Todas las ciudades tienen sus deportes sangrientos favoritos. Algunas prefieren crueldades cargadas de tradición, como los combates de perros contra un oso o las peleas de gallos. Otras satisfacen sus apetitos más bajos con los gladiadores y el circo. La ciudad de Haven se exalta con el más sucio, el más sangriento de todos los deportes...la política.

Hawk y Fisher son dos rudos agentes de la ley en una ciudad donde imperan la magia y el crimen. Hawk domina las calles con su hacha, mientras que Fisher maneja la espada con destreza inigualable. Juntos son el terror de los delincuentes.

 

Simon R. Green

LA REBELIÓN

DE LOS BRUJOS

Hawk y Fisher II

Cada ciudad tiene sus espectáculos violentos favoritos. Algunas prefieren crueldades tradicionales como los perros que atacan a un oso cautivo o las peleas de animales variados, mientras que otras satisfacen sus apetitos más bajos con duelos de gladiadores. Pero la ciudad portuaria de Haven se enardece con el más sucio y sangriento de todos: la política.

Era época de elecciones en Haven y los postigos de toda la ciudad se abrían para ver las pancartas, los desfiles, los mítines y los festejos y algún que otro disturbio al más puro estilo tradicional. Las calles estaban abarrotadas de multitudes enardecidas y de rateros aprovechándose de ellas mientras las tabernas ganaban dinero a manos llenas. Casi nadie trabajaba, ya que todos eran presa de la fiebre electoral. Todos, excepto los miembros de la Guardia, que hacían turnos dobles en un intento cada vez más vano de evitar que Haven se convirtiera en una ciudad en guerra.

Era otoño y el clima mostraba su cara más benigna. Los días eran agradablemente templados y las noches deliciosamente frescas. Del mar llegaba una brisa constante y llovía lo suficiente como para que la gente se sintiese agradecida cuando no lo hacía. Exactamente la clase de tiempo que hace que un hombre se sienta insatisfecho con su suerte y decidido a disfrutar del buen tiempo mientras dura. Por este motivo había todavía más gente en las calles de lo que era habitual en época de elecciones. El dinero fácil era una garantía de que a media tarde todos se habrían olvidado de la ley y el orden. Por fortuna, la ciudad sólo permitía que la campaña electoral durase un único día, otra cosa habría significado propiciar el caos y colocarse al borde de una guerra civil.

Hawk y Fisher, marido y mujer y capitanes de la Guardia de la ciudad, recorrían sin prisa la calle del Mercado. Las multitudes enfebrecidas se apartaban para abrirles paso. La paciencia brillaba por su ausencia y los temperamentos se encendían rápidamente pero no había nadie en Haven, borracho o sobrio, tan estúpido como para molestar a Hawk y a Fisher. Había formas más rápidas y menos dolorosas de suicidarse.

Hawk era alto y moreno y había dejado ya de ser guapo. El lado derecho de su cara presentaba antiguas cicatrices cuya palidez resaltaba sobre la piel bronceada y lucía un parche de seda negra sobre el ojo derecho. Vestía simplemente camisa y pantalones de algodón y el tradicional capote negro de la Guardia. Por lo general prescindía del capote porque era un estorbo en las peleas, pero con tantos forasteros como acudían a la ciudad en tiempo de elecciones, el capote era un emblema de autoridad, de modo que ahora lo llevaba puesto constantemente, con poca gracia y menos estilo aún. Hawk siempre tenía un aspecto más bien desaliñado, acentuado sobre todo por unas botas viejas y vapuleadas, aunque a una mirada atenta no se le escapaba que habían sido de calidad y hechura superiores. Circulaban muchos rumores sobre el pasado de Hawk, relacionados por lo general con el hecho de si sus padres habían estado o no casados, aunque nadie sabía nada con certeza. Estaba envuelto en el misterio, y a él le gustaba que así fuera.

En general no tenía un aspecto imponente, ya que más que musculoso era delgado y enjuto y mostraba una curva incipiente a la altura del estómago. El pelo oscuro le llegaba a los hombros, desafiando a la moda local, apartado de la frente y sujeto con un pasador de plata. Aunque apenas había rebasado la treintena, ya tenía unas cuantas hebras grises en el pelo. A simple vista parecía un pendenciero más de los que ya han superado lo mejor de la vida, pero pocas personas se quedaban en la primera mirada porque había algo en Hawk, en su cara surcada por las cicatrices y en su único ojo de mirada fría que hacía que hasta los delincuentes más peligrosos y borrachos se lo pensaran dos veces. Sobre la cadera derecha, Hawk llevaba un hacha de mango corto en lugar de espada. Era muy hábil con el hacha ya que había tenido oportunidad de practicar mucho con ella a lo largo de los años.

Isobel Fisher caminaba junto a Hawk, amoldando a él su paso y su ritmo con la naturalidad de quienes llevan mucho tiempo andando juntos. Era alta, medía alrededor de un metro ochenta, y llevaba el pelo rubio y largo peinado en una trenza que le llegaba hasta la cintura y estaba rematada en la punta con una pulida bola de acero. Tendría entre veinticinco y treinta años y su rostro huesudo y anguloso contrastaba vivamente con los profundos ojos azules y la boca carnosa. En algún momento de su pasado, algo había eliminado en ella todo rastro de debilidad humana, un detalle que saltaba a la vista. Al igual que Hawk, vestía camisa y pantalones de algodón y el capote negro reglamentario. La camisa entreabierta dejaba ver el pecho generoso y llevaba las mangas remangadas que dejaban a la vista unos brazos de musculatura fibrosa surcados por viejas cicatrices. Sus botas estaban estropeadas y ajadas y parecía que no las había limpiado hacía mucho tiempo. Llevaba una espada sobre la cadera y la mano apoyada con naturalidad en su empuñadura.

En Haven, todo el mundo conocía a Hawk y a Fisher. En primer lugar, eran honrados, lo que de por sí ya bastaba para caracterizarlos como raros entre los Guardias, sobrecargados de trabajo y mal pagados de la ciudad, y en segundo lugar, mantenían la paz a cualquier precio. Hawk y Fisher siempre cazaban a los malos, vivos o muertos. Casi siempre muertos.

Por lo general, la gente se volvía muy respetuosa de la ley cuando Hawk y Fisher andaban cerca.

Avanzaban sin prisa por la calle del Mercado, disfrutando de la tibieza de las primeras horas de la mañana y vigilando a los vendedores callejeros. Las multitudes que se reunían en los días de las elecciones significaban buenas ganancias para los vendedores de comida rápida, los puestos de recuerdos y los prestidigitadores de callejón con sus encantamientos rápidos y sus amuletos. En los puestos que bordeaban las calles de punta a punta sin dejar un solo hueco libre podía encontrarse de todo, desde desgastados artículos de madera y de tela hasta objetos de más categoría para la casa como cojines de seda y marquesinas con abalorios. Los reclamos de los vendedores eran ensordecedores, y cuanto más basta era la mercancía más estridentes y extravagantes eran los gritos con que se anunciaba.

Por todas partes había puestos de venta de bebidas que competían con las tabernas ofreciendo licores baratos con el reclamo tradicional: BORRACHO POR UN PENIQUE; COMO UNA CUBA POR DOS PENIQUES. Para los menos atrevidos también había cerveza, que proporcionaban gratis los conservadores. En general, preferían que el electorado estuviese bien abastecido de bebida el día de las votaciones ya que eso hacía o bien que votasen a los conservadores por agradecimiento, con la esperanza de que les dieran más cerveza gratis o bien que estuviesen demasiado borrachos como para ejercer una oposición real. Y como por lo general el populacho se emborrachaba demasiado como para provocar desórdenes, los Guardias también lo preferían.

Adondequiera que mirasen, Hawk y Fisher sólo veían puestos de venta que llenaban las calles y se desbordaban incluso hacia los callejones. Había banderines y caretas y todo tipo de artículos novedosos en venta, y todos seguramente valían mucho menos de lo que se pagaba por ellos. Si alguien quería recuerdos de más calidad, como delicadas piezas de porcelana que llevaban grabados motivos y lemas electorales, tenía que buscarlos en la parte alta de la ciudad. Es posible que la zona Norte hubiera sido en una época un mercado de categoría, pero, si lo había sido, hacía ya tanto tiempo que nadie recordaba cuándo. En la actualidad, la zona Norte era el sector más violento, pobre y peligroso de Haven y por eso habían enviado a Hawk y a Fisher a patrullarla, en parte porque eran los mejores, como todo el mundo sabía, pero sobre todo porque tenían tantos enemigos dentro de la Guardia como fuera. En Haven no se podía ser demasiado honrado.

Hawk miró con ojos codiciosos a un puesto donde ofrecían salchichas picantes en pinchos de madera. Tenían un aspecto apetitoso si uno pasaba por alto las moscas. Fisher las vio y tiró de él con firmeza.

—Vamos, Hawk, quién sabe qué clase de carne han usado para hacerlas. No puedes permitirte el lujo de pasar el resto del día de cuclillas con los pantalones a la altura de los tobillos.

Hawk rompió a reír.

—Puede que tengas razón, Isobel. No importa; si mal no recuerdo hay una taberna por ahí a la derecha que prepara unas cenas excelentes de langosta para dos.

—Es demasiado pronto para cenar.

—Vale, entonces comeremos langosta para la comida.

—Estamos comiendo demasiados tentempiés estos días —repuso Fisher contrariada—. No sé cómo puedes abrocharte todavía el cinto de la espada.

—Todo el mundo tiene derecho a darse un gusto —dijo Hawk.

Continuaron su camino en silencio durante un rato limitándose a contemplar lo que había. Había gente que los saludaba con la mano y les sonreía mientras otros se limitaban a ignorarlos. Hawk y Fisher respondían a todos por igual con una correcta inclinación de cabeza y seguían andando. No podían fiarse de las sonrisas, y el resto no importaba. Hawk se abstrajo un poco. Llevaba cinco años en Haven pero había días en que parecía que habían sido cincuenta. Echaba de menos su tierra y eso le pasaba sobre todo en otoño. Allá en el Reino Boscoso las hojas estarían adquiriendo una tonalidad entre rojiza y ocre, y el aspecto, el sonido y el olor del Bosque se transformarían al prepararse los grandes árboles para el invierno. Hawk volvió a suspirar quedamente y una vez más prestó atención a las lúgubres casas de piedra y a las sucias calles empedradas de Haven. Para bien o para mal, ahora era un tipo de ciudad.

Unas explosiones sacudieron el aire y Hawk llevó instintivamente la mano al hacha antes de darse cuenta de que sólo se trataba de fuegos artificiales. Los habitantes de Haven eran muy aficionados a los fuegos de artificio, cuanto más espectaculares y extravagantes tanto mejor. Salpicaduras brillantes de colores mágicamente aumentados estallaban en el cielo, tiñendo las sombras oscuras de las nubes hasta transformarlas en la abigarrada paleta de un pintor. Hubo varios intentos de escribir en el cielo, pero todos se mezclaron y se emborronaron formando un galimatías ininteligible. Las diversas facciones no tardaron en aburrirse y en empezar a utilizar los fuegos artificiales como armas contra sus adversarios. Se oían gritos y algún que otro alarido, pero por fortuna la munición no tenía fuerza suficiente para producir daño real. Hawk y Fisher se limitaron a apartar la vista y a dejar que siguieran con su juego. Mantenía entretenida a la multitud.

Algo más adelante, un movimiento repentino llamó la atención de Hawk, que apretó un poco el paso. La multitud reunida al cabo de la calle había apartado la vista de los fuegos artificiales para observar algo más interesante. Ya se empezaban a oír aplausos y silbidos.

—Parece que hay problemas —dijo Hawk con resignación, sacando su hacha.

—Sí, eso parece —respondió Fisher echando mano a la espada—. Vamos a aguarles la fiesta.

Se abrieron camino a empujones mientras la multitud se apartaba de mala gana al ver el brillo del acero en la mano de los Guardias. Hawk frunció el ceño al descubrir qué era lo que llamaba la atención de la multitud. En el cruce de dos calles, dos bandas rivales de pegadores de carteles se estaban peleando con puños, palos y todo lo que encontraban a su alcance. La multitud animaba a ambas partes con imparcialidad y se apresuraba a hacer apuestas sobre los ganadores.

Como la mayor parte de los electores casi no sabía leer, los principales partidos políticos no podían limitarse a transmitir sus mensajes con panfletos. Recurrían por ello a las reuniones al aire libre, a los pregoneros y a montones de carteles. Por lo general los carteles eran muy simples, y transmitían lemas o insultos en letras de gran tamaño. Uno muy difundido en estos días rezaba: EL CONCEJAL HARDCASTLE SE LO MONTA CON LOS COMERCIANTES, aunque si eso era un lema o un insulto dependía de las interpretaciones.

Los carteles podían verse por doquier: sobre las paredes, en los escaparates de las tiendas o sobre personas que circulaban con paso lento. Una banda de pegadores de carteles que actuara a toda velocidad podía empapelar Haven de arriba abajo en media mañana siempre y cuando la cola se mantuviese y no encontrasen obstáculos en su camino. Por desgracia, la mayor parte de las bandas de pegadores de carteles pasaba la mitad de su tiempo rompiendo o despegando los carteles que pegaban las bandas rivales. Por eso, cuando se encontraban dos bandas, algo inevitable a veces, la rivalidad política solía expresarse mediante acaloradas discusiones o peleas abiertas, lo que hacía las delicias de los espectadores que se encontraban por el lugar. A los habitantes de Haven les gustaba la política simple y directa y, a ser posible, brutal.

Hawk y Fisher se detuvieron en la primera línea de la multitud y observaron interesados cómo evolucionaba la pelea a ambos lados de la calzada. Era una pelea de aficionados, con más empujones y codazos que verdaderos puñetazos. Hawk se sintió tentado de apartarse y dejar que siguiera su curso. No causaban problemas a los demás y la multitud estaba demasiado ocupada haciendo apuestas como para participar en la refriega. Además, un buen enfrentamiento ayudaba a liberar algo de presión. Pero Hawk suspiró pesaroso cuando se empezaron a ver cuchillos en algunas manos. Los cuchillos lo cambiaban todo.

Se metió en medio de la pelea, cogió al primero que vio con un cuchillo y le estampó la cara contra la pared más próxima. Se oyó el choque sordo del cuerpo contra la piedra y el revoltoso se deslizó inconsciente hasta el suelo. El que había sido su adversario se volvió contra Hawk con el cuchillo preparado. Fisher lo dejó frío de un solo puñetazo. Algunos de los amigos de los caídos hicieron un intento de avanzar, pero se pararon en seco al ver la cara de pocos amigos de Hawk y el brillo del hacha en su mano. Hubo quienes intentaron huir, pero se encontraron con Fisher, que ya se había situado para bloquearles el camino empuñando la espada. Los pocos que todavía seguían peleando pararon al darse cuenta de que algo andaba mal. La multitud de curiosos empezó a abuchear y a silbar a los Guardias, pero cuando Hawk les dirigió su fría mirada, callaron de inmediato. Hawk volvió a prestar atención a los alborotadores.

—Ya conocen las normas —dijo cortante—. Nada de cuchillos. Ahora enséñenme qué llevan en los bolsillos, todos. Vamos, rápido o haré que Fisher se encargue de hacerlo.

De repente todos parecieron dispuestos a competir por ver quién se vaciaba antes los bolsillos. Sobre los adoquines de la calle se amontonaron cuchillos, manoplas y porras. Había también profusión de amuletos de la suerte y baratijas y una cabeza reducida atada por un cordel. Hawk miró a los pegadores de carteles con disgusto.

—Si no vais a jugar limpio, se acabó la partida. ¿Está claro? Y ahora, largaos echando chispas antes de que arreste a unos cuantos por merodeadores. Un grupo hacia el norte y el otro hacia el sur. Y si alguno vuelve a causarme problemas durante el día, lo enviaré a su familia en un bote de salsa picante. ¡A moverse!

Los alborotadores se marcharon llevando consigo a sus heridos y al rato sólo quedaban unos cuantos carteles arrugados como muestra de lo que allí había pasado. Hawk arrastró con el pie la pila de armas hacia la alcantarilla y desaparecieron por el desagüe. Él y Fisher no perdieron de vista a la multitud hasta que se dispersó y sólo entonces guardaron sus armas y siguieron patrullando.

—Fue un buen puñetazo, Isobel.

—Tengo la fuerza de diez porque mi corazón es puro.

—Y porque llevas una manopla debajo del guante.

Fisher respondió con una mueca.

—En general, creo que solucionamos la cuestión con mucha diplomacia.

Hawk alzó las cejas en un gesto de incredulidad.

—¿Diplomacia?

—Por supuesto. ¿Acaso matamos a alguien?

Hawk sonrió con acritud y Fisher respiró hondo.

—Mira, Hawk, si no hubiésemos intervenido cuando lo hicimos, lo más probable es que todo hubiera terminado en una verdadera revuelta. ¿Y a cuántos tendríamos que haber matado para sofocar un disturbio serio? —Fisher sacudió la cabeza—. Ya hemos tenido cinco revueltas desde que anteayer se anunciaron las elecciones. Hawk, esta ciudad va por mal camino.

—Eso no se puede saber —dijo Hawk.

Fisher respondió con una risa incrédula. Hawk también sonrió, aunque no le hiciera mucha gracia.

—No creo que ese hatajo de tontos tuviera la intención de provocar una revuelta. Estaban muy ocupados en alterar el orden. No tendríamos que haber actuado con tanta dureza contra ellos.

—Pero lo hicimos. —Fisher miró a Hawk con sorpresa—. Esto es Haven, ¿recuerdas? La ciudad más violenta y menos civilizada de los Low Kingdoms. La única manera de mantener las cosas bajo control es ser más duro que los demás.

—Creo que ya no estoy muy convencido de eso.

Siguieron caminando en silencio.

—Esto tiene que ver con el caso Blackstone, ¿verdad? —preguntó Fisher al cabo de un rato.

—Sí, la hechicera Visage podría seguir viva si Dorimant nos hubiera dicho algo a tiempo. Pero no confiaban en nosotros. Se callaron porque sabían lo que se decía de nosotros, porque tenían miedo de lo que pudiéramos hacerles. Llevamos demasiado tiempo en esta ciudad, Isobel, y no me gusta ver en qué nos ha convertido.

Fisher enlazó su brazo.

—En realidad, no hay mucha diferencia entre esto y lo que sucede en otros sitios, mi amor. Tal vez en Haven no nos andemos con tantos tapujos.

Hawk suspiró pausadamente.

—Tal vez tengas razón. Si hubiéramos arrestado a esos pegadores de carteles, no habríamos tenido dónde meterlos. Los calabozos ya están llenos a rebosar.

—Y todavía queda más de medio día antes de la votación. —Fisher sacudió la cabeza mientras decía—: No sé por qué no se enzarzan en una guerra civil y terminan de una vez.

Hawk sonrió.

—Ya lo hicieron hace cuarenta años. Los reformistas ganaron la guerra y el resultado fue la implantación de las elecciones en todo el territorio de los Low Kingdoms. Hoy en día, todo el montaje sirve más que nada para aliviar tensiones. Se les da la oportunidad de volverse un poco locos por un día. Dejan salir parte de la presión y así la ciudad evita que se acumule y se desate otra guerra civil. Una vez han sido elegidos, los ganadores declaran una amnistía general, todos se ponen de nuevo a trabajar y las cosas vuelven a la normalidad.

—Una locura —dijo Fisher—. Una maldita locura.

—Eso es lo que es Haven para ti —respondió Hawk con una mueca.

Siguieron andando en medio de un silencio cómplice, haciendo un alto de vez en cuando para intimidar a algún posible carterista o advertir a un borracho que estaba alborotando. La multitud bullía a su alrededor, cantando y riendo y aprovechando al máximo aquel día de fiesta. El aire estaba cargado de olor a comida picante y a vino y de ruedas de fuego. Una banda bajaba marchando por la calle en dirección a ellos, enarbolando pancartas de brillantes colores y coreando consignas a favor de los conservadores. Hawk y Fisher se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Un hombre fornido vestido con cota de malla se les acercó llevando en una mano una maza y en la otra un bote para reunir fondos. Al ver sus caras se lo pensó mejor y salió disparado para incorporarse al desfile. Mientras tanto, la multitud mostró su habitual aprecio por la libertad de palabra arrojando a los propagandistas fruta podrida y bosta de caballo. Hawk miró a los portadores de las pancartas que desaparecían calle abajo con sus sonrisas estereotipadas y los dientes apretados y se preguntó dónde los conservadores habrían encontrado idiotas y suicidas suficientes como para mandarlos al Northside.

A pesar de todo, las pancartas eran bonitas.

—Me voy a alegrar cuando toda esta farsa se haya terminado —dijo Fisher una vez reanudaron su camino—. Hacía años que no trabajaba tanto. No me acuerdo de haber visto tantos borrachos y peleas y agitadores de tres al cuarto en toda mi vida. Ni tantas apuestas amañadas sobre todo eso.

—Cualquier habitante de esta ciudad lo suficientemente tonto como para jugar a las adivinanzas con un perfecto desconocido se merece todo lo que pueda sucederle —dijo Hawk sin la menor simpatía—. Y bien mirado, las cosas no están tan mal. Es inevitable que haya algunas peleas en día de elecciones, pero hay muy poca gente que lleve un cuchillo o una espada. Resulta fascinante. Había oído historias sobre votaciones anteriores, pero realmente nunca me las había creído. Esto es la voluntad popular, esto es el pueblo decidiendo su propio futuro.

Fisher hizo un gesto desdeñoso.

—Todo va a acabar en lágrimas. La gente puede votar hasta ponerse morada, pero al final el poder estará en las mismas manos y todo seguirá como estaba. En realidad, nunca cambia nada, Hawk. Deberías saberlo.

—Aquí es diferente —dijo Hawk tercamente—. La Causa de la Reforma nunca ha tenido tanta fuerza. Existe una posibilidad real de que esta vez acaben dominando el Consejo de Haven. Sólo tienen que conquistar unos cuantos escaños marginales.

Fisher le echó una mirada.

—Veo que has estado informándote.

—Por supuesto, es importante.

—¿Importante? ¿Para nosotros? Mañana los mismos ladrones y alcahuetes y usureros seguirán haciendo sus negocios en el Northside, gane quien gane tus maravillosas elecciones. Siempre habrá centros clandestinos donde se explota a la gente y mafias de protección y asesinatos de callejón. Éste es el vertedero de Haven, donde lo más bajo termina ascendiendo simplemente porque ya no puede caer más bajo. El Consejo tendrá sus elecciones y después seguirán necesitándonos para limpiar la porquería.

Hawk se quedó mirándola.

—Pareces cansada, nena.

Fisher se encogió de hombros.

—Es un mal día, eso es todo.

—Isobel...

—Olvídalo, Hawk. —Fisher le dirigió una rápida sonrisa—. Al menos, no nos faltará trabajo mientras siga existiendo el Northside.

Hawk y Fisher giraron por Martyrs' Alley y se dirigieron al paseo del Puerto. Allí ya no había puestos callejeros. En su lugar había tiendas elegantes con entradas porticadas y fantasiosas volutas recién pintadas y el público pertenecía sin duda a una clase más alta. Desde que el paseo había sido «descubierto» por la nobleza, había prosperado. Últimamente había pasado a ser el paseo obligado de la pequeña aristocracia, que se reunía allí para tomar el aire y visitar algunos pequeños tugurios que se habían puesto de moda. En estos aledaños del Northside se vendían cosas capaces de tentar al paladar más exigente, y allí un caballero podía tocar temas ligeramente escabrosos provocando el rubor de las damas sin temor a que su reputación quedase en entredicho. Claro que un caballero nunca acudía al Northside sin todo un séquito de guardaespaldas, y tenía mucho cuidado en abandonar la zona antes de que oscureciera.

Pero bajo la luz del día, el paseo era un lugar de reunión muy frecuentado por los miembros más osados de la nobleza, y por lo tanto atraía a todo tipo de parásitos y gorrones bien vestidos. Los chismosos se ocupaban de propagar las últimas habladurías, y los traficantes de confidencias evolucionaban elegantemente por el paseo observando a la nobleza más o menos como un tiburón que mirase a un cardumen de incautos pececillos. Hawk y Fisher conocían de vista a la mayoría, pero no era su intención interferir. Si la gente era lo bastante tonta como para gastarse sus buenos dineros en intrigas descabelladas, peor para ellos, y a los Guardias los tenía sin cuidado. Hawk y Fisher sólo estaban allí para vigilar y procurar que nadie se pasara de la raya.

La nobleza por su parte ignoraba a Hawk y a Fisher. Se suponía que los Guardias sabían cuál era su lugar. En el pasado, los miembros de la nobleza que habían tratado de ponerlos en su sitio habían hecho el ridículo y en ocasiones habían salido malparados. Puede que ésta fuera otra de las razones por las que Hawk y Fisher habían pasado los últimos cinco años patrullando por lo peor de Haven.

El sol lucía sobre el paseo en todo su esplendor, y la nobleza florecía al contacto de sus rayos como un ramillete de flores de excéntricos colores. Jóvenes ataviados con los colores de los distintos partidos pregonaban las últimas ediciones de los periódicos de Haven, que competían por ofrecer cada cual más detalles de los antecedentes, escándalos y supuestas preferencias sexuales de los candidatos. Una banda de chicos que tocaban tambores y gaitas recorría el paseo tras una colorida pancarta del Partido Conservador. Los conservadores creían que había que reclutarlos jóvenes. Hawk se detuvo un momento para disfrutar de la música, pero Fisher empezó a aburrirse y continuaron su camino. Dejaron atrás el animado paseo y se dirigieron hacia las casas elegantes y los bien protegidos establecimientos del Cheape Side, el feudo de la pequeña burguesía que había sido atraída por el bajo precio de las propiedades del Northside y estaba imponiendo su estilo en toda la zona.

Las calles estaban razonablemente limpias y los viandantes iban sobriamente vestidos. Las casas estaban retiradas de la calle, protegidas por altos muros de piedra y rejas de hierro y por una abundante dotación de guardias armados. Después de todo, el auténtico Northside no estaba tan lejos. Por lo general ésta era una zona tranquila, incluso reservada, pero ni siquiera las clases burguesas se libraban de la fiebre de este día. Dondequiera que uno mirara se topaba con carteles y pregoneros y con oradores de esquina que explicaban cómo curar todos los males de Haven sin subir los impuestos sobre la propiedad.

Hawk y Fisher se detuvieron en seco al oír un gong que resonó como un mazazo en sus cabezas. El sonido se desvaneció rápidamente dando paso a la voz seca y ácida del mago de comunicaciones de la Guardia:

Capitanes Hawk y Fisher, sírvanse presentarse de inmediato ante el candidato de la Reforma, James Adamant, en la sede central de su campaña en Market Faire. Han sido asignados a su protección y la de su personal durante todo el día de elecciones.

Durante un breve instante se iluminó en sus mentes un mapa donde podía verse la ubicación de la sede y a continuación tanto el mapa como la fantasmagórica voz desaparecieron. Hawk sacudió la cabeza con cuidado.

—Preferiría que no utilizaran ese maldito gong; es como si me sacudiera de pies a cabeza.

—Por lo que a mí respecta, también podrían prescindir del mago —dijo Fisher pesarosa—. No me gusta la idea de que un brujo tenga acceso a mi mente.

—Forma parte del trabajo, nena.

—¿Qué tenía de malo el antiguo sistema de mensajeros que llevaban los recados?

Hawk hizo una mueca.

—Habíamos aprendido demasiado bien a evitarlos.

Fisher no pudo por menos que sonreír. Atravesaron sin prisas Cheape Side y se internaron en el laberinto de callejones al que popularmente se conocía como El Matadero. Era una de las zonas más viejas de la ciudad de cuya renovación se hablaba constantemente pero por una u otra razón siempre quedaba para más adelante, cuando se aprobaban los presupuestos. No estaba exenta de cierto encanto si uno lograba pasar por alto a los lisiados y mendigos que se alineaban en las mugrientas calles. El Matadero no era más pobre que el resto del Northside, pero tal vez fuera la zona donde más se notaba. Figuras sombrías desaparecían en el interior de discretos portales al aproximarse Hawk y Fisher.

—Adamant —dijo Fisher, pensativa—. Conozco ese nombre.

—Seguro que sí —dijo Hawk—. Una joven estrella en alza de la Causa de la Reforma. Se presenta por el distrito de High Steppes y tiene como oponente a un concejal conservador de la línea dura. Podría ganarle, ya que el concejal Hardcastle no es precisamente un político popular.

Fisher hizo un gesto desdeñoso.

—Si Adamant es tan importante, ¿cómo es que acabó teniéndonos a nosotros de guardaespaldas?

Hawk masculló algo entre dientes. La última vez que él y Fisher habían trabajado como guardaespaldas, todo había salido mal. El concejal Blackstone había sido asesinado a pesar de su protección, e igual suerte habían corrido otras seis personas, personas importantes. Hawk y Fisher habían conseguido identificar al asesino, pero eso no había bastado para salvar su reputación. Desde entonces estaban enfrentados con sus superiores. No es que a ellos eso les importara demasiado, ya que nadie podía culparlos más de lo que ellos mismos se culpaban. Blackstone les caía bien.

—Bueno —dijo Fisher por fin—. Siempre dijiste que ansiabas la oportunidad de ver de cerca cómo es una elección y cómo funciona. Parece que por fin te ha llegado la ocasión.

—Cierto —respondió Hawk—. Espera a ver a Adamant en acción, Isobel, acabarás creyendo.

—Todo acabará en lágrimas —sentenció Fisher.

Habían recorrido la mitad de Lower Bridge Street, no lejos de donde empezaba High Steppes, cuando Hawk notó de repente que todo se había quedado muy quieto. Le había llevado un rato darse cuenta, absorto como iba en sus cavilaciones sobre la posibilidad de trabajar con un candidato de la Reforma, de modo que la quietud lo sorprendió aún más cuando finalmente atrajo su atención. Los puestos bordeaban las calles, como de costumbre, pero la multitud apenas producía un murmullo. Los vendedores estaban en silencio junto a sus puestos esperando que los clientes se acercasen, en lugar de atraerlos con sus vocingleros pregones habituales que el aire repetía hasta la saciedad. La multitud circulaba entre los puestos con la cabeza gacha y los ojos bajos. Nadie discutía los precios ni intentaba intimidar a los vendedores o regatear con ellos. Y lo más extraño y turbador era que nadie se paraba a hablar con los demás. Se limitaban a recorrer los tenderetes, hablando sólo cuando era necesario, en voz lo más baja posible como si les preocupara hacerlo todo como es debido. Hawk se detuvo y Fisher lo hizo a su lado.

—Sí —dijo Fisher—. Yo también lo he notado. ¿Qué diablos pasa? He estado en funerales más animados.

Hawk gruñó, mientras su mano acariciaba inquieta el mango del hacha que llevaba colgada de la cadera. Cuanto más estudiada el panorama que tenía ante sus ojos, más le inquietaba. No había oradores en las esquinas, ni pregoneros, y las escasas pancartas y carteles que se veían los agitaba tristemente la brisa mientras la multitud parecía ignorarlos. Debería haber habido magos callejeros y afiladores y caldereros ambulantes, y toda la fauna de vagabundos y desharrapados que suelen atraer los mercados al aire libre. Pero sólo estaba la multitud, callada y pasiva, que circulaba sin prisas entre los tenderetes. Hawk miró la estrecha calle arriba y abajo y a su alrededor los ventanucos vacíos le devolvieron la mirada como los ojos en blanco de un idiota.

—Aquí ha pasado algo —dijo Fisher—, algo malo.

—No puede ser tan malo —dijo Hawk—. Hubiéramos oído algo. En Haven las noticias vuelan, sobre todo las malas.

Fisher se encogió de hombros.

—A pesar de todo, algo anda mal, muy mal.

Hawk asintió lentamente, dándole la razón. Reanudaron su camino calle abajo, los capotes echados hacia atrás para dejar libre el brazo que manejaba la espada. La multitud les abría paso apartando la mirada para no tropezar con la de los Guardias. Sus movimientos eran lentos y torpes, y extrañamente sincronizados, como si en la calle todos se movieran al mismo paso. A Hawk se le empezaron a erizar los pelos de la nuca. Echó una mirada en derredor y sintió un súbito alivio al ver una cara familiar.

Tom el Largo era una figura habitual en Lower Bridge Street. Otros tenderetes aparecían y desaparecían, pero el suyo siempre estaba allí, vendiendo los mejores cuchillos que pudiera desearse. Vendía de todo, desde un cuchillo de cocina hasta dagas de calidad probada para batirse en duelo, pero sobre todo se especializaba en cuchillos militares en todas sus variantes. Tom el Largo había perdido las dos piernas en el ejército, y ahora caminaba sobre dos pesadas piernas de madera que añadían no menos de veinte centímetros a su estatura anterior. Tom siempre sabía lo que estaba pasando.

Hawk se aproximó a su puesto con un saludo familiar en los labios, pero las palabras murieron en su boca cuando Tom alzó la cabeza para responder a su mirada. Por un momento, Hawk pensó que alguien se había hecho cargo del puesto hasta que reconoció el tamaño y la forma del rostro que tenía ante sí, aunque había algo que no encajaba. Los ojos de Tom el Largo habían sido siempre de un calmado y apacible color azul, pero ahora eran oscuros y penetrantes. En su boca se dibujaba una sonrisa amarga y extraña. Hasta su porte era diferente, como si su peso y su figura hubiesen cambiado drásticamente de la noche a la mañana. Eran pequeñas diferencias, y tal vez le habrían pasado desapercibidas a un extraño, pero Hawk no se dejó engañar. Saludó a Tom con un gesto desenfadado y se apartó sin decir nada.

—¿Qué pasó? —preguntó Fisher.

—¿No le notaste nada raro? —replicó Hawk, mirando discretamente a su alrededor.

Fisher frunció el ceño.

—Parecía un poco ausente, pero ¿y qué? Puede que también él tenga un día endemoniado.

—Es más que eso —dijo Hawk—. Mira a tu alrededor. Mira esas caras.

Los dos Guardias avanzaron lentamente entre la callada multitud y Fisher sintió que la invadía una extraña sensación de irrealidad al comprender lo que quería decir Hawk. Dondequiera que mirase veía ojos extraños en caras desconocidas. Todos tenían los mismos ojos oscuros y penetrantes, la misma sonrisa amarga. Incluso se movían al mismo ritmo, como movidos por una misma canción silenciosa. Era como una pesadilla de la infancia en la que los amigos y las caras de todos los días se hubieran convertido de repente en seres extraños, fríos y amenazadores. Hawk metió subrepticiamente la mano dentro de su camisa y tocó el amuleto de hueso que colgaba de un cordón de plata alrededor de su cuello. Era un simple amuleto, una pieza estándar que todos los Guardias debían llevar. Detectaba la presencia de magia y podía conducir hasta el responsable. Tenía un alcance limitado, pero nunca se equivocaba. Hawk cerró la mano en torno al hueso tallado y sintió que vibraba intensamente, como un gong. Blasfemó para sus adentros y apartó la mano. Ahora sabía por qué todos tenían la misma mirada.

—Todos están poseídos —dijo en voz baja.

—Ah, estupendo —dijo Fisher—. ¿Sabes algo de exorcismos?

—Nada.

—Fantástico.

Habían hablado en voz muy baja, apenas algo más que un murmullo, pero daba la impresión de que la multitud empezaba a percibir que algo no iba bien. Las cabezas comenzaban a volverse hacia donde estaban los Guardias y la gente empezó a desplazarse en la misma dirección. Tom el Largo abandonó su tenderete con un cuchillo en cada mano. Hawk y Fisher empezaron a retroceder, pero para descubrir que tenían tanta gente por detrás como por delante. Fisher sacó su espada, pero Hawk le apoyó una mano en el brazo.

—No podemos usar nuestras armas, Isobel. Esta gente es inocente, simples víctimas del encantamiento.

—Muy bien, ¿qué hacemos entonces?

—¡No lo sé! ¡Estoy pensando!

—Pues piensa rápido porque cada vez están más cerca.

—Mira, no puede ser un demonio ni algo escapado de la calle de los Dioses. Nuestros amuletos nos habrían alertado hace tiempo si algún elemento poderoso anduviera suelto. No, tiene que ser obra de algún mago de fuera de la ciudad traído para amañar el voto en este distrito.

—Tenemos problemas Hawk. Nos han cerrado los dos extremos de la calle.

—No podemos luchar contra ellos, Isobel.

—Ya lo creo que podemos.

La multitud se cerró en torno a ellos. Todos los rostros lucían los mismos ojos oscuros, y todas las manos empuñaban alguna arma. Hawk sacó el hacha de mala gana mientras mentalmente buscaba una solución. El mago tenía que estar en un lugar próximo para poder controlar a tanta gente. Con la mano que le quedaba libre se aferró a su amuleto. La pieza de hueso tallado despedía un calor inquietante. Giró en círculo hasta que el amuleto despidió más calor. Hawk cambió de expresión. El amuleto había sido diseñado para detectar magos y para reaccionar contra sus encantamientos. Lo que tenía que hacer era seguir hacia donde el amuleto le indicara. Giró rápidamente hacia adelante y hacia atrás para confirmar la dirección y luego cargó contra la multitud, derribando a hombres y mujeres dándoles de plano con el hacha. Fisher lo seguía, pegada a su espalda.

La gente también los atacaba con cuchillos, porras y trozos de cristal. Hawk atajaba la mayor parte de los golpes, pero no podía pararlos todos. Siseó de dolor cuando un cuchillo le produjo una herida a la altura de las costillas, pero contuvo el impulso de devolver el golpe. Dondequiera que mirara veía la misma sonrisa aviesa, los mismos ojos oscuros y furiosos. Los poseídos descargaban sus golpes sobre Hawk y Fisher como las olas que rompen obstinadamente sobre una roca, una marea interminable de hombres y mujeres vacíos alimentados por una cólera ajena. Los cuchillos y las porras subían y bajaban y la sangre iba salpicando el aire tranquilo de la mañana.

Hawk apuró la marcha calle abajo, con el amuleto quemándole la mano y luego se lanzó hacia un callejón lateral, siempre seguido de Fisher, y derribó una pila de barriles que bloquearon la boca del callejón. Los Guardias se apoyaron contra una fría pared de ladrillos, tratando de recuperar el aliento. Hawk se limpió el sudor y la sangre de la cara con mano temblorosa. Al mirar a Fisher hizo un gesto de contrariedad advirtiendo los cortes y magulladuras que le habían hecho en su corta carrera calle abajo.

—Espero que sigas pensando —dijo Fisher con voz firme y tranquila—. Los barriles no los detendrán mucho tiempo.

—El mago está por aquí cerca —dijo Hawk—. Tiene que estar cerca porque el amuleto está tan caliente que casi me hace un agujero en la mano.

Un ruido chirriante llegó desde el extremo del callejón donde los hombres vacíos trataban de apartar los barriles caídos. La luz arrancaba destellos de los cuchillos y los trozos de cristal. Hawk miró rápidamente a su alrededor y vio que había una puerta a su derecha tan disimulada en el muro que casi pasaba desapercibida. Probó el picaporte, pero no cedió. Miró fugazmente a Fisher.

—Voy a entrar. Trata de detenerlos todo el tiempo que puedas.

—Claro, Hawk; es posible que tenga que matar a alguno.

—Haz lo que debas —respondió Hawk—. Limítate a defender la puerta, sea como sea.

Fisher avanzó para bloquear el callejón y Hawk descargó su hacha contra la puerta. La hoja se clavó a fondo en la madera podrida y tuvo que emplearse a conciencia para liberarla. Podía oír los pies que se arrastraban en su dirección y el ruido sordo del acero al cortar la carne, pero no miró atrás. Volvió a golpear con su hacha una y otra vez, descargando sobre la terca puerta toda su ira y su frustración. Por fin se derrumbó y él se abrió paso entre los bordes astillados y entró en el oscuro pasillo que había detrás. Una débil luz se derramó a través de la puerta rota, pero pronto se desvaneció y sólo quedó la oscuridad impenetrable.

Hawk se apartó rápidamente de la puerta. La luz lo convertía en un blanco fácil. Se agazapó en la oscuridad y esperó con impaciencia a que sus ojos se adaptasen a la penumbra. Todavía podía oír el ruido de la lucha en el callejón y cerró las manos con fuerza sobre el mango de su hacha. Trató de concentrarse en aquel pasillo y se esforzó por oír algún sonido a su alrededor, pero sólo había oscuridad y silencio. A Hawk nunca le había gustado la oscuridad. Le sudaban las manos y las secó contra sus pantalones. Lentamente, de las sombras que lo rodeaban fueron surgiendo un vestíbulo y una escalera. Hawk avanzó, un paso tras otro, alerta a cualquier señal que pudiera indicar una trampa. En las sombras no se movía nada y poco a poco la escalera empezó a estar más cerca.

Acababa de llegar al pie de la misma cuando oyó pasos arriba, en el rellano. Hawk se afirmó en su puesto mientras cuatro hombres armados bajaban hacia él. Blandió su hacha en actitud amenazadora, pero ninguno de ellos reaccionó. No podía ver sus rostros con tan escasa luz, pero estaba seguro de que tenían los mismos ojos oscuros y la misma sonrisa aviesa. Hawk vaciló un momento, atormentado por la indecisión. Todos ellos eran hombres inocentes, víctimas de la voluntad del mago. Pero no podía dejar que lo detuvieran. Se pasó la lengua por los labios resecos y les salió al encuentro.

El primer hombre lanzó una furiosa estocada a la garganta de Hawk. Este la esquivó agachándose y descargó su hacha contra el vientre del atacante. La fuerza del golpe hizo que el hombre cayera contra la barandilla. Hawk liberó su hacha de un tirón y por la horrible herida que dejó se escurrieron sangre y tripas. La herida no detuvo al hombre poseído y volvió a lanzar su espada contra Hawk, que paró el golpe y hundió su hacha profundamente en la garganta del otro cortándole la cabeza. El cuerpo descabezado cayó hacia atrás tratando todavía de mover su espada, mientras Hawk lo hacía a un lado y se lanzaba contra los otros tres que ya se abalanzaban escaleras abajo contra él.

Hubo un entrechocar de acero y la sangre saltó por el aire. A pesar de su tozudez antinatural, los hombres vacíos no eran buenos luchadores. Hawk paró la mayor parte de los golpes y con su hacha cortó a diestra y siniestra sin piedad. Pero seguían avanzando, vertiendo sangre, insensibles e imparables por espantosas heridas. Hasta la mutilada figura que yacía al pie de las escaleras, detrás de Hawk, trataba de aferrarse a sus tobillos para detenerlo. Hawk blandió su hacha con ambas manos. Él también sangraba por una docena de heridas de menor importancia. La misma fuerza de su ataque abrió una momentánea brecha que aprovechó para lanzarse hacia delante, y apartando a los hombres vacíos, llegó al rellano. Hizo una breve pausa para recobrar el aliento. Por encima del sonido de su propia respiración agitada podía oír a los hombres vacíos que venían a por él. Por los resquicios de una puerta cerrada al extremo del vestíbulo se filtraba luz. Hawk corrió hacia allí con los hombres vacíos pisándole los talones.

Golpeó contra la puerta sin reducir la marcha y la abrió de golpe. Unas luces extrañas bailaban y relumbraban dentro de la habitación y Hawk vaciló cuando el súbito resplandor hirió sus pupilas. Un pentáculo burdamente dibujado cubría el desnudo suelo de madera y las líneas de tiza azul despedían una luz intensa, brillante. Dentro del pentáculo había un hombre alto, larguirucho, envuelto en una andrajosa capa gris. Se volvió sorprendido al oír la ruidosa entrada de Hawk, y Hawk descubrió en su cara los ojos oscuros y la mirada aviesa que ya empezaban a serle familiares. Avanzó decidido, mientras su amuleto despedía un calor abrasador.

El mago hizo un gesto con una mano y de repente las líneas del pentáculo se hicieron más brillantes. Hawk tropezó con una pared que no podía ver y retrocedió vacilante. Un brazo le rodeó la garganta por detrás cortándole la respiración. Hawk se inclinó doblándose hacia delante y arrojó al hombre vacío por encima de su hombro. Éste dio contra la barrera invisible y se deslizó hacia el suelo momentáneamente aturdido. Hawk oyó nuevos pasos a su espalda, en el rellano. Lanzó un juramento y golpeó la barrera con el puño, sin resultado. Descargó su hacha contra ella y la atravesó sin problema. Hawk hizo una mueca salvaje. El frío acero era la defensa más antigua contra la magia, y seguía siendo la mejor. Levantó su hacha y la arrojó contra el mago.

El hacha atravesó la barrera como si no existiese. El mago saltó hacia un lado y el hacha le pasó rozando, pero una de sus manos cruzó inadvertidamente una de las líneas del pentáculo y la brillante luz azul se extinguió de repente. Hubo un ruido de cuerpos que se desplomaban detrás de Hawk, y el hombre vacío que había a sus pies dejó de luchar por levantarse. El mago se puso de pie. Hawk extrajo un cuchillo de su bota dispuesto a lanzarse contra él, pero el mago se dio la vuelta y corrió hacia un espejo apoyado contra la pared del fondo de la habitación.

Hawk sintió un repentino desasosiego y corrió tras él. El mago se arrojó contra el espejo y desapareció en su interior. Hawk se paró en seco y permaneció de pie ante el espejo, mirando a su propia figura reflejada en él. Vacilante, estiró una mano y tocó el espejo con los dedos. El cristal era frío y duro. Buscó su hacha e hizo trizas el espejo, por si acaso.

En el callejón le esperaba Fisher sentada en uno de los barriles, limpiando su espada. Tenía sangre en la cara y en la ropa, suya en parte. Levantó la mirada con expresión cansada cuando Hawk salió de la casa, pero aún tuvo ánimos para dirigirle una sonrisa. Había cuerpos sembrados a lo largo del callejón. Hawk suspiró y apartó la mirada.

—Diecisiete —dijo Fisher—, los conté.

—¿Qué pasó con los demás?

—Se detuvieron cuando mataste al mago y huyeron. —Vio la expresión de su cara e hizo un gesto de contrariedad—. ¿No murió?

—Por desgracia, no. Consiguió huir.

Fisher miró hacia la entrada del callejón.

—Entonces, ¿todo esto para nada?

—Vamos, nena, no está tan mal. —Se sentó en un barril a su lado y ella se apoyó exhausta contra él que rodeó sus hombros con un brazo—. Está bien, se escapó, pero cuando hayamos corrido la voz no podrá volver a usar este truco en muchos años.

—De todos modos, ¿qué sentido tenía?

—Es sencillo. Se trata de poseer a un grupo de gente, tantas personas como era capaz de controlar. Un mago de primera clase puede manejar con facilidad a mil personas o más siempre y cuando no les pida que hagan mucho. Al empezar las votaciones, van todos y votan por el hombre para el que trabaja el mago y después los mata para que no puedan hablar más de la cuenta. El cerebro de la operación resulta elegido concejal y no queda nadie que pueda acusarlo de fraude. No te lo tomes tan mal. Puede que hayamos matado a unos cuantos hoy, pero hemos salvado a muchos más.

—Sí —dijo Fisher—. Seguro que sí.

—Vamos —dijo Hawk—. Apenas si tenemos tiempo para un rápido conjuro de curación antes de reunimos con Adamant.

Se pusieron de pie y salieron del callejón. Las moscas empezaban a amontonarse sobre los cadáveres.

High Steppes no era la peor zona de Haven. Ese dudoso honor le correspondía al Devil's Hook, las barriadas llenas de fétidos tugurios y callejones que bordeaban los muelles. El Hook era el exponente de la pobreza más abyecta y de la codicia y la explotación más despiadadas. Algunos decían que era el lugar adonde iban a morir las ratas porque allí se sentían como en su casa. Los que vivían en High Steppes tenían al Hook muy presente. Les consolaba saber que había al menos un lugar en Haven donde la gente estaba peor que ellos.

Hubo un tiempo en que High Steppes era una zona bastante respetable, pero de eso hacía mucho. Los únicos vestigios de aquella época eran unas cuantas estatuas deterioradas por el tiempo, unos baños públicos cerrados por razones higiénicas y algunas calles de nombres estrafalarios. Las antiguas mansiones familiares se habían dividido en habitaciones y apartamentos y las calles largas, dispuestas en terrazas, estaban deterioradas por la falta de atención y de mantenimiento. Depredadores de toda laya recorrían las calles día y noche. Algunas casas comerciales de segundo orden se habían trasladado a los alrededores, atraídas por los precios bajos de la propiedad, pero hasta el momento sus esfuerzos por mejorar la zona habían sido inútiles. Como sucedía con muchas otras cosas en Haven, había demasiados intereses creados a los que convenía que las cosas siguieran como estaban. En lo político, High Steppes había sido siempre una zona neutral, por no decir sin interés. Los conservadores ganaban las elecciones porque pagaban el mayor porcentaje de los sobornos y porque era peligroso votar contra ellos.

James Adamant podría ser el hombre llamado a cambiar todo eso. Había nacido en una familia de la pequeña aristocracia que se había arruinado cuando él no era más que un niño. Los Adamant habían conseguido rehacerse gracias al comercio, pero eso les había granjeado el desdén de la nobleza que no les perdonaba que se hubieran rebajado a ser comerciantes. El padre de Adamant había muerto joven, según algunos porque tenía un corazón débil; de vergüenza, según otros. Todo esto, unido a la experiencia directa de lo que significa realmente ser pobre, había dado a James Adamant una percepción de las cosas que no era común entre los de su categoría. Al llegar a la mayoría de edad había descubierto la política y, en especial, la Reforma, y allí había encontrado su sitio. Ahora se presentaba para el escaño de High Steppes. Era su primera elección como candidato. No tenía la menor intención de perder.

James Adamant era un hombre alto, fuerte, al borde de los treinta años. Vestía bien, pero sin estridencias, prefiriendo los colores sobrios. Llevaba el pelo lo bastante largo como para ir a la moda, pero no tanto que le estorbara la vista. Casi siempre daba la impresión de ir despeinado, incluso cuando acababa de peinarse. Poseía rasgos decididamente patricios y una sonrisa ancha y fácil que le ganaba amigos. Se requería cierto tiempo para reparar en que detrás de su sonrisa había una mirada fría y firme acentuada por su barbilla obstinada. Pese a ser un político, Adamant era un romántico y un idealista, pero en el fondo se advertía en él una determinación implacable. Le había servido de mucho en el pasado y sin duda volvería a servirle en el futuro. Adamant valoraba demasiado sus sueños como para arriesgarse a perderlos por debilidad o por concesiones.

Su asesor político, Stefan Medley, era lo opuesto a él en casi todos los sentidos. Medley era de estatura y peso medianos, su rostro no tenía ningún rasgo destacable como no fueran su brillante pelo rojo y sus penetrantes ojos verdes a los que no se les escapaba nada. Poseía una energía inagotable que lo mantenía activo de la mañana a la noche y, aunque estuviera quieto, daba la impresión de estar siempre a punto de saltar sobre un enemigo para morderle la yugular. Era algunos años mayor que Adamant y tenía mucha más experiencia política, ya que había pasado casi toda su vida adulta dedicado a esta actividad al servicio de uno u otro amo. Nunca se había presentado como candidato ni tenía intención de hacerlo. Era uno de esos hombres que trabajan entre bastidores. La única razón por la que trabajaba en política era que se le daba bien. No hacía suya ninguna causa; no tenía sueños ni ilusiones. Había trabajado a ambos lados de la barrera política y por eso era respetado en los dos bandos, pero en ambos desconfiaban de él.

Fue entonces cuando conoció a Adamant y descubrió que creía en ese hombre aunque no en su causa. Se hicieron amigos y con el tiempo llegaron a ser aliados. Cada uno encontraba en el otro lo que a él le faltaba. Trabajando juntos eran imparables y por eso la Reforma los había designado para luchar por el escaño más difícil. Adamant confiaba en Medley, a pesar de su pasado. Medley confiaba en Adamant precisamente por eso. Todo el mundo necesita algo en que creer, especialmente quienes no confían en sí mismos.

Adamant estaba sentado ante su escritorio, en su despacho, y Medley estaba frente a él, sobre el borde de una silla de respaldo recto. El despacho era amplio, cómodo y con muebles bien lustrados y tapizados. Algunos retratos y tapices de excelente factura añadían un toque de color a las paredes pandadas de madera oscura. El suelo estaba cubierto por pieles de animales de distintas especies, algunos de ellos de los Low Kingdoms. Había botellas con vino y brandy en un aparador y una selección de aperitivos fríos en bandejas de plata. A Adamant le gustaban las comodidades, posiblemente porque había tenido que prescindir de ellas durante su infancia. Miró las cuentas que tenía ante sí —las últimas de una larga lista— y suspiró largamente. No le gustaba pagar sobornos.

Reunió todas las órdenes de pago y se las entregó a Medley, que las guardó en su cartera sin mirarlas siquiera.

—¿Necesitas algo más, Stefan? —preguntó Adamant estirándose lentamente—. Si no, voy a tomarme un tentempié. En toda la mañana no he hecho otra cosa que ocuparme del papeleo.

—Creo que ya está todo —dijo Medley—. Realmente tendrías que adoptar una actitud más positiva ante el papeleo, James. La atención a los detalles es lo que permite ganar las elecciones.

—Puede que sí. Pero la verdad es que me siento mejor cuando andamos por las calles haciendo campaña. A ti se te da bien el papeleo, pero a mí se me da mejor la gente. Además, mientras estoy aquí sentado no puedo evitar pensar que Hardcastle está trabajando duro para ponernos zancadillas y trampas en las que hacernos caer.

—Ya te lo he dicho antes, James: déjame a mí ese tipo de cosas. Tú estás totalmente protegido; Mortice y yo nos hemos ocupado de ello.

Adamant asintió con expresión pensativa, sin escuchar realmente.

—¿Cuánto tiempo nos queda antes de que empiece a llegar mi gente?

—Una hora más o menos.

—Quizá debería pulir un poco más mi discurso.

—Olvídate del discurso. No necesita que lo pulan más. Ya lo hemos reescrito hasta la saciedad y lo hemos ensayado tanto que nos sale por las orejas. Limítate a pronunciar las palabras, a mover los brazos de la manera adecuada y a sonreír cada dos líneas. El discurso hará el resto. Es un buen discurso, James, uno de los mejores que hemos escrito y cumplirá su función.

Adamant cruzó las manos y se quedó un buen rato mirándose los dedos, pensativo antes de volver la mirada hacia Medley.

—Todavía sigue preocupándome la cantidad de dinero que dedicamos a sobornos y a... gratificaciones, Stefan. No puedo creer que realmente sea necesario. Hardcastle es un animal y un delincuente y todo el mundo lo sabe. Nadie en su sano juicio le votaría.

—No es tan sencillo, James. Hardcastle siempre se las ha ingeniado muy bien para mantener el statu quo, y eso es todo lo que hacen los conservadores. Están muy satisfechos de él y la mayoría de los conservadores votan lo que les mandan sus superiores, independientemente del nombre que vaya en la papeleta. Hardcastle también insiste mucho en la ley y el orden y se opone violentamente a los Gremios, lo cual le ha ganado muchos amigos entre los comerciantes. Además, están siempre los que prefieren lo malo conocido a lo bueno por conocer. De todos modos, queda mucha gente sin contabilizar, pero para convencerlos de que voten por nosotros tenemos que tener las manos libres, lo cual implica untar donde sea necesario.

—Pero ¡siete mil quinientos ducados! Casi podría montar un pequeño ejército con esa cantidad.

—Tal vez tuvieras que hacerlo si yo no acudiera a la gente necesaria. Hay que pagar a los magos para que no interfieran. Hay funcionarios de la Guardia a los que untar para que nos envíen la protección a la que tenemos derecho. Y además están las donaciones a la calle de los Dioses, a los Gremios... ¿Es necesario que continúe? Sé muy bien lo que hago, James. Tú preocúpate por tus ideales y déjame a mí la política.

Adamant fijó en él una mirada penetrante.

—Si algo se hace en mi nombre, quiero estar enterado de ello. De todo. Por ejemplo, contratar mercenarios para protección. Aparentemente tenemos treinta y siete hombres trabajando para nosotros. ¿Realmente no podemos hacer nada mejor? En las últimas elecciones Hardcastle tenía más de cuatrocientos mercenarios trabajando para él.

—Sí, es cierto; ahora hay escasez de mercenarios en el mercado, parece ser que se está preparando una gran guerra en los países del Norte, y las guerras rinden más que la política. La mayoría de los que se quedaron tenían contratos de larga duración con los conservadores. Tuvimos suerte de encontrar treinta y siete hombres.

Adamant miró a Medley con dureza.

—Tengo la sensación de que ya conozco la respuesta a esto, pero ¿por qué no estaban contratados estos treinta y siete hombres?

Medley se encogió de hombros con expresión resignada.

—Nadie los quería...

Adamant suspiró y apartó su silla del escritorio.

—Es fantástico. Realmente fantástico. ¿Qué más puede salir mal?

Medley metió los dedos debajo de su cuello para aflojarlo.

—¿Es idea mía o aquí empieza a hacer calor?

Adamant empezó a contestar, pero se detuvo al ver que su asesor fijaba la vista detrás de él. Adamant se volvió en redondo y vio que la gran ventana del estudio estaba totalmente empañada y que la condensación iba formando un dibujo sobre el cristal. Mientras observaba fue apareciendo un rostro duro de mirada penetrante y sonrisa aviesa. Una voz gruesa y ahogada se introdujo en sus mentes como un gusano por el cieno húmedo.

Conozco vuestros nombres y están escritos con sangre sobre carne fría. Voy a romperos los huesos y a beber vuestra sangre hasta que ya no quede vida en vosotros.

La voz se desvaneció. Las cuencas de los ojos se fueron agrandando hasta que la cara desapareció y el aire volvió a ser fresco.

Adamant le dio la espalda.

—Repugnante —dijo secamente—. ¿No se suponía que las defensas de Mortice debían protegernos de cosas como éstas?

—Fue apenas una ilusión —se apresuró a decir Medley—, de muy poca potencia. Probablemente se introdujo furtivamente por los bordes. Créeme, nada peligroso puede alcanzarnos estando aquí. Simplemente, están tratando de asustarnos.

—Y por la expresión de vuestras caras se diría que lo consiguen —dijo Dannielle Adamant, que entraba en el estudio en ese momento. Adamant se levantó y saludó efusivamente a su esposa. Medley inclinó cortésmente la cabeza y desvió la mirada. Adamant cogió las manos de su esposa.

—Hola, Danny; no esperaba verte durante un buen rato.

—Tuve que desistir de hacer compras, querido. Las calles están imposibles a pesar de esos hombres tan agradables que me proporcionaste para abrirme camino. Ah, dicho sea de paso, uno de ellos está enfurruñado y todo porque dejó caer unos cuantos paquetes y me enfadé con él. No sabía yo que los guardaespaldas eran tan sensibles. De todos modos, las multitudes son un engorro, por eso volví tan pronto a casa. High Steppes debe de estar a punto de desbordarse. Nunca vi tanta gente a la luz del día.

—Ya sé que no te gusta la zona —dijo Adamant—, pero es políticamente necesario que vivamos en la zona que pretendo representar.

—Lo entiendo, querido. Realmente lo entiendo.

Se dejó caer en la butaca más cómoda e hizo un gesto agradable a Medley. Cuando Adamant no estaba presente, realmente no se llevaban muy bien. Esto no tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta que James Adamant era todo lo que tenían en común.

Dannielle provenía de una familia muy reconocida, y antes de conocer a Adamant nunca había pensado siquiera en la política. Votaba a los conservadores porque su padre siempre lo había hecho. Adamant le había abierto los ojos a muchas injusticias, pero al igual que Medley, ella estaba más interesada en el hombre que en su política. Sin embargo, su fuerte vena competitiva la hacía intervenir en las campañas con tanto entusiasmo como su marido, aunque la mayor parte de su familia ya no le hablaba.

Dannielle tenía apenas veintiún años, era esbelta y de buen porte y tenía un cuello largo que la hacía parecer más alta. Vestía a la última moda y llevaba la ropa con estilo aunque tenía sus reservas con respecto al polisón. Se la veía encantadora con el vestido de noche azul, largo hasta los tobillos, y lo sabía. Le gustaba sobre todo la forma en que destacaba sus blancos hombros empolvados y su corto cabello negro.

Su cara era muy conocida en todo Haven porque había sido inmortalizada por varios de los pintores más destacados. Tenía un rostro delicado, en forma de corazón, con pómulos altos y ojos oscuros en los que uno podía hundirse. Cuando sonreía, el destinatario de su sonrisa sabía que iba dirigida a él, y sólo a él. James Adamant pensaba que era la mujer más hermosa que había visto jamás. No era el único que lo pensaba. Los miembros más jóvenes de la aristocracia habían considerado a Dannielle como algo suyo desde su entrada en sociedad. Cuando se casó con Adamant, varias espadas jóvenes de la nobleza juraron vengarse de él por habérsela robado. Se calmaron bastante después de que Adamant matara a tres de ellos en otros tantos duelos.

—Entonces —dijo Dannielle sonriendo ampliamente—, ¿cómo van las cosas, querido? ¿Habéis terminado Stefan y tú de hablar de negocios?

—Por el momento —dijo Adamant recostándose en su sillón—. Últimamente no te he dedicado mucho tiempo, ¿verdad, querida? Lo siento, Danny, pero en estos últimos días esto se ha convertido en un manicomio. Sin embargo, falta cerca de una hora para el gran discurso. Es mejor que descanses un poco mientras puedas, amor. Después del discurso tenemos que salir a la calle a estrechar manos y besar niños. O al revés, no sé.

—Eso puede esperar —dijo Dannielle—. Ahora mismo tu amigo Mortice quiere decirte algo.

Adamant miró a Medley.

—¿Te has dado cuenta de que cuando Mortice hace algo irritante siempre es mi amigo?

Medley asintió solemnemente.

Market Faire tenía mala fama, incluso dentro del Northside, lo que ya es decir. Teniendo dinero, se podía comprar allí cualquier cosa, desde una maldición hasta un asesinato. Se podía hacer una apuesta o adquirir una droga rara, elegir una pareja para pasar la noche o disponer un desgraciado incendio para un competidor molesto. Los jueces vivían en el Faire y los miembros más destacados de la Guardia, junto con los criminales, los nigromantes y los anarquistas. El Faire era un lugar de encuentro; un lugar para hacer tratos. Hawk no pudo evitar preguntarse si ése había sido el motivo por el cual Adamant había optado por situar el cuartel general de su campaña en Market Faire.

Él y Fisher avanzaban sin prisa por la calle principal y las multitudes se apartaban a su paso. Los dos Guardias saludaban con una cortés inclinación de cabeza a los conocidos, pero sus manos no se apartaban en ningún momento de sus armas. Market Faire era una zona antigua, de aspecto bastante lamentable a pesar de su fachada de brillantes colores. Los muros de piedra estaban deteriorados y descoloridos por el paso del tiempo, las aceras llenas de grietas y por el olor que despedían se veía que las alcantarillas volvían a estar atascadas. Sin embargo, todo es relativo. Al menos el Faire tenía alcantarillado. En medio de las bulliciosas multitudes abundaban los matones que circulaban con los pulgares enganchados en los cintos de sus espadas, la mirada alerta a cualquier cosa que pudiera sonar como un insulto. Ninguno de ellos era tan tonto como para mirar fijamente a Hawk y Fisher.

La casa de Adamant estaba en medio de la calle principal, protegida por altos muros de piedra e imponentes verjas de hierro. Las puertas estaban rematadas con aguzadas lanzas y los muros con trozos de cristales. Dos hombres armados vestidos con cota de malla montaban guardia junto a las puertas. El más joven de ellos se adelantó para bloquear el paso a Hawk y Fisher cuando se aproximaron a las puertas. Hawk le sonrió abiertamente.

—Capitanes Hawk y Fisher, Guardia de la ciudad. Venimos a ver a James Adamant. Nos espera.

El joven guardia no respondió a su sonrisa.

—Cualquiera puede decir que es Capitán de la Guardia. ¿Puedo ver su identificación?

—Usted es nuevo en la ciudad, ¿verdad? —preguntó la Capitán Fisher.

Hawk levantó su mano izquierda para mostrar el torques de plata de Capitán que llevaba en la muñeca.

—El hombre está haciendo su trabajo, Isobel.

—Las cosas están un poco revueltas por aquí últimamente —dijo el mayor de los dos guardias—. Yo los conozco, Capitán Hawk, Capitán Fisher. Me alegro de tenerlos aquí. Adamant va a necesitar protección hasta que terminen estas elecciones.

El más joven resopló desdeñosamente.

—Son ustedes mucho más viejos de lo que yo pensaba. ¿De verdad son tan buenos como dicen?

La espada de Fisher apareció de pronto en su mano y en medio latido su punta estaba directamente ante el ojo izquierdo del joven guardia.

—No —replicó sin inmutarse—. Somos mejores.

Dio un paso atrás y envainó su espada en un solo y fluido movimiento. El guardia joven tragó saliva mientras el otro abría la verja sonriendo. Hawk agradeció con una inclinación de cabeza y él y Fisher entraron en la finca de Adamant.

—Presumiendo, ¿eh? —dijo Hawk en voz baja, y Fisher le respondió con una mueca.

La verja se cerró detrás de ellos con un ruido sordo. La casa situada al final del sendero de grava era una mansión tradicional de dos plantas, con ventanas ojivales y un porche delantero lo suficientemente amplio como para albergar a un pequeño ejército. En cualquier otro lugar del Steppes, un lugar como éste habría alojado a una familia en cada habitación. La fachada principal de la casa estaba en su mayor parte cubierta de hiedra. Su espesor parecía indicar que era lo único que mantenía en pie la antigua pared de ladrillos. Había una chimenea de cuatro tubos, todos ellos humeantes en un extremo del tejado. Hawk echó una mirada desolada a su alrededor mientras él y Fisher avanzaban hacia la casa. Las amplias praderas de césped estaban secas y descoloridas y no había una sola flor. El aire olía mal y era opresivo. El único árbol que había era oscuro y retorcido y sus ramas estaban desnudas. Daba la impresión de que había sido envenenado y luego partido por un rayo.

—Esto es un basurero —sentenció Fisher categóricamente—. ¿Estás seguro de que no nos hemos equivocado de lugar?

—Sí, por desgracia —Hawk olfateó el aire con desconfianza—. Aquí no se ha cultivado nada durante años. Bueno, no a todo el mundo le gusta la jardinería.

Recorrieron en silencio el resto del camino. Hawk trató de identificar algún sonido que no fuera el de sus propias pisadas y las de Fisher sobre el sendero de grava, pero todo estaba extrañamente callado. Cuando por fin llegaron a la puerta principal, Hawk se sentía totalmente trastornado. Como mínimo tendrían que haberse oído los ruidos procedentes de la multitud, el bullicio cotidiano de una ciudad que trabaja y se mueve. Sin embargo, la casa de Adamant y los terrenos circundantes se veían desolados y quietos en su propio pozo de silencio.

La puerta tenía un pesado llamador de bronce con forma de cabeza de león y una argolla de bronce en las fauces. Hawk llamó dos veces despertando sonoros ecos y a continuación soltó presuroso la argolla de bronce. Tenía la descorazonadora sensación de que la cabeza de león lo estaba mirando.

—Sí —dijo Fisher en voz baja—. Yo siento lo mismo. Este lugar me crispa, Hawk.

—Los hemos visto peores. De todos modos, no se puede juzgar a un hombre por el lugar donde vive, aunque tenga un cementerio por jardín.

Guardaron silencio cuando la enorme puerta se abrió moviéndose sin ruido sobre sus contrapesos. El hombre que apareció de pie en la entrada era alto, de hombros anchos e iba impecablemente vestido con el atuendo formal y levemente anticuado que lo identificaba de inmediato como un mayordomo. Parecía tener algo más de cincuenta años y su expresión era altanera. Estaba calvo y unos ridículos mechones de pelo gris le caían sobre las orejas. Su actitud era sumamente correcta y su mirada decía que ya lo había visto todo y que, por lo tanto, nada le impresionaba. Hizo una reverencia muy cortés a Hawk y, tras un momento de vacilación, también a Fisher.

—Buenos días, señor y señora. Soy Villiers, el mayordomo del señor Adamant. Si son ustedes tan amables de seguirme, el señor Adamant les está esperando.

Retrocedió dos pasos y esperó a que Hawk y Fisher entraran en la casa. Cerró la puerta con parsimonia y Hawk y Fisher aprovecharon la ocasión para echar una rápida mirada por el vestíbulo. Era cómodo y espacioso y no resultaba sobrecargado, y a la luz de las lámparas las paredes forradas de madera emitían un tenue brillo. A Hawk le parecieron bien las lámparas. Había visto muchos vestíbulos excesivamente grandes y mal iluminados, como si tener que forzar la vista estuviera de moda. Se dio cuenta de que Villiers esperaba educadamente a su lado y se volvió sin prisa dándole la cara.

—Villiers —dijo—, está usted pisando mi sombra y por lo general no me gusta tener a la gente tan cerca.

—Lo siento, señor. Sólo me preguntaba si usted y su... compañera querrían quitarse los capotes. Es la costumbre.

—No lo creo —respondió Hawk—. A lo mejor más tarde.

Villiers hizo una levísima inclinación de cabeza. Su rostro impasible reflejaba su convencimiento de que ellos eran muy dueños, aunque estaban equivocados. Los condujo a través del vestíbulo sin mirar si lo seguían hasta que desembocaron en una biblioteca amplia y acogedora. Las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías con libros y los lomos encuadernados en cuero emitían bajo la luz un brillo aterciopelado. Había una butaca que parecía cómoda y de la que Fisher se apropió de inmediato, estirando las piernas cuanto pudo. Villiers se aclaró la garganta cortésmente.

—Si son ustedes tan amables de esperar aquí, informaré al amo Adamant de su llegada.

Con otra calculada reverencia abandonó la biblioteca cerrando la puerta suave pero firmemente al salir.

—Nunca me han gustado los mayordomos —dijo Fisher—, suelen ser unos engreídos. Por lo general, son peores que sus amos —miró a la chimenea vacía y añadió—: ¿Me lo parece a mí o aquí hace un frío espantoso?

—Es posible que sea una sensación al venir del calor de fuera. Estos lugares grandes mantienen el frío.

Fisher asintió, mirando a su alrededor con aire ausente.

—¿Crees que realmente habrá leído todos estos libros?

—No es muy probable —respondió Hawk—. Tal vez los compró por metros. Hoy en día es muy elegante tener una biblioteca propia.

—¿Porqué?

—No me lo preguntes. Nunca he entendido eso de las modas.

Fisher lo miró inquisitiva.

—No es esto lo que esperabas, ¿verdad?

—No —dijo Hawk—. No lo es. Se supone que James Adamant es un hombre del pueblo, que representa a los pobres y a los oprimidos. Éste es el estilo de vida que siempre criticó en sus campañas. Una casa grande, un mayordomo, libros que jamás ha leído. Maldita sea, ni siquiera se molesta en cuidar el lugar adecuadamente.

—No me culpe —dijo Adamant—. Yo no elegí esta monstruosidad.

Hawk se volvió con rapidez y Fisher se puso de pie elegantemente cuando James Adamant entró en la biblioteca seguido de Dannielle y de Medley.

—Siento haberles hecho esperar —dijo Adamant—. Capitanes Hawk y Fisher, permítanme que les presente a mi esposa, Dannielle, y a mi asesor, Stefan Medley.

Hubo un nervioso intercambio de reverencias y apretones de manos. Dannielle extendió su mano para que Hawk la besara. Él lanzó una mirada rápida a Fisher y optó por estrechársela.

—Creo que todos estaremos mucho más cómodos en mi estudio —señaló Adamant con naturalidad—. Por aquí.

Los condujo de nuevo al vestíbulo y desde allí a su estudio, charlando cordialmente por el camino.

—Mis superiores insistieron en adoptar esta casa llena de corrientes de aire como cuartel general de la Reforma, y en un momento de debilidad accedí. No es nada adecuada, pero la idea es que tenemos que dar tan buena imagen como los conservadores para que los votantes nos tomen en serio. En lo que a mí respecta, creo que estas tonterías paniaguadas fueron las que estos últimos años minaron la credibilidad de la Reforma ante el electorado. Pero como soy un candidato muy novel, no me dejan decir mucho sobre estas cuestiones.

Medley trajo algunas sillas más y Dannielle se ocupó de que todos estuvieran cómodamente sentados y con un vaso de vino lleno hasta el borde en la mano.

—¿Qué le parece este lugar? —le preguntó Hawk cortésmente.

—Una antigualla maloliente. Huele a cloaca y los baños casi nunca funcionan.

—Su jardín tampoco es muy agradable —observó Fisher mientras Hawk ponía mala cara.

Dannielle y Adamant intercambiaron una mirada y en sus rostros se reflejó la preocupación.

—Tenemos enemigos, Capitán Fisher —dijo Adamant serenamente—. Enemigos que no vacilan en recurrir a la magia si se presenta la ocasión. Hace apenas tres días, teníamos un jardín espléndido. Buen césped, macizos de flores bien cuidados y un magnífico manzano. Y ahora todo ha desaparecido. No se puede plantar nada. Ni siquiera resulta seguro andar fuera del sendero. Hay cosas que se mueven sobre la tierra yerma. Creo que a veces salen de noche. Nadie las ha visto nunca, pero al llegar la mañana aparecen rasguños sobre la puerta y sobre los postigos que no estaban la noche anterior.

Durante un momento reinó un silencio helado.

—Está prohibido que los candidatos políticos utilicen la brujería en cualquiera de sus formas —dijo Hawk por fin—. Ni directa ni indirectamente. Si pueden probar que Hardcastle es responsable...

—No hay pruebas —dijo Dannielle—. Es demasiado listo para eso.

Se produjo otro silencio.

—Han llegado ustedes muy pronto —dijo Medley—. Apenas presenté mi solicitud esta mañana.

Hawk lo miró.

—¿Nos pidió a nosotros específicamente?

—Bueno, sí, James tiene muchos enemigos, y yo quería los mejores guardaespaldas que pudiera conseguir. Usted y su compañera tienen una reputación excelente, Capitán Hawk.

—Eso no siempre es suficiente —dijo Fisher—. La última vez que nos asignaron a la protección de un político, el hombre murió.

—Sabemos lo del concejal Blackstone —dijo Medley—. No fue culpa suya que muriera. Ustedes hicieron todo lo humanamente posible para protegerlo, y descubrieron a su asesino cuando cualquier otro Guardia se hubiera dado por vencido.

Hawk miró a Adamant:

—¿Le parece a usted bien este acuerdo, señor Adamant? Aún está a tiempo de encontrar a otra gente.

—Confío en mi asesor —respondió Adamant—. Cuando se trata de escoger gente para un puesto, su criterio es inobjetable. Stefan sabe de esas cosas. Así que si usted y su compañera van a pasar algún tiempo con nosotros, es mejor que les ponga al día sobre lo que está sucediendo en estas elecciones. ¿Qué necesitan saber, Capitán Hawk?

—Todo —respondió Hawk sin irse por las ramas—. Quiénes son sus enemigos, a qué clase de oposición va a enfrentarse. Todo lo que pueda orientarnos.

Dannielle se puso de pie.

—Si van a ponerse técnicos, creo que es mejor que vaya a ver cómo anda la cena.

—Pero, Danny, si prometiste que no volverías a molestar a la cocinera —dijo Adamant—. Odia tener a alguien mirando por encima de su hombro.

—Por lo bien que le pagamos puede soportar algunas críticas —repuso Dannielle con calma. Sonrió graciosamente a Hawk y a Fisher y salió de la habitación cerrando suavemente la puerta tras de sí.

—Pues bien —dijo Adamant reclinándose cómodamente en su butaca—. Bien mirado, hay sólo dos partidos: el Conservador y la Reforma. Pero también hay un puñado de partidos marginales y algunos independientes bien respaldados que sólo sirven para complicar las cosas. Están el Libre Comercio, la Hermandad del Acero, el de la Abolición de Impuestos sobre el Alcohol (conocido también como Partidarios de la Fiesta del Partido) y diversos grupos de presión como los Gremios y algunas de las religiones mejor organizadas.

—Los conservadores son la principal amenaza —dijo Medley—. Son los que tienen casi todo el dinero. Libre Comercio es sobre todo un partido de comerciantes. Hacen muchos discursos, pero tienen poco apoyo popular. La mayoría de ellos acaba dando su apoyo a los conservadores. Abolición del Impuesto sobre el Alcohol es el partido personal de lord Sinclair. El lo financia y lo dirige prácticamente sin ayuda. Siempre hay gente dispuesta a acompañarlo, aunque sólo sea porque les da de beber gratis. Es inofensivo, pero tiene esa idea fija. Los Gremios tienen buenas intenciones, pero están demasiado desorganizados como para constituir una verdadera amenaza para los conservadores, y lo saben. Por lo general, acaban trabajando codo con codo con la Reforma y de ellos proviene gran parte de nuestra financiación.

—¿Y la Hermandad del Acero? —preguntó Fisher—. Siempre creí que eran más místicos que políticos.

—Ambas cosas son prácticamente lo mismo en Haven —dijo Adamant—. Aquí, el poder y la religión siempre han marchado codo con codo. Por fortuna, la mayor parte de los Seres de la Calle de los Dioses se han mostrado más interesados en luchar unos con otros que en participar en la política cotidiana de gobernar Haven. Los Seres han sido siempre grandes para la lucha, pero durante los últimos años la Hermandad del Acero ha cambiado su estilo. Ya no están tan aislados como solían, sino que están mucho mejor organizados y últimamente una rama de militantes ha empezado a ejercitar el músculo político. Incluso presentan un candidato a estas elecciones. No va a ganar: todavía no tienen tanta fuerza, pero podrían ser un factor decisivo para que ganaran unos u otros.

Hawk frunció el ceño.

—¿Y a quién es más probable que apoyen?

—Buena pregunta —repuso Medley—. Conozco a muchos corredores de apuestas que pagarían lo indecible por esa respuesta. Yo no lo sé, Capitán Hawk. Por lo general, yo hubiera dicho que a los conservadores, pero la maldita vena mística de la Hermandad me confunde. No confío en los fanáticos. No hay forma de saber cómo saltarán cuando suba la presión.

—Está bien —dijo Hawk—. Ahora que tenemos las cosas claras...

—Las tendrás tú —musitó Fisher.

—... tal vez podría explicarnos qué es exactamente lo que se juega en estas elecciones. Mucha gente anda diciendo que la Reforma podría acabar dominando el Consejo, aunque los conservadores mantengan la mayoría de los escaños. No lo entiendo.

—En realidad, es muy sencillo —dijo Adamant, y a Hawk se le cayó el alma al suelo. Cada vez que alguien decía eso significaba que las cosas se iban a poner muy complicadas. Adamant juntó los dedos y se quedó mirándolos atentamente—. En el Consejo hay veintiún escaños que representan a los distintos distritos de Haven. Después de las últimas elecciones, la Reforma tenía cuatro escaños, los conservadores once y había seis escaños de independientes. Por esta razón, en la práctica los conservadores manejaban el Consejo a su antojo. Pero esta vez hay por lo menos tres escaños que podrían ir a parar a unos o a otros. Todo lo que la Reforma necesita es ganar un escaño extra y junto con los seis independientes podríamos arrancar a los conservadores el dominio del Consejo. De ahí que en estas elecciones se emplee todo tipo de tretas y se produzcan las luchas internas más sucias y descarnadas de la historia de Haven.

—Estupendo —dijo Fisher—. Precisamente lo que el pueblo necesita. Otra excusa para descontrolarse, para amotinarse en las calles y para prender fuego a lo que se le ocurra. ¿Cuánto tiempo va a durar esta locura?

—No mucho —dijo Medley sonriendo—. Una vez anunciados los resultados, habrá peleas y bailes generalizados en las calles seguidos por las tradicionales demostraciones de fuegos de artificio y el ajuste de cuentas pendientes por parte de los vencedores. Después de eso, Haven se sumirá en una calma chicha cuando todos se retiren para curar sus heridas, dormir un poco y superar la resaca. No exactamente en ese orden. ¿Queda todo claro?

—Casi todo —dijo Hawk—. ¿Qué estamos haciendo aquí?

Adamant miró a Medley y luego volvió a mirar a Hawk.

—Tenía entendido que ya se les había dicho. Usted y su compañera están aquí para ser mis guardaespaldas hasta que terminen las elecciones.

—No nos necesita para eso —replicó Hawk, terminante—. Tiene hombres armados a la puerta y tal vez algunos más distribuidos por la casa. Y si todavía cree que necesita un guardaespaldas profesional, hay muchas agencias en Haven que podrían proporcionarle uno. Pero usted pidió específicamente que viniéramos nosotros, a pesar de nuestros antecedentes. ¿Por qué nosotros, Adamant? ¿Qué podemos hacer por usted que no puedan hacer sus hombres?

Adamant se recostó en su butaca y por un momento dio la impresión de que parte de sus fuerzas lo abandonaban, pero pronto levantó los ojos y miró de frente a Hawk.

—Dos razones importantes, Capitán Hawk. En primer lugar, mi mujer y yo hemos sido amenazados de muerte. Amenazas muy desagradables. Por lo general no suelo preocuparme; en las elecciones siempre salen a la superficie todos los locos. Pero tengo razones para pensar que estas amenazas pueden ser auténticas. Ya hubo antes tres atentados contra mi vida, todos muy profesionales. Stefan me ha dicho que hay rumores de que los ataques fueron orquestados por el propio concejal Hardcastle.

»Además, parecer ser que tengo un traidor entre mi gente. Alguien ha estado filtrando información, información importante sobre mis idas y venidas y sobre mis medidas de seguridad. Esta persona también ha estado malversando fondos de mi campaña. Según las investigaciones de Stefan, lleva haciéndolo algunos meses; pequeñas cantidades al principio, pero que se han ido haciendo más grandes. Las pruebas que hemos podido reunir indican que el traidor tiene que ser alguien bastante próximo a mí: mis amigos, mis sirvientes, mis colaboradores en la campaña. Alguien en quien confiaba me ha traicionado. Quiero que ustedes sean mis guardaespaldas e identifiquen al traidor.

Del vestíbulo llegó el grito de una mujer. Hawk y Fisher se pusieron de pie y echaron mano a sus armas. El grito se repitió y cesó de repente.

—¡Danny! —Adamant saltó de su asiento y corrió hacia la puerta. Hawk llegó primero y abrió la puerta de golpe. En el vestíbulo llovía sangre. Espesas gotas de color carmesí se materializaban cerca del techo y caían con una ferocidad implacable. Por las paredes chorreaba la sangre y las alfombras ya estaban empapadas. El hedor era insoportable.

A Dannielle la había sorprendido bajando la escalera. Estaba cubierta de sangre. Su vestido estaba estropeado y su cabello apelmazado por la sangre coagulada. Corrió escaleras abajo a refugiarse en los brazos de Adamant, que la apretó contra sí mientras miraba a su alrededor entre la sangrienta lluvia. Hawk y Fisher se dispusieron espalda contra espalda en medio del vestíbulo con las armas preparadas, pero lo único que había era sangre que corría en torno a ellos, espesa y pesada. Medley movía los brazos como aspas tratando de apartar la sangre como si de moscas se tratara.

—¡Saque a su esposa de aquí! —le gritó Hawk a Adamant—. ¡Esto es obra de un mago!

Adamant corrió con Dannielle hacia la puerta de entrada, pero se detuvo en seco cuando una forma oscura empezó a materializarse interponiéndose en su camino. La sangre que caía empezó a concentrarse, uniéndose gota a gota, para formar un cuerpo. En unos segundos ya tenía brazos y piernas y un cuerpo contrahecho, deforme. Tenía ciertas reminiscencias humanas, pero todas las proporciones estaban alteradas. Tenía enormes dientes y garras y en el lugar donde deberían haber estado los ojos había dos turbulentos coágulos de sangre. Avanzaba lentamente hacia su presa, balanceando su cuerpo a cada movimiento.

Hawk avanzó y lo atacó con el hacha. La pesada hoja de acero atravesó el cuello de la criatura sin encontrar resistencia enviando una ola de sangre contra la pared, pero el extraño ser no se movió. Era sólo sangre, nada más que sangre. Su sustancia cayó al suelo, pero del techo seguía cayendo más sangre que la sustituía a la que había perdido.

Hawk y Fisher arremetieron contra la figura, que se rió de ellos quedamente mientras lanzaba un manotazo a Hawk con su brazo chorreante. Hawk se puso tenso y paró el golpe con su hacha, pero aun así le hizo retroceder trastabillando. La criatura adquiría peso y sustancia a voluntad. Se dirigió a Hawk ignorando los esfuerzos de Fisher por atraer su atención. Volvió a golpear a Hawk, que se agachó, esquivando el golpe en el último momento. Las garras del extraño ser dejaron marcas en los paneles de la pared. Hawk logró escapar lanzando juramentos mientras la criatura giraba para seguirlo.

—Bien —dijo Hawk sin aliento—. No podemos enfrentarnos a este tipo de magia. Adamant, reúna a su gente y condúzcala en grupo a la puerta trasera. Trataremos de ganar un poco de tiempo. La mayoría de estos emisarios no pueden apartarse mucho del lugar donde se materializan. Es posible que podamos correr más deprisa que esta horripilante cosa.

Adamant asintió presuroso y empujó a su esposa apartándola de la criatura. La lluvia de sangre se intensificó de repente, haciéndose más espesa que antes. A través de la lluvia carmesí Hawk entrevió otra figura que se iba formando entre ellos y la otra salida. Hawk se enjugó la sangre que le cubría la cara y sujetó el hacha con todas sus fuerzas.

Oyó el grito de advertencia de Fisher y apenas había empezado a volverse cuando la primera de las sangrientas criaturas pasó por encima de él como una ola y todo se volvió rojo. Mientras la criatura le envolvía, trastabilló ligeramente tratando desesperadamente de apartar la sangre que le cubría la cara cortándole la respiración. Fisher acudió de inmediato en su ayuda y trató de retirarle la sangre de la boca y de la nariz, pero oponía resistencia y se aferraba a él como si fuera miel. Hawk cayó hacia delante apoyándose sobre las manos y las rodillas, sacudiendo la cabeza frenéticamente y luchando con la falta de aire. Entrevió una imagen de Adamant que vacilaba sin saber qué hacer y a pesar de su debilidad le indicó que tratara de salir por la puerta delantera mientras pudiera. Adamant dudó y a continuación, levantando la cabeza, elevó la voz en un grito desesperado:

—¡Mortice! ¡Ayúdanos!

De repente, una ráfaga de aire helado recorrió el vestíbulo, un viento gélido que congeló la sangre que caía en trémulos cristales de color carmesí. La criatura que tenía ahogado a Hawk cayó en pedazos a su alrededor, y él agradeció el aire helado que afluía a sus pulmones. Fisher estaba de pie a su lado sacudiéndose trozos de hielo escarlata del capote. Adamant, Medley y Dannielle estaban atónitos, pero ilesos. Más allá de ellos estaba la segunda criatura de sangre, sorprendida a medio formar por el viento helado. Se cernía sobre ellos, agazapada e incompleta, como una disparatada escultura de hielo teñida de sangre. Hawk se acercó a ella y la golpeó con su hacha, y la hizo caer por todo el vestíbulo en trozos informes de hielo carmesí. Hawk apartó algunos con el pie, como para asegurarse, y a continuación se volvió hacia Adamant.

—Y bien, señor Adamant; creo que hay unas cuantas preguntas por responder. Por ejemplo: ¿a qué viene todo esto y quién o qué es Mortice?

Adamant lanzó un largo suspiro.

—Sí, esperaba que no tuvieran que enterarse de esto, pero... creo que es mejor que lo conozcan.

—¿Puedo sugerir que primero nos cambiemos estas ropas? —dijo Dannielle—. Estoy empapada y medio helada y el vestido ha quedado inservible.

—Tiene razón —dijo Fisher—. Estoy como si hubiera andado chapoteando por un matadero.

—Estoy segura de que podremos encontrar algo de ropa limpia para usted y su compañero —dijo Dannielle—. Venga conmigo, Capitán Fisher, y veremos lo que puedo encontrar para usted. James, ocúpate tú del Capitán Hawk.

Fisher y Dannielle desaparecieron escaleras arriba. Hawk miró a Adamant.

—Está bien, primero nos cambiaremos de ropa, pero luego quiero conocer sin más tardanza a Mortice. ¿Está claro?

—Perfectamente claro, Capitán —dijo Adamant—. Pero... por favor trate de ser comprensivo con Mortice. Lleva cinco meses muerto y eso no ha ayudado mucho a mejorar su carácter.

Hawk se acercó al espejo de cuerpo entero y se quedó algún tiempo mirándose. No estaba muy favorecido. Seguía pareciendo un pariente muy venido a menos. Él y Adamant tenían poco más o menos la misma estatura, pero Adamant era más corpulento. En consecuencia, las ropas que Adamant le había prestado le colgaban dando la impresión de que él hubiera encogido durante un lavado nocturno. Además, no eran unas prendas muy favorecedoras. Mallas grises, bombachos color salmón y una camisa blanca con volantes. Fuera cual fuera la última moda, Hawk estaba seguro de que esta ropa no correspondía con él. Lo que más le preocupaba era la camisa con volantes; la última vez que había visto una, la llevaba puesta un camarero, y por mucho que insistiera Adamant, maldito si tenía la intención de llevar aquel estúpido sombrero de tres picos.

Se miró al espejo una última vez y suspiró resignado. En otros tiempos ya había ido peor vestido. Al menos, todavía tenía su capote de la Guardia. Lo recogió de encima de la cama y se lo echó encima envolviéndose en él para ocultar lo que llevaba debajo. Por fortuna, todos los capotes de la Guardia llevaban incorporado un conjuro que los mantenía limpios e impolutos fueran cuales fueran las indignidades a las que se los sometiera. Formaba parte de la imagen de la Guardia, y junto con algún conjuro ocasional de curación, era una de las pocas ventajas de ese trabajo.

Debería reunirse con los demás, pero no les perjudicaría esperar un poco mientras daba un repaso a algunas cosas que le tenían intrigado. Echó una mirada al dormitorio que Adamant destinaba a los huéspedes. Era limpio, pulcro y muy acogedor. La propia cama tenía un dosel y cortinajes: muy elegante y aún más cara. ¿Qué hacía un campeón de la Reforma viviendo como un rey? De acuerdo, nadie esperaba que viviera como un mendigo para aparentar, pero este ostentoso despliegue de riqueza preocupaba a Hawk. Según Adamant, la casa se la había proporcionado la cúpula del partido. Pero ¿de dónde sacaban el dinero? ¿Quién financiaba la Causa de la Reforma? Evidentemente los Gremios y las donaciones de los partidarios. Mecenas acaudalados como el propio Adamant, pero eso no era suficiente para pagar casas tan lujosas. Hawk frunció el ceño. Este asunto no le concernía ya que sólo estaba para proteger a Adamant contra cualquier ataque.

Y no es que se hubiera lucido mucho hasta ahora. Las criaturas de sangre lo habían cogido desprevenido. Si Mortice no les hubiera salvado el pellejo con sus brujerías, las elecciones habrían terminado incluso antes de empezar. Más misterios. Ese Mortice tenía que ser una especie de mago, y Adamant tenía que saber que la asociación con un mago era motivo de descalificación. Entonces, ¿por qué estaba dispuesto a dejar que Hawk y Fisher lo conocieran? ¿Y qué era eso de que llevaba cinco meses muerto? ¿Qué era? ¿Un fantasma? Hawk volvió a suspirar. Apenas llevaba una hora dedicado a este caso y ya tenía más preguntas de las que podía responder. Esto prometía ser otro caso Blackstone; lo presentía. Acomodó bien el hacha sobre la cadera derecha, salió al rellano y bajó la escalera.

El vestíbulo estaba perfectamente limpio, sin rastros de sangre ni de hielo. Fisher lo esperaba al pie de la escalera envuelta en su capote. Su expresión ceñuda hablaba a las claras de que no había tenido más suerte que él en la elección de su atuendo.

—Te enseño la mía si me dejas ver la tuya —musitó al reunirse con ella.

Fisher sofocó una carcajada y sonrió muy a su pesar.

—Tú primero.

Hawk abrió el capote y dio una vuelta adoptando a continuación una pose como de retrato. Fisher hizo un gesto negativo.

—Hawk, pareces un chulo de Charcoal Street. Y espera a ver lo mío.

Se abrió la capa y Hawk tuvo que morderse los labios para no romper a reír. Al parecer no había nada en el guardarropa de Dannielle que le sirviera, y habían tenido que recurrir a ropa de hombre muy vieja y estropeada. Es posible que la camisa y los pantalones hubiesen sido blancos en otro tiempo, pero con el correr del tiempo habían adquirido un color gris desigual. Los puños estaban deshilachados y llevaba parches de diferentes colores en los codos y en las rodillas, sin contar con que le faltaban varios botones.

—Al parecer, pertenecieron al jardinero —dijo Fisher con los dientes apretados—. No podemos ir por ahí vestidos de esta guisa, Hawk. La gente se va a mondar de risa.

—Entonces vamos a tener que llevar los capotes cerrados y reservarnos esto como arma sorpresa —respondió Hawk solemnemente.

—Ah, Capitán Hawk —dijo Medley asomando la cabeza por la puerta del estudio—. Me pareció oír voces. ¿Todo en orden?

—Todo en orden —respondió Hawk.

Medley salió al corredor seguido por Adamant y Dannielle. Todos se habían cambiado de ropa y estaban muy elegantes.

—Si están listos, ¿quieren hacer el favor de seguirme? —pidió Medley—. Mortice sabe que vamos y detesta esperar. La última vez que se impacientó mandó una plaga de ranas. Nos llevó un día entero sacar a los desagradables animalitos de la casa.

—Si ése es su amigo —dijo Fisher secamente—, para qué quiere enemigos.

—Mis enemigos son peores —repuso Adamant—. Síganme, por favor.

Los condujo por el vestíbulo y luego por una serie de pasillos que iban a dar a una sencilla lavandería de paredes de piedra. Había mesas y toallas y la piedra del suelo estaba recién fregada. Hawk miró expectante a su alrededor y se preguntó si esperarían de él algún tipo de comentario. Como dudó, Medley se acercó al centro de la habitación, se inclinó y levantó una gran argolla de acero empotrada en el suelo y Hawk advirtió por primera vez el contorno de una trampilla. Fisher miró a Adamant.

—¿Tienen ustedes al mago en el sótano?

—Así lo quiso él —dijo Medley—. La oscuridad le tranquiliza.

—Ha dicho que Mortice está muerto —dijo Hawk mirando a Adamant—. ¿Podría explicarme qué quiere decir?

Adamant indicó a Medley que se apartara de la trampilla y así lo hizo. En el rostro de Adamant se manifestó la tristeza. Cuando habló, su voz era baja y grave y escogió sus palabras con cuidado.

—Mortice es el más antiguo de mis amigos. Juntos hemos vivido muchas vicisitudes. Tengo una confianza absoluta en él. Es un mago de primera fila, uno de los más poderosos de la ciudad. Murió hace casi medio año y yo mismo acudí a su funeral.

—Pero si está muerto —dijo Fisher—, ¿qué es lo que guarda usted en su sótano?

—Un cadáver —respondió Medley—. Un cuerpo muerto animado por la voluntad de un mago. No sabemos exactamente qué fue lo que ocurrió, pero Mortice nos estaba defendiendo de un ataque de brujería cuando algo salió mal, muy mal. El sortilegio lo mató a él, pero en cierto modo Mortice logró atrapar su espíritu dentro de su cuerpo muerto. O sea, que en cierto sentido ahora está muerto pero está vivo. Por desgracia, su cuerpo sigue descomponiéndose lentamente a pesar de todo lo que él pueda hacer para evitarlo. El dolor y la podredumbre de la corrupción siempre lo acompañan. Por esa razón, está siempre un poco... malhumorado.

—Sigue habitando su propio cuerpo —dijo Adamant—, atrapado en una prisión de carne en descomposición, pero no quiere dejarme desprotegido.

—Su nombre era Masque, pero actualmente prefiere llamarse Mortice [*] —explicó Dannielle con un leve rictus de disgusto en la boca—, Igor Mortice. Es una especie de broma.

[*La palabra inglesa mortice significa «mortaja» (N. del t.)]

Hawk y Fisher se miraron.

—Está bien —dijo Hawk—. Conozcamos al cadáver.

—Me parece que ustedes y él se van a llevar de maravilla —dijo Medley.

Se agachó y aferró la argolla empotrada en la trampilla, tirando de ella con todas sus fuerzas. La trampilla se abrió sobre sus bisagras chirriantes y una ráfaga de aire gélido llenó el lavadero. Hawk tuvo un súbito escalofrío y se le erizaron los pelos de los brazos. Adamant encendió una lámpara y empezó a bajar por la estrecha escalera de madera que parecía sumergirse en la oscuridad del sótano. Dannielle se remangó el vestido hasta las rodillas y bajó tras él. Hawk y Fisher intercambiaron una mirada. Hawk frunció el ceño con expresión incómoda y siguió a Dannielle sin apartar la mano del hacha que llevaba sobre la cadera. A continuación bajó Fisher y Medley cubrió la retaguardia cerrando la puerta tras de sí.

Estaba muy oscuro y el frío era terrible. Hawk se envolvió con su capote y vio cómo su aliento se condensaba en el aire quieto. Tuvieron que bajar mucho hasta el fin de la escalera. La lámpara de Adamant permitió descubrir una gran habitación cuadrada cubierta de pared a pared de grandes bloques de hielo. Una capa de escarcha resplandeciente lo cubría todo, y una débil neblina perlada amortiguaba la luz de la lámpara. En medio de la habitación, en un pequeño espacio rodeado de hielo había una pequeña forma momificada envuelta en una capa blanca, desplomada e inmóvil en una simple silla de madera. No había forma de aproximarse a ella, de modo que Hawk estudió la quieta figura desde lejos lo mejor que pudo. La carne se había desprendido dejando la osamenta al descubierto, de modo que el rostro era apenas una máscara apergaminada, y las manos descarnadas poco más que unas garras huesudas. Los ojos eran unas órbitas hundidas, con párpados perfectamente cerrados. El resto del cuerpo estaba oculto debajo de la capa, cosa que Hawk agradeció.

—Supongo que el hielo es necesario para conservar el cuerpo —dijo finalmente en un susurro.

—Retrasa el proceso —dijo Adamant—, pero nada más.

La boca de Fisher esbozó una mueca.

—Me parece que sería más caritativo dejar que el pobre tipo se fuera de una vez.

—Usted no lo entiende —contestó Medley—. No puede morir. A causa de lo que hizo, su espíritu está unido a su cuerpo mientras éste exista. No importa en qué estado esté el cadáver ni lo poco que quede de él.

—Lo hizo por mí —explicó Adamant—. Porque yo lo necesitaba.

La voz se le quebró y Dannielle apoyó una mano consoladora sobre el brazo.

Hawk sintió un escalofrío y no era sólo por el frío.

—¿Está seguro de que todavía está... ahí? ¿Puede oírnos?

La momia se movió en su silla. Los párpados hundidos se abrieron dejando ver unos ojos del color del óxido.

—Puede que esté muerto, Capitán Hawk, pero no estoy sordo —su voz era baja y áspera, pero sorprendentemente firme. Sus ojos se fijaron en Hawk y en Fisher y su boca descarnada se movió como si quisiera esbozar una sonrisa—. Hawk y Fisher. Los únicos Guardias honrados de Haven. He oído hablar mucho de ustedes.

—Nada bueno, espero —dijo Fisher.

El muerto rió secamente, apenas un susurro en tono bajo.

—James, creo que estarás en las mejores manos con estos dos. Tienen una reputación intachable.

—Salvo por el caso Blackstone —dijo Dannielle.

—Todos tenemos días malos —dijo Hawk terminante—. Puede confiar en nosotros para su defensa, señor Adamant. Quiequiera que vaya contra usted tendrá que enfrentarse primero a nosotros.

—Y son pocos los que se atreverían —añadió Fisher.

—No lo hicieron ustedes tan bien con las criaturas de sangre —dijo Dannielle—. De no haber intervenido Mortice nos hubieran matado a todos.

—Calla, Danny —dijo Adamant—. Cualquier hombre puede ser derrotado por la magia. Por eso tenemos a Mortice, para ocuparse de cosas como ésa. ¿Necesitas algo ahora que estamos aquí, Mortice? Ya sabes que no podemos aguantar el frío durante mucho tiempo.

—No necesito nada más, James, pero tú tienes que tener más cuidado. Parece ser que el concejal Hardcastle está más preocupado por tus posibilidades de ganar las elecciones de lo que está dispuesto a admitir en público. Ha contratado a un mago de primera línea y lo ha lanzado contra ti. La criatura de sangre era apenas una de las docenas de emisarios de la oscuridad que ha convocado. Conseguí mantener a raya a los demás, pero mis defensas tienen un límite. No reconozco el estilo de mi adversario, pero es bueno, muy bueno. De estar vivo me preocuparía.

Adamant frunció el ceño.

—Hardcastle debe saber que está prohibido recurrir a la magia durante las elecciones.

—También lo sabemos nosotros —respondió Medley.

—Es diferente —dijo Dannielle rápidamente lanzando una rápida mirada a Hawk y a Fisher—. Mortice sólo utiliza su magia para protegernos.

—Al Consejo no le interesan ese tipo de distinciones —observó Mortice—. Técnicamente, mi mera presencia en tu casa es ilegal. No es que yo vaya a reparar en aspectos técnicos, pero el Consejo siempre ha sido muy puntilloso con quienes utilizan la magia. ¿No es cierto, Capitán Hawk?

—Así es —confirmó Hawk—. Eso pasa por vivir tan cerca de la Calle de los Dioses.

—Bueno —dijo Mortice—, todos los candidatos recurren a algún tipo de magia como respaldo. Si no lo hicieran, no tendrían la menor posibilidad. La magia es como los sobornos y la corrupción; todos lo saben, pero hacen la vista gorda. No sé por qué tendría que disgustarme tanto; al fin y al cabo, esto es Haven.

—El hecho de estar muerto no parece haber embotado en nada sus facultades —dijo Hawk.

La boca de Mortice se torció en un rictus amargo.

—Creo que estar muerto libera muchísimo la mente.

—¿Cuál es su posición en lo que respecta a la magia. Capitán Hawk? —preguntó Dannielle bruscamente—. ¿Nos va a denunciar y a hacer que descalifiquen a James para las elecciones?

Hawk se encogió de hombros.

—Tengo órdenes de mantener a James Adamant vivo. Por lo que a mí respecta, ésa es la prioridad absoluta. Puedo aceptar todo lo que facilite mi trabajo.

—Bueno, aclaradas las cosas, será mejor que nos vayamos —dijo Adamant—. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo.

—¿De verdad tienes que irte, James? —preguntó Mortice—. ¿No puedes quedarte un rato a charlar?

—Lo siento —dijo Adamant—, pero ahora mismo se me amontona el trabajo. Volveré a verte en cuanto pueda. Y seguiré buscando a alguien que pueda hacer algo por tu estado, no importa cuánto tiempo me lleve. Tiene que haber algo en alguna parte.

—Sí —dijo Mortice—. Seguro que sí. No te preocupes por el mago de Hardcastle, James. Puede que me haya cogido por sorpresa una vez, pero ahora estoy alerta. Nada podrá dañarte mientras yo esté aquí. Te lo prometo, amigo.

Cerró lentamente los ojos y recuperó su apariencia de cadáver momificado sin el menor rastro de vida. Dannielle tuvo un súbito escalofrío y se aferró al brazo de su esposo.

—Salgamos de aquí, James. No voy vestida para estas temperaturas.

—Claro, querida.

Hizo una seña a Medley, que los condujo a todos fuera del sótano hasta llegar de vuelta a la lavandería. Después del terrible frío del sótano, el agradable día de otoño parecía caluroso. Todos tenían escarcha en el pelo y en las cejas y empezaron a enjugarse el rostro cuando empezó a derretirse. Adamant dejó que la puerta del sótano se cerrara y apagó la lámpara. Hawk observó sus movimientos.

—¿Va a dejarla así, sin un cerrojo ni nada? Si Hardcastle es tan despiadado y decidido como ustedes lo han descrito, ¿qué le impide mandar a unos asesinos para destruir el cuerpo de Mortice?

Medley lanzó una breve carcajada:

—Nadie lo bastante tonto como para bajar ahí saldría con vida. Mortice no tenía muy buen carácter cuando vivía y desde su muerte ha desarrollado un desagradable sentido del humor.

La normalidad reinante en el estudio de Adamant resultaba muy tranquilizadora después del frío y la oscuridad del sótano de Mortice. Hawk escogió la butaca de aspecto más cómodo, la colocó de modo que al sentarse no quedara de espaldas a la puerta y se dejó caer en ella. Adamant empezó a decir algo, pero luego se arrepintió. Hizo un gesto a los demás para que se sentaran y se puso a manipular las frascas de vino. Dannielle hizo ademán de ir a sentarse junto a Hawk, pero rápidamente cambió a otra silla cuando vio la mirada que le lanzaba Fisher. Medley se sentó al lado de Dannielle, que ni siquiera lo miró. Hawk se recostó en su butaca y estiró las piernas. Primera norma de la Guardia: si tienes ocasión de sentarte, aprovéchala. Los Guardias pasan mucho tiempo de pie y eso parece influir en su forma de pensar.

Los últimos restos 'del frío del sótano fueron abandonando a Hawk, que suspiró aliviado. Adamant le sirvió una copa de la frasca de aspecto más lujoso. Hawk tomó un sorbo e hizo gestos de aprobación. Parecía una buena cosecha, aunque Fisher siempre insistía en que él no tenía paladar para estas cosas. Mejor para él. Con los sueldos que pagaban a los Guardias... Dejó su copa y esperó paciente a que Adamant terminara de servir vino a los demás. Había que aclarar algunas cosas.

—Señor Adamant, ¿hasta qué punto podemos fiarnos de Mortice?

Adamant terminó de colocar la frasca antes de responder:

—Antes de morir, mucho. Ahora, no lo sé. Después de todo lo que ha pasado es un milagro que conserve cierta coherencia y mucho más la lucidez. La experiencia habría acabado con un hombre menos fuerte. Incluso podría con él. En estas circunstancias, todo lo que tiene es dolor y desesperación. No tiene esperanzas, ni futuro, y lo sabe. Su amistad conmigo es su último vínculo con la normalidad.

—¿Y su magia? —preguntó Fisher—. ¿Es tan poderosa como antes?

—Eso parece. —Adamant apuró su vaso y se sirvió otro. Su mano era perfectamente firme—. En sus tiempos, Mortice era un mago muy poderoso. Dice que sigue siendo tan fuerte como antes, pero lo cierto es que su mente a veces divaga. Sin duda así fue como lograron colarse esas criaturas de sangre. Si llegara a desmoronarse y ceder a esa mezcla de dolor y locura creo que tendríamos graves problemas.

—Tiene que darse cuenta de que esto cambia las cosas —dijo Hawk—. No puedo pasar por alto algo así. Mortice podría convertirse en una amenaza para toda la ciudad.

—Sí, es cierto —dijo Adamant—. Por eso le estoy diciendo todo esto. No tendría por qué hacerlo. Al principio tuvo esperanzas de que no fuera necesario que ustedes tuvieran noticia de él. Por eso le llevó tanto tiempo acabar con esas criaturas de sangre. Le había dado órdenes de no delatar su presencia a menos que fuese absolutamente indispensable. Sólo cuando me reuní con él hace un momento y lo vi a través de sus ojos me di cuenta de lo mucho que ha cambiado desde su muerte. Antes era un hombre tan poderoso...

—Pero tal como están las cosas, no estamos en peligro —añadió Medley rápidamente—. Ustedes ya vieron lo tranquilo y racional que es. Miren, ustedes estarán aquí con nosotros hasta después de las elecciones. Pueden mantenerlo vigilado. Si hay algún indicio de que está perdiendo el control, pueden informar de él. En realidad, no es tan peligroso. No cabe duda de que es una persona muy poderosa, pero no tendría posibilidades si se enfrentara con todo el poder combinado de los brujos de la Guardia. Quiero decir que ellos se jactan de poder incluso con Seres de la Calle de los Dioses, y Mortice no es precisamente el Gran Warlock, ¿verdad? Mientras tanto, lo necesitamos. Sin ayuda de Mortice Adamant no sobrevivirá a estas elecciones.

Hawk miró a Fisher, que le hizo un leve gesto afirmativo.

—Está bien —dijo finalmente—, veremos cómo van las cosas. Pero una vez acaben las elecciones...

—Volveremos a hablar —dijo Adamant.

—¿Y si se vuelve peligroso? —preguntó Fisher.

—Entonces harán lo que deban hacer —dijo Adamant—. Sé asumir mis responsabilidades, Capitán.

Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. Dannielle se aclaró la garganta y todos se volvieron a mirarla.

—No es ésta la primera vez que han trabajado con un mago, ¿no es cierto, Capitán Hawk? Creo recordar que el mago Gaunt tuvo algo que ver en el caso Blackstone.

—Sólo marginalmente —dijo Hawk—. No llegué a conocerlo bien ya que se marchó de Haven poco después.

—Fue una pena —dijo Medley—. Su pérdida fue un gran golpe para la causa de la Reforma. Gaunt y Mortice eran los únicos magos de renombre que se aliaron abiertamente con los reformistas.

—Están mejor sin ellos —replicó Hawk tajante—. No se puede confiar en la magia ni en las personas que la utilizan.

Dannielle levantó una ceja en actitud interrogante.

—Da la impresión de que usted ha tenido malas experiencias con la magia, Capitán Hawk.

—Hawk tiene muy buena memoria —terció Fisher— y tiene sus rencores.

—¿Y usted, Capitán Fisher? —preguntó Adamant.

Fisher hizo una mueca.

—No me preocupa demasiado. Estamos en paz.

—Bien —dijo Hawk.

—Aún no hemos hablado de sus convicciones políticas —dijo Adamant con cierta cautela—. ¿Cuáles son sus ideas, si las tiene? Según mi propia experiencia, a los Guardias por lo general no les interesa la política como no sea por los habituales favores y las recompensas. Casi siempre prefieren el statu quo.

—Es nuestro trabajo —dijo Hawk—. No dictamos las leyes, sólo nos ocupamos de hacer que se cumplan, incluso aquellas con las que no estamos de acuerdo. No todos los Guardias de Haven son poco escrupulosos. Siempre puede haber sobornos y corrupción porque así es como funcionan las cosas en Haven, pero en general la Guardia se toma en serio su trabajo. Tenemos que hacerlo, de lo contrario el Consejo nos sustituiría por otros que lo hicieran. Un exceso de corrupción es mal asunto, y a la nobleza no le gusta que perturben su tranquilidad.

—Pero ¿en qué creen usted y la Capitán Fisher? —preguntó Medley.

Hawk se encogió de hombros.

—A mi esposa no le interesa demasiado la política ¿verdad, Isobel?

—Es verdad —respondió Fisher pasándole su copa a Adamant para que se la llenara de nuevo—. Lo único más corrupto que un político es un cadáver de una semana cuando las moscas azules de la carne han empezado a hacer su trabajo. No se ofenda, señor Adamant.

—No me ofendo —dijo Adamant.

—Por lo que a mí respecta —Hawk se mordió el labio, pensativo—, Isobel y yo somos de lejos, del Norte. Los dos nos hemos criado en monarquías y las cosas eran allí muy diferentes. Nos llevó algún tiempo adaptarnos a los cambios que ha introducido la democracia en Haven y en los Low Kingdoms. Creo que nunca nos acostumbraremos del todo a la idea.

»En general, tengo la impresión de que siempre es la misma gente la que llega arriba, independientemente del sistema que haya, pero al menos en una democracia puede haber un cambio. Por eso prefiero la Reforma. Los conservadores no quieren ningún cambio porque casi todos son ricos y privilegiados y quieren seguir siéndolo. Los pobres y la gente corriente deberían saber cuál es su lugar —manifestó Hawk irónicamente—. Yo nunca supe cuál era mi lugar.

—Pero por lo que respecta a estas elecciones, somos absolutamente neutrales —dijo Fisher—. Nuestro trabajo es protegerlo y lo haremos lo mejor que podamos. Nadie lo molestará mientras estemos con usted. Al menos, no abiertamente. Pero no se moleste en tratar de ganarnos para su Causa, no estamos aquí para eso.

—Por supuesto —dijo Medley—. Lo entendemos. Sin embargo, les vamos a causar muchos problemas. Por el mero hecho de estar asociados con nosotros se convertirán en un blanco. Dadas las circunstancias, podrían permitir que James y yo les mostráramos nuestro agradecimiento con algo de dinero extra, para gastos y cosas por el estilo. ¿Les parece bien quinientos ducados... a cada uno?

Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar su cartera, pero su movimiento se congeló al ver la mirada de Hawk. El silencio se apoderó de la habitación. Medley miró sucesivamente a Hawk y a Fisher y viceversa y sintió un repentino escalofrío. En los Guardias se había operado un sutil cambio. En sus ojos se leía una rabia fría y violenta; una violencia que apenas conseguían controlar. Por primera vez, Medley se dio cuenta de cómo se habían ganado su feroz reputación y creyó todo lo que había oído. Buscó la mirada de Adamant para conseguir su apoyo, pero no pudo apartar su mirada de los Guardias.

—¿Nos está ofreciendo un soborno? —dijo Fisher en voz baja.

—No tiene por qué serlo —respondió Medley tratando de sonreír. La broma cayó en el vacío. Medley sentía la frente cubierta de sudor.

—Aparte su mano de la cartera —dijo Hawk— o haremos algo desagradable con ella. No quiera saber qué.

—No aceptamos sobornos —dijo Fisher—. Nunca. La gente confía en nosotros porque sabe que no se nos puede comprar. Nadie puede comprarnos.

—Mi asesor no quiso ofenderlos —dijo Adamant rápidamente—. Es sólo que no está acostumbrado a tratar con gente honrada.

—Eso es lo que hace la política con la gente —dijo Dannielle.

—Y deben reconocer que son ustedes muy... excepcionales, tal como están las cosas en Haven —dijo Adamant.

—Tal como están las cosas, somos endiabladamente excepcionales —replicó Fisher.

—Que quede bien claro —añadió Hawk con una mueca.

Medley tiró de su chaqueta para alisarla, aunque no lo necesitaba, y miró el recargado reloj de bronce colocado sobre la chimenea.

—Se está haciendo tarde, James. Los partidarios no tardarán en llegar para escuchar tu gran discurso.

—Por supuesto, Stefan —Adamant se levantó y sonrió a Hawk y a Fisher—. Vamos, guardaespaldas. Esto les resultará interesante.

—Que quede bien claro —dijo Dannielle.

Hawk se recostó con gesto taciturno contra la pared del rellano y casi llegó a desear un motín. Los seguidores de Adamant llenaban la sala de baile situada debajo; todos estaban alegres y excitados, llenos de un optimismo bienintencionado. Escuchaban educadamente a los organizadores de Adamant y se dirigían hacia donde les indicaban sin una protesta. Hawk no podía creerlo. Por lo general, en Haven era fácil encontrar cualquier mitin político siguiendo la estela de botellas rotas y cuerpos mutilados. Los seguidores de Adamant eran rabiosamente entusiastas, sobre todo con él, pero al parecer no les interesaban los pasatiempos tradicionales de insultar al oponente y planear su destrucción. En realidad, parecían más interesados en discutir los problemas. Hawk sacudió la cabeza lentamente, como si las elecciones en Haven tuvieran algo que ver con problemas a tratar. Se jugaría algo a que los partidarios de Hardcastle no perdían el tiempo hablando de problemas. Lo más probable es que estuvieran planificando muertes y derramamientos de sangre y mutilaciones criminales y pensando por dónde convenía empezar. Hawk echó una mirada a Fisher, que se hallaba al otro lado con la misma expresión de tedio en la cara. Hawk volvió a mirar a la multitud. Tal vez alguien se desmayara debido a los apretujones, algo que animara un poco las cosas. Hawk había llegado al punto de preferir cualquier cosa, hasta la aparición de una plaga, para combatir su aburrimiento.

Dirigió una mirada esperanzada a Adamant, pero no parecía tener apuro por hacer su entrada. Estaba sentado en su silla en medio del rellano, fuera de la vista de sus seguidores. Se habían colgado gruesos cortinajes de terciopelo a lo largo de todo el rellano que impedían que se viera lo que había detrás para que Adamant pudiera hacer una aparición dramática en lo alto de la escalera. Se lo veía tranquilo y perfectamente relajado, con las manos cruzadas sobre el regazo y la mirada perdida en la distancia. Medley, en cambio, iba de un lado para otro como un gato con pilas, incapaz de permanecer quieto en ningún sitio ni por un momento. Sostenía un grueso fajo de papeles y los barajaba como si fueran un mazo de naipes. Mantenía entre dientes un interminable monólogo de comentarios y consejos sobre el discurso de Adamant, aunque era bastante evidente que nadie lo escuchaba. Dannielle le dirigía intermitentes miradas irritadas, aunque al parecer lo que más le interesaba era su propio aspecto, que estudiaba en el espejo de la pared que la reflejaba de cuerpo entero.

Abajo, la multitud se estaba volviendo ruidosa. Ya habían tenido bastante paciencia y algunos parecían un poco cansados de mostrar tan buena voluntad. Hawk se desplazó un poco a un lado para poder ver mejor el espejo que tenía delante. Era el último de una serie de espejos estratégicamente dispuestos para que pudiera ver todo el salón de baile sin que lo vieran a él. Una de las mejores ideas de Medley.

No era un salón muy grande para lo que suelen ser los salones de las mansiones, pero la multitud apiñada hacía que pareciera más grande. La gran cantidad de lámparas y de velas proporcionaba una iluminación brillante, pero el aire empezaba a estar un poco cargado. Las paredes estaban cubiertas de sombríos retratos pertenecientes a antepasados de la familia de los propietarios originales, todos de aspecto muy respetable. En la boca de Hawk se dibujó una mueca. Si estuvieran vivos probablemente sufrirían un ataque al ver el uso que se daba a su casa. Los partidarios de Adamant llenaban el salón de baile de un extremo a otro y los más rezagados ejercían presión sobre las puertas cerradas mientras los de delante se expandían hasta el pie mismo de la escalera que conducía a la planta alta. Parecían fundirse en una masa de rostros brillantes y ojos ansiosos. Un puñado de organizadores les impedía el acceso a la escalera mientras otros se movían lentamente entre la multitud vigilando los rostros desconocidos y tratando de detectar a los saboteadores pagados. Parecían tan solos y vulnerables en medio de la multitud... Se suponía que todos los presentes eran amigos de Adamant, pero Hawk no confiaba en ninguna multitud de esas proporciones. Hasta ahora habían sido muy disciplinados, pero Hawk había visto suficientes multitudes en su vida para saber que las cosas podían ponerse feas en cualquier momento. En el caso de que todo se descontrolara, poco podrían hacer los valiosos hombrecillos de Adamant para detener semejante turba. Ni siquiera llevaban espadas. Hawk resopló. Se necesitaba algo más que buenas intenciones para manejar a una multitud.

Hawk creyó ver que Adamant se movía en su silla, pero sólo era que el candidato estaba poniéndose cómodo. Mantenía su apariencia de tranquilidad y serenidad y parecía sentirse perfectamente cómodo. Era como si estuviese esperando su segunda taza de té en la mesa del desayuno en vez de estar a punto de someterse a una auténtica prueba de popularidad y de apoyo. Al principio, Hawk había creído que era sólo una pose, una máscara para ocultar su nerviosismo, pero no existía ningún exceso de control que traicionase la tensión interior. Miró a Fisher, que le respondió con una levísima inclinación de cabeza, como dando a entender que también lo había observado. Puede que Adamant fuera un político novel, pero conocía muy bien la primera regla: los políticos inspiran fervor, pero nunca son presas de él. O, dicho en otras palabras, Adamant tenía la profesionalidad suficiente como para ser un insensible hijo de puta cuando era necesario. Era algo digno de tenerse en cuenta.

Medley, en cambio, daba la impresión de que iba a estallar en cualquier momento. El sudor cubría su rostro y las manos le temblaban. Tenía el pelo revuelto y se pasaba los dedos por él como si fuera un peine cuando creía que nadie miraba. No dejaba de mirar la imagen de la multitud reflejada en el espejo, cada vez más ruidosa, y su constante monólogo cobraba una urgencia cada vez mayor mientras repasaba la lista de cosas que Adamant debía tener presente de forma indispensable cuando estuviera de pie ante la multitud.

Medley empezaba a repetirse y Dannielle le lanzó otra torva mirada antes de volver a enfrascarse en su aspecto. Llevaba un vestido elegante y un maquillaje sin tacha, pero al parecer no quedaba satisfecha si no lo verificaba una y otra vez. Hawk sonrió. Cada cual tenía su propia manera de dominar los nervios. En general, Hawk lo conseguía manteniéndose ocupado. Volvió a estudiar la escena en el espejo y se removió intranquilo. Era indudable que la multitud se inquietaba. Algunos habían empezado a corear el nombre de Adamant. La delgada línea de organizadores que guardaba el pie de la escalera parecía más delgada por momentos.

Hawk sonrió brevemente. Una cosa era desear un poco de acción para combatir el aburrimiento y otra muy distinta tener que enfrentarse a ella cuando realmente se producía.

Medley hizo un comentario de más y Dannielle se lanzó contra él. Por un momento se asaetearon con la mirada y Dannielle se volvió hacia Adamant en busca de apoyo. Éste sonrió a ambos y se puso de pie. Intercambió unas pocas palabras tranquilizadoras con cada uno de ellos, lo suficiente como para transmitirles algo de su calma. Abajo, en el salón de baile, la multitud coreaba ¡Queremos a Adamant! más o menos al unísono. Éste sonrió a Hawk y a Fisher.

—Todo esto tiene un arte, ¿saben? Cuanto más se los haga esperar, mayor será su respuesta cuando por fin aparezca. Claro que no hay que llegar demasiado lejos o se amotinarán. Todo a su debido tiempo.

Deliberadamente se acercó a grandes pasos a lo alto de la escalera y la multitud se enardeció.

Lanzaban vivas, golpeaban el suelo con los pies y agitaban las pancartas, liberando las emociones contenidas en un único rugido de entusiasmo y aclamación. El ruido crecía y crecía, tropezaba contra las paredes y rebotaba en el techo. Adamant sonrió y saludó con la mano y Dannielle y Medley avanzaron hasta reunirse con él. Los vivas cobraron intensidad, si es que eso era posible. Dannielle sonrió graciosamente a la multitud. Medley saludó con una viva inclinación de cabeza, con expresión grave e impasible.

Detrás, en la parte oculta del rellano, Hawk no apartaba la mirada del espejo, comprobando los puntos conflictivos de la multitud. Dejar que se liberaran emociones tan crudas en un espacio cerrado era un riesgo calculado; bastaba un incidente desafortunado para que las cosas se pusieran realmente feas. El truco, según Medley, estaba en concentrar toda la emoción sobre Adamant, mediante una combinación de palabras y gestos y a continuación soltar a la gente por la ciudad cuando todavía estaban enardecidas de entusiasmo. Un buen truco si se sabe dirigir, y era probable que Adamant supiera hacerlo. Era un buen orador. Las palabras adecuadas en el momento adecuado pueden derribar tronos y levantar imperios o provocar rebeliones y guerras civiles y acabar con hombres muertos en campos arrasados.

Fisher se movió inquieta al lado de Hawk, absorbiendo parte de su tensión, y él se obligó a relajarse un poco. No iba a ocurrir nada. Adamant y Medley lo tenían todo planificado, hasta los menores detalles. La gente de Hardcastle no tendría nada que hacer aquí. Puede que no supieran lo de Mortice, pero sí que había algún mago que cuidaba de Adamant. Hawk se mordió el labio inferior y miró a Adamant. Seguía sonriendo y saludando, aprovechando al máximo el momento. Dannielle permanecía serena a su lado, haciendo todo lo posible por mostrar su apoyo sin atraer demasiado la atención sobre sí. Medley parecía incómodo al ser blanco de las miradas, pero nadie esperaba de él que fuera carismático. Bastaba con que estuviera allí, en alianza manifiesta con Adamant.

Hawk volvió a mirar por el espejo a la multitud que todavía no daba muestras de calmarse. Todos portaban banderillas o pancartas o carteles, y llevaban la cinta azul distintiva de la causa de la Reforma. Allí estaban representados todos los tipos humanos y todas las clases sociales sin conexión obvia entre unos y otros. Había muchos pobremente vestidos y de aspecto desastrado cuyos motivos para apoyar a la Reforma parecían obvios. Pero también había otros cuyo porte y estilo los identificaban claramente como comerciantes y negociantes, e incluso había algunos miembros de la nobleza. Por lo general, el único lugar donde podía encontrarse una combinación semejante pacíficamente reunida era la morgue de la ciudad o la prisión de morosos. Y sin embargo, ahí estaban, felizmente reunidos, codo con codo, unidos por la amistad y la voluntad ante el hombre en el que confiaban y al que vitoreaban. La política hace extraños compañeros de cama. De pronto, Adamant levantó las manos y los vivas de la multitud cesaron, dando lugar a un silencio expectante.

Hawk miró atentamente desde las sombras del rellano. Ahora había algo diferente en Adamant. Algo poderoso. Parecía que de repente había crecido en estatura y en autoridad, como si la convicción de la multitud lo hubiera convertido en el héroe que necesitaban que fuera. El hombre al que Hawk había conocido antes era agradable, incluso tenía encanto, pero este nuevo Adamant tenía un poder y un carisma que lo hacían brillar como un faro en la noche. Su presencia llenó el salón. Por primera vez, Hawk entendió por qué Hardcastle temía tanto a este hombre.

Ahora reinaba en el salón un silencio absoluto. Todos los ojos estaban fijos en Adamant. El silencio transmitía una sensación ávida, determinada, que a Hawk no le gustaba. Se le ocurrió entonces que la relación entre Adamant y sus seguidores no era una calle de una sola dirección. Esta gente lo veneraba, estaría incluso dispuesta a morir por él, pero en cierto sentido también les pertenecía. Eran ellos quienes definían lo que él era y lo que podría ser.

El discurso de Adamant duró casi una hora, y la multitud bebía sus palabras. Habló del lado oscuro de Haven, de los talleres y las organizaciones de trabajo clandestinas, de las tiendas de las compañías que se ocupaban de que la gente no saliera de la pobreza y las mafias que se encargaban de todo aquel que se atreviera a hablar. Habló de la comida en mal estado y del agua infestada, de las casas con goteras en el techo y ratas en las paredes... y la multitud reaccionó con ira, como si hasta entonces no hubiera sabido de la existencia de tales cosas. Adamant les hacía ver su mundo con otros ojos y de golpe se daban cuenta de lo malo que era.

Les habló de los hombres poderosos y privilegiados a los que no les importaban nada los pobres porque habían nacido en la clase equivocada y los consideraban como simples animales a los que podían usar y de los que podían prescindir a su antojo. Les habló de los hombres y mujeres que tenían un título y se engolfaban en comidas de seis platos en salones desbordantes de lujo mientras los hijos de los pobres se morían en las calles de hambre y de frío... y el odio de la multitud se convirtió en una presencia palpable dentro del salón.

Y a continuación les habló de las cosas que debían dejar de ser así para siempre.

Les habló de la Causa, de la Reforma y de cómo se acabaría de una vez con los males de Haven, no a través de la violencia o de la revolución, sino mediante un cambio lento pero imparable. Consiguiendo que la gente trabajase unida, no enfrentándose unos a otros, independientemente de su clase, fortuna o posición social. No iba a resultar fácil. En Haven había gente dispuesta a luchar y a morir antes que permitir un cambio en el sistema. La Reforma tenía ante sí una lucha larga y dura, pero al final se impondría, porque trabajando juntos serían mucho más fuertes que los privilegiados que querían mantenerlos en su lugar, en la cloaca. Adamant sonrió con orgullo a los hombres y mujeres que tenía ante sí. Dejemos que los demás nos llamen revoltosos y anarquistas, dijo en tono tranquilo, le demostraremos a la gente de Haven que eso no es cierto. Simplemente somos hombres y mujeres que ya están hartos y piden justicia. Cueste lo que cueste.

No pueden matarnos a todos.

Por fin Adamant dejó de hablar y sobrevino un momento de silencio que finalmente quebró el clamor de la multitud que expresaba su aceptación con una voz única y decidida. Adamant había recibido una multitud de individuos y la había transformado en un ejército, y ellos lo sabían. Ahora sólo necesitaban un enemigo contra el que luchar y no tardarían en encontrarlo en las calles. Hawk miró a la multitud por el espejo, impresionado pero profundamente perturbado. Suscitar emociones tan violentas era peligroso para todos los que participaban en ellas. Si Hardcastle era capaz de provocar sentimientos similares entre sus partidarios, habría sangre y muerte en las calles cuando ambas facciones se encontraran.

Adamant volvió a levantar los brazos y la multitud se quedó quieta. Hizo una pequeña pausa como si estuviera buscando las palabras precisas y luego les habló con calma y pausadamente sobre cómo tenían que enfrentarse al enemigo. La violencia era la forma de actuar de Hardcastle, no la suya. Había que dejar que los votantes viesen quién necesitaba recurrir primero a la violencia, y luego verían quiénes decían la verdad y quiénes querían ocultarla porque le tenían miedo. Adamant echó una mirada a su gente. Era inevitable que en las próximas horas algunos resultaran heridos, o incluso muertos. Pero pasase lo que pasase, lo único que tenían que hacer era defenderse, y sólo en la medida en que fuera necesario. Era fácil caer en la trampa de odio y de venganza, pero así era como reaccionaba el enemigo, no ellos. La Reforma quería cambiar las cosas, no destruir.

Hizo otra pausa para dejar que la idea arraigara y luego, de repente, alzó la voz en tono alegre y victorioso. Llenó los corazones de los presentes de esperanza y resolución y tras desearles buena suerte hizo una única reverencia y se retiró sin prisas a las sombras del rellano seguido de Dannielle y Medley. Los asistentes lo vitorearon con la emoción a flor de piel y a continuación salieron del salón, riendo y charlando animadamente sobre el día que tenían por delante. De vuelta en el refugio del rellano, Adamant se dejó caer cansado sobre la silla y emitió un largo y pausado suspiro de alivio.

—Creo que salió bastante bien —dijo por fin. Alargó una mano a Dannielle, que la apretó firmemente entre las suyas.

—Tenía que salir bien —dijo Medley—. Dedicamos mucho tiempo a ensayarlo.

—Oh, no te preocupes —dijo Dannielle mirando airadamente a Medley—. ¡Estuviste fantástico, querido! ¡Escúchalos, James, te están vitoreando!

—Es dura la vida de un político —dijo Adamant solemnemente—. Tanto poder y tanta adulación... ¿Cómo podré soportar tanta presión?

Medley lanzó un bufido.

—Espera a salir a la calle, James. Ahí es donde empieza el verdadero trabajo. Las cosas son diferentes ahí fuera.

Media hora después, los adeptos habían partido, pero Adamant y compañía estaban de nuevo en el estudio. Adamant tenía visitas. Garrett Walpole y Lucien Sykes eran prósperos hombres de negocios, tan prósperos que hasta Hawk y Fisher habían oído hablar de ellos. Sus familias eran tan antiguas como Haven y si su dinero no hubiera provenido de los negocios, podrían haber sido incluso miembros destacados de la nobleza. Pero tal como estaban las cosas, ni el miembro más bajo de la alta sociedad se hubiera dignado mirar en su dirección. Los comerciantes usaban las puertas de servicio, sin importar lo ricos que fueran, y ése era, al menos en parte, el motivo por el cual Walpole y Sykes habían acudido a visitar a Adamant. Por supuesto, jamás lo hubieran admitido. Estrecharon formalmente la mano de Adamant y saludaron al resto con una inclinación de cabeza al tiempo que Adamant realizaba las presentaciones.

—Su asesor puede quedarse —dijo Sykes bruscamente—, pero los demás tienen que irse. Lo que nos trae aquí es confidencial, Adamant.

Hawk sonrió y movió la cabeza.

—Somos guardaespaldas y nos quedamos aquí con el señor Adamant.

Walpole miró divertido a Hawk y Fisher.

—Despida a sus perros, ¿quiere, James? Tal vez su esposa quiera llevárselos a la cocina para darles una taza de té o algo así hasta que terminemos de tratar nuestros asuntos.

—No nos interesa mucho el té —replicó Fisher—. Nos quedamos.

—Ustedes harán lo que se les ordene —disparó Sykes—. Ahora, fuera y no vuelvan hasta que se los llame. Adamant, dígaselo.

Hawk sonrió levemente y Sykes palideció de repente sintiendo como si le faltara el aire. Sin mover un músculo, en Hawk se había producido un cambio. De pronto, parecía... peligroso. Su cara marcada reflejaba frialdad e impasividad, y Sykes advirtió que apoyaba la mano en el hacha que llevaba sobre la cadera. De repente, la habitación pareció muy pequeña y sin escapatoria posible.

—Somos guardaespaldas —manifestó Hawk con calma—. Y nos quedamos.

—¡Caballeros, por favor! —intercedió rápidamente Adamant—. No es necesario que se pongan desagradables. Aquí todos somos amigos. Hawk, Fisher, estos señores son mis invitados y les agradecería que los trataran con cortesía mientras permanezcan en mi casa.

—Por supuesto —dijo Hawk en tono irreprochablemente educado, pero la mirada de su único ojo oscuro seguía siendo inquietante. Sykes miró a Fisher pero, si es que eso era posible, encontró su sonrisa aún más preocupante.

—No hay motivo para alarmarse, amigos —dijo Adamant—. Mis guardaespaldas comprenden perfectamente la necesidad de ser discretos. Tienen mi palabra de que nada de lo que aquí se diga saldrá de las paredes de esta habitación.

Walpole miró a Sykes, quien asintió de mala gana. Hawk sonrió. Fisher se apoyó en la chimenea y cruzó los brazos.

—Pero su esposa tendrá que marcharse —exigió Sykes tozudamente—. Este no es asunto para mujeres.

Dannielle enrojeció de ira y miró a Adamant en busca de apoyo, pero su marido respondió con una lenta inclinación de cabeza.

—Muy bien, Lucien, si insiste. Danny ¿te importaría...?

Dannielle, sintiéndose traicionada, le lanzó una mirada acusadora, y a continuación logró componer su rostro lo suficiente como para sonreír graciosamente a la concurrencia antes de salir. No dio un portazo al salir, pero fue como si lo hiciera. Adamant indicó a Walpole y Sykes que se sentaran y esperó pacientemente a que se pusieran cómodos antes de servirles vino de una botella de delicada factura. Hawk y Fisher adelantaron sus copas para que volviera a llenarlas. Adamant les pasó la botella y colocó una butaca frente a sus visitantes. Los dos Guardias permanecieron de pie. Hawk estudió subrepticiamente a los dos hombres de negocios por encima de su copa. No se movía en su círculo, pero conocía la fama de ambos. Era parte del trabajo de un Guardia conocer de vista a quienes movían los hilos de Haven. Así se podían evitar muchas situaciones embarazosas.

Garrett Walpole era un individuo francote, de tipo militar, que andaría rondando los sesenta años. Había pasado veinte años en el ejército de los Low Kingdoms antes de hacerse cargo de los negocios de su familia, y se le notaba. Todavía llevaba el pelo cortado al estilo militar y tenía la espalda recta como la hoja de una espada. Vestía con la sobriedad propia de un conservador, y por su forma de sentarse parecía el dueño del lugar.

Lucien Sykes era un hombre de expresión ruda, con peso de más y próximo a los cincuenta años. Vestía a la última moda con más determinación que estilo y parecía un poco menos cómodo en la actual compañía. Sykes ocupaba un lugar de primera línea en los negocios de importación y exportación y por eso había acudido a ver a Adamant. El Gremio de Trabajadores Portuarios estaba en su segunda semana de huelga y ninguna mercancía entraba ni salía de los muelles. Los hermanos DeWitt, respaldados por los conservadores, estaban intentando romper la huelga con esquiroles zombis, pero hasta el momento no había funcionado muy bien. Los zombis requerían una supervisión muy intensa y no eran precisamente trabajadores eficientes. Tal como estaban las cosas, el Gremio de Trabajadores Portuarios tenía motivos más que sobrados para estar furioso con los conservadores y se habían sumado decididamente a las filas de la Reforma. De modo que si Sykes quería que sus barcos entraran o salieran del puerto iba a necesitar ayuda de la gente adecuada, es decir, la gente de la Reforma.

Hawk sonrió con sorna. Podría ser neófito en cuestiones políticas, pero sabía unas cuantas cosas.

—Bueno —dijo Adamant finalmente, después de que todos hubieran probado el vino y el silencio se prolongaba demasiado—. ¿Qué puedo hacer exactamente por ustedes, amigos? En otro momento tendría mucho gusto en sentarme a charlar un rato, pero tengo una elección en puertas y apenas tiempo para nada. Si me dicen qué desean tendré mucho gusto en decirles lo que les va a costar.

Walpole levantó una ceja con expresión sarcástica.

—Hablar claro puede ser una virtud, James, pero si yo fuera usted me la reservaría. No hay lugar para ello ni en la política ni en los negocios.

—Debería saberlo —terció Medley, y Walpole lanzó una carcajada.

—James, no puedo decir que me haga feliz la perspectiva de que pueda ganar porque no es cierto. High Steppes ha sido un seguro escaño conservador desde hace más de treinta años. Está bien, Hardcastle es un poco sinvergüenza, pero la gente prefiere diablo conocido que una Causa por conocer.

—¿Aunque el diablo lleve muchos años chupándoles la sangre y la Causa luche por ellos? —sonrió Adamant—. ¿O es que ustedes no creen en la Reforma?

—Amigo mío, no tiene ninguna posibilidad —Walpole sacó un cigarro de su bolsillo, lo miró con ojos codiciosos, pero volvió a guardarlo—. Sólo uno al día —explicó—, órdenes del médico, y es el hermano de mi mujer. James, la Reforma es una buena idea, pero nada más. Estas modas vienen y van, pero nunca duran mucho. Demasiados intereses creados como para que llegue a alguna parte.

—¿Es por eso por lo que han venido aquí? —preguntó Medley—. ¿Para decirnos que no podemos ganar?

Walpole rió brevemente.

—No, por supuesto que no. Usted me pidió dinero, James, y estoy aquí para dárselo. ¿Quién sabe? Después de todo, pueden ganar y no haría ningún daño que me debieran un favor. Además, he sido amigo de su familia casi toda mi vida, luché al lado de su padre en la campaña de Broken Ridges. Era un buen hombre. En la actualidad mi posición es muy desahogada y puedo permitirme tirar unos cuantos miles de ducados —sacó de su bolsillo un escrito bancario y se lo entregó a Medley—. Gástelo bien, James, y si necesita más, hágamelo saber. Y cuando todo esto haya terminado, venga a verme. Estoy seguro de que puedo conseguir que haga algún buen negocio. Ahora, tengo que irme. Tengo cosas que hacer, ya sabe. Buena suerte en las elecciones.

No dijo Va a necesitarla. No era necesario. Su tono lo dijo todo.

Se incorporó sin prisa y se estiró discretamente mientras Adamant se levantaba y llamaba al mayordomo. Medley guardó ceremoniosamente el documento en su cartera antes de ponerse de pie. El mayordomo entró, Walpole estrechó las manos de todos y Villiers lo acompañó hasta la salida. De repente, la estancia quedó muy silenciosa. Adamant y Medley se sentaron otra vez dispuestos a escuchar a Lucien Sykes, que tras mirar con resignación a los dos Guardias se inclinó hacia delante para mirar de frente a Adamant, y empezó a hablar en tono conspirador:

—Ya conocen mi situación. Necesito que mis barcos entren y salgan del puerto cuanto antes o puedo llegar a perder todo lo que tengo. Ya saben que he donado dinero para la Causa en el pasado. He sido uno de sus apoyos más sólidos y ahora necesito su ayuda. Necesito su palabra de que lo primero que hará como concejal es presionar a esos bastardos del Gremio de Trabajadores Portuarios para que desconvoquen su huelga. Al menos temporalmente.

—Me temo que no puedo hacer eso —dijo Adamant—, pero puedo presionar un poco a los hermanos DeWitt para que sean más razonables. Después de todo, fueron los causantes de la huelga al negarse a invertir dinero para mejorar la seguridad de los muelles.

Sykes acentuó su expresión ceñuda.

—Eso no servirá de nada. Yo ya he hablado con Marcus y David DeWitt. No les importa nada excepto ellos mismos. Para ellos, se ha convertido en una cuestión de principios no ceder ante los trabajadores. Si se quieren cavar su propia tumba, es cuestión suya, pero maldito si estoy dispuesto a dejarme arrastrar con ellos.

—Siempre tiene la posibilidad de recurrir a Hardcastle —intervino Medley.

—Ya lo he intentado —dijo Sykes—. No quiso verme. Tres mil ducados, Adamant. Es mi oferta.

—Hablaré con el Gremio y veré hasta dónde puedo presionar a los DeWitt —respondió Adamant—. Es lo único que puedo prometerle. Si con eso no basta, tendremos que prescindir del dinero.

Sykes sacó la escritura de un depósito bancario del bolsillo de su chaqueta, sopesó la situación un momento y luego lo puso encima del escritorio.

—Volveré a verlo, Adamant, si gana las elecciones.

Se ajustó la chaqueta, echó una mirada poco amistosa a Hawk y a Fisher y salió del estudio. La puerta se cerró tras él. Hawk se volvió ligeramente para mirar a Adamant.

—¿Suele ser todo tan descarado? Quiero decir, tan directo. Estos dos le estaban dando dinero a cambio de futuros favores. En el pasado la Reforma siempre se manifestó en contra de este tipo de cosas.

—Una campaña cuesta dinero —respondió Medley—. Mucho dinero. James no podría pagarlo todo de su bolsillo, y la Causa no puede ayudar demasiado. El dinero que tienen deben distribuirlo entre los candidatos con menos recursos. Todo lo que pudieron darnos fue esta casa, por eso recaudamos fondos donde podemos. Puede estar seguro de que Hardcastle no se preocupa por estas nimiedades. Si sus partidarios no hacen donativos suficientes le basta con amenazarles con que subirá los impuestos sobre la propiedad. Y no es como si nosotros prometiéramos hacer algo en contra de nuestros principios. Al final, la base de la política son los favores que se hacen unos a otros. Eso es lo que mantiene el sistema en marcha. Puede que no sea un sistema muy bueno, pero ésa es una de las cosas que pretendemos cambiar.

La puerta se abrió de par en par y Dannielle entró presurosa. Los miró a todos con imparcialidad y luego se hundió en su butaca favorita.

—Casi estoy por abrir todas las ventanas y encender palitos de incienso para eliminar el olor a política que hay en esta habitación.

—Lo siento, Danny —dijo Adamant—, pero no hubieran hablado a sus anchas si hubieras estado aquí, y necesitábamos el dinero que nos ofrecían.

Dannielle resopló.

—Cambiemos de tema.

—Será mejor —dijo Medley—. ¿Hay algo más que quieran saber antes de que salgamos a hacer campaña, Capitán Hawk, Capitán Fisher?

—Sí —dijo Hawk—. Necesito más información sobre los demás candidatos. Hardcastle, por ejemplo. Tengo la impresión de que no es popular, ni siquiera entre su propia gente.

—El hombre es un bruto —dijo Adamant—. Gobierna High Steppes como si fuera su feudo particular. Incluso recauda su propio impuesto, aunque por supuesto no le da ese nombre. Es una póliza de seguro. Y la gente que no puede hacer frente a las cuotas descubre de repente que su suerte ha cambiado para mal. Empieza con palizas, pasa a los incendios y termina con asesinatos. Y nadie dice nada. Incluso la Guardia hace la vista gorda.

Hawk sonrió fríamente.

—Aquí la Guardia somos nosotros. Hábleme del propio Hardcastle.

—Es un criminal y un fanfarrón, y su palabra no vale nada —dijo Medley implacable—. Acepta sobornos de cualquiera y luego casi nunca cumple sus promesas. Ha tenido mucha suerte en los negocios y se dice que sabe dónde están enterrados algunos cadáveres muy importantes. Tiene incluso un pequeño ejército de hombres de armas y matones contratados. Todo el que se atreva a hablar contra él acaba con las piernas rotas como advertencia. No creo que tenga amigos, pero tiene conocidos en puestos elevados.

—¿Algo más? —preguntó Fisher.

—Está casado —dijo Dannielle—, pero nunca conocí a su esposa.

—Son pocos los que la han conocido —dijo Medley—. No sale mucho. Por lo que sé, fue un matrimonio amañado por razones comerciales. Llevan casados siete años y no tienen hijos.

—Un ejército de hombres de armas —dijo Hawk en tono pensativo—. ¿Quiere decir mercenarios?

—Exactamente —dijo Medley—. Resulta difícil dar una cifra exacta, pero tiene por lo menos trescientos hombres armados a su servicio personal. Tal vez más.

—¿Y éste es el hombre al que se enfrentan? —dijo Fisher—. Deben de estar locos. Van a necesitar su propio ejército privado para caminar por las calles con seguridad.

—¿Para qué necesito un ejército? —inquirió Adamant—. Los tengo a usted y al Capitán Hawk, ¿no es cierto? Tranquilícese, Capitán Fisher. También tengo mis propios mercenarios. No tantos como Hardcastle, pero suficientes. Nos quitarán de encima a los peores elementos. El resto, tendremos que tocarlo de oído.

—Fantástico —dijo Fisher.

—Cuénteme algo de los otros candidatos —pidió Hawk.

Adamant miró a Medley, que frunció el ceño en actitud pensativa antes de hablar.

—Bueno, primero está lord Arthur Sinclair, un joven que heredó el título hace unos años en circunstancias bastante dudosas; pero eso no es nada nuevo en Haven. Si está en política es, sobre todo, porque le divierte. Le gusta llamar la atención y aprovecha la oportunidad para hacer el tonto en público. Se presenta como independiente porque nadie quiso saber nada de él, y lo que quiere es abolir todos los impuestos sobre el alcohol. Tiene algún respaldo, sobre todo de los fabricantes de cerveza, vino y licores, y tiene dinero suficiente para comprar unos cuantos votos, pero la única forma de que resulte elegido es que se mueran todos los demás candidatos, y aun así habría que hacer un recuento.

—Tiene buenas intenciones —añadió Adamant—, y no representa ningún peligro para nadie excepto para sí mismo. Bebe como un cosaco, según he oído decir.

—También está Megan O'Brien —dijo Medley tras esperar pacientemente a que terminara Adamant—. Comercia en especias, también es independiente y propugna el Libre Comercio. Teniendo en cuenta que gran parte de los ingresos de Haven provienen de esos mismos impuestos que O'Brien quiere eliminar, no creo que tenga muchas posibilidades. Tendrá suerte si termina las elecciones sin que lo hayan asesinado.

»Y, por supuesto, está el General Longarm. En el pasado formó parte del ejército de Low Kingdoms y ahora forma parte de un movimiento militante en la Hermandad del Acero. Ha sido oficialmente repudiado por la Hermandad, aunque está por ver si eso significa algo. La Hermandad nunca ha sido trigo limpio. Está haciendo campaña como independiente bajo el nombre de Ley y Orden. Cree que todo el que transgreda la ley debe ser ejecutado en el acto, y quiere imponer el servicio militar obligatorio para todos los varones de más de catorce años. Está más loco que una cabra, y tiene más o menos el mismo carisma que una cabra. Puede que sus conexiones en la Hermandad le consigan unos cuantos votos, pero también es inofensivo.

—No lo descartaría del todo —dijo Adamant—; los militantes de la Hermandad les quitaron un escaño a los conservadores en las últimas elecciones. Creo que no estaría de más mantener vigilado al General Longarm.

—¿Algún otro candidato? —preguntó Fisher mientras se servía más vino de la botella más cercana.

—Sólo uno más —respondió Medley—. Un candidato misterioso. Un mago llamado el Grey Veil. Nadie lo ha visto ni ha oído nada sobre él, pero su nombre está en la lista oficial. En realidad no les está prohibido a los magos presentarse a las elecciones, pero las normas contra el uso de la magia son tan estrictas que casi ninguno se molesta. Dicen que están injustamente discriminados y es posible que tengan razón. Mortice dice que ni siquiera ha oído hablar del Grey Veil, de modo que no puede ser tan poderoso.

Hawk frunció el ceño.

—Tuvimos un encontronazo con un mago antes de venir aquí. Puede que fuera él.

—De todos modos, no importa —dijo Fisher—. Lo pusimos en fuga. Si era Grey Veil creo que podemos suponer casi con certeza que ya no está en pie. Corriendo, puede ser, pero no en pie. El informe que presentamos ya se ocupará de ello.

—Recapitulemos —dijo Hawk—. Además de nosotros, están Hardcastle y sus mercenarios, el militante de la Hermandad del Acero y un puñado de independientes con todos los matones y los bravucones que pueden pagarse. Adamant, esto no es sólo una elección, es un conflicto armado. He visto batallas más seguras de lo que según parece va a ser ésta.

—Creo que ya tiene una idea muy aproximada —dijo Dannielle.

—Creo que con eso ya está todo —añadió Adamant—. Ahora bien, ¿alguien quiere comer algo antes de salir? No creo que tengamos tiempo para comer cuando hayamos empezado.

Hawk miró a Fisher esperanzado, pero ella sacudió la cabeza con decisión.

—Al parecer, estamos bien así —dijo Hawk—. Gracias, de todos modos.

—No es ningún problema —dijo Dannielle—. Sólo llevará un momento avisar al personal de cocina y al catador.

Hawk se quedó mirándola.

—¿Al catador?

—Siempre están intentando envenenarme —explicó Adamant con gesto de disgusto—. La Reforma tiene un montón de enemigos en Haven, especialmente en High Steppes. Mortice se ocupa de que ninguno de estos intentos llegue a la cocina, de modo que el catador no es más que un refuerzo. Pero, aun así, no se creerían lo que me cuesta esta medida de seguridad.

—Creo que vamos a pasar de la comida —dijo Hawk.

Fisher miró con desconfianza el fondo de su vaso.

—Quédese con nosotros, Hawk —pidió Medley con una sonrisa— y le daremos una buena formación política sobre Haven. Hay mucho más de lo que se ve a simple vista.

—Ya me estoy dando cuenta —respondió Hawk.

Brimstone Hall se elevaba, apartado y solitario, en medio de un terreno rodeado por un elevado muro de piedra ornamentado con runas de protección. Hombres armados montaban guardia detrás de las enormes verjas de hierro y perros guardianes patrullaban el extenso parque. Corrían rumores de que a los perros se les había dado de comer carne humana durante el tiempo suficiente para crearles adicción. Antes había habido manzanos en el terreno, pero Hardcastle los había hecho arrancar de raíz porque ofrecían refugio a posibles asesinos.

Cameron Hardcastle era un hombre muy prudente. No confiaba en nada ni en nadie y tenía sus razones para ello. Había destruido a muchos hombres a lo largo de su vida por un medio u otro, y había contribuido a la ruina de muchos más. Se decía que tenía más enemigos que cualquier otro hombre de Haven. Hardcastle lo creía y se enorgullecía de ello. En una ciudad de hombres rudos e implacables, había conseguido convertirse en una leyenda. Las constantes amenazas de muerte eran un precio exiguo por tan alto honor.

Brimstone Hall era de por sí una monstruosidad de piedra que se venía abajo y se mantenía en pie gracias a antiguos conjuros y a incesantes obras de reparación. En verano hacía un calor sofocante y en invierno era imposible calentarla, pero había sido el hogar de los Hardcastle desde tiempo inmemorial y Cameron no estaba dispuesto a renunciar a ella. Los Hardcastle nunca renunciaban a nada suyo. Se suponía que habían contribuido a fundar la ciudad y ésa podría ser la razón por la que tantos de sus miembros habían estado convencidos de que debían gobernarla.

Cameron Hardcastle había empezado su carrera en el ejército de los Low Kingdoms. Era lo que se esperaba de él, de su clase y de su familia, y él había odiado cada minuto que había pasado en el ejército. Lo había dejado después de siete años apenas, retirándose precipitadamente antes de que pudieran someterlo a una Corte militar. Se había dicho que los cargos hubieran sido de crueldad extrema, pero nadie lo tomó en serio. La crueldad extrema era moneda corriente en el ejército de los Low Kingdoms. Los hombres combatían tan bien porque temían más a sus oficiales que al enemigo.

Lo peor fueron los rumores de sacrificios de sangre a puerta cerrada en el comedor de oficiales, pero nadie hablaba de ello. No era saludable hacerlo.

Hardcastle era un hombre de estatura media, robusto, con pectorales de hierro y brazos de músculos muy marcados. Era bien parecido dentro de su estilo áspero y torvo, con una mata de pelo oscuro y un bigote irregular. Tenía unos cuarenta y cinco años, pero bastaban pocos minutos para darse cuenta de la fuerza y el poder que irradiaba. Fuera lo que fuera lo que se dijera de él —y se decían muchas cosas, casi todo desagradable—, todos admitían que tenía presencia. Cuando entraba en un salón lleno de gente, se hacía un súbito silencio.

Reía con una risa fuerte y atronadora, aunque su sentido del humor no era muy agradable. La mayoría de la gente va al teatro en busca de entretenimiento, pero la idea que tenía Hardcastle de pasárselo bien era asistir a los ahorcamientos públicos. Le gustaban las peleas de perros contra osos y el boxeo profesional, y tenía media docena de perros para cazar ratas. En un buen día solía clavar las colas de las ratas en la puerta de servicio para llevar la cuenta.

Era conservador porque su familia lo había sido siempre y porque convenía a sus intereses económicos. Los Hardcastle pertenecían a la aristocracia y a nadie se le permitía olvidarlo. Últimamente, la mayor parte de su dinero procedía de rentas y de negocios bancarios, pero nadie era lo bastante tonto como para tratar a Hardcastle como un mercader o un hombre de negocios. Aunque sólo fuese en tono de broma, resultaría muy perjudicial para la salud. Cuando pensaba como un político, lo cual ocurría muy a menudo, las ideas de Hardcastle se reducían a la necesidad de que todo el mundo supiese cuál era su lugar y se atuviese a él. Pensaba que el sufragio universal era un error lamentable y tenía intenciones de rectificarlo en cuanto se le presentase la oportunidad. La Reforma no era más que una enfermedad en el organismo político que había que extirpar de raíz y destruir, empezando por ese maldito James Adamant.

Hardcastle estaba sentado en su sillón de orejas favorito, mirando por la gran ventana ojival de su estudio con expresión furiosa. Adamant iba a ser un problema porque tenía más apoyo popular del que había tenido jamás ningún candidato de la Reforma, y ocuparse de él iba a ser difícil y caro. Hardcastle detestaba tener que gastar dinero innecesariamente. Por suerte, había otras alternativas. Apartó su mirada de la ventana para fijarla en su mago, Wulf.

El mago era un hombre alto, de anchos hombros y con una cabeza noble y de rasgos finos cuyo tamaño era un poco superior al que hubiera correspondido a su cuerpo. Su espesa cabellera castaña le caía sobre los hombros en una masa de rizos. Su rostro era alargado y estrecho y de osamenta muy marcada y en él destacaban unos ojos oscuros de mirada reconcentrada. Siempre llevaba el atuendo negro de mago, con su esclavina y su capucha y representaba a la perfección su papel.

Wulf era nuevo en Haven y todavía no había dado grandes muestras de su poder, pero nadie dudaba de que lo tenía. Hacía apenas unas semanas había sido atacado por cuatro gamberros y a la Guardia de la ciudad le había llevado casi una semana encontrar un caballo y un carro lo suficientemente resistentes como para llevarse las cuatro estatuas de piedra. Terminaron en la Calle de los Dioses y los turistas queman palitos de incienso ante ellas, pero las estatuas siguen gritando en silencio.

Silenciosa, y sentada en un rincón con la cabeza baja y las manos cruzadas discretamente sobre su regazo, estaba Jillian Hardcastle, la esposa de Cameron. Debía de tener apenas veinticinco años pero aparentaba veinte más. En el pasado había sido bonita, sin estridencias, pero la vida con Hardcastle la había ajado hasta el punto de que no quedaba en su rostro ni pizca de carácter; era apenas una forma y unos rasgos que se borraban de la memoria en cuanto uno apartaba los ojos de ella. Llevaba ropa lujosa y a la moda porque era lo que su esposo esperaba de ella, pero aun así parecía lo que era, un pobre ratoncillo de campo que había sido traído a la ciudad y al que habían despojado de todo destello de individualidad. Los que frecuentaban a Hardcastle habían aprendido a no hacer comentarios sobre los cardenales y los ojos amoratados que a veces se advertían en la cara de Jillian ni sobre las mañanas en que se quedaba en cama, descansando.

Hacía siete años que se habían casado. Había sido un matrimonio amañado, amañado por Hardcastle.

Dedicó a Wulf una larga mirada, y cuando habló por fin, su voz sonaba engañosamente tranquila y monocorde.

—Me dijiste que tu magia atravesaría cualquier barrera que Adamant pudiera pagar. ¿Por qué está vivo, entonces?

Wulf se encogió de hombros con calma.

—Debe de haber encontrado a un nuevo mago. Me sorprende que alguien se preste a trabajar con él después de lo que le hice a su último mago, pero tú eres el que conoce Haven. Siempre se encuentra a alguien si hay dinero. A la larga no le servirá de nada. Puede que lleve algún tiempo encontrar un resquicio, pero dudo de que este mago resulte más difícil de eliminar que el último.

—Más demoras —dijo Hardcastle—. No me gustan las demoras, mago. Y tampoco me gustan las excusas. Quiero a James Adamant muerto y fuera de mi camino antes de que la gente acuda a votar. No me importa lo que cueste ni lo que tengas que hacer: ¡lo quiero muerto! ¿Está claro, mago?

—Por supuesto, Cameron, te aseguro que no hay por qué preocuparse. Me ocuparé de todo. Espero que el resto de tu campaña vaya sobre ruedas.

—Por el momento —dijo Hardcastle con desgana—. Los pegadores de carteles han estado en las calles desde el amanecer, y mis mercenarios se han estado ocupando de los hombres de Adamant con bastante buenos resultados a pesar de las interferencias de la Guardia. Si Adamant es tan tonto como para celebrar mítines en las calles, mis hombres se ocuparán de que no duren mucho. Los plebeyos no tienen agallas para hacer frente y luchar. Basta con derramar unas gotas de sangre en la calle para que se dispersen como el aire.

—Es cierto, Cameron. No hay de qué preocuparse. Hemos pensado en todo; hemos planificado todas las situaciones posibles. Nada puede salir mal.

—No me tomes por tonto, mago. Siempre puede salir algo mal. Adamant tampoco es tonto y no estaría inviniendo tanto tiempo y dinero en su campaña si no pensara que tiene una maldita oportunidad de derrotarme. El sabe algo, Wulf. Algo que nosotros no sabemos, lo siento en mis huesos.

—Lo que tú digas, Cameron. Seguiré con mis indagaciones. Mientras tanto, tengo algo esperando para ti.

—No lo había olvidado —dijo Hardcastle—. Tu jefe de mercenarios, ese al que rodeas de tanto misterio. Muy bien, ¿quién es?

Wulf se armó de valor.

—Roxanne —anunció.

Hardcastle se enderezó en su sillón.

—¿Roxanne? ¿Has traído a esa mujer a mi casa? ¡Fuera de aquí ahora mismo!

—Todo está controlado, Cameron —se apresuró a decir Wulf—. He traído a dos de mis mejores hombres para vigilarla. Creo que te darás cuenta de que su fama es un poco exagerada. Es la mejor espada de alquiler que he visto jamás, invencible con el arma en la mano, y una estratega insuperable. Trabaja muy bien tanto sola como al frente de un grupo. Es un auténtico fenómeno.

—¡También está loca!

—Es cierto, pero eso no interfiere en su trabajo.

Hardcastle se tranquilizó un poco, pero su expresión seguía siendo ceñuda.

—Está bien, la veré. ¿Dónde está?

—En la biblioteca.

Hardcastle resopló.

—Al menos no hay mucho que estropear allí. Jillian, ve y tráela aquí.

Su esposa asintió en silencio, se levantó y salió del estudio cerrando con cuidado la puerta tras de sí para que no diera un portazo.

Hardcastle apartó la vista de la ventana y miró el retrato de su padre colgado en la pared opuesta. Una imagen sombría y oscura de un hombre sombrío y oscuro. Gideon Hardcastle no había sido lo que se espera de un padre, y Cameron no había derramado lágrimas en su funeral, pero había sido concejal en Haven durante treinta y cuatro años. Cameron Hardcastle estaba decidido a superarlo. Ser concejal sólo era el principio, porque él tenía planes para conseguir que el nombre de Hardcastle fuese respetado y temido en los Low Kingdoms.

Y no importaba lo que hubiera que hacer.

Roxanne paseaba inquieta por la biblioteca de Hardcastle, hundiendo sus botas en la gruesa alfombra que amortiguaba el ruido de sus pisadas. Los dos mercenarios encargados de su vigilancia la miraban nerviosos desde el otro extremo de la estancia. Roxanne les sonreía una y otra vez para mantenerlos alerta. Era una mujer alta, medía cerca de un metro ochenta y cinco sin botas, y su cuerpo era ágil y musculoso. Con su camisa y pantalones de color amarillo limón sobre los que llevaba una raída chaqueta de cuero parecía un canario resabiado. Llevaba una larga espada junto a su cadera izquierda dentro de una vaina muy gastada.

A primera vista, no carecía de atractivo. Era joven, algo más de veinte años, y tenía una cara huesuda de ojos como brasas enmarcada por una mata de pelo negro rizado sujeta por una cinta de cuero. Pero había algo en ella, en su mirada irreductible y en su perturbadora sonrisa que inquietaba incluso al mercenario más experimentado. Además, todos conocían su reputación.

Roxanne ya se había hecho un nombre a los quince años luchando como espada de alquiler en las vendettas de la Ruta de la Seda. El resto de su compañía fue eliminada en una emboscada y ella logró abrirse camino entre las filas enemigas luchando sola. Mató a diecisiete hombres y mujeres aquella noche y conservaba sus orejas como prueba. Quienes la vieron regresar aquella noche al campamento, riendo y cantando, cubierta de sangre ajena y luciendo un collar de orejas humanas, juraron que jamás en su vida habían visto nada más aterrador.

Pasó por una docena de compañías de mercenarios en menos de tres años, y a pesar de su maestría con la espada, todos se alegraron de librarse de ella. Era valiente y leal siempre y cuando le pagaran con regularidad, y siempre estaba en primera línea de ataque, pero no cabía la menor duda de que Roxanne estaba absolutamente loca. Cuando no tenía un enemigo a mano al que combatir, buscaba pelea entre los de su propio bando por el simple placer de la acción. Todavía era peor cuando bebía. Quienes la conocían aprendieron a reconocer pronto los signos y a buscar la puerta más cercana cuando sucedía. Roxanne tenía un carácter endiablado y un sentido del humor un tanto peculiar. Para ella, una noche de diversión tenía que implicar peleas a cuchillo, sembrar el terror en los locales y quemar las tabernas en las que se pretendía que pagara lo que consumía.

Y no es que dirigiese su furia sólo contra las tabernas. A menudo prendía fuego a una o dos tiendas de su propio campamento por razones que sólo ella entendía. Roxanne apreciaba un buen fuego. También le gustaba apostar todo lo que tenía a los dados y negarse a pagar cuando perdía. Adoraba a un dios del que nadie había oído hablar, tenía un insano respeto por la verdad, y buscaba pelea con las monjas. Decía que ofendían su sentido de la rectitud de las cosas. Pero si Roxanne tenía un sentido de la rectitud de las cosas, era una novedad para todos cuantos la habían conocido alguna vez.

Todos coincidían en que Roxanne llegaría lejos, y cuanto antes mejor.

Acabó en Haven tras un desacuerdo con un capitán de la Guardia por los precios en una tienda de la compañía en Jaspertown. Cuando alguien le explicó que acababa de matar al hijo del alcalde del lugar, pensó que tal vez había llegado la hora de empezar a buscar otro empleo. De modo que arrojó la cabeza del capitán por la ventana de la casa del alcalde, prendió fuego a la posta local de los correos como medida de distracción y se dirigió a Haven a toda la velocidad que se lo permitió su caballo robado.

Roxanne iba y venía por la biblioteca de Hardcastle cogiendo cosas y volviendo a dejarlas. Jamás en su vida había visto tal profusión de adornos de porcelana incontestablemente feos, y no había nada realmente digno de ser robado. Rompió unas cuantas piezas por principio y porque hacían un ruido realmente agradable al aplastarse contra la pared. Los dos mercenarios se removieron inquietos, pero no dijeron nada. Era evidente que estaban allí para evitar que se metiera en líos o prendiera fuego a algo, pero Roxanne sabía que no harían nada a menos que fuese absolutamente necesario. Le tenían miedo. La mayoría de la gente le tenía miedo, especialmente cuando sonreía. Roxanne dedicó a los mercenarios una ancha sonrisa y ambos palidecieron a ojos vistas, tras lo cual se volvió satisfecha. De nuevo empezó a caminar arriba y abajo por la biblioteca, haciendo tamborilear sus dedos sobre el cinto de su espada. No podía estarse quieta mucho tiempo, tenía demasiada energía.

Se volvió rápidamente cuando se abrió la puerta de la biblioteca y apartó la mano de la espada al ver entrar a una mujer pálida, descolorida. Al principio Roxanne pensó que era una criada, pero una rápida ojeada a sus ropas le reveló que era de alta alcurnia, aunque por su aspecto no estuviera a la altura. Ignorando a los dos mercenarios, la recién llegada se dirigió a ella sin levantar los ojos del suelo.

—Mi marido la recibirá ahora —anunció quedamente con una voz absolutamente exenta de inflexiones—. Haga el favor de seguirme y la conduciré hasta él.

Los dos mercenarios se miraron y uno de ellos se aclaró la garganta tímidamente.

—Perdón, señora, pero se supone que tenemos que permanecer con ella.

Jillian Hardcastle los miró un instante.

—Mi esposo dijo que quería ver a Roxanne. A ustedes no los mencionó.

Los mercenarios fruncieron el ceño inseguros.

—Creo que no deberíamos...

—Quédense donde están —ordenó Roxanne decidida—. No toquen la bebida y no rompan nada. ¿Entendido?

—Entendido —respondió el mercenario—. Esperaremos aquí.

El otro mercenario hizo un rápido gesto de asentimiento.

Roxanne siguió a Jillian Hardcastle hacia el vestíbulo. Era un vestíbulo amplio, ancho y con eco, y Roxanne hizo lo posible por no parecer impresionada. Pronto se dio cuenta de que no tenía que preocuparse, ya que Jillian no apartaba la mirada del suelo ni un instante. Roxanne la miró pensativa. ¿Este ratoncillo apocado era la esposa de Hardcastle? Puede que después de todo fueran ciertos los rumores que circulaban sobre él.

Jillian abrió la puerta del estudio y educadamente indicó a Roxanne que entrara delante. Así lo hizo, con los pulgares enganchados en el cinto de la espada. Hardcastle y Wulf se pusieron de pie. Hardcastle la estudió detenidamente. Roxanne sonrió a ambos sin que le pasara desapercibido el rictus de inquietud de sus caras. Sabía el efecto que producía su sonrisa y por eso precisamente la usaba. Echó una rápida mirada al estudio. No estaba mal. Lujoso a su manera. Hizo todo lo que pudo para dar a entender que había visto mejores salones en su vida.

—Bienvenida a mi casa, Roxanne —dijo Hardcastle un poco forzado—. Wulf me ha dicho que has hecho un buen trabajo para mí. Como recompensa, tengo una misión especial para ti. Trabajarás sola casi todo el tiempo, pero te pagaré quinientos ducados extra.

—Eso suena bien —dijo Roxanne—. ¿En qué consiste?

Hardcastle adoptó una expresión amenazadora. Por el rabillo del ojo Roxanne advirtió en Jillian un sobresalto momentáneo antes de recuperar su expresión vacía. Roxanne se dejó caer con aire insolente en la butaca que parecía más cómoda y apoyó una pierna sobre el brazo tapizado. Hardcastle se la quedó mirando un momento y a continuación acercó una silla para sentarse frente a ella. Wulf y Jillian permanecieron de pie. Hardcastle sostuvo un momento la mirada de Roxanne y a continuación, a pesar de sí mismo, desvió la vista.

—James Adamant es mi oponente en estas elecciones —explicó finalmente—. Quiero pararlo, hacerle daño, matarlo, lo que sea. Gasta lo que sea necesario, usa la táctica que te parezca. Si tiene alguna consecuencia, te sacaré de Haven enseguida.

—¿Dónde está la pega?

—Adamant tiene dos capitanes de la Guardia de la ciudad como guardaespaldas —respondió Hardcastle con gesto obstinado—. Se llaman Hawk y Fisher.

Roxanne sonrió.

—He oído hablar de ellos. Se supone que son buenos, muy buenos —rió contenta, produciendo un sonido desagradable, perturbador—. Hardcastle, casi haría esto gratis, sólo por el gusto de enfrentarme a esos dos.

—Ellos no son el blanco —dijo Hardcastle cortante—. Si tienes un enfrentamiento con ellos, será por tu cuenta y riesgo.

—Por supuesto —dijo Roxanne.

—Incluso prescindiendo de ellos, va a ser difícil llegar a Adamant. Tiene sus propios mercenarios y su propio mago. Tengo entendido que tienes un contacto personal entre su gente, de modo que te dejo los detalles, pero hay que hacerlo pronto. —Cogió su copa de vino—. Jillian, tráeme vino.

Jillian se apresuró a coger la copa de su mano y se acercó a las botellas que había en la cercana mesa.

—¿Voy a contar con algún apoyo o trabajaré totalmente por mi cuenta? —preguntó Roxanne.

—Utiliza toda la gente que necesites, pero asegúrate de que nada te relacione conmigo. Oficialmente, eres una más de mis mercenarios.

Jillian le trajo una copa de vino. Hardcastle se quedó mirándola sin tocarla.

—Jillian, ¿qué es esto?

—Tu vino, Cameron.

—¿Qué clase de vino?

—Vino tinto.

—¿Y qué clase de vino suelo tomar yo cuando tengo huéspedes?

—Vino blanco.

—Entonces, ¿se puede saber por qué me traes vino tinto? —le preguntó Hardcastle.

La boca de Jillian empezó a temblar levemente, aunque su rostro se mantuvo inexpresivo.

—No lo sé.

—Es porque eres tonta, ¿no es cierto?

—Sí, Cameron.

—Ve y tráeme vino blanco.

Jillian volvió a donde estaban las botellas. Hardcastle miró a Roxanne, que lo observaba pensativa.

—¿Tienes algo que decir, mercenaria?

—Es su esposa.

—Sí, es mi esposa.

Jillian volvió con una copa de vino blanco. Hardcastle lo cogió y lo dejó sobre el escritorio sin probarlo.

—Hablaremos de esto más tarde, Jillian.

Ella asintió y permaneció de pie, silenciosa, junto a su silla. Tenía las manos cruzadas con tanta fuerza que los nudillos se veían blancos.

—Es hora de que hable con tu gente, Cameron —dijo Wulf en voz baja—. Necesitamos que salgan a las calles lo antes posible y tienes que hablar con ellos antes de que lo hagan.

Hardcastle asintió torpemente y se puso de pie. Miró a Roxanne.

—Es conveniente que vengas, podrías aprender algo.

—No me lo perdería por nada del mundo —respondió Roxanne.

El vestíbulo principal de Brimstone Hall era demasiado grande para resultar acogedor. Dos candelabros de muchos brazos arrojaban una gran cantidad de luz en el centro, y sobre las paredes había una fila de lámparas de aceite. Pero aun así, donde terminaba la zona iluminada se apretaban sombras oscuras. El silencio se cernía pesadamente por todo el salón, y el menor sonido parecía despertar un eco interminable. Había hombres armados situados a intervalos a lo largo de las paredes, con la mirada fija a lo lejos, con la intención de producir un efecto amenazador a pesar de su falta absoluta de movimiento. Una ancha escalera conducía a una galería superior que dominaba el vestíbulo. Hardcastle se encontraba a sus anchas en la galería. Sonreía levemente ante la halagüeña perspectiva de las cosas que estaban a punto de ocurrir. Jillian permanecía de pie a su lado, silenciosa y sumisa, con la cabeza inclinada y los ojos distantes como si quisiera convencerse de que no estaba allí en absoluto.

Roxanne estaba un poco rezagada, oculta en las sombras de la galería. Wulf estaba sentado en una silla junto a ella, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas en el regazo. Lo mismo podría haber estado esperando que le trajeran el postre o un vaso de vino, pero había algo inquietante en el aire de expectación que se cernía en torno a él, algo... dañino. Roxanne no dejaba de vigilarlo por el rabillo del ojo. No confiaba en los magos; bueno, en realidad no confiaba en nadie, pero su experiencia le decía que los magos eran una estirpe especialmente traicionera.

Hardcastle por fin hizo una seña a los dos mercenarios armados apostados en el extremo del vestíbulo y éstos tiraron de los cerrojos y empujaron las pesadas puertas para abrirlas. La multitud de partidarios de los conservadores entró en bandada, precedida por organizadores corteses pero firmes. Había banderas y pancartas y un murmullo de expectación, pero hay que decir que la multitud no parecía realmente entusiasmada de estar allí. Roxanne no pudo evitar preguntarse si los guardias armados estaban allí para evitar que la gente entrara o para impedir que saliera. Las puertas principales se cerraron de golpe detrás de la multitud. Hardcastle miró a sus partidarios y se aclaró sonoramente la garganta. El vestíbulo quedó en silencio.

Más tarde Roxanne se dio cuenta de que nunca tuvo claro de qué había tratado el discurso. Fue un discurso excelente, sin duda, pero parecía como si no fuera capaz de discernir exactamente por qué había sido cautivador. Sólo sabía que en el momento en que empezó a hablar, Hardcastle pareció envolverse en una especie de magnetismo y ya no pudo apartar sus ojos de él ni oír otra cosa que sus palabras. La multitud de ahí abajo lo escuchaba atónita, dando vivas y aplaudiendo y agitando frenéticamente sus pancartas cada vez que hacía una pausa. Cuando por fin el discurso acabó entre aplausos enfebrecidos, Hardcastle miró a la multitud extasiada, sonriendo levemente, y le indicó que guardara silencio. Los vivas se fueron apagando gradualmente.

—Amigos míos, uno de vosotros ha demostrado ser merecedor de mi atención especial. Joshua Steele, un paso al frente.

Hubo una pausa y luego un hombre joven vestido al estilo de la pequeña nobleza se abrió paso entre la multitud para detenerse al pie de la escalera. Incluso desde el fondo de la galería, Roxanne se dio cuenta de que estaba asustado. Llevaba los puños apretados a los lados del cuerpo y su rostro estaba mortalmente pálido. La sonrisa de Hardcastle se ensanchó un poco.

—Steele, te encargué una tarea. Nada demasiado difícil. Todo lo que tenías que hacer era usar tus contactos para averiguar si James Adamant seguía contando con la protección de un mago. Me dijiste que no, pero no era cierto, ¿verdad, Steele?

El joven se pasó rápidamente la lengua por los labios y trasladó el peso del cuerpo de un pie a otro.

—Hice todo lo que pude, concejal. ¡Es verdad! Su antiguo mago, Masque, está muerto, y Adamant no ha hecho nada por sustituirlo. Mis informadores fueron muy precisos.

Hardcastle sacudió la cabeza tristemente.

—Me mentiste, Steele. Me traicionaste.

De repente, Steele se dio la vuelta y salió corriendo tratando de abrirse camino entre la multitud. Hardcastle miró hacia atrás e hizo un gesto a Wulf. El mago frunció el ceño, concentrándose. Steele lanzó un grito espeluznante y la multitud se apartó de él horrorizada cuando cayó al suelo retorciéndose mientras salía sangre de su boca y de la nariz y luego por los ojos. Se llevó las manos a la cara y luego al estómago al tiempo que sobre su túnica empezaban a aparecer manchas de sangre. Unas pequeñas bocas con colmillos empezaron a salir de su piel, por todo el cuerpo, mientras cientos de gusanos se abrían camino hacia el exterior. Uno de ellos atravesó la carótida y la sangre brotó en un chorro empapando a los que estaban más próximos, que se apartaron con repulsión, pero sin poder apartar sus ojos de él. Steele pataleó y luchó débilmente unos momentos más, y por último exhaló un suspiro largo y desgarrado. Su cuerpo siguió agitado por las convulsiones mientras los gusanos salían al exterior. Algunos de los que estaban a su alrededor pisaron a los horripilantes bichos que salían del cuerpo, pero pronto quedó patente que los gusanos ya se estaban muriendo. No podían sobrevivir mucho tiempo una vez habían abandonado el cuerpo del huésped.

Roxanne miró pensativa la espalda de Hardcastle y a continuación al mago Wulf. Era una lección digna de recordar. Si llegaba a fallarle a Hardcastle lo mejor sería que se asegurara de que el mago estuviera muerto. Volvió a mirar a la multitud. Permanecían callados e impresionados, con expresión lúgubre. El clima festivo se había estropeado. Hardcastle elevó su voz para atraer la atención de los presentes y volvió a tomar la palabra.

Y una vez más su maravillosa oratoria produjo su magia. En unos momentos, se ganó de nuevo a la multitud y pronto volvían a estar golpeando el suelo con los pies y vitoreando y gritando su nombre, igual que lo habían hecho antes. Parecían haber olvidado al hombre que había muerto en su presencia. Hardcastle llenó sus corazones y sus mentes de entusiasmo y los envió a las calles a hacer campaña en su favor. La multitud fue saliendo del vestíbulo, riendo y charlando animadamente los unos con los otros. La estancia quedó vacía y dentro sólo quedaron los organizadores y los mercenarios. Hardcastle miró el cuerpo que yacía solitario en medio del vestíbulo.

—Que alguien limpie esa porquería —ordenó con frialdad, y a continuación abandonó la galería seguido de Wulf y Jillian. Roxanne se quedó mirando el cadáver destrozado y empapado de sangre que quedaba allá abajo.

Hardcastle entró en su estudio y se sirvió un buen trago. El discurso había salido bien, y el bastardo de Steele había tenido su merecido. Puede que al fin y al cabo todavía hubiera justicia en el mundo. Apenas había hecho intento de sentarse en su butaca favorita cuando empezó la conmoción. Alguien gritaba en el pasillo y se oía correr a alguien y muestras de pánico en general. Hardcastle se levantó rápidamente y su mirada se dirigió inmediatamente a la larga espada familiar que colgaba de la pared, encima de la chimenea. Habían pasado muchos años desde que la usara presa de la ira, y siempre había tenido la intensa sensación de que tarde o temprano habría de necesitarla durante su campaña y que en la guerra de Wulf contra Adamant, que empezaba a calentarse, era de esperar que Adamant respondiese con la misma moneda. Hardcastle resopló furioso mientras dejaba el vaso y desenvainaba la larga espada. Le hacía gracia la pueril insistencia de Adamant en respetar las reglas del juego. En política había una sola regla: ganar.

Daba gusto volver a tener una espada en las manos. Había pasado demasiado tiempo en lugares cargados de humo discutiendo con tontos para conseguir un dinero y un apoyo que deberían haber sido suyos por derecho. La conmoción en el vestíbulo crecía por momentos. Hardcastle adoptó una expresión feroz. Que vinieran. Que vinieran todos; ya les enseñaría él con quién tenían que enfrentarse. Echó una rápida mirada a Jillian, que estaba de pie junto a la puerta sin saber qué hacer, tapándose la boca con una mano. Vaya ratón más inútil que tenía por mujer. Había tratado de infundirle un poco de carácter y no había conseguido nada. Le indicó con un gesto que se apartara de la puerta y ella corrió a refugiarse detrás de la silla más próxima. El mago Wulf, situado junto a la puerta, hacía gestos apurados con las manos mientras trataba de susurrar algo.

—Y bien —dijo Hardcastle impaciente—. ¿Qué pasa ahí fuera? ¿Nos atacan?

—No es magia, Cameron. Mis defensas están en pie. El ataque debe de ser físico. Mercenarios, tal vez. —De repente hizo un alto y olisqueó el aire—. ¿No huele a humo?

Se miraron pensando a la vez en el mismo nombre. No necesitaron nombrarla. Hardcastle salió corriendo al vestíbulo, espada en mano, seguido por Wulf. Roxanne protegía su espalda contra la pared y tenía la espada preparada para hacer frente a dos de los mercenarios de Hardcastle. Sonreía abiertamente y los mercenarios parecían asustados pero decididos. Un poco más allá, en el vestíbulo, un enorme tapiz que cubría la pared estaba en llamas. Varios sirvientes trataban de apagarlo con cubos de agua.

La cara de Hardcastle enrojeció de ira.

—¡Roxanne! ¿Qué diablos significa esto?

—Sólo me estaba divirtiendo un poco —explicó Roxanne tranquilamente—. Lo estaba pasando bien cuando aparecieron estos dos aguafiestas. En un minuto, cuando haya acabado con él, me ocupo de usted.

—Roxanne —dijo Wulf rápidamente, antes de que Hardcastle pudiera decir una inconveniencia—, por favor, deja tu espada. Estos hombres pertenecen a tu patrón, el concejal Hardcastle. Están bajo su protección.

Roxanne aspiró con gesto agrio y envainó su espada. Los mercenarios apartaron las suyas con aire más que aliviado. Wulf les indicó que se fueran y lo hicieron rápidamente antes de que pudiera cambiar de idea. Wulf miró a Roxanne y le dijo en tono de reproche:

—Cuando firmaste el contrato de trabajo con el concejal Hardcastle había una cláusula específica en la que se decía que no podrías prender fuegos a menos que te lo pidieran.

Roxanne se encogió de hombros.

—Usted sabe que no sé leer.

—Yo te lo leí en voz alta.

—De todos modos era un tapiz espantoso.

—Aunque lo fuera, mientras trabajes para el concejal estás obligada por el contrato. ¿O es que tu palabra no vale nada?

Roxanne lo miró furiosa. A Wulf se le encogió el estómago, pero no cedió terreno. Conocía un buen número de conjuros capaces de detenerla, pero tenía la insidiosa sospecha de que ella viviría lo suficiente para matarlo, sea lo que fuere que le hiciera a ella. Enfrentarse a Roxanne tan pronto era un riesgo, pero había que hacerlo. Era posible que su palabra tuviera valor o no, y si no lo tenía era un arma demasiado peligrosa para valerse de ella. Tendrían que dejarla ir, y en ese caso confiaba en poder matarla desde una distancia segura.

Inesperadamente, Roxanne frunció el ceño y se apoyó en la pared con los brazos cruzados.

—Está bien, basta de peleas. Ustedes no tienen sentido del humor.

—Por supuesto que no —respondió Wulf—. Estamos en política.

—Si ya habéis terminado —dijo Hardcastle con ironía—, tal vez no os importe acompañarme a mi estudio. Estoy esperando a algunos huéspedes muy importantes y quiero que los dos estéis presentes. Si os queda un rato libre.

—Por supuesto —dijo Roxanne—. Usted manda.

Hardcastle le lanzó una dura mirada y a continuación abrió la marcha hacia su estudio. Los hermanos DeWitt ya estaban allí esperándolo. Hardcastle se prometió para sus adentros que daría a su mayordomo una muerte lenta y dolorosa por no haberle advertido, y a continuación sonrió cortésmente a los DeWitt y se adelantó para estrecharles la mano. En el último momento se dio cuenta de que todavía llevaba la espada en la mano y se la pasó rápidamente a Wulf para que la volviera a colocar en la pared. Al menos Jillian había tenido la prudencia de ofrecer a los DeWitt una copa de vino. Puede que la situación aún tuviera remedio.

Marcus y David DeWitt rondaban ambos los cincuenta años y a primera vista parecían iguales: altos, delgados, elegantes y arrogantes. Su pelo y ojos oscuros hacían que sus rostros parecieran pálidos y descoloridos, lo que daba a sus facciones impávidas el aspecto de una máscara de mimo. Había una amenaza callada e implícita en su sangre fría, como si nada en el mundo se atreviera a molestarlos. Habían dejado sus espadas a la entrada, junto con sus guardaespaldas como muestra de confianza, pero Hardcastle no era tan tonto como para pensar que estaban desarmados. Los DeWitt tenían muchos enemigos y no corrían riesgos, ni siquiera con alguien que se suponía su aliado.

Entre ambos, Marcus y David DeWitt manejaban un tercio de los muelles de Haven, aplicando el antiquísimo principio de inversión mínima y máximos beneficios. Sus muelles eran conocidos como las áreas de trabajo peor mantenidas y más peligrosas de Haven. Si a los DeWitt les importaba algo, lo disimulaban a la perfección. La vida era barata en Haven, y la mano de obra lo era aún más. Además, las tarifas de los DeWitt eran sumamente bajas, por eso nunca les faltaba trabajo. Pero ahora, la huelga de los muelles los estaba haciendo polvo, a pesar de los esquiroles zombis. Éstos resultaban baratos y nunca se cansaban, pero no eran muy despiertos y necesitaban una supervisión constante. También eran un blanco fácil para las unidades de cargadores armados con sal y fuego.

Un concejal de signo conservador apoyaría a los DeWitt contra el Gremio de Trabajadores Portuarios aunque hubiera que recurrir a la violencia declarada y a la intimidación. La Reforma apoyaría al Gremio. Por eso los DeWitt estaban haciendo las rondas antes de las elecciones y comprando concejales. Por desgracia para ellos, necesitaban a Hardcastle más de lo que él los necesitaba a ellos, de modo que si querían su apoyo iban a tener que pagarlo caro.

Wulf se recostó en su butaca y estudió en silencio a los hermanos DeWitt. Era una pareja decididamente desagradable, pero había trabajado con personajes peores a lo largo de su vida. Como Hardcastle, por ejemplo. Un bruto y un canalla y mucho menos inteligente de lo que había supuesto. El propio Wulf había hecho muchas cosas desagradables a lo largo de los años, como exigía su estilo de magia, pero las hacía ordenadamente, porque eran necesarias. Hardcastle, en cambio, hacía cosas desagradables porque disfrutaba con ello. Era uno de esos individuos que sólo pueden probar lo importantes que son demostrando lo poco importantes que son los demás. Wulf frunció un poco el ceño. Hombres de semejante calaña son peligrosos, para sí mismos y para cuantos los rodean.

Pero por el momento era un hombre con poder, una estrella en ascenso, un hombre que escalaba posiciones. Wulf podría llegar lejos si se sujetaba a los faldones de este hombre. Y cuando la estrella de Hardcastle empezara a apagarse, Wulf lo abandonaría. Tenía sus propias ambiciones, y Hardcastle no era más que un medio para alcanzar un fin.

—Veinte mil ducados —dijo Marcus DeWitt, con su voz monótona. Sacó de su bolsillo un cheque y lo puso con cuidado sobre la mesa, ante sí—. Confío en que será suficiente.

—Por el momento —respondió Hardcastle haciendo un gesto a Wulf, que se inclinó y recogió el cheque.

—James Adamant tiene un maldito montón de partidarios en las calles —dijo David DeWitt, abriendo una cajita de plata y sacando una pizca de polvo blanco. Lo aspiró delicadamente y a continuación suspiró largamente cuando el polvo se incorporó a su sistema. Sonrió y miró con firmeza a Hardcastle—. ¿Cómo piensa usted enfrentarse a un reformista tan popular, señor Hardcastle?

—De la forma tradicional —respondió Hardcastle—. Dinero y la fuerza de las armas. La zanahoria y el palo. Nunca falla si se utiliza bien. Mi gente ya está en las calles.

—Adamant tiene dinero —dijo Marcus—, y además tiene a Hawk y a Fisher.

—No son infalibles —respondió Hardcastle—. No pudieron impedir que mataran a Blackstone.

—Cogieron al que lo mató —dijo David DeWitt— y se aseguraron de que no tuviera que ser sometido a juicio.

—No hay de qué preocuparse —dijo Wulf—. Tenemos una carta en la manga. Señores, ¿me permiten que les presente a la legendaria Roxanne?

Roxanne sonrió a los hermanos DeWitt, que sintieron un pequeño escalofrío.

—Ah, sí —dijo Marcus—, me pareció oler a quemado al entrar aquí.

—Siempre había creído que era más alta —dijo David—. Más alta y cubierta de sangre fresca.

Wulf sonrió.

—Responde a todo lo que las leyendas cuentan de ella.

Marcus DeWitt frunció el ceño.

—¿Sabe Adamant que ella trabaja para usted?

—No —dijo Hardcastle—. Todavía no. Va a ser nuestra sorpresa.

El mago conocido como Grey Veil estaba acurrucado en un rincón de la iglesia desierta temblando de frío. Llevaba allí varias horas tratando de reunir lo que quedaba de su magia. No podía creer que de repente todo se le hubiera venido abajo. En un momento había sido una fuerza con la que había que contar, un mago con cientos de mentes, corrientes bajo su influjo, y de repente su control se había deshecho por culpa de un Guardia entrometido y había tenido que correr para salvar la vida como un ladrón en mitad de la noche. Sus esclavos habían quedado liberados y era un hombre buscado, le habían puesto precio a su cabeza.

Al principio todo había parecido tan sencillo. Participar en las elecciones como candidato y a continuación disponer de gente suficiente para reunir un ejército de votantes. Una vez en el Consejo, todo tipo de hombres poderosos habría estado a merced de sus poderes. Un plan sencillo, tan sencillo que parecía a prueba de tontos. Debería haber sabido que algo saldría mal; siempre sale algo mal. El mago rodeó sus rodillas con los brazos y a continuación, en cuclillas, se balanceó hacia delante y hacia atrás. No tenía ni idea de cómo habían dado con él los Guardias. En realidad no importaba. Lo había apostado todo a una jugada y no le quedaba nada para volver a empezar. Podría considerarse afortunado si conseguía salir vivo de Haven.

Se ajustó la delgada túnica al cuerpo. Tendría que haber sabido que esto acabaría así. Toda su vida había estropeado todo lo que había tocado. Había nacido en una familia agobiada por las deudas que con el paso del tiempo no había hecho nada más que hundirse en la miseria. Lo pusieron a trabajar en cuanto tuvo fuerzas para ello, a los siete años. Había pasado su niñez en los talleres clandestinos de Devil's Hook y durante su adolescencia fue de un maldito trabajo a otro, buscando siempre un golpe de suerte que cambiara su vida. Todo el dinero que ganaba lo empleaba en planes y en apuestas desesperados, pero ninguno de ellos salía bien. Hasta la mujer que amaba se fue con otro hombre.

Y entonces conoció al viejo que descubrió en él dotes de mago. Trabajó hasta el agotamiento para pagarse las lecciones de magia del viejo, y cuando eso no bastaba robaba a sus amigos lo que necesitaba. Cuando fue lo bastante poderoso, mató al viejo y se apoderó de sus grimorios y sus objetos de magia. Se convirtió en Grey Veil y juró sobre su propia sangre que, pasase lo que pasase, nunca volvería a ser pobre.

Veil sonrió con amargura. Tendría que haberlo pensado mejor. Un perdedor es siempre un perdedor, aunque se ponga un nombre de fantasía. Trató de calentarse los dedos helados con su aliento. Hacía mucho frío en el Templo de la Abominación.

Había muchas iglesias abandonadas en la Calle de los Dioses. De vez en cuando el poder de un Ser se debilitaba, o sus seguidores resultaban veleidosos o simplemente cambiaban las modas, y de la noche a la mañana una iglesia entre cuyos muros habían resonado los himnos de adoración y el tintineo de las monedas al caer en los cepillos de las donaciones se encontraba desierta y abandonada. Algunas veces, otra congregación se hacía cargo del edificio para adorar a otro dios, y el negocio seguía como si tal cosa, pero algunas iglesias abandonadas quedaban vacías del todo por temor a lo que pudiera encerrar el silencio.

El Templo de la Abominación, un edificio de piedra, cuadrado, situado en el extremo más bajo de la Calle de los Dioses, había estado abandonado durante siglos. No era muy grande, y desde fuera se parecía más a un mausoleo barato que a una iglesia. No tenía ventanas, sólo una puerta que no estaba cerrada con cerrojo. El Templo de la Abominación tenía mala fama, incluso para lo que era la Calle de los Dioses. La gente que entraba en él a veces no salía. A Veil no le importaba. Necesitaba un lugar donde ocultarse y donde a nadie se le ocurriera buscar. Eso era lo único importante.

Poco a poco fue tomando conciencia de que la iglesia no estaba tan oscura como al principio. Al entrar, él había tirado de la puerta cerrándola tras de sí para que no entrara la luz. En ese momento la negra soledad lo había reconfortado, una noche interminable que lo ocultara a los ojos curiosos. Pero ahora podía distinguir sin dificultad el interior de la iglesia tal como era. No había mucho que ver, paredes desnudas de piedra y un altar de piedra destrozado ubicado aproximadamente en el centro del edificio. Veil frunció el ceño. ¿De dónde diablos venía la luz?

Por fin la curiosidad le hizo salir de su escondrijo y se puso de pie lentamente. Avanzó haciendo un gesto de dolor cuando sus articulaciones crujieron quejumbrosas. Los ligeros sonidos parecían estridentes en medio de la quietud reinante. Fuera, en la Calle de los Dioses, el clamor de cien sacerdotes llenaba el aire del alba al crepúsculo, aumentado por los himnos y los cantos de los fieles, pero ni un solo murmullo atravesaba los gruesos muros de piedra.

Veil miró en derredor, pero no se veía la fuente de la débil luz que llenaba la iglesia. Miró a sus pies para ver hacia dónde apuntaba su sombra y su corazón se detuvo por un instante al ver que no tenía sombra. Una mano helada le oprimió el corazón y por un momento su respiración se le heló en la garganta. Tenía que haber una sombra; a su alrededor había otras sombras. Algunas incluso se movían. Veil retrocedió un paso y miró rápidamente a su alrededor, pero no había nada ni nadie en la iglesia con él y ningún sonido turbaba el silencio. Respiró hondo y se obligó a contener el aire un largo rato antes de soltarlo. No era el momento de dejar que su imaginación le jugara una mala pasada. La luz no era algo que debiera preocuparlo. Era inevitable que hubiera vestigios extraviados de magia en este lugar.

Se obligó a acercarse al altar de piedra. De cerca no decía demasiado. Apenas una gran losa de piedra, con la forma y el tamaño aproximados de un ataúd mediano. Hizo una mueca mental por la comparación que se le había ocurrido y lentamente rodeó el altar. Tenía una hendidura de lado a lado y alguien había tallado runas de poder en la piedra con un cincel Los labios de Veil se movieron lentamente mientras trataba de entender el significado. Las runas formaban parte de un conjuro restrictivo destinado a mantener algo encerrado en la piedra.

Veil frunció el ceño. Lo que él sabía sobre el Templo de la Abominación era lo que todo el mundo sabía. Cientos de años atrás, cuando la ciudad todavía era joven, un culto a la muerte o algo peor había florecido en la Calle de los Dioses hasta que los demás Seres se habían reunido para destruir a la Abominación y a todos sus fieles. Todo había sucedido hacía tanto tiempo que nadie recordaba ya lo que era la Abominación. Llevado por un impulso, Veil colocó las manos sobre el altar e invocó a su magia, tratando de extraer las impresiones que todavía quedaban en la piedra.

El poder lo recorrió como una marea, terrible y magnífico, dejándolo ciego y sordo con su intensidad. Vaciló hacia delante y hacia atrás mientras pensamientos y sensaciones extrañas pasaban a través de él. Recuerdos de sacerdotes y médiums lo recorrían y lo abandonaban, relumbrando y desapareciendo como velas absorbidas por una oscuridad implacable. Eran demasiados para contarlos, pero todos ellos habían servido a la Abominación, y ésta les había dado poder sobre la tierra y sobre todo lo que se movía sobre ella.

Veil alzó lentamente la cabeza y miró alrededor. La iglesia brillaba como la luz del día. Podía sentir el poder creciendo en su interior, pugnando por ser liberado. Usaría ese poder para reunir seguidores y atraerlos a lo que bullía en su interior. Y aquello que los hombres habían llamado una vez Abominación volvería a florecer y a ser fuerte.

Por supuesto que aquél no era su verdadero nombre. Veil sabía qué era realmente la Abominación. Lo había sabido siempre. Rió en voz alta y el horrendo sonido se repitió como un eco inextinguible en el silencio.

Hawk y Fisher esperaban impacientes en el estudio de Adamant a que éste apareciera. Pronto tendrían que salir a las calles a hacer campaña, pero Adamant les había prometido primero una oportunidad para hablar con todos. Hawk y Fisher seguían considerando que eran fundamentalmente guardaespaldas, pero subsistía el problema de un posible traidor y malversador de fondos en el círculo más próximo a Adamant. Hawk estaba decidido a llegar hasta el fondo del asunto. No le gustaban los traidores.

Fisher se sirvió un buen trago de una de las botellas y miró a Hawk con expresión inquisitiva. Él sacudió la cabeza.

—No deberías, Isobel. Necesitamos tener la cabeza despejada para afrontar el día.

Fisher se encogió de hombros y devolvió la mitad de lo que se había servido a la botella.

—Dicho sea de paso, ¿dónde diablos está Adamant? Nos prometió por lo menos una hora para estas entrevistas.

—Nos arreglaremos —dijo Hawk—. Tal vez deberíamos empezar con otro. Ahora mismo, Adamant tiene muchas cosas en la cabeza.

—Te cae bien, ¿verdad?

—Sí, me recuerda mucho a Blackstone. Brillante, compasivo y entregado a su Causa. No voy a perderlo también a él, Isobel.

—No te impliques —dijo Fisher—. Recuerda que los Guardias somos estrictamente neutrales. No tomamos partido. Estamos aquí para proteger al hombre, no a su Causa. Si quieres mostrarte entusiasta con la Reforma, hazlo en tu tiempo libre.

—Ah, vamos, Isobel. ¿Acaso Adamant no te llega ni siquiera un poquito al corazón? Piensa en todo lo que podría hacer si saliese elegido.

—Si sale elegido.

La puerta se abrió y rápidamente guardaron silencio. Adamant saludó con una breve inclinación de cabeza a los dos Guardias e hizo como si no viera la copa en la mano de Fisher.

—Siento haberme retrasado, pero Medley no deja de consultarme problemas diciendo que sólo yo puedo resolverlos. Veamos, ¿qué puedo hacer por ustedes?

—Necesitamos más información sobre las amenazas de muerte, las filtraciones de información y la malversación de fondos —respondió Hawk—. Empecemos por las amenazas de muerte.

Adamant se sentó en el borde de su escritorio y adoptó una actitud pensativa.

—No les presté mucha atención al principio. Siempre hay amenazas e intentos de chantaje. La Reforma tiene muchos enemigos. Pero después las amenazas empezaron a ser más concretas: dijeron que mi jardín se secaría, y así fue. Sobrevinieron más ataques mágicos, entre ellos el que provocó la muerte de Mortice. El último mensaje decía que yo moriría si no abandonaba, así de directo.

»No hay mucho que decir sobre la malversación de fondos. Mis contables dieron con ella casi por casualidad. Medley tiene los detalles. Han accedido a no decir nada hasta que podamos encontrar al traidor, pero no se callarán durante mucho tiempo. Trabajan para la Causa, no para mí personalmente.

—Las filtraciones de información —apuntó Fisher.

—Después de la malversación empecé a revisar notas y me di cuenta de que lo que yo había atribuido a simple mala suerte era algo más que eso. Algo más siniestro. Alguien había estado hablando a los conservadores sobre mis planes y movimientos. Las multitudes se dispersaban antes de que yo pudiera hablarles; los posibles aliados eran intimidados y enviaban gamberros a desbaratar los mítines. No todo el mundo tiene acceso a este tipo de información, tiene que ser alguien próximo a mí.

—Suponiendo que identifiquemos al traidor —dijo Hawk tomándose su tiempo— ¿qué pasa si resulta ser alguien muy próximo a usted?

—Dejaremos que la ley siga su curso —dijo Adamant tajantemente.

—Aunque sea un amigo.

—Especialmente si es un amigo.

En la oscuridad de su sótano, el mago Mortice permanecía sentado entre los bloques de hielo y sentía cómo su cuerpo se iba descomponiendo. Un dolor terrible e interminable lo corroía minando su coraje y su salud mental. Al principio, la concentración necesaria para mantener las defensas de Adamant había contribuido a protegerlo del dolor y el horror de su situación, pero ya no era suficiente. A lo largo de las interminables horas del día y de la noche, no tenía nada que hacer más que estar allí sentado, pensando y sintiendo.

Había pasado por la ira, la aceptación y el horror, y ahora existía minuto tras minuto en callada desesperación. Hacía tiempo que había perdido toda esperanza. Hubiera preferido volverse loco si no fuera porque necesitaba mantener el control para proteger a Adamant. Pero la locura seguía acechándolo. Cada vez más, su pensamiento tendía a divagar y a errar por las zonas marginales.

Hacía mucho tiempo que nadie iba a verlo. Podía entenderlo. Hacía frío en el sótano y todo el mundo tenía cosas que hacer, cosas importantes. Pero el tiempo pasaba lentamente en la oscuridad y nadie iba a verlo, y el que menos iba era Adamant, su buen amigo James Adamant.

Mortice estaba allí solo, en medio del frío, de la oscuridad, del dolor, volviéndose cada vez más loco y sabiendo que no podía hacer nada por evitarlo.

Medley entró en tromba en el estudio con un fajo de papeles en la mano y se detuvo en seco al ver allí a Hawk y a Fisher.

—¡Rayos! Ustedes querían verme, ¿verdad? Lo siento, pero James me ha traído como loco toda la mañana. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Para empezar, háblenos de la malversación de fondos —dijo Hawk—. ¿Cuánto dinero falta exactamente?

—Una cantidad nada despreciable —respondió Medley, sentándose informalmente en el borde del escritorio de Adamant—. Unos tres mil ducados en total a lo largo de un período de tres meses. Pequeñas cantidades al principio que luego se fueron haciendo más importantes.

—¿Quién tiene acceso al dinero? —preguntó Fisher.

Medley frunció el ceño.

—Ese es el problema: pocas personas. James y yo, por supuesto, Dannielle, Villiers, el mayordomo, y media docena de sirvientes más, y por supuesto, varias personas de la Reforma que trabajaron en la campaña con nosotros.

—Vamos a necesitar una lista de nombres —dijo Hawk.

—Me ocuparé de ello.

—¿Cómo se apoderaron del dinero? —preguntó Fisher.

—No estoy muy seguro —dijo Medley—. Los contables fueron los primeros en darse cuenta de que algo iba mal. ¿Quiere echar una mirada a los libros?

Hawk y Fisher se miraron.

—Tal vez más tarde —dijo Hawk—. Hábleme de Adamant. ¿Cómo reaccionó ante las amenazas de muerte?

—Con bastante sangre fría. No es la primera vez que las recibe y no será la última. En Haven, forma parte de la política. Los ataques de magia le preocupan, por supuesto. No se puede confiar tanto en Mortice como antes.

—Entonces ¿por qué no contrata a otro mago? —preguntó Fisher.

—Mortice es amigo de James, y perdió la vida defendiéndolo de un ataque. James no puede abandonarlo, y además, cuando está en forma Mortice sigue siendo uno de los magos más poderosos de Haven.

Permanecieron en silencio un momento, mirándose expectantes.

—Si hay algo más... —dijo Medley.

—Usted se encarga de los asuntos de Adamant —dijo Hawk—. ¿Quién cree que puede haber filtrado información?

—No lo sé —dijo Medley—. Tiene que ser alguien que tiene algo contra James, pero no tengo ni maldita idea de quién puede ser. James es uno de los hombres más justos y honorables que conozco. Sólo tiene enemigos políticos. Ahora, si me perdonan...

Dejó los papeles sobre el escritorio, con una breve inclinación de cabeza indicó a los Guardias que la entrevista se había terminado y salió del estudio. Hawk dejó que se fuera. Hojeó los papeles que había dejado, pero no le revelaron nada nuevo.

—Para ser un asesor político, o bien es sumamente cauteloso o no demasiado brillante —observó Fisher—. Se me ocurren varios enemigos posibles entre los allegados a Adamant. Mortice, para empezar. Le salva la vida a Adamant y acaba siendo un cadáver en descomposición para su mal. Y está también Dannielle, no sería la primera mujer que se vuelve contra su marido porque éste le presta más atención a su trabajo que a ella misma. Y por último, ¿qué te parece el propio Medley? Tiene a su cargo la marcha de la campaña, ¿a quién podría resultarle más fácil malversar dinero sin que nadie se diera cuenta?

—Espera un momento —dijo Hawk—. Lo de Mortice y Dannielle, vaya y pase, pero ¿Medley? ¿Qué motivos podría tener?

—Por lo que tengo entendido, trabajó en ambas facciones políticas antes de aliarse con Adamant. Podría estar todavía en la nómina de los conservadores como agente encubierto.

Hawk frunció el ceño con desánimo.

—Éste va a ser otro caso retorcido. Si señalamos con el dedo a la persona equivocada, o incluso a la persona correcta pero sin pruebas suficientes, podemos meternos en un montón de problemas.

—Sin duda —dijo Fisher.

En el dormitorio de los Adamant, Dannielle estaba elegantemente sentada en el borde de la cama estudiando con mirada crítica la camisa que Adamant sometía a su aprobación. No mejoraba en nada a las dos anteriores, pero Dannielle supuso que era mejor aprobarla si no quería que él se molestara. No le importaría si se pusiera rojo de ira y le gritara, pero la tendencia de James era a enfurruñarse y hablarle con la mayor frialdad, cuando no se mostraba malhumorado. Muchas veces Dannielle les buscaba las vueltas a los sirvientes para tener alguien a quien gritar. Al menos algunos de ellos le contestaban. Se dio cuenta de que James seguía esperando pacientemente y se apresuró a sonreírle y a aprobar la camisa. Él sonrió y se la puso.

Dannielle se mordió el labio. Mejor decirlo ahora mientras estaba de buen humor.

—James, ¿qué piensas de Hawk y de Fisher?

—Parecen muy competentes y sorprendentemente inteligentes para ser Guardias.

—Pero ¿crees que harán bien su trabajo de guardaespaldas?

—Estoy seguro.

—Entonces ya no tenemos necesidad de depender tanto de Mortice, ¿no es cierto? —James la miró sorprendido y ella continuó antes de que él pudiera decir nada—: Tienes que hacer algo con Mortice, James. No podemos seguir así. Necesitamos una protección mágica auténtica. Era diferente cuando no teníamos a nadie más en quien confiar, pero ahora tenemos a Hawk y a Fisher...

—Mortice es uno de los magos más poderosos de Haven —respondió Adamant categóricamente.

—Lo era, ahora no es más que un cadáver con delirios de grandeza. Está perdiendo la razón, James. Esas criaturas de sangre no fueron las primeras que lograron pasar sus defensas, ¿no es cierto?

—Es mi amigo —dijo Adamant con sobriedad—, dio su vida por mí. No puedo volverle la espalda así, sin más.

—¿Cuándo fue la última vez que fuiste a verlo antes de hoy?

Adamant se acercó y se sentó en la cama junto a ella. De pronto parecía muy cansado.

—Ya no puedo soportar verlo, Dannielle. Su aspecto me pone enfermo y hace que me sienta furioso y culpable. Si al menos se muriera, podría llorarlo y dejar que se fuera. Pero no está ni muerto ni vivo... El mero hecho de estar en el sótano con él me pone los pelos de punta. ¡El mago Masque era mi amigo, no esa cosa que se pudre en la oscuridad! Pero era mi amigo y de no haber sido por él yo ya estaría muerto. ¡Oh, Danny, ya no sé qué pensar!

Dannielle lo rodeó con sus brazos y lo meció como si fuera un niño.

—Ya lo sé, mi amor, ya lo sé.

Dannielle acudió al estudio sólo algunos minutos después de que Hawk requiriera su presencia. Sonrió alegremente a los dos Guardias y se dejó caer con elegancia en su butaca favorita.

—Espero que no nos lleve demasiado tiempo. James está casi listo para salir.

—Sólo tenemos que aclarar algunas cosas —dijo Hawk con naturalidad—. Nada demasiado difícil. ¿Hasta qué punto está usted implicada en la marcha diaria de la campaña de Adamant?

—No mucho. Stefan se ocupa de todo. Yo no tengo cabeza para organizar cosas, de modo que se lo dejo todo a los dos hombres. Mi papel consiste en estar siempre al lado de James y sonreír a todo el que parezca dispuesto a votarlo. Eso se me da bastante bien.

—¿Y el aspecto financiero? —preguntó Fisher.

—Me temo que tampoco soy muy buena para los números. Una vez me pasé unos cuantos cientos de ducados en el presupuesto y James se enfadó conmigo. Stefan es el que maneja todo el dinero relacionado con la campaña. Forma parte de su trabajo.

—Cuéntenos de las habladurías —dijo Hawk.

Dannielle lo miró con expresión cándida.

—¿Qué habladurías?

—Oh, vamos —dijo Fisher—. Siempre hay habladurías y usted es la que mejor puede saberlo. Seguramente los sirvientes hablarán con usted cuando no quieren hacerlo con Adamant o con Medley. O con nosotros.

Dannielle se quedó un momento pensativa.

—Muy bien, pero no puedo asegurar que nada de lo que voy a decir sea verdad. Stefan ha estado un poco... distraído últimamente. Al parecer, tiene una nueva amiguita a la que tiene mucho cariño, pero trata de mantenerlo en secreto porque James no la aprobaría. Dicen que proviene de una familia de la pequeña nobleza, una familia muy conservadora que mantiene estrechas conexiones con Hardcastle. Ya se pueden imaginar lo que se diría por ahí si se supiera.

—¿Cuánto tiempo llevan? —quiso saber Hawk.

—No lo sé con certeza. Algo así como un mes, creo.

—¿Después de que empezaran los problemas de malversación?

—Ah, sí, bastante después. Además, Stefan nunca traicionaría a James, es demasiado profesional.

Hawk captó el énfasis y levantó una ceja con gesto inquisitivo.

—Pensé que precisamente Adamant lo había contratado por eso.

—Existe eso de ser demasiado profesional. Stefan vive, come y respira por su trabajo. Jamás falta a su palabra y defiende su reputación como algunas mujeres defienden su honor. Más aún, trabaja todas las horas que sea necesario y espera que James haga lo mismo. Yo sólo puedo ocuparme de que los dos coman con regularidad. Me alegraré cuando esta campaña haya terminado y podamos volver a la normalidad.

—¿Hay algo más que nos pueda decir? —preguntó Hawk—. ¿Ha sucedido algo últimamente?

—¿Quiere decir además de que mi jardín desapareciera de la noche a la mañana y de que cayera una lluvia de sangre en mi vestíbulo?

Hawk asintió con tristeza.

—Ya veo lo que quiere decir.

Dannielle se puso de pie.

—Bueno, ha sido un placer hablar con ustedes pero, si me disculpan, James me está esperando.

Se fue sin esperar a que le dieran permiso. Hawk esperó hasta que la puerta se hubo cerrado tras ella y luego se volvió hacia Fisher.

—De modo que Medley tiene una novia conservadora. Eso podría ser importante. A lo mejor tiene algo que ver con los chantajes.

—Es posible, pero la malversación empezó meses antes de que la conociera.

—No podemos estar seguros de eso. A lo mejor llevaba meses viéndola antes de que los sirvientes se enteraran.

La expresión de Fisher denotaba preocupación.

—Éste va a ser otro caso complicado, ¿no es cierto?

Stefan Medley estaba solo en la biblioteca, con la mirada fija en una estantería de libros sin verla realmente. Debería haberles hablado a Hawk y a Fisher sobre su novia, pero no lo había hecho. No podía. No lo habrían entendido.

El amor era una experiencia inédita para Medley. Hasta entonces su única pasión había sido su trabajo. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que fuera lo que fuera lo que las mujeres buscan en un hombre, él no lo tenía. No tenía una estampa llamativa, sus habilidades sociales eran escasas y aún más escaso su dinero, y la carrera que había escogido no era precisamente atractiva. No esperaba mucho de la vida, sólo quería tener a alguien que se preocupara por él desinteresadamente, alguien que le diera un motivo para vivir. Sólo quería lo que los demás tenían como algo natural y él no había conocido jamás.

Ahora había encontrado a alguien, o ella a él, y no quería ni podía dejarla. Ella era todo lo que tenía, aparte de la amistad de James. Medley golpeó suavemente el brazo de su sillón con el puño. James había creído en él, lo había convertido en su mano derecha y le había dado su amistad, confiaba en él más que en ningún otro. Y ahora él se volvía egoísta y guardaba un secreto capaz de destruir la campaña de James si llegaba a saberse.

Pero no tenía más remedio. James no lo entendería nunca. De todas las mujeres de las que podría haberse enamorado había tenido que ser ella. Claro que estas cosas no se pueden elegir, sencillamente... ocurren. Medley siempre había pensado que enamorarse, cuando por fin ocurriera, sería algo apacible y romántico. Pero más bien había sido como verse asaltado. De la noche a la mañana, su vida había cambiado totalmente.

Medley estaba tranquilamente sentado mientras su mente trabajaba frenéticamente, dándole vueltas con desesperación a la misma cosa, tratando de buscar una salida a la trampa en que se había metido. No había salida. Tarde o temprano tendría que elegir entre su amigo y su amada, y no sabía qué sucedería entonces. No podía renunciar a ninguno de ellos. Eran las dos caras de su naturaleza, y entre las dos lo estaban destrozando.

—Esto cada vez me recuerda más al caso Blackstone —manifestó Fisher—. Va a ocurrir algo desagradable. Todos sabemos que está en el aire, y no podemos hacer nada.

—Por lo menos en aquel caso teníamos un puñado de sospechosos para elegir —recordó Hawk—, y ahora sólo tenemos dos: la esposa y el mejor amigo de nuestro hombre. Y el único secreto que hemos sido capaces de encontrar es que Medley podría estar liado en secreto con una novia conservadora. No es un móvil muy claro para el asesinato y la traición, ¿no te parece?

—A mí no me mires —respondió Fisher—, Tú eres el cerebro de esta sociedad; yo sólo hago el trabajo duro. Las conspiraciones me dan dolor de cabeza.

—Está bien —dijo Hawk—. Nos queda el mayordomo, Villiers. Tal vez sepa algo. Los sirvientes siempre saben cosas.

Fisher sonrió amargamente.

—Otra cosa es que esté dispuesto a decirnos algo. Si quieres saber mi opinión, Villiers es de la vieja escuela, fiel hasta la muerte y más allá si es necesario. Podremos considerarnos dichosos si conseguimos que nos dé la hora.

Hawk la miró fijamente.

—Fantástico —dijo—. ¿Podrías ser un poco positiva para variar?

Ambos se callaron cuando la puerta se abrió y Villiers entró en el estudio. Hizo una cortés reverencia a los dos Guardias y después de cerrar bien la puerta tras de sí esperó atentamente a saber lo que se requería de él. Su espalda tan recta y su expresión austera y paciente le daban una dignidad que sólo en parte se veía turbada por los mechones tiesos de pelo blanco que asomaban por encima de sus orejas formando un marcado contraste con su cabeza decididamente calva. Iba vestido con la mayor pulcritud, y no hubiera desentonado ni en la mansión de un duque, por ello uno podía preguntarse qué hacía trabajando para un campeón de los desheredados.

—Siéntese —dijo Hawk.

Villiers sacudió la cabeza ligera pero decididamente.

—Prefiero seguir de pie, señor.

—¿Por qué? —inquirió Fisher.

—Porque no es mi sitio —dijo Villiers—, señora —la última palabra la añadió quizá con un poco de retraso.

—¿Cuánto lleva como mayordomo del señor Adamant? —preguntó Hawk rápidamente.

—Nueve años, señor. Antes lo había sido de su padre. La familia Villiers ha servido a la familia Adamant durante tres generaciones.

—¿Incluso en los malos tiempos, cuando lo perdieron todo?

—Todas las familias atraviesan malos momentos.

—¿Qué opina de la política de Adamant? —preguntó Fisher.

—No me corresponde a mí juzgarla, señora. Mi obligación es servir al amo Adamant, y los Villiers han sabido siempre cuál era su deber.

—¿Cómo se lleva usted con la señora Adamant? —interrogó Hawk.

—La joven señora es excelente, viene de una buena familia. Es un gran apoyo para el amo Adamant. Su salud ha estado un poco delicada últimamente, pero ella no permitió en ningún momento que eso interfiriera en sus deberes para con su esposo y con la casa. La señora Adamant es una persona muy decidida.

—¿Qué pasa con su salud? —quiso saber Fisher.

—No lo sé con exactitud, señora.

—¿Qué piensa del señor Medley? —preguntó Hawk.

—El señor Medley parece muy competente en su trabajo, señor.

—¿Y de su vida privada?

Villiers se retrajo un poco.

—Eso no es de mi incumbencia —respondió con firmeza—. Yo no hago caso de las habladurías y no escucho tras la puerta.

—Gracias, Villiers —dijo Hawk—. Eso es todo.

—Gracias, señor —Villiers hizo una reverencia formal a Hawk, saludó a Fisher con una leve inclinación de cabeza, y salió cerrando suavemente la puerta.

—Jamás conocí a un mayordomo al que no le viniera bien un buen puntapié en el trasero —dijo Hawk.

—Bien dicho —dijo Fisher—, son todos unos estirados. Aunque hubiera sabido algo no nos lo diría. No sería correcto.

—A lo mejor no hay nada que decir —dijo Hawk—. A lo mejor no hay ningún traidor y todo esto no es más que un complejo trabajo sucio de los conservadores para preocupar a Adamant y minar su confianza.

Fisher resopló.

—Me está doliendo la cabeza.

—Piensa en ello —dijo Hawk—. La respuesta está en alguna parte, si escarbamos un poco. Esas criaturas de sangre parecían reales. Maldito sea si dejo que Adamant muera como lo hizo Blackstone. Lo voy a mantener vivo aunque tenga que eliminar personalmente a todos sus enemigos.

—Así se habla —aprobó Fisher.

Todo lo que habían hablado y planificado no era suficiente para que Hawk y Fisher estuviesen preparados para la realidad de lo que es una verdadera campaña. Adamant se puso en marcha, llevando consigo a Medley y a Dannielle, a Hawk y a Fisher y a un pequeño ejército de seguidores, mercenarios y redactores de discursos. Hawk se sintió un poco insultado por la presencia de los mercenarios; parecía implicar que él y su compañera no bastaban para garantizar su seguridad. Pero cuando Adamant y su tropa salieron a la calle, las multitudes se hicieron tan densas y vociferaban de tal modo que sólo los mercenarios podían evitar que se viera arrastrado por ellas. Hawk y Fisher se contentaron con andar uno a cada lado de Adamant y mirar amenazadores a todo el que se acercaba demasiado.

La mañana terminó en medio de una imagen borrosa de calles y multitudes y discursos. Adamant fue de salón en salón, de mítines al aire libre a reuniones en lugares cerrados, pronunciando discursos, suscitando el fervor en las multitudes y sembrando en ellas la intención de votar a la Reforma, esperando que dicha intención durase hasta el momento en que tenían que depositar su voto, es decir, las últimas horas de la tarde. Los seguidores de Adamant entregaban monedas a todo el que se atreviera a alargar una palma vacía y la bebida gratuita corría como el agua. Los consejeros se afanaban readaptando constantemente los discursos a cada lugar, muchas veces poniendo en manos de Adamant algunas líneas extra cuando ya estaba a punto de hablar. No se sabía cómo, pero él siempre se las ingeniaba para aprendérselas a tiempo y pronunciar las palabras como si acabara de pensarlas. Hawk estaba impresionado. Y por encima de su capacidad para colocacar mensajes y conmover a las multitudes, lo que más impactaba cuando Adamant hablaba era su sinceridad, y las multitudes lo notaban. Él creía en su Causa, y hacía que las multitudes también creyeran.

Al llegar a Eel Street encontraron a un terrateniente que les decía a sus arrendatarios cómo debían votar, so pena de desahucio. Adamant pronunció un discurso de media hora sobre los males de la opresión y las virtudes del voto secreto, y Fisher le dio al terrateniente un puñetazo en la boca. No lejos de allí, en Baker Street, Hardcastle había plantado a un doble de Adamant al que la magia había modificado para pronunciar proclamas y discursos que dañaran su imagen. Por desgracia para él, se entusiasmó tanto con el sonido de su propia voz que no abandonó la zona con rapidez suficiente. Los mercenarios de Adamant se ocuparon de los protectores del doble, y Hawk y Fisher atraparon al farsante cuando apenas se había alejado unos cuantos metros. Adamant pronunció un inflamado discurso sobre la necesidad de eliminar de la política las maniobras sucias, mientras Hawk y Fisher se turnaban para golpear al doble contra un bebedero de caballos hasta que confesó quién lo había contratado.

Un grupo de hombres andrajosos empezó a seguir a Adamant y a su gente de un lugar a otro. Vociferaban preguntas impertinentes y llegaron a convertirse en una molestia, pero Adamant dejaba que siguieran con sus tonterías. Hawk y Fisher empezaron a molestarse un poco con ellos. Medley advirtió señales de peligro.

—Son periodistas —se apresuró a aclarar—. Por favor, no los dispersen.

—No les pegamos a todos los que no nos gustan —replicó Fisher.

—Claro que no —dijo Medley—. Sólo lo parece. Miren, necesitamos poner a la prensa de nuestro lado. Puede que los dos periódicos principales pertenezcan a la nobleza y a las clases medias altas, pero ellos también tienen votos, e influyen mucho en el sentido de los votos de los demás. Por fortuna para nosotros, Hardcastle siempre ha odiado a la prensa y nunca hizo nada por ella. De modo que cualquier cosa que dé buena imagen de nosotros va a salir en los periódicos y va a ser un clavo más en el féretro de Hardcastle. Además, muchos de los reporteros que están ahí son trabajadores independientes que toman notas para los pregoneros. En suma, que no queremos molestarlos.

Adamant terminó su discurso sobre la apertura de un pequeño hospital gratuito para los pobres y necesitados y a continuación declaró inaugurado el hospital, cortó un trozo de cinta que Hawk no entendió para qué servía y fue vitoreado una vez más. Hawk se dio cuenta de que nunca entendería la política. Un preguntón corpulento y musculoso se abrió camino a codazos hasta la primera línea de la multitud, acompañado de dos mercenarios vestidos con cota de malla y empezó a insultar a Adamant profiriendo gritos y obscenidades. La gente se removió incómoda, pero no hizo nada, intimidada por los dos mercenarios. Los propios mercenarios de Adamant no se decidían a meterse en medio de la multitud por temor a provocar el pánico. Hawk y Fisher se miraron y sacaron sus armas. La lucha fué muy breve, y el revoltoso quedó solo y pareció mucho menos imponente cuando tuvo la punta de la espada de Fisher delante de sus ojos.

—Largo de aquí —dijo Hawk—. O Fisher usará su estocada especial.

El impertinente miró a los dos hombres muertos a sus pies, tragó saliva y desapareció entre la multitud, que lo dejó marchar porque estaba más interesada en hacerle preguntas a Adamant ahora que tenía la ocasión. La mayor parte tenían que ver con las cloacas, o con la falta de ellas, pero en general eran bienintencionadas. El hecho de ver que uno de los hombres de Hardcastle había sido puesto en fuga les había levantado el ánimo. Adamant respondió a sus preguntas de forma clara y concisa, con el ingenio necesario para mantener entretenida a la multitud sin amortiguar el fuego que trataba de encender en su interior.

Hawk se reclinó contra una pared cercana y contempló la escena que se ofrecía a sus ojos. Todo parecía en calma. La multitud era amistosa y no había señales de más hombres de Hardcastle. Hasta el momento, la campaña estaba siendo dura y agotadora y todavía quedaba mucho territorio por cubrir. Echó una mirada en derredor para ver cómo lo llevaban los demás.

Fisher se veía tranquila y sosegada, pero se necesitaba mucha agitación para alterar a Fisher. Adamant estaba en su elemento y nunca lo había visto con mejor aspecto. Dannielle, en cambio, había encontrado un cajón vacío sobre el que sentarse. Se la veía pálida y extenuada; tenía los hombros vencidos por el cansancio y le temblaban las manos. La expresión de Hawk reflejó preocupación, Villiers había dicho que estaba enferma... Decidió vigilarla. Si no se recuperaba pronto, Fisher la escoltaría hasta su casa. Lo último que necesitaba Adamant era un motivo más de preocupación. Dannielle estaría a salvo con Fisher y tal vez un par de mercenarios para más seguridad. Buscó a Medley con la vista para decirle lo que pensaba hacer y sintió un súbito escalofrío al darse cuenta de que no estaba. Se volvió rápido hacia Fisher, que le dedicó una rápida sonrisa.

—No te asustes; acaba de cruzar a la taberna del otro lado de la calle para beber algo. Estará de vuelta antes de que tengamos que marcharnos. Te estás haciendo viejo, Hawk, mira que perderte ese tipo de cosas.

—Es cierto —dijo Hawk—. Estas elecciones me están sumando años.

La taberna no era gran cosa, ni siquiera para el nivel de High Steppes. Dentro, la luz era lo bastante difusa como para que todo se viera desdibujado y sin relieve. La mayoría de los parroquianos la preferían así; además, no había mucho que ver en esa clase de vecindario y a Medley le daba lo mismo. Aquí había conocido a su amada y siempre sería un lugar especial para él. Hizo un gesto al anodino personaje que atendía la barra de madera manchada y pasó rápidamente a los reservados de la parte de atrás. Allí estaba ella, esperándolo como había prometido. Como de costumbre, el simple hecho de verla hacía que su corazón latiese más deprisa. Se sentó junto a ella y cogió sus manos entre las suyas. Se quedaron un buen rato mirándose a los ojos y Medley tuvo la sensación de que nunca había sido tan feliz.

—No puedo quedarme mucho rato —dijo finalmente—. Dime, ¿qué es eso tan importante como para que tuviera que venir hoy aquí? Sabes que siempre me encanta verte, pero con la gente de Adamant ahí fuera...

Ella sonrió y apretó sus manos.

—Lo sé y lo siento, pero tenía que verte. No sabía cuándo podría escaparme otra vez. ¿Cómo va vuestra campaña?

—Bien, bien. Mira, no puedo quedarme más tiempo o empezarán a buscarme y no podemos arriesgarnos a que nos vean juntos.

—Ya lo sé, no lo entenderían e impedirían que volviéramos a vernos.

—Eso no lo permitiría —respondió Medley—. No hay nada en el mundo que me importe más que tú.

—¡Qué cosas tan bonitas dices!

—Te quiero.

—Yo también te quiero, Stefan —dijo Roxanne.

Cameron Hardcastle recorría High Steppes con paso firme y resuelto y la gente bordeaba las calles para verlo pasar. En todo momento estaba rodeado de mercenarios armados que se ocupaban de que las multitudes guardasen una distancia respetuosa. De vez en cuando los espectadores aplaudían, pero nadie lo vitoreaba. Las pancartas que había ordenado poner colgaban blandamente en el aire quieto, y aunque su gente había distribuido docenas de banderas y de banderolas con la debida anticipación, se veían muy pocas en manos del público. Si no hubiera sido por las consignas que coreaban sus seguidores, un incómodo silencio habría reinado en las calles. Hardcastle sonrió con tirantez. La situación no tardaría en cambiar como solía suceder cuando él empezaba a hablar.

Jillian caminaba a buen paso junto a él, silenciosa y con los ojos bajos, como siempre. Hardcastle hubiera preferido dejarla rezagada, pero eso era políticamente inaceptable. Un matrimonio sólido y una familia estable eran los principios fundamentales del dogma conservador, por eso tenía que mostrar a su esposa en público. Era lo que se esperaba de él. Ella no lo haría quedar mal. No se atrevería.

El mago Wulf iba unos cuantos pasos detrás de él, disfrazado de mercenario. No podía arriesgarse a ser reconocido en público como el mago de Hardcastle. En primer lugar, inquietaría a la multitud. Por lo general la gente desconfiaba de la magia, y tenía sus razones. En segundo lugar, su apoyo era ilegal, y en tercer lugar hubiera sido un blanco muy tentador. Muchísima gente hubiera dado algo por tener la oportunidad de matarlo, pero él no podía dejar que Hardcastle recorriera las calles sin protección por el mismo motivo. Todavía eran más los que hubieran dado algo por ver muerto a Hardcastle. Así pues, el gran mago Wulf recorría las calles de Haven a la sombra de Hardcastle, sudando profusamente bajo la cota de malla de un mercenario. Además, tenía que estar presente: Hardcastle no podía pronunciar sus discursos sin él.

El propio Hardcastle estaba de un buen humor sorprendente. Sus discursos habían salido muy bien y, según los primeros informes, sus mercenarios habían salido victoriosos en casi todos los encuentros con la gente de Adamant. Llegó a la plataforma que su gente le había preparado y subió los escalones hasta el escenario. Jillian lo siguió y se quedó silenciosa a su lado, sonriendo inexpresiva a la multitud. Las consignas de la campaña dejaron de sonar y la multitud lo vitoreó sin dejar de observar inquieta a los mercenarios. Hardcastle levantó los brazos pidiendo silencio, y el silencio se adueñó rápidamente de la calle abarrotada. Empezó a hablar y la atención de la multitud quedó prendida de sus palabras. Una oleada de euforia y compromiso lo recorrió por entero y no tardaron en empezar a gritar y a golpear el suelo con los pies y a lanzar vivas al final de cada frase. Al terminar el discurso, se había ganado a la multitud, hasta el último hombre. Podría haber ordenado que fueran desnudos y desarmados a la batalla, y lo habrían hecho. Hardcastle sonrió a la multitud que lo vitoreaba, disfrutando del poder que tenía sobre ellos.

Hubo una leve perturbación a un lado mientras alguien se abría paso hacia él. Hardcastle se puso tenso y a continuación se relajó un poco al reconocer a Roxanne. Le indicó con un gesto que se uniera a él en la plataforma.

—Estaba empezando a preguntarme dónde estarías —dijo en voz baja sin dejar de sonreír a la multitud.

—Ocupándome del negocio —respondió Roxanne.

—Supongo que podría valerme de ti, ya que estás aquí —Hardcastle le sonrió con simpatía como si la hubiera estado esperando y volvió a levantar las manos pidiendo silencio. La multitud se calló de inmediato.

—Amigos míos, permitidme que os presente a la más reciente adquisición de nuestras filas, ¡la famosa guerrera Roxanne! ¡Seguro que todos conocéis su fantástica reputación!

Hizo una pausa esperando un viva que no llegó. La multitud se removió inquieta.

—Estupendo —dijo una voz anónima—. Que alguien llame a la brigada de incendios mientras aún hay tiempo.

Uno de los mercenarios se adelantó para acallarlo hundiéndole en los riñones un puño enfundado en un guantelete, pero el daño ya estaba hecho. Casi todos los presentes habían oído hablar de Roxanne, y aunque sin duda estaban impresionados, también estaban muy preocupados o directamente asustados. Su fama la precedía. Observó a la multitud con incredulidad, pero tuvo el buen tino de no sonreír. Wulf miró con disimulo a su alrededor, evaluando el sentir de la multitud, y no le gustó lo que vio. La euforia de hacía un momento se había desvanecido como si nunca hubiera existido. Wulf se encogió de hombros. Habría otras ocasiones. Se acercó a la plataforma y miró a Hardcastle.

—Creo que deberíamos irnos, Cameron. Y en el futuro será mejor que releguemos a Roxanne a un segundo plano.

Hardcastle asintió brevemente. Se volvió para dar la orden de partir y en ese momento la multitud se volvió loca. De repente, todo el mundo gritaba y vociferaba y pateaba en todas direcciones y se dispersaba lo más rápido que se lo permitían sus piernas. Hardcastle miraba atónito a su alrededor, furioso y confundido, y entonces vio las ratas que se movían entre la multitud. Cientos de ratas, de todas las formas y tamaños, muchas de ellas todavía chorreando y brillantes por el cieno de las alcantarillas. Se dirigían a todas partes, rabiosas, y clavaban sus colmillos y sus uñas en todo lo que se les ponía por delante. Hardcastle cerró los puños y enrojeció de ira. Sólo había una manera de que aparecieran tantas ratas en un lugar al mismo tiempo. Eso era obra de un mago que seguramente las había teletransportado en medio de la multitud. El mago de Adamant...

Wulf se abrió camino hasta la plataforma.

—Tenemos que salir de aquí, Cameron. ¡Son demasiadas! No puedo hacer nada.

Hardcastle asintió con rabia contenida e indicó a sus mercenarios que abrieran un camino a través del caos. La ira estuvo a punto de hacerle perder su autocontrol mientras bajaba de la plataforma seguido de Jillian y de Roxanne. Adamant pagaría de alguna manera por este insulto... no importaba lo que costara.

Hardcastle llegó a su siguiente punto de encuentro y encontró ya reunida a una multitud que escuchaba las palabras de alguien. Hizo que su gente se detuviera y llamó a uno de sus oficiales mercenarios.

—Creí haberos oído decir que habíais expulsado a los reformistas de esta zona.

—Y lo hice, señor, no puedo entenderlo; mi gente fue muy minuciosa. Dejé aquí a algunos hombres con instrucciones muy precisas de no admitir a ningún otro orador. Si me lo permite, señor, iré a ver qué pasa.

Reunió rápidamente a media docena de hombres que desenvainaron sus espadas y lo siguieron mientras se internaba entre la multitud. Wulf se removió inquieto junto a Hardcastle.

—Aquí hay un problema, Cameron. Algo serio.

Hardcastle sonrió con expresión ceñuda.

—Mi gente se ocupará de ello.

—No lo creo —replicó Wulf—, esta vez no. Aquí hay un poder y no me gusta. Es magia antigua, magia incontrolada.

Hardcastle hizo un gesto de impaciencia y se volvió furioso a mirarlo.

—¿De qué demonios hablas, Wulf?

El mago tenía la vista fija en el hombre que se dirigía a la multitud y Hardcastle siguió de mala gana su mirada. El hombre era alto y delgado e iba envuelto en una andrajosa capa gris que había visto mejores días. Estaba demasiado lejos para que Hardcastle pudiera oír lo que decía, pero producía un efecto innegable sobre la multitud. No podían apartar sus ojos de él. Y sin embargo, no se oían ni los gritos ni los aplausos que siempre suscitaban los discursos del propio Hardcastle. La multitud estaba como hipnotizada y silenciosa, absorta en las palabras del orador. Hardcastle se dio cuenta de repente de que los mercenarios que había enviado a la multitud no habían regresado. Miró a su alrededor pero no vio ni rastro de ellos. Se oyó un roce de acero sobre cuero cuando Roxanne desenvainó su espada.

—Hace demasiado tiempo que se han ido —dijo en voz baja—. ¿Quiere que vaya a buscarlos?

—Pero no vayas sola —dijo Hardcastle—. Jillian, quédate aquí con mi gente. Wulf, tú y Roxanne seguidme. Vamos a echar una mirada desde más cerca a este... fenómeno.

Hizo una seña a dos de sus mercenarios y ellos abrieron un camino entre la multitud para que pasara. Otros mercenarios se dispersaron entre la multitud flanqueando a Hardcastle y a su grupo mientras avanzaban. Nadie les prestó atención, todos tenían la mirada fija en la exigua figura gris de la plataforma. Mi plataforma, pensó Hardcastle con resentimiento. Seguía sin haber rastro de los mercenarios perdidos.

—Soy el Señor de los Abismos —estaba diciendo Grey Veil, con los ojos desorbitados, sin pestañear, y una fría y terrible expresión—. Él me ha dado un poder inimaginable, y también os lo dará a vosotros. Sólo tenéis que venir a él y servirlo y os convertirá en los amos entre los hombres. Él es antiguo y magnífico, más antiguo que la propia humanidad, y su tiempo ha llegado de nuevo.

Hardcastle frunció el ceño y miró a su alrededor. La figura gris no decía nada nuevo, y en la Calle de los Dioses nadie se hubiera vuelto a mirarlo. Entonces ¿por qué estaban todos tan absortos? ¿Por qué no había revoltosos entre la multitud? Dio instrucciones al mercenario que tenía más cerca, que asintió y pasó rápidamente entre la multitud tansmitiendo sus instrucciones a los demás. Muy pronto, el silencio se vio interrumpido por gritos e insultos y silbidos y la multitud empezó a removerse.

Grey Veil se volvió lentamente para mirar a los revoltosos, y a algunos de los mercenarios les flaqueó la voz. Veil dejó de hablar y elevó sus manos por encima de su cabeza. De pronto, el día se oscureció. Hardcastle levantó la vista y vio que el cielo se había cubierto de nubes grandes y amenazadoras que impedían el paso de la luz y hacían tiritar a la multitud. Hizo un gesto de extrañeza. Habría jurado que un momento antes el cielo estaba despejado. Volvió a mirar a la figura gris justo a tiempo de ver cómo un relámpago atravesaba el aire y golpeaba sobre sus manos elevadas. Un misterioso resplandor azul rodeó las manos de Grey Veil, y entonces el rayo se lanzó sobre la multitud derribando a todos los hombres de Hardcastle que habían elevado su voz burlándose del orador. La multitud gritó y se apartó al ver cómo los mercenarios ardían y caían muertos al suelo. El olor de carne quemada llenó el aire, pero extrañamente la multitud seguía en su puesto en lugar de dispersarse, unida por la voluntad de Grey Veil, que bajó lentamente los brazos. Entonces el cielo empezó a despejarse.

Veil sonrió a Hardcastle y le clavó su inquietante mirada.

—¿Qué más quieres que haga? ¿Debo invocar a la lluvia o desatar un huracán? ¿Debo llenar tus pulmones de agua o hacer que la sangre hierva en tus venas? ¿O debo curar a los enfermos y hacer que se levanten los muertos? Todo eso puedo hacer, y más. El Señor de los Abismos me ha dado un poder que nadie se atreve siquiera a soñar.

—¿Quiere que lo mate? —preguntó Roxanne.

—No podrías llegar a tres pasos de él —dijo Wulf—. Cameron, deja que me ocupe de él.

—Hazlo —dijo Hardcastle—. Destruyelo. Nadie mata a mis hombres y se sale con la suya.

—No tendría muchas más posibilidades que Roxanne —dijo Wulf—. Ya te lo dije: en él hay magia incontrolada.

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Hardcastle.

—Si tenemos suerte, podemos hacer un trato.

Wulf se abrió camino entre la multitud callada y se acercó a la plataforma. Él y Grey Veil estuvieron hablando un rato y luego Wulf le hizo una reverencia y volvió a donde lo esperaban Hardcastle y Roxanne. Su rostro reflejaba una estudiada impasibilidad, pero su palidez era evidente, así como las gotas de sudor que perlaban su frente.

—¿Y bien? —preguntó Hardcastle ansiosamente.

—Accedió a reunirse con nosotros en privado —dijo Wulf—, creo que podremos hacer negocio.

—Pero ¿quién diablos es? ¿Y qué es toda esa tontería del Señor de los Abismos? Nunca he oído hablar de él.

—Probablemente no —dijo Wulf—. Es un nombre muy antiguo. Tal vez lo conozcas más como la Abominación.

Hardcastle lo miró sin dar crédito a sus palabras.

—La Abominación fue destruida. Hasta los escolares lo saben. Su templo de la Calle de los Dioses lleva abandonado varios siglos.

—Pues parece que está de vuelta. No es tan poderosa como antes, porque en ese caso no tendría necesidad de llegar a ningún acuerdo con nosotros.

Hardcastle asintió sintiéndose en terreno más familiar.

—Está bien, ¿qué quiere?

—Eso es lo que vamos a discutir —Wulf miró agudamente a Hardcastle—. Cameron, tenemos que ponerlo de nuestro lado. Cueste lo que cueste. Con su poder podría ponernos la elección en bandeja.

—¿Y si el precio que pide es demasiado alto? —dijo Roxanne.

—No hay precio demasiado alto —respondió Hardcastle.

Vestido con un traje a cuadros blancos y negros, con su blanca cara de payaso y una máscara de dominó, Arlequín baila en la Calle de los Dioses. Nadie ha visto jamás sus ojos y no tiene sombra. Baila con una naturalidad, gracia y magnificencia espléndidas, haciendo elegantes piruetas al ritmo de una música que sólo él puede oír, sin detenerse en ningún momento.

Por la mañana, a mediodía o por la noche, Arlequín baila en la Calle de los Dioses.

Todos necesitan algo en que creer. Algo que los haga sentir a salvo, seguros y atendidos. Todos lo necesitan tanto que darían algo, lo darían todo, aunque sólo fuera por la promesa de conseguirlo. Están dispuestos a pagar en oro, en sumisión y en sufrimiento o en cualquier otra cosa que tenga valor de mercado. Por eso la religión es un negocio tan importante en Haven.

En el mismo centro de la ciudad, justo en medio del distrito más rico, está la Calle de los Dioses; en ella se levantan docenas de iglesias y de templos diferentes que coexisten, ignorándose los unos a los otros. Y también hay casas de reunión más pequeñas, más íntimas, para los fieles de creencias menos conocidas o más controvertidas que, en su mayor parte, tienen que ver estrictamente con el dinero. Y hay además predicadores ambulantes. Nadie sabe de dónde vienen y adónde van, pero todos los días aparecen a cientos bordeando la Calle de los Dioses y dirigen su palabra a todo el que quiera oírlos.

En la Calle de los Dioses nunca hay problemas. En primer lugar, eso es algo que no les gustaría a los Seres, y en segundo lugar es malo para los negocios. La gente de Haven cree firmemente en el derecho de todo el mundo a obtener beneficios.

O a profetizar.

Hawk y Fisher miraban con curiosidad a su alrededor mientras acompañaban a Adamant en su recorrido por la Calle de los Dioses. No era una zona de Haven que conocieran mucho, pero sí lo suficiente como para estar alerta. Allí podía ocurrir cualquier cosa. Una vez más Hawk se preguntó si habrían hecho bien en dejar atrás a los mercenarios, pero Adamant había insistido. También había dejado atrás a sus seguidores. Aparte de sus guardaespaldas, sólo Medley y Dannielle seguían con él.

Estamos aquí para pedir un favor, dijo Adamant. Eso significa que venimos como suplicantes, no como jefes de un ejército privado.

Además, añadió Medley, hemos venido a hacer tratos y no necesitamos testigos.

La propia calle era un absoluto desorden. Los distintos templos e iglesias presentaban una gran variedad de formas y estilos arquitectónicos. Lo que había sido moda en un siglo convivía con los desatinos y disparates de otro. Los predicadores ambulantes llenaban el aire de gritos y clamores, y por todos lados se oía el tintineo de campanillas y de los címbalos y el rugido de cuernos y las voces de grupos de fieles que elevaban sus loas y sus súplicas. La calle se extendía hasta donde Hawk podía abarcar con la vista y sintió que se le ponían los pelos de punta al darse cuenta de que la Calle de los Dioses era muchísimo más larga de lo que figuraba en los mapas oficiales. Se lo señaló a Medley, que se limitó a encogerse de hombros.

—Tiene la extensión necesaria para dar cabida a todo lo que contiene. Con tanta magia y brujería y Seres de Poder reunidos, no es de extrañar que de vez en cuando sucedan aquí cosas extrañas.

—Tiene razón —dijo Fisher observando con interés a un predicador ambulante que se clavaba pinchos de metal sin manifestar el menor dolor y sin que saliera sangre de sus heridas. Otro predicador se echaba por encima gasolina y se prendía fuego, a continuación dejaba que su cuerpo se quemara y volvía a repetir la representación.

—Ignórelos —dijo Adamant—. No son más que exhibicionistas. Hace falta algo más que espectáculo para impresionar a los que andan por aquí —miró a Medley con expectación—. ¿Cuáles son las últimas noticias, Stefan?

Medley sacó un puñado de notas y papeles que le habían traído los mensajeros que informaban sobre la marcha del día.

—Por el momento, no va mal. Los mercenarios de Hardcastle están barriendo las calles con los nuestros cada vez que se cruzan, pero no pueden estar en todas partes al mismo tiempo. Todos los sondeos dicen que estamos en el mismo nivel que Hardcastle, lo que a estas alturas de la campaña está muy bien. Espera a que se vaya acabando la bebida y se les agote el dinero de los sobornos, entonces veremos cuántos votantes siguen fieles a los conservadores...

»Mortice ha estado muy activo, aparentemente ha desbaratado varios mítines de los conservadores teletransportando ratas hasta el centro mismo de la multitud. Su sentido del humor se ha vuelto muy elemental desde que murió.

»Por lo que respecta a los demás candidatos, el General Longarm ha estado pronunciando unos discursos muy vibrantes. Al parecer está obteniendo muchos seguidores entre los hombres de armas de la ciudad. Megan O'Brien no va a ninguna parte. Ni siquiera sus partidarios creen que pueda ganar, y a lord Arthur Sinclair se le vio por última vez celebrando una endemoniada fiesta en la Crippled Cougar Inn, y recibiendo una paliza fenomenal. Ninguna sorpresa.

Durante un rato siguieron andando en silencio. En la Calle de los Dioses las horas del día fluctuaban según uno iba pasando, de modo que a veces era pleno día y otras brillaba la luna. Por momentos nevaba y en otros sitios llovían ranas y las estrellas del cielo eclipsaban al sol. Las gárgolas lloraban sangre y las estatuas se movían en sus pedestales. En un momento, Hawk miró hacia un callejón lateral y vio un esqueleto sostenido por alambre de cobre que golpeaba su cráneo una y otra vez contra un muro de piedra, y durante un rato una bandada de pájaros ardientes siguió al grupo de Adamant calle abajo cantando estridentemente en un idioma que Hawk no reconoció. Adamant miraba siempre hacia delante, ignorando todo lo que quedaba a ambos lados de su camino, y al cabo de un rato, Hawk y Fisher aprendieron a hacer lo mismo.

—¿Cuántos dioses hay aquí? —preguntó Fisher por fin.

—Ni se sabe —respondió Medley—. El número cambia constantemente. Aquí hay algo para todo el mundo.

—¿En quién cree usted? —le preguntó Hawk a Adamant.

Adamant se encogió de hombros.

—Me educaron en la ortodoxia de la Hermandad del Acero. Supongo que sigo creyendo en ella porque se aviene a mi naturaleza pragmática y, a diferencia de la mayoría de las religiones, no me están fastidiando constantemente con lo de las donaciones.

—Es cierto —intervino Medley—. Uno paga sus diezmos una vez al año, aparece por las reuniones una vez al mes y por lo general lo dejan a uno tranquilo. Pero es una buena iglesia, se pueden hacer contactos muy útiles a través de la Hermandad.

—Cuéntenos algo sobre la Hermandad —dijo Hawk—. Isobel y yo no hemos tenido mucho contacto con ellos y no son muy conocidos en las tierras norteñas de las que venimos.

—Son bastante honrados —dijo Adamant—. Son una mezcla de militarismo y misticismo basada en la fe en el hombre que lucha. Empezó como una religión de guerreros, pero después ha ido ampliando su campo de acción. Reverencian el frío acero en todas sus formas como arma, y enseñan que todos los hombres pueden ser iguales cuando han sido entrenados por hombres de armas. Es una religión de mentalidad muy práctica.

—Correcto —dijo Medley—. Y si podemos conseguir su apoyo, todos los hombres de armas de High Steppes votarán por nosotros.

—Habría jurado que les interesaba más Hardcastle —dijo Fisher.

—Así suele ser —dijo Adamant—, pero por suerte para nosotros Hardcastle no sólo lleva años sin pagar sus diezmos sino que además ha tenido la desvergüenza de crear un impuesto especial sobre la Hermandad en su territorio. Además de todo eso, hace muy poco la Hermandad se escindió por una discusión sobre hasta qué punto debían o no participar en política. La nueva secta militante ya tiene un escaño en el Consejo: el de Downs. Su candidato en High Steppes es el General Longarm. Ahora vamos a ver al Comandante Supremo de la secta ortodoxa para ver si podemos conseguir su apoyo como parte de su lucha contra los militantes.

—Estupendo —dijo Fisher—. Precisamente lo que necesitaba esta campaña: más complicaciones.

Adamant miró a Hawk:

—¿Y usted, Capitán, en qué cree?

—En el dinero contante y sonante, en la cerveza fría y en un hacha bien afilada —Hawk siguió andando en silencio durante un rato y luego retomó el hilo—. Me criaron en el cristianismo, pero de eso hace ya mucho tiempo.

—¿Cristianismo? —Dannielle adoptó una expresión de asombro—. Supongo que en el mundo tiene que haber de todo.

—¿A quién venimos a ver exactamente? —preguntó Fisher cambiando de tema.

—Sólo hay unos cuantos Seres dispuestos a hablar con nosotros —respondió Adamant—. La mayoría no quiere intervenir en los asuntos civiles de Haven.

—¿Por qué no? —quiso saber Hawk.

—Porque si uno de ellos interviniera lo harían todos los demás y no pasaría mucho tiempo antes de que se desatara una Guerra de Dioses, algo que nadie desea, y mucho menos los Seres. Aquí tienen un buen negocio, y nadie quiere tirarlo por la borda. Sin embargo, hay unos cuantos Seres que le han tomado gustillo a realizar una mediación discreta e indirecta. El truco está en llegar a ellos antes que Hardcastle. Creo que empezaremos por la Piedra Parlante.

La Piedra Parlante resultó ser una mole enorme de granito mellado, azotada por la intemperie hasta la eliminación de todo vestigio de forma o significado. Unos acólitos sencillamente vestidos montaron guardia con sus espadas desenvainadas durante todo el tiempo que Adamant y sus seguidores estuvieron allí. Después de todo lo que había visto hasta el momento en la Calle de los Dioses, la Piedra produjo a Hawk una gran decepción. Se esforzó por percibir un clima santo o un aura mística, pero la Piedra no le parecía más que una mole de piedra. Adamant habló con la Piedra durante un tiempo, pero si por su parte la piedra respondió algo, Hawk no lo oyó. Adamant no parecía ni satisfecho ni insatisfecho, pero si sacó algo de la visita se guardó muy bien de comentarlo.

La Madonna de los Mártires tenía mala fama. Su iglesia estaba escondida en un rincón apartado de la Calle de los Dioses. No había nada que indicara lo que era; la gente que la necesitaba siempre encontraba su camino. Había un flujo constante de suplicantes a las puertas de la Madonna: los perdidos y los solitarios, los maltratados y los traicionados. Llegaban a la Madonna con el corazón apesadumbrado y ella les daba lo que pedían: dejar de sufrir. Después de morir, renacían a su servicio durante el tiempo que fueran necesarios.

Algunos la consideraban una diosa y otros un demonio. No siempre está clara la diferencia en la Calle de los Dioses.

La propia Madonna era una mujer sencilla, agradable, vestida con colores chillones. Tenía a su lado una bandeja de dulces desteñidos y pasó el tiempo que estuvieron allí chupando uno estentóreamente. No pasó la bandeja para ofrecerlos, y Hawk por una vez lo agradeció. Los hombres y mujeres muertos se arrastraban por su cámara realizando misteriosos recados. Sus caras estaban descoloridas y fláccidas, pero un par de veces Hawk creyó ver una expresión de tremendo sufrimiento en sus ojos. No apartó su mano del hacha ni sus ojos de la salida más próxima.

Adamant y la Madonna llegaron a un trato. A cambio de que ella retirara su apoyo a los hermanos DeWitt, Adamant le permitiría el acceso a los hospitales de High Steppes. No era un asunto tan frío como aparentaba. La Madonna estaba obligada por su naturaleza a admitir sólo a los que se presentaban voluntariamente, y en todos los hospitales tenían a alguien que deseaba la muerte como liberación del dolor. Pero aun así... Hawk estudió a Adamant pensativo. Siempre había sospechado que los políticos poseían una vena cruel. Al salir interrogó a Medley con la mirada, pero el asesor se limitó a encogerse de hombros.

La Belle Dame du Rocher, o Hermosa Señora de las Rocas, se negó a recibirlos, lo mismo que la Sóror Marium o Hermana del Mar. Ambas eran antiguas patronas de Haven, y Adamant quedó claramente decepcionado. De todos modos, dejó una oferta para cada una de ellas, por si acaso.

El Hombre Ahorcado fue cortés, pero no se comprometió a nada; la Corneja Llorosa pidió un precio demasiado alto y la respuesta de la Violeta Rastrera carecía de sentido. Y así fueron recorriendo la Calle de los Dioses. Ni siquiera a estos escasos Seres que estaban dispuestos a permitir la aproximación de Adamant les interesaban sus problemas. Tenían sus propias cuestiones y sus venganzas personales. Adamant no perdió la calma ni abandonó sus maneras corteses en ningún momento, y Hawk no apartó la mano de su hacha porque si bien los distintos Seres ya le parecían bastante inquietantes, sus seguidores le producían escalofríos. Todos tenían la misma mirada uniforme e irreductible del fanático.

Por último, una vez hubieron hecho las restantes visitas, Adamant detuvo a su grupo ante la Hermandad del Acero. Su sede central se parecía menos a una iglesia que a unos cuarteles lujosos. La madera y las piedras talladas tenían sólo algunos siglos de antigüedad, lo que hacía que el lugar pareciera casi moderno en comparación con la mayor parte de la Calle de los Dioses. Guardias armados patrullaban en el frente del edificio, pero se retiraban respetuosos al reconocer a Adamant. Hawk lo miró de modo incisivo.

—Usted no es un desconocido aquí, ¿verdad?

—He tenido tratos con la Hermandad anteriormente —respondió Adamant—. Todos los políticos lo han hecho.

Un hombre de armas marcado con una cicatriz y vestido con una brillante cota de malla los condujo por una serie de pasillos hasta una biblioteca de proporciones impresionantes. Fisher se apoderó de la butaca más cómoda y se dejó caer en ella estirando sus largas piernas con un suspiro satisfecho. Hawk estuvo tentado de hacer lo mismo ya que sus pies lo estaban matando, pero su instinto le decía que debía permanecer alerta. Todos los hombres que habían visto en la sede iban armados con espadas y daba la impresión de que sabían usarla. Si por casualidad Hardcastle hubiera estado aquí antes que ellos y hubiera cerrado un trato con la Hermandad, salir podría resultar mucho más difícil. Se sentó en el brazo de la butaca de Fisher y clavó en Adamant una mirada escrutadora.

—Y bien, señor Adamant. ¿A quién esperamos ver?

—A Jeremiah Rukker. Es el Comandante y no es mal tipo. Se puede hablar con él.

—¿Qué piensa de la Reforma?

—Le importa muy poco. Oficialmente, la Hermandad está por encima de la política. En realidad, están dispuestos a trabajar con cualquiera si el trato se hace bajo cuerda y el precio es adecuado. La Hermandad impone condiciones muy duras.

—Dígame algo sobre la Hermandad —dijo Fisher—. ¿Tiene realmente mucha influencia en Haven?

—Más de lo que se imagina —dijo Medley—. Básicamente, cualquier hombre que pueda manejar una espada o una hacha puede pertenecer a la Hermandad. Una vez admitido, puede aprender técnicas y tácticas mantenidas a lo largo de los siglos y formar parte de una sociedad mística que sólo se debe lealtad a sí misma. Un Hermano del Acero debe estar dispuesto a desafiar cualquier ley y a cualquier gobernante o religión si la Hermandad así lo exige.

—Y hay Hermanos en todas partes —dijo Adamant—. En el Consejo, en la Guardia y también en todos los partidos políticos.

Hawk frunció el ceño.

—¿Está usted seguro de eso?

—Esto es Haven, no lo olvide. Aquí nada puede permanecer en secreto durante mucho tiempo. —Adamant miró a Hawk fijamente—. Según mis fuentes, la Hermandad se ha extendido a todo el territorio de los Low Kingdoms llegando incluso a infiltrarse entre los Asesores del Rey. Hasta el momento han evitado tener que jurar imparcialidad absoluta por lo que respecta a la política, pero es posible que los nuevos militantes cambien todo esto.

—Y entonces ¿por qué hemos venido aquí? —preguntó Hawk—. ¿Por qué querría la Hermandad ortodoxa hacer un trato con la Reforma? —Pero de pronto se detuvo y su cara se iluminó—. Ah, ya veo, lo más importante para ellos es procurar que los militantes pierdan esta elección. En Steppes eso significa apoyarlos a Hardcastle o a usted, y saben que no pueden confiar en Hardcastle. Creo que le estoy cogiendo el truquillo a la política.

—Para la política hace falta algo más que cinismo —dijo una voz profunda y sonora detrás de él. Hawk giró en redondo con una mano sobre el mango del hacha. Un hombre alto, de musculatura impresionante, de unos cuarenta y cinco años permanecía en la puerta de la biblioteca, sonriendo. Hizo una pausa para asegurarse de que todos lo hubieran visto bien y se adelantó hacia el centro de la estancia. Su pulida cota de malla relumbraba a la luz de las lámparas y la empuñadura de una larga espada asomaba sobre su hombro izquierdo. La espada que llevaba a la espalda casi llegaba hasta el suelo. Tenía el cabello renegrido y unas definidas facciones clásicas, tal vez demasiado perfectas como para decir que era bien parecido, y sonreía con una sonrisa ancha que no se comunicaba a sus ojos. En general, tenía más aspecto de político que el propio Adamant. Hawk pensó que si tenía que estrechar su mano más le valdría contar sus dedos a continuación. Saludó con una breve inclinación de cabeza al recién llegado, quien le respondió con una sonrisa antes de hacer una reverencia formal a Adamant.

—Jeremiah Rukker, siempre a su servicio, señor Adamant. Es siempre un placer verlo por aquí. ¿No me va a presentar a sus acompañantes?

—Por supuesto, Comandante. Esta es mi esposa, Dannielle. Ya conoce a mi asesor. Los dos Guardias son el Capitán Hawk y la Capitán Fisher, tal vez haya oído hablar de ellos.

—Sí —respondió Rukker—. He oído hablar de ellos.

Hawk levantó una ceja inquisitivamente ante el tono glacial de la voz de Rukker.

—¿Tiene algún problema, Comandante?

—No, ninguno —respondió Rukker con cautela—. Su reputación como guerrero le precede. Pero su mujer también se arroga los derechos de un guerrero, y eso es inadmisible.

Fisher se puso vivamente de pie y se situó junto a Hawk con una mano descansando indolente sobre la empuñadura de la espada. Rukker se encaró a ella poniéndose firme y le dedicó una fría mirada.

—Las mujeres no usan armas —dijo tajante—. No están hechas para ello y no saben nada de la gloria del acero.

—Es una bonita espada la que lleva ahí —dijo Fisher sin inmutarse—. ¿Quiere probar algunos lances?

—Isobel... —intercedió Hawk rápidamente.

—No te preocupes. No voy a hacerle demasiado daño. Sólo aprovecharé en parte el viento de sus velas. Vamos, Rukker, ¿qué responde? El mejor de cinco, y le daré dos puntos de ventaja para que la cosa sea más justa.

Adamant los miró, primero a ella y después a Hawk y dijo:

—Comandante, si no le importa...

—A mí no me mire —dijo Hawk—. Ella sigue su propio camino, siempre lo ha hecho. Además, si Rukker es lo bastante tonto como para seguirle la corriente, se merece todo lo que pueda sucederle. Si yo fuera usted, mandaría venir a un médico, y pediría una fregona.

Rukker miró a Fisher con altivez. No surtió gran efecto porque tuvo que mirar un poco hacia arriba.

—Un Hermano del Acero no lucha con mujeres —dijo fríamente—. No causa buena impresión.

—Ya —dijo Fisher—. Claro.

Se dio la media vuelta y volvió a sentarse. Rukker se limitó a ignorarla e hizo una cortés inclinación de cabeza a Hawk.

—Tengo entendido que trabajó usted con el legendario Adam Stalker en su último caso, Capitán Hawk. Ése era un gran hombre y su muerte ha sido una pérdida para todos.

—No cabe duda de que se lo echará de menos —dijo Hawk—. ¿Pertenecía a la Hermandad del Acero?

—Por supuesto, como todos los grandes héroes. Tal vez le interese postularse, algún día. Sus aptitudes y su fama lo convertirían en un miembro muy apreciado.

—Gracias —dijo Hawk—, pero soy de los que no se adscriben a nada.

—No lo descarte tan rápidamente, Capitán. Tenemos mucho que ofrecer —Rukker fijó en Hawk una mirada penetrante, y su voz adquirió un sonido autoritario—. La Hermandad está dedicada a la gloria del acero. Es el símbolo que mantiene unida a la humanidad, que permite al hombre imponer orden en un universo salvaje y descarnado. El acero nos permite gobernar el mundo y dominarnos. Al aprender a controlar nuestros cuerpos y nuestras armas aprendemos a controlar nuestras mentes y nuestros destinos.

»Piense en todo lo que podríamos enseñarle, Capitán. Todos los movimientos, todas las tretas y las técnicas de la lucha que se han utilizado a lo largo de los tiempos están contenidas en nuestra biblioteca y son conocidas por nuestros instructores. Nuestros luchadores son invencibles, nuestros guerreros están en condiciones de asesorar a los reyes. Somos el futuro y decidimos el rumbo que ha de seguir el mundo.

—Gracias —dijo Hawk—, pero ya tengo problemas suficientes ocupándome del presente. Además, Isobel y yo formamos un equipo. Siempre trabajamos juntos.

—Y por eso usted no pasará nunca de ser un simple Guardia urbano —replicó Rukker—. Una verdadera lástima. Podría haber llegado lejos, Hawk, de no haber sido por su mujer.

Hawk sonrió.

—Comandante, le estoy dando un poco de cuerda porque estoy aquí como huésped del señor Adamant. Pero si llega a insultar a mi esposa una sola vez más, tendré que castigarlo seriamente. Peor aún, tal vez dejaré que lo haga Isobel. Ahora compórtese y ocúpese de sus asuntos con Adamant.

Rukker enrojeció y su mano se dirigió hacia la empuñadura de su espada. Hawk y Fisher estaban ambos de pie haciéndole frente, con las armas preparadas antes de que la mano de Rukker hubiera llegado siquiera a tocar la empuñadura. Adamant se apresuró a colocarse entre ellos.

—¡Ya basta! Hawk, Fisher, guarden sus armas, es una orden. Le pido perdón, Comandante. Hemos tenido un día agotador y me temo que tenemos los nervios de punta.

Rukker asintió con dificultad y apartó su mano de la espada. Se había puesto rojo como la grana, pero cuando habló su voz sonó perfectamente firme.

—Por supuesto, señor Adamant, lo entiendo. Vayamos a lo nuestro, ¿le parece? ¿Qué puedo hacer por usted exactamente?

—Los mercenarios de Hardcastle están echando a pique mi campaña —dijo Adamant—. Por el momento mi gente consigue mantenerlos a raya, pero no podrán durante mucho tiempo si no consigo apoyo armado. Necesito su ayuda, Jeremiah; necesito a sus hombres.

Rukker frunció los labios mientras reflexionaba.

—La Hermandad no toma partido, James, usted lo sabe. Estamos por encima de la política. Tenemos que estarlo.

—Ése no es el sentir de los militantes.

—Están locos. Sólo tendremos carta blanca mientras apoyemos a todas las partes por igual. Todavía no tenemos fuerza suficiente como para constituirnos en fuerza política por derecho propio. Sobrevivimos porque somos útiles, pero los poderes nos aplastarían en un momento si nos consideraran peligrosos. No, James. En el pasado trabajamos juntos cuando nos encontramos recorriendo el mismo camino, pero no podemos permitirnos una alianza declarada con su causa.

—Tampoco pueden permitirse no hacerlo —dijo Adamant—. Según tengo entendido, el General Longarm y sus militantes van bien de momento. No tienen apoyo suficiente como para ganar por sí mismos, pero si se aliasen con Hardcastle formarían un equipo invencible. Y Hardcastle está demasiado asustado por sus éxitos y los míos como para no acceder a una alianza.

—Usted aduce buenas razones, James, pero no es suficiente. No cabe duda de que Longarm es ambicioso, pero no es lo bastante estúpido como para confiar en las promesas de Hardcastle.

—¿Quién habló de confianza? Por el momento se necesitan mutuamente, pero podría suceder cualquier cosa una vez hubiesen ganado las elecciones. Después de todo, Hardcastle mantiene su posición en las fuerzas armadas, unas fuerzas que en el futuro estarían controladas exclusivamente por el General Longarm... pero se le escapa algo, Jeremiah. De lo que se trata es de ver si puede apostar a que Longarm no llegará a una alianza con Hardcastle.

—No —dijo Rukker—, no puedo. Está bien, James. Tendré que consultarlo con el Comandante Supremo, pero estoy casi seguro de que él dirá que . No podemos permitir que Longarm gane estas elecciones. Dispondrá de los hombres que pide, y seguramente podremos convocar a la mayoría de los mercenarios de Hardcastle, ya que gran parte de ellos pertenecen a la Hermandad. Ya tiene el apoyo que buscaba, James, pero mejor que se asegure de que yo no tenga que lamentarlo.

Al salir, en la Calle de los Dioses tres relojes diferentes daban las tres, aunque apenas era mediodía. Teniendo en cuenta algunos de los excesos anteriores de esta calle, Hawk casi se sentía aliviado de que no pasara nada peor. Miró con cuidado a su alrededor hasta que vio que un poco más abajo se iniciaba una conmoción. Fisher observó su reacción e instintivamente bajó su mano hasta la espada.

—¿Problemas, Hawk?

—Podría ser. Echa un vistazo.

Calle abajo, sobre la otra acera, una mujer de elevada estatura, vestida de amarillo brillante y cuero raído, estaba golpeando a una docena de monjas del Convento de la Dama Luminosa. Las monjas iban armadas con bastones de madera y cadenas de acero, pero la mujer alta les estaba dando una buena paliza usando sólo sus manos.

—¿Quién diablos es ésa? —preguntó Hawk.

—Es Roxanne —dijo Medley—. Me sorprende que no haya oído hablar de ella —añadió haciendo una mueca de dolor cuando Roxanne levantó a una monja por los aires y la estampó de cara contra la pared más próxima.

—De modo que ésa es Roxanne —dijo Hawk—. Siempre pensé que sería más alta.

—Se ofrece una buena recompensa por su cabeza —dijo Fisher.

—Con la fama que tiene como guerrera, es lógico. No me enfrentaré a ella a menos que me den una paga extraordinaria.

—Puede que esté sobrevalorada. Nadie puede ser tan bueno.

—¿Apostamos? —propuso Hawk mientras Roxanne daba un cabezazo a una monja y derribaba a otra de un puñetazo.

—De acuerdo —dijo Fisher—. ¿Quién va el primero?

—Echémoslo a suertes.

Fisher buscó una moneda.

—Un momento —dijo Dannielle—. Miren.

Hawk y Fisher volvieron a mirar justo a tiempo para ver a dos nuevas figuras que arrastraban a Roxanne separándola de sus víctimas precisamente en el momento en que ella iba a liarse a puntapiés con ellas. Aunque no se dejó impresionar por ellos, tampoco hizo el menor intento de atacarlos. Hawk silbó entre dientes cuando se dio cuenta de que uno de ellos era el concejal Hardcastle. El otro, vestido con una cota de malla que no le sentaba bien, era el mago Wulf. Hawk lo estudió a conciencia. Había oído hablar de Wulf.

—Esto sí que es interesante —observó Adamant—. No sabía que Roxanne trabajase para Hardcastle.

—No será por mucho tiempo —dijo Hawk—. Está a punto de ser arrestada.

—Preferiría que no lo hicieran —se apresuró a decir Medley—. No queremos llamar la atención. Oficialmente, jamás hemos estado aquí. Nuestro acuerdo con la Hermandad sólo durará el tiempo que podamos mantenerlo en secreto. En realidad, deberíamos irnos de aquí ahora mismo, antes de que Hardcastle nos vea. ¿De acuerdo, James?

—Me temo que sí —dijo Adamant—. Si es por el dinero de la recompensa, Capitán Hawk...

—No es eso —le atajó Hawk—. Hay una docena de cargos contra ella, entre otros por asesina e incendiaria, pero puede esperar. Hasta que reciba nuevas órdenes, la prioridad es defenderlo a usted. Vamos.

Fisher accedió a regañadientes, y el grupo se alejó rápidamente calle abajo, refugiándose en las sombras.

—Tal vez sea lo mejor —dijo Medley—. Se dice que Roxanne es insuperable con la espada.

Fisher resopló.

—Yo podría vencerla.

—Seguro que sí —dijo Adamant—, pero después de las elecciones.

—Bueno, al menos ahora tenemos un motivo para seguir viviendo —dijo Hawk.

A Roxanne le gustaba la Calle de los Dioses. Sus realidades siempre cambiantes le iban bien a su propia naturaleza voluble. Casi se sentía como en casa. Claro que no todos sentían igual. La Calle había producido en Jillian tal terror que ni siquiera las amenazas de Hardcastle consiguieron que ella los acompañase. Habían tenido que mandarla a casa con todos los seguidores y mercenarios. Grey Veil había insistido en eso. Al parecer, su dios no era amigo de las aglomeraciones a la hora de negociar. Roxanne tenía bien vigilado a Veil. No estaba más dispuesta a confiar en él que a escupir con el viento de frente.

Veil los condujo por delante de iglesias y templos decorados con trasgos, gárgolas y demonios. No había ninguno que pareciera un lugar saludable. Veil pasó de largo por todos y Roxanne empezaba a impacientarse cuando finalmente llegaron al Templo de la Abominación. Veil sonrió sarcásticamente al observar sus reacciones. No había mucho que ver, apenas un edificio de piedra sin ventanas con las piedras carcomidas por años de incuria. Pero había algo en el lugar que a Roxanne le ponía los pelos de punta.

Veil indicó a sus huéspedes que pasasen. Hardcastle y Wulf miraron la tosca puerta de madera entreabierta y luego miraron a Roxanne. Ella hizo una mueca, sacó su espada y se adelantó dispuesta a abrirla de una patada, pero en el último momento la puerta se abrió de par en par ante ella. Roxanne se detuvo y esperó un momento, pero allí no había nadie. Al otro lado de la puerta todo era oscuridad, silencio y quietud. Se volvió a mirar a Veil, que la miraba burlonamente con sus ojos inquietantes. Roxanne le dio la espalda y entró pavoneándose en el Templo de la Abominación.

El oscuro recinto de piedra estaba lleno de una luz carmesí que irradiaba extrañamente de un altar de piedra roto. El templo se perdía en la distancia y el techo era tan alto que la vista no lo alcanzaba. Roxanne avanzó lentamente con la espada por delante. Había un perezoso movimiento de sombras, pero nada amenazador le salió al paso. Roxanne hizo un gesto de desaliento. Un sonido como de algo que se arrastrase hizo que se volviese en redondo, pero sólo era Veil que hacía entrar a Hardcastle y a Wulf en el Templo. Roxanne retrocedió para reunirse con ellos.

Hardcastle echó una rápida mirada a su alrededor e hizo lo posible por no mostrarse impresionado.

—Muy bien —gruñó finalmente—, aquí estamos. Ahora dígame por qué hemos venido hasta un templo abandonado cuando podríamos estar hablando con Seres de auténtico Poder.

—Con calma, Cameron —murmuró Wulf—. No sabes a qué te enfrentas aquí.

—¿Y usted lo sabe? —preguntó Veil.

—Creo que sí —dijo Wulf—. Usted es un Ser Transitorio, ¿verdad?

Veil rió encantado. No era un sonido tranquilizador. El eco parecía repetirse eternamente en el gran recinto.

—¿Qué diablos es un ser transitorio? —preguntó Roxanne.

—Una abstracción que adquiere forma y sustancia —explicó Wulf—. Un concepto recubierto de hueso y carne y sangre. Son Seres con un poder que va más allá de la razón porque tienen su origen en la Magia Descontrolada y una vez que han sido llamados al mundo de los hombres no es fácil deshacerse de ellos.

Roxanne miró con gesto de desaprobación a la enjuta figura vestida de gris que tenía ante sí.

—¿Quiere decir que él es un dios?

Veil rió, pero cuando habló su voz era sutilmente diferente, como si algo hablara a través de él.

—El Señor de los Abismos ha estado dormido durante siglos y pasará algún tiempo antes de que pueda volver a manifestarse físicamente en este mundo. Por ahora necesita un huésped para andar por el mundo de los hombres.

Hardcastle frunció el ceño desorientado.

—¿Qué clase de Ser es usted?

La luz del entorno se volvió un poco más oscura, como cuando el crepúsculo se va haciendo noche. En medio de la penumbra fueron apareciendo chispas de luz que rápidamente se convirtieron en formas humanas transparentes. Pronto hubo cientos de fantasmas que emitían una luz pálida en el gran recinto y deambulaban sin rumbo como si buscaran algo pero sin recordar realmente lo que era. Todos ellos estaban horriblemente consumidos y demacrados, reducidos por alguna hambruna espantosa a nada más que un esqueleto cubierto de piel, con vientres distendidos y ojos enormes y agonizantes. Cada vez aparecían más hasta que llenaron el templo de un extremo a otro, y de repente, sin que nada lo anunciara, se lanzaron frenéticamente los unos contra los otros, destrozándose la fantasmagórica piel con manos y dientes. Se comieron unos a otros con ansia desesperada, gritando sin sonido ante el horror de lo que hacían, pero los huesos quebrados y la piel desgarrada no parecía saciar su hambre.

—Me han dado muchos nombres, pero mi naturaleza es sólo una —dijo el Ser a través de la voz de Veil—. Llamadme Hambre. Llamadme Hambruna.

De repente, los fantasmas habían desaparecido y la penumbra del Templo de la Abominación recuperó su quietud inicial.

—El Señor de los Abismos tiene más poder del que podáis imaginar —dijo Veil—. Me alejan una y otra vez, pero siempre vuelvo. Servidme y mi poder será vuestro.

—Serviros —dijo Wulf—. ¿Cómo?

—Traedme seguidores. Cuantos más me adoren, tanto mayor será mi poder. Me alimentarán con su devoción y mi influencia se extenderá por toda la tierra como ya lo hizo antes. Mi huésped debe ser protegido. No puedo ser destruido ni por los vivos ni por los muertos —ese don me fue dado en el momento de mi creación— pero mi huésped es siempre... vulnerable.

—¿Podéis destruir a mis enemigos? —preguntó Hardcastle.

—Por supuesto.

—Entonces hay trato, seáis lo que seáis.

—Excelente —dijo el Señor de los Abismos—. Pero este huésped ha hecho todo lo que ha podido. Tuvo poder suficiente para invocarme, pero no para sostenerme. Como prueba de buena fe, debéis proporcionarme un nuevo huésped.

—Tomadme a mí —dijo Wulf—. Permitidme compartir vuestro poder. Tengo magia suficiente para conteneros hasta que podamos encontraros un nuevo huésped.

Veil lo miró y luego de repente sonrió.

—Muy bien, mago, si eso es lo que deseáis.

Hardcastle miró a Wulf con desconfianza.

—¿Estás seguro de que sabes lo que haces?

—Por supuesto que estoy seguro —musitó Wulf—. No lo estropees.

Grey Veil sonrió abiertamente y su sonrisa se fue ampliando cada vez más hasta que su boca se rompió y partió en dos los pómulos dejando al descubierto los huesos y los músculos que había debajo de la cara, que se desprendió como si fuera una máscara. Los músculos se hicieron polvo y se desintegraron, los ojos se hundieron en las órbitas y desaparecieron, y sólo quedó una calavera sonriente. De las grises vestiduras se desprendía el polvo a puñados y por fin se desplomó y cayó al suelo exánime. La mandíbula se desprendió de la calavera con una carcajada silenciosa y cuando todo hubo desaparecido sólo quedaron un montón de polvo y una túnica gris vacía. Un viento que se levantó de repente dispersó el polvo.

Wulf se llevó a la boca una mano temblorosa y sacudió levemente la cabeza. Tenía los ojos vidriosos como si estuviera escuchando una voz desvaída y lejana. Hardcastle miró a Roxanne y luego a Wulf.

—Estoy bien, Cameron —dijo Wulf en voz queda. Bajó la mano lentamente y sonrió a Hardcastle—. Realmente no era muy brillante para ser un dios. No había estado despierto mucho tiempo y no era tan fuerte como pensaba. Lo tengo bien sujeto dentro de mis defensas y ahora todo su poder es mío. Adamant todavía no lo sabe, pero las elecciones son tuyas, Cameron. Ahora no hay mago capaz de enfrentarse conmigo. Vamos.

La puerta de madera se abrió de repente y Hardcastle y Wulf volvieron a salir a la Calle de los Dioses. Roxanne echó una última mirada al recinto desierto y a continuación se reunió con ellos. Guardó su espada y se preguntó si tardarían mucho en encontrar un momento para comer algo.

La tarde avanzaba lentamente hacia la noche mientras Adamant conducía a su grupo a través de las bulliciosas calles de High Steppes, pronunciando discursos, dirigiéndose a los grupos de personas reunidas y propagando las ideas de la Reforma. Las multitudes eran más densas que nunca e incluso los que habían estado trabajando se volcaban en las calles para aprovechar al máximo este día de fiesta no oficial. Los vendedores ambulantes agotaban sus existencias, cerraban sus tenderetes y se incorporaban a los festejos. Los prestidigitadores y los mimos entretenían a la concurrencia y a los taberneros se les terminaban las bebidas y tenían que sacar polvorientas botellas del fondo de los estantes mientras los fuegos de artificio tachonaban el cielo del atardecer.

Adamant decidió por fin hacer un alto y apartarse de las multitudes, más interesadas en la diversión que en la política, y condujo a su grupo hacia las zonas más acomodadas de Steppes. Buscaba adhesiones privadas y promesas de financiación. Todo lo que obtenía eran buenas palabras, bienintencionados deseos y promesas vagas cuando alguien accedía a hablar con él. Adamant era inasequible al desaliento y seguía adelante con inagotable entusiasmo.

Por el camino, dos nuevos miembros se incorporaron al grupo: Laurence Bearclaw y Joshua Kincaid.

Bearclaw era un hombre corpulento próximo a los cincuenta años, de hombros anchos y tórax poderoso que se extendía sin interrupción hasta el cinturón. Había conseguido fama por haber matado a un oso valiéndose sólo de un cuchillo, y todavía llevaba las garras del animal colgadas del cuello en una cadena como prueba de su hazaña. El pelo, largo hasta los hombros, se mantenía de un color negro azabache gracias a que lo teñía con regularidad. Había servido en cien campañas diferentes como mercenario independiente, y en todas ellas había incrementado su crédito y sus cueros cabelludos. En realidad no le importaba mucho la Reforma, pero sentía simpatía por Adamant y la idea de apoyar al desvalido le parecía atractiva.

Kincaid era un hombre de estatura mediana que rondaba los cuarenta y cinco años, con una mata de pelo amarillo como la mantequilla y fríos ojos azules. Era del tipo delgado musculoso, no muy pródigo en sonrisas y más peligroso de lo que aparentaba. Se había hecho un nombre combatiendo en la infame campaña de Bloody Ridges en compañía del legendario Adam Stalker. Era famoso en todo Haven y bastante conocido fuera de la ciudad. Había varios carteles y canciones que hablaban de sus hazañas, todos ellos escritos por el propio Kincaid con un nombre supuesto. Al igual que su amigo y en ocasiones compañero de batallas Bearclaw, Kincaid no era precisamente lo que podría llamarse un político, pero tenía que hacer mucho tiempo desde su última campaña y le aburría esperar sentado una llamada a la acción que nunca llegaba. Odiaba estar sentado, pues hacía que se sintiera viejo, y aunque sólo fuera por eso, el hecho de trabajar con Adamant le proporcionaría material suficiente para un nuevo cartel.

La tarde se iba extinguiendo y cobrando tributo a todos ellos. Adamant parecía tan lleno de vitalidad y energía como siempre, pero algunos miembros de su equipo empezaban a flaquear por el cansancio. A Dannielle en particular parecía que le estaba resultando cada vez más difícil seguirle el ritmo. De vez en cuando desaparecía para sentarse un momento y descansar y para volver enseguida con vitalidad renovada. Pero duraba poco, y empezaban a marcársele las ojeras. Medley cada vez se distraía más al tratar de atender al creciente número de informes sobre la marcha de la campaña. Hawk y Fisher permanecían junto a Adamant y mantenían los ojos abiertos en previsión de problemas. Como Guardias, estaban habituados a pasar largas horas de pie, pero también a ellos empezaba a afectarles el ritmo. La cosa llegó casi a su apogeo cuando, en un último intento de conseguir financiación y apoyo, Adamant visitó a unos cuantos miembros de la nobleza que vivían en los bordes de Steppes. La mayoría de las veces les dieron con la puerta en las narices, otras los invitaron a pasar para luego hacerles un desprecio o amenazarlos sin demasiada sutileza. Esto no le gustaba nada a Fisher, que por lo general se lo tomaba como un asunto personal cuando los miraban con desprecio. En realidad, solía enfadarse mucho y golpear a la gente, y después de un infortunado incidente, Adamant decidió que era preferible que esperase fuera.

Por último, hasta Adamant tuvo que admitir que habían hecho todo lo que podían. Estaba cayendo la noche y las votaciones no tardarían en empezar. Durante un momento miró hacia la multitud incansable con la mirada distante y a continuación sonrió, sacudió la cabeza y se llevó a su gente a casa.

De regreso en el estudio de Adamant, Hawk y Fisher se lanzaron de inmediato sobre las butacas más próximas y apoyaron los pies sobre el escritorio mientras observaban interesados cómo Adamant iba de un lado a otro comprobando informes y planteándose estrategias futuras. Medley hacía todo lo posible por escuchar y prestar atención, pero decididamente empezaba a parecer un poco alelado. Dannielle se había ido a su dormitorio para echarse un rato. Hawk no la culpaba, él mismo podría haberse pasado los próximos meses sentado en su butaca sin hacer nada. Sonrió levemente. Siempre había pensado que tenía madera de funcionario.

Bearclaw y Kincaid habían ido a la cocina en busca de un refrigerio reparador. El mayordomo Villiers llegó trayendo mensajes e informes para Adamant con una expresión altanera que daba a entender que se consideraba por encima de esas cosas. Hawk y Fisher se sirvieron un poco de vino. Medley por fin consiguió poner un poco de orden en los informes, y Adamant se sentó ante su escritorio dispuesto a escuchar. Miró a Hawk y a Fisher hasta que éstos retiraron las botas de la mesa y luego miró expectante a su asesor.

—Las buenas noticias primero —dijo Medley—. La Hermandad del Acero está recorriendo las calles activamente. Junto con nuestros hombres están sacudiendo a los mercenarios de Hardcastle.

»Megan O'Brien, el mercader de especias, se ha retirado de las elecciones, ha brindado su dinero y su apoyo a Hardcastle a cambio de futuros favores. Nada de qué sorprenderse.

»Lord Arthur Sinclair, que se presentaba por la plataforma Abolición de Impuestos sobre el Licor, fue visto por última vez totalmente borracho en medio de una ruidosa fiesta que abarcaba toda una manzana. La Guardia acordonó toda la zona y montó barricadas. De todos modos, Sinclair está oficialmente fuera de las elecciones, o lo estará tan pronto como alguien logre mantenerlo despierto el tiempo suficiente como para decírselo.

»El misterioso candidato conocido como Grey Veil ha desaparecido. Nadie ha vuelto a ver ni la sombra de él desde mediodía. Es probable que se haya retirado calladamente para salvar la cara.

»Y ahora llegamos a las malas noticias. Hardcastle ha hecho una campaña tan intensa como la nuestra y su gente ha distribuido bebida y sobornos hasta cansarse. Ha hecho la ronda de personas muy influyentes y conseguido muchos apoyos. Puede que a la nobleza no le haga mucha gracia, pero tiene un miedo mortal a James Adamant. También parece que Hardcastle ha conseguido un apoyo muy poderoso de algo de la Calle de los Dioses. Mortice no sabe con certeza qué o quién está detrás de ello, pero últimamente se ha visto al mago de Hardcastle, Wulf, haciendo todo tipo de magia a la que antes no tenía acceso. Todavía no tiene fuerza suficiente como para atravesar las defensas de Mortice, pero éste tampoco puede penetrar las de Wulf. De modo que en lo que respecta a la magia, estamos empatados, por el momento.

»El resto de las malas noticias tienen que ver con el General Longarm —Medley hizo una pausa para beber ávidamente un vaso de vino antes de continuar—. Longarm y sus partidarios armados están consiguiendo buenos resultados. No cabe duda de que sus hombres han estado practicando una intimidación sutil y no tan sutil, pero al parecer Longarm cuenta con cierto apoyo real básico. La gente responde bien a su planteamiento de la fuerza política a través de la fuerza militar. También se ha comprometido a aceptar a cualquier hombre que tenga una espada en la rama militante de la Hermandad cuando salga elegido. Mucha gente desea eso. Ser Hermano del Acero abre muchas puertas, y no sólo en Haven.

Medley comprobó una vez más sus papeles para asegurarse de que había comentado todo, y luego los dejó caer en el escritorio ante Adamant, que frunció el ceño en actitud de meditar.

—¿Qué sabemos de Longarm, Stefan?

—Sólido, soldado profesional, no demasiado imaginativo. Tuvo una buena hoja de servicios en el ejército de los Low Kingdoms antes de retirarse y trasladarse a Haven. Llegó tarde a la política y probablemente por eso se la toma muy en serio. Habla bien en público siempre y cuando se atenga a un texto preparado. Esta oferta de ingreso garantizado en la Hermandad militante suena un poco a táctica desesperada. No estaría de más sondear a otros militantes para averiguar si se trata de una oferta genuina o simplemente de algo que Longarm se sacó de la manga.

Adamant miró a Hawk y Fisher.

—Los militantes ya tienen un escaño en el Consejo: el de Downs. ¿Han oído algo sobre ese distrito desde que los militantes se hicieron cargo de él?

—Bueno, no es nuestro distrito —dijo Hawk despacio—, pero he oído algunas cosas. Desde que el concejal Weaver asumió el poder en Downs, la delincuencia urbana se redujo a menos de la mitad en la zona. Eso le ha dado mucha popularidad. Por otra parte, parece claro que Hermanos militantes han estado trabajando como Guardias no oficiales en el distrito, y eso no ha sido nada popular. No es raro que hayan reducido la violencia callejera, pero también están imponiendo sus convicciones con demasiada fuerza y si alguien se atreve a decir algo en contra se lo despacha sin demasiados miramientos. Y no se trata sólo de puñetazos en la nariz. Al parecer, los militantes pueden ponerse muy desagradables si se les hace enfadar. No tengo cifras ciertas sobre cómo van allí las elecciones, pero no me extrañaría nada que Weaver perdiera su escaño.

—Gracias, Capitán —dijo Adamant—. Tal vez pueda usar algo de eso. La retórica de una campaña siempre es mejor si se alimenta de la realidad.

La puerta se abrió de repente y apareció Dannielle con aspecto muy mejorado. Sonrió alegremente a Hawk y a Fisher, que seguían desmadejados en sus butacas.

—¿Qué pasa? ¿Todavía están cansados? Los Guardias de ahora ya no son como los de antes. James, querido, ¿te importaría venir conmigo y hablar con la cocinera? He estado tratando de convencerla para que aceptase el menú que acordamos para el banquete de esta noche, pero no hay quien la desmonte de la burra.

—Por supuesto, Danny —respondió Adamant tolerante. Saludó a Medley y a los dos Guardias y dejó que su parlanchina esposa lo arrastrara hacia el vestíbulo. Hawk miró a Fisher.

—No sé de dónde saca tanta energía, pero a mí me vendría de perlas un poco de la suya.

Hardcastle y su gente se abrían paso con decisión por High Steppes, pronunciando discursos, estrechando manos y haciendo ondear la bandera. Las multitudes llevaban casi todo el día bebiendo y empezaban a mostrarse un poco pendencieras, pero Roxanne y los mercenarios los mantenían a raya y los discursos seguían marchando bien. Mientras Hardcastle siguiera hablando, las multitudes lo escucharían absortas y entusiastas. Hardcastle estaba contento de que algo saliera bien; las noticias del resto de High Steppes eran todas malas. No se sabía cómo, Adamant había conseguido reunir un ejército de combatientes y les había dado carta blanca para que libraran las calles de los mercenarios de Hardcastle, que había perdido casi toda la ventaja que había conseguido antes, y zonas que debían estar ya dominadas estaban coreando ahora consignas de la Reforma y apedreando a sus hombres.

Hardcastle procuraba no perder la calma. No podía permitirse ninguna distracción. Todavía tenía que hacer las rondas y hablar con la gente que importaba, la gente de posición y de influencia. Que Adamant pidiera a la gente corriente sus sucios votos; eran la nobleza y las casas de los comerciantes las que realmente manejaban Haven. Allí estaba el verdadero poder. Cuando hablaban, la gente los escuchaba... si sabían lo que les convenía. Por eso Hardcastle iba de casa en casa, llamando a las puertas y mirando airadamente a los sirvientes para ser despedido con vagas promesas y excusas la mayor parte de las veces. Al parecer, estaban preocupados por el aumento de la violencia en las calles. Hardcastle bufaba de cólera para sus adentros. Ésta era la misma gente que se había quejado ruidosamente ante el Consejo por los progresos que estaba haciendo la Reforma.

La tarde iba cediendo espacio a la noche y Hardcastle se encaminaba hacia la última dirección de su lista. Su último amigo y su última esperanza.

Estaba de pie ante la casa de Tobías y esperaba impaciente que respondieran al sonido de la campanilla. Estaban tardando mucho. Roxanne jugueteaba distraída con una daga de aspecto nada tranquilizador, y Wulf tenía la mirada perdida en la distancia, perdido en sus sueños de poder. Hardcastle miraba a sus seguidores y mercenarios, que estaban arracimados y murmuraban con inquietud, e irritado les hizo una señal de que se dispersasen por la calle. No le extrañaría que Adamant lanzase un ataque por sorpresa si creía que podía salirse con la suya. Eso era lo que hubiera hecho Hardcastle. Pero no necesitaba un ejército para visitar a un amigo, suponiendo que ese amigo quisiera hablar con él.

Geoffrey Tobias tenía fama de mantener un control muy estricto del dinero y su casa hablaba a las claras de ello. Tobías era uno de los seis hombres más ricos de Haven, pero su casa era un edificio barato y feo con desniveles en una de las zonas más deprimidas de Steppes. Las paredes llevaban años sin pintar y las ventanas estaban cubiertas por postigos de madera cerrados a cal y canto aunque todavía había luz. Tobias creía que por todas partes había ladrones y asesinos decididos a apoderarse de su dinero. Un avaro que vivía solo y aparentemente sin protección era un blanco perfecto. No es que estuviera desprotegido, por supuesto. Hardcastle estaba seguro de que aquella casucha de aspecto miserable estaba llena de conjuros defensivos.

Tobías siempre había tenido mucho cuidado con el dinero, pero desde que había perdido su escaño en el Consejo había centrado toda su atención en sus intereses financieros. El hombre que había sido en una época uno de los baluartes de la causa conservadora se había convertido en un solitario amargado y rodeado de secretos. No quería ver a nadie a menos que fuera absolutamente necesario, e incluso en ese caso sólo con cita previa. Pero sin duda recibiría a Hardcastle, era su amigo y, lo que era más importante, tenía algo que Tobias necesitaba: la oferta de un escaño en el Consejo...

Por supuesto, a cambio de una cuantiosa contribución a los fondos de la campaña.

Por fin se abrió una rendija de la puerta y Tobias asomó la cabeza para mirarlos. Reconoció a Hardcastle con expresión ceñuda y abrió la puerta un poco más. Era un hombre gris y andrajoso de piel pálida y áspero pelo gris que le caía desgreñado sobre los hombros. Su ropa estaba gastada y pasada de moda hacía tiempo, y había que esforzarse para advertir que debajo de la mugre y las arrugas había sido de corte y estilo exquisitos. Su rostro estaba formado por planos y ángulos agudos, con una boca de comisuras caídas y ojos fríos y penetrantes. Tobias miró a Hardcastle durante largo rato y a continuación resopló ostensiblemente.

—Hola, Cameron, debí imaginar que vendrías a rascar a mi puerta estando tan próximas las elecciones. ¿Viene contigo toda esta gente?

—Sí, Geoffrey —dijo Hardcastle pacientemente—. Respondo de ellos.

Tobias resopló otra vez.

—Que se queden fuera, todos ellos. No los quiero en mi casa.

Dio un paso atrás para permitir la entrada a Hardcastle y a continuación cerró de un portazo. El exiguo vestíbulo era sombrío y opresivo y olía a humedad. Las paredes estaban agrietadas y en el suelo no se veían más que tablas desnudas. Tobias condujo a Hardcastle hasta el fondo del vestíbulo, empujó una puerta y le indicó que entrara. Así lo hizo y se encontró en una pequeña y acogedora habitación, brillantemente iluminada. Las paredes estaban cubiertas de paneles de madera lustrada y había una mullida alfombra sobre el suelo. Junto a la chimenea se veía un enorme sillón tapizado junto a una delicada mesa cubierta de papeles y provista de un elegante servicio de té. Tobias gruñó complacido al ver el estupor en la expresión de Hardcastle.

—Puede que sea excéntrico, Cameron, pero no estoy loco. Ya no doy ninguna importancia a la ostentación ni a la vanidad, pero todavía me gusta tener mis comodidades.

Se dejó caer cuidadosamente en el sillón e hizo un gesto a Hardcastle para que acercara la otra butaca que había en la habitación. Se sentaron y se quedaron mirándose durante un momento.

—Ha pasado tiempo, Geoffrey.

—Por lo menos dos años —respondió Tobias—. Con unas cosas y otras he estado ocupado.

—Eso tengo entendido. Según se dice, has duplicado tu fortuna desde que dejaste el Consejo.

—¿Dejar? ¡Yo no dejé nada, de sobra lo sabes! Fui obligado a abandonar mi escaño por ese presuntuoso de Blackstone y sus lloriqueantes reformistas. Les había prometido la tierra y la luna, y le creyeron. De poco les sirvió. Su querido Blackstone está muerto, y su sucesor no podría hacer dinero aunque su vida dependiera de ello. ¡Espera a que Heights necesite dinero desesperadamente y no pueda equilibrar su presupuesto, y verás lo pronto que empiezan a pedirme que vuelva a salvarlos!

Había ido elevando paulatinamente el tono de su voz hasta acabar casi gritando. Se detuvo cuando le faltó la respiración y estuvo tosiendo un rato.

—Deberías cuidarte más —aconsejó Hardcastle—. Te has dejado llevar.

—Es una manera de hablar, supongo. —Alrededor de su boca había rastros de sangre. Se limpió los labios con un pañuelo doblado, miró con indiferencia las manchas rojas que quedaron sobre la tela y lo guardó—. ¿Qué buscas aquí, Cameron? Yo ya no tengo influencia.

—Eso podría cambiar —dijo Hardcastle—; con un poco de persuasión creo que podría conseguirte respaldo oficial en las próximas elecciones para Heights. Claro que una generosa contribución a los fondos conservadores ayudaría a mover las cosas en el futuro. Así es como funciona el mundo.

—Oh, conozco muy bien el funcionamiento del mundo, Cameron. —Tobías rió brevemente—. Lamento decepcionarte, pero ya no me interesa nada Heights. Todavía me pongo furioso cuando me acuerdo de cómo me trataron, pero no volvería aunque vinieran a ponerse de rodillas ante mí y me suplicaran. Ser concejal siempre representó más para mi pobre María que para mí. Todavía la echo de menos, ¿sabes...? —Hardcastle quedó perplejo un momento y Tobías volvió a reír—. No estás acostumbrado a que te sorprendan, ¿verdad, Cameron? Llevas demasiado tiempo rodeado de asesores. No se puede confiar en los asesores. Sólo te dicen lo que creen que quieres oír.

—Los necesito —dijo Hardcastle—, no puedo hacerlo yo todo y mis amigos siempre han estado allí donde los necesitaba.

—A mí nunca me necesitaste —dijo Tobias con sobriedad—. En realidad, nunca has necesitado a nadie. Y yo tenía mis propios problemas.

—¿Por qué no me hiciste saber que estabas enfermo? Hubiera venido mucho antes.

—Yo sigo mi camino, Cameron. Siempre lo he hecho y siempre lo haré. No dependo de nadie. Pero no te preocupes, puedes conseguir mi contribución. Di cuánto necesitas y me ocuparé de que te lo hagan llegar. Paga a algunos mercenarios más, compra lo que necesites para hacer que esa escoria de la reforma se revuelva en el fango. Haz que paguen por lo que me hicieron.

—Lo haré, Geoffrey, te lo prometo. ¿Puedo hacer algo más por ti?

—Sí, déjame en paz. Adiós, Cameron, no des un portazo al salir.

En Brimstone Hall, Jillian Hardcastle estaba acurrucada en su cama, con la espalda apoyada en el cabezal y los brazos sujetando sus rodillas. Podía oír sus pasos en el piso bajo, hablando con su gente. Eran la gente de él, no la de ella. Ella no tenía amigos, nadie acudía a visitarla y ni siquiera se le permitía tener una criada personal. Todo lo que tenía era a su marido, el gran Cameron Hardcastle.

Miró sus brazos desnudos donde los cardenales eran perfectamente visibles a pesar de la capa extra de maquillaje. Tendría que ponerse unos guantes largos antes de bajar. Todavía le dolía la espalda, pero ahora era un dolor soportable. Al menos esta vez no había habido sangre en la orina.

Muchas veces pensaba en marcharse, pero no tenía a quién acudir. Él tenía gente por todas partes. También había pensado en matarse, pero no tenía coraje. Hardcastle había aniquilado todo su valor con sus golpes.

Oyó pasos fuera, en el rellano, y el miedo la recorrió como agua helada, congelándola donde estaba. Era Cameron que venía a buscarla, lo sabía. Se quedó mirando fijamente a la puerta cerrada del dormitorio, sin atreverse casi a respirar y con el estómago agarrotado por la tensión. Los pasos se acercaron a la puerta pero siguieron de largo y se perdieron por la escalera camino del vestíbulo. No era Cameron, sólo uno de los sirvientes.

Tendría que bajar para recibir a Cameron. Era lo que él esperaba. Si no bajaba, subiría a buscarla y se pondría furioso. Pero no podía bajar a su encuentro. Todavía no. Bajaría en un momento y lo saludaría en el tono monótono y cortés que él le había enseñado. Dentro de un minuto... o quizá dos.

Hardcastle se dejó caer en su butaca favorita y paseó la mirada por su estudio cálido y acogedor sintiéndose agradecido. Había sido un día largo y duro, y él ya no era tan joven. Estuvo a punto de ordenar a Jillian que le sirviera una copa y frunció el ceño al darse cuenta de que no estaba allí. Tendría que haber estado allí. Su lugar estaba a su lado, para cumplir sus deseos. Tendría que tener con ella otra pequeña charla, luego.

Se puso de pie, pasando por alto el dolor de su espalda, y se sirvió un buen trago. Creía que se lo había ganado. Alguien llamó educadamente a la puerta. Dijo que pasaran y Wulf y Roxanne entraron en el estudio. Volvió a su sillón observando con amargura que ellos no parecían especialmente cansados. Roxanne se apoyó contra la chimenea con los brazos cruzados, esperando paciente sus nuevas órdenes. Hardcastle tomó nota mentalmente de que no debía ofrecerle una habitación de huéspedes para que pasara allí la noche. Si lo hacía, tal vez se despertasen al amanecer con la casa en llamas. Wulf estaba de pie ante él esperando que lo atendiera para realizar el informe de las actividades del día. Hardcastle bebió el vino sin prisas y luego le hizo una seña de que comenzara.

La mayor parte de los informes eran muy directos. Todos los candidatos menores habían abandonado. Eso simplificaba las cosas y no tendría que hacer que los aplastaran o mataran. El General Longarm seguía siendo un estorbo, pero no era más que un soldado retirado con delirios de grandeza. Y con todos los mercenarios que actualmente luchaban en las calles, ahora mismo los soldados no gozaban de gran popularidad.

Adamant seguía siendo un problema. La Hermandad del Acero se había puesto de su lado y sus hombres habían salido a las calles metiendo las narices en cosas que no les concernían. Hardcastle adoptó una expresión preocupada. Sería mejor que enviara recado a las personas adecuadas para que los hicieran volver.

Wulf se demoraba, haciendo gala, como siempre, de su gran profesionalidad, y Hardcastle esperaba impaciente. Había una pregunta que quería hacer, pero no quería interrumpir. No quería que el mago pudiera refugiarse tras la excusa de algún otro asunto. Por fin Wulf hizo algo y Hardcastle lo miró intensamente.

—Dijiste que ahora tenías poder, Wulf, auténtico poder. Poder suficiente para atravesar las defensas de Adamant y destruirlos a él y a su mago. Entonces, ¿por qué siguen vivos?

Wulf sostuvo la mirada de Hardcastle sin pestañear.

—Tendrá que pasar algún tiempo antes de que pueda usar mi poder con seguridad. Por el momento, sigo concentrado en las defensas que me permiten mantener a la Abominación sin peligro dentro de mí. Tuvimos suerte de encontrarlo cuando todavía estaba débil después de su despertar. Si se escapase ahora, se pondría furioso con nosotros. Nos destruiría, acabaría con todo Haven y probablemente con la mayor parte de los Low Kingdoms. Estamos hablando de uno de los Seres Transitorios, Cameron, no un simple demonio de poca monta. No podemos correr el riesgo de que algo así quede suelto por ahí.

—Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer con Adamant?

—Nada, por el momento. Esperemos acontecimientos. Todavía queda mucho tiempo para una intervención directa en caso de que sea necesario.

Hardcastle lo miró fijamente.

—Eso no me parece suficiente, mago —dirigió su mirada a Roxanne—. Según mis fuentes, Longarm tiene pensado atacar a Adamant esta noche. Quiero que te valgas de tu contacto para entrar en casa de Adamant. Quédate allí escondida y espera el ataque. Entonces, aprovecha la confusión para asegurarte de que Adamant muera. Será mejor que también mates a tu contacto, ¿está claro?

—Por supuesto —dijo Roxanne—, promete ser divertido.

Sonrió a Hardcastle y él tuvo que apartar la mirada. Pocas personas podían aguantar la mirada de Roxanne sin apartar la vista, aunque ella estuviera de su lado.

El banquete en la mansión de Adamant era una reunión ruidosa. Había tantos huéspedes que ni siquiera el comedor principal bastaba para contenerlos. La enorme mesa estaba cubierta por completo de viandas y de vinos y ya no cabía allí nadie más. Los enormes candelabros y docenas de lámparas de pared llenaban la estancia de luz y los huéspedes invadían el aire con su parloteo. Era la celebración de una victoria en todos los sentidos. Ésta iba a ser la noche de la Reforma. Lo sabían. Estaba en el aire y en las calles.

Adamant estaba sentado en el lugar de honor, por supuesto, con Dannielle a un lado y Medley al otro. Dannielle estaba en el trance de darle a probar a Adamant algo cubierto de una salsa pegajosa, la mitad de la cual había ido a parar a su cara, y ambos lo encontraban muy divertido. Medley estaba ocupado catando varios vinos para ver cuál era el más sabroso. Los dos guerreros, Bearclaw y Kincaid, estaban sentados juntos comentando antiguas batallas, valiéndose de la cubertería para indicar la posición de las tropas. El resto de los invitados eran seguidores de Adamant y partidarios de la Reforma a los que se premiaba por los servicios prestados en la campaña. Los sirvientes iban y venían constantemente trayendo nuevos platos y guarniciones. El catador de Adamant estaba sentado a un lado, en silencio, mordisqueando una ensalada ligera tras haber renunciado al intento de seguir el ritmo de los demás. Unos cuantos perros rondaban por el salón, disfrutando del ruido y de la atención y comiendo los huesos y las sobras que algunos huéspedes compasivos les arrojaban.

Hawk y Fisher también estaban allí, pero no participaban del banquete. Estaban de servicio y cenarían más tarde, en la cocina, con un poco de suerte. Después de todo, la Reforma no llegaba a tanto. Hawk era fatalista respecto de esas cosas y, en todo caso, prefería que nada lo distrajese para poder detectar cualquier amenaza, pero Fisher rumiaba su ira mal contenida. Hawk no dejaba de observarla, por su tendencia a tomarse las cosas como algo personal. En ese momento miraba con expresión desconfiada una pata de pollo que había logrado birlar a un perro ofendido. El animal estaba dispuesto a disputársela, pero una mirada de Fisher fue suficiente para hacerlo desistir.

—Supongo que no irás a comerte eso —dijo Hawk.

—Puedes apostar a que sí —dijo Fisher—. Tengo hambre —y empezó a mordisquear afanosamente la pata mientras señalaba con ella la mesa del banquete—. Míralos a todos, poniéndose morados. Ni uno solo de ellos ha trabajado tan duro como nosotros. Espero que se les atragante.

—No te lo tomes tan a pecho —dijo Hawk—. Estoy seguro de que Adamant nos habría invitado a la mesa si hubiera podido, pero perjudicaría su imagen, y lo sabe. La Causa habla mucho de reforma política, pero le queda mucho que hacer para cambiar las estructuras sociales.

—Yo sabría qué hacer con sus estructuras —musitó Fisher—. Especialmente con un buen mazo.

—No somos los únicos a los que han dejado a un lado —dijo Hawk conciliador—. Adamant ha puesto a veinte o treinta mercenarios y hombres de armas a montar guardia por toda la casa, y tampoco invitó a ninguno de ellos.

—Nosotros somos diferentes —replicó Fisher.

—Puede ser —dijo Hawk—. ¡Anda! ¿Adonde va Medley?

Hawk y Fisher miraron interesados cómo Medley presentaba sus excusas a Adamant y abandonaba la mesa. Parecía tener prisa y cuando llegó a la puerta principal, prácticamente iba corriendo.

—El pescado debía de estar malo —dijo Hawk.

Fisher lo miró afectuosamente.

—No hay ni pizca de romanticismo en tu alma, Hawk. Ahora ya no es necesario aquí, tal vez vaya a reunirse con su misteriosa amiguita. Me pregunto si llegaremos a conocerla.

—Lo dudo. ¡Vaya! Ahora también sale Dannielle.

Hawk y Fisher vieron otra vez cómo Dannielle se excusaba ante su marido y se levantaba de la mesa.

—A lo mejor el pescado realmente estaba malo —dijo Fisher.

—No lo sé —dijo Hawk reflexionando—. Ha estado subiendo y bajando todo el día. A lo mejor es su enfermedad que la mortifica.

—O que sale detrás de Medley para tratar de echar una ojeada a su novia.

—O eso o que alguien les puso veneno en la comida...

Se miraron un momento.

—No —dijo Hawk desechando la idea—, no han comido nada que no hayan comido los demás, y de todos modos Mortice está vigilando el banquete.

Fisher se encogió de hombros.

—Acabaremos descubriendo lo que pasa tarde o temprano. Siempre lo hacemos.

—Eso era antes de que nos viéramos involucrados en la política.

—Cierto.

Durante un rato miraron cómo comían los demás. A Hawk le rugían las tripas.

—Algo pasa —dijo Fisher de repente.

Hawk la miró.

—¿Qué quieres decir?

—Se supone que tenemos que recibir constantemente informes de seguridad de la gente de Adamant, pero hace tiempo que no viene nadie.

—Es cierto —dijo Hawk con gesto de preocupación—. Acércate y colócate cerca de Adamant. Echaré un vistazo fuera del comedor para ver si hay alguien. Siempre existe la posibilidad de que la gente de Adamant esté relajando la vigilancia ahora que ha pasado lo peor, pero...

—Sí —dijo Fisher—, pero...

Se acercó descuidadamente a Adamant mientras Hawk se dirigía sin prisas hacia la puerta principal. No tenía sentido inquietar a los huéspedes si no era necesario. La sala del banquete estaba ubicada en el centro de la mansión y tenía sólo dos puertas. La más lejana llevaba a las cocinas, era el camino que hacían los sirvientes. Hawk ya lo había comprobado antes. Era demasiado estrecha y sinuosa como para introducir fuerzas de ataque por ella. La puerta principal daba a un ancho pasillo que recorría prácticamente toda la casa y sólo tenía dos recodos. Hawk frunció el ceño. No le gustaba el curso que estaban tomando sus pensamientos. Cualquier intento de ataque tendría que superar a todos los hombres de Adamant y las defensas protectoras de Mortice. Además, tendría que haber oído algo a menos que la fuerza atacante fuera muy, pero muy buena. Hawk se detuvo ante la puerta principal y escuchó. No podía oír nada con el bullicio de los asistentes a la cena. ¿Por qué diablos habrían elegido Medley y Dannielle este preciso momento para desaparecer? Estiró una mano hacia el picaporte y se detuvo al ver que éste empezaba a girar lentamente. Hawk retrocedió.

La puerta se abrió de golpe y una docena de hombres con capote y enmascarados entraron de golpe. Hawk gritó para advertir a Fisher y sacó su hacha. Los comensales empezaron a gritar y a chillar procurando ponerse de pie. Fisher se colocó entre Adamant y los atacantes, espada en mano. Bearclaw y Kincaid se pusieron de pie y miraron en derredor buscando un arma. Ninguno de ellos se había sentado a la mesa con su espada. Habría sido un insulto para Adamant. Bearclaw se apoderó de un pesado candelabro de plata y lo levantó con aire profesional. Kincaid rompió una botella contra la pared con estudiada facilidad.

Los atacantes rodearon a Hawk como el agua que corre sorteando una piedra. Él mantuvo su posición y derribó a dos hombres con su hacha. Bearclaw se lanzó al ataque, evitó diestramente una feroz estocada y derribó al hombre de un golpe. Rápidamente pasó por encima del cuerpo caído y se hizo cargo de otro intruso mientras Kincaid acudía a cubrirle la espalda con la botella rota. Dos espadachines pensaron que sería un blanco fácil. Kincaid sonrió con sorna y a uno le abrió la garganta y al otro lo dejó ciego, moviendo la mano tan rápido que ni se veía. Tiró la botella y se apoderó de la espada de uno de los muertos. La sangre salpicaba el aire mientras avanzaba ágilmente entre el enemigo hiriendo a diestra y siniestra con estocadas y quites.

Tres hombres lograron superar a Hawk y a los dos guerreros y se fueron directos a por Adamant. Fisher les salió al encuentro con su espada. El primer hombre cayó casi de inmediato llevándose las manos a la ancha herida que tenía en el vientre. El segundo obligó a Fisher a retroceder paso a paso con un arremolinado ataque de estocadas y cortes. El tercero se acercó peligrosamente a Adamant. Fisher trataba desesperadamente de acabar con su hombre para poder volver a proteger a Adamant, pero su oponente era demasiado bueno como para poder acabar con él rápidamente. Fisher asestaba golpes y paraba y por último fingió una caída. El enmascarado creyó llegada su oportunidad y se acercó, ocasión que aprovechó Fisher para atravesarlo. Liberó su espada de un tirón y se dio la vuelta rápidamente, justo a tiempo de ver cómo Adamant arrojaba una sopera al rostro del tercer hombre, cegándolo. El intruso se llevó las manos a los ojos y Adamant le dio un puntapié en la ingle. Cuando el hombre cayó de rodillas, Adamant sacó su espada y miró alrededor en busca de otra víctima.

Hawk derribó a otros dos hombres. La ancha hoja de su hacha se abría camino a través de las cotas de malla como si no existieran. Berclaw y Kincaid luchaban espalda contra espalda, y los últimos intrusos cayeron en medio de un frenesí de sangre y acero. Un repentino silencio se adueñó del salón comedor, quebrado sólo por la respiración de los combatientes que iba recuperando su ritmo normal y por las expresiones de asombro y de conmoción de los comensales. Bearclaw se envolvió una fea herida que tenía en el hombro con un pañuelo que sacó de su manga.

—Debo de estar haciéndome viejo, Joshua —dijo con calma—, en otra época nadie se me acercaba siquiera.

Kincaid asintió con solemnidad.

—Bueno, hay que reconocer que el candelabro nunca fue tu arma favorita. Coge una de sus espadas y vayamos a ver si queda algún otro bastardo en la casa.

La inquietud volvió a apoderarse de los huéspedes y Adamant se adelantó rápidamente para dirigirse a ellos.

—Todo está bien, amigos, lo peor ha pasado ya. Por favor, quedaos donde estáis mientras envío a mi gente a que revise la casa y compruebe que no hay peligro —rápidamente se dirigió a Bearclaw y Kincaid y les dijo en voz baja—: Joshua, Laurence, comprobad qué pasa con mis hombres de armas y volved cuando la casa esté otra vez totalmente segura. Y no lo olvidéis, Danny y Stefan salieron solos poco antes del ataque, aseguraos de que están bien.

Los dos guerreros asintieron en silencio y salieron de la estancia espada en mano. Hawk quería ir con ellos, pero sabía que no podía. Su prioridad debía ser la seguridad de Adamant. Se acercó a Fisher y comprobó que estaba bien. Ambos miraron a su alrededor, al caos que habían contribuido a crear y compartieron un gesto de desagrado. Adamant se acercó a ellos y les dio las gracias con una inclinación de cabeza.

—Tal vez no lo parezca —dijo pausadamente—, pero esto es una especie de desastre. A uno se le ocurren un montón de preguntas incómodas, empezando por cómo diablos consiguieron entrar. Se supone que las defensas de Mortice deben mantener alejado a todo aquel que no haya sido autorizado expresamente por mí. Y además, ¿por qué demonios el personal de inteligencia de Medley no nos advirtió de que había un ataque en perspectiva?

—No hay problema —dijo Hawk—. Nos hemos ocupado de ellos. ¿Tiene idea de quiénes eran?

—En realidad, no —respondió Adamant—. Supongo que un asalto de última hora de Hardcastle. Echemos una mirada.

Pasaron rápidamente por entre los cadáveres arrancando máscaras y estudiando caras. Hawk y Fisher no reconocieron a nadie, pero Adamant permaneció de rodillas junto al cuerpo de un hombre de pelo gris con una cara de facciones duras y surcada de cicatrices cuya expresión no se había suavizado con la muerte. Hawk y Fisher se acercaron hasta donde estaba.

—El propio General Longarm —dijo Adamant—. Siempre se tomó la política como algo muy personal.

—Sigamos mirando —dijo Fisher—. Puede que tengamos suerte y también encontremos a Hardcastle.

Adamant sonrió a su pesar y luego se volvió rápidamente cuando la puerta principal se abrió y Kincaid entró en el salón. Se dirigió derecho a Adamant quien se puso de pie.

—Tenemos una especie de problema, James —dijo en voz baja—. No con la casa, que está segura. Al parecer originalmente hubo unos cincuenta intrusos y tu gente se hizo cargo de los demás antes de que pudieran llegar muy lejos. Nadie oyó nada debido al ruido del banquete. Hemos tenido algunos heridos, y más muertos. Esta gente era profesional.

—Militantes de la Hermandad del Acero —dijo Hawk.

Kincaid asintió, pero no parecía muy impresionado.

—Bueno —dijo—, ahora son militantes muertos.

—Entonces ¿cuál es el problema? —preguntó Fisher.

—Creo que es mejor que vengas y lo veas por ti mismo, James —Kincaid no podía mirar a Adamant a los ojos—. Se trata de Dannielle.

Adamant se puso pálido como si alguien acabara de darle un puñetazo en la boca del estómago.

—¿Está malherida?

—Creo que es mejor que la veas tú mismo.

—Usted no va a ninguna parte sin nosotros —dijo Hawk.

Adamant asintió impaciente.

—Vamos.

Kincaid abría camino por el pasillo principal. Por todas partes había cadáveres y sangre. Preocupado como estaba, Adamant todavía tenía tiempo para ponerse enfermo ante el espectáculo de tantos hombres muertos por él. Pasó sorteando con cuidado los cadáveres, haciendo un gesto de vez en cuando al reconocer una cara, y luego se detuvo y se arrodilló junto a un hombre. Era Villiers, el mayordomo. Le habían infligido una docena de heridas antes de morir y todavía sujetaba en la mano una espada rota.

—Nunca creyó en la Reforma —dijo Adamant—, pero siempre estuvo a mi lado porque yo era su familia. Jamás nos abandonó, ni en los tiempos más duros. Me protegió cuando era un niño y todo lo que consiguió fue una muerte horrible, en una casa donde debería haber estado seguro.

Se puso de pie e hizo una señal a Kincaid para que continuara. Siguieron pasillo adelante. Cuando Adamant volvió a hablar, su voz sonaba perfectamente firme.

—No has dicho nada de Stefan. ¿Está bien?

—Oh, está bien —respondió Kincaid—. Se encerró en tu estudio con su novia. No creo que sepa que ha ocurrido algo. Se limitó a hacerme señas de que me fuese cuando golpeé la puerta.

Adamant asintió sin escuchar realmente, y Kincaid los llevó escaleras arriba hasta el piso siguiente. Su rostro estaba inexpresivo y tenso. Debe de estar muerta, pensó Hawk. Si fuera otra cosa, ya lo habría dicho. Cruzaron el vestíbulo hasta el dormitorio de Adamant. Bearclaw estaba esperando a la puerta. En su rostro había pena cuando miró a Adamant. Pena y algo más que Hawk no llegaba a entender. Bearclaw abrió la puerta del dormitorio y todos se apartaron unos pasos para dejar que Adamant entrara.

En el dormitorio, Dannielle estaba sentada sobre la cama. Tenía el rostro arrebolado y no se atrevía a mirar a Adamant a los ojos. Kincaid recogió una pequeña caja de plata del tocador y se la entregó a Adamant. Durante un momento se quedó mirándola en blanco y luego la abrió. Dentro había una pequeña cantidad de polvo blancogrisáceo.

—Algún tipo de droga —dijo Bearclaw—. La encontramos mientras la consumía cuando estábamos revisando esta planta.

—Rayos —exclamó Fisher—. La noticia va a caer muy bien cuando se sepa.

—No se va a saber —replicó Adamant—. No hasta después de las elecciones —miró a Dannielle con expresión tensa—. ¿Cómo pudiste, Danny? ¿Cómo pudiste hacerme esto?

—Oh, esto es típico de ti, James. No te importa saber por qué lo hago; todo lo que te importa es tu preciosa reputación —Dannielle lo miraba con tristeza y su voz sonó estridente con un deje de amargura—. Empecé cuando te hisicte cargo de la campaña de Steppes. Hace casi tres meses, y no lo has descubierto hasta hoy. Todo es culpa tuya. No hablabas ni pensabas ni soñabas otra cosa que no fuera tu maldita campaña. Yo traté de seguir adelante, de tomar parte en ella por ti, pero tú ni siquiera te dabas cuenta de que estaba allí.

»No todos somos tan fuertes como tú, James. Siempre has estado lleno de energía, inspirado por tu Causa, pasando de una cosa a otra sin parar, arrastrándonos a los demás, que tratábamos de seguirte el ritmo. Llegó un momento en que ya no podía más. Estaba constantemente cansada y me sentía sola y deprimida. Por eso empecé a esnifar polvo una y otra vez, para darme fuerzas y sentirme humana y seguir en activo. Pero la campaña continuaba y yo cada vez me sentía más cansada y cada vez había más y más cosas que hacer por tu maldita Causa. De modo que cada vez necesitaba más polvo para sentirme normal y llegar al fin del día. Incluso he tenido que quitarte dinero para pagar la droga.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Adamant. De pronto se dio cuenta de que todavía tenía en la mano la cajita de plata y la dejó sobre el tocador. Inconscientemente se limpió los dedos en la manga, como si los tuviera sucios.

—¿Cuándo tuve una oportunidad de hablar contigo? —se quejó Dannielle—. No hemos tenido un momento a solas desde hace meses.

Adamant empezó a decir algo altisonante, pero se contuvo. Cuando volvió a hablar lo hizo en voz baja, con frialdad y muy controlado.

—Puede que tengas razón, Danny. No lo sé. Ya hablaremos de ello más tarde. Mientras tanto, tengo que pensar en la mejor manera de mantener esto en secreto. Hay mucha gente que cuenta conmigo para ganar estas elecciones y no voy a defraudarlos. Si se propaga la noticia, será mi ruina. Me he creado muchos enemigos por mi oposición a la venta de drogas, y con un escándalo como éste podrían destruirme. ¿Quién más lo sabe, aparte de nosotros? ¿Quién te proporcionaba la droga?

Dannielle sonrió casi con expresión triunfal.

—Lucien Sykes.

—¿Qué?

—Las drogas entran por los muelles y él se lleva su parte. ¿De dónde crees que procede todo el dinero que ha estado donando para tu campaña?

Adamant se dio la vuelta y cerró los ojos un momento. Nadie dijo nada. Adamant se volvió hacia Hawk y Fisher.

—¿De cuánto de esto deben informar?

—No de todo —dijo Hawk—. Guardar silencio sobre su esposa forma parte de nuestra misión de protegerlo a usted. Pero Sykes es otra cuestión. No podemos pasar por alto a alguien de su posición. Sin embargo, podemos esperar hasta después de las elecciones.

—Gracias —dijo Adamant—. No puedo pedir más. Danny, componte y a continuación baja y ayúdame con mis invitados. Ha habido heridos.

—¿Puedo guardar mi polvo?

—¿Lo necesitas?

—Sí.

—Guárdalo entonces.

Adamant se volvió y salió de la habitación seguido por los demás.

—Voy a tener que hacer algún tipo de declaración sobre el ataque —dijo Adamant mientras bajaban las escaleras—. Tengo que tranquilizar a mis seguidores demostrando que estoy bien. Los rumores corren como un reguero de pólvora en Haven, especialmente si son malas noticias. Será mejor que hable con Stefan. Tal vez siga en mi estudio con su amiga —esbozó una sonrisa—. Le prometí que nadie los importunaría mientras estuvieran allí, pero estoy seguro de que no le importará dadas las circunstancias.

Condujo a todos hacia su estudio y llamó a la puerta.

—Stefan, soy yo, James. Necesito verte. Ha sucedido algo.

Esperó un momento sin recibir respuesta. Adamant medio sonrió, sacó una llave y abrió la puerta llamando otra vez antes de entrar. Medley y Roxanne estaban sentados juntos. Por un momento nadie se movió mientras los dos se miraban; luego Roxanne echó mano al cinturón de su espada y desenvainó.

—¡Sal de aquí, Stefan! ¡Nos matarán a los dos!

Se lanzó contra Adamant, con la espacia preparada, y se detuvo en cuanto Hawk y Fisher avanzaron rápidamente para protegerlo. Medley se puso de pie pero permaneció en su sitio mirando la expresión de horror de Adamant. Roxanne cogió un tronco encendido de la chimenea y prendió fuego a un tapiz. Las llamas se apoderaron de la pared mientras ella cogía del brazo a Medley y lo urgía para que salieran por la otra puerta. Hawk y Fisher se lanzaron tras ellos mientras Bearclaw y Kincaid trataban de apagar el fuego antes de que se extendiera. Adamant no se movió de donde estaba, observando.

Roxanne retrocedió ante Hawk y Fisher, paso a paso, lanzando mandobles al aire con la espada para mantener a raya a los Guardias. Tenía una expresión feroz y lúgubre. Echó una rápida mirada hacia atrás, por encima del hombro, para asegurarse de que Medley se ponía a salvo atravesando la puerta. Luego, después de un momento de vacilación, se volvió y corrió en pos de él. Hawk y Fisher también se lanzaron en su persecución, pero ella cerró la puerta de un portazo delante de sus narices y echó la llave. Hawk levantó su hacha para derribar la puerta, pero volvió a bajarla. Su misión era proteger a Adamant, no perseguir a los traidores. Medley y Roxanne tendrían que esperar a otro día. Guardó el hacha y después de un momento Fisher envainó la espada. Kincaid y Bearclaw habían descolgado el tapiz y estaban apagando las llamas con los pies. Adamant seguía de pie en el vano de la puerta, con la mirada perdida. Hawk miró a Fisher, que hizo un gesto de incertidumbre. Hawk avanzó un poco hacia Adamant y la mirada del político se enfocó nuevamente. Tuvo que tragar saliva dos o tres veces para poder hablar.

—Mi esposa consume drogas que le proporciona uno de mis principales partidarios. Mis huéspedes han sido atacados en mi propio comedor, y la mayor parte de mis hombres de armas ha muerto. Y ahora resulta que mi más íntimo amigo me ha estado traicionando todo el tiempo. Nunca creí que la política tuviera este precio.

Por un momento le costó recobrar la respiración y Hawk pensó que se echaría a llorar, pero el momento pasó y recuperó parte de su fortaleza. Su rostro se endureció y cuando volvió a hablar su voz sonaba tirante pero firme.

—Ni una palabra de esto a nadie. No podemos permitir que mis partidarios sepan que hemos sido traicionados. Todo se sabrá después de las elecciones, pero ya no tendrá importancia, sea cual sea el resultado. Ahora vamos a volver al comedor a tranquilizar a mis invitados y mantendremos la boca cerrada sobre todo esto.

»Pero ganemos o perdamos, Stefan Medley es hombre muerto.

Medley siguió a Roxanne a través de un dédalo de callejuelas, aturdido y sin hacer preguntas. Era como una horrible pesadilla de la que no lograba despertar. Un momento antes había estado compartiendo un momento robado con Roxanne, y al siguiente estaba corriendo para salvar el pellejo. No sabía adonde iban; desde que dejaron la casa era Roxanne la que tomaba las decisiones. El no parecía en condiciones de concentrarse en nada. Sólo podía ver la expresión de Adamant y el reproche en sus ojos. Roxanne lo condujo por callejuelas cada vez más estrechas y sucias hasta que finalmente llegaron a la Sheep's Head Inn, una tranquila y apartada taberna en la que se habían reunido en sus escasas citas.

El tabernero no mostró el menor interés al verlos de nuevo, pero la verdad es que nunca lo había hecho. Ésa había sido una de las razones por las que habían elegido ese lugar. Roxanne recogió la llave y subió la escalera hasta su habitación de costumbre y allí, por primera vez, tuvieron ocasión de sentarse y de mirarse.

—En conjunto, ha sido un día interesante —dijo Roxanne—. Lástima que no tuve tiempo de matar a Hawk y a Fisher, pero ya se presentarán otras ocasiones.

—¿Es eso todo lo que se te ocurre decir? —preguntó Medley—. Mi vida está arruinada, mi reputación no vale nada y en lo único que piensas es en pelear con una pareja de Guardias. Tenemos que irnos de Haven, Roxanne. James no hará nada contra nosotros hasta que pasen las elecciones, pero en cuanto hayan terminado mandará a todos sus hombres a perseguirnos. Su orgullo no le permitirá hacer otra cosa. Y puedes dar por seguro que no les dará órdenes de cogernos con vida.

—Podemos recurrir a Hardcastle —dijo Roxanne—. Él nos protegerá, aunque sólo sea por fastidiar a Adamant.

—No —dijo Medley—. A Hardcastle, no. Lo he perjudicado mucho en el pasado. Tiene cuentas que ajustar conmigo. Mira, Roxanne, ésta es nuestra oportunidad de escapar de todo esto y empezar de nuevo.

—Pero yo no quiero marcharme —repuso Roxanne—. No tengo que huir de nadie. Además, me gusta trabajar para Hardcastle. La paga es buena y el trabajo es interesante. Me quedo.

Medley se quedó mirándola largamente.

—¿Por qué me haces esto, Roxanne?

—¿Hacerte qué?

—Te amo, Roxanne, pero no puedo presentarme ante Hardcastle. Si tú también me amas, no me lo pedirás.

Roxanne fijó su mirada en el suelo y luego lo miró a él.

—Lo siento, Stefan, pero ya te lo dije. Trabajo para Hardcastle. Tú fuiste sólo un trabajo más. El mago de Hardcastle me puso en tu camino para llegar a Adamant. Me contaste muchas cosas útiles sin darte cuenta. Fue divertido, pero ahora debemos quitarnos las máscaras. Se acabó el juego y tú perdiste. Lamento meterte prisa, Stefan, pero ahora tengo que marcharme.

Se puso en pie y Medley hizo lo mismo para enfrentarse a ella.

—De modo que todo fue una mentira, todo lo que me dijiste. Traicioné a mi mejor amigo y arrastré mi honor por el fango, todo por ti, y ahora me sales con que todo fue por nada. No puedo creerlo, Roxanne. Me niego a creerlo.

Ella se encogió de hombros.

—No lo tomes como algo personal. Sólo son negocios. ¿Sin rencores?

Medley se volvió a sentar como si sus piernas ya no lo sostuvieran.

—Sí, sin rencores, Roxanne.

Ella esbozó una sonrisa y se fue, cerrando la puerta silenciosamente al salir. Medley se quedó mirando la puerta cerrada, escuchando el sonido de sus pasos que desaparecían escaleras abajo.

Cuando todos los relojes de Haven dieron las ocho de la tarde, se abrieron las votaciones. Urnas electorales de brillantes colores aparecieron en las esquinas indicadas en el tiempo que tardaron las campanas en dar la hora. Las urnas, habían sido creadas por medio de magia por el círculo de magos del Consejo, a prueba de corrupción, en la medida en que tal cosa es posible en Haven. Una vez que un voto había sido depositado en la caja metálica, ni siquiera las brujerías más poderosas podían volver a sacarlo. Había controles para garantizar que todas y cada una de las personas fueran identificadas y evitar los simulacros y los homúnculos. Los votantes de Haven podían ser muy retorcidos para la corrupción y el engaño.

Las tabernas y los burdeles seguían haciendo su agosto, aunque ya hacía tiempo que se había agotado la bebida gratis. Algunos de los que habían pasado el día entero de juerga estaban durmiendo la mona en el suelo y en las mesas de las tabernas, indiferentes al hecho de que se estaban perdiendo la ocasión de votar precisamente lo que habían estado celebrando. Seguían corriendo las apuestas, con posibilidades muy dispares, y el rumor y la especulación eran moneda corriente. La gente llenaba las calles ataviada con sus mejores galas. Una elección era una ocasión, una oportunidad de ver y de ser visto. Los carteristas y rateros estaban en su salsa. En todas las esquinas había trovadores que cantaban las últimas historias sobre los dos candidatos principales matizadas de vez en cuando con antiguas canciones favoritas que les solicitaban. Había malabaristas e ilusionistas y mimos y, por supuesto, gran cantidad de predicadores ambulantes decididos a sacar el mejor partido posible a la ocasión, en busca constante de una multitud y de cualquiera que pareciera decidido a permanecer quieto el tiempo suficiente como para oír una prédica.

Las votaciones empezaron mientras Haven hacía su elección.

Roxanne se recostó en su butaca y estiró lánguidamente las piernas mientras Hardcastle le servía un vaso de su mejor vino con una ancha sonrisa y un humor inmejorable. Realmente no parecía él. Wulf y Jillian permanecían callados en segundo plano.

—Lo has hecho muy bien, Roxanne —dijo Hardcastle sirviéndose un buen trago—. Sin Medley a su lado, la organización de Adamant hará agua por todas partes y perderá toda la ventaja que ha ganado. Todo lo que necesita ahora son unos cuantos empujoncitos más en el lugar adecuado y todo lo que ha construido se vendrá abajo a su alrededor. Es una pena que no hayas tenido ocasión de matarlo, pero está bien, he cambiado de idea. No quiero que muera todavía, es mejor que sufra antes.

»Ya no basta con matar a Adamant. Ya no. Primero quiero derrotarlo, quiero humillarlo, quiero pasarle por las narices el hecho de que todos sus llorosos reformistas no son adversarios para un conservador. No lo quiero sólo muerto, lo quiero derrotado.

Roxanne se encogió de hombros y bebió un sorbo de su vino. Había aprovechado el discurso para estudiar a Jillian Hardcastle y al mago Wulf. Ambos presentaban un aspecto deplorable. Jillian tenía la boca partida e hinchada y a duras penas se tenía en pie, como si tuviera un dolor oculto. Wulf parecía cansado y extenuado, con unas profundas ojeras de fatiga bajo los ojos, y su mirada estaba bastante extraviada. Parecía preocupado, como si estuviera escuchando una voz que sólo él podía oír. Roxanne se dio cuenta de que Hardcastle había dejado de hablar y rápidamente volvió a dirigir sobre él su atención.

—Muy bien —dijo con ecuanimidad—. ¿Qué hacemos ahora?

—Necesitamos aislar todavía más a Adamant —dijo Hardcastle—. Ya lo hemos privado de su asesor. ¿En quiénes se puede apoyar ahora? En los dos Guardias, Hawk y Fisher. Se han estado comportando hasta ahora como hombres pagados por Adamant, a pesar de su tan cacareada imparcialidad. Si los sacamos del medio, Adamant se derrumbará y quedará fuera de juego.

Roxanne asintió.

—Puedo enfrentarme a cada uno de ellos por separado, pero matarlos a los dos va a ser complicado —de repente sonrió—, aunque divertido.

—No quiero que los mates —dijo Hardcastle categóricamente—, quiero que los secuestres. Llevan demasiado tiempo metiéndose en mi vida y van a pagar por ello. Rogarán que los mate antes de que haya terminado con ellos.

—No puedo comprometerme a llevar a los dos vivos —objetó Roxanne—. Uno tal vez, pero no los dos.

—Supuse que dirías eso —dijo Hardcastle—, de modo que he dispuesto ayuda para ti.

Echó mano del tirador de la campanilla que había junto a su escritorio. Hubo una pausa breve, incómoda, y luego la puerta se abrió para dar paso a Pike y Da Silva. Roxanne los estudió con desgana desde su butaca.

Pike era alto y musculoso, tendría unos veinticinco años, con una cara franca y una sonrisa desagradable. Se movía bien y llevaba su cota de malla como si no pesara nada. Era un tipo corriente, si se arroja un palillo en una escuela de gladiadores se da con una docena como él. Da Silva era bajo y fornido, ancho de pecho y con una musculatura de luchador en los brazos. Tenía algunos años más que Pike y se le notaba. Su cara era de facciones ampulosas y huesudas, y habría tenido aspecto de bruto incluso sin la permanente expresión ceñuda que distorsionaba sus facciones. Además de la espada, llevaba un garrote de un metro y medio de largo de roble macizo reforzado con plomo en ambos extremos.

Trabajando cada uno por su cuenta eran mercenarios eficientes, pero en equipo habían ido dejando una estela de muerte y mutilación que casi rivalizaba con las hazañas de Roxanne. Ella los miró airadamente y a continuación se dirigió a Hardcastle diciendo:

—¿Para qué los necesita? Me tiene a mí.

—Quiero coger a Hawk y a Fisher vivos —respondió Hardcastle— y la única forma de hacerlo sin grandes pérdidas por mi parte es asegurarme de conseguir una ventaja abrumadora sobre ellos. Pike y Da Silva tienen a sus órdenes a un grupo de cincuenta mercenarios. Tú los conducirás contra la gente de Adamant. Wulf os proporcionará protección mágica. ¿Está claro?

Roxanne se encogió de hombros una vez más.

—Usted manda, Hardcastle. ¿Qué hacemos después de haber cogido a Hawk y a Fisher?

—Ya les he preparado un lugar. Pike y Da Silva tienen los detalles. Adamant y su gente empezarán a patear las calles dentro de media hora más o menos. Seguidlos, elegid el lugar y haced vuestro trabajo. Esta vez no hay excusas: los quiero vivos. Tengo planes para ellos.

James Adamant volvió a sacar a su gente por High Steppes, decidido a pronunciar todos los discursos que pudiera mientras todavía estuvieran abiertas las votaciones. Ninguno de los suyos dijo nada, pero todos podían ver que Adamant necesitaba asegurarse de su popularidad después de que tantas cosas le habían salido mal. Fue así que, con los miembros doloridos y los corazones apesadumbrados, lo siguieron por las calles una vez más. Adamant iba al frente del grupo, para que todos lo vieran, con Dannielle a su lado y Hawk y Fisher siguiéndolos de cerca. Los partidarios de Adamant se habían dispersado y se habían retirado a sus casas después del desastre del banquete de la victoria, de modo que apenas media docena de mercenarios lo acompañaban en esta última excursión por Steppes, con Bearclaw y Kincaid cerrando el grupo. Distaba mucho de ser el alegre y animado grupo que lo había seguido en su primera salida, pero es que muchas cosas habían sucedido desde entonces.

Adamant iba de una calle a otra a un paso que sus acompañantes casi no podían seguir, como si tratara de dejar atrás sus últimos recuerdos y volver a ser el político confiado, despreocupado, que había sido al comenzar el día. Hawk y Fisher estiraban las piernas y le seguían el ritmo. Caminaban con las armas preparadas en previsión de que Hardcastle pudiera intentar un asesinato en el último minuto. Hawk vigilaba de cerca a Dannielle. Hubiera preferido que se quedara en casa, pero ella había insistido en acompañarlos. El problema era que tenía razón. Su presencia ganaba votos y su ausencia habría suscitado preguntas que Adamant no podía permitirse responder. Dannielle había arrojado el polvo que le quedaba en la chimenea antes de partir. Adamant se había limitado a hacer un gesto de aprobación y a apartarse. Caminaban del brazo y sonreían a las multitudes, pero no habían intercambiado cinco palabras desde que salieron de casa.

Hawk suspiró para sus adentros. Como si no tuviera bastante de que preocuparse. Medley había desaparecido junto con la famosa Roxanne, pero era demasiado pronto para saber cuánta información había proporcionado a Hardcastle. Y lo peor de todo había sido lo mucho que había minado la confianza de Adamant, que siempre había confiado en él tácitamente y le había dado carta blanca para organizar toda su campaña. Ahora Medley se había ido y Adamant no sabía ya en quién podía confiar.

Y para colmo de males, tampoco podía fiarse demasiado de Mortice. Longarm y sus hombres no deberían haberse colado en su casa, pero la mente del hombre muerto había empezado a divagar y sus defensas habían fallado. Había prometido que no volvería a suceder y Adamant había hecho como que le creía, pero ninguno de los dos se engañaba.

Adamant pronunció un discurso más en una esquina más, y como de costumbre una multitud se reunió para escucharlo. Incluso ahora, después de todo lo que había pasado, Adamant podía atraer a una multitud con su voz. Puede que fuera porque seguía creyendo en su Causa aunque ya no estuviera seguro de sí mismo. El discurso empezó bien. La multitud respondía y se mostraba entusiasmada y animaba en los momentos adecuados. Bearclaw y Kincaid se movían entre ellos sin molestar, asegurándose de que ninguno se descontrolara. Hawk y Fisher se apoyaron lánguidamente en una pared sintiéndose innecesarios hasta que los vivas de la multitud se transformaron en gritos cuando unos cincuenta mercenarios aparecieron por un calle lateral blandiendo sus espadas.

Se abrieron camino entre la multitud sin importarles a quién herían. Bearclaw y Kincaid desenvainaron sus espadas y combatieron codo con codo a medida que la marea de mercenarios se acercaba hasta ellos. Bearclaw movía su espada con ambas manos haciéndola oscilar, derribando enemigos como una guadaña corta el trigo maduro. Kincaid daba saltos y bailaba, mientras su espada paraba y cortaba con golpes certeros. Pero eran sólo dos, y el cuerpo de mercenarios pasó por encima de ellos sin reducir siquiera la marcha. Los dos guerreros no tardaron en quedar rodeados y espalda contra espalda seguían luchando. Los mercenarios de Adamant trataron de parar a los agresores, pero sólo eran seis y enseguida se vieron superados. Hawk y Fisher avanzaron rápidamente y se colocaron entre Adamant y Dannielle y sus atacantes. Allí esperaron con expresión feroz y con las armas preparadas.

El primer mercenario que llegó se fue a por Fisher, suponiendo equivocadamente que era el blanco más fácil. Ella paró su estocada con facilidad y en el revés le cortó el cuello y de nuevo se puso en guardia antes de que el siguiente pudiese alcanzarla. Hawk lanzó un grito de guerra del norte trazando con su hacha arcos cortos y feroces que a su alrededor iban sembrando el suelo de mercenarios, los cuales sucumbían uno por uno a su implacable ataque. La calle no tardó en convertirse en un hervidero de hombres que peleaban, acero relampagueante y sangre que brotaba de las heridas. Adamant había desenvainado su espada y mantenía a raya a sus atacantes, pero tenía la formación de un duelista, no de un camorrista callejero, y era todo lo que podía hacer para mantener su posición. Dannielle se refugiaba tras él, aferrando una daga que él le había dado, esperando tener el valor de usarla cuando llegara el momento.

Hawk y Fisher luchaban uno junto al otro, y los mercenarios caían ante ellos, incapaces de igualar su pericia y su furia.. Bearclaw y Kincaid luchaban cada uno por su lado, separados por los mercenarios, sangrando por una docena de heridas pero decididos a no caer. A su alrededor se apilaban los cadáveres, y fue entonces cuando apareció Roxanne, no se sabía de dónde, riendo estentóreamente mientras su espada hacía un profundo corte en la pierna de Kincaid. El guerrero abrió mucho la boca sin emitir sonido alguno al sentir que la pierna le fallaba, incapaz de soportar su peso. Cayó sobre una rodilla tratando todavía de agitar su espada. Roxanne pasó por encima de él con una mueca feroz, y se dirigió directamente a Hawk y Fisher. Detrás de ella venían Pike y Da Silva. La espada de Pike detuvo un golpe de Bearclaw y el garrote de Da Silva trazó un arco en el aire para descargar sobre Bearclaw rompiéndole las costillas. Bearclaw empezó a echar sangre por la boca y cayó apoyándose en manos y rodillas. Los mercenarios rodearon a los dos guerreros y descargaron sus espadas sobre ellos una y otra vez con ensañamiento brutal.

Roxanne se abrió camino entre la multitud de combatientes y se fue directa a por Fisher. Fisher trató de mantener su posición sin conseguirlo, empujada por la fuerza y velocidad súbitas del ataque. Hawk trató de auxiliarla, pero Pike y Da Silva no tardaron en caer sobre él y mientras el primero mantenía su hacha ocupada, Da Silva trazaba círculos pacientemente a su alrededor buscando la ocasión para asestarle un golpe definitivo con su garrote.

Roxanne atacaba y paraba, riendo sin aliento, y paso a paso fue acorralando a Fisher hasta que quedó atrapada contra una pared. Fisher era buena con la espada, pero Roxanne era una experta, poseía una fuerza sobrehumana y parecía incansable.

Por un momento, la desesperación infundió a Fisher nuevas fuerzas y pudo desviar el ataque de Roxanne el tiempo suficiente como para atravesar el jubón de cuero de la mercenaria y hacerle una larga herida a la altura de las costillas. Roxanne ni siquiera parpadeó y su contraataque volvió a acorralar a Fisher contra la pared. El momento de Fisher pasó y le faltaron las fuerzas, ya mermadas por el cansancio de todo el día. Luchó frenéticamente por repeler el ataque de Roxanne hasta que un mercenario se acercó desde un ángulo que quedaba fuera de su campo visual y la derribó con la empuñadura de su espada. Fisher cayó sobre una rodilla sin soltar su espada. La sangre de una herida en el cuero cabelludo le caía por la cara. Roxanne y el otro mercenario volvieron a golpearla con la empuñadura de sus espadas y ella cayó cegada hacia delante, sobre los adoquines ensangrentados y luego quedó inmóvil. Roxanne le dio una patada en la cabeza.

Hawk vio caer a Fisher y gritó con furia al ver que no podía acudir a ella. Atacó salvajemente a Pike con el hacha y el mercenario se vio obligado a retroceder. La pesada hoja de acero atravesó las defensas de Pike y lo derribó al suelo. Hawk se dispuso a rematarlo cuando el garrote de Da Silva describió un arco en el aire para descargar sobre las costillas de Hawk cortándole la respiración. Hawk trastabilló protegiendo su costado herido y gruñó a sus atacantes desafiándolos a acercarse.

Adamant blandía su espada avanzando y retrocediendo y mantenía a raya a sus atacantes. Por alguna razón, parecían más interesados en mantenerlo ocupado que en matarlo. Fuese cual fuese la razón, no les había impedido producirle una docena de arañazos —como un carpintero que saca astillas de un madero—, que sangraban profusamente manchando sus finas ropas. Dannielle gritó tras él, que giró en redondo para verla luchar con un mercenario de expresión torva. Adamant acabó con él y se volvió rápidamente para atender a sus otros adversarios. La actitud de éstos cambió inmediatamente al ver la muerte de su compañero, y por primera vez empezaron a atacarlo de verdad. Parecía como si las espadas surgieran de todas partes, y Adamant se dio cuenta con horror de que ya no iba a poder detenerlos más que algunos momentos. Uno de los mercenarios le desvió la espada hacia un lado y se dispuso a atacar cuando Dannielle dio un grito y se interpuso entre la hoja y su marido recibiendo una herida en el costado. Se aferró a la hoja con ambas manos mientras caía al suelo. Adamant emitió un grito bronco y atravesó al mercenario. Dos hombres se adelantaron en sustitución del caído, con expresión feroz y decidida. Adamant levantó la cabeza y gritó al cielo oscuro que se cernía sobre él:

—¡Maldita sea, Mortice! ¡Prometiste que la protegerías! ¡Ayúdanos!

Los mercenarios se pararon en seco; durante un instante quedaron en suspenso y luego vomitaron una bocanada de sangre y cayeron al suelo en medio de convulsiones y pataleos mientras de sus bocas seguía manando sangre. Adamant miró sorprendido en derredor cómo uno por uno los atacantes iban cayendo mientras la vida se les iba por la boca mientras eran presa de dolorosos espasmos. En cuestión de segundos, Hawk y Adamant eran los únicos que quedaban de pie, rodeados por los muertos y los moribundos. Adamant les dio la espalda y se arrodilló junto a Dannielle, que yacía a sus pies, doblada por la herida de su costado. El cogió su mano y ella se aferró a él con fuerza. La respiración de la mujer era rápida y entrecortada y su rostro se veía cubierto de sudor.

—Otra vez lo he vuelto a fastidiar todo, ¿verdad? —preguntó sin aliento.

—Estate quieta —pidió Adamant con suavidad—. Tenemos que llevarte a un médico.

Dannielle sacudió la cabeza.

—Ya es un poco tarde para eso, James. Lo lamento.

—¿Lamentar qué?

—Todo.

—No tienes nada que lamentar, Danny. Absolutamente nada. Ahora, cállate y ahorra tus fuerzas.

Dannielle se quedó un momento sin respiración y se llevó la mano al costado. El corazón de Adamant se paró un momento antes de darse cuenta de que sonreía atónita.

—Mi costado, ya no me duele. ¿Qué está sucediendo, James?

Es sólo que estoy haciendo mi trabajo, la voz de Mortice sonó quedamente en sus mentes. La herida está curada, pero es mejor que volváis a casa lo antes posible. Estoy llegando al límite. No sé cuánto tiempo más voy a poder protegeros...

Su voz se fue desvaneciendo hasta desaparecer. Adamant ayudó a Dannielle a ponerse en pie y miró en derredor. Hawk buscaba rápidamente entre los cadáveres.

—¿Dónde están Bearclaw y Kincaid? —preguntó Adamant con voz ronca.

—Muertos —respondió Hawk.

—¿Y la Capitán Fisher?

—Se la llevaron. Roxanne y sus dos amigos debían de tener su propia protección mágica.

Adamant se frotó cansado la dolorida cabeza.

—Lo siento. Tantos muertos, y todo por mi culpa.

Hawk se volvió y lo miró fijamente.

—Deje de decir tonterías. El único responsable de todo esto es Hardcastle. E Isobel no está muerta. Estaba viva cuando se la llevaron y ahora voy a recuperarla. ¿Podrán llegar bien a casa sin mí usted y Dannielle?

—Supongo que sí. Mortice está cuidando otra vez de nosotros.

—Bien. Vayan a casa y quédense allí hasta que se conozcan los resultados. Yo voy a buscar a Isobel y voy a hacerle una visita a Hardcastle. Esto ya no tiene que ver con la política. Es personal.

Stefan Medley permanecía sentado sobre la mugrienta cama de la habitación mal iluminada con la mirada perdida. Llevaba allí sentado desde que se había ido Roxanne tratando de decidir qué hacer a continuación, pero parecía que no podía concentrarse en nada. En un corto espacio de tiempo todo el mundo se había venido abajo y él estaba allí, solo, en una pequeña y asquerosa taberna que hubiera considerado inaceptable a la luz del día.

No le había parecido tan mal cuando había estado allí con Roxanne porque entonces sólo tenían ojos el uno para el otro. Ahora veía lo barato y destartalado que era todo. Más o menos como él. Se frotó las doloridas sienes y trató de pensar. No estaría a salvo mientras permaneciese en Haven. Adamant no tendría más remedio que creer que había desertado uniéndose al enemigo, y Adamant era un duelista de primera línea. Además, suponiendo que Adamant no quisiera matar a un hombre que había sido su amigo, sin duda habría muchos de la Reforma con la espada dispuesta para acabar con los traidores.

Traidor. Era una palabra dura, pero la única adecuada.

Hardcastle también iría a por él en cuanto Roxanne le dijese que no estaba dispuesto a desertar. Había insultado a Hardcastle demasiadas veces, había frustrado muchos de sus planes, y era bien sabido que era un hombre rencoroso.

La expresión de Medley se volvió sombría. Con tanta gente empeñada en buscarlo, lo más probable es que no lograra escapar de Haven. Y bien pensado, Medley tampoco estaba seguro de querer marcharse. Era una peste de ciudad, eso sin duda alguna, pero era su hogar y siempre lo había sido. Toda la gente que conocía, todo lo que le importaba, estaba en Haven.

Pero todo eso se había acabado. Lo había echado todo por la borda, todo por el amor de una mujer a la que no le importaba nada. Sus amigos renegarían de él, su carrera estaba acabada, su futuro... Medley dejó escapar un largo suspiro y agachó la cabeza cogiéndosela con ambas manos. Le hubiera gustado llorar, pero estaba demasiado paralizado para hacerlo.

No había habido muchas mujeres en su vida. Por supuesto que había habido chicas, parte del torbellino social, pero nunca tenían tiempo para un joven callado cuyo único interés era la política, y además la política equivocada. Las cosas alegres de la juventud, con sus juegos y sus risas y su despreocupación eran para otros, no para él, que seguía solo. Había habido algunas mujeres que habían pensado en él como en un posible socio comercial. El matrimonio seguía siendo la forma más fácil de hacer fortuna y de obtener una posición social en Haven, y la familia de Medley siempre había disfrutado de una sólida posición. En algunos momentos se sintió tan solo que estuvo a punto de decir que sí a uno u otro de los tratos que le proponía su familia, pero por algún motivo nunca lo hizo. Tenía su orgullo y nunca renunciaría a él. Era todo lo que tenía.

Roxanne había sido diferente. No era una cabeza hueca, empolvada y perfumada de la pequeña aristocracia. No cabía en ella el cálculo frío de la mujer que busca un marido como inversión. Roxanne era brillante, salvaje, alegre y libre, y el mero hecho de estar con ella le había hecho sentirse más vivo que nunca. Podía hablar con ella, contarle cosas que nunca le había dicho a nadie. Nunca había sido tan feliz como en los preciosos momentos que había compartido con ella.

Bien mirado, había sido un tonto. Debería haber sabido que una leyenda viva como ella no podía ver nada en un don nadie como él. Roxanne era hermosa y famosa. Podía tener al que quisiera. A cualquiera que, como ella, fuera un héroe o una leyenda. Alguien importante y no un político de poca monta en una ciudad que estaba llena de ellos. ¿Cómo pudo suponer que él le importaba?

Antes de eso, nadie se había interesado por él. No de la forma en que un hombre interesa a una mujer. No se había dado cuenta de lo desolada y solitaria que había sido su vida hasta que había aparecido ella para compartirla con él y hacer que se sintiera vivo por primera vez en mucho tiempo.

Y ahora se había ido y él volvía a estar solo.

Solo. Nunca se había dado cuenta de lo definitiva que sonaba esa palabra. Parecía que se repetía como un eco en su cabeza mientras veía su futuro desplegarse ante él. Su carrera estaba acabada. Nadie volvería a confiar en él, ahora que había traicionado a su amigo y colega en plenas elecciones. Sus amigos lo repudiarían, y en el pasado se había opuesto demasiadas veces a los deseos de su familia como para esperar algún apoyo de ella.

Ya no había esperanza para él. La esperanza era para hombres que tenían un futuro por delante.

Pero todavía había algo que podía hacer. Una última cosa que podría traerle algo de tranquilidad, algo de paz. Tal vez consiguiera que sus amigos se dieran cuenta de cuánto lamentaba el daño que les había hecho.

Medley sacó el cuchillo que llevaba en la bota. Era un cuchillo corto, de apenas quince centímetros de largo, pero tenía una buena hoja y estaba bien afilado. Serviría para lo que tenía pensado. Permaneció sentado largo rato en el borde de la cama, mirando el cuchillo. Pensó cuidadosamente en lo que iba a hacer. Era la última cosa importante que haría jamás y quería hacerla bien. Colocó el cuchillo a su lado sobre la cama y se remangó la camisa. Sus brazos parecían muy pálidos y muy vulnerables. Se quedó mirándolos un momento. Las largas venas azuladas y el escaso vello le parecían fascinantes, como si nunca antes los hubiera visto. Cogió el cuchillo y automáticamente pasó la hoja por la pernera del pantalón para limpiarlo. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo sonrió. Como si eso tuviera ya alguna importancia.

Sostuvo el cuchillo contra su muñeca derecha y tuvo que parar porque las manos le temblaban demasiado. Respiraba entrecortadamente y se le había puesto la piel de gallina. Se concentró, reuniendo todo su coraje, y sus manos dejaron de temblar. La hoja brillaba sordamente a la luz de la lámpara. Presionó el cuchillo hasta conseguir que penetrara en la carne y la piel se separó sin dificultad bajo el cuchillo. La sangre brotó a borbotones y Medley se mordió el labio al sentir un dolor agudo. Rechinó los dientes e hizo un corte de través en la muñeca. El dolor fue espantoso y le obligó a emitir un gemido. Sintió la resistencia de los tendones al cortarlos con el cuchillo. La sangre saltó en el aire. Rápidamente cogió el cuchillo con la mano izquierda, antes de perder la sensibilidad en los dedos, y se cortó las venas de la muñeca derecha. Su voluntad empezaba a flaquear y tuvo que hacer dos cortes más para asegurarse de que había hecho un buen trabajo.

El cuchillo escapó de sus dedos y cayó al suelo. Medley estaba llorando. Las lágrimas y la mucosidad mojaban su rostro mientras se esforzaba por respirar. La sangre brotaba con una rapidez sorprendente y empezaba a sentirse débil y mareado. Se tendió en la cama, apretando los ojos para contener el horrible y ardiente dolor que le llegaba hasta los codos. No había creído que fuera a dolerle tanto. Mantuvo la boca firmemente cerrada a pesar de los sollozos que lo sacudían. No podía permitirse el menor ruido o alguien podría acudir a prestarle ayuda.

Empezaba a sentirse mal y no podía parar de llorar. Esto no era como él lo había pensado, pero en realidad no le sorprendía. Debería haber sabido que ni siquiera le iba a estar permitido dejar la vida con un poco de dignidad. Veía que sus dedos se doblaban espasmódicamente, pero ya no los sentía. La sangre seguía fluyendo, empapando la ropa de la cama en torno a sus brazos. Tanta sangre.

Miró al techo y cerró sus ojos por última vez.

Yo te quería, Roxanne. Te quería de verdad.

Sintió que la oscuridad lo invadía todo.

Roxanne estaba furiosa y los mercenarios se cuidaban muy bien de mantenerse a distancia. Pike y Da Silva habían desaparecido en cuanto avistaron el escondite que había preparado Hardcastle; según dijeron, para poner a Fisher a buen recaudo, pero en realidad para sacarse de encima a Roxanne hasta que se calmara un poco y apartase la mano del cinto de su espada. Los veinte mercenarios que Hardcastle había asignado al cuidado del escondite eran un poco duros de mollera, con lo cual acabaron pagando el enfado de Roxanne. Permanecían lo más lejos de ella que podían, limitándose a asentir o a negar con la cabeza cuando parecía lo más oportuno, pero la mayoría de las veces trataban de fundirse en el entarimado de la pared. Roxanne no dejaba de caminar arriba y abajo, gruñendo y hablando sola. Jamás había estado tan furiosa, y lo peor era que no sabía exactamente cuál era el verdadero motivo de su enfado.

En parte era por haber perdido tantos hombres por culpa del mago de Adamant. Si no hubiera insistido en que Wulf les proporcionara una protección mágica completa a ella, a Pike y a Da Silva, también habrían muerto con el resto de los hombres. Roxanne odiaba perder hombres. Lo tomaba como una cuestión personal.

En parte, su enfado se debía también a no haber cogido a Hawk al mismo tiempo que a Fisher. Había jurado que los traería a ambos y odiaba faltar a su palabra. Las leyendas no pueden permitirse fallar, si lo hacen dejan de ser leyendas.

Pero lo que más furiosa la ponía era la forma en que se habían apoderado de Fisher. Ella había ansiado un combate a espada con la legendaria Capitán Fisher desde su llegada a Haven, y al final, alguien había acabado golpeando a la Guardia por detrás cuando ésta no lo veía. Ésa no era forma de acabar con una leyenda. Al haber ganado de esa manera, Roxanne se sentía mezquina, comparable a cualquier otro asesino a sueldo. Y para colmo de males, ni siquiera le habían permitido matar a Fisher limpiamente. Hardcastle había ordenado específicamente que la mantuvieran viva para interrogarla. Roxanne resopló. Sabía muy bien cuándo se empleaba un eufemismo, y en este caso había querido decir torturarla.

Miraba ferozmente a su alrededor mientras paseaba arriba y abajo, y los mercenarios evitaban su mirada. El escondite era un húmedo edificio sin escalera de incendios en medio de una calle de casas de renta barata. En cierto modo, esto era típico de Hardcastle y sus operaciones. Barato y feo. En conjunto, toda la operación le había dejado a Roxanne un mal sabor de boca. Ella era una mujer guerrera y esta clase de sucias luchas políticas no le iba. Había matado y torturado antes y había gozado con la sangre, pero eso había sido en el fragor de la batalla, cuando el coraje y el acero decidían los destinos de los hombres, no en jugadas sucias de poca monta fraguadas en la trastienda de la política. Si alguien hubiera acusado jamás a Roxanne de honorable, se habría reído en su cara, pero el hedor de este... todo este follón clamaba al cielo.

Por un instante se preguntó qué habría pensado Medley, pero no tardó en apartar con decisión la idea.

Dejó de pasearse y respiró hondo varias veces. Eso la calmó un poco y apartó la mano de su espada. Los mercenarios empezaron a respirar un poco más tranquilos y dejaron de calcular las distancias hasta la salida más próxima. Fue también el momento que escogieron Pike y Da Silva para reaparecer. Roxanne los miró con rabia.

—¿Y bien? —preguntó glacialmente.

—Dormida como un bebé —dijo Pike—, pero le hemos atado las manos y los pies por si acaso.

Roxanne hizo un gesto de aprobación.

—Le echaré un vistazo y luego iré a informar a Hardcastle. Tiene que saber lo que sucedió. Vosotros, esperad aquí.

Pike y Da Silva asintieron precipitadamente y observaron en silencio cómo desaparecía en la habitación de al lado donde habían dejado a Fisher. Esperaron a que la puerta se hubiera cerrado y luego se miraron el uno al otro.

—Está perdiendo el control —dijo Da Silva en voz baja.

—Si no la conociera, juraría que tiene escrúpulos —dijo Pike—. Pero bueno, Hardcastle sabía que corría un riesgo usando a Roxanne para trabajos políticos. Todos saben que está loca, y eso no importa en el campo de batalla, pero no la podemos dejar suelta en Haven. Sabe demasiado.

—¿O sea que es prescindible?

—Todos somos prescindibles en política, y ella en especial. Es oficial, lo dijo Hardcastle.

—¿Y quién de nosotros va a matarla?

Pike sonrió abiertamente.

—No me refería a tener un duelo con ella. Más bien pensaba en ponerle un veneno de acción rápida en el vino, esperar a que caiga y cortarle la cabeza. En los Low Kingdoms su cabeza tiene un buen precio.

—Eso suena bien —dijo Da Silva.

Roxanne estaba junto a la puerta de la otra habitación, escuchando. Siempre había tenido buen oído. Eso la había salvado en el campo de batalla en más de una ocasión. Sabía que Pike y Da Silva tramaban algo, pero la naturalidad con que hablaban de su muerte hizo que le hirviera la sangre. Seguro que la orden procedía de Hardcastle. No se habrían atrevido a tomar una decisión así por su cuenta. Hardcastle la había vendido a un par de asesinos de callejón. Su primer impulso fue entrar como un torbellino en la otra habitación, desenvainar su espada y acabar con los dos allí mismo, pero no estaba lo bastante loca como para enfrentarse a veintidós hombres armados en un espacio cerrado. No se había ganado una reputación como guerrera por tonta. Tenía que salir de allí y volver a pensar en todo esto.

Abrió la puerta de repente, entró en la habitación principal y simuló no darse cuenta del repentino silencio.

—Voy a ver a Hardcastle. Vigilad bien a Fisher, pero no le hagáis más daño; no olvidéis que Hardcastle quiere reservarse ese privilegio.

Dedicó a Pike y a Da Silva una brusca inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta antes de que inventaran alguna excusa para detenerla. Le hormigueaba la espalda en previsión de un ataque y sus oídos estaban alerta para captar el menor ruido de acero saliendo de una vaina, pero no ocurrió nada. Salió a la calle y cerró de golpe la puerta tras de sí, casi decepcionada. Avanzó rápidamente calle abajo hasta perderse entre la multitud.

Todavía no sabía lo que iba a hacer a continuación. Maldita si iba a seguir trabajando con Hardcastle, pero tampoco podía dejarlo así como así. Abandonar el barco sin haberlo llevado a puerto sería un baldón. La mayoría de las veces a Roxanne le importaba un bledo lo que los demás pensaran de ella, pero su reputación profesional era otra cosa. Si se corría el rumor de que no se podía confiar en ella para terminar un trabajo, nadie volvería a contratarla.

En las presentes circunstancias casi todos estaban demasiado asustados como para acercarse a ella, pero tampoco podía dejar que Hardcastle la amenazara. Eso sería todavía más perjudicial para su reputación. Mientras andaba, su expresión se iba haciendo más torva y la gente se apresuraba a abrirle paso. Todos estos pensamientos le estaban dando dolor de cabeza. Necesitaba a alguien con quien hablar, alguien en quien confiar, pero ella jamás había confiado en nadie... en nadie más que en Stefan Medley.

La idea la sorprendió, lo mismo que el sentimiento cálido que la invadió al pensar en volver a verlo. Stefan era un buen tipo para ser político. Iría a verlo. Era probable que todavía estuviera furioso con ella, pero algo se les ocurriría. Se dirigió a la posada donde lo había dejado. Allí alguien podría decirle hacia dónde había ido.

La posada estaba llena de parroquianos. El aire estaba espeso de humo y la gente se apretujaba en torno al mostrador cantando un himno a la Reforma con alegría pero sin demasiada exactitud. Roxanne se abrió paso hasta la barra apartando a la gente a codazos. Llamó a gritos al posadero, pero él estaba demasiado ocupado con los pedidos e hizo como que no la oía. Roxanne se apoyó en la barra, cogió al hombre por la pechera y acercó su cara a la suya. El posadero empezó a farfullar una disculpa y se puso muy pálido al darse cuenta de quién era.

—Stefan Medley —dijo Roxanne lentamente, amenazadora—. El hombre con el que vine aquí. ¿Adonde se fue cuando se marchó?

—No fue a ninguna parte —dijo el posadero—. Todavía está en la habitación.

Roxanne hizo un gesto de extrañeza, soltó al tabernero y se volvió. ¿Por que diablos Stefan seguía allí? Tenía que saber que probablemente los de la Reforma andaban tras su pista y no tardarían mucho en dar con este lugar. Medley siempre había extremado las precauciones al acudir a reunirse con ella en la taberna, pero Roxanne había dejado deliberadamente pistas por todas partes. Eso había sido parte de su trabajo. Sacudió la cabeza. Cuanto antes hablase con Stefan y se alejaran de allí, mejor. Subió de dos en dos los escalones de la escalera que había detrás de la barra. Todo se arreglaría una vez hubiera hablado con Stefan. Él sabría qué hacer, como siempre.

La puerta de la habitación estaba cerrada. Roxanne echó una mirada rápida en derredor, golpeó dos veces y esperó con impaciencia. Dentro no se oía nada. Volvió a llamar y llamó a Medley en voz baja. Ninguna respuesta. Roxanne frunció el ceño. Tenía que estar allí, la puerta seguía cerrada. ¿Estaría enfadado? No era propio de él. Tal vez estuviera dormido. Volvió a llamar y pronunció su nombre tan alto como se atrevió, pero no obtuvo respuesta. Un mal presentimiento empezó a apoderarse de ella. Algo iba mal. A lo mejor los reformistas ya habían dado con él...

Desenvainó su espada y dio una patada a la puerta furiosamente con el tacón de su bota. La puerta sufrió una sacudida, pero resistió. Roxanne la maldijo y volvió a probar. La tosca cerradura cedió y la puerta se abrió hacia adentro. La habitación estaba oscura y silenciosa. Roxanne entró rápidamente y se hizo a un lado para poder distinguir los contornos contra la luz que entraba por la puerta abierta. Se quedó de pie en la penumbra, con la espada preparada, pero tan sólo le llevó unos segundos darse cuenta de que no había nadie emboscado en el cuarto. Envainó la espada y encendió una de las lámparas. La luz inundó la habitación y durante un momento Roxanne sólo vio sangre. Cubría el cobertor y había caído a los lados de la cama formando charcos, y parte de ella ya se había secado. Roxanne avanzó en silencio y buscó el pulso en el cuello de Medley. Todavía se sentía, lento y débil, pero su cuerpo estaba ya mortalmente frío. Al principio pensó que lo habían atacado los reformistas, pero luego miró sus brazos y vio las negras y feas heridas de sus muñecas. Su garganta se cerró cuando se dio cuenta de lo que había hecho y de por qué lo había hecho. Salió corriendo de la habitación.

Bajó como un rayo las escaleras, entró en la posada y se fue directa al posadero.

—¡Necesito un curador! ¡Ahora!

—Hay una hechicera del norte en la primera planta. Se llama Vienna y sabe algunas cosas. Es todo lo que hay, a menos que quiera que envíe a por alguien...

—¡No! No hable de esto con nadie. Si lo hace, lo mato. ¿En qué habitación está?

—Habitación nueve. Justo en el recodo de la escalera. No puede perderse.

Roxanne soltó al posadero y volvió a subir escaleras arriba. No tardó mucho en encontrar la habitación nueve, pero a ella le parecieron siglos. Golpeó con el puño hasta que se abrió una rendija por la cual asomó un ojo desconfiado.

—¿Qué pasa? ¿Qué quiere?

—Necesito un curador.

—No hago abortos.

Roxanne dio una patada a la puerta, cogió de la ropa a la mujer y la estampó contra la pared. La hechicera luchó débilmente, agitando los pies desesperadamente varios centímetros por encima del suelo. Empezó a pedir socorro, pero Roxanne acercó su rostro al de la hechicera, que se quedó muy quieta y dejó de luchar.

—Un amigo mío está herido —dijo Roxanne—. Se está muriendo. Sálvale la vida o te mataré lentamente. ¡Muévete!

Dejó a Vienna en el suelo y la arrastró por la escalera hasta la planta siguiente donde estaba la habitación de Medley. Vienna miró la sangre e hizo amago de marcharse, pero tropezó con la mirada de Roxanne. La hechicera era una mujer frágil y diminuta, vestida de verde descolorido y en cualquier otro momento Roxanne se habría sentido culpable de meterse con ella, pero esto era diferente. No podía pensar en nada que no fuera Stefan muriéndose allí, solo, en una habitación mugrienta de una posada, y todo por su culpa. Señaló a Medley sin más y Vienna volvió sobre sus pasos y examinó sus muñecas.

—Feo asunto —dijo la hechicera en voz baja—. Pero tenemos suerte. Hizo un mal trabajo. En vez de cortar las venas a lo largo las cortó de través. La sangre pudo coagularse y cerrar las heridas. Sin embargo, ha perdido mucha sangre...

—¿Puedes salvarlo? —preguntó Roxanne.

—Creo que sí. Un simple conjuro de curación sobre las muñecas y otro para reactivar la producción de sangre...

Empezó a recitar una serie de tecnicismos que Roxanne no entendía, pero dejó que la hechicera siguiera balbuciendo, incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera la oleada de alivio que la invadía. No iba a morirse. No iba a morir por su culpa. Hizo un gesto brusco de aprobación a la bruja y ésta empezó su magia. La piel desgarrada de las muñecas se cerró y la cara de Medley empezó a recuperar lentamente el color. Su respiración se hizo más constante y más profunda.

—Eso es todo lo que puedo hacer —dijo Vienna por fin—. Deja que descanse un par de días y estará como nuevo. Mantenerlo vivo es tu problema. Los cortes de las muñecas eran profundos. Sabía bien lo que quería.

—Sí —dijo Roxanne—. Lo sé —desató la bolsa que llevaba en el cinturón y se la entregó a Vienna sin contar siquiera lo que había en ella—. Ni una palabra de esto —dijo Roxanne sin apartar los ojos de Medley.

La hechicera asintió y se fue rápidamente antes de que Roxanne pudiera cambiar de idea.

Roxanne se sentó en el borde de la cama junto a Medley, sin reparar siquiera en la sangre que empapaba sus pantalones. Parecía extenuado, como si hubiera tenido mucha fiebre. Durante un momento le apoyó la mano en la frente. La piel estaba fría y seca.

—¿Qué voy a decirte, Stefan? —dijo quedamente—. Nunca pensé que harías algo así. Tú eras sólo un trabajo, pero... me gustabas, Stefan. ¿Por qué tuviste que hacer esto?

—¿Y por qué no? —respondió Medley con voz ronca. Se pasó la lengua por los labios y tragó con dificultad. Roxanne le sirvió un vaso de agua de la jarra que había sobre la mesa y le sostuvo el vaso mientras bebía. Consiguió tragar algunos sorbos y ella dejó el vaso. Medley levantó los brazos y miró las heridas cicatrizadas de sus muñecas. Sonrió con amargura y dejó que sus brazos volvieran a caer sobre la cama—. No tendrías que haberte molestado, Roxanne. Tendré que hacerlo otra vez.

—No te atreverás —dijo Roxanne—. No puedo volver a pasar por esto. Mis nervios no lo aguantarían. ¿Por qué lo hiciste, Stefan?

—No basta con vivir —respondió Medley—. Hay que tener algo por lo que vivir. Algo o alguien. En un tiempo tuve la política, y cuando me cansé de eso encontré a Adamant. Él me necesitaba y me hacía sentir importante y valioso; me dio su amistad. Pero incluso en los mejores momentos yo vivía la vida de otro, seguía el rumbo que otro trazaba.

»Y entonces te conocí y diste un significado a mi vida. Era tan feliz contigo... Tú eras todo lo que le faltaba a mi vida. Me hacías sentir importante, un hombre por derecho propio, no sólo la sombra de otro. Y entonces me dijiste que todo era una mentira y saliste de mi vida para siempre. No puedo volver a ser lo que era, Roxanne. Prefiero morir. Te amo y si lo que tuve fue sólo una mentira, prefiero esa mentira a la realidad, aunque tenga que morir para conservarla.

—Nadie me había hecho sentir así antes —dijo Roxanne lentamente—. Tendré que pensar en eso, pero te prometo algo, Stefan, me quedaré contigo mientras me necesites. No sé a ciencia cierta por qué, pero tú también eres importante para mí.

Medley se quedó mirándola largamente.

—Si éste es... otro de tus juegos, una forma de sacarme más información, no me importa. Sólo dime lo que quieres saber y te lo diré. Pero no finjas que te importo si no es así, por favor. No puedo volver a pasar por lo mismo.

—Olvídate de todo eso —dijo Roxanne—. Hardcastle puede irse al infierno. Todo va a ser diferente de ahora en adelante.

—Te amo —dijo Medley—. Y tú, ¿qué sientes por mí?

—Maldita si lo sé —dijo Roxanne.

Hawk estaba cansado y le dolían los músculos del brazo y de la espalda por el uso excesivo y por la falta de descanso. Durante la última hora había recorrido la mitad de las tascas de Haven en busca de una pista sobre Fisher. Nadie sabía nada, no importaba el empeño que pusiera en obtener una respuesta, aunque de mala gana siempre llegaba a la conclusión de que decían la verdad y de que sólo quedaba un lugar donde buscar: Brimstone Hall, la casa de Hardcastle.

Se detuvo al pie de las enormes verjas de hierro mirando más allá de los dos nerviosos hombres de armas que montaban guardia. La antigua casa parecía tranquila y casi desierta y sólo se veían luces en algunas ventanas. En algún lugar de la casa encontraría lo que estaba buscando, alguien o algo que lo pusiera sobre la pista.

Los dos hombres de armas se miraron inseguros, pero no dijeron nada. Conocían a Hawk y sabían de qué era capaz. No les había pasado desapercibida la sangre fresca que aún goteaba del hacha que llevaba en su mano derecha. Hawk no les dedicó ninguna atención y se concentró en el edificio. Hardcastle y su gente estarían ahora recorriendo las calles y lo más probable es que sólo tuviera que enfrentarse a un grupo muy reducido. A lo mejor tenía suerte y encontraba a Isobel encerrada en algún sótano. Recordaba el aspecto que tenía cuando se la llevaban, ensangrentada e inconsciente, y de nuevo se sintió lleno de rabia. Desplazó la mirada hacia los dos hombres de armas, que se removieron intranquilos.

—Abrid la puerta —ordenó Hawk.

—Hardcastle no está aquí —dijo uno de ellos—. Han salido todos.

—Alguien hablará conmigo.

—Con usted no, Capitán Hawk, tenemos nuestras órdenes. No debemos dejarlo entrar bajo ninguna circunstancia. Para usted, todos están fuera y lo estarán siempre.

—Abrid las puertas —repitió Hawk.

—Piérdase —dijo el otro—. No tiene nada que hacer aquí.

Hawk le dio un golpe bajo, muy por debajo del cinturón, y el guardia se dobló y cayó retorciéndose al suelo. El otro retrocedió rápidamente. Hawk abrió las puertas, pasó por encima del hombre que estaba en el suelo, y entró en el recinto de Brimstone Hall. El hombre de armas que seguía de pie vio la expresión de Hawk y salió corriendo hacia la casa. Hawk lo siguió a buen paso. No tenía sentido darse prisa. Nadie iría a ninguna parte.

Oyó pasos suaves, sofocados, que se acercaban y al darse la vuelta vio a tres perros enormes que cargaban silenciosamente contra él. Hawk los estudió a conciencia. Se suponía que los perros de Hardcastle eran asesinos de hombres y comedores de hombres, pero a Hawk le parecieron perros comunes. Sacó una bolsa de polvo de su cinturón, la abrió y, conteniendo la respiración, dispersó el polvo en el aire justo delante de los perros. Los perros se pararon en seco, olfatearon con desconfianza y a continuación se sentaron de repente con una expresión de lo más pacífica. Hawk esperó un momento para asegurarse de que el polvo había surtido efecto y luego pasó con cautela al lado de los animales. Dos de los perros lo ignoraron por completo, y el tercero se puso panza arriba para que Hawk pudiera rascarlo. Hawk esbozó una sonrisa, procurando no respirar hasta haberse alejado bastante de los perros. Sabía que la segunda bolsa de polvo que había encontrado en la habitación de Dannielle le resultaría útil.

Se encaminó a la casa, donde todo parecía tranquilo. Casi había llegado a la puerta principal cuando de repente se abrió ante él y cinco hombres de armas con cota de malla completa le salieron al paso bloqueando el camino. Hawk les sonrió y levantó su hacha ensangrentada para que pudieran verla con claridad.

—¿Dónde ésta? —preguntó sin alterarse—. ¿Dónde tiene Hardcastle a mi esposa?

—No sé de qué diablos está hablando —respondió el que iba delante—. Soy Brond y hablo por Hardcastle en su ausencia, y él no quiere saber nada de usted. Es mejor que se vaya ahora mismo o se meterá en un buen lío.

—Última oportunidad —dijo Hawk—. ¿Dónde está mi esposa?

—Le gustaría saberlo, ¿eh? —dijo Brond y volviéndose a medias dijo a los demás—: Echadlo de aquí. Sin contemplaciones. Mostradle qué es lo que pasa cuando uno se mete con los que son mejores.

Hawk descargó su hacha sobre el costado de Brond. La pesada hoja de acero atravesó limpiamente la cota de malla y se enterró en sus costillas. Brond se quedó un momento mirando, sin poder creer lo que había pasado, y a continuación cayó de rodillas mientras empezaba a sangrar por la boca. Hawk liberó su arma y los cuatro hombres restantes se fueron a por él. El primero en llegar cayó gritando en una confusión de sangre y tripas cuando el hacha de Hawk le abrió la barriga de través.

Los otros tres trataron de rodear a Hawk, pero su hacha golpeaba a diestro y siniestro logrando mantenerlos a la distancia que determinaba su brazo. Seguían acosándolo, avanzando y retrocediendo, como los perros cuando tratan de derribar a un oso. Hawk les sonrió fríamente, calculando las posibilidades. Los hombres de armas eran buenos, pero él era mejor. Sólo era una cuestión de tiempo. Y entonces otros cuatro hombres salieron corriendo por la puerta principal y Hawk se dio cuenta de que aquello se estaba complicando. Con Fisher guardándole las espaldas, se habría encargado de ellos sin vacilar, pero solo, podían matarlo. No obstante, no estaba dispuesto a retroceder. Fisher lo necesitaba. Además, se había visto en trances peores. Sujetó firmemente su hacha y se arrojó sobre su adversario más próximo.

Y de repente apareció otra figura luchando a su lado, una figura alta, ágil y muy letal. Dos hombres de armas cayeron bajo la nueva espada en otros tantos segundos. Hawk eliminó a un tercero y súbitamente los que quedaban se dispersaron y salieron corriendo para salvar su vida. Lentamente, Hawk bajó su hacha y se volvió a mirar a Roxanne de frente. Se miraron largamente y luego Roxanne bajó su espada.

—Está bien —dijo Hawk—. ¿Qué está pasando?

—Hemos venido a ayudar —dijo Medley acercándose a los dos con cautela—. Sabemos dónde está su esposa. Podemos llevarlo directamente hasta ella.

—¿Por qué diablos iba a confiar en ustedes? —preguntó Hawk—. Los dos trabajan para Hardcastle.

—Ya no —dijo Roxanne—. Él rompió su compromiso conmigo.

—Y yo nunca trabajé para él —añadió Medley tajante.

—Además —dijo Roxanne—, sin nuestra ayuda no tiene la menor esperanza de encontrar y rescatar a su esposa.

Hawk esbozó una sonrisa.

—Ésa es una buena razón.

Vaciló un momento y bajó su hacha. Roxanne envainó la espada y los tres atravesaron el recinto hacia la verja de entrada. Tenían que ir despacio para que Medley pudiera seguirlos. Hawk lo miró con más detenimiento.

—No tiene buen aspecto, Medley. ¿Está seguro de que va a poder con esto?

—Ha estado enfermo —se apresuró a explicar Roxanne—. Ahora está bien.

Hawk los miró a ambos y no quiso continuar. Era evidente que algo había pasado, pero podía esperar a averiguarlo.

—¿Cómo dieron conmigo? —preguntó finalmente.

Medley sonrió.

—Al parecer se ha pasado la última hora abriéndose camino por lo más sórdido de High Steppes. Sólo tuvimos que seguir el reguero de sangre y de cadáveres.

—Todavía no han dicho qué es lo que esperan sacar de esto —dijo Hawk.

—El levantamiento de todos los cargos contra nosotros —respondió Medley—. Una ficha limpia.

—Está bien —dijo Hawk—. Ustedes me ayudan a rescatar a Isobel y yo intercederé por ustedes. Pero si llego a sospechar siquiera que me están tendiendo una trampa, los mataré a los dos. ¿De acuerdo?

—¿Cómo podríamos negarnos? —dijo Medley.

—De acuerdo —dijo Roxanne.

Pike llevaba más de una hora sin moverse del escondite y se había terminado la cerveza. No podía enviar a nadie a por ella porque se suponía que no debían llamar la atención. Recostó su silla contra la pared y miró pensativo la puerta cerrada que lo separaba de donde se encontraba la Capitán Isobel Fisher. La hermosa y arrogante Capitán Fisher, aunque ya no tan arrogante. La idea hizo sonreír a Pike, que dejó que su mano descendiera hasta la llave que llevaba prendida en su cinturón. Hardcastle había dado órdenes precisas de que fuera entregada viva, pero nadie había dicho que estuviera intacta...

Pike miró a su alrededor. Seis de sus hombres estaban jugando a los dados y discutiendo sobre las apuestas. Otros dos estaban reparando su cota de malla. El resto estaba desperdigado por la casa, vigilando. En general, la casa estaba perfectamente segura y nadie lo echaría de menos si él se tomaba un pequeño recreo. Llamó discretamente a Da Silva y el mercenario dejó la mesa de juego para acercarse a él.

—Espero que tengas una buena excusa, Pike, estaba ganando.

—Puedes hacer trampa a los dados en cualquier momento. Yo te propongo un juego más agradable.

Da Silva miró la puerta cerrada y frunció el ceño.

—Me estaba preguntando cuánto tardarías en encapricharte de ella. Olvídalo, Pike. La que está ahí dentro es la Capitán Fisher. No podemos permitirnos correr ningún riesgo con ella.

—Vamos —dijo Pike—, no es más que una mujer. Entre los dos podemos hacernos con ella. ¿Apuestas algo?

—Yo apuesto si tú apuestas —Da Silva sonrió repentinamente—. ¿Quién va primero?

—Echémoslo a suertes.

—¿Mi moneda o la tuya?

—La mía.

Pike sacó un marco de plata del bolsillo y se lo entregó a Da Silva, quien examinó ambas caras atentamente antes de devolvérselo. Pike echó al aire su moneda y la cogió con destreza antes de ponerla de plano sobre su brazo. Da Silva dijo cara, y lanzó un juramento cuando Pike descubrió la moneda. Pike sonrió satisfecho y la guardó. Da Silva miró a los otros mercenarios.

—¿Y qué hay de los otros? —inquirió en voz baja.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Pike—. Que se busquen sus propias mujeres.

Da Silva miró la puerta cerrada y se pasó la lengua por los labios pensativo.

—Tendremos que tener mucho cuidado con ella, Pike. Si le damos la menor oportunidad, acabará cortándonos la garganta con nuestros propios cuchillos.

—Por eso no vamos a darle una oportunidad. ¿Quieres dejar de preocuparte? Primero, ya le han dado una soberana paliza, que seguramente le habrá quitado parte del vigor. Y segundo, le até las manos y los pies mientras estaba inconsciente, ¿recuerdas? No está en condiciones de causarnos problemas. Voy a desatarle los pies y tú la sujetas firmemente mientras le hago pasar un buen rato. Después cambiamos, ¿vale?

—Vale —Da Silva sonrió sin reservas—. Siempre supiste cómo hacerles pasar un buen rato a tus amigos, Pike.

Caminaron decididos hacia la puerta cerrada. Algunos de los otros mercenarios miraron hacia ellos, pero nadie dijo nada. Pike abrió la puerta y cogió una lámpara de la pared. Sonrió una vez a Da Silva y luego los dos fueron a ver a la Capitán Fisher.

La habitación no tenía ventanas ni luz alguna y Fisher parpadeó ante el súbito resplandor. Llevaba despierta algún tiempo, pero allí sola, en la oscuridad, no tenía modo de saber cuánto tiempo había pasado. Le dolía horriblemente la cabeza y sabía que tenía suerte por no tener una conmoción. Tenía los brazos acalambrados por tenerlos atados a la espalda y las manos entumecidas porque las cuerdas de las muñecas estaban demasiado apretadas. Sus tobillos estaban trabados y no había ni rastro de su espada. En suma, que había conocido tiempos mejores.

Procuró sentarse erguida y miró a los dos hombres parados. Ellos cerraron cuidadosamente la puerta y por la forma en que la miraban se hizo una idea de lo que tenían en mente. Un horror súbito se apoderó de ella y trató de apretar los dientes para evitar que le temblara la boca. Se había enfrentado antes a la muerte, había sido herida tantas veces que había perdido la cuenta de sus cicatrices, pero esto era diferente. Había pensado en la violación, suponía que todas las mujeres lo habrían hecho, pero nunca creyó que pudiera sucederle a ella. No a ella, no a la Capitán de la Guardia Fisher, la guerrera. Era demasiado fuerte, demasiado diestra con la espada, demasiado decidida a defenderse como para que algo así pudiera sucederle. Sólo ahora que la habían despojado de su espada y que sus fuerzas estaban mermadas, se dio cuenta de que no le bastaría con su determinación... Apretó bien los dientes al aumentar la sensación de pánico. Tenía que serenarse y aprovechar cualquier ocasión para frustrar los planes de aquellos bárbaros. Si todo lo demás fallaba, siempre le quedaría la venganza.

Pike colocó la lámpara en un hueco cerca del techo. Sentía que Fisher lo estaba observando y se acercó a ella sin prisas. Los ojos de la mujer estaban firmes aunque quizá demasiado abiertos. Sonrió abiertamente, se arrodilló junto a ella y le apoyó una mano en el muslo. A su pesar, Fisher rehuyó su contacto.

—No hay de qué preocuparse, Capitán —dijo Pike apretándole un poco el muslo, lo suficiente como para que ella notara la fuerza de su mano—. Mi amigo y yo no vamos a hacerle daño siempre y cuando usted se controle. Sea buena y coopere para hacernos pasar un buen rato, y no saldrá herida en absoluto. Claro que si opta por mostrarse desagradable, mi amigo Da Silva aquí presente conoce algunos trucos realmente desagradables con un cuchillo de desollar. ¿No es cierto, Da Silva?

—Cierto —Da Silva rió cuando los ojos de Fisher se dirigieron velozmente a él y luego de nuevo al otro.

—Soy un Capitán de la Guardia —dijo Fisher—. Si me sucede algo van a tener auténticos problemas.

—Eso es ahí fuera —dijo Pike—. Esas cosas aquí no importan. Aquí dentro sólo estamos usted y nosotros.

—Mi marido me encontrará. Han oído hablar de Hawk, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo Pike—. Lo estamos esperando. Es bueno, pero nosotros también. Y somos más.

Fisher se esforzó por pensar. Se notaba que decía la verdad, había confianza en su voz y eso era lo que más la asustaba. No sólo la querían a ella, también querían a Hawk.

—Está bien —dijo por fin, con una voz que no era tan firme como hubiera querido—. No voy a luchar con ustedes. Sólo... traten de no hacerme daño. ¿Por qué no me desatan? Podría mostrarme más... complaciente.

La mano de Pike, como un látigo, le cruzó rabiosamente la cara. La cabeza le sonó por la fuerza del golpe. Sintió que le corría sangre por la barbilla porque le habían roto la boca. Volvió a apretar los dientes para huir del dolor y el vértigo. Había recibido golpes peores, pero esta violencia fría y gratuita era algo nuevo para ella y la intimidaba más todavía porque estaba absolutamente indefensa.

—Eso por tratarnos de estúpidos —dijo Pike—. Si le desato las manos, soy hombre muerto. No va a tener esa oportunidad, Capitán.

Sacó un cuchillo de la bota y Fisher se puso en tensión, pero el otro sólo lo usó para cortar las cuerdas de sus tobillos. Da Silva se apresuró a sujetárselos mientras Pike guardaba su cuchillo. Pike apoyó una mano en su pecho y la empujó haciéndola caer de espaldas mientras empezaba a soltarse los pantalones. Fisher luchó con todas sus fuerzas por sentarse como si así pudiera posponer lo inevitable. Pike se rió. Se inclinó hacia delante y la cogió por el pelo, tirando hacia atrás, y le mantuvo la cabeza quieta mientras inclinaba la cara para besarla.

Fisher le clavó los dientes y luego tiró hacia atrás llevándose la mayor parte del labio inferior de Pike. De la boca del hombre empezó a manar sangre y por un momento el dolor y el desconcierto lo dejaron rígido. Fisher escupió el labio y lanzó la cabeza hacia delante para golpear con ella la cara de Pike. Se oyó el ruido plano, definitivo, de su nariz al romperse, y Pike cayó hacia atrás contra Da Silva, derribándolo al suelo cuan largo era. Fisher logró ponerse de pie mientras Da Silva trataba de apartar a Pike hacia un lado y de ponerse de rodillas. Fisher dio un paso adelante y descargó con todas sus fuerzas un puntapié exactamente en la entrepierna de Da Silva. A éste se le ahogó en la garganta el grito antes de caer al suelo llevándose las manos a la parte dolorida. Pike estaba retorciéndose en el suelo con las dos manos en la cara, mientras el dolor le impedía pensar. Fisher le dio una fuerte patada en la cabeza que lo dejó inmóvil.

Oyó que alguien se movía a sus espaldas y al volverse rápidamente se encontró con Da Silva que se había puesto de pie. Todavía estaba encorvado por el dolor, pero tenía un cuchillo en la mano y la miraba lleno de furia. Fisher retrocedió y Da Silva se lanzó a por ella amagándole con el cuchillo, pero ella, que supo prever el movimiento, acortó la distancia y le dio una patada en la pierna que lo hizo caer hacia delante encontrándose con la rodilla de Fisher, que lo golpeó directamente en la mandíbula. La cabeza rebotó hacia atrás y Da Silva cayó inerte al suelo.

Fisher se apoyó contra el frío muro de piedra temblando de manera violenta. Le dolía tanto la cabeza que casi no podía pensar, pero sabía que no podía detenerse a descansar. Si los otros mercenarios habían oído la pelea podrían venir a ver qué estaba pasando, y ella no estaba en condiciones de hacer frente a nadie más. Aspiró y contuvo el aliento, y parte de su temblor desapareció. Se puso de rodillas y anduvo a tientas hasta que encontró el cuchillo que Da Silva había dejado caer. Todo lo que tenía que hacer ahora era cortar las ataduras de sus muñecas que estaban en medio de su espalda, donde no podía verlas y luego trazar un plan que le permitiera salir de allí sin tener que enfrentarse a todos los demás mercenarios que había en la sala contigua. Fisher sonrió amargamente y se concentró en cortar las ligaduras sin herirse los brazos. Una cosa cada vez.

La estrecha calle estaba casi oscura, iluminada por un solo farol que derramaba una pálida luz amarillenta sobre las fachadas ennegrecidas y desconchadas de las casas. Los partidos y los desfiles ya habían pasado por allí y nada perturbaba el silencio absoluto de la calle. En las sombras, Hawk y Roxanne sacaron sus armas mientras Medley vigilaba cuidadosamente la casa. Todos los postigos estaban cerrados y no se veía señal alguna de vida. Hawk estudió la casa un momento e hizo un gesto de desánimo.

—¿Estás segura de que es aquí? ¿Dónde diablos están los centinelas?

—Hay mirillas y troneras disimuladas por todas partes —dijo Roxanne en voz baja—. Hardcastle ya usó antes esta casa. Dentro hay por lo menos veinte hombres armados esperando que trates de rescatar a la Capitán Fisher.

—Tal vez tendríamos que pedir refuerzos a Adamant —sugirió Medley.

—No hay tiempo —dijo Hawk—. Cada minuto que pasa, Isobel corre peligro; quiero sacarla ahora.

—Muy bien —dijo Medley—. ¿Cuál es el plan?

Roxanne sonrió con la sonrisa tétrica que le era peculiar.

—¿Quién necesita un plan? Echamos abajo la puerta de entrada, derribamos a los guardias y matamos a todos los que quieran impedirnos liberar a la Capitán Fisher.

Hawk y Medley cruzaron una mirada. Roxanne tenía muchas cualidades como guerrera, pero la sutileza no figuraba entre ellas.

—No podemos arriesgarnos a un ataque directo —observó Hawk con cautela—. Podrían matar a Isobel a la primera señal de que intentamos rescatarla. Necesitamos algún tipo de diversión, algo que distraiga su atención.

—Podría prender fuego a algo —dijo Roxanne.

—Más vale que no —se apresuró a decir Medley—. Esta calle es una trampa mortal. Si enciendes un fuego aquí, arderá la mitad de Steppes.

—Tengo una idea mejor —dijo Hawk—. Como de todos modos van a ver que nos acercamos, mostrémosles algo que no les resulte amenazador. Nos dirigimos a la puerta, yo desarmado y Roxanne apuntándome con su espada por la espalda. Medley puede llevar mi hacha. Pensarán que me habéis capturado. Una vez dentro, estudiamos la situación y elegimos el momento. Si tenemos suerte, querrán encerrarme con Fisher. Entonces esperamos a que abran la puerta indicada, Medley me pasa mi hacha y matamos a todo lo que se mueva. ¿Alguna pregunta?

Roxanne miró a Hawk.

—¿Estás dispuesto a confiar en mí con una espada a tus espaldas?

—Por supuesto —dijo Hawk—, porque si intentas algo te quitaré la espada y haré que te la comas.

Roxanne miró a Medley.

—Tal vez podría.

—Pongámonos en marcha —dijo Medley—. Antes de que recupere el juicio y me dé cuenta de lo peligroso que es esto.

Fisher se sacudió de las muñecas los restos de las ataduras y golpeó una mano contra otra para que volviera a circular la sangre. Tenía heridas en los brazos y en las muñecas que se había hecho con el cuchillo al tratar de cortar las cuerdas, pero no les hizo el menor caso. Empezó a sentir otra vez las manos e hizo una mueca porque era como si le estuvieran clavando agujas y alfileres en los dedos. Se acercó sigilosamente a la puerta cerrada y escuchó con atención. Al parecer, nadie había echado de menos a Pike y a Da Silva, pero no sabía cuánto tiempo podría durar eso. Volvió hasta Pike y sacó su espada de la vaina. Era una buena espada.

Miró a los dos hombres tendidos en el suelo, ensangrentados e inconscientes. La habrían violado, abusado de ella y a continuación se la habrían pasado a Hardcastle para que la matara lenta y dolorosamente. Suponiendo que saliera de ésta con vida, podría enviarlos a las minas el resto de sus vidas. Nadie se mete con un Guardia y sale impune. Pero siempre existía la posibilidad de que Hardcastle comprara al juez y Pike y Da Silva quedaran libres. No podía permitir que eso sucediera. Mientras estuviesen libres, ella nunca se sentiría segura.

Se arrodilló junto a Pike y apoyó la hoja de la espada contra su garganta. Podía hacerlo. Nadie lo sabría jamás. Estuvo allí de rodillas un buen rato, y luego apartó la espada de la garganta del hombre y se puso de pie. No podía matar a un hombre indefenso a sangre fría. Ni siquiera a éste. Ella era un Guardia, y un Guardia siempre impone la ley, no toma venganza.

Se volvió de espaldas a Pike y Da Silva, se acercó a la puerta y la abrió apenas. No sabía cuántos mercenarios habría allí, pero por la conversación dedujo que eran unos cuantos. Lo mejor que podía hacer era abrir la puerta de golpe y lanzarse hacia la puerta principal. Podría conseguirlo, con suerte. Abrió un poco más la puerta y se quedó inmóvil al oír golpes inesperados en la puerta de entrada.

Hawk miró con calma a su alrededor como si no sintiera la punta de la espada de Roxanne pinchándole la espalda. Se le ocurrió que había hecho un mal cálculo y que se había metido en un buen lío. Había doce mercenarios en la habitación, armados unos y otros no. Según Roxanne había más en el piso superior. Entonces, serían unos veinte en total. Diez a uno. Hawk sonrió. Se había visto en peores situaciones. Uno de los mercenarios se acercó a él, era alto, musculoso y vestía cota de malla. Llevaba una espada en una vaina muy deteriorada y daba la impresión de que sabía usarla. Un mercenario corriente. Saludó a Roxanne con una inclinación de cabeza y miró a Hawk de arriba abajo.

—Así que éste es el famoso Capitán Hawk. Pase, Capitán, no se quede en la puerta —rió en voz baja—. ¿Sabe, Capitán?, Hardcastle se muere por verlo. En cuanto a usted, sólo se muere.

—¿Dónde está mi esposa? —preguntó Hawk.

El mercenario le dio un revés en la cara. Lo vio venir, pero no pudo evitar la mayor parte del golpe, que retumbó en su cabeza y por un momento estuvo a punto de perder el equilibrio.

—No hable si no le hablan, Capitán. Veo que vamos a tener que enseñarle buenos modales antes de llevarlo ante el concejal Hardcastle. Pero no se preocupe por su esposa. No nos hemos olvidado de ella. Mientras estamos aquí, hablando, dos de nuestros hombres la están entreteniendo. Estoy seguro de que están pasando un buen rato.

Se echó a reír y Hawk le dio un rodillazo en la entrepierna. El mercenario se dobló por el dolor, casi como si le hiciera una reverencia, y Hawk aprovechó para darle un buen puñetazo mientras caía al suelo. Los otros mercenarios se pusieron de pie y buscaron sus armas.

Hawk cogió el hacha que le entregaba Medley, gritó a Roxanne que le guardara la espalda y se lanzó al primer mercenario sin mirar si Roxanne estaba allí. Hawk blandió el hacha y la descargó clavándola hasta el mango en el hombro del primer mercenario, atravesando su cota de malla. La fuerza del golpe hizo que el mercenario cayera de rodillas, lo cual aprovechó Hawk para empujarlo con la bota en el pecho y liberar su arma. La sangre saltó por los aires cuando Hawk se volvió para enfrentarse al siguiente. Oyó detrás de sí un cruce de aceros cuando Roxanne derribó a un segundo mercenario, y Hawk se permitió una leve sonrisa de alivio.

En ese momento, la puerta que había al otro lado de la habitación se abrió de golpe y Fisher entró como una tromba, espada en mano. La sonrisa de Hawk se hizo más ancha. Todo este tiempo había estado preocupado por ella, y ahí estaba, sana y salva. Debería haberlo sabido. Fisher pareció un poco sorprendida al ver que Roxanne protegía la espalda de su marido, pero se dispuso inmediatamente a abrir una brecha entre los mercenarios para llegar hasta él.

Hawk descargó su hacha con ambas manos y la sangre salpicó el ennegrecido suelo. La pesada hoja de acero desviaba sin dificultad las espadas y atravesaba las cotas de malla como si no existieran. Fisher luchaba a su lado, y su espada se desdibujaba por la velocidad con que amagaba, paraba y atacaba. Roxanne se reía y bailaba e iba derribando mercenarios con un júbilo letal. Medley conocedor de sus limitaciones permanecía a un lado.

Un mercenario de barba obligó a Hawk a hacer un alto ya que su larga y pesada espada casi podía equipararse al hacha de éste. Cruzaron sus aceros y por un momento quedaron cara a cara. En los hombros del mercenario se marcaban los músculos y Hawk pronto se dio cuenta de que no podría contenerlo durante mucho tiempo, de modo que le escupió en un ojo. El mercenario echó la cabeza atrás instintivamente y perdió el equilibrio. Hawk apartó la espada y descargó el hacha clavándola en el pecho del hombre.

Fisher se estaba midiendo con un mercenario alto y delgado, cambiando golpe por golpe. Sabía que no podría mantenerlo así mucho tiempo porque él era más grande y ella aún estaba debilitada por lo que había pasado. Se midieron con la mirada y ella dio un paso adelante y le clavó el talón con fuerza en el empeine del pie derecho. Sintió el crujido de los huesos que se rompían y vio cómo el dolor súbito lo hacía palidecer y lo dejaba sin fuerza en los brazos. Fisher hizo oscilar su espada hacia un lado y en el contragolpe le cortó el cuello. El mercenario dejó caer su espada y se llevó las manos a la garganta como si así pudiera mantener juntos los bordes de la herida. Mientras caía de rodillas, Fisher se estaba enfrentando ya al siguiente.

Roxanne trazaba amplios y feroces arcos con su espada y los mercenarios caían ante ella. Sus ojos expresaban un inconfundible deleite, y reía por lo bajo mientras la hoja penetraba en la carne de los adversarios. Estaba haciendo lo que hacía mejor, aquello para lo que había nacido. Avanzaba entre sus antiguos compañeros sin piedad ni compasión, y ninguno de ellos podía hacerle frente. Los mataba con profesionalidad y estilo, y la sangre bullía en su cabeza.

De pronto, los mercenarios huyeron en desbandada, aunque todavía superaban en número a sus agresores. Pike y Da Silva podrían haberles hecho frente, pero sin sus líderes los mercenarios no tenían el valor de enfrentarse a tres leyendas vivas.

Hawk echó una mirada a la habitación súbitamente vacía y bajó el hacha. Aún no se había deshecho de toda su rabia contenida. Se volvió sonriendo a Fisher y su rabia se tornó sorda e implacable cuando vio lo que le habían hecho. Tenía la boca amoratada e hinchada y la sangre de una fea herida en el cuero cabelludo le había salpicado un lado de la cara. La tomó en sus brazos y la mantuvo así, apretada, y ella lo abrazó también como si no fuera a soltarlo nunca. Finalmente, Medley tosió educadamente y Hawk y Fisher se separaron. Fisher miró a Medley y luego a Roxanne.

—Están de nuestro lado —dijo Hawk—. No hagas preguntas, es complicado.

Fisher se encogió de hombros.

—Cosas de políticos y mercenarios. Esperemos que Adamant sea de los que perdonan. Hay otros dos mercenarios en la otra habitación, fuera de combate. Nos los llevamos. Voy a presentar cargos.

Hawk captó algo en el fondo de sus palabras.

—¿Estás bien, nena?

—Por supuesto —dijo Fisher—. Ahora estoy bien.

Las elecciones casi habían terminado y Hardcastle estaba celebrando una fiesta triunfal en su salón de baile. Sus fieles habían acudido por cientos a compartir su hospitalidad y a celebrar otra victoria conservadora en High Steppes. Hardcastle paseaba su mirada satisfecha por la bulliciosa multitud y sonreía con simpatía a sus favoritos. La gente acudía a felicitarlo y educadamente le recordaban los favores que le habían hecho. Hardcastle tenía una sonrisa y una inclinación de cabeza para todos, pero su mente estaba en otra parte. A estas alturas las votaciones prácticamente habrían terminado, pero hasta ahora no tenía ninguna noticia sobre cómo iban. Ninguno de los suyos le había enviado informes, y Wulf estaba encerrado en su habitación. Por supuesto, era inevitable que ganara. Siempre ganaba. Pero la absoluta falta de noticias le preocupaba.

No sabía nada de Hawk y Fisher, aunque a estas alturas deberían estar capturados o muertos. No había tenido noticias de Pike y Da Silva, y Roxanne había desaparecido. Nadie la había visto ni había oído nada de ella desde hacía horas. Hardcastle frunció el ceño. Algo iba mal, lo notaba en los huesos. Sin embargo, todavía disponía de una fuente de información. Hizo una seña a uno de sus sirvientes y sucintamente le ordenó que fuera a buscar a Wulf. El sirviente vaciló, pero una mirada a la cara de Hardcastle lo convenció de que protestar no conduciría a nada. Hizo una reverencia y salió del salón de baile.

Hardcastle miró a su alrededor y su expresión se hizo aún más ceñuda. La gente estaba tan bulliciosa y alegre como siempre, pero había algo extraño en el aire. La gente se reía demasiado estentóreamente, las sonrisas eran forzadas y por todas partes había grupitos hablando en voz baja, furtivamente. Los músicos tocaban una música animada, pero nadie bailaba. Hardcastle frunció el ceño. Tenía que darles pronto alguna noticia positiva o se vendrían abajo. Adondequiera que miraba le parecía ver caras preocupadas y ojos muy abiertos y desesperados. Sus huéspedes se parecían cada vez más a animales salvajes enjaulados que presentían una tormenta.

Wulf entró en el salón de baile y un repentino silencio se adueñó de los asistentes. Los músicos dejaron de tocar y mientras Wulf avanzaba lentamente, la gente se iba apartando de su camino. Llevaba su largo traje negro de mago bien envuelto en torno a su delgada figura y se había echado la capucha hacia delante para ocultar su cara. Hizo un alto delante de Hardcastle e inclinó ligeramente la encapuchada cabeza. Un repentino escalofrío recorrió a Hardcastle de pies a cabeza como una horrible premonición, y se esforzó para que su cara no lo reflejara. Sonrió a Wulf e indicó a los músicos que volvieran a tocar. Así lo hicieron, y los presentes volvieron a sus charlas.

Hardcastle echó una mirada a su esposa, de pie y en silencio junto a él, como siempre. Tenía los ojos fijos en el suelo y una expresión de calma impasible. Hardcastle le dijo que retrocediera unos cuantos pasos y ella obedeció sin levantar la mirada. Hardcastle fijó la mirada en Wulf. Tenía cosas que hablar con él y no quería testigos. Ni siquiera a Jillian.

—Y bien, Wulf, ¿qué está pasando? Has estado encerrado en tu habitación desde que volvimos a la Calle de los Dioses. ¿Qué te pasa?

—Es el Ser —dijo Wulf en voz baja e inexpresiva—. La Abominación. El Señor de los Abismos. No lo entendí. No pude entender lo que era, lo que significaba...

—Tranquilízate, hombre —le soltó Hardcastle—. Necesito información. Necesito saber qué está pasando en la ciudad. ¿Cuáles son los resultados? ¿En qué anda Adamant? ¿Por qué no he tenido noticias de mi gente? ¡Maldito sea, usa tu magia y dime lo que está ocurriendo!

—No me atrevo. Es demasiado fuerte. Puedo sentir cómo crece.

Hardcastle miró a Wulf de modo incisivo.

—Me dijiste que podrías controlarlo. Me dijiste que al ser su huésped te harías tan poderoso que nadie podría enfrentarse a nosotros.

—No lo entiendes —dijo Wulf—. El Señor de los Abismos no es ningún demonio o ser elemental que responda a mi voluntad ni a mi magia. La Abominación es uno de los Seres Transitorios, un aspecto de la realidad que toma forma por la percepción de los hombres. Tan sólo un concepto que se recubre de carne, sangre y hueso. No es real tal como nosotros concebimos la realidad. Hay cosas que viven fuera del mundo, en lugares interespaciales y están ávidos de cosas extrañas y espantosas. Pensé que podría controlarlo mientras estuviera todavía débil y confuso por su largo sueño, pero es tan poderoso... Lo noto en mi mente, tratando de desbaratar las defensas que puse para retenerlo. Conseguirá salir, Cameron...

—Podemos hablar más tarde sobre esto —dijo Hardcastle—. Ahora necesito que lo superes. Se supone que eres un mago de primera línea. ¡Demuéstralo! Necesito información, Wulf, necesito saber lo que está pasando ahí fuera, en las calles. Usa tu magia para localizar a mi gente y dime lo que está pasando en las elecciones. ¡Es una orden!

Durante largo rato, Wulf se limitó a estar allí, con la cabeza baja y Hardcastle empezó a pensar que iba a desafiarlo. Pero finalmente Wulf hizo un leve gesto de asentimiento y empezó a hablar con una voz que era apenas perceptible por encima del nervioso parloteo de los huéspedes.

—Los mercenarios que enviaste a por los capitanes Hawk y Fisher están todos muertos o dispersos. Sus jefes, Pike y Da Silva están arrestados. Han accedido a revelar pruebas en tu contra a cambio de una reducción de la pena. Las votaciones casi han terminado. Adamant está ganando.

Hardcastle estaba muy callado. Al principio reaccionó con descreimiento y conmoción, que poco a poco se fueron convirtiendo en una ira fría y sorda. ¿Cómo se atrevían? ¿Cómo osaban ponerse en su contra y elegir a Adamant? Habían olvidado quién mandaba realmente en High Steppes. Iba a darles a los reformistas una lección que nunca olvidarían. Miró a Wulf y habló lentamente con voz firme y letal.

—Eres de los míos, Wulf. Te unen a mí votos sellados con sangre.

—Sí, Cameron. Estoy a tus órdenes.

—Entonces usa ese gran poder que tienes. Ve a la casa de Adamant y mátalo. Mátalos a él y a todos los que estén con él.

—Puede... que eso no sea prudente, Cameron. Me necesitas aquí. Sin mi magia para aumentar y dar magnificencia a tu presencia ya no podrás controlar a tus seguidores con tus discursos.

—Yo ya pronunciaba discursos mucho antes de que tu magia me respaldara. Puedo ocuparme de mi gente. Harán lo que yo les diga, como siempre. Ya te he dado tus órdenes, Wulf, mata a Adamant y a todos los que estén con él. Obedece.

—Cameron... por favor. La Abominación...

—¡Obedéceme!

Wulf echó atrás la cabeza y lanzó un grito. El espantoso y penetrante sonido hizo callar un momento a la multitud. La capucha cayó hacia atrás dejando ver lo que quedaba de su cara. Toda la carne había desaparecido, devorada por una monstruosa hambre interna. Sólo quedaba una calavera de espantosa sonrisa, cubierta apenas por una piel tirante como un pergamino. Los ojos habían desaparecido y sólo quedaban las cuencas vacías y ensangrentadas. Se elevó en el aire, sin dejar de gritar, retorciendo el cuerpo con movimientos torpes y desmañados que daban a entender que la forma encerrada en los negros ropajes ya no era enteramente humana.

Finalmente desapareció y sólo se oyó un trueno cuando una ráfaga de aire vino a llenar el espacio que antes había ocupado. Entre la multitud, alguien rió nerviosamente y lentamente se reanudó el parloteo, como si en la medida en que pudieran hablar en voz suficientemente alta no tuvieran que pensar en lo que acababan de ver. Hardcastle sonrió. Al morir Adamant y todos los suyos, tendría que haber unas nuevas elecciones en High Steppes, pero ya nadie se atrevería a oponerse a él. La gente hablaría, pero nadie podría probar nada. Volvería a ser concejal y entonces haría que la escoria de las calles pagase por haberse atrevido a desafiarlo.

Medley dudó ante la puerta del estudio de Adamant. Miró a Roxanne, que le dirigió un gesto de ánimo. Hawk y Fisher permanecían un poco rezagados, manteniendo una distancia discreta. Medley se alegraba de que estuvieran con él, pero si quería hacer las paces con Adamant, tenía que hacerlo solo. Llamó a la puerta y una voz familiar le dijo que entrara. Abrir la puerta y entrar fue una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida.

Adamant estaba sentado a su escritorio, con Dannielle de pie a su lado. Ambos parecían cansados y en sus rostros había arrugas que Medley nunca había visto antes. Adamant le indicó que se sentase en la butaca que había ante el escritorio. Roxanne se recostó en el marco de la puerta, con los pulgares enganchados en el cinto de la espada y la mirada brillante y alerta. Hawk y Fisher permanecían junto a la puerta. El silencio se había adueñado de la estancia como si fuera una presencia casi palpable, llena de palabras que nadie quería decir pero tampoco podían ignorarse.

Por fin Hawk tosió educadamente y todos lo miraron.

—Con su permiso, señor Adamant, Isobel y yo queremos hacer un recorrido por la casa para asegurarnos de que todo está seguro.

—Por supuesto, Capitán, llamaré en caso de que los necesite.

La voz de Adamant mantenía su calma habitual, pero no apartaba ni un momento la vista de Medley. Hawk y Fisher salieron del estudio, cerrando suavemente la puerta.

—La casa parece muy tranquila —dijo Medley por fin—. ¿Qué pasó con la fiesta de la victoria?

—La suspendí —dijo Adamant—. No me pareció oportuna con tanta gente muerta.

Medley hizo una mueca de dolor.

—Tendría que haber sabido del ataque de Longarm. Mi equipo de inteligencia me dio pistas suficientes, pero yo estaba demasiado absorto en Roxanne y no fui capaz de unir todas las piezas a tiempo. Lo siento, James. ¿Cuántos de tus hombres de armas resultaron heridos?

—Veintisiete muertos, catorce heridos. Por suerte, ninguno de los invitados resultó herido —miró a Roxanne—. De modo que ésta es tu misteriosa amiga.

—Sí —dijo Medley—. ¿No es espléndida?

Adamant sonrió de lado.

—Supongo que es una manera de describirla. La última vez que la vi, estaba matando a mi gente sin darle cuartel.

Roxanne sostuvo tranquilamente su mirada.

—Es mi trabajo y soy buena haciéndolo.

—Mató a Bearclaw y a Kincaid. Eran buenos hombres.

—Me habrían matado a la menor oportunidad. Así es como se hace la política en esta ciudad. Ya lo sabe.

—Sí —dijo Adamant—. El asesinato y la traición siempre han gozado de gran popularidad en Haven.

—En cuanto a eso, Stefan nunca lo traicionó. Obtener información de él era parte de mi trabajo, y él estaba tan atontado conmigo que nunca se dio cuenta. Me dio toda clase de información útil sin darse cuenta y yo se la pasé a Hardcastle.

—¿Sabe él que usted está aquí? —preguntó Dannielle.

—No, ya no trabajo para él.

—¿Porqué no?

—Él rompió nuestro contrato.

Dannielle desvió su mirada hacia Medley y luego volvió a mirar a Roxanne.

—¿Es ésa la única razón? ¿Y qué hay de usted y Stefan?

Roxanne se encogió de hombros.

—No lo sé. Simplemente iremos viviendo día a día y veremos qué pasa.

Adamant se inclinó hacia delante y clavó la mirada en Medley.

—¿Qué estás haciendo aquí, Stefan? ¿Qué quieres de mí? ¿Que te perdone? ¿Que te vuelva a admitir en tu puesto?

—Maldito si lo sé —dijo Medley—. Lamento que te hayan herido y lamento que haya muerto gente, pero yo nunca quise que pasaran estas cosas. Quería a Roxanne y sólo eso me importaba.

—¿Y qué sientes por ella ahora que sabes lo que es, lo que ha hecho? —preguntó Dannielle— ¿La has perdonado?

—Por supuesto —respondió Medley—. La quiero a pesar de todo. ¿Eres capaz de entenderlo?

Adamant miró a Dannielle y la cogió de la mano.

—Sí —dijo finalmente—. Lo entiendo.

Hawk y Fisher recorrían incansables la casa vacía. Las habitaciones parecían extrañas y desiertas y el silencio tenía una textura propia. Iban de cuarto en cuarto sin encontrar señales de vida. La gente de Adamant o estaba muerta o se había ido, y los huéspedes hacía tiempo que se habían marchado. No quedaba ni rastro del asalto de Longarm salvo algunas manchas de sangre seca aquí y allá, y el contenido de la biblioteca de la planta baja.

Hawk los encontró por casualidad. Abrió la puerta de la biblioteca de paso hacia el vestíbulo y se quedó de piedra a la vista de los cadáveres. Había veintisiete. Hawk los contó dos veces para asegurarse. Todos los hombres de Adamant que habían muerto a manos de los atacantes estaban allí, apilados como troncos, cara con cara, con los brazos y las piernas prolijamente dispuestos. A Hawk le molestó mucho aquel espectáculo. Esos hombres habían muerto por Adamant y merecían un descanso más digno.

Lo tendrán, dijo la voz de Mortice dentro de su cabeza. Pero últimamente todo ha sido muy movido por aquí. Lo he hecho lo mejor que he podido.

Hawk miró a Fisher y vio que ella también lo había oído.

—¿De modo que sigue usted aquí, mago?

Por supuesto. ¿Adonde podría ir?

—¿Qué pasó con los cadáveres de los que hicieron esto, Longarm y sus militantes?

Me deshice de ellos.

Hawk decidió no continuar con sus averiguaciones. Realmente no le interesaba saberlo.

Vuelvan con Adamant, dijo Mortice de repente. Va a necesitarlos.

Hawk y Fisher se miraron.

—¿Por qué? —preguntó Fisher—. ¿Qué está pasando?

Algo se acerca.

—¿Qué? ¿Qué es lo que viene?

Algo se acerca.

Hawk sacó su hacha y Fisher su espada y corrieron al vestíbulo. Vieron que la puerta del estudio estaba abierta. Todo parecía tranquilo. Hawk gritó el nombre de Mortice, pero no recibió respuesta. Adamant salió del estudio, con cara de preocupación.

—¿Ustedes también lo oyeron?

—Sí —dijo Hawk—. Creo que lo mejor es que salgamos de aquí, Adamant. Tengo un presentimiento funesto.

Adamant asintió rápidamente e indicó a Dannielle que lo siguiera. Así lo hizo, y Medley y Roxanne salieron al vestíbulo detrás de ella. Roxanne llevaba la espada en la mano y sonreía. Hawk apartó la mirada.

Ya está aquí.

Hawk avanzó rápidamente hacia la puerta de entrada, la abrió y miró fuera. Con la última luz del atardecer logró ver a un hombre vestido de negro, como un mago, que avanzaba por el jardín hacia la casa. Al pasar, lo que crecía en el terreno se retorcía y moría, la hierba se secaba y la tierra se transformaba en arena y salía volando. El poder del mago se cernía en el aire del crepúsculo como la tensión que precede a una tormenta. Hawk cerró la puerta y se volvió a mirar a los demás.

—Tenemos problemas. Wulf está aquí y con aspecto de pocos amigos. Mortice, ¿puede ocuparse de él? Mortice. ¡Mortice! —No obtuvo respuesta y Hawk lanzó un juramento—. Lo dicho. Salgamos de aquí. Isobel, sácalos por la puerta de atrás, yo os seguiré en cuanto pueda.

—¿Por qué no vienes? —preguntó Fisher.

—Alguien tiene que retrasarlo. Ahora, muévete. No tenemos mucho tiempo.

—No puedo dejarte —dijo Fisher.

—Tienes que nacerlo. Nuestra obligación es mantener vivo a Adamant, no importa lo que ocurra. Perdimos al último hombre al que protegimos. No permitiré que esto vuelva a ocurrir.

Fisher asintió y condujo a los demás hacia la puerta trasera atravesando el vestíbulo. Hawk se dirigió a la puerta de entrada y echó los pesados cerrojos. Pensó en apilar los muebles para formar una barricada, pero tuvo la certeza casi total de que daba lo mismo.

—Mortice, si me está escuchando, necesito toda su ayuda.

Se oyó un fuerte crujido y Hawk volvió la vista a la puerta. Se había rajado de arriba abajo y mientras Hawk estaba mirando, la madera se pudrió y se abrió y los fragmentos se fueron desprendiendo de las bisagras dejando ver en la entrada lo que quedaba del mago Wulf. Ahora su rostro casi no era más que hueso y unos dientes amarillos por el envejecimiento. Pero sin embargo se movía, respiraba y vivía, y dentro de él vivía algo más. Algo voraz. Hawk sujetó con fuerza el hacha y retrocedió apartándose de la figura inmóvil, y entonces oyó voces y sonidos de lucha detrás de él y se dio cuenta de que los demás no habían llegado muy lejos. Se arriesgó a echar una mirada y casi se le paró el corazón al ver a los hombres muertos saliendo de la biblioteca.

Fisher no había hecho más que llegar al extremo del vestíbulo cuando la puerta de la biblioteca se abrió de golpe y el primero de los hombres muertos salió de la biblioteca dando bandazos. Era uno de los hombres de armas de Adamant. No salía sangre de las heridas abiertas en el cadáver y su cara estaba embotada y vacía. Pero sus ojos veían y llevaba una espada en la mano. Detrás de ése salió otro, y luego otro, y otro más. Fisher y Roxanne estaban de pie entre los muertos y los otros, con las espadas preparadas, y retrocedían lentamente ganando espacio para luchar. Mientras tanto, los hombres muertos seguían saliendo de la biblioteca, esgrimiendo sus armas.

Roxanne se adelantó y trazó con su espada un amplio arco y cortó limpiamente la cabeza del muerto que cayó rodando moviendo la boca como si hablara sin palabras, pero el cuerpo degollado siguió avanzando sin pausa blandiendo la espada. Roxanne se hizo a un lado e infligió un corte al cuerpo, que se balanceó bajo la fuerza del golpe, pero resistiéndose a caer. Su espada describía arcos con increíble rapidez y Roxanne tuvo que retroceder un paso. Fisher saltó a su lado y cortó una de las piernas del cadáver, que vaciló y cayó sobre una rodilla, pero sin soltar su espada. Para entonces, el resto de los muertos estaba ya sobre ellos y se veía acero por todas partes y un número cada vez mayor de muertos ambulantes.

Hawk levantó el hacha para golpear al mago y una fuerza invisible se la arrancó de la mano. Salió rodando por el vestíbulo y Hawk corrió tras ella. Sabía reconocer cuándo lo superaban. Logró apoderarse del arma y la descargó sobre uno de los cadáveres por detrás partiéndole la columna vertebral. Cayó al suelo y trató de arrastrarse. Hawk saltó por encima de él y se fue abriendo camino con su hacha entre los cadáveres, que iban cayendo por la mera fuerza de su ataque. Medley aprovechó el momento para situarse junto a Roxanne, espada en ristre.

—Tienes que sacar de aquí a Adamant —dijo rápidamente—. Él es el importante. Los Guardias y yo podemos detener a estas cosas el tiempo suficiente para que os alejéis.

—¿Y tú? —preguntó Roxanne.

—Yo no importo.

—Me importas a mí —replicó Roxanne y siguió luchando.

Adamant había sacado su espada y Dannielle tenía su daga, pero incluso con esta pequeña ayuda adicional el reducido grupo se veía obligado a retroceder por el vestíbulo hacia donde el mago estaba esperándolos. Los hombres muertos no se detenían, no importaba lo malheridos que estuvieran. Seguían presionándolos, blandiendo sus espadas, aunque para ello tuvieran que andar a gatas o arrastrarse por el suelo. Adamant trazaba arcos cortos y eficaces con su espada aunque conocía las caras que se arracimaban ante él. Habían sido sus hombres, habían jurado servirlo. Incluso algunos habían sido sus amigos y habían muerto porque estaban de su lado, y ahora tenía que volver a matarlos.

Preparado, sonó la voz de Mortice en la mente de Hawk. Voy a usar mi magia para anular la de Wulf. Cuando le dé la orden, mátelo. Tendrá que ser rápido. Se ha vuelto muy poderoso y sólo podré detenerlo un momento. Si no fuera porque ya estoy muerto puede que le tuviera miedo. Nunca creí que volvería a ver en pie a la Abominación. ¡Ahora, Hawk, hágalo ahora!

Hawk retrajo el brazo y arrojó el hacha con todas sus fuerzas. El arma voló a través del vestíbulo y fue a enterrarse en el cráneo de Wulf. El mago trastabilló a causa del impacto y cayó sobre una rodilla. Su cabeza se inclinó lentamente como si el peso del hacha la empujara hacia abajo.

Los cadáveres quedaron inmóviles en su sitio y luego se derrumbaron y dejaron de moverse. Wulf cayó hacia delante y quedó inerme.

Hawk vaciló un momento, incapaz de creer que todo hubiera terminado y luego avanzó hasta detenerse junto al mago caído. Le puso la bota sobre el cráneo, se agachó y liberó su hacha. Una mirada a la herida de bordes astillados le bastó para convencerse de que el mago estaba muerto. Nadie podría sobrevivir a una herida como aquélla.

Pero entonces el cuerpo empezó a retorcerse. Hawk retrocedió rápidamente. El cuerpo de Wulf se sacudía, temblaba, se convulsionaba, sacudiendo frenéticamente los miembros inermes. La túnica negra se estiró y se rasgó y el cuerpo muerto del mago se abrió como una monstruosa crisálida y de él salió la Abominación, aprovechando la sustancia del mago muerto para formar un nuevo cuerpo más cercano a su propia naturaleza. Llenó el vestíbulo, golpeando con su huesuda cabeza en el techo. Su cara era toda boca y dientes y sus músculos, en torno a los huesos deformados, eran brillantes y húmedos. Sus brazos retorcidos terminaban en garras de medio metro de largo. Tenía la planta de un hombre, pero no tenía nada de humano.

Estaba hambriento.

Libre, dijo una voz espantosa, libre...

—Creo que tenemos un problema —dijo Hawk.

—Tal vez tengas razón —dijo Fisher—. Que todos retrocedan. Tal vez podamos escapar de él.

—Id haciéndoos a la idea —dijo Roxanne—. Voy a matarlo.

La Abominación se abalanzó cubriendo el espacio que lo separaba de ellos con velocidad inverosímil. El pequeño grupo se apiñó para hacerle frente. Golpeó contra ellos con una fuerza espantosa, evitando sus golpes y dispersando al grupo como si fueran bolos. La Abominación había escapado y no podían hacer nada para detenerla.

En el lavadero, la trampilla salió volando, destrozando las bisagras y arrojando los trozos en todas direcciones. Abajo, en la oscuridad del sótano, algo se movió y luego, lentamente, paso a paso, el hombre muerto fue subiendo las escaleras y salió a la luz. A estas alturas, Mortice era apenas algo más que un pellejo encogido, pero conservaba todo su poder, que formaba una especie de halo a su alrededor, como si fuera una brasa encendida. Avanzó decididamente hacia la puerta con su frío cuerpo humeando al calor del ambiente.

Hawk y Fisher luchaban uno al lado del otro, manteniendo a la Abominación a raya con la pura energía de su ataque. Sus espadas golpeaban repetidamente sin producir el menor daño, como si fuera blindada. Roxanne se lanzaba una y otra vez contra la Abominación, aullando de furia y de frustración. Adamant y Medley protegían a Dannielle lo mejor que podían, pero todos sabían que el Ser sólo estaba jugando con ellos. Pronto se cansaría del juego y daría rienda suelta a su furia, y entonces ni todo el acero del mundo bastaría para salvarlos. Pero ellos seguían luchando, era lo único que podían hacer.

De repente, la Abominación giró en redondo ignorando a sus atacantes para mirar al otro extremo del vestíbulo. Mortice le devolvió la mirada. Su piel se resquebrajaba como pergamino reseco. El Señor de los Abismos inclinó hacia un lado la espantosa cabeza y una voz penetró en las mentes de todos como un hierro al rojo que se hunde en la carne.

No puedes salvarlos. Estoy libre. Otra vez recorro el mundo. Ni los vivos ni los muertos pueden detenerme. Esto se me prometió en el momento de mi creación.

—Yo no estoy ni vivo ni muerto —dijo Mortice—. Yo soy las dos cosas. Adiós, James.

Pronunció una Palabra de Poder, y un fuego sobrenatural se encendió a su alrededor, consumiéndolo. La Abominación lanzó un grito y se volvió para salir corriendo. Mortice hizo un gesto con uno de sus brazos ardientes y una bola de fuego salió volando por el vestíbulo para tragarse al Ser. Éste cayó al suelo, desgarrando su propia carne al tratar de sofocar las llamas. Mortice avanzó vacilante por el vestíbulo, medio consumido ya por las llamas y rodeó al Ser con sus brazos ardientes. Hubo una llamarada cegadora y un grito sofocado, y cuando ambos se desvanecieron, en el vestíbulo volvieron a reinar el silencio y la calma.

Hawk y Fisher se miraron y bajaron sus armas y otro tanto hicieron Adamant y Medley. Roxanne recorrió el vestíbulo mirando a su alrededor antes de decidirse a enfundar la espada. Adamant miraba tristemente la extensa marca chamuscada del suelo que era todo lo que quedaba en el lugar donde Mortice y la Abominación habían sido destruidos.

—Descansa en paz, amigo mío —dijo en voz baja—. Puede que ahora encuentres un poco de paz.

Alguien tosió educadamente detrás de ellos y todos giraron en redondo con las armas nuevamente dispuestas. El mensajero del Consejo, que estaba de pie en el vano de la puerta, miró las amenazadoras espadas y tragó saliva.

—Puedo volver más tarde...

—Lo siento —dijo Adamant bajando la espada—. Hemos tenido un día muy difícil. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Con los saludos del Consejo —dijo el mensajero un poco más tranquilo ahora que volvía a encontrarse en terreno conocido—: las elecciones han terminado y usted es el ganador. Felicitaciones. ¿Puedo irme ahora?

Adamant sonrió y asintió con la cabeza, y el mensajero desapareció rápidamente. Adamant se dio la vuelta y miró a los demás.

—Siempre pensé que esto significaría más. He pagado un precio muy elevado en amigos y en vidas humanas por este momento, y ahora no estoy seguro de que valiese la pena.

—Por supuesto que vale la pena —dijo Medley—. No has tratado de ganar estas elecciones por ti mismo; lo hiciste por los pobres y los indefensos que no podían luchar por sí mismos. Ellos creyeron en ti. ¿Vas a decepcionarlos ahora?

Adamant sacudió la cabeza lentamente.

—No, tienes razón, Stefan. La batalla ha terminado, pero la guerra continúa.

Hawk y Fisher se miraron el uno al otro.

—Me pregunto si Hardcastle también habrá recibido un mensaje —dijo Hawk.

Fisher sonrió abiertamente.

—Si así fue, espero que el mensajero fuera un corredor rápido.

En Brimstone Hall, el silencio era ensordecedor. El mensajero había entregado los resultados de las elecciones escritos en un rollo de pergamino para que tuviera tiempo de salir corriendo antes de que estallara la tormenta. Hardcastle miró incrédulo lo que tenía ante sus ojos. No necesitó leerlo en voz alta. Su expresión era suficientemente elocuente. La gente dejó sus platos y sus vasos y uno por uno empezaron a marcharse.

Hardcastle salió de su estupor, dio un paso al frente y empezó a hablar en voz alta y potente. Volvería a ganárselos. Siempre lo había hecho. Pero esta vez la multitud reaccionó a su habitual mezcla de bravuconadas y amenazas con miradas aviesas y rabia manifiesta. Alguien gritó un insulto, otro más tiró algo y en cuestión de minutos la multitud se transformó en una masa enardecida que empujaba y arrollaba. Empezaron las peleas y Hardcastle quedó olvidado en el frenesí de rencores y recriminaciones desatados. Dejó de hablar y miró a su alrededor con una especie de horror. No estaban escuchándolo. Había perdido las elecciones y para los conservadores él ya no era nadie.

No llegó a oír el ruido de acero frotando el cuero que hacía el cuchillo que Jillian sacó de su vaina escondida. Sólo se percató de ello cuando ella saltó sobre su espalda clavándole el cuchillo una y otra y otra vez...

Adamant estaba celebrando otra vez la victoria con una fiesta y allí estaban todos. Él no se había mostrado muy inclinado a celebraciones, pero sus superiores habían insistido. Ahora que la Reforma había ganado en High Steppes, el Consejo estaba controlado por la Reforma por primera vez en su historia, siempre y cuando pusieran cuidado en no malquistarse con los independientes.

Los invitados llenaban el comedor principal y se desparramaban por las estancias adyacentes. Había profusión de viandas y doce tipos diferentes de ponches con gran contenido de alcohol. El ruido era ensordecedor. Todos los que tenían alguna influencia en las causas reformista y conservadora habían acudido a saludar al nuevo concejal y a maniobrar para conseguir una posición. La Hermandad del Acero había proporcionado un pequeño ejército de hombres de armas para velar por la seguridad de la fiesta, cosa que Hawk y Fisher agradecían. Eso significaba que finalmente podían relajarse y tomar una copa con tranquilidad. Había sido un día muy largo.

Adamant y Dannielle estaban juntos, cogidos del brazo, sonriendo a todo el mundo. Parecían totalmente reconciliados, aunque cabía preguntarse si no sería sólo para transmitir una buena imagen. Personalmente, Hawk pensaba que lo conseguirían. No se le había escapado la forma en que Dannielle había protegido a Adamant con su propio cuerpo cuando Roxanne dirigió el ataque contra él. De no haber sido por la magia de Mortice, hubiera muerto allí, en plena calle, y ambos lo sabían. Hawk sonrió para sus adentros. Lo conseguirían.

Y hablando de Roxanne... Hawk paseó su mirada por la multitud. Allí estaba, sobresaliendo por encima de todos, con un brazo apoyado con naturalidad sobre los hombros de Medley. Todos mantenían una distancia considerable a su alrededor, pero al parecer sabía guardar las formas. Oficialmente, se suponía que Hawk debía arrestarla en cuanto la viera, pero no estaba de humor. Tanto Roxanne como Medley iban a abandonar Haven a primera hora de la mañana, y él se aseguraría de que así fuera. Si a sus superiores no les parecía bien, que se las arreglaran para enfrentarse a ella. Ya se encargaría él de enviar flores a sus funerales.

Miró a Fisher, de pie a su lado, absorta en sus propios pensamientos, y sonrió cariñosamente.

—Y bien, Isobel, ¿qué piensas de la democracia en acción ahora que la has visto de cerca?

Fisher se encogió de hombros.

—Se parece a cualquier otro sistema político. Mucha corrupción, mucho escándalo, y unos cuantos hombres honrados. Ya sé lo que quieres que te diga, Hawk. Quieres que me ponga como loca porque la Reforma ganó estas elecciones, pero mira a tu alrededor, los hombres importantes de ambos bandos están aquí reunidos y haciendo tratos.

—Sí, Isobel, pero la diferencia está en el contenido de los tratos que están haciendo los reformistas. Lo que ellos pactan es para bien de los demás, no para su propio beneficio.

Fisher rió y enlazó su brazo con el de Hawk.

—Puede ser. Mientras tanto, miremos la parte buena. Adamant sigue vivo, y nosotros también, y Haven terminó las elecciones sin que se desatara una guerra civil.

—Es cierto —dijo Hawk—. Bien mirado, no ha sido un mal día de trabajo.

Rieron y bebieron vino juntos. A su alrededor, el parloteo de los invitados llenaba la estancia mientras se iba decidiendo el futuro.

FIN