TRADICIÓN Y ORIGINALIDAD

En el mundo del arte (como en la adolescencia), una de las tentaciones más frecuentes es el adanismo: creer que con uno mismo empieza el mundo, no reconocer padres ni antecedentes. En realidad, como definía Eugenio d'Ors, la cultura supone conciencia de continuidad.

Me parece indudable que la obra literaria se sitúa, desde su nacimiento, como un eslabón más de una enorme cadena: la tradición literaria. En nuestros días, varios estudios lo han subrayado especialmente: así, Highet puso de manifiesto la existencia de una tradición clásica ininterrumpida que llega, por ejemplo, hasta James Joyce; Ernest Robert Curtius mostró la dependencia de las literaturas europeas respecto de la Edad Media Latina, concretada en una serie de «tópoi», fórmulas o lugares comunes nacidos de la tradición rétorica y de la enseñanza; en el ámbito de lo español, en fin, Otis H. Green se ha opuesto a los que subrayan la peculiaridad de nuestra cultura (Américo Castro, por ejemplo) para mostrar su conexión con la occidental.

Téngase en cuenta que la búsqueda de la originalidad (que hoy llega, en ocasiones, a extremos verdaderamente grotescos) es de origen romántico. En todas las épocas, el creador ha escrito con su experiencia vital y su capacidad imaginativa, pero también, y de modo esencial, con todo su caudal de lecturas. No cabe mayor ingenuidad que la del jovencito aprendiz de escritor que no quiere leer para no perder su originalidad. Sin la aportación y asimilación de la literatura anterior, por ejemplo, ¿que quedaría de la obra de Garcilaso, Cervantes o Góngora? En nuestra época, por citar sólo algunos casos llamativos, ¿qué quedaría de Borges, Francisco Ayala, Álvaro Cunqueiro o Gonzalo Torrente Bállester?

Todo esto es perfectamente compatible con algo que ya he señalado antes: cada escritor quiere aportar su palabra personal, nueva, al mundo de la literatura; y cada escuela, por supuesto. Por eso, en la época contemporánea, se suceden los movimientos de vanguardia, con una velocidad acorde con la de las comunicaciones en nuestro tiempo. Cada grupo cree poder aportar una nueva visión del mundo y un nuevo estilo. Algunos de estos ismos pasarán con la rapidez de las modas; otros, dejarán su huella permanente y, por muy heterodoxos y antiacadémicos que hayan querido ser, se incorporarán a la tradición viva de la historia literaria.

Este proceso (incorporación a la tradición de los fenómenos estéticos que nacieron para oponerse a ella) es algo absolutamente habitual e inevitable.

En este sentido, me parece falsa la oposición que se establece tan frecuentemente entre los escritores clásicos y los contemporáneos. Los verdaderos clásicos son los modelos permanentes, vivos, que siguen teniendo algo que decir a nuestra sensibilidad actual. A la inversa, detrás de un cuento de Borges o unos versos de Luis Cernuda hay toda una cadena tradicional sin la cual no existirían.

Como decía Strawinski, el que no aprecia el arte de su tiempo no aprecia, en realidad, el arte de ninguna época. Limemos las aristas polémicas de la frase y vayamos a lo esencial: ver la obra literaria como una experiencia viva. En el caso de la enseñanza, me parece indudable la conveniencia de que los alumnos presten atención a lo que se está escribiendo hoy en nuestro país, a lo que refleja la sensibilidad del momento presente. Escuchar con atención la voz de Cela, Delibes, Buero o Torrente Ballester, por supuesto, pero también de Umbral y Nieva, de Gimferrer y Celso Emilio Ferreiro.

Claro que lo esencial no es la fecha de los libros, sino la actitud del lector ante ellos: enfrentarse con la obra literaria como con algo vivo, no con una ruina venerable; como una experiencia que puede ser decisiva en nuestro modo de afrontar los problemas cotidianos; como una «voz humana» que debe ser discutida críticamente, no aceptada con sumisión; como algo, en fin, que proporciona placer. En este sentido, puede ser más «viva» una lectura del Lazarillo que la de una mediocre novela contemporánea.

Para ello será preciso, me parece, no quedarse en asépticas descripciones formalistas, sino poner el texto en conexión con la experiencia histórica y estética de su autor y su lector. Para mostrar, como decía Pedro Salinas, «the pastness of the present» y «the presentness of the past»; es decir, la auténtica vitalidad de la obra literaria.

Cada vez se habla más de la posibilidad de enseñar a escribir, ya sea en clases universitarias, al modo americano, o en «talleres de escritura». Parece claro que resulta que algo sí se puede enseñar: corregir errores, describir técnicas... Resulta evidente, también, que esto, como el aprendizaje en las Escuelas de Bellas Artes, es sólo el punto de partida para que se desarrolle y manifieste en libertad la capacidad creadora del individuo. Para ello, no cabe olvidar, también, la importancia de que exista una tradición literaria, un ambiente —creador y crítico— que, si no crea genios, por lo menos eleva el tono medio.

En definitiva, todo se resolverá en la lectura: personal, viva, que se asimila y se incorpora a nuestra personalidad. Lo afirma tajantemente Virgina Woolf: «Ser lector es el único camino para llegar a ser escritor».

Hablar de tradición y originalidad no significa ser conservador o tener un gusto estético trasnochado. De esta relación dialéctica surge, realmente, la creación literaria. Una vez más, Pedro Salinas ha planteado la cuestión en sus justos términos: «Lo cierto es que la tradición es la forma más plena de libertad que le cabe a un escritor». Siempre, claro está, que no se limite a repetir esa tradición de modo pasivo, sino que la asimile personalmente, con autenticidad creadora: «Cada gran obra de arte es una exploración más, hecha en ese territorio de lo humano eterno, poco a poco surcado por caminos que corren en direcciones distintas y aun opuestas y que, sin embargo, anhelan todos el mismo imposible: dar con la realidad entera de la vida. Y dejarla fijada en formas perfectas. El explorador, el artista de hoy, se halla con más caminos abiertos que nunca: son los trazados por sus antecesores. Apoderarse del sentido de la tradición es ir conociendo mejor esa red, aparentemente contradictoria, por tantos cruces: saber por dónde anduvieron los demás le enseña a uno a saber por dónde se anda. El artista que logre señorear la tradición será más libre al tener más carreras por donde aventurar sus pasos».

Jorge Manrique sería inexplicable sin la tradición medieval ante la muerte, el «contemptus mundi», la fórmula «ubi sunt», la técnica de «exempla»; La Celestina, sin la comedia latina; el Lazarillo, sin el auge de la técnica autobiográfica en el clima erasmista; el Quijote, en fin, es la síntesis y superación de todas las formas narrativas anteriores.

Un poeta que encarna en sí mismo esta tensión de tradición y originalidad, Jorge Luis Borges, nos da el resumen en estos versos, dirigidos a cualquier escritor:

tú mismo eres la continuación realizada

de quienes no alcanzaron tu tiempo

y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.