Cuando Ahmed, de doce años, hijo del jefe de una caravana se cae una noche de su camello, se encuentra solo y perdido entre las dunas desérticas y se echa a llorar. Las lágrimas de Ahmed caen y despiertan al antiguo dios Gonn-Benn-Alá, Guardián de los Fantasmas de Nombres Perdidos, que dormía bajo las arenas.
Resucitado por primera vez en decenas de miles de años, el majestuoso Gonn le cuenta al niño la historia que los ha unido, y le concede el don de volar. Juntos se elevan en el aire nocturno, y a través del tiempo y el espacio, Gonn muestra al fascinado Ahmed las maravillas del mundo —pasadas y presentes— y las penas del mundo. Con cada sorprendente revelación Ahmed encuentra un poco más de sabiduría y terminará por aceptar lo que la vida le ofrece.
Ray Bradbury
AHMED
y las
MÁQUINAS
del
OLVIDO
UNA FÁBULA
Ilustrado por
CHRIS LANE
Minotauro
Título original:
Ahmed and the Oblivion Machines
Traducción de Cristina Pagès Boune
Primera edición: febrero de 2001
© del texto Ray Bradbury, 1998
© de las ilustraciones Chris Lane, 1998
© Ediciones Minotauro, 2001
Rambla de Catalunya, 62.08007 Barcelona
Fax: 93 487 18 49
ISBN: 84 450 7309-5
Depósito legal: B. 173-2001
Impreso por HUROPE, S.L.
Lima 3 bis. 08030 Barcelona
Impreso en España
Printed in Spain
Con amor y gratitud
para Chris Lane,
cuyos dibujos
llenos de imaginación
para la película de
Tokyo Movie Shinsa,
EL PEQUEÑO NEMO EN EL PAÍS DE LOS SUEÑOS,
condujeron al nacimiento
del presente libro
ra la noche que seguía al día en que vieron a la gaviota en el cielo del desierto; Ahmed, el hijo de Ahmed, se cayó del camello y se perdió mientras la caravana avanzaba hacia el ocaso.
La gaviota había volado sobre la caravana al mediodía; llegaba de algún lugar, no iba a ninguna parte, regresando en círculos hacia una tierra invisible que —decían— era rica en hierba y agua y no conocía más que hierba y agua desde hacía nueve mil años.
Alzando los ojos, Ahmed preguntó:
—¿Qué busca ese pájaro? Aquí no hay ni agua ni hierba. ¿Adónde va?
El padre había contestado:
—Estaba perdida, pero ahora regresa al mar de donde vino.
La gaviota dio una última vuelta, chillando.
—Oh —susurró Ahmed—. ¿Volaremos nosotros algún día?
—En algún otro año, pero nadie sabe cuál —dijo el padre—. Ven. Has de caminar antes de montar y montar antes de volar. ¿Le crecerán alas a tu camello, de noche?
Y precisamente esa noche Ahmed miró el cielo y contó las estrellas hasta marearse de tanto contar. Luego, embriagado de luz, se tambaleó mientras respiraba el viento nocturno. Enloquecido de alegría por todo lo que veía en el cielo, tropezó y cayó y se hundió en las arenas refrescantes. Y así, sin que el padre o los animales de la caravana llegaran a darse cuenta, lo dejaron abandonado entre las dunas en las horas que siguen a la medianoche.
Cuando Ahmed subió nadando a través de la arena, sólo encontró las huellas de los grandes camellos; el viento se las llevó, y desaparecieron con un susurro.
Me muero, pensó Ahmed. ¿Qué he hecho para que me castiguen? Sólo tengo doce años y no recuerdo ninguno de los terribles crímenes que he cometido. ¿Fui malvado en otra vida, un diablo invisible y ahora descubierto?
En ese momento el pie de Ahmed tropezó con algo debajo de la arena.
Ahmed vaciló, y enseguida cayó de rodillas y hundió las manos en la arena, como si buscara plata oculta u oro soterrado.
Algo más que un tesoro apareció ante él mientras barría la arena para que el viento nocturno se la llevara.
Una cara extraña lo observó desde abajo, un bajorrelieve en bronce, el rostro de un hombre anónimo o de un mito enterrado, inmenso, haciendo muecas, magnífico y sereno.
—Oh, antiguo dios, como sea que te llames —susurró Ahmed—. Ayuda a este extraviado hijo de un buen padre, a este niño malvado que no pretendía hacer daño, pero que se dormía en la escuela, era lento en los recados, no rezaba de corazón, no escuchaba a su madre y no apreciaba mucho a su familia. Por todo esto, sé que debo sufrir. Pero, ¿aquí? ¿En medio del silencio, en el corazón del desierto, donde ni siquiera el viento sabe cómo me llamo? ¿He de morir tan joven? ¿Seré olvidado sin haber sido?
La cara de bronce del antiguo dios, lo miró airadamente, y la arena siseó sobre la boca vacía.
Ahmed le preguntó entonces:
—¿Qué oraciones he de decir, qué sacrificios he de hacer para que tú, anciano, calientes tus ojos y veas, y tus oídos y escuches, y tu boca y hables?
El antiguo dios sólo habló de la noche, el tiempo y el viento, en sílabas que Ahmed no entendió.
De modo que se echó a llorar.
No todos los hombres tienen la misma risa, ni todas las mujeres se mueven del mismo modo, ni todos los niños lloran igual. Es un idioma que los antiguos dioses conocen, pues las lágrimas que caen vienen del alma, salen por los ojos y caen en la tierra.
Y las lágrimas de Ahmed llovieron sobre la cara de bronce del antiguo espíritu, y lavaron los párpados cerrados, que se estremecieron.
Ahmed no lo vio, y continuó llorando, y la llovizna de lágrimas tocó las orejas apenas visibles del dios enterrado, que se abrieron y oyeron la noche y el viento y los sollozos y... ¡las orejas se movieron!
Pero Ahmed no lo vio y sus últimas lágrimas regaron la boca del dios, ungiendo la lengua de bronce. Y al fin lavaron toda la cara, que se sacudió y soltó una carcajada tan poderosa que Ahmed se echó hada atrás agitando los brazos y gritó:
—¡Qué!
—Efectivamente, ¿qué? —dijo la boca abierta del dios.
—¿Quién eres?
—Compañía en la noche del desierto, amigo del silencio y del ocaso, heredero del amanecer —dijo la boca fría. Pero los ojos miraban con afecto a Ahmed, tan joven y tan asustado—. Niño, ¿tu nombre?
—Ahmed de las caravanas.
—¿Y yo? ¿Te cuento mi vida? —preguntó la cara de bronce que lo observaba desde la arena a la luz de la luna.
—¡Ay, sí!
—Soy Gonn-Ben-Alá. Gonn el Magnífico, Guardián de los Fantasmas de Nombres Perdidos.
—¿Pueden los nombres ser como fantasmas y llegar a perderse? —Ahmed se secó las lágrimas y se inclinó hacia adelante.— Gran Gonn, ¿cuánto tiempo llevas aquí enterrado?
—Oye —susurró la boca de bronce—. He asistido a mi propio funeral diez mil veces la edad que tienes ahora.
—No sé contar tan arriba.
—Ni falta que te hace —respondió Gonn-Ben-Alá—. Porque he sido encontrado. Tus lágrimas hacen que mis ojos vean, mis oídos oigan y mi boca hable, mucho antes del saqueo de Roma o la muerte de César, de vuelta en las cavernas, los leones y la falta de fuego. ¡Escucha! ¿Estarías dispuesto a salvar más de mí y salvarte todo tú?
—¡Sí!
—¡Entonces, basta de lágrimas! ¡No más llanto! Barre con tu túnica la arena de mis extremidades. Levanta a Gonn el Magnífico hasta las estrellas. Alza mis huesos funerarios y vístelos con tu aliento, ¡para que, mucho antes del amanecer, el gran Gonn renazca de tus suspiros y de tus gritos y oraciones! ¡Empieza ya!
Ahmed se incorporó, suspiró, rezó y gritó de alegría, y barrió con la túnica y resucitó a este amigo reciente, un amigo tan enorme que los ejes de las estrellas se sacudieron, estremeciendo las ardientes rotaciones.
Y lo que el aliento de Ahmed no movió, sus pies descalzos lo esparcieron en el viento hasta liberar el enorme torso de bronce. Y luego los brazos serpentinos, los puños contundentes, las piernas y los pies inverosímiles, hasta que el antiguo dios se desnudó quitándose las viejas dunas y yació bajo la mirada ardiente de Aldebarán, Orión y Alfa Centauro. La luz de la luna concluyó la revelación justo cuando el aliento de Ahmed, una auténtica fuente, ya se extinguía.
—¡Soy! —gritó Gonn-Ben-Alá.
Y permaneció tendido; medía tres hombres de ancho, doce hombres de alto; el torso era un monumento, los brazos dos obeliscos, las piernas cenotafios, y el rostro, en parte noble, en parte dios sol Ra, ingenio árabe en los ojos incandescentes y una tormentosa voz de Alá en la boca cavernosa.
—¡Soy! —exclamó Gonn-Ben-Alá.
—Oh, seguro que fuiste un gran dios —dijo Ahmed.
—Caminaba por la tierra y daba sombra a los continentes. ¡Ahora, ayúdame a levantarme! Pronuncia mis jeroglíficos. Mira las huellas de las aves que de solsticio en solsticio dejaban en mi barro unas huellas de garras con oraciones en código, ¡lee y habla!
Y Ahmed habló a la arena:
—Ahora, Gonn de antaño, sé joven otra vez. Levántate. Extremidades calientes, sangre caliente, corazón caliente, alma caliente, aliento caliente. Levántate, Gonn, ¡arriba! ¡Sal de la muerte!
El gran Gonn se movió y removió. Soltando un estruendoso grito se incorporó, alcanzó el cielo, se meció por encima de Ahmed con las extremidades profundamente enterradas como pilones arquitectónicos en una marejada de arena. Liberado, se rió; estaba tan contento que no podía entenderlo o explicarlo.
—Hay un motivo, niño, por el que miraste las estrellas y caíste para marcar el polvo y despertarme. Te he esperado una eternidad, a ti, el vigilante de los cielos, el heredero del sueño, el que vuela sin volar.
Y Gonn-Ben-Alá movió los brazos y tocó los horizontes.
—El sueño nunca se perdió. Oh, las nubes, han dicho los hombres. Oh, las estrellas y el viento que no mueve estrellas sino nubes. Oh, las tormentas que recorren la Tierra y buscan nuestro aliento. Oh, los relámpagos que quisiéramos pedir prestados y los precipitados huracanes. ¡Con qué celosa desesperación nos acostamos por la noche, enfurecidos porque no sabemos cómo volar!
»Así que tú, niño, eres el vigilante de las tormentas.
Y Gonn tocó la frente de Ahmed.
—Guíame con tus sueños, que ahora has de recordar.
—¿Cómo puedo recordar lo que no es?
Ahmed se tocó los ojos, los labios y las orejas.
—Da un paso, camina, corre. Luego, salta, brinca, vuela...
Y, mientras observaban, una gran oscuridad se levantó de ese Norte del que viene todo el frío, y de ese Oeste que se traga el sol y de ese Este que sigue la muerte del sol y oscurece el cielo. Hubo tempestades y huracanes en las nubes y tormentas de relámpagos en las alturas y un sonido de interminables entierros que se lamentaban precipitándose por los confines del mundo. La gran oscuridad se alzó sobre Ahmed y Gonn-Benn-Alá.
—¿Qué es eso? —gritó Ahmed.
—Eso es el Enemigo.
—¿Existe algo así?
—La mitad de todo es el Enemigo —explicó Gonn—. Así como la mitad de todo es el Salvador, la brillante memoria del mediodía.
—¿Y cómo se llama ese Enemigo?
—Vaya, muchacho, se llama Tiempo, y otra vez Tiempo.
—Pero, oh, poderoso Gonn, ¿tiene forma el Tiempo? No sabía que el Tiempo se podía ver.
—En cuanto ocurre, sí. El Tiempo tiene formas y sombras visibles. Eso, en el confín del mundo, es el Tiempo que será. Un recuerdo del futuro, de las cosas que se borrarán y destruirán si no luchas contra él, si no le das forma con tu alma, si no le das sonido con tu voz. Pero si lo consigues, el Tiempo se convierte en compañero de la luz y ya no es enemigo de los sueños.
—Es tan grande que me asusta.
—Sí —dijo Gonn—, pues siempre estamos luchando contra el Tiempo, el Tiempo y el modo en que el viento sopla, el Tiempo y el modo en que el mar se mueve y cubre, oculta, borra, erosiona, y cambia. Luchamos para nacer o no nacer. El No Nacido está siempre presente. Si somos capaces de alimentarlo con nuestras almas, darle la bienvenida entre los vivos, ya no será un tiempo oscuro. Te necesito para eso, muchacho, pues la juventud es una fuerza, como tu inocencia.
»Cuando yo fracase, tú has de ganar.
»Cuando yo flaquee, tú has de correr.
»Cuando yo duerma, tú has de clavar los ojos en las estrellas. En el amanecer, las estrellas habrán abandonado las rutas celestes, los caminos reales sutiles como alientos impresos en el aire oscuro. ¡Antes de que el amanecer lo borre, has de imprimirlo en tu mente para que te enseñe el camino!
—¿Puedo hacer eso?
—¿Y ganarte un mundo y cambiar el destino de los hombres en nubes y vuelos? ¡Sí! Si vuelas muy alto el Tiempo no te soltará, pero podrás medirlo y manejarlo y acabarás siendo el guardián del Tiempo.
—Pero... ¡nunca he volado!
—Hubo un tiempo en que nunca habías vivido. ¿Te habrías quedado para siempre en el vientre de tu madre?
—¡Ah, no!
—Pues, entonces, antes de que el Tiempo nos entierre, escúchame...
Gonn tendió los brazos al cielo.
—Soy el dios de todos los cielos y el aire y los vientos que hayan soplado en la Tierra desde el principio del Tiempo, y de todos los sueños que soñaban los hombres de noche cuando querían volar pero no tenían alas. ¡Sí! Convocaré un fantasmagórico barco de aire que surcará el Tiempo, ¡el Tiempo que irá delante de ti y te alegrará el corazón! Ahora, pues, atento, ¡mira para ver!
En ese instante, Gonn se alzó en un torbellino, y la nariz atravesó las nubes y agrietó el cielo:
—Que las máquinas cometas se levanten, que las tormentas del Tiempo se desencadenen y convoquen a los fantasmas. Escuchadme, vosotros, vientos del Norte que maldecís las tierras, vendavales que venís del Sur para encender el verano en todo el mundo. ¡Escuchadme, vientos del Este y del Oeste, frágiles esqueletos de máquinas imposibles! ¡Escuchad!
Entonces Gonn el Magnífico gesticuló, como un arpista.
—¡Ahmed, que conoces el futuro pero no sabes que lo conoces!, ¡corre, salta, vuela!
Y Ahmed corrió, saltó y...
—¡Estoy volando! —jadeó.
—¡Así es! —Gonn movió los dedos, manejó los hilos de este títere.— Pero si nos vamos al Norte nos perderemos lo que hay en el Sur. Si vamos al Oeste despreciaremos los misterios del Este. Sólo si volamos en todas direcciones, encontraremos lo que buscamos. Alas, muchacho, ¡alas!
Ahmed dio vueltas en el aire, enloquecido y alarmado.
—Pero si echamos a volar en todas direcciones, ¿cómo llegaremos a algún sitio? ¿No hay mapas?
—Sólo los que tienes escritos en la sangre.
—¡Pero...! —gritó Ahmed—. ¡Oh!, Dios de las confusiones, ¿adonde vamos?
—¡Al ayermañana!
—¿El ayermañana?
—¡Lo que fue y lo que será! Encerrados en tu corazón, recuerdos del tiempo perdido. Fantasmas enterrados en el pasado. Fantasmas enterrados para despertarlos en el futuro.
—¿En qué año? —gritó Ahmed, volando patas arriba.
—Cualquier año. No hay años. Los hombres inventaron los nombres de los años para no perder el rumbo. No preguntes el año.
—Entonces, ¿qué día y a qué hora? —Ahmed sintió que las palabras le salían de la boca.
—Los relojes son máquinas que pretenden medir el Tiempo. No hay más que la salida y la puesta del sol. No hay semanas, ni meses, ni tampoco horas. Di sólo que nos movemos en el espacio.
—¿Hacia lo que antaño fue? ¿Hacia lo que algún día será?
—Chico listo. En realidad, el Tiempo no es más que eso. El pasado, tratamos de recordarlo, y el futuro ¡es también imposible e invisible!
—Pero ¿entonces estamos moviéndonos en ambas direcciones?
—Ciertamente, ese es nuestro movimiento. ¡Mira!
Y Ahmed miró hacia abajo y vio:
Un vasto mar de arena que se extendía en costas y costas, plegándose en oleajes, cayendo y tendiéndose en blancos sucesivos, estratos de piedras, rocas y cantos rodados que habían pasado por el granero del mar millones de años atrás antes de que el mar se retirara dejando este desierto interminable y hombres que plantan tiendas y conducen camellos y levantan muros. Pero ahora todo era quietud, un gran manto de dunas silenciosas en las que, aquí y allí, asomaban bancos de arena, como si debajo de la superficie se escondieran las extremidades y los torsos de unos dioses enterrados. Y acá y allá, apenas visible, la cara cubierta, enmascarada, de un antiguo adorador de las estrellas giratorias, del viento que pasaba y de los años imperceptibles que se movían como el velo de una tormenta de arena; aquí, una nariz a punto de irrumpir, una barbilla a punto de temblar, una boca a punto de hablar, aunque ahogada por el polvo. Y allá, debajo de otra duna, una frente plana, un entrecejo perdido en el pasado, trastornado por el silencio.
—¡Oh! —jadeó Ahmed sacudiendo los brazos, muy asustado, tratando de nadar en el aire—. ¿Qué está enterrado aquí? ¿Una ciudad muerta hace tiempo o una ciudad que aún no ha nacido, que espera nacer?
—¡Ambas!
—¿Cómo es posible? —Ahmed descendió, y enseguida subió, exclamando:— ¿Cómo?
—Una es un recuerdo perdido, la segunda se recuerda después, más allá del mañana. A esto lo llamamos «soñar». El recuerdo reconstruye el pasado. La imaginación construye el futuro. Una ciudad encaja dentro de la otra. La vida está en la muerte. Nuestros futuros se levantan de la tumba. Dos ciudades. Una irreal porque ha desaparecido, la otra irreal porque yace en una tumba, entre las orejas de la criatura que duerme. El pasado existe porque antes fue real. Observa esta escena fantasmagórica. El futuro existe porque necesitamos que sea real. Dime, ¿qué se ha perdido, qué queda todavía por descubrir? ¿Qué ha quedado atrás, qué hay mucho más adelante? ¿Acaso no son gemelos? ¿Acaso el futuro no es un espejo que refleja el pasado, que se desespera por nacer? Calla. Observa, ¡Luego habla!
Ahmed flotó y observó, observó y parpadeó, escudriñó ese desierto iluminado por un amanecer de hacía mil años o por un atardecer en un calendario que aún no estaba impreso. Y entonces dijo:
—Siento... muchos hombres y también muchas mujeres, perdidos todos debajo de la arena; van y vienen con hijos e hijas. Siento grandes piedras. ¿Es esto un cementerio, entonces, con catacumbas y tumbas a lo largo de este mar seco? ¡Catacumbas, tumbas, momias, muerte! —gritó Ahmed, envuelto en hielo, hundiéndose en vendavales fríos—. ¡Muerte!
—¡No! —gritó Gonn y alargó el brazo hacia el muchacho—. Son sótanos. Sótanos de bibliotecas que se han de llenar de pensamientos, fantasías, ¡futuros imposibles traídos a la vida!
—¡Muerte! —gritó Ahmed y luego miró hacia los lejanos países de arena donde unos animales intocables se alejaban más y más—. ¡Padre! —chilló.
—No llames a los padres. Llámate a ti mismo si buscas la salvación.
—¡Muerte!
Y con un triste sollozo Ahmed se precipitó hacia la arena.
Y mientras caía, veloz, disminuido, exhalado, pinchado como un vasto globo aéreo, también Gonn cayó, gimiendo, entre las dunas. Como un meteoro gigante, atravesó la tierra y desapareció dejando sólo un cráter de polvo; pero Ahmed no se hundió en el polvo; aterrizó con las piernas abiertas, aturdido, y se puso de pie bajo un cielo vacío y una vacía procesión de dunas a la luz de la luna.
—¡Gonn! —dijo.
No hubo respuesta.
—¡Gonn! —baló.
Silencio.
Una diminuta succión en la arena, un murmullo en la oreja de Ahmed.
—¿Ves —preguntó un suspiro hueco— ... lo... —continuó la voz perdida— que... —La arena volvió a hundirse en un embudo.— ... has hecho? —La voz era ahora aún más débil.— Me muero. Me... has... matado.
—¡No! —Ahmed arañó el agujero que se cerraba cada vez más en la arena.— ¡Regresa, Gonn, te necesito!
—No... —llegó la voz subterránea—, a mí no...
Ahmed cavó con frenesí, buscó a tientas y sólo encontró arena y aire.
—Gonn. ¿Dónde estás? Ven.
—Tu padre me sujeta como un lastre.
—No puede. ¡No debe!
—Es tu pasado. Tú debes ser tu futuro. Descártalo. ¡Quítamelo de las extremidades, del corazón, de la cabeza!
—¿¿¡¡Cómo, cómo!!?? —Ahmed cavó más hondo, hacia la nada y más nada.
—Aparta los ojos. No mires el horizonte con sangre en el corazón ni a los animales que estén atados a la tierra. Baila sobre mi tumba.
—¿Qué?
—Baila. Basta de lágrimas. De lo contrario, además de inundarme me llevarás al matadero. Casi he desaparecido. Baila.
Y Ahmed se secó los ojos y no miró hacia el horizonte, donde vivía ese padre que él debía olvidar, y bailó.
Y debajo de la duna fría, mucho después de medianoche, sintió un movimiento, una poderosa conmoción, como si el corazón de un dios hubiera empezado a latir.
Y Ahmed bailó más.
—Canta... —ordenó el poderoso susurro.
Y Ahmed no sólo bailó para alejar el polvo; cantó también, como desde el más alto de los minaretes de un gran país, y el corazón oculto creció y latió reanimándose.
Y si Ahmed alzaba los ojos un instante y escudriñaba la tierra, dispuesto a llamar a los suyos, el latido del gigantesco corazón se atenuaba y la arena parecía congelarse, de modo que Ahmed se miró los pies que se movían, saltaban y aporreaban el corazón oculto, mientras él vociferaba palabras de amor tratando de exhumar, reanimar, prolongar, levantar.
—¡Sí! —exclamó el poderoso susurro, la voz enterrada—. Ah, sí, hijo de mi corazón y de mi alma, que baila para despertar el fuego, que no conoce los límites del cielo y de la tierra. Baila, canta, baila, ¡Así, así!
Y con esta última explosión, las arenas se abrieron, y como una montaña, una tempestad, un cohete de celebración, Gonn volvió a nacer, se elevó en el aire, y se llevó a Ahmed consigo.
Entre las nubes ambos rieron y las lágrimas de Ahmed eran lágrimas de alivio y de júbilo mientras Gonn le arrojaba preguntas.
—¿Existe la caravana?
—No —dijo Ahmed.
—¿La ves en algún sitio?
—No —replicó Ahmed.
—¿Y los hombres de ese largo recorrido?
—Se han marchado —respondió Ahmed.
—¿Y con ellos el padre de alguien?
—Y con ellos ese padre.
—¿Lo que significa que este presente no te cerrará el futuro? Bien —dijo la gran boca en esa gran cabeza en ese gran cuerpo—. ¡Mira más! Sé un auténtico sepulturero. Deja que tu alma instruya a tu corazón, deja que tu corazón hable a tu lengua. Suelta el aliento. Celebra. ¡Grita!
Ahmed aspiró el aire de las alturas, transparente como el agua.
—¡Suéltalo! —ordenó la gigantesca boca, casi devorándolo.
Ahmed exhaló todo ese increíble aire.
Abajo, el seco mar se estremecía y las dunas caían en oleadas sobre otras dunas.
—¡Otra vez!
Ahmed soltó el aliento.
Y la arena se elevó, como un enjambre de langostas.
Y lo que había debajo se reveló.
—Gran Gonn —preguntó Ahmed, asustado, deleitado—, ¿yo he hecho esto?
—Todo esto ha hecho Ahmed.
Abajo había no ciudades enterradas, piedra sobre piedra, sino acantilados de mármol con los que algún día se construirían las ciudades, y encima de los acantilados había sangre, huesos y criaturas con patas palmeadas que se lanzaban y volaban como cometas, como guadañas que hendían el aire; reptiles de untuosa y desagradable sonrisa.
—¡Qué terribles! —Ahmed se encogió y levantó las manos intentando protegerse la cara.— ¿Cómo están aquí?
—Bueno, nacieron en una pesadilla del Dios Único.
—¿Cómo se llaman?
—No los nombres. Fueron criaturas anónimas durante un millón de generaciones animales, hasta que les dieron nombre en las paredes de los museos. Pero estas huesudas cometas se cerraron como abanicos mucho antes que tú despertaras en el vientre de tu madre. Las huellas de esas sonrisas aladas están impresas en piedra debajo de los acantilados. Ningún mono, ningún hombre las vió volar. Sólo quedan esas sonrisas jeroglíficas. ¡Rápido!
Gonn y Ahmed huyeron hacia arriba en una nocturna explosión de murciélagos que se precipitaban fuera de las cuevas para alimentarse con vientos de langostas, mariposas nocturnas y mosquitos.
Y el cielo se vació, y los árboles se elevaron y unas ardillas con alas de murciélago juguetearon en el claro de luna.
—Vuelos —susurró Gonn—, y más vuelos. Viajes en las alturas que volvieron a los hombres locos de envidia, cuando el hombre apareció por fin. Vuelos.
—Vuelos —dijo Ahmed.
Y entonces el poderoso amigo de Ahmed soltó el aliento, y el chico lo imitó, y la arena se amontonó en una costa tan vasta como el cielo eterno, revelando calles y ciudades y gentes inmóviles como estatuas, mientras el mar seco se desvanecía. Todos miraban hacia las rocas donde antes volaran las pavorosas cometas; pero ahora, cuando el sol se levantaba en medio de la oscuridad, un hombre y su hijo se asomaron al borde del acantilado, vestidos con plumas doradas encastradas en cera colorida.
—¡Más alto! —gritó Ahmed—. ¡Tengo que ver!
Y Gonn-Ben-Alá voló más alto, en espirales, y vieron al hombre y al hijo que saltaban desde las rocas, desplegando unas alas doradas, y el hijo subió más y más, y el anciano, asustado, le gritó que descendiera. Pero el sol del mediodía prendió fuego a las alas del muchacho, y la cera se derritió hasta convertirse en lágrimas doradas que le goteaban desde la muñeca, el codo y el brazo. De pronto cayó del cielo como una piedra.
—¡Atrápalo! —exclamó Ahmed.
—No puedo.
—Eres un dios, que puede hacer cualquier cosa.
—Y él es un mortal que debe intentarlo todo.
El muchacho de alas doradas golpeó la superficie del mar y se hundió en círculos brillantes, y el mar calló mientras el sol moría y la luna regresaba.
—¡Qué terrible! —exclamó Ahmed.
—¡Oh, que valiente! —dijo Gonn.
Volaron en círculos para ver al padre que lloraba por encima de la silenciosa marea.
—¿De veras ha ocurrido esto? —preguntó Ahmed—. Me parece que sí.
—Entonces seguro que sí.
—¿Aunque las alas se derritieran y él cayera al mar?
—Aún así. Nunca fracasas si no lo intentas. No intentarlo es la mayor de las muertes.
—Pero, ¿qué significa?
—Significa —dijo Gonn-Ben-Alá— que has de arrojar unas plumas al viento, hacia todos los puntos de la brújula del corazón, y adivinar a dónde irán. ¡Significa que debes saltar desde los acantilados y fabricarte unas alas mientras desciendes!
—¿Y caer? ¿Sin miedo?
—Miedo sí, pero con un coraje que supere el miedo.
—Eso es enorme para un niño.
—Tienes que crecer junto con esa enormidad. Deja que se abra para dejar salir... oh, la mariposa. ¡Rápido!
Y dejaron que el viento los transportara por encima de la tierra y observaron:
Una nave aérea de cardos, polen y capullos de algodón, una nave tan ligera que temblaría con el aliento de un niño. Los mástiles y los palos eran unos juncos doblados por el peso de unos dientes de león espectrales. Las velas eran de tela de araña y bruma de pantano, y el capitán una ingrávida momia de plantas de tabaco y hojas otoñales que crujían levemente mientras, encima de él, el viento tormentoso combaba y empujaba las velas. Media hectárea de nave con una carga de unos pocos gramos. De pronto Ahmed estornudó y la nave se desvaneció en una nube de copos.
Y otra vez volaron con el viento y encontraron:
Un globo maduro como un melocotón y alto como diez acróbatas; una corriente de aire cálido le llegaba desde una cesta colgada debajo de la boca entreabierta, y el globo inhalaba la llama y ascendía con los cuatro pasajeros: un gallo, un perro que ladraba a la luna y dos hombres que saludaban a un mar de gente, abajo.
Y una mujer que llevaba un vestido extraño y una toca, reía entre las nubes hasta que el globo se incendió y cayó con un chillido.
—¡No! —gritó Ahmed.
—Nunca rechaces lo que ves. ¡La gente cae sólo para volver a levantarse! —susurró el gran Dios del Tiempo y de las Tormentas—. ¡Abre los ojos!
Ahmed parpadeó y vio la curva de la tierra: una cometa subía allí hacia una corriente de nubes. En un gran marco de bambú con serpentinas plateadas, como una araña atrapada en su propia tela brillante, un hombre luchaba manejando la cometa. Sorteando la marea de los vientos, ascendía como un enloquecido punto de exclamación.
—Estoy volando —gritó—, ¡estoy volando!
Y conoció el júbilo de encontrarse muy por encima de un mundo nocturno.
Pero al oír la risa de quien había conquistado montañas de nubes y tormentas, cien hombres rezongaron en sueños y gritaron confusamente negando esta elevada trayectoria. De espaldas a aquella verdad ascendente, la borraban cerrando los ojos con firmeza. Con pistolas vacías y mentes vacías disparaban al cielo.
Justo en este momento una llovizna de flechas —con el símbolo del emperador chino grabado en cada una— se alzó y traspasó el triunfo de papel y seda. Los dardos alcanzaron al hombre volador y lo clavaron a una nube; el último grito se transformó de «vuelo, vuelo» en «muero... muero», antes de precipitarse, como si un rayo le hubiera desgarrado las sedas. El lugar que ocupaba antes ya sólo era aire y vacío.
Se desvaneció de pronto, como si nunca hubiera existido. Alcanzado por los disparos de unos hombres que lo rechazaban, destruido por dudas y envidias, el volador ya no estaba contento, había soltado las alas de aves recordadas y había caído.
Y, de repente, clavado al cielo, el propio Ahmed tembló como un juguete de papel.
Gonn-Ben-Alá le dijo:
—¿No tienes palabras?
—Ninguna palabra para lo que he visto —se lamentó el muchacho—. ¡Oh, dios poderoso, como desearía llegar a ver un momento a mi padre y mi camello!
—Paciencia. Has de ser fuerte sin esa medicina y, así, sobrevivir para que yo nazca...
Ahmed estaba asombrado.
—¡Pero si ya has nacido! Te hablo. Eres real.
—Sólo soy la promesa de lo real, la posibilidad de un nacimiento.
—¡Pero yo hablo y tú contestas!
—¿Acaso no hablas en sueños?
—Sí, pero...
—Pues bien, sin ti, yo nunca naceré del todo. Sin mí, tú serás un muerto ambulante. ¿Tienes fuerzas para parir a un dios?
—Si los dioses pueden nacer de los niños, entonces sí. ¿Y ahora? —Ahmed contempló la inmensa cara de bronce de la divinidad medio soñada.— ¿Qué?
—¡Esto! —exclamó Gonn-Ben-Alá.
Y abajo, a lo largo del interminable horizonte de arena muerta, un volcán de edificios entró en erupción.
—¿Qué es eso? —se preguntó Ahmed.
—Hombres que volaron en piedra, mármol y barro, que soñaron con alas pero se contentaron con arcos y vigas, palacios y pirámides, cada vez más poderosos, destinados a volar sin moverse, y caer convertidos en polvo. Como no pudieron elevarse, subir libremente, eligieron el camino más bajo, que dio alas a los corazones y empujó la sangre hacia el cielo con ese extraño sonido que viene de la alegría, y se rieron viendo los edificios, abriendo al aire las ventanas.
»Pero no era un verdadero vuelo, pues tenían los pies atrapados en el barro. Aun en esas torres, que invitaban a volar, la esperanza murió y los hombres se retiraron al mundo de los sueños.
»Así pues, observa una pirámide aquí, una Gran Muralla más allá. Perchas que permitían a los hombres dar un salto y morir, esperando tener un par de alas.
Y los vientos soplaron y la arena recuperó las ciudades, y Ahmed y Gonn continuaron navegando.
Y vieron hombres que tenían alfombras y las echaban al aire y gritaban:
—¡Sube!
Pero las alfombras se doblaron y cayeron.
Y vieron a un coleccionista de mariposas que cosía un millar de alas pequeñas y brillantes, en un florecimiento aéreo y primaveral y cuando el hombre saltó desde el tejado, explotó con un primer grito de júbilo y un último grito de silencio.
Y vieron mil paraguas que caían mientras la gravedad de la Tierra aplastaba en la hierba del verano a un niño enloquecido.
Y también vieron otras máquinas, ventiladores y molinetes con aleteos de colibrí, disueltas en un mar indiferente, antes de la lluvia.
—¡Veo! —exclamó Ahmed.
—Ve más. ¡De todo lo que has visto esta noche llama ahora a esos juguetes abandonados! Llena el cielo y luego grábate esas sombras en la mente, para no perderlas nunca más. ¡Ahora!
—¡Sí! —Ahmed se volvió y gritó:— ¡Todos vosotros, fantasmas de la Eternidad, levantaos! ¿Quién lo dice?
—Ahmed —susurró Gonn.
—Ahmed —repitió el niño.
—De las Máquinas del Olvido —dijo Gonn.
Ahmed vaciló un momento y repitió:
—De las Máquinas del Olvido.
Y donde antes había cien, ahora diez mil formas de abejas, libélulas y reptiles iluminaron brevemente la luna. Y en todas partes se oyó un estruendo por encima del estruendo de los ríos, luego Amazonas, luego poderosos océanos de alas.
Y Ahmed aplaudió y los cielos se convirtieron en aplausos atronadores, un tamborileo clamoroso que partía los huesos: erupciones de niños y hombres, tejiendo esqueletos entre las nubes.
—¡Silencio! —ordenó Ahmed que observando la boca silenciosa de Gonn, había adivinado lo que debía gritar—. ¡Quietos!
Y los truenos murieron y los fantasmas vistos a medias, adivinados a medias, se transfiguraron en una luna medio vista y un sol apenas vislumbrado.
—Ahora —susurró Gonn—. En todas las camas y en todas las habitaciones del mundo.
—En todas las camas —recitó Ahmed—. En todas las camas y en todas las habitaciones del mundo, ¡asomaos a las ventanas y mirad lo que tenéis que ver!
Y abajo aparecieron ciudades y pueblos de soñadores dormidos.
—¡Despertad! —gritó Ahmed con la voz de Gonn—. Despertad mientras el cielo está lleno de formas. ¡Mirad! ¡Descubrid!
—Dioses, oh dioses compañeros —gritó de pronto Gonn con el aliento entrecortado y se tocó la garganta, el pecho, se palpó los brazos, las muñecas, los codos—. Caigo, oh dioses hermanos, me tambaleo, ¡voy a caer!
Y el gran Gonn trató de aferrarse al viento, sacudió los brazos, golpeó las nubes con un frenético movimiento de piernas, y miró allá abajo, las ciudades dormidas.
—Me han enterrado, me han matado mil veces para meterme al fin en mil tumbas anónimas.
—¿Quiénes? —preguntó Ahmed.
—Los soñadores que no sueñan, los soñadores que no hacen nada. Los que dudan y matan los sueños. Los muertos vivientes que ven cielos sin pájaros, mares sin barcos y caminos sin caballos, sin un solo carruaje, sin una rueda. Los que se acuestan temprano y se levantan tarde y duermen al mediodía y comen higos y beben vino y adoran la vida de la carne. ¡Ellos, oh, ellos, ellos, ellos!
Ahmed miró hacia abajo, parpadeando, intentando descubrir lo que Gonn describía.
—¡Pero no hacen nada! Todos duermen.
—Ese silencio me tapa los oídos.
—¡Roncan!
—Aspiran aire y no lo sueltan. Lo toman sin dar nada. ¡Me están matando!
Entonces, Ahmed vio la causa.
Las ciudades dormían y el polvo sepultaba a los dormidos, que eran como polvo, y el sueño moría con ellos, los huesos de sueños sin carne, sin hombres que los condujeran, sin pilotos que los estabilizaran y guiaran, sin carne para los huesos de las Máquinas del Olvido. Eran cometas fantasmales, ruinas en el cielo, destinadas a desmenuzarse y caer como nieve en tumbas de dinosaurios y cementerios de elefantes.
Ningún hombre se movía.
—¿Cómo pueden hacerte daño, Gonn? Ni siquiera se mueven.
—Juegan a las estatuas ¡y quieren convertirme en estatua!
—¡Ni siquiera saben que existes!
—¡Cierto! Y eso me rebaja aún más. Mira, pierdo sustancia, carne y peso. La incredulidad me derrite.
Y, comprobó Ahmed, esto también era cierto.
El gran Gonn, como si ardiera en una esclusa de llamas invisibles sacudía brazos y piernas, cada vez más pequeños, reduciéndolos a huesos y médula. En el sitio que antes ocupara el pecho, asomaron unas costillas. El mentón se le afiló como una espada, y la nariz como una navaja de afeitar; los labios se abrieron en una sonrisa pálida sobre una dentadura de calavera.
—¡Oh, gran Gonn, detente! —le suplicó Ahmed.
—Soy un dios de cementerio. Lo único que podría ayudarme sería la carne y la sangre de alguien vivo, y un sueño humano. Yo, una ballena, soy ahora una carpa y un pez diminuto. ¿Quién me salvará?
—¡Gonn, oh, Gonn! —El niño se retorció, se esforzó en encontrar las palabras:— ¡Yo!
—¡¿Tú?! —gritó Gonn—. ¿Has aprendido bien la primera lección?
—¡Sí! —chilló Ahmed.
El rostro de Gonn se cubrió entonces de fuegos rosados y carmesíes, y los huesos, las costillas volvieron a hundirse bajo una piel remozada.
—¡Cómo te atreves!
—¡Porque soy el único despierto! ¿Ves a alguien más? Estoy aquí arriba, Gonn, ¡pero ellos no saben que yo también estoy aquí! ¡Oh, reviéntalos, Gonn, quema a esos bobos!
Y Gonn recuperó peso. Unos labios cubrieron los dientes de la calavera. Los ojos hundidos florecieron con párpados abultados.
—¿Querrías ser un dios, entonces, como Gonn, olvidado y tal vez muerto antes de tiempo?
—¿Por qué no?
—Niño valiente.
—No, sólo loco.
—¡La locura es coraje! Tu locura es un aliento, engórdame.
El niño tomó la mano de Gonn. Gonn, ahora globo, ascendió.
Ahmed se miró la mano, apretada en el puño de este dios enfermo ya curado.
—¡Funciona!
—¡Así es! —Gonn se rió.— ¡La oración levanta en el aire una sólida fortaleza!
—¡Yo nunca rezo!
—¡Sí que rezas! ¡Quién habla del mañana, reza!
Ahmed escudriñó las dunas sombrías y las ruinas que asomaban en la arena.
—Enséñame más, Gonn. Cómo volar más alto, más tiempo, más rápido para que entonces...
—¿Para que entonces...?
—Pueda volar sobre estas ruinas y estas ciudades y gritar.
—¿Y despertar a los muertos?
—Seguro que algunos llegarán a oírme, ¿no? Algunos despertarán, ¿no es así? Si no dejo de gritar.
—¿Una vida gritando? ¿Para decirles qué?
—Mirad. Qué alto. ¡Qué grande! ¡Qué júbilo! ¡Vosotros también!
—Las canciones más sencillas son las mejores. Acabas de cantar una. Así que ahora eres Gonn el insignificante a punto de convertirte en hijo de Gonn, en un dios poderoso.
—¡Sólo quiero que el mundo sea poderoso!
—Desinterés; eso te gana mil años más de Paraíso.
—¡No, Paraíso no! Sólo pretendo que las gentes se apeen de la cama. Y quiero estar contigo, Gonn, ¡para siempre!
—¡No! Pues ahora que tiene un hijo, Gonn ha de compartir el Tiempo. Llévame al lugar donde me despertaste con tu llanto. Entiérrame. Esta vez con lágrimas de alegría.
—¡Ay, Gonn, no estés muerto!
—Ah —el dios rió—, no moriré. En el momento en que naciste, niño, ¿acaso no sabías que tenías mi símbolo impreso en la frente?
—¿Aquí? —Ahmed se tocó la frente.
—La huella de mi inmenso pulgar, oculta en el laberinto de tu ser secreto. ¿Qué puede ocurrir? Si actúas, esa huella será toda tu vida futura, tu sueño, tus hazañas. Pero en el momento de nacer, la gran huella se desvaneció, se hundió en tu frente y allí quedó escondida, invisible...
—¿A menos que...?
—Que la busques todos los días de tu vida, en espejos en que beberás hasta saciarte y encontrar lo que realmente eres, una criatura nacida en esta Tierra para llegar a ser...
—¿Que ocurrirá si no encuentro la huella de tu pulgar?
—Lo único que necesitas es mirar cada día y encontrarás una línea, y de noche, otra; hasta que, ya del todo crecido, te mires en el espejo y la veas, toda. ¿Tienes la frente bastante ancha? ¿Hay sitio en ese cráneo para mi cuerpo, mis brazos, mis piernas, mi cabeza y mi clamorosa boca? ¿Permitirás que me esconda?
—¡Ay, Gonn! —el niño rió—. Eres bienvenido.
—Entonces, escóndeme para que pueda vivir, hijo, detrás de tus ojos. Rápido, unas últimas lecciones. ¡Vamos!
Y, tomados de la mano, atravesaron nubes y cielos; Gonn arrojó una sombra sobre ciudades cementerio y avenidas de polvo, y dio al niño más carne y alas más poderosas aunque invisibles y Ahmed gritó desde arriba a los lugares desaparecidos:
—¿Regresaré! ¡No te dejaré descansar!
Y volaron, y al fin, agotados, descendieron al hoyo volcánico desde el que Gonn había ascendido para ensombrecer el cielo.
—El sol se pone, pero antes encontrarás tu caravana, muchacho.
—¡Estoy perdido!
—Sí, desde hace unas horas. Pero vuela, elévate, mira bien y allí la encontrarás.
—No puedo dejarte aquí —gimió el niño.
—Regresa dentro de muchos años, cuando seas hombre y hayas inventado el aire y hayas nadado en nubes, trasladando el mundo de un lugar a otro en tu propia Máquina del Olvido. Busca y encuentra la cara dorada de tu gran Gonn, como estaba hoy al amanecer, y sujétala como medallón a tu dispositivo de relámpagos y volaremos juntos otra vez. ¿De acuerdo, Ahmed?
—¡De acuerdo!
—Ahora llora para mojar la arena y lubricar mi camino.
Y Ahmed soltó sus últimas lágrimas, que hicieron justamente eso.
Y Gonn, con una potente carcajada, guiñó ambos ojos dorados y se hundió más y más, como un palo enorme empujado por un último golpe de luz, hasta que desaparecieron los ojos húmedos, y luego las sienes y luego el cabello agitado por el viento. La arena se asentó, esparcida por la brisa del ocaso.
—Ya lo he olvidado.
—No —llegó un susurro desde la arena—. Primero el izquierdo.
Ahmed levantó el brazo izquierdo.
—Ahora el derecho.
Ahmed levantó el brazo derecho.
—Ahora, izquierda y derecha, izquierda y derecha, arriba abajo, abajo arriba, izquierda, derecha. ¡Así! ¡Ah!
Y Ahmed voló.
Y atravesó suspirando una franja de desierto, y descendió suavemente allí donde la caravana dormía con los animales, y donde su padre, despierto y llorando al hijo perdido, salió bruscamente de la tienda y se topó, sorprendido, con ese mismo hijo sin reconocerlo en la oscuridad, y al fin, cuando lo reconoció, se dejó caer de rodillas y abrazó a Ahmed sollozando y alabó a Dios que es el Único Dios.
—Hijo, oh, hijo mío, ¿dónde has estado?
—Volé, padre. Mira. Arriba, hacia el Norte. Esas nubes. Viví allí un rato. En el aire había mil barcos a mi alrededor y cruzaban la luna. Estaba perdido, pero él me guió a través de la noche.
—¿Él?
—Aquél cuyos pies beben de la tierra y cuya cabeza conoce el cielo. No puedes verlo, padre, pues está escondido. —Ahmed se tocó la frente.— ¿No ves la huella minúscula de un gran pulgar?
El padre de Ahmed miró atentamente la cara de su hijo y vio en ella el cielo y la noche y los viajes lejanos.
—Alabado sea Alá —dijo.
—¡Ay, padre! ¿Si alguna otra noche me caigo del camello, podré aterrizar en un suelo de mármol?
—¿Mármol? —El padre cerró los ojos y reflexionó.— ¿En un lugar del Norte donde viven los estudiosos y los maestros profesan y los profesores enseñan? ¿Qué enseñan?
—El aire, padre, los vientos y, tal vez, las estrellas.
El padre miró la cara de Ahmed.
—Así será.
Y, entre los camellos dormidos en la tienda, acostó a Ahmed, que poco antes del alba gritó en sueños.
—¿Gonn?
—¿Sí? —Un susurro.
—¿Todavía estás conmigo?
—Para siempre, muchacho. Mientras dejes que mis sombras se muevan entre tus orejas. Pinta cuadros en los lados interiores de lo que ves y nunca te sientas solo. Una palabra y yo me manifiesto. Un susurro y yo camino y trabajo. Llama y soy el compañero de la luz. ¡Mira!
Y, en efecto, dentro de su propia frente, Ahmed vio el cielo repleto de naves que planeaban, naves de hojas de oro y láminas de plata y sedas del color de la luna.
—¡Ay, Gonn! —susurró el niño.
—No digas mi nombre. ¡Ahora tengo otro nombre! Ahmed. Llámame Ahmed —dijo la voz, apagándose.
—¿Ahmed?
Silencio. Un viento de amanecer.
Ahmed durmió y en sueños se vio a sí mismo, ya hombre, en una gran nave con aspas rotatorias que esparcían alrededor la arena caliente y la alejaban más y más, hasta que él miró hacia abajo y vio:
Allí, en la arena, una cara de oro bruñido, con ojos de dios y sonrisa de criatura renacida.
Y sacó el medallón de la arena y lo puso como un emblema en la nave y voló hacia el futuro.
Mientras la arena desierta se enfriaba, el futuro acudió.