Capítulo 17
Comienza a desvelarse todo
Papá salió de la walima y se perdió de vista. Nos dejó a todos —a mamá, a mí, a Rafiq, a Rabia y a Imran— para que nos fuéramos a casa por nuestra cuenta. Mamá fue todo el tiempo echando humo en el taxi que nos llevó, y siguió echando humo durante el resto del día. Ni una sola vez mencionó la recitación del Corán, fue como si no hubiera existido.
Cuando todo el mundo estuvo en la cama, yo me acurruqué en el sofá del salón del sótano, en el que llevaba varios días durmiendo, y procuré no pensar en la humillación sufrida en la walima, pero seguía oyendo mentalmente la voz de Farhaz: «¡Menuda manera de perder el tiempo! ¡Eres un completo idiota! ¡¿De verdad te has creído todas esas bobadas?!»
En un momento dado debí de quedarme dormido. Cuando me desperté, encontré a papá sentado a mi lado en la oscuridad, con una mano apoyada en mi hombro.
—Behta, despierta —me dijo en voz baja. Tenía cara de cansado, y sus ojos ovalados estaban plagados de líneas rojas entrecruzadas—. ¿Te encuentras bien, behta?
—Hum —asentí.
Se hizo un largo silencio, durante el cual me miró fijamente.
—Quiero que sepas una cosa. Me marché del salón porque me sentía asqueado. Me asqueaba lo que le estaban haciendo a tu tía y lo que te habían hecho a ti. Son unos verdaderos idiotas. Idiotas. Y Mina está permitiendo que la conviertan en uno de ellos. —Hablaba despacio, procurando pronunciar bien, pero se le trababa la lengua—. Ya sé que es una cuestión de credibilidad, y sé que no tengo credibilidad contigo. Lo sé.
Yo me sentía confuso. No entendía de qué me estaba hablando.
Transcurrida una pausa, prosiguió:
—Ya sé lo que pensáis de mí tu madre y tú. Pero quiero que entiendas una cosa. Soy un hombre de éxito, y eso no es fácil de conseguir. No existe ninguna garantía de alcanzar el éxito. Y eso quiere decir que, con independencia de lo que puedas pensar de mí, sigo sabiendo unas cuantas cosas. Y, con independencia de lo que piense de mí tu madre, lo cierto es que no puedo ser el completo idiota que vosotros creéis que soy... Si algo de todo esto que te estoy diciendo tiene algún sentido para ti, tienes que fiarte de mí. El idiota no soy yo, sino ellos. Esa gente que has visto hoy. Ellos son los idiotas, no yo. Ni tú. Quiero que entiendas, Hayat, que con independencia de lo que te hayan hecho creer hoy tú no eres el tonto. Esas personas son como borregos, van todas juntas la una detrás de la otra, siempre están esperando a que las guíe alguien. Todas. Son todas iguales. Incluso Suhef.
Nuevamente hizo una pausa. Estaba poniéndose sentimental. Cuando se inclinó otro poco más, noté claramente que el aliento le olía a alcohol.
—He visto que al final de la recitación hablabas con él —comentó—. ¿Qué ha dicho?
—Que saberse el Corán en inglés no contaba para nada.
—Por eso precisamente odio yo a esa gente, Hayat —repuso papá, enfadado. Ahora me miraba a través de la oscuridad con los ojos entornados—. Ya sé que no vas a entender lo que voy a decirte..., pero tú no eres uno de ellos. En absoluto. Ésa es la verdad. Ya sé que no entiendes por qué quemé tu Corán, pero había un motivo. Fue porque eres diferente. No eres capaz de vivir la vida según las normas que te imponen los demás. En ese sentido, tú y yo somos iguales. Tú tienes necesidad de buscar normas que sean tuyas propias. Yo me he pasado la vida huyendo de las normas de ellos, Hayat. Toda la vida. Y a ti te pasará lo mismo. No me preguntes por qué lo sé, pero lo sé.
Mientras papá hablaba, me acordé de cuando soñé con el Profeta, cómo había corrido y cómo luego había dejado a Mahoma en la mezquita. Durante un segundo comprendí no sólo lo que estaba diciendo papá, sino también aquel sueño, y entonces dicha revelación se esfumó.
—Por eso odio a esa gente, Hayat —siguió diciendo papá—. Porque no entienden por qué han venido aquí ni para qué. No saben quiénes son ni lo que es la vida. Los idiotas son ellos. —Ya hablaba escupiendo las palabras, asqueado—. No les hagas caso. No hagas caso de su estrechez mental ni de su idiotez. ¿Ves ahora por qué los odio tanto? ¿Eh? ¿Lo ves? —Me había agarrado y me miraba entornando aún más los ojos, como si tuviera dificultades para verme, a pesar de que me tenía a escasos centímetros del rostro—. ¿Ahora entiendes por qué? —repitió con la voz quebrada, como la de un niño pequeño—. ¿No ves lo que le están haciendo a Mina?
Y entonces se echó a llorar.
Yo lo estreché contra mí. Con todas mis fuerzas. Abrazado a mí, sollozó y gimió, se apretó con más fuerza todavía. Yo intentaba hacer lo mismo, a fin de salvar toda la distancia que nos separaba. Y no tardé en sentir sus lágrimas en el cuello.
—¿No lo ves? —sollozó—. ¿No lo ves? ¿No lo ves? —repetía sin cesar.
Yo no contesté. Me limité a abrazarlo. Era todo cuanto parecía necesitar.
Mina y Sunil se presentaron en casa la mañana siguiente a la boda, a fin de terminar de embalar en cajas todo lo que había en la habitación de ella para que se lo llevaran los de la mudanza. Mina tenía el semblante triste. Llevaba el rostro enmarcado por un hiyab muy ajustado y la mirada baja, como si no tuviera ganas de ver ni de ser vista. Tomamos el té todos juntos, y seguidamente Mina y Sunil subieron a la habitación del piso de arriba y cerraron la puerta.
Rabia y Rafiq fueron a mi dormitorio para recoger sus cosas. El resto de su estancia en Estados Unidos iban a pasarlo con su hija y su nuevo yerno en casa de los Chatha. Yo me llevé a Imran al salón del sótano a ver la televisión. Nos sentamos juntos en el sofá, Imran acurrucado contra mí, y nos pusimos a ver «Los Picapiedra» y luego «Scooby Doo». En un momento dado, Mina bajó a buscarnos.
—Imran, ¿te lo estás pasando bien con tu baiya mayor?
Él asintió vigorosamente, se apretó contra mí y se aferró a mi cintura.
Yo le abracé con fuerza mientras me embargaba una oleada de emoción. Me eché a llorar.
—¿Por qué lloras, bhai-jaan? —preguntó él.
—No he sido un buen hermano mayor para ti —contesté.
—Sí que lo eres. Eres mi hermano mayor —dijo él con alegría mientras se apretaba aún más contra mí.
Mina también me rodeó con los brazos.
—No te preocupes, Hayat. Todos cometemos errores.
—No quiero que te vayas —supliqué.
—Ya lo sé, behta —repuso ella en tono calmo, y me estrechó de nuevo—. Sé bueno con tu madre —me susurró al oído—. Eres lo único que tiene. Cuídala.
—Vale —contesté, aún llorando. Nos abrazamos el uno al otro durante largos instantes.
Por fin Mina se separó. Ella también tenía los ojos humedecidos por las lágrimas.
—Ayer me sentí muy orgullosa de ti.
—¿Por qué?
—Por tu recitación.
Desvié la mirada. Pero Mina me tomó de la barbilla y me obligó a mirarla otra vez.
—¿Qué sucede, behta?
—¿Por qué no me dijiste que tenía que aprender el Corán en árabe?
Ella puso cara de desconcierto.
—No...
—Eso es lo que me dijo el imán.
Mina negó con la cabeza.
—Acuérdate de lo que te he dicho siempre. La intención. Eso es lo único que le interesa a Alá. No el idioma que hablemos.
—Pero el imán dijo que, si no memorizo el Corán en árabe, no seré un hafiz.
Sonrió.
—Lo que importa no es ser un hafiz, sino la calidad que tenga nuestra fe. No el nombre que le demos.
Yo no sabía qué pensar de lo que me estaba diciendo. Mina era precisamente la que había dicho que convertirse en un hafiz era lo más grande que podía hacer una persona. Desalentado, desvié el rostro.
Ella volvió a empujarme con el dedo en la barbilla para que la mirara.
—Ven a despedirte de tu tío —me dijo con una sonrisa.
Nos condujo a Imran y a mí al piso de arriba, al salón, donde Rabia y Rafiq estaban despidiéndose de mis padres. Imran se subió de un brinco a los brazos de papá. Sunil me vio y sonrió.
—Estoy muy orgulloso de ti, beeehta. Sigue trabajando asíii.
Mina fue a donde estaba mamá y la abrazó. Se hizo un profundo silencio en la habitación. Los demás contemplamos cómo se estrechaban, sollozaban y se pedían perdón susurrándose al oído. Debieron de besarse en la cara una docena de veces. Rabia estaba conmovida. Y papá también.
Sunil observaba la escena con fastidio.
—Vamos, chicas. No va a ser la última vez que os veáis —dijo Rafiq después de dirigir una mirada a Sunil—. Vámonos.
—No les metas prisa, Rafiq —lo reprendió Rabia.
Él apartó la mirada y se volvió hacia mí.
—¡Bueno, behta! —exclamó con entusiasmo tendiéndome la mano para que se la estrechara—. Eres un jovencito muy sensato, y estoy seguro de que cualquier día de éstos me contarán grandes cosas de ti.
Yo no sabía muy bien de qué estaba hablando.
—Vale —contesté, y le estreché la mano.
Por fin Mina y mamá se despegaron la una de la otra, y Mina se volvió hacia papá, que aún tenía en brazos a Imran, para despedirse de él. No se atrevió a tocarlo, sospecho que porque se hallaba Sunil presente. En vez de eso, se llevó una mano al corazón y le dirigió una leve inclinación de cabeza.
—Gracias por todo, Navid-bai.
De pronto, Sunil se adelantó y cogió en brazos a Imran. Durante el traslado, Imran se estiró y le dio un beso en la mejilla a papá.
—Te quiero, tío —dijo con gesto entrañable.
Al oír al pequeño, las mujeres se deshicieron en arrullos. Mamá se mordió el labio para reprimir un nuevo impulso de echarse a llorar. Sunil, con Imran en brazos, se aproximó a mamá.
—Dile adiós a tu tía —le dijo al niño.
—Adiós, tía.
—Adiós, kurban —contestó mamá con la voz ahogada—. Sé bueno.
—Sí, tía.
Y se besaron.
A continuación, Sunil me acercó a Imran.
—Adiós, Hayat.
—Adiós, Imran.
De repente, al chico se le iluminaron los ojos.
—Bai-yan, ¿te acuerdas de cuando estábamos en la torre del castillo, jugando al ajedrez? ¿Te acuerdas de cuando me dijiste que no se me olvidara? ¿Te acuerdas?
Tardé unos momentos, pero me acordé. Asentí.
—Pues no se me va a olvidar nunca —aseguró Imran.
—¿Lo prometes? —le dije yo.
Él estiró el brazo y se me agarró al cuello.
—¡Lo prometo! —canturreó.
Mina volvió a mirarme y yo sentí un pinchazo en el estómago.
—Te quiero, Hayat —dijo ella.
—Yo también te quiero —respondí.
★ ★ ★
El lunes por la mañana, cuando fui al colegio, abrí el pupitre y vi, encima de mis libros, el ejemplar rojo del Corán que había sacado de la biblioteca. Experimenté la misma sensación de vergüenza que en la recitación que hice durante la walima, pero a continuación oí en mi interior la voz de papá, que me tranquilizaba: «Tú no eres como ellos. Tú no eres de los que siguen al rebaño.»
En el recreo, en lugar de reanudar la tarea diaria de memorizar versos sagrados, cogí el Corán y recorrí el pasillo vacío hasta la biblioteca. Pasé junto al viejo conserje calvo, Gurvitz, que arrastraba el cubo de la basura con ruedas. Me saludó con la cabeza y yo le devolví el saludo.
—¿Cómo va todo? —preguntó rotundo.
—Bien —contesté, sorprendido. Era la primera vez que me dirigía la palabra.
—El caso es que te veo siempre por aquí y tengo un pálpito contigo. De que eres un buen chico.
—Gracias —dije.
—Que no se te suba a la cabeza —añadió con repentina brusquedad, mientras se tambaleaba.
Dentro de la biblioteca, el carro para devolver los libros estaba lleno. No le di mucha importancia. No besé la cubierta como solía hacer. Me limité a dejar el Corán encima del resto de libros y contemplé cómo resbalaba hacia un lado y desaparecía de mi vista. Era el último Corán que tocaría en casi diez años.
Hasta llegar a la clase de Edelstein, en la universidad, en la que conocería a Rachel.
★ ★ ★
A lo largo de las tres semanas siguientes, mamá y Mina hablaron por teléfono a diario, hasta que un día, de repente, mamá llamó a Mina y ella no le devolvió la llamada. Al principio no interpretó nada. Pero pasaron dos días. Luego tres. Y sucedía que cuando mamá llamaba a casa de los Chatha nadie atendía el teléfono.
En la mañana del cuarto día, un sábado, mamá se subió al coche y fue al domicilio de los Chatha para averiguar qué estaba ocurriendo. Estuvo diez horas sin volver a casa. Cuando por fin regresó, por la noche, venía echando humo.
—¡Será salvaje! —exclamó al tiempo que arrojaba las llaves sobre el mueble de la entrada—. Ya sabía yo que ese hombre tenía algo que no me gustaba. Lo sabía.
Cuando le pregunté qué había sucedido, estalló de nuevo:
—¡Hayat! Mina tiene la cara toda hinchada y llena de moratones. Lleva tres días encerrada en su habitación. ¿Y sabes por qué le ha hecho eso, el muy cabrón? ¿Eh? ¿Sabes por qué?
Yo negué con la cabeza. De repente se me había inflamado la sangre y me había subido a la cara.
—Porque ella lo ha cuestionado. Sunil quería decirle a su primo que no se conforma con trabajar para él, que quiere ser su socio. Ghaleb lleva no sé cuántos años construyendo su red de farmacias, ¿y ahora llega ese idiota y dice que quiere ser socio suyo en pie de igualdad con él? ¿Y todo porque posee una titulación de médico y cree que por eso es más especial que su primo, que es simplemente farmacéutico? ¿Te lo puedes creer? Es el complejo de Napoleón, behta. Tal como te dije. Igual que su padre. Sólo que éste es un verdadero salvaje.
Mamá se sentó. Estaba temblando. Yo pensé que iba a echarse a llorar, hasta que habló de nuevo, y entonces comprendí que el temblor se debía a la ira.
—¡Hayat! Lo único que le dijo Mina fue: «¿Crees que es tan buena idea decirle algo así a tu primo?» ¡Eso fue todo! ¡Estaba intentando darle un consejo a ese necio! ¿Y qué hace él? ¡Deberías haberle visto la cara, Hayat! ¡Gracias a Dios que no estaba en casa cuando llegué. ¡Gracias a Dios! ¡Porque si hubiera estado, le habría partido yo la cabeza! Odio a esos hombres musulmanes. ¡Los odio! Y Najat no es mejor que él. ¿Sabes lo que le dijo a tu tía Mina?
Yo volví a negar con la cabeza.
—Delante de tu tía Mina y de mí, dijo que el Corán dice que los maridos pueden golpear a sus esposas. ¡Mentira! ¡Es una maldita mentira! Eso le contesté yo.
Me sorprendió ver a mamá empleando aquel lenguaje. Ahora que estaba rabiosa, parecía fuerte y viva. Cosa extraña, no sé por qué, pero aquello me tranquilizó.
—¿Y sabes qué hizo después Najat? Va, coge el Corán y lo abre para enseñarme un verso del cuarto sura. ¿Sabes cuál es?, ¿uno que habla de golpear a la esposa?
Afirmé. Al cuarto sura pertenecían los versos que había recitado yo en la walima. Declamé el verso en cuestión:
—«Los hombres están a cargo de las mujeres pues Él les ha proporcionado mayores recursos. Una buena mujer obedecerá y seguirá sus órdenes. En cuanto a esas mujeres cuya mala voluntad teméis, reprendedlas, y después dejadlas solas en la cama, y después golpeadlas. Si obedecen, no les hagáis daño.»
Mamá me miró fijamente durante largos instantes con una expresión de desconcierto. Era como si hubiera advertido en mí algo que no había advertido nunca.
—Ése fue el verso —dijo por fin—. Yo no lo conocía, pero allí lo tenía, delante de los ojos, escrito para dar ideas a todos los hombres musulmanes... Y luego Najat va y me dice algo que no te vas a creer: que Ghaleb también la golpea a ella. ¡Lo dijo casi sintiéndose orgullosa! ¿Te lo puedes creer?
Yo no sabía qué decir. Pero mamá no estaba esperando a que yo dijera nada.
—¿Y qué hice yo entonces? Pues le pregunté, como haría cualquier persona normal, que por qué la golpeaba su marido. ¿Eh? —Mamá estaba ensimismada en el momento, como si lo estuviera reviviendo—. «Porque lo necesitamos», me contesta. «Porque es algo que nosotras llevamos en la sangre, algo a lo que hay que poner freno.» Se me cayó la mandíbula al suelo, Hayat. Miré a tu tía Mina y pensé para mis adentros: «Esto es una casa de locos.»
Mamá calló unos momentos y, acto seguido, alzando ligeramente la barbilla, adoptando un tono de voz grave y poniendo una expresión filosófica, añadió:
—Ha sido la primera vez que me he dado cuenta de que quizá a mí no me va tan mal con tu padre. A lo largo de todos estos años, a lo mejor no me ha ido tal mal, después de todo...
★ ★ ★
Durante los dos días que siguieron procuré no imaginar a Sunil pegándole a Mina, pero no lo conseguí. En mi cabeza veía a aquel hombre pequeño y con cara de roedor golpeándola repetidamente con los puños. Por la noche daba vueltas bajo las sábanas intentando olvidar lo que había dicho mamá, que Mina tenía la cara toda hinchada, pero no pude. Me ponía furioso. Pero no sólo eso; además, me sentía responsable. Desde que Sunil había entrado en escena, yo no había tenido razón para pensar en lo que había hecho. Se suponía que la solución había sido de lo más satisfactoria. Pero no estaba siendo así. Y si no hubiera sido por mí, y por esa tarde en la oficina de Western Union, Mina no habría terminado casándose con ese hombre.
Pero ¿qué podía hacer ahora? Lo único que se me ocurría era realizar llamadas telefónicas anónimas en plan de burla a casa de los Chatha —cosa que hice más de una docena de veces— o rezar. Así que recé. Recé para que su marido no la pegara. Recé para que no sufriera. Pero al cabo de un rato, mis ruegos se demostraron tan ineficaces como las bromas telefónicas. Mientras las malas noticias sobre el marido de Mina seguían llegando, mis dudas sobre el poder de mis oraciones empezaron a crecer.
★ ★ ★
Un mes más tarde, mamá trajo otra historia alarmante que contar: había estado intentando que Mina abandonara a Sunil y volviera a vivir con nosotros, pero Mina no quiso. La angustiaba la idea de divorciarse nuevamente. Aquello era lo que había decidido y no había vuelta atrás, tenía que apechugar con ello. Fueran cuales fuesen las consecuencias. Lo que quería decir (y ésta era la mala noticia) que iba a mudarse a Kansas City.
Sunil había seguido adelante y había cometido la imprudencia de exigir el estatus de socio en el negocio de su primo, y ahora Ghaleb ya no se hablaba con él. De manera que tomó la decisión de coger a la familia, volver a ser oftalmólogo y trasladarse a vivir a la casa que todavía poseía en Kansas City. A mamá no le gustó nada:
—Mina cree que las cosas mejorarán, que cuando Sunil ya no esté viviendo en la casa de su primo y regrese a la suya se sentirá más hombre. Se sentirá más al mando de la situación. ¿Qué les pasa a esos hombres musulmanes, que necesitan estar todo el rato al mando? ¿Qué es lo que tiene tanta importancia? ¡Por Dios! —Volvió la vista al techo de la cocina, como si esperara recibir una respuesta del Señor en persona. Meneó la cabeza y continuó—: Tu tía no deja de decir lo bien que se porta Sunil con Imran. Afirma que lo ha aceptado como si fuera hijo suyo. Pero ¿cómo va a ser feliz ese niño si ve que su padre está todo el tiempo pegándole a su madre, eh? ¿Cómo va a ser feliz? Behta, tengo un presentimiento horrible con respecto a eso de que se vayan a vivir a Kansas. Allí es donde Sunil tenía la otra mujer que lo abandonó. Sabe Dios por qué. Quién sabe, a lo mejor tenía la costumbre de molerla a palos. Al fin y al cabo, las mujeres musulmanas no son como las blancas, no huyen por cualquier nimiedad.
En lo referente a la primera mujer de Sunil, la intuición de mamá resultó ser acertada.
Cuando Mina llegó a Kansas City, una tarde recibió la visita de una de las amigas de la primera esposa de Sunil. Dicha amiga, que era pakistaní, vino a verla a una hora en que estaba segura de que no iba a estar Sunil en casa para advertirla de lo que había ocurrido. Efectivamente, la primera esposa había abandonado a Sunil a causa de los malos tratos. Y, además, Sunil tenía un historial de violencia doméstica lo bastante bien documentado para que un tribunal le hubiera negado cualquier posible custodia de su hijo. Eso, naturalmente, no era lo que le había contado Sunil a Mina. Según él, su ex mujer se había entregado al estilo de vida americano hasta el punto de convertirse en una maníaca del sexo desenfrenado, y su conciencia ya no era capaz de soportar la vida que llevaba con un hombre temeroso de Dios como él.
Cuando mamá se enteró de todo esto, la preocupación empezó a quemarle las paredes del estómago. Por espacio de varios meses estuvo quejándose de Sunil y del dolor que tenía en la tripa. Cuando le diagnosticaron una úlcera, lo único que siguió diciendo fue: «Por lo menos yo puedo curarme esto tomando una medicina. Pero ¿qué medicina van a poder darle a Mina para curarla de un hombre que está haciendo de su vida un infierno?»
Durante un tiempo, mamá continuó hablando a diario con Mina por teléfono, y ésta la informaba de todos los alarmantes detalles del anormal comportamiento de Sunil casi al mismo tiempo que éstos iban surgiendo. Tal como sospechaba mamá, lo que antes era una obsesión no hizo sino alimentar un miedo enfermizo de que Mina lo abandonara tal como lo había abandonado su primera esposa. De manera que tomó «precauciones». Obligó a Mina a prescindir del hiyab y a usar el chador, que le cubría todo el cuerpo. Le prohibió que se dirigiera a un hombre incluso en la mezquita, la cual empezaron a frecuentar todos los fines de semana los tres miembros de la familia. Mina no se enfrentó a él pero, a pesar de mostrar obediencia, los celos de Sunil comenzaron a ser cada vez más imposibles de controlar: que Mina mirara de pasada al conductor de otro vehículo en un semáforo era motivo suficiente para que Sunil montara en cólera. En cierta ocasión tuvieron una discusión dentro del coche que fue subiendo de temperatura hasta el punto de que Sunil, ciego de furia, le gritó —al tiempo que aferraba el volante de forma temeraria y se acercaba peligrosamente al muro de hormigón que formaba la mediana de la autopista— que si se le ocurría marcharse con otro hombre los mataría a los tres.
Mamá la apoyaba de manera incansable, pero también era incansable la resolución de Mina de continuar aguantando. Afirmaba que Sunil ya no le pegaba, y se apresuraba a buscar excusas para justificarle: que su vida profesional en Kansas City no le estaba yendo bien, que estaba encontrando más dificultades de las previstas para reanudar el trabajo, que nunca se le habían dado muy bien las finanzas, que había administrado mal su capital inicial y estaba hundiéndose poco a poco en la insolvencia. Entonces Mina se quedó embarazada. Tanto ella como mamá esperaban que la buena noticia ablandara a Sunil. No lo hizo. De hecho, el embarazo de Mina incrementó todavía más su paranoia. Obligó a Mina a llevar el burqa, la prenda que cubría incluso el rostro. Le prohibió que saliera de casa si no la acompañaba él, aunque fuera para hacer la compra. Ni siquiera le permitía abrir la puerta cuando llamaban al timbre, y la ponía a prueba enviando a amigos suyos a casa para ver si Mina salía a abrirles.
—La tiene bajo arresto domiciliario —se lamentó mamá al terminar de hablar por teléfono con ella—. Va a acabar enviándola bajo tierra.
Intoxicada por los últimos avatares de la vida de Mina, mamá se encontró aún peor. Ahora el estómago le dolía de forma constante. Se pasaba horas seguidas sujetándose la barriga, doblada por el dolor. Papá sospechaba que se trataba de otra úlcera, y tenía razón. Pero no era sólo eso, puesto que incluso cuando realizó los ajustes necesarios en su dieta, el dolor persistió; no estaba bien. Nunca había pasado mucho tiempo fuera de casa, pero ahora no salía nunca. Estaba muy deprimida. Y ver su angustia —que era sólo un reflejo de la de Mina— consolidó mi certeza, cada vez más profunda, de que la culpa era mía. Si aquella fatídica noche no le hubiera dicho a Imran las cosas que le dije de los judíos, si no hubiera mandado el telegrama, seguramente Mina se habría casado con Nathan.
Ya no era capaz de entender qué era lo que me había desagradado tanto de él. Por lo menos, mamá y ella ahora serían felices. Y aunque el padre de Mina le hubiera roto las piernas por aceptar un matrimonio así, ¿no habría sido mejor que lo que hacía Sunil de forma habitual, romperle el alma? Yo sufría mi culpa en silencio. Aún no le había contado a nadie lo del telegrama. Mantener mi secreto me proporcionaba cierto consuelo. Al menos esto podía controlarlo. Hacía que el dolor me perteneciera por completo, un dolor que ahora empezaba a informarme de mis opciones. En mi primer año en la escuela intermedia había oído en el pasillo que alguien mencionaba que Simon Felsenthal, el chico tímido con gafas de cristal grueso que se sentaba al fondo en nuestra clase de ciencias sociales, era judío. Aunque yo apenas había reparado en él, ahora me esforcé por convertirlo en mi mejor amigo. Al final descubrí que de hecho estaba más preocupado por su fe que él mismo. A Simon sólo le interesaban los videojuegos. Me descubrió el mundo del Atari y me introdujo en los sutiles placeres de la consola Intellivision. La de Simon era la primera casa en la que me quedaba a dormir, y recuerdo que pensé que sus padres —vitales y amantes de las discusiones— no eran tan diferentes a los míos. Volví a la mañana en que me había despertado en la habitación del hospital, después del sueño del Profeta, sin entender del todo por qué Alá odiaba tanto a los judíos. Ahora aún lo entendía menos.
Con los años, la situación de Mina no hizo más que empeorar, y para cuando terminé el instituto —unos cinco años después de su boda con Sunil—, la sola mención de su nombre era suficiente para hundirme en una depresión que podía durarme varios días. Y ya no era únicamente Mina. El ropaje infantil del que me había dotado mi infancia islámica se le estaba quedando pequeño a mi alma. Pero yo no estaba preparado para el terror de la desnudez. Una noche que salí con mis amigos a una heladería, me fijé en que la mujer que estaba sirviendo los helados llevaba una gruesa capa de maquillaje en la cara y tenía hinchada la zona de alrededor del ojo. Me la quedé mirando, y advertí que por debajo del maquillaje se veía una mancha amoratada. «Alguien la ha pegado», pensé. Sentí un fuerte malestar en el estómago. Cogí el helado y salí al aparcamiento con mis amigos. Pero el malestar se fue transformando en náuseas y finalmente en dolor real. No tardé en separarme del grupo y dejarlo atrás. Me senté detrás de la tienda de comestibles del barrio, al lado de un cubo de basura, y lloré sin parar.
Cuando me quedé sin lágrimas, alcé la vista al cielo oscuro y tranquilo, punteado de diminutas luces titilantes, como las luciérnagas que tanto le gustaban a papá. Mi corazón pedía rezar a gritos. Coloqué las manos frente a mí al modo musulmán e intenté conjurar el sincero fuego que tan bien conocía de cuando Mina vivía con nosotros. Pero mis palabras sonaban huecas. Como si las pronunciara para los sordos o, peor aún, para nadie en absoluto.
Ahora, cada vez que llamaba Mina, yo me iba de casa. No soportaba oír su voz, cada vez más débil, más frágil, en la que lo único que oía era mi propia culpa. Había tratado innumerables veces de disculparme por teléfono por lo que había dicho de Nathan —nunca mencionaba el telegrama—, pero Mina era insistente. Todo había quedado atrás, me diría. Debería mirar hacia delante. Así que lo intenté. Le pedí a mamá que no volviera a hablarme de las cosas que le sucedían a su mejor amiga.
—Es demasiado doloroso —confesé.
Mamá pareció entenderlo, y durante una temporada no tuve que acordarme de mi tía Mina ni soportar que me recordaran lo que yo había hecho. Pude jugar alegremente a convertirme en el chico norteamericano —con un brillante futuro por delante, libre del obstáculo que suponía haber sido educado en la cultura musulmana que asegura la inevitabilidad del sufrimiento— que de ningún modo prometía la infancia que había vivido. Me preocupaba por la marca de mis tejanos o mi peinado. Escuchaba lo último de U2 y R.E.M. en mi walkman mientras iba en autobús a la escuela. Pero la sombra que proyectaban las desdichas de mi querida tía Mina siempre me alcanzaba. Tal vez hubiera buscado un aplazamiento, pero no me hacía falta leer a Emerson para saber que yo no había hecho nada para merecer semejante indulto. De hecho, lo que había hecho me unía a ella de un modo que no podía limitarme a dejar atrás. Y, lo que es peor, la vida de mamá estaba completamente enredada con la mía. Cuando mamá se movía por la casa como alma en pena, apesadumbrada por el último horror en la vida de su mejor amiga, por supuesto no podía acudir a papá. Sólo me tenía a mí. Así que no había otra opción que escucharla.
★ ★ ★
Tras un segundo fracaso económico, Sunil vendió sus activos profesionales a fin de sufragar las deudas, y se vio obligado a aceptar la única oferta que le hicieron: ser socio menor en una consulta de la zona. Como era incapaz de adaptarse a la jerarquía de la oficina, Sunil se convirtió en un suicida. Una noche se vació en la boca el frasco de Valium de Mina —el que venía utilizando ella para calmar la ansiedad desde el día mismo del nikah—, y habría acabado muerto si antes de quedarse dormido no le hubiera confesado a su mujer lo que había hecho. Mina llamó a una ambulancia, y por una vez no se entretuvo en ponerse el burqa al salir de casa para acompañarlo al hospital para que le hicieran un lavado de estómago. No logró ponerse de acuerdo con mamá respecto de lo que podía significar el intento de suicidio de Sunil. Mina opinaba que era una forma de llamar la atención; mamá le dijo que simplemente era otro nuevo intento, sólo que más pernicioso, de aterrorizarla a ella para que se sometiera aún más a él. Y lo que hizo Sunil a continuación demostró que tenían razón las dos.
Compró una pistola, que, tal como sugirió mamá, tenía una ventaja respecto de las pastillas: le proporcionaba el tipo de atención absorbente y aterradora que buscaba sin necesidad de ir a urgencias. Esta vez, lo único que tenía que hacer era empuñar el arma y apuntarse con ella a la cabeza para que Mina se hincara de rodillas y le dijera, cosa que hizo en más de una ocasión, que él era su amo.
Sunil empezó a llevarse la pistola a la cena. La depositaba al lado del plato, junto a la cubertería de plata. El hecho de tenerla allí lo calmaba, decía. Mantenía a raya la «boca rápida» de Mina. Si algo que decía su mujer no le gustaba, lo único que tenía que hacer era alzar la pistola y apuntarse con ella o, de forma cada vez más habitual, apuntar a Mina. Eso la mantenía en silencio. Pero incluso aun teniendo garantizado el silencio de su mujer en la cena, Sunil en seguida encontró otras maneras de sacar provecho al arma. Que en el curry de ternera había demasiada cúrcuma era una razón para apuntar a la cara de Mina con la pistola. Y también el hecho de que llorase el niño. Y también la jarra de agua vacía, que había que llenar. Apuntar a su mujer con la pistola pasó a ser el método que empleaba para hacer saber cualquier orden que tuviera sobre cómo debía disponerse la mesa o llevar la casa. Más de una vez, el propio Imran cerraba el puño, extendía el índice y el pulgar para formar una pistola con la mano y apuntaba a Mina para exigir o quejarse de lo que fuera.
Cuando mamá le contó a papá las barbaridades que hacía Sunil con la pistola, él se indignó. Cogió el teléfono y llamó a Ghaleb Chatha para informarle de lo que estaba ocurriendo. Por una vez, los dos hombres estuvieron de acuerdo en algo: Sunil se había pasado de la raya. Ghaleb prometió a papá que presionaría donde más dolía. Llamó a su primo y le dijo que se deshiciese del arma. Si no lo hacía, dijo Ghaleb, dejaría de enviarle los cheques mensuales que actualmente constituían una porción significativa de sus modestos ingresos. Sunil no tenía alternativa. Vendió la pistola, pero no antes de prohibirle a su mujer que volviera a hablar con mamá en toda su vida.
Mamá hizo todo lo posible para eludir la prohibición, pero pronto surgió otro motivo para que dejaran de hablarse. Empezaron a enzarzarse en discusiones. Mamá se ponía cada vez terca para que Mina dejara a Sunil; al fin y al cabo, ahora ella era residente legal y no había posibilidad de que volviera a perder a Imran. Mina contraatacaba diciendo el tipo de cosas desagradables que sólo los mejores amigos se pueden decir.
Un día encontré a mamá a la mesa de la cocina, mirando la mullida alfombra de nieve que cubría nuestro patio trasero. Estaba inmóvil. Ni siquiera parecía respirar. Le pregunté qué iba mal.
—Tu tía y yo nos hemos peleado —dijo en voz queda.
—¿Otra vez?
—Le he dicho que le dejara. Ya no necesita a ese sanguinario; tiene su tarjeta verde permanente. Pero no quiere escucharme. Dice que ahora que ha tenido a su hijo no va dejarlo...
—Ammi. No es ninguna novedad.
Mamá hizo una pausa.
—Ha dicho algo más. Que yo he sido una desgraciada la mayor parte de mi vida. —Hizo otra pausa—. Y que he hecho miserables a los que me rodean, también... ¿Es verdad? —preguntó en un hilillo de voz. Daba la impresión de estar a punto de llorar.
—Mamá, claro que no es verdad.
—A lo mejor sí.
—La has hecho feliz a ella, ¿no? La ayudaste cuando necesitaba ayuda, ¿verdad?
Asintió con poca convicción.
—Pero ¿qué me dices de ti? —preguntó—. ¿Te he hecho feliz? Ya sabes lo que dice Freud sobre...
—No me importa lo que diga Freud —la interrumpí.
—¿Te hago feliz? —preguntó con la voz a punto de romperse.
De repente, se me hizo un nudo en la garganta.
—Claro que sí, ammi, claro que sí.
—Oh, Hayat —se emocionó mientras abría los brazos hacia mí.
Al día siguiente, Mina llamó para disculparse. Pero casi de inmediato, ambas se metieron en otra discusión, y eso mientras Sunil llegaba a casa extrañamente pronto. Al darse cuenta de que Mina hablaba por teléfono con mamá, tuvo un ataque de ira y arrancó el teléfono de la pared.
Y así fue como Mina y mamá perdieron el contacto durante tres años.
De todas las anécdotas que me contó Mina cuando yo era pequeño, las que mejor recordé fueron las de los derviches: la primera, en la que un derviche sentado al borde un camino recibe las mondas de manzana de dos viandantes que pasan por su lado y en ese momento descubre que la esencia personal que imagina no se diferencia en nada de las mondas o los viandantes o el propio Dios.; y la historia que sugería que ser molido hasta acabar convertido en polvo era la manera de llegar hasta el Señor. Yo no sé si Mina, como uno de sus derviches, logró encontrar a Dios, pero desde luego estoy convencido de que al casarse con Sunil encontró a una persona que se burló de ella y que terminó moliéndola hasta convertirla en polvo.
Al cabo de ocho años de matrimonio, por fin terminaron el estrés y las tensiones cuando le diagnosticaron un cáncer terminal de útero con metástasis en el hueso. La enfermedad de Mina conseguiría que Sunil se arrepintiera de su conducta. Llamó a mamá para darle él mismo la noticia. Le confió que se consideraba responsable del mal de su mujer. Mamá estuvo de acuerdo —se las hizo pasar canutas a Sunil durante los últimos meses de vida de Mina—, pero Mina no. Si bien agradecía el cambio de actitud de Sunil —y probablemente no le importó que éste tuviera que soportar la indignación de mamá—, en su opinión, su propia enfermedad no se la había enviado nadie más que Alá, no era sino una estación más del camino, como la denominó ella.
Durante sus ocho últimos meses de vida, ella y yo hablamos por teléfono al menos una docena de veces. Y la vi dos meses antes de morir.
Mamá ya había ido a visitarla en una ocasión, y mientras planeaba el segundo viaje, le dije que yo también quería ir. A aquellas alturas quedaban pocas dudas de que Mina se estaba muriendo, y yo sabía que tenía que verla.
Mamá y yo cogimos un avión a Kansas City, donde Sunil nos recogió en el aeropuerto a última hora de la tarde. Apenas habían pasado ocho años, pero él había envejecido veinte. Su pequeña cara estaba cubierta de arrugas y su cabeza, de pelo blanco, y no estoy muy seguro de que yo hubiera pensado que se trataba de la misma persona si no me hubiera cogido de las manos y hubiera apretado sus dedos contra mis palmas, igual que hizo cuando nos conocimos, arrastrando las palabras de aquel modo distintivo y molesto que, una vez oído, era difícil de olvidar.
—Tu tía Mina estará tan coontenta de vertee, behta. Siempre te ha querido mucho.
Aceleramos por la autopista en dirección al hospital, mamá delante con Sunil y yo atrás, mirando las casas y los negocios pasar al otro lado de la ventana. Por los altavoces del coche se oían a un volumen bajo cintas coránicas mientras Sunil hablaba, sobre todo de la inminente muerte de Mina. Parecía estar tratando de alcanzar algún estado; repetía una y otra vez que su mujer era la única persona de la que estaba cien por cien seguro que iría directa al paraíso. En un momento dado, mientras entrábamos en el aparcamiento del hospital y aparcábamos, se derrumbó. Mamá le puso una mano en el hombro.
—Lo que le he hecho pasar, bhaji —repetía mientras lloraba—. No sé cómo puede perdonar lo que le he hecho pasar.
En la octava planta, al final de un pasillo, se hallaba la habitación de Mina. Estaba despierta, apoyada en almohadones, mientras las máquinas murmuraban a su alrededor. Tenía la piel cenicienta y estaba delgada, más delgada de lo que la había visto nunca, ni siquiera en sus peores momentos. Pero los ojos le brillaron al vernos. Por muy enferma que se la viera, no parecía menos viva. Al verme, una sonrisa irónica se dibujó en su cara.
—Dios mío, Hayat.
—¿Qué?
—Un rompecorazones. He visto fotos..., pero en persona eres aún mejor...
No pude evitar reírme.
—No sé si recuerdas... que eso es lo primero que me dijiste.
—Y podría ser lo último —bromeó, al tiempo que hacía una mueca de dolor provocado por la risa.
—Vale ya —dijo mamá.
Mina la ignoró.
—¿Unas pestañas así? —Se echó a toser y levantó el brazo por el que serpenteaba la intravenosa para señalarme—. Qué desperdicio para un hombre. ¡Míralas!
Mamá se sentó a su lado y le cogió la otra mano.
—¿Hombre? No sé de qué me hablas.
—Es un hombre, bhaj.
Mina miró a Sunil, que la contemplaba desde la esquina. A mí me parecía avergonzado, incluso intimidado. Era extraño verlos juntos ahora, después de todo ese tiempo, después de todas las historias. Resultaba difícil imaginar que aquel hombre hubiera tenido alguna vez poder sobre ella.
Sunil nos dejó a los tres solos. Mina estaba deseosa de oír detalles de mi vida en la universidad: mis clases, lo que estaba leyendo y luego, cuando mamá se levantó para ir al baño, me preguntó por las chicas.
—Aún no he estado con ninguna —le conté.
—Me parece bien. Porque cuando empieces... —Volvió a reír y a hacer una mueca.
Cuando mamá volvió, Mina dijo que se estaba cansando y necesitaba dormir. Mamá se inclinó para besarla y yo me levanté e hice lo mismo. Pero cuando estábamos a punto de marcharnos, Mina alargó un brazo para detenerme.
—Hayat, tú puedes quedarte. Si tú quieres, bhaj, si te va bien, ¿te importa que se quede mientras duermo? No quiero que se vaya todavía...
—Si él quiere, a mí me parece bien —respondió mamá.
—Me encantaría —dije yo.
Acabé pasando la noche viéndola dormir desde el sillón que había junto a su cama, y pensando en lo que había venido a decir. Mamá había vuelto a casa de Sunil y Mina a pasar la noche, y tenía pensado volver por la mañana con Imran y su hermana pequeña, Nasreen. Al alba, Mina se despertó y miró a su alrededor con claros signos de dolor.
—¿Aún estás aquí? —preguntó.
—No quería marcharme.
Sonrió a través del dolor.
Las enfermeras entraron y yo salí. Bajé a la cafetería a por una taza de café. Al volver a la habitación, la encontré sentada en la cama, con un vaso de plástico lleno de zumo de manzana frente a ella. Tenía mejor aspecto, y tenía ganas de hablar. Charlamos sobre libros. Me enseñó una cita del que estaba leyendo en ese momento, una recopilación de las cartas de Fitzgerald: «La prueba de una inteligencia de primer orden es la habilidad para albergar dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo y conservar la habilidad de seguir funcionando.» Parecía tan encantada de compartirlo conmigo, y tan interesada en lo que yo pensaba... Recuerdo que no le expliqué lo que estaba pensando en realidad: que ella misma era la paradoja que yo no podía resolver, las dos ideas contrapuestas que tenía de ella —iluminada y devota; intrépida y pasiva— no harían sino colisionar eternamente la una con la otra sin hallar nunca acomodo en mi mente para que ésta llegara a aceptarlas, y mucho menos para que continuara funcionando.
En un momento dado, dijo que podía asegurar que algo me rondaba por la cabeza. Le contesté que así era, y entonces mencioné mi arrepentimiento por las cosas que había dicho a Imran sobre Nathan aquella noche.
—¿Cuántas veces hemos hablado de esto, Hayat? No pasa nada. Lo hiciste. Aprendiste de ello. Eso es la vida.
Yo permanecí en silencio.
—Te lo he dicho —continuó ella—. No eres responsable de lo que me ha sucedido. Lo he escogido yo misma. Y para todo ello ha habido un motivo, behta. Tienes que aceptar esa idea.
Hubo otro silencio y luego dije:
—Hay algo que no sabes, tía. Algo que no te he contado nunca.
—¿De qué se trata?
—El telegrama. Para Hamed. Fui yo. Yo lo envié.
—¿Qué? —Se le abrieron los ojos de la sorpresa y todo quedó en silencio. Le estaba costando un poco darle sentido a la respuesta a su pregunta, largo tiempo irresoluta—. Pero ¿cómo...?
Completé su pensamiento:
—Tenías un libro en el que salía la dirección de cuando estabas en Karachi. Fui a Correos y lo envié.
—Menuda iniciativa —dijo ella al cabo de un breve instante.
—No sé nada de eso.
El silencio volvió a caer entre los dos. Mina aspiró hondo.
—Así que por eso no podías olvidarte de esto.
—Si no lo hubiera enviado, aún podrías...
Alzó una mano para cortarme.
—Esto no cambia nada, behta. Fue mi elección. Yo tomé la decisión. Si hubiera tenido que elegir otra cosa, lo habría hecho de todos modos.
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué no elegiste otra cosa?
—Podríamos decir que es por quien soy, Hayat. Lo que he experimentado en la vida, y eso me ha convertido en la que soy. O podríamos decir que es la voluntad de Alá para mí. —Hizo una pausa—. Al final, no son más que dos formas de mirar la misma cosa...
—No son lo mismo —empecé yo. Quería contarle que a lo largo de los años había abandonado poco a poco el islam, y que ahora apenas quedaba nada.
Pero, de algún modo, no parecía que aquéllas fueran las palabras adecuadas.
—Hablas de la voluntad de Alá. Bien. Pero ¿por qué seguir Su voluntad? ¿Para poder ir al cielo o algo así? No sé, ¿no es un poco estúpido? ¿Acaso no es más moral ser bueno y hacer el bien simplemente por sí mismo? ¿No es ésa la verdadera señal del bien?
Ella sonrió, y pensé que casi parecía orgullosa de mí.
—Sin ninguna duda —dijo.
—Entonces no lo entiendo.
—Para mí, la fe nunca ha tenido nada que ver con el más allá, Hayat. Se trata de encontrar a Dios ahora, en el día a día. Aquí. Contigo. Ya se viva en un castillo o en una prisión. Enferma o sana. Todo es lo mismo. Eso es lo que enseñan los sufíes. Lo que se cruza en nuestro camino, sea lo que sea, eso es el vehículo. Toda vida, no importa si es grande o pequeña, alegre o triste, puede ser un camino hacia Él.
¿Qué son todas estas historias de sufíes, pensé, sino ficciones de las que se vale para derramar una luz redentora sobre una vida marcada por el dolor, el dolor que yo le causé y que ella debería haber intentado no sólo entender y resistir, sino también evitar?
Se dio cuenta de que yo no estaba de acuerdo. Quería que hablara con la cabeza.
Así que lo hice. Expuse mis argumentos con toda la fuerza que pude reunir. Le expliqué que la humillación no es un vehículo para nada más que para una herida sin sentido. Y decir lo contrario era dejar que un mundo lleno de dolor siguiera su curso, sin restricción, sin redención. Mientras hablaba, tuve la nítida sensación de que ella estaba saboreando cada instante de lo que ocurría: la discusión, mi agitación y pasión, el zumo de manzana que sorbía lentamente.
Al final le planteé la pregunta de la manera más directa que pude: ¿qué tenía que ver con encontrar a Dios el sufrimiento que había soportado ella a lo largo de los ocho últimos años a manos de su marido, y que seguía soportando ahora que se estaba muriendo?
Debería haber imaginado que me respondería con otra anécdota sacada de la vida de un derviche:
—Cuando Chishti estaba agonizando —empezó—, sufría un dolor que le abarcaba todo el cuerpo. Sus discípulos no entendían que un hombre tan amado por Alá fuera obligado a soportar tanto dolor... ¿Y sabes lo que les contestó él cuando le preguntaron por qué Alá le hacía sufrir de aquel modo?
—¿Qué?
—«Así es como elige expresarse el divino por medio de mí.» —Sus ojos brillaron con entusiasmo al expresar el punto que constituía, como me di cuenta más tarde, algo así como la esencia destilada de su vida—. Lo que quiso decir es que todo es una expresión de la voluntad de Alá. Todo es expresión de Su gloria. Incluso el sufrimiento... —Hizo una pausa—. Ésa es la auténtica verdad de la vida.