un conejo.

La Masa tenía una cuerda muy larga. En un extremo hizo un lazo e introdujo en él el cuello del hombre. Luego la lanzó por encima del cañón del tanque, la agarró por el otro extremo y empezó a tironear a un mismo ritmo. Un tirón, un descanso, silencio. Un tirón, un descanso, silencio. El cuerpo del hombre brincaba hacia arriba y hacia abajo entre la Masa y el tanque. Silencio no había, pues podía oírse cómo germinaban con rapidez las puntiagudas espigas de las semillas plantadas en los corazones. Un tirón, un descanso, silencio. Tardó mucho tiempo, pero al final sucedió. La cabeza se desprendió del cuerpo y una enorme cantidad de sangre salpicó a la Masa igual que un fuerte chaparrón empapa un campo sembrado.

Fue como lo que yo había hecho con el pollo. Adél ya estaba curtida. Yo, en cambio, pensé que no sobreviviría a aquello.


Después de los acontecimientos apareció el cura que me había bautizado, como si no tuviera nada que hacer, y ese mismo día se vio clara la situación. A saber: había revolucionarios y había contrarrevolucionarios. Además: según los contrarrevolucionarios, los revolucionarios eran los contrarrevolucionarios, mientras que según los revolucionarios, los que eran contrarrevolucionarios eran los contrarrevolucionarios. Además: según los revolucionarios, no habría que fusilar a los contrarrevolucionarios como a perros pestilentes si no se autodenominaran revolucionarios y no fueran fusilando por ahí a todos los contrarrevolucionarios; por otro lado, según los revolucionarios no es que ellos fueran por ahí fusilando a todos los contrarrevolucionarios, lo que pasaba era que éstos iban por ahí afirmando ser los revolucionarios, lo cual era ya lo bastante grave como para fusilarlos a todos como a perros pestilentes. Además: el que le dice a un revolucionario que no es que él sea un contrarrevolucionario, sólo que no es un revolucionario, ya es un contrarrevolucionario; igualmente es un contrarrevolucionario aquel que dice que no es que sea un revolucionario pero tampoco un contrarrevolucionario. Y además: da absolutamente igual lo que le diga uno que no es revolucionario a un revolucionario, puesto que éste lo va a matar de un tiro; y también da lo mismo lo que luego el revolucionario le diga a otro revolucionario, porque también éste acabará matándolo de un tiro; lo que basándonos en lo anterior, resulta casi natural.

A todo esto, el cura que me había bautizado manifestó que él no tomaba posición, aunque tampoco iba a decir que no fuera un revolucionario, ya que él estaba por encima de estas cosas, que quizá él fuese el único aquí que sabía la verdad, que el único revolucionario era el propio Hijo de Dios, que también estaba por encima de todo eso; Benjamin no le contestó. Luego dijo también que él no temía a nadie, porque había bautizado tanto a los contrarrevolucionarios como a los otros, y que si teníamos problemas le avisáramos tranquilamente, porque él nos ayudaría, siempre y cuando no peligrara su seguridad.

—Qué suerte que yo no haya bautizado a nadie—dijo Benjamin después de que el cura se hubiese ido—. Por otra parte, a su manera, lleva razón.


Aquella noche, a mis nueve años, decidí no matar nunca a nadie. Mi decisión era acertada, pero no es seguro que fuera gracias al método empleado por la Masa. Aunque de todos modos sólo era la decisión de una simple criatura.

En el sofá, al lado de Adél, me dormí, mientras apretaba con fuerza el único objeto inútil que poseía, un cristal de sal.


La iglesia está todavía lejos y casi hundida en la roja hojarasca. Se halla completamente inundada de sol. En el sendero de la hoyada, de pie, hay una mujer. Acarrea cubos de pintura en las manos y en los brazos lleva unas cuerdas mojadas, probablemente acaba de lavarlas y ahora las lleva a secar. Me parece que será mejor que se lo pregunte a ella.

—Esto son cubos de pintura y esto, unas cuerdas mojadas que ahora llevo a secar—contesta.

—¿Dónde podría encontrarla?—le pregunto de nuevo.

—Si la llamaron aquí, lo más seguro es que la encuentre. Yo estoy aquí por casualidad. Perfectamente podría estar en otra parte, y entonces no podría usted contar con mi ayuda. Ni siquiera tendría la posibilidad de pararse a descansar conversando conmigo. De todos modos, usted no ha sido capaz de resistirse ni a la más mínima esperanza de ayuda, y eso, desde su punto de vista, resulta una desgracia. Seguramente usted cree que no es casual que yo estuviera aquí. Pero decídalo usted. Y ahora me voy, tengo cosas que hacer.

Me quedo mirando durante un rato a la mujer que se aleja. Qué trabajo tan superfluo, pienso, pues nadie va a ponerse a examinar si las cuerdas están limpias o sucias. Pero es verdad que he cometido un error al dirigirme a ella, porque no ha hecho más que fastidiarme. Seguro que no estaba aquí por casualidad.

La iglesia está prácticamente vacía. En el techo hay una única pintura al fresco; debajo de un andamio, unos retazos de revoque por el suelo. En la pintura se ve un compartimento de tren con dos monjas sentadas frente a frente y entre ellas una tina llena de agua ensangrentada en la que lavan un revoltijo de largas cuerdas. Al otro lado de la ventanilla, en el andén, veo a Adél. Es cierto, ha sido una tontería preguntarle a esa extraña, pero pese a todo ella está aquí, pienso, y si me acerco más seguramente advertirá mi presencia. Me encaramo al andamio, es más fácil de lo que me esperaba, pero en cuanto llego cerca del fresco una de las monjas me agarra por el brazo y, de un tirón, me alza y me sienta a su lado.

—Por fin has llegado. A partir de ahora trabajarás igual que nosotras. ¿Está claro?—dice y me enreda en las manos una enorme cuerda mojada—. ¡Escúrrela!

Miro a Adél con desesperación, pero ella no se inmuta. Y el tren da un tirón. Veo entonces que el revoque de la parte donde pintaron se está agrietando. Se está desprendiendo en pequeños fragmentos y precipitándose al suelo de la iglesia, ante el altar.

Al despertar me doy cuenta de que tengo el puño vacío. Cruelmente vacío, y que la funda del sofá está empapada de un líquido salobre. En realidad, lo que ha ocurrido es que, mientras soñaba, el cristal se ha derretido entre mis dedos. El cristal que, aunque de forma imperfecta, refractaba la luz.


La revolución se apresura. Casi, casi se precipita. Se acom-pleja ante la cómoda y pletórica Guerra. Las calles se ensucian en cuestión de minutos. Caballos muertos, personas fusiladas, latas de conservas vacías después de que hayan devorado su contenido. Antes del bloqueo de los tanques: vehículos con emigrantes. Después del bloqueo de los tanques: vehículos destrozados y pedazos de carne tibia. No entiendas esto como si ahora me propusiera negar el desarrollo social. Pero también yo me hago preguntas. Por ejemplo ésta: ¿para quién trabaja?

Seguro que Dios podría ser abatido con un mortero ocasionalmente. Y si pudiese ser abatido ocasionalmente, entonces también podría ser abatido en cualquier momento. A mí me basta con esto. He llegado a la edad adulta y lo digo así. Sencillamente porque el desarrollo implica que nos encante expresar bien estas cosas.


Entonces no tuve tiempo. Entonces quería mucho a Adél y quería cada vez más a Benjamín. Y cuando ya les quería lo suficiente, entraron tres revolucionarios de uno de los bandos y exigieron una bandera.

Estábamos arriba en la habitación. Teníamos miedo y aguzábamos el oído. Benjamín dijo que sólo tenía tela blanca, y que probablemente no sería apropiada para el caso.

—¡Cerdo!—aulló uno de ellos—.Volveremos por la tarde.

Cuando bajamos, el viejo estaba sentado a la máquina. Adél le suplicó que eso no, que eso era lo único que no podía hacer. Que prefería coserles la bandera ella misma. Y que si hacía falta, pintaría un escudo, pintaría en ella hasta al mismísimo Dios si era necesario, pero que él no hiciera eso, porque no sobreviviríamos.

—No hay otra posibilidad, hija mía. La tela inglesa negra no se la doy por principio. Esta, en cambio, al menos les servirá para vendas. El tricolor infecta las heridas—dijo, y siguió haciendo el dobladillo de la bandera.

Fuera trabajaba la Masa. Estaban haciendo un camino con sacos de arena y adoquines delante del monumento, después lo abastecieron de combustible y el monumento a los héroes se puso en marcha. Majestuoso destronamiento. Otras estatuas había que fundirlas primero. Además, el monumento a los héroes funcionaba casi perfectamente. Sólo que no era posible conducirlo, ni frenarlo, es decir, que una vez bajado del pedestal no podía evitar ni a los vivos ni a los muertos, ni siquiera la concurrente carnicería que se encontraba justo enfrente.

Mientras tanto Benjamin cosía. Luego llegaron el cura y el sacristán, al que no había visto hasta entonces, y un hombre algo trastornado con una ametralladora de barrilete, a quien no conocíamos. Nos hicieron una oferta sorprendente. A cambio de una suma insignificante, el hombre armado nos sacaría del país por cualquier frontera; también aceptaba objetos de valor. Benjamin dejó de coser y, en la medida que la infamante situación se lo permitió, permaneció tranquilo aunque muy serio. Adél y yo creíamos que iba a echar a los tres a patadas de allí.

—Coja usted a la criatura y márchense—le dijo en cambio a Adél—. Ya me enviarán una postal desde el mar para mi colección.

—No—respondió Adél, y logró pronunciar el «no» de tal manera que nadie se atrevió a llevarle la contraria—. Y a usted, padre, por educación, le digo alabado sea Dios y buen viaje.

Parecían muy ofendidos. Antes de irse, el cura todavía refunfuñó unas palabras, algo así como que le habría gustado dejar allí las llaves de la iglesia pero que a personas así era mejor no confiarles nada.

Sin decir palabra, Benjamin volvió a sentarse a la máquina de coser.

—Ya quise irme una vez—dijo Adél—. Y después no me quedó más remedio que quitarme su vestido. Lo recordará.

—No tiene por qué dar explicaciones. Yo les he propuesto que se fueran porque me parecía lo mejor. Si usted ha dicho que no, será porque le parece mejor quedarse. Es muy simple. Sólo lamento lo de la postal.


Por la tarde la bandera estaba terminada. Vinieron a buscarla. No advirtieron que Adél me daba un tirón para esconderme detrás del biombo.

—¡Cerdo!—aulló uno de ellos cuando Benjamin les entregó la tela blanca doblada.

—No es un cerdo. Es una víbora—determinó el otro. Les observábamos a través de la ranura de la mampara, conteniendo la respiración y con el corazón helado. Eran tres, uno de ellos casi un niño. Como si un animal salvaje lo arrastrara con una trailla, así tironeaba de él su lanzagranadas—. Te arrancaremos el colmillo venenoso—prosiguió—. ¿Vale?—le preguntó al niño.

—Ujum.

Agarraron a Benjamin y le ataron las manos a la máquina de coser. Luego le metieron una granada de mano en la boca, buscaron un cordón en la caja marrón y ataron una punta al seguro de la granada, la otra al picaporte. Al salir cerraron la puerta de golpe.

Me dije que deberíamos habernos tirado al suelo. Adél me cogía de la mano, lloraba en voz muy baja y contaba. Y yo miraba al viejo por la ranura del biombo. Sentado junto a la máquina con la granada empotrada en la boca, parecía estar dándole un gran mordisco a una extraña y helada fruta de metal. De un modo un tanto torpe, no como es debido.

No pasó nada. Adél me soltó la mano. Se acercó al viejo, le quitó la granada de la boca y lo desató.

—Pues ni siquiera he rezado—dijo Benjamin—. Se me ha olvidado.

Y entonces irrumpió uno de los hombres. «¡Eres una mierda! ¡Serpiente!», aulló, y llevado por la cólera acribilló a Adél, a Benjamin y a todos los maniquíes.

La revolución duró un día más. Ésa fue la época de mi vida en que pensaba que Dios tenía tres colmillos de oro que mostraba sonriendo con socarronería.


¿Sabes?, a quien vive la orfandad dos veces, le pasa lo que a Lázaro. El murió dos veces. Si quisiera, podría seguir recreando esa historia, si fue por El o por culpa de El por lo que falleció doblemente el pobre Lázaro, pero no quiero hacerlo, porque al analizarla sólo hablaría mi envidia. Porque al menos él estaba a Su lado. Quizá a veces hasta se divertían juntos, cosa que no podría decirse de mí. Yo no he sentido ni una sola vez que estuviéramos uno al lado del otro. Y cuando pasa de nuevo una cosa así, difícilmente puedes achacarlo a la casualidad. Ahora estoy hablando de cosas pecaminosas. Más pecaminosas que el descreimiento. De que entonces habría diseñado clavos de extrañas formas, y en gran número.


Hacía un día que había terminado la revolución, pero todavía no había nada en su lugar. Todo aquel tiempo era como una tierra de nadie. Y yo encajaba perfectamente en él. Estuve de pie y sin moverme durante dos días con sus noches, tal y como Adél me había dejado, en el más completo desamparo.

Después, la noche siguiente, entraron a hurtadillas un hombre y una mujer. Ya debía de haber el mismo olor que junto a la orilla del lago, en aquella habitación de antaño, cuando Eberhart llevaba dos días sentado en su sillón como simple materia, y cada vez olía peor, y al descomponerse su cuerpo efectuaba minúsculos movimientos que estaban más allá del baile. Pero debía de oler igual en otros talleres, porque a esos visitantes no pareció llamarles la atención. Aguzaron el oído, encendieron la linterna, apartaron a Adél y Benjamín de la máquina de coser y se llevaron ésta en un pequeño carretón de dos ruedas, no muy lejos, porque volvieron enseguida. En el carretón cabían muchas telas, aparte de que sabían embalar muy bien. Poco a poco en el taller no quedó nada más que Adél, Benjamín, el biombo y yo.

No eran muy habladores. Se entendían por señas. Sólo en el último viaje, cuando alzaron el biombo, la mujer se puso a chillar con su voz simple y fría. El hombre la increpó para que parase. Rara vez puedes ver un cadáver de pie.

Y mira que es una criatura bien bonita. Seguro que nos traerá suerte.

Primero ataron el biombo de los cisnes al carretón, luego, a modo de despedida, se acercaron para mirarme y para que les diera todavía más suerte. Quizá me moví. O me dio un vuelco el corazón.

—¡ Vas a espantar a la madre que te parió! —aulló el hombre, y me dio un bofetón tan tremendo que me tiró al suelo entre los maniquíes acribillados. Sobre ellos cayó la sangre que manaba de mi nariz.


Para recompensarme por los enseres robados me llevaron consigo a fin de devolverme al día siguiente al centro, en caso de que todavía existiera. Concluyeron que no podía ser sino la criatura bastarda de esa monja o algo semejante. Al menos se olvidaron de saquear la habitación.

Vivían cerca, en una planta baja de una calle más pequeña, y es probable que conocieran al sastre, aunque eso sólo podía suponerlo. No hablé con ellos. Al parecer también habían saqueado su piso mientras permanecían sentados en el sótano. De ahí que hubieran convertido en alfombra el tapete del altar y hubieran usado los restos de las telas inglesas de Benjamín para sustituir los cristales rotos de las ventanas. Como yo tampoco les di suerte, me propinaron otro sopapo por el solo hecho de no hablar, «... cago en su mudo Dios», y me ofrecieron patatas cocidas con piel, con sal o sin sal, según me gustaran. No fue un menú preparado exclusivamente para mí. Cenamos juntos.


Tuve que esperar mucho tiempo a que se durmieran. Primero colocaron el imperio caído de los cisnes en un rincón de la habitación, alrededor de la palangana, y luego probaron a encender la radio de Benjamín. Tampoco ellos quedaron decepcionados con el programa. Sonaba una música tan buena como la que habían puesto durante la revolución. Pero de repente, en medio del interludio de una opereta, empezó a saltar la aguja, justo cuando la doncella y el corazón..., el corazón..., el corazón..., el corazón..., hasta tal punto que el presentador del programa sintió que debía dar una explicación. Y en su defensa alegó que la causa de la avería eran los acontecimientos de los días anteriores, pues unos elementos sospechosos habían destrozado el estudio número cuatro. Luego leyó las últimas noticias. Primero la mala, según la cual los ya mencionados elementos, es decir, un puñado de contrarrevolucionarios y simpatizantes, habían intentado llevar por mal camino la revolución. Luego la buena: que no lo habían conseguido, por lo que pronto los fusilarían como a perros; sólo se pedía un poco de paciencia a los queridos radioyentes, la justa para poder crear el marco jurídico adecuado. No tenía otras noticias, por lo que antes de las doce ya había deseado las buenas noches al valeroso pueblo y un áspero y desgarrador sueño a los escondidos culpables.

Después intentaron escuchar las emisoras extranjeras, que tenían interferencias, y se quedaron dormidos. Las ondas del éter continuaron zumbando, produciendo sonidos ora graves, ora más superficiales, mientras el ojo mágico teñía de verde la cara de la mujer que roncaba con la boca abierta, y yo me levantaba y salía en dirección al taller.

Igual que un viajante cualquiera, metí en la maleta todas mis pertenencias y luego bajé y me quedé allí, delante de ellos, con la maleta en la mano. En un total aturdimiento. No sabía si se les podía decir algo a dos muertos que se estaban descomponiendo. Finalmente preferí agacharme y darles un beso.

La madrugada era fresca. En la puerta se apelotonaba ya la niebla. O no habían encendido aún las farolas o no se veían; aun así y con los ojos llenos de lágrimas, encontré la estación.


—Si no tienes dinero, tesoro, será más difícil. Pero no pierdas las esperanzas. ¿No te ha contado tu mamá la historia del dragón de las siete cabezas?

—No me ha contado nada—dije—. Nada.

—Entonces ¿no ha tenido siete amantes?

—No lo sé, jamás hablé con ella. Puede que los tuviera —añadí rápidamente.

—¡Dios santo! Entonces seguramente está muerta, la pobrecita. Oh, qué madres más astutas. Quien más quien menos se muere antes de contar un buen cuento. Que la cria-turita descubra todo por su cuenta. Que adquiera experiencia. Bueno, da igual. Sólo con mirarte, tesoro, seguro que ha tenido por lo menos siete amantes. Y todavía me quedo corta. Puedes creerme.

A causa del pintalabios, parecía que la boca le sangraba por un lado. Así, sentada como estaba en la caja, detrás de los cristales, aún no le tenía miedo. Me daba pena.

—Pues ahora imagínate que yo soy tu mamá.

—No sé.

—¡Sólo un instante, ¿vale?!—gritó de repente.

—Me lo imagino.

—¡Así no! Con una eme mayúscula, igual que lo dice el poeta: Mamá.

—Bien, me lo imagino. Con eme mayúscula—repuse mientras lloraba, aunque sólo por dentro para que no se notara. Las lágrimas se me acumulaban en el estómago.

—¡Así, así! Y ahora mamá te contará el cuento. Alma mía. Érase una vez una mamá que había tenido siete amantes.

Yo empezaba ya a tener miedo de verdad. No sabía qué pretendía ésa.

—Pero ¡ ella no lo sabía! —gritó—. Si yo casi ni había visto a un hombre desde hacía diez años, desde que mi pobre Bálint muriera. Tan sólo al guardagujas y al revisor, y de lejos a los de la brigada Vía Reluciente arrancando las malas hierbas o paleando la nieve, según la estación del año. Estuve a punto de ir a informarme si era verdad esa miserable teoría sobre la putrefacción de los cuerpos, porque en caso de que no fuera cierta yo habría cavado un agujero de tres metros hasta encontrarlo, y me lo habría llevado a casa donde, tranquilamente, le habría quitado la tierra y las lombrices con agua tibia. Porque así le gustaba. Pobre-cito mío, no aguantaba el agua caliente. Luego ya se vería. ¿Entiendes?

Fuera se disipaba la niebla. Las vías centelleaban y también el tejado de hojalata mojado del almacén, porque amanecía. Qué bien trabaja la brigada, pensé.


—Sí, tesoro, a este punto había llegado cuando el señor Ul-rich, de repente, puso sus ojos en mí. Me miró como el comandante mira a Eliz en la portada de Amaneceres en Mallorca, aunque Mallorca queda lejos de aquí. Lo busqué en el mapa. Y aún no entiendo cómo pudo pasar, porque siempre devuelvo el cambio con exactitud, pero el caso es que en esa ocasión mamá le devolvió de más. Como se descubrió después, equivalía al importe de tres billetes. Le pagué con esplendidez su mirada.

»Pero ese día el señor Ulrich no se fue de viaje, sino que cuando cerré la caja se presentó otra vez aquí, ante la ventanilla, y me devolvió el dinero cuidadosamente guardado en un sobre y me preguntó cuál era mi flor preferida. Le respondí que era la lila, porque no se me ocurrió otra. Entonces metió la mano en el bolsillo interior de su americana y sacó un fragante ramo de lilas. Pero enseguida me pidió que se lo devolviera y que eligiese alguna otra cosa. Entonces se me ocurrió decirle la margarita, aunque no le tengo especial afición a esa flor, y en eso él va y saca del mismo sitio una margarita. “Oh, ¿es usted vendedor de flores?”, pregunté emocionada. “No. Ilusionista”, contestó. “¿Y si pidiera orquídeas?”. “Eso aún lo tengo que practicar”. “Entonces ¿las lilas y la margarita no son de verdad?”, pregunté desesperada, porque ya me veía cavando para buscar a Bálint y lavarle las lombrices del cuerpo. “Ésas no. Pero esta rosa es verdadera y es para usted”.

»Después calculó las ganancias de todo el día en cuarenta segundos, pero no parecía muy satisfecho consigo mismo. Porque, según dijo, se trataba de un número antiguo, y estaba un poco desentrenado, aunque ni cuatro años habían pasado desde que calculara los ingresos del supermercado más grande de la capital en tres minutos diecisiete segundos ante notario y testigos. También había salido en el noticiario de los cines.

»Esa misma noche aún nos comeríamos tres milhojas cada uno y me agradecería la confianza que le había otorgado, y el hecho de que no le hubiera humillado haciendo un recuento de la caja; añadió que podía estar tranquila, porque había sido escrupuloso. Cuarenta segundos es mucho tiempo. Me acompañó, pero sólo hasta el portal, y al día siguiente me regaló una orquídea en una caja de cristal. En treinta y dos segundos me hizo un balance de los ingresos, a pesar de que habían sido mayores que los del día anterior, y no fuimos a comer milhojas, sino que me invitó a su casa a tomar un té de jazmín auténtico. Lo había traído de China, no hacía mucho, “si no se lo toma como una impertinencia”, y qué va, no me lo tomé de ese modo, me habría bebido cualquier cosa, aun siendo de China, con tal de no tener que cavar en busca de Bálint.

»Y sí, tesoro, la noche siguiente mamá se fue con él. Alquilaba una casita bien mona en una zona ajardinada, “son sólo siete habitaciones”, decía haciéndose el modesto, para los pocos meses que durarían sus actuaciones en la ciudad; al parecer había mucha expectación. Mientras tomábamos el té me habló de su número más famoso, a saber: una puerta enorme, de dos hojas, que el público examina previamente; él sale por esa puerta una vez y entra siete, luego sale por ella siete veces y entra sólo una. En una ocasión un espectador incrédulo saltó al escenario y empezó a tironearle del pelo y a pellizcarle la piel de la cara para ver si llevaba una máscara; a él esas situaciones le alegraban y las comprendía. Generalmente la gente iba a verle dos o tres veces, así que gracias a Dios vivía modestamente pero no mal. “ ¿Y podría salir también diez veces?”, le pregunté. “Quizá podría”, repuso. “Pero antes tendría que practicarlo”.

»Luego íbamos a hacer un recorrido por las habitaciones, pero no pasamos de la primera. Tenía una sola cama, enorme, llena de orquídeas. No estaban en cajas de cristal, sino simplemente desparramadas, incluso en el suelo, y me agarró las caderas por detrás y sentí cómo mi cuerpo casi se descomponía. Dios mío, que no me suelte, rogué, y en esto que va y me susurra “Ni se le ocurra imaginar tal cosa”, y entonces no pude más, de verdad, y sin reparar en las flores, dos veces sucedió lo que hacía diez años que no me sucedía, mientras él se quitaba la camisa.

»Sí, criaturita, dos veces se corrió mamá sólo con verle los pelillos ralos de las axilas al señor Ulrich, y eso que aún ni barruntaba lo que vendría. Porque a continuación el mago corrió al baño para lavarse y regresó como si llevara una semana sin catar una mujer, y todo recomenzó desde el principio. Una y otra vez, y una y otra vez, pobre Bálint, pensé después del cuarto o el quinto en la medida en que fui capaz de pensar, para ti esto sería demasiado incluso a lo largo de todo un mes, pero al parecer no lo es para mí, pues lo soporto y me gusta mucho, y cuando volvió del baño siguió sin acostarse. Dios mío, de esto me muero, pensé, o grité, quiero morirme de esto, ahora, a los cincuenta y cinco años, sólo una vez más, y una vez más volvió, y el perfume de las orquídeas fue quedando amortiguado por el de aquel fluido dulce y a la vez salado del que tenía lleno el cuerpo por fuera y por dentro, por todas partes, pues era eso lo que corría por mis venas, lo que sentía en la garganta. Ay, criaturita, cómo al cabo de diez años se aficiona una a algo que hasta entonces le había dado asco. Pobre Bálint. Con él en cambio nunca lo hice, y no es que no me lo suplicara. Sólo fue esto lo que me entristeció un poquito.

»Por la mañana el señor Ulrich me llevó al lavabo y me bañó, como un padre a su hijita, y esto me gustó mucho. Luego me acompañó a la estación y me dijo que esa noche actuaba, y que sería mejor que también yo descansara, pero que el lunes vendría a buscarme, y todos los demás días menos los domingos, hasta el final de mi vida. Para protegerme, le dije que eso sería demasiado, que yo ya era mayor, pero él protestó, aunque al final acordamos que los miércoles sólo comeríamos milhojas. Y el lunes volvió, el miércoles comimos milhojas y el domingo actuó. Y así fue la semana siguiente y la siguiente durante casi tres meses, hasta que estalló la revolución.

»Entonces vino Károly, el revisor, y me informó de que el maestro Ulrich había sido alcanzado por un disparo mientras iba hacia el teatro. “Un balazo en la nuca, de manera que créame, Magdika, no sufrió”. Y mamá, entonces, empezó a sentir que iba a enloquecer. Se dijo que a Ulrich no lo dejaría. Que lo embalsamaría y se lo llevaría a casa. Que todo eso de la putrefacción era mentira.

»Y mamá quiso correr al teatro en su busca, pero tres mozos de la brigada Vía Reluciente se lo impidieron, y le dijeron que Ulrich no estaba en el teatro, que no le habían disparado en la nuca, sino que alguien le había visto con una pistola por los alrededores del palacio, mientras que ellos, en cambio, le habían visto al principio de la calle Principal, pero que tampoco allí le habían disparado en la nuca sino que había pisado una mina, y que ellos no entendían nada de lo que estaba ocurriendo. Luego vino el jefe de estación y quiso saber cuántos ilusionistas había, porque él también había visto a uno por los alrededores del palacio con una pistola, pero ya estaba muerto. Acribillado a tiros.

»Mamá entonces empezó a sentirse mal. Sintió que se mareaba, en silencio se apoyó en el escritorio y empezó a vomitar. Primero milhojas, luego pétalos de orquídeas, y esperma y té chino, y todo, todo..., y los demás se quedaron mirando todo lo que salía de mamá. Luego bebió agua fresca y limpia para no volverse completamente loca, cogió la pistola del jefe de estación y subrepticiamente partió hacia la zona ajardinada.

»En el cuarto de estar, detrás de las persianas, tres Ulrich gemelos preparaban su equipaje, y a los tres los mata a tiros mamá. De modo que según Károly tenemos uno. Según los de la brigada otro. Según el jefe de estación un tercero.

Y mamá, sólita, liquidó a tres. En total son seis, ¿verdad?

—Sí—dije—. Son seis.

—Y por la puerta entró uno mientras que salieron siete. Tienes que ayudar a mamá. ¿No ves cuánto te quiere? ¿Lo sincera que es? Busca al séptimo. Encuéntralo y dile a mamá dónde está. Te daré entonces un billete gratis.


Como ves, la taquillera se había vuelto loca. Y yo llegaba a la edad adulta, pues aunque tuviera nueve años, para el caso era lo mismo. Estaba ante la taquilla de la estación, donde otros pagan en metálico, mientras que yo tenía que encontrar al último ilusionista de la serie para que la taquillera lo matase a tiros.

Tenía tres posibilidades. La primera echar a andar por la ciudad, arrancar cualquiera de los carteles de Ulrich que quedan indemnes, buscarlo en sótanos y desvanes y en fosas comunes, preguntar, o mejor dicho indagar, y en cuanto me dieran alguna pista empezar a rastrearlo, alcanzarlo, decirle que espere, avisar a la taquillera, la cual le quita el seguro al arma mientras yo cojo el billete, ella dispara y yo me voy; en fin, la primera posibilidad me resultaba inadecuada.

La segunda, hallar al señor Ulrich en una fosa común, lo cual sería fenomenal para conseguir el billete. No haría ninguna falta ir pegando tiros, ni habría necesidad de hacer ningún trabajo sucio; pero esta posibilidad también me resultaba inadecuada.

La tercera parecía la más probable, es decir, que a esas alturas yo no iba a encontrar ningún cartel indemne en la ciudad y mucho menos a Ulrich indemne.

Entonces ya llevaba tiempo pensando que lo último que había comido habían sido dos patatas cocidas con piel. Y que tenía que dormir. Y me preguntaba por qué no pensaba ahora en Adél.

—Tendría que haberlos matado a tiros a todos, si es que a usted no le vale sólo con uno ni tampoco con los siete a la vez—le dije a la taquillera, y a los pocos minutos ya estaba durmiendo en un tren vacío que iba hacia las montañas.


—¡Incorpórate, criatura! ¡¿No me oyes?! ¡Levántate, vamos! ¡Despierta de una vez, por Dios! ¡Estás encaneciendo mientras sueñas!—gritaba el revisor al tiempo que me sacudía y abofeteaba con lágrimas en los ojos.

Todo era por este único mechón, aquí, en el lado izquierdo. Una veta pequeña y tenue que tengo desde entonces, como si el mar se hubiera estancado ahí y al secarse tan sólo quedara la sal. No es tan grave, me decía, no hay por qué presumir tanto. Pero me miraba al espejo porque advertía cómo iba cambiando. El sol, al ponerse, incidía sobre él. Y observé también que el traje de Benjamín me quedaba perfecto.

—Me he sentado aquí porque el tren está vacío, sólo en los primeros vagones hay soldados que regresan. Quería acompañarte, criatura. Y resulta que advierto que...

—No tengo billete—le dije, queriendo soltárselo lo antes posible. Y entonces se llevó la mano a la funda de la pistola, sacó de allí un bocadillo para mí y masculló que ni siquiera me lo había pedido.

Estuvimos charlando un montón. Más que nada sobre la pobre Magdi, la taquillera, de quien provenía mi merienda. Porque desde los «acontecimientos» la viuda le suministraba, recurriendo a sus propias fuentes ocultas, algún que otro bocadillo como ése. Por lo general son de jamón y queso, y a cambio pide información sobre el ilusionista. No es un negocio honesto, él lo sabe bien, es más, hasta se lo dijo, pero según Magdika mientras exista la más mínima posibilidad de encontrar al ilusionista merece la pena proveerle de un bocadillo de vez en cuando. Y a él los «acontecimientos» no le habían ayudado para nada, es decir, la mayor parte del tiempo pasaba hambre, así que aceptó la oferta.

Además me contó que se llamaba Károly desde hacía muy poco. Que antes de perder la fe era Pál, Szén Pál,2 el revisor.

Y que entonces la brigada empezó a mofarse de él: que si cuando le había venido la fe, de Saulus pasó a ser Paulus, ahora, en vez de Pál, el nombre que le vendría al pelo sería Sál.1 Pero como desgraciadamente él no era un tipo de respuestas rápidas, sino que siempre se le ocurrían tarde, había terminado cambiando de nombre, y ahora se llamaba Károly. Y vaya si le había jorobado Dios, tres veces, igual que en los cuentos.


1 Sál, es decir, ‘bufanda’.



—Lo que perdí no fue la fe, sino la confianza—dijo—. Tengo la impresión de que es un desconsiderado.

Pero más bien estaba bromeando y no me contó sus tres historias con el Señor. En cambio me habló de los trucos con que intentaban engañarle todos los días los que viajaban de polizón, y cómo efectivamente lo conseguían. Se daba por satisfecho si los descubría con posterioridad. Llevaba una funda de pistola para que lo tomaran más en serio, pero desde que trabajaba para Magdika guardaba allí lo que ésta le daba para no morir de hambre.

Todavía me quedaba una statio, pues en relación con el ferrocarril utilizábamos términos técnicos. Entonces caí en la cuenta de que se trataba del amante de Magdika, y que mientras atravesábamos la mitad del país se había esforzado mucho en distraerme para que no pensara en mis problemas. Quise darle las gracias, pero al final sólo le estreché la mano durante un minuto, pues ése era el tiempo que el tren paraba en la estación.

Justo en aquel momento el cielo se despejó y apareció la luna para que yo pudiera caminar con más facilidad por el sendero que atravesaba el bosque de pinos. Alguien reparte duros golpes e ínfimas ayudas, pensé.


Bueno, el bosque es algo que no olvidaré. Lo atravesaba un sendero, desde las vías hasta lo más profundo, y justo allí, encima del sendero, se hallaba la luna. Henchidas de su luz, de las pinochas pendían gotas de agua que, sin embargo, se extinguían al más mínimo temblor. Se desprendían sobre todo a causa del viento, que soplaba entre los árboles. Nimiedades, podría decirte a posteriori. Y añadir que todo el bosque era un rumor, y de pronto, a lo lejos, se oía el del expreso nocturno. Se me ocurrieron canciones de marcha, pero ningún salmo. Nimiedades, te diría, aunque la ropa y el pelo se me impregnaron de las gotas que resbalaban por mi cara junto con las lágrimas que me caían a consecuencia del frío. Por un momento pensé que sería mejor pasarle la maleta a Adél. Pero enseguida cambié de opinión.

Uno de los pinos, con sus ramas serradas, persistía en enraizar justo donde empezaban a alinearse las casas. En la copa tenía un foco que proyectaba una luz azulada. El agua de la lluvia proveniente del bosque me acompañó todavía un rato; luego, pasadas las primeras alcantarillas, sólo la sentí discurrir por debajo del empedrado cuando agucé el oído. Pero los carteles desviaron mi atención. Indicaban que cerca había un estudio fotográfico y que pronto llegaría.


La plaza, la plaza Muerta, donde viví, debía su nombre al lago. Y el nombre del lago a los mil corderos de Pascua que se habían ahogado en él hacía casi doscientos años, cuando sucedió aquella «catástrofe de la naturaleza que podríamos llamar afortunada, ya que todo el balneario debía agradecerle su existencia».

Como digo, en el lago se habían ahogado mil corderos, además del Pastor Desconocido, que justo por Pascua los conducía al redil. «Te arrepentirás de esto, Dios, ya lo verás», opinaba él sobre lo que acontecía mientras se ahogaba en el lago, aunque nada de esto ha trascendido desde entonces. Al Señor le gustó Su obra, y con la ayuda de los campesinos de los alrededores fundó un balneario, que ya desde entonces pertenece a esas empresas de Su propiedad singularmente exitosas.

Fue una ofrenda rápida; los corderos se pudrieron deprisa, los más afortunados en la superficie, al sol, los demás en el fondo, entre el ramaje de los pinos, para que fuera fácil ponerle un nombre al lago. Así que el riachuelo, que se detenía de golpe a los pies de la montaña por cuya falda había discurrido, se convertiría en «El lago de las carroñas», al menos hasta que semejante denominación no empezara a perjudicar el intenso trasiego que ya se estaba gestando. Luego, siguiendo un ejemplo extranjero que había dado buen resultado, los cartógrafos corrigieron el error y le pusieron el nombre de «Lago muerto».

En sus alrededores se expandía un olor a cadáver y hasta en lontananza se percibía el rumor de sus aguas milagreras, y cuando de repente el lago dejó de apestar todos lo lamentaron. «Desgraciadamente el olfato de la humanidad está todavía por desarrollar, su alcance aún es muy limitado. Pero confiemos en la recuperación de ese característico hedor», escribían los periódicos. En algunos lugares, la copa de los pinos continúa surgiendo de las aguas hasta hoy, y sus ramas se ven cubiertas de verdín, y en las zonas de más peligro hay banderas rojas que avisan a los convalecientes que van en barca y eso está muy bien.

Llegué a la plaza y me detuve junto a la estatua del guardián. Era el Buen Pastor. No era el Pastor Desconocido, sino, descaradamente, el Buen Pastor, sobre su columna dórica rodeada de bancos, erigido en memoria de los campesinos muertos durante la peste, cuando se fundó el balneario primitivo.

Más abajo, detrás de la plaza, se alzaba una villa solitaria a la orilla del lago. A su lado se veía el caserón de las barcas con el embarcadero y una hilera de casetas, recuerdos del balneario, se leía en un letrero que se balanceaba a la entrada, al lado de una vitrina con fotos descoloridas, por lo menos tres. Parece que me toca esperar otra vez, pensé al no ver llave ni timbre alguno, así que me instalé en una de las casetas.

Sus puertas, de un verde profundo, me aguardaban entornadas, de modo que una simple ventolina las sacudía. Sopló un viento suave y caprichoso. Cincuenta puertas verdes chirriaron. De nuevo me hallaba cara a cara con la luna. Estaba claro, el ciego Eberhart había vivido y muerto contemplando esta luna desde esta misma orilla, pensé antes de dormirme.

Por la mañana, la tía Amália me quiso llevar primero a la policía, después al hospital, luego donde el cura y al final me llevó donde debía, pues de alguna manera me hice oír desde mi estado febril. Mientras yacía en una cama, frente a una ventana que daba al lago, el doctor Egon me trató durante casi un mes.


Según me contaron posteriormente, durante los primeros días mantuvieron una dura negociación con la muerte. Para el doctor Egon fue una cuestión de prestigio, ya que él mismo mezclaba los venenos que me metían dentro según sus propios criterios. La tía Amália no estaba de acuerdo con esto ni con algunas otras cosas, y aunque ella no era la dueña de la casa, sí gozaba de algunos derechos, de modo que obstruyó con cortinas el paso de la luz de la luna, «en ocasiones así es lo mejor», y durante siete noches seguidas siete cachorros negros de gato la palmaron debajo de mi almohada. Quizá con esto haya logrado exponer con claridad cuál era la correlación de fuerza entre ellos. Las discusiones que mantenían sobre a quién y qué debería agradecer podían durar hasta la muerte.

Al día siguiente descubrieron que resistía, y la alegría entró en la casa. Al parecer seguiría viviendo algún tiempo más. Cedí a la petición del doctor y por la noche saqué al octavo gato de debajo de la almohada. No es que me diese pena, sino que me molestaba. Todavía distaba unos grados del nivel de los sentimientos. Tenía sólo percepciones, y a veces equivocadas. Por ejemplo, estaba en contacto con Adél más veces de las que en realidad ella había estado sentada a mi lado, y cada vez que me cambiaba las sábanas empapadas la tía Amália, le exigía mi billete de tren.


La tía Amália era una mujer muy corpulenta, virgen e inmaculada, que con su bata azul dirigía sin descanso la villa Engelhard y todo el balneario con el embarcadero incluido; el mundo entero era su enemigo. Su fauna y su flora, y hasta la humanidad misma. Porque era en sus casetas donde crecía el musgo, era a ella a quien le meaban en el lago los turistas—no es que lo viera, lo presentía, y soplaba un pequeño silbato de policía y les reñía—, por no hablar del oso, porque cuando en la temporada alta el oso bajaba hasta la orilla de enfrente, la tía Amália atravesaba el lago remando y lo ahuyentaba, por lo que al oso le traía cuenta no aparecer por ahí.

Al cura no lo aguantaba, de modo que, resumiendo, sólo se llevaba bien con Dios, con quien mantenía una relación directa, era con El con quien quedaba varias veces al día siempre y cuando su tiempo libre se lo permitiera. Aunque incluso El le inspiraba más bien pena. Mientras vivió, aparte de con Dios, con quien mejor se llevó, a su manera, fue conmigo.

Su muerte fue digna de su vida. Liberó su alma de su gigantesco cuerpo mientras dormía y en el entierro nadie lloró, tan admirados estaban sus allegados de la cantidad de gente que había acudido. Sudaron lo suyo quienes portaron su cuerpo y, menos ellos, casi todos rieron al ver un ataúd de semejantes proporciones. Sólo más tarde enmudecieron, cuando la conversación terminó recayendo sobre ella. Lo que después pasaba con frecuencia. Y eso estaba muy bien.


Contaban que a uno de los muchos carteles que ella misma había puesto a lo largo de la orilla y que rezaban no mear en el lago—pues «no se habían ahogado allí los pobre-citos corderos para que cualquiera les mease encima»—, le habían añadido ¡o se van a cagar! , y que el artífice había sido Alajos, el pastelero, que le había echado el ojo a Amália y pretendía aproximarse a ella con esta treta. A la mañana siguiente Amália se abotonó la bata hasta el cuello, entró en la pastelería y, a la vista de los clientes, regó las milhojas con sifón, los helados con zumo de frambuesa, enjuagó a conciencia bajo el grifo los rollitos de queso y a continuación anunció: «Yo a usted, Alajos, pastelero de empalagosas tripas, no le haré ahora ningún daño, pero la próxima vez le obligaré a tragarse todo esto. Todo, ¿me ha entendido?». Porque si había algo que no aguantaba era la broma. La burla. El engendro más mugriento de la mente humana ya de por sí pecaminoso. Sobre todo si procedía de la mente de Alajos.

Pero ¿de qué estoy hablando? Si todavía tengo fiebre. Aún no conozco los alrededores. Ni siquiera me he presentado a quienes me cuidan.

Un día me desperté para descubrir que habían sometido la rebelión de mi cuerpo. No es que yo hubiera participado mucho en ese trabajo, así que al final no tuve más remedio que agradecérselo.

—Voy a tratarla de usted, criatura—dijo Engelhard, y se sentó al borde de la cama. Así viviríamos muchos años.

Había traído flores del jardín, rosas de un otoño tardío, y se las había arreglado para que Amália las colocara en un florero y conservase el aplomo suficiente para ir a comprarle milhojas a Alajos. Luego me preguntó por qué había tardado tanto en llegar, pues él me había estado esperando en la estación. Respondí con bastante lentitud, porque aún no había recuperado la capacidad de recordar el orden de los acontecimientos; además, pensé que él no tenía mucho que ver con aquello; así que dije algo así como que a la monja que se ocupaba de mis asuntos, a esa monja, la habían matado a tiros a causa de la revolución. Sí, a Adél. Entonces advertí que se ponía pálido, y que yo le estaba hablando de su hija.


Amália y yo permanecimos impasibles durante un buen rato, contemplando las milhojas.

—¿Qué le ha dicho usted?—me preguntó.

—Que su hija ha muerto.

—Dios mío, nunca más volverá a ser feliz.

Ni ella ni yo volvimos a verlo durante dos días.

El doctor Egon vino para rebajarme la dosis, pues no se podía suspender el tratamiento así como así, y me mandó tomar mucha leche. En cambio Amália le cortó el cuello a una gallina de Guinea bien nutrida y frió su sangre, la cual tuve que comerme mientras me miraba, porque era un alimento muy caro. El caldo del puchero podía administrármelo yo. A la mañana siguiente, me tocó desayunar la pechuga y los sesos de la gallina, y ella me ayudó a comer; luego me levantó de la cama y me estuvo enseñando a caminar. En teoría yo sabía hacerlo, pero nuestro paseo alrededor de la mesa no duró más de cinco minutos. Me llevaba de un lado a otro agarrándome con un brazo, y yo sentía el calor de su axila. Al devolverme a la cama me dijo:

—Ya lo verá, usted y yo nos vamos a llevar muy bien. Lo único que no me gusta de usted es que tenga esa cara de criatura y que luego no lo sea. Haga el favor de ser la criatura que expresa su cara, porque si no, no concuerda.

—Procuraré serlo—respondí, y ni siquiera se me ocurrió enfadarme con ella.


Al tercer día por la noche volvió Engelhard; ni había adelgazado ni estaba encorvado; tampoco tenía salpicaduras de barro en la ropa; hasta se había cambiado de camisa en algún momento. Tan sólo dijo que se había sobrepuesto a lo sucedido, aunque no me lo pareció y no le creí.

Más tarde oí que había estado en la ciudad y que no había visitado a ninguno de sus antiguos conocidos, aunque era la primera vez que regresaba a casa desde hacía diez años. Ordenó que buscaran a Adél en la fosa común, lo que le costó una pequeña fortuna, y mandó hacerle sitio al lado de su madre. El ataúd había llegado al fondo, y el cantor cantaba, y parecía que paulatinamente habían sido superadas todas las dificultades. Entonces soltó una blasfemia, rompió a llorar y ordenó que volvieran a desenterrar a su hija para que la enterraran mejor al lado de su amor.

Fue por eso por lo que el viaje había durado un día más, aparte de que también había encontrado a Benjamin; lo reconoció durante la exhumación, debido a que los habían echado juntos en una sepultura mixta. Dispuso que lo llevaran al cementerio normal, lo que me llenó de una especial alegría.

Todo esto lo sé por su amigo, que lo llevó y lo trajo en coche, y también sé que durante el camino no dijo una palabra. «En resumen que todo terminó bien, ¿no es verdad, descreídos? ¿Por qué andabais tan preocupados?», podría preguntarnos ahora el Señor, riendo como un descosido.


Crecí a base de caldo de carne, milhojas y libros. El caldo de carne lo hacía Amália, las milhojas las traían de la pastelería de Alajos y los libros no los elegía yo, por lo que tenía la sensación de que me estaban llevando al redil. Nada de Kafka ni del Evangelio según san Juan, sólo lecturas ligeras; pero el hecho no me preocupaba. En una ocasión lo saqué a colación y Engelhard sonrió. En un estado como el mío no puede leerse cualquier cosa de forma irreflexiva, sería un auténtico suicidio. Pero podía tomármelo con calma, pues él me reservaba curiosidades, tan sólo esperaba a que me curase.

En resumidas cuentas, que me pasaba el día en la cama contemplando el paisaje de los alrededores, pues lo que con más frecuencia me ponían en las manos era la revista Tiempos Felices. Casi en todos los números había uno o dos artículos que hablaban de aquella «catástrofe de la naturaleza singularmente afortunada», desvelando detalles más y más emocionantes. Había que agradecer a un extraordinario diluvio otoñal la existencia del balneario y de toda la redacción de Tiempos Felices.

La revista tenía buenas ilustraciones, y todas sin excepción eran fotografías de Engelhard, así que el reloj de flores, los paseos ajardinados, el sanatorio y la vida social que se desarrollaba en la plaza Muerta los conocí primero a través de esas fotos. En la mayoría de los casos eran instantáneas divertidas, a veces más heroicas que creíbles, acompañadas de explicaciones sorprendentes como por ejemplo: «Se le reventó el globo al señorito», o «El valiente muchacho del bote salvavidas le salva la vida al turista medio muerto», o «Nuestro famoso huésped disparándole al oso». Artúr Bódog, el fundador y redactor principal y permanente de la revista, y también publicista a su manera, más adelante me hablaría mucho sobre cómo al principio él había estudiado y analizado todas las revistas de otros países más grandes y desarrollados que el nuestro—qué vamos a hacerle—, había corregido errores, meditado y sacado conclusiones, pero al final quien más lamentaba el resultado era él mismo.


Después de la temporada alta la tía Amália no tenía mucho que hacer por la orilla. Iba sólo a quitar el musgo que empezaba a crecer, a repintar las letras rojas de los carteles y a untar con brea todas las embarcaciones. Por las tardes merodeaba a mi alrededor, sacudía el mantel de encaje, cambiaba de sitio un florero, se afanaba, en fin, en la habitación, mientras hacía continuas referencias a los Testamentos. Sobre todo al Nuevo, aunque también sabía alguna que otra cosa del Antiguo; historias más bien truculentas, como plagas de langostas, arbustos de escaramujo, becerros—o qué sé yo—de oro, que era lo que le iba a aquella gentuza mugrienta; y los hombres se tocaban ahí donde ella, siendo doncella, jamás tocaría, puaf, y se cortaban lo que Dios había creado allí. Y aún hoy lo siguen haciendo, a pesar de que gracias al automóvil—excepto algunos turistas—todo es tan civilizado.

Ese era su problema principal con los judíos, y también el hecho de que éstos pudieran, pese a ello, poner los pies en una casa decente como la suya. Sí, ciertamente, José-y-su-Hermano—el chamarilero—frecuentaba la villa, por más que eso fuera una vergüenza. Aunque luego Amália fue a su entierro y hasta lloró y después preparó la cena para todos. No consistió en comida kosher porque, por más que la pobre se esmerara, no tenía ni idea sobre esa comida.

En el fondo ella habría querido educarme en el temor de Dios, pero convinimos en que yo ya estaba más allá de todo eso, y le dije que me interesaban mucho más sus recetas y tratamientos. Con ello me la camelé para toda la vida. Enseguida me advirtió que esas cosas no eran para criatu-ritas como yo, pero luego todas las noches disertaba sobre ellas durante horas y horas. Hablaba de cosas prácticas, puesto que de la teoría no se ocupaba. Con la teoría nadie se ha curado que yo sepa, tan sólo se ha idiotizado, decía con frecuencia.

Hablaba de plantas y de órganos de animales, a veces hasta de animales enteros. Sobre lugares que no estaban en el mapa y sobre días que faltaban en todos los calendarios. Contaba historias sobre el lago, sobre el pastor, sobre el rebaño, y desde la ventana me señaló el lugar en que todos los años, el día de la catástrofe, se aparece el Perro. Se le ve sentado allí, en el centro del lago, sobre un grueso tronco, esperando a que la luna llegue a posarse sobre la roca Rót; entonces viene hasta la orilla caminando sobre el agua. El

Perro no es otro que Él mismo. Hasta se le nota, pues es enorme y goza de buena salud. Y ese día hay quien pone comida a la puerta de la iglesia, al otro lado de la plaza Muerta. Y ni una sola palabra de lo que dicen Egon y otros sobre que son las ratas las que a la mañana siguiente se han comido la carne es verdad.

La paratika por fuera es una rana, por dentro es el diablo. Están además las Piedras, las Lunas y los Seres. La más importante de las piedras es la Piedra de Sangre; de las lunas, la nuestra; y de los seres no se puede saber cuál. Y Dios no perdona la hechicería, así que el doctor Egon ya sabrá lo que le espera. Por no hablar de Igor Gherasimov, porque no puede ser que alguien suba impunemente a la luna, que pueda ensuciarla, pisotearla y arrancarle un pedazo, si es que todo eso que cuentan es verdad.

Aun años más tarde, cuando no podía dormir, contemplaba el lago antes del amanecer. Aunque lo del Perro no me lo creía en absoluto, de madrugada se arremolinaba un vaho verdoso en el embarcadero que ascendía hacia la ventana. Era como si las nubes de Vermeer se hubieran alejado de Delft para venir a visitarme y pudiera observarlas desde arriba.


—Por cierto, que yo tenía una foto del Coronel. Ya sabe, ése que aquella Navidad supo aprovechar el pelo de mi mujer. Seguramente Adél se lo habrá contado. Era mi mejor foto, se lo confieso sinceramente. Allí estaba, arrastrándose a cuatro patas por la nieve, llevando a horcajadas sobre su espalda a una puta barata que soplaba uno de los tubos arrancados al órgano de la iglesia. Un fa, creo recordar. Eso era lo que se veía en la foto, y detrás de ellos estaba la puerta arrancada de la iglesia, como si fueran las nupcias de Satán. Su exposición fue de dieciséis a la sexcentésima, es decir, que logré una gran profundidad, y el mismo día revelé cincuenta copias. Todas las mandé por correo como felicitación con el rótulo feliz navidad; bueno, al final sólo fueron cuarenta y seis por motivos económicos.

»En correos casi sentí vergüenza, pues creía que nadie podría estar de parte de un Coronel. ¿Quién iba a defenderlo? Después, por la tarde, un caballero me dejó apabullado. Pero no iba de uniforme, ni llevaba chaquetón de piel, tan sólo americana, como quien se presenta en casa del vecino para pedirle unas cerillas, y él va y me pregunta: “¿Es usted quien ayer por la tarde a las quince y treinta y tres sacó una foto con los siguientes parámetros: tiempo: sexcentésimo; ángulo: dieciséis; nubosidad: cúmulo; objetivo: ochenta; distancia objeto: mil doscientos centímetros; altura cámara: ciento sesenta centímetros; película: Agfa; asa: cien, párrafo nuevo; papel: blanco, medio mate, normal, cartulina, diez coma cinco por catorce coma ocho, párrafo nuevo; ejemplares: cincuenta y dos; remitidos: cuarenta y seis; remanente: cuatro, más dos de prueba sobreexpuestas?”.

»Me habría reído a carcajadas si antes no se me hubieran entumecido los músculos de la cara. “Sí”, respondí sin vacilar pero absolutamente estupefacto. “Nosotros también lo creemos”. Y sacó un ejemplar de la foto del Coronel. “¿Es ésta?”,preguntó. “Claro”,dije. “Declaro,nada. Estoesuna copia”. “Pero lo escrito, con su permiso, es mío”. Reiteró: “Copia. Cartulina sobreexpuesta. Quien no sea competente que se abstenga de hacer fotos. En la actualidad nuestra patria no precisa de malos fotógrafos. Ya decidirá nuestro comité cuántos años le serán necesarios”.

»E1 comité decidió que tal vez dentro de treinta años me dieran trabajo, y que mientras tanto me dedicara a meditar sobre el asunto. Llevaba ya siete años haciéndolo (y una vez al día, antes de comer, en vez de rezar recitaba, para no olvidarla, la composición de mi revelador preferido), cuando apareció el Siguiente Gobernador y me preguntó: “¿Es usted el que ha sacado esta foto?”. Respondí, porque durante esos siete años había aprendido a cuidar los detalles: “No. Eso es sólo una copia. Aquí, por este lado izquierdo, ha debido de quedar fuera de la carpeta, le ha dado la luz y por eso se ha puesto marrón. Yo hago bien el fijado”.

»Tenía la esperanza de que viniera a darme trabajo, por eso puntualicé. Pero se veía que no entendía un carajo de todo aquello. “¿Usted es fijador o fotógrafo?”, me preguntó. A lo que le respondí que lo uno y lo otro, aunque más lo segundo pero que asumiría con mucho gusto lo que fuera con tal de que me sacara de allí.

»Luego, de alguna manera, salió a relucir la verdad, y casi podría decirse que llegamos a intimar. Nos estrechamos la mano, me agradeció el trabajo que había realizado por él en la clandestinidad y me preguntó dónde me gustaría vivir. Porque él, desgraciadamente, no tenía ninguna necesidad de un fotógrafo cortesano. En su círculo más inmediato estaba prohibido hacer fotos. Además él no era fotogénico, y la situación política del momento resultaba especialmente delicada.

»En definitiva, que subimos a la oficina y me dieron un plato de judías para que engordara. ¡Estaría bueno que yo saliera de allí tan delgado! ¡Qué vergüenza que pesase en kilos los mismos años que tenía! ¿Por qué no había comido bien? “¿Desde cuándo gobierna usted?”, le pregunté. “Desde hace seis años”, dijo. “Entonces prefiero no responder”, repuse. Y esbozó una gran sonrisa porque era un hombre amigable. Encendió un cigarrillo y salió al pasillo para que no me molestara el humo mientras engordaba.

»Engullí a dos carrillos las judías delante del mapa del país que cubría la pared de enfrente. Abajo había tres plantas y un sótano con dos mil ochocientos once habitantes que esperaban su papilla de trigo. Los de la cocina, cada mañana, anunciaban el menú en un lenguaje de golpecitos: dos golpes significaba trigo; tres, repollo; una simple cuestión de sílabas. Pero el cocinero, porque él era así, a veces nos gastaba alguna broma y nos desconcertaba por completo.

»En cierta ocasión algunos se negaron a comer, y se lo comunicaron incluso a los guardias. Entonces, cuando el cocinero golpeó siete veces y todos creíamos que había preparado mor-ci-lla-con-pa-ta-tas a modo de reconciliación, resultó que sólo significaba ni-tri-go-ni-re-po-llo durante una semana, cerdos.

»Como ya he dicho, engullí las judías contemplando el mapa. Fuera de nuestras fronteras no había nada. En su línea de puntos se secaban los ríos y terminaban los caminos. Al país lo circundaba un pacífico papel en blanco. Para qué mirar al vecino, me dije resignado, si aquí también tenemos sitio. Busqué el rincón más escondido de esta región montañosa y, en cuanto entró el Gobernador, inmediatamente le indiqué este punto del tamaño de una punta de alfiler que se encuentra justamente aquí, al lado de ese caserón donde se guardan las barcas. “No sea modesto. Véngase a la capital”, me dijo. Pero yo seguí insistiendo en que quería ir allí donde Cristo perdió la alpargata, allí donde no hubiera más que algún turista enfermo de vez en cuando.

»No pude irme a casa, tuve que empezar a hacer los bosquejos de las ideas arquitectónicas que pululaban en mi cabeza. Plantas, número de habitaciones, la construcción del tejado, el patio, la fachada con especial atención a las puertas y ventanas. A tal punto se le contagió mi entusiasmo que se puso a dibujar conmigo, como si también él se fuera a trasladar a ese lugar. Que la valla no tenga alambre de espino, ni haya reja en las ventanas de la planta baja, porque son cosas que alarman, ¿no le parece? Hasta casi me dio miedo. Y el estudio. Que me lo pensara bien. ¿Eran necesarios aquellos reflectores? ¿No se sentirían intimidados los clientes?

»Cuando terminamos de considerarlo todo, envió a su compañía preferida aquí, al balneario. “Les diremos que es para mí”, observó, y me hizo un guiño de complicidad, y al cabo de unos días la villa estuvo acabada. El fue quien adquirió el oso y el lobo, los mató a balazos él mismo. Al final se empeñó en inaugurarla. No hubo Dios que lo disuadiera de su decisión. Al día siguiente, al despertarme, ya me odiaban los vecinos, y sus motivos tenían. Sólo después de muchos años he logrado que olviden aquella noche.

»Y ahora venga conmigo, le mostraré el oso. Es posible que sea la madre, o la abuela, del que Amália ahuyenta a veces. En resumidas cuentas sólo quería decirle que se sienta en su casa—dijo Engelhard riéndose la primera vez que me enseñó la villa.


Arriba había una biblioteca, con un flexo y un sillón de cuero, y en cuanto entrabas y avanzabas de izquierda a derecha, te encontrabas con todos los objetos que existían entre el utilitarismo y el hedonismo.

—¿Ha leído todos estos libros?

—Todos—dijo.

—¿Y le han gustado?

—Bueno, me esperaba más. Confío en que todavía me queden algunos. Puede que en ellos esté la clave. ¿Sabe?, hasta en los libros sacros se andan con que si yo quiero esto y yo quiero lo otro, como si fuesen mujerzuelas histéricas.

Para la instalación del árbol de Navidad había una habitación aparte, situada en el corazón mismo de la casa; no tenía ventanas, para que nadie pudiera despistarse con otras cosas; allí todos debíamos concentrarnos en lo que corresponde en ocasiones: el hecho de que recordamos y, no obstante, somos felices.

Luego había otra habitación, también aparte, para el lecho mortuorio. Daba al lago, lo mismo que la mía, y nos estuvimos riendo mucho por eso. La villa también tenía estudio, almacén, laboratorio, comedor, cuarto de estar, dormitorios, cuarto de juegos, cocina y baño con una profunda bañera de metal. El agua se calentaba por debajo de la misma bañera, así que ya desde la tarde comenzaban los preparativos para mi baño. Pronto percibí por qué era algo tan bueno y me acostumbré a bañarme. Muchas noches me tiraba horas enteras en un taburete, en el agua tibia, sobre todo cuando habíamos estado trabajando hasta muy tarde.


Pues sí, resulta que el proyecto de Engelhard fue excelente, y que la compañía había realizado un trabajo magnífico. De alguna manera, las cosas no se habían hecho en beneficio de la comodidad, sino que fundamentalmente se había contemplado el bienestar del espíritu y del alma.

Yo fui descubriendo la casa, de planta en planta, como si recibiera el regalo de una nueva infancia prestada. Y hasta logré reparar, en parte, cuanto había faltado en el caso de los gatos.

Recordemos. Todo empezó cuando espachurré a aquellos pobres animales y me conmocionó tanto el hecho de que hubieran dejado de vivir como consecuencia de mis actos. A los gatos los maté por pura casualidad, al ave doméstica a escondidas. Es decir, que en el inicio había faltado justamente lo que es condición indispensable en el mundo de la infancia. El descubrimiento, la admiración, el placer de lo secreto. Por ejemplo, en septiembre encender las hojas marrones de los nogales de la orilla del lago con una lupa sacada de un cajón enmohecido. O revelar las fotos latentes con un producto químico maloliente, a solas, y observar cómo adquieren una tonalidad malva con la luz por haberlas fijado mal.

Insisto: el placer. Es posible, incluso es seguro, que mi espanto ante aquel pollo reventado fuera propio de la infancia, pero, para mí, el solo hecho de sentir terror es no tener infancia. Joder, que se me permita llamar infancia a la que vivo ahora con estos nimios placeres, aunque ello, cronológicamente, pueda resultar una incongruencia.


Creo que ya he dicho que Engelhard me había enseñado el oso. Pues bien, a éste no lo hubiera podido bautizar con el nombre de Gedeón, precisamente, porque para eso habría tenido que adelgazarlo muchísimo. Habría debido sacarle, a ojo, como unos dos sacos de paja, lo que ciertamente habría disminuido el engorde del negocio. Posar al lado de un oso flacucho no mola.

Hacía de su ayudante de todo corazón. A Engelhard esto le alegraba, pero no lo deseaba a toda costa. A veces hasta me mandaba a descansar o subir a la biblioteca; debajo de la estantería número cuarenta y dos había algunas curiosidades. Y en la cuarenta y dos estaba Dostoievski. Pensé que lo más seguro era que el señor Fiódor Mijáilovich hubiera consultado al viejo Benjamin. Al menos sobre todo lo relacionado con el stárets Zosima. Pero tal vez me equivocara, porque no llegué hasta el final. Prefería volver a la oscuridad, a escondidas, al lado de Engelhard. Éste fue mi vaivén entre la infancia y una biblioteca por aquel entonces.


Engelhard me dejaba que le hiciera preguntas y que le espiara. No me enseñaba nada por sí mismo. Los dos sabíamos que no iba a dedicarme a la fotografía profesionalmente, pero cuando cometía errores, sobreexponía una película fotográfica, el papel se alteraba por la luz o simplemente se me derramaba el producto químico, me disgustaba sobremanera.

Ayudaba en el estudio y en verano también en el patio: había que sacar el oso o el lobo del almacén, el fusil Winchester o los disfraces entre los que el turista podía elegir. Podía vestirse de cazador, de indio, de Turista Desprevenido..., pero también había encajes blancos y bicicletas para las damas, por si querían hacerse una de las fotos más exitosas, la titulada: «El osito acosa a la señorita de la bicicleta».

En el patio el sitio en que iba cada cosa estaba señalado con piedras; así se sabía dónde había que poner el atrezo y se ahorraba tiempo a la hora del ajuste de la imagen. Si no hubiese sido así, habría habido más trabajo, pues la mayoría de los turistas dejaba irresponsablemente para el último momento la fotografía, y si encima tenían que esperar, después salían con la sonrisa tensa y había que retocarla.

La ocupación que más me interesaba era la que desempeñaba en el estudio. Allí dependía de mí el acondicionamiento de la luz, y estaba a cargo de las tres telas enormes que se enrollaban como una persiana. En la primera se podían ver «Los picos inalcanzables» y, en las dos siguientes, «El lago de día» y «El lago al atardecer». Aquello nos gustaba, daba emoción a nuestro trabajo, pues nos brindaba la ocasión de aguardar impacientes durante años y años. Aguardábamos a que una persona, tan sólo una al menos, se percatara de que en la orilla septentrional el sol jamás se ponía. Según se desease, solía empujar también delante del telón la barca de tres ruedas. El turista podía remar a un metro ochenta de ese segundo plano, no fuera a romperlo con el remo.

—Voy a forrar con plomo el palo de los remos—acostumbraba a decir Engelhard.

Pero si había poca gente, aun sin plomo hacía sudar a sus clientes.

Una vez una señora ya un poco mayor, después de no más de cinco minutos de esfuerzo físico en la barca, se puso a sollozar. Y claro, nos asustamos, porque sí aquello se divulgaba podía ponernos en un aprieto, en un serio aprieto, y acarrearnos problemas, quejas, disminuir las ventas..., pero al final todo salió bien, porque la foto quedó fenomenal y le gustó a todo el mundo, pues de verdad parecía que la señora estuviera remando.

—¡ Fannntástico! —exclamó por la tarde al ver la pequeña obra maestra—. Mire por dónde; desde ahora mismo queda perdonado el señor artista. ¿Sabe?, yo soy realista, y a mí me encanta sobremanera que en el arte del señor artista, el arte y la realidad no discurran en paralelo, sino que, como parece ocurrir en esta foto, al final se encuentren.


Existían precedentes de huéspedes hambrientos y voraces. Sobre todo entre los que tenían sólo unos pocos días de vacaciones, o los que, según el informe hospitalario, tenían poco tiempo de vida. Todos querían hacerse las máximas fotos posibles, y además venían con sus propias ideas. ¿Qué nos parecería si le ponía la mano en la boca al lobo? ¿Había en la casa zumo de tomate? ¿Qué pasaría si se echaba a las espaldas el oso? En estas ocasiones Engelhard les disuadía de sus propósitos casi con cariño, en todo caso con comprensión, y sólo para que pudieran tener alguna foto más que los demás, entraba en el almacén para desenterrar el gerifalte enmohecido que ya ni el más tonto quería.

Después de secarlas, yo estampaba en la parte posterior de las fotos el sello recuerdo DEL SEÑOR... O RECUERDO de la señora..., y sobre el espacio de los puntos escribía con tinta china el nombre del cliente, letra por letra de derecha a izquierda, para ajustarme a las proporciones exactas.

—Usted, igual que yo, vive de hacer de esta gente unos verdaderos imbéciles—dije.

—Qué va. Nosotros sólo fotografiamos su imbecilidad —respondió, y nos sentamos para tomar el caldo de gallina de Guinea de la tía Amália.


En diciembre había semanas que el humo de vela quedaba aprisionado en la habitación. Todos los inviernos el guardabosque traía un pino apenas crecido—todos los veranos traía también a su hija para que la fotografiasen—desde Ezüstós, donde vivían. Los únicos adornos del árbol eran unas velas con trémulas llamitas, nada de ángeles ni de golosinas colgando, y en la punta de la copa un adorno transparente de cristal, una aguja con el sello del Señor.

Baños de agua tibia, por las noches, en aquella extraña bañera; libros impertinentes y humillantes, y la casa, como siempre, con sus sesenta y nueve puertas sin cerrar.

Además, barcas que atravesaban el lago balanceándose, con lampiones increíblemente grandes, y por añadidura rojos, como si así lo hubiese dispuesto la tía Amália, y como si todas las noches de verano fueran noches de brujas recalcitrantes.

Así pasó un año. Para ser más exactos, «también» así.


Amália se paseaba por la orilla del lago con los brazos cruzados; a veces miraba el cronómetro, y a las once ya había atracado hasta la última barca, las había amarrado todas al muelle, apagado el alma de sus lampiones y se había acostado en la cocina. Porque ella no tenía tiempo para dormir en la habitación. Allí guardaba su ajuar, recuerdo de su casa natal. Soberbio testimonio de su doncellez.

Las noches de los viernes amasaba, pero los sábados por la mañana todavía comíamos la última rebanada del pan de la semana anterior. Nos lo dosificaba, porque de ningún modo quería recurrir al sapo del panadero, que tenía las manos aún más sucias que la boca.

—Claro, porque están llenas de tierra—dijo Engelhard—. Ya ve usted, lleva dos años enterrado.

Eso a Amália le daba igual, pero si Engelhard tenía algún problema con el pan que ella hacía, pues que se lo dijera claramente a la cara y no anduviese sacando a colación al difunto panadero. Entonces ella haría la maleta. Su madre aún vivía y también podía amasar para ella.

Esperaba un rato para ver si la reteníamos, y si siguiendo la broma no lo hacíamos, el pan salía incluso más rico, pero no merecía la pena porque ella se pasaba todo el día refunfuñando. A veces teníamos la sensación de vivir a su costa. Pero se habría muerto si no hubiese sido así.

Sólo una vez surgió un problema serio, cuando Engelhard le sacó una foto a escondidas. Justo estaba pitándole a un bañista que había cometido alguna infracción, y la foto salió en la portada de Tiempos Felices.

Amália se fue; pasamos hambre durante cuatro días.

—¡Ni Dios hubiera imaginado que no le alegraría!—exclamó Engelhard; cascó el huevo y lo echó a la sartén con cáscara y todo.

—Déjeme—le dije, pero tampoco yo logré arreglar aquel estropicio.

Cuando volvió, Amália lloró bastante. ¿Por qué tenían que pitorrearse de ella? ¿Para que fuese el hazmerreír de todo el mundo, desde el cura zarrapastroso hasta Alajos?

—Pero ¿por qué habrían de reírse, Amália?—preguntó Engelhard.

—No se atreva a preguntarme nada, porque no he vuelto por usted—afirmó lloriqueando—, sino porque alguien tiene que cocinar para esta criatura. Y si se ríen que se rían, sus motivos tendrán. Usted siempre dice que fotografía a los tontos. Así que ahora también ha hecho de mí una tonta, ¿tengo razón o no?

Hubo que sacar todos los ejemplares de aquel número de Tiempos Felices hasta de la biblioteca, para que con todos ellos encendiera ella un fuego, y tanto se entusiasmó, que parecía que no había vuelto por mí, sino sólo para quemar las revistas y el negativo.

Fue Alajos quien atajó definitivamente el mal al enviarle una tarta y con ella una carta de despedida. La tarta, ya sólo por su aspecto, parecía una obra maestra, pero Amália la devolvió cruelmente con el mismo recadero. En cambio, estuvo estudiando la carta durante toda la noche. Hasta me preguntó si no me parecía un puro escarnio, pero yo la tranquilicé asegurándole que no, que se trataba de una carta tremendamente seria. El pastelero Alajos Ják la tenía en gran estima y, como hombre que había sido despreciado, se despedía para siempre.


Durante mucho tiempo intenté precisar el día en que empezó la decadencia. Confiaba en poder hacer algo con él. Quería llegar a alguna conclusión, sacar algo en limpio de aquel momento. Quitar ese día del calendario con el cortaúñas. Proscribirlo. ¿Parecen pretensiones absurdas? Pues entonces simplemente quería tacharlo. Hacerlo desaparecer cruelmente, pasar ese día durmiendo año tras año. No, tampoco. Vomitar ese día, igual que en Pascua, después de haberme hartado de cordero. Invitar a Dios en cada una de esas ocasiones, para que coma conmigo lo que para mí ha guisado. Más aún, para que lo engulla El solo mientras yo Le contemplo.

Últimamente sospecho que tal día no existió, y que es imposible que existan días así. Pasó lo que suele pasar siempre en el mundo. Que a mí empezó a quedarme estrecho el traje de Benjamin. Se me ceñía al cuerpo, pero aun así me sentaba cada vez mejor. Con el tiempo mi cuerpo había madurado, podría decirlo así, en caso de que quisiera hablar bien de mi cuerpo. ¿Sabes qué? Quizá lo haga.