Capítulo 19

—¿TRAJISTE los corazones? —la voz chillona del abad parecía impaciente.

Ramiro había tardado más de lo previsto en volver a Montaillou. Había pasado casi un día desde que se había ido del pueblo con los prisioneros.

—Esa manía tuya de hacerlo todo en persona es lo que te ha retrasado.

La voz de Simón de Montfort sonaba clara en la habitación. La figura imponente del Conde se le acercó lentamente. No era un hombre que actuara precipitadamente, sino todo lo contrario: calculaba cada movimiento, cada paso para acercarse a su presa y capturada. Daba miedo cuando acariciaba su barba renegrida, porque estaba planeando su próxima jugada y siempre resultaba ser alguna acción cruel. Montfort no parecía tener remordimientos, ni misericordia.

A Ramiro lo sorprendió que el ejército del Conde ya estuviera en Montaillou, pero de algún modo eso aceitaba los tiempos de sus planes.

—Señor —dijo y se hincó para saludarlo. Domingo lo siguió en la reverencia.

—No hace falta tanta pompa, aquí estamos entre amigos.

Ramiro se puso de pie y soltó sobre el escritorio la bolsa con los corazones prometidos. Como había tardado tanto, habían entrado en estado de descomposición y olían de una manera espantosa.

El Abad los observó de lejos y quiso no tenerlos cerca.

—Ahí están —comentó sonriente Ramiro.

—Llévatelos de aquí —le ordenó Wolfgang a Marcabru.

Ramiro suponía que querrían analizar si eran corazones humanos, pero el grado avanzado de descomposición no les iba a permitir tener la certeza. El curandero arrugó la cara en señal de desagrado y salió de la habitación.

—Sigues siendo el mismo audaz y, por lo que me han contado, un héroe cristiano en esta región.

Ramiro sonrió. Le hablaba como si no lo hubiera visto en años, cuando no hacía más de unas semanas lo había condecorado en Carcasona. Luego hizo una reverencia para ocultar la risa que le venía al rostro. Comprendió que Montfort le hablaba no como a alguien que no había visto en años, sino como a alguien a quien daba por muerto. Le divertía haber frustrado así los planes del Conde.

—La presencia de Ramiro ha sido necesaria para que podamos descubrir la herejía. Primero sufrió un intento de asesinato. Querían apoderarse de la reliquia que traía y, cuando creímos haber apresado a los culpables, nos demostró que no eran esos los herejes, sino que la conspiración estaba mucho más extendida. Creo que hoy podemos hablar de que es necesario poner un freno al desborde que implica Montaillou.

—Para eso hemos venido, mi querido Wolfgang, para eso hemos venido —sentenció Montfort con la tranquilidad de un, monje—. Me contabas que se ha formado una resistencia. Es evidente que la noticia de nuestra marcha se filtró de algún modo. No mucha gente estaba al tanto. Esto nos muestra, entonces, que los habitantes del pueblo son mucho más agresivos de lo que suponíamos, están mucho más organizados de lo que creíamos y que la lucha será peligrosa.

Ramiro no dijo nada.

—¿Qué opinas tú? —lo increpó el Abad.

—Opino que ninguna batalla es fácil. Los pobladores conocen mucho mejor que nosotros el terreno. No hemos podido hacer un reconocimiento extenso. Estuvimos ocupados arrestando inocentes.

El Abad recibió el golpe y contestó.

—No todo es lo que parece. Xavier fue arrestado en una primera instancia y, aunque equivocamos el motivo de la detención, el tiempo lo mostró como a un hereje.

—¿Con qué pruebas? —Ramiro comenzaba a exaltarse y sabía que eso no era bueno. Domingo le tocó el brazo y la señal fue clara para él. No convenía contestar.

—¿Acaso dudas de las pruebas que yo he establecido para el proceso? —gritó, desafiante, Wolfgang.

—Por favor, caballeros —intervino Montfort—, basta de rencillas. Formamos todos un mismo bando.

Ambos se callaron, pero la discusión quedó flotando en el aire. Había un clima tenso que podía respirarse y nadie se atrevía a tomar la palabra de nuevo. Parecía un polvorín que podía estallar con la primera chispa que se encendiera.

Marcabru entró en la sala. Observó los rostros de los que estaban allí. No supo si tenía que hablar o no. No sabía cómo podía caer lo que tenía para decir. Finalmente, Montfort, la persona de mayor rango del lugar, le dijo:

—Di lo que has venido a decir de una vez.

—Los corazones que trajo Ramiro. Son humanos.

Hubo un largo silencio que se rompió con la carcajada del Conde.

—Te felicito, muchacho. Eres un digno soldado de mi tropa.

Lo abrazó y Ramiro se dejó abrazar.

—Ven —ordenó Montfort—. Vamos a pasar revista a los otros soldados.

 

 

 

Laetitia organizó la ceremonia como una manera de aglutinar al pueblo. Quería ser de nuevo una perfecta, encontrar el camino que había interrumpido cuando se topó con Ramiro. Y había transformado esa ceremonia privada en algo público. Sabía que, de esa manera, los pobladores que quedaban en Montaillou se conmoverían por su fe cátara y tendrían menos problemas en resistir el ataque de los cristianos. Sin embargo, Laetitia también era consciente de la poca gente que había en el pueblo. Tan solo habían quedado algunos pocos hombres que estaban enfermos o eran ya demasiado ancianos como para enfrentarse a un ejército organizado. El resto se componía por mujeres y niños. Ninguno tenía experiencia en el arte de la guerra.

Nadie se veía, pese a todo, intimidado. Se daban ánimos unos a otros y debatían acaloradamente sobre cuál era la mejor forma de repeler la invasión. Veían desde los árboles al ejército de Montfort. Daba miedo observar a tantos soldados cansados de viajar y con ganas de un enfrentamiento que los revitalizara. Pero vigilarlos era una manera más de defenderse, de poder planear mejor una estrategia. Todas las propuestas se recibían en el hogar cátaro y eran analizadas por el consejo de mujeres que encabezaba Laetitia y seguía en Blanche y Miriam.

El regreso de Ramiro con los corazones fue visto por uno de los vigías. Un niño de no más de diez años irrumpió en el hogar y comentó lo que había visto. Se rumoreaba que se los habían extraído vivos a los hombres que habían detenido el día anterior.

La furia se apoderó de Laetitia.

—No podemos dejar que esos hombres hagan lo que les parezca con nuestra comunidad. Ya demostraron la crueldad de la que son capaces.

—Tampoco podemos actuar a través de los enojos. Tenemos que elaborar una estrategia para sobrevivir.

Laetitia le dio la razón, pero no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas por los hombres que habían muerto.

—Lo odio, ¿sabes? Es un asesino. Los mató a sangre fría. ¿Cómo pude haberme equivocado tanto?

—No sé si te has equivocado, Laetitia. El tiempo lo dirá. Por lo pronto, tan solo sabemos que es un cobarde.

—Pero los mató como a unos perros, como a un animal salvaje del bosque.

—Sabremos de él en el momento oportuno —la calmó Blanche—. Ahora quisiera reunir a la gente en la plaza para tu consagración. Nos estarán observando y sabrán que estamos unidos. Que aquí hay una resistencia que no teme. Luego veremos qué hacer.

—Yo tengo una idea —intervino Miriam con una sonrisa en sus labios. No la habían visto sonreír desde que Ramiro se había llevado a su marido.

Las mujeres se pusieron en marcha y fueron hacia la plaza. La misma plaza que tantas agitaciones había visto en los últimos tiempos. Desde la llegada del Abad hasta la fiesta de la primavera. Desde la fiesta hasta el arresto y la matanza de los hombres del pueblo. Se reunían allí una vez más. Esta vez para la consagración de Laetitia. Para unificar el credo de todo el pueblo en el credo de la muchacha. Su fe sería la de todos. Su camino de perfecta, la vía por la que todos obtendrían la salvación.

La ceremonia comenzó con una purificación. Laetitia estaba de pie en el centro de la plaza. Llevaba puesto un vestido oscuro, pesado y solemne. Blanche se acercó a ella y habló:

—Estamos aquí para que recibas el sacramento cátaro. La consolamentum marcará el inicio de tu camino como perfecta. Camino que tú misma habías iniciado voluntariamente y del que, voluntariamente, te apartaste. Ahora pides volver a él. Para ello se necesita que aceptes la purificación que te ofrezco.

Laetitia respondió con seriedad:

—Sí, la acepto.

—También será necesario que nuestro pueblo, que todos los testigos aquí presentes, se comprometan a aceptarte como perfecta. Tiene que estar convencidos de tu arrepentimiento por haberte apartado de tu senda y tienen que creer con firmeza en los preceptos de nuestra religión.

Todos murmuraron una aceptación. Luego alguien gritó un “viva” y lo siguieron inmediatamente:

—¡Viva!

Blanche, después de escuchar la aprobación general, buscó una enorme tinaja que había llenado con agua helada del deshielo. La levantó en alto con la ayuda de Miriam y la vertió sobre la cabeza de Laetitia que comenzó a temblar como una hoja al viento.

—Por medio de esta agua nueva que proviene del deshielo te purifico. El agua ha bajado hasta el llano desde la montaña y en su camino ha recogido las experiencias que permanecieron cristalizadas cuando era nieve en lo alto de la montaña. Así como la vida renace con la primavera, de esta manera el agua vuelve a la vida con la frescura de lo nuevo. Es de este modo que tu volverás, renacida, a tu camino de perfecta y que abrazarás la fe de nuestros padres y te alejarás de lo material. Nada más efímero y permanente a la vez que el agua que cumple un ciclo como la vida y vuelve a nacer. Nada más efímero y permanente a la vez que este acto de mojarte para que luego el sol seque el agua de tu cuerpo. La purificación, sin embargo, permanecerá.

No era habitual para la gente del pueblo ver este tipo de ceremonias. Generalmente, la practicaban los perfectos para ordenar a otros perfectos y se hacía en privado. El hecho de volverla pública había sido la estrategia de Laetitia para unificar a la gente de Montaillou y para que los espías de Montfort vieran el despliegue de fuerzas.

—Ahora diré la consolamentum, nuestro más alto sacramento y aquello que nos transforma en creyentes.

Se realizó un silencio y rodos escucharon con atención las palabras de Blanche. Cuando terminó, la ceremonia había concluido. Una Laetitia empapada parecía feliz por el lugar que la comunidad le había otorgado y por recomenzar su camino como perfecta.

Ahora, solo les quedaba desarrollar la estrategia para enfrentar a un ejército superior en número y experto en el combate.

 

 

 

Ramiro observó a las tropas. Los hombres se alegraban a su paso. Lo saludaban con afecto. Muchos de ellos habían sido instruidos por él. Montfort sabía que no podía ponerse en contra a Ramiro en esa situación. Temía que los soldados se rebelaran contra su autoridad para seguir a su jefe y entrenador.

—Guerreros —gritó el Conde—. Quiero que reconozcáis en Ramiro de Zaragoza al nuevo general de esta tropa. Él comandará la expedición que realizaremos aquí en Montaillou y nos guiará en el terreno que conoce mejor que nosotros. Por otro lado, la población del lugar le teme y lo reconoce como a un líder de cualidades extraordinarias.

Los soldados aplaudieron. Realmente les gustaba estar bajo las órdenes de Ramiro. Continuó con Montfort pasando revista a las tropas. Estaban en un estado deplorable. Habían tenido que pelear en varios lugares, en especial en los poblados al este de Carcasona, porque Raimundo VII se alzaba como una amenaza para el Conde. Se los veía cansados y desorganizados y, como la guardia del Abad, habían sido reclutados de distintos lugares y señores que no estaban muy convencidos en esa lucha personal que llevaba adelante Montfort.

Ramiro estudió con detenimiento a los soldados. Había muchos a los que estimaba realmente y que habían sido sus compañeros en innumerables batallas. Esperaba poder abrirles los ojos y hacer que entraran en razón. Tenía un plan, pero no sabía cuántos podían querer lo mismo. Cuántos se animarían a seguirlo.

Un vigía les informó acerca de lo que sucedía en el pueblo.

—Hay una especie de celebración. He recorrido los kilómetros que hay hasta allí para verla de cerca. Han practicado un ritual extraño con una muchacha.

—¿Cómo era ella? —preguntó Ramiro.

—Hermosa. Rubia, de ojos azules, con unos labios que serían el sueño de cualquiera.

Los soldados comenzaron a hacer los chistes más soeces que se les podían ocurrir. Todos querían atacar el poblado y poseer a la muchacha.

—Si es la mitad de bonita de lo que tú cuentas, entonces me casaré —dijo uno y todos rieron por la broma.

Sin embargo se callaron, cuando vieron la expresión adusta de Ramiro.

—¿Qué tipo de ritual?

—Una especie de purificación.

Ramiro supo que ella estaba tomando la consolamentum nuevamente. Nunca había escuchado de un rito cátaro público, pero imaginó que sería una estrategia para aglutinar a la gente. Supo que no le quedaba mucho tiempo. Tenía que hacer su jugada lo antes posible. Estaba seguro de que en un par de días ella bebería el elixir y todo sería irreversible.

 

 

 

Las mujeres del pueblo lo decidieron sin pensarlo dos veces. Laetitia, todavía empapada por el agua del deshielo que había significado el retorno al camino de una perfecta, lo había propuesto y todas aceptaron.

—El Abad ha dependido de nuestros cultivos y granjas desde que llegó. Esa fue su estrategia para vigilarnos y para ganar adeptos. Se transformó en el principal comprador de nuestros productos, por lo que no tiene una producción propia.

Las mujeres asintieron, mientras Laetitia explicaba el plan.

—El ejército de Montfort es demasiado numeroso y no traen víveres. Es obvio que buscarán un enfrentamiento. Supongo que es parte de su crueldad. Querían que hubiera una batalla para que los juglares y biógrafos pudieran escribir la gloria de Simón de Montfort y su secuaz, Ramiro de Zaragoza. —Cuando pronunció el nombre de él sintió un nudo en la garganta—. Sin embargo, para asegurarse el triunfo, han arrestado y matado a nuestros hombres. Es decir, han actuado como cobardes.

Todos en el pueblo, los ancianos, los niños y las mujeres escuchaban hipnotizados a Laetitia.

—No podrán resistir mucho sin víveres. No conocen bien la zona y las únicas granjas con las que cuentan son las nuestras. Son demasiados. De algún modo, no querían arriesgarse a perder un combate, pero esa es precisamente su debilidad.

Estaban expectantes para ver qué proponía Laetitia. La confianza que tenían en la muchacha parecía ser infinita.

—Debemos abandonar nuestro pueblo —dijo por fin—. Es la decisión más difícil y dura que tomaremos en nuestra vida, pero un éxodo nos garantizará la victoria. Nosotros sabremos sobrevivir y ocultarnos en el bosque, pero ellos no lo harán sin víveres. Un enfrentamiento nos arruinaría, pero no una retirada. Propongo que nos vayamos de aquí. Que quememos nuestras huertas y granjas, que matemos a los animales que no podamos llevar con nosotros. Y que los dejemos sin nada. No lograrán sobrevivir. No podrán pasar la hambruna y regresarán a Carcasona para no volver.

Hubo un festejo y una algarabía por lo que parecía ser una solución. Luego los rostros se volvieron apesadumbrados por la triste faena que les tocaba llevar a cabo.

Comenzaron a recolectar todo lo que pudieron de las granjas y a cargar a sus caballos con víveres. Todo caballo del pueblo debía ser montado y no importaba si era niño o anciano el que cabalgaba. Iban repletos de carga para poder sobrevivir el mayor tiempo posible.

Los animales fueron subidos a los carros y otros los llevaban atados a los caballos que encabezaban la peregrinación. Los que no pudieron ser transportados fueron matados allí mismo y cocinados para la gran última cena antes de partir.

Comieron en silencio, mientras Laetitia y Blanche prendían fuego al hogar. Lloraron al verlo destruido. Habían pasado años construyéndolo, mejorándolo. Lo habían transformado en un hospital para que la comunidad tuviera dónde curar las dolencias que surgían. Y sin embargo allí estaba. Consumido por las llamas.

Las otras granjas también ardieron y sus dueños lloraron convencidos de que era la única posibilidad de salvar sus vidas.

Comenzaron a peregrinar hacia el bosque, alumbrados por la única luz del fuego de lo que había sido su pueblo.

 

 

 

El fuego en Montaillou alertó a los vigías. La noticia corrió veloz, y consultaron a Simón de Montfort qué hacer.

—Atacaremos ahora.

Le dio la orden a Ramiro de que organizara la tropa, y él supo que su momento había llegado.

Se paró delante de los soldados y comenzó a dar un discurso.

—Compañeros. Con algunos de vosotros hemos luchado juntos defendiendo la causa cristiana en más de una ocasión. Y la valentía siempre fue nuestra característica. Luchamos codo a codo contra enemigos feroces, contra señores viles que no reconocían la supremacía de Dios en estas tierras y contra infieles en la otra parte del mundo, en Palestina.

Todos asintieron. Eran comunes estas arengas antes de un combate, pero no entendían muy bien a dónde quería llegar.

—Esta situación que nos reúne ahora es excepcional. Debemos atacar la huida de un pueblo que no quiere rendirse a las ambiciones de nuestro señor. Que no quiere someterse a formar parte de una historia de crueldad y codicia personal. Todos hemos jurado defender a Montfort y ser sus vasallos. ¿Pero qué sucede con nuestras conciencias? ¿Qué sucede cuando sabemos que no estamos aquí para defender al cristianismo, sino al afán de poder de quien ya tiene suficiente?

La tropa se comenzó a inquietar por ese discurso. Les parecía coherente lo que decía Ramiro, pero no entendían por qué el ataque a Montfort minutos antes de una batalla. Ramiro montó su caballo, y a su lado se posicionó Domingo.

—El coraje en la lucha viene de nuestras convicciones y no soy capaz de discernir cuáles son mis convicciones ahora. ¿Es este un ejército que persigue a ancianos y niños? ¿Somos nosotros, los héroes de tantas batallas, los que vamos a ensañarnos con gente indefensa? No quiero esa gloria para mí. No creo que el Señor quiera esa gloria para nosotros, sus soldados.

Los guerreros se miraban entre sí, perplejos. Ramiro salió en dirección contraria al pueblo. Antes de partir dijo.

—Yo voy a los bosques, pelearé del lado de los justos. Los que quieran seguirme pueden hacerlo. Los que no, sigan a Simón de Montfort. Nos veremos en el campo de batalla.

Golpeó con fuerza las riendas de su caballo y desapareció en la noche. La noticia de su deserción llegó a los oídos de Montfort que no podía creer lo que escuchaba. Se puso inmediatamente al frente de las tropas. Le regañó al Abad.

—Debías haber previsto esto. Debías saber que desertaría.

—Se ha enamorado. —Fue la única respuesta por parte de Wolfgang.

—¿Qué me importa? Lo hubieras matado. No hay lugar en mis tropas para desertores.

Montfort ordenó el ataque a un pueblo que ya estaba vacío. A un pueblo del que el fuego se había llevado todo.

Ramiro cabalgaba a toda velocidad junto a Domingo. Se acercaba a la zona del bosque en donde suponía que acamparía Laetitia y su gente. Por primera vez en su vida supo que estaba peleando la batalla correcta.

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