Steve Perry
Conan el intrépido
(Conan - 23)
Título original: Conan the Fearless
1984, 1986 by Conan Properties, Inc.
Traducción de Joan Josep Mussarra
Ilustración cubierta: Ken Kelly
Editado en 1998, Ediciones Martínez Roca; Colección Fantasy 66
Dedicado, como siempre, a Dianne; y también a Cari, Ruth, Ken y Ella
Agradecimientos
Varias personas me han ayudado a escribir esta novela; algunas de ellas con sus palabras u obras, y otras, simplemente, con su presencia. Difícilmente podría nombrarlos a todos, pero me mostraría ingrato si no mencionara a los más significativos. Así pues, les doy las gracias a: L. Sprague y Catherine de Camp, a los que bien podríamos llamar padres adoptivos de Conan, nadie conoce mejor que ellos al cimmerio; por supuesto, a Harriet McDougal y a su marido, Jim Rigney; y finalmente, a Michael Reaves por su lectura del libro y sus comentarios, que contribuyeron a dar mucho sabor a este relato de fantasía.
Prólogo
La cámara exudaba frío, pero un frío mucho más hondo que el de las grises paredes de piedra, húmedas y mohosas. Se trataba de una gelidez antinatural, que no afectaba sólo al aire, sino también al alma; una frigidez de huesos viejos, sepultados en el corazón de un glaciar ya antiguo en los tiempos en que Atlantis aún cabalgaba los océanos. En el centro de esta frialdad se hallaba su causa y su foco: Sovartus, Mago del Cuadrilátero Negro, que estaba hurgando en un hechizo arcano forjado con deformes y mancilladas esencias de maldad.
El cuerpo del mago se estaba meciendo al ritmo de las fuerzas que le recorrían y, cuando habló, lo hizo con voz profunda y poderosa.
—Ven, hijo de las tierras grises. Ven, retoño de los abismos. ¡Ven, por mi orden!
Entonces, Sovartus recitó las Siete Palabras del Pergamino de Slicreves, cuidando de pronunciarlas con exactitud. Si no lo hacía así, moriría al instante... una palabra mal pronunciada habría bastado para que el demonio al que estaba conjurando se librara del diagrama que él mismo había dibujado con precisión sobre las baldosas.
Se oyó un terrible chillido en lo más hondo del castillo, como si alguien hubiera estado sumergiendo poco a poco a una bestia ultra terrena en plomo hirviente.
En el centro del pentagrama, salía humo de un pequeño punto vibrátil, y se expandía en todas direcciones, en malignas volutas de oscuro color purpúreo, mezcladas con otras de intenso amarillo, como una magulladura reciente en el mismo aire de la estancia. Entonces hubo un estallido de luz infernal, que dolía en los ojos, y el olor a sulfuro quemado se adueñó de la habitación. De súbito, apareció un demonio dentro del pentagrama, que chorreaba negro lodo y exudaba por cada uno de sus poros el hedor de la Gehanna. Era tan alto como dos hombres, y tenía la piel del color de la sangre fresca; estaba desnudo, y no tenía vello, y sólo un ciego no habría visto su terrible virilidad.
—¿Quién osa? —gritó el demonio. Se arrojó contra Sovartus, en un intento de aferrar con sus garras la garganta del hombre de cabellos negros y barba puntiaguda que le sonreía; pero el diablo se estrelló contra el muro de fuerza que circundaba el pentagrama. Al golpear la invisible barrera con los puños, los músculos se marcaron en los gigantescos brazos del monstruo. La bestia gritó, con un sonido que arrastraba consigo la rabia del infierno, y le enseñó al hombre sus largos colmillos de marfil—. ¡Vas a pasar mil días suplicándome la muerte! —La voz le rechinaba como la lámina de bronce al ser aserrada.
Sovartus negó con la cabeza.
—No, vástago del infierno. Te he evocado, y tienes que servirme. —El mago sonrió, y rió—. Sí, me vas a servir, Djavul.
El demonio retrocedió, cubriéndose con sus garras. Había horror en su rostro.
—¡Sabes mi nombre!
—Sí. Y por ello, tendrás que cumplir mis órdenes, o quedar atrapado en ese pentagrama hasta el fin de los tiempos.
El cuerpo de Djavul rezumaba cieno negro, que caía al suelo gota a gota. En todo lugar que mojaba, se desprendían espirales de humo de las baldosas. Se formaron charcos de lodo, pero ninguno de éstos sobrepasaba los contornos del diagrama mágico que había dibujado Sovartus. Djavul le miró fijamente.
—¿Eres uno de los brujos del Anillo Negro? —preguntó el demonio.
—No, del Anillo no, hijo de la noche. Yo soy Sovartus, del Cuadrilátero Negro, adepto, y pronto señor, de las Cuatro Vías. No me engaño a mí mismo con los purpúreos sueños del loto negro, ni me enfango en la vil nigromancia, como esos ineptos impostores estigios. No es el Anillo, sino el más poderoso Cuadrilátero el que te ha capturado y ahora te somete, Djavul. ¿Conocéis al Cuadrilátero en los abismos?
Los colmillos de Djavul rechinaron.
—Sí, lo conocemos.
—Aja. ¿Y me servirás en lo que te ordene?
—Sí, te serviré —dijo. Una vez más, le enseñó los dientes a Sovartus—. ¡Pero ten cuidado, porque, si cometes el más mínimo error...!
—No me amenaces, demonio. ¡Si yo quisiera, podría aprisionarte dentro de una roca, y hacer que te llevaran en una carreta hasta el Mar de Vilayet y te arrojaran allí, para que contemplaras los lodos del fondo!
Los ojos de Djavul brillaron con roja llama, pero el demonio nada dijo.
Sovartus se volvió, y observó la pared que tenía más cerca. Languidecían allí tres niños —dos muchachos y una chica—, aprisionados como el demonio, pero por medios más terrenales: estaban encadenados a la pared gris. Los tres se veían alelados de terror; estaban de pie, o sentados, mirando al vacío, como si los hubieran drogado. Eran tres... sólo tres.
Sovartus se volvió de nuevo hacia el demonio.
—Mira esos niños —le ordenó.
El demonio los contempló a los tres. Asintió.
—Los veo.
—¿Los conoces?
—Sí, los conozco —dijo Djavul—. Son Tres de los Cuatro. La muchacha es Agua, los chicos son Tierra y Aire.
—Muy bien. Si vieras a la Cuarta, ¿la reconocerías?
—Sí, la conocería.
Sovartus asintió. Sonrió, y sus propios dientes centellearon con blanca luz entre el negro bigote y la barba.
—Ya lo imaginaba. Entonces, ésta será tu tarea, demonio. Al sudeste se encuentra la ciudad de Mornstadinos; la Hija del Fuego mora dentro de esa ciudad, pero está oculta. Tienes que encontrarla y traérmela sana y salva.
Djavul miró con odio al brujo.
—¿Y luego?
—Luego te liberaré, para que vuelvas a gozar de tus placeres en la Gehanna.
—Esperaré con gran alegría a que bajes allí, humano.
Sovartus rió.
—De eso, no tengo ninguna duda; pero tampoco me cabe duda de que, cuando esté en el infierno, seré tu amo, demonio. Es más, quiero que me ayudes a lograrlo; así pues, más te vale no ofenderme entre tanto.
Djavul hizo rechinar los dientes, y empezó a hablar con su voz de sierra de metal.
—Veo... —Calló.
Los ojos negros de Sovartus centellearon a la luz de las lámparas alineadas en la pared.
—¿Sí? Habla.
Aun mostrando evidente reluctancia, el demonio asintió y dijo:
—De la misma manera que vi la Esencia de los tres niños, también he visto la tuya, hechicero. Eres poderoso, muy poderoso, y la promesa de obtener fuerzas aún mayores pesa sobre ti como una maligna mortaja.
—Ah —dijo Sovartus, asintiendo a su vez—, eres perspicaz, aunque nacieras en los abismos. Entonces, ¿te das cuenta de que no te conviene oponerte a mí?
—Sí. Los de Alma Negra admiten muchas cosas en su trato con los hombres. Tal vez puedas cumplir tus amenazas. Voy a servirte, humano. No querría pasarme diez mil años enterrado en los negros lodos del fondo del Vilayet.
—Aun siendo un simple demonio, eres sabio —dijo Sovartus—. Cuando llegue al infierno, dentro de unos pocos miles de años, y gobierne, cuando me haya hartado de gobernar aquí, tal vez necesite un ayudante sabio como tú. Date por nombrado, en tanto que cumplas mis órdenes y me sirvas bien. —Se acarició la puntiaguda barba con su esbelta mano—. Ahora, te ordeno que partas. Cumple con tu misión, y regresa con rapidez.
El demonio se cuadró.
—Te oigo, oh, amo —dijo—, y obedezco.
Al agacharse y prepararse para saltar, la gigantesca criatura flexionó y tensó los músculos. Saltó, y otro magullado centelleo iluminó la lóbrega estancia; cuando el fulgor perdió su fuerza, Djavul ya se había ido, y sólo había dejado tras de sí los charcos de cieno que mancillaban el suelo.
Sovartus rió una vez más, y miró a los tres niños. No tardaría en tener a la Cuarta; pronto reuniría todas sus energías. Y entonces, ah, entonces controlaría los Cuatro Elementos, y no meramente las ondinas y demonios del viento; no meramente las salamandras y las llamas; no meramente los semigüelfos. No, cuando por fin los tuviera a los Cuatro, sería capaz de crear y desencadenar las fuerzas de la Criatura de Poder, una fuerza tan pasmosa que incluso Set, el del Alma Negra, se vería obligado a tener en cuenta.
Sovartus se marchó, y su túnica de negra seda se meció en torno a su cuerpo. Él era el más poderoso del Cuadrilátero Negro y, dejando aparte a Hogistum, siempre lo había sido.
Hogistum había tratado de negarle el poder a fuerza de ocultarlo. Aquel viejo había hechizado a una doncella, y luego la había preñado. La doncella había dado a luz a cuatro niños a la vez, a cuatrillizos, y cada uno de éstos albergaba las líneas de poder de uno de los elementos. Al nacer, los había separado y dispersado, para que Sovartus no pudiera encontrarlos.
Los había buscado durante años, durante trece largos años, y, mientras iba en su busca, había estudiado las artes arcanas para mejorar sus habilidades. Había viajado a los extremos del mundo en pos de los niños y del saber. En las lejanas junglas orientales de Khitai había tratado con magos de rostro impasible y piel amarilla; en los ruinosos templos de Estigia había conocido las habilidades del Anillo Negro. Asimismo, el mago había visto con sus propios ojos al monstruo extraterrestre de piel esmeralda y deforme cabeza elefantina encerrado en la torre de Yara, en Arenjun, la ciudad zamoria de los ladrones. Sí, había aprendido bien sus malvadas lecciones; aun sin el poder de los Cuatro, la fuerza de Sovartus era digna de respeto, y ningún otro hechicero lo igualaba en toda Corinthia. Por supuesto, no le bastaba con ese poder, puesto que podía hacerse con la supremacía sobre todo el mundo.
Sovartus sonrió al salir de la estancia y anduvo por el sombrío corredor hasta el salón principal del Castillo Slott. Las ratas chillaban y huían a su paso y, cada vez que se acercaba, las arañas trepaban a lo más alto de sus telas.
Hogistum había muerto, envenenado por la mano de Sovartus, y el plan del mago muerto ya era poco más que un recuerdo que se esfumaba. Había reunido a todos los niños salvo a uno, y los tenía en su poder. Sovartus se había gastado fortunas para conseguir a los primeros tres. Sus esbirros los habían encontrado en Turan; en Ofir; en Poitain; ¡qué ironía que el último tuviera que hallarse en Corinthia, prácticamente al lado de su puerta! Ya tenía a tres, y los cadáveres de los mortales que le habían ayudado a buscarlos, o habían tenido conocimiento de ello, estaban siendo devorados por los peces o por criaturas acuáticas más difíciles de nombrar, o se pudrían en lugares donde ningún ojo humano podía verlos. Cuando el demonio le trajera al último, habría triunfado. Lástima que el viejo hubiera muerto; Sovartus habría querido que contemplara su victoria. Tal vez pudiera resucitar a Hogistum. Pronto tendría poder para hacerlo. Sí, aquélla sería una buena chanza: resucitar al mago, sólo durante el tiempo necesario para que saboreara su fracaso y la victoria de Sovartus. Rió con fuerza al pensarlo. Lo haría, por Set que lo haría. No todos los hombres pueden hacer volver de las tierras grises a su padre asesinado.
1
En una aldea sin nombre, al pie de un puerto de montaña que atravesaba los Montes Karpashios desde Zamora hasta Corinthia, un mesón destartalado se agazapaba en su abandono. A esta casa desvencijada y ruinosa llegó un musculoso joven, montado en un excelente caballo de lustroso pellejo, que no parecía apropiado para él. Este caballo de robusto costillar estaba enjaezado con una excelente silla, y exóticas mantas de seda, y tenía piezas de plata, en forma de grullas y ranas, en las bridas; obviamente, el animal pertenecía a un hombre rico.
Su jinete, sin embargo, vestía un peto de cuero viejo y agrietado, sin cota de malla ni bacinete, y calzones cortos que parecían finos, pero desgastados por el tiempo y el sudor. Llevaba una capa de bordes raídos, aunque bien tejida. Del antebrazo le colgaba, metida en una vaina, una daga larga y de aspecto temible; y, del costado, un gran sable cuya empuñadura estaba forrada con sencillez, dentro de una vaina de cuero aún menos adornada. Los vientos del anochecer habían revuelto los negros cabellos del gigante en desordenada melena, y sus profundos ojos le devolvían la mirada al ardiente fulgor del crepúsculo, casi como si hubieran tenido su propia luz azul. Era Conan de Cimmeria y, aunque quizás algún hombre advirtiera el contraste entre hombre y jinete cuando se acercaron al mesón, ninguno tuvo coraje suficiente como para decirlo.
Un niño de diez años estaba cerca de la puerta de la posada, donde, al igual que sucedía con el pueblo, no había ningún rótulo que indicara el nombre. Conan descabalgó y miró al muchacho.
—Eh, niño, ¿tenéis establos en este lugar?
—Sí. —Observó el atuendo de Conan—. Para quienes puedan pagarlo.
La mirada del muchacho divirtió a Conan. Rió y, tras buscar en la bolsa que le colgaba del cinturón, sacó una pequeña moneda de plata y se la arrojó.
Diestramente, el niño cazó la moneda al vuelo. Sonrió abiertamente al forastero.
—¡Por Mitra! ¡Con esto, casi podrías comprar el establo!
—Me bastará con que me des de comer y beber, y limpies el caballo —dijo Conan—. Y puede que te dé otra moneda si, mañana por la mañana, me encuentro con que los jaeces de mi montura relucen.
—¡Brillarán más que el alba! —prometió el muchacho, y fue corriendo a tomar la brida que el otro le tendía.
—Espera un momento —ordenó Conan.
Descargó un par de pesados sacos del caballo, cuidando de impedir que las monedas de oro de que éstos iban llenos tintinearan. Más valía que aquellos sacos pasaran la noche a su lado, y no en un establo; Conan conocía a los ladrones, porque él mismo lo era. Observó cómo el muchacho se llevaba el caballo, y luego se volvió para entrar en el mesón.
Su interior no se contradecía con la fachada; la taberna estaba sucia y llena del humo de un fuego chisporroteante que ardía en el hogar, al otro extremo. No había ventanas; la única otra luz procedía de las grietas del techo bajo, y de unas pocas y grasientas lámparas de aceite que reposaban sobre varias de las toscas mesas de madera.
Un hombre gordo con el delantal manchado se acercó a Conan, enseñándole sus dientes negros y podridos en ancha sonrisa.
—Ah, buenas noches, mi señor. ¿En qué puedo serviros?
Conan miró en derredor. Había diez personas en la taberna, y todos los que vio parecían igual de mugrientos que la casa. Había morenos zamorios, por supuesto; dos hombres bajos y de ojos rasgados, que por su apariencia podían ser hyrkanios; un par de mujeres de ojos tristes y aspecto fatigado, vestidas con pantalones rotos, que sólo podían dedicarse al más antiguo de los oficios; finalmente, apoltronado en un taburete, había un hombre bajito y rechoncho de cabellos grises, que miraba al cimmerio igual que un halcón habría mirado a una serpiente.
Conan se volvió hacia el mesonero.
—¿Hay algo para cenar en esta casa miserable, aparte de pan mohoso? ¿Y vino que no sea vinagre?
—Por supuesto, mi señor...
—También quiero un cuarto para pasar la noche —dijo Conan, interrumpiéndole—. Un cuarto con puerta y cerrojo.
—Mitra ha bendecido mi establecimiento con todo eso que buscáis —dijo el gordo mesonero, enseñándole de nuevo sus dientes negros.
Conan gruñó.
—Entonces, tráeme comida, y veremos si las bendiciones de Mitra también han llegado a la cocina. Y vino, del mejor que tengas.
Pareció que el hombre midiera a Conan con astucia; pero, antes de que pudiera hablar, el corpulento joven le echó una moneda. Los ojos del gordo mesonero se agrandaron al distinguir un reflejo amarillo a la pálida luz de las lámparas, ya cuando el disco de metal surcaba el aire. Cazó la moneda al vuelo, en menos tiempo del que tarda el halcón en matar a un zorzal, y abrió la mano con cautela, para mantenerla oculta a las miradas de curiosidad de los demás que se hallaban en la húmeda taberna. Pero no pudo esconder el brillo del oro.
—¡Oro!
El susurro del gordinflón entrañaba a la vez codicia y deseo, y reverencia. Hizo como si fuera a morder la moneda para asegurarse de su pureza, pero, al parecer, pensó en el mal estado de sus dientes, y al final sólo la sopesó con la palma de la mano. Cerró el puño con fuerza en torno al brillante redondel y miró en derredor, a sus clientes, que en aquel instante se asemejaban, igual que el propio mesonero, a un taimado roedor.
Conan eligió ese momento para desentumecer su poderoso cuerpo. Los tendones y las articulaciones le crujieron, pues estaba haciendo girar los grandes hombros, y flexionaba los gruesos brazos. Los sonidos y el movimiento parecieron sacar al mesonero de su codicioso trance. Éste se inclinó, murmuró algo y se marchó a toda prisa. Regresó en seguida con un odre de vino y una copa, que colocó servilmente sobre la mesa más cercana a Conan.
—Ahora mismo os será preparada la comida, mi señor.
Conan sonrió, consciente de que toda la escoria de la posada lo estaba mirando a él. Desdeñando la copa, agarró el odre de vino y empinó el codo. El chorro de tinto aguado le supo algo amargo; pero estaba suficientemente fresco. Se llenó la boca tres veces, y tragó, antes de bajar el odre para tomar aliento. Volvió a desentumecerse, y los músculos le bailaron como mansas bestias bajo la piel morena, y luego se sentó sobre el tosco banco que se hallaba al lado de la mesa.
Los clientes de la posada se volvieron para seguir con sus propios asuntos... con la única excepción del hombre obeso, que seguía vigilando al joven gigante por el rabillo de su pálido ojo.
El mesonero volvió poco después con una bandeja de madera, donde llevaba un humeante tajo de vacuno. La carne era tan gruesa como la mano de Conan y rezumaba sangre, y apenas si estaba asada, pero el cimmerio se puso a comer, empleando su daga karpashia de agudo filo para cortar grandes trozos de bistec. Masticó con avidez, y se ayudó a tragar la carne medio cruda con generosos sorbos de vino aguado. Aquélla no era la mejor comida de su vida, pero le bastaría.
Cuando hubo terminado la carne y casi todo el vino, Conan buscó con los ojos al mesonero. Antes de que hubiera podido siquiera mirar en derredor, el obsequioso sujeto de dientes negros apareció a su lado.
—¿Mi señor?
—Yo no soy el señor de nadie —dijo Conan, ahíto de carne y de vino—. Pero estoy fatigado, y querría ver el cuarto con el que le plugo a Mitra bendecir este... establecimiento.
—Ahora mismo.
El mesonero acompañó a Conan desde la taberna de cargado aire por un angosto corredor, hasta unas escaleras empinadas. Los escalones crujían cuando Conan los pisaba, de tal manera que el ascenso le hizo pensar en una bandada de pajarillos gorjeantes. El cimmerio sonrió. Bien. Ningún ladrón podría subir por aquellas escaleras y pillar desprevenido a un hombre en la noche.
El cuarto no era mucho mejor que la taberna, salvo en que estaba vacío, con la excepción de un lecho de paja limpia y una manta de basta lana. En la pared correspondiente a la fachada había un agujero redondo, ventana suficiente para dar entrada al aire y a la luz de la luna, pero demasiado pequeño para un hombre. La puerta parecía sólida, y tenía una cerradura de latón bien engrasada con la que, introduciendo fácilmente el pestillo en el cerradero, se podía impedir la entrada. Qué extraño. La cerradura era lo mejor cuidado de todo el cuarto. Conan le indicó al mesonero que se marchase, cerró, y arrojó sus sacos de cuero llenos de botín al rincón, cerca del montón de heno.
Algo salió corriendo antes de que lo alcanzara el peso del oro y la plata, y chilló en la oscuridad sin ser visto. Conan empuñó su daga y se acercó al tosco lecho, con sus ojos azules muy abiertos. Cuando estuvo listo, hizo crujir un extremo del montón de heno.
La rata salió disparada, corrió, pero no fue lo bastante rápida. Conan atacó con notable velocidad y atravesó al roedor de pardo pelambre con su daga.
El cimmerio sonrió. Una que no iba a mordisquearle aquella noche. Se puso en pie y golpeó el arma en la pequeña ventana, hasta que el roedor muerto cayó de la hoja y se perdió de vista en la oscuridad de la noche. Limpió la daga en el heno, la envainó y se acomodó para dormir.
Oyó un susurro en las horas que precedieron al despuntar de la aurora. Era tan débil, que tal vez los oídos ordinarios no habrían sabido distinguirlo de los crujidos nocturnos del envejecido mesón. Conan despertó al instante, con todos sus sentidos alertados.
Scrich. Scrich. Era pequeño, aquel intruso acústico que había irrumpido en su sueño; pero le presagiaba males, porque Conan reconocía el roce del metal contra el metal. Sólo los hombres emplean instrumentos de hierro o de bronce, y un hombre, en aquella hora, representaba un peligro.
Un tenue rayo de luna tardía y de luz de estrellas entraba en el cuarto por el agujero de la pared. Por allí apenas habría podido pasar un gato, pero la visión del cimmerio era más aguda que la de los demás hombres, y peligros pasados la habían afinado. Escudriñó todo el cuarto hasta encontrar la causa del sonido nocturno.
A la pálida luz, Conan vio un fino alambre que se había deslizado por entre el batiente y el dintel, un gancho de cobre que tiraba del bien engrasado pestillo.
Por un momento, Conan sintió el escozor del miedo en la nuca. Ningún hombre nacido de mujer había subido por las mismas escaleras que él; habría apostado por ello. Empuñó la espada.
De pronto, el aceitoso pestillo salió de su sitio, y la puerta se abrió violentamente hacia dentro. Tres hombres irrumpieron en la habitación, cada uno con una daga lista para apuñalar.
Conan se levantó de un salto, desenvainó el sable y cargó contra los asesinos. Si éstos habían esperado matar a un hombre dormido, erraron tristemente, porque el cimmerio los atacó.
El primero fue atravesado antes de que llegara a ver el peligro de muerte. Conan le arrancó la espada, y el hombre cayó gorgoteando entre espasmos de muerte. Al instante, el cimmerio blandió la pesada arma con una fuerza que sólo pertenece a los hombres más vigorosos. El segundo asesino se volvió a medias, y logró alzar la daga para defenderse, pero su esfuerzo no le valió para nada. Saltaron chispas cuando su daga se cruzó con el sable, y éste la apartó a un lado como si no hubiese sido más que una pluma. El acero de Conan se clavó hondo en el costado del villano, destrozó costillas y órganos a la vez, y el hombre, al caer, chilló agonizante, y quedó tendido sobre el sucio piso de madera.
El tercero huyó corriendo al angosto pasillo; el miedo le teñía el rostro.
La pared del corredor besó las espaldas del aspirante a asesino. Éste miró, frenético, a derecha e izquierda, pero parecía saber que, si se volvía para huir, el sanguinario gigante le daría alcance enseguida. Le dio la vuelta a la daga, la empuñó como una espada, y trató de apuñalar a Conan.
Justo entonces se oyó una cacofonía de pisadas que hacían chirriar las escaleras. Las velas chisporroteantes arrojaron espectrales sombras de luz amarilla ante quienes las llevaban. Conan no dejó de prestar atención al ladrón de la daga; sin embargo, este debió de creerlo. Arremetió contra el cimmerio, tratando de hundirle la punta del arma en la ingle. Conan se apartó de un ágil salto, veloz a pesar de su corpulencia y, con todas sus fuerzas, asestó un mandoble hacia abajo. El aguzado filo chocó con la cabeza del villano y la partió por la mitad, igual que un cocinero habría partido un melón. La sangre salpicó las paredes del corredor, ahora mejor iluminadas por el mesonero y por el hombre rechoncho al que Conan había visto en la taberna. El cimmerio se volvió hacia estos dos, apuntando con su sangrienta espada al corazón del posadero, un corazón oculto por un mugriento camisón de noche.
El mesonero se quedó pálido como la muerte, y empezó a sudar en abundancia.
—¡P-p-por favor, señor, tengo una familia!
Conan le miraba fijamente sin parpadear, con ojos que le ardían como dos refulgentes carbones azules. Finalmente, se volvió a un lado, hacia los restos mortales de aquellos hombres que podrían haberlo asesinado si su vigilancia hubiese sido menor.
—¿Quiénes eran estos canallas? —preguntó, señalando con su acero al cadáver más cercano.
—N-n-no les conozco, mi señor —logró balbucir el mesonero. El sudor le resbalaba por la piel en gotas gruesas y aceitosas, que mojaban el suelo en torno a sus pies desnudos.
El hombre bajo y obeso habló.
—Ladronzuelos zamorios, diría yo. Habían llegado al mesón hoy mismo.
Conan le miró.
—Yo me llamo Conan de Cimmeria, pero últimamente he vivido en Shadizar. ¿Quién eres tú?
—Yo soy Loganaro, amigo, mercader de Mornstadinos, en Corinthia. Regreso de una visita a Koth, donde tengo... ah... intereses comerciales.
Conan asintió y se volvió una vez más hacia el mesonero.
—Dime, dueño de esta perrera maldita por Mitra, ¿cómo llegaron estos carroñeros hasta mi cuarto? No sería por esas escaleras.
—M-mi s-señor, hay otra escalera al otro extremo del corredor. E-está m-mejor c-construida.
—Sí. Y ahora, perro, explícame por qué el cerrojo estaba engrasado.
—¿E-e-el cerrojo? Lo... lo instalamos hace poco tempo, señor. El artesano debió de engrasarlo. —El mesonero tragó saliva y asintió, como una marioneta con un hilo suelto—. Sí, será eso, lo debió de hacer el artesano.
Conan sacudió la cabeza.
—Es una historia creíble. Estoy dispuesto a visitar a ese artesano y hacerle preguntas.
La tez del mesonero quedó de color ceniciento.
—P-p-pero es que ya no vive en nuestra aldea. Se... ah... se fue... a Turan.
Conan escupió en el suelo. Se agachó y aprovechó la raída capa del bandido muerto para limpiar su espada, y luego buscó posibles muescas en el metal. No encontró marcas recientes en el arma; la daga del ladrón debía de estar hecha con mal acero.
Ágilmente, Conan se irguió cual torreón ante el tembloroso mesonero.
—Saca estos detritus de mi cuarto —le ordenó—. Quiero reanudar el sueño que me han interrumpido.
—¿D-d-dormir? —El gordo parecía horrorizado ante la idea.
—Si no, ¿qué voy a hacer? Aún no ha cantado el gallo, y estoy cansado. Si no te entretienes, pasaré por alto ese pestillo engrasado.
Conan sonrió ante las raciones de desayuno que el mesonero le había traído. La carne estaba caliente, y bien guisada. Cada vez que eructaba, el propietario de aquella perrera que pasaba por mesón acudía corriendo para preguntarle si podía servirlo en algo.
Mientras estaba allí sentado, el mercader de poca estatura se le acercó. Se dirigió al cimmerio.
—¿Por casualidad viajas hacia el oeste?
—Sí. A Nemedia.
—Entonces, seguirás la bifurcación septentrional del camino de Corinthia por el Paso Embrujado.
—¿El Paso Embrujado?
El mercader sonrió.
—Sin duda, es un nombre para asustar a los niños. El viento canta extrañas canciones al pasar por entre las rocas. Hay cavidades, y éstas producen sonidos que algunos hombres hallan enervantes.
Conan rió, y cortó un último mendrugo de pan fresco de la tercera barra que le había traído el mesonero. Acabó de tragarlo con un sorbo de vino.
—En la tierra donde nací ya conocemos esas flautas de viento —dijo Conan—. Ni siquiera los niños pequeños de Cimmeria temen a tales sonidos, y mucho menos un hombre de dieciocho inviernos.
Loganaro se encogió de hombros bajo su oscura túnica marrón.
—También existe un lago encantado, llamado Spokesjo, cerca de la cima del paso.
—¿Y los peces arrojan burbujas a los incautos viajeros desde ese lago mágico? —Conan volvió a reír, divirtiéndose con su propio chiste.
El mercader le miró con el rostro aún más serio.
—No, no hay peces en ese lago. Es mejor no mencionar a las cosas que viven allí, salvo para decir que hay que evitar las orillas donde moran.
Conan se encogió de hombros.
—Yo estoy atravesando Corinthia para ir a Nemedia, y este paso es la ruta que sigo, a pesar de los ruidos que haga el viento y de los cuentos de las abuelas.
Loganaro sonrió.
—Ah, eres valiente. Resulta que yo también regreso a mi país por esa ruta. ¿Querrías ser mi compañero?
Conan negó con la cabeza.
—No, mercader. Viajo mejor cuando voy solo.
El comerciante se encogió de hombros.
—Como tú quieras. De todos modos, te precederé o te seguiré de cerca. No querría sobresaltarte si me encuentras en tu camino.
—No me voy a sobresaltar por un mercader que me encuentra en el camino, Loganaro.
El hombre de poca estatura asintió y no dijo más, pero parecía estar divirtiéndose a costa de Conan, y éste le ignoró. Era como si le ocultara algún grave y oscuro secreto al joven cimmerio.
2
La nieve cubría como una gruesa y sólida manta las rocas que ceñían el paso. El aliento de Conan y el de su caballo de lustrosa piel se iban materializando como vapor en el gélido aire, a lo largo del camino. El cimmerio no prestaba atención a la temperatura, salvo para envolverse todavía más con la capa de pieles.
Su montura de lustroso pellejo iba avanzando por el rocoso sendero. Apenas si soplaba viento, pero Conan oía el lejano aullido del aire en alguna cavidad. Sonrió. Las flautas de viento podían atemorizar a los pusilánimes, pero no a un cimmerio. El lento clop-clop que hacía su caballo con los cascos acompañaba al suave eco del viento en sus fantasmales melodías.
Algo más adelante, Conan divisó la superficie del pequeño lago del que le habían hablado. Sacudió la cabeza, y sus negros cabellos, cortados a modo de melena cuadrada, se agitaron rígidamente en el frío. El lago estaba helado de orilla a orilla, y Conan habría apostado la mitad del oro que llevaba a sus espaldas a que el hielo era tan grueso como su bien musculada pierna. No parecía nada probable que emergieran malos espíritus de aquel lago.
El camino pasaba a pocas yardas de la helada orilla. El caballo avanzaba con pereza, y adormecía a Conan con la monotonía de su movimiento.
A la mitad del sendero que bordeaba el lago, el caballo se detuvo de pronto, y volvió la cabeza para contemplar la gran extensión de hielo.
Conan miró, pero no vio nada. Hundió los talones en el costillar de la bestia.
—Camina —dijo.
El caballo relinchó y meneó la cabeza, casi como para responderle. El animal resopló, y trató de alejarse del lago.
—¡Estúpido, sesos de mosquito! —dijo Conan. Espoleó con más fuerza todavía a la bestia—. ¡Como no te muevas, esta noche cenaré carne de caballo!
Entonces se oyó un crujido, que se hizo notar en el silencio; Conan se distrajo del tozudo caballo y miró al lago. Una fractura larga, mellada, había aparecido en la superficie de hielo; en seguida se abrió otra, y luego una tercera. Casi parecía como si algo empujara desde debajo del hielo.
La superficie del lago helado se quebró, y trozos de hielo, del tamaño de grandes perros, salieron volando por el aire y volvieron a caer. Ante los ojos de Conan, unos seres salieron torpemente a la superficie del lago por la fisura. ¡Y qué seres! Cada uno tenía el tamaño de un hombre, pero forma de gran simio. Eran blancos por completo, sin rasgos faciales, con el cuerpo liso como cristal pulido. Una docena de criaturas subieron trepando desde los hielos y echaron a correr. Por un instante, Conan pensó que algo les perseguía, y que no estaban interesados en él, porque corrían en ángulos que les alejaban de donde él estaba. Entonces, se dio cuenta de lo que hacían: ¡Le estaban rodeando!
Conan le dio con fuerza al caballo en los flancos, y le golpeó los cuartos traseros con la mano, tratando de obligarlo a huir. El caballo, sin embargo, había caído presa de pánico cerval; se encabritaba y corcoveaba, y trataba de descabalgar a su jinete. Conan se aferró con las rodillas a los flancos de la aterrorizada bestia, y sólo la fuerza de sus descomunales músculos pudo sostenerle. El caballo cesó de corcovear, pero entonces pareció quedarse paralizado de terror, como una estatua en el aire frío.
Los monstruos blancos se le acercaron, arrastrando los pies, con los brazos tendidos, tratando de cogerlo.
¡A la Gehanna con el caballo! Conan saltó de su montura, y desenvainó el sable en pleno salto. Cayó bien, y, sin detenerse, arremetió contra el más cercano de los monstruos blancos. Cuando lo tuvo a su alcance, asestó un fuerte mandoble.
El acero le cortó a la bestia de hielo una de las manos, que cayó al suelo con sordo ruido. ¡Pero ninguna sangre circulaba por aquel gélido cuerpo; del muñón del brazo de hielo manó, en cambio, un chorro de líquido claro, tan claro como el agua!
Conan sintió unos dedos fríos que se le clavaban en el hombro, y se volvió para plantar cara a otra de las bestias de lisa piel. Su espada cantó, cuando la desesperación le azuzó en su acometida. La suerte guió a su tino: el acero seccionó todo el cuello del monstruo del agua. La criatura tuvo espasmos y, al mismo tiempo que caía, le soltó. Otra fuente de cristalino fluido brotó a chorro del cuerpo caído.
¡Por Crom, aquellas abominaciones morían con facilidad! Pero tenía que hacer frente a más de diez; Conan lo tenía difícil, y no era necio. ¡Necesitaba un camino de huida, y tendría que abrírselo con rapidez!
Sus músculos de estriada carne se tensaron y endurecieron, y empujaron el afilado acero contra los moradores de aquel sitio. Tres manos frías llegaron a tocarle; en las tres ocasiones, Conan cortó las manos ofensoras. Hería, rajaba, apuñalaba y pateaba, arrojaba miembros y mojados pedazos de los monstruos sin rostro al gélido suelo. Estos eran muchos, pero torpes en comparación con el hombre que saltaba y se debatía. Conan se arrojó contra ellos, y destruyó a otros tres. El fluido de sus cuerpos echaba vapor y se congelaba en el intenso frío, y Conan seguía tejiendo su patrón de muerte de encajes de acero.
Sabía que, si se quedaba allí y trataba de acabar con todos ellos, aquel enfrentamiento sólo tendría un posible final. Estaba fatigado; la espada le pesaba en las manos, y ocho de aquellos monstruos que arrastraban los pies todavía estaban tratando de matarlo. Tenía que huir.
Conan se volvió, y corrió en la misma dirección por la que había venido. Las bestias sin ojos le persiguieron en distendida hilera. Aun exhausto, Conan logró sonreír. Bien. Aparte de torpes, no entendían de táctica.
Se detuvo abruptamente y se volvió, y corrió hacia los monstruos. Éstos se habían separado tanto que no pudieron hacerle frente todos juntos; el cimmerio atacó a una sola criatura, la más grande del grupo. Conan se agachó para esquivar el salvaje puñetazo del monstruo. Alzó la espada, y asestó un hábil mandoble. El viejo acero le atravesó la pierna a la criatura, y se la cortó. El monstruo del agua cayó en silencio, bloqueándole el camino a Conan. El cimmerio echó a correr en la misma dirección por la que había venido. ¡Si hubiese podido encontrar a su maldito caballo!
Un relincho agudo hizo que Conan se volviera a mitad de su carrera. Se giró, y vio que varias criaturas como las que le estaban acosando arrastraban a su montura hacia la grieta en el hielo. Otros retoños de la misma maligna estirpe salieron del lago para ayudar a sujetar el caballo. Ya debían de ser veinte por lo menos. La mitad de ellos se dedicaron a sujetar al animal, mientras que los otros fueron hacia Conan. ¡El caballo, la comida y el saco de oro robado iban a desaparecer bajo las aguas del lago Spokesjo! Por un instante, Conan les persiguió, blandiendo la espada en alto, ofuscado por la rabia. Se detuvo. No valía la pena morir por un caballo. Había miles de caballos en el mundo, y muchos hombres ricos cuyo oro podría robar si sobrevivía.
—¡Crom se os lleve a todos! —gritó a los monstruos sin sangre, claros como el cristal, antes de volverse y huir a grandes zancadas.
Por el camino que descendía del paso, Conan divisó una figura montada en la lejanía. Aunque echó a andar con mayor rapidez, y acabó corriendo, no parecía acercarse a ella. Gritó un saludo, pero no obtuvo respuesta; el jinete no se detenía. ¿Podía tratarse del comerciante que había conocido en aquella perrera que pasaba por mesón? Si así era, ¿por qué se le veía tan ansioso de poner tierra entre ambos? Maldiciendo a los atacantes llenos de agua que le habían ahogado el caballo, Conan siguió adelante.
Al cabo de un día de fatigosa caminata, Conan avistó la ciudad de Mornstadinos, la primera ciudad corinthia que veía. Ciertamente, no tenía torres ni altos chapiteles como la agraciada Shadizar o Arenjun, pero podía jactarse de un elevado muro y de muchos edificios, aunque todos le parecieran más bajos que los de la mayoría de ciudades que había conocido. Le bastaría. Si quería seguir hasta Nemedia, tenía que hacerse con otro caballo y con más oro, o plata, y, por necesidad, tendría que encontrarlos allí.
A medida que sus botas iban devorando terreno, Conan comprendió que, por lo menos, tendría que pasar otro día caminando. Desde la elevación de unas estribaciones, vio un extenso bosque al otro lado de la ciudad y, aún más allá, algo parecido a una gran llanura. Por desgracia, no vio viajeros que vinieran desde la ciudad. Sin duda, cualquier gordo mercader habría acarreado manjares exóticos y objetos de valor de los que Conan habría podido apoderarse. Aparte de la espada, la daga karpashia y las ropas, el cimmerio sólo tenía unas pocas monedas de cobre en una bolsa, con las que quizá pudiera pagarse una comida y unas pocas copas de mal vino. Sus perspectivas eran malas, pero entraban dentro de lo que había aprendido a aceptar; no era la primera vez que tenía que pasar hambre.
Bien. La ciudad quedaba más adelante, y su estómago tendría que pasar con raíces y agua de arroyos hasta llegar al portalón. Conan siguió caminando con estoicismo.
Loganaro juzgó que debía de llevarle una hora de ventaja al bárbaro, gracias a que había forzado a su caballo a lanzarse al galope. La bestia estaba empapada se sudor, pero poco le importaba: lo que contaba era que Loganaro tendría tiempo de contactar con sus clientes. O, en aquel caso, con una cliente.
Mientras su caballo paseaba y ramoneaba tallos de junco, empezó con los preparativos para comunicarse a distancia, con recursos mágicos de poder no pequeño, por los que había pagado bien. Con todo, aún tenía que pagar otro precio cada vez que empleaba aquel talento. Loganaro se sacó una daga corta, de hoja plana, de debajo de la túnica, y la aferró fuertemente con la diestra. Se arremangó el brazo izquierdo, y dejó al descubierto el antebrazo, cubierto de finas cicatrices. Algunas eran antiguas, y estaban desdibujadas por el sol y la edad; otras, recientes, y sus colores variaban desde el rojo sangriento hasta el pálido rosado. Loganaro encontró un sitio entre dos de las más nuevas y apoyó allí la punta de la daga. Apretando los dientes, se clavó la punta, fina como un alfiler, en la carne.
Cuando extrajo la daga, la sangre manó, y marcó su piel morena con una fina línea de líquido de vivo color rubí. Sufrió algún dolor, necesario para el hechizo; todavía era más importante el salado fluido, el ingrediente principal. Como la daga ya había cumplido con su tarea, Loganaro la dejó a un lado, y sustituyó el acero con el dedo medio. Dejó que la sangre le resbalara por la yema del dedo hasta que lo tuvo bien empapado; entonces, alzándolo hacia el cielo, recitó una frase que le habían enseñado: «Hematus cephil augmentum sichtus».
Inmediatamente después de decir estas palabras, Loganaro trazó sobre su propia frente los tres símbolos arcanos que completaron el hechizo: la costra de la adulación, su propio trazo personal, y la doble curva que representaba a su cliente. Entonces, aguardó.
Cinco minutos pasaron, y se reunieron con los muchos otros tiempos que los habían precedido. Al nacer el sexto, Loganaro oyó una voz... una voz de mujer. Esta voz, que apenas si era más fuerte que un susurro, estaba preñada de poder y fuerza.
—¿Por qué me has llamado?
Loganaro habló al aire vespertino.
—Mi señora, creo haber encontrado lo que buscáis.
—Yo busco muchas cosas, insectus minor. ¿Qué es eso que pretendes haber descubierto?
—Lo que completará el Encantamiento de Animación de vuestro simulacro de ébano, el Príncipe de la Lanza.
—Han sido muchos los que me han ofrecido ese último ingrediente, siervo. Ninguno de ellos me ha satisfecho.
—Creo que esta vez será distinto, señora mía. He visto cómo ese hombre mataba a tres curtidos bandoleros tan fácilmente como si se hubiera secado el vino de los labios. Todavía más: ha pasado por el Paso Embrujado sin la ayuda de ningún conjuro ni hechizo.
—Tuvo la suerte de pasar mientras las ondinas dormían.
—No, mi señora, esas criaturas no estaban dormitando bajo los hielos del lago encantado. Salieron en gran número y trataron de arrastrar al mortal a sus acuosas mansiones. Aquél mató a muchos de los monstruos. Capturaron su caballo, y por unos momentos pensé que los seguiría bajo el agua para recobrar a la bestia.
—¿Ha hecho esto sin ninguna ayuda?
—Así es. Pensé que era mejor no dejarme ver.
—Sin duda. Nunca he pensado que tú puedas contribuir a la creación de mi príncipe. Ese hombre, sin embargo, me interesa. Sigue observándole. Te comunicaré mis instrucciones cuando lo juzgue necesario.
—¿Y mi recompensa...?
—No temas, ruin; tendrás el oro que tanto valoras, si el corazón de ese hombre se muestra suficientemente valeroso. Djuvula la Bruja no falta jamás a su palabra.
—No se me habría ocurrido dudarlo, señora mía.
—Ese individuo, ¿tiene algún nombre?
—Se llama Conan, mi señora. Es un bárbaro de Cimmeria.
En su mansión de Mornstadinos, Djuvula cortó el enlace mágico con Loganaro y se apartó del espejo de acero pulido donde convergía su foco de energías místicas. Contempló su propia imagen: una mujer de cabellos de fuego, de treinta años, cuyo rostro parecía tener veinte, le devolvía la sonrisa. La ligera túnica de seda cruda apenas ocultaba su cuerpo bien formado, de caderas y pechos exuberantes, y muy experto en los negocios de la carne. La imagen capturada por el espejo reflejaba la perversa sonrisa de la bella bruja; parecía reflejar también sus pensamientos y sentimientos. Djuvula sabía que ningún hombre era capaz de igualarla en las artes de hacer el amor. Muchos lo habían intentado; todos habían fracasado.
Al comprender que ningún mortal sería capaz de satisfacerla, Djuvula había decidido emprender la creación de un golem, de un simulacro que pudiera subyugarla a perpetuidad, que satisficiera todos sus caprichos. El comienzo de su creación había sido muy fácil. Su magia era especialmente poderosa en tales asuntos. Por desgracia, algunos de los componentes del montaje no eran fáciles de obtener. Su negro Príncipe de la Lanza yacía en toda su perfección en la alcoba de Djuvula, pero aún no podía funcionar sin el último ingrediente requerido por la brujería: el corazón fresco de un hombre con verdadero coraje. Había probado docenas de órganos; ninguno había logrado animar a su amante. Los sedicentes corazones valerosos no le habían servido para nada. Djuvula sentía profunda indignación.
A pesar del servilismo de Loganaro, solía poder fiarse de él en sus negocios; quizás, sólo quizás, había encontrado finalmente lo que Djuvula necesitaba. Un tal pensamiento era digno de la sonrisa que compartió con el espejo. Por si acaso, empezaría a preparar sus pociones.
Un hombre alto estaba de pie al lado de un leño lleno de muescas, este último recostado contra una pared de granito. Se hallaba en un remoto extremo de las quintas de Lemparius, Verga Central del Triple Flagelo del Senado, y no era sino el dueño de la gran hacienda. En sus manos de largos dedos, Lemparius sostenía un artefacto de bronce y oro, que tenía la forma de una bola inserta dentro de un cubo, pero desfigurada de algún perverso modo que era fácil de ver, pero difícil de describir. Del artefacto salía una voz, la del agente libre Loganaro hablando con Djuvula. Lemparius no habría tenido que escuchar la conversación, pero el senador no sentía gran respeto por la intimidad de los demás. Escuchaba cada vez que podía, valiéndose de la storora, el «oído mágico», construida por un anónimo artífice estigio que llevaba cien años muerto.
—... Conan, mi señora. Es un bárbaro de Cimmeria.
Lemparius rió —y su risa pareció un gruñido— al ajustar una pequeña subdivisión del artefacto que estaba sosteniendo. Las voces del rollizo agente y de la bruja perdieron fuerza, y acabaron por desaparecer. Cuidadosamente, el senador se agachó y colocó su mecánica maravilla tras el leño que, grueso como un hombre, reposaba en ángulo oblicuo contra el gran muro de granito. Había allí, en la piedra, un nicho especialmente calculado para la storora. El senador no quería que nada le ocurriese a la caja mágica estigia; era muy útil y, por lo menos dentro de lo que él conocía, única.
Habiendo ocultado satisfactoriamente su arcano artefacto, el senador se volvió. Un viento cálido le agitó la larga melena rubia, casi como si su cabeza hubiera tenido un aura de color leonado. Mientras andaba, el sol le centelleaba en los ojos, y los centelleos hacían resaltar sus pupilas de extraña forma, más propias de un predador de los cielos que de un hombre. Metódicamente, Lemparius se fue despojando de sus ropajes. Se quitó primero la túnica y los calzones de seda, luego las sandalias, y finalmente quedó desnudo sobre el terreno arenoso que terminaba en aquel muro, tan alto como tres hombres. Como estaba solo en el extenso claro, nadie podía contemplar su desnudez.
Nadie vio lo que ocurría después.
Lemparius empezó a transformarse. Sus contornos se alteraron, la piel y los músculos cambiaron de forma como la arcilla fresca de un alfarero. Los huesos le crujieron; los cartílagos se rasgaron; su cabello rubio de hombre se volvió más frondoso y se convirtió en el pellejo leonado de un animal, el pelo le creció como las malas hierbas de algún jardín del infierno. El rostro de Lemparius pareció hundirse. La nariz se le aplanó, y se le ensanchó por debajo; la boca se le alargó, y los dientes se le fusionaron y crecieron hasta que los caninos devinieron en colmillos.
Aquello, que había sido un hombre, gruñó, y cayó sobre sus cuatro patas. Las garras reemplazaron a las uñas, tomaron forma a partir de los dedos de manos y pies. La silueta del hombre se encogió por algunas partes, se ensanchó en otras, y cuando, por fin, la metamorfosis fue completa, la esténica figura ya no se parecía en nada a un simio.
La criatura que merodeaba por las quintas de Lemparius, una de las Tres Vergas del Flagelo del Senado, pertenecía a la raza felina: éste era Lemparius, la pantera, uno de los hombres que se transforman en animales.
Y la bestia felina estaba hambrienta.
3
Haría poco que el sol se había elevado sobre el horizonte cuando Conan entró en la ciudad de Mornstadinos. Desde la lejanía, el cimmerio no había podido seguir las sinuosidades de sus angostas calles. Ahora transitaba por un millar de callejas, callejones sin salida y vías empedradas que parecían obra de un maniático, un ciego o un loco. Tal vez existiera algún plan en aquel laberinto, pero Conan se veía incapaz de comprenderlo. Primero, un establo lleno de caballos que apestaba a estiércol; luego, un templo repleto de monjes encapuchados; después de éste, un mercado en plaza donde se vendía fruta y alimentos cocidos.
El estómago del bárbaro protestaba, insistente en su hambruna. Conan se acercó al mercado, atrayendo no pocas miradas con su musculoso cuerpo. Sacó una barra de pan negro, ya seco, de un canasto tejido. Hurgó en la barra con el dedo, y luego se la enseñó a una anciana.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó.
La mujer le dijo un precio.
—Cuatro monedas de cobre.
Conan negó con la cabeza.
—No, vieja. No quiero comprarte la casa y los nietos, sólo esta barra de pan seco.
La anciana rió.
—Como es obvio que eres extranjero, te haré una rebaja. Tres monedas de cobre.
—Te lo repito, no pienso comprarme todo el canasto donde tienes esas rocas que vendes como pan; sólo quiero esto.
Conan le agitó la barra delante de los ojos y frunció el ceño.
—Ah, ¿quieres estafar a una anciana en su dura labor? De acuerdo, acepto dos monedas de cobre, y pierdo en el cambio, para que veas lo hospitalarios que somos en la Joya de Corinthia.
—¿Dónde tienes la daga, vieja? Porque si un bandido quiere mi dinero, tendrá que ir armado. Aunque admito que tu lengua y tu ingenio están bastante afilados.
La anciana rió de nuevo.
—Ah, eres un guapo muchacho; me recuerdas a mi hijo. No quiero que pases hambre por una moneda de cobre que te falte. Con una sola moneda, comprarás el mejor pan de esta calle.
—Trato hecho, abuela.
Conan buscó en su bolsa y sacó una de sus pocas monedas. Se la entregó a la anciana, quien asintió sonriente.
—Hazme otro favor —le dijo Conan—. Tienes razón al llamarme extranjero. ¿Dónde podría yo encontrar un mesón, y vino que me ayude a digerir el mejor pan de la calle?
—Un hombre con medios podría encontrar muchos sitios. Pero tengo la impresión de que uno que regatea con una anciana por unas pocas monedas de cobre tiene poco donde elegir. Siguiendo por esta calle, tras girar dos veces a la izquierda y una a la derecha, un hombre de tu condición puede encontrar el mesón Leche de Lobos. Y si el hombre en cuestión fuera extranjero, y no supiese leer nuestras escrituras civilizadas, podría buscar el dibujo de un lobo rampante sobre la puerta.
—¿Un lobo qué?
—Que se sostiene sobre las patas posteriores, a punto para saltar —dijo la anciana, riendo de nuevo.
—Muchas gracias, entonces, maestra panadera. Y que te vaya bien.
Conan encontró el mesón Leche de Lobos sin dificultad alguna, y entró con su barra de pan negro en la mano. La hora temprana no parecía haber disuadido a la ingente muchedumbre, que estaba de pie, o sentada en las largas mesas de madera por toda la taberna. La mayoría de los hombres parecía ser de allí, a juzgar por su apariencia y su vestido; varias mujeres estaban sirviendo cuencos humeantes, y otras ofrecían atisbos de placeres que nada tenían que ver con la comida y la bebida. Conan había estado en muchos lugares como aquél, que en su mayoría eran pasables y baratos.
El cimmerio encontró un sitio vacío a un extremo de una mesa y se sentó. Miró en derredor por la taberna, estudiando a los clientes. Los hombres parecían en su mayoría pobres, pero dedicados a algún oficio honesto: toneleros, herreros, comerciantes, y otros del mismo estilo. A su izquierda, Conan vio a un grupo de aspecto perverso, probablemente bandidos o salteadores. El más corpulento de los cuatro sólo alcanzaba una estatura media, pero tenía las espaldas anchas, y fuerte musculatura, ojos oscuros y cabello negro y lustroso; además, también lucía una enorme nariz aguileña, semejante al pico de un ave. Conan ya había visto en otras ocasiones a hombres de aspecto similar, hombres en quienes se mezclaban las sangres shemita y estigia. Este individuo de rostro aguileño parecía peligroso, y no animaba a volverle la espalda.
Cerca de estos cuatro se sentaba una extraña pareja: un viejo con los cabellos blancos, que acarreaba el peso de unos sesenta o setenta inviernos sobre sus encorvadas espaldas, y una muchacha, una niña de doce o trece años. El anciano se cubría con una túnica de manga larga. La muchacha, que era pelirroja, vestía pantalones azules y botas, y un justillo corto de cuero ligero. Además, llevaba una espada corta colgando del holgado cinturón, al estilo turanio.
—¿Qué deseáis, señor?
Conan se volvió hacia quien le había hablado, una moza rechoncha cubierta con un vestido tosco, lleno de manchas de comida y bebida. El bárbaro sacó una de sus últimas tres monedas de cobre y se la enseñó.
—¿Puedo pagarme una copa de vino decente con esto?
—Os bastará para una copa de vino. Pero vos mismo tendréis que juzgar la decencia de la bebida.
—¿Tan malo es? Bueno, tampoco puedo pedir mucho. Correré el riesgo.
La muchacha tomó la moneda de Conan y se marchó. El cimmerio se volvió a medias para poder observar al anciano y a la niña pelirroja.
Conan se dio cuenta en seguida de que no estaba solo contemplando a la pareja. Los cuatro que había identificado como salteadores también se tomaban un interés fuera de lo común en ellos. El cimmerio supuso que esto no les presagiaba ningún bien. Pero no era su problema. Se volvió hacia la camarera, que se le acercaba con una jarra de loza llena a rebosar de líquido rojo y oscuro. Al dejarla sobre la mesa, algo de vino se derramó por sus bordes. Sin decir nada, la muchacha fue a atender a otros clientes.
Conan probó el vino. En verdad, no era malo; ciertamente, los había bebido mejores y peores. Le ayudaría a digerir el pan, y a llenarse el estómago. Ya se preocuparía luego por la siguiente comida. Separó un mendrugo del pan negro y tomó un bocado con sus fuertes dientes. El pan también estaba pasable. Lo masticó lentamente, saboreándolo.
Cerca de donde él estaba, el hombre de nariz aguileña señaló al viejo y a la muchacha con un breve movimiento de cabeza. Dos de sus compañeros se levantaron de la mesa y se fueron acercando furtivamente a la pareja. Uno de ellos jugaba con el puño de su daga; el otro, simplemente, se rascaba la escasa barba.
Conan enarcó las cejas y observó con interés. Tomó otro bocado de pan.
Cuando los dos hombres se hallaron a pocos pasos del anciano, algunos de los que estaban sentados, o de pie al lado de la entrada del mesón, sofocaron un grito. Conan miró hacia la puerta y vio hombres que trataban de apartarse del paso de algo. No pudo ver lo que causaba la conmoción, pero parecía como si un viento hubiera abierto un camino en un campo de altas espigas. Cuando la muchedumbre se hubo apartado, pudo verlo finalmente.
Una araña correteaba por el suelo cubierto de serrín. Esta criatura no se parecía a ninguna otra que hubiese visto el cimmerio. Era tan grande como su puño, estaba cubierta de fino vello, y brillaba cual linterna con incrustaciones de rubí: sí, aquello latía, como un corazón palpitante.
Sin vacilar, la araña corrió hacia la mesa donde se sentaba el anciano; en un abrir y cerrar de ojos, subió por una de las patas del mueble; entonces, el refulgente arácnido se metió de un salto dentro de la jarra de vino que el viejo sostenía con su sarmentosa mano. El vino crepitó con fuerza, hizo un ruido seco, y exhaló de súbito una pequeña nube de vapor que quedó flotando sobre los bordes de la copa.
El anciano, que se había convertido en el centro de todas las miradas, sonrió tranquilamente, se llevó la copa a los labios y bebió.
Dos sicarios del sujeto de nariz aguileña recordaron de pronto que tenían algo que hacer en otra parte, que se habían entretenido allí en demasía, y que si persistían en su demora los efectos serían desastrosos. Ésa fue la impresión que tuvo Conan, porque los dos hombres tropezaron uno con el otro en su competición por llegar a la puerta.
Alguien profirió un juramento a espaldas de Conan, y dijo:
—¡Magia!
En aquel momento, la muchacha que estaba sentada con el anciano se levantó de un salto. Arrojó al aire un fruto ya mohoso. Conan vio cómo se aprestaba, y adivinó lo que iba a hacer. Al instante, la niña desenvainó la espada corta con ligereza y asestó mandobles, en una dirección y otra, a la fruta que caía. Al principio, pudo parecer que había errado el golpe, pero los agudos ojos de Conan descubrieron la verdad, y el cimmerio sonrió al ver que la fruta terminaba su caída... dividida en cuatro trozos.
El cimmerio masticó otra hogaza de pan. Aquello era un mensaje para todos los que hubieran decidido ir a desayunar al mesón Leche de Lobos: el anciano y la niña no estaban tan indefensos como parecía; era mejor buscar presas en otra parte.
El hombre de nariz aguileña no lo encontró divertido. Miró con ceño al anciano, agarrando su propia copa de vino con tal fuerza que los nudillos le quedaron blancos como la tiza.
Se oyó otro grito sofocado en la puerta. Una segunda araña apareció, y en esta ocasión anduvo hasta la mesa donde estaba sentado el hombre de nariz aguileña. Sin más preámbulos, el peludo arácnido trepó por la basta madera y saltó dentro de su vino.
Conan rió. ¡Era un reto! ¿Quién habría osado beberse aquello?
Profiriendo un grito inarticulado de rabia, el hombre de nariz aguileña se levantó de un salto y apartó bruscamente la jarra con el dorso de la mano. La jarra y su contenido volaron hacia el rostro de Conan.
El cimmerio sabía que no corría peligro alguno. Levantó uno de sus musculosos brazos para detener la jarra; por desgracia, el mismo brazo que sostenía el pan, que en su mayor parte aún no había comido. Cuando la jarra le golpeó, el vino empapó el pan, y el desayuno de Conan cayó a la mugre del pisoteado serrín del suelo. El cimmerio vio cómo el pan daba tres vueltas y quedaba cubierto de porquería.
En momentos mejores, aquello le habría divertido, especialmente si le ocurría a algún otro; pero, en aquella coyuntura, no supo tomárselo con humor. Primero, había perdido el caballo y todo el oro; ahora, la comida. El cimmerio respiró hondo y el aire inflamó su pronta rabia, del mismo modo que el viento inflama un fuego ardiente.
El hombre de nariz aguileña había echado mano de su propia espada, y estaba avanzando hacia sus pretendidas víctimas. La niña desenvainó con bravura la espada corta y se puso delante del anciano de cabellos blancos, quien trató de apartarla para que no corriera peligro. El sable de Conan susurró al rozarse con la vaina de cuero. El cimmerio alzó el arma, y aferró su empuñadura con ambas manos.
—¡Tú... escoria! —rugió.
El hombre se volvió, sorprendido. Debió de alarmarse ante lo que veía, porque se giró y aprestó la espada para bloquear o parar. Al mismo tiempo, trató de retroceder. No logró hacer ninguna de las dos cosas. Conan le hirió a mitad del esternón con su espada, le clavó un palmo de afilado acero y le abrió como un taxidermista, desde el pecho hasta la entrepierna. El rostro del hombre se retorció en asombro, mientras las entrañas se le desparramaban por el gran tajo que tenía en el cuerpo. Cayó de espaldas; el espíritu ya se le había ido con sus ancestros.
La rabia de Conan no se había calmado por completo. Escudriñó en derredor, en busca del cuarto miembro de la banda. Este último, sin embargo, había desaparecido. El cimmerio miró con ferocidad a los clientes de la posada, que se encogieron todos ante el corpulento joven de la espada ensangrentada. Todos, con una única excepción.
La muchachita se acercó a Conan, sonriente. Había envainado la espada y, al tenerla cerca, el cimmerio se percató de que apenas si le llegaba al pecho. Con gran reluctancia, bajó el sable. Miró fijamente a la niña.
—¿Y bien?
—Gracias, señor, por habernos salvado. —Su voz era cálida.
Ciertamente, el mismo aire parecía volverse más cálido desde que ella estaba allí, mirando al cimmerio.
—No me des las gracias —dijo Conan, con voz todavía áspera y furiosa—. Esa escoria me había dejado sin desayuno. Ojalá ese hombre hubiese luchado mejor, para que yo hubiera podido hacerlo sufrir más.
Mientras Conan hablaba, los labios de la muchacha se transformaron en una «O», y su rostro se llenó de sorpresa y perplejidad.
Los murmullos empezaron a oírse con más fuerza, hasta que llegaron a todo el mesón.
—¿... has visto ese golpe? ¡Qué fuerza!
—... lo ha destripado como a un pollo...
—... extranjero de alguna tierra salvaje...
Un hombre delgado, con una irregular cicatriz que le retorcía el labio y la fosa nasal izquierda, se acercó, observando con cautela la espada desenvainada del cimmerio. Vestía un delantal manchado que debía de haber sido blanco en otro tiempo, pero ahora conservaba los restos de demasiadas copas de vino derramadas y comida como para no teñirse de sucio gris. Conan supuso que debía de ser el propietario del mesón.
El mesonero echó una ojeada al muerto. Su perenne sonrisa de burla pareció ensancharse.
—Así, finalmente, Arsheva de Khemi ha atacado a quien no debía. —Miró a Conan—. Pocos hombres merecían abandonar esta vida con mayor motivo que él; no lo añoraremos, y con razón. —Se sacó un trapo del bolsillo del delantal, y se lo ofreció al cimmerio—. Toma, límpiate el arma, señor, para que la sangre de Arsheva no muerda su acero con los dientes del orín.
Conan aceptó el grasiento trapo y se puso a limpiar metódicamente la espada.
—Con todo —dijo el hombre—, la Guardia del Senado vendrá para investigar el fallecimiento de Arsheva. ¿Confío en que tendrías buenas razones para mandarlo al otro mundo?
Conan envainó la espada en su vaina de cuero.
—Sí —empezó a decir—, mis razones eran justas. Esta basura...
—... trató de atacarnos a mí y a mi ayudante —dijo el anciano de cabellos blancos—. Este hombre es nuestra salvaguardia; simplemente, cumplió con su obligación de protegernos.
Conan le miró sorprendido. ¿Qué pretendía? Quiso decir algo, pero el anciano le interrumpió de nuevo.
—Acabaremos de desayunar mientras aguardamos a los guardianes. Si le traes una bandeja a mi amigo con comida que reemplace a la que se le ha estropeado, así como una botella de tu mejor vino, te estaré muy agradecido. —Entonces, el anciano levantó la mano, arrugada y deforme por la edad, y mostró una pequeña moneda de plata—. Ésta es la compensación por las molestias que has sufrido.
El hombre de la cicatriz tomó la moneda, y asintió.
—Sí. Indudablemente, un gentilhombre con tantos medios como vos no tendrá problemas para convencer a la Guardia del Senado de su inocencia. —Le acercó la silla a Conan para que se sentara a la mesa del anciano—. Ahora os traigo la comida, señor.
Una vez se hubo sentado con el viejo y la muchacha, Conan aguardó respuestas a sus preguntas sin formular. Había refrenado la lengua hasta aquel momento, suponiendo que el anciano habría tenido alguna razón oculta para ayudarle. Quizá sólo le estaba agradecido por haber destripado al bergante que iba a atacar a la niña. Ciertamente, Conan les había hecho un gran favor, aun sin quererlo. Pero el bárbaro sospechaba que no le iban a decir tan sólo palabras de agradecimiento.
El anciano aguardó a que los clientes de la posada dejaran de fijarse en ellos para hablarle:
—Me llamo Vitarius, y ésta —señaló a la niña con el brazo, embutido en una holgada manga—, ésta es Eldia, mi ayudante. Soy un ilusionista de escaso talento, un artista, por así decirlo. Queríamos agradecerte que te hubieras puesto de nuestra parte. —Conan asintió, y siguió escuchando—. Me pareció que ibas a decir el verdadero motivo por el que habías matado a ese que quería asesinarnos: que él había dado muerte a tu barra de pan; y por eso te he ayudado con mis afirmaciones.
Conan asintió de nuevo. Ni los ojos ni el ingenio del anciano carecían de agudeza.
—Los guardias que vendrán a interrogarnos son corruptos en su mayoría. Unas pocas monedas de plata les harán decidirse en nuestro favor, sin duda; aun así, matar a un hombre por haber hecho caer al suelo una barra de pan les parecería un castigo excesivo a los próceres del Senado mornstadinosio. En cambio, proteger a un cliente del ataque de un bandolero constituye motivo suficiente para desenvainar el acero.
El joven gigante asintió.
—Yo soy Conan de Cimmeria. Os he hecho un favor, y vosotros me lo habéis devuelto; consideremos, pues, que los platos de la balanza han quedado equilibrados.
—Así sea —dijo Vitarius—. Pero antes desayuna.
—Sí, eso lo acepto.
Vino una camarera, con una bandeja cargada de bollos duros, fruta y un tajo grasiento de carne de cerdo, junto con otra copa de vino, de una cosecha mejor que la anterior. Conan comió con avidez, y echó la comida abajo con tragos de la roja bebida.
Vitarius miraba a Conan con interés. Cuando el cimmerio hubo terminado con su comida, el ilusionista habló.
—Ya no nos debemos nada; sin embargo, tengo que hacerte una proposición, que tal vez te interese. Eldia y yo exhibimos nuestras sencillas ilusiones en ferias callejeras y mercados, y un hombre como tú nos vendría bien.
Conan sacudió la cabeza.
—No suelo andar con magos.
—¿Magos? ¿No habrás creído que mis ilusiones son mágicas? No, yo trabajo con la más simple de las artes, nada más. ¿Crees que si fuera un mago de verdad estaría aquí?
Conan reflexionó. Lo que decía el anciano era cierto.
—Pero ¿en qué puedo servir yo a un ilusionista?
Vitarius miró a Eldia, y se volvió de nuevo hacia Conan.
—Manejando esa espada, por ejemplo. También con tu fuerza. Eldia y yo apenas somos capaces de protegernos de individuos como ese al que has matado. La muchacha sabe demostrar su rapidez y destreza con la espada, pero no podría hacer frente en duelo a un hombre adulto. Mis ilusiones asustan a los supersticiosos, pero, en definitiva, no puedo hacer nada contra un asesino resuelto, como acabas de ver.
Conan se mordió el labio inferior.
—Me dirigía a Nemedia.
—Sin duda, ese largo viaje sería más fácil si tuvieras un caballo y provisiones en abundancia.
—¿Y qué te hace pensar que no tengo nada de lo que dices?
Vitarius miró en derredor, y se volvió una vez más hacia Conan.
—¿Acaso un hombre rico vendría a pasar el tiempo en este lugar?
El razonamiento era bueno, pero Conan le dio otra vuelta de tuerca.
—Entonces, mi buen prestidigitador, ¿qué haces tú aquí?
Vitarius rió, y se dio una palmada en el muslo.
—Ah, perdona que te haya subestimado, Conan de Cimmeria. Un bárbaro también puede tener seso. Resulta que estamos ahorrando para comprarnos nuestras propias provisiones; también queremos marcharnos de esta bella ciudad y viajar hacia el oeste. Nosotros iremos más hacia el sur, hacia Argos. Querríamos... bueno... viajar con cierta comodidad, en una caravana armada, y así nos protegeríamos de posibles encuentros con los bandidos del camino de Ofir.
—Ah.
Conan observó con detenimiento a Vitarius y a Eldia. Él mismo era ladrón, pero no tenía inconveniente en dedicarse durante algún tiempo a trabajos honestos. Además, tampoco tenía mucha prisa por llegar a Nemedia. En todo caso, viajaría mucho mejor montado a caballo que a pie.
—Una moneda de plata por día —dijo Vitarius—. Creo que estaremos listos para partir antes de que termine el mes, y, sin duda, no tendrás inconveniente en tomarte un breve reposo.
Conan consideró el triste estado de su economía. Ciertamente, habría necesitado veinte o treinta monedas de plata para comprar un buen caballo y provisiones. Y la tarea de pasarse una o dos lunas protegiendo a un ilusionista y a su ayudante de los rateros no sería muy pesada.
Conan le sonrió a Vitarius.
—Señor de las arañas brillantes, acabas de contratar a un guardián.
Oculto por un capuchón de sacerdote, Loganaro observó cómo el cimmerio charlaba con el anciano y la niña. El agente de Djuvula sonrió para sí. El veloz e intrépido ataque del bárbaro contra el asesino había sido impresionante. Aquello le había convencido de haber descubierto al hombre que necesitaba para completar el hechizo de la bruja. Era valeroso, no cabía duda alguna. Apoyado en el muro de la pared, bebiéndose a sorbos su vino, Loganaro soñó visiones doradas. Faltaba poco para que el corazón de aquel gigantesco bárbaro de ojos azules animara al simulacro de la bruja, y éste la satisficiera en sus necesidades carnales.
4
El joven cimmerio y la ayudante del ilusionista siguieron a Vitarius por entre una muchedumbre de gentes de vestido brillante, llegadas allí para tomar parte en la celebración de la mayoría de edad de la hija de un vinatero del barrio. Conan llegó a la conclusión de que el ilusionista, que se estaba abriendo camino entre el gentío, le ocultaba algo. Había visto en tantas ocasiones que un viejo burlaba a un joven, que no le parecía que un anciano pudiera sentirse indefenso; cuando un hombre carece de músculo, a veces puede valerse de su sabiduría.
—Tendríamos que tratar de encontrar un sitio cerca del puesto del vinatero —le dijo Eldia a Conan—. Allí se reunirán los amigos más ricos de la hija del vinatero, y ganaremos más dinero por nuestra actuación.
Conan no dijo nada. Se fijó en un muchacho robusto que llevaba de la rienda a tres caballos, uno de los cuales se parecía mucho al que le habían arrebatado tan sólo unos días antes aquellas criaturas de las aguas. Al verlo, las llamas de la furia se avivaron en sus ojos con más fuerza todavía.
Vitarius eligió ese momento para volverse hacia el cimmerio.
—Pareces preocupado, Conan —dijo el ilusionista.
—No, Vitarius, sólo se trata de un mal recuerdo que me ha venido a la cabeza. Yo tenía un caballo idéntico a uno de esos que acaban de pasar. Me lo quitaron.
—Me cuesta entenderlo. No sería yo tan necio como para tratar de robarte alguna de tus propiedades, y todavía menos un caballo de buena raza.
Conan sonrió con amargura.
—No fue un hombre. Cabalgué por un paso nevado, en las montañas del este. Al hacerlo, me atacaron una especie de bestias que vivían en el agua, y no se parecían en nada a ninguna otra que hubiese visto. Eran blancas, y no tenían rostro, y su sangre era tan clara como la más pura de las aguas.
—¡Ondinas! —Vitarius habló con sorpresa, y con algún miedo.
—¿Conoces a esos monstruos?
—Sí. Son espíritus del agua.
Vitarius y Eldia se miraron, y algo importante medió entre ambos. Entonces, el viejo ilusionista se volvió hacia Conan, y pareció que estuviera juzgando y estimando la perspicacia con que el bárbaro les contemplaba. Cuando Eldia se puso al lado del cimmerio, éste volvió a sentir la peculiar calidez que había notado antes; sí, el mismo aire parecía arder. El sol brillaba en lo alto y sus rayos hacían sudar a casi todo el mundo, pero esta calidez era todavía más abrasadora.
Finalmente, Vitarius dijo:
—Se dice que Sovartus, Mago del Cuadrilátero Negro, controla ahora a las ondinas. Es un brujo malvado que, según se rumorea, está buscando algo, o a alguien, en la ciudad de Mornstadinos. Con este fin, Sovartus trata de aislar la ciudad. Aparte de las ondinas, existen otras criaturas inhumanas sometidas a ese villano, que lo ayudan en sus propósitos.
—Sovartus, ¿eh? —Conan se puso el nombre en la lengua y trató de retenerle» en la mente—. Bien, si este mago controla a esas cosas que me robaron el caballo, tendrá que devolvérmelo.
—Intentarlo no sería inteligente, Conan. Sovartus es un hombre sin escrúpulos, y posee grandes poderes mágicos. Mata sin pena ni remordimiento.
—Sea como fuere, no olvido nunca una deuda, tanto si soy el deudor como el acreedor.
—A veces es mejor olvidar —murmuró Vitarius, y siguió abriéndose camino entre el gentío.
Loganaro aguardaba incómodamente ante la elevada tribuna y la silla del senador Lemparius, el político más influyente de Mornstadinos, tal vez de toda Corinthia. Su incomodidad no menguaba al verse flanqueado por dos guardias senatoriales, cada uno con una daga que le apuntaba a la garganta.
—Tiene que haber alguna equivocación, Honorable Senador. No he hecho nada que contraviniera las leyes de la Joya de Corinthia...
Lemparius rió, mostrando sus blanquísimos dientes.
—Debes de estar bromeando, Loganaro. Si tus crímenes se dividieran equitativamente entre los habitantes de la ciudad, nuestras mazmorras reventarían. Sólo con los que yo conozco, ya podríamos condenarte un centenar de veces, y tres veces más si pudiera probar la mitad de lo que sospecho.
Loganaro tragó saliva; tenía la garganta seca. Al imaginarse a sí mismo colgando del patíbulo, se le derritieron los huesos. No había previsto aquel obstáculo, y tampoco parecía que pudiese eludirlo con vida. ¿Qué había hecho para enfurecer de aquel modo al Flagelo del Senado? Tenía una pregunta más importante todavía: ¿Cómo le habían descubierto haciendo lo que fuera?
Lemparius hizo un lánguido gesto con la mano.
—Marchaos.
Los dos guardias se inclinaron levemente y envainaron las dagas. Dieron media vuelta y, marcando el paso, salieron de la estancia. Loganaro sintió las gotas de sudor que le resbalaban por el espinazo, pero trató de mantener una apariencia de calma.
—Aunque podría hacer que te fustigaran y te hirvieran en agua salada, no llevo esa intención... de momento, al menos.
Lemparius se levantó con ágil garbo. Jugó con el puño de la daga que colgaba envainada de su cadera derecha.
Loganaro se fijó en que los largos dedos del senador acariciaban el arma; aquel hombre bajo y rechoncho se sentía como atrapado por un hechizo, porque no podía apartar los ojos de las casi sensuales caricias.
Lemparius volvió a reír.
—Mi colmillo de acero te causa admiración, ¿en?
El hombre alto y rubio extrajo el cuchillo de su vaina de cuero, y lo alzó hasta la altura del pecho. Su hoja estaba curvada de principio a fin, como un arco. Conjuraba feas imágenes: pinturas adornadas con colmillos y garras, prestos a destripar. La empuñadura estaba hecha de una madera oscura parecida al ébano, de fibra fuerte, muy pulida. Loganaro alcanzó a ver que el puñal tenía espiga completa, con remaches de bronce que mantenían sujetos la madera y el acero. Había una protección de bronce al comienzo de la hoja, no tanto una guarda como un adorno donde el color negro se volvía plateado. La hoja en sí era corta, quizás el doble de larga que el meñique de un hombre, pero su cruel acero estaba afilado hasta la aguzada punta. El borde exterior era grueso, y estaba dentado en una cuarta parte de su longitud; el interior consistía, sin más, en un agudo filo.
—¿Has visto alguna vez un gran tigre dientes de sable? —le preguntó Lemparius—. ¿No? Qué lástima; son bestias magníficas, aunque su número se vaya reduciendo. Cada uno de esos felinos tiene un par de enormes colmillos, con esta misma forma —el senador movió de un lado para otro su arma—, de tal manera que pueden matar a prácticamente cualquier bestia de las que caminan o se arrastran. Empleé una de esas maravillas de marfil como modelo para mi propio colmillo de acero. Me permite sentir cierto... parentesco con esos grandes felinos.
Loganaro asintió estúpidamente.
—Ah, pero querrías que te hiciese una demostración, ¿verdad?
—M-muy Honorable Senador, no es necesario...
—Pues claro que es necesario, Loganaro. Sígueme.
Lemparius guió al hombre más bajo por un angosto corredor, en cuyas paredes se alineaban velas chisporroteantes, y luego descendió por una empinada escalera de piedra hasta la antesala de lo que claramente era una mazmorra. Loganaro imploró en silencio por su vida a todos los dioses que pudo recordar.
En una mugrienta celda, poco más grande que un ataúd, estaba aprisionado un hombre andrajoso de edad indeterminada. Tenía el cabello sucio y desarreglado, la barba descuidada, y la locura brillaba en sus ojos salvajes.
De pie enfrente de la celda, Lemparius se volvió hacia Loganaro y sonrió.
—Tienes una daga. Dámela.
Loganaro le obedeció al instante, y ofreció al senador su arma de hoja plana. Entonces, el Flagelo del Senado arrojó el arma dentro de la celda, por entre los barrotes de hierro herrumbroso. El prisionero la recogió y trató de apuñalar por entre los barrotes a los dos hombres que estaban fuera, pero no logró alcanzarlos. Loganaro retrocedió de un salto ante su ataque. Lemparius no movió ni un cabello.
—Este hombre está condenado a morir —dijo el senador— por crímenes demasiado aburridos como para enumerarlos. Tiene una cita con el verdugo por la mañana, pero creo que tal vez no pueda acudir al encuentro.
Mientras decía esto, Lemparius hirió la muñeca del preso con la punta de su daga. Loganaro pensó que lo había hecho con un gesto engañosamente fácil, pero tan rápido que la criatura que estaba dentro de la celda no tuvo tiempo de apartarse. Cuando pudo protegerse la mano tras los barrotes, la sangre ya le manaba por un corte, largo como el dedo pulgar, que tenía en la muñeca. Profirió gritos inarticulados.
Entonces, Lemparius descorrió el cerrojo de la puerta y abrió la celda. Retrocedió dos pasos hacia Loganaro. Éste también dio otros dos torpes pasos hacia atrás. ¿Acaso el senador había enloquecido? ¡El condenado no podía perder nada con atacarlos y matarlos a ambos!
El prisionero saltó afuera de la celda, sonriendo como un esqueleto viviente. Se detuvo un momento para succionarse la sangre de la muñeca, y luego la escupió a las sucias baldosas. Aulló de nuevo, y atacó a Lemparius, sosteniendo la daga corta hacia abajo para destripar al senador.
En todos sus viajes, Loganaro no había visto nunca a nadie que se moviera con tanta rapidez como entonces se movió el senador. Con velocidad sobrenatural, se arrojó sobre el preso, como un felino. Con la mano derecha, Lemparius blandía el colmillo de acero como una hoz. El puñal, tan rápido que era imposible verlo con nitidez, se le clavó al condenado en un costado del cuello. Antes de que el hombre pudiera reaccionar, aquella daga basada en el colmillo de un predador retrocedió y volvió a atacarle, clavándose esta vez en el costado opuesto de su cuello ya gravemente herido. Lemparius se apartó de su víctima dando un salto.
Loganaro tenía cierta experiencia en observar, e incluso en infligir heridas mortales, pero nunca había visto nada igual que aquello. Las grandes venas que transportan la sangre del cuerpo a la cabeza estaban claramente seccionadas; con cada latido del corazón, las arterias expulsaban gotas de color rojo. El moribundo se sostuvo en pie por unos instantes, como si le hubieran crecido raíces, incapaz de moverse. Luego cayó repentinamente. En pocos segundos, la tez se le puso de tétrico color azul, pues seguía perdiendo sangre. Había muerto.
Lemparius quitó la sangre del puñal con el pulgar y el índice de la mano izquierda, y luego se la sacudió de los dedos. Le sonrió a Loganaro.
—¿Sabes que si empuño al revés a mi bella —arrojó la daga al aire, la cazó al vuelo a media vuelta, y la sostuvo con el puño apuntando al techo y la punta hacia abajo— puedo clavarla entre las piernas de un hombre de la misma manera que le he cortado el cuello a ése? La herida no matará a ese hombre, sólo le hará... menos hombre.
Loganaro tragó saliva, como si de repente hubiera tenido la garganta repleta de arena del desierto.
—Estás muy callado, agente libre. ¿El gato se te ha comido la lengua?
Loganaro se lamió los labios, que tenía tan secos como huesos blanqueados.
—¿Qu-qué queréis de mí, Honorable Senador?
Lemparius envainó su puñal y le rodeó las espaldas con el brazo.
—Estás al servicio de Djuvula la Bruja. ¿Sabes que tiene un demonio por hermano? Ah, no importa. En el momento presente, estás siguiendo a un bárbaro que se llama Conan. Sí, ése es su nombre. Nuestra bruja querría su corazón para dar vida al simulacro que se ha construido.
—¿C-cómo es posible que lo sepáis?
—No carezco de recursos. Me basta con decirte que lo sé. Yo también estoy interesado en ese bárbaro. Cuando llegue el momento, te agradecería mucho que me ayudaras a capturarlo.
Lemparius sonrió abiertamente.
—N-no puedo. —La voz de Loganaro era más bien un susurro.
—Disculpa, amigo Loganaro, creo que te he oído mal. Por un momento, me ha parecido escuchar que no ibas a ayudarme en este asunto.
—¡Honorable Senador, Djuvula sería capaz de clavar mi cabeza en una estaca y exponerla ante su casa!
—Si te niegas a obedecerme, hombrecillo, acabarás por rogar tal destino. Te protegeré de la ira de Djuvula, te lo aseguro.
Loganaro tragó saliva una vez más.
—¿Puedo saber para qué lo queréis?
—No tengo inconveniente en contártelo, ahora que trabajas para mí. Djuvula, como bien sabes, ya no acepta hombres como amantes. Yo querría que tuviera uno más antes de que logre animar el simulacro.
—¿Vos, Honorable Senador? Pero... pero yo creía... —Loganaro calló, confuso, al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir.
Lemparius rió con aparente tranquilidad. Acabó de expresar el pensamiento que Loganaro había dejado a medias.
—¿Creías que yo ya había gozado de ese dudoso honor, y que, como todos los demás, le había parecido deficiente?
—Os ruego vuestro perdón, senador...
—No, tu suposición es correcta. Así sucedió; sin embargo, ya ha pasado algún tiempo. Entre tanto, me he imbuido del vigor de, digamos, un poder animal. Con esta nueva energía, estoy confiado en que mi... ah... actuación en esa arena de la que Djuvula, y con razón, se proclama campeona, mejorará mucho.
—Pero si es así, ¿por qué no vais a decírselo?
—Da la impresión de que no conoces a las mujeres. Ella se ha formado una opinión, y tendré que esforzarme con denuedo para que cambie. Si de entrada no logro convencerla, habrá que negociar con algo. Al capturar a ese bárbaro, podré hacerle pagar un precio por él. Y si fracasara en mis atenciones, entonces Djuvula podría tener su simulacro. He de admitir que esto último me parece improbable; con todo, un pacto como éste debería gustarle; al fin y al cabo, no puede perder nada con ello.
—Ya veo. Y entonces, ¿os aseguraréis de proteger a cualquiera de vuestros agentes que haya podido disgustarla en relación con este asunto?
—Por supuesto.
Loganaro sopesó las opciones que se le presentaban. En verdad, no tenía otra elección que acceder a los deseos del senador. Si el plan de Lemparius fracasaba por algún motivo, Djuvula trataría igualmente de vengarse del hombre que la había traicionado; por otra parte, si rechazaba la oferta del senador, podía darse por muerto. Mejor arriesgarse a morir en el futuro que morir en el presente.
—Está claro que, ahora que me habéis explicado vuestras razones, no puedo sino ofreceros mis servicios enteramente a vos, Honorable Senador.
—Sabía que acabarías por verlo así, Loganaro. Mis instrucciones son simples: Sigue espiando al bárbaro. No le cuentes nada de esto a Djuvula, pero tampoco pierdas el contacto con ella. Cuando la bruja ordene la captura de ese tal Conan, infórmame y te daré instrucciones.
—Como queráis, Honorable Senador.
—A partir de ahora, llámame Lemparius, agente libre. Al fin y al cabo, eres un empleado respetable, y vas a cobrar bien por tus servicios.
Cuando Loganaro se hubo marchado, Lemparius se acercó de nuevo al cadáver y lo contempló pensativamente. Sonrió. Sin duda alguna, Djuvula le perdonaría cuando él justificase sus alardes de acrecentada vitalidad; era improbable que perdonase a Loganaro su cambio de alianzas. Qué lástima; aquella pequeña comadreja era hábil en el espionaje, y en otras actividades criminales. Le habría sido útil, si no tuviera que morir para aplacar la cólera de la bruja. «Mejor él que yo», pensó Lemparius.
El senador contempló el cadáver tendido en el suelo, y sintió que algo se le agitaba en el vientre. Bien. No tenía sentido desperdiciar aquella carne fresca.
Nadie vio en qué se convertía el senador Lemparius, ni lo que hizo. Los guardias tendrían menos trabajo en enterrar la carroña que de otro modo les hubiera confiado el verdugo. Y la pantera dormiría con el vientre lleno aquella noche.
Cuando las sombras del ocaso ya jugueteaban con el gentío cada vez más menguado, Conan se puso a ver los trucos que hacía Vitarius en la fiesta del vinatero. El cimmerio comprobó que el anciano era bueno. Sacaba pájaros vivos del vestido de una dama, convertía un vaso de vino en vinagre, hallaba cintas de seda brillante en una botella vacía. Eldia iba de un lado para otro, recogía las monedas que le daba la risueña muchedumbre, y de vez en cuando hacía sus propios trucos con la espada. Cortaba un botón de una túnica, rebanaba una barra de pan en caprichosas formas, e incluso sujetaba la hoja con ambas manos y saltaba repetidamente por encima. El espectáculo era bueno, y las monedas de cobre se amontonaron en seguida en el cuenco donde Eldia las hacía repicar.
Conan no tenía nada que hacer, salvo vigilar. No vio bandidos que amenazaran al dúo, aunque sí había bastantes rateros. En tanto que no molestaran a sus protegidos, Conan no tenía nada contra ellos. Como él mismo era ladrón, se mostraba indulgente con este género de cosas; al fin y al cabo, todos tenemos que comer, y aquella gente no iba a echar de menos las pocas monedas que les quitaran.
Como la mayoría de los prestidigitadores callejeros, Vitarius parecía reservar sus mejores trucos para el final. Conan pensó que le convenía terminar en seguida, antes de que todos volvieran a casa con su dinero.
Se oyeron chitones entre la gente que veía a Vitarius, porque el anciano se había detenido, y estaba preparándose para el truco final. Algunos de los que estaban entre la muchedumbre sonreían y asentían, Conan oyó que una mujer, cerca de donde estaba él, decía:
—Lo último es lo mejor; espera a verlo.
El anciano gesticuló, murmuró encantamientos, y saltó sobre uno y otro pie, como en una especie de danza. Los espectadores rieron, y Conan sonrió con ellos.
Finalmente, Vitarius estuvo a punto. Indicó a quienes le rodeaban que retrocedieran, y, haciendo un último y dramático gesto con los brazos, dijo:
—¡Ahora!
Hubo un estallido de luz brillante, y una nube de humo blanco y denso lo llenó todo; cuando empezó a aclarar, Conan distinguió una silueta. Una figura alta y oscura, que se erguía amenazadoramente.
La multitud gritó al unísono cuando el humo desapareció... ¡y reveló a un demonio! Era el doble de grande que un hombre corpulento, y Conan estimó que, si hubiese sido real, habría duplicado el ya considerable peso del cimmerio. Este demonio era de color rojo brillante, su virilidad era descomunal, y al sonreír enseñaba unos dientes de pesadilla. Conan sintió un escalofrío en las espaldas. Las otras ilusiones de Vitarius no eran nada al lado de aquélla; el cimmerio estaba impresionado. Al mirar de reojo a Eldia, que estaba a su lado, y apartó los ojos del demonio y para volverse hacia él, Conan sintió un sobresalto. Porque la niña le dijo, en voz baja pero clara:
—Esto no es una de sus ilusiones, Conan. ¡Es real!
El demonio dio un paso hacia Vitarius. Le habló con una voz que recordaba al metal que se quiebra.
—¿Dónde está, Cabellosblancos?
Al no responderle Vitarius, el demonio observó a la multitud; sus ojos refulgían con luz infernal. Detuvo su mirada escudriñadora en Eldia, y sonrió abiertamente. Rezumando lodo, el demonio se apartó del ilusionista y se arrojó sobre la niña.
Eldia desenvainó la espada y le hizo frente.
El gentío, presintiendo que había habido algún error en aquella aparición, se dispersó cual hojas ante la tormenta.
—¡Detente! —gritó Conan.
El demonio miró al cimmerio.
—¿Me estás hablando, mosquito?
—Sí, demonio. Pero este mosquito es una avispa, y tiene aguijón.
Conan desenvainó el sable y lo empuñó fácilmente con ambas manos, apuntando al vientre de la bestia.
—Yo no tengo nada contra ti, avispa —masculló el demonio—. Sólo estoy interesado en esta niña humana, en algo que no te concierne.
—Te equivocas, criatura infernal. La tengo bajo mi protección; si la amenazas, correrás peligro.
—¿Dices que correré peligro? Me diviertes, avispa, pero me estoy hartando de ti. Márchate volando para que no te aplaste.
Conan alzó el sable hasta el rostro y, tras los bordes de su acero, vio el maléfico rostro del demonio.
—Conan de Cimmeria no huye de criaturas como tú, bestia.
—Entonces, reza a tus dioses, insecto, porque ha llegado tu hora.
El demonio tendió sus negras garras hacia Conan, y el crujido de sus gigantescos músculos rasgó el aire cuando se agazapó y saltó.
5
Por muy rápido que fuese el demonio, Conan lo era más. El cimmerio saltó, igual que el bermejo retoño de los abismos, pero para apartarse a un lado; el demonio se vio arrastrado por su inercia. Conan empuñó la espada; las tortuosas venas se le hincharon en los fornidos brazos; apuntó al cuello del demonio. La fuerza de su acometida rasgó el mismo aire; se movió con tal rapidez, que la hoja cantó una melodía que se hallaba a medio camino entre un» gemido y un susurro.
El demonio, sin embargo, no permaneció ocioso, ni aguardó la decapitación; al contrario, saltó a gran altura y recogió su cuerpo en una compacta bola, y ejecutó el salto mortal con la pericia de un acróbata. Antes de que Conan pudiera recobrarse, y volver a aprestar el arma para un nuevo mandoble, el demonio cayó de pie y dio un ágil salto hacia atrás.
—¿Dónde tienes el aguijón, avispa? —El demonio rió a su chirriante manera.
Conan no le respondió, sino que arremetió contra él; tenía tensas las poderosas piernas, y la espada lista para otro mandoble.
El demonio retrocedió con rapidez, y destrozó el puesto de un frutero como si hubiera pasado a través de telarañas. Aunque riera, también eludía con ligereza el frío acero de Conan.
Por el rabillo del ojo, el cimmerio vio que Eldia se acercaba corriendo con la espada en alto, y que sólo la mano de Vitarius la detenía.
—¡Así no! —gritaba el anciano prestidigitador.
Conan sabía que no tenía tiempo para distraerse. Aunque el demonio temiera el acero, era corpulento, fuerte e infernalmente rápido; sus garras podían destripar a un hombre con la misma facilidad que un puñado de dagas, y Conan no llevaba ninguna intención de permitir que la inhumana criatura le pusiera las garras sobre el pellejo. El cimmerio golpeaba con la espada a uno y otro lado, en una suerte de mortífero abanico que buscaba la roja carne. La criatura siguió retrocediendo sobre los restos del puesto de fruta, y Conan la siguió, plenamente concentrado en el diablo.
Esa concentración resultó ser un error. Conan fue a pisar una fruta pulposa aplastada, y el pie le resbaló hacia adelante. Sólo su propia rapidez le salvó, porque el demonio reaccionó con mayor celeridad que la mayoría de hombres, y trató de coger a su atacante con su gigantesca garra derecha, presta a desgarrar la garganta de Conan.
Aun cuando cayera sobre una rodilla, Conan trazó con el acero un breve arco hacia arriba, con una sola mano, pues necesitaba la otra para conservar en la medida de lo posible el equilibrio. El acero hecho por el hombre se clavó en inhumana carne, y en negro hueso, y... el antiguo sable seccionó la muñeca del demonio. Su diabólica mano derecha cayó al suelo, humeante, supurando ácido icor. Los dedos de la extremidad cortada se movieron espasmódicamente y se detuvieron varias veces, como si, de algún modo, aún hubieran estado conectados a los demoníacos músculos que los habían controlado hasta entonces.
El demonio rugió, con un terrible son que quebró las cercanas botellas de vino y expulsó todo otro sonido de los oídos de Conan. Mientras el cimmerio trataba de salir de su aturdimiento, la enloquecida criatura pareció arrojarse a la acción: Su brazo, ahora sin mano, trató de alcanzar a Conan, y el muñón le salpicó de sangre al arrebatarle de un golpe la espada que blandía. El bárbaro se echó al suelo para esquivar la embestida del monstruo, y se levantó abriendo sus fuertes brazos, dispuesto a luchar a brazo partido con su manco oponente. Conan sintió en el rostro el repugnante aliento de la perdición; sabía que, a manos desnudas, no podría con el demonio, pero tampoco iba a huir. ¡Por Crom, que hallaría la muerte de cara, y peleando!
Cuando el demonio se aprestó para abalanzarse finalmente sobre Conan, un reguero de fuego azul le salpicó de pronto la espalda y los hombros, y se mezcló con su roja piel para formar una neblina purpúrea. El vástago de los abismos rugió una vez más, pero el sobrenatural brillo se intensificó a su alrededor y, al mismo tiempo que su piel empezaba a chamuscarse, empezaron a desprenderse de él volutas de humo que ascendían a los cielos. Conan se esforzó por descubrir el origen de aquel fuego azul, y vio a Vitarius, que tendía una mano hacia el demonio, y apoyaba la otra en la cabeza de Eldia, la cual refulgía también con la esencia de la llama azul.
—¡No! —gritó el torturado demonio. Hubo una explosión amarilla, que hería los ojos, y una sombra purpúrea de tonos más apagados, y el demonio desapareció tan repentinamente como había aparecido.
Sólo quedó su diestra, que se retorcía intermitentemente sobre el empedrado, cerca de Conan, como si todavía hubiera intentado dar alcance al responsable de su destrucción.
Vitarius se acercó a donde estaba Conan para observar la mano del demonio. Durante un rato, ninguno de los dos habló. Tuvo que ser Conan quien, finalmente, rompiera el silencio.
—Vitarius, creo que me mentiste al decir que eras un simple ilusionista. No fue un hechizo menor el que trajo a esa criatura, ni una ilusión lo que la hizo desaparecer.
—Cierto —le respondió el anciano, que parecía fatigado—. Te debo una explicación, y te la daré. De no ser por ti, Eldia habría caído en manos del siervo de Sovartus, y las consecuencias hubieran sido tan espantosas que no me atrevo a ponderarlas.
—Estoy esperando tu relato.
—Sí, te lo voy a contar todo. Como ya has supuesto, Eldia y yo no somos exactamente lo que te dijimos al conocernos en el mesón Leche de Lobos. Yo... —El anciano calló, y miró alrededor. Aparte de Conan y de él mismo, la calle y los puestos de venta estaban vacíos—. ¡Eldia! ¡Ha desaparecido!
Conan miró rápidamente en derredor, buscando a la niña. No la vio por ningún lado.
—El demonio... —empezó a decir.
—No. ¡Se fue solo! ¡Tenemos que encontrarla! Si se la llevan a Sovartus, está condenada, y también muchos otros. Te juro que te lo explicaré todo con detalle, pero primero tenemos que encontrar a la niña. Debes confiar en mí.
Tras la más breve de las pausas, Conan asintió. No tenía razón alguna para creer a Vitarius, puesto que el anciano le había mentido anteriormente; sin embargo, Conan era un hombre de acción, y, por ello, confió en sus instintos más que en su raciocinio. No sentía ningún hedor a maldad en Vitarius y Eldia, y además, de no ser por la intervención del anciano, el demonio le habría matado. Recogió la espada y la empleó para señalar en uno de los sentidos de la calle.
—Yo iré por allí; tú, en la dirección opuesta.
Vitarius asintió, y Conan se puso en marcha. Miró hacia atrás, y vio cómo el anciano se paraba a recoger la mano del demonio y la metía en la bolsa que le colgaba del cinturón.
El dormitorio de Djuvula la Bruja se llenó de una magullada nube de color púrpura y amarillo, y Djavul apareció entre los vapores, aferrándose el muñón del brazo derecho con la mano que le quedaba. La puerta que daba a la estancia se abrió, y la bruja entró, alarmada por el súbito allanamiento de su gabinete.
—¡Demonio hermano! ¿Qué te ha ocurrido?
Djavul maldijo con palabras que albergaban el poder del infierno. Sobre el lecho de la bruja, la oscura forma del inanimado simulacro retembló ante la fuerza de sus imprecaciones. Entonces, el demonio herido dijo:
—¡Mi mano!
Djuvula pareció tranquilizarse.
—Hermano mío, ¿por qué estás tan agitado? Otra mano crecerá en su lugar...
—¡Necia mujer! ¡No es la mano lo que me preocupa, sino la manera como me la han arrebatado! Sovartus, un Mago del Cuadrilátero Negro, me ha reducido a servidumbre...
Djuvula dio un respingo, sobresaltada.
—Así pues, lo conoces —dijo Djavul, mirando fijamente a su hermana.
—Sí. Un hombre que no carece de poder.
—Eso ya lo sé, hija de mi maldito padre, puesto que he quedado sometido a su yugo. Y he fracasado en mi intento de cumplir sus órdenes. Un hombre de habilidades sobrenaturales protegía a mi presa . ¡En vez de matarlo yo, ha sido él quien me ha arrebatado la mano!
—¿Qué quieres que haga, hermano mío?
—Tengo que volver con Sovartus, para explicarle este... percance. No le va a gustar. Querría poder decirle que en el futuro contaré con algún tipo de ayuda, quizá, incluso, que cuento con otro plan para apoderarme de lo que él quiere.
—Estamos unidos por la sangre —dijo Djuvula—, y, por supuesto, te ayudaré en lo que pueda.
—Bien. Sovartus desea capturar a una niña llamada Eldia... esa muchacha es uno de los Cuatro, como sin duda advertirás en cuanto la veas. Ya se ha apoderado de los otros Tres. La niña viaja en compañía de uno de los Magos Blancos, que tal vez pertenezca al Cuadrilátero Blanco, aunque no lo sé con certeza. Y también estaba con ellos un hombre cuyo origen desconozco. Ha sido él quien me ha hecho esto. —Djavul agitó el muñón. La herida ya se había sellado, y aparecía negra y lisa como el cristal.
Djuvula asintió, pero no se le escapaban las implicaciones de lo que le estaba pidiendo su hermano, el demonio. Si Sovartus lograba apoderarse de los Cuatro niños imbuidos con el poder de las Cuatro Vías, se convertiría en la fuerza mágica más poderosa de la Tierra. Si de algún modo lograba cerrar un pacto con Sovartus por la entrega de lo que le faltaba para completar su hechizo mágico —aquella niña, Eldia—, tal vez pudiese participar de los poderes que el brujo adquiriera. Y en cuanto al hombre que había sido capaz de cortarle la mano a Djavul, le pareció muy apropiado para otro hechizo. Contempló la forma durmiente de su simulacro, el Príncipe de la Lanza.
Todo esto se le ocurrió en unos pocos latidos de corazón, y entonces le sonrió a Djavul.
—Voy a ayudarte a capturar a esa niña —le dijo—. Cuéntame, ¿dónde la dejaste?
Loganaro estaba agazapado bajo un toldo caído, y observaba la carrera del bárbaro por una calle casi vacía. El agente había llegado justo a tiempo para presenciar el final de la actuación de Vitarius. Más que nunca, Loganaro estaba convencido de que Conan era el hombre más apropiado para dar vida al amante ideal de Djuvula. Ciertamente, aquel bárbaro de la lejana Cimmeria le valdría al senador Lemparius el acceso al lecho de la bruja, siempre y cuando lo capturara. Esto último, sin embargo, no sería fácil. Loganaro pensó que la operación sería costosa, y que, sin duda alguna, su bolsa tendría que correr con una parte de los gastos.
El bárbaro era tan rápido que él no podía seguirlo, especialmente si nada le cubría de una casual mirada hacia atrás, así que Loganaro prefirió pegarse al anciano mago. Se sentía seguro de que Conan no tardaría en reunirse con el hombre de cabellos blancos.
Las pisadas del bárbaro resonaban con fuerza en el tosco empedrado de la calle. Estaba oscureciendo, y el ocaso se presentó furtivamente, arrojando su nocturna red. Los agudos ojos azules de Conan escudriñaban cada uno de los callejones por donde iba pasando; con una única mirada, recorría los pasajes de un extremo a otro. No vio a Eldia.
Al pasar corriendo por delante de otro de aquellos caminos entre edificios, cubiertos de detritus de la vida urbana, Conan parpadeó y se detuvo bruscamente. En la oscura bocacalle no se movía nada; de eso estaba seguro. Sólo había un montón de basura —andrajos, jirones de piel de animal, piezas de cerámica rotas—, y, algo más allá, una pila de madera. El callejón no difería en nada de los muchos otros que había ido dejando atrás y, sin embargo, notaba algo distinto. Algo pequeño que se introducía en sus sentidos, algo impalpable, y, sin embargo, anómalo.
¡Allí! ¡Un reflejo de blancura en la negra madera apilada! Al instante, Conan supo que se trataba del ojo de un hombre, que reflejaba el suave fulgor de la Luna que acababa de salir. Desenvainó la espada y entró en el callejón, señalando con la pesada arma al oculto dueño de los ojos que había visto.
Cuando la aguda visión del bárbaro se acostumbró a la mayor oscuridad que reinaba en el callejón, descubrió una silueta agachada al lado de una pila de menuda leña. La silueta se levantó, y el fulgor de la Luna se reflejó en el acero; una hoja corta se había vuelto hacia Conan.
—¡Espera! —dijo una voz infantil. Eldia—. Es Conan, un amigo.
A ojos de Conan, la silueta se agrandó y se vio con mayor claridad: una joven, que con su cuerpo casi ocultaba al de Eldia; la niña de pie detrás de ella. Sostenía un puñal —una daga de hoja ondulada—, que apuntaba hacia el hombre.
—Eldia, sal a la luz —le dijo Conan.
—No —le replicó una voz de mujer. Esta voz tenía el sonido de la miel y del acero, suave, y sin embargo dura.
Conan aguardó por unos momentos, inmóvil, y llegó a la conclusión de que no corría ningún peligro. Envainó el arma y tendió ambas manos para mostrarlas vacías.
La joven dio un paso adelante, y la pálida luz de luna la acarició con gentileza. Conan le supuso unos dieciocho años; el cabello, negro como el azabache, le llegaba hasta la cintura. Se cubría el cuerpo con una camisa de seda y calzones de fino cuero, y calzaba sandalias, sujetas con correas, de elegante factura. El cuerpo que todas estas prendas cubrían era de factura aún más elegante que las sandalias. La joven era generosa de caderas y piernas, y bajo la fina seda azul de su camisa se apreciaban los pechos firmes y turgentes. Había algo en su rostro, en cuyos rasgos no se hallaba un solo defecto, que le resultaba familiar a Conan. El cimmerio sabía que, si la hubiera visto con anterioridad, difícilmente podría haberla olvidado, pero estaba seguro de conocer aquella cara...
Eldia se dejó ver, y Conan supo entonces de qué conocía aquella belleza de negros cabellos: era la misma Eldia, llegada a la madurez. Como era demasiado joven para ser su madre, debía de tratarse de...
—Eres su hermana —dijo Conan, revelando su pensamiento en el mismo instante en que se le ocurrió.
—Sí —dijo la joven—. Y he venido a reclamársela a los villanos que se la llevaron de nuestra casa.
Conan se encogió de hombros, sacudió despreocupadamente sus anchas espaldas, y tuvo el humor de sonreírle a la joven.
—Yo no me he llevado a nadie de ningún sitio —dijo—. Y me parece que Eldia viaja con Vitarius por su propia voluntad.
La joven miró a la entrada del callejón, y se volvió de nuevo hacia Conan. Levantó un poco más la daga, sujetándola con más fuerza todavía.
—Se la llevaron a rastras, de noche, mientras chillaba —dijo la joven—. Mataron a mi padre, y también a mi madre. Antes de morir, mi madre me dijo que Eldia era especial, que tenía hermanos y una hermana, para mí, hermanastros y una hermanastra, de quienes no nos había hablado nunca. Y que, en cualquier caso, tenía que encontrar a Eldia y ocultarla de los malvados que la querrían para sus viles propósitos.
Conan miró a Eldia, que parecía estar de acuerdo con lo que decía su hermana.
—¿Y Vitarius es uno de esos malvados?
Eldia negó con la cabeza.
—N-no, pero...
—No te preocupes, Eldia —le dijo su hermana—. No tienes por qué explicarle nada a este... este... bárbaro.
—Alguien tendrá que explicármelo —dijo Conan llanamente—. Estoy harto de que me manejen en esos juegos que Vitarius y vosotras dos habéis organizado. Vamos a buscar a ese «prestidigitador», y quiero escuchar de principio a fin esa historia de la que me habláis.
—No —dijo la joven—. ¡Nos vamos a casa!
—Lo haréis en cuanto alguien me haya explicado satisfactoriamente cómo es que un demonio me ha atacado en una plaza pública —dijo Conan, con voz cada vez más airada.
—Nos vamos ya —dijo la hermana de Eldia, acercando el puñal a Conan—. Ahora, si no quieres que te ensarte y que deje tu cadáver para las ratas...
Sin decir más, Conan saltó sobre la joven. La agarró por la muñeca en el momento en que aquélla trataba de clavarle el cuchillo en la garganta; le retorció el brazo con fuerza, y ella gritó y soltó el puñal.
De pronto, el callejón pareció cobrar vida. Pequeños cuerpos corrieron sobre la basura y la pila de leña; el correteo de centenares de diminutas patas se oía junto con el suave roce de las pequeñas cosas que se movían por todas partes. Conan vio que las mismas paredes y el suelo parecían ondular en pequeñas olas.
—¡Crom!
Soltó a la joven y dio un paso hacia atrás, desenvainando la espada con fluido y bien aprendido movimiento. Pero no había un enemigo al que enfrentarse. Algo le tocó la bota a Conan, y éste volvió sus ardientes ojos azules para contemplar a la criatura.
Era una salamandra. No mediría más que el dedo medio de Conan, pero le subió por el calzado con gran resolución. Al cimmerio le costaba creerlo. Aquellas cosas parecidas a lagartos solían huir del hombre, pero, a juzgar por lo que oía, debían de contarse por cientos en el callejón. ¿Cómo habían llegado hasta allí? ¿Por qué iban hacia él?
—¡Quietas! —dijo Eldia.
El roce de pequeñas patas se detuvo al instante. La salamandra que había trepado por la bota de Conan se quedó quieta, como si se hubiera convertido en piedra.
Eldia miró a su hermana.
—Me ha salvado la vida en dos ocasiones —dijo—. Y Vitarius sólo quiere ayudarme. Tenemos que darle las explicaciones que nos pide. —Hizo un gesto con la cabeza, señalando a Conan—. Y tienes que oír lo que te cuente Vitarius antes de irnos a casa, hermana. Antes estaba asustada del demonio; si no, te habría hecho quedar allí.
Eldia miró a la salamandra que estaba en la bota de Conan.
—Márchate —dijo.
Obedientemente, la criatura se volvió y huyó con precipitación. En torno a ellos, se oyeron en el aire nocturno los sonidos de otras bestezuelas que se escabullían; al cabo de un momento, volvió a reinar el silencio.
El bárbaro miraba a Eldia.
—¿Vamos ya? —dijo ella.
Conan y la hermana de Eldia se miraron, y asintieron. Pero aquello no le gustaba a Conan. En absoluto.
—¡Estúpido! —gritaba Sovartus—. ¡Te ha derrotado un hombre ordinario!
Djavul se hallaba dentro de los límites del pentagrama del mago negro, erguido en toda su estatura.
—No, mago humano, ése no era un hombre ordinario. A lo largo de mil años, he hecho frente a centenares de hombres en combate mortal. Sus huesos se están pudriendo en sepulcros esparcidos por todo el mundo. Nunca he perdido una lucha a muerte ante otro hombre. Éste era más grande que la grandeza; además, tuvo ayuda mágica, porque, si no, lo habría derrotado, pese a toda su fuerza y su destreza. Tendrás que hacer frente a un mago del Blanco, Sovartus.
—¡Vitarais! —La voz de Sovartus se había llenado de ira.
—No sé su nombre, pero concentró en mí el poder del fuego, y yo no pude soportar tanto calor.
—¡Te maldigo!
—Para eso llegas tarde, mago. Pero no está todo perdido. Soy hermano de una humana que goza de no poca influencia en la ciudad que oculta a tu presa. Tendrás a tu niña; y yo al hombre que me ha hecho esto.
Djavul alzó el brazo derecho y contempló el muñón que tenía en el lugar de la mano.
En lo más recóndito del Castillo Slott, algo gritó con horribles esperanzas.
6
Los clientes del mesón Leche de Lobos daban un amplio rodeo, para evitar a las cuatro personas sentadas a la mesa que estaba más cerca del ruego del hogar. Conan sospechaba que algunos, si no todos, de los que fingían estar mirando a todas partes menos a él y a sus compañeros habían asistido a los juegos de prestidigitación. El cimmerio no les culpaba por estar nerviosos; él mismo no se sentía cómodo en presencia de los iniciados en la magia. Mientras escuchaba el relato de Vitarius, la llama letal de sus ojos ardió con poca fuerza, pero ardió.
—... Eldia era uno de los cuatro niños. Su madre, que también era la tuya —Vitarius señaló con la nariz a la joven que estaba sentada enfrente de Conan—, fue hechizada por un poderoso brujo, que engendró en ella.
—¿Me estás diciendo que mi padre no es el que he conocido toda mi vida? —La mirada de Eldia era aguda, y mucho más dura de lo que es habitual en los niños de su edad.
—Sí. Cuando naciste, a tu madre sólo se le permitió retener a uno de los niños. Tu padre, Hogistum del Cuadrilátero Gris, se llevó a los otros y los dispersó por el mundo.
—¿Por qué? —Conan, Eldia y la joven, que se llamaba Kinna, habían hablado al unísono.
Vitarius suspiró, y sacudió la cabeza.
—Comprenderlo no es fácil. Hogistum descubrió una antigua brujería, runas desgastadas que procedían de una era primordial. Logró descifrar esas escrituras, y así descubrió cómo ligar cada uno de los Cuatro Elementos a un alma humana. Este Hogistum no era un mal hombre, pero padecía de curiosidad. Como miembro del Gris, podía ejecutar magia con fines tanto blancos como negros, y, en general, tendía más bien hacia el Blanco. El Hechizo de Vinculación no era bueno ni malo de por sí; dependía del uso que se le diera una vez invocado. Hogistum no tenía ningún interés en invocarlo; sólo quería comprobar si era capaz de llevar a término el conjuro. Por lo menos, eso es lo que decía.
—¿Cómo sabes todo eso? —La voz de Kinna no parecía menos sedosa de lo que le había parecido antes a Conan.
El anciano vaciló un momento, e hizo una pausa para humedecerse los labios con la copa de vino que tenía enfrente, sobre la tosca mesa.
—Hogistum había tomado dos estudiantes —empezó a decir—. Uno era su hijo natural, el otro un pupilo que se había mostrado apto para la magia, pero pertenecía a una casta inferior. —Vitarius les fue mirando a la cara de uno en uno—. Yo era el pupilo de casta inferior.
Conan asintió. Aquello no le sorprendía. Así quedaba explicado el ataque de Vitarius al demonio.
Vitarius prosiguió.
—Dado que su propia mujer había muerto, Hogistum eligió a una joven entre su servidumbre, la hija de un viejo criado, como nueva esposa. Hogistum arrojó su hechizo sobre esta muchacha cuando yacían en el lecho de nupcias.
—¡Qué... vil! —dijo Kinna.
—Entiendo que lo veas así —dijo Vitarius—. En su momento, nacieron los cuatro niños. Cada uno de los cuatro bebés estaba repleto de poder.
—Todo esto me resulta difícil de creer —dijo Kinna.
El anciano mago miró a la joven, y parpadeó como una lechuza de los tiempos antiguos.
—¿De verdad? ¿En toda la vida que has vivido con tu hermana, no le has descubierto ciertas... habilidades? ¿Sabes de alguien que pueda permanecer frío en su presencia? ¿Acaso su lecho no está siempre cálido, aun en las más frías noches de invierno? Y por supuesto, también tienes que pensar en las salamandras.
Al oír esta última afirmación, el fuego que ardía en los ojos de Conan se avivó un tanto. Sí, la niña tenía algún tipo de trato con aquellas criaturas. Conan miró a Kinna, y vio que asentía, a pesar de su evidente repugnancia a creer en lo que le estaban contando.
—Eldia es una de las esquinas del Cuadrilátero —dijo Vitarius—. Es la Hija del Fuego, tejedora de llamas y Señora de las bestias del fuego, las salamandras. Su hermana, Atena, es la Hija del Agua, y la sirven las ondinas; sus hermanos son Luft, Hijo del Aire y de los demonios del viento, y Jord, Hijo de la Tierra, Señor de los semigüelfos y los trolls. Esto no se hizo por decisión mía, sólo cuento lo que ocurrió.
Algo había estado royendo por dentro a Conan como una rata, algo que Vitarius había dicho antes. El joven se lo preguntó.
—Has hablado de otro estudiante, del hijo natural de Hogistum. ¿Quién es? ¿Qué se hizo de él?
Vitarius asintió, como si hubiera estado aguardando la pregunta.
—Me hablas de alguien con quien ya has tenido contacto, aunque indirecto. Te debe un caballo.
—¿Sovartus?
—Sí. Envenenó a su propio padre, y ha pasado los años buscando y recobrando los niños que Hogistum escondió con tanto cuidado. Ya los tiene a todos, salvo a Eldia.
—Parece que Hogistum no era nada cuidadoso. —Conan iba jugando con su propia copa de vino—. Él está muerto, y su hijo está a punto de conseguir lo que quiere.
—Sí, yo desbaraté sus planes al salvar a Eldia de sus esbirros antes de que pudieran entregársela. Llegué demasiado tarde para los demás. Gracias a ellos, ya tiene influencia sobre tres de las Cuatro Esquinas del Cuadrilátero: Tierra, Aire y Agua. Si logra completar el Cuadrilátero, entonces dispondría de una bestia más grande que la suma de sus partes, una fuerza sinergística a la que Hogistum llamó Criatura de Poder. Sería un suceso asombroso, del que incluso los dioses apartarían el rostro.
Conan se revolvía en el banco, súbitamente incómodo. Siempre se sentía igual cuando se hablaba de magia; de aquellos asuntos a los que el hombre no debía acercarse.
Kinna se inclinó sobre la mesa y, al moverse, uno de sus turgentes senos acarició el dorso de la mano de Conan.
—Entonces, ¿qué intenciones llevas, Vitarius?
El anciano mago suspiró de nuevo.
—Debo proteger a Eldia, y alejarla de las garras de Sovartus; aún más, tengo que encontrar la manera de liberar a los tres niños que ya tiene.
—¿Puedes hacerlo? —dijo Eldia con voz suave—. ¿Puedes salvar a mis hermanos y a mi hermana de mi... mi... hermanastro?
Vitarius negó con la cabeza.
—No lo sé. Ese mago pertenece al Negro, y por tanto tiene poderes de los que carezco; además, gobierna las fuerzas de Tres Esquinas, y yo sólo de Una. Me temo que es más fuerte que yo. Se dice que Sovartus, en su magia, se atreve a practicar incluso la infame nigromancia, y que invoca a las legiones de muertos para que le sirvan en ciertos hechizos. Yo sólo soy capaz de intentarlo, no puedo hacer más, ni haré menos.
Kinna se arrellanó en el asiento, y asintió.
—Muy bien. Te ayudaré en todo lo que pueda. Mientras Sovartus viva, Eldia correrá peligro. Tenemos que destruirlo. —Kinna miró a Conan—. ¿Qué vas a hacer tú?
Conan cruzó delante del pecho sus grandes brazos, y miró a la joven. Era bella, pero el cimmerio no quería implicarse en aquello.
—Yo iba a Nemedia —dijo—. Y me detuve tan sólo durante el tiempo necesario para ganar algún dinero para el viaje. Me equivoqué. No me gustan los mentirosos, y aún menos los que ponen en peligro mi pellejo sin avisarme, y menos todavía los practicantes de la magia. Os deseo éxito en vuestra empresa, pero a partir de ahora no contéis conmigo.
Kinna miró con rabia a Conan, pero Eldia asintió sin más, así como Vitarius. El mago dijo:
—No puedo culparte, Conan. Te comportaste con bravura, y nosotros te recompensamos con falsedades. Te damos las gracias por tu ayuda, y te deseamos suerte en tu viaje.
Conan asintió y se levantó.
—Pero espera un momento —dijo Vitarius—. Te debemos algo por los problemas que has tenido. Toma estas monedas de plata por el trabajo de hoy, y también algunas otras, porque te las has ganado. Y, como ya he pagado dos habitaciones para pasar esta noche, serás bienvenido en una de ellas, también en muestra de gratitud.
Conan tomó las monedas y se las guardó en la bolsa.
—Sí, me quedaré en la habitación por esta noche, lo merezco.
El joven cimmerio se volvió y se fue hacia la puerta por donde se accedía a las escaleras, y a las habitaciones del piso de arriba. Había sido un largo día, y estaba fatigado.
El cuarto estaba algo mejor que aquel último en donde había dormido Conan, pero la diferencia no era notable. Había un jergón relleno de paja sobre una alfombra raída y mugrienta, y una ventana cerrada por la que, abriéndola, el ocupante del cuarto podía contemplar el laberinto de calles, tres pisos más abajo. Un cabo de vela ardía en un rincón y pringaba el techo con los restos de humeante sebo, pero daba poca lumbre. Conan vio que, por lo menos, no había ratas en la cama. Pellizcó la mecha de la vela y extinguió la pequeña llama, y luego se tendió sobre el jergón, con la espada al lado. El sueño le cubrió como una capa.
Como una capa que alguien aparta de un tirón, el sueño abandonó, dos horas escasas más tarde, el cuerpo tendido boca abajo de Conan. Sus ojos azules miraron en derredor, centelleantes, pero no pudo ver nada, pues la negrura era demasiado opaca, aun para la aguda vista del cimmerio. Contuvo el aliento para poder escuchar mejor, pero no oyó otro sonido que el del viento que se colaba por el marco de la ventana cerrada, y los crujidos de las envejecidas maderas del edificio. Y el latido de su propio corazón, que le resonaba en los oídos. No parecía haber peligro alguno, pero Conan confiaba demasiado en sus instintos como para ignorar que había despertado a destiempo. Agarró la espada, y se sintió mejor en cuanto el puño forrado en sucio cuero estuvo en su mano.
Allí tendido, pensó que, después de todo, tal vez se tratara sólo del tiempo. Como durante largo rato no se movió nada, Conan se durmió de nuevo, aferrando todavía el puño de la espada.
La oscuridad que reinaba en el Castillo Slott era completa, con la excepción del mortecino fulgor amarillo que arrojaba una única lámpara en una de las habitaciones. Esta parpadeante luz revelaba a Sovartus, cuyas manos de finos dedos se estaban clavando cruelmente en los hombros de uno de los tres niños encadenados a la húmeda y mohosa pared. En aquel momento, un tenue fulgor empezaba a rodear los cuerpos del mago y de su cautivo. Al principio, sólo brillaba débilmente; pero, poco después, el aura de pálida luz amarilla empezó a rivalizar con la lámpara de la pared. En escasos momentos, muchacho y mago produjeron una fuente de luz demasiado brillante para contemplarla sin entornar los ojos. Al sentir que las energías del niño le inundaban, el mago rió. ¡Sí!
Guarecida en la oscuridad, enfrente del mesón Leche de Lobos, Djuvula la Bruja sentía que el viento le tiraba de las puntas de su velo de seda negra, y le agitaba con suavidad las vestiduras. Había llegado a la conclusión de que la niña que estaba buscando se hallaba allí dentro, así como el miembro del Cuadrilátero Blanco que ésta tenía por protector. Todo ello le había costado poco dinero; a menudo, unas pocas monedas de plata podían obrar más milagros que la magia. Aparte de la niña, Djuvula también buscaba alguna traza del bárbaro que había herido a su hermano, el demonio. Sin duda, debía de tratarse de un hombre de espíritu fuerte. Y de corazón fuerte.
El viento que se levantaba estaba acariciando también el pequeño cuerpo de Loganaro, oculto al abrigo de una dependencia cercana al mesón donde dormía Conan el Cimmerio. Loganaro estaba aguardando con impaciencia la llegada de los seis sicarios que había contratado, y pagado con el oro de la generosa bolsa del senador Lemparius. Indudablemente, seis hombres podrían capturar al corpulento joven, aunque alguno muriera en el empeño. Tal había sido la decisión de Lemparius cuando Loganaro informó de que Conan parecía estar a punto de abandonar al anciano, la niña y la recién llegada joven. Lo había dispuesto todo con rapidez; Loganaro habría preferido contar con más tiempo para seleccionar a su cuadrilla, pero uno tiene que conformarse con lo que tiene. No le preocupaba la captura de Conan, sino el enfado de Djuvula cuando ésta se enterara de su cambio de bando, pues de nada serviría que Loganaro no hubiese tenido otro remedio. Este miedo reinaba sobre todos sus temores, y él se preguntaba dónde podía estar Djuvula en aquellos momentos. Y dónde se habrían entretenido los necios sicarios.
Por una oscura calle, a la sombra de los apiñados edificios, que no besaba la luz de la Luna, ni la de ninguna lámpara, andaba una rubia figura. Los perros ladraban amilanados a su paso, sorprendidos tal vez por el tamaño de algo que era demasiado grande para ser un felino de la calle, aunque, sin duda alguna, se tratara de un felino. El hombre pantera se reía por dentro, pero, al salirle por entre los blancos y agudos colmillos, la risa se le convertía en otra cosa. Los perros de Mornstadinos callaban al oírlo, como si hubieran temido llamarle la atención a la criatura.
Los perros no tenían por qué preocuparse; el felino-que-también-era-un-hombre buscaba una presa que no tenía nada de perruna. Le había entrado hambre de un animal de dos piernas. La ciudad andaba repleta de éstos. Seis de los peculiares animales pasaron por delante del felino en la oscuridad, ciegos a su presencia. El hombre-pantera consintió que estos seis pasaran de largo sin molestarlos, porque, dentro del cerebro del felino, la mente de un hombre sabía que trabajaban para él. Y sus servicios habían de procurarle un placer muy distinto del de la comida.
El sueño habitualmente pacífico de Conan de Cimmeria estaba agitado aquella noche, y el robusto cuerpo del bárbaro daba vueltas sin cesar sobre el jergón de paja en el que yacía. Despertó de nuevo, pero, una vez más, no supo identificar ninguna amenaza. Pensó que un sueño debía de haberse infiltrado en su cerebro. Mientras se dormía por tercera vez en aquella noche, sólo el sonido del viento le llegó al oído. Afuera, parecía como si empezase una tormenta.
7
El viento aullaba por las calles de Mornstadinos, en busca de cualquier hueco que pudiera anunciar su paso. Soplos de aire húmedo hacían traquetear todo lo que colgaba y arrastraban delante de sí la basura de la calle. La lluvia, al empezar a precipitarse, cayó sobre el empedrado en gruesas gotas, que empapaban de inmediato a cualquier persona o cosa que no estuviera a cubierto. El rayo transformó la noche en día en varios momentos; el trueno se hacía oír, de nuevo en la oscuridad, resonando como los murmullos de ira de un dios colérico. La tormenta, que el reuma de los aficionados a predecir el tiempo no había sido capaz de prever, arrojó sus aguas sobre la ciudad, con rara furia tropical, habitualmente desconocida en la región.
—¡Mitra maldiga la lluvia! —dijo uno de los sicarios, que se guarecía en el escaso refugio ofrecido por el alero de un tejado, enfrente del mesón Leche de Lobos.
Tres o cuatro de sus compañeros fueron repitiendo el comentario hasta que Loganaro los hizo callar con una mirada homicida.
—¿Qué sois, pastelillos de especias quizá, que os disolvéis bajo la lluvia? —dijo Loganaro.
—No —respondió el sicario—, pero la lluvia no es pequeña, patrón. Esta noche se ahogan las ratas.
—No te preocupes por las ratas —dijo Loganaro—. No os he pagado para que os preocupéis por ellas, sino para que me traigáis al hombre que duerme allí. —Loganaro señaló al mesón.
El sicario, un hombre moreno de ascendencia zamoria, que se cubría un ojo ciego con un parche de cuero, asintió.
—Sí, verdad es —dijo Parche—. Pero los camaradas y yo hablaríamos contigo de... nuestro acuerdo.
El hombre hablaba con fuerte acento extranjero, adornado con un patués políglota.
Loganaro le miró.
—¿Eh? ¿De qué queréis hablar?
—Dicen que ese hombre a capturar es el mismo que luchó a espadazos con el monstruo rojo que vieron en la plaza por la fiesta del vinatero.
—¿Y qué más da eso? ¿Es que vosotros seis tenéis miedo de un solo hombre?
—No, nada de miedo; sino respeto. Dijeron que el hombre es rápido y fuerte como el oso. Si así es la cosa, mis amigos y yo no lo capturamos fácil. Así que tal vez nos pagas un poco más.
Los dientes le rechinaron a Loganaro.
—¿Cuánto más?
Parche sonrió, mostrando sus propios dientes amarillentos y carcomidos.
—Ah, con una moneda de oro por barba nos vale.
—Eso no lo dudo. Hemos acordado doce solones de oro por el trabajo.
—Eso está decidido de antes. Ahora, dieciocho.
—Imposible. Podría daros dos monedas más de plata a cada uno.
Parche se encogió de hombros.
—La lluvia viene fría; ya nos harta. —Se volvió para marcharse.
—Dos monedas más —dijo Loganaro, furioso con él.
—Cinco —le respondió Parche.
Loganaro se acordó del hombre que había visto matar en la mazmorra, bajo el Senado, y tragó saliva. Una fuerte racha de viento le azotó las espaldas; el agua fría le entraba por el cuello. Pensó en seguir regateando, porque le asqueaba el tener que darle dinero a aquella escoria, pero al fin se decidió por dejarlo. De nada le valdría todo el oro de Corinthia, si no vivía para disfrutarlo. Respiró hondo.
—De acuerdo. Cinco solones más. Cuando entreguéis al cimmerio.
Parche volvió a enseñarle sus dientes podridos.
—De acuerdo.
La furia de la tormenta pareció apaciguarse por unos momentos. Loganaro señaló el mesón.
—Hacedlo, pues. Ahora mismo.
Los seis hombres salieron de debajo del alero y corrieron hacia la posada, chapoteando en los charcos, grandes como pequeños estanques.
Djuvula corría hacia su mansión, maldiciendo el agua. No quería abandonar la vigilancia de la posada, pero tampoco podía soportar la lluvia. De todos modos, con aquella noche, no era posible que el anciano y la muchacha salieran. Ya volvería allí por la mañana.
La pantera gruñó, pero el estruendo de la tormenta ocultó el sonido. La lluvia había quitado lustre a su piel, y el felino estaba disgustado. Aquella lluvia hacía que las presas se quedaran en casa y cerraran todo, protegiéndose contra las intrusiones. Los que no tenían dinero para pagarse mesones o casas también eran mucho más difíciles de encontrar, porque la lluvia torrencial eliminaba buena parte de su olor. Merodeando bajo la precipitación, se enfangaba y no hallaba ningún placer.
La pantera abandonó la cacería y se marchó a uno de los muchos lugares especialmente preparados para sus vagabundeos nocturnos. Se trataba tan sólo de un cobertizo para el almacenaje de lana, pero le ofrecía refugio, y un lugar secreto donde podía hallar ropas apropiadas para un senador que deseara ir de incógnito.
Oculta en el cobertizo, la felina criatura gruñó y empezó a estirar de forma no natural las articulaciones y ligamentos, y dejó de ser una bestia de cuatro patas, para transformarse en uno de los que, momentos antes, habían sido su presa.
Conan no temía a las tormentas, pero, una vez más, yacía despierto, y aferraba con fuerza la espada. Esta vez, un sonido que oyó en el corredor, delante del cuarto, se hizo oír aun a pesar de la tormenta que rugía fuera del mesón. Una suave pisada sobre una tabla suelta.
El bárbaro se puso en pie ágilmente y se acercó a la puerta con rapidez. Descorrió el simple pestillo, abrió de un tirón y salió de un salto al corredor, con la espada presta para el ataque.
Conan se encontró frente a una única persona, envuelta en una manta no muy gruesa. Kinna.
El cimmerio bajó la espada, y contempló a la joven mujer. La manta la cubría en buena parte, pero también exponía otra buena parte de sus piernas al aire nocturno. Unas piernas muy bien proporcionadas, según Conan vio, cuyos músculos marcaban contornos que el cimmerio halló atractivos al instante.
Kinna pareció notar el interés de Conan, y trató de cubrirse mejor los miembros con la manta; sin embargo, al hacerlo destapó una parte del torso, e incluso algo de los turgentes pechos, y se los volvió a cubrir presurosamente.
Conan sonrió.
—¿Qué haces paseándote a estas horas?
—He... he oído un sonido extraño en mi ventana. Un sonido extraño.
—Estamos a tres pisos del suelo —dijo Conan—. No parece probable que algo haya golpeado tus postigos. Sin duda, se trataba del viento.
Kinna asintió, agitando el largo cabello negro.
—Ya lo había pensado. Una vez despierta, no he podido volver a dormirme. Así que he venido a... —Calló, y pareció sentirse avergonzada.
—¿A qué? —le preguntó Conan, con curiosidad.
Kinna volvió los ojos hacia el dormitorio, se puso colorada, pero no abrió la boca.
Conan siguió su mirada, y entonces comprendió. Ah, las mujeres. Jamás había comprendido cómo alguien podía avergonzarse por una visita nocturna. Todos tenemos la misma necesidad natural; ¿por qué tiene que perturbarnos?
El silencio que se interponía entre ambos se alargó, hasta causarles incomodidad. Conan no creyó necesario llenar de palabras el silencio; con todo, estaba despierto, y completamente lúcido. Así que dijo:
—¿Ese ruido no ha despertado a tu hermana y a Vitarius?
—No. Ella duerme el sueño de los inocentes, y él, parece que esté practicando para el reposo eterno.
—Ah. Como ya estoy levantado, ¿quieres que busque el origen de ese ruido que has oído en la ventana?
Conan vio repentino alivio en los ojos de la joven, pero un destello de cinismo lo reemplazó al instante.
—No. No te preocupes por nosotros. No quiero retrasarte en tu viaje hacia Nemedia. —Parecía molesta.
Conan se encogió de hombros.
—Como desees —y se volvió para entrar en el cuarto.
—Aguarda —dijo Kinna, y le tocó en el hombro con una mano.
El cimmerio sintió en la piel su calidez.
—Perdóname. Me comporto con grosería sin que lo merezcas. Eldia me ha contado cómo la salvaste aquí del asesino, y yo misma te he visto interponerte entre el demonio y ella. No puedo culparte por querer seguir con tu propia vida en vez de arriesgarla por nuestro bien.
Conan la miró. Era una mujer muy atractiva; y ella no le soltaba el brazo.
—Después de todo, sí querría que inspeccionaras mi ventana —le dijo, sonriente—. Y luego, quizá, también podríamos mirar los postigos de... tu cuarto.
Por un instante, Conan no la entendió. Estuvo a punto de replicarle que no les pasaba nada a sus postigos. Entonces vio la sonrisa de Kinna, y lo comprendió. Sonrió a su vez.
—Sí —dijo.
Conan pasó con cuidado por encima del tendido cuerpo de Eldia, y sorteó el de Vitarais, alumbrándose con la vela que sostenía Kinna. Llegó hasta la ventana y examinó los cerrados postigos. No vio nada raro. Se volvió hacia Kinna, deseoso ya de llevarla a su cuarto.
—Cubre la llama —le ordenó con un susurro.
Entonces Conan abrió los postigos y contempló la lluviosa noche.
Dos rayos centellearon en veloz sucesión; iluminaron la penumbra y le dieron al bárbaro una buena vista de los muros y tejados más bajos de los alrededores. Dejando aparte la tormenta, la noche parecía tranquila. Empezó a cerrar las tablas de listones clavados.
Comenzaron a oírse ruidos por el mesón, como si un grupo de muchachos hubiera arrojado piedras contra una pared; Conan sintió golpes en las manos y los brazos, y murmuró un breve juramento.
Sobresaltada, Kinna dijo:
—¿Qué...?
—Granizo —le respondió Conan—. Grande como uvas.
El golpeteo se hizo más fuerte, y una súbita y violenta ráfaga de viento y de hielo logró que el desprevenido Conan soltara los postigos.
—¡Por los ojos de Bel!
El cimmerio se asomó y trató de agarrarlos, y sufrió una salva de granizo por su preocupación. Logró sujetar uno de los postigos, y estaba intentándolo con el otro cuando el viento perdió ímpetu y dejó de granizar. La lluvia aún caía en pesado chaparrón, y se oyó un sonido, que pareció más fuerte a causa del relativo silencio que había sucedido al granizo. Al principio, Conan lo tomó por un trueno, pero en seguida descartó aquella posibilidad; el ruido no cesaba.
Kinna se acercó también a la ventana.
—¿Qué es eso?
Conan negó con la cabeza.
—No sé... —empezó a decir.
Entonces, el relámpago brilló de nuevo y reveló el origen del estruendo; un tornado se acercaba, serpenteaba por la ciudad, lo destruía todo a su paso. El salvaje embudo parecía dirigirse hacia el mesón.
Alguien se movió detrás de Conan. La voz de Vitarius se hizo oír a pesar del viento y la lluvia.
—¿Qué estáis mirando ahí fuera?
Conan señaló con el dedo, sin decir palabra. El relampagueo parecía haber cesado por unos instantes, pero ya no era necesario; dentro del tornado, las descargas eran casi continuas, y daban a sus remolinos su propio fulgor amarillo azulado, su luminiscencia espectral, horripilante, que en nada se parecía a todo lo que Conan había visto hasta entonces.
—Por Crom —dijo Conan en voz baja—, un tornado.
Vitarius lo contempló también.
—Es eso, ciertamente, pero no se trata de un fenómeno natural. Mira cómo se mueve en línea recta; los tornados ordinarios no avanzan así. Lo que tus ojos contemplan es obra de Sovartus. Ha desatado el poder del Aire contra nosotros. El Fuego no lo detendrá. ¡Debemos marcharnos, porque, si no, seremos arrastrados con la tormenta!
Kinna corrió a despertar a Eldia, mientras Vitarius liaba el fardo donde solía llevar los instrumentos mágicos. Conan seguía contemplando el tornado, que estaba avanzando como una flecha hacia el mesón.
—Tenemos que encontrar un sótano, o una cloaca —dijo Conan.
—De nada serviría ante esa tempestad —dijo Vitarius, cargando a hombros con el fardo—. Nos perseguiría bajo tierra, como si fuésemos topos. Nuestra única esperanza es ponernos detrás del torbellino; ni siquiera Sovartus, ni su control del aire, pueden invertir fácilmente la dirección que sigue una tormenta. Tendremos que ir rodeando ese viento y pasar al otro lado antes de que el embudo nos capture.
Los cuatro bajaron por las escaleras a oscuras hasta la taberna del mesón. Un par de lámparas de sebo goteantes arrojaban su luz a las húmedas paredes, alumbrando lo suficiente para que Conan viera la salida.
—Por aquí —ordenó.
En ese mismo instante, la puerta se abrió, y media docena de hombres entraron en la taberna. Todos iban armados con espada o daga larga; algunos miembros de la ruda cuadrilla también llevaban cuerdas. El que iba al frente se cubría uno de los ojos con un parche, pero el otro ojo estaba perfecto, porque el hombre se detuvo bruscamente y señaló a Conan.
—El de ahí, mozos. Digo yo que ha bajado para que no tengamos que subir.
Los aceros centellearon a la pálida luz de las lámparas cuando los seis se separaron y avanzaron hacia Conan. El cimmerio no se detuvo a pensar en la causa de aquel nuevo peligro; desenvainó el sable sin más y les hizo frente.
—¡Conan, no tenemos tiempo! —Vitarius agitaba confusamente las manos en el aire.
El cimmerio sonrió sardónicamente, pero no apartó los ojos de sus adversarios.
—Iré tan rápido como pueda.
Dos de los hombres bloquearon la salida; los otros se separaron en un intento de rodear a Conan. El bárbaro sonrió. Le gustaban las peleas como aquélla, con acero y músculos, no con magia. Eligió una víctima, un hombre de rostro lobuno que blandía espada corta. Conan no vaciló ni un instante, sino que se arrojó sobre él con fiera agilidad y, sosteniendo el sable con ambas manos, trazó un arco hacia su cuerpo. El hombre de cara de lobo alzó su arma, pero demasiado tarde; el ataque de Conan le había abierto un surco en la garganta, que le dejó al descubierto el occipucio. Gorgoteó y cayó de espaldas.
Un segundo hombre atacó a Conan por detrás, le asestó un mandoble por arriba que pudo partirle el cuerpo por la mitad. Conan se volvió y paró, y las dos hojas entrechocaron estrepitosamente; el brazo de Conan no cedió, y su enemigo perdió el equilibrio al retraerse del fallido mandoble. El bárbaro avanzó con la punta del arma por delante, y atravesó al atacante justo por debajo del esternón. Levantó una pierna y, con la bota, desclavó el cadáver. Se volvió para hacer frente a otros dos atacantes que le acometían a la vez. Se dispuso a saltar; más valía atacarlos antes de que fueran capaces de coordinarse, pues sus oponentes se contaban por el peligroso número de cuatro.
Entonces, el mesón retembló, como si lo hubiera golpeado una mano gigantesca.
—¡Conan! ¡El tornado! —Era la voz de Kinna.
—¡Ahh, me han herido! —Uno de los hombres que guardaban la puerta chilló con dolor, y atrajo la atención de los dos que se disponían a atacar a Conan.
El cimmerio también se volvió hacia allí, y vio que Eldia estaba hostigándolo con su arma. La niña se movía con cegadora rapidez, y su enemigo sólo blandía una daga larga, con la que trataba infructuosamente de protegerse las piernas. Ante los ojos de Conan, la muchacha se abalanzó y le hizo un nuevo corte en la pierna.
—¡Mocosa! —gritaba el hombre, pero se apartó de la puerta, y casi tropezó con su compañero.
Conan vio que Vitarius estaba tratando de formular algún tipo de conjuro, que murmuraba y agitaba los brazos; no produjo ningún efecto visible para el fornido cimmerio. Éste se volvió hacia los dos hombres que le estaban haciendo frente y los atacó, trazando mortíferas figuras en el aire con los afilados bordes de su espada.
Parche trató de dar vueltas en torno a Conan sin ponerse a su alcance, pero el cimmerio lo siguió, evitando al otro sicario, que estaba demasiado gordo para moverse con rapidez. Este gordo respiraba con dificultad, y trataba de acometer con su espada el costado de Conan.
El mesón retembló una vez más, y al sonido del viento y de la pelea se añadió el de las voces que gritaban desde las escaleras. Aullando de gozo, Conan saltó sobre el tuerto, espada en mano.
Loganaro contempló cómo se acercaba la destrucción, con los pies paralizados por el pasmo. Jamás había visto, en todos sus viajes, una tormenta como aquélla; parecía muy evidente que su origen no era natural. Se le ocurrió fugazmente quién había enviado el terrible torbellino, y por qué, pero este pensamiento desapareció rápidamente ante el miedo de morir aplastado bajo una avalancha de escombros. Que los sicarios cuidaran de su propia salvación; el bárbaro no era tan importante como seguir viviendo durante un rato. Loganaro se volvió, y huyó corriendo del desastre que se aproximaba. Ya pensaría luego qué decirle a Lemparius.
Djuvula estaba a punto de llegar a su casa cuando vio el monstruoso viento creado por la magia, que avanzaba por el laberinto de callejas de Mornstadinos como un hurón que hubiera buscado a una determinada rata. Su ojo oculto descubrió al momento la verdadera naturaleza de aquella tempestad, y tardó sólo un segundo en comprender también quién la había enviado. La bruja se volvió y corrió a toda prisa hacia el mesón, chapoteando en los charcos y empapándose de lluvia. Si el torbellino siervo de Sovartus se llevaba a la muchacha, Djuvula habría perdido una oportunidad de acrecentar sus poderes. Aún más, tenía que pensar en el bárbaro de valeroso corazón. Por supuesto, éste era menos importante; Loganaro había encontrado otro candidato para ella, pero, en opinión de la bruja, este último era menos seguro. Un hombre capaz de cortarle la mano a un demonio y sobrevivir tenía que salirse de lo ordinario. Pero lo que más le interesaba era la muchacha.
Por la estela de destrucción caminaba una figura gigantesca, invisible a los ojos de los hombres. Era roja, y tenía una sola mano. Andando, murmuraba para sí, y el estruendo de su voz se mezclaba con el del trueno.
—Te equivocas, mago, si crees que podrás dejarme sin venganza empleando otros medios para tus malvados fines. ¡Ese hombre es mío!
Los muros del mesón Leche de Lobos empezaron a gemir, como si hubieran presentido su destrucción. La puerta de salida se abrió con violencia, y estuvo a punto de soltarse de sus herrumbrosos goznes de bronce; el cartel que indicaba el nombre del establecimiento cayó al suelo, y rodó, empujado por el viento, hasta dentro de la posada. El lobo rampante había saltado por fin; quedó reposando contra una mesa.
Conan había acorralado al tuerto en una esquina, y éste peleaba por seguir viviendo. Los dos matones con dagas habían tenido que apartarse de la puerta ante la pequeña pero mortífera espada de Eldia, auxiliada por la daga de su hermana; finalmente, Vitarius debía de haber conseguido efectuar algún tipo de magia, porque el más obeso de los sicarios empezó a chillar, al mismo tiempo que refulgía con roja luz, y quedó flotando a un palmo del suelo.
Vitarius gritó, y se hizo oír pese al potente trueno originado por el torbellino que ya tenían cerca.
—¡Conan! ¡Tenemos que irnos! ¡Ahora mismo!
El cimmerio no le respondió, sino que arremetió contra el tuerto. Éste logró pararle la espada, pero, al hacerlo, dejó su propia cabeza al descubierto. Conan cerró su enorme puño derecho y le golpeó en la mandíbula. El hueso se quebró, y el mismo golpe arrojó al hombre a un paso de allí, contra la ya vibrante pared. El tuerto resbaló hasta el suelo, inconsciente. Conan se volvió.
—¡Venga! ¡Todos fuera!
Vitarius le obedeció, y dejó al gordo flotando y chillando. Eldia y Kinna se alejaron de los dos sicarios armados con dagas, que no parecieron interesados en perseguirlas cuando Conan corrió hacia la puerta esgrimiendo su espada sucia de sangre.
Una vez afuera, el viento azotó a los cuatro con tal fuerza que, por un momento, no pudieron avanzar. Sólo Conan era capaz de hacer frente a los vientos de tempestad, pero ni siquiera su gran fuerza le bastaría para tirar del anciano y de las dos hermanas en la tormenta.
Vitarius gesticulaba furiosamente, pero el fragor no permitía que su voz se oyera. Conan comprendió lo que quería: tenían que caminar arrimados al edificio, apoyándose en éste.
Los cuatro parecían moscas pegadas a la pared, pero consiguieron avanzar hasta la esquina. Conan les guió hasta el otro lado, sujetando a Kinna por el brazo. Ésta, a su vez, agarraba a su hermana, que iba aferrando la huesuda muñeca de Vitarius. El viento arrastró por la calle a la cadena humana, como si se hubiera tratado de otras tantas hojas. Corrieron tan rápido, que Conan estuvo a punto de perder el equilibrio. Entonces recordó, sin embargo, lo que le había dicho Vitarius: tenían que rodear el tornado y ponerse detrás de éste. Tras caminar un pequeño trecho por la calle, Conan se agachó, al abrigo de un templo, y arrastró consigo a los otros tres. Aguardó el tiempo necesario para que todos recobraran el aliento.
Un trozo de pared cayó a la calle; se había desprendido de un edificio. Conan señaló con la mano y gritó:
—¡Por allí!
Corrieron, y tuvieron que sacar fuerzas de flaqueza al abandonar la protección de los edificios, arrojándose contra el viento.
Más atrás, el huracán cambió de dirección, de tal modo que sólo sus bordes alcanzaron el mesón Leche de Lobos. Conan se volvió para contemplar el salvaje monstruo negro, que todavía reflejaba su propia y fantasmagórica luz. Vio cómo los cuerpos de los sicarios volaban por los aires, y daban vueltas en la garganta del tornado. Primero uno que él ya había matado; luego, el más gordo. No vio a Parche. Sí vio, en cambio, que la tempestad trataba de perseguirles, y redobló sus esfuerzos. Con todo, Conan no sentía verdadero miedo; le empujaba, más bien, el desafío que suponía aquella tormenta. ¡Por Crom, no podía existir ningún torbellino más ágil que un cimmerio!
El viento trató de cambiar de dirección, pero las nubes de las que salía su cono succionador no podían virar tan fácilmente. La tormenta giraba hacia ellos, pero con lentitud. Cuando juzgó que ya se hallaban suficientemente lejos, Conan se volvió de nuevo, y se acercó más al viento. Los escombros le golpearon, pero él retenía con fuerza a la mujer que le seguía, y hundía las botas en los revueltos lodos del suelo. En un momento dado, Vitarius resbaló; tan fuerte era el viento, que por unos instantes flotó como una bandera, agarrado al brazo tirante de Eldia. Por fortuna para él, la niña lo sujetó con fuerza, porque, si no, habría salido volando.
El tornado arreció, destrozó las casas, establos y templos, desmenuzó tablones como si hubieran estado hechos de paja y arrastró sus astillas como lanzas, para traspasar a quienquiera que encontrara. Enfrente de él, un palo de madera se clavó en un grueso poste de valla, como si el palo hubiera sido hierro y el poste mantequilla. El torbellino parecía alargarse, parecía que tratara de alcanzar a su presa, e iba apartando los obstáculos con la misma facilidad con que un hombre aparta las migas de una mesa. Una fuerza tal parecía imparable; ciertamente, nada de lo creado por el hombre habría podido resistírsele. Al cabo de un tiempo que pareció el de varias vidas, el cimmerio bordeó el demonio de viento; y varias vidas más tarde, lo dejó atrás... a sus espaldas.
El tornado pareció detenerse; trató de volver sobre sus huellas. Conan contuvo el aliento y lo observó. Al cabo de un momento, de un largo momento, el embudo volvió a moverse, alejándose del joven cimmerio y de los demás.
La tormenta había sido derrotada. Al cabo de un momento, las arremolinadas nubes del cielo recogieron su irresistible cola de destrucción, y el torbellino se amansó. Desapareció.
8
Conan fue el primero en ver al demonio. El viento se fue apaciguando lentamente después de que las nubes succionaran hacia el cielo el cono giratorio; el tornado ya no existía, pero la lluvia y los vientos ordinarios de la tempestad permanecieron. El cimmerio guió a Vitarius, Eldia y Kinna por el camino que había dejado abierto la bestia-viento, un camino que parecía un sendero abierto en el bosque. Mientras seguía el rastro del torbellino, el demonio rojo vio a Conan al mismo tiempo que éste lo veía a él. A pesar de la atroz lluvia, el cimmerio vio que el rostro del demonio se retorcía de odio. Desenvainó la espada, pues el monstruo se había vuelto y corría hacia él.
—¡Vitarius! —Era la voz de Eldia, que señaló al monstruo que se acercaba.
El anciano mago se volvió y contempló la escena. Al instante, le puso la mano sobre la cabeza a la niña; alzó la otra, y señaló al monstruo que velozmente se acercaba.
El demonio se detuvo bruscamente a veinte pasos de ellos.
—No —dijo con fuerza—. No me vuelvas a fustigar con tu lengua de Fuego.
Vitarius vaciló. Miró a Conan.
El cimmerio negó con la cabeza.
—No —dijo—. Creo que va a hablar. Deja que lo haga.
El demonio se incorporó en toda su impresionante estatura.
—Te voy a decir mi nombre —dijo—. Perteneces al Blanco, y no podrías usar mi nombre contra mí aunque no estuviera ya esclavizado por otro. Me llamo Djavul.
Conan no bajó el arma en lo más mínimo.
—¿Y a nosotros qué nos importa eso, demonio? —Reguerillos de agua de lluvia le resbalaban por el acero hasta las manos.
—Me veo constreñido a luchar con vosotros, avispa, pero, aunque no fuera así, tu vida está igualmente perdida. Tienes que pagar por esto. —Djavul levantó el brazo y tendió el muñón hacia Conan—. Puesto que, al herirme así, has osado hacer lo que ningún otro hombre había hecho hasta ahora, te diré el nombre del que quiere mandarte a la tierra de los muertos. Ah, pero cuan lentamente bajarás hasta allí, avispa.
Vitarius alzó la mano y apuntó al demonio, pero Conan movió negativamente la cabeza.
—No, mago, te lo digo una vez más. Yo ya tengo mi arma; no necesito de tu protección. Déjale que se acerque. —El joven gigante se aprestó, plantó las piernas a horcajadas para sostenerse con mejor equilibrio, y aferró con mayor fuerza el puño forrado en húmedo cuero de su sable—. Ya te he aguijoneado en una ocasión, Djavul del Infierno; ven, lo haré una vez más. —El bárbaro se limpió la lluvia de los ojos.
Djavul miró a Conan, y luego a Vitarius y a Eldia, y una vez más al cimmerio.
—Eso no lo creo, avispa.
—El mago no intervendrá —dijo Conan, avanzando una pulgada. El barro chapoteó bajo sus botas.
Djavul rió.
—Más de uno de los hijos de la noche ha caído en la necedad por escuchar las palabras de los hombres. Éste no es el momento ni el lugar. Pero nos veremos de nuevo, avispa. —Djavul volvió hacia Vitarius sus ojos rojos—. Y tú también me verás, mago blanco.
Abruptamente, se oyó un estallido que rivalizó con los truenos de la tempestad, y Djavul desapareció.
Mientras la lluvia seguía cayendo sobre ellos, Conan se volvió y miró gravemente a Vitarius.
—Parece que me he ganado un enemigo propio.
—La culpa es mía —dijo el anciano.
—Parece que te has ganado más de un enemigo, Conan.
Esto lo había dicho Kinna, que le contemplaba desde el mismo sitio donde Djavul había desaparecido.
El cimmerio se volvió hacia ella.
—¿Cómo es eso?
—Lo digo por esos hombres que nos atacaron al salir del mesón. Venían a buscarte a ti, no a nosotros. ¿Recuerdas lo que dijo el del parche?
Conan hizo un esfuerzo por recordar: El de ahí, mozos. Digo yo que ha bajado para que no tengamos que subir. Kinna tenía razón. Pero ¿por qué habían ido a buscarle? No tenía enemigos en aquella ciudad, salvo el engendro del infierno, Djavul. El diablo quería su pellejo, sin duda alguna, pero no parecía probable que le hubiese mandado sicarios humanos. Entonces, ¿quién los había enviado? Aquello era un enigma, un misterio, y a Conan no le gustaban tales cosas.
—Tal vez nos convendría guarecernos de la lluvia —dijo Vitarius—. Aclararemos igualmente estas cuestiones estando secos.
—Sí —dijo Conan, pero su inquietud no se apaciguó.
Djuvula contempló la furia que sentía su hermano ante el apuesto espadachín, y sonrió. Ah, sí, aquél debía de ser el que buscaba. Miró cariñosamente al bárbaro, pese a la lluvia y las tinieblas. Qué músculos voluminosos y lisos, qué maravillosa cólera había ardido en sus brillantes ojos azules al hacer frente a Djavul, sólo con una espada. Su corazón movería al Príncipe como ningún otro habría podido hacerlo. Sí.
Djavul se desvaneció y regresó a la Gehanna. Djuvula volvió a cobijarse entre las pacas de heno empapadas, apiladas hasta la altura de la cabeza. No le convenía que ellos la vieran todavía. Por un momento, el ánimo de Djuvula guerreó consigo mismo: ¡Había tanto por ganar! Allí estaba la muchacha, la esencia del Fuego: éste brillaba en ella como el faro que se enciende para guiar los barcos entre las brumas... así lo veía, por lo menos, la persona capaz de ver tales cosas, como por ejemplo una poderosa bruja. ¡Y el bárbaro de hermoso cuerpo, ah, cómo le deseaba!
Se le ensanchó la sonrisa. Tal vez debiera permitirle a aquel hombre lo mismo que a otros hombres, antes de extraerle el potente corazón. ¿Quién sabía? Las energías vitales del bárbaro debían de sobrepasar los límites ordinarios. Podía... aprovecharse de él durante un tiempo antes de dar vida a su Príncipe. Ciertamente, parecía capaz...
Djuvula sacudió la cabeza, como para expulsar sus fantasías. Tenía que pensar primero en la chica. Entonces, rió suavemente para sí. ¿Por qué no matar dos pájaros de una pedrada? Si actuaba con cautela, podría apoderarse a la vez de la niña y del hombre. No sería fácil; el Mago Blanco ya le había demostrado anteriormente su poder a Djavul, y la bruja había descubierto el miedo en los ojos de su hermano cuando éste hacía frente de nuevo al anciano. No, tendría que obrar con cuidado, empleando la astucia en vez de la fuerza. Mientras pensaba en esto, Djuvula comenzó a trazar un plan. Sí, un plan que le permitiría emplear sus muy especiales talentos...
El senador Lemparius se despojó de las ropas húmedas y entró directamente en el baño caliente que siempre mantenía a la misma temperatura, aguardando para su placer. Al hundirse en las aguas, los cálidos vapores se arremolinaron en torno a su cabeza, y le llenaron la nariz del aroma a menta picada. Ah...
Uno de los guardias entró en la sala, e hizo una reverencia.
—Mi señor senador —dijo el hombre—, una terrible tormenta ha producido grandes daños en la ciudad, y ha matado a docenas de ciudadanos.
Lemparius se encogió de hombros, resguardado en aquel seno de bendita calidez.
—¿Y qué? Lo hecho, hecho está; ¿por qué interrumpes mi baño con estas cosas?
El guardia no pareció alterarse por la falta de interés del senador.
—El hombre que ha traído estas noticias aguarda fuera, y quiere hablar con vos acerca de algo relacionado con este desastre.
—Dile que se vaya.
Lemparius alzó lánguidamente la mano para indicarle lo propio con un gesto; el vapor se desprendió de su piel en el aire más frío de la cámara de baño.
—Como queráis, mi señor. De todos modos, el visitante querría que os hiciese saber su nombre. Dice llamarse Loganaro.
El senador Lemparius sonrió.
—Ah, ésa es una bestia de otro pelaje. Hazlo pasar.
Al salir el guardia, Lemparius se dejó hundir aún más en las aguas perfumadas, hasta tener la nariz sumergida casi por completo. Qué lástima que los gatos odiaran el agua.
Loganaro entró en la estancia. Estaba cubierto de fango y empapado, y en su rostro se reflejaba una mezcla de miedo y de astucia de rata.
El senador se incorporó levemente, y vació la boca.
—¿Adonde has llevado a mi bárbaro? ¿Ya lo has capturado?
—Honorable Senador, ha surgido una complicación...
—¿Una complicación? ¡No me vengas con ésas! Para los que están a mi servicio, las complicaciones suelen terminar en la más definitiva simplificación, ¿entiendes lo que te digo?
El hombre más gordo tragó saliva. El agua todavía le goteaba del cabello cano.
—¡Yo... yo no podía prever esto, señor! Se alzó una tormenta en el mismo momento en que mis esbirros capturaban al bárbaro. ¡El mesón donde se hallaban ha quedado demolido, aplastado, sus restos desparramados; no se podía hacer nada!
Lemparius se sentó dentro del baño y señaló a su agente con una afilada uña.
—Espero que no me estés diciendo que mi presa murió en la tempestad.
—N-no, Honorable Senador. Mis... hombres sí; de algún modo, el cimmerio y sus amigos escaparon.
—Entonces ¿dónde están?
—Mi agente los está siguiendo; me informará en cuanto se detengan en algún sitio.
Lemparius se relajó, y se dejó hundir en la gran bañera.
—Entonces no veo en ello complicación alguna. Sólo un retraso. En cuanto ese hombre pare en algún sitio, tú simplemente lo... capturarás, ¿eh? Preocúpate tan sólo de que ese cimmerio quede siempre a tu alcance, Loganaro mío. Si no lo haces, sufrirás esa simplificación de que te he hablado. Pasarás a un estado mucho más simple que el actual, en el que, por ejemplo, vives y respiras.
Loganaro tragó saliva y asintió, y su rostro húmedo y pálido palideció todavía más.
Cuando el agente hubo salido, Lemparius sonrió. Tomó aliento y se sumergió durante el tiempo necesario para que el agua cálida le acariciara los ojos cerrados y le empapase el cabello. Al salir a respirar, aún sonreía.
En el Castillo Slott, resonaban los chillidos del dueño.
—¡Que os maldigan a todos! ¡Por los fuegos eternos, quiero que sea capturada!
Los tres niños que estaban encadenados a la fría pared se encogieron, como si hubieran querido fundirse con la piedra para escapar de la ira de Sovartus.
Éste los miró con una mueca de odio, y muy especialmente a Luft, el muchacho del Aire.
—Te resistes a mí de algún modo —dijo el mago—. Si no, el viento habría capturado a mi presa y me la habría traído. No temas, voy a acordarme de ésta.
Entonces, Sovartus se marchó enfurecido; la mente le hervía de planes para la consecución de sus metas. En su camino, iba murmurando para sí.
—¿Dónde reposa mi demonio? ¡Aunque no pueda apoderarse de la muchacha, sí podrá encontrarla y mantenerla vigilada! ¿Y qué he hecho de mi esfera de conjuros? ¡Ah, ojalá los de Negra Alma se los lleven a todos!
La casa era un cobertizo destinado al almacenaje de carne seca y de pescado, donde apenas si tenían lugar para ponerse; sin embargo, el sólido techo la mantenía seca. Cuando se hubieron agolpado en un espacio libre que quedaba entre los estantes de filetes de pescado ahumados, Conan miró con ira a Vitarius. El anciano habló.
—Yo no sé quién envió a los asesinos, si es que querían asesinarte. A juzgar por las cuerdas que llevaban, sospecho que esos infortunados querían llevarte preso.
Conan sacudió la cabeza, apartándose del rostro los húmedos cabellos negros.
—Eso no tiene ningún sentido —dijo—. Nadie me conoce en esta región; nadie tiene razón alguna para capturarme.
—¿Y si se trata de un viejo enemigo? —dijo Kinna, que estaba tratando de encender un cabo de vela con eslabón y pedernal.
Las centellas brillaron en el cobertizo, y cayeron como estrellas fugaces.
—La mayoría de mis enemigos están muertos —dijo Conan—. Y ninguno de los que viven se habría molestado en hacerme capturar en un lugar tan alejado de donde gané su enemistad.
Una de las centellas tocó la grasienta mecha de la vela, por un momento pareció que la encendiera, pero luego se apagó. Conan creyó que la muchacha había soltado una maldición, pero hablaba en voz tan baja que sus oídos no podían entenderla.
Como ausente, Eldia levantó el dedo y señaló a la vela. El cabo de mecha y cera se encendió como por voluntad propia, y arrojó sombras a las paredes y al techo del cobertizo.
—Así —dijo Kinna, volviéndose hacia Conan—, ¿qué vas a hacer ahora?
El cimmerio sopesó las alternativas. Los practicantes de las artes mágicas seguían sin gustarle, fuera magia blanca, negra o de algún otro color; le convenía abandonar rápidamente aquella ciudad. Quería marcharse a Numalia, y de nada le serviría quedarse allí luchando con demonios y magos, por no hablar del desconocido patrón de los sicarios que habían hallado su destino en el viento y en la espada.
Por otra parte, Conan sentía en su interior una terca tozudez, un sentimiento de rabia ante las amenazas. No importaba que aquel demonio del infierno tuviera motivos para encolerizarse, ni que el patrón de los sicarios pudiese tener razones similares... de sus esbirros ya sólo quedaban cadáveres desparramados. Conan había ido por sus propios asuntos, y lo habían provocado; tal provocación no merecía otra respuesta. Sin duda, un hombre prudente habría interpretado tales ataques como una señal de sus dioses protectores para que se marchara a buen ritmo a otro lugar. Sin embargo, los cimmerios no eran siempre prudentes. La furia de Conan ante los que le habían causado aquellos problemas era grande; quienes tenían a Crom por dios no podían mostrarse apocados. Crom era un dios severo, que ofrecía poco a sus seguidores; era salvaje, sombrío, y administraba muerte; aún más, Crom odiaba por encima de todo a los débiles y cobardes. Crom dispensaba coraje y voluntad al hombre en su primer aliento de vida, después de abandonar el útero materno. El hombre que huía de un peligro, por grande que éste fuera, no honraba a Crom.
Conan contempló al trío que se había apiñado en torno a la luz de la única vela. Ciertamente, estaba decidido a ir a Nemedia, y no le gustaban los magos, pero no quería dejar asuntos pendientes en Mornstadinos.
Los demás aguardaron a que Conan hablara. Finalmente, habló.
—Como parece que vamos a ser aliados por un tiempo —dijo el cimmerio, casi con un gruñido. Aquello le gustaba bien poco, pero no podía cambiar nada. Miraba especialmente a Vitarius—, confío en que tengas algún plan para derrotar a nuestro enemigo común.
El anciano mago sonrió.
—En cierto modo lo tengo, Conan. En cierto modo.
9
Loganaro tenía que hacer frente a un gran problema: ¿Dónde se hallaba el bárbaro? No le importaba una pizca el haberle mentido a Lemparius; efectivamente, había visto cómo Conan escapaba del mesón derruido, mientras él mismo huía. Por desgracia, ningún agente suyo había seguido al cimmerio en la tempestad.
Mentiras como aquélla eran precauciones elementales que Loganaro se había acostumbrado a emplear desde hacía tiempo en el trato con los poderosos. Conan había logrado escapar y aún vivía; en consecuencia, acabaría por localizarlo. Pero, si Lemparius sospechaba que Loganaro había perdido la pista del bárbaro, los eventos podían tomar un decidido giro hacia la... simplificación, un término cuyo significado no le planteaba dudas a Loganaro.
El hombrecillo corrió por la tierra húmeda de la primera mañana, que empezaba a secarse bajo los rayos del primer sol. La tormenta había transformado calles enteras y callejones; Loganaro buscó el camino hacia lo que había sido el mesón Leche de Lobos.
Aunque el torbellino se había abstenido de golpear la posada con su pleno poder, nada quedaba que lo atestiguara. Las vigas de madera yacían esparcidas; seguía en pie una única pared, que se erguía a un lado del montón de escombros. Loganaro se sintió atraído hacia ella, aun cuando al mismo tiempo se preguntase por qué había vuelto a aquel sitio. Disponía de una red de informantes superior a la de cualquier otro agente libre de Mornstadinos; tendría que haber mandado algunos mensajeros que dieran noticia del bárbaro, que pusieran a sus espías a buscarlo. Sin embargo, por algún motivo, había ido hasta allí en persona.
Unos pocos hombres y mujeres aturdidos vagabundeaban por entre las ruinas, buscando sobrevivientes y, tal vez, posesiones perdidas. Loganaro los observó por unos breves instantes, y llegó a la conclusión de que él mismo estaba perdiendo el tiempo. Se volvió para marcharse.
Los escombros gimieron. O más bien gimió alguien que se encontraba bajo los escombros. Con ligera curiosidad, Loganaro se acercó al origen del sonido. Al pasar por el lado de una mesa volcada, el agente libre vio una mano que arañaba y escarbaba en los restos de lo que había sido una pared.
Aunque Loganaro raramente obraba sin tener en cuenta su propio provecho, esta vez lo hizo. Se agachó y tiró del mueble que tenía atrapado al propietario de aquella mano. Al poco, el rostro del hombre que había quedado atrapado bajo los escombros quedó a la vista: era Parche, uno de los sicarios de Loganaro. Éste lo ayudó a liberarse, y se fijó en que el zamorio no parecía haber sufrido ningún daño, aparte de la mandíbula hinchada.
—¿Qué es lo ocurrido? —murmuró Parche, dolorido.
—¿No lo sabes?
—No recuerdo, salvo a ese gigante. Desde luego que enemigo formidable lo es. ¿Qué hay de los demás?
—Un tornado acabó con ellos. También ha sido la causa de esto. —Loganaro señaló la posada en ruinas con uno de sus rechonchos brazos.
—¿El torbellino acabó así con el bárbaro?
—No. Ha escapado con sus amigos.
Parche asintió, y se frotó suavemente la mandíbula hinchada.
—Entonces, buscas en esto mismo al gigante. —No era una pregunta.
—Sí. Y he subido la recompensa. —Loganaro no había pensado en ello antes de decirlo, pero tampoco tenía ningún interés en morir. Había acumulado gran cantidad de riquezas mal adquiridas, y en aquella aventura ya no tenía tan en cuenta su propio provecho como el miedo a reunirse prematuramente con sus ancestros—. Treinta monedas de oro.
Parche asintió, y se encogió.
—Sí, buena suma, pero quien la quiera se la ganará. El gigante mató a dos, quizá tres de míos antes de tumbarme. El torbellino levantó a más muertos que vivos. El que buscáis me debe algo.
—Lo quiero vivo —dijo Loganaro—. Hay que capturarlo vivo.
—Sí, vivo, pero magullado quizás.
Loganaro asintió. Se decía que Parche era uno de los mejores de Mornstadinos en cualquier tipo de trabajo; en nada le perjudicaría el tomarse un interés personal en capturar a Conan.
—Tráemelo antes de que pasen dos días y habrá un suplemento de cincuenta solones para ti solo —dijo Loganaro.
Parche trató de sonreír, y parece que desistió de hacerlo, pues al instante tuvo que cubrirse la hinchada mandíbula con la mano.
—Sí, patrón, yo te traigo a tu bárbaro. Vivo.
—Como parece que hay otros que nos buscan, aparte de Sovartus y de su demoníaco esclavo, nos convendría ocultarnos la mayor parte de tiempo posible hasta que podamos poner en práctica el plan —dijo Vitarius.
Conan se acercó a un estante de pescado seco y masticó un pedazo de filete sin ningún entusiasmo. Estaba salado y seco; habría querido tener algo de vino que le ayudara a tragarlo. Pensó que lo mismo habría podido desear un palacete en Shadizar. Dijo en voz alta:
—Creo que tu plan tiene defectos, anciano.
Kinna tomó un tajo de pescado seco de la punta del arma de su hermana y lo contempló con cierta prevención. Dijo:
—¿Qué defectos?
—Nuestro maestro hechicero sugiere que nos vayamos de la ciudad cuanto antes, a caballo y con buenos suministros, y vayamos a tirarle de las barbas al león en su cubil. A mí me gustan los asaltos directos, pero me pregunto de dónde sacaremos el dinero para financiar ese viaje. ¿Tenemos oro o plata de los que yo no esté al corriente?
Conan fue mirando al rostro a los otros tres, y vio cómo, en respuesta, negaban con la cabeza y enarcaban las cejas.
—Ya me parecía que no. Entonces, ¿cómo propones que obtengamos buenos caballos, sillas de montar y las provisiones necesarias? ¿Vas a crear todo eso con tu magia?
—Ay —dijo Vitarius—, por desgracia, no. Los hechizos blancos no suelen procurar ganancias materiales a su autor.
—Qué lástima. Tener que tratar con la magia, y ni siquiera poder obtener algún beneficio. —Conan enseñó los dientes y se los limpió con la punta de la espada, quitándose trocitos de carne—. Creo que hemos topado con un problema que cae dentro de mi área de conocimientos.
Eldia ensartó un tajo de pescado seco con la espada, lo arrojó al aire y lo atrapó con los dientes. Masticó de buena gana, disfrutando visiblemente del bocado.
—¿Qué quieres decir, Conan?
Sin responderle, el cimmerio abrió la puerta del cobertizo, que ya se estaba secando, y permitió que la luz del sol entrara en la lóbrega habitación. El sol brillaba con fuerza en el cielo despejado, de gélido color azul. Entonces, se volvió hacia los otros tres.
—Decidme, ¿quiénes son los dos o tres hombres más ricos de la ciudad?
Vitarius se rascó la mejilla, pensativo.
—Bueno, Tonore, el mercader de alfombras, sería uno de ellos; otro podría ser Stephanos de Punt, el terrateniente, o Lemparius el Azote, me imagino. ¿Por qué?
Conan ignoró la pregunta, y le interrogó de nuevo.
—¿En qué consiste la riqueza de esos hombres? ¿Oro? Joyas?
—El dinero de Tonore se encuentra sobre todo en sus mercancías. Posee una colección de alfombras provinientes de lugares tan alejados como Iranistán y Zembabwei. También colecciona obras de arte, principalmente estatuas y pinturas. Stephanos es terrateniente, y diría que la mayor parte de sus riquezas se hallan en sus posadas, burdeles y propiedades semejantes. Sin duda, han resultado mermadas tras esa demoníaca tormenta de anoche.
—¿Qué me cuentas de Lemparius el Azote? Y, ¿qué significa ese título?
—Es la Verga Central del Flagelo del Senado, y el más poderoso de todos los senadores. En las ciudades-estado de Corinthia hay algunos reyes, pero en Mornstadinos el pueblo es gobernado por un Senado. Muchos de los senadores son ricos, y Lemparius debe de ser el que más.
—¿Y en qué consiste su riqueza?
—Según tengo entendido, posee un palacio muy opulento. Y es aficionado a los artefactos mágicos y mecánicos, en los que se gasta no poco dinero; con todo, creo que todavía conserva bastantes sacos de oro y plata en su casa.
La sonrisa de Conan se ensanchó.
—Ah, bien.
Kinna escupió una espina de pescado al sucio suelo.
—Pero... ¿por qué te interesa todo esto, Conan?
El cimmerio se volvió hacia la joven, cautivado de nuevo por su belleza, aunque se hallaran en un lugar desagradable.
—Porque necesitamos caballos y provisiones, Kinna, y no podemos permitirnos el tiempo ni los esfuerzos necesarios para ganárnoslos honestamente.
Eldia le comprendió más rápidamente que su hermana. Le dijo:
—¿Quieres decir que vamos a...
—... desvalijar al senador? —dijo Conan para terminar la frase—. Sí, Niña de Fuego, eso es lo que vamos a hacer.
Uno de los típicos componentes del arsenal de una bruja era un simple hechizo capaz de crear un hilo mágico e invisible de gran longitud y resistencia. Tras ver que el apuesto bárbaro y sus amigos entraban en el desvencijado cobertizo, Djuvula creó un hilo de ese tipo. Moviéndose con todo su sigilo, lo tendió de un extremo a otro de la puerta, y lo fijó sin mucha firmeza a ambos lados del dintel. Cuando salieran del cobertizo, el hilo se enredaría en uno o en varios de ellos, y los seguiría adondequiera que fuesen. La autora del hechizo sólo tendría que seguir el hilo de luz, un hilo invisible para quienes no tuvieran visión mágica. Cabía la posibilidad de que el anciano mago lo descubriese, pero no le parecía probable que esto ocurriera: el encantamiento era tan simple e inofensivo que normalmente sólo lo advertía quien ya lo estuviera buscando.
Una vez hubo arrojado el hechizo, Djuvula regresó a toda prisa a su mansión. Para la magia que planeaba, no le bastaría con los simples ingredientes que solía llevar sobre su persona. Cuando el conjuro estuviese terminado, Djuvula podría volver allí y aguardar la oportunidad de encontrar solo al apuesto bárbaro. Entonces, sería él quien le entregara la niña a Djuvula. La bruja sonrió pensando en ello.
El hechizo entrañaba algunos riesgos —habría que alejar de algún modo a la mujer que estaba con el bárbaro—, pero eran pequeños en comparación con las posibles ganancias.
Ya en su gabinete mágico, Djuvula se despojó con rapidez de sus vestidos, y quedó desnuda delante del espejo de proyección. Los más de sus hechizos mayores le exigían la desnudez, pero hacía tiempo que Djuvula no se sentía molesta por ello. De hecho, le gustaba la caricia del aire en su cuerpo desnudo; era una parte sensual de la brujería, que la complacía mucho más que cualquier vestido que los hombres pudieran tejer.
Vitarius conocía otra posada a cierta distancia de allí; guió a Conan y a las dos hermanas desde el cobertizo hasta aquel sitio. Al salir del almacén de carne y pescado secos, Conan creyó sentir una hebra de telaraña que se le enredaba en el brazo. Trató de quitársela pero no vio nada, y al cabo de poco la olvidó.
Aun en medio del desastre, las gentes se reunían y se afanaban en reparar los destrozos. Ya había parejas de caballos y bueyes aplicadas a la faena; arrastraban los escombros fuera de los pasajes, y se llevaban las maderas caídas y los ladrillos de adobe de las callejas. En su camino, los cuatro se encontraron con un nuevo desastre. Siete u ocho hombres se habían atado con cuerdas a una viga de techo caída, tan gruesa como un hombre obeso; la viga se sostenía precariamente, apoyada en una pared medio derruida. Conan pensó que los hombres sólo querían dejar el madero en el suelo, para luego poder derribar el trozo de pared que quedaba. Veía bien claro que eran inexpertos en la labor; dos de ellos, por lo menos, se habían puesto debajo de la pesada viga. Si caía...
Mientras miraba, la viga perdió todo sostén y cayó estrepitosamente. Uno de los hombres se apartó de un salto, con gran agilidad, pero el otro no fue lo bastante veloz. La viga lo atrapó contra el suelo, igual que un hombre calzado con sandalias atrapa una serpiente. Chilló cuando el madero le hundió ambas piernas en la mugre. Los hombres que quedaban trataron de inmediato de levantar la viga, y maldijeron al darse cuenta de que no tenían fuerzas suficientes. Parecía que no hubiese esperanza.
Conan se adelantó sin pensar. Se movió con tanta rapidez, que los hombres que sujetaban la viga retrocedieron, como temiendo un ataque.
El cimmerio los ignoró. Agarró uno de los extremos de la viga con sus grandes brazos, y se agachó, de tal modo que el madero le quedó a la altura del pecho. Separó un poco los pies y trató de levantarse. Los músculos de los muslos se marcaron en su piel como un manojo de gruesas cuerdas; la recia carne de sus brazos desnudos se contorsionó, como si pequeños animales le hubieran corrido bajo el pellejo. La viga no se movió.
Conan agarró mejor el madero, respiró hondo, y profirió un grito inarticulado, gutural, que les erizó el cabello de la nuca a varios de los espectadores. Con un impulso que hizo vibrar a sus tendones duros como la roca, el joven gigante se levantó, con la espalda rígida y las piernas a horcajadas. Por unos momentos, sostuvo sin moverse la enorme viga, y sus grandes venas se le dibujaron sobre la piel como pequeñas serpientes. Entonces, haciendo fuerza con las caderas, el bárbaro alejó de sí el madero. La pesada viga cayó estrepitosamente al lado de los pies del hombre que había estado atrapado. Conan sintió un estremecimiento por todo el cuerpo, y sacudió los hombros.
—Tendréis que ir con más cuidado —dijo—. Puede que no vuelva a pasar por aquí. —Se volvió, y regresó con sus amigos, que tenían la mirada fija en él.
Kinna fue la primera en hablar.
—¡Por Mitra! ¡Es imposible que exista un hombre tan fuerte!
Conan sonrió.
—¿Por qué? ¿Por haber levantado esa ramilla? ¿Es que no hay hombres en tu país?
Kinna habló con voz suave, y llena de admiración.
—No como tú.
La sonrisa de Conan se ensanchó; el bárbaro estaba satisfecho consigo mismo. Éstas eran las tareas de un hombre, las que requerían reflejos rápidos y fuerza... e impresionaban a mujeres y hombres por igual.
Entonces, el cimmerio sintió un levísimo roce en la pierna, allí donde el calzón de cuero se metía bajo la bota, pero, al mirar, no vio nada.
El mesón del Gato Humeante parecía haber sido construido con los mismos planos que el Leche de Lobos. Los mismos bancos, las mismas mesas, e incluso los mismos camareros. Sin embargo, no hallaron mucha gente, probablemente porque afuera había mucho trabajo por hacer. Conan y los demás encontraron fácilmente una mesa, y pidieron vino y desayuno.
—Podemos gastarnos todo lo que tenemos —dijo el cimmerio—, porque dentro de poco tendremos mucho más.
—Robarle a un hombre rico puede ser muy peligroso —dijo Eldia.
Conan sonrió a la niña.
—Sí. Pero yo tengo alguna... experiencia en estos menesteres.
—Un muro elevado circunda la propiedad de Lemparius —dijo Vitarius.
—Aún no se ha construido ningún muro por el que un cimmerio no pueda trepar —dijo Conan. Apuró una copa de vino de un solo trago.
Kinna le miraba con la curiosidad en los ojos. Finalmente, habló.
—¿Cómo es que eres tan fuerte y hábil, Conan?
Él se encogió de hombros.
—Cimmeria es una tierra rocosa; a menudo, las rocas se hallan en lugares donde le impiden el paso al hombre. Hay que moverlas; algunas son pesadas. Y en cuanto a mis habilidades... bueno, cada uno aprende lo que necesita para sobrevivir.
—¿Cómo vamos a acometer esta... ah... liberación de propiedades? —dijo Vitarius.
—Vosotros no haréis nada, mago; dejádmelo todo a mí. Trabajo mejor cuando estoy solo. Hoy iréis a buscar las provisiones; por la mañana, vendré con riquezas suficientes para pagarlas. Así de sencillo.
Conan se acercó a los labios otra copa de vino, y sonrió de nuevo. Esto le gustaba más, y era el camino que tendría que haber seguido desde el principio; así habría evitado enredarse en las redes de la magia que tanto le asqueaban.
Djuvula la Bruja sonreía al seguir el refulgente hilo que la conduciría hasta su presa. ¡No tardaría en capturarla!
Parche, el sicario, sonrió malévolamente mientras contemplaba cómo el bárbaro se bebía la tercera copa de vino. Bien. Y si se emborrachaba, tanto mejor. Había querido reunir un grupo de ayudantes, pero, al ver al bárbaro, Parche había sentido tal rabia que había abandonado sus planes iniciales. No. Atacaría cuando el gigante no estuviese preparado; lo dejaría sin conocimiento, y entonces torturaría su cuerpo inconsciente con manos desnudas y pies calzados, hasta convencerse de que en cierta medida se había cumplido su venganza. Sí, lo haría de esta manera, lo haría él solo, para aliviarse la herida y el orgullo. Nadie podía derrotar a Parche y escapar sin sufrir ningún daño. ¡Nadie!
10
Conan se decidió a dormir durante algunas horas, para luego poder estar descansado y fresco en sus quehaceres nocturnos. Mientras los otros salían a buscar provisiones para el viaje, el bárbaro subió por las escaleras hasta los cuartos que el grupo había pagado. Las dos habitaciones parecían gemelas de las que habían ocupado en el destruido mesón Leche de Lobos. Conan eligió una y entró, y una vez dentro cerró con pestillo. Se echó sobre el terliz, y al cabo de poco durmió profundamente.
Djuvula subió por las escaleras del mesón, siguiendo la mágica hebra. La refulgente línea terminaba delante de la puerta de uno de los dormitorios. Una o más de las personas que buscaba debían de estar dentro. Era importante, sin embargo, que encontrara solo al apuesto bárbaro. De poco le serviría el hechizo si había alguna otra mujer cerca de él. ¿Cómo podía averiguar si estaba solo?
Al cabo de unos momentos, se le ocurrió una idea. Djuvula bajó ágilmente por las escaleras y encontró un mozo que estaba quitando las mesas.
—Chico, ¿querrías ganarte algunas monedas?
—Sí, mi señora. ¿A quién queréis que mate?
—No te pido algo tan difícil, muchacho. Sólo tienes que llamar a la puerta del cuarto que te indicaré y, cuando te abran, ver cuánta gente hay dentro. Di que has ido a hacer la cama.
Djuvula le dio algunas monedas de cobre al joven, y luego lo siguió escaleras arriba. Señaló la puerta y luego bajó un tramo de escalera para no ser vista.
Al cabo de unos momentos, el muchacho volvió.
—¿Y bien?
—Sólo hay un hombre en el cuarto, señora, y parece que tiene mal genio. Ha dicho que me ensartaría si le molestaba de nuevo por una estupidez semejante.
—¿Qué aspecto tenia?
—Es como un gigante, señora. Un bárbaro.
Djuvula sonrió, y le dio un puñado de monedas de cobre al joven.
—No le hables a nadie de esto.
—Pues claro que no —dijo él—. Ese culo seboso de propietario me quitaría el dinero más rápido que las moscas al ir al estiércol.
Cuando se vio sola de nuevo en el pasillo, Djuvula se sacó de la túnica de seda un frasco cerrado con corcho y cera; el traslúcido botellín contenía un líquido que refulgía levemente, como fósforo. Arrancó el tapón de corcho y, agachándose, derramó un reguerillo a lo largo de la base de la puerta. Surgió vapor en forma de densa nube amarilla, y la hechicera se apresuró a apartarse.
Conan despertó de pronto. Algo andaba mal. Un extraño olor había invadido sus sueños... Se sentó bruscamente, y buscó con la mirada. A la luz que dejaban pasar los postigos mal puestos, vio una tenue neblina de vapor amarillo que entraba en el cuarto. Respiró hondo, y entonces tosió, porque los vapores irritantes le habían llenado la nariz. ¿Habría fuego en el mesón? No, aquel olor no se parecía a ningún otro que conociera de antes; ninguna madera exhalaba aquel vapor nocivo...
De pronto, se sintió bañado en una emoción muy distinta de la curiosidad. Su cuerpo parecía ir a estallar... de lujuria.
Se oyó que alguien llamaba a la puerta. Una voz femenina lo llamó.
—Abre, mi apuesto bárbaro.
Conan se sintió confuso. La voz era seductora, y tenía acentos de cálida miel, transportaba promesas de desconocidas satisfacciones. Su lujuria creció. Se acercó a la puerta, descorrió el pestillo y abrió bruscamente.
La mujer que vio iba cubierta de la cabeza a los pies con una túnica de excelente seda, color azul marino. Cuando Conan la miró, la mujer alzó sus pálidas manos para quitarse la capucha que le cubría rostro y cabeza. ¡Por los dioses, qué bella era! Su rostro era fuego; su piel, blancura sin mácula; sus labios, rubí y sonrisa.
—¿Quieres que siga aguantando las corrientes de aire del pasillo? —dijo ella.
Conan dio dos pasos vacilantes hacia atrás, y la mujer lo siguió, como deslizándose suavemente sobre el suelo. Entrecerró la puerta a sus espaldas y le sonrió. Por unos momentos, aguardó sin moverse, y luego, lentamente, se sujetó con ambas manos la pechera de la túnica. Con rápidos movimientos, la desabrochó, y dejó que cayera al suelo.
Bajo las sedas azules, estaba desnuda.
Conan empezó a lamerse los resecos labios. ¡Por Mitra, qué mujer! ¡Era gloriosa! ¡Sus piernas, sus pechos... todo su cuerpo era perfecto!
La misteriosa mujer le tendió ambas manos.
El deseo de Conan no encontró límites. Dio un paso adelante y la estrujó entre sus robustos brazos, la abrazó contra su cuerpo, la levantó del suelo. Sintió el filo de sus uñas, pero no le importó. ¡Nada le importaba en el mundo entero, salvo gozar de aquella mujer!
El muchacho señaló con el dedo la puerta del dormitorio.
—Ése es el cuarto que buscáis, señor.
Parche le echó una moneda al chico, una de plata, y sin lamentarlo en absoluto. Faltaba poco para que Parche se enriqueciera en treinta y cinco solones de oro... ¿qué importaba una moneda de plata? Aguardó hasta que el muchacho se hubo marchado, y se quedó solo en el pasillo; entonces, Parche se acercó a hurtadillas a la puerta de la habitación del bárbaro. Tenía que proceder con cautela, a pesar de sus deseos de venganza.
Cuando Parche apoyó la oreja en la puerta de madera, ésta se entreabrió. ¡Por la mano negra de Set, no había echado el pestillo! Sonrió. El bárbaro había sido necio al no cerrar la puerta; ¡había sellado su destino! Moviéndose aún lentamente, el tuerto desenvainó su espada.
Se oyó un suave gemido dentro de la habitación. Parche se detuvo, y apartó la cabeza a un lado. ¿Qué era aquello? Diablos, parecía...
La sonrisa del sicario se ensanchó. ¡Ah, claramente le acompañaba una racha de buena fortuna! Asura le sonreía, porque el bárbaro, sin duda, no advertiría su entrada, al estar ocupado en... otros quehaceres. Parche respiró hondo, levantó el arma, presta para herir, y empujó la puerta.
Conan no comprendía la razón de su repentina lujuria, ni la aparición de la mujer, que parecía empeñada en apaciguarla; tenemos que decir que tampoco hizo grandes esfuerzos de comprensión. Pero cuando la puerta del cuarto se abrió ruidosamente, y entró un hombre esgrimiendo una espada, Conan lo entendió todo muy bien. El hechizo que lo subyugaba se rompió.
La mujer que el cimmerio tenía en brazos se apartó al ver su mirada.
—¿Qué...?
Se volvió para ver en la misma dirección que Conan, y descubrió al asesino.
Conan, gruñendo, empujó a un lado a la desnuda mujer.
—¡Así, perra, querías distraerme para ayudar a tu carnicero!
—¡No! —gritó ella.
Conan sabía que no tenían tiempo para discutir. Cuando el arma del atacante descendió, él la esquivó rodando por el suelo. La espada se clavó en el lecho, y no en Conan. El cimmerio aferró su propio acero y se puso en pie de un salto para hacer frente al sicario. ¡Por Crom, era el mismo hombre del parche con el que había luchado en la posada antes de la tormenta!
Detrás de los dos hombres, la mujer maldecía, con un dominio de la invectiva que Conan no había conocido hasta entonces, ni siquiera en soldados y marineros. El cimmerio le sonrió como un lobo a Parche, y dio media zancada hacia él.
—¿Has vuelto a por más de lo mismo, tuerto?
—Las campanas repiquen en tu funeral, bárbaro —masculló Parche—. ¡Que te quieran vivo, pero ningún hombre hace burla de mí y luego vive! Eres muerto.
Conan no dejó de sonreír.
—La última vez que peleamos, sobreviví... ya veremos a quién le hacen el funeral, asesino.
Parche acometió, hizo una finta con la espada y trazó un arco con el arma, dirigido a decapitar a Conan. Éste, sin embargo, no retrocedía, y sujetaba su propia arma con mano de acero. La espada del bandido tuerto chocó con la de Conan y rebotó. Parche profirió una maldición.
El cimmerio esgrimió su espada en alto, queriendo abrir en canal a su oponente; sin embargo, antes de que pudiese golpear, Parche se sacó una daga corta del cinturón con la mano que tenía libre, y trató de herir a Conan. Éste retrocedió de un salto, pero la daga le abrió un surco en el muslo; la sangre empezó a brotar y a manar.
Conan se cubrió la herida con la mano izquierda y tocó la roja sangre con las yemas de los dedos. Se acercó el salado líquido a los labios, lo probó, y rió al ver el súbito miedo que aparecía en el rostro de Parche. De repente, salpicó al sicario con la sangre que le quedaba en los dedos, tratando de alcanzarle en los ojos.
Parche maldijo y retrocedió de un salto. Conan se puso a su izquierda, luego saltó, y su espada bailó una danza de acero. El tuerto le iba acometiendo con la daga al mismo tiempo que se protegía con su propio y afilado acero, pero de poco le servían al bandido sus defensas. Parche dejó un camino abierto; Conan aceptó lo que le ofrecían. Aullando, el cimmerio hundió su sable en el cuerpo de Parche, como si se hubiera tratado de una lanza. La punta le entró al fracasado asesino por debajo del esternón, le atravesó el corazón y le salió por la espalda, entre dos vértebras.
—¡M-m-maldito seas! —logró decir Parche mientras caía.
Con una fuerte contracción de hombros, y de la región superior de la espalda, Conan extrajo su acero del cuerpo del moribundo. Dejando de prestarle atención a Parche, se volvió, buscando a la mujer que lo había embrujado.
Ésta había desaparecido.
El posadero había retirado el cadáver y había reemplazado el ensangrentado lecho sobre el que el cuerpo había terminado por caer, procurando mirar con respeto cada vez que sus ojos se cruzaban con los del cimmerio. Conan le ofreció una moneda de plata por sus esfuerzos —la última de plata que le quedaba—, y le dio instrucciones de que entretuviera durante algunas horas a la Guardia del Senado. Luego ya se habría ido y, si le querían, que lo llamaran silbando.
Después de limpiar la espada y de afilar las muescas que habían quedado en la hoja, Conan pensó en aquel ataque. Qué desgracia que él y la mujer no hubiesen podido consumar el acto antes de que el tuerto los interrumpiera. Ciertamente, la aparición de aquel hombre había sido una sorpresa; es más, la mujer también había parecido sorprendida. Si esto último era cierto, tal vez el sicario muerto no había estado compinchado con ella, después de todo. Qué extraño.
Por supuesto, la mujer le había hechizado de alguna manera. Pero, si no había tomado parte en una intriga para asesinarlo, entonces... ¿quién era ella? Más y más extraño. Su nariz aún retenía algo del hedor, y sentía que aquel olor no provenía sólo de los vapores, sino que estaba mezclado con el olor a magia que tanto detestaba. Todo aquello no era digno de un hombre honorable; se veía atrapado en una suerte de telaraña mística, poblada de magos, demonios y brujas. Cuanto antes abandonara aquello, mejor. Por la mañana, si todo resultaba como habían planeado, saldría a caballo por el portalón occidental de Mornstadinos. Entonces, ya sólo tendría que preocuparse por un brujo maligno que vivía cómodamente instalado en su castillo.
Conan sacudió la cabeza, y siguió limpiando la espada.
Djuvula estaba sentada en su habitación, repleta de negra rabia. ¿Quién era aquel necio tuerto? Había hablado de capturar vivo al bárbaro y, por tanto, debía de trabajar para algún otro. ¿Quién? ¿Quién había osado molestarla de aquella manera? El responsable sufriría desgracias cuando Djuvula lo encontrara. Grandes desgracias.
Loganaro sacudió la cabeza al contemplar el cadáver de Parche. Aquel necio había pagado por la arrogancia de creer que podría capturar él solo al bárbaro. ¿Qué iba a hacer ahora?
Sovartus agitó la mano ante Djavul.
—Ve y encuentra a la muchacha, y a ese hombre tan notable que la protege —dijo—. Contactaré contigo cuando esté preparado.
—Allá voy con vuestra licencia —dijo Djavul entre dientes. Y desapareció.
En el comedor de su palacio, Lemparius apenas si prestaba atención a los platos. Pensó, con una sonrisa, que ya comería algo por la noche.
Algo... o a alguien...
11
Mornstadinos yacía en el abrazo de la noche cuando, finalmente, Conan se acercó al muro que circundaba la hacienda de Lemparius, Verga Central del Triple Azote del Senado. El cimmerio se movía ágilmente, a pesar de la herida del muslo. Esta herida era superficial, y apenas si le preocupaba; había sobrevivido después de sufrirlas mucho peores. El hombre que se la había infligido ya no caminaba por la tierra de los vivos, y el ligero dolor que Conan sentía en sus carnes era un precio escaso por aquel privilegio.
El muro estaba hecho de piedras lisas, hechas con mortero de adobe, y cubiertas del mismo fango parecido a arcilla; su altura debía de triplicar la de Conan. El talludo joven sonrió. Al ver las grietas en el adobe, pensó que sería un juego de niños. A un hombre ordinario, aquel muro podía parecerle liso; para un cimmerio, era lo mismo que si hubiera tenido una escalerilla apoyada en el costado. Si Lemparius dependía de aquel muro para su protección, se había preparado mal contra los visitantes nocturnos no deseados.
Conan sólo necesitó unos momentos para trepar por la pared. Encontró fragmentos de loza y lascas de piedra dispuestos en lo alto. Si algún intruso era lo bastante necio como para tocar sus afiladas aristas, podía herirse. Conan rió suavemente. Cualquiera que fuese capaz de trepar por la pared, sabría también cómo pasar por encima de las aguzadas puntas. Él lo hizo con facilidad, desdeñando las pequeñas precauciones que había tomado el constructor. Descendió por el otro lado del muro hasta hallarse a una distancia del suelo equivalente a su propia estatura, luego se dejó caer, y aterrizó con mucha ligereza para tratarse de un hombre tan corpulento. Todo había sido fácil.
El palacio se hallaba a cien pasos. Conan pensó que palacio tal vez fuera una palabra demasiado pretenciosa. Ciertamente, la mansión era grande, pero no parecía muy impresionante en comparación con los edificios que había visto en Shadizar. No podía compararse con la ya destruida Torre del Elefante de Arenjun, ciertamente; con todo, si encontraba lo que había ido a buscar, se daría por satisfecho.
La mansión también estaba hecha de piedra recubierta de adobe, con grietas en las que el recubrimiento se había desprendido, y había dejado la roca al descubierto. Conan vio que no tenía foso; tampoco parecía que hubiese animales guardianes; ni perros ni aves. Pensó que esto último era algo raro; había ido preparado para ambos, con carne y grano drogados en un pequeño zurrón que llevaba atado al cinturón.
Se acercó atrevidamente a la casa, con la esperanza de confundir a cualesquiera guardias que pudieran verlo. Si le veían, trataría de dar alcance al guardia con rapidez suficiente como para dejarlo sin sentido antes de que pudiera dar la alarma.
Sin embargo, no salió ningún vigilante de los rincones en penumbra. Conan tampoco vio traza alguna de casetas o puestos de vigilancia. Sacudió la cabeza, y la luz de las estrellas relució en sus ojos azules. Pensó que el tal Lemparius era un regalo de Bel a los ladrones. Se maravilló de que no tuviese ningún cartel que los invitara a robar.
Aunque hasta entonces todo hubiese sido fácil, no perdió la cautela. Se sintió tentado de acercarse a la entrada principal e introducirse en la mansión por allí, pero acabó por renunciar a tal audacia. Más le valía no tentar a la suerte; una ventana le prestaría el mismo servicio.
Por la facilidad con que había llegado hasta allí, Conan supuso que las ventanas no estarían cerradas; y no se equivocó. Los postigos se abrieron con facilidad, y así pudo colarse sin problemas en el edificio. Una vez dentro, se encontró con una despensa mal iluminada por la luz que llegaba de las velas del pasillo, donde aves muertas, colgadas del techo, aguardaban futuros banquetes. Pasó hábilmente por entre los cuerpos colgados, evitando todo contacto con la carne de olor acre. Se asomó al pasillo.
Una vez más, el cimmerio sonrió abiertamente. Estaba vacío. Aquello era demasiado fácil. Comenzó a relajarse. El propietario de aquella casa merecía ser robado; debía de nadar en su propio engreimiento.
Anduvo por el corredor, procurando caminar con los bordes de las suelas. Esta precaución era automática, y no podía prescindir de ella, por muy fácil que fuera el robo.
El pasillo conducía a una gran sala, en cuyo centro había un baño cubierto de vapores, hundido en el piso. Las volutas de vapor iban a condensarse en las paredes, y las gotas de humedad resbalaban hasta formar charcos en el suelo. Pero ¿dónde estaban los habitantes de aquel lugar? ¿Podía ser que todos durmieran, sin apostar un solo guardia? ¡Qué locura!
Pasó por varias salas que tenían las puertas entreabiertas. En algunas vio muebles y alfombras de gran precio; en otras, pinturas y estatuas; en otras encontró artefactos mecánicos, cuya utilidad no alcanzó a comprender.
Finalmente, el cimmerio se encontró con una puerta cerrada. Sonrió. Ya era hora. Se agachó para examinar la cerradura, y su sonrisa se ensanchó. Aquel obstáculo no habría detenido a un niño resuelto a entrar en la habitación. Y Conan no era ningún niño. Desenvainó la daga e introdujo su punta entre el dintel y el batiente. Sólo con hacer girar la daga, desalojó el cerrojo; la puerta se abrió hacia dentro sin más problemas.
Cogió una vela del pasillo y entró con ella en la habitación. Se detuvo de pronto, y bruscamente tomó aliento. ¡Crom!
La luz de la parpadeante vela le reveló una sala del tesoro. Allí había estatuillas de oro, felinas en su mayoría, guarnecidas con piedras preciosas; colmillos de marfil, incrustados con espirales de oro y recubiertos de plata, apilados en un montón; había bandejas y sacos de cuero suave —seguramente repletos de moneda— esparcidos por toda la estancia.
Así pues, aquél era su objetivo. Conan cerró suavemente la puerta a sus espaldas y sostuvo la vela en alto. Sus robos pasados le habían enseñado que debía tomar los objetos que pudiese cambiar más fácilmente por moneda, y, como parecía que en aquella estancia hubiera principalmente sacos de monedas, decidió apoderarse de éstos. Por supuesto, algunos de los sacos de cuero estaban llenos de joyas, y habría sido estúpido el ignorarlas. Sin embargo, no valía la pena mostrarse codicioso. Unos pocos cientos de monedas de oro, y el rescate de una reina en piedras preciosas, habían de bastarle para sus necesidades. Reprimió una carcajada. Qué lástima que no hubiera ido con una carretilla; la seguridad era tan pobre, que estaba seguro de haber podido cargarla y llevársela sin ser visto.
El cimmerio se agachó para empezar a examinar su posible botín. Aquí, encontraba una bolsa de solones de oro, grande y repleta; más allá, un pequeño saco de excelentes esmeraldas, cortadas en forma rectangular. Se metió las preciosas gemas verdes en su propia bolsa. El siguiente saco contenía tal vez sesenta monedas de plata; de mala gana, las dejó. Eran demasiado pesadas, y la plata no tenía mucho valor al lado de todo lo demás.
Cogió una gran bolsa de cuero y la llenó de monedas de oro, hasta que el cuero, triplemente recosido, amenazó con romperse a causa del peso. Esto era todo lo que podía hacer el cimmerio para no echarse a reír. No sólo viajaría hasta Nemedia con todas las comodidades, sino que, cuando llegase allí, viviría como un rico. Oh, podría contratar un ejército para asediar al mago que retenía a la hermana de Eldia. O pagarse sus propios magos.
Al ir a marcharse, Conan se detuvo. Vio un artefacto puesto sobre un pedestal de marfil labrado, cerca de la puerta; no lo había visto al entrar. Se detuvo para mirar aquel objeto. Estaba hecho de oro, o tal vez de bronce, y parecía una esfera puesta dentro de un cubo. Sin embargo, había algún tipo de distorsión en aquel constructo; algo que no podía acabar de definir le resultaba extraño. Como el artefacto reposaba sobre un soporte, supuso que debía de tener gran valor. Se le ocurrió llevárselo, pero al instante se encogió de hombros. No, ya tenía suficiente. Un buen ladrón sabe cuándo retirarse. Se volvió.
—Sabia elección —dijo una voz de hombre—. Porque es evidente que no sabes lo que es la storora, ni cómo funciona. La echarías a perder.
Antes de que la voz callara, Conan ya había reaccionado. Se volvió hacia el origen del sonido y desenvainó la espada con la diestra, aun cuando siguiera sujetando el saco lleno de oro con la izquierda. Su vela cayó al suelo y se apagó. La estancia quedó a oscuras, cubierta por una mortaja de tinieblas en la que el cimmerio no podía ver. Bien. Si él tenía que moverse a ciegas, le ocurriría lo mismo a su enemigo.
La otra voz, cuando volvió a hablar, lo hizo en tono burlón.
—Si crees que me confundirás tan fácilmente, te equivocas. Puedo verte, sentenciado ladrón.
«Eso parece improbable», pensó Conan, al tiempo que localizaba la voz. Avanzó hacia su oponente, blandiendo de frente la espada.
—No, no me encontrarás con tanta facilidad, extranjero.
Esta vez, la voz se oyó por otra parte de la estancia, a la izquierda de Conan. El cimmerio se volvió para hacerle frente. Sus ojos se habían acostumbrado en cierta medida a la penumbra; le parecía ver una silueta algo más oscura en las tinieblas, aunque sin estar seguro. La única luz entraba por debajo de la puerta cerrada, y era sólo un tenue fulgor.
—Debes de ser extranjero —dijo el hombre—, porque no hay residente tan necio en Mornstadinos como para tratar de robar en la casa de Lemparius. —Se había movido de nuevo.
Conan sopesó sus opciones. Se enfrentaba a un hombre que parecía moverse en la oscuridad mucho mejor de lo que se le supondría; es más, había logrado eludirle sin que él le oyera. El joven cimmerio ya tenía su botín y, gracias al resquicio por el que entraba la luz, sabía dónde se encontraba la puerta. Un ladrón exitoso es el que escapa con el producto de su robo, y eso era lo que quería hacer. Tenía que marcharse.
Conan saltó hacia la puerta.
En su mismo salto, vio que algo se ponía delante de la luz, formando dos gruesas líneas oscuras. Le pareció que se trataba de los pies de un hombre. Y, si pertenecían al mismo que había hablado, éste debía de tener una velocidad sobrenatural, porque se había movido hasta allí, desde su anterior posición, en demasiado poco tiempo. Pensando esto, arremetió con la espada, para cortar por la mitad a la todavía invisible figura.
—Eres rápido, para ser tan estúpido —dijo la voz—. Aunque eso no va a salvarte.
Conan no malgastó aliento en responder. En cambio, atacaba con la espada en una y otra dirección, y al mismo tiempo iba retrocediendo hacia la puerta, manejando el acero con tal fuerza que este silbaba en la oscuridad. ¡Que la voz oculta tratara de atravesar aquella barrera!
Conan llegó a la puerta, sintió su pomo en la espalda y meditó el siguiente movimiento. Aquello podía ser peligroso. No se atrevía a volverse y a exponerle la espalda descubierta al hombre que se escondía en la negrura. Abrir la puerta con la mano entorpecida por el saco de oro sería difícil, pero no imposible. Y tenía que contar con que su enemigo tuviera cómplices en el corredor, aguardando su salida.
Sacudió la cabeza. Tenía que pensar en demasiadas cosas. ¡Si un hombre se pone a pensar en todas las posibilidades que se le ofrecen, puede seguir pensando hasta hacerse viejo! Cogió el pestillo, lo descorrió, y fue abriendo la puerta al mismo tiempo que salía. Entonces, el cimmerio se volvió y saltó afuera, al corredor.
Y al verse solo, Conan rió, y echó a correr por el pasillo iluminado con velas. Oyó un ruido a sus espaldas y se volvió para mirar, pero no vio nada. Sólo tenía que doblar una esquina del corredor, y ya estaría cerca del almacén por el que había entrado en la casa. Una vez afuera, iría a la puerta; sería más rápido que trepar por el muro. Ya se veía casi libre.
Dobló la esquina del pasillo, vio lo que tenía delante, y profirió una maldición. Se detuvo bruscamente, y su poderoso pecho trabajó por llenarle los pulmones.
Al extremo del corredor, cerrándole la salida, había una docena de hombres armados con picas y espadas. No podría salir por allí. Se volvió y se fue corriendo por donde había venido. Supuso que sería mejor enfrentarse al hombre que le había hablado en la penumbra que a doce soldados armados. Especialmente si podía contar con la luz del pasillo. Al doblar de nuevo la esquina, el joven cimmerio advirtió que aquellos hombres no le habían seguido. Por alguna razón, esto le inquietó más que si lo hubieran hecho.
De pie, treinta pasos más adelante, había una figura solitaria. Era un hombre alto y rubio, de piel clara. Sostenía en la mano, tan sólo, una daga curva, no una espada, y su tranquilidad parecía excesiva en alguien que se disponía a luchar.
Brevemente, Conan consideró la posibilidad de abatirlo, de no detenerse, de emplear la espada para apartarle a un lado. Sin embargo, había algo en su porte que hizo que el cimmerio se frenara en su carrera, y finalmente siguiera adelante caminando. Al fin, se detuvo a tres pasos de él, y miró al sujeto que le cerraba la salida. Allí había algún peligro, algo no natural, y Conan sintió que, al contemplar a aquel individuo, el cabello de la nuca le cosquilleaba y se le erizaba.
—Así pues, eres menos estúpido de lo que pareces —dijo el hombre—. No mucho menos, quizás, sólo un poco. Permíteme que me presente: soy Lemparius, senador, y dueño de esta casa donde querías robar. ¿Qué me dices a eso, ladrón?
—Apártate —dijo Conan, y su voz era casi un gruñido—. No querría matarte.
Lemparius rió, con aguda risilla.
—Oh, qué delicioso es esto. —Arrojó al aire su daga en forma de colmillo, y la cazó limpiamente al vuelo. Miró con desdén la espada del corpulento joven—. Anda, ven, y pasa de largo por delante de mí, necio extranjero. Si puedes hacerlo, vivirás; si no, las moscas se congregaran en torno a tu cuerpo antes de que llegue el alba.
Conan actuó. Se arrojó sobre Lemparius, asestándole un fuerte mandoble con su afilado sable. Al manejar el acero, los músculos se le marcaron en los brazos. Si hubiera acertado, su arma habría abierto en canal al senador... si hubiera acertado. El senador saltó como un felino, y el ataque de Conan fracasó claramente. Demasiado rápido para que el bárbaro pudiera seguirlo, Lemparius atacó, y alcanzó con su puñal curvo el antebrazo del hombre más corpulento. El contacto fue casi suave, pero abrió un corte, una fina línea tan larga como el dedo medio de Conan. El senador rió a la par que le hería con el cuchillo.
El cimmerio volteó con fuerza el pesado saco de oro. El senador no había esperado esta reacción, y las pesadas monedas le dieron con fuerza en las costillas, golpeándolo en el costado. Lemparius gruñó y casi se tambaleó, pero logró recobrar el equilibrio. Una vez más, le cerró la salida a Conan.
—Buen movimiento —dijo Lemparius—. Eres más rápido de lo que creía. —Entonces, respiró hondo y lanzó un penetrante silbido.
Se oyó rumor de sandalias sobre las baldosas, cada vez más fuerte, a espaldas de Conan; los piqueros se acercaban.
—Si tienes dioses, más te vale reconciliarte con ellos —dijo Lemparius—. Y tan pronto como puedas.
El cimmerio soltó el saco de oro y juntó la mano izquierda a la diestra, para empuñar el sable con ambas. Tal vez Lemparius fuera veloz, pero aún no se sabía si podría parar con su extraño cuchillo el mandoble que Conan le asestara con toda la fuerza de ambos brazos. El cimmerio arremetió y trató de herir al otro hombre, moviendo la espada a tal velocidad que de ésta sólo quedó un borrón brillante.
Lemparius cedió terreno. Retrocedió apresuradamente y, una vez que Conan hubo errado el golpe, trató de contraatacar. Pero el propio bárbaro se recobraba con excesiva rapidez, y Lemparius tuvo que echarse atrás de nuevo. Se le ocurrió al cimmerio que tendría que hacer retroceder a aquel hombre a velocidad suficiente para poder escapar él mismo de los piqueros que venían por detrás a toda prisa. Atacó como si hubiera querido segar trigo, asestando mandobles breves y veloces para ir empujando a su oponente.
Mientras daba otro de sus ágiles pasos hacia atrás, Lemparius resbaló. Los pies del senador perdieron todo apoyo, y el enemigo de Conan, de súbito, quedó tendido en el suelo cuan largo era, de espaldas. El bárbaro habría dado el saco de oro por ver la que entonces fue su mirada de sorpresa. Levantó la espada.
Entonces, su esperanza de escapar sufrió un mortal revés. Por el pasillo, detrás de Lemparius, aparecieron por lo menos otros doce piqueros y espadachines, que corrieron hacia el cimmerio. ¡Estaba atrapado!
Conan se volvió. La puerta de la sala del tesoro se interponía entre él y el primer grupo de soldados. Si llegaba hasta allí, tal vez pudiese cerrarla desde dentro; quizá hubiera otra salida. Quizá no, pero tampoco tenía otra elección. Si no había otra puerta, por lo menos tendría más espacio para manejar la espada. Se llevaría por delante a tantos enemigos como pudiese; Crom le apreciaría más, a su entrada en las tierras grises, si le precedía una docena de sus oponentes, enviados allí por su propia mano.
—¡Ríndete! —le gritó uno de los piqueros.
—Yo soy Conan de Cimmeria. ¡No me rindo ante ningún hombre!
Conan vio por el rabillo del ojo que Lemparius se estaba incorporando torpemente. «¿Conan?», dijo el senador. Su pregunta tuvo como efecto que el cimmerio se detuviera sorprendido, sólo por un instante. Ese instante bastó para que el primer hombre del primer grupo de piqueros se le acercara hasta herirle. Cuando la punta de cuatro aristas se dirigió a su rostro, Conan desvió el astil con la espada, y asestó un mandoble hacia abajo. El piquero chilló, pues el acero le había alcanzado. Sus compañeros se detenían el tiempo suficiente para que Conan pudiera saltar hasta la puerta. El cimmerio se dispuso a saltar.
—¡Conan! ¡Qué maravilla!
Perplejo, Conan se volvió a medias y miró atónito a Lemparius. Así pudo ver que el senador había cogido el saco de oro que el bárbaro había soltado un momento antes, y que le golpeaba en la cabeza con el pesado costal.
Se hizo la negrura.
12
Conan subió nadando desde las honduras de una bruma roja y palpitante; a medida que las brumas se fueron enrareciendo, también se aclaró su cerebro. Al abrir los ojos, el cimmerio ya había recobrado todos sus sentidos: yacía en completa negrura, en malsana humedad y repugnante hedor. Por un momento, no supo imaginar cómo había llegado a aquel sitio; sin embargo, fue recobrando la memoria, y el recuerdo de cómo Lemparius le arrojó el pesado saco de oro.
Recuperó fuerzas. Sentía punzadas en la cabeza, pero esto no le impidió sentarse; tenía un pequeño corte en el brazo, y nada más de lo que se debiera preocupar; su pierna aún estaba algo resentida. Cuidadosamente, bajó del duro banco en el que estaba sentado, y se puso de pie, con los pies desnudos, sobre el frío suelo. Le habían quitado la espada, así como la mayor parte de sus ropas. Vestía unos calzones cortos, y sobre éstos el cinturón y la bolsa; nada más. Conan abrió la bolsa y metió la mano en ella. Estaba vacía... no, un momento, había algo... parecía como una piedra, atrapada en uno de sus pliegues. Sacó la piedra y la acercó a sus ojos. Ningún destello de luz iluminaba sus contornos, pero, por su forma, Conan supo lo que era: una de las esmeraldas se había quedado allí. Quienquiera que le hubiese encerrado en aquella fosa estigia, no había visto la oculta gema al vaciar la bolsa de Conan.
Volvió a dejar la esmeralda en el mismo sitio y ató de nuevo el cuello de la bolsa. Si escapaba, la joya le sería útil; hasta que lo lograra, una espada, una daga o incluso un palo tendrían más valor.
Sólo tardó unos momentos en explorar la habitación donde se encontraba. De tosca planta cuadrada, no medía más de tres brazos en cualquier dirección. A uno de sus extremos había una gran puerta de madera, reforzada con láminas de hierro herrumbroso y, según le reveló el tacto, bien cerrada. No encontró los goznes; en consecuencia, la puerta debía de abrirse hacia afuera. Asentó los pies desnudos sobre las húmedas baldosas, tan firmemente como pudo, y apoyó sus grandes manos en la tosca madera. Empleando todas sus fuerzas, el poderoso cimmerio empujó.
A juzgar por su resistencia, aquella puerta podría haber sido una ladera de montaña. Conan retrocedió hasta tocarla solamente con las yemas de los dedos. Reunió energías y saltó, golpeando el obstáculo de madera con el hombro tenso, no más blando en el choque que el mismo batiente. La puerta aguantaba.
Conan respiró hondo, y cerró los puños con fuerza, como martillos. Estaba fuera de sí de verdad. Quería montar en cólera, y aporrear la puerta para calmarse, pero contuvo su propio temperamento. Habría sido una acción necia, y un derroche de energías.
En cambio, el corpulento cimmerio volvió hasta el banco sobre el que había despertado. Ahora se movía fácilmente en la oscuridad, porque toda la celda estaba ya dibujada en su cerebro. Se sentó sobre el banco y apoyó las espaldas en la pared, dispuesto a esperar.
El tiempo que Conan tuvo que pasar en la espera fue breve, no más de una hora. Unas pisadas frenéticas resonaron por el corredor al que se salía desde la celda del cimmerio; momentos después de que las hubiera oído, la puerta se abrió bruscamente. Conan se mantuvo donde estaba, con los ojos entrecerrados para protegerse de la luz de antorchas que de pronto había inundado la pequeña cámara. Vio por lo menos una docena de teas, sostenidas por muchos hombres bien armados. Habría sido necio pensar en atacarlos con las manos desnudas.
Lemparius el Senador entró en la celda.
—Vaya —dijo—, así que por fin has despertado de tu desmayo. Bien. Se me ocurrió que tal vez te hubiese golpeado con demasiada fuerza. Tampoco es que me importe... no te quiero por tu cerebro, Conan de No-sé-dónde. —Lemparius sonrió—. ¿Verdad que la vida es extraña? Yo quería capturarte, pero tú me evitabas como una dama coqueta; y ahora, vienes por tus propios medios. ¿No te parece divertido?
Conan no dijo nada.
—Oh, querido. Espero no haberte dejado mudo con mi garrote de oro.
Conan le miró con odio.
—Así, fuiste tú quien me mandó esa jauría de sicarios durante la tempestad. —No era una pregunta.
—Ciertamente. —Lemparius no dejó de sonreír en ningún momento.
—Tendrías que buscarte mejor a tus hombres; no elegiste bien a esos necios.
—No importa, porque te tengo aquí, y estás en mi poder. Lo que importa es el desenlace, bárbaro.
Conan asintió. Aquello era verdad. Él aún respiraba, aún se oía el apagado sonido de aire y cuerpo; aún no había llegado el desenlace.
—Seguramente, querrás saber cómo es que me he esforzado tanto por gozar de tu compañía. —Lemparius enarcó una ceja.
—No me importa mucho. —No quería darle a su torturador la satisfacción de mostrarse curioso.
La sonrisa del senador se ensombreció ligeramente.
—¿No? ¿No quieres conocer tu destino, Conan de Barbaria? ¿No quieres saber cómo pasarás los últimos momentos de tu existencia?
Conan, con ojo experto, midió la distancia que le separaba de Lemparius. Pensó que podría alcanzarlo antes de que la cohorte le alanceara. Pero aquel hombre era rápido como el diablo; si lograba que el senador diera un paso hacia adelante, lo tendría más fácil.
Conan dijo:
—Sólo me importa que el hedor de mi establo se ha multiplicado por diez al entrar tú, perro. Quizá sea tu dieta de estiércol lo que me molesta.
La sonrisa de Lemparius se desvaneció, y el ceño ocupó su lugar. Hizo como que iba a dar un paso hacia Conan. El cimmerio desplazó ligeramente su propio peso sobre el banco, y se aprestó para actuar con rapidez.
Lemparius se detuvo, y sonrió de nuevo.
—Ah, ¿crees que soy tan duro de mollera como para dejarme engañar por un truco tan simple? Piensa de nuevo, bárbaro. Y observa.
Lemparius hizo un gesto con la mano. Un hombre se adelantó, y se quedó al lado del senador. Conan no lo había visto hasta entonces, porque el brillo de las antorchas se lo ocultaba. Llevaba una ballesta amartillada, y su punta con aristas apuntaba directamente al corazón de Conan. Lemparius hizo otro gesto, y un segundo hombre, armado igual que el primero, se puso en el lado opuesto. Conan pensó que la celda empezaba a estar abarrotada.
—Dalius, el de mi izquierda, es un maestro de la ballesta, campeón de toda Corinthia. Puede clavar en la pared una mariposa al vuelo, desde una distancia de diez pasos. Desde donde está ahora, basta con que le diga «izquierdo» o «derecho», y su cuadrillo te atravesará el ojo correspondiente, y de paso clavará tu cabeza a la pared.
Lemparius aguardó un momento para que aquello calara en Conan, y luego señaló con un gesto de la cabeza al segundo ballestero.
—Karlinos vino de Brithunia, donde era el mejor con su arma. Aunque no sea un campeón de la talla de Dalius, no hay nadie que le supere... su cuadrillo te atravesaría el otro ojo antes de que el primero te saliera por detrás.
Conan se relajó contra la pared. Entonces, rió ruidosamente.
Era obvio que Lemparius había invertido grandes esfuerzos en capturarlo vivo. Aunque no supiese qué planes tenía el senador para él, estaba seguro de que no quería matarlo. Por lo menos, aún no.
Se oyó una voz de mujer detrás de las filas de los hombres.
—Es él.
Junto con la voz, también le llegó un aroma de perfume exótico. El olor y la voz despertaron el recuerdo del lugar donde Conan los había conocido... ¡en su cuarto de la posada! Era la mujer que lo había embrujado. Por Crom, ¿qué era lo que ocurría?
Lemparius se volvió a medias hacia la mujer que había hablado; Conan vio que tenía una oportunidad. Jugó con que los ballesteros no tirarían sin recibir una orden directa. Forzando violentamente su poderoso cuerpo, Conan atacó. No tenía ninguna esperanza de poder matar a Lemparius con las manos desnudas antes de que lo abatieran a garrotazos, pero la satisfacción de arrearle algún golpe le valdría el esfuerzo. Así, Conan le dio una patada, y el empeine de su pie desnudo voló entre las piernas de Lemparius y le golpeó con fuerza en la ingle. El senador gruñó y se quedó pálido como un muerto; Conan no pudo ver nada más antes de que volvieran a mandarlo al país de las dolorosas brumas.
—¡...yo mismo le arrancaré el corazón!
—No, ahora es mío; tú me lo has dado.
Conan aún no había recobrado la vista, pero podía oír bien. Habría querido ponerse en pie de un salto, pero advirtió varias circunstancias. Ya no estaba sentado en el banco de su hedionda celda, sino encima de un blando cojín. Tal vez, si le creían inconsciente, oyera algo de lo que luego pudiese sacar partido. Además, le habían atado de manos y pies con correas suaves al tacto, pero resistentes. Así pues, el cimmerio fingió dormir y escuchó.
—¿... y ha venido él solo? —Ésta era la voz de la mujer; el senador la había llamado Djuvula.
—Ah, yo... un agente libre, un tramposo llamado Loganaro, acudió a mí. Se ofreció a entregarme el bárbaro por una buena suma.
Esto lo estaba diciendo Lemparius. Y aquel nombre... ¿dónde lo había oído? Loganaro... ah, sí, el gordo aquel que había conocido en el mesón sin nombre, al otro lado de los montes Karpashios.
Djuvula dijo:
—¿Por qué querías que hiciera eso? ¿Qué utilidad puede tener un bárbaro para ti?
Conan no podía ver el rostro de la mujer, pero el suyo rezumaba cólera.
—Oh, habitualmente no tendría ninguno; sin embargo, Loganaro me dijo que tú sentías cierto interés por ese hombre. Yo sólo he querido aprehenderlo para ti. A modo de favor.
—A modo de favor. Ya veo. ¿Y qué esperas de mí a cambio de ese... favor?
—Querida Djuvula, no hablemos de cambiar esto por aquello como si fuésemos mercaderes. No me debes nada por esa escoria bárbara, absolutamente nada.
Se hizo una pausa, en la que Conan pensó si debía abrir ligeramente los ojos. Decidió hacerlo, pero sólo se encontró con un cojín de seda rosa que le impedía ver a los conversadores. Habría tenido que moverse, y en aquel momento no lo juzgaba oportuno. Forcejeó con sus ataduras, pero éstas aguantaron con firmeza.
Lemparius seguía hablando.
—Querría que reanudáramos nuestro trato anterior, mi querida señora.
—Sabes que eso es imposible. Yo ya no mantengo ese... tipo de relación con hombres ordinarios.
—Ah, pero yo he cambiado, Djuvula. Soy más de lo que era antes.
La mujer rió.
—No debes creer que mi mantología es tan pobre como para no notar esa... transformación adicional.
—Cierto, en ningún momento he querido despreciar tus poderes de adivinación, querida. Yo sólo quería decir que, con mis nuevas energías, tengo una... vitalidad de la que antes carecía.
Djuvula rió de nuevo.
—Apuesto a que no tienes tanta como mi príncipe.
—Tal vez. Por otra parte, también tenemos que valorar la técnica al lado del simple vigor, ¿no te parece? —Lemparius habló entonces con voz más baja—. Yo podría satisfacerte, señora, sé que podría, si me das la oportunidad.
—Ya he conocido otros hombres que también habían sufrido esa transformación, Lemparius. Estoy sospechando que alardeas de lo que no tienes.
—Entonces, dame una oportunidad. Sin duda, no perderás nada con darme una oportunidad de demostrarte mis... capacidades. Si fracaso, podrás llevarte a ese saco de músculos para tu simulacro. Y si yo tengo éxito, o, mejor dicho, cuando yo tenga éxito, ya no necesitarás a tu príncipe.
Se hizo otra pausa, esta vez más larga. Conan trató de mover el cuerpo, siempre muy levemente, para poder verlos, pero el cojín debía de ser tan grande como un caballo; ¡aún le bloqueaba la visión con su color de rosa!
—Llevas alguna razón en lo que me dices, Lemparius —dijo Djuvula—. Muy bien. Demuéstrame tus nuevas destrezas.
—¿Aquí? ¿Ahora?
—¿Por qué no? Tus hombres le han pegado tal paliza al bárbaro que dormirá durante un día; si finalmente despierta, tampoco me importa que nos vea. A menos que esas cosas te den escrúpulo.
Lemparius rió, pero Conan pensó que su carcajada parecía forzada.
—De ninguna manera —dijo—. Muy bien, pues.
El agudo oído de Conan oyó un roce de telas; aprovechó la oportunidad para moverse todavía un poco más sobre los cojines. Ya podía ver algo del elevado techo, y un poste de madera; probablemente, el poste formaba parte de algún lecho de fantasía sobre el que Conan yacía maniatado. Bien, por lo menos tenía las manos atadas delante del cuerpo, y podría morder las correas. Acercó las manos al rostro, muy lenta y cuidadosamente, hasta tener los lazos de seda en los labios. Empezó a mordisquearlos, y sintió el sabor del tinte. Sabía que tardaría cierto tiempo en cortarlos.
—¡Que Set se lleve a ese maldito bárbaro! —gritó el senador. —¿Tienes algún problema, Lemparius? —La voz de Djuvula estaba llena de la dulzura de una colmena en primavera.
—¡Puedes ver muy bien que sí! ¡Estoy lisiado! ¡Ese zoquete me dio una patada! Siento... siento un terrible dolor cuando trato de...
—Qué lástima —le interrumpió Djuvula—. Pues vaya con tu vitalidad...
—¡Esto no es una prueba justa, Djuvula! ¡Debes concederme cierto tiempo para que me recobre de mi lesión!
—¿Debo concedértelo? —La mujer rió—. Bueno, supongo que puedo aguardar algunos días más antes de dar vida a mi Príncipe de la Lanza. Te concedo tres noches, Lemparius. Tal vez el bárbaro me tenga entretenida hasta entonces. —¡Te burlas de mí!
—No, Lemparius. No me molestaría en hacerlo. Sólo me complazco a mí misma. Ese bárbaro es un hombre valeroso, ciertamente, y voy a quedarme con su corazón, que vivirá en el pecho de mi príncipe. Hasta entonces, mi generosidad os concede tres días a ti y a él.
Conan ya había oído bastante. ¡Iban a sacrificarlo en algún repugnante rito mágico! Se incorporó abruptamente, y se encontró con que estaba sentado sobre una cama, al lado de un hombre de piel negra, muerto o inconsciente, de proporciones heroicas.
Lemparius y Djuvula yacían sobre cojines, cerca de la cama. Ambos estaban desnudos. Se volvieron y clavaron la mirada en Conan.
El cimmerio se cubrió el rostro con las manos. Respiró hondo, y expulsó el aliento en un profundo grito gutural. Al mismo tiempo, el joven gigante luchaba con los lazos a medio cortar de sus muñecas. Los músculos se le marcaban en los hombros y la espalda; los tendones le crujieron y se le tensaron en los brazos, pues estaba concentrando todo su ser en las correas que lo retenían. De pronto, éstas cedieron. Se oyó un sordo chasquido, y sus manos quedaron libres.
Lemparius profirió una maldición, se levantó de un salto y buscó la daga entre sus ropas. Halló el arma curva, la extrajo de su vaina y se volvió hacia el cimmerio.
Conan agarró el cojín de seda que tenía más a mano y se lo arrojó a Lemparius. Era suave al tacto, pero igualmente sólido y grueso. Lemparius no pudo detener el almohadón con su sorprendido mandoble, y acusó el golpe. Se tambaleó y cayó, y aterrizó duramente sobre su espalda desnuda.
Sin perder tiempo, Conan se agachó y se arrancó las correas de los tobillos. Cuando hubo terminado, levantó los ojos, y vio que Lemparius se había recobrado de la caída, que estaba de pie y caminaba.
Conan saltó al encuentro de la acometida de Lemparius. Aquel hombre podía ser rápido, pero Conan no era lento; en un abrir y cerrar de ojos, el cimmerio agarró las muñecas del senador con sus poderosas manos. Conan paró con la cadera un rodillazo dirigido a su entrepierna, y el senador hizo lo mismo cuando el cimmerio trató de golpear con su propia rodilla las ya delicadas partes escrotales de Lemparius. Ambos cayeron, aún agarrados. Conan sabía que él era el más fuerte, y que sólo tardaría unos pocos momentos en someter al otro.
El fino vello de las muñecas de Lemparius empezó a retorcerse bajo las palmas de las manos de Conan. Y algún raro engaño de la luz hizo que las facciones del forcejeante senador parecieran estar cambiando de pronto; su rostro parecía hundirse...
¡Crom! ¡Aquel hombre ya no era un hombre, sino una gran bestia! ¡Le salían colmillos de la boca, le crecían garras en vez de manos, y lo que había sido el senador Lemparius gruñía ahora y trataba de hundir los dientes en la cara de Conan!
Éste maldijo, y alejó de sí, con un empujón, al semihombre semifelino, valiéndose al máximo de los fuertes músculos de su pecho y de los brazos. La bestia voló por la estancia y se estrelló contra la pared.
¡Un hombre pantera! Conan había oído hablar de hombres que se transformaban del mismo modo en lobos, pero nunca había oído hablar de que alguien se convirtiera en felino. No quería tener que luchar a manos desnudas con una criatura sobrenatural como aquélla. Además, se decía que las armas humanas no podían dañar a un hombre animal. De nada le habría servido una espada, que de hecho no tenía.
La pantera rebotó contra la pared y cayó a sus pies. Se volvió y gruñó, rugió guturalmente, haciéndose oír con mucha fuerza en la estancia cerrada. Lentamente, la bestia se fue acercando a Conan. Éste habría podido jurar que el felino le estaba sonriendo.
¡Un arma, necesitaba un arma! Conan miró velozmente en derredor, pero no había... ¡ah, sí! La daga curva de Lemparius estaba cerca de su pie desnudo. Se agachó, y recogió el puñal. Armado, se sentía mejor.
—¡No puedes matarlo! —le gritó Djuvula.
Conan se volvió, y vio que estaba hablándole a la pantera, no a él. El felino ignoró la orden de la mujer. Pero, cuando el cimmerio le acercó el maligno acero curvo de la daga, el hombre pantera se detuvo en su silencioso avance y gruñó.
Conan se fijó en que la bestia estaba mirando el puñal. Tal vez aquel cuchillo fuese más de lo que parecía, puesto que su dueño era Lemparius. Tal vez pudiese hacer daño a la bestia.
En Conan, era habitual que el pensamiento se convirtiera en acción; saltó sobre el hombre pantera, tratando de herirlo. La bestia fue cediendo terreno al mismo tiempo que le atacaba con sus agudas garras sin lograr alcanzarlo. El corpulento cimmerio se vio a tan sólo unos pasos de la puerta de la alcoba. Era el momento de marcharse. Asestó cuchilladas al aire con la curva daga para mantener la pantera a raya mientras retrocedía hasta la salida. La bestia gruñó, pero no se acercó lo bastante como para tocarle.
Conan llegó a la puerta, la abrió bruscamente y salió corriendo. Entonces, el felino hizo una carrera desesperada, y le arañó la pierna al cimmerio con la garra derecha. Conan le golpeó fuertemente con la punta de aquel arma parecida a una hoz, y se la clavó en la pata delantera. La sobrenatural criatura chilló y contrajo violentamente la pata; tenía una herida sangrante en el leonado pellejo. La pantera se retiró sin dejar de chillar, y Conan cerró violentamente la puerta para perderla de vista. En el corredor adonde había salido, nada le obstaculizó el paso, y corrió, como un hombre perseguido por demonios.
No miró hacia atrás.
13
Lemparius había ido a reunir a sus esbirros. Djuvula estaba sentada en su alcoba, ella sola, y contemplaba el cuerpo inerte de su Príncipe. Con decir que estaba furiosa, no acertaríamos a describir su negra rabia. Lemparius tenía que ser un necio para creer que aquella apariencia de hombre bestia había de mejorar en proporciones mayúsculas su anatomía, o su actuación; ¡aún peor, había permitido que el apuesto bárbaro escapara! Iba a pagar por ello.
También tenía que ocuparse del asunto de Loganaro, agente libre y traidor. El bárbaro de quien éste le había hablado era Conan y, además, el gordo sapo la había traicionado por el hombre que la pretendía. Iba a pagar por su necia estupidez, y también lo pagaría retorciéndose morosamente. El hombre que le había cortado la mano a su hermano demonio se hallaba fuera de su alcance, y Djuvula apenas si necesitaba pretextos para buscar una víctima en quien descargar su ira.
Una bruma purpúrea asaltó el aire de su estancia, junto con un resplandor amarillo de polucionada luz. Bien, bien. Mira quién había elegido aquel momento para presentarse.
Djavul se agachó para no tocar el techo con la cabeza.
—Hermana —masculló—, presiento que has capturado a mi presa.
Djuvula rió.
—Oh, más vale que hayas llegado tarde que nunca, hermanastro.
—¡Habla con claridad, hermana!
—Ese bárbaro que te cortó la mano ha escapado. Por culpa de un senador inepto que se cree un magnífico espadachín.
—¡Quiero hacerme un tazón para los caldos con su cráneo!
—No, hermano, me pertenece a mí. Y no me será difícil encontrar a nuestra presa común, porque tengo sus ropas y su espada en mis manos. Te voy a arrojar los hechizos adecuados para que lo puedas localizar con exactitud... con la condición de que me lo traigas antes de llevar a término tu venganza.
—¿Quieres regatear conmigo, hermana?
—Te digo que no. Después harás lo que quieras con ese hombre, con tal de que yo le haya podido arrancar el corazón de su cuerpo vivo.
Djavul rió.
—Así, ¿persistes en querer construirte un juguete nuevo? —El demonio señaló con la cabeza la figura que reposaba sobre el lecho de Djuvula—. Podría traerte fácilmente de los abismos a uno mejor, hermana. De hecho, yo mismo podría encargarme de tus placeres.
—No, gracias —dijo Djuvula—. No quiero someterme a un amante demonio, no me importa su aptitud. No estoy dispuesta a pagar el precio por ello.
Djavul rió entre dientes.
—Ah, yo en tu lugar también rechazaría la oferta; pero no se pierde nada por intentarlo, ¿verdad?
—No esperaba menos de ti, hermano. Pero espera un momento; tengo que realizar ciertos conjuros...
Vitarius levantó los ojos, sobresaltado, cuando Conan irrumpió en su cuarto.
—¿Dónde has estado? —le preguntó el viejo brujo—. Te esperábamos esta mañana...
—No importa, ya os lo contaré luego. ¿Tenemos provisiones? ¿Estamos listos para viajar?
—Sí. Eldia y su hermana están aguardando donde el proveedor; yo pensé que sería conveniente esperarte aquí...
—Entonces, marchémonos, Vitarius. Ahora mismo.
—¿Has conseguido dinero suficiente...?
—Hemos de ponernos en camino, anciano. No tenemos tiempo para charlar. He sufrido algunos... contratiempos en mi aventura. Más nos vale trasponer cuanto antes los portalones de la ciudad.
Había cuatro caballos, sillas de montar de excelente calidad para cada uno de los animales, y una acémila amarrada a un poste en uno de los tortuosos callejones que Conan había llegado a odiar. Eldia y Kinna estaban allí cerca. La hermana mayor había conseguido un grueso y sólido bastón, tan largo como alta era ella. Kinna fue la primera en hablar cuando vio que se le acercaban el cimmerio y el Mago Blanco.
—¡Conan! ¿Dónde están tus ropas?
—Tenía calor —replicó él.
La mujer pareció querer seguir preguntando, pero sin duda cambió de opinión, porque no dijo nada más. Conan pasó de largo y entró en la tienda del proveedor.
El propietario del establecimiento era un hombre pequeño, de tez morena, con un diente de oro donde se reflejaban los rayos del sol de la tarde, que se colaban adentro por una gran ventana. Dubitativo, no ocultó el diente al gigante que se le acercaba.
—Necesito una espada —dijo Conan—, que tenga peso y longitud. Y también una capa.
—Tengo reservas de ambas cosas —le respondió Diente-de-oro—. Y calzones, túnicas, botas...
—Sí, botas.
El propietario guió a Conan hasta una segunda habitación repleta de suministros. El cimmerio probó varios pares de botas, pero no encontró ningunas suficientemente grandes para él. Se decidió por unas sandalias de suela gruesa, sujetas a la pierna con correas entrecruzadas; le bastarían, porque iba a viajar a caballo, no a pie. Se echó sobre los hombros una capa bien tejida, teñida de color índigo, y asintió. Ya tenía suficiente con aquello. Finalmente, buscó una espada. Encontró una, con hoja de dos filos, tan larga como su propio brazo, desde las yemas de los dedos extendidos hasta el pecho. El puño tenía más adornos de los que le gustaban, pero el acero parecía bueno, y sus bordes estaban tan afilados que podrían haber cortado vello del dorso de una mano. Habría preferido su propio sable, pero tendría que contentarse con aquél.
—Sabia elección —dijo Diente-de-oro—. Es acero de varias capas, traído desde Turan...
—¿Entiendes de gemas? —preguntó Conan.
—Oh, ciertamente. Tengo cierta familiaridad con...
—Entonces, examíname ésta.
Conan buscó en la bolsa que le colgaba del cinturón y sacó su única esmeralda, lo que le quedaba del botín que había tratado de llevarse de la casa de Lemparius. La arrojó al aire ante la misma cara del comerciante.
Diente-de-oro la cazó hábilmente al vuelo. La acercó a la lumbre, y la observó con un solo ojo. Se sacó una lente de la chaqueta y empleó este instrumento para examinar la piedra. Conan vio cómo los ojos del comerciante se agrandaban al contemplar la esmeralda.
—¿Y bien?
—Tiene... ah... tiene algún valor —dijo Diente-de-oro. Por la manera como hablaba, Conan pensó que debía de tener la boca seca.
—¿Bastará para pagarlo todo?
El mercader inició una sonrisa, la abandonó, y entonces frunció el ceño.
—Esto... ah... podría valer hasta cierta medida como pago. Quizá... sí, creo que pagaría la mitad.
Conan ya había tratado con hombres como Diente-de-oro; eran capaces de mentirle a su madre sin mala conciencia, especialmente cuando había asuntos de dinero de por medio.
—En Zamora —empezó a decir Conan—, una piedra preciosa como ésta bastaría para comprar doce caballos, y cinco veces los suministros que nos has vendido.
Diente-de-oro le miró aviesamente, pero siguió hablando con voz suave.
—Es posible; de todos modos, esto no es Zamora. Quizá os pueda perdonar tres cuartos de la deuda por esta... ah... chuchería.
Conan negó con la cabeza, y sus ojos azules lanzaron una mirada penetrante al hombrecillo.
—No tengo tiempo para jugar a regatear contigo. Te quedarás la joya a cambio de todos los suministros; no hablemos más de este asunto.
—¿Eh? Me parece que soy yo quien decide, extranjero. Puede que prefiera no venderos nada.
A pesar de sus palabras, no soltaba la esmeralda, y había codicia en su rostro.
Conan desenvainó su nueva espada de la rígida vaina de cuero y acercó la punta de su hoja a la garganta de Diente-de-oro.
—¡Acaba ya con tu untuosa charlatanería, mercader! Si aceptas este precio, vivirás. ¡Si no, corres peligro!
—¡Yo, ah, tengo, ah, hombres, y puedo llamarlos! —A Diente-de-oro le temblaba la voz. Se lamió los labios, y Conan vio cómo su diente centelleaba.
—Hazlo —le dijo Conan—. Me sentiría feliz. Sin duda, una buena capa de sangre mejorará el aspecto de tus mercancías. Llama a tus hombres.
Diente-de-oro tragó saliva y se lamió una vez más los labios.
—Creo que, ah, voy a aceptar tener pérdidas en esta venta, ah, como tú sugieres... por el interés de mantener, ah, buenas relaciones comerciales.
Conan sonrió.
—Ya sabía que acabarías por verlo igual que yo.
Se volvió y se marchó a toda prisa de la habitación, con la capa flotando en torno a su cuerpo. Se encontró con que Vitarius y las dos hermanas lo estaban aguardando.
—Montad —ordenó Conan—. Es hora de partir de esta madriguera de conejos.
Lemparius gesticulaba ante los hombres con el brazo izquierdo y gritaba con fuerza en su ira.
—¡Cincuenta solones para el hombre que me traiga a ese bárbaro! Vivo. Y si alguien lo mata antes de que yo pueda verlo, sufrirá lentas torturas.
Un centenar de hombres miraba al senador y asentía. Ninguno dijo nada.
—Id. ¡No quiero que escape!
Los guardias salieron del patio desfilando a ritmo rápido, perseguidos por las maldiciones de Lemparius. Éste cerraba con fuerza el puño izquierdo, pero no el derecho... el derecho lo tenía fuertemente vendado y sujeto al cuerpo, a modo de protección para la herida que le llegaba desde el codo a la muñeca, y le penetraba hasta el hueso. Si esta herida se la hubiese infligido un arma ordinaria, ya habría sanado; pero, como el corte había sido obra de su propio puñal diente-de-sable, que albergaba un embrujo felino, tardaría en cerrarse como una operación de cirugía en un hombre normal.
¡Maldito bárbaro! En cuanto se lo trajesen, aprendería lo que era el dolor. Djuvula no iba a necesitar su corazón, Lemparius estaba seguro de ello... sería él quien satisficiera sus necesidades. Pero Conan tenía que pagar por aquella herida.
Loganaro estaba a punto de caer presa del pánico. El bárbaro y su partida se marchaban, hasta un idiota habría podido verlo. ¿Cómo podía detenerlos? Al pensar en que tendría que enfrentarse a Lemparius, el rechoncho agente sentía estremecimientos. Por otra parte, la idea de luchar con el violento bárbaro tampoco le seducía.
Los cuatro montaron en sus caballos ante la mirada de Loganaro. ¡Por Yania, no podía permitir que se marchasen así como así! Debía retrasarlos de algún modo, tenía que inventar alguna excusa que retuviese al bárbaro en Mornstadinos hasta que el agente pudiera encontrar ayuda.
Con este propósito, Loganaro los persiguió corriendo, al mismo tiempo que su cerebro trabajaba frenéticamente.
—¡Señor —gritó—, aguardad un momento! Me recordáis, ¿verdad? Soy Loganaro, nos conocimos en aquel pueblo... —Se detuvo, y miró a Conan, boquiabierto; el bárbaro estaba desenvainando su espada, que parecía nueva... ¡y al lado de ésta, sujeto en el cinturón, sin vaina alguna, llevaba el puñal curvo de Lemparius!
Conan contempló al obeso espía con la intención de decapitarlo. Pero había gente cerca de allí; podía ser que alguien llamara a los guardias, y no quería añadir más problemas a los que ya tenía. De pronto, se le ocurrió una idea, y sonrió. Envainó la espada, recordando la conversación que había oído mientras se fingía inconsciente en la estancia de la bruja.
—No, gordinflón —le dijo—. No voy a ensartar tu cadáver en mi acero nuevo. Eso sería demasiada misericordia.
—M-mi joven señor, ¿qué queréis decir con eso? Yo no os he hecho ningún daño...
—No por falta de voluntad, apostaría por ello. Veo que reconoces la daga que llevo.
—N-n-no, nunca la he visto...
—Pertenecía a tu dueño, canalla. Estoy hablando de Lemparius, senador y hombre pantera.
—¿Hombre pantera?
—Sí, ¿no lo sabías? Da igual. Eso no es problema tuyo, hombre condenado. Hay una mujer, una bruja...
—¡Djuvula!
Conan sonrió.
—Sí, también la conoces. Y bien que debes de conocerla, porque está deseosa de arrancarte las tripas.
—Pero... pero.... ¿por qué?
—Tu antiguo amo te ha entregado a ella, perro. Parece que tu manera de cambiar de alianzas no gusta a esa dama. Al tratar de servir a dos, ambos te han abandonado.
—¡No!
Conan rió de nuevo.
—Yo, en tu lugar, me buscaría la vida en otra ciudad, gordinflón. O en otro país. Lo más pronto que pudiera.
Loganaro se volvió y huyó corriendo, murmurando juramentos en su carrera. Aquello era de lo más divertido que Conan había visto en su vida, y el cimmerio soltó tales carcajadas que estuvo a punto de caerse del caballo.
Vitarius dijo:
—Conan, no sabía que conocieses a una comadreja tan artera como Loganaro.
La risa de Conan se convirtió en risilla.
—Sólo por casualidad —dijo.
Vitarius les guió por los callejones y callejas hasta el portalón occidental de Mornstadinos. Eldia y Kinna le seguían de cerca, y Conan iba en retaguardia, poniendo gran cuidado en que nadie les fuera detrás. En una ocasión, vio una patrulla de cinco guardias, pero éstos se estaban alejando perpendicularmente de la calle por donde andaban ellos. Bien.
En la puerta occidental no había guardia, salvo un único hombre. Estaba apoyado en su pica, y sostenía una conversación obscena con una ramera de cabello corto y oscuro que llevaba el rostro muy pintado. Cuando Conan pasó por el lado del centinela, éste, concentrado en discutir el precio que la mujer le pedía por sus favores, ni siquiera se volvió.
Ya habría pasado la media tarde cuando los cuatro abandonaron Mornstadinos sin topar con obstáculo alguno. Conan apenas si podía recordar ningún sitio de donde se hubiera marchado con tanta alegría. En comparación con la doblez y las intrigas de los ciudadanos que había encontrado en Mornstadinos, el ataque a un mago que se refugiaba en un castillo con fortificaciones mágicas le parecía una tarea insignificante.
14
A varias horas de Mornstadinos, la partida de cuatro se detuvo para dejar reposar a los caballos. Conan no había visto a otros viajeros, aparte de ellos mismos: el camino de Corinthia estaba vacío.
Vitarius bebía de un odre de piel de cabra, y se empapó la boca de vino hasta que le goteó por la barbilla. Le pasó el odre a Conan, que llenó varias veces su propia boca, tragando ruidosamente.
Eldia y Kinna se acercaron a una densa fronda de arbustos. Conan les gritó:
—Tened cuidado.
Kinna esgrimió en alto el bastón que llevaba.
—No te preocupes, con esto puedo defenderme de los conejos y las comadrejas.
Vitarius dijo:
—Ibas a contarnos una historia.
—Cierto.
Conan empezó a explicarle sus más recientes aventuras. Las mujeres volvieron casi al instante.
Cuando hubo acabado, Kinna negó con la cabeza.
—Parece que los dioses te mantienen con vida, Conan.
—Tal vez. En todo caso, yo no me confío a los dioses. —Acarició su espada con la mano callosa—. El acero es mucho mejor. La buena espada hace lo que el hombre le exige, y es tan buena como el hombre que la blande. Los dioses actúan por razones propias, y no son dignos de confianza en los momentos de peligro.
—¿Crees que el senador hará que nos persigan? —preguntó Eldia.
El cimmerio se encogió de hombros.
—Es posible. No me tiene ningún aprecio. Si ese putañero del portalón recuerda que hemos salido por allí, Lemparius podría enviar a sus secuaces tras nosotros. En la cima del último cerro, he mirado hacia atrás, pero no he visto polvareda en el camino. En el caso de que nos persigan, les sacamos varias horas de ventaja.
Kinna asintió.
—Creo que eso es lo que menos debe preocuparnos —dijo Vitarius—. Sovartus ha puesto varios obstáculos en los caminos que se alejan de Mornstadinos. Cabalgando, llegaremos en cinco días a la planicie Dodligia, en la que se yergue su aborrecible castillo. Antes, tendremos que ir sorteando a los guardianes que haya apostado... por no hablar del bosque Bloddolk.
—¿El bosque Bloddolk? —repitió el joven cimmerio.
—Sí. Un lugar con extraña fauna y flora todavía más extraña. Está lejos del camino de Corinthia, hacia el norte, a lo largo de un sendero. Tendremos que ir por allí para llegar a los dominios de Sovartus. No hay muchos hombres que traten de ir por ese sendero; de quienes lo hacen, pocos regresan.
Conan se encogió de hombros. Aquel bosque se hallaba en el futuro, y no tenía por qué empezar a preocuparse.
—Será mejor que sigamos adelante —dijo—. Si alguien nos sigue, pondremos más tierra de por medio.
Los cuatro montaron en sus caballos y se marcharon.
Djuvula se mecía, y el sudor le empapaba el desnudo cuerpo. Gimió, y aferró con más fuerza todavía las ropas que tenía en las manos. Las ropas de Conan.
Djavul la contemplaba con interés, pero sin sentir ninguna pasión carnal por la mujer desnuda. No tenía otro interés que el de encontrar al salvaje que lo había herido.
Djuvula se desplomó. Al cabo de un momento, volvió a incorporarse, respirando trabajosamente. Fue hacia el lugar donde tenía colgada la ropa, se puso su atuendo y se volvió hacia su demoníaco hermanastro.
—Está cabalgando por el camino de Corinthia —dijo—. Con la niña y los otros. A medio día de distancia.
Djavul asintió.
—Bien. Voy a buscarlos.
—Ten cuidado, hermano. Sus fuerzas no han menguado desde la última vez que os enfrentasteis.
Djavul alzó el brazo herido. Ya se advertía un rebrote en el muñón, los contornos de unos pequeños dedos.
—He aprendido a tener cierta prudencia cuando trate con la niña de Fuego. Aguardaré hasta que se presente el momento oportuno.
—Procura que así sea. Y recuerda, quiero que me traigas vivo el corazón del bárbaro... no me importa lo que hagas con el resto de su cuerpo.
Djavul sonrió; le rezumaba fango de los colmillos.
—Te lo traeré, querida hermana. Tampoco le servirá de mucho en cuanto haya terminado con él.
Djavul se desvaneció con su estrepitoso estallido de color.
Tres días después de que el bárbaro escapara de su estancia, Djuvula recibió a un visitante, o, mejor dicho, dos visitantes. Uno era Lemparius; el otro, Loganaro.
El senador hizo entrar primero al gordo espía en la habitación. Loganaro tenía las manos atadas, y su pastosa cara estaba manchada de sudor y de miedo.
—Te traigo un regalo, querida —dijo Lemparius.
Djuvula sonrió con toda su blanca hilera de dientes.
—¡Oh, Lemparius, qué encantador eres! Justo lo que quería.
—Ah, bien. Ya me lo imaginaba. Y hay otra cosa que quiero yo, señora mía.
La sonrisa de Djuvula se ensanchó.
—Ya lo recuerdo. ¿Cómo están tus... heridas?
—La... primera se ha curado. El corte casi está... me lo hice suturar con pelo de tigre dientes de sable.
—Entonces, ven a mi alcoba. Loganaro nos esperará aquí, ¿verdad que lo harás?
Loganaro tenía demasiado miedo para poder hablar; se limitó a asentir estúpidamente.
Djuvula cogió del brazo a Lemparius y lo guió a su habitación.
Pasó largo tiempo; así le pareció a Loganaro. Ocasionalmente se oían grititos en la alcoba, pero el agente sabía que no eran de dolor.
Después de lo que le pareció varios años —ciertamente, habían pasado horas—, la puerta de la alcoba se abrió, y Lemparius salió tambaleándose; tenía el rostro sonrojado, y el desnudo cuerpo cubierto de sudor, y caminaba como si hubiese tenido el doble de edad. Al cabo de un momento, Djuvula salió a la antecámara en pos del senador. También estaba desnuda.
—Ven, Lemparius —le dijo—. Acabamos de empezar.
Lemparius negó con la cabeza.
—No, mujer. Yo ya he terminado. No puedo hacer más.
—¿Y esas mejoras que habías experimentado? —Hablaba con voz tan dulce como la de una joven monja virgen. Loganaro tragó saliva. No quería verse implicado en aquello.
—¡No te burles de mí, mujer! ¡Ningún hombre podría haberlo hecho mejor!
—Te engañas a ti mismo. Muchos lo han hecho mejor —dijo Djuvula. Su voz se endureció un poco. Apoyó un puño cerrado en la desnuda pierna.
Lemparius gruñó. El sonido sobresaltó a Loganaro con su regusto animal.
—De hecho —siguió diciendo Djuvula—, creo que un típico eunuco habría hecho casi lo mismo.
El senador masculló:
—¡Bruja! ¡Te vas a arrepentir por esto!
Loganaro miró con horror mientras el hombre al que conocía cambiaba de forma, y se transformaba en un gran felino de color leonado que meneaba rápidamente la cola. La bestia se enfrentó rugiendo a la mujer.
Loganaro se acercó a la salida de la antecámara. El corazón le palpitaba como si lo hubiera estado tocando un tamborilero loco.
—Así —dijo Djuvula—, quieres arrojarte sobre mí como una bestia, ¿verdad?
La pantera dio un paso hacia ella.
Loganaro siguió acercándose furtivamente a la puerta. Parecía que no le vieran. ¡Por Mitra, Yama y Set, si escapaba de aquélla se reformaría, se haría sacerdote, no cometería ningún otro acto deshonesto mientras viviese!
Djuvula alzó el puño, prieto, delante del rostro.
—No sabes perder, senador. Vuélvete y márchate ahora mismo, y te perdonaré tu mal hacer.
El felino dio otro paso hacia la bruja, y meneó la cola con más fuerza todavía. Empezó a agazaparse, dispuesto a saltar.
Loganaro llegó a la puerta. Con las manos que tenía atadas, logró coger el picaporte y abrir.
Djuvula golpeó a la pantera con el dorso del puño y, al hacerlo, abrió la mano; un fino polvo blanco se derramó desde su palma sobre la cara del animal.
El felino estornudó: una vez; dos; tres. Dio un paso hacia atrás y se acarició el rostro con una garra.
—Lo único que ocurre es que te acabo de arrojar un hechizo, felino-que-fuiste-senador —dijo Djuvula, riendo—. Ya me imaginaba que intentarías algo así. Desde ahora, hay tres cosas que no puedes hacer: no puedes atacarme, no puedes recobrar tu forma anterior y no puedes gozar de la compañía de panteras hembra, en el caso de que encuentres alguna.
La bruja rió de nuevo, con carcajada profunda, gutural, de completo regocijo.
La pantera gruñó y saltó sobre la mujer, pero pareció encontrar un muro invisible a dos pasos de ella. Rebotó, retrocedió, saltó de nuevo, y se encontró una vez más con el mismo muro.
Djuvula apoyó ambas manos en las caderas y siguió riéndose del animal.
Loganaro no aguardó más. Abrió bruscamente la puerta y salió corriendo. A pesar de su corpulencia, corrió más deprisa de lo que hubiera parecido posible. No paró de correr hasta que estuvo a mitad de camino del portalón occidental. Entonces, se detuvo tan sólo para tomar aliento antes de echar a correr de nuevo.
—Acamparemos aquí para pasar la noche —dijo Conan.
Más adelante, alcanzaba a distinguir los confines del bosque que Vitarius parecía temer tanto. Pese a su apariencia despreocupada, el cimmerio tampoco sentía ningún deseo de acampar allí.
Mientras las tinieblas de la noche progresaban, Conan fue recogiendo leña para la hoguera. Tenía la sensación de que lo estaban mirando, aunque él no pudiera ver quién, ni volverse con rapidez suficiente para descubrirlo. Había aprendido a confiar en sus instintos, y decidió permanecer alerta.
Cuando le explicó esta sensación a Vitarius, el anciano asintió.
—Sí —dijo—. Yo, igual que tú, siento el aguijón de una mirada fija. Tal vez no sea nada, quizás un animal, pero estamos cerca del bosque, y deberíamos tomar precauciones. Crearé un hechizo menor, un encantamiento de advertencia, que rodeará el campamento. Si algo más grande que una rata trata de acercarse, lo sabremos.
Conan asintió de mala gana. Si de él hubiese dependido, habría pasado sin ningún tipo de taumaturgia; con todo, si alguien —o algo— les estaba observando, y él no podía verlo con sus agudos ojos, era probable que se tratara de un monstruo, y no de una criatura natural. Ya le bastaba con un brujo; que el mago formulara su hechizo... Conan, por su parte, dormiría con sueño ligero, espada en mano.
Una vez la hoguera estuvo encendida, se sintió mejor. Ningún animal osaría acercarse al fuego y, además, las llamas danzarinas alejaban la oscuridad.
Tras una cena fría de carne de cerdo seca y legumbres, Vitarius se arrastró hasta sus mantas y se durmió enseguida. Eldia no tardó en dormirse también, envuelta en sus ropas y mantas, cerca del fuego. Al cernirse las sombras parpadeantes sobre su rostro, parecía mucho más joven.
Kinna se sentó al lado de Conan. Durante un rato, contemplaron el fuego en silencio, sin hablar ninguno de los dos. El bárbaro sentía el calor de la cercanía de la muchacha como algo muy distinto de la calidez del fuego.
Finalmente, Kinna habló.
—Todo esto es muy extraño para mí. Tú eres un hombre de mundo, has pasado por muchas aventuras, y yo, por mi parte, durante la mayor parte de mi vida, sólo he sido la hija de un campesino, y nunca me había aventurado a alejarme de casa. Hasta ahora.
Conan miró a la joven mujer, pero no dijo nada.
—Jamás había conocido a un hombre tan valeroso y fuerte como tú, Conan. Arriesgas la vida por algo que apenas si te concierne.
—Sovartus me debe un caballo —dijo él—. Y me ha acosado, y ha hecho que me atacaran brujas y hombres bestia. Todo hombre tiene que saldar sus deudas.
Kinna le tocó suavemente en el hombro de recios músculos.
—La noche de la tempestad, en el mesón... ¿recuerdas que íbamos a inspeccionar tu ventana cuando nos despertaron?
Conan sonrió.
—Sí, lo recuerdo.
Ella le acarició las espaldas desnudas bajo la capa.
—¿Quieres que la inspeccionemos ahora?
Conan alargó el brazo, envolvió a Kinna entre los pliegues de su capa y la volvió hacia él.
—Sí —le dijo—. Creo que está lista para tu inspección.
A veinte pasos del anaranjado brillo de la hoguera, Djavul gruñó suavemente, para sí, al observar al bárbaro y a la mujer. Los bordes exteriores del hechizo del Mago Blanco refulgían, casi invisibles, tan cercanos que el demonio habría podido tocarlos. Si tocaba el encantado aire, provocaría estruendo y luz suficientes para despertar a los demonios del lugar. Djavul hacía rechinar sus colmillos semejantes a dagas, y miraba con odio a la pareja humana.
—Antes de que mueras, tendrás que verme violándola, humano bárbaro. Y antes de que termine contigo, suplicarás que te dé muerte. Se acerca tu hora.
La luna de la medianoche brillaba con poca luz sobre un par de guardias adormilados, que estaban vigilando a ambos lados del portalón oriental de Mornstadinos. El cielo claro alumbraba este sitio con sus estrellas, acompañado por la humeante llama de cuatro antorchas puestas en la cercana pared. Había suficiente luz para que los dos hombres vieran claramente el leonado cuerpo de una pantera que corría hacia ellos por la calle. Tan rápido era este animal, que los hombres apenas si tuvieron tiempo de hacer nada —aparte de murmurar breves juramentos— antes de que el felino saltara entre ellos y traspusiera la puerta terminada en arco por la que se salía a las tinieblas.
Luego, ambos juraban no haber estado bebiendo ni fumando cáñamo en el momento de ver la pantera. Una bestia como aquélla era muy rara en la región, aunque no desconocida por completo, y nadie podría culparlos por no haber sabido detenerla, por lo desconocida que era. Lo que ninguno de los dos hombres no quiso explicar fue un largo corte que tenía la bestia en una de las patas delanteras, una herida que parecía casi curada, y cerrada con suturas. Tras deliberación sincera, los centinelas habían decidido que les convendría ignorarlo en su relación.
En la noche corinthia, bajo las estrellas y la apagada luna, corría la pantera que había sido un hombre, con un porte que podríamos haber llamado perruno, si no se hubiera tratado de un felino. Esta pantera tenía un objetivo, y andaba por su elemento, la penumbra, con un solo pensamiento en su felina mente: vengarse de Conan de Cimmeria dándole muerte.
15
Conan despertó, y vio la cara de Vitarius que le sonreía. O, más bien, les sonreía, porque Kinna aún estaba envuelta entre los pliegues de la capa de Conan, y dormía a su lado.
—Ha amanecido —dijo el anciano mago—. Mejor que nos marchemos temprano, para que ya hayamos salido del bosque cuando llegue la noche. Aun en las mejores condiciones, se necesita una dura jornada de viaje para ello.
Conan sacudió ligeramente a Kinna, que sonreía en su sueño.
—Luego —le dijo ella—. Estoy cansada.
Eldia, que estaba detrás de Vitarius, la miró y se rió.
Conan se encontró algo incómodo al ver que la niña observaba a su hermana dormida. No era vergüenza lo que sentía, pero sí algo muy parecido.
—Despierta, Kinna —dijo bruscamente.
Kinna se frotó los ojos, le sonrió a Conan, y entonces vio que el mago y su hermana la estaban contemplando. Parpadeó, y abandonó por completo la tierra de los sueños.
—¿Qué es lo que estáis mirando? —dijo—. Tú ya eres lo bastante viejo como para haber visto hombres y mujeres durmiendo juntos, Vitarius. Y en cuanto a ti, hermana, no hace falta que se lo explique a una niña crecida en una granja, ¿verdad?
—No, Kinna —dijo Eldia, entre risillas—. No hace falta para nada.
—¡Entonces marchaos, y dejad que me vista!
Eldia soltó otra risilla, pero se marchó a atender a su caballo. Vitarius empezó a enrollar sus mantas.
Conan y Kinna se miraron brevemente, y rieron.
La espesura del bosque tenía una cualidad lóbrega, un aroma a moho y a vegetación que parecía llevar mil años pudriéndose. Los abetos que predominaban eran altos, y estaban recubiertos por ásperas tiras de corteza, parecidas a ripias de tejado; gruesas alfombras de agujas marrones adornaban el pie de estos gigantes, impidiendo que crecieran allí los matojos. Los sitios más soleados estaban cubiertos de zarzales, aunque hubiera pocas áreas adonde el sol llegara directamente. En vez de la frescura que Conan asociaba habitualmente con el verdor, reinaba una pesada podredumbre. No cantaba ningún pájaro; no zumbaba ningún insecto; ningún animalillo pasaba corriendo. Conan entendía bien por qué aquel lugar no le gustaba a Vitarius, y lo dijo.
—Ah, sólo estamos en los aledaños —dijo Vitarius—. En lo más profundo del bosque, todo es repugnante de verdad.
Conan reprimió un estremecimiento. Parecía que, en los últimos tiempos, su vida estuviese plagada de seres sobrenaturales. No le gustaba.
Sólo se oían los cascos de los caballos sobre el camino cubierto de humus, y aun este sonido parecía medio ahogado por la vegetación cada vez más frondosa. A medida que los árboles se cerraban sobre el sendero, había menos luz.
Conan pensó que había visto un destello rojizo entre los árboles, como si algo hubiera salido corriendo de entre ellos y se hubiera escondido, treinta pasos más allá, detrás de un enorme tronco. Miró atentamente, pero no vio nada más. ¿Había sido su imaginación? Estuvo tentado de cabalgar por entre los árboles para verlo, pero al fin desistió. Para cuando llegara el anochecer, quería estar en el otro extremo del bosque.
Se detuvieron a mediodía para dar reposo a los caballos, comer y estirar el cuerpo, que ya tenían fatigado de tanto cabalgar. El callado aire estaba oscuro, el toldo de gruesas ramas impedía que la luz del sol llegara al suelo. Qué espeluznante sensación, que el sol refulgiera con toda su luz en su cénit, y que, con todo, no pudiera atravesar el denso follaje.
Conan aún se sentía observado.
—Quedaos cerca —ordenó a los otros.
—Si la memoria no me falla —dijo Vitarius—, algo más adelante encontraremos un riachuelo. Tendremos que vadearlo, porque se interpone en nuestro camino. En esta época del año, no debería ser difícil. En época más temprana, en primavera, baja como un verdadero torrente, y cruzarlo es imposible.
Conan no dijo nada. Había visto otro borrón rojo que corría entre los árboles. «Basta ya», resolvió. Desenvainó la espada.
—¿Qué vas a hacer, Conan? —dijo Kinna, que estaba arañando a su caballo detrás de la oreja.
—Alguien nos está siguiendo —dijo él—. Ahora mismo está oculto en el bosque. Quiero saber quién es, y por qué nos sigue.
Vitarius levantó su mano sarmentosa.
—Depón tu arma, Conan. Sin duda, verás muchas formas extrañas danzando por estos bosques. Sus moradores, en su mayor parte, no atacan, sólo sienten curiosidad. Sin embargo, es mejor que evitemos todo enfrentamiento con ellos.
Conan bajó el arma. Tal vez el anciano tuviese razón. No le importaba que los habitantes del bosque le mirasen, siempre y cuando no se acercaran. De todos modos, iban a llegar a la planicie cuando anocheciera.
En menos de una hora, arribaron al arroyo que Vitarius recordaba. Sin embargo, vadear el riachuelo no iba a ser fácil. Un gran árbol había caído en el sendero que conducía hasta allí, prácticamente atravesado en la orilla. Un hombre podía pasar trepando fácilmente por encima del grueso tronco, pero un caballo no. Hubieran podido rodear el tronco, por supuesto, pero entonces habrían tropezado con otros problemas.
—Éste es el único lugar en dos millas por donde habríamos podido vadear fácilmente —dijo Vitarius—, porque el recodo del riachuelo hace que aquí se acumulen aluviones. A una docena de pies en cualquier dirección, se vuelve repentinamente profundo. Si nos desviamos, perderemos tiempo.
—¿No podríamos cortar el árbol? —dijo Eldia.
Conan rió.
—Sí, hermanita, podríamos hacerlo... si tuviésemos hachas o sierras largas. Con todo, harían falta dos hombres, que trabajaran durante casi todo un día, para que pudiera pasar un caballo. Con mi espada, lo lograría en un mes.
—Yo podría quemarlo —dijo Eldia.
Conan miró a la muchacha, y luego al anciano brujo.
El viejo negó con la cabeza.
—No. Un fuego natural tardaría días en quemar tanta madera. Y si empleáramos el Poder en medida suficiente para hacerlo más rápido, llamaríamos demasiado la atención. Las energías fuertes atraen a ciertas criaturas, criaturas que no querría encontrarme en este bosque.
—¿Qué vamos a hacer, entonces?
—Dar un rodeo —dijo Conan—. A menos que te fíes de que estos caballos sepan nadar; yo no te lo recomiendo. Si sólo estamos a una milla de otro vado, podremos llegar a la continuación de este camino, a la otra orilla del río, en una o dos horas, aunque la espesura nos obligue a andar más despacio.
—Eso significa que tendremos que pasar la noche en el bosque —dijo Vitarius.
Conan se encogió de hombros. No se podía hacer nada. Pero, al pasar cerca del árbol caído, notó que la tierra que quedaba en sus raíces aún estaba húmeda. El gigantesco árbol había caído muy recientemente. Esto último resultaba algo extraño, porque no había habido ninguna tempestad desde que abandonaran Mornstadinos.
Al cabo de treinta minutos, todo el grupo llegó a un lugar donde se distinguía claramente un banco de arena que atravesaba el arroyo. El lecho del río era ancho, pero el agua no corría a mayor velocidad que en el vado donde había caído el árbol.
—Por aquí —dijo Conan.
Encaminó a su caballo hacia el límite del agua.
—Conan, espera —dijo Vitarius.
Señaló al otro lado del riachuelo, a un árbol que crecía cerca de la orilla.
Conan lo vio. Tenía forma extraña; se parecía más a un espino que a un árbol, aunque decuplicaba la estatura de un hombre. Y sus espinas también eran grandes. Había algún tipo de desechos en el suelo, a su alrededor. El cimmerio entornó los ojos, y vio lo que eran estos desechos: huesos. Los esqueletos de, por lo menos, seis animales, que variaban en tamaño desde la rata almizcleña hasta algo que podía compararse a un perro grande. ¿Qué...?
Vitarius desmontó y tomó un odre de vino vacío de sus alforjas. Anadeó hasta la orilla y sumergió el odre en el arroyo. Ascendieron burbujas a la superficie.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Conan.
Vitarius se incorporó y tiró del odre. Tuvo problemas para levantar todo su peso.
—¿Puedes arrojar esto al otro lado del arroyo, al pie de ese árbol?
El cimmerio desmontó, y levantó el odre lleno de agua.
—Creo que sí —dijo Conan—. ¿Por qué?
—Hazlo, y ya verás.
Conan miró al anciano brujo. ¿Acaso aquel hombre había perdido la razón? El cimmerio sacudió la cabeza, pero, al mismo tiempo, le indicó con un gesto a Vitarius que le dejara sitio para arrojar el odre. ¿Qué quería lograr el viejo? Probablemente, el odre reventaría del golpe, y el espino se regaría más de la cuenta; nada más.
Conan debía de hallarse, más o menos, a quince pasos del árbol. Volteó el tosco odre de pellejo de cabra sobre su cabeza, flexionó los tendones del brazo y del hombro. Dando un último y fuerte impulso, arrojó el recipiente de agua.
El odre pareció volar lentamente, casi como una hoja caída. Fue a parar a pocos pies del árbol, y rodó hasta su tronco. La cosedora que había hecho el odre tenía su mérito, porque éste no se había roto.
Lo que sucedió entonces no tuvo nada de lento. Tres ramas del árbol se inclinaron hacia abajo, como flagelos de cuero de novillo trenzados. Una docena de púas, largas como dedos, perforaron el odre como diminutas lanzas, y empezó a manar el agua en pequeñas fuentes. Cuando, momentos después, el odre quedó vacío de todo contenido, las tres ramas volvieron a alzarse de la misma manera que habían descendido.
Conan se volvió hacia Vitarius. Eldia y Kinna ponían cara de sobresalto; el cimmerio esperaba que su propio rostro no lo expresara tan claramente.
—Ya os dije que la flora de estos bosques era extraña. Mirad al árbol Beso-de-lanza... no querríais pasar confiadamente por su lado, ¿eh?
—Ya veo cómo llegaron allí esos huesos —dijo Conan.
—Al producirse un movimiento sobre su sistema de raíces, las ramas atacan. El árbol se alimenta de sangre y de otros fluidos de sus víctimas, absorbidos por las mismas raíces. Cuanto más grande es la presa, más ramas emplea para retener a la víctima.
Kinna se estremeció.
—¿Cómo vamos a evitarlo? —preguntó Conan.
Vitarius se volvió hacia Eldia.
—¿Niña?
La muchacha asintió. Espoleó al caballo y galopó hacia el banco de arena.
Conan la asió por las riendas de su montura, y Kinna dijo:
—¡No!
Vitarius dijo:
—¡No corre ningún peligro! Dejadla ir.
Conan miró a la niña. Ésta asintió.
—Tiene razón. No me va a pasar nada.
El cimmerio soltó las riendas del animal.
—¡Conan! ¡No! —Kinna espoleó a su propia montura, pero Vitarius le cerró el paso. Tuvo que refrenar al caballo para no arrollar al viejo—. ¡Es una niña! ¡Ya habéis visto lo que esa... esa... cosa hizo con el odre...!
El trío se volvió para contemplar cómo Eldia llegaba a la otra orilla. En cuanto los cascos del animal tocaron el suelo, las ramas del árbol temblaron...
¡...y estallaron en llamas! Aquellas ramas semejantes a flagelos, erizadas de largas púas, se agitaron con frenesí, pero con esto sólo lograron alimentar el fuego. La madera quemada crepitó, como grasa arrojada a un fuego de cocina.
Vitarius montó en su caballo.
—Es una hoguera pequeña, sin mucha energía. No creo que nos delate.
El rodeo les costó casi dos horas. Cuando estuvo tan oscuro que ya no pudieron ver el camino, Conan detuvo a la partida. Se volvió hacia Vitarius, que negó con la cabeza.
—Nos queda más de una hora para llegar a los confines del bosque. De noche, es demasiado peligroso.
—Entonces, acamparemos aquí —dijo Conan.
Djavul estaba agazapado detrás del tronco de un árbol, observando. No dudaba de que el Mago Blanco plantaría de nuevo sus protecciones mágicas. Evitar que el hechizo le detectara era muy sencillo; tenía que estar dentro del perímetro antes de que el mago lo formulara. En el camino que habían seguido, o en las planicies que les aguardaban, habría sido imposible lograrlo sin ser visto. Pero, en aquel frondoso bosque, podría conseguirlo si obraba con cautela. Por eso había abatido el árbol. Sus presas, la niña y el bárbaro, se habían demorado el tiempo necesario para que la noche los sorprendiera en el bosque.
Moviéndose con un sigilo al que no estaba habituado, Djavul se acercó al sendero. Se sabía casi invisible en la oscuridad, pero, con todo, procuraba moverse tan silenciosamente como le fuera posible. Era difícil; los demonios no solían tener motivos para aprender a arrastrarse. En esta ocasión, sin embargo, era importante que no lo detectaran. Procedió con cautela. No rompió ramillas con sus grandes y encallecidos pies; las ramas no se agitaron ruidosamente a su paso. Le llevó casi una hora el dar unas pocas zancadas. Al cabo, Djavul se encontró a dos saltos del hombre al que había jurado matar.
—Ya he arrojado el hechizo —dijo Vitarius—. Ahora, podremos reposar sin miedo.
Conan asintió, pero aún desconfiaba de todas las formas de magia. Dejó su arma desnuda cerca del lugar en donde Kinna había puesto sus mantas. Sin embargo, cuando la joven acudió a su abrazo al abrigo de la lana, el cimmerio olvidó los peligros del bosque.
Fue el olor, no la imagen ni el sonido, lo que le despertó. Un hedor a criatura infernal le abrumó el aguzado olfato. Al instante, se dio cuenta de que el demonio con el que se enfrentara los había encontrado. Conan abrió los ojos súbitamente, y trató de coger la espada.
—¿Buscas algo? —El metálico chirrido de la voz del demonio sonaba cerca, casi encima de Conan.
Éste salió rodando de entre las mantas y se incorporó, y vio al gigantesco y rojo demonio a menos de dos pasos. Le había quitado la espada.
A sus espaldas, Kinna salió de su sueño.
—¿Conan? ¿Qué ocurre?
Djavul le sonrió al cimmerio. Parodió a la mujer con su voz profunda y áspera: «¿Conan? ¿Qué ocurre?». El demonio arrojó la espada de Conan a las tinieblas de la noche. La hoguera ya se había extinguido en parte, pero quedaba suficiente luz para que el bárbaro viera bien a su enemigo.
—Yo soy la muerte, Conan, y voy a llevarte conmigo. Por supuesto, no de inmediato. Primero, te tengo preparados unos pocos entretenimientos.
Kinna se incorporó de medio cuerpo. Conan sólo le concedía la más leve traza de su atención. No tenía espada, pero la daga curva de Lemparius había quedado cerca de sus mantas. Si pudiera agarrarla...
—¡Conan! ¿Dónde está Eldia?
Conan echó una ojeada a las mantas de la niña. No había nadie allí.
La colmilluda sonrisa de Djavul se ensanchó.
—Me la he llevado. No querría que ella y el anciano Mago Blanco me arrojaran encima el Fuego de la niña antes de que pueda dar término a mis asuntos.
Vitarius se despertó.
—¿Qué...? ¡Oh!
—Ven, avispa —decía Djavul—. ¡Pelea conmigo, a ver si así puedo arrancarte un brazo o una pierna para el desayuno!
Conan se arrojó sobre sus mantas y sacó la daga. Se puso en pie de una voltereta, blandiendo el colmillo de acero, para hacer frente a Djavul.
—Se te ha encogido el aguijón, avispa. —Djavul rió—. Ven, mídete con mi única mano.
Las uñas de Djavul se agitaban de un lado para otro a la luz de la hoguera, como pequeñas dagas.
Conan se adelantó.
Djavul pegó un salto. Aferró la mano armada de Conan con la que a él le quedaba, y pasó el resto del brazo por detrás de la espalda del bárbaro. El cimmerio sintió cómo el muñón que el demonio tenía por muñeca le golpeaba la columna. Le dio un rodillazo en el bajo vientre al monstruo, pero sólo halló la carne, sólida como la roca, del robusto muslo rojo. Los dos cayeron al suelo, y se enzarzaron como luchadores profesionales.
A pesar de toda su fuerza, Conan se sentía como un niño ante el abrazo de Djavul. El demonio le arrebató la daga, y la arrojó a las tinieblas de la noche. Entonces, Djavul tiró a un lado al corpulento joven, de la misma manera que un hombre desecharía una rebanada de pan mohoso. El cimmerio aterrizó violentamente, sin resuello.
Djavul dio un salto adelante y se irguió sobre Conan.
—¡Me lo has puesto demasiado fácil, avispa! —Se agachó delante de él y lo agarró.
Entonces, el cimmerio vio a Kinna esgrimiendo su bastón. La pesada madera, tan gruesa como su muñeca, silbaba en el aire nocturno. Golpeó por la espalda a Djavul a la altura de los riñones. La sólida vara se astilló y se partió, tanta era la fuerza con que Kinna había golpeado. Al sentir el impacto, Djavul gruñó, pero no hizo más que tambalearse. Se volvió, agitando su mano abierta. Pegó a Kinna en el hombro, y la hizo caer.
Conan logró volver a ponerse en pie. En el mismo instante, oyó que Vitarius gritaba:
—¡Conan! ¡Coge esto!
El brujo de cabellos blancos le arrojó algo al hombre más joven.
Conan se volvió, esperando ver un puñal a la luz de la hoguera. Lo que cazó al vuelo, sin embargo, no era un arma. Al tacto, parecía grasa sobre pergamino reseco, extendidos ambos sobre madera. En uno de sus extremos tenía varias puntas, a modo de pequeñas dagas. Conan reconoció al instante lo que había cogido: ¡La mano cortada de Djavul!
Entonces, el demonio se volvió para hacer frente a Conan. La luz de la hoguera se reflejaba en sus colmillos blancos y, al alargar el brazo para atrapar al hombre, rezumaba cieno por la boca abierta. Debió de esperar que el cimmerio huyera, pero éste le hizo frente. Arremetió contra el monstruo. Tenía una oportunidad, y la aprovechó. Empuñó la mano cortada como si se hubiese tratado de una espada y, con todas sus fuerzas, clavó sus uñas en el rostro de su antiguo propietario.
Los dedos a medio momificar estaban extendidos. El índice y el medio se clavaron en los ojos de Djavul y se hundieron hasta su tercera articulación.
El demonio chilló, y este sonido sacudió el aire nocturno. Los oídos le zumbaron a Conan, quedaron ensordecidos, mientras Djavul retrocedía tambaleándose, y se aferraba la mano muerta con la que aún le vivía. Tiraba del instrumento de su tortura, pero éste parecía ya una parte de su rostro, inamovible. El demonio cayó de rodillas, chillando todavía. Una extraña luz anaranjada y chisporroteante apareció en torno a su cara. Ante los ojos de Conan, la luz se expandió hasta cubrir el entero cuerpo de Djavul. Cuando la luz ya bañaba al demonio desde la cabeza hasta los pies, se desvaneció de pronto, como con un parpadeo. Djavul cayó de espaldas. Su cuerpo se disolvió como cera fundida, perdió forma, y burbujeó, convertido en un rojo charco, sobre las agujas de pino, hasta que, al fin, no quedó nada de él, salvo humedad en el suelo.
En el Castillo Slott, un pentagrama trazado con precisión sobre las baldosas de cierta estancia se encendió de pronto con llamas anaranjadas. Cuando las llamas desaparecieron, también se desvaneció el pentagrama.
En Mornstadinos, en su alcoba, Djuvula la Bruja despertó violentamente de un sueño sin sueños, con los ojos desorbitados. Chilló, pero de nada le sirvió aquel esfuerzo. Su hermano había muerto.
16
A la luz de la hoguera que encendieron de nuevo, Conan se sentó junto con Vitarius, Kinna y Eldia, que había vuelto. El demonio sólo se había llevado a la niña a un breve trecho del lugar en donde había dormido, sin atravesar el hechizo de protección del anciano mago.
—Debía de estar muy cerca de nosotros cuando arrojé el encantamiento —dijo Vitarius—. La magia no se ha visto alterada.
Conan no podía hablar igual de sí mismo.
—¿Qué le ha ocurrido? —Echó una ojeada a la humedad que era el único resto de Djavul.
—Como pertenezco al Blanco, el demonio sabía que no podría usar su nombre contra él. Pero resultó que su propia carne era una arma todavía más potente.
Kinna dijo:
—¿Cómo sabías que le ocurriría eso?
Vitarius negó con la cabeza.
—No lo sabía. El Cuadrilátero Blanco no enseña tales cosas. Pero había oído rumores; si uno vive el tiempo suficiente, acaba por saber cosas del enemigo. Hace algunos años encontré un viejo pergamino, una página de alguna obra más grande que algún alma noble debió de quemar en su mayor parte. En esa página estaba escrito que la carne tomada de un demonio se reunirá con su propietario si se les vuelve a poner en contacto. Sospecho que, si Conan le hubiera puesto la mano muerta en la muñeca, la mutilación habría desaparecido. Parece, sin embargo, que la carne de demonio no hace muchos distingos... la mano se adhirió a la primera porción del diablo que tocó.
Kinna sintió un estremecimiento.
—¿Quieres decir que la mano se arraigó en la misma faz del demonio?
—Eso parece. Y como los ojos no eran un lugar apropiado para ella, la antigua mano lo mató.
—Ha tenido una muerte digna de él —dijo Conan—. Ahora dormiré mejor, sabiendo que ya no hay engendros del infierno que me acosen.
Cerca de los márgenes del camino de Corinthia, Loganaro, el agente libre, dormía con inquietud. El frío lo abrumaba, le calaba hasta los huesos, a pesar de su gruesa capa de grasa. No tenía manta; tampoco tenía provisiones, porque había huido a toda prisa de Mornstadinos. Había logrado cortar a mordiscos las cuerdas que le sujetaban las muñecas, pero, aparte de la ropa que llevaba en aquel momento, no tenía nada.
Algo invisible despertó al gordo agente. Escuchó con atención y escudriñó en la penumbra, pero sólo oyó una lejana ave nocturna que llamaba a su compañero. Los sonidos de la noche, y nada más. Tan lejos de Mornstadinos, no había nada por lo que preocuparse. Estaba a salvo.
Se relajó un poco. No había nada que temer. Cierto, estaba acostumbrado a gozar de mejor acomodación en sus viajes, pero, en el peor de los casos, aquel contratiempo sólo era temporal. Tenía contactos en muchas de las ciudades-estado corinthias, e incluso en algunos de los pequeños reinos del sur. No tardaría en convencer a alguien de que lo proveyera de montura y suministros. Después, podría llegar rápidamente a uno de los escondrijos donde guardaba riquezas, de los cuales había un gran número, y por muchos sitios.
Aunque Mornstadinos fuera la Joya de Corinthia, no era su única ciudad. Podía viajar hasta Nemedia, u Ofir, e incluso hasta Koth. Tenia buenos contactos en todos estos lugares.
Loganaro ya no pensaba en su precipitada promesa de volverse honesto e incluso de adoptar un estilo de vida sacerdotal, salvo para sonreírse de una tal necedad. El hombre sólo invoca a los dioses en momentos de gran necesidad. Si los dioses responden a esa necesidad, eso es problema solamente de los dioses. Había hecho votos semejantes en una docena de ocasiones, y siempre los había quebrantado en seguida. Según la experiencia de Loganaro, los dioses se mostraban indulgentes, o no sentían interés por los perjuros. Que el hombre haga lo que deba hacer en cada momento. Bueno, al fin y al cabo, todo cambia como el viento. Sólo importaba que estaba vivo, y libre para volver a sus hábitos nada honestos ni honorables. Al diablo con los dioses.
La menuda sonrisa fue desapareciendo lentamente del rostro de Loganaro a medida que éste se dormía, arrullado por el lejano canto de las aves.
Una criatura de color leonado corría por el camino a la luz de las estrellas. Se acercaba el alba, presagiada por su falso hermano, y la oscuridad reinaba en el camino occidental de Mornstadinos. Sólo se podía oír el aliento de la pantera, y con éste su fatiga.
Además, estaba hambrienta. Había estado corriendo desde que saliera de la ciudad, y se había detenido tan sólo para descansar algunos ratos, y para cazar, primero un conejo, y luego una pequeña. Apenas nada para un felino salvaje, y mucho menos para una pantera tan grande como aquélla. La venganza la empujaba, pero no podía alimentarla igual que la cálida carne y la sangre caliente.
Como si algún dios benévolo hubiera atendido su deseo, la pantera olió de repente el aroma de la carne viva. Allí, algo más adelante, recostada contra aquel árbol. El felino frenó su marcha y empezó a recechar, arrastrando la panza más cerca del suelo, moviéndose con mayor cálculo.
La carne dormía. Bien. Esto se lo pondría más fácil. Podía ir directo al cuello y sofocar a la presa. Si el hombre trataba de resistirse, la pantera podría rajarle el vientre a la víctima con las patas posteriores, y destriparlo.
El felino se acercó con todo su sigilo, silencioso como un espectro, pero algo sobresaltó a la carne. Algún sentido interior, tal vez, la advirtió de su muerte inminente. Abrió los ojos de súbito y trató de ponerse torpemente en pie. Gritó.
—¡No! ¡Tú no! Dioses, perdonadme, voy a cumplir mi juramento, lo cumpliré, ¡os lo juro!
El felino que había sido hombre sonrió, enseñándole los largos colmillos. Bien, bien. ¡Qué conveniente era aquello! Que su cena debiera ser aquel gordo y traicionero necio. «Muy conveniente», pensó, mientras se aprestaba para saltar.
En la noche, el ave que había llamado a su compañero calló de pronto.
Una vez más, se hizo el silencio.
El silencio, roto tan sólo por un gran felino hambriento que despedazaba a su presa.
Cuando hubo dejado atrás los árboles del bosque Bloddolk, Conan se sintió mucho mejor. Tenía ante sí una extensa llanura, interrumpida aquí y allá por prominencias y elevaciones rocosas, pero llana y desnuda en su mayor parte. Esto le gustaba más; podía ver venir los peligros desde lejos, podía prepararse para hacerles frente. Era imposible que algo se le acercara a pocos pasos, ocultándose entre aquellos árboles malditos por los dioses y la maleza.
Más adelante, Vitarius y Eldia cabalgaban juntos, y hablaban en voz baja. El caballo de Kinna los seguía de cerca. Ocasionalmente, la joven mujer se volvía y sonreía a Conan. A él no le importaba, porque Kinna era una mujer bella, y de temperamento no poco fogoso. La tensión que había torturado a Conan desde el primer encuentro con la bruja ya no lo angustiaba. Sonrió, y apresuró al caballo para dar alcance a los demás.
—En, Vitarius —dijo Conan—, tal vez nos convendría hacer una parada para el desayuno. Ahora que hemos salido de ese maldito bosque.
—Deberíamos considerarnos agraciados por la buena fortuna —dijo Vitarius—. Hemos sobrevivido a nuestro paso por allí sin sufrir ningún daño.
—¿Buena fortuna? ¿Llamas así a que una planta aberrante haya estado a punto de ensartarnos, y a que ese gigantesco demonio rojo no nos engullera por poco?
—Nuestro viaje ha sido tranquilo, comparado con algunos otros. Por lo menos, hemos sobrevivido para contarlo.
Conan asintió. El anciano mago tenía razón a su manera.
Los cuatro tiraron de las riendas para hacer una pausa, y desenvolvieron carne seca y resecos tajos de fruta, con los que se desayunaron. Entre mordiscos, Conan le comentó a Vitarius en qué gran medida prefería aquel terreno al que acababan de abandonar.
Vitarius asintió, al tiempo que masticaba pensativamente la pulpa marrón de una fruta secada.
—Sí, en la mayor parte de los casos estaría de acuerdo contigo. Pero ésta es la planicie Dodligia, y no es tan segura como ahora te parece. Si cabalgamos durante la mitad de un día, avistaremos el Castillo Slott... se encuentra a un día de aquí. Y en las llanuras que rodean ese malvado lugar, hallaremos obstáculos. Sospecho que el único motivo por el que todavía no hemos hallado vigilantes como esos que encontraste al llegar a Corinthia es que estamos viajando hacia Sovartus. No esperará que las moscas vayan directas a su red.
El anciano tomó un nuevo bocado de fruta.
—Pero puedes estar seguro de que Sovartus no dejará su castillo sin vigilancia, aunque no nos espere a nosotros en particular. Se ha creado algunos enemigos: más de un hombre querría ver a Sovartus colgando del patíbulo. Y la cola para escupir sobre su cadáver llegaría hasta el horizonte.
—Yo sería la primera en esa cola —dijo Eldia, que parecía demasiado cruel para sus pocos años.
—¡Sí —dijo Conan—, y yo estaría tan cerca del principio que luego tendría tiempo para encontrar mi caballo antes de que terminara el saqueo! —Rió.
Vitarius frunció el ceño.
—Será mejor que te guardes tus bromas hasta después de que tengamos éxito en nuestra misión. Por lo que yo sé, Sovartus no se distrae fácilmente y, una vez avistemos el castillo, habremos de contar con que la misma tierra tendrá oídos.
Conan apartó su rostro del de Vitarius e hizo bocina con ambas manos.
—¡Tenme el caballo listo para cuando llegue! —gritó.
Se volvió hacia el trío que le miraba y sonrió, con los ojos llenos de fuego.
Nadie le devolvió la sonrisa.
Cuando el sol dejó atrás su cénit, de camino hacia la noche, los cuatro avistaron un lejano pico. Conan pensó que se trataba de una montaña rara, porque estaba aislada, como un cono puesto sobre una mesa, sin estribaciones ni prominencias en derredor. Y el pico de la montaña tenía una forma aún más rara, porque se erguía de tal forma que aparecía algo más ancho sobre un soporte más estrecho, como un deforme reloj de arena.
—El Castillo Slott —dijo Vitarius.
Conan parpadeó con incredulidad.
—¿Esa montaña?
—Buena parte de ella. Las rocas están atravesadas por cuevas, muchas de las cuales se entrelazan. Ese ensanchamiento que ves en lo alto no es natural; fue hecho por los hombres y por la magia. Desde aquí, parece pequeño; de más cerca, podrás ver que la cumbre del Castillo Slott es diez veces más grande que el mayor palacio de Mornstadinos. Y la parte superior está conectada con las galerías que surcan la montaña por abajo. Si tuviera provisiones suficientes, un hombre podría pasarse años vagando por dentro de esa montaña-castillo sin ser capaz de volver a hallar la entrada.
»Desde aquí —siguió diciendo Vitarius—, tenemos que estar en guardia.
Conan miró hacia el castillo. Su anterior entusiasmo se desvaneció rápidamente al contemplar la pasmosa construcción.
Djuvula estaba supervisando la carga de su Príncipe de la Lanza en el carro. Dicho carro estaba construido sobre una sólida armazón de madera, con un toldo de pesada lona, puesto sobre aros de robusta madera ablandada al vapor y doblada.
—¡Tú, bufón, ten cuidado! ¡Si sueltas esa caja, haré que se te marchiten las partes!
Los ojos del obrero parecieron ir a salirse de sus órbitas; se puso a trabajar con mayor afán.
Djuvula se volvió, y se fue a acabar de llenar su baúl de pociones y polvos.
Cuando envolvía con gran cuidado ciertas frágiles bolas de cristal, llenas de productos químicos de brillante color, la hechicera sacudió la cabeza una vez más. No quería hacer aquel viaje, pero no había manera de evitarlo. Djavul había muerto; y, aparte de que hubiera muchas razones para creerlo, Djuvula sabía en su alma que su hermano demonio debía de haber perecido a manos del bárbaro, el viejo brujo y la niña de Fuego. Así, la venganza se añadía a todos los motivos que pudiera tener para capturar al hombre y a la muchacha. Con todo, la venganza no era su motivo más importante. Su relación con Djavul se había basado más en la complacencia mutua que en verdaderos sentimientos; aun así, habían pertenecido a la misma familia. Un motivo para odiar a su presa.
Tras el esperado fracaso de Lemparius como maestro espadachín en la alcoba, daba mayor importancia a capturar a Conan para su príncipe. Y, por supuesto, quedaba el asunto de aquella niña, cuya posesión le compraría la amistad de Sovartus. Ahora que Djavul había muerto, aún le sería más necesario encontrar un patrono. Por todas estas razones, Djuvula sabía que debía seguir al bárbaro y a la muchacha que éste protegía.
Sonrió. Por suerte, no tendría que hacer un largo viaje por el camino de Corinthia. Disponía de un poderoso embrujo que le había enseñado Djavul, el cual permitía viajar por las tierras intermedias a su dueño. Unas pocas horas de tránsito por aquel mundo infernal le valdrían por muchos días de camino en cualquier vía de Corinthia.
Cierto, el viaje no carecía de peligros, aun para una bruja de considerable poder; algunas de las criaturas de las tierras intermedias habrían hecho aparecer el terror en los ojos de un demonio, y mucho más en los de una mujer mortal. Los viajeros que se descuidaban bajo el sol gris podían morir de un millar de muertes, de mil horribles maneras. Sin embargo, Djuvula había emprendido otros viajes por aquella ruta. Era prudente; y, a causa de la ventaja que le llevaba su presa, tenía que ir por allí para darle alcance.
Sonrió al pensarlo, y siguió empaquetando sus artefactos mágicos.
Poco antes del ocaso, Conan vio una nueva amenaza. Al principio, la llanura que quedaba a la izquierda del cimmerio parecía estar vacía. Entonces, apareció una criatura a menos de veinte pasos de distancia. Era un pie más alta que Conan, y a nada se parecía tanto como a un perro muy grande sentado sobre sus cuartos traseros. La forma de las patas traseras no se correspondía con la de un perro o un lobo, parecía más humana, y las garras delanteras recordaban más a las de un simio que a las de un canino, pero, de todos modos, se asemejaba a un perro. Tenía las orejas puntiagudas, el hocico alargado y la boca llena de aguzados dientes, y el morro era negro, con gemelas fosas.
Conan apenas si había tenido tiempo de volverse hacia Vitarius y proferir una maldición, cuando la bestia se desvaneció. Estaba allí, pero no estaba... se había desmaterializado en el aire del ocaso.
Vitarius se giró. Conan le describió la aparición en pocas palabras.
El anciano mago asintió.
—Un semigüelfo —dijo—. Una bestia de Tierra, controlada en consecuencia por Sovartus... a través del hermano de Eldia.
—¿Como pueden desaparecer así? ¿Son mágicos?
—No. Viven bajo tierra, en galerías. El que has visto sólo tuvo que meterse por una entrada oculta para desaparecer.
—Ah.
Esto último hizo que Conan se sintiera mejor. Las bestias, aunque estuvieran controladas por brujos, podían combatirse con acero.
—No dudes de que Sovartus pronto sabrá que estamos aquí —dijo Vitarius—. Más vale que no nos paremos; nos guste o no, el subsuelo de este terreno está plagado de galerías de güelfos.
El cimmerio asintió.
—¿Qué crees que harán?
Vitarius se encogió de hombros; la flaqueza de éstos se hacía ver en la forma que daban a la túnica.
—Sin duda, contactarán de algún modo con su señor. Le mandarán un mensajero; eso, si no se comunican por medios mágicos. Aunque los semigüelfos no tengan muy buena vista, ése estaba suficientemente cerca para observarnos y dar una descripción. Estoy convencido de que, ahora mismo, Sovartus ya está al corriente de nuestra presencia.
—¿Y qué hará entonces? —preguntó Kinna.
El anciano negó con la cabeza.
—No lo sé. Sigamos hasta su guarida. Puede atacarnos ahora, o tal vez sólo aguarde nuestra llegada.
—Entonces, perderemos la ventaja de la sorpresa —dijo Conan.
—Yo ya no contaba mucho con eso —le respondió Vitarius.
—Entonces, mago, quizá deberías revelarnos tu plan. —Conan no se había turbado ante la aparición del semigüelfo.
—Cuando estemos en la vecindad del castillo, crearé una distracción mágica con poder y agitación suficientes para que Sovartus deba intervenir. Cuando esté ocupado con esto, tú sólo tendrás que entrar en el castillo, encontrar a los niños y liberarlos.
—¿Ése es tu plan? —Conan sacudió la cabeza—. ¿Tengo que escalar una gigantesca montaña, entrar en un castillo, tal vez registrar miles de habitaciones hasta encontrar nuestro objetivo, derrotar a las fuerzas que un poderoso mago puede poner a hacer guardia, y regresar con tres niños?
—Ése es mi plan, sí.
—Ah. Y yo que había pensado que esta empresa podía presentarse difícil. ¡Qué necio he sido! ¡Va a ser fácil!
—El sarcasmo no te va, Conan. Estoy abierto a mejores sugerencias.
El cimmerio sacudió la cabeza de nuevo.
—No, tu plan me parece muy bueno. —Tocó la empuñadura de su espada—. En cualquier caso, prefiero depender de mi espada que de esas complicadas gesticulaciones.
—Yo voy a ir contigo —le dijo Kinna.
Conan rió entre dientes.
—No. Ya te he dicho antes que trabajo mejor solo.
Kinna se irritó.
—¡Si fuese un hombre, me llevarías contigo!
—No te llevaría ni que fueras un dragón amaestrado y vomitaras fuego a mi orden. Trabajo mejor cuando estoy solo; siempre lo he hecho así. Y estoy muy contento de que seas una mujer, Kinna. No querría que fueses otra cosa.
Conan vio que la ira pugnaba con otra emoción en el rostro de la joven. Al cabo de un momento, ésta sonrió.
—Sí, yo también estoy contenta de ser mujer, Conan.
Las tierras intermedias nunca estaban en paz, por lo menos en los momentos en que Djuvula las atravesaba. En dos direcciones —al sur y al este—, rugían las tormentas, vomitando rayos y truenos; en el sitio donde ella se encontraba, la atmósfera parecía estar cargada de alguna fuerza elemental, de tal modo que el aire estaba plagado de pequeñas e incontables motas, todas las cuales danzaban frenéticamente. Las tierras intermedias deformaban las líneas rectas en curvas y ondulaciones, reducían los ángulos rectos de las esquinas, y rodeaban cada objeto con un borrón de su propia luz... una ilusión total, que lo abarcaba todo.
Mientras Djuvula azuzaba a sus asustados caballos, algo oscuro pasó volando por el sendero, farfullando con fuerza. Las bestias se sobresaltaron, y se habrían vuelto si la bruja no hubiese empleado su látigo. A pesar de las anteojeras, y de un hechizo calmante cuyos efectos sufrían, los caballos siempre se ponían nerviosos. Quizá sintieran de algún modo el peligro que había acabado con uno de ellos en una ocasión en que tiraban del carro de Djuvula. Aquella vez, sólo Djavul había impedido que la bruja siguiera el mismo camino que el caballo: llenar la hinchada panza de una criatura monstruosa.
Djuvula se estremeció. Deseaba de verdad que Djavul hubiera estado vivo, sentado a su lado.
Según sus cálculos, sólo tendría que viajar por aquel camino infernal durante otros diez minutos para volver a emerger luego en su propio mundo. Y adelantarse a su presa. Ya tenía planes para manejar al brujo y al bárbaro. Si nada le salía de mala manera.
Cuando estaba pensando en esto, Djuvula vio una ondulación en el paisaje, más adelante. El suelo se combaba hacia arriba en la forma de un vibrante montículo, del mismo modo que las olas se levantan en la tormenta. La tierra se partió con gran estrépito, como si alguien hubiera estado arrancando gigantescos clavos de una sólida madera. Una cueva, repleta de puntiagudos dientes de piedra, se abrió de súbito delante de la hechicera. Djuvula no dudaba de que el demonio de piedra la devoraría a ella, los caballos, el carro, y todo lo demás.
Los animales que tiraban del carro no tuvieron que recibir ninguna orden para apartarse. Djuvula les permitió que arrastraran el carro lejos del monstruo, y entonces, en seguida, los obligó a detenerse. Viajar prescindiendo de la seguridad que daba el camino habría sido una locura de primer orden. Pese a su deseo de adelantarse en el mundo real al grupo que estaba buscando, decidió abandonar las tierras intermedias. Al ver que el monstruo se acercaba a ella, avanzando por el camino como una ola en el agua, acabó de decidirse. Recitó las palabras del hechizo, rápida pero cuidadosamente. El agitado aire pareció danzar con mayor rapidez, y un resplandor aclínico iluminó toda la escena.
Apareció en un pequeño camino, en los confines de un bosque de aspecto malsano. Al instante, vio que había llegado al límite septentrional del bosque Bloddolk; una investigación posterior con el hechizo de localización, en la que empleó las ropas de Conan, descubrió que el bárbaro se encontraba más adelante, por lo menos a medio día de viaje. ¡Maldición! Tendría que embrujar a los caballos para que pudieran correr durante toda la noche y darles alcance. A menos que quisiese arriesgarse a entrar de nuevo en las tierras intermedias. El recuerdo de aquel monstruo de cavernosas fauces le hizo desechar al instante la idea.
La bruja le dio un latigazo en la oreja al primer caballo, como un «¡zas!», y las bestias caminaron. Hubo una que resopló y meneó la cabeza, y dio muestras de nerviosismo. Djuvula miró hacia el mismo lugar que el animal.
Una pantera yacía dormida, bajo el retorcido tronco de un árbol deforme de recia madera. Djuvula maldijo al caballo.
—Estúpido animal, después de lo que has visto por el camino del infierno, ¿te asustas por una bestia dormida?
Lo azotó en la grupa con el látigo, y el animal volvió a hacer bien su trabajo. El carro se alejó del árbol deforme y del felino dormido.
Djuvula no pensó más en la pantera, que se había perdido de vista.
17
Habían acampado, habían encendido la hoguera, y Vitarius plantó una vez más sus defensas mágicas. Conan sólo había dormido un sueño ligero, al lado de Kinna, cuando la terrible cacofonía que sonaba a su alrededor lo despertó.
Aquello le pareció al cimmerio como si el mundo se hubiera estado acabando; un martillazo de sonido le golpeó en la oreja, más fuerte todavía que los chillidos del demonio al que había matado, Djavul. Junto con el chillido se produjo también un explosión de luz, multicolor y cegadoramente brillante. Sólo tardó un momento en comprender lo que ocurría: algo había tropezado con el hechizo de Vitarius.
Conan salió rodando de entre sus mantas, empuñó la espada y se puso en pie, todo en un solo movimiento. El cielo nocturno estaba nublado, pero las manchas de luz producidas por el hechizo le bastaban para verlo todo perfectamente bien: los semigüelfos estaban atacándoles.
Vitarius se desembarazó de sus mantas y fue por Eldia, que se estaba levantando con la espada corta en mano. Kinna tenía la daga curva del cimmerio, y ya estaba en pie cuando Conan salió corriendo a enfrentarse con el primer güelfo que entrara en el campamento. Al arremeter contra Conan, los músculos de la bestia se le marcaron en el oscuro pellejo; sus colmillos estaban listos para desgarrarle la garganta.
Esos mismos colmillos se cerraron con un seco golpe, a modo de horror final, cuando Conan atravesó la cabeza que los sostenía, desde el extremo del cuello del güelfo, con un solo mandoble de su acero enfriado por la noche. Sin detenerse, el cimmerio se volvió sobre sus plantas para hacer frente a otro lobo que saltaba sobre él. Éste quedó ensartado en la espada de Conan, y aulló salvajemente al caer.
Por desgracia, el semigüelfo moribundo arrastró la espada en su caída, y se revolvió con tanta fuerza que el puño escapó de la poderosa mano del cimmerio. Conan gritó una maldición, y se agachó para arrancar la espada clavada; mientras lo hacía, un tercer güelfo, atacando por detrás, fracasó en su intento de saltar sobre el cuello de Conan y morderle. En cambio, sus flacas patas chocaron con el hombre, tropezó en el aire, y pasó por encima del bárbaro con una incontrolada voltereta; finalmente, su lomo golpeó el duro suelo.
Conan tiró de su espada, pero el peso del güelfo muerto retenía con fuerza el acero cálido de sangre. La bestia que se había estrellado contra el suelo empezó a levantarse.
El cimmerio abandonó el intento, y se volvió para hacer frente al tercero de sus enemigos. Gruñó con voz parecida a la del semigüelfo. La bestia, sin embargo, se distrajo de súbito al disponerse a saltar. Tuvo dos motivos para dejar de concentrarse en Conan: la pequeña espada de Eldia le había atravesado la grupa, y Kinna, al mismo tiempo, le había herido la otra pata hasta el hueso. La bestia aulló.
Conan saltó, y golpeó con un puño semejante a un martillo entre los sorprendidos ojos del güelfo. La criatura se derrumbó como un saco de grano, y perdió toda consciencia.
El bárbaro no se detuvo, sino que, con otro salto, fue a recobrar su espada. Apoyando un pie sobre el güelfo muerto, logró arrancar la hoja.
En ese momento, Vitarius logró acercarse a Eldia. El viejo mago le puso una mano sobre la cabeza a la niña, y las palabras de algún cántico mágico se alzaron contra el estrépito del hechizo de protección.
Entonces, Conan ya no pudo mirar más, porque una falange de güelfos irrumpió de súbito en el perímetro del campo y cargó contra sus ocupantes humanos. El cimmerio sonrió y corrió a hacer frente a la nueva amenaza, sacudiendo de la espada, ante los recién llegados, la sangre de sus camaradas muertos.
La prieta formación de güelfos se dispersó ante el siseo y la vista del arma de Conan. Las bestias eran rápidas, pero tropezaban unas con otras en su afán por reagruparse; había demasiadas para un espacio tan pequeño. Una no corrió lo suficiente para alejarse del cimmerio, y así quedó hermanada por su mutilación con el destruido demonio, Djavul.
Entonces se produjo un estallido de luz azul ultraterrena, en forma de apretado rayo, que atravesó primero a un güelfo, y luego a un segundo y un tercero. Cuando la luz las tocaba, las bestias lupiformes arrojaban densa humareda y vapores; el rayo se movía como una lanza sobrenatural. Eldia.
Los güelfos restantes se dispersaron, aullando de miedo. Conan se volvió a tiempo para ver que una forma sombría se les acercaba por detrás a Vitarius y a Eldia. El cimmerio gritó y corrió hacia ellos, pero ni siquiera él fue lo bastante veloz. Un puño cerrado, como de simio, golpeó en el oído al anciano, y éste se desplomó. Así, se rompió el contacto entre mago y niña de Fuego, la llama azul desapareció de pronto, se extinguió como una vela. Su resplandor todavía cegó a Conan en su carrera contra el atacante, que se había agachado para coger a Eldia. La niña había alzado su pequeña espada, y el güelfo dio un paso hacia atrás.
Este breve retraso bastó; Conan se lanzó como un trueno, y no se molestó en frenarse cuando se arrojó sobre el güelfo. El hombro del corpulento bárbaro se estrelló contra el pecho de la bestia, y la hizo caer. El cimmerio la siguió, levantó su espada y asestó un fuerte mandoble. Aquella criatura ya no había de molestarlos más.
Conan se volvió, y vio que Vitarius estaba tratando de levantarse. Al instante, fue a ayudar al anciano a ponerse en pie.
El mago estaba aturdido.
—¿Qué... qué ha pasado?
—Te golpearon por la espalda. Ya he matado a la bestia.
Vitarius sacudió la cabeza.
—¿Los güelfos...?
—Muertos en su mayoría, o huidos. No veo ninguno que se mueva.
El anciano asintió, y entonces miró en derredor, con súbito miedo.
—¡Eldia! ¡Y Kinna! ¿Dónde están?
Conan se apresuró a mirar alrededor. No había quedado ningún rastro de las dos hermanas.
En lo más alto del Castillo Slott, Sovartus, del Cuadrilátero Negro, reía como un loco ante su triunfo. ¡Ya la tenía! ¡Sus esclavos güelfos la habían capturado! Hacía sólo unos momentos, había llegado un cuervo con el mensaje del jefe de los semigüelfos. La niña de Fuego ya estaba en camino, estaba en la red subterránea de galerías construida por mil generaciones de los lupinos que moraban en la tierra.
Sovartus estaba de pie en una desnuda habitación de la torre, engalanada con lazos de polvorienta seda de araña. Hacía años que nadie utilizaba aquella cámara, pero las manchas oscuras que habían quedado en los listones de madera del suelo daban fe del atroz uso que había tenido. Era el espacio cerrado más elevado del castillo, una habitación circular con ventanas en las cuatro direcciones. Sería allí donde Sovartus compusiera los Elementos y creara la magia más potente habida desde la desaparición de Atlantis bajo las aguas.
Iba paseando lentamente por el perímetro de la torre, deteniéndose para mirar por cada una de las ventanas, todas ellas terminadas en arco. Sonrió abiertamente. Pronto, cada una de las ventanas le ofrecería la vista de uno de los Elementos: al este danzarían grandes vientos; al oeste, la misma tierra herviría; al norte, las tormentas causarían un diluvio; y al sur... ah, finalmente, al sur, se inflamaría un pilar de fuego, tan ardiente como para abrasar a los moradores del Infierno. Cuando los Elementos estuviesen en su lugar, entonces él, Sovartus del Cuadrilátero Negro, les ordenaría que se unieran; entonces, nacería la Criatura de Poder.
Ah, sí, entonces los cuatro se fundirían y mezclarían para devenir en algo más grande. La idea, elforestallning, equivaldría a la concepción y nacimiento, el befruktning. Y el mundo temblaría ante aquello... y ante el hombre que lo dominaría.
Sovartus rió de nuevo y dio una palmada. Inmediatamente, dos figuras vestidas con túnicas negras y encapuchadas entraron en la habitación e hicieron una profunda reverencia. La sombra de sus capuchones les ocultaba el rostro, y no hablaron, sino que volvieron a inclinarse ante el mago.
—Traed a los Tres —ordenó Sovartus—. Y que también traigan aquí mi mesa talismán y mis instrumentos. Así como mi túnica de cabellos de virgen.
Las figuras vestidas de negro hicieron una nueva reverencia y se marcharon, dejando solo a Sovartus. Cuando hubieron salido, el mago contempló las manchas del suelo. Pensó que pronto, muy pronto, las ciudades de los hombres se parecerían a aquellas manchas si no le brindaban completa sumisión. Pronto, el nombre de Sovartus infundiría miedo y respeto en cualquier hombre o mujer que lo escuchara; pronto. Muy pronto.
Conan encontró el sangriento puñal abandonado cerca de un hoyo. Lo levantó y lo sopesó. Era la misma daga que le había arrebatado a Lemparius, el hombre bestia, y que había visto blandir a Kinna contra los semigüelfos. Contempló el agujero, que era lo bastante ancho como para que un hombre pudiera entrar por él.
Vitarius le dio alcance.
—Es una de las entradas que dan a las galerías de los güelfos. Se han llevado bajo tierra a las dos hermanas.
Conan asintió, e hizo como que iba a entrar en el hoyo.
Vitarius tocó al joven en el hombro con su flaca mano.
—No, Conan. Puede que Crom viva dentro de una montaña, pero este paraje pertenece a los güelfos. Bajo tierra, en la penumbra, no los encontrarías. Además, ya deben de estar lejos de aquí; irán hacia el castillo.
Conan se apartó de la entrada al dominio de los semigüelfos.
—Entonces, tendremos que cabalgar hasta el castillo. Ellos han de cubrir la misma distancia, con o sin galerías, y, si nos damos prisa, tal vez lleguemos antes de que se reúnan con Sovartus.
—Está oscuro —dijo Vitarius—. Por la mañana...
—No temo a la oscuridad —dijo el cimmerio—. Si esas bestias subterráneas van hacia el castillo, nosotros también tendremos que ir. Si prefieres quedarte atrás, iré yo solo...
—No —dijo Vitarius—. Voy a acompañarte.
Los dos hombres se apresuraron a montar.
El carro de Djuvula la Bruja quedaba oculto por un velo de negrura mágicamente inducida, invisible para los ojos normales si éstos no se acercaban a unos pocos pies. La mujer de cabellos de fuego estaba a su lado, observando cómo Conan y el mago del Cuadrilátero Blanco montaban en sus caballos. Maldijo en voz baja al ver que se alejaban cabalgando, airada con el destino por haberla retrasado en su tránsito.
Lo que había sucedido estaba demasiado claro, vistos los cadáveres de los semigüelfos que yacían por allí. Había tenido lugar un ataque, y la niña de Fuego se hallaba en poder de las bestias del subsuelo, y, en consecuencia, pronto la tendría Sovartus. ¡Ah, acercarse tanto para que todo terminara en fracaso!
Djuvula sopesó las opciones que se le ofrecían. Aún podía hacerse con el corazón del bárbaro, y esto sería un buen consuelo. Y quizá todavía pudiera sacar algún provecho de la victoria de Sovartus; éste, al fin y al cabo, era un hombre, víctima de los mismos deseos que sufren todos los hombres libres de enfermedades y perversiones. Se sabían muchas cosas de Sovartus, pero no que fuera aficionado a los efebos; eso era lo que había oído Djuvula. Y la bruja no dudaba de sus propias habilidades en aquella arena.
Sí. Lo mejor sería seguir adelante. Volvió al carro y se encaramó al banco del conductor.
En la penumbra, oculta por arbustos resecos y escasos, que no habían de tardar en convertirse en plantas rodadoras, la pantera que había sido hombre contemplaba a la mujer que era bruja en el acto de subir a su oculto carro y marcharse. Los ojos de un felino normal eran agudos en la noche, y aquel felino en particular, aparte de su mente humana, tenía una visión muy superior a lo normal. Cierto, su mente se volvía salvaje, de tal manera que, con el tiempo, la pantera tan sólo sería una bestia; con todo, aún conservaba un destello de inteligencia humana que gobernaba al animal. Y esa inteligencia acababa de ver cómo se marchaban sus dos mayores enemigos.
Parecía que no tuviese otra opción, aparte de seguirlos. No podía atacar de frente a la bruja, pero tal vez hallara algún medio de causar su perdición. El bárbaro sólo era un hombre y, aunque tuviera una daga mágica, podría sorprenderlo y acabar con él.
Por primera vez desde que le habían convertido en pantera de por vida, Lemparius sintió para sus adentros un estallido de alegría.
El plato frío de la venganza empezaba a calentarse.
En la más elevada torre del Castillo Slott, los preparativos estaban en marcha. Figuras con túnica negra y capuchón daban vueltas por la estancia, atendiendo a los deseos de Sovartus. Habían encadenado a los dos hijos y a una de las hijas de Hogistum bajo tres de las cuatro ventanas de la habitación. Tres de los Cuatro Elementos ya estaban presentes, y el último no se haría esperar.
Sovartus se alejó de la cuarta ventana, desde donde había estado contemplando la tranquila planicie Dodligia. Los Elementos, anteriormente agitados, permanecían en calma, como para anticipar la victoria final del brujo. No soplaba ninguna brisa; el suelo no temblaba; no llovía.
La mesa talismán se hallaba en el centro de la habitación; era cuadrada y estaba cubierta de símbolos, y reposaba sobre cuatro patas de gárgola. Al extremo de cada una de éstas, una garra de cuatro dedos sujetaba una gema cuadrada: un ónice negro, una perla negra, un jade negro y un ópalo negro. En el centro de la mesa mágica había un libro forrado en cuero, también del color de pechuga de cuervo, y de forma cuadrada. La habitación tenía el color de la medianoche, y su propósito era todavía más oscuro. A Sovartus le gustaba aquello, y su sonrisa permanecía inalterable. Muy pronto, sus esfuerzos podrían finalizar; y, entonces, un nuevo comienzo sacudiría el mundo.
18
Antes de que Conan y Vitarius hubieran recorrido un largo trecho a caballo hasta el Castillo Slott, el anciano tiró de las riendas para hacer una parada y le indicó por señas al bárbaro que hiciese lo mismo.
—¿Por qué te detienes? El viaje acaba de empezar...
—¡Silencio!
Vitarius habló con un tono de autoridad que Conan no había oído hasta entonces. La fuerza de aquella única palabra sobresaltó al cimmerio.
El anciano mago desmontó, y dio varios pasos en la misma dirección en la que habían estado viajando. Tendió la mano, y pareció buscar algo en el aire nocturno. Conan no veía nada. Al cabo de un momento, Vitarius asintió. Dio un paso hacia atrás.
—Sovartus ha puesto un hechizo de protección; nos hallamos en su límite.
Conan miró a la oscuridad.
—Todavía estamos algo lejos de su castillo.
Vitarius asintió. Murmuró algo que Conan no entendió bien, y trazó extrañas figuras con las manos. Un tenue fulgor rojizo apareció en el aire, delante de los dos hombres, y se expandió con rapidez.
—Como puedes ver, cubre una gran área. Una vez atravesemos el hechizo, sabrá que estamos aquí. Y yo, con mis poderes mágicos, le llamaré más la atención que un viajero ordinario. Antes de que entremos en su reino, debo prepararme. Encontraremos vigilantes destinados a luchar contra hombres, porque Sovartus no es necio, pero probablemente también habrá guardias para los enemigos del Cuadrilátero Negro que tengan poderes mágicos. He de estar preparado.
Conan desmontó y dio una vuelta, desentumeciéndose las articulaciones, mientras Vitarius se sentaba en el suelo, con las piernas cruzadas, y cantaba en voz baja para sí. El cimmerio estaba impaciente, ansioso por empezar a usar su espada. Harto de aquellas necedades mágicas. Conan habría apostado a que Sovartus perdería humos en cuanto un acero frío y agudo lo traspasara. Todos aquellos fulgores nocturnos y gesticulaciones desagradaban al corpulento joven. Quería terminar lo antes posible con aquel tipo de trabajo; estaba más que ansioso por acabar a mandobles con aquello.
Pasó el tiempo, y Conan se puso todavía más impaciente. ¿Qué estaba haciendo el anciano? Crom, ¿acaso tenían que esperar allí hasta el siguiente cambio de estación?
—Estoy listo —dijo Vitarius.
Una vez más, la voz del mago sorprendió a Conan. En primer lugar, por la nota de autoridad que ya había advertido antes, pero también por alguna otra cosa. Parecía como si hubiese hablado un hombre joven. Y, aunque Conan no notó ningún cambio al que pudiera dar nombre, Vitarius parecía moverse de manera distinta. De alguna manera, parecía actuar con mayor seguridad.
Volvieron a montar y se acercaron al aire refulgente.
Conan no sintió nada cuando entraron en el hechizo de protección; no centelleó ninguna luz, no se oyó ningún chillido en el aire nocturno. Vitarius, sin embargo, dijo:
—Sabe que hemos llegado. Tienes que estar en guardia. No podrá volver toda su atención hacia nosotros, porque se está preparando para su abominable experimento. Con todo, controla un gran poder... y nos aguarda un gran peligro.
El cimmerio sacó la espada de su vaina de cuero, y la sostuvo cruzada delante de la silla de montar.
—Bien —dijo.
Empezó a soplar viento, que llenó de arena el rostro de Conan. Su caballo relinchó, y trató de huir de la polvareda, pero el cimmerio obligó a la bestia a seguir su camino.
—Sovartus —dijo Vitarius—. Quiere probar nuestras agallas.
Conan asintió.
—Una brisa no nos detendrá.
Repentinamente, el viento sopló con más fuerza, y una de sus rachas hizo que Conan se tambaleara sobre la silla de montar. El bárbaro entrecerró los ojos y agachó la cabeza ante la polvareda. Con la mano que tenía libre, trató de protegerle los ojos al caballo.
Entonces, el anciano mago recitó las palabras de algún hechizo. Abruptamente, el viento murió.
—Aire —dijo Vitarius—. Pero no ha sido un gran ataque. Parece que nos considera una amenaza pequeña.
—Querría poder corregir su error —dijo Conan.
—Espero que tu optimismo esté bien fundado.
Djuvula se ajustó aún más el pañuelo en torno al rostro, para impedir que se le metiera polvo en los ojos. La bruja no se habría opuesto a Sovartus con su propia magia, que, como la del mago, provenía del Negro; por ello, no parecía probable que él se dignara a atacarla directamente. Djuvula no temía a los guardias mortales que pudieran estar apostados por el camino Dodligio hasta el Castillo Slott.
Sintió que la fuerza del anciano brujo relampagueaba más adelante, y el viento moría. Aquel hombre tenía más poder del que ella había creído. Un momento antes, cuando Vitarius se había detenido para concentrar las energías del Blanco, la había sorprendido. Acababa de echar a perder el viento nocturno de Sovartus, de la misma manera que un hombre habría podido aplastar un molesto insecto. Interesante.
Por supuesto, su mayor preocupación radicaba en que el mago pudiera emplear sus fuerzas contra ella si descubría que los estaba siguiendo con tanto empeño. Le pareció que tendría que aguardar hasta que Conan y el mago del Cuadrilátero Blanco se separaran lo bastante antes de atacar al bárbaro. El castillo estaba cada vez más cerca, y también tendría que meditar sus tratos con Sovartus; con todo, aún tenía tiempo para hacer sus negocios. Todo el tiempo del mundo.
La pantera andaba al abrigo del carro, y así se protegía contra el viento, pero no por completo; una parte de la gravilla del camino le iba a la cara, y tenía que parpadear para quitársela. Caminaba con cuidado, para no exponerse al mágico velo que ocultaba el vehículo de la bruja. No creía que Djuvula supiera de su presencia, ni hubiera advertido que la estaba siguiendo; tampoco quería que lo supiese... de momento. Ya le había humillado en una ocasión con su magia repugnante, y no quería que le volviese a ocurrir lo mismo.
Mientras caminaba detrás del carro, Lemparius pensó por centésima vez cómo llevaría a término la destrucción de Djuvula. La bruja le había dejado incapaz de hacerle daño directamente, pero tenía que encontrar otro modo de atacarla. Algo indirecto. Pero... ¿qué?
Por un momento, la bestia se hizo con el mando. Lemparius debió resistirse al impulso de gruñir: tuvo que contenerse para no salir corriendo delante del caballo, ni arañar a las bestias, ni beberse su sangre para saltar luego sobre Djuvula y quitarle la vida.
El momento pasó, y la mente del hombre volvió a controlar plenamente el cuerpo del animal. Habría sido estúpido el dejarse llevar por tales pasiones felinas, un esfuerzo malgastado, condenado desde el principio.
El hombre-felino sacudió la cabeza. Tendría que hacer algo sin tardanza; tenía que hacer algo, antes de que perdiera su cordura humana, y se convirtiese en pantera, tanto en espíritu como en forma. En cuanto a esto último, tenía una sola esperanza: si Djuvula moría, tal vez el encantamiento que le había arrojado también muriera. Entonces, podría recobrar su forma humana. Sabía que esta esperanza era frágil, pero no tenía nada más.
Por supuesto, quedaba la cuestión de Conan, que debía morir en cualquier caso. Pero poco le importaba que el bárbaro fuera asesinado por la pantera o por el hombre que ésta había sido. Moriría; aún más, tenía que morir de tal manera que Djuvula —si seguía viva— no pudiese quedarse con su corazón para el simulacro. Debía negarle ese placer, aun cuando apenas sobreviviera el cimmerio por unos momentos.
Lemparius veía que la venganza es un plato que debe saborearse lentamente, en toda su sazón, antes de ser consumido por completo.
Entonces, el viento y la polvareda se apaciguaron, pero el aire nocturno transportó hasta el sensible hocico del gato el olor de lo que menos le gustaba: lluvia, que no se haría esperar.
Lemparius acalló la voz del felino, pero su gruñido y su sordo rugido sonaron en su mente, aunque no se oyeran.
La lluvia se precipitaba sobre la llanura con oblicua fuerza, presagiada por el rayo y el estrepitoso trueno. A la luz de las crepitantes descargas, Conan vio las primeras, gruesas y pesadas gotas salpicando en el suelo, levantando polvo al dar en tierra. En un momento, el muro de agua se acercó, su manto gris cubrió a los dos jinetes.
A pesar del aire húmedo, el vello que Conan tenía en los brazos y la nuca se erizó, como a veces le ocurría al quitarse una pesada capa de lana en un día de invierno. Su caballo parecía ir a desbocarse, y Conan lo sujetó con firmeza, aunque dificultosamente.
Vitarius, de pronto, levantó los brazos hacia el firmamento, los tendió hasta donde pudo, y separó los dedos. Gritó una breve frase.
Un quebrado rayo cayó de los cielos, directo hacia los dos hombres y sus caballos. Conan vio que el rayo se desviaba de algún modo a varios palmos sobre su cabeza. El trueno que seguía a la frustrada descarga también enmudeció, de tal manera que lo sintieron más que lo oyeron.
Ahora, Vitarius brillaba con pálida luz, no muy distinta de la producida por las centellas del rayo. La lluvia que tenía que haber caído sobre ellos, caía más adelante, más atrás y a ambos lados, como si una invisible tienda hubiese sido erigida encima de hombres y monturas. La tormenta rugía sobre este escudo; el rayo crepitaba en él, encima de él resonaba el trueno, granizo del tamaño de los puños de Conan se rompía contra el claro aire. Alrededor de ellos, el suelo estaba seco; fuera de la protección de Vitarius, se asemejaba a un pantano; con todo, Conan podía oler el polvo que levantaba su asustado caballo con las pezuñas, al piafar.
El cimmerio sabía que la tormenta era sobrenatural. Si nada le hubiese protegido de la tempestad, habría pagado, sin duda, un elevado precio, tal vez su propia vida. A pesar de la desconfianza y el desagrado que sentía ante cualquier forma de magia, Conan se sentía muy alegre de tener a su lado a Vitarius. Sumamente alegre.
El agua de la torrencial lluvia entró por la lona que cubría el carro de Djuvula, a pesar de que ésta era gruesa. La bruja no se atrevió a utilizar su magia para acrecentar la resistencia natural de la lona, por miedo de llamar la atención a Vitarius o a Sovartus. Se había arriesgado a erigir un refugio para los caballos, acelerando el proceso con un encantamiento, para que el granizo, por lo menos, no los dejara inconscientes. Este mismo granizo azotaba su propio toldo, lo dejaba maltrecho en algunos puntos y hacía un terrible estrépito cuando el hielo golpeaba uno de los aros de madera.
Djuvula yacía en el fondo, al lado de la caja donde llevaba a su Príncipe. Acariciaba ociosamente la lisa madera, y hablaba a la estatua como si hubiera estado viva.
—No temas, mi amor. Tal vez quedemos empapados, pero no por mucho tiempo. No permitas que el estrépito turbe tu sueño...
Agazapada debajo del carro de la bruja, la pantera estaba muy quieta, e incluso respiraba suavemente y con gran cuidado. No creía que Djuvula pudiera oírle en la tormenta, pero sabía que no debía descuidarse.
Habría buscado otro refugio, si lo hubiese habido; sin embargo, por aquella parte de la planicie era imposible hallar cobijo frente a una lluvia normal, y mucho menos contra la que era producto de la brujería. Pese a su capacidad de resistir los peligros ordinarios, la pantera no podría defenderse de una magia como la que Sovartus dominaba. Un granizo tan pesado como para abrir hoyos en el suelo habría destrozado fácilmente un cráneo, incluso el suyo.
Se formó un arroyo a un lado del carro, y trató de pasar por debajo del vehículo hacia el lado opuesto. Lemparius habría querido moverse, pero el granizo dejó de caer en ese mismo momento, y la relativa calma habría permitido que la bruja le oyera. Así, la pantera se mantuvo inmóvil mientras el frío dedo del agua le tocaba el vientre y empezaba a mojárselo, recorriéndolo de un extremo a otro.
Se le hincharon las narices, y la pantera, airada, volvió hacia atrás las orejas. Otra indignidad por la que Djuvula tendría que pagar. Maldijo para sus adentros, pero aguantó como una estatua de piedra mientras el agua fría y fangosa le empapaba el pellejo.
Tan rápidamente como había comenzado, la lluvia cesó. Las estrellas aparecieron entre las nubes en desbandada, junto con un atisbo de Luna serena. Del mismo modo que la tormenta, también desapareció el fulgor que circundaba a Vitarius. Por un momento, el brujo pareció cansado. Entonces, respiró hondo y se enderezó, sacudiéndose el cansancio de la misma manera como los perros se sacuden el agua.
—Ha pasado demasiado tiempo desde que jugaba a estos juegos —dijo Vitarius—. He perdido práctica.
De mala gana, porque a pesar de todo no le gustaba la brujería, Conan dijo:
—Lo has hecho muy bien.
—Sí, pero estas pruebas han sido pequeñas. Cuando Sovartus nos ataque con verdadera fuerza, tendré que hacerlo mejor.
El cimmerio asintió.
—Así pues, cuanto antes entremos en ese castillo, antes podremos marcharnos de esta llanura maldita.
—Sí, Conan. Sigamos adelante.
Ambos azuzaron a sus caballos.
En lo alto de su castillo, Sovartus advirtió una irritación, una anomalía en la red mística de poderes con que se rodeaba. En la planicie Dodligia había un leve fulgor de fuerzas antitéticas donde no debería haberlo habido, del mismo modo que aparece una verruga en una piel que por lo demás está sana. Bueno, no tenía tiempo para tales cosas. Mandó un viento para se llevara aquello.
Sovartus reanudó sus preparativos para la llegada de la niña de Fuego. Se había puesto su túnica de pelo de virgen, y sintió el poder contenido en ella. Se hizo servir una botella de su vino más añejo y mejor, y fue sorbiendo el líquido a la par que meditaba su nuevo puesto en el plan cósmico. ¡Ah, qué poder iba a ser suyo!
Entonces, sintió una picazón en el costado, pero una picazón metafísica, que no se manifestó en su propia carne. Expandió su consciencia, buscando el origen del molesto prurito...
¡Infiernos! El tenue fulgor de la planicie seguía allí, pese a su escoba de viento nocturno. Bueno, podía dedicarle algún otro de los momentos que pasaría aguardando la gloria. Dentro de su propia esfera de influencia, Sovartus no se veía obligado a recurrir a uno de los Tres que había capturado. No carecía de poderes propios, especialmente cuando se hallaba tan cerca de su guarida. Invocó una tormenta, y envió fuerzas infernales a los cielos, para que moldearan la tormenta a su voluntad. Entonces, como el niño que arroja una pelota, Sovartus envió su céfiro tropical hacia la molesta mancha. ¡Haz frente a esto, insecto!
La picazón seguía empeorando. Después de haberse sorprendido de que persistiera, Sovartus reconoció su origen: ¡Vitarius, del Blanco, estaba avanzando contra él!
Verdaderamente asombroso. ¿Acaso el viejo no era consciente de lo que hacía? Ni siquiera había empleado su magia para mantenerse joven —los del Blanco apenas si empleaban sus poderes para obtener ganancias o provecho personal— y, aun cuando hubiera estado senil, tendría que haber sabido cuan necio era enfrentarse a un hombre del Negro dentro de su propio Cuadrilátero de poder.
Después de secuestrar a la niña de Fuego, Sovartus no había pensado más en Vitarius; si no estaba loco, aquel hombre se habría marchado sin más, porque no podía comparar sus débiles poderes con los de Sovartus. Una confrontación habría sido suicida —Vitarius tenía que saberlo—, aun cuando Sovartus no hubiera controlado la Criatura de Poder, para lo que ya le faltaba poco. El Cuadrilátero Blanco apenas si podía hacer nada allí, pues la cuasiomnipotencia del Negro estaba proyectada sobre la planicie. Hogistum les había enseñado a ambos que el Blanco y el Negro tenían su sitio; y aquel lugar pertenecía al Negro, con la misma seguridad con que la noche seguía al día. Vitarius había sido mejor estudiante, tenía que saberlo.
A menos que... a menos que Vitarius tuviese algún recurso oculto. Algún truco que escondía, para lanzarlo contra un oponente desprevenido.
Sovartus se frotó la cara con una mano. Sí. Eso debía de ser. El anciano tenía alguna carta oculta; debía de tenerla. «Mejor que descubra de qué se trata, antes de hacer algo que pueda volverse contra mí mismo», pensó Sovartus. Una sonda, para ver cómo reaccionaba Vitarius.
Sovartus sonrió, complacido con la agudeza de su ingenio. Y tenía lo necesario para hostigar a su antiguo compañero de aprendizaje. Justo lo necesario...
Se acercaba el alba, pero todavía reinaba la penumbra cuando, una vez más, Vitarius le indicó por señas a Conan que se detuviera. Sólo les quedaba un corto trecho para llegar a la base del castillo-montaña de Sovartus, y Conan había tenido la esperanza de poder hacerlo sin más incidentes. Se equivocaba.
Vitarius dijo:
—Nuestro enemigo quiere probarnos. Y esta vez no se tratará de algo pequeño. Creo que será mejor que nos separemos, Conan. Tú debes cabalgar hacia el castillo; yo trataré de distraer a Sovartus mientras tú buscas a los niños. Y a Kinna. Que el Blanco te proteja, Conan de Cimmeria.
Conan dio una palmada en el puño de su arma.
—Yo no pongo ahí mi fe, anciano. Pero te deseo buena suerte. Volveré con los niños, y con Kinna, tan pronto como pueda.
El anciano mago asintió, y agitó en el aire su mano envejecida. Desmontó del caballo y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.
Conan le dirigió una última mirada antes de volver de nuevo su atención —y su caballo— hacia el Castillo Slott.
Djuvula sintió un cosquilleo en la piel al acercarse al viejo mago. El aire estaba cargado de un flujo anticipatorio, que presagiaba alguna producción mágica. Aun tras su velo de penumbra, sintió que algo frío la tocaba.
Casi había dejado atrás al anciano, que estaba sentado sobre el desnudo suelo, con los ojos cerrados, cuando éste gritó. Djuvula se sobresaltó al oír sus palabras.
—Eh, bruja; es mejor que te marches ahora mismo de este sitio. Es probable que mi confrontación con Sovartus provoque destrozos.
Djuvula estuvo a punto de hablar, pero se refrenó. ¿El anciano podía verla de verdad?
Vitarius respondió a su pensamiento no formulado.
—Sí, ya sabía que llevabas algún tiempo siguiéndonos, bruja. Y también sé qué es lo que te sigue a ti. No importa el propósito que lleves, te convendría darte la vuelta y huir. Mi sentido del futuro, en su mayor parte, es muy turbio; pero, en este caso, preveo la ruina de muchos de los que se acerquen a estos acontecimientos.
Djuvula miró fijamente al Mago Blanco. ¿Qué quería decir con «lo que te sigue a ti»? ¿Y cómo debía tomarse su mal augurio? Djuvula sintió aún más frío, y miró en derredor del carro, buscando a alguien que la siguiese. No vio a nadie.
Ya no valía la pena mantener el hechizo de ocultamiento. Permitió que el velo se disipara. Por un momento, meditó lo que le había dicho el anciano. Se decidió a ignorarlo. Estaba a punto de sufrir las descargas de la mágica ira de Sovartus; no representaba una amenaza para ella. Y, aún más importante, ya no había un Blanco que protegiera al bárbaro.
La bruja sonrió. Conan se había adelantado hacia el castillo. Djuvula aún no sabía por qué, pero tendría que buscarlo allí. Fustigó a los caballos.
El mago blanco no abrió los ojos en ningún momento, pero dijo tres palabras cuando pasaba Djuvula, tres palabras que la turbaron como un hierro al rojo sobre la carne:
—Te he advertido.
19
Los primeros reflejos de la luz del alba sorprendieron a Conan contemplando la entrada de una larga cueva, al pie de la montaña del Castillo Slott. El agujero abierto en la roca era tan grande que permitía el paso a un nombre a caballo; una perfecta y oportuna invitación, al extremo del camino que conducía al hogar del brujo.
Conan sonrió. La cueva, de hecho, era demasiado perfecta y demasiado oportuna. Su experiencia como ladrón le había enseñado muchas lecciones, y no contaba entre las menos importantes la de no fiarse de lo que le pareciera demasiado bueno para ser cierto. El recuerdo de su fácil paseo por la casa del senador Lemparius estaba demasiado fresco en su memoria; sólo un necio se niega a aprender de sus fracasos. Conan de Cimmeria no pensaba meterse en lo que debía de ser una trampa.
Entonces, ¿cómo podría entrar en la montaña? Sonrió, y alzó la vista hacia el muro de escarpada roca. Al fin y al cabo, Conan era un cimmerio; aún no existían montañas que no pudieran ser escaladas, especialmente por aquella norteña estirpe de la que había nacido él. Subiría, y encontraría una entrada.
Sin embargo, antes de comenzar, Conan sintió curiosidad por algo que sus sentidos habían detectado en un bosquecillo, no muy lejos de donde él estaba montado en su caballo. Se oía ruido de animales encerrados, y el olor de las bestias contaminaba el aire de la mañana.
Bajó de su montura y se valió de una gran roca para sujetar las riendas del animal en el suelo. Moviéndose con gracia felina, el corpulento bárbaro fue a ver lo que se ocultaba tras los árboles.
Caballos: un cercado por el que daban vueltas varias bestias, vigiladas por un solo hombre, que vestía una larga túnica negra con capuchón y sostenía una larga vara. A un extremo del redil había un cobertizo hecho con zarzos y fango, y, dentro de éste, pilas de heno y de grano.
La sonrisa de Conan, oculto tras un arbusto de follaje frondoso, se ensanchó hasta donde pudo. Bien, bien, bien.
El cimmerio se alejó del cercado. Sin duda alguna, volvería allí cuando hubiese terminado con Sovartus; primero, sin embargo, aún tenía que acabar con el brujo.
Conan le quitó la brida y la silla de montar a su caballo, y permitió que el animal ramoneara entre los juncos. No sabía cuánto tiempo le llevaría su misión, y no tenía sentido permitir que el caballo sufriera sin su amo. Ocultó cuidadosamente el equipo de su montura, y se llevó tan sólo, a modo de provisión, un odre de vino y alguna carne seca. Se aseguró de que su espada y el puñal de Lemparius estuvieran bien sujetos en su sitio, y entonces se aproximó a las estribaciones de la montaña. Tras detenerse para quitarse las sandalias, inició la escalada.
Sovartus estaba sentado cerca de su mesa talismán, trabajando en el complicado hechizo de la Lluvia de Fuego Cósmico, con el impío libro llamado Zilbermankarikatur, cuyo empleo casi siempre acababa causando la ruina de su objeto. Su poderosa y maldita energía, una lluvia de aniquilación que raramente fallaba, se dirigía ahora contra Vitarius del Cuadrilátero Blanco.
¡A ver si logras escapar esta vez, viejo compañero de estudios!
Entonces entró uno de sus siervos de negro capuchón, e interrumpió las refocilaciones de Sovartus. La cubierta figura hizo una profunda reverencia, y señaló sin decir nada. Sovartus se volvió para mirar lo que el encapuchado siervo quería mostrarle.
Vio a dos semigüelfos, aparentemente nerviosos por encontrarse dentro del Castillo Slott. Lo más importante, sin embargo, era la niña que llevaban entre ambos: ¡Era ella! ¡La Niña de Fuego era suya por fin!
Sovartus quedó tan absorto con aquella visión, que al principio no se dio cuenta de que había una mujer joven de pie al lado de la niña. Al verla, le preguntó:
—¿Y quién eres tú?
La joven irguió el cuerpo rígidamente.
—¡Yo soy Kinna, media hermana de esos niños que has robado!
Sovartus sonrió, y enseñó sus dientes tan blancos como huesos resecos.
—Ah —dijo—, entonces también eres hermana mía.
—¡No, hechicero de alma negra, no lo soy! Quizá tu hermanastra, y no de buen grado.
Sovartus recorrió con los ojos el bello cuerpo de la joven.
—No importa —le dijo—. Sé que te podré encontrar un buen uso, querida. Pero ya hablaremos luego de placeres comunes; por ahora, tengo que atender a otros asuntos. —El mago dio una palmada, y aparecieron más figuras encapuchadas. Sovartus señaló a la niña—: Vosotros dos, llevaos a Eldia con sus hermanos y su hermana. —A Eldia le dijo—: Te he estado esperando desde que naciste, muchacha. Sin duda, estarás contenta de reunirte con los hermanos que perdiste hace tiempo... aunque sólo sea por unos pocos momentos.
Kinna dijo:
—¿Qué les vas a hacer?
Sovartus se encogió de hombros.
—Después de haberles extraído las esencias que necesito, ya no los querré para nada. Por lo menos, para nada mágico. Supongo que esas tiernas criaturas me darán pie a que invente alguna diversión. —Hizo un gesto a los otros encapuchados—. Llevadla a una celda; procurad que esté bien alimentada y cómoda, en preparación para el uso que voy a darle. —A los dos semigüelfos, Sovartus les dijo—: Podéis marcharos. Y cuidad de avisar a los güelfos que, durante cierto tiempo, os convendría descender a las galerías más profundas; durante algunas horas, la superficie de la llanura Dodligia no será un lugar seguro.
Sovartus se volvió, y su holgada túnica ondeó en el aire mientras iba hacia la torre. ¡Por fin! ¡Por fin!
El sol de la mañana estaba resplandeciente, pero no tanto como el incendio que se abatía sobre la planicie Dodligia desde los cielos. La pantera tuvo que dar amplias vueltas para evitar los fuegos. Si hubiera tenido el cuerpo de un hombre, el felino habría proferido maldiciones; aquello le retrasaría, y ya había cometido una estupidez al quedarse dormido a destiempo. Con ello, había permitido que la bruja se alejara. No había sido capaz de evitarlo; aun sus poderes sobrenaturales como pantera tenían límites, y llevaba días forzándolos al máximo, descansando y comiendo poco. Estaba pensando en darse prisa y alcanzar a Djuvula, y aquel ataque mágico contra la desierta llanura volvía a detenerle...
Espera. La llanura no estaba desierta. Entornando los ojos para protegerlos de las manchas de brillante color bermejo y anaranjado, la pantera vio una figura sentada, resguardada del aire incandescente por un trémulo fulgor blanco. ¿El anciano mago? Podía ser, aunque los ojos del felino no eran capaces de discernir tales detalles en el fulgor circundante.
Pero, cuando la pantera-que-había-sido-un-hombre miró, el hombre sentado logró ponerse en pie. Alzó el brazo, y la mano pareció quemársele con una llama más fría, más azul que roja. La llama creció hasta convertirse en una esfera del mismo tamaño que el hombre, y luego en un rayo de color índigo que se disparó hacia arriba, sin que el ardiente diluvio lo rebajara ni lo entorpeciera. La línea de refulgente energía se desvió en arco a partir de su generador y se estrelló contra la montaña en cuya cumbre se hallaba el castillo; en el lugar donde golpeó, creó una fontana de destellos azules.
La pantera se volvió y huyó corriendo. No quería tomar parte en aquello, aun sin saber de qué se trataba. Tenía que atender a sus propios problemas, y no contaba entre éstos el ser abrasado por un mago furioso.
Djuvula se hallaba delante de la cueva, y contemplaba la penumbra. Estaba segura de que hallaría vigilancia; también estaba decidida a no tratar de pasar entre los guardias sin ayuda alguna. La entrada suponía un riesgo, porque Sovartus defendía su intimidad aun frente a los otros que, como él mismo, seguían el Sendero Negro. Las fuerzas de Djuvula apenas significaban nada ante un hombre tan versado en la taumaturgia como Sovartus. Sus astucias femeninas no le valdrían ante los encapuchados que servían al maestro del Cuadrilátero Negro, porque éstos no habían nacido de mujer, ni poseían los mismos atributos que los hombres que desean a las mujeres. Pero sabía un modo de lograrlo: los encapuchados tenían mentes débiles, y un hechizo de complejidad media le bastaría para dominarlos. Podía hacerlo, aunque a Sovartus no le iba a gustar. Con todo, el modo más rápido y seguro de entrar en el Castillo Slott era llevar un escolta elegido entre los mismos que lo guardaban. Y una de esas criaturas estaba vigilando en un cercado con caballos, a poca distancia de allí.
Djuvula fue hacia su carro para preparar el siguiente hechizo.
Conan estaba agarrado a un muro de lisa roca; sus dedos y pies desnudos se aferraban a las más pequeñas grietas, como los de una mosca humana. Más arriba, a una distancia comparable a la longitud de su cuerpo, se abría una angosta entrada a lo que parecía ser una pequeña cueva. Pensó que se parecía a lo que estaba buscando.
El cimmerio había trepado a una buena altura, equivalente, por lo menos, a la estatura de treinta hombres altos, y una caída lo habría matado. No sentía miedo, porque nunca había temido caerse en una escalada. Había escalado ya poco después de aprender a caminar, y los cimmerios adultos rara vez se caían de sus frías montañas.
Sin embargo, cuando Conan llegó al nuevo asidero, una repentina sacudida conmovió la montaña, como si la hubiese golpeado el puño de un gigante. El cimmerio sólo captó algún atisbo del fuego azul que se estrellaba contra las rocas, una docena de brazos más arriba; estaba demasiado ocupado pugnando por mantener su difícil asidero en la pared de la montaña. Una mano resbaló, y la vibración de las rocas hizo que se soltaran también sus pies. Por unos momentos, Conan colgó de las yemas de cuatro dedos, y sólo su gran fuerza lo salvó de una caída mortal. No malgastó energías en maldecir, sino que apoyó los pies en la roca, y buscó agarres con los dedos de éstos. En seguida logró meterlos en una grieta; su mano izquierda halló un afloramiento de roca y lo aferró. Volvía a estar a salvo, al menos de momento.
Conan empezó a trepar con rapidez, porque su fatiga había desaparecido. No sabía qué había sido aquella luz azul, ni le importaba; sólo quería llegar pronto a algún lugar seguro. Lo que había ocurrido una vez, podía ocurrir de nuevo y, para entonces, el fuego azul podía caer más cerca, o tener más fuerza.
Espoleándose con este pensamiento, Conan llegó al reborde del saliente que había ante la cueva. Se arrastró hasta el saliente propiamente dicho, y se detuvo para respirar hondo varias veces. Luego, se desató las sandalias del cinturón y se las puso.
Iba a ver adonde llegaba aquella cueva. Desenvainó la espada y desapareció en la oscuridad.
Sovartus se sobresaltó, porque el suelo que tenía debajo de los pies retembló súbitamente. Miró a los cuatro niños, cada uno de los cuales estaba encadenado bajo una ventana diferente en la estancia de la torre. Ningún verdadero poder fluía desde ellos hasta el mago, aunque la niña nueva estaba tratando de reducirlo a cenizas con el pensamiento. La habilidad del mago lo impedía; además, aquella fuerza estaba asaltando su castillo desde fuera...
¡Vitarius! En su alegría por haber conseguido a la niña, había olvidado al mago del Cuadrilátero Blanco. Sovartus empleó su percepción para buscar al anciano.
Sí, había sido Vitarius quien había arrojado una lengua de magia Blanca al Slott. Desde luego, era mucho más fuerte de lo que había creído Sovartus. El Fuego Cósmico había caído sobre él y, con todo, guardaba fuerzas suficientes para atacar. Era asombroso.
Brevemente, Sovartus meditó su respuesta. El ataque contra su fortaleza lo enfurecía. Por otra parte, el castillo podía aguantarlas mucho peores sin sufrir un gran daño; y, por supuesto, el brujo tenía cosas más importantes por hacer. Sí, desde luego, no tenía tiempo que perder con Vitarius.
Que Vitarius le hostigara; al cabo de poco, dejaría de tener importancia. Una vez la Criatura de Poder tuviera existencia efectiva, ni siquiera el Cuadrilátero Blanco al completo podría hacerle frente. Pensaba ignorar al anciano mago. Cuando terminara con lo que quería hacer, aplastaría a Vitarius con menos esfuerzo del que un hombre invierte en aplastar un mosquito.
Sovartus se acercó a su mesa talismán y puso las manos sobre ella. Recitó la primera parte de la frase que había memorizado una década antes. La mesa empezó a brillar con un fulgor rojizo.
Cuando dijo la segunda parte de la frase, los cuatro niños gimieron suavemente, circundados por el mismo fulgor infernal. Sovartus sonrió, y tuvo que esforzarse para no reír.
Conan sintió que la montaña temblaba de nuevo, pero le pareció que las sacudidas ya no eran tan fuertes. Quizá porque se hallaba en su interior.
Tras andar en la oscuridad por una angosta galería, buscando el camino a tientas, encontró un pasadizo iluminado, excavado en la roca. Cada doce pasos, una antorcha ardía en su correspondiente soporte; el nuevo pasaje se alargaba hasta una gran distancia en ambos sentidos, y nada le indicaba en qué dirección debía ir. Decidió tomar el camino de la izquierda, porque parecía ascender ligeramente y, por tanto, habría de llevarle hacia arriba, donde se encontraba su objetivo.
Pasó por delante de varios corredores más pequeños que partían del principal. Esto le confirmó en su creencia de estar siguiendo el camino correcto, porque aquel pasillo parecía una arteria mayor, mucho más grande que las demás.
Una y otra vez, el suelo vibraba, como sacudido por un suave temblor de tierra, pero el efecto era pequeño, y Conan no tuvo problemas para mantenerse en pie.
Al cabo de un rato, llegó a un ensanchamiento de la galería. El corredor se abría a una amplia estancia excavada en sólida roca, una estancia con el techo tan alto que la luz de las parpadeantes teas no lo alcanzaba; una estancia con las paredes tan anchas, que las antorchas puestas en ellas parecían menudas velas.
Conan no quiso atravesar aquella gran caverna en práctica oscuridad. Retrocedió algunos pasos, y trató de coger una de las antorchas puestas en la pared. Pero, al mismo tiempo que tocaba la lisa madera de la tea, el cimmerio vio otra antorcha parecida, parpadeante, que avanzaba hacia él por el mismo camino que había seguido antes. Dejó la antorcha en su sitio y volvió a adentrarse en la caverna hasta quedar oculto por las negras sombras. Tenía la espada a punto.
Una figura en túnica negra, con el rostro oculto por el capuchón, avanzaba lentamente por el pasillo, deteniéndose de vez en cuando. Conan vio cómo el hombre —si se trataba de un hombre— estaba reemplazando las antorchas ya extinguidas con nuevas teas, que iba sacando, antes, de encenderlas, de un gran canasto que llevaba a la espalda. El hombre —¿hombre?— se detenía sólo durante el tiempo necesario para encender una nueva antorcha, y luego seguía caminando lentamente hacia adelante.
Como primera reacción, Conan sintió un fuerte deseo de decapitar a aquella figura, porque ahora se creía seguro de que quienquiera que se cubriese con la negra túnica no era un verdadero hombre. Había algo en la manera como se movía, que delataba una repugnante anomalía al cimmerio de agudos ojos. Sí, los esbirros del mago eran probablemente meros constructos.
El joven cimmerio se adentró todavía más en el oscuro abrazo de la caverna. Habría podido matar a la criatura de la túnica. Por otra parte, podía dejarla viva y seguirla; sin duda, acabaría por quedarse sin antorchas, y entonces iría a buscar más en algún centro de abastecimiento, si es que no se dirigía ya a un lugar de ese tipo. Sí, éste era un plan mejor: tener un guía.
En la oscuridad, la criatura de la túnica atravesó lentamente la gigantesca estancia. Silencioso como una sombra, Conan la siguió.
Conducida por su subyugado guía, Djuvula subió con ligereza por un corredor suavemente inclinado, y se fue adentrando en las entrañas del Castillo Slott. Aparte del hechizo con que dominaba al encapuchado que la estaba guiando, la bruja no osaba emplear su magia, por miedo a que Sovartus la detectara. La encapuchada criatura había sido atraída hasta fuera de la montaña, y allí se había llevado a cabo la verdadera obra del diablo, con rapidez, para que Sovartus no se diese cuenta. Aunque le hubiera gustado poder emplear en un hechizo de localización la espada y los ropajes que ahora la criatura llevaba atados con correas a la espalda, no se atrevía a hacerlo. Sólo sabía que el bárbaro estaba merodeando por dentro del Castillo Slott. Lo encontraría del algún modo.
El hedor de las criaturas ataviadas con túnicas negras ofendía a las fosas nasales de la pantera, la cual se escabullía por el rocoso terreno, oculta por la coloración y las sombras. Eran no-humanos, y repugnantes, y no muy cautos. Una docena de criaturas vestidas con túnicas hacía guardia a la entrada de la cueva, cada una de ellas armada con una pica, cuya hoja, de doble filo, era tan larga como el brazo de un hombre. Y estas picas, sin duda, estaban bañadas en alguna suerte de encantamiento, que las haría efectivas contra el mágico hombre-pantera. Con todo, no podrían hacer daño a lo que no veían. Una bestia con habilidades de gran felino y astucia de hombre les aventajaba. Lemparius, en otro tiempo senador, pasó por entre los guardias sin ser visto, sin ser oído, sin que advirtieran su presencia.
Una vez hubo dejado atrás el hedor de las criaturas encapuchadas, la pantera detectó el aroma de su presa, la perfumada bruja. Y dado que Djuvula estaba buscando al bárbaro, éste también debía de encontrarse por allí. La pantera pensó que su hora le llegaría pronto, muy pronto.
20
La criatura encapuchada se movía con método, y Conan no tardó en comprender que era difícil que aquel ser le descubriera: nunca miraba hacia atrás.
Por su parte, el bárbaro se sentía apabullado al pensar en el hombre —o en la criatura— que había construido el vasto conjunto de galerías y estancias, las cuales parecían extenderse sin fin en derredor. Debía de haber costado cientos de años; o si no, alguna magia muy potente. Conan no quería pensar mucho en esta última posibilidad.
Mientras seguía el tortuoso camino del encargado de las antorchas, Conan no dudaba de que, efectivamente, estaban ascendiendo. El pétreo suelo de la galería por donde caminaban estaba claramente inclinado. Bien. Sólo esperaba poder encontrar a Kinna y a Eldia, junto con los hermanastros, antes de que fuera demasiado tarde.
Una luz más fuerte apareció más adelante, y Conan se retrasó respecto al encapuchado. Prefería no perder a su guía, pero aún no estaba listo para dejarse ver; todavía no.
Otra gran estancia había sido excavada en el granito, y se hallaba bien iluminada, con antorchas en las paredes y gruesas velas negras dispuestas en candelabros de bronce, altos como un hombre, por toda la sala.
El encargado de las antorchas se detuvo cerca del centro de la cámara. Allí había otros dos idénticos a él, salvo en que, en vez de acarrear teas sin encender, llevaban sendas picas de hoja larga. Pareció que los tres se ponían a conversar, pero ni siquiera el agudo oído de Conan pudo captar sus voces.
Se presentaba un problema: para continuar siguiendo a aquel perro, tendría que pasar entre los guardias armados. Como mínimo, provocaría cierta agitación, y estaba claro que su guía se daría cuenta.
Conan contempló la estancia desde detrás del dintel. A la izquierda, a lo largo de una pared, había una hilera de puertas con barrotes; al otro extremo de la pared en cuestión se hallaba la entrada iluminada de una galería. Más adelante, vio una gran tapicería de ribetes vitruvianos, de tejido oscuramente coloreado, que mostraba alguna escena infernal, donde los demonios perseguían a hombres y mujeres desnudos y aterrorizados.
Levantó el arma, y aferró con más fuerza todavía su puño forrado de cuero. Conan era hombre de acción, de hechos; hasta aquel momento, en su colaboración con el anciano mago y las hermanas había habido demasiada magia y muy poca pelea honesta. Los demonios, los brujos y las criaturas encapuchadas no eran de su agrado. Le gustaban los problemas que podía resolver con acero y músculo, no con oscuras brujerías.
El reflejo de algo pálido llamó la atención al cimmerio. ¿Un rostro? ¿Tras una de las puertas con barrotes? Vaya, debía de tratarse de algún tipo de mazmorra, algo que, ciertamente, tampoco le inspiraba ninguna simpatía. Y, aunque el enemigo de su enemigo no tenía por qué ser su amigo, tal vez le fuera útil...
¡Kinna! Conan reconoció a la muchacha en el mismo momento en que ella descubrió su rostro. El bárbaro le indicó por señas que guardara silencio, pero ya era demasiado tarde para impedir que la joven diera un respingo.
Las tres criaturas encapuchadas se volvieron a la vez y contemplaron a la capturada mujer. Entonces, también a la vez, se giraron para descubrir la causa de su sorpresa. Conan pensó en ocultarse, pero se decidió a no hacerlo. ¡Ya basta de moverse sigilosamente como un gato! Saltó adentro de la estancia, agarrando con fuerza el arma.
Los tres que le hacían frente se desplegaron al instante, como si los hubiera controlado una única mente. Los piqueros se pusieron a ambos lados, y la punta de sus armas descendió para apuntar al intruso. Delante mismo del bárbaro, el encargado de las antorchas sacó dos de las teas de su canasto y las sostuvo al lado de la que ya estaba encendida. Las nuevas antorchas se encendieron. Por primera vez, Conan vio con claridad las manos y muñecas de las criaturas: la carne brillaba con cierto color a la luz del fuego; era verde, y escamosa como el vientre de una serpiente.
El cimmerio sacudió la cabeza. ¿Qué clase de hombre podía tener criaturas como aquéllas por sirvientes? Sovartus no se merecía ni el desprecio. El piquero que estaba a la derecha de Conan se le acercó una pizca más que su compañero del lado opuesto.
El cimmerio dio tres rápidos pasos hacia adelante, y manejó la espada con una fuerza que habría partido en dos a un hombre ordinario. La figura encapuchada paró el golpe con su propia arma. El impacto del acero con el acero hizo saltar chispas, y el choque sacudió las manos y los brazos de Conan hasta los hombros. El otro le había parado el mandoble, y, dado el ángulo de la pica, sólo habría podido hacerlo alguien muy fuerte. ¡Fueran lo que fuesen aquellas criaturas, no eran débiles...!
—¡Conan! ¡Detrás de ti!
El cimmerio se recobró de su sorpresa justo a tiempo. Se apartó de un salto; la segunda pica surcó el aire que un momento antes había ocupado él. Se volvió y asestó un mandoble hacia abajo con la espada, igual que un nombre habría manejado un hacha para cortar leña. La hoja dio en la pica y, pese a la sobrenatural fuerza del hombre-lagarto, logró arrancar el arma de las manos de su dueño. Cuando la criatura retrocedió para evitar el siguiente mandoble de Conan, se oyó un enfurecido siseo bajo su capuchón.
El hombre-lagarto que llevaba las antorchas llameantes también dio un paso hacia atrás, y quedó fuera del alcance del cimmerio.
Conan sonrió. Bien. Le habían probado, y habían decidido tenerle un mínimo de respeto.
El primero de los hombres-lagarto aprestó su pica, como para acometer a Conan por la espalda. El cimmerio lo vio por el rabillo del ojo, y comprendió que su posición le permitía un único movimiento seguro. Dobló las rodillas y saltó... hacia arriba.
La pica pasó justo por debajo de los pies de Conan y, cuando el hombre-bestia cayó inevitablemente hacia adelante, el cimmerio aterrizó sobre sus hombros. Antes de que la criatura-lagarto pudiera levantarse, Conan le atravesó el cuello con la espada. Fue como cortar un árbol. La criatura chilló, y un líquido verde manó por la herida y se derramó por el suelo de desnuda piedra.
Conan no tuvo tiempo de detenerse y admirar su propia destreza. Dejando al caído lagarto, saltó hacia el segundo, que todavía estaba tratando de recobrar su arma. Éste debió de comprender que seguir buscando la pica le costaría la vida, porque entonces saltó sobre el bárbaro, y le aferró las muñecas con sus manos escamosas.
Conan sintió la rudeza de las poderosas manos mientras trataba de emplear la espada. No podía moverla; el otro le sujetaba el brazo con demasiada fuerza. El cimmerio soltó el arma, y ésta cayó, y abrió una herida en el desnudo brazo verde que ahora asomaba de la oscura manga. La criatura-lagarto siseó, exhalando hedor a carroña en el rostro de Conan. Al sentir que algo se movía a sus espaldas, el bárbaro dio media vuelta, tensando sus robustas piernas y sus espaldas, y arrastró consigo al hombre-lagarto. Justo a tiempo, porque así el encargado de las antorchas apretó sus dos teas contra la espalda de su camarada, y no contra la de Conan.
Entonces, el cimmerio levantó la rodilla y golpeó a la criatura en la ingle. Al chocar con la entrepierna de la criatura-lagarto, sus fuertes músculos sólo hallaron una superficie lisa. No iba a detenerlos de aquella manera.
Conan danzó con el lagarto, intentando evitar las antorchas con que la otra criatura trataba de fustigarlo. Sabía que aquello no podía durar. La abominación era, por lo menos, tan fuerte como él, y contaba con ayuda.
¡Basta ya! Al cimmerio se le encendió la rabia, y gritó su ira al rostro del lagarto. Sacando todas las fuerzas que pudo de su cólera, arrojó contra uno de los grandes candelabros de bronce a la criatura que estaba sosteniendo. El poste se agrietó, y el soporte metálico de las velas se tumbó; cayó sobre la criatura-lagarto; la túnica de ésta se encendió en seguida y, en un instante, el monstruo se convirtió en antorcha viviente. Se puso en pie de un salto y corrió, se estrelló contra la pared opuesta a las celdas, y cayó, ya llameante cadáver.
Entonces, el encargado de las antorchas soltó sus armas y se volvió para huir. Corrió hacia la salida que Conan había visto antes. Sin reflexionar, el cimmerio saltó sobre una de las picas caídas. Levantó al arma y la arrojó, todo con un único movimiento. La punta de la espada se le clavó al fugitivo lagarto entre las clavículas. Por unos momentos, la criatura se tuvo en pie, traspasada, y luego cayó de bruces. La pica se había clavado tan hondo, que quedó sobresaliendo del atravesado cuerpo como un árbol sin copa.
Conan recobró su espada y se acercó a la puerta de la celda donde estaba Kinna. Un simple pestillo cerraba la mazmorra, a la altura adecuada para que el preso no pudiera alcanzarla. Conan lo descorrió, y Kinna salió afuera y se arrojó a sus brazos.
—¡Oh, Conan, había creído que jamás volvería a verte!
El cimmerio acarició a la muchacha con la mano que tenía Ubre.
—Conan, creo que ha encerrado a Eldia y a los demás en una especie de torre. ¿Dónde está Vitarius?
Conan dijo:
—Sigue en la planicie. Antes he presentido su intervención, cuando la montaña ha temblado.
—Tenemos que encontrar a Sovartus antes de que termine su horrible creación —dijo Kinna—. Pero no estoy segura de recordar el camino.
Conan señaló con su arma.
—Por allí. Esa criatura-lagarto corría hacia allí antes de que la detuviese. Si él creía que la ayuda se hallaba en esa dirección, tendremos que ir por allí. A menos que prefieras quedarte aquí mientras yo sigo adelante.
Como respuesta, Kinna se zafó del abrazo de Conan y recogió la pica que quedaba. Los ojos le centellearon.
—Voy a acompañarte. ¡Voy a acompañarte, o, si no, iré sola!
Conan soltó una breve carcajada.
—No puedo hacerte reproches por falta de valor, Kinna. Muy bien. ¡Vamos a buscar a ese mago, y mandémosle con sus ancestros!
El guía de Djuvula caminó en silencio, con firmeza, sin vacilar, hasta que llegaron a la cámara donde estaban las celdas. Allí, la subyugada criatura se detuvo repentinamente. La bruja, sorprendida, miró en torno de su reptilesco acompañante para ver qué le había hecho pararse.
Tres de los lagartos encapuchados yacían muertos en la cámara, uno de ellos apenas reconocible, porque había sido quemado; aún ardía, apoyado en la pared.
Djuvula asintió para sí. Aquello debía de ser obra del bárbaro. Por el aspecto de la sangre verde que se estaba coagulando en el suelo, no debía de hallarse muy lejos.
Sonriendo, Djuvula azuzó a su acompañante con su afilada uña. La criatura siguió adelante, y la bruja la siguió.
La pantera se habría detenido a comer, en caso de que los no hombres recién matados hubiesen sido comestibles. Sin embargo, los aguzados sentidos del felino le permitieron descubrir la verdad. Aquella carne era venenosa para cualquier criatura natural, y ni siquiera a un hombre-animal podía servirle de sustento. Pero no importaba; el aroma de la bruja permeaba el aire; se hallaba a tan sólo unos pasos más adelante, por aquel corredor.
Ya comería más tarde; si no la carne de Djuvula, devoraría la del bárbaro... si para entonces Lemparius aún estaba atrapado en su forma de pantera.
El felino anduvo sigilosamente sobre el suelo de piedra, y entró en el corredor después que su presa.
Desde la más elevada torre del Castillo Slott, Sovartus alcanzaba a contemplar los inicios de vida de la Criatura de Poder. Las esencias de los niños habían quedado absorbidas en el hechizo que él estaba controlando; la misma llanura parecía estar viva, porque fuertes vientos, acompañados por lluvias torrenciales y truenos, aullaban en el devastado suelo, y subían de la tierra a los cielos y volvían a descender. Una grieta hendió la llanura, y las entrañas de la Tierra vomitaron llamas para que se unieran a los otros Elementos.
Los cuatro niños parecían dormir, sin ver ni oír las energías que se estaban desatando en la llanura, pero Sovartus sentía sus fuerzas mágicas, que tiraban de la misma esencia del brujo. Sólo su destreza le salvaba de que la locura de elementos lo destrozase.
Los encapuchados que estaban al lado de su puerta se encogían de miedo, pero Sovartus tan sólo reía al verlos. ¡Ahora, tras todos estos años, tras todo el estudio y la espera, ahora, ahora, AHORA!
Dos torbellinos gemelos empezaron a girar sobre la convulsa llanura, gigantescos tornados de aire negro, que daban vueltas con velocidades jamás vistas en vientos similares. Ante los ojos de Sovartus, sus embudos se desprendieron de las tormentas que los habían creado, y avanzaron libremente contra los vientos, arrastrando las nubes. Los tornados se desplazaron hasta quedar juntos, y entonces, como dos gigantescos taladros, empezaron a cavar la tierra, arrojándola hacia arriba.
¡Sí, si! Sovartus temblaba con aquella fuerza.
El suelo se rompía en pedazos grandes como casas, como castillos, y entonces ocurrió que los tornados le dieron la forma de un cuerpo, un torso como jamás había visto nadie.
Sovartus rió una vez más, y tendió ambos brazos hacia los cielos. Otro par de tornados, algo más pequeños que los primeros, salieron aullando de las tormentas que los habían alumbrado y se unieron, a modo de brazos, a la figura que se estaba construyendo sobre la planicie.
Entonces, el castillo retembló, sacudido por un rayo de luz azul que había saltado desde un punto lejano de la llanura. Demasiado tarde, viejo compañero de estudios.
El señor del Cuadrilátero Negro agitó los brazos una vez más, y señaló las tempestades con sus rígidos dedos. Una única nube se apartó del cuerpo principal de la tormenta. Vomitando rayos, la nube se desplazó hasta quedar flotando sobre el gigantesco cuerpo de tierra, y se posó sobre él. Tres agujeros se abrieron en la nube, semejantes a unos ojos y una boca; los rayos hicieron las veces de dientes mellados y centelleantes en sus abiertas mandíbulas.
Sovartus aulló en su júbilo, un aullido semejante al rugido que se oía afuera.
El mago negro corrió hacia la ventana, y se asomó bajo la lluvia para contemplar el suelo. La resquebrajada tierra seguía escupiendo fuego y, en tanto que la llama chocaba con las precipitaciones, blanqueaba el pie de la montaña con vapor. Sovartus volvió hacia arriba las palmas de ambas manos y las levantó. Las llamas rugieron hasta mayor altitud, y un par de bolas de fuego se desprendieron de la fosa y se elevaron. Cual demoníacas luciérnagas, estos globos de llama volaron, subieron hasta ir a posarse en la frente de la cabeza-nube que presidía el gran cuerpo de tierra, el cual, a su vez, caminaba sobre piernas de huracán. Las bolas de fuego se introdujeron con un siseo en las vacías cuencas...
¡Sí! ¡Sí! ¡SÍ! Sovartus respiró hondo y gritó la última palabra, la última palabra del más poderoso hechizo que él o cualquier otro mago hubieran creado.
La tormenta cesó. La tierra se selló, no arrojó más fuego. La llanura quedó casi en calma, salvo por los sonidos procedentes del constructo, que ahora, erguido, era tan alto como la montaña del Castillo Slott. Aquel ser compuesto por los Cuatro Elementos se volvió, y se encaró con Sovartus. Parpadeó, ocultando los ojos de fuego vivo con párpados de nube que no se resentían del calor. Cuando la criatura volvió a abrirlos, Sovartus comprobó que le estaba mirando; había tenido éxito. Lenta y pesadamente, el gigante se inclinó ante Sovartus.
La Criatura de Poder vivía.
Y Sovartus era su señor.
21
Kinna le guió, porque recordaba el camino hasta el corazón de la guarida del mago mucho mejor de lo que había creído al principio. En poco tiempo, ella y Conan dejaron atrás la base rocosa y entraron en el castillo propiamente dicho. Las piedras de la parte edificada del Slott parecían tan viejas como la propia montaña. Allí, los muros tenían manchas de hollín de muchos años de velas y antorchas; un laberinto de tortuosas galerías recorría la construcción, igual que en la roca. Sin embargo, la penumbra era interrumpida por escasas ventanas, que permitían que la luz entrara a guerrear con las tinieblas del interior. Al pasar por delante de una de aquellas aberturas artificiales del muro externo, Conan se volvió de pronto, y observó algo que estaba tomando forma sobre la desnuda llanura.
—¿Qué ocurre? —exclamó Kinna.
Conan señaló sin decir nada.
La joven mujer dio dos pasos hacia atrás para poder ver adonde le señalaba Conan. Sofocó un grito.
—Sí —dijo Conan—, de entre todos los males que hemos encontrado en esta aventura, ése es el peor.
Siguió observando los tornados y la resquebrajada tierra, la formación de una cabeza a partir de la tormenta, y de los ojos que eran bolas de fuego. Entonces, la criatura parpadeó, y pareció mirar directamente a Conan; se inclinó.
Conan se volvió.
—Tenemos que darnos prisa —dijo—. ¡No sé lo que es esa cosa, pero pertenece a Sovartus... no se estaba inclinando ante nosotros!
Corrieron. Treparon con tanto apresuramiento por el inclinado suelo que estuvieron a punto de resbalar fatalmente. El fino olfato de Conan fue el primero en detectar el olor de los lagartos con túnicas, y agarró a Kinna por el brazo y le cubrió la boca para evitar su grito de sorpresa.
—Chist. Hay más criaturas encapuchadas como aquéllas al otro lado de esa esquina.
Kinna tiró de la mano de Conan, y éste le apartó la palma de los labios.
—¿Cómo lo sabes? —susurró la joven.
—Por su hedor. Espérame aquí.
Conan dejó a Kinna de pie en las sombras, y avanzó lentamente por el corredor hasta la esquina. Se agachó, y miró cautamente lo que había al otro lado, sin separar el rostro de la húmeda piedra.
El pasillo terminaba en otra estancia, esta vez no mucho más grande que la alcoba de un hombre rico. A lo largo de la pared, vio a nueve de los reptiles encapuchados, cada uno de ellos armado con una pica como la de Kinna. Por sus posiciones, parecía como si estuvieran guardando la puerta de cola del fondo. En lo más profundo de sus entrañas, el bárbaro tuvo un presentimiento: al otro lado de aquella puerta debía de encontrarse Sovartus, y con él estaría Eldia.
Conan retrocedió antes de que pudieran verlo. Aquél era el camino que buscaban; pero pasar por delante de nueve de aquellas criaturas-lagarto, diabólicamente rápidas y fuertes, sería peligroso. Se incorporó y volvió silenciosamente con Kinna para contarle lo que había visto.
Djuvula tuvo una premonición, y se detuvo antes de que su guía le hiciera doblar la siguiente esquina del pasillo. Ordenó al hechizado reptil que se detuviese, y se adelantó para atisbar lo que pudiera haber más adelante.
¡A la luz de las velas, que arrojaban espirales de negro humo al techo del corredor, vio al bárbaro, hablando con una mujer joven! ¡Por fin! ¡Era el momento de apoderarse de él, por Set!
Djuvula sacó dos objetos del paquete que había hecho llevar al reptil: el primero era una curiosa vasija de mágico diseño, con la que podía mantener vivo durante tanto tiempo como quisiera el órgano que guardara en ella. El segundo consistía en una esfera de fina porcelana. Djuvula le quitó con gran cuidado su envoltorio de lana de cordero, grueso pero suave al tacto. El recipiente contenía un polvillo hecho con pétalos secos de loto negro. Djuvula había entregado un hechizo mágico a uno de los sacerdotes de Yun a cambio del mortífero polvillo, en previsión de que algún día tuviera que matar instantáneamente a cualquier criatura que respirase. Inhalar la más pequeña cantidad significaba la muerte; eso le había dicho el sacerdote de amarillo rostro. Su demostración con un perro había satisfecho a Djuvula. La bruja levantó la esfera de porcelana con la mano izquierda y tomó una pequeña y afilada daga de su cinto. Tenía cierta destreza quirúrgica en extraer los corazones de hombres recién muertos o moribundos; todos los intentos fallidos al servicio de su Príncipe. Pero el bárbaro no debía huir antes de que la flor del loto negro hiciera su efecto.
Djuvula pinchó con su daga a la encapuchada criatura.
—Ve —le dijo—, y tráeme al hombre que ves allí delante.
La encapuchada figura se marchó, y Djuvula sonrió a sus espaldas. No le importaba que Conan pudiera matarlo, porque le bastaba con que retrasara al bárbaro durante el tiempo necesario para arrojarle el mortífero obsequio. Entonces, todos los que estuvieran en el corredor morirían, y en poco tiempo...
La mente de la pantera cambiaba ahora sin cesar de hombre a bestia. Lemparius necesitaba la mayor de las concentraciones para retener algo de su humanidad dentro de la criatura en la que se había convertido. El miedo le hacía apresurarse en su persecución de la bruja. Si no la capturaba pronto, sin duda la perdería, y él quedaría condenado a vivir el resto de sus días en forma de felino; aún peor, ni siquiera tendría conciencia de su estado, porque su mente se desvanecería, sumergida en la de la bestia. Sería menos que la chispa de una única centella en una interminable noche estigia.
Con el miedo cabalgando sobre su esbelto cuerpo, la pantera corría. Y así, al doblar una esquina en aquel castillo húmedo y plagado de ratas, se encontró con las espaldas de Djuvula.
El hombre que moraba en su interior sabía que tenía prohibido atacar a la mujer de cabellos de fuego, pero la bestia se impuso y se hizo con el dominio del cuerpo del felino. Lemparius, antiguamente senador, antiguamente hombre, rugió su rabia con la voz de una pantera enloquecida.
El sonido sobresaltó a la mujer; ésta saltó y profirió un juramento, antes de darse cuenta de que no tenía nada que temer del animal.
Cuando la pantera se dispuso a saltar, Lemparius aún luchaba por recobrar el control. Casi lo logró. Casi.
El hombre-pantera saltó sobre la bruja.
Conan se volvió al oír roce de pies sobre las baldosas. Entonces ocurrieron varias cosas, con aquella peculiar lentitud que suele darse en momentos de gran peligro. Fue como si el aire hubiera devenido en jarabe congelado por el frío, y hubiese detenido los movimientos de los participantes en aquel súbito drama.
Uno de los lagartos encapuchados salió de la penumbra y corrió hacia él. Casi de inmediato, detrás de la criatura apareció una mujer —la bruja, Djuvula— a la que Conan reconoció. Luego, una figura del color de la arena pareció flotar en el aire... era la pantera, que saltaba sobre la garganta de la bruja. Conan creyó conocer a aquella bestia.
Vio la marca de un corte en la pata del animal, y así confirmó sus suposiciones. Lemparius. Pero ¿por qué estaba atacando a la bruja? Justo entonces, una barrera invisible detuvo a la pantera ante su presa. ¡Más brujería!
No había tiempo para preguntarse cómo habían llegado hasta allí. Conan alzó la espada al mismo tiempo que el hombre-lagarto vestido de negro saltaba sobre él. Estaba seguro de que el rugido del felino atraería nueva compañía, y no tenía ningún plan, ni tiempo para elaborarlo. ¡El momento de pensar había terminado; ahora, sólo podía pasar a la acción!
Conan se apartó y asestó un mandoble hacia abajo, al mismo tiempo que la criatura encapuchada arremetía. Ésta no pudo detenerse, y el agudo acero se hundió en su escamosa espalda y devino en parte de ésta. La criatura cayó como un leño, con la espada de Conan clavada. El bárbaro profirió un juramento, y se agachó para arrancar el arma.
El sonido del roce de muchos pies llegó a oídos de Conan. El bárbaro se volvió hacia el ruido, y vio cómo el primero de los guardias aparecía por la esquina. Éste no habría tenido que hacerlo, porque Kinna saltó sobre él con la pica por delante y lo ensartó como a un cerdo para asar en la fogata.
La pantera rugió de nuevo, y una vez más se estrelló contra el escudo que protegía a la bruja de sus ataques. Gruñendo y bramando con incoherente rabia, la bestia se volvió y miró a Conan. Avanzó hacia él.
Cuatro o cinco hombres-lagarto doblaron la esquina con las picas en ristre. Kinna ya no podía emplear la suya, porque seguía clavada en las entrañas del que había matado.
—¡Kinna! ¡Ven conmigo!
Conan vislumbró otro movimiento: la bruja estaba manoseando algo. Lo soltó, pero logró cogerlo antes de que llegara al suelo. Djuvula profirió una maldición.
Conan se volvió para hacer frente a la pantera, comprendiendo demasiado tarde que su espada le serviría de poco frente al ataque del hombre-bestia.
El felino saltó sobre la garganta de Conan, y el corpulento cimmerio asestó un mandoble sin pensarlo. El acero se hundió en el costado de la bestia, rompió costillas, y derribó a la pantera a un lado. Pero Conan vio que, en el mismo momento en que caía, la sangre cesó de manar y la herida se le cerró sola.
El cimmerio se volvió con presteza hacia Kinna y le arrojó su espada.
—¡Toma! —gritó.
Entonces, se sacó del cinturón la daga curva de Lemparius, en el mismo momento en que el animal saltaba de nuevo. Conan se agachó, y atacó hacia arriba con el diente de acero. Su punta hirió a la pantera debajo de la garganta; tan potente había sido el salto del felino, que pasó por encima del agachado Conan, y el acero mágico lo rajó desde la garganta hasta la grupa. Se derramaron sus húmedas entrañas, y la pantera que había sido un hombre cayó al suelo, dio una vuelta sobre sí misma y murió.
—¡Conan!
Era Kinna, que agitaba salvajemente la pesada arma de Conan, y sin producir un gran efecto en la cuadrilla de hombres-lagarto encapuchados, quienes estaban tratando de rodearla y capturarla.
Conan le quitó la espada de las manos y atacó. La punta del arma se clavó bajo el mentón de uno de los lagartos. Éste cayó de espaldas, mortalmente herido.
—¡Ahora ya te tengo! —dijo una voz a sus espaldas.
Conan se apartó de los piqueros y se arriesgó a echar una rápida mirada al corredor.
Djuvula la Bruja estaba de pie, inmóvil, y sostenía una pequeña esfera sobre su cabeza.
—¡Ha llegado tu hora, Conan, y la de todos los que están contigo!
El castillo tembló, las paredes resplandecieron brevemente con azulada luz. ¡Vitarius! ¡Todavía estaba luchando contra Sovartus! «Bien», pensó Conan, porque, ciertamente, él y Kinna estaban condenados...
Djuvula chilló y perdió el equilibrio a causa de las sacudidas. La esfera se le escapó de los dedos, y la bruja chilló de nuevo:
—¡No!
La esfera se estrelló en el suelo, y la luz azul desapareció. De la rota esfera salió una densa nube de polvo, como una neblina verdiamarilla que se extendió hasta llenar el corredor.
Al instante, Conan supo lo que era aquella nube: la había visto utilizar a un ladrón nemedio al escalar ambos la Torre del Elefante de Arenjun. El ladrón llevaba tiempo muerto, pero el recuerdo de sus palabras seguía vivo en la memoria de Conan. ¡Aquello era polvillo de loto negro, e inhalarlo significaba la muerte!
Los instintos de Conan tomaron el mando. Agarró a Kinna de la mano.
—¡Contén el aliento, muchacha...! ¡No respires! ¡Y corre, por tu vida!
Después de decir esto, guió a Kinna hacia la mortífera nube.
Aun sin respirar, Conan sintió la polución de un olor repugnantemente dulce y empalagoso cuando la neblina lo envolvió. Tropezó con el cuerpo de la bruja, estuvo a punto de caer, pero recobró el equilibrio, y obligó a Kinna a seguirle.
A sus espaldas, Conan oyó lo que había esperado oír: las pisadas de los encapuchados hombres-lagarto que los perseguían.
El hombre y la mujer salieron de la nube, pero Conan siguió corriendo, para que las motas de polvo que se habían adherido a ambos fueran desprendiéndose. Cuando se detuvo, no respiró todavía, sino que antes sacudió lo que quedaba de la vaporosa sustancia en sus ropas y su cuerpo, así como en los de Kinna. Se alejó de aquel sitio antes de dejar salir el aire que llevaba en los pulmones. Volvió a tomar aliento con precaución, pero ya no quedaba ningún resto del polvillo de muerte. Le hizo un gesto de asentimiento a Kinna.
—Respira —le dijo.
Kinna jadeó ruidosamente, y añadió una pregunta a su inhalación:
—¿Qué les ocurrirá a los encapuchados?
—Escucha —le ordenó Conan.
El sonido de pesados cuerpos cayendo sobre las baldosas llegaba a oídos del bárbaro.
—Yo no oigo nada... —empezó a decir Kinna.
—Aguarda.
Al cabo de un tiempo, la nube de polvo empezó a asentarse y a disiparse; cuando esto ocurrió, los silenciosos cuerpos de los lagartos encapuchados quedaron a la vista sobre el suelo. Entre ellos yacían también los cadáveres de Djuvula la Bruja, la que había querido el corazón de Conan para algún hechizo repugnante, y, cerca de ella, un hombre desnudo, tendido de espaldas, destripado.
—¿Qué...?
—Un veneno —explicó Conan—. Ya he visto otras veces cómo actúa. Vitarius ha sacudido la montaña, y la bruja ha soltado el frasco, con lo que se ha destruido a sí misma.
—¿Quién era ese hombre?
—Lemparius. Y también fue una pantera. Ahora no es ni lo uno ni lo otro. Ven, tenemos que rescatar a tu hermana, y a sus hermanos. Y tenemos que detener a Sovartus, porque, si no, esa cosa de la llanura va a reinar sobre todos nosotros.
22
El rayo azul se quebró contra el castillo y, cuando la edificación acusó el impacto, Sovartus estuvo a punto de caerse por la ventana. Se agarró al alféizar y logró volver a poner los pies dentro de la torre. El mago buscó con ojos airados a la invisible figura que se hallaba en la planicie Dodligia, y el rostro se le iluminó con su odio. De no haberse movido con rapidez, habría podido morir en la caída. Ciertamente, controlar algo como la Criatura de Poder, y morir luego por tan baja estupidez, habría sido una ironía cruel.
Sovartus irguió todo el cuerpo y sonrió. Había llegado la hora de terminar aquella farsa con su antiguo compañero de estudios. El maestro del Cuadrilátero Negro contempló su creación, la cual, a su vez, le devolvió la mirada con imperturbables ojos de fuego.
—¡Ve —le ordenó Sovartus—, y aplástame a ese molesto insecto! —El mago hizo un brusco gesto con la mano.
La Criatura de Poder, construida con los Cuatro Elementos, se alejó del Castillo Slott, moviéndose con mayor rapidez de la que hubiera parecido posible. Caminando sobre pies hechos de tornado, daba gigantescas zancadas por la llanura.
Una línea de color azul salió disparada desde la aparentemente desierta planicie, hacia la Criatura de Poder, y una pequeña zona de su cuerpo hecho de tierra ennegreció y humeó, pero la criatura no se detuvo.
Sovartus sonrió abiertamente, y se volvió para ver si alguno de los niños lo estaba viendo. No era así, porque todos los cautivos habían caído en una letargia, tenían los ojos cerrados, y respiraban con lentitud.
«¡No importa —pensó el mago—, basta con que yo lo vea!»
Otra línea de fuego azul tocó a la Criatura de Poder, pero esta vez su luz fue más débil, y el rayo pasó sin hacer daño a través de uno de los brazos de viento arremolinado.
En pocos momentos, la Criatura de Poder se había alejado tanto que no parecía más grande que un hombre visto en la otra acera de una calle ancha. Una tercera llama azul salió volando del suelo y golpeó a la criatura, que ya casi había llegado al origen de los ataques.
Ante los ojos de Sovartus, la terrible Criatura de Poder se arrodilló y levantó un brazo. El brazo se abatió violentamente, y la fuerza de su golpe sacudió el suelo, aun dentro del castillo, de tal modo que Sovartus sintió el impacto bajo las suelas de sus botas.
Aquel golpe había significado mucho para Sovartus, ah, sí. El brujo sabía que Vitarius, pupilo de Hogistum y enemigo suyo, había dejado de existir. Había sido suprimido con el solo esfuerzo de ordenar su desaparición.
Nada podría interponerse ya en su camino —Sovartus estaba convencido de ello—, porque no existía un poder capaz de resistir a la criatura que él había creado y gobernaba, ningún poder en toda la Tierra. Desde antes del hundimiento de Atlantis, no había habido fuerzas como aquéllas al servicio de un hombre; el triunfo del mago era tan pasmoso como la misma Criatura de Poder. ¡El monstruo viviría mientras él mismo viviese, y él podría vivir para siempre!
Sovartus siguió contemplando la Criatura de Poder mientras ésta se le acercaba. Pronto, las naciones del mundo se inclinarían ante él y le ofrecerían toda suerte de tributos. Pronto, destruiría ciudades, devastaría campos enteros, masacraría ejércitos, si no cumplían todos con su voluntad. Pronto gobernaría el mundo, y éste marcharía a su capricho... ¡o no marcharía en absoluto!
La idea llenó a Sovartus de negro gozo.
El corredor terminaba en una antecámara. Al entrar en ella, Conan vio las espaldas de otros dos hombres-lagarto encapuchados. Estaban atentos a algo, y el bárbaro, mirando más allá, descubrió qué era lo que observaban: un hombre delgado, de cabello negro y barba puntiaguda, vestido con una túnica de cabello, que oteaba por una ventana.
—Sovartus —le susurró Kinna a Conan.
—Por fin —dijo el bárbaro. Alzó su espada.
Algo debió de alertar a los dos hombres-lagarto, porque se volvieron a la vez hacia Conan y Kinna. Alzaron las picas.
—¡Yo me encargo del de la izquierda! —dijo Kinna.
Conan no vaciló, sino que saltó a pelear con las encapuchadas figuras. Sovartus los vio, y al instante se volvió para seguir contemplando lo que había delante de la ventana, como si aquello no le hubiera preocupado en lo más mínimo.
Conan tenía la ventaja de conocer la velocidad y la fuerza de los hombres-lagarto; no trató de luchar, sino que eludió la pica que le acometía. Un simple mandoble asestado con ambas manos, con la espada bien sujeta para el golpe, y Conan derribó a su enemigo. Se volvió al mismo tiempo que Kinna clavaba su pica bajo el capuchón de su oponente, y arrancaba un militante siseo a la reptilesca criatura. Conan se abalanzó con su espada, y la hundió en la cabeza del monstruo; éste cayó en silencio.
Eldia yacía encadenada bajo una ventana; sí, y había allí otros tres aprisionados de la misma manera, y todos parecían hallarse en profundo sueño, o en los brazos de la muerte. Conan masculló su ira y dio dos pasos hacia Sovartus.
El mago se apartó de la ventana y señaló a Conan con una mano, al mismo tiempo que movía los dedos.
De pronto, la empuñadura de la espada de Conan se puso muy caliente, demasiado como para seguir sosteniéndola, a pesar del grueso forro de cuero del puño. El bárbaro empuñó la espada con la otra mano, pero su temperatura seguía subiendo; el cuero empezó a humear, y finalmente se encendió. Conan soltó la espada. La hoja de acero se puso de color rojo, y luego blanquiazul, y tan brillante que el cimmerio tuvo que apartar la vista. Se oyó como un trueno y, cuando el bárbaro volvió a mirar, la hoja había desaparecido, y sólo había dejado una marca negra en el suelo.
Detrás del bárbaro, Kinna chilló, y al instante se oyó el ¡clunk! de su pica que había caído al suelo, y hubo otro resplandor y otro trueno, y Conan dio por sentado que aquel arma tampoco existía ya.
Sin caer en el desaliento, Conan arremetió de nuevo, blandiendo la daga curva que había matado a Lemparius. Estaba hechizada, y tal vez le sirviera contra Sovartus...
El puñal escapó de la mano de Conan y giró en el aire para clavarse en una mesa cercana. ¡Hechicería!
Conan rugió de rabia. ¡Por Crom, todavía le quedaban las manos! El corpulento cimmerio se abalanzó, y trató de aplastar a la delgada figura con sus puños semejantes a martillos.
Un invisible pie golpeó a Conan en el vientre. Su recio estómago lo resistió, pero el impacto lo hizo retroceder y caer de espaldas.
Sovartus sonrió y levantó la mano. Conan sintió otro golpe, esta vez en el costado. Agitó los brazos en alto, buscando un enemigo con el que pelear; no había ninguno, y un tercer golpe se estrelló contra su cabeza, dejándolo aturdido.
Kinna trató de llegar adonde estaba Conan, pero también la atacó algún tipo de magia, porque cayó de espaldas al suelo, jadeante. Conan logró incorporarse sobre manos y rodillas y, finalmente, se puso en pie.
Sovartus rió y volvió a levantar la mano.
—¡Necio! ¡No puedes luchar conmigo! ¡Yo soy tu nuevo dios! ¡Arrodíllate ante mí, y te dejaré con vida, porque habrás sido mi primer adorador!
—¡Nunca! —dijo Conan.
La invisible bota le golpeó debajo del mentón y lo tumbó de espaldas. El bárbaro gimió involuntariamente, se sentó, y negó con la cabeza en sus esfuerzos por incorporarse.
Sovartus lo contemplaba con evidente regocijo.
Detrás de Sovartus, encadenada a la pared, Eldia despertó. Abrió los ojos. Parpadeó, y miró a Conan, y luego a Sovartus.
Conan volvió a negar con la cabeza, esta vez para advertir a Eldia que no se moviera. El cimmerio logró levantarse sobre una rodilla y un pie.
Eldia miró fijamente a Sovartus. Levantó una mano, y trató de tocar la extraña túnica del mago. Sovartus debió de oír algo, porque se volvió bruscamente hacia la niña.
Conan tomó aliento y le escupió al brujo. Entonces, éste se volvió de nuevo hacia el bárbaro.
—¡Vas a morir por esto, necio! —Empezó a bajar la mano...
De pronto, la espalda de la túnica de Sovartus estalló en llamas. El brujo se dio la vuelta.
—¿Qué...?
Pero la túnica se encendió aún más, y las llamas se extendieron. Sovartus profirió una maldición, y se arrancó los ropajes. Dejó de prestar atención al corpulento joven.
Conan logró ponerse en pie de nuevo. Reunió todas sus fuerzas en las piernas y saltó. Esta vez logró su objetivo: sus manos se cerraron como cepos sobre la garganta de Sovartus. Los dos hombres cayeron, y rodaron por el suelo junto con la túnica en llamas. Sovartus estrujó la garganta de Conan con sus propias manos. Aunque flaco, el brujo era muy fuerte, y le impulsaba la desesperación. Conan sintió que unos dedos se le hundían como barras de acero en la carne. Tensó los músculos de su cuello, oprimió con más fuerza el de su enemigo, y gritó con salvaje rabia.
Las manos de Sovartus fueron perdiendo fuerza. El rostro del mago se estaba tiñendo de color rojo oscuro, y pasó luego al púrpura; sus ojos parecían ir a saltarle de las cuencas, y le manaba sangre de la nariz; sus labios dejaron al descubierto los dientes demasiado blancos.
Al cabo de un tiempo que pareció tan largo como la vida de un dios, las manos de Sovartus soltaron la garganta de Conan, y el brujo quedó inerte.
Se oyó un terrible sonido en el castillo, un grito inarticulado de rabia y agonía que sacudió a Conan hasta las entrañas. El cimmerio aguantó, y miró por la ventana.
El gigantesco monstruo de la planicie se agitaba violentamente y movía los brazos. Chilló de nuevo, y un corrimiento de tierras retumbó por todo su cuerpo; una lluvia de tierra cayó de su torso. Sus ojos llameaban con fuego vivo y, cuando gritó por tercera vez, un rayo surgió de su boca. El monstruo empezó a caminar hacia el castillo.
Conan encontró una pica. Introdujo el arma entre los eslabones de metal que sujetaban a Eldia a la pared. Respirando hondo, arrancó la cadena de su base. Se volvió hacia Kinna.
—¡Ayúdala, y despierta a los demás, si puedes! ¡El monstruo de la planicie se está acercando!
Conan se movió con rapidez por la cámara, rompiendo las cadenas que sujetaban a los niños, sacudiéndolos en un intento por despertarlos. Los tres acabaron por recobrar la consciencia, pero aún estaban aturdidos.
A medida que el monstruo se acercaba, el suelo empezó a retemblar. Conan se arriesgó a contemplar la planicie. La criatura temblaba y daba vueltas, y parecía estar a punto de desmoronarse; grandes fragmentos de su cuerpo se desprendían y caían; sus ojos de fuego se confundían con los rayos, y los vientos que tenía por miembros crecían y menguaban.
—¡Arriba! —gritó Conan. Agarró a una niña con los ojos aún cansinos y señaló la salida de la estancia—. ¡Afuera, rápido! ¡Tenemos que marcharnos de aquí antes de que llegue esa cosa!
Kinna salió la primera, arrastrando a uno de los chicos. Eldia la siguió, porque era la que estaba más despierta, y Conan tiró de los otros dos niños. Corrieron como si los hubiera estado persiguiendo una bestia del infierno; de hecho, así era.
Cuando se acercaron al sitio donde la bruja y el hombre-pantera habían muerto, Conan les ordenó que se detuvieran.
—Quietos —ordenó—, no vaya a ser que levantemos ese mortífero polvo.
Conan avanzó el primero. Al pasar por encima del cuerpo de uno de los hombres-lagarto, se detuvo. Éste llevaba un gran paquete atado a la espalda con correas, y por uno de sus extremos asomaba la punta de una espada. Conan se agachó y lo abrió cuidadosamente. Dentro, encontró sus ropas —¡sus ropas!— así como su sable. Sonrió levemente. Adivinó que aquella criatura había sido sierva de la bruja. Cogió la espada y las ropas, con gran cuidado para no levantar polvo.
—Adelante —dijo Conan cuando hubo recobrado sus propiedades.
Todo el grupo recorrió los tortuosos pasillos que llevaban abajo, y de vez en cuando pasó por el lado de cadáveres inertes de hombres-lagarto. No había heridas en sus cuerpos, pero Conan supuso que la muerte de su amo debía de haberlos destruido a todos.
El cimmerio guió a Kinna y a los niños desde la parte edificada del castillo hasta las entrañas del monte. Un violento estremecimiento sacudió las rocas, tan fuerte que toda la cuadrilla de fugitivos cayó al suelo.
—El monstruo ha llegado —dijo Conan—. Creo que quiere destruir el castillo antes de morir.
Los seis se pusieron en pie y echaron a correr.
La carrera les pareció eterna. En varias ocasiones, el suelo tembló con tal fuerza que les fue imposible tenerse en pie. En un momento dado, una gran sección del techo de piedra se desprendió y cayó, y chocó atronadoramente contra el suelo; por poco no mató a los corredores.
Finalmente, llegaron al pie de la montaña y a la salida de la galería.
—Por aquí —gritó Conan, a pesar de los retumbos de la tierra—. Encontraremos caballos, si es que siguen vivos.
Como el monstruo, mientras golpeaba el castillo, se mantenía al lado de la montaña, los vientos creados por los tornados que eran sus miembros alzaron polvareda y hojarasca en torno a Conan. Detrás de la arboleda, el bárbaro encontró los caballos, presa del pánico, pero todavía encerrados. Bajo el estruendo con que la criatura destruía la montaña, Conan logró que los niños y Kinna montaran antes de subirse él mismo a una de las bestias.
—¡Arre, venga! —ordenó Conan.
Cabalgaron, y con gran velocidad.
Conan les ordenó que se detuvieran. Todo el grupo se volvió para contemplar el castillo-montaña del que habían salido poco antes. El monstruo elemental estaba destrozando la montaña; la parte alta del castillo ya había desaparecido. Grandes fragmentos de granito volaban por el aire, y otros más pequeños llegaban incluso hasta donde Conan y los demás aguardaban montados a caballo.
—¡Mirad! —dijo Kinna.
El monstruo levantó ambos brazos y se desplomó. Se estrelló contra sólida roca. La mayor parte de la montaña quedó destrozada. El monstruo desapareció junto con ella; se disolvió en una gigantesca nube de polvareda y de lluvia de piedras.
Durante algún tiempo, nadie dijo nada. Al fin, Conan rompió el silencio.
—Esto ha terminado. Ha terminado.
Mientras volvían por el camino Dodligio, Conan avistó una figura que gesticulaba en la lejanía. Desenvainó la espada. Pero, al acercarse más, sonrió y volvió a envainarla. Allí, en aquella familiar figura, no se presagiaba ninguna amenaza.
Entonces, Eldia lo reconoció y le llamó:
—¡Vitarius!
—Sí, Vitarius —dijo el anciano cuando se le acercaron los jinetes—. Nadie ha pensado en traer un caballo para mí, ¿eh? Bueno, no importa, supongo que puedo cabalgar con Eldia.
—Habíamos pensado que estarías... —empezó a decir Kinna.
—¿Muerto? Sí, eso es lo que quería Sovartus. Envió a la Criatura de Poder para aplastarme. Yo la alanceé unas cuantas veces, pero me veía como un mosquito contra un novillo. Cuando se me acercó demasiado, decidí marcharme.
Conan miró en derredor por la desnuda planicie.
—Debes de haber empleado algún truco.
—Ya me gustaría a mí —dijo Vitarius—, pero no he hecho nada de lo que pueda jactarme. Me he metido por la entrada de una de las galerías de los güelfos, y he huido hasta lo más hondo que he encontrado. Ese monstruo sólo ha aplastado una ilusión. Lo que se me da mejor son las ilusiones.
—Recuerdo que ya lo habías dicho —le respondió Conan, secamente.
23
—Y bien —dijo Vitarius—, ¿me vais a contar lo que os ha sucedido, o no?
Conan sonrió, y le relató las aventuras que todos habían corrido desde la última vez que vieran al anciano mago. Al tiempo que le escuchaba, Vitarius asentía e intervenía con apropiadas exclamaciones. De vez en cuando, le interrumpía con preguntas.
—Pero... ¿cómo es que se ha pegado fuego en la túnica de Sovartus?
Conan señaló a Eldia.
—Qué raro. Yo creía que los niños habrían perdido toda su fuerza al crearse la Criatura de Poder.
Eldia asintió.
—Así fue. Cuando Sovartus me hechizó, dejé de sentir el fuego dentro de mí. Mis fuegos pasaron a la Criatura. Pero cuando he despertado, y he visto que Conan estaba herido, he descubierto que, de algún modo, aún retenía una centella. Así que he enviado mi último destello de calor a la túnica de Sovartus.
—Estoy contento de lo que ha hecho —dijo Conan.
Mientras hablaba, deshizo el fardo de ropas que había sacado del paquete del hombre-lagarto muerto. Entonces, inesperadamente, se derramaron fulgores verdosos de los calzones que estaba desenrollando.
—¿Qué es esto? —dijo Kinna.
Conan rió.
—¡Las esmeraldas! ¡Lemparius debió de dejarlas aquí, pensando en recobrarlas luego! ¡Pude comprar todos nuestros suministros con sólo una de estas bellezas, y aquí debe de haber cincuenta!
—Eres rico —le dijo Kinna.
Conan negó con la cabeza.
—No, di más bien que somos ricos. Nos las repartiremos equitativamente, porque, desde luego, todos nos las hemos ganado.
Dividió las piedras y, cuando hubo terminado, todos tenían siete, más dos que sobraban. Se las entregó a Kinna.
—Seguramente, podrás darles mejor uso que yo —le dijo—. Ahora tendrás que alimentar a tres bocas más.
—Sí —dijo ella—. Volveré a nuestra tierra y haré construir una buena casa para todos nosotros; no seremos pobres. ¿Quieres venir con nosotros, Vitarius?
El anciano asintió.
—Sí. Un fuego para calentarme mis viejos huesos y una compañía tan agradable me vendrán bien. Y podría enseñarles algunos conjuros a los niños, sólo para que se divirtieran, por supuesto.
Kinna se volvió hacia Conan.
—¿Y qué hay de ti, Conan? Serías bienvenido en nuestra casa. Y en mi lecho.
Conan negó con la cabeza.
—Mi camino me lleva por otros lugares, Kinna. Cuando nos encontramos, me hallaba de viaje hacia Nemedia, y pienso seguir hasta allí.
—Lo comprendo. No quieres hacerte granjero, ni terrateniente, y yo tampoco te imagino en esa situación. Jamás te olvidaremos.
—Yo tampoco te olvidaré a ti —dijo el bárbaro.
Conan contempló cómo el grupo se marchaba, y luego se volvió con su propia montura hacia el oeste, hacia Numalia. Tenía un nuevo caballo, cortesía de Sovartus del Cuadrilátero Negro, y esmeraldas que valían el doble que el oro que había perdido al entrar en Corinthia. Al fin y al cabo, no había hecho un mal negocio, si tenía en cuenta que seguía vivo y sano para disfrutar de lo uno y lo otro.
Sonrió, y cabalgó hacia el sol poniente.