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HOJA DE LA LIBRETA DE NOTAS
Me dormí en el acto, hasta la mañana siguiente.
Mis sueños son el rasgo característico que me diferencia de otros mortales. A aquella pregunta de Galia de si veía los sueños como antes, la podría contestar así: sí, los veo, se repiten impertinentemente, invariables por su contenido y extrañamente parecidos a fragmentos de noticiario.
Como es natural, tengo también sueños corrientes donde todo es confuso y vago, y en los cuales las imágenes aparecen deformadas, desfiguradas como en un espejo oblicuo. Estos sueños nos dan recuerdos inestables y efímeros, difíciles de representar y grabar.
Pero los sueños de los cuales hablo, se recuerdan toda la vida. Los podría describir con tanta precisión como el mobiliario de mi habitación. Son siempre multicolores, con los tintes reales y armónicos de la naturaleza. Así como en la realidad, florece la pradera primaveral que surge entre las sombras de la noche, fulgura el traje de indiana de una muchacha en el soleado sueño, haciendo recordar hasta sus dibujos. En estos sueños, no ocurre nada original; no inquietan ni asustan; pero ocultan algo inefable, como si sus componentes fuesen partículas de una vida ajena mirada por casualidad. Sobre todo, esa esquina en la ciudad desconocida, esa calle que no he visto nunca; pero de la que recuerdo todos sus detalles: balcones, vitrinas, tilos y verjas de hierro, representándomelos claramente como si los hubiese visto ayer; esos transeúntes, siempre los mismos; y esa gata negra de manchas blancas que atraviesa la calle corriendo, siempre por la misma esquina y frente a la misma casa. Algunas veces, veo mi figura parada en la galería de una tienda comercial parecida al GUM. Mas no es el GUM. Esta galería se ramificaba en paseos múltiples, transversales y longitudinales. Por lo general, o estoy esperando a alguien frente al sector donde venden papeles de escribir, o estoy cruzando por delante de la exposición de telas iluminadas estrafalariamente por una luz extraña y cambiante. Yo nunca había visto, en la realidad, esta galería; sin embargo, no sólo recuerdo las vitrinas, sino hasta los tipos de artículos que hay en ella, y las altas bóvedas de cristales, y el mosaico multicolor que cubre el suelo.
Otras veces, el sueño me presentaba el interior de un apartamento en el que no he estado nunca, o un paisaje campesino idílico: ante todo ese camino serpentino entre taludes de tierra adornados pobremente, aquí y allí, por isletas polvorientas de hierba, y que se desliza hacia la franja gris-azul de agua, donde resaltan los nenúfares áureos. Por este camino, se aleja, unas veces, una mujer vestida de blanco, otras veces, un anciano con una caña de pescar al hombro; pero ninguno se vuelve para mirarme, y no los puedo alcanzar. A pesar de que veo tan sólo la franja de agua con los nenúfares, sé inexplicablemente que es un estanque; sé que el camino torcerá a la derecha tras cruzar el estanque y que aquí pasé mi infancia. Sin embargo, en mi vida infantil, real, nunca existieron ni este camino, ni este estanque. Entonces, ¿qué misterio es éste? Justo estos sueños fueron los que hicieron dudar a Olga de mi equilibrio psíquico, instigándola a insistir en que debía dejarme ver por un psiquiatra. Yo, a pesar de todo, declinaba tales proposiciones y prefería aceptar el consejo de Galia.
La desdichada hoja de la libreta con los nombres de Zargarián y Nikodímov, me seguía martillando el cerebro: tenía la plena convicción de que nunca había oído tales apellidos. Jamás he creído que el subconsciente sea capaz de percibir excitaciones ambientales; palabras sueltas en las calles, ruidos desapercibidos, etc. Siempre he considerado que, en un cerebro normal, sólo la conciencia es capaz de ello. Y sólo en esa conciencia se conservan.
—Llamaré a Zoia —dijo Olga.
Zoia trabajaba en el Instituto de Informaciones Científicas y, según sus palabras, conocía a todos los «jefes eminentes». Si Zargarián y Nikodímov pertenecían a esta categoría, podía escuchar en un minuto decenas de anécdotas excelentes sobre su vida cotidiana. Pero yo no necesitaba esto, sino una información fidedigna que me enterara ampliamente de sus especialidades y trabajos. Debía saber si éstos eran «mis» Zargarián y Nikodímov.
Resolví primeramente llamar a Kliónov, director de la sección científica en nuestra redacción. Lo conocí en el frente.
Descolgué el auricular:
—¿Kliónov? Necesito una información, viejo, las coordenadas exactas de dos mamuts: Zargarián y Nikodímov.
Por el teléfono me llegó una carcajada.
—Ayer creí que estabas un poco chiflado.
—¿Ayer? ¿A qué hora?
—A las seis. Cuando te pillé frente a la estatua de Pushkin y te relaté lo de Sichuk.
Me relamí los labios.
Así que Kliónov vio a Hide y conversó con él y no notó nada. Muy interesante.
—No recuerdo —farfullé.
—No bromees. ¿Y no recuerdas lo que te informé sobre Sichuk?
—¿Qué?
—Que se quedó.
—¿Dónde se quedó?
—En Estambul. Te lo conté. Pidió asilo político en la embajada de los Estados Unidos.
—¿Qué? ¿Se enloqueció?
—No, el muy reptil estaba en su pleno juicio. Y nosotros estábamos durmiendo. Algunos dicen que cada persona es un barril de doble fondo; pero lo que había que hacer era ilustrarlo a tiempo. Ahora vamos a escribir una carta colectiva para que no lo dejen entrar cuando se arrastre por el suelo con intenciones de volver. Bueno, ¿qué te pasa? ¿En verdad no recuerdas nada?
—En absoluto. Ayer, desde las cinco de la tarde hasta las diez de la noche, tuve un completo vacío en mi cabeza. Me desmayé, y no recuerdo ni lo que hablé ni lo que hice. Volví en mí, después de que me condujeron a casa. Quizás todo fue consecuencia de aquella contusión que tuve en aquella ciudad del Danubio. ¿Recuerdas?
Sólo faltaba que Kliónov se hubiese olvidado de ello, tras haber cruzado el Danubio conmigo y con Oleg. A propósito, Sichuk también estaba allí, sólo que se largó prematuramente a la retaguardia, después de haber obtenido el permiso para trabajar en la redacción del periódico del frente; y allí se quedó.
Nuestro silencio, se prolongó por unos segundos; después Kliónov propuso:
—Será mejor que te hagas ver por un profesor. La consulta te la puedo arreglar sin problemas.
—No vale la pena —dije suspirando—. Dime, mejor, en qué trabajan los profesores Zargarián y Nikodímov.
—Ah. ¿Estás esperanzado en hacer un artículo sobre ellos? ¡Puf! No conseguirás nada. Nikodímov responde a tales intentos con el método Challenger. Al reportero de la revista «Ciencia y Vida» lo tiró al tacho de basura.
—No te inquietes por mi futuro y divide tu omnisciencia. ¿Quién es Nikodímov? Por favor, dímelo sin bromear, pues, en verdad, necesito saberlo.
—Es un físico con gran amplitud de intereses. Tiene un trabajo sobre la física de los campos. Se interesaba por los procesos electromagnéticos en medios complejos. Una vez, junto con Jenlichka, expuso la teoría del generador de neutrinos.
—¿Junto con quién?
—Con Jenlichka, un biofísico checo.
—¿Y en cuanto a la idea? ¿Qué me puedes decir?
—Soy un profano, como sabes, y la escuché de otras personas profanas; pero, en general, es algo así como un láser de neutrinos que abre una ventana en el antimundo.
—¿Hablas en serio?
—¡Claro! ¿Qué? ¿Te parece un disparate? Así la calificaron.
—¿Y Zargarián?
—¿Qué le sucede?
—¿No trabaja con Nikodímov?
—¡Ah! ¿Lo sabes? Te felicito.
—¿Es también físico?
—No. Neurofisiólogo o algo parecido. Es telépata.
—¿Qué? ¿Qué? —inquirí gritando.
—Te-lé-pa-ta —repitió Kliónov silabeando la palabra. Existe una ciencia que se llama telepatía.
—¿Qué estás diciendo? ¿Acaso crees que soy del medioevo? Esa ciencia no existe.
—¿Que no existe? Estás atrasado, Seriozha. Ya existe tal ciencia, así como los aparatos que sirven para desarrollarla: condensadores de la corriente biológica y otras yerbas. ¿Estás satisfecho?
—Casi —repuse suspirando.
—Si vas al ataque, te apoyaré con mi espíritu y mi cuerpo. Además publicaremos todo lo que les puedas sacar. Te aconsejo que comiences con Zargarián. Es más sencillo y accesible que Nikodímov, y un individuo como pocos…
Le di las gracias por la información y colgué el auricular.
Fue una conversación que no sobrepasaba el nivel de la de Zoia: antimundo, telepatía… Había que llamar a Galia para precisar.
Descolgué el auricular:
—¿Galia? Soy yo, el sonámbulo. ¿Estás levantada?
—Me levanto a las seis de la mañana —contestó bruscamente—. Seriozha, me interesa un detalle de tu odisea. ¿Por qué le dijiste a Lena que habías abandonado a tu esposa?
—Yo no respondo por los actos de Hide. Mi gran anhelo es aclararlos —afirmé—. Galia, escúchame con atención. ¿En qué consiste la idea del generador de neutrinos y cómo se podría eslabonar esa idea con la condensación de la corriente biológica?
—Ah. ¿Eso es Nikodímov y Zargarián? —preguntó riéndose.
—Sí. Como ves, he sabido algo.
—Disparates escuchas y disparates riegas, porque Nikodímov hace tiempo que desistió de la idea del generador de neutrinos tal como la formuló Jenlichka. Ahora, trabaja en la fijación del campo energético provocado por la actividad del cerebro… Fijación de algo así como el complejo único de campos electromagnéticos surgidos en las células del cerebro. Ya ves, también he sabido algo.
—¿Y qué une a Nikodímov con el fisiólogo Zargarián?
—No sé. Trabajan juntos; pero su trabajo es un secreto. Desconozco su esencia y su perspectiva; sin embargo, según pude averiguar este trabajo está relacionado con cierta codificación del estado neurofisiológico.
—¿Con qué? —pregunté extrañado.
—Más bien, con el cerebro —aclaró Galia—. Con el cerebro, mi querido. La relación que hizo Hide entre estos nombres y el Instituto del Cerebro no fue casual. Aunque… depende del aspecto en que se mire… Quizás éste es un problema perteneciente sólo a la física.
Quedó pensativa. A través del auricular se oía su agitada respiración.
—Ahí está la llave del problema, Seriozha —aseveró—. Mientras más pienso en ello, más me convence. Encuéntralos y encontrarás la explicación.
Colgué el auricular.
La búsqueda científica había concluido, tan sólo quedaba en adelante la búsqueda cotidiana y simple. La empecé con Zoia.
Ella respondió en el acto a la llamada telefónica de Olga. Sí, conocía a Zargarián y a Nikodímov. A Nikodímov lo conocía tan sólo de vista: parece un pájaro de mal agüero, y no frecuenta las recepciones; empero, con Zargarián hasta había tenido amistad tras bailar con él unas cuantas veces. Según ella, a Zargarián le interesan los sueños.
Al escuchar estas últimas palabras, Olga, a mi lado y tapando el auricular con la mano, repitió:
—Le interesan los sueños. ¿Qué tal?
—¿Qué? —grité arrancándole el auricular de la mano—. ¡Zoia! Soy yo. Sí, sí, el mismo. Zoia, acabas de hablar sobre los sueños. ¿A quién le interesan? Dímelo. Esto es muy importante para mí.
—A Zargarián. Después de contarle un sueño terrible que tuve, él, con gran interés, me obligó a repetir partes de lo relatado, haciéndome preguntas sobre los detalles más ínfimos e insignificantes. Pero, ¡en qué detalles podía yo pensar tras un sueño tan espantoso! Luego, él me pidió que lo visitara todas las semanas para relatarle mis sueños. Según él, son muy necesarios para su trabajo. Pero yo, ¿comprendes? No soy ninguna tonta, sé qué trabajo es ése.
—Zoia, ruégale que me reciba —le dije suplicante.
—¡¿Qué dices?! —exclamó—. No soporta a los reporteros.
—No le digas que soy periodista. Dile, simplemente, que quiere verlo un individuo cuyos sueños son rarísimos, que se repiten todos los años como si estuviesen grabados en una cinta. Inténtalo, Zoia. Si no resulta, lo intentaré yo.
Colgué el auricular y esperé. Antes de diez minutos Zoia me llamó, agitada:
—¡Resultó! Te recibirá hoy, después de las nueve. No te atrases —dijo hablando de prisa como si estuviera en la clase de su instituto—. Le gustó tanto lo que informé sobre tus sueños, que sin esperar ni un segundo, empezó a preguntarme sobre el grado de precisión, retención, etc. Yo le contesté que tú mismo le relatarías todo. Además, le dije que trabajas con nosotros, así que no me hagas quedar mal.