—Antes de abocarnos al tema concreto de nuestra conversación, la «idea del comunismo» en el marco de tu labor filosófica, querría situar esta discusión dentro de un contexto más amplio de problemas vinculados tanto con la filosofía como con la política. Tu filosofía elabora un concepto de sujeto que se diferencia del de la sociedad capitalista, cuya comprensión del sujeto se realiza al reducirlo a las categorías de consumidor y de competidor económico. El concepto «sujeto» cuenta con una prolongada historia dentro de la filosofía, y en Francia se desarrolló incluso una teoría específica de la muerte del sujeto. Por eso me interesa ver cómo se integra tu concepto al respecto dentro del contexto filosófico francés que abarca desde la década de 1960 hasta nuestros días.

—Quiero comenzar con dos observaciones. En los años cincuenta yo estaba muy influido, en primer lugar, por Sartre. Durante los primeros años de mis estudios de Filosofía, sostuve siempre que la categoría de sujeto era una de las categorías fundamentales —y efectivamente lo era—, ante todo bajo la forma de la teoría de la conciencia libre, que Sartre había desarrollado por ese entonces. Así, debo agregar que mi pensamiento surgió también de una filosofía dominada por la teoría del sujeto y formulada en un lenguaje fenomenológico. Provengo de un concepto de sujeto en el sentido de Sartre, pero también en el sentido que le asignaban Merleau-Ponty y, en última instancia, Husserl. A fines de la década de 1950, cuando ingresé en la École Normale Supérieure, donde conocí a Althusser, leí los primeros libros de Derrida y estudié la teoría de Lacan, cambié de vereda —por así decir— y me pasé al campo del estructuralismo; esto es, adherí a una teoría en la cual el sujeto es problemático. Para Althusser el sujeto era un concepto ideológico, burgués. Para Lévi-Strauss y la tradición estructuralista sólo son relevantes las estructuras, y en la tradición que proviene de Heidegger el sujeto es un concepto que surge de la metafísica y que debe deconstruirse.

Todo esto me salió al paso en esa época, aunque cruzado con una suerte de íntima resistencia, que tenía un origen de carácter filosófico: la teoría de Sartre y la gran tradición de la fenomenología entonces vigente. Sin embargo, esa resistencia tenía raíces que eran ante todo de índole personal y prácticas, porque yo no entendía cómo podía renunciarse a la categoría de sujeto en la política; de hecho, sigo sin poder entenderlo.

—¿Y por qué no es posible esa renuncia?

—No puedo renunciar al sujeto porque la política es una cuestión de orientación, de obrar, de tomar decisiones, de principios, algo que requiere un sujeto, una dimensión subjetiva. Además, doy por descontado que el intento por reducir la política —y el marxismo— a un contexto meramente objetivo, sin la figura de un sujeto, sólo conduce a una suerte de economicismo puro, dentro del cual no se sabe siquiera qué es la acción política en sentido estricto, en tanto acción libre y constructiva. Por todos estos motivos me sumé a las filas del estructuralismo con mis compañeros de ese entonces, aunque seguí fiel a la idea de que debía ser posible unir las teorías del estructuralismo o de la deconstrucción con una renovación del concepto de sujeto. Para eso era necesario transformar la categoría de sujeto, pero también preservarla.

Además, pienso que en aquella época la teoría más importante para mí era la de Lacan, porque otorgaba una considerable significación a las estructuras, y especialmente a las estructuras del lenguaje: lo inconsciente está estructurado como un lenguaje, y otras ideas similares. Sin embargo, en su proceso de dar continuidad a la línea del psicoanálisis, Lacan desde luego preservaba además la categoría de sujeto y, por añadidura, la transformaba para hacer de ella un elemento absolutamente central. Me encontré, por lo tanto, con esta teoría que a mi entender abría un camino posible: uno que aceptaba algunas ideas de la modernidad especulativa pero a la vez preservaba la categoría de sujeto, aunque por supuesto se pagara el precio de reformar significativamente esa misma teoría. Creo que este ha sido siempre mi programa hasta el día de hoy.

—Hace tiempo me pregunto cómo defines tu posición en este contexto. Dijiste que en el plano político no podría existir acción sin la categoría de sujeto. Pero me gustaría que regresáramos a la filosofía. Mencionaste a algunos filósofos que elaboraron una crítica al concepto de sujeto, pero luego te metiste de lleno en el campo de la política.

—No, sólo quería introducir la política como un ejemplo de un campo de la creación y de la actividad en que el problema fundamental es la construcción de un sujeto.

—¿Coincidirías conmigo si dijese que se necesita un concepto de sujeto en todos los campos de la actividad humana?

—Para abordar ese tema, creo que antes debemos dar un pequeño rodeo. Para mí, el concepto de sujeto está estrechamente relacionado con otros dos conceptos, el de acontecimiento y el de verdad. Se trata siempre del sujeto para un proceso de construcción de la verdad o dentro de un proceso de construcción de la verdad. Mi propio modo de criticar el concepto metafísico de sujeto consiste en afirmar que el sujeto es una creación, algo que yo constituyo; de ningún modo es algo dado. Dada es, por ejemplo, la figura del individuo. Pero para mí «individuo» y «sujeto» no son lo mismo. Existe incluso una oposición entre estas categorías, una oposición integral que alcanza a los fundamentos últimos, más allá de que constantemente los individuos sean convocados a transformarse en sujetos o a ingresar en sujetos. Se trata de un llamado, no de un movimiento natural y persistente. Y este llamado se realiza en nombre de un proceso real, que puede ser político, pero que también puede ser otra cosa: un proceso político, artístico, amoroso. En todos estos casos hay un llamado subjetivo.

—¿Coincides conmigo cuando afirmo que realizar una crítica del sujeto es algo justificado, pero que, a la vez, no es posible realizar una crítica del individuo, pues el individuo es algo dado?

—Coincido por completo.

—Me parece un punto muy importante, porque nos permite resolver algunos problemas de la deconstrucción.

—Creo que en la crítica del concepto de sujeto es importante percibir con claridad que esta crítica apunta a determinado constructo filosófico, que tiene una historia. Acepto que el concepto de sujeto, tal como se lo desarrolló desde Descartes hasta Sartre, es en cierta medida un concepto, un constructo metafísico. Cuando digo que retomo la categoría de «sujeto», eso sucede en un contexto por completo diferente. Desde luego, coincido plenamente cuando se afirma que en esta tradición metafísica existe una suerte de fusión entre individuo y sujeto. Cuando se considera, por ejemplo, el sujeto del Cogito cartesiano, este se demuestra un constructo que remite, en sus fundamentos, a una experiencia individual; también en Sartre la conciencia es individual. Sartre incluso identifica al sujeto por medio de su figura consciente. Por lo tanto, de la deconstrucción de las categorías metafísicas preservo el aspecto que desmantela este constructo universal que fija el sujeto al individuo. De esta manera tenemos, por un lado, la construcción subjetiva, que está vinculada con el proceso de verdad. Y, por otro, al individuo como su portador irreductible, que en ocasiones también he denominado «el animal humano» y que, por su parte, es algo dado, algo que yo llamaría «natural», es decir: uno cualquiera. Los individuos existen en el mundo, pero ese simple hecho no basta para designarlos como sujetos.

—Si alcanzo a comprenderte, con tu última observación quieres decir que el individuo en tanto individuo existente no puede ser deconstruido. Pero también sabemos, por ejemplo, que Hegel comienza su Fenomenología del espíritu con la demostración de que por fuera de la lengua no existe el aquí y el ahora. Esta es la posición opuesta desde la que él construye su sistema metafísico. El sistema hegeliano toma como punto de partida el reconocimiento del carácter ineludiblemente lingüístico de lo dado. Como punto de partida reconoce que el aquí y el ahora nos son dados únicamente en la lengua y por medio de la lengua, y reconstruye el mundo en el sistema de la ciencia filosófica. Sin embargo, así lo dado pierde su carácter inmediato. Del mismo modo, lo individual ya no es más lo individual sentido o pensado, sino algo mediado de antemano: siempre es de carácter lingüístico. Este es un problema central del discurso filosófico, pero también es un problema de la representación de los «verdaderos» intereses de los individuos «reales». Yo mismo siempre resistí instintivamente la desposesión del individuo. Es decir, insistí en que, tal como se dice actualmente, existe el hecho de la individualidad no deconstruible o inevitable; y en mi crítica de Hegel siempre estuve de parte del individuo, en contra de esa dominación por medio del proceso del lenguaje. Sin embargo, veo también qué críticas pueden planteárseme en este sentido e incluso yo mismo me las planteo. ¿Cómo se podría insistir en la inmediatez del individuo en vistas de la crítica de Hegel? ¿Qué implicancias tiene esto, entonces, para la resistencia política? ¿Puede oponerse aquí algún argumento filosófico a esa resistencia?

—Estoy de acuerdo en indicar esta resistencia inicial del individuo frente a la deconstrucción, aunque bajo la condición de que uno se represente con claridad que este individuo no es otra cosa que un «se da». Se trata del «se da» de la humanidad en tanto animalidad, nada más. Por eso el individuo es en y para sí irreductible, pero eso no le proporciona ningún significado especial, salvo el de su existencia. En otras palabras, estoy de acuerdo con el carácter irreductible del individuo, aunque bajo la condición de que no se oponga el valor del individuo al significado del sujeto metafísico, como si ambos estuviesen en el mismo plano. No estoy de acuerdo por ejemplo con la crítica que Kierkegaard le hace a Hegel. Kierkegaard afirma que la existencia del individuo es en última instancia irreductible. Concuerdo con eso, pero disiento en que implique llevar a cabo, tal como sucede de hecho en Kierkegaard, un proceso propedéutico para una sacralización del individuo de un modo en última instancia religioso. En otras palabras, la vida humana, su carácter irreductible, es la vida de la animalidad humana en cuanto tal. Por eso, puede decirse que se trata de la no reductibilidad de un cuerpo, de un cuerpo viviente. Un cuerpo viviente es en última instancia no reductible, no se deja deconstruir.

—Es cierto, no puede subrayarse el carácter irreductible del individuo para de inmediato adjudicarle un valor excedente.

—Ese es el punto, exactamente. Por ese motivo sostengo que la estrategia de Kierkegaard es la deconstrucción de la sistemática de Hegel, para hacer surgir el carácter irreductible subjetivo del individuo; pero después vuelve a colocarla dentro de un contexto teológico, dentro de un contexto religioso. Para mí hay en el individuo sólo la animalidad existente, el principio de la vida. La vida es individual, pero se presenta a la vez en el marco de las especies y de la individualización, y por eso mismo no es pasible de deconstrucción. Sin embargo, esto no le otorga ningún tipo de valor superior, salvo el de la nuda existencia. La cuestión que sigue de manera inmediata, saber qué valor tiene la nuda existencia, adquiere su sentido solamente desde la perspectiva de una verdad subjetivada.

—¿No habría que referirse a otro esquema si se quisiera adscribirle valores a esa existencia individual?

—No, no es exactamente así. Tan sólo desde la perspectiva de la emergencia posible de la categoría de sujeto se plantea la cuestión del valor del individuo, ya que el individuo en sí no constituye más valor que el de su perseverar en la vida: «Perseverar en el ser», como decía Spinoza.

—¿Entonces el concepto de sujeto es el medium en el cual se piensan todos los valores?

—Absolutamente todas las valoraciones se efectúan en el sujeto. Pero no hay que confundir esto con el hecho de que el propio individuo, a partir de sí mismo y por sus propios medios, como sucede en Hegel, ponga en marcha el proceso, que en última instancia arribará a lo absoluto. Y si el individuo no es otra cosa que la perseverancia en la vitalidad, tampoco podrá constituir en manera alguna el espacio para una valoración ni ingresará en la subjetividad. Para eso se requiere otra cosa, aquello que denomino «acontecimiento».

—En Hegel, el comienzo de la fenomenología es algo de lo que uno tiene que liberarse.

—Porque en Hegel nos encontramos con el trabajo de lo negativo, en el que la individualidad, en tanto es trabajada desde dentro por la negatividad, tiende a ir más allá de sí y superarse.

—Pero en verdad eso es precisamente la subjetividad, no la individualidad.

—Como afirma Hegel, lo absoluto se encuentra desde el comienzo en nosotros. La subjetividad está en el individuo. Ya está allí el trabajo de lo negativo, que dispondrá la subjetividad en las sucesivas figuras de la conciencia, porque lo absoluto se encuentra trabajando en la individualidad. Ese es el problema. Pero yo creo que ninguna forma de absoluto trabaja en la individualidad.

—Esa es mi posición. Precisamente allí veo yo el problema en Hegel.

—El individuo es abandonado por lo absoluto, es así. Sin embargo, conservo la categoría de la absolutidad, pero en otro plano. Afirmo, en este sentido, que las verdades que este o aquel sujeto es capaz de alcanzar pueden resultar verdades en cierto sentido absolutas, verdades que construyen la figura de la subjetividad —que es una posibilidad—, pues son universales: no son relativas al contexto de su producción. Además, sostengo que, al hablar sobre la verdad, uno no expresa nada sin hablar a la vez de lo absoluto. Si las verdades son relativas, entonces de hecho no se las puede diferenciar de las opiniones.

Dicho sea de paso, la crítica al absoluto hegeliano no significa, a mi entender, que no exista nada de lo que uno podría decir que es absoluto. Lo absoluto hegeliano, en tanto es consustancial con el trabajo de lo negativo, que termina por elevar la individualidad a la subjetividad, eleva la subjetividad a la figura de la conciencia y alcanza en última instancia la conciencia filosófica y dialéctica, etc. La crítica a este absoluto inicial —que, por otra parte, es también final, porque aquello que se encuentra al final también es aquello que se encuentra al comienzo— no significa para mí que no exista en modo alguno lo absoluto. Se debe comprender antes bien «absoluto» en su sentido elemental, a saber, como aquello que no es relativo, que es universal, que no es dependiente y que no está vinculado de manera esencial con los condicionamientos de su constitución.

—¿Tú aceptas eso?

—¿Que existe un absoluto de ese género? Claro que sí. Y para mí existen las verdades de la matemática, de la ciencia, del arte, del amor, de la política con un significado absoluto, con un valor absoluto.

—¿Y cómo se vincula esa verdad absoluta con la finitud del ser humano?

—El hombre no es en sí finito ni infinito. Tiene acceso a lo infinito, como es obvio. Estamos en condiciones de pensar lo infinito bajo formas de todo tipo.

—¿Hay un espíritu que no pueda ser pensado, como en Hegel, un espíritu absoluto?

—No hay un espíritu absoluto. La construcción subjetiva de una verdad está vinculada con lo infinito, sencillamente porque lo infinito es lo real. Por lo tanto, cuando se tiene una verdad, esta debe estar en contacto con la infinitud de lo real. Si no se tiene una verdad que esté en contacto con lo real, falta un marco para poder producir y a la vez pensar esa verdad. Por eso sostengo que el pensamiento humano se encuentra en el elemento posible de lo infinito. No creo que esto sea un problema; entre los planes para mi próximo libro está demostrar que lo problemático es, precisamente, lo finito.

—¿En qué sentido consideras que lo finito es problemático?

—En verdad con esto pretendo decir que todo es infinito. Lo real es infinito, y las verdades, en la medida en que entran en contacto con lo real, entran en contacto con lo infinito. La pregunta por la finitud es una pregunta en la que, en cierto sentido, lo finito siempre es un resultado. Lo infinito es el modo de ser de todo lo que es y, por el contrario, lo finito —bajo la forma de la obra de arte, por ejemplo— es una extracción finita de lo infinito. Lo finito es una obra de lo infinito, que, por oposición, es lo dado. En este punto hay que invertir por completo la tradición, que siempre ha considerado lo finito como algo evidente y lo infinito como algo trascendente o inaccesible.

Pienso que es exactamente al revés. No se trata de la pregunta por lo infinito. Lo infinito es el «se da» más elemental. El modo en que el pensamiento hace su camino o crea algo, una idea que entra en contacto con lo infinito: esto ya es un problema diferente y en extremo complicado. Pero aquí entra en juego el sujeto. Si quieres, también se puede afirmar que aquello que se denomina sujeto es el momento en que el individuo es convocado al carácter real de lo infinito. Esto es un sujeto. Se lo convoca al carácter real de lo infinito por medio de acontecimientos singulares, que no se derivan de la individualidad; por el contrario, producen, paso a paso, la capacidad del sujeto para alcanzar la infinitud de lo real y trazar un camino en esa dirección. No existe una dialéctica natural. Es una visión cuyo alcance entonces es universal y que, en ese sentido, puede denominarse absoluta. Esta es la cuestión de lo absoluto.

En el detalle todo es muy intrincado, pero las primeras intuiciones son bastante sencillas. La posición fundamental respecto de esta cuestión es que se debe invertir la concepción acostumbrada según la cual lo infinito sería un inalcanzable trascendente y la finitud, el destino ineludible del ser del hombre. Se pueden encontrar huellas de esto ya en Descartes, quien en varios textos explica que en realidad lo infinito es más sencillo que lo finito. Esta intuición ya es reconocible en él. Por otra parte, en las Meditaciones metafísicas puede verse muy bien que la demostración que se da de la existencia de lo real presupone que se debe tomar el camino a través de lo infinito, ya que recién con la prueba de la existencia de Dios uno puede garantizarse que existe al menos algo que es real. Yo coincido con esta potente intuición de Descartes de que cualquier acceso a lo real, cualquier certeza real, presupone que obra la mediación de lo infinito. Existe, por lo tanto, una relación orgánica entre la infinitud del ser, el acceso a esa infinitud del ser, a los diversos procesos de verdad y al hecho de que en todo eso el sujeto es el actor, en la medida en que convoca al individuo a esta acción o a este proceso. El individuo en sí, considerado en sentido estricto, no es finito ni infinito, porque es a la vez finito, según una perspectiva descriptiva exterior —existe la muerte, las limitaciones corporales y todo lo demás—, pero como está también capacitado para lo infinito, entonces no se puede declarar su finitud como una característica irreductible. El individuo es capaz de alcanzar lo infinito, mezclarse con la infinitud de lo real, moverse dentro de ella, y también es capaz de crear, a partir de esa infinitud, algo finito de valor universal, una finitud de valor universal. El ejemplo típico es la obra de arte, una revolución en la política o un nuevo conocimiento en la ciencia. Hay una gran variedad de ejemplos. En todos estos casos uno se encuentra con la producción subjetiva, que entra en contacto con la infinitud de lo real.

—¿Entonces consideras que el individuo se convierte en sujeto cuando toca lo infinito?

—Sí, cuando se mezcla con lo infinito real. Pero desconfío de la formulación «El individuo se convierte en sujeto». En cambio, prefiero decir: «El individuo se incorpora a un sujeto», porque no siempre —ni siquiera la mayor parte de las veces— es un individuo lo que se convierte en sujeto. El sujeto político, por ejemplo, es un sujeto colectivo, no un individuo. Del mismo modo, en relación con el sujeto artístico, uno puede preguntarse qué es. En la historia hay innumerables especulaciones sobre el genio. Pero de hecho el genio siempre está inserto en un contexto, porque además siempre hay escuelas, grupos, invenciones colectivas bajo las cuales se subsume en última instancia la subjetividad creativa. También este es el caso en la ciencia, obviamente, pues siempre existe una comunidad científica que a fin de cuentas corrobora lo que ha descubierto este o aquel científico. En este sentido, creo que es más acertado decir que el individuo, con su disponibilidad íntegra, su cuerpo, su pensamiento, con aquello que hace, con su ser social, con la lengua que habla, se incorpora al proceso subjetivo; este siempre es un proceso singular, jamás abarca la totalidad de la existencia del individuo, pues la porción del individuo que se incorpora al proceso subjetivo es en sí una porción singular, una extracción del individuo, si se me permite decirlo de este modo. Por otra parte, el individuo también debe seguir comiendo y alimentando su cuerpo, también debe enfermarse y, por último, morir. Todo esto no deja de suceder según su curso; sin embargo, la capacidad para entrar en contacto con lo infinito real se experimenta por medio de su incorporación parcial —en ocasiones transitoria, en ocasiones muy profunda— a un proceso en que se mezcla con lo infinito real, de modo que también cabría decir que cada individuo puede participar en lo absoluto. No digo que cada individuo se vuelva absoluto, pues esto sería afirmar que existe un sujeto absoluto que reúne en sí a todos los individuos; digo, antes bien, que cada individuo puede tomar parte en lo absoluto. Esta es una posibilidad que está abierta en última instancia a todos los individuos, y que, sin embargo, en cierta medida depende del azar.

—¿Acaso no es este sujeto, este individuo que entra en contacto con lo infinito, la meta de la crítica de la deconstrucción, la crítica de Lacan?

—No lo creo, ya que de ningún modo se trata de la subjetividad en el sentido del sujeto metafísico o cartesiano, ni siquiera de la conciencia sartreana. Se trata de una suerte de posibilidad parcial, que es inmanente para el individuo en tanto posibilidad parcial y necesita la llegada de una intervención externa para manifestarse. Esta es la cuestión del acontecimiento; y esto equivale a decir que en la vida del animal humano debe ingresar algo que le abra esa posibilidad. Si admitimos que esta posibilidad puede desarrollarse por sí misma, volvemos a ser hegelianos. Por eso hay en este proceso un momento de azar. Este es, a pesar de todo, el factor limitante en el proceso que describimos y para el que en realidad todo individuo es virtualmente capaz. Y hay un llamado para el cual el encuentro amoroso es el mejor ejemplo. Uno se topa con alguien —a menudo por azar—, y es posible que en el amor se entre en contacto con la infinitud de la existencia, pero, pese a todo, el azar era necesario para ese encuentro. Lo mismo sucede en la política. Se sabe muy bien —para retomar el ejemplo más reciente de las grandes rebeliones en el mundo árabe— que en su mayoría quienes estuvieron allí ni siquiera intuían tres días antes la capacidad que tendrían para lograr lo que lograron. Pero que ellos tenían en ese momento el sentimiento de estar en contacto con lo infinito, de eso no cabe ninguna duda. Basta con prestar atención a las explicaciones que ofrecían, aunque esas explicaciones fuesen muy sencillas: «Nosotros somos Egipto». Todo esto significa de hecho que hemos entrado en contacto con algo que va más allá de nosotros. Esto permanece irreversible y absoluto. Incluso cuando este contacto con lo infinito en tanto creación subjetiva no ascienda hacia un cambio absoluto, ya ha existido de todos modos. Desde luego, esto no es en manera alguna el autodesarrollo del individuo que va más allá del aquí y el ahora; no, es sólo un impulso. Deleuze decía que uno siempre piensa con un impulso desde fuera —para él eso es precisamente la categoría del afuera—, y yo creo que tiene razón. En cierta medida, lo formulé a partir de la categoría del acontecimiento, pero es la misma idea antihegeliana de que algo tiene que venir desde fuera para que esa elevación subjetiva del individuo tenga lugar en la realidad.

—En Hegel no está ese «afuera».

—No, y Hegel incluso intenta desplazar todo hacia «adentro».

—Tú muestras exactamente dónde está el problema en Hegel. ¿Cambia algo la cuestión con Nietzsche y su idea de la muerte de Dios?

—No debemos subestimar el aporte de Nietzsche. En el fondo, pienso que esa contribución consiste en postular la pregunta sobre cuál puede ser la capacidad de creación del hombre, de la humanidad, si Dios no existe, si el Dios del cristianismo, si especialmente el Dios redentor del cristianismo no existe. Si nuestra naturaleza no es salvada por Dios, si se reduce a sí misma, ¿entonces de qué es capaz? Esta pregunta también me la formulo yo en cierto sentido, y por eso entiendo muy bien a Nietzsche en este punto. En realidad se puede recorrer el camino gracias a Dostoievski: para él, si Dios está muerto, entonces todo está permitido. Pero en verdad la tendencia contemporánea tiende antes bien a decir: si Dios está muerto, nada en absoluto está permitido. Además, si Dios está muerto, no somos capaces de nada, debemos contentarnos tan sólo con lo que existe como algo dado. En realidad, creo que existe una forma del ateísmo negativo que predomina en las sociedades occidentales y que, en última instancia, consiste en decir que se renuncia a Dios, pero en verdad se renuncia a la vez también a todo lo que correspondía con esta idea: a lo absoluto, la salvación subjetiva, la capacidad de hacer y de desear el bien, el misticismo. Todo esto desaparece y, a fin de cuentas, se trata de vivir sin Dios tan cómodo como se pueda. Hay una respuesta posible a la pregunta de Nietzsche. No es la suya, pero es una respuesta posible: si Dios está muerto, entonces dejemos de añorar lo absoluto. Dios está muerto, lo absoluto no tiene ningún fundamento de existencia, no hay ninguna verdad, sólo hay opiniones. Perseguir la felicidad material es el único fundamento del ser de la humanidad; conformémonos con lo que hay. De hecho, hoy en día es el pensamiento que predomina; para mayor precisión, la doctrina nihilista que se ha deducido de la hipótesis de que Dios está muerto.

Precisamente por eso, en cierto sentido, ese «todo» es tan poco cuando Dostoievski dice: «Si Dios está muerto, todo está permitido». Todo está permitido, pero ese todo no es mucho. De hecho, ciertas interpretaciones de la muerte de Dios son una forma de limitar las posibilidades humanas a una supervivencia material lo más agradable posible; eso es todo. La respuesta de Nietzsche no es esa.

—¿Piensas que en esta interpretación nos encontramos frente a una limitación de las posibilidades y capacidades humanas, en el ámbito tanto de la moral como del trabajo y la vida social?

—Claro que sí. Se afirma que el hombre es capaz de muy poco. Por ejemplo, se considera absurda la idea de tomar posición de manera radical por alguna cosa. El sacrificio —se dice— es una idea digna de aborrecimiento, y otras afirmaciones similares. Se ve con claridad que el verdadero problema que plantea la frase de Dostoievski es el siguiente: ¿qué es «todo»? De hecho puede percibirse que es casi nada; es única y solamente la perseverancia en la existencia del animal humano, nada más que eso. Hay que contentarse con eso. Según creo, la grandeza de Nietzsche reside en que él precisamente no hizo suyo este camino nihilista, a pesar de que vio muy bien que había una posibilidad nihilista. E intentó combatir este nihilismo al afirmar que el hombre es capaz de elevarse más allá del hombre. Esto es el «superhombre». Claro está, puede concebirse el «superhombre» de manera fascista como heroísmo nacional. Pero también se lo puede comprender como algo positivo.

—¿Cómo puede ser visto como algo positivo? ¿En qué ves lo positivo del «superhombre»?

—El «superhombre» puede significar que, al presuponerse la muerte de Dios, el hombre puede ir más allá de sí mismo; es decir, que él conserva sus capacidades, su apertura. Creo que en Nietzsche hay, no obstante, una tendencia —no sé muy bien cómo denominarla— que es, a pesar de todo, «biológica». Biológica, porque consiste en el intento de extraer de la vida misma, de la vida del animal humano, algo que se corresponde con el orden del poder. Esta es una corriente que se prolonga a través de Bergson y llega a nuestros días, hasta Deleuze. Esta corriente afirma que el individuo puede, por medio de un acontecimiento que provenga del exterior, ser extraído de su existencia puramente animal, mediante un acontecimiento que lo impulse en dirección a un proceso de verdad y así le permita entrar en contacto con lo infinito del ser. Desde Nietzsche hasta Deleuze, el hombre puede encontrar en el poder de la vida animal un fundamento creador. Es la idea de que en su fundamento la vida siempre es más poderosa que la individuación, que la vida es más poderosa que el individuo, que el individuo viviente posee algo en su vida que es más poderoso que él mismo.

No creo que sea así; pienso que esto es una forma extraña de hegelianismo biologizado: otro modo de enunciar que el individuo lleva en sí mismo lo absoluto, lo absoluto bajo la forma de lo absoluto de la vida. No creo que el poder de la vida en tanto poder inmanente pueda ser llamado a superar la individualidad. Siempre he estimado que en realidad esta perspectiva de las cosas, según Nietzsche o Deleuze, que se considera a sí misma exactamente lo contrario de Hegel, no era tan opuesta a la de Hegel, pues en última instancia esa perspectiva significa también que lo absoluto está cerca de nosotros. Con la salvedad de que, desde esta perspectiva, lo absoluto no es el espíritu como en Hegel, sino la vida misma.

¿Entonces estamos ante un proceso de transferencia?

—Sí, estamos ante una transferencia del espíritu a la vida. Esto es una cuestión biológica, y en última instancia da por resultado el «superhombre»; este es mi juicio definitivo sobre Nietzsche. En mi opinión, la pregunta original era muy poderosa. El intento por encontrar una solución en el poder de la vida me parece fuera de lugar, porque para mí en realidad el poder de la vida es por completo ciego. No es un poder que conduzca en realidad a algo; se trata, antes bien, de un poder que es para su propia perpetuación, pero en el plano de una capacidad inmanente.

—¿Y Marx? Marx era filósofo, era hegeliano. Están las Tesis sobre Feuerbach que invierten la dialéctica hegeliana. ¿Es esto, tal como recién lo decíamos de Nietzsche, un caso de transferencia de un principio a otro?

—En Marx encontramos esa tentación, por supuesto; una tentación que yo, por otra parte, diría que es típica del siglo XIX y que también podemos encontrar en ciertas interpretaciones expuestas por Freud y el psicoanálisis —esto ya anuncia determinada interpretación de Darwin—. En todos los grandes autores del siglo XIX hay algo de esperanza positivista. Pero lo que quiero decir de Marx en verdad es que existen tres Marx diferentes, tres aspectos que en él no armonizan del todo. Por un lado está la herencia de la filosofía hegeliana, la dialéctica, pensada, en primer término, como dialéctica objetiva; es decir, como desarrollo de contradicciones. Este es el Marx que construye una filosofía de la historia, una visión abarcadora del movimiento histórico.

—¿Es la filosofía de la historia marxiana en realidad la filosofía de la historia hegeliana?

—Sí, por supuesto. Hay allí una transferencia material de la concepción histórica de la filosofía de Hegel, que a pesar de todo se caracteriza por un importante coeficiente de necesidad. En la filosofía de la historia de Hegel, las etapas que se suceden una a otra se encadenan entre sí de manera necesaria; allí encontramos el pasaje del feudalismo al capitalismo, y antes el pasaje de la esclavitud al feudalismo. Al Marx que retoma esto, lo llamaría un filósofo de la historia.

—Sí, él se vale de la lógica hegeliana.

—Sin lugar a dudas. Por mi parte, también diría que hay un primer Marx que en su visión abarcadora de la historia es el más hegeliano. En mi opinión, además hay otro Marx muy diferente, que en realidad intenta construir a la vez una ciencia de la historia y una teoría de su funcionamiento efectivo. Esta teoría no se deduce, tal como él mismo lo dice, de la filosofía de la historia; se deduce de la economía política inglesa. No surge de Hegel, surge de Ricardo. Como se sabe, Marx dedicó la mayor parte de su tiempo a redactar El capital, que por otra parte nunca llegó a terminar. El capital se basa en trabajos científicos extraordinariamente detallados y analíticos; la dialéctica hegeliana desempeña en esa obra un papel completamente subordinado. Con esto no digo que desaparezca del todo; sin embargo, nunca desempeña un papel principal. Sí lo desempeña el análisis de los mecanismos de la plusvalía y su redistribución.

—Pero sin la lógica inmanente de la filosofía de la historia.

—La lógica inmanente de los mecanismos de la plusvalía y su redistribución es una lógica de función.

—¿No estamos acaso frente a un caso de lógica de la crisis?

—En vez de eso, y en última instancia, es una lógica funcional.

—Que sin embargo, en el tercer libro de El capital, desemboca en una crisis.

—Pero tampoco la teoría de las crisis cíclicas es un invento de Marx. La idea de que los mecanismos de la sociedad capitalista generan crisis cíclicas de superproducción ya figuraba incluso en Adam Smith. Aquí nos encontramos, en cambio, con un Marx que en sus análisis se esfuerza por descubrir las leyes de las formas de funcionamiento del capital, para tomarlas como punto de partida para presentar un cuadro analítico de la situación. Pienso que aquí de ningún modo vemos un Marx dialéctico, sino un Marx analítico. No hay allí ni la sombra de una duda: se trata de un Marx que está animado, absoluta y completamente, por el ideal de la ciencia, de la ciencia positiva.

—¿Qué le añade este Marx analítico a Adam Smith?

—En ese aspecto Marx añade a Smith las consecuencias de que el núcleo más íntimo de la cuestión de estudio sea la plusvalía. Añade las consecuencias analíticas y a la vez normativas de que, en última instancia, la ley fundamental consista en mantener a cualquier precio la tasa de ganancia. Precisamente esto explica entonces los diferentes puntos de giro de la organización social y política. Allí hay, por lo tanto, nuevos descubrimientos significativos, incluso si se lo compara con Ricardo, pero con el mismo espíritu de este. Y este Marx es un gran científico del siglo XIX.

Por último, hay un tercer Marx, que es un hombre político. Este es el Marx que fundó la Internacional, que participó activamente en la lucha de clases en Francia, que condujo luchas de una complejidad extraordinaria contra el anarquismo, contra Proudhon y otras batallas similares. Y este Marx se vale de los otros dos Marx; cuando es necesario, incluso del Marx de la filosofía de la historia, y utiliza también, como es natural, la polémica de la ciencia económica. De este modo, Marx perseguía tres metas. La primera es la gran meta: producir una suerte de marco general de la evolución histórica. La segunda meta es ofrecer una analítica de extrema precisión de los mecanismos de la sociedad contemporánea. Y la tercera es crear una herramienta revolucionaria que signifique una contribución activa al derrocamiento del orden establecido. Este es el Marx que, al fin y al cabo, comenzó como revolucionario en Alemania.

Sin embargo, este Marx abre todavía algo muy diferente. Creo que en la tradición marxista siempre aparece la cuestión de determinar a qué Marx dan prioridad en sus referencias los marxistas correspondientes. Claro está, todo depende del momento, de los períodos, de los hombres e incluso de los textos que se utilicen. Los textos ocultos, los textos prohibidos desempeñan aquí un papel muy importante. De este modo, por ejemplo, en el ambiente francés del Partido Comunista durante treinta años no pudieron leerse los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. Estaban prohibidos, se los consideraba textos hegelianos. Pero ahora, al leer los Manuscritos de 1844, vemos que de hecho se trata de textos que intentan fusionar al primer Marx con el segundo y, en última instancia, hacer que el resultado de esta fusión fluya en un tercer Marx; es decir, formar el sujeto histórico a partir del proletariado; esto permite soldar en una sola pieza la filosofía de la historia y la perspectiva analítica del capitalismo.

Con todo esto quiero decir que Marx es para mí, precisamente a causa de esa complejidad, un punto de referencia en extremo vital, un punto de referencia muy interesante, porque Marx en el fondo es aquel que intenta producir una teoría del sujeto revolucionario, y lo hace en un contexto todavía dominado por la dialéctica hegeliana; es decir, en un contexto que no se presta por sí mismo a la pregunta por la creación de un nuevo sujeto político. Para alcanzar metas que son fundamentales para el propio Marx y que apuntan a la constitución y el surgimiento organizado de un nuevo sujeto político, persiste una suerte de tensión en el uso del material textual: ya sea analítico o dialéctico, según corresponda, según se esté en el ámbito de la economía o de la historia.

Althusser dice que en Marx no habría una teoría del sujeto, porque no encuentra esa teoría en la lectura de El capital. Si uno lee El capital, no encontrará el nuevo sujeto político. Se sabe que su autor terminó la escritura de El capital cuando llegó al concepto de clases. Todavía estamos muy lejos del sujeto político, imposible de deducir allí. En cambio, es posible valerse de El capital para construirlo. Considero que Marx constituye un primer intento de cuestionarse cómo es factible establecer un vínculo entre una analítica estructural y la dialéctica de modo que se aclare esa pregunta por el sujeto. Para esto soy muy receptivo, porque diría que también es mi problema. ¿Cómo puedo practicar la matemática formal más rigurosa para que así, en última instancia y pese a todo, sirva también a la pregunta por el sujeto? Marx ya lo había intentado, y en cierto aspecto también Freud, de manera análoga, según demostró con claridad Lacan. También en Freud hay una teoría, una tendencia analítica muy pronunciada, que parte de los modelos termodinámicos para explicar lo inconsciente. Esto es un decidido positivismo, como en Marx, como en todos los hombres del siglo XIX; sin embargo, aquello que, en última instancia, sale a la luz es una nueva perspectiva del sujeto humano. Es una perspectiva hasta allí inexistente del sujeto humano: lo demostró más tarde Lacan. En el fondo se está frente al problema de llevar el análisis estructural hasta el punto en que precisamente su verdad exige que haya algo así como un sujeto. Y creo que lo que se encuentra en Marx y Freud, aquello que tienen en común y que representa una paradoja, es que ellos son positivistas subjetivantes.

—¿Cómo puede uno representarse un sujeto en el marco de un análisis estructural?

—Necesariamente, hay una categoría de ruptura.

—De modo que esta categoría es necesaria.

—No podría ser de otro modo. En Marx se trata de la categoría de revolución, porque la revolución es un acontecimiento que no es necesario ni imposible; es una posibilidad. Contrariamente a lo que se le ha hecho decir, Marx nunca creyó que esa posibilidad era ineludible, absolutamente necesaria y que ocurriría por sí misma. De haber pensado eso, no se habría dedicado a organizar una Internacional en condiciones tan complejas. Y en Freud está esa idea extraordinaria de la cura analítica, que en un momento determinado debe producir que el sujeto reconfigure su sistema de síntomas y de organización. En mi dispositivo —más filosófico— se trata de la categoría de acontecimiento, que abarca todo eso; es decir, el impulso desde fuera que en determinado momento desacomoda aquello que la analítica ha sacado a la luz. Para comprender en verdad la ruptura, también debe preservarse sin más la analítica, porque se trata de la ruptura de esta estructura, de esta analítica, y no pierde sus características particulares. En otras palabras, el carácter inteligible de las consecuencias de la ruptura presupone, a pesar de todo, que uno conoce el carácter inteligible de la estructura en relación con la cual ocurrió la ruptura. Yo creo que allí precisamente residen los problemas del marxismo revolucionario. ¿Cómo se puede mantener —bajo las condiciones de la revolución, de la ruptura, etc.— el rigor analítico y dialéctico de los análisis precedentes? Pues de hecho hay una ruptura, pero el problema —que por otra parte Marx expone de manera muy clara y concreta al analizar la situación en Francia— consiste en que ninguna ruptura es total. La ruptura se produce siempre en determinado punto; tal vez luego puede extenderse, aunque siempre se produce en un punto. Así, en realidad hay una ruptura, pero el contexto de esta ruptura, de este lugar de ruptura permanece bajo control, dentro del marco que el análisis estructural reveló.

—¿Debemos concluir que hay una lógica que conduce a la caracterización del sujeto revolucionario, cuya definición se deduce de estas dos actividades, la analítica y la dialéctica, y a cuyos elementos Marx recurre en su totalidad para su trabajo político?

—Creo que en realidad sólo a posteriori se descubre o experimenta la naturaleza del sujeto, al menos en parte. El sujeto es el propio movimiento, por medio del cual, en el contexto intelectual, mental, etc., se extraen las consecuencias de la ruptura. Es el movimiento que se ofrece mediante el ejemplo seleccionado, en Marx, por lo tanto, por medio de la dialéctica y la analítica, la economía política y la filosofía de la historia, por último, por medio de la comprensibilidad del proceso. Esta comprensibilidad es en todos los casos solamente de carácter parcial, porque el movimiento siempre está en primer plano. Las consecuencias de la ruptura aparecen sin ocasión, son creadoras, son activas y siempre están en un vínculo complejo; este es el célebre problema de la relación entre teoría y práctica en los buenos viejos tiempos marxistas, ¡que en verdad no fueron tan buenos, como bien sabes!

—¡Pero ese es otro tema!

—Sí, lo sé muy bien, pero aun así recordarás la vieja discusión de teoría y práctica.

—Sí, por supuesto que la recuerdo.

—Todos sabían que ese era el gran problema, a pesar de todo; se sabía que estaba la cuestión de la teoría y la práctica. Por cierto, era un poco abstracta, pero en el marxismo-leninismo raso se enseñaba así. No obstante, es el problema real, así como en el psicoanálisis está el problema siempre recurrente de la relación entre el movimiento de la cura, las interpretaciones, la teoría general del inconsciente, etc. Por mi parte, creo que es completamente normal que surja este problema, si admitimos que un movimiento real de la verdad y el sujeto —ambos están vinculados entre sí— se produce desde el interior por medio de una ruptura, que aparece en una estructura cuya comprensibilidad debe darse gracias a los medios analíticos o dialécticos. Esta comprensibilidad es tanto más grande, cuanto menor sea la separación que se establezca entre la dimensión dialéctica y la analítica. Yo creo que este es un verdadero problema, que nosotros heredamos.

—Esto significa que son necesarias ambas, teoría y práctica.

—Sí, las dos son necesarias, y creo que el concepto de formalización —formalizar la experiencia, darle una forma— es probablemente el factor más importante, porque la formalización no decide entre analítica y dialéctica. No decide, deja abierta la cuestión de cuál predomina. Evita que se produzca entre ambas la guerra que siempre ha existido. Esta es una de las metas realmente importantes de mi filosofía. Intento demostrar que, en relación con determinados problemas, la contradicción aparente entre pensamiento analítico y dialéctico puede disolverse, siempre y cuando uno se encuentre en un movimiento real. En el marco de un movimiento real, uno puede apoyarse en los elementos analíticos o en los dialécticos. La pregunta principal es cómo se formaliza ese movimiento real, qué forma se le puede dar. El concepto de forma no es, en sí mismo, ni dialéctico ni analítico, puede ser portador de ambos, según el caso. Esto es algo complejo, pero me parece que en mi filosofía busco brindar recursos adicionales en relación con los movimientos reales, con movimientos de acceso a lo infinito, con diferentes posibilidades de alcanzar lo infinito, con no quedarse enredado en la guerra entre analítica y dialéctica. Esta era la guerra interna en el marxismo, entre los que pensaban que la economía tiene el predominio y todo está supeditado al análisis económico, y aquellos que pensaban que el predominio lo tienen la acción política y las actividades revolucionarias. Esta tensión entre el extremismo activista de izquierda y la derecha económica fue una verdadera plaga para el marxismo histórico. También fue una plaga para el desarrollo del psicoanálisis, entre aquellos que sostenían que en el fondo había una medicina objetiva y aquellos que, por el contrario, arrastraban al psicoanálisis por completo al campo de una teoría pura del sujeto.

Yo quiero superar esas antinomias. Tal vez la definición más clara de mis metas filosóficas sea que pretendo mostrar que el sujeto surge en un movimiento real y que este movimiento real es gobernado por una ruptura intrínseca a ciertos tipos estructurales, intrínseca a ciertos tipos de determinaciones analíticas. Y para echar luz sobre este movimiento, para formalizarlo, pueden utilizarse categorías que se corresponden, antes bien, con diferentes especies de formalización. Por lo tanto es posible emplear, al mismo tiempo, los medios del análisis dialéctico en el sentido de la negatividad, de la crítica, de la contradicción, y elementos analíticos en el sentido de la estructura, de los elementos dominantes de la estructura, etc.

—¿Cuando consideras a Marx en tanto político o en tanto revolucionario, piensas que de su trabajo analítico y dialéctico surge una necesidad política?

—Por supuesto, si uno lo lee, él nos da ejemplos al respecto.

—¿Ejemplos que dan testimonio de un Marx revolucionario?

—Creo que sí.

—¿Acaso allí se encuentra la piedra fundamental de tu idea del comunismo?

—Sí, pero precisamente la idea del comunismo, tomada en sentido estricto, no es ni analítica ni dialéctica. Hay una versión dialéctica de esa idea, si por ejemplo uno considera al Marx de El Manifiesto Comunista.

—¿Piensas que existe una ruptura entre el trabajo dialéctico y analítico y la idea del comunismo? ¿Qué los une?

—Para mí la idea del comunismo es el mejor ejemplo de una idea cuyo empleo es una formalización del movimiento real. Es una idea que permite juzgar el significado político de una situación concreta o del movimiento real, y estimar si su orientación general coincide o no con esta idea. Por el contrario, es dialéctica si se sitúa al comunismo del lado de la filosofía de la historia, si se afirma que es la meta ineludible, la finalidad inevitable del movimiento histórico desde las sociedades primitivas hasta nuestros días. Uno se acerca al comunismo por medio del elemento analítico al afirmar que el comunismo es el resultado positivo, necesario, creado paulatinamente por el propio capitalismo, y que la alternativa es comunismo o barbarie, comunismo o un desastre para la vida de la humanidad. Así, se vincula al comunismo con las crisis del capital.

Desde esta perspectiva, el comunismo sirve para formalizar el movimiento real, para afirmar que el movimiento real va del modo más honesto en dirección a esa idea comunista. No debemos elegir entre analítica y dialéctica, esta es la ventaja que le veo. Pienso que se trata de una idea formal en un sentido doble: por un lado, vuelve posible designar la forma universal del movimiento político en curso y, por otro, también es normativa. Esto significa que permite juzgar y asignar un significado a determinadas situaciones en relación con otras, o a ciertas tendencias dentro de esas situaciones en relación con otras tendencias. Por otra parte, Marx utiliza de este modo la idea de comunismo en sus textos de carácter sintético, en los que el trabajo más importante es el de formalización y en los que analiza situaciones políticas concretas: la Comuna de París, la lucha de clases en Francia, los más recientes episodios de la lucha política en Rusia. Cuando uno lee estos textos, ve que en realidad no se trata de un capítulo de la filosofía de la historia ni de análisis económicos, sino que se pone en marcha la formalización de un movimiento real, que vuelve comprensible lo sucedido y, a fin de cuentas, muestra la fuerza de análisis y enjuiciamiento que puede desarrollar la idea comunista.

—¿Se trata entonces del acto de una formalización en retrospectiva? ¿«La idea comunista» es la formalización del movimiento social?

—No, si se actúa, si en efecto hay un movimiento real, entonces todo el tiempo uno está haciendo una formalización, una representación de ese movimiento; no sucede con posterioridad. En cuanto al texto sobre la Comuna de París, Marx lo escribió durante la época de la Comuna, tal como lo prueban sus apuntes, no después. Entonces Marx intenta darle, día a día, una forma a la cuestión, intenta saber qué está sucediendo, de qué modo se configura el vínculo entre lo que sucede y la idea comunista. Desde esta perspectiva, él es un contemporáneo de los sucesos; también es una persona que actúa. El que no se encuentre en París no significa en absoluto que no sea un actor intelectual. Él es precisamente eso, un individuo comprometido con los acontecimientos.

—¿Entonces la idea comunista se deriva de la acción y de la reflexión sobre la acción?

—Pero no olvidemos que en la política, forzosamente acción y reflexión sobre la acción se dan de manera simultánea, porque hay que decidir qué es lo que se va a hacer al día siguiente. Por lo tanto, ya hay que tener una forma, darle una forma a aquello que sucedió hoy.

—¿Entonces la idea comunista no es una idea normativa aplicada desde fuera?

—No, para nada; es una idea que está inscripta en la cuestión y que, si se quiere, puede extrapolarse de manera dialéctica a un contexto histórico o, por el contrario, puede concentrarse de manera analítica en una situación concreta e inmediata. La idea comunista tiene esta doble capacidad; como la tiene, es útil y es una verdadera idea política. No es tan sólo una idea ideológica o una idea del Estado. Esto se puede corroborar con claridad en los textos de Marx.

—¿Eso significa que no es una idea filosófica?

—Es una idea filosófica, si uno se pregunta qué es lo que tiene para decir la filosofía sobre las políticas modernas. La categoría «comunismo» se elabora de manera filosófica, tal como ya sucede por otra parte en Marx, para indicar qué, dentro de las políticas contemporáneas, es pasible de subjetivación, qué es pasible de tener un significado universal. En mi visión, la filosofía sólo se interesa en realidad por lo absoluto. De hecho, nunca logré comprender las filosofías que deconstruyen la categoría de lo absoluto; siempre creí que eso no era algo cierto y que esas corrientes ocultaban la figura de lo absoluto en el interior de su deconstrucción. Por lo tanto, cuando la filosofía ofrece ejemplos políticos —el «comunismo» es uno de los términos posibles, pero no el único—, en realidad le interesa precisamente todo aquello que en la política atañe a la emancipación de la humanidad entera, y, por lo tanto, la posibilidad de que algo de la vida colectiva tenga un significado universal. Como es obvio, el capitalismo no puede afirmar esto de sí mismo.

—¿Describe la idea del comunismo al comunismo? Si la idea del comunismo surge del proceso político y lo prolonga, entonces es una idea política que está relacionada con el proceso político. ¿La idea también tiene partes o componentes normativos? ¿Esto también es válido para el proceso?

—En toda esta cuestión es necesario ver con claridad que, en tanto procedimiento de formalización, la idea del comunismo actúa tan sólo en la puesta en obras de las categorías analíticas y dialécticas. Si se la aísla, si se la separa de los materiales analíticos y dialécticos que se ofrecen en las situaciones de hecho, entonces en última instancia se transforma en apenas una suerte de horizonte histórico indeterminado. Tan pronto como esto sucede, se la devora una filosofía de la historia. Por otra parte, a menudo ni siquiera es necesario que se mencione la palabra de modo expreso. En los análisis de Marx, de ningún modo el término «comunismo» desempeña un papel técnico decisivo, sino que es tan sólo el punto desde el cual se puede partir para reunir —y hacer que trabajen de manera simultánea— los operadores analíticos respecto del estado de producción, las clases y demás, así como los operadores dialécticos que indican cómo actúa la negatividad sobre todo el conjunto, cómo luchan entre sí las contradicciones. Por otra parte, el peso y la fuerza de la palabra «comunismo» residen en designar de manera expresa y declarada la convicción de que es posible una organización radicalmente diferente. Este es un punto central, porque motiva que la palabra «comunismo» sea importante otra vez, pues designa entre otras cosas la convicción de que es posible otro tipo de organización de la sociedad que el imperante.

—En función de la carga histórica del concepto comunismo, ¿no debería elegirse algún otro concepto para reemplazarlo?

—No hay ningún otro concepto. Desde una perspectiva histórica, no conozco ningún otro y, desde mi propia perspectiva, que la cosa haya sido nombrada de ese modo durante una época de aberraciones no constituye un argumento fundamental. La gente se pregunta cómo puedo afirmar eso; pero los Estados socialistas perduraron cincuenta o acaso sesenta años, lo que constituye en realidad un período muy limitado.

—Eso es una cuestión de perspectiva.

—Obviamente, para usted, que viene de la República Democrática Alemana, es mucho tiempo.

—¿Quizá no exista otro concepto, pero puede haber otras políticas?

—En verdad esa es la cuestión; es como si se dijera que la esencia del cristianismo es la Inquisición. Para usted resultaría inaceptable, ¿verdad? Bueno, tampoco es aceptable en relación con el comunismo. La esencia del comunismo no es Stalin. El hecho de que Stalin se haya autodenominado la esencia del comunismo no lo hace serlo. Stalin es determinado período histórico.

—Detrás de la opinión de que la Inquisición es la esencia del cristianismo y de que el estalinismo es la esencia del comunismo no sólo hay una convicción; también hay argumentos que la sustentan.

—Con mucho gusto estoy dispuesto a discutir los argumentos atinentes a una cuestión tan singular y, por otra parte tan importante como la cuestión del Estado. Es la cuestión clave. En primer lugar, uno no se encuentra en una relación pura entre ideología, política, movimiento, verdad, etc. Nos encontramos ante un planteamiento singular y específico respecto del campo político y de la pregunta por el Estado; al margen, lo mismo vale en lo que respecta a la Inquisición.

El problema del cristianismo es Constantino, que a fin de cuentas es algo así como otra forma de Stalin. Se da en un momento en que la cosa se fusiona con el poder bajo las condiciones del terrorismo. En realidad parecería que cada doctrina de liberación, sin importar cuál sea, se hace realidad en un momento determinado. Y debido a su fusión lisa y llana con el Estado, con la fuerza de conducción, la experiencia negativa resulta corrompida de manera muy peculiar. Esto también puede entenderse si uno piensa que en la idea comunista yace una circunstancia dada absolutamente fundamental: la desaparición del Estado. Marx y los comunistas sabían con exactitud que existía una incompatibilidad estratégica entre la idea comunista y el poder del Estado, ya que, según ellos, la idea comunista sólo sería viable en términos históricos a condición de que se disolviera el poder del Estado. Por eso no resulta sorprendente que el ejercicio del poder estatal en los gobiernos comunistas haya llevado a contradicciones que a largo plazo no se sostendrían en la práctica.

—¿Es posible realmente representarse una sociedad sin Estado?

—No hace falta representársela. Se trata de luchar por ella.

—Cuando el Estado apoya una sociedad no comunista, ¿es posible luchar sin recurrir al terrorismo?

—De momento, estamos muy lejos de esa cuestión. No cabe exigir que en la acción se tenga una representación sin lagunas del futuro, no es posible en la práctica. Lo que sabemos es algo muy claro. Conocemos las condiciones bajo las cuales la idea del comunismo se fusionó con el poder del Estado durante el siglo XX; lo hizo con un nombre —es necesario recordar bien este punto— que no era precisamente «comunismo». Antes bien, se hablaba de los Estados «socialistas». Esa figura recuerda que el comunismo es en primer lugar un movimiento. Mao lo expresó del modo más claro: «Sin movimiento comunista, no hay comunismo». Por lo tanto, considerado adecuadamente, el comunismo no puede ser una forma de poder, tiene que ser un movimiento. Tampoco puede ser algo aparte, tal como lo es el Estado o, en última instancia, el partido, o el partido del Estado. Por lo tanto, hay que ocuparse de comprender en cada momento de qué modo existe el comunismo en tanto movimiento. Esta es la doctrina que de momento podemos derivar. En el marco de esta representación de lo que puede ser el movimiento comunista, podemos volver a interrogarnos, de una manera muy distinta, sobre el Estado y el poder, pero actualmente no podemos decir nada más al respecto. Una vez más, tenemos que regresar a Marx. Tal como suelo decir, estamos muy cerca del Marx que va de 1840 a 1850. Una etapa histórica completa del movimiento iniciado por Marx está concluida. El capitalismo recuperó otra vez el predominio de manera universal, está completamente desencadenado y actúa de modo bárbaro de cara a la comunidad. Dado que esta barbarie predomina por el momento, en primer lugar hay que reconstruir la Idea, volver a poner en circulación la palabra «comunismo». Es necesario organizar pequeños núcleos locales de experiencia política, tomar parte en el gran movimiento que existe en Egipto, China, etc. Hay que acompañar todo eso con trabajos dialécticos, analíticos y formales. Así es como se presenta la situación.

—¿Entonces no te causa desconcierto la historia de los Estados socialistas?

—En lo más mínimo. Soy el primero en tener un interés extraordinario por la historia de los Estados socialistas. Pero es un capítulo cerrado. No pueden repetirnos hasta el infinito, porque ese capítulo cerrado fue lo que fue, que debemos quedarnos quietos y comportarnos bien. Y sin embargo, nos lo siguen repitiendo. En el fondo, todos saben qué fueron los Estados socialistas, todos saben que nunca volverá a ocurrir, que ya es algo del pasado. Ya no hay quien reclame el comunismo para sí, que se defina como comunista, salvo quizás un par de amigos y yo.

—Sin embargo, el partido alemán Die Linke lo hace. ¿Lo conoces?

—Claro que sí. Incluso leí el texto en que sus exponentes afirman que la República Democrática Alemana ha sido algo muy bueno. Eso no los llevará a crear una nueva República Democrática Alemana. Por otra parte, y entre nosotros, para crear la República Democrática Alemana primero tuvo que venir el ejército soviético.

—Por supuesto, es cierto.

—Nada debería crearse con auxilio de un ejército extranjero; en especial ninguna democracia debería instalarse en cualquier lugar del mundo con auxilio de un ejército extranjero.

—En lo que respecta a la democracia, dices en un diálogo con Slavoj Žižek, publicado con el título Filosofía y actualidad, que todo el mundo critica el capitalismo, que eso es algo muy ligero y no alcanza, que en cambio primero habría que ocuparse de debatir en forma crítica el concepto de democracia. ¿Qué quieres decir con esta afirmación? ¿Podrías explicarlo?

—Creo que aquello que se denomina «democracia» es sencillamente la organización dominante del poder hegemónico; es el protocolo que crea la legitimación que configura la dominación. Ya no habría que interesarse por eso; se trata de la política del orden establecido. La política que existe ahora bajo el nombre de democracia no tiene ningún rastro de democrático. ¿Acaso el pueblo tiene algún poder? No, ya se sabe bien, hoy en día no tiene ningún poder, absolutamente ninguno. Se sabe quiénes sí tienen algún poder: los banqueros y políticos que colaboran con ellos. Por eso, hay que construir experiencias políticas por completo exteriores —y para eso no alcanza gritar cuán malo puede ser el capitalismo—. Eso no es lo que logra crear organizaciones políticas y experiencias políticas. Se grita que el capitalismo es malvado y luego, en la siguiente elección, se vota por el orden establecido.

—¿Puedes representarte acaso, dentro del capitalismo, otras formas políticas, por ejemplo formas democráticas?

—En los países capitalistas las democracias son dominantes.

—Me refiero a formas de una democracia real. Por ejemplo en Alemania, donde sin embargo hay instituciones democráticas que apuntan a la protección de los derechos humanos.

—Sí, está bien. Allí donde el capitalismo es progresista hay formas políticas progresistas. De hecho he indicado que las formas de la democracia parlamentaria suelen consolidarse en las viejas potencias capitalistas de Europa y América. Dentro de las potencias «emergentes», tal como se dice hoy, las cosas suceden de manera un poco más autoritaria. No resulta sorprendente en lo más mínimo; entre nosotros, en Francia, también el régimen fue autoritario bajo Napoleón III. En la fase del capitalismo de acumulación originaria el régimen es más bien totalitario.

—¿Acaso no ves ningún tipo de progreso, al menos para los hombres que viven bajo el imperio de esas potencias «emergentes»?

—Para mí, hoy el progreso reside en el futuro. De hecho no tengo motivo alguno para luchar para que China se haga democrática; me es absolutamente indiferente. Sucederá por sí solo, cuando llegue a ser lo bastante rica; eso es todo. Es la historia del capital, de ninguna manera es mi propia historia. Cuando China llegue a tener un aparato imperial productivo con un ejército eficiente y acaso les haya ganado una guerra a los Estados Unidos, así como nosotros llevamos adelante una guerra contra Alemania, recién entonces podrá permitirse el lujo de un Parlamento. Punto y aparte. Esta es la historia actual de la humanidad. En tanto potencia dominante, imperial, fuertemente armada, que no teme la guerra, puedes instalar este tipo de régimen político. En realidad lo que llamamos democracia sólo es el régimen político que se corresponde con las formas más desarrolladas del capitalismo contemporáneo.

—Pero a la gente no le da lo mismo vivir en China o no.

—Y sí, no da lo mismo, hay una diferencia.

—¿Entonces no hay un motivo para mejorar la situación de quienes viven allí?

—En los países occidentales, el capitalismo no es norma por esa diferencia. Pese a todo, el capitalismo imperialista es una forma del capitalismo. En los últimos tiempos los estadounidenses mataron a más seres humanos que los chinos; por ejemplo, en Irak. No hay que ver la situación, por lo tanto, a través de unas lentes color de rosa. Las potencias imperialistas tienen ejércitos combativos y poderosos. Saquean África con total desenvoltura, son depredadores, y con eso se compran una parte de la opinión pública. En esto no hay nada extraordinario, nada que para nosotros resulte en verdad interesante. Nada de esto hace que la sociedad se dirija un poco más hacia el camino de la igualdad, del comunitarismo. Nada de todo eso tiene relación con la idea del comunismo. Por otra parte, todo esto me parece una forma de enfermedad.

—¿Una forma de enfermedad?

—Creo que el capitalismo es una enfermedad. Bajo cualquier aspecto, es algo aberrante que un continente tan pequeño acapare tales cantidades monstruosas de riquezas; esto es lo que yo llamo una patología, una enfermedad grave. Por último, todo el mundo dice que China se está enfermando y que está cada vez más enferma; todos saben que se está convirtiendo en una gran potencia bajo las condiciones que —como ya sabemos— son la esencia de las grandes potencias. Lo que suceda con China no tiene para nosotros el mínimo interés intelectual; su curso evolutivo ya está completamente trazado. China se convertirá en una potencia atómica, imperialista, dominará el mercado mundial y saqueará África. De hecho ya comenzó a hacerlo. Y después se transformará en una zona de grandes confederaciones con clases medias pudientes, atraerá a inmigrantes, por ejemplo de África. Trato de no interesarme por un mundo que sólo consiste en decir: «Queremos que este país llegue a ser como somos nosotros». Esto de ningún modo puede ser algo bueno. No hay motivos de ningún tipo para querer de manera indeterminada que los otros lleguen a ser como nosotros.

—Comprendo esa argumentación, pero hay una diferencia que se retrotrae a nuestras historias de vida. Por ejemplo, yo viví en un país donde tuve la experiencia de no contar con ningún procedimiento legal para protegerme como ciudadano libre. Sobre esta base, aprendí a estimar la diferencia referida y el progreso. Todo lo que hice desde entonces fue gracias a que logré escapar de la cárcel y de ese sistema político no capitalista.

—Esa diferencia existe. Reconozco que es completamente distinto vivir en Francia o en Camerún.

—O antes en Alemania del Este.

—Por otra parte, muchos cameruneses piensan igual y vinieron aquí para vivir, sencillamente para vivir. Pero incluso si el capitalismo es una etapa histórica de la productividad, desde el punto de vista de las normas elementales del pensamiento es una forma de enfermedad, aunque sea una enfermedad agradable para quienes viven en él. No puede tomárselo como una norma política si se está a favor de un mínimo de «salud». No hace falta una gran vista panorámica, abarcadora, para comprender que el tipo de vida que esta sociedad propone es extremadamente destructivo. Queda muy claro que no favorece aquello que tiene un valor universal. Es una sociedad hostil a la igualdad y que destruye poco a poco la educación; de hecho es hostil a las verdades: vivimos en el reino de las opiniones.