La batalla de los cerezos en flor
¡¡Ah, la arrogancia de la juventud!! Me pides que rememore aquellos funestos días en que la insensatez de unos pocos causó tanta muerte y destrucción a nuestra dolorida tierra. ¡Cuántas vidas se truncaron en la flor de la edad para satisfacer el orgullo de sus gobernantes! ¿No deberían esos señores seguir las enseñanzas de Buda, o las de ese nuevo Dios cristiano, y no verter la sangre de hermano contra hermano? ¿No sería más provechoso para su espíritu erigir pagodas, monasterios, escuelas, hospitales, puentes, desecar pantanos… construir, incluso, teatros o tabernas, si fuera menester, antes que enzarzarse en tan deplorables actos? Pero ¿qué clase de honra a sus antepasados pueden ofrecer quienes en lugar de superar las ancestrales rencillas se empeñan en repetir las mismas necedades de sus padres y sus abuelos?
Sí. No te asustes, querido discípulo, de que hable así. Sé que me queda poco tiempo de existencia y la disciplina del dōjō me ha hecho más fuerte. A mi edad, el dolor es un viejo compañero de viaje y la muerte, la liberación final que me ha sido negada durante tanto tiempo. Si, al contrario que otros muchos, yo no les profeso temor, ¿por qué habría de inquietarme la ira de nuestro daimio o de sus secuaces?
Pero tú, con la inconsciencia que da la juventud, pides mi permiso para dejar el monasterio y partir a la guerra. Pretendes conseguir: gloria, honores, riqueza, placeres… ¡¡Ah, no sabes que todo eso que buscas son vanas apariencias, meros espejismos, fantasmas sin espíritu!! Quieres comprar tu nueva posición creando más sufrimiento y desdicha, sin saber que así únicamente lograrás acrecentar tu infortunio. Recuerda que las dichas pasan y solo el espíritu permanece. Pero veo con creciente dolor que todos mis sermones son vanos y las enseñanzas del sagrado Buda no han logrado arraigar en tu voluble corazón.
Parte, pues, a la guerra y sigue tu destino. Tienes mi permiso, pero no mi bendición.
Y, puesto que bajas al mundo de la materia, voy a satisfacer tu arrogante demanda y, aunque mis ojos se llenarán de lágrimas, trataré de recordar lo que durante tantos años he pretendido sepultar en el olvido. Sírveme, pues, más té y prepara tus oídos a escuchar aquello que nunca debió suceder.
Nuestro daimio recibió una terrible ofensa. Takeda Shingen declaró que los cerezos en flor de sus tierras eran más hermosos que los de nuestro señor y que, por ello, inspirarían poemas más profundos, pinturas más sutiles y música más elevada.
Naturalmente tanta arrogancia merecía un castigo ejemplar. Así que Oda Nobunaga, nuestro señor, convocó a sus amigos y aliados para forzar a que Takeda Shingen se retractase de sus insultos antes de hallar la merecida muerte que limpiase su honra.
Partimos, pues, una serena mañana de un radiante día, con nuestras armas relucientes y entonando cánticos que ensalzaban las virtudes de nuestro señor. Y cuando, tras unos días de marcha, nuestros emisarios retornaron con el emplazamiento del lugar de batalla, muestro espíritu se llenó de gozo. ¡Al fin íbamos a combatir! Como puedes ver, querido discípulo, yo también he cometido tus mismos pecados, cuando tenía tu edad.
Acamparon las tropas, se reunió el consejo de guerra y nuestro daimio, con la sabiduría que le caracteriza, elaboró el plan maestro que nos tenía que llevar a la victoria. Y yo tuve la dicha de ser invitado a él, pues me aguardaba una arriesgada misión. Pese a mi juventud, iba a ser la pieza clave en la batalla:
Ordenó a Honda Tadakatsu que, con sus tropas, protegiera el flanco izquierdo de nuestro ejército y repeliese cualquier ataque de la caballería enemiga. La zona que se le asignó fue la comprendida entre el bosquecillo de la izquierda y las primeras estribaciones de la colina central.
Sakuma Nobumori debía apoderarse, mediante una rápida marcha, de la colina central, fortificarla y emplazar allí sus arqueros y teppō[1], con el fin de poner en fuga cualquier avance del enemigo por ese sector. A tal efecto, se le ordenó desplegar en la parte central: en el bosque y a sus lados.
Ii Naomasa, al frente del grueso del ejército del glorioso clan Ii, debía partir del flanco derecho y avanzar hacia el enemigo para desbaratar cualquier atisbo de ataque del adversario por ese terreno y empujarlo, en deshonrosa huida, hacia su retaguardia. Por consiguiente, desplegó en el flanco derecho, con sus tropas dispuestas para un rápido avance.
A mi mando se asignó un destacamento compuesto por un batallón de los teppō, otro de nagae yari ashigaru[2] y, el tercero, de yari ashigaru[3]. Mi misión, la más peligrosa y decisiva de todas, consistía en flanquear al enemigo por la derecha y, tras una arriesgada marcha plagada de obstáculos e incertidumbres, irrumpir por el flanco izquierdo del oponente, apoderarme de la colina y cortar la retirada a las tropas que estarían desbandándose tras el arrollador avance de Ii Naomasa, mi señor.
Nuestros enemigos desplegaron con una gran concentración de caballería que enfrentaba a nuestro flanco izquierdo, un fuerte contingente de infantería y tiradores en el centro y tropas más ligeras y móviles en el extremo derecho. Sin duda, querían apoderarse de la colina y, con el flanco controlado, hostigar esa parte.
Naturalmente, no contaban con la audacia de nuestro brillante plan de batalla. Así que, mientras las demás tropas, con gran entusiasmo y notable alboroto, se desplegaban en sus posiciones, yo partí con el mayor sigilo al mando de mi destacamento, dispuesto a asestar el golpe de gracia al enemigo en el momento en que menos se lo esperase.
También ideé un ingenioso plan para confundir al adversario. Aprovechando que junto al bosque de la derecha había un minúsculo lugar visible para nuestro oponente, disfracé a algunos campesinos y criados con uniformes de repuesto y les ordené que formasen una columna de marcha y se movieran por ese sector armando un gran estruendo que se sumase a la algarabía general. Una vez fuera de la zona de visión del enemigo, debían retroceder rápidamente y dando un rodeo, para volver a desfilar por la misma área anterior, de suerte que semejara una larga columna en movimiento. Puesto que el adversario conocía nuestras tropas, con esta estratagema quedaría convencido de que el flanqueo se realizaría por el lado opuesto al real y el golpe a su moral, al aparecer por el lugar inesperado, resultaría aún más decisivo.
¡¡Ah, la inconsciencia de la juventud!! No tenía bastante con cumplir con lo que mi señor me había ordenado, ejecutando la parte que me correspondía en el plan tan brillantemente concebido, sino que mi orgullo pretendió mejorarlo. ¡Cuánta pesadumbre produjo mi irreflexiva conducta! ¡Qué gran deshonra y vergüenza causó a mi desdichada familia!
Quise ser el mejor y hacer más que nadie. Que mi señor viese en mí a su más leal y aventajado comandante. Así que, a la par que proseguía nuestra sigilosa marcha, mandé llamar a mi presencia a algunos soldados nativos de aquella zona y formé con ellos un pequeño contingente que debía guiar a nuestras huestes por caminos poco conocidos y atajos no transitados.
La silenciosa expedición prosiguió su implacable avance y fue tanto el celo que infundí en mi destacamento que aparecimos en el lugar asignado antes de lo previsto. La alegría henchía el pecho de mis soldados, que pese a estar fatigados por tan ardua caminata, redoblaban su ardor guerrero, sabiéndose parte fundamental de nuestra merecida victoria. Y yo ya me veía promocionado por mi audacia. Tal vez mi señor premiaría mi valor otorgándome un castillo o concediéndome como esposa a alguna de sus concubinas.
Pero mi funesta actuación fue el inicio de nuestra desdicha, pues al acelerar la marcha, aparecimos por flanco, mientras el oponente aún estaba maniobrando, en lugar de irrumpir con sus fuerzas ya enzarzadas en combate.
Inconsciente de mi desgracia, mandé izar los pendones y ordené a mis tropas avanzar y desplegarse en las posiciones adecuadas. Como el enemigo disponía en su reserva de aquel sector de un contingente de caballería, mandé a los nagae yari ashigaru a proteger la derecha de la colina y evitar así cualquier intento de incursión de su caballería. Mis teppō se desplegaron en la cima del promontorio y los yari ashigaru en la ladera de la derecha, en donde se encontraban varios grupos de hostigadores enemigos.
Grande fue el desconcierto entre las huestes enemigas por nuestra sorpresiva aparición. Muchas de sus tropas, al sentirse perdidas, retrocedieron apresuradamente, creando un notable desbarajuste entre sus propias filas. Pero Naitō Masatoyo, su experto comandante, haciéndose cargo inmediatamente de la situación, ordenó las maniobras precisas tendentes a restablecer el frente. Y, puesto que las avanzadillas de clan Ii aún se hallaban algo distantes, una vez superada la sorpresa inicial, se afianzaron en sus posiciones, frenando la acción de mis cansadas tropas y comenzando a acometerlas.
Poco más puedo añadir sobre tan aciaga jornada. Desbaratada la maniobra prevista por mi impulsiva conducta, pude ver como las tropas de mi señor iban cayendo unas tras otras en un vano intento de contactar conmigo. Y el que debió ser un arrollador avance que cortase la retirada, se transformó en un indigno enfrentamiento de suerte indecisa, enzarzados como estaban ambos contingentes en una confusa lucha por la ladera de la colina.
Desde mi atalaya también presenciaba el quebranto de la zona central. Los teppō enemigos vencieron a los nuestros y les arrebataron la colina. Se produjo una incomprensible carga de la caballería de Sakuma Nobumori, que se lanzó contra el centro del despliegue adversario y fue repelida con fiereza. Seguramente su comandante, percibiendo el fatal desenlace, prefirió sucumbir con honor.
Pero aún no era consciente de la magnitud del descalabro de nuestras tropas. Años más tarde, supe que en una suerte de concatenación de fatalidades, Honda Tadakatsu sintió su sector amenazado por la concentración de caballería enemiga, con lo que decidió replegarse a posiciones más estables anclando un extremo de su línea en el bosque de su derecha. Pero esa maniobra fue advertida por un destacamento de la caballería oponente, que, con un fulgurante ataque, desbarató el intento de crear una línea ordenada. Honda Tadakatsu solicitó a Sakuma Nobumori reposicionar ciertas unidades que completasen su frente defensivo, pero el arrogante Sakuma Nobumori le devolvió la cabeza del emisario con una escueta nota: «Jamás», y continuó avanzando de forma alocada. ¿Cómo pretendían vencer unos comandantes que no eran capaces de dominar sus propios impulsos y pasiones?
Poco a poco, mis exhaustos soldados iban sucumbiendo ante la manifiesta superioridad numérica del adversario. ¿Quién hubiera previsto tan funesto desenlace tan solo unas horas antes?
Con los últimos rayos del sol, la derrota era evidente. Algunos grupos aislados de valientes proseguían una inútil lucha, mientras el resto de los supervivientes había emprendido una vergonzosa retirada. Llegado, pues, a esta situación, solo me restaba limpiar mi honor practicándome el seppuku. Pero las fatalidades de esa aciaga jornada aún no habían concluido. Dispuesto como estaba a lavar mi honra, vislumbré un mensajero que era portador de una orden del propio daimio. En ella se me prohibía expresamente terminar mis días con honor, para arrastrar durante el resto de mi existencia el oprobio de mi insensata actuación.
Imposibilitado, pues, de darme muerte, la busqué por todos los medios. Participé en las empresas más arriesgadas, la mendigué en las tabernas más sórdidas, rogué a los más afamados ninjas que acabaran con mis días, pero todo resultó vano. Nadie quiso contravenir la orden de nuestro señor, en que me condenaba a la deshonra eterna al prohibirme la muerte.
Desesperado vagué por inhóspitas regiones, esperando que las fieras y alimañas hiciesen lo que ni a mí ni al resto de los mortales nos estaba permitido. Y tal vez hubiese alcanzado mi objetivo si el mismo Buda no se hubiese apiadado de mi infortunio y…
Pero observo con renovado desasosiego que, aunque finges prestarme atención, tu mente ya se halla en los campos de batalla. Y, puesto que tu espíritu ha partido, parte tú también. Parte ya. Parte presto y actúa con el honor y la rectitud que hemos tratado de inculcarte. Sigue, pues, tu camino, que yo, desde la soledad de mi celda, oraré por ti.
¡¡Ah, la locura de la juventud!!