Capítulo 21
Cambiamos el pasado
En la primera habitación jugaban a las cartas. Se sentía el olor penetrante de las cenizas y el tabaco, y tanto era el humo disperso que no se distinguía nada. A ratos el humo se hacía más denso, luego se aclaraba, pero aun en aquellos momentos más traslúcidos todo vislumbrábase extrañamente deformado. Las cosas perdían la forma, diluíanse, contraíanse como si la configuración de este mundo no se sometiera a las leyes geométricas de Euclides. Aparecía una mano larga como un esquí sosteniendo entre los dedos la carta, en tanto que voces roncas gritaban: «Cinco y cinco más… paso… abro…». De repente esa imagen era cortada, bien por una bandeja en la que se balanceaba una botella de coñac y cuya etiqueta —que se extendía como las imágenes de la televisión— mostraba un rostro con bigotes, o bien tomaba posteriormente el aspecto de un cartel abigarrado con las letras: «VERBOTEN! VERBOTEN! VERBOTEN!». En el cartel empezaron a surgir cabezas grises sin rostros, mientras que una voz repetía en medio del humo: «Treinta minutos… treinta minutos…» Las cartas susurraban como hojas al viento. La luz se hizo más densa y el humo hería los ojos.
—¡Irina! —llamé. Ella se dio la vuelta.
—Yo no soy Irina.
—Da igual. ¿Qué es esto? ¿La habitación de la risa?
—No le comprendo.
—¿No recuerdas la habitación de la risa en el parque de cultura de Moscú? ¿Los espejos que distorsionaban las imágenes?
—No —respondió sonriéndose—. Lo que ocurre es que ninguna persona puede recordar las situaciones con toda la exactitud y con todos sus detalles. Etienne trata de recordarlos. Lange, por otra parte, sólo tiene visiones discontinuas y no piensa en los detalles.
Yo seguía sin comprenderla. Más bien, discernía de su pensamiento pequeñas ideas, aunque no completas.
—Esto parece un sueño —afirmó Martin confuso.
—Están trabajando las células de la memoria de dos personas. —Yo trataba de encontrarle alguna explicación-: Las representaciones de esas dos personas se materializan, entran en conflicto y se suprimen una a otra.
—Eso es un buen embrollo —manifestó él.
Entramos en el bar. Este se encontraba separado de la sala por una cortina de bambú colgada del techo. Los oficiales alemanes, de pie ante la barra, bebían sombríamente. No había sillas. Unas parejas se besaban en el largo diván junto a la pared. Pensé que Lange debió de recordar muy bien esta escena. Ninguno de sus personajes nos miró. Irina le susurró unas palabras al camarero y desapareció tras el alféizar en donde se notaba una escalera que ascendía al otro piso. El camarero, en silencio, colocó ante nosotros dos copas de coñac y se alejó. Martin probó el coñac.
—Es real —dijo y se lamió los labios.
—Shh… —le susurré—, no eres norteamericano, sino, francés.
—«Me duele la garganta y no puedo hablar» —repitió él y me guiñó un ojo.
Pero nadie nos escuchaba. Miré mi reloj: Lange debía aparecer dentro de quince minutos.
De pronto, en mi mente surgió una idea: si Lange no llegara a la habitación superior y el zapador no lograra desarmar la bomba, entonces el general Baer y su camarilla volarían en pedazos a la hora destinada. ¡Qué interesante! Lange vendrá con un soldado y un zapador. Es probable que el zapador llegue desarmado y que el soldado se coloque en el alféizar de la puerta que conduce a la escalera. ¡Hay posibilidades!
Le susurré a Martin mi plan. Este asintió. No existía ningún peligro de que los oficiales del bar intervinieran en la lucha, porque éstos apenas se podían mantener en pie. Algunos roncaban ya en el diván. Las parejas de enamorados habían desaparecido. En una palabra, la situación era óptima.
Transcurrieron diez minutos más. Un minuto, dos minutos, tres… Quedaban sólo segundos. En ese momento apareció Lange, pero éste no era aquel Lange que conocíamos, sino el Lange de un tiempo anterior, sin ser ascendido aún a sturmbahnführer. Deduje que si él recordaba este episodio, significaba que nosotros no habíamos participado en él, por lo que estábamos fuera de peligro. Sus actos estaban programados por la memoria: desarmar la bomba y prevenir la catástrofe. Él llegó acompañado de un soldado de edad avanzada que usaba lentes y por un joven miembro de la Gestapo armado con un automático. Entró rápido, sin detenerse, miró mordazmente a los oficiales soñolientos que miraban meditabundos el coñac y empezó a subir apresurado por la escalera junto con el zapador. El soldado, tal como nos lo habíamos imaginado, se situó en la puerta que conducía a la escalera. En ese segundo Martin dio unos pasos hacia él y, sin agitar el brazo, le pegó un golpe en el entrecejo y lo derribó, quitándole el automático antes de que éste tuviese tiempo de caer al suelo. Yo, sosteniendo la pistola browning en el puño, corrí por la escalera hacia arriba en pos de Lange, que se dio la vuelta.
—¡Al suelo, Yuri! —gritó Martin a mi espalda.
Me tiré al suelo y sentí las balas cruzar sobre mí y cortar los cuerpos de Lange y del zapador. Todo ocurrió en fracciones de segundo. Desde el bar no apareció nadie.
«Irina», en cambio, se presentó en lo alto de la escalera, miró hacia abajo y, después de unos segundos, empezó a descender la escalera cruzando por entre los cadáveres de los alemanes.
—¿No oyó nadie los disparos? —la interrogué, señalando hacia arriba.
—Nadie, excepto yo. Ellos están tan ensimismados en el juego, que no oyen ni las explosiones. —Ella tembló de repente y se llevó las manos a la cara-: ¡Dios mío! ¡No desarmaron la bomba!
—Tanto mejor —afirmé—. Deja que vuelen todos al infierno. Huyamos.
Ella seguía sin comprender:
—Pero, es que no fue eso lo que ocurrió en realidad.
—Así será ahora. —La agarré por el brazo e inquirí-: ¿Hay otra salida?
—Sí.
—Entonces, señálanos el camino.
Moviéndose como una sonámbula, nos condujo a una calle oscura. Martin, empleando el mismo método, puso fuera de combate al soldado de la puerta.
—Este es el cuarto —dijo—, y ni siquiera utilizamos la granada.
—Este es el quinto —le corregí—. La cuenta tuya empezó en la Antártida.
—Ahora las «nubes» tendrán que comenzar a crear un paraíso para las copias.
Cambiábamos palabras corriendo. Huíamos en la oscuridad por el medio de la calle con rumbo desconocido. Se oyó una explosión a nuestras espaldas y un haz de chispas se dispersó por el cielo. Por un instante los enormes ojos de «Irina» brillaron frente a mí. Sólo ahora me di cuenta de que esta «Irina» no usaba espejuelos.
Una sirena aulló a distancia. Cerca de nosotros se oyó el motor de un camión. Luego otro. Las llamas del incendio iluminaban levemente la calle.
—¿Cómo es posible? —interrogó ella—. Entonces, ¿yo estoy viva? ¿Es ésta otra vida y no aquélla?
—Sí, ahora esta vida se desarrolla independientemente y de acuerdo con las leyes del tiempo, porque nosotros la hemos cambiado —le respondí y, con goce maligno, le propuse-: Ya puedes saldar cuentas con Etienne.
La sirena aullaba con más fuerza. Los camiones oíanse ya cerca de nosotros. Miré a mi alrededor: Martin no estaba.
—¡Don! —llamé—. ¡Martin!
Nadie respondió. Entramos en el patio de una iglesia por una portezuela que estaba abierta. Tras la portezuela, la oscuridad se escondía temerosa, no herida aún por las luces del incendio.
—¡Ven! —susurró «Irina», mientras me agarraba por la mano. La seguí y, de pronto, la oscuridad comenzó a disiparse, descendiendo lentamente por una escalera que apareció frente a nosotros. Alguien estaba sentado en su escalón superior.