Durante incontables siglos, encerrado en un sarcófago que no debía abrirse, había esperado pacientemente la oportunidad de vivir de nuevo para poder alimentarse de incautos y fortalecerse. La espera por fin ha terminado. Una vez en el departamento de egiptología del Royal Ontario Museum de Toronto, tras arrancar sus descubridores los sellos y hechizos que lo aprisionaban, se apresuró a hacerse con las mentes y las almas de los confiados habitantes de la ciudad, para comenzar a crear un imperio para sí y para su dios. Sólo tres personas tienen siquiera una ligera impresión de que algo va mal.
Para Henry Fitzroy, un vampiro de 450 años, todo comenzó con una obsesionante y abrumadora imagen del sol, un terrorífico símbolo de muerte para alguien como él. Temiendo por su cordura, pidió ayuda a su amante ocasional y compañera de investigaciones sobrenaturales, la ex policía Vicki Nelson. Y mientras ambos luchaban por hacer frente a la obsesión de Henry, el mejor amigo y antiguo compañero de Vicki, el detective Mike Celluci, seguía la huella de dos misteriosas muertes en el museo, convencido de que eran asesinatos y no accidentes, y convencido también de que el asesino era una momia resucitada de entre los muertos.
Tras mucho tiempo aprisionada por los dioses de Egipto, una antigua fuerza del mal se cierne sobre la ciudad de Toronto...
Capítulo 1
Había permanecido aletargado durante algún tiempo. La nada se hizo añicos cuando lo sacaron de la cámara oculta bajo la tumba de un sacerdote olvidado, vacía durante siglos. La última capa del hechizo protector estaba escrita en el muro de roca que había sido destruido para poder entrar, y, desaparecido éste, el propio hechizo había empezado a desvanecerse.
Con cada segundo que pasaba, se iba diluyendo más y más. El ka que flotaba en el ambiente, el de más almas de las que le habían rodeado en milenios, le incitó a alimentarse. Lentamente, comenzó a recuperar sus recuerdos.
A continuación, mientras se revolvía y no tenía más que salir y hacerse con él, obteniendo asila llave hacia a la libertad, el movimiento se detuvo y las vidas se alejaron. Sin embargo, el vacío no volvió.
Eso fue lo peor de todo.
* * *
Decimosexta dinastía, pensó el Dr. Rax, recorriendo con su dedo la superficie del rectángulo de basalto negro, liso y sin decoración. Era algo extraño, siendo el resto de la colección de la decimoctava. Sin embargo, ahora entendía por qué los británicos estaban dispuestos a entregar la reliquia. Aunque era un espléndido ejemplar de su clase, no iba a atraer nuevas bandadas de visitantes a las galerías ni iba a arrojar demasiada luz sobre el pasado.
Sin embargo, gracias al poder adquisitivo de una aristocracia más provista de dinero que de cerebro, Gran Bretaña posee todas las antigüedades egipcias que pueda querer. El Dr. Rax se esforzaba en que esa idea no asomase a su rostro cuando algún supuesto miembro de la aristocracia, si bien de más reciente casta, curioseaba por encima de su hombro.
El decimocuarto Barón de Montclair, demasiado bien educado como para llegar a preguntar, se inclinó hacia delante con las manos ocultas en los bolsillos de su flamante chaqueta.
El Dr. Rax, dudando de si el joven parecía preocupado o simplemente ocioso, intentó no prestarle atención. Y yo que pensaba que el concepto de broma de clase alta lo inventaron los Monty Python, meditó mientras continuaba con su inspección. Qué ingenuo por mi parte.
A diferencia de la mayoría de los sarcófagos, la reliquia que estaba examinando el Dr. Rax no tenía tapa, sino un panel corredizo de piedra en uno de los extremos. Se preguntó cómo no había bastado ese simple rasgo para llamar la atención de los museos británicos. Por lo que él sabía, este diseño sólo se había encontrado en otro sarcófago, una belleza de alabastro hallada por Zakariah Goneim en la inconclusa pirámide escalonada de Sekhem-khet.
A su espalda, el decimocuarto barón se aclaró la garganta.
El Dr. Rax siguió sin prestarle atención.
Aunque una de las esquinas estaba astillada, el sarcófago se encontraba en muy buen estado. Tras haber pasado casi cien años almacenado en uno de los sótanos inferiores del hogar ancestral de los Montclair, parecía haber pasado desapercibido para todos, incluido el tiempo.
Pero no para las arañas. El Dr. retiró con el cepillo una polvorienta capa de telarañas. Frunciendo el ceño y con dedos algo temblorosos, sacó un bolígrafo-linterna del bolsillo del traje.
—¿Algún problema? —El decimocuarto barón tenía una razón para parecer algo alterado. La exclusivísima empresa llegaría en poco menos de un mes para convertir el edificio ancestral en un exclusivísimo balneario, y aquella maldita y enorme caja de piedra negra estaba precisamente donde pensaba situar la sauna femenina.
Los latidos del corazón del Dr. Rax casi ahogaron la pregunta.
—Nada.
A continuación se arrodilló y dirigió con mucho cuidado el fino haz de luz sobre el extremo inferior del panel corredizo. Había un óvalo de arcilla centrado sobre la juntura de argamasa, un sello casi intacto con algo que, por lo que podía observar el Dr. Rax a través del polvo y las telarañas, parecía el emblema de Thot, el antiguo dios egipcio de la sabiduría.
Por un momento, olvidó respirar.
Un sello intacto sólo podía significar una cosa.
El sarcófago no estaba vacío, como todo el mundo suponía.
Lo observó durante un intervalo de doce latidos del corazón, pugnando contra su consciencia. Los ingleses ya habían dicho que no querían la reliquia. No tenía obligación alguna de informarles de qué era lo que estaban cediendo. Por otra parte...
Suspiró, apagó la linternita y se quedó inmóvil.
—Tengo que hacer una llamada —le dijo a su inquieto acompañante—. Si puede indicarme desde dónde...
* * *
—Dr. Rax, que agradable sorpresa. ¿Sigue todavía en Harvested Hall? Ha echado un vistazo a la maldita caja de piedra negra de su Señoría?
—Pues sí, de hecho. Por eso he llamado. —Respiró profundamente; era mejor acabar pronto con aquello, y la pérdida resultaría menos dolorosa—. Dr. Davis, ¿envió realmente a su gente aquí a examinar el sarcófago?
—¿Por qué? —El egiptólogo británico dejó escapar un bufido—. ¿Necesita alguna ayuda para identificarlo?
El Dr. Rax recordó de repente por qué y cuánto despreciaba al otro hombre.
—Creo que puedo arreglármelas para clasificarlo, gracias. Sólo me preguntaba si alguno de los suyos había visto la reliquia.
—No hace falta. Vimos el resto de la basura que Montclair sacó de todos los rincones. Era de esperar que, con todas las piezas preciosas que salieron de Egipto en aquellos tiempos, el antepasado de su Señoría habría traído a casa algo de valor, aunque fuese por accidente, ¿no?
La ética profesional se enfrentaba al deseo. Se impuso la primera.
—En cuanto al sarcófago...
—Mire, Dr. Rax... —al otro lado de la línea, el Dr. Davis exhaló un gran suspiro:— este sarcófago puede ser algo muy importante para usted, pero de verdad, tenemos todo lo que necesitamos. Tenemos salas enteras llenas de reliquias de gran importancia histórica que puede que no tengamos ni tiempo de examinar jamás. —Y ustedes no, fue el mensaje implícito sin demasiada sutileza—. Creo que podemos permitirnos dejar volver a las colonias una mole de basalto sin adornos.
—¿Así que puedo llamar a mis empleados y empezar a embalarlo? —El Dr. Rax preguntaba en voz baja, en un tono que contrastaba severamente con su forma de agarrar y retorcer el cable del teléfono con los nudillos blancos.
—Si está seguro de que no quiere usar a un par de mis hombres...
No, aunque tuviese que llevar el sarcófago a cuestas todo el camino de vuelta a casa.
—No, gracias. Seguro que su gente tiene muchas cosas que hacer de importancia histórica.
—Bien, si eso es lo que quiere, con mucho gusto. Me encargaré de arreglar los papeles y enviárselos al Hall. Podrá sacar la reliquia del país tan fácilmente como si fuese una estatuilla de plástico del Big Ben.
Que es más o menos lo que vale, indicaba claramente su tono.
—Gracias, Dr. Davis.
Gilipollas egocéntrico estirado, añadió silenciosamente el Dr. Rax al colgar. Bueno, pensó para aliviar su maltrecha conciencia, no se puede decir que no lo intenté.
Se alisó la chaqueta y se dio la vuelta para dirigirse al barón, que revoloteaba por el lugar.
—Me ha dicho que pedía por él cincuenta mil libras, ¿no?
* * *
—Erm, Dr. Rax... —Karen Lahey se levantó, limpiándose el polvo de las rodillas—. ¿Está seguro de que los ingleses no lo quieren?
—Por completo. —El Dr. Rax se palpó el pecho y escuchó durante un segundo el reconfortante crujido de los papeles que llevaba en el bolsillo del traje. El Dr. Davis había cumplido su palabra. El sarcófago podía salir de Inglaterra en cuanto estuviese embalado y se hubiese concertado el seguro.
Karen se fijó en el sello. Que llevase el emblema de Thot sin ninguno de los símbolos de la necrópolis ya era suficientemente raro. Lo que implicaba el sello era todavía más raro.
—¿Sabían que...? —agitó la mano frente al disco de arcilla.
—Llamé al Dr. Davis en cuanto lo descubrí. —Lo cual no era mentira.
Ella frunció el ceño y se fijó en el otro preparador. La expresión de ambos era idéntica. Había algo raro. Nadie que estuviese en su sano juicio cedería un sarcófago sellado con la promesa que algo así representaba.
—¿Y el Dr. Davis dijo...? —insistió ella.
—El Dr. Davis dijo, y cito textualmente, "Este sarcófago puede ser algo muy importante para usted, pero tenemos todo lo que necesitamos. Tenemos salas enteras llenas de reliquias de gran importancia histórica que puede que no tengamos ni tiempo de examinar jamás" —El Dr. Rax ocultó una sonrisa al fruncir el ceño sus interlocutores—. Y a continuación añadió, "Creo que podemos permitirnos dejar volver a las colonias una mole de basalto sin adornos".
—No le contó lo del sello, ¿verdad, doctor?
Éste se encogió de hombros.
—Después de eso, ¿se lo diría usted?
Karen frunció aún más el ceño.
—Pues no, no se lo contaría a ese cabrón creído, y perdón por mi francés. Déjenos esto, Dr. Rax, y se lo embalaremos para que hasta las telarañas lleguen intactas.
Su acompañante asintió.
—Colonias —dijo con un bufido—. ¿Quién coño se cree que es?
El Dr. Rax tuvo que contenerse para no ponerse a brincar al llegar a su habitación. El Director de Egiptología del Royal Ontario Museum no brincó. No era digno. Pero nadie cerraba con argamasa un ataúd vacío para ponerle después un sello.
—¡Sí! —Se permitió dar un puñetazo al aire en la intimidad del desierto sótano superior—. ¡Hemos conseguido una momia!
* * *
El movimiento comenzó de nuevo y los recuerdos cobraron nitidez. Arena y sol. Calor. Luz. No necesitaba recordar la oscuridad; la oscuridad lo había acompañado demasiado tiempo.
* * *
Mientras el pesado ataúd llegaba a su destino por aire, hubiera estado bien un agradable crucero por el Atlántico en la gran dama de los trasatlánticos, el Queen Elisabeth II. Desgraciadamente, el presupuesto de adquisiciones se había estirado hasta límites extremos con la compra, el embalado y el seguro, y lo mejor que podía permitirse el museo era un carguero danés que salía de Liverpool para Halifax. El barco partió de Inglaterra el 2 de octubre. Con la colaboración de Dios y del Atlántico Norte, llegaría a Canadá en diez días.
El Dr. Rax envió a los dos preparadores de vuelta en avión y decidió viajar personalmente con el artefacto. Sabía que era una imprudencia, pero no quería separarse de él. Aunque la nave a veces llevaba pasajeros, las instalaciones del barco eran espartanas, y las comidas, aunque sustanciosas, no eran precisamente exquisitas. Ni se dio cuenta. Aunque no se le permitía el acceso al contenedor en el que viajaba el sarcófago con la momia que sin duda contenía, permanecía lo más cerca que podía, ocupándose del papeleo; por la noche se acostaba en su estrecha litera y se imaginaba la apertura del ataúd.
A veces, él desprendía el sello y abría el panel rodeado de toda clase de medios de comunicación; el hallazgo del siglo, en todos los noticiarios y en primera página en todo el mundo. Habría contratos para libros, giras de conferencias y años de investigaciones, estudiando los contenidos y extrayéndolos después para examinarlos con más detenimiento.
A veces, sólo eran él y su equipo, trabajando despacio y cuidadosamente. Pura ciencia. Puro descubrimiento. Y aún quedaban los años de investigación.
Se imaginaba el contenido del sarcófago de todas las formas posibles, una por una y combinadas. Algunas noches extendía las descripciones, y otras las simplificaba. No sería la momia de algún miembro de la realeza, sino probablemente un sacerdote o un alto funcionario de la corte; y con suerte, no habría recibido los óleos aromáticos que destruyeron parcialmente la momia de Tutankamón.
Llegó a concentrarse tanto en ello que pensó que sería capaz hasta de distinguir su contenedor entre cientos de contenedores idénticos. Ocupó tanto sus pensamientos que se olvidó de todo los demás: el mar, el barco, la tripulación. Uno de los marineros portugueses empezó a hacer la señal contra el mal de ojo cada vez que se acercaba a él.
Empezó a hablar con el sarcófago todas las noches antes de irse a dormir.
—Pronto —le decía—. Pronto.
* * *
Recordaba una cara, delgada y preocupada, que se inclinaba sobre él y no paraba de murmurar. Recordaba una mano, la suave piel húmeda de sudor al cerrarle los ojos. Recordaba el terror al sentir la tela sobre la cara. Recordaba el dolor cuando enrollaron sobre él la banda de lino que contenía el hechizo y la aseguraron.
Pero no podía recordarse a sí mismo.
Sólo sentía un ka, y a una distancia tal que sabía que debía de estar acercándose a él tanto como él mismo se acercaba al ka.
"Pronto", le decía. "Pronto".
Podía esperar.
* * *
El aire de la dársena de carga del museo estaba tan cargado de excitación contenida que incluso el conductor del camión, un hombre de legendario laconismo, se vio insuflado por ella. Sacó las llaves del bolsillo como si sacase un conejo de un sombrero y abrió las compuertas del vehículo con tal ceremonia que parecía añadir un redoble de tambores a toda la operación.
El cajón de contrachapado, reforzado con dos a dos y ataduras, no parecía distinto de cualquiera de los demás cajones que había recibido el Royal Ontario Museum a lo largo de los años, pero todo el departamento de egiptología, que carecía de razón alguna para estar allí abajo, se aproximó; el Dr. Rax estaba radiante como debía estarlo la Virgen María en el pesebre.
Los preparadores no solían encargarse de descargar las adquisiciones. Lo hicieron con aquella. El Dr. Rax, que hubiese querido llevar a mano él solo la caja al taller, permaneció al margen y les dejó continuar con lo suyo. Su momia se merecía lo mejor.
—Saludos al gran conquistador. —La Dra. Rachel Shane, directora auxiliar, se acercó para ponerse a su lado. Bienvenido de vuelta, Elias. Tienes pinta de estar algo cansado.
—No he dormido mucho —admitió el Dr. Rax, frotándose los ojos ya inyectados en sangre.
—¿Sentimiento de culpabilidad?
Él soltó un bufido, reconociendo la broma.
—Tengo sueños extraños sobre estar atado y asfixiarme lentamente.
—Tal vez estás poseído —dijo ella, haciendo un gesto con la cabeza hacia la caja.
Él volvió a contestar con un bufido.
—Tal vez la junta de directores haya estado intentando ponerse en contacto conmigo —echó un vistazo alrededor, frunciendo el ceño al resto su equipo—. ¿No tenéis nada mejor que hacer que venir a ver sacar una caja de madera de un camión?
El nuevo becario era el único que parecía nervioso; los demás se limitaron a esbozar una sonrisa y mover la cabeza colectivamente.
El Dr. Rax también sonrió; no podía evitarlo. Estaba agotado y necesitaba urgentemente algo más reparador que el café y la comida rápida que había consumido en cada parada entre Halifax y Toronto, pero tampoco se había sentido nunca tan eufórico. Aquella reliquia podía ser el detonante para situar en el mapa al Royal Ontario Museum, que ya era una institución respetada internacionalmente, y todos los que estaban en la habitación lo sabían.
—Aunque me gustaría pensar que toda esta agitación es porque he vuelto, ya sé que no es por eso. —Nadie se molestó en protestar—. Y como podéis ver, no hay nada que ver, así que, ¿por qué no volvemos al taller para poder entusiasmarnos en la intimidad de nuestro propio departamento?
A su espalda, la Dra. Shane añadió su propio apoyo silencioso a aquella sugerencia.
Hicieron falta no pocas miradas reticentes a la caja, pero al fin la sala se vació.
—Supongo que el edificio entero sabe lo que tenemos aquí, ¿no? —preguntó el Dr. Rax mientras él y la Dra. Shane seguían a la caja y a los preparadores al montacargas.
La Dra. Shane movió la cabeza.
—Por sorprendente que parezca, teniendo en cuenta cómo se extienden los rumores en esta madriguera, no. Toda nuestra gente ha sido muy discreta. —Las cejas oscuras se relajaron—. Por si acaso.
Si acaso resulta que realmente está vacía, cuanta menos gente lo sepa, menos se resentirá nuestra reputación profesional. No se ha descubierto una momia nueva desde hace décadas.
El Dr. Rax decidió ignorar este tema.
—¿Así que Von Thorne no lo sabe?
Aunque el departamento de egiptología no envidiaba la hermosa ala nueva del departamento del Lejano Oriente, sí les molestaba la actitud pedante de su director.
—Si se ha enterado —dijo enfática la Dra. Shane—, no ha sido por nosotros.
Como uno solo, los dos egiptólogos se giraron hacia los preparadores, que trabajaban no sólo para ellos, sino para todo el edificio.
Con una mano apoyada ligeramente sobre la caja, Karen Lahey se estiró en toda su extensión.
—Bueno, por nosotros no se ha enterado. No después de acusarnos de hacer una grieta falsa en aquel Buda de porcelana.
Su compañero asintió con un gruñido.
El montacargas se paró en el cinco, las puertas se abrieron y el Dr. Van Thorne se dirigió efusivamente hacia ellos.
—Así que has vuelto de tu viaje de compras, Elias, ¿has traído algo interesante?
El Dr. Rax se esforzó por esbozar una sonrisa no muy educada.
—Sólo lo habitual, Alex.
Van Thorne se apartó hábilmente de en medio cuando los preparadores sacaron la caja del montacargas, y dio unos golpecitos a la madera al pasar, a modo de bendición descuidada.
—Ah —dijo—. Más trozos de jarras, ¿eh?
—Algo así. —En la sonrisa del Dr. Rax fueron asomando más dientes. La Dra. Shane lo agarró del brazo y tiró de él por el pasillo.
—Acabamos de recibir un Buda nuevo —dijo a sus espaldas el director del departamento del Lejano Oriente—. Siglo II antes de Cristo. Una cosita preciosa de alabastro y jade sin una sola marca. Tienen que venir a verlo en cuanto puedan.
—En cuanto podamos —asintió la Dra. Shane, con la mano sujetando aún con fuerza el brazo de su superior. No lo soltó hasta que estuvieron casi en el taller.
—Un Buda nuevo —murmuró él, flexionando su brazo y observando cómo los preparadores manipulaban la caja a través de las puertas dobles—. ¿Qué importancia histórica tiene eso? La gente todavía sigue adorando a Buda. Espera, espera a que abramos este sarcófago y le vamos a borrar de la cara esa sonrisa de perro del templo.
Al cerrarse las puertas del taller a sus espaldas, el peso de la responsabilidad del sarcófago desapareció. Todavía había mucho por hacer, y había varias cosas que aún podían salir mal, pero el viaje al fin había terminado. Se sentía como un moderno Anubis, escoltando a los muertos a la vida eterna en el submundo, y se preguntaba cómo se las apañaba el antiguo dios para soportar una carga tan agotadora.
Apoyó ambas manos en la caja, sintiendo a través de la madera, el embalaje, la piedra y el ataúd interior que ocultase ésta, el cuerpo que reposaba en su interior.
—Estamos aquí —le dijo suavemente—. Bienvenido a casa.
* * *
Al ka que había sido tan constante se le sumaban otros. Los sentía fuera de las ataduras, llamando, existiendo, haciéndolo caer en un frenesí con su cercanía y su inaccesibilidad. Si pudiese recordar...
Entonces, de repente, el ka de los alrededores comenzó a desvanecerse. Al borde del pánico, se dirigió hacia el que conocía y lo sintió alejarse. Se aferró a él tanto como pudo, y después a la sensación de éste, y después a su recuerdo.
Solo no. Por favor, solo otra vez, no.
Cuando volvió, hubiese llorado si hubiese recordado cómo.
* * *
Tras refrescarse con una ducha y una buena noche de sueño plagada sólo por una vaga sensación de pérdida, el Dr. Rax observó el sarcófago. Lo habían catalogado, medido, descrito, le habían asignado la tarjeta número 991.862.1 y ahora existía como posesión oficial del Royal Ontario Museum. Había llegado el momento.
—¿Está preparada la cámara? —preguntó mientras se ponía un par de guantes nuevos de algodón.
—Preparada, doctor —Boris Bercarich, que se ocupaba de la mayor parte de la labor de fotografía del departamento, entornó el ojo a través del objetivo. Ya había tomado dos carretes de fotos, uno en blanco y negro y otro en color, y su cámara colgaba ahora del cuello del becario más competente en aquellas lides. Él seguiría haciendo fotos mientras ella grababa. Si tenía que decir algo, como así era, aquella iba a ser una momia bien documentada.
—¿Preparada, Dra. Shane?
—Preparada, Dr. Rax. —Se calzó los guantes y alcanzó la almohadilla de algodón estéril que debía albergar el sello arrancado—. Puede comenzar cuando quiera.
Él asintió, respiró hondo y se arrodilló. Con la almohadilla en la mano, deslizó la hoja flexible de la espátula detrás del sello y fue raspando lentamente la arcilla de siglos de antigüedad. Aunque sus manos eran firmes, se le hizo un nudo en el estómago, más tirante a cada segundo, y creció su miedo a que el sello, a pesar de los conservantes, sólo se pudiese arrancar convertido en un puñado de arcilla roja informe. A medida que trabajaba, iba comentando en voz baja las sensaciones físicas que recibía al manejar el cuchillo.
Entonces sintió que algo cedía, y apareció una grieta minúscula como un pelo, cruzando diagonalmente la superficie exterior del sello.
Durante un latido de corazón, el único sonido audible en la habitación fue el suave zumbido de la videocámara.
Un latido después, el sello, partido limpiamente en dos mitades unidas por conservantes, descansó sobre la almohadilla de algodón.
El departamento de egiptología recordó a una como respirar.
* * *
Sintió romperse el sello, oyó la rotura resonar a través de las edades.
Recordó quién era. Lo que era. Lo que le habían hecho.
Recordó el odio.
Recurrió al odio para hacerse fuerte, y se lanzó contra las ataduras. Aún quedaba demasiado del hechizo; ahora era consciente, pero aún seguía tan atrapado como antes. Su ka aulló silenciosamente de frustración.
¡Pronto seré libre!
"Pronto", llegó la silenciosa respuesta. "Pronto".
* * *
Hizo falta el resto del día para retirar la argamasa. A pesar de acumular el papeleo, el Dr.Rax permaneció en el taller.
—Bueno, sea lo que sea lo que sellaron aquí, desde luego no lo pusieron fácil para abrirlo.
La Dra. Shane se estiró, frotándose con la mano la parte inferior de la espalda.
—¿Estás seguro de que su Señoría no sabía ni por asomo de dónde sacó esto su venerable antepasado?
El Dr. Rax pasó el dedo por la juntura.
—No, ni idea —esperaba estar eufórico una vez comenzase finalmente el trabajo, pero se dio cuenta de que sólo estaba impaciente. Todo iba muy despacio, hecho del cual era bien consciente y que no debería considerarse un problema. Se frotó los ojos e intentó borrar de su mente la intranquilizadora visión de abrir el sarcófago de un mazazo.
La Dra. Shane suspiró y se volvió a inclinar hacia la argamasa.
—Qué no daría por algo de información contextual.
—Ya sabremos todo lo que haga falta cuando consigamos abrir el sarcófago.
Ella se giró para mirarlo, y un mechón tapó su ceja arqueada.
—Pareces estar muy seguro de eso.
—Lo estoy.
Y lo estaba. De hecho, sabía que obtendrían las respuestas que necesitaban cuando el sarcófago estuviese finalmente abierto, aunque no sabía para nada de dónde procedía esa información. Se frotó las palmas, sudorosas de repente, contra los pantalones. Ni idea...
Para cuando terminaron de retirar la argamasa, era demasiado tarde como para seguir trabajando ese día, o más exactamente, era de noche. Verían el contenido de la caja de piedra por la mañana.
Esa noche, el Dr. Rax soñó con un animal parecido a un grifo con cuerpo de antílope y cabeza de pájaro. Éste le observaba de arriba abajo con ojos demasiado brillantes y se reía. Se levantó, casi sin descansar, al amanecer, y estuvo en el museo horas antes de que llegase el resto del departamento. Pretendía evitar el taller y usar el tiempo adicional para el papeleo administrativo que amenazaba con enterrar su escritorio, pero su llave ya estaba en la cerradura y su mano abría la puerta de un empujón antes de que su mente consciente registrase la acción.
—Casi lo hago —dijo cuando la Dra. Shane llegó un rato después. Estaba sentado en una silla de plástico naranja, con las manos cerradas tan fuertemente que tenía los nudillos blancos.
A ella no le hizo falta preguntarle a qué se refería.
—Es una suerte que seas demasiado científico como para rendirte al impulso —le dijo, pensando que tenía pinta de estar hecho una mierda—. En cuanto lleguen los demás, terminamos con esto.
—Terminamos con esto —repitió él.
La Dra. Shane frunció el ceño y sacudió la cabeza, decidiendo no decir nada. Después de todo, ¿qué podía añadir? ¿Que por un momento el director del departamento de egiptología no hablaba como él mismo ni parecía él? A lo mejor él no era el único que necesitaba dormir más.
* * *
Cinco horas y siete carretes más tarde, el ataúd interior descansaba sobre soportes de madera con almohadillas, libre de su envoltura de piedra por primera vez en milenios.
—Bien —la Dra. Shane miró con ceño fruncido la madera pintada—. Esta es la cosa más puñetera que he visto nunca.
El resto del departamento asintió con la cabeza, salvo el Dr. Rax, que se contenía para no avanzar y tirar la tapa.
El ataúd era antropomórfico, pero sólo remotamente. No tenía ningún dibujo grabado ni pintado en la madera, ni símbolos de Anubis u Osiris, como cabía esperar. En lugar de eso, una fabulosa serpiente enroscaba toda su extensión alrededor del ataúd, marcada con un símbolo de Thot, descansando sobre el pecho de la momia. A la cabecera del ataúd había una representación de Setu, un dios menor que montaba guardia en la décima hora de Tuat, el submundo, y usaba una jabalina para ayudar a Ra a acabar con sus enemigos. A los pies había una representación de Shemerti, idéntica en todos los aspectos al otro guardián salvo por que usaba un arco. Los espacios que dejaba libres la serpiente grande estaban ocupados por culebras enroscadas y vigilantes.
En la mitología egipcia, las serpientes eran las guardianas del submundo.
Como obra de arte era hermoso; los colores eran tan ricos y vibrantes que parecía que el artista hubiese terminado la obra hacía tres horas, y no tres milenios. Como ventana histórica, el cristal estaba demasiado empañado en el mejor de los casos.
—Si tuviera que opinar —dijo pensativa la Dra. Shane—, diría que, por el símbolo y el trabajo de artesanía, esto es de la decimoctava dinastía, no de la decimosexta. A pesar del sarcófago.
El Dr. Rax tuvo que asentir, aunque parecía incapaz de hacer una observación personal coherente.
Pasaron el resto del día haciendo fotos, catalogándolo y arrancando el sello de goma de cedro que fijaba firmemente la tapa.
—No tengo ni idea de cómo es que esto no se ha secado y se ha convertido en un polvito fácil de quitar.
El Dr. Shane sacudió una pierna entumecida y después la otra. Ése era el segundo día que había pasado de rodillas, y, aunque era una posición de lo más propia para un arqueólogo, nunca había estado muy por la labor de tullirse por la ciencia.
—Parece —añadió ella, alargando la mano pero sin llegar a tocar una de las culebras— que lo que hubiese encerrado en este ataúd no debía salir.
Uno de los becarios dejó escapar una aguda risotada que se interrumpió rápidamente.
—Ábrelo —ordenó el Dr. Rax, con labios repentinamente secos.
En el silencio que siguió a estas palabras, el suave murmullo de la cámara parecía indiscretamente fuerte.
El Dr. Rax no era del todo inconsciente de la miradas sorprendidas que lanzaban sus ayudantes, entre sí y hacia él. Alargó las manos y consiguió sonreír.
—¿Dormirá alguno de nosotros esta noche si no lo hacemos?
¿Dormirá alguno de nosotros esta noche si lo hacemos?, se descubrió pensando de repente la Dra. Shane, y se preguntó de dónde provenía esa idea.
—Es tarde. Todos hemos estado trabajando mucho y tenemos por delante todo un fin de semana. Podríamos empezar frescos el lunes.
—Sólo vamos a levantar la tapa. —Estaba usando la misma voz que empleaba para obtener fondos de la junta directiva del museo, con un encanto garantizado. La Dra. Shane no apreciaba que la usase con ella—. Y creo que todo este trabajo bien vale una mirada al interior.
—¿Y los rayos X?
—Más adelante —mientras hablaba se fue poniendo un par de guantes, con lo que ocultaba el temblor de manos—. Como parece ser que quitaron las asas que se usaron para colocar la tapa, yo cojo la cabecera, Ray —dijo mencionando al más corpulento de los investigadores—, y tu los pies.
Podrían haber parado en aquel momento, pero, a decir verdad, todos estaban ansiosos por ver lo que contenía la reliquia. Al no objetar la directora adjunta, Ray se puso un par de guantes y se colocó en su lugar.
—A la de tres. ¡Uno, dos, tres!
La tapa se levantó limpiamente, más pesada de lo que parecía.
—Ahhh —el sonido surgió involuntariamente de media docena de gargantas. Colocando la tapa cuidadosamente en otro caballete acolchado, el Dr. Rax, con el corazón saliéndosele del pecho, se volvió para ver lo que podía yacer allí.
La momia estaba gruesamente envuelta en lino antiguo, y el olor a cedro era casi abrumador. El interior de la caja estaba revestido de madera aromática. Alguien estornudó, aunque nadie se dio cuenta de quién. El cuerpo estaba enrollado en una larga tira de tela, cubierta abundantemente con jeroglíficos, siguiendo la dirección que llevaba la serpiente sobre el ataúd. La momia no llevaba máscara mortuoria, aunque sus rasgos eran visibles en relieve a través de la tela.
El aire seco de Egipto era bueno para los muertos, y los preservaba para su futuro estudio, al absorber todos los fluidos, incluso a través del tejido protegido. El embalsamamiento era sólo el primer paso, y, como demostraban los sitios que depredaban a los faraones, no era el más necesario.
Disecado era la única palabra posible para describir el rostro que se ocultaba bajo el lino, aunque pudieran haberse usado otras palabras más halagüeñas en otro tiempo, ya que las mejillas eran altas y agudas, la barbilla marcada, y la impresión general que daba era de fuerza.
El Dr. Rax exhaló una bocanada de aire que no se había dado cuenta de estar reteniendo, y la tensión abandonó visiblemente sus hombros.
—¿Esperabas a Bela Lugosi? —preguntó secamente la Dra. Shane, en un tono sólo para sus oídos. La mirada que él le devolvió, mitad de terror y mitad de agotamiento, le hizo arrepentirse de sus palabras casi al instante—. ¿Podemos irnos a casa ya? —preguntó ella en un tono deliberadamente desenfadado—. ¿O querías adelantar otros dos años de investigación esta noche?
Lo hizo. Vio su mano lanzarse hacia la tira de jeroglíficos, a punto de hacerse con ella, pero la retiró.
—Vale por hoy —dijo levantándose, forzando la voz para no mostrar el esfuerzo que le costaba formar las palabras.
—Nos ocuparemos de esto el lunes.
A continuación se dio la vuelta y, antes de poder cambiar de opinión, abandonó el cuarto.
* * *
Se hubiese reído de haber sido posible, incapaz de contener la exaltación desatada. Puede que su cuerpo siguiese atrapado, pero con la apertura de su prisión, su ka había quedado libre.
Libre... libre... hambre...
Capítulo 2
—Me llamo Ozymandias, Rey de Reyes: ¡contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!
El Detective Celluci miró a su compañera con el ceño fruncido.
—¿Qué coño murmuras?
—¿Murmurar? No estaba murmurando. Estaba cavilando sobre los monumentos que el hombre construye para el hombre.
Tras colocarse las gafas de nuevo, Vicki Nelson se inclinó, con las piernas estiradas, y colocó las palmas de las manos en el suelo de cemento a sus pies.
Celluci contestó con un bufido a aquella demostración patente de flexibilidad, evidentemente realizada con el fin de recordarle sus limitaciones; levantó la cabeza y se fijó en el flanco de la torre CN. Desde su posición en la base, el escorzo hacía que pareciese a la vez infinita y achaparrada, con la antena de radio que se elevaba en la cima oculta tras la masa de los restaurantes y el observatorio.
—Estabas rumiando como una vaca —gruñó—. Y supongo que te refieres al hombre en el sentido racial y no en el genético.
Vicki se encogió de hombros, casi inmóvil en su posición.
—Tal vez —se estiró y esbozó una media sonrisa—. Pero no lo llaman el símbolo fálico sin fijación más alto del mundo porque sí.
—Sigue soñando.
Él suspiró mientras ella se agarraba el tobillo izquierdo y levantaba la pierna hasta sostenerla en el aire en un ángulo de algo más de cuarenta y cinco grados.
—Y deja de exhibirte. ¿Estás preparada ya para escalar esta cosa?
—Sólo estoy esperando a que termines de calentar.
Celluci sonrió.
—Entonces prepárate para morder el polvo.
Varias organizaciones caritativas usaban los mil setecientos noventa escalones de la torre CN como medio de obtener dinero. Los que la escalaban recibían contribuciones de amigos y socios por cada escalón. La Heart Fund [Nota del T.— Fundación benéfica] era la que patrocinaba aquella escalada. Tanto a Vicki como a Celluci se les había medido el pulso de salida.
—Tendréis el camino bastante despejado —les dijo el voluntario al anotar el pulso de Vicki en un papel—. Sois como el sexto y el séptimo, y los demás eran corredores de verdad.
—¿Qué te hace pensar que nosotros no lo somos? —preguntó Celluci en tono beligerante. Tras su último cumpleaños había comenzado la cuesta abajo de los cuarenta, y estaba algo sensible al respecto.
—Bueno... —El joven tragó saliva con nerviosismo, ya que poca gente sabe ser tan beligerante como la policía—; los dos lleváis sudaderas y zapatillas normales. Los cinco primeros corredores eran muy... aerodinámicos.
Vicki se rió con sorna, consciente del motivo de la pregunta de Celluci. Éste la miró enfurecido, pero, sabiendo que probablemente no era recomendable hacer ningún comentario, mantuvo la boca cerrada. Con el momento de salida sellado, corrió hacia las escaleras.
El voluntario tenía razón, y a la vez se equivocaba. A ninguno de ellos les importaba competir con los demás corredores o con la torre, pero se tomaban totalmente en serio la competición entre sí. La competición había sido la base de su relación desde el día en que se conocieron, dos jóvenes agentes de policía muy vitales, seguros de ser la respuesta a cualquiera que fuese la pregunta. Michael Celluci, con cuatro años de veteranía, un ascenso acelerado y una mención, tenía motivos para creerlo. Vicki Nelson, que acababa de salir de la academia, se basaba en la fe. Cuatro años más tarde, a Vicki se la conocía por el sobrenombre de "Victoria" en el cuerpo, habían descubierto varios intereses comunes, y la competición se había convertido en una parte tan importante de su modo de trabajar que los superiores la utilizaban en beneficio del cuerpo. Cuatro años después de eso, cuando la vista cada vez más deteriorada de Vicki le obligó a escoger entre un puesto de despacho o la dimisión, el sistema se vino abajo. No podía quedarse y convertirse en menos de lo que era, así que se fue. Se cruzaron ciertas palabras. Las heridas causadas por estas palabras tardaron meses en curarse y pasaron más meses mientras el orgullo de ambas partes les impedía hacer el primer movimiento. Después de eso había surgido una amenaza contra la ciudad a la que ambos habían jurado servir, y eso los reunió, y tuvo que forjarse una nueva relación de las ruinas de la antigua.
—¡No vale obstaculizarme, cabrón, brazolargo!
Resultó no ser especialmente significativo.
Los escalones de metal amarillo que zigzagueaban por el costado de la torre CN no medían más de un metro, suficiente como para permitir a un hombre mantener una mano en cada barandilla y usar los brazos para tomar impulso con los músculos superiores del cuerpo. También para impedir que nadie que viniese detrás pudiese pasar.
Seis pasos más arriba, Vicki hizo un esfuerzo y se coló entre Celluci y el muro, con el cemento raspándole el omóplato. Se despegó y se puso delante, subiendo dos escalones a la vez, sintiendo a Celluci en los talones. Con un metro setenta era casi más fácil subir dos escalones a la vez. Desgraciadamente, era mucho más fácil para Celluci, que medía un metro ochenta y ocho.
Ninguno de los dos paró en la primera estación de agua.
Se fueron alternando uno delante del otro un par de veces más, con el sonido de las suelas de goma de alta tecnología golpeando en los escalones metálicos, resonando por el espacio cerrado como un trueno lejano. Más adelante, las hojas de plexiglás que separaban a los corredores del paisaje empezarían a cubrirse con la acumulación del sudor evaporado procedente de cientos de pares de pulmones, pero a primera hora de esa mañana, la línea del horizonte de Toronto descendía junto a ellos con claridad vertiginosa.
Agradecida de no tener visión periférica y, por lo tanto, de no poder ver a qué altura estaban realmente de la tierra, Vicki se apresuró a pasar la segunda estación de agua. Novecientos metros más. Sin problemas. Sus pantorrillas empezaban a protestar y sus pulmones a arder, pero por nada del mundo iba a bajar el ritmo y dar a Celluci una oportunidad de adelantarla.
Las escaleras pasaron del amarillo al gris, aunque el color original se veía por donde incontables pies habían borrado la segunda capa de pintura. Estaban en las escaleras de emergencia de la planta del restaurante.
Ya casi está... Celluci estaba tan cerca que era capaz de sentir su aliento cálido contra la espalda de ella. Dio los últimos pasos por detrás de ella. Una, dos zancadas hacia la puerta abierta. En el rellano, sus piernas, más largas que las de ella, los igualaron. Vicki se agarró desesperadamente al quicio de la puerta y se lanzó violentamente contra el salón enmoquetado.
—Nueve minutos, cincuenta y cuatro segundos. Nueve minutos, cincuenta y cinco segundos.
En cuanto tenga suficiente aliento, le doy otra vez. Por el momento, Vicki se apoyó contra la pared jadeando, con el corazón latiéndole con tal fuerza que hacía temblar todo su cuerpo, y el sudor cubriéndole la barbilla y goteando de ésta.
Celluci se dejó caer contra la pared a su lado.
Uno de los voluntarios del Heart Fund se acercó, cronómetro en mano.
—Bien, ahora voy a tomar vuestros pulsos de llegada...
Vicki y Celluci intercambiaron miradas idénticas.
—No creo —consiguió jadear Vicki— que realmente queramos... saberlo.
Aunque se había terminado la parte cronometrada de la escalada, les quedaban otras cuatro subidas que hacer antes de alcanzar el observatorio y acabar de forma oficial.
—Nueve minutos, cincuenta y cinco segundos —Celluci se frotó la cara con la parte inferior de su camiseta mientras volvían a la escalera—. No está mal para una anciana.
—¿A quién llamas anciana, gilipollas? Recordemos que me llevas cinco años.
—Vale —extendió la mano—. Te los regalo.
Vicki subió otro escalón, con los cuadríceps temblándole visiblemente bajo los pantalones deportivos.
—Quiero pasar el resto del día en agua caliente.
—Eso estaría bien.
—Mike.
—¿Sí?
—La próxima vez que sugiera que subamos la torre CN, recuérdame cómo me siento ahora mismo.
—La próxima vez...
* * *
Los de su especie nunca soñaban, o eso era lo que siempre había creído, ya que perdieron los sueños como perdieron el día. A pesar de esto, por primera vez en más de cuatrocientos cincuenta años recuperó la consciencia con un recuerdo que no tenía que ver con su vida consciente.
La luz del sol. No había visto el sol desde 1539, y nunca lo había visto como un disco dorado en un cielo de un azul intenso, irradiando calor a su alrededor como un escudo brillante.
Henry Fitzroy, hijo bastardo de Enrique VIII, escritor de romances, vampiro, yacía en la oscuridad, miraba al vacío y se preguntaba qué coño pasaba. ¿Estaba volviéndose loco? Le había pasado a otros de su especie. Se volvieron incapaces de soportar la noche y terminaron entregándose al sol y a la muerte. ¿Era este recuerdo, entonces, el comienzo del fin?
No lo creía. Se sentía cuerdo. Sin embargo, ¿se daría cuenta un loco de que estaba loco?
—Esto no va a ninguna parte.
Con los labios apretados, sacó las piernas de la cama y se puso en pie. Realmente no tenía ningún deseo consciente de morir. Si había otras ideas en su subconsciente, entonces éste se resistía.
Sin embargo, el recuerdo permanecía. Permanecía durante la ducha. Permanecía mientras se vestía. Un círculo abrasador de fuego. Al cerrar los ojos, podía ver la imagen en sus párpados.
Tenía la mano en el teléfono antes de recordar; ella estaba con él esa noche.
—¡Mierda!
En los últimos meses, Vicki Nelson se había convertido en una parte necesaria de su vida. Se alimentaba de ella tan a menudo como era posible sin comprometer su seguridad, y la sangre y el sexo los habían arrastrado a la amistad, si no a algo más fuerte. Al menos por parte de él.
—¡Relación, Dios mío! Eso sí que es una palabra de los noventa.
Esa noche, sólo quería hablar con ella, comentar el sueño (si es que eso es lo que era) y los miedos que le había provocado.
Pasándose los dedos por el pelo corto y pajizo, recorrió la estancia para observar las luces de Toronto. Los vampiros cazaban solos y acechaban solos en la oscuridad, pero habían sido humanos una vez, y tal vez seguían siendo humanos de corazón, porque de vez en cuando, a través de los largos años de sus vidas, habían buscado un compañero al que poder confiar la verdad de su naturaleza. Había encontrado a Vicki en medio de la violencia y la muerte, le había confiado su verdad y había esperado lo que ella pudiese darle a cambio. Ella le había ofrecido comprensión, sólo eso, y él dudaba que ella se diese cuenta de lo raro que resultaba algo como la comprensión. Por medio de ella, él había tenido más contacto con los mortales desde la anterior primavera que en los últimos cien años.
Por medio de ella, otros dos supieron de su naturaleza: Tony, un joven sencillo que, en una ocasión compartió su cama y su sangre, y el Detective Michael Celluci que no era joven ni sencillo, y que, aunque no había dicho con claridad la palabra vampiro, era un hombre demasiado inteligente como para negar la evidencia que tenía ante sí.
Henry apretó los dedos contra el cristal, formando un puño. Ella estaba con Celluci aquella noche. Le había advertido más o menos de ello la última vez que hablaron. Muy bien. A lo mejor se estaba volviendo algo posesivo. Era más fácil en los viejos tiempos. Ella hubiese sido suya entonces, y nadie hubiese podido arrebatársela. ¿Cómo se atrevía a estar con otro cuando él la necesitaba?
El sol lo quemaba en recuerdos, un ojo amarillo que lo veía todo.
Frunció el ceño a la ciudad. No estaba acostumbrado a enfrentarse al miedo, así que permitió que el sueño alimentase su odio y dejó, casi forzó, que se le despertase el Hambre. No la necesitaba. Se iría a cazar.
Debajo de él, mil luces resplandecían como mil soles diminutos.
* * *
Reid Ellis prefería el museo por la noche. Le gustaba estar solo con su trabajo, sin científicos ni historiadores ni otros empleados haciéndole preguntas estúpidas. "Es de esperar", solía pregonar a sus compañeros, "que un hombre con cuatro carreras sepa si el suelo está mojado".
Aunque no le importaba trabajar en las galerías públicas, prefería las grandes estancias de las oficinas que unían los salones y los talleres. Dentro de su sección asignada, era su propio jefe; ningún supervisor cotilla le seguía vigilándole constantemente; era libre de hacer el trabajo de forma adecuada, a su manera. Era libre para considerar los talleres sus propios museos menores, donde las estanterías de almacenamiento eran mucho más interesantes que lo que se mostraba a los visitantes de pago.
Sacó su carrito a la quinta planta, dio unos golpecitos a uno de los leones del templo para que le diera suerte y titubeó con su mano sobre la puerta de cristal que llevaba al departamento del Lejano Oriente. ¿Debería ir primero a Egiptología? Solían tener algunas cosas bastante interesantes.
Tal vez debería ir a su propio taller. Ahora.
No, de esa forma dejaría las huellas delante de la oficina de Von Thorne y tendría que pasar por allí al terminar el turno, y eso nunca me apetece. Apartó la llave y atravesó la puerta con su carrito. Como solía decir mi santa madre, sácate el dedo del culo y ponte a trabajar. Dejaré lo mejor para el final. Sea lo que sea lo que tengan ahí, no va a moverse.
* * *
El ka se liberó de su tenue abrazo y comenzó a alejarse. Aún estaba penosamente débil, demasiado como para sujetarlo, demasiado como para atraerlo. Si hubiese podido moverse, el hambre le hubiese llevado a tomar acciones desesperadas, pero al estar atrapado, sólo podía esperar y rezar por que su dios pronto le enviase una vida.
* * *
Las noches de domingo en Toronto estaban bien: las calles estaban casi desiertas, ya que las leyes municipales contra las compras dominicales obligaban a los habitantes de la ciudad a buscar otros entretenimientos.
Con el chaquetón de cuero ondeando a sus espaldas, Henry atravesó rápidamente Church Street, ignorando los grupos habituales de humanidad. Quería algo más que una oportunidad de alimentarse. Su furia necesitaba saciarse tanto como su Hambre. Se paro en la esquina entre Church y College.
—¡Ey, maricón!
Henry sonrió, volvió ligeramente la cabeza y sintió la brisa. Tres de ellos. Jóvenes. Sanos. Perfectos.
—¿Qué te pasa, maricón, estás sordo?
—Igual tiene una picha metida en el oído.
Con las manos en los bolsillos, giró lentamente sobre un talón. Estaban apoyados contra la mole amarilla de los jardines de Maple Leaf. Eran chavales de los suburbios, con botas altas y vaqueros rajados estratégicamente, que buscaban diversión en el centro. Siendo tres contra uno, probablemente iban a por él, pero sólo para asegurarse... La sonrisa que les envió era deliberadamente provocativa, imposible de ignorar.
—¡Maricón de mierda!
Le siguieron hacia el este, gritando insultos cada vez más embravecidos y acercándose más cuando no contestaba. Cuando cruzó el College en Jarvis Street, los tenía en los talones, y, sin ni siquiera pararse a pensar por qué los podría estar llevando hasta allí, lo siguieron hasta el parque de Alien Garden.
—El muy maricón anda como si todavía llevara una polla metida en el culo.
Había luces esparcidas por todo el parquecito, pero también rincones de profunda oscuridad que le servirían para sus necesidades. Cada vez más hambriento, Henry los apartó del camino donde pudieran descubrirlo, con el sonido suave y húmedo de las hojas caídas bajo sus pies. Finalmente, se paró y se dio la vuelta.
Los tres jóvenes estaban a poco menos de un brazo de distancia.
La noche ya nunca sería lo mismo para ellos.
Se acercaron para rodearlo.
Él les dejó.
—Así que, ¿cómo es que no estás muerto como el resto de los putos maricones?
Su líder, ya que todas las manadas tienen un líder de algún tipo, se acercó para golpear con un hombro esbelto, el primer movimiento de la diversión de la noche. Pareció sorprendido al fallar. Entonces miró furioso cómo sonreía Henry. Después lo miró asustado.
Un latido de corazón más y lo miró aterrorizado.
* * *
Las puertas dobles del taller de Egiptología estaban pintadas de naranja brillante. Al introducir Reid Ellis su llave en la puerta, se preguntó, no por primera vez, por qué. Todas las puertas de esa parte del vestíbulo estaban pintadas de amarillo o de naranja, y, aunque él suponía que daban un aspecto alegre, no parecían muy serias. No es que los del departamento de Egiptología fuesen muy rigurosos con la seriedad, tampoco. Tres meses antes, cuando los Blue Jays habían perdido seis partidos de una ronda, había encontrado una de las cabezas momificadas colocada en la mesa con una gorra de béisbol calada graciosamente sobre su frente disecada.
Ahora que la temporada de béisbol había terminado, se preguntaba si alguien del departamento tenía un casco de yóquey, cuando el epitafio más agradable que se le podía dedicar a los Leafs era Descanse en paz, incluso a comienzos de temporada.
—¿Y qué tenéis para mí esta noche? —preguntó al dejar una de las puertas abierta para poder pasar con su carrito. En realidad no había orden de limpiar los suelos de aquella zona, pero le gustaba dejarlo todo igual que las zonas de mayor tráfico, como las cercanas a los escritorios y el lavabo. En aquel momento se dio la vuelta y echó el primer vistazo a la nueva adquisición del taller—. La hostia.
Con las palmas de las manos repentinamente húmedas y la boca seca, Reid se quedó inmóvil contemplándolo. La cabeza había sido algo irreal, como un efecto especial de película, pero graciosa y fácil de olvidar. Sin embargo, un ataúd, con un cuerpo dentro, era otra cosa totalmente distinta. Aquello era una persona, una persona muerta, tumbada allí, cubierta de plástico y esperándolo.
¿Esperándome? Su risa nerviosa no fue más allá de sus labios, sin hacer nada por romper el silencio que llenaba la enorme habitación como una niebla. A lo mejor debería irme y volver otra noche. Sin embargo, avanzó; un paso, dos. Se había olvidado de encender las luces, y ahora tenía el interruptor detrás. Tendría que dar la espalda al ataúd para llegar, y no era capaz; simplemente no se atrevía. Tendría que contentarse con la luz que llegaba del pasillo, a pesar de que ésta apenas bastaba para aclarar las tinieblas que rodeaban al cuerpo.
La brisa levantada al acercarse agitó los bordes del plástico protector, haciéndolos revolotear de anticipación.
—Jesús, esto es demasiado raro. Me largo de aquí.
Sin embargo, siguió avanzando hacia el ataúd. Con los ojos abiertos de par en par, vio cómo sus dedos agarraban el plástico y lo retiraban del artefacto.
Dios, me voy a meter en un lío de cojones. Tal vez si colocase el plástico como estaba antes, nadie se daría cuenta nunca de que él... de que él... ¿Qué coño estoy haciendo?
Estaba inclinándose sobre el ataúd, respirando pesadamente y cada vez mas deprisa, tanto que lo notaba en la garganta. Le dolían los ojos. No era capaz de parpadear. Se le abrió la boca. No podía gritar.
Entonces fue cuando comenzó.
Perdió primero su personalidad más reciente: el trabajo de aquella noche, todas las noches de trabajo que la precedieron, su mujer, su hija, su nacimiento, con la cara enrojecida y llorando ("Sinceramente, doctor, ¿se supone que debería de ser así? Quiero decir que es guapo, pero está como aplastado..."), la boda en la que se la había pillado y casi se había caído al bailar con una anciana tía. Perdió las noches de borrachera con sus colegas, recorriendo Yonge Street de arriba abajo ("¡Mira que melones tiene esa!"), los Grateful Dead atronando en los altavoces del coche, el olor de la cerveza y la hierba y el sudor empapando la tapicería.
Perdió su graduación del instituto, una ceremonia a la que había llegado por un pelo ("¿Crees que tal vez ahora puedas mover el culo y buscarte un trabajo? ¿Ahora que tienes tu papelito con tu nombre puesto?". "Eso creo, papá"). Perdió la humillación de no estar en el equipo de baloncesto ("No van a llamarme. Soy el único que lo ha intentado, pero no quisieron. Dios, ojalá me tragase la tierra") y perdió el dolor que sintió cuando se rompió la nariz jugando al fútbol. Volvió a probar el primer beso y sintió de nuevo los resultados explosivos de la primera masturbación, que no hizo que le saliese pelo en las palmas de las manos ni que se quedase ciego. Y los perdió.
En una rápida sucesión perdió a su madre, su padre, a demasiados familiares, la casa en la que se había criado, el olor de los montones de mierda de perro de invierno fundiéndose sobre el césped en primavera, un oso de peluche con todo el pelo arrancado a mordiscos, el sabor dulce de un pezón aferrado entre dos labios frenéticos.
Perdió su primer paso, su primera palabra, su primer aliento.
Su vida.
* * *
Sí.
* * *
Con férrea destreza, Henry apartó la boca de la suave piel de la muñeca del joven, y dejó caer el brazo con suavidad, volviendo a colocar el puño de la chaqueta hasta cubrir la pequeña herida. Aunque prefería alimentarse del deseo, que poseía parámetros naturales para el Hambre de los que carecía el odio, a veces era bueno recordar su fuerza. Se puso en pie lentamente, retirando de su abrigo todas las hojas caídas. El coagulante que contenía su saliva aseguraría que se detuviese la hemorragia y que los tres recuperasen la consciencia temporalmente, antes de que la humedad y el frío tuviesen tiempo de hacerles daño.
Echó una mirada al lugar donde yacían desparramados, en lo más oscuro de la sombra de un seto de tejo, y se lamió una gota de sangre de la comisura de la boca. Al igual que los moratones, les había dado una razón para temer la noche, un recordatorio de que la oscuridad ocultaba otros cazadores más poderosos, y que ellos también podían convertirse en presa. No corría peligro de que le descubriesen, ya que los recuerdos de aquel encuentro que conservarían aquellos jóvenes serían de esencia, no de apariencia, e intensamente personales. Si cambiarían sus opiniones o actitudes, ni lo sabía ni le importaba.
Soy un vampiro. La noche me pertenece.
Su estado de ánimo se alteró bajo el peso de esa afirmación, y dejó el apacible oasis del parque, sonriendo al imaginar una voz de noticiario: Y gracias al vigilante vampiro, las calles son seguras de nuevo. La sangre había borrado su sueño y su nerviosismo.
* * *
Celluci suspiró y se metió el billete del aparcamiento en el bolsillo de la chaqueta. De medianoche a las siete, la calle donde se encontraba el apartamento de Vicki era de estacionamiento limitado. En el billete ponía cinco treinta y tres. Si se hubiese levantado cinco minutos antes se hubiese ahorrado una multa de veinte dólares.
Había sido difícil salir de allí. Debía de haber pasado unos veinte minutos en la oscuridad, escuchándola respirar. Preguntándose si estaría soñando. Preguntándose si estaría soñando con él. O con Henry. O si eso importaba.
—Lo que quiero decir, Celluci, es que no hay ningún compromiso más allá de la amistad.
—¿Vamos a ser amigos?
—Sí.
—A los amigos no se les tocan las pelotas, Vicki.
Ella resopló y acercó su pie desnudo a su entrepierna hasta poder agarrar la suave piel de su escroto con los dedos.
—¿Te apuestas algo?
Así había sido desde el principio...
Se rascó la incipiente barba y se metió en el coche. Su amistad era sólida, eso lo sabía, y las cicatrices que ambos se habían infligido cuando ella dejó el cuerpo habían quedado relegadas al recuerdo. El sexo todavía era magnífico, pero últimamente se habían complicado las cosas.
—Henry no es un competidor, Mike. Pase lo que pase entre él y yo, eso no nos afecta. Tú eres mi mejor amigo.
La creyó entonces, y la seguía creyendo. Lo que pasaba es que seguía pensando que Henry Fitzroy era una amistad peligrosa para ella. No sólo era peligroso físicamente, cosa que había demostrado el agosto anterior más allá de toda duda, sino que, además, tenía el poder personal con el que resultaría fácil perder el control. Dios, incluso yo podría perder el control así. Nadie que tuviese un poder así se merecía la confianza de nadie.
Él confiaba en Vicki. No confiaba en Henry. Eso es lo que importaba. Henry Fitzroy improvisó las reglas, y para el Detective Michael Celluci ésa era la cuestión vital. Más que los supuestos poderes sobrenaturales de los no-muertos, los poderes de la oscuridad. Había cierto número de reglas alrededor de su relación con Vicki, y Celluci sabía muy bien que Fitzroy no las respetaría.
Salvo por el hecho de que hasta ahora no las había roto...
Tal vez, lo importante, pensó, maniobrando el coche a través del laberinto de calles de un sólo sentido al sur de College, es que estoy preparado para sentar la cabeza.
Tardó unos segundos en asumir las implicaciones de aquello, y tuvo una visión repentina de la respuesta de Vicki si se le ocurriese proponerle el matrimonio. No podía evitar eludirlo. Aquella mujer huía de los compromisos más que cualquier hombre que hubiese conocido.
Frunció el ceño mientras conducía alrededor del círculo del Queen's Park. Era demasiado temprano para preguntas filosóficas sobre la naturaleza de su relación con Vicki Nelson. Las cosas iban bien, no había por qué liar el asunto. Dio las gracias por haber visto la ambulancia y el coche de policía aparcados delante el museo, giró en trompo a través de los seis carriles y aparcó sus problemas sentimentales para ocuparse de asuntos más inmediatos.
—Detective Celluci, homicidios —mostró la placa a la agente que se acercaba mientras salía del coche, evitando así una confrontación al respecto del trompo dudosamente legal.
—¿Qué pasa?
La joven cerró la boca, tragándose lo que iba a decir, y murmuró:
—Agente Trembley, señor. ¿Lo han enviado de homicidios? No entiendo...
—No me ha mandado nadie, pasaba por aquí. —Los ayudantes estaban cargando un cuerpo en la ambulancia, con el rostro cubierto. Era evidente que ingresaría cadáver—. He pensado en pararme y ver si puedo hacer algo.
—No, que yo sepa, detective. Los auxiliares dicen que fue un ataque al corazón. Creen que fue por la momia.
Un año antes, incluso ocho meses antes, puede que Celluci hubiese repetido la palabra momia, intrigado o divertido, o ambas cosas, pero después de haber pasado abril persiguiendo a un esbirro del infierno y parte de agosto en colaboración con una manada de hombres lobo, por no mencionar al Sr. Fitzroy, su reacción fue un poco más exagerada. Ya no daba por hecho la realidad.
—¿Momia? —gruñó.
—Estaba, eh, en el taller de Egiptología —la agente Trembley dio un paso hacia atrás, preguntándose por qué había cogido su arma el detective—. Tumbada en su ataúd. Parece ser que uno de los limpiadores se llevó una impresión demasiado fuerte. —Él seguía pareciendo extrañamente desconfiado—. Lleva muerta mucho tiempo —intentó sonreír—. No creo que le necesiten tampoco en ese caso...
La broma no fue muy celebrada, pero la sonrisa funcionó y Celluci dejó caer la mano contra el costado. Por supuesto, era normal que un museo tuviese una momia. Se sintió ridículo.
—Si está segura de que no hay nada que pueda hacer...
—No, señor.
—Bien.
Entre murmullos, se dirigió de vuelta al coche. Lo que de verdad necesitaba era una ducha caliente, un buen desayuno y un asesinato sencillito.
Cerrando de golpe su libreta, el compañero de Trembley se acercó a ella.
—¿Quién era ése? —preguntó.
—El Detective Celluci, de homicidios. Pasaba por aquí y ha parado a ver si podía ayudar.
—¿Sí? Parecía que le hacía falta dormir. ¿Qué farfullaba cuando se ha ido?
—Sonaba como —la agente Trembley frunció el ceño— leones, y tigres, y osos. Madre mía.
Capítulo 3
—Hola, mamá.
—Buenos días, cariño. ¿Cómo sabías que era yo?
Vicki suspiró y sujetó la toalla más fuertemente bajo los brazos.
—Acabo de meterme en la ducha. ¿Quién más podría ser?
Su madre tenía un sexto sentido para llamar en el momento más inadecuado posible. Henry casi murió una vez por culpa de eso; o, por el contrario, ella se había librado de ser asesinada por esa misma llamada. Vicki nunca había llegado a dejar clara aquella cuestión para su propia satisfacción.
—Son las nueve menos veinte, querida, no me digas que te acabas de levantar.
—Exactamente.
Hubo una larga pausa mientras Vicki esperaba que su madre analizase aquel último comentario. La oyó suspirar y después oyó el repiqueteo de sus uñas sobre el escritorio.
—Vicki, ahora trabajas para ti misma, y eso significa que no puedes pasarte todo el día tirada en la cama.
—¿Y si me hubiese pasado toda la noche levantada trabajando en un caso?
—¿Has hecho eso?
—En realidad no —Vicki apoyó el pie desnudo sobre una de las sillas de la cocina y se frotó la pantorrilla con una mano. La escalada de la torre el día anterior había empezado a notarse—. Bueno, estuve en casa hace dos semanas para Acción de Gracias —lo cual tendrá que bastar hasta navidad—: ¿a qué debo el placer de esta llamada?
—¿Necesito una razón para llamar a mi única hija?
—No, pero normalmente la tienes.
—Bueno, todavía no hay nadie más en la oficina...
—Mamá, un día de estos, el departamento de biología va a empezar a hacerte pagar estas conferencias.
—Eso son tonterías Vicki. La universidad de Queens tiene dinero de sobra, y tampoco es que cueste una fortuna llamar desde Kingston a Toronto, así que he pensado en aprovechar para ver qué tal te fue en el oculista.
—La retinitis pigmentosa no mejora, mamá. Todavía no veo por la noche, y casi no tengo visión periférica. ¿Qué más da cómo haya ido la visita al médico?
—¡Victoria!
Vicki suspiró y se colocó las gafas.
—Lo siento. Sigue igual.
—Entonces no ha empeorado —el tono de voz de su madre indicaba que reconocía la disculpa y estaba de acuerdo en cambiar de tema.
—¿Has conseguido algún trabajo?
Acababa de terminar con el caso de la estafa del seguro la última semana da septiembre. Desde entonces no había tenido nada. Si fuese capaz de mentir mejor...
—Todavía nada, mamá.
—Bueno, y ¿qué hay de Michael Celluci? Él sigue en el cuerpo, ¿no te puede conseguir algo?
—¡Madre!
—O ese Henry Fitzroy tan simpático —él había contestado una llamada suya, y había quedado bastante impresionada—. Ése te encontró algo el verano pasado.
—¡Madre! No necesito que me busquen trabajo. No necesito que nadie me busque trabajo. Soy perfectamente capaz de encontrar trabajo yo sola.
—No rechines los dientes, cariño. Ya sé que eres perfectamente capaz de encontrar trabajo, pero... uy, el Dr. Burke acaba de entrar, tengo que irme. Recuerda que siempre puedes venir a vivir conmigo si hace falta.
Vicki consiguió colgar sin dejarse llevar por el instinto violento, pero sólo porque sabía que sólo sufriría su teléfono, y no tenía dinero para comprar otro nuevo en ese momento. Su madre a veces se ponía tan... tan... Bueno, supongo que podría ser peor. Tiene una carrera y una vida propia, y podría andar detrás de mí para que le diese nietos.
Volvió a la ducha, sacudiendo la cabeza sólo de pensarlo. La maternidad nunca había entrado dentro de sus planes.
Tenía diez años cuando se marchó su padre, edad suficiente para decidir que la maternidad había sido la causa de los problemas entre sus padres. Aunque otros hijos de divorciados se echaban a sí mismos la culpa, ella culpaba exactamente a quien creía que era responsable. La maternidad había convertido a la mujer joven y excitante con la que se había casado su padre en alguien que no tenía tiempo para él; cuando se marchó, la necesidad de proveer para una hija se había adueñado de todas sus decisiones. Vicki había crecido tan rápido como había podido, y su independencia había proporcionado a su madre una independencia mutua que nunca había sido aceptada en los mismos términos en que había sido ofrecida.
Vicki a veces se preguntaba si su madre no preferiría una hija sonrosada y perezosa a la que no le importase que la agobiasen, pero eso tampoco le quitaba el sueño, teniendo en cuenta que sus actitudes, que no eran ni sonrosadas y perezosas, no evitaban la preocupación obsesiva de su madre. Aunque estaba orgullosa del trabajo de Vicki, se preocupaba por los peligros en potencia, la opinión pública, los hombres que había en su vida, sus hábitos alimenticios, sus ojos y su volumen de trabajo.
—No es que mi volumen de trabajo no sea alarmante —admitió Vicki, enjabonándose el pelo. Empezaba a andar corta de fondos, y si no surgía algo pronto...
—Ya saldrá algo. —Se aclaró y cerró el grifo—. Siempre sale algo.
* * *
—¡Esto es totalmente ridículo! ¡No voy a tolerarlo! —El Dr. Rax se lanzó sobre la silla de su escritorio, dando un golpe con el respaldo contra la pared—. ¡Cómo se atreven a apartarnos!
—Cálmate, Elias, te va a salir una úlcera —la Dra. Shane permaneció inmóvil con los brazos cruzados a la entrada de la oficina—. Es sólo hasta que salga la autopsia y sepamos seguro que el limpiador murió de un ataque al corazón.
—Por supuesto que fue un ataque al corazón. —El Dr. Rax se frotó los ojos. Tras estar atrapado en un ciclo de sueños de realismo aterrador en los que lo enterraban vivo, recibió encantado la llamada que lo despertó a primera hora de la mañana—. La agente de policía con la que hablé dijo se notaba sólo con mirarlo. Dijo que lo más probable es que la momia le diese un susto de muerte.
Dejó escapar un bufido, dejando clara su opinión sobre alguien capaz de asustarse hasta la muerte por una pieza histórica.
La Dra. Shane frunció el ceño.
—¿La momia...?
—Por amor de Dios, Rachel. No te habrás olvidado del souvenir del barón.
—No, claro que no... —Salvo por que, por un momento, efectivamente, lo había olvidado.
El Dr. Rax se volvió a frotar los ojos. Sentía como si se le hubiesen metido granos de arena debajo de los párpados.
—Lo gracioso es que yo conocía a Bilis. Hablé con él unas cuantas veces cuando me quedaba hasta tarde. Tenía cabeza, todo sea dicho, pero no mucha imaginación, y creo que se tomaría con naturalidad cualquier cosa que viese en el taller —se sorprendió a sí mismo con una risa seca—. No como la señora Taggart.
Aunque seguía limpiando las oficinas, la señora Taggart se negaba a entrar en el taller sola desde el incidente del verano anterior con la cabeza momificada. Nadie había reconocido haber colocado la gorra de los Blue Jays en la reliquia, pero como el Dr. Rax no se molestó realmente en encontrar al culpable y había protestado bastante por la poca profundidad del toril, el resto del departamento tenían sus sospechas.
—Supongo que eres consciente de que ahora sí que se irá —suspiró la Dra. Shane—. Probablemente se cambiará a Geología o a algún otro sitio sin pensárselo, y nos quedaremos sin la mejor limpiadora que hemos tenido. Ya nunca podré volver a dejar papeles sobre la mesa por la noche.
Acompañarla al taller era un precio bajo a cambio de saber que la señora Taggart era la única limpiadora del edificio que nunca perturbaba el trabajo que se llevaba a cabo.
—Hablando de papeles... —señaló con la mano al escritorio sobrecargado del director—. ¿Por qué no aprovechas este tiempo para ponerte al día?
—En cuanto podamos ponernos a trabajar otra vez...
—Te avisaré.
La Dra. Shane cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió a paso lento hacia su propia oficina, con expresión preocupada. Sus recuerdos de la momia iban y venían y daban vueltas entre sí como si los hubiesen pasado por una batidora, y era incapaz de creer que se hubiese olvidado por un momento de la existencia de ésta. Evidentemente, me ha afectado la muerte de ese joven más de lo que pensaba.
* * *
El ka que había absorbido por la noche le habló de maravillas mayores que las que ni Egipto en todo su esplendor había conocido. Las grandes pirámides quedaban ridiculizadas, no por monumentos dedicados a la gloria de reyes, sino por hormigueros resplandecientes de metal y cristal construidos para yuppies de culo gordo. Los carros habían sido sustituidos por cajas de mierda de cuatro cilindros con menos aceleración que un pato mareado. Aunque no comprendía bien muchos de los conceptos, la cerveza y la burocracia, al menos, parecían haber sobrevivido. Estaba en la otra punta del mundo, lejos de su río materno, el Nilo, en un país en el que se luchaba con palos sobre agua congelada. Su reina se asentaba a muchas leguas de distancia, y ya no era Osiris encarnado, aunque el que gobernaba allí por ella parecía considerarse a sí mismo como una especie de dios de hojalata de gran barbilla.
Lo que era más importante es que los dioses que había conocido y que lo habían conocido al parecer ya no existían. Ya no tendría que ocultarse del ojo de Thot, que todo lo veía en el cielo nocturno, sino que además no habría nadie para sustituir a los sacerdotes hechiceros que le habían encerrado. Los dioses de ese nuevo mundo eran débiles, y se habían ganado pocas almas. Penetraría entre ellos como un león entre las cabras para alimentarse a voluntad.
Reconoció que el ser conocido como Reid Ellis había pertenecido a las clases bajas, que era un trabajador corriente, y que la información que había absorbido estaba corrupta por esta falta de posición. Eso no importaba, ya que hacía tiempo que había escogido al que habría de alimentarle con todo lo que fuese necesario, la historia del tiempo que había pasado y el modo de prosperar en aquel momento.
La vida también le había proporcionado fuerza. Aunque su forma física permanecía atrapada, su ka había podido moverse entre las mentes de los que sabían de su existencia.
Y qué poco sabían.
Con cada roce, absorbía fragmentos de conocimiento. Después de todo, era información sobre él, y, por ello, podía controlarla. Los de voluntad más débil lo olvidaron al pasar de lado; los más fuertes perdían recuerdos a razón de uno cada vez. Pronto no quedaría nadie que supiese cómo volver a atraparlo.
Sería liberado; no había tocado al que se aseguraría de ello, salvo para reforzar el vínculo que existía entre ellos, y dejó al otro lo suficiente como para ayudar. Retirarían capa a capa el hechizo que lo atrapaba y se levantaría con su magia restaurada, preparado para ocupar su lugar en aquel extraño y nuevo mundo.
Entonces se ocuparía de ellos.
* * *
—¿Dónde está todo el mundo?
—Bueno, como nadie sabía cuándo nos dejarían volver a entrar en el taller, les he dicho que podían terminar cualquier papeleo que tuvieran e irse a casa.
El Dr. Rax se volvió para mirar a la directora auxiliar. ¿Que les has dicho qué?, tuvo ganas de gritarle. ¿Tenemos la primera momia que se ha descubierto en décadas y mandas a casa a mi equipo? Sin embargo, en algún lugar entre el pensamiento y el habla, las palabras cambiaron.
—Eso está bien. No tiene sentido tenerles rondando por aquí sin nada que hacer.
Frunció el ceño, confundido.
La Dra. Shane se dirigió a la puerta del taller y despegó la cinta policial amarilla y negra que habían pegado sobre el cerrojo.
—Me alegra que esté de acuerdo. —No estaba segura de que realmente lo estuviera. De hecho, ahora que lo pensaba, se preguntaba cómo podría haber... haber...— Y no es que los necesitemos para lo que vamos a hacer.
—No... —Tuvo la extraña sensación de que estaban dirigiéndose a un peligro mortal, y casi esperó que la puerta chirriase como en una película barata. Deberíamos salir de aquí ahora que todavía hay tiempo. Ya estaban en el taller con la momia, y lo demás no importaba.
Entre los dos levantaron el sudario de plástico y lo depositaron cuidadosamente a un lado, hecho un manojo.
—De todas formas, me siento algo culpable por lo de Ellis —susurró la Dra. Shane sacando dos pares de guantes de algodón de una caja de cartón con un letrero que rezaba ¡Pomelos o muere!—. Puede que haya sido un ataque al corazón, pero la momia evidentemente ha contribuido a ello.
—Tonterías. —El Dr. Rax introdujo los dedos dentro de los guantes—. Por terrible y triste que sea, no somos responsables para nada de los miedos de ese chaval —cogió un par de pinzas anchas y se inclinó sobre el ataúd, respirando por la boca para minimizar el poderoso olor del cedro. Con suma delicadeza, cogió la tira de jeroglíficos por el extremo donde terminaba, sobre el pecho de la momia—. Creo que vamos a necesitar algo de disolvente. Parece que está pegado a las propias vendas.
—¿Con goma de cedro?
—Eso creo.
Siguió tirando con suavidad del antiguo lino mientras la Dra. Shane humedecía cuidadosamente la punta con un trozo de algodón empapado en disolvente.
—Es increíble lo poco que se ha deteriorado la tela con el paso de los siglos —observó—. Yo mando una camisa al tinte dos veces y ya empieza a caerse en pedazos... —La mano que sostenía el algodón se apartó bruscamente.
—¿Qué pasa?
—El pecho, en la parte donde lo he tocado, estaba caliente —se rió con un poco de nerviosismo, sabiendo lo ridículo que sonaba aquello—. Con guante y todo.
El Dr. Rax contestó con un bufido.
—Probablemente será el calor de las lámparas.
—Son fluorescentes.
—Vale, pues es una secuela del lento y continuo proceso de corrupción.
—¿A través de la venda y el guante?
—¿Y no será imaginación pura provocada por el sentimiento de culpabilidad por lo del limpiador?
Ella consiguió esbozar una sonrisa dudosa.
—Ya se me pasará, supongo.
—Bien. ¿Podemos seguir trabajando entonces?
La Dra. Shane, procurando no tocar el cuerpo, aplicó un poco más de disolvente.
—Esta es la disposición funeraria más rara que he visto nunca. No hay nada de Ded, ni Thet, ni jeroglíficos, más que en esta tira —bajó las cejas—. ¿No deberíamos... no deberíamos estudiar la tira antes de despegarla?
—Será más fácil una vez que esté despegada.
—Sí, pero... —Pero, ¿qué? No parecía ser capaz de dar con la idea.
El Dr. Rax sonrió de repente.
—Se está despegando. Aparta.
* * *
Sintió despegarse el extremo del lino, y con cada jeroglífico era como si le quitasen un peso de piedra del pecho. El hechizo se estiraba y desgarraba a medida que lo separaban más y más de su posición. De repente, con un chillido silencioso que atravesó hueso, sangre y nervio, se rompió.
Recibió gustoso el dolor. Era la primera sensación física que tenía en tres milenios, y era una agonía placentera. Todo tenía un precio, y por su libertad no había precio excesivo. Si hubiese sido capaz de mover los miembros se hubiese retorcido, pero la capacidad de moverse llegaría lentamente, con el tiempo, y de momento sólo podía limitarse a soportar las olas rojas que recorrían su cuerpo, apartando todo a su paso, aplastando todo a su paso. Deseaba haber podido gritar.
Finalmente, la última ola comenzó a decaer, dejando tras de sí un dolor de agujas clavadas en la carne, y el fulgor rojo de dos ojos en la oscuridad.
¿Mi señor? Debería haber sabido que si él había sobrevivido, su dios sobreviviría también.
Los ojos se hicieron más y más brillantes hasta que su ka, gracias a la luz de éstos, pudo ver la cabeza de pájaro de su dios.
Los demás están muertos, le dijo.
Esto confirmó lo que le había transmitido el sabor del ka del trabajador.
Hay dioses, pero no los que conocimos. Su pico no estaba hecho para sonreír, pero giró la cabeza a un lado y él recordó que eso significaba que estaba satisfecho. Yo era sabio cuando te creé. Gracias a ti sobreviví. Los nuevos dioses eran fuertes en el pasado, pero ya no lo son. Quedan pocas almas a su servicio. Constrúyeme un templo y reúne acólitos hasta que sea suficientemente fuerte como para crear a otros como tú. Podemos hacer con este mundo lo que queramos.
Después volvió a estar solo en la oscuridad.
Ya nada lo retenía salvo la tela de milenios de antigüedad, que comenzaba a pudrirse bajo el peso del tiempo acumulado, pero permanecería donde estaba durante un poco más de tiempo. Su ka tenía otro pequeño viaje que hacer para después recuperar su fuerza antes de enfrentarse con su... salvador.
Construye un templo. Reúne acólitos. Podemos hacer con este mundo lo que queramos. Cierto.
En realidad no había hecho planes más allá de su liberación, pero al parecer tendría mucho trabajo.
* * *
Rachel Shane salió del ascensor en la planta baja, haciendo un sonido muy tenue con las suelas de goma de sus zapatos en el suelo. Estaba preocupada por Elias. Siempre había sido un hombre temperamental, decidido a hacer del departamento de Egiptología del museo de Ontario uno de los mejores el mundo a pesar de los presupuestos y de la burocracia; pero en todos los años que hacía que lo conocía, y eran ya bastantes, pensó para sí, nunca lo había visto tan obsesionado.
Se detuvo al pasar por la puerta de seguridad para abrocharse la gabardina. Aunque la masa borrosa del planetario limitaba la línea de visión desde la entrada de personal, el agua relucía entre los dos edificios. Si no llovía en aquel momento, habría llovido recientemente.
Recientemente... Volvió con la mente al taller y al modo casi onírico en que habían desenvuelto la tira de lino alrededor de la momia. No había documentación. No había fotografías. Ni siquiera una notación de los jeroglíficos. Era muy extra...
Un dolor sacudió repentinamente su frente e hizo explotar luces rojas detrás de sus ojos. Se inclinó contra la puerta de seguridad, con la mejilla húmeda aplastada contra el suave cristal, intentando mantenerse de pie. ¿Es un ataque? Con esa idea llegó una visión aterradora de indefensión total y absoluta, mucho peor que la muerte. Dios mío, soy demasiado joven. No pudo recuperar el aliento, no recordaba cómo funcionaban sus pulmones, no recordaba nada más que el dolor.
Como si estuviese a gran distancia, vio al vigilante correr al otro lado de la puerta y abrirla sin tirarla a ella al suelo. Éste le rodeó la cintura con un brazo y la llevó hasta una silla, mitad andando y mitad en brazos.
—¿Doctora Shane? Doctora Shane, ¿está bien?
Ella se aferró desesperadamente al sonido de aquel nombre. El dolor comenzó a retroceder, dejándole una sensación igual que si la hubiesen desgarrado desde dentro con un cepillo metálico. Las terminaciones nerviosas le palpitaron, y durante un instante un enorme sol dorado le impidió ver la zona de seguridad, el vigilante, todo.
—¿Doctora Shane?
A continuación desapareció, junto con el dolor, como si nunca hubiese existido. Se frotó las sienes, intentando en vano recordar cómo se había sentido.
—¿Llamo una ambulancia, Doctora Shane?
¿Una ambulancia? Eso llamó su atención.
—No, gracias, Andrew, estoy bien. Ha sido un pequeño desmayo.
Él frunció el ceño.
—¿Está segura?
—Sí, seguro —respiró profundamente y se levantó. El mundo seguía como había sido siempre. La tensión abandonó sus hombros.
—Bueno, si está segura... —El guardia todavía parecía algo inseguro—. Supongo que está trabajando demasiado, con eso de que la policía no le deja seguir con sus cosas hasta esta noche. —Volvió a su mesa, con una mirada cautelosa—. Entonces, ¿se van a llevar la momia?
—¿La momia?
—Sí, dicen que Reid Ellis se topó con una momia arriba, en la oscuridad, y que se llevó un susto de muerte.
—Ah, esa momia... —era increíble cómo se originaban los rumores. Sonrió y agitó la cabeza. Con la policía entrando y saliendo del taller, no tenía demasiado sentido tener silenciado al departamento para guardar las apariencias. Tendrían que convencer a la comunidad científica de que ellos creían estar comprando un sarcófago vacío—. Nunca hubo ninguna momia, Andrew, sólo un ataúd vacío. Que supongo que es suficiente como para asustarse la verlo en mitad de la noche.
Andrew parecía algo decepcionado.
—¿No hay ninguna momia?
—No.
Él suspiró.
—Bueno, así la historia es mucho menos interesante.
—Lo siento —la Dra. Sane se detuvo con una mano sobre la puerta exterior y dirigió al vigilante de seguridad una mirada que rayaba en lo intimidante—. Me gustaría que hicieras circular la historia verdadera.
Él volvió a suspirar.
—Por supuesto, Dra. Shane. Nunca hubo ninguna momia...
* * *
Había perforado con los dedos la manta del fondo, y el latido de su corazón resonaba en las paredes del dormitorio. Se volvió a despertar con el recuerdo de un resplandeciente sol de un dorado pálido, situado en medio de un cielo azul intenso.
—¡No quiero morir!
Pero, ¿por qué aquel sol?
En una noche podía esforzarse en ignorarlo, hacerlo desaparecer en la caza, en la sangre. En dos noches se hizo real.
Se encontró libre de la sábana y sentado al borde de la cama, con las manos apoyadas en los muslos. Las palmas estaban húmedas. Las miró durante un momento, antes de restregarlas frenéticamente para secarlas, intentando recordar si había sudado alguna vez en cuatrocientos cincuenta años.
El aroma del miedo estaba por toda la habitación. Tenía que alejarse de él.
Caminó desnudo suavemente por la estancia, y se acercó a la ventana de cristal cilindrado que se levantaba sobre Toronto. Apretando las manos y la frente contra el frío vidrio, se esforzó por respirar profunda y lentamente hasta calmarse. Siguió el flujo del tráfico que bajaba por Jarvis Street. Señaló el resplandor de gloria que era Yonge, unas pocas calles más abajo. Fue pasando la mirada por las bandas doradas de los edificios de oficinas cercanos, fijándose en los lugares donde los concienzudos empleados trabajaban hasta tarde. Sabía que cuando el anochecer se convirtiese en oscuridad total, emergerían los otros hijos de la noche, humanos todavía. Aquella era su ciudad.
Después empezó a preguntarse qué aspecto tendría con el amanecer reflejado en rosa y amarillo en las torres de cristal, los cordones de asfalto entrelazados, de un color gris perla en vez de negro, los colores otoñales de los árboles como joyas esparcidas por la ciudad bajo la cúpula arqueada de un cielo azul brillante. Se preguntó cuánto tiempo duraría, cuánto llegaría a ver, antes de que el círculo dorado del sol prendiese fuego a su carne y él muriese por vez segunda y definitiva.
—Jesús, Señor de la Hueste, protégeme.
Se apartó bruscamente del cristal y trazó la señal de la cruz con dedos temblorosos.
—No quiero morir.
Sin embargo, no podía apartar de su mente aquella imagen del sol. Fue a por el teléfono.
—Nelson.
—Vicki, yo... —¿Yo qué? ¿Tengo alucinaciones? ¿Me estoy volviendo loco?
—¿Henry? ¿Estás bien?
Necesito hablar contigo. Pero, de repente, fue incapaz de pronunciar las palabras.
Al parecer, ella las oyó de todas formas.
—Voy para allá —el tono de su voz no dejaba lugar a discusión alguna—. ¿Estás en casa?
—Sí.
—Pues no te muevas. Cogeré un taxi. Ahora mismo voy. Sea lo que sea, lo arreglaremos.
El tono de seguridad de ella alivió parte de la tensión de su nudillo, descolorido por la fuerza con que agarraba el teléfono, y su boca se retorció para formar algo parecido a una sonrisa.
—No hay prisa —le dijo, intentando recuperar parte del control—, tenemos hasta el amanecer.
* * *
Aunque la sensación de culpabilidad era parte de la razón por la que el Dr. Rax seguía en su mesa, perseverando en el papeleo despreciable mucho después de que la Dra. Shane se fuese a casa (había dejado que la pila adquiriese proporciones mastodónticas), había algo más que una sensación indefinida de algo abandonado a medias. Esto era lo que le retenía en la oficina, esperando casi ansiosamente a que ocurriese algo. Garabateó sus iniciales al final de un informe sobre presupuesto, cerró de golpe la carpeta y la dejó caer en la cesta del trabajo terminado. A continuación suspiró y comenzó a hacer dibujos sin sentido en el calendario de la mesa. Ojalá no fuese tan puñeteramente difícil concentrarse...
De repente frunció el ceño, al darse cuenta de que sus garabatos tenían sentido. Bajo la fecha y el día, lunes 19 de octubre, había dibujado un animal parecido a un grifo, con el cuerpo de un antílope y la cabeza de un pájaro coronado con tres ureus y con tres pares de alas. Había dibujado la criatura que le perseguía en sueños.
—Ahora que lo pienso... —empujó hacia atrás la silla, de manera que pudiese alcanzar la estantería que había detrás del escritorio— me suenas muchísimo. Sí... aquí es... —Su dibujo concordaba con la ilustración casi línea por línea—. Es increíble lo que retiene el subconsciente. —Ignoró cierta sensación de espanto gélido y fue hojeando el texto—. Akhekh, un dios predinástico del alto Egipto absorbido en la religión del conquistador para convertirse en el dios del mal Set... —El libro se le resbaló de las manos paralizadas y cayó estrepitosamente al suelo. Los ojos de Akhekh, impresos en negro, habían brillado durante un momento con un resplandor rojo.
Con el corazón en la boca, el Dr. Rax se inclinó hacia delante y recogió cautelosamente el libro. Elias. Ven. Ha llegado el momento.
—¿El momento de qué? —exclamó, antes de darse cuenta de que la voz a la que contestaba estaba en su cabeza.
Colocó cuidadosamente el libro en la estantería y se frotó las sienes con dedos temblorosos.
—Vale. Primero veo cosas. Ahora oigo cosas. Creo que es el momento de irme a casa, tomarme un whisky y dormir durante mucho tiempo.
Al levantarse, le sorprendió lo débil de sus piernas. Se apoyó en el respaldo de la silla hasta estar seguro de que podría caminar sin que se le doblasen las rodillas, y a continuación siguió andando lentamente de un lado a otro de la habitación. Al llegar a la puerta, cogió su chaqueta y apagó la luz, intentando no pensar en los dos ojos rojos que refulgían en la oscuridad que quedaba a sus espaldas al salir de la oficina.
—Esto es ridículo. —Enderezó los hombros y respiró profundamente al empezar a recorrer el pasillo en dirección a los ascensores—. Soy un científico, no un supersticioso ni un bobo al que le dé miedo la oscuridad. Lo que pasa es que he estado trabajando demasiado.
La oscura quietud del pasillo calmó un poco sus castigados nervios, para cuando llegó a la puerta del taller, su pulso y su respiración casi habían vuelto a la normalidad.
Elias. Ven.
Se dio la vuelta, mirando a la puerta, incapaz de detenerse. Desde la distancia, sintió cómo su mano buscaba las llaves en el bolsillo, las vio girar en la cerradura, oyó el tenue movimiento del aire al abrir la puerta, notó el olor característico del cedro que había estado esparciéndose por la habitación desde que abrieran el ataúd y cató el sabor del miedo. Las piernas lo llevaron hacia delante.
El plástico que cubría el ataúd estaba arrojado en el suelo, a un lado.
El propio ataúd estaba vacío, salvo por un montón de vendas de lino que empezaban a pudrirse.
Libre de compulsión física, se inclinó contra la madera antigua. Entre las sombras surgió un hombre encorvado por la edad, con los ojos hundidos profundamente sobre los huesos como hojas de hacha de las mejillas, la carne aferrada al hueso y la piel tensa. De algún modo, supo que esto terminaría así, y el saber eso casi mantuvo a raya el terror. Desde el primer momento en que vio el sello, había sentido aproximarse ese momento.
—Des...trúyelas —la voz crujía como dos trozos de madera vieja frotándose entre sí.
El Dr. Rax miró las vendas de lino y después levantó la mirada hacia el hombre que las había llevado hasta hacía tan poco que las marcas aún se le notaban en la piel.
—¿Qué?
—No debe quedar... nin... gún... rastro.
—¿Rastro? ¿De qué?
—De mí.
—Pero quedas tú como rastro.
—Des... trúyelas.
—No —el Dr. Rax agitó la cabeza—. Puede que seas... —Entonces lo comprendió, finalmente abrió el capullo del destino o la suerte o lo que fuese lo que lo había aislado de lo que pasaba realmente. Ese hombre, esa criatura, había sido enterrada en tiempos de la decimoctava dinastía, hacía más de tres mil años. Lo único que la mantenía en pie era su nudillo, aferrado firmemente al ataúd—. ¿Cómo...?
Algo que podría haber sido una sonrisa retorció la antigua boca.
—Magia.
—Eso no...
Salvo por el hecho de que, evidentemente, allí estaba, con lo que dejó desvanecerse la protesta.
La sonrisa se amplió, convirtiéndose en una expresión mucho más desagradable.
—Des... trúyelas.
Al igual que cuando abrió la puerta del taller, el Dr. Rax se vio confinado a un rincón de su mente mientras su cuerpo obedecía la voluntad de otro. La diferencia era que ahora era consciente de ello. La niebla había desaparecido.
Se observó a sí mismo recoger las vendas de lino y llevarlas al fregadero.
—Eso... también.
Luchando por detenerse, recogió la tira de jeroglíficos de la mesa de trabajo y la añadió al resto. Cuando fue al cuarto oscuro, supo que la criatura estaba usando su mente. El fuego hubiese sido la solución en tiempos de la decimoctava dinastía, pero no los productos químicos. Con una botella de ácido ascórbico concentrado, disolvió la tela podrida lo suficiente como para hacer desaparecer todo el manojo de vendas por el desagüe. Aunque le temblaban las manos, no parecía ser capaz de impedir que lo hicieran. Le dolió en el corazón la destrucción de los artefactos y la rabia le proporcionó fuerza.
Lentamente, consiguió girar el cuerpo y se topó con unos ojos tan oscuros que no se podía distinguir donde terminaba la pupila y dónde comenzaba el iris.
—No hacía falta hacer eso —acertó a murmurar.
Los ojos se entornaron y luego volvieron a abrirse.
—Es una suerte... para mí... que tu dios no haya reconocido... su poder.
—¿De qué coño... —tuvo que dejar de respirar. Parecemos dos transistores mal sintonizados— estás hablando? ¿Mi dios?
—La ciencia. —La antigua voz aumentó en intensidad—. Sólo un detalle. No es lo suficientemente fuerte... para salvarte el culo.
El Dr. Rax frunció el ceño mientras sus pensamientos se arremolinaban en un intento de poner orden en lo imposible. Aquel no era el tipo de frase que usaría alguien del antiguo Egipto.
—Hablas inglés. Pero el inglés no existía cuando estabas...
—¿Vivo?
—Si lo prefieres... —El hijoputa se está divirtiendo. Me deja hablar con él.
—Aprendo del ka que tomo.
—¿Del ka...?
—Tantas preguntas, Dr. Rax.
—Sí... —Cien, mil preguntas, todas luchando por imponerse ante las demás. Tal vez la pérdida de las reliquias pudiese repararse. Comenzó a temblar de emoción contenida a duras penas—. Hay tantas cosas que puedes contarme...
—Sí. —Sólo por un instante, algo parecido al arrepentimiento atravesó el antiguo rostro—. Me gustaría... quedarme de cháchara contigo. Pero desgracia... damente, necesito lo que puedas... contarme.
El Dr. Rax se estremeció al cerrarse una mano anciana sobre su muñeca, con una fuerza casi dolorosa. Aprendo del ka que tomo. Y el ka era el alma, y un joven había muerto aquella mañana, y el inglés no existía...
—¡No! —Comenzó a hundirse en las profundidades negras de los ojos de ébano—. ¡Pero yo te he liberado! —¡Aún queda tanto que no sé! Aquello le dio fuerzas para luchar.
La mano apretó más fuerte.
Agitó violentamente el brazo que le quedaba libre, golpeándose contra los armarios, derribando la botella vacía de la mesa, sin conseguir nada.
Pero no paró de luchar en ningún momento.
Perdió el combate pregunta a pregunta.
¿Cómo? y ¿por qué? y ¿dónde? y ¿qué? Y, finalmente, ¿quién?
* * *
—No creo que estés loco.
—Pero, ¿cómo puedes estar segura?
Vicki se encogió de hombros.
—Porque conozco a locos y te conozco a ti.
Henry se dejó caer en el sofá a su lado y cogió las dos manos de ellas con las suyas.
—Entonces, ¿cómo es que sigo soñando con el sol?
—No lo sé, Henry. —Él buscaba desesperadamente consuelo, pero ella no sabía cuándo lo tenía que dar. Esto iba a requerir más que un "pobrecito nene" y un beso en la nariz. Él mostraba un aspecto, si bien no exactamente asustado, vulnerable, y su expresión le provocó un nudo en la garganta, haciendo difícil el tragar y el respirar. El único consuelo que podía ofrecerle era saber que no se enfrentaría a aquello solo, fuese lo que fuese—. Lo que sé es que no vamos a rendirnos sin pelear.
—¿Vamos?
—Me has pedido ayuda, ¿recuerdas?
Él asintió con la cabeza.
—Entonces —ella trazó un dibujo en el reverso de la mano de él con el pulgar—, ¿dices que esto le ha pasado a más de los tuyos...?
—Ha habido historias.
—¿Historias?
—Nosotros cazamos solos, Vicki. Menos en el período de cambio, casi nunca nos juntamos con otros vampiros. Pero se oyen historias...
—¿Cotilleos vampíricos?
Él se encogió de hombros, algo cohibido.
—Si quieres llamarlo así...
—Y esas historias dicen que...
—Que a veces, cuando nos hacemos demasiado viejos, cuando el peso de tantos siglos es demasiado como para aguantarlo, ya no podemos soportar la noche y terminamos dejándonos quemar por el sol.
—¿Y aparecen los sueños antes de que pase eso?
—No lo sé.
Ella le apretó la mano.
—Vale. Vamos paso por paso. ¿Estas cansado de vivir?
—No. —Eso, al menos, era seguro, y la razón estaba delante de él, mirándolo a menos de medio metro de distancia—. Pero Vicki, por mucho que haya cambiado, el cuerpo, la mente siguen siendo humanos. Tal vez...
—¿Tal vez el equipo empieza a oxidarse? —le interrumpió, apretándole la mano más fuerte—. ¿Obsolescencia planificada? Empiezas a acercarte a tu quinto siglo y el sistema empieza a hundirse? —Replegó las cejas y las gafas le resbalaron por la nariz—. No me lo creo.
Henry se acercó y le colocó las gafas de nuevo en su sitio.
—No puedes ignorar los sueños —le dijo con voz suave.
—No —asintió Vicki—, no puedo. —Suspiró profundamente y torció la boca—. Sería útil que vosotros fueseis algo más comunicativos, para que no tuviésemos que enfrentarnos a esto a ciegas. Tal vez podríais publicar un boletín de prensa, o algo. —Esto, como ella esperaba, hizo sonreír a Henry, que se relajó un poco—. Henry, hace menos de un año no creía en vampiros ni demonios ni hombres lobo ni en mí misma. Ahora sé más cosas. Tú no estás loco. Tú no quieres morir. Por lo tanto, no vas a exponerte al sol. Lo que queríamos demostrar.
Él tenía que creerla. Su actitud mortal absurda hacía desaparecer el espectro de la locura.
—¿Te quedas hasta por la mañana? —le preguntó. Por un momento no podía creer las palabras que habían salido de su boca. Podría haber dicho igualmente "Quédate hasta que esté indefenso". Era lo mismo. ¿Tanto confiaba en ella? Se dio cuenta de que Vicki comprendió esto, y sus dudas le dieron tiempo de retractarse de la propuesta. De repente, se dio cuenta de que no quería retractarse. De que, de hecho, confiaba tanto en ella.
Cuatrocientos cincuenta años antes hubiese preguntado "¿Podemos amarnos?".
"¿Lo dudas?", hubiese sido la respuesta.
El silencio se alargo. Tuvo que romperlo antes de que acabase con ellos, de que acabase con ella, de que la obligase a escuchar lo que él sabía que no estaba preparada para escuchar.
—Puedes atarme a la cama si empiezo a decir estupideces...
—¿Según mi definición o según la tuya? —su voz era firme.
Preso por mil, preso por mil quinientos.
—Según la tuya —Henry sonrió, la besó en la palma de la mano y se volvió hacia la ventana. Si Vicki pensaba que estaba cuerdo, entonces él también tendría que pensarlo. Tal vez la razón de su sueño era menos importante que la forma de enfrentarse a él—. "Hay más cosas en la tierra y en el cielo" —musitó.
Vicki se dejó caer de nuevo sobre los cojines del sofá.
—Dios, empiezo a estar harta de esa cita.
Capítulo 4
Vicki había visto miles de amaneceres, y ninguno de ellos del mismo modo que aquél.
—¿Lo sientes?
—¿Que si siento qué? —Medio dormida, levantó la cabeza del regazo de Henry.
—El sol.
Una repentina descarga de adrenalina la despertó y la hizo saltar hacia delante, fijándose en el rostro de Henry. Éste parecía muy concentrado, con el ceño fruncido y los ojos entornados. Ella observó la ventana. Aunque estaba orientada hacia el sur en vez de hacia el este, estaba claro que había empezado a clarear.
—¿Henry?
Éste parpadeó, se concentró y sacudió la cabeza al ver la expresión de Vicki, sonriendo reconfortado y algo avergonzado.
—No pasa nada, eso pasa todas las mañanas. Es como un aviso —su voz adoptó el tono mecánico de los ordenadores de las películas de ciencia-ficción—. Tiene quince minutos para dirigirse a la zona oscura de mínima seguridad.
—Bien —Vicki se levantó, sujetando aún su muñeca—. Quince minutos, vamos.
—Era una broma —protestó Henry mientras ella tiraba de él para que se pusiese de pie—. Los avisos no son tan exactos. Es sólo una sensación.
Vicki suspiró y dirigió una mirada de ansiedad a través de la ventana, a los tintes rosados que estaba segura que vería tocar los bordes de la ciudad.
—Vale, es sólo una sensación. ¿Qué sueles hacer al sentirla?
—Irme a la cama.
—¿Y bien?
Henry estudió el rostro de ella durante un momento, absorto de nuevo; contestó con un suspiro y asintió.
—Tienes razón. —Después se liberó, giró sobre sus talones y atravesó el dormitorio.
—¿Henry?
Aunque se detuvo, no se dio la vuelta, sino que simplemente miró por encima del hombro.
No hace falta que me quede si estás seguro de que estás bien. Salvo por el hecho de que no estaba seguro. Por eso estaba ella allí. Aunque se arrepintiese de haberlo sugerido (ella reconoció un cambio de idea en sus titubeos), la razón por la que lo había hecho todavía existía. Parecía que si ambos tenían que afrontar juntos cada amanecer, aquello sería como un trabajo cualquiera. El cliente teme que, en ciertas condiciones, pueda intentar cometer suicidio. Yo estoy aquí para detenerlo. De repente, ella se dio cuenta de que Henry todavía esperaba que dijese algo.
—Eh, ¿cómo te sientes?
Henry observó el desfile de emociones que recorría el rostro de Vicki.
"Esto tampoco es fácil para ti, ¿verdad?", pensó.
—Ya siento el sol —dijo suavemente, y soltó la mano.
Ella lo aceptó con una expresión que reconocía como la que utilizaba en su trabajo, y se dirigieron juntos al dormitorio.
La primera vez que Vicki vio la cama de Henry se sintió irracionalmente decepcionada. Por aquel entonces sabía ya que él no pasaba el día encerrado en un ataúd encima de un montón de su tierra natal, pero esperaba en secreto algo un poco más exótico. Una cama de matrimonio... ("Seguro que a tu padre le hubiese encantado tener una de esas...") con sábanas blancas de algodón y una larga manta azul era, definitivamente, demasiado normal.
Aquella mañana despegó la mano de él de la suya y se detuvo justo detrás de la puerta cerrada. El suave círculo luminoso de la lámpara de la mesilla la dejó efectivamente ciega, pero sabía, porque él se lo había dicho en aquella primera visita, que los cortinajes de terciopelo azul de la ventana cubrían una lámina de contrachapado pintada de negro y con los bordes sellados. Otra cortina, detrás del cristal, ocultaba la madera de los ojos indiscretos del mundo. Era una barrera diseñada para mantener al sol a raya de forma segura. Vicki también sabía que era una barrera que Henry podía destruir en cuestión de segundos sí quisiese. Su cuerpo se convirtió en otra barrera ante la puerta.
Junto a la cama, Henry titubeaba, con los dedos en los botones de la camisa, sorprendido por sentirse incómodo al desvestirse enfrente de una mujer con la que llevaba meses haciendo el amor... y de la que se alimentaba. Esto es ridículo. Probablemente no puede verte desde allí, la luz es demasiado tenue.
Sacudió la cabeza y se desvistió con rapidez, meditando sobre el hecho de que el desamparo implicaba más intimidad que el sexo.
Sentía el sol con más fuerza ahora, con más fuerza de lo que recordaba haberlo sentido anteriormente. Esta mañana eres sensible a él. Eso es todo. Dios, tenía la esperanza de que eso fuese todo.
Para Vicki, que contemplaba el parpadeo de piel pálida a medida que Henry entraba y salía del círculo de luz, montar vigilancia junto a la puerta de repente empezó a tener poco sentido.
—¿Henry? ¿Se puede saber qué hago yo aquí? —Siguió caminando hasta que su rostro se vio cubierto por el foco luminoso; extendió la mano y la colocó sobre el pecho desnudo de él, deteniéndolo—. No puedo pararte... —adoptó una expresión ceñuda, al darse cuenta de lo inadecuado de sus palabras—. Ni siquiera puedo hacer que vayas más despacio.
—Ya lo sé —Henry cubrió los dedos de Vicki con los suyos, maravillado como siempre por su calor, por la sensación de la sangre palpitando bajo la piel.
—Estupendo —ella puso en blanco los ojos—. Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer si te lanzas corriendo hacia el sol?
—Estar ahí.
—¿Y ver cómo te mueres?.
—Nadie, ni siquiera un vampiro quiere morir solo.
Podría haber sonado a broma, pero no fue así. ¿Acaso no se había dado cuenta horas antes de que eso era todo lo que tenía que darle? Sin embargo, no se había dado cuenta, ni siquiera entonces, de que podría llegar a aquello.
Respirando con algo de pesadez, deseando que la luz fuese suficiente para ver su expresión, Vicki se esforzó por no liberar su mano. Estar ahí. Punto y final, no era más de lo que Celluci le había pedido nunca. Sólo que las circunstancias eran distintas.
—Por amor de Dios, Henry —hizo falta un esfuerzo, pero consiguió mantener la voz firme—, no jodas, no te vas a morir, ¿vale? Ponte los calzoncillos de la suerte, o el esmoquin o lo que sea que se pongan los vampiros para dormir y metete en la cama.
Él la soltó y alargó los brazos, dejando claro lo que quería decir.
—Vale —ella señaló a la cama y lo contempló mientras hacía lo que se le ordenaba. Después se apretó las gafas contra el puente de la nariz y se encaramó a lo alto del colchón. Mirando de reojo podía distinguir sus rasgos—. ¿Estás bien?
—¿Me estás retando a no estarlo?
—¡Henry!
—Siento el sol temblar en el horizonte, pero lo único que hay en mi mente eres tú.
—Esta mañana pareces una colección de clichés. —Sin embargo, el tono de alivio de su voz sonaba a verdad—. ¿Qué va a pasar? Contigo, me refiero...
Él se encogió de hombros, suspirando entre las sábanas.
—Por tu parte no sé, pero, por la mía, desaparezco hasta el anochecer. No tengo sueños ni sensaciones físicas —su voz comenzó a ralentizarse bajo el peso del amanecer—. Nada.
—¿Y qué tengo que hacer?
Él sonrió.
—Darme un beso... de despedida.
AI salir el sol, sus labios estaban juntos. Ella sintió cómo el día tomaba posesión de él. Lentamente, se levantó hasta quedar sentada.
—¿Henry?
Él parecía terriblemente joven. Terriblemente vulnerable. Lo agarró de los hombros y lo sacudió con fuerza.
—¡Henry!
El corazón de Henry siempre latía despacio. Ahora, con la oreja apretada contra su pecho, no lo oía latir en absoluto.
No podía evitar que ella le hiciese lo que quisiese. Se había puesto totalmente en sus manos.
Estar ahí. Punto y final, eso era todo lo que Celluci le había pedido jamás. Estar ahí. Punto y final, eso era todo lo que ella le había pedido a cambio.
Estar ahí. Punto y final, era mucho más significativo cuando era Henry el que lo pedía.
—Henry, mierda. —Se quitó de golpe las gafas y se frotó los ojos con los nudillos—. ¿Qué coño puedo darte para igualar esto?
Momentos más tarde, se le presentó una pregunta más prosaica.
—¿Y ahora qué? ¿Me voy? ¿O me quedo y te vigilo todo el día? —Un descomunal bostezo casi le dislocó la mandíbula. No había dormido demasiado durante la larga espera hasta la mañana—. ¿O me acuesto contigo?
Deslizó ligeramente un dedo por su mejilla. La piel era seca y fresca al tacto. Siempre había sido así, pero sin la noche para animarla nunca había tenido un aspecto tan... no-vivo.
—Vale, olvidemos esa última idea. —A pesar de lo cansada que estaba no podría dormir junto al cuerpo (en ausencia de Henry) que había creado el día. Recogió los pantalones de él del suelo y rebuscó en los bolsillos para sacar las llaves—. Me voy a casa —dijo, sintiendo la necesidad de escuchar su propia voz para contrarrestar la quietud total—. Dormiré un rato y volveré antes del anochecer. No te preocupes, cerraré al salir. Estarás a salvo.
La lámpara de la mesilla tenía un interruptor para apagarla junto a la puerta. Vicki echó un último vistazo a la pálida isla de luz, antes de devolver la habitación a la más completa oscuridad.
Ella tenía la mano en el pomo y ya había comenzado a girarlo cuando un pensamiento repentino la detuvo en seco.
—¿Cómo coño salgo de aquí?
Fue trazando con los dedos los sellos de goma que bordeaban el suelo, impidiendo la entrada de luz alguna. ¿Podía irse sin destruir a Henry? Esto es estupendo. La puerta resonó como un contrapunto seco a sus pensamientos al golpearse contra ella con la cabeza. Me quedo para salvarlo del suicidio y termino asesinándolo.
¿Irse o quedarse?
La luz entraría en el salón por la puerta de la oficina, y si abriese aquella puerta... ¿Cuan directo tendría que ser el contacto con el sol? ¿Cuan difuso?
Deberíamos haber hablado de esto antes, Henry. No podía creer que ninguno de los dos hubiese pensado en qué pasaría después de la salida del sol. Por supuesto, ambos habían estado ocupados con otras cosas.
No podía arriesgarse. La entrada de la vivienda estaba cerrada con llave y con cadena. Estaba tan seguro allí dentro como era posible. Sólo sucedía que tenía compañía.
Con los ojos cerrados, ya que la falta voluntaria de luz parecía ayudar, volvió tropezando a la cama y se tumbó sobre las mantas, tan lejos como pudo del cuerpo inerte de Henry.
Todos sus sentidos indicaban que estaba sola, salvo por el hecho de que sabía que no lo estaba. Toda la habitación se había convertido en un ataúd de algún modo. Sentía la oscuridad opresiva, convertida en una caja de metro ochenta por noventa por treinta, e intentó no pensar en los entierros prematuros de Edgar Allan Poe.
* * *
—¿Cómo murió?
—Se le paró el corazón. —El forense auxiliar se quitó los guantes—. Lo cual es, de hecho, lo que hace que muramos todos al final. Si quiere saber qué fue lo que lo mató, pregúnteme cuando lo haya tenido sobre la mesa un par de horas.
—Gracias, Dr. Singh.
Éste sonrió, sin dejarse afectar en absoluto por el sarcasmo.
—Vivo para servir. No lo guarden demasiado tiempo. —Se detuvo de camino a la puerta y se volvió—. Extraoficialmente, teniendo en cuenta la posición, yo diría que murió antes de caer al suelo.
Mike Celluci hizo una seña con la mano para dar a entender que le había oído, se arrodilló junto al cadáver y frunció el ceño.
Su compañero, Dave Graham, se inclinó para susurrar entre dientes por encima del hombro:
—Alguien lo ha agarrado bien.
Celluci expresó su consenso con un gruñido. Había moratones de color púrpura y verde alrededor de la muñeca izquierda, delineando con claridad las marcas de cuatro dedos y un pulgar. El brazo izquierdo yacía apartado del cuerpo.
—Lo soltaron cuando murió —dijo suavemente David.
—Eso diría yo. Mírale la cara.
—No tiene ninguna expresión.
—Correcto. Ni miedo, ni dolor, ni sorpresa, ni nada. No queda ninguna información sobre los últimos minutos de vida.
—¿Drogas?
—Puede ser. Bonita chaqueta —Celluci se puso de pie—. No sé por qué no se la llevaron junto con los zapatos.
Dave se apartó y se encogió de hombros.
—Hoy en día vete tú a saber. Se llevaron el dinero, pero dejaron las tarjetas y el carné de identidad. Hasta dejaron la acreditación.
Los dos hombres rodearon cuidadosamente las líneas de tiza y los trozos de vidrio del suelo, y se acercaron al fregadero. Donde antes hubiese muescas, el ácido derramado había corroído el metal. Aún emanaba de allí un leve olor a amoniaco.
—No hay señal de lo que tiró...
Celluci contestó con un bufido.
—O de a quién tiró. ¡Kevin! —El agente encargado de identificación volvió la cabeza desde donde estaba el cadáver—. Quiero las huellas del cristal.
—¿Del cristal? —Lo único que había sobrevivido de un tamaño suficiente como para considerarlo trozos eran la base y la parte del cuello protegida por la tapa—. ¿Pruebo en otras partes?
—Haz lo que quieras, pero primero quiero esas huellas. ¡Harper! —El agente que observaba el ataúd se levantó de golpe y lo rodeó—. ¿Detective?
—Traiga a alguien para drenar el desagüe... el tubo redondo de debajo del fregadero —añadió cuando vio perderse a Harper—. Hay agua dentro, y puede que sea suficiente para diluir el ácido y darnos alguna pista de qué han tirado por ahí. ¿Dónde está el que encontró el cuerpo?
—Eh, en las oficinas el departamento. Se llama... —Harper frunció el ceño y escudriñó su cuaderno— Raymond Thompson. Es un investigador, lleva aquí cerca de año y medio. Parte del resto del equipo ha llegado y también están aquí. Mi compañero está con ellos.
—¿Dónde están las oficinas?
—Al final del pasillo a la derecha.
Celluci asintió y se dirigió a la puerta.
—Hemos terminado con el cuerpo. En cuando acaben de sacarle la carnaza, lo sacáis de aquí.
—Encantador, como siempre —murmuró Dave con una ligera sonrisa. Siguió a su compañero al pasillo y le preguntó—: ¿Cómo es que sabes tanto de fontanería?
—Mi padre era fontanero.
—¿Sí? Mamón, nunca me has contado que eras rico.
—No quería que anduvieses pidiéndome dinero —Celluci movió la cabeza en dirección al taller—. ¿Qué te parece?
—¿Que el buen doctor se topó con un intruso?
—¿Y el limpiador al que sacaron de aquí ayer?
—¿No dijiste que vio una momia y le dio un ataque al corazón?
—Entonces, ¿qué ha pasado con la momia?
La frente de Dave se cubrió de arrugas. El ataúd estaba vacío, sin duda, y, aunque el taller estaba abarrotado de trastos antiguos, apostaría un brazo a que no había un cadáver apoyado detrás de una esquina.
—¿Se lo llevó el intruso? ¿El Dr. Rax lo despedazó, le echó ácido por encima y lo tiró por el fregadero? ¿Volvió a la vida y ahora está merodeando por la ciudad? —Se percató de la expresión de Celluci y se rió—. Llevas demasiado tiempo trabajando, colega.
—Puede ser —Celluci abrió la puerta con el cartel de Departamento de Egiptología con algo más de ímpetu del necesario. O puede ser que no.
Aparte del agente uniformado, había media docena de personas sentadas en la gran oficina exterior, y todos mostraban distintos tipos de sorpresa o incredulidad. Dos de ellos lloraban sordamente, con una caja medio vacía de pañuelos de papel en la mesa que había entre ellos. Dos estaban discutiendo, y sus voces eran como un zumbido constante de fondo. Uno estaba sentado, con la cara cubierta bajo las manos. La Dra. Shane, con una expresión entre la tristeza y la ira, se levantó al entrar los detectives en la habitación y se aproximó a ellos.
—Soy la Dra. Rachel Shane, la directora auxiliar. ¿Qué ocurre? No, un momento... —Levantó la mano antes de que ninguno de ellos pudiese contestar—. Es una pregunta estúpida. Ya sé lo que ocurre. —Inspiró profundamente—. ¿Qué va a pasar ahora?
Celluci mostró su placa, y con el rabillo del ojo vio a Dave hacer lo mismo. Siguió sosteniéndola mientras la doctora se fijaba primero en ella y luego en él.
—Detective Celluci, mi compañero, el Detective Graham. Nos gustaría hacer unas cuantas preguntas a Raymond Thompson.
El joven de la cabeza entre las manos se levantó de un salto, con los ojos de par en par y el rostro descolorido.
—De momento nos gustaría dejar la oficina del Dr. Rax como está —continuó Celluci, usando el tono de voz natural que resultaba relajante para la mayoría de la gente—. ¿Dra. Shane...?
—Sí, sí, por supuesto. Usen la mía —Les hizo un gesto, indicándoles la puerta, y a continuación cruzó los dedos tan fuerte que las yemas se le oscurecieron bajo la presión.
—Gracias.
Ella reaccionó, poco a poco al tono de voz, relajándose visiblemente. No era la primera vez que Dave quedaba maravillado por la habilidad de Celluci para comprimir un "Sé que lo está pasando mal, pero contamos con usted. Si se derrumba, todos la seguirán" en una sencilla palabra.
Raymond Thompson era un hombre alto, delgado y serio, que parecía no poder permanecer quieto. No paraba de mover un pie o una mano o la cabeza. Había llegado temprano para ponerse un poco al día con el trabajo interrumpido a causa del sarcófago.
—No lo toqué a él ni a nada salvo el teléfono. Llamé a la policía, dije que había encontrado un cuerpo y me fui al pasillo a esperar. Dios, esto es tan... tan... Quiero decir, joder, ¿lo ha matado alguien?
—Todavía no lo sabemos, Sr. Thompson. —Dave Graham se sentó al borde de la mesa, balanceando un pie—. Le agradeceríamos que recordase cómo estaba el taller. ¿Estaba como la última vez que lo había visto?
—No me fijé, realmente. Es decir, ¡por Dios, mi jefe estaba tendido muerto en el suelo!
—Pero después de ver el cuerpo, usted echaría un vistazo alrededor para asegurarse de que no había nadie más.
—Bueno, sí.
—¿Y el taller...?
El joven se mordió el labio, intentando recordar, intentando ver más allá del cadáver tendido del hombre al que apreciaba y respetaba.
—Había cristales en el suelo —dijo lentamente—, y habían quitado el plástico del nuevo ataúd, que parece como de la dinastía decimoctava en un sarcófago de la decimosexta, que es muy extraño, pero no parecía faltar nada. Es decir, teníamos una fayenza bastante valiosa y un pectoral de oro en la mesa, que estábamos restaurando, y los dos seguían allí.
Dave arqueó una ceja.
—¿Fayenza? ¿Pectoral?
—Una Fayenza es, bueno, un tipo de cerámica, y un pectoral es un... —sus largos dedos trazaron diseños incomprensibles en el aire—. Bueno, es como un collar muy grueso.
—¿Con un valor más que histórico?
Ray Thompson se encogió de hombros.
—Más de la mitad es más caro que el oro de dieciocho quilates.
Celluci se volvió desde la ventana por la que observaba el tráfico que pasaba por Queen's Park Road, dejando en manos de su compañero las preguntas. Fueran las que fueran las razones de la muerte del Dr. Rax, estaba seguro de que el robo no estaba entre ellas.
—¿Qué hay de la momia?
—No había ninguna.
—¿No? —dio un paso adelante—. Ayer hablé con uno de los agentes que había en el escenario por la mañana, cuando estaban sacando al limpiador del edificio. Me dijo que había visto una momia y había tenido un ataque cardíaco. Básicamente, murió de miedo.
—Pensó que había visto una momia. Alguien había vuelto a meter un ataúd vacío en una caja de piedra y la había vuelto a sellar. Creíamos que habíamos conseguido una nueva pieza histórica y lo única que teníamos era aire —la risa de Ray fue corta y agria—. Tal vez eso es lo que mató al Dr. Rax, la decepción científica.
—Así que no había ninguna momia.
—No.
—¿Está seguro?
—Créame, Detective, me hubiera dado cuenta.
Celluci captó una elocuente mirada de su compañero, y se calló ceñudamente lo que estaba a punto de decir. Por el momento, aceptaba creer que hubiese malentendido la explicación de Trembley.
El resto del departamento tenía menos aún que ofrecer. A todos les caía bien el Dr. Rax. Es cierto que a veces estaba en desacuerdo con sus colegas, pero si se mete a doce egiptólogos en una habitación, tendrán doce opiniones distintas. No, nunca hubo ninguna momia. ¿Envidia profesional?
La Dra. Shane suspiró y se recogió el pelo de la frente.
—Era el director de un departamento de poco presupuesto en un museo provincial. Era un buen trabajo, incluso un trabajo prestigioso comparado con muchos, pero no lo suficiente como para matar por él.
—Supongo que, como directora auxiliar, será la siguiente en ocupar el cargo —las palabras eran una mera observación, cuidadosamente medida.
—Supongo que sí. De todas formas es un fastidio. Soy la única persona que conozco que odie el papeleo más de lo que lo odiaba él. —Se apretó los puños contra la boca y cerró los ojos fuertemente—. Dios mío... —Un segundo después, levantó la mirada, con las pestañas humedecidas—. Lo siento, normalmente no lloro como una cría.
—Ha sido un día muy fuera de lo corriente —dijo Celluci amistosamente, alargándole un pañuelo de papel—. Dave, ¿por qué no vas a decir a los demás que si quieren se pueden ir a casa? Pero diles que cuando esté terminado el laboratorio necesitaremos un inventario completo del taller. Igual se quedan algunos. Cuanto antes sepamos seguro si falta algo, mejor.
La Dra. Shane se sonó la nariz al irse Dave.
—Es usted algo dominante con mi equipo, Detective.
—Lo siento. Si prefiere decírselo usted...
—No, está bien. Lo está haciendo bien.
Seguro que cuando tenía dieciocho años parecía el David de Miguel Ángel. Volvió a cerrar los ojos. Dios. No puedo creerlo. Elias está muerto y estoy aquí sentada pensando en lo guapo que es este policía.
—¿Dra. Shane? ¿Está bien?
—Estoy bien —abrió los ojos de nuevo y sonrió con el rostro humedecido—. De verdad.
Celluci asintió con la cabeza. No podía evitar darse cuenta de que la Dra. Shane tenía una sonrisa muy atractiva, aunque deformada por la tristeza. Se preguntaba qué aspecto tendría cuando realmente tuviese motivos para sonreír.
—¿Y bien? —arrojó el pañuelo empapado a la papelera.
—Ya se ha ocupado de mi equipo, ¿qué tiene pensado para mí?
Sin motivo aparente, Celluci sintió cómo se le enrojecían las orejas. Se aclaró la garganta y dio gracias por no haberse hecho aquél corte de pelo.
—¿Podría comprobar la oficina del Dr. Rax? Será la más apropiada para saber si han tocado algo.
La oficina del director estaba en el otro lado del amplio salón. Cuando el agente Harper indicó a Celluci con una seña la puerta del vestíbulo, éste indicó a la Dra. Shane que se quedase allí.
—¿Qué?
—Es la prensa.
—Ya. ¿Y?
—¿No debería hacer alguien una declaración? Para que no tiren las puertas abajo...
Celluci soltó un bufido.
—Voy a darles una declaración.
Al ver al detective caminar pasillo abajo, con los hombros estirados y los puños apretados, el agente Harper se preguntó si tal vez no hubiese sido mejor esperar a que el agente Graham terminase con los empleados a los que se había llevado al taller. Tenía la sensación de que la prensa iba a obtener una declaración que no podría imprimir.
* * *
Varios de los reporteros que se arremolinaban en la recepción de seguridad reconocieron al detective al dejarle atravesar la puerta el vigilante del museo.
—Estupendo —murmuró uno—. Es don simpático, de homicidios.
Las preguntas resonaban en abundancia y rápidamente. Celluci esperó, contemplando a la manada hasta que guardaron silencio. Cuando el ruido se apaciguó lo suficiente como para poder oírle, se aclaró la garganta y comenzó a hablar, dejando claro con su tono lo que opinaba de su público.
—A primera hora de esta mañana, se ha encontrado muerto a un varón caucásico por causas desconocidas en el taller del departamento de Egiptología. Evidentemente, sospechamos que no fue por causa natural. Si no fuese así, yo no estaría aquí. Si quieren saber algo más, tendrán que esperar.
—¿Y qué hay de la momia? —un reportero de las primeras filas alargó un micrófono—. Hemos oído que había implicada una momia.
Sí, ¿qué pasaba con la momia? Aunque aún no estaba seguro sobre su veracidad, Celluci repitió el leit motiv.
—No hay ninguna momia, sólo un ataúd vacío que estaba estudiando el departamento de Egiptología.
—¿Hay alguna posibilidad de que el ataúd haya causado las dos recientes muertes del museo?
—¿Y cómo? —preguntó secamente Celluci— ¿Cayéndose encima de ellos?
—¿Y alguna maldición antigua?
Antigua maldición se cobra dos víctimas. Celluci se imaginaba los titulares.
—No sea gilipollas.
El reportero apagó convenientemente la grabadora justo a tiempo y, con una sonrisa de complacencia, dijo:
—¿Puedo publicar eso?
La sonrisa de Celluci era igual de sincera.
—Se lo puede tatuar en el pecho, si quiere.
* * *
Escaleras arriba, encontró a la Dra. Shane y a su compañero fuera de la oficina del Dr. Rax.
Dave se giró cuando él entró.
—La doctora tiene algo para nosotros, Mike.
La Dra. Shane se recogió el pelo hacia atrás y se frotó la frente.
—Puede que no sea nada... —observó a Celluci, que asintió de modo tranquilizador, y continuó—. Es sólo que Elias guardaba siempre un traje en su oficina, para reuniones de la junta y asuntos oficiales. No se lo pone... —se detuvo, cerró los ojos brevemente y continuó—. No se lo ponía más que cuando tenía que hacerlo. El caso es que cuando me fui ayer por la noche, su traje gris, su camisa blanca y una corbata de seda color vino estaban colgados de la puerta. Ya no están.
Los dos detectives intercambiaron miradas idénticas. Celluci fue el primero en hablar.
—¿Tenía también zapatos guardados?
—No, él decía que si en un sitio no te dejen entrar con un par de mocasines, no vale la pena entrar. —Le empezó a temblar el labio inferior, pero mantuvo el control con un esfuerzo visible—. Mierda, le voy a echar mucho de menos.
—Si quiere irse a casa, Dra. Shane...
—Gracias, pero creo que sería mejor quedarme haciendo algo útil. Si no me necesitan más, me iré a ayudar con el inventario. —Con la cabeza alta, atravesó la habitación, se detuvo en la puerta y dijo—: Cuando cojan al hijoputa que lo haya hecho, espero que le arranquen el corazón y se lo den de comer a los cocodrilos.
—Eh... ya no hacemos eso, Doctora.
—Vaya...
Cuando se quedaron solos, Dave suspiró profundamente y se sentó en una esquina de la mesa más cercana.
—Tendremos que mirar el laboratorio antes que esa oficina. Este caso es cada vez más raro. —Se tironeó la barba—. Empieza a parecer que el Dr. Rax interrumpió a un intruso desnudo. ¿Qué clase de chalado merodea por un museo en pelotas?
Celluci, ensimismado, no le hizo caso. Estaba recordando un pentagrama, y una figura humanoide dentro de él; recordando a un hombre que se desnudó y se convirtió y se lanzó a su cuello con colmillos de lobo en un cuerpo de lobo; recordando a Henry Fitzroy, que no era humano, aunque lo hubiese sido en el pasado. Recordando que las cosas no siempre eran lo que parecían.
Preguntándose qué tipo de criatura se levantaría después de siglos en la oscuridad, encerrado inmóvil en una caja.
Salvo por el hecho de que no había ninguna momia.
* * *
Había manipulado la mente de la vigilante para que esta le abriese la puerta exterior y le desease una buena mañana sin ni siquiera preguntarse qué hacía un anciano con un traje de talla equivocada saliendo del museo horas después de que abrieran. Una vez en el exterior, se dio la vuelta, sonrió y eliminó de su mente todo recuerdo del incidente. A continuación cruzó la calle y se sentó en un banco, descansando y gozando de la cantidad de espacio que le rodeaba y de su habilidad para moverse, esperando hasta que los recuerdos que había absorbido le indicasen que ya era la hora.
El primer ka que había devorado le sirvió para reanimarle y eliminar su rastro. El segundo le había proporcionado conocimientos vitales, pero poco fuerza, ya que los años que le quedaban al Dr. Rax eran prácticamente una tercera parte de los que había vivido. Para restaurar su juventud y recuperar todo su poder, necesitaba un ka joven con un potencial casi sin realizar.
Se movía con cuidado, ya que aquel nuevo país era gélido, y necesitaba una gran cantidad de poder sólo para permanecer caliente mientras esperaba. Descendió bajo tierra, a lo que los recuerdos se referían como hora punta de la mañana. Pagó el precio, más por curiosidad que por necesidad, y se dirigió al exterior, al andén del metro. Entonces fue cuando los muros comenzaron a cerrarse sobre él. El corazón le latía con fuerza, y extendió un brazo hacia arriba para evitar que se cayese el techo. Habría corrido de haber podido, pero los huesos se le habían debilitado, y sólo podía limitarse a resistir. Pasaron tres trenes antes de calmarse, dándose cuenta de que el espacio no era tan pequeño como había pensado en principio, y que si esas monstruosas bestias de metal podían moverse libremente, habría sitio también para que se moviese él.
Pasó otro tren mientras contemplaba anonadado (los recuerdos de los hombres acostumbrados a aquello no daban crédito del tamaño, la velocidad o el ruido, o de la simple presencia de la máquina) y pasó un segundo antes de que encontrase lo que buscaba. Casi se detuvo de golpe al entrar en el vagón cuando vio el poco espacio que quedaba, pero la necesidad de poder era más fuerte que su miedo y en el último momento se apretujó en el interior.
Los colegiales, con uniformes idénticos bajo los abrigos, estaban tan apretados unos contra otros por la multitud que el ajetreo del tren no podía moverlos. Reían y charlaban, y hasta los que no alcanzaban las barras no se preocupaban, sabiendo que era imposible caerse.
Se acercó tanto como pudo, y empezó a buscar frenéticamente a los más jóvenes. No sabía cuánto tiempo soportaría encerrado así. Para su sorpresa, uno de los niños llevaba una protección que repelió de golpe su ka y le hizo jadear de dolor. Murmurando un hechizo entre susurros, contempló anonadado el halo de luz dorada. Los dioses de aquella nueva edad podrían ser débiles, pero uno de ellos había tocado al niño, aunque éste no fuera consciente de la vocación todavía, y no se le permitiría alimentarse de él.
Tardó un momento muy largo en cruzar la mirada con la de los ojos gris perla del niño al que escogió finalmente. Su mirada se desviaba constantemente, buscando una forma de salir. El niño, que sólo veía a un anciano indefenso que parecía angustiado, sonrió, algo confundido pero dispuesto a ser amistoso. La sonrisa duró hasta el final, y fue el último fragmento de vida que se perdió.
La masa de gente que lo rodeaba mantendría el cuerpo de pie hasta que él se hubiese marchado.
En la siguiente parada, se dejó atrapar por la multitud que salía y abandonó el vagón mientras el nuevo ka eliminaba su miedo y su edad, y atravesó a grandes pasos el andén. Los que veían los cambios externos, la espalda enderezándose, el pelo oscureciéndose, se negaban a creer y se maravillaban de cómo quedaba excluido de sus mentes todo aquello que escapaba a una idea estricta de lo que era "posible". A partir de aquellas personas, aquellos pedazos moldeables de arcilla viviente, construiría un imperio que haría sombra a todos los imperios del pasado.
* * *
Al igual que en las dos noches anteriores, Henry despertó con la mente chamuscada por la imagen de un enorme sol de oro. Sin embargo, por primera vez, la imagen no vino acompañada del temor a la locura. El aroma de la sangre era tan intenso en su santuario que la locura se convirtió en algo inconsecuente en comparación con el Hambre.
—Bueno, gracias a Dios que por fin te has despertado.
Tardó un momento en poder articular un pensamiento coherente.
—¿Vicki? —En su voz había una intensa tensión que hacía que fuese difícil de reconocer. Se sentó, la vio durante un momento, con la espalda apoyada contra la pared, y tuvo que protegerse los ojos del repentino resplandor al encender la luz.
Cuando pudo ver otra vez, la puerta estaba abierta y ella se había marchado. Siguió el rastro de sangre que conducía al cuarto de estar y la encontró apoyada en el respaldo del sofá, con los dedos hundidos en la tapicería. Había encendido todas las luces con las que se había topado a su paso. El Hambre resonaba al ritmo de los latidos de su corazón.
Vicki levantó la mirada al verlo acercarse a ella.
—Henry, no lo hagas.
Si hubiese sido más joven, tal vez no hubiese sido capaz de pararse, pero cuatrocientos cincuenta años habían sido tiempo suficiente para aprender, por lo menos, a controlarse.
—¿Qué pasa?
—¡Que he pasado el día encerrada contigo en esa habitación, eso es lo que pasa!
—¿Qué?
—¿Cómo iba a irme? No podía abrir la puerta sin dejar que entrara al menos un poco de luz, y, teniendo en cuenta que se suponía que tenía que evitar que te prendieses fuego, mi misión desde luego fracasaría. Así que me quedé encerrada. —Rió con soma—. Por lo menos tienes un cuarto de baño tamaño familiar.
—Vicki, lo siento... —Avanzó, pero ella levantó las manos y se detuvo de nuevo, a pesar de la atracción de la sangre que corría bajo la delicada piel de sus muñecas.
—Mira, no es culpa tuya. Teníamos que haberlo pensado. —Vicki respiró profundamente y se colocó las gafas sobre el puente de la nariz—. Esta noche no puedo quedarme contigo. Tengo que salir de aquí.
Él necesitaba alimentarse y sabía que podría convencerla de que se quedara, convencerla de modo que ella pensase que era su propia idea. Aunque no comprendía realmente, contuvo el Hambre y asintió.
—Entonces vete.
Vicki alargó el brazo para recoger su chaqueta y su bolso y se dirigió casi corriendo a la puerta. A continuación se detuvo con una mano en el pomo y se giró para mirarlo, sonriendo con dificultad.
—Fitzroy, como compañero de cama hay que reconocer dos cosas: que no roncas y que no te llevas las sábanas.
Después de decir esto, se fue.
A medida que el día lo reclamaba y lo único que sentía era el contacto de los labios de Vicki y la vida que contenían, Henry había imaginado cómo podría cambiar las cosas entre ellos esta nueva intimidad.
La realidad ni se había acercado.
* * *
Vicki se apoyó contra la pared de acero inoxidable del ascensor y cerró los ojos. Se sentía como una estúpida. Salir corriendo es una forma estupenda de ayudar a Henry, ¿verdad? Pero no podía quedarse.
El cansancio le había hecho dormir hasta la tarde, pero las horas entre el despertar y la puesta de sol habían sido unas de las más largas que jamás había vivido. Henry había sido más un extraño para ella tumbado allí, totalmente vacío, que cuando había bebido su sangre. Se había dirigido a la puerta cien veces, y cien veces se había negado a abrirla. Es un dormitorio de Bloor Street, se repetía a sí misma. Pero una trémula veta de imaginación que no sabía que existiese no paraba de contestar: Es una cripta.
Cuando el ascensor llegó a la planta baja, se enderezó y atravesó a grandes pasos la entrada, como si no notase a cada momento la presión excesiva sobre sus nervios. Saludó con la cabeza al vigilante de seguridad al pasar al lado de su garita y, por primera vez en más de un año, se adentró gustosamente en una noche en la que no podía ver.
—¡En, Victoria!
Había algunas cosas que no necesitaba ver.
—Hola Tony. Buenas noches, Tony. —Sintió la presión de él en el brazo y se detuvo. A duras penas podía vislumbrar el óvalo pálido de su cara bajo la luz de las farolas.
Él chasqueó la lengua.
—Uf, vaya pinta tienes. ¿Qué te ha pasado?
—Ha sido un día largo —suspiró ella—. ¿Qué haces por aquí?
—Bueno, eh... —se aclaró la garganta, azaroso—. Tengo la sensación de que Henry me necesita, así que...
Para estar allí a aquella hora tenía que haber sentido la necesidad de Henry antes que el propio Henry. Increíble. Ex vagabundos proféticos. Justo lo que necesitaba para que la experiencia del día fuese totalmente completa.
—¿Y si Henry te necesita vienes corriendo?
Incluso para sus propios oídos, su voz sonaba tensa, y se sintió azorada a su vez al darse cuenta de que aquel tono sonaba mucho a celos. Henry la necesitaba y ella se había ido.
—Ey, Victoria, tranquila. —Como si le hubiese leído la mente, la voz de Tony se suavizó—. Para mí es más fácil. Yo no tenía vida de verdad hasta que apareció. Puede rehacerme como quiera. Tú has sido tú misma mucho tiempo. Así es difícil que os adaptéis el uno al otro.
Tú has sido tú misma mucho tiempo. Sintió los hombros libres de parte de la tensión. Si alguien era capaz de comprender aquello, era Henry Fitzroy.
—Gracias, Tony.
—No hay problema —contestó en tono atrevido—. ¿Quieres que te busque un taxi?
—No.
—Entonces mejor voy para arriba.
—¿Antes de que se te rajen los pantalones?
—Vaya Victoria —ella notaba la risa en su voz—, creía que no veías en la oscuridad.
Lo oyó alejarse, oyó abrirse y cerrarse la puerta del edificio a sus espaldas y se dirigió a la acera. En la distancia, podía distinguir el resplandor de Yonge y Bloor y decidió caminar. Las calles de la ciudad estaban lo bastante iluminadas como para permitirle maniobrar, aunque no pudiese ver exactamente y de momento no creyese poder soportar estar encerrada en otro espacio oscuro.
A doce pasos del edificio, se detuvo. Había estado tan concentrada en salir del apartamento de Henry que se le había olvidado preguntarle por el sueño. Por un momento consideró la posibilidad de volver, pero luego sonrió y sacudió la cabeza, deseando pensar que él sería incapaz de pensar con coherencia, y mucho menos preocuparse, durante el resto de la noche. Tony había aprendido varias habilidades interesantes durante los años que vivió en las calles, y la distracción no era la menos importante.
Capítulo 5
Contempló la mesa del desayuno, que consistía en un tazón de tiesas y melón, tres huevos fritos por ambos lados, seis rodajas de rosbif a medio cocer, panecillos de maíz, un vaso helado de néctar de albaricoque y una jarra de café recién hecho, y asintió con satisfacción a la joven que se lo había servido, antes de abrir el periódico nacional. Aunque había recibido las ediciones matutinas de los tres periódicos de Toronto, había sido fácil averiguar cuál leer primero. Sólo uno de ellos contenía más texto que fotos.
Tras devorar el ka del niño, había pasado el resto del día adquiriendo prendas adecuadas y un lugar en el que quedarse. Los tenderos de las pequeñas y exquisitas tiendas de ropa de caballero de Bloor Street West se preocupaban tanto del status que habían sido casi vergonzosamente fáciles de encantar; más tarde, el director del Hotel Park Plaza había respondido tan bien a su apariencia y arrogancia que casi no había necesitado usar su poder.
Se había registrado como Anwar Tawfik, nombre que había obtenido del ka de Elias Rax. Llevaba desde tiempos de Meri-nar, el primer faraón, sin usar su nombre verdadero, y para cuando los sacerdotes lo atraparon y aprisionaron, le habían llamado por tantos nombres que sólo habían podido poner en el hechizo lo que era, y no quién era. Si hubiesen tenido su nombre verdadero, no habría escapado tan fácilmente.
Había escogido el Hotel Park Plaza porque se elevaba sobre el museo y, un poco más al sur, sobre la oficina del gobierno provincial. De hecho, se veían ambos por las ventanas de su habitación de esquina. El museo sólo poseía cierto grado de importancia sentimental. Por otra parte, Queen's Park sería suyo.
En los viejos tiempos, cuando los que poseían poderes laicos también contaban con los religiosos, cuando no había división entre los dos y el faraón era Horus vivo, no habría necesitado construir su estructura de poder desde los cimientos, desde los faltos de privilegios y los descontentos. En aquella edad, la Iglesia y el Estado estaban separados a la fuerza, y aquello hacía que el Estado estuviese maduro y listo para recogerse, como una fruta.
En aquellos días a menudo encontraba sólo el ka libre imprescindible para extender su propia vida, y había reservado el poder que tenía para evitar que él y su dios pereciesen. Ahora, al haber tan poco ka comprometido, no necesitaba conservar el poder. Podía usar todo lo que desease, hacer a los poderosos inclinarse ante su voluntad, sabiendo que tenía una multitud de la que alimentarse.
Sabía que Akhekh no apreciaría adecuadamente la situación. Su señor tenía gustos... sencillos. Un templo, unos pocos acólitos y un poco de desesperación generada bastaban para hacerlo feliz.
Dobló el periódico por la mitad dos veces, se sirvió una taza de café y se reclinó, dejando que el sol de octubre derramase su calor por su rostro. Había despertado en una tierra fría y gris, donde el suelo estaba cubierto de húmedas hojas del color de la sangre. Echaba de menos las límpidas líneas doradas del desierto, la presencia del Nilo, el olor de las especias y el sudor, pero, como aquel mundo que echaba de menos ya no existía, se apoderaría de aquel otro.
Sinceramente, no veía quién iba a impedírselo.
* * *
—Homicidios. Detective Celluci. ¿Está seguro? ¿Causado por qué?
Dave Graham contempló a su compañero fruncir el ceño e hizo apuestas consigo mismo para adivinar quién estaría al otro lado de la línea telefónica. Había varios informes que aún se salían de lo normal, aunque ya habían recibido las fotos y un análisis del laboratorio con los contenidos del grifo.
—¿Seguro que no hay nada más? —Celluci tamborileaba en la mesa con las puntas de los dedos—. Sí. Sí, gracias. —Aunque estaba evidentemente molesto, colgó con un cuidado extremo. El departamento se había negado a pagar más teléfonos—. El Dr. Rax murió de una parada cardiaca.
Ah, el coronel. Se debía a sí mismo un cuarto.
—¿Y qué hizo pararse el corazón del buen doctor?
Celluci contestó con un bufido.
—No lo saben. —Cogió el café, lo removió para ver la espuma que se había formado en las dos últimas horas y se lo bebió—. Parece ser que simplemente se paró.
—¿Drogas? ¿Enfermedad?
—Nada. Había signos de lucha, pero no pruebas de que le golpearan el pecho. Había tomado un sandwich, un vaso de leche y un trozo de pastel de arándanos antes de morir. A juzgar por el estado de los músculos, estaba un poco cansado. —Celluci se apartó un mechón rizado demasiado largo de la frente—. El Dr. Rax era un hombre sano de cincuenta y dos años. Sorprendió a un intruso desnudo en el departamento de egiptología y se le paró el corazón.
—Bien —Dave se encogió de hombros—. Supongo que estas cosas pasan.
—¿Qué cosas?
—Paradas cardiacas.
—Una mierda. —Celluci aplastó la taza de café y la arrojó a la papelera. Dio en el borde, salpicó un poco de café por el escritorio y cayó—. Dos muertes por una parada cardiaca inexplicable en la misma habitación en menos de veinticuatro horas...
—Una macabra coincidencia. —Dave sacudió la cabeza al ver la expresión de su compañero—. Vivimos en un mundo de estrés constante, Mike. Un poco más de lo normal basta para fulminarte. Ellis vio algo que lo asustó, su corazón no pudo soportarlo y murió. El Dr. Rax sorprendió a un intruso, pelearon, su corazón no pudo soportarlo y murió. Como he dicho antes, estas cosas pasan. Las paradas cardiacas que no tengan lugar como resultado directo de la violencia están fuera de nuestra jurisdicción.
—Grandes palabras —gruñó Celluci.
—Bueno, yo estoy preparado para concluir que esto no fue un homicidio y dejárselo a los de allanamientos.
Celluci balanceó las piernas hasta bajar de la mesa.
—Yo no.
—¿Por qué no?
Reflexionó un momento y finalmente se encogió de hombros. Realmente no se le ocurría ninguna razón, ni siquiera para sí mismo.
—Digamos que es una corazonada.
Dave suspiró. Odiaba el trabajo policial basado sólo en la intuición, pero el historial de detenciones de Celluci sin duda era suficientemente bueno como para dejarle seguir una o dos corazonadas. Se rindió.
—Vale, ¿adonde vas?
—Al laboratorio.
Dave, viendo a su compañero alejarse con prontitud, consideró la posibilidad de llamar al laboratorio y advertirles. Tenía la mano en el auricular cuando cambió de idea.
—Nah. —Se volvió a sentar en su silla y sonrió—. ¿Por qué voy a divertirme sólo yo?
* * *
—¿Esto es un trozo de lino? —Celluci se quedó mirando el sobrecito de plástico y decidió confiar en Doreen—. ¿De dónde ha salido?
—De una antigua túnica ceremonial egipcia, probablemente talla extra extra extra grande. Tenía una cintura estilo imperio, mangas tableadas y ¿yo que coño sé? —Doreen Chui se cruzó de brazos y se quedó contemplando al detective—. Me traes veintidós mililitros de lodo bañado en ácido y saco un milímetro cuadrado de lino. Más milagros de los que puedes pedir.
Celluci dio un paso atrás. Las mujeres pequeñas siempre le hacían sentir vagamente intimidado.
—Lo siento. ¿Qué puedes decirme sobre él?
—Dos cosas. Una, es viejo —levantó una mano con cautela—. No sé cómo de viejo. Dos, hay un poco de pigmento en una de las fibras que es más o menos sangre y un tipo de pintura vegetal a partes iguales. También es viejo. No tiene que ver con el cuerpo de anoche. Por lo menos en lo referente a los preciados fluidos corporales.
Celluci examinó más de cerca el fragmento diminuto de sustancia marrón grisácea. Raymond Thompson había dicho que el ataúd era de la decimoctava dinastía. No estaba seguro de cuándo era eso exactamente, pero si se podía situar el fragmento de lino en el mismo período de tiempo... estaría montando un caso contra una momia que todo el mundo decía que no existía. Duraría lo que una visita de un abogado de lo civil.
—No podrías averiguar la antigüedad de esto, ¿no?
—¿Quieres que le haga la prueba del carbono?
—Bueno, sí.
—A ver, Celluci, para el carro. Si quieres que haga esa clase de prueba, suponiendo que tuviese una muestra suficientemente grande, que no la tengo, haz que la ciudad deje de recortarme el presupuesto para poder conseguir el equipo y la gente que se necesita. —Golpeó la mesa con la mano—. Hasta entonces, lo que tienes es un hilito de lino con una mancha de pintura, ¿comprendido?
—Entonces, ¿ya has terminado?
Doreen suspiró.
—No me hagas explicártelo otra vez, detective, he tenido una mañana muy dura.
—Vale —Se deslizó cuidadosamente el sobre en el bolsillo de la chaqueta e intentó sonreír con expresión de disculpa—. Gracias.
—De verdad que me las he ganado —murmuró ella, volviendo a su trabajo. Al parecer la sonrisa no había hecho mella—. Dad una moratoria a los asesinatos hasta que me ocupe de todo el trabajo atrasado.
* * *
La Dra. Shane contempló el envoltorio de plástico a la luz y, sacudiendo la cabeza, lo depositó sobre la mesa.
—Si dice que eso es un trozo de lino, detective, yo le creo, pero me temo que no puedo decirle de dónde ha salido o lo antiguo que es. Cuando hayamos terminado el inventario y veamos qué falta, tal vez sepamos qué tiraron por el desagüe...
—Tenía que ser algo que el intruso creyese que lo delataría —musitó Celluci.
—¿Por qué? —El detective tenía una mirada muy penetrante, observó la Dra. Shane al girarse él hacia ella. Y unos ojos marrones muy atractivos con pestañas largas y gruesas, de las que una mujer mataría por conseguir—. Es decir, ¿no podría haber sido vandalismo gratuito?
—No, es demasiado específico y cuidadoso. Un gamberro podría haber echado ácido sobre alguno de sus artefactos, pero no lo habría tirado después por el desagüe. Y... —suspiró y se retiró el mechón rizado de la frente— no habrían empezado por eso. Habrían tirado al suelo unas cuantas cosas primero. ¿Y la mezcla de sangre y pintura?
—Bueno, eso es raro. —La Dra. Shane observó con expresión ceñuda el lino—. ¿Esta seguro de que la sangre estaba mezclada con el pigmento y que no la derramaron encima después?
—Seguro —Celluci se inclinó hacia delante en la silla y se cubrió las rodillas con los antebrazos, pero tuvo que cambiar de postura, ya que la pistolera le hacía daño en la espalda—. Nuestro laboratorio es muy bueno con la sangre. Tienen mucha práctica.
—Sí, supongo que sí. —Ella suspiro y le acercó la muestra—. Bueno, la única explicación histórica que se me ocurre es que es parte de un hechizo —se volvió a sentar y alargó los dedos, hablando con un tono didáctico—. La mayoría de los sacerdotes egipcios también eran hechiceros, y sus hechizos no sólo se recitaban, sino que se escribían en tiras de lino o en papiros cuando el asunto era lo bastante importante como para necesitar una representación física. A veces, cuando se necesitaban conjuros muy poderosos, el hechicero mezclaba su sangre con la pintura para poder atar su fuerza vital a la magia.
Celluci puso la mano en el sobre.
—Así que esto es parte de un hechizo muy poderoso.
—Sí, eso parece.
¿Lo suficientemente poderoso como para mantener a una momia encerrada en su ataúd?, se preguntó. Decidió callárselo. Lo último que quería era que la Dra. Shane pensase que era algún tipo de chalado que había aprendido viendo películas de Boris Karloff. Eso sí que detendría la investigación. Se volvió a deslizar el sobre en el bolsillo de la chaqueta.
—En el laboratorio hablaron de la prueba del carbono...
La Dra. Shane sacudió la cabeza.
—Es una muestra demasiado pequeña. Necesitan por lo menos cinco centímetros cuadrados. Es por ese motivo que la iglesia se negó durante tanto tiempo a fechar el sudario de Turín. —Su mirada se concentró en algún lugar del recuerdo, y a continuación sacudió la cabeza y sonrió—. Bueno, esa es una de las razones.
—¿Dra. Shane? —La llamada a la puerta y la entrada fueron casi simultáneas—. Perdone que la moleste, pero dijo que quería el inventario en cuanto acabásemos. —A una señal de la directora auxiliar, Doris cruzó la oficina y depositó un montón de papeles sobre la mesa—. No falta nada, y ni siquiera parece que hayan tocado nada, pero encontramos un montón de película estropeada en el cuarto oscuro. Todos los fotogramas están velados en unos treinta rollos, y tenemos un montón de cintas de video en las que no se ve más que negro.
—¿Saben qué había en ellas? —preguntó Celluci, levantándose.
Doris parecía azorada.
—En realidad, no tengo ni idea. Me responsabilizo por todo lo que he filmado en la última parte.
—Si las pudierais apartar, haré que venga alguien a recogerlas.
—Entonces las dejaré donde están. —Doris se detuvo al salir y observó al oficial de policía—. De todas formas, si aún se pueden usar las quiero de vuelta. Las cintas de video no crecen en los árboles.
—Haré lo que pueda —le aseguró. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, se volvió hacia la Dra. Shane—. ¿Recortes de presupuesto?
Ella se rió amargamente.
—¿Cuándo no? Ojalá tuviese algo más que ofrecerle. Revisé la oficina del Dr. Rax otra vez después de que se fuese su gente y no noté que faltase nada más que el traje.
Esto al menos le proporcionaría una aproximación del tamaño relativo del intruso, en caso de que lo hubiese. El museo contaba con un excelente sistema de seguridad, y no había pruebas de que hubiese entrado ni salido nadie. Podría haber sido alguien de dentro; tal vez un amigo del limpiador muerto, que andaba por allí y perdió los nervios con el ataque al corazón del Dr. Rax. El nombre del Dr. Van Thorne había salido a la luz un par de veces durante el interrogatorio del día anterior, como una de las personas menos apreciadas por el Dr. Rax. Tal vez él andaba por allí y perdió los nervios, salvo por el hecho de que tenía una coartada hermética, por no mencionar una esposa extremadamente protectora. Aún así, había cierto número de posibilidades que no tenían nada que ver con una momia aparentemente ficticia.
Aunque había varias teorías que se perseguían entre sí en la mente de Celluci, parte de él contemplaba con atención a la Dra. Shane salir de detrás de su mesa.
—¿No me dijo por teléfono que quería ver el sarcófago? —dijo ella, dirigiéndose a la puerta.
La siguió.
—Sí, me gustaría.
—No estaba en el taller, ya sabe. Ya lo habíamos movido por el pasillo.
—Al almacén —Celluci sentía la mirada de la secretaria del departamento al cruzar la oficina exterior. "¿Qué hace por aquí?", parecía decirle. "¿Por qué no está por ahí atrapando al que ha hecho esto?". Era una mirada que se podía identificar a cincuenta pasos sólo por el modo de impactar con su espalda. Con los años, había aprendido a ignorarla. O casi.
—Se dará cuenta de que es un poco grande como para trabajar a su alrededor. —La Dra. Shane recorrió el taller y sacó las llaves—. Por eso la movimos.
Aunque las puertas del taller eran amarillo brillante, las del almacén bordeaban el naranja fluorescente.
—¿Quién escogió los colores? —preguntó Celluci.
La Dra. Shane se volvió de unas puertas a otras.
—No tengo la menor idea —dijo, arrugando ligeramente la frente.
A Celluci el sarcófago le parecía una caja rectangular de roca negra. Realmente tenía que pasar los dedos por el borde para encontrar la juntura donde se unía la tapa a los lados.
—¿Cómo averiguan que algo así es de la decimosexta dinastía? —preguntó, poniéndose en cuclillas para examinar el lado abierto.
—Principalmente porque el único que se encontró parecido estaba fechado con certeza en la decimosexta.
—Pero, ¿el ataúd no era de la decimoctava? —Observó débiles marcas en el lugar donde antes estaba el ataúd.
—Sin duda.
—¿Eso no es raro, mezclar períodos de tiempo?
La Dra. Shane se inclinó sobre el sarcófago y cruzó los brazos.
—Bueno, nunca nos había pasado antes, pero eso puede ser porque nos hemos topado con muy pocos enterramientos intactos. Normalmente, cuando encontramos un sarcófago, falta el ataúd.
—Sería difícil irse corriendo con uno de estos —murmuró Celluci, levantándose y echando un vistazo al panel del extremo—. ¿Tienen alguna teoría?
—¿De por qué estaba mezclado éste? —la Dra. Shane se encogió de hombros—. A lo mejor la familia del difunto se ahorraba dinero.
Celluci levantó la mirada y sonrió.
—¿Lo encontraron a buen precio de segunda mano?
La Dra. Shane se descubrió devolviéndole la sonrisa.
—Tal vez.
Moviendo el panel deslizante en sus surcos, Celluci lo bajó y lo volvió a subir suavemente. Había un reborde de siete centímetros en el interior que bloqueaba el borde inferior. Frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —preguntó la Dra. Shane, inclinándose con cierto nerviosismo. Por muy indestructible que fuese, no dejaba de ser una reliquia de tres mil años de antigüedad.
—Puede que escogieran este estilo porque, una vez dentro, sería prácticamente imposible salir. No hay forma de agarrar esta puerta, y, como se desliza, se necesitaría fuerza bruta para conseguir algo.
—Sí. Pero es no suele ser un factor...
—No, claro que no —soltó el panel y se apartó. Tal vez Dave tenía razón. Tal vez estaba obsesionado con una momia ficticia—. Era una observación al azar. Uno suele, erm... acostumbrarse a observar detalles extraños en este oficio.
—En el mío también.
La doctora realmente tenía una sonrisa fantástica. Y olía muy bien. Celluci reconoció el Chanel n° 5, la misma colonia que usaba Vicki.
—Bueno, son las... —sacó su reloj— doce menos cuarto. ¿Y si vamos a comer?
—¿A comer?
—Usted come, ¿no es así?
La doctora lo pensó un momento, y se rió.
—Sí, claro.
—¿Vamos, entonces?
—Supongo que sí, detective.
—Mike.
—Rachel.
La abuela de Celluci siempre había dicho que la comida era la forma más rápida de hacer amigos. Por supuesto, su abuela era una italiana a la vieja usanza, y creía que un desayuno debía tener no menos de cuatro platos, cuando en realidad lo que él tenía en mente se acercaba algo más a una hamburguesa con patatas. Aún así, podía pedir su opinión a la Dra. Shane, o Rachel, sobre los no-muertos mientras comían.
La segunda vez que Celluci abandonó el museo aquel día, se dirigió a la esquina para llamar por teléfono. La comida había sido... interesante. La Dra. Rachel Shane era una mujer fascinante; brillante, segura de sí misma, con un guante de seda sobre un interior de hierro. Lo cual era interesante, para variar, observó secamente para sus adentros, porque Vicki normalmente prescindía del guante. Le gustaba observar cómo trazaba posibilidades en el aire con las manos al hablar. Había conseguido hacerla hablar sobre Elias Rax, sobre su a menudo firme persecución de un ideal, sobre su dedicación al museo. Había comentado su rivalidad con el Dr. Van Thorne, y Celluci hizo una nota mental para recordar investigar aquello. No dijo nada de la momia.
Lo más cerca que había estado de un análisis de los no-muertos había sido una animada discusión sobre antiguas películas de terror. La opinión de ella sobre éstas le había hecho decidirse por no mencionar, ni siquiera de un modo teórico, la idea que parecía haberse adueñado de él.
Adueñado... Metió las manos en lo más profundo de los bolsillos y encorvó los hombros contra el viento helado.
Busquemos mejor otra palabra...
Cuando se trataba de aquello, sólo conocía a una persona a la que pudiera contarle todo lo que tenía que decir antes de que le dijese que estaba loco.
—Nelson. Investigaciones privadas.
—Dios, Vicki, es la una y diecisiete de la tarde. No me digas que sigues durmiendo.
—¿Sabes, Celluci? —Bostezó audiblemente y adoptó una postura más cómoda en la silla—: empiezas a hablar como mi madre.
La oyó resoplar.
—¿Pasas la noche con Fitzroy?
—No exactamente.
Cuando al fin se fue a la cama, después de haber dormido durante la mayor parte del día, había tenido que dejar la luz de la habitación encendida. Allí tendida en la oscuridad, no podía deshacerse de la sensación de que él estaba a su lado otra vez, inerte y vacío. Lo poco que había conseguido dormir, había sido de un modo espasmódico y con muchos sueños. Justo antes del amanecer, había llamado a Henry, Aunque éste le había convencido (y al mismo tiempo, sospechaba ella, se había convencido a sí mismo) de que aquella mañana al menos no tenía intenciones de entregarse al sol, la sensación de culpa por no estar allí la había mantenido despierta mucho después de que saliese el sol. Había estado dando cabezadas todo el día.
—A ver, Vicki —Celluci inspiró profundamente, de un modo audible a través del teléfono—: ¿qué sabes sobre momias?
—Bueno, la mía es un coñazo. —El silencio no sonó todo lo cómico que se suponía, así que continuó—. ¿De las del antiguo Egipto o de las películas de monstruos de las sesiones dobles?
—Ambas.
Vicki frunció el ceño ante el auricular. En aquella palabra faltaba la arrogancia y autosuficiencia típica que solía colorear todo lo que decía Celluci.
—Estás en el caso del museo. —Ella lo sabía; los tres periódicos lo habían mencionado como oficial a cargo del caso.
—Sí.
—¿Quieres contármelo? —Incluso con su competitividad, se intercambiaban ideas de uno al otro, discutiéndolas hasta lo más esencial y reconstruyendo el caso desde los cimientos.
—Creo... —susurró y frunció aún más el ceño— que voy a tener que verte cara a cara.
—¿Ahora?
—No. Yo todavía me gano la vida trabajando. Pero, ¿y si cenamos? Pago yo.
Mierda, esto es serio. Se colocó las gafas sobre la nariz.
—¿En Champion House a las seis?
—A las cinco y media. Nos vemos allí.
Vicki se sentó un momento, contemplando el teléfono. Nunca había oído a Celluci hablar tan en serio.
—Momias... —dijo finalmente, y se dirigió al montón de periódicos para reciclar que tenía en la oficina. Los esparció sobre su banco de pesas y fue analizando los artículos buscando detalles sobre las recientes muertes en el museo. Cuarenta minutos más tarde, cogió una mancuerna y se puso inconscientemente a hacer ejercicios de bíceps. Su memoria no la engañaba según el Detective Michael Celluci, no había ninguna momia.
* * *
Hacía frío y llovía cuando salió de Queen's Park de vuelta a su hotel, pero es que era octubre y estaba en Toronto. Según el ka del Dr. Rax, cuando se cumplían ambas condiciones, solía ocurrir de forma natural lo anterior. Decidió que de momento lo consideraría una experiencia nueva que examinar y soportar, pero que, más adelante, cuando su dios hubiese adquirido más poder, tal vez podría hacer algo al respecto del tiempo.
Había sido un día de lo más productivo, y aún no había terminado.
Había pasado la mañana sentado analizando las corrientes de poder que emergían en remolinos de la gran habitación llena de hombres y mujeres que no paraban de gritar. Lo llamaban turno de preguntas. El nombre parecía adecuado, ya que, aunque había preguntas de sobra, las respuestas eran mucho menos numerosas. Estaba satisfecho por ver que el gobierno, así como los que aspiraban a posiciones dentro de éste, no habían cambiado significativamente en milenios. Las provincias de Egipto eran muy parecidas a las de aquel nuevo país, autónomas en esencia y controladas sólo de forma oficial por el gobierno central. Era un sistema que comprendía y con el que podría desenvolverse.
Tras sorprenderse de lo poco que sabían de política los dos ka adultos que había absorbido, había convencido a un escriba, ahora llamado secretario de prensa, de que comiese con él. Tras usar la cantidad de poder justa para desgranar la superficie de la mente del hombre, se había sentado a escuchar un caudal de información, tanto profesional como personal, sobre los miembros del parlamento provincial durante casi dos horas y media. Absorber el ka del hombre hubiese sido más fácil, pero hasta que se asegurase en el poder, no deseaba dejar un rastro de cadáveres tras de sí. Aunque no lo podrían detener, tampoco quería que lo retrasasen.
Más tarde, se encontraría con el hombre al que ahora llamaban Fiscal Jefe. Este controlaba la policía. La policía era esencialmente un ejército permanente. Prepararía los hechizos necesarios y comenzaría su imperio desde una posición fuerte.
Después, tras poner en movimiento el futuro, había cabos sueltos que necesitaban unirse. Aún quedaban dos ka que conservaban recuerdos de él que debían borrarse.
* * *
Vicki jugueteaba con un champiñón que se helaba en su plato, mirando de reojo a Celluci. Los niveles de iluminación del restaurante eran los justos como para que ella pudiese ver su cara, pero ni por asomo bastaban para poder captar los detalles de su expresión. Debería haberlo pensado cuando sugirió el lugar, y le enfurecía no haberlo hecho.
La próxima vez vamos a un McDonalds, debajo del fluorescente más grande que encuentre.
Él le habló del caso mientras comían, exponiendo los hechos sin colorearlos con opiniones; se había establecido la base y era el momento de ir a la investigación.
Ella lo observó jugar con su taza de té un momento más. El recipiente de cerámica parecía absurdamente pequeño en su mano. A continuación, se inclinó hacia el otro lado de la mesa y le golpeó en el nudillo con uno de sus palillos.
—Habla de una vez o calla para siempre.
Celluci intentó arrebatarle el palillo y falló.
—Dicen que no es bueno discutir asuntos serios durante la cena —murmuró, limpiándose la salsa de sésamo y limón de la mano. Fijó la mirada en la servilleta arrugada, y luego en ella.
Sería por la falta de luz, pero Vicki hubiese jurado que parecía indeciso; y, por lo que sabía, Michael Celluci jamás había parecido indeciso en su vida. Cuando comenzó a hablar parecía aún más indeciso, y esto hizo nacer una sensación gélida en el estómago de Vicki.
—¿Te dije que la agente Trembley me contó que había habido una momia cuando hablé con ella aquella mañana?
—Sí —Vicki no estaba segura de que le gustase cómo estaba discurriendo aquella conversación—. Pero todo el mundo dijo que no había ninguna, así que debió de equivocarse.
—No creo que se equivocara. —Cuadró los hombros y colocó las palmas de las manos sobre la mesa—. Creo que sí vio una momia, y creo que esa momia es responsable de las dos muertes del museo.
¿Una momia? ¿Merodeando por Toronto, arrastrando unas vendas pútridas y provocando ataques cardíacos? En aquellos tiempos toda aquella idea resultaba risible. Por supuesto, también era risible un tarado con un pentagrama en el cuarto de estar, una familia de hombres lobo que criaban ovejas a las afueras de Londres, y, ya puestos, también lo era la idea de Henry Fitzroy, hijo bastardo del Rey Enrique VIII, vampiro y escritor de novelas rosa. Vicki se colocó las gafas y se inclinó, apoyando los codos sobre la mesa y con la barbilla entre las manos. Antes la vida era mucho más sencilla.
—Cuéntame —suspiró.
Celluci empezó a señalar puntos con los dedos.
—Todo el mundo con quien he hablado, y me refiero a todo el mundo, se sorprendió de que se volviese a sellar un sarcófago vacío. El único objeto que destruyó el intruso se ha identificado como parte de un hechizo poderoso. Los únicos objetos que se robaron fueron un traje y un par de zapatos. —Respiró profundamente—. No creo que el sarcófago estuviese vacío. Creo que Reid Ellis estaba merodeando por donde no debía, despertó algo y murió por ello. Creo que la criatura esperó algo de tiempo para recuperar su fuerza y entonces se levantó del ataúd y destruyó su envoltura y el hechizo que lo mantenía encerrado. Creo que el Dr. Rax la sorprendió, y ésta lo venció y lo mató. Creo que la momia desnuda se vistió entonces con el traje del doctor y sus zapatos y salió del edificio. Creo que me estoy volviendo loco y quiero que me digas que no lo estoy.
Vicki se reclinó, llamó la atención del camarero e indicó que querían la cuenta. A continuación se colocó las gafas otra vez, aunque no era necesario.
—Creo —dijo lentamente, luchando con una fuerte sensación de deja vú (era una coincidencia que los dos hombres que había en su vida se estuviesen volviendo locos)— que eres una de las personas más cuerdas que he conocido. Pero, ¿estás totalmente seguro de que tus últimas... experiencias no hayan hecho que llegues a conclusiones sobrenaturales?
—No lo sé.
—¿Cómo es que nadie del museo recuerda ninguna momia?
—No lo sé.
—Y, si hay una momia, ¿cómo y por qué mata a gente?
—¡Por Dios, Vicki! ¿Cómo coño voy a saber eso? —Contempló con semblante ceñudo la cuenta, dejó caer dos billetes de veinte sobre la mesa y se puso de pie. El camarero se retiró abruptamente—. Estoy trabajando con una corazonada, pruebas circunstanciales, y no sé qué coño hacer.
Por lo menos ya no parecía indeciso.
—Habla con Trembley.
Celluci parpadeó.
—¿Qué?
Vicki sonrió y se levantó.
—Habla con Trembley —repitió—. Ve a la división 52 y comprueba si vio una momia realmente. Si la vio, entonces tienes un caso. Aunque —añadió, tras reflexionar un momento— sabe Dios adonde irás con él. —Colocó la mano detrás del codo de Celluci, no tanto por estar juntos como porque necesitaba algo de guía para salir del restaurante, iluminado tenuemente.
—Habla con Trembley. —Sacudiendo la cabeza, él la guió alrededor de un pato que picaba en el suelo, y hacia la puerta—. No puedo creer que no se me haya ocurrido.
—Y si ella dice que no vio una momia, comprueba los informes circunstanciales. Aunque esta cosa esté jugando con los recuerdos, probablemente no tenga ni puñetera idea sobre policía y procedimientos.
—¿Y si el informe es negativo? —preguntó él al llegar a Dundas Street.
—Mike —Vicki le hizo detenerse, en medio del remolino perpetuo de las multitudes de Chinatown, que rompía contra ellos y los rodeaba—. Hablas como si quisieses creer que hay una momia suelta en la ciudad. —Le dio un suave golpe en la cara con la mano libre—. Ahora sabemos que no hay que negar la posibilidad, pero a veces, Sigmund, un cigarro no es más que un cigarro.
—¿De qué coño habas?
—Tal vez sea una momia, o tal vez sea un pequeño complejo de Edipo.
Él la cogió de la mano y la hizo moverse de nuevo.
—No sé ni por qué lo he dicho...
—No sé por qué no se te ocurrió hablar con la agente Trembley.
—Me lo vas a estar restregando un buen rato, ¿no?
Ella le sonrió otra vez.
—Por supuesto.
Capítulo 6
—¿Lo has vuelto a soñar?
Henry asintió, con expresión desolada.
—Un sol amarillo que resplandecía en un cielo azul claro. Igual. —Se reclinó sobre la ventana, con las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—¿Todavía no hay voz de fondo?
—¿Cómo?
—Voz de fondo —Vicki soltó en el suelo su bolso y una bolsa de la compra abarrotada y después se dejó caer sobre el sofá—. Ya sabes, alguna voz de fondo que explique lo que pasa.
—No creo que funcione así.
Vicki resopló.
—No veo por qué no —notaba por su tono de voz que no le había hecho gracia. Él suspiró. Vicki decidió abandonar el plan de relajar la tensión con humor—. Bueno, todavía parece inofensivo. Es decir, que todavía no te impulsa a hacer nada.
Ella no lo vio moverse. En un momento estaba en la ventana y al siguiente estaba apoyado en el brazo del sofá, con la cara a centímetros de la suya.
—Llevo cuatrocientos cincuenta años sin ver el sol. Ahora lo veo mentalmente cada noche al despertarme.
Sus ojos no llegaron a cruzarse exactamente. Ella sabía que era mejor no otorgarle tanto poder cuando estaba en un estado de ánimo adecuado para usarlo.
—Mira, yo te comprendo. Es como un alcohólico reformado que se levantase cada mañana sabiendo que se iba a encontrar una botella abierta de alcohol en la puerta por la noche y tuviese que vivir todo el día preguntándose si es lo bastante fuerte como para no acabar el día tomándose una copa. Yo creo que tú eres lo bastante fuerte.
—¿Y si no lo soy?
—Bueno, puedes empezar dejando ya esa puta actitud derrotista. —Oyó el brazo del sofá crujir bajo el peso de Henry y siguió antes de que él pudiese empezar a hablar—. Me dijiste que no querías morir. Vale, pues no vas a morir.
Él se levantó lentamente.
—No estuve aquí esta mañana para echarte una mano y lo siento, pero he pasado casi todo el día pensando sobre todo este asunto. —La llamada de Celluci le había proporcionado una reserva de confianza cuando más la necesitaba. Siempre se las había apañado para llevar adelante su parte de aquella relación, y no iba a permitir que ésta la derrotase. A cambio de tu confianza, Henry, voy a darte tu vida. Se colocó el bolso en el regazo y sacó de las profundidades de éste un martillo y un puñado de clavos cuervos—. Llevo aquí un telón negro —tocó la bolsa con la punta del zapato—. Lo compré esta mañana en una tienda de accesorios de teatro. Lo colgaremos de la puerta del dormitorio. Cuando salgas, me iré. La cortina evitará que entre la luz desde la luz desde el salón. Desde ahora, hasta que se ponga tu solecito personal, te arroparé todas las mañanas, y si llega el momento en el que no puedas evitar lanzarte a la hoguera, te detendré.
—¿Cómo?
Vicki alcanzó la bolsa de la compra.
—Si sales por la ventana —dijo—, calculo que tengo como un minuto o dos antes de que atravieses la barrera. El verano pasado se demostró de forma bastante definitiva que, aunque te curas rápidamente, se te puede herir.
—¿Y si intento salir por la puerta?
Vicki golpeó contra la palma de la mano el bate de béisbol metálico que acababa de sacar de la bolsa.
—Entonces me temo que se tratará de un ataque frontal.
Henry se fijó en el bate un momento, con las cejas trazando una gran uve, después levantó la cabeza y observó intensamente el rostro de Vicki.
—Esto va en serio —dijo al fin.
Ella cruzó la mirada con la suya.
—Más que nunca.
Sacudió un músculo de la mandíbula y desfrunció el ceño. Después empezaron a temblarle las comisuras del aboca.
—Creo —dijo— que la solución es tan peligrosa como el problema.
—De eso se trata.
Henry sonrió, con una sonrisa más suave de lo que ella le había visto usar nunca. Le hacía parecer increíblemente joven y a ella le hacía sentir fuerte, protectora, necesaria.
—Gracias.
Vicki notó cómo sus labios trazaban otra sonrisa y sus hombros se libraban de la tensión.
—De nada.
Henry colocó el último clavo sobre el telón y lo clavó en la pared sin molestarse en usar el martillo. A su espalda, oyó a Vicki murmurar:
—Presumido...
Lo del telón fue una buena idea. No estaba tan seguro sobre lo del bate de béisbol, aunque dejarlo inconsciente de un golpe era una idea de una sencillez tan brutal que la apreciaba en lo abstracto. Todavía creía que, cuando llegase el momento, la presencia de Vicki bastaría para recordarle que no quería morir.
Se bajó de la silla y colocó el borde del telón. Éste sobresalía casi un metro de la puerta, algo parecido a los tapices que solían colgar de sus dormitorios en Sheriffhuton para evitar las corrientes de aire. Esperaba que fuese algo más efectivo.
Vicki había dejado el bate en la oficina, donde brillaba sin vivacidad, en contraste con la madera oscura, como una maza moderna esperando la mano de un guerrero del siglo veintiuno. Había un caballero en la corte de su padre, un escocés, si su memoria funcionaba bien, cuya arma preferida era la maza. Justo después de su investidura como Duque de Richmond, observó con la boca abierta cómo ese hombre, que sin duda debía ser escocés, hacía trizas una puerta de madera y a los tres hombres apostados detrás de ella con los mismos golpes. Incluso su majestad quedó impresionado, y, palmeando con su gruesa mano el hombro esbelto de su hijo bastardo, le dijo: "¡Eso no se puede hacer con una espada, muchacho!".
Su padre real y ese caballero, al que recordaba de forma vaga, habían vuelto al polvo hacía bastante. Aunque la maza probablemente colgase todavía sobre la repisa de alguna chimenea en las tierras bajas, no había duda de que habían pasado siglos desde que alguien la alzase en la batalla. Henry acarició con un dedo la suave y fría superficie de aluminio.
—¿Qué piensas?
Notaba la inquietud de Vicki, a pesar de su tono de normalidad. Casi la oía pensar, ¿Qué hago si decide librarse del bate? O, conociendo mejor a Vicki, ¿Bastaría con un puñetazo en los riñones para hacer que lo soltase si decide hacerse con él?
—Estaba pensando, nada más —le dijo él, volviéndose lentamente—, en cómo se ha convertido el combate en un ritual estilizado que cambia para adaptarse a las estaciones.
Las cejas de Vicki se elevaron por encima de sus gafas.
—Bueno, todavía se libran muchos combates —contestó con voz cansina.
—Ya lo sé. —Henry abrió las manos, buscando palabras que sirvieran para explicarle la diferencia—. Pero parece que el honor y la gloria han desaparecido de la realidad y se han trasladado a los juegos.
—Bueno, es verdad que hay muy poco honor y menos gloria en que te aplaste la cabeza un motorista con una cadena o que un yonqui vaya a por ti en un callejón con una navaja, o incluso en tener que sacar una porra para defenderte de algún borracho antes de que él te ataque a ti, pero vas a tener que esforzarte mucho para convencerme de que el honor y la gloria hayan tenido que ver alguna vez con la violencia.
—No era la violencia —protestó él—; era la...
—¿Victoria?
—No exactamente, pero al menos sabías cuándo habías ganado.
—A lo mejor, por eso el honor y la gloria han quedado para los juegos. Puedes luchar por la victoria sin tener que dejar detrás un montón de enorme de cadáveres.
Él frunció el ceño.
—Bueno, no lo había pensado así.
—Ya —ella atravesó el telón y pasó al salón—. Al que pierde se la sudan el honor y la gloria. Príncipe, vampiro; siempre has estado del lado de los vencedores.
—¿Y de qué lado estás tú? —preguntó él siguiéndola, ligeramente irritado. No es que ella no le hubiese comprendido, sino que había cambiado totalmente la dirección de la conversación.
—De parte de la verdad, la justicia y la tradición de Canadá.
—Que consiste en...
—En comprometerse, principalmente.
—Tiene gracia. Nunca he creído que fueses una persona que se comprometiese demasiado.
—Es que no lo hago.
Henry alargó el brazo y la cogió por la muñeca, haciéndola detenerse y mirarlo.
—Vicki, si dijese que estoy cansado, que he vivido seis veces más que un humano normal y que ya he tenido suficiente, ¿me dejarías salir a la luz del sol?
Ni por asomo. Se retractó de su respuesta, inmediatamente emocional. Él le había hecho la pregunta en serio, se notaba por su voz y por su rostro, y merecía algo más que una reacción visceral. Siempre había pensado que la vida de una persona era exclusivamente suya, y que lo que esa persona hiciese con ella era asunto suyo y no de los demás. Eso funcionaba en general, pero ¿dejaría que Henry decidiese salir a la luz del sol? La amistad acarreaba consigo responsabilidad o no sería amistad, y, pensándolo bien, ya habían dejado eso claro aquella noche.
—Si quieres que te deje matarte, más te vale convencerme de que morir te conviene más que vivir.
Se había enfadado sólo de pensarlo. Él oyó cómo a ella se le aceleraba el corazón, y vio los músculos tensarse bajo la ropa y la piel.
—¿Podría convencerte?
—Lo dudo.
Henry levantó la mano de Vicki y la besó suavemente en la palma.
—¿Te ha dicho alguien alguna vez que eres una persona muy insistente? —murmuró con los labios sobre la suave piel de la base del pulgar, inhalando el aroma de su carne, rica en sangre.
—A menudo —Vicki liberó su mano y se la frotó contra el suéter. Fantástico, justo lo que necesitaba, más estímulos—. No tiene sentido empezar algo que no vas a terminar —murmuró, algo temblorosa—. Te alimentaste de Tony anoche.
—Cierto.
—No necesitas alimentarte esta noche.
—Cierto.
A Vicki siempre le molestaba que él pudiese leer sus reacciones físicas con tanta facilidad, que siempre supiese lo que ella sólo pudiese figurarse. Sin embargo, a veces la cuestión era discutible.
—Soy demasiado mayor para hacerlo a lo bestia en el pasillo —le informó a continuación—. Para. —Retrocediendo, lo condujo hacia el dormitorio.
Henry abrió los ojos.
—Vicki, ten cuidado...
Ella lo agarró con más fuerza y sonrió.
—Después de cuatrocientos cincuenta años, deberías saber que eso no te va a funcionar.
* * *
—Anoche cené con Mike Celluci.
Henry suspiró y recorrió suavemente la sombra de una vena en el hueco tras la oreja de Vicki. Aunque sólo había tomado unos tragos de sangre, se sentía repleto y perezoso.
—¿Tenemos que hablar sobre él ahora?
—Cree que hay una momia rondando por Toronto.
—Claro, y zombis... —murmuró Henry con los labios sobre el cuello de ella—, y hasta vampiros...
—¡Henry! —le dio un codazo justo debajo del plexo solar. Él decidió prestar atención—. Celluci cree en serio que un antiguo egipcio se ha levantado de su ataúd y ha matado a dos personas en el museo.
—¿Los dos que murieron de ataques cardíacos?
—Esos.
—¿Y le crees?
—Mira, si Mike Celluci me llamase y me dijese que unos marcianos lo tienen atrapado en su casa, no le creería, pero iría para allá con un lanzallamas por si acaso. Y como tú eres lo más parecido que conozco a un experto en resurrecciones de entre los muertos, te pregunto a ti. ¿Es posible?
—A ver, que me aclare —Henry se giro, poniéndose boca arriba y entrelazando los dedos detrás de la cabeza—: el Detective Michael Celluci fue y te dijo: Hay una momia suelta en Toronto, asesinando a limpiadores y egiptólogos. Y, a ver, déjame que lo adivine, no se lo puede contar a nadie más porque nadie más le creería.
—Más o menos.
—¿Estás segura de que esto no es una broma de santos inocentes?
—Es demasiado complicado. Celluci es un tío muy serio, y además no es la época.
—Cierto. Supongo que te dio algún tipo de teoría para explicar esta chorr... esta idea tan peculiar.
—Pues sí. —Vicki repitió todo lo que Celluci le había contado, señalando punto por punto con los dedos sobre el pecho de Henry.
—Y si la agente Trembley confirma que había una momia, ¿entonces qué?
Ella se enroscó en el dedo un corto rizo cobrizo.
—Esperaba que tú pudieses decírmelo.
—¿Le ayudamos a detenerla?
—¿Cómo?
—No tengo la más remota idea —Henry la oyó suspirar, sintió su aliento contra su pecho y la besó suavemente en la cabeza—. ¿Te ha pedido él que me lo cuentes?
—No, pero dijo que no le importaba que lo hiciese. —En realidad, él había dicho, ¿Usar a un monstruo para cazar a otro monstruo? ¿por qué no? Sin embargo, detrás de su mirada se ocultaba una señal de alivio, y Vicki tenía la sensación de que había estado esperando a que se lo preguntase, negándose a sacar a colación el tema él mismo—. Tenía que ir a un entrenamiento de hockey; si no, le hubiese sugerido que te lo contase él en persona.
Vicki sonrió. La reacción de Celluci hubiese sido mucho más ruidosa y menos educada, pero básicamente parecida.
* * *
Henry se sentó en su escritorio y encendió el ordenador. Por encima del zumbido del ventilador del mismo, oía la respiración profunda y lenta que venía del cuarto de estar, y, bajo ésta, el latido uniforme de un corazón en reposo.
"No esperes que me quede todas las noches ", le había advertido Vicki, bostezando. "Supongo que la mayoría de las veces podré venir a arroparle antes de amanecer, pero, mientras esté aquí, puedes escribir, y yo puedo dormir un poco". Ella salió de la habitación, con una almohada bajo un brazo y una manta bajo el otro. "Me quedo en el sofá. El salón está mejor ventilado y así no tienes que dormir oliendo a sangre".
Era una razón verosímil e incluso considerada, pero Henry no la aceptó. Había visto las líneas de tensión trazadas en la espalda de Vicki al salir de la habitación. La escuchó dormir un poco mas, sacudió la cabeza y se concentró en el monitor. Tenía que entregar el libro el uno de diciembre, y calculaba que le quedaba un capítulo para el final feliz.
Verónica recorrió tranquilamente su habitación en la mansión del gobernador, con la falda de seda arremolinándose sobre sus hermosos tobillos. El Capitán Roxborough se quedaría toda la mañana a no ser que encontrase alguna forma de impedirlo. Sabía que no era un pirata, pero, a pesar de que el gobernador hubiese sido más que generoso, ¿serviría de algo su palabra cuando se supiese que había llegado a las islas disfrazada de grumete? Que el capitán Roxborough lo había descubierto y que...
Se detuvo y se cubrió las mejillas acaloradas con sus esbeltos dedos. Aquello no importaba ya.
—No debe morir —juró.
—Parece que no puedo evitar el tema de morir al amanecer —murmuró Henry, apartándose de la mesa.
La primavera anterior, el amanecer lo había sorprendido al descubierto y había tenido que correr por su vida. Todavía conservaba en el reverso de la mano la cicatriz hinchada donde el día lo había marcado. ¿Sería tan rápido como aquella vez, o más lento? ¿Se prendería instantáneamente su piel y se convertiría en ceniza, o ardería en una lenta agonía, gritando hasta llegar a la muerte definitiva?
Se obligó a dejar de pensar en aquello, escuchando el ritmo contenido de la respiración de Vicki hasta calmarse. Debería haber algo más en qué pensar.
Celluci cree en serio que un antiguo egipcio se ha levantado de su ataúd y ha matado a dos personas en el museo.
Había estado una vez en Egipto, justo después del cambio de siglo, justo después de la muerte del Dr. O'Mara, cuando Inglaterra parecía corrupta y tuvo que alejarse de ella. No se quedó allí mucho tiempo.
* * *
Había conocido a Lady Wallington en la terraza del Shepheard's. Ella estaba sentada sola, bebiendo té y contemplando las multitudes de egipcios que llegaban a la calle de Ibrahim Pasha, cuando sintió su mirada y lo llamó. Lady Wallington, una viuda reciente que había cumplido los cuarenta hacía poco, no tenía objeción en gozar de la compañía de un joven atractivo y cortés. A Henry, por su parte, la ingenuidad de ella le resultaba refrescante. "No seas ridículo", le había dicho ella, cuando éste la acompañó en el sentimiento, "lo mejor que hizo por mí su señoría jamás fue caerse muerto antes de que fuese demasiado vieja para disfrutar de mi libertad", frotándole a continuación él la pierna por debajo del tapete de damasco.
Públicamente, eran tan discretos como exigía la sociedad de 1903. En privado, ella era justo lo que Henry necesitaba tras el incidente con el grimorio. Él nunca le contó lo que era, y ella aceptaba el tiempo que pasaba lejos con el mismo aplomo que cuando estaba con ella. Henry prefería sospechar que tenía otro amante para el día, por lo cual terminó admirando su resistencia.
En las noches en las que tenía que alimentarse de otros, se alejaba de los turistas ingleses y americanos y se deslizaba por las calles oscuras y retorcidas de la vieja El Cairo, donde los jóvenes de ojos endrinos nunca sabían que pagaban su placer con sangre.
Entonces fue cuando comenzó a sentirse observado. Aunque no era capaz de identificar una amenaza concreta (ojos oscuros observaban a todos los visitantes, y sin duda no parecían vigilarlo a él más que al resto), notó escalofríos entre los omóplatos. Empezó a tener más cuidado en las idas y venidas de su santuario.
Se puso de moda subir a la cima de la Gran Pirámide a la luz de la luna, y no hizo falta insistir para que acompañase a Lady Wallington en la expedición. Empezaba a parecer que la ciudad se cerraba en torno a él, como si se tratase de una trampa grande y complicada. Tal vez unas horas alejado de ella le aclararían la mente.
Salieron del carruaje a la arena plateada por la luna que se amontonaba contra la base de los monumentos como nieve recién caída, pisada sólo en los lugares que indicaban tumbas profanadas o santuarios hundidos. La luz había borrado la señal de la edad de las pirámides, y en lugar de ésta había dejado grades líneas de sombra que cruzaban los rasgos de la esfinge, de manera que parecía más y menos humana, contemplando enigmáticamente la noche. Por desgracia, había antorchas llameantes y cuerpos que se arrastraban a los lados de la pálida pirámide, y el sonido que producían se oía con claridad en el aire del desierto.
—Dios, que calor. ¿Todavía no hemos llegado?
—Aunque admiro a los americanos como raza —suspiró Lady Wallington, colocando la mano bajo el brazo de Henry—, hay ciertos ejemplares de los que podría prescindir.
A medida que se acercaban a la pirámide, se prepararon mentalmente para la andanada de guías sospechosos, traficantes de antigüedades y mendigos de todo tipo que se arracimaban alrededor de la base del edificio, esperando su oportunidad de compartir el dinero de los extranjeros.
—Qué raro —murmuró Lady Wallington, al ver que éstos permanecían en su sitio, observándolos desde debajo de sus turbantes y murmurando entre sí en árabe—. Aunque supongo que nos las apañaremos bien sin ellos.
Sin embargo, contempló bastante dubitativa el monumento mientras hablaba, ya que, con un traje de noche, los grandes escalones no serían fáciles de subir sin ayuda. La mayoría de las mujeres que ya estaban ascendiendo tenía a dos hombres tirando desde arriba y a uno empujando desde abajo.
Henry frunció el ceño. Bajo el olor de suciedad y sudor y especias, percibía miedo. Al encaramarse al primer bloque y alcanzar la mano de Lady Wallington, uno de ellos hizo la señal contra el mal de ojo.
Lady Wallington siguió su mirada y se rió.
—No te molestes por eso —le dijo ella al elevarla Henry con facilidad al siguiente nivel—; es sólo que, con la luz de la antorcha, tu pelo parece más rojo de lo normal, y el pelo rojo es la marca de Set, la versión egipcia del diablo.
—Entonces no importa —la reconfortó él con una sonrisa. Sin embargo, esa sonrisa hubiese sido más significativa si él no hubiese visto al manojo de hombres desaparecer en el mismo momento en que escaló por encima del alcance de su vista.
Con los años, había desaparecido la cima de la pirámide, dejando una superficie plana de cerca de un kilómetro cuadrado en la parte más alta. Respirando con cierta pesadez, Lady Wallington se dejó caer sobre uno de los bloques esparcidos, rodeada al momento de nativos que intentaban venderle de todo, desde reproducciones de papiros, jurando que eran auténticos, hasta un dedo de momia, sin duda genuino. A Henry no le hacían caso. La dejó con sus compras y se acercó al borde oriental, desde donde podía ver las luces titilantes de El Cairo, más allá de la banda de obsidiana del Nilo.
Llegaban desde el sentido contrario al viento, moviéndose tan suavemente que los oídos de un mortal no podrían percibirlos. Henry notó el sonido de corazones latiendo dentro de media docena de pechos y se dio la vuelta antes de que estuviesen preparados.
Un hombre gimió, levantando un puño mugriento para cubrirse la boca. Otro retrocedió, con los ojos en blanco. Los otros cuatro se limitaron a quedarse inmóviles y, por encima del poderoso olor del miedo, Henry notó el del acero y vio el brillo de la luna en las afiladas armas.
—Un lugar abierto a los ladrones —comentó en tono de conversación, con la esperanza de no tener que matarlos.
—No vamos a robarte, ifrit —dijo suavemente su líder, en un tono tan bajo que ninguno de los demás extranjeros que había en la pirámide lo oyese—, sino a hacerte una advertencia. Sabemos lo que eres. Sabemos lo que haces por la noche.
—No sé de qué habláis. —La respuesta era puramente instintiva; Henry no esperaba que le creyesen. Se daba cuenta por su compostura de que sabían lo que era, y de que la única opción que quedaba era la de averiguar lo que pensaban hacer al respecto.
—Por favor, ifrit... —el líder alargó las manos, dejando claro lo que quería decir.
Henry asintió una vez y dejó que la insípida imagen de inglés desapareciese.
—¿Qué queréis? —preguntó, transmitiendo en su voz el peso de siglos.
El líder se acarició la barba con dedos ligeramente temblorosos y los seis se guardaron de cruzar la mirada con Henry.
—Sólo queremos avisarte. Vete. Ahora.
—¿Y si no quiero? —el tono sobrenatural se acentuó.
—Entonces encontraremos el lugar donde te escondes durante el día y te mataremos.
Lo decía en serio. A pesar de su miedo, y del miedo mayor de los hombres que lo seguían, Henry no dudaba de que harían exactamente lo que decía.
—¿Por qué queréis advertirme?
—Has demostrado ser un ifrit neutral —dijo uno de los hombres en voz alta—. No queremos enfadarte, así que buscamos una forma neutral de librarnos de ti.
—Además —añadió el líder secamente—, nuestros jóvenes insistieron.
Henry frunció el ceño.
—Les he dado sueños...
—Nuestra gente ya tenía una civilización cuando éstos eran aún salvajes. —Con un movimiento de la mano señaló a los turistas, entre ellos Lady Wallington, que seguía regateando por los souvenirs—. Hemos tenido tiempo de olvidar más cosas de las que ellos han tenido tiempo de aprender. Los sueños no ocultarán tu naturaleza, ifrit. ¿Aceptarás nuestro aviso y te irás?
Henry estudió sus rostros un momento y vio, bajo la suciedad y la desnutrición, un vestigio de la raza que había construido las pirámides y gobernado un imperio que incluía la mayor parte del norte de África. Respetaba ese vestigio, como un príncipe que recibe a un embajador de un pueblo lejano y poderoso.
—Me iré.
* * *
Hemos tenido tiempo de olvidar más cosas de las que ellos han tenido tiempo de aprender.
Henry tamborileaba con los dedos sobre el borde del escritorio. De algún modo dudaba que se hubiese aprendido demasiado en los siguientes noventa años. Si Celluci tenía razón y había una momia caminando por las calles de Toronto, una momia que portase consigo el poder del antiguo Egipto, todos estaban en gran peligro.
* * *
—¿Visitando los barrios bajos, detective?
—Sólo viendo como vive la otra mitad —Celluci se inclinó sobre el mostrador de la 52 División y contempló a la mujer que se encontraba al otro lado—. ¿Están todavía Trembley y su compañero? Necesito hablar con ellos.
—Vaya por Dios, no me digas que uno de tus chicos de homicidios realmente trabaja a las seis de la mañana. Déjame que señale la fecha...
—Bruton... —No era una advertencia en toda regla—. ¿Trembley?
—Dios, le quitas a un hombre el uniforme y pierde el sentido del humor. Aunque no es que hayas tenido mucho nunca... Y por la mañana siempre has sido un hijoputa. Pensándolo bien, por la tarde también eras un hijoputa. —La Sargento Heather Bruton había compartido un coche con Celluci durante unos memorables seis meses, cuando ambos eran simples agentes, pero el departamento los había separado hábilmente antes de que se hiciese ningún daño irreversible—. Trembley todavía no ha llegado. ¿Quieres esperar o le digo que te pegue un grito?
—Esperaré.
—Se me sale el corazón de la emoción —Bruton le envió un beso con sorna y volvió al papeleo.
Celluci suspiró y se preguntó si Vicki sabría quién estaba de guardia cuando sugirió hablar con Trembley. Era un tipo de broma muy suyo...
* * *
—...entonces ella va y dice "¿No vas a detenerlo, mamá?"
El compañero de Trembley se rió.
—¿Cuántos años tiene ya Kate?
—Casi tres. Su cumpleaños es en noviembre. —Pasó de Harbord Street al Queen's Park Circle—. Y, ¿te lo puedes creer? Para Halloween quiere... ¡joder!
—¿Qué?
—El acelerador, ¡está atascado!
El coche patrulla aceleró, atravesó el puente y se dirigió a la curva, sin dejar de subir de velocidad. Trembley rodeó un pequeño vehículo extranjero, luchando por mantener el control. Pisó los frenos una vez, luego dos, y luego ya no hubo presión.
—¡Mierda!
Aplastó el freno de emergencia contra el suelo. El metal sobrecargado chirriaba bajo el coche.
El compañero de Trembley, con los dedos de una mano hundidos en el salpicadero, agarró la radio.
—¡Aquí el 5239! El coche... ¡Dios, Trembley!
—¡Lo veo, lo veo!
Ella tiró bruscamente del volante hacia la izquierda. Las ruedas chirriaron contra el asfalto. Pasaron por detrás del tranvía de College a unos pocos centímetros de distancia.
—¡Da marcha atrás!
—¡Y me cargo el motor!
—¿Y qué?
El mundo empezó a moverse más despacio al darse cuenta de repente la agente Trembley de que el coche no iba por donde ella quería. Las ruedas giraban, pero el vehículo, dejando grandes líneas de goma a su paso, seguía dirigiéndose al monumento de cemento del Hospital General.
El mundo volvió a su velocidad normal justo antes del impacto. Lo último que sintió Trembley fue alivio. No pensaba que pudiera soportar morir a cámara lenta.
* * *
En dirección contraria a las nubes de grasiento humo negro, Celluci contempló el desastre del coche patrulla, sintiendo el calor del fuego acariciarle la cara. Si algún agente hubiese sobrevivido milagrosamente al impacto, la explosión provocada por el motor al prenderse los habría rematado. La llamarada era tan intensa, que los bomberos no pudieron hacer más que dejarla consumirse, concentrándose en contenerla.
A pesar de lo temprano de la hora se había reunido una pequeña multitud, y la vendedora de flores, que justo iba a colocarse en aquella esquina, sufría un fuerte ataque de histeria atendida por dos auxiliares médicos.
—Tiene gracia —dijo una voz áspera junto al hombro de Celluci.
Éste se volvió y observó al hombre sucio que se balanceaba a su lado. Apestaba incluso con el olor del accidente.
—Lo he visto —continuó—. Se lo conté a los polis. No me creían.
—¿Qué les contaste?
—¡No estoy borracho! —Se tambaleó, agarrándose a la chaqueta de Celluci—. Pero si tienes algo suelto de sobra...
—¿Qué les contaste? —repitió Celluci con un tono perfeccionado durante años para imponerse sobre cualquier parloteo alcohólico.
—Lo que he visto. —Agarrando aún la chaqueta, se volvió y señaló el coche con un dedo mugriento—. Las ruedas iban para un lado, y el coche para otro.
—Casi no hay luz todavía, ¿Cómo has podido ver eso?
—Estaba tirado en el parque. A la altura de las ruedas.
No era un parque muy grande, más bien un jardín plantado en la mediana, pero el rastro de goma negra trazado en el suelo pasaba justo al lado. Celluci siguió la línea hasta el lugar del impacto, y siguió el humo hasta que éste se convirtió en parte del cielo nublado, extendiéndose sobre toda la ciudad.
Las ruedas iban en una dirección.
El coche iba en otra.
Como si una mano fría le agarrase el corazón, Celluci corrió hacia su coche. De repente resultaba muy importante ver los informes circunstanciales del lunes por la mañana de Trembley.
* * *
—Por Dios, Celluci —contestó con brusquedad la Sargento Bruton, con el receptor del teléfono sujeto bajo la barbilla y tres personas intentando que las atendiera—, éste no es el momento para molestar con un puto informe circunstancial... ¿qué? —volvió a mirar el teléfono—. ¡No, no quiero volver a llamar, quiero que lo encontréis! No me pongáis... ¡joder! —Garabateó su firma sobre un papel de importancia preferente, observó furiosa el caos y gritó—: ¡Takahashi! ¡Coge la otra línea! Bien, entonces —señaló en dirección a Celluci—; si necesitas ese informe para un caso, llamas más tarde, ¿me oyes? Más tarde.
—¿Sargento? —el agente Takahashi cogió el teléfono, con la mano tapando fuertemente la boquilla—. Es el marido de Trembley.
* * *
Los jeroglíficos que había grabados en la pintura del coche patrulla de juguete habían quedado totalmente destruidos, y el pedacito de papel doblado tres veces hacia dentro y colocado en el asiento delantero ya no era más que ceniza. Colocó una revista bajo los restos calcinados y la levantó con mano temblorosa. Había pasado mucho tiempo desde que realizara ese hechizo, y, como no tenía intención de quemar el hotel, lo había hecho cuidadosamente de forma que cualquier energía fortuita pudiese contenerse. Como había olvidado que el combustible del que dependían aquellos coches era altamente inflamable, su previsión resultó afortunada. Tal como estaba, la cortina del baño parecía algo chamuscada. Tendría que hacer que la cambiaran.
Tras tirar el trozo de metal, casi imposible de identificar, en un cenicero de cristal del cuarto de estar de su suite, cayó rendido sobre una silla. Aunque había formas más fáciles y menos agotadoras de cumplir el mismo objetivo, el trabajo de aquella mañana había demostrado, al acabar con los dos últimos recuerdos de su forma momificada, que sus antiguas habilidades seguían intactas. Un pequeño viaje a la comisaría y una charla con el joven de la mesa habían bastado para ocuparse de los informes escritos de la noche anterior.
En los viejos tiempos no hubiese tenido el valor de llevar su poder a aquellos extremos. Pero en los viejos tiempos, con los dioses acumulando almas casi al nacer, no habría sido posible alimentarse con la mistna facilidad. Más adelante, tal vez a la hora del almuerzo, iría a dar un paseo. Según el ka del Dr. Rax, había cierto tipo de escuela para niños muy pequeños no muy lejos.
* * *
—Llegas tarde.
—Estaba en la 52 cuando llegó la llamada del accidente.
Celluci se deshizo de la chaqueta y se dejó caer sobre su silla. El accidente había tenido lugar en la esquina de College y University, a tres manzanas cortas de la comisaría central; en la comisaría, todo el mundo lo sabía; la mitad del turno de día había estado allí.
—¿Ha sido tan fuerte como decían?
—Peor.
—Dios. ¿Qué crees que puede haber pasado?
Celluci observó toscamente a su compañero al otro lado del escritorio.
—El equipo que murió en ese accidente era el que estaba de servicio en el museo el lunes.
—¡Joder, Mike! —Dave se inclinó y bajo la voz—. ¡Esto parece una película de monstruos barata! No había ninguna momia, pero si la hubiese no se levantaría y mataría a gente, y, desde luego, ni de coña iría provocando accidentes de coche. No sé qué coño estarás haciendo con esto, pero ¿podrías informarnos ya para que podamos seguir con nuestro trabajo?
—Mira, no sabes...
—¿No sé qué? ¿Que están pasando muchas cosas raras en esta ciudad? Claro que lo sé, he detenido a algunas de ellas. Pero hay mucha escoria humana perfectamente normal ahí fuera, así que no te busques problemas adicionales. —Estudió la expresión de Celluci y sacudió la cabeza—. Como el dinero en el escote de una puta... No has escuchado ni una palabra.
—Te he oído —gruñó Celluci. Se dio cuenta de que nada de lo que dijera podría convencer a aquel hombre de que existía otro mundo fuera (o peor aún, dentro) de los límites en los que había vivido toda su vida.
—Eh, vosotros dos, Cantree quiere veros en su oficina.
—¿Por qué? —Celluci frunció el ceño a la mensajera mientras Dave se levantaba.
Ella se encogió de hombros.
—¿Y yo qué coño sé? Él es el inspector, yo sólo soy detective. —Volvió a apartarse de en medio al levantarse Celluci—. Igual le ha echado un vistazo a tu último informe de gastos. Te dije que guardaras los recibos.
El Inspector Cantree levantó la mirada al entrar los dos detectives, y les indicó con un movimiento de la cabeza que cerrasen la puerta.
—Es por lo de las muertes del museo —dijo sin más preámbulo—. He mirado los informes y he hablado con el jefe. Dejadlo.
—¿Que lo dejemos? —Celluci dio un paso al frente.
—Ya lo habéis oído. Un ataque cardíaco no es un homicidio. Dejadlo al grupo de allanamientos. Quiero que ayudéis a Lackley y Dixon con el caso Griffin.
Celluci notó cómo sus manos se apretaban convirtiéndose en puños, pero tratándose de Cantree, el único policía de la ciudad al que respetaba sin reservas (lo que tenía más peso que la posición de éste como superior directo), mantuvo a raya su temperamento irascible.
—Tengo una corazonada con esto... —comenzó, pero el inspector lo interrumpió.
—Me da igual. No es un homicidio; por lo tanto, no es asunto vuestro. Ni de vuestras corazonadas.
—Pero yo creo que es un homicidio.
Cantree suspiró.
—Vale, ¿Por qué? Dame hechos.
Celluci apretó los labios.
—No tengo hechos —murmuró, mientras Dave miraba hacia el techo, con una expresión de cuidadosa neutralidad.
—Es sólo una sensación.
—Vale —Cantree recogió un montón de carpetas de encima de su mesa—. Te voy a dar unos cuantos hechos. Llevamos setenta y siete homicidios en la ciudad en lo que va de año. Una adolescente desmembrada en un lago. Un hombre acuchillado detrás de la barra de un bar. Un médico asesinado en el descansillo de la escalera del edificio donde vivía. ¡Dos mujeres muertas a palos en un aparcamiento por la tarde, joder! —Su voz subió de tono y se levantó de su asiento, dando un golpe sobre las carpetas con la mano—. No me hace falta que inventéis asesinatos donde no los hay. Por lo que a mí respecta, el caso está cerrado. ¿Ha quedado claro?
—Perfectamente —le contestó Celluci apretando los dientes.
—Clarísimo —añadió Dave, tirando de su compañero hacia la puerta y agarrando firmemente su hombro hasta que salieron a la oficina exterior—. Bueno, supongo que se acabó —dijo; entonces echó un vistazo al rostro de Celluci y giró los ojos—. O puede que no...
* * *
—Nelson, investigaciones.
—Cantree me ha quitado el caso.
Vicki dejó la bolsa y, balanceando el receptor bajo su barbilla, se deshizo de la chaqueta. Casi acababa de entrar cuando sonó el teléfono.
—¿Te ha dicho por qué?
—Me dijo, y cito textualmente, "He mirado los informes y he hablado con el jefe. Un ataque al corazón no es un homicidio".
—¿Y tú qué le has dicho?
—¿Qué coño le voy a decir? Si le dijese que creo que hay implicada una momia, creería que estoy loco. Mi compañero ya cree que estoy loco.
Mentalmente, ella lo veía recogerse el mechón rizado de la frente y pasarse los dedos por el pelo enmarañado.
—¿Todavía crees que hay implicada una momia?
—El informe circunstancial de Trembley del lunes se ha perdido.
—¿Y Trembley?
—Ha muerto.
Vicki se sentó.
—¿Cómo?
—En un accidente de coche volviendo a la comisaría esta mañana.
—Pasé por allí yendo a casa, pero no sabía que era... Trembley. —Los equipos de emergencia sólo habían conseguido acercarse a la chatarra. Los cuerpos se habían quemado hasta el punto de no poder recuperarse—. Hablé con un par de agentes. Dijeron que el coche estaba fuera de control.
—Tengo un testigo que vio las ruedas apuntar hacia un sentido mientras el coche seguía yendo en otro. —Celluci respiró profundamente, y ella pudo oír la tensión zumbando por los hilos—. Quiero contratarte.
—¿Qué?
—Cantree me ha atado de manos. Ya no trabajas para él. Encuentra a esa momia.
Ella reconoció la obsesión que denotaba la voz. La había oído antes, y a menudo en la suya propia. La obsesión era buena para un policía. También podía acabar con él.
—La encontraré.
—Mantenme informado en todo momento.
—Lo haré.
—Ten cuidado.
Vicki se imaginó de nuevo los restos fundidos del coche de Trembley.
—Tu también.
A colgar el teléfono, frunció el ceño, recordando: He leído los informes y he hablado con el jefe.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Vicki al apartamento vacío—. ¿Por qué hablaría el Inspector Cantree con el jefe por un asunto del departamento?
Capítulo 7
—...no podemos atender su llamada en este momento. Si puede dejar un mensaje después de oír la señal, nos pondremos en contacto con usted lo antes posible. Por favor, no dé por hecho que puedo recordar dónde he puesto su número de teléfono.
—Henry, soy Vicki. Fui a comprobar ese taller anoche. El departamento de Egiptología está en la quinta planta de la parte sur del museo; quedamos allí lo antes que puedas. —Lo pensó un momento y añadió:— habrá un solo guardia en la mesa. Supongo que podrás entrar sin problemas. —Con la ceja arqueada, Vicki colgó el receptor. Como todavía quedaban un par de horas antes de la puesta de sol, no esperaba realmente hablar con Henry, pero de repente dudó si sería correcto dejar aquel mensaje.
Estás comportándote como una idiota —se dijo—. Las probabilidades de que la momia de Celluci pinche líneas de teléfono al azar o consiga acceder al contestador de Henry son... —suspiró y volvió a marcar el número— tantas como de que exista la propia momia.
—Henry, Soy Vicki. Borra esta cinta en cuanto la escuches.
* * *
—Probablemente sea sólo paranoia —le dijo más tarde a un trozo de pizza, separando una rodaja de salami del queso congelado. Sin embargo, como ya habían muerto cuatro personas y no tenían ni idea de cuáles serían la fuerza o las capacidades del enemigo, no tenía intención de ser el cadáver número cinco, o de poner a Henry como número seis.
* * *
Vicki tardó menos de un cuarto de hora en llegar al Royal Ontario Museum desde su apartamento, pero para cuando atravesaba el callejón entre el planetario Machlaughin y el museo, ya se arrepentía de no haber cogido un taxi. Estaba empapada por donde no cubría el paraguas, y el viento le arrojaba lluvia fría a la cara a la menor oportunidad.
—Odio octubre —murmuró, cobijándose bajo la delgada cornisa del balcón del segundo piso para sacudirse el exceso de agua de la parte inferior de la gabardina. Al levantarse, una gota helada se le desprendió de la barbilla y cayó sobre el cuello de ésta, resbalando por debajo hasta secarse en la camisa—. Pensándolo bien, no me importa octubre: lo que odio es la lluvia.
En la entrada de servicio se detuvo y observó las puertas exteriores de cristal. La única forma de acceder a las interiores y entrar en el museo era pasando por un puesto de guardia con un vigilante. Había un gran cartel indicando que era obligatorio llevar acreditaciones en todo momento, y que los visitantes debían registrarse en la mesa.
Vicki sonrió, se quitó los guantes de piel y los guardó en los bolsillos antes de abrir la puerta.
—Hola —dirigió una amplia sonrisa al vigilante, que se la devolvió de buen grado. Por su ropa se notaba que era una persona respetable, y por su actitud que era agradable, precisamente el tipo preferido por los guardias de seguridad—. Me llamo Celluci. Vengo a ver a la Doctora Rachel Shane, de Egiptología. —Se imaginó que era el único nombre que le garantizaría el paso arriba, y si el vigilante lo reconocía, pensaba utilizar la misma historia que tenía preparada para la Dra. Shane.
—¿La espera la Dra. Shane?
—No, en este momento preciso no.
—Tendré que llamarla.
—Claro, por supuesto.
Momentos después ya estaba en el ascensor, con una pequeña acreditación de color rosa en la gabardina con el nombre Celluci y el número cuarenta y dos. Para su sorpresa, había una atractiva mujer de pelo oscuro esperando al ascensor en el quinto piso.
—Mike. Es... —empezó a decir, avanzando al abrirse las puertas. A continuación se detuvo, se sonrojó y retrocedió al entrar Vicki en el pasillo—. Lo siento. Pensé que era otra persona.
—¿El Detective Celluci? —dedujo Vicki. Tenía una idea bastante aproximada de quién debía ser ella por la descripción de Celluci, pero se preguntaba cuánto no le había contado el detective en cuestión sobre la doctora. ¿Por qué lo esperaría ella en el ascensor?
—Sí, pero...
—Usted debe de ser la Dra. Shane.
—Sí, pero... —Entonces ella consiguió leer el nombre en la acreditación y se le oscurecieron las mejillas—. Usted no es su mujer, ¿no?
Vicki sintió como se sonrojaba también.
—No, para nada. —La Dra. Shane parecía aliviada, pero azorada todavía, y Vicki se encontró de nuevo preguntándose qué no le habría contado Mike. Y si realmente quería saberlo—. Soy su prima —continuó—. Creyó que se había dejado unos papeles aquí, y como vivo al lado, en el cruce con Bloor Street, me pidió que me acercase.
—¿Papeles? Ah... —La Dra. Shane se giró y se dirigió pasillo abajo—. Bueno, si se los ha dejado, seguro que lo sabrá la Srta. Gilbert, la secretaria del departamento. No creo que se haya ido a casa.
A medida que recorrían el pasillo, Vicki examinaba las entradas, los cierres, las líneas de visión y a la Dra. Shane. Por supuesto, Celluci podía comer con quien quisiese, su relación nunca había sido exclusiva, pero Vicki tenía que admitir cierta curiosidad. Él había usado un tono tan absolutamente neutro para referirse a la directora auxiliar que supo enseguida que estaba interesado. Celluci no usaba un tono tan neutral para nada. Un análisis mas detallado reveló que la Dra. Shane era de altura superior a la media, atractiva, segura da sí misma, agradable, educada... Y evidentemente inteligente, o no tendría ese trabajo. Dios, la mujer perfecta de los 90. ¿Qué te apuestas a que cocina, cuida de las plantas y lee novelas de no-ficción? Vicki notó un tirón en un músculo de la mandíbula y, sorprendida, la relajó.
—Entonces, ¿cómo es que no ha venido el Detective Celluci?
—No lo sé. —La pregunta de la Dra. Shane tenía el tono más agresivamente despreocupado que Vicki había oído jamás. Debió de ser toda una comida, Celluci.
Por supuesto, no había ningún papel, aunque la Srta. Gilbert, colocándose un gorro de plástico para la lluvia, prometió estar atenta por si los veía.
—Gracias por mirar. —Al volver apresuradamente la mujer a la oficina, Vicki se fijó en su reloj. También era hora de irse para ella. Esa parte requería una cuidadosa coreografía. Alargó la mano—. Le agradezco que se haya molestado en atenderme, Dra. Shane.
—Siento que no hayamos encontrado los papeles.
La doctora tenía una mano firme y seca. Otros dos puntos a su favor.
—De todas formas ya va siendo hora de que empiece a acordarse de dónde deja las cosas. Pero ¿le importaría llamarle si aparecen?
—Por supuesto, le llamaré.
Seguro que sí. De repente, resultaba difícil mantener un tono agradable.
—¿Tiene su número de casa?
—Sí, me lo dio.
¿Y qué significa esa sonrisa de Mona Lisa?
—Vale, gracias otra vez. Ya vuelvo sola al ascensor. Quiero decir que el pasillo es todo recto, no puedo perderme.
Al volver al primer piso se topó con un nutrido grupo de empleados que se retiraban de la zona de seguridad para irse a casa. Vicki, con un ojo en el reloj, se aseguró de que el vigilante de seguridad le viese firmar para salir y devolver la acreditación. El cambio de turno sería en dos minutos.
—Vaya, me he dejado el paraguas arriba —dirigió una mirada de pánico a las puertas exteriores, donde la lluvia golpeaba fuertemente el cristal, y después miró al vigilante—. ¿Le importa que suba y lo coja?
—No, da igual —éste miró también a la lluvia con cara de angustia.
La mejor mentira es decir la verdad, pensó para sí Vicki al recoger su paraguas de detrás de uno de los perros del templo de la entrada del departamento del Lejano Oriente. Se apresuró por el pasillo dirigiéndose a un pequeño armario de suministros, pasando la fotocopiadora. Esa puerta estaba abierta antes, y parecía un lugar perfecto para esconderse. Desgraciadamente, la puerta ahora estaba cerrada con llave, y cualquiera podría verla desde cualquier ángulo si intentaba abrirla.
—Mierda.
Las puertas abiertas de color naranja tenían que ser las del taller. Se oía a la Dra. Shane hablar sobre la restauración de un mural. Las puertas dobles amarillas de enfrente estaban entreabiertas.
Vicki entró sigilosamente, oyendo cada vez más alto las voces que procedían del taller.
—...así que mañana le echaremos otro vistazo al sello de esparadrapo.
Ahora estaban en el pasillo.
Vicki se giró. Evidentemente, estaba en el almacén. El sarcófago de piedra negra del que hablaba Celluci estaba en el suelo a pocos centímetros. También era evidente que podía llegar cualquiera de repente para apagar las luces y cerrar la puerta. Tras echar un vistazo rápido al cerrojo (quedarse atrapada no era precisamente el número uno de su lista de formas de pasar la noche), buscó un buen escondite en la habitación. Desgraciadamente, el volumen de objetos almacenados imposibilitaba el moverse en silencio, y el sarcófago estaba tan cerca de la puerta que sería inútil esconderse detrás.
Pero, ¿y dentro?
Se agazapó en el interior segundos antes de que se abriese la puerta del almacén.
—¿Has oído algo, Ray?
—Nada, Dra. Shane.
—Me lo habré imaginado...
No parecía convencida, por lo que Vicki contuvo la respiración. Momentos después se oyó un suave clic, y las luces se apagaron, la puerta se cerró y se oyó la llave en la cerradura.
El interior del sarcófago en realidad era bastante espacioso, diseñado para contener todo un ataúd, pero Vicki no tenía intenciones de quedarse dentro. Salió arrastrándose y dejó el bolso y el paraguas sobre la caja de piedra. Por lo que al vigilante respectaba, había firmado y se había ido. Las probabilidades de que el otro vigilante le hubiese dicho que había vuelto dentro eran pocas o ninguna. Si la momia estaba manipulando los cerebros de la gente (y así parecía, ya que nadie la recordaba), no había información en la mente de nadie que pudiese incriminarla.
En realidad estaba bastante orgullosa de cómo había atravesado la barrera de seguridad. Con la paranoia producida por las dos muertes, habría sido totalmente imposible colarse por las buenas. Lo que había hecho y estaba haciendo era ilegal, y no le importaba demasiado, pero como no pensaba dañar ni tocar nada, su conciencia tendría que contentarse. En realidad, se había acostumbrado bastante a eso desde que conociese a Henry.
Sacó del bolso su linterna a tientas y comprobó su reloj. La puesta de sol llegaría en un cuarto de hora. Le daría a Henry media hora para despejarse y llegar al museo, y entonces empezaría a trabajar en el cerrojo.
—Mientras tanto —dirigió el fino haz de luz al sarcófago—, veamos lo que hay aquí.
* * *
Henry se quedó quieto un momento, viendo a Vicki trabajar. Aunque las luces de emergencia mantenían el pasillo en penumbra más que en la oscuridad total, sabía que para Vicki ambas eran lo mismo. No veía más el cerrojo, a centímetros de su cara, que a él, aunque su sentido del tacto era firme, ya que se hizo con el mecanismo. En silencio, se acercó un poco más y sonrió al darse cuenta de que ella tenía los ojos firmemente cerrados.
—Bien hecho —le dijo con suavidad al abrirse el cerrojo con un sonido que sólo él podía percibir.
Con el corazón latiendo fuertemente, Vicki se esforzó por reprimir el impulso de levantarse y ponerse a dar vueltas.
—Muchas gracias, Henry —murmuró, sabiendo que daba igual el tono de voz, porque él lo oiría:— me acabas de costar seis años de vida y casi me cago en los pantalones. —Pasando la mano por la puerta para no desorientarse, se puso de pie.
»Bien, ahora, si no te importa, vamos a salir de aquí antes de que llegue alguien...
Él se adelantó, tiró del pomo y entreabrió una de las puertas dobles. Antes de que pudiese guiarla, Vicki se escabulló por el estrecho conducto y pasó a la otra estancia. Henry la siguió confundido, cerrando la puerta a sus espaldas.
—¿Ves? —le preguntó.
—No veo una mierda. —Aunque algo contrariada todavía por su ceguera nocturna, en su voz quedaba un cierto tinte de orgullo—. Pero notaba la diferencia de aire donde la puerta estaba abierta. Ahora, ¿puedes hacer algo útil y encontrar las luces? Las puertas se cierran herméticamente, así que no se verá nada en el pasillo. O no demasiado —añadió al encenderse las pilas de fluorescentes. Con los ojos doloridos por el repentino resplandor, se giró para toparse con Henry, que se estaba poniendo un par de gafas de sol.
Ella sonrió.
—Pareces un espía —la gabardina de cuero negro y las gafas contrastaban exóticamente con el pelo de color cobrizo y la piel pálida.
Henry levantó las cejas.
—¿No es eso lo que estamos haciendo, espiar?
—En realidad no. Si nos cogen, es allanamiento de morada.
Henry suspiró.
—Estupendo. Vicki, ¿dónde estamos? Evidentemente, se han llevado todas las pruebas.
—A lo mejor. A lo mejor no. Quería echar un vistazo a la escena del crimen. —Frotándose los ojos por última vez, Vicki recorrió con la vista la habitación. Tenía por lo menos quince metros cuadrados, tal vez más. Las altas paredes de color beige arrastraban la mirada hacia arriba. Una mitad de la habitación estaba cubierta de armarios bajos y la otra de estanterías metálicas que llegaban del suelo al techo, todas llenas de piedras, cerámica y esculturas. Se encontraban en una zona evidentemente dedicada al papeleo, junto a un escritorio cubierto de documentos y varias estanterías sobrecargadas. A su izquierda había una cámara sobre un trípode delante de un fondo de color neutro, y a su derecha una pequeña cocina, con nevera, barra, armarios y fregadero a lo largo de una pared. Al final de la barra había una puerta de color verde lima que conducía al cuarto oscuro. Entre el escritorio y los dos armarios, el único espacio abierto, había dos caballetes abiertos. Sobre ellos descansaba un ataúd, cuya tapa estaba sobre el armario más cercano—. Además, quería que echases un vistazo a eso.
Henry volvió a suspirar. Quería ayudar, pero sinceramente no veía de qué podría servir aquella... excursión.
—¿Estás segura de que es éste ataúd?
Vicki torció el gesto mientras examinaba la reliquia. Lo hubiese reconocido aun sin la descripción de Celluci. Se le erizó el pelo de la nuca y, aunque luchó por combatir aquella sensación, empezaba a darse cuenta de por qué creía él tan firmemente en la momia.
—Estoy segura.
Con las manos en los bolsillos, Henry se acercó al ataúd. Sus gafas oscuras le daban cierta apariencia irreal, y teñían del color de la sangre las serpientes pintadas en él. Era muy siniestro, pero no tenía ni idea de lo que buscaba. Arrugó la nariz al notar el olor todavía abrumador del cedro e inclinó la cabeza hacia la cavidad con el ceño fruncido. Notó el olor de una vida, tan débil que sólo alguien como él podría percibirlo.
Con los ojos cerrados, aspiró el rastro de los siglos. No sólo olía a carne y sangre, sino también a terror, dolor y desesperación...
Sin ninguna piedra encima, sólo áspera madera que lo rodeaba tan estrechamente que su pecho frotaba contra las tablas al elevarse y descender. Por todos lados el olor a tierra. Daba vueltas y se sacudía en el poco espacio que tenía, gritando y rugiendo hasta dolerle la garganta.
Abrió los ojos de golpe al retroceder bruscamente, apartándose del ataúd, del recuerdo de su propio entierro, trazando la señal de la cruz con dedos temblorosos. Se volvió hacia Vicki, que lo observaba, dejando claro con su expresión que había observado la reacción.
—¿Entonces? —le preguntó ella.
—Algo ha pasado mucho tiempo atrapado aquí.
—¿Algo humano?
Él encogió los hombros, más afectado por la experiencia de lo que deseaba admitir.
—Lo era cuando cerraron la tapa. Si ha estado despierto todos estos años, sabe Dios lo que será ahora.
Vicki asintió pensativa, y Henry se dio cuenta de que no solo había visto su reacción, sino que la había esperado.
—Por eso querías que viniese. —Le había contado lo de su entierro la noche que le narró su transformación.
Ella volvió a asentir, sin darse cuenta de que aumentaba su enfado.
—Estás siempre diciendo lo agudos que son tus sentidos, así que me imaginé que, si ahí había algo o alguien durante tres mil años, serías capaz de notarlo.
—Me has utilizado.
El tono furioso con que lo dijo hizo caer la mandíbula de Vicki, que retrocedió involuntariamente un paso.
—¿De qué hablas? —Soltó las palabras a la fuerza, tras sentir la tensión producida por el miedo en su garganta—. Sólo pensé que serías capaz de notar...
Entonces se dio cuenta.
"¿Sabes que hay una buena razón para que la mayoría de los vampiros procedan de la nobleza? Es mucho más fácil salir de una cripta. A mí me habían enterrado bien profundo, y Christina tardó tres días en encontrarme y desenterrarme ".
Ella se humedeció los labios, y, a pesar de que sus instintos la impulsaban a correr a medida que él avanzaba, mantuvo su posición.
—Henry, ni siquiera pensé en que estuvieses enterrado. No quería que tuvieses una reacción emocional, sólo física. ¡Por Dios, Henry! —Alzó las manos y las apretó contra el pecho de él, empezando a enfadarse ella también—. ¡No se me ocurriría manipular así la mente de mi peor enemigo, conque menos la de un amigo!
Las palabras penetraron la niebla roja, y él se dio cuenta de que tenía que creerla. Estaba temblando, lo que demostraba lo cerca que se había encontrado de la bestia.
—Vicki... lo siento.
—No pasa nada. —Acarició con la palma de la mano la mejilla de él, suave y fresca. Parecía que estaba tan asustado como ella—. Todos tenemos cosas que nos hacen reaccionar sin pensar.
—¿Y cuales son las que te hacen reaccionar a ti? —preguntó Henry, volviendo a adoptar firmemente una máscara civilizada y un aspecto de control.
—Ahora no tenemos tiempo de hablar sobre eso —bufó Vicki—. Dentro de doce horas volverá todo el mundo.
Giró con brusquedad la cabeza hacia la puerta, recordando la tensión que había soportado últimamente, deseando olvidar todo aquel incidente y continuar con lo que estaban haciendo.
—Mejor vamos a registrar las oficinas. De este sitio ya hemos sacado toda la información posible.
* * *
Henry se quedó junto a la ventana de la oficina y observó el tráfico que pasaba por debajo. Debería haberse dado cuenta de que Vicki nunca lo utilizaría de aquella manera; sus habilidades sí, pero no sus miedos. Después de caminar todas las mañanas hacia una imagen del sol estaba al límite de su resistencia, y parecía que el recuerdo de su entierro le había dado el empujón. Se preguntaba cuántos otros recuerdos habría. En unos cuatrocientos cincuenta años de vida había muchas cosas que recordar.
Tal vez la imagen fuese una indicación de que se le había acabado el tiempo, una invitación a una pérdida de su ser más limpia y gradual. Si tenía que elegir, se quedaría con el fuego.
—¡Ah! ¡Hijo de puta!
Henry ocultó su sonrisa al rodear Vicki una esquina del escritorio del Dr. Rax, al ser desplazados los pensamientos de muerte temporalmente por el estado actual de su vida. Al encender Vicki la lámpara de mesa, él se apartó de la ventana.
—¿Estás segura de que puedes hacer eso?
—Claro que estoy segura —le dijo Vicki, frotándose la pantorrilla y parpadeando como un buho—. Si alguien ve la luz pensará que es alguien trabajando hasta tarde, pero si ven la luz de la linterna —y la apagó, dejándola caer en las profundidades cavernosas de su bolso mientras hablaba— supondrán que son intrusos.
—¿Os enseñan eso en la academia de policía?
—Para nada. Cuando llevaba uniforme, un delincuente habitual llamado Comadreja se encomendó la tarea de completar mi formación.
—¿No era eso contraproducente para él? —preguntó Henry, caminando hacia el escritorio—. ¿Dejar que los policías conociesen sus secretos?
—Ah, Comadreja no era mal tío. Lo único es que su idea de la propiedad personal era algo particular. —Se sentó y examinó la superficie del escritorio—. Pero bueno, lo que tenemos aquí...
—¿Qué buscas?
—Te lo diré cuando... bingo. —El enorme libro que sobresalía del borde tenía varias hojas arrugadas y dobladas, como si lo hubiesen dejado caer sin demasiada consideración.
—Dioses y diosas egipcios, tercera edición.
Lo abrió de par en par y lo arrastró directamente bajo el foco de luz, contemplando con expresión ceñuda los nombres impronunciables.
—Me pregunto si el Dr. Rax estuvo buscando algo la noche en que murió.
—¿Hay alguna ilustración que se parezca a esto? —Henry le pasó el calendario de mesa. En la página superior todavía se leía "Lunes, 19 de octubre". El Dr. Rax no vivió para ver el 20 de octubre. Vicki observó el boceto que había bajo la fecha. Parecía una extraña combinación del cuerpo de un alce y la cabeza de un pájaro. Entonces volvió al libro.
—Aquí está. Muy preciso, si es que lo estaba dibujando de memoria. ¿Akhekh? Este tío necesita otra vocal... —Se frotó la nuca con una mano y se descubrió mirando a Henry en busca de apoyo. Se sintió tonta al darse cuenta de que él estaba más allá del alcance limitadísimo de su vista e inclinó la cabeza para seguir leyendo—. Akhekh, un dios predinástico del alto Egipto, absorbido por la religión del emperador para convertirse en una forma del dios malvado Se... ¡Joder! —Cerró el libro de golpe y se sentó jadeando, con los ojos abiertos de par en par, contemplando algo que Henry no veía.
—¿Vicki? —La agarró de los hombros y la zarandeó lo suficiente como para que ella abandonase su expresión ausente—. ¿Qué ha pasado?
Vicki parpadeó, frunció el ceño y se aseguró de que todavía podía mover la cabeza.
—Creo que ha sido un ataque.
—¡Vicki! —La zarandeó de nuevo, sin tanta fuerza pero con algo más de énfasis.
Ella, humedeciéndose los labios, dirigió una mirada perdida al libro.
—Los ojos del diagrama eran rojos. Brillaban. Me estaban mirando directamente.
* * *
Movió los hombros cubiertos bajo la camisa de seda y sonrió a su reflejo. Esta sensación le gustaba. Aquel siglo tenía mucho que ofrecer a aquellos capaces de apreciarlo. Cuando terminase de reestructurarlo, sería un verdadero paraíso.
Aún sin recurrir a la institución de la esclavitud y a la simplicidad de servicio de ésta, había conseguido esclavizar con éxito al director del hotel y a dos de sus ayudantes. El ka de éstos se había rendido de una forma tan absoluta al suyo que les quedaba muy poca independencia. Era sólo un pequeño comienzo, pero tenía tiempo de sobra.
El Subsecretario de Justicia, con el que había pasado otra productiva mañana, estaba bajo un grado de control similar. Como era necesario, al menos temporalmente, que ese hombre fuese capaz de funcionar con independencia sin levantar sospechas, lo controlaba a niveles muy sutiles, respondiendo a toda clase de impulsos exteriores.
Él debía proporcionar a los hombres y mujeres que jurarían lealtad a Akhekh, y cuyo ka serviría para crear poder en las alturas al mismo tiempo que en la tierra.
Un segundo antes de que desapareciese su reflejo, vio el brillo rojo en el cristal, y a continuación la imagen de su dios.
Sumo sacerdote de mi nueva orden, le dijo éste.
Se inclinó con los brazos cruzados sobre el pecho, ocultando su descontento como llevaba años haciendo.
—¿Mi señor?
Abre tu ka a mí. He marcado al primero de los que me proporcionarán sustento.
* * *
Vicki esquivó la cortina negra y tiró del pomo para cerrar la puerta del dormitorio, ahogando un escalofrío al pensar en Henry, tumbado inmóvil sobre la cama. Aunque no solía recrearse en el pasado, la tarde que había pasado esperando a que se despertase había dejado una impresión que no parecía desaparecer. Henry no mostraba deseos de inmolarse aquella mañana, pero ella reconoció (la aventura de la noche anterior la había obligado a ello) que sus nervios estaban tensos en extremo.
—Los vampiros no deberían tener nervios —murmuró, entrando en el cuarto de estar y levantando la cara hacia el amanecer. Le enfurecía no poder hacer nada por él más que observar y esperar.
Con un bostezo, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Salir del museo había resultado mucho menos complicado que entrar. Henry se había limitado a cruzar una mirada con el vigilante, y los dos habían salido tranquilamente. Vicki no pudo evitar murmurar "Éstos no son los androides que estáis buscando ". Desgraciadamente, no había sido capaz de dormir demasiado después de volver al apartamento de Henry. Los sueños sobre antiguos dioses egipcios y sacrificios humanos no paraban de despertarla con sobresaltos. Tras prometerse una buena siesta más tarde, se dejó caer sobre un sofá de terciopelo rojo y alargó la mano hacia el teléfono. Si Celluci no estaba despierto todavía, debería.
Contestó al segundo tono.
—Celluci.
—Buenos días, detective. ¿Estás lo bastante despierto como para oír unas noticias?
Lo oyó tragar y mentalmente lo imaginó de pie, encorvado y sin afeitar, en la pequeña cocina de su casa, en Downsview.
—¿Noticias buenas o malas?
—De las dos. ¿Cuáles quieres oír primero?
—Dame las buenas. No me vendrán mal.
—No estás loco. Es cierto que había una momia en ese ataúd y parece que anda rondando por Toronto.
—Genial —tragó saliva—. ¿Y las malas?
—Es cierto que había una momia en ese ataúd y parece que anda rondando por Toronto.
—Muy graciosa. Cuando quiera saber primero quién es, lo preguntaré. ¿Cómo vas a encontrarla?
Vicki suspiró.
—No lo sé —admitió—. Pero pensaré algo. Tal vez pueda encontrar una razón para que Trembley y su compañero fuesen asesinados cuando los empleados del museo sólo sufrieron... mmh... lavado de cerebro.
—Igual debería volver a hablar con la Dra. Shane.
—Bueno, por qué no. Ya parece estar erróneamente impresionada.
¡Idiota! No me puedo creer que haya dicho eso. Vicki se golpeó en la cabeza con la mano libre. ¡Primero el cerebro, después la boca!
Pudo oír a Mike levantar las cejas.
—¿Cuándo has conocido tú a la Dra. Shane?
—Ayer en el museo. —Si no se lo dijese, sólo conseguiría que llegase a la estúpida conclusión de que le había estado espiando—. Mientras investigaba tu momia.
—Aja.
La sonrisa que se adivinaba por su voz le hizo mostrar los colmillos.
—Vete a tomar por culo, Celluci. Es demasiado temprano para estas mierdas. Llámame si tiene algo útil. —Colgó antes de que él pudiese responder.
—Cree que estoy celosa —le dijo a su reflejo en el lado brillante del mueble de la cadena musical de Henry—. ¿Por qué iba a estar celosa de Rachel Shane, si no he estado celosa de todas las petardas tetonas que se ha ligado en todos estos años?
—¿Porque la Dra. Shane se parece mucho a ti? —le sugirió su reflejo.
Ella contestó enseñándole el dedo corazón y se levantó de la silla. De verdad que es demasiado temprano para esto.
* * *
Había dejado de llover, pero el cielo parecía tan bajo que se podría tocar, y un viento frío del oeste había perseguido a Vicki todo el camino desde College Street hasta el cuartel de la policía. Después de un largo sueño y un pausado desayuno de ravioli de lata, se dio cuenta de que todavía le molestaba lo de que Cantree le hablase al jefe de un asunto rutinario del departamento.
"Y no es que no tenga más pistas", se recordó, esperando la luz verde en Bay. El cuartel surgió como una construcción de lego art-decó. Había gente que lo odiaba, pero a Vicki le parecía alegre, y siempre apreciaba el contraste entre imagen y realidad.
Se detuvo un momento en la escalera. Aunque había vuelto un par de veces en los catorce meses que siguieron a su salida del cuerpo, siempre había ido a alguna de las zonas seguras, como la morgue o el departamento forense, nunca a homicidios. Para llegar a la oficina del Inspector Cantree, tendría que recorrer todo el laberinto del departamento de homicidios. Donde puede que hubiese alguien usando su mesa. Donde sus viejos amigos y colegas seguirían luchando por evitar que la ciudad se hundiese por el desagüe.
Donde ninguno de ellos podría hacer el trabajo que tú estás haciendo contra un peligro igual de real. Eso era un alivio. Miró su reloj, eran las doce veintisiete.
—Mierda. —Enderezó los hombros y se dirigió a la puerta—. Igual han salido a comer.
No habían salido, pero la enorme oficina estaba lo suficientemente vacía como para que Vicki, con su pase prendido de la solapa como una letra escarlata, sólo se topase con dos personas a las que conociese. Uno de ellos sólo tuvo tiempo de efectuar un saludo antes de volver a atender al teléfono. Desgraciadamente, la persona número dos tenía el tiempo en sus manos.
—Bueno, bueno, bueno. ¿No es esa Victoria Nelson volviendo al redil?
—Hola, Sid. —Aunque varias de las otras mujeres del cuerpo se habían quejado de que era algo mujeriego, Vicki nunca había tenido nada personal en contra del Detective Sydney Austen. Profesionalmente, pensaba que no se tomaba el trabajo lo bastante en serio, y le sorprendía un poco ver que todavía seguía en homicidios—. ¿Qué tal te va?
Él se sentó de lado al borde de la mesa y sonrió.
—Ya sabes como es esto, demasiado trabajo y muy poca paga. —Ella notó que se fijaba en el grosor de sus gafas, preguntándose cuánto sería capaz de ver—. ¿Y qué has hecho con tu perro guía?
—Un estofado.
Sid dejó escapar una risotada tan fuerte que tapó el rechinar de dientes de Vicki.
—En serio, Victoria, ¿qué tal como investigadora privada?
—No me va demasiado mal.
—¿Sí? Celluci dice que te va bastante bien.
Se podía confiar en Celluci como informador.
—Me las arreglo.
—He oído que un par de los otros también te han pasado algunos casos. —Reconoció la expresión de Vicki inmediatamente y se apresuró a levantar las manos—. Ey, no quería decir eso.
—Estoy segura de que no —su sonrisa era algo tensa.
Sid sacudió la cabeza.
—Dios. No parece que hayas estado fuera más de un año. Podrías volver ahora mismo y sería como si no te hubieses ido nunca. Por cierto —arqueó las cejas de forma exagerada—, ¿cómo es que no has venido más a menudo? Ya sabes, pasarte por aquí y saludar.
Porque es como clavarme un cuchillo en el corazón y retorcerlo, gilipollas. Pero no podía decirle eso, sino que se encogió de hombros.
—Si salieses de este puto agujero, ¿volverías? —preguntó, sabiendo que malinterpretaría su tono—. Tengo que irme. El inspector me está esperando.
Entrar en la oficina del Inspector Cantree era como entrar en el pasado. ¿Cuántas veces había cruzado aquella puerta? ¿Cien? ¿Mil? ¿Cien mil? La última vez, justo antes de irse, ambos habían sido dolorosamente educados. El recuerdo no dolía tanto como ella se temía. Ahora tenía una nueva vida, y el lugar de donde se había amputado la antigua parecía haber cicatrizado.
—Bienvenida a casa, Nelson —Cantree cubrió el auricular del teléfono y señaló con la cabeza la máquina de café que había sobre el archivador—. Hazte uno, enseguida estoy contigo.
El café tenía el aspecto espeso, negro e iridiscente de una mancha de aceite. Vicki se llenó medio vaso de papel y añadió dos cucharadas de blanqueador en polvo, sabiendo por experiencia que, tras los dos primeros sorbos, sus papilas gustativas se rendirían y podría tragarse el resto sin que le diese arcadas. Alguien había sugerido una vez que ofreciendo el café del Inspector Cantree a los sospechosos podrían hacerlos confesar, pero tuvieron que abandonar esa idea, ya que constituiría una violación en potencia de los derechos humanos.
—Bueno —Cantree colgó el teléfono después de que Vicki acercase una silla a la mesa y se sentara—. Me alegro de verte otra vez, Nelson —parecía que iba en serio—. He estado siguiendo tu nueva carrera todo lo que he podido. Has conseguido un par de buenas sentencias con perros perdidos y maridos infieles. Siento que tuviésemos que perderte.
—No tanto como yo siento que me perdieran. —Al decirlo logró esbozar una sonrisa sardónica.
El inspector asintió, reconociendo tanto la frase como el modo de decirla.
—¿Y tus ojos?
—Pues todavía los llevo en la cabeza. —Sin embargo, como él era una de las cuatro personas en el mundo que ella creía que merecían una respuesta sincera, continuó—. No valen para nada por la noche, pero funcionan perfectamente a la luz del día, siempre que esté dispuesta a enfrentarme al mundo de frente. La visión periférica se ha cerrado otro veinticinco por ciento en el último año.
—Podría ser peor.
—¡Sí, podría llover! —contestó ella abruptamente, engullendo un trago de café; pero después de que este recorriese un tramo del largo de su esófago, la presión de la mirada del inspector la obligó a añadir:— Vale, podría ser peor.
Cantree sonrió.
—Sabes que estoy encantado de verte en cualquier momento, pero esta es la primera vez que pasas por aquí desde que devolviste la placa, así que supongo que habrá un motivo para la visita.
—Me han contratado para investigar las muertes del Royal Ontario Museum, y me preguntaba qué podría decirme al respecto.
—¿Quién te ha contratado?
Vicki contestó con una sonrisa.
—No puedo decírselo.
—Vale, dime esto: ¿cómo es que no estás exprimiéndole el seso a Celluci?
—Ya se lo he exprimido del todo y, como me ha contado que le ha retirado del caso, me preguntaba por qué.
—Nelson, tú nunca te has preguntado nada simplemente en tu vida, pero, teniendo en cuenta los servicios prestados y porque soy un tío simpático, te voy a decir lo que le dije a él...
A medida que hablaba, Vicki iba frunciendo el ceño. Le estaba contando exactamente lo que Celluci le había contado, palabra por palabra, como si lo hubiese memorizado y lo repitiese ahora de carrerilla. Por mucho que lo intentase, no conseguía que se extendiese más. Finalmente, se rindió y se levantó.
—Bien, gracias por el tiempo y por el café, pero tengo que... —Un grueso sobre de color crema, con el remitente en tinta dorada, llamó su atención—. ¿Va a una boda? —le preguntó ella, cogiéndolo de la mesa.
—Voy a una fiesta de Halloween en casa del Subsecretario de Justicia.
Cantree se lo arrebató y Vicki se quedó mirándolo.
—¿Está de coña?
—Ni se me ocurriría —contestó él, dando un golpe con el sobre en su cuaderno—. Parece ser que Su Señoría tiene un nuevo consejero y quiere que todos los encargados de departamentos vayan a conocerlo.
—¿Quién?
—¿Y yo que sé? Todavía no lo conozco. Algún tipo nuevo en la ciudad con un montón de grandes ideas, seguro.
Vicki se inclinó y extrajo la invitación.
—El día treinta y uno. El próximo sábado. Halloween. Qué gracioso, es una fiesta de disfraces. —Se imaginaba al Inspector Cantree, que se parecía mucho a James Earl Jones, vestido como Thulsa Doom, el villano de la primera película de Conan, y tuvo que ocultar una sonrisa.
—Seguro. Tienes suerte de no estar invitada a esto. —El inspector hizo una mueca de disgusto y Vicki salvó por poco los dedos al guardar él tanto el sobre como la invitación en el cajón superior del escritorio—. El jefe dice que vamos a ir, sin excusas, y he oído que los de la Policía Provincial también van. Por no mencionar todo el puñetero departamento del Subsecretario. —La mueca se convirtió en un semblante ceñudo—. Mi forma preferida de pasar un sábado por la noche, hablando del trabajo con un montón de políticos y policías políticos.
—Y gente muy poderosa... —Vicki notó la expresión del inspector y sonrió, ocultando una repentina aprensión—. Veo que por fin le toman lo bastante en serio como para hacerle ponerse la faja.
—Deja en paz mi faja. Y la mierda esta llegó esta mañana por mensajero especial.
—¿Por mensajero? ¿No le parece algo extraño?
Él contestó con un bufido.
—No es nuestro el deber de preguntarnos por qué... —El resto de la cita se perdió con el chirrido del teléfono y ella murmuró Me voy, retrocediendo hacia la puerta.
Una vez en la calle, Vicki volvió a mirar el cuartel y sacudió la cabeza. Esto no me huele bien.
A veces, un cliché era lo único apropiado.
Capítulo 8
—¿Llegaste a encontrar esos papeles que perdiste?
—¿Qué papeles? —preguntó Celluci, sosteniendo la puerta del restaurante.
—Los papeles que vino a recoger tu prima al museo. —La Dra. Shane sacudió la cabeza al ver su expresión atónita—. ¿No la llamaste ayer y le pediste que fuese a por ellos al museo después de trabajar...?
De repente, Celluci lo comprendió.
—Ah, esa prima. Esos papeles. —Se preguntaba si Vicki le habría dejado a oscuras a propósito o si no se le había ocurrido informarle de su nueva relación—. Aparecieron esta mañana en la oficina. Supongo que debería haberte llamado para decírtelo. —Intentó mostrar una sonrisa encantadora y anotó mentalmente ocuparse de Vicki más tarde—. Pero te he llamado para invitarte a cenar.
—Sí.
Ella no parecía especialmente hechizada, pero tampoco inmune del todo.
Celluci tenía ciertos problemas para decidir cómo plantearse aquella noche. La Dra. Rachel Shane podría tener información que ayudaría a encontrar y capturar a la momia, lo que significaría que tendría que interrogarla y, para complicar las cosas, no podría hacerlo directamente, o ella querría saber por qué. No podía decirle por qué.
—Mira, así es como están las cosas: la momia que mató al Dr. Rax ahora merodea por la ciudad y necesitamos lo que sabes para atraparla.
—¿Y de dónde ha salido esa momia?
—Del sarcófago de vuestro taller.
—Pero te dije que estaba vacío.
—La momia te ha manipulado la mente.
—Perdone, camarero, ¿podría llamar a un número de urgencia? Estoy cenando con un loco.
No. Si se lo dijese no conseguiría más que eliminar la única fuente de información que tenía. Una científica entrenada para extraer conocimientos de trozos de huesos viejos y cerámica no se creería que esos huesos fueran a levantarse y a cometer un asesinato por que lo dijesen un policía de homicidios, una investigadora privada listilla y un... escritor de novelas rosa. Necesitaría pruebas, y sencillamente no las tenía.
Si se lo dijese también sería seguro que nunca la volvería a ver, pero, con cuatro muertos, lo que ella pensase sobre él personalmente era bastante menos importante.
La verdad es que necesitaba la información, y tendría que usar el interés de ella en él para obtenerla. Una vez había visto a Vicki sonsacar a un hombre con solo parpadear e intercalar un "¿De verdad?" sin aliento en cada pausa de la conversación. Él no tendría que rebajarse a tanto, pero aún así, Rachel Shane se merecía algo mejor. Con un poco de suerte, tendría ocasión de compensarla en otro momento.
A medida que transcurría la cena, no tuvo problemas para hacer que ella hablase sobre sí misma y su trabajo. En la policía había aprendido hacía mucho tiempo a explotar el gusto de las personas por hablar de sí mismas, y cada año se resolvía un sorprendente número de crímenes sólo porque el culpable no era capaz de estar callado y lo contaba todo. Tampoco fue difícil llevar la conversación al terreno del antiguo Egipto.
—Tengo la sensación —dijo ella al dejar el camarero en la mesa el postre y el café— de que sólo debería haberte dado mi nombre, rango y número de serie. No me han interrogado de una forma tan meticulosa desde que defendí mi tesis.
Celluci se recogió el rizo de la frente y buscó algo que decir. Tal vez había estado investigando con demasiada profundidad. Tal vez no había sido tan sutil como podía. El deseo de ser sincero no dejaba de enfrentarse al de ser taimado.
—Es que es un alivio no tener que hablar de mi trabajo —dijo finalmente.
Ella arqueó una ceja de color tostado.
—¿Y cómo es que no me lo creo? —musitó, echándose crema en el café—. Estás intentando averiguar algo, algo importante para ti. —Elevando la barbilla, lo miró directamente a los ojos—. Lo averiguarías mucho más deprisa si te decidieras y me lo preguntaras. Entonces no tendrías que desperdiciar una noche.
—No creo que haya desperdiciado la noche —protestó él.
—Ah. Entonces has averiguado lo que necesitabas saber.
—¡Por Dios, Vicki, no trastoques lo que digo!
Ambas cejas se elevaron, haciendo trizas el silencio.
—¿Vicki?
Realmente había dicho Vicki. Ah, mierda.
—Es una antigua compañera. Discutimos mucho. Es algo natural que una respuesta así lleve su nombre.
Las cejas seguían alzadas.
Celluci suspiró y alargó las manos en señal de rendición.
—Rachel, perdona. Tenías razón, necesitaba información, pero no puedo decirte por qué.
—¿Por qué no? —Las cejas habían bajado, pero el tono era decididamente frío.
—Sería demasiado peligroso para ti. —Esperó a que ella replicase, y al no hacerlo se dio cuenta de que estaba esperando una respuesta de Vicki.
—¿Tiene esto algo que ver con la muerte del Dr. Rax?
—Sólo indirectamente.
—Creía que te habían retirado del caso.
Él se encogió de hombros. Cualquier cosa que dijese llegados a ese punto le daría ideas a Rachel, y si le hablase de contratar a Vicki (por no mencionar a su acompañante sobrenatural), sólo complicaría más las cosas.
—Ya sabes que ayudaré en todo lo que pueda.
La mayoría de la gente que Celluci conocía dividía al hombre y al policía en dos paquetes ordenados y bien separados. Algunas diferencias sutiles en el tono y la compostura le indicaron que Rachel Shane acababa de cerrar el primer paquete y de abrir el segundo.
Lo tuvo en función de oficial de policía durante el resto de la noche y, cuando la dejó en su apartamento, Celluci tuvo que admitir que, aunque se sentía como si hubiese terminado el curso 101 de arqueología, en lo que respectaba a citas no había sido exactamente un éxito. Era evidente que ella no tenía intención de invitarle a pasar.
—Gracias por la cena, Mike.
—De nada. ¿Puedo llamarte otra vez?
—Bueno, vamos a hacer una cosa —lo miró detenidamente, con expresión pensativa—. Si decides que quieres verme a mí y no a la directora suplente del departamento de Egiptología del Royal Ontario Museum y te deshaces de los planes secretos, me lo pensaré. —Dejando entrever una media sonrisa por encima del hombro, se dirigió al edificio.
Celluci sacudió la cabeza y volvió al coche. Rachel le recordaba a Vicki en varias cosas. Si no fuese tan... tan...
—Tan Vicki —decidió finalmente, saliendo de la autopista y dirigiéndose a Hurón Street sin pensarlo. No fue hasta que empezó a buscar un sitio para aparcar, que, como de costumbre, eran difíciles de encontrar cerca de la casa de Vicki, que se empezó a preguntar qué demonios estaba haciendo.
Rodeó dos veces más el bloque antes de encontrar un sitio y decidió que no necesitaba ninguna excusa para estar allí. Ni siquiera necesitaba particularmente una razón.
* * *
Cuando Vicki oyó la llave en el cerrojo supo que tenía que ser Celluci, y por un breve instante consideró dos reacciones completamente opuestas. Para cuando él abrió la puerta, ella ya había logrado poner orden en el caos mental y estaba preparada para él.
Si cree que va a obtener simpatía después de que la Dra. Shane le haya dado calabazas, va listo.
—¿Qué coño haces aquí?
—¿Por qué? —Celluci arrojó la chaqueta sobre el gancho de cobre del salón—. ¿Esperabas a Fitzroy?
—¿Qué pasa contigo? —Ella se levantó las gafas y se frotó los ojos—. De hecho no, no lo esperaba. Esta noche está escribiendo.
—Me alegro por él. ¿Cuánto tiempo lleva aquí este café?
—Como una hora. —Colocándose las gafas de nuevo sobre la nariz, lo vio servirse una taza y revolver dentro de la nevera en busca de crema. Parecía, bueno, si tenía que ponerle nombre, diría que la melancolía era lo más cercano. Dios, a lo mejor la Dra. Shane le ha roto el corazón. Su propio corazón sufrió un curioso sobresalto. Lo ignoró—. Entonces, ¿cómo ha ido la cita?
Él tomó un sorbo de café y en dos pasos atravesó la pequeña cocina de Vicki y se colocó detrás de la silla de ésta.
—Ha ido. ¿Y todos esos libros?
—Investigación. Te lo creas o no, una licenciatura en historia cubre muy poco sobre el antiguo Egipto.
A sus espaldas, Celluci resopló.
—No vas a conseguir demasiada ayuda por parte de los historiadores.
Vicki reclinó la cabeza hacia atrás y le sonrió con complacencia.
—Por eso es por lo que estoy investigando mitos y leyendas. Entonces, eh, ¿la Dra. Shane no respondió al célebre encanto Celluci? "¿Confesión garantizada en cincuenta pasos?".
Él empujó la cabeza de Vicki hacia delante, dejó la taza de café y le masajeó los hombros con los dedos.
—No lo utilicé.
Ella inspiró, respirando bruscamente; parte dolor, parte placer.
—¿Por qué no? —Esto es como arrancarse una costra, decidió. Una vez que empiezas ya no quiere parar; no preguntes—. Te gustaba.
—No seas gilipollas, Vicki. No la hubiese invitado a cenar si no me gustase. Podría haberla interrogado en su oficina con muchísima más comodidad. Creo que es atractiva, inteligente, segura...
Por supuesto, el problema que tiene arrancarse costras es cuando llegas tan profundo que empiezan a sangrar.
—...y, como resultado, me di cuenta de que había pasado la mayor parte de la noche pensando en ti. —Terminó de masajearle los hombros, cogió su café y se dirigió al cuarto de estar.
Vicki abrió la boca, la cerró e intentó dar con algún tipo de respuesta. Desde el principio, nunca habían hablado de su relación; la aceptaban; la dejaban estar. Cuando volvieron a estar juntos aquella primavera fue con los mismos parámetros. Este hijoputa está cambiando las reglas... Pero por debajo de la protesta reconoció cierto alivio. Ha pasado la mayor parte de la noche pensando en mí. Y bajo el alivio, cierto pánico. Y ahora, ¿qué? Él estaba esperando que dijese algo, pero no sabía qué decir. ¡Dios, por favor, manda algo que lo distraiga!
El golpe en la puerta la hizo girarse tan deprisa que se le cayeron las gafas.
—Adelante.
He pedido una distracción, no un desastre, murmuró segundos más tarde.
Celluci echó hacia delante el asiento reclinable.
—Creía que esta noche estabas escribiendo —gruñó, situado de pie y mirando al pasillo con una mueca agria.
Henry sonrió con deliberada provocación. Sabía que Celluci estaba en el apartamento antes de llamar; oía su voz, sus movimientos, su corazón. Pero el mortal tenía los días; no se quedaría también con la oscuridad.
—Estaba escribiendo. Ya he terminado.
—¿Otro libro? —La palabra libro sonó como si fuese algo que apareciera en las suelas de los zapatos tras un enérgico paseo por un corral.
—No —Colgó la gabardina al lado de la chaqueta de Celluci—. Pero he terminado el trabajo que pensaba hacer esta noche.
—Debe de ser agradable, porque no es ni medianoche. Aún así, no es como si fuera un trabajo de verdad.
—Bueno, seguro que no es tan agotador como sacar a alguien a cenar y después mantener la ilusión de que te gusta cuando en realidad sólo te interesa lo que sabe.
Celluci dirigió una mirada furibunda a Vicki, que dio un respingo.
—Golpe bajo, Henry. Mike tuvo que hacerlo. No quería.
Henry se dirigió a la cocina, con lo que los dos hombres, aunque en habitaciones distintas, quedaron separados por menos de treinta metros, con Vicki sentada en el medio, directamente entre ellos. El primero inclinó la cabeza con garbo.
—Tienes razón. Ha sido un golpe bajo. Pido disculpas.
—Una mierda.
—¿Me estás llamando mentiroso? —La voz de Henry se había tornado engañosamente suave; era la voz de un hombre que se había visto elevado al mando, la voz de un hombre con siglos de experiencia a sus espaldas.
Celluci no podía sino responder. Su rabia no tenía mas oportunidades que un copo de nieve en el infierno para dejar huella en el otro, y lo sabía.
—No —dijo forzando las palabras a través de los dientes apretados—. No te estoy llamando mentiroso.
Vicki pasó la vista de uno a otro y sintió un fuerte deseo de ir a por una pizza. Las corrientes que existían entre los dos eran tan fuertes que, cuando sonó el teléfono, creyó que tendría que luchar contra ellos para contestarlo.
—Hola cariño. Son las once pasadas y es más barato, así que he pensado en llamarte un rato antes de irme a la cama.
Lo que faltaba.
—Mal momento, mamá.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Tengo, eh, compañía.
—Ah. —Aunque no eran directamente desaprobatorias, las dos letras llevaban consigo una cantidad desproporcionada de peso conversacional—. ¿Michael o Henry, cariño?
—Eh... —Vicki sabía en el momento en que se detuvo que era un error. Su madre era una experta en interpretar los silencios.
—¿Los dos?
—Créeme, mamá, no fue idea mía —frunció el ceño—. ¿Te estás riendo?
—Ni se me ocurriría.
—Sí que te estás riendo.
—Mañana te llamo, cariño. No me pierdo el desenlace de eso.
—Mamá, no cuelgues... —Se quedó mirando el auricular y lo colgó de golpe—. Bueno, espero que estéis contentos. —Se levantó de golpe de la silla y la apartó hacia atrás de una patada—. Voy a estar oyendo hablar de esto el resto de mi vida. —Pasando la mirada de Celluci a Henry y viceversa, elevó el tono de su voz una octava—. No digas que no te avisé, cariño. Bueno, qué esperas de dos jóvenes... Te voy a decir lo que espero, espero que se comparten como seres humanos inteligentes y no como dos perros peleándose por un hueso. ¡No veo que haya ninguna razón para que no nos podamos llevar bien!
—¿No? —preguntó Henry, con cierta incredulidad.
Vicki, reconociendo el sarcasmo, se volvió a él y le dio una bofetada.
—¡Cállate, Henry!
—Siempre ha sido una mentirosa pésima —murmuró Celluci.
—¡Y cállate tú también! —Respiró profundamente y se colocó las gafas sobre la nariz—. A ver, ya que estamos aquí los tres, creo que deberíamos estar discutiendo el caso. ¿Alguno de vosotros tiene algún problema con eso?
Celluci resopló.
—Ni me atrevería.
Henry alargó las manos, dejando claro lo que pensaba.
Se trasladaron al cuarto de estar, todos ellos conscientes de que se trataba sólo de una prórroga. A Vicki le parecía bien; si tenían que resolver sus asuntos, lo podían hacer sin estar ella en la línea de fuego.
—...Así que no hay ninguna razón aparente por la que asesinasen a Trembley y su compañero, pero sólo lavasen el cerebro a la gente del museo. —Celluci tomó otro sorbo de café, hizo una mueca por el sabor y continuó—. La única diferencia entre los dos casos es que la gente del museo pasó tres días cerca de eso, mientras que Trembley lo vio durante unos tres minutos.
—Así que a lo mejor hace falta estar cerca para poder manipular la mente de alguien. —Vicki mordisqueó pensativa la punta de su lápiz durante un momento, y luego lo escupió y añadió:— Me pregunto por qué mató a aquel limpiador.
Celluci se encogió de hombros.
—¿Porque podía? A lo mejor sólo estaba estirando los músculos después de haber estado encerrado tanto tiempo.
—A lo mejor tenía hambre —Henry se inclinó hacia delante para hablar—. Resultó que el limpiador era el que estaba más cerca cuando se despertó totalmente.
—Entonces, ¿qué es lo que comió? —preguntó Celluci con sorna—. No había ninguna marca en ese cuerpo, y estaban seguros por huevos de que no faltaba nada.
Henry se volvió a sentar y dejó que las sombras de la esquina del cuarto de estar lo cubriesen otra vez.
—Eso no es del todo acertado. Cuando encontraron al limpiador, le faltaba su vida.
—¿Y crees que la momia se la comió?
—Los mortales siempre tienen leyendas sobre los que alargan sus vidas devorando las de los demás.
—Sí, y eso son leyendas.
Las sombras ni pudieron ocultar la sonrisa afilada de Henry.
—También lo soy yo. Y a ese respecto, también lo son las momias andantes. Y los demonios. Y los hombres lobo...
—¡Vale, vale! Capto la idea. —Celluci se pasó una mano por el pelo. Realmente odiaba todas aquellas mierdas sobrenaturales. ¿Por qué él? ¿Por qué no el Detective Henderson? Henderson llevaba un amuleto en una correa de cuero, por el amor de Dios. ¿Y cómo es que antes de que Vicki se involucrase con Fitzroy lo más parecido a un suceso sobrenatural en la ciudad era cuando los Leafs conseguían ganar dos partidos de una ronda? Sólo porque no veas algo no quiere decir que no exista. Vale, sabía cuál era la respuesta a eso. Suspiró y se preguntó cuántos crímenes sin resolver se podrían atribuir a duendecillos y fantasmas y cosa que iban por ahí brincando por la noche. Por mucho que quisiese, no podía echarle la culpa de todo a Fitzroy—. Entonces, ¿por qué mató al Dr. Rax?
—Seguía teniendo hambre y el Dr. Rax entró solo en el taller.
—Pero debería saber que con dos muertos en el mismo sitio provocaría una investigación. ¿Por qué buscarse tantos problemas para esconder su rastro y luego hacer algo tan estúpido?
—El Dr. Rax lo descubrió cuando se iba, y él reaccionó de una forma excesiva.
—Ah, estupendo —Vicki puso los ojos en blanco—, una momia impulsiva. —Bostezó y se colocó las gafas con la punta del lápiz—. Por lo menos sabemos que puede cometer errores. Desgraciadamente, parece ser que su dios también sobrevivió.
Las cejas de Celluci se elevaron por encima del borde de su pelo.
—¿Y cómo sabes eso?
—Anoche en el museo...
—Un momento —Celluci levantó la mano—. ¿Fuiste al museo anoche? ¿Después de cerrar? Te has colado en el Royal Ontario Museum... Puede que él no —Celluci señaló a Henry con el dedo y luego se giró para mirar a Vicki—, pero tú sabes perfectamente que eso va contra la ley.
Vicki suspiró.
—Mira, no nos hemos colado en ningún sitio, no hemos tocado nada, sólo echamos un vistazo rápido. Es tarde, estoy cansada. Si no vas a detenerme, déjalo. —Se detuvo, sabiendo que Celluci no podía hacer nada más que aceptarlo; sonrió y continuó—. Encontramos un dibujo en la mesa del Dr. Rax, y después una ilustración que se correspondía con un libro de dioses y diosas antiguos, también en la mesa del Dr. Rax.
—¿Y?
—La ilustración me miró. —Tragó y se puso el lápiz detrás de una oreja para poder secarse en los vaqueros las palmas de las manos, humedecidas repentinamente—. Los ojos eran rojos y brillaban, y me estaba mirando.
Celluci soltó un bufido.
—¿Cuánta luz había en la habitación?
—Sé lo que vi, Mike. —Entornó los ojos—. Y la retinitis pigmentosa no produce alucinaciones.
Él examino su rostro durante un momento y asintió.
—¿Tiene nombre ese dios?
—Sí, Akh...
La mano de Henry estaba firmemente colocada sobre la boca de Vicki antes de que ninguno de ellos pudiese verlo moverse.
—Cuando llamas a los dioses por su nombre —dijo suavemente— atraes su atención. No es una buena idea.
Quitó la mano y Celluci esperó la explosión. Vicki, más que la mayoría de la gente, no se tomaba bien el que la hiciesen callar de aquella forma. Al ver que no había explosión, sólo pudo pensar que la acción de Fitzroy era justificada, y un escalofrío de intranquilidad le recorrió la espalda. Si aquel dios antiguo había asustado a Victoria Nelson, no quería toparse con él.
Vicki, con los dedos todavía alrededor de la muñeca de Henry, se humedeció los labios e intentó no imaginar aquellos ojos ardientes echando un vistazo con más detenimiento. Un momento después, lo soltó.
—Creo que podemos afirmar con seguridad, que... hay una conexión entre ese dios y la momia.
—La momia probablemente es el sumo sacerdote del dios —sugirió Celluci. Cuando Vicki y Henry se volvieron a la vez para mirarlo, se encogió de hombros—. Eh, que yo veo películas de terror.
—No es que sea una fuente creíble de investigación —señaló Henry volviendo a su asiento en la penumbra.
—Sí, vale, no todos somos amigos íntimos del Conde Drácula.
—Caballeros, son las dos de la mañana, ¿podemos seguir con esto antes de que me caiga rendida? —Vicki bostezó y se reclinó sobre el respaldo—. Tal y como están las cosas, creo que Celluci tiene razón.
—Vaya, que maravilla —murmuró él.
Lo ignoró.
—Las ruedas del coche de Trembley estaban torcidas, pero el propio coche se movía en línea recta. Eso sólo pasa cuando se aplica una fuerza exterior. No había ninguna fuerza exterior visible. Según los libros que he estado leyendo, los sacerdotes del antiguo Egipto también eran hechiceros.
—¿Estás diciendo que la momia mató a Trembley con magia? —preguntó Celluci, incrédulo.
—Todas las piezas encajan.
En el silencio que siguió a aquello, se pudo oír con claridad el sonido del grifo de la cocina goteando segundo a segundo.
—Que coño —suspiró Celluci—, ya me he creído siete cosas imposibles antes del desayuno, qué más da otra más.
—Entonces —Vicki señaló los puntos con los dedos a medida que los enumeraba—, lo que estamos intentando encontrar es al hechicero sacerdote reanimado de un dios que puede vivir o no con la fuerza vital de otros, que puede manipular las mentes de los que le rodean y que puede matar mágicamente a distancia.
—Estupendo —Celluci bostezó tapándose la boca con el puño—. Y en esta esquina, los tres hermanos Marx.
—Mee, mee —contestó Henry.
Vicki se inclinó bruscamente y contempló a Henry horrorizada mientras Celluci asentía como para expresar su aprobación.
—No me lo puedo creer —murmuró. Vicki tenía la teoría de que los hermanos Marx hacían bromas relacionadas con el sexo porque nunca habían conocido a una mujer a la que les hiciese gracia. Eso no hacía más que demostrar su teoría, ya que lo único que Mike y Henry tenían en común eran los cromosomas "Y". ¡Se supone que los vampiros deben tener algo más de buen gusto!—. Si no os importa volver al tema, a lo mejor os gustaría oír el resto.
Celluci, que realmente deseaba probar otra broma para ver la reacción de Vicki, decidió no hacerlo cuando se dio cuenta de con quién tendría que hacerla. Las bromas de los hermanos Marx eran algo que se hacía con tus colegas, no con... escritores de novelas rosa.
—Sigue —gruñó.
Henry se limitó a asentir. No quería tener nada más en común con Celluci de lo que éste quería tener en común con él. Salvo, por supuesto, aquello que ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder...
—Vale... —Vicki se interrumpió bostezando, y aunque había dormido un rato por la tarde, sabía que si no se acostaba pronto, no habría forma de que estuviese consciente al amanecer. Acabemos con esto deprisa y me voy a dormir—. Vale, dejando el detalle del hechicero un momento, ¿qué es lo que quieren los sacerdotes? Fieles. Porque sus dioses quieren seguidores. Y creo que sé lo que pretende la congregación de éste dios. —Mientras la cara de Celluci se oscurecía, ella resumió su conversación con el Inspector Cantree—. Va a por el cuerpo de policía, no sólo en Toronto, sino en toda la provincia. Es su propio ejército privado, y el comienzo perfecto para una base de poder laico.
—¿Por qué se interesaría un dios por obtener una base de poder laico? —preguntó Henry.
Vicki resopló.
—No me lo preguntes a mí, pregúntale a la Iglesia Católica. Mira, el dios quiere a los fieles y el sacerdote quiere la base de poder. Sea como sea, no puedo imaginarme que este tipo sea altruista, y la policía puede proporcionarle las dos cosas.
—Entonces, ¿para qué lo de la provincia? ¿Por qué no empezar con la ciudad?
—Las ciudades no son lo bastante autónomas, están demasiado controladas por niveles superiores de gobierno. Pero si controlas una provincia, controlas un país dentro del país. Mira Québec...
—Muy flojo, Vicki, muy flojo —gruñó Celluci, usando por fin su voz de ira, sin saber qué le enfurecía más, que la momia se atreviese a hacerse con la policía o que ella pensase que eso era posible—. No tienes pruebas de que el nuevo consejero sea la momia.
—Tengo una corazonada —le dijo Vicki con voz afilada—. Con esto empezaste tú y mira a dónde nos ha llevado. Los mensajes repetidos de Cantree procedentes del jefe parecían escrituras sagradas. Ya sabes que ése no es su estilo. —Intercambiaron miradas. Cuando Celluci apartó la vista, Vicki continuó—. Uno de nosotros tiene que ir a la fiesta del subsecretario de Justicia el Sábado.
—¿Uno de nosotros? —preguntó Henry sutil.
—Vale, tú. —Levantando el respaldo de golpe, Vicki se rodeó las rodillas con los antebrazos—. Más de la mitad de los que van a ir nos conocen a Mike o a mí, así que no podemos hacerlo. Además, es sólo para invitados, y a ti se te da saltarte los...
—Obstáculos sociales —completó él cuando ella se detuvo—. Tienes razón, tendré que hacerlo.
—¿Y si Vicki se equivoca y la momia no está ahí?
Henry se encogió de hombros.
—Entonces me iré temprano y no pasa nada.
—¿Y si tiene razón?
Celluci recordaba un establo oscuro y unos dedos pálidos apretando la garganta de un hombre con unos pocos segundos de vida. Apartó los ojos de la sonrisa.
—¿Crees que puedes vértelas con el sacerdote hechicero?
En realidad no tenía ni idea, pero no iba a dejar que Celluci lo supiera.
—No me faltan recursos.
—Entonces está decidido —Vicki se levantó y se estiró, enderezando la columna—. Esta pequeña sesión ha sido muy útil. Después de la fiesta, nos reunimos y hablamos otra vez. Gracias a los dos por venir. Idos a casa. —Dejó bastante claro lo que quería decir.
—Estaré allí justo antes del amanecer —le dijo a Henry en la puerta, bajando la voz para que Celluci no la oyese—. No empieces sin mí.
Él levantó la mano de ella y besó suavemente la muñeca.
—Ni por asomo —le dijo suavemente antes de desaparecer.
Celluci salió del cuarto de baño y recogió su chaqueta.
—Tengo una vigilancia para varias noches, así que no me verás, pero cuando acabe tenemos que hablar.
—¿De qué?
Él se aproximó y, con un dedo, le colocó las gafas sobre la nariz.
—¿A ti qué te parece? —Con el mismo dedo, trazó la línea de su mandíbula.
—Mike, ya sabes...
—Lo sé —salió al pasillo—. Pero aun así tenemos que hablar.
La puerta se cerró a sus espaldas y Vicki se dejó caer sobre ella, tanteando en busca del cerrojo. Durante las siguientes horas, lo único que quería era una oportunidad de dormir. Se concentraría en la momia durante los siguientes días. Y después...
—Mierda —fue a trompicones hasta el dormitorio, sacándose la sudadera por la cabeza—. Después de eso, igual sale algo...
* * *
Él quería los amaneceres que recordaba, donde un gran disco dorado se elevaba sobre el cielo brillante, apartando las sombras del desierto hasta que todos y cada uno de los granos de arena estaban iluminados. Quería sentir el calor golpeando sus hombros y la piedra fría todavía tras la oscuridad bajo las plantas de sus pies. Aquel amanecer del norte era una pobre imitación, el círculo pálido de un sol que apenas asomaba en un cielo plomizo. Tiritó y abandonó el balcón.
Pronto tendría que ocuparse de la mujer que había elegido su dios. Durante los siguientes días usaría la llave hacia su ka que se le había dado, y eliminaría la desesperación de la superficie de su mente.
Su señor nunca exigía muerte, sino que se alimentaba de las energías menores que se perpetuaban solas, generadas por los aspectos más oscuros de la vida. Por supuesto, con el tiempo, los elegidos solían rezar pidiendo su fin. A veces lo conseguían.
Capítulo 9
Aquellos ajenos a los círculos políticos que se imaginaban el gobierno de Ontario sólo pensaban en Queen's Park, el enorme edificio de arenisca roja con tejado de cobre que servía de fondo a University Avenue. Aunque era el edificio en el que se encontraba realmente el parlamento provincial, el verdadero trabajo se hacía en los bloques de oficinas situados al este. El 25 de Grosvenor Street, entre Bay y Yonge, la oficina del Subsecretario de Justicia, era todo lo lejos al este que llegaba el gobierno.
Vicki echó una mirada de reojo al edificio con desagrado. No es que no le gustase la torre de cemento rosa, aunque desde este y oeste pareciese plastilina aplastada; lo que pasaba era que los tres bloques que había desde Queen's Park, que no estaban lo bastante lejos como para coger el autobús, sí lo estaban como para que su pie derecho encontrarse un charco en el que empaparse.
—Toronto en octubre. Dios. Cualquier momia en su sano juicio cogería el primer vuelo de Air Egyptian y se iría a casa. —Suspiró al pasar al lado de la escultura en el exterior de la entrada principal. Parecía un conjunto de barrotes de prisión gigantes de aluminio deformados, y ella nunca había entendido el simbolismo.
Tras saludar con la cabeza al agente especial de servicio en la mesa de información, cruzó el vestíbulo hasta el callejón sin salida que contenía los dos ascensores. De la media docena de focos del techo sólo funcionaban dos, sumergiendo la zona en una penumbra ambarina. Por lo que respectaba a Vicki, podían haber estado apagados igualmente.
A algún niño prodigio rubio se le habrá ocurrido esto como manera de ahorrarse dinero, justo antes de su aumento mensual. Arrastró la mano por el paramento de mármol hasta la puerta de acero inoxidable, y finalmente hasta la lámina de plástico que contenía el botón de llamada. Esperemos que hayan dejado las luces encendidas dentro de las cabinas, o no las veré cuando lleguen.
Lo habían hecho. Aunque sus ojos le lloraban con el repentino destello, esa reacción era preferible a tener que buscar a tientas un ascensor. Además, después de un paseo de diez bloques diluviando, ya estaba mojada.
La suite del Subsecretario de Justicia estaba en el piso once, y, como era habitual en las oficinas del gobierno, rayaba en lo palaciego. Los colores potentes y un diseño conservador y a la vez moderno estaban pensados para ofender al menor número de votantes posible e impresionar al mayor. Vicki reconocía la decoración simbólica cuando la veía, y sabía bien que tras las puertas cerradas de aquel piso, y de otros, el trabajo pesado se hacía en cubículos hacinados.
—¿Puedo ayudarla?
La joven de la mesa cumplía la misma misión que la decoración: impresionar y reconfortar. Vicki, que odiaba ser agradable con extraños, no hubiese aceptado su trabajo aunque le pagasen el doble.
—Eso espero. Me llamo Vicki Nelson, tengo una cita con el Sr. Zottie a la una treinta. —Miró su reloj—. Llego algo pronto.
—No hay ningún problema, Sita. Nelson. Por favor, pase.
Es buena, pensó Vicki, atravesando las puertas dobles indicadas. Incluso fijándome, casi no la he visto mirar la lista.
La mujer de la mesa de dentro, aunque impresionante, no era ni mucho menos reconfortante.
—El Sr. Zottie la verá dentro de un momento, Srta. Nelson. Por favor, siéntese.
La puerta de la oficina del Subsecretario de Justicia tardó bastante más que un momento en abrirse. Vicki intentó no inquietarse mientras esperaba. El fin de semana había pasado como si nada, y sus únicas pistas no estaban a su alcance. Había arropado a Henry todas las mañanas (sin saber si preocuparse porque continuase el sueño o agradecer que sólo fuese un sueño y que él no mostrase señales de buscar el sol) antes de irse a casa y hacer la colada, la compra, llamar a su madre y llevar el tiempo. Lo primero que había hecho aquella mañana había sido mover algunos hilos para conseguir aquella cita.
—¿Srta. Nelson? —El Subsecretario de Justicia George Zottie era un hombre de mediana edad, no muy alto ni delgado, con una cabellera oscura, cejas de color castaño oscuro y largas pestañas oscuras—. Siento haberla hecho esperar.
Su apretón de manos era firme, el de alguien que había pasado su tiempo libre detrás de un escritorio; y Vicki, que despreciaba a los políticos, pensaba que aquel era uno de los mejores. Lo que lo mantenía en su posición era una combinación de integridad personal y un respeto sincero de todos los cuerpos de policía de los que era responsable. Si el gobierno ganaba las próximas elecciones, lo cual parecía seguro, su tercera legislatura estaba prácticamente asegurada.
Vicki le había visto tres veces mientras estaba en el cuerpo, la última de ellas ocho meses antes de que su vista deteriorada la obligase a retirarse. Habían hablado un momento tras la ceremonia de presentación, y esa conversación le había dado a Vicki la idea de ir a verle en aquel momento, un plan para mejorar la imagen de la policía en los colegios, tanto elementales como de secundaria. De hecho, era tan buena idea que ella estaba medio convencida de dedicarse a ello una vez que se hubiesen ocupado de la momia. Por supuesto, siempre y cuando ganasen los buenos.
La conversación también le dio una base para juzgar la... estabilidad o realidad del Subsecretario. Para juzgar qué grado de control había establecido ya la momia. O si había establecido alguno. Cualquier cosa que encontrase la ayudaría a armar a Henry para el sábado por la noche.
Al seguir al subsecretario a su oficina, echó un vistazo a los alrededores. Con su falta casi absoluta de visión periférica no podía ser muy sutil, pero se imaginó que él estaría acostumbrado a que los visitantes que entraban por primera vez mirasen por todas partes. Desgraciadamente, si la momia había estado allí, no había dejado señales fáciles de reconocer. No había trozos de vendaje putrefacto, no había montoncitos de arena, ni siquiera una estatua de la esfinge con un reloj en la barriga.
—Bien —Él se sentó tras la mesa y le indicó con la mano que tomara una silla—, sobre esa propuesta suya...
Vicki sacó un par de carpetas de su bolso y le alargó una de ellas. Mientras hablaba, le miraba a los ojos, a las manos, su comportamiento en general, intentando identificar alguna indicación de que estaba siendo influido, cuando no controlado, por un sacerdote hechicero de milenios de antigüedad. No parecía nervioso. En todo caso, estaba más tranquilo que en la recepción de la policía, en la que pasó la noche tironeándose el cuello de la chaqueta.
Supongo que al dejar de ser consciente uno se calmará, pensó al terminar la presentación. Pero también puede que haya reducido el consumo de cafeína.
—Muy interesante —El subsecretario asintió atentamente e hizo una anotación en la parte superior de la primera página. Los ojos de Vicki no alcanzaban a leer del revés lo que había escrito, aunque lo miró de reojo mientras éste continuaba—. ¿Ha hablado de esto con relaciones públicas?
—No, señor. Pensé que sería mejor contar primero con su apoyo.
—Bien —se levantó y rodeó la mesa—, echaré un vistazo a su propuesta escrita y me pondré en contacto para, veamos... ¿la semana que viene?
—Muy bien, señor —Vicki se levantó también y guardó su propia copia en el bolso. Esperemos solamente que no nos hayan absorbido la vida por la nariz para entonces—. Gracias por molestarse en escucharlo.
—Siempre estoy dispuesto a escuchar una buena idea —se detuvo en la puerta para sonreírle—. Y esa es una buena idea. Un poco de ley y orden visibles a temprana edad puede servir para evitar los crímenes menores. Estoy muy interesado en intensificar la imagen de la policía en los colegios de la provincia.
—Si señor, lo sé —pasó a su lado—; por eso estoy aquí.
Él agrandó su sonrisa.
—Es una pena que tuviese que dejar el cuerpo, Srta. Nelson, usted era una de las mejores. ¿Cuántas menciones tuvo? ¿Dos?
—No, señor. Tres.
—Sí. Buen trabajo. No creo que la vida de civil le pegue tanto.
—No, la verdad es que no. —Se ajustó las gafas y forzó una sonrisa—. Pero ha sido... interesante.
—Me alegro de oírlo.
Vicki dejó que la puerta cortase su sonrisa al cerrarse y, colocándose el bolso al hombro, atravesó la oficina exterior, consciente de la mirada despectiva que se clavaba a su espalda. Cálmese, señora, pensó, al ponerse a cubierto en la zona de recepción, antes de que me olvide de en qué bando estoy y le meta este sombrero blanco por la nariz.
La visita bien podía considerarse un esfuerzo malgastado. Si George Zottie estaba bajo el control de una momia, no había podido verlo. Lo que puede significar simplemente que es un hijoputa sutil. Dios, lo que daría por un buen caso sencillito de divorcio ahora mismo, empezando con una foto del malo...
Sonó la campanilla del ascensor y se apresuró a cogerlo antes de que alguien lo llamase. Primero pensó que el hombre que salió a trompicones estaba borracho, pero un instante después notó que se encontraba realmente mal. Su piel tenía un tinte grisáceo, su labio superior y su frente estaban perlados de sudor. Una delicada mano de dedos largos aplastó su abrigo de cachemir contra el pecho, mientras que la otra tanteaba a ciegas en el aire.
Vicki lo sujetó por el brazo levantado y lo llevó hasta una silla. Afortunadamente no era mucho más grande que ella, ya que en el tiempo entre que se levantaba y se sentaba, todo su peso reposaba sobre los hombros de ella. Murmuró algo en un idioma que no entendía, pero por su aspecto parecía proceder del norte de África, así que dio por hecho que era árabe.
Reconociendo que por su estado podría considerarle mayor de lo que era, juzgó que tendría entre treinta y cuarenta años. Sus rasgos faciales eran poco inspiradores: dos ojos, una nariz y una boca de labios bastante gruesos del modo habitual, pero, aun mareado y confuso, tenía una fuerza de personalidad perceptible.
Intentando mantenerlo firme, Vicki se giró de golpe al notar un sonido extraño a sus espaldas, y vio que la recepcionista acababa de descorrer las gruesas cortinas de color castaño oscuro que cubrían una ventanal. Con un sobresalto convulso, el extranjero se fijó en la vista: cielos azules, el edificio Coroners, hecho de más cemento rosa moldeado, y algo más adelante las oficinas centrales de la policía; pareció relajarse.
Frunciendo el ceño, Vicki dejó a la recepcionista adoptar grácilmente su puesto de ángel de la guarda. Por lo que ella podía ver, no había nada especialmente reconfortante que ver por la... Entonces lo comprendió.
—Sufre claustrofobia, ¿no?
—Mucha —la joven le había desabrochado los dos botones superiores del abrigo—. El ascensor es un puro terror para él.
—Pero lo usa...
—Es muy valiente. —Adoptó una expresión algo brumosa.
—Con esto basta, Srta. Evans. —La otra mujer de la oficina interior avanzó con calma por la larga alfombra gris, con las cejas bajas en señal de querer saber qué hacía Vicki con un visitante tan importante—. Por favor. Sr. Tawfik, permítame.
Vicki se fue antes de vomitar. Aunque, pensó al bajar en un ascensor que de repente parecía mucho más pequeño que antes, si esto provoca una reacción tan violenta y sigue usándolo, es muy valiente. O moderadamente masoquista. Aunque no tenía ni idea de qué clase de posición diplomática ostentaba el extranjero, no le sorprendían las reacciones que había demostrado. Había algo en él, a pesar de su estado, que le recordaba a Henry.
* * *
—Si hay algo que pueda hacer por usted, Mr. Tawfik.
—No. Gracias. —Mirando fijamente a la ventana y más allá de ella, se esforzó por normalizar su respiración. Poco a poco, su pulso empezó a ralentizarse y los espasmos que le retorcían por dentro al fin se detuvieron. Sacó un pañuelo de lino del bolsillo del traje, con los dedos aún algo temblorosos, y se limpió el sudor de la cara.
Entonces miró ceñudo a las dos mujeres que revoloteaban a pocos metros.
—Había otra...
—Era sólo una visitante, Sr. Tawfik. No tiene que preocuparse por ella.
—Eso es asunto mío. —A pesar de su zozobra, el ka de ella le había resultado vagamente familiar. Era un sabor que no había sido capaz de identificar—. ¿Cómo se llamaba?
—Nelson —dijo la más joven—. Victoria Nelson. El Sr. Zottie la conocía de cuando estaba en el cuerpo de policía.
No. Su nombre no le decía nada. Pero no podía ignorar la sensación de que había tocado antes su ka.
—¿Puedo avisar al Sr. Zottie de que está aquí?
—Sí. —Había dejado claro desde el principio que el Subsecretario no debía saber que había llegado hasta que estuviese recuperado totalmente. El control debía surgir de la fuerza, y una debilidad personal podía debilitarlo todo. Las mujeres de aquella cultura estaban entrenadas para alimentar la debilidad, no para despreciarla, y aunque teóricamente él lo desaprobaba, en la práctica aprovechaba aquella actitud. Para cuando George Zottie se apresuró a la zona de recepción, ansioso de escoltar a su nuevo consejero hasta el sancta sanctorum, no se había recuperado del todo de los efectos del ascensor. Pero las ligeras nauseas que quedaban no se veían, así que no importaba.
Dirigiéndose delante del otro hacia las puertas dobles, sentía el ka de la mirada de la mujer más joven. Ella había creado su deseo de un mero roce que sólo debía asegurar su lealtad. Él no lo había puesto allí ni lo deseaba. A decir verdad, toda la idea le resultaba vagamente desagradable, y así había sido también durante siglos antes de que lo enterrasen. La mujer mayor había respondido a una demostración de poder: eso lo comprendía.
Sus planes para el subsecretario requerían una remodelación exhaustiva.
Una vez estuvieron solos en la oficina con las puertas bien cerradas a sus espaldas, alargó la mano. Zottie, con gran gracilidad para un hombre de su tamaño, hizo una genuflexión y acercó sus labios a los nudillos. Cuando se levantó, su expresión era de una calma casi beatífica.
El escriba (el secretario de prensa) le había dado la llave para llegar a Zottie, y su experiencia de quinientos años tratando con la burocracia le había permitido usarla. Había ido a su primera reunión con un hechizo de confusión preparado en la palma de la mano. Lo había pasado mediante el toque ceremonial, lo había activado y con él había accedido al ka. En el pasado, un hombre de tal poder hubiera tenido fuertes protecciones, hubiera tenido a un hechicero a su servicio únicamente para prevenir ese tipo de manipulación. A veces, todavía le costaba creer que fuese tan fácil.
No quedaba mucho de George Zottie.
Sin Zottie podría ir uno por uno a por los otros que necesitaba para su base de poder, pero con él eso ya no era necesario, pues ellos irían a él.
—¿Se ha hecho?
—Como ordenasteis —el subsecretario recogió de su mesa una lista manuscrita y se la ofreció con una ligera reverencia—. Éstos son los que acudirán. A pesar de ser apresurado, la mayoría de los invitados han accedido a ir. ¿Debo volver a invitar al resto?
—No, puedo hacerme con ellos más adelante. —Examinó la lista. Sólo le sonaban algunos de los nombres. No bastaría con aquello.
—Necesito un hombre, un hombre mayor, uno que haya pasado la vida en el gobierno, pero no como político. Uno que conozca no sólo las leyes y las normas, sino que sepa... —el primer ka que había tomado le proporcionó una frase, y sonrió al usarla— dónde están enterrados los cuerpos.
—Entonces necesitáis a Brian Morton. No hay nada ni nadie en Queen's Park que él no conozca.
—Llévame hasta él.
* * *
—...un desgraciado accidente en Queen's Park cuando el alto funcionario Brian Morton fue encontrado muerto sobre su mesa de un ataque cardíaco. Morton llevaba cuarenta y dos años trabajando para el gobierno de Ontario. El Subsecretario de Justicia, George Zottie, en cuyo ministerio trabajaba Morton en el momento de su muerte, declaró que había sido una inspiración para los jóvenes y que sus conocimientos y su experiencia se echarán de menos. La viuda de Morton declaró que su marido no tenía intención de jubilarse al menos en un año, y que, en caso de elección, hubiese preferido morir, como hizo, con las bostas puestas. El funeral tendrá lugar el lunes en la Iglesia de Nuestra Señora del Redentor en Scarborough. Y, a continuación, Elaine con la previsión meteorológica.
Vicki frunció el ceño y apagó la televisión. Reíd Ellis y el Dr. Rax habían muerto de ataques al corazón en el museo. La momia había salido del museo. Brian Morton había muerto de un ataque al corazón mientras trabajaba para el Subsecretario de Justicia. Creía que la momia estaba usando al Subsecretario para obtener el control de la policía y construir su propio ejército privado. Morton era un hombre mayor, su muerte podía ser una coincidencia.
Ella no lo creía.
Henry pensaba que la momia podría estar alimentándose. Ya llevaba libre una semana; ¿con qué frecuencia debería alimentarse?
Sacó los periódicos de la semana anterior de la pila de papeles para reciclar, a la izquierda de su escritorio, y se sentó en el banco de pesas a leerlos. Muertes repentinas en lugares públicos... tiene más sentido empezar por la prensa amarilla.
Tardó menos de diez minutos en encontrar el primer artículo. Unos centímetros cuadrados en la esquina inferior derecha de la página veintidós; hubiese sido fácil pasarlo por alto de no ser por el titular. "CHICO MUERE MISTERIOSAMENTE EN EL METRO".
El cuerpo había sido retirado de la línea de metro de la universidad en la estación de Osgoode, en Queen Street, y se le había declarado muerto al ingresar en el Sick Children's Hospital. La causa de la muerte: fallo cardiaco. Osgoode estaba a tres paradas al sur del museo. La fecha era el veinte de octubre. La hora, nueve cuarenta y cinco. Sólo horas después de que el Dr. Rax muriese y todo el mundo empezase a declarar que el ataúd estaba vacío y que siempre lo había estado.
Las manos de Vicki se convirtieron en puños, y descargó un golpe a través del periódico. El chico tenía doce años. Con los dientes apretados, recortó el artículo y después rompió el papel lenta y metódicamente en mil pedacitos.
Eran casi las tres de la madrugada antes de que encontrase la segunda muerte enterrada en una historia sobre guarderías que estaban siendo investigadas. El jueves 22, un niño de tres años se había caído de un columpio en la guardería Sunnyview y, según la autopsia, ya estaba muerto antes de llegar al suelo. La guardería Sunnyview estaba a una manzana del museo.
El martes por la tarde, después de comprobar que Henry se acostaba sin peligro y de recuperar unas horas de sueño, Vicki se encontraba de pie con la mano apoyada en la verja de cadena que rodeaba la guardería donde había muerto el segundo niño. No es una barrera muy sofisticada, pensó, frotando un eslabón oxidado. No servirá de mucho cuando un mal reanimado se una a los demás peligros de la ciudad. Aunque el cielo estaba gris y lleno de nubes, no cayó agua sobre el patio de recreo, repleto de pequeños. En un lugar, media docena asaltaban una torre hecha de madera, ruedas y cuerda mientras que sus cuatro defensores chillaban desafíos. En otro, dos utilizaban la pequeña piscina de cemento como pista de carreras perfecta. En un lugar, uno se sentaba contemplando fascinado un charco. En otro, tres discutían por el derecho a usar el tobogán. En medio de todos, en los espacios entre las escenas a las que no alcanzaba la vista limitada de Vicki, los niños corrían, saltaban y jugaban.
Debería haber uno más. Siguió la valla hasta la calzada y, con los labios apretados, entró en el edificio.
* * *
—...vale, la muerte de un niño bajo su cuidado podría trastornarlo el resto del día. Acepto eso, lo he visto suceder antes, pero es la forma de no recordar las cosas, Henry. No sonaba a verdad.
Henry apartó la vista de los recortes, con rostro inexpresivo.
—Entonces, ¿qué crees que pasó?
—Ella estaba en el patio, a menos de treinta metros de donde cayó el niño. Creo que lo vio. Creo que lo vio y que él le borró el recuerdo de la mente. Igual que hizo en el museo.
—Cuando dices él, te refieres a...
—A la momia, Henry —Vicki terminó de recorrer a pisotones una parte del cuarto de estar, y se giró para empezar de nuevo—. ¡Me refiero a la puta momia!
—¿No crees que estás apresurando tus conclusiones? —Hizo la pregunta con toda la naturalidad con que pudo, pero incluso así, le hizo levantar los hombros y bajar las cejas.
—¿Qué coño quieres decir?
—Quiero decir que hay niños que mueren. Por toda clase de razones. Es triste y es horrible, pero pasa. Yo fui el único de los hijos de mi madre que sobrevivió a la infancia.
—¡Eso era en el siglo XV!
—¿Y han dejado de morir niños en este siglo?
Ella suspiró y relajó los hombros.
—No. Por supuesto que no. Pero Henry... —En media docena de pasos ligeros atravesó la habitación hacia la silla donde estaba él, se arrodilló y colocó las manos sobre las suyas—: a estos dos se los llevó la momia. Lo sé. No sé cómo, pero lo sé. Mira, los policías están entrenados para observar. Nosotros, ellos, lo hacen todo el tiempo, en todas partes. Puede que no reconozcan de forma consciente todo lo que ven u oyen como algo importante, pero el subconsciente está filtrando constantemente información, hasta que todas las piezas se añaden en conjunto. —Lo agarró con más fuerza y levantó los ojos para mirar a los de él—. Sé que la momia se llevó a los dos niños.
Henry mantuvo la mirada de Vicki hasta que a ésta empezaron a humedecérsele los ojos. Se sintió desnuda, vulnerable, pero el precio valía la pena si la creía.
—Tal vez —dijo Henry al final, pensativo, dejándola apartar la mirada—, son los que van un paso adelante en la observación los que encuentran la verdad...
—Dios, Henry —recogió los recortes de periódico y se puso de pie—. No me vengas con esas mierdas metafísicas New Age. Es entrenamiento y práctica, y nada más.
—Si lo prefieres. —A lo largo de los siglos, había visto varias cosas que no se podían justificar por "el entrenamiento y la práctica", pero como dudaba que Vicki fuese a reaccionar bien si le explicaba esas experiencias, lo dejó—. Pero, aunque tengas razón con lo de la momia y los niños —alargó las manos—, ¿qué más da? No nos va a ayudar a encontrarla.
—Error —ella lanzó la palabra al aire gesticulando con un dedo—. Sabemos que está cerca del museo y Queen's Park. De esta forma, tenemos una zona en la que concentrarnos para buscar. Sabemos que sigue matando, no sólo para evitar que lo descubran, sino por otras razones. Alimentándose, si lo prefieres. Sabemos que está matando niños. Y eso —gruñó— nos da un incentivo para encontrarlo y detenerlo. Rápidamente.
—¿Le vas a contar todo esto al detective?
—¿A Celluci? No —Vicki apoyó la frente contra el cristal y contempló la ciudad. No veía nada más que oscuridad. Desde que entrase en el edificio de Henry, era como si la ciudad hubiese desaparecido—. Ahora es mi caso. Esto solo servirá para que se enfade.
—Muy considerado —dijo Henry secamente. Vio moverse los músculos de su cara, y el borde de la boca durante una fracción de segundo. Su incapacidad para mentirse a sí misma era uno de los rasgos que más le gustaban de ella—. ¿Qué quieres que haga?
—Encontrarlo.
—¿Cómo?
Vicki se apartó de la ventana y alargó los brazos.
—Sabemos en qué zona buscar. Tú eres el cazador. Creía que reconocerías su olor del ataúd.
—No podría usarlo. —El hedor del terror y la desesperación no había hecho más que oscurecer toda señal física. Henry se apresuró a apartar el recuerdo y las sombras que se acumulaban tras él—. Soy un vampiro, Vicki, no un sabueso.
—Bueno, es un mago. ¿No puedes detectar las oleadas de poder, y eso?
—Si estoy cerca cuando suceda, lo sentiré, sí, igual que sentí las invocaciones demoníacas de la primavera pasada. Pero —levantó una mano en señal de advertencia—, si te acuerdas, tampoco pude seguirlas hacia la fuente.
Vicki frunció el ceño y comenzó a pasearse de nuevo.
—Mira —le dijo después de un momento—, ¿lo reconocerías si lo vieses?
—¿Reconocer a una criatura del antiguo Egipto reanimada después de pasar milenios enterrada viva? Creo que sí —suspiró—. Quieres que vigile la zona de alrededor del museo, ¿no? Por si se acerca por allí.
Ella se detuvo y se giró para mirarlo.
—Sí.
—Si estás tan segura de que va a ir a esa fiesta el sábado por la noche, ¿por qué no podemos esperar hasta entonces?
—Porque hoy es martes, y en cuatro días sabe Dios cuántos niños más morirán.
* * *
Henry hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero y se sentó en uno de los bancos de cemento y madera esparcidos a la entrada del museo. Un viento frío y húmedo rodeaba el edificio, levantando hojas muertas y ejecutando una danza macabra de ráfagas y remolinos. De vez en cuando algún coche parecía apresurarse en busca de refugio, y su frágil contenido se atrincheraba contra la noche.
Aquello no iba a funcionar. Las posibilidades de encontrarse con la momia, incluso en la zona de búsqueda limitada de Vicki, sólo porque diese la casualidad de que lanzase un hechizo cuando él pasase por allí, eran mínimas. Sacó una mano y comprobó la hora. Las tres y doce. Si se iba a casa ya, todavía podría aprovechar tres horas para escribir.
En ese momento, una brisa le trajo un olor familiar. Se levantó y, si hubiera habido alguien mirándolo, habría parecido que desapareció.
Una figura solitaria se dirigió hacia el este en Bloor, con el cuello de la chaqueta levantado, la barbilla y las hombros apretados y los ojos entornados. Ignorando la luz roja, empezó a cruzar la intersección, siguiendo la pluma plateada de su aliento.
—Buenos días, Tony.
—Dios, tío —Tony trató de recuperar el equilibrio, ya que el tirón del brazo de Henry contrarrestó su respingo instintivo—. ¡No hagas eso!
—Lo siento. Estás por ahí bastante tarde.
—No, es temprano, tú estás por ahí tarde —llegaron a la acera y Tony se giró para mirar la cara de Henry—. ¿Estás cazando?
—No, he salido temprano. Estoy esperando que tenga lugar una serie de coincidencias increíbles para poder ser un héroe.
—¿Ha sido idea de Victoria?
Henry sonrió al joven.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Estás de broma? —Tony soltó una risita—. Huele a Victoria por todos lados. Tienes que vigilarla, Henry. Dale una oportunidad, dale a cualquier poli una oportunidad... o a cualquier ex poli —corrigió—, e intentarán dirigir tu vida.
—¿Mi vida? —preguntó Henry, permitiendo que se levantase un poco su máscara civilizada.
Tony se humedeció los labios, pero no se echó atrás.
—Sí —le dijo con tono duro—, tu vida también.
Henry jugó con el Hambre un rato, permitiendo que aumentase a medida que trazaba la línea de la mandíbula, y forzándola a retroceder de nuevo admitiendo que no tenía un deseo real de alimentarse.
—Deberías dormir un poco —sugirió, al oír los latidos del corazón de Tony—. Creo que ya has tenido suficientes emociones por esta noche.
—¿Qué...?
—Hueles a él por todas partes —Henry oyó la sangre precipitarse hacia la cara de Tony, y vio la suave curva de la mejilla ruborizarse con un color oscuro—. No pasa nada. —Tony sonrió—. Nadie más puede olerlo.
—Él no era como tú...
—Realmente espero que no.
—Es decir, no era... no ha sido... bueno, sí ha sido, pero... quiero decir...
—Sé lo que quieres decir —sonrió, haciendo una promesa, y mantuvo la sonrisa hasta ver que Tony lo había comprendido—. Te acompañaría a casa, pero tengo un recado que hacer.
—Sí —Tony suspiró, tirándose de los vaqueros, y empezó a alejarse. Unos pasos más abajo, se dio la vuelta—. Ey, Henry. ¿Sabes esas ideas absurdas que se le ocurren a Victoria? Bueno, la mayoría de las veces resultan no ser tan absurdas después de todo.
Ahora era el turno de Henry de suspirar al alargar los brazos.
—Todavía sigo aquí fuera.
* * *
—...deje un mensaje después de la señal.
—¿Vicki? Celluci. Son las cuatro, miércoles por la tarde. Uno de los agentes me ha dicho que te han visto merodeando por los desagües de detrás del museo esta mañana. ¿Qué coño te crees que haces? Estás buscando una momia, no una puta tortuga ninja. Por cierto, si encuentras cualquier cosa, y quiero decir cualquier cosa, y no me lo dices inmediatamente, voy a estar pateándote el culo hasta Navidad.
* * *
La casa y el jardín parecían vagamente familiares, como un recuerdo de la infancia demasiado lejano como para asociarlo a un nombre o un lugar. Permaneció a una distancia cautelosa mientras se acercaba a la parte de atrás, sabiendo antes de verlas que habría malvas junto a la puerta de la cocina, que el patio estaría compuesto de losas grises irregulares, que las rosas estarían en flor. Hacía sol y calor, y el césped olía a recién cortado. De hecho, contra la pared del garaje se encontraba la vieja cortadora de césped que había usado cada lunes por la noche en su césped de Kingston, del tamaño de un pañuelo.
El guante de béisbol que había heredado de un primo mayor se encontraba junto a la escalera de atrás, con el cordón que había reparado sobresaliendo del cuero maltratado de una forma que no recordaba. Su chaqueta vaquera con flecos, lo último que le trajera su padre antes de irse, colgaba de la cuerda de tender.
El jardín parecía no acabarse nunca. Empezó a explorar, moviéndose despacio al principio, y después más y más deprisa, para descubrir de repente que algo la seguía de cerca. Rodeó la casa, se apresuró por el sendero de entrada, saltó al porche y se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
—No.
Aquello quería que entrase.
El pomo empezó a girar, y su mano con él. Veía su reflejo en la ventana de la puerta. Tenía que ser su reflejo, aunque por un momento pensó que se veía a sí misma dentro de la casa, mirando hacia fuera.
Fuese lo que fuese lo que la había estado siguiendo en el jardín, se acercó al porche. Ella sentía moverse las viejas tablas a su paso, y en la ventana vio el reflejo de unos ojos rojos que brillaban.
—¡No!
Apartó los dedos del pomo y, casi incapacitada por el miedo, se obligó a dar la vuelta.
* * *
Vicki se acercó las gafas a la cara y echó un vistazo al reloj. Las dos cuarenta y seis.
—No tengo tiempo para esto —murmuró, reclinándose contra las almohadas, con el corazón golpeando todavía contra las costillas. En dos horas escasas se dirigiría a casa de Henry, por lo que dormir era la prioridad del momento. Aunque el incidente del museo la había asustado más de lo que pensaba, el análisis de sus sueños tendría que esperar. Dejó las gafas en su sitio, estiró un brazo y apagó la luz—. Voy a apagar el siguiente par de ojos rojos que me despierte —prometió a su subconsciente.
Momentos después, tumbada en la oscuridad, frunció el ceño. Hacía años que no pensaba en esa chaqueta.
* * *
Jueves por la noche, la casa se alzaba solitaria en una colina gris y el sueño comenzaba en la puerta principal. El impulso de entrar era demasiado fuerte como para resistirse, así que lo hizo, seguida de cerca. Echó un simple vistazo al contenido de la primera habitación cuando la luz se atenuó y tuvo que luchar por mantener la imagen.
Aquello quería ver qué había en la casa. Bueno, pues ni de coña.
* * *
Aunque sentía como si le hubiesen machacado la cabeza una y otra vez con dos rocas enormes, Vicki se levantó satisfecha de sí misma.
* * *
Le estaba dando más guerra de lo que se esperaba. Su señor no estaría contento. Como ella no tenía dioses protectores, sólo un sentido muy desarrollado de su propia personalidad, el fracaso quedaría como de él.
Akhekh no toleraba el fracaso, y sus castigos eran tales que cualquier cosa era preferible a enfrentarse a ellos.
Necesitaba más poder.
* * *
A pesar del frío y la humedad, un viernes por la tarde en el parque era mucho mejor que un viernes por la tarde con la rebelión Riel y la química de décimo grado. Brian abrazó con más fuerza a Louise alrededor de los hombros y le hizo volver la cara hacia la suya.
¡Eso es lo que yo llamo estudiar!, pensó al separarse sus labios y tocar la lengua de ella con la suya. Me pregunto si me dejará ponerle la mano en... ay. Creo que no.
Abrió los ojos, solo para ver el aspecto que tendría otra persona desde aquel ángulo, y frunció el ceño al ver a un hombre bien vestido observándolos a no más de quince metros. Estupendo. Un pervertido. O un poli. Igual debería... debería...
—¿Brian? —Louise se apartó al desplomarse—. Déjalo ya. —La cabeza de él cayó sobre su hombro—. En serio, Brian. Me estás asustando. ¿Brian? Dios mío...
* * *
Se incorporó sobre la cama, tirando las bolsas de plumas al suelo. Algún día haría que le fabricaran un reposacabezas adecuado.
Eran las once cuarenta y tres. La obsesión de aquella cultura con dividir el tiempo en fracciones ridiculamente pequeñas siempre le resultaba divertido. A aquella hora ella estaría dormida, y su ka estaría en su momento más vulnerable. Aquella noche no sería capaz de enfrentarse a él. Utilizaría contra sus defensas todo el poder obtenido esa misma tarde.
Cerró los ojos y envió por delante a su ka, siguiendo el camino que su señor había trazado, penetrando la imagen de los ojos de su amo.
* * *
Fue como si algo la agarrase del hombro y la llevase hasta la casa, desechando, buscando. No podía escapar. No podía apagar las luces.
No podía encontrar lo que él necesitaba.
Salvo por el hecho de que no tenía ni idea de lo que era.
Subieron por una escalera y recorrieron un pasillo con una multitud de puertas a cada lado. Cuando alcanzaron el pomo de la segunda puerta, vio las líneas de lápiz y las fechas, se dio cuenta de quién esperaba dentro, y pensó (o dijo, no estaba segura) "La tercera puerta no. Lo que sea menos la tercera puerta", e intentó ir hacia delante.
Él la detuvo, le hizo girarse, caminar por el pasillo y entrar por la tercera puerta. Cuando salieron, la hizo continuar. No llegó a entrar en la segunda habitación.
Evidentemente, nunca había leído las fábulas de Esopo.
Consiguió proteger a su madre, a Celluci y a Henry. Encontró todo lo demás. Todo.
* * *
Él sabía que ella sufriría. Tardaría cierto tiempo en prepararlo, aunque las influencias necesarias ya estuviesen en su lugar, pero su señor no podría más que estar contento con el resultado.
* * *
—No tienes buena pinta. ¿Estás bien?
Vicki se pasó el bate de béisbol de aluminio de una mano a otra y consiguió sonreír.
—Estoy bien. Sólo un poco cansada.
—Siento no haber descubierto ninguna pista estas dos noches pasadas, pero, para ser sincero, no esperaba hacerlo.
—No pasa nada. Era difícil. Henry... —se sentó en el borde de la cama y con un dedo acarició el vello rojo dorado del pecho de él—. ¿Sigues soñando?
Henry apartó la sábana, descubriendo una colección de agujeros.
—Clavé los dedos aquí esta mañana —dijo secamente. Volvió a colocar la sábana, y puso la mano sobre la de ella—. Si no hubiese notado un poco de tu aroma en la almohada, no sé cuánto más podría haber roto. —Vicki apartó la mirada y él decidió no decir lo demás, no decirle que ella le daba motivos para aferrarse a la cordura. En vez de eso, le preguntó—: ¿Por qué?
—Sólo me preguntaba si estarías empeorando.
—No han cambiado. ¿Te cansas de vigilar?
—No, es sólo que... —No podía decírselo. El sueño parecía tan importante mientras sucedía, pero ahora, al enfrentarse con el terror básico de Henry, parecía estúpidamente abstracto y sin sentido.
—¿Sólo que qué? —preguntó él con avidez, sabiendo bien por su expresión que no se lo iba a contar.
—Nada.
—Míralo por el lado bueno —acercó la mano de ella a su boca y le besó las cicatrices de la muñeca—. Ésta es la noche de la fiesta. De una forma o de otra, es seguro que va a pasar...
—...algo. —Vicki apartó la mano y estiró el brazo de Henry. Colocándose las gafas sobre la nariz, apoyó el bate contra el lado de la cama—. De una forma o de otra.
Capítulo 10
—Dios mío.
—¿Qué pasa?.
Vicki se humedeció los labios.
—Nada de nada. Estás... bien. —El disfraz de Henry era típico de ciertas películas, un traje formal de final de siglo con una ancha banda escarlata colocada en diagonal sobre la ropa negra, y una capa de ópera de tamaño natural que caía en graciosos pliegues hasta el suelo. El efecto era increíble. No era el contraste entre el negro y el blanco y los planos pálidos y esculturales de la cara y el brillo repentino entre rojo y dorado del pelo. No, decidió Vicki, lo atractivo era cómo lo llevaba. Pocos hombres tendrían la seguridad, la arrogancia elegante necesarias para que les quedase bien un atuendo así. Henry parecía, bueno... un vampiro. El tipo de vampiro con el que te gustaría toparte en un callejón oscuro. Varias veces—. De hecho, estás mejor que bien. Estás estupendo.
—Gracias —Henry sonrió y tiró de la manga de su chaqueta hasta que sólo se veían unos centímetros del puño blanco de la camisa. En la mano derecha brillaba un anillo de oro—. Me alegro de que te guste.
Él sentía cómo los años se aposentaban en él con el traje. Sentía al Henry Fitzroy que escribía novelas románticas y al que se le permitía de vez en cuando jugar a detective. Aquella velada caminaría entre los mortales; una sombra entre las luces brillantes y el regocijo, un cazador en la noche. Dios mío, empiezo a parecer tan melodramático como uno de mis propios libros.
—Sigo pensando que lo de ir de vampiro a esa fiesta es pasarse bastante. ¿No te estás arriesgando demasiado?
—¿Y a qué me arriesgo? ¿A que me descubran? —Se echó la capa sobre el brazo y la miró siguiendo la pose clásica de Drácula de las películas de la Hammer—. Lo que ves aquí es el truco de la carta robada; ocultarse estando a la vista de todos. —Abandonó la pose y sonrió—. Y no es la primera vez que lo hago. Imagínatelo como una cortina de humo. Si Henry Fitzroy es un vampiro en Halloween, entonces es evidente que no lo es el resto del año.
Vicki apoyó una pierna sobre el brazo de la silla y dejó escapar un bostezo.
—No estoy segura de que eso sea lógico —murmuró. El levantarse temprano y acostarse tarde estaba empezando a hacer sus efectos, y el sueño de cuatro horas por la tarde no había servido de mucho, descolocándole aún más los horarios. Después de un solo año de abandonar el trabajo de veinticuatro horas de policía, se sorprendió de lo rápido que había perdido su capacidad de adaptación. La noche que pasó con sus pesas había conseguido hacer fluir un poco la sangre, eliminando parte de la fatiga. El aspecto de Henry había hecho que las cosas se moviesen más deprisa todavía.
Henry arrugó la nariz al notar cómo se intensificaba de repente el aroma de ella, y arqueó una ceja, murmurando suavemente:
—Sé lo que estás pensando.
Ella se notó sonrojar, pero consiguió mantener un tono de voz tolerablemente normal al cambiar de posición en la silla y cruzar las piernas.
—No empieces algo que no puedas terminar Henry, acabas de comer.
El Hambre ya se había desvanecido antes, lo cual era necesario si quería pasar la noche en estrecho contacto con mortales y ser capaz de pensar en cualquier cosa menos en la vida que fluía bajo la ropa y la piel, pero el interés de Vicki le había hecho sentir un par de aguijonazos más.
—No he empezado nada —señaló él, sin preocuparse en ocultar su sonrisa—. No soy yo quien está retorciéndose encima de una...
—¡Henry!
—...silla —terminó en voz baja al sonar el teléfono—. Perdona un momento. Buenas noches. Henry Fitzroy al habla. Ah, hola Caroline. Sí, ha pasado mucho tiempo. Trabajando en mi nuevo libro, más que nada.
Caroline. Vicki reconocía el nombre. Aunque Henry no era posesión suya en exclusiva más de lo que ella era para él, no podía evitar sentirse... orgullosa. No sólo compartía la cama de Henry, cosa que la otra mujer ya no hacía, sino que también compartía los misterios de la naturaleza de éste, cosa que la otra mujer jamás había hecho.
—Desgraciadamente, tengo planes para esta noche, pero gracias por preguntar. Sí, puede ser. No, ya te llamaré yo.
Al colgar el teléfono, Vicki sacudió la cabeza.
—Por supuesto, sabrás que hay un círculo especial en el infierno para los que prometen llamar y no lo hacen.
—Probablemente se quedarán sin espacio antes de que llegue mi turno. —La voz de Henry se desvaneció. Pero puede que no. Mientras siguiese soñando con el sol, cada amanecer podía ser el último. Por última vez, consideró la posibilidad de su muerte y todas las cosas que dejaría sin hacer. Se quedó quieto un momento, con la mano descansando suavemente sobre el teléfono, y luego tomó una decisión.
Vicki lo observó con curiosidad cuando salió y se arrodilló, tomando sus manos, con la capa de ópera enredándosele en las piernas. Aunque no tenía nada que objetar a tener a hombres guapos a sus pies, tenía la inquietante sensación de que iba a ser desagradable.
—Tienes razón, no voy a llamar —comenzó—. Pero creo que debes saber por qué. Puedo alimentarme de un encuentro casual con una extraña y no sentir que esté traicionando nada, pero cuando me alimento de Caroline, os traiciono a las dos. A ella, porque le doy tan poco de lo que soy, y a ti porque te lo he dado todo.
De repente, más asustada que altiva, Vicki intentó liberar sus manos.
—No...
Henry la soltó, pero se quedó donde estaba.
—¿Por qué no? El amanecer de mañana puede ser el que he estado esperando.
—¡Bueno, pues no lo es!
—Tú no sabes eso —en ese momento, la muerte se había convertido en algo menos importante que lo que tenía que decir—. ¿Qué cambiaría si lo dijese?
—Todo. Nada. No lo sé —respiró profundamente y deseó que la luz hubiese sido más tenue, para no verle la cara con tanta claridad. Para que él no pudiese ver la de ella—. Henry, puedo acostarme contigo. Puedo alimentarte. Puedo ser tu amiga y tu vigilante, pero no puedo...
—¿Quererme? ¿No puedes?
¿Podía?
—¿Es por lo que sientes por Mike?
—¿Celluci? —Vicki resopló—. No seas tonto. Mike Celluci es mi mejor amigo y, sí, le quiero. Pero no le amo, ni a ti tampoco.
—¿No? ¿A ninguno de los dos? ¿O a los dos?
¿A los dos...?
—No te estoy pidiendo que elijas, Vicki. Ni siquiera te estoy pidiendo que admitas lo que sientes —se levantó y se colocó la capa sobre los hombros de un tirón—. Solo he pensado que deberías saber que te quiero.
Casi le dolía al respirar por la tensión.
—Ya lo sé. Lo he sabido desde el jueves. Aquí —se tocó ligeramente el pecho—. Te has entregado a mí totalmente, sin condiciones. Si eso no es amor, se le parece bastante —se levantó, se retiró cuidadosamente a cierta distancia y se giró hacia él—. No puedo hacer eso. Tengo demasiadas ataduras. Si las rompo todas, me... me haré pedazos.
Él alargó las manos.
—No te estoy pidiendo un compromiso. Sólo quería decírtelo mientras pudiese.
—Tienes una eternidad, Henry.
—El sueño del sol...
—Me has dicho que casi te has acostumbrado a él. —Si los efectos eran más fuertes y no se lo había contado, le iba a retorcer el pescuezo.
—Estoy seguro de que Damocles se acostumbró a la espada, pero aún sigue siendo una cuestión de tiempo.
—¡Tiempo! ¡Por Dios, mira que hora es! La fiesta empezaba hace media hora. Será mejor que nos movamos —Vicki cogió su bolso y se dirigió a la puerta.
Henry llegó mucho antes que ella, vacilando entre furioso y divertido por su cambio de tema, y bloqueó la puerta con un remolino de satén.
—¿Los dos?
—Sí, los dos. Te esperaré en el coche como apoyo.
—No, de eso nada.
—Sí, voy a ir. Apártate.
—Vicki, por si se te ha olvidado, ahí fuera está oscuro y no ves nada.
—¿Y? —Apretó las cejas y su voz adquirió un tono furibundo—; puedo oír. Puedo oler. Puedo sentarme en el puto coche durante horas y no hacer nada. Pero voy a ir contigo. Tú no estás preparado para esta clase de cosas.
—¿Que no estoy preparado para esta clase de cosas? —repitió Henry lentamente—. Llevo años moviéndome en sociedad, como un cazador invisible en la niebla. —Mientras hablaba, permitió que se despegase la máscara civilizada—. Y te atreves a decirme que no estoy preparado para esta clase de cosas...
Vicki se humedeció los labios, incapaz de apartar la mirada, incapaz de retirarse. Pensaba en cómo se había acostumbrado a lo que era Henry. Ahora se daba cuenta de que no solía verlo. Notó un reguero de sudor recorrer su costado y, de repente, desesperadamente, tuvo que ir al servicio. Vale. Vampiro. Siempre se me olvida. La mitad de su mente quería salir corriendo desesperada, y la otra mitad tirarlo al suelo y patearlo.
Ah, por el amor de Dios, Vicki, controla tus putas hormonas.
—Vale —su voz sonó ligeramente afectada—, tú has tenido más preparación de la que puedo aspirar a tener. Muy bien. Pero aun así voy a ir contigo y a esperarte en el coche. —Consiguió levantar una mano en señal de aviso cuando él abrió la boca—. Y no me digas que es demasiado peligroso —le avisó—; esta noche no voy a enfrentarme a nada más peligroso que esto a lo que me enfrento ahora mismo.
Henry parpadeó y se echó a reír. Después de cuatrocientos cincuenta años, reconocía cuándo lo manipulaban.
* * *
—Esto está bien, muy bien. —Observó la habitación llena de hombres y mujeres poderosos y se los imaginó arrodillándose ante el altar de Akhekh, se imaginó entregando a su dios su poder y aquellos a los que dominaba.
George Zottie hizo una reverencia con la cabeza, satisfecho de que su amo lo estuviese a su vez.
—Voy a moverme entre ellos un rato. Puedes presentarme a quien creas correcto. Más tarde, cuando me recuerden y pueda tocar su ka, me los traerás a la habitación que he preparado, para que pueda hablar con ellos de uno en uno.
* * *
Henry no necesitaba usar su persuasión para entrar en la enorme casa del Subsecretario de Justicia en Summerside Drive, ni esperaba tener que usarla para quedarse. Si se llegaba a una fiesta así, se daba por hecho que uno tenía derecho a ir. Saludó con una inclinación de la cabeza al joven que abrió la puerta y pasó a su lado, dirigiéndose a la mayor concentración de ruido. Los siervos no necesitan una explicación, cosa que la sociedad moderna tendía a olvidar.
El enorme salón formal estaba sometido a la decoración de Halloween. En un par de candelabros antiguos ardían velas de color naranja y negro, y la mesa estaba cubierta por un mantel de color naranja brillante, las flores estaban en floreros, además de unas rosas negras en el centro de mesa. El vino estaba teñido de naranja. Incluso los camareros, que se movían con garbo entre los invitados con bandejas de canapés o bebidas, llevaban bandas y corbatas a cuadros de color naranja y negro.
Tomó un vaso de agua mineral, sonrió acelerando el pulso del criado, y se adentró en la habitación. Muchas de las mujeres llevaban vestidos largos de toda clase de períodos, y por un instante vio la corte de su padre en Windsor, el palacio del Rey Sol en Versalles y la sala de baile del príncipe regente en Brighton. Alisando una arruga inexistente de la parte frontal de su chaqueta, se preguntó si tal vez debería haber aprovechado la oportunidad de permitirse los colores chillones prohibidos a los hombres de su edad.
Los disfraces de los hombres iban desde lo llamativo hasta variaciones menores de la ropa de sport, a no ser que un traje de tweed marrón significase algo más para alguien y Henry no lo reconociese. Otros dos vampiros se miraban el uno al otro por encima de los anchos hombros de un policía de Keystone. La mayoría de los agentes presentes, que habían entrado en sus respectivos departamentos antes de que se relajasen las exigencias en cuanto a talla, solían ser altos y fornidos. Un par de ellos, después de años de patrullar una mesa, se habían hecho con una capa de grasa aislante adicional. Los políticos repartidos entre la multitud eran fáciles de reconocer por su falta de tamaño funcional.
Henry no era únicamente el hombre mas bajo de la habitación, por unos centímetros, sino también el más joven. Ninguna de las dos cosas importaba. Aquella gente reconocía el poder; la edad y la altura estaban en segundo plano.
—Hola, soy Sue Zottie.
La esposa del subsecretario era una pequeña mujer de ojos oscuros y luminosos, con el pelo de color castaño recogido regiamente alrededor de la cabeza. Su vestido de terciopelo verde oscuro estilo Tudor añadía majestad a lo que se había reseñado en las páginas de sociedad a menudo como una belleza serena. El instinto se apoderó de Henry, y alzó la mano que se le ofrecía hacia los labios. A ella no parecía importarle.
—Henry Fitzroy.
—¿Nos... nos conocemos?
Él sonrió y ella respiró, algo azorada.
—No, no nos conocemos.
—Ah. —Pretendía preguntarle en qué cuerpo estaba, o si tal vez era un miembro joven del equipo de su marido, pero las preguntas se perdieron en los ojos de él—. George está en la biblioteca con el Sr. Tawfik, si quiere hablar con él. Los dos llevan allí la mayor parte de la noche.
—Gracias.
Jamás se había sentido tan totalmente agradecida, y se alejó preguntándose por qué George nunca había invitado a aquel joven encantador a cenar.
Henry bebió un sorbo de su agua mineral. Tawfik. Al parecer, su presa estaba en la biblioteca.
* * *
Hacía frío en el coche con la ventana abierta, pero Vicki, incapaz de ver nada, no podía permitirse prescindir de sus demás sentidos. El viento olía a humo de madera quemada, hojas caídas y perfume caro (supuso que era habitual en el vecindario), y le trajo el sonido del tráfico lejano, una puerta (bastante cercana) abriéndose y cerrándose, un teléfono (muy próximo o al lado de una ventana abierta) exigiendo ser contestado, un niño vestido de Halloween hasta tarde pidiéndole a su madre que le dejase recorrer una o dos manzanas más. Dos adolescentes, demasiado mayores para los caramelos, comentaban el día mientras recorrían la otra acera de la calle. A medida que empeoraban sus ojos, su oído parecía mejorar, o tal vez sólo tenía que prestar más atención a lo que oía.
Vicki no tenía ninguna duda de que, basándose sólo en el sonido, podría reconocer a esas dos chicas en una rueda de sospechosos. Un par de notas bajas, un par de tacones, el suave frotar de unas mangas contra el cuerpo de una chaqueta de poliéster, el repicar casi musical de pequeñas pulseras metálicas en contrapunto, que indicaba que ambas llevaban varias. Una sonaba como si mascase chicle, y la otra como si tuviese la boca llena de aparatos de ortodoncia.
—... y estaba aplastando las tetas contra él.
—Querrás decir que estaba aplastando el relleno contra él.
—¡No!
—Oh oh, y luego tiene las narices de decir que está enamorada de Bradley...
¿Y qué sabéis sobre el amor vosotras, niñas? Se preguntaba Vicki, al apartarse ellas del alcance de su oído. Henry Fitzroy, el hijo bastardo de Enrique VIII, el Duque de Richmond, dice que me quiere. ¿Qué os parece eso? Suspiró. ¿Qué me parece a mí eso?
Arrastró la uña contra las ranuras de ventilación del salpicadero del BMW, y volvió a suspirar. Vale, así que le da miedo morir, eso pudo entenderlo. Cuando llevas viviendo en la oscuridad más de cuatrocientos años y empiezas a soñar con el sol... Un pensamiento repentino la asoló. Dios, a lo mejor le da miedo morir esta noche. A lo mejor cree que no puede enfrentarse a la momia. Tanteó en busca de la manilla para abrir la puerta, pero se detuvo antes de llegar a hacerlo. No seas ridicula, Vicki. Es un vampiro, un depredador, un superviviente demostrado. Y me quiere.
Y voy a tener que arrastrar ese puñetero razonamiento falso cada vez que lo vea de ahora en adelante. Levantó los ojos hacia el cielo que no podía ver. Primero Celluci quiere "hablar", y ahora Henry y sus declaraciones. ¿No basta con tener una momia rondando por la ciudad? ¿Necesito esto?
Es típico de un hombre querer complicar una relación perfectamente correcta.
Se dejó caer por el asiento de cuero hasta casi alinear la cabeza con el borde inferior de la ventana, cerró los ojos y se aposentó para esperar. Pero sólo porque no podía hacer nada más.
* * *
Con las luces del salón reducidas a un tenue resplandor anaranjado, que extendía el motivo de Halloween fuera de la fiesta en sí, la curva de las escaleras arrojaba una mancha de sombras oscuras al salir de la biblioteca. Henry, cubierto por la penumbra, se envolvió con su capa y se apoyó contra el papel de seda de la pared para planear su siguiente movimiento.
Según Sue Zottie, el Subsecretario de Justicia y el Sr. Tawfik estaban en la biblioteca, pero él sentía tres vidas al otro lado de la pared, y no había nada que sugiriese que ninguna de ellas se había liberado tras milenios de encierro. Los tres corazones latían al mismo ritmo...
No, a un ritmo idéntico.
A Henry se le erizó el cabello de la nuca al apartarse de la luz. Los corazones no latían en total sincronía por accidente. De hecho, había oído algo así sólo una vez más, en 1537, cuando, mareado y confundido por la pérdida de sangre, había apretado la boca contra le herida del pecho de Christina y había bebido, consciente de nada más que del calor de ella y de las dolorosas pulsaciones de su corazón, latiendo al mismo tiempo que el de ella.
¿Qué pasaba en aquella habitación?
Por primera vez, Henry sintió cierta inquietud al pensar en enfrentarse realmente a la criatura que llevaba tanto tiempo enterrada. El momento del cambio había sido la experiencia más poderosa y envolvente de su vida, no sólo en los diecisiete años anteriores, sino en los cuatrocientos cincuenta y tres restantes, y si la momia pudiese controlar ese tipo de poder...
"¿Crees que puedes vértelas con el sacerdote hechicero? ", le había preguntado Celluci.
Su respuesta había sido despreciativa, "No me faltan recursos".
Había derrotado antes a hechiceros, mediante fuerza, velocidad y voluntad, pero éstos seguían reglas que él conocía, y no iban con su propio dios oscuro particular.
"¿Crees que puedes vértelas con el sacerdote hechicero?".
La voz del recuerdo se había vuelto sarcástica, y Henry bajó las cejas. Por supuesto, no iba a darle a Celluci el placer de verlo rendirse sin pelear.
Los tres corazones se detuvieron, y dos comenzaron de nuevo a latir a la vez, mientras que el otro iba a su propio ritmo.
Tenía que entrar en aquella biblioteca. Tal vez a través del jardín...
Entonces, el latido independiente se acercó a la puerta y Henry se quedó paralizado. El pomo se giró, la puerta se abrió y una mujer de pelo muy corto y canoso salió al pasillo. Henry reconoció a la Presidenta de la Corte Suprema de Ontario por una foto reciente del periódico, aunque ésta no había podido reflejar su evidente seguridad o su sentido del humor. El vestido de caballero que llevaba iba bien con ambas.
Henry contempló cómo la pluma de su sombrero llegaba hasta el suelo en una reverencia increíble.
—Tendrán mi apoyo total en esto. George, Sr. Tawfik, los veré en la ceremonia y le diré al Inspector Cantree que quieren verlo ahora. —Entonces, con una sonrisa, volvió a ponerse el sombrero y se dirigió por el pasillo hasta el salón donde tenía lugar la fiesta. No parecía estar encantada.
Ahora sólo sonaban dos corazones en la biblioteca, el de Tawfik y el del subsecretario, y sonaban como uno solo. A través de la puerta abierta, Henry oyó una voz tenue preguntando atentamente:
—¿Y cómo es el Inspector Cantree?
—No será fácil de convencer.
—Bien, mi señor y yo preferimos trabajar con los fuertes, duran más.
—Cantree cree que la independencia da mejores resultados que la conformidad.
—¿Ahora también?
—Dicen que es incorruptible.
—Podemos utilizar eso.
¿Utilizar para qué?, se preguntaba Henry. Había algo en el tono que le recordaba a su padre. No le resultaba para nada reconfortante. Su padre había sido un príncipe cruel y maquiavélico, capaz de jugar al tenis con un cortesano por la mañana y hacer que lo ejecutasen por alta traición antes de la puesta de sol. Inmóvil aún, frunció el ceño al contemplar a un gran hombre vestido de pirata recorrer el pasillo atento a dónde pisaba, moviéndose como si estuviese siempre preparado para una pelea, con una expresión cercana a la sospecha. Su porte y actitud decían "policía" tan claramente que Henry dudó que aquel hombre hubiese servido nunca de incógnito.
El recién llegado se detuvo en la entrada, llevando una mano carnosa al pomo del sable de plástico que colgaba de su cadera. Su instinto parecía advertirle de un peligro en la habitación, y su tono de voz era cuidadosa, agresivamente neutral.
—¿Sr. Zottie? ¿Quería hablar conmigo?
—Ah, Inspector Cantree. Por favor, pase.
Al atravesar Cantree el umbral, Henry se adelantó rápidamente, dejando que los pesados pliegues de su capa cayeran de sus hombros al suelo. En distancias cortas, era capaz de moverse más rápido de lo que los ojos de un mortal podían registrar, pero no si arrastraba metros de tela a sus espaldas. Deslizándose entre el corpulento inspector y la puerta, se introdujo veloz como una sombra en la habitación, a lo largo de una pared cubierta de libros, y detrás de una barrera de pesados cortinajes que iban del techo al suelo.
Muy práctico, pensó, con la espalda apretada contra el cristal, los pies apartados hacia un lado para que no sobresaliesen, y el cuerpo totalmente quieto otra vez. Por encima del latido de los tres corazones, oyó al inspector cerca, con el parquet contrayéndose bajo su peso, pero no detectó ningún alboroto. Nadie se había dado cuenta de su entrada.
* * *
Sintió algo. Rozaba contra su ka con la inocencia de una tormenta del desierto, casi arrastrándolo fuera del ligero trance que había mantenido durante la mayor parte de la noche. Antes de poder reaccionar, las barreras protectoras, colocadas más por una vieja costumbre que por una necesidad concreta, desviaron aquel roce, y sólo bajándolas pudo encontrarlo de nuevo.
Por un instante, sopesó lo que hacía aquella noche contra un potencial tan tentador, y, a su pesar, volvió a colocar las defensas en su sitio. Su señor consideraba la velada su primera reunión con un cuerpo de acólitos (que además era la primera reunión de un poder más secular), y no vería con buenos ojos los caprichos personales en un momento así.
El roce había sido indirecto, accidental. Por lo tanto, tendría que esperar.
Sin embargo, su glorioso recuerdo permanecía almacenado en su mente, y juró que no tendría que esperar demasiado.
* * *
—Inspector Frank Cantree, el Sr. Anwar Tawfik.
Henry descorrió las cortinas un centímetro, movimiento que quedó enmascarado por el sonido del roce de la carne contra la carne.
—Por favor, tome asiento, inspector. El Sr. Tawfik tiene una proposición que creo que le resultará muy interesante.
Vio al inspector sentarse en un caro sofá de cuero, y al subsecretario Zottie moverse por la habitación y permanecer detrás de un sillón de orejas, con la espalda apenas a un metro de su escondite, tapando totalmente a Anwar Tawfik desde su ángulo de visión.
Esto empieza a parecer una película de terror barata, pensó Henry, donde la criatura se levanta de la silla para mirar a la cámara al final de la escena. Supongo que tengo que esperar a mi señal. Haría un movimiento antes de que Cantree saliese de la habitación, y otro antes de que otro alto cargo sustituyese al inspector. Zottie era sólo un mortal, y podía ocuparse de él rápidamente. En cuanto a la momia, si es que Tawfik era la momia, no había demostrado ser un ladrón de vidas inocentes. A Henry no le preocupaban especialmente sus razones. El momento de su muerte había pasado hacía milenios.
Desde donde estaba, podía ver a Cantree mirar de un lado a otro de la habitación, observando, percibiendo, recordando. Al parecer, era una costumbre de todos los oficiales de policía, ya que Henry había visto a Vicki y a Celluci realizar variaciones sobre el tema.
A continuación, Tawfik empezó a hablar, con una voz baja e intensa. A Henry le sonaba a leyes y otras cuestiones generales, pero era evidente que Cantree oía algo más. Los movimientos de su mirada empezaron a hacerse más lentos, hasta que se concentró en el hombre (o la criatura) de la silla. Empezaron a repetirse ciertas palabras, y después de cada una, el inspector asentía y adoptaba una expresión atónita. Un reguero de sudor le recorría la cara sin que se diese cuenta (la biblioteca estaba unos diez grados más caliente que el resto de la casa).
Henry sentía los dedos gélidos de la inquietud recorrer su columna vertebral al volverse las cadencias de Tawfik más y más hipnóticas, y repetirse con más frecuencia las palabras clave. Era magia, eso podía sentirlo, aunque pareciese algo mucho menos arcano, pero era magia que escapaba a sus conocimientos. Podría haber sentido un poder benigno o maligno, pero eso no era ninguna de las dos cosas. Sólo existía.
Cuando los tres corazones latieron a un ritmo idéntico, Tawfik se detuvo.
—Su ka está abierto. Frank Cantree. ¿Me oyes?
—Sí.
—Desde este momento, tu misión principal es la de obedecerme. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Protegerás mis intereses por encima de todo lo demás. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Me protegerás. ¿Lo entiendes?
—Sí.
Pero esta vez, después de la sílaba afirmativa, la boca de Cantree siguió moviéndose.
—¿Qué pasa?
Aunque hubiese sido imposible moverse independientemente con las condiciones del hechizo, los labios de Cantree se retorcieron ligeramente al contestar.
—Hay alguien detrás de las cortinas a tu espalda.
Durante un segundo, la escena quedó suspendida en el limbo. Luego Henry echó a un lado las cortinas, avanzó, se encaró con la criatura que se levantaba de la silla y se quedó inmóvil.
Percibió la impresión confusa de unas sandalias de cuero doradas, una túnica de lino, un cinturón ancho, un collar de cuentas pesadas que cubría la mitad de un pecho descubierto, un pelo demasiado espeso y negro para ser real; entonces los ojos perfilados con kohl bajo la peluca se clavaron en los suyos, y lo único que vio fue un gran sol dorado en medio de un cielo azul intenso.
Presa de un intenso pánico, apartó la mirada, se volvió y se lanzó por la ventana.
* * *
Aunque sabía que era imposible, que la noche para ella era absolutamente oscura, Vicki de repente creyó que se había oscurecido aún más, como si una nube hubiese cubierto la luna que no veía, y las sombras se hubiesen espesado. Poniendo alerta todos los sentidos, salió lentamente del coche, dejando que la puerta se cerrase, pero no con seguro. De un tirón podía encender la luz del coche, y al menos podría volver a entrar en él.
En este barrio pagan suficientes impuestos como para tener unas cuantas farolas más.
La noche parecía esperar, así que Vicki esperó con ella. Entonces, de no muy lejos de allí, llegó el sonido de un cristal al romperse, varias ramas pequeñas partiéndose violentamente y unas suelas de cuero que se acercaban a una velocidad imposible, golpeando a una velocidad de pánico contra el cemento.
No había tiempo para pensar, para considerar sus movimientos. Vicki se apartó del coche y se dirigió hacia el sonido.
Ambos cayeron al suelo.
El impacto la dejó sin aire en los pulmones, y su mandíbula se cerró con suficiente fuerza como para que todos sus dientes se estremeciesen. Se tomó un segundo para agradecer a cualquier dios que escuchase el que le hubiese dado tiempo a apartar la lengua al agarrarse a lo que le parecían unas solapas caras. Durante el aterrizaje, su cabeza rebotó en el pavimento, y el golpe provocó un impresionante despliegue de fuegos artificiales dentro de sus párpados. De algún modo, consiguió mantenerse agarrada. No fue hasta que unas manos frías la agarraron por las muñecas y la apartaron sin ningún esfuerzo, que se dio cuenta de quién la sujetaba. O, mejor dicho, de quién la había sujetado.
—¿Henry? ¡Joder, soy yo, Vicki!
* * *
Refugio. El sol estaba saliendo. Tenía que encontrar un refugio.
* * *
Vicki se dio la vuelta y rápidamente se agarró a la pierna derecha de Henry. Si no podía detenerlo, tal vez pusiese hacerle ir más despacio.
—¡Henry!
* * *
Notó un peso en la pierna, impidiéndole ir a toda velocidad. Se inclinó para deshacerse de él cuando percibió un aroma familiar sobre él, que cubría el hedor de su propio miedo.
Vicki.
Ella dijo que estaría allí cuando el amanecer fuese a por él. Lucharía con él. No le dejaría arder.
Refugio.
* * *
La tensión abandonó sus músculos y aflojó los dedos, que aplastaban el hombro de ella. Vicki lo soltó indecisa, preparada para lanzarse en pos de él en caso de que empezase a correr otra vez.
—El coche está aquí mismo. —En realidad, estaba algo perdida con respecto a la posición del coche, pero esperaba que Henry se diese la vuelta y lo viese—. Venga. ¿Puedes conducir?
—Creo... creo que sí.
—Bien. —Las demás preguntas podían esperar. No sólo le resultaba difícil oír las respuestas por el eco del golpe de su cráneo con el suelo, sino que, por los sonidos que precedieron a la carrera, Henry acababa de salir de una casa llena de policías por una ventana cerrada. Saldrían en su persecución en cualquier momento, y eso provocaría muchas más preguntas para las que no había respuesta.
Srta. Nelson, ¿Puede decirnos por qué su amigo se convirtió en un montón de ceniza en la celda de la comisaría al amanecer?
Con una mano se agarró a la chaqueta de Henry, y no la soltó hasta que la otra encontró el metal familiar. Intentó sentarse en su asiento en cuanto se imaginó dónde estaba, y después lo miró con ansiedad, o, mejor dicho, observó su sombra contra las luces del salpicadero, mientras él ponía el motor en marcha y salía cuidadosamente de la plaza de estacionamiento. No tenía ni idea de por qué la gente no salía a borbotones de la casa del Subsecretario como las avispas enfadadas de un nido, pero, desde luego, no iba a quejarse por escapar sin problemas.
—¿Henry...?
—No. —La mayoría del terror visceral se había desvanecido, pero ni siquiera la presencia de Vicki bastaba para hacer desaparecer totalmente el miedo. Siento el sol. Faltan horas para el amanecer y siento el sol—. Déjame en casa primero. Igual entonces...
—Cuando puedas. Puedo esperar. —Su voz sonaba deliberadamente sosegada, aunque realmente quería agarrarlo, zarandearlo y preguntarle qué había pasado allí dentro. Si ésta es la reacción de Henry hacia la momia, tenemos muchos más problemas de lo que creíamos.
* * *
—¿Voy detrás de él, amo?
—Estás atado por el hechizo, que todavía no está terminado. —Escupía las palabras, y la fuerza de su furia chisporroteaba visiblemente a su alrededor.
—Pero los demás...
—No pueden oír nada de lo que pase en esta habitación. No han oído la ventana romperse. No nos interrumpirán. —Con un esfuerzo, volvió a concentrarse en el hechizo de coacción de varias capas que estaba invocando—. Cuando termine con el inspector, puedes investigar el terreno, pero no antes.
El Inspector Cantree sacudió la cabeza, y el sudor empezó a empaparle el traje a la altura de las axilas. Puso los ojos en blanco, y los músculos de su garganta entraron en funcionamiento para producir un gemido.
—No ha hecho daño a los demás, amo.
—Ya lo sé.
El ka que lo había rozado antes con su magnifico e inagotable potencial de poder había estado a su alcance, y se había visto forzado a dejarlo escapar por las circunstancias.
Eso no le gustaba.
Sin embargo, ahora sabía que existía, y, lo que era más importante, el potencial sabía que él existía. Sería capaz de encontrarlo de nuevo.
Eso le gustaba mucho.
* * *
Cuando Vicki por fin vio el rostro de Henry a la luz fluorescente del ascensor, éste era totalmente impenetrable. Totalmente. Por su expresión, podría estar esculpido en alabastro. Esto no es bueno...
Tres adolescentes, vestidos con lo que podrían ser disfraces o no, entraron en el vestíbulo, echaron un vistazo a Henry y permanecieron silenciosos en una esquina, sin decir una palabra, sin una sola risa hasta que se bajaron en el quinto.
Y no hay mal que por bien no venga, pensó Vicki cuando salieron en silencio.
El último, envalentonado al irse, se detuvo en el umbral y pensó en voz alta,
—¿Qué se supone que es?
¿Por qué no?
—Un vampiro.
Los rizos teñidos rebotaban sobre los hombros cubiertos de lentejuelas.
—Ni por casualidad —fue la arrogante conclusión al cerrarse la puerta del ascensor.
Vicki usó las llaves para entrar en el apartamento, y siguió de cerca los talones de Henry a medida que éste entraba a zancadas en el salón hasta el dormitorio. Encendió a luz al dejarse caer sobre la cama.
—Siento el sol —dijo suavemente.
—Pero faltan horas para el amanecer.
—Ya lo sé.
* * *
—Coronel Mostaza, en la biblioteca, con una momia...
Henry le devolvió la mirada con expresión ceñuda.
—¿De qué hablas?
—¿Eh? —Vicki se giró y bajó el brazo. Había estado examinando dolorosamente el chichón que tenía en la nuca. Por suerte, parecía que su feliz encuentro con el suelo a la entrada de la casa del Subsecretario de Justicia no había provocado daños permanentes. Y lo que necesito ahora mismo es una conmoción.
—Ah, nada. Estaba pensando en voz alta. —La fiesta les había servido para avanzar en lo que sabían, y que antes sólo sospechaban. La momia estaba embrujando a la gente que controlaba las fuerzas policiales de Ontario, haciéndose con su propio ejército privado. No había duda de que pretendía crear su propio estado con su propia religión. Después de todo, se había traído consigo a su dios.
Tenían un nombre, Anwar Tawfik, el hombre al que había ayudado a salir del ascensor en la oficina del subsecretario. No podía evitar cierta simpatía: después de tres mil años encerrado en un ataúd, ella también tendría una violenta claustrofobia. Aun así, debería haber tirado a ese hijo de puta por el hueco del ascensor cuando tuve la oportunidad.
Se golpeó el muslo con el puño.
—No creo que pueda tener éxito, pero va a morir mucha gente en el intento. Y nadie nos va a creer hasta que haga algo.
—O mucho después de que lo haga.
—¿A qué te refieres?
—¿A quién suele llamar el ciudadano medio cuando hay problemas? —señaló Henry.
—A la policía.
—A la policía —repitió él.
—Y controla a la policía. Mierda, mierda, mierda, mierda.
—Muy bien expresado.
La sonrisa de Vicki se parecía a una mueca de disgusto al cambiar de postura al borde de la cama.
—Parece que vamos a tener que hacerlo nosotros.
Henry se cubrió los ojos con el antebrazo.
—Pues voy a servir de mucha ayuda.
—Mira, ya llevas semanas soñando con el sol, y todavía funcionas perfectamente.
—¿Perfectamente? Tirarme por la ventana de esa biblioteca no me parece funcionar perfectamente.
—Por lo menos ya sabes que no estás loco.
—No, estoy maldito.
Vicki le apartó el brazo de la cara y se inclinó sobre él. La luz que arrojaba la lámpara casi le llegaba a los ojos, pero, a pesar de las sombras que lo tapaban, pensó que parecía más mortal que nunca.
—¿Quieres dejarlo?
—¿El qué? —En su risa había una veta de histeria—. ¿La vida?
—No, idiota —cogió su mandíbula con una mano y le zarandeó la cabeza de lado a lado, esperando que no pudiese notar por el roce el miedo que sentía por él.
—¿Quieres dejar el caso?
—No lo sé.
Capítulo 11
La falta de sombras en la pared le indicó que había estado durmiendo hasta tarde, intentando en vano recuperar parte de la energía que su cuerpo había consumido lanzando hechizos la noche anterior. Sentía la lengua hinchada, la piel tirante y los huesos como si estuviesen moldeados con plomo. Pronto tendré a un esclavo esperando junto a mi cama con un vaso de zumo helado preparado para cuando despierte. Pero pronto, desgraciadamente, no le servía de mucho en aquel momento. Miró el reloj. Las once cincuenta y seis, y tres, y cuatro, y cinco, y apartó la vista antes de quedar atrapado en la progresión del tiempo. Sólo le quedaba la mitad del día para alimentarse y encontrar aquel ka que brillaba con tanta fuerza.
Se balanceó con rigidez para bajar de la cama y se dirigió a la ducha. El Dr. Rax de los últimos años, que durante el curso de una variada carrera se había familiarizado con el uso de las instalaciones sanitarias (o la falta de éstas) en las orillas del Nilo, consideraba la grifería norteamericana la octava maravilla del mundo. Al caer litros de agua caliente sobre sus hombros, no tuvo más remedio que estar de acuerdo.
Mientras terminaba el gran desayuno y se demoraba con una taza de café (afición que todos los kas adultos que había absorbido parecían compartir), ya no sentía el peso de la edad y estaba preparado para enfrentarse al día.
Para variar, por una vez había un cielo azul sin nubes sobre la ciudad, y aunque el pálido sol de noviembre parecía descargar poco calor, aún así era una visión acogedora. Fue con su taza hacia la pared cubierta de ventanas que evitaba que se cayesen sobre él las otras, más sólidas, y miró hacia la calle. A pesar de las leyes que obligaban a permanecer cerradas a la mayoría de las tiendas el día conocido como domingo, varias personas aprovechaban el tiempo para salir. Muchos de ellos llevaban niños de la mano.
La serie de hechizos preparados individualmente que había utilizado la noche anterior (cada uno con sus intrincadas capas de control) le había agotado, y el poder que le quedaba apenas bastaría para mantenerlo caliente mientras escogía al niño cuyo ka debería reabastecer el suyo. Estaba utilizando el poder de una forma que nunca hubiese osado antes, cuando había pocas almas no comprometidas a ningún dios, cuando incluso los esclavos tenían protecciones básicas, pero, al no haber obstáculos que le impidiesen alimentarse, no veía motivo alguno para contenerse. Ninguna de las muertes podía relacionarse con él (la necesidad le había enseñado hacía milenios a tener en consideración los detalles mundanos), y dentro de poco eso dejaría de ser un problema. Cuando la policía, junto con sus amos políticos, se entregase a Akhekh, él, como Sumo Sacerdote, sería intocable.
No tenía ni idea de cuántos acólitos fieles necesitaría su señor para obtener la fuerza necesaria para crear a otro como él. El mayor número que había podido reunir en el pasado era de cuarenta y tres, pero, como eso fue justo antes de que los sacerdotes de Thot recibiesen instrucciones de intervenir, sospechaba que bastaría con cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco. Que las treinta kas que había reunido hasta ahora hubieran sido coaccionadas no representaba una gran diferencia. Había usado las menores porciones necesarias de su ka para convencerlas (en dos casos habían sido porciones realmente pequeñas), y se habían dicho las suficientes verdades durante la utilización de los hechizos como para que las promesas se mantuvieran. Los treinta coaccionados equivaldrían a no menos de veinte libres, lo cual era un comienzo considerable.
Tras la ceremonia, no necesitaría involucrarse tanto mágicamente, y, por lo tanto, no necesitaría alimentarse tan a menudo.
—Y cuando te encuentre, brillante mío... —Dejó su traza vacía con el resto de los platos del desayuno y recogió la capa de ópera que había encontrado el Subsecretario a la puerta de su biblioteca— puede que nunca necesite alimentarme más.
Al deslizarse entre sus dedos los pliegues satinados, se recreó pensando en aquel resplandor. Aquel ka sobresaldría como un fulgor glorioso entre los demás de la ciudad. Ahora que lo había tocado, ya no podría ocultarse de él. Tenía cierta curiosidad por saber qué tipo de hombre (porque sólo era un hombre, no había señales de un dios o un hechicero en su presencia) portaría consigo semejante ka, pero la curiosidad no podía compararse al deseo.
La capa de ópera cayó arremolinada sus pies. Tal vez pudiese devolver la prenda olvidada del joven, y cuando sus dedos se rozaran le miraría a los ojos y...
Con un poder así a su servicio, no habría nada imposible.
* * *
Tony no estaba seguro de qué era lo que le había hecho salir de su habitación del sótano aquella mañana, pero algo le había estado acechando hasta hacerle perder el sueño y salir a la calle. Los dos cafés y la magdalena doble con pepitas de chocolate que tomó en Druxy's no le sirvieron para obtener ninguna respuesta.
Con las manos ocultas en los bolsillos de la chaqueta, se paró en la esquina ente Yonge y Bloor y esperó a la luz, escuchando sin esfuerzo las conversaciones de los que pasaban por allí, filtrando las preocupaciones de los yuppies, prestando atención a un puñado de chicos que se quejaban del frío. En aquella época del año, los que vivían en parques y marquesinas de autobús se preocupaban primero por sobrevivir a la llegada del invierno y luego por su próxima comida, su próximo cigarro, su próximo puñado de dinero. Hablaban sobre los mejores sitios para pedir, para hacer trucos, qué entradas eran seguras, qué policías se descuidaban, a quién habían cogido, quién había muerto. Tony había sobrevivido en al calle casi cinco años, y sabía qué conversaciones tenían sustancia y cuáles eran solo aire. Nadie parecía decir nada que sirviera de pista para averiguar qué era lo que le inquietaba tanto.
Caminó al oeste, hacia Bloor, alzando sus hombros delgados. La chaqueta nueva que llevaba, comprada con dinero procedente de un trabajo fijo y honroso, le calentaba lo suficiente, pero se tardaba en acabar con las viejas costumbres. Incluso después de dos meses, no estaba seguro todavía sobre el trabajo, y temía que desaparecería tan de repente como había aparecido, y con él la habitación, el calor, las comidas regulares... y Henry.
Henry confiaba en él, le creía. Tony no sabía por qué, y realmente no le importaba. La confianza y el crédito bastaban. Henry se había convertido en su punto de apoyo. No creía que tuviese nada que ver con el hecho de que era un vampiro, aunque tenía que admitir que era la hostia, y tampoco estaba mal el hecho de que el sexo con él era el mejor que había practicado; sólo de recordarlo se excitaba. Creía que tenía más que ver con el hecho de que Henry fuese... bueno, Henry.
La sensación que lo había sacado de casa y llevado a la calle no tenía que ver con Henry, al menos no específicamente. Las sensaciones referentes a él las reconocía siempre.
Al acercarse al muro bajo enfrente del Centro Manulife se frotó las sienes y deseó qué la sensación desapareciese. Tenía mejores cosas que hacer con aquella tarde de domingo que vagabundear intentando averiguar de dónde venían las hormigas que tenía entre los oídos.
Golpeó el suelo de cemento con los talones y contempló el desfile de gente que pasaba. Un niño en una mochila, casi invisible bajo un sombrero, unos guantes, una bufanda y un mono para la nieve, le llamó la atención y le sonrió, preguntándose si podría moverse. Dios, el crío va a pasarse los primeros años de su vida preguntándose dónde ha estado. Probablemente salga político.
El pequeño parecía contemplar fascinado al hombre que caminaba al lado de sus padres, aunque, por lo que Tony veía, él no hacía nada por llamar su atención. Tampoco era un hombre desagradable. Tenía el pelo algo gris y una nariz torcida hacia el infinito, pero poseía algo que le resultaba atractivo.
Seguro que le gustan los niños. Seguro que está mirando a ese... ese... Dios, no.
Bajo el sombrero azul claro con su fila de patos amarillos de cabeza cuadrada, la cara del niño se había apagado repentinamente. La ropa que llevaba lo mantenía derecho, con los brazos sobresaliendo por encima del borde, pero Tony sabía, sin asomo de duda, que estaba muerto.
Sintió unos dedos fríos rodear su corazón y apretarlo. En el pelo del hombre que lo seguía ya no había ningún gris.
Lo ha matado. Tony estaba más seguro de aquello de lo que lo había estado de cualquier cosa en su vida. No sabía cómo lo había hecho, ni le importaba. Dios, lo ha matado.
Entonces, el hombre se giró, lo miró directamente y sonrió.
Tony corrió, guiado por el instinto. Oyó bocinas. Una voz protestaba tras una colisión suave. Lo ignoró todo y siguió corriendo.
Cuando ni el terror lo podía hacer correr más, se dejó caer en un portal oscuro y aspiró grandes bocanadas que le ayudasen a tragar el sabor a acero que sentía en la garganta. Le temblaba todo el cuerpo, y con cada aliento notaba la hoja de un cuchillo, punzante y afilada, clavándosele en las costillas. El cansancio envolvía como un sudario lo que acababa de ver, emborronando la urgencia, permitiéndole verlo todo otra vez a distancia.
Aquel hombre, o lo que fuese, había matado al niño sólo con mirarlo.
Y entonces se ha girado y me tía mirado. Pero estoy a salvo. Aquí no puede encontrarme. Estoy a salvo. No se oían pasos en el callejón, no había ningún peligro, pero sentía punzadas en el cuero cabelludo y entre los hombros, notaba que la espalda se le retorcía formando nudos. No tenía por qué seguirme. Me está esperando. Dios. Dios mío. No quiero morir.
El niño estaba muerto.
Creerán que está dormido. Se reirán de cómo se duermen los niños por nada. Entonces se irán a casa y lo sacarán y no estará dormido. Su bebé está muerto, y no sabrán cuándo ni cómo ha pasado.
Se frotó las palmas de las manos contra las mejillas.
Pero yo lo sé.
Y él sabe que lo sé. Henry.
Henry me protegerá.
Salvo por el hecho de que faltaban horas para la puesta de sol y de que no podía dejar de pensar en los padres del bebé llegando a casa y descubriendo... No podía dejar que pasase aquello. Tenía que contárselo a alguien.
La tarjeta que sacó del bolsillo no estaba en muy buen estado. Estaba manchada y arrugada, y el nombre y el número eran difícilmente legibles, pero durante años había sido su contacto con otro mundo. Apretándola con la mano sudorosa, salió cuidadosamente de aquél escondrijo y fue a buscar un teléfono público. Victoria sabría qué hacer. Victoria siempre sabía qué hacer.
* * *
—Investigaciones Nelson. En este momento no podemos coger su llamada, pero si deja su nombre y su número de teléfono, me pondré en contacto con usted cuanto antes. Gracias.
—Mierda. —Tony colgó de golpe y apoyó la frente contra el frío plástico del teléfono—. ¿Y ahora qué? —Siempre estaba el número garabateado en la parte de atrás de la tarjeta, pero, de algún modo, Tony dudaba de que el Detective Celluci fuese a apreciar el encontrarse con algo así—. Sea lo que sea. Dios, Victoria, ¿Dónde estás cuando te necesito?
Volvió a guardar la tarjeta en el bolsillo y, tras examinar cuidadosamente a la multitud que pasaba, salió de la cabina. Mirando de reojo al cielo, comenzó a dirigirse de vuelta al cruce entre Yonge y Bloor. Sabía dónde estaba Henry, y las horas entre aquel momento y la puesta de sol iban a parecer como si ocuparan el resto de su vida. Con suerte.
* * *
El chico le había visto alimentarse, o al menos se había dado cuenta de que se había alimentado. Al parecer, había algunos en aquella época que no habían rodeado sus vidas con barreras de incredulidad. El incidente era interesante, pero no suponía ningún peligro. ¿A quién se lo iba a contar? ¿Quién iba a creerle? Tal vez más adelante lo buscaría y, si no podía usarlo, todavía era lo bastante joven como para que su vida resultase una fuente de poder adecuada.
Por el momento, tenía todo el poder que necesitaba. Se sentía poderoso. Era un placer absorber la vida de un niño, con un potencial virgen casi por completo. Ocasionalmente, en el pasado, cuando tenía suerte, podía comprar una esclava, hacer que un acólito la fecundase y devorar la vida del niño en el momento del nacimiento. Los dolores del parto de la esclava y la desesperación por la pérdida del niño se convertían en un sacrificio para Akhekh. Sin embargo, esa clase de alimentación requería una adquisición cuidadosa, y después una vigilancia constante, ya que los dioses podían reclamar a los hijos de ciertas mujeres mientras todavía estaban en el útero. Tal vez cuando el templo de Akhekh se reconstruyese, con tan pocos dioses en activo, fuera capaz de alimentarse de aquella manera de forma habitual.
Aumentó su temperatura personal otros dos grados, sólo porque tenía poder de sobra. Era un día demasiado agradable como para volver a encerrarse en la habitación del hotel. Pensaba ir al parque, vigilar una pequeña zona y absorber algunos rayos mientras buscaba el ka que brillaba con tanta intensidad.
* * *
—Mike, soy Vicki. Son cerca de las dos y diez, domingo por la tarde. Llámame cuando tengas tiempo para hablar.
Colgó el teléfono y alcanzó su chaqueta. Ahora sabían que los oficiales de policía de alta graduación estaban implicados y, suponiendo que esos oficiales ya le hubiesen apartado del caso, pinchar la línea de Celluci era una posibilidad. Pequeña, eso seguro, pero Vicki no encontró motivo para descartarla sólo porque las posibilidades fuesen tan pocas. Después de todo, estaban persiguiendo a una antigua momia egipcia, y en un caso así no tenía mucho sentido considerar las posibilidades.
—Una antigua momia egipcia llamada Anwar Tawfik.
Se colocó el bolso en el hombro.
—Qué te apuestas a que ese no es su verdadero nombre. —Aun así, era el único nombre que tenían, así que pensó pasar la tarde inspeccionando los hoteles arracimados alrededor del museo. Todo señalaba a que permanecía en aquella zona y, por lo que Henry tenía que decir, el Sr. Tawfik al parecer prefería viajar en primera clase. Se preguntó durante unos instantes cuánto pagaría por un estilo de vida así—. Igual tiene una tarjeta Egyptian Express platinum. Que no le entierren sin ella.
Henry.
Henry quería estar lo más humanamente lejos posible de aquella criatura y sus visiones del sol. Dudaba que quisiera, o que siquiera fuese capaz, de enfrentarse de nuevo a la momia.
—Así que supongo que voy a tener que hacerlo yo. —Se le resbalaron las gafas y se las volvió a colocar firmemente sobre el puente de la nariz—. Tal y como más me gusta.
Ignoró aquella sensación vaga y vacía.
* * *
Envió su ka por toda la ciudad y no encontró ni un rastro de la vida que había sentido tan brevemente la noche anterior. Un ka con un potencial así brillaría como un faro, y para buscarlo bastaría con seguir el resplandor de la luz. Sabía que existía. Lo había visto, sentido. ¡No debería ser capaz de esconderse de él!
¿Dónde estaba?
La conexión entre ellos había durado menos de un ardiente y glorioso instante, antes de que el joven se lanzase de espaldas por la ventana de la biblioteca y desapareciese, pero incluso un roce tan ligero debería permitirle acceder a su ka. Si era capaz de encontrarlo.
¿Había muerto el joven por la noche? ¿Había tomado uno de los milagrosos vehículos de aquella época y se había ido volando? Su frustración crecía a medida que iba rozando mil kas que, todos juntos, no alcanzaban a brillar tanto como el que deseaba.
Fue entonces cuando sintió que un poder mayor agarraba su propio ka, y por un momento sintió un repentino miedo que lo envolvía todo. Al reconocer quién era, el miedo sólo disminuyó ligeramente.
¿Por qué no me has dado el sufrimiento de quien te pedí?
Señor, yo... Había atravesado el ka de la mujer y había recogido toda la información que necesitaba para complacer a su señor. Había pretendido ponerlo en marcha la noche anterior. Si lo hubiese hecho, habría comenzado el sufrimiento. El roce del ka del intruso le había vuelto loco.
No hay excusa que valga.
Daba igual que el dolor sólo existiese de forma espiritual. Su ka gritó.
* * *
—¿Está bien?
Sitió unas manos fuertes rodeando su brazo, haciéndole incorporarse y sentarse, y supo que las protecciones se habían roto. Abrió los ojos lentamente, debido al dolor.
Al principio, mientras luchaba por liberarse de las redes del dolor, pensó que el joven que se presentaba tan solícitamente se parecía al que había huido de él, al que había sido responsable del retraso del cumplimiento de los deseos de su señor. Al que había sido responsable de la agonía que su dios había considerado adecuada enviarle. Un momento más tarde vio que la piel era más clara, el pelo más oscuro, los ojos grises en vez de marrón claro, pero para entonces eso no importaba.
—Se ha caído. —El joven sonrió con indecisión—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Sí. —Se esforzó en levantar su cabeza palpitante para cruzar la mirada con la del otro—. Puedes tirarte a la vía del metro.
Los ojos se abrieron y los músculos de la cara se movieron espasmódicamente.
—Tu última palabra debe ser Akhekh.
—Sí. —Sus piernas lo condujeron a sacudidas. Su cuerpo decía no a gritos.
Se sintió mejor. Aquella manipulación no había sido sutil, pero no hacía falta. El joven viviría tan poco tiempo que darle un aspecto de normalidad sería un desperdicio. Sentía a su señor siguiéndolo de cerca, bebiendo la desesperación y el pánico. El joven sabía lo que estaba a punto de hacer, pero no podía evitarlo. Con suerte, eso aplacaría a su señor hasta poder entregarle a la elegida.
* * *
Vicki se detuvo a la puerta del Hotel Plaza y se fijó en la ropa que llevaba. Con zapatos elegantes, pantalones de pana grises y un abrigo de lana azul normalmente bastaba para que le dejasen entrar en la mayoría de los sitios en aquella ciudad, pero tenía la sensación de que, cuando atravesase la puerta y pasase a la recepción, se sentiría desnuda. Los hoteles en los que solía buscar sospechosos no tenían portero. Si había alguien en la puerta era para avisar por si llegaba la policía. En las tiendas adyacentes vendían tabaco y condones, no collares de diamantes y esmeraldas de siete mil dólares. Las ventanas eran opacas por las láminas de contrachapado, no porque estuviesen impregnadas de oro.
No me va a impresionar un edificio. El Park Plaza estaba en Bloor Street, justo delante del museo, y, por lo tanto, era el lugar más lógico para empezar a buscar a Anwar Tawfik. Pasó al lado del portero, atravesó la puerta giratoria a tal velocidad que hubiese atropellado a los demás ocupantes y se detuvo de nuevo en la tranquila y resonante recepción de mármol verde.
Sin embargo, en los hoteles había cosas que eran universales. En la mesa de recepción había dos empleados y once personas (once personas muy bien vestidas, observó Vicki) intentando registrarse. Suspiró silenciosamente y se puso a la cola, echando de menos la placa con la que la espera hubiese sido innecesaria.
* * *
Casi había normalizado el paso para cuando llegó al hotel. La gran cantidad de poder que había absorbido del ka del niño había funcionado como amortiguador entre la rabia de su señor y cualquier daño duradero. Había habido momentos en el pasado en los que había salido arrastrándose de un encuentro así, y había tardado días de dolor y miedo en recuperar su fuerza. Afortunadamente, los nuevos acólitos jurarían lealtad pronto, y la atención de su señor no se dirigiría tan exclusivamente a él.
Aunque Akhekh no era uno de los dioses más poderosos, tenía muy en cuenta los servicios que se le debían a cambio de la inmortalidad.
El portero, vestido con librea, se apresuró a abrir la puerta, y él pasó por el cristal tintado y entró en el vestíbulo, deteniéndose de repente al notar un ka familiar.
Se parecía mucho a como se la imaginaba, aunque en realidad era un poco mas baja, menos rubia, y de mandíbula más prominente. Sin embargo, ¿Qué hacía allí la escogida de su señor? Se acercó y acarició suavemente la superficie de sus pensamientos.
Después de las noches que había pasado explorándolo, su ka no podía tener secretos para él.
Frunció el ceño al descubrir la razón de su presencia allí. ¿Le estaba buscando? Ella no era ninguna hechicera capaz de saber... ah, buscaba a petición de otro. Al parecer, no había sido todo lo preciso que creía en el museo. Daba igual. Sonrió. Su señor estaría el doble de contento, porque los planes que había hecho para el sufrimiento de la Srta. Nelson incluirían también al Detective Mike Celluci sin necesidad de buscar su ka.
Sin embargo, mientras tanto no permitiría que la elegida perturbase su refugio. Con sólo tocar su consciencia, dejó un falso recuerdo sobre los parámetros de su búsqueda.
¿Qué hago otra vez en la cola?, se preguntó Vicki, sacudiendo la cabeza y dirigiéndose a la puerta. No me van a dar más información de la que tenían hace un momento. Los listados de los ordenadores se podían cambiar. Podría no estar registrado bajo el nombre de Anwar Tawfik, y si el gerente nunca había oído hablar de él, no podía hacer mucho más que registrar el resto de los hoteles de la zona.
Tal vez más tarde se le ocurriría otro ángulo desde el que atacar.
* * *
—Sí, fue una velada muy agradable, Sra. Zottie. Gracias. Si ahora pudiese hablar con su marido...
Contempló la ciudad mientras esperaba a que se pusiese el Subsecretario de Justicia. Cuando se acercaba al ventanal, la suite parecía menos asfixiante.
—¿Queríais hablar conmigo, amo?
—¿Estás solo?
—Sí, amo. He cogido la llamada en mi estudio.
—Bien. —Se había hecho necesario preguntar, ya que el hechizo de control deterioraba las facultades mentales de Zottie a un paso inesperado. Afortunadamente, su ayuda sólo sería necesaria hasta controlar a los demás.
—Presta atención, tienes que preparar algo importante...
* * *
Henry se había enfrentado a enemigos antes, se había enfrentado a ellos y los había derrotado, pero su naturaleza le negaba la capacidad de enfrentarse al sol. Vicki le había ofrecido una oportunidad de dejarlo; ella lo comprendería si huyese de aquella criatura a la que no podía derrotar.
Lo comprenderá, pero ¿y yo?
Obligando a sus músculos a responder, salió de la cama balanceando las piernas y se sentó, con las imágenes consecutivas del sol rondando todavía por la periferia de su visión.
Cuando me enfrento con ese sacerdote hechicero, me enfrento al sol. Cuando me enfrento al sol, me enfrento a la muerte, así que cuando me enfrento a él, me enfrento a la muerte. Me he enfrentado a la muerte otras veces.
Salvo por el hecho de que no era verdad. No se había enfrentado a la muerte en condiciones de poder morir de verdad. En lo más profundo de su corazón siempre había sabido que era más fuerte y más rápido. Él era el cazador. Él era el vampiro. Él era inmortal.
Esta vez, por primera vez en más de cuatrocientos cincuenta años, se enfrentaba a una muerte en la que creía.
—Y la pregunta es, ¿qué hago al respecto?
Una cosa era soportar los sueños cuando no sabía cómo o de dónde venían, y otra dejar que continuasen sabiendo desde dónde los enviaban. Debe de haberme detectado desde el momento en que despertó en el museo. Pero incluso sabiendo quién, todavía le asolaba la pregunta de por qué. Tal vez el sueño del sol llameante era un aviso, un tiro a través de su arco diciendo "Esto es lo que puedo hacerte si quiero. No interfieras en mi plan".
—Así que todo se reduce a correr. ¿Le dejo que se salga con la suya o me enfrento a él otra vez?
Se puso de pie de un salto y recorrió a zancadas la habitación, con la cabeza alta y los ojos en llamas.
—¡Soy el hijo de un rey! ¡Un vampiro! ¡Yo no huyo!
Con un fuerte crujido, la puerta del armario se partió en sus manos. Henry la contempló por un instante y luego dejó caer los trozos lentamente. Al final, la rabia y las palabras bonitas no significaban nada. No creía poder enfrentarse a Tawfik otra vez, no sabiendo que tendría que enfrentarse también al sol.
El sonido repentino del teléfono le hizo dar un vuelco al corazón de una forma muy mortal.
* * *
—Muy bien, el Sr. Fitzroy dice que puede subir.
Tony asintió, se recogió el pelo de la cara con una mano aún temblorosa y se apresuró hacia la puerta interior. Al viejo vigilante de segundad no le gustaba. Veía al chaval callejero acechando justo debajo de la superficie. Pensaba en un ladrón, y un adicto, y un vagabundo. A Tony le importaba tres cojones lo que pensara el viejo, especialmente aquella noche. Lo único que quería era llegar hasta Henry.
Henry arreglaría aquello.
* * *
Greg vio al muchacho correr hacia el ascensor y frunció el ceño. Había participado en dos guerras y conocía el terror profundo cuando lo veía. No le gustaba el chaval, ya que parte de su trabajo consistía en evitar que esa clase de gente entrase en el edificio, ni le gustaba su relación con el Sr. Fitzroy, fuese la que fuese, pero no le deseaba esa clase de miedo a nadie.
* * *
Henry notó el hedor del miedo desde la otra punta del apartamento, y cuando Tony se lanzó a sus brazos fue casi abrumador. Vigilando cautelosamente el Hambre que se había despertado con un cuerpo presentado de forma tan vulnerable, dejó de lado sus propios miedos y abrazó silenciosamente al joven hasta que sintió relajarse sus músculos y cesar el temblor. Cuando creyó que podría obtener una respuesta, lo apartó a unos centímetros de distancia.
—¿Qué pasa?
Tony se pasó la palma de la mano por las pestañas húmedas, demasiado asustado como para negar que allí hubiese habido lágrimas. La piel de alrededor de los ojos se le puso morada y tuvo que tragar una, dos veces antes de poder hablar.
—He visto esta mañana, un bebé, y él... —un escalofrío recorrió todo su cuerpo, al poder relajarse finalmente en presencia de Henry—. ¡Y ahora, estará... es decir, que le vi matar al bebé!
La boca de Henry se tensó ante la sola idea de que alguien amenazase a uno de los suyos. Llevó a Tony al sofá y le hizo sentarse. No opuso resistencia.
—No voy a dejar que te hagan daño —le dijo con un tono tal que Tony no tuvo más remedio que creerle—. Cuéntame lo que ha pasado. Desde el principio.
A medida que Tony hablaba, al principio despacio y luego más deprisa, como si su miedo le hiciese correr hasta el final de la historia, Henry tuvo que apartarse. Caminó hacia la ventana, extendió una mano contra el cristal y miró a la ciudad. Conocía al hombre de pelo y ojos oscuros.
"Está matando niños", le había dicho Vicki.
"Vendrá a por mí", exclamó Tony.
"Porque somos lo único que hay". Incluso la voz de Mike Celluci se encontraba en su cabeza.
Siento el sol. Faltan horas para el amanecer y siento el sol.
—¿Henry?
Se dio la vuelta lentamente.
—Tendré que ir a donde lo viste por última vez e intentar seguirlo.
No cabía duda de que reconocería el olor entre otros cien pegados al cemento en una mañana de noviembre. Y si encontraba la guarida de la criatura, ¿entonces qué? No lo sabía. No quería saberlo.
Tony suspiró. Sabía que Henry no le fallaría.
—¿Puedo quedarme aquí? ¿Hasta que vuelvas?
Henry asintió y repitió:
—Hasta que vuelva —como si hubiese algún tipo de mantra que aseguraría su regreso.
—¿Crees... crees que necesitas comer ante de irte?
No creyó que pudiese; no...
—No. Pero gracias.
Apartándose el pelo de la cara, Tony consiguió una tenue sonrisa temblorosa y encogió los hombros.
—Eh, no es que me importe, ni nada de eso.
Como no podía ser menos que aquel chico mortal, Henry le devolvió la sonrisa.
—Bien.
El chirrido del teléfono les hizo girar la cabeza de golpe a ambos, con expresiones de pánico casi idénticas. Henry rápidamente adoptó una máscara para que cuando Tony se girase y le dijese "¿Quieres que lo coja?", pareciese estar bajo control y pudiese contestar "No, ya lo cojo yo".
Levantó al auricular justo antes de que el segundo tono terminase de sonar, moviéndose desde la ventana hasta el teléfono en el espacio entre un latido de del corazón y el siguiente. Tardó casi lo mismo en encontrar su voz.
—¿Hola? ¿Henry?
Vicki. Sin duda, el tono se dividía entre la preocupación y el fastidio. No sabía qué esperaba. No, no era verdad, lo sabía perfectamente, pero no por qué. Si Anwar Tawfik decidiese ponerse en contacto con él, no usaría el teléfono.
—¿Henry?
—Vicki. Hola.
—¿Pasa algo? —Las palabras llevaban un matiz profesional que indicaba que ella sabía que ocurría algo, y que podía contárselo.
—No pasa nada. Tony está aquí. —A su espalda, oyó a Tony cambiar de posición sobre el sofá.
—¿Qué pasa con Tony?
La conclusión evidente. Debería haber sabido que se lanzaría a ello.
—Tiene un problema. Pero voy a solucionárselo. Esta noche.
—¿Qué clase de problema?
—Un momento —tapó el auricular, girándose a medias y arqueando una ceja en señal de pregunta.
Tony sacudió enfático la cabeza, hundiendo los dedos profundamente en el colchón.
—No se lo digas, tío. Ya sabes cómo es Victoria. Olvidará que es humana y saldrá para allá, se encarará con el tío y lo siguiente que sabremos es que es historia.
Henry asintió. Y yo no soy simplemente humano. Yo soy la noche. Soy un vampiro. Quiero que venga conmigo. No quiero enfrentarme a esta criatura solo.
—¿Vicki? No quiere que te lo cuente. Es un problema, eh, con un hombre.
—Ah. —No se atrevía a leer nada en la pausa que tuvo lugar a continuación—. Bueno, yo quiero pasar un rato con Mike esta noche, explicarle lo que sabemos de lo que está pasando. Avisarle —se paró de nuevo—. Si no me necesitas...
¿Qué es lo que notó ella? ¿La mentira a medias? ¿El miedo?
—¿Estarás aquí para el amanecer?
Pasase lo que pasase aquella noche, quería que ella estuviese allí para él.
—Sí —sonaba como un compromiso.
—Entonces saluda de mi parte al detective.
Vicki soltó un bufido.
—No creo —su voz se suavizó—. ¿Henry? Ten cuidado.
Después colgó.
Había desaparecido un poco del horror. Era increíble cómo se parecía el "ten cuidado" al "te quiero". Manteniendo aquellas palabras, aquel tono como talismán, repasó la localización del lugar una vez más con Tony, se puso el abrigo y salió a la noche. Le proporcionaba un dudoso alivio el saber que, por lo menos, no estaba volviéndose loco.
* * *
Tendría que adaptar a aquel lugar y aquella época muchos de los hechizos que había estado aprendiendo durante años. Desgraciadamente, al encontrarse en una cultura que contenía tan pocas cosas sagradas, no sería fácil encontrar sustitutos. Se había adorado tanto al íbice que la palabra "sagrado" había pasado a formar parte de su nombre, y eso hacía del pico, la sangre y el hueso poderosos agentes para la magia. De algún modo, no estaba seguro de que entregar un ganso canadiense fuese a producir el mismo efecto.
De repente, se enderezó de un salto sobre la silla y se giró para cerrar las ventanas. Estaba allí fuera. Y estaba cerca. Se puso de pie y empezó a ponerse la ropa de calle. Su ka no tendría que volver a buscar, ya que la simple consciencia de la existencia del joven bastaría para encontrarlo.
No sabía que aquella luz gloriosa había estado escondida durante el día, aunque esperaba descubrirla pronto.
De un modo o de otro.
* * *
Henry había seguido el rastro del olor desde la esquina sudeste de Bloor y Queen's Park Road, donde se separaba, yendo hacia el norte y hacia el sur. Se levantó lentamente, se frotó la rodilla que había apoyado en el cemento y reflexionó sobre qué debía hacer a continuación. Sabía lo que quería hacer, quería volver con Tony, decir que no había encontrado a la criatura y ocuparse del miedo del joven en vez del suyo propio.
Salvo por el hecho de que las cosas no se hacían así. Se había responsabilizado de Tony. El honor le había hecho salir a la calle y el honor le impedía volver.
La noche había seguido al día, fría y limpia, el tipo de tiempo donde el aroma se aferraba al suelo, y la presa se alejaba a espaldas de los sabuesos.
Su mejor amigo, su hermano del alma, Henry Howard, el Conde de Surrey, cabalgaba junto a él. Sus caballos se abrían paso entre la tierra helada. Delante de ellos los sabuesos aullaban, y casi a la cabeza de la jauría, la presa corría en un intento desesperado de escapar de la muerte que le pisaba los talones. Henry no vio el momento exacto en que los perros la alcanzaron, pero hubo un grito de dolor y terror casi humanos, y entonces el ciervo cayó contra el suelo.
Se apartó bastante de la masa agitada de perros que gruñían y corrían al lado de la gran bestia, que golpeaba con las pezuñas y se defendía con los cuernos, pero Surrey acercó su caballo tanto como pudo, inclinándose en el estribo, con la mirada clavada en el cuchillo y la garganta y el chorro cálido de sangre que exhalaba vapor en el frío aire de noviembre.
—¿Por qué? —le preguntaría más tarde, cuando el salón se llenaba del olor de la carne de venado asada y se sentaban sin botas a calentarse junto al fuego.
Surrey frunció el ceño y la elegante línea de sus cejas negras se hundió hacia el puente de su nariz.
—No quería que se desperdiciase la muerte de un animal tan espléndido. Pensé que podríamos encontrar un poema...
Su voz se desvaneció, así que Henry le preguntó ávidamente:
—¿Sí?
—Sí. —El semblante ceñudo se tornó pensativo—. Pero un poema demasiado rojo para mí, me temo. Escribiré la cacería y así mantendré con vida a la presa.
Cuatrocientos cincuenta y pico años más tarde, Henry contestaba de la misma forma que entonces: "Pero al final de una cacería siempre hay muerte".
El rastro del sur estaba casi enterrado bajo las demás pisadas del día. El del norte parecía más definido, como si se hubiese trazado más de una vez; tal vez al ir al hotel y volver. Henry cruzó Bloor, se pegó a la esquina de la iglesia y se quedó tan inmóvil que el flujo de transeúntes del domingo por la noche lo rodeó como una sola pieza.
Conocía al hombre de pelo y ojos oscuros que se acercaba.
Capítulo 12
Henry esperó inmóvil, mientras el otro hombre se acercaba. Se sentía como un conejo ante los faros de un coche, perfectamente consciente de que la muerte y la destrucción se cernían sobre él, pero incapaz de moverse.
El sol cada vez se hacía más y más brillante en su mente, hasta que luchó por esquivarlo.
No hay forma de luchar contra esto...
Entonces, de repente, reconoció contra qué se enfrentaba. Los vampiros podían sentir las vidas que los rodeaban, no sólo por el olor y el sonido, sino también por una sensibilidad propia de los que cazaban por la noche. Lo que sentía aproximarse era una vida, antigua, a diferencia de cualquier otra vida que hubiese sentido antes, y el sol era sólo un símbolo creado para enfrentarse a ella.
Lo he reconocido desde el momento en que despertó, y más en los momentos en que soy más vulnerable. Por dios, casi me mata con sólo existir.
Frunciendo el ceño y apretando los dientes, se esforzó por apartar aquella vida de la parte central de su mente, consiguiendo finalmente relegarla al fondo y amortiguando la luz, aunque no podía hacerla desaparecer del todo. Ahora existía como fondo para todo lo que él hacía, pero por lo menos ya no lo cegaba.
La noche volvió, Henry parpadeó y se encontró hundido en unos iris de color marrón tan oscuro que parecían negros. Justo antes de que esta oscuridad se cerniese sobre él, gruñó y se liberó.
—¡No iré sin resistirme, como un cordero al matadero!
* * *
La fuerza de voluntad golpeó el hechizo de absorción y lo hizo pedazos. En todos los siglos que habían pasado desde que su dios le cambiase, nunca había sentido una fuerza bruta como aquella.
Debería haberse dado cuenta de que no sería tan fácil, y no lo habría intentado de no haber estado cegado por la gloria del ka del otro. Aquél ka tenía protecciones; no sólo la fuerza personal, sino también fuertes vínculos con el Dios único que había destruido las antiguas costumbres. Cada una de esas cosas podía bastar para impedirle tomar lo que deseaba tan fehacientemente, y juntas constituían una barrera casi impenetrable.
Pero tendré su ka. Debo tenerlo.
Sólo rozó los extremos más externos de sus pensamientos. En ellos pudo sentirse a sí mismo y pudo sentir miedo. Ambos le permitirían, si no entrar, al menos rodearlo. Buscó otras debilidades, pero sólo encontró el resplandor de un potencial ilimitado.
—¿Qué eres?
Henry, con los músculos tensos entre los hombros, las manos apretadas tan fuerte que las uñas le horadaron medialunas en las palmas, no vio motivo para no contestar. Habló con un tono tal que recorriese la distancia entre ellos dos pero no más, y la arrojó como un guante de desafío.
—Soy un vampiro.
* * *
El ka que había absorbido desde que despertó le proporcionó un remedo confuso de imágenes que no parecían tener mucho que ver con el joven que tenía delante de él. Fue tamizando la información hasta que reconoció con qué se enfrentaba. Su gente lo habría llamado por otro nombre.
Con razón brillaba tan intensamente el ka del joven. Como los caminantes nocturnos se alimentaban de la sangre de los vivos, eran inmortales. Tan inmortales como él mismo. ¿Ardería su propio ka como un faro? Era una pena que nunca lo supiese, ya que era el único que no podía ver.
¡Qué poder obtendría si se alimentase del ka de un ser inmortal! Ya no sería necesario trabajar mediante ridículos instrumentos humanos. Desde el principio, gobernaría en su propio nombre.
Tal vez... tal vez un puesto en la asamblea de los dioses no estaría fuera de su alcance. Se imaginaba rodeado de gloria, y no ya como un siervo de una simple deidad menor, sino como un amo en su propio nombre. Aunque le fascinaba, enterró profundamente el pensamiento. No sería bueno que Akhekh lo encontrase.
Sin embargo, devorar un ka inmortal... había estado tan cegado por la vida que quedaba que nunca se había fijado en la vida transcurrida, nunca se había dado cuenta de que era mucho más larga que la vida humana normal. Descubrió que era mayor que él por bastantes siglos, incluso descontando los milenios que había pasado encerrado. Aún así, tendría que tener cuidado, ya que si quería devorarlo, las protecciones del caminante nocturno deberían reducirse. No tenía el poder suficiente como para destruirlas, incluso considerando el miedo que había introducido por ellas.
¿Por qué tienes miedo de mí, caminante nocturno?
Aunque era una emoción que podía usar, era una pregunta que no podía contestar, así que hizo otra.
—¿Por qué me buscas, caminante nocturno?
Cierto, ¿por qué?
—Estás cazando en mi territorio.
Era una respuesta lo bastante ambigua como para ocultar muchos motivos y, como Henry descubrió al hablar, la verdad también.
Una vez más intentó leer el ka del otro, atravesar la superficie, pero no avanzó más que en las anteriores.
—Me gustaría hablar contigo, caminante nocturno. ¿Podemos caminar juntos un rato?
Henry quería negarse, dividido entre el deseo de correr y el de destrozarle la garganta a la criatura y beber hasta el fondo la sangre que oía correr por debajo de la suave columna del cuello. La primera opción no le ayudaría a encontrar una solución. La segunda... bueno, incluso si pudiese atravesar las defensas que llevaban los hechiceros, cosa que dudaba, era domingo por la tarde y se encontraban en una intersección en medio de Toronto. Aunque cometer un crimen violento delante de cientos de testigos, sería una solución más o menos aceptable, no creía que pudiese sobrevivir a ella.
De este modo, como parecía lo más adecuado, si no la mejor opción, se giró y se puso a caminar al lado del otro, intentando ignorar el sol que seguía brillando en la otra esquina de su mente.
Caminaron hacia el sur, por Queen's Park Road, y el poder que llevaban consigo hizo girar la cabeza a varios al pasar a su lado.
—¿Cómo debería llamarte? —preguntó finalmente Henry.
—Uso el nombre de Anwar Tawfik. Puedes llamarme así.
—Ese no es tu nombre de nacimiento.
—Por supuesto que no —se rió gentil, como un mayor amonestando a un alumno equivocado—. Adopté ese nombre al despertar. No voy a darte el poder de mi nombre verdadero. —No había oído pronunciar su nombre desde antes de que Egipto se unificase—. ¿Y yo debo llamarte...?
—Richmond.
Aunque había respondido a él en el pasado, era un título, no un nombre, así que estaría a salvo de cualquier hechicería que pudiese realizarse con él.
Recorrieron una corta distancia más allá, hasta que los sonidos de Bloor Street se desvanecieron; entonces, por acuerdo mutuo, se dirigieron al parque. En una noche de noviembre, caminaban solos por los senderos húmedos cubiertos de hojas caídas, bajo árboles casi desnudos. Nadie podría oír las palabras que decían. Nadie tendría que morir por haberlas oído.
Las luces desperdigadas sólo hacían retroceder la oscuridad en algunas zonas aisladas. En el resto del parque la noche se extendía intacta, desde la infinidad hasta el suelo. Había poca luz de ningún tipo sobre el banco que escogieron, y al ver Henry a Tawfik descender cuidadosamente sobre éste, se dio cuenta de que el otro no tenía una vista mejor que la de los mortales.
Así que tengo la ventaja de la vista. Para lo que me va a valer...
Tawfik olía a excitación, no a miedo, y su corazón sólo latía una fracción de segundo más rápido que el de la media de los humanos. El movimiento de su sangre despertó el Hambre, a pesar de que el peso de su vida abrumase cualquier deseo que tuviese de alimentarse. Olía el miedo en sí mismo, y su propio corazón, aunque aún sopesadamente despacio en términos mortales, no latía tan rápido y fuerte desde hacía años.
Tawfik fue el primero en hablar, y su voz sonaba divertida.
—Tienes cien preguntas, ¿por qué no empiezas?
¿Por qué no? Pero, ¿por dónde? Tal vez con la pregunta que él mismo había contestado.
—¿Qué eres?
—Soy el único sacerdote que queda del dios Akhekh.
—¿Qué haces aquí?
—¿Quieres decir que cómo he llegado hasta aquí, hasta este siglo, hasta este país? ¿O quieres decir que qué hago aquí ahora?
—Ambas cosas.
Tawfik se removió sobre el banco.
—Bueno, eso es, como dicen, una historia muy larga, y como sólo tienes hasta el amanecer...
No vio motivo alguno para mentir al caminante nocturno con respecto a lo que era y lo que había sido, y, aunque escogería cuidadosamente las palabras, también quería hablar de sus planes. Después de todo, quería ganarse la confianza del joven Richmond.
Afortunadamente, el Dr. Rax le proporcionó un trasfondo del siglo XX sobre el que apoyar su historia.
—Nací hacia el año 3250 antes de Cristo, en el alto Egipto, justo antes de que Meri-nar, que había sido rey del bajo Egipto, crease un imperio que se extendía a lo largo de todo el Nilo. En el momento de la conquista, yo era un sacerdote de Set de alto rango; no del Set que se recuerda normalmente, que entonces era un dios benévolo, desgraciadamente en el bando perdedor. Después de la conquista, el anciano Horus, el mayor de los dioses del bajo Egipto, desposeyó a Set y lo declaró impuro. Set, que aún era muy poderoso, encontró su forma de entraren el panteón nuevo. —El tono de Tawfik se volvió algo seco—. Los dioses egipcios eran, cuando menos, flexibles. Yo como alto sacerdote, había sido desposeído con mi dios, despojado y expulsado de mi templo. Al ser mortal y de mediana edad, no pude permitirme el lujo de preocuparme por los planes a largo plazo de Set. Quería una venganza inmediata, y estaba dispuesto a... —Se detuvo y Henry le vio fruncir el ceño mientras recordaba—. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para recuperar el poder y el prestigio que había perdido. Akhekh, una deidad menor y oscura, vino a mí. En la confusión de los cielos, había conseguido hacerse con más poder de lo habitual. "Júrame lealtad", dijo, "dedica tu vida a mi servicio y te daré el tiempo que necesitas para vengarte. Te haré más poderoso de lo que nunca has sido. Conviértete en mi sacerdote y te daré el poder de destruir el ka de tus enemigos. Te alimentarás de sus almas, y de este modo vivirás para siempre". —Tawfik se giró para mirar a Henry y sonrió forzadamente—. No pienses ni por un momento que Akhekh me hizo esta oferta porque me apreciase. Los dioses sólo existen mientras existe la fe. Si se cambia a los creyentes, se cambia a los dioses. Cuando ya nadie cree, los dioses pierden definición, la personalidad, si lo prefieres, y quedan absorbidos en el todo. —Percibió una fuerte llama negativa procedente del ka del caminante nocturno, e inclinó la cabeza educadamente hacia el otro hombre—. ¿Querías decir...?
Henry no pretendía decir nada, pero se dio cuenta de que cuando se le desafiaba no podía contenerse. No haré como Pedro ni negaré a mi señor.
—Sólo hay un Dios.
—Richmond, por favor. —Tawfik no se molestó en ocultar el tono divertido de su voz—. Por lo menos tú deberías tener un criterio mejor. Tal vez algún día sólo haya un dios, cuando los sueños y los deseos de todo el mundo sean los mismos, y, ciertamente, hay menos dioses que cuando me enterraron. Pero, ¿uno sólo? No. Puedo... presentarte a mi dios, si lo deseas.
La noche parecía oscurecerse un poco más.
—No. —Henry masculló la palabra a través de sus dientes apretados.
Tawfik se encogió de hombros.
—Como desees. Bien, ¿por donde iba? Ah, sí. Acepté la oferta de Akhekh, por supuesto: el que viniese de un dios oscuro no me importaba dadas las circunstancias. Descubrí que no sólo podía extender mi vida y reforzar mi magia con la vida que quedaba en el ka que absorbía, sino que también obtenía el conocimiento de la vida que contenía ese ka. Un recurso de incalculable valor para trasladarse entre culturas separadas por mucho, mucho tiempo.
—Así que, cuando mataste al Dr. Rax...
—Absorbí el poder de la vida que le quedaba y supe todo lo que él sabía. Cuanto más joven sea la vida, menos conocimientos tiene, pero más potencial de poder.
—Entonces, el niño que mataste esta mañana...
Aquello hizo que Tawfik abandonase de un salto su postura relajada.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió, y supo la respuesta antes de que la pregunta saliese de su boca. El joven que había estado observando, sabiendo perfectamente lo que ocurría, el joven que huyó aterrorizado, debió de huir en busca de la protección del caminante nocturno. Había oído que éstos a veces reunían mortales a su alrededor para tener una fuente inmediata de comida cuando no era seguro cazar. Así que ha entrado en juego otro peón. Tawfik no dejó ver en su rostro o en su voz nada más que la pregunta. Si el caminante nocturno pensaba que se había olvidado del joven, su protección sería menos extrema y más fácil de evitar.
Henry oyó acelerarse el pulso de Tawfik, pero el sacerdote hechicero no mencionó a Tony. Tal vez éste se había equivocado y no le había visto. Teniendo en cuenta el terror que sentía, no parecía muy probable. Tal vez Tawfik ocultaba más sus jugadas y no quería dejar ver sus cartas. Sin duda, tenía sus propias razones para negar haber tenido un testigo. Las de Henry eran sencillas: no quería traicionar a un amigo. Dejó que se notase la bestia en su voz al repetir:
—Has estado cazando en mi territorio.
Tawfik reconoció la amenaza y respondió con una propia, jugando con el miedo apenas controlado que el caminante nocturno sentía por él.
—Como ibas a comentar, el niño al que maté esta mañana me hizo muy poderoso. —Tablas de nuevo—. Bien, ¿puedo continuar con mi historia...?
—Adelante.
—Gracias. —La oferta de Akhekh incluía una condición: no podría devorar el ka de alguien que ya hubiese jurado fe a un dios. Durante los primeros cien años después de la conquista, mientras el panteón se asentaba, fue fácil encontrar almas sin dios, y había obtenido mucho poder (que, como descubrió, le complacía más que la venganza), y el culto de Akhekh había crecido en fuerza. Sin embargo, cuanto más estable y próspero era Egipto, más gente quedaba satisfecha con sus dioses y menos ka libre quedaba disponible, lo que mermó su poder y el de Akhekh, lánguido en contraste con Egipto. Aquella época poseía una decadencia que él reconocía y que tenía toda la intención de explotar. Estaban maduros para los rituales de Akhekh. Tawfik no vio motivo alguno para mencionar nada de eso al caminante nocturno—. Por mi causa, mi señor, a pesar de su posición relativamente subordinada en el panteón, nunca fue absorbido por los dioses mayores, como lo habían sido muchas deidades menores. Por ello, en cada época, en mil lugares a lo largo del Nilo, elevé un templo a Akhekh. —Por otra parte, era el único adorador, pero tampoco tenía por qué mencionarlo—. De vez en cuando, otros sacerdotes protestaban porque hubiese salido del ciclo de la vida, pero los siglos me habían convertido en un hechicero hábil. Y me habían enseñado cuándo abandonar un mal negocio e irme de la ciudad. Por lo tanto, no pudieron cogerme. Como sólo destruí a los que no debían lealtad a ningún señor, los demás dioses se negaron a involucrarse.
—Pero al final te cogieron.
—Sí. Bueno, cometí un pequeño error de cálculo. Podría pasarle a cualquiera. —En la oscuridad, Tawfik sonrió—. ¿Quieres que te cuente lo que fue? Es totalmente irrelevante en este tiempo y en este lugar, así que, aunque quisieras, no podrías usarlo contra mí. Durante lo que ahora llamáis decimoctava dinastía, aunque Egipto era extremadamente próspero, la mayoría de los nobles tenían familias grandes, lo que significaba que una parte de la nobleza más joven no tenía nada que hacer. En un clima social como aquél, el templo de Akhekh creció y floreció. Mi señor obtuvo más acólitos que nunca desde la conquista. Desgraciadamente, aunque no me parecía inapropiado en aquel momento, dos de los hijos más jóvenes del faraón se unieron a nosotros. Esto atrajo por fin la atención de los dioses mayores.
Se detuvo, suspiró y sacudió la cabeza. Cuando comenzó a hablar de nuevo, su voz había perdido el tono de profesor y se había convertido únicamente en la voz de un hombre que compartía recuerdos dolorosos.
—Los hijos del faraón eran los hijos de Osiris renacido, y Osiris no toleraría verlos corrompidos por lo que consideraba una abominación. De este modo, Thot, el dios de la sabiduría, se dirigió a uno de sus sacerdotes en un sueño y le explicó cómo derrocarme. Se destruyeron mis protecciones y me expulsaron del templo una vez más. La primera vez me dejaron vivo porque mi vida no tenía sentido. Esta vez tenían miedo de matarme, por lo mucho que mi vida se había alargado. Incluso los dioses se preocupaban por lo que pudiese pasar si se liberase mi ka bajo la custodia de Akhekh, cuando quedaban tantos acólitos que realizaban los rituales. No debían matarme, sino enterrarme vivo. Los sacerdotes de Thot me explicaron todo esto mientras preparaban el ritual. Tres mil años más tarde, trajeron mi prisión a esta ciudad y me liberaron.
—Y destruiste al hombre que te dio tu libertad.
—Mi libertad la obtuve al destruirlo. Necesitaba sus conocimientos.
—Y el otro. El limpiador.
—Necesitaba su vida. Llevaba tres mil años enterrado, caminante nocturno. Tenía que alimentarme, ¿No habrías hecho tú lo mismo?
Henry recordó los tres días que había pasado bajo tierra, con el hambre asestándole zarpazos hasta que todo él se convirtió en hambre.
—No —admitió, tanto para sí como para Tawfik—. Me habría alimentado. Pero —se libró del recuerdo— no habría matado a los demás, a los niños no.
Tawfik se encogió de hombros.
—Necesitaba su poder.
—Así que les quitaste a vida.
—Sí. —Se removió sobre el banco, cruzando los dedos y apoyando los antebrazos en los muslos—. Te he contado todo esto, caminante nocturno, para que te des cuenta de que no puedes detenerme. No eres un hechicero. Thot y Osiris hace tiempo que murieron y no pueden ayudarte. Tu dios no interfiere.
Primero el palo:
—Si le enfrentas a mí, me veré obligado a destruirte.
Luego la zanahoria:
—Como yo lo veo, tienes dos opciones: vive y deja vivir, como yo estoy dispuesto a hacer contigo, o únete a mí.
—Unirme a ti —Henry no era totalmente responsable de la repetición.
—Sí. Tenemos mucho en común, tú y yo.
—No tenemos nada en común.
Tawfik levantó las cejas.
—Por supuesto que no —el sarcasmo tenía un filo cortante—. Esta ciudad está rebosante de seres inmortales.
—Tú matas inocentes.
—¿Y acaso tú nunca has matado para sobrevivir?
—Sí, pero...
—¿No has matado por poder?
—A inocentes no.
—¿Y quién decide quiénes son culpables?
—Ellos mismos, con sus propias acciones.
—¿Y quién te ha nombrado juez, jurado y verdugo? ¿Acaso no tengo tanto derecho de nombrarme yo mismo igual que tú?
—¡Yo nunca he destruido inocentes! —Henry se aferró fuertemente a aquello mientras el sol brillaba con más fuerza detrás de sus ojos.
—No hay inocentes, ¿o acaso niegas la postura de tu iglesia sobre el pecado original?
—¡Hablas como un jesuita!
—Gracias. Yo soy tan inmortal como tú, Richmond. Nunca envejeceré, nunca moriré, nunca te abandonaré. Ni siquiera otro caminante nocturno puede prometerte eso.
Los vampiros eran cazadores solitarios. Los humanos eran animales de manada. Para poder sobrevivir al mundo mortal, el vampiro no podía abandonar toda su humanidad. Los que lo hacían acababan destruidos pronto por el terror que provocaban. Su naturaleza doble siempre se encontraba en lucha consigo misma. Pero encontrar un compañero que no provocara sangrientas batallas por el territorio ni muriese justo después de convertirse en una parte intrínseca de su vida...
—¡No! —Henry se levantó y se lanzó a la oscuridad, intentando separarse del sol. A mitad del parque consiguió detenerse, y, con los dedos hundidos profundamente en la corteza viva de un árbol viejo, nudoso y a la mitad de su vida, luchó por controlarse.
—He vivido sabiendo que era inmortal miles de años —continuó Tawfik, sabiendo que el caminante nocturno le oía. Observó la reacción del ka del otro y escogió sus palabras en consecuencia—. Soy tal vez el único hombre al que conocerás capaz de comprenderte, que sepa lo que estás pasando. Que pueda aceptarte totalmente por lo que eres. Yo también he visto a mis seres amados envejecer y morir.
Escuchando a su pesar, Henry vio cómo los años le arrebataban a Vicki igual que le habían arrebatado a las demás.
—Te pido que te quedes a mi lado, caminante nocturno. Un hombre no debe pasar por los siglos solo. Ninguno de nosotros necesitará estar solo nunca más. No necesitas avanzar a ciegas. Yo he vivido los años que tú vivirás. Puedo estar aquí para guiarte. —Tawfik no pudo ocultar su jadeo al ver al caminante nocturno volver silenciosa y rápidamente a su lado.
—No me has contado lo que piensas hacer ahora. —La respuesta no era tan importante como el hecho de conseguir que parase, haciendo desaparecer el espectro de aislamiento que había evocado. No podía limitarse a irse andando, tenía que cambiar de tema.
—Planeo construir un templo, como siempre he hecho cuando he comenzado una nueva vida, y reunir acólitos para servir a mi dios. Esta es mi única preocupación en este momento, caminante nocturno, que los acólitos presten juramento lo antes posible. Un dios se merece unos adoradores, rituales, todas las pequeñas cosas que hacen que merezca la pena ser un dios.
—Entonces, ¿para qué intentar controlar la policía y el sistema judicial?
—Las religiones nuevas suelen estar perseguidas. Tengo la posibilidad de prevenirlo, y eso es lo que hago. Cuando no necesite esconderme, gritaré AKHEKH desde la cima de la montaña más alta. Una vez que el templo sea suficientemente grande como para proporcionarme el poder que necesito, tus inocentes estarán a salvo —Tawfik se levantó y alargó la mano—. Vives como un mortal, buscando soluciones inmediatas, respuestas inmediatas. ¿Por qué no hacer planes para la eternidad? ¿Por qué no hacer planes conmigo? —Ahora tenía una llave que bastaba para entrar en el ka del caminante nocturno, y si Richmond simplemente aceptaba por voluntad propia y cogía su mano, aquel acto de confianza establecería unos vínculos de los que el joven ya nunca podría librarse. Con el tiempo, aquellos vínculos los acercarían más, y, con el tiempo, se alimentaría.
El olor y el sonido indicaban a Henry de que Tawfik no había mentido una sola vez desde que empezó a hablar.
Henry se sentía joven, confundido, asustado. Durante los diecisiete años que había vivido como mortal, había luchado por obtener el amor y el apoyo de su padre. Tawfik, más viejo, más sabio y de poder indisputable, le hacía sentir igual que su padre. Cuatrocientos cincuenta años cazando solo por la noche deberían haber bastado para borrar el papel del hijo bastardo que sólo quería tener un sitio. No era así. No sabía qué pensar. Se quedó mirando la mano que se le tendía, y se preguntó cómo sería capaz de hacer planes para más allá de una vida mortal. Formar parte de un todo mayor. Pero si Tawfik había mentido...
—Tu dios es un dios oscuro. No quiero formar parte de él.
—No tienes por qué tener nada que ver con mi dios. Akhekh no te pide nada. Yo te pido tu compañía. Tu amistad.
—¡Tú eres más peligroso que tu dios! —Al pronunciar la última palabra, Henry se lanzó hacia delante. Vio líneas rojas resplandecer y se encontró tumbado de espaldas a dos metros.
Tawfik dejó caer lentamente la mano a su costado.
—Niño insensato —le dijo suavemente—. No voy a destruirte ahora, como podría hacer, ni retiraré mi oferta. Si te cansas de pasar la eternidad solo, vuelve a la esquina donde nos hemos conocido esta noche y te encontraré. —Sintió la mirada del caminante nocturno sobre él al darse la vuelta y se alejó caminando, no del todo decepcionado con el trabajo de aquella noche. La superficie del ka del otro bullía de sensaciones demasiado confusas como para desentrañarlas con milenios de experiencia, pero todas volvieron finalmente a él.
* * *
La misa nocturna casi había terminado cuando Henry entró en silencio en la iglesia y se sentó en uno de los bancos vacíos del fondo. Confuso y asustado, había llegado al único lugar que, a pesar de los años y de todos los cambios, siempre seguía siendo igual. Bueno, casi igual. Todavía echaba de menos las cadencias, la grandiosidad del latín, y a veces murmuraba sus respuestas en el idioma del pasado.
La inquisición le había separado de la Iglesia durante un tiempo, pero al necesitar, cuando menos, continuar con su culto, había vuelto. A veces veía la Iglesia como un ser inmortal por derecho propio que vivía de un modo muy parecido al suyo, durante horas cuidadosamente prescritas y alimentándose de la sangre de los mortales que la rodeaban. A menudo, la sangre no era simplemente metafórica, ya que se había vertido mucha en nombre del dios del amor...
Se levantó junto al resto, con las manos apoyadas en la cálida madera del banco de delante.
A lo largo de los siglos había habido compromisos, por supuesto. La Iglesia había declarado que él no tenía alma. Él no estaba de acuerdo. Había visto a hombres y mujeres sin alma, ya que un alma podía entregarse a la desesperación, o el odio, o la rabia, pero no se contaba entre ellas. La confesión había sido un reto al principio, hasta que se dio cuenta de que los pecados que los sacerdotes podían comprender (gula, odio, lujuria, o pereza) se aplicaban tanto a él como a los mortales, y que las acciones concretas no importaban. Él practicaba la penitencia que se le imponía. Salía de la iglesia sintiéndose parte de un todo mayor.
Salvo por el hecho de que, desde su cambio, no podía tomar la comunión.
Así que una vez más estoy de lado, diferente a lo más parecido que he conocido a una comunidad.
Le parecía interesante que Tawfik, el ser inmortal más poderoso que había conocido desde que Christina y él se separasen, llegase con su propio dios. Tal vez los inmortales necesitasen esa clase de continuidad en su interior. Terminó pensando en discutir esta teoría con Tawfik, y desechó la idea.
El banco de delante crujió bajo su mano, y apresuradamente relajó la presa.
Si no fuese por las promesas que le había hecho a Tony, habría corrido antes de tener la oportunidad de que le tentasen. Si no fuese por Vicki, la tentación no habría sido tan grande. Vicki le ofrecía su amistad, tal vez incluso su amor, aunque parecía tener miedo de lo que esto implicaba, pero su mortalidad resonaba con el flujo de su sangre, y cada latido de su corazón la acercaba más a la muerte. Con el tiempo habría desaparecido, y poco después de ella, Tony, y entonces volvería la soledad.
Tawfik prometía dar fin a la soledad, un lugar al que pertenecer durante más de lo que duraba una vida mortal.
¿Por qué no hacer planes para la eternidad?
El sol ardía detrás de sus ojos. Parecía que ya no podía ignorar completamente la existencia de Tawfik.
Si muero, tendría la eternidad que promete la iglesia. Sería tan fácil tomar aquella salida, con el amanecer...
Salvo por el hecho de que el suicidio es un pecado.
El mayor pecado sería el dolor que dejaría a sus espaldas. Si quería tomar aquella salida, tendría que esperar. Con un destello en el corazón, se dio cuenta de que, por primera vez desde que comenzasen los sueños, podía enfrentarse al amanecer sin miedo. El sol que Tawfik le enviaba ya no podía empujarlo en aquella dirección. Pasase lo que pasase (el deseo, el miedo y la identidad eran todavía un lío enrevesado que no podía resolver), aquello no sucedería.
El sacerdote levantó una mano, con los ojos casi cerrados sobre la curva de sus mejillas.
—Podéis ir en paz —dijo suavemente, y sonó como si lo dijese en serio.
Una vez terminada la misa, la congregación, compuesta sobre todo por ancianos inmigrantes, comenzó a salir en fila. Henry se quedó atrás, esperando, mientras el sacerdote los saludaba en la puerta. Cuando el último cuerpo vestido de negro se alejaba por el sendero, avanzó y miró a los ojos al cura.
—Padre, tengo que hablar con usted.
Él no pudo negarse a aquélla petición, y no sólo por la vocación.
* * *
Eran las siete y diez cuando volvió al apartamento, casi dieciocho minutos antes del amanecer. Vicki le esperaba a la puerta: lo agarró de las manos y prácticamente lo arrastró hacia el interior.
—¿Dónde coño has estado? —gruñó, pasando de la preocupación al enfado ahora que estaba a salvo.
—Me he encontrado con la momia.
El tono bajo con que lo dijo fue penetrante. Sólo puedes enfrentarte a esto si niegas el efecto que ha tenido. A lo largo de los años, Vicki había observado lo bastante los efectos de un trauma importante como para reconocer ese mecanismo de defensa en particular sin ningún esfuerzo. Del mismo modo, amortiguó sus propias emociones.
—Así que lo has encontrado. Tony me llamó a media noche, tenía miedo de que la criatura te hubiese absorbido la vida como hizo con el bebé. Mike me acercó en coche. Tendré que llamarle después de amanecer para contarle lo que ha pasado. —Suponiendo que me expliques lo que ha pasado. Henry oía un latido lento y tranquilo que provenía del cuarto de estar—. Tony al final se quedó dormido en el sofá a eso de las cuatro —continuó ella—. Lo sacaré de aquí cuando te ponga a salvo.
Lo llevaba agarrado y tiraba de él resueltamente, de un modo que para la mano de un mortal resultaría doloroso. Incluso a Henry le pareció algo incómodo. No hizo ningún esfuerzo por soltarse. Era un apoyo que agradecía.
Vicki no lo soltó hasta que llegaron al dormitorio, cerraron la puerta a sus espaldas y corrieron el telón. Lo dejó de pie en medio de la habitación, se sentó en el borde de la cama y se deslizó las gafas por la nariz.
—Si llegas a morirte ahí fuera —dijo lentamente, porque si no hablaba iba a explotar— hubieses dejado un agujero en mi vida imposible de llenar. Siempre he odiado la idea de poner condiciones a... —se humedeció los labios— al amor, pero si sales a enfrentarte con un enemigo cuya fuerza no conocemos, que puede matar con una mirada, que la noche antes te ha hecho salir huyendo de él muerto de miedo, y no vuelves con pinta por lo menos de estar hecho polvo... —levantó la cabeza bruscamente para mirarlo a los ojos— te voy a retorcer tu puto pescuezo de vampiro. ¿Está claro?
—Eso creo. Lo has pasado fatal, ¿debería haberlo pasado yo igual? —se sentó a su lado en la cama—. Si te hace sentir mejor, lo pasé mal.
—Que te den por culo, Henry, eso no es lo que quiero —se frotó fuertemente la lágrima que le recorría la mejilla—. Estaba muerta de miedo pensando que fueras a enfrentarte a algo con lo que no podías...
—Eso he hecho —levantó una mano para silenciarla—, pero no porque quisiese probar nada después de lo de anoche. Hace tres siglos que dejé de hacerme el macho. Fui porque Tony lo necesitaba.
Vicki inspiró profundamente, y enderezó los hombros como si levantase un peso. No se podía negar que ella había asumido riesgos imposibles en su momento, y, gracias a Dios, él había tenido una razón que ella podía aceptar.
—Eres idiota —dijo.
Henry se inclinó y la besó, llevando a su boca el sabor de la de ella.
—Y tu tienes formas muy interesantes de decir te quiero —murmuró con los labios pegados a los suyos. Se dio cuenta de lo asustada que había estado por él cuando ella no protestó, y se limitó a devolverle el abrazo con una intensidad que denotaba desesperación. Cuando finalmente se apartó de él, Henry se puso de pie y empezó a quitarse la camisa. Si no se daba prisa, pasaría el día con la ropa puesta.
Ella lo observó, y la expresión suave y ansiosa de hacía un momento se endureció, convirtiéndose en algo más parecido a, Vale, sigamos con esto.
—¿Estás bien?
—Bueno, para empezar, yo no lo encontré, me encontró él a mí —dejó caer la camisa al suelo—. Y he descubierto que el sol con el que he estado soñando no es nada más que una manifestación de su energía vital.
—¿Qué?
—Al parecer, había veces en las que era más susceptible. Y ahora que lo he conocido, puedo ignorarlo totalmente.
—¿Ves el sol siempre?
—Siempre está revoloteando por mi mente.
—¡Por Dios, Henry!
—Me da miedo, Vicki. No sé cómo podemos vencerlo.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué te ha hecho?
—Hablar —Henry levantó las sábanas y se metió en la cama. El sol, el otro sol, temblaba en el horizonte.
—Me hizo un lío y luego me dejó para que lo resolviera yo solo.
Ella se giró hasta verle la cara otra vez.
—¿Y lo has resuelto?
—Eso creo. No sé. —No lo sabré hasta que me encuentre con él otra vez—. He pasado la noche intentando redefinirme. La iglesia. La caza. —Alargó la mano y le colocó dos dedos sobre la muñeca—. Tú.
¿Me muero de preocupación y él mientras está por ahí rezando, tomando un aperitivo y echando un polvo? El olor a sexo que desprendía era débil, pero inconfundible, ahora que lo había notado. Tranquila. Todo el mundo se enfrenta a un trauma a su manera. Por lo menos ha llegado a casa.
—¿Y qué parte de ti defino yo?
—Mi corazón.
Ella colocó la mano sobre su pecho desnudo, acariciando los rizos rojos y dorados con el pulgar.
—Realmente odio este rollo blandengue.
—Ya lo sé —casi sonrió, pero luego enseguida recuperó la compostura—. Intenté atacarle. No pude ni acercarme. Es peligroso, Vicki.
Evidentemente, no se refería a las muertes que habían tenido lugar desde que la momia se liberase, y la débil nota de dolor de su voz era mucho más inquietante que el pánico simple y puro.
—¿Por qué?
—Porque no puedo rechazar su oferta así como así.
—¿Su oferta? —Vicki entornó las cejas tan fuertemente que las gafas le temblaron en la punta de la nariz—. ¿Qué oferta? ¡Cuéntamelo!
Él comenzó a sacudir la cabeza...
...entonces el movimiento fue mas despacio...
...y entonces el día lo hizo desvanecerse.
* * *
—Cuando se despierte, lo voy a agarrar y a darle un meneo y me va a contar todo lo que sabe y lo vamos a repasar todo segundo a segundo. —Vicki se metió en la boca otro puñado de bolitas de queso—. Esto es lo que pasa cuando dejas interferir a tus hormonas en un caso —murmuró salvaje aunque indistintamente a una paloma. Como estaba tan preocupada por Henry, primero había balbucido, luego le había dejado balbucir a él y luego no había descubierto nada útil antes de que se quedara inconsciente—. Si alguna vez hubiese hecho una estupidez así con un testigo cuando estaba en el cuerpo, me habrían acusado de alta incompetencia. —Chupando la virulenta mancha naranja de sus dedos, sacudió la cabeza, gruñendo entre ellos—. Y se preguntan por qué no me pongo en plan romántico baboso. —Vale, era injusto. Nadie se lo preguntaba. Celluci lo comprendía y Henry lo aceptaba. Aquella cagada no era culpa de nadie más que de ella—. Por Dios, Celluci.
Metió la bolsa a medio comer de bolas de queso en el bolso y miró el reloj. Él tendría que ir a la comisaría a las once, y le había dicho que le llamase antes de que se fuera. Vicki se figuró que le debía aquello. Teniendo en cuenta su falta de información relevante, no es que le apeteciese demasiado. Para su sorpresa, eran sólo las ocho cincuenta y tres. ¿Por qué pensaba que tendría que hacerlo más tarde? El tiempo vuela cuando te entra un cabreo...
Una vez arropado Henry y puesto a salvo, cosa que la enfurecía, levantó a Tony, lo tranquilizó y cogió el metro hacia su lugar habitual de trabajo, con cinco pavos en la mano para poder pedirse un desayuno al llegar. Luego tomó la otra dirección, se detuvo lo justo para coger algo para picar, una lectura corta y una clase de nutrición a cargo de la Sra. Kopoulus en la tienda, y rodeó la esquina para llegar a Hurón Street y a casa. Había salido de casa de Henry a las ocho menos diez, y ahora eran las nueve menos diez. Una hora parecía suficiente...
—Tiempo diario de descuento. Mi cuerpo cree que son las diez menos diez —suspiró—. Mi cuerpo es idiota. Mi estado emocional es de lo menos fiable. Mierda, menos mal que soy lista.
La parte de Hurón Street en que se podía estacionar estaba, como de costumbre, llena de coches, así que casi no prestó atención al sedán marrón que se había situado ilegalmente enfrente de edificio. Se dirigió a la acera, oyó una puerta de coche abrirse a sus espaldas y una voz familiar la llamó:
—Buenos días, Nelson.
—Buenos días, Sargento Gowan. —Se giró para mirarlo, con una sonrisa nada convincente. El Sargento Gowan siempre había envidiado todo lo que ella hacía cuando estaba en el cuerpo, y su resentimiento aumentaba con cada promoción, cada mención, cada alabanza, hasta convertirse en un odio visceral. Para ser sinceros, ella también le odiaba—. Ah, veo que has traído al Agente Mallard. —Le había abierto expediente a Mallard en el cuerpo una vez por conducta impropia de un ser humano. Por lo que a ella respectaba, el uniforme significaba responsabilidad, y no excusaba la falta de ésta.
Empezaron a sudarle las manos. Los dos iban de uniforme. Fuese lo que fuese lo que iba a pasar, no tenía buena pinta.
—¿A qué debo el inesperado placer de veros esta mañana?
La sonrisa de Gowan se extendía por toda su cara. Nunca lo había visto tan contento.
—Pues es un placer, ciertamente... Tenemos una orden de detención para ti, Nelson.
—¿Qué?
—Sabía que si esperaba lo suficiente, te pasarías y cabrearías a la persona equivocada.
Retrocedió al acercarse Mallard.
—A mí esto me parece resistencia a la detención —murmuró, y sacó la porra que llevaba escondida detrás de la pierna.
El golpe llegó demasiado deprisa como para esquivarlo. Le dio con fuerza en el plexo solar y se inclinó, jadeando para poder respirar. Siempre fue un puto manitas con ese cacharro. La cogieron cada uno por un brazo, y lo siguiente que supo es que la habían arrojado a la parte de atrás del coche. Mallard se subió con ella. Gowan se deslizó a la parte delantera.
Toda la operación, desde que Gowan abriese la boca, había durado menos de un minuto.
Vicki, con la cara apretada contra la tapicería mohosa, luchaba por respirar. Al ponerse en movimiento el coche, Mallard le puso los brazos a la espalda y la esposó a la fuerza, tan fuerte que los bordes de metal se le hundieron hasta el hueso. El dolor le hizo levantar la cabeza de golpe, y el puño de él la hizo caer del mismo modo.
—Venga, pelea —Mallard soltó una risita y ella sintió cómo le ponía el antebrazo sobre la espalda, inmovilizándola con su peso.
Le colgaban las gafas de una oreja, y le daba más miedo perderlas que cualquier cosa que pudiesen hacerle Mallard o Gowan. Aunque no iba a ser divertido... Había visto a prisioneros encerrados por ellos. Al parecer, habían perdido mucho.
Cuando empezó a toquetearle la cintura de los vaqueros, soltó una pierna e intentó darle en la oreja con el tacón de la zapatilla. Él le agarró el pie y lo retorció.
¡Hijo de la grandísima puta!
El dolor le dio algo nuevo en lo que pensar durante los siguientes segundos, con lo que casi no sintió el pinchazo menos intenso de la aguja.
¿Aguja?
Mierda...
La droga funcionó rápidamente.
Capítulo 13
—Investigaciones Nelson. No hay nadie disponible para coger su llamada, pero si deja su nombre y su número, y una breve descripción del problema...
—Tú eres mi problema, Nelson —gruño Celluci al colgar el auricular. Miró el reloj de la pared de la cocina. Las diez y veinticinco. Incluso a aquella hora, teóricamente después de la hora punta, se tardarían unos treinta y cinco minutos en coche desde Downsview hasta el centro. No podía esperar más. A Cantree, de forma bastante comprensible, no le gustaba que los agentes llegasen a trabajar cuando les viniese bien.
Por supuesto, podía llamar a otro número. Fitzroy se habría metido en su ataúd haría tiempo, pero Vicki podría seguir en su apartamento.
Resopló.
—No, en su condominio.
Dios, era una palabra tan yuppie. La gente que vivía en condominios comía pescado crudo, bebía cerveza light y coleccionaba cromos de béisbol por su potencial como inversión. Era cierto que Fitzroy no hacía nada de aquello, pero aún así jugaba a aquel estilo de vida. ¿Y las novelas rosa? Ya era malo que un hombre escribiese aquellas porquerías, pero un... un... lo que era Fitzroy...
No. No iba a llamar a su casa. Era una gran ciudad. Vicki podría estar en cualquier parte. Era muy posible que estuviese llevando a casa al joven Tony y metiéndolo en la cama. La idea de Vicki adoptando un papel tan maternal le provocó una sonrisa sardónica, y la idea siguiente le hizo levantar las cejas hasta el pelo.
¿Metiendo en la cama a Tony?
No. Celluci sacudió enfáticamente la cabeza. El pensar en Fitzroy le estaba haciendo perder la cabeza totalmente. Se puso la chaqueta, cogió las llaves de la mesa de la cocina y fue hacia la puerta. No había duda de que Vicki tenía una buena razón para no llamar. Confiaba en ella. Tal vez los miedos de Tony eran infundados. Fitzroy realmente se habría hecho daño al enfrentarse a la momia, y ella se lo había llevado dondequiera que se lleve a un... escritor de novelas rosa herido. Confiaba lo suficiente en su sentido común innato como para no usar la información que Fitzroy hubiese obtenido e ir sola en busca de la momia...
—Y si no tengo un mensaje esperando en la oficina, voy a coger su sentido común innato y le voy a dar de golpes con él.
Sonó el teléfono.
—Buen momento, Vicki, estaba saliendo por la puerta. ¿Dónde coño has estado? ¡Te dije que me llamases inmediatamente!
—Celluci, calla un momento y escucha.
Parpadeó.
—¿Dave? —su compañero no parecía contento—. ¿Qué pasa? ¿No es la niña, no?
—No, no, ella está bien. —Al otro lado de la línea, Dave respiró profundamente—. Mira Mike, vas a tener que desaparecer durante un tiempo. Cantree quiere que te cojan y te encierren.
—¿Qué?
—Tiene una orden para detenerte.
—¿Con qué cargo?
—No parece que haya ninguno, es algo especial...
—Es una puta broma —Celluci sonrió, aliviado de repente—. Tú no te lo has creído, ¿no?
—Sí, me lo he creído. Y será mejor que te lo creas tú también... —Había algo en el tono de voz de Dave que le borró la sonrisa de la cara—. No sé qué pasa hoy por aquí, pero han estado revolviendo un par de departamentos, sin aviso, y esa orden va a seguir en pie. Nunca he visto a Cantree tan serio por nada.
—Mierda. —Era más una observación que una interjección.
—Puedes volver a decir eso, colega. Sé que no debería preguntarte, pero, ¿qué has hecho exactamente?
—Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, y encontré algo que no debería haber encontrado —Celluci consideró lo que Vicki le había contado sobre la fiesta de Halloween del Subsecretario de Justicia. Cantree. ¡Me cago en la puta! El muy hijo de puta ha cogido a uno de los pocos policías honrados que hay en la ciudad. Tuvo que dar por hecho que Fitzroy había sido un buen observador, pero la idea de que Cantree, de que toda su gente bailase al son de otro hombre, le ponía enfermo físicamente. Y está bailando encima de mí. La próxima vez que piense que hay una momia rondando por Toronto, cerraré la puta boca—. ¿Me llamas desde la oficina?
—¿Me tomas por idiota? —dijo Dave secamente—. Estoy en el Taco Bell de Yonge Street.
—Vale. Mira Dave, esto no es cosa mía solamente. Ten cuidado, y, de momento, intenta ser muy muy, muy discreto.
—Eh, no hace falta que me lo digas. Aquí está pasando algo pero que muy raro, y nunca me ha gustado mucho que me desnuden y me registren. ¿Cómo hacemos para seguir en contacto?
—Eh... buena pregunta. —Podía oír los mensajes del contestador desde otro teléfono, y siempre que fuesen lo bastante cortos, no tendrían tiempo de identificar la llamada; pero estarían vigilando, y eso implicaría también a Dave. Lo más probable es que estuviesen vigilando también la línea de Vicki. Cantree sabía lo unidos que habían estado, y que estaban. Lo mejor era apartarse totalmente de la casa de Vicki, y eso incluía evitar que Dave llamase al contestador de ella.
—Podrías llamarme.
—No. Aunque no sospechen que me has llamado, estarán vigilando tu línea. Eres la persona que me llamaría por lógica. ¡Mierda! —Golpeó la mesa con la mano y observó el trozo de papel rosa que cayó al suelo. ¿Fitzroy? ¿Por qué no?—. Tengo un número en el que puedes dejar un mensaje. No puedo garantizarte que lo reciba hasta por la noche, pero debería ser seguro. Memorízalo, no lo apuntes, y usa...
—Una línea pública. Mike, ya sé cómo funciona —Dave repitió el número tres veces para estar seguro de que lo tenía, y le avisó:— Será mejor que te largues de ahí. Puede que Cantree no haya esperado a que vayas. Puede que haya mandado un coche.
—Enseguida. Oye, ¿Dave? Gracias. —Los compañeros en los que se podía confiar cuando la cosa estaba difícil habían salvado la vida a más policías que un millar de equipos flamantes—. Te debo una.
—¿Una? Me debes por lo menos una docena de comidas, por no mencionar que me beses el culo por cubrirte las espaldas. Bueno, ten cuidado. —Colgó antes de que Celluci pudiese contestar.
Que tenga cuidado. Vale.
Junto con un bonito librito de insultos en italiano, Celluci arrojó algo de ropa, papeles y una caja de munición en una bolsa de deporte barata de los Blue Jays. No tenía tiempo de quitarse el traje, pero en cuanto pudiese lo cambiaría por el uniforme de la ciudad: unos vaqueros y una chaqueta de cuero negra, que en Toronto funcionaban mejor que si uno fuese invisible. Sin contar un bolsillo lleno de monedas, tenía veintisiete pavos en la cartera y otros cien de emergencia pegados con cinta adhesiva bajo el asiento del coche. Se llevaría el dinero, pero tendría que dejar el coche.
Al dirigirse a la puerta, se detuvo y miró al teléfono. ¿Debería haber dejado un mensaje para Vicki en el contestador de Fitzroy? Decidió que era mejor no hacerlo. Cantree probablemente revisaría todos los números que hubiese marcado en los dos últimos días, y si el de Fitzroy aparecía en la lista...
—Menos mal que no llamé antes.
Al parecer, su ego cuidaba de él.
Colocó la cadena, cerró la puerta y oyó el sonido del cerrojo. Su sistema de seguridad era obra de uno de los mejores especialistas de la ciudad en allanamiento. Cantree probablemente haría que derribasen la puerta, ya que la policía era menos sutil que aquellos a los que detenía, pero por lo menos serviría para hacer perder tiempo a aquellos cabrones.
Oyó sonar el teléfono muy débilmente a través del roble reforzado con acero. Podría ser Vicki. No podía permitirse el tiempo que tardaría en volver y cogerlo. Si era Vicki... bueno, Vicki siempre había sido capaz de cuidar de sí misma, y, además, por el momento estaba suficientemente segura. Cantree le buscaba a él, no a ella.
* * *
La celda olía a vómitos, orina y bebida barata sudada a través del poliéster, acumulados tras años por gente demasiado desesperada y con muy poco dinero. Media docena de prostitutas de aspecto cansado, esperando su viaje matutino al tribunal, se arremolinaban en una esquina y contemplaban a Vicki inmovilizada en el banco.
—¿Por qué está aquí? —preguntó una morena alta, colocándose lo que podría ser un cinturón muy ancho o una falda muy corta.
—¿A ti qué coño te importa? —gruñó Mallard luchando con las esposas y empujando a Vicki contra la pared con el hombro.
La prostituta puso los ojos en blanco. Él asintió.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Gowan. Su posición desde fuera de la jaula le permitía ver la expresión que Mallard se había perdido—. ¿Te molesta la respuesta del inspector?
—No. —La voz de ella estaba cerca de sonar servil—. No pasa nada.
Gowan sonrió.
—Me alegro de oírlo, señoras.
Con expresión suplicante, le mostró el dedo corazón, un gesto cuidadosamente oculto por una de sus compañeras. Las chicas de la calle aprendían rápidamente que había dos variedades de policías. Casi todos eran tíos normales que hacían su trabajo, pero había unos pocos a los que nada les gustaba más que tener una excusa para sacar sus palos y aplicar su propia sentencia. Si el destino les enviaba a uno de estos, se requería una actitud de peloteo tan intensa y rápida como fuese necesario para mantener el negocio.
Mallard, maldiciendo en voz baja, giró las esposas alrededor de las muñecas de Vicki para obtener un ángulo mejor con la llave.
—La puta mierda esta se ha atrancado... ya.
Cayeron en sus manos y se enderezó. Sin su apoyo, Vicki se resbaló de la pared y cayó del banco de costado.
Aunque las funciones motrices voluntarias parecían estar bajo el control de otro y todas las aberturas de su cuerpo parecían llenas de puré de patata, era completamente consciente de todo lo que sucedía. Estaba en el centro de detención de Metro East, en Disco Road. Mallard y Gowan le habían arrojado su bolso al sargento de servicio y la habían arrastrado diciendo "Espera a oír la historia de esta...". Ahora, evidentemente estaban a punto de dejarla en el calabozo. Encerrada. Decían que tenían una orden.
¿Qué coño pasa?
Consiguió ver la cara de Mallard. El hijo de puta estaba sonriendo.
—Es una pena cuando un poli se tuerce —dijo con claridad.
¿Poli? Joder, yo no soy policía. ¡Aquí no!
Se inclinó y le pellizcó en la mejilla, lo suficiente como para que lo sintiese a pesar de la droga, y le colocó cuidadosamente las gafas en la nariz.
—No te gustaría perderte nada de esto.
¡No me dejes aquí! ¡No puedes dejarme aquí, hijoputa! El pensamiento atronaba dentro de su cabeza, pero lo único que conseguía emitir era una especie de gemido balbuciente.
—Siempre te recordaré así —su sonrisa se agrandó. Se dio la vuelta y salió de su campo visual.
Ella no pudo girar la cabeza a tiempo para verlo marcharse.
¡NO!
Los tacones resonaban contra el suelo de cemento, y Vicki luchó por ver a la mujer que tenía encima.
Ah, Dios...
—Madera de mierda...
Las puntas de sus botas estaban peligrosamente afiladas. Afortunadamente, no sabía dónde usarlas para sacarles más provecho. No se rompió nada.
Vicki se esforzó por recordar la cara que se ocultaba tras el maquillaje chillón antes de que el dolor la hiciese apretar los párpados.
—Déjala en paz, Marian. De todas formas está demasiado colocada como para sentirlo.
Sentía cómo le chorreaba el moco por encima del labio superior. Sentía algo húmedo empapándole los pantalones donde la cadera se apoyaba en el suelo. Nunca se había sentido tan desesperadamente indefensa en su vida.
* * *
En algún lugar.
Unos ojos rojos se iluminaron, y Akhekh se alimentó.
* * *
—¿Cuánto crees que durará el sedante?
Gowan se encogió de hombros.
—No sé, unas horas. Es lo mismo que usan los del control de animales para dormir a los osos. En realidad no importa cuánto dure. Después de lo que hemos contado, no se van a creer ni una palabra de lo que diga.
—Pero, ¿Y si consigue un abogado?
—Donde va no lo va a encontrar.
—Pero...
—Tranquilo, Mallard —Gowan se apartó cuidadosamente de la plaza de aparcamiento y saludó con la mano al conductor de una furgoneta que justo iba a entrar—. Cantree ha dicho que necesitaba un par de días para conseguir las pruebas para encerrar a esta zorra, y se la hemos traído. Ahora es problema suyo.
—Y de ella.
El Sargento Gowan asintió.
—Y de ella —repitió, complacido.
* * *
Se habían llevado a las prostitutas. Vicki no sabía cuándo. El tiempo iba tan despacio que podría haber pasado días en la celda.
Centímetro a centímetro, se arrastró por la pared hasta poder llegar al borde del banco. Tuvo que intentarlo tres veces hasta que logró agarrarse y otras tres hasta que recordó cómo doblar el codo. Al final logró sentarse, todavía en el suelo, pero sin duda mejor.
El enorme esfuerzo físico que había necesitado para llegar tan lejos había mantenido a raya el pánico, pero ahora lo veía (gracias a Dios no le habían quitado las gafas) enroscarse sobre ella en olas rojas e hinchadas que rompían contra las orillas de sus ojos, retrocedían y volvían a romper. La única palabra coherente en aquella agitada marea era "¡NO!", así que se aferró a ella y la usó para evitar hundirse.
¡NO! ¡No voy a rendirme!
Una sonora bofetada en la mejilla derecha le proporcionó una nueva perspectiva, y consiguió liberarse parcialmente.
—Eh. Te he preguntado si puedes andar.
Vicki parpadeó. Una guardia. El pánico retrocedió y el alivio ocupó su lugar, inundándolo todo. Intentó sonreír y asentir a la vez; no fue capaz de hacer ninguna de las dos cosas, y usó todas las fuerzas que tenía para ponerse de pie.
—Buena chica. Arriba, venga. Dios... —gruñó la guardia al levantar casi todo el peso de Vicki—. ¿Por qué los putos drogatas son siempre tan grandes?
El segundo guardia, colocado junto a la puerta de la jaula, se encogió de hombros.
—Por lo menos ésta no apesta. Cualquier día me caigo con algún borracho. Las drogas no hacen que te vomites en los zapatos.
—O en mis zapatos —dijo el otro guardia—. Vale, ya estás de pie. Ahora, pie izquierdo, pie derecho. A ninguno de nosotros le va a gustar tener que llevarte.
Era más una amenaza que una frase de ánimo, pero Vicki no se dio cuenta. Podía andar. Arrastraba los pies, no estaba segura e iba despacio, pero era un movimiento en línea recta, y aunque lo dos guardias parecían simplemente satisfechos, Vicki estaba encantada. Era capaz de andar. El efecto de la droga debía de estar desapareciendo.
Se sintió más aliviada aún cuando la llevaron directamente a ver al sargento y la sentaron en una silla de madera.
Ya estoy en camino para salir de aquí...
—Bien —dijo él cuando se cerro la puerta y se quedaron solos—, los dos agentes que la trajeron sugirieron que la registrase yo mismo.
¿Registrarme?
Dio unos golpecitos con la punta de los dedos sobre la orden.
—Me han dejado un número al que llamar para que me den una explicación oficial. No puedo esperar. Los policías que se aprovechan de su posición para abusar de niños pequeños no van mucho con mi gente, ni los presos tampoco. Los agentes pensaban que sería mejor que nadie supiese lo que ha hecho.
¡No he hecho nada!
—No tenían ni idea de qué droga habría tomado, y no puedo esperar a que se le pase el efecto, si es que se le pasa, así que pondremos sus datos como vienen en la orden.
Vale, no hay por qué asustarse. Si mete mi nombre en el sistema, alguien lo reconocerá.
—Terri Hanover...
Dios...
—...edad treinta y dos, un metro sesenta... sesenta y seis kilos... —chasqueó la lengua—. ¿Hemos perdido unos cuantos kilos, ¿no?
Soy yo, pero no es mi nombre. A los detectives les hacían carnes de identidad falsos constantemente, y sus datos estarían todavía archivados.
¿Qué coño está pasando?
El sonido de los dedos en el teclado empezó a parecerle el de unos clavos hundiéndose en una jaula construida a su alrededor. No podía quedarse sentada y dejar que sucediese.
¡No soy quien dicen que soy!
El único problema es que su boca se negaba a formar las palabras. No salía nada más que sonidos guturales y un reguero de saliva que recorría su barbilla para gotear lentamente en el hueco de su clavícula.
—Entonces —apartó el teclado y alargó la mano hacia el teléfono—, veamos lo que nos dicen en la oficina.
* * *
—Oficina del Subsecretario de Justicia. Un momento, por favor, está esperando su llamada.
El teléfono de la mesa de Zottie empezó a sonar, pero el subsecretario se limitó a mirarlo, con una sonrisa confusa en el rostro.
—Cógelo —ordenó Tawfik en voz baja. Aquel hombre no duraría mucho más. Afortunadamente, no hacía falta.
—Aquí Zottie, Ah, sí. Sargento Baldwin, Bueno, en realidad no debería hablar conmigo. Un momento... —le pasó el auricular a Tawfik, y volvió a su estado de semiinconsciencia mientras el otro hablaba.
* * *
¿El Subsecretario de Justicia? Dios mío, eso significa...
Después del entusiasmo del saludo, el sargento no dijo mucho más. Finalmente, incluso los monosílabos terminaron convirtiéndose en una mirada perdida.
Aquella vez, el pánico tenía palabras.
La momia es la que me ha metido aquí, no han sido Mallard y Gowan. La momia. Dios mío. Debería haber recordado que tiene a Cantree controlado. Pero, ¿por qué? ¿Cómo? No sabe que existo. Henry. Henry habló con él. ¿Me ha traicionado Henry? ¿Sin querer? ¿Queriendo? ¿Henry? O Mike. Descubrió lo de Celluci. Estaba allí. En el museo. Cogió a Celluci. Averiguó lo que tenía que saber. Soy otro cabo suelto. ¿Mike? ¿Estás muerto? ¿Estás muerto?
No podía respirar. Le dolía respirar. No recordaba cómo respirar.
Hay... que... detener... a... la... momia...
¿Y si Mike Celluci estaba muerto? Debía vengar su muerte. Ven... gar. Inspiró en la primera sílaba y espiró en la segunda. Ven... gar. Ven... gar. Vengar.
—Lo entiendo.
¿Entender qué?
—Así se hará.
Con los ojos de par en par, incapaz de mirar a otro lado, Vicki le observó colgar el teléfono, levantar la orden, su orden, y dirigirse al triturador de papel.
¡NO!
La habían introducido en el sistema y, por lo que a éste respectaba, ahora su lugar era aquel hasta que la llamasen a juicio. Las citaciones ajuicio se registraban mediante una orden. Sin ella, se pudriría allí para siempre.
Podría lanzarme al sargento. Cogerlo de rehén. ¡Llamar a los periódicos! Llamar... llamar a alguien. ¡No puedo desaparecer así como así!
Sin embargo, su cuerpo todavía se negaba a obedecer. Sentía tensarse los músculos y después debilitarse, y después empezaba el temblor, incapaz de detenerlo o controlarlo.
El Sargento Baldwin miró a la trituradora, frunció el ceño y se pasó una mano por el flequillo gris.
—¡Dickson!
—¿Sargento? —La guardia que había levantado a Vicki en la celda abrió la puerta y metió la cabeza en la oficina.
—Quiero que registres a la Srta. Hanover y la lleves a Necesidades Especiales.
—¿A las celdas de los locos? —Dickson elevó las cejas—. ¿Está seguro de que no debería ir al hospital? No tiene buen aspecto.
El sargento resopló.
—Tampoco lo tenía el niño cuando acabó con él.
—Vale.
Vicki notó cómo la guardia adoptaba cierto tono de desprecio. A los pervertidos que molestaban a los niños se les despreciaba universalmente. Unos dedos fuertes le rodearon el antebrazo y la levantaron de la silla. Mientras la arrastraban hacia la puerta, luchaba por intentar recordar cómo andar.
—Ah, y Dickson, quiero que sea un registro exhaustivo.
—¡Venga ya, sargento! —La guardia aflojó un poco la mano al volverse para protestar por la orden—. La última vez lo hice yo.
—Y esta vez también te toca.
Vicki oyó a Dickson gruñir como si levantase algo pesado, y consiguió girar la cabeza lo suficiente para ver que era su bolso de cuero negro.
La guardia miró el enorme bolso con desagrado.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?
—Venía con ella. Cuando la encierres, puedes meter en una ficha el contenido.
—Tardaré días.
—Pues más razón para ir empezando.
—¿Por qué yo? —murmuró Dickson, echándose la bolsa al hombro y arrastrando a Vicki fuera de la oficina.
No había vuelto a agarrarla del hombro con la misma fuerza. Al pasar por la entrada abarrotada Vicki intentó soltarse, alcanzando su bolsa. Si pudiese ponerle las manos encima, sería un buen arma. No debería estar allí. Cualquier cosa para distraer la atención...
—No hagas eso —suspiró Dickson, lanzándola sin esfuerzo contra la pared y empujándola hacia delante—. Hoy no tengo un buen día.
El registro fue peor de lo que Vicki pudiese haber imaginado, aunque, como había recuperado vagamente el control de sus movimientos en el recorrido por el pasillo, no fue tan malo como podía haber sido. Al estar atrapada dentro de su propia cabeza, no podía hacer nada más que resistir. No culpaba a Dickson, la guardia sólo estaba haciendo su trabajo, pero cuando saliese de allí Gowan y Mallard iban a comerse sus pelotas de desayuno. Aquella idea servía de apoyo.
Dickson se quitó el guante de goma y lo tiró a la basura.
—Estas cosas sólo tienen dos tallas —dijo—, demasiado grande y demasiado pequeño. ¿Eres capaz de vestirte sola, Hanover? —dijo, sustituyendo la ropa que Vicki se había quitado por el uniforme carcelario.
—Sí... —¡Dios mío, eso ha sido una palabra! Lo intentó de nuevo, y aquella victoria sobre su cuerpo hizo desaparecer la humillación—. Sí, sí, sí.
—Vale, vale. Ya lo veo. Dios, ya estás babeando otra vez.
Con cada prenda, recuperaba una pequeña cantidad de control. Sus movimientos todavía eran espasmódicos e inseguros, pero de algún modo luchó por enfundarse la ropa de prisión, ignorando la mirada aburrida de la guardia, ignorando cualquier cosa que no fuese la batalla que libraba con su cuerpo. Las manos funcionaban. Los dedos no. Su sentido del equilibrio todavía estaba afectado y los movimientos amplios casi le hacían caerse, pero se apoyó contra la pared y se puso la ropa interior, los vaqueros, y los zapatos. La camiseta casi la derrota. No encontraba la apertura para la cabeza, y empezó a sentir pánico. Desde fuera, unas manos tiraron hacia debajo de la prenda, casi llevándose su nariz con ella.
—Venga, Hanover, que es para hoy.
La camiseta superior de algodón con su gran cuello de pico fue un poco más fácil.
La droga empieza a desaparecer. Gracias a dios. En cuanto pueda hablar, alguien se va a llevar una buena bronca. Con el mismo cuidado que si estuviese enhebrando una aguja, Vicki intentó coger sus gafas. Dickson llegó primero.
—Olvida eso. Tendrás que bizquear.
Nunca se le había ocurrido pensar que no fueran a dejarle quedarse las gafas, por supuesto que no. En Necesidades Especiales no. Las gafas podían usarse como arma.
Pero no veo sin las gafas.
Toda la compostura que había conseguido obtener con el control de los músculos desapareció.
Estaré ciega.
Era lo que la llevaba aterrorizando desde que le diagnosticaran la retinitis pigmentosa.
Ciega.
—¡Nah! —usando como bastón su brazo, apartó la mano de la otra mujer e intentó coger las gafas del montón de ropa descartada. Pero sus dedos no se cerraban con suficiente rapidez, y un rápido empujón de la guardia la mandó otra vez de un bandazo contra la pared.
—¡Aquí nada de eso! Si intentas pelear, te inmovilizamos, ¿lo entiendes?
No lo entiende. Mis gafas...
Parte del miedo de Vicki debía asomar a su rostro. Dickson frunció el ceño y le dijo bruscamente.
—Mira, Hanover, si convences al doctor de que no necesitas estar en Necesidades Especiales, te devuelvo las gafas.
Esperanza. El psiquiatra la escucharía. Probablemente, hasta reconociese la droga.
—Venga, que no tengo todo el día. Dios, probablemente voy a tener que pasar el resto del turno apuntando lo que llevas en esa bolsa.
El mundo se había concentrado en un confuso túnel. Vicki avanzaba por él arrastrando los pies, con el corazón botándole al aparecer sin previo aviso puertas, muebles y gente. Se golpeó la rodilla contra el borde de algo, y el hombro contra una esquina que no vio.
Dickson suspiraba mientras la guiaba por la primera de las puertas cerradas hacia la galería.
—Igual sería mejor que cerrases los ojos.
El ruido era sobrecogedor: el estrépito de una cafetería repleta sin control de volumen, con tantas voces de mujeres que el sonido individual se perdía. El olor a comida era más fuerte que el olor a prisión. Vicki se dio cuenta de repente que no había comido nada desde las nueve de la noche anterior. La boca se le inundó de saliva, y su estómago empezó a hacer sonoros ruidos.
—Buen momento, Dickson —dijo una voz nueva—. Estábamos contando las cucharas. Vas a tener que dejarla aquí fuera hasta que acabemos y las encerremos para la limpieza.
—Pues mira que bien —murmuró Dickson. Vicki se puso en tensión cuando la guardia la empujó hacia atrás hasta que sus omóplatos dieron contra la pared de cemento—. Quédate ahí. No te muevas. Te has perdido el almuerzo, pero, teniendo en cuenta cómo es la comida de aquí, eso podría ser bueno.
Vicki notaba que la observaban. Los barrotes eran una rejilla borrosa en el límite de su vista, y más allá lo único que distinguía era un mar azul agitado.
Se le erizó el cabello de la nuca. Sólo vas a estar ahí hasta que veas al médico. No necesitas ver nada.
A su derecha, oía el ruido de las cucharas golpeando contra una bandeja metálica, y después la voz de otra guardia por encima del ruido.
—Bueno, ¿Qué traes?
—Pederasta. Y colocada, además.
—¿Violenta?
—Apenas puede moverse.
—¿Es capaz de mear dentro de la taza?
—Probablemente.
—Bien, gracias a Dios por los pequeños detalles. Ya tengo cuatro a las que hay que regar. La cuestión es dónde coño se supone que tengo que meterla. En quince de las dieciocho celdas están de tres en tres.
—Métela con Lambert y Wills.
Durante la larga pausa que siguió, Vicki se dio cuenta de que hablaban de ella. Como si no estuviese. Aunque no importaba. Porque no estaba.
—Pederasta, ¿eh? —La segunda pausa sonó más ominosa—. ¿Cuántos años tenía el crío?
—No lo sé.
—Bueno, creo que Lambert y Wills le darán una buena bienvenida. —Elevó el tono de voz—. Venga, todas vosotras, id entrando, ya sabéis cómo funciona. Ah, por el amor de Dios, Naylor, llévate a Chin contigo, ya sabes que se pierde...
El mar azul fue retrocediendo poco a poco, se fue convirtiendo en distintas sombras y luego desapareció. Vicki oyó el sonido de las puertas de metal cerrándose.
—¿Doc... doc... doc...?
—¿Qué coño estás farfullando? —La cara de Dickson apareció de repente al coger el brazo de Vicki por encima del codo y empujarla a través de las puertas dobles que daban acceso al bloque de celdas.
—Docto...
—Ah, el doctor. Eh, Cowan, ¿ha venido ya el psiquiatra hoy?
—Sí. Vino y se fue antes de comer.
—Ya la has oído. Parece que te quedas por lo menos hasta el miércoles.
Miércoles. El lunes casi ha pasado. Luego el martes. Después el miércoles. Pero el psiquiatra vino por la mañana, así que en realidad sólo son dos días. La mitad del lunes, el martes y la mitad del miércoles. Puedo soportar dos días. Incluso sin mis gafas.
Se detuvieron delante de una de las celdas y Vicki estaba segura de que las dos mujeres que había dentro la estaban observando con desconfianza desde sus bancos. Las celdas estaban hechas para dos, con lo que una tercera era la señal de que aquello empezaba a abarrotarse, y podrían llegar a ser hasta cinco. Intentó entrar silenciosamente en la celda, pero las piernas se le inmovilizaron en el umbral, y el pánico empezó a aumentar de nuevo.
—¡Venga, Hanover, muévete!
Un empujón en la espalda la catapultó hacia delante, y después de otros tres bruscos pasos, se derrumbó de rodillas.
Vale. Son sólo dos días. Una vez que desaparezca la droga, estaré bien. Esta gente está loca. Yo no. Lenta, cuidadosamente, se puso de pie. A su espalda oyó cerrarse la puerta de la celda y a Dickson alejarse. Aunque la momia haya cogido a Henry, o a Celluci (y tendría que esperar para enfrentarse a esa posibilidad), no puede haber cogido al psiquiatra. Dos días. En dos días saldré de aquí.
El banco de su izquierda emitió un crujido de protesta al ponerse de pie la mujer que se reclinaba sobre él. Con las manos separadas de los costados, Vicki se giró hacia su compañera de celda. Recuerda, está loca. Probablemente confundida. Perdida. Tú no. Dos días.
Pelo gris trasquilado y un cuerpo delgaducho y perruno. Grandes ojos oscuros en una cara que parecía toda hecha de puntos. Algo familiar... pero Vicki no veía lo suficiente como para distinguir el qué.
—Vaya, vaya. Las sorpresas nunca se acaban.
La voz sonaba alta, clara y terroríficamente cuerda.
—¿No es increíble la gente que se conoce en estos sitios, Natalie?
El gruñido procedente del otro banco podía significar cualquier cosa.
Vicki sintió una mano cálida, y unos dedos sobre su mano derecha. Los nudillos rozaban dolorosamente. Intentó devolver la presión, sin mucho éxito.
—Es un placer verla de nuevo, Detective Nelson...
Lambert. Ángel Lambert. ¿Qué coño hacía ella en Necesidades Especiales?
—...no te lo puedes imaginar.
Oh, sí, claro que puedo.
* * *
—Investigaciones Nelson. No hay nadie disponible para coger su llamada, pero...
—Mierda, Vicki, ¿dónde coño estás? —Celluci colgó de golpe y salió de la cabina telefónica. Vicki nunca usaba el contestador cuando estaba en casa. Así que no estaba en casa. Entonces, ¿dónde estaba? Había dejado un mensaje en el contestador de Fitzroy y había llamado a casa de Vicki media docena de veces desde media docena de partes distintas de la ciudad.
Probablemente estaba fuera, trabajando, siguiendo a la momia, obteniendo información; tal vez estaba haciendo la colada, o la compra. No tenía motivos para creer que pudiese estar en peligro.
Cantree me está buscando. Si la hubiesen metido también en esto, Dave lo habría mencionado. El problema era que Cantree, por no mencionar gran parte del cuerpo, sabía lo de su relación. Y si Fitzroy había descubierto algo sobre la momia que Vicki creía que era útil, y lo había utilizado, Cantree y la Policía Metropolitana serían la menor de sus preocupaciones. Ella era una buena policía. Una de las mejores. No se llega a ser uno de los mejores sin aprender a enfrentarse a una fuerza superior. Así que con eso basta, para lo de la momia y Cantree, pensó Celluci para sí. Vicki está bien. No hay motivo para creer que esté en peligro sólo porque no te haya llamado cuando dijo que lo iba a hacer. Tú eres el que está con la mierda al cuello.
Encendió un cigarro, se metió las manos en los bolsillos y bajó con desgana por la calle, intentando no inhalar. Una niebla de humo de cigarro era un camuflaje casi impenetrable para alguien que no fumase cuando la gente creía estar buscando a un no fumador. Había sido uno de los trucos de Vicki para ocultarse, y de repente se dio cuenta de cuánto había estado dependiendo de su ayuda. Claro, cuando Fitzroy la necesita va corriendo, pero cuando me juego los huevos yo, ¿dónde está...?
Capítulo 14
Había cuatro mensajes en el contestador de Henry. Dos eran de Mike Celluci, uno de alguien llamado Dave Graham para Celluci; al parecer, todo seguía igual. Cada vez más inquieto, Henry se preguntaba a qué todo se refería. El cuarto mensaje era de Tony.
—Mira Henry, ya sé que Victoria dice que estás bien, pero quiero oírtelo decir a ti. Llámame. Por favor.
Acababa de colgar después de tranquilizar al joven, cuando sonó el teléfono.
—¿Fitzroy? Soy Celluci. ¿Sabes algo de Vicki?
Henry apretó el auricular. El plástico hizo un ruido sordo.
—No —dijo con suavidad—. No sé nada, ¿por qué?
—Llevo todo el día intentando dar con ella. Cuando hables con ella, dile que desaparezca. Cantree tiene una orden para detenerme, y puede que tenga otra esperándola.
Cantree. El hombre al que Henry había visto hechizado. Según Vicki, Celluci había hablado de la momia en la comisaría, así que no era raro que Tawfik hubiese decidido hacerle callar. Frunció el ceño. De todas formas, Tawfik no tenía contacto con Vicki.
—¿Qué tiene que ver Vicki con todo esto? —preguntó.
—Cantree sabe que somos buenos amigos, Vicki y yo —el énfasis con que lo decía era evidentemente una puya—. No se va a creer ni por asomo que yo no le haya contado todo sobre algo que me parece tan importante.
Henry se abrió paso a la fuerza entre una oleada de celos y la atravesó por los pelos.
—¿Cómo sabemos que no la ha cogido ya?
—Le di a mi compañero Dave Graham tu número. Si la han cogido, me lo dirá.
—Graham ha dejado un mensaje. Dice que todo sigue igual.
—Vale. Cantree no la tiene. Quédate ahí por si llama. Estaré en contacto. Cuando sepamos seguro que está a salvo, ya haremos planes.
—Mortal, no des por hecho...
—No me vengas con mierdas, Fitzroy. ¿Puedes encontrarla?
¿Podía seguir el rastro de su sangre, con tantas otras vidas alrededor?
—No.
—¡Entonces quédate ahí! Mira —Henry oyó el esfuerzo que hizo Celluci para sonar razonable—, si sales a la calle, no habrá forma de que estemos en contacto. Vicki puede cuidarse sola.
—De Tawfik no.
—Joder Fitzroy, no se va a enfrentar con Tawfik. Él está usando a Cantree para...
—¿Y qué pasó con Trembley?
—Cuando pasó aquello, todavía no había reunido a sus esbirros. Sé cómo funcionan estos tíos. Una vez que tienen una organización, ya no hacen el trabajo sucio más.
—Tawfik no es un mafioso de tres al cuarto, detective —Henry escupió las palabras por el teléfono—. Y no tienes ni idea de cómo piensa un inmortal.
Ignorando cualquier otra cosa que Celluci tuviese que decir, lo cual parecía bastante, Henry colgó cuidadosamente el teléfono. Vicki estaba viva. Si no lo estuviese, lo habría sentido.
Vuelve a la esquina donde nos hemos conocido esta noche, le había dicho Tawfik. Y le encontraré.
Encuéntrame, pensó Henry, ponte en mis manos y dime dónde está.
El mundo se había vuelto de un tono rojo.
* * *
Al menos durante unas horas, Vicki permaneció tumbada en su camastro e intentó relajar los músculos lo suficiente como para dormir. Aunque recuperaba más el control a cada hora, la tensión de su espalda se negaba a desaparecer. No le extrañaba.
Ángel Lamben estaba fingiendo haber perdido un tornillo para evitar un viaje a Kingston, a la penitenciaría de mujeres. Un diagnóstico correcto la enviaría a la comodidad relativa de un hospital, y poco después a la calle. Su fanfarronada había sido muy explícita. Por supuesto, esto había sido después de asegurarse de que Vicki no estaba allí dentro haciendo de espía para la policía.
* * *
—A lo mejor se han imaginado que, como ya no estás en el cuerpo, estarías a salvo. —Con los brazos cruzados, Lamben había trazado un círculo lentamente alrededor de su nueva compañera de celda. Vicki intentó seguirla con la mirada, casi se cayó y se dio por vencida—. Por supuesto, lo de drogarte ya ha sido pasarse un poco.
Asegurándose de que Vicki veía lo que iba a hacer, le dio una fuerte patada en la pantorrilla, clavándole la punta de la zapatilla profundamente en el músculo.
Vicki intentó esquivar el golpe, pero no pudo mover la pierna a tiempo. Gruñó de dolor e intentó agarrar a Lamben por la garganta.
Lamben se apartó sin dificultad.
—Vaya, vaya. Te has puesto hasta el culo y te has metido en líos, ¿no? He oído a la guardia decir que has te han pillado con un niño. Sabes lo que quiere decir eso, ¿no? No les va a importar que tengas unos cuantos moratones. De hecho, esperan que los tengas. Por eso estás aquí metida con nosotras. Tenemos cierta fama de pegar duro. —Se apoyó contra la pared y cruzó los brazos, rascándose ligeramente los bíceps—. Te he visto los ojos cuando me has reconocido, así que sé que estás ahí. Y sé lo que estás pensando. Estás pensando que en cuanto se te pase el efecto me vas a poner las pilas. No es mala idea, eras más grande que yo y tienes todo el entrenamiento, y tal, pero —sonrió— tengo algo que tú no tienes. Natalie, acércate para que te vea nuestra nueva amiga.
Con su estatura, Vicki no tenía que levantar la vista para mirar a muchas mujeres, pero Natalie Wills era enorme. Incluso sentada mediría unos dos metros, o dos metros y pico. La aureola de pelo rubio y encrespado le enfatizaba las curvas de la cara, y los ojos azul claro casi no le cabían en las cuencas. En algún momento, le habían roto la nariz, por lo menos una vez, y se la habían arreglado mal.
Por el espacio de entre sus labios inmóviles, Vicki oía una pesada respiración nasal. Sus pechos y su tripa rebasaban los límites del uniforme. Parecía gorda y se movía como si lo estuviese, pero Vicki apostaría a que en realidad no lo estaba.
—Natalie es amiga mía —susurró Lambert—. ¿Verdad, Natalie?
Natalie asintió lentamente, y los extremos de su boca dibujaron algo que Vicki supuso que era una sonrisa.
—Natalie es muy fuerte, ¿verdad, Natalie?
Natalie volvió a asentir.
—¿Por qué no le enseñas a tu nueva compañera de habitación lo fuerte que eres, Natalie? Cógela.
Unas manos enormes se cerraron sobre los antebrazos de Vicki, comprimiendo fuertemente el músculo sobre el hueso. Primero se levantaron los hombros, pero el resto del cuerpo pronto la siguió hasta tener los pies a quince centímetros y medio del suelo.
Estupendo, Darth Vader travestido.
—Muy bien, Natalie. Ahora suéltala.
El suelo parecía mucho más lejos de lo que ella sabía que estaba. Sus rodillas golpearon fuertemente contra el cemento, y cayó hacia delante, consiguiendo apenas poner un brazo entre la cara y el suelo. Si hubiese tenido algo en el estómago, lo hubiese echado.
—¿Estás echando la pota ahí abajo? —preguntó Lamben, agachándose y agarrando a Vicki del pelo—. Si echas la pota en mi celda, te hago limpiarlo con la lengua.
—Qu... t... fllen. —Su voz todavía no sonaba con claridad, pero se imaginó que Lamben lo había entendido cuando retorció el puño, casi arrancándole el puñado de pelo.
—Cuando se te pase eso, saldrás de aquí la próxima vez que venga el médico. Eso será el miércoles como muy pronto. Tú y yo y Natalie vamos a pasar dos días muy divertidos.
* * *
Dos días. Puedo aguantar cualquier cosa dos días.
Sin embargo, allí tumbada, escuchando la respiración húmeda de Natalie, se preguntó si sería capaz. No eran los malos tratos físicos, porque si aquello empeoraba demasiado, los guardias intervendrían, aunque fuese por una pederasta, y por la mañana estaría en mejor forma para poder defenderse. Era lo absolutamente desesperado de la situación. La habían recogido y metido cuidadosamente en el sistema, y al sistema no le gustaba admitir que había cometido un error. El psiquiatra la sacaría de Necesidades Especiales, pero con eso sólo conseguiría acabar en otra celda igual en otra parte de la prisión. Desde allí podría hablar todo lo que quisiera, pero la fecha del juicio no saldría nunca, y como decía Lamben, "¿Quién coño te va a creer? Una policía mala, una pervertida pederasta, una drogadicta. Aquí. Yo tengo más credibilidad".
Era casi como si la hubiesen dejado caer dentro de su peor pesadilla.
Dos días aquí, pero ¿cuánto voy a tardar en salir?
¿Y qué pasaba con Henry y Celluci? ¿La había traicionado Henry? ¿Habían cogido a Celluci? El no saber nada lo empeoraba todo.
Los ojos se le humedecieron y parpadeó con saña para secarlos. Entonces frunció el ceño. En una de las lágrimas creía ver el reflejo de dos diminutas luces rojas. Eso era imposible, no podía ver nada.
Aunque las celdas no se oscurecían más que una penumbra gris y oscura, al apagarse las luces Vicki perdía la poca vista que le quedaba sin gafas. Lamben había reconocido sin problemas esa debilidad y había empezado a aprovecharla. Sorprendentemente, cuando ya no tenía sentido seguir luchando por ver, a Vicki las cosas le resultaban algo más fáciles. El sonido, el olor y el movimiento de las corrientes de aire sobre su piel eran mucho más útiles de lo que había sido su vista deteriorada, aunque, desgraciadamente, no lo suficiente como para evitar los ataques constantes. Natalie podía haber seguido jugando toda la noche, pero Lambert se aburrió pronto y mandó a la enorme mujer a la cama.
A Natalie le gustaba hacer daño a la gente, ya que su fuerza era el único poder que tenía, y a Lambert le gustaba ver sufrir a la gente. Que bonito que se hayan encontrado la una a la otra.
Sabía que necesitaba dormir, pero no creía que fuera a conseguirlo. Le dolía en demasiados sitios, y la cena se había convertido en un bulto sólido justo debajo de sus costillas, el colchón parecía clavársele deliberadamente en los hombros y las caderas, y el olor del lugar le llenaba la nariz y la boca, sin dejarle respirar. Más que nada, pensaba que no podría dormir porque la desesperación no dejaba de perseguirla una y otra vez en su cabeza.
Finalmente, el cansancio pudo con ella y se quedó dormida al son del plástico contra el cemento dos celdas mas abajo, donde una mujer luchaba contra unos grilletes acolchados y golpeaba una y otra vez la pared con el casco de hockey que llevaba.
* * *
Henry apretó los dedos contra el cemento sobre el que reposaban, y éste comenzó a crujir.
¿Tawfik? ¡Aquí estoy!
—Ey, colega, tienes un...
¿Quién osaba? Se dio la vuelta.
—Santa María, Madre de Dios. —Bajo las barbas y la suciedad, el borracho palideció. Sus pesadillas a menudo tenían aquella expresión. Levantando un brazo mugriento para taparse los ojos, se alejó tambaleándose y murmurando.
—Olvídalo, tío, olvídame.
Ya estaba olvidado.
Henry no tenía tiempo que perder con mortales. Quería a Tawfik.
* * *
Sentía la furia del caminante nocturno. El brillo de su ka ardía junto con él.
¡Encuéntrame!
Se acercó a la ventana y contempló la calle. Aunque el ángulo del hotel se interponía en su campo visual, sabía exactamente dónde esperaba el joven Richmond. La pasión alimentaba su ka con tal fuerza que casi no tenía que acercarse para tocarlo. Los pensamientos de la superficie eran todavía lo único a lo que podía acceder, pero bullían con tanta emoción pura que, por aquella noche, la superficie era suficientemente interesante.
—Esta ciudad resulta ser pequeña —murmuró, tocando el cristal con suavidad—. Así que conoces al juguete de mi señor y al policía que la envió para encontrarme, que parece estar dando que hacer a mis perros de presa. —Tawfik recordó de repente las puertas por las que había pasado en su camino por la mente de la elegida, y sonrió. Dos de ellas acababan de revelar sus secretos. Qué noble había sido intentando protegerlos—. Me imagino que todas estas pequeñas conexiones la han confundido más todavía de lo que podía haber hecho yo. Mi señor debe de estar contento.
Si es que su señor se daba cuenta. A menudo ignoraba las sutilezas y se limitaba a atracarse. Tawfik suspiró. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que había jurado lealtad a un dios sin esplendor.
¡ENCUÉNTRAME!
—Puedes gritar y patalear cuando quieras, caminante nocturno. No voy a bajar ahí. Ahora no piensas, sólo reaccionas. Los pensamientos pueden trastocarse. Las reacciones, especialmente las de alguien con un poder físico como el tuyo, deben evitarse.
Le divertía observar que el caminante nocturno no se había deshecho de la idea del amor. Qué insensato, amar a aquellos de quienes debía alimentarse. Como un mortal declarándose a un pollo, o a una gallina...
Echó un último vistazo al ka ardiente y resplandeciente que tanto deseaba y luego cerró su mente a él, apartando la tentación.
—Ya arreglaremos cuentas más tarde —prometió en voz baja—. Tenemos todo el tiempo del mundo, tú y yo.
* * *
—Aquí Graham. ¿Qué?
—¿Sabes algo de Vicki?
Dave Graham se apoyó sobre el codo y miró los números iluminados del reloj.
—Por dios, Mike —susurró—, son las dos de la mañana, joder. ¿No puede esperar?
—¿Qué hay de Vicki?
Acurrucándose alrededor del auricular para no despertar a su mujer, Dave se rindió.
—No hay ninguna orden en el sistema. Nadie tiene ordenes para detenerla. Están vigilando su casa, pero buscándote a ti.
—Entonces ya la han cogido.
—¿Quién? ¿Cantree?
—Sí, parece que está usándolo a él.
—¿Qué?
—Da igual.
Da ve suspiró.
—Mira, tal vez no tenga nada que ver con esto. A lo mejor sólo ha ido a Kingston a visitar a su madre.
—Estábamos trabajando en el mismo caso.
—¿Un caso policial? —Dave se tomó como una respuesta el largo silencio que sucedió a su pregunta y volvió a suspirar—. Mike, Vicki ya no está en el cuerpo. Se supone que no debéis hacer eso.
—¿Has hablado con Cantree?
—Sí, justo después de hablar contigo esta mañana.
—¿Y?
—Y, como te dije en el mensaje, todo sigue igual. Sigue buscándote. No sé por qué. Dijo que tenía que ver con la seguridad interna, que no debía hacer preguntas, y que ya se aclarará todo. Me tiene haciendo recados de mierda en Rexdale.
—¿Estaba raro?
—Joder, Mike, todo este asunto es raro. A lo mejor deberías venir y solucionarlo. Cantree te escuchará.
Mike rió con un ladrido muy poco divertido.
—La única esperanza que tiene toda esta ciudad, a lo mejor el mundo entero, es que no me cojan y que no me acerque para nada a Frank Cantree.
—Vale. —Eran las dos de la mañana; no tenía intención de meterse en teorías sobre conspiraciones—. Abriré los ojos y los oídos, pero no puedo hacer mucho.
—Cualquier cosa que veas u oigas...
—Te dejaré un mensaje. No es que vaya a ver ni oír demasiado al oeste del país de Dios, es decir, me refiero a Rexdale. Será mejor que te vayas, no sea que tengan pinchada esta llamada... ¿Mike? Era broma. ¿Celluci? Dios...
Contempló el teléfono durante un momento, luego sacudió la cabeza, colgó y se acurrucó junto a las suaves y cálidas curvas de su mujer.
—¿Quién era? —murmuró ella.
—Celluci.
—¿Qué hora es?
—Las dos y pico.
—Dios... —Ella se enterró más profundamente entre las sábanas—. ¿Lo han cogido ya?
—Todavía no.
—Lástima.
* * *
A la hora del desayuno, Vicki había recuperado el control de la mayor parte de los músculos. Brazos y piernas se movían cuando y hacia donde quería, aunque todavía les faltaba tono. Intentar usar los dedos para actividades más complicadas que agarrar utensilios era arriesgado, y al intentar enlazar más de dos o tres palabras, se le trababa la lengua. Al pensar más allá de su situación presente, intentar analizar o planear, el cerebro se le seguía llenando de algodón, y pensar en su situación presente no ayudaba en absoluto.
Sin las gafas, el desayuno era un borrón amarillo y gris al otro lado de un túnel confuso. Sabía bastante parecido.
No podía evitar comer encerrada entre sus dos compañeras de celda, ni podía dejar de darse cuenta de cómo se apartaban de ellas el resto de sus compañeras de la galería, lo que les permitía ponerse el frente de la fila para la comida y pedir una jarra entera de café. La fuerza de Natalie, combinada con la brutalidad de Lamben las situaban firmemente en la cima de la jerarquía. Las más coherentes de entre las demás reclusas veían a Vicki con algo parecido al alivio, y sus expresiones no expresaban tanto mejor tú que yo como por lo menos, cuando eres tú no soy yo.
Proteger su comida al mismo tiempo que a sí misma resultó ser más de lo que le permitían sus posibilidades. Natalie se llevó la mayor parte de su desayuno, y por debajo de la desvencijada mesa de picnic, que se tambaleaba de forma alarmante cada vez que se cambiaba de lado el peso, la pellizcaba, dejándole moretones. Natalie creí que todo aquello era muy divertido. Vicki no, pero los ataques venían por el flanco, y no podía luchar contra lo que no podía ver. La comida se convirtió en una lección de desamparo dolorosa y humillante.
Mientras estaba encerrada en la celda durante la limpieza, apoyó la cabeza contra la pared e intentó obligar a sus ojos a funcionar. Desgraciadamente, Lamben no tardó en detectar cuáles eran los límites de su vista. Al intentar esquivar el extremo de una toalla mojada en el váter, Vicki sintió de repente cierta condolencia por los niños de los patios de colegio con los que todo el mundo se metía porque podía.
Cuando las dejaron salir de nuevo a la galería, pasó a tientas al lado de la fila de mesas e intentó hablar con la guardia. Sabía dónde debería estar la mesa aunque no pudiese verla realmente.
—¡Ey!
—¿Ey, qué? —La voz de la guardia no ofrecía nada.
—Nece...
—No. ¡No! ¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡NOOOOOO!
Natalie. Justo a sus espaldas, Aunque sabía bien cuál sería el resultado, lo intentó otra vez.
—Puede...
—¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡NOOOOOO!
Esto no se le ha ocurrido a ella sola. Se lo ha mandado Lamben. Apretando los dientes hasta dolerle la mandíbula, Vicki no dudaba que el sonido duraría indefinidamente.
—¡Mire! —gritó al fin, empujando con impotencia a la mujer que acompañaba con un alarido de ciento veinte decibelios todo lo que decía—. ¡Yo no debería estar aquí!
De repente, los barrotes de hierro se clavaron en la cara de Vicki al empujarla Natalie, y por un instante pudo distinguir la cara de la guardia. No era Dickson. No era nadie que conociese.
—Pues díselo al psiquiatra —le sugirió ella. Su expresión vacilaba entre el aburrimiento y el fastidio—. Y apártate de los barrotes.
—Mía para dos días —le dijo Lamben a Vicki cuando Natalie la llevó junto a ella.
Pasaron la mañana viendo programas de concursos. Vicki se sentó en una especie de estupor, agradecida, por lo que oía por encima del ruido de cuarenta mujeres encerradas en un espacio diseñado para dieciocho, de no poder ver los televisores. La América media regocijándose en la gloria de las neveras sin escarcha le hubiese hecho perder los estribos.
La comida fue una repetición del desayuno, aunque Natalie se pasó al otro lado y le pellizcó en el otro muslo. Una mujer con un caso grave de delirium tremens lanzó su plato contra los barrotes y otras dos se pusieron a gritar obscenidades al azar. Alguien empezó a aullar. Vicki mantuvo la mirada firmemente en el plato. La angustia sazonaba cada bocado.
Después de la comida, las cosas se calmaron, ya que pusieron teleseries. Lamben se sentó entronizada delante de la mejor de las cuatro televisiones, mientras que Natalie obligaba a las demás a callarse por lo menos a su alrededor.
—Ése es mi marido, sabéis. Ese es mi marido —decía una mujer mayor señalando a la pantalla—. Tenemos trece hijos, y un perro, y dos...
Un gañido de dolor puso fin a la letanía.
Por el momento, parecían haberse olvidado de Vicki. Se dirigió cuidadosamente hacia las duchas. Tal vez si arrancasen el hedor del lugar, éste parecería menos miserable. La barricada de cemento que separaba las duchas de la zona común se elevaba desde el suelo hasta la altura de la cintura, y descendía desde el techo hasta los hombros. Todo lo demás estaba expuesto a las reclusas y los guardias.
Nadie te va a mirar las tetas, Vicki, se dijo, pasando la mano por el cemento húmedo. Sólo eres otro trozo de carne, a nadie le importa.
Varias de las sillas de la entrada estaban llenas ya. En una de ellas, el borrón de color carne se separó en dos. Cualquier cosa que sucediese bajo el nivel de las barricadas, sucedía en la mayor intimidad posible.
Quitarse los zapatos, los pantalones y la ropa interior no era tan malo, pero sintió un escalofrío en la espalda al quitarse la camisa, y al sacarse la camiseta por la cabeza se sintió más desnuda y vulnerable que en ningún momento de su vida. Se apresuró a ponerse bajo la protección mínima que le ofrecía el agua.
Perdida en el calor y la presión del agua, casi se convenció de estar a salvo en casa, y sólo por aquel momento la situación no pareció tan desoladora.
—Buena idea, Nelson, pero no deberías estar sola. Todavía no estás muy segura, y a veces la gente se cae en la ducha. Es un sitio terrible. Es tan fácil hacerse daño...
Era Lambert, y, como de costumbre, no venía sola.
Vicki intentó soltar el brazo del apretón de Natalie. Ésta se lo retorció hasta casi dislocarle el codo. El dolor le hizo ver llamas escarlata y despejó la niebla. La desesperación se tornó odio de repente.
No tenía ni una oportunidad. Ni le importaba.
No duró mucho.
—¿Qué coño pasa aquí?
—Nada, jefa —ronroneó Lambert—. Mi colega se ha caído. —Por debajo del campo de visión de la guardia, su pie apretaba ligeramente la garganta de Vicki.
—¿Está bien?
—Sí, jefa.
—Entonces recógela y sácala de ahí.
Natalie soltó una risita y pellizcó a Vicki en el estómago. Con fuerza.
Vicki hizo una mueca de dolor, pero lo ignoró. Todavía le dolía la cabeza del contacto violento con las baldosas, pero por primera vez en lo que parecían siglos, pensaba con claridad. Lambert y Wills eran molestias menores, nada más. Su enemigo era una momia de tres mil años de antigüedad que se había hecho con la ley, la había trastocado y la había atrapado en la espiral que había creado. Iba a pagarlo. No sabía a quién habría hecho daño para encontrarla, si a Henry o a Mike, pero también iba a pagarlo. Para poder hacerle pagar, tenía que ser libre, y si el sistema no la liberaba, entonces lo tendría que hacer ella misma.
—Gracias —murmuró ausente, al levantarla Natalie de un tirón.
Ya había habido gente fugada de centros de detención antes.
* * *
—Otro bonito día en el Centro de Detención de Metro West. Gracias chicos, la podemos llevar nosotros desde aquí.
La joven luchaba contra los grilletes, siseando y escupiendo como un enorme gato. Los guardias la ignoraron, le sujetaron las manos por debajo de los brazos y se la llevaron a rastras.
—¡Cerdos hijos de puta! —chilló—, ¡No sois más que putos cerdos y espero haberos saltado los putos dientes!
Dave Graham suspiró y se dio la vuelta para ver a su compañero provisional.
—¿Te los ha saltado?
—Nah. —El Detective Cárter Aiken se palpó el borde de la boca e hizo una mueca de dolor—. Pero me ha partido el labio.
—Buen derechazo.
Aiken resopló.
—Más fácil de apreciar desde tu ángulo. Hay un váter al final del pasillo, ahora vuelvo.
—¿Qué vas a hacer, meter la cabeza en la taza?
—¿Quién ha dicho nada de la cabeza? —Aiken se lamió la sangre de los dientes y arqueó las dejas con dramatismo—. Me estoy meando desde que salimos de la comisaría.
Dave se rió al desaparecer el otro al cruzar la esquina, y se apoyó contra la pared. Le caía bien Aiken. Le hubiese gustado conocerlo en mejores circunstancias. Le gustaría saber qué coño pasaba.
—Hola guapo...
Se enderezó y se giró. Aquella sargento auxiliar con los brazos llenos de hojas de impresora parecía familiar, pero...
—¿Hania? ¿Hania Hojotowic? ¡Joder! ¿Desde cuándo eres sargento?
Ella se rió.
—Hace seis semanas. En realidad, seis semanas, dos días, cuatro horas y —miró su reloj, casi tirando el montón de papeles— once minutos. Pero a quién le importa. ¿Qué haces aquí fuera? ¿Dónde está Mike?
Evidentemente, no había oído lo de Celluci. Pues mejor, ya empezaba a cansarse de oír hablar de él.
—Servicios temporales. Ya sabes como es. ¿Y tú?
—El centro está teniendo problemas con el SGD. El programa de ordenador —continuó, al ver la expresión confusa de él—, el Sistema de Gestión de Detenidos. He venido a intentar poner orden.
—Si hay alguien capaz de hacerlo... —Cuando se conocieron, Hania había llegado para ordenar los datos reunidos como parte de una enorme cacería después de un homicidio en Parkdale. Por lo que a él respectaba, lo que ella era capaz de hacer con un ordenador podría situarse entre la magia y el milagro. Incluso Celluci, que había sugerido alguna vez que todo el silicio debería devolverse a la playa, de donde provenía, había quedado impresionado—. ¿Está muy mal?
Hania se encogió de hombros.
—No mucho. De hecho, yo ya he hecho mi trabajo, sólo falta que alguien introduzca todo esto en el sistema —indicó con un movimiento de cabeza todo el papel impreso que llevaba.
—Dios mío, van a tardar días.
—En realidad no. La mayoría de este papel está en blanco. Son todo listas de posesiones personales, y no es que venga mucha gente con equipaje. Bueno, hay excepciones... —Sacó una hoja y sonrió—. Escucha esto. Cuatro bolígrafos, cuatro lápices, un subrayador negro, una bolsa de plástico congeladora con otras seis bolsas de plástico congeladoras dobladas en el interior, un cepillo, un peine, una caja de cosméticos con un lápiz de labios y dos tampones, siete canicas en una bolsa de algodón, un juego de ganzúas en una carpeta de cuero, una lupa en una funda protectora, tres cuadernos de notas escritos a la mitad, un cuaderno vacío, un paquete de pañuelos, un paquete de condones, un paquete de píldoras anticonceptivas, un destornillador, una navaja suiza, una pistola de agua con forma de pez, algodones, tenacillas, un par de alicates, un par de guantes de goma enrollados, una botella pequeña de alcohol etílico, una linterna de alta potencia con cuatro baterías de repuesto, dos agujas curvas, doce dólares con setenta y tres en monedas sueltas y media bolsa de bolas de queso. Ahora dime, ¿qué clase de psicópata va por ahí con todo eso en el bolso?
Dave tardó un momento en encontrar la voz.
—¿No llevaba identificación? —logró decir finalmente.
—Nada. Ni un recibo de la Visa. Probablemente la tiraría antes de que la cogieran. A veces lo hacen, pero eso ya lo sabías.
—Sí —a veces lo hacían, No pensaba que ese fuera el caso aquella vez—. ¿De quién dicen que es todo eso?
—No lo pone. Pero lo puedo averiguar, si quieres —se dirigió pasillo abajo—. Venga, podemos usar una terminal aquí al lado.
Él la siguió sin pensárselo. Sabía exactamente qué clase de psicópata llevaría todo eso en el bolso.
—¿Dave? ¿Detective Graham? ¿Me oyes?
—Sí, perdona. —Pero no lo oía. No oía nada más que la voz de Celluci diciendo "Entonces ya la han cogido".
* * *
—¿Fitzroy? Soy Celluci. Supongo que si hubieses encontrado a Vicki anoche, habrías cambiado el mensaje para decírmelo.
Y si la has encontrado y no has cambiado el mensaje, sugería el tono, te voy a arrancar la cabeza.
—Quédate en casa esta noche. Por lo menos hasta que te llame. Voy a intentar entrar en su apartamento y echar un vistazo; nadie desaparece sin dejar algún tipo de prueba, pero después de eso, tenemos que hablar. Vamos a tener que colaborar para encontrarla.
Aquella última frase sonó como un guante arrojado, a pesar de lo pequeño del altavoz del contestador.
No obstante, Henry sonrió. Necesitas mi ayuda, mortal. Ya era hora de que lo admitieses.
—Hola Henry, soy Brenda. Te llamaba sólo para recordarte que necesitamos Amor torturado, o como lo vayas a llamar, para el quince. Aliston ha firmado para hacer la portada y ha prometido que nada de sombra de ojos púrpura. Llámame.
—¿Celluci? Soy Dave Graham. Son las cuatro y cuarto, martes, tres de noviembre...
Ahora eran las seis y veinte, ocho minutos después de la puesta de sol.
—...llámame en cuanto oigas este mensaje. Estaré en casa toda la noche. —Su voz comenzaba a sonar enrarecida, como si no creyese realmente lo que estaba diciendo—. Creo que la he encontrado. Es mal asunto.
Henry apretó con los dedos el brazo de la silla y, con un sonoro crujido, el roble se partió haciéndose astillas en media docena de trozos. Se quedó contemplando el destrozo sin verlo realmente. El hombre del teléfono, aquél David Graham, sabía dónde estaba Vicki. Si quería la información, tendría que darle el mensaje a Mike Celluci.
* * *
Los policías del coche de incógnito eran fáciles de esquivar. Parecían no interesarse demasiado en el trabajo que estaban haciendo, y no prestaban ninguna atención a las sombras que se movían justo detrás de la acera. En cuanto a la entrada del apartamento, bueno, tenía una llave. La puerta se abrió silenciosamente ante él y se cerró a su espalda del mismo modo. Se quedó de pie en la entrada sin hacer ningún ruido, y escuchó la vida que se movía al final del pasillo. Era un latido de corazón más rápido de lo normal, y su aliento era entrecortado y casi doloroso. El olor a sangre era dominante, pero el miedo y la rabia se acumulaban sobre él en proporciones iguales.
Avanzó y se detuvo al borde del cuarto de estar. Aunque estaba muy oscuro, veía con claridad al hombre agazapado.
—Tengo un mensaje para ti —le dijo, disfrutando perversamente del repentino vuelco del corazón del otro.
—Por Dios Bendito —siseó Celluci, levantándose y contemplando a Henry—. ¡No hagas eso! ¡Hace un segundo no estabas ahí! Además, creía haberte dicho...
Henry se limitó a mirarlo.
Celluci se recogió el rizo de la frente con mano temblorosa.
—Vale, tienes un mensaje —abrió más los ojos—. ¿Es de Vicki?
—¿Estás preparado para oírlo?
—¡Gilipollas! —Celluci agarró las solapas de la gabardina de cuero de Henry e intentó tirarlo al suelo. No podía mover al otro hombre, más pequeño que él, aunque tardó un momento en darse cuenta de ello—. ¡Vete a la mierda! —le insultó otra vez, agarrando con más fuerza el cuero—. ¡Si es de Vicki, dímelo!
El dolor de la voz del detective llegó hasta donde no hubiese llegado la rabia sola, y la vergüenza acechaba de cerca. ¿Qué estoy haciendo? Henry apartó las manos del abrigo casi con amabilidad. No me va a querer más por hacerte daño.
—El mensaje era de David Graham. Quiere que le llames a casa. Dice que cree que la ha encontrado.
Un jadeo, dos, tres; Celluci tanteó ciegamente en busca del teléfono. La oscuridad ya no era una protección sino un enemigo al que combatir. Henry alargó las manos y guió las del otro, antes de moverse rápidamente hasta la extensión del dormitorio mientras éste marcaba.
—¿Dave? ¿Dónde está?
Dave suspiró. Henry oyó la suave carne de su labio superior comprimirse entre sus dientes.
—Centro de Detención Metro West. Por lo menos, creo que es ella.
—¡No lo comprobaste!
—Sí, lo comprobé. —Por el sonido de su voz, parecía que el Detective Graham todavía no se creía lo que había encontrado—. Mejor empiezo por el principio...
Le contó cómo se había topado con Hania Wojotowicz y cómo ésta le había enumerado el contenido del bolso, cómo había buscado la ficha de interna, cómo la descripción encajaba con la de Vicki Nelson aunque el nombre fuese Terry Hanover.
—La cogieron por pederastia, Mike, con un niño de doce años. Nunca has leído una mierda más retorcida. Iba colocada de algo, no sabían qué, así que la metieron en Necesidades Especiales.
—¡La han drogado! ¡Esos hijoputas la han drogado!
—Sí, si es ella —pero no parecía tener dudas—. ¿Quién son ellos, Mike? ¿Qué hostias está pasando?
—No pudo contártelo. ¿Dónde está exactamente... ahora?
La pausa indicaba que Dave sabía exactamente por qué preguntaba Celluci.
—Sigue en Necesidades Especiales —dijo al fin—. Galería D, celda tres. Pero no conseguí llegar a verla. No me dejaban entrar en la galería. No sé seguro que sea ella.
—Yo sí.
—Esto ha ido demasiado lejos —tragó saliva una vez, con fuerza—. Voy a hablar con Cantree mañana.
—¡No! Dave, si le cuentas esto a Cantree, vas a estar tan pillado como nosotros. Mantén la boca cerrada un poco más. Por favor.
—Un poco más —repitió Dave, suspirando de nuevo—. Vale, compañero, ¿cuánto tiempo?
—No lo sé. Igual deberías tomarte esas vacaciones que te tocaban ya.
—Vale. A lo mejor debería.
El suave clic del teléfono de Dave Graham al colgar su extremo de la línea resonó por todo el apartamento.
Henry salió del dormitorio y los dos se miraron.
—Tenemos que sacarla —dijo Celluci. Sólo podía ver el óvalo pálido de una cara en la oscuridad. Voy a hacer todo lo que tenga que hacer para sacarla de ahí, por muy poco que me guste. Incluso cooperaré contigo, porque necesito tu fuerza y tu velocidad.
—Sí —contestó Henry. Los "centros de detención" que conozco existieron hace siglos. Necesito lo que tú sabes. Aquí mis sentimientos no cuentan, ella sí.
Los comentarios silenciosos retumbaban con tal fuerza que era increíble que no alertasen e hiciesen entrar corriendo a la policía que observaba el edificio.
Capítulo 15
—Vale, cuando se apaguen las luces, vas por el pasillo, cruzas el patio, la salida de emergencia y...
—Subo tres pisos de escaleras y entro por la puerta de emergencia de la derecha. Recuerdo tus instrucciones, detective —Henry salió de su BMW y miró a Mike, que seguía sentado en el asiento del conductor—. ¿Estás seguro de que puedes acercarte lo suficiente al generador?
—No te preocupes por mí, tú estate preparado para moverte. No tienes mucho tiempo. En cuanto se apague la corriente, los cuatro guardias irán a la galería A para poner los cierres de emergencia. Vicki está en la D, y ésa la cerrarán la última. También tendrás que vértelas con las demás mujeres de la galería; acaban de dar las ocho, así que todavía no estarán en las celdas...
—Michael.
Celluci se puso en marcha. El sonido de su nombre detuvo de algún modo el flujo de palabras y le hizo levantar la cabeza. Aunque sabía que los ojos del otro hombre eran de color avellana, parecían mucho más oscuros, como si hubiesen absorbido algo de la noche.
—Quiero sacarla de aquí tanto como tú. Lo vamos a conseguir. Vamos a liberarla. De una forma o de otra.
Las palabras, el tono, el propio hombre, no dejaban espacio a la discusión, ni para la duda. Celluci asintió, reconfortado a su pesar, y, como ya había hecho una vez en la cocina de una granja, pensó que accedería a seguir a un... escritor de novelas rosa. Sí, claro. Pero la protesta no era muy enfática. Se humedeció los labios y bajó la mirada, consciente de que Fitzroy lo había permitido, y, extrañamente, no envidió la fuerza del otro.
—No vas a tener mucho tiempo antes de que se encienda el sistema de emergencia, así que tendrás que ser rápido.
—Lo sé.
Puso el coche en marcha.
—Pues, eh, ten cuidado.
—Lo haré. —Henry vio alejarse el coche hasta que las luces de atrás desaparecieron al cruzar una esquina, y cruzó despacio la calle hasta el centro de detención. Sus pantalones y sus zapatos de suela de caucho eran negros, pero su jersey era de un rojo intenso y oscuro. No tenía sentido tener más aspecto de desvalijador del necesario. Llevaba una gorra oscura de lana para ponérsela en cuanto empezase a trepar el muro, ya que, como había aprendido poco después de su transformación, ser un vampiro de pelo claro era un a desventaja a la hora de moverse en la oscuridad.
Desde un lugar no muy lejano llegó el sonido del tráfico, o una radio, o un bebé llorando, gente que no prestaba atención al hecho de que otra gente estuviese encerrada en jaulas a una corta distancia de donde ellos vivían sus vidas. O tal vez hayan olvidado que lo saben. Henry se acercó y tocó ligeramente el muro exterior, apartando sus sensibles ojos del potente resplandor de los focos.
Mazmorras, prisiones, centros de detención... había poca diferencia entre ellos. Sentía la angustia, la rebeldía, la rabia, la desesperación, los ladrillos estaban totalmente impregnados de ellas. Todas las vidas allí confinadas habían dejado una impresión oscura. Henry nunca había comprendido la teoría de que la tortura por encierro fuese preferible a la muerte.
—Tienen una oportunidad de cambiar —había replicado Vicki cuando comenzaron a discutirlo por un artículo sobre la pena capital.
—Tú has estado dentro de las prisiones de tu país —había señalado él—. ¿Qué oportunidad de cambiar se les ofrece? Nunca he vivido en ninguna época en la que la gente guste tanto de mentirse a sí misma.
—A lo mejor preferirías que siguiéramos el ejemplo del buen rey Hal y encadenásemos a los prisioneros a la pared hasta que fuese el momento de cortarles la cabeza.
—Yo nunca he dicho que los viejos tiempos fuesen mejores, Vicki, pero por lo menos mi padre jamás insultó a los que detuvo diciéndoles que era por su propio bien.
—Lo hizo por el propio bien de él —había dicho ella con un bufido, negándose a seguir discutiendo el tema.
Una vez encontrado el lugar por el que debía atravesar el muro, Henry se acercó hasta llegar a la línea que separaba la luz de los focos de la noche; entonces se dio la vuelta y esperó. Confiaba en que Celluci fuera capaz de cortar la corriente, más de lo que Celluci confiaba en que él fuera capaz de entrar en el centro de detención y sacar a Vicki; aunque también era cierto que había tenido mucho más tiempo para ver más allá de las anteojeras de la envidia.
Se parecían mucho, Mike Celluci y Vicki Nelson, ambos enfundados en sus ideas sobre la ley. Había una diferencia principal que Henry había notado entre ellos. Vicki quebrantaba la ley por sus ideales, y Celluci la quebrantaba por ella. Ella, no la justicia era lo que le hizo guardar silencio el agosto pasado en Londres. Era ella personalmente, no la injusticia, lo que le impulsaba aquella noche, por muy poco que le gustase lo que iban a hacer.
Probablemente no hubiese servido de mucho que Henry le contara que ya había intentado aquello antes...
* * *
No estaba en Inglaterra cuando Henry Howard, el Conde de Surrey, fue detenido. Con el tiempo que tardó la noticia en llegarle y las complicaciones para viajar, debido a su condición, no llegó a Londres hasta el ocho de enero, dos días antes de la ejecución. Pasó aquella primera noche buscando información frenéticamente. Una hora después de la puesta de sol del día nueve, tras alimentarse rápidamente en los muelles, se levantó y contempló las paredes de piedra negra de la torre.
En principio, Surrey tenía una habitación con vistas al río, pero al intentar escapar descolgándose por la letrina con la marea baja se había asegurado el traslado permanente a un alojamiento interior, menos agradable. Desde donde se encontraba, Henry casi veía un leve destello de luz en su cuarto.
—No —murmuró a la noche—. No creo que puedas dormir, condenado loco arrogante, con el paredón esperándote por la mañana.
Considerándolo todo, pensó que realmente no era necesario escalar el muro, aunque sintió la pérdida de un gesto tan llamativo, y atravesó, como sombra entre las sombras, a los guardias, entrando en los salones de la torre. Al llegar a la puerta de Surrey, levantó la pesada barra de hierro y se deslizó dentro. A no ser que las cosas hubiesen cambiado mucho desde que él estuviera en la corte, los guardias no les molestarían hasta el amanecer, y para entonces ya estarían lejos de allí.
Se detuvo un momento, regocijándose en la visión y el aroma del mejor amigo que había tenido en su vida, dándose cuenta de cuánto lo echaba de menos. La pequeña figura, vestida totalmente de negro, estaba sentada en una mesa rústica junto a la estrecha ventana, iluminada únicamente por una vela de sebo con un pesado grillete de hierro sobre un esbelto tobillo, y encadenado a un perno en el suelo. Había estado escribiendo (Henry olía la tinta fresca), pero ahora estaba sentado con su oscura cabeza apoyada en el hombro, y la desesperación escrita a o largo de uno de sus hombros. Henry sintió cerrarse un puño sobre su corazón, y tuvo que contenerse para no correr a abrazar casi histéricamente al otro hombre. En lugar de eso, dio un solo paso desde la puerta y lo llamó en voz baja.
—Surrey.
La cabeza oscura se elevó de golpe.
—¿Richmond? —El joven conde se dio la vuelta, con los ojos abiertos de par en par por el terror, y cuando vio quién estaba en su celda, se lanzó contra el muro lejano con un tintineo de cadenas y un grito ahogado—. ¿Tan cerca estoy de la muerte —gimió— que los muertos vienen a llamarme?
Henry sonrió.
—Soy tan de carne y hueso como tú. Más que tú, has perdido mucho peso.
—Si, bueno, el cocinero hace lo que puede, que no es mucho, pero no es a lo que estoy acostumbrado. —Una mano de dedos largos se agitó en el aire con un gesto despreciativo bien conocido por Henry. Se cubrió los ojos—. Estoy perdiendo la cabeza. Hago bromas con un fantasma.
—No soy un fantasma.
—Demuéstralo.
—Tócame, entonces —Henry avanzó, con la mano alargada.
—¿Y si pierdo mi alma? No lo haré —Surrey trazó el signo de la cruz y enderezó los hombros—. Si te acercas más, llamo a los guardias.
Henry frunció el ceño; aquello no iba como lo había planeado.
—Muy bien, te lo demostraré sin tocarte. —Se quedó pensando un momento—, ¿Recuerdas lo que dijiste cuando vimos la ejecución de la segunda mujer de mi padre, tu prima Ana Bolena? Me dijiste que, aunque su condena era un asunto de estado inevitable, la pobre te daba pena y esperabas que la dejasen reír en el infierno, porque siempre habías pensado que su risa era más hermosa que su cara.
—El espíritu de Richmond sabría eso, ya que lo dije mientras vivía.
—Muy bien —repitió Henry, pensando Menos mal que he venido temprano, esto podría seguir así toda la noche—. Me escribiste esto después de morir, y, créeme Surrey, tus poemas todavía no se leen en el cielo. —Se aclaró la garganta y recitó suavemente—: La fe de los secretos confiados / El habla libertina y los pecados / La amistad y las promesas bien cuidadas / En que pasamos inviernos refugiados.
—'...Lugar de dicha, alegre compañero / Que compartió conmigo risa y duelo...' —Surrey se apartó de la pared, y su cuerpo tembló con tanta fuerza que hacía vibrar la cadena que llevaba—. Escribí eso para ti.
—Lo sé. —Tenía copia de casi todo lo que Surrey había escrito; el pintoresco estilo de vida del conde hacía que sus sirvientes a menudo tuviesen que esperar por su paga y, por lo tanto, estaban abiertos a unos beneficios adicionales.
—'Windsor altivo, donde, con gozo y alegría / Con el hijo de un rey pasé mi juventud...' —Con los ojos llenos de lágrimas, Surrey se lanzó adelante, y Henry lo cogió en un fuerte abrazo.
—¿Lo ves? —le murmuró entre los rizos oscuros—. Tengo carne, vivo, y he venido a sacarte de aquí.
Tras un momento incoherente de alegría y pesar mezclados, Surrey se apartó y, limpiándose las mejillas con la mano, miró a su viejo amigo de arriba abajo.
—No has cambiado —dijo, con el miedo pintado de nuevo en su rostro—. Estás igual que cuando... cuando tenías diecisiete años.
—Tú tampoco has cambiado mucho. —Aunque en once años había ganado peso y ahora llevaba el bigote y la larga barba rizada de moda en la corte, la cara y el porte de Surrey habían cambiado tan poco que Henry no tuvo dificultad para creer que se había metido en aquel lío. Su amado amigo era salvaje, imprudente e inmaduro a los diecinueve años. A unos pocos meses de cumplir treinta, seguía siendo salvaje, imprudente e inmaduro—. Lo de que no haya cambiado, bueno, es una historia larga.
Surrey se lanzó sobre la cama y, con dificultad, levantó la pierna encadenada hasta el jergón.
—No voy a ir a ninguna parte —señaló levantando sardónico sus cejas negras.
Henry se dio cuenta de que no iba a hacerlo hasta que su curiosidad estuviese satisfecha. Si quería salvarlo, tendría que contarle la verdad.
—Habías ido a Kenninghall, a pasar un tiempo con Frances, y Su Majestad me mandó a Sheriffhutton —comenzó.
—Lo recuerdo.
—Bueno, conocí a una mujer...
Surrey se rió, y su risa, a pesar de su aparente calma, contenía cierta histeria.
—Eso he oído.
Henry se alegró de que su piel ya no pudiese sonrojarse. En el pasado, aquel tono le hubiese hecho ponerse de color escarlata. Ésa era la primera vez que contaba la historia desde su transformación; no esperaba que fuese tan difícil, y se dirigió a la mesa para poder mirar a la noche mientras hablaba, jugueteando con una mano con los papeles que había dejado Surrey. Cuando acabó, se dio la vuelta y miró la tosca cama.
Surrey estaba sentado al borde, con la cara tapada con las manos. Como si sintiese el peso de la mirada de Henry, fue levantando la mirada poco a poco.
La fuerza de la rabia y la tristeza que le deformaban el rostro hizo retroceder un paso a Henry.
—¿Vampiro?
—Sí.
Surrey se levantó y luchó por encontrar su lengua.
—Has obtenido la inmortalidad —dijo finalmente— y me dejaste pensar que estabas muerto.
Henry, totalmente sorprendido, levantó las manos como si las palabras fuesen golpes.
—La muerte que me hiciste creer me dejó una herida que todavía sangra —continuó Surrey, con la voz desgarrada por la emoción—. Te quería. ¿Cómo pudiste traicionarme así?
—¿Traicionarte? ¿Cómo iba a decírtelo?
—¿Cómo no? —Frunció el ceño y, de repente, adoptó un tono encarnizado—. ¿O es que creías que no podías confiar en mí? ¿Qué yo iba a traicionarte? —Leyó la respuesta en la cara de Henry—. Sí. Te llamé hermano de mi corazón y pensaste que revelaría tu secreto al mundo.
—Yo también te lo llamé, y te quise tanto como tú a mí, Surrey; éste es un secreto que no habrías podido guardar.
—¿Y después de once años de tristeza, ahora sí confías en mí?
—He venido a sacarte. No podía dejarte morir...
—¿Por qué? ¿Porque mi muerte te causaría la misma tristeza que yo he soportado tanto tiempo? —Respiró profundamente y cerró los ojos, moviendo la garganta en un esfuerzo por suprimir las lágrimas que brillaban en la superficie de cada palabra. Un momento después, habló con un tono tan suave que si Henry todavía fuese mortal, no lo habría oído:— Guardaré tu secreto. Me lo llevaré a la tumba. —Entonces levantó la cabeza y añadió, algo más alto:— Mañana.
—¡Surrey!
Nada de lo que Henry dijese le haría cambiar de opinión. Suplicó, rogó, se puso de rodillas, incluso le ofreció la inmortalidad.
Surrey lo ignoró.
—¡Morir para vengarte por mi necedad!
—El Richmond que yo conocí, el chico que era mi hermano, murió hace once años. Le lloré. Todavía le lloro. Tú no estás aquí.
—Podría obligarte —dijo finalmente—. Tengo poderes contra los que no puedes defenderte.
—Si me obligas —dijo Surrey—, te odiaré.
No tenía respuesta para eso.
Se quedó y discutió hasta que el sol que llegaba por la ventana le obligó a irse. La noche siguiente, entró en la capilla de la torre, abrió el ataúd sin sellar que contenía la cabeza y el cuerpo separados de Henry Howard, Conde de Surrey, besó los labios pálidos y cortó un mechón de pelo. Su condición ya no le permitía llorar. No estaba seguro de que lo hubiese hecho si hubiese podido.
* * *
—'Sat Superest, basta con prevalecer'. —Henry sacudió la cabeza para liberarse de los recuerdos—. Debería haber adoptado el lema de Surrey, habérselo metido por la garganta y haberlo sacado de allí encima del hombro. —Bueno, ahora era mayor, más seguro de sí mismo, más convencido de que su manera de hacer las cosas era la adecuada, menos permeable a las reacciones histéricas—. Debería haberle dejado odiarme, al menos habría estado vivo para hacerlo. —Sabía que Vicki no habría sido tan necia. Si ella hubiese estado en la torre en el lugar de Surrey primero se hubiese preocupado de liberarse, y entonces le hubiese odiado.
Era poco probable que ella fuese a protestar aquella noche.
Si es que estaba en sus cabales.
Mientras intentaba no pensar en lo que podían haberle hecho las drogas, los focos se apagaron.
* * *
Vicki había pasado la tarde usando el oído y el tacto para descubrir los límites de su encierro. Sorprendentemente, al dejar de usar los ojos de forma normal y reservarlos para echar vistazos de cerca de objetos concretos, parecía arreglárselas mejor, no peor. No se había dado cuenta de cuánto tendría que confiar en sus sentidos durante aquel año hasta que no pudo confiar en nada más. Sin sus gafas, su vista (o la falta de ésta) se había convertido más en una distracción que en una ayuda.
Tras el incidente de las duchas, Lambert había regresado triunfante a ver las series de televisión, pero Natalie seguía de cerca de Vicki, con su respiración húmeda ahogando a veces el bramido constante de las cuatro televisiones, y el bramido intermitente de las mujeres que las observaban. Los anuncios parecían ser los programas de más éxito, y Vicki se preguntaba si sería porque tenían tramas comprensibles por la mayoría de las reclusas.
De vez en cuando, Natalie se acercaba y pellizcaba ferozmente a Vicki en la pierna. Al estar todavía afectado por la droga su control de los músculos, carecía de la coordinación y la velocidad necesarias para evitar los ataques, parecidos a los de una serpiente. La quinta vez que sucedió, se dio la vuelta lentamente e indicó a su atormentadora que se acercase.
—La prósima ez qu hags eso —le dijo, formando las palabras tan cuidadosamente como podía— oy a garrarte e a uñeca, tirar e ti y arranrte a uta oreja. Y luego te a oy a dar de comer. ¿Compreddo?
Natalie se rió un poco, pero los intervalos entre los pellizcos se fueron haciendo mayores, y finalmente se fue a ver la televisión. Vicki no sabía si es que su amenaza había surtido efecto o es que la enorme mujer se había aburrido e iba a por otra víctima.
A la hora de la cena, Vicki había decidido que sólo había un camino. En la parte de atrás de la ducha había una salida de emergencia. No era especialmente visible desde el interior, y la mayoría de las reclusas ni siquiera eran conscientes de que existía, pero Vicki tenía la ventaja de haber pasado nueve años en el cuerpo de policía.
El problema era que la puerta se abría hacia dentro, no había manilla o forma real de agarrarla, y el cerrojo era una enorme presencia metálica.
Que cualquier ratero medio decente habría podido abrir en segundo y medio, decidió tras examinarla rápidamente con los dedos. Por supuesto, lo difícil sería encontrar ganzúas y una oportunidad.
Después de la cena, durante la limpieza, cuando estaban encerradas en las celdas, Vicki se sentó con las piernas cruzadas sobre su jergón y palpó cuidadosamente el relleno de algodón. Los jergones de aquellas camas eran de espuma sólida, totalmente inútiles para nada que no fuese como barrera entre el cuerpo y las tablas, pero los supletorios, los del suelo, eran viejos sobrantes del ejército. No eran muy gruesos, y, de hecho, tampoco muy cómodos, pero parecían tener muelles metálicos. Con tiempo, podría sacar un trozo y...
Pero no tenía tiempo. El psiquiatra iría a hacer exámenes al día siguiente por la tarde, y la sacarían de Necesidades Especiales para llevarla a una de las galerías normales. Con la momia al mando, no tenía esperanzas de que la pusieran en libertad. No sería fácil escapar de una galería normal (ni sobrevivir a una). La mayoría de las reclusas seguramente la reconocerían, y existían los "accidentes" mortales cuando los policías se encontraban al otro lado del sistema. Evidentemente, tendría que convencer al psiquiatra de que estaba bien donde estaba.
Vicki sonrió. Si se hacía la loca, volvería a Lambert loca de verdad.
—¿Qué coño te hace tanta gracia?
Vicki se giró hacia el lado de Lambert de la celda, y sonrió más aún.
—Sólo estaba pensando —dijo, manteniendo cuidadosamente el control de cada palabra— en cómo en el país de los ciegos el tuerto o en este caso, la tuerta, es el rey.
—Estás como una puta cabra —gruñó Lambert.
—Me alegro de que lo pienses. —No podía ver la expresión de Lambert, pero oyó a Natalie bajarse del banco y notó la corriente de aire levantada al moverse la enorme mujer hacia ella. Mierda...
Se resistió al impulso casi abrumador de huir gateando. No podía evitar lo inevitable. No voy a darle a Lambert la salisfac... El golpe con la mano abierta le empujó la cabeza hacia atrás y casi la derribó. Vicki lo soportó y se levantó mirando la columna confusa de color azul que era Natalie, intentando ignorar el zumbido de los oídos.
A su izquierda, oyó a Lambert reír.
—Así que quiere pelea, ¿eh? Esto va a ser interesante. Hazle daño, Natalie.
Natalie rió ligeramente.
—¡Venga, se acabó la limpieza! —Las puertas al abrirse añadieron percusión a los gritos de la guardia—. ¡Todas fuera! Roberts, ponte la ropa otra vez.
—Me pica, jefa.
—Me da igual. Vístete.
Natalie se detuvo y Lambert se unió a ella dentro del campo de visión limitado de Vicki.
—Luego —le prometió, dando golpecitos sobre un enorme bíceps—. Luego le harás daño. Mientras tanto, igual quiere sentarse con nosotras a ver La ruleta de la fortuna.
Dios...
—Preferiría estar inconsciente —gruñó Vicki, intentando liberar su brazo del repentino apretón aplastante de Natalie.
Lambert se acercó para que Vicki pudiese verla sonreír. Luego, prometió otra vez.
* * *
Billi Bob Dickey de Tulsa, Oklahoma, acababa de comprar una vocal cuando las luces se apagaron, cortando a Vana cuando estaba a punto de colocar la primera de cuatro es. La galería se convirtió en un total y absoluto pandemonio.
—¡Tranquilizaos todas! —Los bramidos de la guardia apenas podían oírse por encima de los sonidos de terror, rabia y alegría histérica—. ¡Volved a las celdas, ahora!
Vicki no tenía ni idea de qué podrían ver o no las demás, pero por el sonido, incluso las que tenían una vista normal estaban ciegas. Las guardias, por lo que sabía, estarían corriendo a la galería A, donde harían falta las cuatro para coordinar un cierre manual de las celdas. La galería D quedaría sin observación durante los siguientes minutos.
Mi reino por un juego de ganzúas. Una oportunidad caída del ciclo y no puedo usarla para nada... ¡Dios! Se echó hacia atrás al caer de lado la mesa de picnic bajo el cambio repentino de peso provocado por dos reclusas histéricas.
Esto está pegado con saliva y plegarias.
—¿Y adonde coño crees que vas? —preguntó Lambert—. Yo decido cuándo te puedes ir. ¡Natalie, tráela!
—¡No veo! —replicó Natalie, haciendo crujir la madera al andar.
—¿Y qué? ¡Ella tampoco!
Vicki sintió la corriente de aire y se apartó de lado.
—Confía en mí, dijo él, y ven. Yo le seguí como un niño. Un hombre ciego me llevó a casa.
—¿De qué coño hablas?
—Es una poesía —le dijo Vicki, esquivando con facilidad el siguiente movimiento de Natalie. La enorme mujer movía la misma cantidad de aire que una tormenta tropical—. De W. H. Davies. Decía, según creo, que cuando todo el mundo es ciego, la gente con práctica tienen ventaja.
Sonrió, se inclinó y utilizó el impulso de Natalie para levantarla, cogerla a hombros y lanzarla por los aires.
El crujido de la madera astillándose le indicó a Vicki que su enorme atormentadora acababa de atravesar la mesa maltratada.
—Espero... que eso... haya dolido —jadeó, al ceder sus rodillas y caer al suelo intentando recuperar el aliento. Por Dios, tiene que pesar cerca de ciento ochenta kilos. Es maravilloso lo que se puede hacer con adrenalina.
Sus dedos dieron con una astilla de trece centímetros y, jadeando todavía, la recogió. Por la extensión de los trozos, la mesa debía de haber quedado totalmente destruida por el impacto. ¡Joder, podría haber matado a alguien! Se sentó sobre sus talones e intentó arrancar el fragmento de madera. Se torcía, pero no parecía ni resquebrajarse. No creo que esto sea pino... Muy típico de la ciudad lo de comprar mesas de picnic de roble para un centro de detención y dejar que se caigan a trozos. Su corazón de repente empezó a golpear contra las costillas, y el latido inundó el caos que la rodeaba. Roble. Madera dura. Una astilla con una punta delgada, flexible.
No. Para nada. Ese cerrojo es grande y tosco, seguro, pero sólo un idiota intentaría abrirlo con un trozo de madera. No.
¿Por qué no?
No es que tenga demasiadas opciones.
Al levantarse, se rozó con otro cuerpo, colocado tan cerca de ella que respiraban el mismo aire. Unos dedos pequeños y fuertes se clavaron en su antebrazo.
—¡Natalie te va a destrozar!
El generador de emergencia se encendería en cualquier momento, y Vicki sabía que no tenía mucho tiempo, pero había algunas tentaciones que habría que ser un santo para rechazar.
—No deberías haberte acercado tanto —dijo; se quitó de encima la mano de Lambert de un tirón, le retorció el brazo, librándose de él, y la mandó de una fuerte patada en la dirección de su ayudante. Un gruñido ahogado, un insulto y un grito de dolor le indicaron, mientras corría hacia las duchas, que el objetivo había sido alcanzado.
Dio con la barrera de intimidad de cemento al chocar con ella, y, cojeando ligeramente, consiguió encontrar el camino a tientas por el áspero borde.
Deben de haber terminado ya con la galería A, probablemente vayan a la B, queda poco tiempo...
La zona entre la barrera y la pared medía menos de tres metros. Vicki se lanzó por el abismo cavernoso que representaba en la oscuridad sin pensar en la precaución. Ahorrarse unos cuantos moratones no valía la pena a cambio de otra noche pasada entre rejas. Se golpeó contra el muro con suficiente fuerza como para rebotar, y empezó a buscar frenéticamente la salida oculta.
El golpear de puertas de acero resonaba sobre la confusión a sus espaldas, y dio un salto, tirando casi la astilla.
Si ya se han dirigido a la galería C...
Finalmente, sus dedos encontraron el cerrojo y se arrodilló delante de él.
Mientras esté aquí, podría ir rezando, porque no tengo ni una puta posibilidad de... hijo de puta. El primer tambor se abrió.
Dios, podría abrir esta mierda prácticamente con las uñas. En cuanto salga de aquí, voy a tener una larga charla con alguien. Esas mesas de picnic son trampas mortales, y este candado es de broma. Seguro que el centro de detención de hombres está bien cuidado.
El segundo tambor se abrió.
Esto es una desgracia.
Oyó a uno de los guardias gritar algo sobre tranquilizantes. Sonaba cerca de allí.
Mierda... Tenía las manos resbaladizas de sudor, y sentía la madera empezando a astillarse.
Vale.
Los guardias estaban seguro en la galería C. De repente, se hizo más difícil respirar.
Casi.
Alguien parecía estar montando una pelea.
Dales caña, bájales la marcha y...
¿Aquello que se oía respirar a su espalda no era Natalie?
No. Sólo el eco de ella misma aspirando desesperadamente aire que sabía a moho de ducha.
Ahí...
Aunque el cerrojo estaba abierto, la pesada puerta seguía seguramente cerrada, y Vicki se dio cuenta de que no había forma de abrirla.
—¡No!
Una de las junturas se partió con la fuerza del golpe y tuvo que retroceder tambaleándose al abrirse la puerta violentamente ante ella.
No podía confundir el brazo que la rodeó y evitó que cayese, ni el abrazo en que se vio envuelta. Con todos los nervios rebosantes de adrenalina, luchó por librarse.
—¡Joder, Henry! —Algo hizo que empezase a temblar violentamente. Era parecido a la rabia—. ¿Por qué coño has tardado tanto?
* * *
El sonido de la ducha había durado bastante tiempo. Cuando finalmente se apagó, los dos hombres se miraron de una punta a otra del cuarto de estar.
—Tú la conoces desde hace más tiempo —dijo Henry en voz baja—. ¿Está bien?
—Creo que sí.
—Es que no parece que... —alargó las manos.
—¿Qué sienta nada?
—Sí.
—Sí, está todo ahí. No lo ha soltado porque está demasiado furiosa.
—Tiene perfecto derecho a estar furiosa.
Celluci frunció el ceño.
—No he dicho que no lo tenga.
Durante la vuelta al apartamento de Henry, Vicki les había contado con todo detalle lo que le había pasado. Ambos escucharon en silencio, reconociendo que si la interrumpiesen con preguntas o comentarios apasionados, detendrían el flujo de palabras. Cuando terminó, Celluci comenzó de inmediato a hacer planes para ocuparse de Gowan y Mallard, pero Vicki le había mirado a través de las gafas de repuesto que le habían traído.
—No. No sé cómo ni cuándo, pero ésta me la pagan a mí. No a ti, a mí.
Por su tono se advertía que Gowan y Mallard iban a recibir exactamente lo que habían dado.
Después añadió:
—Quiero a Tawfik —con un tono que dejó helado incluso a Henry.
Se volvieron hacia ella cuando entró cojeando en el cuarto de estar, con el pelo mojado echado hacia atrás y el moratón que cubría un lado de la cara en gran contraste con la palidez del otro lado. La mano con la que se alisaba la parte delantera del suéter estaba enrollada en gasa.
He visto fanáticos religiosos, pensó Henry al acercarse Vicki a la ventana, con esa misma expresión. Una vez más, ambos hombres intercambiaron miradas de preocupación. Ella se movía, no como si fuese a romperse en cualquier momento, sino como si fuese a explotar.
—Antes de empezar —dijo al aire— pedid una pizza. Estoy muerta de hambre.
* * *
—Pero todavía no sabemos —señaló Celluci, apuntando con un trozo de corteza mordida para enfatizar— cómo descubrió Tawfik a Vicki.
—Una vez que Cantree le habló de ti, no le resultaría difícil sacarle la información de la mente. —Henry se detuvo en su lento pasear y miró a Celluci—. Cantree pensaría que cualquier cosa que supieses se la contarías a Vicki, y Tawfik decidiría atar el cabo suelto.
—¿Sí? ¿Entonces por qué haría un plan tan complicado? —Celluci arrojó el trozo de corteza a la caja y se enderezó, sacudiéndose las manos—. ¿Por qué no librarse de ella como hizo con Trembley? Bum, y se acabó.
—No lo sé.
—Me parece que has pasado por lo menos tanto tiempo hablando con él como Cantree. ¿Cómo sabemos que no has dicho nada?
—Porque —se detuvo, lo cual sonaba muy parecido a una amenaza— yo no lo haría.
Celluci resistió un intenso impulso de bajar la mirada y continuó, elevando el tono de voz.
—Sabemos que puede manipular los pensamientos de la gente, y los trabajadores del museo son prueba de ello. ¿Cómo sabemos que no la sacó de tu mente?
—¡No! Yo nunca la traicionaría.
Celluci entornó los ojos al darse cuenta de la fuente de dolor que ocultaba la réplica de Henry. No, no la traicionaría. La quiere. La quiere de verdad, el hijo de puta. Y tiene miedo de poder haber sido él. Que Tawfik la haya sacado de su cabeza.
—¿Si lo hubiese hecho lo habrías notado? —Tenía que preguntarlo. No estaba metiendo el dedo en la llaga. Por lo menos, a él le parecía que no.
—Nadie entra en mi mente sin invitación, mortal. —Pero Tawfik había llegado a él sólo con existir, y Henry no sabía a ciencia cierta lo que el sacerdote hechicero podía haber cogido. A pesar de declarar estar seguro, esto se le notaba en la voz. Celluci lo oyó y Henry lo notó.
—Ya basta —Vicki se lanzó sobre el sillón, limpiándose la grasa de la boca con la mano—. No importa cómo lo supiese, ya ha pasado. Lo único que importa ahora, y quiero decir lo único, es encontrar a Tawfik y sacarlo. Henry, has dicho que la mujer que salió de la biblioteca del Subsecretario de Justicia antes de que entrase Cantree dijo que le vería en la ceremonia.
—Sí.
—Y el propio Tawfik te dijo que era esencial que los acólitos reunidos jurasen lealtad a su dios cuanto antes.
—Sí.
—Bueno, pues ya que sabemos que este grupo inicial de acólitos ha salido, cuando menos, de las capas altas de la policía metropolitana y provincial, deberíamos detenerlo antes de que tenga lugar la ceremonia.
—¿Cómo sabemos que no ha empezado ya?
Vicki resopló.
—Dímelo tú. Yo he estado algo desconectada los dos últimos días.
—La fiesta fue el sábado. Tawfik habló conmigo el domingo. —¿Sólo habían pasado dos días?—. Lunes... —Henry se preguntaba si era por eso que no había acudido. ¿Llegaban demasiado tarde ya?
—Si sirve de algo —ofreció Celluci—, Cantree estuvo en casa anoche.
—¿Cómo lo sabes?
—Estuve un rato observando su casa.
—¿Por qué?
—Pensé en preguntarle qué coño pasaba.
—¿Lo hiciste?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque me acordé de lo que pasó con Trembley y se me ocurrió que desaparecer sería un plan más saludable. ¿Vale? —Celluci lanzó la pregunta a Henry y continuó—. Podría haber sido más útil que hubieses interrogado bien a Tawfik durante vuestro paseíto. ¿O estabais tan ocupados siendo criaturas de la noche que te olvidaste de que el hijo de puta es un asesino?
Yo soy tan inmortal como tú, Richmond. Nunca envejeceré, nunca moriré, nunca te abandonaré.
Celluci leyó en pensamiento en la cara de Henry. Saltó de la silla y cruzó el cuarto de estar.
—Cabrón, eso es lo que pasó, ¿no?
Henry replicó a la acometida con una mano extendida, y Celluci se detuvo balanceándose como si se hubiese topado con una pared. Sólo por un momento, Henry quiso explicarse... pero pasó.
—Nunca des por hecho —dijo, cruzando la mirada con la del otro hombre y manteniéndola, obligándole a pararse y escuchar— que sabes lo que soy o por qué lo hago. Yo no soy como tú. Las leyes que yo sigo no son las que te dirigen a ti. Somos muy, muy diferentes, tú y yo; sólo nos parecemos en dos cosas. Fuera lo que fuera lo que hablamos Tawfik y yo, fuera la que fuera mi reacción, todo eso ha cambiado. Ha hecho daño a uno de los míos, y no voy a tolerarlo.
Al bajar Henry la mano, Celluci avanzó de golpe. Tenía la extraña sensación de que se habría caído si Henry no hubiese mantenido la mirada hasta que recuperó el equilibrio.
—¿Y lo segundo? —exigió, retrocediendo y retirándose el rizo de la cara.
—Por favor, detective —Henry bajó los párpados intencionadamente, permitiendo a Celluci apartar la mirada si quería—; no intentes convencerme de que no sabes nada del otro... interés que compartimos.
Los ojos marrones se clavaron en los avellana durante un momento. Finalmente, Celluci suspiró.
—Si habéis terminado vosotros dos —dijo Vicki de golpe, apoyándose contra las ventanas y cruzando los brazos—, ¿podemos seguir con esto?
—¿Terminado? —Celluci resopló suavemente, dándose la vuelta y volviendo al sofá—. Algo me dice que acabamos de empezar. —Apartó la caja de la pizza y se reclinó, haciendo protestar al sofá por el peso repentino—. Mira, las ceremonias no suelen suceder a capricho. La mayoría de las religiones tienen planes que seguir.
Vicki asintió.
—Buen detalle. ¿Henry?
—Él dijo pronto. Nada más concreto.
—Mierda, debe haber algún sitio donde podamos encontrar información sobre rituales religiosos egipcios —entornó los ojos—. Mike...
—Oh, oh. Lo más cerca que he estado del antiguo Egipto es cuando estuve haciendo unas horas extras en una exposición sobre Tut. Y eso fue hace años.
—Venga, has estado más cerca del antiguo Egipto que eso —Vicki sonrió. Nunca había pensado en lo agradecida que estaría de que él saliera con aquella mujer—. ¿Y tu amiga, la Dra. Shane?
—¿Rachel?
—Si queda alguien en la ciudad capaz de saberlo —señaló Vicki alargándole el teléfono— es ella.
Celluci sacudió la cabeza.
—No quiero meter a más civiles en esto, el peligro...
—Ahora Tawfik está más débil que nunca —dijo Henry con calma—. Si la Dra. Shane no puede ayudarnos a detenerlo antes de que complete su base de poder, entonces no podrás protegerla de lo que se avecina.
* * *
—¿Rachel? Soy Mike, Mike Celluci. Necesito hacerte un par de preguntas.
Ella se rió y garabateó un sarcófago en el margen del informe de adquisiciones con el que había pasado la mañana.
—¿Cómo? ¿Esta vez no tengo ni cena?
—Lo siento, pero no.
Había algo en su voz que le hizo enderezarse sobre la silla.
—¿Es importante?
—Mucho, ¿los antiguos egipcios tenían fechas específicas para que los sacerdotes de los dioses oscuros realizasen ceremonias importantes?
—Bueno, había unas fechas muy específicas durante el año del calendario para los ritos de Set.
—No, no estamos buscando su versión de Navidades o Semana Santa...
—Difícilmente, Set es un dios oscuro.
—Sí. Bueno, no es Set el que nos preocupa. Si uno de los dioses menores necesitase un rito esporádico, ¿cuándo podría ser?
—Podría ayudar que me dieses alguna pista de lo que necesitas saber.
—Lo siento, no puedo decírtelo.
¿Cómo sabía que le iba a decir eso?
—Bueno, podría ser en cualquier momento, supongo, pero un rito oscuro sería más probable en una noche sin luna, cuando el ojo de Thot está fuera del cielo. Y probablemente a medianoche, cuando Ra, el dios del sol ha pasado el período más largo fuera del mundo y seguirá ausente durante el mismo período.
—¿Dónde?
Ella parpadeó.
—¿Cómo?
—¿Dónde tendría lugar el rito?
—¿Ese dios tuyo no tiene un templo?
—La creación del templo forma parte del rito.
¿Forma parte del rito? ¿Tiempo presente? El trabajo policial en Toronto era más raro de lo que ella pensaba.
—Entonces el rito habría tenido lugar dondequiera que el sacerdote quisiese que estuviese el templo.
Por el sonido de su voz, estaba apretando los dientes.
—Me temía que fueras a decir eso. Gracias, Rachel. Has sido de mucha ayuda.
—¿Mike? —La pausa antes de que él contestase indicaba que le había pillado a punto de colgar—. ¿Me contarás para qué necesitabas saber eso cuando acabes lo que sea en que estés trabajando?
—Depende.
—¿De?
—De quién gane.
Rachel se rió del melodrama al volver a colgar el auricular del teléfono. Tal vez debiera ver otra vez al Detective Celluci, sin duda era más interesante que los académicos y los burócratas.
—Depende de quién gane —repitió ella, inclinándose sobre el informe. Parecía que hasta lo decía en serio. El escalofrío que pasó por el pelo fino de su nuca lo atribuyó a una imaginación demasiado activa.
* * *
Vicki se giró para mirar por la ventana y frunció el ceño.
—Esta noche no hay luna.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Celluci—. Puede que la luna esté detrás de una nube.
—Mi período empieza dos días después de que no haya luna. Es martes, y empieza en jueves.
Difícil de discutir.
—Sí, pero hay una sola noche sin luna al mes —señaló Celluci.
—Tawfik dijo que pronto. —Ella extendió los brazos por el cuerpo e hizo una mueca de dolor al tocarse uno de los múltiples moratones—. Es esta noche.
—No estamos en forma para cogerlo esta noche.
—Querrás decir que no lo estoy yo. No tenemos elección.
Celluci sabía que no convenía discutir con ese tono.
—Entonces tenemos que encontrarlo.
—Debe haberte dicho algo, Henry. —La ciudad se extendía a sus pies, ofreciendo mil posibilidades.
—¿Qué más dijo?
—Nada sobre el emplazamiento de templo.
—¿No dijo algo sobre la cima de no sé qué montaña? —preguntó Celluci.
—Bueno, en esta parte del país andamos algo cortos de montañas. Altas o bajas.
—No —Vicki apretó ambas manos contra el cristal al darse cuenta de repente de qué le había llamado la atención—. No, no es verdad. Mirad.
Su voz hizo que ambos hombres se acercasen junto a ella sin hacer preguntas. Tenía los ojos abiertos de par en par, su respiración era un jadeo y su corazón latía tan fuerte que Henry casi temía por ella.
—¿Qué estamos mirando? —preguntó en voz baja.
—La torre. Mirad la torre.
La torre CN se alzaba a los pies de la ciudad, una sombra contra las estrellas. A medida que contemplaban, una parte del disco giratorio se iluminó como si se hubiese fundido una bombilla gigante en su interior. Sólo duró un instante, pero la luz dejó una imagen sobre el ojo como una capa de grasa.
—Podría ser cualquier cosa. —Ni Celluci creía en su propia réplica, pero creía tener que decirlo—. Suele haber luces en la torre.
—Es él. Está ahí arriba. Y voy a hacerle bajar aunque tenga que tirar toda la puta torre con él.
Arriba, en el observatorio, dos luces rojas de seguridad brillaban sospechosamente cerca la una de la otra.
Casi como unos ojos.
Capítulo 16
—¿Qué coño haces?
Henry detuvo el BMW.
—Me estoy parando, el disco está en ámbar.
—¿Por qué?
—Detective, al contrario de lo que se cree normalmente, un semáforo en ámbar no significa acelerar, sino que se va a poner en rojo.
—¿Sí? Bueno, pues, al contrario de lo que tú pareces creer, no tenemos toda la noche. Rachel dijo que esto sería a las doce, y ya son las once treinta.
—Y si nos paran por una infracción de tráfico con un criminal buscado dentro del coche, eso nos obstaculizaría más que seguir las normas de circulación.
—¿Por qué no conduzco yo?
Vicki se inclinó hacia delante.
—¿Por qué no nos comprometemos? Mike, cállate. Y Henry, acelera. Ninguno de los dos estáis demostrando nada, joder.
* * *
Dejaron el coche en Front Street y subieron apresuradamente las escaleras hasta llegar al corredor que iba desde las vías de tren hasta la base de la torre CN. Aunque Henry podría haber adelantado rápidamente a los dos mortales, ajustó su velocidad a la de Vicki. Por si acaso.
Sin las multitudes que abarrotaban la zona durante el día, la superficie de cemento tenía un aspecto irreal, desierto y con ecos de suelas de goma. Los carteles de neón lanzaban sus mensajes a un lugar vacío en el camino hasta la torre: el del restaurante, la discoteca, la torre del universo.
—Realmente te lleva hasta Júpiter —jadeó Vicki al pasar al lado del último cartel—. Medio sistema solar. Parte del universo. —Corría con una mano en la pared para guiarse y apoyarse, y ni se molestaba en preocuparse por no poder verse los pies. El sendero era suave y evidente, y después de lo que había pasado, no iba a dejar que la detuviera un poco de falta de luz.
—Si está aquí arriba —gritó Celluci al lanzarse escaleras abajo en la otra punta del corredor y rodear la esquina hasta la entrada principal—, seguro que ha bloqueado los ascensores en la cima.
—No creo —Vicki se lanzó contra una manilla de cristal con el mismo efecto que si le hubiese dado el viento—. No, no si el muy hijoputa ha bloqueadlo las puertas abajo.
Henry puso las manos debajo de las de Vicki y tiró. La manilla se pardo con un chasquido que resonó en toda la torre y la cúpula.
—¡Joder! —Vicki miró la puerta de cristal tintado y luego a Henry—. ¿Puedes atravesarla?
Él sacudió la cabeza.
—No sin algún tipo de arma. Eso es cristal macizo de dos centímetros de grosor. Incluso yo me rompería los huesos primero.
Casi parecía que los diseñadores de la torre hubiesen pensado en aquello. No había nada en las proximidades que pudiese usarse para romper la puerta. Incluso los distintos niveles estaban unidos por masas macizas de cemento, no por barandas de metal ni guías de seguridad metálicas.
—No te preocupes —dijo Vicki al sentarse Henry intentando forzar una baldosa del empedrado—. Estamos perdiendo el tiempo intentando entrar ahí cuando Celluci seguro que tiene razón con lo de los ascensores.
Henry se enderezó.
—Tenemos que cogerlo esta noche. Ahora. Antes de que esa gente jure lealtad. Tenemos que evitar que su dios obtenga suficiente poder para crear más como él.
—Lo sé. Subimos por la escalera.
Celluci sacudió la cabeza.
—Vicki, esa puerta también va a estar cerrada.
—Pero es una puerta de metal con una manilla de metal. No creo que Henry se quede con el picaporte en la mano. —Antes de terminar de hablar ya estaba en marcha, dando zancadas alrededor del estanque y subiendo por la parte de atrás de la torre—. No pienso —gruñía al llegar a la entrada de la escalera— dejar que este sitio se convierta en el puto templo egipcio más alto del mundo. ¡Henry!
La pesada puerta de metal se dobló al primer tirón, haciendo resquebrajarse y caer capas de pintura, una avalancha gris de escamas plásticas. Al segundo tirón, se salió de las bisagras y se llevó con ella el carísimo sistema de seguridad, unido al marco casi intacto.
Sorprendentemente, hizo muy poco ruido, teniendo en cuenta todos los factores.
—¿Cómo es que no suena la alarma? —preguntó Celluci receloso, frunciendo el ceño al ver la maraña de cables partidos.
—¿Cómo voy a saberlo? —con los músculos protestando tras probar los límites de su fuerza, Henry apoyó la puerta contra la torre.
—Igual Tawfik está ofreciendo sacrificios quemados y no quiere poner en marcha el sistema antiincendios.
—O es una alarma silenciosa y hay una flota de coches patrulla viniendo para acá.
—También es posible —admitió Henry.
—Entonces a lo mejor preferiríais dejar de perder el tiempo hablando sobre ello.
Aunque la luz ambiental no ayudaba a Vicki, proporcionaba un contraste entre el gigante de cemento y el agujero negro que era la única entrada. Se lanzó a través de él, pero la detuvo rápidamente un apretón de Celluci en el brazo.
—Vicki, espera un momento.
—Suelta. —Por su tono, amenazaba con arrancarle el brazo si no lo hacía.
Él se arriesgó.
—Mira, no podemos subir ahí corriendo sin hacer un plan. Estás dejándote llevar por las emociones. Joder, estamos dejándonos llevar por tus emociones. Párate a pensar un momento. ¿Qué pasa cuando lleguemos a la cúspide?
Lo miró y se soltó.
—Que cogemos a Tawfik, eso es lo que pasa.
—Vicki... —Henry avanzó hasta ponerse en su campo visual—. Probablemente no podamos acercarnos a él. Tiene protecciones.
Ella entornó los ojos.
—Si todavía tienes miedo de él, Henry, puedes esperar aquí abajo.
Henry avanzó un paso más, con un silencio casi ensordecedor.
—Lo siento. —Ella se acercó y le tocó ligeramente el pecho—. Mira, ¿tan difícil puede ser? Mike le disparará desde la entrada. No creo que tenga protección contra eso. Tienes tu pistola, ¿no?
—Sí, pero...
—La verdad es que es tan sencillo que parece interesante —admitió Henry—. Pero dudo que nos deje acercarnos tanto. Habrá puesto vigilantes en la zona del templo, y en el momento en que nos crucemos con ellos... —su voz se desvaneció.
—Entonces, tú le distraes y Mike le dispara —dijo Vicki entre dientes—. Como has dicho, es sencillo. Y el factor sorpresa es esencial, ¡y estamos perdiendo tiempo! —Comenzó a correr de nuevo hacia la torre y Celluci volvió a detenerla.
—Tú esperas aquí abajo —dijo. Casi la había perdido una vez aquella semana. No iba a pasar otra vez por aquel infierno.
—¿Yo qué?
—No estás en forma para enfrentarte a alguien normal, conque menos aún con un ser sobrenatural. Dudo que puedas ni llegar a la cima, se te están acabando las fuerzas, ya estás cojeando, estas...
—Tú-déjame-preocuparme-de-mí-misma. —Cada palabra surgió como una explosión separada y apenas controlada.
Henry le puso la mano sobre el hombro.
—Sabes que tiene razón. Yo distraigo a Tawfik y él le dispara. No le has incluido en tu sencillo plan.
—Yo voy a subir a verlo morir.
—Tú te estás exponiendo a un peligro innecesario —gruñó Celluci—. ¿Y que pasa si fallamos? ¿Quién queda para probar un segundo disparo?
Vicki se soltó el brazo de un tirón y acercó la cara a la suya.
—¿Qué? ¿Se me ha olvidado mencionar el plan B? Si vosotros dos la cagáis, yo estoy ahí para recoger los pedazos. Ahora dame la pistola y le dispararé yo misma, o tira por esa puta escalera.
—Tiene derecho a estar allí —dijo Henry tras un segundo que duró varias vidas, y era evidente por su tono que no le gustaba más que a Celluci.
Vicki se giró hacia él.
—Muchas gracias. ¡Tú podrías estar en la cima de la puñetera torre ya! —Puso el pie fuertemente en la escalera y subió el primer escalón. Luego el segundo. Las luces de emergencia eran una distracción, así que cerró los ojos. Dos menos, faltan mil setecientos ochenta y ocho.
—¿Vicki?
No había oído llegar a Henry, pero sintió su presencia justo detrás de su hombro izquierdo. No quería escuchar disculpas ni explicaciones ni lo que fuese que tuviera que decir.
—Venga, sube.
—Pero vas a necesitar ayuda para llegar hasta arriba. Podría llevarte...
—Podrías preocuparte por Tawfik y no por mí. Muévete. —A través de los dientes apretados, añadió:— Por favor.
La presencia la adelantó, le tocó ligeramente en la muñeca, justo en la parte donde la vena estaba más cerca de la superficie, y desapareció.
—Tiene razón. Apenas acabas de sacarte del sistema esa droga, por no mencionar los abusos físicos excesivos. No vas a llegar a la cúspide sin ayuda.
Ella contempló la sombra con forma vaga de hombre en la oscuridad.
—Que te den por culo a ti también, y dejad de preocuparos por mí.
Celluci sabía que no era buena idea decir nada más, aunque ella le oyó gruñir algo bajo su respiración al adelantarla.
Intentó correr a la velocidad de él, y de hecho lo consiguió durante un rato, pero la distancia entre ellos fue creciendo poco a poco. Finalmente, el sonido de cada paso se convirtió en un staccato de fondo al latido de su corazón.
Diez peldaños y un rellano. Diez peldaños y un descansillo. Iba a tardar algo más de nueve minutos y cincuenta y cuatro segundos, esta vez. Su falta de vista no importaba: después de establecer el ritmo, sus pies podían encontrar perfectamente el camino. Sin embargo, con cada movimiento, lo dos últimos días se sentían en el cuerpo. Le dolía todo.
Diez peldaños y un rellano.
Le empezaron a arder los pulmones. Cada aliento requería mayores dolores.
Diez peldaños y un rellano.
Sentía como si en la rodilla izquierda le hubiesen clavado una aguja bajo el hueso.
Diez peldaños y un rellano.
Levanta la pierna izquierda, estira la pierna derecha. Levanta la pierna derecha, estira la pierna izquierda.
Se quitó la chaqueta y la dejó caer.
Diez peldaños y un rellano.
Es un riesgo innecesario, lo de jugarme el culo.
Diez peldaños y un rellano.
Por supuesto, esto no estaba en el plan. ¿De verdad pensaban que no era consciente de cómo estaría al llegar a la cima de esta cosa? Tendré suerte si aguanto de pie.
Diez peldaños y un rellano.
"Tiene derecho a estar allí". Por Dios.
Diez peldaños y un rellano.
Nos ha jodido si voy a estar allí. Y voy a escupir en el cadáver de Tawfik.
Diez peldaños y un rellano.
Había leído una vez un artículo sobre el ganador de una medalla americana de honor, que había sufrido veintitrés impactos del fuego enemigo y todavía consiguió, a pesar de sus heridas, recorrer un puente para salvar a otro miembro de su unidad. Se preguntó entonces en qué pensaría cuando lo hizo. Ahora sospechaba que se lo imaginaba con bastante claridad.
Puedes caerte cuando hayas terminado, antes no.
Diez peldaños y un rellano.
Los músculos de las piernas empezaron a temblar, luego a saltar. Cada paso se convirtió en una batalla individual contra el dolor y el cansancio. Tropezó, perdió el ritmo y se dio con la espinilla en una superficie de metal.
Ocho, nueve, diez peldaños y un rellano.
Al mover su peso tanto con las manos como con los brazos, la gasa enrollada en su nudillo partido se movió, mojada de sudor o de sangre, ni lo sabía ni le importaba. Cuando se convirtió más en un estorbo que en una ayuda, la dejó caer.
Diez peldaños y un rellano.
Los odios menores se consumieron hasta que sólo quedó el odio por Tawfik. Él la había drogado y encarcelado, pero lo peor de todo es que había pervertido todo aquello en lo que ella creía. Eso se extendía entre ellos como la cuerda con la que lo colgaría; se arrastró por ella.
Diez peldaños y un rellano.
* * *
Henry sintió las protecciones al pasar a su lado, con un débil chisporroteo por la superficie de su piel que le puso de punta todos los pelos del cuerpo. No tenía ni idea de qué información le llevarían a Tawfik, general o específica, pero fuese como fuese, el tiempo se había convertido en un factor crítico. Se apresuró por los dos últimos tramos de escaleras. Más abajo oía a Celluci esforzarse, y por debajo de eso, el avance incapacitado de Vicki. Sus pulsos resonaban en la escalera, su respiración tan fuerte como si todo el edificio inhalara y exhalara con ellos. Parecía que iba a estar solo durante un cierto tiempo.
Sólo uno de cada cuatro fluorescentes estaba encendido en el vestíbulo que rodeaba al pilar central de la torre, y Henry, abandonando los confines en penumbra de la escalera, dio gracias por ello. A menudo, el nivel de luz preferido de los mortales le resultaba un inconveniente, y aquella noche necesitaba todas las ventajas posibles.
Silenciosamente, rodeó la enorme curva, oyendo el zumbido de los cánticos. El murmullo de fondo de por lo menos una docena de voces no consistía más que en el nombre de Akhekh repetido una y otra vez, con una especie de tono muy bajo que conseguía atravesar la superficie y palpitar en el hueso y la sangre. Con los sentidos extendidos, a Henry no le sorprendía oír un solo pulso que los incluía a todos, donde debería haber una multitud de ellos.
Elevándose por encima del cántico, una sola voz hablaba en un idioma que Henry no conocía, usando cadencias que sonaban extrañas incluso a unos oídos que habían experimentado cuatro siglos y medio de cambios. Fuera lo que fuera lo que decían, y Henry no dudaba que eran capas de significado enrolladas sobre cada sílaba, sobre cada tono, las palabras eran una llamada. Sólo los bordes exteriores le llegaban, y se sentía impelido a acercarse.
Atravesó violentamente la entrada principal de la discoteca, al lado de un arco de mesas vacías. El cántico de fondo resonó con más fuerza.
Tawfik estaba de pie sobre la plataforma elevada, dentro de una barra curva acolchada donde solían sentarse los pinchadiscos, con los brazos elevados en la clásica pose de sumo sacerdote. Llevaba unos pantalones color caqui y una camisa de lino con el cuello abierto. No era exactamente el estilo del antiguo Egipto, pero no necesitaba un disfraz para declarar lo que era. El poder chisporroteaba a su alrededor en un aura casi visible.
Al otro lado de la pista de baile, con la mirada clavada en Tawfik, se agolpaban los oficiales de alto rango de la policía metropolitana y provincial de Ontario, dos jueces y el editor de los tres periódicos más poderosos de Toronto. Henry había pensado que oía una docena de voces, pero, si tenía que guiarse sólo por su oído, hubiese dicho seis, aunque había evidentemente más de veinte personas. Los tonos y timbres individuales se disolvían en el cántico.
La parte más incongruente de toda la escena era, sin duda, la enorme bola plateada de discoteca que colgaba del techo girando lentamente, reflejando puntos de color multicolor sobre Tawfik y sus acólitos.
Henry observó todo esto entre un latido y el siguiente. Sin bajar el ritmo, se encaminó para avanzar hacia la espalda de Tawfik aparentemente desprotegida.
—¡AKHEKH!
En una de las repeticiones del nombre, Tawfik se unió al cántico: los puntos de luz empezaron a combinarse, la bola plateada dejó de girar y Henry apenas se cubrió a tiempo los ojos con el brazo. Avanzó, casi se cayó e intentó borrar parpadeando las imágenes producidas por una pequeña fracción del resplandor que había tenido lugar en realidad.
El volumen del cántico aumentó antes de caer en un murmullo casi subliminal, casi fácil de ignorar; Henry se dio cuenta de que la capa superior del hechizo había terminado.
—Estás interfiriendo en cosas que no comprendes, caminante nocturno. —La voz era un contrapunto frío y distante al sol dorado que ahora ardía en la mente de Henry, mayor y más brillante que hacía sólo dos días.
Con los dientes apretados, el vampiro ignoró el dolor y cubrió el sol con su furia, atenuando la vida abrumadora del sacerdote hechicero hasta un punto que le permitía funcionar. A través de las formas de luz vio a Tawfik fruncir el ceño, como un mayor perturbado por las acciones de un joven; como si aquellas acciones no fuesen una amenaza, sino un mero fastidio.
—Afortunadamente —continuó Tawfik, aún como un padre a su hijo, como un maestro a su discípulo—, hemos alcanzado un punto en la ceremonia donde una pequeña pausa no afectará al resultado final. Tienes tiempo de explicarme qué haces aquí antes de que decida qué hacer contigo.
Por un instante, Henry se sintió adoptar el papel que le daba el sacerdote hechicero. Gruñendo, lo dejó de lado. Era un vampiro, un caminante nocturno. No podía ser dominado con unas simples palabras. La confusión que Tawfik había usado y trastocado antes se había consumido con su ira por la desaparición de Vicki. Ha hecho daño a uno de los míos, y no voy a tolerarlo.
Casi había llegado al borde de la plataforma, a menos de medio metro de la garganta de Tawfik, cuando vio refulgir líneas rojas que lo lanzaron de espaldas contra la pared de la discoteca.
—Te dije cuando nos conocimos que no podías destruirme. Deberías haberme escuchado —las palabras sonaban en un tono bajo e inflexible contra el rumor de fondo del cántico, al darse cuenta Tawfik de que la juventud relativa del caminante nocturno ya no se podía manipular; abandonó la pose de rechazo aburrido. Después de los desafíos que había ignorado la noche anterior sabía que llegaría el enfrentamiento, pero aquel momento, cuando toda su atención debía concentrarse en Akhekh, no era el adecuado.
Ni siquiera la ceremonia de santificación había bloqueado la gloria cada vez más cercana del ka del caminante nocturno. Él la quería, la quería más de lo que había querido nada en su larga vida, y sabía, desde el momento en que las protecciones se vieron alteradas, que aquella noche, en ese momento, tenía suficiente poder para obtener lo que deseaba tan desesperadamente. Pero el poder que domeñaba no era suyo, y Akhekh, aunque él lo denominase diosecillo menor, tenía formas dolorosas de exigir lo que le pertenecía. Después de siglos, había aprendido a ser precavido. Tras la ceremonia, cuando Akhekh estuviese con ánimo de otorgar favores, habría poder de sobra y no habría riesgo de hacer enfadar a su señor. Y una vez que tuviese el ka del caminante nocturno, no tendría que temer la rabia de su señor nunca jamás.
Si las palabras no bastaban para contener al caminante nocturno, entonces tendría que dar otros pasos. Con un gesto seco, aumentó una fracción el cántico y luego, cuidadosamente, para no perturbar las estructuras mágicas que ya estaban situadas, y utilizando únicamente su propio poder, comenzó a trenzar un hechizo de atadura. Los mortales, que todavía seguían en la escalera, no importaban hasta que llegasen, y entonces su destrucción sería parte de la ceremonia.
Henry, atónito y magullado, luchó por levantarse. No tenía ni idea de lo lejos que estaría Celluci a sus espaldas, ya que el olor y el sonido de los acólitos bloqueaba los del detective que se aproximaba.
—Entonces, tú le distraes y Mike le dispara.
No era tan sencillo. Aunque, si un ataque físico no tuviese efecto, tal vez se podría distraer al sacerdote hechicero de otra forma. Le gustaba bastante oír su propia voz. Henry se apartó de la pared. Sólo le interesaba oír una cosa.
—¿Por qué atacaste a Vicki Nelson?
Tawfik sonrió, perfectamente consciente de lo que estaba intentando hacer el caminante nocturno, ya que el poder acumulado le daba acceso a todos los niveles de aquel glorioso ka inmortal, salvo los más profundos. No importaba. En un momento invocaría el hechizo de atadura y en el momento siguiente comenzaría la tercera y última parte de la invocación. Después se alimentaría. Contestar la pregunta del caminante nocturno serviría para ocupar el tiempo.
—Tu Vicki Nelson fue elegida por mi señor. Para usar una analogía que puedas comprender, a veces pide una comida en especial en vez de lo que hay en la carta. Como los dioses no pueden interferir directamente en la vida de sus siervos, yo preparo la comida para él, situando a la elegida en una posición de desesperación y angustia óptimos. Que resultase ser la mortal que te importa fue una pura coincidencia, te lo aseguro. ¿Tuviste muchos problemas para sacarla de la cárcel?
—En realidad no —Henry se detuvo al borde de la plataforma, en el punto donde el poder ambiental que rodeaba al sacerdote hechicero le rozaba, pulsando al tiempo que el latido individual del coro—. Casi había salido ella sola cuando llegué.
—Es casi una pena que haya venido contigo esta noche.
El ka del caminante nocturno se iluminó y Tawfik por poco se dejó llevar por el deseo.
—¿No pensarías que no iba a darme cuenta de que estabas acompañado, ¿no? Tendré que matarla, por supuesto.
—Tendrás que matarme a mí primero.
Tawfik se rió, pero la expresión de Henry no cambió, y su ka ardía con una fuerza grande y constante. Lentamente, se dio cuenta de que la frase, siendo como era increíble, procedía de las regiones interiores, guardadas de su ka, y que el joven inmortal lo decía absolutamente en serio. El asombro y la confusión destruyeron su control del hechizo de atadura. Sus cejas de color ébano se arquearon hacia abajo, trazando una uve dolorosamente tensa.
—¿Sacrificarías tu vida inmortal por ella? ¿Por aquella cuya existencia total no debería importarte más que el aliento de un momento?
—Sí.
—¡Eso es de locos! —Con el hechizo de atadura destrozado, Tawfik veía escapar de sus manos las opciones. Desde el momento en que los dos mortales habían entrado en la torre, sus muertes habían pasado a formar parte de la ceremonia de santificación. La mujer tenía que morir. Había prometido su muerte a Akhekh. Pero para que muriese, debía matar al caminante nocturno, y todo el poder de su glorioso ka se perdería.
¡No! ¡No perderé su ka! ¡Es mío!
Henry no tenía ni idea de qué era lo que hacía fruncir el ceño a Tawfik, pero el sacerdote hechicero sin duda parecía distraído. Avanzó, empujando la barrera de poder. Ésta retrocedió.
Podría tomar el ka. Tomarlo ahora. Usar el poder generado por las dos primeras partes del hechizo de santificación. Usar el poder extraído de los acólitos. Pagar el precio...
Pero, ¿habría precio? Sin duda, la absorción de una vida inmortal le daría un poder igual al de Akhekh. Tal vez mayor.
El cántico comenzó a subir de volumen. Había llegado el momento de comenzar la tercera y última aparte del hechizo de santificación. No tenía tiempo de crear otro de atadura. No tenía intención de perder el magnífico, glorioso ka del caminante nocturno.
La decisión se tomó entre un latido y otro. Tawfik alimentó su voluntad con todo el poder acumulado y lo canalizó hacia el hechizo de adquisición. Sería una violación, no la seducción que había planeado en principio, pero el resultado final sería el mismo.
El sol llameaba entre blanco y dorado tras los ojos de Henry, que se sintió empezar a arder. Percibía la fuerza que alimentaba las llamas, notaba sus bordes consumidos, sentía... algo familiar.
Hambre. Sentía el Hambre de Tawfik.
Entonces notó cómo las manos de Tawfik le rodean la cara, alzándole la cabeza para cruzar la mirada con la suya. Los ojos de ébano no tenían fondo que parase la caída.
El pulso de los acólitos rugía en sus oídos. No. No eran los acólitos. No era el latido que había oído desde que llegase a la cima de la torre. Era otro latido, algo más rápido que el habitual de los mortales, cuyo sonido se transportaba a través del contacto de la piel con la piel. El corazón de Tawfik. Haciendo correr la sangre de Tawfik. A pesar de todos los siglos robados de vida, su olor era mortal. Había sido mortal durante aquella noche en el parque. Era mortal ahora.
Henry liberó su propia Hambre, desatando el instinto de supervivencia que el mundo civilizado lo obligaba a contener.
Unos dedos de acero agarraron los hombros del sacerdote, que gritó, obligado a pasar del éxtasis a buscar la amenaza. Reconoció al cazador que le gruñía en el rostro que tenía entre sus manos.
—Caminante nocturno —susurró, dándose cuenta de repente de lo que sostenía, de lo que querían decir las leyendas cuando ya no eran leyendas. Durante el tiempo que tardó en pronunciar el nombre, sintió que el ka que intentaba devorar se apartaba casi totalmente del hechizo, y sólo por ese instante, se deslizó debajo de la superficie de los ojos avellana convertidos en dura ágata.
Henry le apretó los hombros con más fuerza. El hueso empezó a ceder. Desesperado, Tawfik absorbió más poder todavía de los acólitos y lo añadió al hechizo de protección. Había sido tan estúpido que lo había tocado, inutilizando toda defensa salvo las más básicas. Si liberaba el hechizo de adquisición, tendría suficiente poder para soltarse, pero el de adquisición era todo lo que le quedaba. No habría vuelta atrás.
Liberó su mirada a la fuerza de la del caminante nocturno y lanzó las manos hacia la columna acordonada de su garganta. Un instante después, notó como respuesta una banda de carne que se cerraba fuertemente sobre su propia garganta, y lo único que evitaba que los pulgares le aplastasen la tráquea era su magia.
¡No perderé su ka! Lanzó de golpe el hechizo de adquisición contra la fuerza del caminante nocturno.
El sol se convirtió en un holocausto de llamas, pero el Hambre arrastró a Henry a su través para contestar a la sangre que llamaba desde el otro lado.
* * *
¿Cómo coño voy a dispararle a eso? Celluci se apoyó jadeando contra la pared de la discoteca, protegiéndose con una mano los ojos de las luces de intensidad dolorosa que se reflejaban en la bola plateada giratoria. Se suponía que el muy cabrón tenía que distraerlo, no ponerse a bailar con él.
Desde donde estaba, Celluci veía la espalda de Fitzroy, y, justo por encima, unos largos dedos dorados sobre su garganta. Girando la cabeza ligeramente a la derecha, veía que los dedos de Henry estaban a su vez cerrados sobre la garganta del hombre alto y moreno. Éste probablemente sería atractivo en otras circunstancias. Aunque no podría decir por qué, Celluci tenía la extraña sensación de que el intento de estrangulación mutua era simplemente una decoración de escaparate, que la verdadera lucha sucedía en otro lugar.
Tal vez debería dejarles machacarse entre sí y luego disparar a lo que quede. Con la pistola cargada, subió a la pista de baile. Desde aquel nuevo ángulo tenía a los dos oponentes delante sin nada en medio. Aunque la parte superior de sus cuerpos se movía adelante y atrás a la distancia de una mano, los pies de ambos estaban firmemente sujetos a una distancia de apenas un metro. Bueno, no soy Barry Wu, pero creo que por lo menos puedo estar seguro de no dar a las piernas equivocadas. Tomó posición, apoyó en el brazo izquierdo su revólver reglamentario e intentó respirar con normalidad. Probablemente tendría más oportunidades esperando a que sus pulmones dejasen de bombear aire frenéticamente con bramidos asmáticos, pero la media noche se estaba acercando, y si Rachel Shane tenía razón, al mundo no le quedaba mucho tiempo. Una en la rodilla para llamarle la atención y otra para rematarlo.
En un sitio tan pequeño y cerrado, el sonido de la pistola se expandió hasta tocar las paredes y rebotar. Y volver. Y rebotar de nuevo. El disparo en sí falló.
—¡Me cago en la puta!
Con los oídos zumbando, Celluci levantó la pistola para disparar de nuevo, pero, desgraciadamente, aunque no había hecho daño, llamó la atención del sacerdote hechicero.
* * *
El sonido casi le hizo soltar de golpe el ka del caminante nocturno; sólo gracias a sus siglos de práctica evitó que se destruyese el hechizo de adquisición. Agarró con más fuerza, lanzó su rabia por la interrupción contra la voluntad del joven inmortal y, en el instante de respiración que obtuvo, absorbió más poder todavía de los acólitos para poder gruñir.
—¡Detenedlo!
* * *
—¿Detenedlo? —Celluci retrocedió un paso y luego otro—. Mierda. —Había estado tan atento a la pelea entre Fitzroy y la momia que había pasado por alto totalmente los semicírculos de hombres y mujeres que se alineaban cantando a ambos lados de la pista de baile. De hecho, había pasado justo al lado de uno de los grupos para obtener aquella posición, sin que ni siquiera notaran su presencia. Mira, ha sido un día largo, tengo la cabeza muy liada. Pero aquella clase de despiste podía costarle a un hombre la vida. No me puedo creer que acabe de hacer eso.
De algún lugar surgieron de las sombras entre veinte y treinta personas, colocándose entre su amo y el peligro. Se movieron cantando todavía hacia Celluci, con rostros aterradoramente inexpresivos.
Él retrocedió otros pocos pasos y levantó la pistola, aunque reconocía a varios miembros del grupo como oficiales de policía veteranos. Ellos no parecían reconocer el arma y seguían avanzando. Dos o tres pasos más y estaría al borde de la pista de baile, con la espalda contra la pared. Tras quince años en el cuerpo, había aprendido a mantener una máscara de tranquilidad, aunque sentía el pánico empezando a empujar por los bordes.
Empezó a buscar casi frenéticamente algo a lo que disparar, algo que les llamase la atención, hacerles reconocer que él era el que tenía la pistola. Desgraciadamente, la bola de discoteca giratoria, el objetivo más evidente, era la fuente de la mitad de la luz disponible. Al retroceder otro paso, se decidió y apretó el gatillo.
La baldosa del techo explotó, lanzando trozos de espuma y aislamiento de sonido sobre la multitud que cantaba. Ignorando los ecos que le retumbaban dentro del cráneo, Celluci bajó el arma.
Cierto instinto de conservación pareció activarse y dejaron de avanzar, pero la barrera viva entre él y Tawfik permanecía.
Vale, ¿ahora qué?
Un hombre se adelantó de la primera línea. A pesar de la mala iluminación, Celluci no tuvo problemas para reconocer a...
—Inspector Cantree.
Le empezó a sudar la mano que sostenía la pistola al acercarse su superior inmediato. Aunque había varios oficiales de policía de alto rango a los que no le importaría haber disparado, Cantree no era uno de ellos. Fue uno de los primeros hombres negros del cuerpo antes de los programas de acción afirmativa, y a pesar de todas las mierdas que tenía que aguantar, había ascendido de grado manteniendo intactos su creencia en la ley y su sentido del humor. Que Tawfik pudiese coger a un hombre decente, que había sobrevivido a tanto, y privarle de voluntad y honor, hacía retorcerse a Celluci, que se horrorizó al notar que se le humedecían los ojos.
—Inspector, no quiero dispararle.
Una enorme mano se adelantó, imitando sus movimientos.
Se oyó "dame la pistola" claramente sobre el cántico.
El bramido que resonaba en sus oídos hacía casi imposible pensar.
—Inspector, no me obligue a hacer esto.
* * *
Vicki oyó el disparo al caer, de rodillas, con la frente apoyada sobre la alfombra gris claro. Debería haber disparos hace un buen ralo. ¿Qué coño pasa ahí arriba?
Recordaba muy poco de cómo había logrado subir los últimos tramos de escaleras, aunque sabía que cada uno de los movimientos había dejado huella en músculos y tendones, y que su cuerpo se cobraría los abusos más adelante, y con intereses. Se había tropezado dos veces; la segunda, al pensar en Celluci en el piso de arriba, le había dado la fuerza necesaria para moverse de nuevo. Su aullido de negación desesperada todavía resonaba arriba y abajo por toda la torre.
Con los dientes apretados agónicamente, se arrastró hasta la pared y la recorrió centímetro a centímetro, sin preocuparse por (y sin poder) mantenerse de pie. Tras haber guiado a su madre en numerosas visitas al lugar, ignoró la entrada de la discoteca y continuó por la curva del pasillo, todo lo rápidamente que le permitían sus músculos y huesos torturados. Lo único que oía era su propia respiración penosa, inspirando con el sabor de la sangre y espirando con el sabor de la derrota.
No puedes haber ganado, antigualla de mierda. No lo voy a permitir.
Tras recorrer casi un cuarto del camino alrededor del arco de la torre, había una ventana diseñada para que los turistas pudiesen pararse y observar los giros de la pista de baile. La parte de la discoteca estaba tintada. Al parecer, los gerentes no pensaban que los bailarines fueran a interesarse por los turistas.
Justo detrás, una oscura línea de sombras avanzaba hacia Celluci.
Vicki se apartó cuidadosamente de la ventana, con una mano agarrada todavía al marco para apoyarse, y se colocó las gafas de golpe. Parece que es el momento del plan B.
Cerca de allí, oculta discretamente en un ángulo de la pared, había una salida de emergencia. A su lado, un armarito de cristal con material antiincendios. Vicki se lanzó contra el armarito, tiró del pestillo un momento, y finalmente consiguió abrirlo. Sujetó la boquilla debajo del brazo, abrió el agua a toda potencia y dejó caer todo su peso sobre la barra de apertura de la puerta. Se imaginó que tenía entre cinco y diez segundos antes de que el agua llegase al final de la manguera y la presión la tirase al suelo.
Tres segundos para apartar la puerta de sí lo suficiente como para poder pasar.
Tiene que haber una luz aquí. No se pueden solucionar las emergencias a oscuras. Dos segundos más para que la lógica contestase efectivamente, y unos dedos tanteando en busca de un interruptor familiar de plástico.
Un segundo más para ver a Celluci apoyado contra la pared, pistola en mano. El Inspector Cantree avanzaba arrastrándose hacia él, manchando el parquet de sangre procedente de una herida en el muslo. Una multitud de dos docenas de personas de rostros terroríficamente inexpresivos avanzando arrastrando los pies, con los dedos doblados a modo de garras.
Por primera vez fue capaz de oír los cánticos por encima de las protestas de su propio cuerpo.
Entonces, el chorro de agua que explotó violentamente en la manguera casi se la arrancó de las manos. Con los nudillos blancos, apretada contra la pared, y sostenida en pie entre una fuerza irresistible y el objeto inamovible, Vicki luchaba por mantener la corriente de agua sobre la pista de baile, barriendo del suelo a las marionetas de Tawfik.
* * *
El cántico se detuvo abruptamente, y con él, el poder dejó libres a los acólitos. Sintió los pulgares apretados con más fuerza sobre su tráquea, y su voluntad ahogada en la trampa de los ojos de ágata. Disipar el hechizo de adquisición ya no era una opción. Para poder ganar, para poder vivir, su voluntad tenía que ser más fuerte; debía absorber el ka del caminante nocturno. O todo o nada. Liberó su poder personal para el hechizo.
* * *
Vicki, sobre una plataforma al otro lado de la pista de baile, vio a Henry enzarzado en un combate con un hombre alto y de pelo oscuro: Tawfik. Sintió a Celluci llegar a su lado y le pasó la manguera, gritando "Mantenlos... en el suelo". Entonces volvió a trompicones al pasillo a buscar el hacha de emergencia.
—¿Vicki? Joder, Vicki, ¿Qué haces?
Ella lo ignoró. Era lo único que podía hacer para arrastrarse por el suelo de la pista usando la pesada hacha como una especie de muleta. Los músculos de la pierna habían empezado a moverse espasmódicamente para cuando llegó a la plataforma, y vio cómo el pelo de Tawfik pasaba de negro a gris.
Con los dientes sobre el labio inferior, luchando desesperadamente por inhalar suficiente aire a través de sus orificios nasales dilatados, se acercó por detrás al sacerdote hechicero. Tuvo que intentarlo dos veces antes de poder levantar el hacha sobre su cabeza.
* * *
El sol se convirtió en una carga ardiente con mil, cien mil vidas soportándolo. El olor de su propia carne ardiendo empezó a enterrar el aroma de la sangre. Las profundidades de ébano prometían alivio, un final. Henry apartó el Hambre para alcanzarlas.
* * *
El hacha penetró en el centro de la espalda de Tawfik con un golpe seco, y se hundió hasta el mango. Vicki había puesto en el golpe toda la fuerza que le quedaba. Sus dedos, debilitados, dejaron caer el objeto y el peso de sus brazos le hizo retroceder un paso involuntariamente. Sus caderas golpearon el raíl de la plataforma, las piernas se le doblaron y cayó sentada directamente, más o menos derecha, sobre un soporte acolchado.
Tawfik movió la cabeza de golpe y abrió la boca, pero no salió de ella sonido alguno. Sus manos soltaron la garganta de Henry y tantearon a su espalda. Dio vueltas, librándose del agarre del vampiro, se tambaleó y cayó, con la espalda doblada por el dolor y la boca moviéndose todavía silenciosa.
Henry enderezó los hombros y soltó los labios de los dientes. Ahora, al fin, se alimentaría...
—¡No, Henry!
Gruñendo, volvió la cabeza hacia la voz. Débilmente, reconoció a Vicki a través del Hambre y se giró para ver qué miraba con tanto tenor.
Dos ojos rojos ardían en el aire al borde de la plataforma. Una débil neblina carmesí perfilaba la forma de la cabeza de un pájaro, con alas extrañas y cuerpo de antílope.
Tawfik levantó una mano hacia su dios, con los dedos temblorosos extendidos, suplicando silenciosamente que lo salvase.
Los ojos rojos ardieron con más intensidad.
El pelo gris se volvió blanco, quebradizo, y luego cayó para dejar al descubierto la forma redondeada y amarillenta de una calavera. Las mejillas se hundieron sobre sí mismas. La carne se deshizo y la piel se fue estirando más y más hasta desaparecer. Uno a uno, los huesecillos fueron cayendo de la mano de Tawfik al pudrirse los tendones y dejarlos sueltos.
Al fin sólo quedaron la ropa, el hacha y un fino polvo gris que podría haber sido ceniza.
Los ojos rojos habían desaparecido.
—¿Estáis bien, chicos?
Henry se acercó desde el otro lado de los restos y tocó a Vicki ligeramente en la mejilla. En cuatrocientos cincuenta años, nunca había sentido menos el Hambre. Vicki logró agarrarse. Juntos, se giraron para mirar a Celluci.
—Estamos bien. —La garganta de Henry se cerró sobre las palabras, que emergieron sin tonos altos ni bajos— ¿Y tú?
Celluci resopló.
—Bien, solamente bien. —Miró el polvo, con movimientos tensos y espasmódicos—. Teniendo todo en cuenta, ¿por qué no... —la pausa se llenó con un recuerdo común de los ojos rojos brillantes— lo ha salvado? Es decir, él lo creó.
Henry sacudió la cabeza.
—No lo sé. Supongo que no lo sabremos nunca. Pero he sentido la vida de Tawfik hasta el último segundo. Todo el tiempo era consciente de que estaba... estaba...
—Muriéndose. Por Dios bendito.
Era más una oración que un juramento.
Un gemido colectivo se convirtió en una marea de histeria, llamándoles la atención desde la pista de baile. La mayoría de los ex acólitos de Tawfik parecían estar en estado de shock. La mayoría, pero no todos.
Con la camisa a modo de torniquete sobre la pierna, apoyado sobre dos jueces y el jefe delegado de la policía provincial, Cantree se apartó a rastras de la multitud y miró ceñudo a los tres que estaban en la plataforma.
—¿Qué coño ha pasado aquí? —preguntó.
—Venga Mike. —La cabeza de Vicki giró hacia la barandilla mientras intentaba decidir si vomitar o llorar, y si tenía la energía necesaria para hacer ninguna de las dos cosas—. Es tu jefe, cuéntaselo tú...
* * *
Celluci apareció en el apartamento de Henry cerca de una hora antes del amanecer. Había pasado dos incómodas horas con Cantree en la sección de urgencias del St. Michael's Hospital, intentando explicarle tanto como el otro estaba dispuesto a escuchar.
—Te das cuenta de cómo suena esto, ¿no?
—Sí, me doy cuenta.
—Diría que eres el mayor mentiroso que conozco si no fuese por dos cosas. No tengo razón para hacer que te detengan, pero recuerdo haber dado la orden, y, justo antes de que me disparases, por encima de tu mano... —se humedeció los labios— vi un par de ojos rojos brillantes.
—Al parecer, se alimenta de angustia.
Cantree cambió de posición sobre la camilla y frunció el ceño.
—Me alegro de que no quisieses apretar el gatillo...
Cruzó cuidadosamente el cuarto de estar, se lanzó sobre el sofá, y se frotó la cara con las manos.
—Dios, Vicki, apestas a linimento. Deberías haber ido tú al hospital.
Por detrás de las gafas, ella entornó los ojos como advertencia y lo ignoró. Una vez más. Él tenía que creer que era demasiado lista como para dejar que el machismo la incapacitase.
—Bueno, ¿qué tal lo demás?
Henry se apartó de la ciudad. La noche volvía a ser suya. Casi la había perdido, la habría perdido si Vicki no hubiese usado el hacha en su momento. Aunque no quería decir nada realmente con ello, Tawfik tenía razón al decir que un hombre no debería viajar solo a través de los años. Tú eres el que viaja solo, anciano, le dijo al recuerdo de los ojos de ébano. Y eso es lo que te mató al final. Yo tengo compañeros en mi camino. Yo tengo a alguien para guardarme las espaldas. Tú sacrificaste la humanidad a cambio de la mortalidad. Yo sólo sacrifiqué el día. Ya no soñaría más con el sol.
Se apoyó contra la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho, acariciando a Vicki con la mirada en su camino hacia Celluci.
—Afortunadamente, los ex acólitos recordaban lo suficiente como para estar de acuerdo en admitir que "se ha terminado y nunca pasó", incluyendo unas alucinaciones bastante explícitas durante el cántico, de las que nadie ha querido hablar. Tu Inspector Cantree fue el único implicado que quería saber qué pasaba realmente. Por la mañana, los demás se habrán convencido de que estuvieron en una fiesta salvaje que se les fue un poco de las manos.
—Todos menos George Zottie —añadió Vicki desde el sillón—. Tawfik le había absorbido tanto la mente que, cuando murió, a él no le quedaba nada. Los médicos dicen que ha sido un ataque grave y que probablemente no viva mucho más.
—Un ataque grave —repitió Celluci, entornando los ojos suspicaz y lanzando una mirada a Henry a través del cuarto—. ¿Qué les haría pensar eso?
Henry se encogió de hombros.
—Bueno, era poco probable que pensaran que su cerebro había sido destruido mágicamente por una momia egipcia de tres mil años de antigüedad que intentaba consagrar un templo a su dios.
—¿Sí? ¿Y que hay del dios? Tawfik, está muerto, ¿y él?
—Por supuesto que no lo está —intervino Vicki de repente, antes de que Henry pudiese hablar—. O Tawfik no estaría muerto.
—Mira Vicki —Celluci suspiró—, hagamos como que es muy tarde y llevo levantado casi cuarenta y ocho horas, lo cual es cierto, y explícamelo.
—El dios de Tawfik lo dejó morir. Por lo tanto, ya no lo necesitaba para sobrevivir.
—Pero Tawfik me dijo que su dios sólo sobrevivía gracias a él —protestó Henry—. Que un dios sin nadie que crea en él queda absorbido en el bien o el mal.
Vicki puso los ojos en blanco.
—El dios de Tawfik tiene gente que cree en él —dijo lenta y claramente—. Nosotros. No hace falta adorarlo, sólo creer.
—No, Tawfik lo adoraba.
—Seguro, le vendió su alma a cambio de inmortalidad y eso era parte del trato. Pero también pasó varios miles de años en un sarcófago, y seguro que entonces no lo adoraba una mierda. Su dios parece haber sobrevivido de todas formas. —Se colocó las gafas en la nariz—. Así que, esta noche, Tawfik hace algo para cabrear a su dios. No sabemos el qué. A lo mejor no le gustaba el sitio del templo, aunque cualquier dios que se alimente de la desesperación y la angustia, se encontraría en casa en ese mercado de carne. A lo mejor no le gustaba el sabor de los acólitos, a lo mejor no le gustaba la actitud de Tawfik...
—Tawfik quería que lo considerasen todopoderoso —dijo Henry pensativo, recordando.
—Bueno, pues ahí lo tienes —Vicki alargó las manos—. A lo mejor le daba miedo que se rebelase con el templo. Fuera la razón que fuera, eligió deshacerse de Tawfik. Nunca tendría una oportunidad mejor, porque tú —dijo apuntando un dedo enfáticamente en dirección a Henry— eres tan inmortal como era él.
Celluci frunció el ceño.
—Entonces Henry está en peligro.
Vicki se encogió de hombros.
—Todos lo estamos. Todos conocemos su nombre. En cuanto nos rindamos a la desesperación y la angustia, estará sobre nosotros, como los políticos en una barra libre. Puede que no necesite adoradores para sobrevivir, pero seguro que los necesita para ser más fuerte. Lo único que tiene que hacer es convencer a uno de nosotros y se lo diremos a dos amigos, que se lo dirán a dos amigos, y así iremos esparciendo la telaraña otra vez. Querrá a Henry, que durará más, pero terminará siendo uno de nosotros dos.
—Así que, básicamente, lo que estás diciendo —suspiró Celluci— con tu estilo complicado habitual, es que no se ha terminado. Hemos derrotado a Tawfik, pero todavía tenemos que luchar con su dios.
Para su sorpresa, Vicki sonrió.
—Llevamos toda la vida luchando contra la desesperación y la angustia, Mike. Ahora sabemos que tiene nombre, ¿y qué? Es la misma lucha.
Entonces su expresión cambió, y Celluci, que reconocía que aquello indicaba problemas, lanzó una mirada preocupada a Henry, que, al parecer, también lo reconoció.
—Y ahora, tengo algo que deciros a los dos. —Su voz debería estar registrada como arma letal—. Si alguno de los dos vuelve a venirme con esas mierdas en plan padre como esta noche abajo en la torre, os voy a arrancar el corazón y os lo voy a dar de comer. ¿Queda claro?
La respuesta silenciosa era totalmente clara.
—Bien. Ahora podéis pasar los dos meses que viene intentando compensarme.