PARTE PRIMERA

El experimento suscita sobre el espacio escénico la impresión, a veces vaga, de los lugares que a continuación se describen.

El cuarto de estar de una modesta vivienda instalada en un semisótano ocupa la escena en sus dos tercios derechos. En su pared derecha hay una puerta. En el fondo, corto pasillo que conduce a la puerta de entrada a la vivienda. Cuando ésta se abre, se divisa la claridad del zaguán. En la pared derecha de este pasillo está la puerta del dormitorio de los padres. En la de la izquierda, la puerta de la cocina.

La pared izquierda del cuarto de estar no se ve completa: sólo sube hasta el borde superior de la del fondo, en el ángulo que forma con ella, mediante una estrecha faja, y en su parte inferior se extiende hacia el frente formando un rectángulo de metro y medio de alto.

Los muebles son escasos, baratos y viejos. Hacia la izquierda hay una mesa camilla pequeña, rodeada de dos o tres sillas. En el primer término de la derecha, silla contra la pared y, ante ella, una mesita baja. En el rectángulo inferior de la pared izquierda, un vetusto sofá. Algunas sillas más por los rincones. En el paño derecho del fondo, una cómoda. La jarra de agua, los vasos, el frutero y el cestillo del pan que sobre ella descansan muestran que también sirve de aparador. sobre la mesita de la derecha hay papeles, un cenicero y algún libro. Por las paredes, clavados con chinchetas, retratos de artistas y escritores recortados de revistas, postales de obras de arte y reproducciones de cuadros famosos arrancadas asimismo de revistas, alternan con algunos viejos retratos de familia.

El amplio tragaluz que, al nivel de la calle, ilumina al semisótano, es invisible: se encuentra en la cuarta pared y, cuando los personajes miman el ademán de abrirlo, proyecta sobre la estancia la sombra de su reja.

El tercio izquierdo de la escena lo ocupa un bloque cuyo lado derecho está formado por el rectángulo inferior de la pared izquierda del cuarto de estar. Sobre este bloque se halla una oficina. La única pared que de ella se ve con claridad es la del fondo, que forma ángulo recto con la estrecha faja de pared que, en el cuarto de estar, sube hasta su completa altura. En la derecha de esta pared y en posición frontal, mesa de despacho y sillón. En la izquierda y contra el fondo, un archivador. Entre ambos muebles, la puerta de entrada. En el primer término izquierdo de la oficina y de perfil, mesita con máquina de escribir y silla. En la pared del fondo y sobre el sillón, un cartel de propaganda editorial en el que se lee claramente "Nueva Literatura" y donde se advierten textos más confusos entre fotografías de libros y de escritores; algunas de estas cabezas son idénticas a otras de las que adornan el cuarto de estar.

Ante la cara frontal del bloque que sostiene la oficina, el velador de un cafetín con dos sillas de terraza. Al otro lado de la escena y formando ángulo con la pared derecha del cuarto de estar, la faja frontal, roñosay desconchada, de un muro callejero.

Por la derecha e izquierda del primer término, espacio para entradas y salidas.

En la estructura general no se advierten las techumbres; una extraña degradación de la luz o de la materia misma vuelve imprecisa la intersección de los lugares descritos; sus formas se presentan, a menudo, borrosas y vibrátiles.

La luz que ilumina a la pareja de investigadores es siempre blanca y normal. Las sucesivas iluminaciones de las diversas escenas y lugares crean, por el contrario, constantes efectos de lividez e irrealidad.

(Apagadas las luces de la sala, entran por el fondo de la misma Ella y Él: una joven pareja vestida con extrañas ropas, propias del siglo a que pertenecen. Un foco los ilumina. Sus movimientos son pausados y elásticos. Se acercan a la escena, se detienen, se vuelven y miran a los espectadores durante unos segundos. Luego hablan, con altas y tranquilas voces.)

ELLA:

Bien venidos. Gracias por haber querido presenciar nuestro experimento.

ÉL:

Ignoramos si el que nos ha correspondido realizar a nosotros dos os parecerá interesante.

ELLA:

Para nosotros lo ha sido en alto grado. (Mira, sonriente, a su pareja.) ¿Se decía entonces "en alto grado"?

ÉL:

Sí. (A los espectadores.) La pregunta de mi compañera tiene su motivo. Os extrañará nuestro tosco modo de hablar, nuevo en estas experiencias. El Consejo ha dispuesto que los experimentadores usemos el léxico del tiempo que se revive. Os hablamos, por ello, al modo del siglo veinte y, en concreto, conforme al lenguaje de la segunda mitad de aquel siglo, ya tan remoto. (Suben los dos a la escena por una escalerilla y se vuelven de nuevo hacia los espectadores.) Mi compañera y yo creemos haber sido muy afortunados al realizar este experimento, por una razón excepcional: la historia que hemos logrado rescatar del pasado nos da, explícita ya en aquel lejano tiempo, la pregunta.

ELLA:

Como sabéis, la pregunta casi nunca se encuentra en las historias de las más diversas épocas que han reconstruido nuestros detectores. En la presente historia la encontraréis formulada del modo más sorprendente.

ÉL:

Quien la formula no es una personalidad notable, nadie de quien guardemos memoria. Es un ser oscuro y enfermo.

ELLA:

La historia es, como tantas otras, oscura y singular, pues hace siglos que comprendimos de nuevo la importancia… (A su pareja.) ¿Infinita?

ÉL:

Infinita.

ELLA:

La importancia infinita del caso singular. Cuando estos fantasmas vivieron solía decirse que la mirada a los árboles impedía ver el bosque. Y durante largas etapas llegó a olvidarse que también debemos mirar a un árbol tras otro para que nuestra visión del bosque…, como entonces se decía…, no se deshumanice. Finalmente, los hombres hubieron de aprenderlo para no sucumbir y ya no lo olvidaron.

(Él levanta una mano, mirando al fondo y a los lados de la sala. Oscilantes ráfagas de luz iluminan a la pareja y al telón.)

ÉL:

Como los sonidos son irrecuperables, los diálogos se han restablecido mediante el movimiento de los labios y añadido artificialmente. Cuando las figuras se presentan de espaldas o su visualidad no era clara, los calculadores electrónicos… (A su pareja.) ¿Se llamaban así entonces?

ELLA:

Y también computadores, o cerebros.

ÉL:

Los calculadores electrónicos han deducido las palabras no observables. Los ruidos naturales han sido agregados asimismo.

ELLA:

Algunas palabras procedentes del tragaluz se han inferido igualmente mediante los cerebros electrónicos.

ÉL:

Pero su condición de fenómeno real es, ya lo comprenderéis, más dudosa.

ELLA:

(Su mano recomienda paciencia.) Ya lo comprenderéis…

ÉL:

Oiréis además, en algunos momentos, un ruido extraño. No pertenece al experimento y es el único sonido que nos hemos permitido incluir por cuenta propia.

ELLA:

Es el ruido de aquella desaparecida forma de locomoción llamada ferrocarril y lo hemos recogido de una grabación antigua. Lo utilizamos para expresar escondidas inquietudes que, a nuestro juicio, debían destacarse. Oiréis, pues, un tren; o sea, un pensamiento.

(El telón se alza. En la oficina, sentada a la máquina, Encarna. Vicente la mira, con un papel en la mano, sentado tras la mesa de despacho. En el cuarto de estar, El padre se encuentra sentado a la mesa, con unas tijeras en la mano y una vieja revista ante él; sentado a la mesita de la derecha, con un bolígrafo en la mano y pruebas de imprenta ante sí, Mario. Los cuatro están inmóviles. Ráfagas de luz oscilan sobre ambos lugares.)

ÉL:

Como base de la experiencia, unos pocos lugares que los proyectores espaciales mantendrán simultáneamente visibles aunque no siempre con igual nitidez. (Señala a la escena.) En este momento trabajan a rendimiento mínimo y las figuras parecen inmóviles; actuarán a ritmo normal cuando les llegue su turno. Os rogamos atención: el primer grupo de proyectores, está llegando al punto idóneo…

(Las ráfagas de luz fueron desapareciendo. En la oficina se amortigua la vibración luminosa y crece una viva luz diurna. El resto de la escena permanece en penumbra. Encarna empieza, muy despacio, a teclear sobre la máquina.)

La historia sucedió en Madrid, capital que fue de una antigua nación llamada España.

ELLA:

Es la historia de unos pocos árboles, ya muertos, en un bosque inmenso.

(Él y Ella salen por ambos laterales. El ritmo del tecleo se vuelve normal, pero la mecanógrafano parece muy rápida ni muy segura. En la penumbra del cuarto de estar, El padre y Mario se mueven de tanto en tanto muy lentamente. Encarna copia un papel que tiene al lado. Cuenta unos veinticinco años y su físico es vulgar, aunque no carece de encanto. Sus ropas, sencillas y pobres. Vicente parece tener unos cuarenta o cuarenta y un años. Es hombre apuesto y de risueñafisonomía. Viste cuidada y buena ropa de diario. En su izquierda, un grueso anillo de oro. Encarna se detiene, mira perpleja a Vicente, que la sonríe, y vuelve a teclear.)

ENCARNA:

Creo que ya me ha salido bien.

VICENTE:

Me alegro.

(Encarna teclea con ardor unos segundos. Suena el teléfono.)

ENCARNA:

¿Lo tomo?

VICENTE:

Yo lo haré. (Descuelga.) Diga… Hola, Juan. (Tapa el micrófono.) Sigue, Encarnita. No me molestas. (Encarna vuelve a teclear.) ¿Los membretes? Mientras no se firme la escritura no debemos alterar el nombre de la Editora… ¿Cómo? Creí que aún teníamos una semana por delante… Claro que asistiré. (Encarna saca los papeles del carro.) ¡No he de alegrarme, hombre! ¡Ahora sí que vamos a navegar con viento de popa!… No. De la nueva colección, el de más venta es el de Eugenio Beltrán, y ya hemos contratado para él tres traducciones… Naturalmente: la otra novela de Beltrán pasa a la imprenta en seguida. Pasado mañana nos firma el contrato. Aún no la he mandado porque la estaba leyendo Encarnita. (Sonríe.) Es un escritor a quien también ella admira mucho… (Se lleva una sorpresa mayúscula.) ¿Qué dices?… ¡Te atiendo, te atiendo! (Frunce las cejas, disgustado.) Sí, sí. Comprendo… Pero escucha… ¡Escucha, hombre!… ¡Que me escuches, te digo! Hay una serie de problemas que… Espera. (Tapa el micrófono.) Oye, Encarnita: ¿me has reunido las revistas y las postales?

ENCARNA:

Es cosa de un momento.

VICENTE:

Hazlo ya, ¿quieres? (Mira su reloj.) Nos vamos en seguida; ya es la hora.

ENCARNA:

Bueno.

(Sale por el fondo.)

VICENTE:

(Al teléfono.) Escucha, Juan. Una cosa es que el grupo entrante intervenga en el negocio y otra muy distinta que trate de imponernos sus fobias literarias, o políticas, o lo que sean. No creo que debamos permitir… ¡Sabes muy bien a qué me refiero!… ¿Cómo que no lo sabes? ¡Sabes de sobra que se la tienen jurada a Eugenio Beltrán, que lo han atacado por escrito, que… (Se exalta.) ¡Juan, hay contratos vigentes, y otros en puertas!… ¡Atiende, hombre!… (De mala gana.) Sí, sí, te oigo… (Su cara se demuda; su tono se vuelve suave.) No comprendo por qué llevas la cuestión a ese terreno… Ya sé que no hay nadie insustituible, y yo no pretendo serlo… Por supuesto: la entrada del nuevo grupo me interesa tanto como a ti… (Escucha, sombrío.) Conforme… (Da una iracunda palmada sobre la mesa.) ¡Pues tú dirás lo que hacemos!… ¡A ver! ¡Tú mandas!… Está bien: ya pensaré lo que le digo a Beltrán. Pero, ¿qué hacemos si hay nuevas peticiones de traducción?… Pues también torearé ese toro, sí, señor… (Amargo.) Comprendido, Juan. ¡Ha muerto Beltrán, viva la Editora!… ¡Ah, no! En eso te equivocas. Beltrán me gusta, pero admito que se está anquilosando… Una lástima. (Encarna vuelve con un rimero de revistas ilustradas, postales y un sobre. Lo pone todo sobre la mesa. Se miran. El tono de Vicente se vuelve firme y terminante.) Comparto tu criterio; puedes estar seguro. No estamos sólo para ganar cuartos como tenderos, sino para velar por la nueva literatura… Pues siempre a tus órdenes… Hasta mañana. (Cuelga y se queda pensativo.) Mañana se firma la nueva escritura, Encarna. El grupo que entra aporta buenos dineros. Todo va a mejorar, y mucho.

ENCARNA:

¿Cambiaréis personal?

VICENTE:

De aquí no te mueves, ya te lo he dicho.

ENCARNA:

Ahora van a mandar otros tanto como tú… Y no les gustará mi trabajo.

VICENTE:

Yo lo defenderé.

ENCARNA:

Suponte que te ordenan echarme…

VICENTE:

No lo harán.

ENCARNA:

¿Y si lo hacen?

VICENTE:

Ya te encontraría yo otro agujero.

ENCARNA:

(Con tono de decepción). ¿Otra… oficina?

VICENTE:

¿Por qué no?

ENCARNA:

(Después de un momento). ¿Para que me acueste con otro jefe?

VICENTE:

(Seco). Puedo colocarte sin necesidad de eso. Tengo amigos.

ENCARNA:

Que también me echarán.

VICENTE:

(Suspira y examina sus papeles). Tonterías. No vas a salir de aquí. (Consulta su reloj). ¿Terminaste la carta?

ENCARNA:

(Suspira). Sí.

(Va a la máquina, recoge la carta y se la lleva. Él la repasa.)

VICENTE:

¡Mujer!

(Toma un lápiz rojo.)

ENCARNA:

(Asustada.) "Espléndido" es con "ese"! ¡Estoy segura!

VICENTE:

Y "espontáneo" también.

ENCARNA:

¿Expontáneo?

VICENTE:

Como tú lo dices es con equis, pero lo dices mal.

(Tacha con el lápiz.)

ENCARNA:

(Cabizbaja.) No valgo.

VICENTE:

Sí que vales. (Se levanta y le toma la barbilla.) A pesar de todo, progresas.

ENCARNA:

(Humilde.) ¿La vuelvo a escribir?

VICENTE:

Déjalo para mañana. ¿Terminaste la novela de Beltrán?

ENCARNA:

Te la dejé aquí.

(Va al archivador y recoge un libreto que hay encima, llevándoselo.)

VICENTE:

(Lo hojea.) Te habrá parecido… espléndida.

ENCARNA:

Sí… Con "ese".

VICENTE:

Te has emocionado, has llorado…

ENCARNA:

Sí.

VICENTE:

No me sorprende. Peca de ternurista.

ENCARNA:

Pero…, si te gustaba…

VICENTE:

Y me gusta. El es de lo mejor que tenemos. Pero en esta última se ha excedido. (Se sienta y guarda el libreto en un cajón de la mesa.) La literatura es faena difícil, Encarnita. Hay que pintar la vida, pero sin su trivialidad. Y la vida es trivial. ¡Afortunadamente! (Se dispone a tomar el rimero de revistas.) Las postales, las revistas… (Toma el sobre.) Esto ¿qué es?

ENCARNA:

Pruebas para tu hermano.

VICENTE:

¡Ah, sí! Espera un minuto. Quiero repasar uno de los artículos del próximo número. (Saca las pruebas.) Aquí está. (Encarna se sienta en su silla.) Sí, Encarnita. La literatura es difícil. Beltrán, por ejemplo, escribe a menudo: "Fulana piensa esto, o lo otro…" Un recurso muy gastado. (Por la prueba.) Pero este idiota lo elogia… Sólo puede justificarse cuando un personaje le pregunta a otro: "¿En qué piensas?"…

(Ella lo mira, cavilosa. Él se concentra en la lectura. Ella deja de mirarlo y se abstrae. El primer término se iluminó poco a poco. Entra por la derecha una golfa, cruza y se acerca al velador del cafetín. Tiene el inequívoco aspecto de una prostituta barata y ronda ya los cuarenta años. Se sienta al velador, saca de su bolso una cajetilla y extrae un pitillo. Un camarero flaco y entrado en años aparece por el lateral izquierdo y, con gesto cansado, deniega con la cabeza y con un dedo, indicando a la esquinera que se vaya. Ella lo mira con zumba y extiende las manos hacia la mesa, como si dijese: "¡Quiero tomar algo!" El Camarero vuelve a denegar y torna a indicar, calmoso, que se vaya. Ella suspira, guarda el pitillo que no encendió y se levanta. Cruza luego hacia la derecha, se detiene y, aburrida, se recuesta en la desconchada pared. Vicente levanta la vista y mira a Encarna.)

Y tú, ¿en qué piensas? (Abstraída, Encarna no responde.) ¿Eh?…

(Encarna no le oye. Con risueña curiosidad, Vicente enciende un cigarrillo sin dejar de observarla. Con un mudo "¡Hale!" y un ademán más enérgico, el Camarero conmina a la prostituta a que se aleje. Con un mudo "¡Ah!" de desprecio, sale ella por el lateral derecho. El Camarero pasa el paño por el velador y sale por el lateral izquierdo. La luz del primer término se amortigua un tanto. Irónico, Vicente interpela a Encarna).

¿En qué piensas…, Fulana?

ENCARNA:

(Se sobresalta.) ¿Fulana?

VICENTE:

Ahora sí eras un personaje de novela. Algo pensabas.

ENCARNA:

Nada…

VICENTE:

¿Cenamos juntos?

(Vuelve a leer en la prueba.)

ENCARNA:

Ya sabes que los jueves y viernes ceno con esa amiga de mi pueblo.

VICENTE:

Cierto. Hoy es jueves. Recuérdame mañana que llame a Moreno. Urge pedirle un artículo para el próximo número.

ENCARNA:

¿No estaba ya completo?

VICENTE:

Éste no sirve.

(Separa la prueba que leía y se la guarda.)

ENCARNA:

(Mientras cubre la máquina.) ¿Cuál es?

VICENTE:

El de Torres.

ENCARNA:

¿Sobre Eugenio Beltrán?

VICENTE:

Sí. (Se levanta.) ¿Te acerco?

ENCARNA:

No. ¿Vas a casa de tus padres?

VICENTE:

Con toda esta broza. (Golpea sobre el montón de revistas y toma, risueño, las postales.) Esta postal le gustará a mi padre. Se ve a la gente andando por la calle y eso le encanta.

(Examina las postales. El cuarto de estar se iluminó poco a poco con luz diurna. Los movimientos de sus ocupantes se han normalizado. El padre, sentado a la mesa, recorta algo de una vieja revista. Es un anciano de blancos cabellos que representa más de setenta y cinco años. Su hijo Mario, de unos treinta y cinco años, corrige pruebas. Ambos visten con desaliño y pobreza. El padre, un traje muy usado y una vieja bata; el hijo, pantalones oscuros y jersey. Vicente se recuesta en el borde de la mesa.)

Debería ir más a menudo a visitarlos, pero estoy tan ocupado… Ellos, en cambio, tienen poco que hacer. No han sabido salir de aquel pozo… Menos mal que el viejo se ha vuelto divertido. (Ríe, mientras mira las postales.) ¿Te conté lo del cura?

ENCARNA:

No.

VICENTE:

Se encontró un día con el cura de la parroquia, que iba acompañado de una feligresa. Y lepregunta mi padre, muy cumplido: ¿Esta mujer es su señora? (Ríen.) Iba con el señor Anselmo, que le da mucha compañía, pero que nunca le discute nada.

ENCARNA:

Pero… ¿está loco?

VICENTE:

No es locura, es vejez. Una cosa muy corriente: arterioesclerosis. Ahora estará más sujeto en casa: les regalé la televisión el mes pasado. (Ríe.) Habrá que oír las cosas que dirá el viejo. (Tira una postal sobre la mesa.) Esta postal no le gustará. No se ve gente.

(Se abstrae. Se oye el ruido de un tren remoto, que arranca, pita y gana rápidamente velocidad. Su fragor crece y suena con fuerza durante unos segundos. Cuando se amortigua, El padre habla en el cuarto de estar. Poco después se extingue el ruido en una ilusoria lejanía.)

EL PADRE:

(Exhibe un monigote que acaba de recortar.) Éste también puede subir.

(Mario interrumpe su trabajo y lo mira.)

MARIO:

¿A dónde?

EL PADRE:

Al tren.

MARIO:

¿A qué tren?

EL PADRE:

(Señala al frente.) A ése.

MARIO:

Eso es un tragaluz.

EL PADRE:

Tú que sabes…

(Hojea la revista.)

ENCARNA:

(Desconcertada por el silencio de Vicente.) ¿No nos vamos?

(Abstraído, Vicente no contesta. Ella lo mira con curiosidad.)

MARIO:

(Que no ha dejado de mirar a su padre.) Hoy vendrá Vicente.

EL PADRE:

¿Qué Vicente?

MARIO:

¿No tiene usted un hijo que se llama Vicente?

EL PADRE:

Sí. El mayor. No sé si vive.

MARIO:

Viene todos los meses.

EL PADRE:

Y tú, ¿quién eres?

MARIO:

Mario.

EL PADRE:

¿Tú te llamas como mi hijo?

MARIO:

Soy su hijo.

EL PADRE:

Mario era más pequeño.

MARIO:

He crecido.

EL PADRE:

Entonces subirás mejor.

MARIO:

¿A dónde?

EL PADRE:

Al tren.

(Comienza a recortar otra figura. Mario lo mira, intrigado, y luego vuelve a su trabajo.)

VICENTE:

(Reacciona y coge el mazo de revistas). ¿Nos vamos?

ENCARNA:

Eso te preguntaba.

VICENTE:

(Ríe). Y yo estaba pensando en las Batuecas, como cualquier personaje de Beltrán. (Mete en su cartera las revistas, las postales y el sobre. Encarna recoge su bolso y va a la mesa, de donde toma la postal abandonada. Vicente va a la puerta, se vuelve y la mira). ¿Vamos?

ENCARNA:

(Mirando la postal). Me gustaría conocer a tus padres.

VICENTE:

(Frío). Ya me lo has dicho otras veces.

ENCARNA:

No te estoy proponiendo nada. Puede que no vuelva a decírtelo. (Con dificultad.) Pero… si tuviéramos un hijo, ¿lo protegerías?

VICENTE:

(Se acerca a ella con ojos duros). ¿Vamos a tenerlo?

ENCARNA:

(Desvía la mirada). No.

VICENTE:

(Le vuelve la cabeza y la mira a los ojos). ¿No?

ENCARNA:

(Quiere ser persuasiva). ¡No!…

VICENTE:

Descuidarse ahora sería una estupidez mayúscula…

ENCARNA:

Pero si naciera, ¿lo protegerías?

VICENTE:

Te conozco, pequeña, y sé a dónde apuntas.

ENCARNA:

¡Aunque no nos casásemos! ¿Lo protegerías?

VICENTE:

(Seco). Si no vamos a tenerlo es inútil la pregunta. Vámonos.

(Vuelve a la puerta).

ENCARNA:

(Suspira y comenta, anodina). Pensé que a tu padre le gustaría esta postal. Es un tren muy curioso, como los de hace treinta años.

VICENTE:

No se ve gente.

(Encarna deja la postal y sale por el fondo seguida de Vicente, que cierra. Vuelve el ruido del tren. La luz se extingue en la oficina. Mario interrumpió su trabajo y miraba fijamente a su padre, que ahora alza la vista y lo mira a su vez. El ruido del tren se apaga. El padre se levanta y lleva sus dos monigotes de papel a la cómoda del fondo.)

EL PADRE:

(Musita, mientras abre un cajón.) Estos tienen que aguardar en la sala de espera. (Deja los monigotes y revuelve el contenido del cajón, sacando un par de postales.) Recortaré a esta linda señorita. (Canturrea, mientras vuelve a la mesa).

La Rosenda está estupenda.

La Vicenta está opulenta…

(Se sienta y se dispone a recortar.)

MARIO:

¿Por qué la recorta? ¿No está mejor en la postal?

EL PADRE:

(Sin mirarlo.) Sólo cuando hay mucha gente. Si los recortas entonces, los partes, porque se tapan unos a otros. Pero yo tengo que velar por todos, y, al que puedo, lo salvo.

MARIO:

¿De qué?

EL PADRE:

De la postal. (Recorta. Se abre la puerta de la casa y entra La madre con un paquete. Es una mujer agradable y de aire animoso. Aparenta unos sesenta y cinco años. El padre se interrumpe.) ¿Quién anda en la puerta?

MARIO:

Es madre.

(La madre entra en la cocina.)

EL PADRE:

(Vuelve a recortar y canturrea.) La Pepica está muy rica…

MARIO:

Padre.

EL PADRE:

(Lo mira.) ¿Eh?

MARIO:

¿De qué tren habla? ¿De qué sala de espera? Nunca ha hablado de ningún tren…

EL PADRE:

De ése. (Señala al frente.)

MARIO:

No hay ningún tren ahí.

EL PADRE:

Es usted bobo, señorito. ¿No ve la ventanilla?

(El hijo lo mira y vuelve a su trabajo. La madre sale de la cocina con el paquete y entra en el cuarto de estar.)

EL PADRE:

Es usted bobo, señorito. ¿No ve la ventanilla?

(Va a la cómoda y abre el paquete.)

EL PADRE:

(Se levanta y se inclina.) Señora…

LA MADRE:

(Se inclina, burlona.) Caballero…

EL PADRE:

Sírvase considerarse como en su propia casa.

LA MADRE:

(Contiene la risa.) Muy amable, caballero.

EL PADRE:

Con su permiso, seguiré trabajando.

LA MADRE:

Usted lo tiene. (Vuelven a saludarse. El padre se sienta y recorta. Mario, que no se ha reído, enciende un cigarrillo.) Las ensaimadas ya no son como las de antes, pero a tu hermano le siguen gustando. Si quisiera quedarse a cenar…

MARIO:

No lo hará.

LA MADRE:

Está muy ocupado. Bastante hace ahora con venir él a traernos el sobre cada mes.

(Ha ido poniendo las ensaimadas en una bandeja.)

MARIO:

Habrán despedido al botones. (Ella lo mira, molesta.) ¿Sabes que ya tiene coche?

LA MADRE:

(Alegre.) ¿Sí? ¿Se lo has visto?

MARIO:

Me lo han dicho.

LA MADRE:

¿Es grande?

MARIO:

No lo sé.

LA MADRE:

¡A lo mejor lo trae hoy!

MARIO:

No creo que llegue con él hasta aquí.

LA MADRE:

Tienes razón. Es delicado. (Mario la mira con leve sorpresa y vuelve a su trabajo. Ella se le acerca y baja la voz.) Oye… ¿Le dirás tú lo que hizo tu padre?

MARIO:

Quizá no pregunte.

LA MADRE:

Notará la falta.

MARIO:

Si la nota, se lo diré.

EL PADRE:

(Se levanta y va hacia la cómoda.) La linda señorita ya está lista. Pero no sé quién es.

LA MADRE:

(Ríe.) Pues una linda señorita. ¿No te basta?

EL PADRE:

(Súbitamente irritado.) ¡No, no basta!

(Y abre el cajón bruscamente para dejar el muñeco.)

LA MADRE:

(A inedia voz.) Lleva unos días imposibles.

EL PADRE:

¡Caramba! ¡Pasteles!

(Va a tomar una ensaimada.)

LA MADRE:

¡Déjalas hasta que venga Vicente!

EL PADRE:

¡Si Vicente soy yo!

LA MADRE:

Ya comerás luego. (Lo aparta.) Anda, vuelve a tus postales, que eres como un niño.

EL PADRE:

(Se resiste.) Espera…

LA MADRE:

¡Anda, te digo!

EL PADRE:

Quiero darte un beso.

LA MADRE:

(Ríe.) ¡Huy! ¡Mira por dónde sale ahora el vejestorio!

EL PADRE:

(Le toma la cara.) Beso…

LA MADRE:

(Muerta de risa.) ¡Quita, baboso!

EL PADRE:

¡Bonita!

(La besa.)

LA MADRE:

¡Asqueroso! ¿No te da vergüenza, a tus años?

(Lo aparta, pero él reclina la cabeza sobre el pecho de ella, que mira a su hijo con un gesto de impotencia.)

EL PADRE:

Cántame la canción, bonita…

LA MADRE:

¿Qué canción? ¿Cuándo te he cantado yo a ti nada?

EL PADRE:

De pequeño.

LA MADRE:

Sería tu madre. (Lo empuja.) ¡Y aparta, que me ahogas!

EL PADRE:

¿No eres tú mi madre?

LA MADRE:

(Ríe.) Sí, hijo. A la fuerza. Anda, siéntate y recorta.

EL PADRE:

(Dócil.) Bueno.

(Se sienta y husmea en sus revistas.)

LA MADRE:

¡Y cuidado con las tijeras, que hacen pupa!

EL PADRE:

Sí, mamá. (Arranca una hoja y se dispone a recortar.)

LA MADRE:

¡Hum!… Mamá. Puede que dentro de un minuto sea la Infanta Isabel. (Suena el timbre de la casa.) ¡Vicente!

(Corre al fondo. Mario se levanta y se acerca a su padre.)

MARIO:

Es Vicente, padre. (El Padre no le atiende. La madre abre la puerta y se arroja en brazos de su hijo.) Vicentito.

(Mario se incorpora y aguarda junto al sillón de su padre.)

LA MADRE:

¡Vicente! ¡Hijo!

VICENTE:

Hola, madre.

(Se besan.)

LA MADRE:

(Cierra la puerta y vuelve a abrazar a su hijo.) ¡Vicentito!

VICENTE:

(Riendo.) ¡Vamos, madre! ¡Ni que volviese de la Luna!

LA MADRE:

Es que no me acostumbro a no verte todos los días, hijo.

(Le toma del brazo y entran los dos en el cuarto de estar.)

VICENTE:

¡Hola, Mario!

MARIO:

¿Qué hay?

(Se palmean, familiares.)

LA MADRE:

(Al Padre.) ¡Mira quién ha venido!

VICENTE:

¿Qué tal le va, padre?

EL PADRE:

¿Por qué me llama padre? No soy cura.

VICENTE:

(Ríe a carcajadas.) ¡Ya veo que sigue sin novedad! Pues ha de saber que le he traído cosas muy lindas. (Abre su cartera.) Revistas y postales. (Se las pone en la mesa.)

EL PADRE:

Muy amable, caballero. Empezaba a quedarme sin gente y no es bueno estar solo.

(Hojea una revista.)

VICENTE:

(Risueño.) ¡Pues ya tiene compañía! (Se acerca a la cómoda.) ¡Caramba! ¡Ensaimadas!

LA MADRE:

(Feliz.) Ahora mismo traigo el café. ¿Te quedas a cenar?

VICENTE:

¡Ni dos minutos! Tengo mil cosas que hacer.

(Se sienta en el sofá.)

LA MADRE:

(Decepcionada.) ¿Hoy tampoco?

VICENTE:

De veras que lo siento, madre.

LA MADRE:

Si, al menos, vinieses más a menudo…

VICENTE:

Ahora vengo todos los meses.

LA MADRE:

Sí, claro. Voy por el café.

(Inicia la marcha.)

VICENTE:

(Se levanta y saca un sobre azul.) Toma, antes de que se me olvide.

LA MADRE:

Gracias, hijo. Viene a tiempo, ¿sabes? Mañana hay que pagar el plazo de la lavadora.

VICENTE:

Pues ve encargando la nevera.

LA MADRE:

¡No! Eso, todavía…

VICENTE:

¡Si no hay problema! Me tenéis a mí. (La madre lo mira, conmovida. De pronto le da otro beso y corre rápida a refugiarse en la cocina.) A ti te he traído pruebas.

(Saca el sobre de su cartera. Mario lo toma en silencio y va a dejarlo en su mesita. Entre tanto, El padre se ha levantado y los mira, caviloso. Da unos pasos y señala a la mesa.)

EL PADRE:

¿Quién es ése?

VICENTE:

¿Cómo?

EL PADRE:

Ese… que lleva un hongo.

VICENTE:

¿Qué dice?

(Mario ha comprendido. El padre tira de él, lo lleva a la mesa y pone el dedo sobre una postal.)

EL PADRE:

Aquí.

VICENTE:

(Se acerca.) Es la plaza de la ópera, en París. Todos llevan hongo; es una foto antigua.

EL PADRE:

Éste.

VICENTE:

¡Si apenas se ve! Uno que pasó entonces, como todos éstos. Uno cualquiera.

EL PADRE:

(Enérgico.) ¡No!

VICENTE:

¿Cómo quiere que sepamos quién es? ¡No es nadie!

EL PADRE:

¡Sí!

MARIO:

(Suave.) Ya habrá muerto.

EL PADRE:

(Lo mira asustado.) ¿Qué dices? (Busca entre las revistas y toma una lupa.)

VICENTE:

¿Una lupa?

MARIO:

Tuve que comprársela. No es la primera vez que hace esa pregunta.

(El padre se ha sentado y está mirando la postal con la lupa.)

VICENTE:

(A media voz.) ¿Empeora?

MARIO:

No sé.

EL PADRE:

No está muerto. Y esta mujer que cruza, ¿quién es? (Los mira.) Claro. Vosotros no lo sabéis. Yo, sí.

VICENTE:

¿Sí? ¿Y el señor del hongo?

EL PADRE:

(Grave.) También.

VICENTE:

Y si lo sabía, ¿por qué nos lo pregunta?

EL PADRE:

Para probaros.

VICENTE:

(Le vuelve la espalda y contiene la risa.) Se cree Dios…

(El padre lo mira un segundo y se concentra en la postal. Mario esboza un leve gesto de aquiescencia. La madre sale de la cocina con una bandeja repleta de tazones.)

LA MADRE:

(Mientras avanza por el pasillo.) ¿Cuándo te vas a casar, Vicente?

EL PADRE:

(Mirando su postal.) Ya me casé una vez.

LA MADRE:

(Mientras el hijo mayor ríe.) Claro. Y yo otra. (El padre la mira.) ¡No te hablo a ti, tonto! (Deposita la bandeja y va poniendo tazones sobre la mesa.) ¡Y deja ya tus muñecos, que hay que merendar! Toma. Para ti una pizca, que la leche te perjudica. (Le pone un tazón delante. Le quita la lupa y la postal. Él la mira, pero no se opone. Ella recoge postales y revistas, y las lleva a la cómoda.) Siéntate, hijo. (Vicente se sienta a la mesa). Y yo junto al niño, porque si no se pone perdido. (Lleva las ensaimadas a la mesa). ¡Coge una ensaimada, hijo!

VICENTE:

Gracias.

(Toma una ensaimada y empieza a merendar. Mario toma otra.)

LA MADRE:

(Sentada junto a su marido, le da una ensaimada.) ¡Toma! ¿No querías una? (El padre la toma.) ¡Moja! (El padre la moja.) No me has contestado, hijo. ¿No te gusta alguna chica?

VICENTE:

Demasiadas.

LA MADRE:

¡Asqueroso!

EL PADRE:

¿Por dónde como esto?

LA MADRE:

¡Muerde por donde has mojado!

EL PADRE:

¿Con qué lo muerdo?

LA MADRE:

¡Con la boca! (El padre se lleva la ensaimada a los ojos.) ¡La boca, la boca! No hay quien pueda contigo. (Le quita la ensaimada y se la va dando como a un niño, tocándole los labios a cada bocado para que los abra.) ¡Toma!

VICENTE:

¿Así está?

MARIO:

Unas veces lo sabe y otras se le olvida.

LA MADRE:

Toma otra, Vicente.

EL PADRE:

¿Tú te llamas Vicente?

VICENTE:

Sí.

EL PADRE:

¡Qué casualidad! Tocayo mío.

(Vicente ríe.)

LA MADRE:

(Al Padre.) Tú come y calla.

(Le brinda otro bocado.)

EL PADRE:

No quiero más. ¿Quién va a pagar la cuenta?

LA MADRE:

(Mientras Vicente ríe de nuevo.) Ya está pagada. Y toma…

EL PADRE:

(Rechaza el bocado y se levanta, irritado.) ¡No quiero más! ¡Me voy a mi casa!

LA MADRE:

(Se levanta e intenta retenerlo.) ¡Si estás en tu casa!

EL PADRE:

¡Esto es un restaurante!

(Intenta apartar a su mujer. Vicente se levanta.)

LA MADRE:

Escucha…

EL PADRE:

¡Tengo que volver con mis padres! (Va hacia el fondo.)

LA MADRE:

(Tras él, le dice a Vicente.) Disculpa, hijo. No se le puede dejar solo.

EL PADRE:

(En el pasillo.) ¿Dónde está la puerta?

(Abre la de su dormitorio y se mete. La madre entra tras él, cerrando. Vicente da unos pasos hacia el pasillo y luego se vuelve hacia su hermano, que no se ha levantado.)

VICENTE:

Antes no se enfadaba tanto…

MARIO:

(Trivial.) Se le pasa pronto. (Apura su tazón y se limpia la boca.) ¿Qué tal va tu coche?

VICENTE:

¡Ah! ¿Ya lo sabes? Es poca cosa, aunque parece algo. Pero en estos tiempos resulta imprescindible…

MARIO:

(Muy serio.) Claro. El desarrollo económico.

VICENTE:

Eso. (Se acerca.) Y a ti, ¿qué tal te va?

MARIO:

También prospero. Ahora me han encargado la corrección de estilo de varios libros.

VICENTE:

¿Tienes novia?

MARIO:

No.

(Encarna entra por el primer término izquierdo. Vicente toma otra ensaimada y, mientras la muerde, vuelve al pasillo a escuchar. Encarna consulta su reloj y se sienta al velador del cafetín, mirando hacia la derecha como si esperase a alguien.)

VICENTE:

Parece que está más tranquilo.

MARIO:

Ya te lo dije.

VICENTE:

(Mira su reloj, vuelve al cuarto y cierra su cartera.) Se me ha hecho tarde… (El Camarero entra por la izquierda. Encarna y él cambian en voz baja algunas palabras. El Camarero se retira.) Tendré que despedirme… (Vicente inicia la marcha hacia el pasillo.)

MARIO:

¿Cómo encuentras a nuestro padre?

VICENTE:

(Se vuelve, sonriente.) Muy divertido. Lo del restaurante ha tenido gracia… (Se acerca.) ¿No se le ha ocurrido ninguna broma con la televisión?

MARIO:

Verás…

(Vicente mira a todos lados.)

VICENTE:

¿Dónde la habéis puesto? La instalaron aquí…

(Encarna consulta la hora, saca un libro de su bolso y se pone a leer.)

MARIO:

¿Has visto cómo se ha irritado?

VICENTE:

¿Qué quieres decir?

MARIO:

Últimamente se irrita con frecuencia…

VICENTE:

¿Sí?

MARIO:

Los primeros días no dijo nada. Se sentaba ante el aparato y de vez en cuando miraba a nuestra madre, que comentaba todos los programas contentísima, figúrate. A veces, él parecía inquieto y se iba a su cuarto sin decir palabra… Una noche transmitieron El Misterio de Elche y aquello pareció interesarle. A la mitad lo interrumpieron bruscamente para trufarlo con todos esos anuncios de lavadoras, bebidas, detergentes… Cuando nos quisimos dar cuenta se había levantado y destrozaba a silletazos el aparato.

VICENTE:

¿Qué?

MARIO:

Hubo una explosión tremenda. A él no le pasó nada, pero el aparato quedó hecho añicos… Nuestra madre no se atrevía a decírtelo.

(Un silencio. El Camarero vuelve al velador y sirve a Encarna un café con leche.)

VICENTE:

(Pensativo.) Él no era muy creyente…

MARIO:

No.

(Un silencio. Encarna echa dos terrones, bebe un sorbo y vuelve a su lectura.)

VICENTE:

(Reacciona.) Al fin y al cabo, no sabe lo que hace.

MARIO:

Reconocerás que lo que hizo tiene sentido.

VICENTE:

Lo tendría en otra persona, no en él.

MARIO:

¿Por qué no en él?

VICENTE:

Sufre una esclerosis avanzada; algo fisiológico. Sus reacciones son disparatadas, y no pueden ser otra cosa.

MARIO:

A veces parecen otra cosa. (Movimiento de incredulidad de Vicente.) Tú mismo has dicho que se creía Dios…

VICENTE:

¡Bromeaba!

MARIO:

Tú no le observas tanto como yo.

VICENTE:

¿También tú vas a desquiciarte, Mario? ¡Es una esclerosis senil!

MARIO:

No tan senil.

VICENTE:

No te entiendo.

MARIO:

El médico habló últimamente de un posible factor desencadenante…

VICENTE:

Eso es nuevo… ¿Qué factor?

MARIO:

No sé… Por su buen estado general, le extrañó lo avanzado del proceso. Nuestro padre tiene ahora setenta y seis años, y ya hace cuatro que está así…

VICENTE:

A otros les pasa con menos edad.

MARIO:

Es que a él le sucedió por primera vez mucho antes.

VICENTE:

¿Cómo?

MARIO:

El médico nos preguntó y entonces yo recordé algo… Pasó poco después de terminar tú el servicio militar, cuando ya te habías ido de casa.

VICENTE:

¿Qué sucedió?

MARIO:

Se levantó una noche y anduvo por aquí diciendo incoherencias… Y sólo tenía cincuenta y siete años. Madre dormía, pero yo estaba desvelado.

VICENTE:

Nunca lo dijiste.

MARIO:

Como no volvió a suceder en tantos años, lo había olvidado.

(Un silencio.)

VICENTE:

(Pasea.) Quizás algo hereditario; quién sabe. De todos modos, no encuentro que sus reacciones signifiquen nada… Es como un niño que dice bobadas.

MARIO:

No sé… Ahora ha inventado nuevas manías… Ya has visto una de ellas: preguntar quién es cualquier hombrecillo de cualquier postal. (Se levanta y va al frente, situándose ante el invisible tragaluz.)

VICENTE:

(Ríe.) Según él, para probarnos. Es gracioso.

MARIO:

Sí. Es curioso. ¿Te acuerdas de nuestro juego de muchachos?

VICENTE:

¿Qué juego?

MARIO:

Abríamos este tragaluz para mirar las piernas que pasaban y para imaginar cómo eran las personas.

VICENTE:

(Riendo.) ¡El juego de las adivinanzas! Ni me acordaba.

MARIO:

Desde que rompió la televisión, le gusta que se lo abramos y ver pasar la gente… Es casi como entonces, porque yo le acompaño.

VICENTE:

(Paseando.) Como un cine.

MARIO:

(Sin volverse.) Él lo llama de otro modo. Hoy ha dicho que es un tren.

(Vicente se detiene en seco y lo mira. Breve silencio. La madre sale del dormitorio y vuelve al cuarto de estar.)

LA MADRE:

Perdona, hijo. Ahora ya está tranquilo.

VICENTE:

Me voy ya, madre.

LA MADRE:

¿Tan pronto?

VICENTE:

¡Tan tarde! Llevo retraso.

MARIO:

(Que se volvió al oír a su madre.) Yo también salgo.

VICENTE:

¿Te acerco a algún lado?

MARIO:

Te acompaño hasta la esquina solamente. Voy cerca de aquí.

LA MADRE:

También a mí me gustaría, por ver tu coche, que todo se sabe… ¿Lo has dejado en la esquina?

VICENTE:

Sí. No es gran cosa.

LA MADRE:

Eso dirás tú. Otro día páralo aquí delante. No seas tan mirado… Pocas ensaimadas te has comido…

VICENTE:

Otro día me tomaré la bandeja entera. (Señala al pasillo.) ¿Me despido de él?

LA MADRE:

Déjalo, no vaya a querer irse otra vez. (Ríe.) ¿Sabes por dónde se empeñaba en salir de casa? ¡Por el armario!

VICENTE:

(Riendo, a su hermano.) ¿No te lo dije? ¡Igual que un niño!

(Recoge su cartera y se encamina a la salida. Mario recoge de la mesita su cajetilla y va tras ellos.)

LA MADRE:

¡Que vuelvas pronto, hijo!

VICENTE:

(En el pasillo.) ¡Prometido!

(Vicente abre la puerta de la casa, barbillea a su madre con afecto y sale.)

MARIO:

(Sale tras él.) Hasta luego, madre.

LA MADRE:

(Desde el quicio.) Adiós…

(Cierra con un suspiro, vuelve al cuarto de estar y va recogiendo los restos de la merienda, para desaparecer con ellos en la cocina. La luz se amortigua en el cuarto de estar; mientras La madre termina sus paseos, la joven pareja de investigadores reaparece. Encarna, impaciente, consulta su reloj y bebe otro sorbo.)

ÉL:

El fantasma de la persona a quien esperaba esta mujer tardará un minuto.

ELLA:

Lo aprovecharemos para comentar lo que habéis visto.

ÉL:

¿Habéis visto solamente realidades, o también pensamientos?

ELLA:

Sabéis todos que los detectores lograron hace tiempo captar pensamientos que, al visualizarse intensamente, pudieron ser recogidos como imágenes. La presente experiencia parece ser uno de esos casos; pero algunas de las escenas que habéis visto pudieron suceder realmente, aunque Encarna y Vicente las imaginasen al mismo tiempo en su oficina. Recordad que algunas de ellas continúan desarrollándose cuando los que parecían imaginarlas dejaron de pensar en ellas.

ÉL:

¿Dejaron de pensar en ellas? Lo ignoramos. Nunca podremos establecer, ni ellos podrían, hasta dónde alcanzó su más honda actividad mental.

ELLA:

¿Las pensaron con tanta energía que nos parecen reales sin serlo?

ÉL:

¿Las percibieron cuando se desarrollaban, creyendo imaginarlas?

ELLA:

¿Dónde está la barrera entre las cosas y la mente?

ÉL:

Estáis presenciando una experiencia de realidad total: sucesos y pensamientos en mezcla inseparable.

ELLA:

Sucesos y pensamientos extinguidos hace siglos.

ÉL:

No del todo, puesto que los hemos descubierto. (Por Encarna.) Mirad a ese fantasma.

¡Cuán vivo nos parece!

ELLA:

(Con el dedo en los labios.) ¡Chist! Ya se proyecta la otra imagen. (Mario aparece tras ellos por la derecha y avanza unos pasos mirando a Encarna.) ¿No parece realmente viva?

(La pareja sale. La luz del primer término crece. Encarna levanta la vista y sonríe a Mario. Mario llega a su lado y se dan la mano. Sin desenlazarlas, se sienta él al lado de Ella.)

ENCARNA:

(Con dulzura.) Has tardado…

MARIO:

Mi hermano estuvo en casa.

ENCARNA:

Lo sé.

(Ella retira suavemente su mano. Él sonríe, turbado.)

MARIO:

Perdona.

ENCARNA:

¿Por qué hemos tardado tanto en conocernos? Las pocas veces que ibas por la Editora no mirabas a nadie y te marchabas en seguida… Apenas sabemos nada el uno del otro.

MARIO:

(Venciendo la resistencia de ella, vuelve a tomarle la mano.) Pero hemos quedado en contárnoslo.

ENCARNA:

Nunca se cuenta todo.

(El Camarero reaparece. Ella retira vivamente su mano.)

MARIO:

Cerveza, por favor. (El Camarero asiente y se retira. Mario sonríe, pero le tiembla la voz.) Habrá pensado que somos novios.

ENCARNA:

Pero no lo somos.

MARIO:

(La mira con curiosidad.) Sólo confidentes…, por ahora. Cuéntame.

ENCARNA:

Si no hay otro remedio…

MARIO:

(La sonríe.) No hay otro remedio.

ENCARNA:

Yo… soy de pueblo. Me quedé sin madre de muy niña. Teníamos una tierruca muy pequeña; mi padre se alquilaba de bracero cuando podía. Pero ya no había trabajo para nadie, y cogimos cuatro cuartos por la tierra y nos vinimos hace seis años.

MARIO:

Como tantos otros…

ENCARNA:

Mi padre siempre decía: tú saldrás adelante. Se colocó de albañil y ni dormía por aceptar chapuzas. Y me compró una máquina, y un método, y libros… Y cuando me veía encendiendo la lumbre, o barriendo, o acarreando agua - porque vivíamos en las chabolas-, me decía: "Yo lo haré. Tú, estudia". Y quería que me vistiese lo mejor posible, y que leyese mucho, y que… (Se le quiebra la voz.)

MARIO:

Y lo consiguió.

ENCARNA:

Pero se mató. Iba a las obras cansado, medio dormido, y se cayó hace tres años del andamio. (Calla un momento.) Y yo me quedé sola. ¡Y tan asustada! Un año entero buscando trabajo, haciendo copias, de pensión en pensión… ¡Pero entonces supe defenderme, te lo aseguro!… (A media voz.) Hasta que entré en la Editora. (Lo mira a hurtadillas.)

MARIO:

No sólo has sabido defenderte. Has sabido luchar limpiamente, y formarte… Puedes estar orgullosa.

ENCARNA:

(De pronto, seca.) No quisiera seguir hablando de esto.

(Él la mira, intrigado. El Camarero vuelve con una caña de cerveza, la deposita ante Mario y va a retirarse.)

MARIO:

Cobre todo.

(Le tiende un billete. El Camarero le da las vueltas y se retira. Mario bebe un sorbo.)

ENCARNA:

Y tú, ¿por qué no has estudiado? Los dos hermanos sois muy cultos, pero tú… podrías haber hecho tantas cosas…

MARIO:

(Con ironía.) ¿Cultos? Mi hermano aún pudo aprobar parte del bachillerato; yo, ni empezarlo. La guerra civil terminó cuando yo tenía diez años. Mi padre estaba empleado en un Ministerio y lo depuraron… Cuando volvimos a Madrid hubo que meterse en el primer rincón que encontramos: en ese sótano… de donde ya no hemos salido. Y años después, cuando pudo pedir el reingreso, mi padre ya no quiso hacerlo. Yo seguí leyendo y leyendo, pero… hubo que sacar adelante la casa.

ENCARNA:

¿Y tú hermano?

MARIO:

(Frío.) Estuvo con nosotros hasta que lo llamaron a filas. Luego, decidió vivir por su cuenta.

ENCARNA:

Ahora os ayuda…

MARIO:

Sí.

(Bebe.)

ENCARNA:

Podrías haber prosperado como él… Quizá entrando en la Editora…

MARIO:

(Seco.) No quiero entrar en la Editora.

ENCARNA:

Pero… hay que vivir…

MARIO:

Ésa es nuestra miseria: que hay que vivir.

ENCARNA:

(Asiente, después de un momento.) Hoy mismo, por ejemplo…

MARIO:

¿Qué?

ENCARNA:

No estoy segura… Ya sabes que ahora entra un grupo nuevo.

MARIO:

Sí.

ENCARNA:

Yo creo que a Beltrán no le editan la segunda novela que entregó. ¡Y es buenísima! ¡La acabo de leer! ¡Y a tu hermano también le gustaba!

MARIO:

(Con vivo interés.) ¿Qué ha pasado?

ENCARNA:

Tu hermano hablaba con Juan por teléfono y me hizo salir. Después dijo que, en esa novela, Beltrán se había equivocado. Y de las pruebas que te ha llevado hoy, quitó un artículo que hablaba bien de él.

MARIO:

El nuevo grupo está detrás de eso. Lo tienen sentenciado.

ENCARNA:

Alguna vez lo han elogiado.

MARIO:

Para probar su coartada… Y mi hermano, metido en esas bajezas. (Reflexiona.) Escucha, Encarna. Vas a vigilar y a decirme todo lo que averigües de esa maniobra. ¡Tenemos que ayudar a Beltrán!

ENCARNA:

Tú eres como él.

MARIO:

(Incrédulo.) ¿Como Beltrán?

ENCARNA:

Esa manera suya de no pedir nada, allí, donde he visto suplicar a todo el mundo…,

MARIO:

Él sí ha salido adelante sin mancharse. Alguna vez sucede… (Sonríe.) Pero yo no tengo su talento. (Grave.) Ni quizá su bondad. Escucha lo que he soñado esta noche. Había un precipicio… Yo estaba en uno de los lados, sentado ante mis pruebas… Por la otra ladera corría un desconocido, con una cuerda atada a la cintura. Y la cuerda pasaba sobre el abismo, y llegaba hasta mi muñeca. Sin dejar de trabajar, yo daba tironcitos… y lo iba acercando al borde. Cuando corría ya junto al borde mismo, di un tirón repentino y lo despeñé.(Un silencio.)

ENCARNA:

Tú eres el mejor hombre que he conocido. Por eso me lo has contado.

MARIO:

Te lo he contado porque quiero preguntarte algo. (Se miran, turbados. Él se decide.) ¿Quieres ser mi mujer? (Ella desvía la vista.) ¿Lo esperabas? (Ella asiente. Él sonríe.) Nunca ganaré gran cosa. Si me caso contigo, haré un matrimonio ventajoso.

ENCARNA:

(Triste.) No bromees.

MARIO:

(Grave.) Encarna, soy un hombre quebrado. Hundido, desde el final de nuestra guerra, en aquel pozo de mi casa. Pero si tu tristeza y la mía se unen, tal vez logremos una extraña felicidad.

ENCARNA:

(A punto de llorar.) ¿De qué tristeza hablas?

MARIO:

No finjas.

ENCARNA:

¿Qué sabes tú?…

MARIO:

Nada. Pero lo sé. (Ella lo mira, turbada.) ¿Quieres venir ahora a casa de mis padres? (Ella lo mira con alegría y angustia.) Antes de que decidas, debes conocerlos.

ENCARNA:

Los conozco ya. Soy yo quien reúne para tu padre revistas y postales… Cuanta más gente ve en ellas, más contento se pone, ¿verdad? (Sonríe.)

MARIO:

(Asiente, pensativo.) Y a menudo pregunta: ¿Quién es éste?… ¿O éste?…

ENCARNA:

Tu hermano apartó hoy una postal porque en ella no se veía gente. Así voy aprendiendo cosas de tus padres.

MARIO:

¡También le gustan sin gente! ¿Era algún monumento?

ENCARNA:

No. Un tren antiguo. (Mario se yergue, mirándola fijamente. Ella, sin mirarlo, continúa después de un momento). Mario, iremos a tu casa si quieres. ¡Pero no como novios!

MARIO:

(Frío, distante.) Déjame pensar. (Ella lo mira, desconcertada. La Esquinera entra por la derecha y se detiene un momento, atisbando por todos lados la posible llegada de un cliente. Encarna se inmuta al verla. Mario se levanta.) ¿Vamos?

ENCARNA:

No como novios, Mario.

MARIO:

¿Por qué no?

ENCARNA:

Puedes arrepentirte… O puede que me arrepienta yo.

MARIO:

(Frío.) Te presentaré como amiga. (Encarna llega a su lado. La prostituta sonríe con cansada ironía y cruza despacio. Encarna se coge del brazo de Mario al verla acercarse. Mario va a caminar, pero ella no se mueve.) ¿Qué te pasa? (La prostituta se aleja y sale, contoneándose, por la izquierda.)

ENCARNA:

Tú no quieres jugar conmigo, ¿verdad?

MARIO:

(Molesto.) ¿A qué viene eso?

ENCARNA:

(Baja la cabeza.) Vamos.

(Salen por la derecha. El Camarero entró poco antes a recoger los servicios y pasa un paño por el velador mientras la luz se extingue. Los investigadores reaparecen por ambos laterales. Sendos focos los iluminan. El Camarero sale y ellos hablan.)

ELLA:

La escena que vais a presenciar sucedió siete días después.

ÉL:

Imposible reconstruir lo sucedido en ellos. Los detectores soportaron campos radiantes muy intensos y sólo se recogían apariciones fragmentarias.

ELLA:

Los investigadores conocemos bien ese relampagueo de imágenes que, si a veces proporciona inesperados hallazgos, a muchos de nosotros les llevó a abandonar su labor, desalentados por tanta inmensidad…

ÉL:

Los aparatos espacializan las más extrañas visiones: luchas de pájaros, manos que saludan, un gran reptil, el incendio de una ciudad, hormigas sobre un cadáver, llanuras heladas…

ELLA:

Yo vi antropoides en marcha, y niños ateridos tras una alambrada…

ÉL:

Y vimos otras imágenes incomprensibles, de algún astro muy lejano o de civilizaciones ya olvidadas. Presencias innumerables cuya podre forma hoy nuestros cuerpos y que hemos de devolver a la nada para no perder la historia que se busca y que acaso no sea tan valiosa.

ELLA:

La acción más oculta o insignificante puede ser descubierta un día. Hoy descubrimos antiquísimos saberes visualizando a quienes leían, tal vez con desgana, los libros destruidos. El misterioso espacio todo lo preserva.

ÉL:

Cada suceso puede ser percibido desde algún lugar.

ELLA:

Y a veces, sin aparatos, desde alguna mente lúcida.

ÉL:

El experimento continúa.

(Las oscilaciones luminosas comienzan a vibrar sobre la oficina. Él y Ella salen por los laterales. La luz se estabiliza. La máquina de escribir está descubierta y tiene papeles en el carro. Encarna, a la máquina. La puerta se abre y entra Mario. Encarna se vuelve, ahogando un suspiro.)

MARIO:

He venido a dejar pruebas y, antes de irme, se me ocurrió visitar… a mi hermano.

ENCARNA:

(Temblorosa.) Lleva tres horas con los nuevos consejeros.

MARIO:

Y su secretaria, ¿está visible?

ENCARNA:

(Seria.) Ya ves que sí.

MARIO:

(Cierra y avanza.) ¿Te molesto?

ENCARNA:

Tengo trabajo.

MARIO:

¿Estás nerviosa?

ENCARNA:

Los consejeros nuevos traen sus candidatos… No sé si continuaré en la casa.

MARIO:

¡Bah! Puedes estar tranquila.

ENCARNA:

Pues no lo estoy. Y te agradecería que… no te quedases mucho tiempo.

MARIO:

(Frunce las cejas, toma una silla y se sienta junto a Encarna, mirándola fijamente. Ella no lo mira.). Tres días sin verte.

ENCARNA:

Con la reorganización hemos tenido mucho trabajo.

MARIO:

Siempre se encuentra un momento. (Breve pausa.) Si se quiere.

ENCARNA:

Yo… tenía que pensar.

MARIO:

(Le toma una mano.) Encarna…

ENCARNA:

¡Por favor, Mario!

MARIO:

¡Tú sabes ya que me quieres!

ENCARNA:

¡No! ¡No lo sé!

MARIO:

¡Lo sabes!

ENCARNA:

(Se levanta, trémula.) ¡No!

MARIO:

(Se levanta casi al tiempo y la abraza.) ¿Por qué mientes?

ENCARNA:

¡Suelta!

(Él la besa vorazmente. Ella logra desasirse, denegando obsesivamente, mientras mira a la puerta. Mario llega a su lado y la toma de los brazos.)

MARIO:

(Suave.) ¿Qué te sucede?

ENCARNA:

Tenemos que hablar.

(Va a la mesa de despacho, donde se apoya, trémula.)

MARIO:

Quizá no te gustaron mis padres.

ENCARNA:

No es eso… Te aseguro que los quiero ya.

MARIO:

Y ellos a ti.

ENCARNA:

(Se aparta, buscando de qué hablar.) Tu padre me llamó Elvirita una vez… ¿Por qué?

MARIO:

Era una hermanita que se nos murió. Tenía dos años cuando terminó la guerra.

ENCARNA:

¿Me confundió con ella?

MARIO:

Si ella viviese, tendría tu edad, más o menos.

ENCARNA:

¿De qué murió?

MARIO:

Tardamos seis días en volver a Madrid. Era muy difícil tomar los trenes, que iban repletos de soldados ansiosos de llegar a sus pueblos… Y era aún más difícil encontrar comida. Leche, sobre todo. Viajamos en camiones, en tartanas, qué sé yo… La nena apenas tomaba nada… Ni nosotros… Murió al cuarto día. De hambre. (Un silencio.) La enterramos en un pueblecito. Mi padre fue al Ayuntamiento y logró en seguida el certificado de defunción y el permiso. Años después le he oído comentar que fue fácil: que entonces era fácil enterrar. (Un silencio.)

ENCARNA:

(Le oprime con ternura un hombro.) Hay que olvidar, Mario.

MARIO:

(Cierra los ojos.) Ayúdame tú, Encarna… ¿Te espero luego en el café?

ENCARNA:

(Casi llorosa.) Sí, porque tengo que hablarte.

MARIO:

(Su tono y su expresión cambian. La mira, curioso.) ¿De mi hermano?

ENCARNA:

Y de otras cosas.

MARIO:

¿Averiguaste algo? (Ella lo mira, turbada.) ¿Sí?

ENCARNA:

(Corre a la puerta del fondo, la abre y espía un momento. Tranquilizada, cierra y toma su bolso.) Mira lo que he encontrado en el cesto. (Saca los trozos de papel de una carta rota y los compone sobre la mesa. Mario se inclina para leer.) ¿Entiendes el francés?

MARIO:

Un poco.

ENCARNA:

¿Verdad que hablan de Beltrán?

MARIO:

Piden los derechos de traducción de "Historia secreta", el tercer libro que él publicó. Y como la Editora ya no existe, se dirigen a vosotros por si los tuvierais…, con el ruego, en caso contrario, de trasladar la petición al interesado. (Un silencio. Se miran.) Y es al cesto de los papeles a donde ha llegado.

ENCARNA:

Si tu hermano la hubiese contestado la habría archivado, no roto.

(Recoge aprisa los trozos de papel.)

MARIO:

No tires esos pedazos, Encarna.

ENCARNA:

No.

(Los vuelve a meter en el bolso.)

MARIO:

Esperaré a Vicente y le hablaremos de esto.

ENCARNA:

¡No!

MARIO:

¡No podemos callar! ¡Se trata de Beltrán!

ENCARNA:

Podríamos avisarle…

MARIO:

Lo haremos si es necesario, pero a Vicente le daremos su oportunidad.

ENCARNA:

(Se sienta, desalentada, en su silla.) La carta la he encontrado yo. Déjame intentarlo a mí sola.

MARIO:

¡Conmigo al lado te será más fácil!

ENCARNA:

¡Por favor!

MARIO:

(La mira con insistencia unos instantes.) No te pregunto si te atreverás, porque tú sabes que debes hacerlo…

ENCARNA:

Dame unos días…

MARIO:

¡No, Encarna! Si tú no me prometes hacerlo ahora, me quedo yo para decírselo a Vicente.

ENCARNA:

(Rápida.) ¡Te lo prometo! (Baja la cabeza. Él le acaricia el cabello con súbita ternura.). Me echará.

MARIO:

No tienes que reprocharle nada. Atribúyelo a un descuido suyo.

ENCARNA:

¿Puedo hacer eso?

MARIO:

(Duro.) Cuando haya que hablarle claro, lo haré yo. Ánimo, Encarna. En el café te espero.

ENCARNA:

(Lo mira, sombría.) Sí. Allí hablaremos.

(La puerta se abre y entra Vicente con una carpeta en la mano. Viene muy satisfecho. Encarna se levanta.)

VICENTE:

¿Tú por aquí?

MARIO:

Pasé un momento a saludarte. Ya me iba.

VICENTE:

¡No te vayas todavía! (Mientras deja la carpeta sobre la mesa y se sienta.) Vamos a ver, Mario, te voy a hacer una proposición muy seria.

ENCARNA:

¿Me… retiro?

VICENTE:

¡No hace falta! (A Mario.) Encarnita debe saberlo. ¡Escúchame bien! Si tú quieres, ahora mismo quedas nombrado mi secretario. Para trabajar aquí, conmigo. Y con ella. (Encarna y Mario se miran.) Para ti también hay buenas noticias, Encarna: quinientas pesetas más al mes. Seguirás con tu máquina y tu archivo. Pero necesito otro ayudante con buena formación literaria. Tú lo comprendes…

ENCARNA:

Claro.

(Se sienta en su silla.)

VICENTE:

Tú, Mario. Es un puesto de gran porvenir. Para empezar, calcula algo así como el triple de lo que ahora ganas. ¿Hace?

MARIO:

Verás, Vicente…

VICENTE:

Un momento… (Con afecto.) Lo puedo hacer hoy; más adelante ya no podría. Figúrate la alegría que le íbamos a dar a nuestra madre… Ahora puedo decirte que me lo pidió varias veces.

MARIO:

Lo suponía.

VICENTE:

También a mí me darías una gran alegría, te lo aseguro…

MARIO:

(Suave.) No, Vicente. Gracias.

VICENTE:

(Reprime un movimiento de irritación.) ¿Por qué no?

MARIO:

Yo no valgo para esto…

VICENTE:

(Se levanta.) ¡Yo sé mejor que tú lo que vales! ¡Y ésta es una oportunidad única! ¡No puedes, no tienes el derecho de rehusarla! ¡Por tu mujer, por tus hijos, cuando los tengas! (Encarna y Mario se miran.) ¡Encarna, tú eres mujer y lo entiendes! ¡Dile tú algo!

ENCARNA:

(Muy turbada.) Sí… Realmente…

VICENTE:

(A Mario.) ¡Me parece que no puedo hacer por ti más de lo que hago!

MARIO:

Te lo agradezco de corazón, créeme… Pero no.

VICENTE:

(Rojo.) Esto empieza a ser humillante… Cualquier otro lo aceptaría encantado… y agradecido.

MARIO:

Lo sé, Vicente, lo sé… Discúlpame.

VICENTE:

¿Qué quiere decir ese "discúlpame"? ¿Que sí o que no?

MARIO:

(Terminante.) Que no.

(Encarna suspira, decepcionada.)

VICENTE:

(Después de un momento, muy seco.) Como quieras.

(Se sienta.)

MARIO:

Adiós, Vicente. Y gracias. (Sale y cierra. Una pausa.)

VICENTE:

Hace años que me he resignado a no entenderle. Sólo puedo decir: es un orgulloso y un imbécil. (Suspira.) Nos meterán aquí a otro; aún no sé quién será. Pero tú no te preocupes: sigues conmigo, y con aumento de sueldo.

ENCARNA:

Yo también te doy las gracias.

VICENTE:

(Con un movimiento de contrariedad.) No sabe él lo generosa que era mi oferta. Porque le he mentido: no me agradaría tenerle aquí. Con sus rarezas resultaría bastante incómodo… Y se enteraría de lo nuestro, y puede que también le pareciera censurable, porque es un estúpido que no sabe nada de la vida. ¡Ea! No quiero pensarlo más. ¿Algo que firmar?

ENCARNA:

No.

VICENTE:

¿Ningún asunto pendiente? (Un silencio.) ¿Eh?

ENCARNA:

(Con dificultad.) No.

(Y rompe a llorar.)

VICENTE:

¿Qué te pasa?

ENCARNA:

Nada.

VICENTE:

Nervios… Tu continuidad garantizada…

(Se levanta y va a su lado.)

ENCARNA:

Eso será.

VICENTE:

(Ríe.) ¡Pues no hay que llorarlo, sino celebrarlo! (Íntimo.) ¿Tienes algo que hacer?

ENCARNA:

Es jueves…

VICENTE:

(Contrariado.) Tu amiga.

ENCARNA:

Sí.

VICENTE:

Pensé que hoy me dedicarías la tarde.

ENCARNA:

Ahora ya no puedo avisarla.

VICENTE:

Vamos a donde sea, te disculpas y te espero en el coche.

ENCARNA:

No estaría bien… Mañana, si quieres…

(Un silencio.)

VICENTE:

(Molesto.) A tu gusto. Puedes marcharte.

(Encarna se levanta, recoge su bolso y se vuelve, indecisa, desde la puerta.)

ENCARNA:

Hasta mañana…

VICENTE:

Hasta mañana.

ENCARNA:

Y gracias otra vez…

VICENTE:

(Irónico.) ¡De nada! De nada.

(Encarna sale. Vicente se pasa la mano por los ojos, cansado. Repasa unos papeles, enciende un cigarrillo y se recuesta en el sillón. Fuma, abstraído. Comienza a oírse, muy lejano, el ruido del tren, al tiempo que la luz crece y se precisa en el cuarto de estar. La puerta de la casa se abre y entran Los padres.)

LA MADRE:

¿A dónde vas, hombre?

EL PADRE:

Está aquí.

(Entra en el cuarto de estar y mira a todos lados.)

LA MADRE:

¿A quién buscas?

EL PADRE:

Al recién nacido.

LA MADRE:

Recorta tus postales, anda.

EL PADRE:

¡Tengo que buscar a mi hijo!

(La puerta de la casa se abre y entra Mario, que avanza.)

LA MADRE:

Siéntate…

EL PADRE:

¡Me quejaré a la autoridad! ¡Diré que no queréis disponer el bautizo!

MARIO:

¿El bautizo de quién, padre?

EL PADRE:

¡De mi hijo Vicente! (Se vuelve súbitamente, escuchando. Mario se recuesta en la pared y lo observa. El ruido del tren se ha extinguido.) ¡Calla! Ahora llora.

LA MADRE:

¡Nadie llora!

EL PADRE:

Estará en la cocina.

(Va hacia el pasillo.)

MARIO:

Estará en el tren, padre.

LA MADRE:

(Molesta.) ¿Tú también?

EL PADRE:

(Se vuelve.) ¡Claro! (Va hacia el invisible tragaluz.) Vámonos al tren, antes de que el niño crezca. ¿Por dónde se sube?

LA MADRE:

(Se encoge de hombros y sigue el juego.) ¡Si ya hemos montado, tonto!

EL PADRE:

(Desconcertado.) No.

LA MADRE:

¡Sí, hombre! ¿No oyes la locomotora? Piii… Piii… (Comienza a arrastrar los pies, como un niño que juega.) Chaca-chaca, chaca-chaca, chaca-chaca… (Riendo, El padre se coloca tras ella y la imita. Salen los dos al pasillo murmurando, entre risas, su "chaca-chaca" y se meten en el dormitorio, cuya puerta se cierra. Una pausa. Mario se acerca al tragaluz y mira hacia fuera, pensativo. Vicente reacciona en su oficina, apaga el cigarrillo y se levanta con un largo suspiro. Mira su reloj, y, con rápido paso, sale, cerrando. La luz vibra y se extingue en la oficina. La madre abre con sigilo la puerta del dormitorio, sale al pasillo, la cierra y vuelve al cuarto de estar sofocando la risa.) Este hombre me mata. (Dispone unos tazones en una bandeja, sobre la cómoda.) Al pasar ante el armario se ha puesto a mirarse en la luna, muy serio. Yo le digo: ¿Qué haces? Y me dice, muy bajito: Aquí, que me he encontrado con este hombre. Pues háblale. ¿Por qué no le hablas? Y me contesta: ¡Bah! Él tampoco me dice nada. (Muerta de risa.) ¡Ay, qué viejo pellejo!… ¡Quieres algo para mojar?

MARIO:

(Sin volverse.) No, gracias. (La madre alza la bandeja y va a irse.) ¿De qué tren habla?

LA MADRE:

(Se detiene.) De alguno de las revistas…

(Inicia la marcha.)

MARIO:

O de alguno real.

LA MADRE:

(Lo mira, curiosa.) Puede ser. Hemos tomado tantos en esta vida…

MARIO:

(Se vuelve hacia Ella.) Y también hemos perdido alguno.

LA MADRE:

También, claro.

MARIO:

No tan claro. No se pierde el tren todos los días. Nosotros lo perdimos sólo una vez.

LA MADRE:

(Inmóvil, con la bandeja en las manos.) Creí que no te acordabas.

MARIO:

¿No se estará refiriendo a aquél?

LA MADRE:

Él no se acuerda de nada…

MARIO:

Tú sí te acuerdas.

LA MADRE:

Claro, hijo. No por el tren, sino por aquellos días tremendos… (Deja la bandeja sobre la mesa.) El tren es lo de menos. Bueno: se nos llevó a Vicentito, porque él logró meterse por una ventanilla y luego ya no pudo bajar. No tuvo importancia, porque yo le grité que nos esperase en casa de mi prima cuando llegase a Madrid. ¿Te acuerdas?

MARIO:

No muy bien.

LA MADRE:

Al ver que no podía bajar, le dije: Vete a casa de la tía Asunción… Ya llegaremos nosotros… Y allí nos esperó, el pobre, sin saber que, entre tanto…, se había quedado sin hermanita.

MARIO:

El otro día, cuando traje a aquella amiga mía, mi padre la llamó Elvirita.

LA MADRE:

¿Qué me dices?

MARIO:

No lo oíste porque estabas en la cocina.

LA MADRE:

(Lo piensa.) Palabras que le vienen de pronto… Pero no se acuerda de nada.

MARIO:

¿Te acuerdas tú mucho de Elvirita, madre?

LA MADRE:

(Baja la voz.) Todos los días.

MARIO:

Los niños no deberían morir.

LA MADRE:

(Suspira.) Pero mueren.

MARIO:

De dos maneras.

LA MADRE:

¿De dos maneras?

MARIO:

La otra es cuando crecen. Todos estamos muertos.

(La madre lo mira, triste, y recoge su bandeja. El padre salió de su habitación y vuelve al cuarto de estar.)

EL PADRE:

Buenas tardes, señora. ¿Quién es usted?

LA MADRE:

(Grave.) Tu mujer.

EL PADRE:

(Muy serio.) Qué risa, tía Felisa.

LA MADRE:

¡Calla, viejo pellejo! (El padre revuelve postales y revistas sobre la mesa. Elige una postal, se sienta y se pone a recortarla. La madre vuelve a dejar la bandeja y se acerca a Mario.) Esa amiga tuya parece buena chica. ¿Es tu novia?

MARIO:

No…

LA MADRE:

Pero te gusta.

MARIO:

Sí.

LA MADRE:

No es ninguna señorita relamida, ¡qué va! Y nosotros le hemos caído bien… Yo que tú, me casaba con ella.

MARIO:

¿Y si no quiere?

LA MADRE:

¡Huy, hijo! A veces pareces tonto.

MARIO:

¿Crees que podría ella vivir aquí, estando padre como está?

LA MADRE:

Si ella quiere, ¿por qué no? ¿La vas a ver hoy?

MARIO:

Es posible.

LA MADRE:

¡Díselo!

MARIO:

(Sonríe.) Suponte que ya se lo he dicho y que no se decide.

LA MADRE:

Será que quiere hacerse valer.

MARIO:

¿Tú crees?

LA MADRE:

(Dulce.) Seguro, hijo.

EL PADRE:

(A Mario, por alguien de una postal.) ¿Quién es éste?…

MARIO:

(Se abraza de pronto a su madre.) Me gustaría que ella viniese con nosotros.

LA MADRE:

Vendrá… y traerá alegría a la casa, y niños…

MARIO:

No hables a mi hermano de ella, todavía no.

LA MADRE:

Se alegraría…

MARIO:

Ya lo entenderás. Es una sorpresa.

LA MADRE:

Como quieras, hijo. (Baja la voz.) Y tú no le hables a tu padre de ningún tren. No hay que complicar las cosas… ¡y hay que vivir! (Se miran fijamente. Suena el timbre de la casa.) ¿Quién será?

MARIO:

Yo iré.

LA MADRE:

¿La has citado aquí?

MARIO:

No…

LA MADRE:

Como ya es visita de la casa…

MARIO:

(Alegre.) Es cierto. ¡Si fuera ella…!

(Va a salir, al pasillo.)

EL PADRE:

¿Quién es éste?…

(Mario lo mira un instante y sale a abrir.)

LA MADRE:

(Al tiempo, a su marido.) ¡El hombre del saco! ¡Uuuh! (Y se acerca al pasillo para atisbar. Mario abre. Es Vicente.) ¡Vicente, hijo! (Mario cierra en silencio. Vicente avanza. Su madre lo abraza.) ¿Te sucede algo?

VICENTE:

(Sonríe.) Te prometí venir más a menudo.

LA MADRE:

¡Pues hoy no te suelto en toda la tarde!

VICENTE:

No puedo quedarme mucho rato.

LA MADRE:

¡Ni te escucho! (Han llegado al cuarto de estar. La madre corre a la cómoda y saca un bolsillito de un cajón). ¡Y hazme el favor de esperar aquí tranquilito hasta que yo vuelva! (Corre por el pasillo). ¡No tardo nada!

(Abre la puerta del piso y sale presurosa, cerrando.)

MARIO:

(Que avanzó a su vez y se ha recostado en la entrada del pasillo.) ¿A que trae ensaimadas?

VICENTE:

(Ríe.) ¿A que sí? Hola, padre. ¿Como sigue usted?

(El padre lo mira y vuelve a sus postales.)

MARIO:

Igual, ya lo ves. Supongo que has venido a hablarme…

VICENTE:

Sí.

MARIO:

Tú dirás.

(Cruza y se sienta tras su mesita.)

VICENTE:

(Con afecto.) ¿Por qué no quieres trabajar en la Editora?

MARIO:

(Lo mira, sorprendido.) ¿De eso querías hablarme?

VICENTE:

Sería una lástima perder esta oportunidad; quizá no tengas otra igual en años.

MARIO:

¿Estás seguro de que no quieres hablarme de ninguna otra cosa?

VICENTE:

¡Claro! ¿De qué, si no? (Contrariado, Mario se golpea con el puño la palma de la mano, se levanta y pasea. Vicente se acerca.) Para la Editora ya trabajas, Mario. ¿Qué diferencia hay?

MARIO:

(Duro.) Siéntate.

VICENTE:

Con mucho gusto, si es que por fin vas a decir algo sensato.

(Se sienta.)

MARIO:

Quizá no. (Sonríe.) Yo vivo aquí, con nuestro padre… Una atmósfera no muy sensata, ya lo sabes. (Indica al Padre.) Míralo. Este pobre demente era un hombre recto, ¿te acuerdas? Y nos inculcó la religión de la rectitud. Una enseñanza peligrosa, porque luego, cuando te enfrentas con el mundo, comprendes que es tu peor enemiga. (Acusador.) No se vive de la rectitud en nuestro tiempo. ¡Se vive del engaño, de la zancadilla, de la componenda…!Se vive pisoteando a los demás. ¿Qué hacer, entonces? O aceptas ese juego siniestro… y sales de este pozo…, o te quedas en el pozo.

VICENTE:

(Frío.) ¿Por qué no salir?

MARIO:

Te lo estoy explicando… Me repugna nuestro mundo. Todos piensan que en él no cabe sino comerte a los demás o ser comido. Y encima, todos te dicen: ¡devora antes de que te devoren! Te daremos bellas teorías para tu tranquilidad. La lucha por la vida… El mal inevitable para llegar al bien necesario… La caridad bien entendida… Pero yo, en mi rincón, intento comprobar si puedo salvarme de ser devorado…, aunque no devore.

VICENTE:

No siempre te estás en tu rincón, supongo.

MARIO:

No siempre. Salgo a desempeñar mil trabajillos fugaces…

VICENTE:

Algo pisotearás también al hacerlos.

MARIO:

Tan poca cosa… Me limito a defenderme. Y hasta me dejo pisotear un poco, por no discutir… Pero, por ejemplo, no me enriquezco.

VICENTE:

Es toda una acusación. ¿Me equivoco?

EL PADRE:

¿Quién es éste?

(Mario va junto a su padre.)

MARIO:

Usted nos dijo que lo sabía.

el PADRE:

Y lo sé.

(Se les queda mirando, socarrón.)

MARIO:

(A su hermano.) Es curioso. La plaza de la Ópera, en París, el señor del hongo. Y la misma afirmación.

VICENTE:

Tú mismo has dicho que era un pobre demente.

MARIO:

Pero un hombre capaz de preguntar lo que él pregunta… tiene que ser mucho más que un viejo imbécil.

VICENTE:

¿Qué pregunta?

MARIO:

¿Quién es éste? ¿Y aquél? ¿No te parece una pregunta tremenda?

VICENTE:

¿Por qué?

MARIO:

¡Ah! Si no lo entiendes…

(Se encoge de hombros y pasea.)

EL PADRE:

¿Tú tienes hijos, señorito?

VICENTE:

¿Qué?

MARIO:

Te habla a ti.

VICENTE:

Sabe usted que no.

EL PADRE:

(Sonríe.) Luego te daré una sorpresa, señorito.

(Y se pone a recortar algo de una revista.)

VICENTE:

No me has contestado. (Mario se detiene.) ¿Te referías a mí cuando hablabas de pisotear y enriquecerse?

MARIO:

Sólo he querido decir que tal vez yo no sería capaz de entrar en el juego sin hacerlo.

VICENTE:

(Se levanta.) ¡Pero no se puede uno quedar en el pozo!

MARIO:

¡Alguien tenía que quedarse aquí!

VICENTE:

(Se le enfrenta, airado.) ¡Si yo no me hubiera marchado, ahora no podría ayudaros!

MARIO:

¡Pero, en aquellos años, había que mantener a los padres…, y los mantuve yo! Aunque mal, lo reconozco.

VICENTE:

¡Los mantuviste: enhorabuena! ¡Ahora puedes venirte conmigo y los mantendremos entre los dos!

MARIO:

(Sincero.) De verdad que no puedo.

VICENTE:

(Procura serenarse.) Mario, toda acción es impura. Pero no todas son tan egoístas como crees. ¡No harás nada útil si no actúas! Y no conocerás a los hombres sin tratarlos, ni a ti mismo, si no te mezclas con ellos.

MARIO:

Prefiero mirarlos.

VICENTE:

¡Pero es absurdo, es delirante! ¡Estás consumiendo tu vida aquí, mientras observas a un alienado o atisbas por el tragaluz piernas de gente insignificante!… ¡Estás soñando! ¡Despierta!

MARIO:

¿Quién debe despertar? ¡Veo a mi alrededor muchos activos, pero están dormidos! ¡Llegan a creerse tanto más irreprochables cuanto más se encanallan!

VICENTE:

¡No he venido a que me insultes!

MARIO:

Pero vienes. Estás volviendo al pozo, cada vez con más frecuencia…, y eso es lo que prefiero de ti.

EL PADRE:

(Interrumpe su recortar y señala a una postal.) ¿Quién es éste, señorito? ¿A que no lo sabes?

MARIO:

La pregunta tremenda.

VICENTE:

¿Tremenda?

MARIO:

Naturalmente. Porque no basta con responder "Fulano de Tal", ni con averiguar lo que hizo y lo que le pasó. Cuando supieras todo eso, tendrías que seguir preguntando… Es una pregunta insondable.

VICENTE:

Pero, ¿de qué hablas?

EL PADRE:

(Que los miraba, señala otra vez a la postal.) Habla de éste.

(Y recorta de nuevo.)

MARIO:

¿Nunca te lo has preguntado tú, ante una postal vieja? ¿Quién fue éste? Pasó en aquel momento por allí… ¿Quién era? A los activos como tú no les importa. Pero yo me lo tropiezo ahí, en la postal, inmóvil…

VICENTE:

O sea, muerto.

MARIO:

Sólo inmóvil. Como una pintura muy viva; como la fotografía de una célula muy viva. Lo retrataron; ni siquiera se dio cuenta. Y yo pienso… Te vas a reír…

VICENTE:

(Seco.) Puede ser.

MARIO:

Pienso si no fue retratado para que yo, muchos años después, me preguntase quién era. (Vicente lo mira con asombro.) Sí, sí; y también pienso a veces si se podría… (Calla.)

VICENTE:

¿El qué?

MARIO:

Emprender la investigación.

VICENTE:

No entiendo.

MARIO:

Averiguar quién fue esa sombra, por ejemplo. Ir a París, publicar anuncios, seguir el hilo… ¿Encontraríamos su recuerdo? ¿O acaso a él mismo, ya anciano, al final del hilo? Y así, con todos.

VICENTE:

(Estupefacto.) ¿Con todos?

MARIO:

Tonterías. Figúrate. Es como querer saber el comportamiento de un electrón en una galaxia lejanísima.

VICENTE:

(Riendo.) ¡El punto de vista de Dios!

(El padre los mira gravemente.)

MARIO:

Que nunca tendremos, pero que anhelamos.

VICENTE:

(Se sienta, aburrido.) Estás loco.

MARIO:

Sé que es un punto de vista inalcanzable. Me conformo por eso con observar las cosas (Lo mira.) y a las personas, desde ángulos inesperados…

VICENTE:

(Despectivo, irritado.) Y te las inventas, como hacíamos ante el tragaluz cuando éramos muchachos.

MARIO:

¿No nos darán esas invenciones algo muy verdadero que las mismas personas observadas ignoran?

VICENTE:

¿El qué?

MARIO:

Es difícil explicarte… Y además, tú ya no juegas a eso… Los activos casi nunca sabéis mirar. Sólo veis los tópicos en que previamente creíais. Yo procuro evitar el tópico. Cuando me trato con ellos me pasa lo que a todos: la experiencia es amarga. Noto que son unos pobres diablos, que son hipócritas, que son enemigos, que son deleznables… Una tropa de culpables y de imbéciles. Así que observo… esas piernas que pasan. Y entonces creo entender que también son otras cosas… inesperadamente hermosas. O sorprendentes.

VICENTE:

(Burlón.) ¿Por ejemplo?

MARIO:

(Titubea.) No es fácil dar ejemplos. Un ademán, una palabra perdida… No sé. Y, muy de tarde en tarde, alguna verdadera revelación.

EL PADRE:

(Mirándose las manos.) ¡Cuántos dedos!

VICENTE:

(A su hermano.) ¿Qué ha dicho?

EL PADRE:

(Levanta una mano.) Demasiados dedos. Yo creo que estos dos sobran.

(Aproxima las tijeras a su meñique izquierdo.)

VICENTE:

(Se levanta en el acto.) ¡Cuidado! (Mario, que se acercó a su padre, le indica a su hermano con un rápido ademán que se detenga.) ¡Se va a hacer daño!

(Mario deniega y observa a su padre muy atento, pronto a intervenir. El padre intenta cortarse el meñique y afloja al sentir dolor.)

EL PADRE:

(Ríe.) ¡Duele, caramba!

(Y vuelve a recortar en sus revistas. Mario sonríe.)

VICENTE:

¡Pudo cortarse!

MARIO:

Lo habríamos impedido a tiempo. Ahora sabemos que sus reflejos de autodefensa le responden.

VICENTE:

Una imprudencia, de todos modos.

MARIO:

Ha habido que coserle los bolsillos porque se cortaba los forros. Pero no conviene contrariarle. Si tú te precipitas, quizá se habría cortado. (Sonríe.) Y es que hay que observar, hermano. Observar y no actuar tanto. ¿Abrimos el tragaluz?

VICENTE:

(Burlón.) ¿Me quieres brindar una de esas grandes revelaciones?

MARIO:

Sólo intento volver un poco a nuestro tiempo de muchachos.

VICENTE:

(Se encoge de hombros y se apoya en el borde de la camilla.) Haz lo que gustes.

(Mario se acerca a la pared invisible y mima el ademán de abrir el tragaluz. Se oye el ruido de la falleba y acaso la luz de la habitación se amortigua un tanto. Sobre la pared del fondo se proyecta la luminosa mancha ampliada del tragaluz, cruzada por la sombra de los barrotes. El padre abandona las tijeras y mira, muy interesado. No tarda en pasar la sombra de las piernas de un viandante cualquiera.)

EL PADRE:

¡Siéntense!

VICENTE:

(Ríe.) ¡Como en el cine!

(Y ocupa una silla.)

MARIO:

Como entonces.

(Se sienta. Los tres observan el tragaluz. Ahora son unas piernas femeninas las que pasan, rápidas. Poco después, las piernas de dos hombres cruzan despacio en dirección contraria. Tal vez se oye el confuso murmullo de su charla.)

VICENTE:

(Irónico.) Todo vulgar, insignificante…

MARIO:

¿Te parece? (Una pareja cruza: piernas de hombre junto a piernas de mujer. Se oyen sus risas. Cruzan las piernas de otro hombre, que se detiene un momento y se vuelve, al tiempo que se oye decir a alguien: "¡No tengas tanta prisa!" Las piernas del que habló arrojan su sombra: venía presuroso y se reúne con el anterior. Siguen los dos su camino y sus sombras desaparecen.) Eso digo yo: no tengas tanta prisa. (Entre risas y gritos de "¡Maricón el último!", pasan corriendo las sombras de tres chiquillos.) Chicos del barrio. Quizá van a comprar su primer pitillo en la esquina: por eso hablan ya como hombrecitos. Alguna vez se paran, golpean en los cristales y salen corriendo…

VICENTE:

Los conocías ya.

MARIO:

(Sonríe y concede.) Sí. (Al tiempo que cruzan las piernas de un joven.) ¿Y ése?

VICENTE:

¡No has podido ver nada!

MARIO:

Llevaba en la mano un papelito, y tenía prisa. ¿Una receta? La farmacia está cerca. Hay un enfermo en casa. Tal vez su padre… (Vicente deniega con energía, escéptico. Cruza la sombra de una vieja que se detiene, jadeante, y continúa.) ¿Te has fijado?

VICENTE:

¿En qué?

MARIO:

Ésta llevaba un bote, con una cuchara. Las sobras de alguna casa donde friega. Es el fracaso… Tenía varices en las pantorrillas. Es vieja, pero tiene que fregar suelos…

VICENTE:

(Burlón.) Poeta.

(Pasan dos sombras más.)

MARIO:

No tanto. (Cruza lentamente la sombra de unas piernas femeninas y una maleta.) ¿Y ésta?

VICENTE:

¡Si ya ha pasado!

MARIO:

Y tú no has visto nada.

VICENTE:

Una maleta.

MARIO:

De cartón. Y la falda, verde manzana. Y el andar, inseguro. Acaso otra chica de pueblo que viene a la ciudad… La pierna era vigorosa, de campesina.

VICENTE:

(Con desdén.) ¡Estás inventando!

MARIO:

(Con repentina y desconcertante risa.) ¡Claro, claro! Todo puede ser mentira.

VICENTE:

¿Entonces?

MARIO:

Es un juego. Lo más auténtico de esas gentes se puede captar, pero no es tan explicable.

VICENTE:

(Con sorna.) Un "no sé qué".

MARIO:

Justo.

VICENTE:

Si no es explicable no es nada.

MARIO:

No es lo mismo "nada" que "no sé qué" (Cruzan dos o tres sombras más.)

VICENTE:

¡Todo esto es un disparate!

MARIO:

(Comenta, anodino y sin hacerle caso, otra sombra que cruza.) Una madre joven, con el cochecito de su hijo. El niño podría morir hoy mismo, pero ella, ahora, no lo piensa… (Ante el gesto de fastidio de su hermano). Por supuesto, puede ser otra mentira. (Ante otra sombra, que se detiene). ¿Y éste? No tiene mucho que hacer. Pasea. (De pronto, la sombra se agacha y mira por el tragaluz. Un momento de silencio).

EL PADRE:

¿Quién es ése?

(La sombra se incorpora y desaparece.)

VICENTE:

(Incómodo.) Un curioso…

MARIO:

(Domina con dificultad su emoción.) Como nosotros. Pero ¿quién es? Él también se pregunta: ¿quiénes son ésos? Ésa sí era una mirada… sobrecogedora. Yo me siento… él…

VICENTE:

¿Era éste el prodigio que esperabas?

MARIO:

(Lo considera con ojos enigmáticos.) Para ti no es nada, ya lo veo. Habrá que probar por otro lado.

VICENTE:

¿Probar?

(Los chiquillos vuelven a pasar en dirección contraria. Se detienen y se oyen sus voces: "Aquí nos pueden ver. Vamos a la glorieta y allí la empezamos." "Eso, eso. A la glorieta." "¡Maricón el último!" Corren y desaparecen sus sombras.)

MARIO:

Los de antes. Hablan de una cajetilla.

VICENTE:

(Intrigado a su pesar.) ¿Tú crees?

MARIO:

Ya ves que he acertado.

VICENTE:

Una casualidad.

MARIO:

Desde luego tampoco éste es el prodigio. Sin embargo, yo diría que hoy…

VICENTE:

¿Qué?

MARIO:

(Lo mira fijamente.) Nada. (Cruzan dos o tres sombras. Vicente va a habla.) Calla.

(Miran al tragaluz. No pasa nadie.)

VICENTE:

(Musita.) No pasa nadie…

MARIO:

No.

VICENTE:

Ahí hay otro.

(Aparece la sombra de unas piernas. Pertenecen a un hombre que deambula sin prisa. Se detiene justamente ante el tragaluz y se vuelve poco a poco, con las manos en la espalda, como si contemplase la calle. Da un par de pasos más y vuelve a detenerse. Mario espía a su hermano.)

MARIO:

¡No puede ser!

VICENTE:

¿Qué?

MARIO:

¿No te parece que es…?

VICENTE:

¿Quién? (Un silencio.) ¿Alguien del barrio?

MARIO:

Si es él, me pregunto qué le ha traído por aquí. Puede que venga a observar… Estos ambientes le interesan…

VICENTE:

¿De quién hablas?

MARIO:

Juraría que es él. ¿No crees? Fíjate bien. El pantalón oscuro, la chaqueta de mezclilla… Y esa manera de llevar las manos a la espalda… Y esa cachaza…

VICENTE:

(Muy asombrado.) ¿Eugenio Beltrán? (Se levanta y corre al tragaluz. La sombra desaparece. Mario no pierde de vista a su hermano. Vicente mira en vano desde un ángulo.) No le he visto la cara. (Se vuelve.) ¡Qué tontería! (Mario guarda silencio.) ¡No era él, Mario! (Mario no contesta.) ¿O te referías a otra persona? (Mario se levanta sin responder. La voz de Vicente se vuelve áspera.) ¿Ves cómo son figuraciones, engaños? (Mario va al tragaluz.) ¡Si éstos son los prodigios que se ven desde aquí, me río de tus prodigios! ¡Si es ésta tu manera de conocer a la gente, estás aviado! (Al tiempo que pasa otra sombra, Mario cierra el tragaluz y gira la invisible falleba. La enrejada mancha luminosa desaparece.) ¿O vas a sostener que era él? ¡No lo era!

MARIO:

(Se vuelve hacia su hermano.) Puede que no fuera él. Y puede que en eso, precisamente, esté el prodigio.

(Torna a su mesita y recoge de allí un pitillo, que enciende. Vicente se ha inmutado; ahora no lopierde de vista. Va a hablar, pero se arrepiente. La luz vibra y crece en el primer término. Encarna entra por la izquierda, mira hacia la derecha, consulta su reloj y se sienta junto al velador. El padre se levanta llevando en la mano un muñeco que ha recortado.)

EL PADRE:

Toma, señorito. (Vicente lo mira, desconcertado.) Hay que tener hijos y velar por ellos. Toma uno. (Vicente toma un muñeco. El padre va a volver a su sillón y se detiene.) ¿No llora otra vez? (Vicente lo mira, asombrado.) Lo oigo en el pasillo. (Va hacia el pasillo. La puerta del fondo se abre y entra La madre con un paquetito.)

LA MADRE:

(Mientras cierra.) Me han hecho esperar, hijo. Ahora mismo merendamos.

EL PADRE:

Ya no llora.

(Vuelve a sentarse para mirar revistas.)

LA MADRE:

Te he traído ensaimadas. (Exhibe el paquetito y lo deja sobre la cómoda.) ¡En un momento caliento la leche! (Corre al pasillo y se detiene al oír a su hijo.)

VICENTE:

(Frío.) Lo siento, madre. Tengo que irme.

LA MADRE:

Pero, hijo…

VICENTE:

Se me ha hecho tardísimo. (Se acerca al padre para devolverle el muñeco de papel, que conservó en la mano. El padre lo mira. Él vacila y al fin se lo guarda en el bolsillo.) Adiós, madre.

LA MADRE:

(Que, entre tanto, abrió aprisa el paquete.) Tómate al menos una ensaimada…

VICENTE:

No, gracias. Tengo prisa. (La besa. Se despide de su hermano sin mirarlo.) Adiós, Mario. (Se encamina al pasillo.)

MARIO:

Adiós.

LA MADRE:

Vuelve pronto…

VICENTE:

Cuando pueda, madre. Adiós.

LA MADRE:

(Vuelve a besarlo.) Adiós… (Sale Vicente. Mario apaga bruscamente su pitillo; con gesto extrañamente eufórico, atrapa una ensaimada y la devora. La madre lo mira, intrigada.) Te daré a ti la leche…

MARIO:

Sólo esta ensaimada. (Recoge su tabaco y se lo guarda.) Yo también me voy. (Consulta su reloj.) Hasta luego. (Por el pasillo, su voz parece un clarín.) ¡Está muy rica esta ensaimada, madre!

(Mario sale. La madre se vuelve hacia su marido, pensativa.)

LA MADRE:

Si pudiéramos hablar como hace años, me contarías…

(Suspira y se va hacia la cocina, cuya puerta cierra. Una pausa. Se oye un frenazo próximo. Encarna mira hacia la derecha y se turba. Para ocultar su cara se vuelve un tanto. Vicente aparece por la derecha y llega a su lado.)

VICENTE:

¿Qué haces tú aquí?

ENCARNA:

¡Hola! ¡Qué sorpresa!

VICENTE:

Eso digo yo.

ENCARNA:

Esperaba a mi amiga. (Consulta la hora.) Ya no viene.

VICENTE:

¿Cómo lo sabes?

ENCARNA:

Llevo aquí mucho rato…

VICENTE:

(Señala al velador.) ¿Sin tomar nada?

ENCARNA:

(Cada vez más nerviosa.) Bebí una cerveza… Ya se han llevado el vaso.

(Mira inquieta hacia el café invisible. Un silencio. Vicente lanza una ojeada suspicaz hacia la derecha.)

VICENTE:

Mis padres y mi hermano viven cerca. ¿Lo sabías?

ENCARNA:

Qué casualidad…

VICENTE:

(En tono de broma.) ¿No será a un amigo a quien esperabas?

ENCARNA:

(Roja.) No me gustan esas bromas.

VICENTE:

¿No me invitas a quedarme? Podemos esperar a tu amiga juntos.

ENCARNA:

¡Si ya no vendrá! (Baja la cabeza, trémula.) Pero… como quieras.

VICENTE:

(La mira fijamente.) Mejor será irse. Ahora sí que podrás dedicarme la noche…

ENCARNA:

¡Claro! (Se levanta, ansiosa.) ¿A dónde vamos?

VICENTE:

A mi casa, naturalmente.

(La toma del brazo y salen los dos por la derecha. El coche arranca. Una pausa. Se oyen unos golpecitos en un cristal. El padre levanta la vista de sus revistas y, absorto, mira al tragaluz. Mario entra por el primer término derecho y, al ver el velador solitario, frunce las cejas. Mira su reloj; esboza un gesto de desesperanza. Se acerca al velador, vacila. Al fin se sienta, con expresión sombría. Una pausa. Los golpecitos sobre el cristal se repiten. El padre, que los aguardaba, se levanta; mira hacia el fondo para cerciorarse de que nadie lo ve y corre a abrir el tragaluz. La claridad del primer término se amortiguó notablemente. Mario es casi una sombra inmóvil. Sobre el cuarto de estar vuelve a proyectarse la luminosa mancha del tragaluz. Agachados para mirar, se dibujan las sombras de dos niños y una niña.)

VOZ DE NIÑO:

(Entre las risas de los otros dos.) ¿Cómo le va, abuelo?

EL PADRE:

(Ríe con ellos.) ¡Hola!

VOZ DE OTRO NIÑO:

¿Nos da una postal, abuelo?

VOZ DE NIÑO:

Mejor un pitillo.

EL PADRE:

(Feliz.) ¡No se fuma, granujas!

VOZ DE NIÑA:

¿Se viene a la glorieta, abuelo?

EL PADRE:

¡Ten tú cuidado en la glorieta, Elvirita! ¡Eres tan pequeña! (Risas de los niños). ¡Mario! ¡Vicente! ¡Cuidad de Elvirita!

VOZ DEL OTRO NIÑO:

(Entre las risas de todos). ¡Véngase a jugar, abuelo!

EL PADRE:

(Riendo). ¡Sí, sí! ¡A jugar!

VOZ DE NIÑO:

¡Adiós, abuelo!

(Su sombra se incorpora.)

EL PADRE:

¡Vicente! ¡Mario! ¡Elvirita! (Las sombras inician la marcha, entre risas.) ¡Esperadme!…

VOZ DE NIÑA:

Adiós…

(Las sombras desaparecen.)

EL PADRE:

(Sobre las risas que se alejan.) ¡Elvirita!

(Solloza inconteniblemente, en silencio. Crece una oscuridad casi total, al tiempo que dos focos iluminan a los investigadores, que aparecen por ambos laterales.)

ELLA:

(Sonriente.) Volved a vuestro siglo… La primera parte del experimento ha terminado.

(El telón empieza a caer.)

ÉL:

Gracias por vuestra atención.

TELÓN