
Primer volumen de los según la edición en inglés, correspondiente a .
Voz de suma originalidad en el popular género de la ciencia ficción, Stanislaw Lem aborda en los RELATOS DEL PILOTO PIRX el siempre incierto trasfondo de la condición humana. A través de su protagonista, un héroe oscuro dedicado a la navegación estelar, las cinco narraciones que comprende este volumen contribuyen a poner de relieve, bajo una superficie dominada por la cibernética y la técnica, las limitaciones y posibilidades del hombre.
Contiene los siguientes relatos:
• La prueba (1959)
• La patrulla (1959)
• La Albatros (1959)
• Terminus (1961)
• Reflejo condicionado (1963)
Stanislaw Lem
Relatos del piloto Pirx
La prueba
—¡Cadete Pirx!
La voz de Osla Laczka lo arrancó de sus profundas ensoñaciones. Estaba imaginándose que en el bolsillo del reloj de sus viejos pantalones de paisano, arrinconados en el fondo del armario, había una moneda de plata de dos coronas, sonora y olvidada. Durante unos instantes se dio cuenta claramente de que allí no había nada. En todo caso, un viejo resguardo de Correos. Pero en seguida se convenció de que era posible que estuviese, y cuando Osla Laczka pronunció su nombre estaba ya completamente seguro. Puede decirse que casi podía tocar su redondez y sentir cómo se agrandaba en el bolsillo. Con ella podría ir al cine y todavía le sobraría media corona. Y si sólo iba al Noticiario, le quedaría una y media, ahorraría una y el resto se lo jugaría a las máquinas tragaperras. ¿Y si se atascara la máquina y comenzara a escupir monedas a sus manos abiertas con tal rapidez que no diese abasto a metérselas en los bolsillos? ¿Acaso no era eso lo que le había ocurrido a Smidz? Se doblaba ya bajo el peso de la inesperada fortuna cuando le interrumpió Osla Laczka.
Con las manos cruzadas en la espalda y apoyándose en su pierna sana, como tenía por costumbre, el instructor preguntó:
—¡Cadete Pirx! ¿Qué haría usted si se encontrara con una nave de otro planeta estando de patrulla?
El cadete Pirx abrió la boca, como si la respuesta estuviera escondida allí y todo lo que tuviera que hacer fuera obligarla a salir. Parecía el último hombre sobre la Tierra capaz de saber qué debe hacerse en caso de encontrarse uno con una nave de otro planeta.
—Me acercaría —dijo con voz extrañamente sorda y gutural.
La clase entera enmudeció, anticipando algo menos aburrido que la explicación del instructor.
—Muy bien —dijo paternalmente Osla Laczka—. ¿Y qué más?
—Frenaría —explotó el cadete Pirx, sintiendo que se estaba adentrando en un terreno que escapaba a sus conocimientos. Buscó ansiosamente en su vacía cabeza los párrafos apropiados del Manual de Comportamiento en el Espacio. Tenía la sensación de que jamás en toda su vida lo había tenido ante sus ojos. Bajó la mirada avergonzado y entonces vio que Smiga estaba tratando de soplarle algo; sin pararse a pensar lo repitió en voz alta, antes de darse cuenta de lo que estaba diciendo:
—Me presentaría.
La carcajada fue unánime. Osla Laczka luchó contra ella durante unos segundos, pero tampoco pudo contenerla, aunque volvió a ponerse serio en seguida:
—¡Cadete Pirx, preséntese a mí mañana con el Libro de Navegación! ¡Cadete Boerst!
Pirx se sentó como si la silla estuviese hecha de vidrio sin enfriar aún del todo. Ni siquiera sentía demasiado rencor hacia Smiga, él era así, incapaz de resistirse a gastar una broma si la ocasión se presentaba. No escuchó ni una palabra de lo que dijo Boerst; éste estaba inclinado sobre la pizarra dibujando, mientras Osla Laczka, como tenía por costumbre, silenciaba las respuestas del ordenador para que el estudiante al que preguntaba acabase perdiéndose en los cálculos. El reglamento permitía el uso del ordenador, pero Osla Laczka tenía sus propias teorías al respecto:
—El ordenador es humano y se puede estropear —decía.
Pirx ni siquiera le tenía rencor a Osla Laczka. No sentía rencor hacia nadie. Casi nunca. A los cinco minutos ya estaba de nuevo delante de una tienda de la calle Dyerhoff mirando las pistolas de gas del escaparate, capaces de disparar balas de verdad y de fogueo, cien coronas el juego completo, con cien cartuchos; ni que decir tiene que estaba en Dyerhoff sólo con la imaginación.
Después del timbre, los cadetes abandonaron la sala, pero sin gritar ni dar patadas, como hacían los de primer o segundo curso. ¡Ya no eran unos niños! Casi la mitad de ellos se dirigió al comedor. A esta hora no había allí nada de comer, pero era posible encontrar a la nueva camarera. Por lo visto era bonita. Pirx caminó lentamente entre los armarios de cristal llenos de globos estelares y a cada paso que daba disminuían sus esperanzas de encontrar la moneda de dos coronas en el bolsillo. En el último escalón sabía ya que nunca había estado allí.
Boerst, Smiga y Payartz estaban de pie junto al portal. Payartz había sido compañero de Pirx en Cosmodesia y le había emborronado todas las estrellas del atlas con tinta china.
—Mañana tienes un vuelo de prueba —le dijo Boerst al pasar por su lado.
—Muy bien —contestó flemáticamente. No se iba a dejar engañar tan fácilmente.
—Si no te lo crees, léelo —dijo Boerst, golpeando con el dedo el cristal del tablón de anuncios.
Quiso seguir adelante, pero no pudo evitar que su cabeza le desobedeciera. En la lista había sólo tres nombres. El de «Cadete Pirx» figuraba el primero.
Por unos instantes sintió cómo se hacía el vacío en su mente, después oyó, desde lejos, su propia voz que decía:
—¿Y qué? Ya lo he dicho antes: muy bien.
Se alejó de ellos y caminó por el sendero, entre los parterres de flores. Ese año habían plantado en ellos muchísimas nomeolvides que dibujaban la silueta de una nave aterrizando. Otras flores, ya casi marchitas, representaban el fuego de los reactores. Pirx no vio los parterres, ni los senderos de nomeolvides, ni a Osla Laczka que salía, con pasos rápidos, del ala lateral de la Academia. Le saludó cuando lo tenía ya casi ante sus narices.
—¡Ah, Pirx! ¿Vuela usted mañana? ¡Buen despegue! Quizá se encuentre con esa gente de otros planetas...
Los dormitorios se encontraban en un parque, detrás de unos grandes sauces llorones. El edificio se erguía junto a un estanque y el ala lateral se alzaba sobre el agua, sostenida por columnas de piedra. Se contaba que las habían traído de la Luna, lo cual indudablemente era mentira, pero todos los cadetes de primer curso grababan allí sus iniciales y la fecha con una emoción sagrada. También el nombre de Pirx estaba allí, en algún sitio; lo había grabado hacía cuatro años.
De vuelta en su habitación —tan pequeña que no la compartía con nadie— vaciló durante un largo rato entre abrir o no el armario. Recordaba con exactitud dónde se hallaba su viejo pantalón. No estaba permitido tenerlo, por eso precisamente lo tenía. Era el único provecho que le sacaba. Cerró los ojos, se agachó junto al armario, metió la mano por la puerta entreabierta y palpó el bolsillo. Lo había sabido desde el principio, naturalmente. Estaba vacío.
Se encontraba de pie sobre la plancha de acero de la pasarela debajo del techo del hangar, con el traje espacial desinflado, sujetándose con el codo contra la cuerda extendida que hacía las veces de pasamanos, porque tenía ambas manos ocupadas. En una sostenía el Libro de Navegación y en la otra la chuleta. La chuleta se la había prestado Smiga. Según decían, todos los cadetes de la clase habían volado con ella. La verdad era que no estaba claro cómo volvía la chuleta a la Academia, porque después del vuelo de prueba los cadetes se iban al Norte, a la Base, en donde comenzaban a estudiar para los exámenes finales. Pero estaba visto que de alguna forma siempre volvía; quizá la arrojaran en paracaídas. Evidentemente, se trataba sólo de una broma.
Mientras seguía de pie allí, sobre la plancha elástica, suspendida sobre un abismo de cuarenta metros, se dedicó a matar el tiempo preguntándose si lo registrarían, como a veces sucedía, por desgracia. Los cadetes llevaban al vuelo de prueba las cosas más extrañas y prohibidas, desde aplanadas botellitas de licor hasta tabaco de mascar y fotografías de chicas conocidas. Además, naturalmente, de la chuleta. Pirx buscó durante largo rato un lugar donde esconderla. La guardó como quince veces: en la bota, debajo del talón; en la caña de la bota, entre las dos medias; en el bolsillo interior del traje; en el pequeño atlas estelar —un atlas de ese tipo estaba permitido—; tampoco hubiese estado mal en el estuche de las gafas, pero, en primer lugar, hubiera tenido que ser grandísimo y, en segundo, Pirx no usaba gafas. Poco después recordó que si las hubiese usado no habría podido entrar en la Academia.
Siguió, por tanto, de pie sobre la plancha de acero, esperando a los dos instructores y al jefe, sin saber por qué los tres se estaban retrasando, a pesar de que el despegue estaba señalado para las 19,40 y eran ya las 19,27. Pensó que si tuviera un trozo de cinta adhesiva podría pegarse la chuleta debajo de la axila.
Según decían, eso fue lo que hizo el pequeño Yarkes y, cuando el instructor lo registró, comenzó a chillar diciendo que tenía cosquillas y le dio resultado. Pero Pirx no tenía aspecto de tener cosquillas. Él lo sabía y no se hacía ilusiones.
Así que continuó sosteniendo la chuleta en la mano derecha con la mayor naturalidad posible, hasta que se dio cuenta de pronto que tendría que tenderla para saludar a los tres jefes; rápidamente se pasó la chuleta a la izquierda y el Libro de Navegación a la derecha. Con tanta manipulación, movió sin querer la plataforma de acero, que comenzó a balancearse como un trampolín. De repente escuchó pasos al otro lado, pero no los vio de inmediato porque estaba bastante oscuro bajo el techo del hangar.
Todos vestían uniformes impecables, como de costumbre, en especial el Jefe. El traje del cadete Pirx, sin embargo, a pesar de estar aún deshinchado, tenía el mismo aspecto que veinte trajes de rugby juntos, sin tener en cuenta los largos cables del intercomunicador y la radio exterior que le colgaban del cuello, el tubo de oxígeno que se bamboleaba de un lado a otro desde su garganta y la botella de oxígeno de reserva que le oprimía la espalda; la ropa interior térmica le daba un calor infernal, pero lo que más le molestaba de todo era el dispositivo que le evitaría tener que hacer sus necesidades durante el vuelo. Aunque, por otro lado, no había lugar donde ir a hacerlas en las naves de una sola fase con las que se realizaban los vuelos de prueba.
De repente, la pasarela entera se puso a vibrar. Alguien se acercaba por detrás. Era Boerst que, con un traje igual al suyo, lo saludó rígidamente con su gran guante y se paró como si tuviera toda la intención de arrojar a Pirx al vacío.
Cuando los otros continuaron hacia adelante, Pirx le preguntó asombrado:
—¿Tú también vuelas? No estabas en la lista.
—Brendan se ha puesto enfermo y he tenido que ocupar su lugar —respondió Boerst.
Por un momento Pirx se sintió algo ridículo. Éste era el único campo, el único, en que podía aspirar a elevarse a las celestiales regiones normalmente habitadas por Boerst sin excesivo esfuerzo; no sólo era el más capaz del curso, lo que Pirx le perdonaba con relativa facilidad —incluso sentía cierto respeto por su talento matemático desde que fue testigo de cómo Boerst se enfrentó valientemente al ordenador sin ceder terreno mientras no pasó de ecuaciones de cuarto grado—, sino que, además, sus padres eran lo bastante acaudalados como para que él no tuviese necesidad de soñar con una moneda de dos coronas desaparecida en unos viejos pantalones; obtenía también excelentes resultados en atletismo; saltaba como un demonio, bailaba estupendamente y, para qué seguir, era muy atractivo, cosa que no podía decirse de Pirx.
Caminaron por la larga pasarela, entre el enrejado formado por los soportes del techo, pasando la fila de naves listas ya para el despegue, hasta que les inundó la claridad; aquella parte del techo estaba ya descorrida en un radio de doscientos metros. Sobre unos enormes embudos de hormigón, que absorbían y repelían el fuego de los reactores, se erguían, uno junto al otro, dos colosos cónicos —por lo menos parecían colosos a los ojos de Pirx—. Cada uno de ellos medía cuarenta y ocho metros de altura y once metros de diámetro en la base, donde estaban situados los reactores.
Las escotillas estaban abiertas y las pasarelas colocadas, pero el paso estaba aún obstruido por unas prensas de plomo colocadas en el medio, cada una con una pequeña banderita roja sobre una varilla flexible. Pirx sabía que sería él mismo el encargado de poner la banderita a un lado cuando, a la pregunta de si estaba listo para acometer la realización de su misión, respondiera que sí; y lo haría por primera vez en su vida. Y de pronto tuvo la absoluta convicción de que cuando apartase el banderín tropezaría con la cuerda y caería cuan largo era. En ocasiones ocurrían cosas así. Y si podían pasarle a cualquiera, a él le ocurrirían con absoluta seguridad, porque, pensaba a veces, él no tenía suerte. Sus profesores lo definían de otra manera: lo consideraban un papamoscas y un distraído; pensaba siempre en cualquier cosa menos en lo que debía. Cierto que a Pirx no le resultaba fácil expresarse en palabras. Entre sus actos y sus pensamientos había siempre... no un abismo quizá, pero, en todo caso, sí un obstáculo que le hacía más difícil la vida. Sus profesores no sabían que Pirx era un soñador. Nadie lo sabía. Creían que no pensaba absolutamente en nada. Y no era verdad.
Mirando de reojo vio que Boerst se había colocado ya en la posición reglamentaria: a un paso de la pasarela que llevaba a la escotilla, en posición de firme, con las manos apretadas contra las deshinchadas bolsas de aire del traje.
Pensó que a Boerst le quedaba bien incluso aquel extraño traje, con aspecto de estar hecho de cien balones de fútbol unidos, y que estaba desinflado de verdad, no como el suyo, que todavía tenía bastante aire en algunos lugares, haciéndole difícil caminar y obligándole a abrir mucho las piernas. Trató de juntarlas todo lo que pudo, pero los talones se negaron a hacerlo. ¿Por qué los de Boerst sí lo estaban? No lo entendía. Si no hubiera sido por Boerst, se hubiera olvidado totalmente de que debía adoptar la postura reglamentaria: de espaldas al cohete y de frente a los tres hombres uniformados. Se dirigieron primero a Boerst. Puede que fuera una casualidad o puede que no, o que fuese simplemente porque su nombre empezaba por «B». Pero, aunque se tratase de una casualidad, lo que era seguro es que se trataba de una casualidad en perjuicio de Pirx. Siempre tenía que esperar a que le tocase el turno y eso le ponía muy nervioso. Cualquier cosa era mejor que esperar. «Cuanto antes, mejor» era su lema.
Sólo escuchó la mitad de lo que le decían a Boerst, a lo que éste, tenso como una cuerda, respondía con rapidez, con tal rapidez que Pirx no entendió nada. Después se acercaron a él y cuando el Jefe comenzó a hablar, Pirx recordó de pronto que eran tres los que debían volar aquel día y no dos. ¿Dónde se había metido el tercero? Por suerte escuchó las palabras del Jefe y alcanzó a exclamar en el último momento:
—¡Cadete Pirx listo para realizar el vuelo!
—Mm... sí —dijo el Jefe—. Cadete Pirx, ¿declara que está sano física y mentalmente... ejem... en la medida de sus posibilidades?
Al Jefe le gustaba añadir algunas florituras a las estereotipadas preguntas. Y podía permitírselo; para eso era el Jefe. Pirx contestó que estaba sano.
—Entonces, cadete, le nombro piloto de esta nave por el período que dure el vuelo —recitó el Jefe la fórmula de ritual y prosiguió—. Misión: despegue vertical con motores a mitad de potencia. Ascenso hasta la elipse B 68 y, una vez allí, corrección de rumbo a una órbita estable, con un período de rotación de cuatro horas y veintiséis minutos. Establecer contacto con dos lanzaderas espaciales tipo JO 2. Zona probable de contacto por radar: Sector III, satélite PAL, con una desviación permitida de seis segundos de arco. Establecer contacto por radio para coordinar la maniobra. Maniobra: salir de la órbita estable con un curso de 60º 24' latitud norte, 115º 3' 11" longitud este. Aceleración inicial: 2,2 g. Aceleración final a los ochenta y tres minutos de vuelo: cero. Sin perder contacto por radio, escoltar a ambas JO 2 en formación de tres hasta la Luna, comenzar la aproximación a la Luna para adoptar una órbita provisional sobre el ecuador como para LUNA PELENG, asegurarse de que las dos naves pilotadas están en la órbita correcta y salir de órbita con la aceleración y el rumbo que estime oportuno. Volver a una órbita estable en el radio del satélite PAL. Esperar allí las instrucciones siguientes.
Se decía en la clase que dentro de poco aparecerían, para sustituir a las chuletas de ahora, chuletas electrónicas, es decir, microcerebros del tamaño de un hueso de cereza que podrían llevarse en la oreja o debajo de la lengua y soplarían todos los datos necesarios en cualquier momento y lugar. Pero Pirx no lo creía así; consideraba, no sin razón, que cuando apareciesen ya no serían necesarios los cadetes. De momento tuvo que repetir él solo las instrucciones y lo hizo equivocándose tan sólo una vez, pero en lo más importante, en los minutos y segundos de tiempo con los minutos y segundos de longitud y latitud. Después de lo cual esperó a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos, sudando a mares enfundado en su ropa interior térmica dentro de la gruesa cubierta del traje. Repetir las instrucciones las había repetido, pero su contenido no había alcanzado aún a calar en su conciencia. El único pensamiento que giraba sin cesar en su mente era «¡Qué paliza me están dando!».
Apretó la chuleta en el puño izquierdo, entregando con la mano derecha el Libro de Navegación. La repetición oral de las instrucciones no era más que un simple formulismo, de todas formas se recibían por escrito con todo detalle, junto con las cartas de navegación y los diagramas básicos. El Jefe le metió el sobre con las instrucciones en la solapa del Libro de Navegación, se lo entregó y le preguntó:
—¿Piloto Pirx, está listo para el despegue?
—¡Estoy listo! —replicó Pirx. En ese momento ya sólo tenía un deseo: encontrarse en la cabina de mandos. Ansiaba desabrocharse el traje, aunque sólo fuese debajo del cuello.
El Jefe dio un paso atrás:
—¡Suba a bordo! —gritó con voz hermosa y acerada, cortando el sordo e incesante ruido del inmenso hangar. Pirx dio media vuelta, cogió el banderín rojo, tropezó con la cuerda y, recobrando el equilibrio en el último momento, se dirigió como un zombie a la estrecha pasarela. Cuando él se encontraba a la mitad, Boerst (que visto desde atrás tenía todo el aspecto de un balón de fútbol) estaba ya entrando en su nave.
Dejó caer las piernas dentro, se agarró al macizo borde de la escotilla y se deslizó por el flexible tubo sin apoyar los pies en los peldaños («los peldaños son sólo para los moribundos», solía decir Osla Laczka), dispuesto a cerrar la escotilla. Habían practicado aquellos movimientos cientos y miles de veces en escotillas simuladas y en una escotilla auténtica sacada de una de las naves y montada en el centro de la sala de ejercicios. Eran lo bastante complicados para marear a cualquiera: media vuelta a la manivela izquierda, media a la derecha, control de las juntas, media vuelta más a ambas manivelas, cierre, control de la presión del aire, cubierta interna de la escotilla, escudo antimeteoritos, paso de la escotilla a la cabina, válvula de presión, primero una manivela, después la otra y por último el cerrojo. ¡Al fin!
Seguro que Boerst hacía ya mucho que estaba sentado en su esfera de cristal mientras que él, Pirx, apenas acababa de ajustar la válvula de presión. Entonces recordó que seguramente no despegarían juntos; se despegaba con un intervalo de seis minutos, así que no había por qué darse prisa. Pero de todas formas sería mejor estar ya sentado en su sitio y conectar la radio, por lo menos escucharía las órdenes que le daban a Boerst. Sentía curiosidad por saber qué misión le habían encomendado.
Las luces interiores se encendieron automáticamente apenas hubo cerrado la válvula exterior. Tras sellar la cabina, se dirigió al asiento del piloto por un pequeño tramo de escalones forrados de un plástico duro pero al mismo tiempo flexible. Sólo el diablo sabía por qué en estas pequeñas naves individuales el piloto se sentaba en una gran esfera de cristal de tres metros de diámetro. La esfera, aunque totalmente transparente, evidentemente no era de vidrio, puesto que era flexible, con la elasticidad propia de una goma dura y gruesa, y estaba instalada en las profundidades de la cabina de mandos, con la butaca reclinable del piloto en el centro. La habitación era levemente cónica, de modo que el piloto, sentado en su «sillón de dentista» —como lo llamaban—, podía girar sobre su eje vertical y ver, a través de las paredes de cristal de la esfera en la que estaban encerrados, todos los tableros de relojes, indicadores, pantallas de televisión delanteras, traseras y laterales, monitores de los dos ordenadores y el astrógrafo, al mismo tiempo que —lo más sagrado entre lo sagrado— el trayectómetro, en cuya opaca y convexa pantalla se dibujaba la ruta de la nave, en relación al fondo fijo de las estrellas en proyección Harelsberg, como una gruesa y brillante línea. El piloto tenía que saberse de memoria todos los elementos de la proyección Harelsberg y ser capaz de leerlos en cualquier posición, incluso colgando cabeza abajo con las piernas hacia arriba. Cuando el piloto se colocaba en la butaca, tenía a ambos lados los mandos de los cuatro reactores principales y de las toberas de dirección, tres de emergencia, seis mandos de manejo manual, el interruptor de puesta en marcha y en punto muerto, el regulador de fuerza, aceleración y limpieza de los reactores y, justo por encima del nivel del suelo, la parte central, en forma de rueda, del aparato que alojaba el sistema acondicionador de aire, el alimentador de oxígeno y el interruptor de la instalación contra incendios, el dispositivo de eyección del reactor en caso de reacción en cadena incontrolable y una cuerda con un lazo sujeta a la parte superior de la alacena que contenía los termos y la comida; bajo los pies, acolchados y provistos de tiras de sujeción corredizas, se encontraba el pedal de freno y el que se usaba para abortar el despegue, apretando el cual salía despedida la esfera, junto con la butaca y el piloto, acompañada de un paracaídas.
Aparte del fin principal, es decir, salvar al piloto en caso de producirse una avería incontrolable, la esfera de cristal cumplía otras ocho funciones muy importantes y es posible que, en otras circunstancias más afortunadas, Pirx hubiera logrado recitarlas todas. Pero ninguna de ellas le resultaba convincente, ni a él ni a ninguno de los otros estudiantes.
Se instaló en la posición debida, doblándose con gran dificultad por la cintura para conectar todos los tubos, cables y conductos a las terminales que sobresalían de la butaca, sintiendo cómo se le hundían en el estómago los pliegues del traje cada vez que se inclinaba hacia delante. Naturalmente, confundió el cable de la radio con el de la calefacción; por suerte tenían distinta rosca, pero no se dio cuenta de la equivocación hasta que comenzó a sudar frío. Con un suspiro de alivio, se echó hacia atrás, en medio del murmullo del aire comprimido que comenzó inmediatamente a llenarle el traje, y comenzó a abrocharse con ambas manos los cinturones de seguridad que le cruzaban la cadera y el pecho.
El derecho se enganchó en seguida, pero el izquierdo se resistió. El cuello del traje, hinchado como un neumático, no le permitía mirar hacia atrás ni siquiera de reojo, así que luchó por abrochárselo palpando a ciegas el enganche del cierre en el ancho cinturón; justo en ese momento le llegó por los auriculares el sonido de unas voces apagadas:
—... piloto Boerst a bordo de la AMU 18! Despegue en el momento cero de la cuenta atrás automática. Atención. ¿Listo?
—Aquí piloto Boerst de la AMU 18. Listo para el despegue en el momento cero de la cuenta atrás —llegó como un disparo la respuesta.
Pirx maldijo y el cierre se enganchó. Se dejó caer en las profundidades de la blanda butaca, tan cansado como si acabase de regresar de un larguísimo vuelo interestelar.
—Veintitrés para el despegue, veintidós para el despegue, veinti... —se oyó la monótona cuenta atrás en los auriculares.
Se decía que una vez, al escuchar el atronador ¡cero!, despegaron dos estudiantes al mismo tiempo, el que debía y el que estaba esperando su turno al lado, y que se elevaron como dos velas verticales separados por una distancia de sólo doscientos metros, pudiendo haber chocado en cualquier momento. Por lo menos eso es lo que decían en la clase. Desde entonces, por lo visto, el cable de encendido se conectaba por mando a distancia en el último momento; lo hacía el comandante del espaciopuerto en persona desde su acristalada cabina de control, y toda la cuenta no era más que pura farsa. Nadie sabía si aquello era o no verdad.
—¡Cero! —se oyó en los auriculares. En el mismo instante, Pirx escuchó un prolongado y apagado estruendo, su butaca tembló ligeramente y hubo una pequeña oscilación de las luces en la cubierta de cristal bajo la que yacía extendido, mirando al techo para leer los instrumentos: el astrógrafo, los indicadores de refrigeración, de los reactores principales y auxiliares, la densidad del flujo de neutrones, el grado de contaminación de isótopos y dieciocho indicadores más, la mitad de los cuales informaban exclusivamente del estado de los motores. El estruendo comenzó a debilitarse y el muro formado por el ruido a desplazarse hacia un costado y hacia arriba, diluyéndose, como si una invisible cortina se elevara lentamente hacia el cielo, y alejándose cada vez más; volviéndose, como de costumbre, cada vez más parecido al retumbar de una lejana tormenta, hasta que se hizo el silencio.
Se oyó a continuación un silbido acompañado de un zumbido, pero Pirx no tuvo apenas tiempo de asustarse. Era el control automático que conectaba las pantallas, hasta entonces bloqueadas; el dispositivo las mantenía cerradas desde el exterior para evitar que el fuego cegador de los reactores atómicos de las naves que despegaban en las cercanías dañase los objetivos.
Pirx pensó que todos aquellos dispositivos automáticos eran muy útiles... y seguía reflexionando sobre esto y aquello cuando de repente sintió que se le ponían los pelos de punta debajo del casco.
«¡Jesús y María Santísima! ¡Ahora vuelo yo, yo, me toca a mí!», cayó de repente en la cuenta.
Comenzó inmediatamente a preparar las palancas de despegue, es decir, a repasadas con los dedos, contándolas en orden: una, dos, tres... ¿Dónde se ha metido la cuarta?... ¡Aquí está!... el indicador... el pedal... ¡no! ¡el pedal no, la palanca!... ajá... primero la roja, luego la verde... el control automático... bien... ¿o era al revés? ¿La verde y después la roja...?
—¡Piloto Pirx a bordo de la AMU 27! —resonó la fuerte voz directamente en sus oídos, sacándole del profundo dilema—. ¡Despegue en el momento cero de la cuenta atrás! ¡Atención piloto! ¿Está listo?
«¡Todavía no!», quiso gritar Pirx, pero lo que dijo fue:
—Piloto Boe... piloto Pirx a bordo de la AMU 27 listo para... uf... el despegue en el momento cero de la cuenta atrás.
A punto había estado de decir «piloto Boerst», porque recordaba bien cómo había dicho todo Boerst. ¡Idiota!, se increpó a sí mismo en el silencio que se produjo.
La grabación (¿Por qué todas las grabaciones tenían que tener voz de suboficial?) continuó implacable:
—... dieciséis para el despegue..., quince..., catorce...
El piloto Pirx sudaba. Se esforzó por recordar algo tremendamente importante, que sabía era cuestión de vida o muerte, pero no pudo, por más esfuerzos que hizo.
—... seis..., cinco..., cuatro...
Apretó los húmedos dedos contra la palanca de despegue. Por suerte era antideslizante. ¿Acaso todos sudaban tanto? Evidentemente sí, concluyó mientras el auricular gruñía: ¡CERO!
Sin intervención alguna de su voluntad su mano tiró de la palanca y la empujó hasta la mitad. Se oyó un bramido y sintió como si le cayese una prensa elástica sobre la cabeza y el pecho. «El reactor», alcanzó a pensar antes de que todo se oscureciese ante sus ojos. Pero el oscurecimiento tan sólo duró unos instantes. Cuando ya pudo ver bien, a pesar de seguir sintiendo el persistente peso oprimiéndole todo el cuerpo, todas las pantallas, por lo menos las tres que tenía enfrente, mostraban una imagen como de leche hirviendo derramándose de un millón de recipientes.
«Ajá, estoy atravesando las nubes», pensó. Ahora pensaba más despacio, como si estuviese un poco adormilado, pero completamente tranquilo. Durante un largo momento le pareció ser el único testigo de aquella escena, y se sintió un tanto ridículo: un tipo estirado en un «sillón de dentista» incapaz de mover ni brazos ni piernas, mirando el cielo sin nubes, de un azul que parecía falso, como si fuera una pintura a tinta china... ¿Eran estrellas lo que se veía allá arriba o qué?
Sí, eran estrellas. Los indicadores parpadeaban en el techo y en las paredes, todos distintos, todos dando información importante que había que controlar, y él sólo tenía dos ojos. Sin embargo, al oír un silbido corto y continuado en los auriculares, su mano izquierda, de nuevo sin intervención de su voluntad, tiró de la palanca de separación del reactor y todo se volvió de inmediato más liviano. Volaba a una velocidad de 7,1 kilómetros por segundo, a una altura de 201 kilómetros, y estaba saliendo ya de la curva de lanzamiento que le habían asignado, con una aceleración de 1,9; ¡ya podía sentarse! ¡Y ahora comenzaba de verdad el trabajo!
Se sentó despacio, presionando el brazo de la butaca para levantar el respaldo, y de repente todo su cuerpo se tensó: ¿dónde estaba la chuleta?
Aquélla era la cosa tan tremendamente importante que no había podido recordar. Miró al suelo, ignorando por completo la multitud de indicadores que parpadeaban en todas partes. La chuleta estaba justo debajo de la butaca; intentó agacharse, pero los cinturones, naturalmente, no se lo permitieron. Era demasiado tarde, así que, sintiendo la misma sensación de quien está en lo alto de una torre muy elevada y se precipita de repente al abismo, abrió el Libro de Navegación que tenía en el bolsillo de encima de la rodilla y sacó las instrucciones del sobre. No entendía nada. «¡Maldita sea! ¿Dónde demonios estaba la órbita B 68? ¡Ajá! ¡Debe de ser ésta!» Comprobó el trayectómetro y comenzó a girar despacio. Se asombró un poco cuando vio que daba resultado.
Una vez en la elipse, el ordenador le facilitó benévolamente los datos para la corrección; maniobró de nuevo, se saltó la órbita y tuvo que frenar tan bruscamente que durante diez segundos alcanzó los -3 g, pero no le pasó nada, pues físicamente era muy resistente («si tu cerebro fuera como tus bíceps —solía decide Osla Laczka— podrías llegar muy lejos»). Guiándose por la corrección, entró en una órbita estable y le dio los datos al ordenador, pero su única respuesta fueron una serie de oscilantes ondas en la pantalla. Le metió los datos una vez más, pero por lo visto se había olvidado de conectarlo. Corrigió el error e inmediatamente la pantalla mostró una brillante línea vertical y en todos los casilleros apareció el número uno. «¡Estoy en órbita!», gritó con alegría. Pero su tiempo de rotación era de cuatro horas y veintinueve minutos en lugar de cuatro horas y veintiséis minutos. ¿Estaba eso dentro de la desviación admitida? Se esforzó por recordar, y estaba ya a punto de decidirse a desabrocharse los cinturones —la chuleta estaba justo debajo del asiento, pero maldito si sabía si eso venía en la chuleta o no— cuando de pronto recordó lo que decía el profesor Kaahl: «Todas las órbitas están calculadas con un margen de error del 0,3 por 100.» Por si acaso, introdujo los datos en el ordenador: estaba dentro del margen de error permitido. Bueno, hubiese sido terrible de no ser así. Sólo entonces miró verdaderamente a su alrededor.
La gravedad había desaparecido, pero apenas si lo notaba al estar sujeto al asiento. La pantalla delantera mostraba las estrellas y un brillante borde blanco en la parte inferior; la pantalla lateral sólo estrellas y negrura; en la pantalla de cubierta se veía la Tierra. La observó con cuidado, mientras pasaba sobre ella a una altura de 700 kilómetros en el perigeo y de 2.400 kilómetros en el apogeo de su órbita; era inmensa, llenaba toda la pantalla. En aquel momento volaba sobre Groenlandia. ¿O no era Groenlandia? Antes de poder comprobar si lo era o no, estaba ya sobre el norte de Canadá. Alrededor del Polo relucía la nieve y el océano tenía un color negro violáceo, convexo y liso, como hierro fundido; extrañamente, había pocas nubes, como si alguien hubiese salpicado aquí y allá con betún líquido. Miró el reloj. Hacía ya diecisiete minutos que volaba.
Tenía ahora que captar la señal de radio del satélite PAL y vigilar el radar cuando pasase por la zona de contacto. ¿Cómo se llamaban las dos naves? ¿RO? No, JO. ¿Y qué números? Miró la hoja de instrucciones, la metió en el bolsillo junto con el Libro de Navegación y conectó el intercomunicador del pecho. Se oía una serie de silbidos y chasquidos. ¿Qué sistema usaba el PAL? Ah, sí, morse. Aguzó el oído y observó las pantallas, pero no había rastro del PAL. Ni por radar ni por radio.
De pronto escuchó un zumbido.
¿El PAL?, pensó, pero rechazó el pensamiento de inmediato. ¡Idiota! ¡Los satélites no zumban! ¿Qué otra cosa podía ser entonces? Absolutamente nada. ¿O se trataría acaso de una avería importante? Aunque parezca extraño, no se asustó lo más mínimo. ¿De qué avería podía tratarse si tenía los motores desconectados? ¿Se estaría desarmando sola aquella lata de sardinas? ¿O sería un cortocircuito? ¡Un cortocircuito! ¡Dios Santo! Manual de Actuación contra Incendios, sección 3 a): «En caso de incendio en órbita», párrafo... ¡Oh, al infierno con todo! El zumbido era tan fuerte que casi le impedía escuchar los pitidos de las lejanas señales.
«Suena como... una mosca atrapada en un vaso», pensó algo perplejo, pasando una mirada escrutadora de reloj en reloj... y de repente la vio.
Era una mosca enorme, negro-verdosa y repugnante, que parecía haber sido creada sólo para hacerle desagradable la vida a la gente, una mosca molesta e inquietante, tonta y al mismo tiempo astuta y vivaz que, por algún milagro (¿cómo si no?), había entrado en la nave y volaba ahora en el exterior de la esfera de cristal, haciendo cabriolas, como una bolita zumbante sobre las iluminadas esferas de los relojes. Cuando se acercó en su vuelo al ordenador, el zumbido sonó en los auriculares como el de un avión cuatrimotor. El ordenador tenía en la parte superior un micrófono de reserva, para que el piloto pudiera acceder a él desde su butaca en caso de que se desconectasen los cables del micrófono de cubierta y no dispusiese de laringófono. Era una de las muchas instalaciones para casos de emergencia que había en la nave. Maldijo aquel micrófono. Temía no poder escuchar al PAL. Para empeorar más la situación, la mosca comenzó a hacer excursiones a otros lugares; muy a pesar suyo, la siguió con la vista durante un buen par de minutos, hasta que se reprendió severamente a sí mismo, recordándose que la mosca le importaba tres pepinos.
¡Lástima no tener a mano un buen chorro de DDT!
—¡Cállate!
El zumbido se hizo tan intolerable que el rostro de Pirx se contrajo en una mueca de desagrado; la mosca estaba paseándose por el ordenador, en las proximidades del micrófono. De repente, se hizo el silencio: se estaba limpiando las alas. ¡Qué ser abominable!
De los auriculares surgió un acompasado y lejano pitido —tres puntos, raya, dos puntos, dos rayas, tres puntos, raya...— el PAL.
—Bueno, ahora tienes que abrir bien los ojos —se dijo a sí mismo, levantando un poco el asiento. Así tenía a la vista las tres pantallas al mismo tiempo. Comprobó una vez más cómo giraba el fosforescente rayo del radar y esperó. El radar no captaba nada, pero alguien le estaba llamando:
—A-7 Terraluna, A-7 Terraluna, sector III, curso 113, aquí PAL PELENG. Solicito su posición. Cambio.
—¡Qué desastre! ¿Cómo voy a poder escuchar a mis JO ahora? —se angustió Pirx.
La mosca zumbó en los auriculares y desapareció. Al momento, una sombra lo cubrió desde arriba, como si un murciélago se hubiese posado sobre la lámpara. Era la mosca. Estaba andando sobre la esfera de cristal como si quisiese investigar lo que había en su interior; mientras tanto, los pitidos se habían hecho más frecuentes: el satélite PAL, al que ya había visto (parecía un poste, era un cilindro de aluminio de ochocientos metros terminados en una esfera de observación), volaba por encima de él, a una distancia de cuatrocientos metros o más, y lo estaba adelantando con rapidez.
—PAL PELENG a A-7 Terraluna, ciento ochenta coma catorce, ciento seis coma seis. Desviación en crecimiento lineal. Fuera.
—Albatros 4 Aresterra llamando a PAL Central, PAL Central. Desciendo para repostar, sector 11. Desciendo para repostar, sector 11. Vuelo con el combustible de reserva. Cambio.
—A-7 Terraluna llamando a PAL PELENG...
No pudo escuchar el resto, ahogado por el zumbido de la mosca. Se hizo de nuevo el silencio.
—Central a Albatros 4 Aresterra, reposte en el cuadrante séptimo, Omega Central, abastecimiento de combustible trasferido a Omega Central. Cambio y fuera.
No tenían cosa mejor que hacer que elegir aquel lugar como punto de encuentro, pensó Pirx, seguro que lo han hecho para fastidiarme, para que no pueda oír nada. Se sentía bañado en sudor dentro de la ropa interior térmica. La mosca daba vueltas en círculo frenéticamente sobre la esfera del ordenador, como si estuviese empeñada en alcanzar a toda costa su propia sombra.
—Albatros 4 Aresterra a PAL Central, Albatros 4 Aresterra a PAL Central, entro en el cuadrante séptimo, entro en el cuadrante séptimo, solicito instrucciones por radio. Cambio y fuera.
Las voces del intercomunicador fueron alejándose hasta quedar totalmente ahogadas por el zumbido de la mosca. Pero no antes de que captase el siguiente mensaje:
—JO 2 Terraluna, JO 2 Terraluna, llamando a AMU 27, AMU 27. Cambio.
«¡Qué curioso! ¿A quién estará llamando?», se preguntó Pirx, y casi pega un salto que le saca de los cinturones.
—AMU —quiso decir, pero su ronca garganta no emitió sonido alguno. Sus auriculares continuaban emitiendo un zumbido. La mosca. Cerró los ojos.
—AMU 27 a JO 2 Terraluna, estoy en el cuadrante cuatro, sector PAL, conecto luces de posición. Cambio.
Conectó las luces de posición: dos rojas en los costados, dos verdes en la proa y una azul atrás, y esperó. No se oía nada aparte de la mosca.
—JO 2 bis Terraluna, JO 2 bis Terraluna a... Bzzzzzz —¡el zumbido de nuevo!
«¿Me estará llamando a mí?», pensó con desesperación.
—AMU 27 a JO 2 bis Terraluna, estoy en el sector cuatro, en el límite del sector PAL, luces de posición encendidas. Cambio.
Cuando las dos JO 2 comenzaron a transmitir simultáneamente, Pirx conectó el selector de frecuencia para silenciar al que había contestado en segundo lugar, pero la mosca seguía zumbando.
«¡Me ahorcaré!», pensó. No se le ocurrió que, debido a la ausencia de gravedad, ni siquiera aquella solución era posible.
De pronto vio las dos naves en el radar; estaban detrás de él, en cursos paralelos, separadas entre sí por no más de nueve kilómetros, lo cual estaba prohibido; su obligación como piloto era indicarles que se alejasen hasta la distancia permitida: catorce kilómetros. Estaba verificando en el radar la posición de las manchas que representaban las naves cuando la mosca se posó sobre una de ellas. Desesperado, le arrojó el Libro de Navegación, pero, en lugar de alcanzada, el libro golpeó en el cristal de la pantalla y, en vez de resbalar al suelo, rebotó y salió despedido hacia arriba, golpeó contra el techo de la esfera de cristal y siguió golpeando y rebotando en todas direcciones. Era el efecto de la ausencia de gravedad. La mosca ni siquiera se dignó volar; se alejó caminando.
—AMU 27 Terraluna a JO 2 y JO 2 bis. Los tengo en pantalla. Están demasiado próximas lateralmente. Cambien a curso paralelo con una corrección de cero coma cero uno. Esperen mi llamada una vez ejecuten la maniobra. Cambio y fuera.
Las dos manchas comenzaron a separarse lentamente; quizá estuvieran comunicándole algo, pero él sólo escuchaba a la mosca en sus zumbantes paseos sobre el micrófono del ordenador. No tenía ya nada que arrojarle. El Libro de Navegación flotaba sobre él, agitando suavemente las hojas.
—PAL Central a AMU 27 Terraluna. Abandone el cuadrante exterior, abandone el cuadrante exterior, cambio a curso transolar. Cambio.
—¡Qué insolencia venir a importunarme con el transolar! ¡Qué me importa a mí el transolar! ¡Todo el mundo sabe que las naves en formación tienen prioridad! —se enfureció Pirx, y comenzó a gritar, descargando en aquel grito todo su impotente odio hacia la mosca.
—AMU 27 Terraluna a PAL Central. No voy a abandonar el cuadrante, el transolar me importa un pito, voy en formación de tres, AMU 27, JO 2 Y JO 2 bis, nave-guía AMU 27 Terraluna. Cambio y fuera.
«No debería haber dicho que el transolar me importa un pito —pensó—; ya se sabe: puntos en contra. ¡Que se vayan todos al diablo! ¿Quién iba a recibir puntos en contra por la mosca, eh? También él, seguro.»
Se dijo que lo de la mosca sólo podía pasarle a él. ¡Una mosca! ¡Menuda imbecilidad! Podía imaginarse cómo se partirían de risa Boerst y Smiga si se enteraban de lo de la idiota mosca. Era la primera vez desde el despegue que se acordaba de Boerst, pero no tuvo tiempo de seguir haciéndolo: el PAL se estaba quedando cada vez más atrás. Llevaban ya más de cinco minutos volando en formación.
—AMU 27 a JO 2 y JO 2 bis Terraluna. Hora veinte cero siete. Comenzaremos maniobra de entrada al curso parabólico Terraluna a las veinte cero diez. Curso ciento once... —y siguió leyendo el curso de la hoja de vuelo que había conseguido rescatar hacía un momento de encima de su cabeza mediante una hazaña acrobática. Recibió la contestación de sus naves. El PAL no era ya visible pero seguía oyéndolo. ¿O era la mosca? De pronto, el sonido pareció duplicarse. Pirx se restregó los ojos. Sí. Ahora eran dos. ¿De dónde habría salido la otra? «Esto es el fin», pensó, pero con absoluta tranquilidad. Sentía incluso cierto placer en la convicción de que ya no merecía la pena seguir luchando y destrozándose los nervios. Las dos moscas podrían con él. Pero aquella sensación sólo le duró un segundo, después miró el reloj y vio que era la hora que él mismo había señalado para comenzar la maniobra. ¡Y aún no tenía las manos en las palancas!
No obstante, el sacrificio de muchos miles de ejercicios dio ahora su fruto, pues cogió ambas palancas a ciegas y movió primero la izquierda y después la derecha mirando el trayectómetro. El motor respondió con un ruido sordo que se transformó poco a poco en un siseo; de repente sintió un golpe en la cabeza que le hizo gemir del sobresalto. Había recibido el canto del Libro de Navegación en la frente, justo bajo la visera del casco. El libro le tapaba la visión, pero no podría quitárselo del medio a no ser que soltara los controles. Los auriculares zumbaban con entusiasmo transmitiendo la vida amorosa de las moscas sobre el ordenador. «Si dispusiese de un revólver», pensó. Sintió cómo le aplastaba la nariz el Libro de Navegación a consecuencia de la creciente velocidad. Sacudió la cabeza como un loco: ¡tenía que ver el trayectómetro! De pronto, el libro cayó al suelo con un chasquido. Lógico: a casi 4 g debía de pesar unos tres kilos por lo menos. Disminuyó inmediatamente la aceleración hasta situada en los niveles requeridos para la maniobra y fijó los controles a 2 g. ¿Es que a las moscas no les hacía nada la aceleración? No, no les hacía nada. Parecían sentirse maravillosamente. Y todavía le quedaban ochenta y tres minutos de vuelo. Miró la pantalla del radar radaroscopio: las dos JO seguían detrás de él, pero la distancia a la popa de su nave era ahora unos setenta kilómetros mayor debido al salto hacia delante que había dado el par de segundos que había estado a 4 g. No importaba; de momento disponía de un poco de tiempo libre, hasta que dejase de acelerar, y 2 g no era demasiada gravedad: pesaba ahora ciento cuarenta y dos kilos. En muchas ocasiones Pirx había estado sentado hasta media hora a 4 g en la centrifugadora del laboratorio. Que le resultara agradable ya era otra cuestión: las manos y los pies pesaban como el hierro y la cabeza quedaba totalmente inmovilizada por una luz cegadora. Verificó una vez más la posición de las dos naves a popa y se preguntó qué estaría haciendo Boerst en aquellos momentos. Se imaginó su cara, con aspecto de estrella de cine. ¡Qué mandíbula tenía aquel muchacho! Nariz recta, ojos gris acero... ¡Seguro que no llevaba consigo ninguna chuleta! Aunque puestos a pensar en eso, a él tampoco le había sido necesaria hasta el momento. El zumbido de las moscas se debilitó en los auriculares, ahora andaban por encima de él, sobre el cristal de la parte superior de la esfera, y sus sombras le rozaban la cara; al notarlo por primera vez, se estremeció. Miró hacia arriba. El final de las negras patas tenía un ensanchamiento en forma de tarta y las extremidades les brillaban metálicamente a la luz de las lámparas. ¡Repugnante!
—Poryw 8 Aresterra llamando al Trio Terraluna, cuadrante dieciséis, curso ciento once coma seis. Los tengo en curso convergente a once minutos treinta y dos segundos. Solicito que se desvíen de su curso. Cambio.
«¡Qué mala suerte! —se quejó en su interior—. ¡El muy borrico se mete derecho a pesar de que está viendo que voy en formación!»
—AMU 27, nave-guía del Triángulo Terraluna JO 2, JO 2 bis llamando al Poryw 8 Aresterra. Vuelo en formación, no voy a cambiar de curso, proceda a realizar maniobra de desvío. Cambio.
Tras decir aquello buscó a aquel insolente de la Poryw en el radar. ¡Estaba a menos de 1.500 kilómetros!
—Poryw 8 a AMU 27 Terraluna. Tengo el distribuidor gravimétrico perforado. Realice inmediatamente maniobra de desvío, punto de intersección de los cursos cuarenta y cuatro cero ocho, cuadrante Luna cuatro, zona del perímetro. Cambio.
—AMU 27 a Poryw 8 Aresterra, JO 2 y JO 2 bis Terraluna, ejecuto maniobra de desvío a las veinte horas y treinta y nueve minutos. Ejecuten maniobra de giro simultánea tras de mí sin perder contacto visual, desviación norte, sector Luna uno cero coma seis. Conecto los reactores de bajo alcance. Cambio.
Mientras decía esto, conectó simultáneamente los dos reactores auxiliares inferiores. Las dos JO respondieron girando en el acto y las estrellas se desplazaron en la pantalla. Poryw le dio las gracias mientras seguía su vuelo hacia la base lunar Luna Central y Pirx, en un arranque de autoconfianza, le deseó un feliz aterrizaje; todo un toque de distinción, en especial porque el otro tenía una avería. Siguió observando sus luces de posición durante otros mil kilómetros y después llamó de nuevo a sus JO 2 para iniciar la reentrada a su curso original. ¡Horrible! Como se sabe, no hay nada más fácil que salirse de curso, pero encontrar de nuevo el mismo trozo de parábola resulta casi imposible. Y más con una aceleración distinta, un ordenador tan rápido que no acertaba a leer las coordenadas, y las moscas, que cuando no andaban por el ordenador se perseguían la una a la otra en la pantalla del radar, trazando sombras en ella. ¿De dónde sacaban las energías aquellos monstruos? Necesitaron sus buenos veinte minutos para volver de nuevo al curso primitivo.
«Seguro que Boerst se había encontrado el camino totalmente despejado —pensó—. ¿Y de todas formas, qué problemas podían presentársele? Fuera lo que fuera, lo resolvería todo en un periquete con una sola mano.»
Conectó el reductor automático de aceleración para obtener una aceleración cero en el minuto ochenta y tres, como indicaban las instrucciones, y entonces vio algo que convirtió en hielo su mojada ropa interior térmica: en el tablero de mandos se había soltado una tapa blanca, que había comenzado a desprenderse milímetro a milímetro. Seguramente estaría floja y se habría soltado a consecuencia de las sacudidas que había dado la nave durante la maniobra de giro (realmente se había sacudido con violencia). Con la aceleración aún a 1,7 g, el panel se desprendió despacio, como si un hilo invisible tirase de él hacia abajo, hasta que saltó y cayó, yendo a golpear en el cristal de la esfera y quedando, finalmente, inmóvil en el suelo. Cuatro brillantes conductores de cobre de alta tensión quedaron al descubierto, y, bajo ellos, los fusibles.
«Bueno. ¿Y por qué me asusto tanto? —pensó—. Si se ha caído, se ha caído y en paz. Con tapa o sin tapa da lo mismo.»
Pero a pesar de estas reflexiones se sentía intranquilo; no deberían pasar estas cosas: si se caía la tapa de los fusibles, lo mismo podía desprenderse la popa.
Sólo le quedaban ya veintisiete minutos de vuelo con aceleración cuando se le ocurrió que, al desconectar los motores, la tapa se volvería ingrávida y comenzaría a volar. ¿Podría causar algún daño? Teóricamente no, era demasiado ligera. Ni siquiera podría romper un cristal pequeño. Nada.
Buscó las moscas con la mirada. Se perseguían, zumbando y girando, volando por toda la esfera, hasta que se posaron debajo de los fusibles. Las perdió de vista.
Comprobó en el radaroscopio que las dos JO seguían en curso. La pantalla delantera mostraba la gran esfera de la Luna ocupando la mitad del cielo. En una ocasión había realizado unas maniobras selenográficas en el cráter Tycho en las que Boerst calculó, con ayuda de un simple teodolito portátil... ¡Al diablo! ¡Por qué él no sería capaz de hacerlo! Se esforzó por distinguir la Base Lunar en la pendiente exterior de Arquímedes. Resultaba casi invisible, porque estaba completamente sepultada entre rocas, sólo en la fase nocturna era posible ver la pulimentada parte superior de la pista de aterrizaje con las luces de señalización; pero ahora alumbraba allí el sol. La base propiamente dicha se encontraba en el haz de sombra del cráter, pero el contraste con la cegadora superficie lunar de alrededor era tal, que las débiles luces de señalización resultaban completamente invisibles.
Parecía como si nunca se hubiese posado un pie humano sobre la Luna; largas sombras se extendían desde los Alpes Lunares hasta la planicie del Mar de las Lluvias. Recordó aquella vez en que, durante el vuelo a la Luna (en aquel entonces eran todavía simples pasajeros), Osla Laczka le pidió que comprobase si las estrellas de séptima magnitud eran visibles desde la Luna y él, el muy burro, se dispuso a hacerlo con el mayor entusiasmo. Se le había olvidado que no es posible ver ninguna estrella desde la Luna durante el día, por el deslumbramiento provocado por los rayos solares al reflejarse en la superficie lunar. Osla Laczka le tomó el pelo a costa de las estrellas de la Luna durante mucho tiempo. La esfera continuó creciendo en las pantallas, desplazando poco a poco los restos de cielo negro.
Qué extraño... no se oía ningún zumbido. Echó un vistazo y se quedó helado.
Una de las moscas estaba posada en uno de los fusibles al descubierto, mientras la otra la cortejaba. Unos cuantos milímetros más allá, en el punto en que terminaba el aislamiento, resplandecía el cable más cercano. Los cuatro cables estaban desnudos, casi tan gruesos como un lápiz; como la tensión no era muy alta —mil voltios—, la separación entre ellos no era muy grande: siete milímetros. Recordaba que eran siete por casualidad: una vez desarmaron una instalación eléctrica completa y, como no supo qué espacio había entre los conductores, tuvo que soportar un rapapolvo del instructor. Una de las moscas había terminado con sus cortejos y se paseaba ahora por un conductor desnudo. Evidentemente, no la afectaba para nada... a no ser que le entrasen deseos de pasar de uno a otro... Por lo visto, eso era lo que pretendía, porque zumbó y se posó en el extremo del hilo de cobre. ¡Cómo si no tuviese otro lugar donde hacerlo en toda la cabina de mandos! ¿Qué pasaría si llegaba a pararse con las patas delanteras en un conductor y las traseras en el otro?
Bueno, ¿y qué? En el peor de los casos se produciría un cortocircuito; después de todo la mosca no era tan grande. Y sólo sería momentáneo, después el seguro automático desconectaría la corriente, volvería a conectarla de nuevo, y todo volvería a funcionar. ¡Y adiós a la mosca! Miró como hipnotizado la caja de alta tensión. A pesar de todo, no deseaba que el insecto lo intentase. Un cortocircuito no era nada grave pero... cualquiera sabía lo que podía ocurrir. Posiblemente nada, pero ¿quién sabe?
El reloj indicaba que quedaban aún ocho minutos de disminución gradual de la aceleración. El vuelo terminaría en seguida. Seguía mirando el reloj cuando se produjo un relámpago y las luces se apagaron. El apagón duró sólo una fracción de segundo. «¡La mosca!», pensó, esperando con la respiración contenida a que el automático conectase de nuevo la corriente. La conectó.
Las luces se encendieron, pero débiles y anaranjadas en lugar de blancas, y de pronto el fusible saltó de nuevo. La oscuridad era total. El automático volvió a conectar las luces y otra vez saltaron los fusibles. Y continuaron así, encendiéndose y apagándose, con la intensidad a media corriente. ¿Qué había pasado? Esforzando la vista en los breves pero regulares intervalos de luz, consiguió ver que de la mosca sólo había quedado un tembloroso y carbonizado resto que seguía conectando ambos cables.
No se podía decir que estuviese demasiado asustado. Estaba nervioso, pero ¿acaso había habido algún momento desde el despegue en que hubiese estado totalmente tranquilo? El reloj; se veía mal, pero los tableros tenían su propia iluminación y el radar también. La corriente era tan baja que sólo alcanzaba para que se conectaran las luces de emergencia y los circuitos de reserva, pero no para iluminar la cabina.
Sólo faltaban cuatro minutos para que se desconectaran los motores. No tenía de qué preocuparse, el reductor automático los desconectaría por sí solo. Sintió un sudor helado bajarle por la columna vertebral. ¿Cómo iba a hacerlo, habiendo un cortocircuito?
Durante un momento dudó de si se trataba o no del mismo circuito. No recordaba si eran los fusibles principales que regulaban todos los circuitos de la nave. Por supuesto, tenían que serlo. Pero ¿y el reactor? ¿Dispondría el reactor de circuitos independientes?
El reactor, sí. Pero el reductor automático no. Lo sabía porque él mismo lo había regulado antes. Bueno, entonces habría que desconectarlo. ¿O sería mejor quizá no tocarlo? Quizá funcionara a pesar de todo.
Los constructores de la nave no habían previsto qué se debía hacer si se colaba una mosca en la cabina de mando, se desprende la tapa de la caja de fusibles y se produce un cortocircuito.
Las luces seguían parpadeando sin interrupción. Era necesario hacer algo, pero ¿qué?
Muy sencillo. Lo único que tenía que hacer era accionar el interruptor principal que estaba en el suelo detrás de la butaca. Eso desconectaría el circuito principal y pondría en marcha el de avería y todo estaría en orden. No era posible que la nave estuviese diseñada de forma tan estúpida, debía de estar concebida con el debido margen de seguridad.
Sentía curiosidad por saber si Boerst hubiese caído tan rápido en la cuenta. Era de suponer que sí... incluso es probable que... pero ¡sólo quedaban ya dos minutos! ¡No le darían tiempo a realizar la maniobra! Se sobresaltó. Había olvidado por completo a las otras naves.
Pensó un momento con los ojos cerrados.
—AMU 27, nave-guía de la formación Terraluna llamando a JO 2 y JO 2 bis. Tengo un cortocircuito en la cabina de mando. Realizaré la maniobra de entrada a la órbita provisional estable sobre el ecuador lunar con una demora de... de tiempo indeterminado. Realicen la maniobra solos a la hora prevista. Cambio.
—JO 2 bis a la nave-guía AMU 27 Terraluna. Realizo maniobra conjunta de entrada a la órbita provisional estable sobre el ecuador junto con JO 2. Tiene diecinueve minutos para el aterrizaje. Suerte, mucha suerte. Cambio y fuera.
Apenas si escuchó la respuesta; desenroscó el cable de la radio, el tubo de oxígeno y otro cablecito más; los cinturones ya los tenía desabrochados. Apenas acababa de levantarse cuando el reductor de velocidad automático se iluminó con una luz rubí y la cabina salió momentáneamente de la oscuridad, para sumergirse de nuevo en las sombras anaranjadas producidas por la debilitada tensión. La desconexión automática de los motores no se había producido. La lucecita roja seguía brillando en la semipenumbra, como pidiéndole consejo. Se oyó una sirena: la señal de alarma. El reductor no había conseguido desconectar los motores.
Tratando de mantener el equilibrio, saltó detrás de la butaca.
El interruptor estaba en una caja situada en el suelo. La caja estaba cerrada con llave. Trató de abrirla tirando con fuerza de la tapa, pero no se movió. ¿Dónde estaría la llave?
La llave no estaba. Tiró una vez más: nada.
Dio un salto y miró ciegamente a las pantallas delanteras. La Luna brillaba gigantesca, no ya plateada sino blanca, como la nieve de las montañas. Las sombras dentadas de los cráteres se deslizaban por la superficie. El altímetro del radar comenzó a funcionar. ¿O hacía ya rato que lo hacía? Producía un ruido acompasado mientras las pequeñas cifras verdes saltaban en la semipenumbra: veintiún mil kilómetros de distancia.
Las luces continuaban encendiéndose y apagándose, pues el automático continuaba conectando y desconectando la corriente. Cuando se apagaban, la cabina ya no quedaba en la penumbra: el espectral resplandor blanco de la Luna la llenaba por completo, debilitándose tan sólo durante el breve resplandor de las luces.
La nave volaba recta, siempre recta, y aumentaba continuamente de velocidad por efectos de la aceleración residual inercial (0,2 g) y la atracción de la gravedad de la Luna, cada vez más fuerte. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Saltó una vez más hacia la caja y golpeó la tapa con el pie, pero el acero ni se inmutó.
¡Un momento! ¡Por Dios! ¡Cómo podía ser tan estúpido! ¡Necesitaba llegar al otro lado de la cabina! ¡Había una manera! Justo a la salida de la esfera, donde ésta se transformaba en una abertura en forma de túnel que terminaba en un embudo donde estaba situada la esclusa, había una palanca especial, esmaltada en rojo, debajo de un cartel que rezaba SÓLO EN CASO DE AVERÍA DE LOS MANDOS. Bastaría con moverla para que la esfera de cristal se elevara casi un metro hacia arriba, y él podría deslizarse por debajo hasta el otro lado. Una vez allí, limpiaría los conductores, cogería un trozo de cinta aislante y... De un salto se encontró junto a la palanca roja. «¡Si seré idiota!», pensó; asió la palanca de acero y dio tal tirón que le crujieron las articulaciones del hombro. La palanca, con su larga varilla brillante de aceite, estaba totalmente extendida, pero la esfera no se había movido ni un milímetro. La miró atontado. Miró también las pantallas, ahora totalmente inundadas por la luz de la Luna, y las luces, que continuaban encendiéndose y apagándose sobre su cabeza. Sacudió una vez más la palanca, a pesar de estar ya extraída del todo... nada.
¡La llave! ¡La llave de la caja del interruptor! Se tumbó estirándose sobre el piso y atisbó por debajo de la butaca. Allí sólo estaba la chuleta.
Las luces parpadeaban sin interrupción conforme el automático conectaba y desconectaba la corriente. Cuando se apagaban, todo alrededor se volvía blanco como talIado en huesos de cadáveres.
«¡Es el fin! —pensó—. ¿Acciono el dispositivo de eyección de la cabina para salvarme?». No podría, el paracaídas no frenaría la caída. La Luna no tiene atmósfera. «¡Socorro!», quiso gritar, pero no supo a quién llamar. Estaba solo. ¿Qué hacer? ¡Tenía que haber alguna salvación!
Saltó una vez más hacia la palanca y la mano casi se le sale de la articulación.
Quiso llorar de desesperación. ¡Era todo tan estúpido! ¡Tan estúpido! ¿Dónde estaba la llave? ¿Por qué se había atascado el mecanismo? El altímetro. De una ojeada abarcó los relojes: nueve mil kilómetros. La rocosa sierra de Timocharis se recortaba con claridad contra el fondo encendido. Ya le parecía ver el lugar donde se enterraría en la roca cubierta de piedra pómez. Habría un trueno, un relámpago y...
De repente sus ojos, que giraban enloquecidos en todas direcciones, cayeron durante el segundo en que se encendieron las luces sobre la cuádruple hilera de hilos de cobre. El carboncillo negro que había quedado de la mosca electrocutada era aún claramente visible, conectando los dos cables. Saltó hacia adelante poniendo el hombro para amortiguar el golpe; el choque fue tan espantoso que casi pierde el conocimiento. Rebotó contra la pared de la esfera y cayó como un inflado neumático sobre el suelo. La esfera ni siquiera había vibrado. Se puso de pie jadeando ligeramente, con la boca ensangrentada, listo para arrojarse nuevamente contra el muro de cristal, y en ese momento echó un vistazo hacia abajo.
La palanca manual, diseñada para lograr grandes aceleraciones, pero sólo durante décimas de segundo. Funcionaba por medios mecánicos y producía una aceleración momentánea en caso de avería.
Pero con ella sólo podía aumentar la aceleración, es decir, dirigirse aún más rápido hacia la superficie lunar. ¿O no? ¡No, la reacción sería justo la opuesta, tendría un efecto de freno! Pero el efecto sería demasiado corto. La frenada tenía que ser continua. No le servía de nada. ¿O sí?
Se arrojó sobre la palanca, la aferró mientras caía y la sacudió; al estar privado de la protección de la butaca acolchada, tuvo la sensación de que todos los huesos se le descoyuntaban, tal fue el golpe contra el suelo. Tiró de la palanca una vez más. Se produjo el mismo terrible y súbito salto de la nave y se golpeó la cabeza contra el suelo. Si no hubiera sido de gomaespuma, se habría hecho polvo.
El panel de los fusibles produjo un chisporroteo y el parpadeo cesó de pronto. La cabina de mando se llenó de la suave y continua luz de las lámparas.
Las dos sacudidas provocadas por la repentina aceleración habían hecho caer el carboncito que conectaba los dos cables. El cortocircuito estaba superado. Sintiendo el sabor salado de la sangre en la boca, saltó a la butaca como si se tirase desde un trampolín, pero no aterrizó en ella, sino que pasó volando de largo sobre el respaldo y se dio un horrible golpe contra el techo, apenas amortiguado por el casco.
Justo cuando iniciaba el salto, el reductor automático, de nuevo en funcionamiento, había desconectado el motor y el último vestigio de gravedad había desaparecido. La nave, impulsada ahora sólo por su propia inercia, caía como una piedra hacia las ruinas rocosas de Timocharis.
Rebotó en el techo. La saliva sanguinolenta que había escupido flotó junto a él en el aire, en burbujas de color rojo y plata. Desesperado, se contorsionó estirando los brazos hacia el respaldo de la butaca. Se sacó de los bolsillos todo lo que tenía y lo arrojó hacia atrás para impulsarse.
La reacción le empujó suavemente y le hizo resbalar lentamente hacia abajo; tenía los dedos tan estirados que casi le estallaban los tendones. Al principio sólo consiguió arañar con las uñas el tubo niquelado, hasta que por fin se clavaron en él. Ya no lo soltó. Se deslizó cabeza abajo, como un acróbata que hiciera el pino sobre las barras paralelas, y asió el cinturón, descendiendo por él y acoplándoselo al cuerpo; no perdió el tiempo en enganchar el cierre, sino que sujetó el extremo con los dientes; aguantaba. ¡Ahora, las manos sobre las palancas y los pies sobre los pedales!
El altímetro señalaba mil ochocientos kilómetros hasta la superficie lunar. ¿Conseguiría frenar? Imposible, no a cuarenta y cinco kilómetros por segundo. Tendría que salir de la caída en picado efectuando un giro cerrado. No quedaba otra salida.
Conectó los reactores: 2, 3, 4 g... ¡No era bastante! ¡No era bastante!
Aplicó toda la potencia. La superficie lunar, que hasta ese momento centelleaba como el mercurio en la pantalla, como formando parte integral de la misma, se estremeció y comenzó a deslizarse hacia abajo cada vez más rápido. La butaca crujió bajo el creciente peso de su cuerpo. La nave estaba describiendo un arco agudo directamente sobre la superficie lunar, un arco de un radio lo bastante grande como para compensar la tremenda velocidad; la palanca de aceleración estaba al máximo. Se sintió comprimido contra el esponjoso respaldo hasta perder el aliento; el traje no estaba conectado al compresor de oxígeno y sintió que se le doblaban las costillas y aparecían manchas grises ante sus ojos. Esperó a perder el conocimiento con la mirada fija en el altímetro del radar, que arrojaba sin cesar una hilera tras otra de cifras: 990 kilómetros - 900 - 840 - 760.
Aunque sabía que los motores estaban al máximo, siguió empujando la palanca de aceleración. Estaba realizando el giro lo más cerrado posible, pero a pesar de eso seguía perdiendo altura; las cifras no dejaban de disminuir, aunque cada vez con mayor lentitud. Aún estaba en la maniobra de salida del gran arco. A pesar de que apenas podía mover los globos oculares, mantuvo los ojos fijos en el trayectómetro.
Como es habitual cuando un vehículo se acerca a la zona de peligro de un cuerpo celeste, la pantalla del aparato mostraba, no sólo la línea que representaba el progreso de la nave —más una línea pulsante más tenue que representaba el rumbo proyectado—, sino también el convexo perfil de la Luna, sobre el cual se estaba llevando a cabo la maniobra.
En un determinado punto ambas curvas —la descrita por el vuelo de la nave y la de la superficie de la Luna— daban la impresión de intersectarse. ¿Pero lo hacían realmente? Ésa era la cuestión.
No. Aunque, en su punto más alto, el arco casi describía una tangente. No había forma de decir si simplemente pasaría rozando la superficie de la Luna o se estrellaría contra ella. El trayectómetro operaba con un margen de error de siete u ocho kilómetros y Pirx no tenía forma de saber si la curva pasaba a tres kilómetros sobre las rocas, o por debajo de ellas.
La vista comenzó a nublársele; los 5 g comenzaban a hacerse sentir, pero no perdió la conciencia. Permaneció tumbado y ciego, apretando con fuerza las palancas con las manos, sintiendo cómo los amortiguadores iban cediendo poco a poco. No se resignaba a darse por perdido, algo se lo impedía. Incapaz de mover los labios, contó mentalmente en la oscuridad: 21... 22... 23... 24...
A los cincuenta se le ocurrió que, en caso de que realmente fuera a suceder, la colisión debería de producirse ya. A pesar de ello, no soltó las palancas. Comenzaba a sentirse débil: una sensación de ahogo, zumbido en los oídos, la garganta llena de sangre, una negrura rojiza en los ojos...
Los dedos se le abrieron solos y la palanca se deslizó lentamente de entre ellos; no oía nada, no sentía nada... Paulatinamente todo se volvió gris, respirar se hizo más fácil. Trató de abrir los ojos... ¡Pero si los tenía abiertos! Habían estado abiertos todo el tiempo y ahora le ardían: las conjuntivas se le habían resecado.
Se sentó. El gravímetro señalaba 2 g. La pantalla delantera no mostraba nada salvo el cielo estrellado. Ni rastro de la Luna. ¿Dónde se había metido la Luna?
Estaba debajo, muy por debajo de él. Había logrado escapar de la mortal caída en picado y ahora se alejaba de ella cada vez a menor velocidad.
¿A qué altura habría rozado la superficie? El altímetro debía haberlo registrado, pero en ese momento le preocupaba algo muy distinto. Acababa de caer en la cuenta de que la señal de alarma que había estado sonando sin cesar se había apagado. ¡Para lo que servía! Hubiera resultado mejor una campana colgada del techo. Si la nave se transformaba en un cementerio, que fuese un cementerio en condiciones. Algo zumbó tenuemente. ¡La mosca! ¡La otra mosca! ¡La muy condenada aún vivía! Volaba sobre la esfera.
Sintió en la boca algo repugnante y áspero, con sabor a tela. ¡La punta del cinturón de seguridad! Lo había estado apretando entre los dientes todo el tiempo y ni se había enterado.
Se abrochó el cinturón, colocó las manos sobre los controles... había que volver la nave a la órbita correcta. De las dos JO no había ya ni rastro, lógicamente, pero a pesar de ello debía continuar la misión y dar parte a Navegación Lunar. ¿O quizá a la Base Lunar, al tratarse de una avería? ¡El diablo lo sabía! Quizá fuera mejor no decir nada. ¡Imposible! En cuanto regresara notarían la sangre, incluso el techo de cristal estaba manchado de sangre, acababa de darse cuenta, y además la caja negra habría grabado todo lo sucedido: cómo se había vuelto loco el automático y el fallo de la palanca de emergencia.
¡Muy buenas estas AMU, no cabía duda! ¡Y los que lanzaban al espacio a un hombre en aquellos ataúdes también!
Muy bien, daría parte, pero ¿a quién? Se inclinó, soltándose el cinturón del pecho, y estiró la mano para alcanzar la chuleta que aún seguía debajo de la butaca.
Después de todo, ¿por qué no consultada? Por fin le serviría de algo.
En ese momento oyó que algo crujía detrás de él, como si alguien abriese una puerta. Pero no había ninguna puerta allí, estaba seguro de ello. Aunque hubiese querido, no hubiera podido darse la vuelta, sujeto como estaba al asiento por los cinturones de seguridad, pero un haz de claridad cayó sobre las pantallas, las estrellas se difuminaron en ellas y oyó la suave y amortiguada voz del Jefe:
—¡Piloto Pirx!
Quiso levantarse de un salto, pero los cinturones lo retuvieron, y cayó de nuevo en el asiento; le parecía que se había vuelto loco. En el pasillo, entre la pared de la cabina de mando y la cubierta de cristal, apareció el Jefe. De pie frente a él con su uniforme gris, lo miraba con sus grises ojos y sonreía. Pirx no sabía qué era lo que estaba pasando.
Al elevarse la cubierta de cristal, comenzó instintivamente a desabrocharse los cinturones y a continuación se levantó; las pantallas situadas a espaldas del Jefe se apagaron de repente como por ensalmo.
—Muy bien, piloto Pirx —dijo el Jefe—, realmente muy bien.
Pirx seguía sin saber qué pasaba. De pie aún en posición de firme frente al Jefe, hizo algo que iba en contra de todas las ordenanzas: volvió la cabeza todo lo que se lo permitía el cuello medio inflado del traje espacial.
Todo el túnel de acceso, incluida la escotilla, estaba desmantelado, como si la nave se hubiera partido en dos. A la luz del atardecer vio la pasarela, donde había ahora un grupo de gente, los cables que hacían de pasamanos, las rejillas del techo... Pirx miró al Jefe con la boca abierta.
—Ven, chico —dijo el Jefe. Le tendió lentamente la mano a Pirx y se la estrechó con firmeza, agregando—: En nombre del Mando de Vuelo, te felicito y, en el mío propio, te pido disculpas. Esto es... necesario. Ahora ven conmigo y podrás lavarte.
Se dirigió hacia la salida. Pirx fue tras él, pisando pesada y torpemente. Afuera hacía fresco y soplaba un débil viento que penetraba en el hangar por la parte descorrida del techo. Ambas naves seguían en los mismos lugares que antes; sólo que unos cuantos cables, largos y gruesos, colgando curvos sobre el espacio vacío, estaban ahora conectados a las proas. No habían estado allí antes. El instructor, de pie sobre la plataforma, le dijo algo que Pirx apenas oyó debido al casco.
—¿Qué? —preguntó distraído.
—¡El aire! ¡Suelta el aire del traje!
—Ah, el aire...
Apretó la válvula y el aire silbó al salir. Mientras seguía parado en la pasarela, pudo ver a dos hombres vestidos de blanco que esperaban al otro lado de la valla. Su nave deba la impresión de tener el pico partido. Poco a poco lo invadió una extraña sensación de debilidad, asombro y desilusión, que se transformó paulatinamente en indignación.
Estaban abriendo la escotilla de la otra nave. El Jefe continuaba en la pasarela, escuchando lo que le decían los hombres de blanco.
Se oyó un débil golpeteo desde el interior de la nave.
Luego... de la escotilla salió una figura encorvada y temblorosa, la cabeza sin casco bamboleándosele de un lado a otro, y el rostro desencajado en un grito silencioso. Las piernas de Pirx se negaron a sostenerle.
Aquel hombre... era Boerst. Se había estrellado contra la Luna.
La patrulla
En el fondo de la caja había una casita cuyo tejado de tejas rojas parecía una frambuesa, tan real que daban ganas de comérselo. Si se sacudía la caja, de los arbustos de alrededor de la casita salían tres cerditos que parecían tres perlas rosadas. Al mismo tiempo, de una madriguera situada junto al bosque —el bosque era tan sólo un dibujo pintado en la pared interior de la caja, pero parecía real— salía corriendo un negro lobo que, al menor movimiento, abría y cerraba sus dentadas y rojas fauces y se lanzaba hacia los cerditos para tragárselos.
Seguramente estaba imantado. Había que ser muy hábil para evitar que lo hiciera. El truco consistía en golpear el fondo de la caja a través de una puerta que no siempre quería abrirse. La caja no era más grande que una polvera, pero suponía un desafío lo bastante grande para pasarte media vida tratando de vencerlo. De momento, la falta de gravedad la hacía inútil. El piloto Pirx observó con nostalgia la palanca de aceleración. Un pequeño movimiento, la más mínima aceleración y los motores restablecerían la gravedad y él podría ocuparse del destino de los cerditos; un pasatiempo infinitamente preferible a mirar ociosamente el negro vacío espacial.
Por desgracia, el reglamento no contemplaba la puesta en marcha de los reactores atómicos para salvar del lobo a tres rosados cerditos. Es más, prohibía categóricamente la realización de maniobras innecesarias en el espacio. ¡Como si fuera una maniobra innecesaria! Pirx se guardó con lentitud la caja en el bolsillo.
Otros pilotos se llevaban cosas mucho más extrañas, en especial si se trataba de una patrulla de larga duración, como ésta. Antiguamente, el Cuartel General hacía la vista gorda al desperdicio de uranio que suponía lanzar al espacio —además de a las naves y sus pilotos— los más variados y singulares objetos: pollitos de cuerda que picoteaban migas de pan, abejorros autopropulsados que perseguían avispas oceánicas, rompecabezas chinos de níquel y marfil... A estas alturas era algo tan corriente que ya nadie recordaba que el primero en contagiar a la base aquella locura había sido el pequeño Aarmens, cuando comenzó a quitarle los juguetes a su hijo de seis años antes de embarcarse de patrulla.
Esta situación idílica duró bastante tiempo, casi un año: justo hasta que las naves dejaron de regresar de los vuelos.
En aquellos tiempos tranquilos, los vuelos de patrulla se consideraban una especie de castigo, y ser incluido en las misiones que «peinaban» el espacio, una muestra de la enemistad personal del Jefe. Pirx, sin embargo, se lo tomaba con filosofía: las patrullas eran como el sarampión: más tarde o más temprano había que pasarlo.
Pero las cosas cambiaron cuando Thomas no regresó. El grande y gordo Thomas, con sus botas del cuarenta y cinco, siempre dispuesto a gastar una broma y que se dedicaba a la cría de caniches; los más inteligentes del mundo, por supuesto. Siempre llevaba los bolsillos del traje llenos de trocitos de chorizo y terrones de azúcar, y el Jefe sospechaba que a veces metía de contrabando a los caniches en la nave, aunque Thomas juraba que nunca se le ocurriría hacer tal cosa. Era posible. Ya nadie lo averiguaría, porque Thomas despegó cierto día de julio por la tarde llevándose dos termos de café —le encantaba el café— y dejando un tercer termo lleno en el comedor de los pilotos para tener la seguridad de poder tomarlo como a él le gustaba al regresar: mezclado con los posos y hervido con azúcar. El café esperó durante mucho tiempo. A las siete de la tarde del tercer día se dio por terminado el plazo de «retraso admisible» y el nombre de Thomas apareció en solitario en la pizarra de la sala de navegación. Ya no sucedían cosas así; sólo los pilotos más antiguos recordaban los tiempos en que las naves se averiaban, y disfrutaban aterrorizando a los más jóvenes con historias terribles de los tiempos en que la alarma de meteoritos sonaba quince segundos antes del choque; justo el tiempo suficiente para despedirse de la familia. Por radio, por supuesto. Pero todo aquello pertenecía al pasado. La pizarra de navegación siempre había estado vacía, y si seguía aún colgada de la pared se debía, en realidad, a la fuerza de la costumbre.
A las nueve había todavía bastante luz; todos los pilotos de guardia salieron de la torre de control y se situaron sobre el césped que rodeaba la enorme superficie de cemento de la pista de aterrizaje, mirando tontamente al cielo.
Se prohibió el acceso a la torre. Por la tarde regresó el Jefe de la ciudad, sacó de sus estuches todas las cintas que había grabadas de las emisiones enviadas por Thomas y se fue arriba, a la cúpula de cristal del observatorio, que giraba enloquecida rastreando el cielo en todas direcciones con sus negras pantallas de radar.
Thomas pilotaba una pequeña AMU y, aunque el combustible atómico le hubiera bastado para recorrer media Vía Láctea —como no se cansaba de repetir a los pilotos el suboficial de combustible (al que todos tenían por un grandísimo idiota y al que alguien había llegado incluso a decir alguna cosa desagradable)—, todo el mundo sabía que las reservas de oxígeno de la nave eran ridículas: suficiente para cinco días, más una reserva de ocho horas. Así que durante cuatro días seguidos los ochenta y tantos pilotos de la estación rastrearon el sector en el que había desaparecido Thomas hasta completar un total de casi cinco mil horas de vuelo. No encontraron nada, como si simplemente se hubiese disuelto en el vacío.
El siguiente en desaparecer fue Wilmer que, todo hay que decirlo, no le gustaba a nadie; no había para ello ninguna razón importante, pero sí muchas pequeñas: nunca dejaba a nadie terminar de hablar, siempre tenía que meter baza; se reía tontamente en los momentos más inoportunos, y cuanto más nervioso se ponía el otro con su risa, más se reía; cuando no le daba la gana de molestarse en aterrizar según las reglas, se posaba con toda naturalidad sobre el césped que rodeaba la pista de aterrizaje, quemando raíces y tierra hasta una profundidad de un metro; pero si a alguien se le ocurría meterse en su zona de patrulla, aunque fuese una cuarta de milésima, lo denunciaba inmediatamente, aunque se tratase de un compañero de la Base. Sin mencionar además otras cuantas cosas más, tan insignificantes que hasta daba vergüenza hablar de ellas (como la de secarse con las toallas ajenas para que la suya le durase más tiempo limpia).
Pero cuando no regresó de la patrulla todos descubrieron de repente que Wilmer era un tío estupendo y un compañero fenomenal. El radar enloqueció de nuevo, los pilotos volaron en un turno ininterrumpido las veinticuatro horas del día, los controladores de vuelo no fueron ni siquiera a sus casas, dormían por turnos en un banco situado junto a la pared y les llevaban la comida arriba. El Jefe, que ya había salido de vacaciones, volvió en un avión especial. Los pilotos peinaron el sector durante cuatro días y la moral de la Base estaba tan baja que los hombres estaban dispuestos a romperle la cabeza al mecánico por una simple tuerca mal ajustada. Vinieron dos comisiones de expertos y se desmontó pieza por pieza una AMU 116 hermana gemela de la de Wilmer, como si de un reloj se tratase: no se obtuvo el menor resultado.
Si bien es cierto que el sector tenía mil seiscientos billones de kilómetros, también lo era que se consideraba un sector tranquilo, libre de meteoritos y viejos restos de cometas vistos por última vez hacía cien años; lo que resultaba sorprendente, si se tiene en cuenta que a los cometas de esa categoría les gustaba a veces romperse en pedazos en el «vórtice de perturbación» de las cercanías de Júpiter, arrojando a continuación los trozos del núcleo a su curso anterior. Pero el sector estaba prácticamente vacío, sin satélites ni planetoides, y menos aún el Cinturón de Asteroides. Y precisamente por eso, porque estaba tan «limpio», nadie sentía grandes deseos de patrullar en él.
Sin embargo, Wilmer era el segundo en desaparecer allí. Las grabaciones de sus emisiones, pasadas una y otra vez, fotocopiadas, ampliadas y enviadas a la Academia, proporcionaron tanta información como las de Thomas, es decir, ninguna.
El transmisor automático las había enviado a intervalos irregulares, a una media de una por hora. Thomas había transmitido once en total y Wilmer catorce. Eso era todo.
Después del segundo accidente, una actividad febril invadió el Cuartel General. Para empezar, se revisaron todas las naves de arriba abajo: los reactores atómicos, los mandos, tornillo por tornillo. Un arañazo en el reloj y te habías quedado sin vacaciones. A continuación se cambiaron los mecanismos de relojería de todos los transmisores, ¡cómo si tuvieran la culpa! Y a partir de ese momento las naves tenían que enviar señales cada dieciocho minutos. No es que hubiera nada malo en todo esto, al contrario; lo malo era que, delante de la rampa de subida, se situaban ahora dos de los oficiales más viejos que, sin la menor misericordia, despojaban al piloto de todo lo que tenía en su poder: pájaros picoteadores y cantores, mariposas, abejas, juegos de destreza. En poco tiempo, la oficina del Jefe se llenó de una enorme pila de cosas confiscadas. Los más maliciosos decían que el Jefe tenía siempre la puerta cerrada para que no le vieran jugando con ellas. Teniendo en cuenta todos estos obstáculos, se puede apreciar en lo que vale la astucia del piloto Pirx, que, a pesar de todo, había conseguido subir a bordo de su AMU la casita con los cerditos. A pesar de que, salvo la satisfacción moral, no le reportaba ningún beneficio.
La patrulla duraba ya nueve eternas horas; eternas: ésa era sin duda la mejor definición. El piloto Pirx se hallaba sentado en su butaca, sujeto por los cinturones como una momia, con sólo las manos y los pies libres, mirando apáticamente las pantallas. Durante seis semanas habían estado volando por parejas, separados entre sí por una distancia de trescientos kilómetros, pero luego la Base volvió a la táctica anterior; el sector estaba vacío, tan vacío que incluso una sola nave patrulla resultaba ya excesiva, pero, para no tener un «agujero» en el mapa estelar, cosa que resultaba inadmisible, se volvió a los vuelos en solitario. Pirx era el décimo octavo en despegar desde que se anularon las patrullas en pareja.
No teniendo nada mejor que hacer, se puso a pensar en lo que les podía haber sucedido a Thomas y Wilmer. En la Base ya casi nadie se acordaba nunca de ellos, pero, en el transcurso de un vuelo, la soledad conduce a las especulaciones más estériles. Llevaba ya casi tres años volando (dos años y cuatro meses para ser exactos) y se consideraba un veterano. Incluso así, esta vez el aburrimiento estaba comenzando a exasperarlo, aunque hubiera sido el último en admitirlo.
Los vuelos de patrulla se comparaban —no sin razón— con esperar turno en la sala de espera de un dentista, con la única diferencia de que en este caso el dentista nunca aparecía: estrellas inmóviles, una Tierra que, o no se veía, o, si se tenía la extraordinaria suerte de verla, parecía la diminuta luna de una uña amoratada —y eso durante las dos primeras horas de vuelo, porque después se volvía una estrella semejante a las demás, con la única diferencia de que se movía—. Y mirar el Sol no era, como todo el mundo sabe, muy aconsejable. Es en situaciones como ésta cuando un rompecabezas chino o un pasatiempo se vuelven absolutamente imprescindibles. No obstante, era obligación del piloto permanecer prisionero en el capullo formado por los cinturones, controlar todas y cada una de las pantallas, tanto las de radar como las de televisión, dar partes periódicamente a la Base de que no había novedad y controlar los indicadores del reactor en reposo. Sólo muy de cuando en cuando llegaba del interior del sector la señal de emergencia de una nave en apuros —o incluso una llamada de socorro— y entonces se dirigía uno hacia ella a toda velocidad; pero eso era una casualidad que no se daba más que una o dos veces al año.
Si se medita bien sobre ello, se comprende que los pilotos estén sujetos a innumerables delirios y fantasías que, si miradas desde el punto de vista de un habitante de la Tierra o un pasajero de una nave corriente pueden parecer aberraciones, son de hecho, dadas las circunstancias, perfectamente normales. Cuando un hombre está rodeado de un trillón y medio de kilómetros cúbicos de espacio, sin siquiera una pizca de ceniza de cigarrillo por compañía, el deseo de que suceda algo, lo que sea, incluso una horrible catástrofe, llega a convertirse en una verdadera obsesión.
A lo largo de sus ciento setenta y dos vuelos de patrulla, el piloto Pirx había pasado por toda la gama de posibles reacciones psíquicas: ataques de somnolencia, irascibilidad, excentricidad idiotizada..., una vez estuvo a punto de cometer una tontería que distaba mucho de ser inofensiva. Últimamente se dedicaba a inventarse argumentos de novelas, un hábito de sus días de estudiante; se imaginaba historias tan complicadas que a veces no le daba tiempo de terminarlas en toda la patrulla. Pero a pesar de todo seguía aburriéndose.
Mientras se adentraba en el laberinto de sus solitarias reflexiones, Pirx sabía muy bien que no descubriría nada y que el enigma de la desaparición de sus dos compañeros quedaría sin resolver. ¿O acaso no habían estado meses enteros rompiéndose la cabeza los más prestigiosos expertos de la Base y de la Academia, sin conseguir resolverlo? Le iría mucho mejor con los cerditos y el lobo; esta ocupación, no menos inútil, era por lo menos más inocente. Pero los motores estaban parados y no había ningún motivo para ponerlos en marcha: la nave se desplazaba a gran velocidad por el sector de la elipse desmesuradamente alargada, en uno de cuyos extremos se encontraba el Sol, y los cerditos tendrían que esperar tiempos mejores.
Así que, ¿qué había pasado con Thomas y Wilmer? Un profano comenzaría suponiendo que sus naves se habían estrellado contra algo, un meteorito, por ejemplo, una nube de polvo cósmico, la cola de un cometa o los restos de algún viejo naufragio espacial. Sin embargo, las probabilidades de un choque así eran las mismas que las de encontrar un gran brillante en medio de una calle muy transitada. De hecho, los cálculos demostraban que las probabilidades de encontrar el brillante eran mucho mayores. Por puro aburrimiento, Pirx comenzó a introducir cifras en el ordenador y formular las ecuaciones para calcular las posibilidades de un choque. La cifra resultante era tan grande que el ordenador hubiera tenido que cortar los dieciocho últimos números para poder reflejarla en la pantalla.
Además, el sector estaba desierto. Ni colas de viejos cometas, ni nubes de polvo cósmico, nada. Teóricamente, era posible que existiesen restos de algún naufragio —como era posible que existiesen en cualquier otra parte del Cosmos— pero sólo tras un número inimaginable de años. Y de todas formas, Thomas y Wilmer lo hubieran visto desde lejos, como mínimo desde unos doscientos cincuenta kilómetros; y, suponiendo que hubiera salido del lado del Sol, el meteorradar habría dado la alarma unos buenos treinta segundos antes del choque; incluso si el piloto no la hubiese escuchado por estar dormido, el piloto automático habría realizado la maniobra de desvío. Pero, ¿y si el piloto automático estuviese averiado? Aunque era prácticamente imposible, podría haber ocurrido una vez, pero de ninguna manera dos veces seguidas con un intervalo de apenas unos cuantos días. Todo esto es lo que hubiera podido imaginarse un profano, que no sabe que en una nave en vuelo pueden ocurrir cosas mucho más peligrosas que el encuentro con un meteorito o un cometa desintegrado. Una nave, incluso una tan pequeña como la AMU, se compone de por lo menos ciento catorce mil piezas esenciales —esenciales en el sentido de que un mal funcionamiento de cualquiera de ellas podría degenerar en una catástrofe.
Las piezas no esenciales suman más de un millón. Pero, incluso suponiendo que hubiera ocurrido un accidente mortal, la nave no se habría desintegrado ni desaparecido por completo, porque, como reza un viejo proverbio de los pilotos, «en el espacio nunca se pierde nada»; si se tira por la borda un encendedor, todo lo que hay que hacer es calcular la trayectoria y estar en el sitio adecuado en el momento justo: el encendedor, en el curso de su órbita, saltará a tu mano con exactitud astronómica en el segundo previsto. Puesto que en el espacio cada cuerpo gira interminablemente en su trayectoria, los restos de las naves naufragadas terminan tarde o temprano por aparecer. Los grandes ordenadores de la Academia indicaron más de cuarenta millones de órbitas en las que era posible que se encontrasen las naves de los pilotos desaparecidos y todas ellas fueron bombardeadas con los concentrados haces de los más potentes emisores de radar de que disponía la Tierra. Con los resultados ya conocidos. Esto no quiere decir que se hubiera explorado todo el espacio del sistema solar. Comparado con la extensión de éste, una nave es algo inimaginablemente pequeño, mucho más pequeño que un átomo respecto a la esfera terrestre, pero se había buscado en todos los lugares en que hubieran podido estar, siempre suponiendo que los pilotos no hubieran abandonado el sector que debían patrullar. ¿Por qué iban a hacerlo, sin embargo? No habían recibido ninguna señal de radio, ni ninguna llamada; eso al menos, había quedado demostrado.
Parecía como si Thomas y Wilmer, junto con sus dos naves, se hubieran evaporado como dos gotas de agua arrojadas sobre una plancha al rojo.
Un profano con imaginación, en contraposición al profano prosaico, hubiera atribuido la misteriosa desaparición a enigmáticos seres de otras estrellas, seres dotados de una inteligencia tan grande como maligna, que estarían siempre al acecho en el espacio.
Pero, ¿quién creía ya en tales seres, si en esta avanzada era de la astronáutica no se les había descubierto en ninguna parte del Cosmos explorado? A estas alturas, el número de chistes sobre los «seres del espacio exterior» era superior al número de kilómetros cúbicos del sistema solar. Nadie, excepto los reclutas más novatos, cuya única experiencia de vuelo era el simulador colgando del techo del laboratorio, daba ni un trozo de papel viejo por la existencia de esos seres.
Si realmente existían habitantes de las estrellas lejanas debía tratarse sólo de las muy, muy lejanas. Unos cuantos moluscos primitivos, unas pocas bacterias y unos pocos líquenes desconocidos en la Tierra eran todo el fruto de las expediciones de muchos años. Y aun admitiendo que tales seres existiesen de verdad, ¿no iban a tener nada mejor que hacer que acechar en uno de los peores agujeros del espacio a unas insignificantes naves patrulla? ¿Y cómo podían acercarse a ellas sin ser vistos?
Tales preguntas, que reducían toda la hipótesis a un absurdo sin sentido, eran tantas que el juego perdía todo significado. Pirx, propenso en su novena hora de vuelo a cualquier elucubración cerebral, tuvo —a la luz de estas indudables y serenas verdades— que hacer un violento esfuerzo para poder retener en su imaginación a los demoníacos seres de las estrellas, aunque sólo fuera un momento.
A veces, cuando, a pesar de la falta de gravedad, comenzaba a aburrirse de estar siempre en la misma posición, cambiaba la inclinación del asiento al que estaba atado y después miraba alternativamente al lado izquierdo y al derecho, sin ver en absoluto, aunque parezca extraño, ninguno de los trescientos once indicadores, luces de control, parpadeantes pantallas y relojes, porque le resultaban tan familiares como los rasgos de una cara conocida a un hombre corriente, que no necesita ya examinar el rictus de la boca, la caída de los párpados o las arrugas de la frente para saber lo que expresa. De la misma manera, una sola mirada convertía los indicadores, relojes y controles en un todo que le decía que las cosas estaban en orden. Si miraba recto hacia adelante veía las dos pantallas delanteras y, en medio de ellas, enmarcada por un casco amarillo que le tapaba parcialmente la frente y el mentón, su propia cara.
Entre las dos pantallas estelares había un espejo, no muy grande, pero colocado de tal manera que el piloto no podía evitar verse a sí mismo. No se sabía qué hacía allí el espejo, ni para qué servía. Es decir, se sabía, pero las sabias razones esgrimidas para justificar la presencia del espejo no convencían a nadie. Era un invento de los psicólogos. El hombre, aseguraban, puede, por muy extraño que resulte, llegar a perder el control de sus pensamientos y emociones, especialmente si pasa un largo período de soledad, pudiendo ocurrir que caiga en una especie de trance hipnótico, un sueño diurno, sin imágenes, del cual no siempre logra despertar a tiempo. Algunos caen bajo la influencia de extrañas alucinaciones, estados de terror o violentos estallidos emocionales, y se cree que la observación del propio rostro es un excelente medio de control sobre todas estas sensaciones. Aunque maldita la gracia que tenía pasarse las horas mirándose uno mismo la cara y observando obedientemente cada una de sus expresiones. Y nadie lo sabe mejor que los pilotos de las naves espaciales: se empieza con algo inocente, esbozando un gesto, o una leve mueca, o sonriéndole a la propia imagen, y se termina haciendo gestos cada vez más retorcidos; es lo que sucede cuando una situación antinatural se prolonga más allá de lo ordinario.
Afortunadamente Pirx no hacía casi nada con su propia cara en comparación con otros pilotos. Aunque era imposible comprobarlo, se contaba que algunos, en un acceso de aburrimiento o estupidez, cometían actos tal bochornosos como escupir a su propia imagen y después, avergonzados, y contraviniendo todas las ordenanzas, se desabrochaban los cinturones, se levantaban y se dirigían caminando, o más bien flotando en la gravedad cero de la cabina, hasta el espejo, para limpiarlo de alguna forma antes de aterrizar. Se aseguraba incluso que Wuertz se había incrustado a treinta metros de profundidad en el cemento de la pista de aterrizaje porque se había acordado demasiado tarde de limpiar el espejo, y se había puesto a hacerlo en el momento en que la nave entraba en la atmósfera.
El piloto Pirx nunca había experimentado estos síntomas, y menos aún había sentido la tentación de escupir en el espejo. Por lo visto, la lucha contra la tentación provocaba en algunos penosos conflictos interiores, de los que sólo alguien que jamás hubiese estado en una patrulla en solitario sería capaz de burlarse. Pirx lograba siempre, incluso en los momentos de mayor tedio, encontrar algo que lo distrajera y alrededor de lo cual hilvanar sus confusos pensamientos y emociones, como se enrolla un hilo largo y enmarañado alrededor de un carrete.
El reloj —el normal, el que mide el tiempo— señaló las once de la noche.
Dentro de trece minutos debía encontrarse en el sector de su órbita más alejado del Sol. Tosió un par de veces para comprobar el funcionamiento del micrófono; le pidió al ordenador, por capricho, que calculase la raíz cuarta de 8.769.983.410.567.396, sin molestarse luego en mirar la respuesta que éste le proporcionó con toda rapidez, haciendo saltar las cifras en la pantalla y sacudiéndolas nerviosamente, como si del resultado dependiese Dios sabía qué. Estaba pensando que, en cuanto aterrizase, lo primero que haría sería arrojar los guantes por la escotilla de la nave, sólo por divertirse, encender un cigarrillo y dirigirse al comedor; una vez allí ordenaría que le sirviesen en seguida algo picante y especiado, sazonado con pimentón, y un buen trago de cerveza; le gustaba la cerveza. Y entonces vio la lucecita.
Había estado mirando, sin ver, la pantalla delantera izquierda, con toda su imaginación puesta en el comedor, hasta tal punto que le parecía percibir ya el olor de las patatas recién fritas, preparadas especialmente para él; pero apenas la lucecita apareció en las profundidades de la pantalla, se puso tan tenso que, si no hubiera sido por los cinturones, seguramente hubiera salido disparado hacia arriba.
La pantalla medía alrededor de un metro de diámetro, y era un pozo de negrura, a excepción de la Constelación de la Serpiente en el centro y la Vía Láctea, diseccionada por un profundo vacío que llegaba hasta el otro borde de la pantalla, que estaba rodeada a ambos lados por el brillante polvo de las estrellas. En esa inmóvil imagen había penetrado, moviéndose acompasadamente, un pequeño punto luminoso mucho más nítido que cualquier estrella. Pirx lo percibió en seguida, no porque brillara con especial intensidad, sino porque se movía.
Un punto móvil y luminoso en el espacio suele indicar siempre lo mismo: las luces de posición de una nave. Normalmente, una nave no encendía las luces de posición salvo tras una llamada de radio, con el fin de identificarse. Existían diferentes luces para los distintos tipos de naves: las de pasajeros tenían unas, las de carga otras, y lo mismo ocurría con los proyectiles de alta velocidad, las naves patrulla, las de rescate, la nodriza, etc. Las luces estaban distribuidas de forma diferente en cada tipo de nave y eran de todos los colores menos uno: blancas; así se podían diferenciar en todo momento de las estrellas. Cuando una nave vuela justo detrás de otra, una luz blanca en la de delante podría confundirse con una luz fija, y el piloto de la segunda nave podía ser inducido a error y salirse de su curso.
La lucecita que había penetrado con pereza en la pantalla era, sin embargo, totalmente blanca. Pirx sintió que los ojos se le salían de las órbitas. No se atrevía siquiera a parpadear, por miedo a perderla de vista. Cuando por fin comenzaron a arderle los ojos, pestañeó pero el punto blanco siguió desplazándose tranquilamente hacia delante; sólo unos cuantos centímetros lo separaban del borde opuesto de la pantalla. Un minuto más y desaparecería de su campo de visión.
Las manos del piloto Pirx asieron solas, sin ayuda de la vista, la palanca adecuada. El motor, hasta entonces en ralentí, se despertó de pronto con una brusca sacudida. La aceleración hundió a Pirx en lo más profundo de la acolchada butaca y las estrellas se movieron en las pantallas. La Vía Láctea se deslizó oblicuamente hacia abajo, como si de verdad fuera una ruta de leche; en cambio la lucecita móvil dejó de moverse y la proa de la nave quedó exactamente detrás de ella, apuntándola con la nariz como un sabueso apunta a una perdiz caída entre los arbustos. ¡Lo que era la destreza!
Toda la maniobra no había durado más de diez segundos.
Hasta ese momento, el piloto Pirx no había tenido tiempo de pensar que lo que veía debía de ser una alucinación, porque estas cosas no ocurrían. Ahora que se le ocurría por primera vez, se sintió herido en su honor. En general, la gente confía demasiado en sus propios sentidos, y, si ven en la calle a un conocido ya fallecido, están dispuestos a suponer que ha resucitado antes de admitir que ellos mismos se han vuelto locos.
El piloto Pirx introdujo la mano en el bolsillo exterior del tapizado de la butaca, extrajo de allí un pequeño frasco, se metió en la nariz los dos tubitos de cristal y aspiró hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. El psicocraine era un fármaco lo bastante potente para interrumpir incluso los estados catalépticos de los yogas y las visiones místicas de los santos. La lucecita, no obstante, siguió desplazándose en el centro de la pantalla izquierda, delante de los ojos de Pirx. Puesto que ya había hecho lo que marcaban las ordenanzas, dejó el frasquito en su lugar, maniobró lentamente con los timones y, una vez que se hubo asegurado de que estaba detrás de ella en un curso convergente, miró el radar para calcular la distancia del objeto luminoso.
Y entonces recibió otra conmoción, porque la pantalla del meteorradar estaba vacía. La verde estela fosforescente del rayo conductor describía círculos y más círculos en la pantalla, pero no mostraba ni rastro de la lucecita, nada, nada en absoluto.
Evidentemente, el piloto Pirx no creyó que se hallara ante un alma con un halo luminoso. En general, no creía en los espíritus, aunque en ciertas circunstancias contaba historias sobre ellos a algunos conocidos —sobre todo si eran mujeres—, pero en tales ocasiones no lo hacía llevado por la creencia en la existencia de seres espirituales.
De una cosa sí estaba seguro, sin embargo: no se trataba de un cuerpo cósmico muerto, porque un cuerpo de este tipo siempre se reflejaba en el haz de rayos del radar. Sólo los objetos tratados con una sustancia especial que absorbe, apaga y dispersa la onda centimétrica no daban ningún reflejo óptico.
El piloto Pirx carraspeó y habló con deliberación, sintiendo cómo su laringe en movimiento apretaba con delicadeza el laringófono colocado sobre ella:
—AMU 111 al objeto volador situado en el sector mil ciento dos coma dos, curso de acercamiento al sector mil cuatrocientos cuatro, con una luz de posición blanca. Solicito su número de identificación. Cambio.
Y esperó a ver qué pasaba.
Transcurrieron los segundos y luego los minutos pero no hubo respuesta. El piloto Pirx advirtió en cambio que la luz palidecía, es decir, se alejaba de él. El telémetro del radar no le dio información alguna, pero aún le quedaba en reserva el medidor de distancia óptico, mucho más primitivo. Extendió una pierna y apretó un pedal. El medidor de distancia, parecido a un telescopio, descendió del techo. Pirx se lo ajustó a los ojos con la mano izquierda y comenzó a enfocarlo. Localizó a la lucecita con el objetivo casi en el acto y también comprobó algo más.
Magnificada por la lente, era tan grande como un guisante visto a cinco metros, lo que, en relación con las proporciones reinantes en el espacio, significaba que su tamaño era enorme. Por otra parte, su superficie, redonda y ligeramente aplastada, era atravesada por pequeñas sombras que flotaban con lentitud del lado izquierdo al derecho, como si alguien estuviese moviendo un grueso cabello negro delante mismo del objetivo del medidor de distancia. Las sombras eran brumosas y difusas, pero sus movimientos se mantenían sin cambios: siempre se deslizaban de izquierda a derecha.
Pirx comenzó a mover el regulador, pero resultó que la mancha luminosa se negó a dejarse definir con exactitud; así que, usando un segundo prisma, indicado especialmente para este fin, la partió por la mitad y comenzó a proyectar una mitad sobre la otra, hasta hacerlas coincidir; cuando lo logró, miró la escala... y quedó petrificado por tercera vez.
¡El objeto luminoso volaba a cuatro kilómetros de su nave!
Era como si alguien que fuese a toda velocidad en un coche de carreras se encontrara de repente con que tiene otro coche a cinco milímetros de distancia. Una distancia de cuatro kilómetros en el espacio se considera igual de peligrosa e inadmisible.
A Pirx le quedaba ya muy poco por hacer. Dirigió el termosensor exterior hacia la lucecita y desplazó la mira con la palanca de control remoto hasta que apuntó directamente al lechoso punto blanco y leyó el resultado con el rabillo del ojo: 24 grados en la escala Kelvin.
Eso significaba que la lucecita tenía la misma temperatura que el espacio circundante, 25 grados por encima del cero absoluto.
Ahora estaba ya totalmente seguro de que no era posible que la lucecita brillase y menos aún se moviese, pero como, a pesar de ello, seguía flotando ante sus narices, él siguió persiguiéndola.
La luz se debilitaba cada vez con mayor rapidez. Al cabo de un minuto comprobó que se había alejado unos cien kilómetros y aumentó la velocidad.
Entonces sucedió una cosa de lo más extraña.
Al principio le permitió acercarse, hasta que la tuvo a 80, 70, 50 y finalmente 30 kilómetros de la proa. Pero después se adelantó de nuevo. Pirx aumentó la velocidad a setenta y cinco kilómetros por segundo y la lucecita a setenta y seis. Pirx aumentó de nuevo la aceleración, sin andarse ya con rodeos. Puso los motores a media potencia y la nave salió disparada hacia adelante. La triple gravedad lo aplastó contra los almohadones de la butaca. La AMU tenía poca masa en reposo y su tasa de aceleración equivalía a la de un coche de carreras. En un momento iba ya a 140.
¡La lucecita iba a 140,5!
El piloto Pirx notó que comenzaba a sentir calor. Aplicó toda la potencia. La AMU 111 vibró como una cuerda tañida. El indicador de velocidad, que la medía en relación con el inmóvil firmamento de estrellas, saltó rápidamente hacia arriba: 155, 168, 177, 190, 200.
A los 200 Pirx miró el medidor de distancia, lo que suponía una verdadera hazaña, digna de un atleta de décatlon, porque la aceleración llegaba ya a 4 g.
Estaba ganándole terreno a la lucecita, que crecía a medida que se reducía la distancia a diez, siete, seis y por último tres kilómetros. Ahora era más grande, como un guisante visto a la distancia de una mano extendida. Las oscuras sombras brumosas pasaban sin parar por delante de la esfera, cuyo brillo era similar al de una estrella de segunda magnitud, si no fuera porque se parecía más a un disco que a un punto, como ocurría con las estrellas.
La AMU 111 estaba dando de sí todo lo que podía. Pirx estaba orgulloso de ella.
En la pequeña cabina de mandos nada se había estremecido, ni siquiera tras el salto a plena potencia. ¡Ni rastro de vibraciones! La propulsión actuaba sobre el eje de aceleración, los reactores funcionaban a la perfección, tirando como demonios.
La lucecita continuaba acercándose, ahora con extraordinaria lentitud. Estaba ya a dos kilómetros cuando Pirx comenzó a pensar con rapidez.
Todo aquello era muy extraño. La lucecita no pertenecía a ninguna nave terrestre. ¿A corsarios cósmicos, quizá? ¡Qué risa! Suponiendo que existiesen, ¿qué se les podría haber perdido en un sector más vacío que un barril viejo? La lucecita tenía una extraordinaria capacidad de maniobra y arrancaba tan rápidamente como frenaba. Y además era caprichosa. Cuando quería se escapaba, mientras que otras veces permitía que se acercara lentamente. Aquello no le gustaba nada. Era como si la cosa fuese un cebo, se comportaba como una lombriz agitándose ante las mismas narices del pez.
Y, lógicamente, se imaginó en el acto un anzuelo.
«Un momento, querido», se dijo a sí mismo Pirx, y frenó tan bruscamente como si delante de él hubiese aparecido por lo menos un planetoide, aunque el radar seguía vacío y las pantallas no señalaban nada. Instintivamente dobló el cuello y metió la barbilla hacia el pecho, sintiendo cómo el compresor de oxígeno inyectaba una porción suplementaria en el traje para contrarrestar el shock de la desaceleración, lo que no evitó que se desvaneciera durante unos instantes.
La aguja del gravímetro saltó a -7 g, vibró y descendió en seguida a -4 g. La AMU 111 había perdido casi la tercera parte de su velocidad y volaba ahora a 145 kilómetros por segundo.
¿Dónde estaba la lucecita? Por un momento se intranquilizó, creyendo que la había perdido. No, aún estaba allí, sólo que un poco más lejos. El telescopio óptico mostraba una distancia de 240 kilómetros. ¡Era evidente que también ella había reducido violentamente la velocidad después de su maniobra!
En ese momento —más tarde se asombró de haber tardado tanto— se le ocurrió que aquello era seguramente el misterioso «algo» encontrado por Thomas y Wilmer en sus vuelos de patrulla.
Hasta ese momento no había pensado que corriese ningún peligro. De pronto sintió miedo, un miedo momentáneo. Era muy improbable, por supuesto, pero ¿y si a pesar de todo la luz pertenecía a una nave extraña, no proveniente de la Tierra? La luz se estaba acercando claramente a él, disminuyendo su velocidad; la tenía a 60... 50... 30 kilómetros. Decidió acercarse un poco y se asombró de cómo creció en un momento: estaba a dos kilómetros delante de su proa, de nuevo demasiado cerca.
Al lado de la butaca, en el bolsillo, estaban los prismáticos nocturnos de veinticuatro aumentos que se usaban sólo en emergencias, cuando había que acercarse a algún satélite por su lado oscuro. Pero ahora le resultarían muy útiles. El aumento era tal que la lucecita estaba a menos de cien metros delante de él; era una esfera no muy grande del color de la leche aguada, más pequeña que la Luna vista desde la Tierra y con la superficie continuamente surcada por verticales estelas de sombra. Cuando eclipsaba las estrellas, éstas no desaparecían en seguida, sino al cabo de un momento, como si el borde de la esfera fuese un poco más diluido y transparente que el centro.
Pero alrededor de la esfera lechosa no había nada que tapara la luz de las estrellas. Si se examina una nave con unos prismáticos a una distancia de cien metros, ésta ofrece el aspecto de un cajón. Y allí no había nave alguna. No se trataba de una luz de posición ni de vuelo. Con absoluta seguridad. Era exactamente lo que parecía: una blanca y solitaria lucecita voladora. Era para volverse loco.
Sintió un inmenso deseo de disparar contra la esfera lechosa, pero tal cosa no era nada fácil, puesto que la AMU 111 no disponía de ningún arma. El reglamento no preveía su utilización. Pirx tenía sólo dos cosas que podía disparar desde la cabina: él mismo y el globosonda. Las naves patrullas estaban construidas de forma que el piloto pudiera salir disparado, encerrado dentro de su asiento, que disponía de un paracaídas de frenado. Tal operación sólo se efectuaba en última instancia, y, por supuesto, una vez que se salía de la nave no era posible ya regresar a ella. Quedaba por tanto el globosonda. Era éste un aparato muy simple: un globo de goma de paredes muy finas, vacío y enrollado tan fuertemente que parecía una jabalina. Estaba además recubierto por un baño de aluminio, para que fuera más visible. A veces un piloto no podía confiar en las indicaciones del aerodinamómetro para saber si estaba entrando o no en la atmósfera de un planeta. Más importante aún, un piloto necesitaba saber si había algún gas rarificado en su trayectoria. En caso de duda, arrojaba el globo, que se inflaba automáticamente y se desplazaba a una velocidad un poco mayo que la de la nave. Debido a su brillo, resultaba claramente visible como una mancha clara incluso a una distancia de cinco o seis kilómetros. Si encontraba gas rarificado, comenzaba a calentarse por la fricción y reventaba. Eso indicaba al piloto que debía comenzar a frenar. Pirx se esforzó por apuntar con la proa a la brumosa esfera. Como no podía utilizar el radar, empleó el telescopio óptico. Acertar en un objeto tan pequeño a una distancia de casi dos kilómetros era enormemente difícil, a pesar de lo cual intentó disparar; pero la esfera no quería ponerse a tiro. Cada vez que comenzaba a desplazar la proa de la AMU, maniobrando delicadamente con los reactores secundarios, la esfera se hacía limpiamente a un lado y volvía a situarse rápidamente delante de él, en el centro de la pantalla estelar izquierda. Realizó la misma maniobra cuatro veces seguidas, cada vez un poco más rápido, como si cada vez adivinase antes cuáles eran sus intenciones. Y por la forma en que volaba, ligeramente desviada a un lado, estaba claro que no iba a dejar que la AMU le disparara a bocajarro. Para divisar el ínfimo movimiento de la proa desde una distancia de dos kilómetros, la esfera debía disponer de un telescopio gigantesco, del cual no se veía ni rastro. A pesar de lo cual, realizaba los desvíos con sólo medio segundo de demora.
Su intranquilidad creció. Había hecho ya todo lo que había podido para identificar al extraordinario objeto volador y no había adelantado nada. Y entonces, mientras seguía sentado inmóvil, con las manos entumeciéndosele lentamente sobre las palancas, pensó de pronto que Thomas y Wilmer debieron de haber experimentado lo mismo. Debieron de encontrar la lucecita, procuraron identificada pensando que se trataba de una nave extraña y, cuando la nave no contestó, la persiguieron cada vez más rápido, la examinaron con los prismáticos y percibieron sobre ella las estelas de delicadas sombras, quizá incluso le dispararon el globosonda y después... después hicieron algo por lo que no regresaron.
Cuando se dio cuenta de que corría el riesgo de sufrir la misma suerte no sintió miedo, sino desesperación. Era como un mal sueño, una pesadilla en la que durante un momento perdió la noción de quién era, si él mismo, Wilmer o Thomas. Porque lo que estaba ocurriendo era exactamente lo mismo que había pasado antes. No le cabía la menor duda. Permaneció sentado, como paralizado, embargado por la profunda convicción de que no tenía salvación. Pero lo más horrible era que no tenía ni idea de en qué consistía el peligro, ni de dónde vendría en todo aquel espacio vacío...
¿Vacío?
Sí, el sector estaba vacío, pero llevaba persiguiendo a la lucecita más de una hora, ¡llegando hasta los 230 kilómetros por segundo! Era posible, mejor dicho seguro, que se encontrara ya en el límite mismo del sector, si no lo había traspasado ya. ¿Qué había más allá? El siguiente sector, el 1009, otro trillón y medio de kilómetros de espacio. Así que allí estaba, rodeado de vacío, de millones y millones de kilómetros de nada, ¡y con una lucecita blanca haciendo cabriolas a dos kilómetros de su proa!
Comenzó a devanarse los sesos pensando qué podían haber hecho Wilmer y Thomas en aquel momento. Porque él debía hacer algo totalmente distinto. De lo contrario, no volvería.
Apretó el freno una vez más. La aguja vibró. Volaba cada vez más despacio, a sólo 30... 22... 13... 5 kilómetros por segundo, hasta que la aguja tembló delicadamente sobre el cero. Técnicamente hablando, ya estaba parado. En el espacio la velocidad se mide siempre en relación con algo. No es posible alcanzar una velocidad cero absoluta, como ocurre en la Tierra.
La lucecita empezó a encogerse, alejándose cada vez más y volviéndose cada vez más pálida, después dejó de disminuir y comenzó de nuevo a crecer, agrandándose nuevamente hasta que se detuvo a una distancia de dos kilómetros de la proa de su nave.
¿Qué sería lo que de ninguna manera hubieran hecho Wilmer y Thomas? ¡No habrían escapado de una pequeña lucecita, roñosa y estúpida, de una idiota mancha lechosa!
No quería dar la vuelta, pues si giraba la perdería de vista, la tendría a popa, y todo lo que sucedía a popa era más difícil de observar, porque había que torcer la cabeza hacia la pantalla lateral. No, darse la vuelta de ninguna manera. Quería tenerla bajo observación en todo momento. Por tanto dio marcha atrás usando los reactores de frenado para acelerar —una de las muchas habilidades navegatorias básicas que se suponía debía dominar un piloto—. El gravímetro señaló -1 g, -1,6 g, -2 g... la nave era más difícil de manejar que con los reactores normales. La proa se desviaba ligeramente hacia un costado (los retrocohetes son para reducir la velocidad, no para acelerar la nave).
La lucecita pareció vacilar. Se detuvo unos cuantos segundos, empequeñeciéndose en el espacio, tapó por un instante a Alfa Eridani, luego descendió, moviéndose entre unas pequeñas estrellas sin nombre, y por fin... ¡se lanzó tras él!
No iba a darse por vencida.
«Tranquilízate —pensó—. Después de todo, ¿qué puede hacerte una pequeña mierda luminosa? ¿Qué me importa a mí la condenada? ¡Tengo que patrullar el sector! ¡Que se vaya al diablo!»
Esto era lo que se decía a sí mismo, pero en realidad no le quitó ojo a la lucecita ni un instante. Habían transcurrido ya casi dos horas desde el encuentro. Los ojos comenzaban a arderle y a lagrimearle un poco. Como pudo, los mantuvo desmesuradamente abiertos y siguió volando hacia atrás. Volar hacia atrás es muy lento. Los frenos no están calculados para proporcionar una aceleración constante. Por tanto, alcanzó una velocidad máxima de ocho kilómetros por segundo y continuó sudándola.
Desde hacía unos momentos sentía que algo le pasaba en el cuello, como si alguien le estuviese tirando de la piel de la garganta hacia abajo, hacia la caja torácica, con unas pinzas, y la boca estaba empezando a secársele. No le dio importancia; tenía en la cabeza cosas más importantes que una boca seca o un pinzamiento en el cuello. A continuación le sucedió algo extraño: dejó de sentir sus propias manos. Los pies sí los sentía; el derecho seguía apretando el pedal del freno.
Probó a mover las manos, pero sin quitar los ojos de la lucecita. Parecía estar cada vez más cerca; quizá a unos 1,8 o 1,9 kilómetros de la proa. ¿Estaría intentando alcanzarlo o qué?
Quiso levantar una mano pero no pudo. La otra estaba demasiado entumecida para intentarlo siquiera.
No sentía ninguna sensación, como si no existiesen en absoluto. Quiso mirarlas: tenía el cuello rígido, tieso como una tabla.
Le embargó el pánico. ¿Por qué hasta ahora no había hecho lo que era su deber hacer? ¿Por qué no había llamado inmediatamente a la Base por radio y dado parte de la lucecita? Porque le daba vergüenza, lo mismo que les había pasado a Wilmer y Thomas. Podía imaginarse las carcajadas en las que hubieran estallado en la cabina de escucha. ¡Una lucecita! ¡Una blanca lucecita que primero se escapa y luego lo persigue! ¡Por supuesto! Le hubieran dicho que se pellizcara y se despertase.
Ahora le daba igual. Echó un nuevo vistazo a la pantalla y dijo:
—Nave patrulla AMU 111 a Base...
Es decir, lo hubiera dicho si la voz no se le hubiera atascado en la garganta; todo lo que salió de ella fue un balbuceo inarticulado. Reunió todas sus fuerzas y dejó escapar un grito. Entonces, sus ojos abandonaron por primera vez la pantalla estelar y cayeron en el espejo. Delante de él, en la butaca del piloto, tocado con el redondo casco amarillo, estaba sentado un monstruo.
Tenía unos ojos inmensos, hinchados, desorbitados, llenos de un terror atroz, y más abajo una abierta boca de rana en la que se agitaba una lengua oscura. En el lugar que debería haber ocupado el cuello había un haz de tensas cuerdas que temblaban sin cesar, tan violentamente que casi ocultaban la mandíbula inferior... y aquella monstruosidad de abotargado rostro ceniciento no paraba de gritar y gritar...
Intentó cerrar los ojos... no pudo. Quiso concentrarse de nuevo en la pantalla... no pudo. El monstruo atado a la butaca se sacudía cada vez con mayor violencia, como si quisiera romper los cinturones. Pirx lo miraba porque no podía hacer ninguna otra cosa. Él no sentía nada, salvo una sensación de opresión en el pecho; no podía aspirar el aire.
De algún lugar próximo le llegó el sonido de un monstruoso rechinar de dientes. Dejó de ser él mismo, no tenía ya identidad. No sabía nada, no tenía manos ni cuerpo, tan sólo el pie que apretaba los frenos. Sentía que le quedaba sólo la vista, cada vez más turbia, y que comenzaban a flotar en ella numerosas lucecitas blancas. Movió el pie. Comenzó a temblar. Lo levantó. Lo bajó. El monstruo del espejo estaba gris como la ceniza, le salía espuma por la boca, los ojos se le salían de las órbitas, el cuerpo le temblaba.
Entonces hizo lo único que todavía podía hacer. Tomó impulso con la pierna, la lanzó hacia arriba con todas sus fuerzas y se golpeó la cara con la rodilla. Sintió un horrible y lacerante dolor y de los labios destrozados manó la sangre barbilla abajo. El dolor lo cegó.
—Aaaaaaa —lanzó un estertor—. Aaaa...
Era su voz.
El dolor desapareció y el entumecimiento volvió de nuevo. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaba? No estaba en ningún lugar, no pasaba nada... Siguió golpeándose, destrozándose la cara con la rodilla, dando coces como un loco; el grito cesó; escuchó su propio sollozo ahogado, atragantado en sangre.
Ya tenía manos. Parecían de madera y le dolían espantosamente con cada movimiento, como si se le hubiesen reventado todos los músculos, pero las podía mover. Tanteando con los dedos rígidos, comenzó a desabrocharse los cinturones. Se agarró al brazo del sillón. Se levantó. Las piernas le temblaban, tenía todo el cuerpo como si se lo hubiesen destrozado a martillazos. Se asió de la cuerda colgada diagonalmente de la cabina de mandos y fue hasta el espejo. Se apoyó en el marco con ambas manos.
En el espejo estaba el rostro del piloto Pirx.
No era ya gris, pues lo tenía todo ensangrentado, con la nariz rota e hinchada.
La sangre le caía de los labios partidos. Las mejillas estaban todavía lívidas e hinchadas y los ojos rodeados de círculos negros; el cuello todavía sufría espasmos, pero cada vez más débiles. Y el reflejo del espejo era él, Pirx.
Se limpió la sangre de la barbilla, escupió, tosió, respiró profundamente... estaba débil como un niño.
Retrocedió. Miró la pantalla. La nave seguía volando hacia atrás, ya sin acelerar, por inercia. La esfera blanca avanzaba detrás de ella, a una distancia de dos kilómetros de la proa.
Se dirigió, colgado de la cuerda, hasta la butaca. No podía pensar en absoluto. Las manos comenzaron a temblarle, pero era la reacción lógica tras el shock; le resultaba familiar y no le daba miedo. Algo había cambiado delante mismo de la butaca...
La parte superior de la caja del transmisor automático estaba hundida. Empujó la tapa y se cayó. Estaba llena de piezas destrozadas. ¿Cómo habría sucedido? ¿Quizá había pateado él mismo el transmisor? ¿Cuándo?
Se sentó en la butaca, conectó los reactores direccionales y comenzó el giro.
La esfera blanca vaciló, avanzó por la pantalla, llegó hasta su borde y, en vez de desaparecer, rebotó contra él como un balón, ¡y volvió al centro!
—¡Tú, bestia! —gritó con odio y repugnancia.
Gracias a esta última maniobra casi había entrado en órbita estacionaria, pero el hecho ya no ofrecía duda: la lucecita no había desaparecido de la pantalla tras el giro, lo que significaba que no existía en absoluto, que era un producto de la pantalla misma. Una pantalla no es, después de todo, una ventana. Una nave no tiene ninguna ventana. Tiene un circuito de televisión; los objetivos están fuera, sobre el casco, y los instrumentos que transforman los impulsos eléctricos transmitidos por el objetivo en imágenes sobre la pantalla de rayos catódicos, en el interior. ¿Se había estropeado el circuito? ¿Y de una forma tan extraña? ¿Y a Wilmer y a Thomas también? ¿Cómo era posible? ¿Y qué pasó con ellos después?
No había tiempo para pensar en ello. Mejor sería conectar el transmisor de emergencia.
—Nave patrulla AMU 111 llamando a la Base —dijo—, nave patrulla AMU 111 a la Base. Estoy en los límites del sector 1009 y 1010, en la zona del ecuador, regreso tras haber descubierto una avería...
Cuando Pirx aterrizó seis horas después comenzaron las investigaciones, que duraron un mes. Primero los especialistas se dedicaron al circuito de televisión. Era éste un aparato nuevo, perfeccionado, con el cual estaban dotadas todas las AMU desde hacía un año y que funcionaba espléndidamente. Nunca había sufrido ni el más mínimo desperfecto.
Después de muchas fatigas, los técnicos electrónicos descubrieron por fin el mecanismo que hacía surgir la lucecita. El vacío de los tubos catódicos de la pantalla se estropeaba tras unos miles de horas de vuelo y sobre la superficie interior de la pantalla surgía una carga errática, que se reflejaba en la exterior como la imagen de una mancha lechosa. La carga se movía obedeciendo una serie de reglas bastante complicadas. Cuando la nave aceleraba hacia adelante, la carga se extendía sobre una superficie un poco mayor, como si estuviese aplastada contra el vidrio; parecía entonces como si la mancha se acercara a la nave. Cuando se imprimía una aceleración hacia atrás, la carga se alejaba en la profundidad del tubo, pero, cuando la aceleración se estabilizaba, la carga errática volvía lentamente al centro de la pantalla. Podía moverse en todas direcciones, pero tendía a concentrarse en el mismo centro siempre que la nave estuviese en una órbita estable, sin aceleración..., etc., etc. Las investigaciones sobre la carga continuaron y las leyes dinámicas que la gobernaban se formularon en una ecuación de sexto grado; se demostró también que los estímulos lumínicos fuertes dispersaban la carga. Sólo se concentraba cuando la intensidad de los impulsos recibidos por el tubo era anormalmente débil, como ocurría en el vacío cósmico, lejos del Sol. Bastaba con que un rayo solar lamiese una sola vez la pantalla para que la carga se diluyese y desapareciese durante varias horas.
Más o menos esto fue todo lo que afirmaron los expertos en electrónica sobre la carga, tras llenar con ello todo un libro profusamente ilustrado con fórmulas matemáticas. Seguidamente se pusieron a investigar el caso un grupo de médicos, psicólogos y eminencias en el campo de la astroneurosis y la astropsicosis y, de nuevo, después de largas semanas de investigación, se demostró que la carga errática palpitaba, palpitación que el ojo desnudo percibía como pequeñas sombras reptantes por la esfera luminosa. La frecuencia de las pulsaciones, demasiado breves para que el ojo las pudiera registrar individualmente, se superponía al llamado «ritmo Theta» de la corteza cerebral humana, y durante un tiempo provocaba una variación del potencial de la corteza, hasta que al fin sobrevenía un ataque parecido al epiléptico. Las circunstancias (la total tranquilidad exterior, la falta de cualquier estímulo aparte de las pulsaciones y el largo período de tiempo con la vista fija en la centelleante lucecita) favorecían, por añadidura, el ataque.
Los especialistas que descubrieron todo esto se hicieron, lógicamente, mundialmente famosos. Los expertos en electrónica de todo el mundo conocen hoy el efecto Ledieux-Harper, consistente en la aparición de cargas erráticas en los tubos catódicos de vacío; los astrobiólogos, a su vez, están familiarizados con el síndrome del ataque-catatónico-clónico de Nuggelheimer.
La persona de Pirx siguió siendo desconocida en el mundo de la ciencia y sólo los más atentos lectores de periódicos pudieron enterarse, por las breves menciones en letra pequeña en algunas ediciones vespertinas, de que gracias a él el destino de Wilmer y Thomas (quienes, tras aumentar al máximo la aceleración de sus naves y perder el conocimiento en la persecución de la errante lucecita, se habían extraviado en los abismos del Cosmos) no amenazaba ya a ningún piloto más.
Así pues, la fama eludió a Pirx, pero él no se afligió por ello en lo más mínimo. Ni siquiera le molestó tener que ponerse un diente postizo para sustituir al que se había roto con la rodilla, ni el tenerlo que pagar de su propio bolsillo.
La Albatros
El almuerzo se componía de siete platos sin contar los entremeses. Los carritos con el vino rodaban sin ruido por los acristalados pasillos. Cada mesa estaba iluminada por un foco situado en el techo. Mientras comían la sopa de tortuga la iluminación fue de color limón, durante el pescado, casi blanca con matices azulados. Al pollo lo inundó el rosa mezclado con un sedoso y cálido gris. Afortunadamente, no oscurecieron las luces durante el café, pues el estado de ánimo de Pirx era ya lo bastante sombrío. La comida había terminado con sus energías. Se prometió a sí mismo que, a partir de ese momento, comería en la cubierta inferior, en el bar. Toda aquella etiqueta le resultaba excesiva. Tenía que estar todo el rato preocupándose de dónde ponía los codos. ¡Y vaya desfile de modas! La sala era circular y estaba hundida medio rellano en relación al resto del piso, rodeada por un anfiteatro de escalones. Parecía un gigantesco plato de color oro crema, lleno de los más apetecibles aperitivos del mundo; los vestidos rígidos, semitransparentes, susurraban a sus espaldas. Una multitud festiva y alegre llenaba la sala. Una orquesta auténtica tocaba música bailable y verdaderos camareros, cada uno de ellos ataviado como un director de orquesta, servían la comida. «La Transgalactic le ofrece intimidad, servicio individualizado, discreción, auténtica hospitalidad y una tripulación compuesta exclusivamente por seres humanos, cada uno de ellos un artista en su oficio».
Mientras sorbía el café solo y fumaba un cigarrillo, Pirx trató de encontrar algún lugar en la sala a donde poder mirar. Un lugar tranquilo, adecuado para descansar. Su vecina le gustaba. Llevaba una piedra negra en el escote, plana y áspera. No procedía de la Tierra, probablemente era de Marte. Debía de costar una fortuna, pensó, a pesar de que parecía un trozo de adoquín. Las mujeres no deberían tener tanto dinero.
No se sentía escandalizado ni asombrado. Simplemente observador. Lentamente creció en él el deseo de estirar las piernas. ¿Un paseo en cubierta? Se levantó, hizo una ligera inclinación y salió. Al pasar por entre las columnas poligonales, recubiertas de un sinnúmero de espejos, vio su propio reflejo: se le veía un botón debajo del nudo de la corbata. ¡Bah, de todas formas ya nadie llevaba corbatas así! Una vez en el pasillo se arregló el cuello, cogió el ascensor y subió al piso más alto, a la cubierta de paseo. El ascensor se abrió sin ruido y Pirx dio un suspiro de alivio: no había ni un alma. Una tercera parte de la cúpula del techo, con su acristalado tejado elevándose en arco sobre las filas de tumbonas, estaba descorrida y parecía una negra y gigantesca ventana abierta a las estrellas. Las tumbonas, con un montón de mantas encima, estaban vacías. En una de las últimas había alguien tapado hasta el cuello, el extraño viejo que iba a almorzar una hora antes que todo el mundo y comía solo en la sala vacía, cubriéndose la cara con la servilleta en cuanto sentía la mirada de alguien posarse sobre él.
Se recostó en una de las tumbonas. Las invisibles bocas de los acondicionadores de aire hacían correr por cubierta una brisa intermitente, que parecía soplar directamente de las negras profundidades del cielo. Los constructores empleados por la Transgalactic sabían bien lo que hacían. La tumbona era cómoda, más cómoda incluso que las butacas anatómicas de los pilotos, a pesar de su diseño electrónico. Pirx comenzó a sentir frío. Para eso estaban las mantas. Se envolvió en una como si fuese un edredón.
Alguien se acercaba. Por las escaleras, no por el ascensor. Su vecina del comedor. ¿Cuántos años tendría? Llevaba puesto un vestido completamente diferente. ¿O quizá se trataba de otra mujer? Se instaló tres sillas más allá y abrió un libro. La brisa hacía crujir las hojas. Pirx miró recto hacia adelante. La Cruz del Sur se veía muy bonita, lo mismo que la punta de la Osa Menor, una mancha más clara sobre un fondo negro, cortada por el marco de la ventana. El vuelo duraba siete días. En siete días podían suceder multitud de cosas. Se movió a propósito, haciendo crujir el grueso papel cuidadosamente plegado en cuatro en el bolsillo interior sobre su pecho. Se sentía contento. Al final de su viaje le aguardaba el puesto de segundo navegante. Conocía bien el itinerario: de la Tierra del Norte en avión a Eurasia y a continuación a la India. Entre sus documentos llevaba billetes suficientes para formar un libro pequeño, cada impreso de distinto color y por duplicado, resguardos, talones, todo con adornos dorados de hecho, todo lo que la Transgalactic ofrecía a sus pasajeros goteaba, literalmente, plata y oro. La pasajera de la tercera silla era muy bella. Quizá estuviese sola. ¿Debía intentar entablar conversación? ¿O presentarse, por lo menos? Era una desgracia tener un nombre tan corto; apenas empezaba uno a decirlo, ya se había acabado. Y encima sonaba exactamente igual que iks[1]. Los peores líos le pasaban siempre por teléfono. ¡Venga, atrévete a decide algo! Muy bien, pero, ¿qué?
Se puso nervioso otra vez. Desde Marte el viaje parecía algo completamente distinto. Los armadores de la compañía le habían pagado el vuelo en aquella nave, al parecer porque tenían negocios con la Transgalactic, no precisamente por filantropía. A pesar de sus casi tres mil millones de kilómetros de vuelo, nunca había volado en nada parecido a la Titán. ¡Qué distinta de los cargueros! Una masa de ciento ochenta toneladas en reposo, cuatro reactores principales, una velocidad de crucero de sesenta y cinco kilómetros por segundo, mil doscientos pasajeros en camarotes individuales, dobles o en suites, todos con baño, gravedad estable garantizada a excepción del despegue y el aterrizaje, el máximo confort, la máxima seguridad, una tripulación de cuarenta y dos personas, más doscientas sesenta de servicio. Cerámica, acero, oro, paladio, cromo, níquel, iridio, plástico, mármol de Carrara, roble, caoba, plata, cristal. Dos piscinas, cuatro cines, dieciocho cabinas de comunicación directa con la Tierra, sólo para uso de los pasajeros. Sala de conciertos. Seis cubiertas principales, cuatro de paseo, ascensores automáticos, oficina de reserva de billetes para cualquier nave del sistema, hasta con un año de anticipación. Bares. Casinos. Grandes Almacenes. Un rincón de los artesanos, copia fiel de algún viejo callejón terrestre, con bodegón incluido, farolas de gas, una luna, un muro ciego, gatos paseándose por él. Un invernadero y sólo el diablo sabe qué más. Se hubiera necesitado un mes de viaje para poder recorrerlo todo por lo menos una vez.
La pasajera continuaba leyendo el libro. ¿Qué necesidad tenían las mujeres de teñirse el cabello de aquel color? A un hombre normal le resultaba... Pero a ella le sentaba bien. Pirx pensó que si tuviese en la mano un cigarrillo encendido se le ocurrirían de inmediato las palabras adecuadas. Metió la mano en el bolsillo.
En el instante en que sacaba la pitillera —nunca antes había tenido una, aquélla se la había dado Boman de recuerdo y la llevaba por amistad— ésta se volvió un poco más pesada de lo normal. Sólo una chispa. Pero estaba seguro de ello. ¿Habría aumentado la aceleración?
Aguzó el oído. ¡Ajajá! ¡Efectivamente! Los motores ejercían mayor potencia. Un pasajero corriente no se habría dado cuenta en absoluto, la maquinaria de la Titán estaba separada de la parte habitada de la nave por paneles con cuatro capas de aislante. Eligió una pálida estrella visible en el rincón mismo del marco de la ventana, y la miró fijamente. Si sólo están acelerando, pensó, no se moverá de su sitio. Pero si se mueve lo más mínimo... Se movió. Lentamente, muy lentamente, se estaba deslizando hacia un costado.
La nave está dando la vuelta sobre su eje, pensó.
La Titán volaba por un «túnel cósmico» en cuyo camino no había nada, ni polvo ni meteoritos —nada excepto el vacío—. El piloto de la Titán, cuyo deber era asegurarse de que el gigante tenía vía libre, volaba delante, a una distancia de mil novecientos kilómetros. ¿Para qué? Por razones de seguridad —a pesar de que la Transgalactic tenía asegurada la prioridad absoluta de paso en su sector de la parábola, según un convenio concertado con la Sociedad Unificada de Astronavegación—. Nadie podía meterse en su ruta. Y, desde que miles de sondas no tripuladas patrullaban los sectores transuránicos, la alarma antimeteoritos llegaba ahora con seis horas de anticipación, por lo que las naves eran prácticamente inmunes a cualquier peligro exterior. El Cinturón de Asteroides —esos mil millones de meteoritos que orbitan entre la Tierra y Marte— se mantenía bajo vigilancia especial y los restos de cualquier nave siniestrada pasaban por detrás del plano de la elíptica, en donde el serpenteante Cinturón daba vueltas en círculos alrededor del Sol. El progreso en este sentido, incluso desde los días en que el cadete Pirx volaba en patrulla, eran inmensos.
La Titán no tenía, por tanto, ninguna razón para alterar el curso. No tenía que esquivar ningún obstáculo, porque no los había. Y sin embargo estaba girando. Pirx no necesitaba ya mirar al cielo estrellado, lo sentía en todo su cuerpo. Si hubiese querido, habría podido calcular la trayectoria de la nave, sabiendo como sabía su velocidad, su masa y el ritmo de desplazamiento de las estrellas.
«Algo está pasando —pensó—, pero ¿qué?».
No hubo ningún anuncio a los pasajeros. ¿Estarían ocultando algo? ¿Por qué?
Sabía muy poco sobre las costumbres que regían en las lujosas naves de pasajeros, pero lo bastante para adivinar lo que sucedía en la sala de máquinas y la cabina de mando; si se trataba de una avería, la nave mantendría la velocidad anterior o la reduciría. La Titán no estaba haciendo ninguna de las dos cosas. La maniobra duraba ya cuatro minutos. O sea un giro de casi 45 grados. Curioso.
Las estrellas se inmovilizaron.
Estaban de nuevo en un curso recto, pero el peso de la pitillera que Pirx aún mantenía en la mano siguió aumentando.
Adopción de un curso recto y aumento de velocidad. Aquello lo aclaraba todo. Durante un segundo permaneció sentado e inmóvil, después se levantó, sintiendo el aumento de peso a causa del incremento de gravedad. La pasajera de los ojos grises lo miró.
—¿Sucede algo?
—Nada importante, señora.
—Algo ha cambiado. ¿No lo nota usted?
—No es nada. Hemos aumentado un poco de velocidad —dijo.
Aquí estaba su oportunidad de entablar conversación. La observó con atención, sin que le molestase ya el color de sus cabellos. Era muy hermosa.
Se alejó, sin prisas al principio, pero luego cada vez más rápido. Seguramente ella debió de pensar que estaba loco. A todo lo largo de la cubierta las paredes estaban decoradas con frescos multicolores. Pasó por una puerta con una inscripción que rezaba: «zona prohibida» y siguió por un largo y vacío corredor que brillaba metálicamente a la luz de las lámparas. Una sucesión de puertas numeradas. Siguió adelante, guiándose por el oído. Unos escalones lo llevaron a un rellano y a otra puerta. De acero. «ACCESO PROHIBIDO A TODA PERSONA AJENA AL PERSONAL ESTELAR», se leía en una placa.
¡Ja! ¡Qué nombres se le ocurrían a la Transgalactic! La puerta no tenía picaporte, se abría con una llave especial de la que él no disponía. Se frotó la nariz mientras pensaba furiosamente durante unos segundos.
Toc-Toc-Toc —golpeó. Esperó un momento. La puerta se abrió. Una cara de complexión sanguínea y expresión lúgubre apareció en la abertura.
—¿Qué desea usted?
—Soy piloto de Patrulla —dijo.
La puerta se abrió para permitirle el paso y se encontró en lo que parecía una cabina de mando auxiliar; a lo largo de una pared había una doble hilera de mandos y en la pared opuesta las pantallas de televisión. Frente a los aparatos había varias butacas, todas vacías. Una unidad automática de aspecto achaparrado vigilaba el centelleo de las pantallas. En una estrecha mesita junto a la pared había unos vasos con asas anulares a medio vaciar. En el aire se elevaba el aroma del café recién hecho y un olor que recordaba vagamente al del plástico recalentado, mezclado con un leve rastro de ozono. La otra puerta no estaba cerrada y dejaba oír el ronroneo de las máquinas.
—¿Una llamada de socorro? —le preguntó al individuo que le había abierto.
Era un hombre bastante corpulento, con una leve hinchazón en un lado de la cara, como si le doliese una muela. La banda elástica de los auriculares le partía el cabello. Llevaba el uniforme gris fosforescente de la Transgalactic a medio abrochar, con los faldones de la camisa saliéndosele de los pantalones.
—Sí —y a continuación, tras un momento de vacilación:
—¿De Patrulla dice usted?
—De la Base. Acabo de volver de un viaje de dos años en la Transurano. Soy navegante. Me llamo Pirx.
El otro le tendió la mano.
—Mindell, nucleónico.
Sin decir nada más se dirigieron a la otra habitación. Era una cabina de comunicaciones muy grande. Unas diez personas se apiñaban en torno al transmisor principal. Dos radiotelegrafistas, sentados y con los auriculares en los oídos, escribían sin pausa al ritmo del golpeteo de los aparatos, el zumbido de la corriente y un chirrido continuo procedente del piso de abajo. Las paredes centelleaban con innumerables luces piloto. Parecía el interior de una gran central telefónica. Los telegrafistas, casi tumbados sobre sus tableros, vestían sólo camisa y pantalón y tenían el rostro bañado en sudor; uno estaba muy pálido, el otro, un hombre mayor con una cicatriz en la cabeza, visible al partirle el cabello los cascos, tenía un aspecto más normal. Había dos hombres sentados un poco más lejos. Pirx los miró y reconoció en uno de ellos al Comandante de la nave.
Lo conocía superficialmente. El Comandante de la Titán era de baja estatura, canoso, con una cara pequeña e inexpresiva. Sentado con una pierna cruzada sobre la otra, parecía estar observando la punta de su propio zapato.
Pirx se dirigió silenciosamente a la gente de pie junto a los telegrafistas, se inclinó hacia adelante y comenzó a leer por encima del hombro del de la cicatriz: «... seis dieciocho coma tres, motores al máximo, llegaré a las ocho cero doce, fuera».
El telegrafista cogió un impreso con la mano izquierda y continuó escribiendo sin pausa: «Base Lunar a Albatros 4 Aresluna. Comprueben el grado de contaminación a bordo. Stop. Contesten en morse. Stop. Están fuera del alcance por radio. Stop. ¿Cuántas horas pueden mantener la aceleración de emergencia? Stop. Cambio.»
«Poryw 2 Aresluna a Base Lunar. Me dirijo a toda potencia hacia la Albatros, sector 64. Stop. Tengo el reactor recalentado, pero sigo adelante. Stop. Fuera.»
De repente el otro telegrafista, el más pálido de los dos, emitió un gemido inarticulado y todos se inclinaron a mirar por encima de su hombro. Mindell, el hombre que había dejado entrar a Pirx, entregó los mensajes escritos al Comandante, mientras el otro telegrafista seguía trascribiendo.
«Albatros 4 a todas las naves. Estoy en la zona de la elipse T 341, sector 65. Stop. La brecha del casco continúa abriéndose. Stop. Hay filtraciones en los compartimentos estancos de popa. Stop. Reactor a punto de salirse fuera de control. Stop. Daños múltiples en el tabique principal. Stop. Contaminación de tercer grado y aumentando por la aceleración de emergencia. Stop. Procedo a intentar sellar las filtraciones. Stop. Traslado la tripulación a proa. Fuera.»
Al radiotelegrafista le temblaban las manos mientras escribía. Uno de los que estaban de pie lo agarró por el cuello de la camisa, lo levantó y lo sacó por la puerta. Un momento más tarde regresó y se sentó en su lugar.
—Tiene un hermano a bordo de la Albatros —dijo a modo de explicación, sin dirigirse a nadie en especial. Pirx se inclinó ahora sobre el hombre de mayor edad, que había comenzado de nuevo a escribir:
«Base Lunar a Albatros 4 Aresluna. Van en su ayuda las siguientes naves: Poryw del sector 64, Titán, del sector 67, Balística 8, del sector 44, Kobold 702, del sector 94. Stop. Sellen la fisura del casco. Stop. Pónganse los trajes espaciales. Stop. Indiquen curso actual. Stop.»
El que había sustituido al telegrafista joven exclamó «¡La Albatros!» y todos se inclinaron sobre él. Escribió:
«Albatros 4 a todas las naves. Rumbo incontrolado. Stop. Fisuras en el casco. Stop. Pérdida de aire. Stop. Tripulación con trajes espaciales. Stop. Sala de máquinas inundada de refrigerante, escudos protectores perforados, 63° de temperatura en la cabina de mandos. Stop. Fisura inicial sellada. Stop. Líquido refrigerante hirviendo. Stop. Transmisor principal inundado. Stop. Cambio a conexión por radio. Les estaremos esperando. Fuera.»
Pirx sintió necesidad de encender un cigarrillo. Casi todo el mundo estaba fumando y el humo se elevaba en lívidas volutas hacia arriba antes de ser absorbido por las bocas del sistema de ventilación. Buscó en todos los bolsillos y no pudo encontrarlos. Alguien, no supo quién, le puso en la mano un paquete abierto. Encendió uno. El Comandante habló:
—Señor Mindell—dijo, mordiéndose el labio inferior—, a toda potencia.
Mindell pareció sorprendido de momento, pero no dijo nada.
—¿Damos la alarma? —preguntó el hombre sentado junto al Comandante.
—Sí, yo mismo lo haré. Déme.
Se acercó el brazo del micrófono y comenzó a decir:
—Titán Aresterra a Albatros 4. Nos dirigimos hacia ustedes a toda potencia. Estamos entrando en su sector. Llegaremos dentro de una hora. Traten de escapar por la escotilla de emergencia. Resistan. Resistan. Fuera.
Apartó el micrófono y se puso de pie. Mindell daba órdenes por el intercomunicador situado en la pared opuesta:
—Chicos, dentro de cinco minutos motores al máximo.
—¡Sí, señor! —se oyó la respuesta al otro lado de la línea.
El Comandante salió un momento, pero su voz llegaba desde la otra habitación:
—¡Atención, a todos los pasajeros! ¡Pasajeros! ¡Atención! Esto es un aviso importante. Dentro de cuatro minutos nuestra nave aumentará de velocidad. Hemos recibido una llamada de socorro y nos disponemos a responder con... —Alguien cerró la puerta. Mindell le dio un golpecito en el hombro a Pirx.
—Agárrese a algo. Vamos a ponemos a 2 g o más.
Pirx asintió con la cabeza. Para él 2 g no eran prácticamente nada, pero consideró que no era momento para presumir de su propia resistencia. Obedientemente asió el respaldo de la butaca en la que estaba sentado el radiotelegrafista de más edad. Leyó por encima de su hombro:
«Albatros 4 a Titán. No podremos aguantar una hora a bordo. Stop. Escotilla de emergencia obstruida por las bandas de refuerzo al reventar. Stop. Temperatura en la cabina de mandos 81°. Stop. Trataremos de escapar cortando el blindaje de proa. Fuera.»
Mindell le arrancó la hoja escrita y corrió a la otra habitación. Mientras abría la puerta, el suelo tembló levemente y todos sintieron que sus cuerpos se volvían de repente más pesados.
El Comandante entró, caminando con evidente esfuerzo. Se sentó en su butaca. Alguien le alargó el cable del micrófono. En la otra mano sostenía, arrugado, el último radiograma de la Albatros. Lo desarrugó y lo estuvo mirando durante largo rato.
—Titán Aresterra a Albatros 4 —dijo finalmente—. Estaremos junto a ustedes dentro de cincuenta minutos. Nos aproximaremos por el curso ochenta y cuatro coma quince. Stop. Ochenta y uno coma dos. Stop. Abandonen la nave. Abandonen la nave. Los encontraremos. Resistan. Fuera.
El hombre que había sustituido al telegrafista más joven, ahora él también con la camisa del uniforme desabrochada, se levantó de pronto y le dirigió una mirada urgente al Comandante, que se acercó inmediatamente a él. El radiotelegrafista se quitó los auriculares y se los tendió al Comandante, que se los colocó, mientras el otro hombre regulaba el ruidoso altavoz. Un segundo más tarde se quedaron todos petrificados.
En la cabina había veteranos con muchos años de vuelo, pero ninguno de ellos había escuchado nunca nada semejante. Una voz apenas audible, ahogada por un prolongado crepitar, como si estuviera atrapada tras una pared en llamas, gritaba:
—Albatros... atención a todos los hombres... líquido refrigerante a la cabina de mando... temperatura insoportable... la tripulación luchando hasta el final... adiós... todas las líneas... fuera...
La voz se fue apagando hasta que sólo el rugido de las llamas fue audible. El altavoz se llenó de estática. Era difícil mantenerse en pie y, sin embargo, todos lo hicieron, encorvándose y apoyándose en la pared metálica.
—Balística 8 a Base Lunar —dijo una fuerte voz— me dirijo hacia Albatros 4. Dejen vía libre en el sector 67. Voy a toda potencia, imposible realizar maniobra de desvío. Cambio.
El silencio duró unos cuantos segundos.
—Base Lunar a todas las naves en los sectores 66, 67, 68, 46, 47, 48 y 96. Todos esos sectores quedan cerrados. Todas las naves que no se dirijan a toda potencia hacia la Albatros 4 deben frenar inmediatamente, poner los reactores en punto muerto y encender las luces de posición. ¡Atención Poryw! ¡Atención Titán Aresterra! ¡Atención Balística 8! ¡Atención Kobold 702! Habla Base Lunar. Tienen vía libre hacia la Albatros 4. Detenido todo el tráfico situado dentro del radio del punto de socorro. Tengan cuidado de apagar los frenos una vez establezcan contacto visual con la Albatros. Es posible que la tripulación haya abandonado la nave. ¡Buena Suerte! ¡Buena Suerte! Fuera.
La Poryw fue la primera en responder, en morse. Pirx escuchó con atención los pitidos:
—Poryw Aresterra a todas las naves que se dirigen en ayuda de la Albatros 4. He entrado en su sector, estaré junto a ella dentro de dieciocho minutos. Stop. Tengo el reactor recalentado y la refrigeración dañada. Stop. Necesitaré ayuda médica tras la operación de rescate. Stop. Comienzo maniobra de frenado a toda potencia. Fuera.
—¡Está loco! —exclamó alguien, haciendo que todos los demás, hasta ahora inmóviles como estatuas, se volvieran a buscar con los ojos a quien lo había dicho. Se oyó un corto e irritado murmullo que se apagó rápidamente.
—La Poryw llegará la primera —dijo Mindell, mirando de reojo al Comandante— y ella misma necesitará ayuda dentro de cuarenta minutos...
Se interrumpió al oírse una voz entre los ruidos de estática de los altavoces:
—Poryw Aresterra a todas las naves que se dirigen en ayuda de la Albatros 4. La tengo en pantalla. Va a la deriva en las cercanías de la elipse T 348. La popa es una brasa al rojo vivo. No hay ni rastro de las luces de señales. No contesta a mis llamadas. Freno y comienzo la operación de rescate. Fuera.
En la otra habitación se oyeron unos zumbidos. Mindell y otro hombre más salieron. Pirx sentía los músculos tensos como cables. ¡Dios! ¡Cómo desearía estar allí! Mindell regresó.
—¿Qué pasa ahí? —preguntó el Comandante.
—Los pasajeros preguntan cuándo podrán volver a bailar —respondió Mindell.
Pirx ni siquiera lo escuchó. Siguió mirando con fijeza al altavoz.
—Dentro de poco —contestó el Comandante con voz tranquila y sin inflexión—. Conecten el monitor. Estamos dentro del alcance visual. Dentro de un par de minutos deberíamos verlos. Señor Mindell, dé otro aviso. Frenaremos en superdirecta.
—Sí, señor —contestó Mindell y salió.
El altavoz silbó y se oyó una voz:
—Base Lunar a Titán Aresterra y Kobold 702. ¡Atención! ¡Atención! Balística 8 ha visto un relámpago de un intensidad lumínica de menos cuatro en el centro del sector 65. Ni la Poryw ni la Albatros responden a las llamadas. Por consideración a la seguridad de los pasajeros, se ordena a la Titán Aresterra frenar y ponerse en contacto con la Base inmediatamente. La Balística 8 y la Kobol 702 pueden actuar según su propio criterio. Repito: Se ordena a la Titán Aresterra...
Todos los ojos se volvieron hacia el Comandante.
—Señor Mindell —dijo—. ¿Podemos frenar?
Mindell consultó su reloj de pulsera.
—No, Comandante. Estamos próximos a establecer contacto visual. Necesitaríamos por lo menos 6 g.
—¿Y si cambiamos el curso?
—Aun así necesitaríamos 3 g —dijo Mindell.
—Bueno, entonces está decidido.
El Comandante se levantó, se dirigió al micrófono y habló:
—Titán Aresterra a Base Lunar. Imposible frenar a la velocidad actual. Cambio el curso con maniobra de desvío a media potencia y salgo del curso doscientos dos del sector 65 al 66. Solicito vía libre. Cambio.
—Esperen hasta recibir información —dijo, volviéndose hacia el hombre que estaba sentado junto a él. Mindell gritaba órdenes por el intercomunicador, los timbres sonaban y las luces piloto saltaban en el tablero de mandos. La habitación pareció oscurecerse de repente —un «oscurecimiento» causado por la disminución del flujo de sangre a los ojos debido al aumento de gravedad. Pirx afianzó bien las piernas. Estaban frenando y girando al mismo tiempo. La Titán vibraba débilmente y se oía el prolongado y agudo silbar de los motores.
—¡Siéntense! —gritó el Comandante—. ¡No necesito héroes aquí!
Todo el mundo se sentó, o más bien se dejó caer, en el suelo, cubierto por una gruesa capa de gomaespuma.
—¡Se van a hacer añicos un buen montón de cosas! —gruñó un hombre sentado junto a Pirx.
El Comandante lo escuchó.
—Ya lo pagará la Compañía de Seguros —contestó desde su butaca.
La gravedad era ahora de 3 g o más y Pirx apenas podía tocarse la cara con las manos. Los pasajeros estarían a salvo acostados en sus camarotes. ¡Pero menuda catástrofe en las cocinas y los comedores! ¿Y la palmera? Ningún árbol soportaría aquella gravedad. ¡Y abajo! ¡Un cargamento completo de porcelana rota! ¡El aspecto que tendría todo ahora!
El altavoz anunció:
—Balística 8 a todas las naves. Tengo a la Albatros en pantalla. Está rodeada por una nube. La popa es una brasa. Finalizo la maniobra de frenado y envío un equipo de rescate para buscar supervivientes. La Poryw no contesta a las llamadas. Fuera.
La aceleración disminuyó lentamente. Alguien apareció en la otra puerta, el Comandante dio permiso para que se levantaran y todo el mundo se precipitó a la puerta. Pirx fue el último en entrar en la cabina de mandos principal. Como si de un cine para gigantes se tratara, toda la pared delantera estaba ocupada por una enorme pantalla convexa de 8 por 16 metros. Todas las luces de la cabina de mando estaban apagadas. Contra el negro fondo estrellado del firmamento, en el cuadrante izquierdo, un poco más abajo del eje principal de la Titán, se recortaba la silueta de la Albatros como una delgada rayita incandescente, con la proa convertida en un carbón al rojo vivo, como la brasa de un cigarrillo. Y aquella mota, aquella minúscula línea, formaba el núcleo de una burbuja diáfana y levemente achatada que lanzaba proyecciones semejante a punzantes espinas en todas direcciones —una ampolla nubosa que se disolvía poco a poco, dejando penetrar la luz estelar. De pronto todos se abalanzaron hacia adelante, como si quisieran meterse en la pantalla. Abajo del todo, en el ángulo inferior derecho, un punto luminoso había comenzado a palpitar rápidamente. ¡Era la Poryw!
«r-e-a-c-c-i-ó-n e-n c-a-d-e-n-a i-n-c-o-n-t-r-o-l-a-b-l-e e-n e-l r-e-a-c-t-o-r d-e a-l-b-a-t-r-o-s b-a-j-a-s e-n m-i t-r-i-p-u-l-a-c-i-ó-n s-t-o-p q-u-e-m-a-d-o-s s-t-o-p s-o-l-i-c-i-t-o m-é-d-i-c-o-s s-t-o-p t-r-a-n-s-m-i-s-o-r a-v-e-r-i-a-d-o p-o-r l-a e-x-p-l-o-s-i-ó-n s-t-o-p f-i-s-u-r-a e-n e-l r-e-a-c-t-o-r s-t-o-p l-i-s-t-o-s p-a-r-a e-x-p-u-l-s-a-r e-l r-e-a-c-t-o-r s-i n-o p-o-d-e-m-o-s c-o-n-t-r-o-l-a-r l-a-s f-i-l-t-r-a-c-i-o-n-e-s s-t-o-p», descifró Pirx el acompasado relampagueo del punto luminoso.
La Albatros no era ya visible. Tan sólo una mancha de color amarillo ámbar colgaba aún entre las estrellas, en forma de jirones con aspecto de crines. Cuanto más derivaba hacia el ángulo inferior izquierdo de la pantalla más gigante parecía la Titán en relación con ella, conforme tomaba el nuevo rumbo que la sacaría del sector asolado por la catástrofe. La puerta de la cabina de radio estaba abierta, y por ella se filtraba un rayo de luz que cortaba las penumbras de la cabina de mandos, junto con la voz de la transmisión de radio de la Balística:
—Balística 8 a Base Lunar. He frenado en la zona central del sector 65. La Poryw me indica, mediante señales ópticas, bajas y fisura en el reactor. La tengo localizada a un milipársec por debajo de mí. Señala que se dispone a expulsar el reactor. Respondo a su petición de asistencia médica. Búsqueda de la tripulación de la Albatros dificultada por la contaminación causada por la nube radioactiva de una temperatura en superficie superior a los 1.200 grados. La Titán Aresterra entra ahora en mi campo de visión adelantándome a plena potencia en dirección al sector 65. Espero la llegada de la Kobold 702 para iniciar conjuntamente la misión de rescate. Fuera.
—¡Todos a sus puestos! —gritó una fuerte voz, al tiempo que se encendían las luces de la cabina de mando. Súbitamente todo fue movimiento de nuevo: la gente se apresuraba en varias direcciones a la vez, Mindell daba órdenes de pie delante del tablero de mandos, cierto número de timbres sonaron a la vez... por fin, la sala se quedó vacía, a excepción del Comandante, Mindell y Pirx —y el joven radiotelegrafista, que, de pie en un rincón enfrente de la pantalla, observaba cómo la ampolla de humo se expendía lentamente, difuminándose poco a poco contra el cielo estrellado.
—Ah, es usted —dijo el Comandante, como si viese a Pirx por primera vez y le tendió la mano—. ¿Alguna noticia de la Kobold? —preguntó, por encima del hombro de Pirx, a alguien situado en la puerta de la cabina de radio.
—Sí, señor, está lista para actuar de apoyo.
—Bien.
Permanecieron de pie mirando la pantalla unos momentos más. El último rastro de la enrarecida nube había desaparecido y la pantalla aparecía nuevamente llena de una limpia oscuridad estrellada.
—¿Cree que pueda haber supervivientes? —preguntó Pirx, como si el Comandante de la Titán pudiese saber más que él. Después de todo, se supone que un Comandante debe saberlo todo.
—Se les deben haber atascado las escotillas —contestó éste. Era más de una cabeza más bajo que Pirx, con los cabellos de color plomo; Pirx no recordaba si siempre los había tenido tan grises o si había encanecido de repente.
—¡Mindell! —llamó el Comandante al ver pasar al ingeniero—, comunique a los pasajeros el fin de la emergencia, por favor. Ya pueden volver a bailar.
—¿Conocía usted la Albatros? —preguntó, dirigiéndose al silencioso Pirx.
—No.
—De la Compañía Occidental. Veintitrés mil toneladas... —le interrumpieron—. Bueno, ¿qué pasa?
El radiotelegrafista se acercó y le entregó un impreso escrito, Pirx pudo leer las primeras palabras: «Balística 8 a...» Retrocedió y, cuando vio que estaba estorbando a la gente que pasaba continuamente por la cabina de mando, se pegó a la pared en un rincón. Llegó Mindell corriendo.
—¿Qué tal? —le preguntó Pirx—. ¿Alguna noticia de la Poryw?
Mindell se paró a secarse la sudorosa frente con un pañuelo y Pirx sintió como si lo conociese desde hacía años.
—Casi no la cuentan —jadeó Mindell—. Los alcanzó la onda expansiva y el sistema de refrigeración del reactor se les desprendió a consecuencia de la sacudida, el muy jodido es siempre lo primero que falla. Quemaduras de primer y segundo grado. Los médicos ya están allí.
—¿Los de la Balística?
—Sí.
—¡Comandante! ¡La Base Lunar! —llamó alguien desde la puerta de la cabina de radio, y el Comandante salió de la habitación. Pirx permaneció frente a Mindell, quien se guardó el pañuelo en el bolsillo y se tocó instintivamente la mejilla hinchada.
Pirx podía haber seguido preguntando, pero lo pensó mejor, saludó con la cabeza y se dirigió a la cabina de radio. En el altavoz sonaban diez voces a la vez procedentes de las naves de cinco sectores, todas preguntando por la Albatros y la Poryw. La Base Lunar tuvo por fin que ordenar silencio a todas para poder dedicarse a desenredar el monumental atasco de tráfico provocado por la prohibición de volar en la zona del sector 65. El Comandante estaba sentado junto al radiotelegrafista, escribiendo algo. De pronto el radiotelegrafista se quitó los auriculares y los dejó a un lado, como si hubiesen dejado ya de ser necesarios. Por lo menos, así lo interpretó Pirx. Se acercó a él por detrás, para preguntarle qué había pasado con la tripulación de la Albatros, si habían logrado salir, pero el radio-operador, sintiendo su presencia, levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Sin decir ni una palabra, Pirx salió por la puerta marcada con la inscripción ACCESO RESERVADO AL PERSONAL ESTELAR.
Terminus
Desde la parada había todavía un buen trecho, especialmente para alguien que, como Pirx, llevara una maleta. Sobre los blanquecinos campos fantasmagóricos nacía un brumoso amanecer. Los camiones avanzaban por el asfalto acompañados del chirrido de los neumáticos y precedidos por plateados torbellinos de vapor, encendiendo las rojas luces traseras al tomar la curva. Pasándose la maleta de una mano a otra, Pirx miró al cielo. La niebla debía de estar baja, porque se veían las estrellas. Instintivamente buscó con la mirada la que marcaba el curso a Marte. En ese preciso momento, la gris oscuridad se estremeció y un espectral fuego verde perforó la niebla. Inconscientemente, abrió la boca; el trueno se aproximaba, con la consiguiente ráfaga de aire caliente. El suelo tembló. Durante unos instantes se alzó sobre la planicie un sol verde. La nieve se encendió con un siniestro resplandor hasta los límites del horizonte, las sombras de los postes de la carretera se desplazaron hacia adelante y todo lo que no se había teñido de verde brillante se volvió rojo vivo. Pirx dejó la maleta en el suelo y se restregó las verdosas manos mientras observaba cómo uno de los esbeltos minaretes extrañamente iluminados, que se elevaban en el centro de la hondonada rodeada de colinas como extraños caprichos arquitectónicos, se separaba del suelo y comenzaba a elevarse majestuosamente sobre una columna de fuego. El trueno se convirtió pronto en una fuerza palpable que llenaba por completo la atmósfera; por entre sus entreabiertos dedos, Pirx vio a lo lejos el conglomerado de torres, edificios y cisternas rodeados por una resplandeciente aureola. Los cristales de la torre de control brillaban como si un furioso incendio crepitase tras ellos; los contornos comenzaron a ondear y a doblarse en el aire candente mientras el causante de todo aquel espectáculo desapareció en las alturas con un rugido de triunfo, dejando tras sí un inmenso círculo negro de tierra humeante. Instantes después, la condensación caía en una espesa y cálida lluvia del cielo estrellado.
Pirx cogió la maleta y siguió adelante. Fue como si el despegue de la nave hubiera roto la noche: la claridad lo inundó todo, iluminando la nieve que se derretía en las zanjas y la llanura que surgía de la niebla.
Detrás de las naves, brillantes de humedad, estaban los alargados búnkeres de cemento recubiertos de hierba donde se refugiaba durante el despegue el personal de tierra. La hierba, muerta y empapada de agua, era resbaladiza y resultaba difícil obtener un buen apoyo para los pies, pero Pirx tenía demasiada prisa para molestarse en buscar los escalones del paso más próximo. Comenzó a avanzar a saltos por la pendiente... y pudo contemplarla de lejos por primera vez.
Se erguía sola, alta como una torre, más alta que ninguna otra nave. No se construían naves así desde hacía años. Fue eligiendo el camino con cuidado, evitando los charcos de agua sobre el cemento de la pista, que pronto comenzaron a desaparecer en la zona en que la descarga térmica los había evaporado, hasta que las losas cuadrangulares, secas y ásperas como en verano, resonaron con fuerza bajo sus pies. Cuanto más se aproximaba, más atrás debía echar la cabeza. El blindaje exterior de la nave ofrecía todo el aspecto de haber sido untado con pegamento y restregado más tarde con bayetas llenas de barro. Resultaba obvio que había habido un intento de reforzar el escudo de tungsteno con fibra de amianto; y había buenas razones para ello: el casco de una nave de esa masa se podía hacer jirones —despellejar, literalmente— por el calor generado por la fricción del aire durante la reentrada en la atmósfera. Y no merecía la pena quitarlo entero: la resistencia aerodinámica era tan tremenda que el proceso volvía a repetirse. En cuanto a su estabilidad y maniobrabilidad... bordeaban en lo criminal, un caso para el Tribunal Cósmico.
Aunque la maleta le pesaba cada vez más, Pirx siguió sin apresurarse, sin poder resistir los deseos de examinar minuciosamente la nave desde el exterior. La torre de lanzamiento se dibujaba contra el fondo del cielo como la escala de Jacob; a su alrededor todo mostraba el mismo tono gris mate: el casco de la nave, los vacíos embalajes desparramados por el cemento, las bombonas, los montones de chatarra oxidada, los rollos de tubo de acero... el caos reinante atestiguaba la rapidez con que se había procedido al embarque. Cuando se encontraba ya a veinte pasos de la torre, apoyó la maleta en la pista y miró a su alrededor. La carga ya debía de estar a bordo, pues la enorme grúa se encontraba a escasa distancia del casco de la nave, con los ganchos colgando en el aire. Rodeó el cepo de acero que anclaba la nave —convertida ahora en una gigantesca torre negra recortada contra el rojizo amanecer—, y avanzó hacia la popa. El cemento que rodeaba al cepo había cedido bajo el tremendo peso y las fisuras se extendían desde su centro en todas direcciones.
«Eso les va a costar una pasta», pensó, refiriéndose a los armadores, mientras entraba en el área de sombra bajo la popa. Echando la cabeza hacia atrás todo lo posible, se detuvo bajo la tobera del reactor principal. Los bordes, demasiado altos para poderlos alcanzar, estaban recubiertos de hollín. Olisqueó el aire con suspicacia. Aunque los motores estaban fríos, aún quedaban rastros del ácido y característico hedor de la ionización.
—¡Por aquí! —oyó gritar a alguien por detrás.
Se volvió, pero no vio a nadie. Se oyó de nuevo la misma voz, como si estuviese a tres pasos de distancia.
—¡Eh!, ¿hay alguien ahí? —gritó y su voz resonó huecamente bajo la negra cúpula de la popa, erizada de toberas.
Silencio. Cruzó al otro lado y vio gente trajinando a una distancia de unos trescientos metros, arrastrando una pesada manguera de combustible por el suelo. A excepción de ellos, la pista estaba desierta. Escuchó atentamente durante un momento; le llegó de nuevo, desde arriba, el sonido de unas voces confusas e ininteligibles.
Debían de ser los tubos de escape que actuaban como un reflector de sonido. Regresó a buscar la maleta y se dirigió con ella hasta la torre de lanzamiento.
Subió los seis pisos de escalera sin darse cuenta, con la mente en otra parte, aunque no hubiese sabido decir dónde. La torre terminaba en una plataforma rodeada por una barandilla de aluminio, pero Pirx no se detuvo siquiera a despedirse con la vista de los alrededores. No se le ocurrió. Antes de abrir la escotilla, pasó los dedos por el blindaje. Estaba áspero como una lija o una roca corroída por la erosión.
—Yo me lo he buscado —gruñó. La escotilla se abrió a regañadientes, como si estuviese obstruida por un peñasco. La cámara de presión parecía el interior de un barril de vino. Pasó la mano por los tubos y restregó el polvo entre los dedos: óxido.
Mientras se arqueaba para introducirse por la escotilla interior, notó que la junta de goma estaba remendada. Los pasillos, que se extendían hacia arriba y abajo como túneles verticales, estaban iluminados por lámparas empotradas en las paredes, cuya luz acababa por formar una neblina azulada al converger en el fondo de los mismos. El monótono murmullo de los ventiladores eléctricos y el cliqueteo nasal de una bomba invisible componían el trasfondo sonoro. Se puso derecho. Estaba rodeado por tal masa de cubiertas y blindaje que casi los sentía como una parte de sí mismo, una prolongación de su propio cuerpo. ¡Diecinueve mil toneladas! ¡Por todos los demonios!
No encontró a nadie en el camino hasta la sala de mando. En el corredor reinaba un silencio tan definitivo que pareció que la nave estuviera ya en el espacio. El acolchado de las paredes estaba cubierto de manchas, los cables que servían para apoyarse durante la ausencia de gravedad colgaban flojos y descuidados. Las uniones de las cañerías habían sido cortadas y soldadas tantas decenas de veces que más parecían bulbos carbonizados sacados de las cenizas. Cruzó una rampa, luego otra y llegó a un compartimento hexagonal con redondeadas puertas metálicas en las paredes. Los tiradores eran de hilo de cobre en vez de apertura neumática.
Las pantallas miraban ciegamente, como nubes de cristal. Apretó el teclado; el relé saltó y en la consola de metal algo susurró, pero la pantalla permaneció oscura.
—¿Y ahora qué? —suspiró—. ¿Voy corriendo a quejarme al SPT?
Abrió la escotilla. La cabina de mando se parecía más a un salón del trono que a una sala de control. Se vio a sí mismo reflejado en los cristales de las pantallas muertas: con el sombrero deformado por la lluvia, el abrigo y la maleta, daba la impresión de un pueblerino errante. Los asientos anatómicos de los pilotos, de dimensiones considerables, con el respaldo conservando aún la profunda huella del cuerpo de un hombre, donde era posible hundirse hasta el tronco, estaban situados sobre un estrado. Dejó la maleta en el suelo y se acercó al más próximo, cuya imprecisa sombra se alzaba como el fantasma del último piloto. Golpeó el respaldo y el polvo le cosquilleó en la nariz, haciéndole estornudar una y otra vez; al principio se enfadó, pero por fin terminó riéndose. La gomaespuma de los apoyabrazos estaba picada, los ordenadores eran de un modelo que no había visto en su vida. El diseñador debió de haberse inspirado en un órgano. La consola estaba plagada de indicadores, ningún hombre hubiera podido vigilarlos todos, ni aun disponiendo de cien ojos. Recorrió lentamente la habitación con la vista, inspeccionando la maraña de cables remendados, placas aislantes corroídas, escotillas de emergencia de manejo manual pulidas de tanto uso, el rojo descolorido de los extintores... todo en la nave era viejo, decrépito y polvoriento.
Le dio una patada a los amortiguadores del asiento y el sistema hidráulico comenzó inmediatamente a chorrear.
«Oh, bueno, si otros consiguieron que vuele, yo también lo lograré», pensó. Salió de nuevo al pasillo, pasó por otra escotilla al pasillo exterior y siguió adelante. Detrás del hueco del ascensor notó un trozo de pared más oscuro y abultado. Apoyó la palma de la mano; sus sospechas se confirmaron: un remiendo de cemento. Inspeccionó el resto del pasillo en busca de señales de otras roturas, pero por lo visto toda la sección había sido cambiada. El resto de la pared y el techo estaban como nuevos. Volvió a estudiar el remiendo: en algunos lugares el cemento había fraguado con bultos y a Pirx le pareció distinguir en él el tenue contorno de unas manos, prueba de la terrible prisa con la que se había trabajado. Entró en el ascensor y descendió hasta el reactor, observando por el cristal cómo se iluminaban los números de las cubiertas: 7... 6... 5...
Hacía frío allí abajo. El pasillo describió una curva antes de unirse a otros para convertirse en un largo y estrecho corredor, al fondo del cual se veía ya la puerta de la cámara del reactor. Cuanto más se acercaba, más bajaba la temperatura, transformando su aliento en un vapor blanquecino, iluminado por las polvorientas lámparas. Sacudió la cabeza. ¿Los congeladores? Debían de estar cerca. Aguzó el oído. El revestimiento metálico vibraba de forma débil pero regular. Al pasar bajo el techo, un techo muy inclinado que hacía que sus pasos resonasen, no pudo librarse de la sensación de que estaba bajando al interior de la tierra. La puerta estaba herméticamente cerrada. Tiró del pomo con todas sus fuerzas; no se movió. Estaba a punto de darle una patada cuando se dio cuenta de que tenía un cierre de seguridad que había que quitar primero.
Una segunda puerta, de dos hojas, con un eje vertical, tan maciza como la de la cámara de seguridad de un banco, seguía a la primera. A la altura de los ojos, en los lugares en que la pintura no había terminado de desprenderse del acero, leyó los restos de algunas letras rojas: P... L... GRO.
La puerta daba a otro pasadizo aún más estrecho y casi totalmente a oscuras.
Nada más traspasar el umbral, se oyó un chasquido y se vio cegado por la brillante luz de un letrero que se encendió justo delante de su cara, mostrando el dibujo de una calavera sobre dos tibias cruzadas.
«¡Qué miedo tenían en aquella época!», pensó. Los escalones metálicos retumbaron con el sonido de sus pasos al descender a la cámara. Una vez abajo, tuvo la impresión de hallarse en el foso seco de un castillo: enfrente de él, convexo como las almenas de una fortaleza medieval, estaba el muro protector de color gris y dos pisos de altura del reactor, con la superficie salpicada de marcas amarillo-verdosas, como de viruela: las cicatrices de viejas fugas de radiación. Comenzó a hacer un rápido cálculo, pero lo dejó en cuanto se subió a la plataforma y examinó el reactor desde arriba; en algunos lugares la pared de cemento estaba completamente oculta por las señales de las fugas selladas.
Sostenida por columnas de hierro, la plataforma estaba aislada del resto de la cámara por grandes cristales que formaban una gigantesca caja transparente. Cristal de plomo, probablemente, para disminuir la radiación. Una reliquia de la arquitectura atómica.
Los contadores geiger estaban agrupados debajo de una pequeña bóveda, dispuestos en forma de abanico, apuntando directamente a la panza del reactor. Los indicadores estaban situados en un compartimento aparte y, en ese momento, todos señalaban el cero, menos uno: el indicador de ralentí del reactor.
Pirx se dirigió abajo, se arrodilló y atisbó por el pozo de observación. Los espejos del periscopio estaban manchados de negro por la edad. Demasiada exposición a las radiaciones. ¿Bueno, y qué? Iban a hacer un viaje a Marte, no a Júpiter; con una duración de diez días. Había suficiente combustible para varios viajes. Activó las varillas de cadmio. La aguja tembló y se desplazó con desgana al otro lado de la escala. Comprobó la demora. Estaba justo dentro de los límites permitidos por la SPT; pero por los pelos.
Algo se movió en un rincón. Un par de luces verdes. Las miró con atención y se estremeció cuando vio que se alejaban deslizándose con lentitud. Se acercó. Era un gato. Un gato negro y delgado. Dio un suave maullido y restregó el lomo contra sus piernas. Pirx sonrió y recorrió con la vista la habitación, hasta que sus ojos tropezaron con algo situado en un estante metálico colocado a gran altura: una fila de jaulas. Una mancha blanca se movía velozmente en su interior y de vez en cuando la brillante cuenta negra de un ojo se distinguía entre los barrotes. Ratones blancos. Todavía se usaban en algunas de las naves más antiguas como indicadores de radiactividad vivientes. Se inclinó para acariciar el gato, pero éste se le escapó, se paró en seco y se volvió en dirección a la esquina más oscura y más estrecha de la cámara. Maullando suavemente, arqueó el lomo y se deslizó sobre las patas extendidas hacia un soporte de cemento, más allá del cual había un oscuro pasaje rectangular. Moviendo sin cesar la punta del rabo, que erguía en vertical, el animal avanzó lentamente, casi invisible en la oscuridad. Intrigado, Pirx se agachó para observar mejor. Había una pequeña puerta, entreabierta, en una pared inclinada; algo brillaba en su interior; en un primer momento creyó que era un rollo de tubos de acero. El gato miraba con fijeza, inmóvil y con el pelo erizado; con la enhiesta cola realizaba pequeños movimientos.
—Bueno, ¿y ahora qué? Ahí no hay nada —gruñó Pirx, arrodillándose al mismo tiempo para mirar mejor el oscuro nicho. Había alguien sentado allí dentro; su torso despedía un apagado brillo. El gato, sin dejar de maullar, comenzó a acercarse a la puerta. Los ojos de Pirx se fueron acostumbrando gradualmente a la oscuridad; al poco rato distinguió unas puntiagudas rodillas levantadas y unas espinilleras, hechas de un metal de poco brillo, alrededor de las cuales estaban abrazados un par de brazos segmentados. La cabeza se ocultaba en la sombra.
El gato maulló.
Uno de los brazos crujió, salió y colocó la punta de los dedos de hierro sobre el suelo, formando una rampa por la que el gato ascendió como un relámpago, colocándose sobre el hombro de la agazapada figura.
—Eh, ¡tú! —dijo Pirx, no sabía bien si al gato o a la otra criatura, cuya mano había comenzado a retraerse con lentitud, como si tuviese que vencer una enorme resistencia. Las palabras de Pirx lo inmovilizaron; los dedos de hierro volvieron a caer, golpeando el cemento.
—¿Quién está ahí? —dijo una voz que sonaba como si surgiese de un tubo de hierro—. Aquí Terminus. ¿Quién?
—¿Qué haces aquí? —preguntó Pirx.
—Ter-minus... hace frío... aquí... no veo... —dijo la ronca voz.
—¿Estás al cuidado del reactor? —preguntó Pirx, que estaba comenzando a desesperar de enterarse de algo por el autómata, tan decrépito y herrumbroso como el resto de la nave. Pero algo —los ojos verdes quizá— le hicieron continuar.
—Ter-minus... reac-tor... —balbuceó el robot desde su escondrijo de hormigón— yo... reac-tor... Reac-tor —repitió con una especie de estúpida satisfacción.
—¡Levántate! —gritó Pirx, al no ocurrírsele ninguna otra cosa.
Se oyó un crujido metálico y Pirx dio un paso atrás, observando cómo dos guantes de hierro con los dedos abiertos surgían de la oscuridad y se aferraban a las paredes, comenzando a remolcar el resto del chirriante torso hacia fuera. Pronto surgió a la luz una armadura de metal medio encorvada que comenzó a ponerse derecha en medio de gran cantidad de chirridos y crujidos de las articulaciones. Gotas de un aceite oscuro aparecieron sobre el polvo que cubría las uniones de metal. El robot se balanceaba hacia los costados, más parecido a un caballero con armadura que a un autómata.
—¿Es éste tu puesto? —preguntó Pirx.
Los ojos de cristal del autómata miraron despacio a su alrededor, lo que dio a su plana y metálica cara una expresión de estupidez aún más pronunciada.
—Sellador... preparado... dos, seis... ocho libras... no ve-o... bien... frío.
La voz no le salía de la cabeza, sino del ancho escudo del pecho.
El gato, hecho un ovillo, miraba a Pirx desde lo alto del hombro del robot.
—Se-lla-dor... pre-pa-rado —siguió diciendo Terminus, al tiempo que realizaba una serie de movimientos con los brazos, como si recogiese algo y lo aplicase después a alguna superficie imaginaria situada delante de él; eran los pasos previos a una operación bien conocida por Pirx: el sellado de fugas radiactivas. Cuando el balanceo del oxidado torso ganó en intensidad, el gato bufó y trató de agarrarse con las uñas a la cubierta de metal, perdiendo el equilibrio y cayendo de un salto al suelo con un gruñido de enojo, rozando en su huida las piernas de Pirx. El robot no pareció notarlo. Había dejado de hablar, pero sus brazos repetían una y otra vez los mismos movimientos, como una especie de eco mudo de sus palabras, que se hicieron cada vez más débiles hasta paralizarse por completo.
Pirx contempló la pared del reactor, con la superficie llena de cicatrices fosilizadas y salpicada por las manchas más oscuras de los parches de cemento, y miró de nuevo a Terminus. Debía de ser muy viejo, quizá más viejo incluso que la nave. El hombro derecho no hacía juego con el izquierdo y la cadera y los muslos estaban llenos de huellas de soldaduras, alrededor de las costuras el metal tenía un color de granito a causa del calor aplicado.
—¡Terminus! —gritó, como si se estuviese dirigiendo a un sordo. ¡Vuelve a tu puesto!
—Escucho y obedezco. Terminus.
El robot retrocedió como un cangrejo hacia su escondrijo y comenzó a introducirse en él, acompañado del sonido del metal al chirriar. Pirx buscó al gato con la vista, pero no se le veía por ningún sitio. Volvió arriba, cerrando tras sí la puerta hermética, y fue en el ascensor hasta la cubierta número cuatro, a la cabina de navegación.
La habitación, baja y espaciosa, con las paredes revestidas de madera de roble rojizo y vigas en el techo, se parecía a la cabina de un barco, con ojos de buey enmarcados por aros de cobre por los que se filtraba la luz del día. La decoración náutica había hecho furor cuarenta años atrás, incluso el revestimiento plástico de las paredes era una imitación de los antiguos zócalos de madera. Abrió uno de los ojos de buey y casi se golpea la cabeza contra una pared. La luz del día era también imitada, conseguida a base de lámparas ocultas. Cerró de golpe y se dio la vuelta. Los mapas estelares, de color azul pálido, como las representaciones de los océanos en los atlas terrestres, llegaban desde las mesas cartográficas hasta el suelo; los rincones estaban atestados de rollos de papel vegetal llenos de diagramas de los diferentes cursos; la mesa de dibujo, situada debajo de una lámpara de estudio, tenía la superficie acribillada por los pinchazos de los compases; en un rincón había un escritorio y a su lado un sillón de roble atornillado al suelo, con una articulación esférica debajo del asiento que permitía reclinarlo, y flanqueado a ambos lados por decrépitas librerías empotradas.
Una auténtica Arca de Noé.
Sería por eso por lo que el agente le había dicho, una vez que hubo firmado el contrato: «Se lleva usted una nave histórica».
Pero «vieja» no es lo mismo que «histórica».
Comenzó a abrir uno por uno los cajones del escritorio, hasta que encontró lo que buscaba: el diario de a bordo —un grueso libro con gastadas tapas de cuero y cierres de cobre deslustrado—. Sin atreverse aún a sentarse en el gastado sillón, comenzó a examinarlo de pie. La anotación de la primera página correspondía al vuelo de prueba de la nave, con la fecha y una fotocopia de sus características técnicas. Miró la fecha de nuevo y parpadeó. ¡Él ni siquiera había nacido entonces! Buscó la última anotación, la más importante. Le confirmó lo que el agente le había dicho: desde hacía una semana la nave estaba cargando maquinaria y mercancías diversas para Marte. El despegue, programado en principio para el 28 se había retrasado en varias ocasiones, siendo éste el tercer día de demora. Eso explicaba la prisa; las tarifas por cada día de retraso en un espaciopuerto terrestre eran lo bastante altas para arruinar a un millonario.
Fue hojeando el libro con lentitud, sin leer la desteñida escritura, sólo deteniéndose aquí y allá en algunos datos de navegación, algún curso o alguna cifra —pero de pasada, como si estuviese buscando otra cosa—. Una de las páginas sobresalió de las otras, una encabezada:
«Nave consignada al astillero Ampers-Hart para reparaciones de Primera Categoría».
La fecha era de hacía tres años.
Vamos a ver qué reparaciones hicieron. Por pura curiosidad, empezó a leer la lista de recambios, asombrándose más y más a medida que leía: blindaje de popa, dieciséis secciones de cubierta, abrazaderas del blindaje del reactor, mamparas herméticas...
¿Mamparas herméticas y abrazaderas para el reactor?
Ciertamente, el agente había dicho algo sobre un accidente. ¡Pero menudo accidente! Más bien debía de haber sido un desastre.
Volvió la página para ver si encontraba algo en las anotaciones anteriores:
Puerto de destino: Marte.
Carga: Mercancías diversas.
Tripulación: primer oficial ingeniero Pratt; segundo oficial Wayne; pilotos Potter y Nolan; mecánico Simon...
¿Y el comandante?
Volvió otra página y dio un respingo:
La fecha de la primera singladura de la nave era de... ¡Hacía diecinueve años!
La firma del primer comandante rezaba:
Primer navegante, Momssen.
¡Momssen!
Sintió que lo envolvía una seca oleada de calor.
¡No podía ser! ¡No podía ser el mismo Momssen! Pero... ¡aquello fue en otra nave!
Sin embargo, la fecha coincidía; hacía exactamente diecinueve años que... eh, eh, eh, tranquilo muchacho, tómatelo con calma...
Volvió al diario. Una escritura firme y clara en tinta descolorida. Primer día de viaje. Segundo, tercero... fuga moderada en el reactor: 0,4 roentgen por hora. Fuga sellada. Coordenadas de rumbo... comprobación de curso en relación a las estrellas...
¡Vamos, vamos!
No leía ya, se limitaba a hojear deprisa el contenido de la apretada letra.
¡Allí estaba!
La fecha que había aprendido de niño en la escuela, y debajo de ella: 16,40 horas. Recibida advertencia de la estación Deimos: nube de meteoritos provocada por las perturbaciones de Júpiter sobre las Leónidas acercándose en nuestra dirección. Curso de colisión a 40 kilómetros por segundo. Confirmado O. M. Tripulación en alerta PM. Maniobra de escape a plena potencia en dirección a Delta Orion a pesar de fuga continuada en el reactor de 0,42 roentgen por hora.
Y más abajo, en otra línea:
16,51 horas. Em—
El resto de la página estaba en blanco.
Ni marcas, ni anotaciones, ni manchas de tinta; nada excepto el rasgo vertical final de la letra «m» curvándose hacia abajo, contraviniendo todas las reglas de la buena caligrafía.
Aquel trazo vacilante de varios milímetros de longitud, que rompía la uniformidad de la escritura para vagar sin rumbo por la blanca extensión de papel, lo decía todo: la explosión en el momento del impacto, la descompresión repentina al escapar el aire, los alaridos de los hombres al estallarles los ojos y las gargantas...
Pero la nave de Momssen tenía otro nombre. ¿Cómo se llamaba?
Parecía un sueño: una nave casi tan famosa como la de Colón y no podía recordar el nombre.
¿Cómo demonios se llamaba la última nave de Momssen?
Se dirigió de un salto a la estantería. El grueso tomo del Registro de Naves de Lloyd le saltó sólo a las manos. Empezaba por «C». ¿La Cosmonauta? No. ¿La Cóndor? Tampoco, era un nombre más largo... el título de una obra de teatro... un héroe o un caballero...
Arrojó el tomo sobre el escritorio y observó atentamente las paredes, con los ojos entrecerrados. Había varios instrumentos colgados entre las estanterías y el armario de los mapas: un higrómetro, un contador de radioactividad, un medidor de bióxido de carbono...
Los estudió con atención, dándoles vueltas entre los dedos. Ni una inscripción. De hecho parecían flamantes.
¡Allí, en el rincón!
Atornillado al revestimiento de roble había un cronómetro, claramente visible debido a su brillante esfera. Un modelo bastante pintoresco, una antigüedad, con pequeñas y elegantes incrustaciones de bronce alrededor del dial... Rápidamente desenroscó los tornillos, sacando cuidadosamente la cubierta con los dedos. En el fondo de la dorada placa de bronce apareció grabada la palabra CORIOLANUS. Eso era; ése era el nombre de la nave de Momssen.
Recorrió la cabina con la mirada. ¡Así que fue en aquella habitación, en aquel mismo sillón donde había estado sentado Momssen en los momentos finales!
Abrió el Registro de Lloyds en la «C». CORONA DEL SUR, CORSARIO, CORIOLANUS: nave de la compañía... 19.000 toneladas de masa en reposo... salida de los astilleros en el año... reactor de uranio-agua, tipo... sistema de refrigeración... potencia máxima... asignada a la línea Tierra-Marte; declarada desaparecida tras una colisión con las Leónidas; localizada dieciséis años más tarde por una nave patrulla en el afelion de su órbita... sometida a reparaciones de primera categoría en los astilleros Ampers-Hart... puesta de nuevo en servicio por la Compañía del Sur en la línea Tierra-Marte... licencia como carguero... tarifa del seguro... ajajá... aquí está:... con el nombre de Estrella Azul.
Cerró los ojos. ¡Dios, qué silencioso está esto! Así que eso es: le cambiaron el nombre. Seguro que para no tener problemas para conseguir una tripulación. Eso era lo que quiso decir el agente cuando dijo...
Comenzó a recordar lo que se decía en la Academia cuando era un cadete. Había sido una de las naves patrulla de la Base la que había descubierto los restos... eran los tiempos en que la alarma antimeteoritos siempre sonaba demasiado tarde. El informe de la Comisión había sido breve y conciso: «Circunstancias impredecibles, nadie tuvo la culpa». ¿Y qué fue de la tripulación? Se encontraron indicios que señalaban que no todos habían perecido inmediatamente... que el mismo comandante fue uno de los supervivientes... que éste logró que los hombres, aislados entre sí en los retorcidos restos de la nave y sin esperanzas de salvación, no perdiesen los ánimos y viviesen hasta agotar la última bombona de oxígeno, sin dejar de ser una tripulación hasta el final. Y había habido también algún detalle sensacionalista y macabro, repetido durante semanas en la prensa hasta que fue relegado al olvido por algún otro suceso escandaloso. ¿Qué había sido aquello?
De pronto volvió a encontrarse en la gran sala de conferencias de la Academia, en la que Smiga se afanaba lleno de tiza ante una pizarra cubierta de ecuaciones matemáticas, mientras él, con la cabeza inclinada sobre el abierto cajón del pupitre, leía a escondidas el periódico abierto en el fondo del cajón: «Sólo los muertos sobreviven a la muerte»... ¡Por supuesto! ¡Eso era! Sólo pudo haber un superviviente de la catástrofe, alguien que no necesitaba oxígeno ni comida... ¡El robot! ¡El robot se había pasado dieciséis años enterrado bajo los escombros!
Se puso de pie. Terminus. El único superviviente tenía que ser Terminus a la fuerza. Y pensar que lo tenía allí mismo, a bordo de la nave... Allí estaba su oportunidad...
¿Oportunidad de qué? ¿De interrogar a un idiota mecánico, una máquina programada para sellar fisuras, sorda y ciega a causa de la vejez? ¡Qué tontería! Todo era culpa de la prensa, con su eterno afán de sensacionalismo; ella era la que, en grandes titulares, había convertido al robot en el «testigo misterioso» de la tragedia, interrogado por la Comisión a puerta cerrada. Pirx recordó los torpes balbuceos del robot. ¡Menudo montaje!
Cerró de golpe el diario de a bordo, lo arrojó al cajón y miró el reloj.
Las ocho. Había que darse prisa. Comenzó a recoger los documentos de embarque.
Todo estaba listo para el despegue: escotillas cerradas, inspección sanitaria y portuaria pasada, declaración de aduanas visada, permiso de vuelo concedido... Revisó la declaración de carga y le extrañó que no especificara en qué consistía exactamente el flete. Máquinas, sí, pero, ¿qué tipo de máquinas? ¿Qué tara? ¿Por qué faltaba el diagrama de distribución de la carga y la determinación del peso medio? No había nada salvo el peso total y un croquis esquemático de distribución por compartimentos. En los de popa apenas había 300 toneladas. ¿Por qué? ¿Para que la nave se eleve con menos esfuerzo? ¿Y él se enteraba de una cosa así de casualidad y en el último momento? Siguió rebuscando las carpetas y los ficheros cada vez más deprisa, desparramando papeles en una inútil búsqueda de los datos que necesitaba. Su búsqueda lo distrajo de tal manera que se olvidó por completo de la historia pasada de la nave, hasta el punto de que dio un respingo cuando, al reparar por casualidad en el desmontado cronómetro, la recordó de pronto. Un momento más tarde encontró lo que buscaba, un pequeño trozo de papel en el que constaba que la última bodega —la contigua a la cámara del reactor— contenía cuarenta y ocho cajones de lo que se describió de forma muy general como «alimentos perecederos». ¿Por qué los habían metido entonces en la bodega peor ventilada y que alcanzaba mayor temperatura durante el funcionamiento de los motores? ¿A propósito para que se estropearan o qué?
Se escucharon unos golpes en la puerta.
—Pase —dijo, tratando de meter de cualquier manera los papeles desparramados por el escritorio en las carpetas. Entraron dos hombres, pero no pasaron más allá del umbral. Desde allí se presentaron:
—Boman, ingeniero nuclear.
—Sims, ingeniero eléctrico.
Pirx se puso de pie. Sims era joven, delgado, con un rostro parecido al de una ardilla, ojos inquietos y una tosecilla nerviosa. Una ojeada a Boman bastó para que Pirx reconociera en él a un veterano. Su moreno rostro tenía el característico tono anaranjado producto de la prolongada y repetida exposición a las radiaciones cósmicas. Apenas le llegaba al hombro a Pirx (cuando él empezó a volar, cada kilo de más a bordo contaba). En contraste con su delgadez, su rostro estaba hinchado, abotargado, con profundas bolsas oscuras bajo los ojos —las ojeras típicas de un hombre que ha sufrido los efectos del exceso de gravedad durante muchos años—. El labio inferior no alcanzaba a cubrir los dientes.
«Algún día yo tendré ese mismo aspecto», reflexionó Pirx, mientras se dirigió hacia él con la mano extendida.
El infierno comenzó a las nueve. La pista de lanzamiento era el escenario del caos habitual: naves preparándose para el despegue, altavoces haciendo sonar las sirenas de alarma cada seis minutos, cohetes de advertencia estallando; el ensordecedor estruendo de las naves probando motores; el polvo cayendo en torrentes del cielo después de cada despegue, la torre de control autorizando la salida de la siguiente nave antes de que tuviera tiempo de asentarse; las prisas por ganar un par de minutos extras —una escena completamente normal en cualquier puerto de carga a las horas punta—. La mayoría de las naves iban a Marte, que pedía desesperadamente maquinaria y verduras. La gente llevaba meses enteros sin ver una hortaliza y los solariums hidropónicos apenas habían empezado a construirse.
Mientras tanto, a las naves seguían llegando hasta el último minuto grúas, vigas, fardos de fibra de vidrio, cubas de cemento, petróleo, medicamentos... Cuando sonaba la sirena de alerta, el personal de tierra se refugiaba donde podía —en los búnkeres antirradiación, en camiones provistos de blindaje antiatómico— y estaban de vuelta en el trabajo cuando el hormigón aún no se había terminado de enfriar del todo. A las diez, con el rojizo sol brumoso brillando hinchado sobre el horizonte, las barreras de seguridad de hormigón que dividían los sectores estaban ya resquebrajadas, negras de hollín y carcomidas por el fuego de los reactores. Las fisuras más profundas se rellenaban inmediatamente con cemento de secado rápido, que salía de las mangueras en forma de chorros de barro, mientras el personal antirradiación, con grandes escafandras en la cabeza, saltaba de los camiones para lavar la atmósfera de la lluvia radiactiva a base de chorros de arena a presión. Los pequeños vehículos pintados a cuadros negros y rojos de las patrullas de control iban y venían por todas partes, haciendo sonar sus sirenas; en la torre de control, alguien se desgañitaba ante un megáfono. Los enormes discos de los radares en forma de bumerán escudriñaban el cielo desde lo alto de afiladas torres... En una palabra, un día normal y corriente.
Pirx tuvo que multiplicarse por dos o tres: aceptando un cargamento de carne fresca entregado en el último momento, cargando el agua potable, asistiendo a la inspección del sistema de refrigeración (cuando lo más que pudo lograr fueron cinco grados bajo cero el inspector del SPT meneó la cabeza de un lado a otro, pero finalmente se compadeció y firmó), atendiendo los compresores, que, a pesar de acabar de venir de una puesta a punto completa, empezaban a lagrimear por las válvulas... La voz de Pirx sonaba cada vez más parecida a las trompetas de Jericó. De repente descubrieron que no había suficiente agua de lastre, porque algún idiota había desconectado la válvula antes de que se terminaran de llenar los depósitos inferiores. Había que firmar papeles, hasta cinco al mismo tiempo; Pirx firmaba sin leerlos. A las once, una hora antes del despegue, estalló la bomba.
La torre de control no les daba vía libre. Los reactores de la Estrella Azul eran demasiado viejos y la lluvia radiactiva demasiado peligrosa; deberían haberle puesto un sistema auxiliar de boro-hidrógeno como el que llevaba el Gigante, el carguero que había despegado a las seis... Pirx, ronco de tanto gritar, se lo tomó con calma. ¿Se daba cuenta el Jefe de Tráfico de lo que estaba diciendo? ¿O es que se había fijado ahora en la Estrella Azul por primera vez? Otro retraso más iba a traer disgustos con toda seguridad. ¿Qué? ¿Protección adicional? ¿Qué clase de protección? ¿Sacos de arena? ¿Cuántos? ¿Tres mil? ¡Sin ningún problema! Podía contar con ello, pero él despegaría a su hora. ¿Que los debe pagar la Compañía? Pues que los pague.
Sudaba. Era como si todo conspirara para hacer aún más caótica la situación: el electricista le estaba gritando al mecánico por no comprobar el sistema de emergencia; el segundo piloto había hecho una «escapada» de última hora —cinco minutitos para despedirse de su novia— y no había vuelto todavía. El enfermero había desaparecido. La nave estaba cercada por un ejército de 40 camiones acorazados y hombres con monos negros que, azuzados por las frenéticas señales del semáforo de la torre de control, comenzaron a apilar los sacos de arena alrededor de la nave a toda velocidad. Llegó un radiograma, pero no lo recibió el piloto, sino el electricista, que se olvidó de registrarlo (después de todo no era asunto suyo)... Pirx iba y venía medio atontado, tratando de dar la impresión de que realmente estaba al mando de las cosas... Veinte minutos antes de la hora cero tomó una decisión dramática: ordenó bombear todo el agua de los depósitos de proa a los de popa. Que sea lo que Dios quiera, en el peor de los casos hervirá un poco... ¡Pero lo que sea para lograr mayor estabilidad!
Las once y cuarenta. La hora de probar los motores. A partir de ese momento no se podía volver atrás. Resultó que no todos los de a bordo eran unos inútiles. Boman, por ejemplo, era un tipo de los que a él le gustaban. No se le veía ni se le oía pero todo funcionaba como un reloj: purgado de motores, baja potencia, máxima potencia... Seis minutos antes de la hora cero, cuando recibieron la señal de la torre de control de prepararse para el despegue, ya estaban listos. Se encontraban ya todos sujetos a las butacas reclinables cuando apareció el enfermero, seguido del segundo piloto, Mulat, que regresaba de ver a su novia muy alicaído. El altavoz gruñó, bufó y ladró, hasta que el contador automático alcanzó el cero: despegue. Pirx sabía que una nave de 19.000 toneladas no era precisamente una cáscara de nuez, como las naves patrullas, en las que apenas había sitio para sonreír ampliamente; también sabía que una nave no era una pulga: las naves no partían dando un simple salto en el aire; tenían que ir acelerando gradualmente. Pero nunca se imaginó nada como aquello. El indicador mostraba que los motores estaban a media potencia, el fuselaje vibraba desde la proa hasta la popa como si estuviera a punto de caerse en pedazos. ¡Y todavía no se habían separado de la rampa de lanzamiento! Por unos instantes se preguntó si no se habrían enganchado en algo; a veces ocurren accidentes muy raros. Entonces la aguja comenzó a agitarse. Se elevaron sobre la columna de fuego; la Estrella vibraba; la aguja del gravímetro se volvió loca; con un suspiro, se dejó caer sobre la butaca, relajando los músculos.
A partir de ese momento, no estaba ya en su mano hacer nada. Apenas habían comenzado a ascender cuando les llegó una amonestación por la radio; iban a multar a la Compañía por despegar a plena potencia, estrictamente prohibido por el exceso de radiación que producía. ¿La Compañía? Muy bien, pues que pague. ¡Que se fuera al diablo! Pirx se limitó a sonreír sarcásticamente; ni siquiera intentó discutir la acusación argumentando que había despegado a mitad de potencia. ¿Qué podía hacer? ¿Aterrizar, pedir una audiencia y exigir que se borrase la amonestación de los uranógrafos?
Además, en esos momentos tenía cosas más importantes en la cabeza de qué preocuparse: atravesar la atmósfera, por ejemplo. Nunca en toda su vida había estado en una nave que vibrara tanto. Ahora sabía cómo se debieron de sentir los hombres de la Edad Media cuando iban a la cabeza de un ariete en el asalto a un castillo. La nave entera saltaba, los hombres saltaban dentro de los cinturones, incluso el gravímetro saltaba: unas veces señalaba 3,8, otras 4,9, llegó a alcanzar los 5 y retrocedió rápidamente, como asustado, al 3. ¿Qué demonios estaban quemando los reactores? ¿Fideos? Los motores estaban al máximo. Pirx se apretó el casco con fuerza contra la cabeza, pues era la única forma de poder escuchar al piloto en los auriculares. El ruido era espantoso, pero no se trataba del triunfante rugido balístico —se parecía más a una lucha a vida o muerte contra la gravedad terrestre—. Hubo momentos en que tenía la sensación de que en lugar de estar despegando estaban colgados inmóviles en mitad del cielo, repeliendo al planeta a la fuerza, ¡tan palpables eran los agónicos esfuerzos de la Estrella! Todos los contornos de la nave se volvían imprecisos a causa de la vibración: mamparas, junturas..., en un momento dado Pirx creyó oír el crujido de las costuras al rasgarse, pero sólo fue una ilusión; en aquel infierno no hubiera podido escuchar ni las trompetas del Juicio Final.
El sensor térmico del cono de proa era el único instrumento cuya aguja no vacilaba ni fluctuaba, sino que ascendió inexorablemente hasta las rojas cifras finales: 2.500, 2.800... Sólo quedaban unas cuantas rayas en la esfera cuando Pirx miró en esa dirección. ¡Y ni siquiera habían alcanzado aún la velocidad orbital! ¡Catorce minutos de vuelo y todo lo que habían conseguido eran 6,6 kilómetros por segundo! Durante unos instantes Pirx se vio invadido por un horrible temor, una de esas pesadillas presentes siempre en los sueños de los pilotos: ¿Y si no habían despegado y lo que se veía por las pantallas no eran nubes sino el vapor que brotaba de los tubos de refrigeración reventados? Afortunadamente no era así. No había duda de que estaban volando. El enfermero yacía allí, pálido como una sábana. Menuda ayuda sería en una emergencia, pensó Pirx. Los ingenieros aguantaban mejor el tipo. Boman ni siquiera estaba sudando; estaba echado, con la cara un poco cansada, relajado, poquita cosa, como un niño con los ojos cerrados.
Debajo de las butacas el líquido del sistema de amortiguación hidráulica se había derramado por el suelo; los pistones casi tocaban el fondo, Pirx se preguntó qué sucedería cuando realmente lo tocasen.
Acostumbrado a consolas más modernas, giraba constantemente la cabeza en la dirección errónea cada vez que quería comprobar la aceleración, la refrigeración, la velocidad, el grado de recalentamiento del fuselaje y, lo más importante de todo, su posición relativa a la curva sinérgica.
El piloto, con quien tenía que hablar a gritos por el intercomunicador para hacerse oír, se sentía un poco perdido: había pequeñas variaciones de curso, no muy importantes pero sí lo suficiente para hacer que, al atravesar la atmósfera, uno de los costados de la nave se calentase más que el otro; las colosales tensiones térmicas provocadas por la diferencia de temperatura podían llegar a tener consecuencias fatales. Sólo le consolaba el hecho de que aquella cáscara peluda había resistido ya centenares de despegues; probablemente aguantaría uno más.
La aguja del termo-vapor alcanzó al fin el tope de la escala: 3.500 grados. Diez minutos más a esa temperatura y el fuselaje se haría pedazos, con amianto o sin amianto; el carburo no era indestructible. ¿Qué grosor tenía el blindaje? No había indicador que lo señalase, pero seguro que estaba bien caliente. Él mismo comenzó a sentir calor, pero era sólo su imaginación: el termómetro interior marcaba los mismos 27 grados que había en el momento del despegue. Se encontraban a 60 kilómetros de altura, ya casi habían dejado atrás la atmósfera de la Tierra. Volaban a 7,4 km/seg y había muchas menos turbulencias, pero todavía tenían 3 g. La Estrella se movía como un trozo de plomo. Carecía por completo de la capacidad de acelerar con rapidez, aunque no entendió por qué.
Media hora más tarde se encontraban de camino al Árbitro; una vez que pasaran este último satélite de navegación, comenzarían la maniobra de entrada a la elipse Tierra-Marte. La tripulación estaba empezando a levantarse ya. Boman se masajeó el rostro; también Pirx sentía el suyo hinchado alrededor de la boca, sobre todo el labio inferior. Todos tenían los ojos inyectados en sangre, tos seca y la garganta irritada, pero ésos eran los síntomas normales de la aceleración; normalmente desaparecían sin dejar rastro al cabo de una hora.
El reactor funcionaba, pero eso era todo: no disminuía el rendimiento, pero tampoco aumentaba, como debería haber ocurrido en el vacío. La Estrella parecía desafiar incluso a las leyes de la Física. Volaban a 11 kilómetros por segundo, apenas suficiente para alcanzar la velocidad de escape. Iban a tener que aumentada hasta la velocidad de crucero si no querían tardar meses en llegar a Marte.
Primero tenía que pasar el Árbitro. Como cualquier piloto, Pirx no esperaba de él nada bueno —que le dijeran que la emisión del fuego de los reactores estaba fuera de regla, que le negaran el derecho de paso para dar prioridad a alguien más importante o que las descargas de ionización de las toberas interferían las emisiones de radio—, pero sorprendentemente no sucedió nada. Árbitro los dejó pasar en seguida, enviándoles el tradicional radiograma advirtiéndoles que entraban en el espacio profundo; Pirx les contestó y ahí se terminó el intercambio de cortesías cósmicas.
Tan pronto como se colocaron rumbo a Marte, Pirx ordenó aumentar la aceleración, la gente se levantó, se estiró y comenzó a moverse de un lado a otro. El radiomecánico, que también hacía de cocinero, se fue a la despensa. Todos tenían hambre, especialmente Pirx, que no había tomado nada antes del despegue y había sudado a mares. La temperatura en la cabina de mandos estaba comenzando a subir, conforme pasaba el calor desde el blindaje exterior al interior de la nave. Había también un leve olor en el aire: el del aceite que se había salido del sistema de amortiguación hidráulico y había formado pequeños charcos alrededor de las butacas.
El ingeniero nuclear bajó a la cámara del reactor para comprobar si había escape de neutrones. Observando de vez en cuando las estrellas, Pirx entabló conversación con el electricista; resultó que tenían conocidos comunes. Por primera vez desde que subió a bordo, Pirx comenzó a relajarse, a ver el lado bueno de las cosas. Fuera como fuese, 19.000 toneladas no eran para tomar a broma. Ser el comandante de aquel cascajo no era lo mismo que dirigir un carguero común; era mucho más duro, pero también más prestigioso.
Estaban ya a un millón y medio de kilómetros de Árbitro cuando sufrieron el primer revés a su moral: el almuerzo era incomible. Resultó que el radiomecánico no sabía cocinar. El enfermero fue el que más sufrió de todos, porque ya venía con el estómago malo; justo antes del despegue había comprado varias gallinas y le había dado una al radiomecánico para que se la preparase; el resultado fue un caldo lleno de plumas. El resto de la tripulación tenía filetes; estaban lo bastante duros para pasarse toda una vida masticándolos.
—¿Son de acero? —dijo el segundo piloto, pinchando su carne con tal energía que saltó del plato.
El radiomecánico, indiferente a las bromas, le dijo al enfermero que lo único que había que hacer con el caldo era colarlo. Pirx se sintió en la obligación de intervenir como comandante de la nave, de actuar de mediador y hacer sentir su autoridad, pero la risa se lo impidió.
Después de un almuerzo a base de latas, volvió a la cabina de mando. Ordenó al piloto comprobar la posición respecto a las estrellas, y tras anotar en el diario de a bordo los datos del gravímetro, dio un silbido de asombro cuando vio lo que marcaban los indicadores del reactor: ¡aquello no era un reactor, era un volcán! 800 grados de temperatura en el escudo protector a las cuatro horas de vuelo no eran para tomárselos a broma. La refrigeración rondaba la presión máxima: 20 atmósferas. Bueno, pensó Pirx, probablemente lo peor ya ha pasado.
El aterrizaje en Marte sería pan comido con una atmósfera menos densa que la de la Tierra y menos de la mitad de la gravedad. Pero había que hacer algo con el reactor. Se dirigió al ordenador para calcular el tiempo que tardarían en alcanzar velocidad de crucero al ritmo de aceleración que llevaban. Si no alcanzaban los 80 kilómetros por segundo, acumularían un retraso enorme.
—Setenta y ocho horas —respondió el ordenador.
¡Setenta y ocho horas! Si mantenían el reactor acelerando setenta y ocho horas se haría pedazos, reventaría como un huevo. Tan seguro como que se llamaba Pirx. Decidió que aumentarían la velocidad poco a poco. Habría que alterar un poco el plan de vuelo y apagar el reactor de vez en cuando, lo que significaba falta de gravedad, no muy agradable. Pero no había otro remedio. Le dijo al piloto que no quitara ojo del astrocompás y bajó en el ascensor a la cámara del reactor. Estaba a mitad de camino de un oscuro corredor, a cuyos lados se abrían las puertas de las bodegas, cuando escuchó una serie de golpes huecos —algo así como el ruido producido por una escuadra armada al pasar por una plancha de metal—. Apuró el paso. El gato pasó corriendo como una estela negra entre sus pies, mientras de algún lugar cercano venía el sonido de una puerta al cerrarse. Cuando llegó a la cavernosa entrada del corredor principal reinaba el silencio de nuevo. Delante de él se extendió una desolada extensión de paredes ennegrecidas, iluminadas débilmente por la luz procedente de una solitaria lámpara instalada al final del pasillo, que todavía se balanceaba a consecuencia del portazo.
—¡Terminus! —gritó por las dudas, pero sólo le respondió el eco. Se volvió y siguió el pasillo hasta la cámara del reactor. Boman, que había bajado en el ascensor antes que él, se había ido ya. El aire, seco como el del desierto, le hizo arder los ojos. Por los conductos de ventilación circulaba un viento caliente cuyo murmullo se mezclaba con los ruidos habituales en una sala de calderas. El reactor funcionaba como todos los reactores: en silencio. El ruido provenía del sistema de refrigeración, sobrecargado al máximo —un extraño gemido ululante emitido por los kilómetros y kilómetros de tuberías que hacían circular el líquido helado por las entrañas de cemento del reactor—. Las agujas de los indicadores, tras los cristales en forma de lente, de las bombas estaban uniformemente inclinadas a la derecha. Sobresaliendo del resto, con el dial brillante como la Luna, estaba el más importante de todos: el que medía la densidad del flujo de neutrones. La aguja estaba próxima al rojo, una visión capaz de provocarIe un ataque cardíaco a cualquier inspector del SPT.
La áspera superficie de aspecto rocoso del escudo protector despedía un calor mortífero; la estructura de planchas metálicas de la plataforma vibraba, transmitiéndole a Pirx un desagradable temblor. La luz de las lámparas iluminaba las cubiertas de los conductos de aire con un brillo grasiento; uno de los pilotos blancos parpadeó y se apagó, encendiéndose en su lugar una señal roja de alarma. Se metió debajo de la plataforma para comprobar los interruptores de los mandos, pero Boman se le había adelantado; el reloj del automático estaba ya regulado para interrumpir la reacción en cadena dentro de cuatro horas. No lo tocó, sólo comprobó los contadores geiger. Emitían un apacible tic-tac. El indicador de radiación señalaba una pequeña fuga de 0,3 roentgen por hora. Echó un vistazo al escondrijo del rincón. Estaba vacío.
—Terminus —gritó—. ¡Eh, Terminus!
No hubo respuesta. Los ratones saltaban intranquilos en sus jaulas —de un lado a otro, como manchas blancas— claramente a disgusto en la temperatura casi tropical. Volvió arriba cerrando con llave la puerta tras de sí. Sintió un escalofrío al llegar al aire más frío del pasillo: tenía la camisa empapada de sudor. Sin saber bien por qué, se dirigió en dirección a la popa, a través de una serie de pasillos que se estrechaban cada vez más, conforme se aproximaban a la sección de cola, hasta que se topó con un muro ciego. Lo tocó con la palma de la mano. Estaba caliente. Suspiró, se dio la vuelta, tomó el ascensor hasta la cuarta cubierta y entró en la sala de navegación. El reloj señalaba las nueve cuando acabó de proyectar el curso. Se le había pasado el tiempo volando, pensó, un poco asombrado. Apagó las luces y salió.
Estaba entrando en el ascensor cuando el suelo pareció escapársele de los pies.
El automático había desconectado el reactor a la hora prevista.
En los corredores del centro de la nave, débilmente iluminados por las lámparas de noche, se oía el acompasado murmullo de los ventiladores. Las luces de las lejanas lámparas brillaban incandescentes en las corrientes de aire. Usando la puerta del ascensor como un trampolín, se impulsó hacia adelante por el corredor, como si nadase. La sección lateral estaba aún más oscura; en la azulada semipenumbra pasaba las puertas de los compartimentos en los que aún no había estado. Las desembocaduras de las salidas de emergencia, señaladas con luces color rubí, parecían negros embudos. Con un movimiento fluido y somnoliento, se desplazó ingrávido por debajo del abovedado techo, precedido por su no hollada sombra, internándose cada vez más lejos, hasta que llegó, a través de una puerta entreabierta, al antiguo comedor. Debajo de él, con la superficie iluminada por un haz de luz, estaba una larga mesa flanqueada por butacas. Permaneció suspendido sobre los muebles como un submarinista explorando el interior de un barco hundido. Las lámparas producían juegos de luz y sombra al reflejarse en los paneles de las paredes, antes de dispersarse en una lluvia de chispazos azules. El comedor daba a otra habitación, aún más oscura.
A pesar de que sus ojos estaban ya acostumbrados a la oscuridad, tuvo que avanzar a ciegas, palpándolo todo. Las puntas de sus dedos tocaron una superficie flexible, no sabía si el techo o el suelo. La empujó para alejarse, se dio la vuelta como un nadador y siguió deslizándose en silencio. Una fila de objetos blancos de forma simétrica relució en la aterciopelada penumbra. Su lisa superficie estaba fría al tacto: eran los lavabos. El más próximo a él estaba cubierto de manchas oscuras. ¿Sangre? Alargó la mano con cautela: era grasa.
Había aún una tercera puerta. La abrió y, mientras flotaba suspendido oblicuamente en el espacio, un fantasmal cortejo de libros y papeles pasó volando por delante de su cara, desapareciendo después con un leve susurro. Se impulsó de nuevo, esta vez con los pies, y salió por una puerta abierta al pasillo, seguido de una nube de polvo, que lo rodeaba en lugar de posarse en el suelo siguiéndole como un largo y rojizo velo. La hilera de luces nocturnas brillaba serena, inundando la cubierta con un resplandor acuoso y azulado. Se impulsó hasta una cuerda colgada del techo; cuando soltaba los nudos comenzaban a serpentear perezosamente como despertados por el contacto.
Levantó la cabeza. En algún lugar cercano se oían unos golpes sordos, como los de un martillo golpeando sobre metal. Nadó en dirección a los ecos, que lo mismo subían de volumen que se apagaban; en el camino advirtió de pronto unos herrumbrados rieles incrustados en el suelo —usados sin duda en otros tiempos para transportar la carga en vagones a las bodegas—. Pronto avanzaba a tal velocidad que sentía el aire azotarle la cara. Los golpes sonaban cada vez más fuertes. Vio una cañería que describió un ángulo al salir del siguiente corredor y continuaba pegada al techo. Un trozo de cañería antigua, de una pulgada de grosor. La tocó: estaba vibrando. Los golpes sonaban en grupos de dos o tres. Y de repente se dio cuenta. Era alfabeto Morse.
—A-t-e-n-c-i-o-n.
La serie se repitió de nuevo:
—A-t-e-n-c-i-o-n.
Y de nuevo.
—A-t-e-n-c-i-o-n.
Tres golpes.
—E-s-t-o-y a-t-r-a-p-a-d-o —resonó la cañería. Guiado por la fuerza de la costumbre, Pirx fue juntando mentalmente las letras, sílaba por sílaba.
—H-i-e-l-o e-n t-o-d-a-s p-a-r-t-e-s.
—¿Hielo? —se asombró, totalmente desconcertado. ¿Qué hielo? ¿Qué significaba aquello? ¿Quién demonios...
—R-e-a-c-t-o-r f-i-s-u-r-a-d-o —resonó la tubería. La rodeó con la mano. ¿Quién estaba transmitiendo? ¿Y de dónde procedía la transmisión? Trató de adivinar qué trayecto seguía la cañería. Parecía una de esas instalaciones de emergencia obsoletas, con ramificaciones desde la popa hacia todas las cubiertas. Quizá alguien estuviera practicando el morse... no, eso era una tontería... ¿Sería el piloto desde la sala de control?
—C-o-n-t-e-s-t-a P-r-a-t-t c-o-n-t-e-s-t-a.
Una pausa.
Pirx contuvo la respiración. La mención del nombre había sido como un puñetazo en el estómago. Durante un segundo miró la cañería con los ojos muy abiertos, y de pronto saltó hacia delante. Eso es —ése era el nombre del segundo piloto, pensó mientras llegaba al recodo, tomaba impulso y se deslizaba hacia la cabina de mandos a toda velocidad, oyendo cómo la cañería seguía sonando por encima de él:
—W-a-y-n-e a-q-u-i S-i-m-o-n.
El sonido se alejó. Durante un momento perdió de vista la tubería, la localizó de nuevo en donde se ramificaba hacia un pasillo lateral y se lanzó tras ella, rebotando en la pared a consecuencia del impulso que llevaba; a través de la nube de polvo distinguió un retorcido muñón de metal tapado con un tapón oxidado. La cañería se cortaba allí, así que no venía de la cabina de mandos, sino de la sección de popa... Pero... pero allí no había nadie...
—P-r-a-t-t e-n l-a s-e-x-t-a b-o-d-e-g-a —resonó la tubería.
Pirx permaneció colgado del techo como un murciélago, aferrado a la tubería y sintiendo las vibraciones resonar en su cabeza. Después de una corta pausa los golpes comenzaron de nuevo:
—S-u b-o-m-b-o-n-a s-o-l-o t-i-e-n-e t-r-e-i-n-t-a m-e-n-o-s...
Tres golpes.
—M-o-m-s-s-e-n c-o-n-t-e-s-t-a.
Una pausa.
Miró a su alrededor. Todo estaba en silencio excepto por el débil murmullo de uno de los ventiladores; la corriente de aire fresco empujaba las partículas de basura hasta el techo, donde, a la luz de la lámpara, adquirían el aspecto de grandes y deformes mariposas nocturnas. De repente volvieron a sonar los golpes, rápidos y secos:
—P-r-a-t-t P-r-a-t-t M-o-m-s-s-e-n n-o c-o-n-t-e-s-t-a o-x-i-g-e-n-o e-n l-a n-u-m-e-r-o s-i-e-t-e p-u-e-d-e-s p-a-s-a-r c-a-m-b-i-o.
Una pausa. La iluminación siguió igual; el polvo y las partículas en suspensión continuaron sus lentas piruetas. Pirx sintió deseos de soltar la tubería, pero algo se lo impidió. Esperó. La tubería comenzó de nuevo a resonar:
—S-i-m-o-n a M-o-m-s-s-e-n P-r-a-t-t e-n l-a s-e-x-t-a c-u-b-i-e-r-t-a c-o-n l-a u-l-t-i-m-a b-o-t-e-l-l-a d-e o-x-i-g-e-n-o M-o-m-s-s-e-n r-e-s-p-o-n-d-e M-o-m-s-s-e-n...
Esta última secuencia había sonado fuerte e intensa, haciendo vibrar la cañería un rato después de apagarse. Una pausa, una docena de golpes incomprensibles y la serie comenzó de nuevo:
—R-e-c-i-b-o c-o-n d-i-f-i-c-u-l-t-a-d r-e-c-i-b-o c-o-n d-i-f-i-c-u-l-t-a-d.
Silencio.
—P-r-a-t-t r-e-s-p-o-n-d-e P-r-a-t-t c-a-m-b-i-o.
Silencio.
La tubería apenas temblaba. Los golpes siguientes llegaron en débiles intervalos, como si procedieran de muy lejos: tres rayas, tres puntos, tres rayas. SOS.
El sonido llegaba cada vez más débil. Dos rayas más... luego una... luego un estertor, como si alguien arañara o raspara el metal, audible sólo por el absoluto silencio reinante.
Pirx avanzó siguiendo la tubería, nadando con la cabeza por delante, girando cuando ésta giraba, subiendo, bajando, mientras el aire le azotaba la cara al pasar. Un pozo abierto. Una rampa. Las paredes se estrechaban cada vez más. Las bodegas. La número uno, la número dos, la número tres. Estaba tan oscuro que apenas veía.
Siguió la cañería con los dedos para no perderla, llenándoselos de un polvo negro y seco, y se encontró en otra parte de la nave, carente de techo y suelo, el hueco que quedaba entre el casco y las bodegas. Las hinchadas siluetas de los tanques de reserva se elevaban amenazadores entre las costillas del armazón, iluminadas tan sólo de vez en cuando por un rayo de luz, que revelaba las partículas de polvo en suspensión. En un momento dado, Pirx miró hacia arriba y vio, a través del negro agujero, una doble fila de lámparas con las bombillas llenas del mismo polvo castaño-rojizo que le seguía a él, como una nube de humo de un invisible incendio. El aire era húmedo y sofocante, impregnado de olor a metal fundido. Se deslizaba entre las costillas del armazón débilmente iluminadas, cuando comenzó de nuevo el golpeteo:
—P-r-a-t-t r-e-s-p-o-n-d-e P-r-a-t-t r-e-s-p-o-n-d-e...
La cañería se bifurcaba de repente. Apretó con las manos cada uno de los ramales, para ver de dónde procedió el sonido, pero no pudo distinguir la dirección. Se decidió por el de la izquierda. Había una escotilla. Un túnel negro como la pez se estrechaba cada vez más. Al final se veía una luz redonda. Salió a un espacio abierto. La antecámara del reactor.
—A-q-u-i W-a-y-n-e P-r-a-t-t n-o c-o-n-t-e-s-t-a —resonó la tubería en el momento en que él abría la puerta. Una bocanada de aire caliente le golpeó el rostro. Los compresores aullaban. El cálido viento le despeinó los cabellos. Desde la plataforma veía en perspectiva la pared de cemento del reactor, los indicadores luminosos, las señales de alerta parpadeando como rojas gotas.
—S-i-m-o-n a W-a-y-n-e o-i-g-o a M-o-m-s-s-e-n d-e-b-a-j-o d-e m-i —reverberó la tubería a corta distancia con golpes como de martillos. En el punto en que bajaba describiendo un arco por la pared para unirse al conducto principal se hallaba el robot, de pie con las piernas abiertas. Con rápidos movimientos de los brazos, como si se hallara en algún imaginario combate de boxeo, estaba echando cemento a manos llenas a la pared, alisándolo, distribuyéndolo, moldeándolo antes de pasar a la siguiente sección. Pirx escuchó con atención la cadencia producida por sus brazos, semejantes a pistones:
—M-o-m-s-s-e-n a-i-s-l-a-d-o P-r-a-t-t p-i-e-r-d-e o-x-í-g-e-n-o...
Terminus se inmovilizó con los brazos levantados frente a su sombra casi humana. La cuadrada cabeza giró a izquierda y derecha. Estaba buscando la siguiente juntura. Se inclinó, cogió el cemento con sus manos dobladas como palas, tomó impulso y el rítmico resonar de sus golpes volvió a reverberar en la tubería:
—N-o c-o-n-t-e-s-t-a n-o c-o-n-t-e-s-t-a...
Pirx pasó las piernas por encima de la barandilla y flotó hacia abajo.
—¡Terminus! —gritó, antes incluso de tocar el suelo con los pies.
—Escucho y obedezco —llegó inmediatamente la respuesta del robot. Su ojo izquierdo se desvió para enfocar al hombre, mientras el derecho giraba en su órbita siguiendo las manos que continuaban golpeando y aplicando cemento:
—C-o-n-t-e-s-t-a P-r-a-t-t c-o-n-t-e-s-t-a c-a-m-b-i-o,
—¡Terminus! —gritó Pirx—. ¿Qué estás haciendo?
—Fuga en el reactor. Cuatro décimas de roentgen por hora. Reparo la fuga —respondió el robot con su sorda voz de bajo, mientras sus manos seguían golpeando.
—A-q-u-i W-a-y-n-e M-o-m-s-s-e-n r-e-s-p-o-n-d-e M-o-m-s-s-e-n...
—¡Terminus! —gritó Pirx una vez más, mirando alternativamente el bizqueante rostro del robot y el movimiento de los guantes de acero.
—Escucho y obedezco —respondió el robot con la misma voz monótona.
—¿Qué estás transmitiendo en Morse?
—Estoy sellando la fisura —contestó la voz de bajo.
—S-i-m-o-n a W-a-y-n-e o P-o-t-t-e-r P-r-a-t-t s-i-n o-x-i-g-e-n-o M-o-m-s-s-e-n n-o c-o-n-t-e-s-t-a... siguió resonando el metal bajo los incesantes golpes. Si la viscosa masa de cemento comenzaba a resbalar, los metálicos guantes de Terminus estaban ya allí para recogerla, levantarla, amoldarla de nuevo a la superficie cilíndrica. Durante un instante permanecieron inmóviles en el aire; luego el robot volvió a inclinarse, cogió una nueva porción de cemento e inició un nuevo alud de violentos golpes:
—M-o-m-s-s-e-n r-e-s-p-o-n-d-e M-o-m-s-s-e-n r-e-s-p-o-n-d-e M-o-m-s-s-e-n r-e-s-p-o-n-d-e M-o-m-s-s-e-n... el compás aceleró la cadencia hasta alcanzar un ritmo frenético. La tubería vibraba y gemía bajo la implacable granizada de golpes como un grito interminable.
—¡Terminus! ¡Detente! —Pirx se lanzó hacia adelante, intentó sujetar las aceitosas muñecas del robot, pero se le resbalaron. Terminus se inmovilizó de repente, no se oía nada salvo el ronroneo de las bombas tras la pared de hormigón. Delante de Pirx se erguía el metálico cuerpo, bañado en el aceite que fluía de las piernas semejantes a postes. Dio un paso atrás.
—Terminus —dijo en voz baja—. ¿Qué...
Se interrumpió al oír el espantoso chirrido de metal contra metal: el robot estaba frotándose las manos, tratando de limpiarse los restos de cemento seco. En vez de caer al suelo, las escamas de cemento se elevaron en el aire, dispersándose como nubes de humo.
—¿Qué... has estado haciendo? —preguntó Pirx.
—Estoy sellando la fuga. Cuatro décimas de roentgen por hora. ¿Puedo continuar?
—Estabas transmitiendo en morse.
—En morse —repitió el robot como un eco— no comprendo... ¿Puedo continuar?
—Continúa... —murmuró Pirx, observando cómo se enderezaban las grandes manos metálicas—, sí, continúa...
Esperó. Terminus, olvidándose por completo de él, recogió el cemento con la mano izquierda, lo aplicó sobre el escudo y en tres certeros movimientos lo aplastó, lo alisó y lo amoldó. A continuación elevó la mano derecha y la tubería respondió con un redoble:
—P-r-a-t-t a-t-r-a-p-a-d-o e-n l-a s-e-x-t-a M-o-m-s-s-e-n c-o-n-t-e-s-t-a...
—¿Dónde está Pratt? —estalló Pirx en un grito estridente.
Terminus, con los brazos convertidos en relámpagos por la iluminación, respondió en seguida, «no lo sé», al mismo tiempo que comenzaba a golpear de nuevo con tanta rapidez que Pirx apenas lo entendió:
—P-r-a-t-t n-o c-o-n-t-e-s-t-a...
Y entonces sucedió algo sorprendente. Sobre la serie golpeada por el guante derecho se superpuso otra, mucho más débil, golpeada con los dedos de la mano izquierda; las señales se mezclaron, y durante unos segundos la tubería vibró al compás del doble martilleo, incomprensible excepto por una última frase decreciente:
—M-a-n-o-s h-e-l-a-d-a-s i-m-p-o-s-i-b-l-...
«Terminus», dijo Pirx con los labios solamente, retrocediendo lentamente hacia los escalones de hierro. El robot no lo escuchó. Su torso, reluciente de aceite, se sacudió al ritmo que imprimía al trabajo. Pirx no necesitó escuchar las señales para saber lo que decía: podía leerlas en los movimientos de los brazos y el juego de luces sobre la armadura de metal.
—M-o-m-s-s-e-n r-e-s-p-o-n-d-e...
Estaba tumbado en la cama de espaldas, despierto. La oscuridad bullía de titilantes reflejos, producto de su propia visión. Sí, Pratt debió de haber estado en la sección de cola de la nave y se quedó sin oxígeno. Wayne y Simon no podían ayudado. ¿Y Momssen, por qué no había contestado? ¿Estaría ya muerto? No, Simon dijo que lo oía. En cuyo caso debía de estar bastante cerca, del otro lado de la pared. Lo que significaría que había aire en el compartimento de Momssen. Si no Simon no hubiera oído nada. ¿Qué sería lo que oyó? ¿Pasos? ¿Por qué estaban llamándole precisamente a él? ¿Y por qué no contestaba Momssen?
Las voces de la agonía reducida a un montón de puntos y rayas... Terminus. ¿Pero cómo? Un momento... Lo habían encontrado debajo del reactor destruido; y seguro que estaba en el lugar en que la cañería salía al exterior... desde allí, cubierto de escombros, recibió todos los mensajes en morse... durante cuánto tiempo... con unas buenas reservas de aire, meses enteros... y lo mismo respecto a la comida... así que el robot estaba atrapado bajo los escombros... ¡Un momento! Si no había gravedad, no podía haber nada que lo inmovilizara... sí, quizá el frío. Los robots no pueden funcionar a temperaturas muy bajas. El aceite se congela en las articulaciones. El líquido hidráulico se hiela y hace estallar los conductos. Lo único que funciona es el cerebro metálico. El cerebro de Terminus debió de recibir y grabar las señales, conservándolas en sus bobinas de memoria tan frescas como si hubieran sucedido ayer. Y no se daba cuenta de que éstas estaban regulando el ritmo de su trabajo. ¿O estaría mintiendo? No, los robots no mienten.
El cansancio invadió sus sentidos como un agua negra. Tal vez no era lícito por su parte escuchar aquellas conversaciones. Había en ello algo obsceno, el asistir como espectador a la agonía de otra persona en sus más horribles detalles, analizando cada señal, cada petición de oxígeno, cada grito de socorro... era inmoral si no se podía hacer nada por ayudar...
El sueño lo vencía con rapidez, volviendo incoherente sus pensamientos... pero sus labios siguieron repitiendo de forma inaudible, como si protestasen: «No... no... no...».
Después ya no hubo nada.
Se despertó sobresaltado en la oscuridad. Intentó sentarse en la cama pero la manta se lo impidió; desabrochó a tientas los cinturones que la sujetaban y encendió la luz.
Los motores estaban funcionando. Se echó el abrigo por los hombros y efectuó varias flexiones de rodillas para calcular el grado de aceleración. Pesaba sus buenos 100 kilos, así que calculó que debían ir a 1,5 g. La nave estaba dando la vuelta; percibía perfectamente las vibraciones. Los armarios empotrados resonaban ominosamente, una de las puertas se abrió con un violento crujido; todos los objetos que no estaban asegurados —ropa, zapatos— comenzaron a deslizarse casi imperceptiblemente hacia la popa, como animados por una secreta conspiración.
Fue hasta la caja del intercomunicador, abrió la pequeña puertecilla y habló por el aparato, que recordaba un poco a los viejos teléfonos.
—¡Cabina de mando! —gritó ante el receptor, haciendo una mueca de dolor al oír el sonido de su propia voz. Le dolía enormemente la cabeza—. Aquí el comandante. ¿Qué pasa?
—Estamos corrigiendo el curso. Nos habíamos desviado un poco —contestó la lejana voz del piloto.
—¿Cuánto?
—Sei... unos siete segundos.
—¿Temperatura del reactor?
—Seiscientos veinte grados en el escudo protector.
—¿Y las bodegas?
—Cincuenta y dos grados en las de babor, cuarenta y siete en la proa, veintinueve y cincuenta en las de popa.
—Déme de nuevo la desviación, Munro.
—Siete segundos.
—Ya —dijo, y dejó caer de golpe el receptor. El piloto estaba mintiendo descaradamente. No se necesitaba tanta aceleración para hacer una corrección de siete segundos. Probablemente estaría más próxima a un par de grados.
Las bodegas se estaban calentando demasiado. ¿Qué era lo que tenía almacenado en las de popa? ¿Alimentos? Se sentó ante el escritorio.
«Estrella Azul Tierra-Marte a Compo Tierra. Comandante a armador. Recalentamiento en bodegas por exceso de temperatura en el reactor. Stop. Carga en peligro. Stop. Falta la relación de la mercancía de popa. Stop. Solicito instrucciones. Stop. Navegante Pirx. Fuera.»
Estaba aún escribiendo cuando se apagaron los motores, eliminando todo vestigio de gravedad; el resultado fue que salió catapultado hacia arriba cuando presionó el lápiz. Rebotó con impaciencia en el techo, se sentó de nuevo en la butaca y releyó el mensaje.
Tras reflexionar unos instantes, rompió en pedazos el radiograma y metió los trozos en el cajón. No sentía sueño ya, pero le seguía doliendo la cabeza. Decidió no vestirse, pues se convertía en un proceso bastante complicado con la falta de gravedad, un auténtico ejercicio gimnástico, en el que había que pelearse con las distintas prendas, así que salió de la cabina vestido como estaba, con el abrigo sobre el pijama.
La azulada iluminación nocturna disimulaba el deplorable estado del revestimiento. Los conductos de ventilación más cercanos —abiertos como negras bocas en las paredes— succionaban las partículas de polvo que vagaban por los pasillos. La nave entera estaba inmersa en un silencio profundo. Suspendido prácticamente inmóvil encima de su propia sombra, cuya oblicua proyección era claramente visible en las paredes, cerró los ojos. A veces ocurría que la gente se quedaba dormida en aquella posición, lo cual resultaba muy peligroso, puesto que la más mínima aceleración de los motores —para prepararse para una maniobra, por ejemplo— podía lanzarle a uno contra el suelo o el techo.
Al poco tiempo no percibía ya ningún sonido —ni los ventiladores, ni los latidos de su propio corazón—. El silencio nocturno a bordo de una nave espacial era completamente distinto a cualquier otro silencio que hubiera experimentado nunca. El silencio terrestre tiene sus límites, se puede sentir su carácter transitorio y finito. Incluso cuando se encuentra uno en medio de las dunas lunares lleva consigo su propio, pequeño silencio; atrapado dentro del traje, magnifica cada crujido de las correas, cada chasquido de las articulaciones, cada latido del pulso —incluso la respiración misma—. Sólo en una nave espacial durante la noche es posible sumergirse en un silencio negro y glacial.
Se acercó el reloj a los ojos; eran casi las tres.
«Como esto dure mucho, no lo aguantaré», pensó. Tomó impulso desde una partición convexa y, extendiendo los brazos como un pájaro extiende las alas para frenar en vuelo, aterrizó en el umbral del camarote. Y entonces lo oyó: un sonido apenas audible que parecía resonar desde el interior de un objeto de hierro:
Bang-bang-bang.
Tres golpes.
Soltando una maldición, cerró la puerta de golpe y se quitó el abrigo lanzándolo descuidadamente al aire, donde comenzó a flotar hacia arriba. Apagó la luz, se acostó y escondió la cabeza bajo la almohada.
—¡Loco! ¡Maldito loco de hierro! —repitió apretando los párpados, sacudido por una ira que incluso a él mismo le resultaba difícil de entender. Pronto le dominó el cansancio; ni siquiera se dio cuenta de cuándo se había vuelto a quedar dormido.
Eran casi las siete cuando abrió los ojos. Todavía medio dormido, levantó la mano: se quedó donde estaba. No había gravedad. Se vistió y salió. Mientras se dirigió a la cabina de mando, mantuvo instintivamente los oídos atentos. Todo estaba en silencio. Se detuvo ante la puerta. La penumbra reinante en el interior de la cabina estaba bañada por la verdosa luminosidad, casi acuosa, de las pantallas de radar. El piloto fumaba recostado en su butaca. Las planas volutas de humo permanecían suspendidas sobre las pantallas, reflejando la luz verde.
De algún lugar llegaban los apagados ecos de música terrestre, punteada por descargas de estática. Pirx se sentó detrás del piloto; ni siquiera le apeteció comprobar las mediciones gravimétricas.
—¿Cuánto falta para conectar de nuevo los motores? —preguntó Pirx.
El piloto comprendió el porqué de su pregunta.
—A las ocho. Pero si desea darse un baño puedo conectados ya, comandante.
—No... mejor atenerse al horario —murmuró Pirx.
El silencio que siguió sólo se vio interrumpido por el persistente murmullo de la música en los altavoces, repitiendo sin cesar la misma melodía sin sentido.
Pirx sintió sueño de nuevo. Logró sacudirse la somnolencia varias veces, y despertarse del todo durante unos instantes, pero en seguida caía de nuevo en la modorra. De la oscuridad surgían grandes ojos verdes de gato que, en el momento en que parpadeaba, se transformaban en las luminosas esferas de los indicadores. Siguió así, adormilándose y despertándose, hasta que el altavoz comenzó a sonar.
—Aquí Deimos. Son las siete y treinta. Permanezcan atentos al parte diario de meteoritos para la zona interior. Se ha detectado una turbulencia frontal provocada por la influencia gravitatoria de Marte en las Dracónidas, vista por última vez saliendo del Cinturón de Van Allen. Se espera que en las próximas veinticuatro horas barra los sectores 83, 84 y 87. La estación de meteoritos de Marte estima el tamaño de la nube en 400.000 kilómetros cúbicos. Los mencionados sectores quedan cerrados al tráfico hasta nueva orden. Estén atentos a la composición de la nube, transmitida por las sondas balísticas de Phobos. De acuerdo con las últimas informaciones, la nube está compuesta por micrometeoritos de clase X, XY, Z...
—Puff, menos mal que no nos afecta —suspiró el piloto— acabo de desayunar y no me hubiera hecho ninguna gracia tener que conectar los motores.
—¿Qué velocidad llevamos?
—Más de 50.
—¿Sí? No está mal —gruñó Pirx. Antes de irse al comedor, comprobó el curso, hizo una lectura de los uranógrafos y comprobó el nivel de radiación —permanecía igual. Los otros dos oficiales estaban ya allí. Pirx esperaba que de un momento a otro alguien hiciese alguna alusión al alboroto nocturno, pero la conversación giró todo el tiempo en torno al próximo sorteo de la lotería; Sims, el más entusiasta de los dos, no paraba de soltar nombres de conocidos y amigos a los que les había tocado el gordo.
Después del desayuno, Pirx se dirigió a la sala de navegación para calcular la distancia que habían cubierto. De repente clavó el compás en el tablero, tiró del cajón y extrajo el diario de a bordo, comprobando los nombres de los tripulantes del último viaje de la Coriolanus:
«Oficiales: Pratt y Wayne.
Pilotos: Noan y Potter.
Mecánico: Simon...»
Observó con obstinación la vigorosa escritura del comandante. Por fin arrojó de nuevo el diario en el cajón, terminó de calcular el curso de la nave y se dirigió a la cabina de mando con los calcos en la mano. Tardó media hora en calcular la hora exacta de llegada a Marte. En el camino de vuelta echó un vistazo al comedor a través del cristal de la puerta. Los dos oficiales jugaban al ajedrez y el enfermero estaba sentado frente al televisor con un calentador eléctrico sobre el abdomen. Pirx se encerró en su camarote, hojeó los radiogramas que le había dado el piloto y, antes de darse cuenta, estaba dando cabezadas.
En una o dos ocasiones le pareció oír entre sueños el ruido de los motores, trató de despertarse y, en vez de hacerlo, soñó que iba a la cabina de mandos y la encontraba vacía, y que entonces se dirigió a la sección de popa, recorriendo los oscuros pasillos en busca de uno de la tripulación... Se despertó sentado ante su escritorio, bañado en sudor —cabreado pensando en la noche que le esperaba después de haber estado todas aquellas horas durmiendo.
Cuando el piloto conectó los motores por la tarde, aprovechó para darse un baño caliente. Sintiéndose mucho mejor, se dirigió al comedor, se tomó un café y telefoneó arriba para preguntar por la temperatura del reactor. Andaba ya cercana a los mil grados, pero por algún motivo no se decidía a traspasar la raya de peligro. Alrededor de las diez lo llamaron desde la cabina de mando: una nave que pasaba solicitaba asistencia médica —para tratar un caso de apendicitis aguda—. Pirx estaba dudando si mandar o no al enfermero cuando un crucero comunicó por la radio que estaba dispuesto a pararse y facilitar ayuda.
Así transcurrió un día relativamente rutinario y sin incidentes. A las once en punto se desconectaron las luces blancas —excepto las de la sala de control y la cámara del reactor— y se encendieron las luces azules nocturnas. Sólo quedó una luz en el comedor, sobre el tablero de ajedrez, donde Sims permaneció jugando él solo hasta medianoche. Pirx bajó a comprobar la temperatura de las bodegas y se encontró con Boman, que venía del reactor. El ingeniero estaba de un humor excelente: la fuga permanecía estable y el sistema de refrigeración funcionaba bien.
Boman dio las buenas noches y se alejó, dejando a Pirx solo en el vacío y frío corredor. La corriente de aire soplaba en dirección a la popa, agitando débilmente las telas de araña adheridas a los conductos de ventilación.
El pasillo que separaba las dos bodegas principales era alto y cavernoso, como la nave de una iglesia. Pirx anduvo de un lado a otro durante un rato, hasta que unos minutos después de la medianoche los motores se apagaron.
En seguida comenzaron a surgir una gran variedad de sonidos de las distintas partes de la nave, apagados y agudos. Liberados por la falta de gravedad, los objetos que no estaban sujetos a algo comenzaron a desplazarse y a chocar contra las paredes, el techo, las cubiertas; el eco de esos sonidos, distintos y variados, confería a la nave una extraña animación. Durante un rato permanecieron suspendidos en el aire antes de dar paso al silencio, un silencio agudizado por el monótono ronroneo de los ventiladores.
Pirx se acordó de pronto que había un cajón del escritorio de la cabina de mandos que necesitaba un arreglo, así que se dispuso a ir en busca de un buen formón.
Un estrecho y largo pasillo que corría entre las bodegas de babor y un conducto para cables le condujo hasta el taller de herramientas; el lugar, ya de por sí sucio en condiciones normales, estaba materialmente inundado de polvo que se negaba a asentarse, así que cuando consiguió salir estaba ya medio asfixiado.
Estaba ya cerca del centro de la nave cuando sonaron pasos en el corredor. ¿Pasos? ¿Sin gravedad? Sólo podía tratarse del robot. El sonido de ventosas magnéticas adhiriéndose al suelo confirmó sus suposiciones. Pirx esperó hasta que una oscura figura se recortó contra las lejanas luces. Terminus avanzaba con un balanceo inseguro, agitando los brazos para mantener el equilibrio.
—¡Eh, Terminus! —lo llamó, saliendo de las sombras.
—Escucho y obedezco.
La pesada figura se detuvo, haciendo que la parte superior del cuerpo se fuera hacia adelante por la fuerza de la inercia, volviendo luego lentamente a ponerse recta.
—¿Qué haces aquí?
—Los ratones —resonó la voz desde el escudo pectoral, dando la impresión de que procedía de algún ser encerrado en el mismo—, los ratones están inquietos. No pueden dormir. Intranquilos. Tienen sed. Si tienen sed hay que darles agua. Los ratones beben mucho cuando la temperatura es alta...
—¿Y qué piensas hacer?
El robot se balanceó.
—La temperatura es alta. Debo moverme. Siempre me muevo cuando la temperatura es alta. Agua para los ratones. Si la beben y se duermen, bien. Mala cosa cuando temperatura es alta. Estoy de servicio. Debo volver. Agua a los ratones...
—¿Le llevas agua a los ratones? —preguntó Pirx.
—Sí. Terminus.
—¿Dónde consigues el agua?
El robot repitió dos veces las palabras «alta temperatura»; luego, como si realmente hubiera un ser humano dirigiéndolo desde dentro, levantó ambos brazos en un gesto de sorpresa, a un tiempo abrupto y patético, pasó una mano y luego la otra por delante de las lentes que giraban en las órbitas, semejantes a cuencas, y miró fijamente las metálicas palmas de sus manos.
—No hay agua. Terminus.
—Bueno, entonces, ¿dónde está el agua? —le urgió Pirx, elevando la vista para mirar al altísimo robot. Tras unos cuantos sonidos incomprensibles, éste dijo inesperadamente con su voz de bajo:
—Lo... olvidé.
Lo dijo en un tono tan desvalido que Pirx estuvo punto de perder la compostura.
Lo observó durante un rato, mientras se balanceaba delante de él.
—¿Lo olvidaste? Vuelve al reactor, ¿me oyes?
—Escucho y obedezco.
Haciendo sonar una vez más sus articulaciones, dio media vuelta y comenzó a alejarse con los mismos andares rígidos y casi seniles, empequeñeciéndose en la distancia por el corredor. Tropezó en una de las rampas, movió los brazos como remos, recuperó el equilibrio y desapareció en el siguiente pasillo. Durante unos momentos las paredes resonaron con el eco de su marcha. Pirx se dirigió ya de regreso a su camarote cuando cambió de repente de opinión y se deslizó sin hacer ruido hasta el sexto pozo de ventilación. Estaba absolutamente prohibido usar los pozos para ir de un sitio a otro de la nave, incluso si los motores estaban desconectados, pero Pirx pasó los pies por encima de la barandilla y en diez segundos había cubierto la distancia de siete pisos que separaba la popa del centro de la nave. No entró en la cámara del reactor, sin embargo, sino que se dirigió a una trampilla situada a media altura en la pared. Descorrió el pasador y la abrió. La mirilla, rectangular, con cristales de plomo y marco de acero, formaba la pared trasera de la jaula de los ratones, para poder observarlos sin tener que entrar en la cámara. La jaula estaba vacía, pero a través de la malla de alambre veía el centro de la cámara, donde el robot, reflejando las luces de arriba, con el cuerpo reluciente de agua, estaba suspendido casi horizontal, moviendo los brazos como si fueran aspas. Los ratones blancos correteaban por el metálico cuerpo; deslizándose temerosamente por los hombros y el escudo del pecho, se apiñaban sobre el segmentado estómago, en cuyas cavidades el agua se había acumulado en gruesas gotas, las lamían, saltaban y ejecutaban extrañas piruetas en el aire. Terminus se afanaba por atrapados, pero los ratones se le escabullían entre los dedos metálicos, trazando complicadas figuras en el aire con las colas. Era un cuadro tan cómico que Pirx sintió deseos de reír. En sus esfuerzos por atrapar a los ratones y meterlos en la jaula, Terminus se situó directamente delante de la mirada de Pirx, pero no lo vio. Cuando logró atrapar a los dos o tres ratoncitos que todavía volaban en el aire, cerró la jaula y desapareció de la vista de Pirx, dejando tan sólo su inmensa sombra cayendo sobre la unión de la cañería principal, en la pared de cemento del reactor.
Pirx cerró despacio la mirilla, volvió al camarote, se desvistió y se acostó, pero no pudo dormirse. Abrió las memorias del astronavegante Irving y leyó hasta que comenzaron a arderle los ojos. Sintiendo la cabeza mareada, pero todavía sin sueño, pensó con desesperación en el número de horas que le separaban aún del día, y, echándose encima un abrigo, salió.
Oyó los pasos en el cruce del pasillo principal con el exterior. Acercó la cabeza a la abertura del pozo de ventilación. El sonido, deformado por los ecos del pozo de hierro, procedía de abajo. Se impulsó con las manos y se dirigió con los pies por delante hasta el pozo vertical más cercano, por el que llegó en un momento a la popa. Los resonantes pasos se oyeron más fuertes y luego se debilitaron; aguzó el oído: volvían a sonar con renovada fuerza. El robot estaba regresando. Pirx lo esperó suspendido a la altura del techo, considerable en aquel tramo del corredor. La cubierta resonaba con el metálico sonido de las pisadas. El sonido se apagó; estaba comenzando a perder la paciencia cuando los pasos se reanudaron y una larga sombra se proyectó en la entrada; tras ella apareció Terminus. Pasó tan cerca de Pirx que éste oyó los latidos de su corazón hidráulico. Unos cuantos pasos más allá se detuvo y emitió un agudo silbido. A continuación se inclinó un par de veces a izquierda y derecha, como si estuviese saludando a las paredes, y siguió andando. Se detuvo de nuevo en la oscura entrada de un corredor lateral, echó un vistazo y volvió a silbar. Pirx, rozando el techo con las puntas de los dedos, se deslizó tras la pesada figura.
—Psssss... Psssss —le llegó cada vez más nítidamente.
Terminus se detuvo aún una vez más, frente al siguiente pozo de ventilación, e intentó introducir la cabeza por la rejilla, sin lograrlo; siseó, se enderezó con lentitud y prosiguió su bamboleante camino. Pirx ya había tenido suficiente.
—¡Terminus! —gritó.
El robot se detuvo a medio agacharse.
—Escucho y obedezco —contestó.
—¿Qué estás haciendo ahora? —le espetó Pirx, mirando fijamente la deforme máscara de metal, demasiado inexpresiva para parecer una auténtica cara.
—El gato... busco al gato —respondió Terminus.
—¡¿Qué?!
Terminus se enderezó cuan largo era, con los brazos colgando inertes a los costados, como olvidados. Fue un movimiento lento y ascendente, acompañado del débil crujir de las articulaciones, tan lento que llegaba a resultar amenazante.
—Busco al gato —repitió.
—¿Al gato? ¿Para qué?
Terminus quedó silencioso por unos instantes, inmóvil como una estatua de metal.
—No lo sé —dijo al fin en voz baja. Pirx quedó momentáneamente desconcertado.
El muerto silencio, la pobre iluminación y los herrumbrosos raíles que entraban y salían de las cerradas escotillas contribuían a que el corredor pareciera el interior de una mina abandonada.
—Esto tiene que terminarse —dijo por último—. Regresa al reactor y no salgas de allí. ¿Me oyes?
—Escucho y obedezco.
Terminus dio media vuelta y salió. Pirx se quedó solo. La corriente de aire lo empujaba milímetro a milímetro hacia la abierta boca del ventilador; colgado entre el suelo y el techo, permaneció aún unos instantes más, y luego se dio impulso con los pies contra la pared para dirigirse al ascensor. Subió, pasando en su camino las bostezantes aberturas de los pozos, en las que resonaban, como el tic-tac de un enorme reloj, los pasos del robot, cada vez más débiles y lejanos.
En los días que siguieron Pirx tuvo que dedicar toda su atención a problemas matemáticos. Con cada nueva conexión el reactor se calentaba más y rendía menos. Boman supuso que los reflectores de neutrones estaría prácticamente gastados, una suposición corroborada por el aumento lento pero inexorable de pérdidas radioactivas. A base de complicados cálculos, el ingeniero estaba tratando de compensar los períodos de conexión y reposo; cuando el reactor estaba desconectado, hacía circular el helado líquido del circuito de refrigeración por las bodegas de babor y de popa, donde reinaba una temperatura casi tropical. Equilibrar estos extremos exigía paciencia; ambos pasaron muchas horas delante del ordenador buscando la mejor solución, mediante el método de prueba y error. Como resultado, recorrieron cuarenta y tres millones de kilómetros con un retraso insignificante.
En el quinto día de viaje, y a pesar de los pesimistas augurios de Boman, alcanzaron el techo de velocidad necesario. Desconectaron el reactor para que se enfriase antes de descargar y Pirx dio un discreto suspiro de alivio. Comandar un viejo carguero como la Estrella Azul era una tarea agotadora, que dejaba muy poco tiempo para dedicarse a admirar las estrellas. Afortunadamente no le importaban las estrellas lo más mínimo, ni tampoco el rojo disco de Marte, semejante a una moneda de cobre; le bastaba con los mapas del curso.
A última hora de la tarde del último día de viaje, cuando la oscuridad, aliviada tan sólo de trecho en trecho por las azuladas luces nocturnas, parecía agrandar las cubiertas, se acordó de repente de que debía inspeccionar las bodegas.
Abandonó el comedor, donde Sims y Boman estaban echando su diaria partida de ajedrez, y bajó en el ascensor hasta la popa. Desde su último encuentro no había vuelto a ver ni oír a Terminus. Sólo advirtió que el gato había desaparecido sin dejar rastro, corno si jamás hubiera estado en la nave.
En el centro de la nave, el pasillo débilmente iluminado susurraba con el continuo flujo del aire. Abrió la puerta de la primera bodega y las luces se encendieron bajo una gruesa capa de polvo. La recorrió de un extremo a otro. Un estrecho pasillo separaba dos hileras de fardos, apilados unos sobre otros hasta la altura del techo. Comprobó la tensión de los cables de acero que sujetaban las pirámides de carga a la cubierta. La corriente de aire producida al abrirse la puerta comenzó a succionar la suciedad de los oscuros rincones, haciendo flotar el serrín y las pelusas, que se balancearon débilmente arriba y abajo, como las lentejas de agua en la corriente.
Estaba ya de vuelta en el corredor cuando oyó los sonidos, lentos y acompasados:
—A-t-e-n-c-i-o-n...
Tres golpes.
Pirx flotó a la deriva durante un momento en la corriente de aire, que lo empujaba suavemente hacia arriba. No podía dejar de escuchar aunque quisiese. Había dos series de sonidos. Las señales eran cada vez más débiles, como si estuviesen moderando la potencia de los golpes para ahorrar fuerzas. Unas veces sonaban más rápidos y otras más lentos, y una de las series se equivocaba a menudo, como si el que golpease olvidara el alfabeto morse. A veces había largos intervalos de silencio y a veces comenzaban a transmitir al mismo tiempo. El negro corredor, pobremente iluminado, parecía no tener fin, como si el viento que soplaba por él procediese del vacío cósmico.
—S-i-m-o-n l-o o-y-e-s...
—N-o n-o l-o o-i-g-o...
Pirx se separó violentamente de la pared y con las piernas encogidas salió despedido como una piedra por los pasillos, cada uno peor iluminado que el anterior. Cuando se iba aproximando a la popa la reconoció por la creciente acumulación de polvo rojo alrededor de las lámparas. Las pesadas puertas de la cámara del reactor no estaban cerradas. Miró dentro.
Hacía frío. Los compresores, desconectados ya para la noche, estaban silenciosos. Sólo las tuberías enterradas en el muro de hormigón emitían de vez en cuando un extraño sonido, casi como una balbuceante voz humana, cuando las burbujas de gas impedían el flujo del líquido congelante.
Terminus, cubierto de arriba abajo de cemento, estaba trabajando. Un ventilador chirriaba incesantemente sobre su cabeza, que rotaba de un lado a otro con la regularidad de un péndulo. Agarrándose a la barandilla con una mano, Pirx se deslizó escalera abajo sin tocar los escalones. Los guantes de hierro del robot apenas se oían, amortiguados por una capa de cemento fresco recién aplicada:
—N-o l-o o-i-g-o c-a-m-b-i-o...
Ya fuera por casualidad o por orden de la misma fuente que dictaba las transmisiones en morse, lo cierto era que los golpes sonaban cada vez más débiles. Pirx se detuvo cerca del robot. Los superpuestos segmentos del estómago, al inclinarse, parecían el abdomen de un insecto. Las luces se reflejaban en miniatura en las lentes de cristal de los ojos. La frialdad de su mirada hizo que Pirx sintiera hasta qué punto estaba solo en la vacía cámara, con sus escarpadas paredes de hormigón. Terminus era una máquina, sólo una máquina, capaz de transmitir una serie de sonidos pregrabados, nada más.
—S-i-m-o-n r-e-s-p-o-n-d-e... —pudo descifrar con dificultad, tan débiles y erráticas eran ahora las señales. Sobre el atareado robot había un trozo de cañería de aproximadamente medio metro. Pirx alargó la mano y lo cogió. Cuando estaba afianzando el agarre, golpeó con los nudillos de los dedos el metal. Terminus se inmovilizó instantáneamente, interrumpiéndose en mitad de la frase que estaba transmitiendo. Dejándose llevar de un impulso repentino, antes de que le diera tiempo a reflexionar sobre lo insensato de su acción, en un loco afán por inmiscuirse en una conversación que perteneció al pasado, Pirx golpeó con rapidez el siguiente mensaje:
—P-o-r q-u-e M-o-m-s-s-e-n n-o r-e-s-p-o-n-d-e c-a-m-b-i-o...
Casi en el mismo instante en que golpeó la tubería, Terminus respondió con una serie de golpes propios. Las dos series se superpusieron durante unos instantes y de pronto, como si el robot hubiera reconocido su pregunta, se paró, aguardó hasta que Pirx dejó de golpear y, unos momentos más tarde, comenzó a aplicar cemento a la fisura:
—P-o-r-q-u-e t-i-e-n-e...
Una pausa; Terminus se agachó para recoger más cemento. ¿Qué había querido decir con eso? ¿Sería el comienzo de una respuesta? Pirx contuvo la respiración. El robot se enderezó y comenzó a bombardear el escudo con cemento, con tal fuerza y rapidez que los resonantes golpes parecieron fundirse en una sola emisión:
—¿E-r-e-s t-u S-i-m-o-n?...
—A-q-u-i S-i-m-o-n... N-o s-o-y y-o... ¿Q-u-i-e-n h-a-b-l-a-b-a?...
Pirx agachó la cabeza. Era una auténtica granizada de golpes.
—¿Q-u-i-e-n h-a-b-l-a q-u-i-e-n h-a-b-l-a i-d-e-n-t-i-f-i-q-u-e-s-e i-d-e-n-t-i-f-i-q-u-e-s-e... S-i-m-o-n a-q-u-i W-a-y-n-e r-e-s-p-o-n-d-e...
—¡Terminus! —gritó Pirx—. ¡Detente! ¡Detente!
El golpeteo se detuvo. Terminus se irguió. Todo su cuerpo temblaba —los brazos, los hombros, las manos... el robot sufrió un ataque de hipo metálico, sus articulaciones se movían con espasmódicas sacudidas que componían un mensaje:
—¿Q-u-i-e-n h-a-b-l-a q-u-i-e-n h-a-b-l-a...
—¡Detente! —gritó Pirx de nuevo. Lo veía de perfil: la espalda se estremecía y la luz reflejada por la armadura de metal repetía los sonidos como señales luminosas:
—¿Q-u-i-e-n...
Como si una tormenta hubiese pasado a través de su cuerpo, el robot se paró, agotado. Elevándose sobre el suelo, Pirx chocó contra el trozo de tubería horizontal y se quedó allí colgado, como atrapado en la muerta quietud. Pero observándolo con atención, percibió las milimétricas contracciones de las inertes manos:
—¿Q-u-i-...
Sin saber cómo, se encontró de pronto en el pasillo. Los ventiladores ronroneaban con suavidad. Nadó en una fresca brisa procedente de las cubiertas superiores. Los luminosos círculos de las luces le rozaban la cara cada vez que pasaba por delante de una de las lámparas.
La puerta de la cabina no estaba del todo cerrada, la luz del escritorio aún estaba encendida. Delgados planos de luz en forma de cuñas llegaban hasta la base de las paredes, el techo estaba en la oscuridad.
¿Quién llamaba? ¿Simon? ¿O Wayne? No, ¡imposible! ¡Llevaban diecinueve años muertos!
Entonces, ¿quién podía ser? ¿Terminus? Pero sólo era un robot, útil para reparar fisuras. Sabía muy bien lo que encontraría si intentara hurgar en su cerebro: un galimatías de roentgens, pérdidas y remiendos. No sabía nada de nada, y ni siquiera sospechaba que su trabajo se convertía en los ecos de una agonía fantasmal.
Una cosa era segura: ese registro, si es que era un registro, no estaba muerto. Quienquiera que fuesen aquellos hombres —aquellas voces, aquellos golpes— se podía hablar con ellos. Sólo había que tener el valor para hacerlo...
Se dio impulso en el techo y nadó tranquilamente hasta la pared opuesta. ¡Maldita sea! ¡Tenía deseos de caminar, caminar con pasos violentos, sentir su propio peso, poder dar un puñetazo en la mesa! Aquel estado, aparentemente tan cómodo, en el que los objetos, e incluso el propio cuerpo, se convertían en sombras inmateriales, acababa por sentirse como una pesadilla. Todo lo que tocaba se le escapaba flotando —inseguro, incorpóreo, como un hinchado vacío, una apariencia, un sueño...
¿Un sueño?
Un momento. Cuando se sueña con alguien y se le hace una pregunta, no se sabe la respuesta hasta que no sale de su boca, y sin embargo ese alguien no es más que un producto del cerebro, una breve extensión del mismo. Sucede todos los días, o más bien todas las noches; durante el sueño, la personalidad se divide y engendra pseudopersonalidades, que pueden ser inventadas o tomadas de la vida real. ¿Acaso no soñamos a veces con los muertos? ¿No mantenemos conversaciones con ellos?
Ellos estaban muertos.
¿Significaba eso acaso que Terminus estaba...
Sumido en estos pensamientos, fue de un lado a otro de la cabina, rebotando sin rumbo fijo en las paredes, hasta que se encontró flotando delante de la puerta. Sujetándose en el borde, observó el oscuro tramo de corredor, las luces perdiéndose en la oscuridad...
¿Debía volver?
¿Volver y preguntar?
Debía de tratarse de algún mecanismo físico —pensó— pero mucho más complicado que una simple grabadora. Un robot no es un aparato para grabar sonidos, ¡qué demonios! Así que debía estar equipado con algo más, algún tipo especial de grabadora dotada de cierta autonomía, cierta variabilidad... capaz de ser interrogado, de arrojar alguna luz sobre los destinos de aquellos hombres —Simon, Potter, Nolan— y el silencio de Momssen, aquel aterrador, incomprensible silencio del comandante...
¿Qué otra explicación cabía?
Ninguna.
Sabía que no podía haberla, pero a pesar de ello no conseguía moverse del lugar, como si estuviese esperando alguna otra explicación...
¿Qué era Terminus, al fin y al cabo? Una caja de metal animada eléctricamente. ¡Nada vivo hubiera podido sobrevivir en el interior de una nave destrozada! ¿Y qué podía hacer entonces? ¿Golpear unas cuantas preguntas delante de los ojos de cristal de Terminus? Pero aquellos hombres en vez de disponerse a relatar sus historias comenzarían a gritar pidiendo auxilio, suplicando por una botella de oxígeno... ¿Y qué iba a decides? ¿Que no existían? ¿Que eran sólo «pseudopersonalidades», fragmentos aislados de un cerebro electrónico —una ilusión, un ataque de hipo? ¿Que su terror era sólo una imitación del terror, que su agonía, repetida noche tras noche, tenía el mismo significado que un disco rayado? Recordaba la respuesta que había provocado su pregunta —aquel repentino estallido de señales y aquel grito, lleno de sorpresa y esperanzas renovadas, y aquella súplica frenética, urgente, incesante: «¿Quién habla? Responde. ¿Quién habla?».
Aún podía oírla retumbándole en los oídos, palpitándole en las puntas de los dedos: la furia y la desesperación de aquellos golpes.
¿Que no existían? Pero entonces, ¿quién lo llamaba? ¿Quién gritaba pidiendo auxilio? Sí, seguro que los expertos le encontrarían alguna explicación, le echarían la culpa a alguna descarga eléctrica, o al efecto de resonancia de la chapa al vibrar. Se sentó ante el escritorio, abrió el cajón, aplastó con furia los papeles para evitar que comenzaran a flotar, encontró el que buscaba, y lo extendió con cuidado ante sí, apretándolo contra la mesa para que no se levantara con su respiración. Comenzó a rellenar uno por uno los apartados del impreso:
Modelo: AST-Pm-l05/0044.
Tipo: Mantenimiento universal.
Nombre: Terminus.
Naturaleza del desperfecto: desintegración de funciones.
Propuesta:...
Vaciló, acercó la pluma al papel y volvió a retirarla. Comenzó a pensar en la inocencia de la máquina, en cómo el hombre la había dotado de inteligencia y, al hacerlo, la había hecho cómplice de su propia locura. El mito del Golem: la máquina que se rebela y se vuelve contra su creador era una mentira, una ficción inventada por los culpables para autojustificarse.
Propuesta: Destinar a chatarra.
Y, con el rostro imperturbable, firmó en la parte de abajo de la hoja:
Primer navegante Pirx.
Reflejo condicionado
Sucedió en el cuarto curso, justo antes de las vacaciones. Pirx, que ya había completado el entrenamiento básico, había superado con éxito las prácticas en el simulador de vuelo, dos vuelos auténticos y el vuelo en solitario a la Luna. Se sentía un veterano del cosmos, un as de la ingravidez cuyo hogar eran los planetas y su única vestimenta favorita el gastado traje espacial; era el primero en advertir los meteoritos que se acercaban y, al grito ritual de «¡Atención, enjambre!», realizar una relampagueante maniobra y salvar la nave, a sí mismo y a sus menos sagaces compañeros del exterminio. Así era, por lo menos, cómo se imaginaba a sí mismo, constatando con pena, mientras se afeitaba, que no se le notaba en absoluto la enormidad de sus experiencias pasadas. Ni siquiera el desagradable accidente con el Harrelsberg, que le explotó en las manos durante el aterrizaje en Sinus Med, le había hecho salir ni un solo cabello gris. Se daba cuenta de la inutilidad de hacerse ilusiones, pero hubiera sido estupendo tener las sienes grisáceas o, por lo menos, un par de arrugas junto a los ojos, que atestiguaran las largas horas pasadas en tensa observación del curso estelar. Pero era como era y no había remedio. Así que siguió afeitándose el rostro, del que se avergonzaba en secreto, e imaginándose situaciones cada vez más emocionantes en las que siempre terminaba por convertirse en un héroe. Matters, que conocía parte de sus preocupaciones e imaginaba el resto, le había aconsejado que se dejase bigote. Era difícil decir si el consejo era totalmente sincero. En todo caso, en la soledad de su aseo matinal, se aplicó en el labio superior un trozo de cordón negro y se miró al espejo: lo idiota de su aspecto le hizo estremecer hasta el punto de hacerle dudar de las buenas intenciones de Matters, pero no de las de su preciosa hermana, que en una ocasión le dijo a Pirx que tenía un aspecto «terriblemente bondadoso». Aquel comentario fue el tiro de gracia. En el local en el que estaban bailando no había pasado nada de lo que temía; sólo equivocó el paso una vez, pero ella era tan discreta que no dijo nada, y no se dio cuenta de que todos los demás estaban bailando algo totalmente distinto hasta pasado un buen rato. A partir de ahí, sin embargo, todo fue sobre ruedas... Procuró no pisarla, trató de no reír (porque cuando se reía todo el mundo se volvía a mirarle) y la acompañó a casa. Anduvieron un buen trecho a pie desde la última parada, y durante todo el camino fue pensando qué hacer para demostrarle que él no era «terriblemente bondadoso» en absoluto; aquellas palabras le habían tocado el alma. Cuando ya estaban llegando, le dominó el pánico; no se le ocurría nada y además, debido a la intensa concentración en sus pensamientos, se había quedado callado como un muerto; en su cabeza reinaba el vacío, diferente del cósmico sólo en que iba acompañado de una firme determinación. En el último momento le llegaron como meteoritos dos o tres ideas: pedirle una cita, besarla o —lo había leído en algún libro— estrecharle la mano delicada y significativamente, pero al mismo tiempo con perversidad y apasionamiento. Sin embargo, no hizo nada de aquello. Ni la besó, ni quedó con ella, ni le estrechó la mano... ¿Iba a dejar que terminara así?... Pero cuando ella le dio las buenas noches con su agradable voz quebrada, se volvió y agarró el pomo de la puerta, se despertó en él el diablo; o tal vez fue porque notó en su voz una nota de ironía, real o imaginaria. Sólo Dios lo sabe. La cuestión es que, en el preciso instante en que se dio la vuelta, tan segura de sí misma, tan confiada en su belleza, moviéndose como una reina... bueno, pues, sin poderlo evitar, le dio un formidable azote en el trasero. ¡Menuda sorpresa se debió de llevar! Oyó un débil y apagado grito y no esperó a más; giró sobre sus talones y salió huyendo, como si temiera que lo persiguiese... Matters, a quien se acercó al día siguiente como quien se acerca a una bomba con espoleta retardada, no se enteró del incidente.
A pesar de ello, aquel insignificante acto siguió atormentándolo. En aquel momento no había pensado en nada (¡con qué facilidad, por desgracia, le sucedía aquello!), pero le había dado el azote. ¿Era así como se comportaban los individuos terriblemente bondadosos?
No estaba del todo seguro, pero mucho se temía que sí. Fuera como fuese, después de la historia con la hermana de Matters (desde entonces huía de ella como del diablo) dejó de hacer muecas ante el espejo por las mañanas. Anteriormente había llegado a caer tan bajo que, en varias ocasiones, hasta se había ayudado de un espejito más pequeño para buscar el perfil de su rostro que satisficiera, aunque fuese mínimamente, sus exigencias. Evidentemente, no era tan idiota como para no darse cuenta de lo ridículo que resultaba, pero, por otro lado, no eran rastros de belleza lo que buscaba, ¡no, por Dios!, sino de carácter. Porque, desde que leyera a Conrad, no le era posible, cuando pensaba, con las mejillas encendidas de entusiasmo, en el gran silencio galáctico y en el solitario coraje de los hombres, imaginar un héroe de la eterna noche con una cara como la suya. Pero ahora dio por terminado su escrutinio diario ante el espejo, demostrándose de paso su férrea e inquebrantable voluntad.
Tales preocupaciones, aunque importantes, palidecieron un poco ante la proximidad de su examen con el profesor Merinus, llamado popularmente «El merino». A decir verdad, no le preocupaba en exceso. Sólo había estado en el edificio de Astrodesia y Astrognosis de Navegación en tres ocasiones. Los estudiantes siempre esperaban en la puerta a los que salían del despacho de Merinus, no para saber si habían aprobado, sino para enterarse de qué nuevas preguntitas malintencionadas se le habían ocurrido al «Cabrón desconfiado», como se conocía también al severo examinador. El viejo, que en toda su vida no había puesto jamás un pie, no ya en la Luna, sino ni siquiera en el umbral de una nave, poseía tal omnisciencia teórica que conocía cada piedra de cada cráter del Mar de las Lluvias, y se sabía de memoria todas las crestas pétreas de los planetoides y los más inaccesibles puntos de las lunas de Júpiter. Se decía que poseía conocimientos sobre meteoritos y cometas aún por descubrir (dentro de mil años), puesto que era capaz de prever matemáticamente sus trayectorias, gracias a su ocupación favorita: el análisis de las perturbaciones gravitatorias de los cuerpos celestes. La enormidad de sus conocimientos lo volvía mordaz con respecto a los microscópicos conocimientos de los estudiantes. Pirx, sin embargo, no temía a Merinus, porque había descubierto su Talón de Aquiles. El viejo tenía una terminología propia en sus escritos profesionales, que nadie salvo él usaba. Pirx, por tanto, llevado de su natural sagacidad, solicitó en la biblioteca todos los trabajos de Merinus para... no, no para leerlos, en absoluto, sino para hojearlos y anotar unas 200 extravagancias verbales del profesor. Se las aprendió de memoria y vivió con el convencimiento de que aprobaría. Y tuvo razón. Merinus, al escuchar el estilo de sus respuestas, se estremeció, levantó sus deshilachadas cejas y escuchó a Pirx embelesado, como a un ruiseñor. Las nubes que habitualmente ensombrecían su expresión se disiparon. Casi pareció rejuvenecer, pues era como si se escuchara a sí mismo. Y Pirx, alentado por el cambio y por su propia desfachatez, siguió a todo vapor, con el resultado de que, cuando se desmoronó totalmente en la última pregunta (que exigía el conocimiento de una fórmula de cuatro partes que toda la retórica merinista no era capaz de suplir), el profesor le anotó un gran nueve al tiempo que lamentaba no poder darle un diez.
Así venció a Merino, cogiéndolo por los cuernos; pero aquello no fue nada comparado con el temor que le inspiraba el «baño de la locura», la siguiente y última prueba antes de los exámenes finales.
No había forma de hacer trampa en el «baño de la locura». Primero se presentaba uno ante Albert, que aparentemente sólo era el portero de la cátedra de Astropsicología Experimental, pero en realidad era la mano derecha del Jefe de Departamento, y su opinión valía más que la de todos los miembros del mismo. Albert, antiguo ayudante del profesor Baloe, que se había jubilado el año anterior para alegría de los estudiantes y tristeza del portero (pues nadie lo comprendía tan bien como el profesor jubilado), conducía al candidato a una pequeña salita en el sótano, donde le tomaba un molde del rostro en parafina. Una vez realizado el molde, el candidato era sometido a una pequeña operación: le introducían dos tubos metálicos por la nariz. A continuación lo conducían de regreso arriba, al «baño». No se trataba, naturalmente, de un baño, pero, como ya se sabe, los estudiantes nunca llaman a las cosas por su nombre. Se trataba de una gran habitación con un tanque lleno de agua. El candidato, o, según el argot estudiantil, el paciente, se desvestía y se introducía en el agua, que era calentada hasta que dejaba de sentirla. La temperatura exacta variaba según los individuos: para unos «dejaba de existir» a los 29 grados, para otros a los 32. Cuando el sujeto que yacía de espaldas en el tanque levantaba la mano, se dejaba de calentar el agua y uno de los asistentes le colocaba sobre el rostro la máscara de parafina. A continuación se agregaba al agua cierta sal (no nitrato de potasio, como aseguraban muy serios los que ya habían pasado por el «baño», sino sal común de cocina) hasta que el «paciente» (llamado también «el ahogado») flotaba libremente, justo bajo la superficie del agua, pero sin llegar a hundirse. Sólo los tubos metálicos sobresalían del agua, permitiéndole respirar con libertad. Básicamente, esto era todo. El nombre científico del experimento era «privación sensorial»: Privado de la vista, el oído, el olfato y el tacto (porque la presencia del agua se dejaba de sentir al poco rato), con los brazos cruzados sobre el pecho, como una momia egipcia, el «ahogado» descansaba en suspensión ingrávida. ¿Cuánto tiempo? Todo el que pudiese aguantar.
Parecía bastante inofensivo. Sin embargo, cuando un individuo llevaba cierto tiempo en esa situación, comenzaban a pasarle cosas extrañas. Se podía leer cuanto se desease sobre las vivencias de los «ahogados» en los manuales de psicología experimental, pero éstas variaban mucho de unos individuos a otros. La tercera parte de los candidatos no podía aguantar no ya cinco o cuatro, sino ni siquiera tres horas. La resistencia tenía sus compensaciones, porque las prácticas de vacaciones se asignaban según el puesto que se consiguiese: el que obtenía el primer puesto recibía una práctica «especial», totalmente distinta a las rutinarias y aburridas estancias en las diferentes estaciones orbitales de la Tierra. No se podía saber por anticipado quién aguantaría y quién no; el baño no era como las demás pruebas, estaba diseñado para poner a prueba la coherencia y la estabilidad psicológica del sujeto.
Pirx empezó bastante bien, si no se tiene en cuenta que introdujo innecesariamente el rostro bajo el agua antes de que el ayudante le colocase la máscara, a raíz de lo cual se bebió un buen trago de agua, pudiendo comprobar que, efectivamente, era sal común.
Nada más tener la máscara colocada, percibió un leve zumbido en los oídos; se encontraba en la más absoluta oscuridad; relajó los músculos: el agua lo elevaba con suavidad. No podía abrir los ojos aunque quisiera, la parafina adherida a las mejillas y la frente se lo impedía. Primero comenzó a picarle la nariz y después el ojo derecho. Naturalmente, no podía rascarse a través de la máscara. Los relatos de otros ahogados no decían nada de picores; se trataba sin duda de su aportación personal al campo de la psicología experimental. Descansó inerte en el agua, que ni calentaba ni enfriaba su cuerpo desnudo. Después de unos momentos, dejó de percibirla.
Hubiera podido, por supuesto, mover los pies, o sólo los dedos, para convencerse de que estaban resbaladizos y mojados, pero sabía que una cámara de televisión lo vigilaba desde el techo: cada movimiento tenía un punto de penalización. Observándose a sí mismo, al poco tiempo percibía ya los latidos de su propio corazón, extraordinariamente débiles, como si le llegasen desde una enorme distancia. Se sentía muy bien. El picor se le quitó. Nada le molestaba. Albert le había colocado los tubos con tanta habilidad que ni siquiera los sentía. En general no sentía nada: un vacío que resultaba inquietante. Estaba perdiendo el sentido de orientación espacial de la posición de los brazos y las piernas.
Recordaba todavía cómo yacía, pero no sentía nada. Comenzó a preguntarse cuánto tiempo hacía que flotaba bajo el agua, con la blanca parafina sobre el rostro. Comprobó con asombro que él, que normalmente era capaz de calcular el tiempo sin reloj con un margen de error de un par de minutos, no tenía ni la más leve idea de cuántos minutos (o tal vez horas) habían transcurrido desde su inmersión en el «baño de la locura».
No había acabado de reponerse aún de su sorpresa cuando notó que no tenía ya cuerpo, ni rostro, ni nada Se sentía como si no existiese en absoluto. No podía decirse que fuera una sensación agradable. Más bien producía miedo. Como si poco a poco se estuviese disolviendo en aquel agua que tampoco sentía. Y hasta dejó de sentir el corazón. Aguzó el oído cuanto pudo pero no consiguió oír nada. En lugar de ello, el silencio, que lo llenaba todo, se hizo desagradable, sordo, sombrío, con un rumor blando y continuado que le hizo desear taparse los oídos. Cuando pensó que había transcurrido bastante tiempo como para que un par de puntos de penalización no le perjudicaran demasiado, quiso mover los brazos.
No tenía nada que mover: no tenía brazos. Más que asustarse, se quedó sorprendido; cierto que había leído algo sobre «pérdida sensorial total», pero ¿quién podía imaginarse que pudiese ser tan total?
Por lo visto era normal, se tranquilizó a sí mismo. Lo esencial era no moverse.
Si se quería obtener un buen puesto había que aguantar. Esta reflexión le sostuvo durante algún tiempo, aunque no supo cuánto.
Después comenzó a sentirse peor.
Desde un principio, la oscuridad en la que descansaba, o mejor dicho, de la que él mismo formaba parte, se había poblado de enjambres de débiles chispazos que revoloteaban en una confusa llovizna en los límites de su campo visual sin luz; ahora movió los globos oculares y se sintió aliviado al notar que los sentía.
Pero, cosa extraña, después de varios movimientos, también los ojos escaparon a su control...
Los fenómenos visuales y auditivos —los centelleos y los zumbidos— fueron tan sólo una inocente introducción, un juego en comparación con lo que vino después: comenzó a desintegrarse; y no su cuerpo; su cuerpo hacía ya siglos que había dejado de existir, lo había perdido irreversiblemente, si es que alguna vez lo había tenido. En ocasiones, cuando una mano no recibe suficiente irrigación sanguínea, se queda dormida; la otra, sensible y viva, la siente como un trozo de corcho; casi todo el mundo ha experimentado alguna vez esta desagradable sensación, afortunadamente pasajera. Pero siempre el resto del cuerpo está normal, sensible y vivo, sólo algunos dedos o la palma de la mano resultan afectados por esta inerte impotencia, quedando como un objeto sin vida, un apéndice adherido al resto del cuerpo. Pirx, sin embargo, estaba privado de toda sensación, es decir, de toda menos de la de terror.
Se estaba desintegrando, no en diferentes personalidades, sino en un terror múltiple. ¿De qué sentía miedo? No tenía ni idea. Tampoco experimentaba ninguna inquietud. ¿Qué inquietud puede haber sin cuerpo ni sueños? Porque no estaba soñando: sabía dónde se encontraba y qué estaban haciendo con él. Era algo totalmente distinto a un sueño, no comparable tampoco a una borrachera.
Había leído algo sobre aquel fenómeno en alguna parte. Se llamaba «desorganización de la función de la corteza cerebral provocada por privación de impulsos sensoriales al cerebro».
No sonaba nada mal. Experimentado era algo muy distinto. Estaba un poco aquí y otro poco allí, y todo se deshacía a su alrededor: arriba, abajo, derecha, izquierda, ya no significaban nada para él. Se esforzó por recordar dónde estaba el techo. ¿Pero cómo puede hablarse de techo cuando no se tiene cuerpo ni ojos?
«Un momento —se dijo—. Vamos a poner esto en orden: el espacio tiene tres direcciones...»
Sus palabras no significaban nada. Trató de recuperar el sentido del tiempo repitiendo la palabra «tiempo» como si masticase un trozo de papel. El tiempo era un conglomerado sin ningún sentido. Ya no era él quien repetía la palabra, sino algún intruso que se había metido en su interior. O él en el interior de otro. Y aquel intruso estaba creciendo, hinchándose, rompiendo todas las fronteras, vagaba por unos interiores incomprensibles, se había hecho enorme, como un globo aerostático, un dedo elefantino e imposible, no el suyo propio, no un dedo auténtico, sino imaginario, tomado no se sabe de dónde. El dedo se independizó, se convirtió en una presencia sobrecogedora, rígida, acusadora, maliciosa... y Pirx —no él, sino sus pensamientos— iba de un lado para otro dentro de aquella masa imposible, cálida, repugnante...
El dedo desapareció. Pirx siguió dando vueltas y espirales, cayendo como una piedra... quiso gritar pero no pudo. Formas centelleantes, sin rostro, redondeadas, desencajadas, que se diluían en cuanto trataba de hacerles frente, avanzaban sobre él, lo empujaban, lo expandían, era como un recipiente de delgadas paredes a punto de estallar.
Y estalló:
Se rompió en fragmentados trozos de noche que volaban al azar, como jirones de papel carbonizado. Y en esos vuelos había la conciencia de un terrible esfuerzo de voluntad, un último esfuerzo desesperado por atravesar las extensiones de bruma y vacío que en otro tiempo fueran un cuerpo sensible y ahora eran sólo un insensible desierto enfriándose. Todavía anhelaba hablar por última vez, llegar hasta otra persona, verla, tocarla...
—Un momento —le dijo alguien asombrosamente lúcido, pero alguien extraño, ajeno a él. ¿Tal vez alguien se había compadecido de él y le estaba hablando? ¿Quién? ¿Dónde? Sin embargo, la voz que escuchaba sólo existía en su imaginación.
—Aguanta. Si otros han sobrevivido para contarlo, no puede ser mortal. Tienes que aguantar.
Las palabras giraron en círculo hasta que perdieron su significado. Todo se deshizo de nuevo, como se deshace un papel mojado, derritiéndose como la nieve calentada por el sol...
«Dentro de un momento no existiré —pensó con toda claridad—, porque esto es la muerte, no un sueño». Sólo sabía una cosa: que no estaba soñando. Lo acosaban por todas partes, no a él, a ellas, a sus distintas identidades, tan numerosas que no podía contarlas.
«¿Qué estoy haciendo aquí? —preguntó alguien en su interior— ¿Dónde estoy? ¿En el océano? ¿En la Luna? ¿Formando parte de algún experimento?...»
Se negó a creer que aquello pudiera ser un experimento. ¿Cómo podía una persona dejar de existir por un poco de parafina y un poco de agua salada? Decidió terminar con aquello a cualquier precio. Luchó, ni él mismo sabía contra qué, como si estuviera tratando de mover una roca enorme que lo aplastara. No consiguió moverse. En un último instante de lucidez, reunió todas las fuerzas que le quedaban y lanzó un quejido. Lo escuchó, apagado y lejano, como si fuese una señal de radio procedente de otro planeta.
Durante un segundo estuvo a punto de reaccionar, sólo para caer en una nueva agonía, aún más negra y aniquiladora.
No sentía ningún dolor. ¡Si por lo menos sintiera dolor! Eso significaría que estaba en su cuerpo, tener noticias de él, marcar sus límites, sentir los nervios. Pero era ésta una agonía indolora: una inerte, creciente afluencia de la nada. Sintió cómo el aire entraba espasmódicamente en él, no a los pulmones, sino a ese espacio en el que se encontraban los temblorosos y contraídos fragmentos de pensamiento. Gemir, gemir una vez más y escucharse...
—Si alguien tiene deseos de gemir no hay que pensar en las estrellas —dijo la voz desconocida, cercana pero ajena.
Reflexionó y dejó de quejarse. En definitiva él ya no existía. No sabía quién era: corrientes frías y pegajosas pasaban a través de él, se había vuelto transparente, era un agujero, un cedazo, una serie de cuevas sinuosas, de aperturas... ¿Por qué no le había advertido nadie de aquello?
La sensación de transparencia se desvaneció pronto y sólo quedó el miedo, que aún duraba cuando la oscuridad, agitada por oscilantes estremecimientos, se desintegró.
Después se sintió peor, mucho peor. Sin embargo, Pirx no era ya capaz de describirlo, ni siquiera de recordarlo con claridad o exactitud, pues no se habían inventado todavía palabras para describir tales sensaciones. Sí, los «ahogados» salían enriquecidos del infernal experimento, de una forma que ninguno de los profesores imaginaba siquiera. Pero era un enriquecimiento que no tenía nada de envidiable.
Pirx pasó aún por muchas fases. Desaparecía durante algún tiempo y volvía a aparecer, pero no como un todo, sino en versiones múltiples; sentía que algo le carcomía el cerebro y después se recobraba el tiempo suficiente para sumergirse de nuevo en complicadas monstruosidades cuyo nexo común era el miedo, un miedo que había trascendido el cuerpo, el tiempo y el espacio.
Ya había tenido bastante.
El doctor Grotius le dijo después:
—Gimió usted por primera vez a los ciento treinta y ocho minutos y la segunda a los doscientos veintisiete. En total, tres puntos de penalización. ¡Pero ni un solo temblor! Por favor, cruce las piernas. Voy a verificar sus reflejos... ¿Cómo logró aguantar tanto tiempo? Sobre todo el final...
Pirx estaba sentado sobre una toalla doblada en cuatro, infernalmente áspera y por eso mismo terriblemente agradable. Se sentía como Lázaro. No se le notaba en el exterior, pero se sentía verdaderamente resucitado. ¡Había aguantado siete horas! ¡El primer puesto de la clase! Nada importaba que hubiese muerto miles de veces en las tres últimas horas. No había emitido ni un gemido. Tras sacarlo chorreando del tanque, lo secaron, le dieron masaje, le pusieron una inyección, le dieron un trago de coñac y lo condujeron a la sala de reconocimiento, donde esperaba el doctor Grotius. En el camino se miró en el espejo. Estaba completamente sordo y atontado, como si acabase de levantarse de la cama tras una enfermedad maligna de varios meses. Sabía que ya había pasado todo. Se miró en el espejo, no porque esperase verse con canas, sino simplemente porque sí.
Pero en cuanto se vio la ancha cara se dio rápidamente la vuelta y siguió andando, dejando en las baldosas las mojadas huellas de sus pies. El doctor Grotius se esforzó durante mucho tiempo por extraer de él alguna descripción de las sensaciones que había experimentado. Siete horas no eran moco de pavo. El doctor miraba a Pirx de forma distinta a como lo hacía antes; no con simpatía, sino más bien con el fervor de un entomólogo que descubre de pronto una nueva especie de mariposa nocturna o un prodigioso gusanito. Quizá viera en él tema para un trabajo de investigación.
Pirx —lamentablemente hay que reconocerlo— resultó un objeto de investigación poco agradecido. Se limitó a permanecer sentado parpadeando como un estúpido; todo le resultaba plano y bidimensional; cuando extendía la mano para tocar algo, el objeto resultaba estar más lejos o más cerca de lo que él había calculado. Era un síntoma normal. Pero su respuesta a las preguntas del doctor cuando éste se esforzaba en sonsacarle algunos detalles más exactos no tuvo nada de normal:
—¿Ha estado usted dentro alguna vez?
—No —se asombró el doctor Grotius—. ¿Por qué?
—Entonces inténtelo —le propuso Pirx— y usted mismo verá cómo es.
Al día siguiente se encontraba tan bien que incluso era capaz de bromear sobre el tema. Después iba todos los días al edificio principal, al acristalado tablón de anuncios donde se colocaba la lista con las prácticas de verano. Pero no encontró su nombre allí durante todo el fin de semana.
El lunes lo llamó el Jefe a su oficina.
Pirx no se dejó llevar por la consternación. Primero hizo un examen de conciencia. ¿Sería por haber metido aquel ratón en la nave de Ostens? No, imposible, aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, y además era un ratón pequeñito, una insignificancia. ¿Y aquella vez que usó un despertador para conectar la corriente al somier de la cama de Maebius? Pero aquello también había sido una tontería. Se hacían cosas peores a los veintidós años. Y además el Jefe era comprensivo. Hasta cierto punto. ¿Acaso se habría enterado de lo del «espíritu»? El «espíritu» había sido una idea propia, original de Pirx. Naturalmente, sus compañeros le habían ayudado, para eso están los amigos. Pero Barn se merecía una lección. La «operación espíritu» había funcionado como un reloj: la pólvora estaba en un cartucho de papel, la mecha daba tres veces la vuelta a la habitación, pasaba por debajo de la mesa (quizá se había pasado en la cantidad de pólvora que puso bajo la mesa) y salía al pasillo por una rendija de la puerta. Y Barn ya estaba «trabajado»; durante toda una semana no se había hablado de otra cosa por las noches más que de espíritus. Pirx había distribuido los papeles: una parte de los muchachos contaba historias terroríficas y la otra representaba el papel de incrédulos, para que Barn no se diese cuenta fácilmente del engaño. Barn no tomaba parte en aquellas digresiones metafísicas, sólo se burlaba, de vez en cuando, de los más ardorosos partidarios del «otro mundo». ¡Pero había que verlo cuando salió corriendo de su dormitorio, a las doce de la noche, bramando como un búfalo perseguido por un tigre! La llama entró por la apertura de la puerta, dio tres veces la vuelta a la habitación y explotó bajo la mesa, haciendo caer los libros. Pirx se había excedido un poco, porque se inició un pequeño incendio. Un par de cubos de agua liquidaron el fuego, pero quedó un agujero quemado y el olor a chamusquina. En cierto sentido, la operación fue un fracaso: a pesar de todo, Barn siguió sin creer en los espíritus. Sí, podía ser por lo de la «operación espíritu». Pirx se levantó temprano, se puso una camisa limpia, echó una ojeada al Libro de Vuelo y al de Navegación por las dudas y se dirigió a aguantar el chaparrón.
El gabinete del Jefe era magnífico. O por lo menos eso pensaba Pirx. Las paredes estaban completamente cubiertas por mapas celestes, con las constelaciones, amarillas como gotas de miel, brillando sobre el fondo azul. En la mesa, llena de libros y diplomas, había un pequeño globo lunar mudo, y bajo la ventana otro globo enorme, una verdadera maravilla: oprimiendo el correspondiente botón, se iluminaba la órbita de cualquier satélite artificial que se desease; por lo visto, estaban allí no sólo los actuales, sino incluso los más antiguos, los pioneros, ya historia, de los años cincuenta.
Aquel día, sin embargo, Pirx no tenía ojos para el globo. Cuando entró, el Jefe estaba escribiendo. Le dijo que se sentara y esperara. Después se quitó las gafas —sólo las usaba desde hacía un año— y lo miró como si lo viese por primera vez en su vida. Era su técnica habitual. Hasta un santo con la conciencia absolutamente limpia podía perder su aplomo ante aquella mirada. Pirx no era un santo. Fue incapaz de estarse quieto en el sillón. Unas veces se hundía en él, adoptando una postura descaradamente desenvuelta, como un millonario sobre la cubierta de su propio yate; otras se deslizaba en dirección a la alfombra y a sus propios talones. El Jefe rompió el silencio y dijo:
—¿Cómo te van las cosas, muchacho?
Lo tuteaba, lo cual era buena señal. Pirx le explicó que no le iban mal.
—Al parecer te diste un buen baño.
Pirx asintió. ¿Y ahora qué? La sospecha no lo abandonaba; tal vez fuera por su descortesía con el médico...
—Hay un puesto libre para prácticas en Mendelejew. ¿Sabes dónde está eso?
—Es una estación astrofísica en el lado oculto... —contestó Pirx. Se sentía un poco decepcionado. Había abrigado la secreta esperanza —tan secreta que no se la había confesado ni a sí mismo, temiendo con ello ahuyentar su realización— de que fuese algo distinto. Un vuelo, por ejemplo. Había tantas naves, tantos planetas, y él tenía que recibir una simple tarea rutinaria en el lado oculto... hablar del «lado oculto» para referirse al lunar invisible desde la Tierra, en otros tiempos muy de moda entre los elegantes, se había convertido ya en un lugar común.
—Efectivamente. ¿Sabes cómo es? —preguntó el Jefe, con una expresión extraña en el rostro, como si ocultase algo.
Por un segundo Pirx dudó si mentir.
—No —dijo.
—Si aceptas la misión te daré toda la documentación —el Jefe apoyó la mano sobre una pila de papeles.
—Entonces. ¿Puedo no aceptarla? —preguntó Pirx, con mal disimulada animación.
—Puedes. Porque la misión que tengo en mente puede resultar... peligrosa.
Se interrumpió deliberadamente, para observar mejor el efecto que sus palabras causaban en Pirx, que lo miró fijamente, con los ojos cada vez más grandes. El cadete aspiró aire lenta y solemnemente y así se quedó, como si hubiese olvidado la necesidad de seguir respirando. Resplandeciente como una doncella a la vista de su príncipe, esperó oír más de aquellas embriagadoras revelaciones. El Jefe carraspeó:
—Hmmm..., bueno... —dijo más serenamente— puede que haya exagerado un poco... Pero de todas formas, estás equivocado.
—¿Qué? —balbuceó Pirx.
—Quiero decir que no eres esa persona única sobre la faz de la Tierra de la que todo depende... la humanidad no espera que la salves. Por lo menos todavía.
Pirx, rojo como un tomate, se removió en el asiento, sin saber qué hacer con las manos. El Jefe, que era conocido por sus métodos, acababa de tentarlo con la paradisíaca visión de Pirx el héroe, regresando de cumplir su heroica misión y siendo recibido en el espaciopuerto por una compacta multitud, que murmuraba con idolatría: «Es Él», «es Él»; y ahora, como sin darse cuenta de lo que hacía, estaba reduciendo la misión a sus auténticas proporciones, a una simple práctica de vacaciones. Finalmente aclaró:
—El personal de la Estación se recluta entre los astrónomos, que son llevados al lado oculto para pasar un mes de servicio. Y eso es todo. El trabajo allí no es nada extraordinario. Por eso no se sometía a los candidatos más que a pruebas de primer y segundo grado. Pero eso era antes del accidente. Ahora es necesario someter al personal a pruebas más rigurosas. Los mejor cualificados serían, lógicamente, los pilotos, pero, como comprenderás, no podemos destinar pilotos a una simple estación de observación...
Pirx lo comprendía. No sólo la Luna, sino todo el sistema solar necesitaba pilotos, astrogantes, navegantes... todos eran pocos. Pero, ¿a qué accidente se refería el Jefe? Guardó un prudente silencio.
—La estación es muy pequeña. Fue construida justo debajo de la cima norte del cráter, en lugar de en el fondo, como hubiera sido lo sensato. Es una larga historia, pero el emplazamiento se decidió por razones de prestigio, en lugar de por los datos de la exploración selenográfica... ya te enterarás de todo más adelante. El año pasado, un derrumbe destruyó el único camino a la estación. El acceso a ella resulta ahora bastante difícil y sólo es posible durante el día. Se hizo un proyecto para construir un teleférico, pero los trabajos se interrumpieron porque se decidió trasladar la estación al fondo del cráter el año próximo. Durante la noche, la estación queda prácticamente aislada del mundo. Las comunicaciones por radio quedan interrumpidas... ¿Por qué?
—¿Cómo?
—Que por qué, pregunto, cesa la comunicación por radio.
Así era el Jefe. Convertía de pronto una inocente conversación, las instrucciones para una misión, en un examen. Pirx comenzó a sudar.
—Puesto que la Luna no tiene atmósfera ni ionosfera, las comunicaciones por radio se mantienen en ondas ultracortas... Con este fin se construyó una cadena de repetidores parecidos a los de televisión...
El Jefe, con los codos apoyados sobre la mesa, jugueteaba con un bolígrafo, dando a entender que tenía paciencia y escucharía hasta el final, incluso cuando Pirx comenzó a detenerse en cosas que hasta los niños sabían, en un esfuerzo por evitar acercarse a áreas en las cuales su saber dejaba, desgraciadamente, mucho que desear.
—... Las líneas de transmisión se encuentran tanto en el lado oculto como... —continuó más aprisa, al encontrarse de nuevo en terreno conocido— a este lado hay ocho, que unen la Base Lunar con las estaciones Sinus Medi, Palus Somni, Mare Imbrius...
—Eso lo puedes omitir —le interrumpió el Jefe con magnanimidad—. Y tampoco necesitas exponer las hipótesis sobre la creación de la Luna. Sigue...
Pirx parpadeó.
—Las interferencias en la transmisión se producen cuando la cadena de repetidores penetran en la zona del terminator. Cuando una parte de los repetidores está en la sombra y la otra al sol...
—Sé qué es el terminator. No tienes que aclararlo —dijo cordial el Jefe.
Pirx tosió y se sonó la nariz. Pero no podía seguir haciéndolo indefinidamente.
—Debido a la falta de atmósfera, la radiación corpuscular del Sol al bombardear la corteza lunar provoca... interferencias en las ondas de radio. Estas interferencias son precisamente lo que interfiere...
Se hizo un lío.
—Las interferencias interfieren; totalmente exacto —dijo el Jefe—. Pero, ¿qué es lo que las causa?
—Una radiación secundaria conocida como el efecto No... No...
—No... —le alentó benévolamente el Jefe.
—¡Nowinski! —estalló Pirx. ¡Lo había recordado! Pero aquello no bastaba.
—¿Y qué produce el efecto Nowinski?
Era justamente lo que Pirx ignoraba. Es decir, lo había sabido alguna vez, pero lo había olvidado. Había logrado grabar los conocimientos en su memoria hasta el aula de examen... como un malabarista que transportara una pirámide de los más inverosímiles objetos en equilibrio sobre su cabeza... pero ahora el examen ya había pasado. Sus desesperadas divagaciones sobre electrones, radiación forzada, resonancia, etc., fueron interrumpidos por las apenadas sacudidas de la cabeza del Jefe.
—Bueno, bueno —dijo aquel hombre implacable—... y el profesor Merinus te puso un nueve... ¿Crees que pudo haberse equivocado?
El sillón en el que estaba sentado Pirx se transformó lentamente en un volcán en erupción.
—No quisiera causarle un disgusto, así que será mejor que no sepa nada...
Pirx respiró.
—Pero le pediré al profesor Laab que en el examen final...
Se interrumpió significativamente. Pirx se quedó helado. No por la amenaza implícita en las palabras, sino porque la mano del Jefe había comenzado a recoger con lentitud los papeles que debía recibir junto con su misión.
—¿Por qué no es viable la comunicación por cable? —interrogó el Jefe sin mirarlo.
—Debido al coste. Hasta ahora sólo hay un cable concéntrico en uso, el que conecta la Base Lunar con Arquímedes. Pero hay planes para instalar una red de cables en los próximos cinco años —disparó Pirx.
El Jefe, sin dejarse ablandar aún, volvió sobre el tema.
—Para resumir, la estación Mendelejew está aislada del mundo durante doscientas horas cada noche lunar. A pesar de ello, el trabajo se había desarrollado con toda normalidad hasta ahora. El mes pasado, después del acostumbrado intervalo en la comunicación, la estación no respondió a las llamadas de la estación Ciolkowski. Un equipo de la Ciolkowski partió al amanecer hacia la Mendelejew y encontró la esclusa principal abierta y un hombre en la cámara. Había dos canadienses de guardia, Challiers y Savage. El cuerpo que encontraron en la cámara era el de Savage. Tenía el visor del casco roto y había muerto por asfixia.
»Challiers fue encontrado el día siguiente en el fondo de un abismo cerca de la Puerta del Sol. Muerto a consecuencia de una caída. Por lo demás, todo estaba en orden en la estación, los aparatos funcionaban, las reservas estaban sin tocar, no se descubrió ninguna avería. ¿Has leído algo sobre el caso?
—Sí —dijo Pirx—, pero los periódicos decían que había sido un desafortunado accidente. Psicosis... un doble suicidio en un acceso de locura...
—Tonterías —respondió el Jefe—. Yo conocía a Savage de cuando estaba en los Alpes. Un hombre como él no puede haberse suicidado. Ni hablar. Los periódicos dijeron muchos disparates. Lee tú mismo el informe de la comisión mixta. Mira Pirx, los muchachos como tú ya tenéis prácticamente la misma preparación que un piloto. La única diferencia es que aún no tenéis el diploma y por tanto no podéis volar. Además, de todas formas tienes que hacer las prácticas de verano. Si estás de acuerdo, saldrás mañana.
—¿Y quién es el otro?
—No lo sé. Algún astrofísico. En definitiva, son astrofísicos lo que se necesita allí. Me temo que no le va a entusiasmar tu compañía, pero tal vez aprendas algo de astrofísica. ¿Comprendes en qué consiste exactamente la misión? La comisión llegó a la conclusión de que fue un desgraciado accidente, pero aún quedan algunos puntos oscuros... digamos que no todo quedó claro. Sucedió algo incomprensible. No se sabe qué. Por eso se decidió que durante la siguiente guardia sería conveniente enviar a un hombre, por lo menos uno, con el perfil psíquico de un piloto. No he visto motivo para negarme. Por otro lado, lo más seguro es que no suceda nada especial. Evidentemente, debes mantener los ojos y los oídos bien abiertos, pero no se espera que te dediques a detective. Nadie cuenta con que descubras nuevas circunstancias que clarifiquen el accidente. No es ésa tu misión. ¿Qué te pasa? ¿Acaso te sientes mal?
—¿Qué? Oh, no, no —contestó Pirx.
—Eso me imaginaba. Bueno. ¿Crees que podrás comportarte con sensatez? Porque, lamentablemente, o mucho me equivoco o el asunto ya te ha trastornado la cabeza. Estoy pensando que quizá sería mejor que...
—Me portaré con sensatez —dijo Pirx en el más firme de sus tonos.
—Lo dudo —dijo el Jefe—. Me siento reacio a enviarte. Si no fuese por ese primer puesto en...
Pirx lo comprendió todo de repente:
—¿Es por lo del «baño»?
El Jefe aparentó no haber oído. Le extendió primero los papeles y después la mano.
—El despegue es mañana a las ocho de la mañana. Llévate la menor cantidad posible de cosas. Por lo demás, ya has estado allí, así que ya lo conoces. Aquí tienes el billete del avión. Y aquí la reserva para la Transgalactic. Volarás hasta la Base Lunar y te trasladarás desde allí...
Aún añadió algo más. ¿Para desearle suerte? ¿Como despedida? Pirx no lo sabía, no oyó nada de lo que le decía. No podía hacerlo porque estaba ya muy lejos, en el lado oculto. Los truenos del despegue sonaban ya en sus oídos, sus ojos contemplaban ya las blancas llamas inertes de las rocas lunares y a su rostro asomaba el mismo estupor que debió de reflejar el de los dos canadienses ante su enigmático fin. Al volverse hacia atrás, chocó con el gran globo estelar. Recorrió las escaleras en cuatro saltos, como si estuviera ya en la Luna, con su gravedad seis veces menor. Al salir del edificio casi lo atropella un coche, que frenó con tal chirrido de neumáticos que la gente se detuvo a mirar, pero ni siquiera de esto se dio cuenta. Por suerte, el Jefe había vuelto a sus papeles y no vio el comienzo de su «sensato» comportamiento.
Durante las siguientes veinticuatro horas hubo tal despliegue de actividad en torno a, a causa de, en beneficio de y con vistas a Pirx, que por un momento casi llegó a echar de menos el cálido baño salado en el que no sucedía absolutamente nada.
Como es sabido, tanto el exceso como la falta de emociones son igualmente perjudiciales para el ser humano. Pero Pirx no hacía tales reflexiones. Todos los esfuerzos del Jefe por reducir, disminuir o incluso menospreciar la misión resultaron, por decirlo suavemente, inútiles. Pirx entró en el avión con tal expresión en su rostro que la hermosa azafata dio instintivamente un paso atrás —lo que no deja de ser una injusticia por su parte, porque Pirx ni siquiera la vio—. Atravesó el pasillo como si estuviese al mando de una cohorte armada y tomó asiento. Se sentía el Guillermo el Conquistador de la era espacial, el Salvador Cósmico, el Benefactor de la Luna, el Descubridor de Horribles Misterios, el Domador de Monstruos del Lado Oculto (todo ello en el futuro, naturalmente, y en hipótesis, lo cual no sólo no influía lo más mínimo en su buen estado de ánimo, sino que lo llenaba de una profunda y benévola indulgencia hacia los demás pasajeros, que no tenían ni idea de quién se encontraba junto a ellos en el vientre del gran reactor. Los miraba con la misma expresión con que Einstein, ya en el ocaso de su vida, debió de observar a los niños que jugaban en la arena.
La Selene, una de las nuevas naves de la Transgalactic, despegó de un espaciopuerto en Nubia, en el corazón de África. Pirx estaba contento; no se atrevía aún a soñar con que algún día habría en aquel lugar una placa en su honor con la correspondiente inscripción; no había llegado tan lejos en sus sueños. Pero no le faltaba mucho. Por eso le resultaron aún más amargas las gotas de realidad que comenzaron a infiltrarse lentamente en ellos: era lógico que nadie le hubiera reconocido en el avión, pero, ¿y a bordo de la nave? Se encontró con que viajaría en la cubierta inferior, en clase turística, entre la barahúnda de un grupo de turistas franceses, armados de cámaras fotográficas, que no paraban de llamarse a gritos unos a otros con una rapidez enloquecedora y totalmente incomprensible. ¡Él, en medio de una multitud de ruidosos turistas!
Nadie se ocupó de él. Nadie le ayudó a ponerse el casco ni a inflar el traje; tampoco le preguntaron cómo se sentía, ni le ayudaron a ponerse las botellas de oxígeno. Durante un rato, se consoló pensando que era para evitar que fuese reconocido. El interior del compartimento de clase turista tenía casi el mismo aspecto que la cabina de un reactor, sólo que las butacas eran más grandes y más amplias y el pequeño tablero en el que se encendían los distintos letreros anunciadores estaba situado justo frente al rostro. Los anuncios eran en su mayoría prohibiciones: prohibido ponerse de pie, prohibido caminar, prohibido fumar. Pirx se esforzó en diferenciarse de aquellos novatos en astronáutica olvidándose deliberadamente de abrocharse los cinturones de seguridad, cruzando las piernas y adoptando su postura más profesional. Todo en vano. No fue la hermosa azafata la que le ordenó abrochárselos, sino uno de los copilotos, y aquél fue el único momento en el que alguien de la tripulación le prestó la menor atención. Por fin uno de los franceses, más bien por equivocación, le ofreció un caramelo de frutas. Pirx lo aceptó y estuvo chupándolo hasta que el pegajoso relleno se le pegó a los dientes; hundiéndose con resignación en la mullida butaca, se entregó a sus reflexiones. Lentamente, renovó su fe en la enorme peligrosidad de su misión, saboreando sin prisa la amenaza que se cernía sobre él, como el alcohólico que encuentra de repente en su poder una mohosa botella de licor de la época de las guerras napoleónicas.
Estaba sentado junto a la ventanilla. A pesar de lo familiarizado que estaba con la vista que se le ofrecía y de su obstinada determinación de mostrarse indiferente, no pudo resistirse a mirar. Tan pronto la Selene entró en órbita alrededor de la Tierra, antes de partir con dirección a la Luna, se pegó al cristal. El momento más fascinante era cuando la superficie de la Tierra, rayada por las múltiples líneas en que se convertían los caminos y canales, sembrada de asentamientos y ciudades, parecía limpiarse de todo vestigio de presencia humana; cuando desaparecía el último, la redonda curva del planeta, recubierta de mechones de nubes, se extendía bajo la nave, y la vista, pasando de la negrura de los océanos a los familiares contornos de los continentes, trataba en vano de descubrir algún rastro de las creaciones de los hombres. Desde una distancia de algunos cientos de kilómetros la Tierra se veía vacía, espantosamente vacía, como si la vida apenas acabara de comenzar, marcada por una débil coloración verde en sus zonas más cálidas.
A pesar de las veces que la había visto, la transformación nunca dejaba de sorprenderle, había en ella algo con lo que no podía reconciliarse. ¿Quizá la primera visión de la microscópica talla del hombre en comparación con el cosmos? ¿La entrada a una escala distinta, de dimensiones planetarias? ¿El espectáculo de la insignificancia de los esfuerzos del hombre durante miles de años? ¿O, por el contrario, el triunfo de esa insignificancia, capaz de vencer la ciega e indiferente fuerza de la gravedad de aquella formidable masa inerte, de dejar tras de sí los salvajes macizos montañosos y las plataformas de los hielos polares para adentrarse en las fronteras de otros cuerpos celestes? Estas reflexiones —o más bien, sensaciones inarticuladas— dejaron paso a otras, porque la nave cambió de rumbo para salir disparada hacia las estrellas a través del «agujero» existente en la zona de radiación que rodea al polo norte.
La observación de las estrellas duró poco, porque se encendieron las luces. Se sirvió el almuerzo, durante el cual se encendieron los motores para crear una sensación de gravedad; una vez terminado el almuerzo, las luces se apagaron y los pasajeros se recostaron de nuevo en sus butacas, desde donde ya se podía ver la Luna.
Se estaban acercando por el hemisferio sur. Apenas a un par de cientos de kilómetros del polo, el cráter Tycho reflejaba la luz solar. Visible como una mancha blanca con bandas luminosas proyectadas en todas direcciones, su extraordinaria regularidad había causado el asombro de generaciones de astronautas terrestres para, por fin, una vez resuelto el enigma, convertirse en objeto de bromas estudiantiles. Porque, ¿acaso no se les decía a los estudiantes de primer curso que el blanco círculo de Tycho era «el agujero del eje lunar» y sus bandas luminosas eran sencillamente sus bien marcados meridianos?
Cuanto más se acercaban a la esfera suspendida en el negro vacío resultaba más evidente que la Luna era realmente la imagen, congelada y cubierta de lava, del mundo como debió de existir hace millones de años, cuando la Tierra caliente vagaba con su satélite a través de nubes de meteoritos, restos de los procesos de planetogénesis; cuando una tormenta de hierro y rocas caía constantemente sobre la delgada corteza de la Luna, perforándola y arrojando a la superficie olas de magma.
Y cuando el espacio, tras un tiempo interminable, quedó por fin limpio y desierto, el globo sin aire murió en los conflictos de aquella época de catástrofes creadoras de montañas. Hasta que su pétrea máscara, masacrada por los bombardeos, se convirtió en inspiración de poetas y lírica lámpara de enamorados.
La Selene, con sus dos cubiertas de 400 toneladas, que incluían los pasajeros y la carga, giró hacia la creciente esfera y comenzó la maniobra de frenado, lenta y acompasada, hasta que, vibrando delicadamente, se posó sobre uno de los grandes embudos hundidos en el suelo del espaciopuerto.
Pirx había estado allí tres veces, una de ellas en solitario, es decir, él mismo había realizado la maniobra de alunizaje en el centro de la pista de entrenamiento, situada a medio kilómetro de la zona de pasajeros.
Ahora ni siquiera la vio, porque la enorme mole recubierta de placas cerámicas de la «Selene» fue desplazada hasta la base del ascensor hidráulico y bajada a un hangar presurizado, donde se efectuó el control aduanero: ¿narcóticos?, ¿alcohol?, ¿explosivos?, ¿sustancias tóxicas o corrosivas? Pirx llevaba una pequeña cantidad de sustancia tóxica, concretamente una petaca con coñac, regalo de Matters. La guardó en el bolsillo trasero del pantalón. A continuación vino el control sanitario —los certificados de vacunación, la esterilización del equipaje para evitar introducir en la Luna ciertos microbios—, que Pirx pasó enseguida.
Se detuvo detrás de la barrera, sin saber si alguien lo esperaba. Se hallaba en el entresuelo que daba al hangar, una simple cámara de hormigón de dimensiones colosales horadada en la roca, con un techo en forma de cúpula y el suelo plano. Estaba brillantemente iluminado por gran cantidad de tubos fluorescentes que proporcionaban luz solar artificial. Una multitud de personas corrían de un lado para otro y los carritos propulsados por acumuladores que transportaban equipajes, bombonas de gases comprimidos, provisiones, cajas, tubos, carretes de cable y todo lo demás se veían por doquier... y al fondo se encontraba la inmóvil silueta objeto de todo aquel frenético trajinar: el fuselaje de la Selene, con los enormes depósitos de su parte central abiertos, la popa profundamente hundida en un espacioso pozo de hormigón y la parte superior del robusto cuerpo sobresaliendo por una abertura circular hasta la parte superior del piso más alto.
Pirx permaneció allí parado hasta que recordó que tenía asuntos propios que atender. En la capitanía le recibió un empleado que le tendió un talonario para pernoctar y le dijo que la nave para el lado oculto partía dentro de once horas. El empleado estaba preocupado por algo y no le dijo nada más. Pirx salió al pasillo con la impresión de que reinaba en el lugar el más absoluto desorden. Ni siquiera sabía si volaría por el Mar de Smyth o directamente a la estación Ciolkowski. ¿Y dónde estaba su desconocido compañero lunar? ¿Y la comisión? ¿Y el programa de trabajo?
Estuvo pensando sobre ello hasta que la irritación dio paso a una sensación de opresión en la boca del estómago. Tenía hambre. Eligió por tanto el correspondiente ascensor, tras estudiar antes las indicaciones escritas en seis idiomas, y bajó a la cantina a comer, para enterarse de que debía comer en un restaurante común porque no era piloto.
Aquello fue la última gota. Se dirigía ya al maldito restaurante cuando se acordó de que no había retirado su mochila. Se dirigió por tanto arriba, al hangar. El equipaje ya estaba en el hotel. Hizo un gesto despectivo con la mano y se fue a almorzar. Se vio rodeado por dos oleadas de turistas: los franceses con los que había volado iban a comer y unos suizos, holandeses y alemanes regresaban de una excursión en selenobus al cráter Erathostenes. Los franceses estaban dando saltos, como solía hacer todo el mundo al descubrir por primera vez los hechizos de la gravedad lunar; volaban hasta el techo, acompañados por las risas y chillidos de las mujeres, y se deleitaban con el lento descenso desde tres metros de altura; los alemanes, más comedidos, inundaban las grandes salas y llenaban los respaldos de las sillas de cámaras fotográficas, prismáticos y hasta telescopios, y ya ante la sopa se mostraban unos a otros los trozos de rocas lunares que las tripulaciones de los selenobuses les vendían como recuerdo. Pirx, sentado ante su plato, sintió que se ahogaba con el alboroto germano-franco-suizo-holandés (y sólo Dios sabía qué otra nacionalidad más), siendo, en medio de la alegría y entusiasmo general, el único en engullir sobriamente su segundo almuerzo del día. Un solícito holandés creyó que Pirx sufría la enfermedad del espacio tras el vuelo en la nave (¿es la primera vez que viene a la Luna, verdad?) y le ofreció unos comprimidos. Aquello fue la gota que rebosó el vaso. Sin terminar de comer el segundo plato, compró en el buffet cuatro cajas de bizcochos y se fue al hotel. Pagó su enojo con el portero, que le ofreció venderle un trozo de Luna, más concretamente un pedazo de basalto cristalizado.
—¡Lárgate, mercachifle! ¡Llegué a la Luna antes que tú! —vociferó y se alejó temblando de rabia, dejando tras sí al portero con la boca abierta ante su explosión.
En la habitación doble había un hombre pequeño vestido con una cazadora desteñida. Era pelirrojo, con algunas canas y un mechón de cabellos caído sobre la frente y tenía el rostro quemado por el sol. Al ver a Pirx se quitó las gafas. Se llamaba Lagner, era astrofísico y debía volar con él a Mendelejew. Aquél era su desconocido compañero lunar. Pirx, ya preparado para lo peor, le dijo su nombre, murmuró algo entre dientes y se sentó. Lagner tenía cuarenta años, lo que le convertía, a los ojos de Pirx, en un viejo bien conservado. No fumaba, aparentemente no bebía y no parecía muy hablador. Estaba leyendo tres libros a la vez: una tabla logarítmica, uno sólo de fórmulas y en el tercero sólo se veían espectrogramas. En el bolsillo tenía una pequeña calculadora que usaba con gran habilidad. De cuando en cuando le hacía a Pirx alguna pregunta, sin levantar la vista de sus fórmulas. Pirx respondía con la boca llena de bizcochos. La habitación era un cuartucho con un par de literas, una ducha en la que no cabría un gordo y multitud de letreros en varios idiomas incitando al ahorro de agua y electricidad. Menos mal que no prohibían respirar hondo. Después de todo, el oxígeno también había que llevarlo hasta allí. Cuando acabó los bizcochos, Pirx bebió agua del grifo, comprobando que estaba tan fría que hasta le adormecía los dientes; por lo visto, las cisternas estaban cerca de la corteza superior de basalto. Era bastante extraño: según su reloj, iban a dar las once, según el reloj eléctrico de la habitación eran las siete de la tarde y según el de Lagner pasaban diez minutos de la medianoche.
Puso los relojes en la hora lunar, pero sólo provisionalmente, porque Mendelejew estaba en otra zona temporal. Todo el lado oculto lo estaba.
Faltaban nueve horas para el despegue. Lagner salió sin decir nada. Pirx se sentó en el sillón y trató de leer unos periódicos viejos y rotos que había sobre la mesa; al final, incapaz de seguir sentado, salió también. El pasillo describía una curva que se abría a una especie de pequeña sala en donde había varios sillones frente a un televisor empotrado en la pared. Emitían un programa para la Base Lunar desde Australia: un torneo de atletismo. No sentía el más mínimo interés por él, pero se sentó y estuvo viéndolo hasta que le entró sueño. Al ir a ponerse de pie, saltó medio metro hacia arriba; se había olvidado de la menor gravedad existente en la Luna. No había nada que hacer excepto matar el tiempo. ¿Cuándo podría quitarse la ropa de paisano? ¿Quién le proporcionaría el traje espacial? ¿Dónde estaban las instrucciones? ¿Y qué significaba todo aquello?
Quizá hubiese ido a alguna parte a preguntar, o incluso a armar un escándalo, si no fuese porque Lagner, su compañero y todo un doctor en astrofísica, parecía considerar la situación como lo más normal del mundo. Eso lo decidió a mantener la boca cerrada.
El programa había terminado. Pirx desconectó el televisor y volvió a la habitación.
¡No era así como se había imaginado su estancia en la Luna! Se duchó. A través de la delgada pared, se escuchaban las voces de las conversaciones procedentes de la habitación vecina. Naturalmente, eran los conocidos del restaurante, los turistas a quienes la Luna producía tan eufórico deleite. A él no. Se cambió de camisa (al fin y al cabo algo había que hacer) y cuando se estaba acostando volvió Lagner, con cuatro libros más. Pirx sintió un escalofrío. Comenzaba a darse cuenta de que Lagner era un fanático del estudio, algo así como una edición más joven de Merinus.
Lagner extendió sobre la mesa los nuevos fotogramas y mientras los observaba a través de un cristal de aumento con una concentración que Pirx no había logrado jamás, ni siquiera cuando estudiaba las fotografías de cierta actriz preferida, le preguntó a éste cuántos años tenía.
—Ciento once —dijo Pirx, y cuando Lagner levantó la cabeza añadió— en el sistema binario.
Lagner sonrió por primera vez y la sonrisa le dio una apariencia casi humana. Tenía unos dientes blancos y fuertes.
—Los rusos enviarán una nave a buscarnos —dijo—. Haremos una escala en su estación.
—¿En Ciolkowski?
—Sí.
La estación Ciolkowski estaba ya en el lado oculto. Por tanto otro trasbordo más. Pirx se preguntó cómo cubrirían los últimos mil kilómetros. Probablemente no en un vehículo terrestre. ¿Una nave? No preguntó nada, sin embargo. No quería confesar su ignorancia. Le pareció que Lagner le decía algo, pero se quedó dormido, vestido, antes de oírlo. Se despertó de repente: Lagner, inclinado sobre la cama, le tocaba el hombro.
—Ya es la hora —dijo simplemente.
Pirx se sentó. A juzgar por las apariencias, el otro se había pasado la noche leyendo y escribiendo: la pila de papeles llenos de cálculos era mucho mayor. En un primer momento Pirx pensó que se refería a la cena, pero se trataba de la nave.
Al echarse su pesada mochila al hombro, Pirx notó que la de Lagner era aún más grande y parecía cargada de piedras; después resultó que, aparte de unas camisas, una pastilla de jabón y un cepillo de dientes, sólo llevaba libros.
Sin tener que pasar ya ninguna aduana ni ningún control, subieron a la planta superior, donde les esperaba una lanzadera lunar cuyo fuselaje, en un tiempo plateado, era ahora más bien gris mate. Pirx no había volado nunca en una nave como aquélla: debido a la falta de gravedad de la Luna, su diseño no era aerodinámico, sino de forma achatada, con tres patas de 20 metros de largo articuladas de forma parecida a una rodilla. Cierto astroquímico que debía acompañarlos no llegó a tiempo, así que partieron sin él, justo a la hora prevista.
La falta de atmósfera era muy engorrosa: no se podía usar ninguna clase de aviones ni helicópteros, nada salvo naves impulsadas por reactores. Ni siquiera era posible usar los deslizadores sobre colchón de aire, tan útiles en terreno pesado, porque requerían unas cantidades de aire que era imposible conseguir.
Las naves impulsadas por cohetes eran más rápidas, pero no podían aterrizar en cualquier parte; a los cohetes no les gustan las montañas ni las rocas.
El insecto de tres patas en el que volarían rugió con el creciente esfuerzo de los motores y se elevó verticalmente como una vela. La cabina era sólo dos veces más grande que el cuartucho del hotel. Tenía ventanillas en las paredes y una claraboya en el techo; el asiento del piloto no se encontraba arriba, sino abajo, casi entre las toberas de propulsión, para poder ver bien el terreno sobre el que aterrizaba. Pirx se sentía como un paquete al que hubieran enviado a un destino desconocido, sin saber exactamente a dónde ni por qué, ni qué ocurriría a continuación.
Era la misma historia de siempre.
Se elevaron en parábola, con la cabina inclinada oblicuamente y arrastrando tras de sí las largas patas. La Luna se deslizaba bajo ellos enorme y convexa, con la apariencia de no haber sido hollada nunca por pies humanos. En el espacio entre la Tierra y la Luna hay una zona desde la cual el tamaño aparente de ambos cuerpos se ve igual. Pirx recordaba bien aquella impresión ilusoria de su primer vuelo. La Tierra, azulada, brumosa, con los contornos de sus continentes diluidos, parecía menos real que la Luna, suspendida como un colgante, con su inmóvil y pétreo peso casi palpable.
Volaban ahora sobre el Mar de las Nubes, pasado ya el cráter Bullialdus. Tycho quedaba al sudeste. La perfecta simetría en su calavera rocosa y la aureola de sus brillantes rayos, que traspasaban el polo hasta el lado oculto, eran aún más asombrosas y sobrecogedoras al contempladas desde aquella altura. Bañado de lleno por la luz solar, Tycho era el centro de un deslumbrador diseño cuyos blanquecinos brazos abarcaban, atravesándolos, el Mare Humorum y el Mare Nubium; su estribación norte, la más grande de todas, desaparecía en el horizonte en dirección al Mare Serenitatis. Pero, tras dejar atrás el Circo de Clavius al este y comenzar a bajar sobre el polo, volando sobre el Mar del Sueño, ya en el lado oculto, la ilusión de orden desaparecía y la superficie del mar, aparentemente lisa y oscura, mostraba sus grietas y fisuras. En el noreste brilló la Sierra de Verne. Continuaban perdiendo altura constantemente, y la Luna aparecía ahora como era en realidad: mesetas, llanuras, circos de cráteres y montañas anilladas, horadadas por el bombardeo cósmico; guirnaldas de detritus rocoso y lava se superponían y entrelazaban, como si la voluntad que había desencadenado aquella lluvia titánica no se conformara aún con la destrucción causada. Antes de que Pirx alcanzara a ver el macizo de Ciolkowski, la nave, impulsada por una breve tracción de los motores, se puso vertical, así que lo último que vio fue el océano de oscuridad que devoraba todo el hemisferio occidental, del que sólo sobresalía la iluminada cima del pico Lobaczewski sobre el terminator. Las estrellas se inmovilizaron en la ventana superior. La nave bajaba como un ascensor. Al zambullirse en el fuego de sus propios motores, que convergía en la popa, los gases rugieron en el blindaje exterior con la misma fuerza que si se tratara de una entrada en la atmósfera. Las butacas se reclinaron solas y Pirx pudo ver las estrellas inmóviles por la claraboya superior. La veloz caída en picado se vio frenada por la suave y obstinada resistencia de los retropropulsores, que rugieron de pronto con toda su potencia. «¡Perfecto! Estamos parados sobre el fuego de los reactores», pensó Pirx, para no olvidar que era un verdadero astronauta, aunque no tuviese aún el diploma. Hubo una sacudida, un golpe y un chasquido sordo, como el de un gran martillo al golpear un trozo de roca; durante un buen rato la cabina se balanceó suavemente arriba y abajo sobre los amortiguadores, que se quejaron ruidosamente, hasta que las bamboleantes patas estuvieron bien asentadas sobre el suelto terreno rocoso.
El piloto aplicó un poco de presión a los conductos de aceite para cortar las últimas sacudidas; se oyó un largo silbido y la cabina quedó suspendida e inmóvil.
El piloto pasó al sitio donde estaban ellos a través de una abertura en el centro del suelo y abrió un armario situado en la pared en donde —¡por fin!— aparecieron los trajes espaciales.
Pirx se animó un poco, pero no por mucho tiempo; había cuatro trajes: el del piloto, uno pequeño, uno mediano y uno grande. El piloto no tardó ni un minuto en colocarse el suyo, pero esperó a colocarse el casco hasta que lo hicieran ellos. Lagner fue igual de rápido. Pero Pirx, rojo, acalorado y rabioso no sabía qué hacer. El traje mediano era demasiado pequeño para él, y el grande demasiado grande. Al probarse el mediano, la cabeza se le aplastó contra la pared superior del casco. En el grande flotaba como una semilla de coco en una cáscara hueca. No le faltaron consejos amistosos. El piloto le hizo notar que un traje ancho es siempre mejor que uno estrecho, y le propuso que rellenara los huecos con la ropa que llevaba en la mochila. Incluso se ofreció a prestarle una manta. Para Pirx, sin embargo, la sola idea de rellenar el traje tenía algo de blasfemo, que hacía rebelarse a su espíritu astronáutico.
Se decidió por el traje más pequeño. Ni el piloto ni Lagner le dijeron nada; el primero abrió la válvula de la esclusa de salida, esperó a que entraran los tres, giró la rueda para cerrar y abrió a continuación la válvula exterior.
Si no hubiese sido por Lagner, Pirx hubiera saltado en seguida, y es posible que hubiera logrado torcerse un pie, pues estaban a 20 metros de la superficie, lo cual, a pesar de la escasa gravedad, y teniendo en cuenta el peso del traje, hubiera equivalido a saltar desde una altura de un primer piso, y sobre un montón de piedras inestables.
El piloto bajó la escalera plegable y descendieron por ella a la Luna.
No les esperaba nadie, ni con flores ni con arcos de triunfo. No había ni un alma a la vista. La cúpula blindada de la estación Ciolkowski, iluminada por los oblicuos rayos del impresionante sol lunar, se alzaba a una distancia de un kilómetro escaso. Un poco más arriba se veía una pequeña pista de aterrizaje excavada en la roca, ocupada ahora por dos filas de naves de carga mucho más grandes que la suya.
Su nave, ligeramente inclinada hacia un costado, descansaba sobre su desgarbado trípode, sobre el chamuscado círculo de rocas abrasadas por el fuego del reactor. El terreno hacia el sur era casi plano, si se podía llamar plana a aquella interminable llanura de escombros, entre los que sobresalían, aquí y allá, formaciones rocosas del tamaño de edificios. Hacia el este se elevaba suavemente al principio, para terminar por convertirse después en una serie de paredes casi verticales que formaban el macizo principal de la cadena Ciolkowski; ésta, aparentemente cercana, estaba en sombras y era negra como el carbón. A unos diez grados sobre la cima del Ciolkowski brillaba un sol cegador que les impedía mirar en aquella dirección.
Pirx bajó en seguida el protector solar sobre el cristal del casco, pero lo único que logró fue no tener que entrecerrar los ojos. Pisando con cuidado sobre las movedizas piedras, se encaminaron a la estación. Una hondonada poco profunda les hizo perder de vista la nave. La estación dominaba la llanura y el resto del paisaje. Estaba excavada en sus tres cuartas partes en una pared rocosa con un extraño parecido a una fortaleza de piedra de la era medieval; desde cierta distancia, el parecido de las dentadas cornisas con almenas era impresionante; conforme se iba uno acercando, las «almenas» se iban volviendo menos reales, perdiendo su forma y revelando que las negras líneas que las atravesaban eran en realidad profundas grietas; para tratarse de la Luna el terreno era, sin embargo, relativamente parejo y se caminaba rápido por él. Cada pisada levantaba una pequeña nube de polvo —el famoso polvo lunar— que se elevaba hasta la altura de la cintura y los rodeaba en una nube de lechosa blancura que se negaba a descender, impidiéndoles ir en fila india y obligándolos a caminar uno al lado del otro. Cuando llegaron a la estación, Pirx se dio la vuelta y comprobó que el camino que habían recorrido estaba señalado por tres irregulares y serpenteantes nubes de aquel polvo, más blanco que ningún polvo terrestre.
Pirx era un experto en el tema del polvo lunar: los primeros exploradores se habían quedado asombrados por aquel fenómeno, pues, si bien esperaban encontrar polvo, se pensaba que, según todas las leyes conocidas, incluso el polvo más fino debía posarse de nuevo inmediatamente en un vacío sin aire. Pero no ocurría así con el polvo lunar. Y, curiosamente, el fenómeno sucedía sólo de día, bajo la luz del sol. Más tarde se comprobó que los fenómenos eléctricos obedecían leyes distintas a las que regían en la Tierra. Las descargas atmosféricas, los relámpagos, los rayos, el fuego de San Telmo y otros fenómenos corrientes en la Tierra no se daban en la Luna. Pero las rocas lunares, expuestas al bombardeo constante de partículas de radiaciones, tienen la misma carga que el polvo que las cubre. Y puesto que dos cargas eléctricas del mismo polo se repelen, el polvo, una vez elevado, se mantenía en suspensión durante horas, gracias a la repulsión electrostática. Cuantas más «manchas solares» hubiera en el Sol, más polvo había en la Luna. El fenómeno desaparecía varias horas después de caer la noche, una noche tan espantosamente fría que la única protección posible contra ella eran los trajes aislantes de doble capa de diseño especial, condenadamente pesados incluso en la delgada atmósfera lunar.
Las reflexiones científicas de Pirx se vieron interrumpidas por la llegada a la entrada principal de la estación. Fueron recibidos con hospitalidad. El director científico de la estación, el profesor Ganszyn, era un hombre extraordinariamente alto incluso para Pirx, que siempre había considerado su estatura una compensación a su rolliza corpulencia. Ganszyn lo miraba de arriba abajo no en sentido figurado, sino literal. Y su colega, un físico, el doctor Pnin, era todavía más alto, un gigante de dos metros.
Estaban presentes otros tres rusos más, sin contar los que estaban de servicio.
El observatorio astronómico y la estación de radio estaban situados en el nivel superior. Un inclinado túnel de cemento horadado en la roca conducía a una pequeña cúpula separada del resto de la construcción, sobre la cual giraban los grandes enrejados de los radares; por las escotillas se alcanzaba a ver, sobre el borde mismo del Ciolkowski, la reluciente tela de araña plateada, de forma perfectamente regular, del radiotelescopio principal, el más grande de la Luna. Se podía llegar hasta él en media hora por medio de un teleférico.
La estación era mucho más grande de lo que parecía. Los grandes depósitos de agua, aire y alimentos se encontraban en el subsuelo; las instalaciones que transformaban las radiaciones solares en energía eléctrica estaban instaladas en un ala construida en una grieta de las rocas que resultaba invisible desde la hondonada. Y había otra construcción más, una construcción absolutamente espléndida; un enorme solárium hidropónico bajo una cúpula de cuarzo reforzado con acero; en el centro del mismo, entre gran cantidad de flores y grandes recipientes con algas —fuente de vitaminas y proteínas— crecía... ¡un platanero! Pirx y Lagner comieron cada uno un plátano cultivado en la Luna. Riéndose, el doctor Pnin les aclaró que los plátanos no formaban parte de la dieta diaria del personal, eran más bien para los huéspedes.
Lagner, que entendía algo de construcciones lunares, comenzó a preguntar los pormenores de la construcción de la cúpula de cuarzo, que le había sorprendido aún más que los plátanos. Y no cabía duda de que era una obra original. Puesto que en el exterior reinaba el vacío, la cúpula debía resistir una presión permanente de nueve toneladas por metro cuadrado, lo que, dadas sus dimensiones, suponía la imponente cifra de 2.800 toneladas. Con tal presión, el aire contenido en el solárium podía hacer saltar en añicos la burbuja de cuarzo. Obligados a prescindir del hormigón armado, los constructores habían reforzado el cuarzo soldándole un armazón de costillas de acero que transferían toda la presión, de casi tres millones de kilogramos, a un escudo de iridio situado en la cúspide, desde el cual partían en el exterior una serie de potentes claves de acero que se enterraban profundamente en el basalto circundante. El resultado era un «globo cautivo» de cuarzo único en su tipo.
Desde el solárium se encaminaron directamente al salón comedor para almorzar. Porque en Ciolkowski era de nuevo la hora del almuerzo. Éste era el tercer almuerzo consecutivo de Pirx, después de los de la nave y la base lunar. Parecía que en la Luna no se hacía otra cosa más que almorzar.
El comedor, que funcionaba también como sala común, no era muy grande; las paredes estaban totalmente revestidas en madera de pino, frescas aún de olor a resina. Aquel inesperado toque «mundano» resultaba particularmente agradable después de los cegadores paisajes lunares. Pero el profesor Ganszyn les confesó que la cubierta de madera era tan sólo una delgada capa, instalada para prevenir la nostalgia de la tripulación.
Ni durante el almuerzo ni después se habló de Mendelejew; ni una sola palabra sobre el accidente y los infortunadas canadienses ni sobre su inminente partida; era como si hubiesen llegado de visita y fuesen a quedarse definitivamente. Los rusos se comportaban como si, aparte de atender a Pirx y Lagner, no tuviesen otra cosa que hacer. Les preguntaron qué pasaba en la Tierra, cómo iban las cosas en la Base Lunar; en un arranque de franqueza, Pirx comentó su aversión hacia los turistas y sus modales y le pareció percibir signos de aprobación en sus oyentes. Sólo después de cierto tiempo se dio cuenta de que, de vez en cuando, uno u otro de sus anfitriones salían para regresar en seguida. Más tarde le explicaron que iban al observatorio, porque se había producido una protuberancia en el Sol. ¡Una auténtica hermosura! Al oír la palabra «protuberancia», todo lo demás dejó de existir para Lagner. De hecho, toda la mesa se dejó llevar del absorbente entusiasmo propio de los científicos: trajeron fotografías y proyectaron la película filmada por el coronógrafo; la protuberancia era realmente excepcional, medía tres cuartos de millón de kilómetros de longitud y tenía, a los ojos de Pirx, el aspecto de un monstruo antediluviano de llameantes fauces. Pero nadie más que él se mostró interesado en la similitud zoológica. Tras encender las luces, Ganszyn, Pnin, Lagner y un tercer astrofísico comenzaron a hablar, con los ojos brillantes, y sordos a todo; alguien recordó el interrumpido almuerzo y volvieron al comedor, pero, una vez allí, apartaron los platos y se pusieron todos a hacer números en las servilletas de papel, hasta que el doctor Pnin se compadeció de Pirx, al que toda aquella jerga científica sonaba a chino, y lo invitó a su habitación, pequeña pero provista de una ventana desde la que se divisaba una impresionante vista de la cumbre este del Ciolkowski. El sol, bajo en el horizonte y vomitando fuego como las mismísimas puertas del infierno, agregaba al caos de las formas rocosas un nuevo caos, el de las sombras devorando con su negrura el paisaje; era como si, detrás de cada arista de piedra iluminada por el sol, se abriese un diabólico pozo de sombra hasta el mismo centro de la Luna, como si la nada consumiese las lomas, las inclinadas rocas, las agujas, los obeliscos que surgían por encima de las oscuras sombras como fuego petrificado detenido en su vuelo. El ojo se perdía entre formas imposibles de aprehender, encontrando sólo un dudoso alivio en los redondos hoyos, negros como cuencas oculares vaciadas, de pequeños cráteres llenos hasta el borde de sombras.
Aquélla era una visión única en su género. Pirx ya había estado tres veces en la Luna (cosa que repitió como seis veces en la conversación) pero nunca a aquella hora, nueve horas antes de la puesta de sol. Estuvo sentado con Pnin durante mucho tiempo. Éste lo llamaba «colega» y él, no sabiendo cómo contestar, daba toda suerte de rodeos gramaticales para no tener que dirigirse directamente a él.
El ruso tenía una fantástica colección de fotografías tomadas en sus escaladas.
Él, Ganszyn y un tercer compañero que se encontraba en esos momentos en la Tierra se dedicaban al alpinismo en sus ratos libres.
Había habido algunos intentos de poner en circulación el término «lunismo» para este tipo de escalada, pero no tuvo aceptación, quizá porque la existencia de los Alpes Lunares hacía aún más confuso el tema.
Pirx, que practicaba la escalada desde antes de su ingreso en la Academia, descubrió en Pnin a un alma gemela y comenzó a interrogarlo sobre las diferencias entre las técnicas de escalada terrestre y las lunares.
—Debe recordar una cosa, colega —dijo Pnin—, sólo una. Mientras le sea posible, utilice las mismas técnicas que en nuestro mundo. Aquí no hay hielo, a no ser en las grietas muy profundas, e incluso allí muy de cuando en cuando; nieve tampoco, por supuesto; eso hace que la escalada parezca fácil, y más si se tiene en cuenta que se puede uno caer desde 30 metros sin que le pase nada. Pero no deje que esto se le suba a la cabeza.
Pirx mostró su sorpresa.
—¿Por qué?
— Porque aquí no hay aire —aclaró el astrofísico— y, por mucho tiempo que pase en la Luna, nunca aprenderá a calcular correctamente la distancia. Ni siquiera el telémetro sirve de gran ayuda. ¿Quién va por ahí con un telémetro? Llega uno a una cima, mira al abismo y le parece que esté a 50 metros. Y es posible que lo esté, pero lo mismo puede estar a 300 o a 500. Eso me ha sucedido. Bueno, por lo demás, ya sabe usted lo que pasa: una vez que se hace uno la idea de que no importa caerse, antes o después termina por hacerlo. Si uno se cae y se rompe la cabeza en la Tierra es posible que se cure. Pero aquí se da uno un buen golpe en el casco, se rompe el cristal... y se acabó lo que se daba. Así que actúe como en las montañas terrestres. Lo que se podría permitir allí, puede permitírselo aquí. Con una excepción: saltar grietas. Aunque le parezca que hay apenas 10 metros —que equivaldría a uno y medio en la Tierra— busque una piedra, arrójela al otro lado y observe su vuelo; pero mi consejo, mi más sincero consejo, es que simplemente no salte. Porque en cuanto uno salta 20 metros un par de veces, ningún precipicio es ya lo bastante ancho ni ninguna montaña lo bastante alta... y en esas condiciones es muy fácil un accidente. Y aquí no hay equipo de rescate en la montaña... Así que ya sabe...
Pirx le preguntó sobre la estación Mendelejew. ¿Por qué estaba en la parte alta de la montaña y no abajo? ¿Era difícil el camino? ¿Era necesaria una escalada?
—No, no llega a ser un escalada, sólo hay pequeñas zonas de riesgo debidas a un alud. Ya sabe que la avalancha arrasó el camino... En cuanto al emplazamiento, no creo que demostrara mucho tacto si hablo de ello, sobre todo ahora, después de la desgracia... Pero usted debe de haber leído algo sobre lo ocurrido...
Pirx, terriblemente desconcertado, murmuró algo de haber estado concentrado en sus exámenes en aquel entonces. Pnin se sonrió, pero en seguida se puso serio.
—Bueno, pues..., la Luna está internacionalizada, pero cada país tiene su zona de investigaciones científicas; nosotros tenemos este hemisferio. Cuando se comprobó que los cinturones de Van Allen perturbaban la corriente de radiaciones cósmicas sobre el hemisferio que mira hacia la Tierra, los ingleses nos pidieron permiso para construir una estación en nuestro lado. Se lo concedimos. En ese momento acabábamos de comenzar las obras en Mendelejew, así que les propusimos que se quedaran con ella, cediéndoles todos los materiales de construcción que habíamos traído, y que después haríamos las cuentas. Los ingleses aceptaron, pero más tarde cedieron la estación a los canadienses, pertenecientes también a la Comunidad Británica. Para nosotros, naturalmente, no había diferencia. Puesto que nuestros expertos habían realizado ya un reconocimiento previo del terreno, uno de ellos, el profesor Animcew, entró a formar parte del equipo canadiense en calidad de consejero, como experto en las condiciones locales. De pronto nos enteramos de que los ingleses querían volver a participar en el proyecto. Enviaron a Shanar, que afirmó que los haces de radiaciones secundarias del fondo del cráter podían interferir los resultados de la investigación. Nuestros especialistas no creían que eso fuera posible, pero a esas alturas los ingleses habían decidido ya que la estación iba a ser suya, y la trasladaron a la ladera. Los costes crecieron astronómicamente, claro. Y los canadienses financiaron todos los gastos adicionales. Bueno, todo eso no era asunto nuestro, no nos dedicamos a meter las narices en los bolsillos ajenos. En resumen, en cuanto se decidió el emplazamiento de la estación, comenzaron a trazar el camino. Animcew nos comentó que los ingleses pretendían construir dos puentes de hormigón armado sobre dos precipicios situados directamente en el trayecto del camino, pero los canadienses se opusieron porque el presupuesto se hubiera elevado casi al doble. Decidieron perforar dos costillas en la pendiente interior del Mendelejew usando cargas direccionales. Les advertimos que las explosiones podían afectar la estabilidad del núcleo cristalino del basalto. Pero no nos hicieron caso. ¿Qué podíamos hacer? Después de todo, no son unos niños. Nosotros teníamos más experiencia selenológica, pero pensamos que, si no querían escuchar, no íbamos a insistir. Animcew votó en contra y ahí quedó todo. Comenzaron a perforar la roca. El primer absurdo —el emplazamiento— arrastró tras sí el segundo, y las consecuencias no se hicieron esperar mucho, desgraciadamente. Los ingleses construyeron tres muros de contención en previsión de posibles aludes. Levantaron la estación y trajeron sus transportes oruga. Hasta ahí todo fue bien. Pero no hacía ni tres meses que la estación estaba funcionando cuando comenzaron a aparecer fisuras junto a la Puerta del Sol, por esa gran abertura del borde oeste...
Pnin se puso de pie, sacó de un cajón varias fotografías grandes y se las mostró a Pirx.
—Aquí, en este lugar. Ésta es, o mejor dicho era, una pared rocosa de un kilómetro y medio. El camino iba por esta línea roja, más o menos a un tercio de su altura. Los canadienses fueron los primeros en dar la voz de alarma. Animcew, que se había quedado allí para tratar de convencerlos de su error, les dijo: mirad, hay 300 grados de diferencia entre la temperatura del día y la de la noche. Las fisuras van a ir aumentando sin solución y es inútil hacer nada. No hay forma de sujetar una pared de kilómetro y medio. Cerrad el camino inmediatamente y, puesto que la estación ya está construida, instalad un teleférico. Pero ellos hicieron venir a un experto tras otro... desde Inglaterra, de Canadá... fue una auténtica farsa: los que estaban de acuerdo con Animcew regresaban inmediatamente a casa. Sólo quedaron los que decidieron que la solución para las fisuras era ¡inyectar cemento! Y comenzaron a hacerlo. Lo inyectaron, levantaron soportes, cementaron y volvieron a cementar, porque lo que cementaban de día reventaba a la noche siguiente. Comenzaron a producirse pequeños aludes en la quebrada, pero la pared aguantó. Instalaron un sistema de cuñas para prevenir aludes más grandes. Animcew les advirtió que el peligro no estaba en los aludes: ¡La pared entera podía venirse abajo!
Pobre Animcew. No nos atrevíamos a mirarlo cuando venía a vernos. El hombre estaba frenético viendo la desgracia que se avecinaba y sin poder hacer nada por evitarla. Cierto, los ingleses disponen de excelentes especialistas, pero no era ya un problema de especialistas, ni tampoco selenológico; se había convertido en una cuestión de prestigio. Habían construido el camino y no estaban dispuestos a volverse atrás. Animcew protestó por enésima vez y se fue. Después nos enteramos de que los ingleses y los canadienses tuvieron sus discusiones y sus roces sobre qué hacer con la pared —el borde de lo que se conoce como el Ala del Águila—. Los canadienses querían volarla, destruir el camino y construir más tarde uno más seguro. A los ingleses no les gustó la idea. Y de todas formas, era hablar por hablar: Animcew calculó que se hubiera necesitado una explosión atómica de seis megatones para volar la pared, y la convención de la ONU prohíbe el uso de material atómico como explosivo. Y así siguieron, discutiendo y peleándose, hasta que la pared terminó por derrumbarse de verdad. Los ingleses dijeron después que todo había sido culpa de los canadienses por rechazar el primer proyecto, el de los puentes de hormigón.
Pnin miró un momento la segunda fotografía, que mostraba la rotura del borde aumentada casi al doble; los puntos negros señalaban el lugar donde el derrumbe se había llevado por delante el camino y todos los refuerzos.
—Como resultado, la estación resulta periódicamente inaccesible, porque, aunque de día resulta fácil llegar (un par de cruces arriesgados en el saliente que le mencioné antes), de noche es prácticamente imposible. En este lado no disponemos de la Tierra para que nos alumbre, ya sabe.
Pirx comprendió lo que quería decir el ruso: en el lado oculto, las largas noches lunares no eran alumbradas por la gran lámpara de la Tierra.
—¿Y no sirven de nada los infrarrojos? —preguntó.
Pnin sonrió.
—¿Gafas infrarrojas? ¿Para qué, colega, si una hora después de la puesta de sol la temperatura de las rocas es de 160 grados bajo cero?... Teóricamente el radar sí podría servir, pero ¿ha probado alguna vez escalar cargado con un radaroscopio?
Pirx admitió que no.
—Pues no se lo aconsejo. Es un medio excepcionalmente complicado de suicidarse. El radar está bien para terreno llano, pero no en una pared.
Entró Lagner con el profesor. Era hora de irse. Aún les quedaba media hora de vuelo y otras dos a pie, y sólo faltaban siete horas para la puesta del sol. A Pirx siete horas le parecieron más que suficientes. El doctor Pnin se ofreció a acompañarles. Protestaron cortésmente, insistiendo en que no era necesario, pero sus anfitriones no quisieron ni oírlos.
Cuando ya iban a salir, Ganszyn preguntó si tenían algún mensaje que quisieran transmitir a la Tierra. Sería su última oportunidad, porque, aunque Mendelejew tenía contacto por radio con Ciolkowski, dentro de siete horas estarían dentro del terminator y habría fuertes interferencias.
Pirx pensó que no estaría mal mandarle «saludos desde el lado oculto» a la hermana de Matters, pero no se atrevió. Le dieron las gracias a sus anfitriones y se encaminaron abajo, donde los rusos insistieron de nuevo en acompañarles hasta la nave. Ante su insistencia, Pirx no pudo resistirlo y se quejó del traje que le había tocado. Los rusos le consiguieron otro y el antiguo quedó en la cámara de presión de la Ciolkowski. El traje ruso era un poco distinto a los que Pirx estaba acostumbrado; tenía tres visores en vez de dos, uno para sol alto, otro para sol bajo y un tercero, de color naranja oscuro, para el polvo. Las válvulas de aire estaban dispuestas de forma diferente y las botas tenían suelas hinchables, con las que se caminaba como sobre almohadas. No se sentía la roca en absoluto y la parte exterior de la suela se adhería perfectamente, incluso a las superficies más lisas. Le llamaban «modelo de alta montaña». Además, el traje era mitad plateado y mitad negro; cuando uno se ponía con la parte negra hacia el sol comenzaba a sudar y cuando lo hacía con la plateada lo inundaba una agradable frescura. A Pirx le pareció que la idea tenía un fallo: no siempre se camina en dirección al sol y ¿qué se hacía entonces? ¿Caminar de espaldas o qué?
Los otros se echaron a reír y le indicaron un mando sobre el pecho, que hacía desplazar el plateado y el negro por sectores. Se podía tener la parte delantera negra y la espalda plateada o a la inversa. La forma en que los tonos cambiaban de lugar era interesante. Entre la capa exterior del traje, confeccionada de un plástico duro y transparente, y la que estaba en contacto con el cuerpo, había una fina capa de aire llena de dos clases de colorantes, o más bien de dos sustancias semilíquidas —una aluminizada y la otra carbonosa—. La presión que las desplazaba de un lugar a otro provenía del oxígeno del dispositivo de respiración.
Era hora de ir a la plataforma de despegue. Antes, viniendo del sol, Pirx estaba tan deslumbrado que no había podido ver bien la cámara de presión. Ahora pudo comprobar que una de las paredes estaba construida como un pistón, con el objeto, explicó Pnin, de que una cantidad variable de personas pudiesen entrar o salir a la vez, sin perder aire innecesariamente. Pirx sintió algo parecido a la envidia al oírlo; las cámaras de la Academia eran, en comparación, viejas cajas anticuadas, con cinco años de retraso como mínimo, y cinco años de retraso en tecnología equivalían a toda una época.
El Sol no parecía haber bajado en absoluto. Resultaba raro caminar con las botas hinchadas, era como si se estuviese caminando en el aire, pero la sensación desapareció antes de llegar a la nave.
El profesor apretó su casco contra el de Pirx y gritó varias palabras de despedida, se dieron las manos envueltas en los pesados guantes y entraron tras el piloto al vientre de la nave, que se balanceó suavemente ante el aumento de peso.
El piloto esperó a que los otros se alejaran a una distancia segura y puso los motores en marcha. En el interior del traje, el sordo trueno de la creciente aceleración resonaba atenuada, como a través de una gruesa pared. La gravedad aumentó, pero no sintieron el despegue. Las estrellas titubearon en las escotillas y el desierto rocoso, visible por la mirilla inferior, pareció caer y desapareció de la vista.
Volaban bajo, así que no veían nada; sólo el piloto tenía visibilidad para observar el espectral paisaje que se deslizaba bajo la nave. Ésta avanzaba suspendida casi verticalmente, como un helicóptero. El aumento de la velocidad se notaba en el ruido creciente de la aceleración y la suave vibración del casco.
—Atención, preparados para el descenso —les llegó la voz al interior del casco. Pirx no supo si era el piloto, a través de la instalación de radio de a bordo, o Pnin. Las butacas se reclinaron. Respiró hondo, se sintió tan liviano como si fuera a flotar hasta el techo e instintivamente se asió a los brazos del sillón. El piloto frenó con brusquedad, las toberas rugieron dejando escapar las llamas, que lamieron con fiereza las paredes exteriores, y el estrépito se hizo intolerable. La gravedad aumentó y descendió y hasta Pirx llegó el sonido de dos golpes secos en rápida sucesión; habían aterrizado. Entonces sucedió algo inesperado. La nave, que ya había entrado en su movimiento de balanceo arriba y abajo sobre sus patas de insecto, se inclinó de pronto a un lado y, acompañada del ruido de piedras al rodar, comenzó a deslizarse colina abajo.
«¡Nos hemos estrellado!», pensó Pirx. No se asustó, pero instintivamente puso en tensión todos sus músculos. Los otros dos yacían inmóviles. El motor estaba silencioso. Comprendía perfectamente el dilema del piloto: el vehículo se estaba deslizando, resbalando y cayendo, junto con las piedras sueltas; una aceleración de los motores podía, en lugar de elevarlos, precipitarlos definitivamente sobre las rocas de abajo si una de las patas cedía de repente.
Los crujidos y chirridos de las piedras bajo las patas de acero se fueron debilitando poco a poco hasta cesar. Unos cuantos guijarros golpearon aún sonoramente el acero, hubo un último deslizamiento de la capa de rocas bajo el peso de la pata articulada y la cabina se estabilizó lentamente, con una inclinación de unos diez segundos.
El piloto salió de su compartimento un poco aturdido y comenzó a disculparse: la configuración del terreno había cambiado, debía haber habido un nuevo alud en la ladera norte. Había aterrizado en la gravilla suelta junto a la pared para ahorrarles camino a pie.
Pnin respondió que aterrizar en un campo de lava no era la mejor forma de acortar camino; un alud no es precisamente una buena pista de aterrizaje y, cuando no es imprescindible, no se deben correr riesgos. Con esto se terminó el corto intercambio de opiniones, el piloto los condujo a la esclusa y bajaron por la escalerilla.
El piloto se quedó en la nave esperando el regreso de Pnin y ellos se pusieron en marcha detrás del alto ruso.
Pirx siempre se había sentido a sus anchas en la Luna hasta aquel momento. Los alrededores de la estación Ciolkowski eran un paseo comparado con el lugar donde se encontraban ahora. La nave, inclinada sobre sus patas, abiertas al máximo y enterradas en las piedras del alud, estaba a unos 300 pasos de la sombra proyectada por el muro principal del Mendelejew. El Sol, un abismo abrasador en el negro cielo, casi rozaba la ladera, creando el espejismo de que las rocas se derretían. Pero la extensión de paredes verticales que surgían de la oscuridad y se elevaban a un kilómetro de altura, y hasta a dos un poco más lejos, no eran un espejismo; desde su cima se derramaban hacia el fondo del cráter, surcado de profundas zanjas, los blancos conos de los deslizamientos. Los desprendimientos más recientes eran fácilmente reconocibles por la imprecisión del contorno de las rocas, difuminado por la nube de polvo que tardaba varias horas en asentarse. El fondo mismo del cráter, de resquebrajada lava, también estaba cubierto por una capa de polvo luminoso; toda la Luna estaba cubierta por el manto de polvo formado por los microscópicos restos de los meteoritos —esa seca lluvia que desde hacía millones de años caía sobre ella desde las estrellas—. A ambos lados del sendero ascendente —en realidad una acumulación de bloques y losas de roca igual de salvaje que el resto del contorno, pero señalado por postes de aluminio anclados en cemento y terminados en una esfera de color rojo rubí— se erguían, mitad bañados por la luz y mitad negros como la noche galáctica, unos farallones que superaban en majestuosidad a los gigantes de los Alpes o los Himalayas.
La escasa gravedad lunar permitía al material rocoso adoptar formas de pesadilla, capaces de persistir durante siglos, tan impensables que el ojo humano, por muy acostumbrado que estuviese a tal panorama, terminaba antes o después por perderse en su vagabundeo hacia las cumbres. Los blancos bloques de piedra pómez, al elevarse como globos al contacto con el pie, y los pesados trozos de basalto, al rodar con extraordinaria lentitud y precipitarse sin producir ruido alguno, como si fuesen fruto de un sueño, potenciaban aún más la sensación de irrealidad e inverosimilitud de aquel paisaje.
Algunos cientos de metros más arriba, el color de la roca cambiaba. Lechos de pórfido rosado flanqueaban la quebrada a la que se dirigían. Losas de piedra se amontonaban unas sobre otras hasta alcanzar en algunos lugares alturas de varios pisos, con las aristas afiladas como navajas de afeitar entrelazadas, y parecían invitar al empujón que las lanzara en una incontenible avalancha.
Pnin los conducía por aquellos bosques de lava petrificada sin prisa pero sin titubeos. De vez en cuando, el pie calzado con la enorme bota del traje se apoyaba sobre una losa que se movía; entonces, tras meditar inmóvil durante un instante, seguía adelante o la esquivaba, intuyendo por señales sólo por él conocidas si la piedra soportaría o no el peso de un hombre —el sonido, la señal de alarma por excelencia del escalador, estaba totalmente ausente allí—. De repente, uno de los bloques de basalto que habían evitado anteriormente comenzó, sin motivo aparente, a deslizarse ladera abajo, lenta y somnolientamente al principio, pero arrastrando después una multitud de piedras, una furiosa avalancha que caía cada vez a mayor velocidad, hasta que al final una nube de polvo blanca como la leche cubrió el resto del camino del alud. Era una visión propia de un delirio: los bloques no producían el menor ruido al golpear uno contra otro y ni siquiera se sentía vibración alguna del terreno a través de la suela de las botas; cuando en la siguiente curva dieron un brusco giro, Pirx vio el rastro dejado por el alud, una nube de ondulantes olas que se extendían con suavidad. Instintivamente, buscó con inquietud el cohete, pero no corría peligro, estaba donde antes, a uno o dos kilómetros de distancia; distinguía con claridad el brillante casco y las líneas de las tres patas, un extraño insecto lunar posado sobre los restos del viejo alud, que antes le habían parecido tan inclinados, pero que aparecían ahora planos como una mesa.
Cuando se acercaron a la zona de sombra Pnin apresuró el paso. Hasta aquel momento, el terror y la amenaza latentes en el paisaje habían absorbido tan completamente la atención de Pirx que no había tenido tiempo de observar a Lagner. Se dio cuenta ahora de que el pequeño astrofísico caminaba con paso seguro y nunca tropezaba.
Hubo que saltar una grieta de cuatro metros. Pirx imprimió demasiada fuerza a su salto, se elevó hacia arriba y cayó, moviendo furiosamente las piernas, a unos ocho metros más allá del borde opuesto. Esta clase de salto lunar era una experiencia nueva, que dejaba pequeñas las bufonadas de los turistas en la Base Lunar. Penetraron en la zona de sombra. Mientras se mantenían cerca de las planchas rocosas bañadas por el Sol, sus reflejos aclaraban un poco los alrededores y jugaban sobre las siluetas curvas de los trajes. Pero rápidamente la oscuridad se hizo tan espesa que se perdieron de vista unos a otros. Pronto se vieron envueltos en el frío nocturno. Pirx sintió penetrar la helada a través de todas las capas aislantes del traje; aunque no llegaba directamente al cuerpo ni le mordía la piel, se sentía como una presencia muda y helada; las capas aluminizadas del traje vibraron al caer la temperatura más de doscientos grados. Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, Pirx vio que las esferas de los postes de aluminio despedían una luz roja bastante intensa, como las cuentas de un collar de rubíes, que ascendía serpenteando hasta disolverse en la luz del sol. La serrada línea del borde rocoso superior se desplomaba hacia el fondo del cráter en tres precipicios, cada uno de ellos atravesado por una estrecha cornisa de roca en forma de estante. Le pareció que la fila de postes que se perdían de vista conducía a uno de aquellos estantes, pero probablemente era una ilusión óptica. Más arriba, el agrietado farellón principal del Mendelejew aparecía iluminado por una columna de luz solar casi horizontal, una silenciosa explosión lumínica que salpicaba con su ardiente blancura los pilares y chimeneas rocosas.
—Allí está la estación —escuchó en el casco la cercana voz de Pnin. El ruso, detenido en la frontera entre el día y la noche, el frío y el calor, señalaba algo situado arriba, pero Pirx, aparte de una serie de rocas, negras incluso a la luz del sol, no vio nada.
—¿Ve El Águila? Así llamamos a esa cima. Ésa es la cabeza, ahí está el pico y allí el ala...
Pirx sólo veía un amontonamiento de luces y sombras y más allá un torcido saliente sobre la iluminada ladera este, engañosamente cercana porque sus contornos eran muy nítidos, al no estar desdibujados por atmósfera alguna. Y de pronto vio el Águila. El ala era precisamente la pared a la que se dirigían; más arriba de la ladera emergía la cabeza, sobre un fondo de estrellas; el saliente era el pico.
Miró el reloj. Llevaban caminando cuarenta minutos y aún les quedaba otro trecho igual.
Antes de entrar en la siguiente zona de sombra, Pnin se detuvo para conectar su climatizador. Pirx aprovechó para preguntarle por dónde iba el camino.
—Por allí —señaló con la mano hacia abajo.
Pirx sólo vio el vacío y, al fondo, el cono de un derrumbe, del que emergían grandes fragmentos rocosos.
—Allí fue donde se desplomó la pared —explicó Pnin, volviéndose hacia la ladera—. Ésa es la Puerta del Sol. Los sismógrafos de Ciolkowski registraron la sacudida; según nuestros cálculos, se desplomaron alrededor de medio millón de toneladas de basalto...
—Un momento —dijo aturdido Pirx—. ¿Cómo se llevan ahora las provisiones hasta arriba?
—Usted mismo lo verá cuando lleguemos —contestó el otro, y se puso en marcha.
Pirx lo siguió, dándole vueltas al misterio en la cabeza, pero sin ocurrírsele ninguna solución. ¿Subirían a hombros cada litro de agua y cada bombona de oxígeno? No, era imposible. Ahora iban más rápido. El último poste de aluminio estaba clavado en la cima del precipicio. Los abrazó la oscuridad. Encendieron los reflectores frontales, cuyos temblorosos y erráticos rayos saltaban de un saliente a otro, y se adentraron en la cornisa, que en algunas partes se estrechaba a dos palmos y en otras era tan ancha que podía uno pararse con las piernas abiertas. Caminaron por el estante como por una cuerda, levemente ondulada pero totalmente horizontal; la rugosidad del suelo proporcionaba buenas agarraderas a los pies, pero bastaría un paso en falso, un mareo, para...
«¿Por qué no nos habremos atado?», pensó Pirx. Y en ese momento la mancha luminosa delante de él se inmovilizó. Pnin se había detenido.
—La cuerda —dijo.
Le pasó un extremo a Pirx y éste, a su vez, tras pasar la cuerda por los enganches de su cinturón, se la arrojó a Lagner. Antes de ponerse de nuevo en marcha, Pirx oteó los alrededores apoyado en una roca.
Todo el interior del cráter era visible abajo con absoluta claridad: los negros barrancos de lava, reducidos a una red de fisuras, y el exagerado cono central que arrojaba una larga franja de sombra.
¿Dónde estaba la nave? No vio ni rastro de ella. ¿Y el camino? ¿Y las cerradas curvas señaladas por los postes de aluminio? También habían desaparecido. Sólo se veía la extensión del circo rocoso, bañado en parte por un cegador resplandor y en parte por las estelas de negrura que se extendían de roca en roca; el claro polvo rocoso resaltaba el trazado del terreno, con su grotesca multitud de cráteres cada vez más pequeños; sólo en el contorno del Mendelejew debía de haber cientos de ellos, desde los de medio kilómetro de diámetro hasta los apenas visibles, cada uno de ellos perfectamente circular, con una pendiente exterior suave y una interior más pronunciada, terminados en una montañita, en cono, o, por lo menos, con una depresión en forma de ombligo en el centro; los más pequeños, réplicas fieles de los más grandes y todos ellos abrazados por la enorme pared rocosa de un coloso de 30 kilómetros de diámetro.
Esta vecindad entre el caos y la simetría excitaba la imaginación humana; la creación y la destrucción simultánea de las formas, según un modelo único, implicaba a la vez una precisión matemática y la anarquía total de la muerte. Miró hacia arriba. La Puerta del Sol continuaba arrojando torrentes de fuego blanco.
Varios cientos de metros más allá de una angosta quebrada, la pared retrocedió. Continuaron caminando en la sombra, aliviada por la luz reflejada por una rocosa masa vertical que se elevaba unos dos kilómetros por encima de la zona de sombras; tras atravesar una lengua de gravilla, apareció, inundada por el Sol, una pendiente no muy pronunciada. Pirx comenzaba a sentir un extraño adormecimiento, no de los músculos, sino de la mente, producido seguramente por la tensión de estar constantemente atento a toda aquella avalancha de sensaciones: la Luna, sus salvajes montañas, el helador frío nocturno alternando con el calor abrasador de las zonas iluminadas y el omnipresente silencio que todo lo devoraba, convirtiendo la voz humana, que, de vez en cuando, resonaba en el interior del casco, en algo tan inconcebible y tan fuera de lugar como un pececillo de colores en el Matterhorn, a tal punto destacaba la voz en aquel muerto entorno.
Pirx rodeó un pico que arrojaba la última sombra y se sintió engullido por el fuego, que lo cegó antes de que alcanzara a comprender lo que era: el Sol. Habían llegado a la parte superior del camino, la única que se había salvado.
Ahora caminaban uno al lado del otro, con los protectores de los cascos bajados.
—En seguida llegaremos —dijo Pnin.
El camino era, efectivamente, transitable por vehículos. Estaba hecho en la roca, abierto a base de explosiones dirigidas; llegaba, por debajo del Ala del Águila, hasta la ladera misma, donde una especie de desfiladero colgaba sobre una caldera rocosa natural. Era esta caldera la que había hecho posible aprovisionar a la estación tras la catástrofe. Una nave de carga, equipada con un dispositivo de lanzamiento especial, transportaba las provisiones y las lanzaba en dirección a la caldera. Aunque siempre se rompía algún paquete, la mayoría resistían el choque con la roca gracias a una resistente envoltura de acero. Antes, cuando aún no existía la Base Lunar ni ninguna otra estación, el único medio de hacer llegar las provisiones a las expediciones que se adentraban en los alrededores de Sinus Med era precisamente arrojar los paquetes desde las naves. Como los paracaídas no servían de nada en una atmósfera sin aire, hubo que diseñar cajas de duraluminio o acero capaces de aguantar el violento impacto. Se arrojaban como si fueran bombas, para ser recogidas más tarde por los miembros del equipo, que a veces las encontraban diseminadas en una extensión de hasta un kilómetro cuadrado. Ahora, muchos años más tarde, los recipientes volvían a resultar útiles.
Desde el desfiladero la ruta conducía por la misma ladera hasta el pico norte de la cabeza del Águila; a unos 300 metros por debajo de éste brillaba la acorazada cúpula de la estación, rodeada, por el lado de la pendiente, por un anillo de piedras que circundaban el abismo y formaban un cinturón a su alrededor. Varias de esas piedras descansaban junto a la plataforma de hormigón al lado de la entrada.
—¿No podían haber encontrado un lugar mejor? —exclamó Pirx.
Pnin, que ya tenía un pie en el primer escalón de la plataforma, se detuvo.
—Por un momento me ha parecido que estaba oyendo a Animcew —dijo, y Pirx intuyó en su voz una sonrisa.
Pnin se marchó solo cuatro horas antes de la puesta del Sol. Pero en realidad se fue de noche, porque casi todo el camino que debía recorrer estaba ya sumido en una impenetrable oscuridad, y Lagner, que conocía la Luna, le dijo a Pirx que cuando ellos habían subido no hacía aún auténtico frío. La verdadera helada comenzaba como una hora después de la oscuridad, cuando las rocas habían tenido tiempo de enfriarse.
Habían acordado que Pnin avisaría cuando llegara a la nave. Una hora y veinte minutos más tarde sonó una voz en la radio de la estación; era la voz de Pnin. Sólo intercambiaron un par de palabras, porque ya era tarde, sobre todo teniendo en cuenta que el despegue había de realizarse en condiciones difíciles: la nave no estaba horizontal y sus patas se habían hundido a bastante profundidad en las rocas y actuarían como una especie de anclas cargadas de lastre. Pirx y Lagner contemplaron el despegue descorriendo la persiana de acero; no pudieron verlo desde el principio porque un saliente de la ladera principal les tapaba el lugar del aterrizaje, pero sí vieron la densa e informe oscuridad atravesada por una línea de fuego, seguido por un resplandor rojizo —la luz de los reactores reflejada por el polvo—. La lanza de fuego se elevó más y más, sin que la nave fuese visible excepto como un trozo de cuerda ardiente, cada vez más delgada y temblorosa, desdibujándose en estelas: la pulsación normal de un motor funcionando a toda potencia. Después, estirando el cuello al máximo hacia el cielo, en el que la llameante trayectoria se dibujaba contra un fondo estrellado, observaron cómo la recta se curvaba suavemente y describió un hermoso arco sobre el horizonte.
Se quedaron solos, en la oscuridad, porque habían apagado todas las luces para ver el despegue con más nitidez. Corrieron la persiana metálica de la ventana, encendieron las luces y se miraron. Lagner sonrió levemente y a continuación, andando un poquito encorvado, con su camisa de franela a cuadros, se acercó a la mesa sobre la que descansaba su mochila y comenzó a sacar los libros, uno tras otro. Pirx, apoyado en la pared cóncava, siguió de pie con las piernas abiertas, como si estuviese a bordo de una nave que partiese hacia el espacio profundo. La mente le hervía de imágenes: los fríos sótanos de la Base Lunar, los angostos pasillos del hotel, los ascensores, los turistas saltando hasta el techo e intercambiando pedazos de piedra pómez semifundida, el vuelo a Ciolkowski, la visita a los altos rusos, la plateada parrilla del radiotelescopio entre la ladera y el cielo negro; el relato de Pnin; el segundo vuelo; y, por último, aquel alucinante viaje entre el frío helador y el calor abrasador, con los abismos asomándose al visor del casco. No podía creer que en apenas unas cuantas horas hubieran tenido cabida tantos hechos. El tiempo, convertido en un gigante, se había tragado, devorándolas, todas aquellas imágenes, que volvían ahora, luchando por lograr la supremacía.
Cerró los ardientes y secos párpados por un instante y los volvió a abrir. Lagner colocaba sistemáticamente los libros en el estante, y Pirx comprendió por primera vez a aquel hombre: sus tranquilos movimientos mientras colocaba un tomo junto al otro no eran el resultado de la torpeza o la indiferencia. Lagner no se sentía oprimido por aquel mundo muerto; lograba ponerlo a su servicio. Había ido voluntario a la estación y no echaba de menos el hogar; su hogar estaba allí, entre los espectrogramas, los resultados de sus cálculos y los fenómenos que los producían. Se encontraba en casa en cualquier sitio en que pudiese satisfacer su sed de conocimientos; tenía un propósito en la vida; era, en resumen, la última persona a la que Pirx hubiera confiado sus románticos sueños de grandeza. Seguramente ni siquiera esbozaría una sonrisa, como había hecho un momento antes, simplemente lo escucharía y volvería inmediatamente a su trabajo. Durante un instante Pirx le envidió su seguridad, su autoconfianza, pero sólo durante una fracción de segundo, porque sentía también que ambos eran profundamente incompatibles, no tenían nada que decirse el uno al otro y estaban obligados a pasar juntos la noche recién iniciada y el día siguiente y la siguiente noche... recorrió la cabina con los ojos como si la viese por primera vez. Las cóncavas y acolchadas paredes de plástico. La ventana con cierres metálicos. Las luces empotradas del techo. Varias reproducciones en colores, diseminadas entre los estantes repletos de libros de consulta; una pequeña placa con dos columnas de nombres grabadas, los de todos los que habían estado allí antes que ellos. En los rincones se amontonaban las bombonas de oxígeno vacías, las cajas de provisiones, llenas ahora de trozos de minerales de distintas tonalidades, y livianas sillas metálicas con asientos de nailon. Una pequeña mesa con una lámpara de estudio de brazo extensible. Por la entreabierta puerta se veían los aparatos de la estación de radio.
Lagner estaba poniendo en orden un armario lleno de placas fotográficas. Pirx salió a explorar el resto de la estación. En el pasillo, a la izquierda, estaba la puerta de la pequeña cocina, enfrente la cámara de salida y a la derecha dos habitaciones en miniatura. Abrió la suya. Aparte de la cama, una silla plegable, un escritorio abatible y un pequeño estante, no había nada más. El techo de encima de la cama era abuhardillado, pero no inclinado sino curvo, respondiendo a la curvatura del blindaje exterior.
Volvió al pasillo. La puerta de la cámara de presión, de ángulos redondeados y sellada herméticamente por una gruesa junta de goma, tenía una rueda radiada y un piloto que se encendía cuando la válvula exterior estaba abierta y en la cámara reinaba el vacío. En aquel momento estaba apagado. Abrió la puerta. Dos lámparas se encendieron automáticamente, revelando un estrecho espacio de desnudas paredes metálicas con una escalera vertical en el centro, que conducía a una escotilla en el techo. Debajo del último peldaño, un poco borrado por las numerosas pisadas, se veía aún un contorno dibujado con tiza. Marcaba el lugar en que fue hallado el cuerpo de Savage; lo habían encontrado tumbado sobre un lado y les había costado trabajo levantarlo, porque se había hecho un bloque con la áspera plancha metálica, al congelarse la sangre que se le había escapado por los ojos y la boca. Pirx miró unos momentos la borrosa silueta, apenas reconocible como la de un hombre, y después retrocedió. Al cerrar la puerta hermética, levantó instintivamente la cabeza. Se oían pasos arriba. Era Lagner, que había subido por la escalerilla del extremo opuesto del pasillo y andaba trajinando en el observatorio. Introduciendo la cabeza por la abertura circular del suelo, Pirx vio el telescopio, cubierto por una funda, parecido a un pequeño cañón, las cámaras, los astrógrafos y dos grandes aparatos más —uno era la cámara de Wilson y el otro una cámara de descargas de alto voltaje equipada para detectar y fotografiar fenómenos de ionización.
La estación tenía como objeto la investigación de los rayos cósmicos, y las placas que se usaban para ello estaban en todas partes; las cajas naranjas en que venían se veían entre los libros, bajo los estantes, en los cajones, junto a las camas... hasta en la cocina. Y en eso consistía la estación, sin contar los grandes depósitos de agua y oxígeno situados bajo el suelo, profundamente enterrados en las rocas lunares del macizo de Mendelejew.
Sobre la puerta de cada compartimento había un indicador de la concentración de bióxido de carbono y una rejilla del sistema de climatización. Los aparatos funcionaban en silencio. Absorbían el aire, lo limpiaban de bióxido de carbono, le agregaban la correspondiente cantidad de oxígeno, lo humedecían o lo resecaban y lo distribuían nuevamente por las cabinas. Pirx agradeció cada pisada, cada golpe que llegaba del observatorio; cuando cesaban, el silencio crecía de tal forma que podía oír el susurro de su propia sangre, como aquella vez en el «baño de la locura»; aunque este último tenía una indudable ventaja: podías salirte cuando quisieras.
Lagner bajó y preparó la cena, tan silenciosa y hábilmente que cuando Pirx entró en la cocina ya estaba todo listo. Comieron casi sin hablarse:
—Por favor, la sal.
—¿Está el pan en las latas?
—Mañana habrá que abrir una nueva.
—¿Café o té?
Eso fue todo lo que hablaron, aunque, en las actuales circunstancias, Pirx no tenía nada que objetar a aquel laconismo. ¿Qué comida era? ¿La tercera o la cuarta? ¿O tal vez el desayuno del día siguiente? Lagner dijo que tenía que revelar las placas expuestas y se fue arriba. Pirx no tenía nada que hacer. De pronto lo comprendió. Le habían enviado por una sola razón: para que Lagner no estuviese solo. Él no sabía ni una palabra de astrofísica ni de radiaciones cósmicas. Y dudaba mucho de que Lagner tuviese intención alguna de enseñarle el manejo del astrógrafo. No, estaba allí porque había conseguido el primer puesto de la clase en el baño, los psicólogos habían dicho que no se volvería loco, respondían de él. Así que iba a tener que aguantar en aquella lata dos semanas de noche y dos de día esperando no sabía qué, investigando no se sabía qué.
La «misión», que horas antes le pareciera una suerte tan increíble, le mostró de pronto su verdadera faz: un vacío absoluto. ¿Defender a Lagner y a sí mismo? ¿De qué? ¿Buscar pistas? ¿Dónde? ¿Cómo había podido creer que descubriría algo que se le hubiera pasado por alto a los excelentes especialistas que formaban la comisión, conocedores de la Luna desde hacía años? ¡Pero qué idiota era!
Siguió sentado a la mesa. Sabía que había que lavar los platos. Y cerrar bien el grifo. No podían permitirse el lujo de desperdiciar ni una gota de agua, ese agua preciosa traída en forma de bloques de hielo y disparada con un mortero, en una parábola de dos kilómetros y medio, a la caldera situada a los pies de la estación.
Pero no se movió. Ni siquiera levantó la mano cuando se le cayó involuntariamente sobre el borde de la mesa. Todavía le daba vueltas la cabeza por el calor y la desolación, la oscuridad y el silencio que rodeaban por todos lados a la cáscara de acero. Se restregó los ojos, que le ardían como si estuviesen siendo azotados por la arena, se puso pesadamente de pie, como si pesase dos veces más que en la Tierra, y llevó los platos al fregadero, dejándolos caer ruidosamente en la pila; comenzó a lavarlos con un chorrito de agua caliente, y mientras estaba allí, restregándolos entre sus manos, raspándoles los restos de grasa endurecida, se rió de sus propios sueños, abandonados en alguna parte del camino hasta la ladera del Mendelejew y que ahora parecían tan lejanos, ridículos, ajenos y viejos, que no necesitaba siquiera avergonzarse de ellos.
Lagner jamás cambiaba. Convivieses con él un día o un año, su rutina era siempre la misma. Trabajaba con diligencia pero sin prisas. No tenía ninguna clase de vicios, extravagancias o manías. Cuando se convive con alguien en un espacio tan pequeño, cualquier insignificancia puede llegar a irritar: que el otro se demora en la ducha, que no quiere abrir una lata de espinacas porque no le gustan las espinacas, que está de mal humor, que se le ocurre dejarse una barba pinchosa, o se afeita pero se pasa horas enteras delante del espejo, observándose un pequeño arañazo o simplemente mirándose... Lagner no era así. Comía de todo aunque sin entusiasmo; no tenía prontos; cuando le tocaba lavar los platos los lavaba. No se dedicaba a hablar largo y tendido sobre sí mismo o su trabajo. Si se le preguntaba sobre algo, respondía. No evitaba a Pirx. No trataba de imponerse.
Fue precisamente aquella personalidad neutra lo que comenzó a ponerle a Pirx los nervios de punta. La impresión de la primera tarde —cuando la imagen del físico colocando meticulosamente sus libros en el estante le había parecido la encarnación de un heroísmo modesto, o más bien la imagen de alguien digno de envidia, por su estoica dedicación a la ciencia— había desaparecido y a Pirx su compañero forzoso le pareció ahora un hombre gris hasta el aburrimiento. Y no es que Lagner llegase de hecho a aburrirle ni a irritarle. Porque, mientras tanto, Pirx había descubierto algo en que ocuparse, por lo menos de momento. Una ocupación absorbente. Ahora que conocía mejor la estación y su entorno, se había puesto a estudiar, una vez más, todos los hechos del caso.
La catástrofe se produjo a los cuatro meses de entrar en funcionamiento la estación. Contrariamente a lo que cabría esperar, no sucedió al amanecer o al atardecer, sino casi al mediodía lunar. Las tres cuartas partes del saliente rocoso conocido como el Ala del Águila se desmoronaron sin que nada permitiera anticipar previamente el acontecimiento. Casualmente, la dotación de la estación ese día era de cuatro personas, porque estaban esperando el convoy. Todos fueron testigos presenciales del derrumbamiento.
Los estudios posteriores demostraron que los profundos cortes en el macizo central del Águila habían afectado realmente al núcleo cristalino de la roca y su estabilidad tectónica. Los ingleses le echaron la culpa a los canadienses y los canadienses a los ingleses, siendo la única muestra de lealtad mutua el que ambas partes siguieron silenciando las advertencias del profesor Animcew. Fuese como fuese, las consecuencias fueron trágicas. Los cuatro miembros de la dotación, de pie delante de la estación, situada a menos de una milla en línea recta del lugar de la catástrofe, vieron cómo la cegadora pared se partió en dos, rompiendo en pedazos el sistema de cuñas y muros de contención, cómo la avalancha arrasaba el camino y se precipitaba en el valle y cómo, durante treinta horas, el fondo del mismo se convertía en un mar de ondulante blancura. En pocos minutos la marea de detritus y materiales arrastrados alcanzó la pared opuesta del cráter, empujada por el terrible ímpetu del alud. El convoy resultó alcanzado por la destrucción. Al transporte que cerraba la columna no pudieron siquiera encontrarlo, pues sus restos quedaron instantáneamente sepultados por una capa de escombros de diez metros. El otro se encontraba ya más allá de la masa principal del alud, en la parte superior del camino, que no resultó destruida, cuando una enorme masa de rocas saltó por encima de los restos del muro de contención y lo barrió hacia un precipicio de 300 metros. El conductor logró abrir la escotilla y caer sobre las deslizante s piedras. Fue el único que sobrevivió a sus compañeros, pero sólo por unas horas. Unas horas que se convirtieron en un infierno para los testigos. El hombre, un franco-canadiense de nombre Roget, no perdió el conocimiento —o lo recuperó en seguida— y comenzó a pedir ayuda desde el interior de la blanca nube que cubría todo el fondo del cráter. Su receptor de radio estaba dañado, pero el transmisor funcionaba. No hubo forma de encontrarlo. Las ondas de radio rebotaban en las rocas —tan enormes que los hombres entraban y salían del polvoriento laberinto como de una ciudad en ruinas— y producían una refracción múltiple que hacía inútil el rastreo. El contenido de sulfato de hierro de la roca inutilizaba el radar. Al cabo de una hora, otra avalancha, cerca de la Puerta del Sol, obligó a interrumpir la búsqueda. El nuevo alud no fue grande, pero podía ser un aviso de que iban a producirse nuevos desprendimientos. Por tanto hubo que esperar, y la voz de Roget se siguió oyendo excepcionalmente bien allí arriba, en la estación; el fondo del valle donde se encontraba actuaba como una especie de reflector dirigido hacia arriba. Tres horas más tarde llegaron los rusos de Ciolkowski y entraron en la nube de polvo con vehículos oruga, pero las piedras movedizas los hacían volcar una y otra vez —la escasa gravedad lunar hacía que el ángulo de inclinación de los terraplenes de grava fuera mayor que en la Tierra—. Los equipos de salvamento, enviados a los lugares donde los oruga no podían pasar, peinaron tres veces la inestable zona. Uno de los miembros del equipo cayó en una grieta y sólo un inmediato traslado a Ciolkowski, y una rápida atención médica, le salvaron la vida. A pesar de ello, no se retiraron del interior de la nube, espoleados por el sonido, cada vez más débil, de la voz de Roget.
Cinco horas después, la voz se apagó, pero sabían que aún vivía. Todos los trajes espaciales estaban equipados, además de con una radio para la comunicación hablada, con un transmisor automático en miniatura conectado con el aparato de oxígeno. Cada movimiento respiratorio era transmitido por ondas electromagnéticas a un indicador especial situado en la estación, una especie de «ojo mágico» que los proyectaba como una luz en forma de mariposa, que parpadeaba acompasadamente al ritmo de la respiración; la fosforescente mariposa indicaba que el inconsciente y moribundo Roget todavía continuaba respirando; la pulsación se fue haciendo cada vez más débil y lenta, pero nadie pudo salir de la estación de radio. Las personas apiñadas en ella esperaron impotentes su muerte.
Roget siguió respirando aún dos horas más. Después la verde llamita del ojo mágico parpadeó y se contrajo definitivamente. El mutilado cuerpo no fue encontrado hasta treinta horas más tarde, duro como una piedra y tan desfigurado que ni siquiera lo sacaron del traje; lo enterraron con la funda metálica como féretro. Después se trazó el nuevo camino, el sendero rocoso por el que Pirx había llegado a la estación. Los canadienses estaban dispuestos a abandonar el proyecto, pero sus obstinados colegas ingleses resolvieron el problema del aprovisionamiento con un método concebido por primera vez en la Tierra durante el asalto al Everest. En aquel entonces fue rechazado por impracticable. Pero ahora en la Luna fue utilizado.
El eco de la catástrofe dio la vuelta a la Tierra en numerosas y a menudo contradictorias versiones, hasta que al fin cesó el alboroto y la historia pasó a ser un capítulo trágico de la crónica de la lucha del hombre contra los desiertos de la Luna. Mientras tanto, los astrofísicos se turnaban para montar guardia en la estación. Transcurrieron seis días y seis noches lunares. Y, cuando pareció que aquel lugar tan duramente castigado no causaría ya ninguna otra noticia sensacionalista, la radio de Mendelejew no respondió al alba a la llamada de Ciolkowski. Y de nuevo salieron los rusos en misión de salvamento, o más bien de reconocimiento, debido al incomprensible silencio de la estación. Llegaron en una nave que aterrizó al pie del gran alud junto a la cumbre del Águila.
Llegaron a la estación cuando casi todo el cráter estaba todavía sumido en una oscuridad no aclarada por ningún rayo solar. Excepto por la estructura de acero situada junto a la cumbre, brillante bajo el haz de luz horizontal, todo el valle estaba sumido en un manto de oscuridad. La exclusa exterior estaba abierta. Abajo, al pie de la escalerilla, yacía Savage, en una postura que parecía indicar que había resbalado y se había caído por los peldaños. La causa de la muerte fue atribuida a la asfixia, causada por la rotura del cristal blindado del casco. Más tarde se descubrieron débiles vestigios de polvo en la superficie interior de sus guantes, como si viniese de una escalada, aunque los restos podían haber estado allí desde algún tiempo atrás. El otro canadiense, Challiers, fue encontrado sólo después de una revisión sistemática de todas las fisuras y grietas de las rocas de los alrededores. El equipo de salvamento, bajando con cuerdas de 300 metros, extrajo su cuerpo del fondo de un abismo junto a la Puerta del Sol. Yacía a unas docenas de pasos del lugar donde había perecido y fue sepultado Roget.
Fracasaron todos los intentos de reconstrucción del accidente. No fue posible formular ninguna hipótesis con visos de verosimilitud. Al lugar llegó una comisión mixta anglo-canadiense.
La investigación reveló que el reloj de Challiers estaba detenido a las doce en punto, pero no se sabía si del día o de la noche. El reloj de Savage señalaba las dos. Las investigaciones de un experto (se llevaron a cabo con toda la exactitud humanamente posible) probaron que, en el caso de Savage, el reloj tenía dada toda la cuerda y, por tanto, no se había detenido en el momento de la muerte, sino que siguió andando algún tiempo después de ésta.
En el interior de la estación reinaba el orden. El libro en el que se anotaban todos los hechos esenciales no contenía nada que pudiese arrojar aunque fuese un solo rayo de luz sobre las muertes. Pirx lo estudió anotación por anotación. Estaban escritas en el habitual estilo lacónico: a tal hora se realizaron mediciones astrofísicas, se expusieron tantas placas en tales condiciones, se efectuaron las siguientes observaciones... De todas aquellas notas estereotipadas ninguna hacía referencia, aunque fuese indirectamente, a lo que había sucedido durante la última noche lunar de Challiers y Savage.
En el interior de la estación no sólo reinaba el orden, sino que todo en ella atestiguaba que la muerte sorprendió a sus habitantes de forma repentina: se encontró un libro abierto bajo una lámpara encendida, con anotaciones al margen hechas por Challiers; le había colocado otro encima para que no se cerrara. A su lado había una pipa volcada, de la que se había derramado un poco de ceniza, que había chamuscado levemente la superficie plástica de la mesa. Savage estaba, aparentemente, preparando la cena. En la cocina encontraron latas de conservas recién abiertas, en un recipiente se encontraba, mezclada con leche, la pasta para hacer la tortilla, la puerta del frigorífico estaba entreabierta y sobre la blanca mesita había dos platos, dos pares de cubiertos y trozos de pan ya endurecidos.
Por tanto, uno de ellos había abandonado la lectura y dejado la pipa encendida, como se suele hacer cuando se tiene intención de salir sólo un minuto y regresar en seguida. Y el otro había dejado los preparativos culinarios, el aceite en la sartén y la puerta del frigorífico sin cerrar. Se habían puesto los trajes y habían salido a la noche lunar... ¿Simultáneamente? ¿O uno tras otro? ¿Para qué? ¿A dónde?
Su estancia en la estación duraba ya dos semanas. Conocían perfectamente sus alrededores. Además la noche lunar estaba terminando. Dentro de unas cuantas horas saldría el Sol. ¿Por qué no habían esperado hasta el amanecer si los dos, o uno de ellos, quería bajar al fondo del cráter? Que ésa había sido la intención de Challiers lo atestiguaba el lugar donde había sido encontrado. Él sabía, igual que Savage, que bajar la pendiente de la Puerta del Sol, donde el camino se cortaba de repente, era una locura. Su leve inclinación se transformaba allí en un terraplén cada vez más pronunciado, como una invitación a descender, y unas docenas de pasos más allá se encontraban los derrumbes provocados por la catástrofe. El nuevo camino rodeaba aquel lugar y continuaba en línea recta siguiendo los postes de aluminio. Esto lo sabía todo el que hubiese estado, aunque fuese una sola vez, en la estación. Y precisamente uno de los miembros permanentes de su dotación se dirigió allí y comenzó a bajar por las rocas que conducían al abismo. ¿Por qué? ¿Para suicidarse? ¿Pero era lógico que alguien que deseara suicidarse dejara de repente una interesante lectura, abandonara el libro abierto, dejara a un lado la pipa encendida y se encaminara tranquilamente al encuentro con la muerte?
¿Y Savage? ¿En qué circunstancias estalló el cristal de su casco? ¿Iba a salir de la estación o regresaba a ella? ¿Se dirigía a buscar a Challiers, que no regresaba? Pero ¿por qué no se había ido con él? Y si lo hizo, ¿cómo le permitió bajar al abismo?
Eran demasiadas preguntas sin respuesta.
Lo único que estaba claramente fuera de su sitio era un paquete de placas fotográficas, destinadas a fijar las radiaciones cósmicas. El paquete estaba en la cocina, sobre la mesita blanca, junto a los limpios y vacíos platos.
Las conclusiones de la comisión fueron las siguientes: aquella noche le tocaba la guardia a Challiers. Inmerso en la lectura, advirtió de repente que eran casi las once, la hora en que debía sustituir las placas expuestas por otras nuevas. Las placas se exponían fuera del recinto de la estación. A unos cien pasos más arriba de la ladera había un pozo poco profundo horadado en la roca, con las paredes recubiertas de plomo, para que las placas fueran impresionadas únicamente por las radiaciones procedentes del cenit. Una tarea rutinaria, de las muchas que había en la estación. Challiers se puso de pie, dejó a un lado el libro y la pipa, tomó un paquete nuevo de placas, se puso el traje, salió de la estación por la cámara de presión, fue hasta el pozo, bajó por la escalerilla excavada en la pared, cambió las placas y emprendió el camino de vuelta llevándose las expuestas.
Al volver se desvió del camino. Un estudio detallado del destrozado traje, una vez extraído del fondo del abismo, había revelado que no había ninguna avería en el aparato de oxígeno y no cabía pensar, por tanto, en una pérdida momentánea de lucidez debida a anoxia, o falta de oxígeno. Los miembros de la comisión concluyeron que debió de sufrir un aturdimiento repentino, pues en caso contrario no hubiese equivocado el camino. Lo conocía demasiado bien. Tal vez sufrió un desvanecimiento, un mareo o una pérdida del sentido de orientación, y siguió avanzando suponiendo que volvía a la estación, cuando en realidad había tomado la dirección que le llevaba derecho al abismo, que estaba cien metros más allá.
Savage, que esperaba su regreso, intranquilo ante su larga ausencia, dejó los preparativos de la cena e intentó comunicarse con él por radio (el transmisor estaba sintonizado en onda ultracorta para la comunicación local; naturalmente, pudo haber sido conectado con anterioridad, si el que estaba de servicio intentó, a pesar de las interferencias, establecer contacto por radio con Ciolkowski; pero, en primer lugar, la radio de Ciolkowski no recibió ninguna señal —ni siquiera una tan distorsionada que resultase incomprensible— y, en segundo, la suposición era poco probable, puesto que tanto Savage como Challiers sabían perfectamente que era inútil intentar establecer contacto precisamente al amanecer, el momento en que las interferencias eran mayores, y cuando no lo consiguió (porque Challiers estaba ya muerto) se puso el traje y salió a la noche a buscar a su compañero.
Es posible que, nervioso ante el silencio de Challiers y su repentina e incomprensible desaparición, errase el camino o, lo que resultaba más probable, puesto que era de los dos el montañero más experimentado, se arriesgara innecesaria e inútilmente tratando de buscar sistemáticamente en las cercanías de la estación; durante la búsqueda, propicia a romperse el cuello, se cayó y se rompió el cristal del casco. Todavía tuvo bastante fuerza para tapar con la mano la rotura, llegar a la estación y trepar hasta la esclusa, pero antes de poder cerrarla y hacer que entrara el aire en la cámara, el resto del oxígeno se escapó y Savage se desplomó desde el último peldaño de la escalerilla, en un desmayo que los siguientes segundos transformaron en muerte.
Esta explicación de la doble tragedia no llegaba a convencer a Pirx. Estudió detenidamente las características de los dos canadienses, dedicando especial atención a Challiers, puesto que, según la comisión, había sido él el involuntario causante de su propia muerte y la de su compañero. Challiers tenía treinta y cinco años. Era un conocido astrofísico, pero también un hábil alpinista. Gozaba de una excelente salud, no había tenido enfermedades, no sabía lo que era un mareo; anteriormente había trabajado en el hemisferio «terrestre» de la Luna, donde fue uno de los fundadores del Club de Gimnasia Acrobática, un deporte típicamente lunar cuyos adeptos eran capaces de dar diez volteretas en un solo salto y descender seguros sobre sus piernas dobladas, o sostener sobre sus hombros una pirámide de 25 personas. ¿Iba a ser aquel Challiers el mismo que, de repente y sin ningún motivo, y suponiendo que sufriese un mareo o un desvanecimiento a cien pasos de la estación, no lograse llegar hasta ella por un ancho declive, sino que iba a seguir en ángulo recto en una dirección falsa? Para lo cual, antes de llegar a la parte del camino que se salvó del derrumbe, tuvo que escalar la elevación rocosa que se extendía detrás de la estación. Y de noche.
Y había aún otro detalle que, según Pirx (y no sólo según él), parecía contradecir directamente la versión del informe oficial. En la estación reinaba el orden. Sólo se encontró una cosa fuera de lugar: el paquete de placas que estaba en la mesa de la cocina. Parecía que Challiers había salido realmente a cambiar las placas y que las había cambiado. No se había ido derecho al precipicio, sino que había vuelto tranquilamente a la estación. Lo atestiguaba el hecho de que estuvieran allí las placas. Las había dejado en la mesa de la cocina. ¿Por qué allí? ¿Y dónde estaba entonces Savage? Según el dictamen de la comisión, las placas expuestas encontradas en la cocina provenían de la exposición anterior, la de la mañana. Uno de los científicos las habría dejado por casualidad sobre la mesa. Sin embargo, no se encontró ninguna placa en el cuerpo de Challiers. La comisión decidió que el paquete de placas debió de deslizarse del bolsillo del traje o de sus manos al caer al abismo y desaparecer en alguna de las miles de grietas del rocoso talud.
A Pirx le pareció que aquello era ajustar los hechos para adaptados a la hipótesis.
Guardó los informes en el cajón. Ya no necesitaba mirarlos más. Se los sabía de memoria. Se dijo a sí mismo —en realidad no llegó a expresar el pensamiento en palabras, tal era su certeza— que la solución del misterio no se ocultaba en la psiquis de ninguno de los canadienses, que no había habido ningún desmayo, ningún desvanecimiento ni ninguna pérdida momentánea de la razón; el motivo de la tragedia había sido otro y Pirx estaba seguro de que se ocultaba en la misma estación o en su exterior. Comenzó por investigar la estación. No buscaba ninguna clase de huellas, sólo quería conocer con exactitud las instalaciones, hasta en su más mínimo detalle. No tenía ninguna prisa, disponía de mucho tiempo. Primero examinó la cámara de presión. El contorno de tiza era visible aún al pie de la escalerilla. Pirx comenzó por la puerta interior. Como es común en las pequeñas cámaras de este tipo, el mecanismo estaba diseñado para poder abrir la esclusa interior o la exterior. Cuando la exterior estaba abierta, la interior no se podía abrir, para prevenir accidentes provocados por la apertura simultánea de las dos esclusas. Como precaución extra, la esclusa interior se abría hacia adentro para que, en caso de emergencia, la presión reinante en el interior de la estación la cerrase de un portazo con una fuerza aproximada de 18 toneladas; pero el sistema distaba de ser cien por cien seguro: una mano, un objeto duro o una herramienta que resultase cogida entre la hoja y el marco produciría una huida explosiva del aire hacia el vacío.
Para complicar aún más las cosas, la esclusa estaba permanentemente bajo control por medio de un indicador situado en la estación de radio. Cuando la esclusa se abría, se encendía en el tablero una señal roja y se conectaba automáticamente la «mariposa verde» que monitorizaba al que salía, un ojo de cristal dentro de un anillo de níquel situado en el centro de una pantalla localizadora. La pulsación intermitente de la «mariposa» indicaba que la persona que se encontraba en el exterior respiraba normalmente. La estela luminosa de la pantalla, calibrada en segmentos, indicaba además dónde se encontraba. El osciloscopio, girando al unísono con la pantalla de radar montada en la cúpula, mostraba los alrededores de la estación con una línea fosforescente. Cada pasada del osciloscopio llenaba la pantalla con el característico resplandor provocado por el rebote de las ondas de radar en cualquier objeto material; el cuerpo de una persona vestida con un traje metálico aparecía como un destello especialmente intenso. Observando la alargada mancha esmeralda, se podía también observar sus movimientos, pues se movía sobre un fondo luminoso mucho más débil, y controlar la velocidad y la dirección en la que avanzaba la persona en el exterior de la estación. La parte superior de la pantalla correspondía a los terrenos cercanos a la cumbre norte, donde se encontraba el pozo de investigación; la mitad inferior al sur, el sector estrictamente prohibido de noche, pues era el camino a los precipicios.
El mecanismo de control remoto de la respiración y el radar eran independientes entre sí. El «ojo» era accionado por un transmisor conectado a las válvulas de oxígeno del traje y funcionaba en una frecuencia cercana al infrarrojo, mientras que el rayo del radar lo hacía en ondas de radio de medio centímetro.
El sistema sólo constaba de un ojo y un localizador de radar, puesto que las normas establecían que sólo uno de los hombres podía encontrarse en un momento dado en el exterior de la estación. El que se quedaba debía mantener al otro bajo vigilancia constante y, en caso de accidente, estaba obligado, naturalmente, a acudir de inmediato en su ayuda.
En la práctica, en una salida tan rutinaria y corta como lo era la del cambio de placas, el que se quedaba podía observar los indicadores sin interrumpir sus tareas culinarias si mantenía abierta la puerta que daba a la estación de radio. Se podía establecer también el contacto por radio, con excepción de las horas anteriores al amanecer, porque la proximidad del terminator, la línea fronteriza entre el día y la noche, cuya llegada iba siempre acompañada de una tormenta de estática, hacía prácticamente imposible una conversación.
Pirx revisó a conciencia el funcionamiento de las señales. Al abrir la esclusa se encendió el piloto rojo en el tablero y el indicador verde sauce se iluminaba pero, en ausencia de señales exteriores que lo activasen, permanecía inmóvil, con las alas cerradas como dos hilos inertes. El osciloscopio giraba acompasadamente en su esfera, revelando las inmóviles siluetas del entorno rocoso en forma de petrificados espectros. Ni un solo destello alteraba el barrido circular del rayo, lo que confirmaba la información del control de respiración de que no había ningún traje en su radio de acción.
Naturalmente, Pirx aprovechó para observar el funcionamiento de los aparatos la siguiente vez que Lagner salió a cambiar las placas.
El piloto rojo se encendió y se apagó casi inmediatamente al cerrar Lagner la esclusa desde el exterior. La mariposa verde inició su acompasada pulsación, que se hizo más rápida a los pocos minutos, al comenzar Lagner a ascender la pendiente a paso rápido; no era de extrañar que su respiración se acelerase. El brillante destello del traje de Lagner permanecía en la pantalla del radar bastante más tiempo que los producidos por las rocas, que se apagaban en seguida después de pasar el rayo. De repente, la mariposa se contrajo, la pantalla quedó en blanco y el destello luminoso se esfumó. Lagner había entrado en el pozo y las paredes revestidas de plomo interrumpían la recepción de las señales. Simultáneamente, en la pantalla principal se encendió una ALARMA púrpura y la imagen que se veía en el localizador cambió. Pirx lo comprendió de pronto. La antena de radar, sin dejar de girar, había disminuido su ángulo de inclinación para peinar sectores cada vez más lejanos. El sistema estaba reaccionando ante lo que había pasado: el blanco había desaparecido del alcance de su visión electromagnética. Tres o cuatro minutos más tarde la mariposa comenzó a pulsar de nuevo y el radar encontró el blanco perdido. Ambos dispositivos registraban de nuevo, de forma independiente, su presencia. Mientras, Lagner, ya fuera del pozo, emprendió el regreso; la ALARMA, sin embargo, continuó encendida; si no se desconectaba manualmente permanecía encendida durante dos horas y luego se desconectaba automáticamente para que, en caso de olvido, los aparatos no consumiesen innecesariamente demasiada corriente. Durante la noche ésta procedía exclusivamente de los acumuladores, que eran recargados de día por el Sol.
Cuanto más a fondo conocía el funcionamiento de las instalaciones, menos complicadas le parecían a Pirx. Lagner no se metía en sus experimentos. Daba por bueno el informe de la comisión: «los accidentes ocurren», había dicho.
—¿Las placas? —había contestado a las objeciones de Pirx—. Las placas no tienen ningún significado. Los hombres hacen cosas muy extrañas cuando tienen miedo. La lógica los abandona mucho antes que la vida. Cuando eso ocurre, cualquiera hace cosas sin sentido.
Pirx se resignó a no seguir discutiendo.
La segunda semana de la noche lunar se acercaba a su fin. Pirx, a pesar de todas sus investigaciones, sabía lo mismo que al principio. Tal vez el trágico accidente fuera del tipo de los que sólo ocurren una vez entre un millón y estuviese destinado a quedar para siempre sin solución. Poco a poco comenzó a ayudar a Lagner en sus tareas. Al fin y al cabo, algo tenía que hacer para matar el tiempo. Incluso aprendió a usar el astrógrafo (después de todo, estaba resultando una simple práctica de vacaciones) y comenzó a turnarse con su compañero para ir al pozo en el que se exponían las placas.
Se acercaba el amanecer, que Pirx esperaba con impaciencia. Sediento de noticias del mundo, anduvo enredando en el sintonizador de la radio, pero sólo consiguió sacarle al altavoz la tormenta de chasquidos y chirridos precursora de la cercana salida del Sol. Llegó la hora del desayuno, y después de desayunar había que revelar las placas. Lagner se entretuvo mucho con una de ellas, porque encontró un magnífico ejemplo de deterioro mesónico. Hasta hizo a Pirx mirar por el microscopio, pero éste se mostró indiferente a los encantos de las transformaciones nucleares. Después vino el almuerzo, una hora ante los astrógrafos, observación del cielo estrellado... se acercaba la hora de la cena. Lagner estaba ya ocupado en la cocina cuando Pirx —le tocaba a él ese día— asomó la cabeza por la puerta al pasar y dijo que salía. Lagner, concentrado en leer una complicada receta en la caja de huevos deshidratados, le dijo que se diese prisa. Las tortillas estarían listas en diez minutos.
Pirx, con el paquete de placas en la mano y enfundado ya en el traje, comprobó que los tiradores ajustaban bien el casco al borde del cuello, abrió de par en par las puertas de la cocina y la estación de radio, se introdujo en la cámara de presión, cerró la puerta hermética, abrió la escotilla y se aupó fuera, dejándola sin cerrar del todo para hacer más rápida la vuelta. Lagner no iba a salir al exterior, así que no había nada malo en ello.
Lo envolvió la oscuridad cósmica, incomparablemente más espesa que la de la Tierra, donde la atmósfera siempre emite débiles radiaciones. Se guiaba por las estrellas, y sólo cuando la negrura de las rocas interrumpía aquí y allí los dibujos de las familiares constelaciones, reconoció a su alrededor la presencia de las mismas. Encendió el reflector frontal y, con la pálida mancha de claridad moviéndose acompasadamente delante de él, llegó al pozo. Pasó las piernas calzadas con las pesadas botas por el borde (uno se acostumbraba pronto a la ingravidez de la Luna, más difícil era luego acostumbrarse de nuevo al propio peso al regresar a la Tierra), tocó a tientas el primer peldaño, bajó y se dispuso a cambiar las placas. Al agacharse e inclinarse sobre los soportes, la luz de su reflector parpadeó y se apagó. Le dio una palmada al casco; la luz se encendió de nuevo. La lámpara está bien, es sólo un mal contacto, pensó. Acababa de comenzar a recoger las placas expuestas cuando el reflector parpadeó un par de veces y volvió a apagarse. Pirx permaneció varios segundos en la absoluta oscuridad preguntándose qué hacer. El camino de regreso no representaba ningún problema; lo conocía de memoria y, además, en la cima de la estación había dos luces encendidas, una verde y otra azul. Pero si daba un paso en falso a oscuras podía romper las placas. Una vez más golpeó el casco con el puño y el reflector volvió a encenderse. Rápidamente anotó la temperatura, introdujo las placas expuestas en su caja y estaba a punto de guardar la caja en el estuche cuando el maldito reflector se apagó otra vez. Tuvo que dejar las placas a un lado para volver a encenderlo con varios golpes en el casco. Se dio cuenta de que, cuando estaba erguido, el reflector permanecía encendido, y cuando se inclinaba, se apagaba. Por tanto, intentó trabajar con la espalda recta, una postura sumamente incómoda. Finalmente, la luz se estropeó del todo y no sirvió de nada ningún golpe. Ni hablar de volver a la estación con todas las placas desparramadas alrededor. Se apoyó con la espalda en el peldaño más bajo, desatornilló la tapa exterior del reflector, apretó bien la lámpara de mercurio en el portalámparas y colocó la tapa nuevamente. Ya tenía luz, pero, como ocurre a veces, la rosca no quería encajar. Pirx probó de varias formas y, por fin, perdiendo la paciencia, introdujo la tapa de cristal en un bolsillo, recogió rápidamente las placas y, tras colocar las nuevas, comenzó a subir.
Se encontraba quizá a medio metro de la abertura del pozo cuando le pareció que la luz blanca de su reflector se había mezclado con otro resplandor, vacilante y de breve duración; miró hacia arriba, pero sólo vio las estrellas en la boca del pozo.
Me lo habré imaginado, pensó.
Llegó arriba sintiendo una confusa inquietud. En lugar de caminar, rompió a correr, bajando la pendiente en esos largos saltos lunares que crean la falsa impresión de velocidad, cuando en realidad son seis veces más lentos que los terrestres.
Estaba ya junto a la estación, con la mano en la escalerilla, cuando vio otro resplandor. ¡Parecía como si alguien hubiese disparado un cohete de señales en el lado sur! La cúpula de la estación le tapaba cualquier visión que hubiera podido tener del cohete en sí, pero no el espectral resplandor reflejado por las formas rocosas, que surgía durante un segundo de la negrura y desaparecía con la misma rapidez. Trepó como un mono a la cima de la cúpula. Reinaba la oscuridad. Si hubiera tenido la pistola de cohetes habría disparado, pero no la tenía. Conectó la radio. Estática, la misma condenada estática. La esclusa estaba abierta, por tanto, Lagner estaba aún en el interior.
De pronto pensó que era un idiota. ¡Qué cohete ni qué demonios! ¡Debía de tratarse de un meteorito! Los meteoritos no producen luz durante su caída porque la Luna no tiene atmósfera, pero brillan al estrellarse a velocidad cósmica contra las rocas.
Se dejó caer en la cámara, cerró la esclusa, esperó a que las agujas mostraran que la presión del aire era la adecuada (0,8 kg por centímetro cuadrado), abrió la puerta y, quitándose el casco mientras corría, irrumpió en el vestíbulo.
—¡Lagner! —llamó.
Le respondió el silencio. Con el traje aún puesto, se precipitó en la cocina. La abarcó de una ojeada. Estaba vacía. Sobre la mesa los platos preparados para la cena, el recipiente con la pasta para hacer la tortilla, la sartén junto a la cocina encendida...
—¡Lagner! —bramó, al tiempo que arrojaba sobre la mesa las placas que llevaba en la mano y corrió al cuarto de la radio. Estaba igualmente vacío. No supo de dónde surgió en él la convicción de que era inútil buscado en la estación, de que Lagner no se encontraba en el observatorio. ¡Así que los resplandores eran cohetes después de todo! ¡Lagner! ¡Tenía que ser él! ¡Había salido! Pero, ¿por qué?
Y de repente lo vio: el ojo verde estaba parpadeando, Lagner estaba allá fuera, vivo, respirando. La pantalla del radar mostraba un pequeño destello inclinado en su parte más baja. ¡Lagner iba derecho al abismo!
—¡Lagner! ¡Alto! ¡Alto! ¿Me escuchas! ¡Detente! —comenzó a gritar Pirx en el micrófono sin apartar la vista de la pantalla.
Por toda respuesta el altavoz crujió con el ruido de las interferencias. Las alitas verde sauce seguían batiendo, pero no como antes al ritmo de una respiración normal: se movían lentas, inseguras, a veces se inmovilizaban durante un largo momento, como si el aparato de oxígeno de Lagner dejase de funcionar. Y el destello del radar indicaba que Lagner estaba muy lejos: según las coordenadas grabadas en el cristal, estaba en la parte más baja de la pantalla, como a un kilómetro y medio en línea recta, es decir, en algún lugar de las grandes moles rocosas que se erguían verticalmente en las cercanías de la Puerta del Sol. Y no se movió en absoluto. Cada barrido del radar lo iluminaba exactamente en el mismo sitio. ¡Quizá Lagner se había caído y yacía allí, inconsciente!
Pirx salió corriendo; «rápido, fuera, métete en la cámara de presión...», llegó hasta la puerta hermética, pero, al pasar corriendo por la cocina, tuvo una fugaz visión de algo negro sobre la mesa blanca. ¡Las placas fotográficas! Estaban en el mismo lugar en que las había dejado caer maquinalmente, horrorizado ante la ausencia de su compañero... Se quedó paralizado en el umbral de la cámara, con el casco en las manos, sin poder moverse del sitio.
«¡Está ocurriendo de nuevo! —pensó—. ¡Igual que antes! Lagner se interrumpe de repente a mitad de la preparación de la cena y sale... yo salgo tras él... y ninguno de los dos volveremos. La esclusa quedará abierta. Dentro de algunas horas, Ciolkowski comenzará a llamar por radio. No habrá respuesta...».
Una voz gritaba en su interior: «¡Vamos, muévete estúpido! ¿A qué esperas? ¡Lagner está ahí fuera, puede que atrapado en un alud! Tú no lo has oído, porque aquí no se oye nada. Todavía está vivo, aplastado sin poder moverse, pero aún vive, aún respira. ¡Vamos! ¿A qué estás esperando?».
Y sin embargo siguió allí, inmóvil. De repente se volvió, se precipitó al interior de la habitación de la radio y observó bien los indicadores. Todo seguía igual. Las tenues y temblorosas pulsaciones de la mariposa se producían cada cuatro o cinco segundos y el destello del radar continuaba al borde del abismo...
Comprobó el ángulo de inclinación de la antena. Era el mínimo, calculado automáticamente para lograr el máximo alcance posible.
Acercó el rostro al control de respiración hasta que lo tuvo delante mismo de los ojos. Vio entonces algo extraño. La mariposa verde no sólo abría y cerraba las alas, sino que toda ella temblaba acompasadamente, como si sobre el ritmo respiratorio se hubiese superpuesto otro mucho más rápido. ¿Temblores agónicos? ¿Convulsiones? Lagner agonizaba y él, con la boca abierta, se limitaba a mirar fija y ávidamente los movimientos del tubo de rayos catódicos, siempre iguales, lentos, con el doble tipo de fluctuación. De repente, sin que él mismo supiese bien por qué lo hacía, tomó el cable de la antena y lo arrancó de su contacto. Y sucedió una cosa sorprendente: el indicador, con la antena desconectada, aislado de los impulsos exteriores, siguió pulsando como si nada...
Guiado por el mismo impulso inexplicable, se abalanzó sobre el tablero y aumentó la inclinación de la antena del radar. El destello de las cercanías de la Puerta del Sol comenzó a desplazarse hacia el borde de la pantalla. El radar siguió rastreando los alrededores a un alcance cada vez más corto, hasta que, de pronto, apareció en él otro destello, mucho más grande e intenso. ¡Otro traje espacial!
Un hombre, estaba seguro de que era un hombre. Se movía lentamente, caminando pausadamente hacia abajo, esquivando los obstáculos en su camino, porque se desplazaba unas veces a la izquierda y otras a la derecha. Y se dirigió directamente a la Puerta del Sol, hacia aquel otro destello. ¿Hacia el otro hombre?
A Pirx casi se le salieron los ojos de las órbitas. ¡Había dos destellos, uno cercano y móvil y el otro lejano e inanimado! En Mendelejew sólo había dos hombres, Lagner y él. La pantalla decía que había tres. No podía ser. Tenía que estar mintiendo.
En menos tiempo del que se tarda en pensarlo, Pirx estaba ya en la cámara, con la pistola de señales en la mano. Al minuto siguiente estaba sobre la cúpula, disparando uno tras otro todos los cohetes de señales, apuntando siempre hacia abajo, recto en la dirección de la Puerta del Sol. Apenas tenía tiempo de tirar los cartuchos calientes. La pesada empuñadura de la pistola le saltaba en la mano. No se escuchaba nada, sólo se sentía un ligero retroceso y el estallido de las estelas de fuego, verde brillante, púrpura, una lluvia de gotas rojas, un chorro de estrellas de zafiro... disparaba uno tras otro sin molestarse en elegir los colores. Por fin, de la impenetrable oscuridad, surgió una respuesta, una estrella anaranjada que explotó sobre su cabeza y lo salpicó, como en recompensa, con una lluvia de flamantes plumas de avestruz. Y luego otra color oro azafranado...
Siguió disparando y Lagner siguió disparando en respuesta: los relámpagos de los disparos comenzaron a converger hasta que al fin, en uno de ellos, vio la espectral silueta de Lagner. Sintió una repentina debilidad. Tenía el cuerpo cubierto de sudor de la cabeza a los pies, chorreaba como si acabase de salir de un baño. Se sentó sin soltar la pistola, porque sentía una desagradable flojera en las rodillas. Se quedó con las piernas colgando por la esclusa abierta hacia el interior de la cámara y así esperó, jadeando, a Lagner, que estaba muy cerca.
Lo que había sucedido era lo siguiente:
Cuando Pirx salió, Lagner estaba tan ocupado en la cocina que no había mirado los indicadores hasta varios minutos después. No sabía exactamente cuántos. En todo caso, debió de haber sido en el momento en que Pirx estaba tratando de arreglar el reflector. Cuando éste desapareció del alcance del radar, el mecanismo comenzó automáticamente a disminuir la inclinación de la antena hasta que el haz de rayos giratorios alcanzó la base de la Puerta del Sol. Cuando apareció un destello en la pantalla, Lagner lo tomó por la imagen de un traje, sobre todo porque la inmovilidad del presunto hombre corroboraba las indicaciones del ojo mágico: quienquiera que fuese (y naturalmente tenía que ser Pirx) respiraba como si estuviese inconsciente o asfixiándose. Lagner, sin esperar a más, se puso inmediatamente el traje y corrió en su ayuda.
La imagen del radar mostraba en realidad la hilera de postes de aluminio más cercana, la que se encontraba al borde mismo del abismo. Lagner tal vez hubiese advertido el error si las indicaciones del ojo no hubieran parecido confirmar las del radar.
Los periódicos escribieron después que tanto el ojo como el radar eran controlados por una especie de cerebro electrónico que, en el momento de la muerte de Roget, había grabado el ritmo de la agonizante respiración del canadiense y lo había almacenado en su memoria y más tarde, al ser alimentado con los mismos estímulos, había reproducido ese ritmo. Es decir, había sido una especie de «acto reflejo» condicionado.
La realidad era mucho más sencilla. El sistema de seguimiento de la estación no estaba equipado con ningún cerebro electrónico, sino con un simple mando automático desprovisto de cualquier clase de memoria. El ritmo respiratorio «agónico» había sido el resultado de un simple fallo mecánico, concretamente de un pequeño condensador fundido que sólo hacía notar su presencia cuando estaba abierta la esclusa de salida. La tensión saltaba entonces de un circuito a otro, dando como resultado la «vibración» del ojo mágico. Sólo al primer golpe de vista daba la sensación de tratarse de la respiración de un hombre agonizante, puesto que, observándola mejor, se podía ver sin dificultad lo que realmente era: un chisporroteo provocado por un mal contacto.
Lagner había sido atraído al abismo en la equivocada creencia de que Pirx se encontraba perdido allí. Se había servido del reflector para iluminar el camino y, en lugares poco visibles, de cohetes. Dos de éstos fueron los resplandores que Pirx vio cuando volvía a la estación. Cuatro o cinco minutos más tarde, Pirx comenzó a disparar la pistola de señales para atraer la atención de Lagner y así terminó la aventura.
Con Challiers y Savage las cosas fueron un poco diferentes. Tal vez Savage también le dijera a Challiers cuando salía que se diese prisa, como Lagner se lo había dicho a Pirx. O es posible que Challiers tuviera que darse prisa porque se entretuviera leyendo y saliera más tarde que de costumbre. El hecho fue que no cerró la esclusa. Por sí solo esto no hubiera sido suficiente para que el fallo de los aparatos provocara la muerte de ambos; fue necesaria todavía una segunda coincidencia: algo debió de retener en el interior del pozo al que fue a buscar las placas el tiempo suficiente para que la antena del radar, elevándose varios grados en cada uno de los siguientes giros, encontrara finalmente el poste de aluminio al borde del abismo.
¿Qué retuvo a Challiers? No se sabe. ¿Una avería en el reflector? La ley de probabilidades sugería que no. Y, sin embargo, algo demoró su regreso, y, mientras tanto, apareció en la pantalla el fatal destello que Savage, como hiciera después Lagner, confundió con la imagen de un traje. La demora debió de ser por lo menos de trece minutos, según pruebas realizadas después.
Savage se dirigió al abismo a buscar a Challiers. Challiers, al volver del pozo, encontró la estación desierta, vio el mismo cuadro que Pirx, y salió a su vez a la búsqueda de Savage. Es posible que Savage, al llegar a la Puerta del Sol, se diese cuenta demasiado tarde de que el radar mostraba sólo la imagen del poste de metal clavado en la roca, pero en el camino de regreso se cayó y se rompió el cristal del casco. O puede que no descubriese el fallo mecánico, pero después de una inútil búsqueda y no pudiendo encontrar a Challiers, se adentrase en terreno peligroso y cayera. Las circunstancias exactas de su muerte fueron imposibles de aclarar. Pero el hecho es que los dos canadienses perecieron.
La catástrofe sólo podía haber sucedido al amanecer. Porque, cuando no había interferencia estática, el hombre que se quedaba en la estación podía mantener una conversación con el que salía, incluso sin abandonar la cocina. La prisa debió de ser también un factor clave, puesto que sólo un hombre con prisa hubiera dejado la esclusa abierta, única circunstancia que ponía de manifiesto el fallo de los aparatos. Y además, un hombre con prisa es más propenso a perder más tiempo a causa precisamente de la prisa; puede, por ejemplo, dejar caer el paquete con las placas, o golpear algo o... Y la imagen del radar es poco nítida; desde una distancia de 1.900 metros un poste metálico se puede tomar por el traje de un hombre de pie. Cuando se producía la coincidencia de todas estas circunstancias, la catástrofe no sólo era posible, sino probable. Por último —agreguemos para completar el cuadro—, el que estaba de servicio debió de estar en la cocina o en cualquier otro lugar que no fuera la estación de radio, pues en caso contrario hubiese visto que su compañero se alejaba en la dirección correcta y no hubiera confundido el menudo destello que aparecía al sur con un traje.
No fue coincidencia que Challiers fuera encontrado tan cerca del lugar donde pereció Roget. Cayó al abismo justo debajo del lugar marcado por el poste de aluminio, puesto allí para advertir del peligro; Challiers iba en esa dirección porque pensaba que se dirigía hacia donde estaba Savage.
La causa técnica era muy simple. Exigía tan sólo una serie de coincidencias y la presencia de factores tales como la existencia de interferencias en la radio y una esclusa abierta en la cámara de presión.
Posiblemente más digno de mención fuera el mecanismo psicológico. Cuando el sistema de control de la respiración, privado de los impulsos exteriores, reflejó las fluctuaciones internas de voltaje como una «respiración» de la mariposa y el radar mostró la imagen del falso traje, ambos hombres, primero Savage y luego Challiers, aceptaron la información que proporcionaban los aparatos sin vacilar. Primero Savage pensó que veía a Challiers al borde del abismo, y más tarde Challiers pensó que veía a Savage. Lo mismo les había ocurrido a Lagner y Pirx.
Llegar a semejante conclusión era natural para unos hombres que conocían perfectamente los detalles de la catástrofe que costó la vida a Roget y recordaban la larga y dramática agonía del infortunado, transmitida con fidelidad a los observadores de la estación por el ojo mágico.
Si —como alguien observó más tarde— cabía hablar aquí de un «reflejo condicionado», éste no se había manifestado en los aparatos, sino en las propias personas. De forma inconsciente, cada uno de ellos había estado convencido de que, de alguna manera incomprensible, el infortunio de Roget podía volver a repetirse esta vez con uno de ellos como víctima.
—Ahora que ya lo sabemos todo —dijo Taurow, el experto en cibernética del equipo de Pirx—, díganos, colega Pirx, ¿cómo se dio cuenta de lo que ocurría? Usted mismo dice que no entendió el mecanismo del fenómeno...
—No lo sé —dijo Pirx. Por la ventana, la blancura de los picos bañados por el sol era cegadora. Sus afiladas agujas se recortaban, como huesos calcinados por el fuego, contra la negrura del cielo—. Tal vez por las placas. Cuando las vi comprendí que las había arrojado igual que Challiers. Es posible que hubiese ido de todas formas, si no hubiese sido por una cosa más. Lo de las placas podía ser una casualidad. Pero teníamos tortilla para cenar, igual que ellos en su última noche. Pensé que eran ya demasiadas casualidades; que tenía que haber algo más que el ciego azar. Sí... creo que fueron las tortillas las que nos salvaron.
—Sí —dijo el profesor Taurow— la esclusa abierta estaba en función de las tortillas, era la causa de la prisa. Razonó usted muy sensatamente, pero eso no les habría salvado si hubiese confiado ciegamente en los aparatos. Por un lado, tenemos que confiar en ellos. Sin las instalaciones electrónicas nunca hubiéramos puesto el pie en la Luna. Pero... algunas veces hay que pagar un precio muy alto por esa confianza.
—Es verdad —manifestó Lagner, levantándose de la silla—, pero tengo que decirles, señores, qué fue lo que más me impresionó de mi colega estelar. En cuanto a mí, esa pequeña excursión por el acantilado me quitó el apetito. Pero él —apoyó la mano sobre el hombro de Pirx—, después de todo lo que pasó, frió las tortillas y se las comió. Eso sí que me asombró. Porque, la verdad, yo siempre supe que era un buen chico...
—¡Qué! —exclamó Pirx.