Clive Folliot ha alcanzado por fin el noveno y último nivel de la Mazmorra, donde se decidirá su destino, el de sus compañeros y el de sus enemigos, a quienes halla y pierde sucesiva y alternadamente, y siempre se queda con la duda de si lo que ha visto es auténtico o una imagen mental creada por los Señores de la Mazmorra para confundirlo. A pesar de todo, Clive no cesa en su objetivo: identificar y vencer a sus enemigos y determinar qué papel tiene su padre, el barón, y su hermano Neville en el misterio que lo rodea.

Al principio, el noveno nivel donde ha caído Clive parece ser una extensión ártica y en ella se desencadena una vertiginosa serie de acontecimientos en los que la casualidad y la fantasía parecen sustituir toda lógica y realidad.

Finalmente, Clive se enfrentará a los Señores de la Mazmorra: los gannines. ¿Conseguirá vencerlos? ¿Podrá acabar con los creadores de ese mundo de pesadilla en el que se ha visto sumergido durante tanto tiempo? Ésa es la incógnita que se despeja en este crucial y último volumen de la magnífica serie La Torre Negra.

 

Philip José Farmer

LA BATALLA FINAL

La torre negra VI

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Mi sincero agradecimiento a Lou Aronica,

Betsy Mitchell, Henry Morrison,

David M. Harris y Alice Alfonsi.

En sus manos tienen ustedes un libro parecido, en muchos aspectos, al último libro de la Biblia, el Apocalipsis de San Juan.

Todo queda explicado; todos los cabos sueltos quedan atados. Los misterios y el Misterio son revelados. Las trompetas de los ángeles anuncian la desaparición de los velos, y vemos quiénes son los ángeles y quiénes los demonios, quiénes son los malos y quiénes los héroes y las heroínas. No voy a descubrir quién gana esta fragorosa batalla. Léanlo ustedes mismos.

Éste es el volumen VI, La Batalla Final de la serie La Torre Negra. Es el último de la epopeya que empezó con el volumen I, La Mazmorra. Ambos fueron escritos por Richard Lupoff. Los volúmenes II al V fueron creados por diferentes autores. Y todos fueron derivados del «espíritu» de mis propias obras, pero no como subproductos de alguna de mis series o de mis relatos independientes.

Había estado preocupado —un tanto— por la enorme tarea que Richard Lupoff tendría ante sí cuando escribiera este volumen final. Richard Lupoff dio a la serie un principio magnífico, empezó a hacer rodar la bola. No, esto no es exacto. Lo que hizo fue iniciar una avalancha. Cada uno de los subsecuentes libros se añadió a la masa que se precipitaba atronadoramente montaña abajo. Y Lupoff ignoraba por completo cómo cada uno de los demás escritores desarrollaría la trama e introduciría temas nuevos, giros argumentales y personajes que ni siquiera había insinuado.

Puede decirse que fue como si cinco tejedores trabajaran en un tapiz, y uno de ellos diese a los otros cuatro sólo las direcciones generales acerca del dibujo a tejer. Cuando éstos acabaron su trabajo, el primero pasó a ser el último. Su objetivo fue finalizar el dibujo, dar cohesión a la obra de los otros cuatro. Tuvo que concluir un dibujo que en cierto sentido remodelara de forma mágica los otros dibujos para que el resultado constituyese una obra coherente por sí misma.

El objetivo ha sido logrado en su totalidad.

Sólo un escritor puede tener idea de cuántos esfuerzos y sudores debió de haberle costado a Lupoff buscar en las profundidades de sus reservas de imaginación e ingenio para encontrar explicaciones a cosas que ni siquiera había soñado al redactar el primer volumen.

Tuvo que zambullirse en lo más hondo para extraer la perla más valiosa.

Ustedes no sólo tienen esta perla entre manos. Tienen un libro (considerando éste como parte de uno de seis volúmenes) que es una especie de enciclopedia, un compendio, de la mayoría de temas tradicionales de la ciencia ficción y la fantasía. Pero además hay nuevos temas. Y también los tradicionales han sido recreados bajo nuevos aspectos.

Temas antiguos o tradicionales como viajes a través del tiempo, mundos paralelos, universos alternos, metamorfosis, etc., nunca han muerto ni han caducado. Siempre se vuelve sobre ellos y siempre se volverá. El ingenio humano encuentra nuevos usos o aplicaciones y nuevas explicaciones para los temas tradicionales.

Este conjunto de seis volúmenes (¿una sexología?) los contiene todos o casi todos.

Una de las invenciones que más admiro de esta serie es Esmond el Nonato. Puede que haya un precedente literario de Esmond, no lo sé; aunque sí hay una referencia a un tal Uni el Nonato en la genealogía de la saga islandesa La Historia de Burnt Njal. Pero es sólo un nombre y no una explicación del epíteto. (¿Cómo se las arreglaría por la vida con semejante nombre?) Pero dudo que ésta fuera la fuente para el personaje de Esmond.

Tienen ustedes ante sí una obra cuyo alcance supera la del poeta John Milton (1608-1674). Sus grandes obras épicas se refieren al Cielo y al Infierno y a la lucha entre el bien y el mal. Esas obras son El Paraíso Perdido y El Paraíso Recobrado. Nuestra serie, La Torre Negra, no sólo abarca los temas y escenarios de los poemas mencionados, sino que va más allá de ellos, entra en otras dimensiones.

El lenguaje, desde luego, no es miltónico. Si lo fuera, lo más probable es que usted no estuviera leyendo esta serie. (Mis disculpas a quienes lean ambas.) Pero su asunto sí es miltónico: también trata de la contienda entre el bien y el mal. Los personajes buenos de nuestra serie, sin embargo, son un reflejo de la realidad. Tienen ciertos toques de maldad; no son perfectos. Pero el héroe, por ejemplo, mientras lucha con la naturaleza y con seres y fuerzas hostiles, también pugna en su interior para vencer sus prejuicios y sus actitudes irracionales.

En este sentido, Clive Folliot es humano, a diferencia del Satán de Milton. Siendo un ángel caído, Satán no tiene temores ni conciencia alguna de estar equivocado. Sus únicos temores se refieren a si va a ganar o no la batalla contra el cielo. Nuestro héroe, Folliot, tiene temores acerca de si va a vencer o no las fuerzas del mal, las fuerzas de las huestes del Infierno, en un sentido real. Pero, puesto que aquí se trata de una novela de ciencia ficción, el Infierno es algo diferente en origen y naturaleza del Infierno de Milton. Y no genera seres de la misma clase, aunque la naturaleza de éstos sea la misma.

En realidad, sin un programa de mano, ustedes no pueden distinguir los ángeles de los diablos. Tendrán que esperar hasta el último acto.

Pero ¿no es esto también cierto en nuestro propio mundo, en la Tierra que conocemos? ¿No hemos confundido ángeles con diablos y viceversa? Y, aunque las personas no puedan metamorfosearse en el mundo real, ¿no hacen algo equivalente? ¿No se ponen diferentes máscaras, representan papeles distintos, según su entorno y la gente con quien tienen que tratar?

Todos somos «transformistas», si se define «forma» como «papel» o «adaptación de la conducta».

Otro concepto inesperado es la introducción de un personaje que creíamos sólo perteneciente a la ciencia ficción pero que aquí se nos presenta con existencia real. Me sorprendió, aunque supongo que no debiera haber sido así. Después de todo, yo ya he hecho algo parecido, y de un modo similar. Y Lupoff, atento a que esta serie se atuviera a mi «espíritu», ha superado a Farmer.

No voy a revelar de quién se trata este personaje, pero a ustedes les será familiar. Incluso los que no hayan leído nada acerca de él lo conocerán por el cine. Me encantó su súbita entrada en escena.

Tenemos aquí una obra que ejemplifica la clásica historia de la búsqueda. Tiene consonancias con La Odisea, el mito de Jasón y el Vellocino de Oro, la búsqueda del Santo Grial, el cuento tradicional del sastrecillo valiente, la saga de Sigurd, la historia del héroe que mató al dragón Fafnir, la de las grandes seductoras Lilith y Ayesha, la de Castor y Pólux, la del descenso del héroe al averno y, en efecto, con el ciclo heroico que Joseph Campbell y Robert Graves han recreado.

En realidad, todo esto es para bien porque toca las cuerdas de nuestro subconsciente, de la parte del subconsciente colectivo que contiene tales historias primigenias. Pero la música que se produce al pulsar estas cuerdas posee notas que sonarían extrañas a los oídos de los antiguos, pues ellos no sabían nada de viajes a través del tiempo, de viajes a distantes estrellas, de las armas horrorosamente destructivas de esta serie, de otras dimensiones o de computadoras.

Tenían conocimientos sobre metamorfosis. Y este concepto debió de haber sido popular entre los primitivos de la Edad de Piedra, mucho antes de que se inventase la literatura. De hecho, es un concepto universal entre los pueblos preliterarios descubiertos en tiempos modernos. Tales relatos deben de haber existido ya desde que la humanidad empezó a hablar.

Supongo que también se podría decir que el concepto de otras dimensiones estaba subyacente en las ideas del Cielo e Infierno, de las vidas subterráneas después de la muerte en las antiguas religiones egipcia y griega, del Tir nan Og, el mundo del más allá en los mitos irlandeses. Pero esos conceptos no tienen explicación científica o pseudocientífica. Pertenecen estrictamente a lo sobrenatural.

Nuestro héroe, Clive Folliot, es un hombre a quien considero como Ulises o Parsifal. Empieza con la búsqueda de su hermano perdido y acaba siendo algo que no había siquiera soñado cuando inició su larga y dolorosa búsqueda. En realidad, nunca podía haber imaginado una búsqueda semejante porque no sabía, no podía haber sabido, que tales cosas pudieran existir. Ni siquiera podría haber leído nada al respecto en la novela de imaginación más desenfrenada que le hubiera caído en las manos.

La imaginación desenfrenada es, creo, una de mis características. El presente libro, la serie entera, refleja ciertamente este aspecto de mi carácter y muestra así el «espíritu» de mis escritos.

He aquí un libro impetuoso en el mejor sentido del término. Como en todas las cosas impetuosas, no se pueden prever sus consecuencias. Está lleno de maravillas y sorpresas.

Philip José Farmer

Durante un momento quedó demasiado deslumbrado por la blancura para percibir nada más. Ni el frío, ni el viento, ni las nubes que se arremolinaban y corrían impetuosas por el cielo como cosas vivas. Todo esto lo percibiría, pero todavía no.

Clive Folliot se llevó las manos a los ojos.

Era como si hubiese recibido el impacto de una masa sólida de luz, de una pura esencia de color indiferenciado tan sobrecogedora que le trepanaba los iris de los ojos y le llenaba por completo el cráneo. La cabeza le daba vueltas ante aquella explosión cegadora. Sintió que se mareaba y que se tambaleaba, y las rodillas se le doblaron bajo el cuerpo.

De forma refleja extendió una mano hacia el suelo y apoyó los nudillos en la durísima superficie para procurarse cierta sensación de equilibrio, para asegurarse de que no caería de bruces. Temía que, si se abandonaba y se dejaba caer, resbalaría, empezaría a rodar y se precipitaría en la nada.

Le había sido arrebatado todo sentido de dirección.

Ignoraba por completo dónde se hallaba el este o el oeste, hacia dónde era arriba y hacia dónde abajo. Sentía que tanto podía hundirse en la misma tierra como zambullirse en el cielo.

Con gran esfuerzo abrió los dedos de la otra mano. Por entre ellos la blancura continuaba fustigándolo, pero ahora ya podía escapar un poco a sus efectos. Y sus ojos ya se iban ajustando a la nueva luz; se habían recobrado ya del choque inicial producido por la insoportable luminosidad y empezaban a proporcionarle una imagen borrosa del mundo al cual había ido a parar.

Blancura en todas direcciones. Blancura por encima y por debajo.

Y ahora comenzaba a percibir otras cosas. Ahora notaba el frío, y notaba el viento que le azotaba mejillas y manos; echó la cabeza hacia atrás y miró con ojos entornados al cielo que se extendía sobre él. Pedazos y fragmentos de nubes seguían girando en el aire, continuaban persiguiéndose unos a otros como feroces bestias en una cacería salvaje.

¿Era aquello el noveno nivel de la Mazmorra? ¿Un desierto de blancura glacial barrida por el viento? Le vino a la memoria su llegada a la Mazmorra, aquel extraño mundo (o series de mundos, nunca podría tener siquiera la certeza de esto) en donde había estado vagando por no sabía cuánto tiempo.

Su entrada en la Mazmorra había tenido lugar en el Sudd, aquella zona pantanosa y rebosante de misterios en aquel país ecuatorial y lacustre donde había buscado la respuesta a la desaparición de su hermano Neville. Neville, que había emprendido una expedición para encontrar las fuentes del Nilo Blanco y se había esfumado de África y de la faz de la Tierra.

Viajando con el sargento mayor Horace Hamilton Smythe y el anciano y marchito Sidi Bombay, Clive había atravesado de pronto una piedra parecida a un grande y brillantísimo diamante con un corazón latiente de rubí en su interior, y había entrado en un mundo de negrura y de enigmas. El Sudd había sido un lugar de calor prostrador, y la Mazmorra...

En el primer nivel de la Mazmorra, el mundo de Q'oorna, todo había sido un mundo de negrura. Tierra negra, vegetación negra, paisajes negros surcados por ríos negros bajo cielos eternamente negros. Y, en el cénit, la misteriosa espiral de brillantes estrellas.

Clive se había abierto paso en la Mazmorra a través de ocho niveles, y ahora se encontraba en lo que parecía ser el noveno. El noveno: aquel mundo de blancura cegadora y frío entumecedor.

El viento gemía en sus oídos; sin embargo, por entre aquel gemido pudo captar otro ruido, un sonido como el zumbido de un motor. Ahora ya podía escudriñar el cielo sin hacer muecas de dolor ante la pura brillantez abrasadora de su blancura. Giró despacio sobre sí mismo estudiando la bóveda celeste con atención hasta que distinguió un destello.

El destello se produjo de nuevo.

Y Clive lo identificó como la fuente del zumbido.

Y por fin pudo verlo; le pareció como un punto negro moviéndose por la blancura grisácea. Un punto que crecía y cobraba forma. Al principio tenía el aspecto de una cruz; por un momento Clive creyó que estaba volviéndose loco, que estaba sufriendo una alucinación religiosa; pero, cuando el objeto volador aumentó de tamaño, consiguió ver con claridad la estructura de la cola de una avioneta y un disco giratorio en el extremo delantero que ya sabía que se trataba de una hélice aérea. Era el propulsor del vehículo, según le había informado su tataranieta Annabelle.

Era un avión, y su forma y sus marcas pintadas lo identificaban como la misma Nakajima 97 con que Annie había huido del campamento japonés en el atolón Nueva Kwajalein en el nivel... No podía siquiera recordar en qué nivel de la Mazmorra se hallaban cuando encontraron el destacamento de la armada japonesa imperial.

La Nakajima agitó las alas.

Clive alzó el brazo y movió la mano en respuesta.

La avioneta perdió altura. Clive pudo ver entonces a Annie en la cabina, con las manos en los controles de la Nakajima. El agitó ambos brazos con frenesí. Ella levantó una mano devolviendo el saludo. Clive distinguió con claridad su rostro y vio que le estaba sonriendo.

Y entonces la Nakajima desapareció.

Se produjo un silencio casi total, o total: quizá tan sólo el más leve de los ¡plaf! ahogado por el gemido de los vientos polares. Hubo un parpadeo de luz coloreada, un púrpura pálido que se destiñó hasta convertirse en un lavanda, y luego se desvaneció.

Y la Nakajima se esfumó. En el cielo quedó un pequeño punto refulgente, como una bengala de socorro de un navegante, encendida y apagada al instante. Luego esto también dejó de verse; en su lugar apareció una pequeña nube como de pelusa que se alejó vertiginosamente hasta disolverse por completo en el viento.

Clive parpadeó y se frotó los ojos. ¿Había estado el avión allí? Al principio pensaba que había experimentado una alucinación religiosa. La evidencia le decía que aquél no era el caso. Pero ¿había sido una alucinación de algún otro tipo? ¿Acaso su mente torturada y sus ojos medio cegados habían creado la ilusión del aparato volador?

¿O era que la Mazmorra había añadido otro rompecabezas, y en potencia otro horror más, a su larga lista de enigmas?

Por entre el viento arremolinado pareció susurrar un suave sonido, que luego se hizo más nítido. Se trataba de un tintineo metálico, un ruido mecánico, casi de metrónomo.

Clive se volvió en redondo y atisbo algo parecido a un juguete mecánico de cuerda que avanzaba por el hielo hacia él. A primera vista parecía diminuto, pero mientras se iba aproximando comprendió que ni era un juguete ni tenía su tamaño, sino que en realidad era mayor que él. El chasquido provenía del contacto de sus pies metálicos con la dura superficie del hielo.

—¡Clive Folliot! ¡Ser Clive Folliot!

La voz era mecánica e inexpresiva, pero Clive la reconoció de inmediato, y sintió que el corazón le daba un salto de alegría.

—¡Chang Guafe!

—¡Me complace ver que aún sigues en funcionamiento, ser Clive!

—Y a mí también me complace verlo a usted, viejo amigo. Temía haberme quedado solo, aquí, perdido en el noveno nivel de la Mazmorra. Chang Guafe, ¿vio usted el avión pilotado por Annie?

—¿Es aquí donde estamos? ¿En el noveno nivel? No, ser Clive, no he visto ningún avión.

Clive giró despacio sobre sí mismo, escudriñando el ininterrumpido paisaje de blancura a su alrededor. Sólo con que Chang Guafe hubiese llegado minutos antes, incluso segundos antes, podría haber verificado si Clive había visto realmente o no la Nakajima. Tal vez no hubiera sido capaz de impedir su desaparición posterior, pero al menos podría haber dicho a Clive que no estaba loco.

—El noveno nivel —musitó Clive—. ¿Dónde más podríamos estar?

Chang Guafe se encogió de hombros en una horripilante parodia de este gesto tan humano. Cuando Clive había conocido al ciborg extraterrestre, éste poseía la capacidad de cambiar su forma casi a voluntad, extrayendo nuevas partes mecánicas y reconfigurando sus constituyentes orgánicos para adecuarse a las necesidades del momento. Los Señores de la Mazmorra, aquellos enigmáticos manipuladores de los destinos de víctimas incontables, habían mermado aquella capacidad de Chang Guafe. Pero quizás el ciborg había conseguido restablecerse ya de la disminución de sus poderes. Un ser de la inmensa voluntad e inteligencia de Chang Guafe podía restablecerse de casi todo. Casi todo. Casi, casi...

—Una buena pregunta, ser Clive. —Chang Guafe asintió con la cabeza y sus sensores artificiales reflejaron la blancura total. Aunque a través de la capa de nubes el sol apenas era visible, se intuía como un incandescente y brillante manchón situado un poco por encima del horizonte—. Supimos que la Mazmorra tenía nueve niveles, y hemos viajado juntos por ocho de ellos. Se podría deducir, pues, que hemos alcanzado el noveno y último nivel. Y este nivel, ¿es entonces un monótono desierto de blancura? Tal cosa parece un desenlace muy poco adecuado a nuestras largas aventuras.

—Pero si éste no es el noveno nivel... —Clive movió la mano en un amplio círculo, abarcando con el gesto su blanco entorno—, si no es el noveno nivel de la Mazmorra —prosiguió—, entonces, ¿qué es? ¿Dónde podemos hallarnos? ¿Por qué hemos sido traídos aquí, y qué podemos hacer al respecto?

Un violento escalofrío le recorrió todo el cuerpo y por primera vez se dio cuenta del frío que hacía. Se echó el aliento a las manos para calentárselas, cogió aire de nuevo y lo soltó. La exhalación se elevó como un penacho de humo. Clive vestía tan sólo las ropas con que había saltado del octavo nivel de la Mazmorra: unos atavíos muy poco apropiados para su presente entorno glacial.

¡Qué ignominioso sería para él morir allí, solo, por exposición al frío! Si moría allí de congelación, después de todos los peligros por los que habían pasado en la Mazmorra, de todas las batallas con hombres, monstruos y, una vez incluso, con los mismos demonios del Infierno...

Pero se le ocurrió una súbita idea.

—Chang, usted posee otros sentidos distintos, y más agudos, aparte de los humanos. ¿Cree... que en algún lugar de este mundo —continuó Guafe el pensamiento de Clive—, puede que incluso cerca, haya algo diferente de esta interminable blancura?

—¡Exacto! Algo, quizás, oculto por el resplandor.

—Aguarda, ser Clive. ¡Veré lo que puedo descubrir!

—¿Ha recuperado algo de su capacidad para transformarse?

Chang Guafe soltó un chirrido espeluznante. La parte del alienígena que Clive identificaba como la boca se curvó en lo que Clive supuso una sonrisa.

—Has visto el mismo Infierno, ser Clive, y ya conoces algo de los tormentos de los condenados. Comparados con el dolor de mi recuperación, amigo mío, los sufrimientos de los condenados son como los placeres de los niños en una excursión al campo. Pero, en efecto, ser Clive, he vencido el tormento que me afligía. ¡Y me vengaré de cada punzada de dolor que me ha costado la recuperación! Pero ahora, ¡atento, amigo mío!

Chang Guafe puso en marcha ante los ojos de Clive una asombrosa transformación. Extendió sus miembros mecánicos como una araña gigante (como la alienígena Chillido, se le ocurrió a Clive con una mueca de pesar por la pérdida de un ser querido) y se afianzó en el hielo. Como un telescopio que se extendiera, Chang Guafe alargó el cuello arriba y arriba hasta alcanzar dos veces la estatura de un hombre y algo más.

De la cabeza del ciborg empezaron a salir extraños mecanismos, filamentos plumosos como las antenas de las mariposas africanas y relucientes visores multifacéticos como los extraordinarios ojos de las moscas o las abejas. Chang Guafe hizo girar lentamente la cabeza, volviéndola de una manera que habría sido imposible para cualquier criatura viviente normal, pero que parecía fácil y natural para aquel ser que era tanto máquina como organismo vivo.

Al final la cabeza completó su rotación y se detuvo. El cuello articulado se retrajo en sí mismo hasta que la extraña configuración de órganos y mecanismos que pasaba por ser el rostro de Chang Guafe quedó más o menos al nivel de los ojos de Clive Folliot.

—Tenías razón, ser Clive —asintió Chang Guafe con solemnidad—. Bajo nuestros pies el hielo se extiende alcanzando una gran profundidad, hasta que llega a unas aguas un poco más cálidas que él mismo. Pero hacia allí —y, levantando uno de sus miembros, utilizó una protuberancia parecida a una garra a modo de dedo índice—, el hielo se alza tan alto como una cabaña. Es como si un iceberg hubiera sido atrapado y retenido en el lugar al quedar rodeado por este gran témpano de hielo. Y en el interior del iceberg...

—¿Qué hay? —interrumpió Clive sin poder contener su impaciencia.

—No puedo detallarlo, pero mis sensores indican una irregularidad en la densidad.

Clive se quedó alicaído.

—Una irregularidad en la densidad, Chang Guafe. ¿Y qué significa eso? —Clive apretó los puños y los resguardó bajo las axilas, intentando prevenir la congelación de sus dedos. Y pegó patadas en el suelo para calentarse los pies. Sabía que podría permanecer un poco más en el hielo, pero tan sólo un poco más. Y después...

—Lo expresaré de otro modo —chirrió el ciborg como una máquina—. Si el iceberg fuera un bloque sólido, existiría poca variación en su densidad. En cambio, he detectado una gran variación. Deduzco entonces que, puesto que esta variación incluye zonas de mayor densidad que la del agua helada normal, el iceberg contiene objetos, artefactos, o incluso criaturas, congelados en su interior.

Chang Guafe estiró las piernas bajo el cuerpo, elevando torso y cabeza a mayor distancia del hielo hasta que se quedó mirando desde arriba el ansioso rostro de Clive Folliot.

—El iceberg también contiene bolsas de densidad mucho menor que la del agua normal helada. Bolsas de tan poca densidad que deduzco que en realidad son bolsas de aire. Puede que se trate de cuevas o habitáculos.

¡Cuevas o habitáculos! El iceberg podía contener algún medio para establecer contacto con la humanidad, con la civilización. Quizá con los q'oornanos o con los señores más importantes de la Mazmorra, los chaffris, los rens, o incluso los más poderosos y misteriosos de todos: aquellos seres conocidos como los gannines, los cuales, según algunas informaciones, podían ser los auténticos creadores de la Mazmorra.

Si no era así... Bueno, al menos podría proporcionarles un respiro momentáneo del frío y del viento que barría el témpano de hielo. Podría proporcionar unas pocas horas más de supervivencia a Clive Folliot, horas que él y Chang Guafe podrían dedicar a tratar de ingeniar un medio para escapar de aquel terrible lugar. Si Clive y Chang Guafe conseguían sobrevivir a su actual horripilante dilema, tal vez lograran establecer contacto con Annabelle Leigh (la tataranieta de Clive) y con Horace Hamilton Smythe, con Sidi Bombay y con quien fuera de su grupo asediado que aún sobreviviera.

¡Pero Annabelle Leigh ya se había puesto en contacto con ellos! El avión que había centelleado a la luz del sol, arrebatado a los soldados imperiales de Nueva Kwajalein... ¿qué le había ocurrido? ¿Dónde estaban ahora la Nakajima y Annie?

—¡Vamos pues, Chang Guafe! ¡Señale el camino y lleguémonos a ese maravilloso iceberg suyo!

Chang Guafe se asentó entre sus filas gemelas de largos miembros metálicos y empezó a traquetear en una dirección que coincidió con la del refulgente manchón del sol.

Clive echó a andar junto al ciborg alienígena. Aunque Chang Guafe avanzaba a paso muy rápido, Clive pudo mantenerlo y se sintió agradecido por aquel ejercicio que le procuraba calor a sus miembros. Sabía que el frío le estaba minando las reservas de energía y que el mismo ejercicio que le proporcionaba calor servía a la vez para agotar aquellas reservas de energía. Pero no se ganaba nada con quedarse atrás y esperar con pasividad el final.

¡Luchar contra el destino! ¡Combatir hasta el final! Luego, si la muerte tenía que llegar, al menos habría vivido la vida con toda plenitud, hasta el último aliento de sus pulmones y el último latido de su corazón.

Clive se tambaleó y alargó una mano para agarrarse a Chang Guafe. El ciborg había notado la creciente debilidad de Clive y se había ofrecido en una ocasión para llevarlo a cuestas, pero Clive se había dado cuenta de que al alienígena, a su manera, también le fallaban las fuerzas. Su poder era inmenso, pero también lo era su necesidad de energía. Y sin comida ni combustible, pugnando a través de la superficie de aquel témpano, ambos se acercaban a la extenuación.

—Ser Clive —dijo Chang Guafe.

Clive se aferró a uno de los miembros recubiertos de metal de Chang Guafe, junto al punto donde se unía con el cuerpo. Sabía que el metal debía de estar terriblemente frío, pero por entonces sus manos estaban tan entumecidas que fue incapaz de notarlo.

—Ser Clive —repitió Chang Guafe—. ¡Batalla al frente! ¡El objetivo está a nuestro alcance!

Clive levantó una mano para hacerse sombra a los ojos. Andaban directamente hacia el manchón del sol. El brillante círculo borroso apenas se había desplazado en todo el tiempo que habían caminado hacia él. No parecía que se pusiera ni que saliera, sino que simplemente los esperara, a un cuarto de su recorrido por la bóveda celeste, en un perpetuo crepúsculo o alba (Clive no tenía manera de saber de cuál de los dos se trataba).

¿Podría utilizar su poder mental telepático para comunicarse con su amigo George du Maurier o con alguno de sus conocidos en Londres, desde su amadísima Annabella Leighton a su redactor jefe, Maurice Carstairs, del London Illustrated Recorder and Dispatch? Pero carecía de la energía mental y del poder de concentración necesarios para realizar siquiera un intento.

Sólo podía seguir esforzándose por caminar hacia adelante, colocando un pie delante de otro, apoyando la mano en el caparazón metálico de Chang Guafe a modo de guía, esperando alcanzar el iceberg. Parpadeaba y no sabía con certeza si veía o no el sol, el cielo y el hielo que los rodeaban a él y a su compañero extraterrestre. Tanta blancura había, tanto frío y tanta blancura... ¿Veía, o había quedado sin visión por el resplandor, víctima de la ceguera nívea?

Sostuvo la mano libre frente a los ojos y consiguió distinguir sus dedos abiertos: negras siluetas recortadas contra el deslumbramiento blanco gris del hielo. ¡Gracias a Dios no estaba ciego! ¡Al menos aún no!

—¡Ánimo, ser Clive!

—¡Bien puede decirlo usted, Chang Guafe! Es tanto máquina como...

—No es una mera bravata —lo interrumpió el ciborg—. ¡Mira delante tuyo, ser Clive!

Clive se detuvo un momento y alzó los ojos del hielo de debajo sus pies. Irguiéndose más alto que él, destacando con un blanco gris más oscuro que el resplandeciente blanco gris del cielo, surgía el iceberg.

Juntos, Clive Folliot y Chang Guafe lograron recorrer los últimos pocos metros que quedaban de su caminata. Clive permaneció entonces con la mirada levantada hacia el iceberg, y advirtió que era tan alto como una pequeña casa de vecindad. ¡Si pudiera entrar en sus confines y subir unas escaleras que lo llevaran a los acogedores aposentos de Annabella Leighton!

Pero aquello era impensable.

Con un nuevo impulso de energía echó a andar hacia un costado del iceberg y lo rodeó. En su interior pudo distinguir formas vagas y sombrías.

—¡Por aquí! —se oyó a sí mismo gritar con voz áspera—. ¡Por aquí, Chang Guafe! ¡Hay una entrada! ¡Una entrada! ¡Estamos salvados, Chang Guafe! ¡Es una entrada!

Sin esperar a que Chang Guafe lo alcanzara, Clive cruzó con paso titubeante aquella abertura en el iceberg del tamaño de un hombre. Y se halló en una cavidad en forma de habitación en medio del hielo. El espacio interior no parecía tener nada que rompiese la uniformidad y estaba lleno sólo con una penumbra misteriosa y fluctuante; una tenue luz se filtraba en parte a través de la abertura por la cual Clive había entrado y en parte a través del mismo hielo puro.

Lo único que Clive podía decir era que dentro de la cueva no había nada salvo él mismo. Ningún mobiliario, ninguna silla, mesa o sofá, ninguna estufa (¡oh, lo que habría dado por el calor de una estufa o por las alegres llamas de un fuego!), ningún armario ni cama ni otro objeto que indicase que el lugar estaba habitado.

Empezó a dar una vuelta en torno a los muros, observando con toda su atención el mundo sombrío del hielo puro hasta que se encontró... ¡frente a una figura que sugería una forma humana! Se acercó a ella y empezó a dar puñetazos en el hielo, olvidando su frío y su fatiga, con la mente de súbito llena de excitación por el descubrimiento.

—¡Un hombre! ¡Un hombre! ¡Salga! ¡Cuéntenos su historia! ¡Cuéntenos...! —Se interrumpió. ¿Qué grosor tendría el hielo que lo separaba del hombre? ¿Y estaba en efecto vivo?

No hablaba, no se movía. ¿Había quedado enterrado en el hielo cuando su barco perdió el rumbo y la tripulación y los pasajeros murieron en el casquete polar? O peor aún: ¿había sobrevivido al naufragio y había quedado atrapado en el hielo por algún horrible suceso y se había congelado vivo?

Clive se estremeció, en parte debido al frío que sentía, en parte por el terror que le producía pensar qué podía haberle ocurrido a aquel mudo, anónimo e inmóvil extranjero, que parecía mirarlo sin pestañear desde su lugar muy adentro del hielo, por más que Clive lo contemplara boquiabierto.

Oyó a sus espaldas un tintineo y unos rasguños que le indicaron que Chang Guafe lo había seguido por la abertura.

—Chang Guafe —dijo Clive en voz ronca—, venga a ver esto. —Pronunció las palabras sin ni siquiera volver la vista de aquel terrible espectáculo que lo tenía como hipnotizado. Cuanto más permaneciera frente a la figura helada más detalles podría captar.

El hombre (porque con toda claridad parecía ser un varón) se elevaba un buen trozo más arriba de Clive, quien ya de por sí era una persona bastante alta; era ancho de hombros, y su alargada cabeza no iba cubierta por sombrero alguno, lo que permitía distinguir una abundante melena de pelo moreno y despeinado. Su rostro era de una palidez incomparable; si se debía a una falta natural de pigmentación o al frío, Clive lo ignoraba.

La figura vestía un traje chaqueta y pantalones a conjunto, rasgados y raídos, de un basto tejido negro. Su camisa sin cuello y sin corbata era del mismo color. Tan enorme era el hombre que ni las mangas de la chaqueta ni las perneras de sus pantalones llegaban hasta donde debían, quedando muy por encima de las muñecas y de los tobillos. Los zapatos eran pesados y de suela gruesa.

—Has realizado un descubrimiento, ser Folliot —comentó Chang Guafe con su voz chirriante.

—¡Ya lo creo! —respondió Clive—. ¡Ya lo creo!

—¿Tienes algún plan en mente? —preguntó el ciborg.

—Chang Guafe —repuso Clive, volviéndose de cara al alienígena—, en su repertorio de herramientas y órganos, ¿cree que encontraría algo que nos permitiera liberar a este individuo del hielo?

—¿Liberarlo? —inquirió Chang Guafe. Se acercó correteando al muro de hielo y estudió su interior con un sensor extensible muy parecido al catalejo de un capitán de barco—. ¿Liberarlo? —repitió—. ¿Cómo sabes que está vivo, ser Folliot? Y si vive, ¿cómo sabes que no nos hará más mal que bien?

—No sé si está vivo. Tan sólo lo sospecho. Y, por lo que respecta a su posible maldad, ¿cómo puede nuestra situación empeorar más de lo que está? Tal como se nos presentan las cosas ahora, ambos moriremos. Si liberamos a este prisionero, ¿quién sabe cuántos favores puede realizar para nosotros, por simple y pura gratitud? Creo, Chang Guafe, que este desconocido y pálido individuo es nuestra última y mejor esperanza. Pero el modo de saber si vive y si es benévolo o perverso, es liberarlo de su prisión de hielo. La cuestión es, Chang Guafe, ¿puede usted hacerlo?

Chang Guafe emitió un espeluznante sonido chirriante que a Clive Folliot le recordó la estridente vibración de un pedazo de tiza en la superficie pulida de una pizarra; pero sabía que para Chang Guafe aquello representaba la risa.

—¿Si puedo hacerlo, ser Folliot? ¡Claro que puedo hacerlo!

—Entonces, en nombre de lo más sagrado, Chang Guafe, no nos quedemos aquí como unos pasmarotes.

Clive se apartó a un lado para facilitar al ciborg el acceso al muro de hielo que contenía aquella elevada figura humana, y contempló admirado cómo el alienígena se agitaba y se transformaba. Parecía no simplemente recomponer las partes metálicas que conformaban los aparatos mecánicos de su cuerpo, sino como si en algún diminuto taller de alguna cavidad de su cuerpo estuviese fabricando los mismos materiales y mecanismos que en breves momentos pondría al trabajo.

Al final Chang Guafe extendió hacia el muro un instrumento que parecía una sierra de disco.

La sierra giró.

Chang Guafe la aplicó contra el hielo.

Un chillido agudísimo trepanó el aire, un sonido que no provenía de ninguna garganta humana, animal o alienígena, sino del mismo hielo puro al abrirse camino por el muro la sierra giratoria. Chang Guafe hizo trazar al disco primero una línea vertical, tan recta y perfecta que Clive Folliot se consideró incapaz de distinguirla del cordel de una plomada.

Alargando el órgano extensible que sostenía la sierra, Chang Guafe subió hasta la parte superior de la cabeza del hombre congelado el trazo que había iniciado, y luego un poco más arriba, como tomando una medida holgada. Luego cambió de posición el disco para que rodara siguiendo el plano horizontal y prosiguió cortando el hielo hasta que tuvo que volver a cambiar de posición la sierra para hacerla descender en vertical hacia el suelo helado de la cueva.

Al concluir su trabajo, Chang Guafe había cortado del muro un enorme prisma de hielo en el cual la figura congelada del gigante estaba encerrada como una mosca en ámbar. El ciborg extrajo el prisma de su nicho en el muro y lo dejó en el suelo, de tal forma que los ojos del descomunal individuo se quedaron contemplando el techo de la caverna de hielo.

Mientras Clive observaba asombrado, Chang Guafe fabricaba en su taller interior una telaraña de filamento metálico, con la que envolvió luego el enorme prisma helado. Se oyó una especie de zumbido, y el filamento adquirió un tono rosado, después rojo y por fin blanco anaranjado.

Con una rapidez perceptible, el bloque de hielo empezó a derretirse.

Comenzaron a formarse hilillos de agua que, escurriéndose del prisma, se encharcaban en el suelo helado y volvían a congelarse. Pronto una nube de vapor envolvió el bloque, ocultando la figura que yacía en el interior. Pero, en el último instante, antes de que el gigante inmóvil desapareciera por completo de la vista, Clive sintió una descarga de energía psíquica que le traspasaba el cuerpo.

Había vislumbrado la mirada del hombre helado (o la mirada del hombre helado había vislumbrado a Clive) y el fulgor de odio puro que emanó de los ojos del gigante y que como un rayo alcanzó a Clive Folliot fue la causa de aquella sacudida psíquica.

—¡Alto, Chang Guafe! ¡Alto!

El ciborg giró un pedúnculo extensible hacia Clive Folliot.

—¿Por qué debería pararme, ser Clive? Tú mismo has dicho que este ser es nuestra mejor esperanza de sobrevivir y de escapar de este lugar.

—Lo dije, lo sé. Pero hay algo respecto a eso, respecto a él, que me resulta horripilantemente familiar. Siento como si ya conociera de antes a este gigante.

—¿Lo dejarías, entonces, aquí congelado?

—¡Sí!

—Pero, ¿y si esto decide nuestro destino, ser Clive? ¿Si significa nuestra muerte?

—¡Existen cosas peores que la muerte, Chang Guafe!

—¿Y abandonarías a todos nuestros compañeros, Annabelle Leigh, Sidi Bombay, Chillido, Horace Hamilton Smythe? ¿A tu compañero músico, Finnbogg? ¿A tu propio hermano, Neville?

—Pueden arreglárselas por sí solos. Tienen tantas posibilidades de sobrevivir como nosotros, Chang Guafe... ¡o tan pocas como nosotros! Que nosotros sepamos, quizás hayan conseguido huir y se hallen en sus hogares y viviendo felices. O, también según nuestras noticias, quizás estén ya muertos. En cualquier caso, Chang Guafe, se lo suplico, ¡detenga lo que está haciendo!

El ciborg encogió sus hombros revestidos de metal.

—Como gustes, ser Clive.

El filamento incandescente se apagó hasta adquirir un frío tono gris metálico. Como un Izaak Walton1 extraterrestre rebobinando su sedal para truchas, Chang Guafe retiró de nuevo hacia el interior de su maquinaria metálica el delgadísimo filamento.

Los últimos remolinos de vapor en torno al bloque de hielo se elevaron como un aliento de humo mágico. Se reveló entonces la forma del gigante helado, recubierta apenas por una capa de hielo sólo un poco más gruesa que la escarcha en los árboles de un bosque del Staffordshire después de una lluvia helada de febrero.

El hielo se desintegró en un millón de cristales centelleantes y se desprendió de la figura que había encerrado hasta el momento, al tiempo que el gigante alzaba primero un poderoso brazo, luego el otro y por último erguía el torso. Durante unos instantes el monstruo permaneció sentado como un niño en su cuarto de jugar, con las piernas estiradas ante él y las palmas de las manos apoyadas en el suelo helado de la cueva.

Entonces, con un esfuerzo homérico, se puso en pie y la cabeza casi tocó el techo de la caverna. Posó su mirada en Clive y en Chang Guafe.

—Demasiado tarde —chirrió Chang Guafe en un singular sotto voce—, demasiado tarde, sir Clive. ¿Debo intentar apresarlo de nuevo?

Clive negó con un movimiento de la cabeza.

—Ahora ya estamos metidos en ello, Chang Guafe. Hay que nadar o ahogarse. ¡Hagamos todo lo que esté en nuestras manos por nadar!

Chang Guafe hizo rotar un ojo compuesto hacia Clive Folliot.

—Tus expresiones a veces me desconciertan, ser Clive, pero creo haber captado el significado de ésta. Sí, veamos si podemos nadar.

—¡Viles insectos! —retronó la voz del gigante con un tono que fue para Clive como oír las notas graves del órgano de la catedral de St. Paul—. La tan anhelada paz que siempre busqué, aquí la encontré, en el silencio y la soledad de este hielo. Y vosotros me habéis arrebatado incluso este leve consuelo. ¡La venganza caerá sobre vosotros por los pecados cometidos por vuestra especie desde el día de la Creación! ¡Oh, despreciables insectos! ¡Tan miserables criaturas sois que, no satisfechos con la degradación que vosotros mismos os habéis infligido y con el daño que habéis causado a los inocentes del Cielo, habéis decidido dar existencia a una nueva raza de seres inocentes sólo para que puedan sufrir y llorar!

Clive Folliot tenía la mirada fija en el rostro del gigante, tan perplejo por la espeluznante familiaridad del discurso del monstruo como por el terrible contenido de sus palabras.

—¡Lo reconozco a usted, monstruo! ¡Sé quién es!

—Lo siento, pero yo no recuerdo tu nombre, ¡insecto! Sin embargo, no necesito saber tu identidad. Me basta con reconocerte como hombre, la semilla de Adán. ¡Fue uno de tu especie quien me creó, y quien luego me desdeñó como un dios contemplaría su creación y luego la rechazaría! ¡Fuiste tú quien me creó una compañera para después destruirla ante mis horrorizados ojos! Tú, o alguien como tú, porque para mí toda la humanidad es como un hombre. ¡Un hombre malvado y pernicioso para todo lo que es inocente y bueno, para todo lo que alguna vez rezó y esperó tener un solo momento de inocencia, alegría y compañía!

El monstruo soltó un suspiro estremecedor, pero, antes de que Clive pudiese responder, reemprendió su perorata.

—¡Os aplastaré bajo mis pies como vosotros aplastaríais una araña bajo los vuestros! ¡Os...!

—¡Espera, monstruo! —dijo la voz chirriante y metálica de Chang Guafe—. ¿Qué hay de mí? Yo no soy humano; mi especie nunca te creó. ¿También tienes intención de aplastarme a mí? ¿Crees que puedes?

Con gran lentitud, el gigante se volvió y se dignó posar la mirada de pleno por primera vez en Chang Guafe.

—Tú eres quien me liberó del hielo, ¿no?

—Sí, yo soy.

El monstruo permaneció inmóvil y, según le pareció a Clive Folliot, absorto en su contemplación. ¿Qué clase de corazón palpitaba bajo aquel pecho enorme, qué clase de cerebro trabajaba dentro del cráneo del monstruo esforzándose por comprender aquella, la más extraña de las confrontaciones?

—Tú no eres un hombre, ser desconocido.

—No, no lo soy.

El monstruo continuaba escrutando a Chang Guafe.

—Nunca antes vi a nadie como tú. —Extendió una pálida mano, y parte del brazo le sobresalió de los puños de su chaqueta raída—. ¿Puedo tocarte, extraño ser?

¡Qué singular, pensó Clive, que el monstruo pidiera permiso al ciborg para ponerle su mano húmeda y fría encima!

—Tócame, si así lo deseas —chirrió Chang Guafe.

El monstruo extendió un dedo de un color blanco de muerte y tocó a Chang Guafe, primero en su caparazón metálico y luego en una sección de carne viva que permanecía expuesta.

—Realmente eres curioso. ¿Perteneces a esta Creación?

—El significado de la pregunta no es claro para mí.

—Percibo en ti lo raro —dijo el monstruo—. Lo raro, más total y profundo que lo raro del pulpo de los abismos marinos, del lobo del bosque nórdico, del loro de colores brillantes de la jungla tropical, de la pitón que cae sobre sus víctimas en la cuenca del Ganges. Percibo en ti lo desconocido, ser extraño, y esto me lleva a deducir que no perteneces a esta Tierra.

—Tienes razón, monstruo. Yo no soy de esta Tierra.

—¿Hay otros mundos, pues, habitados como éste?

—Más de los que puedes contar, monstruo. ¡Más de los que puedes imaginar!

—Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Y en compañía de este hombre, el más despreciable de todas las criaturas de Dios?

—Clive Folliot no es tan malo, monstruo.

—Es un hombre, ¡y esto basta para mí! ¡Maldigo el día en que Dios creó a Adán, y maldigo a todos y a cada uno de los descendientes de aquel primer pecador!

—No todos son tan malos.

—¿Te atreves a asociarte con esos mancilladores de la Tierra?

—No formo compañía con toda la humanidad. Pero estoy aliado con Clive Folliot y unos pocos, sólo unos pocos, de sus iguales.

El monstruo pasó su mirada torva de Chang Guafe a Clive Folliot.

—Lo conozco a usted —afirmó Clive una vez más—. Lo he visto en escena, en Londres, a usted, o al menos a un actor ataviado y maquillado para parecérsele.

La cara del monstruo se contrajo en una horrible parodia de una sonrisa, y su estruendosa voz salió con una versión de una risotada igualmente horrible.

—¿Yo, en escena en Londres? ¿Acaso soy un payaso de teatro de variedades? Mejor sería que te recitase los versos de vuestro Shakespeare. El al menos supo captar las profundidades del alma humana y retratar en sus dramas los vicios y las tragedias de vuestro linaje despreciable.

—¡No, usted no es un actor! Los actores son quienes lo representaban a usted. Lo representaban a usted en las adaptaciones para teatro de la gran novela de la viuda Shelley.

El aspecto del rostro del monstruo no se suavizó, pero al menos su expresión dejó de poseer una fría malevolencia para adquirir una diversión burlona. El monstruo miró a Clive como alguien que mirara a un molesto mosquito momentos antes de liquidarlo de un manotazo.

—¿Una novela? ¿Una fantasía literaria dedicada a mí? ¿Un nuevo Robinson Crusoe?

—Sí.

—¿Y el título de esa fantasía?

—¡Frankenstein, o el Prometeo Moderno!

La expresión del monstruo se hizo más pensativa, su postura menos amenazadora.

—Frankenstein. —El volumen de su voz cayó y su tono fue casi el de un murmullo—. Henry Frankenstein fue mi creador.

—¿Y el propio nombre de usted?

—No me dio ninguno. Pero supongo que él fue mi padre, y como tú, Folliot... ¿Así te llamas?

Clive asintió con la cabeza.

—Como tú recibiste el nombre de tu padre, yo tengo derecho a recibir el nombre del mío. ¿El Prometeo Moderno? No, hombre, yo rechazo este nombre. En su lugar tomaré el de mi creador, mi padre, y mi enemigo. Las generaciones de tu especie me conocerán con este nombre. Y mi nombre será pronunciado con escalofríos de miedo. Su nombre y el mío, uno y el mismo, resonará en los pasillos del tiempo hasta convertirse en sinónimo de terror y destrucción.

Se irguió en toda su altura y su cabeza de pelo moreno casi rozó el techo helado de la cueva.

—Yo me bautizó con el nombre de... ¡Frankenstein!

Como si las palabras hubieran significado una orden dada por él para él mismo, el monstruo avanzó hacia adelante a grandes zancadas. Durante un instante Clive pensó que aquel poderoso ser iba a aplastarlo bajo sus botas macizas; pero, en lugar de eso, el monstruo pasó junto a él, pasó junto al ciborg Chang Guafe y, agachando la cabeza para evitar darse contra el hielo, salió de la cueva, andando con potente pisada.

Clive y Chang Guafe se miraron.

—¿Qué piensas, ser Clive?

—No lo sé, Chang Guafe. Me odia tanto... Quizá debería usted acompañarlo. Pero lo ignoro. Al final de la novela de la viuda Shelley, el monstruo queda abandonado a la deriva en un témpano de hielo polar. Ésta es la criatura que hemos liberado. Así pues sabemos dónde nos hallamos: ¡en la Tierra! ¿No comprende, Chang Guafe? Entré en la Mazmorra por la superficie de la Tierra, ¡y a la superficie de la Tierra he regresado! ¿Cuánto me falta ahora para encontrar a mi hermano Neville? Éste era mi objetivo original, y en la Mazmorra lo encontré, en efecto, pero sólo para volverlo a perder. ¿Qué universo demencial es éste, con sus clones, simulacros e ilusiones, sus dobles y sus impostores? ¿Cómo puede tener alguien certeza alguna de lo que es verdad? —Meneó la cabeza con desesperación—. Pero si esto es realmente la Tierra, quizá pueda volver a encontrar a Neville, y de una vez por todas. Después de todos mis afanes, siento que por fin puedo lograr el objetivo para el cual me puse en ruta.

Reflexionó unos instantes.

—Pero usted, Chang Guafe..., usted no es de esta Tierra, ni su misión es la misma que la mía. Tal vez elija otro camino.

—No te abandonaré, ser Clive.

—Gracias, amigo mío. Gracias. —Clive Folliot sintió el escozor de las lágrimas en los ojos, y se las limpió antes de que pudieran helarse—. Pero ¿me aceptará el monstruo?

—Ve en mí una naturaleza tan extraña a la humanidad como la suya propia —repuso el ciborg—, y parece aceptarme. Y creo que puedo convencerlo de que te acepte a ti también.

—No lo sé.

—¿Qué otra alternativa hay? ¿Quedarte aquí hasta morir de hambre o de puro frío? Si la muerte es lo que deseas, ser Clive, el monstruo o yo mismo podemos proporcionártela con más rapidez que el hielo. Podrás ahorrarte el sufrimiento y la desesperación de una muerte lenta. —Chang Guafe hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Es eso lo que deseas?

Después de una levísima vacilación, Clive negó con la cabeza y dijo:

—No, Chang Guafe. No he pasado por todo lo que he pasado, no hemos sufrido todo lo que hemos sufrido juntos, para abandonar ahora. Una muerte voluntaria, tanto si es a manos suyas como a las del monstruo, o a manos de la lenta y fría congelación, sería aborrecible y cobarde. Debo dar lo mejor de mí, tanto si me lleva al triunfo o a la derrota, a la vida o a la muerte. Soy un caballero inglés y un oficial de la Guardia Montada Imperial de Su Majestad. Mientras viva y pueda luchar, ¡lucharé!

Chang Guafe inclinó y levantó la cabeza en su ciborgiano equivalente al asentimiento.

—Vamos pues, ser Clive. ¡Daremos lo mejor de nosotros juntos!

Chang Guafe cruzó correteando la abertura para salir de la cueva al témpano de hielo. Como la abertura de la cavidad era demasiado estrecha para permitir el paso de los dos a la vez, Clive dejó que el ciborg lo precediera.

Entonces Clive se detuvo un momento para dar una ojeada final a la caverna. ¿Durante cuánto tiempo había permanecido congelado allí el monstruo? Su cerebro se puso a trabajar con frenesí intentando recordar todo lo que sabía del monstruo de Frankenstein. La señora Shelley había escrito su famosa novela y la había publicado muchos años antes de que Clive naciera. Por la época en que él era aún un chico y vivía en las propiedades rurales de su padre, el barón Tewkesbury, Frankenstein, o el Prometeo Moderno, era ya una novela de fama mundial, reeditada incontables veces en Inglaterra y representada en pantomima, drama o incluso en forma musical en los teatros de todo el planeta.

Tanto Clive como su hermano gemelo mayor, Neville, habían leído el libro de niños, lo habían visto en varias representaciones durante sus visitas a Londres e incluso una vez habían sido presentados a la gran señora Shelley. En aquella ocasión los gemelos eran unos mozalbetes de quince años y ella una viuda de gran dignidad a dos años de la muerte. Pero en aquel único encuentro, el joven Clive había quedado impresionado por la expresión obsesionada de la mirada de la señora Shelley y por el tono ausente de su modo de hablar.

Era como si en Frankenstein hubiera algo más que fantasía, más que una supuesta historia de terror urdida por la joven Mary Wollstonecraft. Aún no era la señora Shelley cuando escribió la narración: en realidad era sólo un poco mayor que los jovenzuelos Folliot cuando éstos la conocieron en 1849. ¿Podría una muchacha de diecinueve años haber creado de veras con su imaginación aquel fantástico relato, o había recibido la información de alguna otra fuente?

Clive se sacudió sus meditaciones de la cabeza y volvió al momento presente. Lo discutiría con su amigo Du Maurier, si alguna vez tenía la ocasión de hablar con él. Pero, por el momento, debía enfrentarse con los riesgos mortales del mundo real tal como se le presentaba ahora. Salió a grandes zancadas de la cueva y se quedó mirando al ciborg y al monstruo.

—Tenemos que marcharnos de este témpano de hielo —declaró.

—¿Cómo, ser Clive?

—Me parece que tengo un plan. Podemos andar hasta el extremo del témpano..., o al menos podemos probarlo.

—¿Y luego?

—Construir una embarcación y navegar hacia tierra firme.

El monstruo lanzó una mirada fulminante a Clive.

—Un plan excelente, insecto. ¿Y con qué materiales construimos la embarcación? ¿Sabes de algún bosque de donde podamos cortar los árboles para los maderos?

—Me temo que no. Pero recuerdo una lección de filosofía natural que aprendí en Cambridge. Podemos construir una barca de hielo.

—¡Hielo! —repitieron al unísono el chirrido metálico de Chang Guafe y el grave trueno del monstruo.

—Sí, hielo. ¿Puede usted fabricar un filamento calentador similar al que utilizó para descongelar la tumba helada del monstruo, Chang Guafe?

—Sí, puedo hacerlo.

—Entonces podemos utilizarlo para extraer un casco cóncavo y botarlo desde el borde del témpano.

—¿Y cuando naveguemos hacia climas más cálidos y nuestro cascarón de hielo se derrita, hombre? —interrogó el monstruo—. ¿Qué haremos luego? ¿Nadar el resto de la travesía?

—Admito que hay un elemento de riesgo —concedió Clive—. Pero hay también muchas posibilidades de que podamos alcanzar alguna isla nórdica o incluso llegar a un continente: Europa, Asia o el Nuevo Mundo. O tal vez encontremos un barco navegando por los mares árticos. Es cierto que arriesgamos nuestras vidas. Pero no arriesgarlas significa quedarnos aquí y morir.

—Yo estuve helado aquí antes. Puedo sobrevivir otra vez —dijo la estruendosa voz del monstruo.

—Entonces, ¿es ésa su decisión?

Se hizo una pausa significativa. Por fin el monstruo respondió:

—No, Folliot. Yo te acompañaré.

Clive asintió.

—Percibo en tu rostro una expresión de escepticismo —prosiguió el gigante—. Te preguntarás por qué quiero acompañaros, a ti, insignificante insecto humano, y a tu singular compañero. Pero te voy a decir esto: incluso in extremis, cuando busqué el olvido en el frío y el silencio eternos de este lejano reino, ¡el hombre, este azote de la Creación, no me ha dejado en paz! El hombre fue quien me creó, y vivió para arrepentirse de su acto, y el hombre fue quien perturbó mi descanso. Así prometo, por el mismo Dios en cuyo nombre tu corrupta especie ha perpetrado incontables enormidades desde los albores de vuestra llamada civilización hasta este maldito día, que el hombre se arrepentirá una vez más: ¡por el hecho de haberme despertado de mi sueño helado!

El cielo ya no era un continuo de gris blanco, ni el mar poseía su invariable verde negro.

Habían alcanzado la orilla del témpano de hielo después de una marcha cuya duración Clive Folliot apenas podía calcular. Agotado como estaba, debilitado por el hambre y la exposición a los elementos, sabía que sólo podía haberse tratado de una cuestión de horas, que habían andado como máximo veinte o treinta kilómetros. Pero bajo el cielo ártico, le parecía que habían recorrido una infinitud de hielo, que habían caminado durante una infinitud de horas. No tenía manera de medir los kilómetros que habían cubierto y su estimación del paso del tiempo se había basado en los períodos alternados de actividad y descanso, de vigilia y de sueño. Ignoraba a qué masa de agua habían llegado, pero suponía que se trataba del Océano Glacial Ártico. Tal vez lograran alcanzar la costa más nórdica del gran continente Eurasiático o de Norteamérica, o tal vez erraran a la deriva por el Atlántico, sin descubrir tierra nunca, hacia su destino fatal.

El sol parecía describir un trazado casi paralelo al horizonte, sin elevarse hasta el cénit ni desaparecer bajo el borde de las distantes llanuras de hielo, sino manteniendo un crepúsculo perpetuo, ya ligeramente más brillante ya casi imperceptiblemente más apagado, pero sin darles nunca el resplandor del pleno día ni la oscuridad total de la noche.

Cuando se acercaron a la orilla, Clive pudo oír el suave chapoteo del agua contra el hielo. Sentía ahora el estómago encogido por la falta de comida. Podían disponer de agua clara con facilidad, pues Chang Guafe derretía el hielo y les proporcionaba agua siempre que lo deseaban, pero no había comida.

Clive desconocía qué necesitaba para alimentarse el ciborg revestido de metal que correteaba por la superficie del hielo y qué necesitaba el monstruo vestido de negro que caminaba con incansable paso pesado junto al humano y al ciborg. Pero sí sabía que él se había ido debilitando con el transcurso del día. Era difícil decir cuánto tiempo podría sobrevivir sólo con agua clara.

Pero, cuando alcanzaron el borde del témpano de hielo y vio el mar verde oscuro extenderse de forma ininterrumpida hacia el horizonte, el corazón de Clive se llenó con una mezcla de alegría y temor sin comparación con nada de lo que había experimentado en sus largos días de la Mazmorra. ¿Estaría simplemente cambiando una muerte por otra? ¿Sería un dilema entre morirse de hambre y ahogarse en lugar de una muerte por congelación en el témpano?

No podía permitir que aquel pensamiento lo obsesionase. Acción, movimiento, era lo que necesitaba. Para bien o para mal, encontraría su destino luchando hasta el final. Rendirse no era una salida aceptable.

Se las arreglaron para construir su barca de hielo tal como Clive había sugerido. El monstruo permaneció taciturno observando y escuchando cómo Clive y Chang discutían los planos. Chang Guafe era un mecánico ideal: poseía no sólo las destrezas necesarias para la tarea sino también un conjunto completo de herramientas, ya en existencia en su cuerpo o susceptibles de creación.

Clive no había estudiado académicamente ingeniería naval, pero de muchacho había manejado una pequeña embarcación, y los dos juntos consiguieron diseñar un caparazón de hielo capaz de cargar con los tres compañeros y de sobrevivir en el mar ártico.

Con los planos de Clive arañados en la lisa superficie del hielo, Chang Guafe excavó el rudimentario cuerpo de su barca, y luego derritió y vació hasta que quedó terminada. Chang Guafe fue capaz incluso de fabricar una vela con una delgada lámina de hielo y de esculpir remos para usarlos en caso de que la vela se derritiera. Fijó un timón a la popa de la barca y la declaró lista para hacerse a la mar.

Clive bautizó el artefacto con el nombre de Victoria en honor a la reina a la que esperaba seguir sirviendo. Embarcaron y empujaron aquel cascarón de nuez a la mar.

Incluso entonces, el asombroso taller de Chang Guafe no dejó de funcionar. Por apremio de Clive, el ciborg se encontró manufacturando una brújula rudimentaria.

—Pero yo puedo percibir las líneas de fuerza magnética del planeta —protestó Chang Guafe—; no necesitamos este artilugio.

Pero Clive rogó:

—No es que no confíe en usted, Chang Guafe. Pero me sentiría más seguro si pudiera mirar la brújula y ver por mí mismo la dirección de nuestro rumbo.

—Como gustes, ser Clive.

Decidieron navegar en un recorrido curvo, describiendo una espiral que iba abriéndose en dirección sudeste desde su punto de partida. Con un rumbo derecho al sur tal vez llegaran antes a tierra que con aquella espiral, pero también podría ser que ello los llevara a un destino fatal. Dedujeron que siguiendo una trayectoria en espiral alcanzarían tarde o temprano la costa norte de algún continente.

«Tarde o temprano —pensó Clive para sí—. Bien, mejor que sea temprano que no tarde, o nuestros cadáveres se verán arrojados a la playa antes de que nuestra embarcación arribe a la costa.»

Sabía que avanzaban a buena marcha, porque ahora el sol ya se hundía bajo el horizonte, proporcionándoles períodos de auténtica noche, y se elevaba alto en el cielo dándoles períodos de auténtica claridad de día. Organizaron guardias, turnándose una y otra vez, para mantener el rumbo de navegación de la Victoria.

Chang Guafe desenrolló un largo filamento, consiguió un cebo para pescar y echó el sedal por la borda, que se arrastró en la estela de la barca. Si conseguían hacer alguna captura todos podrían alimentarse, comiéndose la carne cruda a la exótica manera de los japoneses.

Pensar en los japoneses llevó a Clive a recordar los momentos de su llegada a la Mazmorra y su encuentro, junto con sus compañeros, con un destacamento de la Armada Imperial japonesa. A él y a Horace ya se les había añadido el perruno Finnbogg y la joven Annabelle Leigh, y ésta había sido apresada durante un breve espacio de tiempo por los japoneses.

Annabelle había conseguido huir con la máquina voladora que habían llevado a Q'oorna los mismos seres alienígenas que habían raptado a los soldados, arrebatándolos de su reducto insular en el Océano Pacífico en medio de una guerra ocurrida casi un siglo después de la época de Clive Folliot.

Y Clive la había visto, había visto a Annabelle lanzando destellos con las alas del avión mientras sobrevolaba el casquete polar.

¿O no la había visto? Había avistado la Nakajima 97 y había supuesto que Annabelle pilotaba el aparato. Pero ¿era Annie el piloto? ¿O acaso los soldados imperiales, u otros que a su turno habían requisado el avión, la habían tomado prisionera de nuevo? ¿Y qué le había sucedido a la máquina voladora que había desaparecido en el casquete polar?

Clive y Annie, Chang Guafe y Finnbogg, Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay... ¡Las aventuras que habían compartido, los peligros y triunfos! «Y ahora —se preguntó Clive—, ahora, ¿cuál va a ser nuestro destino? ¡Oh, Dios!» Lanzó una mirada furtiva a Chang Guafe y otra a la inmutable forma pálida del monstruo de Frankenstein.

¿Cuál iba a ser su destino?

Clive despertó con el peso de una enorme mano de un gris cadavérico que lo sacudía por el hombro.

Abrió los ojos y se encontró con la mirada de odio del monstruo de Frankenstein. Aunque aquella horrible creación había reclamado el nombre de su hacedor como suyo propio, Clive se negaba a pensar en él como Frankenstein. Este era el nombre de un filósofo o un científico, un hombre de espíritu noble y aspiraciones elevadas.

Según la narración de la viuda Shelley, Frankenstein había llegado más lejos de lo que esperaba en sus experimentos. Incapaz de hacer frente a su propia creación, había caído presa del miedo y de un impulso cobarde, presa de una debilidad que asaltaría a cualquier hombre en semejante caso, por más bien intencionado que fuera. Frankenstein había sido un hombre débil, quizá, pero no malvado. Su nombre no debía convertirse en un sinónimo de horror y destrucción.

Para Clive, la criatura era ahora y sería siempre simplemente el monstruo.

—Folliot, te estás muriendo —retronó la voz grave del monstruo.

—No, no me estoy muriendo —consiguió responder Clive—. Sólo tengo hambre y frío.

Únicamente habían pescado un pez con el sedal de Chang Guafe. Aquello había sido... ¿cuándo? ¿Dos días atrás? ¿Tres? Se había tratado de un pez pequeño y su carne había proporcionado un ínfimo pero precioso alimento a Folliot, a Chang Guafe y al monstruo de Frankenstein. Chang Guafe había dividido el pescado, repartiendo con escrupulosidad la ansiada comida a los demás. Y habían devorado aquella carne fría como lobos hambrientos. Clive comprendió después que, aunque la escasa colación le había proporcionado algo más de fuerza para sobrevivir, había avivado aún más su debilitador apetito y había aumentado los dolores de su hambre.

Más fácil de solucionar era su necesidad de agua. Chang Guafe había indicado que creía poder destilar el agua del picado mar y convertirla en agua potable, pero, más que arriesgarse a eso, sus compañeros habían preferido cargar bloques de hielo en la barca antes de partir del témpano. Ahora, cuando la sed lo exigía, Chang Guafe cortaba pequeños pedazos para los tres. El hielo, al derretirse despacio en sus bocas, les calmaba la sed.

—Te estás muriendo —salmodió el monstruo a Clive Folliot—. Poco me importa que perezcas, insecto. Pero Chang Guafe desea que sigas existiendo. Y eso por alguna razón inexplicable para mí. Y sólo por él voy a tratar de mantenerte vivo.

—No me estoy muriendo —repitió Clive, furioso. Con gran esfuerzo se puso en pie y comprendió horrorizado que el monstruo estaba en lo cierto. Era demasiado fácil abandonarse a un trance provocado por el frío y el hambre y dejarse resbalar entonces con suavidad de la vida a la muerte, sin apenas notar uno mismo la transición.

El monstruo lo agarró por ambos hombros y lo sacudió con violencia.

—¡No te mueras, Folliot! —bramó. Alzó una maciza mano, pálida como la muerte, y con la palma abierta abofeteó la mejilla de Clive. Y el golpe le dejó la cabeza zumbando. La humillación de verse tratado así por aquella creación subhumana encendió la sangre en su rostro.

—¡Bájeme! —ordenó.

—Puedes sentarte, pero tus ojos permanecerán abiertos y te moverás a menudo, insecto. O te azotaré de tal forma que el bofetón que te acabo de administrar te parecerá la caricia de una amante. —Una sonrisa burlona se extendió a lo ancho del rostro del monstruo, y soltó a Clive.

Éste se desplomó en el fondo de la embarcación. Se levantó para sentarse en uno de los bancos que unían su estrecha manga y se frotó las mejillas con ambas manos. Una brisa viva propulsaba la barca empujándola por la lámina de hielo que hacía de vela. Chang Guafe estaba sentado a popa con un ojo fijo en la rudimentaria brújula que él mismo había fabricado y conduciendo la Victoria con su timón de hielo.

Había parecido una buena idea. Durante un tiempo, Clive había esperado que avistarían tierra al cabo de pocas horas de zarpar... Y, si no era una cuestión de horas, al menos, casi con toda seguridad, se trataría sólo de uno o dos días.

Pero seguían navegando y navegando y en todas direcciones no se divisaban más que aguas negras.

Clive fijó su mirada en un punto del lejano horizonte, un punto que parecía subir y bajar delante de la barca estacionaria; pero sabía que era el propio cabeceo de la barca lo que creaba la ilusión de un horizonte oscilante.

Utilizó aquel punto en el horizonte como un foco para concentrarse y trató de ponerse en un estado mental que le permitiera comunicarse con su amigo George du Maurier, quien estaba a salvo en Londres trabajando como caricaturista y crítico para la revista Punch. Desde su entrada en la Mazmorra había tratado innumerables veces de establecer comunicación mental con Du Maurier. Era irónico y divertido que en Londres, poco antes de partir Clive para su expedición, Du Maurier hubiese expresado su creencia en la posibilidad de la existencia de vida en otros mundos, de la comunicación directa y del establecimiento de lazos mentales invisibles por la mera fuerza de la voluntad, y otras ideas esotéricas semejantes.

Clive Folliot, por el contrario, se había burlado de las teorías de Du Maurier. Folliot siempre se había considerado sensato y materialista, pero las experiencias de los últimos tiempos lo habían convencido de que existían mundos dentro de otros mundos, realidades más allá de las realidades, y de que el escéptico hablaba por su propia cuenta y riesgo cuando se mofaba incluso de la más descabellada de las creencias.

Muchas veces había sentido como si de veras estuviera en comunicación mental con Du Maurier, o al menos como si estuviera a punto de establecer tal contacto. Si podía llegar a comunicarse con el caricaturista, podría pedirle que transmitiera un mensaje al redactor jefe de Clive, Maurice Carstairs del Illustrated Recorder and Dispatch; a su amada, la señorita Annabella Leighton de Plantagenet Court, Londres; a su padre, el barón Tewkesbury; a su superior, el general de brigada Leicester de la Guardia Montada Imperial de Su Majestad.

Como mínimo podría ofrecerles algún consuelo, hacerles saber que al menos hasta el momento había sobrevivido y que algún día, de alguna forma, tal vez consiguiera regresar a Inglaterra. Y quizá, tan sólo quizás, organizaran una expedición a la Mazmorra para rescatarlo a él y a su descendiente Annabelle Leigh de su terrible situación.

—Oh, Du Maurier —susurró medio para sí mismo—, amigo mío, ¿puedes oírme? ¿Hay alguna esperanza de comunicación, de relación entre nosotros, aparte del recuerdo que tengo de ti?

Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas cálidas y se las limpió con una mano ahora blanca de frío y casi congelada, agrietada y despellejada por la exposición a los elementos.

¿Eres tú, Folliot?

Clive se sobresaltó y miró en todas direcciones. Chang Guafe atendía con expresión inmutable la conducción de la barca mientras que el monstruo vestido de negro observaba con una mirada feroz en sus ojos bordeados de rojo. Nadie parecía haber hablado.

¿Du Maurier?

¡Sí, Clive Folliot, soy jo! ¿Dónde estás? ¿Cómo has conseguido establecer contacto conmigo?

¡Voy a la deriva por el Océano Ártico, acompañado por dos seres que nunca llegarías a imaginar!

¿Y has establecido comunicación conmigo sin ayuda física o mecánica?

Utilizando sólo mi mente, Du Maurier.

Clive percibió en su cerebro la sombra espectral de una sonrisa.

Siempre has estado en lo cierto, Du Maurier. Pero comunicarme contigo por fin, después de tantos años, de tantos intentos...

No es ésta la primera vez que te pones en contacto conmigo, Folliot. ¿No eras consciente de ello cuando lo conseguiste otras veces?

Creí que estábamos muy cerca, Du Maurier. Muchas veces me lo pareció. Podía percibir tu presencia, sentir la energía de tu mente luchando por llegar a la mía. Siempre intenté responderte. ¿Lo conseguí? ¿Sentiste el contacto de mi mente en la tuya?

Más que eso, amigo mío, repuso Du Maurier. Me has esbozado muchos de los paisajes y de las extrañas criaturas con que has tropezado en tus hazañas, y esos esbozos me han llegado aquí, en Londres.

Pero... yo nunca te envié papel alguno, Du Maurier. ¿Cómo han podido llegarte mis dibujos?

Como imágenes mentales, Folliot. Quizá porque yo mismo he trabajado como dibujante, quedé asombrado ante tus apuntes. No había recibido ningún mensaje tuyo. Y por más que yo intenté enviarte mensajes a ti, no tuve indicios de haberlo logrado.

No. No, querido amigo mío, yo nunca supe si había conseguido o no comunicarme contigo. A veces tuve vagas sensaciones, sugestiones indefinidas de la compañía de alguien. Sólo la fe en ti me ha mantenido, Du Maurier.

La fe. ¡Qué raro oírte hablar así, amigo mío! La fe mueve montañas, Folliot, ¿no?

Clive se interrumpió para ordenar sus pensamientos, pero sin dejar de esforzarse por mantener el contacto que había establecido entre él y Du Maurier.

La voz silenciosa de Du Maurier reemprendió la conversación.

¡Qué consuelo para mí, después de todos esos años, Folliot, saber esto! ¡Qué gran consuelo para un hombre moribundo!

¿Moribundo? La palabra fulminó a Clive como un rayo.

Muriendo en paz, Folliot. Soy un anciano que ahora yace en su lecho de muerte. Me pregunto si será esto lo que ha ayudado a establecer nuestra comunicación. Quizá mi mente, al prepararse para separarse para siempre de la carne, ha sido capaz de atravesar las dimensiones y enlazarse con la tuya. 0 quizá sea la obra de la doctora Mesmer lo que ha triunfado. Debo llamarla, debo decirle que venga a mi lado mientras aún tenga aliento para ello.

No comprendo, Du Maurier. Tú no eres un anciano. Cuando partí de Londres... ¿Recuerdas aquella última noche en tu club, después del estreno de Cox and Box? ¿Cómo charlaste conmigo y con la señorita Leighton? ¿Y nuestro encuentro con Carstairs, del Recorder and Dispatch?

Lo recuerdo muy bien, Folliot. Sí, en efecto, recuerdo aquella noche con absoluta nitidez.

Pero tú eras un hombre de mediana edad, Du Maurier.

Tenía cincuenta años.

Y eso ocurrió hace tan sólo algunos meses. ¿Por qué te llamas anciano?

¿Meses? ¡Meses! De nuevo la risa sonó en perfecto silencio. Aquello fue en mil ochocientos sesenta y ocho, Folliot.

Así es.

Y ahora estamos en mil ochocientos noventa y seis. Has estado fuera veintiocho años.

Una mano fría y húmeda del monstruo agarró a Clive por la nuca; la otra lo agarró por una pierna. Clive se sintió levantado en el aire. Ante sus ojos apareció un torbellino de oscuridad, el manchón borroso de la cara cadavérica del rostro de la criatura y de sus atavíos de luto, de puntos de luz estelar centelleando en el bruñido metal que recubría gran parte del cuerpo de Chang Guafe.

—¡Alto! ¿Qué hace usted?

Clive se vio suspendido por encima de las negras aguas. Un viento helado le azotó el cuerpo, que su inapropiada indumentaria protegía muy poco del frío. Una leve rociada de espuma salada y fría le salpicó la piel.

—¿Vives, insecto?

El monstruo lo lanzó en vilo al aire como un padre festivo lanzaría a un bebé chillando de alegría. Pero para Clive fue una sensación terrorífica y, cuando el monstruo lo recogió de nuevo, se aferró con desesperación al grueso tejido negro de su manga.

—¡Vivo, vivo! ¡Vuélvame a dejar en la barca!

—Te lo advertí, despreciable criatura. —Los ojos del monstruo refulgieron de odio, y la escasa luz que reflejaron procedía de las estrellas que punteaban el cielo negro que los envolvía.

—Me advirtió usted que debía vivir, ¡y estoy vivo!

El monstruo lo echó desdeñosamente de nuevo a su asiento.

—¿Qué dices, Chang Guafe? —Volvió su poderosa figura hacia el impasible ciborg—. ¿Daba algún signo de vida, este insecto?

La voz mecánica del ciborg chirrió:

—No, Frankenstein. Parecía más muerto que nada que haya visto nunca. Más muerto que tú —añadió Chang Guafe, sarcástico.

El monstruo soltó una carcajada, un horrible sonido que ponía los nervios de punta.

—Son ustedes estúpidos, los dos —acusó Clive—. Estaba en comunicación con George du Maurier. Es un amigo mío de Inglaterra, y había conseguido establecer contacto mental con él.

—A mí me pareciste muerto —refunfuñó el monstruo.

—Podría haber enviado una expedición para rescatarnos.

Interesado, Chang Guafe alzó su rostro revestido de metal.

—¿Enviar una expedición desde dónde?

—¡Desde Inglaterra!

—¿Para dónde?

—Para encontrarnos aquí, en el océano.

—¿Estás seguro de que ya no nos hallamos en la Mazmorra? —inquirió Chang Guafe—. ¿Sabría él cómo llegar a la Mazmorra?

—Lo ignoro. Tal vez por el Sudd.

—Y esta expedición, ¿crees que conseguiría seguir nuestra pista a través de los nueve niveles de la Mazmorra y rescatarnos?

—Le dije antes que estoy convencido de que hemos regresado a la Tierra. Estoy completamente convencido —aseveró Clive—. Creí que usted había aceptado mi razonamiento.

—Explícamelo de nuevo, ser Clive. ¿Dices que has hablado por medio de la mente con la mente de tu amigo?

—Sí.

—Si esto es cierto, cualquier otra cosa también puede serlo. Sin embargo, ser Folliot, ¿en qué prueba basas la afirmación de que nos hallamos en la Tierra?

—¡En esta evidencia! —Se levantó de su sitio y señaló con el índice al monstruo. En la tenue luz de las lejanas estrellas, pudo ver su propia piel pálida y la piel más pálida del monstruo—. Comprendo ahora que el relato de la señora Shelley no era una mera novela, no era una fantasía. Era una verdad absoluta, arreglada con los adornos de la ficción para hacerla aceptable a un mundo escéptico que, de otra forma, se habría retraído de horror por los hechos expuestos ante sus ojos colectivos.

—¿Y?

—Al final del relato de la señora Shelley, el monstruo, ¡este monstruo!, persigue a su creador por los témpanos de hielo de la región ártica. Lo que fue de aquella alma torturada, de aquel fantástico experimentador, no lo sabemos. Quizás un día lleguemos a descubrirlo, quizá la respuesta continúe siendo un misterio para siempre. Eso queda por resolver.

Se volvió en redondo y señaló de nuevo con el dedo extendido.

—Pero el monstruo permaneció en aquel reino polar, atrapado y congelado en el mismo hielo que constituye el casquete de nuestro planeta. Allí fue donde lo encontramos. Por consiguiente, no nos hallamos en el noveno nivel de la Mazmorra, sino que, de alguna forma, hemos regresado a la Tierra.

Hizo una pausa de una fracción de segundo.

—O eso, ¡o nos vemos obligados a concluir que la misma Tierra es el noveno nivel de la Mazmorra!

Chang Guafe alargó un pedúnculo extensible hacia el monstruo y otro hacia Clive.

—Muy bien, Frankenstein, ¿qué piensas al respecto? ¿Qué fue de tu creador? ¿Y qué sabes de la Mazmorra y de sus supuestos Señores enfrentados entre sí?

El monstruo no respondió. Quizás hubiera respondido, pensó Clive, de no ser porque un sonido crepitante, chisporroteante, interrumpió su conversación y atrajo la atención de los tres hacia el cielo.

Allí Clive volvió a ver un espectáculo que había visto por primera vez en la Tierra, en el cielo de la costa oriental de África. En aquella ocasión él se había hallado también en el mar, de camino entre la isla de Zanzíbar a la tierra del misterioso continente, en busca de su hermano gemelo mayor perdido, ignorante de la misma existencia de la Mazmorra, del negro mundo conocido como Q'oorna, de los niveles y capas de realidad que yacían ocultas tras el velo del Sudd.

Muchas veces había visto aquel signo: en el firmamento de la Tierra y de Q'oorna, en la empuñadura azul oscuro de revólver plateado de Horace Hamilton Smythe, en la arquitectura de antiguas ciudades abovedadas en mundos cuya misma existencia nunca hubiera imaginado. Y, cada vez que lo había visto, terribles acontecimientos se habían desencadenado. Ahora lo veía sobre el negro océano ártico de la Tierra.

La arremolinada, hipnotizadora, espiral de estrellas.

Y, como si procediese de aquella espiral de estrellas, se oía ahora también un singular zumbido que recordó a Clive el castillo de fuegos artificiales del Día de Guy Fawkes de su infancia. Pero, de forma más siniestra, le sugirió también la crepitante y chisporroteante combustión de una mecha, o de un reguero de pólvora, conectada a un barril de pólvora negra listo para estallar y reventar todo lo que estuviera a su alcance y enviarlo al otro mundo.

Clive estaba paralizado, y sólo era vagamente consciente de que sus dos compañeros inhumanos estaban haciendo lo mismo que él: escudriñar el cielo en busca del origen del zumbido.

Las estrellas giratorias abarcaban una sección de negrura mucho más intensa que el cielo polar normal que envolvía la espiral. Y en el centro de aquella negrura apareció entonces la más diminuta y tenue de las ascuas, un ascua que creció en brillo y tamaño hasta que se hizo evidente que se trataba de una casi circular figura de luz.

La luz se agrandó e intensificó su resplandor hasta que Clive comprendió que el cambio de tamaño y brillo era una mera ilusión. No crecía: simplemente parecía crecer.

¡Se aproximaba!

¡Descendía hacia su barca!

Se precipitaba en una pendiente en espiral, como un ferrocarril de numerosos coches siguiendo el largo recorrido de una vía que rodease una montaña cónica, desde el pico hasta su pie. Hacia abajo serpenteaba el tren, chisporroteando y centelleando en su vertiginoso descenso.

—¡Yo he visto este tren antes! ¡Lo he visto en la Mazmorra! Chang Guafe, no recuerdo... ¿Se había unido usted ya a nuestro grupo cuando nos topamos con el tren?

—Nunca vi nada semejante —chirrió el ciborg.

—Es un ferrocarril distinto de los demás, Chang Guafe, un ferrocarril que viaja entre mundos, que recoge pasajeros de todos los tiempos y todos los espacios, que se mueve entre los mundos normales y la Mazmorra.

—Yo sí he visto ferrocarriles —retronó la voz del monstruo.

—¡Pero no como éste! —replicó Clive. Su agitación no tenía límites. Si subían a aquel tren, era imposible decir adonde podrían llegar: a los otros niveles de la Mazmorra, a las antiguas Roma o Grecia, o al Egipto faraónico, a la lejana Cathay donde una vez había viajado Horace Hamilton Smythe; quizás al mundo de los Finnbogg o incluso al planeta donde Chang Guafe había nacido.

—¡Aquí! —gritó Clive. Cogió un remo de hielo y lo agitó por encima de su cabeza, deseando tener una bandera o un pedazo de tela brillante, o mejor incluso una antorcha encendida, con que atraer la atención del tren y de sus tripulantes.

Pero no había necesidad de aquello. El tren continuaba bajando y bajando en espiral, sin dejar de girar ni un instante por encima de las cabezas de los tres compañeros de singular diversidad.

Cuando los bajos de los vagones se hallaron tan sólo unos pocos metros por encima de la superficie del negro océano, las mismas aguas del Ártico burbujearon e hirvieron, enviando nubes de vapor al aire de la noche, que fueron a recibir los vagones giratorios.

Por fin el tren se posó en la superficie del mar. El calor que provocó su paso por la atmósfera de la Tierra se transmitió a la misma agua, evaporando miles de litros y calentando la zona alrededor de los vagones de tal forma que la embarcación de hielo que Chang Guafe había esculpido del témpano ártico, ya peligrosamente delgada y porosa de tantos días y noches de flotar, se desintegró sin esperanza en un vasto desparramamiento de partículas heladas que, en un abrir y cerrar de ojos, se derritieron y desaparecieron.

Clive Folliot echó a nadar hacia el más cercano de los vagones del tren. Tras él pudo oír las torpes pero potentes brazadas del monstruo que emulaba su acción.

Pero la chirriante voz de Chang Guafe emitió un único y desesperado grito seguido de un gorgoteo fatal.

Clive Folliot se volvió para ver qué había sido del ciborg alienígena, pero sólo captó un último destello metálico de Chang Guafe en el instante en que éste desaparecía bajo la superficie, seguido de un gran encadenamiento de burbujas. Las aguas negras se cerraron por encima del ciborg y volvieron a la calma.

«No ha podido nadar —pensó Clive—. Su cuerpo era básicamente de metal. ¡Pesaba tanto que no ha podido mantenerse a flote!»

En el costado del tren se veía una fila ininterrumpida de ventanas que resplandecían con las luces del interior de los vagones. Mientras Clive nadaba por las aguas, frías una vez más, escudriñaba el interior de los coches del tren. Vio uno que estaba lleno de sofás y butacas en donde, sentados con gran comodidad, unos pasajeros fumaban opio en pipas de largo caño. En la Mazmorra se había tropezado con fumadores de opio, hombres y mujeres racionales y criaturas inhumanas, que habían buscado la paz y la felicidad en el reino de los sueños provocados por el humo.

Existencia feliz la suya, pero que no era para Clive. No podía abandonarse a una existencia de ocio, por más agradable que fuera. En Inglaterra y en remotos puestos militares avanzados, había conocido a hombres que se habían dado a la bebida, a hombres que se pasaban los días y las noches en compañía de otros ociosos, realizando poco o nada. ¡Los fumadores de la Mazmorra no eran mejores que ésos!

Clive había empezado su larga odisea en busca de su hermano. Había conocido a otros y su sentido de la responsabilidad había madurado. No podía abandonar a Annabelle o a Horace, a Sidi Bombay o a Finnbogg, o a Chang Guafe... porque no podía creer tampoco que el ciborg estuviera muerto. En algún lugar bajo él, enterrado en las profundidades del agua helada, Clive sentía que Chang Guafe vivía aún. ¡Volvería a tener noticias suyas!

Y había otros personajes de la Mazmorra respecto a los cuales se sentía menos seguro. Estaba Tomás, el marinero español. La misma Annie afirmaba haber hallado pruebas de que Tomás era un pariente lejano de los Folliot. Estaba el americano Philo B. Goode, y los dos socios suyos, Amos Ransome y Lorena Ransome, que en distintas ocasiones habían afirmado ser hermanos o marido y mujer. Estaba el barón Samedi.

Y el hermano de Clive, Neville, y su padre, el barón Tewkesbury... o los dobles del hermano y del padre de Clive. Hasta que hubiera descubierto su auténtica identidad, no sabría si podía dejar la Mazmorra de una vez por todas. Porque, si eran impostores, por lo que a Clive respectaba ¡que se quedasen para siempre en la Mazmorra y se pudriesen allí! Pero, si eran los auténticos..., si eran los auténticos, no podía abandonarlos. No: por más frío y poco cariñoso que hubiera sido el barón Tewkesbury para con Clive, por más que lo hubiese culpado de la muerte de su amada baronesa, y por más arrogante y desdeñoso que hubiera podido ser en su infancia el fanfarrón de Neville, y pudiera serlo aún ahora, Clive no podía abandonarlos en el eterno Gehena de la Mazmorra.

Nadó hacia el siguiente vagón. El agua que la llegada energética del tren había calentado hasta casi la temperatura de ebullición se enfriaba tan rápidamente como se había calentado, y un frío mortal penetraba en los mismos huesos de Clive. Sabía que no podría permanecer en el agua mucho tiempo más. Una cuestión de minutos, como máximo, y luego se hundiría hasta el fondo del mar. Y, a diferencia de Chang Guafe, sabía que no podría sobrevivir allí.

Aún podía oír al monstruo, que chapoteaba por las saladas aguas tras él. La criatura distaba mucho de ser un buen nadador, pero Clive confiaba en que llegaría sano y salvo al tren y conseguiría trepar a él.

Por lo que respectaba a Chang Guafe, ahora no había nada que pudiera hacer por él. Conocía a Chang Guafe y sabía que hallaría un modo de sobrevivir en el fondo del mar, que al final lograría encontrar el camino hacia tierra firme y que luego proseguiría con sus asuntos.

Pero por el momento...

Clive trepó agarrándose en la barandilla que, en cada vagón del tren, bajaba paralela a una corta escalera metálica. Miró hacia atrás por encima del hombro y vio que el monstruo de Frankenstein había dado media vuelta en el agua. Parecía comprender bien poco lo que estaba haciendo. Y ahora se alejaba braceando con gran torpeza.

Mientras Clive lo observaba, el monstruo alcanzó un vagón alejado del suyo. El convoy se había detenido formando un círculo, como la legendaria serpiente de los escandinavos que se muerde la cola, de modo que, cualquiera que fuese la dirección que hubiese tomado el monstruo chapoteante, siempre habría ido a parar al tren. El monstruo levantó con dificultades una mano de un gris cadavérico del agua y consiguió agarrarse a la barandilla más cercana. Y, con la asombrosa fuerza de sus enormes músculos, la criatura se levantó a peso del mar y se aferró al costado del coche.

Palpó en el coche hasta encontrar la manecilla de la puerta, la abrió y desapareció en el interior.

Clive Folliot estaba ya preparado para hacer lo mismo, pero cuando se puso a la tarea casi se vio expelido de su posición, pues el tren acababa de arrancar.

El tren adquirió velocidad con vertiginosa rapidez, describiendo su trayectoria circular en la superficie del Océano Ártico. Luego, con un súbito cambio de dirección, la locomotora enderezó su curso. Los vagones del convoy fueron arrastrados hasta quedar en un perfecto alineamiento y el tren aceleró desbocadamente, levantando a cada lado muros de agua hirviente y espumante más altos que un obelisco.

Entonces la cabeza del ferrocarril despegó del agua y los demás vagones siguieron su ejemplo, perdiendo su contacto con el mar. El tren se inclinó hacia arriba, empinándose cada vez más, hasta que Clive comprendió que apenas conseguiría mantenerse sujeto en la barandilla unos pocos segundos más. Tiró de la puerta del vagón para abrirla, trepó hacia el interior del vagón y cerró la puerta tras de sí.

Se volvió para ver en qué clase de mundo había entrado y el impacto de la sorpresa lo hizo vacilar.

Aquello no era ni una orgía romana, ni una reunión de pieles rojas ni un pico de las montañas del Himalaya ni un barco del Misisipí ni un serrallo turco. Ni tampoco era un mundo de paisajes exóticos y habitantes extraterrestres, porque Clive sabía ahora que la Tierra era sólo uno del enorme, casi infinito, número de planetas habitables y habitados.

El interior del vagón estaba revestido con paneles oscuros, quizá de haya teñida con un tono oscuro o de la aún más oscura caoba. El techo era tan alto que casi se perdía en la penumbra, a pesar de lo cual pudo ver que estaba decorado con fiorituras y frontones. Unos altos ventanales empezaban muy cerca del suelo y subían hasta casi el mismo techo, pero a través de ellos entraba tan poca luz, debido a las gruesas cortinas que los tapaban, que Clive ignoraba si al otro lado de los cristales estrechamente ajustados era de día o de noche.

Las paredes de la estancia estaban recubiertas de estanterías abarrotadas de libros. Junto a una ventana encortinada se hallaba un macizo escritorio de una madera tan oscura que casi parecía negra, con adornos de latón reluciente en los cajones. La parte superior del escritorio estaba repleta de hojas de papel, la mayoría de ellas escritas con una caligrafía pulcra y cuidada y otras que mostraban esbozos trazados con mano diestra. Varias plumas se hallaban desparramadas sobre los documentos.

La única iluminación de la sala la proporcionaba un quinqué, con la mecha tan baja que la llama dorada proyectaba sombras altas y fluctuantes en los lugares que no quedaban en la penumbra, y arrancaba reflejos arrebolados de los objetos de metal que había encima del pesado escritorio.

Clive volvió la vista del escritorio. Apoyada en la pared opuesta, bajo una gran lona oscura sujeta a un marco con adornos dorados, se alzaba una enorme cama con dosel, muy diferente, por cierto, de los lechos en que Clive había dormido desde su llegada a la Mazmorra: un exiguo catre, un montón de harapos hediondos, la alta y frondosa horquilla en las ramas de un árbol... Cualquier lugar que el destino le hubiese deparado y en cualquier ocasión que se hubiese presentado para descansar, allí había descansado. También había dormido en algunas camas cómodas. La mayoría las había ocupado solo. Otras... El recuerdo de una piel pálida, unos ojos esmeralda y un pelo exótico de color verde le vino a la memoria. Con un parpadeo, Clive apartó de sí la evocación y los ojos le escocieron con súbitas lágrimas. Devolvió de nuevo su conciencia al momento presente.

La figura de un anciano yacía recostada en la cama. Finos mechones de pelo canoso le coronaban la cabeza casi calva. Anchas patillas del mismo color le enmarcaban las mejillas, de una sequedad apergaminada y pálida. Aquel espectro de muerte, vestido con una camisa de dormir blanca, alzó un brazo y señaló a Clive con un dedo tembloroso.

—¡Es él! —Su voz fue débil y entrecortada, pero las palabras se entendieron con claridad. El anciano volvió su delgado rostro hacia un lado y repitió—: ¡Es él!

Clive siguió la dirección de la mirada del anciano. Por primera vez se percató de la segunda figura que se hallaba en la habitación: se trataba de una mujer alta y esbelta, envuelta en un vestido negro que empezaba en el cuello y acababa en los zapatos. Al estudiarla, Clive advirtió que su pelo, aunque recogido con severidad en un moño en la nuca, era largo y abundante, y de un moreno lustroso que brillaba en la pálida claridad del quinqué como los objetos de latón del escritorio. Su silueta, aunque delgada, era elegante, y en otras circunstancias quizás hubiera demostrado ser incluso voluptuosa.

El vestido, vio Clive ahora, no era todo negro, sino que estaba adornado con paños de un púrpura cuyo tono se aproximaba al fucsia.

Y el rostro... ¡Pocas veces había contemplado un rostro tan irresistible, tan exótico y sin embargo tan humano! Tal vez (y su mente evocó las innumerables mujeres que había conocido en la Tierra y en la Mazmorra), tal vez sólo la impresionante belleza exótica de 'Nrrc'kth pudiera compararse a aquella mujer.

—Cálmese, señor Du Maurier. Lo veo. Pero ¿quién es? —Su voz fue fría, suave, con un tono grave de contralto que transmitió sus vibraciones al mismo corazón de Clive.

—Es Clive Folliot... ¡o su hijo, porque parece ser veinte años más joven de lo que Clive debería ser!

—Sí, soy Clive Folliot, señor. Pero, lo siento, yo no recuerdo su nombre, señor.

—Soy tu amigo Du Maurier, Georgc du Maurier. Tienes que conocerme, Folliot.

Clive dio unos pocos pasos vacilantes por la habitación. Había tenido la ligera esperanza de que la helada agua salada se hubiese escurrido de sus empapadas ropas, pero se contempló a sí mismo y advirtió que estaba completamente seco. Y, en lugar de los harapos raídos que había vestido en los últimos días en la improvisada embarcación de hielo construida por Chang Guafe, iba ataviado con un adecuado uniforme del Quinto Regimiento de la Guardia Montada Imperial de Su Majestad: guerrera escarlata, adornos de latón reluciente, pantalones azul oscuro engalanados con tisú de oro y botas de piel lustrosa.

Escrutó el rostro del anciano. Sí, era George du Maurier. Pero éste era un George du Maurier en quien el paso del tiempo, y posiblemente otros factores de los cuales Clive Folliot sabía muy poco o nada, habían hecho estragos. El George du Maurier que Clive había visto por última vez en Londres era un hombre vigoroso de cincuenta años, un caricaturista de talento, un músico aficionado bastante bueno, un estudioso de las ciencias ocultas y esotéricas y un aspirante a novelista.

Aquella criatura, aquel lamentable espécimen que yacía recostado en la almohada, cuidado y atendido como si de un niño se tratara, aquel anciano decrépito apenas podía ser su amigo Du Maurier.

—¿En qué año dijiste que estábamos, Du Maurier?

—Estamos en el año cincuenta y siete del feliz reinado de Su Graciosa Majestad y en el mil ochocientos noventa y seis de Nuestro Señor.

—¡Mil ochocientos noventa y seis!

—¿No te lo había dicho?

—¿Cuándo?

—La última vez que hablamos. Al parecer navegabas en una extraña embarcación, en compañía de dos seres aún más extraños.

—Sí —reconoció Clive con voz casi inaudible. Sintió que la cabeza le daba vueltas—. Sí, lo recuerdo. Pero creí que se trataba de una alucinación, una fantasía de la imaginación, un delirio.

—No fue nada de eso, Folliot. Fue real.

—Y esto, ¿es real? —preguntó abarcando con un gesto la habitación y sus ocupantes—. Esta mujer, ¿es real?

—En mi lecho de muerte, me olvido de mis modales, Folliot. Doctora, permita que le presente al comandante Clive Folliot, del Quinto Regimiento de la Guardia Montada Imperial de Su Majestad y uno de mis viejos amigos más queridos. Folliot, permite que te presente a la señora Clarissa Mesmer, bisnieta del famoso doctor Antón Mesmer. Y doctora por propio derecho, debo añadir.

—Comandante. —Ella le ofreció su mano desenguantada.

—Señora Mesmer. —Clive le tomó la mano y se inclinó hacia ella. Su piel era lisa y suave, fría en el primer momento de contacto, pero pasado este momento revelaba una calidez que hizo que Clive levantara sus ojos hacia los de ella—. ¿Es señora, entonces? ¿Está usted casada?

Ella retiró la mano.

—He tomado el tratamiento para evitar murmuraciones... y las poco agradables insinuaciones de los varones agresivos.

Clive aspiró una gran bocanada de aire. Había un detectable (y excitante) aroma en la atmósfera que envolvía a la señora Mesmer.

La mujer prosiguió:

—El señor Du Maurier me ha hablado de usted a menudo, comandante. En realidad, podría decirse que me hallo junto a su lecho de muerte a petición suya, pero por cuenta de usted.

Hablaba con un acento que no lograba identificar. Clive trató de situarlo: ¿alemán, húngaro? Había oído hablar de Antón Mesmer, y lo tenía en poca consideración. Mesmer había sido alemán, y había estudiado y trabajado la mayor parte de su vida en Austria. Pero había misterios en su vida, períodos desconocidos para la historia. ¿Dónde había pasado esos años?

—Eres el mujeriego de siempre, Folliot. —El débil Du Maurier consiguió esbozar una leve sonrisa—. ¿Te comió la lengua el gato?

—Ambos habláis de lecho de muerte —dijo bruscamente Clive—. ¿No hay esperanzas para tu recuperación, Du Maurier, no hay nada que se pueda hacer?

El anciano se incorporó apoyándose en la almohada. La señora Mesmer le tomó su brazo marcado por la edad y lo ayudó. Du Maurier contestó:

—Las sanguijuelas se han cebado conmigo, Folliot. Por ahora ya he enriquecido a media Harley Street y la otra mitad vendría jadeando a mi puerta si se lo permitiese, todos a fisgonear y a recetar y a llevarse mi dinero; pero ya he tenido bastante de los de esta especie. Bastante y demasiado. Me estoy muriendo, pero no le temo a la muerte. ¡No! La muerte es el último de los grandes misterios de la vida. Más grande que encontrar las fuentes del Nilo, más grande que explorar el centro del átomo, más grande incluso que viajar a Marte o a Júpiter o a los planetas de otra estrella. Y estoy impaciente por desentrañar este misterio definitivo.

Se recostó de nuevo en la almohada para recuperar el aliento, para reunir sus fuerzas.

—Ya debería haberme ido, Folliot —dijo al cabo, irguiéndose otra vez—, pero quería verte una vez más antes de partir. Y la señora Mesmer me ha ayudado a salvar la última barrera para conseguir una comunicación física perfecta. Comunicación, y más, porque ¿no estás tú aquí, no has sido atraído hasta aquí a través de las distancias del espacio, de las páginas del tiempo y de los insondables pliegues de las dimensiones? ¡Éste es mi triunfo, Folliot!

El anciano se recostó de nuevo en la almohada con los párpados caídos y su mandíbula casi desdentada colgando.

—¿Está...? ¿Ha...? —Clive se inclinó hacia adelante para mirar por debajo de las colgaduras del dosel de la cama.

—No. Todavía vive. —La señora Mesmer había puesto un dedo en la muñeca del anciano y cuando el pulso se hizo claro para ella asintió—. Todavía le quedan algunas fuerzas. Se acerca ya a su fin, pero el acontecimiento aún no es inminente.

Clive miró a su alrededor, buscó una silla y la acercó a la cama de Du Maurier. Y dijo a madame Mesmer:

—¿Desea...?

Ella negó con la cabeza y se retiró un poco. Clive se sentó. La señora Mesmer se había quedado lo suficientemente cerca para seguir la conversación.

Miró a Clive con las cejas arqueadas inquisitivamente.

—¿De veras ha sido usted atraído aquí desde lejos?

—Desde el mar polar, señora. Y parece que he recibido además un cuidado acicalamiento y un completo cambio de vestimenta.

—Un interesante epifenómeno. Pero más importante: ¿dice usted que ha sido atraído aquí desde otra época también?

—Salí de Londres en mil ochocientos sesenta y ocho. He estado viajando, a Zanzíbar, luego a Ecuatoria, en el África continental, y de allí a otros lugares cuya posición no puedo siquiera describir.

—¿Y estuvo mucho tiempo fuera, comandante Folliot?

—Du Maurier afirma que veintiocho años.

—Pero usted parece muy joven para haber estado tanto tiempo fuera.

—Á mí me parecía que sólo se trataba de... no estoy seguro, pero creería que sólo algunos meses. A lo sumo, unos pocos años. Dos o tres. Cuatro como máximo.

—Con toda seguridad, veintiocho no.

—No, imposible.

La señora Mesmer se cogió las manos en la espalda y se paseó por la habitación como un hombre. Al rato volvió junto a la cama de Du Maurier, se inclinó solícita para observar al hombre y luego se irguió de nuevo.

—Duerme. Sus fuerzas tienen un límite. Pero el final, aunque se le acerca a marchas precipitadas, aún no está aquí.

Se volvió hacia Clive.

—Supongo que se hará preguntas acerca de mi papel en este pequeño drama, comandante.

—¡En efecto!

—Tal vez haya oído hablar usted de mi ilustre antepasado, el gran Franz Antón Mesmer.

—He oído hablar del gran charlatán Antón Mesmer. Usted me dispensará si le hablo con franqueza. Pero creo más honesto decir las cosas por su nombre, incluso al precio de ofender a quien no tengo deseos de ofender, que intentar disimular la verdad.

Sus hermosas mejillas adquirieron un color rojo encendido, y la llama del quinqué pareció centellear un breve instante en su reflejo. Sus ojos eran muy oscuros. Quizás, en la pálida iluminación de la habitación del enfermo, las pupilas se habían abierto, dándoles un aspecto más oscuro del que tenían de forma habitual.

—Mi antepasado, comandante, fue calumniado y difamado por los envidiosos y los ignorantes. Pero sus teorías sobre el magnetismo animal y las investigaciones sobre su control (lo que se ha conocido con el nombre de mesmerismo) nunca han sido discutidas. Ni una sola vez. Al contrario, investigadores de todos los continentes han imitado los trabajos de Antón Mesmer, y los resultados han confirmado sus teorías, sin excepción. ¡Llegará un día en que será reconocido como una de las grandes figuras de la historia!

—No tengo deseos de discutir, señora. Quizá sería usted tan amable de volver al tema en cuestión.

—El tema en cuestión, comandante, es que la diferencia en el tiempo tal como lo experimentó el señor Du Maurier y tal como lo experimentó usted mismo responde a varias explicaciones. Una es que usted vivió en efecto sólo unos pocos años mientras que el señor Du Maurier vivió veintiocho. Esta otra realidad que usted experimentó, esta... Mazmorra, puede existir en paralelo con la Tierra. En tal caso...

Ella había reiniciado su inquieto pasearse de un lado para otro, con las manos cogidas como antes en la región lumbar. Cuando pasó entre Clive y el quinqué, él no pudo evitar percatarse del parpadeo de la luz en su exuberante pecho. Clive ahogó un brusco suspiro y se concentró en las palabras de la señora Mesmer.

—En tal caso —repitió—, el mil ochocientos setenta de usted, digamos la Mazmorra de mil ochocientos setenta, existe junto a la Tierra de mil ochocientos setenta. Usted sólo vivió, digamos, dos años. Llegó usted al año 1870, momento en que se vio arrebatado por la fuerza psíquica de George du Maurier y transportado a veintiséis años de su futuro. El futuro de usted. Nuestro presente. El año mil ochocientos noventa y seis.

—Una bonita fantasía —comentó Clive. Se levantó de su silla y permaneció en pie frente a la mujer—. Un viaje a través del tiempo. Así uno podría viajar para ir a contemplar la construcción de las pirámides, la separación de las aguas del mar Rojo, el desembarco en el monte Ararat, incluso la crucifixión del Salvador...

—...o podría viajar en la dirección opuesta y observar la lenta evolución de nuestros descendientes, al menos según las teorías de Darwin y Wallace. La disminución de la velocidad de rotación de la Tierra, el desvanecimiento del brillo del sol basta quedar convertido en un apagado disco rojo... —Había recogido el discurso de Clive a medio paso y lo había continuado sin alterar el ritmo de su andar.

—Pero usted ha dicho que había más de una explicación —observó Clive, retomando de nuevo el hilo. Había avanzado hasta la señora Mesmer y ahora se hallaba ante ella; advirtió que la estatura poco corriente de la mujer, en contraste con sus propias dimensiones medianas, colocaba sus rostros al mismo nivel. La calidez que la luz de la lámpara transmitía a su piel olivácea y a sus grandes ojos negros hizo que su propio pulso le sonara estruendoso en los oídos.

—Supongamos —respondió ella sonriendo— que la velocidad a que transcurre el tiempo no es ni absoluta ni universal. Supongamos que el paso del tiempo fluye más rápidamente en una parte de la Creación que en otra.

—Absurdo —replicó Clive frunciendo el entrecejo.

—Pero una corriente de agua puede fluir con mucha rapidez en una zona en que descienda por una pendiente inclinada o caiga de un desnivel. ¿Llegó a ver las grandes cataratas del África Oriental?

—Sí, señora.

—¡Entonces! Y sin embargo la misma corriente puede disminuir su velocidad cuando atraviesa lentamente una llanura. Puede detenerse para formar un lago. Puede incluso, en el caso de una marea en un estuario, vacilar en el mismo borde del mar, avanzando con timidez cuando la marea sube, volviendo a visitarlo cuando la marea baja.

—Un conjunto de imágenes preciosas, señora. La felicito por sus dotes poéticas. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la Mazmorra? ¿Y con Du Maurier y conmigo?

—Sólo estaba esbozando una comparación, comandante Folliot —le explicó sonriendo.

—El tiempo no es agua, ni su flujo es el flujo de un río. No hay rápidos en el tiempo, ni cataratas ni lagos, ni mareas. Sus imágenes son muy bellas, pero en definitiva son falsas. Total y absolutamente falsas.

Clive iba a levantar sus manos hacia los hombros de ella, pero una mirada de sus grandes ojos y un arqueamiento en las comisuras de sus labios lo disuadieron. Se volvió y permaneció de espaldas a ella, cogiéndose los codos con las manos, contemplando absorto la pálida figura recostada en la almohada.

—Dejemos a un lado sus teorías acerca del tiempo. Lo que importa es esto: durante todo el tiempo en que he estado viajando por la Mazmorra (y sus niveles y regiones, y sus moradores y sus peligros están mucho más allá del poder de las palabras para expresarlos o de la imaginación para describirlos), he intentado en varias ocasiones comunicarme con George du Maurier.

Tomó la frágil y arrugada mano que yacía en la colcha y sostuvo con tristeza aquellos dedos entre los suyos.

—Muchas veces pensé, sólo pensé, que había logrado ponerme en contacto con él. En esas ocasiones experimenté una sensación, como un hormigueo bajo el cuero cabelludo, como un susurro en la mente, que me llevó a pensar que él había captado mi mensaje telepático y que me respondía con uno suyo.

Se volvió en redondo de nuevo hacia ella.

—Pero nunca estuve seguro de ello. Lo que recibí en respuesta a mis mensajes no fue nunca más que una vaga sensación de contacto. Y luego, hace tan sólo unas horas, o al menos así me lo parece, Du Maurier me habló con toda claridad. ¡Oh!

Cruzó la habitación hasta un hogar de chimenea de piedra donde la leña estaba lista para un fuego que no había sido encendido. Miró a su alrededor en busca del pedernal y el eslabón; encontró una alta caja de largas cerillas de azufre y, sin pedir permiso ni a Du Maurier ni a la señora Mesmer, prendió fuego a las astillas. Y se quedó allí contemplando cómo las llamas pasaban de las astillas a las ramas pequeñas, de éstas a ramas más gruesas y finalmente a los pesados leños que se amontonaban en un macizo enrejado de hierro.

—Existe en la Mazmorra una cosa maravillosa, una especie de tren que se desliza no sobre raíles como hace cualquier ferrocarril, sino por cualquier sitio que le plazca. Corre por la tierra, por el agua e incluso por el aire. Y sus coches no son simples vagones llenos de asientos y pasajeros. Cada vagón representa un período diferente o lugar diferente en el tiempo y en el espacio. Una vez ya visité ese tren, y tuve una experiencia sorprendente en un baño romano. Esto ocurrió hace mucho tiempo y muy lejos de aquí.

Volvió la vista hacia Clarissa Mesmer y advirtió que escuchaba sus palabras con fascinación y avidez.

—Hoy volví a entrar en este tren, entré en un vagón y me pregunté dónde iba a encontrarme, en qué época y en qué nación. ¡Y lo último que hubiera imaginado era que se trataba del dormitorio privado de George du Maurier!

Se levantó pero permaneció con la cabeza gacha, observando las lustrosas puntas de sus botas.

—Podría marcharme de aquí, supongo.

Cruzó la habitación, apartó la pesada cortina a un lado y por el alto ventanal escudriñó la calle londinense. Era en efecto de noche: una oscuridad completa había caído sobre la ciudad, y la calle al otro lado del cristal, desierta salvo por una niebla de aspecto frío y húmedo, estaba iluminada sólo por los puntos de las luces de gas y por algunas ventanas con persianas de otras casas, ventanas que resplandecían con un tono anaranjado tras sus translúcidas persianas.

—Podría salir de aquí e irme a la mansión rural de mi familia, o regresar a mi unidad en la Guardia. Podría ir en busca de mi amada, la señorita Leighton..., aunque ahora, maldita sea, debe de ser lo bastante vieja para ser mi madre. ¡Maldita sea! Dispense, señora Mesmer. Podría organizar una expedición y volver al Sudd, buscar el lugar de entrada a la Mazmorra y tratar de rescatar a mis compañeros.

—¿O? —lo invitó a continuar la señora Mesmer.

—¿O? —repitió Clive Folliot.

—¿O qué? Está claro que usted no tiene intención de marcharse de aquí. No por la puerta como un visitante corriente. No, comandante Folliot. Tendrá que admitirme al menos esto, pues conozco bien la naturaleza humana. Ignoro sus intenciones, pero no son salir de esta casa para adentrarse en la Londres nocturna. ¿Cuáles son, entonces?

—Por ahora, señora —contestó Clive—, no lo sé.

Transcurridos unos minutos, oyeron movimiento de ropas en la cama.

Clive Folliot y Clarissa Mesmer se apresuraron hacia el costado de la cama con dosel.

—Me dormí —anunció Du Maurier con un susurro apergaminado—. Cada vez que cierro los ojos, me pregunto si será la última. ¿Cruzo la línea que separa la vida de la muerte? ¿Me enfrento, por fin, al último y más grande de todos los misterios? ¿O simplemente me sumo por un tiempo en el reino de los sueños, para regresar al cabo y vivir un poco más en este nuestro mundo material?

—Tan sólo te dormiste —le dijo Clive Folliot—. Estamos aquí, viejo amigo. Ni tienes nada que temer.

—¿Temer? —Los ojos del anciano se iluminaron al pronunciar la palabra. Volvió el rostro para contemplar el fuego que ahora llameaba en el hogar y sonrió con aprobación—. Claro que no hay nada que temer. La muerte puede ser muchas cosas, pero espantosa no. La vida es espantosa. La vida contiene innumerables amenazas y angustias, pero la muerte es lo menos espantoso de todo lo que existe.

El anciano tomó la mano de Clive entre las suyas.

—No hay nada que temer tras el velo... eso lo sé.

—¿Cómo estableciste comunicación conmigo? —preguntó Clive—. ¿Me trajiste tú aquí, o llegué por algún otro medio?

—El mérito es todo de madame Mesmer —explicó el anciano—. Gracias a sus métodos fui capaz de concentrar mis fuerzas psíquicas para tomar contacto contigo. Y, fíjate: primero comunicación clara, ¡y luego te ves trasladado de otro tiempo y de otro espacio (cualesquiera que fueran) hasta aquí! ¡Algo extraordinario, Folliot, extraordinario!

—¿Qué es lo que sabes de mis aventuras en la Mazmorra, viejo amigo?

—Lo suficiente. Al principio, naturalmente, tus despachos llegaban a su destino. Carstairs estaba encantado. Su periodicucho marcaba un tanto tras otro. Incluso tus apuntes, Folliot, despertaron apasionamiento. Ya me dispensarás si te hago notar que carecían de algo de técnica. Pero ocurre que tan sólo eres un aficionado, ¿no? Sería injusto exigir habilidades profesionales a un aficionado.

—Pero todos ésos los envié antes de internarnos en el Sudd —objetó Clive—. Una vez que Smythe, Sidi Bombay y yo nos hallamos en los pantanos y una vez que atravesamos el corazón de rubí para entrar en la Mazmorra, me fue imposible enviar más informes.

—Eso me imagino. —El anciano se incorporó un poco apoyándose en la abultada almohada. Aunque en la habitación no hacía frío cuando Clive llegó, en su atmósfera se notaba una cualidad malsana y húmeda. El fuego que había encendido en el hogar colaboró en mucho a mitigar aquella incomodidad y Du Maurier pareció incluso extraer fuerzas de las parpadeantes llamas y del aire más seco.

Du Maurier hizo señas con un dedo esquelético a Clarissa Mesmer para que se le aproximara.

—Acérquese, querida. Usted ha proporcionado los medios para que esta feliz reunión pudiera tener lugar. Merece participar en ella.

La alta mujer se arrodilló junto a la cama de Du Maurier. Éste tomó la mano de Clive en una de las suyas y la de Clarissa en la otra; luego las juntó para que todos quedaran enlazados. Clive sintió que la energía de los tres se transmitía de unos a otros. Era claro que la señora Mesmer sentía el mismo flujo. Lanzó una mirada a Clive y sus ojos se encontraron y se mantuvieron así durante unos instantes. Incluso George du Maurier, que se hundía poco a poco hacia su muerte, se revitalizó temporalmente por la energía recibida de los demás.

Clive se volvió hacia Du Maurier.

—Una vez que hubimos entrado en la Mazmorra, cuando ya no pude enviar más noticias... ¿cuántas de mis emanaciones mentales conseguiste captar?

—En un sentido, Folliot, fui capaz de captarlas todas. El cerebro es un órgano muy sutil y complejo. El antepasado de la señora Mesmer dedicó la vida a su estudio y sólo empezó a arañar la superficie. Cuando tú tratabas de transmitirme mensajes, éstos llegaban a atravesar la barrera que separa nuestro mundo de la Mazmorra. Pero debes comprender, Folliot, que los acontecimientos en los que participaste, comprimidos en, digamos, dos años, esos acontecimientos me fueron expuestos en un lapso de tiempo de veintiocho años. —Du Maurier soltó las manos de Clive y Clarissa y dejó caer la suya en la colcha.

—Me gustaría tomar una taza de té, con brandy. Señora Mesmer, ¿quiere llamar al servicio, por favor?

Clarissa se puso en pie. Y, al hallarse ella por encima de él, Clive percibió su aroma, una delicada esencia, que penetró en su corazón.

—Evitemos la presencia de los criados, señor Du Maurier. Conozco muy bien la casa. Yo misma iré en busca del té y el brandy.

Y con paso majestuoso salió de la habitación.

Du Maurier hizo un gesto a Clive, quien se inclinó hacia el rostro del anciano.

—Ten cuidado con ella, Folliot.

Clive se retiró, asombrado.

—Es tu enfermera personal, ¿no? Le atribuyes poderes fabulosos.

—Los que tiene.

—¿Pero entonces...?

—No es de sus poderes ni de sus obras de lo que recelo, sino de sus motivos, de sus intenciones.

—¿Qué sabes de ella?

—La llamé para que viniera del continente.

—Y ella vino.

—Ah, pero no directamente. Al llegar del continente, la señora Mesmer realizó primero una visita al campo.

El anciano bajó la voz hasta el susurro. Hasta el momento había estado hablando en una voz tan baja que Clive había tenido que inclinarse hacia la cama, pero ahora Du Maurier lanzaba miradas temerosas a su entorno, como para asegurarse de que nadie escuchaba la conversación.

—Antes de venir a verme a mí —explicó—, visitó Tewkesbury.

—¡Tewkesbury!

—Sí.

—Pero... es mi casa solariega. Fue el hogar de mi infancia. Es la baronía de Tewkesbury que mi hermano Neville heredará si vive y regresa de la Mazmorra, y que yo heredaré si Neville muere.

—Todo eso lo sé, Folliot.

—Y en Tewkesbury... ¿qué hizo la señora Mesmer?

—Sólo sé que visitó la mansión Tewkesbury. Y que una vez allí vio a tu padre, el barón, y...

—¿Estás seguro? —lo interrumpió Clive—. Yo creí haber visto al barón en la Mazmorra, pero luego se descubrió que no era de veras él, sino un asombroso doble suyo.

—Arthur Folliot, barón Tewkesbury, no ha salido de Inglaterra en todos los años en que tú estuviste fuera. Si viste a un hombre que pretendía pasar por él, lo más seguro es que estuvieses tratando con alguna especie de impostor.

—¡Entonces debo ir a Tewkesbury! Mi padre, a pesar de todos sus defectos, es aún el poseedor del título de barón y el cabeza de nuestra familia. Tiene derecho a que se le den noticias sobre la búsqueda de su heredero. —Clive dudó un instante sacudido por otro pensamiento—. Pero si es cierto que estamos en mil ochocientos noventa y seis, Du Maurier, entonces el barón tendrá veintiocho años más que cuando lo vi por última vez. Ahora será... —Se dejó caer en el silencio.

—Sí —sonrió Du Maurier—. Ahora será un anciano, como yo. Envejecer ha sido en efecto una carga un poco pesada para mí, Folliot. No temas decirlo. No temas reconocerlo. Te aseguro, Clive, que prefiero muchísimo más envejecer a la única alternativa que conozco.

Aguardó pacientemente, sonriendo con indulgencia, mientras Clive desenmarañaba la lógica indirecta de su afirmación.

—Y no es sólo que el barón Tewkesbury esté residiendo en la mansión Tewkesbury, sino que tengo razones para creer que está bajo los cuidados de tu hermano, quien llegó hace poco acompañado de un padre misionero, un tal padre O'Hara.

—¡El padre O'Hara!

Las palabras apenas habían salido de los labios de Clive cuando la puerta de la habitación de Du Maurier se abrió y dejó paso a Clarissa Mesmer.

—¡Chitón! —susurró Du Maurier a Clive. Se incorporó de nuevo y extendió la mano hacia la mujer—. Es usted demasiado amable, señora —le dijo el anciano.

—Procuro atenderlo lo mejor que puedo, señor Du Maurier. —Llevó una decorada bandeja de plata hasta el macizo escritorio al otro lado de la habitación. En la bandeja había tazas y platos, una tetera de plata con té hirviendo y una botella de cristal. Al preparar la taza para Du Maurier, dijo—: Señor Folliot, ¿desea usted tomar algo?

Clive rehusó el ofrecimiento.

Clarissa Mesmer llevó una taza de porcelana con borde dorado a la cama de Du Maurier. Fuera lo que fuese lo que le hubiese acaecido durante aquellos veintiocho años, pensó Clive, lo que era seguro era que George du Maurier había prosperado en cuanto a los aspectos materiales.

Pero las palabras de su amigo y mentor habían despertado nuevas inquietudes en la mente de Clive. Nuevas inquietudes y una nueva sensación de urgencia.

Tenía que regresar a la Mazmorra y buscar a Annie, Horace, Sidi Bombay y el resto. Pero ¿qué era lo que había dicho Du Maurier acerca del regreso de Neville Folliot a Inglaterra? ¡Y con el padre O'Hara!

Evidentemente, el paso del mundo presente a la Mazmorra era algo que podía hacerse en ambos sentidos. Clive lo había sabido, o al menos lo había sospechado, ya desde sus primeros días en Q'oorna. Allí había visitado un pueblo que, para su asombro, podía pasar por cualquier pueblecito bucólico de Inglaterra. Y allí, en casa del anciano alcalde y su mujer, había visto una fotografía de su boda en donde no sólo aparecía la feliz pareja sino también el sacerdote que había oficiado la ceremonia.

Y aquel sacerdote, también muchos años más joven, pero sin embargo inconfundible, era Timothy F. X. O'Hara. ¡El mismo padre O'Hara que Clive había conocido en el poblado de Bagamoyo en el África Oriental!

Hasta aquel momento, O'Hara era el único individuo de quien Clive tenía la certeza (o la casi certeza) de que era capaz de viajar de la Mazmorra a la superficie de la Tierra y viceversa. Clive ni siquiera sabía dónde estaba la Mazmorra. Durante un tiempo había pensado que se trataba de una serie de esferas similares a la idea precopernicana de las esferas que rodeaban la Tierra y que llevaban en sus superficies transparentes la luna, los planetas y las lejanas estrellas.

Sólo que la Mazmorra era una serie de esferas que se hallaban bajo la superficie de la Tierra. A medida que uno las iba penetrando, se iba acercando más y más al centro último de la Mazmorra, el cual podía o no coincidir con el centro geológico de la Tierra.

Aquélla era la teoría que Clive había albergado durante mucho tiempo. Pero experiencias posteriores le habían hecho dudar de su validez. Era una hipótesis cómoda y fácil de entender para la mente humana. Pero, ay, cuanto más sabía de la Mazmorra, menos capaz era de mantener la creencia en ella.

La misma Q'oorna había demostrado ser, a su debido tiempo, un planeta equiparable a la Tierra. Pero un planeta que existía en el mismo límite de la existencia, un mundo solitario cuya rotación lo ponía frente al vasto mar de objetos astrales que aquel hombre del siglo diecinueve identificaba como la mitad diurna del ciclo q'oornano. Y, durante la otra mitad, Q'oorna se situaba frente a una insondable negrura en donde ni siquiera la enigmática espiral de estrellas ofrecía alivio alguno.

Y, si Q'oorna era de veras un planeta en el límite de toda existencia, ¿entonces qué eran los demás niveles de la Mazmorra, mundos de junglas y desiertos, de mares encrespados y picos graníticos? ¿Y qué era el último nivel de la Mazmorra, el noveno nivel? ¿Era en verdad la misma Tierra? ¿Acaso la geometría entera de la Mazmorra no era sino un circuito cerrado que después de salvajes vueltas y revueltas volvía al punto de origen?

¡El padre O'Hara parecía tener una solución a este enigma!

Y ahora Clive se había enterado de que su hermano Neville, en busca del cual había emprendido aquella aventura, también había regresado de la Mazmorra. Si Neville había vuelto, entonces ¿qué ocurría con aquel otro trío desconcertante, Philo B. Goode y Amos y Lorena Ransome?

Clive saltó de su silla y se precipitó hacia la puerta.

—¡Señor Folliot! —llamó Clarissa Mesmer—. Señor Folliot, ¿adonde va usted? ¡Señor Folliot!

Clive se detuvo en el umbral de la puerta sólo un instante.

—¡A Tewkesbury! ¡Debo ir a Tewkesbury! ¡Adiós, Du Maurier! ¡Espero que la respuesta al misterio de la muerte no te decepcione! Y adiós a usted, señora Mesmer. ¡Ha sido un verdadero placer conocerla!

La oscuridad del exterior no era nada comparada con la negrura que Clive Folliot había encontrado en la Mazmorra, y la soledad de aquella calle londinense desierta no era nada comparada con la soledad que Clive había experimentado en la Mazmorra.

No, la niebla que flotaba a su alrededor mientras permanecía en pie en los escalones de la casa de Du Maurier (y sólo ahora advirtió qué residencia más vasta y espléndida era aquella casa) le pareció como un viejo amigo que le diera la bienvenida a su llegada a Inglaterra. Las fantasmales luces de gas que se alineaban en la acera, y las ventanas iluminadas, eran como ojos acogedores. Sintió los adoquines de la calzada cómodos y familiares bajo sus pies.

Se encasquetó la gorra militar en la cabeza y echó a andar a grandes zancadas hacia el cruce más próximo. Por primera vez examinó con detalle su uniforme y lo encontró en perfecto orden y estado. Llevaba incluso un sable de gala en la funda que colgaba de su cinto, y una escarcela llena de dinero en la cintura. Los oficiales de Su Majestad, ¿vestían el mismo uniforme en 1896 que en 1868? Clive sonrió ante la idea de un soldado de 1836 que apareciera en una formación de 1868. Si Clive iba a reaparecer como una figura del pasado, tendría que enfrentarse a la curiosidad, al ridículo... pero aquél era un problema insignificante comparado con los otros a que se había enfrentado.

La calle se cruzaba con otra que le resultaba vagamente familiar. Tenía la certeza de que había estado allí antes, pero los edificios parecían haber cambiado.

¡Desde luego!, comprendió con un sobresalto. En veintiocho años, los majestuosos edificios georgianos se habían deteriorado o habían caído en ruinas, y especuladores del suelo movidos por la codicia los habían comprado para derribarlos y reemplazarlos por las atrocidades consideradas elegantes por las nuevas, más inteligentes, generaciones.

Clive siguió andando, con el corazón lleno de recuerdos dolorosos. Por un momento consideró la posibilidad de dirigirse a Plantagenet Court, en la esperanza de captar un atisbo de Annabella Leighton. Pero sabía que ya no vivía allí. Su descendiente Annie le había contado la historia de su familia, y sabía que Annabella, perdida toda esperanza de que él regresara para dar nombre al bebé que había tenido de ella, había partido mucho tiempo atrás hacia el Nuevo Mundo. ¡Oh, Dios, si ahora debía de ser abuelo!

Reemprendió su marcha. Llegó a la entrada de una estación subterránea de ferrocarril y consideró por un instante la posibilidad de tomar un billete para un tren que lo llevase a una estación terminal. Pero no se vio con fuerzas para hacerlo. Era demasiado parecido a volver a entrar en la Mazmorra.

Sintió un escalofrío y pasó de largo la entrada.

Aquella desconocida arquitectura de la moderna Londres lo había desorientado y, cuando frente a su camino distinguió el resplandor de una ventana y captó el sonido de las voces humanas procedente de su interior, se dirigió hacia el establecimiento.

¿Qué hora sería? Había oscurecido ya del todo cuando llegó a casa de Du Maurier, pero, según la época del año (¡ni siquiera sabía en qué época del año estaba!), la caída de la noche podía tener lugar en cualquier momento entre las cinco y las ocho de la tarde. Y, teniendo en cuenta el tiempo que había pasado con Du Maurier y la señora Mesmer, incluso podía ser cualquier momento desde una hora temprana y respetable hasta poco antes del alba.

Con toda seguridad, las calles desiertas casi por completo que había recorrido indicaban que en efecto era muy tarde.

Se plantó frente a la ventana iluminada y escudriñó en su interior. Se dio cuenta de que, en su deambular, había penetrado en un vecindario de carácter diferente y vio que ahora se hallaba en un barrio obrero no muy lejos de los muelles de las Indias Occidentales.

Otra ironía, advirtió. Porque había sido de los muelles de las Indias Occidentales de donde había zarpado a bordo del Empress Philippa aquella madrugada de 1868. ¿Dónde estarían ahora el capitán y la tripulación de aquel barco? ¿Dónde estarían los demás pasajeros, incluido el misterioso mandarín que luego había demostrado ser su antiguo ordenanza, el sargento mayor Horace Hamilton Smythe, y el trío de Philo B. Goode y Amos y Lorena Ransome?

Abrió la puerta del establecimiento iluminado y el volumen y la intensidad de la luz, del ruido y de los olores que le salieron al encuentro lo hicieron tambalearse. Era evidente que se había dirigido a una taberna de las de peor clase, y vaciló, pensando que sería más sensato emprender una rápida retirada y buscar en otra parte el billete para la estación terminal.

Pero no tuvo ocasión de retirarse.

Casi antes de que sus ojos tuvieran oportunidad de ajustarse a la deslumbradora iluminación, se vio cogido por los codos y medio invitado medio arrastrado hacia el interior de la sala. No se trataba de dos individuos que lo hubiesen agarrado en virtud de la fuerza bruta, no; se trataba de dos de las mujeres más asombrosamente atractivas (y descaradas) que jamás se había encontrado.

Clive había visto esclavas en venta en Zanzíbar; había visto doncellas africanas para las que mostrarse tan desnudas como Eva suponía menos de lo que a una lady inglesa le suponía mostrar sus ojos centelleantes. Pero nunca había visto mujeres tan acicaladas para despertar los instintos animales de un hombre como aquellas dos.

Una de ellas tenía el pelo rubio, un rostro en forma de corazón, largas pestañas arqueadas, mejillas maquilladas y labios pintados. El vestido, de un brillante tono azul, estaba tan escotado que sus pechos, más que voluminosos, eran claramente visibles desde la más alta estatura de Clive Folliot. Llevaba los brazos desnudos desde el hombro hasta el codo, y a partir de ahí unos largos guantes se los cubrían hasta las puntas de los dedos. La falda era amplia, pero el cuerpo del vestido estaba tan estrechamente ceñido a su tronco que evidenciaba con claridad todas sus curvas.

Su colega, que aferraba el otro brazo de Clive, tenía el pelo de tono rojizo, pero era claro que la naturaleza no lo había dotado de aquel color. Se había oscurecido las cejas y pintado el contorno de los ojos de tal forma que quien la contemplaba se veía irremisiblemente atraído por ellos y por su llamativo tono verde, que contrastaba con su pelo, pero que combinaba casi a la perfección con el vestido. El escote de éste también era atrevido, aunque no tanto como el de su compañera. Pero al volverse ella un poco, Clive advirtió que la espalda de su vestido tenía un corte tan pronunciado que le llegaba mucho más abajo de la cintura.

Clive soltó un jadeo y empezó a dar marcha atrás, pero las mujeres lo arrastraron hacia adelante.

La rubia dijo:

—Mira lo que tenemos aquí, cariño.

La pelirroja contestó:

—Es lo más mono que nos hemos echado a la cara esta noche, ¿no?

Estallaron en carcajadas, y antes de que Clive supiera lo que le estaba pasando ya se hallaba en medio de la sala. A lo largo de una pared del establecimiento se extendía una barra de madera de color caoba, y una serie de camareros servían las bebidas y recibían el pago por ellas. En un rincón alejado de la taberna, un pequeño escenario soportaba a un trío de mujeres que armonizaban tristemente con el acompañamiento de una orquesta de tres instrumentos. El estribillo de la canción y, supuso Clive, su título era «El pelo le colgaba en la espalda». Tanto la letra como la manera de actuar de las cantantes sorprendieron a Clive, acostumbrado como estaba a los modales más circunspectos de un cuarto de siglo antes.

Las dos mujeres condujeron a Clive a una mesa vacía, al parecer la única que estaba así en el establecimiento.

—Toma una copa, vida mía —animó la rubia a Clive.

—Pide una botella —corrigió la pelirroja—. ¡Una botella y tres vasos y nos montamos una fiesta para los tres! —Se inclinó hacia él y Clive percibió su aliento a ginebra y el perfume de su pelo.

—Tengo que irme —suplicó Clive.

—Espera un poco, cariño.

—Tan pronto como hayamos tenido nuestra fiestecilla, querido.

Las mesas alrededor de la de Clive estaban abarrotadas de hombres fornidos y mujeres llamativas. Un matón ancho de hombros, con camisa a rayas y gorra de marinero, se volvió y fijó una mirada curiosa en Clive.

—Echad un vistazo al señorito, camaradas —dijo a sus compañeros.

—¿No se ha equivocado usted de barrio? —gruñó otro marinero.

—Así que ha venido usted a divertirse, a gustar de los placeres vulgares, para luego ir y contar la aventura a sus henchidos amigotes, ¿no, general?

Clive negó con la cabeza, frunciendo el entrecejo.

—Veamos, señores, yo sólo andaba perdido y he entrado aquí para preguntar por una estación de ferrocarril, y estaría muy encantado si alguien pudiera enseñarme el modo de encontrarla.

—¡El andaba perdido! —bramó el primer marinero.

—¡Enseñarme el modo! —imitó el segundo, acompañando las palabras con una risa burlona—. ¡Le vamos a enseñar a usted de modos, señorito, si eso es lo que desea!

Los marineros se pusieron en pie y, con paso no demasiado firme, se dirigieron hacia Clive. La compañía femenina de éste, soltándose de sus brazos vestidos de escarlata, se pusieron a chillar y se largaron a toda vela de la batalla inminente.

Clive agradecía no haber tenido tiempo de tomar ninguna copa. Se levantó de un salto y afianzó los pies en el suelo para hacer frente a un posible ataque. Pensó un instante en el sable que formaba parte de su indumentaria, pero lo dejó en la vaina. Si podía limitar el enfrentamiento a un nivel verbal, se sentiría aliviado. Si no, al menos que todo quedara en una batalla a puñetazos, y no con las letales armas de guerra.

Los dos matones se acercaron a Clive, con los puños en posición y una mirada de amenaza y determinación. Los juerguistas de las mesas cercanas se retiraron. Las dos antiguas amigas de Clive parecieron desaparecer entre el gentío. Incluso las cantantes del escenario y los músicos se apiñaron antes de que se hiciera silencio.

Por lo que se veía, las peleas eran cosa frecuente en aquel antro. O, al menos, eran consideradas como un motivo frecuente de diversión.

El primero de los matones que había hablado a Clive se inclinó por encima de la mesa hacia él. Clive, en pie frente al hombre, se percató ahora de que el individuo era un palmo más alto que él y, en proporción, mucho más ancho de hombros. Su aliento despedía una nauseabunda mezcla de humo de tabaco, alcohol y otro olor que Clive supuso que se trataría de alguna especie de droga. El hombre era de una raza indefinida. Tenía la piel morena, una exótica expresión en los ojos y llevaba el pelo largo peinado en una cola grasienta que le colgaba en su mugrienta camisa rayada.

El segundo matón asomaba desde detrás de su compañero, lanzando miradas amenazadoras por encima de los musculosos hombros de éste.

El primero dijo:

—¡Aquí no son bien recibidos los de su especie, señor! Señoritos y ricachos que se creen superiores a nosotros. ¡Que vienen a husmear por aquí en busca de mujeres fáciles y emociones baratas!

Clive continuaba en pie frente al hombre.

—Ya se lo dije, amigo mío, tan sólo estaba buscando una estación terminal. Y esas dos damas buscaron mi compañía, no yo la suya.

Miró a su alrededor, pero la pelirroja y la rubia se habían esfumado.

—¡Le voy a dar una lección, señor Casaca Roja! —El rufián alzó la mesa que lo separaba de Clive y la lanzó a un lado. La mesa cayó al suelo con gran estrépito mientras los espectadores se retiraban apresuradamente para ponerse a salvo.

El individuo echó para atrás un puño y disparó un golpe torpe hacia el rostro de Clive. Éste esquivó el puñetazo con facilidad a la vez que alzaba sus propios puños para mantener al contrincante a raya. Tras el robusto matón, Clive distinguía a su compañero de menor estatura y oía que le daba consejos. Un poco más lejos, vislumbró el gran espejo de la pared tras la barra y al tabernero delante de él, observando la pelea.

El hombrón lanzó otro golpe, esta vez con más cuidado que el anterior, pero con igual falta de efecto. El puñetazo fue un directo de derecha, y Clive lo evitó apartando simplemente la cabeza a un lado.

Enfurecido, el matón probó con una patada brutal. Sus piernas y pies musculosos estaban calzados con unas botas de gruesa suela, y Clive temió que, si aquel hombre lograba derribarlo, sus costillas caerían rápidamente presa de aquel pesado calzado.

Pero las lecciones de defensa personal que Clive había recibido estaban entrando en acción. Se había ejercitado en incontables combates de boxeo con su hermano Neville y, aunque éste era un pugilista mucho más hábil (y también poseía una fuerte inclinación a combatir y castigar, mientras que las predilecciones de Clive eran cooperar y ayudar), el hermano menor había adquirido un sinfín de trucos útiles. Había aprendido también tanto esgrima como más lecciones de boxeo a petición de Horace Hamilton Smythe mientras servía en la Guardia Montada Imperial, y sus habilidades pugilísticas se habían ido perfeccionando, de grado o por fuerza, en el viaje a través de los ocho niveles de la Mazmorra.

Cuando el matón gigante lanzó su maciza bota a Clive, éste dio un paso a un lado y, escabullándose tras su atacante, añadió su propia fuerza al ímpetu de la patada con el simple recurso de empujarlo por la espalda con las manos, con toda la potencia de que fue capaz.

El matón se tambaleó hacia adelante, perdió el equilibrio y cayó encima del gentío.

La multitud prorrumpió en clamores:

—¡No eres tan duro de pelar, esta noche, Bruno!

—¿Qué te pasa, hombre, es que acaso estás perdiendo pegada?

—¡Por una vez alguien va a dar una lección a Bruno!

E incluso algunos gritos alentadores dirigidos al mismo Clive:

—¡Buen trabajo, Casaca Roja!

—El señorito es hábil, ¿no?

—¿Dónde aprendiste esto, tío elegante?

Clive se puso de nuevo frente al gigante Bruno, quien bregaba por ponerse en pie. Oyó un rumor de ropas tras él, y una voz (una voz de mujer, quizá de una de sus antiguas compañeras) que le daba un grito de aviso.

Se volvió en redondo a tiempo de ver que el compinche más bajo de Bruno cargaba contra él, con un puñal de pesado mango en la mano.

Clive consiguió hacerse a un lado en el último instante, empujando a su segundo atacante hacia el primero que aún se bamboleaba. Cayeron los dos al suelo produciendo un gran estrépito, pero Clive comprendió ahora que sus atacantes tenían más aliados. Quejas de protesta se elevaron de entre la multitud, pero nadie levantó una mano para defender a Clive cuando media docena de rufianes se alinearon a los flancos de Bruno y su primer compinche.

Clive retrocedió, intentando evitar verse sitiado y atacado y apuñalado por detrás, lo cual estaba seguro de que sería su destino si sus enemigos conseguían rodearlo. Se abrió paso hacia atrás por entre hombres sudorosos y mujeres perfumadas hasta que topó de espaldas con la barra. No menos de ocho hombres, una falange de cuatro de ancho por dos de profundidad, se hallaban frente a él. El gigante Bruno también había sacado un puñal, y él y su primer compinche se hallaban delante y en el centro de los demás, agachados y dispuestos para el ataque.

Por primera vez Clive consideró la posibilidad de defenderse con otra arma que sus destrezas y sus manos desnudas. El sable de gala seguía colgado de su cinto, un arma cuya utilidad para los funcionarios de Su Majestad era cada vez más ceremonial que práctica. En el pasado, el sable, con su hoja curva y su agudo filo, estaba pensado para ser utilizado por la caballería, por jinetes rápidos que acuchillaran a sus enemigos en un brevísimo combate a la carrera. Un espadín puntiagudo, como el que Clive había usado mucho tiempo atrás en el castillo de N'wrbb Crrd'f, habría sido mucho más apropiado para la ocasión.

Sin embargo, el sable era la mejor y única arma que Clive tenía a disposición, y la empuñaría. Agarró la vaina con la mano izquierda, pasó los dedos por entre el arco protector y la empuñadura y desenfundó la espada.

Un clamor se alzó de entre el gentío. Era la respuesta colectiva a la acción de Clive, una combinación de suspiros, gemidos y jadeos y una medio articulada exhalación de ánimo.

Luego, durante un momento escalofriante, la taberna se sumió en un silencio casi tan absoluto que el sonido rítmico de la respiración de sus numerosos clientes se unió para formar una rara, orgánica armonía.

—No vine aquí en busca de pelea —dijo Clive—. Aún puedo retirarme en paz tan sólo con que abran un paso para mí.

Levantó la empuñadura de su sable hasta situarla delante del mentón, casi como en un saludo, y luego bajó la punta hasta la horizontal, señalando la salida que daba a la calle.

Mientras la espada de Clive permanecía cimbreante en aquella posición, el compañero del matón Bruno golpeó el arma por el costado, con una estocada giratoria destinada a arrebatársela de la mano y a escabullirle peligrosamente el puñal hacia el pecho.

Con un hábil revés de la muñeca, Clive envió el puñal del hombre a volar, y el arma cruzó dando tumbos la taberna hasta caer con un tintineo en el escenario ahora desierto. De nuevo la muchedumbre profirió una respuesta colectiva. Clive notó que él, que había llegado como un desconocido y había sido recibido como un entrometido inoportuno en el establecimiento, estaba ganándose su simpatía con su deportividad y su habilidad para hacer frente a los bribones.

Alguien en la segunda fila de atacantes tendió una botella a un hombre desarmado de la fila delantera. El hombre agarró la botella por el cuello y la golpeó contra el canto de una mesa. Clive había oído hablar de semejante bravata y se preguntó si daría resultado. Creía más probable que, por la fuerza de su impacto, la botella se viera expelida de la mano de quien la sostenía y cayera rodando por el suelo de la sala.

Pero el rufián mostraba todas las señales de ser un asesino experimentado. Bajo su control, la botella quedó convertida en un momento en un arma mortal. El criminal se lanzó hacia Clive, con el pedazo dentado de botella en ristre para clavarlo en su víctima. Ahora entró en juego el agudo filo del sable de Clive. Con él asestó un golpe al nuevo atacante que lo hirió en el antebrazo, por encima de la muñeca. Con una maldición y un aullido, el individuo dejó caer la botella y retrocedió con paso vacilante hacia el gentío, mientras la sangre le manaba de su brazo herido.

Entonces dos atacantes más arremetieron contra Clive, uno por cada costado, con Bruno detrás, agazapado e intentando acuchillar las piernas de Clive con su puñal. Clive lanzó una patada a la mandíbula de Bruno y el hombre salió disparado hacia atrás; su puñal voló por encima de la masa de espectadores y fue a chocar con estrépito contra la pared opuesta de la taberna.

Pero aun las habilidades combativas superiores de Clive (en un sereno rincón de su cerebro, Clive bendijo a Horace Hamilton Smythe y al fanfarrón de su hermano por las lecciones que había aprendido de ellos), no podrían resistir indefinidamente a la superioridad numérica con la cual se enfrentaban.

Apoyándose con una mano en la barra, saltó hacia atrás y hacia arriba. Durante un instante permaneció en pie en la lisa superficie de madera de la barra, localizó los hombros desnudos y los llamativos vestidos de sus antiguas compañeras mezcladas entre la muchedumbre y se dejó caer tras el mostrador.

El tabernero que allí se encontraba empujó a Clive hacia uno de los extremos del exiguo espacio.

—¡Por aquí, comandante! ¡Por aquí! —Y se apresuraron hacia una puerta de madera, barnizada de color oscuro y con accesorios de latón brillante—. Lo sacaremos de aquí en un momento, ¡lo sacaremos, señor!

En un solo instante, el encargado de la taberna hizo girar la manecilla, abrió la puerta y empujó a Clive a través de ella. Cuando éste se halló en la oscuridad del otro lado, sable de caballería en mano, parpadeó, estupefacto por el rostro que había vislumbrado.

Aquel semblante maleable, ¿era de quien creía que era? ¿De quien se le había aparecido primero como un mandarín chino a bordo del Empress Philippa y después como un guardia árabe en la cálida atmósfera de Zanzíbar, de quien una vez había sido un duelista en la ciudad americana de Nueva Orleans?

¿No era aquél acaso el sargento mayor Horace Hamilton Smythe?

Antes de que Clive pudiera poner en claro sus pensamientos, antes de que sus ojos pudieran ajustarse a la nueva oscuridad que lo rodeaba, oyó el frotamiento de una cerilla, el siseo de la llama al encenderse y luego también la diminuta explosión de un pico de gas al adquirir lumbre.

El hombre que había encendido la iluminación a gas se volvió hacia Clive. Vestía levita, camisa blanca con chorreras y corbata de seda morada. Tenía el pelo rizado y unas abundantes patillas que se unían formando un exuberante bigote.

—¿Un sable desenvainado, comandante Folliot? Realmente, vaya opereta. —El hombre extendió una mano de uñas arregladas con pulcritud, no para que se la estrechara sino tan sólo para indicar una silla con adornos de latón y tapizada de cuero que se hallaba entre él mismo y Clive—. Por favor, comandante, envaine su arma. No la va a necesitar aquí. O, si la necesitara, sería para encontrarse con un desafío para el cual constituiría una respuesta totalmente inadecuada. De eso, puede estar seguro.

Esperó unos pocos segundos y luego dijo:

—Por favor, comandante, se lo ruego.

Con suma cautela, mirando en todas direcciones a su alrededor para asegurarse de que en la habitación no había un tercero en discordia, Clive devolvió el sable a la funda. Y muy despacio fue a sentarse en la silla que le ofrecían.

El hombre de la levita hizo un gesto de aprobación.

—Tiene usted un aspecto imponente en su uniforme, comandante. El rojo no es un color que todos los hombres puedan llevar, pero favorece mucho a sus nobles facciones.

Clive miraba asombrado a su interlocutor. Tan sólo momentos antes había quedado sorprendido al reconocer en el camarero a Horace Hamilton Smythe. Pero, si su encuentro con Smythe había constituido una sorpresa para él, no era nada comparada con el asombroso reconocimiento que ahora experimentaba.

—¡Philo B. Goode!

—Sí —el otro hombre realizó una elegante reverencia—, a su disposición, señor. —Había una mesa cerca, y Goode retiró una silla para sí mismo y se sentó a la mesa—. ¿Me acompañará, comandante Folliot? Creo que tenemos mucho de que hablar.

A Clive le empezaba a dar vueltas la cabeza. ¡Philo Goode! ¡Philo Goode! El charlatán, el jugador de cuyas trampas Horace Smythe había salvado a Clive en el salón de pasajeros del Empress Philippa. Clive había denunciado a Goode y a sus dos socios al capitán del barco, y los tres habían sido desembarcados y dejados a su suerte en el África Occidental.

Más tarde Clive se había enterado por medio de Horace de que Goode y sus compinches, Amos y Lorena Ransome, lo habían mezclado en una complicada intriga a bordo de un vapor en el río Misisipí. La intriga había conducido a un duelo en Nueva Orleans y había comprometido a Horace en una conspiración todavía más amplia en la que estaban involucrados los otros tres. Clive sabía que se trataba de una intriga que los relacionaba con la Mazmorra, aunque, en calidad de qué, sólo tenía la más remota de las ideas.

Ahora que Clive había sido devuelto a la Londres de 1896, había encontrado a Horace Hamilton Smythe al cuidado de la barra en aquel establecimiento de mala reputación, mientras que Philo Goode aguardaba preparado para recibirlo en la trastienda como un socio ausente durante mucho tiempo.

Era demasiado para asimilar en tan breves momentos. Clive hundió el rostro entre las manos y se frotó los ojos; luego levantó la cara otra vez y permaneció sentado en un silencio de espera.

En aquel cuarto de escaso mobiliario, oficinesco, el único sonido que se oyó durante unos instantes fue el suave siseo de la instalación de gas. Después, ruidos procedentes del establecimiento exterior —al parecer una combinación de taberna y music-hall a ratos, aparte de una posible función como lugar de citas— penetraron en el cuarto trasero.

La precipitada escapada de Clive de su enfrentamiento con Bruno y sus compinches había provocado un atronante clamor en el lugar. Pero, después de un breve período, se pudo oír la voz del encargado de la barra restaurando la paz con una serie de órdenes espetadas con voz crispada y autoritaria.

La música empezó a sonar de nuevo. Clive oyó un piano, una trompeta y el redoble de un tambor. Luego llegaron las voces femeninas que armonizaban de modo incierto con una melodía desconocida para Clive; la semiaudible letra de la canción parecía hablar del ruego que una joven dama dirigía a su caballero. «Hazlo, hazlo, mi arándano, hazlo», oía Clive, sin recibir una clara especificación de lo que se suponía que tenía que hacer el tal arándano. La imaginación le proporcionó una variedad de respuestas.

—Usted es Philo Goode, de Norteamérica, ¿no, señor? —dijo Clive al hombre vestido con levita.

—Ése soy, señor.

—Y aquél —señaló Clive con un movimiento de la cabeza—, ¿aquél era el sargento Smythe? ¿El sargento Horace Hamilton Smythe?

—En efecto, es Horace Hamilton Smythe, comandante Folliot. En cuanto al grado que le atribuye usted (sargento), supongo que es el que tiene por derecho. Pero para mí ocupa una posición mucho más elevada. Una posición que usted mismo podría envidiar.

—¿Y de qué posición se trata?

—Me temo que no tengo la libertad de revelarle esta información, comandante. Hay organizaciones y entidades de inmenso poder e importancia cuya mera existencia sorprendería a un hombre de sus modestos logros. Le ruego dispense mi franqueza.

Clive enrojeció.

—El grado de comandante no es un rango insignificante, señor Goode, y conseguirlo tampoco es un logro insignificante. Ni está por completo fuera de todas mis posibilidades que un día pueda acceder al título de barón, aunque mi hermano mayor Neville sea en estos momentos el presunto heredero al rango, y a las tierras y otros bienes que lo acompañan.

—Lo comprendo muy bien, comandante. —Goode se inclinó un poco por encima de la ornamentada mesa y, abriendo una cigarrera de nogal pulido y latón, se la tendió a Clive—. ¿Puedo ofrecerle un cigarro puro, comandante? Me los traen importados de Cuba, hechos según mis especificaciones personales, remojados en ron y cuidadosamente curados.

Clive rehusó con la cabeza.

—Estoy seguro de que no le importará, entonces... —Goode sacó un cigarro pardo, lo encendió y exhaló una nube de denso humo azul hacia el techo—. Ahora, caballero —dijo a Clive después de sacarse el puro de la boca—, creo que no me sorprendería nada enterarme de que usted tuviese algunas preguntas para mí.

—Ya se lo pregunté antes, señor Goode. ¿Qué está haciendo el sargento Smythe en este establecimiento, encargado de la barra en una taberna digna de fulanas y chulos?

—En primer lugar, comandante Folliot, le ha salvado la vida. Y entiendo que tiene la costumbre de hacerlo.

De nuevo Clive enrojeció. Tuvo que admitir, al menos para sí mismo, que Horace Hamilton Smythe le había salvado la vida más de una vez. Sin embargo, no dijo nada al respecto a Philo Goode.

—¿Comprende que se enfrentaba como mínimo a una severa paliza a manos de mis... invitados? —Goode señaló con la cabeza hacia la taberna al otro lado de la puerta—. Una severa paliza como mínimo —repitió—, si no es que lo dejaban lisiado... o incluso muerto.

—Me las estaba arreglando bastante bien, gracias.

—Sí, en efecto. Quedé muy impresionado por su actuación, comandante Folliot. —Goode se levantó y se dirigió a una cortina que se extendía del techo al suelo. Con un único amplio movimiento de su brazo, la descorrió a un lado y reveló el interior de la taberna. El largo espejo tras la barra era transparente desde su parte posterior; cualquiera que estuviese en la oficina podía así observar sin ser visto las actividades del negocio del establecimiento—. Veo que ya no es usted el pusilánime que partió de Londres en mil ochocientos sesenta y ocho en busca de su hermano, comandante.

—¿Qué sabe usted de mis aventuras, señor Goode? ¿Y cuál ha sido su papel en ellas? ¿Un jugador fullero? ¿Un charlatán haciendo sus trabajos en un vapor del Misisipí?

—Esas cosas, sí —reconoció Goode. Regresó a la mesa, chupó y soltó otro gran penacho de humo azul de su puro y con unos golpecitos hizo caer la ceniza en un pesado cenicero—. Esas cosas y más, supongo que debería decir.

—¡Debería decir, en efecto, señor! Usted está relacionado con la Mazmorra. Lo vi en el nivel que sólo puedo describir como... el infierno —y se ruborizó al pronunciar la palabra.

—Bien, cada cual tiene sus deberes, comandante Folliot. Cada cual tiene sus deberes.

—¿Es usted el amo de la Mazmorra?

Goode se derrumbó en la silla y se dobló en dos sacudido por la risa. Cuando por fin se recobró, dijo, ahogando las últimas carcajadas:

—¿Yo, el amo de la Mazmorra? Bueno, supongo que a un gato le está permitido mirar a un rey. Y a un golfillo envidiar a un senador. Oh, yo estoy muy lejos, muy lejos de ser el amo de la Mazmorra.

—¿Tiene usted algo que ver con los rens? ¿Con los chaffris? ¿Con los gannines?

—Ah, veo que por fin me hace preguntas más realistas. Sí, yo tengo que ver con... un grupo.

—¿Con cuál? ¿Y para qué objetivos?

—Sabrá usted todo lo que necesita saber, comandante Folliot... a su debido momento.

—Por lo que veo no voy a recibir satisfacción suya alguna, señor Goode. Estoy tentado de emprender una acción directa contra usted: lo conozco lo suficiente para saber que no puede tener en mente ningún fin positivo; pero, de momento, tan sólo me retiraré. Buenos días, caballero... ¿O debería decir buenas noches?

Clive se levantó de su silla y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas.

Philo Goode se movió aun con más rapidez que Clive, pero no le obstruyó el camino de salida sino que se acercó a la pared acristalada que mostraba la sala del otro lado.

—Antes de salir, fíjese bien, comandante Folliot. ¡Fíjese bien!

Clive se volvió hacia el espejo acristalado. Lo que vio no fue una taberna llena de camorristas y mujerzuelas, sino un pozo de danzantes llamas abrasadoras.

—¡Es el Infierno! —exclamó Clive.

—No sobreviviría ni cinco minutos ahí afuera, comandante Folliot. En realidad, ni un minuto. Pero hay otra salida. —Se agachó y levantó la esquina de una alfombra oriental. Bajo ella apareció una trampilla provista de una pesada anilla de hierro.

Con un gruñido, Philo Goode tiró de la trampilla hasta abrirla. Unas escaleras de piedra descendían hacia la oscuridad.

—¿Usted quiere que baje por aquí? ¿Para enfrentarme con Dios sabe qué? ¿Para enfrentarme, quizá, con mi muerte?

—Comandante Folliot, si yo hubiera deseado su muerte, le aseguro a usted que hace mucho que estaría ya completa e irrevocablemente muerto. Créame lo que le digo. Por favor, baje estas escaleras. Es el único medio de salir de aquí... para usted.

Clive dudó. Meditó un momento en la posibilidad de intentar irse por el mismo lugar por donde había entrado en aquella habitación. Tal vez la visión de aquel terrible infierno llameante fuese sólo una ilusión, un truco preparado para engañarlo. Pero no creía que fuese así. No obstante, aún llevaba el sable consigo. Podría desenvainarlo, tomar prisionero a Philo Goode y obligarlo a revelar lo que sabía, obligarlo a revelar una forma segura de salir de aquella encerrona.

Pero Goode ya le había revelado una forma segura de marcharse. O eso afirmaba. Cuanto más lo pensaba Clive, más convencido estaba de que la sugerencia de Goode era la única línea de acción razonable para él.

Se levantó de nuevo de la silla en donde se había sentado para reflexionar, se ajustó la guerrera, el sable y la gorra, y se situó frente a la trampilla.

—Si se trata de un truco, Goode, se lo advierto, señor, he sobrevivido a peligros que nunca creería.

—Siento no poder estar de acuerdo con usted, caballero. Yo sí sé más de lo que usted nunca puede llegar a imaginarse. Y creería cualquier cosa que usted me dijera. Esta es la única razón por la que está aquí esta noche, señor, y la única razón por la que le ofrezco la oportunidad que se le presenta bajo sus pies.

—Sin embargo, si esta escalera representa otro acto más de traición por su parte, Goode, ¡se lo haré pagar caro de veras!

—Y yo lo pagaré muy contento, comandante Folliot. Ahora, si no tiene otros motivos de demora...

Clive posó su lustrosa bota parda en el primero de los escalones de fría y húmeda piedra gris.

Los escalones conducían hacia la oscuridad, girando en una espiral que llevaba rápidamente a Clive hacia lo desconocido. Se detuvo un momento para echar un vistazo hacia arriba. La trampilla abierta había quedado reducida a un diminuto cuadrado, y lo había hecho mucho más deprisa de lo que Clive habría esperado.

Y, mientras permanecía mirando hacia arriba, el cuadrado de luz desapareció. Por lo visto, Philo Goode había cerrado la trampilla de golpe. Clive sospechaba que, si se volvía y subía las escaleras de nuevo, se encontraría con que no podía mover la puerta desde abajo.

No era que tuviese ninguna intención de volverse atrás. Se había comprometido en una línea de acción a seguir y, si había algo que había aprendido durante sus aventuras en la Mazmorra, era que debía seguir adelante. Siempre seguir adelante. En su camino podría esperarle el peligro, podría aguardarle el destino fatal. Pero no importaban los obstáculos, pues siempre había una posibilidad de superarlos. No se ganaba nada con volver atrás. Ahora no, seguro.

Aunque la pronunciada escalera descendía por la oscuridad, los peldaños despedían una luminosidad suficiente para guiar sus pies. Clive marchaba a un ritmo regular, sin contar los pasos ni intentar calcular el transcurso del tiempo. Al final llegaría al último de los escalones y entonces descubriría qué se escondía bajo el establecimiento de Philo Goode.

Algo pasó rozándole el rostro y desapareció. Se preguntó qué sería; un murciélago, quizás. Alguna criatura de costumbres nocturnas que volaba por aquellas tinieblas, que se sentía tan en casa en aquella penumbra subterránea como Clive se habría sentido en la mansión de su padre, en Tewkesbury.

Al cabo llegó a un tramo horizontal de losas. Allí, en una pared, unos paneles de iluminación mostraban que el suelo de piedra finalizaba de forma brusca. Había un desnivel no muy alto y luego una especie de carretera.

Como en respuesta a la presencia de Clive —aunque se preguntó si el hecho estaría coordinado en el tiempo o si sería simplemente una coincidencia—, sintió una ráfaga de aire frío y oyó un sonido que empezó siendo un suave silbido y aumentó hasta convertirse en el aullido de un furioso vendaval.

Se volvió y vio a un coche iluminado rodando por el firme. Parecía estar hecho de cristal, o de algún material de similar transparencia, montado en un armazón metálico. Pudo distinguir en el interior del coche un compartimiento para pasajeros en donde había un único viajero. El coche se parecía a los vagones del tren que había encontrado primero en la llanura de Q'oorna y luego otra vez en las aguas árticas de la Tierra.

El coche disminuyó la velocidad hasta detenerse. Clive oyó palpitar su motor como un corazón vivo.

Al mirar hacia el compartimiento de pasajeros, se sobresaltó de forma violenta y salió disparado hacia el coche. El pasajero abrió la puerta y lo llamó:

—¡Clive!

—¡Annie!

Sin dudarlo ni un instante, Clive subió al coche. La joven se levantó y Clive la estrechó entre sus brazos, haciéndola girar en un alegre círculo.

—¡Annie, mi querida niña! ¡Mi querida tataranieta!

—Bájame, Clive. ¡Abuelo! —Ella utilizaba el término raras veces, prefiriendo permanecer en una relación de nombres de pila. La época de Annie era una época carente de ceremonias y, además, en edad real, Clive no era sino unos doce años mayor que ella, aunque según la tortuosa cronología de la Mazmorra la joven era en realidad su descendiente, nacida unos 144 años después de él.

—¡Qué contento estoy! —exclamó Clive—. Al principio temí que te hubieras perdido para siempre en el octavo nivel de la Mazmorra. Perdida para siempre, ¡o peor! Y luego, cuando me encontraba en el témpano de hielo y vi el sol centelleando en las alas del avión con que escapaste de los japoneses... ¡Hay tanto que deseo preguntarte, mi querida Annie! Pero, por ahora, lo que importa es que no has sufrido daño alguno. ¿No te habrá...?

—No, estoy bien, como puedes ver, Clive. —Y le dedicó una reverencia—. ¡Y vaya, tú estás estupendo con la guerrera escarlata y las mejillas recién afeitadas!

Aunque la actitud de ella continuaba siendo la de una mujer preparada para vivir la vida del siglo veintiuno, se había vestido y arreglado como una perfecta damisela del diecinueve. Llevaba el pelo peinado en una corona de trenzas enrolladas en torno a su blanca frente, y se había maquillado el rostro con sencillez. Su vestido era de un color claro y de un material ligero, modestamente escotado y muy estrecho de cintura. Contrastaba de forma aguda con las dos fulanas que habían engatusado a Clive para hacerlo entrar en aquel antro de borrachos y también con la severa señora Mesmer con su vestido de cuello alto y larga falda.

—¡Annie! Tienes que contármelo todo, todo lo que ha ocurrido.

—Eso nos llevará mucho tiempo, Clive.

—Pero primero..., ¿qué clase de coche es éste? ¿Qué es todo esto? ¿Cómo regresaste a Inglaterra, a mil ochocientos noventa y seis? Porque estamos en mil ochocientos noventa y seis, ¿no? Vi a Du Maurier. La última vez que hablamos era un vigoroso hombre de cincuenta años. Ahora es un anciano. Dice que se está muriendo. Dice que he estado fuera durante veintiocho años.

—Estamos de veras en mil ochocientos noventa y seis, Clive. Siéntate ahora, o el coche te va a tirar. —Los latidos del motor del coche habían aumentado en intensidad y frecuencia, y en efecto Clive y Annie tuvieron apenas tiempo de sentarse, cómodamente uno junto a otro, antes de que el coche arrancase, aplastándolos contra el respaldo acolchado de su asiento parecido a un sofá.

El coche aceleró hasta que Clive calculó que avanzaba a gran velocidad. Se deslizaba por un túnel casi uniforme. De vez en cuando un panel iluminado proyectaba un pálido resplandor en la penumbra, y cada tanto Clive vislumbraba una bifurcación o un paso lateral que torcía alejándose de su trayecto. Adonde conducían aquellas ramificaciones, Clive lo ignoraba: sin embargo suponía, quizá de modo absurdo, que enlazaban con los diferentes niveles o sectores de la Mazmorra.

Por eso mismo ignoraba dónde los estaba llevando el coche. En él iban los dos solos, y ni Clive ni Annie hacían nada para controlar su avance o su dirección. No se veían medios de control a su alcance.

—Mi querida niña, Annie... —empezó Clive.

Pero, antes de que pudiera continuar, Annie dijo:

—Clive, dime: ¿aún sigue en tu poder el diario de Neville?

Clive se palpó la guerrera y buscó en sus bolsillos el precioso volumen.

—Me temo que no —respondió—. Cuando fui trasladado a Londres, yo... —Se interrumpió para poner orden a sus pensamientos; luego empezó de nuevo—: En el octavo nivel..., ¿recuerdas que algunos de nosotros nos vimos reducidos al tamaño de liliputienses, mientras que otros fueron aumentados a proporciones de brobdingnagianos?

—¡Cómo podría olvidarlo!

—Por fortuna, mucho antes de que yo lograra huir al noveno nivel, o regresar aquí, a la Tierra, puesto que quizá sea lo mismo, recuperé mi estatura normal.

Ella asintió, invitándolo a proseguir.

—Y me encontré en el casquete polar ártico, junto con Chang Guafe. Y, justo antes de que apareciera Chang, tú volaste sobre mi cabeza con la Nakajima.

Annie no hizo ningún comentario respecto al avión. En cambio, preguntó por el ciborg.

—¿Y él, Clive?

—Lo mejor que puedo imaginar es que está en el fondo del mar. Qué será de él, lo desconozco.

—¿Y tú?

—El..., bien, lo llamaré tren espacial, el tren espacial llegó; me subí en él y me hallé aquí, en Londres. En mil ochocientos noventa y seis. Y no rodeado de fantasmas, sino, al menos por lo que puedo observar, de realidades. Incluida a ti misma. —Hizo una pausa para recuperar el aliento y para ordenar sus pensamientos. Escudriñó por la pared transparente del coche.

Al parecer, el coche había salido de su largo túnel y ahora seguía su camino por una vía férrea completamente corriente. La larga noche estaba llegando a su fin; Clive pudo captar el rubor rosado del alba en el este, tras el coche, que marchaba a toda velocidad a lo largo de los carriles en dirección oeste.

Cuando el coche se cruzó con un granjero madrugador que conducía su carro cargado de heno por un camino de tierra junto a la vía férrea, Annie cogió la muñeca de Clive.

—No puede vernos, Clive. Desde este coche podemos ver todo el mundo, pero para el mundo somos invisibles.

—¿Qué es este coche? —preguntó Clive—. ¿Te has aliado con... quien sea que esté detrás de todo esto? ¿Con Philo Goode y sus asociados?

Ella lo miró sonriendo.

—Todo a su tiempo, Clive. Me estabas contando lo que le sucedió al diario de Neville.

—De cualquier forma, los mensajes que recibíamos pocas veces eran de fiar. Dudo tanto de los motivos de Neville para escribirlos como de la autenticidad de al menos un buen número de ellos.

—Encontraste a Neville en la Mazmorra.

—Sí, a Neville... o a un doble suyo.

—¿Reconoció él haber escrito realmente todos los mensajes del diario?

—¡Negó haber escrito ninguno!

Ella pareció atónita, muda de estupefacción.

Clive prosiguió:

—Pero... ¿era de veras Neville quien negó haber escrito las páginas del diario? Y, aunque lo fuera, ¿podemos creerle?

Annie contrajo las cejas.

—Quizá podamos descubrirlo, de un modo u otro. Pero, de momento: ¿dónde está el diario, Clive?

—Como te iba diciendo, cuando entré en el tren espacial mis ropas estaban harapientas y yo, sin afeitar, medio muerto de hambre, medio ahogado y medio helado. Cuando me encontré en Londres, en el dormitorio de mi viejo amigo Du Maurier, mi hambre había sido saciada, estaba afeitado, ataviado con magnificencia y seco por completo. No comprendo lo que ocurrió. Sólo puedo atribuirlo, como muchos otros misterios, a la Mazmorra.

—¿Y el diario de Neville?

—Lo ignoro.

—¿Lo tenías en el casquete polar, Clive?

—No lo sé. No recuerdo que lo tuviese, pero había otras cosas que ocupaban mi atención más que pensar en el cuaderno de notas de mi hermano.

—Entonces puede que siga en el casquete polar. O en el tren. O en casa de George du Maurier, supongo.

—O más atrás, en el octavo nivel, quizá.

—No importa. No importa. Haremos frente a la situación tal como se nos presente.

La claridad procedente del este había aumentado, y los verdes campos y los árboles en flor que se alineaban a lo largo de la vía férrea que Clive contemplaba le decían que se trataba de una mañana primaveral en la campiña inglesa. Una de las más bellas creaciones de la naturaleza: el campo inglés en primavera.

—¿Adonde nos dirigimos? —preguntó Clive.

Annie sonrió.

—¿No reconoces el paisaje?

Clive se fijó en la vegetación y la configuración del terreno.

—Parece el Gloucestershire.

—¡Primera respuesta acertada!

—¡Vamos hacia Tewkesbury!

—¡Correcto!

—¿Quiénes hay allí, y cuál es tu relación con ellos, Annie?

—Vaya, pues. El hogar de tu familia, hay allí. ¡La mansión Tewkesbury!

—Eso ya lo sé. No pregunté qué hay allí. Pregunté quiénes hay allí.

—Recibiremos esta información cuando nuestro cursor alcance el punto señalado.

«Oh, Dios —pensó Clive—, ya vuelve a caer en aquella extraña jerga futurista.»

—Annie, por favor, ¿no puedes hablar en un lenguaje más normal? ¿Acaso el inglés corriente es poco adecuado para satisfacer tus necesidades?

—Lo siento, usuario, ejem, Clive. Me olvidé. Lo descubriremos cuando lleguemos allí, ¿de acuerdo?

—Muy bien. Pero, Annie, ¡han ocurrido tantas cosas! ¿Dónde están los demás? Finnbogg y Chillido, Tomás y Sidi Bombay...

—No has mencionado a Horace, Clive.

—He visto a Horace.

—¿En el Polo Norte?

—No, en Londres. Lo vi, aunque sólo unos instantes, no hace más de una hora.

El tono de Annie se hizo mucho más serio de lo que lo había sido desde que se habían reunido en el coche transparente.

—Tienes que decirme exactamente dónde lo viste. Qué aspecto tenía. Qué estaba haciendo.

—Bien... —Clive apenas sabía por dónde empezar. Mientras se esforzaba en poner sus pensamientos en orden, observaba a través de la pared de cristal del coche. Por entonces había transcurrido ya buena parte de la mañana, y el cielo inglés tenía un brillante color azul, salpicado con nubéculas como de algodón. La vía cruzaba un terreno de granjas, y campesinos felices iban tras de arados tirados por caballos sembrando para la cosecha del verano.

Antes de que Clive pudiera responder a la pregunta de Annie, su pequeño coche frenó con brusquedad. Annie miró hacia adelante.

—¡Es una barricada, Clive! Rápido, tenemos que defendernos.

Saltó del asiento y empujó al sorprendido Clive fuera de él. A pesar de su ancha falda, se arrodilló con toda presteza ante el asiento y, levantando el banco acolchado, reveló el arsenal de asombrosas armas que había guardadas debajo.

—Ten, Clive, utiliza una de éstas. —Y le tendió una máquina que tenía cierto parecido con una carabina. Clive se la llevó al hombro y bajó la cabeza para mirar a través del visor. Para su sorpresa, le pareció estar mirando por un telescopio de alguna especie increíble y desconocida.

Annie tomó otra de las armas de su lugar, bajó el asiento y se volvió para coger a Clive por el codo.

—Annie, debería habértelo preguntado antes: ¿tienes aún tu Baalbec?

—¡Aquí lo tengo, abuelito! —Con el pulgar se dio unos golpecitos en el cuerpo de su vestido, indicando el sitio bajo el esternón donde estaba instalado el mecanismo multiuso. Pasó sus otros dedos por la piel del antebrazo donde, en el extraño mundo del futuro de donde venía, le habían colocado los controles de la máquina.

—¿Nos atacan, Annie? ¿Quién es el enemigo? ¿Puedes utilizar el Baalbec para protegernos?

—¡Rápido, salgamos de aquí! —Ella abrió la puerta por la cual Clive había entrado anteriormente y le dio un fuerte empujón. Este salió disparado del coche y cayó de bruces en el suave césped inglés y sintió que ella chocaba un instante con él al echarse al suelo.

Vieron un destello de verde brillante procedente de un punto de delante del coche y en el acto el vehículo estalló con un resplandor que cegó a Clive por unos momentos. Al recobrar la visión lo único que quedaba del coche eran trozos de metal retorcido, fragmentos de cristales rotos y singulares piezas de maquinaria destruida, esparcidos encima y alrededor de la vía férrea.

—¡El próximo tren que pase descarrilará! —exclamó.

—No, no descarrilará, y de todas formas éste no es nuestro problema, Clive. ¡Ahí viene nuestro problema!

Avanzando hacia ellos desde el lado opuesto de la vía llegaba una escuadra de seres que tenían un parecido lejano con los humanos. Llevaban cascos y vestían uniformes negros con insignias y ribetes verdes.

Sus accesorios metálicos (Clive supuso que se trataba de metal) eran todos de un mismo verde brillante que era casi imposible de mirar. Clive sintió que los ojos le escocían y se le humedecían y tuvo que desviar la vista para evitar aquel dolor insoportable.

Aun así consiguió ver que los soldados parecían difuminarse y desvanecerse. De tanto en tanto uno de ellos desaparecía por completo, sólo para reaparecer como una imagen vaga y fantasmal de él mismo, alejado varios metros de su punto de desaparición.

—¿Qué..., qué son?

—Chaffris —susurró Annie en respuesta—. Esto es lo más cerca de ellos a que un auténtico humano normalmente puede llegar. Y si uno atrae su atención, lo más probable es que no sobreviva al encuentro. ¡Quédate agachado, Clive! ¡Ten cuidado!

—No consigo verlos con claridad. Hay algo aquí que no encaja.

—Ellos tampoco pueden vernos. No mejor de cómo nosotros podemos verlos a ellos. Y probablemente ni siquiera eso.

Los chaffris habían llegado a los restos del coche en el cual habían viajado Clive y Annie. El que aparentaba ser el jefe de la escuadra se inclinó y recogió un pedazo de tubo metálico retorcido. Se lo acercó al rostro y luego abrió un bolsillo en su uniforme y lo dejó caer dentro.

Mientras los chaffris seguían avanzando y Clive y Annie observaban, el coche destruido pareció difuminarse y derretirse como un cubito de hielo. En pocos minutos quedó licuado y desparramado por el suelo... o así lo vio Clive.

Los chaffris hablaban una lengua que no tenía semejanza alguna con nada que Clive hubiera oído antes, incluida también la jerga común de la mayoría de regiones de la Mazmorra. La escuadra chaffri se había dividido en dos, y cada mitad avanzaba a cada lado de la vía.

Annie tenía razón. Los chaffris no daban evidencias de ser capaces siquiera de ver a sus antiguos ocupantes. Annie se apartó de la vía rodando sobre su cuerpo cuando los soldados se acercaron, indicando a Clive que guardase silencio y tirando de él para que la siguiera y se alejase del camino de la tropa en marcha.

Pero fue demasiado tarde. El último de los chaffris pisó justo en medio del pecho de Clive.

Para absoluto asombro de éste, el pie del chaffri se hundió atravesando su cuerpo, como una bota se hundiría en el barro. Aquella sensación fue una de las más intensas y desagradables que Clive sintió en toda su vida. No fue exactamente dolor; fue más bien la sensación de algo antinatural, de repulsión y de asco, corno si hubiera sido tocado, ensuciado, por algo no sólo de una rareza inefable sino perverso y repugnante por completo.

El chaffri saltó hacia atrás, como si su reacción al contacto con Clive hubiese sido similar a la de éste. De inmediato se puso a gesticular y a gritar a sus compañeros. Tenía ya el arma a punto y con ella barrió el suelo a sus pies, intentando con toda evidencia enviar a Clive al otro mundo.

Pero su disparo estaba condenado al fracaso. Clive ya se había apartado rodando sobre sí mismo, y él y Annie corrían a todo lo que les daban los pies hacia un campo cercano.

Las pisadas de Clive aplastaban plantones y levantaban salpicaduras de barro en torno a sus pies. Clive, cuyos reflejos militares se iban afianzando, se lanzó al suelo, dio dos vueltas sobre sí mismo y apuntó al chaffri. El arma del chaffri hizo fuego de nuevo o, más exactamente, chisporroteó, disparando algo que parecía un rayo. Aunque no había lanzado ningún proyectil tangible, Clive estaba convencido de que el impacto de aquel rayo eléctrico (o lo que fuera) debía de ser para su víctima no menos dañino de lo que sería una bala de plomo.

Clive pudo ver a Annie a unos metros de él, agazapada en el suelo. Aunque se movía, parecía haber algo en ella que no andaba bien. Quizás había recibido un impacto de una de las armas de los chaffris.

Clive le indicó que se agachara aún más, pero ella no dio señales de haber oído sus palabras.

Clive apuntó su arma al chaffri más cercano. El visor del arma casi tenía vida propia, pues dirigía el proyectil hacia el blanco con una singular seguridad. Apretó el gatillo de aquella máquina desconocida para él y se oyó un sonido semejante casi a un suspiro. Él visor se apartó por sí solo del chaffri y Clive bajó el arma y miró su blanco.

El chaffri se difuminó y se esfumó de la misma manera que había observado antes, pero esta vez el individuo no reapareció.

Clive apuntó a un segundo soldado chaffri. De nuevo el arma lo ayudó como si tuviera vida y voluntad propias.

Apretó el gatillo, y el arma suspiró y cayó como un atleta que se relajara al final de una prueba. El segundo soldado se difuminó echando los brazos al aire y soltando el arma, que cayó al suelo con estrépito. Cuando el chaffri se desvaneció en la nada, su arma abandonada hizo lo mismo.

Clive reptó hacia un lado por la tierra herbosa. Llegó junto a Annie, dividiendo su atención entre ella y los restantes chaffris. Clive y Annie continuaban siendo muy inferiores a ellos en número, sobre todo porque Annie, aunque no mostraba ninguna herida visible, había quedado con toda claridad fuera de combate.

Un soldado chaffri apuntó el arma hacia Clive y Annie. Clive levantó la suya y ambos abrieron fuego al mismo tiempo. Clive sintió el rayo de energía que pasaba de largo, y el mismo aire vibró y atrajo a Clive como una limadura de hierro expuesta de súbito a un imán. Pero, a pesar de que el chaffri se hallaba muy cerca, su disparo erró tanto a Clive como a Annie.

No ocurrió así con la respuesta de Clive. El tercer chaffri siguió el camino de sus dos predecesores y, difuminándose en el aire, desapareció. Ante esto, el que parecía el jefe del destacamento de chaffris gritó una incomprensible orden a sus soldados.

El jefe echó a correr paralelo a la vía férrea. En un momento determinado, la pisada de su bota no llegó al nivel del suelo. Su siguiente paso acabó un poco más arriba en el aire. Y con cada sucesiva zancada fue subiendo y subiendo, con su tropa que lo seguía no sólo a lo largo de la vía sino también hacia el aire, hasta que todos los chaffris desaparecieron.

Clive sacudió la cabeza de incredulidad y se volvió hacia Annie. Esta se había acurrucado hasta quedar hecha un ovillo y temblaba de pies a cabeza. Clive, desesperado, intentó determinar la causa de aquel sufrimiento.

—¡Annie! ¡Responde! ¿Qué te ocurre? ¿Cómo puedo ayudarte?

Ella volvió sus ojos llenos de pánico hacia él.

—Baalbec. Baalbec. Circuitos revueltos. Software, error catastrófico, reajustar sistema principal. ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!

Se apartó de él con un movimiento espasmódico. Tenía los puños apretados con fuerza y golpeaba el suelo en vano. Consiguió acercar un puño al corpiño de su vestido.

—¡Aquí! ¡Clive! ¡Reajustar sistema principal! ¡Aquí! ¡Única esperanza!

Con el rostro ruborizado del mismo color que la guerrera, Clive siguió las frenéticas órdenes de Annie, le desgarró el corpiño del vestido y buscó su esternón. Sintió un puñetazo en la mano, pero no era para disuadirlo, sino para apremiar su ayuda. Clive le tanteó frenéticamente el esternón con las puntas de los dedos; al principio notó sólo carne blanda, pero luego halló un interruptor.

—¡A la izquierda! ¡A la izquierda! —gritó Annie—. ¡Reajustar el sistema hacia la izquierda!

«¿Mi propia izquierda?», se preguntó Clive. Su cerebro trabajaba a toda velocidad. Era claro que no había tiempo para preguntas. Tenía que decidir deprisa. No: Annie habría pensado aquella operación en términos de su propia perspectiva. La izquierda de Clive, situado frente a ella, era equivalente a la derecha de Annie, y viceversa. Cada uno era para el otro como la imagen invertida de un espejo.

La izquierda de Clive, la derecha de Annie.

La izquierda de Annie, la derecha de Clive.

—¡Sí! ¡Rápido, Clive! ¡Reajustar! ¡Sistema principal! ¡Interruptor a la izquierda! —Annie golpeaba el suelo con los talones y pegaba con los puños a los costados. El color del rostro estaba adquiriendo un matiz horrible y su respiración era una serie de jadeos desesperados, irregulares. Clive creyó poder oírle el mismo corazón palpitando con violencia, como a punto de reventar. Y quizá reventaría. El Baalbec era un mecanismo de capacidades desconocidas, por lo que se refería a Clive. Lo había visto utilizado como arma, como ayuda para la navegación, como mecanismo para almacenar y manipular información y, en una ocasión, como fuente de energía para una máquina voladora arrastrada a la Mazmorra desde una isla de los Mares del Sur, en el transcurso de una futura guerra entre fuerzas europeas y japonesas. ¿Dónde estaba la Nakajima 97? ¡No había tiempo para preocuparse de ello ahora!

¿Qué le estaba haciendo el Baalbec a Annie?

Clive estudió el cuerpo de Annie un momento, angustiado por el temor de realizar un movimiento erróneo y potencialmente desastroso. Pero tenía que actuar deprisa, porque era evidente que, si no lo hacía así, Annie moriría. Su propia tataranieta, aquella muchacha que, de alguna manera singular, se había convertido en la persona más querida para él... Si no actuaba con celeridad, y de modo correcto, Annie moriría con toda certeza.

Antes de ahora, Clive ya había tenido en sus manos vidas de otros. Algunas las había salvado, otras las había perdonado, otras no se había molestado en salvarlas y otras las había destruido de un modo consciente y deliberado. Alguien consideraría esta conducta una usurpación de la función que por derecho pertenecía sólo a Dios. Pero éste no era un poder que hubiese buscado Clive, ni uno que hubiese deseado. Era algo que le habían impuesto... y más veces de las que quería recordar.

Ahora se veía obligado a ello de nuevo. Y esta vez la persona cuyo destino decidiría no era ni un enemigo ni un desconocido ni un amigo; era alguien de su propia sangre, su propia descendiente, su propia querida Annie. No siendo un hombre religioso por naturaleza en tiempos normales (en realidad a veces dudaba de la misma existencia de Dios), ahora Clive cerró los ojos y, en un susurro, se entregó a una breve y silenciosa plegaria.

Sintiendo la carne de Annie suave, cálida y blanda bajo su mano, consiguió coger momentáneamente el interruptor y lo giró hacia... ¡la derecha!

Annie se estremeció y cayó desfallecida en el césped.

Clive colocó de nuevo el corpiño del vestido en su lugar, cubriendo su tierno seno. Le cogió la mano y escrutó su precioso rostro. La mano de Annie estaba relajada, ya no cerrada en un puño. Las piernas le yacían inmóviles en el suelo, sin golpear ya con su desesperado zapateo.

El color escarlata se desvanecía de sus facciones. ¿Lo reemplazaría su tono rosado normal o la palidez de la muerte? Sus jadeos frenéticos, desgarrados, habían cesado. ¿Los reemplazaría una respiración tranquila y normal, o la quietud?

Clive le aplicó el oído en el pecho y oyó los latidos de su corazón y la respiración de sus pulmones. Ambos eran regulares, sosegados.

¡Annie se recuperaría!

¡Había girado el interruptor del Baalbec en el sentido correcto!

Apenas hubo terminado su plegaria de súplica empezó una segunda, ésta de agradecimiento. Deslizó una mano bajo la espalda de Annie y la ayudó a sentarse.

—Clive, abuelo, ¿qué me ocurrió?

—Recibiste un impacto de un rayo de las armas de los chaffris. Temí que no sobrevivieses, Annie.

Ella se aferró a él.

—Debiste temer... Me voy recuperando, ahora. Me..., me has salvado la vida. La energía del arma del chaffri desajustó mi Baalbec. Y tú lo reajustaste por mí, ¿no?

Ruborizado, Clive tuvo que admitir que así había sido.

—Gracias, Clive. Gracias.

—Annie, me dijiste que para ajustar el sistema principal girara el interruptor hacia la izquierda.

—Sí.

—¿Qué hubiera ocurrido si lo hubiese girado hacia la derecha?

Ella contrajo las cejas.

—Bajo condiciones normales, nada. La unidad A-D del Baalbec posee un dispositivo de seguridad que hace que no pueda ser activada por descuido, digamos por ejemplo por un codazo accidental en un ascensor atiborrado de gente o por una caricia excesivamente cariñosa.

—¿Y bajo condiciones anormales?

—¿Si el dispositivo de seguridad está estropeado, quieres decir?

—No sé a lo que te refieres con el dispositivo de seguridad, pero lo supongo. Dijiste que el arma de los chaffris desajustó tu mecanismo. ¿Estropearía esto el, hum, el dispositivo de seguridad?

—¡Desde luego!

—Bien, entonces, ¿qué habría ocurrido si hubiera girado el interruptor hacia el lado equivocado?

—Vaya, pues que se habría activado la unidad A-D —respondió con una sonrisa—. Creí que lo había dejado claro.

—Pero, ¿qué es la unidad A-D, Annie?

—Autodestructiva. Sería demasiado peligroso dejar un Baalbec A-nueve en manos inexpertas. Así que si alguien intentara hacer amaños con él, digamos por ejemplo extraerlo de mi cuerpo por medio de la cirugía o hurgar en los circuitos sin ajustar el sistema principal de modo correcto, simplemente se autodestruiría.

—¿Y qué te ocurriría a ti, Annie? ¿Recibirías algún daño con ello?

—Oh, dejaría de existir para siempre. Si el Baalbec se autodestruye, yo desaparezco. Y así también todo lo que se encuentra a un kilómetro a la redonda. Sólo quedaría un gran agujero en el suelo.

Se puso en pie, arrastrando a Clive consigo. Al igual que éste, Annie seguía llevando el arma que había sacado de debajo del asiento del coche, ahora hecho pedazos.

—Salgamos de aquí, Clive.

—Quizá pase un tren pronto —comentó él.

—Creo que será mejor que sigamos por el camino. —Lo cogió por la mano y lo alejó de la vía férrea, en dirección al camino rural que corría paralelo a los carriles metálicos.

No habían andado una hora, cuando oyeron el sonido de un carro chirriante y de sus ruedas de llantas de hierro que saltaban al topar con los baches. Se volvieron y esperaron a que el carro apareciera a la vista. Llevaba una carga de hortalizas. El conductor iba sentado solo en el pescante, con las riendas en la mano, mientras dos caballos andaban con paso dócil y pesado.

Clive y Annie se plantaron en el centro del camino e hicieron señales al lento vehículo para que se detuviera. El conductor los miró desde debajo de la ancha ala de su sombrero. Sus manos y su rostro mostraban la piel dura y curtida de quien trabaja al aire libre; y sus vestidos, el polvo del seco camino de tierra.

El hombre permaneció unos momentos en silencio, mirando con ojos entornados a Clive y a Annie. Su rostro parecía concentrado en profundos pensamientos. Al final habló:

—El señorito Folliot, ¿no?

—Soy Clive Folliot. —Clive miró con atención el rostro del otro hombre—. ¿Granjero Cawder? ¿El viejo señor Cawder, es usted? ¿Él viejo Jim Cawder?

—No, el viejo Jim hace más de veinte años que está muerto y enterrado, señor. Yo soy el joven Jamie.

—Jamie! ¡Lo recuerdo! Su padre era uno de los mejores hombres de mi padre.

—¡Cierto! ¡Y un tipo bueno y leal, era mi padre! ¡Y yo soy tan leal a los Folliot como todo Cawder lo ha sido durante mil años! ¿Puedo llevarlos a usted y a la señora a alguna parte, señorito Folliot?

—No es la señora, Jamie. Pero de todos modos le estaríamos muy agradecidos si nos pudiese llevar a la mansión Tewkesbury.

—Bueno, espero que a la señorita no le moleste viajar en un carro de carga, entonces, señor, pues es todo lo que tengo.

—No me molesta, Jamie —respondió Annie.

Subieron al vehículo. Jamie silbó a los pacientes caballos y éstos reemprendieron su lenta marcha.

Durante todo el trayecto a la mansión Tewkesbury, Jamie no cesó de comentar, en voz lenta y arrastrada, los sucesos de los últimos años en el Gloucestershire. La mayoría de las noticias se referían a matrimonios, nacimientos y muertes. Había algún escándalo esporádico, alguna singularidad esporádica. La mujer del granjero Mayhew había dado a luz trillizos, los primeros que se recordaban por la comarca. Sí, los niños estaban bien y por entonces ya correteaban y chapurreaban sus primeras palabras. La vaca del granjero Morgan había parido un ternero con dos cabezas, que no se las había arreglado tan bien como los trillizos de la señora Mayhew. El hijo del granjero Horder, Pauly, se había fugado con Alicia, la hija del granjero Johnson, lo que había llenado de rumores toda la comarca, y no una vez sino dos: una cuando se fugaron y luego otra cuando regresaron, y Alice volvió a su casa furiosa como una avispa y sin ningunas ganas de hablar del asunto, mientras que Pauly parecía decepcionado pero igualmente sin ganas de hablar.

Sea como fuere, en medio de todos aquellos comadreos, en ningún momento hizo referencia a la reaparición de Clive después de tantos años o a su sorprendente juventud después de tan larga ausencia.

Jamie tiró de las riendas del tronco de caballos frente a la verja de hierro forjado de la mansión Tewkesbury.

—Si a usted y a la señorita no les importa, señorito Folliot, mi tronco es viejo y el camino a partir de aquí es empinado. Si pudieran bajar aquí, usted y la señorita, les estaría muy agradecido.

—Desde luego. —Clive y Annie saltaron del carro—. Gracias, Jamie. ¡Y buena suerte!

El carro se alejó chirriando y traqueteando.

—¿Qué piensas de todo esto? —preguntó Clive.

—Que nos ha ahorrado una larga caminata.

—Sí, así es. Pero yo conocí a ese hombre de niño. Yo tenía algunos años más que él. Su padre..., ¡ah, qué hombre! Subía a la mansión de vez en cuando, y Neville y yo salíamos corriendo a su encuentro. Nos levantaba, uno en cada brazo. Y siempre tenía una pieza de fruta para nosotros. Muerto ahora, muerto él, y su hijo un hombre de media edad, demasiado fatigado por las durezas de la vida y demasiado respetuoso con los Folliot, para darse siquiera cuenta de que yo no he envejecido el cuarto de siglo que ha transcurrido.

—No te preocupes por eso, Clive. Movámonos ahora. Ya casi hemos llegado.

La verja se abrió ante la presión de sus manos, y ambos emprendieron el largo y empinado camino de entrada que llevaba a la casa. La mansión Tewkesbury era un enorme edificio que se remontaba al menos a los tiempos de la conquista normanda. Clive había jugado allí de niño, corriendo por sus pasillos arriba y abajo, entrando en pasadizos ocultos tras tapices y sillas de madera de alto respaldo.

—¿Has estado aquí antes, Annie?

Ella dudó antes de responder, y luego asintió con un gesto.

—Me gustaría conocer los detalles de eso —dijo Clive.

—Por favor, Clive. ¡Hay tanto que desconoces! No sabría por dónde empezar. De momento, lleguémonos allí.

—Puedo recordarlo todo como si fuera ayer —comentó Clive—. El gran salón, el cuarto de las armas, las cocinas adonde se suponía que Neville y yo nunca íbamos...

—Pero donde ibais, claro —rió Annie. Pareció aliviada de que Clive se sumiera en los recuerdos. Mientras fuera así, no tendría que responder a sus difíciles preguntas.

—Íbamos. También había otros lugares que teníamos prohibido visitar. Habitaciones precintadas. El sótano. La biblioteca interior.

—¿Teníais prohibido entrar en la biblioteca?

—La mansión tenía una gran biblioteca, Annie. Papá nos animaba a utilizarla. Pero ésa era sólo la biblioteca exterior. Había además una biblioteca interior. La puerta que daba a ella siempre estaba cerrada con llave. Sólo padre poseía una. Cada barón Tewkesbury durante —Bien, durante tanto tiempo que el origen de la costumbre se pierde en los siglos—, cada barón tenía bajo su custodia la llave que cerraba la biblioteca, y la llave se transmitía junto con el título y la herencia.

—Entonces tú nunca has entrado en la biblioteca interior.

—Nunca.

Habían llegado a la puerta grande de la mansión. Un lacayo con librea les hizo una reverencia y, adelantándose a Clive, cogió el enorme picaporte de hierro. El lacayo golpeó el utensilio de hierro forjado contra la placa de llamar y su estruendo resonó por toda la casa.

La puerta principal se abrió de par en par y Clive hizo entrar a Annie por delante de sí.

—Señorita Annabelle. —El mayordomo la recibió en el vestíbulo con una inclinación de cabeza—. Y comandante Clive. Es un placer volverlo a ver, señor.

Clive miró con atención el rostro del mayordomo. Era ya un anciano; su escaso pelo consistía sólo en algunos mechones canosos que rodeaban su coronilla casi calva, y su cara rosada era un mar de arrugas.

—¿Jenkins?

—Sí, señor.

—Me alegro mucho de volver a verlo, Jenkins. ¿Y la señora Jenkins y los pequeños?

—La mujer sigue en la cocina, señor. Es usted muy amable al interesarse por ellos. Con su permiso, señor, le transmitiré sus saludos.

—Por supuesto. Y luego pasaré a verla.

—Se alegrará mucho, señor. Y preguntó usted por los pequeños. Ahora ya están muy crecidos. La joven Madeleine se casó con un abogado de Londres. Estamos muy orgullosos de ella, señor. Espero que no considere mal que se haya casado por encima de su posición, señor. Y el chico, Tom, se fue a Australia para montar una granja de ovejas.

—Eso es estupendo, Jenkins, estupendo.

—El barón desea verlo en la biblioteca, señor Clive. Si se siente con fuerzas para ello, señor. Si me lo permite, parece usted un poco agitado.

—Tengo otras cosas que hacer, Clive —interrumpió Annie—. Te veré luego. —Y desapareció tras las cortinas de una arcada. Clive le había preguntado si había visitado ya la mansión; y su respuesta fue confirmada ahora porque Jenkins la había reconocido de inmediato y por la propia familiaridad de Annie con respecto a la disposición de la casa.

Jenkins guió a Clive hacia la biblioteca. Su formalismo era sorprendente, pero Clive no reflexionó sobre ello. Más sorprendente había sido el hecho de que hubiera reconocido al instante a Clive, y el hecho de que no hubiese comentado nada acerca de su juventud.

El mayordomo había envejecido de forma normal durante aquellos veintiocho años, mientras que para Clive sólo habían pasado unos cuantos meses. Seguro que Jenkins había notado el cambio (mejor dicho, la falta de cambio) en Clive. ¿Por qué no había hecho comentario alguno? Jamie Cawder, el granjero que había llevado en su carro a Clive y a Annie, era un tipo sin muchas luces que podía haber pasado por alto aquella circunstancia. Pero Jenkins era un hombre inteligente, con una mente despierta. Eso lo recordaba Clive de su infancia.

Era inconcebible que Jenkins, que había visto partir a Clive en 1868 lo recibiera de nuevo en la mansión en 1896, un Clive que a duras penas parecía mayor de lo que hubiera parecido veintiocho años atrás, y no notara nada extraño en la serie de acontecimientos. Quizá se trataba de una reserva profesional por parte de Jenkins. O quizás había... algo más.

Jenkins llamó a la puerta de la biblioteca. Una voz respondió desde dentro y el mayordomo abrió la puerta a Clive, se hizo a un lado cediéndole el paso y la cerró cuando Clive hubo traspasado el umbral.

Clive se quedó mirando estupefacto a los dos hombres que lo esperaban.

Su padre, Arthur Folliot, el barón Tewkesbury, se hallaba junto a su ornamentada silla de alto respaldo tras su familiar escritorio. En su infancia, Clive había considerado aquella silla como un trono, y se había embarcado en fantasías interminables imaginando a su padre como un rey, y a él mismo como un príncipe que, cuando no había nadie más en la biblioteca, usurpaba aquel trono sentándose en él.

El barón Tewkesbury había en efecto envejecido en aquellos veintiocho años. Cuando Clive lo había visto por última vez en Inglaterra, el barón era un hombre vigoroso en los últimos años de su plenitud. En la Mazmorra, Clive había vuelto a encontrar a su padre (o a un doble de su padre), a un padre muy poco, o nada, cambiado respecto a su anterior forma física.

Pero ahora había envejecido de manera sorprendente. Estaba marchito y encorvado. Había perdido todo el pelo y la mayoría de dientes, y permanecía en pie (o, con más exactitud, se tambaleaba) mirando a Clive con ojos pálidos y lechosos. Apoyado con una mano en la silla, levantó la otra y señaló a Clive con un dedo huesudo y tembloroso.

—Así que —consiguió decir al fin con una voz que expresaba un odio amargo a pesar de su temblorosa debilidad— ¡el traidor ha vuelto!

—¿Yo? Padre, ¿traidor?, ¿cómo puedes llamarme eso? Nunca he sido un traidor ni para ti ni para los Folliot. Eras tú quien me desdeñaba, quien me acusaba de la muerte de mi madre. Y, después de nuestra reconciliación en la Mazmorra, ¡creí que todo sería paz entre nosotros!

El barón siguió mirando a Clive, sin decir nada.

—No. —Clive se llevó una mano a la frente—. No, no eras tú, ¿verdad, padre? Ahora lo recuerdo. Supe, ya antes de marcharme del Palacio del Lucero del Alba, que había expresado mi amor y mi lealtad a un doble tuyo. No a ti.

—Correcto —susurró el anciano—. Actuaste como un bastardo llorón con el doble de tu padre. No, Clive —añadió—. Yo nunca estuve en la Mazmorra.

—Pero yo sí. —Las palabras fueron pronunciadas por otra voz, una voz que intervino de manera inesperada en el enfrentamiento entre Clive y su padre. Clive se volvió hacia el lugar de donde procedía la segunda voz. Tan atónito había quedado al ver a su padre, tan afligido por las acusaciones del anciano, que había pasado por alto a aquel otro personaje.

El segundo hombre parecía una versión de Clive en más viejo. Tenía el pelo más largo, todo de un gris acerado, y con un espeso bigote del mismo tono metálico. Su rostro estaba bronceado por décadas de exposición al sol y marcado por largos años de esfuerzos. La camisa le resaltaba una ligera barriga, pero en general poseía el aspecto de un hombre en excelentes condiciones físicas a pesar de sus años. El uniforme que vestía se parecía en algo al de Clive, pero el modelo pertenecía a una unidad diferente y la insignia del rango indicaba que el portador poseía el grado de teniente general.

—¿Neville?

—En efecto.

—Pero... has envejecido tanto...

—He envejecido lo normal. Nací como tú en el Año del Señor de mil ochocientos treinta y cuatro. Ahora estamos en mil ochocientos noventa y seis. ¿No parezco un hombre de sesenta y dos años?

—Lo pareces. Y tienes un aspecto notablemente bueno para un hombre de sesenta y dos años. Pero... —La voz le falló. En lugar de hablar se señaló a sí mismo con un gesto de la mano para señalar que comparaba en silencio su relativa juventud con la manifiesta edad de su hermano.

—Desde luego, hermano. Fuiste traído aquí desde el año mil ochocientos setenta y uno. No tienes sino treinta y siete años. Y tu encantadora descendiente, si se me permite mencionarla...

—¿Conoces a Annabelle?

—¿No estabas tú presente cuando ella y yo nos conocimos, hermano? ¿O acaso tus encuentros con dobles de mi personalidad te confundieron tanto que dudaste de que fuera el auténtico Neville... o de que ella fuera la auténtica Annie? Éramos nosotros mismos, verdaderos, en persona. —Esbozó una sonrisa insinuante—. ¡Oh, sí, en efecto, la conozco muy bien, hermano!

Clive apretó los puños e hizo intención de arremeter contra Neville, pero se contuvo.

—¡Sólo la diferencia de edad me retiene de darte una lección, Neville! ¡Ten cuidado con la manera en que hablas de mi nieta! Si no por la simple razón de la decencia, al menos porque también es tu nieta.

—Vaya, hermano, ¿qué dije que te ofendiera? La señorita Leigh es una muchacha encantadora. Algunas de las costumbres y maneras de comportarse de su generación son distintas de las nuestras, cierto. Algunas pueden parecer incluso escandalosas. Pero te aseguro que le profeso sólo el más cariñoso de los afectos como tío abuelo.

El anciano se había dejado caer en su asiento, y en ese momento hacía un esfuerzo para llamar la atención de los demás:

—A nuestros negocios, a nuestros negocios, Neville y Clive.

Neville retiró una silla para sí mismo; Clive hizo otro tanto.

—Soy ya un hombre muy viejo —empezó el barón Tewkesbury con voz temblorosa—. No me queda mucho tiempo de vida y, cuando muera, el título de barón, junto con sus derechos y obligaciones, pasará a uno de los dos. A ti, Neville, si me sobrevives.

—Ésa es mi intención, señor.

El barón desechó la respuesta de Neville con un movimiento de la cabeza.

—A ti, Clive, si Neville no me sobrevive... y si puedes expiar tus actos y asociaciones traidores.

—Pero, padre..., ¡sigues acusándome de traición y yo soy inocente de tal cargo!

—¿No te asociaste con los rens en el octavo nivel de la Mazmorra? ¿No es esto suficiente traición?

—Padre: yo entré en la Mazmorra de forma involuntaria, y sólo porque Neville había desaparecido y yo intentaba seguir su pista. Todo lo que hice en la Mazmorra, en cualquier nivel, lo hice por lealtad a los Folliot... y por la necesidad de supervivencia.

Lord Tewkesbury miró a Clive de hito en hito. La sala estaba en silencio y su atmósfera se notaba cargada mientras el teniente general sir Neville Folliot y sir Arthur Folliot, el barón Tewkesbury, esperaban a que Clive continuase.

—Parece que caí, o fui atrapado, en la mayor conspiración de la historia del mundo. Philo Goode, Amos Ransome, Lorena Ransome..., ¡mi ordenanza Horace Hamilton Smythe, siempre tan leal! Me salvó la vida repetidas veces en el transcurso de mis aventuras... sólo para desaparecer y reaparecer con un disfraz exótico tras otro. ¿Es este hombre un oportunista o es víctima de alguna fuerza desconocida?

Meneó la cabeza. ¿Adonde lo llevaría aquella singular conversación? Seguiría otro camino.

—Tú, Neville —dijo volviéndose hacia su hermano mayor—. ¿Tú tienes sesenta y dos años?

—Los tengo.

—Y yo aún no llego a los cuarenta. Y sin embargo sólo nacimos con unos minutos de diferencia. Estamos en mil ochocientos noventa y seis. He sido traído aquí desde mil ochocientos setenta y uno. He viajado por paisajes tan terroríficamente extraterrestres que ni la mente puede imaginar, he luchado con monstruos cuyo aspecto...

Observó los rostros de sus parientes más cercanos, su padre y su hermano gemelo mayor. El barón parecía estar ausente, como un anciano que se aproxima a su nonagésimo aniversario. Pero Neville Folliot, arreglado de forma impecable y vestido con todo detalle como teniente general de los Reales Guardias Granaderos de Su Majestad, escuchaba con atención. Su expresión se mantenía inescrutable tanto en cuanto a la reacción a las palabras de Clive como en cuanto a sus propias intenciones, pero al menos atendía con interés a su hermano.

—Neville, hermano mío, permite que te cuente uno de mis primeros encuentros de cuando entré en la Mazmorra. Acompañado de mi antiguo ordenanza Smythe y de su amigo indio Sidi Bombay...

—Sé quién es Sidi Bombay —interrumpió Neville—. Tuve el placer de conocerlo en la ciudad de Zanzíbar.

—Sí. ¡Y bonita reputación te creaste con nuestro cónsul en Zanzíbar, y con el sultán Seyyid Majid ben Said!

—¡Ah, qué tipos más pintorescos los de Zanzíbar! ¡Y los del Africa Oriental! Me temo que nunca más veré algo parecido. Las responsabilidades del grado, las fatigas de la edad..., conspiran para mantener a un viejo veterano como yo pegado al palo de la bandera. Afortunados vosotros los jóvenes que podéis jugar a ser héroes.

—¡Yo no me refiero a heroicidades, Neville! ¡Donde quiera que fuera, tu reputación me precedía! ¡Completos desconocidos me tildaron de canalla y sinvergüenza, Neville! ¡Y gracias a las maldades que tú causaste!

—Una lástima. Pero eso fue hace mucho tiempo, Clive. ¡Ah, en los años sesenta, qué jovenzuelos tremendos éramos!, ¿no Clive? Rebeldes y llenos de vida, dispuestos para cualquier empresa, ávidos de nuevas experiencias. No habrá nunca un tiempo como los sesenta, al menos para nosotros. Pero ahora vivimos en una década posterior. Los noventa puede que sean mejores que los sesenta, o puede que sean peores. Las opiniones serán, de forma necesaria, distintas. Pero, en cualquier caso, hagamos frente a las realidades del presente.

—Tendrás que explicarme qué quieres decir con las realidades del presente, Neville. Exactamente, ¿qué realidades son ésas? Sólo sé que George du Maurier afirma que me trajo aquí por el mero poder de su mente, y con la ayuda de la señora Clarissa Mesmer.

—¿Du Maurier? ¿Has estado hablando con Du Maurier?

—De su casa vengo.

—¿Qué estabas haciendo allí? —Neville lo escrutaba ahora con una mirada intensa, con las pupilas que le refulgían como ascuas. La expresión de su rostro era de severidad.

—Es uno de mis viejos amigos, Neville. Yace ahora en su lecho de muerte. De ningún modo podía yo negarme a cualquier pequeño consuelo que mi presencia pudiera proporcionarle.

—¡Pero si es un aliado de nuestros enemigos! ¡Qué estúpido eres, Clive! ¿Cuánto le contaste? ¿Cuánto sabe?

—¿Qué importa eso, Neville? Ya te lo he dicho: Du Maurier se está muriendo. Por lo que respecta a nuestros enemigos (tu expresión, hermano, nuestros enemigos), te comportas como si los Folliot estuvieran comprometidos en una contienda secular, como unos salvajes montañeses americanos. Tú...

—¡Se trata de algo mucho peor que una contienda secular, Clive! Guerra sería un término mucho más adecuado para ellos. Pero una guerra que haría que la de los griegos contra los persas, hebreos contra filisteos, romanos contra cartagineses, incluso la lucha de nuestros padres contra el conquistador Napoleón, palidecieran en la comparación. Estamos comprometidos en una guerra entre mundos, realidades, dimensiones de existencia, de tan vasto alcance que cualquier precedente y comparación carecen de sentido.

—Eso no lo dudo, hermano. No después de lo que he visto en la Mazmorra. Pero tus adjetivos tienen poco significado para mí. Te lo ruego, muéstrame algunos hechos.

Neville hundió la frente entre sus manos. Clive, al mirar ahora la cabeza gris acero de su hermano, experimentó un inesperado y doloroso sentimiento de piedad y, sí, también de amor fraternal. Neville lo había dominado y despreciado durante varias décadas, pero era su hermano y, mucho más que un hermano, era su hermano gemelo. Incluso en la Mazmorra, la presencia de Neville había determinado las acciones de Clive unas veces, y su ausencia, otras.

Ahora Neville, aunque era un hombre lleno de salud y vitalidad a pesar de sus años, estaba ya bien adentrado en la media edad y empezaba a aproximarse al largo e irreversible declive de la senectud, mientras que Clive era mucho más joven y tenía aún muchos años por delante.

Clive extendió el brazo con vacilación y tocó con las puntas de los dedos el envés de la mano de su hermano.

Neville apartó bruscamente su mano de aquel contacto como la apartaría del contacto de un hierro al rojo vivo. Y se puso en pie de un salto.

—De acuerdo, hermano. Si hechos es lo que quieres, hechos tendrás.

Neville se acercó a su padre, quien se había dormido en su gran silla majestuosa y roncaba dulcemente.

—Llama a Jenkins para que ayude a padre a irse a la cama. Una cabezadita actúa como un buen reconstituyente para él.

Clive llamó al mayordomo. Neville ayudó al barón a levantarse, le dio un breve abrazo y lo pasó a Jenkins. El anciano criado, sosteniendo con suavidad al barón por el brazo, guió a su amo aún más anciano hacia fuera de la biblioteca.

Neville Folliot se volvió hacia Clive.

—Sígueme, hermano —indicó y, extendiendo la mano, mostró la enorme y ornamentada llave que Clive sabía que abría la puerta al prohibido sancta sanctorum, la misteriosa biblioteca secreta de la mansión Tewkesbury.

Clive permaneció boquiabierto frente a su hermano.

—¡La..., la llave! ¿Tienes la llave de la biblioteca prohibida, Neville?

—¿Acaso no es evidente?

—Pero se supone que la llave es del dominio exclusivo de lord Tewkesbury.

—¿De veras?

La nota sarcástica en la voz de Neville rechinó en los oídos de Clive, pero éste prefirió hacer caso omiso y seguir interrogando:

—¿Es un duplicado? ¿O se la cogiste a padre?

—Oh, Clive, Clive, hermanito..., ¿qué importa eso? Tengo la llave. La sala sellada está ahora abierta. Tienes tantas cosas por preguntar que comprendo que tu curiosidad tenga justificación. Pero sígueme y obtendrás algunas respuestas. —Y desapareció por el hueco de la puerta.

Clive lo siguió.

La biblioteca prohibida estaba completamente a oscuras. Clive oyó el frotamiento de una cerilla, que cobró vida en una llama sulfurosa. Luego, la llama de la cerilla se vio reemplazada por la más cálida y suave iluminación de una vela. Clive vio el rostro de su hermano iluminado de forma siniestra desde abajo por la luz dorada de la vela.

—Por favor, cierra la puerta tras de ti y asegúrate de que queda bien cerrada, Clive. No quiero que nadie más entre en este cuarto. Ah, gracias, hermanito. Y junto a ti verás un asiento cómodo. Si tienes la bondad...

Clive obedeció, dejándose resbalar en una cómoda butaca tapizada de cuero y acolchada en exceso. Y vio que Neville realizaba una acción similar, después de haber colocado la vela en una mesa cercana. Tras Neville, la estancia permaneció sumida en la penumbra. Había una corriente de aire fresco y, de tanto en tanto, cuando una ráfaga extraviada de aire hacía oscilar la llama, sombras enormes danzaban recortadas en un fondo incierto.

—Al parecer estás muy familiarizado con esta sala, Neville. Debo suponer que la has visitado a menudo.

—Quizá no tan a menudo, Clive. Pero vengo aquí de vez en cuando. Como exigen mis deberes.

—¿Qué deberes? Por tus hombros y por tu cuello veo que has ascendido de grado en el servicio a Su Majestad. Ya no estás limitado a los Guardias Granaderos, sino que has alcanzado una posición superior al simple generalato.

—Es un privilegio servir a la corona y a la patria, Clive.

—Entonces te debes pasar la mayor parte del tiempo inspeccionando unidades.

—Tengo un buen trabajo en el estado mayor y compañeros cuidadosamente seleccionados y adecuadamente entrenados, y además un teniente general puede ir y venir a su voluntad. Por fortuna, ya que temo que me he alejado de mi puesto durante mucho tiempo.

—No lo dudo.

—Sin embargo, soy un hombre de ideas patrióticas. He tenido varias audiencias con Su Majestad. Y me siento muy orgulloso de ello.

—Tu lealtad no es para con esta isla monárquica, Neville.

—Pongámoslo de esta forma, hermano: un hombre puede amar tanto a su madre como a su esposa. Puede amarlas a las dos, verdadera y lealmente. Pero son diferentes amores y diferentes lealtades.

—Muy bien, Neville. Si Gran Bretaña es tu madre, ¿quién es tu esposa?

—Una potencia mucho mayor que cualquier imperio de esta pequeña Tierra, Clive.

Clive meneó la cabeza con tristeza.

—¿Los rens, Neville, o los chaffris? ¿Importa siquiera? ¿Quiénes son los verdaderos Señores de la Mazmorra? Seres desconocidos, despiadados, monstruosos y crueles. ¿Tu lealtad es para con ellos, entonces? ¿Para con esos raptores, tiranos, asesinos? Tu lealtad hacia ellos te deshonra, hermano. Me deshonra a mí y a todos los de nuestra sangre.

Iluminada sólo por la luz de la vela, la expresión del rostro de Neville era difícil de interpretar. No obstante, Clive creyó detectar el destello de la furia en los ojos de su hermano.

—¡No sabes de lo que hablas, hermanito! Crees que has visto la Mazmorra y, habiendo visto la Mazmorra, crees haber visto todo lo terrible y extraño de este universo. Pero escúchame, hermano. Te diré que lo que has visto es sólo una ínfima muestra de la Mazmorra. Eres como un hombre que habiendo pasado una hora en la playa de Dar es Salaam cree conocer toda el África. Ten por cierto esto: ¡yo sí sé de lo que hablo! Tú apenas has probado los peligros y los horrores que contiene la Mazmorra. Y la Mazmorra no es sino un diminuto microcosmos, ¡una muestra insignificante de los peligros y los horrores de este universo!

Sus ojos reflejaban la luz de la vela, más brillantes y más ardientes que la llama que los alumbraba.

—Sé de lo que hablo, Clive. En esto, al menos, tienes que creerme.

—Te repetiré pues la pregunta que con tanta habilidad esquivaste cuando iba a hacértela.

—¿De qué pregunta se trata?

—En la Mazmorra, en Q'oorna, me topé con un monstruo cuyo horror está más allá de toda descripción. Fue cruzando un puente de obsidiana negra por encima del abismo cercano a la Ciudad de la Torre.

Neville asintió.

—Ah, sí, lo recuerdo muy bien.

—El monstruo iba provisto de tentáculos, antenas, garras, bocas, colmillos..., cualquier órgano imaginable con que aterrorizar y despedazar a su presa.

Tras Neville, en la oscuridad de aquella biblioteca prohibida, en la seguridad de la mansión Tewkesbury, Clive aún podía ver surgir al enorme monstruo, empapado con sus horrendas exudaciones. Casi podía ver a Sidi Bombay trepando por el flanco del monstruo y desapareciendo entre sus manojos de tentáculos, como un isleño de los Mares del Sur treparía por el tronco inclinado por el viento de una palmera cocotera y desaparecería entre su follaje ondulante.

—Luchamos contra aquella monstruosidad, luchamos hasta el mismo límite, hasta el final de nuestras fuerzas. Luchamos... Bien, no hasta vencerla, pero sí al menos hasta contenerla, de tal forma que al final cayó del puente y desapareció en la negrura bajo nosotros, en la negrura del abismo.

—Sí, Clive, sí. Pero dijiste que tenías una pregunta.

—Cuando el monstruo cayó dando tumbos, conseguí captar un atisbo, primero de su parte inferior, y luego de su parte superior. —La frente de Clive estaba empañada de sudor y sus manos temblaban por la reconstrucción mental de aquel combate titánico—. Su parte inferior era un horror en sí misma. Una membrana transparente cerraba un compartimiento en el cual flotaban dobles del monstruo en miniatura. Supuse que se trataba de sus hijos.

Neville asintió, y el movimiento de la cabeza hizo que su sombra oscilara con aire amenazador.

—Eso es correcto.

—Entre esos hijos —prosiguió Clive—, vi a otras criaturas, supongo que víctimas del monstruo, tragadas por el padre y conservadas como alimento para su horrible descendencia.

—Correcto de nuevo, hermano.

—Pero lo más atroz de todo fue que, mientras el monstruo caía dando tumbos hacia el vacío, vi encima de su parte superior una copia gigante de un rostro humano. ¡De tu rostro, Neville! Y, mientras desaparecía de la vista, aquel rostro me habló. Me maldijo. Me maldijo, Neville..., con tu rostro y con tu voz.

Neville Folliot ocultó la cara tras sus manos de pulcras uñas.

—Tienes buena memoria, Clive. En efecto, la criatura tenía mi rostro y te maldijo allí, en Q'oorna. Lo único que puedo decir es que aquella criatura no era yo, a pesar de que se pareciera a mí y tuviera la misma voz que yo. Tenía mi rostro, o una imagen de mi rostro, sea como sea. Incluso poseyó mis recuerdos, mi mente o parte de mi mente, durante un tiempo. Pero no era yo, ni yo era la criatura. Y no voy a disculparme, porque no fue por mi voluntad que tuvo lugar el acontecimiento. No. Yo no hice ni haría semejante cosa. Como hermanos tenemos nuestras diferencias, Clive, como cualquier par de hermanos las tiene, pero no trataría a mi hermano del modo que has descrito.

Clive Folliot meditó unos instantes y luego dijo:

—No puedo aceptar unas disculpas que no se me ofrecen. Así pues, me basta con aceptar tu explicación y considerar zanjado el asunto.

—¡Muy bien! —Una tenue sonrisa se dibujó en el rostro de Neville—. Ahora, ¿qué más deseas preguntar?

—¿Quiénes son los rens, Neville? ¿Cómo llegaste a mezclarte con ellos? ¿Está padre al corriente de tus asociaciones?

—Clive, haré un esfuerzo para complacerte. Pero, para comprender esto, tienes que saber algo antes. Saber algo del universo que te rodea. Cuando éramos más jóvenes, yo fui a estudiar a Sandhurst y recibí enseñanzas de ciencia militar e ingeniería. Estas enseñanzas, además de mi servicio en las campañas de Su Majestad, me sirvieron para hacer de mí un hombre práctico y realista. Cuando miro un revólver, una fortificación o una lejana estrella, intento captarlo en sus dimensiones prácticas y realistas.

Meneó la cabeza y luego prosiguió.

—Tú fuiste a Cambridge, Clive. Tus estudios te situaron en el reino del arte, literatura, música y filosofía. ¿Recuerdas nuestras discusiones cuando volvíamos a casa de la universidad para las vacaciones? ¿Recuerdas que padre nos pedía informes de nuestros aprendizajes, y yo hablaba de campañas y fortificaciones y líneas de abastecimiento mientras que tú discurseabas sobre Homero y Virgilio, Spenser y Marlowe, y Miguel Ángel y Mozart?

—Lo recuerdo todo muy bien, Neville.

—Te hago memoria de ello no para tu descrédito, sino porque puede que simplemente no entiendas lo que voy a explicarte, hermano. Pero al menos trata de aceptarlo.

—Sigue, te lo ruego.

—Sabes que los griegos creían que las estrellas estaban fijadas en el cielo y que eran soles como el nuestro, sólo que a una distancia increíble de la Tierra. Y que creían que los planetas que giraban eran como mundos no distintos del nuestro. De aquí incluso aquella extraña fábula...

—Eso lo sé mejor que tú, Neville. Las Historias verdaderas de Luciano, con su Sol, Luna y Venus habitados, sus coles inteligentes y su barco que navegaba por el vacío entre los mundos.

—¡En efecto, Clive! Bien, pues lo que te digo es que las Historias verdaderas contienen más verdades de las que el autor pudo haber comprendido. No se trata de que el sol y la luna estén habitados. Sino que existen otros mundos habitados, más de los que nosotros, insignificantes humanos, podemos imaginar, más de los que podemos contar, más de los que podemos asimilar. El número de estrellas es tan enorme que desafía todo cálculo, y entre esas incontables estrellas hay esparcidos incontables mundos, y esos incontables mundos rebosan de incontables razas de hombres. De hombres y de especies andróginas pero inhumanas. Y de especies tan diferentes por completo de la nuestra, que, en comparación, el monstruo que viste con mi rostro sería tan familiar para nosotros como un gato atigrado.

—Lo cual estoy más preparado para aceptar después de mis viajes y hazañas por la Mazmorra de lo que estaba antes, Neville. Pongamos que sea verdad todo lo que has contado. Pero ¿dónde encajan los rens y los chaffris en todo ello? y, aún más, ¿cuál es tu relación con ellos? ¿Y qué es la Mazmorra? ¿Cuál es el objetivo de la Mazmorra, Neville?

—Deberías haber imaginado ya que los rens y los chaffris no son sino dos razas de las incontables que existen desparramadas por nuestro universo y que (al menos en un sentido poético, para adoptar tu manera de hablar, Clive) pueblan las estrellas. Esas razas son de una variedad infinita. Algunas son más primitivas que los bosquimanos desnudos de las regiones más remotas de nuestra Tierra. Otras son tan avanzadas como para hacer que un Faraday o un Flerschel parezcan niños chapoteando en charcos y maravillándose de los gusanos que desentierran del barro.

—Los rens, ¿son una raza de las estrellas?

Neville asintió.

—No me sorprende tanto oírlo como podrías creer, hermano. En la Mazmorra me tropecé con seres de muchos mundos. El fiel perruno Finnbogg, la arácnida Chillido, y Chang Guafe, el más raro de todos.

—Los hay que no son tan raros, también.

—En efecto. Lady 'Nrrc'kth y su falso consorte N'wrbb Crrd'f. Yo podría haber amado a lady 'Nrrc'kth. Su belleza era exótica, su piel tan pálida como nieve recién caída, su largo pelo y sus ojos de un verde tan profundo como el verde de un bosque surgiendo por entre esta nieve. En todos mis viajes nunca encontré a nadie que se pudiera comparar con lady 'Nrrc'kth.

—¿Y dónde está ella ahora, hermano?

—Está muerta —susurró Clive—. Cayó en el transcurso de un descenso plagado de peligros desde un nivel de la Mazmorra a otro. Por eso solo, Neville, desprecio a los rens. Si son los Señores de la Mazmorra, entonces son responsables de la muerte de lady 'Nrrc'kth. ¡Nunca se lo perdonaré, Neville!

—¿Pero apruebas a los chaffris?

—Sé poco de ellos, pero este poco que sé me dice que no son mejores que los rens. No son mejores.

Neville levantó una mano abierta.

—¡Los rens no son los Señores de la Mazmorra, Clive! No te engañes pensando esto. —Soltó una risa irónica, la mayor demostración de emoción por su parte desde su presente encuentro con su hermano gemelo menor—. Los rens no son más que uno de los poderes en lucha dentro de la Mazmorra. Y los chaffris son otro.

Clive no hizo más comentarios. Pocas cosas nuevas le decían las palabras de su hermano. Muchas de esas cosas las sabía ya de hacía tiempo, pero, al oírlas por boca de su propio hermano, la realidad de sus recuerdos demasiado vivos causó un impacto horroroso en su mente, más horroroso de lo que nunca le había causado.

Al cabo de un tiempo, Neville volvió a hablar:

—Por lo que se refiere a tu amada (¿cómo se llamaba, 'Nrrc'kth?), no pierdas la esperanza. Me dices que murió en la Mazmorra, pero ¿y si interviniéramos en un momento previo a su muerte? ¿Y si una fuerza hiciese su aparición en la línea de acontecimientos entre los niveles de la Mazmorra y la desplazase hasta un lugar seguro en otra parte de la Mazmorra, o fuera de la Mazmorra?

—¿Es eso posible? Neville, ¿es posible?

—Pero hermano, yo creí que estabas comprometido con una tal señorita Leighton.

—La señorita Leighton, por lo que he llegado a creer, dejó Londres en mil ochocientos sesenta y ocho, poco después de que yo partí para Zanzíbar y Africa en tu busca. Pero ahora se halla bien establecida en la ciudad de Boston, en los Estados Unidos de América. Por lo que me ha contado la señorita Leigh, Annie, Annabella no quiere tener nada más que ver conmigo.

—Pero piensa, hermanito: ¿y si tú pudieras regresar antes de que ella dejase Londres...?

—He pensado en ello, Neville. Es una perspectiva tentadora, una perspectiva fascinante, pero soy definitivamente reticente a hacer amaños con la vida de Annabella. Para salvar a 'Nrrc'kth..., bien, salvar a una inocente de una muerte inmerecida es algo en lo que me gustaría empeñarme. Pero el caso de la señorita Annabella Leighton es distinto. No sólo una interferencia semejante llegaría a desbaratar su propia vida, sino que también impediría el establecimiento de una línea de descendencia, que empieza con ella y sigue hasta Annabelle Leigh. No. —Meneó la cabeza—. No, Neville. Es muy tentador, pero resistiré.

Neville se levantó y se llevó la vela goteante al otro extremo de la sala. Alargó la mano hasta un pico de gas, instalado muy alto en la pared, giró el grifo para permitir el paso del flujo iluminador y alzó la vela para encenderlo.

—¿Estás preparado, entonces, para proceder, Clive?

La biblioteca estaba ahora alumbrada por la llama del gas, y Neville, mientras esperaba la respuesta de Clive, fue circulando por la estancia encendiendo otros picos.

—¿Proceder a qué, Neville?

—A encontrarte con los rens.

—¿Quieres decir, a volver a la Mazmorra? ¿Me acompañará Annie? ¿Forma parte también ella de esta extraña conspiración tuya?

El rostro de Neville se ensombreció y las comisuras de sus labios se arquearon hacia abajo, tirando consigo de los extremos del bigote como para añadir energía a su furioso fruncimiento.

—¡No necesito decirte que considero ofensivos tu lenguaje y tus insinuaciones, hermanito!

Clive encontró que se estaba poniendo igualmente furioso en respuesta a la conducta de Neville. Se levantó y se inclinó hacia su hermano.

—¡Yo me he comportado con decencia durante todo este asunto, Neville! Partí con la esperanza de rescatarte...

—¡O de encontrarme muerto —lo interrumpió el de mayor edad—, para asegurarte la sucesión al título familiar y a las propiedades después de la muerte de nuestro padre!

Enrojeciendo ante lo oportuno de la acusación, Clive prosiguió:

—Naufragué y recibí una dosis casi fatal de veneno de araña. Con grandes penalidades crucé por la selva y los pantanos, soporté el calor de los trópicos y estuve en peligro de ataques de leones, cocodrilos y serpientes. ¡Y todo eso ocurrió antes incluso de que entrara en la Mazmorra! ¡Mientras que tú, Neville, has estado en esta... conjura... desde el principio! ¡Aplicarte el término conspirador no es solamente adecuado, hermano, sino positivamente caritativo!

Neville se volvió de espaldas. El único sonido de la habitación era el suave siseo de los picos de gas. Cuando Neville se volvió de nuevo hacia Clive, era como si hubiera envejecido otros cinco años en el minuto o menos en que estuvo vuelto de espaldas.

—Hay algo de cierto en lo que dices, Clive. He estado relacionado con los rens... toda mi vida adulta... e incluso ya en la infancia. Eso tenía que ser un secreto compartido sólo por mi padre y por mí. Tal fue el caso, generación tras generación, durante tanto tiempo como ha habido Folliot en Tewkesbury. A decir verdad, Clive, el recuerdo de nuestra asociación con los rens se remonta a un pasado muy lejano, a la creación del primer barón Tewkesbury por Ricardo III en mil cuatrocientos ochenta y tres.

Neville paseaba ahora por la habitación, y Clive se vio siguiendo el movimiento de su hermano de un lado para otro, una y otra vez, como una cobra egipcia sigue la música de la flauta de un encantador de serpientes.

—La hoja en nuestro escudo, la misma palabra Folliot, proclama nuestra alianza y nuestra lealtad a los Plantagenet. Desde la muerte de Ricardo en mil cuatrocientos ochenta y cinco, el trono de Inglaterra ha sido ocupado por usurpadores. ¡Cuando los rens triunfen en la Mazmorra instaurarán un Plantagenet en el trono de Inglaterra! ¡El trono será devuelto a su verdadero heredero! ¡Clive, este heredero será un Folliot!

—¡Traición! —dijo Clive sin poder ya contenerse—. ¡Lo que dices es alta traición! ¡Tú, que aspiras al título de barón, que te alistaste al ejército de Su Majestad y que serviste en los Guardias Granaderos, que mandaste sus tropas en la batalla y que las viste morir en defensa de la corona y de la patria, tú has sido un traidor a la reina Victoria desde el principio!

—¡Un traidor, no! ¡Un patriota!

Clive dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

—Está cerrada, hermanito.

—Entonces la echaré abajo o te arrebataré la llave de las manos. No permaneceré ni un instante más en presencia de semejante estúpida perfidia.

—No habrá necesidad de eso, Clive. Es cierto que en este asunto has sido puesto a prueba, siempre en contra de tu voluntad y en gran parte sin saber dónde estabas metido.

—Sí, y ¿qué propones tú, Neville? Te diré esto: no deseo parte ni beneficio en tu intriga traidora, y, si se ha de hacer justicia, viviré para verte estrangulado con una cuerda de seda.

—No es eso lo que yo espero, Clive. Pero puede que tengas razón. Puede que tengas razón. Cuanto más sabemos de las cosas, más del pasado y del futuro, menos somos capaces de prever lo que el destino nos depara. Pero abriré la puerta y te permitiré salir si accedes a viajar conmigo hasta el país de los rens y conferenciar con ellos. Una vez que lo hayas hecho, te dejaré libre para que elijas tu camino. No intentaré forzarte en tu elección, Clive.

Clive permaneció en silencio, estudiando la extraña instalación tras su hermano, al tiempo que esperaba que continuase.

—¿Me das tu palabra, Clive? ¿Regresarás a la mansión Tewkesbury y viajarás conmigo al país de los rens?

—Tengo asuntos que resolver en Londres. Tan sólo llegué anoche, y cuando salía de casa de Du Maurier caí en manos de tus agentes, Neville. Tengo más cosas que hacer en la metrópolis.

—No has dado tu palabra de regresar a Tewkesbury, Clive, pero aceptaré lo que has dicho como una promesa tácita. Ve, pues. —Se adelantó a su hermano y le abrió la puerta—. Resuelve tus asuntos, Clive Folliot, y buena suerte. Espero volver a verte.

Clive permaneció en el umbral de la puerta un momento más, clavando una mirada fulminante en su hermano.

—Puedes muy bien esperar, hermano. Pero primero medita acerca de lo que quieres esperar.

Clive encontró a Annabelle en la cocina, hablando con la señora Jenkins. Annie había admitido sus visitas anteriores a la mansión Tewkesbury, y era evidente que en tales ocasiones anteriores había entablado relación con la fiel cocinera y ama de llaves, con quien enseguida se habían hecho buenas amigas. Lo cual ponía de manifiesto las costumbres igualitarias de la tierra de Annie, la ciudad americana de San Francisco del año 1999.

Ver a la señora Jenkins removió profundos sentimientos en Clive. Su madre había muerto en el momento de nacer él. Neville y él habían sido educados por su padre con la ayuda de una serie de niñeras, institutrices y tutores, cada uno más severo y menos tolerante que el anterior. El barón Tewkesbury había reservado su cariño para el primogénito, Neville. Aunque tan sólo una diferencia de minutos en el nacimiento separaba a los dos hermanos, el padre había prodigado su afecto al mayor de los dos, culpando al segundo de la muerte de la madre y tratándolo con fría hostilidad desde el mismo día de su nacimiento.

La señora Jenkins había sido lo más cercano a una madre que Clive había conocido, su compañera más querida y su aliada más firme. La cocina siempre había sido su lugar de refugio en momentos difíciles. Ella siempre había tenido un abrazo dispuesto para él, y un caramelo. Su delantal había absorbido incontables lágrimas de Clive y le había calmado incontables heridas.

Hoy ella cogió a Clive con los brazos extendidos al frente.

—Qué maravilloso, señor Clive. Mi pequeño Clive, mi pequeño amigo. Parece tan joven, comparado con el señor Neville... Claro, ya sé que él es el mayor. —Y ahogó una sonrisa ante su propia ocurrencia—. La señorita Annie es una joven maravillosa, señor Clive. ¿Tiene usted intención de...? —añadió guiñando el ojo y ladeando la cabeza.

—Me temo que no, señora Jenkins. Siento muchísimo afecto por Annie, pero hay razones..., razones que no puedo explicar. —Se volvió hacia Annie—. Debo volver a Londres. Tienes mucho que explicarme, Annie.

—Lo sé. Haré lo que pueda.

—¿Estás mezclada con...?

—Por favor —suplicó ella interrumpiéndolo—, esas cosas es mejor hablarlas a solas. Lo comprendes, ¿no? —Y giró casi de forma imperceptible los ojos hacia la señora Jenkins.

—Desde luego, lo comprendo muy bien —respondió Clive—. ¿Quieres acompañarme en mi viaje a Londres?

—¿Regresarás a Tewkesbury?

—Muy pronto.

—Entonces te esperaré aquí, Clive.

Jenkins preparó un cabriolé para llevar a Clive a la estación del pueblo de Tewkesbury, y de allí éste viajó sin más impedimentos hasta Londres. Fue un trayecto que contrastó con el agitado viaje de Londres a Tewkesbury acompañado por Annabelle Leigh. Esta vez no hubo ataque de los chaffris, y los compañeros de vagón de Clive fueron una típica variedad de personajes rurales que se dirigían a Londres para tratar asuntos propios.

Cuando Clive llegó a la gran metrópolis se dirigió de inmediato a las oficinas del Illustrated Recorder and Dispatch. La última vez que Clive había visitado aquellas oficinas, estaban emplazadas en una serie de sórdidos cuchitriles. Escribientes viejísimos, supuestas celebridades literarias fracasadas, escritorzuelos y chupatintas, tenían su corte en un edificio destartalado que olía a comidas antiguas de origen incierto y a ropas y hombres mohosos, ambos igualmente necesitados de adecuado lavado y restauración.

Ahora, un edificio alto y moderno se erigía en lugar del viejo Recorder and Dispatch, y un moderno rótulo que sobresalía en la fachada del establecimiento proclamaba que continuaba siendo la sede de aquel antiguo periódico de mala fama.

Clive se había cambiado su uniforme algo maltrecho por un traje de paisano que encontró aún aguardando en su habitación de la mansión Tewkesbury. Sonrió al descubrir su estuche de tarjetas aún a mano y salió de la mansión con la cartera llena y una provisión de tarjetas de visita. La ropa que durante tanto tiempo no había llevado continuaba en buen estado. Pero estaba un cuarto de siglo pasada de moda, y recibió miradas de curiosidad tanto en el vagón del tren en que viajó desde el Gloucestershire como en las calles de Londres.

Entró en las oficinas del Recorder and Dispatch y fue recibido por una señorita de maneras eficientes sentada a una mesa de nogal junto al portal del edificio.

Ella le preguntó si podía servirle en algo. Clive advirtió que su pelo parecía ser largo y lacio, de un llamativo tono castaño, aunque lo llevaba recogido en la cima de la cabeza para que no entorpeciera la realización eficaz de su labor. También su figura llamó la atención de Clive, quizá más de la cuenta a causa de lo recatado del vestido con que ella trataba en vano de disimularla.

—Estoy buscando al director del diario, el señor Carstairs, señorita. ¿Está?

—¿Tiene una cita concertada, señor?

—No.

—¿Puedo preguntarle, pues, el motivo de su visita al señor Carstairs? Está muy ocupado, y si viene por negocios hay otras personas aquí con quien podría tratarlos.

—Soy un corresponsal de este diario, señorita, y el señor Carstairs es mi director. —Se sacó una tarjeta de visita del bolsillo y la tendió a la joven.

Después de examinarla, alzó los ojos una vez más hacia Clive y los dejó caer de nuevo.

—Comandante Folliot, Quinto Regimiento de la Guardia Montada Imperial —leyó.

—Quizás esté usted familiarizada con mis trabajos, con mis informes y apuntes ilustrativos.

—No, señor, me temo que no sea así.

—Pero si han sido publicados recientemente en este mismo... Pero no, disculpe. —Clive se reprendió a sí mismo en silencio. Era natural que aquella joven no hubiera visto sus artículos en el Recorder and Dispatch. ¡Habían aparecido antes de que naciera!—. No importa. Si pudiera ver al señor Carstairs...

—Muy bien, señor. —Después de devolver la tarjeta a Clive, llamó a un muchacho para que lo acompañara al despacho de Carstairs. Clive siguió al chico por un largo pasillo, luego por una escalera, y finalmente entraron en un magnífico conjunto de oficinas que podrían haber contenido la plantilla entera y gran parte de las instalaciones de producción del Recorder and Dispatch de la época anterior.

El guía de Clive llamó con unos pulcros nudillos en una puerta de caoba pulida, recibió una respuesta de «¡Adelante!» y desapareció tras ella. Clive oyó una breve y apagada conversación a través de la puerta; enseguida ésta se volvió a abrir y reapareció el jovenzuelo, quien hizo una indicación con la cabeza a Clive y le mantuvo la puerta abierta para que entrara en el sancta sanctorum del director.

Un hombre muy joven (apenas podía haber tenido veinticinco años) levantó la vista de un escritorio atestado de papeles. Iba bien vestido, incluso con algo de lujo. Tenía el pelo espeso y rizado, sin asomo de entradas. Miró a Clive con ojos entornados, como si fuera un poco corto de vista y hurgó por entre sus papeles en busca de unas gafas de montura de acero; luego contrajo las cejas y se levantó con indecisión.

—¿Señor... —alzó la tarjeta con una mano y la sostuvo ante sus ojos para examinarla—, o es comandante Folliot?

—Cualquiera de los dos sirve, señor. Pero ¿puedo preguntarle quién es usted?

—Carstairs. Soy el director del Recorder and Dispatch. ¿Y puedo preguntarle yo, señor, el asunto que le ha traído a verme?

—Quizá me haya equivocado de Carstairs. Estoy buscando a Maurice Carstairs.

—Yo soy, señor.

—Imposible. Maurice Carstairs me contrató para que realizara una serie de reportajes para el Recorder and Dispatch, sobre mi expedición a Ecuatoria en busca de mi hermano perdido.

—Lo siento, señor. No recuerdo semejante arreglo, ni lo recuerdo a usted, señor. ¿Cuándo dice que tuvo lugar este, hum, contrato?

—Fue en el mes de mayo, señor. A finales del mes de mayo.

—¿Del presente año, señor Folliot?

—Fue en mayo del año mil ochocientos sesenta y ocho, señor.

El joven se dejó caer con precipitación en su butaca.

—Sabe en qué año estamos, ¿no, señor Folliot? Si usted recibió tal encargo, difícilmente pudo recibirlo de mí. La primera vez que vi la luz del día fue en mil ochocientos setenta y uno.

—Y el Maurice Carstairs que era el director de este periódico en mil ochocientos sesenta y ocho ¿dónde está, señor?

—Ay —respondió el joven—, ese Maurice Carstairs era mi padre. Es lamentable, pero hace tiempo que está muerto. Muerto y enterrado hace tiempo, señor Folliot. Me temo que en los años posteriores a su muerte...

—¿En qué año murió Maurice Carstairs? —interrumpió Clive.

—Fue en mil ochocientos ochenta y seis. Por entonces yo tenía quince años, y tuve que luchar con uñas y dientes para defender mi posición como propietario y director de este diario. Pero, como puede ver, señor, lo logré.

—Oh. —Tal exclamación fue todo lo que Clive pudo decir en aquel momento. Tomó una silla sin que se la ofrecieran, y permaneció en silencio mirando al joven Carstairs. Al final dijo—: Maurice era su padre.

—Lo fue, señor.

—El Recorder and Dispatch era una empresa mucho menos espléndida en mil ochocientos sesenta y ocho de lo que parece hoy. Me temo que en aquella época el diario y su director no gozaban de muy buena fama.

—No me hago ilusiones en cuanto a la personalidad de mi difunto padre. —El joven esbozó una sonrisa antojadiza—. Pero era un hombre de talento y poseía una cierta integridad excéntrica muy suya, señor Folliot. Me enseñó mucho sobre el negocio del periódico y, dispense que repita el tópico, pero podría decir incluso que él me enseñó todo lo que sé. Poniendo en práctica sus lecciones, y basándome en los cimientos que él había creado, he conseguido llevar al Recorder and Dispatch a la actual situación de prosperidad y respeto.

El joven bajó la vista y abrió un cajón de su escritorio. Se inclinó acercando mucho la cabeza al cajón, con ojos entrecerrados. Al cabo levantó la vista hacia Clive.

—Si usted es en efecto el mismo comandante Folliot que mi padre contrató en mil ochocientos sesenta y ocho, quizá pueda responder a un par de preguntas, para verificar su identidad.

—¿No son suficientes mi tarjeta y mi palabra, señor?

—Ah, he aquí la gran paradoja, señor. Si es usted de veras el comandante Folliot, con su palabra sola bastaría. Su tarjeta es una mera fruslería, una superflua justificación. Pero si es usted un impostor, mentiría naturalmente acerca de su identidad y seguro que podría proveerse de una falsa tarjeta de visita. Así que estamos atrapados entre la espada y la pared, comandante Folliot. Si usted es tal.

—Muy bien. ¿Cuáles son esas preguntas?

Carstairs escudriñó en el cajón de su escritorio una vez más. Parecía casi como si quisiera meterse en él, pero al final se sentó erguido.

—Primera, señor: ¿cómo se llamaba el sacerdote misionero que encontró en el poblado de Bagamoyo? Y segunda: ¿quién era el caballero de las Indias Orientales que se añadió al grupo formado por usted mismo y el traicionero sargento Horace Hamilton Smythe, poco antes de que se internaran en el Sudd?

Clive se puso en pie de un salto, encendido de cólera.

—Sus preguntas tienen fácil respuesta, señor. Se trata de dos personas a las que nunca olvidaré, aunque por razones muy distintas. El sacerdote era el reverendo padre Timothy F. X. O'Hara. Y el indio oriental, un personaje muy notable que se llamaba Sidi Bombay.

Carstairs asintió con indiferencia.

—¡Pero la aplicación que hace usted del término traicionero para el sargento Smythe es de lo más ofensivo! —prosiguió Clive—. Si me fuese posible abofetear a alguien que lleva gafas, me procuraría satisfacción inmediata por semejante insulto a mi compañero. Horace Smythe es, era, el hombre más noble y valiente con quien tuve nunca el privilegio de servir en la Guardia de Su Majestad. Y en nuestras aventuras en la Mazmorra realizó incontables gestas heroicas. Su comportamiento era a veces incoherente, y a veces pudo haber parecido desleal. ¡Pero había sido víctima de ciertas infames operaciones y en tales momentos actuaba bajo una irresistible coacción!

Respiró hondo y luego añadió:

—El sargento Smythe es un hombre honrado, y no permitiré que un pendenciero chupatintas de Fleet Street2 lo calumnie. En realidad...

Clive se detuvo asombrado al ver que el joven Carstairs, sin modificar la expresión de su rostro, desaparecía de nuevo bajo la superficie de su escritorio. Se produjo entonces una larga pausa silenciosa, interrumpida sólo por golpes suaves y exclamaciones apenas contenidas.

Por fin, empujada hacia atrás, la butaca se retiró del escritorio y el sargento mayor Horace Hamilton Smythe, con una sonrisa radiante, se levantó y tendió la mano a Clive.

Clive tuvo un momento de completa estupefacción. Luego, disparado, rodeó el escritorio a grandes zancadas y abrazó al otro hombre.

—¡Smythe! ¡Smythe! ¡Sabía que no podía haberse pasado al bando de Philo Goode!

—¡Claro que no, mi comandante! Y confío en que me perdonará esta pequeña charada. Verá, lo que le conté, lo que le contó el señor Carstairs, es muy cierto. Hay fuerzas en juego, mi comandante, para quienes los secretos del arte de disfrazarse son como un libro abierto, para quienes la creación de un simulacro aparentemente vivo, perfecto, es poco más que un juego de niños.

—Lo sé, Smythe, y demasiado bien. He visto simulacros, dobles, de mi padre y de mi hermano, y también al menos de uno de los miembros femeninos de mi familia, todo con gran pesar mío. Pero dígame, por favor: ¿era usted el tabernero que la otra noche me rescató de la masa de rufianes sólo para echarme en las manos despiadadas de Philo Goode? Era a este incidente a lo que me refería hace unos momentos.

—No, mi comandante, aquél no era yo. ¡Y lo que me dice usted me alarma!

—Entonces, ¿dónde ha estado usted? Si no estaba empleado como tabernero, ¿ha estado metido en el negocio de la prensa? Esta identidad de un Maurice Carstairs más joven que usted adoptó, ¿es un personaje ficticio?

—No, mi comandante. El joven señor Carstairs es una persona muy real, y es en efecto el director de este diario. ¡Es un buen hombre, mi comandante! ¡Uno de los nuestros! De tanto en tanto, según dictan las necesidades, asumo su personalidad. Se podría decir que en esta ocasión actúo como su misma sombra.

—Su sombra, ¿eh? Muy bien, sombra, dígame pues, ¿a qué se refiere con la expresión uno de los nuestros?

—Con mucho gusto le diré todo lo que sé, mi comandante. Como siempre, yo soy su aliado. Usted recordará mis lapsos esporádicos. —Una expresión de desánimo apareció en el rostro de Smythe—. Tal conducta era producto de unos implantes en mi cerebro. ¡En el mismo cerebro, mi comandante! Pero he conseguido vencer su influencia. Ahora soy yo mismo, ¡el auténtico! ¡Espero que el comandante me creerá!

—Le creo, Horace.

—Se lo agradezco, mi comandante. Y le diré a qué me refería con «uno de los nuestros». Pero, primero, hay alguien aquí, en el Recorder and Dispatch a quien debe ver. Es un caballero de color. El primero de color, creo, empleado por un periódico londinense en un puesto de autoridad y respeto.

Clive acompañó a Smythe a una oficina adyacente, donde un hombre de piel oscura, de pelo y bigote morenos, trabajaba tras una mesa. Al entrar los otros dos, levantó la cabeza.

—Comandante Folliot —dijo Carstairs/Smythe—, le presento a nuestro redactor jefe para las noticias de ultramar, el señor Pandit Singh.

El indio se puso en pie. Vestía chaqué, cuello de pajarita y corbata. Al salir de detrás de su escritorio reveló unos pantalones a rayas, polainas y botas bien lustradas.

Clive se quedó boquiabierto, atónito.

—¡Sidi Bombay! —De nuevo Clive abrazó a uno de sus compañeros reaparecidos. Luego dijo—: Ya he visto a la señorita Annabelle Leigh, a mi hermano Neville, a mi padre y a Philo Goode desde mi regreso a Londres. Supongo que el único que falta para que haga su milagrosa reaparición es el padre O'Hara.

Fue como si un fantasma hubiera cruzado la habitación. Horace Smythe y Sidi Bombay se miraron el uno al otro en silencio. Clive sintió que había dicho algo terriblemente inoportuno.

Horace Hamilton Smythe rompió el largo silencio.

—Quizá sea mejor que lo explique, mi comandante. Le prometí que le aclararía el significado de la expresión «uno de los nuestros». Podría empezar diciendo que Philo Goode no es uno de los nuestros. Es todo lo contrario a ser uno de los nuestros, mi comandante. La misma antítesis, mi comandante.

—¿Quiere decir con eso que es uno de los chaffris?

—Desearía que fuera eso lo que quiero decir, mi comandante. Pero es mucho peor que eso, aunque no estoy al corriente de cuánto sabe usted acerca de los chaffris, mi comandante.

—Sé algo de los chaffris. Y de los rens. Y algo también de los gannines, aunque casi nada, salvo que existen y que su mundo es un lugar sólo mencionado con susurros y temores.

—Si el comandante me dispensa que juegue al papel de maestro..., ¿qué es lo que sabe usted exactamente de los chaffris, de los rens y de los gannines? En concreto, mi comandante, si no le importa.

—Pues que los q'oornanos y otras especies con que nos tropezamos en la Mazmorra son los peones (algunos, y otros son los agentes) de dos grandes imperios en guerra. Ésos son los chaffris y los rens. Sus mundos son planetas situados mucho más allá del alcance de nuestros conocimientos astronómicos. Y están embarcados en una lucha inacabable, mortal. Tan grande es su poder, que hay quien sospecha que constituyen la base para la tradición zoroastriana de la lucha entre Ahriman y Ahura Mazda.

Pandit Singh (o Sidi Bombay) asintió.

—¿Conoce usted entonces las creencias de los zoroastrianos?

—Viajeros de regreso de Persia y de Irak han descrito esa fascinante religión. En Cambridge la consideraban una de las herejías que destruyeron la primitiva iglesia cristiana.

Durante todo el discurso de Clive, Horace y Sidi Bombay habían intercambiado significativas miradas e inclinaciones de cabeza. Ahora Smythe dijo:

—Todo eso es muy acertado, mi comandante. Y, claro está, la Mazmorra es el principal campo de batalla, con incontables personas e incontables otras criaturas arrebatadas de este o aquel mundo, de esta o aquella era, y trasladadas a la Mazmorra para servir como peones en su gran partida de ajedrez.

—Pero, ¿y los gannines, Smythe?

—Los gannines son los más problemáticos, mi comandante. Parecen considerar a los chaffris y a los rens por igual como enemigos, o como rebeldes inferiores. En consecuencia, mi comandante, se sabe que, de tanto en tanto, los chaffris y los rens se alían para hacer frente a los gannines. Algo como «el enemigo de mi enemigo es mi amigo».

—He aquí una máxima del mundo árabe —interrumpió el hombre que había resultado ser Sidi Bombay—: «Lucharé contra mi hermano hasta que aparezca mi primo; luego lucharemos juntos contra éste hasta que aparezca un vecino; luego lucharemos juntos contra éste hasta que aparezca un desconocido, y luego lucharemos todos juntos contra el desconocido».

—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó Clive.

—Todo esto significa, comandante, que existe una gran organización cuyo cometido es luchar contra los chaffris, los rens... y los gannines. Hay agentes colocados en cada época y en cada lugar. En la Mazmorra, en la Tierra y también en otros planetas. Los hay entre los Finnbogg, entre el pueblo de Chillido, entre el de Chang Guafe, entre las gentes del mundo de lord N'wrbb y lady 'Nrrc'kth.

—¿Y el nombre y el objetivo de esta organización?

—Es conocida como (algo irónicamente, si se me permite añadir el comentario) la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal. Su objetivo es tan sólo resistir a los planes hegemónicos de los otros, tanto de los chaffris y de los rens como de los gannines. Nuestros enemigos también tienen sus agentes. Nos hemos topado con todos ellos, comandante. Philo Goode, la pareja Ransome, el padre O'Hara...

—Pero ¿un sacerdote? ¿Un siervo de Dios? Tanto si uno suscribe la fe del padre O'Hara como si no, el hecho de que haya dado su vida al servicio de Dios...

—Sacerdote o no, Timothy F. X. O'Hara sigue siendo humano. Tanto si se unió al enemigo por propia voluntad como si fue engañado, chantajeado o hipnotizado para que realizara su papel, es un papel que sigue desempeñando. —El sargento Smythe se interrumpió, meditabundo. Luego dijo—: Pueden confundir la mente de un hombre, comandante Folliot. Pueden obnubilar su mente. Sé de lo que hablo, mi comandante.

—Sí, Smythe. Recuerdo su aflicción cuando le vinieron a la memoria los incidentes de su viaje a la creciente metrópolis de Nueva Orleans, en Norteamérica. Lo siento.

—No importa, mi comandante. Quizás habría que compadecer, más que despreciar, al padre O'Hara, pero no obstante es un enemigo. Si podemos ganarlo para nosotros, es decir, si podemos librarlo de lo que confunde su mente y restaurar su lealtad a la especie humana y su respeto por todos los seres inteligentes, mucho mejor. Pero, si no podemos, debemos combatirlo, como combatimos a los rens, a los chaffris y a los gannines.

—¿Qué tenemos que hacer, entonces?

—Para empezar, tenemos que salir de aquí, mi comandante. Si fuera tan amable de esperar unos segundos mientras adopto una identidad más segura...

Smythe cruzó de nuevo la puerta que comunicaba con el despacho de Maurice Carstairs. Transcurridos unos breves momentos regresó con el disfraz del elegantemente vestido y corto de vista Carstairs, entrecerrando los ojos y pestañeando y tropezando con el marco de la puerta y los muebles. Llevaba un bastón de pomo dorado y lo utilizaba casi como lo utilizaría un ciego.

—Señor Singh, ¿tendría la bondad de acompañarnos, al comandante Folliot y a mí?

—Desde luego, señor Carstairs —contestó Sidi Bombay.

Salieron de las oficinas del Illustrated Recorder and Dispatch y subieron a un cabriolé que los aguardaba en la puerta. El cochero asomó por la trampilla del techo y «Carstairs» le dio las indicaciones pertinentes.

—¿Nos podemos fiar del cochero? —preguntó Clive.

—Es uno de los nuestros —respondió Smythe.

—Pero si el enemigo es capaz de hipnotizar a los hombres, de implantar aparatos en sus cerebros para dominarlos, o para raptarlos y sustituirlos por dobles, ¿cómo puede estar seguro de eso siquiera?

—Buena pregunta, comandante —intervino Sidi Bombay—. Siempre hay maneras de distinguir entre un ser auténtico y una falsificación, aunque no sean siempre seguras y siempre haya un elemento de riesgo. De modo similar, señor, cuando un hombre ha sido sometido a hipnosis, su comportamiento es a menudo distinto del que tendría bajo su auténtica personalidad. Pero uno siempre corre riesgos y siempre tiene que tomar precauciones. Como ya tendrá ocasión de comprobar.

Clive bajó la cabeza mientras el cabriolé arrancaba y se alejaba de la acera. Cerró los ojos y se llevó el pulgar y el índice a los párpados. ¿Cómo distinguir entre la realidad y la ilusión? ¿En quién confiar? Aquellos dos, Horace Smythe y Sidi Bombay, ¿eran de veras sus antiguos compañeros, o eran ilusiones que alguien había colocado allí para engañarlo? Si Smythe podía pasar por un mandarín, por un muchacho árabe, por un director de periódico corto de vista, ¿no podría un enemigo hacerse pasar por Smythe?

Las ruedas del cabriolé retronaban por las calles adoquinadas.

Otra cuestión desconcertaba a Clive. Si el poder mental de George du Maurier, como argumentaba influido por la señora Mesmer, había arrastrado a Clive a través del tiempo y del espacio hasta aquel Londres de 1896... entonces, ¿cómo habían llegado allí Smythe y Sidi Bombay? No habían comentado nada de haber viajado a través de los años; pero, si habían vivido de modo continuado durante aquellos veintiocho años, deberían haber envejecido, como había envejecido el hermano de Clive. Y, sin embargo, ninguno de los dos parecía mayor que cuando Clive los había visto por última vez en la Mazmorra.

Un escalofrío recorrió la espalda de Clive. Parecía que no había una solución disponible para el dilema. Se incorporó, dejó caer la mano y miró a su alrededor. El paisaje de Londres, en parte familiar, en parte alterado, se desplegaba ante él.

El cabriolé se detuvo frente a un edificio que Clive no había visto desde 1868: el club de caballeros donde George du Maurier los había llevado, a él y a la señorita Leighton, para una celebración, después del estreno de Cox and Box, y donde Clive había visto también por última vez a Maurice Carstairs padre.

De la puerta principal del club colgaba una corona de flores.

«Carstairs» despidió el coche y los tres permanecieron unos instantes ante la corona. Había una tarjeta bordeada de negro clavada en el centro, donde se leía:

GEORGE DU MAURIER, 1834-1896.

«Carstairs» llamó con el pomo dorado de su bastón en la pulida madera de la puerta. Un lacayo con librea abrió ésta. Y, con una reverencia, les cedió el paso al tiempo que daba una serie de miradas de asombro, primero a Horace Smythe, luego a Sidi Bombay y finalmente a Clive.

El sargento Smythe miró con ojos entornados al lacayo.

—¿Es usted, Browning?

—Sí, señor.

—¿Ocurre algo, hombre?

—No, señor. Sólo que...

—¡Suéltelo, hombre!

—Juraría que entró usted en el club tan sólo hace algunos minutos, señor. Pero eso es imposible, puesto que está usted aquí. —El lacayo consiguió esbozar una tenue sonrisa.

—Mis amigos y yo vamos a utilizar el reservado durante un rato. No queremos que nadie nos moleste.

Smythe cruzó con decisión por delante del desconcertado lacayo, tropezó con una butaca acolchada, refunfuñó contra el personal por cambiar de sitio los muebles, chocó con un caballero entrado en años que intentó desesperada pero inútilmente evitar el avance del corto de vista y consiguió al fin conducir a los demás por un discreto pasillo, el cual los llevó hasta un cuarto todavía más discreto.

Smythe se sacó una llave del chaleco, abrió la puerta e hizo pasar a los demás al interior. Y cerró la puerta tras ellos.

—No se permite entrar a nadie aquí —explicó—. A nadie, nunca. —Mientras Clive miraba a su alrededor, Smythe añadió—: Siento muchísimo el encuentro con el portero. El auténtico Carstairs debe de hallarse en el edificio. Esto no me había ocurrido nunca antes; culpa mía, comandante. Un descuido. No tengo excusa.

—Leche derramada, Smythe. ¿Y ahora qué?

—Ahora cambiaremos nuestras identidades, comandante. Le dije que tomábamos precauciones, y ésta es una.

—¿No parecerá raro que entren tres personas en esta habitación y que luego salgan otras tres?

—Saldremos por otra puerta, mi comandante.

Minutos después, tres figuras salían de una floristería no muy lejos del club de Carstairs. Una era un oficial del servicio diplomático del zar. La segunda parecía ser un obrero de una de las razas de piel más oscura. La tercera era un caballero vestido con desenvoltura, con el bigote encerado y retorcido con arrogancia y con el ojo derecho aumentado grotescamente por la gruesa lente de un monóculo.

—Así, como describió con tanta habilidad el escritor americano Poe, nos ocultamos de nuestros enemigos por el método de adquirir un aspecto más llamativo. —Horace Smythe asintió aprobador a las caracterizaciones de los demás—. Vamos, pues, amigos míos. ¡Un juego magnífico ha empezado!

Las tres figuras discordantes (el diplomático zarista que en realidad era un sargento mayor, el anodino obrero que en realidad era un maestro de la intriga y de las ciencias ocultas, y el petimetre continental que en realidad era el hijo menor de un noble del Gloucestershire) proyectaban enigmáticas sombras en las luces de los extraños instrumentos que recubrían una pared de la habitación.

Habían entrado en uno de los más espléndidos hoteles de Londres, se habían dirigido a la habitación reservada a nombre del conde Splitofsky, y habían descendido por un ascensor privado a una cámara enterrada a gran profundidad bajo las calles de la metrópolis.

—Éste es un lugar raramente atemporal —comentó Sidi Bombay—. Me complace visitarlo, renueva mi alma. Aquí no hay noche ni día, ni verano ni invierno. La iluminación, la temperatura, el grado de humedad, nunca varían. Uno puede sumergirse en lo infinito y lo eterno.

—Y bueno también para el equipo —añadió Smythe con pragmatismo—. Todo esto proviene de un período posterior: quizá la señorita Annie se encontrara aquí como en casa. Quizás incluso reconocería algunos de los mecanismos. Los expertos que lo instalaron dijeron que la temperatura y la humedad invariables serían lo mejor para el conjunto de la maquinaria.

—¿Qué hay de Annie? —preguntó Clive—. Es mi descendiente, Smythe, según ya sabe de cuando la conocimos en la Mazmorra. ¿Ha sido engañada y atraída por el enemigo? ¿Se halla bajo influencia hipnótica?

—¿Cuándo fue la última vez que vio a la señorita Annie, comandante?

—Pues tan sólo hace unas pocas horas. Se encontraba en la mansión Tewkesbury. Se quedó allí cuando yo me vine a Londres para ver al señor Carstairs. Al auténtico señor Carstairs, es decir, a Maurice Carstairs padre.

—Perfectamente comprendido, mi comandante. Lo siento mucho, mi comandante. Ésa no pudo ser la señorita Annie. Estuvo usted tratando con un doble. ¿Dónde se tropezó con ella, mi comandante, si me permite preguntarlo?

—Apareció en una especie muy singular de vagón de tren, en un túnel bajo una taberna donde momentos antes había hablado con el señor Philo Goode. El encargado de la barra de aquella taberna era... usted mismo, sargento Smythe.

—Sí, mi comandante. Como ya le expliqué, mi comandante, existen simulacros o dobles con quienes tendremos que vérnoslas. Le aseguro, comandante, que no recuerdo en absoluto el incidente que describe. Ni he estado bajo la influencia dominadora de los Ransome y de sus talentos hipnóticos. Mi mente ha sido liberada. Trabajé duro y largo tiempo con Sidi Bombay, y la telaraña de influencia hipnótica que habían implantado en mi cráneo ya no existe. ¡Se lo aseguro, mi comandante!

Horace Smythe se apartó el pelo de la frente para mostrar una cicatriz quirúrgica, rígida y blanca contra la piel más oscura.

—Se requirió toda la ciencia de los antiguos egipcios para sacar esos aparatos de mi cerebro, mi comandante. Fue un procedimiento doloroso y arriesgado. Pero, ahora que estoy libre de ellos, veo que ha valido la pena el sufrimiento, mi comandante.

Sidi Bombay asintió ante la explicación de Smythe.

Clive hundió la cabeza entre las manos.

—¡Oh, Dios mío! ¿Y mi padre y mi hermano... en Tewkesbury?

Smythe intercambió una mirada con Sidi Bombay.

—No se puede tener la certeza —contestó el indio—, pero existen razones para creer que ninguno de esos dos hombres era auténtico. Los Folliot son el centro de la lucha entre los chaffris y los rens, entre los gannines y los Vecinos.

—¿Vecinos?

—Es una pequeña broma, mi comandante —explicó Smythe—. Un toque de ironía. La gran alianza que se ha fraguado para oponerse a los chaffris, los rens y los gannines se conoce como la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal, como ya comenté antes al comandante. Donde quiera que vaya, mi comandante, si puede localizar una oficina de la asociación (sus miembros son conocidos simplemente como los Vecinos) estará en contacto con nuestra alianza.

—Pero Annabelle, Neville, el viejo barón..., si los que están en Tewkesbury son meros dobles, ¿dónde se hallan los auténticos? ¿Cómo puedo encontrarlos?

—He aquí un problema espinoso, mi comandante. ¿Seguro que vio a la señorita Annie sólo en aquel ferrocarril subterráneo, y después en Tewkesbury?

—Al salir del... Sargento, Sidi Bombay, ¿es éste el noveno nivel de la Mazmorra? ¿Es la Tierra el noveno nivel?

El oficial zarista y el obrero indio intercambiaron sendas miradas. Sidi Bombay dijo:

—Primero tiene que tratar de entender, Clive Folliot, que los niveles de la Mazmorra no son cosas sencillas. Su viaje a través de ellos, el viaje de todo nuestro grupo, no se llevó a cabo de la misma simple manera en que uno descendería planta a planta de uno de esos altos edificios de Londres. ¿Cómo llegó usted a la ciudad? ¿En qué lugar de la Mazmorra estuvo por última vez?

—Yo..., es todo tan confuso... —Clive se apretó la cabeza con las manos—. En el octavo nivel, todo parecía conducir a un desenlace. Los rens y los chaffris habían mostrado sus rostros al fin. En los demás niveles operaban por medio de agentes y sustitutos, pero en el octavo nivel aparecieron en propriae personae. Luego, casi como por un milagro, me encontré abandonado en el helado casquete polar.

Empezó a pasear por la habitación, mirando al gran panel de instrumentos que cubría toda una pared. ¿Cuál era el propósito de aquellos contadores con sus agujas oscilantes, de las diminutas luces que lanzaban destellos intermitentes y de colores variados, de los paneles en que enigmáticos mensajes cobraban vida luminosa unos instantes y luego se apagaban, algunos en inglés, otros en idiomas que Clive reconocía, y aun otros en símbolos tan desconocidos para él que sólo podía suponer que se trataba de algún tipo de lenguaje?

—Allí, en el hielo, vi a Annie. ¿Recuerdan a los soldados japoneses con que nos topamos en la Mazmorra?

—¡Naturalmente, mi comandante! —respondió Smythe.

—Y también seguro que recuerdan la máquina voladora, el avión, en que Annie escapó de ellos y con que se reunió con nosotros en el castillo de N'wrbb. Smythe, Sidi Bombay: vi a Annie sobrevolar el témpano de hielo en donde me hallaba con aquella máquina voladora japonesa. Le hice señales y estoy seguro de que ella me vio. Agitó las alas del avión. Creo que intentaba aterrizar y rescatarme, ¡cuando desapareció en un abrir y cerrar de ojos!

El recuerdo le produjo un nudo en la garganta. Estaba convencido de que la mujer del avión era la auténtica Annabelle Leigh. La mujer en el coche subterráneo, la mujer que había dejado en la mansión Tewkesbury con la promesa de regresar después de visitar a Carstairs en Londres, esa mujer era casi con toda certeza un fraude. Intentó hacer memoria: ¿le había mencionado, a ella, el encuentro en el casquete polar? ¿Lo había recordado ella? ¿O había fingido recordarlo, permitiendo que él se engañara gracias a la avidez que él tenía de creerla?

Entonces, ¿dónde estaba la auténtica Annabelle Leigh? ¿Atrapada en la Mazmorra? ¿Allí, en la Tierra, pero embarrancada en el año 1868, mientras que Clive, Horace Smythe y Sidi Bombay se hallaban en 1896, apenas un día más viejos de lo que lo habían sido veintiocho años atrás?

—Estudiemos esto con mucho cuidado, mi comandante. —Horace Hamilton Smythe se había sentado frente a un pequeño panel de botones y teclas, no muy diferentes de las que utilizaban los mecanógrafos en los periódicos o las empresas editoras. Clive había visto un artefacto semejante en su visita al Illustrated Recorder and Dispatch.

—¿Qué trata de hacer, Smythe? Esta máquina me trae a la memoria las que Chang Guafe y yo vimos en el octavo nivel. Máquinas maravillosas, capaces de almacenar asombrosas cantidades de información, de ordenarla y disponerla de muchas formas distintas y de proporcionarla cuando uno se la solicita. ¡Bibliotecas enteras y plantillas de investigadores concentrados como el Padrenuestro inscrito en la cabeza de una aguja!

—Sí —dijo Smythe—. Sé de lo que habla el comandante. Conozco semejantes máquinas. Y ésta es la mayor de todas. O, al menos, nos comunica con la mayor de todas. Dónde se halla la gran máquina principal, no lo sé con exactitud, mi comandante. Pero la que tenemos aquí es lo suficientemente buena para gran parte de los trabajos, y se comunica con la más grande si se le encarga un trabajo que no puede realizar por sí sola.

—¿Y usted va a, hum, a contar a esta máquina mi historia? ¿Y a preguntarle por el significado de mis experiencias?

—Algo así, mi comandante.

Mientras Clive habló, las hábiles manos de Horace Hamilton Smythe pasaron por encima de la superficie del panel, pulsando teclas y girando y volviendo a girar interruptores. Las luces de la pared por encima de él centellearon y parpadearon en desconcertantes dibujos. La pantalla de mensajes en la que Clive había visto tal sucesión de lenguajes desconocidos llevó a cabo un diálogo propio con el pequeño panel de Smythe.

—Quizás el comandante sería tan amable de contarnos qué ocurrió después de que desapareció el avión. —Esas palabras fueron pronunciadas por Sidi Bombay. Clive se maravilló ante la inacabable imperturbabilidad del indio. Cuando Clive lo había conocido, Sidi Bombay era un anciano, la cáscara arrugada de un hombre. Surgió luego de los horrores de la Mazmorra con sólo un tercio de su edad anterior: joven, viril, lleno de vida. En los distintos períodos que Clive había estado con él, lo había visto vestido como un humilde comerciante, como un caballero con chaqué y como un andrajoso obrero. Y sin embargo nunca había perdido la calma.

Clive narró sus experiencias con Chang Guafe, y explicó la desaparición del ciborg extraterrestre bajo las aguas del Ártico. Describió su encuentro con el horrendo monstruo creado por el doctor Frankenstein, la llegada del tren espacial, la manera en que los dos, Clive Folliot y el torpe monstruo, habían entrado en vagones del tren muy alejados entre sí. Los dedos de Horace Smythe corretearon por teclas y botones. La pantalla de mensajes se iluminó con una respuesta, críptica e ilegible para Clive pero de aparente significación para Smythe.

El pseudo-conde Splitofsky dijo:

—Chang Guafe sobrevivió a aquella experiencia, comandante, y está bien y ocupado. ¿Qué más, mi comandante?

—¿Qué más, Smythe? ¿Es eso todo lo que tiene que decir? «Chang Guafe está bien y ocupado.» ¿Dónde se encuentra, hombre? ¿Qué está haciendo? ¿Cómo escapó de las aguas bajo el casquete polar?

—Despacio, mi comandante, despacio —repuso Horace Smythe tratando de calmar a Clive.

Pero Clive no se apaciguó.

—¿Y cómo sabe dónde está? Exijo que me lo diga, sargento Smythe, antes de hacer nada más. —Al ver que el sargento no se apresuraba a responder, Clive lo agarró por las solapas—. ¡Dígamelo, por Dios!

Antes de que Smythe pudiera contestar, Clive sintió la mano de Sidi Bombay en su hombro.

—Tranquilícese, Clive Folliot. No se gana nada tratando a un amigo como a un enemigo.

Clive soltó su apretón. Temblaba.

—Tiene usted razón, Sidi Bombay. Sargento Smythe, le pido disculpas. No debería haber..., haber actuado así. Pero, si sabe qué fue de Chang Guafe, debe usted decírmelo. Enseguida.

—No tiene importancia, comandante Folliot. —Horace Smythe, aún ataviado como el conde zarista Splitofsky, se alisó la chaqueta y se arregló las solapas—. Puedo enseñar al comandante qué fue de Chang Guafe mejor de lo que nunca le podría explicar con palabras. Con el permiso del comandante, pues...

Incapaz de controlar la voz, Clive asintió.

—Si el comandante tiene la bondad de tomar asiento... —Smythe giró una serie de interruptores y ajustó unas palancas en la máquina. La claridad de la habitación menguó. Ante los ojos estupefactos de Clive, una nube de niebla, o de gas parecido al humo, se alzó y permaneció flotando al nivel de la vista. En su interior, poco a poco cobró forma una escena.

—¡Vaya! ¡Si soy yo mismo! ¡Yo y Chang Guafe y la monstruosa creación de la viuda Shelley! Henos aquí abriéndonos camino por el témpano de hielo. Y aquí, navegando ahora con el céfiro ártico. Sargento Smythe, ¿cómo es posible esto? ¿Qué es lo que veo?

Clive hundió la mano en la niebla... o intentó hacerlo. Fue imposible, porque la niebla resistió su presión, de modo gradual, con suavidad. Clive pudo introducir los dedos en ella con facilidad, pero, después de los escasos primeros centímetros, sintió una presión contraria y, cuanto más apretaba Clive, cuanto más intentaba penetrar en la niebla, más fuerte era la resistencia. Después de los primeros diez o doce centímetros, se encontró empujando con todas sus fuerzas, con la frente empapada de sudor e incapaz de alcanzar ninguna de las figuras que tenía ante la vista.

Cesó en sus esfuerzos, retiró la mano y se desplomó de nuevo en la silla.

—Si se dedicara simplemente a observar, Clive Folliot —lo exhortó Sidi Bombay—, conseguiría mucho más que tratando de intervenir. Después de todo, es el karma de esos que contempla. Es la voluntad del cielo. No se debe interferir.

—Pero... ¡si soy yo mismo!

—En efecto, lo es.

—¿No es tan sólo una imagen?

—No lo creo, Clive Folliot —respondió el indio.

—Ni yo, mi comandante. —Horace Smythe movió un dial y las figuras en la niebla crecieron hasta que parecieron alcanzar el tamaño de muñecos—. Creo que vemos realmente al comandante, junto con Chang Guafe y el otro individuo, aquel tipo alto y pálido.

—¿Usted cree, Smythe? —Clive vio el tren espacial descender y posarse en las aguas del Ártico. Se vio a sí mismo y al monstruo de Frankenstein trepar a los coches. Vio a Chang Guafe desaparecer bajo la superficie del frío mar polar—. ¿No podemos hacer nada para ayudarlo? —interrogó ansioso.

—No debemos interferir, Clive Folliot. —La voz de Sidi Bombay fue tan inmutable como siempre—. Ni podríamos. Ya vio lo que ocurrió cuando intentó penetrar en la niebla.

—Ellos no saben que los estamos observando. ¿Estamos viendo en realidad el pasado tal como acontece, o es una mera imagen?

—No sé qué podría importar, mi comandante.

—El comandante especula sobre cuestiones metafísicas —sonrió Sidi Bombay.

—¿Podemos ver cualquier cosa que queramos? ¿Cualquier momento del tiempo o lugar del espacio? —preguntó Clive.

—No es tan fácil, mi comandante. Los controles de este chisme son terriblemente difíciles de manejar. Sólo de tanto en tanto puedo sintonizar. Pero creo que localicé a Chang Guafe porque usted estaba con él, mi comandante. Y ahora se halla usted aquí. Todo está relacionado de alguna forma, mi comandante.

—¿Pero dice usted que lo vio antes?

—Sí, mi comandante. Pero usted está aquí ahora, ¿no?

Clive asintió desconcertado. Metafísica, en efecto. Estaba más allá de su alcance.

—¿Qué le está ocurriendo a Chang Guafe? ¿Puede mostrármelo?

Sin responder, Horace Smythe manejó los controles de la máquina. Surgió una masa de agua que inundó el volumen de la niebla en el centro de la habitación. La penumbra llenó el espacio. Una sensación de frío y humedad impregnó la habitación. Formas verdes oscuras oscilaban y otras plateadas pasaban fugaces como balas. Clive comprendió que estaba observando el fondo del mar polar. Una silueta de mayor tamaño, cubierta en parte por un caparazón liso y metálico, avanzaba arrastrándose.

—¡Es Chang Guafe! —exclamó Clive—. ¡Y está bien!

Ni Horace Smythe ni Sidi Bombay hicieron comentario alguno.

El fantasmal Chang Guafe se arrastraba como un cangrejo por el fondo del mar. En breves momentos las aguas se agitaron e hirvieron, y Clive, agachándose y escudriñando desde abajo la zona nebulosa, consiguió ver la revuelta superficie del mar con el tren espacial encima, elevándose hacia el cielo frío. Clive volvió de nuevo la atención a Chang Guafe.

El ciborg alienígena extendió un instrumento parecido a una pala y levantó una masa de material del suelo marino. Y, con diminutas herramientas que extrajo de su cuerpo, Chang Guafe moldeó el material en una especie de tubo que alzó hasta la superficie del mar. A través de él aspiró aire, y con él hinchó unas bolsas elásticas que aparecieron por entre unas aberturas en su caparazón.

Con gran elegancia, Chang Guafe emergió a la superficie. De nuevo modificó su configuración y llenó de agua depósitos de combustible que acababa de crear. Y entonces el agua que el cuerpo de Chang Guafe había absorbido reapareció en forma de partículas centelleantes expulsadas por tubos salidos de debajo del cuerpo del ciborg.

Chang Guafe se elevó en el aire, se alejó a toda velocidad de la Tierra y desapareció de la vista.

La niebla se fue oscureciendo como si estuviera cayendo la noche.

—Eso es todo, mi comandante.

—Pero ¿adonde fue, Smythe?

—No lo sé, mi comandante. Parece como si el comandante se hubiera alejado demasiado de Chang Guafe. O Chang Guafe de usted. Al menos, no puedo retener la imagen más allá de este punto, mi comandante.

—Supongo —intervino Sidi Bombay—, que Chang Guafe fue en busca de su pueblo. O quizá se dirigió a otra parte.

—Y todo esto... ¿está ocurriendo ahora? —interrogó Clive.

—Ocurrió hace mucho tiempo.

—¿Y dónde está Chang Guafe ahora? ¿En mil ochocientos noventa y seis?

—El sargento Smythe le dijo que Chang Guafe está bien y ocupado, Clive Folliot —dijo el indio—. Pero esto es en parte conjeturas. Yo también creo que volveremos a verlo, aunque no sé cuándo o dónde tendrá lugar tal cosa.

Horace Smythe se puso a manipular los controles de la maquinaria, pero la imagen de la niebla se desvaneció y no consiguió hacerla aparecer de nuevo.

—¿Qué ocurrió después de esto, mi comandante? —preguntó—. Quiero decir, después de que usted subiera al tren y el tren se elevara hacia el cielo. ¿Qué ocurrió luego, mi comandante?

—Luego me encontré en Londres. En casa de mi amigo moribundo George du Maurier. Había hablado con él desde la Mazmorra. Nunca me había quedado claro si de veras él se había comunicado conmigo o si había sido sólo una ilusión, un sueño, un espejismo, una alucinación. Pero ahora sé que no había sido una ilusión, había sido real.

—El señor Du Maurier está muerto —dijo Sidi Bombay.

—Ahora sí.

—¿Estaba solo cuando usted lo vio? ¿Estaba consciente? ¿Estaba en posesión de sus plenas facultades? —interrogó Horace Smythe.

—No estaba solo. La señora Clarissa Mesmer, la nieta del famoso Antón Mesmer, cuidaba de él. Y estaba consciente y en pleno uso de sus facultades cuando lo dejé.

Horace Smythe y Sidi Bombay intercambiaron otra mirada. Los dedos de Smythe teclearon. Palabras y símbolos enigmáticos se iluminaron en la pantalla de mensajes.

—La señora Mesmer es una mujer muy poderosa, comandante Folliot —comentó Sidi Bombay.

—¿Poderosa? —repitió Clive—. ¿Se refiere usted a poderes psíquicos, o a influencias en la sociedad, Sidi Bombay?

—A ambas cosas, comandante Folliot. Y más.

—¿Más, Sidi Bombay? Por favor, aclárelo.

—Su influencia alcanza no sólo las acciones humanas, comandante Folliot. Eso es lo que quiero decir.

—Sidi Bombay, sargento Smythe... Me temo que estoy metido en una situación que está mucho más allá de mis posibilidades. A veces me siento como un aventurero solitario, un Hércules o un Parsifal, enfrentándome a monstruos por un lado y a traidores por el otro. Sin embargo puedo hacer frente a eso incluso. Hubo un tiempo en mi vida en que me hubiera acobardado indefenso ante tales adversidades. Pero éste ya no es el caso. La Mazmorra me ha cambiado, me ha fortalecido, me ha cambiado para mejor.

Miró a Horace Hamilton Smythe y luego a Sidi Bombay.

—Pero hay otras veces en que me siento como una pieza en un tablero de ajedrez —prosiguió—, una pieza movida según los caprichos de otros, un peón en una partida que no puedo comprender ni controlar.

—El ajedrez es un juego muy antiguo —repuso Sidi Bombay—. Se conocía ya en el Oriente Medio y en mi propio país antes de que llegase a Europa. Quizá todos seamos piezas del ajedrez de los dioses. Pero no somos peones. El sargento Smythe podría ser una torre: poderoso, directo, resuelto. Y yo mismo... Bien, quizás un alfil, cortando a través de los caminos de los demás, atacando objetivos distantes e insospechados, comandante Folliot.

—¿Y yo? ¿Qué pieza cree que sería yo, Sidi Bombay?

—¿Usted, señor? No tengo duda alguna al respecto, señor. Usted sería un caballo. Su poder no es tan evidente, pero tampoco lo son sus intenciones. Parece avanzar de frente, sólo para golpear de lado. Y otra vez, se mueve a la izquierda o a la derecha y luego vira hacia donde su ataque es menos esperado. O retrocede y, en el último instante, se vuelve y abate a su perseguidor. Quizá nunca sobreviva para llegar a ser un barón, comandante Folliot, ¡pero en el juego del ajedrez es usted ya un caballo!3

Clive no pudo evitar una sonrisa. Pasó la mirada de Sidi Bombay a Horace Hamilton Smythe.

—Fuimos nosotros tres quienes, juntos, entramos en la Mazmorra. Usted, Horace... y usted, Sidi Bombay... y yo. La torre, el alfil y el caballo... quizá. Pero ¿quién es el rey? ¿El barón Tewkesbury? ¿Mi hermano, Neville? ¿El barón Samedi? ¿El padre O'Hara? ¿George du Maurier, tal vez?

—El rey ha muerto. ¡Viva el rey! —declamó Sidi Bombay con voz grave y solemne.

Clive le lanzó una mirada encendida.

Sidi Bombay se la devolvió pero no dijo nada.

—¿Y quién es la reina? —prosiguió preguntando Clive—. ¿Lady 'Nrrc'kth? ¿Mi tataranieta Annabelle Leigh? ¿La señora Mesmer? ¿Lorena Ransome?

Sidi Bombay abrió las manos con las palmas hacia afuera, en silencio.

—Una y otra vez me he tropezado con partidas de ajedrez en la Mazmorra —dijo Clive—. En casa de Green, para empezar. Y en la extraña habitación decorada y amueblada como una de las fantasías del doctor Dodgson, después. Partidas de ajedrez, con personajes reales en lugar de piezas. Apelo a ustedes dos, que parecen saber mucho más que yo de nuestra mutua situación. Compartan conmigo lo que saben.

—Lo haremos, mi comandante. Lo haremos —aseguró el sargento Smythe y, cogiendo a Clive por el codo, lo condujo a la silla que, disfrazado como conde Splitofsky, acababa de dejar libre—. Si se sienta aquí mismo, mi comandante, tendrá información en abundancia. ¡Más, quizá, de la que pueda disfrutar!

Clive miró fijamente a sus dos compañeros.

—Después de esto, amigos míos, propondré una nueva línea de acción.

—Muy bien, mi comandante. Como diga, mi comandante.

—Sargento, le agradecería que no me tratara con aire protector. Los tres entramos juntos en la Mazmorra, allí en el Sudd, por el corazón de rubí. Todo lo que siguió, todo lo que nos ocurrió dentro de la Mazmorra, es consecuencia de tal hecho. Propongo, pues, que los tres unamos, o reunamos, nuestras fuerzas, y lleguemos al final de este asunto. Ahora, sargento Smythe y Sidi Bombay. Ahora, y sin más retrasos o distracciones. Hemos pasado por muchas aventuras, juntos y por separado. Hemos sufrido ataques de colmillos, garras y aguijones venenosos. Hemos sido apresados, hemos conocido privaciones y sufrimientos.

Con el puño se golpeó la palma de la otra mano.

—Propongo que los tres hagamos un pacto, que pronunciemos un solemne juramento, como hermanos de sangre, sí, como hermanos de sangre a pesar de la disparidad de posiciones y de las diferencias de raza, y lleguemos hasta el final de este asunto.

Sin otra palabra, los tres hombres, un noble inglés, un robusto campesino y soldado profesional y un indio místico de piel morena, se cogieron las manos.

Hubo un momento de silencio. Luego Horace Hamilton Smythe guiñó el ojo.

—Esperaba que dijera algo así, mi comandante. ¡Exactamente algo así! ¡Gracias, mi comandante! ¡Gracias! ¡Estupendo, mi comandante! Y ahora, ya es tiempo de que nos pongamos manos a la obra.

—Muy bien. Nuestro primer paso será reunir el grupo de aventureros que compartieron la mayoría de nuestras experiencias en la Mazmorra.

—Creí que se trataba sólo de nosotros tres, mi comandante. Usted, Sidi Bombay y yo mismo, mi comandante. —La voz y la expresión de Smythe revelaron cierta decepción.

—Comprendo sus sentimientos, sargento Smythe —dijo Clive—. Nosotros tres somos más que compañeros, más que miembros de una empresa o de un equipo deportivo o de una unidad militar. ¡Sí, somos hermanos! Pero nosotros no podemos llevar a cabo esta tarea sin ayuda.

—Está la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal, mi comandante.

—Sí, está. Y actuaremos bajo su enseña, si usted y Sidi Bombay lo consideran pertinente, Horace. Pero deben disculparme si tengo el convencimiento de que lograremos mejores resultados si conseguimos localizar a nuestros compañeros. Al menos a los que aún sigan vivos, y que estén dispuestos a unirse a nosotros en lo que será seguramente la batalla final entre los campeones de todo lo que es justo, decente y moral y sus enemigos jurados.

—¿Qué es lo que tiene en mente, mi comandante? —Horace parecía cada vez más taciturno—. Espero que no tengamos que deshacer nuestro equipo.

—Nunca —dijo Clive moviendo la cabeza. Advirtió la expresión de alivio en el rostro de Horace Smythe. Incluso el casi siempre impasible y poco amante de exteriorizar emociones Sidi Bombay sonrió y asintió.

—Pero veamos, Horace, Sidi Bombay —prosiguió Clive. Con el índice y el pulgar se apretó la nariz. Su ojo interior veía imágenes de las incontables aventuras, de los incalculables peligros y privaciones de la Mazmorra. Y, sin embargo, todos los sufrimientos que había experimentado le parecían, en retrospectiva, de una rara dulzura—. Pero veamos —repitió—, permitan que recuerde sólo a algunos. Horace, Sidi Bombay, este maravilloso mecanismo, ¿no es capaz de seguir la pista y encontrar a un puñado de individuos?

—No lo sé, Clive Folliot —respondió el indio con expresión de duda—. Tendrá que decirme todo lo que sepa, y yo lo intentaré lo mejor que sepa.

Evidentemente, pensó Clive, Sidi Bombay era quien dominaba el manejo de la máquina.

—Ya me han mostrado a Chang Guafe.

Sidi Bombay asintió.

—Y a Annie, a mi querida Annabelle Leigh. Si era de veras ella la que sobrevoló con el avión el casquete polar, y no la que dejé en el Gloucestershire, entonces, ¿dónde está ahora? ¿Y dónde está el avión?

El indio abrió las manos hacia afuera en un singular gesto occidental. No era necesario que dijera que no sabía las respuestas a las preguntas de Clive.

—No lo sabe, ¿pero puede averiguarlo?

El indio contrajo las cejas.

—Antes de que lo intente —dijo Clive—, déjeme completar la lista. Está Chillido...

—¿Aquella tremenda araña gigante? —inquirió Horace Smythe con el rostro enrojecido.

—Sí, Horace. Un extraño ser alienígena, pero que estuvo a nuestro lado en las horas de peligros y privaciones. La última vez que la vi, la pobre había sido reducida al tamaño de una araña casera corriente. Pero ¿dónde está ahora? ¿Puede llevarnos a ella? ¿Y puede devolverle su propia estatura?

—Se hará lo que se pueda —repuso Sidi Bombay—. Tendremos que considerarlo, Pero ¿ha completado usted su lista, Clive Folliot?

Clive negó con la cabeza.

—De ninguna manera, Sidi Bombay. Está Finnbogg, una criatura querida y un fiel aliado. Consiguió regresar a su propio mundo, ¿no? Allí debe de haberse reunido con los de su propia especie, ¿pero localizó a sus compañeros de carnada a quienes buscaba con tanta desesperación? ¿Ha conseguido para sí una vida feliz, o soporta aún las heridas de sus sufrimientos en la Mazmorra? Ah, Sidi, echo en falta a Finnbogg. No era el más inteligente de los tipos, eso seguro, pero en su pecho ardía la llama de una pureza que nosotros, una raza más refinada, perdimos hace mucho tiempo ya. —Hizo una pausa antes de proseguir—. Y está Tomás...

—¡Tomás! —casi estalló Smythe—. No demostró ningún interés por nosotros, comandante, ni siquiera por usted. ¡Y eso aunque luego se supo que era pariente de sangre suyo, un Folliot!

—Sí, Horace, lo es. Sin embargo, incluso el linaje más noble puede engendrar, de vez en cuando, a un granuja. Y Tomás no sería de ninguna manera el primero. No obstante, Tomás no era un canalla total. Lo bueno y lo malo luchan sin cesar en el alma de todos los hombres. ¿Por qué un Folliot sería una excepción? Y, para bien o para mal, lo cierto es que Tomás es un Folliot.

—Aun así, comandante, ¡aun así! ¿Por qué tendríamos que preocuparnos por él si él nunca se preocupó por nosotros? ¡Vaya, que nosotros sepamos está tan dispuesto a volvernos a traicionar como lo estaba cuando lo conocimos!

—Todo lo que usted dice es verdad, Horace. No puedo negarlo. Pero aun así, él es de mi sangre... y fue nuestro compañero. Mi conciencia no permanecería tranquila si abandonase a Tomás a lo que sea que el destino le haya deparado. Al menos, no si hay algo que podamos hacer por él.

—¿Está completa ahora su lista, Clive Folliot? —intervino Sidi Bombay.

Clive permanecía con la cabeza gacha, como si examinara las puntas de sus botas. Con el pulgar y el índice se frotó el mentón.

—Hay aún alguien más, amigos míos.

—¡No será lady 'Nrrc'kth, mi comandante! Sé cómo se siente, pero la mujer está muerta, mi comandante. Eso no podemos cambiarlo, mi comandante.

—No me refiero a lady 'Nrrc'kth. —Clive levantó la mirada hacia sus compañeros y dejó caer la mano a un lado—. No, no es ella. Llevaré siempre su imagen en mi corazón, amigos míos, pero sé que jamás volveré a ver aquel rostro querido, que jamás volveré a sentir aquel amado contacto. No en este mundo. Tal vez en otro.

—Entonces, ¿quién, mi comandante?

—El barón Samedi.

—¿Aquel ser del Hades?

—No sabemos si es un ser del Hades.

—¡Pero allí lo vimos!

—¡Y él a nosotros! ¿No oyó hablar de él durante su estancia en la ciudad de Nueva Orleans, Horace?

—Yo... no estoy seguro, mi comandante. ¿Debería?

—Existe un culto en aquella región (al menos así nos lo enseñaron en Cambridge) llamado vodó, o vudú. Fue importado al territorio de Luisiana por los esclavos de la isla de Haití. El culto es una combinación de cristianismo y creencias animistas procedentes de la región africana del Senegal. Dioses africanos y espíritus de la naturaleza, figuras cristianas, sacrificios, hechizos..., es una extraña y maravillosa religión.

—Sí, mi comandante, estoy seguro de que sí. Estoy seguro de que los profesores del comandante en Cambridge le fascinaron con sus explicaciones, mi comandante. Pero ¿qué tiene que ver eso con nosotros?

—El barón Samedi es una figura importante en el culto vudú. Con su sombrero de copa, su chaqué de largos faldones y su cigarro puro, con su andar majestuoso y sus maneras arrogantes... se ríe de la muerte y de los poderes del mal. Nos ayudó a escapar del infierno, o del nivel de la Mazmorra que tomamos por el infierno. Me sentiría muy orgulloso de poder tenerlo a mi lado en la batalla final contra nuestros enemigos.

—¿Y eso es todo, mi comandante? ¿No hay nadie más a quien el comandante quiera a su lado?

—Sargento Smythe, creo detectar una nota de sarcasmo en su tono.

—¿Sarcasmo, mi comandante? ¿En mi tono? Comandante, yo soy un simple granjero que encontró su hogar en el ejército. Cosas tales como el sarcasmo están fuera del alcance de un simple soldado como yo, comandante.

—Muy bien, pues. Dejémoslo. —Clive se volvió hacia el indio—. Sidi Bombay, ¿qué piensa usted? Parece más que competente para manejar esos instrumentos. ¿Es posible localizar nuestros antiguos compañeros?

—Tal vez, Clive Folliot.

—¿Y establecer contacto con ellos? ¿Comunicarnos con ellos, traerlos aquí?

—Tal vez, Clive Folliot. Veré lo que puedo hacer. Quizás usted y Horace Smythe no tendrían inconveniente en dejarme solo mientras lo intento.

Clive sintió la mano de Horace en su codo.

—Si alguien puede hacerlo, ése es Sidi, comandante.

—Pero el tren espacial...

—Éste sería otro medio totalmente diferente, Clive Folliot —dijo Sidi Bombay en voz baja. Se volvió de espaldas a los demás y se puso a trabajar en la maquinaria.

—Si Sidi quiere que lo dejemos solo, mi comandante, mejor será que lo dejemos solo, creo.

—¿Qué tiene usted en mente, Horace?

—No lo sé, mi comandante. Quizás una jarra de cerveza. Conozco una taberna agradable no muy lejos de aquí.

El petimetre continental y el falso conde zarista salieron del edificio por un callejón adoquinado. Un grupo de gatos que escarbaban en un montón de basura gruñeron desafiantes, pero se apartaron ante los bastones amenazadores de los dos hombres.

—¿Necesitaremos un cabriolé, sargento? —preguntó Clive al llegar a la acera de la calle principal.

—Conde Splitofsky, si es tan amable, caballero.

Clive sonrió.

—¡Mis disculpas, su excelencia! Y usted puede llamarme... —pensó durante unos instantes—, monsieur Terremonde.

—Es sólo un paseo, monsieur. Venga, vamos.

Horace Hamilton Smythe (conde Splitofsky) deslizó la mano bajo el codo de su compañero y lo invitó a salir de la boca del callejón y a entrar en el bullicio de la tarde londinense. Al introducirse en la masa de transeúntes, una pareja bien vestida se echó para atrás, lanzándoles miradas hostiles y haciendo comentarios entre ellos tras sus manos alzadas.

Splitofsky guió a Terremonde por las calles grises. La niebla ya se había levantado del Támesis y el aire era espeso y helado. El débil sol era un mero disco de palidez lechosa recortado en el cielo gris pardo. Carros, diligencias, berlinas y cabriolés llenaban la calzada, con sus carrocerías de madera crujiendo y sus llantas de hierro traqueteando en los adoquines.

En un cruce muy transitado, un bobby acosado por todas partes y vistiendo la nueva y elegante guerrera y el casco de cobre de la policía metropolitana agitaba sus manos enguantadas frenéticamente, intentando poner el torrente de tráfico en algo parecido al orden. Cuando Splitofsky y Terremonde pasaron junto a él, el bobby los saludó con energía. Splitofsky y Terremonde, casi con precisión militar, le devolvieron el saludo llevándose los bastones a las alas de sus sombreros de seda.

Con una asombrosa rapidez, el vecindario cambió de naturaleza. Lo que había sido un ajetreado distrito de pulcras oficinas y tiendas de lujo había dado paso a un barrio sórdido lleno de fonduchas, naves de almacenamiento, desvanes de costureras y antros de mala fama. Fue a uno de esos últimos donde el conde Splitofsky condujo a monsieur Terremonde.

—¿Está usted seguro? —interrogó Terremonde. Pero, antes de que Splitfosky pudiera responder, aquél exclamó—: ¡Pero si yo conozco este sitio! ¡Por Dios, si es la taberna donde me asaltaron aquellas mujerzuelas... y cuyo tabernero era...!

—¡No lo diga! —siseó Splitofsky.

Clive (Terremonde) se mordió la lengua.

La pesada puerta se cerró tras los dos hombres. Terremonde se quedó mirando a su entorno mientras Splitofsky lo adelantaba y se dirigía a la larga barra de madera; tras el mostrador, un tabernero, con los codos apoyados con dejadez en la superficie de caoba, entablaba conversación con una mujer. Terremonde no la había visto nunca antes, pero era del tipo con que Clive se había familiarizado dolorosamente en las últimas horas.

Splitofsky dio unos golpes con el bastón en el mostrador de madera.

—¡Camarero, por favor! —dijo con un marcado acento extranjero.

Folliot/Terremonde escudriñó con ojos entrecerrados por entre una atmósfera compuesta de humo de tabaco, vapores de alcohol destilado, esencia de rosas, almizcle, sudor pasado y niebla londinense. El tabernero había levantado la mirada y había iniciado un diálogo con Smythe/Splitofsky.

Terremonde no podía creer lo que veían sus ojos. Se los frotó con sus nudillos enguantados de gris. Utilizando el bastón a modo de palanca y de hurgador, consiguió abrirse paso por entre los apretujados clientes que atiborraban el local.

—¡Horace!

Tan pronto como la exclamación salió de los labios de Terremonde comprendió que había cometido un error, tal vez muy peligroso. Las identidades y las lealtades de los huéspedes del antro eran desconocidas para él, pero, después de su anterior encuentro con las dos mujeres licenciosas, sus amigos rufianescos, el sorprendente encargado de la barra y el «propietario» del establecimiento, temió que la sola mención del auténtico nombre del conde Splitfosky pusiera en peligro a Smythe.

Pero con el ruido y el ajetreo de la taberna, la palabra de Terremonde pasó inadvertida.

La mano de Splitofsky salió disparada por entre dos tipos robustos y aferró a Terremonde por el codo, tirando de él hacia la barra. Terremonde lanzó una mirada al rostro de Splitofsky y luego otra a la cara extrañamente familiar del tabernero.

—¿Quién es usted, hombre? —siseó Terremonde.

—Smith, señor.

—¿Smith con una i latina y sin e final? —intervino el conde Splitofsky.

—Eso es, milord. —El tabernero tiró de su copete—. Matthew McAteer Smith.

—¿Y quién es el propietario del establecimiento?

—El señor Smithson, milord. Oliver Oscar Smithson.

—¿Y la mujer con quien estaba hablando antes?

Smith miró más allá de Terremonde.

—¿La dama de la pluma en el pelo? Es la señorita Smithers, milord. Dorothy Daphne Smithers. Y es una moza encantadora, ¿no cree, milord?, si se me permite expresar la opinión.

Terremonde se aplicó la mano a la frente. Notó la piel fría y húmeda; los oídos le zumbaban. Oyó la voz del tabernero como muy distante, que decía al conde Splitofsky:

—Su señoría parece un poco cansado. Quizá deberíamos acompañarlo a la habitación trasera.

Splitofsky emitió un gruñido afirmativo.

Terremonde sintió que se desplomaba, y luego que un par de manos fuertes lo cogían por debajo de los brazos. No se desmayó del todo, pero notó que se lo llevaban casi a peso por entre la apretujada masa de clientes de la taberna. Luces de gas zumbaban y se agitaban, y el humo flotaba en la atmósfera cargada. Percibió que lo tendían en un sofá, pues olió el cuero del tapizado, e intentó fijar los ojos en el techo revestido de madera.

Se halló preguntándose qué habría sido de su sombrero de seda y de su pulido bastón. Unos rostros lo escrutaban desde arriba. Oyó un murmullo de voces y unas ropas que crujían.

—¿Se siente bien, mi comandante?

Clive apoyó las manos en el sofá, en un esfuerzo por incorporarse. Unas manos robustas lo ayudaron. La cabeza todavía le daba vueltas, pero notó que recobraba las fuerzas. Le acercaron una copa a los labios. Tragó un líquido ardiente y, cuando la bebida le llegó al estómago, sintió que su energía se irradiaba por todo el cuerpo. Brandy.

—Estoy..., estoy bien. Sólo que... todo ha sido demasiado para mí. —Clive se llevó una mano a la frente y descubrió que aún llevaba los guantes grises, propios para la tarde de la ciudad. Pero por entonces ya debía de ser de noche, ¡y él todavía en traje de día!

—¿Horace? —Escudriñó el rostro que tenía más cerca. ¿Era el del conde Splitofsky o el de Horace Hamilton Smythe?

—Trate de respirar hondo, mi comandante. Ya tiene mejor aspecto, comandante Folliot.

—Me siento avergonzado, Horace. Desmayarme como una mujer débil.

—Puede suceder a cualquiera, mi comandante. Como usted mismo acaba de decir, a veces todo es demasiado. Enseguida estará bien, mi comandante. ¿Tomaría otro sorbo de reconstituyente?

Clive asintió, bebió un largo sorbo y tragó.

—Gracias, Horace. —Ahora tenía la cabeza lo suficientemente clara como para advertir que su sombrero y su bastón habían sido llevados con él y colocados en una mesa próxima. Pasó la mirada de Horace Hamilton Smythe (sí, incluso en su identidad de conde Splitofsky, Clive no tenía duda alguna de que el hombre era Horace Smythe) a los demás que lo rodeaban: el tabernero, el hombre que se había presentado como Matthew McAteer Smith; la mujer, Dorothy Daphne Smithers, y el ostentoso individuo que lo miraba, que debía de ser seguramente Oliver Oscar Smithson.

—Ustedes... ¡son todos los mismos! —oyó Clive exclamar a su propia voz.

—Por decirlo de algún modo, así es en efecto. —Era Smithson quien hablaba.

—Pero tenemos nuestras diferencias, también —dijo la mujer Dorothy Daphne Smithers.

Clive la observó ahora con más atención. Tenía el pelo largo y abundante, negro como el azabache, y lo llevaba peinado en elegantes ondas que destacaban la belleza de su rostro. Sus cejas eran del mismo tono, y resaltaban en una pálida tez hecha aún más pálida por la aplicación de polvos blancos. Sus ojos eran de un azul intenso y esplendoroso, y sus facciones delicadas y bellas. Su figura, realzada por el vestido rojo oscuro de gran escote y cintura de avispa, voluptuosa.

Pestañeando de admiración, Clive sonrió a la mujer.

—Usted desde luego las tiene, querida. Pero sin embargo, Horace —dijo volviéndose hacia el conde Splitofsky—, ¿quiénes son estas personas? ¿Qué lugar es éste? Bastante extraño fue que me encontrara con Philo Goode en esta misma habitación (creo que fue esta misma habitación). Pero advierto sólo formas modificadas de las facciones de usted en esos rostros que contemplo. ¿Qué está ocurriendo?

—Si se me permite responderle, monsieur Terremonde... —Quien habló era el impresionante Oliver Oscar Smithson. Fumaba un gran puro cubano. Su rostro era colorado, enmarcado en unas patillas que se unían en un bigote grisáceo. Tenía el pelo escaso pero no así la barriga. Su chaleco con brocados y su traje de corte elegantísimo lo señalaban como un hombre de importancia.

—Por favor —repuso Clive.

—Bienvenido, Clive Folliot, al Cabildo Bathgate de la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal. Confío en que habrá oído hablar de nosotros, señor.

—¿Si he oído hablar de ustedes? —Clive consiguió ponerse en pie. Las rodillas todavía le flaqueaban pero el mareo había ya pasado. Extendió la mano hacia Dorothy Daphne Smithers. Ella le tendió la copa de brandy. No era aquello lo que le hubiera gustado recibir, pero tomó otro sorbo del licor y dejó la copa en una mesa baja—. Sí, he oído hablar de ustedes, señor Smithson. Horace, el conde Splitofsky, me habló de su asociación. Horace y Sidi Bombay me hablaron. Pero eso no es lo que quiero decir, señor. Lo que quiero decir es si son ustedes parientes. ¿O son dobles, o esas extrañas criaturas que me dijeron que se llamaban clones?

—Algo así —respondió Smithson.

—Pero no del todo. —Ésa fue la señorita Smithers. Clive se percató de que su voz era tan encantadora como su aspecto: fresca, grave, suave, pero con un matiz de calidez, como si ascuas refulgentes hubieran sido arrinconadas en el tiempo y pudieran ser avivadas de nuevo hasta brotar en llamas apasionadas.

—¿No del todo? Si tienen la bondad, pues...

La señorita Smithers intercambió miradas con Smythe, Smith y Smithson.

—Existen más mundos de los que pueda usted imaginar, monsieur Terremonde.

—Eso ya lo aprendí en la Mazmorra, señorita Smithers.

—No tengo dudas al respecto, monsieur. He leído sus artículos con placer y admiración.

Clive sintió que enrojecía, a la vez que experimentaba una considerable satisfacción ante el reconocimiento de sus esfuerzos.

—Entonces debe de estar al corriente de mis aventuras.

—Sus aventuras, monsieur, lo han hecho famoso en más mundos de los que soñaría. Los que tienen noticias de ellas, de usted y de sus compañeros... están repartidos por todas partes. Podría pasear por una calle de Buenos Aires, de San Petersburgo, de Estambul o de Tokio, y apenas una persona de cada diez mil lo conocería. Pero esa persona entre diez mil existe. Y eso es cierto no sólo en cada gran ciudad de este planeta, sino también en Marte, en los mundos que giran en torno a las grandes estrellas de Proción y Deneb, en planetas que giran alrededor de soles tan lejanos de aquí que las mismas galaxias a las que pertenecen son inalcanzables a simple vista. Oh, sí. Por dondequiera que pise el pie humano, y también en mundos en donde nunca un humano ha pisado, pero en donde la chispa del conocimiento ha resplandecido en formas mucho más extrañas de las que usted nunca encontró, usted es conocido.

—Pero, respecto a los Smith —intervino el conde Splitofsky—, ¿no convendría dar una explicación?

—Desde luego que sí. —Oliver Oscar Smithson, rubicundo y de maneras exageradas, ocupó el centro de la escena.

—Cada puesto de nuestra asociación está destinado a servir un sector de algún mundo, salvo en las regiones más escasamente pobladas del universo. Aquí, un puesto puede servir a un planeta entero, o a varios planetas. Y cada uno de tales puestos, siempre que es posible, está provisto de personas con parentesco de sangre entre ellas. Hace mucho tiempo que la asociación ha aprendido que los lazos de sangre sirven para reforzar los lazos políticos u otro tipo de lealtades. Así, en este puesto trabajan los Smith, Smythe, Smithson, Smithers...

—En nuestro puesto de la ciudad americana de Nueva York, por ejemplo —dijo Dorothy Daphne Smithers tomando el relevo—, trabajan los Jones. Jones, John, Johnson, Johanson, Jackson...

—Y en el del Puerto Central de Marte... —añadió Matthew McAteer Smith. Los demás se volvieron hacia él—. Bueno, los nombres marcianos no son de fácil pronunciación para la lengua humana.

—Los marcianos, ¿no son humanos? —inquirió Terremonde.

Smith sonrió.

—No..., hum, no del todo, monsieur Terremonde.

—Ah, bien..., en el pasado yo mismo me he aliado con criaturas sin forma humana y de origen no terrestre. Entonces, ¿con qué forma se manifiestan esos habitantes del planeta rojo?

Smith lanzó una mirada interrogativa a Smithson. Este último movió la cabeza en un signo afirmativo y el hasta no hacía mucho tabernero apretó un botón oculto incrustado en el revestimiento de madera de la pared. Una sección de nogal sólido pareció volverse transparente, tan transparente como un nítido cristal de ventana. Terremonde se encontró frente a una criatura de forma algo parecida a una medusa tropical, flotando a cierta altura en la atmósfera enrarecida de otro mundo.

—Lo más que puedo acercarme a pronunciar el nombre del encargado del puesto —prosiguió Matthew McAteer Smith—, sonará un poco parecido a esto. —Y produjo un sonido como Terremonde no había oído nunca en su vida, un cruce entre chirrido, siseo y cascabeleo seco, atormentado—. Todos los miembros del puesto están emparentados con el encargado, y sus nombres así lo indican, aunque usted me dispensará si no intento reproducírselos.

Terremonde emitió un sonido de conformidad.

—Y así ya ve, señor, la importancia de la familia Folliot para la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal. —Era el conde Splitofsky quien habló—. Y quizá —añadió—, logremos encontrar el camino y regresar al lugar donde nos espera nuestro asociado.

Terremonde parpadeó.

—Sí. Sí, pongámonos en marcha.

—¿Se encuentra ya con fuerzas? —inquirió Splitofsky, solícito.

Terremonde hizo una indicación afirmativa. Con el ruso a su lado, se dirigió hacia la puerta. Oliver Oscar Smithson y Matthew McAteer Smith estrecharon sus manos con cada uno de los visitantes. Dorothy Daphne Smithers hizo lo mismo... con Splitofsky. A Terremonde lo trató de manera diferente: lo rodeó con sus brazos y le ofreció sus carnosos labios entreabiertos. Terremonde dudó tan sólo una fracción de segundo; luego inclinó su cabeza hacia ella. El calor de la reacción de la mujer conmovió a Clive. Este se retiró. Un mensaje sin palabras había pasado entre ellos.

Clive soltó el aliento y soltó a Dorothy. Se preguntó si la volvería a ver otra vez... y, si era así, cuál sería el resultado.

Oliver Oscar Smithson apoyó la mano en la manecilla profusamente decorada de la puerta.

—Antes de que se vayan, amigos míos...

Terremonde y Splitofsky se detuvieron.

—...debo advertirles que este edificio está situado en una inestabilidad.

—Sí, lo sé —repuso Splitofsky.

—Cuando estuve aquí la otra vez... —empezó Terremonde, pero una mirada de Smith le dijo que no había necesidad de que prosiguiera.

—Yo serviré de guía a monsieur Terremonde —dijo Splitofsky.

—Muy bien. Sólo que... vayan con cuidado, amigos míos. ¡Y buena suerte! —Smithson hizo girar la manecilla metálica y Clive Folliot y Horace Hamilton Smythe cruzaron el portal del infierno.

«He estado antes aquí», pensó Clive. Las llamas se alzaban a su alrededor. Penachos de humo surgían de volcanes en miniatura que se extendían por un paisaje nunca visto en la Tierra. El hedor penetrante a azufre le escocía en la pituitaria y la atmósfera acre le hacía saltar lágrimas de los ojos. No se veía el cielo por ninguna parte. En lugar de eso, arriba, donde llamas danzantes y nubes agitadas de vapores negros surgían de entre grietas melladas, un reflejo infernal del monstruoso paisaje que lo rodeaba pendía furioso, aterrorizador, amenazando con caer y aplastar todo lo que había debajo.

En algún lugar en la distancia resonó un chillido. Verdadera y literalmente, era el grito de desesperación de los condenados.

Clive Folliot sintió que una mano lo agarraba por la manga. Se volvió y miró a Horace Hamilton Smythe.

—¡Por Dios, es el infierno, mi comandante! Ya me lo advirtió mi madre: es el mismísimo reino de Satán y estamos sentenciados. ¡Nos cocinarán para la cena del mismo diablo!

Las maneras cosmopolitas del conde Splitofsky se habían esfumado y, aunque el hombre continuaba vestido con el atuendo del diplomático zarista, su modo de comportarse volvía a ser el de su auténtica identidad.

Asimismo, monsieur Terremonde se había convertido de nuevo en Clive Folliot, el hijo menor de un noble rural, comandante al servicio de Su Majestad la reina.

—Es el infierno, con toda seguridad, sargento. ¡Pero todavía no estamos sentenciados! ¡Contrólese, hombre! Ya pasó usted por la Mazmorra; ya sabe que el Infierno (este Infierno, de todas formas) es tan sólo otro nivel de la Mazmorra.

—Lo recuerdo, mi comandante. —Smythe estaba visiblemente más calmado ahora. Soltó la manga de Clive—. Lo siento, mi comandante.

—No se preocupe, Horace. Lo comprendo.

—Sabía que ésta era una posición cambiante, comandante Folliot, pero nunca esperé encontrarme saliendo de una oficina de la Asociación para entrar de pleno en el mismo Hades.

—No importa, Smythe. Pero ahora tenemos que hallar el medio de salir de aquí. ¿No cabría la posibilidad de que Sidi Bombay nos estuviera observando?

—No lo creo, mi comandante. Iba a tratar de localizar a nuestros compañeros perdidos. Sin embargo, si no regresamos...

—Muy bien. Tendremos que arreglárnoslas sin contar con ayuda por este lado.

Su conversación se vio interrumpida por un alarido de una figura demoníaca que les lanzó un tridente en llamas. Clive saltó hacia la izquierda, Horace hacia la derecha. El tridente pasó zumbando por entre los dos, chisporroteando y crepitando, dejando tras de sí una estela de vapores tóxicos.

Clive había aterrizado de manos y rodillas. Y, cuando logró ponerse en pie, advirtió que Smythe estaba en grave peligro. El lugar por donde andaban era un camino de piedra, apenas más ancho que la estatura de un hombre corriente. Cuando habían saltado para evitar el tridente en llamas, Clive había ido a parar al borde del camino; pero Horace, al otro lado, había resbalado precipitándose fuera de la calzada, y ahora colgaba del borde, cogido por las puntas de los dedos, y bregaba por mantener su asimiento, que se debilitaba por momentos, en la piedra.

Si se soltaba, se zambulliría en un pozo de llamas abrasadoras.

Clive se lanzó literalmente hacia el otro lado del camino, volando a través del arremolinado aire cargado de azufre. Aterrizó en el borde de la calzada en el mismo momento en que los dedos de la mano izquierda de Horace resbalaban y se soltaban. Clive cogió la mano derecha de Horace.

—¡Aguante, Horace! ¡Lo tengo cogido!

Clive aferró la mano derecha de Horace con las dos suyas.

Horace subió la mano izquierda y la aferró en la muñeca de Clive.

—¡Ayúdeme, comandante! ¡Ayúdeme!

Clive tiró del brazo de Horace, doblando los codos hacia arriba, arrastrando a su amigo hacia el camino.

—Tranquilo, amigo mío. No tema.

La mitad de la longitud del antebrazo del sargento ya se hallaba por encima del borde de la calzada. Clive pudo ver que la expresión de pánico en el rostro de Horace Smythe empezaba a desvanecerse. Por detrás y por debajo de Smythe veía los saltos de las llamas y las horroríficas formas demoníacas que danzaban y hacían cabriolas entre ellas, aullando de frustración por la pérdida de una presa que ya creían suya.

—¡Cambie la posición de su mano ahora! ¡Cójase a mi hombro, Horace!

Smythe obedeció.

Clive tenía ahora una mano libre. Con ella se apoyó en el firme del camino, se alzó con gran esfuerzo sobre las rodillas y, al mismo tiempo, consiguió sacar a Horace por completo del abismo y dejarlo en el suelo. Luego ambos se pusieron en pie. El rostro de Horace tenía una expresión de alivio; el de Clive, de satisfacción.

En el pozo, tras Horace, un enfurecido demonio chilló de rabia y lanzó un tridente a su presa fugitiva. Clive empujó a Horace a un lado (no había tiempo material para un grito de alerta y su posterior reacción) y, con reflejos agudizados por una larga y ardua exposición al peligro, cazó el tridente en pleno vuelo en el instante en que pasaba zumbando junto a ellos.

—Veamos lo que tenemos aquí.

Clive examinó el arma. El asta alcanzaba la longitud de la altura de un hombre; las puntas eran tan largas como las bayonetas de las carabinas de los zapadores, y tenían unas lengüetas tan afiladas como las de las lanzas de los cazadores de Ecuatoria. El arma era de metal y transmitía su calor a las manos de Clive, pero éste no la soltó.

—Sargento Smythe, ¿no podemos regresar a la oficina de la asociación?

Horace se volvió en redondo.

—No veo cómo podríamos, mi comandante. No veo ninguna puerta que dé al lugar de donde venimos. Clive asintió.

—No me sorprende nada. Antes de ahora nos hemos topado con puertas que parecen conducir sólo hacia una parte, y que desaparecen tan pronto como uno las cruza. Muy bien, pues; tan sólo hay una cosa que podamos hacer: ¡seguir adelante! Encontraremos el medio de salir de este lugar y de continuar con nuestra misión.

Y reemprendieron la marcha por el camino de piedra. A cada lado no había sino escenas de horror y de sufrimiento. Llamaradas surgían en erupción, chorros de vapores tóxicos les atacaban el olfato, gritos de condenados y alegres exclamaciones de sus torturadores les desgarraban los tímpanos.

El resplandor de las llamas y la negrura de las nubes de nauseabundo humo que se alzaban de los pozos menguaban su visibilidad, pero de tanto en tanto una corriente extraviada de aire hediondo separaba las llamas y las columnas de humo y Clive y Horace podían captar un atisbo del interior de los pozos. Los rostros de los torturados, con sus súplicas de socorro, elocuentes incluso con sus mudos gestos, herían sus corazones.

Clive se detuvo y se inclinó hacia el borde, empuñando el tridente con las puntas hacia arriba.

—¡No podemos pararnos, mi comandante! ¡No podemos ayudarlos! ¡Mejor que sigamos adelante!

—Pero... ¡he reconocido un rostro! ¡Aquellos ojos, aquel pelo! No puedo dejarla...

—¡No podemos hacer nada por ellos, mi comandante! Y, que nosotros sepamos, puede que no sean más que simulacros o ilusiones. Y de ésos, hemos encontrado en abundancia por todas partes, ¿no, mi comandante?

Desde abajo, un bellísimo rostro dirigió a Clive una mirada, con la súplica escrita en los ojos.

—¡Nos suplica de rodillas, Horace! ¡Mire qué tormento! No podemos...

—¡Debemos seguir, mi comandante! —Horace tiraba de Clive por el codo, arrastrándolo con todas sus fuerzas de la mirada de la mujer torturada. Antes de que hubieran andado una docena de pasos, las llamas estallaron con renovada intensidad. La mujer desapareció.

—Era...

—¡No importa quién era, mi comandante! ¡No se atormente, comandante Folliot!

Una enorme forma con alas de murciélago se desprendió del elevado techo y bajó en picado hacia Clive y Horace. Sólo el batir de sus alas, el fragoroso abrirlas y plegarlas y el zumbido de su caída a través de los acres vapores de azufre advirtieron a los dos hombres.

Clive echó la cabeza hacia atrás y miró la aparición con un terrible sobresalto.

—¡Tomás!

La bestia detuvo su descenso a la mitad de la altura de un hombre por encima de Clive y Horace. Su cuerpo recubierto de pelo constituía una obscena parodia de un tronco humano, pero sus piernas estaban truncadas y acababan en unos pies parecidos a los de un grande y horroroso pájaro, con garras de afiladas uñas. En lugar de brazos tenía alas como las de un murciélago y los rudimentos de sus dedos estaban armados también con garras parecidas a pequeñas hoces.

Y su rostro..., oh, su rostro era el de un hombre.

—¡Tomás! —gimió Clive por segunda vez.

Luego el animal viró y se elevó de nuevo hacia los horrendos pozos de llamas y las horripilantes colonias de sus semejantes en el techo del Hades. Se empequeñeció como un becerro, luego como un pato y finalmente viró de nuevo y se precipitó hacia los dos hombres.

—¡Luche, mi comandante! —Horace Hamilton Smythe había roto su aturdidora parálisis y había recobrado la voz—. Va a matarnos, mi comandante... ¡y yo estoy desarmado!

La monstruosidad se zambullía hacia ellos, aumentando su velocidad con sus alas de murciélago. Su forma llenó a Clive de una mezcla de horror y repulsión. El rostro de la bestia estaba lleno de rabia y odio demencial, y sus ojos centelleaban como incandescentes ascuas blancoamarillentas.

Y su voz..., su voz chillaba en un tono tan potente y penetrante como los frenos chirriantes de una gran locomotora de vapor:

—¡Muere, Clive Folliot! ¡Muere y condénate entre los condenados!

Cuando el monstruo pasó en vuelo rasante por encima de su cabeza, Clive se agachó, y por el rabillo del ojo pudo ver que Horace Hamilton Smythe estaba haciendo lo mismo.

El monstruo viró y se elevó de nuevo, pero no antes de arañar las espaldas de los dos hombres con sus zarpas. Las uñas rasgaron la ropa de Clive y desgarraron la piel de su espalda. Clive sintió como si lo hubiesen flagelado con un puñado de aguijones de hierro al rojo vivo. Profirió un grito involuntario de dolor y oyó el eco de su grito en la voz de Horace Hamilton Smythe.

—¡Volverá, mi comandante! ¡Volverá! ¡Combátalo!

—¡Pero es Tomás! ¡Es de mi propia sangre! Horace, ¿cómo podría...?

Pero no hubo tiempo para que Clive acabara su pregunta. El repelente ser había tomado altura otra vez con la gran potencia de sus enormes alas y ahora caía en picado de nuevo, precipitándose hacia el camino de piedra, con las garras extendidas para arañar y desgarrar y la boca abierta en un ululato de furia medio humano medio demoníaco.

Clive puso una rodilla en el suelo, agarró el tridente con ambas manos y miró resueltamente a los ojos a la monstruosidad que se zambullía hacia ellos.

—¡Échese, Horace! —gritó.

En el mismo instante en que las garras de la criatura barrían el sulfuroso aire donde el cuerpo de Smythe había estado, éste aterrizaba con un golpe sordo en la superficie pétrea. Tomás, o el ser con el rostro de Tomás y la parodia de su voz, cobró altura de nuevo batiendo con sus alas de cuero el aire vaporoso, viró a medio ascenso y se abatió otra vez con sus garras afiladísimas apuntadas directamente hacia el horrorizado rostro de Clive Folliot.

Clive saltó hacia adelante y hacia arriba con el ardiente tridente en ristre. Con una sacudida que se transmitió a los brazos de Clive y lo convulsionó de pies a cabeza, el monstruo de alas de murciélago y las agudas puntas de hierro se encontraron, y la bestia quedó clavada en el tridente.

Un humeante icor verdiblanco brotó del torso de la criatura.

Clive soltó el tridente.

El monstruo se desplomó de espaldas en el camino con un golpe sordo, con el asta del tridente sobresaliendo en vertical de su tronco carnoso.

Horrorizado, estupefacto, pero conmovido por el patetismo de la criatura herida, Clive se arrodilló a su lado.

—¿Tomás? ¿Tomás? ¿Es de veras usted? ¿Por qué..., cómo? Su propia especie, Tomás...

El odio puro que despedían los ojos del monstruo lo interrumpió.

—¡Mejor morir en mi verdadera forma! —dijo aquella voz, que en parte pertenecía a Tomás y en parte a la chirriante bestia, y que desgarró los oídos de Clive—. ¡Mejor morir en mi auténtica forma que vivir ni un solo instante más como un podrido humano, como un corrupto Folliot!

—Pero usted era... —Clive no prosiguió. Aquel rostro que había sido el de Tomás, el marinero español, se retorció en su último rictus. La boca se frunció; Clive se preguntó si intentaría silbar, pero tan sólo lanzó un escupitajo. Pero no fue de saliva, sino del mismo icor que continuaba manando alrededor de las puntas del tridente hundidas en su tronco. Aquella fétida y pegajosa sustancia quemó la piel del rostro de Clive en donde había dado, y éste se la limpió de inmediato con la manga.

Los ojos de Tomás adquirieron un lustre vidrioso y su respiración jadeante cesó.

Clive sintió que Horace le tiraba de los hombros, con suavidad.

—Vámonos, mi comandante. Vámonos. Ha muerto.

—Clive dejó que Horace siguiera tirando de él hasta ponerlo en pie. Y contempló absorto cómo el sargento colocaba un pie en el cadáver de Tomás y arrancaba el tridente de su tronco, de la misma manera que se enseñaba a los soldados de Su Majestad a recuperar las bayonetas de los cuerpos de los soldados enemigos.

—¿No hay nada que pueda hacer por él? —dijo Clive en un murmullo muy bajo—. A pesar de todo era de mi sangre.

—Todo lo que podemos hacer, mi comandante, es dejarlo aquí o... —Y Smythe hizo un ademán con la mano.

Clive dudó un momento, y luego asintió, susurrando una plegaria silenciosa a cualquiera que fuera la divinidad que allí pudiera existir, por el reposo del alma que Tomás pudiera haber tenido, fuera ésta como fuese.

Horace Hamilton Smythe empujó el cadáver hacia el borde del camino con la punta de su bota. El cuerpo cayó dando tumbos en el llameante pozo del abismo, y desapareció.

Clive Folliot trató de no oír los chillidos de regocijo que se alzaron del pozo, ni pensar demasiado en lo que significaban.

Prosiguieron avanzando por la calzada de piedra, con Horace Hamilton Smythe llevando ahora el tridente que había arrancado del cuerpo de Tomás. Cuánto tiempo anduvieron, cuántos kilómetros recorrieron, ni Clive ni Horace podían calcularlo. El camino por el que marchaban iba cambiando de composición, ora con una superficie parecida al mármol, ora parecida al basalto. En un punto pareció volverse metálico, una especie de entramado de vigas no muy diferente de la estructura de un puente ferroviario. Bajo sus pies se extendía el abismo, y en el fondo de éste se divisaban lagos de azufre líquido.

Llamas y nubes de gases nocivos subían de debajo del entramado metálico. Clive volvió los ojos hacia arriba. El pozo infernal que había bajo sus pies se repetía encima de su cabeza, y allí vio bandadas de repelentes criaturas de alas de murciélago arracimadas en torno a los pozos y a las refulgentes masas de lava sulfurosa, que surgían como volcanes de las ardientes rocas bajo sus garras.

Las criaturas tenían rostros humanos, y Clive distinguió las caras llenas de odio de hombres y mujeres contra quienes había luchado en la Mazmorra, nivel tras nivel.

Una de las criaturas de alas membranosas llamó en especial la atención de Clive. Era más pequeña que las demás: por un momento Clive se preguntó si se reproducían como los seres humanos y, si era así, si aquél era un engendro de tal proceso.

La criatura clavó sus ojos en los de Clive. Su rostro podría haber sido el de un ángel en una pintura medieval; pero era un rostro tan lleno de maldad pura que produjo un escalofrío a lo largo del espinazo de Clive, y eso a pesar del sofocante calor de su entorno. De repente Clive reconoció la escena que se le presentaba. No era la obra de un maestro medieval, sino del fantasista Hieronymus Bosch.

El demonio sonrió y se lanzó al aire. Su bandada de compañeros lo siguieron; docenas, luego veintenas, luego cientos. No se dirigieron directamente hacia Clive y a Horace, sino que volaron en círculos a su alrededor, graznando y chillando en sus hórridas voces medio humanas.

—¡Deprisa, mi comandante! —apremió Horace. Aumentó la velocidad de su paso hasta un trote regular, dirigiéndose al otro extremo del puente metálico, pero uno de los demonios aterrizó resuelto en el centro de su camino. Lo siguió otro, y otro y otro, hasta que un centenar de criaturas les obstruyeron el camino.

—¡Atrás, Horace, retrocedamos! —Clive y su compañero dieron media vuelta y empezaron a deshacer el camino andado, sólo para encontrarlo también obstruido por otra manada de demonios.

Saltando como pájaros, batiendo sus grandes alas membranosas como murciélagos gigantes, agitando sus garras con avidez, las bandadas gemelas de demonios iban cerrando desde cada lado a Clive y Horace.

—¡Es el fin, mi comandante! Tengo un tridente, y me llevaré a tantos por delante como me sea posible. ¡Pero, no obstante, es el fin!

Clive tomó la mano de Horace en la suya.

—Moriremos luchando, sargento; si tenemos que morir lo haremos luchando. Pero...

Miró hacia el pozo de llamas que flanqueaba el puente. Humeaban los cráteres, se alzaban cortinas de llamas y nubes de humo negro y asfixiante flotaban a su alrededor. Gritos de angustia y chillidos de regocijo se elevaban y herían sus oídos.

Y, en una determinada oscura y densa nube de humo, una figura humana ataviada en traje de gala que bailaba una giga inclinó su sombrero de copa, alto y estrecho como un tubo de estufa, e hizo una satírica reverencia. De un bolsillo de su chaqué de cola de golondrina, el recién aparecido sacó un retorcido puro largo, mordió la punta y la escupió al monstruo más próximo a Clive y Horace. Luego se colocó el cigarro entre los dientes e, inclinándose hacia una lengua de fuego chisporroteante, lo encendió.

Echó la nube de humo de su cigarro a uno de los grupos de monstruos de alas de murciélago. Se volvió, chupó su puro y echó otra bocanada de humo a las bestias que amenazaban a Clive y Horace por el otro lado.

—Bienvenidos, amigos míos —dijo con una sonrisa.

—¡Barón Samedi!

—Comandante Folliot, sargento Smythe. Es un placer darles la bienvenida al Hades.

—Nos ha salvado usted la vida.

—Una nadería. Esos demonios son un fastidio, pero no hay que tomárselos en serio.

—Pero uno de ellos era pariente mío, el marinero Tomás. Lo... maté.

—Lamentable.

—Tenemos que salir de aquí, barón. ¿Puede devolvernos a Londres? ¿Se unirá a nosotros?

—¿Unirme a ustedes? ¡Oh, no, no, no! Estoy demasiado ocupado. Tengo mis obligaciones aquí. Raras veces visito su mundo... aunque he pasado temporadas interesantes en la isla de Haití. Y hay una ciudad llamada Nueva Orleans que visito de vez en cuando.

—Me parece que sé algo al respecto, su excelencia —dijo Horace Hamilton Smythe.

—En efecto, colega.

—¿Colega? —repitió Clive.

—Creo que el barón Samedi trabaja para la asociación.

—Correcto, colega. En Puerto Príncipe. Y en Nueva Orleans. Por lo que recuerdo, Horace, nuestros caminos se cruzaron por primera vez en Nueva Orleans. Usted tuvo algún problemilla por allí.

—Sí, así fue, su excelencia.

—¿Está seguro de que no quiere acompañarnos, barón Samedi? —Clive se preguntaba ahora si él mismo no se habría cruzado, en su camino por los distintos niveles de la Mazmorra, con la A. M. V. U. Cuando las cosas habían parecido sin esperanza, cuando se había creído perdido, sólo para alcanzar sorprendentes victorias, ¿había sido por pura suerte, por puro valor, o por la intervención encubierta de la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal?

—Non, mes amis, no puedo acompañarlos. ¿Pero desean de veras abandonar el Hades? ¿A pesar de lo saludable de su clima, de lo pintoresco de su paisaje, de lo activo de su vida social y de la presencia de personajes famosos? Muy bien. ¿Desean regresar a Londres?

—Para ver si Sidi Bombay ha localizado a Finnbogg.

—¿A Finnbogg? —El barón Samedi agitó su cigarro al estilo de un ilusionista agitando su varita mágica.

El Infierno desapareció.

Clive se encontró rodeado de árboles azules. Desde arriba, en el centro de un cielo rojo, filtrándose por entre la bóveda de follaje, tres soles verdes lanzaban sus rayos verticales.

Se volvió en redondo, buscando a Horace Smythe, al barón Samedi, a los monstruos y a los demonios que lo habían rodeado hasta tan sólo una fracción de segundo antes. No se veían por ninguna parte.

Los gritos de los condenados, las grotescas risotadas de sus torturadores... habían desaparecido. Clive estaba rodeado de silencio. El aire era agradable y el único sonido era el suave susurro del céfiro en los altos árboles amigos.

En algún lugar un pájaro cantó. Su llamada, una canción trinante, gorjeante, fue tan bella que inundó de lágrimas los ojos de Clive Folliot. Alzó las manos para limpiarse las lágrimas y luego bajó la vista y descubrió que estaba ataviado con una nueva vestimenta, un traje verde y marrón de tela suave.

Lanzó una exclamación y se preguntó en voz alta dónde estaba.

Nadie respondió.

No había razón para permanecer inmóvil. Miró hacia los tres soles verdes que resplandecían por encima de la bóveda de follaje, intentando determinar una dirección con la cual orientarse. Clive no era en absoluto un rastreador. ¡Si hubiera poseído las destrezas de un indio piel roja! Pero en Cambridge había aprendido algo de geografía, y en el servicio a Su Majestad había adquirido algunos conocimientos prácticos, y una vez satisfecho emprendió la marcha con paso firme.

Mientras iba caminando, se examinó a sí mismo, sus ropas y sus posesiones. Sus atavíos estaban hechos de un tejido fuerte, de corte cuidadoso y de entallado excelente. No había bolsillos en la ceñida camisa, la holgada chaqueta o en los pantalones. No tenía a mano ninguna arma ni ninguna herramienta; luego era evidente que había sido transportado a aquel lugar y había sido dejado sólo con las proverbiales ropas encima.

Pero sus botas eran robustas, la temperatura agradable y él mismo no había recibido daño alguno. ¡Muy bien parado había salido del Hades!

No se veía al barón Samedi por ninguna parte. Había dicho que no podía, o que no quería, abandonar el Hades para acompañar a Clive y a Horace Smythe.

Clive se detuvo. Horace, ¿dónde estaba? El hombre había conducido a Clive al establecimiento que albergaba el puesto de Londres de la A. M. V. U. ¿Dónde estaba ahora? ¿Atrapado aún en el reino del azufre y el fuego infernal? ¿O había regresado a la habitación donde habían dejado a Sidi Bombay?

Clive no tenía manera de saberlo.

Prosiguió su marcha, cruzando claros, atravesando prados, pero siempre volviendo a los bosques. Aquel lugar, aquel mundo, podía muy bien ser un paraíso a su propia manera, pero Clive se sentía cada vez más fatigado y asediado por el hambre y la sed. Continuaba ignorando dónde se hallaba, si aquello era otro nivel más de la Mazmorra, un reino exótico de la Tierra o un país de fantasía, o incluso de ilusión, en donde el barón Samedi lo había dejado caer.

Llegó a una zona en que el bosque era menos denso y donde un torrente murmuraba limpio y tentador en un lecho de arena fina y pequeños cantos rodados. Se paró, se agachó en la hierba azulada y examinó el riachuelo. Parecía agua pura, pero Clive desconocía el entorno, la vida y los materiales del lugar. Que él supiera, aquel torrente podía perfectamente no ser de agua, sino de algún compuesto químico mortal que le resultaría fatal sólo con que probase un sorbo.

Pero el barón Samedi se había mostrado amistoso. Había ayudado a Clive y a sus compañeros en su primer encuentro en la Mazmorra, y había rescatado a Clive y a Horace de los demonios en el puente metálico en su reciente e inesperado reencuentro. Clive tenía que confiar, pues, que Samedi no lo había enviado a la muerte.

Acercó el rostro al riachuelo y lo hundió en las aguas.

¡Eran frescas, puras, deliciosas! Bebió y se remojó la cara y las manos.

Se sentó en cuclillas, observando el cielo. Los tres soles se habían alejado de él. No tenía medio de estimar la distancia; pero si suponía que los tres eran en realidad del mismo tamaño, podía deducir que se hallaban en perfecta alineación. Era evidente que aquel mundo, aquel planeta, daba vueltas en torno al más cercano de los tres. De modo que, según la época del año, las características del día y de la noche de aquel mundo debían de modificarse.

Cuando el planeta se hallara en uno de los extremos de su órbita, los tres soles aparecerían, de día, en una línea en el cielo, y quedarían ocultos por la masa del planeta durante la noche. A medida que el año avanzara, el planeta pasaría entre su propio sol y sus dos compañeros estelares y el día verdadero se alternaría con un fantasmal día falso en que los dos compañeros soles aparecerían en lo que sería, de otro modo, la oscura noche del planeta.

Una red cayó en los hombros de Clive.

Trató de ponerse en pie de un salto, pero una malla de cuerdas anudadas lo mantenía aplastado contra el suelo. Se revolvió intentando echar una mirada a su atacante, pero sólo consiguió captar un atisbo de unas manos pálidas y de un tejido rojizo oscuro antes de que un saco le cubriera la cabeza. Redobló sus esfuerzos pero recibió un golpe aturdidor y todo quedó en la oscuridad.

Recobró la conciencia en una habitación que podía haber salido de una novela de sir Walter Scott: muros de piedra, techos abovedados, antorchas en llamas, tapices gigantes... Se encontró frente a una cara conocida. Enfurecido dio un salto para ponerse en pie... o lo intentó, puesto que estaba atado fuertemente con cuerdas recias en una robusta silla. Y se quedó contemplando aquel rostro espantosamente familiar.

—¡N'wrbb Crrd'f!

—En efecto —siseó el otro—. Creí que nunca lo volvería a ver, Clive Folliot. Nuestro anterior encuentro fue muy desagradable para mí.

El hombre era alto y delgado. Incluso sentado como estaba, en un gran asiento de piedra más parecido a un trono que a una silla, dominaba a Clive desde arriba. Ahora se levantó, avanzó a grandes zancadas y se inclinó hacia su cautivo. Tenía la piel pálida como la de un albino. Su pelo era negro con un intenso matiz de verde sombrío, y sus ojos refulgían con el brillo de esmeraldas oscuras.

—Me quitó usted a lady 'Nrrc'kth, Folliot. Y ahora ella está...

—Muerta —acabó Clive—. Muerta en la Mazmorra. Perdida para ambos.

—Sí —respondió N'wrbb Crrd'f. Lucía un sedoso bigote y una delgada barba. Meditabundo, alzó una mano de largos dedos recargados de joyas y los pasó a lo largo de la barba—. Sí, está muerta. No hay manera de que pueda devolvérmela, así que voy a tomarme una satisfacción con usted.

Rodeó la silla de Clive. Este, incapaz de levantarse o de utilizar las manos, sólo pudo seguir a su capturador con la vista. Al cabo, N'wrbb Crrd'f se plantó ante Clive una vez más.

—Dígame, Folliot, ¿cómo me encontró? ¿Cómo llegó a Djajj?

—¿Es así como se llama este lugar?

—Así es. Creí que ya lo sabía.

Clive no respondió nada.

—Aprendí una maravillosa expresión de un nativo de su mundo, Folliot. Se trata de «¿Le comió la lengua el gato?». Pero me temo que yo no tengo gato. Pero sí poseo una estupenda jauría de perros, Folliot. Perros enormes, muy hambrientos. ¿Le gustan los animales?

Clive continuaba observando a su capturador. Permanecía callado; en lugar de hablar, la cabeza le funcionaba a toda velocidad. «Djajj», sí. Aquél era el mundo desde donde la bellísima "Nrrc'kth había llegado a la Mazmorra. Había sido la cautiva y la esposa a la fuerza de aquel N'wrbb Crrd'f. Clive la había liberado de su esclavitud, había luchado contra Crrd'f y lo había vencido. Lady 'Nrrc'kth se había unido a la banda de Clive y había seguido sus aventuras, se había convertido en la amada de Clive y había muerto en la Mazmorra.

Clive había creído que Crrd'f estaba muerto también. Pero, ¡he aquí que el hombre había regresado al mundo llamado Djajj y que el barón Samedi había enviado a Clive a aquel mismo mundo! ¿Por qué? Samedi siempre se había comportado como un amigo, pero a la vez siempre había sido también un gran bromista. ¡Y vaya broma más divertida enviar al confiado Folliot al mundo de Djajj!

—¿Qué quiere usted, N'wrbb Crrd'f? —preguntó Clive—. Me tiene a su merced, ¡al menos de momento! ¿Va a hacer algo al respecto, o tan sólo va a quedarse refocilando?

—Oh, voy a hacer algo, amigo mío. No le gustará lo que voy a hacer, pero no lo sufrirá mucho tiempo. ¡O al menos no hasta aburrirse! —Aquel hombre alto soltó una carcajada áspera.

Crrd'f se extendió en toda su estatura y paseó otra vez más en torno a la silla de Folliot. Se detuvo de nuevo, con las manos cogidas ante su desparramada barba. Había algo en aquel personaje que le recordaba a Clive a una mantis religiosa.

—He pensado algo maravilloso para usted, Folliot. Pero yo no quiero ensuciarme las manos. Tengo a alguien que me ayudará.

Se volvió y llamó:

—¡Nvv'n! ¡Nvv'n Yrr'll!

Se oyó algo que se arrastraba, que se deslizaba, y por el hueco de una puerta Clive vio la repugnante parodia de un hombre que entraba a gatas en la habitación. Este ser, ¿era incapaz de mantenerse en pie y andar como una persona normal, o era simplemente la costumbre del individuo lo que hacía que avanzase casi reptando y se retorciese como una serpiente? Era un tipo achaparrado, con una maraña de pelo sucio que le caía aplastado y se mezclaba con una barba mugrienta en forma de pala. Incluso desde el otro extremo de la estancia de piedra, Folliot pudo percibir el acre olor de hierba quemada que impregnaba las harapientas ropas del hombre, ropas de un tono pálido que una vez podía haber sido escarlata.

—Mi amo, mi amo —gimoteó la criatura. Y, poniéndose de rodillas ante Crrd'f, le hizo fiestas y se humilló.

A diferencia de Folliot, Crrd'f llevaba una bolsa de piel colgada del hombro con una tira de cuero. Abrió la bolsa y, metiendo la mano dentro, sacó un pedazo de carne grasienta y medio podrida, y lo lanzó al depravado miserable que se retorcía a sus pies.

Nvv'n cayó a gatas, se llevó a la boca el repugnante pedazo y se lo tragó con gran ruido. Un estruendoso eructo salió de sus entrañas.

—¡Buen amo! ¡Generoso amo!

Crrd'f apoyó uno de sus pies calzados con pesadas botas en la espalda de Nvv'n y empujó a éste hacia Folliot.

—Méteme esto en la máquina encogedora. ¡Y rápido, quiero que desaparezcas de mi vista ya, asqueroso!

Clive Folliot preguntaba a gritos y exigía explicaciones a Crrd'f, pero éste no respondió nada. Tan sólo permaneció inmóvil, con una sonrisa cruel en los labios, mientras el degenerado Nvv'n se llevaba a Clive a rastras, silla incluida, por una arcada de piedra.

Folliot estaba aturdido. Aquella era otra sorpresa que superaba todas las sorpresas con que se había encontrado. El cuarto donde se hallaba ahora tenía las paredes revestidas de azulejos blancos y estaba provista de mesas y aparatos como los que había visto sólo en los laboratorios de los filósofos naturales de Cambridge.

¿Qué era aquel mundo de Djajj? Al principio le había parecido un Edén virtual en donde él era un forastero solitario. Luego había sido capturado por N'wrbb Crrd'f (o por los secuaces de éste que no había alcanzado a ver) y llevado a un castillo de un siglo atrás. Y ahora..., ahora se encontraba en un moderno laboratorio. ¿Qué tenía en mente N'wrbb Crrd'f?

El mezquino Nvv'n soltaba risitas y murmuraba para sí mismo palabras ininteligibles que para Clive no significaban nada sensato o útil. Clive advirtió un extraño aparato en una de las mesas de laboratorio, un singular mecanismo de retortas de cristal y piezas metálicas, con una variedad de fluidos de raros colores y un par de cables que conducían a algo que identificó sólo a medias como una pila galvánica.

Nvv'n levantó la tapa de un recipiente redondo y opaco y sacó de su interior un manojo de fibras terrosas, pardoverdosas, que metió en un pequeño cuenco conectado a un tubito delgado y hueco. Había una llama parpadeante bajo una de las retortas; Nvv'n la utilizó para encender el cuenco de fibras de color tierra al tiempo que chupaba por el tubito. Luego se volvió y echó una bocanada de humo de olor asqueroso a Clive.

Clive apartó el rostro a un lado, cerró la boca con los labios apretados y se contuvo con todas sus fuerzas de respirar aquel repugnante humo. Pero el bestial Nw'n chupó una y otra vez de su improvisada pipa y echó nube tras nube de vapor tóxico a Clive.

Al final, Clive, incapaz de contener ni un momento más la respiración, inhaló una sola espiral de humo. La cabeza empezó a darle vueltas, los oídos a zumbarle y los ojos a ver lucecitas girando y danzando ante sí. Clive sintió que se le revolvía el estómago con una náusea involuntaria, y de nuevo todo quedó a oscuras.

Cuánto tiempo pasó inconsciente, no podía decirlo. Extraños sueños vinieron y se fueron, sueños en que le devolvían a lady 'Nrrc'kth sólo para verla morir una y otra vez, sueños en que el monstruo de Frankenstein lo agarraba por la nuca y le zambullía una y otra vez la cabeza en el piélago helado, sueños en que destacamentos de soldados japoneses equipados con aviones zumbantes atacaban vapores del río Misisipí.

Clive no se quedó dormido en un sueño normal para despertar luego poco a poco, sino que, de las garras de una imagen de pesadilla en la cual él era un volante y unos monstruosos Philo Goode y Lorena Ransome se lo pasaban mutuamente a golpe de raqueta, despertó de súbito a una claridad instantánea y cristalina.

—¡Ser Clive!

Miró y vio a Chillido, la arácnida alienígena con quien había compartido tantas aventuras en la Mazmorra, pero a quien no había visto desde su retorno a la Tierra y al Londres de 1896.

—¡Chillido! —exclamó. Extendió la mano hacia la araña y tomó una de sus pinzas entre sus manos como habría tomado la mano de un compañero perdido muchos años atrás.

Hubo un tiempo en que no habría reaccionado así ante la alienígena. Hubo un tiempo en que se habría retraído de horror y repulsión ante ella. Pero sus experiencias en la Mazmorra le habían enseñado muchas cosas. Entre ellas, la verdad de que la apariencia de una criatura tenía poco que ver con su naturaleza interior.

Mientras que tanto el cruel calculador N'wrbb como el asqueroso degenerado Nvv'n tenían un aspecto más o menos humano, en su interior eran poco más que viles bestias. En cambio, la arácnida Chillido, tanto como el semimecánico Chang Guafe y el perruno Finnbogg, poseían los más admirables de los rasgos humanos.

—Ser Clive —chirrió Chillido de nuevo—, ¡vives! Había abandonado toda esperanza respecto a ti, ¡y sin embargo vives!

—Como usted, Chillido. —Incluso en la terrible situación en que se encontraba, Clive sintió una inmensa alegría—. ¿Dónde estamos ahora, y qué nos han hecho estas bestias?

La aracnoide emitió aquel espeluznante sonido que en ella pasaba por la risa.

—¿Te parezco diferente, ser Clive, de como te parecía en la Mazmorra?

Folliot observó a la araña con detenimiento. Recordó, con un estremecimiento que esperaba que no fuera visible, el afecto que Chillido le profesaba. Recordó el singular ritual de acoplamiento de algunas arañas (quizá de la especie de Chillido), en el cual la hembra decapita y devora al macho al completar su unión. Chillido había exteriorizado su amor hacia Clive y él había conseguido, con todo el tacto de que había sido capaz, negarse a sus insinuaciones. Logró decir:

—A mí me parece que está igual.

Chillido produjo su áspero sonido de nuevo.

—¡Y tú a mí, ser Clive! Pero mira a tu alrededor. ¿Ha cambiado algo?

Clive se percató de que ya no estaba en el laboratorio.

Había sido devuelto a la habitación en que se había visto antes con N'wrbb Crrd'f. Sólo que ahora Clive se hallaba en una superficie de madera en lugar del suelo de piedra de la habitación. N'wrbb Crrd'f estaba en pie junto a su silla semejante a un trono, mirando a Clive con una sonrisa maliciosa.

Y había algo extraño. Clive miró hacia el techo y vio las vigas de madera y las antorchas encendidas. Sólo que parecían hallarse a cientos de metros de altura. Miró hacia las paredes, y parecían tan lejanas como las columnas de piedra y los vitrales de una catedral.

Y N'wrbb Crrd'f...

N'wrbb Crrd'f se encaminó con paso pesado hacia Clive. Cada pisada parecía producir vibraciones en el aire, cada zancada aproximaba más a Crrd'f y le confería una apariencia cada vez mayor, hasta que se alzó frente a Folliot y Chillido como un titán.

Levantó un puño del tamaño de una mole y lo abatió en la superficie de madera. Clive consiguió saltar a un lado justo a tiempo de evitar ser aplastado como un ratón bajo un mazo. La madera se sacudió con el impacto, lanzando a Clive al aire.

Chillido profirió un grito horripilante y empezó a arrancarse manojos de pelos-púa de la espalda. Folliot recordó su habilidad para alterar el contenido químico de sus propias glándulas y crear sustancias que podían producir diversidad de reacciones en cualquiera que fuese la víctima que sus dardos alcanzasen.

Ululando a todo lo que le daba la voz, Chillido lanzó manojo tras manojo de púas a las manos gigantes de N'wrbb Crrd'f. Clive oyó los gritos de dolor y de rabia de Crrd'f, y vio que se alejaba bailoteando, zarandeando la entera superficie de madera con cada tremenda pisada. Pero ahora Clive comprendió que el gigante Crrd'f no se hallaba al mismo nivel que él mismo y Chillido.

Había un borde en la superficie de madera, y Clive corrió para alcanzarlo. A media docena de pasos del borde se dio cuenta de que se hallaba en una plataforma levantada a una altura de muchas veces la estatura de un hombre por encima del suelo de la sala. Con cautela se acercó al límite, cuidando de no perder pie y caer abajo. Pero, antes de que pudiera alcanzar el contorno de la plataforma, sintió un terrible impacto y se vio literalmente levantado del suelo y empujado hacia atrás. Se quedó en pie, mareado. Chillido fue a su lado.

—¿Comprendes ahora, ser Clive?

—¿Se ha convertido N'wrbb Crrd'f en un gigante?

—No, ser Clive. Tú y yo somos como insectos.

Clive se sentó de cuclillas y se agarró la cabeza con un gesto de desánimo.

—¿No hay esperanza para nosotros, entonces?

—¿Quién sabe, ser Clive? Yo ya estaba encogida cuando llegué aquí. Pero he visto a N'wrbb Crrd'f y a su repugnante lacayuelo Nvv'n encoger a otros. Y los echan a los Finnbogg como pasatiempo.

—¿Los Finnbogg? ¿Tiene a los Finnbogg aquí? Entonces, ¿está aquí nuestro Finnbogg?

Chillido hizo un gesto que podía haber pasado casi por un encogimiento de hombros.

—Si está aquí, lo han machacado tanto mentalmente que es casi como un perro. Todos son como perros. He visto otras víctimas de los tratos de Crrd'f... Algunas recuperan su tamaño, si viven lo suficiente. Supongo que tú recuperarás tu tamaño, ser Folliot. Y yo quizá también recobre el mío... si él no nos encoge de nuevo y si sus Finnbogg no nos matan antes.

—¿Son sanguinarios, entonces?

—No lo sé. Lo más probable es que sean juguetones. Pero su juego... En tu propia Tierra, ser Folliot, ¿has visto alguna vez dos cachorros jugando al juego de la cuerda con una tira de cuero?

Clive cerró los ojos.

—Si hubiera un medio de... volver a despertar la inteligencia de Finnbogg. Sé que al menos es tan inteligente como muchos hombres que he conocido. Pero, como perro, tiene que estar sujeto a control. Cuando lo conocí, servía como guardián, servía a amos que lo trataban con desprecio. Pero con mis amigos, despertó a su propia naturaleza y nos sirvió durante mucho tiempo y bien. Ahora, sus capacidades se han visto reducidas de nuevo, casi como si fuera víctima de la hipnosis.

—¿Se te ocurre alguna idea?

—Lo único que podemos hacer es prepararnos. Ya llegará nuestra oportunidad, amiga mía Chillido.

Y no transcurrió mucho tiempo antes de que tal oportunidad se presentara.

Pero el despreciable Nvv'n llegó primero. Clive Folliot y Chillido habían sido dejados en la plataforma de madera (Clive comprendió que no era más que la tabla de una mesa) durante días. Nvv'n llegaba cada mañana para echarles pedazos de comida y ofrecerles sorbos de agua. A veces, N'wrbb Crrd'f permanecía en la habitación y observaba; otras veces se acercaba a ellos, burlándose y riéndose.

Chillido se arrancaba un pelo-púa y se lo lanzaba, pero N'wrbb Crrd'f lo esquivaba y se reía todavía más. Chillido y Clive intentaron escapar juntos de su encarcelamiento en la superficie de la mesa, pero la zona de dolor que la rodeaba los contuvo. Incluso cuando intentaron lanzarse a través de ella, saltando desde una distancia de la mitad de su propia estatura, la fuerza los repelió.

Pero hoy Nvv'n se les acercó llevando puestos unos gruesos guanteletes. Se inclinó por encima de la mesa, alargó el brazo desde arriba y, con una mano enguantada, agarró primero a Clive. Con una rudimentaria habilidad lo sostuvo, lo ató de pies y manos y lo depositó indefenso en el suelo de piedra. Enseguida repitió el ejercicio, esta vez haciendo de Chillido su víctima.

N'wrbb Crrd'f estaba sentado en su especie de trono, contemplando con regocijo la operación.

Entonces Nvv'n salió de la habitación. Se oyeron unos resuellos, unas patas que arañaban las losas del suelo, unos ladridos. Nvv'n reapareció, con las correas de media docena de babeantes mastines agarradas entre sus dedos mugrientos.

—Suelta a los perritos, Nw'n —dijo N'wrbb Crrd'f con voz ronroneante.

—Uh, uh, ea, ea —farfulló Nvv'n. Desenganchó las correas de los collares de los mastines. Y, en medio de un coro de aullidos y gañidos, la media docena de perros, cada uno diez veces mayor que la presente estatura de Clive, se precipitaron sobre ellos.

—¡No son perros! —exclamó Clive—. No son auténticos perros. Son Finnbogg. Han perdido su humanidad, ¡han vuelto a su estado inicial!

El más avanzado de los canes ya estaba casi encima de Clive y Chillido. Clive se retorcía a un lado y a otro, buscando desesperadamente un arma y no encontrando ninguna. Aun atado como estaba, si hubiera tenido una espada o un cuchillo, podría haberse soltado, y entonces intentar hacer frente a sus gigantescos atacantes. Pero no había nada, ¡nada! Tendría que ser con sus manos desnudas, pues. Manos desnudas, y manos atadas además, contra una jauría de mastines tan grandes como elefantes.

Pero no: ¡Chillido tenía armas propias! Los torpes dedos de Nvv'n habían realizado un pobre trabajo en Chillido, y ésta consiguió retorcerse y bregar hasta que las pinzas le quedaron libres de sus ataduras. Se arrancó manojos de pelos-púa que crecían en su espalda y los lanzó con sus patas acabadas en pinzas al perro que encabezaba la jauría. Los pelos volaron con precisión exacta y fueron a clavarse en el blando y tierno hocico de la criatura.

El mastín soltó un aullido de dolor y terror, y frenó hasta detenerse apenas a un metro de los dos pequeños seres que habían sido designados como víctimas de un ataque tan cruel.

Un segundo mastín se puso a la cabeza y arremetió. De nuevo Chillido se arrancó púas de la espalda. Clive sabía que la alienígena aracnoide podía controlar las secreciones químicas de su propio cuerpo. Podía determinar los compuestos con que impregnaba las puntas de sus dardos y así decidir qué reacción provocar en sus enemigos.

Durante un breve instante, Clive se preguntó cómo habían podido capturar a Chillido. Más exactamente, cómo habían podido mantenerla cautiva, cuando ella podría haber utilizado su arsenal de sustancias químicas productoras de diversidad de reacciones contra el cruel Crrd'f y el babeante Nvv'n. Quizás había sido capturada por sorpresa y encerrada en una cámara sin aberturas que le impedía lanzar sus púas. Quizá... Bien, no era aquél el momento para conjeturas. Había sido apresada, como Clive, y ahora les había llegado el momento de morir... ¡o de escapar!

Nvv'n babeaba con los ojos abiertos de estupefacción y pesar por el fracaso del plan de su amo. El criado de escaso cerebro hacía cabriolas hacia un lado y luego hacia el otro, y realizaba gestos con las manos, gestos repetitivos que al principio parecían carecer de sentido, que parecían incluso de locura. Pero Clive comprendió que en realidad se estaba palpando las ropas, mirando a su alrededor, buscando la pipa y el material fibroso al cual, con toda evidencia, era adicto.

Pobre Nvv'n, pensó Clive. Esclavizado por doble partida: por su amo N'wrbb Crrd'f y por el nauseabundo producto con que llenaba su pipa.

Por lo que se refería al mismo Crrd'f, el hombre estaba saltando casi tan salvajemente como su criado idiota. Primero Crrd'f gritó a Nvv'n que condujera a los Finnbogg de nuevo al ataque; luego se adelantó al babeante patán e instigó él mismo a los perros, abofeteándolos y gritándoles que atacaran. Después se retiró, salió de la habitación y regresó al cabo de pocos segundos con una espada corta que utilizó para espolear las ancas de los perros, al tiempo que les chillaba que cargaran de nuevo.

Y los Finnbogg, atrapados entre las enloquecedoras púas de Chillido y el puñal de Crrd'f, gañían, se encogían, se revolcaban y se echaban unos encima de otros.

¿Qué partido podía sacar Clive de aquella situación? Los agitados mastines eran indistinguibles entre sí, pero uno de ellos, esperaba Clive, era su propio amigo Finnbogg. Si conseguía hacer algo para parar aquellos enloquecidos revolcones, para atraer la atención de los mastines, ¡en especial la de su amigo!, podría volver las tornas y echar los animales contra el malvado Crrd'f y su bufón Nvv'n.

A Finnbogg le habían gustado las canciones, recordó Clive. Le había gustado cantar. Pero la mente de Clive estaba en blanco. De todos los cientos de himnos, canciones artísticas, cancioncillas populares, marchas militares que Clive sabía, ¡ni una le venía a la memoria! Luego recordó. La loca aventura entera de la Mazmorra había empezado con una velada en un music-hall, acompañado de su amada, como invitados de su amigo Du Maurier.

La obra era Cox and Box, de Sullivan y Burnand. Y hubo una melodía que encantó particularmente a Clive, una cancioncilla cuya letra se pegaba enseguida a la cabeza de quien la escuchaba. ¡Sí! ¡Se estaba acordando! Con una diminuta voz aguda, empezó a cantar:

No hace mucho era mi destino

enamorar a una viuda de Ramsgate...

Y de uno de los Finnbogg, asombroso en su aullante voz canina, pero claro en todas sus sílabas, se oyó el contrapunto:

Yo, ya es raro decirlo,

¡hice lo mismo, oh, en Margate!

Y entonces Clive y los seis Finnbogg, en una triunfante estrofa de gloriosa armonía, concluyeron:

Por fin el feliz día se acercaba;

y esperábamos que fuese soleado.

Pero descubrí que todas mis fuerzas necesitaba...

¡para hacer frente a la ceremonia fatal!

Chillido había cesado de lanzar pelos-púa. El cruel N'wrbb había retrocedido, estupefacto. Incluso el babeante Nvv'n se había quedado petrificado.

—¡Finnbogg! —exclamó Clive Folliot.

—¡Folliot! —El perro que había cantado con más energía de todo aquel coro enérgico saltó hacia adelante. Con una mano-garra recogió a Clive y lo levantó a la altura de su rostro—. Clive Folliot, ¿qué te ha ocurrido?

Antes de que Clive pudiera responder, Finnbogg miró a su entorno, y una expresión de desconcierto canino apareció en su cara.

—¿Qué me ha ocurrido a mí? ¿A toda mi camada..., a mi compañera y a nuestros cachorros?

—¿Tu compañera y vuestros cachorros? —repitió Clive.

—Me casé, Folliot. Naturalmente, nunca lo hubieras sabido. Encontré a mis compañeros, me casé y tuve cuatro espléndidos cachorros de mi esposa. Dos machos espléndidos, tan fuertes y activos como su padre. Dos espléndidas hembras, tan atractivas y cariñosas como su madre. Pero, después de esto, Folliot, ocurrieron más tragedias. —Y empezó a canturrear una triste canción fúnebre, algo que Clive reconoció como «Addio, mia bella Napoli».

Mientras Clive observaba asombrado, la luz de la conciencia y del recuerdo se fue encendiendo en los ojos de todos los Finnbogg. De inmediato, Finnbogg colocó a Folliot en el suelo, junto a Chillido. Luego, como siguiendo un plan previsto, los seis perros se volvieron sobre su camino. Un sonido como Clive nunca había oído surgió de seis gargantas caninas. Era una amalgama de pesar y de rabia de seis mentes, de seis seres descendientes de un antepasado perruno, pero evolucionados hasta la inteligencia y sensibilidad humanas, que recobraban la perdida conciencia del maltrato que habían recibido ellos y su especie, ellos y sus seres queridos.

Y, antes de que Clive Folliot pudiera hacer movimiento alguno, los Finnbogg saltaron encima de N'wrbb Crrd'f. Se oyeron los gritos de aquel hombre delgado, sus sollozos y súplicas de clemencia. Pero no hubo clemencia.

Lo que Crrd'f había hecho a Finnbogg y a su familia, Clive no lo sabía. Pero lo que los Finnbogg hacían a N'wrbb Crrd'f era doloroso..., sangriento... y definitivo.

Cuando todo hubo acabado, cuando lo único que quedaba de N'wrbb Crrd'f yacía inmóvil y humeante ante el trono que él mismo había ostentado, Finnbogg, el Finnbogg original que Clive había conocido en el puente de Q'oorna, se acercó a Folliot.

—Te hizo pequeño, ¿eh? —Finnbogg husmeó a Folliot, y después a Chillido—. Os hizo pequeños a los dos, ¿eh?

—Creo..., creo que Nvv'n también estaba metido en ello, viejo amigo.

—Hum... Nvv'n. Nvv'n es más estúpido que una babosa. Nvv'n malo, pero muy estúpido. Crrd'f listo. El malo, listo Crrd'f no hará más daño a Finnbogg.

Clive Folliot parpadeó, sacudió la cabeza y miró a su alrededor. Los sonidos de voces extrañas y lugares distantes se desvanecieron de sus oídos. Aunque no le habían colocado una venda en los ojos, las visiones que había contemplado se habían esfumado por igual. Había salido de la habitación en que ahora se encontraba en compañía de Horace Hamilton Smythe. Con Horace había visitado el cuartel general londinense de la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal.

Con Horace había visitado el Infierno y había ocasionado la muerte a su descarriado primo Tomás... y él mismo había estado a punto de morir... para ser rescatado por el barón Samedi. Durante unos momentos se preguntó qué sería del alma de alguien que ya había llegado al Infierno y que había fallecido en él. Con mucho gusto dejaría aquel enigma para los teólogos.

Y desde el Infierno se había visto transportado al singular mundo de Djajj, el país del canalla de pelo verde que había conocido hacía mucho tiempo en la Mazmorra. ¿Cómo, se preguntó, habían sido devueltos él y Horace a aquella habitación? ¿Los había reunido Sidi Bombay por medio de algún poder psíquico?

¿Habría Clive sobrevivido a la última de sus pruebas de no haber sido ya templado por la Mazmorra, de no haber sido capaz de aguantar firme frente a su hermano gemelo mayor, Neville? ¿Estaba preparado por fin para aquella última prueba?

Clive había madurado en la Mazmorra. Aquel hermano menor emocionalmente desvalido había hecho valer sus méritos. Sí, comprendió, estaba preparado para haber frente a lo que fuera que le esperaba en su camino.

Poniéndose en pie, Clive dijo:

—Sidi Bombay, Horace Smythe..., hemos cometido un terrible error.

—¿Error?

—Sí, sargento. Yo tengo parte de culpa. Todos tenemos parte de culpa. Pero yo más que todos, porque mi sangre y mi posición reclamaban de mí que ejerciera el mando, y, en lugar de eso, he permitido que los vientos y los reveses del destino dirigieran mis acciones.

—¿Qué propone que hagamos, pues, mi comandante?

—Hemos dejado que nos manipularan los chaffris y los rens, el padre O'Hara y Philo Goode, N'wrbb Crrd'f y mi hermano Neville Folliot. N'wrrb Crrd'f ya no existe; tuvo un fin triste pero no inmerecido. Sin embargo, amigos míos, hemos sufrido, y nuestros compañeros y aliados también han sufrido, y algunos de ellos han muerto.

—Comprendo perfectamente sus sentimientos acerca de lady 'Nrrc'kth, mi comandante.

—Sí. Nunca olvidaré a aquella mujer, y nunca me perdonaré haberla llevado a la situación en la que encontró la muerte. Ahora ha sido vengada, supongo. —Cerró los ojos y evocó un fugaz instante aquel pálido rostro, bello y tierno, y luego lo expulsó de su cabeza con un suspiro—. Y nuestros amigos, Horace, Sidi —prosiguió—. El fiel Finnbogg, Chillido, Chang Guafe. El barón Samedi, un ser extraño, pero al menos de corazón noble. A ellos, también los he visto. Horace, usted estaba conmigo cuando vi al barón Samedi.

—Cierto, mi comandante, ¡allí estaba! ¡Y muy agradable fue verlo, a pesar de lo raro que es el tipo! Pero, de no ser por el barón y su puro mágico, usted y yo habríamos sido carne de comida para aquellos demonios alados, ¡pondría la mano en el fuego a que sí, mi comandante!

Clive asintió.

—Y mi propia descendiente, Annabelle Leigh. ¿Dónde está ahora? Horace Smythe, Sidi Bombay, ¿dónde está ahora?

Antes de que ninguno de los dos pudiera responder, Clive prosiguió.

—Debemos tomar la iniciativa, amigos míos. No debemos esperar a que el enemigo ataque, porque nuestros compañeros y aliados reclaman nuestra ayuda. Debemos golpear en el mismo centro del problema. Debemos llevar a cabo el ataque contra nuestros enemigos.

Se levantó en su plena estatura y lanzó una mirada penetrante a los rostros de sus compañeros.

—¡Cualesquiera que sean las armas con que nos respondan, no debemos retroceder! ¡Ni colmillo, ni garra, ni aguijón venenoso nos detendrán!

Sidi Bombay intervino:

—¿Qué propone, entonces, comandante Clive Folliot? Y, si me permite la pregunta, comandante, ¿dónde ha estado?

Clive sonrió.

—Salí con el sargento Smythe y fuimos a tomarnos un respiro de unos momentos en un bar cercano. ¿No es así, Horace?

—Sí, mi comandante. Pero, si me permite decirlo, mi comandante, pasamos por un infierno para escapar del establecimiento.

Los dos ingleses, uno de cuna noble y otro de una pobre familia campesina, compartieron una franca risa.

Sidi Bombay se quedó mirando desconcertado.

—Pero después de abandonar la cálida región, por cortesía del barón Samedi y su puro mágico —explicó Horace Smythe—, me hallé de nuevo aquí enseguida, mientras que pasó algún tiempo antes de que usted regresara, mi comandante.

—Algún tiempo, en efecto —comentó Sidi Bombay en tono preocupado—. Además de la investigación en que estuve trabajando durante su ausencia, también preparé un refrigerio para los tres, para tomarlo a su retorno. La cena se enfrió antes de su vuelta, Clive Folliot. ¿Dónde estuvo mientras tanto?

—¡Cierto, mi comandante! —añadió Horace Smythe—. ¿Dónde estuvo todo este tiempo?

—No logró localizar a nuestros compañeros perdidos, ¿verdad, Sidi Bombay?

El indio meneó la cabeza, tristemente.

—No, no lo logré, Clive Folliot. Ignoro si el fracaso se debe al mecanismo que tenemos entre manos o a mi pobre intelecto. Quizá si pudiera trabajar sin límite de tiempo...

—Tal vez mi descendiente Annabelle Leigh podría resolver el problema con uno de sus... ¿Cuál era el término que utilizaba? ¡Sí! Uno de sus folletos de datos almacenados. —Cerró los ojos con fuerza para concentrarse—. No, no folletos de datos almacenados, «programas de software», ése es el término que utilizaba. Pero ella tampoco está aquí.

—A quien sí vimos fue al barón Samedi —dijo Smythe—. Y al pariente lejano del comandante, Tomás. Pero creo que el primo Tomás se fue para siempre, ¡y con viento fresco, diría yo! Pido disculpas al comandante.

—Perder a un pariente nunca es motivo de alegría, Horace. Pero, en este caso, verdaderamente no puedo afirmar que sienta mucho la pérdida.

—Por lo que respecta al barón Samedi —prosiguió Smythe—, ese caballero dice que visita la Tierra de vez en cuando. Si cualquiera de nosotros va alguna vez a la isla de Haití (un paraíso tropical, según cuentan, recubierto de exuberantes bosques húmedos de tiempos ancestrales), puede que se tropiece con él. O incluso en la ciudad americana de Nueva Orleans.

—Horace, en el momento en que Samedi agitó su puro, antes de abandonar el Hades —dijo Clive—, ¿recuerda usted su último pensamiento?

—Pensé en el puesto londinense de la asociación, comandante. En realidad, si no me falla la memoria, mi comandante, tuve una viva imagen mental de la puerta principal del establecimiento.

—Muy bien —asintió Clive—. Y allí fue donde se encontró usted, ¿no es así?

—Sí, mi comandante.

—¿Y desde allí regresó aquí de inmediato?

—Entré un momento en la taberna, mi comandante. En realidad me quedé en ella algún tiempo esperando la vuelta del comandante.

—Sí. E imagino que incluso probó un poco de los productos del establecimiento. No, no hay necesidad de excusas. —Levantó una mano, conteniendo un torrente de explicaciones—. Yo no regresaba, así que a su debido tiempo usted volvió aquí. ¿Es eso correcto, Horace?

—Lo es, mi comandante.

Clive se paseó en círculos, convirtiendo la energía del pensamiento concentrado en movimiento físico.

—En el instante en que el barón Samedi agitaba su puro, yo pensaba en Finnbogg. Y me vi transportado al mundo donde Finnbogg se encontraba en aquellos momentos.

—¿Su país de origen, Clive Folliot? —Era evidente que el interés de Sidi Bombay se había avivado.

—No, Sidi Bombay. Estaba en el planeta Djajj, el país original de N'wrbb Crrd'f y de lady 'Nrrc'kth. Finnbogg se hallaba allí, y también nuestra vieja amiga Chillido. Ambos eran prisioneros de N'wrbb Crrd'f. Pero cuando abandoné el lugar, ambos estaban ya libres, ¡y los indecibles crímenes de N'wrbb Crrd'f estaban vengados en su mismo autor!

—Pero ¿cómo regresó aquí, Clive Folliot? ¿Y dónde están ahora Chillido y Finnbogg?

Clive se encogió de hombros.

—No puedo dar una respuesta segura a ninguna de las dos preguntas, Sidi Bombay. Aunque supongo, y sólo supongo, que, puesto que yo fui devuelto a la Tierra, Chillido y Finnbogg fueron devueltos a sus respectivos planetas. Pero no puedo afirmarlo con certeza.

Se produjo un largo silencio en la habitación. Los mecanismos que llenaban gran parte del espacio parpadeaban y refulgían con sus propios ritmos arcanos. Afuera, en las calles de la moderna Londres, Clive Folliot podía imaginarse los aspectos, los ruidos y los olores de un millón de hombres y mujeres, caballos, perros y gatos, ferrocarriles de vapor y carros de cuatro ruedas de hierro.

Victoria era aún la reina de la isla y de su extenso imperio. Inglaterra estaba segura, su pueblo era próspero y feliz, y poco se preocupaba de los chaffris, de los rens o de los gannines, de traidores que la amenazaban desde dentro y de invasores que la amenazaban desde fuera. Inglaterra era poderosa y estaba tranquila.

Sólo los pocos que conocían los secretos de la Mazmorra sabían cuan frágil era aquel poder, cuan engañosa aquella tranquilidad.

A Clive Folliot le habría sido muy fácil decir adiós a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe. Podría presentarse a la sociedad británica como el explorador africano mucho tiempo ausente que ahora regresaba a su país natal. Tendría que hallar un medio de aparentar más edad que la que tenía ahora, para que la diferencia entre su condición física y su supuesta edad no provocaran preguntas molestas. Si su reaparición le causaba demasiados problemas, podría emigrar al Canadá o a Australia o a alguna de las demás lejanas posesiones de Su Majestad, y empezar una nueva vida.

Pero mientras tanto no podría ignorar que Inglaterra se hallaba en peligro. No sólo Inglaterra, sino todo el Imperio, toda la Tierra... ¡e incluso más! En cualquier hora, en cualquier momento, cualquier agente de la Mazmorra podía atacar. No, no podía sustraerse a sus obligaciones. No podía rehuir aquella responsabilidad.

—¿Qué se halla tras todas nuestras experiencias en la Mazmorra? —preguntó a sus compañeros. Y sin esperar respuesta, contestó a su propia interrogación—: ¡La espiral de estrellas!

Horace Smythe asintió.

—¡En ese punto tiene razón, mi comandante!

—Y, si viajásemos al centro de la espiral de estrellas, ¿qué creen que encontraríamos allí?

—No lo sé, mi comandante —repuso Smythe.

—No lo ha hecho nunca nadie, Clive Folliot —añadió Sidi Bombay.

—No me sorprende oírlo —dijo Clive—. Hemos invertido nuestras energías en luchar contra mandatarios. Divide y vencerás, ésa ha sido la política del enemigo. Y le ha salido bien. Nos ha lanzado a unos contra otros, luchando, matando, encarcelando y torturándonos mutuamente. Cada acto de crueldad ha creado enemistades, odios y deseos de venganza. Así ha sido siempre. Hititas contra egipcios, hebreos contra filisteos, romanos contra cristianos. Los españoles contra los incas... ¡Ah, he aquí una de las empresas más nobles del hombre, atacada, traicionada y destruida por expoliadores codiciosos actuando en el nombre de Dios! ¡Cuántos pecados se han cometido en el nombre de Dios!

Clive meneó la cabeza.

—Parlamentarios contra realistas aquí en Inglaterra, la Unión contra la Confederación en Norteamérica. Wellington contra Napoleón en la época de nuestros padres, Aníbal contra Escipión en la de nuestros antepasados, y sin duda alguna siempre habrá guerra, guerra, guerra, también en la de nuestros descendientes.

—Y siempre la ha habido, comandante. ¡Ya desde que Caín mató a Abel!

—Pero, ¿por qué, sargento, por qué?

—Es la naturaleza humana, mi comandante. Guerrear y matar: encaja con las teorías sobre la evolución de Darwin. Cuando las naciones combaten, los fuertes y los inteligentes sobreviven. Los débiles y los tontos perecen. Es cruel, mi comandante, tengo que reconocerlo, pero refuerza y purifica la raza.

—No puedo estar de acuerdo —interrumpió Sidi Bombay.

—¡Pero yo te he visto luchar, Sidi! A mi lado, y ¡arriesgando tu propia vida para salvar la mía! Te estoy tan agradecido como puede estarlo un inglés, Sidi, pero tus acciones contradicen tus palabras.

—He luchado cuando ha sido necesario, Horace, amigo mío, pero no ha sido por elección propia. Y respecto a la idea de que los débiles y los tontos mueren mientras que los fuertes y los inteligentes sobreviven... —El indio movió la cabeza con expresión dubitativa.

—Bien, ¿qué quieres decir, Sidi?

—¿Quién va a la guerra, amigo Horace? De dos hermanos (y no hago referencia a usted y a Neville Folliot, amigo Clive), si uno es fuerte, valiente y activo, y el otro débil y cobarde, te pregunto, Horace, ¿quién de los dos irá a la guerra? ¿Quién tiene más posibilidades de morir?

—Bien..., pero..., pero... —balbuceó Smythe.

—El hermano valiente irá a la guerra y con toda probabilidad perderá su vida. Mientras que el hermano cobarde se quedará en casa, sobrevivirá, se casará y tendrá hijos. Así, según vuestro famoso monje Mendel, y vuestro Darwin también, la raza se debilitará y se acobardará al tiempo que los fuertes y los valientes irán siendo eliminados. Y no al revés, Horace. Oh, no, no al revés.

Clive asintió mostrando su acuerdo.

—Lo que sugiere, entonces, Sidi Bombay, es que la guerra no purifica y refuerza la especie, sino que sirve más bien para debilitarla y degradarla.

—Exacto, amigo Clive.

—No voy a discutir —dijo Horace Hamilton Smythe—. Eres un tipo endiabladamente listo, Sidi. A veces pienso que equivocaste la profesión, ¡que deberías haber sido abogado!

—¡Oh, no! Como dijo Dick el carnicero en la gran obra de vuestro Shakespeare, «Lo primero que hay que hacer es matar a los abogados». No, yo nunca sería abogado, Horace.

—¡Estamos divagando! —interrumpió Clive. Los otros dos reaccionaron como si se sintieran avergonzados de sí mismos—. Discursos intelectuales. Darwin, el monje Mendel, Shakespeare... Todos tienen su lugar, pero me temo que la vida londinense los ha hecho a ustedes blandos y pasivos. Disertan, discuten como un par de judíos acerca de su Talmud, ¡cuando lo que deberían hacer es actuar!

Horace, herido, replicó:

—¿Y esto no vale también para usted, mi comandante?

—Yo no he vivido la vida de Londres, amigos míos. No esos pasados años. Es la vida en la Mazmorra la que me ha moldeado. La que me ha endurecido, la que me ha cambiado, y todo en contra de mi voluntad y de mi naturaleza innata, y me ha convertido en un hombre de acción.

Se golpeó la palma de la mano con el puño y se paseó enfurecido.

—Son los gannines quienes están detrás tanto de los chaffris como de los rens. Son los gannines, que nosotros hayamos podido saber, quienes crearon la Mazmorra. Son los gannines, actuando por medio de los chaffris y de los rens, y sin duda alguna por medio de otras fuerzas y agentes de todas las épocas, de la Tierra, de Djajj, de los mundos de Chang Guafe, de Finnbogg y de Chillido y de otros mundos que desconocemos y que apenas podemos imaginar, quienes fomentan el sufrimiento, los afanes de conquista y la guerra.

Se quedó de espaldas a los demás, reuniendo sus pensamientos. Cuando estuvo listo, se volvió de nuevo hacia Sidi y Horace.

—Son los gannines los responsables de la muerte de lady 'Nrrc'kth, los que han fraguado indecibles cambios en mi hermano y en mi padre, los que han hecho quién sabe qué a mi queridísima tataranieta Annabelle.

Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay se miraron entre sí. Intercambiaron palabras graves, refunfuñantes.

—Es a los gannines a quienes tenemos que combatir, amigos míos. —Clive habló con pasión—. Y su patria se halla, creo, en el centro de las estrellas en espiral. De un modo u otro tenemos que llegar allí. Si tenemos que ir andando, Horace, Sidi, ¡andando iremos hasta allí!

—Podemos llegar allí, mi comandante —dijo el sargento Smythe—. Y no hará falta que vayamos andando.

—¿Cómo, sargento?

—El comandante ya está familiarizado con el tren espacial. Lo sé, mi comandante.

—Demasiado familiarizado. El monstruo creado por el doctor Frankenstein continúa a bordo, según todas mis noticias. Y los tres lo vimos durante su visita al mar polar.

—Sí, mi comandante, lo vimos en efecto. Bien pero, sea como sea, existen más de esos trenes. Existen muchísimos, uniendo este y aquel punto del universo, mi comandante. No van simplemente a cualquier parte, ¿comprende? No es como pasearse por el campo abierto, ¿comprende? Aunque el tren no utiliza carriles como los trenes de vapor, es sin embargo muy parecido a éstos. Sólo puede viajar por determinados caminos. Existen para ellos obstáculos y fuerzas, como los arrecifes y las corrientes que impiden que un barco vaya a donde quiera.

—Sí, comprendo, sargento Smythe.

—Pero también existen pequeños coches que pueden moverse como... Bien, como botes, ¿comprende, comandante? Como pequeñas barcas, por decirlo así, que pueden llegar a donde un gran transatlántico nunca podría acercarse.

—Creo que viajé en algo semejante cuando fui a Tewkesbury.

—Es probable, mi comandante. A veces circulan por auténticas vías de ferrocarril. Pero esto sólo es por conveniencia, mi comandante. Puede ir casi a todas partes. Supongo que hay sitios adonde los pequeños coches tampoco pueden ir, ¡pero pueden alcanzar muchos más lugares que los grandes trenes!

—¿Y pueden viajar por el tiempo al igual que por el espacio?

—Oh, sí, mi comandante.

—En Zurich hay un joven llegado recientemente de Pavía para asistir al instituto politécnico —intervino Sidi Bombay—. Poco más que un muchacho, comandante, pero ya una gran inteligencia, cuyos pensamientos un día cambiarán el mundo. Ese muchacho cree que el tiempo y el espacio no son sino aspectos de la misma esencia. Si podemos viajar por uno, entonces ¿por qué no podemos viajar por el otro?

—No voy a discutirlo... considerando que he regresado a Inglaterra un cuarto de siglo después de marcharme de ella, ¡y sin embargo habiendo vivido tan sólo tres o cuatro años durante mi ausencia! ¿Poseemos uno de esos pequeños coches?

—¡Sí, mi comandante!

Salieron de la habitación oculta, siguieron a lo largo de un pasadizo y llegaron a un camino similar al que había bajo el cuarto donde Clive había visto anteriormente a Philo B. Goode y, al parecer, a Horace Smythe.

—Este pasillo, ¿está enlazado con otros semejantes? —preguntó Clive.

—Sí, mi comandante.

—¿Con el camino, la vía en donde Annabelle y yo subimos a un coche y por donde viajamos a Tewkesbury?

De nuevo Horace asintió.

—No lo comprendo, entonces. Los chaffris, los rens, la organización que ustedes representan...

—La Asociación para la Mejora del Vecindario Universal, comandante Folliot —le recordó Sidi Bombay.

—¿Todos utilizan las mismas vías? ¿El mismo sistema de transporte? ¿Y no obstante son enemigos mortales?

—Cosas más raras han sucedido, comandante Folliot. Enemigos que comercian entre ellos en tiempo de guerra, rivales que tratan negocios al mismo tiempo que luchan para destruirse mutuamente.

—Si el comandante quiere subir a bordo... —Smythe abrió una puerta a Clive en un costado de un coche o vagón semejante al que Clive había compartido con Annabelle Leigh horas, o días, antes.

—¿Hay posibilidades de que nos ataquen? —inquirió Clive.

—¿Los atacaron antes, mi comandante?

Clive narró la batalla de la que él y Annie habían sobrevivido en su trayecto a Tewkesbury.

—Están por todas partes —comentó Sidi Bombay.

—¿El comandante está seguro —preguntó Smythe—, está seguro de que los cuerpos de los soldados desaparecieron de la existencia? ¿Que no se quedaron atrás, que no se los llevaron sus compañeros? ¿Se desvanecieron ante los mismos ojos del comandante?

—Exacto.

—Y los supervivientes, mi comandante, ¿dice que subieron por una escalera invisible y se esfumaron en el cielo?

—Tanto como sus acciones pueden ser descritas, sargento Smythe, eso es exactamente lo que hicieron. Le aseguro que fue un espectáculo singular, muy singular para mí, ¡incluso después de los extraños acontecimientos de que he sido partícipe en la Mazmorra!

—Muy extraño en efecto. ¿Qué es lo que piensas al respecto, Sidi?

—No le encuentro sino una explicación. Ghosters de ordolita. ¿Sabe algo el comandante acerca de los ghosters de ordolita?

—Un poco, Sidi Bombay. Me enteré de algo al respecto en el octavo nivel de la Mazmorra.

—Entonces estará al corriente, comandante Folliot, de que esos ghosters no son exactamente fantasmas4 en el sentido en que nuestras supersticiones terrestres los definen. Son proyecciones, seres espectrales. Son simulacros de una u otra especie, pero no simulacros vivientes. Son... esencias materiales.

—Sí, lo son.

—¿Tiene conocimiento el comandante de qué energía se necesita para dar «vida» a los ghosters?

—La sangre de un Folliot, dada por propia voluntad.

—Sí. ¿Y qué Folliot daría por propia voluntad su sangre a los chaffris, o a los rens, para la creación de ghosters de ordolita?

—Por propia voluntad, Sidi Bombay, yo diría que ningún Folliot lo haría. Ni tan siquiera mi hermano Neville.

—Quizá la expresión «por propia voluntad» no sea muy correcta, comandante. Si un ser querido fuese amenazado, un Folliot o cualquier hombre podría ceder de forma voluntaria lo que nunca daría bajo circunstancias normales.

—Así pues, ¿usted sugiere que los soldados con quienes combatimos Annabelle y yo eran ghosters de ordolita alimentados con sangre Folliot?

—Cuando se da la sangre, el donante muere. Así es como funcionan las máquinas de ordolita, comandante. No sólo se debe dar parte de la sangre, sino toda. Sin embargo, una vez que el donante ha muerto, puede ser devuelto a la vida. Eso está al alcance de quienes posean la máquina, sean chaffris o rens.

—No obstante —replicó Clive—, los secretos de la vida y de la muerte no son cosas que se puedan manipular a la ligera. Una vez muerto, si el Folliot es resucitado a la vida por medios mecánicos, ¿estará auténticamente vivo? ¿Se puede reinsuflar el aliento divino al cuerpo una vez que ha partido de él, o tan sólo se devuelve una apariencia de vida al Folliot? ¿Es de nuevo un hombre hecho a imagen de Dios o es lo que los habitantes de la isla de Haití llaman un zombi? —Clive se estremeció.

Sidi Bombay se encogió de hombros en un curioso gesto que llamaba la atención.

—¿Quién puede decirlo, Clive Folliot? A menos que uno experimente este misterioso fenómeno, esta muerte y esta resurrección a la vida, ¿cómo puede saberlo? Y aún hay más, y ésta es la gran paradoja del proceso con la ordolita. La sangre, una vez dada, puede ser utilizada para alimentar a un número infinito de ghosters de ordolita.

—Supongo, entonces —dijo Clive—, que el mismo Folliot puede verse obligado a ceder su sangre y su vida una vez tras otra. ¡Se podrían crear ejércitos enteros de ghosters de ordolita!

—Así es, mi comandante —respondió Horace Smythe—. Así es. Pero, si el Folliot sacrificado fuera resucitado como zombi en lugar de como hombre auténtico, ¿serviría su sangre para alimentar ghosters? ¿Eh, Sidi Bombay? —Sonrió, volviéndose hacia el indio—. Éste es otro bonito enigma para ti, ¿no?

Un escalofrío recorrió la espalda de Clive. Ya los había demorado bastante con sus preguntas. Subió al coche, seguido de Sidi Bombay y de Horace Hamilton Smythe, y el sargento cerró la puerta corrediza transparente. Los tres hombres se sentaron en acolchados sofás. Eran, se percató Clive, casi idénticos a los asientos del otro coche. Se preguntó si debajo se ocultarían también armarios llenos de armas.

Conducido por la mano firme de Sidi Bombay, el coche se deslizó por el camino o vía y entró siseando con suavidad en un túnel de paredes negras. Puntos de luz centelleaban a su paso, pequeños como átomos y brillantes como llamaradas. Paneles iluminados se cruzaban con ellos como manchas difuminadas, tan rápida y tan misteriosamente que era imposible determinar si se trataba de masas de luminosidad o tan sólo algunos centímetros de distancia o de formaciones nebulosas de estrellas a millones de kilómetros de la Tierra.

El coche oscilaba de forma mareadora de un lado a otro, y cabeceaba arriba y abajo sin previo aviso, y dejaba el estómago de Clive hecho un revoltijo. Clive escrutaba por las paredes transparentes del coche, intentando distinguir formas en el interior del túnel. De tanto en tanto parecía que la vía se bifurcaba y Clive podía vislumbrar pasadizos que conducían a direcciones incomprensibles para su mente. Túneles que conducían a... ¿dónde? La cabeza le fallaba cuando trataba de imaginarse las ciudades maravillosas o los abismos terroríficos que se hallaban al final de este o aquel pasillo.

—¿Continuamos bajo Londres? —preguntó.

—Sí, sólo un poco más, mi comandante —respondió Horace Smythe por encima de su hombro.

—¿Y luego, sargento Smythe?

—Estamos haciendo lo que quería el comandante. Nos dirigimos a la guarida de los gannines.

Pero, a pesar de las palabras de Horace Smythe, el coche seguía precipitándose por túneles tan negros como pozos, iluminados sólo de forma periódica por puntos y manchones luminosos.

Una vez Clive captó un claro atisbo en un túnel lateral y se levantó de su asiento con un sobresalto.

—¡Sargento! ¡Sidi Bombay! ¡Juraría que acabo de ver un túnel de ferrocarril, completo, con sus trenes londinenses llenos de viajeros bien vestidos!

—El comandante está en lo cierto —anunció Sidi Bombay lacónicamente—. No hace mucho tiempo empezó a construirse el ferrocarril subterráneo de Londres. Yo mismo me gané el pan con el sudor de mi frente y la fuerza de mis músculos manejando la piocha en las obras —añadió con una sonrisa.

—Este proyecto apenas había comenzado cuando dejé la metrópolis.

—Y aún no está terminado, Clive Folliot.

—Los obreros, ¿nunca penetraron en esa..., esa otra red de túneles, por error?

—Muchas veces.

—Entonces toda Londres debe de conocer la existencia de la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal... ¡y de los chaffris y de los rens!

—En modo alguno, mi comandante. Hace unos minutos hablábamos de enemigos acérrimos cooperando en lo que consideraban intereses mutuos. Y así ocurre con esa red de túneles y con el hecho de ocultar esos túneles al mundo normal. Hay métodos para... convencer a los que descubren nuestros túneles de que han entrado por accidente en antiguas minas de turba, túmulos funerarios o bolsas naturales de aire. Cierran los pasos y prosiguen con su labor. En los pocos puntos desde donde podemos ver sus túneles, ellos no pueden ver los nuestros, o, si los ven, están convencidos de que se hallan ante algo completamente normal y corriente. Miran, se vuelven sin interés, y se van a sus asuntos.

Clive meneó la cabeza y fijó la vista en el panel transparente delantero del coche, por encima del hombro del sargento Smythe. Este había abandonado la identidad de conde Splitofsky y había retomado la vestimenta del corto de vista Maurice Carstairs hijo. Su bastón se hallaba en el asiento acolchado junto a él. Se había metido las gafas en un bolsillo del chaqué, pero miraba sin dificultad por el cristal delantero del coche.

Clive, que miraba también hacia adelante, se sobresaltó de repente. ¡Una figura! Parecía vagamente humana y tenía cierta semejanza con los guerreros con armadura que él y Annabelle habían encontrado cerca de Tewkesbury. Clive iba a dar un grito de alarma, pero, antes de que pudiera pronunciar más de media sílaba, el coche arrolló la blanca forma.

La figura reventó y se esparció como lo hubiera hecho una enorme bola de nieve, rociando los angulosos costados del coche e inundando el cristal delantero y más allá de éste.

Clive se volvió para mirar tras el coche. La forma se había recompuesto y hacía gestos furiosos contra el vehículo y sus ocupantes.

—Eso, ¿qué ha sido eso?

—Un ghoster de ordolita, comandante.

—¿Y ha salido ileso del choque?

—Y nosotros también.

—Pero Annabelle y yo abatimos a tiros a varios soldados armados.

—Entonces ustedes utilizaron armas de ordolita, comandante. Tuvo que ser así. ¡Y tenemos una provisión de ellas en nuestro coche!

Como en respuesta a una señal, Sidi Bombay levantó un asiento acolchado y descubrió un diminuto arsenal. Después de entregar armas del tamaño de carabinas a Clive y a Horace, se colgó otra semejante en su propio hombro.

Horace dio unos golpecitos con la mano a su arma.

—Tanto mejor para la paz y la fraternidad universales, ¿eh, Sidi?

—La guerra es algo nefasto, Horace, y los hombres, imperfectos, cometen actos nefastos. Yo ni estoy orgulloso ni impaciente por matar a ningún ser, pero lo que uno tiene que hacer, debe hacerlo. Y uno debe aceptar la responsabilidad de sus actos.

Un trío de manchas luminosas apareció muy por delante del coche.

—¿Esas... armas de ordolita... funcionarán contra los ghosters? ¿Matarán las armas a esas criaturas? —preguntó Clive.

—En efecto, las matarán, comandante. Pero, puesto que los ghosters no están verdaderamente vivos, no es del todo exacto que lo que les cause sea la muerte. Pero quedan destruidos.

—¿Y los ghosters poseen armas similares, que funcionarán contra nosotros, contra seres sólidos, mortales y materiales?

—En efecto. Y, puesto que estamos vivos, ¡ciertamente pueden causarnos la muerte!

—Entonces, ¡mire adelante, Sidi Bombay!

Los tres manchones, ghosters de ordolita, avanzaban a lo largo del túnel por delante de ellos. Su velocidad era inferior a la del coche y, en consecuencia, éste se les iba acercando de forma gradual por detrás, pero con mucha lentitud. Parecía casi del todo factible que el coche pudiera topar con ellos sin reventarlos como había hecho con el ghoster anterior.

Horace Hamilton Smythe aumentó la velocidad del vehículo hasta el máximo.

Los ghosters aceleraron también, utilizando sin duda algún principio del movimiento desconocido para Clive. Estaban dotados de miembros y extremidades, pero no corrían por el túnel, sino que flotaban por encima del suelo. Flotaban y... fluían.

El coche los atropelló y los ghosters atravesaron sus paneles transparentes delanteros.

Sidi Bombay se había descolgado el arma y disparó a un ghoster. Como había sucedido cuando Clive y Annabelle habían luchado contra los soldados cerca de Tewkesbury, ningún proyectil salió del arma de ordolita. En su lugar, un rayo de energía pura, una luz palpitante de un tono pálido, indefinible, emergió del cañón del arma.

Uno de los ghosters desapareció de la existencia.

Otro de ellos estaba ya encima de Clive. Más que disparar su arma contra Clive, la criatura decidió envolverlo, girando a su alrededor y recubriéndolo como una delgada capa de niebla helada. Se enfrió y se hizo más denso. Clive sintió que se estaba abrasando y helando al mismo tiempo.

A través del traslúcido ghoster pudo ver a Horace Hamilton Smythe luchando contra el tercer visitante. Mientras Clive observaba, tanto Horace como la criatura de ordolita apretaron botones nudosos situados en las culatas de sus armas, y de los extremos de éstas salieron bruscamente una especie de puñales en forma de bayoneta.

Ante los ojos impotentes de Clive, Horace y el ghoster se enzarzaron en un mortal intercambio de estocadas y paradas.

Uno arremetió.

El otro se echó para atrás, golpeando con la cantonera de su culata.

El primero giró, agachando la cabeza, golpeando el rostro del otro con su culata.

El segundo paró el golpe, abatiendo su arma para asestar un culatazo en la nuca del otro.

Sidi Bombay permanecía observando, casi tan impotente como Clive.

Horace Smythe y el ghoster de ordolita rodaron por el suelo. El impacto zarandeó el vehículo y los separó.

Durante sólo un momento el ghoster quedó apartado de Horace Hamilton Smythe. Pero Sidi Bombay aprovechó ese momento para llevarse la carabina al hombro y enviar un rayo de energía refulgente al ghoster.

Con un solo gruñido de dolor y un audible suspiro de desesperación, el ghoster desapareció de la vista.

Sidi Bombay alargó la mano hacia el machucado Horace Hamilton Smythe, tirando de él hasta ponerlo en pie. La carabina del ghoster se esfumó junto con su propietario. La de Horace yacía sin daño alguno en el suelo. Juntos, Sidi Bombay y Horace Smythe se volvieron para mirar a Clive Folliot.

El campo de visión de Clive se estaba volviendo rojo. A través de él captó un último atisbo del horror que marcaba los rostros de sus dos hermanos jurados de sangre. Los oídos le zumbaban y podía percibir que empezaba a perder la conciencia.

Se desplomó en el suelo. Ya no veía. Pero por entre la rubiácea pegajosidad del ghoster pudo notar la aguda bayoneta de ordolita de Horace Hamilton Smythe.

A riesgo de cortar su propia carne, Clive agarró la hoja. Esta traspasó el gomoso material del ghoster y cortó la palma de la mano de Clive. Éste sintió un momento de dolor y luego el cálido latir de su propia sangre. Soltó la bayoneta. Pero fue como si su cuerpo entero estuviera bañándose en llamas, unas llamas que produjeron un dolor que Clive no hubiera podido llegar a imaginarse en toda su vida anterior, pero que lo limpió, purificó y reavivó. Un grito agudo le trepanó los oídos y fue incapaz de decir si era su propia voz que gritaba triunfante o la del desesperado ghoster de ordolita que hasta aquel momento había recubierto cada centímetro de su piel.

Durante una fracción de segundo vio una imagen de sí mismo en la pared cristalina del coche. Se puso en pie con dificultades y vio su reflejo resplandeciendo como una antorcha humana.

El ghoster de ordolita había desaparecido.

Había sido su propia sangre, comprendió Clive, lo que había destruido al ghoster. La sangre Folliot, recordó, era el principio energético de las máquinas ghoster de ordolita, pero dada por propia voluntad. La sangre extraída sin el consentimiento del donante era fatal para aquellas raras criaturas sin vida, era la sangre de Clive lo que había destruido al ghoster y había salvado su vida.

Clive apoyó la cabeza en el panel delantero del coche. Un estremecimiento le recorrió la espalda. Respirando jadeante, el cuerpo iba recuperando el control.

—¿Encontraremos más de ésos? —consiguió preguntar a sus compañeros.

—Encontraremos seres mucho peores que ésos —declaró Sidi Bombay con solemnidad—. Encontraremos criaturas que harán que el comandante recuerde con afecto esos ghosters de ordolita.

Clive recogió su carabina. Se sentó y se puso a examinar su arma. Era un aparato fascinante, con la culata lisa, y construido con una forma como no había visto nunca. Se la llevó al hombro y apuntó con ella. Estaba provista de un mecanismo visor totalmente desconocido para él. Cuando con Annie se habían enfrentado a los soldados cerca de Tewkesbury, la batalla se había desarrollado con tanta precipitación y había concluido tan de inmediato que le había faltado tiempo para examinar su arma.

Y ahora, en la presente ocasión, el examen de la carabina de ordolita se vio interrumpido por la voz de Horace Hamilton Smythe.

—Mejor que se agarre, mi comandante. Estamos a punto de dejar la Tierra.

Clive se colgó la carabina al hombro y se aferró con ambas manos en una barandilla que tenía junto a él, preparándose para la salida de la boca del túnel y el despegue vertiginoso del coche hacia el cielo.

Pero en lugar de eso, causándole una tremenda sensación de vacío en el estómago, el vehículo se inclinó hacia abajo. El túnel por el que habían estado viajando tomó la pendiente más precipitada de las que habían encontrado hasta entonces. En menos de un segundo pareció que se zambullían en picado hacia el mismo centro de la Tierra.

—¿No nos dirigimos a la espiral de estrellas? —gritó Clive a Horace.

—¡Así es, mi comandante! —gritó también a modo de respuesta el sargento, por encima de su hombro.

—Entonces, ¿por qué vamos hacia abajo en vez de hacia arriba?

—¡Las cosas no son lo que parecen, comandante!

Aquello era todo lo que Smythe tenía para decir, pues otras preguntas que Clive formuló se quedaron sin respuesta, tanto por parte de aquél como de Sidi Bombay.

El aire aullaba junto al coche, y manchas y puntos de luz (galaxias nebulosas o fungoides luminosos, estrellas centelleantes o chispas parpadeantes) resplandecían a su velocísimo paso.

Sin previo aviso, el aullido del aire cesó.

Pero las luces no desaparecieron.

Y un panorama que cortaba la respiración se extendió ante los ojos de Clive. Vio, o creyó ver, el mismo sol, resplandeciente y llameante en su solitaria majestuosidad. Pero no era el sol tal como se puede ver al mediodía, una bola de blanco brillante en un fondo de límpido azul. Ni era el pálido disco de una lluviosa tarde inglesa, ni el glorioso destello anaranjado del alba de verano.

Era el sol desnudo, un globo hirviente de gases incandescentes recortado contra la negrura del vacío. Al principio, los ojos de Clive fueron incapaces de aguantar aquella brillantez. Desvió la mirada, pero le pareció que la imagen del sol continuaba cegándole los ojos tras los párpados cerrados.

Luego vio los mundos, y sus lunas, y los asteroides y las estrellas fugaces, y los lejanos soles y nebulosas, blancos, amarillos y cremas brillantes. Y de algún modo imaginó que percibía aún más soles, planetas y nebulosas, mundos negros y estrellas negras cuyo resplandor se hallaba mucho más allá del alcance de la simple visión humana, pero cuya realidad él no podía negar.

Quizá Q'oorna fuese uno de aquellos mundos, y quizás, en aquel mismo instante, estuviera contemplando la Mazmorra.

Escudriñó el cielo en busca de la reveladora espiral de puntos de blanco centelleante. En algún lugar u otro, sabía Clive, giraban irradiando su luz. De algún modo u otro, sabía, tenía que llegar allí.

—¡Mire hacia allí, mi comandante!

Era la voz de Horace Hamilton Smythe, interrumpiendo, como había hecho ya tantas veces, el ensimismamiento en que estaba sumido Clive Folliot. El sargento señalaba hacia una zona del espacio por delante y un poco por encima del coche.

—¿Es el mundo de los gannines?

—¡Ni mucho menos, mi comandante! Es un anillo de asteroides, o planetoides, para darles un nombre adecuado. No son como estrellas, mi comandante, sino como pequeños planetas. ¡Pequeños mundos! ¡Cientos de ellos! ¡Miles!

—Nunca supe que existieran, Smythe. ¿Qué lejana estrella estamos rodeando?

—Nuestra propia estrella, mi comandante. ¡La nuestra! Los asteroides giran sin cesar en torno al sol, y son fragmentos de un planeta que una vez existió o que quizá nunca llegó a existir. Nadie sabe la respuesta a ciencia cierta, mi comandante, pero, con todo, ahí están.

Sidi Bombay pasó junto a Clive y tocó a Horace Smythe por el hombro.

—Mira más allá, oh, hermano. Tu lección puede proporcionar conocimientos más preciosos que una perla, ¡pero peligro, y no perla, es nuestro destino!

Señaló hacia arriba y Horace y Clive miraron a través del techo transparente del coche. Clive sentía el bombeo de la sangre en el lugar de la mano en donde lo había herido la bayoneta. Estaba agradecido que su casi accidente hubiera destruido el ghoster envolvente y hubiera salvado su propia vida, pero ahora le preocupaba que la herida pudiera infectarse. ¡Quién sabe qué efecto más singular podía derivarse de la herida que había sufrido!

Observó el corte con atención. Era muy pequeño y coincidía con la línea de la vida de la palma de la mano. Ya no sangraba, y no se había producido una hinchazón seria. No obstante, no estaba satisfecho con el color de la herida ni con la sensación palpitante que irradiaba a lo largo de su brazo.

—Sidi, Horace —empezó—, ¿sabe alguno de los dos...?

Pero no prosiguió. Un objeto lejano centelleó en la luz del sol aún más lejano.

—¿Qué fue eso? —dijo Clive sin aliento.

—¡Parece una nave ren! —respondió de inmediato Horace.

—¿Una nave ren? ¿Se refiere a un tren espacial? ¿O a un coche independiente como el nuestro?

—¡No exactamente, mi comandante! ¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Sidi, prepara el mortero!

Para asombro de Clive, Sidi Bombay abrió de nuevo el asiento bajo el cual se encontraba el pequeño arsenal del coche. Sacó un arma con un cañón tubular y una pesada base circular, muy parecida a los morteros con que Clive se había familiarizado cuando servía en la Guardia Montada de Su Majestad.

—¿Es de veras un mortero? —exclamó Clive.

—Una especie de mortero sí lo es, comandante Folliot —contestó Sidi Bombay.

—Reventará el techo del coche si lo dispara.

—El comandante olvida que las armas de ordolita disparan rayos de energía pura, no objetos materiales. El propósito del mortero es dirigir esta energía de tal modo que no dañe nuestro propio coche, pero que cause el efecto deseado en el objetivo señalado.

Clive esperó el momento oportuno observando cómo Sidi preparaba el mortero. Era evidente que sabía con toda precisión qué estaba haciendo y que era un experto en aquella tarea. Ofrecer ayuda, ¡entrometerse!, habría sido peor que inútil.

Por la pared transparente del coche, Clive advirtió que la nave ren se acercaba rápidamente. Era un vehículo diferente del suyo propio.

—No sé por qué, ¡pero me recuerda a Chang Guafe! —exclamó Clive, mirando más allá de Horace Hamilton Smythe.

—¿Cómo es eso, mi comandante?

—Parece..., parece una combinación de máquina y ser vivo. ¡Fíjese, Horace! ¡Tiene antenas y pinzas como un cangrejo! ¡Está cambiando, modifica su forma a medida que se aproxima a nosotros!

—¡Sí, mi comandante! ¡Estoy familiarizado con las naves rens, mi comandante!

—Debe de haberlo aprendido durante los años en que hemos permanecido separados, Horace. ¡Y sin embargo no parece más viejo que cuando nos vimos por última vez en el octavo nivel!

—En eso tiene razón, mi comandante —fue la lacónica respuesta de Smythe.

—Pero ¿cómo puede ser eso, Horace? Tanto mi hermano como mi padre han envejecido de forma normal, y así también mi amigo Du Maurier, y hasta las mismas puertas de la tumba.

—Si me permite explicarlo, por favor —intervino Sidi Bombay—. Como hombre que ha envejecido y se ha rejuvenecido, quizá yo tenga ciertos conocimientos sobre el fenómeno. —Como ni Clive ni Horace ponían objeciones, Sidi Bombay prosiguió—: El sargento Smythe y yo hemos vivido nuestras vidas a saltos, por decirlo de algún modo. Como una piedra plana salta por la superficie de un estanque, Clive Folliot, ¿me expreso con suficiente claridad?

—No estoy seguro, Sidi Bombay. No estoy seguro de que haya comprendido lo que quiere decir.

—Bien, verá, Clive Folliot: la piedra puede atravesar un estanque de unos cinco metros o más de ancho, aunque en realidad sólo toque el agua unas pocas veces, saltando hacia adelante cada vez. Así, el sargento Smythe y yo hemos saltado por encima de los años, deteniéndonos de vez en cuando para realizar ciertas tareas que era necesario realizar. Usted permaneció alejado de la Tierra veintiocho años, mientras que nosotros sólo hemos estado fuera unos pocos años durante todo este tiempo, pero hemos salvado el mismo período de veintiocho años.

Clive oyó tras de sí un golpe sordo y un zumbido. Percibió un extraño olor en el coche y dedujo que se trataba de alguna sustancia propulsora de ordolita.

Por encima del coche, una masa de energía describía un arco a través del negro cielo. Clive intentó seguir su recorrido. Al principio fue bastante fácil. La masa era de un color fucsia brillante, y palpitaba y resplandecía mientras se alejaba del vehículo.

La masa de color fucsia se retorció y viró de forma visible, como si fuera algo vivo. Aunque no producía ruido detectable, Clive tuvo la impresión de que silbaba como una pantera enfurecida. Y se lanzó hacia la nave ren.

La nave ren realizó una brusca maniobra para evitar la masa.

La masa de color fucsia alteró su curso para perseguir la nave.

La masa, crepitando y desprendiendo chispas y pedazos llameantes como un cohete en el día de Guy Fawkes, pasó junto a la nave ren.

Mientras tanto, ésta giró hacia el coche en el que viajaban Clive y sus compañeros, y doblando sus pinzas exteriores, las abrió y las cerró como tenazas, mostrando sus agudísimos filos dentados.

Tras Clive, Sidi Bombay disparó otro proyectil de ordolita con el mortero.

Esta vez el rayo de ordolita se fundió creando una masa de verde amarillo brillante. El olor penetrante hirió la pituitaria de Clive y el estruendo del disparo del mortero le dejó los oídos zumbando. Cuando Clive recobró la capacidad auditiva, dijo:

—No contraatacan. Tal vez sus intenciones sean pacíficas.

—Puede que sea así —gruñó Horace Hamilton Smythe—, pero puede que no, mi comandante. Eche un vistazo a la cosa, mi comandante. —Y señaló la nave ren. Era imposible decir si la mezcla de organismos y mecanismos miraba de veras con ojos hostiles el coche transparente. Quizá las protuberantes formas reflectoras que parecían ojos fuesen tan sólo portillas de observación.

Quizá no.

En cualquier caso, daban la impresión de ojos inteligentes y llenos de odio.

—Nos hallamos mucho más allá de la atmósfera terrestre —dijo Clive—. ¿Sabe usted de dónde vienen los rens, Horace? ¿Proceden de otro mundo que gira en torno a nuestro sol, o proceden de otro lugar aún más lejano?

—¡Ignoramos dónde se halla su mundo, mí comandante! Nosotros... —Horace se interrumpió e indicó horrorizado la nave ren.

Ésta había evitado los dos disparos efectuados por el mortero de ordolita y ahora estaba ya muy cerca del coche transparente. Cambió su posición, dando media vuelta sobre sí misma de tal forma que la parte posterior se puso al frente, sin dejar de avanzar hacia el coche.

Su configuración era parecida a la cola de un escorpión, un órgano curvo y segmentado acabado en un aguijón protuberante. Si la nave ren era un auténtico escorpión, el aguijón estaría provisto de un veneno mortal. Tal como estaban las cosas, ¿quién podía decirlo?

Horace inclinó la palanca de control del coche hacia un lado, y la pequeña nave se zambulló y se alejó de la cola de escorpión de los rens.

Clive chocó contra un panel de cristal. Sidi Bombay apartó el mortero a un lado para que Clive no tropezara con él.

—¡Tenga cuidado, Clive Folliot! Si nuestra arma de ordolita queda inutilizada, nos hallaremos en un peligro aún más grave del que tenemos ahora ante nosotros.

A través del panel de cristal, Clive advirtió que la cola de escorpión de los rens se retorcía de forma convulsiva. Una masa resplandeciente salió del aguijón y voló con gran chisporroteo hacia el coche.

Horace Smythe movió los controles haciendo que el coche trazara una serie de curvas evasivas.

La masa luminosa (de un anaranjado refulgente, enfurecido) pasó a toda velocidad junto a ellos. Tan cerca del cristal lo llevó su curso que Clive fue capaz de distinguir las chispas aisladas y las colas de llamas centelleando en su superficie. De nuevo, aunque no se había producido sonido audible, le pareció a Clive que la masa energética de ordolita siseó su odio de algún modo psíquico al pasar casi rozando el coche.

—¿Qué habría ocurrido si nos hubiera llegado a alcanzar? —quiso saber Clive—. ¿Envolvería nuestra nave como el ghoster de ordolita me envolvió a mí en el túnel?

—Ocurriría algo peor que eso, Clive Folliot. Atravesaría la carrocería del coche como los disparos de nuestro mortero traspasan el techo. Y una vez dentro del coche dispersaría su nefasta energía destructiva, la cual penetraría en nuestros cuerpos.

—¿Nos mataría?

—Sólo si tuviésemos una suerte inmensa. Lo más probable... Quizá sea mejor no contarlo, comandante Folliot.

—¡Dígamelo, maldita sea! ¡Dígamelo, Sidi Bombay!

—Sólo mataría nuestras mentes, nuestras voluntades. Nos convertiría en esclavos indefensos de los rens. Y nosotros les obedeceríamos a causa de nuestra falta de fuerzas para poner nuestras propias decisiones por encima de sus órdenes. Eso es lo que nos haría la ordolita, Clive Folliot. Al menos, al sargento Smythe y a mí mismo.

—¿Pero no a mí? ¿No me lo haría a mí?

—Usted tiene sangre Folliot, comandante. Quizá quedara exento de su maligna influencia. No hay manera de saberlo sin probarlo, y en estos momentos sería una tontería realizar semejante prueba.

—¿Podría ser que yo no reaccionase a los efectos de la ordolita?

—O podría suceder que usted fuera..., que usted simplemente fuera, comandante Folliot... ¡el Señor de la Ordolita!

Antes de que Clive pudiese pedir una explicación a tan extraordinario término, el coche en el que viajaban los tres aventureros se vio inmerso en una nueva luz tan radiante que lo cegó. Clive se llevó una mano a la cara. Cuando percibió que aquel resplandor deslumbrante había pasado, bajó el brazo y volvió a abrir los ojos.

Imágenes provocadas por aquella luz bailaban ante él de forma mareante. Parpadeó y vislumbró a Horace Hamilton Smythe luchando a la desesperada con los controles del vehículo. Volvió la mirada y vio a Sidi Bombay aferrando el cañón del mortero. El coche daba violentos bandazos. Clive se agarró a un asidero para evitar ser lanzado contra uno de sus compañeros.

—¿Qué ha ocurrido?

Horace Smythe se concentraba en los controles del artefacto, sin responder.

Sidi Bombay exclamó:

—¡Nos están atacando por detrás!

Horace hizo virar el coche en una curva hacia arriba y hacia atrás. Al pasar junto a la nave ren invertida, Clive captó un atisbo de un ser a través de aquellas bóvedas transparentes que conferían a la nave ren el aspecto de un gran rostro.

Cuando Horace hubo conseguido dar media vuelta al coche, aceleró en dirección opuesta. Por delante de ellos apareció una escuadra de objetos delgados. Sus formas eran gráciles, como bailarinas orientales de hermosas sinuosidades. Sus superficies brillaban con tonos metálicos: el azul de las alas de una libélula, el verde del pecho de un colibrí, el rojo de sangre recién vertida.

Tras ellos resplandecían los gases de escape de los cohetes. Clive quedó asombrado ante la idea de utilizar fuegos artificiales para propulsar grandes naves, pero, a medida que reconocía la naturaleza de aquellos vehículos, la lógica de sus métodos de propulsión se fue aclarando. Una nave tras otra, descargaron lo que parecía estallidos concentrados de energía.

Clive desconocía si se trataba de otra arma de ordolita o de algún mecanismo diferente. Cualquiera que fuera el caso, uno de los vehículos recién llegados asestó un disparo oblicuo a la nave ren. Clive vio cómo las planchas de metal se arrugaban y observó que la nave ren se metamorfoseaba ante sus propios ojos.

Otra de las estilizadas naves metálicas disparó contra la nave ren y acertó, y esta vez el efecto fue mayor. El arma en forma de cola de escorpión de la nave ren fue arrancada de cuajo y cayó dando tumbos en las tinieblas, para acabar desapareciendo rápidamente.

Entonces la nave ren aceleró y avanzó hacia adelante a gran velocidad, olvidando a Clive y a sus compañeros para emprender un ataque directo a la escuadra metálica. Esta disparaba tocando una y otra vez la nave escorpión, y los rens no hacían nada para responder. Recibía los impactos uno tras otro, retorciéndose y dando tumbos, deslizando planchas metálicas y componentes orgánicos en su lugar, pero avanzando sin disminuir la marcha hacia sus atacantes.

Cuando llegó a la escuadra metálica, imprimió aún más velocidad a su vuelo. Clive la perdió de vista un momento, pero, mientras forzaba sus ojos aún doloridos para ver la nave, se dio cuenta de que Horace Smythe y Sidi Bombay también habían estado contemplando absortos el combate que se desarrollaba frente a ellos.

Sidi Bombay alzó una mano negra y señaló con un largo dedo.

—¡Fíjense! ¡Los enemigos, envueltos en su abrazo final!

Clive siguió la dirección indicada por Sidi. En efecto, la nave ren había entrado en la formación de la escuadra metálica y había aferrado una de las naves de rojo brillante. Más que nunca, el artefacto ren se parecía ahora al antiguo compañero de Clive, Chang Guafe. Era algo viviente, y agarraba y desgarraba la nave metálica con sus grandes pinzas metálicas y sus protuberancias dentadas.

Los demás miembros de la escuadra metálica viraron o se dispersaron en desorden. Para Clive fue evidente que las naves, o sus tripulaciones, desesperaban de ir en ayuda de su compañera. Sin embargo, el arma energética que había cegado temporalmente a Clive momentos antes parecía ser lo único que tenían a disposición. Y no osaban abrir fuego contra los rens por miedo de tocar a su propia compañera de caparazón rojizo.

Una sierra circular chirriaba en la superficie de la nave metálica. Ésta era mucho mayor que la ren, pero parecía impotente para contrarrestar el ataque. En la nave escarlata había ventanas o portillas de cristal y Clive pudo ver movimiento en su interior, pero no logró determinar la naturaleza de su tripulación.

Al final la sierra cortó con éxito el caparazón de la nave roja. Un enorme agujero apareció cuando la nave ren agarró los bordes de la abertura y destripó el artefacto rojo arrancándole el caparazón como un niño hambriento arrancaría la piel de una naranja.

Uno de los ocupantes de la nave metálica salió de la abertura, y Clive lo vislumbró durante un fugaz momento. El tripulante tenía un aspecto casi humano, y llevaba un casco y un traje holgado no muy diferente del que utilizaban los buzos.

La nave ren agarró al tripulante del traje holgado con unas pinzas parecidas a las de los cangrejos de playa. Durante una fracción de segundo Clive vio la boca del hombre abrirse para soltar un grito de dolor y terror. Y, aunque no pudo oírlo, imaginó el sonido con toda nitidez.

Luego el hombre quedó partido en dos, cortado por el medio con las pinzas de filos dentados. Sangre y vísceras brotaron de ambas mitades de cuerpo mientras caía al vacío dejando tras de sí una estela de materia escarlata.

Clive sintió la náusea que le subía a la garganta. Se tapó la boca con la mano y desvió la mirada un instante, pero enseguida, casi de forma involuntaria, miró de nuevo, como hipnotizado por las escenas de la batalla.

Tanto en su carrera como oficial de la Guardia Montada Imperial de Su Majestad como en sus aventuras a través de la Mazmorra, había visto muchas escenas de combates y matanzas, y de hecho había participado en muchas de ellas. Pero pocas veces había presenciado tal carnicería, un horror semejante. Quizá con el monstruo en el puente de Q'oorna en el primer nivel de la Mazmorra... o quizás en la caverna de las repugnantes bolsas en donde había estado prisionero Sidi Bombay y en donde había rejuvenecido..., pero incluso eso..., no podía estar seguro.

La nave (o el ser) ren metió sus pinzas en la hendidura del caparazón de la nave metálica y avanzó centímetro a centímetro. A Clive le pareció que la nave ren intentaba entrar en el artefacto metálico.

Pero los defensores de la nave metálica debían de haber hecho frente a la intrusión, puesto que la nave ren retrajo sus pinzas y empezó a retirarse ante el contraataque de una escuadra de individuos de traje voluminoso que salían por la misma hendidura, algunos de ellos trepando por las grandes pinzas de la nave ren y otros lanzándose en su persecución.

Eran hombres, o al menos tenían aspecto de hombres vestidos de buzo, y estaban unidos a su propia nave con lo que parecían ser gruesas sogas. Aquello era necesario, comprendió Clive, ya que los soldados contraatacaban saltando al abordaje desde el caparazón de su propia nave.

El resto de la estilizada flota metálica llenaba el cielo, rodeando a los combatientes pero sin tomar parte en la contienda.

Los soldados iban provistos de armas primitivas. Clive aplicó el rostro a la pared transparente del coche, forzando los ojos para una posible mejor visión de la batalla. Los soldados llevaban, sorprendente, asombrosamente, hachas.

¡Ningún hombre civilizado había luchado con un hacha de combate desde hacía trescientos años o más! Pero, en África, Clive había visto guerras de hombres armados sólo con lanzas. Y también los había visto abatir grandes animales asesinos sin nada más que lanzas.

Y en la Mazmorra, en el castillo de N'wrbb Crrd'f y lady 'Nrr'kth, había visto a hombres combatir con alabardas, puñales y espadas. El mismo Clive las había utilizado. Incluso cuando regresó a Inglaterra en el año 1896, llevaba su sable. Se lo destinaba a un uso puramente ceremonial, pero Clive siempre lo había llevado consigo y en circunstancias adversas había estado muy dispuesto a utilizarlo.

Los soldados se desparramaban por encima de la nave ren, cortando y abriendo agujeros con sus hachas. Era evidente que trataban de separar las planchas metálicas de la nave-bestia para atacar sus partes orgánicas, más blandas y vulnerables, que la armadura de metal protegía. Hacían fuerza entre las planchas mientras la nave ren modificaba su forma e intentaba cazarlos con sus pinzas. Cualquiera que fuese el herrero que les había proporcionado aquellas hachas, posibilitando la sorprendente manera de guerrear de aquellos soldados, debía de haber sido, con toda seguridad, uno de los genios primitivos de todos los tiempos.

La nave ren sacó una nueva cola de escorpión, que emergió de entre las planchas metálicas, reluciente y rezumando fluidos. Ante los ojos de Clive, fue extendiéndose, doblándose poco a poco, enroscándose y desdoblándose de nuevo.

La nave ren utilizó su nueva cola como un instrumento prensil y aguijón al mismo tiempo, arremetiendo contra sus atacantes. A su lado, Clive oyó un aterrorizado jadeo cuando la nueva cola ensartó a uno de los soldados de traje holgado, quien se quedó clavado en la afilada punta del aguijón. Clive vio cómo la víctima extendía los miembros en una tremenda convulsión de dolor y de muerte.

Luego la nave ren dobló la cola hacia atrás con un gesto brusco, llevándose al soldado consigo y rompiendo la cuerda que lo ataba a la nave metálica con un chasquido como el de un látigo de un domador de animales. El soldado fue lanzado lejos de la nave, y fue empequeñeciendo en la distancia mientras caía. Durante un instante Clive captó un atisbo de la barriga del soldado, donde la cola de la nave ren había desgarrado un pedazo de su vestido, dejando un agujero del tamaño de un plato.

El aguijón de la cola de la nave ren había quedado recubierto de sangre y la rotura en el vestido del soldado mostraba un color rojo y negro. Clive rezó en silencio rogando que aquel soldado hubiese muerto en el instante en que había sido herido por el aguijón y que no tuviera que sufrir los dolores de aquellos momentos.

Pero, a pesar de toda la eficacia del ataque de la nave ren, era la batalla de uno contra muchos, y cada soldado de traje holgado que quedaba fuera de combate era reemplazado por dos más, que blandían con furia sus hachas.

Ahora empezaba a aparecer un fluido en la superficie de la nave ren, un icor hórrido que supuraba por entre sus planchas de metal. No era del rojo de la sangre, sino de un repugnante color morado que provocó repetidas náuseas a Clive. La nave ren se movía con más lentitud, y sus estocadas y golpes se ejecutaban más como autodefensa que como ataque a la nave metálica.

Más y más soldados abordaron el lomo de la nave ren. El ser de cola de escorpión agotaba y golpeaba, y aplastó a otro soldado con su pesada cola de aguijón. Unas pinzas decapitaron a otro soldado más, y la sangre manó del cuello de su vestido. Pero estaba claro que se habían vuelto las tornas de la batalla.

La nave ren soltó la nave de metal y se alejó de ella. Clive vio una escuadra de soldados que con las hachas cortaban las cuerdas que los ataban a su propia nave. Saltaron de ella y, aferrándose a la nave ren, le clavaron sus hachas una y otra vez.

Clive observó que los globos transparentes que parecían ser los ojos de la nave ren se abrían y que de uno de ellos brotaba sangre. Pero del otro salió algo de un color blanco puro que fue retorciéndose y girando sobre sí mismo mientras caía por la negrura.

Como un calamar nadando por el océano, el objeto blanco se deslizó serpenteando por las tinieblas.

Al mismo tiempo que se alejaba de la nave ren, se dirigía hacia el coche en el que viajaban Clive, Horace y Sidi Bombay.

A medida que se aproximaba al coche fue creciendo de tamaño, y Clive por fin consiguió distinguir su forma en todos sus horripilantes detalles. Aunque era tan blanco como una capa de nieve recién caída en el campo inglés, ¡su forma era idéntica a la del monstruo oscuro contra el cual Clive y sus compañeros habían luchado en el puente de Q'oorna!

La criatura blanca era apenas mayor que un perro de aguas inglés.

Pasó zumbando junto al coche, dio media vuelta, se agarró con sus tentáculos retorcidos y se pegó al exterior del coche. Por las paredes transparentes del vehículo, Clive pudo ver que aquella pálida miniatura no carecía de ningún rasgo de la repelente monstruosidad de Q'oorna.

Cuando el monstruo blanco apretó su parte superior contra el techo plano del coche, Clive advirtió que poseía el rostro humano que coronaba su tronco. Pero, donde el monstruo oscuro de Q'oorna había tenido la cara increíblemente aumentada de tamaño del hermano de Clive, Neville, una cara que lo maldijo cuando cayó en picado del puente de basalto, aquella miniatura tenía otra cara igualmente familiar a Clive... ¡e igualmente asombrosa!

Era la cara de Annabella Leighton.

Clive abrió unos ojos desorbitados cuando la reconoció. Saltó a través del coche hacia la criatura blanca con el rostro de Annabella. Y aplicó su propia cara contra el frío cristal plano.

Sí, cada rasgo, cada facción que identificaba a Annabella estaba allí. El pelo suave y suelto. Las cejas en un ligero arco. Los mismos ojos, llorando de profundo amor por Clive y de dolor porque éste la había abandonado en sus aposentos en Plantagenet Court, en Londres. La elegante y delicada forma de su nariz y la generosa plenitud de sus labios...

—¡Annabella! —gritó Clive.

No sabía si la carrocería transparente del coche posibilitaba que sus palabras llegasen a ella, pero aplicó el oído al cristal con la esperanza de que ella respondiera.

—¡Clive! ¡Querido!

¡Sí! Era la voz de Annabella, empequeñecida y distorsionada por la espesura del cristal, pero suya de forma inequívoca.

—¡Déjame entrar! ¡Oh, Clive, te lo suplico!

—¡Sidi! ¡Horace! —Se volvió hacia sus compañeros—. ¡Es Annabella! ¡Ayúdenme! ¡Debemos dejarla entrar!

—No, Clive Folliot. No es Annabella.

—¡Lo es! Cómo semejante monstruo la ha capturado, no puedo ni imaginármelo, ¡pero es ella! ¡Sé que es ella!

—¡Es un ren, mi comandante! ¡Pueden hacer eso, mi comandante!

—¡No! Horace, usted debe de recordar el monstruo en el puente. Tenía la cara de mi hermano. Ahora éste ha capturado a Annabella. Debemos dejarla entrar en el coche. Tenemos que rescatarla.

—Sólo es un truco, mi comandante. Son los rens.

—¡Lo sé, lo sé! —Clive apartó los ojos del cristal, haciendo grandes esfuerzos por no mirar el rostro de su amada—. Sé de lo que son capaces esos monstruos. ¿Pero cómo puedo...? —Le fue imposible proseguir.

—Por favor, Clive. —La voz de Annabella llegó de nuevo desde el otro lado del cristal.

Más allá de la criatura blanca con el rostro de Annabella, Clive distinguió a los soldados de pesada vestimenta, los que habían sobrevivido a la batalla entre la nave roja metálica y la nave ren. Se habían lanzado al espacio y ahora flotaban hacia el coche transparente. Llevaban las hachas en mano dispuestas para el combate.

—¡Oh, Clive, no me dejes morir! ¡Por favor, Clive! ¡En nombre de nuestro mutuo amor! ¡Por favor! ¡En nombre de nuestra humanidad!

Clive agarró la manecilla que abriría la puerta del coche y permitiría entrar a Annabella. Tiró de ella, intentando con todas sus fuerzas hacerla girar.

Horace Hamilton Smythe aferró la muñeca de Clive con sus manos y con un tirón apartó a éste de la puerta.

—Smythe, ¿qué está usted haciendo? ¡Suélteme! ¡Si no va a hacer nada para ayudarme a salvar a la señorita Leighton, al menos no interfiera en mis esfuerzos!

Horace Smythe cogió a Clive por los hombros y lo sacudió.

—¡Contrólese, mi comandante! ¡Ya sabe que no es Annabella! ¡Lo sabe muy bien! ¡Usted mismo lo ha dicho! No puede dejarla..., dejarlo entrar. ¡No puede ser, mi comandante! ¡Se escaparía el aire del interior, moriríamos todos en vez de uno! Pero ésa no es la cuestión, mi comandante. ¡No es la señorita Annabella Leighton!

Los soldados se acercaban a la criatura blanca por detrás, con las hachas levantadas.

—¡Morirá!

Como un hombre desgarrado por dos pensamientos contrarios, Clive sabía que el monstruo no era Annabella, pero no podía refrenar sus impulsos para intentar salvarla. Casi había conseguido soltarse de Smythe, cuando, en el momento crucial, Sidi Bombay atenazó la otra muñeca de Clive. Juntos, ambos hombres pudieron contenerlo.

El primero de los soldados ya estaba encima de Annabella. Ésta dejó de agarrarse al cristal del coche y de un empujón se apartó unos cuantos metros de él, dispuesta a hacer frente al ataque del soldado. La monstruosidad blanca estaba provista de tentáculos, garras, hileras de colmillos y aguijones venenosos, pero, en lugar de arremeter contra los soldados, simplemente los esperó.

Al primer golpe de un hacha, el monstruo blanco saltó de nuevo hacia el coche. Durante un fugaz instante recuperó su agarre en el vehículo aplicando el tronco contra su superficie plana. De nuevo Clive se halló mirando el rostro de Annabella Leighton.

—Adiós, querido —oyó que susurraba aquella voz amada—. Incluso ahora mi amor por ti me da fuerzas para perdonarte. Incluso ahora.

Con una enloquecida sacudida, Clive se soltó del abrazo de Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe y se precipitó hacia la manecilla de la puerta. Pero, en el momento en que agarraba el metal, un soldado cayó sobre Annabella y descargó su hacha.

De un solo golpe abrió el tronco blanco del ser de arriba abajo. Los tentáculos se retorcieron, la boca que Clive había amado se abrió y se cerró en un grito de dolor definitivo (un grito que fue emitido en completo silencio), y gotas de icor manaron de las dos mitades de la criatura blanca.

Los soldados continuaron troceando y tirando lo que cortaban hasta que sólo quedó un pedazo menor que la palma de la mano de un niño. Clive cayó de rodillas, convulsionado por una náusea seca, al tiempo que el estómago se le retorcía más y más de asco horroroso.

—No era la señorita Leighton —repitió Horace Hamilton Smythe a Clive—. Yo desconocía la naturaleza de los rens cuando encontramos aquel gigante oscuro en Q'oorna, mi comandante, o hubiera sabido que usted estaba viendo el rostro de su hermano y oyendo su voz. Yo vi otra cara, comandante, allí en Q'oorna. Mientras usted veía a su hermano, yo veía a mi propia madre. Fue duro no hacer lo que ella quería.

—Y yo vi a mi amado hijo, comandante Folliot —intervino Sidi Bombay—. Mi hijo, que un tigre en la jungla de Bengala se llevó, mi hijo por el que nunca he dejado de lamentarme, comandante Folliot. Los rens poseen el poder de extraer de nuestras mentes las imágenes de nuestros seres queridos. Y las utilizan contra nosotros. Pero no son reales. Son ilusiones, comandante Folliot.

Clive se frotó los ojos húmedos.

—Lo sé, lo sé, Sidi, Horace. Pero, no obstante, al ver aquel rostro amado, al oír aquella voz tan dulce, ¿pueden culparme, amigos míos, por... un momento de confusión? ¿Por un momento de locura?

—No, mi comandante. Nadie podría culparlo de eso.

—Pero tenemos que aceptar, Clive Folliot, el reto a que nos enfrentamos. —Sidi Bombay extendió un dedo, como señalando una mancha que era preciso quitar de un vestido—. No debemos permitir que ese momento de locura persista.

—¿Y si hubiera abierto la puerta a ella..., a aquello?

—Es posible, mi comandante, que simplemente hubiésemos perdido todo nuestro aire. También es posible que nos hubiésemos visto barridos del coche y hubiésemos muerto. O que hubiésemos permanecido en él y nos hubiésemos ahogado. Pocas alternativas, ¿eh?

—¡Qué bestias más repugnantes son! Yo creía que los rens eran humanos... En nuestros encuentros con ellos en la Mazmorra, por más sospechosos que hubiesen sido sus motivos, al menos pensaba que eran humanos.

—Adoptan muchas formas —dijo Sidi—. Pero la forma en la cual vimos primero al monstruo de Q'oorna y la forma de este pequeño ren blanco después, parece ser su forma natural. No comprendo las diferencias en su tamaño y en su color, Clive Folliot. Pero son los auténticos rens.

Ahora una docena de soldados rodeaban el coche, algunos de ellos flotando con tanta suavidad como gaviotas en una corriente de aire, otros agarrándose a las protuberancias y salientes del exterior del coche para afianzar su vuelo. De tanto en tanto, un soldado escudriñaba con curiosidad a través del cristal a Clive, Sidi y Horace, pero durante la mayor parte del tiempo tan sólo seguían con su trabajo. Este consistía en atar cabos de cuerda al coche.

No pasó mucho tiempo antes de que el vehículo quedara unido con sogas a media docena de naves metálicas. Los soldados se habían ido, regresando sin una palabra de explicación a sus propias naves. La flota empezó a moverse y, con ella, Clive pudo sentir que también el coche.

—¿Adonde nos llevan? —preguntó a sus compañeros.

—Yo diría que nos están llevando a su propio mundo, mi comandante —respondió Horace.

—¿A... Aralt? Creía que Aralt había sido destruido, Horace.

—Sí, mi comandante. No sabía que el comandante estuviera al corriente de ello.

—Me enteré en el octavo nivel. Allí había una mujer, una bellísima mujer. Se llamaba Lena.

—Comprendo, mi comandante.

—No, no lo comprende, Smythe. Era una mujer chaffri, y por ella supe que su hogar era un diminuto mundo situado en el anillo de asteroides del sol. Usted creyó que yo no estaba enterado de la existencia de los asteroides (o planetoides), pero Lena me habló de ellos. Me contó que el país de los chaffris era Aralt, que había sido Aralt, pero que Aralt ya no existía. Que había sido destruido.

—Eso es correcto, mi comandante. Pero los chaffris no son una potencia de segundo orden. Lo más probable es que tengan un cuartel general alternativo. Habrán trasladado su base de operaciones o bien a ese cuartel o bien a algún puesto militar de menor importancia. Ésas son, con toda seguridad, naves chaffris, y apostaría cualquier cosa a que nos están llevando a su base.

Clive se dejó caer contra el respaldo acolchado de su cómodo y afelpado asiento rojo oscuro y se tapó los ojos con las manos. Podría haber sido mejor, podría haber sido mejor, se permitió meditar, si hubiera conseguido abrir el panel. El aire habría salido del coche y habría muerto en el momento de su reunión con Annabella. Naturalmente, habría sido una ilusión. Si Horace y Sidi estaban en lo cierto, si el monstruo blanco había sido un ren y si los rens poseían la capacidad de extraer imágenes de las mentes de sus víctimas y crear fantasías convincentes con ellas..., podría haber sido mejor morir.

—¡Allí está, Sidi!

La voz de Smythe interrumpió el ensimismamiento de Clive. Smythe estaba en pie frente a los ahora inútiles controles del coche, señalando hacia adelante. Clive pudo ver las sogas que ataban el coche transparente a las naves —metálicas, aunque sus partes posteriores quedaban distorsionadas por las turbulentas nubes de los gases de escape. Las naves tiraban con suavidad, con firmeza.

Justo enfrente de ellos se hallaba un disco diminuto, un perfecto planetoide no muy distinto de la Tierra, pero de sólo una mínima parte de su tamaño. Inmaculados casquetes polares brillaban con la luz del sol. Mares azules y continentes de verdes bosques podían atisbarse por entre los claros que dejaban nubes de blanco algodón.

Las naves metálicas se inclinaron hacia la atmósfera del diminuto planeta, remolcando tras de sí el pequeño coche transparente. El viaje del coche desde el punto donde las naves lo habían atado con sus cuerdas hasta su llegada al planetoide había sido suave y tranquilo.

Pero no obstante Clive se preguntaba acerca de la naturaleza y las intenciones de los chaffris. La batalla entre las naves chaffris y la ren había sido un enfrentamiento clásico propio sólo de la conducta de enemigos implacables. El troceamiento del ren blanco estaba más allá de la capacidad de comprensión de Clive. Representantes de una cultura tan avanzada capaces de construir un artefacto que podía viajar normalmente entre planetas habían emprendido una lucha a muerte armados sólo con hachas. Clive habría esperado que al menos usaran armas energéticas de ordolita. Pero, ¿hachas?

Volaron en círculos por encima de un llano herboso situado en una de las islas que debían de pasar por continentes en aquel planetoide. La penetración en la atmósfera aérea produjo un sonido chirriante que sacudió las paredes e hizo vibrar los paneles de cristal del coche; pero éstos resistieron a la presión del rozamiento.

Las naves metálicas soltaron las sogas, pero continuaron rodeando al coche y lo obligaron a dirigirse al llano.

—¿Podemos escapar, Smythe? —preguntó Clive.

—No es posible, mi comandante. Y, además, creí que el comandante quería desafiar al león en su misma guarida, por decirlo así.

—El león, ¡los gannines! Pero hemos llegado al cuartel general, o al menos a una base, de los chaffris, no de los gannines.

—Incluso así, mi comandante. Sea como sea, mi comandante, no podríamos huir aunque quisiéramos. Esas naves metálicas nos superan en número y en poder, y nos tienen rodeados. Este pequeño coche nunca ha estado preparado para un combate serio. El mortero de ordolita es una pistola de juguete comparado con el armamento de esas naves metálicas, comandante Folliot.

Clive meditó.

—Supongo que tiene razón, Smythe. Sidi Bombay, ¿está usted de acuerdo?

—Sin duda alguna, Clive Folliot.

—Muy bien pues. Aterrice, Smythe.

—Sí, mi comandante. Ya he iniciado la maniobra.

El coche transparente empezó a descender en espiral. El llano de hierba había sido convertido en algo parecido a una instalación naval. Clive pudo ver extensas franjas de terreno que parecían muelles portuarios, edificios que eran el equivalente a los edificios de un embarcadero, carreteras que salían de la zona y desaparecían en bosques exuberantes. Clive sólo pudo hacer suposiciones respecto a sus destinos.

El coche tomó contacto con un espeso césped y se posó con suavidad en él hasta detenerse. Horace Hamilton Smythe cerró metódicamente las unidades propulsoras y se volvió para abrir los paneles de cristal por los cuales habían entrado en el coche. Se hizo a un lado para conceder a Clive el privilegio de ser el primero en salir del vehículo.

Por todas partes a su alrededor, Clive veía naves metálicas que se acercaban para aterrizar. Cada una de ellas era de tamaño mucho mayor que el coche de cristal, y podrían haberlo transportado, junto con una docena más como él, en su departamento de carga, si hubieran dispuesto de uno.

Roja, dorada, azul, verde, plateada, anaranjada, cobriza, una tras otra, las aerodinámicas naves tomaron tierra.

En el momento en que cada una de ellas tocaba el suelo, sus portillas se abrían y los miembros de la tripulación salían rápidamente fuera. Pero Clive y sus compañeros fueron recibidos por un grupo procedente de un cobertizo situado cerca de los bosques.

El grupo consistía en varios hombres vestidos en un espléndido traje militar, fantásticos uniformes de escarlata, oro, azul y verde que habrían avergonzado al más elegante uniforme del cuerpo militar de Su Majestad.

El jefe era un individuo ataviado con esplendor cuyas hombreras de flequillos dorados oscilaban con cada uno de sus pasos. Su tocado se parecía al de un almirante, y una larga pluma sobresalía de él para doblarse con la suave brisa que soplaba en la pista de aterrizaje.

Una banda que le cruzaba el pecho desde el hombro a la cintura ostentaba una gran profusión de medallas y condecoraciones. Una espada corta de gala tintineaba en su vaina.

Clive observó al hombre, intentando averiguar su rango o el arma del ejército de la cual era oficial. El hombre se detuvo y saludó con elegancia.

—En nombre de la nación chaffri, Clive Folliot, le doy la bienvenida a usted y a sus compañeros a Novum Araltum. Yo soy el Muntor Eshverud.

Sorprendido, Clive lanzó sendas miradas a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe. Pero éstos no le ofrecieron ninguna sugerencia. Muntor Eshverud... El nombre no le proporcionó ninguna pista en cuanto a los orígenes del oficial; ni tampoco su habla, que denotaba un ligero acento extraño que Clive no lograba situar. Salvo...

Salvo que Eshverud utilizaba el inglés, no la jerga que Clive sabía común a la mayoría de las regiones de la Mazmorra. ¿Qué podría significar aquello?

Eshverud había levantado su mano inmaculadamente enguantada en un saludo militar, y Clive le devolvió el gesto con cierta incomodidad.

—Si los distinguidos huéspedes tuvieran la amabilidad de acompañarme a la oficina de campaña... —Y señaló hacia el cobertizo del cual habían salido. Pero (Clive parpadeó) ¿era un cobertizo? El edificio era mucho mayor de lo que había parecido a primera vista, y su arquitectura era acogedora y atractiva, muy diferente de la rudimentaria construcción de madera que había creído ver.

Se situó junto a Eshverud y advirtió que Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay eran acompañados de forma similar por sendos miembros del grupo de Eshverud. Emprendieron la marcha a paso vivo hacia el edificio. Clive oyó a Horace Smythe hacer preguntas ansiosas a su acompañante respecto a los cuidados que recibiría el coche. Las respuestas fueron tranquilizadoras. Sidi Bombay había entablado un diálogo, al parecer sobre el tema de la comida y de las provisiones.

—Observamos su encuentro con la nave ren, comandante Folliot —dijo el muntor Eshverud—. Tuvieron suerte de que nuestra patrulla los localizase a tiempo. Esos artefactos rens son terribles. ¡Terribles como las criaturas que los construyen y los pilotan!

—¿Están ustedes en guerra con los rens, señor...? No he entendido bien su título.

—Muntor. Mi nombre es Eshverud. Muntor es mi grado y mi posición en la sociedad chaffri.

—Muy bien, señor. ¿Y mi primera pregunta, si es tan amable?

—Sí. Estamos en guerra con los rens. Sí, supongo que se lo podría llamar guerra. Si una campaña de exterminación se puede catalogar de forma adecuada de guerra.

—¿Exterminación, señor? Nunca he oído hablar de una guerra en que el objetivo reconocido de un bando sea exterminar al otro. ¿Se refiere a aniquilar al enemigo hasta el último de sus hombres, mujeres y niños?

Eshverud esbozó una sonrisa amarga. Su frente era maciza y su cara ancha. Un espeso bigote, quizá rubio en la juventud del muntor, ahora casi blanco por la edad, subía en sus extremos hacia unas gruesas patillas.

—¿El último de sus hombres, mujeres y niños, comandante Folliot? Una expresión conmovedora. Sí, creo que los rens nos exterminarían hasta el último hombre, mujer y niño... si tuvieran el poder para hacerlo. A menos que decidieran conservar una parte como rebaño domesticado para comida. Comen la carne chaffri, ¿sabe? No muy a menudo... No somos suficientes en número para satisfacer sus necesidades. Así que, entre los rens, somos considerados como un plato muy delicado.

—Me tropecé con un gigante ren cuando entré en la Mazmorra, muntor Eshverud. En mil ochocientos sesenta y ocho, cuando iba en busca de mi hermano.

Eshverud asintió.

—La Mazmorra está infestada de ellos.

—El que encontré... había devorado a seres humanos y exhibía el semblante de mi propio hermano. ¡Y me maldijo en su propia voz!

—Los rens tienen tremendos poderes mentales. No tengo dudas acerca de su historia, comandante. Es totalmente creíble. Pero yo opino que los rens extrajeron la imagen y el sonido de la voz de su hermano del cerebro de usted y le devolvieron la información para que sirviera a sus propios intereses.

—Eso es lo que he llegado a creer, muntor.

Estaban ya cerca del cobertizo. Ahora Clive comprendió que se trataba de una taberna, construida al estilo Tudor, medio enmaderada y cubierta con un espeso tejado de paja. Había sido pleno día cuando el coche de cristal aterrizó en el campo de hierba, pero la noche caía con rapidez en Novum Araltum y el cielo ya estaba oscureciéndose. El sol se hallaba semioculto tras el horizonte, las estrellas brillaban y los asteroides cercanos desplegaban un ancho y centelleante anillo a través del firmamento. Una perezosa columna de humo emergía con lentitud de una chimenea baja y Clive percibió el familiar olor de la turba quemada.

La puerta de la taberna estaba provista de cristales grabados de color ámbar. Las luces del interior daban a los cristales un resplandor cálido, dorado. El muntor Eshverud condujo a Clive por la puerta y ambos entraron en un mundo a la vez obsesivamente familiar y turbadoramente ajeno.

Como caballero inglés, Clive no había frecuentado tabernas populares, pero ciertamente sabía cómo eran. Había tenido motivos para visitar alguna de ellas en la Mazmorra, y había entrado en otra, para su propia desgracia, a su retorno a Londres.

Pero aquel establecimiento no era del todo una taberna del siglo diecinueve. Daba la sensación de ser una taberna rural de una época anterior y más saludable. Casi esperaba ver a patanes campesinos, con briznas de heno pegadas a los pelos, levantando jarras de cerveza y patas de cordero asado. Había, claro, un afable tabernero que dirigía las operaciones, mientras que varias mozas en blusas de escotes atrevidos y faldas flotantes se abrían paso con habilidad por entre largas mesas ordinarias de anchos tablones sin pulir, y las servían.

—¿Es esto..., dispense, muntor —dijo Clive a su compañero—, es esto el cuartel general de la base aérea de los chaffris? Confieso que no comprendo, señor, aunque admito que el lugar es agradable y acogedor.

Eshverud sonrió y, cogiendo a Clive por el codo, lo condujo a través de la atiborrada sala. Llegaron a la barra y Eshverud se inclinó para hablar con el tabernero. A pesar del ruido de la sala, repleta como estaba de chaffris juerguistas que bebían, comían, cantaban y reían, Clive no tuvo dificultades para oír las palabras del muntor.

—Dos jarras espumeantes de la mejor, Jivach, para el comandante Clive y para mí. Y una fuente de buena comida caliente. El comandante y yo estaremos en un reservado. Y, si me precio de conocer los gustos de mi invitado, Jivach, fíjate bien en mandarnos la moza más guapa que tengas. Y no esperes que regrese demasiado pronto.

¡Y el hombre guiñó el ojo!

Clive dejó que lo condujeran a un reservado donde los muebles, aunque toscamente construidos, eran más que cómodos. La luz procedía de un quinqué, y el aire olía a Inglaterra.

Los dos hombres se sentaron frente a frente en la mesa de madera. Había un millón de preguntas que Clive quería hacer a Eshverud. Preguntas acerca de los chaffris, de los rens, de la Mazmorra... y de los gannines. Eran tantas preguntas, y abarcaban una tan grande variedad de temas, que Clive apenas sabía por dónde empezar.

Pero no había progresado mucho el diálogo, cuando alguien llamó a la puerta. El muntor Eshverud respondió:

—¡Adelante, pues!

La puerta se abrió y la moza camarera se volvió para cerrarla antes de dejar lo que llevaba. Clive captó un solo atisbo de la joven, pero en aquel mismo instante fue cautivado por su oscuro y lustroso pelo, su suave piel que resplandecía con tonos crema y dorados en la luz del quinqué, la bella figura y el esplendoroso pecho que se hinchaba bajo los inadecuados confines de su blusa escotada y ligera.

Se irguió en la silla, agradecido por aquella visión, y esperó a que se volviera de nuevo hacia él. Ella se inclinó para realizar su tarea, colocando jarras de cerveza, fuentes de comida y panecillos en la mesa de madera. Y, al hacerlo, el escote de su blusa se abrió para mostrar su pecho cálido.

Clive parpadeó.

La doncella se enderezó.

Sus ojos se encontraron en una sorpresa de reconocimiento, y en el acto exclamaron sus nombres al mismo tiempo.

—¡Clive!

—¡Annabella!

Sin pensarlo ni un instante, Clive se precipitó hacia Annabella... y ella, hacia él. Se abrazaron en un arrebatador torrente de pasión, estrechando sus cuerpos uno contra otro como dos amantes impacientes, apretando sus bocas una contra otra como si una guardara para la otra la ambrosía de la vida.

Al final, saciados por el momento, pero temblando, consiguieron sentarse. No obstante continuaron cada uno con un brazo alrededor del otro, cada uno cogiendo la mano del otro, cada uno mirando en los ojos del otro.

Un estremecimiento recorrió la espalda de Clive ante la idea de que aquella Annabella fuese otro truco más, un doble o una ilusión creados para engañarlo. Pero ella era tan cálida, tan real... No podía pasar por alto los apresurados latidos de su corazón, la tensión de su pecho y la inmensa alegría que sentía. ¡Ella tenía que ser real! ¿Cómo había llegado a Novum Araltum? ¿Cómo aquella mujer del siglo diecinueve podía estar empleada como camarera en un establecimiento de otro mundo?

Las preguntas aguardarían. ¡Ella era Annabella!

—Jamás esperé volver a verte. ¡Oh, mi queridísima Annabella! Quise ir a tu casa, a Plantagenet Court, pero sabía que ya no estabas allí. Que, deshonrada, habías embarcado hacia América y te habías establecido allí para siempre.

—Lo hice, Clive. Esperé tanto como me fue posible tu retorno a Inglaterra. Estaba..., estaba embarazada, Clive. Embarazada de ti. Embarazada con tu hija.

—Sí, sí, Annabella. Sé toda la historia. Yo...

—¿Cómo lo sabes?

—Me la contó mi tataranieta. Nuestra tataranieta, querida Annabella. ¿Tan extraño es pensar que tenemos una descendiente tan remota? Se trata de Annabelle Leigh, de la ciudad de San Francisco, de los Estados Unidos de América. Y fue a Londres en mil novecientos noventa y nueve, y de allí se vio transportada a la Mazmorra.

—He oído hablar de la Mazmorra, Clive.

—¿Nunca estuviste allí?

—No, cariño. Nunca salí de Boston. Cuando llegué al Nuevo Mundo, decidí que nunca regresaría, que nunca volvería a Inglaterra. Pero no sabía nada de la Mazmorra. Viví mi vida, crié a mi hija, le enseñé... —Se ruborizó, y el enrojecimiento de su piel fue visible no sólo en la suave piel de sus mejillas, sino también en la de su pecho.

—Conozco la ley de vuestra familia. «Vive como quieras, toma a los amantes que quieras, pare a una hija y traspásale la ley de la familia... y por encima de todo, no te cases nunca.»

—¿Y dices que mis descendientes han conservado esta ley... hasta el año mil novecientos noventa y nueve, Clive?

—Así es.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Annabella, una sonrisa menos dulce que las que Clive Folliot estaba acostumbrado a verle.

—Pero, ¿cómo llegaste aquí, a Novum Araltum? Y tu edad, Annabella. No pareces mucho mayor que la joven doncella que conocí en Plantagenet Court.

—Me habría quedado en Inglaterra, Clive, de haber tenido el mínimo motivo para esperar tu regreso.

—¿No tuviste noticias mías después de mi partida? Te escribí cartas..., muchas cartas.

—Yo nunca las recibí.

—Lo sé. Y ésa es mi vergüenza. Las escribí sólo en mente.

—Vi tus despachos en el Illustrated Recorder and Dispatch. Tus escritos y tus apuntes eran excelentes.

—Había esperado recopilarlos en un libro.

—Tus jefes lo hicieron en tu nombre, Clive. Tanto en Inglaterra como en Norteamérica eras un autor de cierta fama. Ay, pero la fama es efímera, y al cabo de pocos años fuiste olvidado. Me temo que los lectores de una década posterior nunca hayan oído hablar de Clive Folliot. No obstante, estudiosos y coleccionistas de libros acerca de países exóticos te hacen honor.

—¿Fui un autor de fama? Mi fama vino y se fue, y todo a mis espaldas, y ahora soy la niña de los ojos de viejos bibliófilos. Sí, y supongo que siempre ha sido así. —Clive meneó la cabeza, con una sonrisa irónica en los labios. Sus artículos habían sido modestos, sus dibujos rudimentarios, toscos, al menos según su propia apreciación. Pero, al parecer no era así, a juicio de los demás. Los servicios de redacción de Du Maurier y los esfuerzos de promoción de Maurice Carstairs debían de haberlo mejorado más de lo que él nunca se hubiera imaginado—. ¿Y Du Maurier? —preguntó a Annabella—. ¿Oíste hablar más de él?

—Vino a verme. Me dijo que había recibido mensajes psíquicos tuyos, desde un lejano y terrible reino. Está claro que se trataba de la Mazmorra, Clive.

—Lo visité en Londres hace tan sólo unos días, Annabella. Lo vi en su lecho de muerte. Estaba siendo atendido por Clarissa Mesmer, la nieta del famoso (o infame) Antón Mesmer.

—George du Maurier era un hombre bueno, Clive. Un visionario. Una gran mente que nació muchos años por delante de su época.

—¿Y fue alguien más a verte?

—Tu padre y tu hermano.

—¡Mi hermano! ¿Neville fue a verte?

—Sí, vino... Vinieron juntos a verme a Plantagenet Court. Al cabo de un rato, Neville envió al barón por algún encargo, y entonces... —Apartó la mirada de él. Al hacerlo, un zarcillo suelto de su pelo oscuro cayó en su seno, atrayendo la atención de Clive hacia el tierno valle que formaban sus pechos, donde se reflejaba la cálida y dorada luz del quinqué.

—¿Y entonces qué ocurrió? —apremió Clive.

Ella se volvió de nuevo hacia él, pero ocultó su rostro en el hombro de Clive.

—Me dijo que habías muerto. Trató de..., de consolarme, Clive. ¡Se parecía tanto a ti, querido, en todos los sentidos! Su pelo ondulado, las facciones de su rostro, sus manos, el mismo..., el mismo olor, Clive.

—¡El monstruo! —Clive se puso en pie de un salto. Por primera vez desde su llegada, pensó en el muntor Eshverud. Buscó con la mirada al chaffri, pero Eshverud se había escabullido del reservado. Annabella se había puesto en pie también, y ahora Clive le cogió el rostro y la miró al fondo de los ojos—. ¿Tú y Neville...?

—Sí —susurró ella—. En aquellos momentos me sentí tan confundida, tan débil y desesperada... Y después, Clive, tan avergonzada... Ésta es la auténtica razón de que me marchara de Inglaterra. Me hubiera quedado y hubiera tenido a mi hija con orgullo. Pero después de lo que ocurrió con Neville... no podía quedarme.

—¿Estás segura de que la niña...?

—Es tu hija. ¡Eso lo se! Y las descendientes de ella, hasta tu misma Annabelle Leigh, son tus descendientes. Todas ellas llevan la sangre Folliot. Para bien o para mal, Clive. Yo no la llevo, pero todas nuestras descendientes sí.

De repente Clive advirtió que estaba hambriento. Durante el viaje entero en el coche de cristal, la batalla espacial y el aterrizaje en Novum Araltum, no había probado bocado. Ahora el olor a comida caliente que Annabella había traído consigo hizo mella en su olfato. Y con el hambre le vino una gran sed; levantó la alta jarra de cerveza y la sostuvo entre él y Annabella.

—Estamos juntos de nuevo, amada mía. ¡Juntos otra vez!

Con los ojos intercambiaron más pensamientos. Annabella levantó una segunda jarra y brindaron con los brazos entrelazados; luego atacaron el pernil aún humeante y los panecillos. Entre bocados de comida y tragos de cerveza intercambiaron besos y caricias, y, antes de que hubieran terminado la colación, Clive sintió que cedía a los antiguos atractivos y se encontró con que Annabella le devolvía sus atenciones con la pasión que lo había atado a ella en Plantagenet Court en un Londres de muchos años atrás.

Le deslizó una mano en el interior del corpiño y ella se estrechó contra él, apretando su mejilla contra la de Clive y susurrándole al oído atrevidas palabras que no había oído durante meses o años o un cuarto de siglo.

El reservado estaba destinado a citas privadas, y así lo utilizaron, y Clive olvidó por completo la Mazmorra, sus horrores y sus peligros. Olvidó a la provocativa Lorena Ransome y a lady 'Nrrc'kth, con su singular coloración, su pálida piel y su pelo y ojos de tonalidades verdes. Olvidó a la araña Chillido, al ciborg alienígena Chang Guafe, al perruno Finnbogg, al barón Samedi de alto sombrero de copa con su sonrisa sarcástica y al monstruo de Frankenstein. Olvidó al muntor Eshverud y a sus propios compañeros Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe.

Feliz y saciado, con los brazos en torno a los suaves hombros de Annabella Leighton y con el cálido y dulce aliento de ella en su propio pecho desnudo, Clive se durmió. Por fin era feliz, feliz salvo por algo que le hurgaba en un recóndito repliegue del cerebro mientras dormía bajo la agradable luz dorada.

La cálida y flexible carne era el duro caparazón de un escarabajo egipcio.

Los profundos y amados ojos eran los órganos compuestos y centelleantes de un insecto.

Las fuertes pero delicadas manos eran pinzas quitinosas.

El voluptuoso torso que había encendido con tal ardor sus pasiones era el cuerpo segmentado de un...

De un...

Clive despertó con un sobresalto de terror y el cuerpo empapado de sudor frío. El quinqué había quemado ya las últimas gotas de aceite, y la habitación estaba sumida en la oscuridad. Clive no tenía modo de decir cuánto tiempo había transcurrido, pero no se oía ruido alguno procedente de la taberna.

Con un esfuerzo se puso en pie, recogió a tientas sus ropas y con paso tambaleante se dirigió a la pared. Había algunos extraviados rayos de luz, no tantos como para iluminar el pequeño cuarto, pero sí para sugerir las débiles posibilidades de una iluminación.

Clive se dirigió con paso inseguro hacia la fuente de luz. Tropezó contra la mesa de madera y extendió el brazo para evitar caerse. Su mano resbaló en la pesada fuente, ahora recubierta de una espesa capa de grasa coagulada. Una jarra alta, aún medio llena de cerveza fuerte, cayó de la mesa y se rompió en el suelo de gruesos tablones. Su contenido rebotó hacia arriba y salpicó el rostro y las ropas de Clive como una rociada de barro de una cuneta londinense.

Chocó contra la pared y se volvió para mirar el lugar donde había yacido con Annabella, forzando la vista para distinguirla. ¡Tenía que haber sido un sueño! Demasiadas veces había sido engañado. Demasiadas veces le habían segado la hierba de la realidad bajo sus pies. Era eso, ¡tenía que ser eso! La encantadora mujer de cuyo exuberante cuerpo había gozado no podía ser real. ¡Ella no podía ser real!

La débil claridad no le permitía verla bien.

—¡Annabella!

Ella se movió, pero su movimiento llevó a los oídos de Clive el seco frotamiento de un exoesqueleto. Clive no podía creer que aquello fuera real.

—¡Annabella! —repitió.

De nuevo ella se movió, y Clive pudo distinguir el vago contorno sombrío de su cuerpo al levantarse.

Clive extendió los brazos y una de sus manos impregnadas de grasa topó contra un postigo cerrado. Se volvió en redondo y luchó con frenesí con los pestillos hasta que al fin consiguió abrir las puertas de madera de las ventanas.

No tenía tiempo para apreciar el espectáculo del cielo nocturno de Novum Araltum. Se volvió otra vez hacia la habitación y vio a Annabella en un estado de semidesnudez. Tenía la falda aún arremangada hasta la cintura y uno de sus dulces pechos lucía por encima de su corpiño desarreglado.

—¡Clive! —Incluso en la semioscuridad del reservado dio la impresión de estar ruborizada. Se subió la blusa y se bajó la falda decorosamente—. Clive, estoy desconcertada.

Él la miró como atontado.

—Es impropio de una señorita, lo sé, Clive querido. Pero hacía tanto tiempo... Te echaba tanto de menos, anhelaba tanto tu presencia, querido... No puedes imaginarte las veces que soñé contigo... consoladoras fantasías de ti mientras estaba acostada en la cama... en donde me imaginaba que cada pisada en la escalera, que cada traqueteo de un coche en el adoquinado, anunciaba tu vuelta. ¡Oh, amado mío!

Ella cruzó la habitación hasta él.

Clive se retrajo.

—¡Clive! ¡Por favor, Clive! ¿Te he perdido? ¿Te disgustaron mis apetitos de la noche? ¿Me consideras ahora una mujerzuela licenciosa? ¡Oh, por favor, mi querido Clive!

Él se retiró de ella, parpadeando en la semioscuridad. Durante un momento ella sería su propia amada Annabella, la acogedora mujer cuyos olores aún le impregnaban la nariz, cuyo sabor aún le excitaba las papilas gustativas. Luego parpadearía y contemplaría una horrorosa y repugnante criatura, algo parecido a un escarabajo y a una mantis, algo ajeno a él por completo que le erizaba los pelos del cogote y le estremecía la piel al pensar en lo que había ocurrido entre ellos.

Saltó hacia la puerta pero, al empujarla, se encontró con que no cedía. Se lanzó entonces contra ella, haciendo caso omiso del dolor que lo sacudía de pies a cabeza con cada impacto. Finalmente agarró la manecilla y descubrió que la puerta se abría hacia él, hacia la habitación.

Y no volvió la vista atrás cuando se precipitó hacia la taberna todavía envuelta en la penumbra de la noche, en busca de una salida. Tropezó y cayó en la sala común que había visto pocas horas antes. Habían limpiado las mesas, y sus ocupantes se habían marchado hacía ya rato. Un gran hogar de piedra en donde un tronco había ardido con llamas vivas, contenía ahora sólo cálidas brasas de las cuales se levantaba una delgada columna de humo gris.

Tras él, Clive pudo oír la voz de Annabella, desgarrada por los sollozos:

—¡Clive, amor mío, vida mía! —Se oyó un estremecedor jadeo, como el de una mujer con el corazón destrozado—. ¡Vuelve a mí, Clive! ¿Qué te he hecho? ¿Por qué me abandonas?

Pero el sonido que acompañaba a aquella voz no era el de pisadas de pies descalzos. ¡Era el hórrido y seco arañar y crujir del caparazón de un insecto gigante!

Salió disparado por la puerta de madera y fue a parar a un claro de hierba. ¿Dónde estaban los chaffris? En la Mazmorra había creído que eran humanos, había pensado que tanto los chaffris como los rens eran humanos. Pero, si los rens eran de veras la misma especie que los monstruos de tentáculos que había encontrado en Q'oorna y luego en el cielo de Novum Araltum, y los chaffris eran en realidad horripilantes insectos gigantes...

Se le ocurrió de súbito otro pensamiento.

En la batalla entre los rens y los chaffris, éstos habían parecido ser humanos. Pero en realidad no había visto a ninguno de ellos, aunque sus vestidos holgados hubieran revelado una clara forma humana. ¿Qué podía significar aquello?

Chaffris y rens por igual parecían poseer la capacidad de extraer imágenes de las mentes de los demás. Por tanto ambos podían engañar a sus víctimas haciéndoles ver lo que aquellas razas extraterrestres querían que vieran. Era una capacidad no muy distinta de la de crear dobles e investirlos con una imitación de vida. Era la capacidad de enmascararse con ilusiones y hacer pasar sus propias acciones por acciones de otros. La víctima veía a su hermano, a su amante, a cualquiera, cuando en realidad estaba en presencia de un monstruo alienígena.

—¡Clive, vuelve! —oyó que decía la voz de su amada, saliendo de detrás de él.

Pero no se atrevió a volverse, paralizado tanto por el miedo a encontrarse con una criatura parecida a una mantis gigante como por el miedo a ver a Annabella, o la ilusión de Annabella.

—¡Clive, por favor! ¡Clive, anoche fue tan maravilloso! ¡Oh, Clive, te necesito! ¡Ven a mí, por favor, amor mío!

Clive experimentó un escalofrío tan violento que casi lo tumba al suelo. Se alejó corriendo a ciegas de la taberna. Sabía que se hallaba al borde del llano de hierba donde habían aterrizado su propio coche transparente y las naves metálicas de los chaffris. El cielo resplandecía con las lejanas estrellas y nebulosas y con la luz que se reflejaba en los incontables diminutos planetas que formaban el anillo del asteroide.

Y continuó corriendo paralelo al borde de los bosques que rodeaban la pista de aterrizaje. No oyó que Annabella lo siguiera, ni tuvo indicio alguno de la presencia del muntor Eshverud.

Pero más adelante se erguía otro edificio bajo, no muy distinto de la taberna de la que Clive huía. ¿Era otra taberna, o era una construcción de clase totalmente diferente, disfrazada por los poderes mentales de los chaffris para que se pareciera a una taberna? Deseó poder comunicarse con George du Maurier para que lo ayudara a desentrañar aquel misterio. Era un enigma del tipo que tanto le gustaba a Du Maurier. Durante un instante trató de enviar una llamada mental a Du Maurier. Luego recordó que Du Maurier estaba muerto. Muerto, e inalcanzable para siempre para cualquier posibilidad de llamada o de contacto por parte de los vivos.

Estás equivocado, Clive Folliot.

Se volvió en redondo. ¿De dónde había surgido aquella voz?

No me busques, Clive. No puedes verme.

¿Du Maurier?

Sí.

¿Dónde estás?

Estoy con tu hermano.

¿Con Neville?

No. Estoy con tu hermano Esmond.

Pero... ¡Esmond nunca nació! Esmond habló conmigo en la Mazmorra. Esmond había de ser el tercer hermano de Neville y yo mismo, pero murió antes de nacer.

En efecto, hermano.

¿Esmond? ¿Eres tú? Clive se sintió inundado por un torrente de emoción como nunca había sentido en su vida. ¿Eres mi hermano perdido?

Lo soy.

¿Dónde estás? ¿Estás en el Cielo? ¿Vive tu alma con Dios?

¿Cielo? ¿Dios? ¿Qué sé yo de esas cosas, hermano Clive?

Pero estás con Du Maurier. Y Du Maurier está muerto. Ambos debéis ser almas sin cuerpo, el alma de los muertos y el alma de los nonatos.

Muy en lo hondo de la cabeza de Clive Folliot resonaron las risas fantasmales y psíquicas de George du Maurier y Esmond Folliot. Luego la voz de Du Maurier se oyó de nuevo, de tal forma que nadie sino Clive podía oírla.

No hay tiempo para discutir sobre metafísica, Folliot. Tienes que salir de Novum Araltum. Rescata a tus amigos si puedes, pero, si no puedes, márchate tú solo de Novum Araltum.

¿Por qué, Du Maurier? ¿Marcharme de Novum Araltum para ir adonde? ¿Debo regresar a la Tierra? ¿A Londres? ¿A Tewkesbury? ¿A la Mazmorra?

A ninguno de esos lugares. Hablaste de desafiar al león en su misma guarida. El león son los gannines, y tú eres el Señor de la Ordolita. Tal tiene que ser la batalla final de esta monstruosa guerra, y no me sermonees acerca de las virtudes de la paz— Para hacer la paz hay que ser dos, pero para hacer la guerra basta con uno solo. Cuando un guerrero y un pacifista chocan, el guerrero sale cubierto de sangre, ¡la sangre de su enemigo!

Clive pudo oír tras de sí un frotamiento seco y una voz dulce que llamaba:

—¡Querido! ¡Regresa, querido mío!

Clive siguió corriendo a través de la noche. Las luces de las lejanas estrellas y de los cercanos asteroides proyectaban miríadas de sombras en el llano de hierba. Clive se halló observándolas absorto mientras corría. Apenas podía decir cuál era su propia sombra, cuál la de una alta mata de hierba, cuál la de un matorral.

Entonces cayó con gran estrépito al suelo. Había tropezado con algo. Se incorporó hasta quedarse a gatas y contempló horrorizado que se trataba del cuerpo del muntor Eshverud.

El muntor yacía boca arriba, mirando con ojos vidriosos el cielo punteado de estrellas. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de terror. No había herida aparente en su cuerpo, pero cuando Clive le palpó el pecho no percibió ni latidos ni respiración, y cuando le tocó la piel notó que estaba fría. Eshverud estaba muerto de hacía horas. Probablemente, dedujo Clive, el muntor había salido de la taberna en el momento del primer éxtasis del abrazo de Clive y Annabella. Debía de haber muerto casi de inmediato.

Y era, con toda discernible evidencia, un auténtico humano.

Clive cogió el cadáver por un hombro y por una pernera y le dio la vuelta. En el acto quedó a la vista la causa de su muerte: le habían cortado el cuello por detrás, y de tal forma que sólo una tira de piel mantenía la cabeza en su lugar. Algo increíblemente afilado y manejado con una fuerza sobrecogedora había estado a punto de decapitar a Eshverud.

Clive oyó un crujido tras de sí. Se puso de rodillas y dio una última mirada a Eshverud. El espadín de gala del muntor continuaba en su ornamentada vaina. Clive agarró el arma y echó a correr una vez más. A sus espaldas, los gritos de Annabella se fueron haciendo más débiles hasta que cesaron de oírse.

Clive se detuvo, estupefacto, al ver que se hallaba de nuevo frente a la taberna. ¿O no era la misma taberna? La construcción era similar pero alguna sutil diferencia en la situación del edificio decía a Clive que no era el mismo que había dejado atrás. Lo rodeó, con la espada del muntor Eshverud dispuesta. Encontró una ventana cerrada y empujó con suma cautela la madera azotada por los elementos.

¡No habían pasado el pestillo de los postigos! En el interior de la taberna pudo ver unas pocas velas con cera derretida y, en su luz de tonos anaranjados, una escena que lo estremeció de horror.

Horace Hamilton Smythe, antiguo militar, mandarín, muchacho árabe y noble zarista, ahora en su atuendo de hombre de negocios de Londres, estaba sentado en una tosca silla de madera. Una beatífica sonrisa iluminaba su valiente rostro, y hablaba con animación. Clive sólo pudo captar parte de sus palabras, pero era claro que pertenecían a un largo y detallado relato de sus aventuras en la Mazmorra. De tanto en tanto, se dirigía directamente a su oyente llamándola «madre» o «mamá».

¡La oyente, afilándose con diligencia las pinzas una contra otra, era un insecto gigante que parecía un cruce entre un escarabajo y una avispa descomunal!

En el mismo instante en que Clive trepaba por la ventana, el insecto se lanzó al ataque contra Horace Hamilton Smythe. El combate que siguió duró tan sólo breves segundos, pero a Clive le parecieron horas.

Clive se lanzó contra el caparazón del insecto y, golpeándolo con el hombro, lo tumbó de lado, evitando sólo por milímetros que infligiera una horrenda herida a Horace Hamilton Smythe. El insecto recuperó el equilibrio y arremetió contra Clive, blandiendo sus pinzas de agudísimo filo. Clive se precipitó contra él, utilizando el espadín del muntor Eshverud como si fuese un sable de esgrima. El insecto era tan alto como Clive y con sus miembros terminados en pinzas daba estocadas de asombrosa agilidad.

Años de entrenamiento con su padre, el barón Tewkesbury, y con su hermano Neville, habían proporcionado a Clive un gran dominio de la técnica de la esgrima. En la Tierra, Clive nunca había podido competir con Neville, pero sus años de aventuras en la Mazmorra le habían endurecido los músculos, agudizado los reflejos y dotado de la actitud necesaria para el combatiente, cada uno de cuyos desafíos podían significarle la vida o la muerte.

Una finta hacia el rostro del insecto hizo que éste subiera sus pinzas para proteger sus centelleantes ojos compuestos. Como un rayo, Clive bajó la trayectoria de su arma y la dirigió al delgado y muscular blanco que unía los segmentos del tórax del insecto.

En un abrir y cerrar de ojos, Clive cambió la táctica de espadachín de esgrima por la de un guerrero de espada a dos manos. Golpeó a la izquierda con el agudo filo de la espada, y luego a la derecha.

El insecto cayó al suelo, limpiamente cortado en dos.

Para horror de Clive, ambas mitades siguieron retorciéndose para intentar herirlo.

Horace Hamilton Smythe aún permanecía a un lado, paralizado. Clive saltó por encima de una aguda pinza cuando el insecto trató una vez más de golpearlo o clavársela y, agarrando a Horace Hamilton Smythe por el codo, lo sacó rápidamente de la sala.

Con Horace Hamilton Smythe caminando a trompicones a su lado, Clive se abrió camino de nuevo hacia la noche. El cielo de Novum Araltum seguía bañado por el resplandor espectral del anillo de asteroides, y con aquella luz los dos hombres se alejaron con paso vacilante de la taberna.

—Ella era..., era mi... —tartamudeó con cierta incoherencia Horace Hamilton Smythe, dejándose conducir por el más decidido Clive. Éste se permitió aminorar la marcha y volver la vista atrás hacia el edificio. No había señales de persecución.

Smythe seguía musitando y murmurando.

Clive lo agarró por los hombros y lo zarandeó.

—¡Sargento Smythe! ¡Contrólese, hombre! ¡No puede permitirse este comportamiento!

Poco a poco la luz de la razón fue iluminando los ojos de Smythe. Luego levantó una mano temblorosa y se la pasó por el rostro; finalmente la dejó caer a lo largo de un costado y se puso en posición de firmes.

—Lo siento, mi comandante. Debo de haber estado... Creía que me había librado del control hipnótico de los Ransome, pero me temo que estaba equivocado, mi comandante.

Clive movió la cabeza en un gesto negativo.

—No creo que fueran los Ransome. Tienen en su haber suficientes maldades de que responder, si lográsemos llevarlos ante el tribunal de justicia... pero no creo que se los pueda acusar de la maldad que tiene lugar en este mundo de Novum Araltum. ¡Creo los chaffris son los culpables de eso!

—Pero yo hubiera jurado, comandante, que había regresado a la granja de mi familia, que había vuelto a los brazos de mi querida madre. Vivió una vida muy dura, comandante, una vida terrible.

—Lo comprendo, Horace.

—Y allí estaba, de nuevo conmigo, tan pura y cariñosa como cuando yo era un niño.

—¿No se da cuenta, Horace, de lo que ha ocurrido? Los chaffris... parecen ser una raza de insectos gigantes e inteligentes. Un cruce entre un escarabajo y una mantis. —Clive se estremeció—. Y poseen una capacidad que les permite llegar a los cerebros de sus víctimas y extraerles la imagen con que dominar mejor a esas víctimas.

—¿Entonces no era mi madre en absoluto, comandante?

—Era un monstruoso insecto que lo hubiera despedazado a usted tan fría y deliberadamente como una mantis despedazaría un áfido. ¡Y además le habría extraído los fluidos vitales para su propio deleite!

—¡Puaj!

—En efecto, sargento Smythe, «puaj». Ni yo mismo podría haberlo expresado mejor.

—¿Y usted también vio a su madre, comandante Folliot?

—No, Smythe. Yo vi... a otra mujer. Una mujer que me dio su mejor, más tierna y más honrada fidelidad y favor. Y yo le di... Bien, no importa. No era ella. Era tan sólo otro de esos chaffris asesinos.

—Lo mató también, ¿no, mi comandante?

—Escapé de él, de cualquier forma.

Smythe se volvió, escudriñando el horizonte. En aquel diminuto planeta, éste se hallaba muy cerca, y el día y la noche se alternaban con rapidez.

Clive siguió el ejemplo de Smythe. La primera claridad rosada del alba estaba haciendo su aparición. Pudo ver la pista de aterrizaje de los chaffris, las naves de guerra y la complicada maquinaria que utilizaban para reponerles el combustible y revisar su funcionamiento. ¿Cuál debía ser el siguiente movimiento de Clive?

Horace Smythe interrumpió el ensimismamiento del noble.

—¡Mi comandante, mi comandante! ¿Qué ha sido de Sidi Bombay?

—¡Dios mío! ¡Los chaffris deben de tenerlo aún en su poder! Rápido, Smythe, ¿vio usted otro edificio, otro diferente de aquel donde lo encontré?

—No estoy seguro, mi comandante. Creo que había otra construcción tras aquel bosquecillo. Yo estaba en el hogar de mi infancia, en nuestro pequeño cottage de la granja. Habría habido un cobertizo para los animales no muy lejos, mi comandante.

—Lléveme a él. ¡Enseguida!

Echaron a correr en aquella dirección a toda prisa. Cuando al fin se detuvieron, Smythe señaló:

—¡Allí está, mi comandante! ¡Juraría que es el mismo cobertizo que teníamos en Sussex en los años veinte!

—Y a mí me parece una taberna rústica, como la que uno podría hallar en el Gloucestershire, en los años sesenta. ¡Pero tampoco lo es, Horace! Es uno de los hórridos nidos de los chaffris, y el pobre Sidi Bombay está dentro, y en este mismo momento cayendo víctima de Dios sabe qué terrible destino.

—¿Ve dos puertas en él, mi comandante?

La pregunta atravesó a Clive como un rayo de electricidad galvánica. Si él y el sargento Smythe veían el edificio de diferente forma, ¿podrían coordinar sus esfuerzos para rescatar a Sidi Bombay? ¿O errarían inútilmente sin saber adonde iban, cada uno atrapado en su propio conjunto de ilusiones, ambos incapaces de discernir su auténtico entorno?

—¡Sí, veo dos puertas, Horace! Una entrada principal a la taberna y otra que debe de ser el paso de acceso a la cocina.

—Yo tomaré la de la derecha, mi comandante. Usted tome la otra. Encontraremos el modo de llegar hasta el pobre Sidi... sea como sea.

—¡Bravo, sargento Smythe! —Clive dio unas palmadas en el hombro de su compañero y se dirigió, espada aún en mano, hacia la más lejana de las dos entradas al edificio.

En el instante en que Clive se detenía antes de irrumpir en la taberna, quedó impresionado por la perfecta imitación, o ilusión, que los chaffris habían realizado. Los muros estaban construidos con maderos y áspero yeso blanco, el rústico tejado era una gruesa capa de paja y los cristales de las ventanas tenían forma de rombo. Incluso se percibía el aroma del campo inglés.

Abrió la puerta de un empujón y se precipitó en la sala pública de una taberna típica del Gloucestershire. El hogar, las toscas mesas y los robustos bancos, la barra, incluso la decoración de las paredes, habían sido elegidos y colocados a la perfección. Pero, comprendió Clive, no habían sido elegidos y colocados por los mismos chaffris sino que habían sido concebidos por la propia mente de Clive y estaban siendo manejados por el arcano poder de los chaffris. Clive había evocado imágenes del mundo, a medias recordado, a medias idealizado, de su juventud como hijo menor de un barón rural.

Qué realidad se hallaba tras la ilusión de los rústicos maderos y de las piedras talladas toscamente, temblaba tan sólo de imaginársela.

Clive no tenía tiempo para detenerse a meditar. Lo único que advirtió fue que Sidi Bombay tenía que hallarse en otra habitación del edificio, y su vida, en grave peligro. En aquellos mismos momentos, su mente podía estar bajo el control de un insectil chaffri. El hindú podía estar contemplando una escena de los días de su juventud, podía estar imaginándose que se encontraba en el pueblo de su infancia, en algún lugar de la jungla del Punjab o en las llanuras de Ecuatoria. O podía estar reviviendo una experiencia pasada que lo había involucrado en los asuntos de la retorcida política de la península india.

Por un momento, la horrorifica idea de que el control hipnótico y las espantosas respuestas de Horace Hamilton Smythe —de no ser por ello, siempre leal— pudieran ser producto de los siniestros poderes de los chaffris que él mismo había experimentado tan sólo hacía algunas horas pasó como un relámpago por la cabeza de Clive.

Philo B. Goode..., el supuesto reverendo Amos Ransome..., la seductora Lorena Ransome, la del lustroso pelo moreno, ojos claros y esbelta figura tan mal disimulada bajo sus vestidos en apariencia modestos pero sutilmente provocativos: ¿era alguno de ellos lo que aparentaba? ¿Era alguno de ellos siquiera humano? ¿O aquellos tres no eran sino repugnantes monstruosidades de caparazón quitinoso disfrazados de seres humanos?

Y, si Philo Goode y los Ransome eran repugnantes monstruos procurándose para sí el más eficaz de todos los disfraces (el disfraz fabricado con los pensamientos y recuerdos de sus propias víctimas), entonces, ¿quiénes más podían ser también monstruos? ¿Neville, el hermano de Clive? ¿Su padre, el barón Tewkesbury? ¿Su amigo íntimo, el recién fallecido George du Maurier? ¿Annabella Leighton y su descendiente Annabelle Leigh, la querida, extravagante «Usuaria Annie» del año 1999?

Clive se estremeció.

Una voz pareció susurrarle en el cerebro:

Agárrate fuerte, lo apremió. ¡No aflojes tu apretón en la realidad, Clive Folliot!

Clive miró a su entorno.

¿Eres tú, Du Maurier?

Sí, soy yo.

Pero tú estás muerto.

De nuevo señalas lo obvio, Folliot. No te dejes engañar por semejantes trivialidades como la muerte. Planea tu línea de acción, amigo mío. Haz lo que tienes que hacer. Sobre tus hombros recae una gran responsabilidad, Clive Folliot. El destino de millones. ¡De mundos enteros, Clive! ¡No te entretengas en trivialidades!

Clive oyó una pequeña explosión y un chisporroteo.

Miró la sala pública a su alrededor y vio que en el gran hogar seguían refulgiendo ascuas y que hilos de humo subían con lentitud de las brasas rojas de un enorme leño que nunca se enfriaría ni se ennegrecería por completo.

¿Era un auténtico leño o el simulacro de un leño?

Clive se precipitó por el pasillo que conducía a los reservados de la taberna. De un empujón abrió la primera de las puertas, y no encontró nada de interés en su interior. La búsqueda en el segundo reservado resultó ser infructuosa por igual.

Las pisadas de unas pesadas botas atrajeron su atención, y vio al sargento Smythe que se acercaba hacia él desde el extremo opuesto de la taberna, registrando los reservados como hacía Clive, resoplando y cerrando las puertas de impaciencia y frustración a medida que las iba encontrando vacías.

—¡Sargento!

Se encontraron en el centro del pasillo. Sólo quedaban dos puertas por abrir, una a cada costado del pasillo. Sin mediar palabra, cada uno de ellos extendió el brazo para abrir la de su derecha.

Clive oyó un gruñido de sorpresa del sargento Smythe, seguido del sonido de un impacto, como si un objeto pesado y romo hubiese chocado contra un cráneo humano. Pero Clive no tuvo tiempo de ir en ayuda de Smythe. Ya había empujado la puerta situada a su derecha y permanecía estupefacto ante la vista del interior.

Un ser tan extraño y terrible como nunca había visto Clive alzaba su enorme estatura por encima de él, con su tronco gargantuélico y su cabeza maciza inclinados para evitar darse con el techo de vigas de la habitación. Grandes masas de tentáculos se retorcían y chascaban en torno a él, filas y manojos de ellos que dejaban caer un limo gelatinoso. Apéndices en forma de garras, ventosas y seudópodos, aparecían y desaparecían, enroscándose de forma nauseabunda. Clive sintió que se le revolvía el estómago.

El ser se inclinó en un arco de tal manera que su cima se quedó señalando a Clive. Era una membrana circular rodeada de ondulantes tentáculos extensibles.

El ser era uno de los monstruos que Clive había encontrado por primera vez en el puente de obsidiana negra en Q'oorna. El monstruo que le había mostrado el rostro de su hermano Neville y que le había hablado en una obscena parodia de la voz de Neville.

Éste, sin embargo, le mostraba el rostro de... Sidi Bombay.

Clive estaba atónito. Pero, mientras miraba petrificado aquel ser horrendo, el rostro se derritió y se deshizo como cera blanda y se transformó en la pálida belleza de lady 'Nrrc'kth. La blanca piel, los ojos esmeralda, el lustroso pelo verdoso eran tan reales que Clive levantó involuntariamente la mano para tocar la mejilla de la mujer.

¡Pero 'Nrrc'kth estaba muerta!

Pero George du Maurier también estaba muerto, y sin embargo había hablado con Clive y ¡le había dicho que no se entretuviera en trivialidades como la muerte!

—¡'Nrrc'kth! —llamó Clive.

Los ojos esmeralda le lanzaron una mirada penetrante. Los labios se abrieron. Y salió un bramido horroroso, pero no de los labios de la mujer, sino de la membrana redonda del monstruo, que vibró como la piel de un tambor.

Clive se retrajo, pero sólo un instante. Iba armado con la espada que había recogido del muntor Eshverud, y, con una determinación que el antiguo Clive Folliot nunca podría haber exhibido, arremetió contra el monstruo. Este apartó el tronco de la embestida de Clive y correteó a través de la habitación con agilidad increíble, desplazándose por medio de las hileras y manojos de tentáculos.

—¡Basta, Clive Folliot! ¡Basta!

Era la voz de Sidi Bombay, y las palabras fueron seguidas de aquella risa característica que Clive había oído tantas veces al indio.

Mientras Clive permanecía paralizado, con los ojos y la boca muy abiertos, el monstruo empezó a derretirse de nuevo y a metamorfosearse de un modo no muy distinto de cómo lo haría el transmutador Chang Guafe. Cambió su forma, su tamaño, su color. Se convirtió en un hombre, de piel oscura y casi desnudo, ataviado sólo con un turbante blanco y un taparrabos inmaculado.

—Clive Folliot —dijo Sidi Bombay. Hizo una exagerada reverencia, dando al gesto un toque de ironía que le sustraía toda servilidad.

—El monstruo —dijo Clive sin aliento—, ¡los chaffris! Son seres repugnantes, Sidi Bombay, repugnantes insectos gigantes que pueden penetrar en nuestras mentes y robarnos las imágenes de nuestros seres queridos, ¡y hacernos creer que ellos mismos son humanos!

—Lo sé bien, Clive Folliot.

—Pero ¿es usted Sidi Bombay? ¿O es uno de los chaffris?

—He aquí el chaffri que trató de provocar este engaño en mí, oh comandante. —El hindú africano se volvió y con un elegante ademán señaló hacia una rudimentaria jaula. De dónde había obtenido Sidi Bombay la jaula, o cómo la había construido a partir de desechos, Clive no lo sabía, y tampoco tenía tiempo para preocuparse de ello.

Salvó los pocos pasos que lo separaban de la jaula. No era mayor que la jaula de mano que una señora utilizaría para llevar a un diminuto y mimado perro de aguas en una excursión al campo. Parecía estar hecha de madera corriente, pero la criatura no hacía tentativa alguna para romper los barrotes y escaparse.

Cuando Clive captó el primer atisbo de la criatura, le pareció uno de los escarabajos mantis con que ya estaba desagradablemente familiarizado. Pero, antes de que pudiera distinguir una imagen clara de la cosa, ésta cambió. Durante un instante fue una miniatura de la figura de lady 'Nrrc'kth, todo piel pálida, brillante pelo verde y centelleantes ojos verdes esmeralda. Y desnuda, desnuda por completo, con su carne blanca que era la misma imagen de la belleza fría pero voluptuosa.

Y luego, ante los mismos ojos de Clive, se transformó en la imagen de su padre, el barón Tewkesbury. Pero el barón tal como Clive lo había conocido, como un feroz y terrorífico tirano de mediana edad, no la lamentable cáscara de hombre que Clive había visto por última vez en la biblioteca de la mansión del Gloucestershire.

Clive se encogió.

El barón levantó un puño amenazador y con una voz aguda empezó a regañarlo por su traición a la casa de los Folliot.

Y de nuevo se disolvió, se derritió y tomó la forma de una gran araña recubierta de pelos.

—¡Chillido! —Durante un instante Clive se vio inundado por un doloroso anhelo de volverse a encontrar con la araña alienígena que había sido su compañera en tantas aventuras de la Mazmorra. Pero había dejado a Chillido, junto con Finnbogg, en el planeta Djajj. ¿Podía ser aquello la alienígena?

Pero la arácnida Chillido cambió de nuevo y se metamorfoseó en el monstruo creado por el condenado investigador Frankenstein, el monstruo que Clive había visto por última vez entrando en un compartimiento del tren espacial cerca del casquete polar de la Tierra.

—¡Basta! —gritó Clive—. ¡Deténgase! ¡Muestre su auténtica forma!

El monstruo levantó sus puños hacia él, luego los bajó despacio a lo largo de sus costados. Se transmutó varias veces más, ofreciendo imágenes de Annabelle, del monstruo de tentáculos una vez más, del hermano de Clive, Neville, o quizá del mismo Clive, antes de adquirir de nuevo su configuración de escarabajo mantis que Clive sabía por fin que era su auténtica forma.

—Encantadora criatura, ¿no, Clive Folliot? —Sidi Bombay se hallaba junto a él, sonriéndole. Alzó la jaula de madera con una mano de piel oscura y se la acercó al rostro, dedicando una sonrisa radiante al ser del interior.

Clive vio a la criatura hacer gestos vanos hacia Sidi Bombay, una y otra vez, y luego dejarse caer en el suelo de madera de su cárcel.

—¿Es esto el auténtico chaffri? —preguntó Clive.

—Así es, Clive Folliot. Cuando somos presa de sus engaños, es un enemigo terrorífico. Cuando comprendemos sus trapacerías, cuando nos damos cuenta de que extrae todo su poder de los repliegues de nuestro cerebro, pasa a ser un miserable e indefenso insecto.

Volvió a colocar la jaula en el suelo.

—Pero, Sidi Bombay..., cuando llegué a esta habitación, vi a uno de los monstruos de tentáculos que sabemos que son los rens. ¡Y se convirtió en usted? ¿Es usted un ren? ¿Se transformó usted?

—No, Clive Folliot —dijo Sidi Bombay meneando la cabeza—. No soy sino un hombre, y nunca he sido otra cosa sino un hombre. Sólo puedo imaginarme que el chaffri —y con la cabeza indicó el insecto de la jaula— extrajo aquella imagen de su mente. En lugar de crear la ilusión de que él era un ren, lo engañó a usted haciéndole creer que yo era uno.

Clive saltó.

—¡El sargento Smythe!

Sidi Bombay lo miró de forma interrogativa. —Está al otro lado del pasillo. Entró en otro de los reservados, Sidi Bombay. Smythe y yo lo estábamos buscando. Temíamos que usted fuese presa de los trucos de esos monstruos.

—Difícilmente —sonrió Sidi Bombay.

—¡Pero tenemos que ir a ver qué le ha sucedido al sargento Smythe!

Con Sidi Bombay tras sus pasos (el indio sólo se detuvo a recoger la jaula de madera que contenía el chaffri, ahora en apariencia indefenso), Clive salió disparado de la habitación, cruzó velozmente el pasillo y abrió de un empujón la puerta del otro lado.

El sargento mayor Horace Hamilton Smythe yacía boca arriba. Tenía los ojos cerrados y de la comisura de los labios le salía un hilillo de sangre.

Clive le subió los párpados. El hombre gimió y se removió. Clive lo ayudó a incorporarse.

—¿Qué ha ocurrido, sargento?

—Hum... hum —intentó hablar el sargento Smythe.

Sidi Bombay colocó la jaula de madera en el suelo y, cogiendo las manos de Horace Hamilton Smythe con una suya, colocó con suavidad la otra en la frente del sargento. El indio musitó unas pocas palabras, cuyo sentido Clive no alcanzó a captar. Luego soltó las manos de Smythe y retiró la palma de la frente del sargento.

Smythe parpadeó y miró a Clive Folliot y a Sidi Bombay. Era evidente que continuaba bajo los efectos de un golpe, pero sus ojos estaban claros y su comportamiento era lúcido.

—Creo que alguien me golpeó, mi comandante —dijo a Clive.

Clive apenas pudo contener una sonrisa.

—Así lo creo yo también, sargento. ¿Consiguió ver a su atacante?

Smythe parpadeó por el esfuerzo.

—Lo siento, mi comandante. Lo único que recuerdo es que puse el pie en el reservado y ¡crac!, si el comandante comprende lo que quiero decir. Todos los efectos habituales que se explican de este tipo de sensaciones, mi comandante. Repentina oscuridad total, estrellas brillantes que giran en torno a uno y todo lo demás, mi comandante. Y lo siguiente que vi fue a usted, mi comandante. A usted y a Sidi Bombay.

El indio lo miraba por encima del hombro de Clive, sonriéndole de modo tranquilizador.

—¡Sidi Bombay! —exclamó Smythe—. Estás bien, viejo amigo.

—Pero desde luego, Horace.

—¿No te engañaron, Sidi Bombay? ¿Los chaffris no te nublaron la cabeza con un hechizo?

—Lo intentaron —respondió Sidi Bombay—. Pero a mí no me engañan sus travesuras infantiles, Horace.

Smythe refunfuñó:

—A mí y al comandante Folliot nos engañaron poco tiempo. ¡Pero yo no lo llamaría una travesura infantil, Sidi Bombay!

—Algún día vosotros los europeos comprenderéis al resto del mundo, Horace. ¡Sólo rezo para que no lo destruyáis antes!

Clive retomó el mando de la situación:

—Dejaremos esta discusión para una charla nocturna junto al fuego de campamento, caballeros. Ahora lo que tenemos que hacer es salir de este lugar y proseguir con nuestros asuntos.

Los otros estuvieron de acuerdo.

—Vamos, pues.

Salieron de la taberna, con Sidi Bombay llevando la jaula de madera con el sometido chaffri.

Clive escudriñó por entre los barrotes de la jaula.

—¿Son realmente de este tamaño, Sidi Bombay? ¡Apenas mayores que un gato!

—Así es, comandante Folliot.

—Pero su nave espacial... parecía tener el tamaño para ser tripulada por personas normales. Personas como nosotros. E incluso después de vencer el hechizo del chaffri que intentó liquidarme...

—Lo felicito a usted por conseguir vencer el hechizo, Clive Folliot —respondió con una sonrisa Sidi—. ¿Me revelará cómo lo hizo?

Clive se ruborizó.

—Quizá más tarde, Sidi Bombay. Ahora no tenemos tiempo para detalles. Por favor, responda a mi pregunta.

Sidi Bombay sostuvo la jaula en lo alto. Enfurecido, el chaffri se lanzó en vano contra los barrotes.

—Varían, Clive Folliot. Varían. —Y bajó la jaula.

Un rayo de brillante verdor pasó centelleante junto a ellos. Sin una palabra, los tres hombres se echaron al suelo. Clive escrutó hacia adelante. La plena mañana, o lo que pasaba por plena mañana en el planetoide Novum Araltum, los había sorprendido. En la pálida claridad, Clive pudo distinguir la forma que había conocido como el muntor Eshverud, agazapado a unos cincuenta metros de ellos.

Pero Clive había visto a Eshverud tendido muerto, con la cabeza casi cortada por completo del tronco. Pero, si la forma de Eshverud viva había sido una ilusión, un hechizo echado a la mente de Clive para ocultar el auténtico aspecto monstruoso del chaffri..., si para empezar aquél había sido el caso, entonces la visión de Eshverud muerto podía haber sido igualmente un engaño. Pero si..., pero si...

Cerró los ojos con fuerza, luchando por aclarar sus pensamientos.

Abrió los ojos de nuevo.

El muntor se había llevado un rifle al hombro. En la claridad matutina de Novum Araltum, Clive lo identificó como un Snider, uno de los rifles de retrocarga del Ejército Real, reforma del viejo Enfield de carga por delante. Era un arma que Clive conocía a la perfección. Pero, en lugar de su munición normal de balas, ¡el Snider parecía estar disparando el poderoso rayo de ordolita!

El muntor Eshverud soltó otro rayo que hizo chisporrotear el mismo aire cuando pasó zumbando junto a los tres hombres terrestres. Luego el chaffri se puso en pie de nuevo y emprendió la huida.

Una sola nave chaffri se hallaba a punto en la pista, y Eshverud saltó en ella y cerró la portilla de metal tras de sí con un fuerte golpe.

Clive se lanzó en su persecución, y Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe lo siguieron. Pero, antes de que pudieran alcanzar la nave, ésta había despegado de la pista y centelleaba ya en el cielo salpicado de asteroides de Novum Araltum.

—¡Mi comandante! ¡Allí está nuestro coche! ¡Salgamos de aquí, mi comandante!

Durante un momento, Clive permaneció en el sitio, considerando la situación. El muntor Eshverud (él mismo, con toda seguridad, uno de los escarabajos mantis, a pesar de su disfraz de humano asombrosamente persistente) había logrado huir.

¿No había visto Clive el cuerpo casi decapitado de Eshverud junto a la otra taberna? Otra ilusión, meditó con amargura, otra ilusión en aquel planeta de ilusiones. El chaffri debía de haber extraído otra imagen del cerebro de Clive y la había revertido a su sistema sensorial para que percibiera el cadáver degollado cuando lo que en realidad estaba contemplando era una monstruosidad horrenda y definitivamente viva. El chaffri tenía que haberse sabido incapaz de hacer frente a un hombre como Clive en combate limpio, y por tanto había decidido ocultarse bajo un hechizo y así evitar la lucha.

Pero, aunque Eshverud hubiera escapado, los tres terrestres habían capturado a uno de los chaffris, y los tres apenas habían recibido daño alguno.

Cuántos de los enemigos podían estar rodeándolos, qué destino les aguardaba si permanecían en Novum Araltum, sólo podían conjeturarlo.

Pero los tres habían partido de Londres para cumplir una misión, no en el país de los chaffris o de los rens, sino en el de su enemigo común: los misteriosos y poderosos gannines. ¿Por qué demorarse en Novum Araltum? ¡Tenían tan poco que ganar en aquel lugar!

—¡Correcto, Horace! Sidi Bombay, llevémonos al chaffri con nosotros; puede sernos útil más tarde.

E inició la marcha, acortando la distancia que los separaba del coche de cristal que los había llevado allí desde la tierra.

Aparentemente nadie había tocado la nave ni tampoco nadie la vigilaba. El aeródromo entero, en realidad, parecía estar desierto, y Clive se preguntó de nuevo dónde se habrían ido los chaffris. Había dado muerte a uno, Sidi Bombay había capturado a otro y el muntor Eshverud había conseguido escapar. Pero había habido veintenas, quizá centenares, de chaffris en aquella base. Tenía que haber miles en Novum Araltum. Muchos miles, tal vez. ¿Dónde se habrían ido todos?

—¿Estamos de acuerdo, amigos míos? ¿Reemprendemos nuestra misión?

Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay intercambiaron sendas miradas.

—Usted es nuestro jefe, Clive Folliot —respondió Sidi Bombay.

Horace Hamilton Smythe tan sólo asintió con un movimiento de la cabeza.

Clive verificó la puerta del coche en el cual habían viajado de la Tierra a Novum Araltum y vio que no estaba precintada. La abrió y subió al coche.

Horace Smythe siguió a Clive y se ocupó de comprobar los controles del coche, mientras Sidi Bombay daba una vuelta en torno al vehículo para examinar su exterior, trepaba en el techo como una ardilla y se escabullía debajo como un hurón. Al final entró en el coche y cerró la puerta herméticamente tras de sí.

—Clive Folliot —dijo—, el coche parece no haber sufrido daño alguno.

—Todo marcha cada vez mejor —intervino Horace Smythe.

De nuevo Clive sintió la carga del mando en sus hombros. No era una posición que hubiese buscado, ni una que desease ejercer. Pero le había caído encima. De ser él un Fabio puesto al mando por Malvolio, no podría haber sentido más el peso de la responsabilidad.

El mando era suyo... ¿Se vería luego cargado de grandeza?

—Tome asiento, comandante. Es un largo viaje el que vamos a emprender, y no hay necesidad de permanecer en pie.

Mientras Clive obedecía la indicación de Horace Smythe, cerró los ojos y concentró sus poderes mentales, intentando renovar su contacto con George du Maurier. Durante un fugaz momento sintió los extraños zarcillos de una mente y una personalidad. Tal vez estuviera rozando el ser psíquico de Du Maurier o quizás el de su propio hermano no nacido Esmond... o de alguien más. ¿Cuántos de sus conocidos estaban muertos? Incluso lady 'Nrrc'kth residía ahora en el reino desconocido que se hallaba más allá del velo de la muerte.

Cuando luego sintió un frotamiento de un frío glacial pero de una ligereza plumosa, ¿estuvo su mente a punto de tocar la de la mujer de esmeralda y diamante?

¿Dónde, en aquel desconcertante sistema de cosas, estaba Dios?

Notó que el coche se movía bajo él y abrió los ojos. El vehículo se elevó de la superficie de Novum Araltum, balanceándose y cabeceando como un bote de madera que se alejara del muelle.

Bajo el coche, el asteroide se encogió con visible rapidez, y los bosques que rodeaban el aeródromo ahogaron en pocos segundos el pequeño claro de hierba de donde la nave había despegado. Los pocos edificios que se alzaban a los bordes del claro se vieron momentáneamente como las casas en miniatura de un belén y luego desaparecieron.

Sidi Bombay había tomado los controles del coche y Clive estaba sentado observando al indio. Éste iba descalzo y casi desnudo, vestido sólo con el turbante blanco y el taparrabos que llevaba cuando Clive y Horace lo encontraron en la taberna. Su piel tostada, vieja y marchita cuando Clive lo había conocido en Ecuatoria, arrancada y luego renovada como la de un joven por los horrores de la Mazmorra, relucía como ónice pulido en la luz del lejano sol y de las aún más lejanas estrellas.

Junto a Sidi Bombay se hallaba la jaula de madera que contenía al cautivo e indefenso chaffri. Mientras Clive contemplaba a la criatura, dejó que sus pensamientos vagaran evocando las imágenes de los hombres y mujeres (¡y otros seres!) que había encontrado en sus aventuras.

Para su asombro, el chaffri adoptó la forma de cada uno en el momento en que Clive pensaba en él, o en ella. Durante un instante fue el aceitoso y obsequioso Tippu Tib, un mercader de esclavos cuya enemistad Clive se había ganado en Zanzíbar mucho tiempo atrás. Luego se convirtió en el despiadado y traicionero N'wrbb Crrd'f, compañero y autoproclamado esposo de la perdida para siempre lady 'Nrrc'kth, en cuyas garras Clive había caído en el planeta Djajj.

Después, por un segundo, los pensamientos de Clive se posaron en el fiel, macizo y perruno enano Finnbogg, también otrora prisionero en Djajj. En aquel mismo momento, el cautivo chaffri pareció convertirse en Finnbogg, un Finnbogg en miniatura, un Finnbogg reducido desde el tamaño de un pony crecido al de un gato, pero, no obstante, un Finnbogg perfecto y viviente.

Sidi Bombay volvió la cabeza y miró, sorprendido, al chaffri. Extendió la mano hacia la jaula, con cautela, vacilante.

Finnbogg saltó hacia los dedos extendidos de Sidi Bombay. El enano llevaba consigo la garra medio orgánica medio mecánica que Sidi había obtenido en combate contra el ren, aquel terrible combate en el negro puente arqueado de la distante Q'oorna. Aquella garra, más un conjunto de colmillos asesinos tan amenazadores como los de un bulldog de mandíbula colgante, constituían el armamento de Finnbogg.

El indio retiró la mano de la jaula del chaffri justo a tiempo.

Dientes y garra chocaron con estrépito contra los barrotes de madera que encerraban al chaffri, y Finnbogg cayó de nuevo al suelo de la jaula, donde pasó de una forma a otra y a otra a una velocidad que desafiaba a los mismos ojos a captarlas o la mente a comprenderlas.

—Era nuestro amigo Finnbogg —dijo Sidi Bombay sin aliento.

—¡No lo ha sido nunca, Sidi! —lo contradijo Horace Smythe.

—Tienes razón, Horace Smythe. Fui yo quien vio el engaño de las ilusiones de los chaffris en Novum Araltum... y ahora me dejo atrapar por las pamplinas de esta insignificante criatura. Soy un estúpido. Basta un solo momento de bajar la guardia, de abatir las propias barreras mentales, para que se produzca un desastre.

—Pero era yo quien estaba pensando en Finnbogg —dijo Clive medio disculpándose—. La criatura debe de haber estado recogiendo mis pensamientos. Pero yo creía que las imágenes que veíamos de los chaffris eran simples ilusiones y que el único que podía verlas era quien proporcionaba los recuerdos sobre cuya base ellos las crean.

Clive se preguntó cuánto tiempo más tendrían que continuar con el asunto del chaffri cautivo, la utilización que podrían hacer de él, el peligro que podría representar.

—¿Cuánto falta para llegar a nuestro destino, Sidi Bombay?

—No tardaremos mucho en alcanzar nuestro objetivo, Clive Folliot —respondió el indio—. La distancia que hay que recorrer es grande, muy grande. Hay que viajar mucho más de las millas inglesas que podríamos contar entre los tres, pero el coche salva las distancias más que recorrerlas. Llegaremos allí cuando seamos sólo unas horas más viejos de lo que lo éramos cuando abandonamos Novum Araltum.

Clive dejó de mirar a Sidi Bombay para mirar a Horace Hamilton Smythe. Al otro lado de las paredes transparentes del coche, la oscuridad del cielo estaba salpicada con el brillo de incontables estrellas remotas, cada una luciendo con su propio fuego helado.

Al sentir una mano en el hombro, Clive se volvió y oyó a Horace Hamilton Smythe que le comentaba:

—Una vista espléndida, ¿no, mi comandante?

—¿Ha estado aquí antes, Horace?

—Usted anduvo perdido en la Mazmorra durante muchísimo tiempo, mi comandante. Sidi Bombay y yo, y muchos otros de los que se han alistado en la causa, mi comandante, en efecto, hemos estado aquí antes.

Clive meneó la cabeza.

—Comprendo, sargento Smythe. Yo no estuve en la Mazmorra durante todos esos veintiocho años. Muy lejos de esto. El tren espacial al que subí en la región polar de la Tierra me llevó tanto a través de los años como de las distancias. Me llevó a mí y al monstruo de Henry Frankenstein... Y dónde se halla el monstruo ahora, desearía saberlo. Pero supongo que usted ha estado en muchos lugares, Horace. Lugares desconocidos para mí.

—Sí, mi comandante. Pero yo estoy seguro de que el comandante también ha estado en muchos, y extraños.

—Tal vez, Horace. Tal vez.

Sidi Bombay tocó con el codo a Horace Smythe y señaló un instrumento instalado bajo el cristal delantero del coche. Smythe miró más allá de Sidi Bombay y emitió un gruñido de asentimiento. Luego dijo a Clive Folliot:

—Mejor que se agarre fuerte, mi comandante. Esta es la parte más difícil.

Clive no tuvo tiempo para pedir una explicación. Sidi Bombay apretó una palanca, la nave dio una tremenda sacudida y Clive Folliot tuvo que agarrarse para su vida.

Fue como subir a las famosas montañas rusas de Brighton. El coche se precipitó hacia adelante. Clive sintió como si los intestinos se le hubiesen quedado atrás. Las lejanas estrellas, fijas como habían parecido hasta entonces, parecían ahora precipitarse hacia el coche, acelerando más y más su velocidad. Sus colores se volvían borrosos y cambiaban como si cada punto de luz del firmamento hubiera sido empapado de sangre recién vertida.

El chaffri encerrado tras los barrotes de madera se zambulló en un paroxismo de terror y de furia, corriendo en círculos en el interior de la jaula, modificando su forma a cada instante, de animal a insecto, de insecto a una indescriptible monstruosidad, chillando lo que debían de ser maldiciones en un lenguaje que no se parecía en nada a ninguno de los que Clive había oído nunca.

Luego, en una oleada final y un impacto que produjo un chasquido casi inaudible, las estrellas que rodeaban el pequeño coche de cristal se desvanecieron de la existencia.

Clive sintió como si estuviera flotando, ingrávido, en el interior del coche. Se agarró a una barra de latón y escudriñó a través del cristal, intentando descubrir qué había ocurrido. La enloquecida aceleración del coche había cesado, o al menos así lo parecía. La oscuridad punteada de estrellas que había rodeado la nave ya no se veía por ninguna parte. Por el cristal no se veía nada.

Por lo que Clive podía percibir, era como si el coche se hubiera sumergido en un mar de fango uniforme y gris. Hacia arriba y hacia abajo, hacia adelante y hacia atrás, todo era igual.

El chaffri se había derrumbado en el fondo de su jaula y allí yacía inmóvil y, según lo que Clive podía ver, sin vida. Había perdido toda forma y tenía el aspecto de una masa gris de protoplasma uniforme. Mientras Clive observaba, la masa se agitó débilmente. Al parecer, lo único que podía hacer era temblar.

—¿Ha acabado ya todo? Sidi Bombay, Horace, ¿ha acabado todo?

—No, Clive Folliot. Ahora aguardamos.

—¿Aguardamos qué? ¿Cuánto tiempo?

—Toda la eternidad, Clive Folliot, y ni un instante.

Clive entrecerró los ojos escrutando la nada gris. Toda la eternidad y ni un instante... ¿qué querría decir? Miró a Sidi Bombay, miró a Horace Hamilton Smythe. ¿Eran los vigorosos especímenes de mediana juventud con quienes había salido de Novum Araltum?

Por un momento, Sidi Bombay pareció ser un niño.

Por un momento, Horace Smythe pareció ser un débil anciano.

Clive parpadeó.

No, era Horace quien tenía el aspecto de un niño, sin pelo y sin dientes, y Sidi Bombay quien tenía el aspecto de un viejo, calvo y desdentado.

Clive se llevó la mano a los ojos. ¿Era la piel de su mano suave, lisa y rechoncha, la mano de un bebé? ¿Era apergaminada y sin sangre, la piel de un abuelo marcada por los años?

Parpadeó.

En el exterior del coche, el fango gris retrocedía, organizándose en una forma coherente.

La grisura se estaba aplanando, endureciéndose en una superficie discernible. Se extendía en todas direcciones, muy por debajo del coche. Por encima de los cristales del techo volvía a haber negrura, pero no era la negrura salpicada de estrellas que Clive había visto cuando el coche se alejaba a toda velocidad de Novum Araltum en la vana esperanza de alcanzar a la nave chaffri del muntor Eshverud. La presente era una negrura absoluta e ininterrumpida, una negrura que sólo podía ser imaginada por un minero atrapado en las profundidades del más hondo de los pozos de carbón en Gales.

Luego, muy lentamente, tan lenta y deliberadamente que Clive no pudo estar seguro de cuándo fue el primer momento en que fue visible para él, apareció muy por encima de sus cabezas el giratorio e hipnótico dibujo en torbellino que tan a menudo había visto al principio de sus aventuras.

¡La espiral de estrellas!

Clive alargó el brazo para ir a coger la manga de Horace Hamilton Smythe.

—Lo veo, mi comandante. No necesita preguntármelo, comandante.

—Pero, ¿qué significa, Horace? Vimos la espiral en Ecuatoria, luego la vi inscrita en la empuñadura del revólver que llevaba usted una vez, y la vi de nuevo en el casquete polar de la Tierra.

Desde detrás de Horace Smythe, Sidi Bombay dijo:

—Es el Signo de la Ordolita, Clive Folliot. Es el país de los gannines.

—¡Entonces es nuestro destino! ¡Nuestro destino al fin!

—Lo es, en efecto.

—¿Puede el coche llevarnos allí?

—Puede, Clive Folliot.

—¡Entonces llévelo allí, Sidi Bombay! ¡Llévenos allí, y nuestra larga lucha por fin acabará victoriosa!

Clive se percató de que Sidi Bombay y Horace Smythe intercambiaban de nuevo sendas miradas, pero, antes de que pudiera pedir una explicación, todo empezó a dar vueltas.

Un estruendoso estrépito hirió los tímpanos de Clive, y fragmentos de cristales rotos salieron disparados en todas direcciones. Las ropas de Clive quedaron hechas jirones y su piel agujereada y cortada en cientos de puntos. Fue un milagro que ni él ni sus compañeros quedasen heridos de muerte.

El coche daba vueltas enloquecido; la superficie gris y el cielo negro con su espiral de estrellas giraban vertiginosamente, primero la llanura por encima y el cielo por debajo del coche y luego al revés.

Clive se agarraba a la barra metálica, pero ésta se soltó y se le quedó en la mano. Mientras el coche iba dando tumbos sobre sí mismo, Clive cayó con los brazos y piernas extendidos. Sintió que chocaba con una piel desnuda que debía de pertenecer a Sidi Bombay. Barras metálicas, pedazos de madera de los muebles y de tela del tapizado arrancados por el impacto chocaban y rebotaban con violencia.

Se oyó un chillido de triunfo y, al volverse, Clive vio que la jaula de madera que había mantenido prisionero al chaffri había sido destrozada y aplastada por una pieza de maquinaria que le había caído encima. El chaffri, reducido a poco más que un charco de barro grisáceo, estaba conformando su protoplasma en una esfera perfecta. Rebotó una vez en un pedazo de cristal roto, adoptó la forma de un horrendo reptil alado y, lanzándose fuera del coche, voló por el medio desconocido con tanta rapidez como podían llevarlo las alas.

Por un instante el coche se estabilizó de forma parcial. Clive pudo ver a Sidi Bombay luchando con frenesí con lo que quedaba de los controles de la pequeña nave, y el vehículo respondió, en parte.

El indio se vio incapaz de volver a colocar el coche a nivel horizontal y mucho menos de dirigirlo hacia arriba de nuevo como hubiera sido necesario para alcanzar la espiral de estrellas, pero al menos consiguió detener las mareantes cabriolas y realizar un precario y tambaleante descenso hacia la llanura gris.

Largas líneas negras se hicieron visibles, dividiendo la llanura en lo que parecían interminables franjas paralelas de terreno. Muy por debajo del coche, Clive pudo observar la causa del desastroso impacto: era el tren que había visto en Q'oorna y en el polo terrestre, el tren que viajaba no por un par de carriles tendidos por la mano humana, sino por el laberinto de tiempo y espacio.

Al parecer, el tren había descendido desde arriba del coche. Quizá de modo deliberado, quizá sin advertirlo, su maquinista había embestido el coche de cristal.

Ahora el tren bajaba por delante del coche. Folliot se percató de que aquél también había recibido daños importantes. Pero, con todo, no tan importantes como los del coche. No obstante, las abolladuras en la plancha y los cristales rotos que se distinguían en el tren evidenciaban que no había salido ileso de su reciente encontronazo.

—¡Va a aterrizar debajo de nosotros! —exclamó Clive.

—¿Desea que lo esquive, Clive Folliot? Puedo detener el vehículo a cierta distancia del suelo y permanecer allí para trazar nuestros planes.

Clive hizo una rápida estimación de la velocidad del tren y de la del coche. En menos de un minuto se detendrían.

—No, Sidi Bombay. Tenemos que enfrentarnos a los canallas. Bien podemos hacerlo ahora mismo.

Sidi Bombay echó una mirada a Clive por encima de su hombro desnudo.

—Como desee, Clive Folliot. Usted es el jefe.

A Clive le fue imposible determinar si la respuesta del indio contenía o no un matiz de ironía. Decidió permanecer callado.

—Mejor que se agarre fuerte, mi comandante —recomendó el leal Horace Hamilton Smythe—. Éste será un aterrizaje algo brusco.

Con Sidi Bombay manejando todavía los controles, los otros dos hombres limpiaron todo lo que pudieron el interior del coche de los destrozos y desechos. Al contemplar los restos de la que había sido la jaula del chaffri, hasta hacía poco, Smythe suspiró:

—Casi teníamos a uno esta vez, ¿no, mi comandante? ¡Casi lo teníamos!

—Guarde los restos de la jaula, Horace —pidió Clive.

—Pero ¿por qué, mi comandante?

—No lo sé. Tal vez nos sean útiles.

El coche topó contra la llanura gris, rebotó hacia el aire, cayó de nuevo, patinó trazando una curva cerrada y se detuvo tambaleándose. Clive escrutó al ya inmóvil tren espacial y calculó la distancia entre él y la nave como inferior a la longitud de un campo de criquet.

Clive distinguió movimiento en los vagones del tren y forzó la vista para ver con más claridad qué estaba sucediendo. Para su horror y asombro, de los vagones descendían soldados como los que había visto cerca de las propiedades ancestrales de Tewkesbury, vestidos con una especie de armadura verdinegra, y formaban patrullas a lo largo del tren.

—¡Enemigos de nuevo!

—¡Podemos hacerles frente, mi comandante!

—Pero si los rens son aquellas monstruosidades con tentáculos que nos encontramos en Q'oorna y los chaffris son esas criaturas parecidas a mantis...

—Pueden adoptar muchas formas, Clive Folliot. Por ahora ya debe de haberlo comprendido usted.

—Desde luego —logró decir Clive—, desde luego. Pero entonces... —Meneó la cabeza, incapaz de continuar.

Una escuadra de soldados había dejado el tren y trotaba con un vivo paso ligero militar hacia los restos del coche.

—Tanto mejor para la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal —consiguió decir Clive. Bajó del coche, evitando con cautela los pedazos de cristales rotos y de metal desgarrado—. ¡Adelante pues, mis compañeros!

—¿No vamos a luchar contra ellos, comandante?

—Sería inútil, sargento. Parlamentaremos y veremos lo que se puede hacer.

—¡Pero nos tomarán prisioneros, mi comandante! —Los ojos de Horace revelaron el terror y la aversión con que contemplaba aquella perspectiva.

Clive no respondió, pues se hallaba ya en pie junto al abollado y ennegrecido morro del accidentado vehículo.

La escuadra de soldados trotó hasta una docena de metros de Clive y se detuvo con perfección unísona. El jefe de la escuadra, con la visera del casco echada para atrás, revelando así un semblante notablemente joven y agraciado, permaneció cara a cara con Clive.

Éste se disponía a hablar pero guardó silencio, sorprendido al ver que el oficial de armadura verdinegra le dedicaba un elegante saludo y le decía con una voz joven y cultivada:

—Las disculpas de mi superior al comandante Folliot y a sus compañeros por los desafortunados daños infligidos a su vehículo. Naturalmente se les pagará una indemnización completa... y mi superior invita al comandante y a su grupo a reunirse con él en el tren.

Mientras Clive meditaba su respuesta, el oficial levantó sus manos con guanteletes verdes y empezó a desenroscar su casco verdinegro, como si formara parte de un traje de buzo. Una vez que se hubo sacado el casco y lo hubo colocado bajo su brazo, el oficial vestido con armadura sacudió su larga melena rubia.

¡El oficial era una joven, apenas más que una muchacha!

—Acepto las disculpas de su superior y también la invitación que usted nos transmite —respondió Clive—. Pero usted sabe mi nombre y yo, por desgracia, ignoro el suyo.

Una atractiva sonrisa hendió los carnosos labios que Clive ya no consideraba en modo alguno como los de un muchacho.

—¿No me reconoce usted?

—Me temo que no.

—Bien, no te intrigaré más, tío abuelo. Yo soy de tu propia sangre, Clive Folliot. Yo soy Anna Maria Folliot.

—¡Folliot!

—Sí, tío abuelo.

—¿Pero..., pero cómo...?

—Tú eres el hermano menor de sir Neville Folliot.

—Ése soy.

—Neville es mi abuelo.

Clive contrajo las cejas.

—¿Cuántos años tienes, Anna Maria?

—Veinte.

—Entonces naciste en mil ochocientos setenta y seis.

La risa de la joven tintineó como diminutas campanillas de plata que sonaran con nitidez en el aire fresco de una mañana de invierno en el campo inglés.

—¡Tienes una manera de pensar tan acartonada, tío abuelo! Probablemente ya debes de saber que el tiempo no es ni tan simple ni la lógica tan sencilla como eso.

Clive frunció el entrecejo. Las sorpresas que el universo contenía no tenían fin. Cada vez que creía haber descubierto una verdad simple e irrefutable, la naturaleza le demostraba luego que estaba equivocado.

—Intento calcular el año de nacimiento de tu padre, Anna Maria. Tu padre, que habría sido mi sobrino.

Anna Maria interrumpió sus pensamientos:

—Nació en mil ochocientos cincuenta y ocho, tío abuelo.

—Pero yo nunca me enteré de que Neville se hubiera casado.

De nuevo la bella muchacha rió, y su risa hizo correr la sangre por las venas de Clive como un torrente, hizo hormiguear la piel de cada uno de sus miembros. ¡Pero no: aquella muchacha era de su propia sangre! Una vez, tiempo atrás, había estado a punto de lo indecible, antes de que se hubiera dado cuenta de que Annabelle Leigh, su querida Usuaria Annie, la de la incomprensible forma de hablar y de modales irresistibles, era su propia descendiente directa.

Anna Maria Folliot no era su descendiente directa, pero era la nieta de su hermano, y este conocimiento obligó a Clive a abandonar cierta línea de pensamiento que apenas se había abierto a su consideración.

—No querría ser descortés, tío abuelo, pero no tenemos tiempo para quedarnos aquí y trazar la historia de nuestra familia. Hay demasiado por hacer, y demasiado poco tiempo para hacerlo. Podemos ponernos al día respecto al árbol genealógico y a las anécdotas familiares más tarde.

Clive miró a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe. Era claro que ambos compañeros estaban dispuestos a descargar de sus hombros la responsabilidad de tomar las decisiones que había que tomar. En el pasado había habido ya momentos en que ellos habían tomado la iniciativa, y podría haberlos también en el futuro. Pero, ahora, Clive Folliot asumió solo la responsabilidad del mando. La responsabilidad de decidir.

—¡Vamos!

—¿No tenéis nada que llevaros del coche? —preguntó Anna Maria.

Clive negó con un movimiento de cabeza.

Los dos Folliot, Clive en su ropa de Londres de 1896 y Anna Maria en su reluciente especie de armadura, se pusieron uno junto al otro y se encaminaron hacia el tren. Clive echó un único vistazo por encima del hombro. Tras ellos, Sidi Bombay y el sargento Horace Hamilton Smythe eran escoltados por los soldados de armadura de Anna Maria. La relación que la escolta establecía con los escoltados y el estilo de la marcha podían interpretarse como los de una guardia de honor... o como los de los soldados que conducen a sus prisioneros de guerra.

Sidi Bombay había regresado un momento a los restos del coche y había recogido algo. Mientras Clive observaba, él lo agitó una vez junto a su cabeza con turbante blanco y se lo metió visiblemente en el taparrabos. Era la garra cibroidea que Sidi Bombay había obtenido en Q'oorna y que Clive no había visto desde que habían dejado aquel mundo oscuro. Cómo Sidi Bombay continuaba en su posesión, pensó Clive, era tan sólo uno más de los interminables misterios de la Mazmorra. Pero, si Sidi Bombay sentía que la garra podía ser útil de nuevo, Clive se alegraba de ver que la llevaba.

Cuando llegaron al tren, el grupo se detuvo. Anna Maria tomó del brazo a Clive y lo alejó de sus compañeros, alejándose así ella misma de sus soldados. Por indicación suya, Clive subió los escalones de un vagón que al parecer no había recibido daño alguno. Anna Maria lo siguió de cerca.

Ya arriba, se puso a su lado, y ambos se hallaron frente a un hombre de espléndido uniforme sentado tras un ornamentado escritorio.

—Abuelo —dijo Anna Maria al hombre de más edad—, el tío abuelo Clive ha llegado por fin.

Neville Folliot levantó la vista de la mesa y sonrió a su hermano menor.

—Me alegro mucho de volver a verte, Clive. ¿Tomarás una copa de brandy?

Petrificado y boquiabierto, Clive se quedó mirando a su hermano. Era incapaz de hablar.

—¿Has quedado sordo por algún accidente, Clive? ¿No me oyes? Te he ofrecido un trago.

—¿Qué estás haciendo aquí, Neville? Te vi por última vez en Tewkesbury. A ti y a padre. Y a Annabelle Leigh, mi tataranieta.

—Pero Clive, has sido tú quien ha venido a verme, no yo: tú. ¿Por qué debería darte explicaciones? —El labio superior de Neville se arqueó en una sonrisa que no estaba exenta de sarcasmo.

El cerebro de Clive trabajaba a toda velocidad. ¿Era aquél el auténtico Neville o era un doble? ¿O se trataba simplemente de una ilusión provocada por un ren o por un chaffri? Clive se había encontrado con los tres casos. De hecho, le habían dicho que el hermano y el padre que había visto en la mansión Tewkesbury eran falsos, y así también Annabelle Leigh, la Annabelle Leigh que lo había acompañado a la casa solariega. Observó con atención a Neville, intentando averiguar si estaba de veras o no frente a su hermano.

—¿Qué te pasa ahora, hermanito? ¿La señorita Minnie te comió la lengua?

¡La señorita Minnie! Sí, una variación de la frase «¿Te comió la lengua el gato?». La señorita Minnie había sido el gato de la infancia de Clive y Neville. Su amor por el rechoncho animal blanco y negro había sido una de las pocas cosas que Clive y Neville habían conseguido compartir. De niños, ambos habían amado aquella gatita, la habían adorado y habían competido para ganarse su afecto.

Ningún doble o simulacro podía saber lo de la señorita Minnie, ningún clon poseería aquella información. Respecto a si Neville era una ilusión, eso ya era más difícil de determinar. Si Neville era realmente un ser extraterrestre, que extraía la imagen y los mismos recuerdos de la cabeza de Clive, entonces, el recuerdo cargado de emociones de la señorita Minnie sería una de las más poderosas armas que podrían usarse para controlarlo.

Si hubiera alguien a quien pudiera preguntar, alguien que le pudiera ofrecer consejo...

Una voz fantasmal susurró en su cerebro:

Clive, él es real.

¿Du Maurier?, inquirió Clive mentalmente.

No, Clive. Soy yo, tu hermano Esmond.

¿Esmond? ¿Vero cómo sé yo..., cómo puedo confiar...?

Llega un momento, hermano mío, en que uno debe confiar. ¡Uno debe confiar! Para ti, el momento ha llegado, hermano mío. Para ti, el momento es este preciso momento.

—Ha sido tu tren espacial el que ha chocado contra el coche en que mis compañeros y yo viajábamos —dijo Clive a Neville.

—Oh, sí. Espero que nadie habrá sufrido heridas graves.

—¡A pesar de todos tus esfuerzos, Neville! Ha sido de puro milagro que Sidi Bombay, Horace Smythe y yo hayamos sobrevivido. Aún...

—Veo que has conocido a tu sobrina nieta.

—¡Te ruego tengas la bondad de no interrumpirme, hermano! Estamos actuando en interés de toda la humanidad. ¡De toda la humanidad y más! Los gannines...

—¡Por favor! —Neville alzó la mano—. Por favor, hermanito. Siento haberte disgustado. Comprendo que te hayas disgustado, desde luego. Pero...

—¿Qué ocurrió en Tewkesbury? ¿Qué ocurrió después de que me fuera de Londres? ¿Dónde está Annabelle? ¿Y qué ha pasado con padre?

De nuevo, Neville lo interrumpió alzando una mano. En un singular momento de abstracción, Clive se halló con la mirada concentrada en los intrincados dibujos bordados en el puño de la manga de Neville. A primera vista, los hilos metálicos parecían formar una muestra abstracta por completo e incluso distribuida al azar, pero al examinarla con más atención se hacía visible una disposición más ordenada. Enterrada bajo los remolinos y las fiorituras del bordado se ocultaba la conocida espiral de estrellas.

—Por favor —rogó Neville—, siéntate y ponte cómodo, hermanito. Ya no somos unos colegiales pendencieros. Al menos, espero que no.

Bufando de cólera, Clive accedió a la petición de Neville. Los dos hermanos se clavaron los ojos mutuamente.

—No voy a discutir contigo, por eso Neville —dijo Clive—. Mis objetivos son demasiado elevados para atarme con pequeñas normas de cortesía. Pero por el momento al menos... prosigue.

Neville Folliot ladeó la cabeza.

—Muy bien, hermano Clive. Padre está muerto.

—¿Muerto?

—Me parece que hablo claro.

—¿Cómo murió? ¿Y cuándo?

—Era ya un anciano la última vez que estuvimos los tres juntos en Tewkesbury. El final le llegó poco después de que partieras. Fue un final dulce, Clive. En medio de nuestra habitual existencia rústica, padre se fue con gran paz y tranquilidad. Estaba echando una cabezadita y, cuando llegó la hora de despertarlo, el anciano simplemente había dejado de vivir.

—¿Los tres juntos en Tewkesbury? No recuerdo tal ocasión... a menos que te refieras a un encuentro en mil ochocientos sesenta y ocho o anterior, Neville.

—Me refiero a nuestro encuentro de hace menos de veinticuatro horas, hermanito. Nuestra reunión en la biblioteca de la mansión Folliot.

—¿Eras de veras tú, Neville? Creí que había sido alguno de tus sustitutos.

—No, Clive. ¿Qué te lo hizo pensar?

En efecto: ¿qué se lo hizo pensar? Su conversación con Horace Smythe y Sidi Bombay. ¿Le habían mentido, sus dos compañeros más queridos? ¿O habían estado equivocados? ¿O era Neville el mentiroso? ¿Le estaba mintiendo ahora, su hermano mayor?

Esmond Folliot susurró en la mente de Clive:

Confía en él, hermano. Ahora es el momento. Debes confiar en él.

—No importa, Neville —dijo Clive haciendo un esfuerzo—. No te preocupes por todo eso. Eras tú, entonces, quien estaba en Tewkesbury. Te creo.

Clive hundió la cabeza entre las manos. Aunque él y su padre habían sido menos que amigos, aunque el viejo barón había preferido siempre a Neville antes que a Clive y durante toda su vida había acusado a Clive de la muerte de su madre (una tragedia de la cual Clive no era culpable en absoluto), no obstante había estado atado al barón por el más íntimo lazo de sangre, el de padre e hijo. La pérdida de su padre lo afectó con más intensidad de lo que hubiera esperado.

—Nunca volveré a verlo, entonces, Neville.

—Oh, ¡nunca se sabe!

Clive, asombrado, levantó los ojos para mirar a los de su hermano.

—¿Qué quieres decir? —Quizá, reflexionó, Neville también había estado en comunicación con su hermano nonato Esmond. Los propios contactos de Clive con Esmond habían sido escasos y débiles, más turbadores que satisfactorios. Y sin embargo..., y sin embargo..., ¡qué irónico sería que el alma incorpórea de su hermano no nacido demostrara ser el gran eslabón que reuniera a los hermanos separados Folliot!

También estaban los contactos de Clive con George du Maurier. Esos diálogos incorpóreos habían comenzado antes de la muerte de Du Maurier. Quizá forjar los lazos mentales con Du Maurier mientras aún vivía había sido lo que había posibilitado el casi completo intercambio de pensamientos con cualquiera que fuese el reino que se hallaba tras el velo...

—Quiero decir —respondió Neville Folliot— que para los que pueden viajar a través del entramado del tiempo y del espacio, todos los hombres están muertos y vivos a la vez. Sí, muertos y vivos a la vez. Padre y madre, tú y yo, tus diversas amantes...

Clive farfulló una protesta ante la poca delicadeza con que había utilizado el término amantes...

Neville sonrió.

—Clive, hiciste un hijo a la señorita Leighton y luego la abandonaste para correr tras..., ¿quién era aquella extraña criatura de palidez mortal y pelo verde como el bosque?

—Era lady 'Nrrc'kth —susurró Clive—. Me dijo que te conocía, Neville.

Una sonrisa melancólica rozó el rostro de Neville y enseguida se esfumó.

—Es cierto, hermano Neville. Lady 'Nrrc'kth y yo nos conocimos, y el placer fue todo mío.

Clive apretó los puños y los dientes, en un esfuerzo por controlarse. Cuando se vio capaz de hablar otra vez, dijo:

—Lady 'Nrrc'kth era una mujer muy superior a lo que tú puedes aspirar para casarte, Neville. Fue involucrada en el asunto contra su voluntad, sirvió con nobleza a la causa y murió valerosamente en la lucha contra los chaffris y los rens.

—Bien, bien, puede que sea así.

—Y, si pudiera regresar a la Mazmorra, rescatarla en el momento de su muerte y llevarla a un lugar más seguro, ¿volvería a vivir de veras, Neville?

—Ay, hermano, no viviría. Esta es una ley inmutable de la existencia, tanto en la Mazmorra como fuera de ella. Uno vive su propia vida, uno sufre su propia muerte. Podemos visitar el pasado y el futuro, y hasta tal punto que podemos cambiarlos. Pero la ley de la vida y la muerte es superior a nuestro poder para cambiar.

—Luego padre también está de veras muerto.

—Oh, sí.

Clive alzó la vista una vez más para fijarla en la de su hermano.

—Y tú eres el barón Tewkesbury.

Neville sonrió. En su expresión había una falsa modestia, y más de un indicio de orgullo.

—Lo soy, en efecto.

—Vergüenza para nuestra casa, Neville. ¡Que tú hayas llegado a ser lord Folliot, tú que eres un traidor no sólo a tu soberana, sino a tu raza, a tu mundo, un traidor para todos los seres libres! ¡Vergüenza, Neville! ¡Creí haber visto el no va más en lo frívolo y lo traicionero, pero tú has superado con creces todo lo que he presenciado hasta el momento!

Neville Folliot estalló en carcajadas.

—¡Menudo mojigato estás hecho, Clive! ¡Y menudo hipócrita también! Ya te enfrentaste conmigo por mis frivolidades tiempo atrás...

—¡Y ya pagué por ello!

—Y supongo que me censurarás por la unión de la cual desciende nuestra encantadora Anna Maria.

—No lo sé, Neville. ¿Quién es la abuela de la muchacha? El padre de Anna Maria, ¿fue concebido bajo circunstancias honorables? ¿Dónde está él? ¿Quién es? ¿Quién es la madre de ella? ¿Y dónde está tu propia esposa, hermano Neville? Tienes mucho de qué responder.

—No me largues sermones, Clive, y no me preguntes como si yo fuera un escolar descarriado y tú el maestro. ¡Me estás probando la paciencia! Soporto tus estupideces porque eres mi hermano, y porque eres inofensivo del todo. En ocasiones incluso rozas lo divertido, pero ya basta. Ahora voy a decidir qué hacemos contigo y con tus compañeros.

—¿Qué pasa con mis compañeros?

—Oh, tu paleto campesino y tu amigo moreno están bastante a salvo. Los he puesto a trabajar para ganarse el sustento.

—¡Paleto campesino! ¡Amigo moreno! ¡Horace Smythe y Sidi Bombay valen cada uno doce hombres como tú, Neville! ¡Si supieras los actos heroicos que han llevado a cabo, cada uno de ellos, y muchas veces cada uno de ellos!

El acalorado diálogo se vio interrumpido por una serie de golpes sordos y gritos procedentes del exterior del tren. Neville Folliot se levantó de su asiento de un salto y se precipitó hacia un costado del vagón, donde unas pesadas cortinas tapaban unas grandes ventanas. Apartó a un lado las cortinas, con Clive Folliot a su lado y la discusión por el momento olvidada.

Fuera del vagón, la llanura gris se extendía interminable en todas direcciones. Las líneas negras que Clive había visto desde el coche aéreo (o que creía que había visto) ya no se advertían. Después de todo, quizás habían sido una ilusión.

Soldados de armadura verdinegra salían disparados de los vagones, formando en unidades militares de exacta alineación y alejándose a paso ligero.

Sin mediar palabra, ambos hermanos se dirigieron a la salida y bajaron a la llanura gris. Clive se agachó un instante para tocar el suelo. A la vista parecía duro, sólido, uniforme. Pero para el tacto parecía no haber superficie. Extendió los dedos, esperando un material parecido a la pizarra, pero aquéllos no tocaron nada. No había suelo, no había llanura. Clive apretó la mano hacia abajo y, al llegar a cierto punto, simplemente no se hundió más.

Clive se enderezó.

Se había reunido una gran masa de soldados, y habían formado en filas y columnas con una precisión que habría provocado envidia a la Guardia de Su Majestad.

En pie frente a los soldados, con su cuidada y reluciente armadura (¿y de dónde, se preguntó Clive a sí mismo, procedía la luz?), se hallaba Anna Maria Folliot, con el casco bajo el brazo. El aliento de una brisa le agitó el pelo, y Clive se preguntó de dónde provenía el viento.

Durante un instante permaneció abstraído por su belleza. Anna Maria poseía las mejores características de los Folliot: los huesos sólidos y fuertes, la tez propia de la campiña inglesa, el pelo suave y brillante que ondulaba con languidez a cada soplo del céfiro... Pero tenía también otro conjunto de características. Si Neville era su abuelo, entonces tres cuartas partes de su herencia eran desconocidas para Clive.

¿A qué lugares había viajado Anna Maria? ¿Cuáles habían sido los principales hechos de su vida? ¿Qué la había traído a aquel extraño lugar, qué la había llevado a la posición de mando y autoridad que tan claramente poseía?

Anna Maria dio media vuelta, miró interrogante a Neville y asintió con la cabeza en respuesta a un conjunto de instrucciones pronunciadas con tanta rapidez y de un modo tan críptico que Clive fue incapaz de captar su significado. Luego se volvió hacia los soldados y lanzó una orden contundente.

Los soldados dieron media vuelta y se alejaron con marcial paso ligero hacia el extremo final del tren.

Clive alargó el brazo para tocar el hombro de su hermano, con la intención de pedirle una explicación respecto a aquel nuevo giro de los acontecimientos. Pero Neville ya había dejado atrás a Clive, y trotaba paralelo a Anna Maria Folliot y a los soldados de reluciente armadura.

Una masa en movimiento atrajo la atención de Clive, y echó a correr hacia ella, distanciándose de la unidad militar. Su hermano lo siguió, pisándole los talones.

La masa en movimiento perfiló sus contornos. Era un conjunto de cuerpos, todos ellos humanos, pero ataviados en una mezcolanza de estilos que iba desde lo exótico y lo desconocido a lo civilizado y urbano, desde lo antiguo y primitivo a lo actual y, sospechó Clive, a lo futuro.

Por un instante le recordó al abigarrado cuerpo de guerreros al que se había enfrentado en Q'oorna, cuando había golpeado el enorme gong: legionarios romanos, guerreros apaches, samurais japoneses y zuavos europeos mezclados de forma indistinta. Pudo ver que algunos de los guerreros eran mujeres, pero aquello no debería haberlo sorprendido, en vista de la posición de mando de su sobrina nieta bajo las órdenes de Neville.

Y, mientras el conjunto de brazos, piernas y torsos seguía agitándose, una forma de mayor estatura y más oscura se elevó del centro.

Por un momento Clive pensó que podía tratarse de uno de los monstruos rens, lleno de tentáculos, trompas chupadoras y garras; pero no, aquel ser era un monstruo de muy diferente especie.

Llevaba un traje negro cuya chaqueta estaba hecha jirones y cuyos pantalones le quedaban cortos. Su piel tenía la palidez de la muerte, o la palidez de lady 'Nrrc'kth; sin embargo, se trataba más bien de la palidez mórbida de la tumba que de la exótica blancura de aquella mujer de belleza glacial.

Como un ciervo rodeado por lobos, la antinatural creación de Henry Frankenstein luchaba encarnizadamente para defender su vida. Un lancero vestido al estilo de los días del Egipto faraónico lo agarró por un brazo, y una mujer ataviada con unos pantalones incandescentes y una blusa que parecía estar llena de gusanos retorciéndose lo cogió por el otro.

Y entonces el monstruo giró sobre sí mismo, extendiendo los brazos.

En un segundo los dos atacantes se vieron barridos por sus brazos vestidos de negro, salieron disparados por encima de las cabezas de sus compañeros y fueron a chocar contra los que no consiguieron evitar el impacto.

El monstruo lanzó un bramido y levantó un pie. Otro atacante, éste con el aspecto de un sacerdote azteca, se aferró a su pierna. El monstruo emitió un aullido de rabia y abatió su mano contra el azteca. Éste se vio arrebatado de la pierna, cayó de espaldas en el suelo gris y fue pisoteado, para su desgracia, por la maciza bota del monstruo.

Clive oyó el crujido de huesos humanos al quebrarse.

El monstruo se volvió como si buscara desesperadamente una vía de escape. Sus ojos se encontraron con los de Clive. El intercambio de miradas duró tan sólo una fracción de segundo, pero en este fugaz instante Clive pudo interpretar el mensaje del monstruo.

Para empezar, ¿por qué lo habían atacado los soldados?, se preguntó Clive. Pero no había tiempo para resolver aquella cuestión. El monstruo era un inhumano muerto viviente, un ser construido como una blasfemia a partir de los restos de la tumba. Clive sintió que se le revolvía el estómago al recordar su encuentro con el monstruo en el casquete polar terráqueo. Él había subido a un vagón del tren cuando éste se posó en el mar hirviente, y el monstruo había subido a otro.

Luego se había encontrado en el Londres de la última década del siglo diecinueve. Sea como fuere, el monstruo había aparecido ahora allí, en aquel extraño y extraterrenal lugar que era lo más cerca que Clive había llegado a la espiral de estrellas y al país de los gannines.

El monstruo bregaba por conseguir salir del desorganizado asedio de sus políglotas atacantes. Más allá del apiñamiento de figuras, Clive creyó poder distinguir dos formas más familiares que corrían hacia él. ¡Sí, eran ellos! ¡Eran Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe!

El monstruo había reconocido en Clive un rostro familiar y, aunque el muerto viviente había expresado su odio por Clive en su anterior encuentro, ahora luchaba para abrirse paso y llegar a él. Conocía a Clive, sabía que éste lo recordaría y que podía ser un aliado, un aliado conocido frente a lo desconocido y hostil.

Abatiendo sus poderosos brazos y lanzando atacantes a los lados a cada paso, el monstruo avanzaba. A Clive le recordó a un robusto animal quitándose los lobos hambrientos de encima. ¿Quién era el monstruo, quién era el atacante? Si la memoria no le fallaba, en la novela de la señora Shelley y en las dramatizaciones que habían llevado su historia a todos los teatros del mundo, el monstruo había sido, al menos al principio, una criatura inocente. Habiendo cobrado existencia no por su propia voluntad, sino por la del exaltado doctor Frankenstein, el monstruo se había visto perseguido por hombres y perros y había encontrado a su único amigo en un ermitaño ciego, sólo para que unos hombres que veían lo expulsaran de la cabaña del invidente. Despreciado y rechazado por todos, incluso por su creador, el monstruo había sido abandonado a su suerte, empujado a errar hacia su inevitable muerte entre los témpanos de hielo del polo.

¡Pero no había hallado la muerte!

De una forma u otra, el monstruo había encontrado refugio en una cueva de hielo. Allí había quedado congelado y así había permanecido durante incontables años, hasta que Clive y Chang Guafe lo habían liberado de su glacial encarcelamiento. ¡Y ahora aparecía en aquel extraño planeta!

¿Era una amenaza o una víctima?

Su odio hacia Clive, ¿había sido el instinto intrínseco de una criatura cuyo único deseo era destrozar y asesinar? ¿O era que el monstruo simplemente reflejaba las emociones que le habían imbuido sus perseguidores?

Clive consiguió esbozar una tenue sonrisa e insinuar un gesto de ánimo, de bienvenida.

Con la horrenda imitación de una sonrisa en sus facciones cadavéricas, el monstruo avanzó a sacudidas aún más desesperadas hacia Clive. Logró desembarazarse de sus enemigos y recorrió la distancia gris que lo separaba de Clive Folliot a una velocidad asombrosa.

Mientras el monstruo escapaba del cerco de sus asaltantes, Sidi Bombay y Horace Smythe se acercaban corriendo a Clive. Los tres llegaron al mismo tiempo. Sidi Bombay y Horace Smythe pudieron ver que Clive y el monstruo se conocían de algún modo, pero por precaución dejaron a Clive entre ellos y el ser gigante.

La brigada de soldados de armadura bajo el mando de Anna Maria Folliot se estaban dirigiendo a paso ligero hacia el cuarteto. Desde el lado opuesto, la chusma de atacantes del monstruo se había agrupado en una banda desorganizada y avanzaba de nuevo.

Tras Clive y sus compañeros se hallaba el tren. Delante, una infinita extensión gris y uniforme.

Podían intentar subir al tren, podían huir por la llanura uniforme, o podían quedarse y luchar, atrapados entre dos grupos de atacantes.

Clive notó los ojos de sus tres compañeros posados en él. Se habían vuelto hacia Clive en busca de un jefe, esperando una decisión.

Sólo durante una fracción de segundo, Clive Folliot cerró los ojos con fuerza y realizó un esfuerzo mental supremo. Sintió como si hubiera abandonado su cuerpo. Podía mirar hacia abajo y verse a sí mismo y a sus tres compañeros, a la banda abigarrada que había atacado al monstruo y a la brigada verdinegra mandada por Anna Maria, todos ellos inmovilizados como si hubieran sido captados por un daguerrotipo.

Cerca de él, Clive vio a su hermano Neville.

Sólo Neville, de los incontables hombres y mujeres que tenía a su alrededor, parecía no estar petrificado, estar consciente de la situación y ser capaz de actuar. Levantó un puño amenazador hacia Clive y lo agitó. Su boca se abrió y de ella surgieron palabras.

Pero todo a un raro ritmo lento, como si Neville se moviera a media velocidad, a un cuarto de velocidad, a un octavo. Lentamente, cada vez más lentamente.

Clive se halló sumido en una claridad cegadora.

George du Maurier dijo:

¡Tú estás al mando!

Esmond Folliot dijo:

¡Tú eres el Señor de la Ordolita!

¡Esmond!

¡Te digo que eres el Señor de la Ordolita!

¿Qué significa eso para ti?, preguntó Clive.

¡Regresa!

Tú nunca naciste. Nunca viviste, replicó Clive. ¿Qué puede importarte?

¡Debes mandar!

¡No lo haré, Esmond! No hasta que respondas a mi pregunta.

Du Maurier, nuestro alumno se quiere imponer.

Mejor así, dijo Du Maurier. ¿Debe mandar alguien débil de carácter?

Ha conocido a sultanes.

Ha conocido a Philo Goode, Esmond. ¡Ha conocido a Timothy F. X. O'Hara!

Y ha sobrevivido. ¿Qué posibilidades se le daban al principio, Du Maurier?

No solamente ha sobrevivido. Ha crecido. Está casi a punto.

Hmmm. Quizás esté a punto, entonces.

Es culpa mía, hermano Clive. Tú ibas a ser el primogénito. Intenté usurpar tu lugar y fracasé...

¿Qué quieres decir? No sabemos nada de nuestras vidas de antes de nacer, dijo Clive en silencio.

¡No recordamos nada de ellas, querrás decir!

¿Qué más da? ¡La sucesión de una baronía rural! ¡Realmente, Esmond...!

¡No comprendes, Clive! ¡El siguiente barón Tewkesbury habría sido el Señor de la Ordolita! ¡Y este barón eres legítimamente tú, Clive! Pero a causa de mi ambición me vi negado a la vida, y por despecho procuré un tal desorden que Neville nació antes que tú. Por eso él es ahora el barón Tewkesbury, ¡mientras que tú eres el legítimo Señor de la Ordolita! Los dos papeles, el de barón y el de Señor de la Ordolita, quedaron separados. ¡Regresa y reclama lo que es tuyo! ¡Ejerce el mando en nombre de tu autoridad legítima! Eso es lo único que puede salvar...

Se oyó un trueno como el de un relámpago cercano en una tormenta de Ecuatoria y Clive se halló rodeado por Sidi Bombay, Horace Hamilton Smythe y el monstruo de Frankenstein.

Tocó a cada uno de ellos, un solo instante, posando la palma de la mano en la cima de sus cabezas. Para alcanzar la del monstruo tuvo que ponerse de puntillas y estirar el brazo tanto como le fue posible, pero al final lo logró.

Los tres se movieron. Los dos grupos de atacantes continuaron inmóviles.

Neville Folliot, con los ojos refulgentes por el odio y el terror, siguió avanzando a grandes zancadas hacia Clive, pero caminando con terrible y lenta deliberación. Había desenfundado una pistola y la estaba levantando hacia su hermano.

Clive salvó la distancia que lo separaba de Neville antes de que éste pudiera llevar el arma a la altura necesaria para apuntar, y colocó la mano en la muñeca de su hermano. Sin embargo, no ejerció presión alguna en ella, no hizo esfuerzo alguno para apartar la pistola.

En cambio, dijo:

—Neville, soy el Señor de la Ordolita. Te ordeno que bajes la pistola.

Con infinita lentitud, Neville cumplió lo que se le ordenaba. Sus ojos lanzaban destellos de desesperación, le temblaban todos los músculos y el sudor le caía de la frente. Pero con infalible seguridad devolvió el arma a su pistolera. Abrió la boca para hablar, pero sus movimientos fueron tan lentos que Clive simplemente hizo caso omiso de ellos.

—Sé lo que hay que hacer —dijo Clive a sus compañeros—. Vengan conmigo.

No se volvió para ver si ellos lo seguían, pues semejante duda no entró en su consideración. Emprendió el camino con paso eficaz y decidido, pero no apresurado. Pasó junto a la brigada de soldados de armadura, aminoró el paso un momento para contemplar a su sobrina nieta Anna Maria, y meneó la cabeza con pesar. No había tiempo para aprender a conocerla mejor.

Al llegar a la parte delantera del tren se cogió a una barandilla de metal y trepó a bordo de la cabina de la máquina. Allí había la tripulación corriente: un maquinista, un piloto, un encargado de los mapas de navegación y un mecánico. Parecían hallarse ilesos, pero estaban paralizados como el resto de guerreros formados en la interminable llanura gris.

Clive se volvió hacia Sidi Bombay y los demás.

—No les hagan daño, pero sáquenlos de aquí.

—¿Qué...?

—Obedezcan.

Mientras sus ayudantes bajaban a la tripulación, Clive dijo:

—Desengancharemos la máquina del resto de los vagones. ¡Seguimos adelante!

La máquina que arrastraba el tren espacial tenía sólo una ligera semejanza a las locomotoras con las que Clive estaba familiarizado.

—Parece uno de los extraños artilugios sobre los que escribe el señor Verne —comentó con admiración Horace Smythe—. Puntiaguda y lisa, como una resplandeciente bala gigante.

—Eso no importa —dijo Clive—. Lo único que me preocupa es: ¿podemos ponerla en marcha?

Smythe examinó los controles frotándose el mentón y musitando por lo bajo todo el tiempo. Clive lanzó una mirada a Sidi Bombay. El indio permanecía inmutable, observando también a Horace Smythe. Clive se volvió para mirar a la creación del doctor Frankenstein. El monstruo, como Sidi Bombay, miraba a Horace Smythe en absorta concentración.

Incapaz de contener su impaciencia, Clive miró fuera de la cabina. La enigmática espiral de estrellas continuaba suspendida en la negrura por encima del tren.

¿Giraba la espiral, o era la angustia de Clive lo que le hacía imaginar que estaba girando? ¿Eran las estrellas soles ardientes a incontables millones de kilómetros de la Tierra y de su propia llama iluminadora, o eran simplemente diminutos puntos de luz, no más que velas o minúsculas llamas de gas que colgaban de forma obsesionante más allá del alcance humano?

Clive sabía que Annie había recuperado de nuevo la reluciente máquina metálica arrebatada a las fuerzas japonesas en el atolón de Nueva Kwajalein. ¿Podría Annabelle subir con ella hasta la espiral de estrellas?

Atrás, en la inacabable llanura gris, Clive podía ver las dos huestes de las que él y sus compañeros habían escapado. Un bando seguía formado en una alineación perfecta, con sus soldados vestidos con idénticas armaduras relucientes; el otro bando era tan variado como el primero era uniforme, y desordenado como el primero disciplinado. Y en ninguno de ambos ejércitos se movía músculo alguno.

Sólo se movía la forma del hermano de Clive, Neville. Con angustiosa lentitud, Neville seguía luchando para llegar al coche. Tenía el rostro enrojecido por el supremo esfuerzo, y los músculos, hinchados. Parecía un hombre corriendo por un estanque de fluido viscoso.

—¡Venga ya, sargento! —Clive no se pudo contener más—. ¿Puede hacer funcionar ese trasto de una vez?

Smythe se volvió del panel de complicados controles. Frunció el entrecejo y luego pareció tomar una decisión.

—¡Sí, mi comandante! ¡Puedo hacerlo, mi comandante! Pido disculpas por el retraso, pero esos controles son muy extraños para mí. Sin embargo, creo que puedo hacerlo, mi comandante. ¡Estoy listo para probarlo!

—¡Estupendo, sargento Smythe!

Sidi Bombay y el monstruo se pusieron manos a la obra para desenganchar la máquina del primer vagón del tren.

Neville Folliot se acercaba poco a poco a la plataforma.

Horace Smythe estaba trabajando con los controles. La máquina vibró.

Neville extendió una mano hacia la barandilla.

El dispositivo de enganche que unía la máquina al resto del tren se abrió con un chasquido metálico.

La máquina dio un bandazo hacia adelante.

Los dedos de Neville se cerraron en torno a la barandilla.

El sargento Smythe tiró de una palanca. La máquina se elevó de la monótona llanura gris. Aunque la locomotora aceleraba de forma progresiva, todavía no había alcanzado gran velocidad. A lo lejos, al otro lado de la ventana, destacando en el cielo uniforme como un punto negro en una hoja de papel, algo volaba enloquecido hacia la máquina. Mientras Clive observaba, el punto de negrura fue creciendo. Era una miniatura perfecta de lady 'Nrrc'kth.

Clive la llamó y extendió el brazo hacia la bella criatura.

—¡Alto, mi comandante! ¿Es que no se da cuenta de lo que es?

—¡Es lady 'Nrrc'kth, Horace!

—¡No, mi comandante! ¡Es el chaffri! ¡Está concentrando todas sus fuerzas en usted, mi comandante! ¡Por eso yo puedo ver su auténtica forma! ¡No deje que vuelva a entrar, mi comandante!

—Horace tiene razón —dijo Sidi Bombay desde detrás—. ¡No lo deje entrar, Clive Folliot!

—¡No! —les gritó Clive—. ¡Aunque estén ustedes en lo cierto, puede que nos sea útil! Horace, vea si puede construir una jaula.

En breves momentos, Horace Smythe armó una jaula, similar a la que había quedado aplastada en el coche, con unos maderos que encontró en un rincón. Era un trabajo improvisado, pero parecía bastante robusto, aunque tosco. Smythe se hizo a un lado, quedando oculto desde el exterior de la máquina.

Clive se colocó frente a la ventana con los brazos abiertos:

—¡Querida! ¡Lady 'Nrrc'kth! ¡Ha regresado a mí!

El chaffri entró volando por la ventana de la máquina. Clive se apartó a un lado al tiempo que Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay caían sobre el chaffri y lo encerraban de nuevo en una jaula.

Atrapado e indefenso en su improvisada prisión, el chaffri burlado enloqueció de rabia. En una rapidísima secuencia adoptó una docena de formas. Plumas, tentáculos, escamas, placas, pelo, recubrieron en sucesión su cuerpo. Una serie de gemidos penetrantes surgieron de su garganta, mientras colmillos y garras horrorosos arañaban el interior de la jaula.

Al final se derrumbó en un rincón de su cárcel. Se tornó resbaladizo, se derritió y formó un charco. Con cierta sensación de culpabilidad ante su propio humor negro, Clive hizo notar en voz alta que no parecía sino un flan pasado. Tenía un único rasgo distinguible: una hilera de grandes dientes que rechinaban de frustración.

La máquina seguía acelerando, hacia adelante y hacia arriba.

En la parte exterior de la máquina, Neville Folliot había conseguido por fin trepar hasta la altura de una ventana. La locomotora había despegado de la llanura, pero se desplazaba sólo a poco más de un metro de altura.

Clive Folliot se asomó y contempló el rostro de su hermano. Neville había conseguido levantar con gran esfuerzo un brazo y agarrarse a una barra de metal de un costado de la máquina. Pero Clive se dio cuenta enseguida de que, sin ayuda, Neville no lograría subir a la cabina de la máquina. Abandonado a sus recursos, aflojaría su asimiento, se soltaría y caería de nuevo a la llanura.

La máquina se elevaba y aceleraba cada vez con más rapidez. Los pies de Neville habían perdido contacto con el suelo, mientras él se aferraba con desesperación al costado de la máquina. El vehículo adquiría cada vez más altura e iba cada vez más deprisa.

Escudriñando en la penumbra exterior, Clive estimó la altura que había alcanzado la locomotora. Si Neville caía desde allí, moriría, con toda seguridad.

Un centenar de emociones mezcladas se apoderaron de Clive Folliot, un millar de recuerdos pasaron fugaces por la pantalla de su mente como imágenes de una linterna mágica. Neville gastándole bromas o fanfarroneando con él, de niños. Neville arrastrándolo a una enloquecida persecución a través del África Oriental. Neville tendido, con aspecto de estar muerto, en un féretro, con el enigmático diario, que había llevado a Clive a desgracia tras desgracia en su viaje por la Mazmorra. Neville traicionando la confianza de Clive una vez tras otra. Neville vendiendo el honor de los Folliot.

Lo único que tenía que hacer Clive era dejar que Neville cayera; así se libraría de él para siempre. Otras consideraciones aparte, aquel suceso podría permitir que Clive heredase el título de barón de Tewkesbury. Neville se había casado y había tenido un hijo, y aquel hijo se había casado y había tenido una hija, Anna Maria Folliot. ¿Vivía aún el padre de Anna Maria? Si era así, entonces, con la muerte de Neville, el título de Tewkesbury recaería sobre él; o si no, sobre Anna Maria. Clive había quedado en tercer lugar en la línea sucesoria. Pero, título o no, no tenía la suficiente sangre fría para dejar morir a su hermano.

—No lo hago por ti, Neville —refunfuñó Clive por lo bajo—. ¡Lo hago por la querida señorita Minnie!

Extendió el brazo hacia su hermano y lo ayudó a trepar a la cabina. Tenía todas las razones del mundo para abandonar a Neville a su destino. Pero no podía hacerlo.

Los dos hermanos permanecieron frente a frente. Al final Neville dijo:

—Gracias, Clive.

Con igual rigidez, Clive contestó:

—De nada, hermano.

Neville examinó la situación en la cabina de la máquina. Miró de nuevo hacia la llanura gris donde continuaba el resto del tren espacial. Asintió con la cabeza como si hubiera estado meditando sobre un problema difícil y hubiera llegado finalmente a una conclusión. Miró con más atención a Horace Hamilton Smythe y le dedicó un saludo seco con la cabeza; luego miró a Sidi Bombay y repitió el gesto, esta vez más breve y superficial. Al monstruo de Frankenstein, sólo se quedó contemplándolo unos momentos, paralizado y enmudecido.

El monstruo, hasta entonces inmóvil como una estatua, abrió los ojos muy abiertos y extendió una mano hacia Neville.

—Insecto, ¿te maravilla lo que tienes ante ti? ¿No sabes nada de mi origen y mi naturaleza? Lo que tu insignificante raza es para tu Dios, que os creó, o que imagináis que os creó, la mía lo es para la vuestra. ¡Mi especie, de la cual yo soy el único representante gracias a la perversión del mismo hombre que me creó, y que creó y destruyó a la compañera cuya existencia era lo único que suplicaba en mis plegarias!

Con los ojos encendidos se volvió hacia Clive:

—¡Tú, Clive Folliot, me sorprendes!

—¿Lo sorprendo?

—Había pensado mal de ti, Clive Folliot.

—¡Así debió de ser, en efecto! Usted intentó ahogarme echándome por la borda de la embarcación fabricada por Chang Guafe.

—Tengo cierta inclinación por los ahogamientos, Clive Folliot. No pongas a prueba mi paciencia. Sin embargo, he sabido muchas cosas acerca de tu hermano Neville Folliot, y para cualquier observador de mente clara es evidente que Neville te ha herido y te ha ofendido. Con todo, en el momento definitivo, cuando podrías haberlo entregado a su destino por el simple método de negarle tu ayuda (sin tomar parte activa en su perjuicio, Clive Folliot), le concediste esta ayuda. Dime, Clive Folliot, ¿por qué actuaste así? Estoy desconcertado. Te había considerado un mortal por cuyas maldades no merece el menor miramiento, salvo el de ser aplastado bajo un talón vengador como una indefensa hormiga es aplastada bajo la bota de un patán. No te había considerado más digno de respeto moral que esa criatura farfullante y temblorosa que se acurruca en aquella jaula.

El monstruo interrumpió su discurso y señaló con gesto dramático al chaffri que yacía hecho un ovillo contra los barrotes, temblequeando y gimoteando débil y miserablemente.

Clive iba a responder al monstruo, pero, antes de que pudiera pronunciar una sílaba, el monstruo prosiguió su perorata.

—Fuiste objeto del más violento de los rencores, fuiste víctima de la más atroz de las afrentas y provocaciones por parte de tu hermano. Y, sin embargo, has demostrado, para él y para su supervivencia, una generosidad desinteresada. ¿Por qué, Clive Folliot, por qué? Perteneces a la clase opresora y privilegiada de la más depravada sociedad que existe en la faz de la Tierra, y, a pesar de eso, realizas un acto de caridad altruista. ¿Comprendes siquiera el auténtico motivo que te ha llevado a realizar este acto? ¿Posees, después de todo, un sentido moral digno de mi consideración? Respóndeme esas preguntas, Clive Folliot. ¡Habla!

Antes de que el monstruo pudiera retomar el aliento y proseguir su discurso, Clive consiguió responder:

—Lo salvé por una gatita, monstruo. Ése fue el verdadero motivo.

El monstruo respiró hondo. Pero, antes de que pudiera soltar otra parrafada, Neville posó una mano de cuidadas uñas en el puño de Clive.

—¿Siempre habla así éste, hermano?

—Siempre, hermano. Mientras intentaba ahogarme en el mar nórdico, por un momento pensé que quizá valiera la pena dejarlo seguir adelante tan sólo para poder librarme de sus discursos rimbombantes.

Neville se quedó mirando las puntas de sus botas, claramente ensimismado en sus pensamientos.

—¿Por qué me salvaste, hermano? La respuesta que has dado a este tipo excéntrico puede que lo satisfaga a él, pero yo exijo más de ti. Te hice mucho daño, Clive. ¿Me has perdonado?

—Te he perdonado, Neville.

—Pero te he traicionado más de una vez.

Clive soltó una risa amarga.

—Muchas más, en efecto.

—Y no obstante me perdonas una y otra vez. ¿Por qué, Clive? ¿Cuántas veces te causaré agravio y cuántas me perdonarás?

—Siete veces, Neville. O siete veces siete. ¿No nos lo enseñaron así? El monstruo, pobre criatura sin alma, puede estar motivado por la venganza y por tanto verse incapaz de perdonar. Pero la filosofía de nuestro amigo Sidi Bombay no es muy diferente de la que nos enseñaron a nosotros. Y, al final, o así me lo ha dado a entender Sidi, nosotros mismos decidimos nuestro propio destino. Te salvarás o te condenarás, hermano mío, por obra tuya pero no por obra mía. Sea cual sea el caso, yo rezaré por ti.

—Reza por tus enemigos, ¿es eso, Clive?

—Rezaré por mi hermano. Amigo o enemigo, eso depende de ti, Neville. Pero eres mi hermano, quieras o no.

Neville se volvió hacia Horace Smythe:

—¿Adonde se dirige, sargento?

—Sólo hay un lugar adonde ir, señor. Estoy seguro de que usted lo sabe tan bien como yo.

—¡Se dirige al país de los gannines!

—¡Así es, señor!

—¡No vayas, Clive! —Neville Folliot cogió a su hermano por la manga. Se habían vuelto las tornas: el tirano de antes suplicaba ahora—. ¡Por favor, Clive!

Neville soltó a su hermano e intentó apartar a Horace Smythe del control de la máquina. Smythe resistió y Clive apartó a Neville de un tirón.

—¿Qué ocurre, hermano mayor? ¿Por qué tendrías reticencias a visitar el país de tus amos?

Neville soltó una risa burlona.

—Después de tantos años, Clive, ¡continúas con tu inocencia invencible! Muy bien...

Pero, antes de que pudiera pronunciar otra palabra, la máquina se vio envuelta en una negrura absoluta y sumida en un frío que llegó hasta el mismo tuétano de los huesos de los viajeros.

—¿Qué...?

La máquina se estremeció, pero pareció seguir avanzando hacia adelante. Clive miró al exterior y no pudo ver nada. Ni la lejana llanura gris de debajo, ni la giratoria espiral de estrellas de arriba. El mismo aire del interior de la cabina parecía pesado, helado, oscuro. La única luz de la cabina la emitían los instrumentos que Horace Hamilton Smythe tenía ante sí. Despedían un misterioso resplandor, un amarillo pálido que lo convertía todo en una pintura monocromática.

—¡Comandante Folliot! ¡Sargento Smythe! ¡Miren! —Exclamó Sidi Bombay mientras señalaba hacia la jaula del chaffri.

Los demás se volvieron hacia ella.

El chaffri, que anteriormente se había reducido a un mero charco blanco informe y se había retirado al fondo de la jaula, adoptaba ahora una nueva forma. Le habían crecido pies y brazos y estaba en pie igual que un maniquí de palmo y medio de alto. Su rostro era humano o, con más exactitud, demoníaco. Tenía la nariz muy puntiaguda y las cejas arqueadas, y el lustroso pelo negro le acababa en una punta en el centro de la frente. Un par de cuernos bien formados le crecían de las sienes.

Sus pies eran pezuñas hendidas. Parecía que llevaba una delgada y ajustada malla, pero, cuando Clive forzó la vista para verlo con más claridad en la lobreguez amarillenta, advirtió que no vestía nada en absoluto. Iba completamente desnudo. Daba saltos y hacía cabriolas en su jaula y, al volverse, Clive pudo observar que tenía una larga cola acabada en un puntiagudo aguijón. Y empuñaba un tridente de aspecto amenazador.

—¡Que Dios nos ayude! ¿Qué es eso? —exclamó Horace Smythe con un jadeo.

—¡Ya hemos pasado por el Hades en la Mazmorra! —exclamó Clive—. Y otra vez fuera de la Mazmorra.

—Sí —asintió Horace—. Pero no veo al barón Samedi para que nos saque las castañas del fuego esta vez, mi comandante.

La criatura enjaulada se había puesto a dar chillidos a sus capturadores, moviendo su mano libre en una serie de gestos de aspecto esotérico y señalando con el tridente a los miembros del grupo uno a uno.

—¡Nos está echando una maldición! —dijo Neville.

El demonio señalaba a Neville con un dedo acusador además de con el tridente. Sus ojos centelleaban en la débil luz amarillenta. Clive, al observar a la criatura con detenimiento, sospechó que no se habría visto amarilla con una iluminación normal.

Su conjuro llegó a un crescendo. Un rayo de amarillo chillón brotó con un estallido de la punta central del tridente y, trazando un arco, salvó la distancia que lo separaba de Neville Folliot.

Éste se llevó las manos allí donde el rayo lo había tocado. Se notó un peculiar olor en el aire, perceptible incluso en la atmósfera pesada y húmeda que llenaba la cabina. Una espiral de humo se alzó del círculo chamuscado en la guerrera militar con bordados de oro de Neville.

—¡Maldito sinvergüenza! ¡Condenado mequetrefe! —Neville se dio una palmada en la herida y se la frotó enérgicamente—. ¡Te voy a hacer pedazos, asqueroso, repugnante demonio!

Neville saltó hacia la jaula del chaffri, pero Sidi Bombay se interpuso entre él y la jaula.

—Por favor, barón.

Aplacado por el reconocimiento de su título, Neville se contuvo. Ya no salía humo de su guerrera, pero, cuando sacó la mano del lugar donde había dado el rayo, una mancha socarrada y ennegrecida quedó en el tejido.

—¿Por qué no debería aplastar a este pequeño monstruo bajo mi bota? —preguntó Neville a Sidi Bombay.

—Porque nos ha dicho algo, barón. Su mente sintoniza con las vibraciones que nos rodean y nos ha advertido de lo que está al llegar. Había temido que fuera pernicioso llevarnos al chaffri con nosotros, pero ahora veo que Clive Folliot tuvo razón al hacerlo.

Como a una señal, la máquina dio una sacudida hacia adelante. La negrura que la rodeaba y la atmósfera húmeda y pesada que llenaba su interior se habían esfumado. Durante un momento la cabina quedó inundada de luz, pero, antes de que los viajeros pudieran cobrar ánimo, la luz adoptó un tinte rojizo, y un aullido y un estrépito terribles colmaron el aire.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Horace.

Un ensordecedor bramido los envolvió y penetró en la máquina. Clive notó que el suelo se movía bajo sus pies. La cabina dio vueltas como una bala saliendo del cañón de un rifle. Clive sintió que su peso aumentaba con la fuerza centrífuga que lo empujaba hacia abajo.

En la nueva luz, el demonio, hasta el momento de tono amarillento, se volvió de un color rojo oscuro amenazador. Al otro lado de las ventanas y las puertas de la cabina, Clive pudo ver figuras casi humanas girando y rotando a la par que la máquina. Tras ellas, llamas danzantes y penachos de humo formaban un fondo ininterrumpido que rodeaba la máquina por todas direcciones.

Al principio eran unas docenas de demonios las que volaban en torno a la locomotora; luego Clive se percató de que se trataba de cientos, miles, incontables hordas.

Como el chaffri transformado en su jaula, los demonios iban desnudos por completo. Y en su desnudez se veía con claridad el grado de perfección conque su anatomía imitaba la de los humanos. Había demonios machos y hembras.

Un demonio hembra se aproximó a la cabina, que seguía girando arremolinada. Se colocó frente a una ventana, sonriendo provocativamente y haciendo gestos. Los ojos de Clive se abrieron desorbitados. No era Annabella ni Annie ni lady 'Nrrc'kth. No era Anna Maria Folliot ni Clarissa Mesmer. Pero poseía la esencia femenina de cada una de esas mujeres, y de las seductoras mujeres que Clive había conocido en la taberna aquella primera noche en Londres, y de las mujeres que había conocido en muchos niveles de la Mazmorra, y de las que había conocido en el Africa Oriental, en Zanzíbar y a bordo del Empress Philippa al principio de toda su increíble aventura.

Aquel demonio era cada una de las mujeres que había amado, cada mujer que había deseado, cada mujer que había anhelado con lujuria.

Clive dio un paso hacia el demonio hembra.

Este, o ésta, le sonrió. Su boca era acogedora, sus labios dulces. Tenía los ojos grandes y oscuros. A Clive le parecieron negros hasta que miró muy en su interior y advirtió un ascua que refulgía con un color rojo oscuro en lo más hondo de cada uno de ellos.

Era el color del Infierno.

Pero Horace Smythe tenía razón, pensó Clive. Éste no era el infierno que habían visitado antes, y por dos veces, ni había en este Hades ningún barón Samedi que pudiera ayudarlos.

Clive Folliot era el jefe de la expedición. Había sobrevivido a incontables peligros en su viaje a través de los nueve niveles de la Mazmorra. ¡Era el Señor de la Ordolita! Eso, por encima de todo, debería haberle dado la fuerza y la resolución necesarias para sobrevivir al presente momento de peligro.

Y, sin embargo, como un colegial desesperado por poseer a su primera mujer, había salido fuera de la ventana, y ya estaba a punto de lanzarse en brazos del demonio hembra cuando sintió que una mano enorme y pesada lo agarraba por el tobillo. Y que aquella mano tiraba de él hasta devolverlo por completo dentro de la cabina.

Clive ansiaba reunirse con la hembra del exterior. Tenía que reunirse con ella. En un momento de locura, todo recuerdo de Annabella Leighton, de lady 'Nrrc'kth y de Anna Maria Folliot fue borrado de su cerebro. Era como si nunca hubiera conocido el amor, como si nunca en su vida hubiera conocido la felicidad; aquella idea lo dominó de forma tan absoluta que se puso a bregar con todas sus fuerzas para escapar del potente apretón que lo retenía, para obtener el único ser de toda la Creación capaz de saciar sus instintos.

—¡Insecto! ¡Estate quieto!

Aquella voz bastó para interrumpir su obsesión, para hacer volver el enfoque de su vista hacia el interior de la máquina. Comprendió que estaba atenazado por la mano del monstruo de Frankenstein.

—¡Estúpida criatura! ¡Utiliza un solo momento tu lamentable sucedáneo de cerebro! ¡Utiliza la débil inteligencia de que te dotó el Dios en quien afirmas creer! ¿Qué crees que ves fuera de este vehículo?

—¡A mi amor! ¡A la criatura más deseable del universo! ¡Monstruo, suélteme! ¡Tiene el rostro más hermoso que jamás haya contemplado! ¡Sus pechos son de una belleza tal que arrancarían lágrimas de envidia a Venus! ¡Su cuerpo es carne que se derretirá bajo mis manos! ¡La miel de sus ancas...!

—¡Basta, estúpido! —El monstruo lo zarandeó hasta que los mismos dientes de Clive Folliot castañetearon. Sosteniéndolo con un brazo extendido y a un palmo por encima del suelo, el monstruo apretó el puño y golpeó a Clive en el rostro.

Las estrellas bailaron en torno a la cabeza de Clive, y los oídos le zumbaron.

—¡Ahora mira, insecto!

El monstruo le dio la vuelta como si de un niño indefenso se tratara, poniéndolo de nuevo de cara a la ventana. Durante un momento la criatura de la tentación demoníaca fue reemplazada por un demonio macho, con el odio escrito en su rostro y el tridente alzado como para agujerear y destripar a su enemigo.

Clive Folliot parpadeó y sacudió la cabeza como un perro saliendo de un río.

El demonio era de nuevo hembra.

Luego otra vez macho.

—¿No conoces la historia de íncubo y Súcubo, insecto? —rechinó despiadadamente la voz del monstruo—. ¿Quieres aún salir de aquí e irte con el demonio?

—¡No! —gritó Clive. Y después—: ¡Sí! —Se debatió, pero el monstruo lo aferraba con la firmeza de un torno—. ¡Déjeme ir con ella!

—Oh, hombre de la India —salmodió el monstruo—, busca en algún armario o cajón de esta máquina un cabo de cuerda y dámela.

Sidi Bombay hizo lo que se le pedía.

Sin soltar su apretón de Clive, el monstruo le ató un extremo de la cuerda al tobillo y luego lo empujó hacia el otro lado de la cabina.

En un momento de asombrosa claridad, Clive vio la máquina en que se hallaba, las miradas de desconcierto en los rostros de Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe y al chaffri cautivo, que hacía cabriolas y gestos en su jaula.

Cuando pasaba como un rayo junto a su hermano, Clive advirtió que Neville levantaba la mano para tenderle una espada.

Clive agarró la empuñadura del arma y salió de la cabina. Quedó envuelto por un furioso infierno que le chamuscó las ropas y le empapó el rostro de sudor, pero que, sea como fuere, no logró infligirle daño alguno, ni siquiera cuando sus manos y sus pies atravesaron las danzantes llamas de color anaranjado y escarlata.

La criatura que lo había tentado mostraba ahora su forma femenina. La belleza de aquella seductora parecía más impresionante que nunca. Sonrió y avanzó hacia Clive, con los brazos abiertos.

Clive sostenía la espada en posición baja, a un costado.

El demonio hembra rodeó con sus brazos a Clive por el cuello. Apretó su mejilla contra la de Clive, sus labios contra los de él. ¿Abría Clive la boca para coger aire, o separaba los labios de excitación? El sintió la pasión de «ella» como si fuera una lengua de puro fuego que se abría paso por entre sus labios y que sondeaba su boca. Aquel dolor era distinto de cualquiera que jamás hubiera experimentado, incluso imaginado, y sin embargo era dulce más allá de toda descripción. Clive se vio inundado de un deseo que no tenía comparación ni con la más voluptuosa de las sensaciones o de las fantasías.

Sintió que «ella» le deslizaba la mano del cuello hacia el hombro, el brazo, la mano. Sintió...

Clive alzó la otra mano y se asestó a sí mismo un golpe con toda la fuerza de que fue capaz. Los oídos le zumbaron. El demonio se apartó de él de un salto, tirando con un poderoso brazo de la espada que su hermano le había dado. Pero Clive consiguió retener consigo el arma.

Parpadeó y se quedó mirando al demonio.

Era macho.

Y se lanzó sobre Clive con su tridente en ristre.

Clive apenas logró esquivarlo. Una punta del arma se clavó en su chaqueta y le arrancó un pedazo de tela.

El demonio pasó disparado junto a él.

Clive se volvió para hacerle frente.

El demonio recobró su posición de ataque, alzó su tridente de nuevo y arremetió contra Clive.

Otra vez Clive consiguió esquivarlo, pero sólo al precio de un doloroso arañazo que lo abrasó con un escozor peor que el de una picadura de una araña gigante.

Por tercera vez el demonio se lanzó con su tridente contra Clive, pero esta vez Clive fue capaz de reunir la suficiente presencia de ánimo para parar el tridente con la espada que su hermano le había tendido.

El demonio se detuvo y agarró el tridente con ambas manos, avanzando como un soldado de infantería con la bayoneta calada.

El demonio embistió, y Clive paró, y recobró la posición.

De nuevo el demonio lanzó una estocada con su tridente, hacia adelante y arriba, desde debajo de la altura de su cintura. Clive sabía que, si el demonio conseguía clavarle las puntas en la barriga, haría girar el tridente para que las lengüetas se agarraran en su carne, y tiraría del arma hasta arrancarle las entrañas.

Dio una estocada con su espada. Era más corta que el tridente, y Clive comprendió que estaba en desventaja.

Recuperó su posición sin haber conseguido con su ataque siquiera acercarse a una distancia peligrosa para el demonio.

Pero, cuando éste levantó el tridente para preparar otra arremetida, Clive embistió con arrojo. La punta del tridente pasó junto a él: ahora la longitud superior del arma de su contrincante constituyó para éste un impedimento más que una ayuda en el combate.

Clive lanzó una estocada al demonio.

Este desvió la trayectoria de su tridente en un torpe intento de parar el ataque. No logró tocar la espada de Clive, pero el asta del tridente golpeó el brazo y el tronco de Clive, quien se tambaleó hacia un lado. Clive recuperó pie firme. Durante un instante, durante una mínima fracción de segundo, por su cerebro cruzó fugaz la pregunta de para qué estaba luchando.

Clive vio que el demonio había alzado el tridente con ambas manos y que estaba lanzando un golpe de arriba abajo para alcanzarlo en pleno pecho, pero Clive se echó hacia adelante por debajo del tridente y golpeó con su espada hacia arriba. Sintió que chocaba contra el asta más pesada del tridente, y que éste se deslizaba a lo largo de la hoja hasta rebotar en el arco protector de la empuñadura.

El demonio estaba desarmado.

Estaba derrotado.

Las llamas en torno a la máquina parpadearon, menguaron y desaparecieron.

Clive flotaba unos cinco metros por encima de la máquina, y la larga cuerda que el monstruo de Frankenstein le había atado al tobillo era lo único que lo mantenía en el lugar. Muy por debajo de la cabina avistó un universo de puntos y torbellinos de luz, infinitamente enormes, infinitamente lejanos, infinitamente grandiosos.

Por encima de él, tan cerca que sintió que con sólo estirar el brazo podría tocarla, había una espiral de estrellas giratorias.

Clive sintió que daba vueltas, que flotaba y giraba suavemente. Algo tiraba de su tobillo. Se volvió para ver de qué se trataba y reconoció la locomotora y vio al monstruo de Frankenstein en la ventana. Experimentó un momento de loca hilaridad al imaginarse al monstruo como un pescador de caña y a él mismo como una trucha de montaña arrastrada por el sedal para servir como desayuno al pescador. Le sacarían las tripas, la raspa, lo limpiarían, lo untarían con mantequilla y lo asarían en un fuego de leña junto a un riachuelo campestre. Sería todo tan bucólico y agradable... para el pescador.

Para el pez sería otra historia.

La espada de Neville continuaba en su mano (la de Clive Folliot) y, cuando sus botas toparon en la carrocería de la máquina y él entró con precaución en la cabina, tendió el arma a su hermano, por la empuñadura. Neville la cogió y la deslizó en su vaina.

Clive puso una rodilla en el suelo para desatar la cuerda atada a su tobillo. El monstruo de Frankenstein seguía agarrando el otro extremo y, cuando Clive la soltó, la enrolló en torno a la mano y el codo.

La máquina arrancó con una brusca sacudida; luego fue acelerando con más suavidad y se deslizó sin esfuerzo aparente por la negrura hacia el punto central de la espiral de estrellas. La espiral seguía girando, pero la máquina había llegado tan lejos ya, que las estrellas exteriores de la constelación eran más visibles por los costados del vehículo que por encima de él.

Sólo la estrella central, con su luz de resplandor deslumbrante, se hallaba justo en vertical por encima de sus cabezas.

—¡Mire, mi comandante!

La voz de Horace Hamilton Smythe interrumpió el curso de pensamientos de Clive y éste desvió su atención de las obsesionantes estrellas para devolverla al interior de la cabina de la máquina. Smythe estaba señalando al chaffri enjaulado.

Algo extraño ocurría con la jaula. Aunque los barrotes y travesaños tenían espacios entre ellos, debía de haber alguna fuerza que mantenía la cárcel infranqueable, o de otro modo el chaffri, al hallarse en estado semilíquido, podría haber fluido entre los barrotes y recuperado su libertad. Dos veces el chaffri había sido encerrado en una jaula rudimentaria y dos veces había corrido enloquecido en su interior cambiando su forma y su comportamiento repetidamente, incapaz de escapar.

Pero ahora, la misma jaula parecía estar llena de agua, y el chaffri, que respondiendo a cualquiera que hubiera sido la influencia se había transformado en un diablo encabritado, había adoptado en el presente momento una nueva forma. Tenía la mitad superior de un humano y la inferior de un gran pez con escamas.

¿Había leído la mente de Clive cuando éste se había imaginado a sí mismo como una trucha pescada por el monstruo de Frankenstein y, de algún singular modo, se había modificado en respuesta a aquella fantasía? Pero Clive no había estado pensando en un demonio infernal antes de la anterior metamorfosis del chaffri...

Con un estremecimiento, la máquina aminoró la marcha de nuevo, hasta llegar casi a un paro absoluto. De nuevo la iluminación exterior procedente de las estrellas en espiral se extinguió y el interior de la cabina quedó alumbrado sólo por el fulgor maligno del panel de instrumentos.

El chaffri había adoptado la forma del tritón de la leyenda, con cola de pez, barba y corona, y armado con un tridente, pero esta vez de oro centelleante, muy diferente del arma negra del anterior enemigo de Clive. ¡El chaffri se había convertido en la miniatura de alguna divinidad pagana marina, el caldeo Oanes o el filisteo Dagón!

Y, a través de la pálida lobreguez, Clive contempló un mundo de corrientes verdes, frondas ondulantes y grandes animales acuáticos que pasaban nadando perezosamente junto a la máquina. Sin embargo, no vio a ningún otro tritón aparte de la miniatura en que el chaffri cautivo se había transformado.

Pero Neville Folliot debía de haber advertido algo que Clive no, porque el hermano mayor soltó un grito de alegría. Extendiendo los brazos como para abrazar a un ser querido mucho tiempo ausente, cruzó la cabina a grandes y rápidas zancadas y empezó a trepar para salir por la ventana.

El monstruo de Frankenstein, moviéndose con sorprendente agilidad, agarró a Neville por la pierna y se la ató con la cuerda, igual que había hecho con la de Clive.

—¡No lo suelte! —gritó Clive... pero demasiado tarde.

Neville Folliot saltó de la locomotora.

Fuera, en el espacio verde mar, Neville se desplazaba como un hombre nadando bajo la superficie del océano. Parecía estar solo y sin embargo cogía y abrazaba a una amante invisible.

Clive se precipitó hacia la ventana, se agarró en el antepecho y se asomó. ¡Y zambulló el rostro y el torso en un mar tropical! Delante de él veía a su hermano, ¡pero a su hermano transformado también en un tritón! Las extremidades inferiores de Neville se habían juntado para formar la mitad trasera de un gran pez, recubierta de escamas, con gráciles aletas repartidas en su superficie y terminada en una poderosa cola. Estaba completamente desnudo y, cuando sus movimientos le permitieron a Clive captar un atisbo fugaz de su rostro, éste parecía haberse modificado de forma sutil para convertirse en el rostro de un animal marino.

Seguía siendo Neville, pero era un Neville metamorfoseado.

Y rodeaba con sus brazos a una criatura de belleza insuperable aunque alienígena. La criatura tenía el pelo largo, y éste le ondulaba sinuoso en las corrientes acuáticas. Su piel era blanca y su torso el de una mujer de perfecta silueta, de formas encantadoras y voluptuosas. Sus anchas caderas se adentraban con elegancia en la parte posterior de un gran pez.

Y, mientras Clive observaba, las dos formas se abrazaban, se movían ondeantes, sensuales, por las aguas.

Atónito, Clive se retiró de nuevo hacia la cabina de la máquina.

Estaba seco por completo. Ninguna gota de agua le había mojado la cara o el pelo, ninguna salpicadura le había empapado las ropas. Se volvió en redondo y se quedó mirando boquiabierto a sus compañeros, y luego se giró otra vez hacia la ventana. El exterior de la cabina había cobrado otra vez su estado anterior. Neville estaba allí, pero era humano de pies a cabeza y nadaba empujándose a base de brazadas y patadas en el agua. La espada envainada colgaba de su cinto.

Clive soltó un jadeo y se asomó de nuevo. De nuevo sintió que hundía la cabeza en el agua, que la sal le escocía en los ojos. Los reflejos que había adquirido en las clases de natación de su niñez le cerraron la boca y mantuvieron el agua fuera de la nariz.

Parpadeó unos instantes y vio a Neville otra vez como un tritón.

Pero ahora no estaba abrazando a una hembra de su especie, ¡sino luchando contra un macho! Su espada se había transmutado de nuevo en un tridente y, por entre las aguas azulverdosas, Clive captó los brillantes destellos que despedían las afiladísimas puntas de las armas de ambos contendientes.

Neville asestó un golpe a su oponente y Clive vio un fluido verdoso manar lentamente de la herida.

El tritón lanzó una estocada a Neville, pero éste la esquivó y arremetió con el tridente a su enemigo. El arma del tritón pasó como un rayo junto a Neville fallando por completo su objetivo, pero segando de un solo corte limpio la cuerda que lo unía con la máquina.

—¡Neville! —gritó Clive. Se le llenó la boca de agua e involuntariamente se apartó de la ventana. Se hallaba otra vez en la cabina con Sidi Bombay, Horace Hamilton Smythe y el monstruo de Frankenstein—. ¡Neville! —gritó de nuevo, lanzándose hacia la ventana. Fuera de la locomotora vio a Neville como un hombre, revolviéndose y debatiéndose en el líquido azul verdoso.

Cuando Neville se volvió, Clive vislumbró su rostro. El dolor le retorcía las facciones y un torrente de burbujas le salía de la boca.

—¡Tengo que ayudarlo! ¡Se está ahogando! —Clive se precipitó con desesperación hacia la ventana, pero en aquel mismo instante la luz de las brillantes estrellas inundó la cabina.

El mar había desaparecido.

—¡Hermano mío! ¡Hermano mío! —Clive se asomó por la ventana y miró en todas direcciones. Todo era como había sido antes de que la máquina se zambullera en las extrañas aguas, salvo por la estrella que tenían justo encima de sus cabezas y que ahora estaba más cerca de ellos que nunca. Sus rayos bañaban la máquina, y sus centelleantes colores proyectaban singulares sombras abigarradas.

—¡Debemos regresar! ¡Neville morirá!

—En efecto, oh comandante —dijo Sidi Bombay con solemnidad—. Su hermano está perdido para usted. Para todos nosotros.

—¡Smythe, dé la vuelta! ¡Se lo ordeno!

—No puedo, mi comandante —respondió Smythe apartando la vista de los controles de la máquina—. No hay modo de que pueda hacer regresar la máquina a las regiones que hemos cruzado, mi comandante.

—¿Qué quiere decir, Smythe?

Sidi Bombay se colocó entre Clive Folliot y Horace Smythe.

—Quiere decir, oh comandante, que hemos atravesado las regiones de la psique. El Hades, el reino de Poseidón... Hay muchas más. Hay el yermo helado poblado por gigantes gusanos antropófagos. Hay el desierto de las tormentas. Hay el lago de Tántalo. Hay infiernos de infinitas clases.

—¡Entonces regresemos a aquel infierno acuático y rescatemos a Neville!

—Es imposible, comandante. No son lugares, ni esta máquina puede llevarlo a ellos.

—¿Quiere usted decir que no son reales? ¡Pero yo los vi, los percibí, y esta máquina nos llevó a ellos!

—Son muy reales, comandante, pero no fue la máquina lo que nos llevó allí. Fueron las almas de los Folliot.

—¿Habría yo muerto de veras en el ardiente Infierno que visité? ¿Puede vivir aún Neville en el acuático?

—Los Folliot son puestos a prueba, oh comandante, mientras que otros hombres y mujeres no. Usted pasó su prueba, y helo aquí con nosotros todavía. Su hermano, y lo siento, no pasó la suya.

—¿Y murió? —Clive alzó la vista hacia Sidi Bombay con los ojos llenos de pesar.

—Su amigo Du Maurier ya le enseñó lo poco que significa la muerte, Clive Folliot.

Clive apretó el puño y se golpeó el muslo, un escaso desahogo para la emoción que sentía.

En su rechinante voz inhumana el monstruo de Frankenstein salmodió:

—Quizá fue Neville Folliot quien pasó la prueba y tú, pequeño Clive, quien fracasó.

Clive agarró al monstruo por las andrajosas solapas de aquella chaqueta que tan pequeña le quedaba y se enderezó en toda su estatura. Aun así tuvo que alzar la cabeza para mirar en el rostro del monstruo. Trató de interpretar la expresión que veía en aquella cara cadavérica, en los grandes ojos oscuros del monstruo. En sus profundidades distinguió sólo la tumba.

Pasados unos momentos soltó las manos de la tela negra y se apartó del monstruo.

—Tal vez tenga razón —susurró. Aquellas palabras le supieron amargas en la boca.

Con apenas el susurro del metal frotando la vegetación, la máquina se posó con suavidad en el sol central de la espiral de estrellas. Clive parpadeó. ¿Qué había ocurrido? Un momento antes había estado hablando con Sidi Bombay, Horace Hamilton Smythe y el monstruo de Frankenstein, mientras la máquina atravesaba la negrura hacia la brillante estrella.

Y ahora, como si el tiempo se hubiese saltado un engranaje, la máquina simplemente aterrizaba.

—Sargento Smythe... —llamó Clive.

Sin embargo, antes de que Smythe pudiera responder, la misma máquina desapareció. La carrocería metálica, el motor, el refulgente panel de controles, las cajas de herramientas y los instrumentos... se habían esfumado.

La diminuta prisión que contenía cautivo al chaffri pareció desvanecerse como la niebla que se disuelve por la luz del sol. El chaffri saltaba sin parar, cambiando de forma a cada momento. Era una arácnida alienígena como Chillido..., un ciborg transmutante como Chang Guafe..., también una criatura de fría belleza como lady 'Nrrc'kth..., un soldado imperial japonés..., un enano descendiente de perros como Finnbogg...

Al ver a este último, Clive quedó sobrecogido por la emoción. De todos sus compañeros en su increíble viaje, en sus peligrosas aventuras, de todos sus compañeros en el riesgo y en la maravilla, no había habido ninguno más fiel que el afable, simpático y valiente ser perruno. Mientras contemplaba al camaleónico chaffri corveteando como un Finnbogg en miniatura, Clive oyó que aquella ronca voz bramaba: «Jeannie with the Light Brown Hair», «I Plagiacci», «The Little Brown Church», «Massa's in the Cold, Cold Ground» y «Babylon is falling».

Con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos, Clive se volvió hacia sus compañeros.

El monstruo de Frankenstein desapareció poco a poco de la vista, seguido de Horace Hamilton Smythe y por último de Sidi Bombay. Cuando el indio se desvanecía, Clive creyó vislumbrar una sonrisa en su rostro. Una sonrisa de comprensión y aceptación.

Clive gritó sus nombres y corrió a los lugares donde cada uno de ellos había estado instantes antes. No había señal alguna de su presencia. Intentó localizarlos por el mismo método psíquico que le había permitido establecer contacto con George du Maurier tantas veces, y con su hermano nonato Esmond unas pocas.

No había nada.

Ni el indicio del eco de un susurro. Nada.

Clive levantó la mirada para examinar su nuevo entorno.

Había esperado que la superficie de la estrella desprendiese un calor abrasador. Aunque las estrellas parecían ser simples puntos de luz o parpadeantes cristales helados, cuando se las veía desde lejos, Clive había estudiado lo suficiente de filosofía natural para saber que cada lejana estrella era un sol como el de la Tierra. Una enorme bola de gas ardiente, refulgente. Pero aquél no era el caso.

Descubrió que se hallaba hundido hasta las rodillas en una niebla que flotaba y se agitaba según los soplos dispersos de brisas invisibles. Era casi como estar de nuevo en el Sudd, la gran zona pantanosa de la región de Ecuatoria que habían cruzado hacía tanto tiempo... Allí, junto con Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay, había penetrado en una roca semejante a una piedra preciosa del tamaño de una casa y se había encontrado embarcado en sus aventuras en la Mazmorra.

Ahora, aunque sus botas continuaban secas y el firme que pisaban parecía sólido, la perspectiva era también la de una ciénaga inundada de niebla.

Árboles de un gris moribundo erguían sus troncos y extendían sus ramas esqueléticas en el aire gris. El ambiente olía a cerrado, un olor más parecido al de una tumba desecada por los siglos que al de un pantano húmedo. Se oía un remoto sonido que sugería un chorro de agua, pero sin fuente aparente.

Si era de veras una estrella, entonces tendría que emanar luz, y en realidad así era. Un resplandor sutil se difundía por la niebla errante, un resplandor que procedía de la superficie sólida de debajo de la niebla más que del mismo vapor.

El cielo era de un gris más oscuro, salpicado por la luz de las otras estrellas de la ya conocida espiral.

Un gemido grave sobresaltó a Clive Folliot. Miró en derredor suyo en busca de su origen hasta que comprendió que se trataba simplemente del viento suave que corría por entre las ramas desnudas de los árboles del entorno.

Gritó de nuevo los nombres de los que lo habían acompañado hasta el momento, pero en respuesta sólo recibió los débiles ecos de su propia voz, ahogados por la bruma que lo rodeaba.

«¿Debo echar a andar o debo quedarme aquí?», se interrogó. No había ventaja aparente en un lugar más que en otro. El punto donde se encontraba podía ser tan bueno (o tan malo) como cualquier otro adonde se dirigiera.

Pero decidió que, si tenía que enfrentarse a su destino en aquel sitio tan extraño y desolado, prefería moverse en busca de aquel destino a esperar pasivamente a que el destino llegara a él.

No había manera de saber dónde estaba el norte y dónde el sur, el este o el oeste. No obstante, no deseaba viajar en círculos, así que ubicó dos árboles con la vista y echó a caminar del uno al otro. Antes de llegar al segundo, se alineó con un tercero para mantener una trayectoria en línea recta. Y de aquella forma fue marchando de árbol a árbol, caminando con resolución hacia una meta desconocida.

Cuando había empezado a andar, el suelo le había parecido llano, aunque bajo la niebla era difícil decirlo, a menos que por casualidad entrara en un hoyo o tropezara sin darse cuenta en una elevación del terreno. Pero ahora las elevaciones y hundimientos en el suelo eran más pronunciados.

En algunas hondonadas, la niebla se acumulaba hasta alcanzar alturas superiores a la estatura de Clive. En otros lugares, donde el terreno subía, había cimas que emergían por encima del nivel de la niebla.

La primera hondonada que Clive atravesó contenía una acumulación de niebla mucho más alta que él. Cuando su mentón se hundió bajo la superficie, respiró hondo y cerró la boca como haría un bañista que se adentrara en el mar caminando por la playa. Descubrió que podía respirar en la niebla y que podía ver, aunque a corta distancia. Y, cuando tragó aire, notó que tenía un sabor diferente, no desagradable, pero que sugería una fabulosa antigüedad.

Algo veloz pasó junto a él a través de la niebla. No supo decir qué había sido... Una criatura que moraba en la eterna penumbra de aquel lugar, seguramente. ¿Un pájaro o un murciélago? Quizás incluso algún ser pisciforme que obtenía su alimentación en el aire como un pez lo hacía en el agua y que nadaba por aquel medio menos denso como un pez nadaba en el agua.

Clive prosiguió su caminata; algo pasó rozándole la pierna. Extendió la mano para tocarlo, pero lo que fuera había huido al primer contacto. Se agachó para ver si podía determinar la naturaleza de la superficie por la que andaba, pero la niebla nublaba su visión y el resplandor que emanaba del suelo lo deslumbró cuando se inclinó para observarlo más de cerca.

Continuó andando. No se sentía cansado, al menos hasta el momento, ni tenía hambre ni sed. Le parecía estar caminando por un yermo en el que tanto el tiempo como el espacio habían perdido su significado.

Oyó más sonidos. Sonidos remotos, difíciles de identificar e imposibles de localizar. Algo que podía haber sido el susurro de una conversación, acompañado de gorjeos y sonidos apagados. Algo que podía haber sido el rugido de un gran animal, o de un hombre parecido a un animal.

El sonido de agua corriente, una vez más. Un sonido como el de un arroyo cayendo de un despeñadero a una charca.

El terreno ahora subía, y al poco tiempo Clive atravesó la superficie de la niebla; y siguió caminando y caminando hacia arriba hasta que el mismo suelo apareció también por encima de la bruma. Era de un nítido color amarillo y su superficie se parecía más a cristal liso que a roca o a tierra, y resplandecía desde el interior, un resplandor que parecía latir con un sutil, casi indistinguible ritmo.

Los troncos grises de los árboles se elevaban a intervalos irregulares en el suelo amarillo. Mientras Clive continuaba subiendo descubrió un arroyo que fluía desde más arriba de la pendiente. Al cabo de un tiempo, el terreno empezó a cambiar su lisa superficie por otra más áspera, más granulosa, más cercana a la tierra auténtica. Los cantos rodados del lecho del riachuelo estaban recubiertos de liquen amarillento y limo; diminutos insectos correteaban por las orillas y pequeñas criaturas nadaban por el agua.

Se tendió en el suelo boca abajo y probó el agua del arroyo. Era un agua limpia y cristalina que le repuso fuerzas y le dio ánimos.

Cruzó el riachuelo, dejando que sus aguas chapotearan contra la suela de sus botas. Llegó a una abertura en la ladera y sin dudarlo un instante entró en ella. Si algún peligro le aguardaba, le haría frente. Se había vuelto a la vez más osado y más fatalista; se había enfrentado a demasiados peligros, había arriesgado su vida demasiadas veces para preocuparse de un peligro más, de un riesgo más.

Una gran máquina chirrió en el centro de una sala cavernosa. Un diminuto hombre salió de detrás de ella, con su rosada cabeza calva brillando en la luz difusa y sus gruesos lentes sin montura lanzando destellos. Iba vestido de blanco de pies a cabeza.

—Bienvenido al país de los gannines, Clive Folliot. —Y lo saludó con un gesto amistoso de la cabeza.

—¿Es esto el país de los gannines?

—Lo es.

—¿Y usted es quien está detrás de todo lo que he visto? ¿Usted es el Señor de la Mazmorra? ¿De los chaffris y también de los rens? ¿Es usted quien ha interferido en las vidas de seres de miles de mundos?

El hombrecillo soltó una risa aguda. Apenas llegaba a la clavícula de Clive, y su voz y su rostro indicaban que era muy viejo.

—No, Clive Folliot. Yo sólo soy un criado. Un mecánico.

—¡Entonces dígame a quién sirve!

—Descúbralo usted mismo.

El anciano señaló con el brazo y Clive vio tras la gran máquina una arcada que seguía por una larga y cavernosa galería. Clive cruzó la sala de la máquina y sintió un curioso tirón al pasar junto a ella, como si su cuerpo entero se viera atraído de algún modo hacia una dirección que nunca se hubiera imaginado.

Al atravesar la arcada se encontró frente a frente con un gigante que lo dominaba en estatura como él había dominado al hombre marchito que estaba al cuidado de la máquina.

Entonces, el gigante rugió y abatió una gran porra contra Clive.

Clive se hizo a un lado y la porra golpeó el suelo en donde había estado hacía tan sólo una fracción de segundo.

—Si tiene la bondad... —murmuró Clive. Extendió una mano hacia el gigante y un chorro de energía de color rojo sangre surgió como un rayo quebrado de la punta de su índice y alcanzó al gigante.

Este pareció quedar bañado en electricidad. La expresión de su rostro no fue de dolor sino de sorpresa. Se retorció y se desplomó en el suelo, y allí se consumió y se encogió hasta que en el lugar donde había estado sólo quedaron un montón de jirones chamuscados y los restos hechos pedazos de una porra carbonizada y astillada.

Clive buscó entre los jirones. No había ni carne ni huesos. Se levantó y continuó.

Un centurión en armadura romana le cerró el paso.

—¡Alto! —ordenó el centurión.

—No —respondió Clive en voz baja. Repitió su gesto con el romano cuando éste levantó su lanza de punta metálica. El romano resplandeció en la emanación rojiza por espacio de media docena de latidos de corazón. Luego cayó al suelo y se quemó hasta que sólo quedaron de él la armadura, unos pedazos de ropa, el casco con cresta de pelo de caballo, la espada corta y la lanza.

Clive se enfrentó a un guerrero bwaka del Africa Central armado con un cuchillo arrojadizo de forma excéntrica.

A un jefe franco con una hacha voladora francisca.

A un aborigen de Borneo con una cerbatana de dardos envenenados.

A un naga con una espada dao.

A un soldado alemán con una pistola de tambor.

A un maorí con una azuela de guerra toki.

A un guerrero persa con una maza.

A un indio con una honda.

A una falange de amazonas.

Clive extendía el brazo y proseguía su camino.

A una hilera de criaturas con tentáculos que se retorcían, como la que se había encontrado en Q'oorna. Rens.

A un batallón de escarabajos mantis. Chaffris.

Clive suspiró, extendió el brazo y continuó.

Llegó a otra salida de la caverna y se encontró al borde de un precipicio que miraba hacia un paisaje desolado de árboles desnudos y niebla errante. Sintió como si hubiera ido a parar a un purgatorio (no, a un limbo) donde se encontraría con un desafío tras otro, se enfrentaría a los enemigos uno a uno, vencería cada vez y conseguiría... nada.

Una voz mecánica chirrió en su oído:

—Pareces decepcionado, viejo amigo.

Clive se volvió sin aliento:

—¡Chang Guafe!

El ser medio alienígena, medio mecánico emitió el ruido rechinante que pasaba por su risa.

—Me alegra verte de nuevo, Clive Folliot.

—Y a mí me alegró ver que lograba escapar de las profundidades del mar polar, Chang Guafe... Pero ¿cómo llegó aquí? ¿Cómo logró viajar de la lejana Tierra a este remoto rincón del cosmos?

—Es muy fácil cuando uno puede controlar su propia configuración como yo mismo, Clive Folliot. ¿Y tú? ¿Y nuestros compañeros?

—La mayoría están bien —respondió Clive—. Otros están muertos.

—Con el tiempo moriremos todos —dijo Chang Guafe—. Tarde o temprano... Sólo es una cuestión de tarde... o temprano.

—Pero hemos llegado al centro de la espiral de estrellas —explicó Clive—. Creí que esto sería el gran cuartel general de los gannines. Creí que, después de todos nuestros esfuerzos, una vez llegados aquí nos enfrentaríamos con nuestro enemigo definitivo. Nosotros o... yo. Por eso no esperaba encontrarlo aquí, Chang Guafe. Con todo, su presencia es una sorpresa agradable.

—Esto no es el verdadero cuartel general de los gannines, Clive.

—¿No es el centro de la espiral?

—Es propio de la naturaleza de la espiral cambiar. Las estrellas se desplazan de los extremos al centro..., del centro a los extremos. No, viejo amigo mío. Todavía no hemos llegado al centro.

—¿Podemos llegar a él?

Chang Guafe indicó hacia arriba con un apéndice metálico.

—Allí está la morada del Señor de los Gannines, Clive Folliot. Y tú eres el Señor de la Ordolita. Se te conoce en todas partes del universo. Incontables seres, incontables razas te están observando.

—Yo no lo pedí. Yo no lo quise.

—Tú no pediste nacer. Lo mismo ocurre aquí, Folliot.

Clive asintió.

—Fíjate en esto. —Chang Guafe empezó a cambiar su forma. Aparecieron protuberancias y mecanismos en su cubierta exterior parecida a un caparazón. Chirriaron planchas y giraron engranajes. Un periscopio más alto que un hombre emergió de entre dos ruedecillas, giró en un círculo por encima de Chang Guafe y se enfocó hacia abajo para que el ciborg pudiera examinar su propia obra desde el exterior.

—Ahora, Folliot. Ahora podrás viajar con gran comodidad.

Chang Guafe se había transformado en un vehículo aerodinámico con una cabina de cubierta de cristal transparente en su parte superior. Clive trepó por el vehículo y entró en ella con cautela.

—Agárrate.

Chang Guafe se lanzó al aire.

Clive se sintió aplastado por una enorme presión cuando Chang Guafe despegó del amarillento terreno recubierto de niebla. Miró hacia atrás por encima de su hombro, preguntándose qué antiguos acontecimientos habrían tenido lugar en el mundo de aquella estrella, quién podría ser el anciano de centelleantes gafas. Pero no hubo tiempo para meditar en ello.

Una figura espectral surgió ante el vehículo. Clive tardó unos momentos en darse cuenta de que el ser titánico tenía forma humana, tan descomunal era. Tardó aún más en advertir que, a pesar de su tamaño (Chang Guafe y Clive habrían cabido en su puño como un juguete), la figura era un bebé en pañales.

—¡Gire! ¡Gire, Chang Guafe!

Del panel que Clive tenía ante sí emergieron nuevos instrumentos al tiempo que Chang Guafe se adaptaba más y más a su papel de vehículo aéreo. Los instrumentos eran similares a los que utilizaría un piloto de un pequeño bote, y Clive agarró el que debía servir de timón e hizo virar a Chang Guafe para evitar al bebé.

Se hallaron frente a otra figura gigante. Esta vez la vista de Clive se ajustó más pronto y más pronto advirtió que se trataba de un niño vestido a la moda de su propia infancia.

Tirando hacia atrás de un control e inclinando otro hacia un lado evitó la colisión haciendo pasar su nave huésped por encima del niño... sólo para encontrarse con otra figura gigante, otro muchacho, éste, al parecer, de unos diecisiete años. Tenía el pelo oscuro, era de complexión larguirucha y bregaba valerosamente (Clive no pudo contener una sonrisa) por hacer crecer un desparramado bigote.

Una y otra vez Clive hizo girar la nave, y cada vez se halló frente a otra figura, cada vez de más edad, cada vez gigantesca. Un joven de unos diecinueve años, vestido como para ir a estudiar a Cambridge. Un militar de unos veinticinco años, llevando el uniforme de teniente de la Guardia Montada de Su Majestad. Una sólida figura de unos treinta años, ataviada con un traje tropical de seda y un salacot.

Y otras. Una de cuarenta y pico, con una incipiente barriga, y una de cincuenta, con el pelo ya gris y las arrugas marcadas en el rostro, y una de unos sesenta, con la coronilla calva y los ojos hundidos.

Rodearon a Clive por todas partes a donde fuera que éste dirigiera la nave.

Clive soltó el pestillo y echó para atrás la cubierta de cristal que protegía su puesto. Salió fuera de la cabina y cerró la cubierta tras él. El medio en el cual se desplazaba Chang Guafe era desconocido para Clive; le pareció como si flotara en él como flotaría una mosca atrapada en un cuenco de jarabe; no obstante Clive era capaz de moverse libremente, como un buzo bajo el mar.

Mientras Clive observaba, Chang Guafe se reconfiguró.

—He hecho todo lo que podía hacer por ti, Clive. Tú eres el Señor de la Ordolita. Ahora tu triunfo, o tu fracaso, depende sólo de ti.

Un brazo terminado en lo que parecía una garra emergió del cuerpo de Chang Guafe. Realizó un curioso ademán humano y estrechó la mano de Clive Folliot. Luego se retrajo de nuevo hacia el interior del ciborg extraterrestre. Los paneles se plegaron uno tras otro, giraron sobre sí mismos y se volvieron a plegar. Chang Guafe se hizo más y más pequeño hasta que de él no quedó sino un cubo metálico del tamaño de una pequeña valija. Luego se dobló sobre sí mismo y, con un ruido como de una pequeña explosión, desapareció por completo.

Incontables figuras gigantes permanecían señalando a Clive Folliot. Lo señalaban desde arriba y desde abajo, y desde todos los lados. Y cada una de ellas era él mismo, de niño, de joven o de abuelo marchito. Cada uno de ellos era él mismo.

—Yo soy el Señor de la Ordolita —les dijo a todos en voz baja.

—Lo eres —respondieron a coro.

Clive comenzó a errar hacia el mundo estrella que era el auténtico centro de la espiral.

Sus muchas otras personalidades siguieron tras él como en un desfile en fila india.

Clive estaba en pie en una resplandeciente superficie de color blanco perla, una superficie que se curvaba en la distancia y parecía elevarse hacia un lejano horizonte. El aspecto de aquel mundo era el mismo en cualquier dirección hacia donde mirase. A la izquierda y a la derecha, arriba y abajo, no había nada salvo blancura resplandeciente.

Con la idea de hallar algo diferente, o a un ciudadano de aquel mundo, se puso a andar. Recorrió unos cien metros en una dirección. El único modo que tenía de medir las distancias era contando los pasos, porque allí no había ni objeto ni habitante alguno por medio del cual calcular su posición; la perspectiva al final de su tramo fue idéntica que la del principio.

—¿Hay alguien? —llamó.

Sorprendentemente, su voz resonó. Pero no hubo respuesta. Buscó en sus ropas algún objeto con el cual hacer un experimento y encontró un soberano real en su bolsillo; lo lanzó a la blanca superficie que allí pasaba por suelo. La moneda rebotó hasta la altura de su cintura. La cazó al vuelo con la mano y la devolvió al bolsillo.

Oyó un zumbido lejano, como de un solo insecto gigante. Escudriñando en todas direcciones, esperando localizar la avispa, la abeja o lo que fuera que producía el sonido, avistó un punto en la distancia que se destacaba del uniforme cielo blanco. Entrecerró los ojos, se llevó la mano a la frente en forma de visera y forzó la vista para distinguir mejor el punto.

Éste aumentó de tamaño, incrementando a la vez el volumen del zumbido.

Clive reconoció su forma: era la máquina voladora japonesa de la que se había apoderado su descendiente Annabelle Leigh en el atolón Nueva Kwajalein. Aunque en aquel mundo no había fuente de iluminación distinguible, la Nakajima, al inclinarse y virar en su trayecto aéreo, despidió reflejos de luz.

Clive agitó el brazo con impaciencia y sintió que el corazón le daba un salto de alegría al ver que la Nakajima movía sus alas. ¡Annie lo había visto! ¡Se dirigía hacia él! Basándose en el tamaño aparente del avión y en la velocidad con que aumentaba, supo que aún tardaría mucho en llegar, pero aun así estaba rebosante de alegría.

Oyó que lo llamaban por el nombre y al volverse en redondo se encontró frente a un cuarteto de individuos.

Allí estaba Amos Ransome, vestido con su traje oscuro de clérigo, con su chaqué negro y su cuello blanco eclesiástico. Junto a él se hallaba Lorena, su hermana o su mujer —su auténtica identidad nunca había sido revelada— con el pelo recogido atrás con un severo moño. Llevaba un vestido negro que le cubría todo el cuerpo, desde el cuello a los tobillos y desde los hombros a los puños. Pero, para asombro de Clive, se había maquillado la cara como un marimacho, con largas pestañas artificiales, inverosímiles manchas rosadas en las mejillas y labios del color de sangre.

Y el corpiño de su vestido tenía dos orificios circulares, y la tierna piel que aparecía por ellos había sido enrojecida con un maquillaje como el que llevaban las antiguas sacerdotisas de Babilonia.

Flanqueando a Lorena Ransome por el costado opuesto a Amos, estaba Philo B. Goode, el falso magnate minero norteamericano. Vestía su sombrero de ala ancha, corbata de lazo, chaleco bordado, chaqueta de anchas solapas y botas de intrincado grabado.

Un cigarro puro salía de una esquina de la boca de Amos Ransome, y una sonrisa irónica marcaba su expresión. Un costado de su chaqué estaba echado para atrás y su mano reposaba en la culata de un revólver Colt de la marina, chapado en plata. Clive Folliot no podía ver la empuñadura del revólver, pero en su interior sabía que era de piedra pulida negra o azul oscura y que tenía incrustada una espiral de diamantes que representaba las estrellas de los gannines.

—¿Son ustedes los gannines? —preguntó Clive.

—Sonría —repuso Philo Goode—, cuando me llame así, camarada.

—¿Es esto el fin de la Mazmorra?

—Sí, es el final, Clive Folliot. Ya no se puede llegar más lejos.

—¿Es esto el auténtico centro de las estrellas giratorias? ¿El país de los gannines, los amos definitivos de la Mazmorra?

—Esto es el país de los gannines.

Un estruendo llenó los oídos de Clive y puntos de luz y de oscuridad danzaron ante sus ojos.

—Ustedes son tan sólo personas. Los conocí a bordo del Empress Philippa. Apostadores, jugadores, fulleros, tramposos. Ustedes no pueden ser, de ningún modo, los dueños de la Mazmorra.

—Pero lo somos. —Era Lorena Ransome quien habló. Deslizó la mano de la nuca de su compañero y avanzó hacia Clive, quien, en contra de su voluntad, clavó los ojos en el corpiño de su vestido. Había visto mujeres desnudas y semidesnudas en media docena de continentes y en una docena de mundos, pero nunca había visto a alguien que lo atrayera y lo excitara tanto como Lorena Ransome.

—¡Atrás!

—Clive...

—¡Resistí al ardiente Súcubo!

—Una ilusión. Un producto de su imaginación.

—Conocí a lady 'Nrrc'kth, la mujer T'membi de Bagamoyo, mujeres y hembras extraterrestres de numerosos mundos.

—Entonces, ¿por qué me teme, Clive? —Ella deslizó sus brazos vestidos de negro en torno a su cuello y apretó sus labios contra los de él. Amos Ransome y Philo Goode desaparecieron de su conciencia. Ahora sólo podía pensar en aquella mujer, en Lorena Ransome. Clive sabía que había hechizado a Horace Hamilton Smythe durante su estancia en la América salvaje mucho tiempo atrás. ¿Estaría ahora haciendo lo mismo con él?

Clive se sintió mareado, sintió que caía presa del vértigo. Ya no podía identificar las direcciones hacia arriba y hacia abajo en aquel mundo blanco perla, ya no podía distinguir la proximidad de la lejanía. Podía sentir los largos dedos de Lorena Ransome bajo sus ropas, y no podía impedir que sus propias manos recorrieran las curvas de Lorena.

—Bien. Clive. Sí, Clive. ¡Sí!

Se oyó una estridente voz aguda y un pequeño peso saltó a la espalda de Clive. Sintió unos pies diminutos que le daban patadas en la nuca, y luego una punzada de fuego atormentador detrás de la oreja.

Parpadeando y golpeándose el cuello, se puso en pie de un salto.

Un barón Samedi en miniatura hacía cabriolas y correteaba en círculos, señalando a Clive con su omnipresente cigarro.

—¡Estúpido, estúpido, estúpido! —chillaba el barón—. ¡Esclavo de tus gónadas! ¡Cabrito! ¡Contempla a tu fulana!

Lorena Ransome se quedó mirando con el entrecejo fruncido a Clive y al barón Samedi. Ahora era algo repugnante y terrible, algo apenas humano. Era como si todo lo malvado de la naturaleza humana hubiese sido destilado, concentrado y reconstituido en un ser de malignidad pura.

Algo peludo chocó con la pierna de Clive y éste bajó los ojos y vio que el Samedi en miniatura era, al parecer, el chaffri; el ser debía de haber sobrevivido de un modo u otro a la disolución del tren espacial. Reaccionando a algún desesperado pensamiento subconsciente de Clive, había conseguido llegar hasta allí y se había metamorfoseado otra vez. Y ahora era un diminuto Finnbogg, robusto y sólido a pesar de su minúscula estatura, canino en su fidelidad.

Lorena era lo absoluto en maldad, era Lilith, el monstruo nocturno del libro hebreo de Isaías. Extendió un dedo retorcido hacia Clive y chirrió:

—¡Serás mío, Clive Folliot! —Extendió un segundo dedo encorvado señalando a Finnbogg—. ¡Tú, y tu perrito también!

El chaffri/Samedi/Finnbogg se lanzó hacia la mujer de mucho mayor tamaño. Juntos cayeron al suelo blanco perla, y rodaron y rodaron. Amos Ransome entró en la maraña, bregando por arrancar al diminuto Finnbogg de Lorena. Las maldiciones del hombre, los chillidos de la mujer y los gruñidos del perro se mezclaron para formar un enloquecedor estruendo. Clive miraba, petrificado.

Una gota fría salpicó el rostro de Clive, a la que siguieron otras. Alzó la vista y vio que, de alguna forma, el resplandeciente cielo uniforme había quedado oculto tras una espesa capa de agitadas nubes oscuras. Relampaguearon rayos, retronaron truenos, cortinas y torrentes de lluvia barrieron el suelo blanco perla.

Con un grito y un siseo, Lorena Ransome y su atacante se esfumaron ante los ojos horrorizados de Clive.

Philo B. Goode desenfundó su revólver Colt plateado.

—Había planeado un final más refinado que éste para usted, Folliot. Usted es el Señor de la Ordolita, ¿no lo sabía?

—Lo soy, Philo Goode. Considere lo que esto significa y compórtese según procede.

—Usted ha sobrevivido a más desafíos de los que creía que sobreviviría. Más de los que pensé que podría sobrevivir. —Rechinó los dientes de forma audible y meneó la cabeza—. A veces el método más simple es el mejor. —Alzó la pistola y la apuntó directamente al rostro de Clive.

Clive pensó en el mandarín que le había salvado la vida repetidas veces. El mandarín que parecía poseer poderes superiores a los normales, poderes incluso sobrenaturales. El mandarín que había demostrado no ser otro que el viejo amigo de Clive y su antiguo ordenanza, Horace Hamilton Smythe.

Clive advirtió la tensión en el rostro de Goode, la infinitesimal presión del dedo de Goode en el gatillo del Colt. Gracias a una singular combinación de la luz y de la posición del arma, Clive captó un atisbo de su empuñadura: piedra pulida de color azul oscuro con la incrustación de la espiral de diamantes centelleantes, que giraban enloquecidos mientras él miraba, estupefacto.

Percibió el suave chasquido del gatillo apretado, la lenta explosión de la pólvora. El destello de una llamarada roja y un humo gris salieron de la boca del cañón del revólver, y de entre el fuego y el humo emergió la sólida bala de plomo, girando sobre sí misma mientras atravesaba volando el espacio que separaba a Philo B. Goode de Clive Folliot.

El Señor de la Ordolita retardó el paso del tiempo hasta hacer que la bala apenas se moviera. Clive sonrió. Philo Goode, tan despacio que cada nueva disposición muscular pudo verse de forma aislada, esbozó una sonrisa de desconcierto y de rabia.

Clive separó los labios con una expresión benévola, abrió los dientes unos milímetros y los cerró de nuevo en la bala en vuelo. Permitió que su velocidad le hiciera dar una vuelta completa de trescientos sesenta grados.

De nuevo frente a frente con Philo Goode, escupió.

La bala salió disparada hacia Goode, le atravesó las costillas y le hizo añicos el corazón. La sangre manó y cayó como lluvia en el suelo aún mojado. Philo Goode cayó de espaldas y el Colt salió volando de su mano.

Clive cazó la volteante arma al vuelo y se la metió en el cinturón. Estaba ahora frente a la única figura que quedaba con él: Timothy Francis Xavier O'Hara, sacerdote.

—Le ha salido estupendamente bien, muchacho —dijo O'Hara inclinando la cabeza y mostrando su ancha calva rosada rodeada de un delgado flequillo de pelo canoso—. Pero ¿qué piensa hacer ahora? No irá a dispararme con ese gran cañón, ¿verdad? —inquirió O'Hara señalando el Colt.

Clive meneó la cabeza.

—No vine aquí para disparar contra nadie, padre.

—Olvide eso de padre. ¡Lo deseché mucho tiempo atrás!

—¿Qué lugar es éste?

—El país de los gannines.

—¿Quiénes son los gannines?

—Soy el último de los gannines. Somos una raza antigua, Clive Folliot. Hace mucho tiempo comprendimos que estábamos en proceso de extinción. Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance para salvarnos, pero en vano. Así que creamos la Mazmorra para divertirnos. Para pasar el tiempo.

—¿Eso es todo? ¿Para... divertirse?

—Sí.

—¿Y ahora?

—Ahora yo soy todo lo que queda... y desapareceré también. Usted es el único que ha llegado a este lugar, Clive. Debería usted estar orgulloso de ello. ¡Cuántos millones habrán entrado en la Mazmorra...! Unos para morir luchando, otros para establecerse y comenzar una nueva vida allí, otros pocos para escapar y regresar a sus mundos. Oh, de esos últimos pocos, muy pocos. Pero algunos sí, lo lograron.

Meneó su reluciente cabeza.

—Pero ahora usted ha conseguido llegar al país de los gannines.

—¿No es usted humano?

—¿Eh? —O'Hara se llevó una mano al mentón y bajó la mirada a sus pies en absorta concentración.

—Le he preguntado si es usted humano. ¿O es otra cosa? Ya he visto demasiados seres con capacidad de metamorfosearse en esta demencial aventura.

O'Hara sacudió la cabeza como si apenas pudiera comprender la pregunta. El remoto zumbido se había intensificado, y Clive alzó la vista y vio el sol sacando destellos de la Nakajima 97 de su tataranieta Annie. El avión estaba más cerca ahora; descendía hacia el suelo, con la hélice girando y las ruedas del tren de aterrizaje dispuestas para tomar tierra.

—No lo sé, muchacho. ¿Humano, no humano? ¿Qué soy ahora? —Se puso una mano frente a los ojos y la contempló. Clive creyó que el desconcierto en el rostro de O'Hara era real—. No puedo recordar. Simplemente no puedo recordar. ¿Cómo me hizo Dios?

—¿Dios? —exclamó Clive—. Creí que había renunciado usted al sacerdocio.

La Nakajima estaba cada vez más cerca, su motor se oía cada vez más fuerte. ¿Cómo podía O'Hara no oírlo?

—Fui un sacerdote débil, Clive. No es culpa de Dios. Es culpa mía. Desearía poder oír una voz que me llamase padre una vez más, y saber que yo era digno de tal denominación. Que no fuera una burla o un reproche. ¡Oh, cómo lo desearía!

Un estremecimiento convulsionó su cuerpo.

—Usted no, Folliot. No vuelva a llamarme padre. Me conoce demasiado bien para eso. ¡Los actos que he cometido, las crueldades que he perpetrado, yo y todos los gannines! ¿Era yo humano al principio? ¡Si alguien pudiera perdonarme! No Dios, sino cualquiera de los que he perjudicado. Uno de los seres que sufrieron a mis manos. —Se estudió las manos, sosteniéndolas ante sus ojos. Clive Folliot vio lágrimas en aquellos ojos.

—Yo lo perdono —dijo Clive.

Timothy F. X. O'Hara sonrió.

—Gracias, Folliot. Gracias. —Se desmoronó en el suelo blanco perla y allí permaneció inmóvil.

Clive Folliot se quedó en pie, solo, contemplando el cielo. La espiral de estrellas, que lo había atraído y que había guiado su destino durante tanto tiempo, ahora giraba a su alrededor. Él se había convertido en su centro.

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral y lo dejó temblando. No se trataba de un estremecimiento provocado por un soplo de aire frío, sino por la reacción a su posición. Desde el papel de hijo menor de una mansión rural se había elevado por encima de todos los demás. El título de barón Tewkesbury seguiría la línea sucesoria de Neville y no la suya propia, pero aquélla era la más insignificante de sus preocupaciones.

Él era más que un barón, más que un emperador. Era el Señor de la Ordolita.

Una brisa suave le acarició la mejilla, le susurró al oído. O quizás era una voz. O un coro de voces. ¿Oía acaso la voz incorpórea de George du Maurier? ¿De sus dos hermanos, uno que no había nacido y otro que había cruzado la sombría línea que separa los vivos de los muertos? ¿Oía la voz de lady 'Nrrc'kth y la de su autoproclamado cónyuge N'wrbb Crrd'f? ¿Oía las voces de las mujeres que había amado en su vida y de sus otros compañeros, amigos y enemigos por igual, en sus hazañas a través de la Mazmorra?

También creyó oír otras voces: la del padre O'Hara, la de la señora Mesmer, la de la arácnida Chillido, la de Chang Guafe y la ronca y sincera de Finnbogg. Las de Tomás Folliot, el barón Samedi y de los soldados japoneses imperiales que había encontrado en Nueva Kwajalein, el teniente Takamura, el alférez Yamura, el sargento Fushida y el soldado raso Onishi. Las de los pasajeros y oficiales que había conocido a bordo del Empress Philippa, las de los asociados en el siniestro complot Ransome/ Goode/O'Hara y las de los oficiales de la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal. Las del sultán de Zanzíbar y las de los hombres y mujeres con quienes había trabado conocimiento durante sus días en Ecuatoria.

La suave brisa se convirtió en un viento huracanado, las voces susurradas en un clamoroso coro de hombres, mujeres, criaturas extraterrestres y monstruos artificiales.

Los rens.

Los chaffris.

Y los gannines.

El era el Señor de la Ordolita.

Una voz emergió de entre el estruendoso bramido.

Clive, ¿qué vas a hacer ahora? Era la voz de George du Maurier. Eres el más poderoso de los hombres. Tal vez el ser más poderoso del universo.

No soy Dios, repuso Clive.

Sin embargo...

No lo sé, Du Maurier. He luchado tanto... Ahora que mis trabajos han terminado, ¿no puedo descansar por un tiempo? Los budistas de la India, al alcanzar cierta edad, renuncian a sus pertenencias, a sus ocupaciones e incluso a sus familias. Se afeitan la cabeza, se visten con ropas de color azafrán y deambulan por la tierra, llevando como única posesión un cuenco para pedir limosna en el que comen arroz moreno.

¿Te atrae la idea, Folliot?

Una vez conocí a un granjero, Du Maurier. Un buen tipo. Quizá, si vivo muchos años, pueda llegar a ser como él.

¿No hay ya más mundos por conquistar, más retos a que enfrentarse?

La gloria ha perdido su encanto, Du Maurier.

¿No hay pues más entuertos que enderezar?

Clive asintió.

Algún día, tal vez. Pero ahora estoy cansado, amigo mío. Muy cansado.

Du Maurier no hizo otro comentario y se despidió. El coro de voces se desvaneció, las voces callaron.

Pero se oía otro sonido, un leve zumbido que había ido aumentando más y más de volumen; Clive se volvió para seguir el curso de la máquina que lo producía.

Las ruedas de la Nakajima 97 se posaron en el suelo resplandeciente. El rugido del motor cesó al cerrar Annabelle Leigh el contacto. El avión rodó unos pocos metros más y se detuvo.

Annie salió de la cabina y corrió junto a Clive Folliot. Y le tomó las manos entre las suyas.

—He venido para llevarte a casa, abuelo.

Clive miró el rostro de Annie y lloró.

FIN

Los siguientes dibujos pertenecen al cuaderno particular de apuntes del comandante Clive Folliot, que apareció misteriosamente junto a la puerta del The London Illustrated Recorder and Dispatch, periódico que proporcionó los fondos a su expedición. No había otra explicación que acompañase el paquete, excepto una enigmática inscripción de la misma mano del comandante Folliot.

«"Nuestros sueños", como dijo el poeta, "han terminado". Ya no dispongo de la mano de mi amigo Du Maurier para mejorar mis pobres esfuerzos, pero tengo su modelo y su consejo para guiarme. Dejemos que estos últimos esbozos constituyan el adiós a una grande y dramática etapa de mi vida.

»Los fuegos de la venganza se han extinguido. ¿Fue mi aventura un éxito? He alcanzado una gloria más allá de lo que había soñado, pero al coste de mi amada Annabella y de la vida de mi propio hermano. Más que nada, ahora estoy cansado, y descansaré hasta que se me vuelva a necesitar.»

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Diseño de cubierta: Víctor Viano

Ilustración de cubierta: Ciruelo

Título original: The Dungeon, Book 6: The Final Battle

Traducción: Carles Llorach

THE DUNGEON is a trademark of Byron Preiss Visual Publications, Inc.

All rights reserved

© 1990 by Byron Preiss Visual Publications, Inc.

Interior sketches copyright

© 1990 by Byron Preiss Visual Publications, Inc.

Foreword copyright

© 1990 by Philip José Farmer

© Editorial Timun Mas, S.A., 1992

Para la presente versión y edición en lengua castellana

ISBN: 84-7722-436-6 (Obra completa)

ISBN: 84-7722-442-0 (Volumen VI)

Depósito legal: B. 13.671-1992

05-09-2011

V.1 Joseiera

Notas a