Rumor, agitación, comentarios incomprensibles. Hombres y mujeres se desplazan, forman pequeños grupos*rítmicos que expresan expectación o terror. De pronto un silencio imponente. El Coro forma un círculo: se abre y aparece Etéocles en el centro. Tiene el pecho desnudo y está descalzo. Al pronunciar su discurso, los hombres le investirán sus armas, en un ceremonial de gestos precisos y dinámicos que debe prescindir de la presencia física de las armas.
Etéocles: Ciudadanos, es menester que ahora
hable quien vela por la patria
sin rendir sus ojos al blando sueño,
sin escuchar las voces enemigas
ni entregarse al recuerdo de su propia sangre.
Escúchenme. Mi propio hermano Polinice,
huyendo de nuestra tierra, olvidando
los días compartidos, la hermandad
de la infancia, el hogar paterno,
nuestra lengua y nuestra causa,
ha armado un ejército de extranjeros
y se acerca a sitiar nuestra ciudad.
He enviado espías y exploradores.
Confío en que pronto estarán de regreso
y sabremos nuevas ciertas del campo enemigo:
el número de sus armas, su estrategia,
el valor de sus hombres. Nada ignoraremos,
e instruidos por esas referencias
estaremos prestos contra toda sorpresa.
Ha llegado el momento. Es nuestra hora.
En ella nuestra causa afirmamos,
su justicia y valor. Para nosotros
florece esta batalla y traza
nuestro rostro en la historia.
He aquí el escudo de mi padre,
el casco de mi abuelo, la espada
que mi hermano Polinice abandonó
para que no le recordara su traición.
Esgrimo estas armas, las empuño.
Con ellas retomo el aliento
de toda mi familia, su antiguo
vigor, y juro defender esta ciudad
y su causa. Que empiece el día
en que seremos obra de nuestras manos.
El Coro: ¡Suelten las aves proféticas!
El Adivino: (Sale de entre la gente de un salto y expresa con su
cuerpo el hecho de soltar los gallos.)
El Coro: (Se mueve y canta como los gallos, con intensidad
expectante, en forma abrupta y basta.)
El Adivino: Etéocles, los agoreros signos
del canto de las aves solares,
que unen el cielo a la tierra
y trazan con sus voces el futuro,
anuncian que el ejército invasor
ha determinado atacar la ciudad
esta noche. Sus hombres se preparan.
El Coro: ¡Los Espías! ¡Los Espías! ¡Los Espías!
El nombre se repite como a lo largo de una fila de centinelas, hasta perderse.
Espías I y II: (Mientras uno habla el otro permanece en silencio
realizando físicamente las imágenes de la narración.)
Te traemos noticias del campo enemigo,
noble Etéocles. Ocultos, anhelantes
vimos siete caudillos, ardorosos guerreros,
sacrificar un toro sobre un escudo negro,
mojar sus manos en su sangre y jurar
destruir la ciudad o morir en esta tierra.
Después, con las manos ensangrentadas
todavía, se despidieron de sus mujeres
y sus hijos. Lloraron. Vimos sus lágrimas
salir hilo a hilo, pero sus rostros
estaban impávidos. Ni una palabra
de piedad brotó de sus labios apretados.
Respiraban guerra sus pechos de hierro,
y con los ojos se alentaban mutuamente
a la matanza. Antes de irnos, noble Etéocles,
divisamos a tu hermano. Allí estaba, junto
a los jefes extranjeros. Lo vimos agitar
los dados, lo vimos iniciar el juego.
Cada uno de los caudillos se repartió
en el juego una de las siete puertas
de la ciudad. En ese momento, sin saber
qué puerta les deparó el azar,
decidimos venir a informarte. Escuchamos
aún el chasquido fatídico de los dados.
Pronto, escoge nuestros guerreros
más diestros y apóstalos en las avenidas
de las siete puertas de la ciudad.
No pierdas tiempo. Todo puede peligrar.
El ejército enemigo eleva una densa
polvareda, crujen sus armas, un espumarajo
se desprende de la boca de sus caballos.
Pronto, organiza la defensa, elige
el instante favorable. Ya nos parece
oír los cascos cerca de las murallas.
No pierdas tiempo. Nosotros seguiremos
el resto del día vigilantes y fieles,
más allá de las puertas.
(Salen.)
Etéocles: A las almenas, a las puertas, a las torres.
Empuñen sus armas, antiguas o nuevas.
Al pecho las corazas. Firmes. Animo.
No teman a una turba de ambiciosos.
Nos protegerán nuestros brazos. Firmes.
A las almenas, a las puertas, a las torres.
(Se van los hombres. Etéocles se aparta un momento.)
Que estos hogares no se derrumben
bajo el golpe enemigo. Que el polvo
de sus piedras no se disperse en el viento.
Si es necesario
que enfrente a mi hermano Polinice,
si es necesario, sea.
Estoy dispuesto.
Me entrego a la causa de Tebas.
¿Debo golpear
a mi hermano con esta espada?
¿Debo sacrificarme?
¿Aplacará mi sangre
su ansia de desastres?
¿Es necesario ahora el sacrificio?
Que sepa al fin
el pecho que debo aniquilar,
el instante,
los recuerdos.
Que sepa al fin la puerta que abre nuestro triunfo.
Ahora estoy solo. Seré Etéocles. Vamos.
(Sale.)
Fuera cantan como gallos, lejos. Quedan las mujeres del Coro. Se agitan aterradas.
El Coro:
I: Veo a los guerreros enemigos lanzarse
hacia nosotros en fiera acometida.
Lo adivino en este polvo que se eleva,
nos envuelve, que nos mancha la cara,
mudo, pero mensajero cierto e infalible.
II: Me arde la cara. Me suda la frente.
III: El polvo me ciega. Me lloran los ojos.
IV: Ay, amigas, ¿quién nos salvará?
¿Quién acudirá a nuestra súplica?
II: El polvo aumenta. Escucho, escucho
el fragor de la tierra, sacudida
por los cascos de sus caballos,
que emerge de entre el polvo
y se acerca, y vuela, y brama
como un torrente victorioso, ¡ay!
V: Veo sus armas lucientes salir
de entre el polvo, avanzar buscando
nuestros pechos. Aquí, aquí.
Me traspasan sus afiladas lanzas.
III: ¿Qué puedo hacer sino postrarme
suplicante ante nuestros altares?
I: Esas espadas buscan el corazón
de nuestros hombres, de nuestros esposos.
Rajan sus carnes. Los labios de sus heridas
expulsan el ánimo vital temblando,
y cierran sus ojos, y olvidan sus nombres.
IV: Oigo el choque de los escudos,
II: de millares de lanzas,
I: de millares de carros,
V: de piedras que se abaten contra las murallas,
III: de bronces que golpean nuestras puertas.
El Coro, integrado por mujeres que hablan mientras otras expresan con el cuerpo las imágenes que la palabra les provoca, alcanza un estado de alucinación.
II: ¡Horror! Veo desde las almenas
una llanura de muertos amados.
Sus partes deshechas en la tierra,
mudos, ciegos,
aplastados por caballos y escudos.
IV: Ay, amigas, ¿quién nos salvará?
¿Quién acudirá a nuestra súplica?
V: Allí, allí: alguien su brazo levanta,
se agita, mueve los dedos, me llama.
Me llama. Es un grito espantoso.
Ya voy. Espera. Pero está rígido,
entreabiertos los dedos. Es el viento.
Ahora bate las cintas de su escudo.
Es el viento. No respira. Está helado.
I: El carro de Etéocles llama
a la séptima puerta: está vacío.
Su caballo tiene sueltas las riendas,
los arreos manchados de sangre.
Da un relincho y se pierde solitario
por esa llanura de cadáveres.
Algunas mujeres se pegan en los muslos con las manos abiertas, recrean con fuerza trágica los movimientos de un caballo, su relincho, mientras otras repiten el mismo texto desde una parte diferente del espacio escénico.
IV: Ay, amigas, ¿quién nos salvará?
¿Quién acudirá a nuestra súplica?
Etéocles: ¡Mujeres! ¿Es ésta la manera
de servir a la ciudad, de dar
aliento a sus sitiados defensores?
(Habla a distintas mujeres. Las agarra de los brazos y las increpa.)
¿No saben hacer otra cosa
que lamentarse y gemir?
Desde las almenas se oyen los gritos.
Basta de lamentos y visiones funestas.
Tú, ¿qué temes? ¿Por qué te arrodillas?
tú, ¿qué haces con esos ramos?
tú, ¿por qué lloras y gimoteas?
Tu esposo está en las murallas.
Lo he visto. Hablé con él.
¿Quieres desalentarlo con tus lamentaciones?
¿Quieres que inerte se entregue al adversario?
III: Me postré tan sólo para depositar
en los dioses mi esperanza...
Etéocles: Ruega tan sólo por nuestros hombres.
Confía en el vigor de sus brazos.
V: Quieran los dioses no abandonarnos nunca.
Etéocles: Que no nos abandonen nuestros guerreros.
II: ¿Qué son esas luces? ¡Oh desventura!
Los soldados enemigos implacables
recorren la ciudad con encendidas teas.
Etéocles: No nos pierdas, mujer. Deja los negros
vaticinios. Quien manda pide obediencia.
No lo olvides. Y la obediencia a una sola
cabeza engendra el suceso que salva.
V: Es mayor el poder de los dioses.
Puede levantar al desvalido
de entre sus males, desvanecer de pronto
la niebla del dolor en sus ojos.
Etéocles: Ruega, si así lo quieres. Que los dioses
te escuchen. Pero no dejes de ayudar
a nuestros guerreros con tus manos.
Domina tu terror. Permanece serena.
III: (Golpeándose con el ramo de olivo.)
Ay, vientos inciertos, ay. La muerte
me amenaza. Quiere oler mi carne.
Dioses, acojan mis votos.
¿Dónde me arrastrará ese ejército?
Etéocles: No nos arrastrará. Permaneceremos.
No es el momento de dudar, de ocuparse
de uno mismo. Ellos avanzan
unidos, y nosotros
nos destruimos aquí dentro.
V: ¡Rodearán la ciudad de Tebas!
Moriremos de hambre y de sed.
Etéocles: Aquí estoy para ordenar lo que haremos.
I: ¡Ya relinchan los caballos, se agitan sus penachos! Pasan
como miles de brazos de la muerte.
Etéocles: ¡Harás como si no los oyeras, harás como si no los vieras, mujer!
V: Crujen las puertas y se desprenden.
Etéocles: ¡Calla! Guarda tus augurios. Te lo ordeno.
II: i Dioses de Tebas, no entreguen la ciudad!
Etéocles: Teme en silencio. Lucha por ella.
III: ¡Líbrame de la esclavitud!
Etéocles: ¡Tú misma te esclavizas, y a todos!
IV: ¡Dioses, amparadme de mis enemigos!
Etéocles: ¿Suplicas todavía? ¡Te ordené que callaras!
IV: Me falta el aliento. El terror traba mi lengua.
Las mujeres; desgarradas las ropas, jadeantes, de rodillas, tiradas en el suelo, terminan rodeándolo. Sus manos se aterran a las suyas. Etéocles abre los brazos a lo largo del cuerpo.
Etéocles: Oigan. Se lo ruego.
El Coro: (Uniéndose.)
Dilo cuanto antes.
Etéocles: Les pido silencio.
El Coro: Callaremos.
Etéocles: Les pido que no teman.
El Coro: No temeremos.
Etéocles: Les pido que se unan a nosotros.
El Coro: Nuestra suerte será la suerte de todos.
Etéocles: (Se sueltan las manos.)
He aquí al fin una palabra que me agrada.
Por ella les perdono todas las demás palabras.
Depuesto el temor del enemigo, escuchen
ahora mis votos.
Si alcanzamos la victoria
y la ciudad se salva, juro
que honraremos a los guerreros,
a los muertos,
a los que supieron luchar por todos
renunciando un momento a la dicha privada.
Colgaremos en nuestras casas, en las murallas,
en las siete puertas de la ciudad,
las vestiduras de los invasores
que ostenten las señales gloriosas
de nuestras armas. Llena estará
la ciudad con los trofeos de la victoria.
Para mí nada pido. Si muero, recuérdenme
como soy ahora, sitiado por mi hermano
y nuestros enemigos. Que este momento
en sus memorias mi imagen configure,
brillando como el instante puro de mi vida.
Si vuelvo, si mi escudo y mi brazo
me otorgan el regreso a estos lugares
que ya empiezo a añorar, gobernaré
sereno, con cuidado y justicia mayor.
Mujeres, canten ahora un jubiloso himno
de esperanzas marciales. Después, ayuden
a los guerreros a llevar sus armas.
Parto a disponer seis adalides audaces
para que las siete puertas de la ciudad
defiendan. Yo seré el séptimo.
(Sale.)
El Coro: (Se divide. Dos mujeres cantan un himno de combate, con
voces regocijadas y alaridos. Las otras reanudan el lamento.
Poco a poco, arrastradas por el entusiasmo, se integrarán al himno.)
III: Intento obedecerte, y sin embargo
la ansiedad no abandona mi pecho.
IV: Otorga una extraña luz al futuro.
V: Me estremece el anatema de tu hermano.
III: ¿Qué cuerpo atravesado caerá en tierra?
IV: Me sigue el perro furioso de la pesadilla.
I y II: (Cantando.)
Dios de la guerra,
brazo potente,
concede a los tebanos
tu rebosante ardor.
Sostén de la ciudad
y sobre el cuerpo
extiende
tu escudo protector.
III, IV y V: ¿Qué crimen cometimos? ¿Qué libertad perderemos?
I y II: ¡Batan los escudos!
¡Toquen las trompetas!
Resuena la guerra.
¡Marchen adelante!
III, IV y V: ¡No entreguemos la ciudad a la feroz soberbia!
I, II y IV: Mi pecho palpita,
mi sangre se quema.
¡Oh cuánto yo diera
por pelear también!
III y V: Viene la noche y romperá la clave del destino.
I, II y IV: Nuestros dardos
vuelan,
las lanzas fulguran
bajo el sol de la guerra.
(Se repite.)
III. y V: ¿Qué crimen cometimos? ¿Qué libertad perderemos?
I, II, III y IV: Nuevas flores
tendremos
al volver.
los que no regresen
dispondrán
en silencio
la nueva primavera.
V: Es la luz de las antorchas, i Entran los adalides!
Aparecen los seis Adalides. Se realiza el ceremonial de la investidura de las armas, que como en el de Etéocles, debe prescindir de la presencia física de las armas. Al entrar los Adalides, las mujeres cantan otra vez la primera estrofa marcial. Ellas realizarán el ceremonial de la investidura a lo largo de toda esta escena.
Polionte: Salud, mujeres. Nos alegra
encontrarlas aquí. Nos alegra
oírlas cantar en la ciudad.
Todos los hombres abandonaron
sus oficios de paz. Nadie
dormirá en su casa esta noche.
Ante el peligro de dejarnos
de ver, de perder el sabor
del pan, la mañana, el deseo
de los cuerpos, son ahora
la lanza y el escudo nuestros
más perfectos instrumentos.
Hiperbio, tendremos una buena
batalla, una batalla que detenga
la muerte a las puertas de Tebas.
Al volver los Espías, partiremos.
V: Está Hiperbio entre nosotros.
Hijo de Enopo, hemos visto tu
escuela. Es hermosa y sencilla.
¿Qué tiempo te llevó edificarla?
Hiperbio: Mucho más tiempo que el de esta
noche, en que puedo perderla.
Lenta es la obra, pero la
destrucción tiene rápidos pies.
Megareo: Rápida es la defensa, rápido el
golpe del dardo sobre el enemigo.
Hiperbio, tendremos una buena
batalla. Mañana abriremos tu
escuela otra vez.
Hiperbio: Así será.
En ella no aprenderán
nuestros hijos
los fúnebres himnos
de los vencidos.
Megareo: Mujeres, de mis labores del campo
tengo otro ejemplo.
Mientras ajustan mis armas, escucha:
el naranjo acepta su humilde oscuridad
muchos días, trabaja bajo tierra,
espera el fruto,
e irrumpe triunfante una mañana
en un triunfo amarillo.
Sin inquietud, esperó el tiempo.
puede en un instante perderse
sin embargo, apagar
su fulgor amarillo, morir.
Los hombres de Polinice,
con las manos inquietas, cortan
el ritmo medido de la espera,
amantes impacientes del desastre.
Nuestro tiempo es otro tiempo.
Sabremos fijarlo en nuevas leyes.
Esta noche se abre con ese noble afán.
Hiperbio: Les digo que es hermoso este momento
porque es triste y hermoso.
Por segunda vez edificaremos
la escuela, plantaremos el naranjo,
al defenderlos esta noche.
Lástenes: Mujer, aquí, ajusta la coraza. Hacen
bien en cantar. Oye: cerca de la muerte
estoy más vivo que antes. ¿No te asombras?
Bulle la sangre en mi frente, hasta
el vértigo casi. Miro las cosas de siempre,
el ánfora en la casa, el verdor del olivo,
y todo es igual, y sin embargo distinto.
IV: Joven Lástenes, escuchamos a Hiperbio y Megareo.
Hay un espacio entre la vida y la muerte
en que las cosas resplandecen, y sabemos
entonces su valor. En él aprendemos a vivir
en un instante, en una tarde,
pero no habrá error después.
¿Te pesa la coraza? ¿Está bien?
Déjame entonces, joven, un recuerdo.
Polionte: No podrá darte como yo un rizo de la barba.
Toma, mujer. No te aflijas. Regresaré.
IV: Tebanos, ruego a los dioses por ustedes.
Polionte: Pronto comeremos un cordero en tu casa.
II: Con vino rojo y laurel.
III: Y cantaremos hasta la noche.
Melanipo: Lástenes llevará su cítara y Megareo la flauta.
Dulces serán las voces al regreso.
Megareo: Perfúmate el cabello, mujer, y ponte
para ese día una rosa y un ramo de mirto.
V: Verán de nuevo el huerto de manzanos,
y el agua entre las ramas y la sombra.
Lástenes: Para ese momento guarda este broche.
Espero vértelo al sen/ir el cordero.
IV: Tejeré una tela blanca y me haré un vestido.
Sobre mi hombro relucirá tu broche.
Melanipo: Confía, mujer. No pesa tanto el escudo.
Está firme la cinta de cuero.
A veces uno escapa al golpe del dardo
en él, y vuelve a respirar el olor de su casa.
I: ¿Quién es éste que pasa
por la tercera puerta
y entra otra vez en la ciudad?
¿Quién es? ¿Dónde ha nacido?
Hiperbio: Es Melanipo que vuelve victorioso
a su tierra de Tebas.
Melanipo: Y abraza a su amigo Hiperbio,
de sangre generosa, que combatió
sin temor a la muerte.
(Se abrazan.)
El Coro: Tebanos, los hombres que construyeron
la ciudad, acarrearon las piedras
de sus muros, una a una, pacientes,
con las manos llagadas y los hombros
quemados; araron la tierra y sembraron
día y noche, cantando o silenciosos;
tiñeron las telas y labraron los metales;
curtieron la piel de esos escudos;
el bronce fundieron y hornearon el pan:
¡dejan ahora en vuestras manos su obra!
(Se divide.)
Primero: Llegan los Espías, tebanos, y parecen
traer alguna nueva del adversario.
Vienen de prisa, corriendo se acercan.
Segundo: Aquí está Etéocles en persona.
Apenas le deja su prisa
fijar los pies en el suelo.
Entran los Espías y Etéocles. Fuera, voces humanas reproducen los sonidos del ejército invasor. Empiezan con un rumor sordo y terminan en aullidos, creando un clima trágico, de funestos presagios. Cuando entran los Espías, las mujeres se desplazan, expectantes. Etéocles y los seis Adalides se mueven unidos.
Los Espías: Todo hemos visto. Conocemos las disposiciones,
qué puerta tocó en suerte a cada uno.
El Coro hace los gestos del juego de dados. Agitan las manos, se las frotan, parecen tirar dados al suelo chasqueando la lengua.
Los Espías: (Uno de los Espías habla y el otro realiza con su cuerpo
imágenes.)
A Tideo la primera puerta, donde
vocifera amenazas, gritando
a sus hombres que no teman al combate
y la muerte.
Está vestido de negro.
Negras sus ropas, sus armas,
el penacho de su cabalgadura.
Sus adornos metálicos suenan
con ruido aterrador.
En su escudo lleva este arrogante emblema:
un cielo nocturno,
atravesado por un relámpago.
El Coro: Esa noche nos amenaza,
quiere apagar nuestros ojos
y el resplandor del día.
Los Espías: Allí está, oscuro, envanecido,
llamando impaciente al combate.
¿Quién le opondrás?
¿Quién será capaz de hacerle frente?
Etéocles: Adelántate, Melanipo. Ocúpate de ese insensato.
¿Temes al poderío de sus armas?
Melanipo: Los penachos no muerden ni los adornos sonoros.
Los emblemas arrogantes no causan heridas.
Etéocles: En cuanto a esa noche que nos has descrito,
en cuanto a esas negras ropas que lleva,
podrían ser acaso la profecía de su destino.
Si cae sobre sus ojos la noche de la muerte,
habrán sido esas cosas el augurio mejor.
¡Bien, Melanipo! La noche lo cubra, ya que lo pide.
El Coro: Valeroso hijo de Tebas, que tu lanza no tiemble.
Melanipo: No temblará.
El Coro: El dios de la guerra jugará a los dados la victoria.
Etéocles: Pero tú sabrás oponer tu brazo a la derrota.
No importa que ella te busque, si tú no la recuerdas.
El Coro: Valeroso hijo de Tebas, que tu lanza no tiemble.
Melanipo: No temblará.
Los Espías: (Ahora el otro Espía es el que habla.)
Por la puerta segunda,
Hipomedonte de Micenas,
de estatura desaforada,
sediento de poder, viene
contra nosotros dando
alaridos. En sus hábiles
manos de dueño de tierras,
vigirar el disco enorme
de su escudo, echando
reflejos de fuego, y me
sentí estremecer. No haré
bien en negarlo. Sólo
los aullidos de guerra
de Hipomedonte llamando
arrebatado a la batalla,
lograron que apartara los ojos
de esa hipnótica imagen.
Oigo su voz, quisiera
describir sus gritos, el
sonido rajado de su garganta.
Grito como él, chillo,
amenazo, amenazo despojar
a Tebas de sus tierras
y esclavizar a sus hombres
a mis ansias de posesión.
La tierra delante de mí,
mía al fin, hasta donde
mi vista poderosa abarca.
Sueño con ella, la palpo,
a besarla me inclino, ardo,
deseo acostarme de espaldas
sobre su dulce dureza, girar,
revolcarme, golpear mi frente,
comerla a puñados, sabiendo
que es mía, mía tan sólo,
y cruzarla en mi carro veloz
mientras todos se quitan
los cascos y me saludan
y me llaman: «Señor», «Señor»,
con voces trémulas y sumisas.
El Coro: Noble Etéocles, guárdanos
de este horror que entrar
intenta por la segunda puerta.
Etéocles: ¡Escojo a Hiperbio para oponerlo a ese ambicioso!
El Coro: Conoces a los hombres. Nadie
como Hiperbio, firme y reposado,
para vencer la codicia.
Con razón lo designas.
Etéocles: Nada que tachar en su porte, en su valor,
en el arreo y solidez de sus armas.
Hiperbio: ¡Vamos, Melanipo! Nuestras puertas están cerca.
Etéocles: Ya desea probar su destreza en el combate.
¡Excelente Hiperbio!: Tienes el don
de construir escuelas y saber defenderlas.
(Salen.)
Espía I: (Arrebatando una antorcha.)
«Ciudad, maldita por el odio de los hermanos,
te haré cenizas. Sólo el fuego te purificará.
Arderás entera en un gran incendio, y entonces
podremos entrar sin mancharnos.
Mira en mi escudo un hombre armado con una tea
llameante. Está desnudo y es implacable. Lee lo que dice
en letras de oro: Yo incendiaré a Tebas.»
Etéocles: (De repente se estremece sobresaltado.)
¿Quién es? ¡No temas! Di su nombre.
Espía I: Capaneo.
Etéocles: ¡Ah!
(Se lleva el puño a la frente, se pone de espaldas.)
¡Descríbelo!
Espía II: Es un guerrero alto, pálido, sin barba.
Sus ojos irradian un brillo inhumano.
Nada le ata a la tierra: ni familia, ni amigos.
Está enfermo de suspicacia. Desconfía.
Desconfía de todo. Ama tan sólo la pureza.
El Coro: ¡Lamentable enemigo! Pelea por otras razones.
No busca la venganza, el botín, las vírgenes.
Quemará una ciudad solamente por una falta.
No nos gusta ese negador de la vida.
Etéocles: (Se vuelve.)
Pero Capa neo se equivoca. La pureza no reina
por el hierro. Si devasta la ciudad, él será
impuro, y más culpable que mi hermano Polinice.
Añadirá un crimen a otro crimen. Recorrerá
una ciudad humeante, después apagada, después fría,
sin hallar la pureza. Su mano estará negra
y su carro cubierto de ceniza. ¡Oh vano pensamiento!
Sabrá que su tea llameante corrompió su designio.
¿Acaso el odio de mi hermano Polinice mancha
las puertas, ciega, pudre el agua, un velo pone
al sol radiante? ¿Destruye el amor de tu hijo,
aniquila la fuerza de tu cuerpo, tu cara marca?
Los Espías: ¿Pero quién lo detendrá sin flaquear?
Etéocles: ¡Polionte!
(Polionte se adelanta. Etéocles retoma su tono de réplica burlona.)
¿Recuerdas su emblema? ¡Viste pues
a ese hombre desnudo con las ropas
de su dueño! Su propia carne vencida
apagará su antorcha. Parte sin miedo.
(Apaga la antorcha con el pie.)
Polionte: (Al salir.)
Mujer, ve preparando el cordero.
El Coro: ¡Perezca quien divide a los hombres
en puros e impuros! Y orgulloso de
su pureza derrama sangre, invade
la ciudad e inicia la persecución.
Los Espías: (Comparten el texto y la expresión física.)
«Nadie me arrojará de esta torre»,
escribió Ecleo en.su divisa, donde
sube un soldado con firmeza
por una escala apoyada en el muro de Tebas.
Ecleo grita la advertencia
de su emblema soberbio sin cesar:
«Nadie me arrojará de esta torre».
Las venas de su cuello se dilatan
y su cara furiosa se contrae.
Ondea al viento su cabellera
libre, sin casco, espesa, agresiva.
Fustiga a las yeguas de su carro,
las llama, las increpa haciéndolas
girar exacerbadas bajo el yugo.
Las riendas silban con áspero ruido,
resuellan las bestias impacientes.
Etéocles: ¡Ya envié a Megareo! Adornará su casa
con el soldado, y la escala, y la torre.
Sus manos no ostentan pomposos alardes,
y no retrocederá ante el clamor de unas yeguas.
Su lanza irá al pecho de Ecleo
(Hace la acción.)
y las yeguas se dispersarán.
El Coro: Esas yeguas girando en el mismo lugar,
exacerbadas, inútiles, presagian el tormento
que Ecleo ha soñado para nosotros.
Toda Tebas uncida a una rueda que nunca
se detiene, despojada y estéril, oyendo
resonar sin tregua las lenguas del odio.
Espía I: Allí está Anfiarao, apostado frente a la quinta puerta,
hermoso y solitario, de pie en su carro.
Espía II: Nada dice. No profiere amenazas ni se jacta.
Espía I: Está en silencio. Su mirada es sabia y melancólica.
Etéocles: ¿Qué hace este hombre junto a los otros?
Espía I: No pelea por nada ni por nadie.
Nada espera. Sólo la embriaguez de la lucha.
Adivino de su propio fin, sabe
que abonará este suelo con sus despojos.
Espía II: Pero no puede evitarlo: vive entregándose a la muerte.
Espía I: La busca, la propicia, anhela el rumor de su paso.
Espía II: En su escudo, bien forjado, no reluce
emblema, ni señal, ni leyenda.
Avanza con un escudo vacío.
Espía I: Escoge para este hombre un adversario
valeroso y diestro. Es temible el que conoce su destino.
Etéocles: No admiro a ese hombre. Me es extraño.
Se ocupa demasiado de sí mismo. No es justo
suicidarse utilizando la muerte de los demás.
El se busca en su propio fin,
pero tiene que atravesar cuerpos ajenos,
dejarlos inertes, para encontrarse.
Es un espejo demasiado costoso.
Le pondremos delante el escudo reluciente
de Lástenes: Podrá mirarse mientras agoniza.
Sale Lástenes.
El Coro: Hasta pronto, joven Lástenes.
Tu ojo es certero, tu mano rápida.
Aquí aguardamos tu regreso
y los trofeos de la victoria.
Espía II: (Arrebata una lanza, la levanta con los brazos abiertos.
Circula. Aúlla.)
Amo este ástil de madera, esta punta de hierro.
Es mi brazo, mi patria, mi ojo, mi padre.
Vibra, relampaguea, azota el aire
metal venerado, frío y penetrante.
(El Coro se divide.)
Primero: Resuenan los ayes de los moribundos.
Hay hombres en las puertas de las casas,
pudriéndose, pudriéndose. Una cabeza
cuelga de una ventana, dilatados los ojos.
Segundo: Arrastradas por los cabellos, rasgados
los vestidos por manos crueles,
seremos violadas contra la pared, bajo
los olivares, en el fondo de una cocina,
delante de nuestros hijos aterrados.
Espía II: No tendrás piedad, sordo
a lamentos, a súplicas,
al chasquido de la sangre vertida.
Primero: Oh vagido de los recién nacidos
expirando en el pecho materno.
Espía II: Penetra, corta, raja, llama fría.
No conoces otra emoción ni otra dicha.
Segundo: ¿A quién me llevas? ¿De quién seré esclava?
Negros velos cubrirán mi rapada cabeza.
Adiós por última vez, lugares amados.
Espía II: Para ti no hay otra cosa que el temblor
en el aire, el silbido del vuelo
que busca el cuello, el pecho, la espalda
y abre las puertas a la muerte.
Giro contigo, revivo, aliento lejos
de la delicadeza y la ternura,
¡Dolor humano, no te reconozco!
Primero: Cantaremos las hazañas enemigas
por la fuerza.
Segundo: Trabajaremos la tierra de otro
por la fuerza.
Primero: Aprenderemos a olvidar y callar
por la fuerza.
Espía II: Bocas desgajadas a mi paso,
pestañas húmedas, estertor último, ¡los adoro!
No sé quiénes eran ni cómo se llamaban.
Pero la barca de la muerte no pregunta,
te lleva sin lengua y sin nombre.
Mi punta afilada las amarras corta.
Primero: Alza el pie, sonríe, inclínate, saluda.
Danza en la fiesta del vencedor.
Segundo: Alza el pie, sonríe, inclínate, saluda.
Entona alegres canciones de obediencia.
Espía II: (Golpea con la lanza en un escudo.)
¡Yo, Partenópeo, juro arrasar la ciudad!
Etéocles: ¡Que ese asesino no entre, Héctor!
Escucha la descripción de su escudo
y aniquila a esa alimaña. El aire
será más transparente con su silencio.
Espía II: Ancho y dorado escudo defiende
todo su cuerpo. En el centro,
con clavos esplendentes, lleva
un ave de rapiña carnicera,
con las garras abiertas.
Etéocles: Hagan tus dardos que Partenópeo oiga
los aullidos dolorosos del monstruo
que lo cubre. ¡Que el ave se vuelva
contra su dueño y lo devore!
Háctor: Corazón, mi corazón, si te confunde el laberinto
de las armas, los alaridos, el golpe de los dardos,
levántate y resiste. Ofrece al adversario un pecho
firme. No te alegre el éxito demasiado si vences.
Regresa simple. Uno no vale más que por ese instante
en que decide, un poco aturdido, morir por los otros.
El Coro: Ya has visto, Háctor, los males de una ciudad conquistada.
Sal y pelea. Si tu mano nos devuelve la paz,
trabajaremos. Renacerá la primavera después de esta noche.
La tierra es inquebrantable y perenne.
Sus dones tendremos mañana. Sal y pelea.
Retorna con la tranquila luz del héroe.
Háctor entrega a las mujeres una cinta como recuerdo. Se va. Quedan los Espías y el Coro. El ruido de la guerra acaba de pronto.
Etéocles: ¿Qué ocurre? ¿Por qué callan?
Los Espías: Debemos partir. ¿No escuchas?
Etéocles: Se han detenido. No oigo los carros.
Los Espías: Iremos en busca de noticias.
Etéocles: ¡Un momento! Alguien falta.
Espía II: ¿Es necesario que lo digamos?
Espía I: ¿Debemos también nombrarlo y describirlo?
Etéocles: Así es.
Los Espías: Tú lo sabes, Etéocles.
Etéocles: ¿Me tienen lástima?
Los Espías: No. Pero tememos al destino.
Etéocles: ¿Quieres ahorrarme un sufrimiento?
Espía II: No. Eres igual a los demás.
Etéocles: Así es. Así debe ser. ¡Dilo entonces!
Espía I: ¡En la séptima puerta está tu propio hermano!
Etéocles: ¡Al fin la fatalidad me pega en los ojos!
En vano quise ignorarla. Creí por un momento
que la acción de la guerra dilataría su llegada.
Pero está aquí. Viene en la rueda de los carros,
los dardos la empujan. Llega del brazo de mi hermano.
¿Qué culpa hallaste en mí, qué maldad interior
para que no me dejes, para que no me olvides
y al fin te cumplas, despiadada?
¡Raza mía enloquecida, sin sosiego, aquí estoy!
Pero no es ocasión de gemir. No tengo derecho.
Termina. Dilo que sabes. Este silencio
les es propicio, tristemente propicio.
Luego irán en busca de noticias.
Los Espías: No hay imprecación que tu hermano pronuncie,
no hay maldición, amenaza o desdicha
que no te toque y te nombre.
Arrebatada es su voz. Invoca
a los dioses de sus padres y anima
a sus hombres, para precipitar
la muerte entre nosotros.
Su escudo, de hermosa hechura,
recién forjado, tiene esculpido
este símbolo doble:
una mujer conduce a un guerrero
revestido de armadura dorada, y señala:
«Soy el Derecho. Devolveré su patria
a Polinice, y la herencia de su padre».
El relato es exacto. Corresponde
a ti ahora designar el adversario de tu hermano.
Tú riges la ciudad.
(Salen.)
El Coro: ¡Qué silencio! ¡Qué horrible silencio!
Estábamos preparadas para la guerra
y de pronto el silencio como un espacio
blanco y desierto. Presentimientos
brotan y saltan en él y se combaten.
¿Qué ocurrirá? ¡Alguien se acerca!
(Aparece Polinice en el fondo, solo, sin armas.)
¡Es Polinice!
(Pasándose el nombre de una en otra.)
¡Polinice! ¡Polinice! ¡Polinice!
Polinice: Te ofrezco una tregua, Etéocles.
Vengo a hablar contigo.
Etéocles: (Luego de un silencio.)
Entra. ¿Qué quieres?
Polinice: ¡Me extraña esa pregunta! He detenido
mi ejército a las puertas de la ciudad
¿y me preguntas lo que quiero?
Etéocles: Para desdicha de Tebas hemos oído
el estruendo de tu ejército. Vemos,
yo y estas mujeres, relucir tus armas
bien forjadas y la leyenda arrogante
de tu escudo. Te has entregado
a otras gentes, Polinice,
y con ellos vienes a tu tierra natal.
Eres un extraño y por eso te pregunto
lo que quieres. No reconozco tu voz,
he olvidado el brillo de tus ojos.
Polinice: El temblor de tu voz te desmiente.
Pero no importa. Sé que debes fingir
delante de estas mujeres. En eso eres
un buen gobernante. Usas la máscara
que los demás esperan y en el momento preciso.
Pero no importa. Me basta con que veas
el resplandor de mis armas.
Etéocles: No sé si antes me tembló la voz, pero
ahora me tiembla de asco y de sagrado furor.
Eres el mismo de siempre. Por eso
te acompañan esos hombres y alzas
esos escudos. Te conocemos, Polinice.
Te conocemos tanto que hemos empezado a olvidarte.
Dilo que quieres. Dilo que pretendes
con esta tregua mentirosa.
Polinice: Tus alardes no me asombran, Etéocles.
Aparentas estar seguro. Eres el héroe
que al pueblo salva gesticulando con firmeza.
No es la primera vez. Hubo una noche
en que estabas tan seguro como ahora.
sin embargo, he ahí un ejército
que me sigue, que me llama su jefe
y mis órdenes cumple. Nunca pensaste
que tu hermano regresaría a su ciudad
al frente, rodeado de una hueste fiel y poderosa.
Despierta, Etéocles. Empieza tu fin.
Nadie, sólo un loco, se sentiría
seguro frente a un ejército como el mío.
Nada conseguirás con un pueblo descalzo
que empuña viejas lanzas y escudos podridos.
Entrégame la ciudad y te salvaré
de la humillación de una derrota.
Etéocles: Ahora sé lo que quieres. Estas mujeres
y yo lo sabemos.
Polinice: No las mezcles en esto. Ellas
no gobiernan la ciudad.
Etéocles: Ellas también son la ciudad.
Cuento con ellas y las quiero de testigos.
Nada tengo que ocultar, Polinice.
Esta noche acaba al fin todas las distinciones.
Tu tregua nos enseña a conocernos
y a afirmar nuestra causa.
Es tu ejército quien nos une,
es tu crueldad la que nos salva.
Somos un pueblo descalzo, somos
un pueblo de locos, pero no rendiremos
la ciudad.
Tebas ya no es la misma:
nuestra locura
algo funda en el mundo.
Polinice: ¡No destruirás mi ejército con palabras!
Te ofrezco una salida. Abandona
el gobierno y parte en silencio.
Yo explicaré al pueblo tus razones.
Etéocles: ¡Basta, Polinice! Nada puedes ofrecer
a Tebas que a Tebas interese. Hemos
escuchado la descripción de tu ejército.
Sabemos por qué vienen y la ambición
que los une. ¡No les entregaremos la ciudad!
Polinice: Entonces habrá sangre. ¡Tuya
es la culpa!
Etéocles: ¿Armé yo tu ejército?
Polinice: No eres ¡nocente, Etéocles.
Si ese ejército está ahí, es por tu culpa.
Si se derrama sangre, es por tu culpa.
Etéocles: Es pronta tu lengua, con facilidad argumentas.
¡Eres un buen retórico!
Polinice: Tuvimos el mismo maestro. ¿No lo recuerdas?
Etéocles: Recuerdo que vivíamos en la misma casa.
Recuerdo que comíamos juntos,
y juntos salíamos a cazar. Recuerdo
que un día, tu venablo más diestro,
me salvó de la muerte.
Nos abrazamos jadeantes,
mientras el jabalí agonizaba
en la yerba, chorreando sangre por el vientre.
Murió en un asqueroso pataleo.
Regresamos a casa, y a todos lo conté.
La luz era distinta aquel día,
la vida me importaba más.
Yo amé tu brazo mucho tiempo.
Lo observaba despacio, con cuidado y fervor.
¿Qué otra cosa recuerdo?
Recuerdo que has armado un ejército enemigo
para destruir esa casa, para arrasar
esta dudad, alzando
el mismo brazo de aquel día.
Polinice: ¡Hábil Etéocles! Sabes
buscar razones dulzonas.
En aquel momento salvé a mi hermano,
ahora vengo contra mi enemigo.
Mi brazo es el mismo,
pero tú no eres la misma persona.
Quien olvida, se hace otro.
Se hace otro quien traiciona.
Sin embargo, no es fácil:
los días siguen a los días,
y nada es impune. No podrás
ocultar tu culpa en la tierra.
Yo he regresado para recordártela.
Yo también recuerdo. Recuerdo
el pacto que hicimos hace tres años,
y recuerdo que no lo cumpliste.
Pacté contigo gobernar un año
cada uno, compartir el mando
del ejército y la casa paterna.
Juraste cumplirlo. Y has violado
el juramento y tu promesa.
Solo gobiernas, solo decides,
solo habitas la casa de mi padre.
¿No lo recuerdas?
Etéocles: ¿Y es a ésos a quienes encomendaste
recordármelo? ¿Es con el sonido
de sus armas, con los aullidos de sus bocas
con lo que debo recordarlo?
Polinice: ¡Ellos me ayudarán a restaurar mi derecho!
Etéocles: ¿Te ayudará Capaneo con su tea incendiaria?
¿Te ayudará Partenópeo derramando la sangre
de tus hermanos con su lanza sedienta?
¿Te ayudará Hipomedonte robándole sus tierras?
Te ayudan asesinos, Polinice. Reclamas
tu derecho con las manos ensangrentadas
de una turba de ambiciosos.
Polinice: ¡Crees que todo el que se te opone es un asesino!
¡Crees que todo el que se te opone es un ambicioso!
¡Tú saqueaste mi casa y profanaste un juramento!
¡Tú detentas un poder que no te pertenece del todo!
¿Qué dijiste en Tebas para ocultar tu traición?
Etéocles: Rectifiqué los errores de tu gobierno,
repartí el pan, me acerqué a los pobres.
Sí, es cierto, saqueé nuestra casa.
Nada podrás encontrar en ella. Repartí
nuestros bienes, repartí nuestra herencia,
hasta los últimos objetos, las ánforas,
las telas, las pieles, el trigo, las cucharas.
Está vacía nuestra casa, y no alcanzó
sin embargo para todos.
Sí, es cierto, profané un juramento.
Pero no me importa. Acepto esa impureza,
pero no la injusticia.
Polinice: No te perdonaré. No saqueaste mi casa
para ti, sino para los otros.
Mis cosas están en manos ajenas.
Desprecio tu orden y tu justicia.
Es un orden construido sobre el desorden.
Una justicia asentada sobre una injusticia.
Etéocles: Así ha tenido que ser, Polinice.
Detesto todo afán de absoluto. Yo obro
en el mundo, entre los hombres.
Si es necesario, sabré mancharme las manos.
Para ser justos es necesario ser injustos un momento.
Polinice: Para ti la justicia se llama Etéocles.
Etéocles la patria y el bien.
Me opongo a esa justicia, lucho
contra esa patria que me despoja y me olvida.
La noche en que te negaste, lleno de soberbia,
a compartir el poder conmigo, destruyendo
nuestro acuerdo, lo está contaminando todo.
Etéocles: Esa noche ha quedado atrás.
No volverá. Si fui injusto contigo,
he sido justo con los demás.
No acepto tu pureza, Polinice.
Está contaminada
por los hombres que te secundan.
Polinice: ¿Conoces tú el destierro, Etéocles?
Etéocles: ¡Conozco a los que se merecen el destierro!
Polinice: ¡Me odias!
Etéocles: ¡Tú odias a tu patria!
Polinice: Contra mi voluntad
hago la guerra,
¡Los dioses son testigos!
Etéocles: ¡Los tebanos son testigos de la furia de tu ejército!
Polinice: ¡Eres un sacrilego!
Etéocles: Pero no un enemigo de los hombres.
Polinice: ¡Eres el enemigo de tu hermano!
Etéocles: ¡Mi hermano es enemigo de Tebas!
Polinice: ¿Qué has dicho en Tebas de mi destierro?
¿Cómo explicaste esa orden injusta?
Etéocles: Les recordé los males de tu gobierno.
Les recordé tus promesas sin cumplir,
la desilusión de los últimos meses.
Eres incapaz de gobernar con justicia.
Te obsesiona el poder, pero no sabes
labrar la dicha y la grandeza de Tebas.
Polinice: Sólo tú sabes, Etéocles. Sólo tú sabes.
Tú decides lo que está bien o mal.
Repartes la justicia, mides el valor de los hombres.
¡Sólo tú eres libre en Tebas!
Etéocles: Pero el pueblo está en las murallas.
Pero el pueblo está dispuesto a tirar contra tu ejército.
Nadie te espera. Estás solo, Polinice.
No hay tebanos contigo.
Nadie ha venido a recibirte.
Polinice: ¡Eres un hombre obstinado y soberbio!
Ves tu persona en todas partes. Eres la ciudad.
Tu cabeza es Tebas y Tebas es tu cabeza.
¡Venga, pues, el fuego, venga el acero!
Ninguno de los dos renunciará a lo suyo
ni lo compartirá con el otro.
Etéocles: ¡Sal de aquí! ¿Ves mi mano?
Polinice: Veo que llevas mi espada.
Etéocles: Ahora es la espada de Tebas.
¡Sal de aquí!
Polinice: No volveré al destierro, Etéocles.
Oentro en la ciudad victorioso
o moriré luchando a sus puertas.
Etéocles: ¡Morirás!.
Polinice: ¡Sírvanme los dioses de testigos
y la tierra que me crió!
Si algún mal te sobreviene, ciudad,
no me acuses, sino a éste.
Suya será la culpa.
Recordad los males del destierro:
vagar por lugares extraños, escribir
y esperar cartas, mientras rostros,
nombres, columnas se deshacen en la memoria.
Aquí está todo lo que soy y lo que amo.
Contra mi voluntad hago la guerra.
Contra mi voluntad me desterraron.
Etéocles, me repugna cuanto tú representas:
el poder infalible y la mano de hierro.
Etéocles: ¡No se pondrá la justicia de tu parte!
Tu causa necesita de la sangre y la lanza.
Por ti están cerrados los talleres,
albañiles, sastres, alfareros
se entregan al furor de la guerra
contra su voluntad.
Vaga el ganado por el campo,
las cosechas se pierden podridas.
¿Es esto, Polinice, restaurar el derecho?
(Sale Polinice.)
Pronto sabremos de qué sirve tu emblema.
En algo tengo confianza: la obra de todos
no será destruida por un hombre solo.
Yo iré a encontrarme con él, yo mismo.
Hermano contra hermano, enemigo
contra enemigo. Ya no podemos
comprendernos. ¡Decida la muerte
en la séptima puerta!
El Coro: Oh tú, que tan querido me eres, la muerte
abre la séptima puerta buscándote. Pregunta
por ti, dice tu nombre, marcha a tu encuentro.
Etéocles: ¡Si esto pudiera detenerse! Pero ya no es posible.
Todo ha ido demasiado lejos. Ha ¡do donde
quise que fuera. No rehuiré que la muerte
me encuentre: mi mano busca la suya.
El Coro: Te estrechas a ti mismo, Etéocles. Tu mano
en el aire tu otra mano encuentra.
¡Serás, como él, víctima de la soberbia!
La soberbia reina en un cuarto oscuro,
con un espejo donde se contempla para siempre.
Aparta ese espejo. Recuerda
que hay otros hombres en el mundo.
Etéocles: El viento sopla con furor esta noche.
Innumerables, despiadados astros, silenciosos
espectadores del sagrado furor de la justicia,
no los saludo. Repudio vuestra complicidad
o vuestra ausencia. Me vuelvo hacia ustedes, mujeres:
esos ojos humanos, apasionados, mortales,
podrán aprobar o repudiar este espectáculo:
un hermano avanzando contra su hermano:
pero no podrá nunca serles indiferente.
Ya las cosas no me acompañan, sino los hombres.
Para ellos es mi acto, para ellos el fin.
El Coro: El fragor de la batalla enajena tu espíritu.
¡No viertas la sangre de tu hermano!
Conserva tus manos puras, tu razón y tu prudencia.
Etéocles: ¿Por qué halagar todavía al destino para que demore?
Ahora sé que no es cruel, ni despiadado, ni violento.
Trae en sus brazos la parte de mí mismo que me falta:
la que exige Tebas, mi padre, yo mismo.
La exigen ustedes acaso sin saberlo.
Todo lo que fui desde la infancia
preparaba este instante. El círculo
va a cerrarse. La esfera se completa.
El Coro: Oh Etéocles, que tan querido me eres, nos toca
asistir a una despedida que no podemos comprender.
Has sostenido la ciudad, organizado la defensa
alentado a nuestros guerreros y a nosotros,
sin ocuparte de ti ni de tus vínculos de sangre,
señalando lo justo, lo que debe hacerse, y su tiempo.
Los tebanos están en las murallas y te esperan.
Pero no esperan que te enfrentes a tu hermano.
¿Por qué buscar a Polinice, por qué mezclar tu sangre
con su sangre, manchando la ciudad y tu misión?
Etéocles: Sé ahora, mujeres, que no es mi hermano
lo que importa. No avanzo contra él,
—no veré la sombra de su barba naciente,
el rictus orgulloso de sus labios que
recuerda a mi padre-, sino contra mí mismo:
contra esa parte de Etéocles que se llama Polinice.
Estoy calmado y frío. No siento amor ni odio.
Tengo los ojos secos y sin lágrimas.
Dulce sería dormir
y pasear sin temor,
en calma gobernar la ciudad,
alegrarnos con la música y las estatuas,
con las cosechas y las fiestas campestres.
Pero los tebanos están en las murallas
y no tengo derecho a cuidarme
para un tiempo mejor.
¡Este es el tiempo mejor!
La defensa de la ciudad nos une
en un bien más grande y común.
No cuidaré mi vida.
Mi vida se realiza esta noche.
Polinice nos despierta con una luz atroz:
implantar la justicia es un hecho áspero
y triste, acarrea la crueldad y la violencia.
Pero es necesario. Esta es la última
claridad que alcanzo en esta noche última.
Recuérdenlo: es necesario.
En esas manos frágiles dejo
esta certeza.
La paz vendrá después, aplacado el furor.
Recuérdenlo: es necesario.
De algún modo detendremos la injusticia
en el mundo: de un golpe, de una patada,
de un alarido.
¡Adiós, mujeres!
(Sale.)
El Coro: (Con voces alternadas.)
¿Qué es esto que sentimos?
Tiene un nombre. ¡Dilo!
¿Qué es esto que inunda
mis arterias, el latido
de mi corazón, comprime
la garganta y los pies,
y resuena en la espalda
como si abriera un hueco?
Tiene un nombre, iDilo!
En vano invoco la razón,
oculto su presencia en vano.
Tiene un nombre. ¡Dilo!
¡Terror! ¡Terror! ¡Terror!
Abres todas las puertas,
entras y sales por los poros,
nos mantienes despiertos
y nos duermes de pronto.
¡Terror! ¡Terror! ¡Terror!
Gira en todo lo posible,
se contradice, llama,
nos oye y nos olvida.
Muestra sus dientes, toca
con su mano de sombra,
levanta el hacha, tira
la lanza, los tormentos
inicia en nuestra frente,
¡Terror! ¡Terror! ¡Terror!
Los ojos cierro para no
verte, y eres tú quien
los cierras y lates bajo
los párpados apretados.
Pasan torturas imaginadas,
una ciudad ruinosa, hermanos
que en una torre se degüellan.
¡Terror! ¡Terror! ¡Terror!
Márchate. Márchate. Déjame
suelta la voz. Yo no soy
quien grita, gime, muerde,
sino tú, animal de mi frente,
que el sueño barres
con mis cabellos erizados.
¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
Saltas sobre mi pecho,
pateas, me dejas sin resuello,
esclava y libre a la vez.
(El Coro se divide.)
Primero: La muerte esta noche deja oír
su voz. Chilla el infortunio,
vaticina una sentencia irrevocable.
¡Pobre voluntad luchando en la sombra!
Segundo: Están en un juego que ya se ha jugado,
dados que ruedan hace tiempo
en una mesa de otra casa y otro dueño,
i. Pobre voluntad luchando en la sombra!
El Coro: Dispuesta la arena, las lanzas erguidas,
tensas las riendas, la mirada fija en el otro,
sopla la destrucción en sus pechos,
ruina, ojos cegados
por una sola emoción, por una ¡dea sola,
por un espejo donde asoman sus caras sin calma.
Hermanos que con sus propias uñas se desgarran
y cargan contra sí mismos alucinados.
(El Coro se divide.)
Primero: ¿Quién vencerá? ¿Quién va a perder?
Segundo: ¿Qué cuerpo atravesado caerá en tierra?
El Coro: (Con voces alternadas.)
¡Echa tu suerte, hierro, esta noche!
Fulgura, árbitro ciego de nuestro futuro.
O entra Etéocles o Polinice entra.
Escoge, hierro, pendemos de tu filo.
Ignoras nuestro deseo y nuestra causa:
brillas sólo al fuego de las antorchas.
¡Echa tu suerte, hierro, esta noche!
Señala quién ocupará la silenciosa tierra
al apagar tu fulgor en su carne.
Nada te importa: sólo vibras al aire.
Eres energía, acero, puño, azar.
¿A quién condenas, a quién absuelves?
¿De quién la muerte quiere su sangre
respirar, dispersa y condenada?
Sangre cuajada y negra, sangre
del fratricidio, ¿quién lavará tu huella
y vestirá su cuerpo?
¿Quién ofrecerá en su nombre
un sacrificio de expiación?
Detrás de esta desdicha, hermanas,
¿cuál vendrá?
¿Qué dejará el infortunio sobre Tebas?
¡Abrete y muestra tu seno tenebroso!
Enséñanos con la evidencia a resistir.
(Otra vez comienza el estruendo del asedio.)
Amigas, empieza la batalla.
Las lanzas se alzan, corren los carros,
la muerte su pabellón despliega.
¡Qué larga expiación!
¿Pero dónde está la culpa? ¿Cuál es?
No quisimos otra cosa que vivir,
habitar la tierra y repartir el pan,
y engendramos el odio y la venganza,
los ojos resentidos, los labios del rencor,
los emblemas y escudos y dardos sonando,
i. Cómo anochece sobre la ciudad!
Manos voraces sueltan la sombra.
Oleadas oscuras despiden sus dedos,
arroja el rencor su negra baba.
Manos sombrías nos buscan, manos
detrás del botín, cuerpos que sueñan
reinar sobre los hombres.
Ah locura, cuándo terminará tu aguijón.
(Empuñan las armas y empieza la danza. No habrá otra música que el sonido creciente de la guerra, y de cuando en cuando el entrechocar de las armas que realizan con la boca.)
¿Qué esposo perdimos, qué hermano, qué amigo?
¿Cuál de nuestros hijos regresará?
De pie en cada morada, con labios
sin paciencia, con rabioso dolor,
esperamos. Nos acosan los rostros
que partieron, el destello de los dientes,
los pasos rápidos, la puerta que cierra
la despedida y desvanece las espaldas.
de pronto esa puerta se abre
y nos devuelven cenizas y armaduras.
Todo lo cambiamos por la muerte.
Ah locura, cuándo terminará tu aguijón.
I: Amigas, yo sé lo que se pierde en la guerra.
IV: Amigas, yo sé lo que se pierde en la guerra.
III: Cuando volvieron
los barcos de la guerra de Troya,
IV: de la guerra de Africa,
I: de la guerra de Asia,
II: salí muy temprano de casa
para recibirá mi hijo.
V: Llegué al mar.
III: Allí estaba la flota, recogidas
las velas, inmóviles
los remos sobre el agua.
I: Oí risas, lamentos, órdenes,
y pasaron grandes cofres de oro.
IV: Estuve horas en el puerto,
afiebrada por el aire marino.
V: Ya era de noche cuando todos
los barcos quedaron vacíos,
y mi hijo no había bajado.
I: Y mi hijo no había bajado.
II: El hijo que me costó tanto
tiempo criar.
IV: Como un arbolito del campo,
como una oveja,
III: como todo cuanto vale en la vida,
V: creció lentamente,
I: y murió sin embargo
de un golpe solo.
IV: Lo busqué en todas partes,
llamándolo, llamándolo.
III: Regresé a pie desde el mar.
V: Corría llamándolo, llamándolo.
II: Ay, me sentí culpable, amigas.
I: Yo lo dejé partir.
IV: Yo lo dejé partir.
III: Y ahora,
si de pronto volviera de la muerte,
V: no tendría
el valor de mirarlo a la cara.
I: Amigas, yo sé lo que se pierde en la guerra.
El Coro: Lanza contra lanza.
Escudo contra escudo.
¿Qué pasará afuera?
¿Quién vence?
¿Quién pierde?
Pronto llegarán los Espías.
Polionte contra Capaneo.
Lástenes contra Anfiarao.
Penachos ensangrentados.
Caballos muertos.
Dardos que vuelan y ciegan.
Háctor, Partenópeo.
Nombres, cuerpos que se derrumban.
¿Qué pasará afuera?
¿Quién vencerá?
Te busco Hipodemonte, te encuentro.
Melanipo, Melanipo, derrota a Tideo.
Nadie me arrojará de esta torre.
Adelante, hermanas, adelante.
No retrocedas Ecleo: tuya es la muerte.
Que la danza propicie la victoria.
Cabezas aplastadas.
Atrás, atrás la destrucción.
Nuestra alegría viene con la victoria.
¡Adelante!
¡Entran los Espías!
La danza termina bruscamente. El ruido de la guerra se ha ido apagando.
Espía I: Tebanas, buen ánimo:
se cumplieron los votos.
¡La ciudad está salvada!
Espía II: En tierra cayeron
las amenazas
de esos hombres arrogantes.
Tebas entra ya en calma.
Espía I: ¡En pie las torres,
íntegras las almenas,
las puertas firmes!
Espía II: Supimos colocar hombres
capaces de defenderlas.
Espía I: Pronto regresarán, mujeres.
La victoria los devuelve.
Pronunciemos sus nombres.
El Coro: Lástenes y Melanipo.
Espía I: Háctor y Polionte.
Espía II: Hiperbio y Megareo.
El Coro: ¡Nombres de nuestra sangre!
Los Espías: ¡Nombres de Tebas!
El Coro: ¡Nombres de nuestros hijos!
Hablamos de seis puertas.
Hablamos de seis hombres.
¿Qué pasa con el séptimo?
Espía II: En las seis puertas
fuimos vencedores.
El Coro: ¿Qué dices?
¿Qué quieres decir?
Espía I: La destrucción
en la séptima puerta
se reservó la victoria.
El Coro: ¿Qué desgracia
se abate sobre la ciudad?
Espía II: La ciudad está a salvo.
El Coro: Pero los hermanos...
¡Qué! ¿Quién?
i. Me espantas!
Espía I: Recobra
tu ánimo y escucha.
El Coro: ¡Ay desdichada!
Adivino ese mal.
¿Quién de los dos
ha muerto?
Dilo todo
aunque
sea cruel de oír.
Espía I: Recobra
tu ánimo y escucha.
Espía II: Revestidos con sus armaduras,
estaban resplandecientes y serenos.
Espía I: -Dioses de mi padre-exclamó Polinice—
concédeme la muerte de mi hermano.
Quiero su sangre en mi diestra victoriosa.
Que pague su ambición y mi destierro.
Espía II: -Que mi lanza vencedora -exclamó Etéocles-
se hunda en el pecho de Polinice
y lo mate por agredir a su patria
y no entender la justicia.
Espía I: Se embistieron en veloz carrera,
despidiendo relámpagos al trabar la pelea,
llenos sus labios de espuma.
Espía II: Saltaban chispas de las lanzas.
Espía I: Rápidos se movían los escudos
parando el golpe de las puntas de hierro.
Espía II: Agiles, la carne hurtaban a la muerte.
Espía I: De repente Etéocles dio un traspiés
y ofreció un blanco propicio a su hermano:
Polinice le hundió la lanza en la pierna.
Espía II: Etéocles, apretando los dientes de dolor,
intentó alcanzar a su hermano en el hombro,
pero se rompió su lanza y quedó desarmado.
Espía I: Retrocede, y tirándole una piedra parte
la lanza de Polinice por el centro.
Espía II: Y se arranca la lanza
de la pierna sin un grito.
Espía I: Ahora es igual la lucha.
Espía II: Salen entonces las espadas.
Espía I: Sus cuerpos se acercan.
Espía II: Chocan los escudos.
Espía I: De pronto Polinice cae en tierra,
chorreando sangre: la espada de Etéocles
está en su vientre clavada hasta las costillas.
Espía II: -Con mi propia espada me matas.
Ella y tu mano me arrancan del mundo.
Espía I: Etéocles se aproxima. Jadea. Arrastra
la pierna. Se inclina sobre su hermano
para quitarle las armas.
Espía II: Pero con la mano trémula, tocada
por la muerte, empuña Polinice
su espada y la clava
en el hígado de su hermano.
Espía I: Los dos caen, ruedan juntos.
Espía II: Etéocles, revolviendo en su pecho
un horrible suspiro, alza la mano
y se despide de sus hombres.
Espía I: No puede hablar.
Borbotea sangre y escupe.
Espía II: -¿Qué eres ahora, Etéocles?
Ya no te reconozco.
No puedo odiarte ni amarte.
¿Dónde estás? Cierra mis ojos.
Espía I: Ambos los ojos se cerraron.
El Coro: ¿Ahora deberemos alegrarnos,
ahora deberemos celebrar
con voces regocijadas
la salvación de la ciudad?
¿O lloraremos a esos tristes
que no pudieron comprenderse?
¿Qué los separa? ¿Qué ejército
extraño y sombrío parte en dos
la patria y la casa paterna?
¿Quién aleja los recuerdos
y los separa para siempre?
Quisimos una obra que nos
uniera con lazos iguales,
¡y Polinice los cortó con
la sangre y el hierro!
Los Espías: ¡Cosas para ser celebradas
con alegría y con llanto!
Salvada la ciudad: el cuerpo
de su defensor se dispersa
en la tierra. Terminada
la obra, entra la muerte.
(Salen.)
El Coro: ¿No hubiera sido mejor detenerse y pensar?
¿No hubiera sido mejor volver victorioso
y gobernar sereno, con cuidado y justicia mayor?
¿Debo acaso lamentar la suerte de Polinice?
¿Recordar los males del destierro?
¿Purificará la muerte su acto contra Tebas?
Oh tercos, tercos, tercos.
Rompo en funerario canto por ustedes.
Nadie podrá reprocharnos la ternura
ante el que muere por error.
Después, Polinice, cumpliremos nuestro deber.
Ya no eres nuestro enemigo: eres un hombre muerto.
Entran los cuerpos de Etéocles y Polinice.
El Coro: (Con voces alternadas.)
Ya están aquí. Ya no se trata de palabras.
La realidad golpea con una espada fulgurante.
Doble infortunio, soledad doble.
Ay, qué extraña noche: mezcla
la desdicha con la alegría,
la soberbia con la justicia,
nos deja con agradecimiento y lástima.
(El Coro expresa con el cuerpo y la voz, sin estilizaciones blandas, el
movimiento de la barca fúnebre, el golpe de los remos en el
agua, etcétera.)
Amigas, se levanta el viento de la despedida.
Se mueven las barcas, los remos se mueven.
¿Qué ven ahora sus ojos,
qué laureles, aguas, pájaros sin nombres?
Vuélvete, Etéocles. Vuélvete, Polinice.
Miren estas manos despedirlos.
Amigas, se levanta el viento de los adioses.
Las barcas se desprenden de la orilla.
Que se difunda el son propicio,
las negras velas se dilaten,
y las barcas, con sus dos peregrinos,
entren en el reino de la muerte.
(El Coro se divide.)
Primero: No te persuadieron mis voces
ni quebrantaron mis tribulaciones.
¿Quién nos dirigirá?
¿Qué será de tu obra?
Segundo: Nadie te ha vestido, Polinice,
ni lavado tu cuerpo.
Primero: ¡Cómo iba a estar de tu parte
la patria entregada por obra tuya
a la ambición extranjera! Nadie
cantará tan horrible proeza.
Segundo: Tienes tus armas puestas, Etéocles,
y está bien que así sea.
Tebas se dispone a enterrarte
con honor y tristeza,
y está bien que así sea.
Primero: El aire está calmado,
quieto, sin ruido, sin daño.
La sangre derramada
hace el aire más puro.
Segundo: Las torres de la ciudad
se acercan
y resplandecen ¡nocentes.
Primero: El odio se desvanece
en este cuerpo inerte,
muere en esta boca muda.
Nos deja libres, sin herencia.
Segundo: Ambos recibieron su parte.
La parte que el destino
les tenía reservada,
y una riqueza sin fondo
bajo sus cuerpos:
la tierra.
Primero: Pronto vendrá la primavera,
la lluvia, moviendo de ternura
la tierra,
y estrenarán hojas nuevas
sobre la sangre.
El sacrificio consumado,
abre las puertas.
Entran los Adalides y los Espías. El cortejo fúnebre se organiza. Los Adalides y los Espías se colocan junto al cuerpo de Etéocles. Solo, a un lado, queda el cuerpo de Polinice.
El Coro: Con ustedes amanece, tebanos.
Estamos tristes y alegres al vernos
otra vez. Pero no nos avergonzaremos
mañana de abrazarnos y comer el cordero.
Polionte: (Se acerca al cuerpo de Etéocles.)
No te perturbaremos con lamentos y lágrimas.
Adiós, Etéocles. No podemos censurarte:
tu obra está en nosotros. Sabremos continuar
esa justicia que no se arrepiente ni claudica.
Por ti reinará un orden nuevo, mientras tú sueñas.
Por eso podremos mañana comer el cordero.
Levantan el cuerpo de Etéocles. Resuenan cánticos funerarios. El cortejo sale lentamente.
Polionte: (A algunas mujeres.)
Ustedes, sepúltenlo.
Tendremos para él la piedad
que no supo tener para Tebas.
Mientras cubren el cuerpo de Polinice, amanece.
Mayo, 1968