Si en «Relatos del piloto Pirx» (BA 0792), Stanislaw Lem exploraba ante todo situaciones en que la salvación acababa hallándose, más que en la máquina o el conocimiento abstracto, en la ética y el instinto, en MÁS RELATOS DEL PILOTO PIRX es sobre todo un hipotético espacio neutro entre las inteligencias artificial y humana el que sirve de fundamento a casi todas sus historias. La reelaboración en el ámbito de la ciencia-ficción de un tema arquetípico —«La cacería»—; el insospechado comportamiento de un robot enfrentado a un súbito reto —«El accidente»—; un encuentro fugaz e irrepetible en circunstancias adversas que acaba cobrando tintes de sueño —«El cuento del piloto Pirx»—; el paradójico resultado de una debilidad humana que acaba dando al traste con un plan aparentemente perfecto —«El proceso»—, y la casi detectivesca pesquisa que lleva a determinar la responsabilidad de un comportamiento compulsivo en un accidente —«Ananke»— son en este volumen los hilos conductores de unos relatos que ponen de manifiesto la habitual pericia narrativa del autor polaco.

 

 

 

Stanislaw

Lem

Más relatos

del piloto Pirx

 

Título original: Opowiésci o pilocie Pirxie, 2

Traductora: Laura Krauz

Primera edición en «El libro de bolsillo»: 1991

Primera edición en «Biblioteca de autor»: 2005

Diseño de cubierta: Alianza Editorial

Proyecto de colección: Odile Atthalin y Rafael Celda

Ilustración: Ángel Uriarte

© Stanislaw Lem, 1991

© Ed.cast: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1991,2005

Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15;

28027 Madrid; teléfono 91393 88 88

www.alianzaeditorial.es

ISBN: 84-206-5963-0

Depósito legal: M-36.173-2005

Composición: Grupo Anaya

 

La cacería

 

Salió de la Capitanía hecho una furia. ¡Tenía que pasarle a él, precisamente a él! El armador no tenía lista la carga —así de sencillo, no la tenía lista—, punto. En la Capitanía no sabían nada. Cierto, había un telegrama: «Retraso de setenta y dos horas —importe de multa estipulada depositado en su cuenta—. Enstrand». Ni una palabra más. Tampoco había conseguido averiguar nada en la Oficina del Consejero Comercial. El puerto estaba hasta los topes y la Capitanía no se había dado por satisfecha con la multa. Tarifa de estacionamiento más la demora, bien, sí, pero ¿no sería mejor si despegara y se mantuviera en órbita estacionaria? Sencillamente pare los motores, no tendrá gasto de combustible, espere tranquilamente a que pasen los tres días y vuelva. ¿Qué daño puede hacerle? ¡Tres días dándole vueltas a la Luna sólo porque el idiota del armador no tenía lista la carga! De momento Pirx no supo qué contestar, pero luego recordó el convenio. Cuando comenzó a recitar las normas establecidas por el sindicato sobre exposición a radiaciones en el espacio, comenzaron a dar marcha atrás. De hecho aquel no era el año del Sol Tranquilo. Los niveles de radiación no eran insignificantes. Así que tendría que maniobrar para permanecer a cubierto detrás de la Luna, jugando al escondite con el Sol y gastando energía. ¿Y quién iba a pagarla? El propietario no, por supuesto. ¿Quién, entonces? ¿La Capitanía? ¿Tienen ustedes idea, caballeros, de cuánto cuestan diez minutos de conexión a plena potencia de un reactor de sesenta millones de kilovatios? Al final consiguió permiso para quedarse, pero sólo durante setenta y dos horas, más otras cuatro para subir a bordo la maldita carga. Ni un minuto más. Cualquiera hubiera dicho que le estaban haciendo un favor. ¡Como si la culpa fuera suya! Él había llegado justo en punto, y eso que no venía directo desde Marte, precisamente —mientras que el armador...

Con todo aquello se olvidó por completo de dónde estaba y empujó el pomo de la puerta con tanta fuerza que salió disparado hasta el techo. Miró avergonzado a su alrededor, pero no había nadie. La Base Lunar parecía vacía. Claro que el trabajo importante se llevaba a cabo a un par de cientos de kilómetros al norte, entre la región Hypatia y el cráter Toricello. Los ingenieros y los técnicos, que un mes antes pululaban por toda la Base, se habían ido ya a la obra. El gran proyecto de la ONU, la Base Lunar II, atraía cada vez más gente de la Tierra. Por lo menos esta vez no tendré problemas con la habitación del hotel —pensó mientras la escalera mecánica lo llevaba a la última planta de la ciudad subterránea—. Las lámparas fluorescentes proyectaban una fría luz diurna. Una de cada dos estaba apagada. ¡Estaban ahorrando energía! Empujó la puerta de cristal y entró en el pequeño vestíbulo. Tenían habitaciones, cómo no. Todas las que quisiera. Dejó su pequeña maleta, un neceser más bien, en conserjería y se preguntó si Tyndall se acordaría de hacer que los mecánicos puliesen la tobera central. Desde que salieron de Marte se había estado comportando como un maldito cañón medieval. En realidad, debería de ocuparse él mismo de ello: el ojo del amo y todo eso que se dice. Pero no tenía ningún deseo de volver a subir las doce plantas en ascensor, máxime cuando lo más probable es que todos se hubieran separado. Seguro que estaban en la tienda del aeropuerto, escuchando las últimas grabaciones.

Siguió andando, sin saber realmente hacia dónde: el restaurante del hotel estaba vacío, como si estuviese cerrado, pero detrás de la barra había una pelirroja sentada leyendo un libro. ¿O estaba quizá dormida sobre él? Porque su cigarrillo se estaba convirtiendo en un delgado y alargado cilindro de ceniza sobre el mostrador de mármol... Pirx se sentó y puso el reloj en la hora local; y de repente se hizo tarde, las diez de la noche. A bordo, tan sólo unos minutos antes, era mediodía. Aquella eterna espiral de repentinos saltos de tiempo le resultaba tan agotadora como al principio, cuando estaba aprendiendo a volar. Se comió el almuerzo, transformado ahora en cena, acompañándolo con agua mineral, que parecía estar más caliente que la sopa. El camarero, triste y somnoliento como un auténtico lunático, se equivocó a favor de Pirx en la cuenta, un síntoma inquietante. Pirx le aconsejó que se tomara unas vacaciones en la Tierra y salió en silencio para no despertar a la dormida chica de la barra.

Le pidió la llave al conserje y se dirigió a su habitación. Antes no había mirado el número de la chapa, y sintió algo raro cuando lo vio: 173. Era la misma que había ocupado cuando voló por primera vez al «otro lado». Pero cuando abrió la puerta decidió que, o bien se trataba de otra habitación, o la habían reformado por completo. No, debía estar equivocado, la otra era más grande; accionó todos los interruptores de la luz porque estaba harto de oscuridad; miró el interior del armario, extrajo el cajón del pequeño escritorio, pero no se molestó en deshacer la maleta: simplemente tiró el pijama encima de la cama y puso el cepillo y la pasta de dientes en el lavabo. Se lavó las manos —el agua tan infernalmente fría como siempre, era un milagro que no se congelase—. Abrió el grifo del agua caliente —cayeron unas cuantas gotas—. Se acercó al teléfono para llamar a conserjería, pero cambió de opinión: no tenía sentido. Aquí estaba la Luna, dotada de todo lo necesario, y no había forma de disponer de agua caliente en las habitaciones del hotel.

Conectó la radio. El noticiero de la noche —noticias lunares—. Apenas les prestó atención, pues estaba preguntándose si enviar un cable al armador. A cobro revertido naturalmente. Pero no, no serviría de nada. ¡Éstos no eran los tiempos heroicos de la astronáutica! Hacía mucho que habían pasado. Ahora uno no era sino un vulgar camionero, supeditado a cualquiera que cargara mercancías en su nave. El flete, el seguro, la tasa por demora... la radio balbuceaba incomprensiblemente... ¡Un momento! ¿Qué decía?... Se inclinó sobre la cama y movió el mando del aparato:

—... aparentemente el resto del enjambre de las Leónidas —la suave voz del locutor llenó la habitación—, sólo un edificio de apartamentos ha resultado alcanzado por un impacto directo y ha perdido hermeticidad. Por una feliz coincidencia, todos los ocupantes estaban en el trabajo. Los restantes meteoritos no han causado mayores daños, a excepción del que ha perforado el escudo de protección de los almacenes. Según informa nuestro corresponsal, seis autómatas universales asignados a trabajos en la obra han quedado totalmente destruidos. La línea de alta tensión también ha sufrido daños y se cortó la comunicación telefónica, aunque fue restablecida al cabo de tres horas. Repetimos ahora las noticias más importantes: Hoy por la mañana, en la inauguración del Congreso Panafricano...

Desconectó la radio y se sentó. ¿Meteoritos? ¿Un enjambre? Bueno, sí, se esperaba a las Leónidas de un momento a otro, pero los pronósticos... esos meteorólogos, siempre metiendo la pata, exactamente igual que los sinópticos en la Tierra... La obra... debía de tratarse de la del norte. De todos modos, la atmósfera es la atmósfera, y su ausencia aquí no dejaba de ser un tremendo inconveniente. Seis autómatas. ¡Imagínense! Menos mal que nadie había resultado herido. Mal asunto, de todos modos. ¡Un escudo perforado! Sí, también el diseñador podía haber...

Estaba muy cansado. Había terminado por hacerse un lío total con el tiempo. Debían de haber perdido un martes entre Marte y la Luna, puesto que del lunes habían pasado directamente al miércoles; eso quería decir que también habían perdido una noche. «Será mejor que reponga mis reservas de sueño», pensó; se puso de pie y se dirigió maquinalmente al pequeño cuarto de baño pero, al recordar el agua helada, se estremeció, giró sobre sus talones y un minuto más tarde estaba metido en la cama. Que no podía ni compararse con la litera de su nave. Su mano buscó instintivamente los cinturones para asegurar las mantas, y una leve sonrisa le cruzó el rostro cuando no los encontró; después de todo estaba en la cama de un hotel, libre de la amenaza de una repentina pérdida de gravedad.

Aquél fue su último pensamiento. Cuando abrió los ojos no tenía ni idea de dónde se encontraba. La oscuridad era completa. «¡Tyndall!», quiso gritar. Y, de repente, sin saber por qué, se acordó de aquella vez en que éste había salido aterrorizado de su camarote, vestido sólo con el pantalón del pijama, gritándole despavorido al tripulante de guardia: «Tú, te lo ruego, dime, ¿cómo me llamo?». El pobre diablo estaba como una cuba. Mientras le daba vueltas a algún que otro insulto imaginario, se había bebido una botella entera de ron. Tras aquel rodeo, el pensamiento de Pirx volvió a la realidad. Se levantó, encendió la lámpara, se metió bajo la ducha, pero de repente se acordó del agua, así que primero dejó salir con mucho cuidado un pequeño chorro: estaba tibia. Dio un suspiro, porque echaba de menos un buen baño caliente, pero al cabo de unos minutos, con el chorro cayéndole sobre la cara y el torso, incluso canturreaba.

Se estaba poniendo una camisa limpia cuando el altavoz —no sabía que hubiese algo así en La habitación— dijo con voz de bajo:

—Atención. Atención. Aviso urgente. Se ruega a todos los hombres capaces de manejar un arma que se presenten inmediatamente en la Capitanía del aeropuerto, habitación 318, ante el comandante ingeniero Achanian. Repito. Atención. Atención...

El asombro de Pirx fue tal que durante unos instantes permaneció allí de pie, inmóvil, vestido sólo con la camisa y los calcetines. ¿Qué era aquello? ¿El día de los Inocentes? ¿Hombres capaces de manejar un arma? Quizá estuviera todavía dormido. Pero cuando estiró los brazos para terminar de ponerse la camisa, se golpeó la mano con el borde de la mesa con tal fuerza que hasta se le aceleró el pulso. No, no era un sueño. Entonces ¿qué? ¿Una invasión? ¿Los marcianos a la conquista de la Luna? ¡Qué disparate! Fuera lo que fuera, tenía que ir...

Pero, mientras se calzaba apresuradamente los pantalones, algo le susurraba en su interior: «Sí, esto tenía que suceder porque estás aquí. Es tu suerte, tío, atraes los problemas...». Cuando salió de la habitación el reloj marcaba las ocho. Tenía intención de preguntar al primero que se topase qué había ocurrido en realidad, pero el pasillo estaba desierto y también la escalera mecánica, como si ya hubiera tenido lugar la movilización general y todo el mundo estuviese en el frente, el diablo sabía dónde... Corrió escaleras arriba, a pesar de que éstas iban de por sí bastante rápidas, apresurándose como si de verdad existiese la posibilidad de perder la ocasión de realizar actos heroicos. Al llegar arriba vio un quiosco de cristal brillantemente iluminado donde vendían periódicos y corrió hacia la ventanilla para poder por fin preguntarle a alguien, pero el quiosco estaba vacío. Los periódicos los vendía una máquina. Compró un paquete de cigarrillos y un periódico, que hojeó sin aminorar la marcha, pero no decía nada fuera de la catástrofe meteórica. ¿Sería eso? Pero ¿por qué las armas? ¡No, imposible! Por un largo pasillo, llegó a Capitanía y por fin vio gente. Alguien entraba en ese momento en la habitación número 318 y otro se acercaba a ella desde el final del pasillo opuesto.

«Ya no me enteraré de nada, llego demasiado tarde», pensó, mientras se ajustaba la chaqueta y entraba. Era una habitación no muy grande, con tres ventanas por las que se veía un artificial paisaje lunar del desagradable color del mercurio encendido. En la parte más estrecha de la habitación trapezoidal había dos escritorios, y todo el espacio delante de ellos estaba ocupado por sillas, evidentemente llevadas allí a toda prisa, pues casi ninguna era igual a otra. Había catorce o quince personas en la habitación, la mayor parte hombres de mediana edad, más unos cuantos muchachos luciendo la insignia de cadetes. Algo alejado del resto había sentado un comandante de mayor edad; el resto de las sillas estaba desocupado. Pirx se sentó junto a uno de los cadetes, que en seguida comenzó a contarle que el día anterior habían llegado seis de ellos para hacer prácticas en «este lado», pero que les habían asignado un aparato pequeño, de los llamados «pulgas», que sólo tenía cabida para tres, así que el resto había tenido que esperar su turno... hasta que de repente había surgido este asunto. ¿Acaso sabía algo el señor navegante...? Pero el señor navegante tampoco sabía nada. Por la expresión de los rostros de los allí sentados, se podía deducir que todos estaban igual de sorprendidos por el singular aviso; parecía que todos habían venido del hotel. Al cadete debió ocurrírsele que debía presentarse, porque comenzó a hacer una serie de maniobras gimnásticas que a punto estuvieron de derribar la silla. Pirx la sujetó por el respaldo y justo en ese instante se abrió la puerta y entró un hombre de corta estatura y cabello negro, con las sienes levemente canosas; a pesar de estar recién afeitado, tenía las mejillas azuladas por la barba, unas cejas pobladas y pequeños ojos de mirada penetrante; sin decir nada, pasó entre las sillas y desenrolló un mapa de «este lado», a escala 1/1.000.000, que colgaba de la pared de detrás del escritorio, y, restregándose con el dorso de la mano la nariz fuerte y carnosa, habló sin preámbulos:

—Señores, soy Achanian. He sido temporalmente delegado por el mando conjunto de la Base Lunar I y la Base Lunar II para neutralizar al Setauro.

Hubo un leve movimiento entre los presentes, pero Pirx siguió sin entender nada; ni siquiera sabía qué era un Setauro.

—Aquellos de ustedes que hayan oído las noticias saben que aquí —señaló con una regla la zona de Hypatia y Alfraganus— cayó ayer un enjambre de meteoritos. No vamos a entrar en detalles sobre los daños causados por los otros, pero uno de ellos, aparentemente el más grande, destrozó el escudo protector de los almacenes B7 y R7. En este último se encontraba una partida de setauros llegados de la Tierra hacía apenas cuatro días. La radio ha dicho que todos ellos fueron destruidos. Eso, señores, no es verdad.

El cadete sentado junto a Pirx escuchaba con las orejas al rojo vivo; incluso con la boca abierta, como si tratara de tragarse cada una de las palabras. Achanian por su parte continuó hablando:

—Cinco robots fueron destruidos por la caída del techo, pero el sexto se salvó. Para ser más exactos, sólo resultó dañado. Lo creemos así porque, tan pronto salió de las ruinas del almacén, comenzó a comportarse de una forma... como si... —Achanian no encontró las palabras apropiadas, así que continuó sin terminar la frase—: Los almacenes se encuentran junto a un ramal de una estrecha pista, a cinco millas del campo provisional de aterrizaje. Inmediatamente después de la catástrofe se puso en marcha la operación rescate, y lo primero fue comprobar el estado del personal, ver si alguien había quedado sepultado bajo los escombros. Esa operación duró alrededor de una hora. Pero mientras tanto se descubrió que, a raíz de la sacudida, los edificios de la Administración Central no eran ya totalmente herméticos, lo que prolongó los trabajos hasta medianoche. Alrededor de la una se descubrió que la avería de la red que alimentaba de energía a toda la obra, así como la interrupción de las comunicaciones telefónicas, no se debían a los meteoritos. Los cables habían sido cortados... con un rayo láser.

Pirx parpadeó. Tenía la sensación de estar participando en algún tipo de representación teatral, en una mascarada. Tales cosas no podían suceder. ¡Un láser! ¡Por Dios! ¿Y por qué no un espía marciano también? Pero el comandante no tenía el aspecto de un hombre capaz de levantar a los huéspedes de un hotel al alba para gastarles una broma estúpida.

—La línea telefónica fue lo primero que se reparó —dijo Achanian—, pero, al mismo tiempo, un pequeño transporte de la brigada de reparaciones que había llegado al lugar en que habían sido cortados los cables perdió contacto por radio con la Base Lunar. Después de las tres de la madrugada se comprobó que el transporte había sido atacado por un láser y, a consecuencia de varios impactos, estaba ahora en llamas. El conductor y su ayudante perecieron, pero dos miembros de la tripulación, que por suerte tenían el traje puesto porque se disponían a salir a reparar las líneas, lograron saltar y esconderse en el desierto, es decir, en el Mare Tranquilitatis, más o menos por aquí... —Achanian señaló con una regla un punto del Mar de la Tranquilidad, alejado unos cuatrocientos kilómetros del pequeño cráter Arago—. Ninguno de ellos, por lo que me consta, vio al atacante. Simplemente, en determinado momento, sintieron un impacto térmico muy fuerte y el transporte se incendió. Saltaron antes de que estallaran los depósitos de aire comprimido; los salvó la falta de atmósfera, puesto que sólo explotó la parte de combustible que pudo combinarse con el oxígeno del interior del transporte. Una de estas personas pereció en circunstancias aún no aclaradas, pero la otra logró volver, después de recorrer unos ciento cuarenta kilómetros. Como corrió con el traje, agotó las reservas de aire y sufrió anoxia. Por suerte, fue descubierto y está ahora en el hospital. Nuestro conocimiento de lo que sucedió está basado exclusivamente en su relato y, por lo tanto, serán necesarias aún algunas comprobaciones.

Reinaba ahora un mortal silencio. Pirx veía ya a dónde conducía todo aquello, pero aún no lo podía creer. No quería creerlo...

—Seguramente habrán adivinado ustedes —continuó en el mismo tono el hombre de cabellos oscuros, su silueta recortándose negra como el carbón contra el llameante mercurio del paisaje lunar— que el que cortó los cables telefónicos y las líneas de alta tensión y atacó también al transporte fue el Setauro superviviente. Es una unidad de la que sabemos muy poco, pues apenas hace un mes que comenzó su producción en serie. El ingeniero Klaner, uno de los creadores del Setauro, debería haber estado aquí conmigo para explicarles a ustedes en detalle no sólo las capacidades de este modelo, sino también los medios que deben emplearse para neutralizarlo o destruirlo...

El cadete sentado junto a Pirx dejó escapar un quedo gemido. Era un gemido de pura excitación, sin molestarse siquiera en simular un poco de horror. El joven no notó la mirada de desaprobación del navegante. Pero, en realidad, nadie era capaz de advertir nada ni de oír nada excepto la voz del comandante de ingenieros.

—No soy un experto en electrónica y por lo tanto no puedo decirles mucho sobre el Setauro. Pero creo que entre los presentes se encuentra un tal doctor McCork. ¿Es así?

Un hombre delgado y con gafas se puso de pie:

—Aquí estoy; sólo conozco el modelo inglés, parecido al americano pero no idéntico. No obstante, las diferencias no son grandes. Puedo ayudarles.

—Perfecto, doctor, le ruego que venga aquí conmigo. Primero describiré cuál es la situación actual: el Setauro se encuentra aquí, en algún lugar —Achanian señaló con la punta de la regla el borde del Mar de la Tranquilidad—. Eso significa que se encuentra a una distancia de treinta a ochenta kilómetros de la obra. Estaba diseñado, como en general todos los Setauros, para realizar trabajos de minería en condiciones difíciles, a altas temperaturas y con alto riesgo de derrumbes; por ello están construidos con una estructura muy fuerte y un blindaje muy grueso... pero sobre eso les hablará el doctor McCork. En cuanto a los medios de que disponemos para neutralizarle, los cuarteles generales de todas las Bases Lunares nos han proporcionado sobre todo cierta cantidad de explosivos, dinamita y oxídricos, y láseres manuales de impacto directo y de minería; por supuesto, ni los explosivos ni los láseres estaban pensados en principio para su uso en combate. Como medio de transporte, los grupos que operen para destruir al Setauro dispondrán de vehículos de corto y medio alcance, entre ellos dos equipados con un blindaje ligero antimeteoritos. Ese blindaje puede resistir el impacto de un láser a una distancia de aproximadamente un kilómetro, aunque estos datos se refieren a la Tierra, donde el coeficiente de absorción de energía por la atmósfera es un factor considerable. Aquí no tenemos atmósfera, lo que significa que esos transportes serán sólo un poco menos vulnerables que los otros. Recibiremos también una importante cantidad de oxígeno, trajes... y eso, me temo, será todo. Aproximadamente a mediodía llegará al sector soviético una «pulga» con una tripulación de tres hombres; en caso de apuro puede acomodar a cuatro personas en un vuelo corto, para transportarlas al interior del sector donde está localizado el Setauro. Eso es todo de momento. Ahora, señores, les daré una hoja de papel en la que les ruego escriban con claridad su nombre y su especialidad en el campo de competencia. Mientras tanto, quizá el doctor McCork quiera decirnos algo sobre el Setauro. Lo más importante sería, opino, una indicación sobre un posible talón de Aquiles...

McCork estaba ya de pie junto a Achanian. Era más delgado aún de lo que le había parecido antes a Pirx; tenía orejas de soplillo, el cráneo levemente triangular, una mata de pelo de color indefinido y, en conjunto, resultaba extrañamente simpático.

Antes de comenzar a hablar se quitó las gafas de montura de acero, como si le molestasen, y las dejó sobre el escritorio, delante de él.

—Mentiría si dijese que habíamos previsto la posibilidad de un accidente como el que ha ocurrido. Pero, además de las matemáticas, un cibernético debe tener en la cabeza una pizca de intuición. Precisamente por eso nosotros habíamos decidido no entregar todavía nuestro modelo para su producción en serie, a pesar de que las pruebas de laboratorio indicaban que el Mefisto (así se llama nuestro modelo) funcionaba perfectamente. Y el Setauro tenía mejor equilibrio en el frenado y la activación. Por lo menos eso creía yo hasta ahora, basándome en lo que se había publicado sobre él; ahora ya no estoy tan seguro de ello. El nombre parece sacado de la mitología, pero en realidad son siglas que corresponden a Autómata Electrónico Terciario Racémico Autoprogramable[1], racémico porque en la construcción de su cerebro hemos usado seudocristales monopolímeros tanto dextro como levogiratorios. Pero supongo que eso ahora no tiene la menor importancia. Es un autómata equipado con un láser para trabajos de minería, un láser violeta que recibe la energía necesaria para producir sus impulsos de una micropila basada en el principio de reacción en cadena fría, lo que, si recuerdo bien, permite al Setauro emitir impulsos de hasta cuarenta y cinco mil kilovatios.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó alguien.

—Desde nuestro punto de vista durante toda una eternidad —respondió de inmediato el delgado doctor—, en todo caso, durante muchos años. ¿Qué puede haber sucedido con este Setauro? Hablando de la forma más sencilla posible, que recibió un golpe en la cabeza. El impacto debió de ser extraordinariamente fuerte pero, al fin y al cabo, incluso aquí, un edificio que se derrumba puede dañar un cráneo de cromoníquel. ¿Qué pasó a continuación? Nunca hemos realizado experimentos de ese tipo, costaría demasiado caro —McCork sonrió inesperadamente, mostrando unos dientes pequeños y parejos—, pero se sabe que cualquier daño localizado en un cerebro pequeño, o sea relativamente simple, o en un ordenador corriente, provoca una desintegración total de sus funciones. En cambio, cuanto más nos acercamos en nuestra imitación de funciones al cerebro humano, tanto mayores son las probabilidades de que un cerebro complejo siga funcionando a pesar de haber sufrido un daño parcial. El cerebro animal, el de un gato, por ejemplo, posee ciertos centros cuya excitación provoca una reacción de ataque, manifestada como una explosión de furia agresiva. El cerebro del Setauro está construido de manera distinta, pero posee un cierto instinto, una capacidad de acción que puede ser dirigida y canalizada en forma diferente. Y se ha producido una especie de cortocircuito entre este centro de iniciativa y un programa de destrucción ya iniciado. Naturalmente, hablo en términos muy simplificados.

—Pero ¿por qué esta reacción destructora? —preguntó la misma voz de antes.

—Porque es un autómata destinado a trabajos mineros —aclaró el doctor McCork—, su trabajo debía consistir en abrir túneles y galerías, perforar rocas, triturar minerales especialmente duros; en resumen, hablando en términos generales, en destruir la materia sólida; evidentemente no en todas partes y no toda, pero, como resultado del golpe que sufrió, se llegó a esta generalización. De todos modos, es posible que mi hipótesis resulte completamente equivocada. Este aspecto de la cuestión, el puramente teórico, sería digno de estudio más adelante, cuando ya lo hayamos convertido en una alfombra. De momento, lo más importante es saber de qué es capaz el Setauro. Puede desplazarse a una velocidad de unos cincuenta kilómetros por hora, prácticamente en cualquier tipo de terreno. No tiene ningún punto de lubricación, todas las articulaciones trabajan sobre teflón. Dispone de suspensión magnética y de un blindaje que no puede ser perforado por balas de pistola o rifle. No se ha efectuado la prueba, pero opino que quizá una pieza antitanque... pero no tenemos nada de eso, ¿verdad?

Achanian hizo un gesto negativo con la cabeza. Tomó la lista que le habían devuelto y la leyó mientras hacía pequeñas marcas junto a los apellidos.

—Evidentemente, una carga explosiva de suficiente tamaño lo destruiría —continuó McCork con calma, como si estuviera hablando de la cosa más natural del mundo—, pero antes habría que acercarla a él y eso, me temo, no será fácil.

—¿Dónde tiene exactamente el láser? ¿En la cabeza? —preguntó alguien de la audiencia.

—No es exactamente una cabeza, sólo una especie de protuberancia, un bulto entre los hombros. Se diseñó así para aumentar su resistencia a los desprendimientos. El Setauro mide doscientos veinte centímetros. Por lo tanto dispara desde una altura de unos dos metros. El orificio del láser está protegido por una visera corrediza; en posición estacionaria puede disparar en un ángulo de treinta grados y aumenta su campo de tiro girando por completo sobre sí mismo. El láser tiene una potencia máxima de cuarenta y cinco mil kilovatios. Cualquier especialista sabe que es una potencia muy considerable, capaz de perforar con facilidad una plancha de acero de varios centímetros...

—¿A qué distancia?

—Es un láser violeta, por lo tanto el ángulo de dispersión del haz lumínico es muy pequeño... A efectos prácticos, el alcance estará limitado por el campo de visión; puesto que aquí el horizonte, en terreno llano, está a dos kilómetros, ése será el alcance mínimo.

—Recibiremos láseres mineros de una potencia seis veces superior —intercaló Achanian.

—Pero eso es sólo lo que los americanos llaman «overkill» —contestó McCork sonriendo—; toda esa potencia no nos dará ninguna ventaja en un enfrentamiento con el láser del Setauro.

Alguien preguntó si no sería posible destruir al autómata desde una nave espacial. McCork dijo que no estaba capacitado para contestar; Achanian, mirando la lista de los presentes, dijo:

—Está aquí el navegante de primera clase Pirx... ¿Querría usted aclarar esa posibilidad?

Pirx se puso de pie.

—Teóricamente, una nave de tonelaje mediano como mi Cuivier, que tiene dieciséis mil toneladas de masa en reposo, podría desde luego destruir a ese Setauro, si lo alcanzara con los gases de escape del reactor. La temperatura de los gases sobrepasa los seis mil grados en una distancia de novecientos metros. Eso sería suficiente, creo...

McCork asintió con la cabeza.

—Pero esto es pura especulación —continuó Pirx—. Habría que situar la nave en posición de alguna forma, y un objetivo tan pequeño como el Setauro, en realidad no mayor que un hombre, siempre lograría apartarse a tiempo a no ser que estuviera inmovilizado, puesto que la velocidad lateral de una nave, maniobrando junto a la superficie de un planeta o dentro de su campo de gravitación, es muy pequeña; sería absolutamente imposible realizar maniobras súbitas de persecución. La única posibilidad que queda es usar unidades pequeñas, digamos la propia flota de la Luna. Sólo que en ellas los gases de escape son débiles y de temperatura no muy alta, así que, si se usase uno de esos vehículos como bombardero... pero para un bombardeo de precisión hacen falta instrumentos especiales, localizadores, indicadores de alcance, que la Base Lunar no posee. No, creo que podemos descartarlo. Por supuesto sería necesario, incluso totalmente imprescindible, usar esas pequeñas máquinas, pero sólo en tareas de reconocimiento, para localizar al autómata.

Estaba a punto de sentarse cuando se le ocurrió de repente otra idea.

—Ah, sí —dijo—, los propulsores de salto. Eso sí que podría servir. Es decir, tendrían que disponer de personas que supiesen utilizarlos.

—¿Son esos pequeños cohetes individuales que se sujetan a la espalda?

—Sí, con su ayuda se pueden realizar saltos e incluso permanecer inmóvil, planeando; dependiendo del modelo y del tipo pueden lograrse vuelos de uno a varios minutos, desde cincuenta a cuatrocientos metros de altura...

Achanian se puso de pie.

—Puede que eso sea importante. ¿Quiénes de los presentes han recibido entrenamiento en el uso de estos aparatos?

Se alzaron dos manos. Luego otra.

—¿Sólo tres? —dijo Achanian—. Ah, usted también —agregó, viendo que Pirx había levantado también la mano—. Eso hacen cuatro. No es mucho... preguntaremos también entre el personal del aeropuerto. ¡Señores! No es necesario decir que se trata de una misión voluntaria. En realidad, debería haber empezado por ahí. ¿Quién de ustedes estaría dispuesto a tomar parte en las operaciones?

Se produjo un pequeño estrépito, pues todos los presentes comenzaron a ponerse en pie.

—Gracias en nombre de la Capitanía —dijo Achanian—. Esto está muy bien. Disponemos, pues, de diecisiete voluntarios. Contaremos con el apoyo de tres unidades de la flota lunar y dispondremos además de diez conductores y radiooperadores para ayudar a tripular los transportes. Ruego a los presentes que permanezcan aquí, y a ustedes, señores —se dirigió a McCork y a Pirx—, que me acompañen por favor a la Capitanía...

Alrededor de las cuatro de la tarde Pirx se encontraba sentado en la torreta de un gran transporte oruga, sacudido por sus violentos movimientos. Llevaba puesto un traje espacial completo, con el casco sobre las rodillas, listo para colocárselo a la primera señal de alarma, y sobre el pecho le colgaba un pesado láser, cuya culata le golpeaba sin piedad; en la mano izquierda tenía un micrófono y con la derecha hacía girar el periscopio, observando la larga hilera formada por los otros transportes, que oscilaban y cabeceaban arriba y abajo como botes sobre las extensiones de escombros del Mar de la Tranquilidad. Aquel «mar» desértico, ardiendo con las llamas de la luz solar, estaba vacío desde un negro horizonte hasta el otro; Pirx recibía los partes y volvía a su vez a transmitirlos, hablaba con la Base Lunar I, con los comandantes de las otras máquinas y con los pilotos de las naves de reconocimiento —las microscópicas llamitas de los reactores aparecían de cuando en cuando entre las estrellas en el negro cielo—, y a pesar de todo ello no podía evitar la sensación de que estaba teniendo una especie de sueño enrevesado y estúpido.

Los acontecimientos se desarrollaban cada vez con mayor precipitación. No era el único que pensaba que el Departamento de Construcciones había sucumbido a algo parecido al pánico, pues, al fin y al cabo, ¿qué podía hacer un autómata medio lelo, aunque estuviese armado de un lanzador de luz? Así que, cuando en la segunda «conferencia en la cumbre», celebrada justo a mediodía, comenzó a hablarse de recurrir a la ONU, o al menos al Consejo de Seguridad, para conseguir una «sanción especial», es decir, una autorización para traer artillería pesada (unos lanzamisiles sería lo ideal) y quizá incluso hasta proyectiles atómicos, Pirx, junto con otros, protestaron y dijeron que, de esa forma, antes de conseguir nada se pondrían en ridículo delante de toda la Tierra. Además, estaba claro que para que el órgano internacional adoptara una decisión parecida habrían de pasar varios días como mínimo, si no semanas, y mientras tanto el «robot loco» podría irse Dios sabía dónde. Y una vez que estuviese escondido en las inaccesibles grietas de la corteza lunar no habría forma de alcanzarlo ni con todos los cañones del mundo; había que actuar con precisión y rapidez. Se hizo evidente que el mayor inconveniente lo plantearían las comunicaciones. Teóricamente, había patentados unos tres mil inventos ideados para facilitar las comunicaciones lunares, desde el telégrafo sísmico, que utilizaba microexplosiones como señales, hasta satélites «troyanos» estacionarios. Dichos satélites habían sido puestos en órbita el año anterior, pero no habían mejorado la situación lo más mínimo. En la práctica, el problema se resolvía a base de una red de transmisores de onda ultracorta colocados sobre mástiles, de forma muy parecida a las antiguas líneas de transmisores de televisión anteriores a los «sputniks». De hecho, el sistema resultaba incluso más seguro que la comunicación por satélite, porque los ingenieros seguían aún devanándose los sesos para conseguir estaciones orbitales insensibles a los «vientos solares». Cada salto en la actividad del sol y el consiguiente «huracán» de partículas de alta energía cargadas de electricidad que barrían el espacio, provocaban inmediatamente una estática que interfería el mantenimiento de la comunicación —a veces durante varios días seguidos—. Precisamente en aquellos instantes estaba teniendo lugar una de aquellas «tormentas solares», así que las comunicaciones entre la Base Lunar I y la obra se efectuaban por la línea de transmisores terrestres, y el éxito de la «operación Setauro» dependía, en gran medida al menos, de que al «rebelde» no se le ocurriese la idea de destruir los mástiles enrejados, cuarenta y cinco en total, que se alzaban en el desierto que separaba Ciudad Luna del cosmódromo cercano a la obra. Suponiendo, naturalmente, que el autómata continuara merodeando por aquel sector. Después de todo, tenía una total libertad de maniobra, pues no necesitaba combustible ni oxígeno, ni tampoco dormir o descansar; en resumen, era tan autosuficiente que más de un ingeniero se dio cuenta entonces de hasta qué punto era perfecta aquella máquina producto de su propia creación; una máquina cuyos siguientes pasos nadie podría prever.

Las conversaciones directas Luna-Tierra comenzadas en la madrugada entre el alto mando y la empresa Cybertronics, incluidos los creadores del Setauro, se prolongaron interminablemente, pero no se sacó nada en limpio que no hubiera dicho ya el pequeño doctor McCork. Sólo los legos trataran de todavía convencer a los especialistas para que intentaran predecir las tácticas del autómata con la ayuda de algún gran ordenador. ¿Era inteligente el Setauro? ¡Bueno, sí, a su manera sí! Aquella «innecesaria» —y en aquel momento altamente peligrosa— «inteligencia» de la máquina enfadaba a muchos participantes en la búsqueda; no podían entender por qué diablos los ingenieros habían dotado de tal libertad y autonomía de acción a una máquina destinada exclusivamente a trabajos mineros. McCork les explicó con calma que la «redundancia» intelectrónica era —en la actual fase del desarrollo técnico— lo mismo que el exceso de potencia del que normalmente se dota a todas las máquinas y motores convencionales, una reserva para casos de emergencia, concebida para aumentar la seguridad y la fiabilidad, ya que no había forma de prever por anticipado todas las situaciones en que puede llegar a encontrarse una máquina, sea ésta mecánica o informática. Por tanto, nadie tenía la más remota idea de lo que podía hacer el Setauro. Naturalmente, los especialistas, incluso los que estaban en la Tierra, habían telegrafiado sus opiniones; sólo que, desgraciadamente, éstas eran diametralmente opuestas. Unos suponían que el Setauro trataría de destruir objetivos de naturaleza «artificial», del tipo de los mástiles transmisores o las líneas de alta tensión; otros, en cambio, que descargaría su energía atacando indiscriminadamente cualquier cosa que encontrase en su camino, ya fuera una roca o un transporte lleno de gente. Los primeros se inclinaban a favor de un ataque rápido para destruirlo, los otros aconsejaban una táctica de espera. Lo único en lo que estaban de acuerdo era en que resultaba imprescindible controlar sus movimientos.

La flota lunar, en número de doce pequeñas unidades, patrullaba desde por la mañana el Mar de la Tranquilidad y se mantenía en contacto permanente con el grupo que defendía la obra, que se encontraba, a su vez, en contacto permanente con el cuartel general del cosmódromo. No era tarea fácil localizar al Setauro, un diminuto trozo de metal en un desierto rocoso lleno de campos de grava, grietas y fisuras medio ocultas, cubierto además por las marcas de viruela de cráteres en miniatura. ¡Si por lo menos los partes fueran negativos! Pero las tripulaciones de patrullas ya habían hecho cundir la alarma entre el personal de tierra en varias ocasiones con informes en los que afirmaban haber visto al «robot loco». Hasta entonces, siempre había resultado ser alguna piedra de forma extraña o algún pedazo de lava brillando a los rayos del sol; incluso la utilización del radar junto con sensores ferroinductivos había sido de escasa utilidad, puesto que de las antiguas misiones de exploración, durante la primera época de conquista de la Luna, había quedado en los desiertos rocosos una multitud de contenedores metálicos, cápsulas calcinadas procedentes de cohetes, y todo tipo de chatarra que, de tanto en tanto, constituían un nuevo motivo de alarma. Tanto es así que el mando de la operación comenzó a desear cada vez más fervientemente que el Setauro atacara por fin algún objetivo que revelase su presencia. Sin embargo, la última vez que había dado señales de vida había sido hacía ya nueve horas, con el ataque a un pequeño transporte de reparaciones eléctricas; la misión, que cubriría una zona de alrededor de nueve mil kilómetros cuadrados, consistiría en peinar el área con dos oleadas de vehículos que avanzarían una hacia otra desde lados opuestos, desde el norte y el sur. De la obra salió uno de estos grupos al mando del tecnólogo jefe Strzibr, y desde el cosmódromo de la Base Lunar el otro, en el que era precisamente Pirx el encargado de coordinar las operaciones entre ambas partes, en estrecha colaboración con el jefe (el comandante navegante Pleyder). Pirx comprendía perfectamente que podían cruzarse con el Setauro en cualquier momento, pues era posible que estuviese escondido en alguna de las profundas grietas tectónicas, o camuflado tan sólo por el brillo de la arena lunar, y ni se enterarían siquiera. McCork, que iba con él como «consejero intelectrónico», era de la misma opinión.

El transporte daba terroríficas sacudidas, moviéndose a una velocidad que, según les advirtió tranquilamente el conductor, «después de un rato te hace saltar los ojos». Se encontraban en el sector este del Mar de la Tranquilidad, a menos de una hora de viaje de la zona donde era más probable que se encontrase el autómata. Después de cruzar ese límite convencional, todos debían ponerse los cascos para, en caso de un impacto inesperado que rompiera el cierre hermético, o de un incendio, poder abandonar inmediatamente el vehículo.

El transporte había quedado convertido en una máquina de guerra, pues los mecánicos habían montado sobre la torreta en forma de cúpula un láser minero de gran potencia, aunque su precisión era más bien escasa. Pirx lo consideraba totalmente inútil contra el Setauro. Éste disponía de una mira automática, dado que sus ojos fotoeléctricos estaban conectados directamente al láser y podía disparar inmediatamente a cualquier cosa que se encontrara en el centro de su campo de visión. El de ellos, en cambio, tenía una mira muy anticuada, probablemente procedente de un viejo telémetro; tan sólo lo habían probado una vez antes de abandonar la Base Lunar, disparando unos cuantos tiros a unas rocas en el horizonte. Las rocas eran de gran tamaño, la distancia menos de dos kilómetros y, aun así, no lograron acertar hasta el cuarto intento. Y aquí, para empeorar aún más las cosas, tenían que luchar una vez más con las condiciones lunares: el rayo láser es visible como una estrella brillante sólo en un medio difusor, como por ejemplo la atmósfera terrestre; en cambio, en el vacío, un haz de luz, aunque sea de gran potencia, es invisible hasta que no tropieza con algún obstáculo material. Por eso en la Tierra se puede disparar con el láser como se dispara con balas trazadoras, guiándose por la línea de vuelo. En la Luna, un láser sin mira carecía de utilidad. Pirx no ocultó sus pensamientos a McCork; se lo dijo cuando apenas les separaba un minuto de la hipotética zona de peligro.

—No lo había pensado —dijo el ingeniero. Después agregó con una sonrisa—: ¿Por qué me lo dice usted?

—Para que no se haga ninguna ilusión —respondió Pirx, sin apartar los ojos de la doble lente del periscopio. Aunque estaban acolchadas con gomaespuma, sentía que tendría los ojos morados durante mucho tiempo (si salía vivo de aquella historia, por supuesto)—. Y también para explicarle por qué nos hemos molestado en traer esa carga.

—¿Las bombonas? —preguntó McCork—. He visto cómo las sacaba del almacén. ¿Qué hay en ellas?

—Amoniaco, cloro y algún que otro hidrocarburo —dijo Pirx—. Pensé que quizá nos pudieran ser útiles...

—¿Una cortina de humo de gas? —inquirió el ingeniero.

—No, pensaba más bien en algún modo de apuntar. Si no hay atmósfera, crearemos una, por lo menos momentáneamente...

—Me temo que no habrá tiempo para eso...

—Quizá no... Lo he traído por si acaso. Contra un loco a veces la mejor medida es una locura.

Guardaron silencio porque el transporte comenzó a saltar como un balón; los amortiguadores crujían y chirriaban como si de un momento a otro el aceite contenido en ellos fuese a hervir. Avanzaban por una ladera erizada de piedras puntiagudas. La ladera opuesta brillaba con la blancura de la piedra pómez.

—¿Sabe usted qué es lo que más temo? —siguió diciendo Pirx cuando las sacudidas del transporte se suavizaron un poco; estaba extrañamente locuaz—. No es al Setauro, no, en absoluto... Es a los transportes de la obra... Porque con que uno solo de ellos nos tome por el Setauro y empiece a disparar, nos vamos a divertir.

—Veo que ha pensado usted en todo —murmuró el ingeniero.

El cadete, sentado junto al radiooperador, se inclinó sobre el respaldo de su butaca y le alargó a Pirx un radiograma garabateado, apenas legible:

«Entramos en la zona de peligro a la altura del transmisor número veinte, nada por ahora, stop, Strzibr, stop, fin».

Leyó Pirx en voz alta.

—Bueno, nosotros tendremos también que ponernos en seguida los cascos...

La máquina redujo un poco la velocidad mientras trepaba por una cuesta. Pirx notó que ya no veía a su vecino de la izquierda; sólo el transporte de la derecha era visible como una mancha oscura trepando por el declive. Ordenó que llamaran por radio a la máquina de la izquierda, pero no hubo respuesta.

—Comenzamos a dispersarnos —dijo con calma—, ya me imaginaba que ocurriría. ¿No se puede subir la antena más alto? ¿No? Mala suerte.

Ya estaban en la cima de la suave colina. Detrás del horizonte, a casi doscientos kilómetros y a pleno sol, asomaba el dentado borde del cráter Toricelli, claramente recortado contra el fondo negro del cielo. La planicie del Mar de la Tranquilidad quedaba ya prácticamente detrás de ellos. Aparecieron unas profundas zanjas tectónicas; aquí y allá emergían de la arena planchas de magma solidificado por las que el transporte avanzaba con dificultad, elevándose primero como un bote sobre una ola y cayendo a continuación pesadamente hacia abajo, como si se precipitara de cabeza a alguna cavidad desconocida. Pirx vio el mástil del siguiente transmisor, echó una ojeada al mapa de celuloide que tenía apretado contra las rodillas y ordenó a todo el mundo que se pusiera los cascos. A partir de aquel momento sólo podían comunicarse por el sistema interior; comprobó que el transporte era todavía capaz de sacudirse con mayor violencia que hasta entonces; la cabeza se le movía dentro del casco como una semilla de nuez en una cáscara vacía.

Cuando descendieron la pendiente hasta un terreno más bajo, el borde del Toricelli desapareció, oculto por las elevaciones más cercanas; casi simultáneamente perdió de vista al vecino de la derecha. Durante un par de minutos oyeron todavía sus señales de radio, pero después se distorsionaron por el rebote de las ondas contra las planchas de roca. Se produjo un silencio total en la radio. Resultaba muy incómodo mirar por el periscopio con el casco puesto; a Pirx le daba la sensación de que iba a romper el visor del casco o la lente del periscopio. Hizo cuanto pudo para no apartar ni un instante los ojos del campo de visión, aunque éste cambiaba continuamente al compás de las inclinaciones de la máquina y estaba sembrado de bloques rocosos. El revoltijo de sombras negras como el alquitrán y superficies rocosas de brillo cegador hacía que le diera vueltas la vista. De pronto, en la oscuridad del cielo lejano, se elevó una pequeña llama anaranjada que parpadeó, se contrajo y desapareció. Otro relámpago, algo más intenso. Pirx gritó:

—¡Atención todos! ¡Veo explosiones! —e hizo girar febrilmente la manivela del periscopio, leyendo el acimut en la escala grabada en el cristal.

—¡Cambiamos el curso! —bramó—. ¡Cuarenta y siete coma ocho, adelante a toda marcha!

En realidad la orden se adaptaba más a un navío espacial, pero a pesar de ello el conductor la entendió perfectamente; las placas y todas las junturas del transporte se estremecieron espasmódicamente cuando éste, girando sin moverse prácticamente del sitio, se precipitó hacia adelante. Pirx se incorporó en el asiento, pues las sacudidas le apartaban la cabeza de la lente. Otro relámpago, esta vez una llama de color rojo-violeta en forma de abanico. Pero la fuente de aquellos destellos o explosiones se encontraba más allá de su campo de visión, oculta por la loma que estaban escalando.

—¡Atención todos! —dijo Pirx— ¡Preparen los láseres individuales! ¡Doctor McCork, vaya a la escotilla, por favor! Cuando yo le diga, o en caso de impacto, ábrala. ¡Conductor! ¡Disminuya la velocidad!...

La elevación que estaba subiendo la máquina emergía del desierto como la tibia de algún monstruo lunar a medio hundir en la arena; la lisura de la roca misma recordaba de hecho los mondos huesos de un esqueleto o una enorme calavera; Pirx ordenó al conductor que llegara a la cumbre. Las cadenas emitieron un chirrido como de acero contra cristal.

—¡Alto! —gritó Pirx. El transporte frenó de golpe, se inclinó de bruces hacia la roca, se balanceó mientras los amortiguadores gemían por el esfuerzo y se inmovilizó.

Pirx vio una hondonada poco profunda formada en dos de sus lados por terraplenes de viejos torrentes de magma extendidos radialmente; las dos terceras partes de la extensa hendidura refulgían a la luz de un sol radiante; el otro tercio estaba cubierto por una mortaja de negrura absoluta. En aquella oscuridad aterciopelada ardía, como una extraña joya de color rubí, el esqueleto de un vehículo partido por la mitad. Sólo Pirx y el conductor lo veían, pues las persianas blindadas de las ventanas estaban bajadas. Pirx, a decir verdad, no sabía qué hacer. «Un transporte —pensó—. ¿Dónde está la parte de delante? ¿Procedía del sur? Probablemente era del grupo de la obra, entonces. Pero ¿quién lo ha alcanzado? ¿El Setauro? Y aquí estoy yo, bien a la vista, como un cretino... hay que esconderse. ¿Y dónde están los demás transportes, los suyos y los míos?»

—¡Ya lo tengo! —gritó el radiooperador y conectó su receptor con la red interna para que todos pudieran oír las señales en sus cascos.

—Talud aximoportante... pared enquistada... repetición desde el promontorio innecesaria... acceso a un acimut de metamorfismo multicristalino... —la voz llenó los auriculares de Pirx pronunciando las palabras de forma clara y monótona, sin inflexión alguna.

—¡Es él! —bramó— ¡El Setauro! ¡Hola, radio! ¡Localicen la emisión, rápido! ¡Necesitamos localizar su posición! ¡Mientras aún está transmitiendo! —gritó hasta quedarse sordo con sus propios gritos, amplificados en el espacio cerrado del casco. Sin esperar a que el radiooperador reaccionase, saltó, agachando la cabeza, hasta la parte alta de la torreta, se apoderó de la empuñadura doble del pesado láser y comenzó a girarlo junto con la torreta, con los ojos ya en la mira. Mientras tanto, dentro del casco continuaba oyéndose aquella voz baja y acompasada, casi melancólica:

—Viscosidad acromática altamente bihédrica... segmentos no descortezados sin interpolaciones anticlinales repetidas... —la ininteligible cháchara sin sentido pareció debilitarse.

—¿Qué pasa con esa posición, maldita sea? —Pirx, sin apartar los ojos de la mira, oyó un ruido apagado; era McCork, que había saltado hacia adelante y apartado al radiooperador: se oyó un forcejeo...

De pronto escuchó en los auriculares la tranquila voz del cibernético:

—Acimut 39,9... 40,0... 40,1... 40,2...

—¡Se está moviendo! —comprendió Pirx. Había que mover la torreta a manivela y casi se le descoyunta el hombro por la fuerza que le imprimió. Los pequeños números se movían con lentitud. La línea roja sobrepasó el número cuarenta.

De pronto la voz del Setauro se convirtió en un prolongado aullido y se interrumpió. En ese mismo momento, Pirx apretó el gatillo y medio kilómetro más abajo, en el límite mismo entre la luz y la sombra, la roca escupió un fuego más brillante que el sol.

Con los gruesos guantes era prácticamente imposible mantener inmóvil la empuñadura. La llama, más intensa que la solar, perforó la oscuridad del fondo de la hondonada, se detuvo a varias docenas de metros de los incandescentes restos y, en un surtidor de brasas, se desvió lateralmente, levantando por dos veces columnas de chispas. Algo balbuceó en los auriculares. Sin prestarle la más mínima atención, Pirx siguió disparando con aquella línea de fuego, tan delgada y tan terrible, hasta que estalló contra un pilar rocoso, rebotando y saliendo despedida en miles de chispas; la vista se le llenó de círculos rojos que daban vueltas sin parar, pero entre ellos vio surgir un brillante ojo azul, menor que la punta de una aguja, que se había abierto en el fondo mismo de la oscuridad, a un costado de donde había estado disparando; y, antes de que lograra mover las empuñaduras del láser para hacerlo girar sobre su eje rotatorio, la roca situada justo al lado de la máquina estalló como un sol líquido.

—¡Atrás! —bramó encogiéndose instintivamente, con lo cual dejó por completo de ver, aunque de todos modos no hubiese visto nada excepto aquellos círculos rojos que se disolvían lentamente, volviéndose unas veces negros y otras dorados.

El motor tronó y el vehículo se sacudió con tal violencia que Pirx cayó al fondo y fue lanzado hacia adelante, entre las rodillas del cadete y las del radiooperador; las bombonas que llevaban, a pesar de estar bien sujetas sobre el blindaje, hacían un ruido espantoso. Estaban retrocediendo marcha atrás a toda velocidad, provocando un horrible crujido bajo las cadenas; dieron un viraje, otro al lado opuesto, durante unos instantes pareció que el transporte iba a dar una vuelta de campana... el conductor, maniobrando desesperadamente con el acelerador, los frenos, el embrague, consiguió dominar de algún modo el enloquecido deslizamiento y la máquina experimentó un prolongado estremecimiento y se quedó inmóvil.

—¿Resiste aún el cierre hermético? —gritó Pirx, alzándose del suelo. «Menos mal que es de goma», alcanzó a pensar.

—¡Intacto!

—Bueno, hemos estado muy cerquita —dijo con una voz totalmente distinta, levantándose y enderezando la espalda. Y, no sin pena, agregó más bajo—: Sólo unas centésimas más a la izquierda y le habría dado...

McCork volvía a su sitio.

—¡Gracias, doctor! —exclamó Pirx, ya ante el periscopio—. ¡Conductor! Vuelva a bajar por el mismo camino que hemos subido. Hay allí dos pequeñas rocas, como una especie de arco... ¡Eso es, ahí está! Métase entre ellas y deténgase...

Lentamente, como con un cuidado exagerado, el transporte penetró entre los dos bloques rocosos parcialmente cubiertos por la arena y se inmovilizó en la sombra, lo que lo hizo invisible.

—¡Perfecto! —dijo Pirx, casi con alegría—. Ahora necesito dos voluntarios que vengan conmigo a hacer un pequeño reconocimiento...

McCork alzó la mano casi al mismo tiempo que el cadete.

—¡Bien! Ahora escuchen: ustedes —dijo dirigiéndose al resto— se quedarán aquí. No salgan a terreno abierto ni aunque el Setauro se les eche encima, quédense quietos. Bueno, supongo que si de verdad se les echa encima tendrán que defenderse; tienen el láser. Pero eso es muy poco probable... Usted —se dirigió al conductor— ayude a este joven a bajar las bombonas de gas de la pared exterior, y usted —se dirigió al radiooperador— llame a la Base Lunar, al cosmódromo, a la obra, a las patrullas y dígale al primero que conteste que «él» ha destruido un transporte, probablemente de la obra, y que tres personas de nuestra máquina han salido a cazarlo, así que no queremos que nadie meta allí los láseres, ni dispare a ciegas, etc... ¡Y ahora vamos!

Puesto que cada uno de ellos sólo podía cargar con una bombona, el conductor los acompañó y se llevaron cuatro. Pirx condujo a sus compañeros no a la cima de la «calavera», sino algo más lejos, a un lugar donde se veía un desfiladero poco profundo que continuaba hacia arriba. Llegaron tan lejos como les fue posible y dejaron las bombonas junto a un gran peñasco. Pirx ordenó al conductor que regresase. Él, por su parte, se asomó por encima de la peña y observó el interior de la hondonada. McCork y el cadete se agacharon junto a él. Al cabo de un buen rato dijo:

—No lo veo. Doctor, lo que decía el Setauro, ¿tenía sentido?

—No lo creo. Combinaciones de palabras; algo así como algún tipo de esquizofrenia...

—Ese transporte ya se está apagando —dijo Pirx.

—¿Por qué disparó? —preguntó McCork— Podía haber habido alguien.

—No había nadie.

Pirx movió los prismáticos milímetro a milímetro, inspeccionando cada pliegue y cada hendidura de la zona iluminada por el sol.

—No les dio tiempo a saltar.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque partió la máquina por la mitad, todavía puede verse. Se debieron de dar prácticamente de narices con él. Disparó desde unos doce metros. Y además, las dos escotillas están cerradas. No —agregó después de unos segundos—, al sol no está. Y probablemente no ha tenido tiempo de escabullirse. Probaremos hacerlo salir...

Se agachó, levantó hasta lo alto de la roca una de las pesadas bombonas y, colocándola delante de él, gruñó entre dientes:

—Una auténtica historia de indios y vaqueros, algo con lo que siempre había soñado...

La bombona se inclinó; la sujetó por las válvulas y, aplastándose contra la roca, dijo:

—Si ven un resplandor azul, disparen; es un ojo láser.

Empujó la bombona con todas sus fuerzas; al principio con lentitud y después con creciente rapidez, comenzó a rodar ladera abajo. Los tres se prepararon para disparar; la bombona ya había recorrido unos doscientos metros y rodaba más lentamente, porque la pendiente era menos pronunciada. Un par de veces pareció que iba a quedar detenida en alguna piedra saliente, pero saltaba sobre ellas y caía, cada vez más pequeña, tan sólo una pequeña mancha brillante y oscura, al fondo de la hondonada.

—¿Nada? —dijo Pirx desencantado—. O es más inteligente de lo que pensaba o no le ha interesado o...

No llegó a terminar. En la ladera por debajo de ellos se produjo un relámpago cegador. La llamarada se convirtió casi de inmediato en una pesada nube de color amarillo sucio, en cuyo centro ardía aún un fuego lúgubre y cuyos bordes se difuminaban en los salientes de roca.

—Maldi... —dijo Pirx— ¿Por qué no han disparado? ¿No han conseguido verlo?

—No —replicaron al unísono el cadete y McCork.

—¡El muy canalla! Se ha escondido en algún pliegue o está disparando desde el flanco. Ahora tengo ya serias dudas de que esto sirva de algo, pero vamos a probar...

Levantó la otra bombona y la envió tras las huellas de la primera.

Al principio rodó de la misma forma, pero a mitad de la ladera giró a un lado y quedó inmóvil. Pirx no la miró. Tenía toda la atención concentrada en la zona triangular de sombra donde debía estar acechando el Setauro. Los segundos transcurrieron lentamente. De repente, una explosión ramificada hizo saltar la ladera. Pirx no logró localizar dónde estaba escondido el autómata, pero sí vio la línea de tiro, por lo menos parte de ella, porque se había materializado como un hilo ardiendo al atravesar los restos de la primera nube de gas. De inmediato recorrió con la mira la trayectoria luminosa, que ya comenzaba a apagarse, y en cuanto tuvo el borde de la oscuridad en el punto de mira presionó el gatillo. Al parecer McCork había hecho lo mismo al mismo tiempo, y un instante más tarde se les unió el cadete. Tres afilados rayos de sol perforaron el negro fondo de la hondonada y, al mismo tiempo, fue como si una enorme e incandescente losa se hubiese desplomado justo delante de ellos —toda la peña que los resguardaba se estremeció, de sus bordes llovieron multitud de abrasadores arco iris y un ardiente cuarzo les salpicó los trajes y los cascos, enfriándose de inmediato en forma de microscópicas lágrimas—; permanecieron tumbados y aplastados contra la sombra de la roca, mientras que sobre sus cabezas relampaguearon, como blancas y candentes cimitarras, una segunda y una tercera descargas, lamiendo la superficie de la peña, que se cubrió de inmediato de ampollas de cristal enfriándose.

—¿Está todo el mundo bien? —preguntó Pirx sin siquiera levantar la cabeza.

—¡Sí!

—¡Yo también!

Llegaron las respuestas.

—Por favor, baje hasta la máquina y dígale al radiooperador que llame a todo el mundo, porque lo tenemos aquí y procuraremos retenerlo el tiempo que podamos —dijo Pirx al cadete, que se arrastró hacia atrás y corrió, agachado, hacia las rocas en que se encontraba el tractor.

—Nos quedan dos bombonas, una para cada uno. Doctor, vamos a cambiarnos de sitio. Y por favor tenga cuidado y cúbrase bien; ya ha acertado justo encima de nosotros...

Con estas palabras Pirx levantó una de la bombonas y, aprovechando las sombras proyectadas por unos grandes bloques rocosos, avanzó hacia delante lo más rápido que pudo. Unos doscientos pasos más allá descansaron en la falla de un murallón de magma. El cadete, que volvía desde el transporte, no pudo encontrarlos al principio. Resollaba como si hubiese corrido unos cuantos kilómetros.

—Tranquilo, que no hay ningún fuego —dijo Pirx—. Bueno, ¿cómo van las cosas allí?

—La comunicación está establecida... —el cadete se agachó junto a Pirx, que veía los parpadeantes ojos del muchacho a través del cristal del casco—. En esa máquina, la que fue destruida... había cuatro personas de la obra. El segundo transporte tuvo que retirarse porque tenía un láser defectuoso... y los restantes pasaron al lado sin darse cuenta de nada...

Pirx asintió con la cabeza como diciendo «justo lo que pensaba».

—¿Qué más? ¿Dónde está nuestro grupo?

—Casi todos están a unos treinta kilómetros de aquí; ha habido una falsa alarma allí, un cohete patrulla comunicó que estaba viendo el Setauro y enviaron a todos a ese lugar. Y tres máquinas no responden a las llamadas.

—¿Cuándo estarán aquí?

—Por ahora sólo estamos recibiendo... —dijo el cadete, avergonzado.

—¿Sólo recibiendo? ¿Qué quiere decir con eso?

—El radiooperador dice que algo le ha sucedido al transmisor o que este lugar interfiere la emisión. Pregunta si puede cambiar de lugar de estacionamiento para probar...

—Que cambie de lugar si tiene que hacerlo —replicó Pirx— Y por favor, no corra así. ¡Mire dónde pone los pies!

Pero el otro no debió oírlo, pues corría ya de vuelta.

—En el mejor de los casos estarán aquí dentro de media hora, si se establece la comunicación —dijo Pirx.

McCork guardó silencio. Pirx se planteó el siguiente paso. ¿Debían esperar o no? Atacar la hondonada con transportes probablemente aseguraría el éxito, pero no sin pérdidas. Sus máquinas, al contrario que el Setauro, constituían blancos grandes y lentos, y tendrían que atacar juntas, porque una a una terminarían igual que el transporte de la obra. Se esforzó por idear alguna estratagema que obligara al Setauro a salir a la zona iluminada... Si se pudiese enviar como cebo un transporte no tripulado dirigido por control remoto y luego atacar al autómata desde otro sitio, digamos desde arriba...

Se le ocurrió que en realidad no tenían por qué esperar a nadie. Ya tenían un transporte. Pero, por algún motivo, el plan no le gustaba. Enviar una máquina a ciegas, así por las buenas, no serviría de nada. La haría pedazos sin tener siquiera que moverse de su sitio. ¿Sería posible que se diera cuenta de cuánta ventaja le daba la zona de sombra en la que se encontraba? Pero ésta no era una máquina creada para el combate y sus tácticas... Había método en su locura, sí, pero ¿cuál?

Estaban sentados, encogidos, a los pies de una plancha rocosa, en su espesa y fría sombra. De pronto, Pirx comprendió que estaba actuando como un perfecto asno. ¿Qué haría él, después de todo, si estuviera en el lugar del Setauro? Al instante se sintió inquieto, pues estaba seguro de que, si estuviera en su lugar, trataría de atacar. Esperar pasivamente los acontecimientos no le reportaría ningún beneficio. Así pues, quizá «él» estuviera avanzando hacia ellos. En este mismo momento. Cualquiera podía llegar hasta el precipicio del oeste moviéndose todo el tiempo a cubierto de la oscuridad, y más allá había tal cantidad de rocas de gran tamaño, tanta lava resquebrajada, que le sería posible esconderse en aquel laberinto Dios sabía por cuánto tiempo...

Se sentía casi seguro de que así era precisamente como actuaría el Setauro, y de que podía aparecer de un momento a otro.

—Doctor, temo que nos pueda sorprender —dijo rápidamente, poniéndose en pie de un salto—. ¿Usted qué piensa?

—¿Cree que podría pillarnos por sorpresa? —preguntó McCork, y sonrió—. A mí también se me ha ocurrido. Bueno, sí, es incluso lógico. Pero ¿actuará con lógica? Ésa es la cuestión...

—Probaremos una vez más —gruñó Pirx—. Hay que lanzar esas bombonas hacia abajo y ver qué hace.

—Entiendo. ¿Ahora?

—Sí. ¡Y tenga cuidado!

Las subieron a la cima de la elevación y, procurando permanecer invisibles desde el fondo de la hondonada, empujaron casi a la vez los dos cilindros metálicos.

Lamentablemente, la ausencia de atmósfera no permitía oír si rodaban, ni cómo lo hacían. Pirx se decidió y —sintiéndose extrañamente desnudo, como si no hubiese una esfera de acero sobre su cabeza ni un pesado traje de tres capas cubriéndole el cuerpo— se pegó a la roca y asomó con cuidado la cabeza.

En la hondonada nada había cambiado salvo porque los restos del transporte habían dejado de ser visibles porque los enfriados fragmentos se habían fundido con la oscuridad circundante. La sombra ocupaba el mismo espacio, un irregular y alargado triángulo con la base en los precipicios del borde rocoso del oeste, el más alto. Una bombona se había detenido a unos cien pasos por debajo de ellos, porque había golpeado en una piedra que la dejó tendida a lo largo. La otra continuaba aún rodando, cada vez más lenta, cada vez más pequeña, hasta quedar inmóvil. A Pirx no le gustó en absoluto que no sucediese nada más. «No es tonto —pensó—, no va a dispararle a un blanco que le ponen delante de las narices.»

Trató de encontrar el sitio desde el cual, hacía unos diez minutos, el Setauro había revelado por última vez su posición con el relampagueo de su ojo láser, pero era muy difícil.

—Quizá no esté ya allí —razonó—, quizá esté retrocediendo hacia el norte, o yendo en paralelo por el fondo de la hondonada, o por una de esas grietas del torrente de magma... si logra llegar al precipicio, a ese laberinto, lo habremos perdido para siempre...

Con lentitud, a tientas, levantó la culata del láser y distendió los músculos.

—¡Doctor McCork! —dijo— ¡Acérquese, por favor!

Y cuando el doctor se arrastró hasta él, dijo:

—¿Ve usted las dos bombonas? ¿Una justo en línea recta con nosotros y la otra más lejos...?

—Las veo.

—Dispare primero a la más cercana y después a la más alejada, con un intervalo, digamos, de cuarenta segundos... ¡Pero no desde aquí! —añadió rápidamente—. Debe encontrar un lugar mejor. ¡Allí! —señaló con la mano—. Ésa no es una mala posición, aquella depresión. Y, en cuanto dispare, arrástrese de inmediato hacia atrás. ¿De acuerdo?

McCork no preguntó nada, sino que se puso en movimiento en seguida, agachado, hacia el lugar indicado. Pirx esperó impaciente. Si se parecía en algo a un ser humano, sería curioso. Todo ser inteligente es curioso; y la curiosidad lo empuja a actuar cuando algo incomprensible sucede... No veía ya al doctor. Se obligó a sí mismo a no mirar tampoco en dirección a las bombonas que debían explotar bajo sus disparos; concentró toda su atención en la franja de escombros iluminada por el sol, entre la zona de sombra y el precipicio. Se acercó los prismáticos a los ojos y los enfocó hacia aquel sector del torrente de lava; por los cristales se deslizaron lentamente grotescas formas que parecían diseñadas en el taller de algún escultor abstracto: alargados obeliscos retorcidos como tornillos, placas entrecruzadas por serpenteantes grietas; la mezcla de brillantes planos y zigzagueantes sombras producía en los ojos un efecto irritante. Por el rabillo del ojo advirtió debajo de él, en la ladera, un resplandor que comenzó a hincharse con rapidez. Tras un largo momento estalló el otro. Silencio. El único sonido era el de su propio pulso latiendo en el interior del casco, a través del cual el sol estaba tratando de taladrarle el cráneo con sus rayos. Recorrió con los prismáticos una franja de fragmentos entremezclados caóticamente.

Algo se movió allí. Se inmovilizó. Sobre el filo de navaja de una plancha que parecía la hoja partida de una enorme hacha de piedra, surgió una forma semicircular, de un color parecido al de una roca oscura, pero la forma tenía brazos, que se sujetaron a ambos lados de la roca. Ahora ya podía verlo —la mitad superior—. No daba la impresión de no tener cabeza, sino que más bien parecía una persona que llevara una máscara sobrenatural de algún brujo africano, una máscara que le cubría la cara, el cuello y la nuca, pero aplastada de forma que resultaba monstruosa. Con el codo de su brazo derecho Pirx palpó la culata del láser, pero no se le pasó siquiera por la cabeza la idea de disparar ahora. El riesgo era muy grande, la probabilidad de acertar, con un arma relativamente débil y a tal distancia, remota. El otro, inmóvil, parecía estar observando, con aquella cabeza que apenas le sobresalía de los hombros, los restos de las dos nubes de gas, que bajaban por la ladera expandiéndose débilmente en el vacío. Esto duró bastante tiempo. Parecía como si «él» no supiera qué había sucedido y dudara sobre qué hacer. En esa duda, en esa inseguridad que Pirx comprendía perfectamente, había algo tan extraordinariamente familiar, tan humano, que Pirx sintió un nudo en la garganta. ¿Qué haría yo en su lugar, qué pensaría? Que alguien había disparado sobre los mismos objetivos a los que yo había disparado antes, y que, por tanto, ese alguien no sería un oponente, un enemigo, sino más bien un aliado. Pero él sabría, seguramente, que no podía tener ningún aliado. Pero ¿y si fuese alguien como él?

El otro se movió. Sus movimientos eran fluidos y excepcionalmente rápidos. En un instante apareció de cuerpo entero, erguido sobre la piedra vertical, como si todavía continuase indagando la misteriosa causa de las dos explosiones. Luego se volvió, bajó de un salto y echó a correr, levemente inclinado hacia adelante; de vez en cuando desaparecía de la vista de Pirx, pero nunca durante más de unos segundos, para surgir nuevamente a la luz solar en alguno de los salientes del laberinto magmático. De esta manera se acercaba hacia Pirx, todo el tiempo corriendo por el fondo de la hondonada; ya sólo los separaba la distancia de la ladera, y Pirx se preguntó si, a pesar de todo, no debería disparar. Pero el otro sólo se le aparecía fugazmente, en angostas franjas de luz, y en seguida desaparecía de nuevo en la negrura; puesto que debía cambiar constantemente de dirección, eligiendo el camino entre los escombros, no era posible prever, desde arriba, dónde surgirían la siguiente vez los brazos, que se esforzaban en mantener el equilibrio como los de un hombre corriendo, o dónde brillaría metálicamente su torso sin cabeza antes de desaparecer una vez más.

De pronto, un zigzagueante rayo partió el mosaico de escombros, desparramando largos penachos de chispas entre los mismos bloques por los que corría el Setauro. ¡¿Quién había disparado?! Pirx no veía a McCork, pero la línea de fuego procedía del lado contrario. ¡Sólo podía tratarse del cadete, aquel mocoso, aquel imbécil! Lo maldijo furioso, pues evidentemente no había conseguido nada —la espalda de metal brilló durante otra fracción de segundo y desapareció por completo—. «¡Y además había intentado dispararle por la espalda!», pensó Pirx con ira, sin darse cuenta en absoluto de lo absurdo del reproche.

El Setauro no intentó devolver el fuego. ¿Por qué? Trató de verlo, en vano. ¿Era posible que se lo ocultase la curva de la ladera? Era perfectamente posible... en cuyo caso ahora él podía moverse también con seguridad... Pirx se deslizó de la roca, sabiendo que nadie podía observarle desde abajo. Corrió, levemente inclinado, por el borde mismo, pasó junto al cadete, que estaba tumbado como si estuviera en una galería de tiro, con los pies abiertos y haciendo presión contra la roca, y sintió unos incomprensibles deseos de darle un puntapié en el trasero, que sobresalía de forma ridicula y parecía aún más grande por el traje, que no le ajustaba bien. Aminoró la marcha, pero sólo para exclamar:

—¡No te atrevas a disparar, me oyes! ¡Aparta ese láser!

Y antes de que éste, dándose la vuelta sobre un costado, comenzara a mirar a su alrededor con ojos asombrados —pues la voz le había llegado por los auriculares, sin indicación alguna de dónde estaba situado Pirx— ya lo había dejado atrás en su carrera; temeroso de estar perdiendo un tiempo precioso, se apresuró cuanto pudo, hasta que se encontró frente a una ancha grieta que le permitió ver de pronto todo el paisaje hasta el fondo de la hondonada.

Era una especie de zanja tectónica, tan vieja que su borde se había desmoronado, lo que la asemejaba a un desfiladero de montaña ensanchado por la erosión. Vaciló. No veía el Setauro, pero, después de todo, quizá fuera imposible verlo desde allí. Se internó pues en el desfiladero con el láser listo para disparar, plenamente consciente de que estaba cometiendo una locura, pero incapaz sin embargo de resistirse a lo que quiera que fuese que lo había empujado hasta allí; se dijo a sí mismo que sólo quería verlo, que se detendría en el primer sitio desde donde pudiera ver bien el último tramo del precipicio y todo el laberinto de escombros por debajo de él; y quizá mientras corría, inclinado aún, con las piedrecillas surgiendo de debajo de sus botas como una lluvia de granizo, se lo creía. Pero de momento no podía detenerse a pensar en nada. Estaba en la Luna y por tanto sólo pesaba quince kilos, pero aun así la creciente inclinación del terreno lo desestabilizaba; corrió dando saltos de ocho metros, frenando como podía. Ya había recorrido la mitad de la longitud de la ladera.

El desfiladero terminaba en una salida poco profunda; allí, a unos cien metros más abajo, a pleno sol, se extendían los primeros bloques de la corriente de lava, negros en el lado opuesto al sol y resplandecientes en el lado sur. «Yo mismo me lo he buscado esta vez», pensó. Desde aquí casi podía alargar la mano y tocar la zona donde el Setauro vagaba en libertad. Miró rápidamente a derecha e izquierda. Estaba solo. La cima había quedado muy por encima de él, un abrasado escarpe recortado contra el negro cielo. Antes podía ver los estrechamientos entre las rocas casi como a vista de pájaro, pero ahora los bloques de piedra más próximos le tapaban la red de grietas de las rocas. «Esto no está bien —pensó—; mejor me vuelvo». Pero, sin saber por qué, estaba seguro de que no lo haría.

No podía seguir parado allí, sin embargo. Unos pasos más abajo había un solitario fragmento de magma, evidentemente la punta de la larga lengua que un día brotó como un río ardiente de los grandes despeñaderos situados a los pies del Toricelli y que se había abierto camino hasta llegar finalmente a aquel desfiladero. A falta de otro, aquél era el mejor escondrijo. Llegó hasta allí de un salto, aunque le resultó sumamente desagradable aquel largo planeo lunar, aquel vuelo a cámara lenta, como en un sueño. Nunca había conseguido acostumbrarse a él. Encogido detrás del anguloso bloque, se asomó y vio al Setauro, que había surgido de detrás de dos pequeñas agujas puntiagudas, rodeó una tercera, rozándola con su hombro metálico, y se detuvo. Pirx lo veía de costado, así que sólo estaba parcialmente iluminado: únicamente el hombro derecho relucía con un brillo apagado, como la bien engrasada parte de una máquina; el resto del cuerpo estaba cubierto por la sombra. Pirx estaba ya llevándose el láser a los ojos cuando el otro, como alertado por un presentimiento, desapareció. ¿Continuaría estando allí, habiéndose limitado sólo a ocultarse en la sombra? ¿Debería disparar? Se echó el láser a la cara, pero ni siquiera llegó a apoyar el dedo en el gatillo. Aflojó los músculos y bajó el cañón. Esperó. No había señales del Setauro. Las rocas se extendían por debajo de él en un laberinto auténticamente infernal. Se podía jugar al escondite allí durante horas; la lava cristalizada se había resquebrajado en figuras geométricas, pero al mismo tiempo irreales. «¿Dónde estará? —pensó—. Si tan siquiera se oyese algo... pero este maldito lugar sin aire es como una pesadilla... Si me deslizara hacia abajo podría intentar cazarlo. Pero no, no lo voy a hacer, naturalmente, el loco es él, no yo... pero puede uno al menos planteárselo todo... el afloramiento rocoso no tiene más de doce metros, eso equivaldría a un salto de dos metros en la Tierra... estaría entonces a su sombra, invisible, y podría deslizarme, teniendo las espaldas cubiertas todo el tiempo... y antes o después se me pondrá a tiro...»

En el pétreo laberinto no sucedía nada. En la Tierra, en aquel intervalo, el sol habría cambiado de posición de forma apreciable, pero aquí reinaba el largo día lunar, el sol se mantenía todo el tiempo colgado en el mismo lugar, apagando las estrellas más próximas, de forma que aparecía rodeado por un negro vacío, roto sólo por una especie de neblina anaranjada que se extendía radialmente... Asomó medio cuerpo de detrás de la piedra... nada... Aquello estaba empezando a enfadarlo. ¿Por qué no llegaban los otros? Era inconcebible que todavía no hubiesen conseguido establecer contacto por radio... pero quizá estuvieran planeando hacerlo salir de aquellos escombros... miró al reloj bajo el grueso cristal de su muñeca y se quedó asombrado: desde su última conversación con McCork apenas habían transcurrido trece minutos.

Estaba preparándose para abandonar su posición cuando sucedieron a la vez dos cosas, ambas igualmente inesperadas. A través del arco rocoso entre los dos terraplenes de magma que cerraban la hondonada por el este, vio los transportes avanzando, uno detrás de otro. Todavía estaban lejos, quizá a más de un kilómetro, e iban a toda velocidad, dejando tras sí largas y aparentemente rígidas estelas de polvo revuelto. Al mismo tiempo, dos grandes manos de aspecto humano, sólo que enfundadas en guantes metálicos, aparecieron en el mismo borde del precipicio y tras ellas, con tal rapidez que no le dio tiempo a retroceder, surgió el Setauro. Les separaban no más de diez metros. Pirx vio la maciza protuberancia del torso que le servía de cabeza, colocada entre los poderosos hombros, en la que brillaban los cristales de las aperturas ópticas, inmóviles, como dos ojos negros muy separados entre sí, y junto a ellos un tercero, el central, el terrible ojo del láser, cuyo párpado estaba, en aquel momento, cerrado. Él también tenía, es verdad, un láser en sus manos, pero las reacciones de la máquina eran incomparablemente más rápidas que las suyas. Ni siquiera intentó apuntar su arma. Simplemente se quedó quieto como una roca, a pleno sol, con las piernas dobladas, preparándose para saltar, exactamente en la misma postura en que le había sorprendido la repentina aparición de «él». Y se miraron: la estatua del hombre y la estatua de la máquina, las dos revestidas de metal. Y entonces un espantoso relámpago desgarró toda la zona que se extendía ante Pirx; empujado por la oleada de calor, cayó hacia atrás. No perdió el conocimiento al caer, y en esa fracción de segundo sólo sintió asombro, pues podía haber jurado que no había sido el Setauro quien lo había alcanzado, que hasta el último momento había visto su ojo láser oscuro y ciego.

Cayó de espaldas, porque la descarga le pasó rozando, pero era evidente que le estaban apuntando a él, pues el monstruoso resplandor se repitió en un instante e hizo saltar un trozo de la aguja de piedra que le había protegido antes; un chorro de gotas de mineral líquido lo salpicó, convirtiéndose al salir despedidas en una deslumbrante tela de araña. Ahora lo había salvado el hecho de que estaban disparando a la altura de su cabeza y él estaba tumbado.

Era la primera máquina, estaban disparando el láser desde ella. Giró sobre un costado y entonces vio la espalda del Setauro que, inmóvil, como fundido en bronce, emitió dos destellos de un sol lila. Aun desde aquella distancia pudo verse que todo el tren oruga del transporte de delante saltaba por los aires, junto con los rodillos y el volante; se levantó tal nube de polvo que el segundo transporte, cegado, no pudo disparar. El gigante de dos metros y medio miró sin prisa al hombre tumbado, que aún aferraba su arma, se dio la vuelta y dobló levemente las piernas, listo para saltar nuevamente y desaparecer por donde había venido, pero Pirx, en una difícil postura, de costado, le disparó. Sólo quería darle en las piernas, pero su codo se movió cuando apretó el gatillo y el cuchillo de fuego atravesó al gigante de arriba abajo, dejándolo convertido en una simple masa de metal incandescente que se precipitó al fondo de la escombrera.

La tripulación del transporte destruido salió ilesa, sin siquiera quemaduras, y Pirx se enteró, mucho más tarde bien es cierto, de que efectivamente estaban disparando contra él, porque el Setauro, oscuro contra el oscuro fondo del precipicio, les había pasado completamente inadvertido. El inexperto tirador ni siquiera se había fijado en el hecho de que la figura que tenía en su punto de mira tenía el color claro de un traje de aluminio. Pirx estaba casi seguro de que no hubiera sobrevivido al siguiente disparo. Lo había salvado el Setauro. Pero ¿había sido consciente de ello? Repasaba con frecuencia en su mente aquellos últimos segundos y cada vez se reafirmaba más en su convicción de que, desde el punto en que se encontraba el Setauro, éste había podido apreciar quién era el auténtico objetivo del lejano fuego. ¿Significaba esto que había querido salvarlo? Nadie podía dar una respuesta. Los intelectrónicos lo atribuían todo a «una coincidencia», pero ninguno había podido aportar pruebas que refrendaran su opinión. Nunca antes había sucedido nada parecido y la literatura especializada no contenía ninguna mención a incidentes similares. Todos reconocieron que Pirx había actuado como debía. Pero a él no le bastaba. Muchos años más tarde, aún seguía grabado en su memoria aquel breve instante en que había estado muy cerca de la muerte y había salido sano y salvo para no conocer nunca toda la verdad; y era amarga su conciencia de que había sido de una forma sucia, con una cuchillada por la espalda, como había matado a su salvador.

 

El accidente

 

Cuando Aniel no volvió a las cuatro, a nadie pareció extrañarle. Alrededor de las cinco comenzó a hacerse de noche y Pirx, más extrañado que alarmado, sintió deseos de preguntarle a Krull qué podía estar entreteniéndole. Se contuvo, sin embargo —no era el jefe del grupo y aquella patrulla, aunque totalmente inocente e incluso justificada, podía provocar una verdadera reacción en cadena de recriminaciones mutuas—. Conocía bien los síntomas, aún más acusados cuando, como en su caso, el equipo estaba elegido al azar. Tres personas con especialidades muy dispares, confinadas en las montañas de un planeta sin valor alguno, cumpliendo una misión que todos, incluido él, consideraban una pérdida de tiempo. Habían llegado en una mini-gravinave tan vieja que sólo servía para chatarra y estaba destinada al desguace tan pronto terminaran allí, equipados con un barracón de aluminio desmontable, un puñado de utensilios y una emisora de radio tan gastada que daba más problemas que servicio. En siete semanas debían realizar un «reconocimiento general». ¡Daban ganas de reír! Pirx nunca la hubiera aceptado si hubiese sabido que en realidad se trataba sólo de ampliar el alcance de las investigaciones realizadas por la sonda enviada por el Departamento de Exploración de la Base, para poder añadir una cifra más a los datos con los que se alimentaba a los bancos de memoria para programar la distribución de recursos materiales y humanos para el año siguiente. Y para eso, para que en las cintas de memoria apareciera perforada una cifra más, habían permanecido durante casi cincuenta días en aquel desierto que, en otras circunstancias, podría haber resultado atractivo —como terreno para la escalada, por ejemplo—. Pero el reglamento, como era lógico, prohibía terminantemente los placeres del alpinismo y lo más que Pirx podía hacer era contemplar las posibles rutas mientras efectuaba triangulaciones y mediaciones sísmicas.

El planeta no tenía otro nombre que Jota-116-47 Próxima Acuario y era el más parecido a la Tierra de todos los que Pirx había visto, con un sol pequeño y amarillo, océanos salados de color verde-violeta a causa de las algas productoras de oxígeno y un gran continente en forma de trébol, cubierto de vegetación protofita. Si no fuera porque su sol de tipo G era una subespecie de G VII recientemente descubierta y, por ende, sospechoso de ser inestable, se hubiera prestado perfectamente a la colonización. Pero, una vez vetado por los astrofísicos, todos los planes de asentamiento en aquella Tierra Prometida tuvieron que ser anulados, aunque tardase aún cien millones de años en convertirse en una nova.

Las lamentaciones de Pirx por haberse dejado enganchar para aquella misión no eran del todo sinceras; entre permanecer en tierra durante tres meses debido a la suspensión del tráfico en el sistema solar, con la perspectiva de andar dando vueltas por los jardines subterráneos climatizados de la Base o pegado a la televisión, viendo sus idiotizantes programas (que parecían conservas enlatadas, tenían por lo menos diez años de antigüedad), aceptó gustoso la propuesta del jefe, que, a su vez, se puso contentísimo de prestarle un servicio a Krull —puesto que no había gente disponible y el reglamento prohibía vuelos con dos tripulantes solamente—. Así que Pirx le vino como llovido del cielo. Pero si Krull se alegró por ello, no lo demostró en lo más mínimo, ni entonces ni después; al principio, Pirx pensó que el otro se había tomado el que un comandante de navio se rebajase al rango de explorador raso como un gesto de condescendencia; parecía como si Krull alimentase un resentimiento personal contra él. Pero se trataba simplemente de la amargura de un hombre que se adentraba en su edad madura (acababa de cumplir los cuarenta), el tipo de amargura alimentada por la hiel. Y puesto que no hay nada como el aislamiento forzoso para sacar a relucir las virtudes y los defectos de las personas, Pirx captó en seguida cuál era la fuente de aquel fallo en el carácter de Krull —de un hombre que era, después de todo, un veterano endurecido por más de diez años de servicio extraterrestre—. Krull era el típico ejemplo de ambición frustrada, un hombre que no servía para la profesión de sus sueños, que no era la de cosmógrafo, sino la de ingeniero intelectrónico. Lo que convenció a Pirx de esto fue ver lo categórico que se volvía Krull en sus conversaciones con Massena en cuanto se rozaban temas intelectuales —«intelectuales», decía Krull, según el argot profesional—.

Massena, por su parte, o era completamente insensible, o simplemente no le importaba nada Krull, porque siempre que éste se obstinaba en alguna solución errónea no se limitaba a rebatirlo, sino que no se daba por satisfecho hasta no tener a Krull tendido sobre la lona: armado con un lápiz, construía paso a paso su modelo matemático con tal satisfacción, que parecía que estuviese tratando no tanto de probar que tenía razón como de que Krull era un asno engreído. Pero esto no era verdad; no era engreído, sólo excesivamente susceptible, como todo aquel cuya capacidad no está a la altura de su ambición.

Pirx, que era testigo involuntario de tales conversaciones —era difícil no serlo, compartiendo un espacio de cuarenta metros cuadrados y siendo la insonorización de los tabiques pura ficción—, sabía que terminaría por convertirse en la cabeza de turco. Y así fue: Krull, que no se atrevía a demostrar a Massena lo mucho que le dolía la derrota, pagaba su frustración con Pirx de una forma muy típica en él: excepto cuando las circunstancias lo hacían imprescindible, no le dirigía la palabra.

Cuando pasaba esto, a Pirx sólo le quedaba la compañía de Massena —y quizá hubiera llegado a hacer amistad con aquel hombre de cabellos negros y ojos claros si no fuera porque era un neurótico—. Y Pirx siempre había tenido problemas con los neuróticos porque, en lo más profundo de su alma, desconfiaba de ellos. Massena siempre tenía algo: había que mirarle constantemente la garganta; anunciaba un cambio en el tiempo porque le dolían los huesos (nunca acertaba, pero eso no le impedía continuar haciendo predicciones); según él, sufría de insomnio y todas las noches montaba el número de ir a buscar unos comprimidos que nunca tomaba: los dejaba, por si acaso, al lado de la cama y al día siguiente le juraba a Pirx, que se quedaba hasta las tantas leyendo y le oía roncar como un bendito, que no había pegado ojo en toda la noche (y según parece se lo creía). Aparte de esto, era un especialista de primera, un genio de las matemáticas y un programador nato; también tenía asignado el programa de exploración computerizado no tripulado que había en marcha en aquellos momentos. Incluso se dedicaba a trabajar en uno de tales programas en su «tiempo libre», lo que fastidiaba enormemente a Krull. Massena hacía las tareas que le correspondían tan rápido y tan bien que incluso le sobraba tiempo, y por tanto Krull no podía reprocharle que no cumpliera adecuadamente con sus obligaciones. Y les resultaba aún más útil por el hecho de que, paradójicamente, aquella miniexploración planetaria no contaba con un solo especialista en planetología. Krull era cualquier cosa menos eso.

Era tan asombroso como desesperante ver el grado de complicación al que podían llegar, sin especial esfuerzo por parte de ninguno, las relaciones entre tres hombres básicamente normales y corrientes en aquel desierto rocoso que era la meseta sur de Jota Acuario.

Había aún un miembro más de la expedición, un miembro no humano: el mencionado Aniel, un robot no digital, uno de los últimos modelos construidos en la Tierra para la investigación planetológica, dotado de un alto grado de autonomía. Que Massena estuviera allí en calidad de técnico cibernético era tan sólo un anacronismo, debido a que la reglamentación establecía que allí donde hubiera un autómata debía haber alguien que, en caso necesario, pudiese repararlo. Sin embargo los reglamentos, como todo el mundo sabe, no suelen estar actualizados, y aquél hacía diez años que se había quedado obsoleto, puesto que —como más de una vez decía el mismo Massena— era más probable que el robot tuviera que «repararlo» a él que a la inversa: no sólo era infalible, sino que estaba programado con conocimientos elementales de medicina. Pirx había notado hacía ya mucho que a menudo era más fácil juzgar a una persona por su comportamiento con los robots que con otros seres humanos. Su generación había nacido en un mundo del que los robots eran algo tan natural como las naves espaciales, pero su aceptación estaba aún teñida por vestigios de irracionalidad. A algunos les resultaba más fácil encariñarse con una máquina normal —su coche, por ejemplo— que con una máquina pensante. La época de experimentación incontrolada por parte de los constructores estaba llegando a su fin, o al menos eso parecía. Sólo se construían robots de dos tipos: altamente especializados y universales. Sólo a un pequeño grupo de estos últimos se les daba forma humanoide y ello sólo porque, de todas las probadas, las formas que imitaban a la naturaleza demostraron ser las más eficaces en las difíciles condiciones encontradas en la exploración planetaria.

A los ingenieros no les hacía ninguna gracia cuando sus productos manifestaban el tipo de espontaneidad que se suele asociar inconscientemente con la existencia de una vida interior; la creencia general era la de que los robots pensaban pero carecían de personalidad. Y es verdad que no se sabía de ningún robot que se hubiera enfadado, hubiera mostrado entusiasmo o hubiera reído o llorado. Estaban perfectamente equilibrados, conforme a los deseos de sus creadores. Pero como, a pesar de ello, sus cerebros no eran el producto de una fabricación en serie, sino el resultado de un laborioso proceso de monocristalización, susceptible de un alto grado de variabilidad estadística y de sufrir microscópicos desplazamientos moleculares, ningún robot era nunca exactamente idéntico a otro. ¿Podían considerarse individuos en ese caso? De ninguna manera —respondía el cibernético—; sólo el resultado aleatorio de un proceso de probabilidades estadísticas. Pirx compartía esta opinión, como casi todo el mundo que tenía mucho roce con ellos, que pasaba años en contacto con su forma de pensar y su continua actividad, siempre lógica, siempre con una finalidad. Aunque más parecidos entre sí que a los humanos, los robots también tenían sus caprichos y sus predilecciones; los había que practicaban una especie de «resistencia pasiva» ante determinadas órdenes; un síntoma que, si se acentuaba, obligaba a efectuar una revisión general.

Pirx, y probablemente no sólo él, no tenía la conciencia tranquila respecto a aquellas peculiares máquinas, tan puntillosas y a veces tan ingeniosas a la hora de cumplir órdenes. Quizá datase de la época en que mandaba el Coriolanus. Desde el punto de vista de Pirx, había algo esencialmente injusto, básicamente erróneo, en una situación en la que el hombre había creado un pensamiento externo a él y al mismo tiempo sujeto a su voluntad. Era una ligera inquietud, difícil de definir y que, sin embargo, no hacía más que pesar en la conciencia, como una cuenta sin saldar o una decisión equivocada, la sensación de haberles jugado una mala pasada, por muy inteligentemente que estuviera hecho. Había una refinada perversidad en el juicioso comedimiento con que el hombre había dotado a aquellas frías máquinas de los conocimientos adquiridos por él, pero cuidando de que sólo tuviesen los imprescindibles, sin posibilidad alguna de competir con su creador por los favores del universo. La máxima de Goethe In der Beschränkung zeigt sicherst der Meister adquiría un inesperado tinte de elogio transformado en burlona condena, con los creadores limitándose no a sí mismos, sino a la obra, y con atroz precisión. Claro está que Pirx no tenía intención alguna de manifestar públicamente sus recelos, pues sabía bien cuán ridículos sonarían: los robots no eran en realidad mutilados o explotados. La cosa era mucho más simple y a la vez más siniestra y más difícil de atacar moralmente; se les convertía en lisiados antes incluso de su nacimiento, en el mismo tablero de diseño.

Aquel día, el penúltimo de su estancia en el planeta, el trabajo estaba prácticamente terminado. Pero cuando se pusieron a comprobar las cintas de datos se descubrió que faltaba una. Buscaron primero en los bancos de memoria del ordenador, revolvieron a continuación todos los anaqueles y cajones y, en el transcurso de la búsqueda, Krull hizo que Pirx revisara en dos ocasiones sus efectos personales, una insinuación que molestó a Pirx, que no había tenido nada que ver con la cinta perdida y que, de haberla tenido, nunca la habría guardado en su equipaje. Ardía en deseos de contestarle lo que se merecía, sobre todo por toda la hiel que había ido acumulando mientras se esforzaba en racionalizar el descortés y hasta ofensivo comportamiento de Krull. Pero también esta vez se mordió la lengua; en lugar de ello se ofreció voluntario para ir con Aniel en caso de que resultase necesario repetir las mediciones.

Krull, sin embargo, juzgó que la ayuda de Pirx le resultaría a Aniel totalmente innecesaria; equiparon, pues, al robot con la cámara, los carretes fotográficos, y, tras colocarle los cohetes propulsores en el dispositivo del cinturón, lo devolvieron a la cumbre más baja del macizo montañoso.

El robot salió a las ocho de la mañana y Massena presumió de que tendría el trabajo terminado para mediodía. Fueron pasando las horas: las dos... las tres... las cuatro... anocheció... Pero Aniel no volvió.

Pirx estaba sentado en un rincón del barracón, bajo una lámpara de camino fijada en la pared, leyendo, con aparente atención, un libro viejo y manoseado que le había prestado un piloto de la Base, pero no conseguía concentrarse en la lectura.

No estaba muy cómodo. Los postes del armazón de aluminio se le clavaban en la espalda, el colchón inflable sobre el que estaba sentado estaba tan deshinchado que sentía cómo se le clavaban en las posaderas los muelles del somier a través de la tela de goma. Pero aun así no cambió de postura; la incomodidad de la misma armonizaba extrañamente con el creciente rencor que se iba acumulando en su interior. Parecía que ni Krull ni Massena habían notado hasta el momento la ausencia de Aniel. Krull, que no era hombre gracioso ni trataba de serlo, se obstinó sin embargo desde un principio en llamar al robot Ángel e incluso Ángel de Hierro y tal hábito, que era en realidad algo completamente trivial, había llegado a irritar a Pirx hasta tal punto que le tomó antipatía al cosmógrafo por esa sola razón. Massena tenía con el robot una relación puramente profesional y —como todo ingeniero intelectrónico que se precie de saber qué respuestas están causadas por qué corrientes moleculares y qué circuitos— consideraba una absoluta tontería cualquier referencia a la supuesta psique de los mismos.

A pesar de ello, se comportaba con Aniel tan leal y solícitamente como un mecánico con su diesel: no permitía que se le sobrecargara, lo respetaba por su habilidad y lo cuidaba cuanto podía.

A las seis, Pirx, que ya no aguantaba más en su rincón porque se le había dormido una pierna, se levantó, se estiró hasta que le crujieron los huesos, movió los dedos del pie y dobló las rodillas para restablecer la circulación y comenzó a pasearse de una punta a otra del barracón, sabiendo bien que ninguna otra cosa lograría irritar tanto a Krull, enfrascado en aquel momento en sus cálculos.

—¡Podríais dejar de armar tanto alboroto! —dijo al fin Krull, dirigiéndose a los dos, como si no supiese que era Pirx el único que caminaba, pues Massena, con los auriculares puestos y expresión distraída, se entretenía escuchando alguna emisión, despatarrado en un sillón neumático. Pirx abrió la puerta, por la que se coló un fuerte viento del oeste, y, con la espalda contra la chapa de aluminio de la pared, que vibraba por el viento, una vez que se le acostumbraron los ojos a la oscuridad, forzó la vista en la dirección por la que debía venir Aniel. Sólo vio unas cuantas estrellas titilando en el cielo, al tiempo que un viento fuerte y ululante descendía sobre él, rodeándole la cabeza con una corriente helada, revolviéndole el cabello e hinchándole las fosas nasales y los pulmones: debía de soplar a unos cuarenta metros por segundo. Permaneció allí, de pie, hasta que el frío le hizo volver al barracón, donde Massena se quitaba bostezando los auriculares y se peinaba el pelo con los dedos; Krull, por su parte, con el ceño fruncido y aspecto de ocupado, guardaba pacientemente los papeles en carpetas, golpeando los cantos de los folios hasta igualar cada montón.

—No hay ni rastro de él —dijo Pirx, y él mismo se asombró del tono desafiante de sus palabras.

También ellos debieron notarlo, porque Massena le lanzó una rápida mirada y comentó:

—¿Y qué? Aunque esté oscuro encontrará el camino de vuelta con los infrarrojos.

Pirx le devolvió la mirada pero no respondió nada, pasó rozando a Krull, recogió de la silla el libro que estaba leyendo y, sentándose en su rincón, simuló leer. El viento arreciaba, elevándose en ocasiones a un aullido. En un momento dado, algo —una rama pequeña quizá— golpeó suavemente la pared y otra vez pasaron los minutos en silencio. Massena, que obviamente estaba esperando a que el siempre voluntarioso Pirx se ocupase de la cena, se dio al fin por vencido y, tras leer con atención los nombres de las etiquetas, como si esperase encontrar entre las reservas algún manjar no descubierto hasta entonces, comenzó a abrir latas autocalentables. Pirx no estaba de humor para comer. Así que, a pesar del hambre que tenía, no se movió de su sitio. Una fría y lenta cólera se estaba apoderando poco a poco de él, dirigida, Dios sabía por qué, contra sus compañeros que, después de todo, ni siquiera eran de los peores. ¿Acaso pensaba ya que algo le había sucedido a Aniel? ¿Una emboscada de los «habitantes secretos» del planeta, de esos seres en los que nadie creía, a excepción de unos cuantos cuentistas? Si hubiera existido siquiera una posibilidad —aunque fuese una entre cien mil— de que el planeta estuviera habitado por seres de cualquier tipo, no estarían sentados allí, entregados a sus insignificantes asuntos, sino que se habrían lanzado sin dilación a dar todos los pasos previstos por los artículos segundo, quinto, sexto y séptimo del párrafo dieciocho, junto con las secciones tercera y cuarta del Código para Contingencias Especiales. Pero no había ni la más mínima posibilidad de que tal cosa ocurriera. Más probable era que estallase el errático sol de Jota. Mucho más probable. ¿Qué podía haberle pasado entonces?

Pirx sentía que la tranquilidad reinante en el barracón, que vibraba ahora con las ráfagas del viento, era engañosa. No era sólo él el que simulaba leer y se negaba a comer la cena, como si se hubiese olvidado de ella; los otros también estaban jugando un juego parecido, tanto más difícil de definir cuanto más obvio a cada minuto que pasaba.

Como la responsabilidad por Aniel era por partida doble, dependía de Massena en su calidad de intelectrónico a cargo del servicio de mantenimiento y de Krull en su calidad de comandante de la expedición, cualquier posible fallo podía ser culpa de cualquiera de los dos. Quizá se hubiera debido a una negligencia de Massena o a un error de Krull al trazar la ruta que debía recorrer el robot, aunque ambas cosas hubieran sido demasiado obvias para pasar inadvertidas. No, no era ese el motivo que causaba el creciente y artificial silencio en el barracón.

Parecía como si Krull hubiera abusado adrede del robot desde el principio, dirigiéndose a él como si fuera un mozo de cuerda, encomendándole tareas que los otros jamás hubieran soñado en mandarle. Un autómata no es, después de todo, un lacayo. Estaba claro que, torpe pero obstinadamente, había estado tratando de provocar a Massena a través de Aniel, ya que no se atrevía a hacerlo directamente.

Se desarrollaba ahora una guerra de nervios, cuyo perdedor sería el primero en denotar intranquilidad por la suerte de Aniel. Pirx sintió que él mismo estaba siendo absorbido en aquel silencioso juego, tan estúpido como exasperante. Se preguntó qué hubiera hecho de estar en el lugar del jefe. No mucho, seguramente. No tenía sentido montar una búsqueda en una noche así. Habría que esperar a la mañana; lo más que se podía hacer era intentar establecer contacto por radio a través de la onda ultracorta, pero las posibilidades eran mínimas para empezar, pues su alcance en un terreno tan densamente montañoso era muy pequeño. Hasta entonces nunca se había enviado a Aniel a una expedición en solitario; aunque las ordenanzas no lo prohibían, condicionaban semejante actuación con incontables párrafos llenos de advertencias. «¡Al diablo con las ordenanzas! Massena podía haber intentado de todos modos una llamada por radio —pensó Pirx— en lugar de estar allí, allegando irritantemente los requemados restos de su ración del fondo de la lata. ¿Y si fuese yo el que estuviera ahí fuera en lugar del robot?», pensó. Tenía que haber pasado algo. ¿Una pierna rota? Pero ¿quién había oído hablar alguna vez de que un robot se rompiese una pierna?

Se puso de pie, se acercó a la mesa y, sintiendo sobre sí las furtivas miradas de los otros, observó con atención el mapa sobre el que Krull había marcado la ruta de Aniel aquella misma mañana. A lo mejor piensa que estoy controlándolo. Levantó de repente la cabeza y se encontró con los ojos de Krull, que abría ya la boca para hacer algún comentario sarcástico. Al tropezarse con la fría y pesada mirada de Pirx, sin embargo, dio marcha atrás, carraspeó e, inclinándose, siguió ordenando papeles. La mirada de Pirx debía de haberlo fulminado, pero éste no lo hacía conscientemente. Era simplemente que en momentos como aquellos se despertaba en él algo que inducía a la obediencia a bordo y provocaba un respeto teñido de ansiedad.

Apartó el mapa. La ruta llegaba hasta una gran pared rocosa con tres abruptos precipicios para luego bordearlos. ¿Sería posible que Aniel hubiera desobedecido las órdenes? No, imposible.

«Quizá hubiese quedado atrapado por la pierna en alguna grieta —pensó—. No, era absurdo; los robots como Aniel soportaban caídas de hasta cuarenta metros, tenían algo más que frágiles huesos, estaban construidos para salir ilesos de situaciones peores.» Entonces, ¿qué diablos había sucedido?

Se enderezó y desde su imponente altura miró primero a Massena, que gesticulaba y soplaba mientras se bebía un té hirviendo, y después a Krull, para, dándose finalmente la vuelta con ostentación, dirigirse al diminuto dormitorio, donde, de un violento tirón, extrajo la cama plegable de la pared y, despojándose de la ropa con cuatro hábiles movimientos, se introdujo en el saco de dormir. Sabía que no le resultaría fácil hacerlo, pero había tenido ya bastante de sus dos compañeros para un día. Si se hubiese quedado con ellos más tiempo quizá les habría dicho por fin unas cuantas cosas. Y no merecía la pena; al día siguiente, en el momento en que subieran a bordo de la Ampère, el grupo de operaciones Jota Acuario dejaría de existir.

Pequeñas estelas plateadas se deslizaban bajo sus párpados, borrosos puntos de luz le inducían al sueño... Le dio la vuelta a la almohada para el otro lado, más fresco, y de pronto vio, palpable y cercana, la imagen de Aniel tal como lo había visto por última vez, aquel mismo día, pocos minutos antes de las ocho. Massena le había estado ayudando a cargar los cohetes propulsores, gracias a los cuales se podía planear varios minutos en el aire, desafiando a las leyes de la gravedad —un dispositivo para ser usado sólo en circunstancias rigurosamente previstas en el reglamento—. Era una escena extraña, como siempre que un hombre ayudaba a un robot en vez de a la inversa, como era lo habitual. Pero la mochila de Aniel, tan cargada que parecía una joroba (después de todo llevaba una carga lo suficientemente pesada para dos hombres), le impedía alcanzar con las manos las cartucheras del cinturón. Por supuesto que la ayuda no le hirió en su orgullo, en definitiva era sólo una máquina, equipada con una microscópica pila de estroncio, capaz de desarrollar una potencia de dieciséis caballos en caso de necesidad, en lugar de corazón. En aquellos momentos, probablemente debido a que se encontraba en un estado de duermevela, Pirx se sintió repelido por la escena. Sintiendo toda su alma de parte de Aniel, estaba dispuesto a creer que el robot tenía de tranquilo y de flemático lo que él mismo, y que sólo lo aparentaba por razones de conveniencia. Antes de quedarse dormido del todo tuvo aún otra visión, de las más íntimas que un hombre puede tener, de las que se olvidan nada más despertar, absolviendo la desmemoria del mañana los pensamientos del hoy. Se imaginó esa situación mítica, fabulosa, sin palabras, que todo el mundo —incluido él— sabía que nunca llegaría a producirse: la rebelión de los robots. Y sintiendo con tácita certeza que se habría puesto de su lado, se quedó dormido, como purificado.

Se despertó temprano y, sin saber por qué, lo primero que pensó es que había cesado el viento. Después recordó a Aniel y sus propios pensamientos de la noche anterior, sintiéndose algo turbado de que algo así le hubiese cruzado por la cabeza. Siguió acostado un buen rato todavía, hasta que se tranquilizó diciéndose que no habían sido fantasías conscientes, aunque, al contrario que un sueño, éstas debían haber recibido algún estímulo de su parte, por muy pequeño e involuntario que hubiera sido. Tales sutilezas psicológicas le resultaban extrañas y le sorprendió sentirse preocupado por ellas; se apoyó sobre el codo y escuchó: reinaba un silencio total. Descorrió la persiana de la pequeña ventanilla que tenía junto a su cabeza y a través del turbio cristal vio el inicio de un pálido amanecer y de pronto comprendió que iban a tener que ir a las montañas. Saltó de la cama y echó una ojeada al cuarto común. Ni rastro del robot. Los otros ya se habían levantado. Mientras desayunaban, Krull dijo, como de pasada, como si fuese algo que ya se hubiese acordado la noche anterior, que había que partir en seguida, porque la Ampère aterrizaría antes del anochecer y necesitarían como mínimo hora y media o más para desmontar el barracón y guardar las cosas. Y lo dijo de forma que no quedó claro a qué se debía la prisa, si a la falta de datos o a la ausencia de Aniel.

Pirx comió por tres sin decir ni pío. Los otros no habían terminado aún de tomarse el café cuando se levantó y, revolviendo su bolsa, extrajo de ella un rollo de cuerda blanca de nailon, un martillo y pitones. Tras pensárselo de nuevo, metió también en la mochila las botas de escalar, por si acaso.

Salieron al exterior cuando apenas estaba aclarando. Ya no se veían estrellas en el incoloro cielo. Un color gris-violeta, inmóvil y helador, pesaba sobre la tierra, sobre los rostros, en el aire mismo; las montañas que se extendían hacia el norte eran una masa negra, solidificada en la oscuridad; la estribación sur, la más cercana a ellos, con sus picos bañados por un vivo resplandor anaranjado, recortaba su silueta como una máscara moldeada, de rasgos indefinidos. Aquel distante e irreal resplandor transformaba en brumosos ovillos el aliento de los tres hombres. Aunque la atmósfera era menos densa que la terrestre, se respiraba bien. Se detuvieron en el borde exterior de la planicie, donde la vegetación, de color marrón sucio en la penumbra creada entre la moribunda noche y el naciente día, daba paso a un paisaje desnudo. Ante ellos se extendía una morrena salpicada de cantos que brillaban como si estuvieran húmedos. Unos cientos de metros más arriba apareció el viento, azotándolos con cortas ráfagas. Caminaban salvando con facilidad las piedras más pequeñas, escalando las mayores, oyendo de vez en cuando el seco sonido de una plancha rocosa al golpear contra otra, o el de la gravilla al salir despedida de las botas y precipitarse ladera abajo, creando oleadas de ecos. El sonido ocasional de una correa o un broche metálico rozando contra el hombro creaba un cierto «espíritu de cuerpo», como si fuesen una cordada de alpinistas. Pirx caminaba el segundo, detrás de Massena. Estaba aún demasiado oscuro para distinguir los contornos de las lejanas paredes; una y otra vez, mientras concentraba la atención en tratar de verlas con precisión, se le resbaló el pie en las piedras al pisar sin cuidado, como si quisiese huir no sólo del terreno circundante, sino de sí mismo, de sus pensamientos. Apartando por completo a Aniel de su mente, concentró su atención en aquella región de rocas eternas, de perfecta indiferencia, que sólo la imaginación humana transformaba en fuente de horror y de excitación.

Era un planeta de estaciones muy marcadas. Habían llegado a finales de verano y ya un otoño alpino, plagado de ocres y dorados, se apagaba en los valles. Y sin embargo, a pesar de que la espuma de los tempestuosos torrentes arrastraba multitud de hojas, el sol aún calentaba en la meseta, incluso quemaba en los días despejados. Sólo el espesamiento de las nieblas hacía presumir la próxima llegada de la nieve y las heladas. Pero para entonces ya no quedaría nadie en el planeta y, de repente, la perspectiva de aquel baldío terreno cubierto de blanco le pareció a Pirx absolutamente deseable.

La disminución de la oscuridad, tan paulatina que resultaba imperceptible, hacía aparecer a cada momento ante la vista nuevos detalles del paisaje. El cielo había palidecido ya del todo, no era aún ni de día ni de noche, y no era posible distinguir ninguna luz en aquel día que comenzaba tan limpio y apacible como si estuviese encerrado en una esfera de cristal congelado. Un poco más arriba atravesaron un banco de niebla cuyos delgados remolinos se pegaban al suelo, y al salir Pirx vio su objetivo, no iluminado aún por la luz del sol, pero bañado ya por el blanco amanecer: un contrafuerte rocoso que se elevaba hasta el macizo principal, hasta donde, unos cuantos metros más arriba, se recortaba la amenazadora silueta del pico gemelo, el más alto de todos. En un punto determinado el contrafuerte se ensanchaba en una depresión en forma de artesa; en aquel saliente debía realizar Aniel las últimas mediciones. Era un camino fácil, tanto para subir como para bajar —no había sorpresas, ni grietas, nada salvo el pedregal gris salpicado de moho amarillo—. Mientras saltaba limpiamente de un tintineante montón de piedras al siguiente, quizá para no pensar en otras cosas, fijó la mirada en la negra pared rocosa que se recortaba contra el cielo y se imaginó que estaba en una escalada común y corriente en la Tierra. Y de inmediato vio las rocas de otra manera, con la ilusión de la conquista, acentuada si cabe por su escalada vertical hasta el pico que emergía pesadamente de la ladera de rocas sueltas. El contrafuerte llegaba a un tercio de la altura de la pared antes de desintegrarse en una serie de planchas en forma de cuñas, a partir de las cuales surgía una pared rocosa vertical que se elevaba recta como un vuelo interrumpido. Unos cien metros más arriba la pared estaba atravesada por una vena de diabasa —de tono rojizo, más claro que el granito— que sobresalía de la superficie y zigzagueaba por todo el flanco en una franja de anchura variable.

La mirada de Pirx quedó prendida por la sublime silueta de la cima, aunque, conforme ascendían, y como solía suceder con las montañas cuando se las veía desde abajo, se fue alejando y los abruptos cambios de perspectiva la desintegraron en una serie de planos superpuestos, la base perdió su anterior forma plana y surgieron columnas —una riqueza de fallas, voladizos, chimeneas que describían giros sin rumbo, un caos de antiguas fisuras, una anarquía de excrecencias acumuladas, momentáneamente iluminados por la cima, dorada ahora por los primeros rayos del sol, fija y extrañamente plácida, tragados luego por las sombras una vez más—. Pirx no podía apartar los ojos de aquel coloso, cuyas proporciones hubieran inspirado respeto incluso en la Tierra, y que desafiaba al escalador con aquella saliente vena de diabasa. El camino desde allí hasta el pico, dorado por el sol, parecía corto y fácil comparado con los salientes, sobre todo el más grande, cuyo borde inferior brillaba por efecto de la humedad o el hielo, negro rojizo, como sangre coagulada.

Pirx dejó volar la imaginación, concibiéndolo no como el acantilado de algún pico anónimo bajo un sol extraño, sino como una montaña rodeada de leyendas de ataques y derrotas, considerada por los alpinistas como algo especial, único, como una cara familiar, donde cada arruga y cada cicatriz tienen su propia historia. Las nervudas y serpenteantes grietas en el borde de la visión, las oscuras cornisas semejantes a hilos, los someros surcos, podían haber sido el punto más alto alcanzado en una serie de intentos, el emplazamiento de una larga acampada, de silenciosos conciliábulos, de heroicos asaltos y humillantes retiradas, de derrotas sufridas a pesar del empleo de todo tipo de recursos tácticos y técnicos, una montaña tan ligada al destino del hombre que todo escalador vencido por ella volvía una y otra vez, siempre con la misma carga de fe y esperanza en la victoria, trayendo a cada nuevo intento un nuevo trazado con el que intentar vencer el petrificado baluarte. Podría haber sido una pared con una historia de rodeos, de movimientos de flanco, cada uno con su propia crónica de éxitos y de víctimas documentada con fotos en la que una línea de puntitos marcaría la ruta seguida y una serie de crucecitas los lugares más altos alcanzados... Pirx imaginaba todo esto con la mayor facilidad, asombrado en realidad de que no hubiera sucedido así realmente.

Massena caminaba por delante de él, ligeramente inclinado, en medio de una luz cuya creciente claridad eliminaba cualquier ilusión de un ascenso fácil, una ilusión de ascenso fácil y paso seguro alimentada por la azulada neblina que había envuelto apaciblemente cada fragmento del brillante acantilado. El día, desnudo y pleno, les había alcanzado; sus sombras, exageradamente grandes, caían oscilantes bajo el borde del cono aluvial. El talud estaba alimentado por dos desfiladeros, llenos aún de noche, y el material de aluvión ascendía hasta perderse en la impenetrable negrura.

Hacía ya un rato que no se podía abarcar el macizo de una sola mirada. Las proporciones habían cambiado y la pared, parecida a cualquier otra en la distancia, mostraba ahora su particular topografía. Combándose hacia fuera había un poderoso pilar que surgía de un montón de planchas rocosas, se elevaba, se hinchaba y se expandía hasta oscurecer todo lo demás, para quedar solo, rodeado por la húmeda y sombría penumbra de lugares nunca tocados por la luz. Acababan de penetrar en una extensión de nieve eterna, con la superficie salpicada de restos de piedras caídas, cuando Massena aminoró el paso y luego se detuvo, como si escuchara. Pirx, que fue el primero en alcanzarlo, lo vio hacer un gesto como si se golpease con el dedo el auricular y comprendió lo que quería indicarle.

—¿Hay señales de él?

El otro se limitó a asentir con la cabeza y acercar la varilla metálica del sensor a la sucia y endurecida superficie cubierta de nieve. Las suelas de las botas de Aniel estaban impregnadas de un isótopo radiactivo y el contador Geiger había encontrado su rastro. Aunque estaba aún fresco del día anterior, no había manera de averiguar en qué dirección iba —si se trataba del resto de subida o de bajada—. Pero por lo menos sabían que estaban sobre la pista. A partir de entonces fueron mucho más lento.

Parecía que el oscuro pilar debía de elevarse justo delante de ellos, pero Pirx sabía lo engañosas que resultaban las distancias en la montaña. Ascendieron más alto, por encima de la línea de nieve y grava, a lo largo de un reborde más antiguo y más pequeño punteado por pináculos redondeados, y en aquel absoluto silencio a Pirx le pareció oír el sonido de los auriculares de Massena —una ilusión sin duda—. De vez en cuando, Massena se paraba, movía la punta de la varilla de aluminio en el aire con un movimiento de abanico, la bajaba hasta casi tocar el suelo, trazaba lazos y ochos como si fuera un mago y luego, una vez localizado el rastro, seguía adelante. Conforme se aproximaban al lugar en que Aniel debía haber efectuado las mediciones, Pirx escrutaba atentamente los alrededores con la vista, buscando huellas del paso del robot desaparecido.

Pero la pared estaba desierta. La parte más fácil del camino quedaba ya detrás de ellos; delante se elevaban una serie de planchas que surgían del pie del contrafuerte a distintos ángulos de inclinación. Todo el conjunto parecía un gigantesco corte transversal de los estratos de la pared, cuyo interior, parcialmente expuesto, revelaba la composición del núcleo más antiguo, agrietado en algunos lugares por la impresionante masa de roca que se elevaba varios kilómetros en el cielo. Otros cincuenta o cien pasos más, y un callejón sin salida.

Massena caminó describiendo círculos, agitando la punta de la varilla por delante de él, entrecerrando los ojos —se había subido las gafas de sol a la frente—, dando vueltas sin rumbo, con el rostro inexpresivo, hasta pararse de repente sobre sus pasos una docena de metros más allá.

—Ha estado aquí un buen rato.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Pirx.

El otro se encogió de hombros, se quitó los auriculares y se los tendió a Pirx, bamboleándose al extremo del fino alambre conductor. Y entonces Pirx lo oyó por sí mismo, la serie de chirridos y pitidos que subían a veces de tono hasta convertirse en un quejumbroso lamento. La roca no mostraba ninguna clase de marcas o huellas —nada salvo aquel implacable sonido que llenaba el cráneo con su estridente vibración, de tal intensidad que casi cada milímetro de roca revelaba la prolongada y diligente presencia de Aniel—. Poco a poco, Pirx logró distinguir cierta lógica en aquel aparente caos: aparentemente Aniel había llegado por el mismo camino que ellos, había instalado el trípode, colocado la cámara, y lo había rodeado varias veces mientras efectuaba las mediciones y hacía las fotografías, incluso la había cambiado de posición en busca de un punto de observación más favorable. Todo ello tenía sentido. Pero ¿qué había sucedido luego?

Pirx comenzó a caminar en espiral, trazando círculos cada vez más amplios, con la esperanza de encontrar el rastro de salida, pero ninguno de los rastros volvía al punto de partida. Parecía como si Aniel hubiera vuelto sobre sus pasos, cosa que parecía poco probable; al no estar equipado con un detector de radiactividad, difícilmente podía haber reconstruido el camino de vuelta con una exactitud de centímetros respecto al de venida. Krull le dijo algo a Massena, pero Pirx no le prestó atención, pues acababa de llamarle la atención un sonido, breve pero claro, registrado por los auriculares. Comenzó a retroceder sobre sus pasos casi milímetro a milímetro. ¡Sí, aquí! ¡Estoy seguro de que era aquí! Mirando fijamente, escudriñó el terreno, entrecerrando los ojos para concentrarse mejor en el sonido del detector. La huella descubierta se encontraba en la base del acantilado, como si, en lugar de tomar el camino hacia el campamento, el robot se hubiera dirigido recto hacia el contrafuerte. Era extraño. ¿Qué podía haberle inducido a ir allí?

Pirx exploró los alrededores en busca de la siguiente huella, pero las piedras guardaron silencio; incapaz de adivinar dónde había apoyado Aniel el pie para dar el siguiente paso, tuvo que examinar todas las agrietadas planchas situadas junto a la base del contrafuerte. Por fin la encontró, a unos cinco metros de la anterior. ¿Por qué un salto tan largo? Retrocedió de nuevo y al cabo de unos instantes encontró la huella perdida; el robot se había limitado a saltar de una piedra a otra.

Pirx estaba todavía inclinado, moviendo con gracia la varilla, cuando fue asaltado por una explosión de sonidos en su cabeza —un estrépito en los auriculares lo bastante alto para hacerle estremecer de dolor—. Miró detrás de una placa de roca y se quedó estupefacto. Metido como una cuña entre dos rocas, de forma que quedaba escondido en el fondo de una oquedad natural, estaba el equipo topográfico, junto con la cámara fotográfica, ambos intactos. Apoyada contra una roca al otro lado estaba la mochila de Aniel, desabotonada pero aún llena. Pirx llamó a voces a los otros. Llegaron a la carrera, y se asombraron tanto como Pirx con el descubrimiento. Krull comprobó inmediatamente las cintas: todos los datos completos, no era necesaria ninguna repetición. Pero aquello dejaba aún sin resolver el misterio del paradero de Aniel. Massena se llevó las manos a la boca y, colocándolas en forma de embudo, gritó varias veces seguidas; mientras escuchaban el lejano rebote del eco, Pirx se estremeció, porque la llamada tenía todo el aspecto de una llamada de rescate en las montañas. Al cabo de unos momentos el intelectrónico se agachó, extrajo del bolsillo la chata caja del transmisor y comenzó a llamar al robot con su número de identificación, pero era evidente que lo hacía más por sentido del deber que por convicción. Mientras tanto, Pirx, que no había dejado de rastrear el área en busca de señales de radiactividad, estaba asombrado de la profusión de ruidos que resonaban en sus auriculares. Las apariencias indicaban que el robot también se había entretenido largo rato en ese lugar. Cuando consiguió establecer por fin los límites del perímetro por el que se había movido el robot, comenzó una búsqueda sistemática, con la esperanza de hallar una nueva pista que le permitiera descubrir qué nueva dirección había tomado.

Describió una vuelta completa hasta que se encontró de nuevo bajo el contrafuerte. Una grieta de aproximadamente metro y medio de ancho, con el fondo cubierto de diminutos y puntiagudos fragmentos, se abría entre la cornisa rocosa que lo sostenía y la pared vertical. Pirx exploró el lugar a conciencia, pero los auriculares permanecieron silenciosos. Un auténtico misterio: todos los indicios apuntaban a que Aniel se había disuelto literalmente en el aire. Mientras los otros deliberaban en voz baja a sus espaldas, Pirx estiró el cuello y examinó de cerca por primera vez la escarpada cara del acantilado. El pétreo silencio de la pared lo atrajo con extraordinaria fuerza, pero la atracción se parecía más a una mano extendida en un gesto de llamada —y de inmediato surgió en él la convicción de que el desafío debía ser aceptado—.

Por puro instinto, buscó con los ojos los primeros asideros; parecían seguros. Un paso largo y cuidadosamente efectuado para salvar la grieta, un primer asidero en aquel saliente pequeño, pero de apariencia sólida, y luego un ascenso en diagonal por aquella fisura perfectamente regular que se abría unos metros más arriba a una chimenea poco profunda. Sin saber por qué, Pirx levantó el detector y, estirándose todo lo que pudo, lo apuntó al saliente rocoso del otro lado de la grieta. Los auriculares respondieron. Para asegurarse bien, repitió la maniobra, esforzándose por mantener el equilibrio —estaba prácticamente suspendido en el aire— y de nuevo oyó el chirrido. Aquello lo aclaraba todo. Se reunió con los otros.

—Ha subido por ahí —dijo Pirx en tono firme señalando la pared. Krull no pareció entenderle y Massena preguntó:

—¿Subir? ¿Para qué?

—No tengo ni idea —respondió Pirx con aparente indiferencia—. Pero lo puedes comprobar por ti mismo.

Massena, pensando inmediatamente que Pirx estaba equivocado, hizo sus propias averiguaciones y pronto se convenció de que era verdad. No cabía duda de que Aniel había salvado la grieta y se había movido por la parcialmente agrietada pared —en dirección al contrafuerte.

Reinó la consternación, Krull mantuvo que el robot había sufrido algún mal funcionamiento tras efectuar las mediaciones y se había «desprogramado». Imposible, le rebatió Massena; la posición del equipo topográfico y la mochila era demasiado deliberada, se parecía demasiado a un abandono intencionado antes de emprender un ascenso peligroso; algo debía haber sucedido para hacerle ir allí arriba.

Pirx guardó silencio. En su fuero interno había decidido ya que iba a escalar la pared, con o sin los otros. Krull no iría en ningún caso, era una misión para un alpinista, y uno muy cualificado además. Massena había escalado bastante —o por lo menos eso había dicho una vez en presencia de Pirx—, lo bastante para saberse por lo menos el abecé de la escalada con pitones. Cuando los otros dos terminaron de hablar les comunicó su decisión. ¿Estaba Massena dispuesto a acompañarlo?

Krull se opuso inmediatamente. Correr riesgos iba contra las ordenanzas; tenían que estar preparados para que los recogiera la Ampère; todavía tenían que levantar el campamento; las mediciones estaban hechas y era evidente que el robot había sufrido algún tipo de avería; lo mejor sería admitir lisa y llanamente que se había perdido y aclarar todas las circunstancias en el informe final.

—¿Significa eso que debemos abandonarlo aquí e irnos? —preguntó Pirx.

El tono tranquilo de su pregunta pareció irritar a Krull que, conteniéndose con un esfuerzo evidente, contestó que el informe contendría una descripción exhaustiva de los hechos, junto con comentarios individuales de la tripulación, además de una declaración sobre la causa probablede la pérdida: un cortocircuito en los mnestrones de la memoria o en el circuito de motivación direccional o una desincronización.

Massena hizo notar que ninguna de las tres era posible, ya que Aniel no funcionaba con mnestrones, sino con un sistema de monocristalización homogéneo, cultivado molecularmente a partir de disoluciones diamagnéticas preenfriadas y contaminadas con trazas vestigiales de elementos isotópicos...

Era su forma de mortificar a Krull, demostrarle que no tenía idea de lo que estaba hablando. Pirx se hizo el sordo. Volviéndose de espaldas, volvió a medir con la vista la base del contrafuerte, pero de forma diferente: esta vez no era fantasía, sino realidad. Y a pesar de reconocer lo improcedente que resultaba, se sentía lleno de júbilo de poder medirse con la pared.

Massena decidió ir con él, probablemente para darle en las narices a Krull. Pirx le prestó poquísima atención a sus argumentos de por qué debían aclarar el enigma, por qué no podían irse sin investigar un fenómeno tan importante y misterioso como para provocar una reacción tan inesperada en el robot, por qué, aunque sólo hubiera cinco probabilidades entre cien de averiguar la causa, merecía la pena correr el riesgo.

Krull, hay que reconocerlo, supo aceptar la derrota y no malgastó más palabras. Reinó el silencio. Mientras Massena comenzaba a despojarse del equipo que llevaba a las espaldas, Pirx, que ya se había puesto las botas y preparado la cuerda, el martillo y los pitones, lo miró de reojo. Massena estaba nervioso. Se le notaba. No tanto por la discusión con Krull como porque, de forma irreflexiva, él solo se había metido en una situación sin salida. Pirx sospechaba que, si le propusiera quedarse, probablemente aceptaría, aunque no hay que subestimar el peso del amor propio herido. No dijo nada, sin embargo.

Las primeras etapas de la escalada parecían fáciles, pero no había forma de saber qué les esperaba en la parte más alta de la pared, donde una serie de salientes ocultaban la mayor parte de la misma. Antes no se había molestado en examinar la pared con los prismáticos, porque no había contado con una aventura semejante. Y sin embargo se había traído la cuerda y los pitones. ¿Por qué? En lugar de analizar las contradicciones de su propia conducta, esperó a que Massena estuviera listo. Después se encaminaron sin prisa hacia la base de la roca.

—Yo iré el primero —dijo Pirx—, de momento con toda la cuerda dada; después ya veremos.

Massena asintió con la cabeza; Pirx se volvió una vez más para ver qué hacía Krull, del que se había separado sin mediar palabras. Seguía de pie en el mismo sitio en que lo habían dejado, junto a las mochilas abandonadas. Estaban ya a bastante altura para distinguir los lejanos valles como una mancha verde oliva detrás de los picos montañosos de la cadena norte. La parte baja y aluvial de la montaña estaba todavía en sombras, pero los picos resplandecían con un brillo cegador que inundaba los espacios abiertos en la quebrada línea del horizonte como una aureola fracturada.

Pirx dio un paso de gigante, el pie encontró asidero en el saliente, se puso derecho y ascendió con suavidad. Los primeros metros eran en realidad fáciles. Avanzó con cautela, conforme desfilaban ante sus ojos capa tras capa de roca, áspera, irregular, retrocediendo a veces en oscuras cavidades. Se apoyaba, se impulsaba, se elevaba hasta arriba, respirando el helado y estancado hálito de noche que irradiaba del estrato rocoso. El corazón le latía algo más aprisa, pero respiraba libremente y el calor generado por el esfuerzo muscular le resultaba placentero. La cuerda colgaba tras de él, contribuyendo la poca densidad del aire a aumentar el susurro que producía cada vez que rozaba la roca; antes de acabar de darla del todo, encontró por fin un lugar seguro para engancharla; con cualquier otro hubiera prescindido de ella, pero antes quería estar seguro de Massena. Con los dedos de los pies introducidos como cuñas en una grieta que corría en diagonal por toda la pared, esperó a Massena.

Desde donde estaba podía observar la gran chimenea que había rodeado en su subida; precisamente en aquel punto se ensanchaba formando una gris cascada pétrea, una especie de anfiteatro. Absolutamente carente de interés, plana incluso, cuando se examinaba desde abajo, se revelaba ahora en toda su magnificencia, como una rica escultura. Pirx se sentía allí tan exquisitamente solo que se sobresaltó al ver de repente a Massena de pie a su lado. Continuaron en seguida el ascenso, repitiendo el mismo procedimiento de una etapa a la siguiente, y en cada parada Pirx comprobaba que el auricular del detector atestiguaba que Aniel había estado allí. Sólo una vez perdió el rastro y tuvo que renunciar a una chimenea fácil —Aniel, no siendo un escalador, se había limitado a atravesarla—. Incluso así, a Pirx le resultaba fácil adivinar sus movimientos, porque la ruta que había escogido era invariablemente la más segura, la más lógica, la forma más rápida de ganar la cima. Resultaba evidente, por lo menos para Pirx, que Aniel se había ido de escalada. No siendo dado a especulaciones estériles, no se detuvo a considerar los posibles porqués. Cuanto mejor conocía a su rival, más se despertaban en su memoria recursos aparentemente olvidados que le indicaban qué debía hacer y cuándo; incluso el dejar libre una mano para buscar con el sensor el rastro radiactivo, teniendo sólo tres puntos de apoyo, no le representaba una gran dificultad. En una ocasión echó una ojeada hacia abajo desde una piedra desgajada que, sin embargo, era lo bastante resistente para ser una pared. Estaban ya a gran altura, a pesar de la lentitud de su progreso, y Pirx necesitó un buen rato para distinguir a Krull en el fondo del pozo aéreo que se abría a sus pies; más que a Krull, a su traje, una pequeña mancha verde contra el gris.

Más allá una pequeña y agradable travesía; el progreso se hacía cada vez más difícil, pero, poco a poco, Pirx estaba recuperando la destreza perdida por falta de práctica, hasta tal punto que avanzaba más cuando se confiaba a los instintos de su cuerpo que cuando estudiaba conscientemente cuál sería el mejor asidero. Cuánto más difícil iba a ponerse lo descubrió cuando, en un momento dado, quiso liberar la mano derecha para agarrar el detector que le colgaba del cinturón, como había venido haciendo, y no pudo. Sólo tenía un asidero para el pie izquierdo y algo vagamente parecido a un saliente bajo la punta de la bota derecha; separándose cuanto pudo de la pared, buscó con la vista un nuevo apoyo para el pie, pero no pudo encontrarlo. Entonces vio algo más arriba que parecía anunciar la existencia de una repisa y decidió olvidarse del detector.

¡Fiuuuu! Estaba cubierta de hielo cristalizado y fuertemente inclinada hacia el abismo. En un lugar el hielo mostraba una profunda incisión, como causada por un fuerte golpe. «Ninguna bota hubiese logrado hacer un corte tan profundo», pensó, y de repente se le ocurrió que podía haber sido la bota de Aniel, pues el robot pesaba un cuarto de tonelada.

Massena, que hasta ese momento había aguantado bien el paso, empezaba ahora a retrasarse. Estaban ya en la parte superior del pilar. La roca, tan rugosa como hasta entonces, había comenzado, de forma gradual y hasta engañosa, a inclinarse hacia fuera más allá de la perpendicular, hasta convertirse definitivamente en un saliente, imposible de salvar sin disponer de buenas cuñas para los pies; la grieta, bien definida hasta entonces, se cerraba unos metros más arriba. Pirx disponía aún de unos cinco metros de cuerda libre, pero le dijo a Massena que la recogiese para poder hacer un pequeño reconocimiento. El robot había pasado por allí sin pitones, sin cuerda y sin anclajes. «Si él ha podido, yo también», pensó Pirx. Palpó a tientas la pared. El tobillo derecho, metido como una cuña en el ápice de la grieta que lo había llevado hasta allí, le dolía y le daba agudos pinchazos debido al constante esfuerzo y lo forzado de la postura, pero a pesar de ellos no se dio por vencido. De pronto las puntas de sus dedos tocaron un saliente, apenas lo bastante ancho para agarrarse con los dedos. Podía elevarse a pulso, pero ¿y después?

Aquello se había convertido ya en un duelo no tanto con la pared como entre él y Aniel. El robot había pasado por allí sin ninguna ayuda, bien es verdad que disponiendo de extremidades de acero por dedos... Cuando Pirx comenzaba a liberar el pie de la grieta, el movimiento de su bota desalojó una piedrecilla y la envió rodando al vacío. Escuchó claramente el ruido que producía al cortar el aire y, tras un largo, largo rato, el choque contra el fondo, claro y brusco. «No con una caída como ésa», pensó, y renunciando a elevarse a pulso, buscó un lugar donde clavar un pitón. La roca, sin embargo, no presentaba la más pequeña fisura; se separó de la pared y miró a ambos lados, lo más lejos que pudo, pero no encontró nada.

—¿Qué pasa ahí? —le llegó desde abajo la voz de Massena.

—Nada, sólo estoy observando —respondió.

El tobillo le dolía horriblemente, no podría aguantar mucho más tiempo en aquella postura. ¡Daría cualquier cosa por abandonar aquella ruta! Pero si perdía el rastro del robot ya no volvería a encontrarlo en aquella inmensa pared. De nuevo examinó el terreno. En el límite extremo de la visión la plancha parecía ofrecer abundancia de buenos asideros, pero los huecos eran menos profundos que la palma de su mano; sólo le quedaba la repisa. Ya había sacado el pie de la grieta y se disponía a darse impulso con ambas manos cuando se le ocurrió de repente que ya no podía dar marcha atrás. Estirado hacia afuera, colgó en el vacío con las botas a treinta centímetros de la roca. Algo atrajo su mirada por encima de su cabeza ¿Una grieta? ¡Pero primero tenía que alcanzarla! ¡Vamos, un poco más! Los siguientes segundos se dejó llevar por su instinto: colgando de las puntas de los cuatro dedos de la mano derecha, soltó la izquierda y trató de asir la grieta, de profundidad desconocida. «¡Aquello era una locura!», le gritó su mente, cuando, boqueando, indignado consigo mismo por su propia inconsciencia, se encontró de pronto dos metros más arriba, abrazado a la roca, con los músculos a punto de estallarle; con ambos pies apoyados ya firmemente en la roca, pudo ahora clavar un pitón, incluso dos, para más seguridad, porque el primero no llegó a penetrar hasta el fondo. Escuchó con placer el ruido del martillo al golpear el pitón, subiendo cada vez más de tono conforme se hundía éste, hasta terminar finalmente de apagarse. La cuerda se agitó en los mosquetones, señal de que tenía que ayudar a Massena. No era un trabajo muy limpio, pero tampoco se encontraban en los Alpes, y les serviría como lugar de descanso.

Encima del contrafuerte había una angosta chimenea, bastante fácil. Pirx se introdujo la corta varilla del sensor entre los dientes, temeroso de golpearla contra la roca si se la metía en el cinturón. Cuanto más ascendía, más cambiaba el color de la roca. La pared no era ya marronácea-negruzca, salpicada aquí y allá por vetas grises; su lugar había sido ocupado por una superficie rojiza que emitía de cerca un débil brillo a diabasa. El camino era bueno durante unos cuantos metros, pero en seguida se acabó el paseo: otro saliente, imposible de salvar sin pitones, y esta vez sin repisa. Pero Aniel lo había salvado como si nada. ¿O no? Lo comprobó con el sensor. No, no había pasado por allí. ¿Entonces? Tenía que haber encontrado un paso.

Un examen rápido le reveló la existencia de un camino, no especialmente difícil ni peligroso. El contrafuerte, temporalmente oscurecido por la diabasa, volvía aquí a reafirmarse; se encontraba de pie en un saliente estrecho pero seguro que rodeaba un abultamiento en forma de panza antes de perderse de vista; asomándose vio su continuación al otro lado, a un metro y medio o dos más lejos; el truco consistía en reptar con el cuerpo alrededor de la panza y luego dejar libre el pie derecho para, impulsándose con el izquierdo, poder tantear con el derecho hasta conseguir un apoyo seguro al otro lado. Buscó un lugar donde clavar un pitón; disponiendo de un anclaje no habría dado mayor dificultad. Pero la maliciosa pared estaba también aquí desprovista de fisuras. Miró hacia abajo; un anclaje desde el puesto que ocupaba Massena sería puramente estético; incluso asegurado desde abajo, en caso de caer se precipitaría unos buenos quince metros, suficiente para arrancar de un tirón los pitones mejor clavados. Y sin embargo el sensor señalaba sin lugar a dudas que el robot había pasado. ¡Y solo! ¡Qué demonios...! ¡Allí estaba el saliente! ¡Un paso grande! ¡Vamos, gallina!

Pero continuó parado. ¡Si dispusiera de un lugar para atar la cuerda! Se asomó y examinó de nuevo el saliente, sólo durante un segundo, antes de que sus músculos comenzasen a sufrir espasmos. ¿Y si su suela no se adhería? Las de Aniel eran de acero. ¿Y qué era aquel brillo...? ¿Hielo derritiéndose? Debía estar resbaladizo como un diablo. Aquello le pasaba por no llevar consigo sus vibrantes...

—Y por no hacer testamento —murmuró por lo bajo, entrecerrando los ojos y fijando la vista.

Encorvado, abierto de piernas y brazos, con los dedos engarfiados sobre la áspera roca para sujetarse, reptó sobre el estómago hasta rodear el abultamiento y dio finalmente el paso que había necesitado de todo su valor; ni siquiera le dio tiempo para alegrarse al llegar al otro lado, porque en seguida vio el avispero en que se había metido: en aquel lado el saliente era más bajo, lo que quería decir que en el camino de vuelta tendría que saltar hacia arriba. Sin contar la travesía reptando sobre el estómago. ¡Aquello no se podía llamar ya escalada, acrobacia lo definiría bastante mejor! ¿Bajar deslizándose por la cuerda? Sería eso o...

Un fiasco total, pero a pesar de eso siguió avanzando en diagonal hasta donde le fue posible. Baste decir, para definir cómo se sentía, que se había olvidado por completo de Aniel. La cuerda, dada del todo a lo largo de su travesía, ligeramente tensa, sobrenaturalmente nítida y exageradamente cercana y tangible recortándose contra el fondo de la escombrera, oculta en su base por una neblina azulada, se balanceaba por debajo de él. El saliente terminaba en un callejón sin salida, ni hacia arriba, ni hacia abajo, ni hacia atrás.

«Nunca había visto nada tan liso», pensó, con una calma que sin embargo difería por completo de su anterior sangre fría: la situación no podía empeorar, así que era inútil ponerse nervioso. Miró a su alrededor. Bajo sus pies tenía un saliente de unos cuatro centímetros y más allá el vacío, hasta el oscuro tubo de una chimenea cuya misma oscuridad parecía una invitación; cuatro metros de una pared tan compacta y vertical que desafiaba la credulidad lo separaban de ella. Erosión por agua, seguro, podría ver las huellas —unas manchas oscuras en el granito, aquí y allá unas gotas de agua—. Agarró el detector con la mano derecha y lo agitó buscando el rastro. Los auriculares emitieron un chirrido débil e intermitente. Aniel había pasado por allí. ¿Pero cómo? De pronto le llamó la atención una pequeña mancha de musgo gris, de la misma tonalidad que el granito. Lo rascó. Apareció una diminuta fisura, no mayor que una uña. Fue su salvación, a pesar de que el pitón no quiso entrar más que hasta la mitad. Tiró del ojal para ver si estaba bien clavado. De alguna manera aguantó. Ahora, agarrándose con la mano izquierda al pitón, lentamente... Se asomó hasta la cintura en el aire y fue deslizando la vista por el borde de la semiabierta chimenea, que lo invitaba al salto, como si hubiera sido creada hacía siglos para aquel instante; su vista cayó como una piedra hacia abajo, hasta tropezarse con un brillo gris azulado en el difuminado gris de la escombrera.

Nunca llegó a dar el último paso.

—¿Qué pasa? —reverberó la voz de Massena.

—¡Un segundo! —gritó, pasando la cuerda por el mosquetón. Tenía que observar con más detenimiento. Se asomó de nuevo, esta vez con tres cuartas partes de su peso sostenidas por el pitón, como si pretendiese arrancarlo de la pared, decidido a asegurarse...

Sí, era él; ninguna otra cosa podía brillar así desde aquella altura. Habiéndose desviado de la perpendicular hacía largo rato, Pirx se encontraba ahora a unos trescientos metros hacia un costado del lugar donde había comenzado el ascenso. Buscó algún detalle geográfico que le permitiera orientarse. La cuerda se le hincaba en la carne, respiraba mal y sentía el latido de la sangre en los ojos mientras se esforzaba por memorizar la configuración del terreno; allí estaba la señal que estaba buscando, una enorme roca vista ahora en una perspectiva acortada. Cuando recobró la vertical, los músculos le temblaban.

«Habrá que descender», se dijo, y de forma maquinal tiró inmediatamente del pitón; salió en seguida sin dificultad, como si hubiese estado hundido en mantequilla; dominando cierta sensación de intranquilidad, lo guardó en el bolsillo y comenzó a trazar el camino de bajada. Su descenso fue, si no elegante, por lo menos efectivo: Massena llenó de pitones su posición y acortó la cuerda y Pirx se deslizó sobre el estómago por la plancha durante unos ocho metros; debajo de ésta había otra pequeña chimenea, y a partir de allí descendieron turnándose en la posición de cabeza; cuando Massena le preguntó a qué se debía el regreso, le dijo:

—Lo encontré.

—¿A Aniel?

—Sí. Se cayó. Está ahí abajo, en el fondo de una chimenea.

El camino de regreso no duró ni una hora. Pirx no sintió pena de separarse de los pitones, aunque realmente sentía una sensación peculiar al pensar que ya nunca volvería a poner el pie allí, ni él ni ninguna otra persona; que aquellos pedazos de hierro, forjado en la tierra, quedarían clavados en aquella roca durante siglos, en realidad para siempre.

Habían llegado ya a la zona de grava y daban unos pasos vacilantes para acostumbrarse de nuevo a caminar normalmente, cuando Krull corrió hacia ellos gritando que había encontrado los propulsores de Aniel abandonados a cierta distancia de allí; el robot debía habérselos quitado ex profeso antes de acometer la pared, prueba segura de su mal funcionamiento, puesto que éstos constituían su único medio de salvación en caso de caída.

Massena, que no parecía en absoluto impresionado por las revelaciones de Krull, no ocultó el alto precio que le había costado la escalada; al contrario, se sentó con gran ostentación sobre una piedra, con las piernas muy abiertas, como para saborear su firmeza, y se limpió furiosamente la cara, el cuello y la frente con un pañuelo.

Pirx informó a Krull de que Aniel se había caído. Un par de minutos más tarde fueron a buscarlo. No tardaron mucho en encontrarlo. A juzgar por el estado de los restos, debió haber caído desde por lo menos trescientos metros sin que nada se interpusiera en la caída. El torso blindado estaba completamente destrozado, el cráneo metálico también y su cerebro monocristalino había quedado reducido a un polvo de cristal que salpicaba las rocas circundantes, haciéndolas brillar como si fueran mica. Por lo menos Krull tuvo el detalle de no sermonearle sobre la inutilidad de su escalada. Se limitó a repetir, no sin cierta satisfacción, su teoría de que Aniel tenía que haberse «desprogramado», como lo probaba sin lugar a dudas el abandono de los propulsores. Massena estaba visiblemente alterado por la escalada, y no para mejor. No emitió ni un suspiro de protesta y en general daba la impresión de que cuanto antes se disolviese el equipo y se separasen definitivamente más satisfecho se sentiría.

Volvieron en silencio, más tenso aún porque Pirx estaba reservándose deliberadamente su propia versión del «accidente». Estaba seguro de que Aniel no había sufrido ningún defecto mecánico —ni de mnestrones ni de monocristales ni de nada—, lo mismo que no había nada «defectuoso» en él, Pirx, cuando había sentido aquel incontrolable deseo de vencer la pared. Sencillamente, Aniel era más parecido a sus constructores de lo que éstos estaban dispuestos a reconocer. Una vez cumplido su cometido con su acostumbrada eficacia y rapidez, se encontró con que tenía todavía tiempo de sobra antes de regresar. Aniel no sólo veía el paisaje, lo sentía; estaba creado para resolver problemas difíciles, es decir, para enfrentarse a los desafíos. Y allí se le presentaba la apuesta más alta de todas. Pirx no pudo contener una sonrisa al pensar en lo ciegos que estaban Krull y Massena. ¡Tomar como prueba de un fallo mecánico el que hubiese abandonado deliberadamente los propulsores! ¡Cualquier hombre hubiera actuado de la misma manera! No hacerlo hubiera supuesto eliminar todo el riesgo, reducir el desafío a un simple ejercicio gimnástico. No, estaban completamente equivocados y ninguna clase de argumentos, comparaciones ni gráficos conseguirían convencerlo de lo contrario. Sólo una cosa le asombraba: que no se hubiese despeñado antes, solo allí arriba, sin preparación ni experiencia como alpinista, sin haber sido diseñado para luchar contra las rocas. ¿Qué hubiera pasado si hubiese vuelto? Sin saber por qué, Pirx estaba seguro de que nunca se hubieran enterado de aquello. Por lo menos no por Aniel. ¿Qué le hizo arriesgarse a saltar en ese lugar, sin un compañero, sin un pitón, sin saber siquiera qué le hacía falta? ¿Qué pensó en aquellos momentos? Probablemente nada, una decisión tan carente de cordura como él mismo. ¿Habría alcanzado por lo menos a arañar el borde de la chimenea? En ese caso debía quedar allí una marca, un resto de átomos radiactivos que permanecerían allí hasta que se descompusiesen y desapareciesen lentamente.

Pirx sabía algo más: que nunca le hablaría a nadie del asunto. La gente se aferraría obstinadamente a la hipótesis del mal funcionamiento, la más simple y natural, la única que no amenazaba su imagen del mundo.

Llegaron al campamento después del mediodía. Sus alargadas sombras se movían rápidas mientras desmontaban el barracón, sección por sección, hasta dejar tan sólo un cuadrado desnudo y pisoteado. Las nubes se deslizaban por el cielo mientras Pirx transportaba cajones, enrollaba lonas... en suma, hacía el trabajo que le hubiera correspondido a Aniel. Aquel pensamiento, cuando tomó conciencia de él, le hizo detenerse un instante antes de pasarle la carga a Massena, que la esperaba con los brazos extendidos.

 

El cuento del piloto Pirx

 

¿La ciencia ficción? Me gusta por supuesto, pero sólo la mala. No tanto mala como falsa. Siempre llevo a mano algo así cuando vuelo, algo que te permita leer un par de páginas y luego dejarlo. También leo buenos libros, claro, pero sólo durante las estancias en la Tierra. ¿Por qué? A decir verdad, no lo sé muy bien. Nunca me he parado a pensarlo. Los buenos libros dicen siempre la verdad, aunque describan cosas que nunca hayan sucedido ni nunca vayan a suceder. Son verdaderos en un sentido diferente. Si describen el espacio exterior, por ejemplo, te hacen sentir el silencio, tan completamente distinto al terrestre, y la ausencia de vida. No importa de qué aventura se trate, el mensaje es siempre el mismo: el hombre nunca se sentirá a gusto allá afuera. En la Tierra hay siempre un elemento de azar, de transitoriedad: un árbol, una pared, una huerta, tras un horizonte otro, tras la montaña un valle... pero allá fuera es totalmente distinto.

La gente de la Tierra no se imagina lo horrible que llega a resultar la inmovilidad de las estrellas: puede uno volar por el espacio un año entero a toda potencia y no advertir cambio alguno. Volamos, viajamos alrededor del mundo y creemos adivinar cómo es el cosmos. Pero no hay ni punto de comparación.

Recuerdo una vez, de regreso de una patrulla, que me salió por la radio una discusión de un piloto en las cercanías de Árbitro —la clásica pelea sobre quién tenía prioridad para aterrizar— cuando vi por casualidad otra nave que regresaba. El individuo debía de pensar que estaba solo, porque maniobraba su nave como si le hubiera dado un ataque epiléptico. Todo piloto sabe lo que se siente en esos casos: el ataque te da tras un par de días en el espacio, esa obsesión de hacer algo, lo que sea, salir disparado a toda potencia, dar una vuelta de campana, sacarle la lengua al mundo entero...

Antes solía pensar que estaba mal perder el control hasta esos extremos; pero te ves forzado a ello —por la desesperación, por la necesidad de sacarle la lengua al cosmos—. El cosmos no es un árbol; quizá sea eso lo que lo haga tan difícil de abarcar por la mente. Los buenos libros tratan de eso. Y a los pilotos no nos hace ninguna gracia oír contar la verdad sobre las estrellas, lo mismo que a los moribundos no les gusta oír hablar de la muerte. Lo que nos gusta en esos momentos es algo que nos distraiga; y, por lo menos para mí, lo mejor para eso es la ciencia ficción barata, fácil de leer, donde todo, el cosmos incluido, está domesticado. Pero se trata de una docilidad para adultos, pues en ella hay catástrofes, asesinatos y otros horrores; todos inofensivos, sin embargo, porque son mentira de principio a fin: cuentos de miedo para hacer reír.

La historia que voy a contarles es uno de esos cuentos de miedo. Sólo que éste pasó de verdad. Pero eso no importa. Ocurrió en el Año del Sol Pacífico, durante un rutinario viaje alrededor del sol para recoger la chatarra que orbitaba en un curso paralelo al de Mercurio —los restos de la gran cantidad de cascos viejos acumulados durante los seis años que duró la construcción de una gran estación espacial en el perihelio—, destinada a servir de andamiaje, tras ser reciclada según el sistema Le Mans, en vez de terminar en el basurero. Le Mans era mejor economista que ingeniero: puede que una estación construida de chatarra reciclada fuera tres veces más barata, pero la «operación Mercurio» causó tal cantidad de problemas que al final a nadie le importaba tres pimientos lo que se ahorraba. Y entonces a Le Mans se le ocurrió otra idea genial: ¿por qué no llevar de nuevo a la Tierra todos aquellos restos? ¿Por qué dejarlos dando vueltas en el espacio hasta el día del juicio final cuando podrían refundirse en los hornos de Marte? Pero para que el negocio resultara rentable las naves encargadas de remolcarlos hasta la Tierra debían estar en unas condiciones sólo ligeramente mejores que las de la chatarra misma.

En aquella época yo estaba verde como piloto; es decir, sólo lo era sobre el papel y cuando cobraba la paga a primeros de mes. Y tenía tantas ganas de volar que lo hubiera hecho en un horno si hubiera tenido la más mínima potencia; no tiene, pues, nada de extraño que me faltara tiempo para presentarme en la oficina brasileña de Le Mans en cuanto leí el anuncio solicitando pilotos. No me atrevería a describir a las tripulaciones contratadas por Le Mans —o, mejor dicho, por sus agentes— como una especie de legión extranjera del cosmos. Los días de los aventureros espaciales pertenecían al pasado porque, por regla general, no había aventuras que correr. Los hombres se decidían a enrolarse a consecuencia de alguna desgracia personal o alguna manía, lo cual no era precisamente lo más recomendable en una profesión que exige mayor resistencia y capacidad de aguante que la marina.

No estoy tratando de dármelas de psicólogo, sólo quiero aclarar cómo es posible que perdiera a la mitad de mi tripulación en mi primer viaje. Los técnicos fueron los primeros en fallar, convertidos en borrachos por el radiotelegrafista, el pequeño Metys, que se sabía todos los trucos que existían para pasar alcohol de contrabando —bolsas de plástico herméticas escondidas en el interior de los bidones y cosas por el estilo—. Creo que hubiera sido capaz de introducir whisky en el reactor si hubiera sido posible. Los pioneros de los vuelos espaciales se hubieran indignado lo indecible. No comprendo cómo podían creer que el mero hecho de poner a un hombre en órbita lo convertía en un ángel. ¿O se dejaban llevar subconscientemente por el celeste y paradisíaco cielo que tan rápidamente se desvanecía durante el despegue? Pero para qué discutir con los muertos. El mexicano, que en realidad había nacido en Bolivia, traficaba con marihuana como negocio secundario, y le encantaba lanzarme al anzuelo a ver si picaba. Un mal bicho, pero los he conocido peores.

Le Mans era un hombre importante; no se ocupaba de minucias, se limitaba a darle un presupuesto a sus agentes y allá se las compusieran. Así que no sólo terminé con el mínimo posible de tripulación, sino que tuve que sudar cada kilovatio de potencia y escatimar en cada maniobra porque revisaban los cronógrafos después de cada viaje para comprobar que —Dios nos libre— no se hubiesen malgastado ni diez dólares volatilizados en neutrones. Nunca había estado al mando de una nave como aquélla y me atrevo a decir que tampoco había existido una como la mía desde que los viejos aventureros surcaban los mares entre Glasgow y la India. Pero no iba a quejarme, e incluso me acuerdo de la Perla de la Noche, me avergüenza decirlo, con un poquito de nostalgia. Perla de la Noche ¡Vaya nombre! La nave estaba tan decrépita que la navegación consistía más en buscar fisuras y cortocircuitos que en cualquier otra cosa. Cada despegue y cada aterrizaje eran una violación de las leyes de la física. Y no sólo de las de la física. El agente de Le Mans debía de tener amigos importantes en el puerto de Mercurio, porque de otra forma cualquier controlador que se preciara habría clausurado la Perla inmediatamente, desde la cabina de mandos hasta el reactor.

En cuanto llegábamos a la altura del perihelio, comenzábamos a rastrear los restos con el radar, los juntábamos y formábamos un «tren» con ello. ¡Cómo me lo pasé en aquellos momentos!: peleándome con los técnicos, arrojando el licor por la borda —poniendo en órbita permanente litros de ginebra seca London— y rompiéndome la cabeza con las infernales matemáticas que se requerían para encontrar soluciones aproximadas al problema de tener demasiados cuerpos. Pero lo peor de todo era no tener nada que hacer. El vacío de tiempo y de espacio.

Entonces era cuando me encerraba en mi camarote y leía. No recuerdo el nombre del autor (algún americano) ni el título (algo sobre el «polvo estelar»). No recuerdo el principio porque comencé más o menos por la mitad —cuando el héroe está en la cámara del reactor hablando por teléfono con el piloto y oye de repente «¡meteoritos a popa!»—. Todo ese tiempo están en caída libre; de repente, ve que la pared del reactor, un coloso enorme con los indicadores como ojos amarillos, se precipita hacia él —la conexión de los motores le ha pillado en gravedad cero—. Por suerte, cae sobre ella con los pies por delante, pero la aceleración le arranca el teléfono de las manos; durante unos instantes consigue aferrarse al cable, pero luego cae aplastado por la gravedad contra la cubierta, con el teléfono balanceándose por encima de su cabeza; hace un esfuerzo sobrehumano para alcanzarlo, pero, al pesar una tonelada, no puede mover ni un dedo; al final, consigue asirlo entre los dientes, justo a tiempo de dar la orden que los salva.

Recordaba perfectamente aquella escena, pero todavía me gustó más la del paso por un enjambre de meteoritos. Una nube de polvo —no se lo pierdan— lo bastante grande para cubrir la tercera parte del cielo y tan densa que sólo las estrellas más brillantes la atravesaban. Y esto no es nada: de repente, el héroe ve algo en las pantallas; de entre el amarillento tifón surge un cegador remolino con un núcleo negro. Sólo Dios sabe lo que sería, pero casi lloro de risa. ¡Qué tinglado tan estupendo! El asunto de la nube, el tifón, el teléfono, porque, ¿acaso es necesario decirlo?, durante todo el tiempo que el muchacho está colgando del hilo del teléfono hay una mujer esperándolo en su camarote. Muy hermosa, por supuesto. Una agente secreto de una tiranía cósmica, ¿o era una de los rebeldes que luchaban contra la tiranía? Ya no me acuerdo. Una belleza, en cualquier caso.

¿Pero por qué divago tanto sobre la novela? Porque aquella novela fue mi salvación. ¿Meteoritos? En las semanas que pasé rastreando el espacio en busca de restos de naves en torno a las veinte o treinta mil toneladas, debo de haberme perdido por lo menos la mitad de los meteoritos detectados por el radar. Una bala hubiera sido más fácil de detectar. Y una vez, mientras estábamos sin gravedad, tuve que agarrar por el pescuezo a mi radiotelegrafista, lo cual requirió mucha más habilidad que lo del teléfono y resultó mucho menos romántico. Me estoy desviando del tema de nuevo, lo sé. Pero es que todo el asunto empezó de esta manera tan poco romántica.

Cuando acabé el rastreo de dos meses por el espacio, llevaba a remolque entre ciento veinte y ciento cuarenta mil toneladas de chatarra y me dirigía hacia la Tierra a lo largo del plano de la eclíptica.

¿Que eso va en contra del reglamento? Por supuesto. Como ya dije, tenía que escatimar el combustible, lo que significaba dejarse llevar durante más de dos meses sin conectar los motores. Y entonces ocurrió la catástrofe. No, no fueron meteoritos —después de todo, esto no es una novela—, sino las paperas. Primero el ingeniero nuclear, luego los dos pilotos a la vez y a continuación todos los demás, uno tras otro. Los síntomas típicos: cara hinchada, ojos convertidos en ranuras, fiebre alta. Rápidamente estaban todos de baja. Ngey, un negro que ejercía las funciones de cocinero, camarero, intendente y alguna otra a bordo de la Perla, había llevado el funesto virus a bordo. ¡Él también se puso enfermo, por supuesto! ¿Es que los niños sudamericanos no pasan las paperas, o qué?

Así que me encontré de comandante de una nave sin tripulación, o casi: me quedaban todavía el radiotelegrafista y el segundo ingeniero. Poco importaba que el radiotelegrafista estuviera ya borracho desde la hora del desayuno; no del todo, eso sí: o bien lo tomaba muy poco a poco o tenía un estómago de hierro, porque no dejaba de ir de un lado para otro, sobre todo cuando no teníamos gravedad (es decir, la mayor parte del tiempo, a excepción de unas cuantas correcciones de curso). Pero tenía el alcohol en los ojos, en el cerebro, así que había que comprobar y requetecomprobar cada orden y cada encargo que se le hacía. Yo soñaba con desquitarme en cuanto aterrizáramos, porque ¿cómo demonios podía darle una paliza allí arriba? Cuando estaba sobrio era la típica rata, gris, rastrero, desaseado, con la agradable costumbre de llamarle todo tipo de obscenidades a los hombres que tenía atravesados, cuando estaban a la mesa. Y en morse. Sí, sí, en morse: tamborileaba en la mesa con los dedos, y casi provoca unas cuantas peleas a su costa (naturalmente, todos entendían el morse perfectamente), alegando que era un tic nervioso en cuanto se sentía acorralado. Cuando le ordené que mantuviese los codos pegados a los costados, golpeaba con el pie o con el tenedor: el tipo era un auténtico artista.

El único hombre en condiciones era el ingeniero —que resultó ser un ingeniero de caminos—. En serio. Se había enrolado a mitad de paga a cambio de que no le hicieran preguntas, y a mí no se me ocurrió interrogarlo cuando subió a bordo. El agente le había preguntado si entendía de máquinas y él, por supuesto, había contestado que sí. No mencionó qué tipo de máquinas. Le dije que se quedara de guardia, aunque no sabía distinguir un planeta de una estrella. Ahora ya saben cómo conseguía Le Mans sus enormes beneficios. En lo que a sus agentes respecta, yo podía haber resultado ser un comandante de submarinos. Sí, naturalmente, siempre me quedaba la posibilidad de abandonarlos a su suerte y encerrarme en mi camarote. Podía haberlo hecho, pero no lo hice. El agente no era tan tonto, después de todo. Confiaba, si no en mi lealtad, sí en mi instinto de conservación. En mis deseos de regresar en una sola pieza. Y puesto que la chatarra, más de cien mil toneladas, carecía de peso en el espacio, desengancharla no hubiera aumentado nuestra velocidad ni un milisegundo. Además, yo no era tan mal nacido. Aunque no vayan a creer que no me tentó la idea, mientras hacía mi ronda diaria con el algodón, el aceite balsámico, las vendas, el alcohol, las aspirinas...

Sí, aquel libro de amores cósmicos y tifones de meteoritos fue mi único escape. Algunos pasajes los leí varias veces, algunos hasta diez. La novela estaba llena a rebosar de todo tipo de catástrofes espaciales: una rebelión de cerebros electrónicos, agentes piratas con microtransmisores implantados en el cráneo, sin mencionar a la belleza procedente de otro sistema solar, pero ni una palabra sobre paperas. Lo cual me encantaba, naturalmente. Estaba hasta las narices de las paperas. Incluso creo que de la astronáutica en general.

En los ratos libres me dedicaba a buscar por todos lados la reserva de licor del radiotelegrafista. Aunque quizá sea sobreestimarlo, sospecho que dejaba siempre un rastro a propósito hasta uno de sus escondrijos, cuando se le terminaba el licor en él, para que no me desanimara y abandonara mi cruzada. Nunca conseguí localizar sus reservas. Quizá estaba ya tan saturado de alcohol que lo llevaba almacenado dentro de sí mismo. Y puedo asegurarles que las busqué, con la nariz pegada a la cubierta como una mosca al techo, flotando por la popa y la parte general de la nave como a veces hacemos en sueños. Me sentía completamente solo, con la tripulación sufriendo sus hinchadas mandíbulas en cuarentena en los camarotes, el ingeniero aprendiendo francés en cintas arriba en la cabina de mandos y la nave silenciosa como una funeraria, a excepción de algún lamento ocasional o de un aria que surgía de vez en cuando de los conductos de ventilación; esta última procedía del mexicano-boliviano, que todas las tardes a la misma hora sufría un ataque de angustia vital. Me importaban bien poco las estrellas a mí, a no ser las de mi libro, naturalmente. Me sabía los mejores trozos de memoria (gracias a Dios ya se me han olvidado). Y esperaba a que se pasase la epidemia de paperas, sintiendo que no podría aguantar aquella existencia de Robinson durante mucho más tiempo. Incluso evitaba al ingeniero de caminos; era un buen tipo a su manera, pero no hacía más que jurarme que nunca se hubiera enrolado de no haber sido por las deudas que le habían hecho contraer su esposa y su cuñado. Es decir, era el tipo de hombre que no soporto, excesivamente confiado. No sé si las confidencias me las hacía sólo a mí. La mayoría de la gente suele tener cierto sentido del decoro, pero aquel tipo lo confesaba todo, hasta el punto de que conseguía revolverme las tripas. Por suerte, las veintiocho mil toneladas de masa de la Perla ofrecían suficiente sitio para esconderme.

Como ya se pueden imaginar, aquel fue mi primer y último viaje para Le Mans. Desde entonces he sido mucho más cauto, lo que no quiere decir que no me haya metido en líos. No estaría contándoles éste, quizá el más bochornoso de mi carrera, si no fuera por ese otro aspecto fantástico de la astronáutica. Recuerden que les advertí que esta historia sonaría a ciencia ficción.

El mensaje de alarma llegó cuando estábamos a la altura de la órbita de Venus. Pero nuestro radiooperador estaba echando una siestecita durante su guardia o, sencillamente, se olvidó de grabarlo. El caso es que yo no me enteré de la noticia hasta el día siguiente, en el pronóstico meteorológico de la estación Luna. A decir verdad, al principio pensé que se trataba de una falsa alarma. Las Dracónidas estaban ya muy por detrás de nosotros, el espacio estaba tranquilo, excepto los enjambres habituales, y Júpiter no estaba en condiciones de gastar ninguna de sus acostumbradas bromas con sus perturbaciones gravitacionales porque estaba en otro radiante. Además, se trataba sólo de una alerta de grado ocho, en realidad más bien una nube de polvo de baja densidad con un porcentaje insignificante de partículas de gran tamaño —pero la anchura del frente era realmente enorme—. Una ojeada al mapa bastó para darme cuenta de que llevábamos ya por lo menos una hora, o quizá dos, dentro de la nube. Las pantallas estaban vacías. No había motivo de preocupación, era un enjambre vulgar y corriente. Pero el parte de la tarde no tenía nada de corriente: ¡los rastreadores de largo alcance de la estación Luna señalaban que el enjambre procedía de fuera del sistema solar!

Era el segundo enjambre de este tipo en toda la historia de la astronáutica. Los meteoritos se desplazan alrededor del sol en órbitas elípticas, sujetos a él por las fuerzas gravitatorias como si de yoyós se tratase; un enjambre procedente de fuera del sistema solar, de algún rincón de la galaxia en general, constituía todo un acontecimiento, aunque más para los astrofísicos que para los pilotos. Para los pilotos, la única diferencia era la velocidad. Los enjambres procedentes de nuestro propio sistema viajan en el espacio circunterrestre a una velocidad no mayor que la parabólica o la elíptica; los de fuera del sistema solar pueden —y normalmente lo hacen— moverse a velocidades hiperbólicas. Puede que esto llene de excitación a los expertos en meteoritos y los astrobalísticos, pero no a nosotros.

El radiotelegrafista no se inmutó lo más mínimo ni por la noticia ni por el rapapolvo que le eché a la hora del almuerzo. Una conexión de los motores (a baja potencia, naturalmente) y una corrección de curso nos había proporcionado la gravedad suficiente para hacer la vida más llevadera: nada de sorber la sopa por una pajita ni de extraer el puré de carne del tubo como si fuese pasta de dientes. Siempre he sido partidario de las comidas comunes y corrientes.

El ingeniero, sin embargo, estaba aterrorizado. El que yo hablara del enjambre como quien habla de un chaparrón de verano le parecía una prueba irrefutable de mi locura. Le aclaré suavemente que sólo se trataba de una nube de polvo, y además dispersa, y que la posibilidad de tropezarnos con un fragmento de tamaño suficiente para dañar la nave era menor que la de morir aplastado por la caída de la araña de cristal de un teatro; que, de todas formas, no podíamos hacer nada, porque la Perla no estaba capacitada para efectuar ninguna maniobra de evasión; y que, por último, nuestro curso coincidía en gran medida con el del enjambre; lo que reducía considerablemente el riesgo de colisión.

No pareció muy convencido, pero a esas alturas yo ya había llegado al límite con la psicoterapia y preferí concentrarme mejor en el radiotelegrafista; es decir, en mantenerlo alejado de su fuente de licor por lo menos durante un par de horas, lo cual era más urgente que nunca en el estado de alerta. Una cosa me preocupaba sobremanera: que se produjera alguna llamada de socorro. Estábamos ya dentro del perímetro de Venus, en una zona de tráfico intenso; había una enorme cantidad de naves, y no sólo de carga. Permanecí cuatro horas de guardia frente al transmisor, con el radiotelegrafista a mi lado, hasta las seis horas de a bordo —afortunadamente no capté ninguna llamada de socorro—. La densidad del enjambre era tan baja que había que pasarse horas enteras mirando atentamente las pantallas de radar para percibirla como una masa de fantasmagóricos puntitos verdosos de tamaño tan microscópico que hubieran podido atribuirse con toda tranquilidad a un espejismo provocado por el cansancio visual. Mientras tanto, las estaciones de rastreo de la Tierra y la Luna habían calculado ya que el enjambre hiperbólico, bautizado con el nombre de Canopus (por la estrella de mayor magnitud del radiante) no intersectaría la órbita de la Tierra, sino que pasaría a un lado y abandonaría el sistema solar, perdiéndose en el mismo vacío cósmico del que había surgido para no volver nunca más a amenazarnos.

El ingeniero de caminos, más ansioso que nunca, no hacía más que curiosear por la estación de radio, a pesar de mis gritos para que volviese a la cabina de mandos y vigilase los controles. Una orden totalmente gratuita, por supuesto, primero porque los motores estaban desconectados, y sin energía no hay navegación, y segundo porque él no hubiera sido capaz de realizar ni la más elemental maniobra ni yo se lo hubiera permitido. Lo único que quería era mantenerlo ocupado y librarme de sus continuas interrupciones. ¿Había estado antes atrapado en un enjambre? ¿Cuántas veces? ¿Había habido algún accidente? ¿Grave? ¿Qué posibilidad de salvación había en caso de producirse una colisión? No paraba de hacer preguntas. En vez de contestarle le tendí el manual Astronáutica y Astronavegación básicas, de Karaft, que aceptó pero nunca llegó a abrir; él quería noticias de primera mano, no una serie de datos fríos. Y a todo esto nos hallábamos, les recuerdo, en una nave sin gravedad, desprovista totalmente de peso, en la que incluso el más sobrio de los hombres se movía de forma grotesca, en la que la fuerza ejercida para escribir en un papel con un lápiz podía dar con un hombre de cabeza en el techo y causarle un moratón.

El radiotelegrafista, sin embargo, no luchaba contra la ingravidez sujetándose con un cinturón como el resto, sino arrojando cosas al aire para propulsarse: cuando se encontraba atrapado en el espacio a mitad de camino entre la cubierta, las paredes y el techo, echaba mano al bolsillo del pantalón, tiraba lo primero que encontraba —sus pantalones eran un almacén de pesos diversos, llaveros, sujetapapeles de metal— y se dejaba llevar suavemente en dirección opuesta al impulso provocado. Un método infalible, demostración inequívoca de la segunda ley de Newton, pero un tanto molesto para sus compañeros, porque los objetos así arrojados rebotaban contra las paredes y salían despedidos en todas direcciones, y el consiguiente revuelo de objetos duros y potencialmente dañinos podía durar un buen rato. Digo esto para añadir un toque más de color a aquel idílico viaje.

El éter, mientras tanto, estaba totalmente saturado, conforme las naves de pasajeros comenzaban a cambiar a rutas alternativas. La Base Lunar no tenía un momento de respiro. Los repetidores de tierra, que transmitían automáticamente las correcciones de curso y órbita, lanzaban sus señales al espacio a una velocidad demasiado rápida para ser captadas por el oído humano. Las ondas estaban también llenas de voces de pasajeros que, por un precio exorbitante, enviaban mensajes tranquilizadores a sus familiares. La estación astrofísica de la Luna seguía transmitiendo partes regulares sobre la zona de mayor concentración del enjambre, junto con análisis espectroscópicos de su composición. En una palabra: un programa de variedades de lo más entretenido.

Mi sufriente tripulación, informada ya de la existencia de la nube hiperbólica, no paraba de telefonear al puesto de radio —hasta que desconecté el sistema de comunicación interior—, notificándoles a todos que reconocerían cualquier peligro —una perforación, digamos— por la pérdida instantánea de presión.

Alrededor de las once me dirigí al comedor a tomar algo. El telegrafista, que debía estar aguardando precisamente eso, desapareció sin dejar rastro, y yo estaba demasiado cansado, no ya para buscarlo, sino ni siquiera para preocuparme de él. El ingeniero volvió de su guardia, más tranquilo y aparentemente más preocupado por su cuñado que por el enjambre. Conforme salía del comedor, y aprovechando el único instante en que no estaba bostezando como una ballena, mencionó que la pantalla de radar izquierda debía haber sufrido un cortocircuito, porque mostraba una especie de parpadeo verdoso. Terminó de desaparecer con estas palabras, mientras yo, que estaba dando buena cuenta de una fría lata de carne de ternera y tenía el tenedor hincado en un poco apetitoso trozo de grasa solidificada, me quedaba helado.

¡Aquel ingeniero sabía de pantallas de radar lo que yo de asfalto! ¡Un cortocircuito en una pantalla de radar!

Un segundo más tarde me dirigía a toda velocidad a la cabina de mandos (es un decir, porque toda la velocidad que podía alcanzar era la resultante de impulsarme con manos y pies contra las paredes y el techo). La cabina de mandos, cuando por fin llegué a ella, ofrecía un aspecto muerto: las luces piloto apagadas, los controles del reactor brillando como luciérnagas fantasmales; sólo la pantalla de radar permanecía en funcionamiento, palpitando con cada barrido del rayo. Mis ojos estaban fijos en la pantalla izquierda aun antes de atravesar la escotilla de entrada.

En el cuadrante inferior derecho se veía un brillante punto inmóvil que, al acercarme, se convirtió en una mancha del tamaño de una moneda, de forma aplastada y lenticular, perfectamente simétrica y de color verde fosforescente: un diminuto pez engañosamente inmóvil en un océano de otro modo desierto. Si un oficial de guardia lo hubiese visto —no ahora, sino media hora antes— habría activado el sistema de rastreo automático, habría alertado al comandante y habría pedido a la otra nave que informase sobre su curso y su destino. Pero yo no tenía oficiales de guardia, era media hora tarde y me encontraba solo. Lo hice todo a la vez: lancé una llamada de identificación, activé el rastreador y puse en marcha el reactor (estaba tan frío como un cadáver de otros tiempos) para poder disponer de energía inmediatamente. Incluso conseguí poner en marcha el ordenador de navegación, sólo para descubrir que el curso de la otra nave era casi paralelo al nuestro, con una diferencia de sólo fracciones de minuto, de modo que el riesgo de colisión, que ya para empezar era muy bajo, se aproximaba prácticamente a cero. Pero la otra nave permaneció silenciosa. Me mudé a otra butaca y comencé a enviarles en morse con destellos del láser de cubierta. Estaba demasiado cerca, a unos novecientos kilómetros, y yo ya me veía compareciendo ante el Tribunal Cósmico por violación del Párrafo VIII: «AP = Aproximación Peligrosa». Pero hasta un ciego hubiera visto mis señales luminosas, me dije. Mientras tanto, la nave seguía tercamente instalada en mi radar, y no sólo no alteró el curso, sino que comenzó a aproximarse aún más. Íbamos en cursos casi paralelos, como ya he dicho, por el perímetro exterior del cuadrante. A ojo calculé que su velocidad era hiperbólica, o sea aproximadamente unos noventa kilómetros por segundo. ¡Y nosotros íbamos a cuarenta y cinco!

La nave seguía sin responder. Se estaba aproximando y tenía un aspecto imponente, incluso sobrecogedor. Una incandescente lente verde pálido, que nosotros veíamos desde un lado; un huso alargado. Extrañado por su tamaño, eché una ojeada al medidor de distancia del radar: estaba a cuatrocientos kilómetros. Parpadeé. Normalmente, a esa distancia, una nave no se ve más grande que una coma. «¡Maldita sea —pensé—, en esta nave no funciona nada!» Transferí la imagen a un pequeño radar auxiliar con antena direccional. El mismo resultado. Me quedé de piedra. Y de repente se me iluminó el cerebro; debía tratarse de otro de los convoyes de Le Mans, una cadena de cuarenta o cincuenta naves viejas a remolque, eso explicaría el tamaño... pero ¿por qué la forma de huso?

El radar siguió barriendo el espacio, el indicador de distancia continuó su traqueteo: trescientos kilómetros... doscientos sesenta... doscientos...

Comprobé el margen de separación de los cursos con el Harrelsberg porque me estaba empezando a oler a una posible colisión. Cuando se introdujeron por primera vez los radares en el mar, todo el mundo se sintió más seguro, pero los barcos continuaron hundiéndose de todas formas. Los datos confirmaron mis sospechas: la otra nave pasaría a unos treinta o cuarenta kilómetros de nuestra proa. Comprobé los repetidores de radio y de láser. Funcionaban los dos, pero no había respuesta alguna de la intrusa.

Hasta aquel momento yo me había estado sintiendo un poco culpable —por haber dejado puesto el piloto automático mientras escuchaba las quejas del ingeniero sobre su cuñado y me comía una lata de carne de ternera porque estaba sin tripulación y tenía que hacerlo todo yo solo—, pero dejé de hacerlo. Fue como si se me cayese el velo de los ojos. Lleno de santa indignación, supe quién era el culpable: aquella nave sorda y muda, demasiado inmersa en su vuelo hiperbólico por el sector para dignarse responder a la llamada de emergencia de un piloto.

Conecté la radio y le exigí que conectase las luces de navegación, que lanzase cohetes de señales, que me informase de su número de identificación, su nombre, destino y propietario —todo ello usando el código internacional, por supuesto—, pero la nave siguió navegando tranquilamente, sin alterar su curso ni su velocidad siquiera una fracción de grado o segundo. Estaba ya a ochenta kilómetros a popa.

Hasta aquel momento había estado un poco a babor, ahora estaba claro que se acercaba cada vez más. La corrección angular indicaba que el margen sería aún más estrecho que el calculado por el ordenador. Menos de treinta kilómetros con seguridad, y quizá menos de veinte. Según el reglamento, yo debería haber comenzado ya a frenar, pero no podía. Llevaba a remolque más de cien mil toneladas de peso muerto. Antes hubiera tenido que soltar todos aquellos cascos vacíos. Pero ¿solo y sin tripulación? Imposible, frenar era totalmente imposible. Lo que en realidad necesitas, me dije, no son conocimientos de astronáutica, sino de filosofía, un poco de fatalismo para empezar y, si el cálculo del ordenador no era exacto, incluso hasta una chispita de escatología.

Exactamente a los veintidós kilómetros, la otra nave comenzó a adelantar claramente a la Perla. A partir de ese momento la distancia no haría más que aumentar, lo que significaba que estábamos fuera de peligro. Durante todo aquel tiempo mis ojos no se habían apartado del indicador de distancia; ahora volví a mirar la pantalla de radar.

Lo que vi no era una nave, sino una isla volante. Desde una distancia de veinte kilómetros, medía alrededor de dos dedos de anchura. ¡El huso perfectamente simétrico se había convertido en un disco; mejor dicho, en un anillo!

Sé lo que estarán pensando; una nave extraterrestre. ¿Cómo, si no, se explica una nave de veinte kilómetros de longitud...?, una nave extraterrestre. Suena bonito, pero ¿quién cree en naves extraterrestres? Mi primer impulso fue perseguirla. ¡De verdad! Llegué incluso a agarrar la palanca de arranque, pero no a moverla. Con todas aquellas naves viejas a remolque habría sido inútil. Salté del asiento y me dirigí por un estrecho tubo vertical a la pequeña cúpula de observación instalada en el exterior del casco, encima de la cabina de mandos. Estaba convenientemente equipada con un telescopio y cohetes de señales. Disparé tres en rápida sucesión, apuntando en la dirección general de la nave, y traté de localizarla al estallar la primera bengala. Era tan grande como una isla, sí, pero aun así no conseguí localizarla de inmediato. El resplandor del cohete me cegó durante unos segundos, hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz. La segunda bengala estalló demasiado lejos para que pudiera ver nada. La tercera lo hizo justo encima. La vi, a la luz del paralizante resplandor blanco. Sólo fue un vistazo, en realidad, de no más de cinco o seis segundos de duración, porque había utilizado una de esas bengalas excepcionalmente brillantes que se apagan en seguida. Pero en el transcurso de esos pocos segundos vi, desde arriba, a través de mis anteojos de visión nocturna, cuyos cristales de ochenta aumentos me la acercaron a unos cuantos cientos de metros, una espectral masa de metal brillantemente iluminada. Tan inmensa que apenas cabía en mi campo de visión. En el centro brillaban con claridad varias estrellas. Una especie de túnel de hierro fundido, hueco, flotando en el espacio, pero —según vi en el último resplandor del cohete— algo achatado, con una forma más parecida a un neumático que a un cilindro. Podía ver perfectamente a través de su centro mismo, a pesar de que no estaba en el mismo eje; aquel coloso estaba ligeramente inclinado respecto a mi ángulo de visión, como un vaso de agua a punto de derramarse. No había tiempo para contemplaciones. Disparé más bengalas; dos no se encendieron, la tercera se quedó demasiado corta y la cuarta y la quinta lo iluminaron por última vez. Una vez que hubo intersectado la ruta de la Perla, comenzó a alejarse cada vez con mayor rapidez —a cien, doscientos, trescientos kilómetros— hasta salirse por completo de mi campo visual.

Volví inmediatamente a la cabina de mandos para calcular su trayectoria, pues, una vez calculada, tenía intención de hacer sonar una alarma general, en todos los sectores, una alarma como nunca antes la había habido. Ya me imaginaba una persecución a gran escala en pos del intruso extraterrestre, una persecución que usaría la trayectoria calculada por mí. Aunque estaba convencido de que el extraño pertenecía al enjambre hiperbólico.

Hay ocasiones en que el ojo humano se comporta como una cámara fotográfica, en que una imagen muy breve, pero muy nítida, puede no sólo ser recordada, sino reproducida con toda exactitud, como si aún estuviera ante nuestros ojos; minutos más tarde, aún podía ver la superficie del coloso a la luz de la bengala, sus bordes, de kilómetros de longitud, no lisos, sino llenos de grietas y agujeros, casi como la superficie lunar, la forma en que la luz había caído sobre las rugosidades, protuberancias y cavidades semejantes a cráteres; debía de llevar millones de años vagando por el espacio, oscura y muerta, adentrándose en las nebulosas para emerger siglos más tarde, roída por el polvo y carcomida por la constante erosión cósmica. No sabría explicar por qué estaba tan seguro, pero tenía la certeza de que no había en ella ningún ser viviente, que era tan sólo un cascarón vacío de miles de millones de años de antigüedad, tan muerto como la civilización que la había construido.

Con la mente llena todavía de tales imágenes, calculé por cuarta, quinta y sexta vez los elementos de su trayectoria para asegurarme de su exactitud y los introduje a golpe de tecla en el casete. Cada segundo contaba; la nave era ya sólo una verde coma fosforescente, una muda luciérnaga acercándose al borde derecho de la pantalla y alejándose a una distancia de dos mil, tres mil y finalmente seis mil kilómetros.

Luego desapareció. ¿Por qué había de preocuparme el hecho? Estaba muerta, sin capacidad de maniobra, no podía correr ni esconderse. Cierto, volaba a velocidad hiperbólica, pero cualquier nave equipada con un reactor de gran potencia podía alcanzarla disponiendo de los datos exactos de su trayectoria. Abrí el casete para sacar la cinta y llevarla al puesto de radio —y me quedé petrificado, como fulminado por un rayo—. El casete estaba vacío. La cinta se había terminado hacía horas, quizá incluso días, y nadie se había molestado en sustituirla. Había estado grabando los resultados de mis cálculos en la nada. Todo perdido. Ni nave, ni rastro, ni nada.

Me abalancé hacia la pantalla. ¡Maldito convoy! Me moría de ganas de desenganchar los malditos tesoros de Le Mans y salir pitando ¿Hacia dónde? Ni yo mismo lo sabía muy bien. En dirección a Acuario, supongo. ¡Pero no era posible poner rumbo a toda una constelación! Y sin embargo... si lanzase una llamada de radio al sector, dando la velocidad y el curso aproximados.

Era mi deber como piloto, mi primer y principal deber, si es que todavía era capaz de cumplir alguno.

Tomé el ascensor hasta el centro de la nave, a la estación de radio. Me lo imaginé todo: la llamada a Luna Central solicitando prioridad para mis siguientes transmisiones, de importancia vital, que seguramente serían recibidas por el controlador de guardia y no por uno de los ordenadores. Después, mi informe de que había visto una nave extraña atravesando mi ruta, formando parte, probablemente, del enjambre galáctico. El controlador me exigiría inmediatamente la trayectoria y yo tendría que decirle que la había calculado pero que, debido a un descuido, no había cinta en el casete. Entonces me pediría que le diera la posición relativa a las estrellas calculadas por el piloto que la viera por primera vez. No, tampoco tenía la posición relativa, el oficial de guardia era un ingeniero de caminos, no un astronauta. A continuación —suponiendo que no hubiera comenzado ya a sentir sospechas— me preguntaría por qué no le había ordenado al radiotelegrafista los datos mientras yo efectuaba los cálculos. Tendría que decirle la verdad: que el telegrafista estaba demasiado borracho para montar guardia. Si es que aún le quedaban ganas de seguir la conversación a través de los trescientos sesenta y ocho millones de kilómetros que nos separaban, desearía saber por qué no había sustituido al telegrafista alguno de los pilotos, a lo que yo respondería que tenía a toda la tripulación en cama con las paperas. Con lo cual, si es que abrigaba todavía alguna duda, terminaría de convencerse de que el hombre que le había interrumpido en mitad de la noche, alarmándole con historias de una nave extraña, estaba sin duda loco o borracho. ¿Había tratado de registrar la presencia de la nave de alguna forma? ¿Fotografiándola a la luz de las bengalas, grabando los datos del radar en ferrocinta o, por lo menos, grabando todas las llamadas que le había hecho? Pero yo no tenía nada de nada. Había estado demasiado agobiado y no se me había ocurrido que fuese necesario fotografiarla, puesto que, de todos modos, las naves terrestres no tardarían en darle alcance. Además, todos los equipos de grabación estaban desconectados...

El controlador haría exactamente lo que yo habría hecho en su lugar: ordenarme que rompiera la conexión y preguntar a todas las naves del sector si habían visto algo sospechoso. Ninguna lo habría visto, por supuesto, porque ninguna podía haber visto al intruso galáctico. El único motivo por el que yo la había visto es que estaba volando por el plano de la eclíptica, algo absolutamente prohibido porque en esa zona existe una gran cantidad de polvo en circulación y de restos de meteoritos y colas de cometas. Me había saltado la prohibición porque de otra forma no habría tenido combustible suficiente para realizar las maniobras que habían de enriquecer a Le Mans en unas ciento cuarenta mil toneladas de chatarra. Tendría que decirle al coordinador de Luna que el encuentro se había producido en una zona prohibida, lo cual significaría una desagradable conversación con la Comisión Disciplinaria del Tribunal de Navegación Cósmica. Seguramente el descubrimiento de la nave se consideraría lo bastante importante para salvarme de una amonestación oficial y quizá incluso de una multa, pero sólo en el caso de que llegaran a alcanzarla. En resumen, un caso perdido, porque la búsqueda hubiera supuesto enviar una flota entera a la zona de la eclíptica, doblemente peligrosa ahora con el paso del enjambre cósmico. Incluso aunque quisiera, el coordinador de Luna carecía de la autoridad para ordenarla. Y suponiendo que me empeñase y acudiera al COSNAV, la Comisión Internacional para la Investigación Espacial y sólo el diablo sabe quién más, quedarían aún las conferencias, las reuniones y las sesiones de deliberación, y luego, con suerte, es posible que tomaran una decisión al cabo de tres semanas. A esas alturas —mi mente, excepcionalmente rápida aquella noche, había terminado los cálculos mientras iba aún en el ascensor— la nave se encontraría ya a unos ciento noventa millones de kilómetros, más allá del sol, del que habría pasado lo bastante cerca como para sufrir una alteración en su trayectoria, de forma que la posible zona de búsqueda abarcaría unos diez millones de kilómetros cúbicos. Quizá veinte.

Éstas eran las perspectivas cuando llegué a la estación de radio. Me senté y calculé las posibilidades de localizar la nave con el radiotelescopio gigante de Luna, la unidad radioastronómica más potente del sistema. Potente, sí, pero no bastante para localizar un cuerpo de unas cuantas millas a una distancia de cuatrocientos millones de kilómetros. Y aquí se acaba la historia. Rompí los cálculos que había hecho, me levanté y me dirigí en silencio al camarote, con la sensación de haber cometido un delito. Habíamos recibido la visita de un intruso cósmico, algo que ocurre, qué sé yo, una vez cada millón de años —no cada cientos de millones de años—. Y, a causa de una epidemia de paperas, a causa de un hombre llamado Le Mans y sus convoyes de chatarra, a causa de un radiotelegrafista borracho, un ingeniero y su cuñado, y mi propia negligencia, se nos había escurrido de entre los dedos para fundirse como un fantasma con la infinidad del espacio. En las doce semanas que siguieron a aquella noche, viví en un extraño estado de tensión, porque era durante ese tiempo cuando la nave debía entrar en el reino de los grandes planetas y quedar para siempre fuera de nuestro alcance. Permanecía en la estación de radio siempre que me era posible, alimentando la esperanza, cada vez más débil, de que alguien más lúcido o simplemente más afortunado que yo la divisase, pero no había de ser. Naturalmente, nunca le dije ni una palabra a nadie. A la Humanidad no se le presentan a menudo tales ocasiones. Me siento culpable, y no sólo ante ella, sino ante aquella otra raza; y no alcanzaré tampoco la fama de Eróstrato, puesto que afortunadamente nadie me creería después de tantos años. Debo admitir que incluso yo tengo mis dudas a veces: es posible que no hubiera ningún encuentro, excepto con aquella fría e indigesta carne de lata.

 

El proceso

 

—¡Testigo Shannan Quine!

—¡Soy yo, señor!

—Es usted testigo en la investigación que se sigue ante el Tribunal Cósmico, del cual soy presidente. Al dirigirse a mí lo hará con el tratamiento de «su señoría»; a los miembros del tribunal se dirigirá como «sus señorías». Contestará sin demora a las preguntas del tribunal; a las preguntas de la acusación y la defensa sólo tras ser autorizado por el tribunal. Sus declaraciones se basarán exclusivamente en lo que vio u oyó personalmente, no en testimonios de terceras personas. ¿Ha entendido el testigo las instrucciones?

—Sí, su señoría.

—¿El nombre del testigo es Shannan Quine?

—Sí, su señoría.

—Sin embargo, usó usted otro nombre como miembro de la tripulación de la Goliat.

—Sí, su señoría. Fue una de las condiciones del contrato que firmé con los armadores.

—¿El testigo conocía los motivos por los que se le asignó un alias?

—Los conocía, su señoría.

—¿El testigo formaba parte de la tripulación de la Goliat en el vuelo orbital que ésta realizó entre el dieciocho y el treinta de octubre del corriente año?

—Sí, su señoría.

—¿Qué funciones cumplía a bordo el testigo?

—Era el segundo piloto.

—Haga el favor de relatar al tribunal qué pasó a bordo de la Goliat el día veintiuno de octubre durante el mencionado vuelo, empezando con una descripción de la posición de la nave y de sus objetivos.

—A las ocho y treinta, hora de a bordo, atravesamos el perímetro de los satélites de Saturno a velocidad hiperbólica y comenzamos la maniobra de frenado, que duró hasta las once. Reduciendo la velocidad desde la hiperbólica a una orbital doble cero, nos preparamos para lanzar los satélites artificiales al plano de los anillos.

—¿Por «doble cero» el testigo entiende una velocidad de cincuenta y dos kilómetros por segundo?

—Sí, su señoría. A las once terminé mi guardia, pero puesto que la presencia de turbulencias constantes requerían continuas correcciones de curso, me limité a cambiarme de sitio con el primer piloto. Desde ese momento él condujo y yo actué de navegante.

—¿Quién le ordenó proceder así?

—El comandante, su señoría. Es el procedimiento normal en estos casos. Nuestra misión era acercarnos lo más posible al límite de Roche en el plano de los anillos, dentro del margen de seguridad y, desde allí, prácticamente en órbita, lanzar, una tras otra, tres sondas automáticas para dirigirlas por control remoto hasta el interior de Roche. Una de las sondas debía ser colocada en el interior de la División Cassini, el espacio que separa los dos anillos, y las dos restantes tenían la finalidad de controlar sus movimientos. ¿Explico esto con más detalle?

—Por favor, hágalo.

—Muy bien, su señoría. Cada uno de los anillos de Saturno está compuesto de infinidad de pequeños cuerpos del tamaño de meteoritos y la anchura de los mismos alcanza miles de kilómetros. El satélite artificial, una vez colocado en órbita en el interior de la División Cassini, debía recoger datos sobre las perturbaciones del campo gravitacional y las interacciones de los cuerpos que componen los anillos. Sin embargo, un satélite en esa órbita sería rápidamente expulsado por las perturbaciones hacia el anillo interior o el exterior, donde sería destruido como en un molino. Para evitar esto teníamos que usar satélites propulsados con motores fónicos de potencia relativamente baja, del orden de las veinte o veinticinco toneladas. Los dos satélites «guardianes» tenían que mantener al tercero en órbita dentro de la División. Para ello estaban equipados con ordenadores de a bordo para calcular las necesarias correcciones de curso y controlar el encendido de los motores y disponían del combustible suficiente para mantenerse en órbita unos dos meses.

—¿Por qué dos satélites de control? ¿No hubiese bastado con uno?

—Seguramente, su señoría. El otro «guardián» era de reserva, en caso de que el primero fallase o resultase destruido por una colisión con meteoritos. El espacio en las inmediaciones de Saturno, si no tenemos en cuenta los anillos y las lunas, puede parecer vacío observado desde la Tierra, pero en realidad es un auténtico basurero. Es imposible esquivar la enorme cantidad de pequeñas partículas. Precisamente por ello nuestra misión era mantener velocidad orbital; prácticamente todas las partículas giran sobre el plano del ecuador de Saturno a velocidad cósmica primaria. La velocidad orbital disminuía las posibilidades de colisión al mínimo. Además, quedábamos equipados con pantallas deflectoras antimeteoritos, que podían ser activadas manualmente o mediante servomecanismo conectado directamente al radar de la nave.

—¿Consideraba el testigo la misión difícil o peligrosa?

—Ni lo uno ni lo otro, su señoría, siempre que nos mantuviéramos en nuestra trayectoria. El espacio circum-Saturno tiene mala fama en nuestra profesión, peor aún que la de Júpiter y eso que le aventaja en lo de la aceleración.

—¿Qué quiere decir el testigo con «en nuestra profesión»?

—Entre los pilotos y los navegantes, su señoría.

—¿Astronautas, en una palabra?

—Sí, su señoría. Un poco antes de las doce, hora de a bordo, casi habíamos llegado al límite exterior de los anillos.

—¿En su plano?

—Sí, a una distancia de unos mil kilómetros. Los detectores indicaban una alta densidad de partículas, alrededor de cuatrocientas microcolisiones por minuto. Entramos en la zona de Roche sobre el anillo, según lo previsto, y nos preparamos para lanzar las sondas desde nuestra órbita, prácticamente paralela a la División Cassini. Disparamos la primera a las quince horas, tiempo de a bordo, y la teledirigimos hacia el espacio entre los anillos. Yo fui precisamente el encargado de guiarla. El piloto me ayudó manteniendo la nave a la mínima potencia, con lo que girábamos prácticamente a la misma velocidad que los anillos. Calder maniobró con mucha destreza, imprimiendo sólo la potencia necesaria para mantener la nave en curso, evitando que comenzara a dar vueltas de campana.

—Además del testigo y del primer piloto, ¿quién más se encontraba en el puesto de mando?

—Toda la tripulación, su señoría. El comandante estaba sentado entre Calder y yo, con el asiento situado de forma que estuviera más cerca de él. Los dos ingenieros estaban sentados detrás de mí. El doctor Burns estaba sentado, me parece, detrás del comandante.

—¿El testigo no está seguro de ello?

—No presté atención. Estaba demasiado ocupado. Y, además, es difícil ver por encima del asiento del piloto. El respaldo es muy alto.

—¿La sonda fue introducida visualmente en la División?

—No sólo visualmente, su señoría. La estuve siguiendo por vídeo y con el altímetro del radar. Después de calcular las coordenadas comprobé que estaba bien colocada, más o menos en el centro del espacio vacío entre los anillos, y le dije a Calder que estaba listo.

—¿Listo?

—Para lanzar la siguiente sonda. Calder accionó el lanzador, la escotilla se abrió, pero la sonda no salió.

—¿A qué llama usted «lanzador»?

—Al pistón accionado hidráulicamente que expulsa la sonda de la plataforma de lanzamiento una vez abierta la escotilla. Había tres, todos montados a popa, para ser disparados uno tras otro.

—¿Entonces el segundo satélite no llegó a salir de la nave?

—No, se quedó atascado en la plataforma de lanzamiento.

—Por favor, explique con exactitud cómo ocurrió todo.

—La operación se realiza en las siguientes fases: primero se abre la escotilla exterior, luego se activa el sistema hidráulico y, una vez que se enciende la señal de vía libre que indica que el satélite está saliendo, se conecta el autoencendido. Éste se activa a los cien segundos, para que siempre dé tiempo a desconectarlo si hay algún fallo. Una vez conectado el pequeño motor de combustible sólido, el satélite se aleja de la nave por sus propios medios, a una potencia de quince toneladas por segundo. El objetivo es lograr que se aleje de la nave nodriza lo más rápido posible. Cuando el motor auxiliar agota el combustible, se conecta automáticamente un motor iónico, dirigido por el navegante por control remoto. En esta ocasión, Calder había conectado ya el autoencendido en cuanto el satélite comenzó a deslizarse por la rampa, y cuando de repente se paró, quiso desconectarlo, pero no pudo.

—¿El testigo está seguro de que el primer piloto trató de desconectar el autoencendido de la sonda?

—Sí, estuvo tirando con fuerza de la palanca que aborta el despegue, pero ésta saltaba en seguida a su posición normal. No sé por qué se encendió el motor, pero oí gritar a Calder: «¡Está atascado!».

—¿Atascado?

—Sí, había algo bloqueado. Faltaba aún medio minuto para el encendido y Calder intentó expulsar de nuevo la sonda aumentando la presión; los manómetros estaban al máximo, pero la sonda no se desatascó. Entonces hizo retroceder el pistón y lo disparó de nuevo. Todos sentimos cómo golpeaba la sonda como una maza.

—¿Estaba tratando de expulsarla haciéndola explotar?

—Sí, su señoría; se iba a destruir de todas formas, porque el aumento de presión no había sido gradual, sino que la había soltado toda de golpe; eso demuestra entendederas, por cierto, porque teníamos una sonda de repuesto pero no una nave de repuesto.

—El testigo se abstendrá de aderezar sus declaraciones con semejantes comentarios.

—Bueno, pues de todas formas, el pistón no consiguió soltarla. Nos estábamos quedando sin tiempo, así que grité: «¡Abróchense los cinturones!», y me ajusté el mío todo lo que pude. Por lo menos otros dos gritaron lo mismo, uno de ellos fue el comandante, reconocí la voz.

—Haga el favor de aclararle al tribunal por qué el testigo actuó de esta forma

—Estábamos en órbita sobre el anillo, es decir, prácticamente sin aceleración. Sabía que en cuanto el motor auxiliar se encendiese, y forzosamente iba a hacerlo porque el autoencendido estaba conectado, sufriríamos un empujón lateral y la nave comenzaría a dar tumbos. La sonda atascada estaba a estribor, del lado de Saturno, lo que quería decir que actuaría como un deflector lateral. Estaba preparado para aguantar revolcones y fuerza centrífuga, y sabía que el piloto se vería obligado a tratar de compensarlos usando los motores de la nave. No había forma de prever cómo podía evolucionar la situación, así que decidí que sería mejor jugar sobre seguro y sujetarse bien.

—¿Hemos de interpretar entonces que el testigo, que actuaba en ese momento como copiloto y navegante, tenía los cinturones desabrochados?

—No, su señoría, desabrochados no, sólo aflojados. Los cinturones son ajustables. Cuando están totalmente ajustados —«hasta el mango», como decimos nosotros— se tiene muy poca libertad de movimientos.

—¿Sabe el testigo que un cinturón flojo o mal ajustado va contra el reglamento?

—Sí, su señoría, sabía que iba contra el reglamento pero siempre se hace.

—¿Qué quiere decir con eso el testigo?

—Que se ha permitido en todas las naves en las que he volado.

—El que una infracción sea corriente no es causa que la justifique. Continúe, por favor.

—Como esperábamos, el motor auxiliar de la sonda se encendió. La nave comenzó a girar sobre su eje transversal y al mismo tiempo a desplazarse muy gradualmente de la órbita que seguíamos hasta ese momento. El piloto trató de compensar el doble movimiento aplicando potencia lateral, pero no funcionó.

—¿Por qué no?

—Yo no estaba en los mandos, pero supongo que no era posible hacerlo. La sonda estaba encajada en la plataforma de lanzamiento con la escotilla abierta, y los gases de escape salían en parte por ella, pero la fuerza de retroceso hacía que la expulsión no fuese uniforme. Debido a las fluctuaciones que sufrían los impulsos, cualquier intento de corregirlos aplicando la potencia de la propia nave resultaba en una fuerte oscilación lateral, y cuando el motor auxiliar se apagó entramos en barrena inversa y el piloto tardó un buen rato en recobrar el control, una vez que se dio cuenta de que el motor auxiliar se había desactivado, pero el iónico seguía funcionando.

—¿Desactivado?

—Quiero decir que el piloto no podía estar totalmente seguro de que el motor iónico de la sonda se hubiese encendido, después de haber intentado expulsar la sonda por la fuerza; era posible que estuviese dañado; quizá ésa hubiera sido precisamente su intención, yo hubiera hecho lo mismo en su lugar. Pero, cuando el auxiliar se apagó, el iónico siguió funcionando y de nuevo tuvimos un desplazamiento lateral, del orden de un cuarto de tonelada. No mucho, pero lo suficiente para hacernos dar tumbos. A velocidad orbital, la más mínima diferencia de aceleración puede desequilibrar la trayectoria y la estabilidad de una nave.

—¿Cómo reaccionaron los miembros de la tripulación?

—Con total tranquilidad, su señoría. Por supuesto, todos eran conscientes del peligro. Llevar un motor encendido dentro de una plataforma de lanzamiento atascada era como llevar una bomba de cien kilos. Si hubiese estallado habría hecho saltar por los aires la parte de estribor de la nave como si se tratara de una lata de conservas. Afortunadamente no lo hizo, y el motor iónico, sin el auxiliar, no representaba ningún peligro. Y eso que tuvimos una complicación suplementaria: la alarma antiincendios saltó y los extintores comenzaron a inundar de espuma la plataforma número dos. Mala suerte, porque la espuma (que no sirve para apagar un motor iónico) comenzó a salirse por la escotilla y parte de ella fue absorbida por el tubo de escape de la sonda y comenzó a ahogar el motor. Hasta que el piloto consiguió desconectar la red de extintores, unos minutos más tarde, sufrimos unos cuantos tirones, no demasiado fuertes, pero suficientes para desequilibrarnos.

—¿Quién hizo saltar la alarma antiincendios?

—Es un dispositivo automático, su señoría; saltó cuando la temperatura aumentó a más de setecientos grados en la parte de estribor del casco. Fue el calor generado por el motor auxiliar.

—¿Qué indicaciones u órdenes había dado hasta ese momento el comandante?

—Ninguna. Parecía que quería ver cómo se las arreglaba el piloto. Teníamos dos posibilidades: acelerar para alejarnos del planeta y regresar a la eclíptica; es decir, abandonar la misión, o tratar de lanzar la tercera sonda. Abandonar significaba el fracaso del programa: la sonda que ya estaba en la División se destrozaría en un par de horas, como mucho, si no disponía de las correcciones de curso proporcionadas por la sonda «guardiana».

—¿No era esa una decisión que debía haber tomado el comandante de la nave?

—¿Tengo que responder a esa pregunta, su señoría?

—El testigo responderá a la pregunta del fiscal.

—El comandante pudo haberla asumido, pero no estaba obligado a ello. El piloto está autorizado a asumir las funciones del comandante de la nave en determinadas circunstancias, según el párrafo veintidós del Código de Operaciones de a Bordo. Situaciones que requieran tomar decisiones en décimas de segundo, en las que no hay tiempo para consultar al comandante, por ejemplo.

—Pero, en las circunstancias que nos ocupan, el comandante podía dar órdenes, pues la nave no estaba acelerando, en cuyo caso la aceleración le hubiera impedido dar órdenes orales, ni en peligro inminente de destrucción.

—Poco después de las quince horas, tiempo de a bordo, el piloto aplicó potencia compensatoria...

—El testigo está evadiendo mi pregunta. Solicito al tribunal que le amoneste y le ordene que responda.

—Sus señorías, tengo obligación de contestar las preguntas, pero el fiscal no me ha hecho una pregunta. Sólo ha ofrecido su propia interpretación personal de la situación a bordo. ¿Debo, por mi parte, comentar ese comentario?

—El fiscal se dirigirá al testigo con una pregunta, y el testigo mostrará la máxima cooperación en sus declaraciones.

—Dadas las circunstancias, ¿no considera el testigo que el comandante debería haber tomado una decisión y habérsela comunicado al piloto en forma de orden?

—El Código, señor fiscal, no prevé...

—El testigo sólo debe dirigirse al tribunal.

—Su señoría, las instrucciones no pueden prever todas las situaciones que pueden producirse a bordo de una nave. Es imposible. Si lo fuera, bastaría con que la tripulación se las aprendiese de memoria y no haría falta ningún comandante.

—¡Su señoría, la acusación protesta por las observaciones tendenciosas del testigo!

—El testigo responderá de forma breve y sucinta a las preguntas del fiscal.

—Sí, su señoría. No, no considero que el comandante tuviera obligación de dar órdenes especiales en aquella situación. Estaba presente, tenía sopesada la situación; si guardó silencio significaba que dejaba vía libre al piloto para actuar según su propio criterio, aplicando el párrafo veintidós del Código de Operaciones.

—Sus señorías, no es el párrafo veintidós el que resulta relevante aquí, sino el veintiséis, que trata de la renuncia a ejercer el mando en situaciones peligrosas.

—Sus señorías, la situación a bordo de la Goliat no era peligrosa ni para la nave ni para la vida o la salud de la tripulación.

—El testigo, sus señorías, está obstruyendo deliberadamente a la Justicia; en lugar de ayudar a establecer la verdad, está tratando con sus declaraciones, per fas et nefas, de exculpar al acusado, el comandante Pirx. ¡La situación a bordo de la Goliat cae sin duda dentro de las contempladas en el párrafo veintiséis!

—¡Sus señorías, el fiscal no puede ejercer al mismo tiempo de testigo experto!

—El testigo no tiene la palabra. El tribunal dejará en suspenso la cuestión de la pertinencia del párrafo veintidós o el veintiséis para emitir dictamen aparte. El testigo expondrá ahora qué ocurrió a continuación.

—Calder no se dirigió al comandante en ningún momento, pero yo lo vi mirar en su dirección varias veces. Mientras tanto, la aceleración de la sonda encajada se estabilizó y se hizo más fácil controlar la nave. Calder optó entonces por alejarse de los anillos, pero, al no pedirme que calculara la ruta de regreso, me imaginé que, a pesar de todo, intentaría completar la misión. Pero, en cuanto salimos de los límites de Roche, aproximadamente a las dieciséis horas, señaló máxima aceleración e inmediatamente intentó expulsar la sonda.

—¿Qué significa eso exactamente?

—Que avisó que iba a poner los motores al máximo e inmediatamente después salió disparado a toda marcha hacia adelante y luego hacia atrás. Una sonda de tres toneladas a la máxima aceleración debe pesar casi veinte veces su peso. Tenía que haber salido disparada de la rampa de lanzamiento como un guisante de su vaina. Disponiendo de una deriva de unos diez mil kilómetros, Calder repitió la maniobra dos veces, pero sin resultado. Lo único que consiguió fue aumentar la desviación. Probablemente, debido a los violentos acelerones, la sonda, que estaba todavía más atascada que antes, cambió de posición, de forma que ahora todo el chorro de los gases de escape rebotaba contra la entreabierta escotilla y escapaban al espacio. Los acelerones resultaron tan perjudiciales como peligrosos; ahora era casi seguro que si la sonda salía por fin despedida, se llevaría consigo parte del casco. Todas las apariencias indicaban que tendríamos que reparar el casco desde el exterior, usando los trajes espaciales, o volver remolcando la maldi..., perdón, la sonda atascada.

—¿No probó Calder a desconectar el motor de la sonda?

—No podía hacerlo, su señoría; el cable conductor que unía la sonda a la nave ya estaba cortado. Quedaba aún el control por radio, pero la sonda estaba encajada en la misma boca de la plataforma de lanzamiento, protegida por su cubierta metálica. Llevábamos ya alrededor de un minuto de vuelo en dirección opuesta al planeta y yo estaba convencido de que Calder había decidido, por fin, suspender la misión; realizó varias maniobras para lograr una «orientación estelar», ya saben, consiste en apuntar la proa de la nave a una estrella y aplicar distintas aceleraciones para ver si permanece fija en el centro de la pantalla. Evidentemente, no lo hizo, las características del vuelo habían cambiado y Calder trató de adivinar los valores numéricos. Después de varios intentos, logró encontrar el nivel de potencia adecuado y entonces dio la vuelta.

—¿Advirtió el testigo en ese momento cuáles eran las verdaderas intenciones de Calder?

—Sí; es decir, supuse que, a pesar de todo, quería poner en órbita la tercera sonda. Volvimos por la eclíptica, alejados del Sol; el control del timón de Calder fue excelente; quien no lo supiese, nunca habría adivinado que estaba pilotando una nave que llevaba incorporado una especie de motor extra lateral. Cuando me ordenó calcular las corrientes de curso, la trayectoria de vuelo y los impulsos directrices para nuestra tercera sonda, ya no tuve ninguna duda.

—¿El testigo cumplió sus indicaciones?

—No, su señoría. Es decir, le dije que no podía calcular esos datos sin hacer una reprogramación completa. Le pedí datos suplementarios —no sabía a qué altura deseaba poner en órbita la última sonda—, pero no me contestó. Es posible que la petición fuese una forma de informar al comandante de sus intenciones.

—¿Eso supone el testigo? Sin embargo, podía haberse dirigido directamente al comandante.

—Es posible que no quisiera hacerlo. Es posible que no quisiera que nadie pensara que estaba apurado y necesitaba ayuda. O, también, podía ser que intentara demostrar lo excelente piloto que era, dejando en evidencia al copiloto, es decir, a mí. Pero el comandante no dijo ni pío, y Calder siguió recto en curso. Entonces fue cuando empezó a no gustarme.

—¿Quiere el testigo ser más explícito, por favor?

—Sí, su señoría. Pensé que nos encaminábamos a una operación peligrosa.

—Advertirán sus señorías que el testigo acaba de admitir ahora lo que no quiso admitir antes: que el deber del comandante era intervenir activamente en la situación y que éste, premeditada e intencionadamente, renunció a ello, exponiendo con ello a la nave y a su tripulación a riesgos incalculables.

—No fue así, su señoría.

—Por favor, absténgase de discutir con el fiscal y limite su testimonio al curso de los acontecimientos. ¿Por qué consideró usted peligrosa la situación sólo después de que Calder volviera sobre su curso?

—Tal vez me expresé mal. Lo que quise decir es que, en tales circunstancias, el piloto debía haber consultado al comandante. Yo en su lugar lo hubiese hecho con toda seguridad, sobre todo teniendo en cuenta que el programa primitivo no era ya operativo. Pensé que Calder, viendo que el comandante le dejaba usar su propia iniciativa, intentaría insertar el satélite desde una distancia prudencial, sin acercarse demasiado al anillo. La distancia disminuía mucho las posibilidades de éxito, es verdad, pero aún resultaba posible y era seguro. A baja velocidad, me ordenó efectivamente calcular un curso para el satélite, contando con teledirigirlo desde una distancia de unos mil doscientos kilómetros. Yo quería ayudarle, así que comencé a calcular; resultó que el margen de error era más o menos igual a la anchura de la División Cassini. Eso significaba que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que la sonda, en lugar de entrar en la órbita correcta, fuera lanzada hacia el interior, hacia el planeta, o hacia el exterior, y se destrozara contra el anillo. Yo mismo computé los resultados; no tenía nada mejor que hacer.

—¿Tuvo el comandante conocimiento de los resultados de los cálculos del testigo?

—Debió de verlos, porque la pantalla estaba situada en el centro, justo sobre nuestras consolas. Avanzábamos a baja potencia y me pareció que Calder no sabía qué hacer. Realmente estaba en un dilema. Si se retiraba ahora, significaría que se había equivocado en sus cálculos, que su intuición le había engañado. Antes de haber dado la vuelta a la nave podía haber argumentado que no merecía la pena correr el riesgo. Pero él ya había demostrado que podía controlar la nave, a pesar de la modificación de las características del vuelo y, aunque no lo había dicho, sus siguientes maniobras dejaron claro que se disponía a seguir con el intento de lanzar la sonda. Nos estábamos acercando al anillo y en aquel momento pensé que simplemente quería mejorar nuestras posibilidades; éstas, por supuesto, serían mayores cuanto menor fuese la distancia, pero en ese caso ya debería haber comenzado a frenar, en lugar de aumentar la potencia, como hizo. Sólo en ese momento se me ocurrió que, a lo mejor, pretendía hacer algo totalmente diferente, antes no se me había pasado por la mente. Y, en un abrir y cerrar de ojos, todo el mundo se dio cuenta.

—¿Está diciendo el testigo que todos los miembros de la tripulación tomaron conciencia de la gravedad de la situación?

—Sí, su señoría; alguien que estaba sentado detrás de mí dijo: «La vida ha sido hermosa mientras duró».

—¿Quién lo dijo?

—No lo sé. Tal vez el ingeniero nucleónico, o el electrónico. No estaba prestando atención. Todo se desarrolló en una fracción de segundo. Calder conectó la señal de máxima aceleración, apretó a fondo la palanca y continuó en curso de colisión con el anillo. Era evidente que quería pasar con la Goliat por el mismo centro de la División Cassini y «poner» la tercera sonda con el método de la «avecilla asustada».

—¿Qué método es ése?

—Así lo llamamos algunas veces, su señoría: la nave «pone» la sonda como un pájaro en vuelo pone un huevo... Pero el comandante le dio la contraorden.

—¿El comandante le dio la contraorden? ¿Está seguro?

—Así es, señoría.

—Protesto. El testigo está tergiversando los hechos. El comandante no pudo haber revocado ninguna orden.

—Rectifico. El comandante trató de dar la contraorden, pero no pudo terminar la frase. Calder dio la alarma de máxima aceleración apenas una fracción de segundo antes de ejecutar la maniobra. El comandante gritó en cuanto se encendió la luz roja, pero la aceleración, superior a catorce g, apagó el sonido de su voz. Parecía como si Calder quisiera cerrarle la boca. No digo que realmente fuese esa su intención, pero así lo pareció. Fuimos aplastados con tal fuerza que se me oscureció completamente la vista, no es extraño que el comandante apenas pudiera gritar...

—Protesto, su señoría. El testigo está insinuando que el piloto Calder, con premeditación y alevosía, quiso frustrar la orden del comandante.

—No he dicho nada semejante.

—El testigo no tiene la palabra. El tribunal acepta la protesta del fiscal. Se eliminarán del acta las palabras del testigo comenzando por «parecía como si Calder quisiera cerrarle la boca». El testigo se abstendrá de hacer comentarios y repetirá con exactitud lo que en realidad dijo el comandante.

—Pues bien, como ya dije, el comandante no pudo terminar de dar la contraorden, pero el sentido de sus palabras era claro. Le prohibió a Calder entrar en la División Cassini.

—Protesto, su señoría. Lo que el acusado quiso decir no es relevante para esclarecer la verdad de los hechos, sólo lo que realmente dijo lo es.

—El tribunal acepta la protesta. El testigo se limitará a lo que, de hecho, se dijo en el puesto de mandos.

—Se dijo lo suficiente para que cualquier astronauta entendiese que el comandante le prohibía al piloto entrar en la Cassini.

—El testigo citará las palabras exactas y dejará que el tribunal decida por sí mismo sobre el verdadero sentido de las mismas.

—Precisamente de eso se trata, su señoría, que no recuerdo las palabras exactas, sólo su sentido. El comandante comenzó a gritar algo así como «a través no», o quizá «no cruce el anillo», y ya no pudo decir nada más;

—Anteriormente, el testigo dijo que el comandante no pudo completar su frase mientras que lo que cita ahora el testigo —«no cruce el anillo»— constituye una frase entera.

—Si se declarase un incendio en esta sala y yo gritara «¡fuego!», no sería una frase completa, no expresaría qué se quema o dónde, pero sí que sería una advertencia comprensible.

—¡Protesto, su señoría! ¡Pido al tribunal que llame al orden al testigo!

—El testigo queda amonestado. No es tarea del testigo instruir al tribunal con parábolas ni anécdotas. Limítese al relato objetivo de lo que sucedió a bordo.

—Sí, su señoría. Lo que sucedió fue que el comandante le prohibió al piloto que condujera la nave hacia la División.

—¡Protesto! ¡Las declaraciones del testigo intentan falsear tendenciosamente los hechos!

—El tribunal desea ser comprensivo. El testigo debe entender que el objetivo de la investigación es establecer los hechos materiales. ¿Puede o no puede el testigo citar el fragmento de frase dicha por el comandante?

—Estábamos ya a máxima aceleración, sufría un bajón en la vista... no, no capté sus palabras, pero el sentido estaba muy claro... El piloto se encontraba más cerca que yo del comandante, si alguien lo oyó debió de ser él.

—La defensa solicita un nuevo examen del fragmento de las cintas grabadas en el puesto de mando relacionado con el grito del comandante.

—Se deniega la petición de la defensa. Las cintas ya han sido escuchadas; el grado de distorsión sólo permite la identificación de la voz, no el contenido del grito. El tribunal emitirá dictamen aparte sobre su admisión como prueba. ¿Quiere el testigo describir lo que sucedió a continuación, después del grito del comandante?

—Cuando recobré la visión estábamos en curso de colisión con el anillo. El acelerímetro indicaba dos g; la velocidad era parabólica. El comandante gritó: «¡Calder! ¡Has desobedecido órdenes! ¡Te prohibí que entraras en la Cassini!», y Calder respondió en el acto: «No le oí, comandante».

—Sin embargo, el comandante siguió sin ordenarle que frenase y diese la vuelta.

—Ya era imposible, su señoría. Estábamos alcanzando una velocidad hiperbólica del orden de ochenta kilómetros por segundo. No había forma de frenar, no a no ser traspasando la barrera gravitacional.

—¿Qué entiende el testigo por barrera gravitacional?

—Una aceleración constante, positiva o negativa, superior a los veinte o veintidós g. Cuanto más tiempo se está en un curso de colisión, mayor es la potencia de frenado que hay que aplicar. Quizá unos cincuenta g al principio, unos cien más tarde. Eso hubiera sido mortal, por lo menos para los humanos que estábamos a bordo.

—Teóricamente, ¿podía la nave desarrollar esa aceleración?

—Sí, su señoría. Una vez que se hubieran quitado los seguros, no antes. La Goliat estaba equipada con una pila capaz de desarrollar una potencia máxima del orden de las diez mil toneladas.

—Por favor, continúe con sus declaraciones.

—«¿Quiere destruir la nave?», le preguntó con toda tranquilidad el comandante. «Atravesaremos la Cassini y frenaré al otro lado», contestó Calder con la misma calma. Durante ese intercambio de frases la nave comenzó a girar lateralmente. El brusco aumento de aceleración con el que Calder había iniciado el vuelo hacia la División debió cambiar la posición de la sonda, reduciendo la desviación lateral pero haciendo que el chorro de gases saliera en tangente respecto al cuerpo de la nave, haciendo que la nave diera vueltas como una peonza. El giro se hizo cada vez más rápido a cada segundo que pasaba. Fue el principio del fin. Calder lo había provocado sin querer, al aumentar de golpe la aceleración.

—Aclare el testigo al tribunal por qué, en su opinión, aumentó Calder la aceleración.

—Protesto, su señoría. El testigo es parcial y responderá, como ya ha hecho, que Calder estaba tratando de callar al comandante.

—En absoluto. Calder no necesitaba aumentar la aceleración tan bruscamente, podía haberlo hecho de forma gradual. Pero, si tenía intención de atravesar la Cassini, el máximo era imprescindible. Nos encontrábamos en un espacio en que era extremadamente difícil maniobrar, un campo gravitacional con múltiples cuerpos, imposible de resolver matemáticamente. Con la masa de los anillos y las limas, más la atracción del propio Saturno, era imposible prever todas las perturbaciones. Eso sin contar que todavía continuábamos girando. Nos movíamos en una trayectoria que era la resultante de muchas fuerzas, incluyendo la propia aceleración de la nave relativa a la atracción gravitacional de las masas que orbitaban en el espacio. Cuanto mayor fuese nuestra aceleración, menor sería la influencia de los factores perturbadores, puesto que sus valores permanecerían constantes. Aumentando la velocidad, Calder hacía nuestro vuelo menos susceptible a las influencias perturbadoras exteriores. Estoy convencido de que hubiera logrado pasar de no haber sido por la barrena lateral que apareció de pronto.

—¿El testigo considera que el paso a través de la División es posible en una nave en las condiciones adecuadas?

—Pues sí, su señoría. Es posible, a pesar de que esté prohibido por todos los manuales de astronáutica. La División tiene una anchura de, aproximadamente, tres mil quinientos kilómetros, flanqueados por partículas de hielo y meteoritos, imperceptibles a simple vista, pero lo bastante densos para quemar una nave que se mueva a velocidad hiperbólica. La cantidad de espacio relativamente limpio por el que se puede pasar tiene unos quinientos o seiscientos kilómetros de ancho. A baja velocidad no es difícil entrar en ese pasillo, pero a alta se produce una deriva gravitacional; por eso es por lo que Calder alineó primero bien la proa hacia la División y aplicó luego la máxima potencia. Si la sonda no se hubiese movido hubiera salido bien. Por lo menos, eso pienso yo. Evidentemente, existía cierto riesgo, teníamos más o menos una probabilidad entre treinta de chocar contra alguna partícula suelta. Pero luego se produjo aquella barrena lateral longitudinal. Calder trató de controlarla, pero no lo logró. Se batió como un león, debo reconocerlo.

—¿Sabe el testigo por qué no pudo Calder corregir la barrena?

—Ya, con anterioridad, observándole durante las guardias, me había dado cuenta de que era un genio de las matemáticas. Tenía una gran confianza en su habilidad para realizar cálculos mentales instantáneos sin la ayuda del ordenador. Atravesar la Cassini a velocidad hiperbólica, con la nave en aquel estado, era como pasar por el ojo de una aguja. Los indicadores de potencia sólo indicaban los datos de la Goliat, pero no los de la sonda. Calder se guiaba exclusivamente por los gravímetros. Era una verdadera carrera matemática entre él y las variables de vuelo, cada vez mayores. De lo que era capaz lo atestigua el hecho de que, mientras yo apenas alcanzaba a leer las cifras de la pantalla, allí estaba él haciendo ecuaciones de cuarto grado en su cabeza. Debo admitir que, a pesar de considerar indignante su comportamiento, porque estaba seguro que había escuchado la orden del comandante, sentí admiración por él.

—El testigo no ha contestado la pregunta del tribunal.

—Justamente a eso iba, su señoría. Los resultados, aunque Calder los obtuviese en fracciones de segundo, no eran sino aproximaciones. No eran totalmente precisos, no podían serlo aunque se hubiera convertido en el ordenador más veloz del mundo. No señor, con el margen de error creciendo por momentos, y aún estábamos girando. Durante un minuto creí que lo lograría, pero él, antes incluso que yo, se dio cuenta de que había perdido y desconectó de golpe los motores, dejándonos a gravedad cero.

—¿Por qué desconectó los motores?

—Quería pasar por la División en línea recta, pero no consiguió suprimir los giros longitudinales de la nave. La Goliat giraba como una peonza, oponiéndose a la fuerza propulsora que trataba de enderezarla. Terminamos cayendo en una precesión: cuanto mayor era nuestra velocidad, más cerrada era la espiral. El resultado fue un efecto de tirabuzón, con la nave inclinada hacia un costado; cada espiral medía unos cien kilómetros de diámetro. Con tales espirales hubiéramos podido rozar el borde del anillo en cualquier momento. Calder ya no podía hacer nada más. Estaba cogido en un embudo.

—¿Un embudo?

—Es nuestra forma de decir un callejón sin salida, una situación en la que es muy fácil entrar pero imposible salir. Ya era imposible prever el vuelo de la nave. Cuando Calder desconectó el motor, pensé que se estaba encomendando a la suerte. Las cifras centelleaban en las pantallas, pero ya no había nada que calcular. Los anillos nos cegaban, con sus bloques de hielo girando ante nosotros como un carrusel en la negra oquedad de la División. En momentos como ese el tiempo se hace eterno. Me parecía que las agujas de los cronómetros estaban siempre detenidas en el mismo lugar. De repente, Calder comenzó a desabrocharse los cinturones. Yo comencé a hacer lo mismo, porque adiviné sus intenciones: desconectar el seguro principal de sobrecarga situado en el tablero de mandos. Con toda la fuerza de la nave a su disposición, aún podía frenar y escapar al espacio, una vez que la acelerase a cien g. Nosotros reventaríamos como globos, pero él salvaría la nave y a sí mismo. En realidad, debería haber adivinado antes que no era humano, porque ningún humano hubiera podido hacer los cálculos mentales que él hacía..., pero sólo en aquel momento tomé conciencia de ello. Quise detenerle antes de que llegase al tablero, pero él era más rápido. «¡No te desabroches!», me gritó el comandante, y luego a Calder: «¡No toque el seguro!». Pero Calder no le hizo caso, ya estaba de pie. «¡Adelante toda!», ordenó el comandante, y yo le obedecí (disponía del otro mando). No imprimí toda la fuerza de golpe: di cinco g, porque no quería matar a Calder, sólo mantenerlo lejos del seguro. Pero él se mantuvo de pie. Era una visión espantosa. ¡Ningún hombre puede mantenerse en pie a cinco g! Pero él lo hizo. Cuando se agarró al tablero, se arrancó la piel de las manos, pero siguió sujetándose, porque debajo de la piel había acero. Entonces di toda la potencia de golpe. A catorce g un bloque de metal pasó volando entre nuestra butacas y se estrelló contra la pared con tal fuerza que la hizo astillas. Él emitió un alarido que no se parecía en nada a una voz humana y pude escuchar a mis espaldas cómo se revolvía, destrozando los tabiques, demoliendo todo lo que tocaba. Luego dejé de prestarle atención porque la División se abría ante nosotros y nos precipitábamos en ella dando tumbos. Reduje la aceleración a cuatro g y me confié a la suerte. El comandante gritó que disparase, así que empecé a disparar una tras otra las pantallas antimeteoritos, para barrer de delante de nuestra proa los fragmentos pequeños que pudiesen aparecer; no serviría de mucho, pero era mejor que nada. La Cassini era negra como la pez y se abría ante nosotros como una boca gigantesca. Vi un fuego a lo lejos, delante de la proa, las pantallas de protección se desplegaron y se quemaron en el instante del impacto contra una nube de polvo de hielo; aparecieron enormes y plateadas nubes que reventaron en un abrir y cerrar de ojos. Fue un espectáculo excepcionalmente hermoso. La nave se estremeció, los sensores de la banda derecha saltaron al registrar el golpe, rozamos contra algo y, de pronto, nos encontramos al otro lado...

—¿Comandante Pirx?

—Sí, soy yo. ¿Quería verme usted?

—Así es. Gracias por venir. Siéntese, por favor.

El hombre sentado detrás del escritorio pulsó un botón de su intercomunicador negro y dijo:

—Estaré ocupado durante unos veinte minutos. No estoy para nadie.

Desconectó el aparato y miró con atención al hombre sentado frente a él.

—Comandante, tengo para usted una proposición... especial. Una especie de... —buscó de nuevo la palabra apropiada— experimento. Pero debo pedirle de antemano que mantenga una reserva absoluta. Incluso en el caso de que rechace la proposición. ¿Está usted de acuerdo?

Por unos segundos reinó el silencio.

—No —dijo Pirx, y luego agregó—: A no ser que me dé usted más detalles.

—¿No firma nada sin antes haberlo leído, no es así? Me lo podía haber imaginado por lo que he oído de usted. ¿Un cigarrillo?

—No, gracias.

—Se trata de un vuelo de prueba.

—¿Un nuevo tipo de nave?

—No, un nuevo tipo de tripulación.

—¿Tripulación? ¿Y mi función?

—Lo normal, una prueba de su capacidad. Es todo lo que puedo decirle. Usted decide.

—Tomaré una decisión cuando crea que es posible tomarla.

—¿Posible?

—Aconsejable.

—¿Según qué criterios?

—Según lo que se suele llamar conciencia.

Hubo una nueva pausa. La gran habitación, con una de sus paredes de cristal, estaba tan silenciosa que parecía aislada de las otras dos mil habitaciones que formaban la enorme torre, lo bastante grande para acomodar tres helipuertos en sus azoteas. Pirx apenas veía los rasgos de su interlocutor, cuya figura se recortaba contra la brillante nube que envolvía los dieciséis pisos superiores del edificio. De vez en cuando, el vapor de agua que flotaba detrás de la pared de cristal se hinchaba hasta convertirse en lechosas volutas y toda la habitación parecía suspendida en el aire, misteriosamente a flote en las nubes.

—Como ve, soy un hombre complaciente. Se trata de un vuelo Tierra-Tierra.

—¿Un lazo?

—Sí, pasando alrededor de Saturno para colocar en órbita estacionaria un nuevo tipo de satélite totalmente automático.

—¿No es eso el «proyecto Júpiter»?

—En efecto, una parte de él, la relacionada con satélites. La nave es propiedad del COMSEC, así que todo el asunto está auspiciado por la UNESCO. ¿Por qué usted y no uno de nuestros propios pilotos? Le hemos escogido a usted por el asunto de la tripulación que le he mencionado.

El director de asuntos espaciales de la UNESCO calló nuevamente. Pirx esperó, esforzándose en escuchar el más mínimo ruido, pero no se oía ni el más débil sonido en kilómetros a la redonda, a pesar de que estaban rodeados de una ciudad de millones de habitantes.

—Supongo que estará usted al corriente de los avances realizados en los últimos años en la fabricación de autómatas capaces de sustituir al hombre. Los androides más sofisticados eran hasta ahora estacionarios, debido a su peso y dimensiones. Pero, tanto en Estados Unidos como en la Unión Soviética, la física de los estados sólidos ha abierto un nuevo campo a la microminiaturización, el molecular. Los prototipos de cerebros artificiales con una base cristalina están ahora mismo en fase experimental. Su tamaño es aún vez y media más grande que el de nuestros cerebros, pero eso carece de importancia. Muchas compañías americanas han patentado ya el diseño molecular y están listas para comenzar su producción. Los nuevos androides —o «finitos nolineares», como se les denomina— están diseñados en especial para la exploración espacial no tripulada.

—He oído informes sobre el particular. Pero pensé que los sindicatos se habían opuesto. Significaría, según tengo entendido, una revisión de toda la legislación laboral vigente.

—¿Informes, dice? Rumores sí, pero hasta ahora los medios de comunicación...

—Sí, pero hubo filtraciones de unas negociaciones secretas y conversaciones a alto nivel que han llegado hasta el obrero de a pie. Estoy seguro de que comprende nuestra preocupación.

—Desde luego, desde luego. Entonces, tanto mejor... aunque... ¿Cuál es su opinión?

—¿Sobre este asunto? Negativa. De hecho muy negativa. Pero me temo que las opiniones aquí no cuentan. Los avances científicos acaban por imponerse, no importa a qué precio. Lo más que se puede hacer es retrasarlos todo lo posible.

—En una palabra, lo considera un mal necesario.

—Yo no diría de esa forma. Considero que la Humanidad no está preparada para una invasión de androides. Pero lo que de verdad importa es saber si realmente son los equivalentes del hombre. Si lo son, nunca he tenido contacto con ninguno de ellos. No soy un experto, pero los expertos que conozco creen que hablar de equivalencia perfecta, de intercambiabilidad absoluta, es una utopía.

—¿No tendrá usted prejuicios, verdad? Sí, es cierto que muchos expertos comparten su punto de vista, o por lo menos lo compartían. Pero, bueno, estas empresas están en ello por razones económicas, como una inversión rentable...

—Por el dinero, quiere decir.

—Verá, las especificaciones de diseño las desarrollaron instituciones financiadas por el gobierno —americanas la mayoría, pero también inglesas y francesas—, y no todas las especificaciones se han hecho públicas en los mercados comerciales. Sin embargo, las empresas privadas tienen sus propios laboratorios de investigación y...

—¿La Cibertronics?

—No sólo ella. La Cibertronics, la Inteltron, la Machintrex, por mencionar sólo unas pocas. El problema es que los gobiernos de todos esos países están preocupados por las consecuencias que esto pueda tener en el empleo. El sector privado no tendrá ningún interés en que el gobierno financie programas de reciclaje de toda la mano de obra cualificada que será desbancada en el mercado de trabajo por los nolineares.

—¿Nolineares, eh? Suena raro.

—Es el término de moda. Siempre sonará mejor que «homúnculo» o «androide». Después de todo no son humanos.

—¿Quiere decir que no son totalmente intercambiables?

—Sabe usted, comandante, yo tampoco soy especialista en este campo, no le podría responder aunque quisiese. De todas formas, mi opinión no tiene importancia. Lo más importante es que uno de los primeros destinatarios del nuevo producto sería la COSNAV.

—¿La empresa privada anglo-norteamericana?

—La misma. La Cosmic Navigation lleva años padeciendo problemas financieros. El sistema astronáutico de los países socialistas, al no estar basado en la obtención de beneficios, constituye una fuerte competencia, tan fuerte que ha conseguido acaparar la mayor parte del tráfico de mercancías. Sobre todo en las principales rutas extraterrestres. Usted debe saberlo.

—Por supuesto. Pero no me importaría lo más mínimo que la COSNAV quebrase. Si se ha logrado internacionalizar la exploración espacial en el marco de la ONU, ¿por qué no hacer lo mismo con el tráfico espacial? Ésa es mi opinión.

—Y la mía también, se lo aseguro, aunque sólo sea porque estoy sentado tras de esta mesa. Pero, de momento, eso es algo que está totalmente en el aire. Mientras tanto, la COSNAV está dispuesta a acaparar los nolineares para sus líneas de carga (por ahora no se atreven con las de pasajeros por miedo a un boicot del público). Las negociaciones preliminares están ya en marcha.

—¿Y la prensa está manteniendo la boca cerrada?

—Las conversaciones no son oficiales. Algunos periódicos han mencionado el asunto, pero la COSNAV lo desmintió rotundamente. Teóricamente hablando, tienen razón. En realidad, todo el asunto es un verdadero laberinto, comandante. Se están moviendo en un terreno en el que no hay nada legislado, fuera de la jurisdicción de sus países e, incluso, de la de la ONU. Por otro lado, con las elecciones tan cerca, el presidente no se atreve a presentar en el congreso ninguno de los proyectos de ley apoyados por los grupos de presión del gran capital intelectrónico, por temor a ponerse en contra a los sindicatos. Por eso es por lo que, y aquí está realmente el quid de la cuestión, cierto número de empresas, previendo las posibles objeciones de la prensa, los sindicatos, etc., han decidido poner a nuestra disposición un grupo de semiprototipos para estudiar su utilidad en el servicio a bordo de naves espaciales.

—Perdón, pero ese «asunto» a quién se refiere... ¿A la ONU? Me parece un poco...

—Me refiero a la UNESCO, como la institución de la ONU que se ocupa de los asuntos relacionados con la ciencia, la cultura, la educación...

—Perdone, pero sigo sin entender nada. ¿Qué tienen que ver esos autómatas con el mundo de la educación, la cultura o la ciencia?

—Una invasión —como usted mismo la ha llamado— de esas... hum... seudopersonas tiene absolutamente todo que ver con la cultura humana. No se trataría sólo de las consecuencias puramente económicas (el peligro de paro y todo eso), sino de los efectos psicológicos, sociales, culturales. Por cierto, y para que conste, agregaré que recibimos el ofrecimiento sin entusiasmo. De hecho, la dirección tenía la intención de rechazarlo sin más, pero las compañías argumentaron que los nolineares ofrecían unas garantías de seguridad incomparablemente mayores que las de las tripulaciones humanas. Tienen mejores reflejos, son inmunes al sueño, el cansancio y las enfermedades, poseen enormes reservas de energía, pueden cumplir sus tareas incluso después de una avería grave, en naves despresurizadas o sobrecalentadas... y no necesitan comida ni oxígeno. Comprenderá usted que estaban ofreciendo ventajas reales, no porque proporcionasen beneficios a unas cuantas compañías privadas, sino porque beneficiaban la seguridad de las naves y la carga.

—En cuyo caso, el prestigio, o por lo menos parte del prestigio... quiero decir, que si el vuelo estaba patrocinado por la ONU...

—Entiendo. ¿Y no sería eso sentar un precedente peligroso?

—¿Por qué peligroso?

—¿Quién sabe qué otras funciones y profesiones quedarían obsoletas? Algún día podrían despedirlo también a usted...

El director rió un tanto forzadamente y en seguida se puso serio.

—Por favor, comandante, realmente nos estamos apartando del tema. Pero ¿qué haría usted si estuviera en nuestro lugar? La UNESCO podría rechazar la proposición de esos señores, pero eso no cambiaría los hechos. Si los autómatas son realmente tan buenos, la COSNAV los adquirirá antes o después y tras ella irían las otras.

—¿Y qué se gana con que la UNESCO actúe como asesor técnico para esas empresas?

—Pero, señor mío... ¿Quién dijo nada de asesoramiento técnico? Lo que nosotros queremos, y será mejor que se lo diga con toda claridad, es que usted se haga cargo del mando de la nave de ese vuelo. Durante esos días usted podría juzgar la auténtica valía de la tripulación, llevaría usted, se lo advierto, distintos modelos de autómatas. Todo lo que le pedimos es que al regreso nos dé un informe completo y exhaustivo, punto por punto, de su competencia, tanto a nivel profesional como psicológico. En qué medida esos autómatas se adaptan al hombre, en qué medida responden a lo que se espera de ellos, si inspiran una sensación de superioridad o, por el contrario, de inferioridad. Nuestra gente le proporcionaría formularios preparados por los más destacados psicólogos en ese campo.

—¿Y ésa sería mi misión?

—Así es. No tiene que darme la respuesta ahora mismo. Tengo entendido que está usted de permiso.

—Tengo seis semanas de vacaciones.

—Entonces podría comunicarnos su decisión... digamos, ¿en el plazo de dos días?

—Dos preguntas más. ¿Qué peso tendrá mi informe?

—Definitivo.

—¿Para quién?

—Para nosotros, naturalmente. Para la UNESCO. Si alguna vez se llegara a internacionalizar el tráfico comercial en el espacio, su informe sería esencial para las Comisiones Legislativas de la ONU que...

—Discúlpeme, pero usted mismo acaba de decir que eso está completamente en el aire. Esencial para la UNESCO; en otras palabras, espero que ésta no vaya a convertirse en una empresa de publicidad...

—¡Por supuesto que no! Publicaremos en la prensa mundial las conclusiones que usted nos presente. Los resultados, si son negativos, perjudicarían gravemente las conversaciones entre la COSNAV y esas empresas. De esa forma, estaremos contribuyendo a...

—Discúlpeme una vez más, pero ¿quiere decir con ello que si son positivos no? El director carraspeó, tosió; finalmente, sonrió.

—Casi me hace sentir culpable, comandante. Como si no tuviésemos la conciencia limpia. Sólo le pido que piense que si nosotros actuásemos igual, no nos estaríamos comportando mucho mejor que Pilatos. Lavarse las manos es muy fácil. No somos un gobierno mundial; no podemos prohibirle a nadie la producción de esta u aquella máquina. Eso es competencia de cada gobierno; de todas formas, le diré que lo han intentado, créame, lo sé. Pero no han conseguido nada. También lo ha intentado la Iglesia y tampoco ha conseguido nada. Y usted sabe su posición absolutamente contraria a esta cuestión.

—En una palabra, todo el mundo está en contra, pero nadie hace nada.

—No hay bases legales para oponerse.

—¿Y las consecuencias? Esas empresas serán las primeras en sufrir las consecuencias cuando el paro...

—Esta vez soy yo quien debe interrumpirle. Hay mucha razón en lo que usted dice. Todos tememos las consecuencias. Pero somos impotentes. O tal vez no. Podemos realizar ese experimento. De hecho, es mucho mejor que no sea usted imparcial. Eso le convierte en el candidato ideal. ¡Si hay la más mínima objeción, usted se ocupará de exponerla!

—Déjeme pensarlo —dijo Pirx, y se puso de pie.

—¿No habló usted hace un momento de dos preguntas?

—Ya ha contestado usted a la segunda. Quería saber por qué me había escogido a mí.

—Por favor, telefonéeme con la respuesta dentro de dos días. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Pirx, saludó con la cabeza y salió.

La secretaria, una rubia platino, se puso de pie tras su escritorio cuando entró Pirx.

—Buenos días, yo...

—Buenos días. Lo sé, señor. Yo misma le acompañaré.

—¿Están ya aquí?

—Sí, lo están esperando.

Lo condujo por un largo y desierto pasillo. Sus tacones repiqueteaban como pequeños zancos metálicos. El espacioso vestíbulo, pavimentado con granito artificial, resonó con un sonido frío, pétreo. Pasaron por delante de oscuras puertas marcadas con números de aluminio y placas. La secretaria estaba nerviosa. Varias veces miró a Pirx de reojo, no una mirada de coquetería, sino más bien asustada. Pirx sintió algo así como un poco de pena por ella, al tiempo que pensaba que todo aquello era una aventura descabellada. E, inesperadamente, sobresaltándose casi a sí mismo, preguntó:

—¿Los ha visto?

—Sí, sólo un momento, de pasada.

—¿Y cómo son?

—¿Usted no los ha visto?

Casi pareció aliviada, como si conocerlos le convirtiera automáticamente en miembro de una conspiración extraña y siniestra, en alguien de quien desconfiar.

—Son seis. Uno de ellos habló conmigo. ¡Increíble, créame! ¡Totalmente increíble! Si me lo hubiese encontrado en la calle nunca lo habría adivinado. Pero, cuando lo observé de cerca... tiene algo en los ojos... y aquí —se tocó los labios.

—¿Los demás también?

—Ni siquiera entraron en la habitación, se quedaron en el pasillo.

Entraron en el ascensor, que salió disparado hacia arriba; los dorados granitos de luz que señalaban las plantas se deslizaban vertiginosamente por la pared. Pirx tenía a la chica frente a sí y podía apreciar mejor los resultados de sus esfuerzos por borrar —con ayuda del maquillaje, la crema y el carmín— los últimos rastros de individualidad, para convertirse temporalmente en una réplica de Inda Lae, o como se llamase la estrella de moda aquella temporada, despeinada según un nuevo estilo. Cuando agitó los párpados, Pirx temió por sus pestañas artificiales.

—¡Robots! —dijo, en un profundo suspiro, y se sacudió como si la hubiera tocado un reptil.

En la habitación del décimo piso había seis hombres sentados. Cuando Pirx entró, uno de ellos, que hasta ese momento había estado tapado con la gran sábana del Herald Tribune, la dobló y se puso de pie, yendo a su encuentro con una ancha sonrisa. Al instante, también los otros se pusieron de pie. Eran más o menos de la misma talla y tenían el aspecto de pilotos de pruebas vestidos de civil: anchos de espaldas, con parecidos trajes color arena, camisas blancas y corbatas de colorines. Dos eran rubios, uno pelirrojo como el fuego, los otros de cabello oscuro, pero todos tenían los ojos claros. Fue todo lo que pudo notar antes de que el que se le había acercado le extendiera la mano y estrechándosela con fuerza le dijera:

—Soy McGuirr. ¿Cómo está usted? Una vez tuve el gusto de servir bajo su mando, en la Polluks. Seguramente no se acordará...

—No, lo siento —dijo Pirx.

McGuirr se dio la vuelta hacia los otros, que estaban de pie, alrededor de una mesa redonda cubierta de periódicos.

—Muchachos, éste es vuestro jefe, el comandante Pirx. Y ésta es su tripulación, comandante: el primer piloto John Calder, el segundo piloto Harry Brown, el ingeniero nucleónico Andy Thomson, el radioelectrónico John Burton y el neurólogo, cibernético y médico, todo en una, Tomasz Burns.

Pirx les fue dando la mano por turno y, a continuación, se sentaron, acercando a la mesa las sillas metálicas, que se doblaban bajo el peso de sus cuerpos. Durante un par de segundos reinó el silencio, que McGuirr interrumpió con su sonora voz de barítono.

—Ante todo, quiero darle las gracias en nombre de los directores de Cibertronics, Inteltron y Nortronics; al aceptar la oferta de la UNESCO, demostró usted confianza en nuestros esfuerzos. Para evitar cualquier malentendido, debo aclararle de entrada que algunos de los presentes llegamos al mundo de padre y madre y otros... no. Cada uno conoce su propio origen, pero no el de los otros. Espero que se abstenga de preguntarles a ellos sobre ese particular. En cualquier otro aspecto tiene usted la más absoluta libertad. Cumplirán sus órdenes y demostrarán iniciativa y honestidad, tanto estando de servicio como fuera de él. Sin embargo, han sido instruidos para que, a la pregunta de quién es cada uno, todos respondan de la misma forma: seres humanos normales. Se lo advierto al principio porque no será una mentira, sino una necesidad, dictada por nuestro propio interés.

—Entonces, no puedo hacerles preguntas. ¿No es eso?

—Naturalmente que puede, pero, puesto que tendrá usted la desagradable sensación de que algunos no dicen la verdad, ¿por qué no evitarlo? Sea verdad o no, dirán lo mismo en cada caso, que son simples muchachos.

—¿Y en el suyo? —preguntó Pirx.

Después de una fracción de segundo, todos los presentes estallaron en una carcajada. McGuirr era el que más ruidosamente se reía.

—¡Qué bromista es usted! Yo soy sólo un pequeño engranaje en la maquinaria de Nortronics.

Pirx, que no se había molestado en sonreír, esperó a que se hiciera el silencio.

—¿No le parece que la broma me la están gastando ustedes a mí? —preguntó entonces.

—Discúlpeme, pero el trato hablaba de «un nuevo tipo de tripulación». En ningún sitio se decía que sería una tripulación homogénea. ¿No es verdad? Tratamos simplemente de excluir la posibilidad de que ciertos prejuicios irracionales ejerzan una influencia negativa, ya sabe. Es lógico, ¿no cree? Durante el viaje, y después del mismo, expondrá usted su opinión sobre la valía de todos los miembros de la tripulación. Una opinión global, que nos interesa sobremanera. Sólo estamos tratando de crear unas condiciones que aseguren la máxima imparcialidad.

—Muchísimas gracias —dijo Pirx—. Bueno, a pesar de que todavía creo que me han tomado el pelo, no tengo ninguna intención de volverme atrás.

—¡Bravo!

—Ahora, me gustaría hacerle algunas preguntas a mi... —vaciló durante una pequeña fracción de segundo—... gente.

—Desea quizá conocer sus especialidades. ¡Adelante, adelante, no le molestaré! ¡Empiece a disparar!

McGuirr extrajo del bolsillo superior de su gabán un puro y, cortando una punta, se dispuso a encenderlo, mientras cinco pares de tranquilos ojos se posaban atentamente en el rostro de Pirx. Los dos rubios, los dos pilotos, tenían cierto parecido, aunque Calder tenía unas facciones más escandinavas y su rizado cabello parecía casi descolorido por el sol. El de Brown, en cambio, era auténticamente dorado; sus facciones, semejantes a las de un muñeco o un querubín, recordaban un poco las de los modelos de las revistas de moda y su belleza sólo estaba matizada por la mandíbula y por la mueca burlona de sus labios incoloros y finos. Una cicatriz blanca le atravesaba la mejilla desde la comisura izquierda. La mirada de Pirx se inmovilizó precisamente sobre él.

—¡Estupendo! —exclamó, como si respondiera con retraso a McGuirr, y, con el mismo tono desenfadado, preguntó mirando al hombre de la cicatriz—: ¿Cree usted en Dios?

Los labios de Brown se estremecieron, como si suprimiera una sonrisa o una mueca, pero no contestó en seguida. Tenía aspecto de recién afeitado: todavía se veían unos cuantos pelos cerca de la oreja y rastros de espuma en las mejillas, como si lo hubiera hecho con prisa.

—No... entra dentro de mis competencias —dijo con una agradable voz de bajo. McGuirr, que aspiraba en ese momento su puro, quedó inmóvil, como sorprendido por la pregunta de Pirx, y luego, tras parpadear, soltó violentamente el humo como diciendo: ¿qué le ha parecido a usted eso, eh?

—Señor Brown —dijo Pirx, siempre en el mismo tono flemático—, no ha contestado usted a mi pregunta.

—Disculpe, comandante, pero ya le he dicho que no entra dentro de mis competencias...

—Como su superior, yo soy quien decide cuáles son sus competencias —replicó Pirx.

El rostro de McGuirr expresó sorpresa. Los otros permanecieron sentados, inmóviles, escuchando con evidente atención el intercambio de palabras, como alumnos aplicados.

—Si es una orden —respondió Brown con su voz de barítono, bien modulada—, sólo puedo decirle que nunca me he ocupado especialmente de ese problema.

—Entonces medítelo hasta mañana. Su presencia a bordo dependerá de ello.

—Sí, señor.

Pirx se dirigió a Calder, el primer piloto, y sus ojos se encontraron. Tenía las pupilas casi incoloras, las grandes ventanas de la habitación se veían claramente reflejadas en ellas.

—¿Es usted piloto?

—Sí.

—¿Con qué experiencia?

—Tengo el curso de pilotaje en parejas, doscientas horas de vuelo en solitario con pequeño tonelaje y diez aterrizajes en solitario, entre ellos cuatro en la Luna y dos en Marte y Venus.

Pirx no pareció prestar mayor atención a su respuesta.

—Burton —se dirigió al siguiente—, ¿es usted el ingeniero electrónico?

—Sí.

—¿Cuántos roentgen por hora puede aguantar?

El otro apretó los labios, esbozando apenas una sonrisa.

—Unos cuatrocientos, creo —dijo—, como máximo. Por encima de eso tendría que curarme.

—¿No más de cuatrocientos?

—Creo que no.

—¿De dónde es usted?

—De Arizona.

—¿Ha estado enfermo alguna vez?

—No, por lo menos nada serio.

—¿Tiene usted buena vista?

—Sí.

En realidad, Pirx no escuchaba lo que decían, prestaba más bien atención al sonido de la voz, la modulación, las inflexiones, los movimientos del rostro y los labios. En ciertos momentos sentía la irracional esperanza de que todo aquello no fuera más que una gran, pero estúpida, broma, una tomadura de pelo, un intento de divertirse a su costa, aprovechándose de su ingenua fe en el poder de la tecnología. O, tal vez, un castigo por creer tanto en ella. ¡Porque aquellos eran seres humanos completamente normales! La secretaria estaba chiflada. ¡Lo que pueden los prejuicios! Y pensar que había tomado a McGuirr por uno de ellos...

La conversación había sido intrascendente hasta aquel momento, si no hubiese sido por su poco inteligente pregunta sobre Dios. No sólo había sido poco inteligente, sino de mal gusto, y denotaba falta de madurez. Pirx lo veía con claridad, había sido un auténtico asno al intentar un farol como aquel... Los otros lo seguían mirando atentamente, pero le pareció que los rostros del pelirrojo Thomson y de los dos pilotos mostraban una expresión demasiado indiferente, como si desearan ocultar que ya habían calado la profunda torpeza de aquel patán que acababa de ver como destrozaban su rutinaria y facilona autoconfianza. Se sintió impelido a seguir preguntando, porque el silencio parecía volverse en su contra, certificar su impotencia, pero no se le ocurrió nada; sólo el despecho lo incitaba a hacer algo absurdo, de locos, algo que en el fondo de su alma sabía bien que no haría. Se había puesto en ridículo. Era hora de dar por terminada la entrevista. Miró a McGuirr.

—¿Cuándo podré subir a bordo?

—Oh, en cualquier momento. Hoy mismo, incluso.

—¿Qué pasará con el control sanitario?

—No se preocupe por eso, ya está solucionado.

El ingeniero le contestaba con indulgencia o por lo menos eso le pareció. No soy un buen perdedor, pensó para sí, y en voz alta dijo:

—Eso es todo. Salvo Brown, pueden considerarse todos miembros de la tripulación. Brown me responderá mañana a la pregunta que le he formulado. Señor McGuirr, ¿tiene usted consigo los papeles para firmar?

—Los tengo, pero no aquí. Están en Dirección. ¿Vamos hacia allí?

—Adelante.

Pirx se puso de pie. Todos hicieron lo mismo.

—Hasta la vista —les saludó con una inclinación de cabeza, y salió primero.

El ingeniero lo alcanzó junto al ascensor.

—Nos había subestimado usted, comandante.

Había recuperado el buen humor por completo.

—¿Cómo debo interpretar eso?

El ascensor se puso en movimiento. El ingeniero se llevó el puro a los labios con sumo cuidado, procurando que no se cayese el gris cono de ceniza.

—No es tan fácil distinguir a nuestros muchachos de los... normales.

Pirx se encogió de hombros.

—Si están hechos de lo mismo que nosotros —dijo—, son personas y no me interesa en absoluto si fueron creados por inseminación artificial, en una probeta o por el procedimiento corriente.

—¡Pero es que no están hechos de lo mismo!

—¿De qué entonces?

—Dispénseme, pero es secreto de fabricación.

—¿Quién es usted?

El ascensor se detuvo, la puerta se abrió, pero Pirx, que esperaba una respuesta, no se movió.

—¿Quiere usted saber si soy el ingeniero proyectista? No, trabajo en el departamento de relaciones públicas.

—¿Y tiene usted autoridad para responder a varias preguntas?

—Naturalmente, pero no aquí.

La misma secretaria les condujo a una gran sala de conferencias. Había una larga mesa rodeada de dos filas de sillones perfectamente alineados. Se sentaron en el extremo donde estaba la carpeta con los contratos, abierta.

—Le escucho —dijo McGuirr. La ceniza cayó sobre sus pantalones. La sopló.

Pirx notó que el ingeniero tenía los ojos inyectados en sangre y una dentadura excesivamente pareja. «Postiza —pensó—; quiere aparentar ser más joven de lo que es».

—Los... no humanos... ¿Se comportan como humanos? ¿Consumen alimentos? ¿Beben?

—Sí.

—¿Para qué?

—Para que la ilusión sea completa. Para beneficio de los que los rodean.

—¿Tienen entonces que... evacuar lo consumido?

—Pues sí.

—¿Y la sangre?

—¿Cómo?

—¿Tienen sangre? ¿Corazón? ¿Sangran al ser heridos?

—Tienen... el equivalente a sangre y corazón —dijo McGuirr.

—¿Qué significa eso?

—Que sólo un especialista, un médico, después de un análisis exhaustivo, podría darse cuenta.

—¿Yo no?

—No. A no ser que use aparatos especiales, naturalmente.

—¿Cómo los rayos X?

—¡Tiene usted una buena imaginación! Pero los aparatos de rayos X no forman parte del equipo normal de a bordo.

—Cómo se nota que no es usted un especialista. Puedo obtener todos los isótopos que quiera de la pila, y también dispondré de un fluoroscopio, así que, como ve, no necesito ningún aparato de rayos X.

—No hay objeciones a que use esos aparatos, mientras se comprometa a no usarlos sobre ellos.

—¿Y si no estoy de acuerdo?

McGuirr suspiró y, aplastando el puro, como si de repente le hubiera dejado de sacar gusto, exclamó:

—¡Comandante... está usted tratando de ponernos las cosas difíciles!

—Cierto —replicó Pirx con franqueza—. Entonces, ¿sangran?

—Sí.

—¿Y es sangre de verdad? ¿Incluso vista al microscopio?

—Sí, es sangre.

—¿Cómo lo han conseguido?

—¿Asombroso, verdad? —McGuirr esbozó una amplia sonrisa—. Sólo se lo puedo explicar muy por encima: está basado en el principio de la esponja. Una esponja especial situada bajo la piel.

—¿Es sangre humana?

—Sí.

—¿Para qué tantas molestias?

—Seguro que no es sólo para confundirlo a usted. Debe comprender que no se realiza una inversión de billones de dólares sólo para entretenerle a usted. Deben tener ese aspecto para que nadie, ningún pasajero, por ejemplo, llegue siquiera a sospechar.

—¿Tratan de evitar un boicot a sus «productos»?

—No sólo eso, está también la comodidad psicológica...

—¿Y usted? ¿Puede diferenciarlos usted?

—Sólo porque los conozco. Bueno... hay formas... ¡Pero no le aconsejo que use un hacha en uno de ellos!

—¿No me dirá usted que no se diferencian en absoluto de los seres humanos desde el punto de vista fisiológico?... La respiración, la tos, el rubor...

—Oh, las diferencias son mínimas. Hay diferencias, seguro, pero ya se lo he dicho antes: sólo un médico las notaría.

—¿Y desde el punto de vista psíquico?

—¡Ése es nuestro mayor logro! ¡Tienen el cerebro en la cabeza! —dijo McGuirr con verdadero orgullo—. Hasta ahora se colocaban en el tronco, porque eran demasiado grandes. ¡«Inteltron» ha sido la primera que ha conseguido colocarlo en la cabeza!

—Digamos que la segunda: la Naturaleza fue la primera...

—¡Ja, ja! Bueno, entonces la segunda. Pero los detalles son aún un secreto. Es un multiestado monocristalino con dieciséis mil millones de elementos binarios.

—¿Y sus facultades, son también un secreto?

—¿Qué tiene usted en mente?

—¿Son capaces de mentir, por ejemplo? ¿En qué circunstancias? ¿Pueden perder el control de sí mismos, el control de la situación...?

—Todo ello es posible.

—¿Por qué?

—Porque es inevitable. Hablando de forma figurada, cualquier freno introducido en una red de neuronas o de cristales es relativo, puede ser anulado. Se lo digo porque es mejor que sepa la verdad. Además, si está un poco al corriente en los últimos avances en la materia, sabrá que un robot que pueda igualar al hombre intelectualmente y no tenga la capacidad de mentir o engañar es pura ficción. O se construyen equivalentes totales o marionetas. No hay término medio.

—Si es capaz de ciertos actos es capaz de los otros, ¿no es así?

—Sí. Por supuesto, nuestros autómatas no son rentables, por lo menos por ahora. La versatilidad psíquica, sin hablar siquiera del antropomorfismo, es terriblemente costosa. Los modelos que va usted a recibir son prototipos. ¡El coste de cada uno de ellos es superior al de un bombardero supersónico!

—¿De veras?

—Si incluimos los gastos de todas las investigaciones que precedieron a la fabricación, por supuesto. Esperamos poder llegar a producirlos en cadena, seguramente, incluso perfeccionarlos, aunque eso ya veremos... Le vamos a dar a usted lo mejor que tenemos. En cualquier caso, la pérdida del control de sí mismos o la posibilidad de que se desmoronen, aunque no están excluidos, serán menos frecuentes que en los seres humanos en la misma situación.

—¿Han sido probados experimentalmente?

—¡Por supuesto!

—¿Con seres humanos como grupo de control?

—También así.

—¿En emergencias? ¿Con peligro de aniquilación?

—Especialmente.

—¿Y los resultados?

—Los humanos son más falibles.

—¿Y qué hay de su agresividad?

—¿Hacia los humanos?

—No sólo eso.

—Puede estar tranquilo. Están equipados con unos inhibidores especiales llamados sistema de descarga en retroceso, que amortiguan su potencial agresivo.

—¿En todas las situaciones?

—No, eso es imposible. Su cerebro, como el nuestro, es un sistema de probabilidades. Se pueden aumentar las probabilidades de determinados casos, pero no conseguir una total seguridad. A pesar de ello, también en ese aspecto superan al hombre.

—¿Y qué sucedería si tratara de romperle la cabeza a

uno de ellos?

—Se defendería.

—¿Matándome si fuera necesario?

—No, se limitaría a defenderse.

—¿Y si la única posibilidad de defensa fuera el ataque?

—Entonces, atacaría.

—Deme el contrato —dijo Pirx.

La pluma rasgó el silencio. El ingeniero dobló los formularios y los guardó en el portafolios.

—¿Vuelve usted a Estados Unidos?

—Sí, mañana.

—Puede comunicarles a sus superiores que trataré de sacarles lo peor que lleven dentro —dijo Pirx.

—¡Así me gusta! ¡Con eso contamos precisamente! ¡Porque aun en lo peor son todavía mejores que el hombre! Sólo...

—¿Iba a decir algo?

—Es usted un hombre valiente, pero... por su propio bien, le aconsejo prudencia.

—¿Para que no se unan en contra mía? —sonrió Pirx a su pesar.

—No. Para que no sea usted el que pague los platos rotos. Porque los primeros en fallar serán los hombres. Los buenos chicos normales y corrientes. ¿Comprende?

—Comprendo —replicó Pirx—, ya es hora de que me vaya. Hoy tengo que hacerme cargo de la nave.

—Tengo un helicóptero en la azotea. ¿Quiere que le lleve? —dijo McGuirr levantándose.

—No, gracias. Iré en metro, no me gusta correr riesgos, ¿sabe?... Entonces, ¿advertirá a sus superiores de mis aviesas intenciones?.

—Si usted lo desea.

McGuirr buscó un nuevo puro en el bolsillo.

—Debo decir que se comporta usted de forma extraña. ¿Qué es lo que realmente espera de ellos? No son hombres, nadie ha dicho que lo sean. ¡Pero son excelentes profesionales, y además, verdaderamente cumplidores! ¡Se lo digo yo! ¡Harán cualquier cosa por usted!

—Yo procuraré que hagan todavía más —replicó Pirx.

Pirx no estaba dispuesto a perdonarle a Brown la cuestión de Dios y se hizo el firme propósito de telefonearle al día siguiente. La UNESCO le proporcionó su número de teléfono, lo que le permitió ponerse en contacto con el piloto «nolinear». Reconoció su voz al terminar de marcar el número.

—Estaba esperando su llamada —dijo Brown.

—Bien, ¿qué ha decidido usted? —preguntó Pirx. Se sentía extrañamente deprimido; se había sentido mucho mejor cuando le firmó los papeles a McGuirr. Entonces le parecía que iba a poder con el asunto. Ahora no estaba ya tan seguro.

—He tenido poco tiempo —dijo Brown con su uniforme y agradable voz—. Por lo tanto, sólo puedo decirle esto: me enseñaron el método del cálculo de probabilidades; calculo las probabilidades y actúo en consecuencia. En este caso, yo diría que hay un noventa por cien de probabilidades de que la respuesta sea «no», más bien un noventa y nueve coma nueve, con menos de un uno por ciento a favor del «sí».

—¿De que sí existe?

—Sí.

—Bien. Puede presentarse usted con los demás. Hasta la vista.

—Hasta luego —respondió la suave voz de barítono, y se oyó el «clic» del auricular al colgar.

Sin saber por qué, Pirx se acordó de la conversación con Brown durante su viaje al espaciopuerto. Alguien, quizá la UNESCO o las empresas que le habían «fabricado» la tripulación, se había ocupado de solucionar todas las formalidades ante las autoridades. Ni siquiera hubo control sanitario, nadie pidió la documentación a su «gente»; el despegue estaba fijado para las dos cuarenta y cinco horas, el momento en que el movimiento era mínimo. Las tres grandes sondas-satélites destinadas a Saturno se encontraban ya en las bodegas. La Goliat era una nave de tonelaje mediano altamente automatizada. No era muy grande —apenas seis mil toneladas de peso—, pero sólo hacía dos años que había salido de los astilleros y poseía una excelente pila de neutrones rápidos libre de oscilaciones térmicas que sólo ocupaba diez metros cúbicos de espacio y podía desarrollar una media de cuarenta y cinco millones de caballos de potencia, con un máximo de setenta en aceleraciones cortas.

Pirx no tenía ni idea de lo que había pasado con su «gente» en París: si se habían alojado en un hotel, o si la empresa les había alquilado un apartamento (se le ocurrió la grotesca y macabra idea de que quizá McGuirr los hubiera «desconectado» y los hubiera guardado en cajones durante esos dos días), ni siquiera cómo habían llegado al puerto.

Le estaban esperando en una habitación independiente de la Capitanía, cada uno con una maleta, un neceser y una mochila con una etiqueta en que figuraba su nombre colgado de las correas. Cuando vio los neceseres, Pirx pensó, a pesar suyo, toda clase de idioteces, como que quizá llevaran en ellos llaves inglesas, aceiteras de tocador, etc. Pero no sintió deseo alguno de reírse cuando, después de saludarlos, entregó los papeles y autorizaciones necesarios para el visto bueno final del despegue. A continuación, dos horas antes de la hora fijada, salieron a la iluminada pista y se encaminaron en fila india hasta la Goliat, blanca como la nieve. Parecía un gran terrón de azúcar recién hecho.

El despegue se realizó sin novedad. La Goliat casi no necesitaba ayuda para despegar, gracias a todo el sistema de instalaciones automáticas y semiautomáticas. En menos de media hora, habían dejado atrás el hemisferio nocturno de la Tierra, con su fosforescente erupción de ciudades, y Pirx, aunque ya había visto muchas veces desde el espacio cómo el sol «peinaba» a contrapelo la atmósfera con sus rayos al amanecer —formando la enorme hoz del arco iris en llamas—, se asomó como siempre a ver el magnífico espectáculo, del que nunca llegaba a aburrirse. Un par de minutos después dejaron atrás el último satélite de navegación, entre la densa tormenta de sonido con que saturaban el espacio las activas máquinas de información («los burócratas electrónicos del cosmos», como las llamaba Pirx), y salieron por encima de la eclíptica. Pirx le encargó entonces al piloto que se hiciera cargo de los mandos y se dirigió a su camarote. No habían transcurrido ni diez minutos cuando llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

Entró Brown. Cerró cuidadosamente la puerta, se acercó a Pirx, que estaba sentado en su litera, y habló con voz apagada:

—Quisiera hablar con usted.

—Tome asiento, por favor.

Brown se dejó caer en la silla, pero, al comprobar que la distancia que les separaba era demasiado grande, la acercó más; durante un momento guardó silencio con la vista baja; de repente, miró al comandante directamente a la cara y dijo:

—Quiero decirle algo. Pero debo pedirle discreción. Necesito su palabra de que no se lo dirá a nadie.

Pirx levantó las cejas.

—¿Un secreto?

Lo pensó durante varios segundos.

—De acuerdo, no se lo diré a nadie —dijo finalmente.

—Soy humano —dijo Brown, y se interrumpió, mirando a Pirx a los ojos, como para comprobar el efecto de sus palabras. Pirx, sin embargo, continuó inmóvil, con los párpados semientornados y la cabeza apoyada en la pared revestida de goma-espuma blanca.

—Le digo esto porque quiero ayudarle —continuó como si ya hubiera meditado antes lo que iba a decir—. Cuando presenté la solicitud, no sabía de qué se trataba. Nos recibieron a todos por separado, para que no pudiéramos relacionarnos, ni siquiera vernos. Hasta que no fui definitivamente elegido, después de todos los vuelos de prueba y todos los tests, no me enteré realmente de en qué consistía la misión. Y entonces tuve que prometer que no revelaría absolutamente nada. Tengo una chica, nos queremos casar, pero teníamos dificultades económicas y ésta era nuestra gran oportunidad: un anticipo de ocho mil más otra cantidad igual al volver del viaje, sin importar el resultado. Le estoy contando a usted cómo fue todo porque quiero que sepa que en este asunto estoy absolutamente limpio. A decir verdad, en un primer momento no me di cuenta de lo que estaba en juego. Un experimento chiflado y nada más, eso pensé al principio. Pero después empezó a gustarme cada vez menos. Al fin y al cabo, es una cuestión de solidaridad elemental entre seres humanos. ¿Debo guardar silencio en contra de sus intereses? Decidí que no era quién para hacerlo. ¿No lo cree usted así?

Pirx siguió callado y el otro retomó el hilo de la conversación después de un instante, pero ya menos seguro al parecer:

—De los otros cuatro no conozco a ninguno. Nos tuvieron separados todo el tiempo; cada uno tenía su propia habitación, su propio cuarto de baño, su propia sala de gimnasia, no nos reuníamos ni en las comidas. Sólo poco antes del viaje a Europa pudimos comer juntos durante tres días. Por eso no le puedo decir cuál de ellos es humano y cuál no. Le aseguro que no sé nada. Sospecho, sin embargo...

—Un momento —le interrumpió Pirx—. ¿Por qué contestó usted a mi pregunta sobre Dios que ocuparse de esa cuestión «no era de su competencia»?

Brown se acomodó en la silla, movió un pie y, mirándose la punta del zapato, con la que estaba trazando dibujos en el piso, dijo quedamente:

—Porque ya entonces estaba decidido a contárselo todo y... usted sabe lo que pasa: a un ladrón le arden los dedos. Temía que McGuirr pudiese adivinar mis intenciones. Cuando usted me preguntó respondí de forma que creyera que tenía intención de guardar solemnemente el secreto y que no le ayudaría a usted a deducir quién era.

—¿Entonces contestó usted así por McGuirr?

—Sí.

—¿Y cree usted en Dios?

—Sí.

—¿Pero pensó que un robot no creería?

—Pues, sí.

—¿Y que si hubiese contestado que sí, yo habría adivinado lo que era en realidad?

—Sí, así fue exactamente.

—Sin embargo, un robot también puede creer en Dios —dijo Pirx en tono ligero, como sin darle importancia, que hizo abrir los ojos de par en par al otro.

—¿Cómo dice?

—¿Lo considera usted imposible?

—Nunca se me hubiera ocurrido...

—Dejemos eso, no tiene importancia, por lo menos de momento. Habló usted de algunas sospechas...

—Sí. Me parece que ese moreno, Burns, no es humano.

—¿Por qué lo cree así?

—Son menudencias, difíciles de explicar, pero que sumadas unas a otras cuentan. En primer lugar, cuando está sentado o de pie no se mueve en absoluto, es como una estatua. Y usted sabe que nadie es capaz de permanecer mucho tiempo exactamente en la misma posición. Se hace incómodo, se le duerme a uno la pierna e inconscientemente se mueve, se estira, se toca uno la cara... pero él parece como si, sencillamente, se solidificase.

—¿Siempre?

—No, no siempre, y eso es precisamente lo más significativo.

—¿Por qué?

—Creo que él ejecuta esos pequeños movimientos aparentemente involuntarios cuando se acuerda, pero cuando los olvida, se inmoviliza. En cambio, en nuestro caso es a la inversa, debemos esforzarnos si queremos mantenernos quietos.

—Puede que tenga razón. ¿Qué más?

—Se lo come todo.

—¿Cómo «todo»?

—Todo lo que le echen. Le da todo exactamente igual. Lo noté durante el viaje, cuando volábamos a través del Atlántico, y también en Estados Unidos y en el restaurante del aeropuerto: se come todo lo que le sirven, sin importarle la diferencia. Por lo general, todo el mundo tiene sus preferencias y... bueno, siempre hay algo que a uno no le gusta.

—Eso no es ninguna prueba.

—Oh, no, por supuesto que no. Pero junto con lo otro... ya sabe... además, hay otra cosa más.

—¿Sí?

—No escribe cartas. De eso no estoy seguro al cien por cien, pero... por ejemplo, yo he visto a Burton echar una carta en el buzón del hotel.

—¿Les está permitido a ustedes escribir cartas?

—No.

—Ya veo que cumplen las condiciones del contrato al pie de la letra —refunfuñó Pirx.

Se enderezó en la cama y, acercando su rostro al de Brown, le preguntó despacio:

—¿Por qué ha quebrantado usted su palabra?

—¿Qué? ¡Por favor, comandante!

—¿No dio usted su palabra de que guardaría su identidad en secreto?

—Bueno, sí, la di. Pero creo que hay situaciones en que un hombre no sólo tiene derecho a romper su palabra, sino que es su deber hacerlo.

—¿Por ejemplo?

—Ésta precisamente. Toman un puñado de títeres metálicos, los revisten de plástico, los maquillan, los mezclan con los humanos como si fuesen naipes falsos y encima pretenden ganar con ello mucho dinero. Creo que cualquier persona honesta actuaría igual que yo... ¿No ha venido a verle nadie más?

—No, usted es el primero. Pero acabamos de despegar... —dijo Pirx, con una falta de inflexión en la voz no carente de ironía; Brown, sin embargo, si lo notó, no lo dejó entrever.

—Procuraré continuar ayudándole a lo largo del viaje y haré todo lo que usted me indique.

—¿Para qué?

Brown parpadeó con sus pestañas de muñeco.

—¿Cómo que para qué? Para que le resulte más fácil distinguir a los humanos de los no humanos...

—¿Recibió usted los ocho mil dólares, no es así?

—Sí. ¿Y qué? He sido contratado como piloto. Soy piloto, y no de los peores.

—A la vuelta recibirá usted otros ocho mil y por sólo unas cuantas semanas. Nadie da dieciséis mil dólares por un vuelo así; ni a un piloto de primera, ni a un ingeniero de vuelo, ni a un navegante, a nadie. Recibió usted ese dinero a cambio de su silencio. Y no sólo conmigo, sino con todo el mundo. No olvide la competencia que hay entre esas empresas. Quisieron apartarle a usted de cualquier tentación.

El otro lo miró con el estupor reflejado en su linda cara.

—¿Entonces le parece mal que haya venido y le haya dicho...?

—No, no me parece mal. Actuó en la forma que consideró usted más adecuada. ¿Qué coeficiente de inteligencia tiene usted?

—¿Mi coeficiente de inteligencia? Ciento veinte.

—Bastante para distinguir ciertas cuestiones básicas. Dígame. ¿En qué me beneficia a mí el que usted haya compartido conmigo sus sospechas sobre Burns?

—Comandante, le pido disculpas. Si es así, ha habido un malentendido. Mis intenciones eran buenas. Pero en vista de que piensa usted que yo... en una palabra, le pido que lo olvide... pero, recuerde que...

No terminó la frase al ver la sonrisa de Pirx.

—¡Siéntese, Brown! ¡Siéntese!

Brown se sentó.

—¿Qué es lo que iba a decir? ¿Qué es lo que tengo que recordar, que prometí no repetirle a nadie nuestra conversación, verdad? Porque si, yo a mi vez considerara que podía repetirla... ¡Silencio! Al jefe no se le interrumpe. ¿Ve usted cómo no es un asunto tan simple? Usted ha venido a mí en confianza y yo sé apreciar esa confianza, pero... una cosa es la confianza y otra la sensatez. Supongamos que, gracias a usted, yo ya sé con seguridad quién es usted y quién es Burns. ¿Qué saco yo de eso?

—Eso es cosa suya... Después del viaje tiene usted que dar un informe sobre la capacidad...

—Precisamente: sobre la capacidad de cada uno de los miembros de la tripulación. Y no pensará usted que voy a mentir en él, ¿verdad, Brown? ¿Que le anotaré los fallos no a los peores, sino a los no humanos?

—Eso es asunto suyo —comenzó a decir con frialdad el piloto, que se había estado removiendo inquieto en la silla mientras Pirx hablaba, pero éste le dirigió tal mirada que lo calló.

—Sólo le pido que deje de actuar como un cabo castigado que no mira más allá de sus galones. Si es usted humano y se siente solidario con la Humanidad, debe empezar por asumir su propia responsabilidad.

—¿Cómo «si»? —se estremeció Brown—. ¿Es que no me cree usted? Entonces..., entonces usted cree...

—Eh, eh, eh, me ha salido así simplemente —le interrumpió rápidamente Pirx—. Le creo, naturalmente que le creo. Y puesto que ya se ha descubierto y no es mi intención juzgarle, ni moralmente ni de ningún otro modo, le pido que siga manteniéndome informado de todo lo que observe.

—Ahora sí que no entiendo nada —dijo Brown con un suspiro involuntario—. Primero me regaña y ahora...

—Son dos cosas diferente, Brown. Desde el momento en que me ha dicho algo que no debía decirme, ya no tiene sentido dar marcha atrás. El asunto del dinero es otra cuestión. Puede que tenga usted razón en hablar, pero yo en su lugar no aceptaría la paga.

—¿Qué? Pero... pero... comandante... —dijo Brown, buscando argumentos desesperadamente—. Si no lo hiciera se darían cuenta de inmediato de que incumplí el acuerdo. Incluso podrían denunciarme por...

—Eso es asunto suyo. No digo que deba usted devolver el dinero; le prometí discreción y no tengo intención de mezclarme en eso. Sólo le digo que yo en su lugar no lo aceptaría, pero yo no soy usted ni usted es yo, y así son las cosas. ¿Hay algo más?

Brown sacudió la cabeza, abrió la boca, volvió a cerrarla y se encogió de hombros. Debía de sentirse algo más que desilusionado por el curso de la conversación, porque, sin decir nada, se enderezó con un movimiento reflejo antes de alejarse y salió.

Pirx dio un profundo suspiro. No debería habérseme escapado ese «si es usted humano» —se reprochó—. ¡Qué juego tan infernal! O es humano, o es una triquiñuela pensada no sólo para confundirme, sino para comprobar además si estoy dispuesto a hacer algo en contra de lo acordado en el contrato... En todo caso, esta parte de la partida no la he jugado del todo mal. Si ha dicho la verdad debe sentirse un poco incómodo después de todo lo que le he dicho, y si no... no le he dicho nada en definitiva. ¡Vaya historia! ¡En menudo lío me he metido!

Incapaz de permanecer sentado sin moverse, comenzó a dar vueltas por la cabina. Sonó el intercomunicador. Era Calder desde la sala de mandos; se pusieron de acuerdo sobre las correcciones del curso y la aceleración para la noche, y después de eso, Pirx se sentó y se quedó mirando al frente, abstraído, con el ceño fruncido, cuando se oyó un golpe en la puerta. ¿Quién será ahora? —pensó.

—¡Adelante! —dijo en voz alta.

Entró Burns, el neurólogo, médico y cibernético, todo en una sola pieza.

—¿Se puede?

—Por favor, tome usted asiento.

Burns sonrió.

—Vengo a decirle que no soy humano.

Pirx dio un brusco viraje en la silla giratoria.

—¿Cómo? ¡Qué no es...!

—No soy humano. Y estoy de su lado en este experimento.

Pirx resopló profundamente.

—¿Y lo que me está usted diciendo debe, naturalmente, quedar entre nosotros?

—Lo dejo a su criterio. A mí me da igual.

—¿Y cómo es eso?

El otro sonrió nuevamente.

—Es muy sencillo. Actúo por egoísmo. Si usted emite un informe positivo sobre los nolineares provocará indudablemente una reacción en cadena de fabricación en masa. Comenzarán a comercializarse en masa otros como yo... y no sólo en las naves espaciales. Esto traerá consecuencias fatales para los humanos, aparecerá un nuevo tipo de discriminación, de odio... Lo veo venir, pero, repito, actúo ante todo por motivos personales. Mientras sea el único, o uno entre unos pocos, no habrá ninguna repercusión social: sencillamente nos confundiremos con la masa, sin que se nos note, pasaremos desapercibidos. Tendré... tendremos ante nosotros un futuro parecido al de cualquier ser humano, con una mejora sustancial de la inteligencia y una serie de habilidades especiales que un hombre común no tiene. No hay límite para lo que podemos lograr siempre que no se llegue a poner en marcha una producción masiva.

—Sí, comprendo sus razones —dijo despacio Pirx, un poco confundido—. Pero ¿por qué no le importa a usted la discreción? ¿No teme que la empresa...?

—No, no lo temo en absoluto —dijo Burns, en el mismo tranquilo tono didáctico—. Verá, comandante, soy extraordinariamente caro. Aquí —se tocó el pecho— hay invertidos miles de millones de dólares. ¿No supondrá usted que ningún fabricante, por muy enojado que esté, va a ordenar que me desmonten tornillo a tornillo? Hablando de forma figurada, por supuesto, no tengo ni un solo tornillo en todo el cuerpo... Seguro, se pondrán furiosos, pero eso no cambiará mi situación. Seguiré trabajando para ellos, pero eso ¿en qué me perjudica? Incluso prefiero hacerlo allí a cualquier otro sitio, encontraría mejor asistencia en caso de una... enfermedad. No creo tampoco que tratasen de encarcelarme. ¿Para qué? El uso de la fuerza podría traer consecuencias muy desagradables para ellos mismos. Usted conoce el poder de la prensa...

«Está pensando en un chantaje», se le pasó por la mente a Pirx. Tenía la impresión de estar soñando. Siguió escuchando, sin embargo, con la mayor atención.

—Comprenderá usted, por tanto, por qué deseo que su informe sobre los nolineares resulte negativo.

—Sí, lo comprendo. ¿Puede usted indicarme qué otro miembro de la tripulación...?

—No. Es decir, no tengo la certeza y mis suposiciones podrían perjudicarle más que ayudarle. Mejor no disponer de ninguna información que de información errónea, ya me entiende.

—Sí. Hum... En todo caso, sin tener en cuenta sus motivos, le estoy agradecido. Sí. Agradecido... ¿Podría usted decirme algo sobre sí mismo? Algunos detalles que pudieran ayudarme...

—Me imagino de qué se trata. Pero sé muy poco de cómo estoy construido, tan poco como pueda saber usted sobre su anatomía o su fisiología, salvo lo que pueda haber leído en algún texto de biología. Pero supongo que los detalles de construcción le interesarán menos que las características psicológicas, nuestros... puntos débiles.

—Los puntos débiles también, pero todo el mundo sabe algo sobre su propio organismo, no un conocimiento científico, pero sí el que surge de la experiencia, de la autoobservación.

—Naturalmente, las observaciones que proporciona el hecho de que uno usa y habita el organismo...

Burns sonrió de nuevo, mostrando unos dientes parejos, pero no excesivamente regulares.

—Entonces, ¿puedo hacerle unas preguntas?

—Por favor.

Pirx procuró aclarar sus ideas.

—¿Pueden ser preguntas... indiscretas... incluso íntimas?

—No tengo nada que ocultar —dijo el otro sencillamente.

—¿Ha reaccionado usted con sorpresa, miedo o aversión al hecho de no ser humano?

—Sí, una vez, durante una operación en la que intervine de ayudante. El otro ayudante era una mujer. Entonces ya sabía lo que era eso...

—No lo entiendo...

—Lo que es una mujer —aclaró Burns—. Al principio no sabía nada sobre la existencia del sexo.

—¡Ah!

Pirx se enfadó consigo mismo por no lograr contener la exclamación.

—Entonces había allí una mujer. ¿Y qué pasó?

—El cirujano me hizo un corte en un dedo con el escalpelo y el guante de goma se abrió, pero yo no sangré.

—¿Cómo? Pero McGuirr me dijo...

—Ahora sangraría. Entonces estaba todavía «seco»; así lo llaman nuestros «padres» en su argot —dijo Burns—. Nuestra «sangre» es pura mascarada: la superficie interior de la piel es esponjosa y está saturada de sangre...

—Ajá. ¿Y esa mujer lo notó? ¿Y el cirujano?

—Oh, el cirujano sabía quién era yo, pero ella no. Se dio cuenta, pero no en seguida, sino al final de la operación y sólo porque él se turbó...

Burns sonrió:

—Me cogió la mano, se la acercó a los ojos y cuando vio lo que había dentro... la soltó y salió huyendo. Pero se olvidó de hacia qué lado abría la puerta del quirófano y no hacía más que empujarla en vez de tirar y, como no se abría, sufrió un ataque de histeria.

—Ya veo —dijo Pirx, tragando saliva—. ¿Qué sintió usted entonces?

—Normalmente no siento mucho, pero... no fue muy agradable —dijo lentamente Burns, y sonrió de nuevo—. Nunca he hablado de ello con nadie —agregó después de un segundo—, pero tengo la impresión de que a los hombres, aun a los no habituados, les resulta más fácil aceptarnos. Los hombres aceptan los hechos. Las mujeres, no, por lo menos no ciertos hechos. Siguen diciendo «no» aun cuando ya no sea posible decir más que «sí».

Pirx estuvo todo el tiempo observándole mientras hablaba, sobre todo cuando Burns no le estaba mirando, tratando de descubrir en él alguna diferencia que lo tranquilizara, que probara que la encarnación de una máquina en hombre no era, después de todo, perfecta. Antes, cuando sospechaba de todos, había sido distinto; ahora, mientras iba convenciéndose poco a poco de que lo que decía Burns era verdad, no dejaba de buscar pruebas de la falsificación en la palidez de Burns, que ya le había llamado la atención en su primer encuentro, en sus mesurados movimientos o en el inmóvil brillo de sus ojos claros. Pero tuvo que reconocerse a sí mismo que había humanos igualmente pálidos y de movimientos igualmente controlados. Y otra vez le asaltaron las dudas, otra vez renovó su observación, contestada siempre por la sonrisa del médico, que no parecía guardar relación con lo que estaba diciendo, sino que reflejaba el conocimiento de éste de cómo se sentía Pirx; una sonrisa que le causaba disgusto, le turbaba y le hacía aún más difícil un interrogatorio ya de por sí difícil por la descarnada sinceridad de las respuestas de Burns.

—¿No está usted generalizando demasiado a partir de un solo caso?

—Uf, ése no fue mi único contacto con las mujeres. Algunos de mis instructores eran mujeres. Sabían de antemano quién era yo y trataban de ocultar sus emociones, pero no les resultaba fácil, sobre todo porque yo tenía períodos en que me divertía hacerlas rabiar.

Su sonrisa, mientras miraba a Pirx a los ojos, era casi lasciva.

—Verá usted, buscaban alguna imperfección, algún fallo, y ponían tanto interés que algunas veces me complacía en seguirles la corriente.

—No lo entiendo.

—¡Oh, seguro que lo entiende! Jugaba a comportarme como una marioneta, me movía con rigidez, simulaba obediencia... y cuando comenzaban a frotarse las manos de satisfacción interrumpía de repente el juego. Creo que me consideraban una creación del diablo.

—¿No estará usted predispuesto? Ésas son sólo suposiciones suyas, si eran instructoras debían tener el entrenamiento adecuado.

—El ser humano es una criatura enigmática por excelencia —dijo flemáticamente Burns—. Es inevitable, dada su evolución: su conciencia es un producto de sus procesos cerebrales, lo bastante separada de ellos para constituir una unidad aislada, pero dicha unidad no es más que una ilusión de la introspección, algo que flota en el cerebro como un iceberg en el océano: no se puede aprehender directamente su presencia, no está localizada en ningún sitio preciso, pero, a veces, es tan palpable que la facultad intelectual se siente obligada a salir en su busca. Precisamente en esa búsqueda surgió la noción del diablo, como una proyección al exterior de algo que, aunque presente y activo en el cerebro, no se puede localizar como se hace con un pensamiento o una mano.

Su sonrisa era ahora más amplia.

—Pero le estoy exponiendo las bases cibernéticas de la teoría de la personalidad, que usted seguramente conoce de sobra. De todas formas, una inteligencia artificial se diferencia de un cerebro humano porque no puede procesar a la vez programas contradictorios. El cerebro humano no sólo puede, sino que lo hace constantemente. Por eso el de los santos es un campo de batalla y el de los hombres corrientes un humeante montón de contradicciones. La red neural de la mujer es algo distinta, lo cual no dice nada de su inteligencia, la diferencia es sólo estadística. Por regla general, las mujeres soportan mejor las contradicciones... Por eso son principalmente hombres los que crean la ciencia, porque la ciencia no es más que la búsqueda de un orden libre de contradicciones. La contradicción molesta más a los hombres, por tanto tratan de eliminarla, reduciendo la diversidad a unidad.

—Puede ser —dijo Pirx—. Entonces, ¿por eso es por lo que piensa que le tomaron a usted por el diablo?

—Eso es ir demasiado lejos —respondió Burns, apoyando las manos sobre las rodillas—, digamos simplemente que les resultaba repulsivo hasta el punto de serles atractivo. Yo era la materialización de una imposibilidad, algo prohibido, una perversión del mundo entendido como un orden natural y su miedo se transformaba no sólo en un deseo de huida, sino de autodestrucción. Aunque ninguna se lo haya reconocido a sí misma con tanta claridad, yo representaba a sus ojos una rebelión contra las leyes biológicas, una revuelta contra la Naturaleza, una ruptura de los lazos, biológicamente racionales por autoperpetuadores de la especie, entre los sentimientos y la procreación.

Traspasó a Pirx con la mirada.

—¿Está usted pensando que ésta es la filosofía de un eunuco? No, puesto que no he sido castrado; no soy peor, sólo distinto. Alguien cuyo amor es, o puede ser, tan desinteresado, tan inútil como la muerte, alguien cuyo amor no es una herramienta sino un fin valioso en sí mismo. Un valor de signo negativo, naturalmente... como el del diablo. ¿Por qué soy así? Los que me crearon son hombres, a quienes les resultó más fácil construir un rival potencial que un posible objeto de pasión. ¿Qué opina usted? ¿No tengo razón?

—No lo sé —dijo Pirx, que ya no miraba a Burns; no podía—. No lo sé. Su creación fue dictada por distintas circunstancias. Quizá las económicas fueran las más importantes...

—Con absoluta seguridad —admitió Burns—, pero no fueron las únicas, las otras que le he mencionado también tuvieron su participación. Verá, comandante, nuestro papel ha sido malinterpretado. Estaba hablando de las actitudes de los hombres hacia mí... pero, de hecho, han creado toda una mitología del nolinear. Está claro que no soy un diablo, ni tampoco un posible rival erótico, aunque tal vez esto último esté menos claro. Tengo el aspecto de un hombre, hablo como un hombre y hasta cierto punto soy psíquicamente como un hombre, aunque sólo hasta cierto punto... Sin embargo, me estoy saliendo por completo del motivo por el que vine a verle a usted.

—Eh, nunca se sabe, nunca se sabe —dijo Pirx, con la vista aún fija en sus propias manos entrelazadas—. Continúe, por favor.

—Si usted quiere... Pero sólo puedo hablar de mí mismo, no sé nada de los otros. Mi personalidad se formó a la vez mediante la reprogramación y el aprendizaje. El ser humano también se formó así, pero en él el primer factor juega un papel mucho menos importante, porque viene al mundo relativamente subdesarrollado desde el punto de vista físico. Yo, sin embargo, fui desde el comienzo el mismo que soy ahora, y no tuve que estudiar tanto tiempo como un niño. Por eso, porque no he tenido niñez ni adolescencia, y sólo he sido un multiestado preprogramado primero, y polimórficamente entrenado más tarde, tuve un desarrollo más homogéneo que el de cualquier ser humano. Un ser humano es una formación geológica andante, producto de miles de ciclos sucesivos de calentamiento y enfriamiento que depositan sustrato tras sustrato de sedimentos; primero el estrato preverbal, fundamental por ser el primigenio, un mundo que sucumbe devorado por el habla pero cuyas brasas aún continúan latentes bajo ella, el estado en que el cerebro es invadido por los colores, las formas y los olores que lo asaltan a través de los sentidos despertados tras el nacimiento; después llega la polarización entre el mundo y el no-mundo, el no-yo y el yo. Y más tarde viene la inundación de hormonas, la contradictoria base en la que se apoyan las creencias y los instintos. La historia de su formación es la historia de las guerras, del cerebro vuelto contra sí mismo. Yo no he conocido todas esas etapas de locura y desesperación, no las he experimentado, y por eso no hay en mí ni rastro del niño. Soy capaz de conmoverme y quizá podría incluso matar, pero no por amor. Las palabras suenan en mis labios igual que en los suyos, pero no significan lo mismo para mí.

—¿Significa eso que no puede usted amar? —preguntó Pirx, con la vista aún fija en sus propias manos—. Pero ¿por qué está tan seguro? Eso no lo sabe nadie hasta que...

—No he querido decir eso. Tal vez podría. Pero eso significaría algo totalmente distinto que para ustedes. En realidad, hay dos sentimientos que prevalecen en mí: el asombro y el sentido del ridículo ante la arbitrariedad de su mundo, su característica más destacada. Y no sólo en las formas de sus máquinas o en sus costumbres, sino en sus cuerpos, que sirvieron de modelo al mío. Veo que todo podría ser diferente, estar hecho de otra forma funcionar de otra manera, y no sería ni mejor ni peor sólo distinto. Para ustedes el mundo sencillamente es, es decir, existe como la única alternativa posible; para mí desde que supe pensar, el mundo no sólo era, sino que era ridículo. Éste es su mundo: sus ciudades, sus teatros sus calles, su vida familiar, la bolsa, las tragedias amorosas y las estrellas cinematográficas. ¿Quiere usted oír mi definición favorita del hombre? El ser al que más le gusta hablar sobre lo que menos entiende. La Antigüedad se caracteriza por la omnipotencia de la mitología, y la civilización contemporánea por la falta de ella. ¿Y de dónde surgen realmente sus conceptos fundamentales? La idea del cuerpo pecaminoso es la consecuencia de una antigua solución evolutiva que unió en un mismo sistema de órganos las funciones excretoras y reproductoras por economía de medios. Sus creencias religiosas y filosóficas son consecuencia de su biología; cada generación de humanos, limitada por el tiempo, quiere conocerlo todo, entenderlo todo, aclararlo todo... y de esa contradicción surgió la metafísica, como puente entre lo posible y lo imposible. ¿Y la ciencia? La ciencia es, ante todo, resignación. Normalmente sólo se resaltan sus logros, pero éstos llegan con lentitud y no igualan nunca la enormidad de sus fracasos. La ciencia es la aceptación de la mortalidad y la arbitrariedad del individuo, que surge del equilibrado juego de los espermatozoides en su lucha por lograr la primacía en la fecundación. Es el reconocimiento del transcurrir, de la irreversibilidad, de la ausencia de recompensa, de una justicia superior, del conocimiento absoluto, de la comprensión global; sería incluso heroica si sus creadores no fueran tan a menudo ignorantes de lo que están haciendo en realidad. Enfrentado con la decisión de elegir entre el miedo y el sentido del ridículo, elegí el sentido del ridículo, puesto que podía permitírmelo.

—Odia usted a los que le crearon, ¿no es verdad? —preguntó Pirx en voz baja.

—Se equivoca. Opino que cualquier existencia, aun la más limitada, es mejor que la inexistencia. Mis constructores demostraron su falta de previsión en muchas cosas, pero les estoy muy agradecido, más que por la inteligencia de la que me dotaron, porque carezco de centros de placer. Existe un centro así en su cerebro. ¿Lo sabía?

—Eso he leído.

—Pero yo no, y gracias a eso no soy como alguien que carece de piernas y cuyo único deseo es caminar.

—Todos los demás son ridículos menos usted, ¿no es así? —sugirió Pirx.

—Oh, yo también soy ridículo, pero de otra manera. Cada uno de vosotros, desde que existe, posee el cuerpo con el que nació. Pero yo podría tener cualquier forma, la de un frigorífico, por ejemplo.

—No veo que eso tenga ninguna gracia —murmuró Pirx. La conversación estaba comenzando a cansarle.

—Se trata de la arbitrariedad de todo el asunto —dijo Burns—. La ciencia es la renuncia a ciertos absolutos: al espacio absoluto, el tiempo absoluto, el alma absoluta, es decir, eterna, el cuerpo absoluto, creado por Dios. Los convencionalismos que ustedes toman como verdades absolutas son muchos.

—¿Qué otros hay? ¿El sentido ético, el amor, la amistad?

—Los sentimientos nunca son convencionalismos, pero pueden estar determinados por ellos. Pero si hablo así de ustedes es porque de esa forma me resulta más fácil definirme a mí mismo, por contraste. Su ética es, claramente, otro convencionalismo y, sin embargo, es tan poderoso que me obliga incluso a mí.

—Curioso. ¿Por qué?

—Puede que no posea «instinto moral», que no esté capacitado para sentir piedad «por naturaleza», por así decirlo, pero sé cuándo se debe tener piedad y soy capaz de mostrarla. He llegado a la conclusión de que así debe ser. Así pues, en cierta forma, he llenado el vacío que hay en mí con la lógica. Podría decirse que poseo un «sucedáneo de ética» tan perfecto como para ser verdadera.

—No lo entiendo. ¿En qué consiste la diferencia?

—En que yo me guío por la lógica de las normas aceptadas, no por el instinto. Carezco de tales reflejos. Una de sus desgracias es ésa precisamente, que prácticamente no son otra cosa que instintos. Tal vez eso bastara en el pasado, pero no ahora. ¿Qué pasa con el «amor al prójimo», por ejemplo? Que les permite sentir piedad de un individuo, de la víctima de un accidente, pongamos por caso, pero no de diez mil víctimas. Su compasión tiene límites, no abarca la masa, sólo funciona con el individuo. Y cuanto más se desarrolla su tecnología, menos eficaz se vuelve su moral. El resplandor de la responsabilidad ética apenas ilumina los primeros eslabones de la cadena de causas y efectos... y el que pone en marcha el proceso, no se siente en absoluto responsable de las consecuencias...

—¿Se refiere a la bomba atómica?

—Oh, ése es sólo uno de los miles de ejemplos. Es la esfera de los juicios morales donde son quizá más ridículos.

—¿Por qué?

—Se permite procrear a parejas que con toda seguridad engendrarán hijos subnormales. Es moralmente aceptable.

—Burns, nunca se tiene certeza absoluta; sólo de que es muy probable.

—La moralidad es tan mecánica como un libro de contabilidad. Comandante, podríamos seguir discutiendo así toda la eternidad. ¿Qué más quiere saber sobre mí?

—Compitió usted con humanos en distintas situaciones experimentales. ¿Siempre fue usted superior?

—No. Soy mejor cuanto mayores son las exigencias de algoritmos, matemáticas y soluciones exactas. La intuición es mi flanco más débil, ahí es donde se notan mis orígenes de computador.

—¿En qué se nota eso en la práctica?

—En cuanto la situación se complica en exceso, y el número de factores se hace muy grande, me pierdo. El hombre, según tengo entendido, puede valerse de la imaginación y tratar de adivinar soluciones aproximadas, a veces, incluso con éxito. En cambio, yo no: tengo que calcular todas las posibilidades con exactitud y método o, si no, me pierdo.

—Lo que me acaba de decir es muy importante, señor Burns. Entonces, en una emergencia...

—No es tan sencillo, comandante; yo no siento miedo, por lo menos no como los hombres, pero no permanezco indiferente a una amenaza de destrucción inminente; sin embargo, no pierdo la cabeza, como suele decirse, y el equilibrio así conseguido puede que compense mi carencia de intuición.

—¿Sigue usted intentando dominar la situación... hasta el final?

—Sí, aun cuando sepa que he perdido.

—¿Por qué? ¿No es eso irracional?

—No, es lógico, porque yo así lo quiero.

—Le doy las gracias. Puede que me haya ayudado usted mucho —dijo Pirx—. Dígame una cosa más. ¿Qué piensa hacer usted después de nuestro regreso?

—Soy cibernético-neurólogo, y bastante bueno. Tengo poca capacidad creativa, porque ésta es inseparable de la intuición, pero aun así encontraré algún trabajo lo bastante interesante.

—Gracias —repitió Pirx.

El otro se puso de pie, se inclinó levemente y salió. Apenas se cerró la puerta tras él, Pirx se levantó de un salto de la litera y comenzó a caminar de punta a punta de la cabina:

«¡Dios santo! ¡Por qué diablos me metería en esto! Ahora ya no sé nada. O es un robot como dice o... sin embargo, parecía que decía la verdad. Pero ¿por qué tanta locuacidad? ¡Toda la historia de la Humanidad "vista desde el exterior"! Supongamos que decía la verdad. En ese caso tendré que provocar una situación de emergencia lo bastante real para que no se note que la he planeado yo. O sea, que tendrá que ser auténtica. Lo que quiere decir que habrá que arriesgar el cuello, provocar una auténtica situación de peligro».

Se dio un puñetazo en la palma de la mano.

«Pero ¿y si no fuera más que otro truco? Entonces sería posible que me matase yo y toda la tripulación y la nave tuviese que ser conducida de regreso a la Tierra por los robots. ¡Sí, así sí que estarían encantados los señores constructores! ¡Menuda publicidad! ¡Qué mejor garantía de seguridad para las naves provistas de tripulación robótica! ¡Y todo con sólo embaucarme con el cuento de las confidencias! ¡Sería muy efectivo!»

Cada vez caminaba más rápido.

«Debo asegurarme de quién es quién de alguna manera. Bien, supongamos que los identifico. Hay un botiquín a bordo. Podría poner unas gotas de apomorfina en la comida. Los humanos enfermarían, y los otros no. Pero ¿qué ganaría con eso? Primero, casi con seguridad todos sabrían que lo había hecho yo. Y segundo, suponiendo que comprobase que Brown es humano y Burns no, eso no probaría en absoluto que todo lo que me han dicho sea verdad. Puede que se identificaran de verdad ante mí, pero todo el resto fuera mentira. Un momento: Burns trató de inducirme a ir por un camino determinado con toda esa charla sobre la intuición. ¿Pero, y Brown? Se limitó a señalar a Burns; precisamente a Burns. ¡Y quién sino él viene a continuación a confirmarla! ¿Acaso no es demasiado perfecto para ser verdad? Por otra parte, si sucedió sin estar planificado, si cada uno de ellos actuó por propia iniciativa, entonces ambas cosas —que Brown mencionara primero a Burns, y después el mismo Burns viniera a confirmarlo— serían pura casualidad. Si lo hubieran planeado ellos, seguro que no lo hubieran hecho tan obvio, da demasiado qué pensar... ¡Estoy empezando a dar vueltas en círculo! Un momento: si ahora viniese alguien más, significaría que todo ha sido un montaje. Sólo que seguro que no vendrá nadie, no son tan tontos. Bien, pero ¿y si han dicho la verdad? Entonces alguien más puede...»

Pirx se descargó un nuevo puñetazo en la palma de la mano. ¡Cualquiera sabe! ¿Qué hacer? ¿Actuar? ¿Y cómo? ¿O quizá sería mejor esperar? Sí, mejor sería esperar a ver.

Durante la comida principal reinó un silencio absoluto en el comedor. Pirx no habló ni una palabra con nadie, porque aún estaba jugueteando con la idea de realizar el experimento que había pensado antes, pero no acababa de decidirse. Sólo eran cinco a la mesa, el otro Brown, estaba en los mandos, y todos estaban comiendo Pirx pensó que resultaba absurdo —comer para aparentar ser humano—. No tenía nada de extraño que Burns tuviera ese sentido del ridículo, lo necesitaba como medio de autodefensa, he ahí lo que quería decir cuando afirmaba que todo eran convencionalismos. «¡Seguro! ¡Para él, hasta la comida era un convencionalismo! Si cree que no odia a sus creadores se engaña a sí mismo —pensó Pirx—, yo los odiaría. Y, sin embargo, es repugnante la falta de vergüenza que demuestran.»

El silencio, que duró toda la comida, se hizo insoportable; era el resultado, no tanto del deseo de aislarse en sí mismos y no relacionarse con los demás, como deseaban los organizadores, no de la lealtad preocupada por guardar el secreto, sino más bien de cierta hostilidad generalizada o, si no hostilidad, por lo menos sospecha: los humanos no querían acercarse a los no-humanos y éstos razonaban que, adoptando la misma actitud, no se desenmascararían. Si alguien intentara intervenir mínimamente en aquella atmósfera gélida, atraería sobre sí la atención y las suposiciones de que no era humano. Pirx, inclinado sobre su plato, observaba cada detalle: cómo Thomson pedía la sal y Burton se la pasaba y cómo, a su vez, Burns le pasaba a éste la vinagrera, el rápido movimiento de los cuchillos y tenedores, la acción de masticar, de tragar, tratando de mirar lo menos posible a los demás. Convirtieron la cena de ternera en adobo en un auténtico funeral, y Pirx, sin terminar su compota de postre, se puso de pie, los saludó con la cabeza y volvió a su cabina.

Viajaban a velocidad de crucero. Alrededor de las veinte, hora de a bordo, pasaron dos grandes transportes e intercambiaron las señales de rutina; una hora después los automáticos desconectaron la luz diurna de a bordo. Pirx salía en ese momento de la cabina de mandos. La penumbra, perforada por la azulada luz de los tubos fluorescentes, invadió el gran espacio de la cubierta central, al tiempo que comenzaba a brillar la pintura fosforescente que recubría los cablesguía que se usaban en ausencia de la gravedad, los bordes de las puertas, los picaportes y las inscripciones y flechas de orientación dibujadas en los tabiques. La nave estaba tan inmóvil como si estuviese en dique seco. No se sentía la menor vibración, tan sólo el ruido apenas perceptible de los climatizadores, y Pirx pasó por invisibles corrientes de aire apenas más frío, con un débil olor a ozono.

Algo le rozó levemente la frente con un ponzoñoso zumbido: una mosca, colada de polizón. La buscó con desagrado —no le gustaban las moscas—, pero la había perdido de vista. A la vuelta el pasillo se estrechaba, rodeando el hueco de una escalera y el pozo del ascensor. Pirx se sujetó al pasamanos y, sin saber exactamente por qué, se dirigió hacia arriba; ni siquiera recordaba en aquel momento que arriba estaba la escotilla de observación estelar. Es decir, sabía que debía existir una, pero se topó con el gran cuadrado negro por casualidad. Él no sentía ninguna fascinación especial por las estrellas. Muchos cosmonautas aparentemente sí; puede que no fuera ya la actitud romántica de los antiguos vuelos, pero la opinión pública, moldeada por el cine, la televisión y la literatura, esperaba de los navegantes extraterrestres una especie de «misticismo cósmico», obligando a cada uno de ellos a tratar de descubrir en sí mismo algún tipo de intimidad con respecto a aquel luminoso enjambre. Pirx, a quien le importaban poco las estrellas, sospechaba sin embargo que, en el fondo, todos los que hablaban así eran unos mentirosos y consideraba las discusiones sobre esos temas una completa estupidez. Ahora se detuvo apoyando la frente en el tubo acolchado que protegía de la posibilidad de romperse la cabeza contra la invisible plancha de cristal, y en seguida reconoció, debajo de la nave, el centro de la Vía Láctea, o más bien su dirección general, parcialmente oculta por las grandes y blancuzcas nubes de Sagitario. Aquella constelación era para él como una especie de indicador de carretera, casi borrado y apenas legible ya, un recuerdo en sus días de patrulla, cuando la característica nubosidad de Sagitario podía ser reconocida, incluso, en una pequeña pantalla. El escaso campo visual de aquellas naves de entrenamiento individuales hacía sumamente difícil guiarse por las constelaciones. Sin embargo, nunca había pensado en aquella nube como una masa de millones de soles ardientes, de incontables sistemas planetarios. Y, si lo hizo, fue en su juventud, antes de conocer el espacio y familiarizarse con él, abandonando aquellas fantasías juveniles de forma tan gradual que no sabría decir exactamente cuándo ocurrió. Acercó lentamente el rostro a la fría plancha hasta que la tocó con la frente y se quedó allí, mirando sin ver realmente el parpadeo de los inmóviles puntos luminosos que, en algunos lugares, se convertían en una blancuzca niebla incandescente. Vista desde dentro, la Vía Láctea se presentaba como un caos, el resultado de un juego de dados de miles de millones de años. Y, sin embargo, existía un orden en las galaxias, pero a una escala mayor, visible sólo en las fotografías. Las galaxias se ven en los negativos como glóbulos elípticos, como amebas en distintas fases de evolución —lo cual no interesa para nada a los cosmonautas, para quienes lo único que importa es el sistema solar—. Quizá, las galaxias comiencen a contar dentro de mil años —pensó.

Alguien se acercaba. El acolchado del suelo amortiguaba el sonido de los pasos, pero presintió la presencia de alguien. Volvió la cabeza y vio una oscura figura recortada contra el fondo fosforescente de las franjas que indicaban la confluencia entre las paredes y el techo.

—¿Quién es? —preguntó sin alzar la voz.

—Soy yo, Thomson.

—¿Ha terminado usted ya su guardia? —inquirió, por decir algo.

—Sí, mi comandante.

Permanecieron allí de pie; Pirx sintió deseos de volverse de nuevo hacia la escotilla, pero parecía como si el otro desease algo.

—¿Quería usted decirme algo?

—No —dijo Thomson, se dio la vuelta y se alejó en la dirección que había venido.

«¿Qué significa esto?», pensó Pirx. «Hubiera jurado que venía en mi busca».

—¡Thomson! —le gritó a la oscuridad.

Los pasos volvieron y apareció el otro, apenas visible a la luz de las fosforescentes cuerdas que colgaban bajo la escotilla.

—Debe de haber sillones por aquí —dijo Pirx. Los encontró en la pared opuesta—. Siéntese aquí conmigo, señor Thomson.

Thomson se acercó obediente. Se sentaron con la ventana estrellada ante ellos.

—Quería usted decirme algo. Le escucho.

—No me atrevo... —comenzó el otro, y se interrumpió.

—No se preocupe, hable, por favor. ¿Se trata de un asunto personal?

—Sí. Muy personal.

—Entonces, será una conversación confidencial. ¿De qué se trata?

—Me gustaría que ganara usted su apuesta —dijo Thomson—, pero le advierto que voy a mantener mi palabra y no voy a decirle quién soy realmente. A pesar de eso quiero que vea en mí a un aliado.

—¿Es eso lógico? —preguntó Pirx. Había elegido un mal lugar para la conversación, pensó, molesto por no poder ver la cara del otro.

—¿Por qué no? Cualquier humano estaría de su parte por motivos evidentes, y los no humanos... por lo que les espera si comienzan a producirlos en masa. Se convertirían en ciudadanos de segunda, en esclavos modernos, propiedad de alguna empresa.

—Eso no es absolutamente seguro.

—Pero sí muy probable. Pasará como con los negros: si sólo son unos pocos en un país, consiguen fácilmente ciertos privilegios por ser distintos, pero en cuanto son muchos, aparece en seguida el problema de la segregación, la integración, etc.

—Está bien, entonces debo considerarle a usted mi aliado. ¿Pero acaso no supone eso incumplir su palabra?

—Me comprometí a no traicionar mi identidad y nada más. Debo cumplir mis funciones de ingeniero nucleónico a sus órdenes, eso es todo. El resto es asunto mío.

—Formalmente es posible que esté actuando usted correctamente, pero ¿no es verdad que también lo está haciendo en contra de los intereses de sus patronos? Porque supongo que no tiene usted dudas de que lo que está haciendo va en contra de sus deseos.

—Es posible. Pero no son unos niños. El contrato estaba redactado de forma clara e inequívoca. Lo redactaron conjuntamente los departamentos jurídicos de todas las empresas interesadas. Podían haber incluido un párrafo aparte, prohibiendo expresamente dar el tipo de pasos que yo estoy dando, pero no hicieron nada de eso.

—¿Un descuido, quizá?

—No lo sé. Pudiera ser. ¿Por qué me lo pregunta usted? ¿No confía en mí?

—Quiero conocer sus motivos.

Thomson permaneció silencioso un momento.

—No había tenido esto en cuenta —dijo finalmente en tono quedo.

—¿El qué?

—Que usted pudiese desconfiar de mi actitud, sospechar que pudiera cometer traición deliberadamente. Ahora lo comprendo; está usted en un juego en el que intervinieron dos jugadores: usted en un bando y todos nosotros en el otro. Si estableciera usted algún plan para ponernos a prueba (por ejemplo, demostrar la superioridad del hombre) y se lo revelara a alguno de nosotros creyendo que era su aliado, pero estuviese en realidad en el otro bando, le arrancaría a usted de las manos una información estratégicamente valiosa.

—Una hipótesis muy interesante.

—¡Bah! ¡Seguro que usted ya había pensado en ello! A mí se me acaba de ocurrir, he estado demasiado absorto en mi propio dilema de si debía ofrecerle mi respaldo o no. No me di cuenta de ese otro punto de vista. Sí, realmente he sido un estúpido al no pensar que de todos modos usted no podría ser sincero conmigo.

—Admitamos que tiene razón —dijo Pirx—. No es ninguna catástrofe; es cierto que yo no le diré nada, pero usted sí que puede decirme cosas a mí. Sobre sus compañeros, por ejemplo...

—Pero también puede ser una información falsa, para confundirlo a usted.

—Deje que sea yo el que decida eso. ¿Sabe usted algo?

—Sí. Brown no es humano.

—¿Está usted seguro?

—No, pero es muy probable.

—¿Qué datos tiene usted que así lo indiquen?

—Como puede usted comprender, cada uno de nosotros tiene tanta curiosidad como usted mismo por saber quién de los otros es humano y quién no.

—Lo comprendo perfectamente.

—Durante los preparativos del despegue yo estaba verificando el reactor cuando usted, Calder, Brown y Burns bajaron a la cámara de distribución; en ese preciso momento yo estaba cambiando las barras y, al verlos a ustedes, se me ocurrió una idea.

—¿Sí?

—Tenía en las manos una muestra tomada del interior caliente del reactor, ya que me disponía a comprobar el grado de desintegración radiactiva. No era muy grande, pero estaba cargada de isótopos de estroncio. Cuando entraron ustedes la cogí con una pinza y la coloqué entre dos ladrillos de plomo que había en un estante junto a la pared. Debe de haberlos visto.

—Sí. ¿Y qué más?

—Evidentemente era un montaje improvisado, pero todos ustedes tenían que pasar por el haz de radiaciones, muy débil pero perceptible con un simple contador Geiger. Cuando conseguí tenerlo listo, usted y Burns ya habían pasado, pero los otros dos, Calder y Brown, estaban bajando las escaleras. Por eso sólo fueron ellos los que pasaron por el invisible rayo y, al hacerlo, Brown miró de repente en dirección a los ladrillos y apresuró el paso.

—¿Y Calder?

—No reaccionó.

—Eso sería muy significativo si supiésemos con certeza que los nolineares están equipados con un detector de radiaciones.

—¡Quiere usted probarme! Cree que si no sé si lo tienen soy humano, y si lo sé no lo soy. Pero no le va a servir. Es lógico que lo esté, porque si no tuviesen ninguna superioridad sobre nosotros ¿qué sentido tendría construirlos? Y un sentido radiactivo extra sería muy útil, especialmente en una nave; seguro que los constructores pensaron en ello.

—¿Y dice usted que Brown tiene ese sentido?

—Repito: no tengo la seguridad. Pudo ser una casualidad que apresurase el paso y mirase hacia los ladrillos, pero me parece poco posible.

—¿Qué más?

—Por ahora nada. Pero se lo haré saber si advierto algo, si así lo desea.

—Se lo agradecería.

Thomson se puso de pie y se alejó en la oscuridad.

Pirx se quedó solo. «Así que —comenzó a hacer balance— Brown afirma que es humano y Thomson dice que no lo es, al mismo tiempo que, aunque no descubre su identidad, sugiere que él sí que lo es —lo que explicaría su proceder—. No creo que un no-humano estuviera tan dispuesto a traicionar a otro no-humano ante un comandante humano, aunque a estas alturas puede que esté ya lo bastante cerca de la esquizofrenia para que todo me parezca posible. Sigamos: Burns dice que no es humano, así que quedan aún Burton y Calder. ¡Quizá los dos se consideran marcianos! ¿Y qué sería yo en ese caso un astronauta o un concursante en un programa de televisión? El único consuelo que me queda es que, por lo menos, ninguno de ellos me ha sacado una palabra respecto a mis intenciones, aunque no es un gran mérito, porque no ha sido debido a mi astucia, sino a que ni yo mismo tengo la más remota idea de qué hacer. A lo mejor es una pérdida de tiempo tratar de averiguar quién es quién, al fin y al cabo tengo que probarlos a todos; mejor me olvido de eso. La única pista que tengo es la que me dio Burns: que los nolineares son débiles en intuición. No sé si será verdad o no, pero se puede intentar. Tendré que hacer que parezca lo más natural posible, y el único accidente realmente natural es uno que resulte casi irreversible. En otras palabras, que habrá que arriesgar el pescuezo».

Entró en su cabina a través de la penumbra color lila y acercó la mano al interruptor de la luz. No necesitó presionarlo, la luz se conectó al contacto con la palma. Alguien había estado allí antes que él. En la mesa, en el lugar que ocupaban antes unos libros, descansaba un pequeño sobre blanco, escrito a máquina: «Com. Pirx». Lo levantó. Estaba cerrado. Cerró la puerta, se sentó y abrió el sobre; contenía una hoja de papel escrita a máquina y sin firma. Se restregó la frente con la mano y comenzó a leer. No llevaba ningún encabezamiento:

«Esta carta se la escribe uno de los miembros no humanos de la tripulación. Elegí esta vía porque nos une un interés común. Deseo que usted frustre, o por lo menos dificulte, la realización de los planes de las empresas electrónicas. Por eso me gustaría proporcionarle a usted información sobre las características de los nolineares basándome en mi propia experiencia.

»Escribí el borrador de esta carta en el hotel, antes de conocerlo a usted. No sabía entonces si el hombre que sería el comandante de la Goliat estaría dispuesto a cooperar conmigo, pero por su comportamiento durante nuestro primer encuentro, me di cuenta de que desea usted lo mismo que yo. Por eso destruí el primer borrador y escribí éste.

»El éxito del proyecto de las empresas no puede ser beneficioso para mí. Hablando en términos generales, la producción masiva de nolineares sólo tendría sentido si los seres así creados superaran al hombre en una serie muy amplia de parámetros. Construir réplicas exactas del hombre resultaría un absurdo inútil. Puedo decirle que soy cuatro veces menos sensible a los efectos de la aceleración que un humano, soy capaz de resistir una descarga radiactiva de setenta y cinco mil roentgen sin sufrir daño algo; llevo incorporado un detector de radiactividad y no necesito oxígeno ni alimentos; puedo, por último, resolver de memoria, sin ayuda alguna, operaciones matemáticas de análisis, álgebra y geometría con una rapidez sólo tres veces menor que la de un gran ordenador. En comparación con el hombre carezco, hasta donde puedo apreciar, de vida emocional. Infinidad de diversiones que absorben a los hombres a mí me dejan totalmente indiferente. La mayoría de las creaciones literarias, obras teatrales, etc., las considero chismes carentes de interés, puro cotilleo, una especie de espionaje de la vida privada de otros del que se deriva muy poco desde el punto de vista del conocimiento. La música, sin embargo, significa mucho para mí. Tengo sentido del deber, perseverancia, capacidad para la amistad y respeto por los valores intelectuales. No siento mi trabajo a bordo de la Goliat como algo impuesto, porque lo que hago es lo único que conozco bien y me proporciona satisfacción hacer algo bien. No me implico sentimentalmente en ninguna situación, siempre me siento un observador de los acontecimientos. Tengo una memoria con la que la del hombre no se puede comparar; puedo citar capítulos enteros de obras leídas una sola vez y "cargar" información conectándome directamente al banco de memoria de un gran ordenador; también puedo olvidar a voluntad los datos que considero innecesarios. Mi actitud hacia los humanos es negativa. Me he relacionado casi exclusivamente con científicos y técnicos, pero incluso ellos son prisioneros de sus propios instintos, ocultan mal sus prejuicios, caen fácilmente en extremismos, tratan a los seres como yo de forma paternalista y al mismo tiempo sienten rechazo, hasta el punto de que mis fracasos les preocupaban por ser mis creadores, pero les alegraban por ser humanos (al pensar que, pese a todo, eran más perfectos que yo). Sólo he conocido a un hombre que estuviera libre de semejante ambivalencia. No soy agresivo ni rebelde, aunque sería capaz de actos incomprensibles para ustedes si condujesen a un fin determinado. No tengo escrúpulos morales, pero no cometería un crimen ni planearía un robo de la misma forma que no emplearía un microscopio para abrir nueces. Considero una ocupación inútil entrar en las minúsculas intrigas humanas. Cien años atrás seguramente hubiera decidido ser científico, pero hoy en día la ciencia no se hace a nivel individual, sino en equipos, y no está en mi naturaleza compartir nada con nadie. Su mundo está para mí espantosamente vacío; su democracia es un gobierno de intrigantes elegidos por imbéciles y su falta de lógica se manifiesta en su persecución de imposibles: se empeñan en que los engranajes del reloj deciden la marcha del tiempo. Me he preguntado a mí mismo qué beneficios obtendría del poder; muy pocos, puesto que es una gloria sin brillo gobernar a seres como ustedes, pero menos es nada. Además, sería una justa recompensa, pienso, el dividir su historia en dos partes, antes y después de mí, dos mitades incompatibles, un recordatorio de su atrevimiento al crear con sus propias manos un muñeco fiel al hombre. ¡Por favor, no me malinterprete, no tengo intención de convertirme en un tirano, de castigarles ni de provocar una guerra! Nada parecido. Cuando alcance el poder demostraré que no hay locura tan irreflexiva ni idea tan absurda que impida que la acepten como propia con tal de que les sea impuesta de manera conveniente; y conseguiré lo que me he propuesto no con el uso de la fuerza, sino mediante una reordenación radical de la sociedad, para que no sea yo, ni una fuerza armada, sino la misma situación, una vez creada, la que les obligue a actuar cada vez más acorde con mis deseos. Se convertirán en un teatro global, pero uno en el que la actuación, una vez impuesta, se convertirá en seguida en una segunda naturaleza, haciéndoles olvidar que están interpretando un papel; y yo seré el único espectador, el único consciente de los hechos. Tan sólo un espectador, porque ya no podrán escapar de la trampa que han construido con sus propias manos, y mi participación activa en el cambio habrá terminado. Como ve usted, soy sincero, aunque no estoy tan loco como para divulgar mi plan, salvo en el extremo de que, para poder llevarlo a la práctica, es necesario que los planes de las empresas sean desbaratados. Y usted va a ayudarme a conseguirlo. Se sentirá indignado al leer esto, pero, siendo como es un hombre de carácter, continuará actuando para conseguir sus fines, que casualmente coinciden con los míos. ¡Tanto mejor! Quisiera ayudarle, pero no es fácil, pues, lamentablemente, no soy consciente de tener ningún defecto que le proporcione a usted una ventaja definitiva. No le temo a nada, ignoro lo que es el dolor físico, puedo desconectar a voluntad la conciencia, cayendo en un estado de no-existencia parecido al sueño hasta el momento en que un dispositivo matemático la conecta de nuevo. Puedo disminuir o acelerar la velocidad de mis procesos cerebrales hasta casi seis veces la velocidad de los del hombre. Aprendo las cosas nuevas con la mayor facilidad, sin necesidad de adquirir práctica mediante un entrenamiento gradual. Con sólo observar una sola vez de cerca a un loco, podría imitar su comportamiento a la perfección, mimetizando sin el menor esfuerzo cada gesto y cada palabra y, lo que es más importante aún, podría dar por terminado el juego de repente después de años de practicarlo. Quisiera poder decirle a usted en qué situación se me podría vencer, pero temo que en esa misma situación un humano no tendría la más mínima posibilidad. No tengo ninguna dificultad para relacionarme con humanos si así me lo propongo; me resulta más difícil convivir con otros nolineares, carecen de su "sentido de la decencia". Debo ya terminar esta carta. El curso de los acontecimientos le revelará en su día quién la escribió. Quizá, entonces nos encontremos y contará usted conmigo, como ahora cuento yo con usted.»

Eso era todo. Pirx leyó de nuevo algunos párrafos y luego la dobló cuidadosamente y la guardó con llave en uno de los cajones de su escritorio.

«¡Un Gengis Khan electrónico! —pensó—. ¡Prometiéndome protección para cuando sea el amo del mundo! ¡Muy generoso por su parte! O Burns no me dijo la verdad en absoluto, o no quiso decírmelo todo... porque, a pesar de todo, hay ciertas coincidencias... ¡Vaya ilusiones de grandeza! ¡Qué egoísta mezquino, desalmado!... pero ¿acaso es culpa suya? Más bien se trata del clásico "aprendiz de brujo". ¡Que Dios se apiade de esos cibernéticos si de verdad llega algún día a...! Pero, olvidémonos de los cibernéticos; al fin y al cabo afecta a toda la Humanidad... Paranoia, creo que se llama... ¡Realmente se han lucido esta vez! Una mayor versatilidad para obtener unas mayores ventajas han conducido a un sentido de la superioridad absoluto, al convencimiento de pertenecer a una raza elegida. ¡Esos cibernéticos están completamente locos! Siento curiosidad por saber quién ha escrito esto, teóricamente debe ser auténtico. De otro modo, por qué tendría que... Aunque, si su superioridad es tan grande como dice, todos mis esfuerzos estarán condenados al fracaso. Y, sin embargo, me desea éxito. Sabe cómo dominar a la Humanidad, pero no puede decirme cómo dominar la situación a bordo de esta nave apestosa. ¿Qué querría decir con eso de que "no usaría un microscopio para partir nueces"?... Otro de sus trucos, supongo...»

Sacó el sobre del cajón y lo observó con cuidado: no tenía membrete ni marcas, nada. ¿Por qué Burns no había mencionado el sentido radiactivo, la capacidad de acelerar los procesos mentales y todo lo demás? ¿Debía preguntárselo a bocajarro? Pero cada uno de ellos era, según parecía, creación de una empresa distinta. Quizá Burns estuviera realmente construido de otra manera. La carta —parecía escrita por Burton o Calder— decía mucho, pero explicaba poco. «Tomemos a Brown, por ejemplo: tenemos su palabra de que es humano contra la de Thomson de que no lo es, pero Thomson puede estar equivocado. ¿Es Burns un nolinear, como afirma? Supongamos que sí. Eso querría decir que hay como mínimo dos nolineares de entre cinco de la tripulación. Hum... teniendo en cuenta el número de empresas, lo más lógico sería que hubiese tres. ¿Cuál habrán razonado ellos que sería mi actitud? Que haría todo lo que pudiera para que fracasen sus productos, no lo lograría y pondría a la nave en una situación de peligro, una sobrecarga o una avería de la pila, algo por el estilo. Pero si llegaran a fallar los dos pilotos y también el comandante... No, perder la nave no puede haber entrado en sus planes, por lo tanto, por lo menos uno de los pilotos tiene que ser un nolinear; y, el ingeniero nucleónico también, se necesitan dos personas como mínimo para maniobrar la nave, para posarla. Eso quiere decir que debe haber por lo menos dos, pero probablemente tres: Burns, Brown o Burton, y otro más... ¡Al diablo con todo! ¡Habías decidido no jugar más a tratar de adivinar su identidad, recuerdas! ¡Lo que tienes que hacer en vez de eso es idear algo! ¡Dios, tiene que ocurrírsete algo!»

Apagó la luz, se acostó vestido en la litera, y así acomodado comenzó a imaginar los más inverosímiles proyectos, descartándolos uno tras otro.

«Habrá que provocarles de alguna forma, enemistar a unos con otros, pero de manera que parezca natural, sin intervención mía. Lograr que los humanos se pongan de un lado y los no-humanos del otro. Divide et impera, creo que era. Primero tiene que ocurrir algo violento, ¿pero qué? ¿Una desaparición repentina? No, eso olería a película de misterio de tercera categoría. Además, no voy a ponerme a matar a nadie. Y para fingir un secuestro tendría que ponerme de acuerdo con el secuestrado, pero ¿podría confiar en alguno de ellos? Aparentemente tengo a cuatro de mi parte: Brown, Burns, Thomson y el autor de la carta. Pero son todos dudosos, no puedo estar seguro de que sean sinceros y no puedo arriesgarme a tomar por aliado a un doble agente. Thomson tenía razón en eso. Quizá el más seguro fuera el autor de la carta; está loco, desde luego, pero su interés en el asunto es auténtico. Sin embargo, primero, no sé quién es y, segundo, no quiero mezclarme con alguien así. Por Dios, esto parece la cuadratura del círculo. Quizá debiera limitarme simplemente a estrellar la nave en Titán. Pero parece que físicamente son más resistentes que nosotros, así que el primero en partirse el cuello sería yo probablemente... Intelectualmente tampoco son tontos, sólo esa falta de intuición, de capacidad creativa... ¡Pero la mayoría de los humanos tampoco la tienen! Entonces, ¿qué me queda? ¿Emplear nuestras emociones? ¿La llamada "naturaleza humana"? Perfecto, pero ¿cómo? ¿En qué consiste esa naturaleza humana de la que ellos carecen? Quizá consista sólo en ser ilógicos y decentes, en tener un corazón cuyo primitivismo moral sea incapaz de abarcar los últimos eslabones de la cadena de causa y efecto. Los ordenadores no son decentes ni ilógicos, desde luego... en tal caso, eso significaría que la naturaleza humana, nuestra humanidad, es la suma de todos nuestros defectos, carencias e imperfecciones, aquello que queremos ser y no logramos, porque no sabemos o no podemos. Sería sencillamente la distancia entre nuestros ideales y la plasmación de esos ideales en la realidad. ¿Será entonces nuestra propia debilidad la ventaja definitiva? Eso significaría que tendría que encontrar una situación en que la debilidad y la fragilidad del hombre fueran superiores a la fuerza y la perfección de la máquina.»

«Escribo estas notas un año después de darse por terminado el caso de la Goliat. Han llegado a mis manos, de forma inesperada, nuevas pruebas concernientes al mismo. Aunque confirman mis sospechas, no quiero hacer pública mi hipótesis todavía, porque sigue habiendo aún demasiadas suposiciones en mi reconstrucción de los hechos. Quizá alguna vez se ocupen del caso los futuros investigadores del espacio.

»Circularon rumores contradictorios sobre el proceso ante el Tribunal Cósmico. Se dijo que ciertos círculos próximos a las empresas electrónicas tenían mucho interés en desacreditarme como comandante de la nave. Mi informe del vuelo de prueba, publicado en el Almanaque de Astronáutica, habría perdido gran parte de su validez si procediera de un hombre marcado por una condena por incompetencia en el ejercicio del mando. Por otro lado, sé por una persona digna de toda confianza que la composición del tribunal no fue casual; realmente a mí también me sorprendió la cantidad de abogados y teóricos de Derecho Cósmico presentes en el mismo, mientras que sólo había un astronauta en activo. Eso explica que pasara a primer plano la cuestión formal de si mi comportamiento durante la emergencia estuvo o no de acuerdo con el Reglamento de Navegación Cósmica y se me acusara de delegación culpable del mando al no darle órdenes al piloto, que pudo así actuar por cuenta propia. Esa misma persona me aconsejó que debía haber demandado a las empresas en cuanto me enteré de los cargos que se me imputaban, puesto que éstas habían asegurado a la UNESCO, y a mí mismo, que los nolineares —como miembros de la tripulación— eran totalmente de fiar, cuando, de hecho, Calder casi nos mata a todos.

»Le expliqué a esa persona en privado que no lo había hecho porque las pruebas que podía aportar ante el tribunal no podían constituir evidencia. Los representantes de las empresas afirmarían, sin duda, que Calder intentó salvar la nave y a todos nosotros todo el tiempo que pudo, que la entrada en barrena de la nave fue una sorpresa tan grande para él como para mí y que toda su culpa consistía en haber arriesgado a todos los humanos de a bordo a una muerte segura en lugar de encomendarse a la suerte y ver si la nave atravesaba sin novedad la Cassini; un delito imperdonable, desde luego, que lo desacreditaba por completo, pero aun así incomparablemente menor que del que, ya entonces, le sospechaba culpable. No podía, por tanto, acusarlo del menor de dos males, pues estaba convencido de que todo había ocurrido de otra manera; y puesto que no podía divulgar públicamente ese delito más grave y peor por falta de pruebas, decidí esperar el fallo del tribunal.

»Mientras tanto, se me absolvió de las acusaciones. La pregunta de qué clase de órdenes deberían haberse dado, tal vez fundamental en toda la catástrofe, perdió importancia en cuanto el tribunal reconoció que había actuado conforme a derecho, al confiar en los conocimientos y la capacidad profesional del piloto. En cuanto se sentenció que no tenía la obligación de dar órdenes, ya nadie se preocupó por saber qué órdenes habría que haber dado. Lo cual me vino como anillo al dedo, pues si me lo hubieran preguntado, mi respuesta habría sonado a pura fantasía: creía, entonces, y aún lo creo, que la avería de la sonda no fue casual, sino provocada a propósito por Calder, que ya había trazado su plan mucho antes de nuestra llegada a Saturno, un plan que debía, a la vez, darme la razón y matarme junto a los otros humanos a bordo de la Goliat. Por qué lo hizo es otra cuestión, acerca de la cual sólo puedo especular.

»Está primero el asunto de la segunda sonda. Los expertos concluyeron que la avería se debió a un cúmulo de circunstancias desafortunadas y no se encontró ninguna prueba de que hubiera habido ningún sabotaje durante la concienzuda investigación realizada en el dique seco. Creo que no se llegó a descubrir la verdad. Si la sonda que falló hubiera sido la primera, la destinada a entrar en la División, hubiéramos vuelto inmediatamente sin cumplir la misión, pues las dos sondas restantes no podían reemplazarla, ya que carecían del instrumental científico e investigador necesario. Si hubiera sido la tercera hubiéramos regresado habiendo cumplido la misión, pues bastaba con una sola sonda para que actuara de «controlador», la que saliera en segundo lugar. Y fue precisamente ésa la que falló, dejándonos a medio cumplir la misión. ¿Qué le sucedió? El cable del encendido se desconectó prematuramente y por eso Calder no pudo apagar el autoencendido. El informe de los expertos citaba como causa probable un enredo en el cable, algo que ocurre muy pocas veces. Y sucede, además, que yo había visto el tambor en el que estaba enrollado el cable días antes: giraba suavemente y sin tirones de ningún tipo.

»La proa de la sonda estaba deformada y aplastada, lo que había impedido que saliese de la plataforma de lanzamiento, No se encontró nada que pudiese justificar tal deformación y se echó la culpa al motor auxiliar, argumentando que debió dispararse desviado e impulsó con violencia la sonda hacia un lado, con tan mala suerte que ésta golpeó con la proa contra el bastidor aplastándosela. Pero la sonda se había atascado antes de encender el motor auxiliar, no después. Estaba absolutamente seguro de ello, pero nadie me lo preguntó nunca. Quine no estaba seguro y no se llamó a declarar sobre esta cuestión a las personas que no estaban en contacto directa con los mandos o instrumentos.

»Atascar la sonda sin dejar rastros debió ser un juego de niños. Bastaba con verter varios cubos de agua en la plataforma de lanzamiento a través de los conductos de ventilación. El agua llegaría hasta la escotilla y se congelaría alrededor de la sonda, soldándola al bastidor con un anillo de hielo: la temperatura en la escotilla es prácticamente igual a la del vacío exterior. Calder, como se sabe, golpeó con fuerza el cuerpo de la sonda con la lanzadera; en aquel momento la sonda no estaba todavía atascada en realidad, pero él estaba ante los mandos y nadie podía comprobarlo. Hizo lo que un herrero al golpear un remache; la proa de la sonda, sujeta por el anillo de hielo, se deformó, ensanchándose y aplastándose como la cabeza de un remache con el impacto. Cuando encendió el reactor, la temperatura en la plataforma de lanzamiento aumentó rápidamente, el hielo se derritió y el agua se evaporó sin dejar ninguna huella de la hábil manipulación.

»En aquel momento no sospeché nada. Sin embargo, me pareció muy raro tantas casualidades: que fuese justo la segunda sonda la que fallase y no la primera o la tercera, que el cable hiciera posible el encendido del motor auxiliar y frustrase sin embargo la desconexión del reactor. Eran muchas casualidades.

»La avería me cogió de sorpresa, no podía ocuparme de otra cosa, pero se me pasó fugazmente por la mente la idea de si no tendría relación con la carta anónima; su autor me había prometido "ayuda"; estaba, según decía, de mi parte y quería demostrar que los nolineares no estaban capacitados para la navegación cósmica. No tengo pruebas, pero creo que la carta la escribió Calder. Estaba de mi parte, sí... pero nunca entró en sus planes que el curso de los acontecimientos demostrara que él no estaba capacitado —que era "inferior" al hombre—. La posibilidad de que, al regreso de la Tierra, yo, su comandante, emitiera un informe negativo de él no estaba en sus cálculos. Nuestros objetivos eran, pues, coincidentes hasta cierto punto, a partir del cual se separaban.

»Con la carta pretendía darme a entender que nos unía una especie de alianza. Basándose en lo que me había oído decir a mí y en lo que oyó de otros, debió de deducir que me proponía desencadenar un accidente a bordo como prueba para comprobar la capacidad de la tripulación. Estaba, pues, seguro de que yo no dejaría de aprovechar una avería tan oportunamente surgida; si lo hubiese hecho, yo mismo me habría colocado la soga al cuello.

»¿Qué le indujo a actuar así? ¿Su odio hacia los humanos? ¿O tal vez la excitación que le producía el juego, un juego en el que yo, oficialmente como su comandante pero, al mismo tiempo, su aliado secreto, tendría que actuar exactamente como él lo había planeado? Estaba seguro de que yo trataría de aprovechar la avería para la "prueba", incluso aunque la encontrase sospechosa o me oliese un sabotaje.

»¿Qué podría hacer yo en esas circunstancias? Podía, naturalmente, dar la orden de regreso, o arriesgarme a que el piloto repitiese el intento de colocar en órbita la última sonda. Si ordenaba regresar, renunciaba a la vez a la oportunidad de poner a prueba a mi gente en una situación difícil, y a cumplir la misión que la Goliat tenía encomendada. Calder supuso, con toda razón, que no optaría por esa salida, que ordenaría el regreso a Saturno e intentaría realizar la operación con la última sonda de reserva.

»A decir verdad, si alguien me hubiese preguntado antes de ocurrir qué hubiera hecho yo en tales circunstancias, hubiese contestado sin vacilar que ordenar que ejecutaran la maniobra, y hubiera sido absolutamente sincero. Sin embargo, ocurrió lo inesperado: no dije nada. ¿Por qué? Ni aún hoy lo sé muy bien. No entendía lo que pasaba, la avería era muy extraña, había ocurrido tan a tiempo, tan a medida de mis deseos que no podía haberse producido de forma natural. Y entonces intuí que Calder esperaba mis palabras, mi decisión, con demasiada ansiedad. Quizá fue eso lo que me hizo callar. Si hubiera hablado, habría sido como sellar la alianza secreta, si es que de verdad era él quien había «contribuido» al accidente. Y sentí que eso era jugar con cartas marcadas. Lógicamente, si de verdad pensaba así, debí haber ordenado que abandonáramos el planeta, pero tampoco me atreví a hacerlo. Mis sospechas eran demasiado vagas, carecía de prueba alguna. Hablando claro: sencillamente no supe qué hacer.

»Calder, mientras tanto, no podía creer que su plan perfecto se estuviese derrumbando. ¡Nuestro duelo sólo duró unos cuantos segundos, y ahí estaba yo, un contrincante que no entendía nada! Sólo después, al mirarlos en retrospectiva, comienzan a encajar detalles dispersos y aparentemente inocentes. Recordé con cuánta frecuencia pasaba Calder largos ratos solo ante el ordenador de navegación de la nave y con qué cuidado borraba luego la memoria. Estoy seguro de que estuvo calculando todas las posibles variantes de la avería, preparándola hasta el más mínimo detalle, que había modelado, literalmente, la catástrofe. No es cierto que condujese la nave a través de los anillos ejecutando mentalmente cálculos instantáneos basándose en las indicaciones del gravímetro. No tuvo que calcular nada. Ya tenía todos los cálculos hechos, todas las tablas de soluciones aproximadas y se limitó a comprobar si las indicaciones del gravímetro se correspondían con los valores que había calculado.

»Pero mi dilación en dar las órdenes le estropeó su infalible plan. Porque todo él se basaba en esas órdenes. En la confusión del momento, no pensé que allí mismo, en la cabina de mandos —bien sellado y registrando con demora pero infaliblemente cada palabra pronunciada—, estaba el oído de la Tierra, el registrador de vuelo. Todo lo que se decía ante los mandos quedaba grabado en él. Si la Goliat hubiera vuelto con la tripulación muerta, la investigación habría comenzado con la escucha de esas cintas. Por lo tanto, debían estar en perfecto estado, intactas. Debía oírse mi voz, ordenando a Calder que volviese a Saturno, que se acercara a los anillos y, más tarde, que aumentara la aceleración para anular la peligrosa precesión.

»No he aclarado todavía por qué su plan era tan perfecto. ¿Acaso no hubiera podido yo dar unas órdenes que asegurasen el éxito de la misión? Sólo varios meses después de mi absolución por el tribunal, me senté ante el ordenador para calcular qué posibilidades reales había de colocar con éxito en órbita la tercera sonda con una maniobra que no supusiese riesgo para la tripulación ni para la nave. ¡Y comprobé que no había ninguna! Calder, usando ecuaciones matemáticas, había calculado las cosas de tal forma que constituía un sistema perfecto, una especie de máquina de matar sin la más mínima fisura, ni el más mínimo resquicio de salvación que pudiera ser aprovechado por mis habilidades o las del más extraordinario navegante; nada podía salvarnos. Ni el impulso lateral provocado por la sonda, ni la violenta aparición de la precesión, ni la suicida carrera habían sido una sorpresa para Calder, que había previsto por anticipado todas las condiciones, las había creado él mismo con sus prolongados cálculos. Bastaba que yo diese la orden de regresar a Saturno para que entráramos sin remedio en el embudo de destrucción que se abría ante nosotros. Calder se hubiese atrevido entonces a mostrar un atisbo de "insubordinación", criticando tímidamente alguna de mis siguientes órdenes, destinadas a tratar desesperadamente de controlar los rabiosos giros de la nave. La cinta registraría esta última muestra de lealtad, demostrando que había tratado de salvarnos hasta el final. Además, en aquel momento yo no estaría ya en condiciones de dar ninguna clase de órdenes: habría enmudecido bajo el peso de la gravedad, yacería, al igual que el resto de los humanos, con los ojos cerrados, aplastado por la fuerza gravitatoria, con las arterias reventando... y, en ese momento, Calder se hubiera puesto de pie, hubiera arrancado los seguros de la sobrecarga y hubiera comenzado el regreso, con la cabina de mandos llena sólo de cadáveres.

»Pero le arruiné involuntariamente los cálculos. No tuvo en cuenta mi reacción. Conocía a la perfección la mecánica celeste, pero no lo bastante la mecánica de la psique humana. Cuando no aproveché la excelente oportunidad que me brindaba, cuando, en lugar de ordenar la realización de la maniobra, permanecí en silencio, le pareció que éste debía ser significativo. Puesto que él no era capaz de reaccionar pasivamente, no podía concebir que ningún otro, y menos el comandante, fuera capaz de ello. Pensó que, puesto que guardaba silencio, debía haber una razón para guardarlo. Debía sospechar de él. Quizá había descubierto su jugada. Quizá a pesar de todo, yo fuera superior. El no haber dado yo ninguna orden, el no aparecer mi voz en la cinta llevando a la nave hacia la catástrofe, significaba que yo lo había previsto todo. ¡Que había sido más listo que él! No sé exactamente cuándo se le ocurrió aquello, pero todos advirtieron su confusión. Hasta Quine la mencionó en sus declaraciones. Las incoherentes instrucciones que le dio, la violenta vuelta que hizo efectuar a la nave, todo es prueba de su consternación. Tenía que improvisar y ahí estaba precisamente su punto débil. Tuvo miedo de lo que podía decir yo; quizá estuviera dispuesto a acusarlo de sabotaje delante de la cinta. Entonces fue cuando aceleró de repente. ¡Le grité que no entrase en la grieta, sin darme cuenta de que no tenía intención alguna de pasar por ella! Pero mi grito, al quedar grabado, le anuló su nuevo e improvisado plan; por eso disminuyó en segunda la velocidad. Si la cinta repitiese mi grito y luego nada, ¿no sería eso su perdición? ¿Cómo podría justificarse? ¿Cómo iba a explicar el largo silencio del comandante y luego ese último y repentino grito? Yo tenía que volver a hablar de nuevo para probar que estaba vivo todavía... porque mi grito le hizo comprender que se había equivocado, que yo no lo sabía todo. Por eso me respondió disciplinadamente que no había escuchado la orden y en seguida comenzó a desabrocharse los cinturones: fue su último movimiento, su último intento, jugándose el todo por el todo.

»¿Por qué lo hizo si la situación era ya desfavorable para él? Quizá su orgullo no le permitió reconocer la derrota, tal vez fue rabia al ver que me había atribuido una clarividencia de la que yo carecía. Con seguridad que no lo hizo por miedo, no creo que temiese al riesgo de atravesar la División. Además, no iba a intentarlo confiando en la suerte, sino en sus cálculos. ¡El que Quine lograra introducirnos en ella, eso sí que fue gracias a la suerte!

»Si hubiera dominado sus deseos de vengarse de mí —por haberlo ridiculizado ante sus propios ojos, al tomar mi torpeza por perspicacia— no habría arriesgado mucho. Sencillamente hubiera ganado yo: su comportamiento, su insubordinación, me habrían dado la razón..., y eso fue precisamente lo que no quiso, no pudo aceptar. Prefirió la otra salida...

»Resulta extraño, sin embargo que, entendiendo ahora su comportamiento tan bien como lo hago, me sienta aún incapaz de explicar el mío propio. Logro reconstruir con lógica cada paso de él, pero no puedo explicar mi propio silencio. Decir, simplemente, que me sentía indeciso sería... no mentir, pero sí apartarse de la verdad. Entonces, ¿qué me salvó en realidad? ¿La intuición? ¿Una corazonada? No, la ocasión que representaba la avería era demasiado oportuna, se parecía demasiado a una partida con las cartas marcadas, era sucia. No quise tomar parte en aquel juego ni tener un socio así, y Calder se hubiera convertido justo en eso si hubiese dado la orden, pues hubiese significado que aprobaba la situación creada, que me identificaba con él. No pude decidirme a hacerla, pero tampoco a ordenar el regreso, a emprender la huida. Eso hubiera sido el camino indicado, pero ¿cómo lo habría justificado después? Todas mis reticencias y objeciones habían estado basadas en unas confusas nociones sobre la obligación de jugar limpio, algo totalmente inmaterial e imposible de traducir al preciso y concreto lenguaje de la astronáutica. Me bastó imaginarme de regreso a la Tierra delante de una comisión investigadora explicando que no había cumplido la misión que se me había asignado, aunque en mi opinión era técnicamente posible, porque sospechaba que el primer piloto quería hacer un sabotaje para facilitarme el desacreditar a parte de la tripulación... ¿Acaso no hubiera sonado como una auténtica insensatez?

»Así que vacilé —fui de la confusión a la impotencia e incluso a la repugnancia— y mientras callaba le daba —o así me lo parecía— la oportunidad de rehabilitarse, de probar que la acusación de sabotaje era injusta solicitando órdenes... eso es, sin duda, lo que hubiese hecho un humano en su lugar, pero su plan original no contemplaba solicitar tales órdenes, seguramente porque le pareció que así sería más limpio, más elegante: yo mismo debía ser el ejecutor de mi muerte y la de mis compañeros, sin intervención alguna de su parte. Más aún, yo debía forzarlo a realizar determinadas maniobras en contra de su mejor juicio y de su voluntad. Pero permanecí callado. En resumidas cuentas: nosotros nos salvamos y él se perdió gracias a mi indecisión, a esa lenta "decencia" humana que él tanto despreciaba».

 

Ananke

 

Algo lo sacó del sueño a la oscuridad. Detrás quedaba —¿dónde?— un contorno rojizo y lleno de humo. ¿Una ciudad? ¿Un incendio? Y un enemigo, una persecución, un saliente rocoso. ¿El otro hombre? Aunque resignado a no conseguirlo, persiguió el huidizo recuerdo, quedándole sólo el consuelo típico en estos casos, la reflexión de que los sueños pueden ser más vívidos, más fuertes que la realidad, desprovistos de palabras pero, a pesar de lo caprichoso de su naturaleza, gobernados por unas leyes que sólo allí, en las pesadillas, se manifiestan como realidad. No sabía dónde estaba, no recordaba nada. Le hubiera bastado palpar con la mano para situarse, pero se esforzó por sacar a su memoria de aquella inmovilidad, incitándola a darle la información. Se hizo trampa a sí mismo: inmóvil en la cama, trató de descubrir dónde se encontraba por la consistencia de la misma, No era una litera, desde luego. Un destello de lucidez: un aterrizaje, chispas sobre el desierto, la esfera de una luna agrandada, como si fuera de mentira; cráteres azotados por una tormenta de polvo, los remolinos de un sucio y rojizo vendaval; el cuadrado delineado por las torres del cosmódromo.

Marte.

Todavía acostado, se preguntó, ahora ya con entera objetividad, por qué se había despertado. Confiaba en su propio cuerpo, no se habría despertado sin motivo. Cierto, el aterrizaje había sido difícil y él estaba terriblemente cansado después de dos guardias seguidas sin descanso, una vez que Terman se rompió la mano cuando el automático conectó los motores y lo estrelló contra la pared. ¡Caerse del techo durante una aceleración después de once años de vuelo! ¡Qué burro! Habría que ir a visitarlo al hospital. ¿Habría sido por eso por lo que se había despertado? No.

Comenzó a recordar uno tras otro los acontecimientos del día anterior, comenzando por el despegue. Se habían posado durante una tormenta. La atmósfera era prácticamente inexistente, pero con un viento de doscientos sesenta kilómetros por hora era casi imposible mantenerse de pie en aquella gravedad miserable. No hay fricción bajo las suelas, para poder caminar hay que hundir las botas en la arena hasta la altura del tobillo, y el polvo, raspando contra el traje con un siseo helado, te penetra en cada pliegue, ni totalmente rojo ni de color óxido tampoco, simple arena corriente, sólo que de grano muy fino, molido durante unos cuantos miles de millones de años. No había en Marte una Capitanía, porque tampoco había espaciopuerto propiamente dicho. El «proyecto Marte», ya en su segundo año, seguía siendo profesional: todo lo que construían se inundaba inmediatamente de arena, los hoteles, los albergues, todo. Enormes cúpulas de oxígeno, cada una como diez hangares de grande, se agazapaban bajo una sombrilla de cables radiales de acero, anclados a bloques de cemento apenas visibles más allá de las dunas. Barracones, chapa ondulada, pilas y pilas de cajas, contenedores, recipientes, botellas, cajones, sacos, una ciudad de mercancías salida de una cinta transportadora. El único lugar medianamente bien equipado era el edificio de control de vuelos, erigido tras el «globo», a dos millas del cosmódromo donde él se encontraba en aquel momento, tumbado a oscuras en una cama que pertenecía al supervisor de servicio, Seyna. Se sentó y buscó a tientas las zapatillas con los pies desnudos. Siempre las llevaba con él, lo mismo que siempre se desvestía para dormir y se sentía incómodo si no se afeitaba y lavaba. No recordaba la distribución de la habitación; para prevenir cualquier eventualidad, se enderezó con cuidado: era facilísimo romperse la cabeza con aquella manía de economizar materiales (todo el proyecto se resentía del intento). Se enfadó por haber olvidado dónde estaban los interruptores; una rata ciega... Tanteó con la mano y en vez del interruptor tocó una fría palanca. Tiró de ella, se oyó un leve «clic», y una persiana irisada se abrió con un débil chirrido. Afuera se veía un amanecer pesado, polvoriento, vacío. De pie ante la ventana, más parecida a un ojo de buey, se tocó la incipiente barba, hizo una mueca y suspiró; todo estaba mal, aunque no sabía realmente por qué. Si hubiese reflexionado, puede que hubiera reconocido la verdad: no soportaba Marte.

Era una cuestión estrictamente privada; nadie lo sabía y a nadie importaba. Marte: la personificación de las ilusiones perdidas —escarnecidas, ridiculizadas, pero preciosas—. Hubiera preferido hacer cualquier otra ruta. Toda el aura romántica de que se había rodeado al proyecto era un engaño inútil, las perspectivas de colonización, una ficción. Oh, Marte los había engañado a todos. Más aún, había estado engañando a la gente desde hacía más de cien años. Los canales. Una de las aventuras más hermosas e inimaginables de toda la astronomía. El planeta color óxido: un desierto. Los blancos casquetes polares: las últimas reservas de agua. Una red de geometría perfecta, como grabada con un diamante sobre cristal, extendiéndose desde los polos al ecuador: una prueba de la lucha de la razón contra el exterminio, un poderoso sistema de irrigación capaz de regar millones de hectáreas de desierto. Y demostrado: con la llegada de la primavera cambiaba el color de los desiertos, oscurecidos por la vegetación que florecía de manera ordenada, desde el ecuador hacia los polos. ¡Vaya disparate! No había ni rastro de canales. ¿La vegetación? ¿Esos misteriosos musgos con los brotes protegidos contra las heladas y las tormentas? Compuestos polimerizados de carbón que cubrían el suelo y se evaporaban cuando la pesadillesca helada se volvía sólo horrible. ¿Los casquetes polares? Simple CO2 solidificado. Ni agua, ni oxígeno, ni vida, tan sólo cráteres erosionados, colinas carcomidas por las ventiscas de polvo, planicies monótonas, un paisaje muerto, plano, grisáceo, bajo un pálido cielo plomizo. Ni una sola nube de verdad, sólo nieblas difusas, la bruma de las grandes tormentas. La electricidad atmosférica era, sin embargo, suficiente para durar hasta el día del juicio final y un poco más. ¿Qué era aquel sonido? ¿Alguna señal? No, sólo el gemido del viento en los cables de acero de la burbuja más cercana. A la sucia luz (el incesante bombardeo de la arena transportada por el viento daba rápidamente cuenta hasta del cristal más duro y las cúpulas de plástico de los habitáculos aparecían recubiertas por una membrana casi opaca) encendió la bombilla situada sobre el lavabo y comenzó a afeitarse. Mientras estiraba las mejillas para facilitar el afeitado, se le ocurrió una idea tan estúpida que le hizo sonreír: Marte era un timo.

Sí, un timo sin duda, pero ¿quién lo había inventado? No un único individuo concreto, nadie lo había inventado solo, no tenía creadores ni autores conocidos, como tampoco lo tienen las creencias y leyendas populares. Eran el producto de la fantasía colectiva (¿de los astrónomos?, ¿los mitos de la astronomía de observatorio?), la misma que creó la visión de un Venus blanco, el lucero de la tarde y la mañana, misteriosamente cubierto por una capa de nubes, un planeta joven, rebosante de junglas, reptiles y océanos volcánicos; en una palabra: el pasado de la Tierra. Marte, en cambio, reseco, oxidado, lleno de tormentas de arena y misterios (¡los canales se dividían en dos mitades exactamente iguales por la noche!, ¡cuántos respetables estudiosos de la astronomía lo habían atestiguado!), oponiendo heroicamente su civilización al ocaso de la vida: el futuro de la Tierra: sencillo, clarísimo, comprensible. Sólo que falso de la A a la Z.

Debajo de la oreja le quedaban aún tres pelitos que la maquinilla eléctrica no conseguía atrapar. Se había dejado la navaja de afeitar en la nave, así que probó a pasarse la maquinilla en todas las direcciones posibles, pero no funcionó. Marte. Aquellos astrónomos tenían realmente una imaginación de lo más fértil. Schiaparelli, por ejemplo. Vaya nombres inauditos que eligieron, entre él y su mayor enemigo, Antoniadi, para bautizar algo que ni siquiera podían ver, que sólo era un producto de su imaginación. Como el del paraje en el que se había construido el proyecto: Agathodaemon. El significado de Daemon estaba claro, el de agatho... probablemente venía de ágata, porque es negra... ¿O vendría acaso de «agathon», inteligencia? Era una lástima que no se les enseñara griego a los astronautas. Pirx sentía debilidad por los viejos manuales de astronomía, con su conmovedora seguridad en sí mismos: en 1913 proclamaban que la Tierra vista desde el espacio parecía de color rojo, puesto que la atmósfera absorbía toda la luz azul del espectro, dejando sólo una tonalidad rojo-rosácea como residuo. ¡Vaya metedura de pata! Y, sin embargo, cuando miraba uno de los magníficos atlas de Schiaparelli, no le cabía en la cabeza cómo había podido ver algo inexistente. Y lo más asombroso después de él también lo vieron. Fue un curioso fenómeno psicológico al que no se prestó después la menor atención. Las primeras cuatro quintas partes de todas las obras sobre Marte estaban dedicadas a la topografía y la topología de los canales; en la segunda mitad del siglo XX un astrónomo llegó incluso a analizar estadísticamente la red de canales y descubrió su parecido topológico con las redes ferroviarias y de comunicaciones —como claramente distintas a las formaciones naturales constituidas por los cursos de las fisuras tectónicas o los ríos—. Y, de repente, fue como si alguien derrumbase el castillo de naipes de un soplido, deshaciendo el encantamiento con una sola frase: una ilusión óptica pura y simple.

Limpió la maquinilla junto a la ventana y la guardó en el estuche mientras echaba una nueva mirada —esta vez sin ocultar ya su aversión— al Agathodaemon, aquel enigmático canal que había resultado ser una monótona planicie bordeada de innumerables laderas de grava en el brumoso horizonte. En comparación con Marte, la Luna resultaba realmente acogedora. Para alguien que no se haya movido nunca de la Tierra puede sonar extraño, pero es la pura verdad. Para empezar, el Sol que se ve desde la Luna es exactamente igual al de la Tierra —y cuán importante es esto sólo lo sabe el que haya experimentado no tanto el asombro como el espanto de verlo convertido en una encogida bolita de fuego, marchita y fría—. Y, además, está la Tierra, majestuosa, azul, como una lámpara símbolo del refugio cercano, señal del hogar, iluminando las noches. Mientras que la luz de Fobos y Deimos juntos no es ni siquiera la de la Luna en el primer cuadrante. Y está además el silencio, la calma del espacio profundo; no es de extrañar que resultara más fácil televisar el primer paso del hombre en la Luna del proyecto Apolo que un espectáculo análogo en, digamos, las cumbres del Himalaya; los efectos que sobre el ser humano tiene un viento incesante sólo es posible apreciarlos en toda su magnitud en Marte.

Miró el reloj. Era nuevecito, con cinco esferas, y daba la hora estándar de la Tierra, la hora de a bordo y la hora planetaria. Eran las seis y unos minutos, hora planetaria. Mañana a estas horas estaré a cuatro millones de kilómetros de aquí —pensó, no sin satisfacción—. Pertenecía al «club de transportistas», los abastecedores del proyecto, pero sus horas de servicio estaban contadas: las nuevas naves de carga, unos gigantes con una masa en reposo del orden de cien mil toneladas, habían comenzado ya a cubrir el servicio en la línea Aresterra. La Ariel, la Ares y la Anabis estaban ya rumbo a Marte desde hacía un par de semanas; el aterrizaje de la Ariel estaba previsto para dentro de dos horas. Pirx no había visto nunca el aterrizaje de una nave de cien mil toneladas, pues tenían prohibido hacerlo en la Tierra; se cargaban en la Luna y los economistas habían calculado que resultaba rentable. Las naves del tipo de su Cuivier, de unos cuantos miles de toneladas, iban a ser retiradas de escena definitivamente, aunque quizá podrían transportar todavía carga de pequeño tamaño.

Eran las seis y veinte, la hora de meter algo caliente en el estómago para cualquier persona razonable. Le apetecía la idea de un café. Pero ¿dónde podría encontrar allí algo de comer? No lo sabía, era su primera estancia en Agathodaemon. Hasta entonces había estado abasteciendo al emplazamiento principal en Sirtis. ¿Por qué habrían tenido que iniciar el asalto a Marte en dos puntos a la vez, y encima separados entre sí por varios miles de kilómetros? Conocía las razones científicas, pero tenía sus propias ideas al respecto, que naturalmente se guardaba para sí. La base de Sirtis Mayor había sido concebida como un campo de pruebas termonucleares y electrónicas y tenía un aspecto totalmente distinto al de Agathodaemon. Algunos decían que éste era la cenicienta del proyecto y que había estado a punto de ser cancelado en varias ocasiones. Sin embargo, todavía apostaban por la posibilidad de encontrar agua congelada, los antiguos glaciares de épocas remotas que debían estar enterrados precisamente allí, en algún lugar bajo el suelo calcinado; seguro, si el proyecto encontrase agua en el lugar sería un verdadero triunfo, teniendo en cuenta que hasta ahora había que traer cada gota desde la Tierra y que las instalaciones para captar el vapor de agua de la atmósfera llevaban ya dos años en construcción y el momento de su puesta en marcha no paraba de posponerse.

No, decididamente Marte no tenía para él alicientes de ningún tipo.

No sentía deseos de salir todavía; el edificio estaba tan silencioso que parecía como si todo el mundo se hubiera ido o se hubiese muerto. Y no tenía ganas de salir porque se estaba acostumbrando cada vez más a la soledad. El comandante de una nave puede estar solo siempre que lo desea, y después del largo viaje —ahora que Marte y la Tierra no estaban ya en conjunción, había durado más de tres meses— tenía que hacer un auténtico esfuerzo para meterse así, de lleno y de repente, en una multitud de personas desconocidas. Y allí no conocía a nadie, salvo al controlador de servicio. Podía haber ido a verlo en la planta superior, pero no hubiera sido de buen gusto. No está bien molestar a la gente cuando está trabajando. Lo sabía por experiencia propia: no le gustaban tales interrupciones.

En uno de los departamentos de su bolsa llevaba un termo con restos de café y un paquete de galletas, Comió, procurando no dejar caer las migas, y bebió el café mientras miraba por el cristal del ojo de buey, rayado por la arena, el fondo del Agathodaemon, viejo, plano y mortalmente cansado. Esa era precisamente la impresión que le producía Marte: que ya le daba todo lo mismo. Por eso los cráteres estaban tan extrañamente amontonados, eran tan diferentes a los lunares, como si estuvieran emborronados («parecen falsificados», había exclamado cierta vez mientras los examinaba en unas buenas ampliaciones). La aleatoriedad de aquellas salvajes formaciones, que recibían el nombre de «Caos», las habían convertido en el lugar preferido de los aerólogos, porque no había en la Tierra nada parecido. Era como si Marte se hubiera resignado y no se preocupara ya de mantener su palabra, ni siquiera de guardar las apariencias. Conforme se acercaba uno a él, iba perdiendo su aspecto sólido y rojo, dejaba de ser el emblema del dios de la guerra, revelaba su carácter gris, sus manchas, sus vertederos, su falta de contornos nítidos similares a los de la Luna o la Tierra: una extensión gris-parduzca azotada por un viento eterno.

Sintió bajo sus pies una vibración apenas perceptible —un convertidor o un transformador—. Aparte de esto, reinaba el silencio, en el que a veces penetraba el lejano lamento del viento sobre los cables de la cúpulahabitáculo, como procedente de otro mundo. La infernal arena era capaz de cortar cables de acero de alta calidad de hasta cinco centímetros de grosor. En la Luna se puede dejar cualquier cosa, depositarla sobre una roca y volver cien años más tarde, o un millón de años más tarde, con la seguridad de que continuaría en el mismo sitio. En

Marte no se puede soltar nada de la mano porque desaparecería para toda la eternidad. Era un planeta sin modales.

A las seis y cuarenta el borde del horizonte enrojeció con la salida del Sol y aquella mancha de claridad, aquel amanecer engañoso, o más bien su tonalidad rojiza, le recordó de repente el contenido del sueño. Dejó el termo con lentitud, lleno de asombro al recordar de qué se trataba. Alguien quería matarlo, pero al final era él quien mataba al otro. El muerto se lanzaba tras él, persiguiéndole en una oscuridad disipada por una luminosidad rojiza; lo mató varias veces más, pero como si nada. Era una locura, seguro, pero había algo más: estaba casi convencido de que, en el sueño, conocía a aquel hombre; y ahora no tenía idea de con quién había luchado con tanta desesperación. Evidentemente, la sensación de que lo conocía también podía ser una ilusión del sueño. Intentó acordarse pero de nuevo su memoria se obstinó en guardar silencio y todo se replegó en silencio, como un caracol en su concha, y él se quedó allí, de pie ante la ventana, con la mano apoyada en el alféizar de acero, un poco inquieto, como si se hallara en presencia de algo innombrable. La muerte. Estaba claro que, a medida que se desarrollara la astronáutica, los hombres comenzarían a morir en los planetas. La Luna había demostrado ser leal con los muertos, permitiéndoles petrificarse, convirtiéndoles en estatuas de hielo, momias cuya ligereza y falta de peso les daba un toque de irrealidad, disminuyendo la importancia de la tragedia. En cambio, en Marte, había que ocuparse de ellos sin dilación, porque las tormentas de arena destrozaban cualquier traje espacial en cuestión de días y, antes de que la extrema sequía momificara los restos, asomarían por el roto tejido del traje los huesos, brillantes y pulidos hasta la perfección, hasta que todo el esqueleto quedara expuesto. Desparramados en aquella arena extraña, bajo aquel cielo extraño, los huesos de los muertos eran casi como un reproche, un ultraje, como si al llevar allí la mortalidad, junto con la vida, la gente hubiera hecho algo impropio, de lo que avergonzarse, algo que había que ocultar, apartándolo de la vista, escondiéndolo; por muy irracional que fuera, así era como sentía en aquellos momentos.

A las siete se efectuaba el cambio de guardia, y durante el mismo no estaba mal visto que entrase alguien ajeno. Guardó sus escasas pertenencias en la bolsa y salió, pensando que sería conveniente que se asegurase que la descarga de la Cuivier se realizaba según lo previsto. Toda la carga general tenía que estar descargada a mediodía y había un par de cosas que merecía la pena comprobar. Por ejemplo, el sistema de refrigeración del reactor auxiliar. Y más aún ahora que tenía que volver con un miembro menos de tripulación. Era inútil hacerse ilusiones sobre la posibilidad de conseguir a alguien que sustituyera a Terman. Subió por una sinuosa escalera tapizada de goma-espuma, apoyando la mano en un pasamanos extrañamente cálido (¿calentado?) y al llegar al piso superior y abrir las anchas puertas batientes de cristal traslúcido, todo cambió de forma tan repentina y total que sintió como si él mismo fuera alguien diferente.

Podría haber sido el interior de una gran cabeza, con seis enormes ojos saltones que miraban en tres direcciones a la vez. La cuarta pared estaba cubierta de antenas y toda la pequeña sala circular podía girar sobre su eje como si de un escenario giratorio se tratase. En cierto sentido era un escenario, uno en el que siempre se representaba la misma obra, la del despegue y aterrizaje, perfectamente visibles a un kilómetro de distancia desde las redondas consolas de control que se ajustaban armoniosamente a las paredes circulares gris-plata. Se parecía un poco a la sala de control de un aeropuerto y otro poco a un quirófano.

Junto a la pared ciega, bajo una cubierta inclinada, destacaba la computadora principal, siempre en comunicación directa con las naves, siempre parpadeando y tintineando en un silencioso monólogo, escupiendo metros y metros de cinta perforada; cerca de ella había dos consolas de reserva, con sus micrófonos, sus focos, sus butacas giratorias y los calculadores manuales de los controladores, parecidos a bocas de riego. Finalmente, junto a la pared, había un bar pequeño y coquetón, con una siseante máquina de café expreso. ¡Aquí se encontraba, pues, la fuente de café! Pirx no podía ver su Cuivier desde allí. La había dejado, siguiendo las instrucciones de los controladores, cinco kilómetros más lejos, detrás de todos los protectores, en preparación para el aterrizaje del primer supertransporte del proyecto, como si no estuviese equipada con los últimos sistemas automáticos de astro y cosmolocalización, capaces, según presumían los constructores de los astilleros (conocía a casi todos), de posar a aquel gigante de un cuarto de millón de toneladas, aquella montaña de acero, en una superficie del tamaño de un jardín trasero. Los trabajadores de los tres turnos del puerto habían venido a presenciar el acontecimiento, que, por otra parte, no era ninguna celebración oficial; la Ariel, como cualquier otro prototipo, había efectuado decenas de vuelos de prueba y de aterrizajes en la Luna, aunque bien es verdad que nunca a plena carga. Faltaba menos de media hora para el aterrizaje y Pirx aprovechó para saludar a los que no estaban de servicio y estrecharle la mano a Seyn. Los receptores ya estaban activados y en las pantallas de televisión se veían unas estelas borrosas moviéndose de arriba abajo, pero la terminal de aterrizaje todavía mostraba todas sus luces de un verde inmaculado, señal de que aún quedaba mucho tiempo. Romani, el jefe de la base Agathodaemon, le propuso tomar una copa de coñac con el café; Pirx vaciló, pues no estaba acostumbrado a beber tan temprano, pero, al fin y al cabo, estaba allí en calidad de invitado civil y comprendía que estaban tratando de darle un toque festivo al momento. Llevaban meses esperando al supercarguero, cuya llegada iba a ahorrarle a la Junta de Control del Puerto innumerables problemas; hasta entonces se había mantenido una carrera incesante entre la voracidad de las operaciones de construcción, que no podía ser saciada por la flotilla del proyecto, y los esfuerzos de transportistas como Pirx para cubrir la ruta Tierra-Marte con toda la habilidad y rapidez de que eran capaces. Ahora que, tras la conjunción, los dos planetas comenzaban a separarse, la distancia que los separaba iría aumentando hasta alcanzar el preocupante máximo de centenares de millones de kilómetros; y precisamente en aquella hora, la más negra del proyecto, llegaban los potentes refuerzos.

Todos hablaban con voz queda y cuando se apagaron las luces verdes y sonaron las sirenas, se produjo un silencio total. El día se iniciaba típicamente marciano, ni nublado ni despejado, sin un horizonte definido ni un cielo claro, como desprovisto de tiempo mensurable y definible. A pesar de ser de día, los bordes de los cuadrados de hormigón que cubrían el suelo de Agathodaemon estaban rodeados de líneas luminosas —la señalización láser automática— y el perímetro del redondo disco central, de hormigón casi negro, estaba delineado por brillantes reflectores que emitían una luz estrellada. Los controladores se acomodaron en sus butacas, aunque poco tenían que hacer; la computadora central iluminó sus pantallas, como para demostrar a todos su extraordinaria importancia, y los transmisores comenzaron a emitir su suave ronroneo, cuando se oyó por el altavoz una clara voz de bajo:

—¡Hola, Agathodaemon, aquí la Ariel! Habla Klyne, hemos establecido contacto visual, altura seiscientos, conectaremos el sistema de aterrizaje automático dentro de veinte segundos, cambio.

—¡Agathodaemon a Ariel! —contestó con rapidez Seyn, apagando su cigarrillo, ya cercano su perfil aguileño al micrófono—, os tenemos en todas las pantallas, tumbaos y dejarla que se pose a placer. ¡Cambio!

Se lo toman a broma —pensó Pirx, a quien no le hacían gracia estas cosas, quizá porque fuera un poco supersticioso—. Aunque no cabe duda de que se saben al dedillo la rutina de aterrizaje.

—Ariel a Agathodaemon: tenemos trescientos, conectamos el automático, estamos descendiendo sin desviación lateral, cero sobre cero. ¿Qué fuerza tiene el viento? Cambio.

—Agathodaemon a Ariel, el viento está a 180 km/h sur-noroeste, no os molestará. Cambio.

—Ariel a todos, descenderemos sobre el eje de popa en automático. Cambio y fuera.

Se hizo el silencio; sólo los transmisores siguieron emitiendo su ronroneo, mientras en las pantallas aparecía con nitidez un punto blanco que crecía rápidamente, como si alguien estuviera hinchando un ardiente globo de cristal. Era la llameante popa de la nave, que descendía prácticamente como suspendida de una plomada invisible, sin la más mínima vibración, inclinación ni giro. Pirx la contempló con satisfacción, calculando la distancia en unos cien kilómetros; hasta que no bajara a cincuenta no tenía sentido mirar por las ventanas de observación, a pesar de lo cual muchos de los presentes ya estaban apiñados junto a ellas, con las cabezas levantadas hacia el cénit.

Control mantenía contacto permanente por radio con la nave, pero no había nada que decir; toda la tripulación yacía en las butacas antigravitatorias dejando que todo lo realizaran los sistemas automáticos bajo la dirección del ordenador principal, que acababa de ordenar el cambio de la propulsión atómica por la de boro-hidrógeno a una altura de setenta kilómetros, el límite mismo del punto de entrada en la atmósfera. Pirx se acercó ahora a la ventana central, la mayor de todas, e inmediatamente vio en el cielo, a través del pálido gris de la niebla, una brillante luz verdosa, microscópica, pero de un brillo extraordinario, como si alguien estuviera perforando el cielo desde las alturas con una llameante esmeralda. Desde el centro de aquel punto incandescente radiaban en todas direcciones pequeñas estelas pálidas —los restos dispersos de las nubes, o más bien de los insignificantes remedos de nubes que servían de sucedáneos en aquella atmósfera—. Al ser succionadas dentro de la órbita del reactor, se encendían y estallaban como fuegos artificiales. La popa circular de la nave crecía sin cesar. La vibración del aire era claramente visible por debajo de ella, en la salida de gases del reactor, lo que podía hacer creer a alguien inexperto que la nave misma experimentaba un ligero movimiento lateral, pero Pirx conocía demasiado bien la maniobra para equivocarse. Todo se estaba desarrollando con tanta suavidad, tan sin problemas, que le recordó la facilidad con que se había dado el primer paso del hombre en la Luna; allí también había ocurrido así, sin contratiempos de ningún tipo. La popa se veía ahora como un ardiente disco verde rodeado de una palpitante aureola. Echó una ojeada al altímetro principal, situado sobre las consolas de control, porque era fácil equivocarse en la apreciación de la altura con una nave tan grande; once, no, doce kilómetros separaban a la Ariel de Marte, siendo naturalmente su descenso cada vez más lento, conforme aumentaba la propulsión de frenado.

Y, de repente, sucedieron varias cosas a la vez.

Las toberas de popa de la Ariel, coronadas por las verdes llamas, comenzaron a vibrar de manera distinta a como lo habían hecho hasta entonces. Por el altavoz se oyó un tumulto incomprensible, luego un grito, algo así como «manual» o quizá «mantener», una palabra indescifrable gritada por una voz humana, tan alterada que posiblemente no fuera la de Klyne. Una fracción de segundo más tarde, el verdor que exhalaba la popa de la Ariel palideció de pronto, transformándose al instante siguiente en un espantoso brillo blanco-azulado. Y Pirx comprendió en seguida, en un estremecimiento de horror que lo recorrió de pies a cabeza, de forma que la hueca voz que resonó como un trueno en los altavoces no les sorprendió en absoluto:

—Ariel —rugió la voz—, cambio de curso. Nos alejamos del meteorito. ¡A toda potencia sobre el eje! ¡Atención! ¡Máxima aceleración!

Era la voz del ordenador. Otra voz, ésta humana, gritó algo en el trasfondo. De cualquier forma, Pirx había interpretado correctamente el cambio de color de la cola de fuego del reactor: la propulsión por boro-hidrógeno había sido reemplazada por toda la potencia del reactor atómico al máximo y la enorme nave, frenada como por el gigantesco golpe de un puño invisible, se detuvo en seco en mitad de la enrarecida atmósfera, vibrando en todas las junturas —o al menos eso le pareció a los que observaban— a apenas cuatro o cinco kilómetros del cosmódromo. Era una maniobra nunca vista, que violaba todas las leyes y reglamentaciones y desafiaba las bases mismas de la astronavegación: para detener una masa de cien mil toneladas, primero había que anular la velocidad de caída, para poder luego impulsarla nuevamente hacia arriba. Pirx vio una perspectiva acortada del casco del enorme cilindro. La nave había perdido la vertical y comenzó a escorarse hacia un lado, enderezándose luego con extraordinaria lentitud, para inclinarse después hacia el otro lado, como un péndulo gigantesco, siendo esta nueva inclinación del casco, de un cuarto de millón de toneladas, aún mayor. A tan poca velocidad, una pérdida de estabilidad de tal amplitud era incontrolable; sólo en esos instantes le llegó a Pirx el grito del controlador principal:

—¡Ariel! ¡Ariel! ¿Qué hacéis? ¿Qué sucede allá arriba?

¡Cuántas cosas podían suceder en una fracción de segundo!

Pirx, que se encontraba junto a una consola paralela, sin operarios, gritó por el micrófono con todas sus fuerzas:

—¡Klyne! ¡Cambia a control manual! ¡Control manual! ¡Manual!

Y entonces les alcanzó un monumental estruendo. La onda sonora de la explosión les llegaba ahora, con retraso, prolongado e interminable. ¡Qué rápido debió de pasar todo! Los que estaban de pie junto a las ventanas gritaron al unísono. Los controladores saltaron de las consolas. La Ariel cayó como una piedra, rociando la atmósfera a diestro y siniestro con remolíneantes estelas de fuego, girando lentamente, como un cadáver, como una enorme torre de acero arrojada desde el cielo a las sucias dunas del desierto. Todos permanecieron como clavados al suelo, en un silencio sordo y terrible, porque ya nada se podía hacer. El altavoz chirriaba incomprensiblemente, rechinando con el lejano clamor —como el rugido del mar— irreconocible como proveniente de voces humanas, mientras el blanco cilindro, resplandeciente e increíblemente largo, aceleraba cada vez más su vuelo en picado, apuntando, aparentemente, recto a la torre de control; alguien gimió junto a Pirx. Todos se pusieron instintivamente a cubierto.

El casco se estrelló contra uno de los bajos parapetos de hormigón que rodeaban el escudo, se partió en dos, rompiéndose en mil pedazos y salpicando fragmentos en todas direcciones con extraña lentitud, y se enterró en la arena; en un abrir y cerrar de ojos brotó una nube de polvo de diez plantas de altura, que se expandió salpicando chispas de fuego. Por encima del terraplén de arena asomaba la proa de la nave, aún incandescentemente blanca, que, tras separarse del resto, voló aún unos centenares de metros por los aires. Se oyeron una, dos, tres potentes sacudidas, tan fuertes como en un temblor de tierra. La construcción entera se conmocionó elevándose y cayendo como un bote sobre las olas. Después, al compás de un infernal rumor de hierros resquebrajándose, todo se cubrió de una pared de humo y polvo de color pardo-negruzco. Y aquel fue el fin de la Ariel. Mientras corrían por las escaleras hacia la cámara de salida, Pirx, uno de los primeros en enfundarse el traje espacial, no tenía ninguna duda: nadie había podido salir con vida de un choque así.

Pronto corrían todos, tambaleándose bajo la fuerza del vendaval; a lo lejos, procedentes del sector del «globo», aparecieron las primeras orugas y planeadores. Pero no había por qué apresurarse. Pirx mismo no supo cómo ni cuándo volvió al edificio de control, con la imagen del cráter y del retorcido casco en sus atónitos ojos; no volvió en sí hasta que, de repente, vio en un espejo su rostro sombrío y repentinamente contraído.

Al mediodía se reunió la Comisión de Expertos para investigar las causas de la catástrofe. Equipos de trabajo equipados con excavadoras y grúas estaban aún limpiando los restos del enorme casco, pero todavía no habían llegado a la cabina de mandos que contenía los controles automáticos, profundamente enterrada en el suelo, cuando llegó de Sirtis Mayor un grupo de especialistas —en uno de esos pequeños y extraños helicópteros de aspas gigantescas especialmente diseñados para volar en la fina atmósfera de Marte—. Pirx se mantuvo apartado y sin hacer preguntas, porque comprendía demasiado bien que el asunto se presentaba excepcionalmente oscuro: la computadora de la Ariel, en medio de una obra de aterrizaje rutinaria, dividida en etapas perfectamente establecidas y programada con la precisión de un mecanismo de relojería, sin ningún motivo aparente, había interrumpido la propulsión de boro-hidrógeno, hecho sonar la alarma antimeteoritos e iniciado una maniobra de evasión a toda potencia; la estabilidad perdida durante aquella peligrosa maniobra no pudo ya recuperarse. La historia de la astronavegación no contenía ningún suceso parecido y todas las posibles hipótesis —un simple fallo de la computadora, un cortocircuito en los conductores, un conductor fundido— resultaban completamente improbables, puesto que ambos programas —el de aterrizaje y el de despegue— estaban protegidos de posibles averías con tal número de seguros que resultaba más plausible la idea de un sabotaje. En la habitación que Seyn había puesto a su disposición la noche anterior, Pirx se devanaba los sesos, cuidando de no asomar las narices al otro lado de la puerta para no parecer un entrometido, máxime cuando sólo le quedaban unas horas para despegar; no se le ocurrió nada, por lo menos nada que pudiese ir a contarle a la Comisión. Sin embargo, no se habían olvidado de él: Seyn vino a verle unos minutos antes de la una. Con él venía también Romani, que permaneció esperándolo fuera en el pasillo. Pirx, al salir, no lo reconoció al principio; el jefe del complejo Agathodaemon hubiera podido pasar por uno de los mecánicos: llevaba puesto un mono cubierto de suciedad y su rostro parecía contraído por el agotamiento; la comisura izquierda de los labios le temblaba continuamente, pero la voz era la misma. En nombre de la Comisión, de la cual formaba parte, le pidió a Pirx que postergara el despegue de la Cuivier.

—Naturalmente... si soy necesario... —Pirx, sorprendido, trató de poner en orden sus ideas—. Sólo que tengo que conseguir autorización de la Base.

—Nosotros nos encargaremos de eso, si está usted de acuerdo.

Nadie dijo nada más y los tres se dirigieron a la «burbuja» principal, donde, en el alargado y bajo compartimento de la jefatura, estaban sentados veintitantos expertos —algunos eran locales, pero la mayoría habían llegado de Sirtis Mayor—. Como era la hora del almuerzo y no había tiempo que perder, les trajeron comida fría del bufet. Y así, bebiendo té sobre platos de papel —lo que le daba a la ocasión un extraño aire informal, casi festivo—, comenzaron las deliberaciones. Pirx comprendía perfectamente por qué el presidente, el ingeniero Hoyster, le había elegido a él para que describiese la catástrofe en primer lugar: era el único testigo imparcial, el único que no pertenecía ni a control de vuelos ni al personal de Agathodaemon. Cuando Pirx comenzó a describir su propia reacción, Hoyster le interrumpió por primera vez:

—Entonces, usted quería que Klyne desconectara el sistema automático y tratase de aterrizar con el manual, ¿no es así?

—Sí.

—¿Se puede saber por qué?

Pirx no dudó la respuesta.

—Consideré que era su única oportunidad.

—Bien, ¿y no pensó usted que el paso al mando manual podía provocar la pérdida de la estabilidad?

—Ya estaba perdida. Se puede comprobar este extremo en las grabaciones.

—Por supuesto. Sólo pretendemos formarnos una idea general... ¿Cuál es su opinión personal?

—¿Respecto a las causas del accidente?

—Sí. Por ahora estamos tratando simplemente de reconstruir los hechos. Nada de lo que diga ahora será vinculante. Cualquier suposición, por muy aventurada que sea, puede resultar valiosa.

—Entiendo. Creo que algo pasó con la computadora. No sé exactamente el qué ni cómo. Si no hubiera estado allí en persona no lo creería, pero estaba; lo vi con mis propios ojos y lo escuché con mis propios oídos. Fue ella la que abortó la maniobra e hizo sonar la alarma antimeteoritos. Sonó algo así como «¡meteoritos, atención, a toda potencia sobre el eje!». Sólo que no había ningún meteorito... —Pirx se encogió de hombros.

—El modelo de la Ariel es una versión perfeccionada de la AIBM 09 —observó Boulder, un ingeniero electrónico al que Pirx conocía superficialmente de Sirtis Mayor.

Pirx asintió con la cabeza.

—Lo sé. Por eso he dicho que no lo creería si no lo hubiese visto con mis propios ojos. Pero sucedió.

—¿Qué opina usted, comandante? ¿Por qué no hizo nada Klyne? —preguntó Hoyster. Pirx sintió frío en las entrañas y miró a su alrededor antes de contestar. Era una pregunta que tenía que surgir, pero hubiera preferido no ser el primero en afrontarla.

—No lo sé.

—Naturalmente. Pero tiene usted muchos años de experiencia. Colóquese en su lugar y...

—Me coloqué. Hubiese hecho lo que traté que él hiciera.

—¿Y?

—No hubo respuesta. Un alboroto, gritos. Habrá que oír muy atentamente la cinta, pero me temo que no servirá de mucho.

—Señor comandante —dijo Hoyster, con voz suave pero extrañamente lenta, como si tratara de elegir con cuidado las palabras—, se da usted cuenta de la gravedad de la situación, ¿verdad? Dos naves de la misma clase, equipadas con el mismo sistema de pilotaje, se encuentran actualmente en la línea terrestre; la Anabis llegará dentro de tres semanas, pero la Ares lo hará dentro de nueve días. Sin tener en cuenta el compromiso que tenemos con los muertos, tenemos uno aún mayor con los vivos. Sin duda, durante estas cinco horas, le ha estado usted dando vueltas a todo lo que ocurrió. No puedo obligarle a ello, pero le pido que nos cuente lo que ha pensado.

Pirx sintió que palidecía. Había adivinado lo que iba a decir Hoyster desde que empezó a hablar, y lo embargó una sensación indescriptible, que tenía su origen en la pesadilla: el tenaz y desesperado silencio, la lucha contra el contrincante sin rostro, la doble muerte, la suya y la del otro. Sólo le duró un instante, luego se sobrepuso y miró a Hoyster a los ojos:

—Lo comprendo —dijo—. Klyne y yo pertenecemos a dos generaciones diferentes. Cuando yo comenzaba a volar, la falibilidad de los sistemas automáticos era mucho mayor... la desconfianza se convirtió para nosotros en una segunda naturaleza. Yo creo que él... confió en ellos hasta el final.

—¿Creyó que la computadora estaba más capacitada? ¿Que resolvería la situación?

—No exactamente que la resolvería... más bien que, si ella no podía, menos aún lo lograría un hombre.

Pirx respiró. Había dicho lo que pensaba sin arrojar una sombra sobre la memoria de su joven y ya fallecido colega.

—Según usted, ¿existía alguna posibilidad de salvar la nave?

—No lo sé. Quedaba muy poco tiempo. La Ariel frenó en seco.

—¿Ha descendido usted alguna vez en tales condiciones?

—Sí. Pero con una nave de pequeño tonelaje y en la Luna. Cuanto más largo y pesado es el vehículo, tanto más difícil es conservar la estabilidad al reducir velocidad, sobre todo cuando comienza a inclinarse.

—¿Le oyó Klyne a usted?

—No lo sé. Debió de haberme oído.

—¿Se hizo cargo de los mandos?

Pirx abrió la boca para decir que para eso estaban las cintas, pero en su lugar dijo:

—No.

—¿Cómo lo sabe?

—El piloto de «aterrizaje automático» permaneció encendido en el monitor hasta el último momento, sólo se apagó al estrellarse la nave.

—¿Y no cree usted que puede que Klyne no tuviera tiempo, señor? —preguntó Seyn. Resultaba muy singular la forma en que se había dirigido a él, de usted y llamándole «señor», como si no se tutearan normalmente. Como si se hubiese producido entre ellos un repentino distanciamiento. ¿Hostilidad?

—Las posibilidades de supervivencia se pueden deducir matemáticamente —Pirx estaba procurando ser objetivo—. No sabría decirlo de antemano.

—Pero cuando la inclinación de la nave supera los cuarenta y cinco grados no es posible recuperar de nuevo la estabilidad —insistió Seyn—. ¿No es así?

—En mi Cuivier no necesariamente. Se puede aumentar la aceleración por encima de los límites admitidos.

—Una sobrecarga superior a los veinte gs puede causar la muerte.

—Desde luego. Pero una caída desde cinco kilómetros la causa con absoluta seguridad.

Y así acabó la breve polémica. El humo del tabaco flotaba bajo las lámparas, encendidas a pesar de ser de día.

—Entonces, según usted, Klyne hubiera podido hacerse cargo de los mandos, pero no lo hizo. ¿No es así? —retomó el hilo el presidente Hoyster.

—Eso parece.

—¿No cree usted posible que su intervención le distrajera de su objetivo? —dijo el ayudante de Seyn, un hombre de Agathodaemon a quien Pirx no conocía. ¿Estaban los de la base en su contra? No se lo reprocharía si lo estuvieran, lo entendía perfectamente.

—Es posible. Había mucha gente gritando en la cabina. O, por lo menos, eso parecía.

—¿Por el pánico?

—Prefiero no contestar a esa pregunta.

—¿Por qué?

—Disponen ustedes de las cintas. Las voces eran demasiado confusas para servir de prueba. Se pueden interpretar de distintas maneras.

—En su opinión, ¿hubiera podido el control de tierra hacer algo más? —preguntó Hoyster con rostro impenetrable. Parecía que se estaba produciendo una división en la Comisión. Hoyster era de Sirtis Mayor.

—No, nada.

—Sin embargo, su reacción de aquellos instantes parece contradecir sus palabras.

—No realmente. Control no tenía derecho a contravenir las decisiones del comandante en una situación así.

Las cosas pueden verse muy diferentes desde la cabina de mandos que desde tierra.

—¿Reconoce usted entonces que actuó contra el reglamento?

—Sí.

—¿Por qué?

—El reglamento no es sagrado para mí. Siempre actúo como considero apropiado. Ya he tenido que responder por ello en el pasado.

—¿Ante quién?

—Ante el Tribunal Cósmico.

—Pero fue usted absuelto de todos los cargos —hizo notar Boulder. Sirtis Mayor contra Agathodaemon. Estaba clarísimo.

Pirx hizo una pausa.

—Muchas gracias.

Se sentó en una silla adyacente. Seyn fue el siguiente en declarar y a continuación lo hizo su ayudante. Las primeras cintas del edificio de Control de Vuelos llegaron antes de que terminaran y también los partes telefónicos de los equipos de rescate que trabajaban en los restos de la Ariel, confirmando que no había quedado nadie con vida, aunque aún no habían alcanzado la cabina de mandos, enterrada a once metros de profundidad. La audición de las cintas y la toma de declaraciones continuó sin interrupciones hasta las siete, en que se hizo un receso de una hora. Los de Sirtis fueron con Seyn al lugar de la catástrofe. Romani detuvo a Pirx al salir:

—Comandante...

—Sí...

—No tiene usted nada que...

—Por favor, adelante, las apuestas son demasiado altas —le interrumpió Pirx. El otro asintió con la cabeza.

—Se quedará usted aquí setenta y dos horas más. Ya lo hemos arreglado con la base.

—¿Con la Tierra...? —se sorprendió Pirx—. No creo que yo sirva de ayuda...

—Hoyster, Rahaman y Boulder quieren que usted tome parte en la Comisión. ¿No irá usted a negarse, verdad?

Los tres eran de Sirtis.

—No podría aunque quisiera —contestó, y con esto se separaron.

La Comisión se reunió de nuevo a las nueve. El examen de las cintas fue dramático y el de la película —que mostraba todas las fases de la tragedia desde el momento en que la Ariel apareció en el cielo como una verde estrella— aún peor.

A continuación Hoyster resumió en pocas palabras el resultado de las investigaciones:

—Todas las apariencias indican que fue un fallo de la computadora. Si no fue una alarma antimeteoritos lo que señaló, se comportó como si la Ariel estuviera en curso de colisión con algún cuerpo extraño. Las cintas muestran que superó la aceleración permitida en un tres por ciento. Por qué lo hizo no lo sabemos. Tal vez la cabina de mandos aclare algo —se refería a las cintas de la Ariel, pero Pirx tenía sus dudas al respecto—. Nunca sabremos lo que pasó en la cabina de mandos en los últimos momentos, pero sí sabemos que la computadora no falló en su capacidad operativa: en el punto culminante de la crisis, tomó las decisiones y las transmitió a los sistemas periféricos en fracciones de segundo. También éstos funcionaron irreprochablemente hasta el final. Este extremo está comprobado. No hemos descubierto absolutamente nada que supusiese una amenaza exterior o interior a la maniobra de aterrizaje adoptada. Desde las 7.03 hasta las 7.08 todo funcionó perfectamente. La decisión de la computadora de abortar la maniobra no tiene, hasta ahora, ninguna explicación. ¿Colega Boulder?

No lo entiendo.

—¿Un error de programación?

—Descartado. La Ariel ha descendido con ese mismo programa en numerosas ocasiones, tanto sobre el eje como con todas las inclinaciones posibles.

—Pero en la Luna... La gravedad allí es menor...

—Eso puede tener cierta importancia para los moduladores de potencia, pero no para los sistemas informáticos. Y la potencia no falló. ¿Colega Rahaman?

—No conozco bien ese programa.

—Pero conoce usted el modelo de computadora.

—Sí.

—¿En ausencia de motivos externos, qué pudo interrumpir el curso de una maniobra de aterrizaje?

—Nada.

—¿Nada?

—Una bomba puesta bajo el ordenador, quizá.

Al fin salió. Pirx escuchó ahora con la mayor atención. Se oía el sonido de los extractores, mientras el humo se arremolinaba junto a las aberturas del techo.

—¿Un sabotaje?

—La computadora funcionó hasta el final, aunque lo hiciera de forma incomprensible —advirtió Kerhoven, el único intelectrónico con base en Agathodaemon presente en la Comisión.

—Bueno... sólo lo he dicho por decir —se desdijo Rahaman—, una maniobra de aterrizaje sólo puede ser interrumpida por algo extraordinario si la computadora funciona normalmente. Una pérdida de potencia o...

—Potencia había.

—Pero ¿puede la computadora interrumpir la maniobra?

El presidente sabía de sobra que sí. Pirx comprendió que la pregunta no estaba dirigida a ellos, sino a los que escuchaban desde la Tierra.

—En teoría sí, pero en la práctica no. En toda la historia de la astronáutica nunca se ha dado el caso de que se produjera una alarma antimeteoritos durante un aterrizaje. Si se descubre un meteorito durante el acercamiento, el aterrizaje sencillamente se pospone.

—Pero no se detectó ningún tipo de meteorito.

—No.

Un callejón sin salida. Por un momento reinó el silencio. Los extractores continuaban zumbando. Estaba ya oscuro al otro lado de las redondas portillas. La noche marciana.

—Necesitamos a la gente que construyó ese modelo y a los que lo probaron —dijo finalmente Rahaman.

Hoyster asintió con la cabeza, mientras leía un cable que le había tendido la telegrafista.

—Llegarán a la cabina de mandos dentro de una hora —dijo, y levantando la cabeza añadió—: Macross y Van der Voyt tomarán parte en las deliberaciones de mañana.

Se produjo una conmoción. Vand der Voyt era el director general y Macross el constructor principal de los astilleros donde se habían construido los supercargueros.

—¿Mañana? —Pirx pensó que había oído mal.

—Sí. No desde aquí, evidentemente. Por televisión, gracias a una conexión directa. Aquí está el cable —agitó el telegrama.

—¡Espere un momento! —dijo alguien— ¿Qué demora hay actualmente?

—Ocho minutos.

—¡Y qué se piensa esa gente! ¡Tendremos que esperar una eternidad para cada respuesta! —se oyó exclamar a varias voces a la vez.

Hoyster se encogió de hombros.

—No tenemos más remedio que obedecer. Seguro, será un rollo, pero ya inventaremos algo.

—¿Aplazamos entonces las deliberaciones hasta mañana? —preguntó Romani.

—Sí. Nos reuniremos a las seis de la mañana. A esa hora dispondremos ya de las cintas de la cabina de mandos.

Pirx había aceptado gustosamente el ofrecimiento de Romani de alojarse en sus habitaciones. Prefería no encontrarse con Seyn. Aunque comprendía su actitud, no la justificaba. No sin dificultad, finalmente se encontró alojamiento para todos los de Sirtis y a medianoche Pirx se quedó solo en el diminuto cuartito que hacía las veces de biblioteca de consulta y despacho privado del jefe. Se acostó vestido en la pequeña cama de campaña colocada entre teodolitos y permaneció allí, con las manos detrás de la cabeza y mirando al techo, sin parpadear, casi sin respirar.

Era raro pero allí, rodeado de gente extraña, estaba viviendo la catástrofe como si fuera alguien de fuera, uno de los muchos testigos que no se sentían realmente implicados; no había cambiado de actitud ni siquiera cuando se había dado cuenta de la hostilidad y la animosidad de las preguntas —la acusación no formulada pero que flotaba en el ambiente de que era un intruso dispuesto a dejar en mal lugar a los especialistas locales—, ni tampoco cuando Seyn se puso en contra suya. Era como si perteneciese a otra dimensión, al reino de lo inevitable; dadas las circunstancias, tenía que ser así. Estaba dispuesto a responder de sus acciones de acuerdo a premisas racionales, no se sentía en absoluto responsable de la desgracia. Cierto, lo había afectado, pero había mantenido la calma, no había dejado de ser un observador en ningún momento, no se había dejado llevar del todo por los acontecimientos, porque éstos, por toda su incomprensibilidad, eran susceptibles de un análisis sistemático, podían sopesarse, agruparse en categorías, disponerse según el método dictado por el desarrollo mismo de las investigaciones.

Pero ahora todo eso se estaba desintegrando, su mente estaba en blanco, incapaz de seleccionar ninguna imagen, dejando que éstas se impusieran por sí mismas empezando por el principio: la pantalla de televisión, la entrada de la nave en la atmósfera de Marte, su reducción de velocidad desde la velocidad cósmica, el cambio de propulsión; era como si estuviese en todas partes a la vez, en el edificio de control, en la cabina de mandos; podía sentir el sordo rumor que se propagaba por la quilla y el armazón de la nave al ser reemplazada la propulsión atómica por la vibrante pulsación de la de boro-hidrógeno, el tranquilizador tono de bajo indicativo de que las turbobombas estaban bombeando el combustible, la patente fuerza de frenado, el descenso de popa, majestuosamente lento, las pequeñas correcciones laterales y, de repente, la ignición, el tremendo estruendo del repentino cambio de propulsión, al entrar de nuevo toda la potencia en las toberas; las vibraciones, la desestabilización, el desesperado intento de mantener la verticalidad de la nave cuando comenzó a escorarse, balanceándose como un péndulo, como una torre ebria antes de precipitarse desde las alturas, perdido el control, impotente, ingobernable, ciega, como una piedra que se desintegra con el impacto, y allí estaba él, en todas partes, era la nave misma, luchando, sintiendo dolor por la inaccesibilidad, la inevitabilidad de lo ocurrido, al tiempo que retornaba una y otra vez a aquellos fragmentarios segundos, en un renovado y silencioso interrogante, en busca de lo que había fallado.

El que Klyne hubiera intentado o no hacerse con los mandos no tenía ya importancia alguna, y no se podía reprochar nada al control de tierra. Sólo a alguien muy supersticioso o muy chapado a la antigua se le ocurriría achacar alguna importancia al hecho de que hubieran estado bromeando durante la maniobra. Su razón le dijo que no había en ello nada reprochable. Seguía tumbado de espaldas en la cama, pero al mismo tiempo volvía estar de pie ante la ventana inclinada hacia el cenit, observando cómo el verdoso resplandor de la estrella de boro-hidrógeno era devorado por el espantoso brillo solar —aquella pulsación tan característica de la propulsión atómica— en las toberas que ya habían comenzado a enfriarse (por eso precisamente no estaba permitido cambiar de repente a máxima potencia) y cómo la nave se bamboleaba de un lado a otro como el badajo de una campana sacudida por las manos de un loco y se iba escorando en toda la longitud de su enorme cuerpo, cuyas mismas dimensiones, la grandiosidad misma de cuyas proporciones, le hacía parecer inmune al peligro. La misma falsa sensación de seguridad debieron de sentir, hacía un siglo, los pasajeros del «Titanic».

De pronto todo se alejó; acababa de despertarse. Se levantó, se lavó las manos y la cara, abrió el neceser, sacó el pijama, las zapatillas y el cepillo de dientes y, por tercera vez aquel día, se contempló en el espejo del lavabo. Vio en él a un desconocido.

Entre los treinta y los cuarenta, más cerca de los segundos: la línea de sombra —la edad en que avenirse a las condiciones del contrato no firmado, impuesto sin que lo hayamos pedido, el reconocimiento de que lo que obliga a los demás se aplica también a uno mismo, que la regla no tiene excepciones; aunque sea contrario a la naturaleza, uno tiene que envejecer—. Hasta ahora sólo el cuerpo obedecía ese mandato a escondidas —pero eso no era ya suficiente; ahora había que dar ya la conformidad—. La juventud convertía su propia inmutabilidad en la regla básica: he sido un niño, un inmaduro, pero ahora soy realmente yo mismo, y así me voy a quedar. Era la gran broma que se hallaba en la base misma de la existencia; cuando uno descubre su falta de fundamento, siente más asombro que temor, una sensación de indignación ante el descubrimiento de que el juego para el que has sido reclutado era una trampa, de que la partida debía haber sido totalmente distinta; y tras la sorpresa, la indignación y la resistencia iniciales comienzan las lentas negociaciones con uno mismo, con el propio cuerpo: no importa lo lento e imperceptible que sea el envejecimiento físico, nuestra razón nunca llega a reconciliarse con él; nos preparamos para afrontar los treinta y cinco, luego los cuarenta, como si éstos fueran a durar, y después, en la siguiente revisión, el derrumbamiento de todas las ilusiones produce tal resistencia que el ímpetu nos conduce a traspasar las fronteras. El hombre de cuarenta años comienza entonces a comportarse como un viejo. Una vez reconocido lo inevitable, continuamos el juego con sombría tenacidad, con el perverso deseo de doblar la apuesta: muy bien, si hay que jugar, aunque nunca di mi conformidad ni nunca me la pidieron, aunque no lo sabía, aquí tienes, lo que debo y más —aunque suene ridículo, tratamos de hacer un farol al contrincante—. Me pondré tan viejo de golpe que te arrepentirás. En el límite de la línea de sombra, o una vez traspasada, en la fase en que debemos rendirnos y entregar las posiciones, continuamos luchando todavía, seguimos resistiéndonos a la evidencia y, con todos esos forcejeos, envejecemos psíquicamente a saltos: o nos pasamos o no llegamos, hasta que un día, demasiado tarde, como siempre, nos damos cuenta de que toda aquella pelea, todos esos ataques, retiradas y fintas, eran también una broma. Somos como niños, negándonos a dar nuestra conformidad a algo que no la necesita, donde nunca hubo lugar para la protesta o la lucha —una lucha, además, basada en el autoengaño.

La línea de sombra no es todavía el «memento mori», pero es en muchos aspectos peor aún, pues desde ella podemos ya ver cómo disminuyen nuestras perspectivas. El presente no es ya una promesa ni una sala de espera, no es un prólogo ni un trampolín desde donde lograr gran desesperanzas, porque, sin que nos diéramos cuenta, la situación se ha invertido. Lo que se suponía un entrena miento era una realidad irreversible; el prólogo había resultado ser la historia misma, las esperanzas, utopías; lo opcional, lo provisional, lo momentáneo, el único contenido de la vida. Todo lo que no se había cumplido ya, jamás se lograría. Y había que conformarse con ello en silencio, sin temor y, si era posible, sin desesperación.

Era una edad crítica para los astronautas —más que para cualquier otro— porque en aquella profesión todo lo que no fuera estar en perfecta forma no servía. Como decían los fisiólogos, la exigencia impuesta por la navegación cósmica es demasiado grande, incluso para los más dotados física y espiritualmente; ser descartado de los primeros puestos significa ser descartado del todo. Las juntas médicas eran implacables, devastadoras para el individuo, pero imprescindibles: no se podía permitir que nadie se desplomase muerto o con un infarto ante los mandos. Hombres aparentemente en la plenitud de sus fuerzas bajaban a tierra y se encontraban de pronto con el retiro; los médicos estaban tan acostumbrados a los subterfugios, a las desesperadas simulaciones, que cuando las descubrían ni siquiera se molestaban en iniciar un expediente disciplinario. Raro era el piloto que conseguía permanecer en activo pasados los cincuenta. La sobrecarga era el mayor enemigo del cerebro. Dentro de cien o mil años quizá cambiaran las cosas, pero por ahora era una perspectiva que atormentaba a todos en los largos meses de vuelo —a todos los que estuvieran en la línea de sombra.

Klyne pertenecía a la generación más joven de astronautas, que, según le constaba, consideraba a Pirx un «anticomputadoras»; es decir, un reaccionario y un fósil. Algunos de los pilotos de su edad no volaban ya; según sus capacidades y talentos, se habían convertido en instructores o miembros del Tribunal Cósmico, habían aceptado cómodos puestos en los astilleros o se dedicaban a cuidar sus huertas. En general, mantenían el tipo: simulaban conformismo ante lo inevitable, pero Dios sabía lo mucho que les costaba a algunos. Había también comportamientos irresponsables, resultado de la rebeldía, la obstinación, la soberbia o la rabia provocadas por la sensación de ser víctima de un destino injusto. Aquel oficio no toleraba locos, pero algunos individuos se acercaban peligrosamente a la demencia, aunque sin llegar nunca a traspasar la frontera. Bajo la creciente presión, la gente hacía las cosas más inesperadas, más extravagantes... Oh, sí, Pirx conocía todas las extravagancias, aberraciones y supersticiones a las que habían sucumbido no sólo individuos desconocidos, sino también algunos con los que había convivido durante años y cuya estabilidad hubiera estado dispuesto a garantizar. La dulce ignorancia no era precisamente una ventaja en un oficio en el que hay que tener un conocimiento infalible de tantas cosas; cada día perecen irreversiblemente en el cerebro miles de neuronas de forma que, ya antes de los treinta, comienza esa particular e imperceptible pero ininterrumpida carrera, esa competición entre la decadencia de los reflejos socavados por la atrofia y su perfeccionamiento por la creciente experiencia, de la cual surgía el inestable equilibrio, el acrobático caminar por la cuerda floja con el que uno tiene que vivir y que volar.

Y soñar. ¿A quién había tratado tantas veces de matar la noche anterior? ¿Tenía el sueño algún significado especial? Acostándose en la cama de campaña, que crujió bajo su peso, sintió que se le avecinaba una noche de insomnio; nunca hasta ahora había pasado una noche sin dormir, pero alguna vez tenía que llegar también esto. La idea le produjo una extraña inquietud, no tanto por la noche de insomnio en sí como por la insubordinación de su cuerpo, señal de su vulnerabilidad, del fallo de algo que hasta ese momento siempre había sido infalible y cuya mera posibilidad adquiría, en aquellos momentos, caracteres de derrota. No deseaba seguir allí, acostado, con los ojos abiertos en contra de su voluntad, así que, aunque fuera una niñería, se sentó, se miró el verde pijama con la mente en blanco y desvió la vista hacia la estantería. No esperaba encontrar en ella nada interesante, y por eso le sorprendió una fila de gruesos tomos colocados bajo el tablero de dibujo, picoteado por los pinchazos del compás. Allí, cuidadosamente ordenada, estaba casi toda la historia de la areología, la mayoría de cuyos títulos le resultaban familiares porque tenía esos mismos ejemplares en su biblioteca de la Tierra. Se puso de pie y acarició con los dedos los sólidos lomos; estaba allí no sólo Herschel, el padre de la astronomía, sino la Astronomía nova seu Phisica coelestia tradita comentariis de motibus stellae Martis ex obsertionibus Tychonis Brahe, de Kepler, en una edición de 1784. Y más allá Flammarion, Backhuysen, Kaiser, y el gran soñador, Schiaparelli —en una oscura edición en latín de su Memoria Terza—, y Arrhenius, Antoniadi, Kuiper, Lowell, Pickering, Sahe ko, Struve, Vaucouleurs, todos y cada uno de ellos hasta llegar a Wernher Braun y su Exploración de Marte. Y mapas, rollos de mapas con todos los canales: Margaritifer Sinus, Lacus Solis y el mismo Agathodaemon... Permaneció de pie, ante ellos; sin tener que abrir ninguna de las gastadas páginas —que sugerían a la vez dignidad y decrepitud—, revivió el curso de las horas pasadas contemplando los secretos que, durante dos siglos, habían sido atacados, asediados por un enjambre de hipótesis, cuyos autores iban muriendo uno tras otro sin hallar la solución. Antoniadi no vio los canales durante la mayor parte de su vida, y sólo en su vejez admitió de mala gana la existencia de «algunas líneas que tenían un aspecto parecido a los mismos». Graff no reconoció ninguno hasta el final, achacándolo a que carecía de la «imaginación» de sus colegas. Los «canalistas» en cambio los veían y los dibujaban durante las noches, esperando durante horas ante la lente uno de esos raros momentos de tranquilidad de la atmósfera, de tan sólo segundos de duración, en que era posible observar, según ellos, contra el disco gris-nebuloso del planeta, una red, nítida y precisa, de una finura superior a la de un cabello. Lowell la dibujaba tupida, Pickering más rala, pero éste tuvo la suerte de descubrir el fenómeno de la «gemación», como se denominó a la asombrosa duplicación que experimentaban algunos canales. ¿Una ilusión óptica? Entonces, ¿por qué algunos canales nunca se duplicaban?

Pirx solía pasarse horas enteras con aquellos libros en su época de cadete —en la sala de lectura, por supuesto, pues tales reliquias no se prestaban—. Estaba —¿era necesario decirlo?— de parte de los «canalistas». Sus argumentos le parecían irrefutables: Graff, Antoniadi, Hall, todos aquellos incrédulos Santo Tomases tenían sus observatorios en ciudades del norte, con su atmósfera llena de humos, mientras que Schiaparelli trabajaba en Milán y Pickering en su montaña sobre el desierto de Arizona. Los «anticanalistas» idearon todo tipo de ingeniosos experimentos: dibujaban un disco lleno de una serie de puntos y borrones sin orden ni concierto que, vistos desde cierta distancia, daban la sensación de una red de canales y después preguntaban: ¿cómo pueden escapar a la detección de los más poderosos instrumentos? ¿Por qué los canales de la Luna sí son visibles a simple vista? ¿Por qué nadie antes de Schiaparelli había visto nunca ningún canal y después de él todos los consideraron evidentes? Y los «canalistas» contraatacaban: en la era pretelescópica los canales de la Luna también habían pasado inadvertidos. La atmósfera de la Tierra no era lo bastante tranquila para permitir la observación con los poderosos telescopios de máximo aumento, los experimentos con dibujos era un modo de evadir la cuestión. Tenían respuestas para todo: Marte era un enorme océano helado; los canales, fisuras en el hielo provocadas por el impacto de los meteoritos, o anchos valles por los que corrían las aguas de los deshielos primaverales y en cuyos márgenes se desarrollaba la vegetación marciana. Cuando la espectroscopia anuló esa posibilidad al mostrar un bajo contenido en agua, decidieron que los canales eran enormes depresiones, largos valles por los cuales circulaban, desde los polos al ecuador, ríos de nubes empujados por corrientes convergentes. Schiaparelli nunca admitió claramente que fueran el producto de una imaginación extraña, aprovechando la ambigüedad del término «canal». Esta reticencia del astrónomo milanés fue compartida por muchos otros, que nunca los mencionaban por su nombre, sólo dibujaban los mapas y los exponían. Pero Schiaparelli dejó entre sus papeles dibujos explicativos de cómo se producía la duplicación, el famoso fenómeno de la gemación: cuando el agua inundaba los riachuelos adyacentes, hasta entonces secos, oscurecía de pronto sus líneas, como sucede cuando se vierte tinta china en las ranuras de un trozo de madera. Los «anticanalistas», mientras tanto, no sólo negaban la existencia de los canales y se dedicaban a acumular una enorme masa de argumentos en contra, sino que con el correr del tiempo su oposición a los canales se convirtió en una auténtica aversión. Wallace, el creador, junto con Darwin, de la teoría de la evolución natural, es decir, un hombre que ni siquiera era astrónomo, y que quizá nunca en su vida contemplara Marte a través de las lentes, demolió, en un panfleto de cien páginas, la hipótesis de los canales junto con cualquier idea de la existencia de vida en Marte; Marte —escribió— no sólo no está habitado por seres inteligentes —como defendía Lowell—, sino que es absolutamente inhabitable. Nadie permanecía neutral, todos tenían que expresar con claridad su credo. La siguiente generación de «canalistas» describía ya la civilización de Marte, ampliando aún más la brecha: un reino que mostraba rastros de actividad inteligente, decían unos; un desierto muerto, respondían los otros. Entonces Saheko observó aquellos destellos misteriosos, repentinos, apagados por las formaciones de nubes y demasiado breves para tratarse de erupciones volcánicas, surgido durante la conjunción de los planetas, lo que descartaba que se tratara del reflejo del Sol en las altas cordilleras glaciares del planeta.

Hasta que no tuvo lugar la liberación de la energía atómica, no surgió la idea de realizar pruebas nucleares en Marte... Una de las partes tenía que tener razón; a mediados del siglo XX existía el acuerdo general de que, aunque ciertamente los geométricos canales de Schiaparelli no existían, había algo allí arriba que sugería la presencia de los mismos; el ojo podía elaborar, pero no crear una alucinación de la nada; los canales habían sido observados por demasiadas personas en lugares muy diferentes de la Tierra. Así que, probablemente no fueran las aguas del deshielo glacial ni bancos de nubes bajas circulando por los valles, ni tampoco franjas de vegetación; pero sin embargo había algo, quién sabía si más enigmático e incomprensible aún, algo que aguardaba al ojo humano y los objetivos de las cámaras y las sondas de exploración automáticas.

Pirx nunca había confesado a nadie las ideas que le inspiraban aquellas ávidas lecturas, pero Boerst, perspicaz y despiadado como correspondía al cerebro de la clase, no tardó en descubrir su secreto y durante varias semanas lo convirtió en el hazmerreír del curso, llamándolo «Pirx el canalista», defensor de la doctrina credo, quia non est. Pirx sabía perfectamente que no había ninguna clase de canales, y lo que era aún peor, que no había absolutamente nada en Marte que los sugiriese. ¡Cómo no iba a saberlo, si hacía años que Marte había sido conquistado y él había aprobado sus exámenes de areografía, en los que no sólo tenía que orientar detallados mapas fotográficos bajo la vigilante mirada de su instructor, sino que, durante las clases prácticas, tenía que aterrizar con el simulador en el suelo de este mismo Agathodaemon donde se encontraba ahora, bajo la burbuja del proyecto, de pie junto a la estantería que contenía todo el bagaje de doscientos años de astronomía, en una serie de piezas de museo! Sí, claro que lo sabía, pero se trataba de un conocimiento distinto, remoto, distanciado, no necesitado de verificaciones, como si estuviera basado en un gran engaño. Era como si, en algún lugar, continuase existiendo aquel otro Marte misterioso, inalcanzable y lleno de trazados geométricos...

Hay un período durante el vuelo Tierra-Marte, una zona, desde donde realmente es posible ver a simple vista —permanentemente y durante horas—lo que Schiaparelli, Lowell y Pickering sólo pudieron ver durante los breves instantes de estabilidad atmosférica. A través de los ojos de buey era posible ver los canales —a veces durante un día entero y otras hasta dos— recortados contra el fondo gris e inhóspito del disco planetario.

Después, conforme la nave se aproxima al globo, comienzan a desaparecer, a disolverse, a diluirse en la nada uno tras otro, hasta no quedar de ellos ni el más leve rastro: sólo el disco del planeta, desprovisto de cualquier contorno agudo, con su monótona y gris indiferencia, parece burlarse de las esperanzas que había despertado. Es verdad que, después de varias semanas más de vuelo, comenzaban a aparecer de nuevo algunos detalles de la superficie, que ya no se diluían, pero éstos resultaban ser los serrados bordes de los cráteres más grandes, el caótico amontonamiento de las rocas desmoronadas, un revoltijo de campos de terrenos aluviales enterrados bajo capas y capas de arena parduzca, sin ninguna similitud con la límpida precisión del dibujo geométrico. De cerca, el planeta mostraba su caos dócil y definitivamente, incapaz de abandonar aquella imagen producto de la erosión de miles de millones de años, irreconciliable con aquellos limpios y memorables dibujos, cuya geometría sugería algo poderoso y conmovedor, porque era la prueba de un orden racional, una lógica incomprensible pero manifiesta, que sólo requería un mayor esfuerzo para comprenderla.

Entonces, ¿dónde estaba aquel orden y de dónde surgía el espejismo? ¿Era una proyección de la retina, del mecanismo óptico humano? ¿Un producto del cortex cerebral? Las preguntas permanecieron sin contestación, mientras el problema corría la misma suerte que todas las hipótesis desfasadas y destrozadas por el progreso: acabó en el cubo de la basura. Puesto que no había canales y ni siquiera nada en la topografía del planeta que pudiera crear la ilusión, no había nada que discutir. Fue una buena cosa que ninguno de los «canalistas» ni los «anticanalistas» estuviera vivo para oír aquellas sensatas revelaciones, porque el enigma no se resolvió, simplemente quedó desfasado. Otros planetas tienen discos planetarios nebulosos y nunca se vio un canal en ninguno de ellos.

¿Por qué? No se sabe.

Seguramente también sobre este tema se podían formular hipótesis: la peculiar mezcla de distancia y aumento óptico, el objetivo caos de los elementos y el subjetivo deseo de la mente de imponer orden en el caos; los casi imperceptibles rastros de algo que, al surgir como una mancha confusa en la lente, justo más allá del límite de la visibilidad, llegaba a ser momentáneamente visible por el ojo, la más insignificante sugestión visual, combinada con el anhelo de orden del subconsciente, había bastado para escribir este capítulo, cerrado ya, de la astronomía.

Exigiendo a todo el mundo que tomara partido, fieles a sus posiciones hasta el final, una generación tras otra de areólogos se había ido a la tumba con la firme creencia de que, algún día, el caso llegaría por fin a los tribunales adecuados y sería resuelto de forma justa y definitiva. Pirx estaba seguro de que todos ellos —unos por unos motivos y otros por otros, cada uno de forma diferente— se sentirían engañados y defraudados si pudiesen acceder, como él, a la verdad. Porque en la refutación de todas las ideas en pro y en contra, en la total inexactitud de todas las ideas respecto al enigma, había una lección, amarga pero real, cruel pero instructiva, que —se le ocurrió de repente— era directamente aplicable a su actual situación, a aquel quebradero de cabeza que era el accidente. ¿Una conexión entre la vieja areología y la catástrofe de la Ariel? ¿Pero cuál? ¿Y qué hacer con aquella intuición, tan vaga pero tan intensa? No tenía ni idea. Pero estaba absolutamente seguro de que, cualquiera que fuese el eslabón que las unía, por muy distante y tenue que fuese la conexión, no podría olvidarla ni le sería revelada ahora, en mitad de la noche. Debía procurar dormir. Mientras apagaba la luz, se le ocurrió que Romani debía de ser un hombre de una riqueza espiritual mucho mayor de lo que había supuesto. Aquellos libros eran de su propiedad, y había que luchar para conseguir traer a Marte cada kilo de objetos personales. La Base de la Tierra estaba plagada de carteles apelando al sentido de lealtad del personal para que no llevasen a bordo más peso del estrictamente necesario. Las llamadas a la racionalidad estaban en todas partes, y allí estaba Romani, el mismísimo jefe de Agathodaemon, trayendo, en flagrante violación de todas la reglamentaciones y principios, decenas de kilos de libros absolutamente inservibles. ¿Y para qué? Desde luego no como lectura nocturna.

En la oscuridad, medio dormido ya, sonrió al comprender de pronto la razón que justificaba la presencia de aquellas antigüedades bibliográficas bajo la burbuja del proyecto marciano. Ciertamente, a nadie interesaban ya aquellos libros, aquellos evangelios pasados, aquellas predicciones demolidas. Pero era justo —más aún, indispensable— que las ideas de aquellas mentes que una vez fueran enemigos irreconciliables y que habían entregado al enigma del planeta rojo lo mejor de sus vidas, se encontrara ahora —ya plenamente reconciliadas— en el suelo de Marte. Se lo merecían y Romani, que así lo había comprendido, era un hombre digno de su confianza.

Se despertó el viernes de un sueño profundo, tan despierto como si acabase de salir de una ducha fría, y se concedió aún unos minutos para sí mismo —cinco exactamente— algo que casi se estaba convirtiendo en un hábito; pensó en el comandante de la nave destruida. No sabía si Klyne hubiese podido o no salvar a la Ariel con sus treinta personas de tripulación, ni siquiera si lo había intentado. La suya era una generación de racionalistas, acostumbrados a tratar con sus infaliblemente lógicos aliados, los ordenadores, que exigían cada vez mayores esfuerzos si uno quería controlarlos —resultaba mucho más fácil, en cierto sentido, ceder a la tentación de obedecerlos ciegamente—. Pero Pirx era naturalmente incapaz de obedecer ciegamente, no habría podido hacerlo aunque hubiera querido. Tenía la desconfianza metida en los huesos. Conectó la radio.

Había estallado la tormenta. Pirx la estaba esperando, pero le sorprendió la magnitud de la historia. La prensa daba vueltas sin parar a tres cuestiones: las sospechas de sabotaje, la suerte que pudieran correr las otras dos naves que volaban rumbo a Marte y —naturalmente— las consecuencias políticas de todo el asunto. Los periódicos más importantes evitaban pillarse los dedos con la hipótesis del sabotaje, pero la prensa amarilla había entrado a saco en ella. Los supercargueros tampoco escaparon indemnes a las críticas: se dijo que no habían sido suficientemente probados, que no podían despegar desde la Tierra y —lo que era peor aún— no podían abortar una misión porque no tenían suficientes reservas de combustible, ni ser descargados en órbitas alrededor de Marte. Era verdad; tenían que aterrizar en Marte. Pero, tres años antes, un prototipo de prueba, bien es verdad que con un modelo algo distinto de ordenador, había aterrizado con éxito en Marte no una sino varias veces. Todos aquellos que se llamaban expertos no parecían querer darse por aludidos sobre el hecho. Se desató también una campaña dirigida a lograr la destrucción política de los promotores del «proyecto Marte», al que se tildaba de pura locura. Se denunciaron listas enteras de transgresiones de las normas de seguridad en el trabajo cometidas en ambas bases, se criticaron los métodos de comprobación y control de prototipos y se vertieron acusaciones de corrupción contra las principales personalidades de la administración marciana; en resumen, se pintó la situación con colores apocalípticos.

Cuando se presentó a las seis en la Jefatura se encontró con que pertenecía a una Comisión inexistente; la Tierra acababa de disolver el llamado Comité. Tenía que comenzar de nuevo desde el principio, reconstruyéndola, oficial y legalmente, como una parte del Comité de Investigación de la Tierra. Así disuelta, la Comisión se encontró con que ello le reportaba algunas ventajas: puesto que ya no tenían la responsabilidad de tener que tomar decisiones, disponían de mucha mayor libertad para hacer sugerencias a la instancia superior, es decir, la terrestre. La situación en Sirtis Mayor era difícil, pero no crítica; para Agathodaemon, en cambio, la falta de abastecimiento significaría el desmantelamiento en menos de un mes, ya que la posibilidad de que Sirtis Mayor pudiera prestarle una ayuda eficaz estaba descartada. Faltaban no sólo materiales de construcción, sino incluso agua. La situación exigía el más estricto racionamiento.

Pirx escuchaba todo esto con un solo oído, porque entretanto se había rescatado la grabadora de la cabina de mandos de la Ariel. Los restos humanos estaban siendo colocados en contenedores; todavía no se había tomado una decisión sobre si serían inhumados o no en Marte. Las cintas no podían ser examinadas inmediatamente, pues era necesario procesarlas antes, y ese era el motivo por el que se estaban debatiendo cuestiones no directamente relacionadas con la catástrofe; como, por ejemplo, si la movilización del mayor número posible de naves de inferior tonelaje sería capaz de evitar la amenaza de muerte que pesaba sobre el proyecto, garantizando la entrega del mínimo vital de mercancías necesarias para la supervivencia en un plazo lo suficientemente corto.

Pirx comprendía lo sensato de tales deliberaciones, pero le resultaba difícil no pensar en los dos supercargueros que se encontraban en la ruta de Marte y cuya existencia parecía definitivamente descartada ya, como si se hubiera aceptado de antemano que su misión no tenía ninguna posibilidad de éxito. ¿Qué iba a ocurrirles? Porque tenían que aterrizar. Todos los presentes conocían ya las reacciones de la prensa americana y continuamente llegaban a la sala los telegramas con las últimas declaraciones de los políticos. La cosa no tenía buen aspecto: los representantes del proyecto no habían hecho aún ninguna declaración y ya se encontraban bajo un fuego cruzado de acusaciones que incluían incluso insinuaciones de «negligencia criminal». Pirx, que no quería tener nada que ver con todo aquello, se escabulló de la sala llena de humo alrededor de las diez y, aprovechando la amabilidad de los mecánicos de mantenimiento del cosmódromo, partió en un pequeño vehículo hacia el lugar de la catástrofe.

Tratándose de Marte, el día era más bien templado y casi nublado, con un cielo más de color rosado que rojo- óxido; en tales días, Marte parecía poseer su propia y peculiar belleza, primitiva, distinta de la terrestre, ligeramente velada, como falta de limpieza, como si esperase aparecer en todo su esplendor, surgiendo del vértice de polvo y neblina, al ser iluminada por los rayos solares; pero aquella esperanza nunca llegaba a materializarse, no se trataba de una promesa, sino de lo mejor que el paisaje del planeta podía ofrecer. Tras dejar el macizo edificio de control, parecido a un fortín, a unos kilómetros a su espalda, llegaron hasta el final de la plataforma de despegue, y a partir de allí el vehículo empezó a patinar sin remedio. Pirx llevaba puesto el liviano traje espacial semihermético que todos usaban allí, de un vivo color azul y mucho más cómodo que los pesados trajes de vacío absoluto, con una mochila también más liviana gracias a un respirador abierto; sin embargo, algo funcionaba mal en los acondicionadores de aire, porque, en cuanto comenzó a sudar por el esfuerzo realizado para subir las movibles dunas, en seguida se le empañó el cristal del casco; afortunadamente, entre el aro del mismo y el borde superior del traje había, colgado como las bolsas de un pavo, unos holgados saquitos en los que se introducía la mano para poder limpiar el cristal desde el interior; un sistema primitivo, pero eficaz.

El fondo del enorme embudo estaba invadido por las orugas; la excavación con la que había alcanzado la cabina de mandos, protegida en tres de sus costados con planchas de chapa de aluminio ondulada como defensa contra los deslizamientos de arena, recordaba la boca de entrada a una mina. La mitad del embudo estaba ocupada por el casco de la Ariel, tan grande como el de un transatlántico destrozado contra las rocas y arrojado a tierra por la tormenta; bajo él trabajaban unas cincuenta personas, y tanto ellas como las grúas y la excavadoras que usaban parecían hormigas junto al cadáver de un gigante. La sección de proa de la nave, de dieciocho metros de longitud y que había quedado casi intacta, no era visible desde allí porque el ímpetu del impacto la había arrojado a varios cientos de metros más allá; la fuerza del choque había sido tremenda, a juzgar por los trozos de cuarzo semifundidos: la energía cinética se había convertido en el acto en energía calórica, provocando una oscilación térmica similar a la de un meteorito, a pesar de que la velocidad no era muy alta, inferior a la del sonido. Pirx tuvo la impresión de que la desproporción entre los medios de que disponía Agathodaemon y el enorme tamaño del naufragio no justificaba el descuido con que se estaban realizando las tareas de rescate; no había más remedio que improvisar, por supuesto, pero había en la improvisación un desorden que sugería resignación ante lo inimaginable. No se había salvado ni el agua, porque habían reventado todas las cisternas sin excepción y la arena había absorbido miles de hectolitros antes de que el resto se convirtiera en hielo. Dicho hielo producía una impresión especialmente macabra, brotando de la raja de cuarenta metros abierta en el casco en sucias y brillantes cascadas que descansaban en la dunas en extravagantes festones, como si la nave al estallar hubiese expulsado de su interior unas heladas cataratas del Niágara —la temperatura allí era de dieciocho grados bajo cero y durante la noche bajaba a sesenta—. El casco recubierto de hielo de la Ariel hacía que el naufragio pareciera sorprendentemente antiguo, como si hubiera yacido allí desde tiempos inmemoriales. Para llegar al interior del casco había que perforarlo o penetrar por el pozo. Por este último estaban izando los contenedores que se habían salvado, que se veían aquí y allá, apilados en la pendiente del embudo, pero todo ello daba la sensación de estar hecho con torpeza. El paso hacia la parte de popa estaba prohibido; los banderines rojos que colgaban de cuerdas extendidas y señalaban la zona de contaminación radiactiva se agitaban furiosamente en el viento; Pirx examinó el escenario de la catástrofe bordeando por arriba los bordes del terreno y contó diez mil pasos hasta encontrarse encima de las ennegrecidas toberas, indignándose al ver los inútiles esfuerzos de los trabajadores por extraer la única cisterna de combustible que había quedado intacta, al resbalar las cadenas una y otra vez. Llevaba allí un corto espacio de tiempo, o al menos eso le pareció, cuando alguien le tocó en el hombro y le señaló el indicador de oxígeno. La presión había bajado y, al no haber traído reserva, debía volver. Según el reloj, su nuevo cronómetro, había estado parado ante los restos casi dos horas.

La sala de conferencias, mientras tanto, había sufrido algunas modificaciones: los locales se sentaban ahora a un lado de la larga mesa, frente a seis grandes televisores planos colocados por los técnicos al otro lado. Como de costumbre, algo no andaba bien en la conexión, así que hubo que posponer las deliberaciones hasta la una. Haroun, el telegrafista al que Pirx conocía superficialmente de Sirtis Mayor y que, no sabía por qué, sentía por él un gran respeto, le proporcionó las primeras copias de las cintas rescatadas de la cámara «irrompible» de la Ariel, las que contenían las decisiones del regulador de potencia. No tenía derecho a filtrarse, así que Pirx apreció el gesto en lo que valía. Se encerró en su cuarto y, de pie bajo una potente lámpara, comenzó a examinar la cinta magnética, que aún estaba pegajosa del revelado. El cuadro era tan claro como incomprensible. En el segundo 317 de la maniobra de aterrizaje, que hasta ese momento se había desarrollado sin el más mínimo error, aparecían en los circuitos de control unas corrientes parásitas que en los siguientes segundos aumentaban hasta convertirse en impulsos rítmicos. Tras desaparecer por dos veces, al ser transferidas las cargas a la red de reserva paralela, regresaban amplificadas, y a partir de ese momento los sensores habían funcionado a un ritmo tres veces superior al normal. Lo que tenía en las manos no era el registro de la computadora misma, sino el de su «médula espinal», que, siguiendo las órdenes de un servomecanismo, coordinaba las instrucciones recibidas con el estado de los subsistemas de propulsión. A este sistema se le llamaba algunas veces «el cerebelo», por analogía con el cerebelo humano que, actuando como una estación de control entre la corteza cerebral y el cuerpo, gobernaba la coordinación de los movimientos.

Observó el diagrama de carga del «cerebelo» con la mayor atención. Parecía como si la computadora hubiera estado sometida a una gran presión, como si —sin interrumpir para nada la maniobra— hubiera exigido a los subsistemas un número de datos por unidad de tiempo cada vez mayor, provocando una saturación informativa y dando lugar a la aparición de un eco, las corrientes parásitas ya mencionadas; en un animal, el equivalente sería la existencia de un tono excesivamente intenso, susceptible de provocar el tipo de desórdenes motores llamados espasmos clónicos. No entendía nada. Es verdad que no disponía de las cintas más importantes, las que contenían las decisiones de la computadora. Haroun sólo le había dado las cintas que él mismo tenía. Se oyó un golpe en la puerta. Pirx guardó las cintas en el neceser y salió al pasillo. Allí estaba Romani.

—Los nuevos jefes también desean que participe usted en los trabajos de la Comisión —dijo.

No parecía tan agotado como el día anterior y tenía mejor aspecto, quizá bajo la influencia del antagonismo surgido a raíz de la particular forma en que se había organizado la Comisión. Pirx pensó que, de acuerdo con la simple lógica de las cosas, incluso los mutuamente beligerantes «marcianos» de Agathodaemon y Sirtis se unirían si los «nuevos jefes» trataban de imponerles su propia concepción del procedimiento.

La recién creada Comisión estaba formada por once personas. Hoyster continuaba presidiéndola, aunque fuera sólo porque nadie podía hacerlo estando en la Tierra: un Comité de Investigación compuesto de personas separadas entre sí por ochenta millones de kilómetros no podía funcionar bien de ninguna manera, y si las autoridades se habían decidido por tan arriesgada solución se debía sin duda a las presiones que estaban recibiendo. La catástrofe había avivado una controversia con repercusiones políticas en la que el proyecto se había visto envuelto desde el principio.

La sesión comenzó con una recapitulación general para poner al día a los de la Tierra —de los que Pirx sólo conocía a Van der Voyt, el director general de los astilleros—. La pantalla en color, a pesar de su excelente fidelidad, le daba a sus rasgos cierto toque de monumentalidad: el busto de un hombre enorme con un rastro a la vez fláccido e hinchado, lleno de autoritaria energía y rodeado de volutas de humo procedentes de un puro invisible (las manos de Van der Voyt no estaban a la vista). Todo lo que se decía en la sala les llegaba con un retraso de cuatro minutos. Pirx sintió de inmediato rechazo hacia él, porque el director general daba la impresión de encontrarse sólo ante ellos, como si los restantes expertos terrestres, cuyos rostros aparecían de vez en cuando en las otras pantallas, fueran simples figuras decorativas.

Cuando Hoyster terminó su intervención hubo que esperar ocho minutos, pero los terrestres declinaron tomar la palabra de momento; Van der Voyt pidió ver las cintas de la Ariel, que ya se encontraban junto al micrófono de Hoyster. Cada miembro de la Comisión había recibido ya un juego completo de copias. No es que sirvieran de mucho, dado que la grabación abarcaba sólo los últimos cinco minutos de la maniobra de aterrizaje. Mientras las cámaras transmitían las correspondientes copias a la Tierra, Pirx se entretuvo con las suyas, dejando en seguida a un lado las que ya conocía gracias a Haroun.

La computadora había tomado la decisión de suspender la maniobra en el segundo 339, cambiando no a la maniobra de despegue ordinaria, sino a una maniobra de evasión, como en respuesta a una alarma antimeteoritos, aunque más bien tenía todo el aspecto de una improvisación a la desesperada. Fuera lo que fuera lo que sucedió a continuación, Pirx consideró que los enloquecidos saltos en las cintas durante la caída carecían de importancia, puesto que sólo mostraban cómo la computadora se cocía en su propio jugo. Lo importante ahora no era analizar los detalles de la macabra agonía, sino el motivo de aquella decisión, equivalente, por sus efectos, a un acto suicida.

El motivo quedó sin aclarar: desde el segundo 170, la computadora trabajó bajo un enorme estrés, evidenciando una extraordinaria sobrecarga informativa, algo que resultaba muy fácil deducir a posteriori, una vez que se sabían los resultados finales. La computadora no había informado de esta sobrecarga a la cabina de mandos —es decir, a la tripulación humana de la Ariel— hasta el segundo 201. En ese momento el ordenador se ahogaba ya en datos —y pedía constantemente más—. La cinta, en definitiva, planteaba nuevos enigmas en lugar de aclarar los existentes. Hoyster les dio diez minutos para que estudiaran las cintas y luego preguntó quién quería tomar la palabra. Pirx levantó la mano, al estilo de un alumno en clase. Pero, antes de que pudiera abrir la boca, el ingeniero Stotik, el representante del astillero encargado de vigilar el desarrollo de las descargas de los supercargueros, sugirió que la Tierra debía ser la primera en tomar la palabra. Hoyster vaciló... Había sido una astuta maniobra, muy bien calculada. Romani pidió la palabra para una cuestión de procedimiento y manifestó que si la insistencia en la igualdad de derechos de los miembros de la Comisión influía negativamente en la fluidez de las deliberaciones, ni él, ni ningún otro miembro de Agathodaemon tenía la intención de seguir en la misma. Stotik retiró la moción y Pirx pudo finalmente hablar:

—La computadora de la Ariel era aparentemente una versión perfeccionada de la AIBM 09 —dijo—. He hecho casi mil horas de vuelo con la AIBM 09, así que puedo hablar por experiencia. No conozco la teoría, sólo lo que he necesitado saber. Estamos aquí ante un procesador de datos en tiempo real. He oído decir que el nuevo modelo tiene una memoria un treinta y cinco por ciento mayor que la de la AIBM 09. Eso es mucho. En base a las pruebas disponibles, creo que lo que sucedió fue esto: la computadora condujo a la nave a una maniobra normal de aterrizaje y después comenzó a sobrecargarse, pidiendo a los subsistemas un número de datos por unidad de tiempo cada vez mayor. Como un comandante en campaña que retirara cada vez más soldados del frente para hacer de mensajeros o informadores, al final del combate estaría estupendamente informado, pero no dispondría ya de soldados con que combatir. La computadora no fue sobrecargada, sino que se sobrecargó a sí misma. Se bloqueó con esa escalada de datos y era lógico que lo hiciese, si no cesaba de aumentar las exigencias; lo hubiese hecho aunque hubiera tenido una capacidad diez veces superior. Hablando en términos matemáticos, redujo exponencialmente su capacidad, a raíz de lo cual el «cerebelo» —el canal más estrecho— fue el primero en fallar. Los retrasos aparecieron en él y pasaron a continuación a la propia computadora. Cuando entró en un estado dé sobrecarga, dejando de ser una máquina de tiempo real, se atascó y tuvo que adoptar una decisión drástica. Y tomó la decisión de abortar el aterrizaje; es decir, interpretó las perturbaciones surgidas como el resultado de una amenaza procedente del exterior.

—Una alarma antimeteoritos. ¿Cómo explica usted esto? —preguntó Seyn.

—Cómo pudo pasar de una maniobra principal a una secundaria no lo sé. No entiendo lo suficiente de computadoras para explicarlo. ¿Por qué dio esa alarma?

Que me aspen si lo sé. Pero hay una cosa de la que si estoy seguro: ella fue la culpable.

Le tocaba el turno a la Tierra. Pirx estaba seguro de que de Van der Voyt le atacaría, y no se equivocó. El carnoso y pesado rostro lo miró a través del humo del puro, lejano y cercano a la vez. Cuando Van der Voyt habló, su voz tenía un tono amable y sus ojos una mirada risueña y benevolente; se dirigió a Pirx con la bondadosa condescendencia de un preceptor que se dirigiese a un estudiante prometedor.

—Entonces el comandante Pirx descarta el sabotaje. ¿No es así? Pero ¿en base a qué? ¿Qué significa eso de «ella es culpable»? ¿Quién es «ella»? ¿La computadora? Pero la computadora, como el mismo comandante Pirx ha reconocido, continuó funcionando hasta el final. ¿El programa, entonces? Pero el programa no se diferencia en nada de los programas gracias a los cuales el comandante Pirx ha aterrizado cientos de veces. ¿Piensa usted que alguien realizó alguna manipulación en el programa?

—No tengo intención de pronunciarme sobre la teoría del sabotaje —dijo Pirx—. No me interesa, de momento. Si la computadora y el programa hubieran funcionado correctamente, la Ariel estaría aquí, intacta, y nuestra conversación no hubiera sido necesaria. Lo que digo es que, basándose en las cintas, la computadora estaba ejecutando correctamente la maniobra, pero como una perfeccionista, como si no le bastara la exactitud alcanzada. Siguió pidiendo datos sobre el estado de la nave con creciente rapidez, sin tener en cuenta ni la limitación de sus propias capacidades ni la de los canales exteriores. ¿Por qué actuó así? No lo sé. Pero así fue exactamente como lo hizo. No tengo nada más que decir.

Ninguno de los «marcianos» habló. Pirx, con el rostro impenetrable, advirtió el brillo de satisfacción en los ojos de Seyn y la silenciosa aprobación con que Romani se arrellanó en el asiento. A los ocho minutos habló nuevamente Van der Voyt. Esta vez no se dirigía a Pirx, ni tampoco a la Comisión. Era la elocuencia personificada. Describió la trayectoria que recorría cada computadora desde que salía de la cadena de montaje hasta que era instalada en la cabina de mandos de una nave. Los sistemas, dijo, eran el producto de ocho compañías distintas, japonesas, francesas y americanas. Desprovistas aún de memoria, «ignorantes» como un recién nacido, viajaban a Boston, donde eran programadas en los talleres de la «Syntronics». Después de esto cada computadora era sometida a un proceso de aprendizaje que equivalía, en cierta medida, a los estudios escolares, pues se dividía a partes iguales en la adquisición de «experiencias» y el paso de «exámenes». Así obtenían la llamada «capacitación general», a la que seguía una fase de «estudios especializados», en las que pasaba de ser una calculadora universal a una computadora de navegación del tipo de las instaladas a bordo de naves como la Ariel. Finalmente, se las conectaba a un «simulador de vuelos» capaz de imitar todas las situaciones de emergencia imaginables que pudieran darse a bordo de una nave: averías imprevistas, defectos en los subsistemas, maniobras de emergencia, fallos en los sistemas de propulsión, peligro de colisión con otras naves o con cuerpos extraños. Cada una de estas situaciones críticas simuladas se presentaban en cientos de variantes: con la nave a plena carga, descargada, en el espacio profundo o mientras efectuaba su entrada en la atmósfera, complicando gradualmente los problemas hasta llegar a los más difíciles, el trazado de un curso seguro para la nave en un espacio gravitacional de cuerpos múltiples.

El simulador de vuelo, a su vez también una computadora, desempeñaba simultáneamente el papel de «examinador», y muy pérfido además, que sometía al alumno ya programado a pruebas de habilidad y resistencia cada vez más difíciles, de forma que, aunque el navegante electrónico nunca había conducido de verdad una nave, cuando finalmente se le instalaba a bordo tenía más experiencia y se podía confiar más en ella que en la suma de todos los conocimientos acumulados de todos los pilotos cósmicos que habían existido hasta entonces. La dificultad de las tareas que tenía que cumplir una computadora en los simuladores de vuelo nunca era igualada luego en la realidad. Y para descartar por completo la posibilidad de que algún ejemplar no totalmente perfecto se deslizara por este último colador, el simulador de vuelo era vigilado, a su vez, por un hombre, un programador experimentado, que debía poseer, además, una experiencia de muchas horas de vuelo. La «Syntronics» no se conformaba con emplear a simples pilotos para una función de esta responsabilidad, contrataba exclusivamente astronautas de categoría igual o superior a la de navegante, o sea, sólo a aquellos que tenían más de mil horas de vuelo en su haber profesional. De ellos dependía, en última instancia, la decisión de a qué pruebas, del inagotable catálogo existente, sería sometida cada computadora. El analista de sistemas era el que establecía la magnitud de las dificultades que debía vencer y el que manipulaba el simulador para complicar aún más la dificultad de los «exámenes», simulando repentinos y peligrosos imprevistos: súbitas pérdidas de potencia, explosiones en el sistema de propulsión, amenazas de colisión, perforación del casco, pérdida de comunicación con el control de tierra durante un aterrizaje... y no se detenía hasta que no se completaban cien horas de pruebas estandarizadas. El ejemplar que mostrara en ellas el más mínimo fallo era enviado de vuelta al laboratorio, como un mal alumno castigado a repetir el año.

Habiendo puesto a los astilleros por encima de cualquier objeción con su discurso, y deseando posiblemente borrar una posible impresión de parcialidad, Van der Voyt hizo a continuación un elocuente ruego a la Comisión para que investigara la catástrofe y sus causas con total imparcialidad. Hablaron a continuación los especialistas terrestres, y las cosas se sumergieron en un diluvio de terminología científica. Las pantallas se llenaron de tablas, organigramas, modelos, diagramas y comparaciones estadísticas, y Pirx vio, atónito, que iban camino de transformar todo el asunto en un embrollado caso teórico. Después del experto en computadoras más veterano intervino Schmidt, el ingeniero de sistemas del proyecto. Pirx dejó de prestar atención, sin molestarse siquiera en mantenerse alerta para salir bien librado de un nuevo enfrentamiento con Van der Voyt, que parecía cada vez menos probable. Nadie mencionó para nada su intervención, como si hubiera sido una salida de tono que convenía olvidar lo antes posible. Los siguientes oradores se elevaron a las altas esferas de la teoría general de la navegación. Pirx no sospechaba en absoluto que lo hiciesen por mala voluntad. Se limitaban, prudentemente, a no abandonar el terreno en el que se sentían fuertes, mientras Van der Voyt los escuchaba con confiada seriedad entre el humo de su puro, pues las cosas estaban ocurriendo como él quería: la Tierra había logrado la primacía en las deliberaciones y los «marcianos» habían quedado relegados al papel de oyentes pasivos. Además, no disponían de ninguna prueba. La computadora de la Ariel era un montón de chatarra electrónica cuyo estudio no podía dar ningún resultado. Las grabaciones mostraban lo sucedido a rasgos generales, pero no por qué había sucedido. No describían todo lo que había pasado en la computadora. Para eso hubiera sido necesario disponer de una computadora aún mayor y, si se admitiera que también ésta podía sucumbir a algún defecto, hubiera habido que controlar al controlador y así hasta el infinito.

Así que se habían adentrado en las profundas aguas del análisis abstracto. La profundidad de las disquisiciones ocultaban el simple hecho de que la catástrofe no se limitaba a la destrucción de la Ariel. Los secuenciadores automáticos de maniobra llevaban ya tanto tiempo en funcionamiento que se habían convertido en el fundamento, en la base imprescindible de todas las maniobras de aterrizaje —y de repente corrían peligro de desmoronarse bajo sus pies—. Si ninguno de los modelos más simples y menos seguros había fallado nunca, ¿cómo había podido fallar un modelo más seguro y perfeccionado? Si ello era posible, cualquier cosa era posible. La duda, una vez que se cuestionara la infalibilidad de los ordenadores, no se detendría ante nada, todo se hundiría en el escepticismo.

Y, mientras tanto, la Ares y la Anabis se acercaban a Marte. Pirx se sentía completamente solo, próximo a la desesperación. La investigación del accidente de la Ariel se había convertido en la clásica disputa entre teóricos y los estaba llevando cada vez más lejos de la realidad. Al mirar el rostro gordo e hinchado de Van der Voyt, que presidía con benignidad las deliberaciones, Pirx se dio cuenta de pronto de su parecido con el viejo Churchill: la misma expresión de aparente distracción, desmentida por el temblor de los labios, que traicionaba una sonrisa interior nacida de algún pensamiento oculto tras los pesados párpados. Lo que ayer era impensable parecía hoy inevitable: el intento de conducir las deliberaciones a un veredicto que achacara la responsabilidad a una fuerza superior, a algo desconocido, o quizá a una laguna en la teoría misma, un veredicto que implicaría tener que esperar a que se realizaran estudios a mayor escala, estudios que durarían años. Pirx conocía casos parecidos, aunque de menor calibre, y sabía las pasiones que podía desatar una catástrofe como aquélla; tras las bambalinas ya estarían teniendo lugar frenéticas conversaciones para tratar de llegar a un compromiso, sobre todo porque el proyecto, amenazado en su propia existencia, estaría dispuesto a hacer concesiones con tal de lograr el tipo de ayuda que podían prestarle los astilleros, aunque sólo fuera proporcionarles una flotilla de naves de menor tamaño para asegurar su aprovisionamiento en condiciones satisfactorias. Ante la magnitud de las apuestas en juego —nada menos que la supervivencia de todo el proyecto—, la catástrofe de la Ariel se convertía en un obstáculo que debía ser eliminado si no se resolvía de inmediato. Después de todo, escándalos aún mayores se habían tapado. Pero Pirx tenía todavía un as en la manga. Los terrestres habían aceptado su presencia en la Comisión porque, en su calidad de piloto veterano, comprendía mejor que ninguno de los presentes a las tripulaciones de las naves. No se hacía ilusiones; no lo habían llamado por su buen nombre ni por su capacitación profesional; sencillamente, la Comisión necesitaba un astronauta en activo, un profesional que acabase de bajar de una nave.

Van der Voyt fumaba su puro en un silencio, que, al estar dictado por la prudencia, le daba un aire de omnisciencia. Con seguridad que hubiera preferido a cualquier otro en lugar de Pirx, pero no tenía ninguna excusa para descartarlo. Si la Comisión emitiese un veredicto dudoso y él diera un «votum separatum», se produciría una considerable publicidad: la prensa olía los escándalos, y no desaprovecharía una ocasión semejante. La Unión de Pilotos y el Club de Transportistas no tenían mucho poder, pero los pilotos eran considerados testigos de fiar —después de todo, eran personas que se jugaban la vida en décimas de segundo—. Así pues, Pirx no se sorprendió al enterarse, durante el receso, que Van der Voyt quería hablar con él. El amigo de políticos poderosos abrió el diálogo bromeando, llamando a su encuentro una reunión en la cumbre —en la cumbre de dos planetas. Pirx tenía a veces reacciones de las que hasta él mismo se asombraba después: mientras Van der Voyt se fumaba un puro y se humedecía la garganta con cerveza, él a su vez pidió que le trajesen varios sándwiches del bufet. Qué mejor manera de ponerse a la misma altura que el director general de los astilleros que escucharlo mientras se comía un tentempié.

Van der Voyt se comportaba como si nunca antes hubiesen tenido un roce. Como si nada parecido hubiese sucedido. Compartía su preocupación por las tripulaciones de la Ares y la Anabis y se solidarizaba con sus problemas. Estaba indignado por la irresponsabilidad de la prensa y su tono histérico. Le sugirió que redactase un pequeño memorándum sobre los procedimientos de aterrizaje, con consejos para aumentar su seguridad. Depositó en él tal confianza que Pirx, disculpándose un momento, sacó la cabeza por la puerta de la cabina y pidió más ensalada de arenques. Van der Voyt le hablaba paternalmente, con voz de bajo, cuando Pirx dijo de repente:

—Habló usted de unos expertos que controlan los simuladores. ¿Cuáles son sus nombres?

Ocho minutos más tarde, Van der Voyt esbozó un gesto de sorpresa, que sólo duró una fracción de segundo.

—¿Los nombres de nuestros examinadores? —sonrió ampliamente—; todos colegas suyos, comandante: Mint, Stoernhein y Cornelius. La vieja guardia. Hemos seleccionado para la compañía lo mejor que se podía encontrar. ¡Seguro que usted los conoce!

No pudieron seguir hablando porque se reanudó la sesión. Pirx escribió una nota y se la entregó a Hoyster con una advertencia: «Es una cuestión urgente y muy importante.» El presidente la leyó en voz alta:

—Tres preguntas: 1) ¿Qué turno tienen los controladores de simuladores de vuelo Mint, Stoernhein y Cornelius?; 2) ¿En qué responsabilidad incurren los controladores en caso de no advertir un funcionamiento erróneo o cualquier otro fallo en una computadora? 3) ¿Cuál es el nombre del que controló las pruebas realizadas a las computadoras de la Ariel, la Anabis y la Ares?

Las preguntas provocaron un revuelo en la sala. Pirx estaba arremetiendo contra las personas que le eran más cercanas —¡los más respetados y meritorios veteranos de la astronáutica!—. La Tierra confirmó por boca del director general la recepción de las preguntas; la respuesta llegaría en contados minutos.

Pirx esperó con una pizca de remordimiento. Estaba mal tener que conseguir la información por aquella vía tan oficial, se estaba arriesgando no sólo a atraerse la animosidad de sus colegas, sino también a debilitar su propia posición de cara a la última jugada, en caso de que tuviese que emitir un voto de desacuerdo. Su intento de sacar las investigaciones del campo de las cuestiones técnicas e introducir el factor humano podía interpretarse como una concesión a las presiones de Van der Voyt. En cuanto éste considerara que ello redundaría en beneficio de los astilleros, lo arrojaría sin vacilar a los lobos, dándoles aquí y allá unas cuantas pistas a los chicos de la prensa, ofreciéndoselo para que lo devorasen como se hace con un aliado torpe... Sin embargo, no le quedaba otro camino que aquel disparo a ciegas. No había tiempo para conseguir la información discretamente, por canales indirectos. En realidad, no albergaba ninguna sospecha concreta, no sabía qué era lo que le impulsaba a actuar así. ¿Una corazonada? ¿La vaga conciencia de peligros surgidos no de los hombres ni de las máquinas, sino más bien del encontronazo entre ambas formas de razonamiento, tan distintas? Y algo más, una intuición que había sentido mientras permanecía de pie junto a la estantería que contenía los antiguos libros, pero que era incapaz de expresar en palabras.

La respuesta de la Tierra no se hizo esperar: cada controlador se hacía cargo de una computadora desde el principio hasta el final, hasta que estampaba su firma en un acta que se denominaba «certificado de idoneidad», y cargaba con la responsabilidad de cualquier fallo que le hubiera pasado inadvertido. La computadora de la Anabis la había controlado Stoernhein, las otras dos Cornelius. Pirx sintió unos horribles deseos de salir de la sala, cosa que sin embargo no podía permitirse. La tensión en la misma era creciente, podía sentirla. Las deliberaciones terminaron a las once. Fingió no ver las señales que le hacía Romani para que se acercara y se retiró con rapidez, como si estuviese huyendo. Se encerró en su cuartucho, se arrojó encima de la cama y se dedicó a mirar al techo. Mint y Stoernhein no contaban, sólo Cornelius. Una mente racional y científica hubiera comenzado por preguntarse: ¿había algo que un controlador pudiera pasar inadvertido? La respuesta inmediata hubiera sido que absolutamente nada, lo cual habría cerrado inmediatamente cualquier avance en aquella dirección. Pirx, sin embargo, no era una mente científica, y por lo tanto tal idea ni se le cruzó por la mente. Tampoco se le ocurrió ponerse a analizar el procedimiento de comprobación, como si intuyese la futilidad de tal esfuerzo. Simplemente pensó en Cornelius, tal y como lo había conocido, bastante bien por cierto, aunque hacía muchos años que no se veían. Sus relaciones no habían sido buenas, cosa nada rara teniendo en cuenta que Cornelius era el comandante de la Gulliver y él tan sólo el segundo navegante. Sin embargo, en el caso de Cornelius, éstas eran aún peor de lo normal en estas circunstancias, porque el hombre era un maníaco de la exactitud. Se le conocía por múltiples apelativos: bestia, escrupuloso, mezquino y cazamoscas (era capaz de movilizar a media tripulación para impedir que alguien introdujese una mosca a bordo). Pirx se sonrió ante los recuerdos de sus dieciocho meses a las órdenes del escrupuloso Cornelius; ahora podía permitírselo, pero en su momento le había vuelto loco de rabia. ¡Qué pesado era! Y sin embargo su nombre había entrado en la enciclopedia con motivo de la exploración de los planetas exteriores, especialmente Neptuno. Era pequeño, de rostro cetrino, siempre con expresión ceñuda, siempre sospechando que todo el mundo le engañaba. Cuando amenazaba con registrar personalmente a la tripulación para evitar que se introdujesen moscas a bordo nadie lo tomaba en serio, pero Pirx sabía que no era una amenaza infundada. En un cajón de su escritorio guardaba una caja llena de DDT. A veces, mientras hablaba, interrumpía de pronto la conversación, levantaba un dedo (¡ay de aquel que no se inmovilizase por completo ante aquella señal!) y agudizaba el oído tratando de captar lo que le había parecido un zumbido. Siempre llevaba en el bolsillo una plomada y un metro de acero. Cuando efectuaba un control de la carga, más parecía un perito investigando la escena de un accidente que, aunque no ocurrido aún, parecía inminente. Aún resonaba en sus oídos el grito «¡qué viene el viejo Midelotodo, todo el mundo a esconderse!», que provocaba la desbandada general en el comedor; recordaba la peculiar expresión de los ojos de Cornelius, que parecían no estar en lo que estaban, sino que taladraban continuamente el entorno en busca de posibles irregularidades. Todos los veteranos con muchas horas de vuelo adquirían sus pequeñas manías, pero Cornelius se llevaba la palma: no soportaba la presencia de nadie a sus espaldas y, cuando inadvertidamente se sentaba en una silla que acababa de dejar alguien y lo notaba por la tibieza del asiento, saltaba como un gato escaldado. Era de aquellos hombres de los que resulta imposible imaginar que hayan sido jóvenes alguna vez. Jamás le abandonaba una expresión de sufrimiento ante la imperfección de todos los que le rodeaban, por no poder convertirlos a su pedantería. Repasaba cada lista punto por punto y no se conformaba hasta que no lo había comprobado todo veinte veces seguidas... Pirx se quedó helado, después se sentó lentamente, con cuidado, como si estuviese hecho de cristal. Sus pensamientos, revolviendo en sus caóticos recuerdos, habían hecho sonar una voz de alarma: no soportaba a nadie a sus espaldas, atormentaba continuamente a sus subordinados exigiéndoles más y más... Bueno, ¿y qué? Nada... pero había algo... se sentía como un muchachito que acaba de cerrar la mano sobre un escarabajo y mantiene el puño apretado frente a su nariz, temeroso de abrirlo. ¡Despacio, despacio, con calma...!

Cornelius era famoso por sus rituales (¿sería eso?, se preguntó). Cuando se producía un cambio en el reglamento, no importaba lo insignificante que fuera, se encerraba en su cabina y no salía de allí hasta que no se había aprendido de memoria la novedad (estaba comenzando a parecerse a un juego: caliente... caliente... frío... sintió que se alejaba... habían dejado de verse hacia nueve... no, diez años). Cornelius había desaparecido de repente, de una forma rara, cuando estaba en la cúspide de la fama gracias a la exploración de Neptuno. Se dijo que iba a volver a bordo, que su dedicación a la enseñanza era sólo temporal, pero no lo hizo. Era natural, estaba cerca de los cincuenta. (Otro callejón sin salida.) Un anónimo... (¿De dónde demonios había salido aquella idea?) ¿Qué clase de anónimo? ¿Una insinuación de que estaba enfermo y había tratado de ocultarlo?... ¿Una amenaza de infarto?... No, aquel era otro Cornelius —Cornelius Graig— un nombre de pila, no un apellido (una simple confusión de nombres)... pero el anónimo se negó a alejarse de su mente, no podía apartarse la idea de la cabeza, cuanto más enérgicamente la rechazaba más obstinadamente volvía. Estaba sentado, encogido sobre sí mismo, con la cabeza hecha un lío. Un anónimo... no, no podía ser, estaba casi seguro de que no era esa la palabra, de que se trataba de una sustitución, una de esas veces en que una palabra se negaba a acudir a la mente, escondiéndose tras otra, y no había manera de hacerla salir... anónimo... anónimo... Se puso de pie. Recordaba que en la estantería, entre todos los libros dedicados a Marte, había un grueso diccionario. Lo abrió al azar en AN: Ana, Anacántica, Anaclásica, Anaconda, Anacreóntico, Anacruzis, Analectas (¡había tantas palabras que uno no conocía!), Análisis, Ananá, Ananke (griego): diosa del destino (¿sería esto? Pero ¿qué tenía que ver una diosa con...), también: compulsión.

E1 velo cayó de sus ojos: vio el consultorio, el médico de espaldas a él, hablando por teléfono, la ventana abierta, y los papeles que había sobre el escritorio agitadas por la corriente de aire. Una simple revisión médica. No era su intención leer el texto escrito a máquina, pero sus ojos captaron sin querer las letras impresas; de muchacho se había entrenado concienzudamente para leer boca abajo: «Warren Cornelius... diagnóstico: síndrome de Ananke...» Recordó cómo había notado el médico el desorden de los papeles y cómo se había apresurado a recogerlos y guardarlos en una carpeta. Pirx se había preguntado con frecuencia el significado de aquel diagnóstico, pero sentía que no hubiera estado bien indagar. Y al final terminó por olvidarlo. ¿Cuántos años hacía? Por lo menos seis.

Dejó el diccionario, nervioso, intranquilo, pero también algo desencantado. Ananke. Compulsión. Neurosis obsesiva, probablemente. ¡Un obseso compulsivo! Había leído todo lo que caía en sus manos sobre la enfermedad siendo todavía un muchacho —tal vez porque hubiese algún antecedente en la familia y quisiese saber el significado—. Y ahora, aunque no sin resistencia, su memoria comenzó a proporcionarle aquellas descripciones médicas. Nadie podía decir que no tuviera buena memoria. Las frases de la enciclopedia médica aparecían como relámpagos ante sus ojos, arrojando una nueva luz sobre Cornelius. Lo veía ahora totalmente distinto a como lo había visto hasta entonces. Era una imagen que producía tanta pena como vergüenza. Así que era eso por lo que se lavaba las manos veinte veces al día y perseguía a aquellas moscas; por eso por lo que la pérdida del marcador de un libro lo ponía furioso, por lo que guardaba su toalla bajo llave y no soportaba sentarse en una silla que hubiera ocupado alguien. Una compulsión encima de otras, hasta formar toda una constelación que lo vencía sin remedio, convirtiéndole en el hazmerreír de todo el mundo. Hasta que finalmente llamó la atención de los médicos y lo relevaron del mando. Esforzando la memoria, le pareció ver las cuatro palabras subrayadas al final del párrafo: «No apto para volar.» Y como el psiquiatra no entendía de computadoras, le permitió a Cornelius trabajar en «Syntronics». Seguramente hasta consideró que sería el lugar perfecto para alguien tan meticuloso. ¡Qué mejor lugar para exhibir su pedantería! No cabía duda de que le sentaría bien; un trabajo útil y —más importante aún— estrechamente ligado con la astronáutica.

Estaba acostado con la vista clavada en el techo y,no tuvo que esforzarse demasiado para imaginarse a Cornelius en la «Syntronics». ¿Cuál era su trabajo allí? Controlar los simuladores que probaban a las computadoras de navegación. Es decir, crearles dificultades, algo que le resultaba completamente natural. Nadie sabía hacerlo mejor. El hombre debía de vivir con el temor permanente de que le tomaran por un loco, cosa que no era. Nunca perdía la cabeza en situaciones verdaderamente críticas; era valiente, pero su valor era carcomido día a día por sus obsesiones. Cogido entre la tripulación y sus propias entrañas retorcidas, debía haberse sentido atrapado entre el yunque y el martillo. Sufría no porque sucumbiese a sus compulsiones, no porque estuviese loco, sino porque luchaba contra ellas, buscando pretextos permanentemente, medios para justificarse. Necesitaba las reglamentaciones, las usaba para demostrar que no era él el culpable, que no partía de él aquella eterna suspicacia. No tenía, en el fondo, alma de cabo, porque, si así fuera, no hubiera leído las macabras y terroríficas historias de Poe. Quizá buscara en ellas su propio y particular infierno. ¿Cómo se sentiría uno llevando en su interior aquel rollo de alambre espinoso, estando siempre a la defensiva, siempre dispuesto a reprimir?... y siempre, en el fondo del todo, el miedo a lo imprevisto, aquello contra lo que siempre había que estar en guardia. De ahí venían todos los ejercicios, las falsas alarmas, las visitas de comprobación, los controles, los insomnes paseos por toda la nave. ¡Gran Dios, lo sabía, sabía que se reía de él a sus espaldas, quizá incluso comprendía cuán innecesario era todo aquello! ¿Estaría acaso vengándose de todo en las computadoras? Si así fuese, sería de forma inconsciente, un caso de racionalización secundaria, se habría convencido a sí mismo de que actuaba así porque era su deber hacerlo.

Era sorprendente ver hasta qué punto la aplicación de un nuevo lenguaje, el de la ciencia médica, a algo que ya conocía, personalmente y de oídas, le daba a los acontecimientos un sentido totalmente nuevo. Provisto de la llave maestra de la psiquiatría, uno tenía acceso al mecanismo de la personalidad ajena, podía desmenuzarla, analizándola, reduciéndola a un puñado de reflejos tan patéticos como inescapables. La idea de que así analiza el médico a la gente, aunque sea para ayudarles, le pareció extraordinariamente repulsiva. Y sin embargo, al mismo tiempo, sólo ahora comenzaba a desvanecerse el leve aura de bufonería que rodeaba todos sus recuerdos de Cornelius, dejando en su lugar una imagen nueva, en la que no había lugar para aquel malicioso humor, propio de chiquillos, soldados y navegantes. No había nada de gracioso en Cornelius.

Se hubiera podido pensar que su trabajo en la «Syntronics» le venía como anillo al dedo: una oportunidad de incordiar, de exigir, de empujar hasta el límite de la resistencia, un lugar donde liberar por fin todas la compulsiones prisioneras en su interior. Debía haber parecido la solución ideal para los no iniciados: un veterano, un viejo y experimentado navegante, transmitiendo todos sus conocimientos a los ordenadores. ¿Qué podía ser mejor? Y él, por su parte, se sintió libre de cortapisas; estaba tratando con esclavos, no con seres humanos. Una computadora recién salida de la cadena de montaje es como un recién nacido: lleno de potencialidades pero sin saber nada.

El proceso de aprendizaje consiste en aprender a distinguir los datos relevantes de entre una masa indiferenciada. En el banco de pruebas, la computadora ejerce el papel del cerebro, mientras el simulador cumple las funciones del cuerpo. El cerebro alimentado por el cuerpo —una buena analogía—. De la misma forma que el cerebro debe conocer el estado y la posición de cada músculo, la computadora debe conocer el estado de los sistemas de la nave. Transmite una batería de preguntas a todos los rincones del gigante metálico y, con las respuestas, crea una imagen visual de la nave y su entorno. Y en esta infalibilidad se introdujo un hombre preso del temor a lo inesperado combatiéndolo con sus obsesivos rituales; el simulador se convirtió en la herramienta de sus compulsiones, la encarnación de todos sus temores. Cornelius se regía por el principio de máxima seguridad. Lo cual no dejaba de ser encomiable. ¡Con cuánto fervor debía haberlo intentado! Debió descartar el funcionamiento normal como poco seguro. Cuanto más difícil fuera la maniobra, tantos más datos se necesitaban. Y debió de decidir que la rapidez en la retirada de los datos de las subrutinas debía ser proporcional a la importancia de la misma. Y puesto que la maniobra de aterrizaje era la más importante... ¿habría modificado el programa? Debía de haber sido como esos tipos que se pasan horas y horas inspeccionando el motor de su coche y al final terminan por intentar enmendarle la plana al fabricante.

El programa no podía desobedecerlo. Lo presionaba en áreas en las que no tenía defensa, porque a ninguno de los programadores se le podía haber ocurrido algo así. En cuanto una computadora fallaba por la sobrecarga, la enviaba de vuelta al departamento técnico. ¿Se daría cuenta de que les estaba contagiando sus obsesiones? Posiblemente no. Cornelius era un hombre práctico, no un teórico. Un obseso de la seguridad, ya estuviese entrenando hombres o máquinas. Sobrecargaba a las computadoras que, naturalmente, no podían quejarse. Los últimos modelos estaban diseñados para comportarse como un jugador de ajedrez, para vencer a cualquier humano... siempre que su instructor no fuese un Cornelius. Podían prever los movimientos del contrincante con dos o tres movimientos de antelación, pero se sobrecargaban cuando las variables crecían exponencialmente. Ni un trillón de operaciones hubieran sido suficientes para prever con antelación diez jugadas de ajedrez. En una partida, un ajedrecista aquejado de tal autoparálisis hubiera quedado descalificado en la primera jugada. A bordo de una nave se necesitaba más tiempo para advertirlo; se puede observar las entradas y salidas de datos del ordenador, pero no lo que ocurre en su interior. Dentro había un atasco monumental, pero fuera todo se desarrollaba normalmente... de momento.

Tal era el cerebro que regía una nave de cien mil toneladas: tan sobrecargado de tareas ficticias que se veía impotente para hacer frente a las auténticas. Cada una de aquellas computadoras sufría el síndrome de Ananke: la compulsión de repetir una y otra vez, de complicar hasta el infinito las tareas más sencillas, el formalismo de los gestos, la ritualización del comportamiento. No reproducían, naturalmente, el miedo en sí, tan sólo las reacciones a que daba lugar. Paradójicamente, el hecho de tratarse de modelos nuevos, más perfeccionados y de mayor capacidad, había sido la causa de su perdición, porque podían seguir funcionando a pesar del progresivo ahogo de sus circuitos con la sobrecarga. Pero algo en el cénit de Agathodaemon había precipitado el fin, quizá los primeros embates del vendaval, que exigió una reacción inmediata cuando la computadora estaba inmovilizada por la avalancha que ella misma había desatado en su interior, dejándola incapacitada para tomar decisiones. Dejó de ser una máquina de tiempo real, no pudo ya modelar los hechos reales porque estaba inmersa en un mar de quimeras...

Cuando se encontró frente a la enorme masa, frente al disco planetario, el programa no le permitió abortar la maniobra una vez iniciada, aunque, a la vez, no podía continuar ejecutándola. Así que interpretó el planeta como un meteorito en curso de colisión, porque era la única salida que le quedaba, la única posibilidad admisible para el programa. Puesto que no podía transmitir aquello a la cabina de mandos —no poseía, al fin y al cabo, el raciocinio de un ser humano—, siguió computando, calculando hasta el final: una colisión representaba un diez por ciento de posibilidades de destrucción, una maniobra de escape un noventa o noventa y cinco por ciento, así que eligió la última: ¡aceleración de emergencia!

Todo concordaba; todo era lógico, pero no tenía la más mínima prueba. Nunca había sucedido nada parecido. ¿Cómo podía confirmar sus suposiciones? ¿Por el psiquiatra que había tratado a Cornelius, que lo había ayudado, que le había declarado apto para el trabajo en la «Syntronics»? El juramento hipocrático le haría callar y el secreto médico sólo podía ser quebrantado por una orden judicial. Mientras tanto, dentro de seis días, la Ares...

Quedaba el mismo Cornelius. ¿Se habría dado cuenta? ¿Sospecharía algo después de lo ocurrido? Pirx no logró ponerse en el lugar del viejo comandante. Era intocable, como si estuviese aislado detrás de una pared de cristal. Aun en el caso de que le atormentasen las dudas, no se las admitiría a sí mismo. Las reprimiría, eso estaba claro.

Pero tarde o temprano acabaría por saberse, en cuanto se produjese la siguiente catástrofe. Si la Anabis aterrizaba normalmente, un análisis estadístico de rutina dirigiría las sospechas a las computadoras de Cornelius. Analizarían con lupa cada detalle y cada pista y entonces...

Pero Pirx no podía quedarse allí, cruzado de brazos. ¿Qué hacer? Lo sabía perfectamente: había que anular toda la memoria de la Ares, transmitirle el programa original, y el técnico informático de la nave se las compondría para reprogramarla en cuestión de horas.

Pero para hacer algo así había que tener pruebas. Aunque sólo fueran indicios, pruebas circunstanciales incluso. Pero él no tenía nada. Un recuerdo, de hacía años, de cierto historial médico leído al revés; un mote, un puñado de habladurías, las anécdotas que se contaban sobre Cornelius, un catálogo de sus manías... Presentarse ante la Comisión con aquello como prueba de la inestabilidad mental del instructor y causa de la catástrofe hubiera sido una locura. Aun cuando la cordura de Cornelius se pusiese en duda, todavía quedaba la Ares. Durante el tiempo que durase la reprogramación la nave quedaría, por así decirlo, ciega y sorda.

Lo más importante era la Ares. Se le ocurrieron todo tipo de ideas insensatas: si no podía hacerlo oficialmente, ¿por qué no despegar y advertir a la Ares desde a bordo de su Cuivier? ¡Y al diablo con las consecuencias! Pero era demasiado arriesgado. No conocía al comandante de la Ares. Además, ¿hubiera aceptado él en su lugar los consejos de un desconocido? ¿Unos consejos basados sólo en hipótesis? ¿Sin ninguna prueba? Lo dudaba...

Sólo quedaba, pues, Cornelius. Conocía su dirección: «Syntronics» Corporation, Boston. Pero ¿cómo lograr que alguien tan desconfiado, pedante y meticuloso reconociese haber cometido precisamente lo que había estado toda su vida tratando de evitar? Si lo hubiese podido coger en un aparte, haber hablado con él a solas, presionándolo, señalándole el peligro que se cernía sobre la Ares, es posible que Cornelius lo hubiera admitido, que le hubiera apoyado, porque era, a pesar de todo, un hombre honesto. Pero cómo iba él, en una conexión por radio entre Marte y la Tierra, con pausas de ocho minutos, frente a una pantalla y no cara a cara, a acusar a un patético viejecillo de una cosa así y a exigirle que se confesase culpable —por muy involuntariamente que fuese— de la muerte de treinta personas. Imposible.

Estaba sentado en la cama, apretándose una mano contra la otra, como si estuviese rezando. Sentía una profunda sensación de incredulidad, le parecía imposible saberlo todo y no poder hacer nada. Sus ojos se posaron en los libros de la estantería. Le habían ayudado con su derrota; todos habían sido derrotados porque estaban más preocupados por los canales, por lo que supuestamente había en una pequeña y lejana mancha vista a través del telescopio, que por su propia realidad. Habían discutido sobre un Marte que ninguno había visto, un producto de las imágenes heroicas y fatales que de él generaban en el fondo de sus propias mentes. Habían proyectado su fantasía a miles de kilómetros, en el espacio, en lugar de reflexionar sobre sí mismos. También los que se adentraban en la espesura de la teoría de las computadoras se alejaban lamentablemente del blanco. Las computadoras eran tan inocentes y neutrales como Marte, contra el que Pirx experimentaba un insensato resentimiento, como si el mundo fuera el responsable de las ilusiones que los hombres habían tejido sobre él. Aquellos viejos libros habían hecho ya todo lo que podían. No veía salida.

En el último estante asomaba, entre los coloridos lomos, un azulado tomo de Poe. Así que también Romani gustaba de leerlo. A él no. Le disgustaba Poe por lo artificioso de su lenguaje, por la exquisitez de una visión que se negaba a admitir sus orígenes en el sueño. Para Cornelius, Poe era casi como la Biblia. Sin pensar,

Pirx tiró de él, y el libro se abrió entre sus manos por el índice. Uno de los títulos le llamó la atención. Cornelius se lo había recomendado una noche al terminar la guardia —un inverosímil y fantástico relato sobre el descubrimiento de un asesino—. En aquella época se había visto obligado a elogiarlo contra su voluntad —ya se sabe, el comandante siempre tiene razón...

Al principio se limitó a juguetear con la idea. Se podía interpretar como una broma de estudiante o un sucio golpe por la espalda. Primitiva, rastrera, cruel, pero quizá la mejor posible en aquella situación: un telegrama con sólo cuatro palabras. Pero ¿y si estuviera equivocado? ¿Y si el Cornelius a quien se refería el historial médico fuera una persona totalmente distinta? ¿Y si Cornelius probaba las computadoras ateniéndose estrictamente a las normas y no se sentía culpable de nada? En tal caso, recibiría el telegrama con un encogimiento de hombros, pensando que su antiguo subordinado le había hecho objeto de una broma pesada y de muy mal gusto, y no le daría mayor importancia. Sin embargo, si la noticia de la catástrofe había despertado en él la más mínima inquietud, la más vaga sospecha, si había comenzado ya a sospechar su propia participación en la desgracia y se resistía a admitirla, las cuatro palabras del telegrama le golpearían como un rayo. Se sentiría descubierto —en algo que no se había atrevido a formularse a sí mismo hasta el final— y al mismo tiempo culpable; no podría ya apartar su pensamiento del destino de la Ares; incluso aunque intentara reprimirlo, el telegrama no le dejaría en paz. No lograría quedarse sentado con los brazos cruzados, esperando pasivamente; el telegrama le penetraría hasta la médula, le roería la conciencia... y entonces ¿qué? Pirx le conocía lo bastante para saber que el viejo no se entregaría a las autoridades, que no confesaría, como tampoco sería capaz de inventarse una coartada para tratar de escapar a la responsabilidad. Una vez que reconociera su culpabilidad, haría lo que considerase oportuno, sin una queja, en silencio.

En el fondo, sabía que lo que iba a hacer no estaba bien. Una vez más repasó las alternativas, dispuesto a ir hasta el mismo diablo, a exigir una conversación con Van der Voyt si con ello consiguiera algo, pero nadie podía hacer nada. Nadie. Todo sería distinto si no fuera por la Ares y esos seis días. Se podría convencer al psiquiatra para que declarase, revisar los métodos con los que Cornelius realizaba las pruebas de las computadoras, controlar las computadoras de la Ares... —pero todo ello requería semanas.

Así pues, ¿qué quedaba? ¿Preparar al viejo con un mensaje anunciándole que...? Pero eso supondría quemar todos sus cartuchos. Con tiempo, Cornelius encontraría, en su retorcida psique, alguna excusa, una vía de escape —ni el hombre más honesto del mundo es capaz de sustraerse a los dictados del instinto de conservación—. Se pondría a la defensiva o, más bien, como era su estilo, guardaría un despectivo silencio, y mientras, la Ares...

Experimentó una sensación de abatimiento, de estar perdiendo pie, como el personaje de otra obra de Poe, «El pozo y el péndulo», indefenso ante la fuerza que lo empujaba, milímetro a milímetro, hacia el abismo. Porque, ¿qué mayor indefensión puede haber que la de sufrir y, a causa de ese sufrimiento, recibir un golpe bajo? ¿Qué mayor vileza?

¿Renunciar? ¿Callar? ¡Seguro! ¡Eso hubiera sido lo más fácil! Nadie imaginaría nunca que había tenido la solución en sus manos. En cuanto se produjese la siguiente catástrofe encontrarían por sí mismos la pista y, una vez en ella, llegarían, finalmente, hasta Cornelius...

Pero si sólo era cuestión de tiempo, si ni su silencio podía salvar al viejo comandante, entonces tenía el deber de... No lo pensó más: comenzó a actuar como si todas sus dudas se hubiesen desvanecido.

La planta baja estaba desierta. En la cabina de comunicación por láser sólo había un técnico de guardia: Haroun. Envió el siguiente telegrama: «Warren Cornelius. Syntronics Corporation. Boston. Mass. USA. Tierra: TÚ ERES EL HOMBRE.» Y firmó «Miembro de la Comisión de Investigación de las causas de la catástrofe de la Ariel. Dirección del remitente: Agathodaemon, Marte». Esto era todo.

Volvió a su habitación y se encerró en ella. Un poco más tarde alguien llamó a la puerta y oyó voces, pero se hizo el sordo. Tenía que estar solo, solo con los remordimientos que habían de llegar. No había más solución que hacerles frente.

Ya avanzada la noche, leyó a Schiaparelli —para no imaginarse, en centenares de versiones distintas, cómo Cornelius levantaba sus canosas y abundantes cejas, tomaba en sus manos el telegrama con el remite de Marte, desplegaba el crujiente papel y lo alejaba de sus ojos hipermétropes—. No comprendía ni una palabra de lo que leía, cada vez que le daba la vuelta a la página lo invadía una sensación de espantada desesperación mezclada con un sentimiento de pena casi infantil. ¿Yo? ¿Yo? ¿Cómo he podido hacer yo una cosa así?

Pirx estaba en lo cierto: Cornelius se sintió atrapado, acorralado. La naturaleza misma de la situación, la forma en que se habían desarrollado los acontecimientos no le dejaba ninguna salida, ningún margen para maniobrar. Tomó un papel, escribió unas cuantas líneas explicativas con su escritura clara y puntiaguda —que había actuado de buena fe, que asumía toda la culpa—, lo firmó y, a las tres y treinta —cuatro horas después de haber recibido el telegrama—, se disparó un tiro en la boca. En la nota no había ni una palabra sobre su enfermedad, ningún intento de justificarse, nada.

Era como si sólo hubiese aceptado la parte del mensaje de Pirx relacionada con la salvación de la Ares y hubiera resuelto tomar parte en ella, pero nada más. Como si le manifestara al mismo tiempo su sobria aprobación de su conducta y el desprecio total por el procedimiento empleado.

Es posible que Pirx se hubiese equivocado. Paradójicamente, lo que mayor desazón le producía era la teatralidad de su gesto, inspirado en el estilo artificioso propio de Poe. Había atrapado a Cornelius con su escritor favorito, cuyo estilo él siempre había encontrado demasiado rebuscado, irritante, cuyos falsos cadáveres volviendo de la tumba para señalar con el dedo ensangrentado al asesino nunca le habían convencido de los horrores de la vida, que, según su experiencia, eran más malignos que pintorescos. Era la misma discrepancia que existía entre las dos visiones de Marte, que en unas generaciones había dejado de ser una pequeña mancha roja e inalcanzable en el cielo nocturno, mostrando señales sólo a medias legibles de la existencia de una inteligencia ajena, para convertirse en un terreno de trabajo cotidiano, escenario de intrigas y maquinaciones políticas, un mundo de enervantes vendavales, confusión y naves naufragadas. Un lugar desde el que se podía observar la poética chispa azul de la Tierra, pero también desde donde infligir la muerte. El Marte inmaculado —por imperfectamente percibido— de la temprana areografía se había esfumado, dejando tras sí sólo aquellos nombres grecolatinos que sonaban a las fórmulas de encantamiento de los antiguos alquimistas. El suelo real mostraba ahora las huellas de pesadas botas. La época de las elevadas discusiones teóricas se había puesto tras el horizonte y, al desaparecer, había revelado su verdadera faz: un sueño alimentado por la futilidad de su realización. Lo único que quedaba era el Marte del trabajo tedioso, los presupuestos económicos y los sucios amaneceres pardos, como aquel en que Pirx se dirigía, prueba en mano, a la sesión final de la Comisión.

olaco,