Conan, un hombre sin piedad, guerrero sin par. Una maldición para opresores y tiranos. ¡Conan, rey de los rebeldes! El bárbaro supone la última esperanza para el pueblo de Aquilonia, el más grande de los reinos que componen el mundo hiborio.

Abriéndose paso por un rojo sendero de venganza, él y sus hombres derrotarán al ejército del rey loco Numenides en el terrible campo de batalla, y harán frente al poder del maligno hechicero Thulandra Thuu... ¡a fin de no caer en manos del cruel y demente monarca!

L. Sprague de Camp

Lin Carter

Conan el libertador

(Conan - 18)

Título original: Conan the Liberator

1979, Conan Propertíes, Inc.

Traducción de Joan Josep Mussarra

Ilustración cubierta: Ken Kelly

Editado en 1997, Ediciones Martínez Roca; Colección Fantasy 61

Introducción

Conan el cimmerio, héroe entre los héroes, fue creado por Robert Ervin Howard (1906-1936), de Cross Plains (Texas). Howard escribió activamente relatos pulp, y su carrera coincidió con el auge de las revistas de este género. Había docenas de publicaciones, todas con el mismo formato (aproximadamente, 16x25 cm), e impresas en papel mate de color gris claro. Hoy día, todas estas revistas han desaparecido, salvo unas pocas que mantienen sus antiguos títulos con un formato distinto.

Durante la breve década que duró su carrera como escritor, Howard escribió relatos fantásticos, ciencia ficción, westerns, historias de ambiente deportivo, narraciones detectivescas, historia novelada, aventuras orientales y poemas. Pero, entre todos sus héroes, el más atractivo es Conan de Cimmeria. En el género de los relatos de fantasía, sólo J. R. R. Tolkien supera en popularidad a las historias de Conan que escribió Howard.

Nacido en Peaster (Texas), Howard pasó la mayor parte de su corta vida en ese Estado, aunque también hizo breves viajes a estados vecinos y a México. Tuvo como padre a un médico de pueblo procedente de Arkansas; un hombre de maneras bruscas y autoritarias, con fama de competente. La madre de Robert Howard, nacida en Dallas (Texas), se creía superior a su marido en términos sociales, y superior también a todo el pueblo de Cross Plains, donde se establecieron en 1919.

Ambos, pero sobre todo la madre, se mostraban muy posesivos con su único hijo. Cuando Robert era niño, su madre no le perdía de vista, y decidía qué amistades podía permitirle. Conforme fue creciendo, se esforzó por hacerle perder todo interés en las muchachas, aunque Robert logró salir con una joven profesora durante los dos últimos años de su vida. Robert sentía una abrumadora devoción por su madre, que enfermaba con frecuencia; cuando se compró un automóvil, se dedicó a llevarla consigo en largos viajes por el estado de Texas.

Robert, que había sido un niño débil, frecuente objeto de abusos por parte de sus compañeros, se volvió fuerte y corpulento al llegar a la edad adulta. Pesaba casi noventa kilos, de músculo en su mayoría. Se mantenía en forma ejercitándose con el saco de arena y levantando pesas. El deporte que más le gustaba, como practicante y también como espectador, era el boxeo; se aficionó asimismo al fútbol americano. A pesar de su apariencia de fortachón, Robert Howard devoraba libros con gran voracidad. Rápido y poco selectivo en sus lecturas, era capaz de leerse todo un estante de una biblioteca pública en pocas horas.

Ya en la adolescencia, decidió dedicarse a escribir. Cuando en 1928 finalizó un año de cursos no oficiales en la Howard Payne Academy, en Brownwood (Texas), su padre le autorizó a pasar un año tratando de escribir por libre antes de presionarlo para que se buscara un trabajo más convencional. Al terminar el año, las ventas que obtenía, aunque modestas, habían convencido a la familia de que debía permitir que siguiera adelante con su inclinación.

Robert tenía también un carácter extremadamente inestable; alternaba momentos de ingenio, encanto y cautivadora jovialidad con otros de profunda depresión, desesperación y misantropía. Apenas si había terminado su adolescencia cuando se fascinó con la idea del suicidio. La obsesión se fue agravando a lo largo de su vida. Mediante alusiones veladas, y ocasionales comentarios, dio a entender a sus padres y a varios amigos que no quería sobrevivir a su madre; pero nadie se tomó en serio sus disimuladas amenazas.

En 1936, Robert Howard era ya un destacado escritor de relatos pulp, y tenía los mayores ingresos de Cross Plains. Gozaba de buena salud y de un oficio que le gustaba, se ganaba el sustento sin problemas, le rodeaban cada vez más amigos y admiradores, y le aguardaba un futuro literario prometedor. Pero su madre se estaba muriendo de tuberculosis. Al enterarse de que había entrado en un coma terminal, salió, se sentó en su coche y se pegó un tiro en la cabeza.

Entre 1926 y 1930, Robert Howard escribió una serie de relatos de fantasía acerca de un héroe llamado Kull, un bárbaro de la desaparecida isla de Atlantis que se coronaba rey de una nación continental. Howard tuvo poco éxito con estas historias; de los nueve relatos de Kull que llegó a terminar, vendió solamente tres. Éstos aparecieron en Weird Tales, una revista de fantasía y ciencia ficción que se publicó entre los años 1923 y 1954. Aunque pagaba poco por palabra, y a menudo tarde, Weird Tales era el cliente más fiel de Howard.

En 1932, cuando las historias no vendidas de Kull languidecían en el baúl que Howard empleaba como archivo, reescribió una de estas, rebautizando a su protagonista como Conan y añadiendo un elemento sobrenatural; «El fénix en la espada» se publicó en Weird Tales en diciembre de 1932. La historia se hizo popular en seguida, y, durante varios años, los relatos de Conan ocuparon una parte importante del tiempo de trabajo de Howard. Dieciocho de estas historias aparecieron en vida de su autor; otras fueron rechazadas, o no llegaron a publicarse. En algunas de sus últimas cartas, Howard consideraba la posibilidad de abandonar a Conan para dedicarse a los westerns.

Conan era a la vez un desarrollo del rey Kull y una idealización del propio Robert Howard, un retrato del hombre que habría querido ser. Howard idealizaba a los bárbaros y la vida bárbara, igual que Rudyard Kipling, Jack London y Edgar Rice Burroughs, que le influyeron. Conan es un aventurero rudo, duro, desarraigado, violento, viajero, irresponsable, de gran fuerza y estatura, tal y como Howard —hombre de vida tranquila, retraído, reservado e introvertido— gustaba de imaginarse a sí mismo. Combinaba las cualidades del héroe de la frontera texana Wingfoot Wallace, del Tarzán de Burroughs, del héroe vikingo Swain creado por A. D. Howden Smith y una pizca del voluble humor de Howard.

El propio Howard le contó en una carta a H. P. Lovecraft que Conan había «salido de la nada ya adulto, y me puse a trabajar en la saga de sus aventuras [...]. Sólo es una combinación de algunos hombres que he conocido [...] boxeadores profesionales, pistoleros, contrabandistas, tahúres y honestos trabajadores con los que he tenido alguna relación y, combinándolos a todos, se produjo la amalgama que yo llamo Conan el cimmerio».

Tras la muerte de Howard, algunas de sus historias se publicaron póstumamente en las revistas pulp. Cuando las restricciones impuestas al papel durante la segunda guerra mundial acabaron con los pulps, las historias de Conan fueron olvidadas, salvo por un pequeño grupo de entusiastas. En el año 1950, un editor de Nueva York publicó las historias de Conan en pequeñas ediciones de volúmenes encuadernados en tela.

El autor de estas líneas se vio implicado en esa labor al hallar trabajos de Howard no publicados en manos de un agente literario de Nueva York, y al adaptarlos para su publicación como parte de la mencionada serie. Una década más tarde, preparé la publicación de toda la serie de Conan en rústica, junto con varias nuevas aventuras del bárbaro que escribí en colaboración con mis colegas Lin Cárter y Bjórn Nyberg. A lo largo de los años, hemos luchado por aproximar nuestro estilo al de Howard, con el resultado que el lector podrá juzgar. La presente novela, a la que mi esposa Catherine Crook de Camp ha contribuido ayudando ampliamente a su edición, es el último fruto de nuestros esfuerzos.

Entretanto, Glenn Lord, agente literario de los herederos de Howard, realizando una astuta y paciente labor detectivesca, logró encontrar el baúl donde Howard guardaba sus papeles, que había desaparecido después de su muerte. Aparecieron en el baúl otras historias de Conan, y fragmentos de historias. Éstas fueron incorporadas también a la serie; Cárter y yo terminamos las incompletas. Lord preparó también la publicación de docenas de relatos de Howard no protagonizados por Conan, algunos publicados ya en los pulps, y otros inéditos. Aunque el éxito póstumo de Howard resulte gratificante, los que hemos tomado parte en él no podemos evitar cierto sentimiento de tristeza, porque el mismo Howard no ha podido verlo.

Hay varias posibles explicaciones de la extraordinaria popularidad póstuma de Howard. Algunos la atribuyen al Zeitgeist. Muchos lectores se habían hartado de los antihéroes, de las historias demasiado subjetivistas y psicologizantes, y de la concentración en los problemas socioeconómicos contemporáneos que había predominado en la ficción de los años cincuenta y sesenta. Durante cierto tiempo, pareció que la fantasía hubiera caído víctima de la Edad de la Máquina; pero el éxito de El Señor de los Anillos de Tolkien probó que era posible un resurgimiento del género. Las historias de Conan fueron las primeras que se beneficiaron de dicho renacer, y desde su publicación han aparecido un montón de imitadores.

La capacidad literaria de Howard debe recibir también igual crédito por el éxito de Conan. Era un narrador nato, la cualidad indispensable con la que debe contar todo escritor de ficción. Quien posee este talento logra ocultar sus carencias como escritor; a quien no lo posee, de nada le servirán las otras virtudes que pueda tener.

Aunque autodidacta en lo literario, Howard se confeccionó un estilo notable y característico: tenso, abigarrado, rítmico y elocuente. Aunque empleara pocos adjetivos, obtenía efectos de color y movimiento mediante el abundante uso de verbos en activa y de la personificación, como puede apreciarse al principio de su única novela larga protagonizada por Conan: «Sabe, oh príncipe, que, en los años que transcurrieron desde que los océanos engulleron a Atlantis y las esplendorosas ciudades [...] hubo una edad maravillosa, en la que reinos florecientes cubrieron la tierra como mantos azules bajo las estrellas [...]».

Gracias a la vivida imaginación de Howard, a sus ingeniosos argumentos, su hipnótico estilo, su gran fuerza narrativa y la intensidad con que se representaba a sí mismo en sus personajes, aun los relatos más pulp que llegó a escribir —sus historias de boxeadores y sus westerns— son divertidos.

Las más de cincuenta historias de Conan publicadas hasta ahora narran la vida del bárbaro desde la adolescencia hasta la vejez. Como escenario para las aventuras que corría espada en mano su héroe, Howard inventó la llamada Edad Hiboria, que habría existido hace doce mil años, después del hundimiento de Atlantis y antes de los inicios de la historia conocida. Explicó que las invasiones bárbaras y las catástrofes naturales habían destruido todo resto de aquella era, salvo algunos vestigios que aparecieron en los mitos y leyendas de épocas posteriores. Aseguró a sus lectores que se trataba de una mera ficción, y no de una teoría seria sobre la prehistoria.

En la Edad Hiboria, la magia funcionaba, y entes sobrenaturales andaban sobre la tierra. La parte occidental del principal continente, cuyos contornos diferían grandemente de los que aparecen en los mapas modernos, estaba dividida en cierto número de reinos, basados en varias naciones de la historia antigua y medieval. Así, Aquilonia se corresponde más o menos con la Francia medieval, y Poitain sería su Provenza; Zíngara se parece a España, Asgard y Vanaheim a la Escandinavia de los vikingos; Shem, con sus belicosas ciudades-estado, recuerda al Oriente Próximo de la Antigüedad, mientras que Estigia es una versión ficticia del antiguo Egipto.

Conan (cuyo nombre es céltico) nació en Cimmeria, una tierra desolada, agreste y brumosa poblada por protoceltas. Llega en su juventud al reino oriental de Zamora, y durante varios años vive allí del robo. Luego sirve como soldado mercenario, primero en el reino oriental de Turan y luego en varios países hiborios. Obligado a huir de Argos, vive de la piratería en las costas de Kush, junto con una pirata shemita y una tripulación de corsarios negros.

Luego, sirve como mercenario en varios países. Corre aventuras entre los nómadas kozakos de las estepas orientales y con los piratas del mar de Vilayet, predecesor del más reducido mar Caspio. Se erige en jefe de las tribus que pueblan los montes Himelios, en cogobernante de una ciudad al sur de Estigia, en pirata de las Islas Barachas, y en capitán de un navío de bucaneros zingarios.

Al fin, vuelve a servir como soldado al servicio de Aquilonia, el más poderoso de los reinos hiborios. Derrota a los salvajes pictos en la frontera oriental y obtiene un generalato, pero se ve obligado a huir a causa de las asesinas intenciones del depravado y envidioso rey Numedides.

Después de algunas otras aventuras, Conan (que ya tiene cuarenta años) es rescatado de las costas pictas por un barco que transporta a los líderes de una revuelta contra el tiránico y excéntrico gobierno de Numedides. Han elegido a Conan como comandante en jefe de la rebelión, y aquí comienza la presente historia.

L. SPRAGUE DE CAMP Villanova, Pennsylvania Julio de 1978

Capítulo 1

Cuando la locura lleva corona

La noche se cernía con sus negras y opacas alas sobre los chapiteles de la regia Tarantia. En las calles silenciosas y cubiertas de niebla, los faroles ardían como los ojos fieros de animales de presa en todo su primordial salvajismo. Pocos salían a la calle en noches como aquélla, aunque en la velada oscuridad se sintiera ya el aroma de la primavera temprana. Los que, por imperiosa necesidad, tenían que salir, se escabullían como ladrones, con pies furtivos y temerosos de cada sombra.

En la acrópolis, a cuyo alrededor se hallaba la Ciudad Antigua, el palacio de varios reyes erguía su almenada cimera contra las pálidas y mortecinas estrellas. El fortificado capitolio se agazapaba sobre el otero como un fantástico monstruo de edades pretéritas, y contemplaba los muros de la Ciudad Interior que le tenían aprisionado.

Sobre las esplendorosas estancias y pasillos de mármol, dentro del sombrío palacio, pesaba el silencio, de igual manera que pesa el polvo sobre las corruptas tumbas estigias. Siervos y pajes se acurrucaban tras puertas cerradas, y nadie salía a los largos corredores y tortuosas escaleras salvo la guardia real. Aun aquellos veteranos llenos de cicatrices, curtidos en el campo de batalla, no querían mirar demasiado a las sombras y se encogían con cada sonido inesperado.

Dos guardias estaban de pie, inmóviles, ante una gran puerta adornada con finos cortinajes de púrpura con brocados. Se crisparon, y palidecieron, cuando un grito horrible, sordo, se oyó en el aposento. Se trataba de una endeble y patética canción de dolor, que traspasó como una gélida aguja el robusto corazón de los guardias.

—¡Mitra nos salve a todos! —dijo con un susurro el guardia de la izquierda, con los labios prietos, pálido de temor.

Su camarada no abrió la boca, pero su acelerado corazón se hizo eco de la ferviente plegaria, y añadió: «Mitra nos salve a todos, y también al país...».

Pues existía un refrán en Aquilonia, el reino más orgulloso del mundo hiborio: «Los más bravos se acobardan cuando la locura lleva corona». Y el rey de Aquilonia estaba loco.

Se llamaba Numedides, sobrino y sucesor de Vilerus III, y vástago de una antigua estirpe real. Durante seis años, el reino había gemido bajo su pesada mano. Numedides era supersticioso, ignorante, negligente y cruel; pero, en otros tiempos, sus pecados habían sido los de cualquier regio voluptuoso aficionado a las carnes suaves, al chasquido del flagelo y a los chillidos de temerosos suplicantes. Durante algún tiempo, Numedides se había contentado con permitir que los ministros gobernaran al pueblo en su nombre, mientras él se revolcaba en los sensuales placeres de su harén y su cámara de tortura.

Todo esto había cambiado con la llegada de Thulandra Thuu. Nadie sabía quién era este hombre esbelto y oscuro, y muy misterioso. Ni tampoco sabía nadie qué región del lejano Oriente había abandonado para ir a Aquilonia, ni por qué motivo.

Algunos decían en susurros que se trataba de un brujo de las brumosas tierras de Hiperbórea; otros, que había surgido de las sombras hechizadas que reinaban bajo los ruinosos palacios de Estigia y de Shem. Unos pocos, incluso, creían que era vendhio, puesto que su nombre —en el caso de que aquél fuera su nombre verdadero— lo sugería. Había muchas teorías; pero nadie sabía la verdad.

Durante más de un año, Thulandra Thuu había residido en el palacio, había vivido de la generosidad de un rey y disfrutado de los poderes, de los gajes y emolumentos del favorito de un monarca. Algunos decían que se trataba de un filósofo, de un alquimista que trataba de transformar hierro en oro o de elaborar una panacea universal. Otros le llamaban hechicero, y creían que era experto en las negras artes de la goecia. Unos pocos de los nobles de ideas más avanzadas lo consideraban tan sólo un astuto charlatán, ávido de poder.

Ninguno de ellos negaba, sin embargo, que tenía hechizado al rey Numedides. No se podía saber a ciencia cierta si su tan cacareada pericia en la alquimia, con sus promesas de riqueza sin cuento, había despertado la codicia del rey, o si más bien había enredado a éste en una trama de brujescos conjuros. Pero todos veían que era Thulandra Thuu, y no Numedides, quien gobernaba desde el trono de rubí. Su más nimio capricho era ley. Aun el canciller del monarca, Vibius Latro, había recibido instrucciones de seguir las órdenes de Thulandra como si hubieran emanado del propio monarca.

Entretanto, la conducta de Numedides se había vuelto más y más extravagante. Había ordenado fundir las monedas de oro de sus tesoros para hacer con ellas estatuas de él mismo adornadas con regias joyas, y a menudo conversaba con los árboles en flor, y con las mismas flores cabeceantes que adornaban los senderos de su jardín. ¡Ay del reino cuya corona ciñe la frente de un loco... un loco que, además, sirve de títere a un valido astuto y carente de escrúpulos; no importa que éste sea un genuino mago o un avispado charlatán!

Tras los cortinajes con brocados de la vigilada puerta, había un aposento con las paredes cubiertas de místico púrpura. Tenía lugar allí una extraña escena.

El rey yacía, en profundo sueño, en un traslúcido sarcófago de alabastro. Su tosco cuerpo estaba desnudo. Aun en su reposo, daba testimonio de una vida mancillada por viciosa negligencia. Tenía la piel manchada, fláccidos los húmedos labios, y grandes bolsas en los ojos. Sobresalía del sarcófago su enorme barriga, obscena y parecida a la de un sapo.

Sujeta por los tobillos, una muchacha desnuda de doce años colgaba sobre el abierto ataúd. Había marcas de instrumentos de tortura en sus tiernas carnes. Los susodichos instrumentos reposaban sobre brasas brillantes en un brasero de cobre, delante de una silla de hierro negro parecida a un trono, adornada con incrustaciones de crípticos sellos grabados en plata de suave fulgor.

Alguien le había cortado limpiamente la garganta a la muchacha, y la sangre reluciente resbalaba por su rostro vuelto del revés y le oscurecía el rubio cabello. El ataúd se había llenado de sangre espumante, y la corpulenta figura del rey Numedides estaba sumergida en parte en aquel baño escarlata.

Dispuestas en precisa elipse en torno al sarcófago, para iluminar su contenido, había diecinueve grandes velas, altas como muchachos en su primera adolescencia. Se decía entre los siervos de palacio que estaban hechas de grasa de cadáveres humanos. Pero nadie sabía de dónde procedían.

Sobre el trono de hierro negro meditaba Thulandra Thuu, un hombre esbelto, de constitución ascética y, por su aspecto, de mediana edad. Su cabello, sujeto por una cinta de oro rubicundo, peinado a imitación de una multitud de serpientes entrelazadas, era de color gris plateado; y también eran de serpiente sus ojos fríos, de grueso párpado. En su ademán se reconocía al filósofo, pero su mirada fija delataba al fanático.

Los huesos de su alargada cara parecían obra de un escultor. Tenía la piel oscura como la madera de teca; y, de vez en cuando, se humedecía los finos labios con lengua rápida y afilada. Se cubría el magro torso con una amplia prenda de brocado morado, que le rodeaba el cuerpo y le caía por encima de un hombro dejando el otro al descubierto, así como los flacos brazos.

A ratos, apartaba la mirada del antiguo tomo encuadernado en piel de pitón que tenía sobre el regazo, y contemplaba pensativo el ataúd de alabastro donde el hinchado cuerpo del rey Numedides reposaba en su baño de sangre de virgen. Entonces, frunciendo el ceño, siguió leyendo las páginas de su libro. El pergamino del monstruoso volumen había sido decorado con trazos finos y alargados, en un idioma que los eruditos de Occidente desconocían. Y muchos de los glifos estaban escritos con tintas de color esmeralda, amatista y bermejo; no les había afectado el paso de los años.

Una clepsidra de oro y cristal, que se hallaba sobre un taburete cercano, sonó con plateado tintineo. Thulandra Thuu observó de nuevo el ataúd. Sus labios prietos dieron mudo testimonio, en su morena faz, del fracaso de su intento. El rico baño rojo de sangre se iba oscureciendo; la superficie se enturbiaba con espuma a medida que el líquido, al enfriarse, perdía su vitalidad.

De repente, el hechicero se puso en pie y, con airado gesto de frustración, arrojó el libro a un lado. Éste fue a dar en los cortinajes de la pared y cayó abierto; sus páginas quedaron boca abajo sobre el suelo de mármol. Si alguien hubiera podido estudiar la inscripción del lomo, y comprender su críptico alfabeto, habría descubierto que el arcano volumen se titulaba: Los secretos de la inmortalidad, según Guchupta de Shamballah.

Despertando de su trance hipnótico, el rey Numedides salió del sarcófago y entró en una bañera llena de agua con aroma de flores. Se limpió las rudas facciones con una porosa toalla, al tiempo que Thulandra Thuu, con una esponja, le quitaba la sangre del cuerpo. El hechicero no habría permitido que nadie, ni siquiera los vestidores del rey, entraran en su oratorio en el curso de las operaciones mágicas; por consiguiente, tenía que encargarse él mismo de lavar y vestir al monarca. El rey miró fijamente a los ojos entrecerrados y meditabundos del mago.

—¿Y bien? —preguntó Numedides ásperamente—. ¿Cuáles son los resultados? ¿Ha entrado en mi cuerpo el signum vitalis que drenamos del de esa cachorrilla?

—En parte, gran rey —replicó Thulandra Thuu con voz monótona, en staccato—. En parte... pero no ha bastado.

Numedides gruñó, y se rascó la panza con una uña sin cortar. El vello frondoso y crespo de su barriga, así como el de su barba no muy larga, era del color de la herrumbre con vetas grisáceas.

—¿Seguiremos adelante, pues? Hay muchas jóvenes en Aquilonia cuyas familias no osarán informar de su desaparición, y tengo agentes fieles.

—Permitidme que lo medite, oh rey. He de consultar el pergamino de Amendarath para asegurarme de que mi parcial fracaso no se deba a una conjunción u oposición planetaria adversa. Y tendré que volver a haceros el horóscopo. Los astros anuncian tiempos de tribulación.

El rey, que había logrado embutirse en una túnica escarlata, tomó una jarra de vino teñido de púrpura sobre el que flotaban botones de amapola de color carmesí, y sorbió la exótica bebida.

—Lo sé, lo sé —decía con un gruñido—. Hay problemas en la frontera, y conspiraciones en la mitad de las casas nobles... ¡Pero no temas, alarmado taumaturgo mío! Esta casa real ha durado mucho, y aún sobrevivirá cuando de ti sólo quede polvo.

Los ojos del rey se pusieron vidriosos, y una leve sonrisa asomó a las comisuras de sus labios mientras murmuraba:

—Polvo, polvo... todo es polvo. Todo, salvo Numedides. —Entonces pareció que se recobraba, y exigió, irritado—: ¿Es que no puedes responder a mi pregunta? ¿Quieres otra muchacha para tus experimentos?

—Sí, oh rey —replicó Thulandra Thuu tras un momento de reflexión—. He meditado un refinamiento en el procedimiento que, estoy convencido de ello, nos permitirá alcanzar nuestra meta.

El rey sonrió ampliamente y, con velluda mano, le dio una palmada al hechicero en las flacas espaldas. El inesperado manotazo hizo tambalearse al delgado mago. Una chispa de cólera recorrió las morenas facciones del alquimista y, al instante, fue extinguida como por una mano invisible.

—¡Bien, mi señor mago! —bramó Numedides—. Hazme inmortal para que pueda gobernar eternamente este bello país, y te enterraré en oro. Ya siento el ardor de mi divinidad... si bien no pienso proclamar aún mi teofanía a mis devotos súbditos.

—¡Pero, Majestad! —dijo el sobresaltado hechicero, recobrando la compostura—. Los apuros en que se encuentra el país son mayores de lo que parecéis entender. El pueblo está agitado. Hay signos de insurrección en el sur y en el mar. No comprendo...

El rey le apartó de sí.

—¡Ya he acabado con otros chacales traicioneros, y también voy a acabar con éstos!

Lo que el rey despachaba como nimios estorbos, en realidad, habría preocupado gravemente a cualquier monarca. Se había declarado más de una revuelta en las fronteras occidentales de Aquilonia, donde el país estaba dividido por guerras y rivalidades entre los mezquinos barones. El pueblo gemía a causa de la testarudez de su soberano, y clamaba contra los opresivos impuestos y monstruosos malos tratos de que era objeto por parte de los agentes del monarca. Pero las preocupaciones del pueblo apenas si interesaban al rey—, hacía oídos sordos a su clamor.

Con todo, Numedides no estaba tan obsesionado con sus peculiares placeres como para ignorar los informes de sus espías, que recopilaba para él su capaz ministro Vibius Latro. Este canciller le había dado a conocer rumores que afectaban a un caudillo tan rico y poderoso como el conde Trocero de Poitain. Trocero no era hombre al que se pudiera suprimir fácilmente, pues disponía de una fuerza sin par de caballería armada, y de un pueblo belicoso, de fiera lealtad, presto a alzarse a su señal.

—Trocero —murmuraba el rey— ha de ser destruido, sí; pero es demasiado fuerte para un enfrentamiento abierto. Debemos encontrar a un envenenador hábil... Entretanto, mi fiel y esforzado Amulius Procas acampará en la región fronteriza meridional. Ya ha aplastado a más de un arrogante latifundista que osó volverse revolucionario.

Los ojos fríos y negros de Thulandra Thuu eran inescrutables.

—Leo, en la faz del cielo, presagios de un peligro que puede con vuestro general. Tenemos que ocuparnos nosotros mismos...

Numedides dejó de escucharle. Su sueño, semejante a un trance, y el estímulo del vino con amapolas le habían despertado los apetitos sensuales. Recientemente, había entrado en su harén una muchacha kushita apetecible, de generosos senos, y una tortura —todavía sin nombre— estaba cobrando forma en sus tortuosas mientes.

—Me voy —dijo de pronto—. No trates de detenerme, porque te abrasaría con mis relámpagos.

El rey apuntó a Thulandra Thuu con su rígido dedo índice, e hizo un sonido gutural. Luego, rugiendo con grosera alegría, apartó un panel que se hallaba detrás de los purpúreos cortinajes y pasó al otro lado. El pasadizo secreto llegaba a la parte del harén a la que se llamaba en susurros, con repugnancia, Casa del Dolor y el Placer. El hechicero vio cómo se iba y sonrió levemente, y empezó a apagar las diecinueve grandes velas.

—Oh, rey de los sapos —murmuró en su desconocida lengua—. Has dicho la verdad exacta, pero la has dicho al revés. Numedides ha de volver al polvo, y Thulandra Thuu gobernará el Occidente sentado en un trono eterno cuando el Padre Set y la Madre Kali enseñen a su solícito hijo a arrancar de las oscuras páginas del gran Ignoto el secreto de la vida eterna...

La delgada voz resonó en la penumbra, como el seco roce de las escamas de la serpiente que repta sobre pálidos huesos de hombres asesinados.

Capítulo 2

El campamento de los Leones

Muy al sur de Aquilonia, una esbelta galera de guerra hendía las agitadas aguas del Océano Occidental. El barco, de estilo argoseo, se acercaba a la costa, donde las luces de Messantia titilaban en el crepúsculo. Una verdosa franja luminiscente, sobre el horizonte occidental, anunciaba el fin del día; y, en lo alto, las primeras estrellas de la noche adornaban el cielo de zafiro, y palidecían luego al salir la Luna.

En el castillo de proa, apoyadas en la baranda, había siete personas, que se protegían con sendas capas de los gélidos asaltos de la espuma que arrojaba el espolón de bronce al alzarse y volverse a sumergir en las olas. Uno de los siete era Dexitheus, un hombre maduro, de rostro grave y ojos calmos, ataviado con los holgados ropajes propios de un sacerdote de Mitra.

A su lado había un aristócrata de anchos hombros y esbelta cadera, de cabello oscuro ya grisáceo, que vestía una coraza plateada en cuyo pectoral habían sido curiosamente grabados, en oro, los tres leopardos de Poitain. Era Trocero, conde de Poitain, y el motivo de los tres leopardos aparecía también en la bandera que ondeaba en lo alto del palo mayor.

Al lado del conde Trocero, un hombre más joven de porte aristocrático, que bajo una cota de malla plateada iba elegantemente vestido de terciopelo, se pellizcaba la escasa barba. Se movía con presteza, y su fácil sonrisa enmascaraba, con su jovialidad, la dureza del militar veterano y experimentado. Se trataba de Próspero, un antiguo general del ejército aquilonio. Un hombre corpulento y casi calvo, que no llevaba espada ni armadura, ni prestaba atención a la inminencia del ocaso, hacía sumas con un estilete sobre un librillo de tabletas enceradas, agarrado a la baranda. Publius había sido tesorero real de Aquilonia hasta que dimitió como resignada protesta contra la política de su monarca, que consistía en establecer impuestos desorbitantes y gastar luego sin freno.

No muy lejos, dos muchachas se aferraban a la inestable baranda. Una de ellas era Belesa de Korzetta, aristócrata de Zingara, bella y grácil, que apenas si había dejado atrás la niñez. Su largo cabello negro ondeaba al viento marino cual bandera de seda. Apretujada bajo su brazo había una niña pálida, de cabello rubio, que observaba boquiabierta las luces que se alineaban en la costa. Tina, una esclava ophirea, había sido rescatada de un amo brutal por Belesa, la sobrina del fallecido conde Valenso. Ama y esclava, inseparables, habían sufrido juntas el voluntario exilio del veleidoso conde en los yermos pictos.

Destacaba entre todos ellos un hombre sombrío de gigantesca estatura. Sus ojos ardientes, de color azul volcánico, y la melena negra de cabello lacio y áspero que caía sobre sus hombros descomunales sugerían la controlada ferocidad de un león en su reposo. Era cimmerio, y se llamaba Conan.

Las botas marinas de Conan, sus ajustados calzones y la rasgada camisa de seda no ocultaban su magnífico cuerpo. Había robado aquellos atuendos de los baúles de un almirante pirata difunto, Tranicos el Sanguinario, en una cueva que se hallaba bajo un cerro de las tierras pictas, donde los cadáveres de Tranicos y sus capitanes estaban sentados, todavía, en torno a una mesa sobre la que se amontonaban los tesoros de un príncipe estigio. Las ropas, demasiado pequeñas para un hombre tan corpulento, estaban deslucidas, rotas y sucias de mugre y de sangre; pero nadie que viera al colosal cimmerio, y el pesado sable que colgaba de su cintura, le habría tomado por un mendigo.

—Si ofrecemos el tesoro de Tranicos en la plaza del mercado —murmuraba el conde Trocero—, el rey Milo nos contemplará con desagrado. Hasta ahora nos ha tratado bien; pero, cuando lleguen a sus oídos los rumores sobre nuestro tesoro de rubíes, esmeraldas y amatistas, y otras baratijas engastadas en oro, tal vez decida que la corona de Argos debe confiscarlo.

Próspero asintió.

—Sí; Milo de Argos, como cualquier otro monarca, gusta de llenar sus arcas. Y, si recurrimos a los orfebres y prestamistas de Messantia, el secreto será conocido por toda la ciudad al cabo de una hora.

—Entonces, ¿a quién le vamos a vender las joyas?

—Preguntádselo a nuestro comandante en jefe. —Próspero rió taimadamente—. Corrígeme si me equivoco, general Conan, pero ¿no habías tenido trato en otro tiempo con...? Bueno...

Conan se encogió de hombros.

—¿Quieres saber si fui un sanguinario pirata, y si tenía un revendedor en cada puerto? Sí, lo fui; y quizá ahora mismo volvería a serlo, si no hubierais llegado vosotros a tiempo para encaminarme por la senda de la respetabilidad. —Hablaba el aquilonio con fluidez, mas tenía acento bárbaro. Tras callar unos momentos, Conan prosiguió—: Mi plan es éste: Publius se dirigirá al tesorero de Argos y recobrará el depósito que se dejó como garantía por el uso de esta galera, salvo la tasa estipulada. Entretanto, yo iré a vender nuestro tesoro a un comerciante discreto que conozco de otros tiempos. El viejo Varrón siempre me pagó bien el botín que le llevaba.

—Se dice —afirmó Próspero— que las gemas de Tranicos tienen más valor que todas las otras joyas del mundo. Un hombre como ese del que hablas sólo podrá pagarnos una fracción de su valor.

—Ya puedes irte desengañando —dijo Publius—. El valor de baratijas como ésas siempre crece en la leyenda y decrece en la venta.

Conan sonrió con sonrisa lobuna.

—Le sacaré todo lo que pueda, no os preocupéis. Recordad que me he dedicado a menudo al estraperlo. Además, con solamente una fracción del tesoro podríamos poner en pie a todas las espadas de Aquilonia. —Conan se volvió hacia el alcázar, donde se hallaban el capitán y el timonel—. ¡Eh, capitán Zeno! —bramó en argoseo—. ¡Di a tus remeros que si llegamos a tierra antes de que las tabernas cierren para la noche cada uno recibirá un penique de plata además de lo prometido! ¡Ya veo las luces del práctico! —Conan se volvió hacia sus compañeros y bajó la voz—. Ahora, amigos míos, más vale que no hablemos más de nuestras riquezas. Una palabra descuidada, oída por casualidad, podría dejarnos sin recursos para pagar a los hombres que necesitamos. ¡No lo olvidéis!

El práctico, una lancha donde remaban seis membrudos argoseos, se acercó a la galera. En su proa, una figura envuelta en una capa hizo señales con un farolillo, y el capitán alzó la mano en respuesta. Cuando Conan se disponía a bajar a su camarote para recoger sus posesiones, Belesa le puso sobre el brazo su fina mano. Le escudriñó el rostro con sus ojos gentiles, y habló con voz angustiada.

—¿Todavía quieres mandarnos a Zíngara? —le preguntó.

—Más nos vale separarnos, mi señora. En las guerras y rebeliones no hay lugar para mujeres nobles. Con las gemas que te di podrás ir viviendo, y tendrás bastante para tu dote. Si quieres, trataré de cambiarlas por moneda. Ahora, tengo asuntos que atender en mi camarote.

Sin decir palabra, Belesa le entregó una pequeña bolsa de fino cuero, llena de rubíes que Conan había tomado de un baúl en la cueva de Tranicos. Mientras el cimmerio se alejaba por el puente camino de proa, donde se hallaba su camarote, Belesa no dejó de mirarlo. Todo lo que había de mujer en ella respondía a la virilidad que emanaba de aquel hombre, como emana el ardor de un relámpago rugiente. En el caso de que le hubieran ofrecido el cumplimiento de un secreto deseo, éste habría sido no necesitar una dote. Pero, desde que Conan la rescatara a ella y a la joven Tina de los pictos, éste había obrado meramente como amigo y protector.

Comprendía, con cierta amargura, que Conan era más experto que ella en tales materias. El cimmerio sabía que una delicada dama de noble cuna, imbuida de los ideales zingarios de modestia y pureza femeninos, no habría sido capaz de adaptarse a la vida salvaje y brutal de un aventurero. Además, en caso de que mataran a Conan, o éste se hartara de ella, habría tenido que vivir el resto de su vida como una proscrita, puesto que las casas principescas de Zíngara no habrían admitido en sus salones de mármol a la barragana de un mercenario bárbaro.

Con un leve suspiro, tocó a la muchacha que tenía apretujada contra su cuerpo.

—Tenemos que bajar, Tina, y recoger nuestras cosas.

Entre gritos y hurras, la esbelta galera avanzó hacia el muelle. Publius pagó las tasas del puerto y le dio una propina al piloto. Liquidó su cuenta con el capitán Zeno y la tripulación de éste y, recordándole que aquella misión era secreta, se despidió ceremoniosamente del marino argoseo.

El capitán gritó algunas órdenes, y los hombres bajaron la vela a cubierta y la guardaron bajo el puente; desarmaron los remos entre juramentos y estrépito y los metieron debajo de los bancos. La tripulación —oficiales, marinos y remeros— bajó alegremente a tierra, donde llameaban luces brillantes en posadas y mesones; y repintadas mujerucas, llamándoles desde las ventanas de los segundos pisos, intercambiaban mofas y alegres obscenidades con los expectantes marineros.

Los hombres vagaban por los muelles. Algunos andaban borrachos por la calzada, mientras que otros roncaban en pórtales aliviaban la vejiga en las oscuras entradas de los callejones.

Entre los transeúntes había uno, no tan borracho ni fatigado como aparentaba. Era un zingario flaco, de facciones angulosas, que se llamaba Quesado. Unos bucles negros le adornaban el alargado rostro, y los ojos de pesados párpados le daban una falsa apariencia de adormilada indolencia. Ataviado con raídos atuendos de sobrio negro, holgazaneaba en un portal como si el mismo tiempo se hubiera detenido; y, al acercársele un par de borrachos marineros, replicó con una muy trillada chanza que les hizo seguir adelante riendo entre dientes.

Quesado observó de cerca cómo la galera atracaba en el muelle. Vio que, después de que la tripulación se hubiera ido de jarana, un pequeño grupo de hombres armados, acompañado por dos mujeres, desembarcaba y se detenía en el puerto hasta que varios ociosos se apresuraban a ofrecerles sus servicios. La curiosa compañía no tardó en desaparecer, seguida por un grupo de porteadores que llevaban baúles y sacos de lona sobre los hombros o los sostenían con la cabeza.

Cuando el último de los porteadores hubo desaparecido en la oscuridad, Quesado anduvo hasta una bodega donde se habían congregado varios de los tripulantes del barco. Halló un lugar acogedor al lado del fuego, pidió vino y observó a los marineros. Al fin, eligió a un moreno y musculoso remero argoseo, que había bebido ya unas cuantas copas, y empezó una conversación con él. Invitó al joven a una jarra de cerveza, y le contó una ocurrencia obscena.

El remero rió ruidosamente, y, cuando hubieron cesado sus carcajadas, el zingario le dijo con aire de indiferencia:

—Has llegado en esa gran galera amarrada al muelle tercero, ¿verdad?

El argoseo asintió, y bebió un trago de cerveza.

—Es una galera mercante, ¿verdad?

El remero irguió su cabeza de revueltos cabellos, y le miró con desdén.

—¡Vosotros, malditos extranjeros, no sabéis distinguir un barco de otro! —dijo con un bufido—. ¡Es una nave de guerra, necio zanquivano! Es el Aríanus, el orgullo de toda la armada del rey Milo.

Quesado se golpeó la frente con una mano.

—¡Oh, dioses, qué estúpido soy! Hace tanto tiempo que zarpó que no he podido reconocerla. Pero, cuando atracó, ¿no enarbolaba una bandera con unos leones?

—Serían los leopardos carmesíes de Poitain, amigo mío —dijo el remero con aire jactancioso—. Y nada menos que el conde de Poitain alquiló el barco, y él mismo lo ha comandado.

—¡Me cuesta creerlo! —exclamó Quesado, fingiendo gran asombro—. Debe de tratarse de una importante misión diplomática, apostaría por ello...

El borracho remero, animado por la total atención con que le escuchaba el otro, siguió hablando:

—Hemos hecho el más condenado de los viajes, un millar de leguas, o más, y estoy pasmado de que los salvajes pictos no nos rajaran la garganta...

Calló, pues un oficial del Aríanus, de rostro severo, le acababa de poner una mano sobre el hombro.

—¡Ten cuidado con lo que dices, idiota! —exclamó, mirando al zingario con suspicacia—. El capitán nos ha advertido que mantuviéramos la boca cerrada, sobre todo ante desconocidos. ¡Cierra el pico!

—¡Sí, sí! —murmuró el remero. Evitando la mirada de Quesado, hundió el rostro en su jarra de cerveza.

—No importa, compañeros —dijo Quesado con un bostezo, encogiéndose de hombros despreocupadamente—. En estos últimos tiempos no ocurre nada en Messantia, y sólo había querido distraerme con un poco de chismorreo.

Se puso en pie perezosamente, pagó la cuenta y anduvo lentamente hasta la puerta.

Una vez afuera, Quesado abandonó su aire de adormilada vagancia. Anduvo ágilmente por los muelles hasta una pensión cochambrosa, donde tenía alquilado un cuarto desde el que podía observar el puerto. Moviéndose como un ladrón en la noche, subió por las angostas escaleras hasta su habitación del primer piso.

Prestamente, cerró la puerta a sus espaldas, corrió las raídas cortinas de las ventanas del dormitorio y encendió un cabo de vela con las brasas brillantes de un pequeño brasero de hierro. Entonces, se inclinó sobre una mesa desvencijada, y escribió, con una pluma de fina punta, letras menudas sobre una delgada tira de papiro.

Tras escribir su mensaje, el zingario enrolló el papel de junco y, astutamente, lo introdujo en un cilindro de latón, no más grande que la punta de un dedo. Luego se levantó torpemente, abrió una jaula que tenía apoyada contra el muro más cercano al mar y sacó una paloma gruesa y adormilada. Ató el pequeño cilindro a una de sus patas; y, acercándose a la ventana, apartó la cortina, abrió y arrojó afuera al ave. Ésta sobrevoló el puerto y desapareció. Quesado sonrió, sabiendo que su paloma mensajera hallaría un palomar seguro, y proseguiría con su largo viaje hacia el norte cuando llegara el alba.

En Tarantia, nueve días más tarde, Vibius Latro, canciller del rey Numedides y jefe de su servicio de inteligencia, recibió el tubo de latón de manos del cuidador de los palomares del rey. Desenrolló cuidadosamente el delgado papiro, y lo sostuvo a la luz del sol que entraba en su despacho por la ventana entreabierta. Leyó:

El Conde de Poitain, junto con un reducido séquito, ha llegado en misión secreta desde un puerto lejano. Q.

Hay un destino que planea sobre los reyes, y signos y augurios presagian la caída de antiguas dinastías y la perdición de antiguos reinos. La brujería de un Thulandra Thuu no era necesaria para saber que la casa de Numedides corría un grave peligro. Los signos de su futura caída podían reconocerse por todas partes.

Alguien mandaba mensajes desde Messantia, que viajaban al norte por caminos polvorientos o por los invisibles senderos del aire. Estas misivas lograban llegar a Poitain y a otros feudos de la turbulenta y dividida frontera de Aquilonia; algunas entraban incluso en los campos fortificados y en las fortalezas del ejército aquilonio leal. Pues en tales lugares había estacionados espadachines y lanceros, jinetes y arqueros que habían servido junto a Conan en los tiempos en que éste era oficial del rey Numedides, hombres que habían luchado al lado de Conan en la gran batalla de Velítrium, y antes incluso, en la Pradera de la Masacre, donde Conan había derrotado por primera vez a las huestes de salvajes pictos. Hombres de su antiguo regimiento, los Leones, que le recordaban bien. Y, como las bestias cuyo nombre llevaban, se mantenían leales al caudillo del que se enorgullecían. Otros de los que oían la llamada estaban hartos de servir a un monarca demente que negligía los asuntos del reino para dedicarse a placeres antinaturales y a perseguir locos sueños de vida eterna.

En los meses que siguieron a la llegada de Conan a Messantia, muchos aquilonios veteranos de las guerras pictas dimitieron, o desertaron de sus unidades y se marcharon a Argos. Junto con ellos, por los caminos largos y solitarios, merodeaban poitanios y bosonios, gunderios del norte y pequeños propietarios de Taurán, hombres de la pequeña nobleza de Tarantia, caballeros arruinados de provincias lejanas, y más de un aventurero sin blanca.

—¿De dónde vienen todos éstos? —decía Publius, maravillado, en una ocasión en que estaba junto a Conan, cerca de la gran tienda del comandante en jefe, contemplando a una cuadrilla de caballeros andrajosos que entraba cabalgando en el campamento rebelde.

Venían sobre caballos flacos, con los atuendos destrozados, la armadura llena de orín, y cubiertos de polvo y fango reseco. Algunos traían heridas vendadas.

—Vuestro loco rey se ha creado muchos enemigos —rezongaba Conan—. Me han informado de la llegada de caballeros cuyas tierras ha confiscado, de nobles cuyas esposas o hijas han sido ultrajadas, de hijos de mercaderes a quienes ha dejado sin dinero... incluso trabajadores comunes y campesinos, con orgullo suficiente para tomar las armas contra su loco rey. Esos caballeros son unos proscritos, arrojados al exilio por haber hablado contra el tirano.

—La tiranía, a menudo, alimenta su propia caída —dijo Publius—. ¿A cuántos tenemos ahora?

—A más de diez mil, según los cálculos de ayer. Publius silbó.

—¿Tantos? Será mejor que limitemos el reclutamiento antes de que devoren toda la moneda de nuestro tesoro. Obtuviste un caudal muy grande por las joyas de Tranicos, pero acabará por fundirse como nieve en primavera si alistamos más hombres de los que podamos pagar.

Conan le dio una palmada en la espalda al corpulento civil.

—Ésa es tu labor como tesorero, buen Publius, conseguir que nuestra bolsa sobreviva a este festín de buitres. Hoy mismo he importunado al rey Milo para que nos concediera más espacio donde acampar. Pero me ha replicado con gran número de quejas. Nuestros hombres tienen Messantia invadida; abusan de los servicios de la ciudad; hacen subir los precios; algunos han cometido crímenes contra los ciudadanos. Quiere que, o bien acampemos en otro sitio, o bien marchemos ya contra Aquilonia.

Publius frunció el ceño.

—Mientras nuestras tropas se entrenen, tendremos que estar cerca de la ciudad y del mar para poder recibir suministros. Diez mil hombres arrastran mucha hambre si alguien los entrena como tú los entrenas. Y diez mil estómagos requieren mucha comida si no quieres que sus propietarios se irriten y acaben por desertar.

Conan se encogió de hombros.

—No podemos hacer nada. Trocero y yo saldremos a caballo, mañana por la mañana, en busca de un nuevo emplazamiento. Y la próxima Luna llena nos encontrará de camino hacia Aquilonia.

—¿Quién es ése? —murmuró Publius, señalando a un soldado que, después de terminar los ejercicios matinales, merodeaba cerca de la tienda del general.

El hombre, ataviado con un raído atuendo negro, debía de haber apurado gran cantidad de jarras aquella misma tarde, pues le vacilaban las piernas y había tropezado con una piedra que se interponía en su camino. Al ver a Conan y a Publius, se quitó la estropeada gorra, hizo una reverencia tan profunda que estuvo a punto de caer, recobró el equilibrio y siguió adelante.

Conan dijo:

—Es un zingario que se presentó hace diez días en la tienda de reclutamiento. Nos pareció canijo como un ratón, y que no había de servir como guerrero, pero se ha acreditado como buen espadachín, excelente jinete y artista de la daga arrojadiza; y Próspero le aceptó junto con todos los demás. Se llamaba... creo que Quesado.

—Tu reputación, como un imán, atrae gentes de cerca y de lejos —dijo Publius.

—Pues más vale que venza en esta guerra —respondió Conan—. En otros tiempos, si perdía una batalla, podía huir a tierras donde jamás había estado y empezar de nuevo sin nadie que me conociera. Ahora ya no sería tan fácil; demasiados hombres han oído hablar de mí.

—Para los demás es una buena noticia —dijo Publius, sonriendo— el que la fama impida que los caudillos huyan.

Conan no dijo nada. Desfilaron por su memoria los penosos años que había pasado desde que abandonara el frío Norte siendo un muchacho andrajoso y hambriento. Había guerreado, y viajado a lo largo y a lo ancho del continente Thurio. Ladrón, pirata, jefe de primitivos... había sido todo aquello, y también soldado común; había ascendido al generalato y había caído en desgracia, llevado por las mareas de la fortuna. Desde los salvajes yermos de las tierras pictas hasta las estepas de Hirkania, desde las nieves de Nordheim hasta las junglas de Kush, su nombre y su fama eran leyenda. Por ello, los guerreros acudían desde tierras lejanas para servir bajo su estandarte.

En aquel momento, la bandera de Conan ondeaba a la brisa, con orgullo, en el palo central de la tienda generalicia. El emblema, un león dorado erguido sobre sus cuartos traseros sobre un fondo de seda negra, era invención del propio Conan. Hijo de un herrero cimmerio, no podía jactarse de su árbol genealógico; pero había obtenido el mayor de los reconocimientos como comandante del Regimiento del León en la batalla de Velítrium. Había adoptado como propia la enseña de aquella unidad, pues sabía que los soldados necesitaban una enseña por la que luchar. Sucedió después de aquella victoria que el rey Numedides, viendo en la fama del cimmerio una amenaza a su propia supremacía, trató de tenderle una trampa y destruir al más popular de sus generales, en quien veía a un rival en potencia. Envidiaba la creciente reputación de Conan como guerrero invencible; temía su magnético caudillaje.

Tras eludir la emboscada de Numedides, y perder al mismo tiempo su puesto de mando, el cimmerio había recordado con sentida nostalgia los días pasados con los Leones. Y, en aquel momento, la bandera bajo la que había obtenido sus mayores victorias volvía a ondear sobre su cabeza, como símbolo de sus pasadas glorias y punto de reunión para los que habían de luchar por su causa.

Necesitaría victorias aún mayores en los meses que le aguardaban, y el león dorado sobre campo negro le parecía un buen augurio. Pues Conan no estaba libre de supersticiones. Aunque hubiera armado camorras y se hubiera pavoneado por medio mundo, aunque hubiera explorado tierras lejanas y aprendido las costumbres de pueblos extranjeros, y hubiese conocido las maneras de obrar de reyes y sacerdotes, de brujos y guerreros, de magnates y pedigüeños, las primitivas creencias de su herencia cimmeria aún ardían en los abismos de su alma.

Entretanto, el espía Quesado, que había pasado frente a la tienda del comandante, recobró de pronto la sobriedad. Sin tambalearse, anduvo con presteza por el camino con roderas que conducía a la Puerta Septentrional de Messantia.

El espía había conservado prudentemente su cuarto cercano al puerto aun después de ser admitido en una de las tiendas del campamento que se alzaba frente a la muralla. Y en aquel cuarto, bajo la puerta de tosca hechura, encontró una carta. No tenía firma, pero Quesado reconoció la escritura de Vibius Latro.

Tras alimentar a sus palomas, Quesado se sentó a descifrar el simple código que ocultaba el significado del mensaje. Parecía que hablara de una variedad de trivialidades domésticas; pero, marcando una palabra de cada cuatro, Quesado averiguó que su amo le mandaba una cómplice. Se trataba, según la misiva, de una mujer de seductora belleza.

Quesado se permitió una leve y discreta sonrisa. Luego, escribió a lápiz su habitual informe en una delgada tira de papiro y lo mandó por aire al norte, a la lejana Tarantia.

Mientras el ejército se ejercitaba, sudaba, e iba creciendo, Conan se despidió de Belesa y de su joven protegida. Vio como su carruaje se alejaba por el paseo marítimo en dirección a Zíngara; un pelotón de fornidos guardias lo precedía y seguía a caballo. Oculta entre el equipaje llevaban una caja de hierro, con oro suficiente para que Belesa y Tina vivieran bien durante varios años, y Conan tuvo la esperanza de no volver a verlas.

Aunque el robusto cimmerio fuera sensible a los encantos de Belesa, había decidido, en su circunstancia, no tener relación con ninguna mujer, y todavía menos con una delicada aristócrata para quien no habría lugar en las estancias de los oficiales de la guerra. Más adelante, si la rebelión triunfaba, buscaría una real consorte para afianzarse en el trono. Pues los tronos, por elevado que sea su coste en sangre plebeya, precisan a menudo, para defenderse, del poder místico que emana de una dinastía real.

Sin embargo, Conan sentía las punzadas de la lujuria, no menos que cualquier otro hombre activo y viril. Llevaba mucho tiempo sin poseer a una mujer, y expresaba su privación con palabras ásperas, enojo y tormentosos accesos de cólera. Al fin, Próspero, adivinando la causa de sus malos humores, se aventuró a sugerirle que le convenía ir a buscar entre las rameras de las posadas de Messantia.

—Con suerte y discernimiento —le había dicho— hallarás una compañera de lecho que te sea grata.

Próspero no tenía idea de que sus palabras habían zumbado como moscardones en los oídos de un descarnado mercenario zingario, que estaba agazapado no muy lejos de él, recostado en una de las estacas de la tienda, con la cabeza gacha como si durmiera.

Conan, también desprevenido, se encogió de hombros ante la sugerencia de su amigo. Pero, en los días siguientes, el deseo libró batalla con el dominio que tenía de sí mismo. Y, con cada noche que pasaba, su necesidad se volvía más fuerte.

Día a día, el ejército fue creciendo. Arqueros de las Marcas Bosonias, lanceros de Gunderland, caballería ligera de Poitain y hombres de rango elevado y humilde procedentes de toda Aquilonia se le unían. Se oían sin cesar, en el campo de entrenamiento, las órdenes voceadas, el ruidoso avance de la infantería, el chasquido de los arcos y el silbido de las flechas. Conan, Próspero y Trocero trabajaban sin descanso para transformar a sus inexpertos reclutas en un ejército bien entrenado. Pero nadie sabía si aquella fuerza, formada con gentes de tierras varias y nunca probada en el campo de batalla, podría aguantar frente a las excelentes tropas del esforzado, valeroso e invicto Amulius Procas.

Entretanto, Publius organizaba un servicio de espionaje para los rebeldes. Sus agentes se adentraron mucho en Aquilonia. Algunos sólo buscaban noticias. Otros esparcían rumores concernientes a la depravación del rey Numedides; rumores que, según vieron sus propagadores, no precisaban exageración alguna. Algunos mendigaban una contribución monetaria a nobles que, aunque simpatizaran con la causa rebelde, no habían osado declararse partidarios de la revuelta.

Cada día, al final de la mañana, Conan pasaba revista a sus tropas. Entonces, por turnos, iba comiendo con cada una de sus compañías; porque un buen caudillo conoce por el nombre a muchos de sus hombres, y refuerza su lealtad mediante el contacto personal. Pocos días después de que Próspero le hablara de las mujeres públicas de Messantia, Conan almorzó con una compañía de caballería ligera. Se sentaba con los soldados e intercambiaba bromas obscenas, y compartía su carne, su pan y su cerveza amarga.

Al oír una voz sibilante que de repente se había puesto a hablar, Conan se volvió. Vio a su lado a un zingario de alargado rostro —Conan recordaba haberlo visto ya— que hacía un discurso con grandilocuentes gesticulaciones. Conan dejó una broma a medio contar y escuchó con atención; porque aquel sujeto estaba hablando de mujeres, y Conan sintió que algo se agitaba en su sangre.

—Existe cierta bailarina —gritaba el zingario— con el cabello negro como ala de cuervo, y ojos verdes como la esmeralda.

¡Y hay brujería en sus suaves labios rojos y en su grácil cuerpo, y sus pechos parecen granadas! —Y los representó en el aire con ambas manos—. Baila cada noche, por las monedas que le echen, en el Mesón de las Nueve Espadas, y desnuda su cuerpo a ojos de los hombres. Pero esta Alcina es rara, es una pícamela altanera y arrogante que se niega a abrazar a ningún varón. Todavía no ha encontrado a uno que inflame sus pasiones... por lo menos, eso dice.

«Por supuesto —dijo Quesado, parpadeando con lujuria— que en esta misma tienda debe de haber guerreros lujuriosos que podrían cortejarla, y conquistar a esa muchacha arrogante. Oh, aun nuestro galante general...

En aquel mismo instante, Quesado vio que Conan le observaba. Se interrumpió, bajó la cabeza, y dijo:

—¡Mil perdones, noble general! Vuestra excelente cerveza ha desatado de tal manera mi lengua que he perdido el seso. Os lo ruego, perdonad mi indiscreción, os lo suplico, mi buen señor...

—La olvidaré —masculló Conan y, frunciendo el ceño, le dio la espalda y siguió comiendo.

Pero, aquella misma noche, preguntó a sus sirvientes dónde se hallaba el mesón llamado de las Nueve Espadas. Cuando montó en su silla, con la única compañía de un mozo como escolta, y se puso en camino hacia la Puerta del Norte, Quesado, oculto entre las sombras, sonrió con sonrisa leve, complacida.

Capítulo 3

Ojos de color esmeralda

Cuando la aurora se asomó, risueña, al cielo azul, una trompeta de cuello de plata anunció la llegada de un heraldo del rey Milo. Gallardo en su casaca bordada, el heraldo cabalgó al trote hasta el campamento rebelde, montado en una yegua baya, blandiendo en alto un pergamino sellado y adornado con una cinta. El mensajero husmeó con desdén al llegar al bullicioso campo de entrenamiento, donde una abigarrada hueste estaba formando para pasar revista. Cuando exigió a gritos una escolta que le acompañara hasta la tienda del general Conan, uno de los hombres de Trocero guió su montura hasta el centro del campamento.

—Vamos a tener problemas —murmuró Trocero al sacerdote Dexitheus cuando ambos vieron al heraldo argoseo.

El delgado y calvo sacerdote mitraico se tocó las cuentas del collar.

—Ya deberíamos habernos habituado a tenerlos, mi señor conde —le respondió—. Y sabes bien que nos aguardan otros mucho mayores.

—¿Te refieres a Numedides? —le preguntó el conde con irónica sonrisa—. Mi buen amigo, estamos preparados para hacer frente a problemas de ese tipo. Me refiero a las dificultades que tendremos con el rey de Argos. Aunque me diera permiso para acampar en este sitio, creo que Milo cada vez se siente más incómodo con la presencia de tantos hombres comprometidos con una causa extranjera acampados frente a su capital. Me parece que Su Majestad empieza a arrepentirse de habernos ofrecido un emplazamiento tan cómodo para nuestro campamento.

—Sí —añadió Publius, pues el corpulento tesorero había salido para unirse a ellos—. No me cabe la menor duda de que ya tiene que haber espías de Tarantia por los burdeles y callejones de Messantia. Numedides presionará sutilmente al rey de Argos para que se vuelva contra nosotros.

—El rey sería necio si lo hiciese —murmuró Trocero—, pues tiene nuestro ejército cerca, y ansioso por luchar. Publius se encogió de hombros.

—Hasta ahora, el monarca de Messantia se ha comportado amistosamente —dijo—. Pero los reyes son gente inclinada a la perfidia, y las conveniencias rigen el ánimo del más noble de ellos. Tenemos que aguardar lo que suceda... Me pregunto qué noticias nos traerá ese petulante heraldo.

Publius y Trocero fueron a atender a sus deberes, y dejaron solo a Dexitheus, que iba pasando, como ausente, las cuentas de su collar de plegaria. Al hablar de problemas futuros, no pensaba sólo en las batallas venideras, sino también en otro portento.

La pasada noche, un sueño turbador le había asaltado en su lecho. El Señor Mitra, a menudo, revelaba el futuro mediante sueños a sus leales suplicantes, y Dexitheus se preguntaba si aquél había sido profecía.

En su sueño, el general Conan hacía frente al enemigo en el campo de batalla, y enardecía a sus soldados, espada en alto; pero detrás del gigantesco cimmerio acechaba una figura envuelta en sombras, ágil y furtiva. El durmiente no pudo identificar ningún rasgo en aquella escurridiza presencia, salvo que en su rostro, cubierto por una capucha, brillaban dos ojos gatunos, verdes como la esmeralda, y que se hallaba siempre cerca de la desprotegida espalda de Conan.

Aunque el sol naciente hubiera elevado la temperatura de aquella fresca mañana de primavera, Dexitheus se estremeció. No le gustaban los sueños como aquél; arrojaban guijarros al profundo pozo de su serenidad. Además, ningún recluta del campamento rebelde tenía ojos de un color verde tan brillante; Dexitheus habría notado aquella rareza.

El heraldo iba a medio galope por el polvoriento camino de regreso a Messantia, y algunos mensajeros fueron a convocar al consejo a los caudillos de la hueste rebelde.

El gigantesco cimmerio, en su tienda, apenas si ocultó su enfado mientras los pajes le ponían la armadura para los ejercicios de combate matinales. Cuando Próspero, Trocero, Dexitheus, Publius y los demás se hubieron reunido, les habló ásperamente, masticando cada palabra.

—Escuetamente, amigos —bramó—, a Su Majestad le place que nos retiremos hacia el norte, a las praderas, a nueve leguas por lo menos de Messantia. El rey Milo juzga que nuestra presencia, tan cerca de su capital, pone en peligro tanto a su ciudad como a nuestra causa. Algunos de nuestros soldados, según él afirma, han estado divirtiéndose con demasiada licencia en la ciudad, han quebrantado la paz del rey y causado problemas a la guardia cívica.

—Me lo temía —dijo Dexitheus con un suspiro—. Nuestros guerreros se entregan en demasía a los placeres de la copa y del lecho. Con todo, pediríamos demasiado a la naturaleza humana si esperáramos que los soldados —especialmente una horda variopinta como la nuestra— se comportasen con la mansedumbre de monjes encapuchados.

—Cierto —dijo Trocero—. Y, por fortuna, estamos preparados para ponernos en marcha. ¿Cuándo partiremos, general?

Conan se abrochó el talabarte con gesto salvaje. Sus ojos azules brillaron como los de un león bajo su negra melena de cuadrado corte.

—Nos da diez días para que nos vayamos —dijo con un gruñido—, pero yo estoy presto a marchar ahora mismo. Hay demasiados ojos y demasiados oídos en Messantia, demasiados soldados nuestros tienen la lengua floja; basta una jarra de vino para que la muevan. Yo no me alejaría nueve leguas, sino noventa, de este nido de espías.

»Así pues, pongámonos en marcha, señores. Cancelad todos los permisos y sacad a los hombres de las tabernas, por la fuerza si es necesario. Esta noche, me adelantaré con un destacamento escogido para estudiar la ruta y hallar un nuevo punto de acampada. Trocero, tú estarás al mando del ejército hasta que yo vuelva.

Todos le saludaron y se fueron. Durante el resto del día, reunieron a los soldados, prepararon las provisiones y apilaron los bagajes dentro de los carros. Antes de que el sol del amanecer siguiente hubiera acariciado los dorados pináculos de Messantia con sus lanzas de luz, recogieron las tiendas y las compañías formaron en columnas. Cuando algunos jirones de niebla flotaban todavía por las tierras bajas, el ejército partió: Caballeros y alabarderos, arqueros y lanceros, todos ellos protegidos en la vanguardia, retaguardia y ambos flancos por exploradores e infantería ligera.

Conan y su destacamento de caballería ligera poitania se habían adelantado al trote hacia el norte cuando la oscuridad todavía ocultaba la tierra. El general bárbaro no confiaba por completo en las simpatías del rey Milo. Muchas consideraciones influyen en las acciones de los reyes; y tal vez los agentes de Numedides hubieran convencido ya al monarca argoseo de que debía aliarse con el soberano de Aquilonia en vez de adherirse a la impredecible fortuna de los rebeldes.

Sin duda, Argos sabía que, si la insurrección fracasaba, la venganza de Aquilonia sería rápida y devastadora. Y, si un rey opta por la destrucción, más le valdrá atacar al otro ejército durante una marcha, cuando los hombres andan revueltos y los bagajes les entorpecen...

Así, los Leones avanzaron hacia el norte. Compañía tras compañía, el inexperto ejército andaba por caminos polvorientos, chapoteaba en los vados de ríos de poco caudal y serpenteaba por entre los no muy altos montes Didimios. Nadie lo emboscó, atacó ni estorbó en su avance. Tal vez las sospechas de Conan acerca del rey Milo no estuvieran justificadas; tal vez su ejército era demasiado fuerte para que los argoseos trataran de acabar con él. O quizás el rey aguardara un momento más oportuno para arrojar sus fuerzas contra los rebeldes. Fuera Milo un amigo, o un secreto enemigo, Conan se alegraba de su prudencia.

Cuando sus tropas hubieron cubierto la primera jornada de marcha sin hallar obstáculo alguno, Conan, alejándose a medio galope del sitio que había elegido para acampar, se relajó un tanto. Se hallaban fuera del alcance de los espías que infestaban las calles tortuosas de Messantia. Sus exploradores y tropas avanzadas abarcaban un amplio terreno; Conan había ordenado que, si unos ojos poco amistosos observaban al ejército en campo abierto, los exploradores fueran en pos del que estuviera mirando. No descubrieron a nadie.

El gigantesco cimmerio sólo se fiaba de unos pocos hombres, y ni siquiera en éstos confiaba a la ligera. Los largos años de guerras y de vida de proscrito habían reforzado su felina cautela. Pero conocía a los que le seguían, y compartía su causa. Así, nunca se encontró con espías en el campamento, ni con gentes malintencionadas a sus espaldas.

Dos días más tarde, los rebeldes vadearon el río Astar en Hipsonia y entraron en la planicie de Palios. Hacia el norte se erguían los montes Rabinos, una serrada hilera de picos purpúreos que desfilaban como gigantes a la luz del ocaso. El ejército acampó al principio de la planicie, en un altozano redondeado que ofrecería alguna protección cuando fuera fortificado con zanjas y empalizadas. Allí, en tanto que recibieran con regularidad suministros procedentes de Messantia o de las granjas cercanas, los guerreros podrían perfeccionar sus habilidades antes de cruzar el Alimane en dirección a Poitain, la provincia más meridional de Aquilonia.

Durante el largo día que siguió a su llegada, los soldados trabajaron, refunfuñando, con pico, pala y azadón para fortificar el campamento con un terraplén de defensa. Entretanto, un cuerpo de caballería ligera salió a medio galope por el camino por el que habían venido para escoltar a los carros de provisiones retrasados.

Pero, durante la segunda guardia de aquella noche, una delgada figura abandonó sigilosamente la tienda de Conan, donde reinaba la penumbra, y salió a la luz de la Luna. Iba envuelta y embozada en un caftán de lana amarilla, que se confundía a sus pies con la tierra. Esta figura se acercó a otra, oculta a la sombra de una tienda cercana.

Los dos intercambiaron en murmullos una contraseña. Y unos dedos finos, cargados de anillos, pusieron un trozo de pergamino en las manos del otro, curtidas por el trabajo.

—He señalado en este mapa los pasos por los que los rebeldes han de entrar en Aquilonia —dijo la muchacha con un susurro sibilante y sedoso, como el ronroneo del gato—. También la disposición de los regimientos.

—Yo llevaré la noticia —murmuró el otro—. Nuestro señor se encargará de que llegue a manos de Procas. Has hecho un buen trabajo, Alcina.

—Todavía tengo mucho por hacer, Quesado —dijo la muchacha—. No deben vernos juntos.

El zingario asintió, y desapareció entre las sombras. La bailarina se quitó la capucha, y contempló la argéntea luna. Aunque acabara de abandonar los lujuriosos brazos de Conan el cimmerio, sus rasgos, iluminados por la Luna, aparecían gélidos e inalterados. Su rostro pálido y alargado se asemejaba a una máscara tallada en marfil amarillo; y, en las frías profundidades de sus ojos de color esmeralda, acechaban trazas de regocijo, malicia y desdén.

Aquella noche, mientras el ejército rebelde dormía en la planicie de Palios, entre los montes Rabinos, uno de los reclutas desertó. Nadie descubrió su ausencia hasta que se pasó revista al día siguiente; y, al descubrirla, Trocero le restó toda importancia. Aquel hombre, un zingario que se llamaba Quesado, tenía fama de perezoso y negligente, y su pérdida apenas si tenía relevancia.

A pesar de su irresponsabilidad, Quesado no era perezoso en absoluto. Él, el más diligente de los espías, disfrazaba con aparente indolencia sus idas y venidas en las que veía, escuchaba, y compilaba informes breves pero precisos. Y aquella noche, mientras todo el campamento dormía, había robado un caballo del establo, eludido a los centinelas y galopado hacia el norte durante varias fatigosas horas.

Diez días más tarde, salpicado de barro, polvoriento, tambaleándose a causa del cansancio, Quesado llegó ante las grandes puertas de Tarantia. El sello que llevaba sobre el pecho le valió una inmediata audiencia con Vibius Latro, el canciller de Numedides.

El jefe de espías frunció el ceño al ver el mapa que Alcina le había puesto en la mano a Quesado, y que el zingario acababa de entregarle a él. Preguntó severamente:

—¿Por qué lo has traído tú mismo? Sabes que necesitábamos que estuvieras en el ejército rebelde. El zingario se encogió de hombros.

—Era imposible mandarlo con una paloma mensajera, mi señor. Cuando me uní a esa manada de rebeldes, tuve que dejar mis aves en Messantía, al cuidado de mi sustituto, Fadius el Kothio.

Vibius Latro clavó en él una fría mirada.

—Entonces, ¿por qué no le diste el mapa a Fadius, que podría haberlo traído aquí de la manera acostumbrada? Tendrías que haber seguido en ese nido de traidores para poder seguir los vientos del cambio. Yo contaba con que te pegaras a las espaldas de Conan con una daga en la mano.

Quesado gesticuló con desesperación.

—Señor, el ejército ya se hallaba a tres días a caballo de Messantía cuando Alcina se hizo con esta copia del mapa. Apenas si logré obtener una licencia de seis días para poder llegar aquí y volver sin provocar ninguna sospecha, mientras que, si hubiera desertado, los argoseos habrían investigado y hecho preguntas. Y no habría podido volver con el ejército después de marcharme sin licencia. Y las palomas, a veces, se pierden, o las matan los halcones, o los gatos monteses, o los cazadores. Juzgué que debía traer en persona un documento de tanta importancia.

El canciller gruñó, e hinchó los labios.

—Entonces, ¿por qué no se lo llevaste directamente al general Procas?

Quesado estaba sudando en abundancia. La frente cetrina, y las mal afeitadas mejillas le relucían. No convenía contrariar a un hombre como Vibius Latro.

—El general P-procas no me conoce. —El espía hablaba ahora con voz gemebunda—. Mi sello no significa nada para él. Sólo vos, mi señor, dirigís los canales de transmisión por los que estos mensajes llegan a los jefes militares.

Una leve y fina sonrisa se asomó a las enigmáticas facciones del otro.

—Es cierto —dijo—. Has actuado bien. Me habría gustado más que Alcina hubiera obtenido el mapa antes de que los rebeldes abandonaran Messantía y se dirigieran al norte.

—Yo creo que, hasta la misma noche de mi partida, los rebeldes no decidieron la ruta que debían seguir —dijo Quesado.

No sabía si era cierto lo que decía, pero le pareció bastante creíble.

Vibius Latro dio permiso al espía para que se marchara, y llamó a su secretario. Tras estudiar el mapa, dictó un breve mensaje para el general Amulius Procas con una copia para el rey. Mientras el secretario copiaba el tosco bosquejo de Alcina, Latro llamó a un paje y le dio dos copias de cada uno de los documentos.

—Llévaselos al secretario del rey —dijo el canciller—, y pide que Su Majestad imprima su sello en un ejemplar de cada uno. Entonces, si él no tiene ninguna objeción, llevarás a caballo los documentos sellados al general Amulius Procas, que está en Poitain. Aquí tienes un salvoconducto para entrar en los establos reales. Elige el caballo más rápido, y cambia de montura en cada posta.

El mensaje no llegó al secretario del rey. El siervo khitanio de Thulandra Thuu, Hsiao, lo hizo llegar a las flacas y oscuras manos de su señor. Al tiempo que leía el mensaje, y examinaba el mapa a la luz de una candela de grasa de cadáver, el hechicero del rey sonrió con frialdad, y asintió repetidamente en señal de aprobación para el khitanio.

—Ha ocurrido lo que tú predijiste, amo —decía Hsiao—. Le conté al paje que Su Majestad y su escriba estaban celebrando una reunión contigo, y me entregó a mí los pergaminos.

—Has hecho bien, mi buen Hsiao —dijo Thulandra Thuu—. Tráeme cera. Yo mismo los sellaré. No tenemos que distraer a Su Majestad de sus placeres por una minucia.

El brujo sacó de un cofrecillo con cerrojo un duplicado del sello real y, tras poner juntas una copia de cada uno de los mensajes y doblarlas, encendió una vela con uno de los grandes cirios. Acercando a la llama la cera para sellar, dejó que goteara sobre el borde abierto del pliego. Thulandra Thuu estampó en la cera el duplicado del sello real, y entregó el pliego al khitanio.

—Dale esto al correo de Latro —le dijo—, y dile que Su Majestad quiere que lo entregue con suma prisa al general Procas. Luego, escríbeme una carta para el conde Ascalante de Thune, que en estos momentos está al mando del Cuarto Regimiento Tauranio en Pelaea. Requiero su presencia.

Hsiao vaciló.

—¡Temible señor! —dijo.

Thulandra Thuu miró agudamente a su siervo.

—¿Y bien?

—Esta indigna persona no desconoce que tú y el general Procas no estáis de acuerdo en todo. Permíteme una pregunta: ¿Deseas su triunfo sobre el rebelde bárbaro?

Thulandra Thuu sonrió aviesamente. Hsiao sabía que hechicero y general competían ferozmente por el favor del rey, y Hsiao era la única persona en quien el brujo podía confiar. Thulandra murmuró:

—Por ahora, sí. Mientras Procas se halle en las provincias meridionales, lejos de Tarantia, no pondrá en peligro la posición de que gozo aquí. Y tengo que arriesgarme a que añada una nueva victoria a su abultada lista, pues ni él ni yo veríamos con buenos ojos a Conan frente a las puertas de la capital.

»Procas se interpone entre los rebeldes y su avance hasta Tarantia. Quiero que él aplaste la insurrección, sí; pero de tal manera que todo el crédito recaiga en mí. Entonces, tal vez, un accidente nos arrebatará a nuestro heroico general en su momento de victoria, antes de que pueda regresar triunfante a Tarantia. Ahora, pongámonos en camino.

Hsiao hizo una profunda reverencia y se retiró en silencio. Thulandra Thuu abrió el cerrojo de una cajita de ébano y guardó en ella sus copias de los documentos.

Trocero miraba perplejo a su comandante, que iba de un extremo a otro de la tienda como un tigre enjaulado; ardía en sus ojos furiosa impaciencia.

—¿Qué te atormenta, general Conan? —le preguntó—. Yo creía que necesitabas a una mujer, pero, desde que trajiste a esa bailarina, ya no me vale la explicación. ¿Qué te preocupa?

Conan cesó en sus inquietas idas y venidas y se acercó a la mesa de campaña. Ceñudo, se sirvió una copa de vino.

—Nada a lo que pueda atribuir un nombre —masculló—. Pero, últimamente, estoy agitado, me sobresalto por una sombra.

Se interrumpió, con repentina alarma en los ojos, al mirar a uno de los rincones de la tienda. Luego se forzó a reír con aspereza, y se repantigó en su silla de campaña hecha de cuero.

—¡Por Crom, estoy inquieto como una perra en celo! —dijo—. Ciertamente, no sé qué es lo que me devora las entrañas. A veces, cuando estamos reunidos, casi llego a creer que las propias sombras escuchan nuestras palabras.

—Algunas veces, las sombras tienen oídos —dijo Trocero—. Y también ojos.

Conan se encogió de hombros.

—Sé que tú y yo estamos solos, puesto que la muchacha duerme, y mis dos escuderos están puliéndome la armadura, y los centinelas hacen la ronda fuera de la tienda —murmuró—. Pero, con todo, siento una presencia que nos escucha.

Trocero no se burló de él; tenía malos presentimientos. Había aprendido a confiar en los primitivos instintos del cimmerio, porque sabía que eran mucho más agudos que los de hombres civilizados como él mismo.

Pero el poitanio no carecía de instintos propios; y uno de éstos le hacía desconfiar de la grácil bailarina que Conan había traído como voluntaria amante. Había algo en ella que le molestaba, aunque no tenía idea del motivo. Ciertamente era bella, e incluso demasiado bella para bailar en una taberna portuaria de Messantia por las monedas que le arrojaran. Además, la encontraba demasiado silenciosa y reservada. Trocero, habitualmente, sabía encandilar a una mujer y arrancarle un torrente de confidencias; pero había tratado de hacer hablar a Alcina sin éxito alguno. Ella respondía con educación a todas sus preguntas, pero evasivamente, y al cabo le dejaba igual que al principio.

Trocero se encogió de hombros, se sirvió otra copa y mandó todas aquellas angustias a los nueve infiernos de Mitra.

—La falta de acción te irrita, Conan —dijo—. En cuanto nos pongamos en marcha, y la bandera del León ondee sobre nosotros, volverás a sentirte como siempre. ¡Ya no habrá más sombras que te escuchen!

—Sí —dijo Conan con un gruñido.

Lo que había dicho Trocero era cierto. En cuanto tenía un enemigo de carne y hueso, y frío acero en la mano, Conan hacía frente a la más difícil de las situaciones con ánimo valeroso. Pero, cuando se enfrentaba a enemigos impalpables y a sombras insustanciales, las primitivas supersticiones de sus tribales ancestros acudían en tropel a su espíritu.

En la parte de atrás de la tienda, tras una cortina, Alcina sonreía con sonrisa perezosa y gatuna, y sus finos dedos jugueteaban con un curioso talismán, que llevaba colgado del cuello con una delicada cadenilla. Habría encajado en un único lugar de todo el mundo.

Mucho más al norte, más allá de las planicies, y de las montañas, y del río Alimane, Thulandra Thuu estaba sentado en su trono de hierro labrado. Sobre el regazo tenía, en parte sin desenrollar, un pergamino adornado con diagramas astrológicos y símbolos. Detrás de él había, sobre un taburete, un espejo oval de cristal negro volcánico. Faltaba un trocito semicircular en el borde del espejo místico, y era este semicírculo de obsidiana, ligado al resto del espejo por sutiles vínculos de fuerza psíquica, el que colgaba entre los redondos senos de Alcina, la bailarina.

Mientras estudiaba el mapa que tenía sobre las rodillas, el brujo iba levantando de vez en cuando la cabeza para observar la pequeña clepsidra de oro y cristal que se hallaba al lado del espejo. Se oía en el extraño instrumento un goteo, un goteo inaudible salvo para los oídos más agudos.

Cuando la campana de plata del reloj dio la hora, Thulandra Thuu soltó el pergamino. Acercó al espejo una mano semejante a una garra, y murmuró un exótico conjuro en una lengua desconocida. Atisbando en las profundidades del espejo, se unió en pensamiento y alma con su sierva, Alcina; pues, cuando un trance místico unía a entrambos, en un momento determinado, merced a ciertos aspectos de los cuerpos celestes, las imágenes que veía Alcina y las palabras que decía se transmitían mágicamente hasta el hechicero que se hallaba en Tarantia.

En verdad, el mago apenas si necesitaba a los hombres del cuerpo de espías de Vibius Latro. Y, en verdad, los agudos sentidos de Conan no habían errado: incluso las sombras de su tienda tenían ojos y oídos.

Capítulo 4

La flecha ensangrentada

Cada día, al alba, las trompetas de latón arrancaban a los hombres de su sueño para que se entrenaran durante horas en la planicie de Palios y, al ponerse el sol, les ordenaban que volvieran a su sueño nocturno; y el ejército seguía creciendo. Y, con los recién llegados, vinieron noticias y rumores de Messantia. Una noche, los capitanes de la rebelión se reunieron en la tienda de Conan para cenar, cuando la Luna se había reducido ya de moneda de plata a hoz de acero. Tras mandar cuello abajo su burda cena de campaña con tragos de cerveza floja y mal fermentada, los caudillos de la hueste deliberaron.

—Cada día que pasa —dijo Trocero— parece que el rey Milo esté más inquieto. Publius asintió.

—Sí, no le gusta tener dentro de las fronteras una fuerza armada tan numerosa bajo un caudillaje que no es el suyo. Probablemente teme que nos volvamos contra él, pues sería presa más fácil que el tirano aquilonio.

Dexitheus, sacerdote de Mitra, sonrió.

—Los reyes, cuando menos, son suspicaces, e incluso temen continuamente por su corona. El rey Milo no es distinto de los demás.

—¿Crees que tratará de atacarnos por la retaguardia? —masculló Conan.

El sacerdote de negra túnica alzó una flaca mano.

—¿Quién puede saberlo? Incluso yo, instruido por mi santo oficio para escudriñar los corazones de los hombres, no me atrevo a adivinar los ocultos pensamientos que acechan en las mientes de Milo. Pero aconsejo que crucemos el Alimane, y pronto.

—El ejército está preparado —dijo Próspero—. Los hombres están entrenados, y tan prestos a luchar como el que más. Estaría bien que entraran ya en combate, antes de que la falta de acción empiece a embotar su espíritu de lucha.

Conan asintió sombríamente. La experiencia le había enseñado que un ejército que se entrena demasiado y actúa poco acaba por dividirse en facciones en lucha, a causa de esas mismas fuerzas del orgullo y la militancia que sus instructores han imbuido en ellos con gran trabajo. O se pudre, como la fruta demasiado madura.

—Estoy de acuerdo contigo, Próspero —dijo el cimmerio—. Pero un avance prematuro abrigaría peligros de la misma magnitud. Sin duda, Procas tiene espías que le han dicho que acampamos en las montañas del Argos meridional. Y un general menos astuto que él habría supuesto que nos disponíamos a pasar el Alimane para entrar en Poitain, la más desafecta de las provincias de Aquilonia. Le basta con establecer una fuerte guardia en cada vado y tener presta a su Legión Fronteriza, lista para marchar contra cualquier posible ataque.

Trocero se echó atrás el canoso cabello con dedos confiados.

—Todo Poitain se alzará para marchar a nuestro lado; pero mis partisanos callan, para que Procas no sepa de ellos hasta que ya sea demasiado tarde.

Los otros intercambiaron significativas miradas, en las que se mezclaban esperanza y escepticismo. Días antes, algunos mensajeros habían abandonado el campo rebelde para entrar en Poitain disfrazados de mercaderes, caldereros y buhoneros. Su tarea era urgir a los vasallos y partidarios del conde Trocero a preparar incursiones y ataques de diversión para confundir a los realistas, o para atraerles a una fútil persecución de bandas de saqueadores. Una vez estos agentes hubieran llevado a cabo su labor, el ejército rebelde recibiría una señal para ponerse en marcha: una flecha poitania empapada en sangre. Entretanto, todos tenían los nervios tensos en espera del mensaje.

Próspero dijo:

—No me preocupa el alzamiento de Poitain, que es tan seguro como algo pueda serlo en este mundo azaroso, sino la prometida diputación de los barones norteños. Si no llegamos a Culario antes del noveno día del mes primaveral, tal vez se marchen de nuevo, pues les habrá llegado el tiempo de la siembra.

Conan gruñó, y apuró las heces de su copa. Los aristócratas del norte, en latente revuelta contra Numedides, habían prometido prestar apoyo a los rebeldes. Pero no querían comprometerse abiertamente con una rebelión estigmatizada por el fracaso. Si la bandera del León se quebraba en el Alimane, o sí la revuelta poitania no llegaba a producirse, nada ataría a aquellos nobles egoístas con la causa rebelde.

La precaución de los barones era comprensible; pero la incertidumbre clavaba sus agudas espuelas en el alma de los caudillos rebeldes. Si tenían que aguardar en la planicie de Palios hasta que los poitanios mandaran su señal secreta, ¿tendrían tiempo de encontrarse en Culario el día acordado? Aunque su naturaleza bárbara le apremiara tozudamente, Conan aconsejaba paciencia hasta que llegase la señal poitania. Pero sus oficiales seguían en la incertidumbre, o presentaban planes diversos.

Así, los caudillos rebeldes discutieron de noche hasta muy tarde. Próspero quería dividir el ejército en tres contingentes, y arrojarlos a la vez contra los tres mejores vados: los de Mevano, Nogara y Tunáis.

Conan negó con la cabeza.

—Procas esperará que hagamos eso —dijo.

—Entonces, ¿qué? —dijo Próspero, frunciendo el ceño. Conan desplegó el mapa, y con un dedo índice lleno de cicatrices señaló el vado que quedaba en medio, el Nogara.

—Pondremos en práctica una estratagema aquí, con sólo dos o tres compañías. Sabéis que existen trucos para hacer creer al enemigo que hemos ido en número más grande que el real. Plantaremos tiendas vacías, encenderemos más hogueras de la cuenta en los campamentos y haremos desfilar a las compañías ante el enemigo para hacerlas desaparecer luego en un bosquecillo y, saliendo por el otro lado, repetir una y otra vez la misma operación. Cargaremos un par de balistas hasta las orillas del río para molestar a las patrullas que lo crucen. Esos chimantes proyectiles harán acudir a toda prisa a Procas y su ejército.

»Tú, Próspero, estarás al mando de esta maniobra —añadió Conan. Al saber que tendría que perderse la batalla principal, el joven comandante empezó a formular una objeción, pero Conan le hizo callar—. Trocero, tú y yo nos pondremos al mando de las tropas restantes, una mitad hacia el Mevano y la otra al Tunáis, y asaltaremos los dos vados. Si hay suerte, atraparemos a Procas en una tenaza.

—Tal vez tengas razón —murmuró Trocero—. Si nuestros poitanios se amotinan en la retaguardia de Procas...

—Que los dioses sonrían a tu plan, general —dijo Publius—. ¡Si no, todo está perdido!

—¡Ah, mi triste amigo! —dijo Trocero—. La guerra es un negocio arriesgado, y no podemos perder en ella menos que tú. Ganemos o perdamos, tendremos que ir juntos hasta el final.

—Sí, aun hasta el patíbulo —murmuró Publius.

Tras la tela que dividía en dos la tienda de Conan, su amante yacía tendida sobre un lecho de pieles, y su esbelto cuerpo relucía a la débil luz de una única vela, cuya llama temblorosa se reflejaba extrañamente en sus ojos de color esmeralda y en el turbio interior del pequeño talismán de obsidiana que reposaba en el oloroso valle de sus pechos. Sonreía como una gata.

Antes del alba, la apremiante mano de un centinela hizo salir del lecho a Trocero. El conde bostezó, se estiró, parpadeó, y apartó irritado la mano del guardia.

—¡Basta! —gritó—. Ya estoy despierto, patán, aunque parece que todavía no hay luz suficiente para pasar revista a las tropas...

Su rostro palideció, y se extinguió su voz, al ver lo que el guardián le mostraba. Era una flecha poitania, manchada desde la lengüeta hasta las plumas con sangre seca.

—¿Cómo ha llegado esto aquí? —preguntó—. ¿Y cuándo?

—Hace poco tiempo, mi señor conde; la ha traído un jinete que venía del norte —replicó el guardia.

—¡Bien! ¡Haz venir a mis escuderos! ¡Haz sonar la alarma, y llévale esta flecha al general Conan! —gritó Trocero, poniéndose en pie.

El guardia le saludó y se fue. Al cabo de poco, dos escuderos, frotándose los ojos para acabar de despertar, entraron a vestir al conde y ponerle la armadura.

—¡Por fin actuaremos, por Mitra, por Ishtar, y por el Crom de los cimmerios! —gritó Trocero—. ¡Tú, Mnéster! ¡Convoca a mis capitanes a consejo! Y tú, muchacho, dime, ¿DamaNegra ha comido ya, y se ha abrevado? Haz que la ensillen con toda rapidez. ¡Ceñidle bien las cinchas! ¡No querría tener que tomarme un baño frío en las aguas del Alimane!

Antes de que un sol de rubí inflamara los boscosos altozanos de los montes Rabinos, desmontaron las tiendas, llamaron a los centinelas y cargaron los carros. Antes de que el brillante día acabara con los últimos jirones de niebla matinal, el ejército se puso en marcha en tres largas columnas en dirección al paso de Saxula, que se hallaba en las montañas, y hacia Aquilonia, hacia la guerra. Fueron por una tierra áspera, y un camino tortuoso. Había a cada lado desiertas laderas, y en éstas afloramientos de roca. Eran las estribaciones de los Rabirios, que seguían hacia el oeste, paralelas a la imponente hilera de cercanas montañas.

Hora tras hora, guerreros y sirvientes del campamento iban subiendo con dificultad por las largas cuestas y bajando por el otro lado. El ardiente sol caía sobre ellos, que empujaban pesados vehículos por las empinadas laderas, y se apiñaban en torno a los carros como abejas alrededor de su colmena para empujar, y luego tirar, y volver a empujar. En las bajadas, los cocheros sujetaban, en cada carro, una de las ruedas con una cadena, para que, al impedir que girara, sirviese de freno. Los demonios del polvo subían arremolinados al cielo, y mancillaban el cristalino aire de la montaña.

Cada vez que llegaban a una cima, la cordillera principal parecía retroceder como un espejismo. Pero, cuando las sombras purpúreas del final de la tarde se adueñaron de la cuesta oriental de todos los cerros, las montañas se abrieron como si alguien hubiera apartado unas cortinas. Se dividieron para ofrecer a la vista el paso de Saxula, una profunda hendedura en la sierra central que parecía haber sido producida por el hachazo de un dios colérico.

Cuando el ejército empezó a subir hacia el paso, Conan ordenó a un contingente que se asegurara de que no les aguardaba ninguna emboscada. Los exploradores indicaron con señales que no había peligro, y el ejército avanzó hasta el paso. Las pisadas de los hombres, el estrépito del equipo, el retumbo de los cascos y el crujido de los ejes reverberaban, a lado y lado, en ambas paredes rocosas.

Cuando los hombres volvieron a salir por el otro extremo del paso, hallaron que el camino seguía hacia abajo y desaparecía entre los densos bosques de cedro y pino que ocultaban las laderas meridionales. En lontananza, más allá de las sierras intermedias, columbraron el Alimane, que serpenteaba por las llanuras cual ofidio de plata al calor de los últimos rayos del sol.

Bajaron por la quebrada ladera, con las ruedas de los carros atadas para tenerlas bajo control. Cuando las estrellas empezaron a titilar en el cielo oscuro, llegaron, habiendo salido ya del paso, a una bifurcación en el camino. Allí, el ejército se detuvo y acampó. Conan distribuyó a sus centinelas por una amplía zona, para impedir que el enemigo, atravesando el río de noche, les sorprendiera. Pero nada perturbó el merecido reposo de los soldados, salvo un leopardo vagabundo que huyó al oír el grito de un centinela.

Al alba, Trocero y su contingente siguieron adelante por el ramal derecho de la bifurcación para ir al vado de Tunáis. Conan y Próspero, juntamente con sus tropas, avanzaron por el ramal izquierdo hasta que, poco antes del mediodía, llegaron a otra bifurcación. Una vez allí, Próspero, con un pequeño destacamento, siguió por la derecha, hacia el vado central de Nogara. Conan, junto con la caballería restante y la infantería, avanzó hacia el oeste en dirección al vado de Mevano.

Compañía tras compañía, escuadrón tras escuadrón, los rebeldes de Conan desfilaron por los estrechos caminos. Acamparon otra noche aún en los montes, y siguieron adelante. Al descender por las últimas estribaciones, columbraron una vez más el ancho río Alimane, que separaba Argos de Poitain. Cierto que Argos reclamaba una región que se hallaba al norte del río, la región comprendida entre el Alimane y el Khorotas. Pero, en el reinado de Vilerus III, los aquilonios se habían adueñado de aquella comarca y, como eran los más fuertes, habían seguido poseyéndola.

Cuando la división de Conan llegó a las planicies, el cimmerio ordenó a sus hombres que hablaran lo menos que pudieran, y sólo en voz baja. En la medida de lo posible, tenían que evitar hacer ruido con sus bagajes. Los carros se detuvieron dentro de un bosque frondoso, y los hombres establecieron un campamento que no podía ser avistado desde el vado de Mevano. Los exploradores que habían sido destacados volvieron sin haber visto rastro alguno de enemigos, pero sí trajeron la molesta noticia de que el río se había desbordado, henchido a causa de las nieves de las tierras altas que se fundían en primavera.

Mucho antes de que amaneciera un nublado día, los oficiales de Conan hicieron salir a los hombres de sus tiendas. Gruñendo, los soldados engulleron un desayuno mal cocinado y formaron. Conan iba entre ellos, murmurando maldiciones y amenazando a quien alzara la voz o soltara el arma. Sus aprensivos oídos temían que el ruido metálico de éstas pudiera ser oído a leguas de distancia, pese al rumor de las aguas del río. Pensó con amargura que una fuerza mejor entrenada habría avanzado con el sigilo de un gato.

Para hacer menos ruido, los capitanes daban órdenes a sus hombres mediante signos que hacían con las manos, y no gritando, ni con llamadas de trompeta; y esto causaba cierta confusión. Una compañía, a la que se había dado orden de avanzar, se mezcló con las filas de otra. Hubo puñetazos, y empezaron a sangrar narices antes de que los oficiales pusieran fin a la gresca.

Un cielo muy encapotado cubrió camino y río al mismo tiempo que las tropas de Conan llegaban a las orillas del Alimane. Montado en Furia, su semental negro, Conan tiró de las riendas y observó, a través de la llovizna, la otra orilla. Las aguas salidas de madre, turbias a causa del sedimento, gorgoteaban ante las pezuñas de su caballo.

Conan hizo una señal a su asistente Alaricus, un joven y prometedor capitán aquilonio. Alaricus se acercó, a caballo, hasta donde estaba su general.

—¿Te parece muy profundo? —murmuró Conan.

—Nos cubrirá hasta más arriba de las rodillas —respondió Alaricus—. Tal vez hasta el pecho. Bajaré con mi caballo para verlo.

—Procura no caer en ningún hoyo —le advirtió Conan.

El joven capitán urgió a su bayo a entrar en las revueltas aguas. El animal se resistió al principio, y luego avanzó obedientemente hacia la orilla septentrional. A mitad del río, las turbias aguas rozaron las botas de Alaricus; y, cuando éste miró hacia atrás, Conan le hizo señas.

—Tendremos que intentarlo —dijo el cimmerio cuando el asistente hubo vuelto con él—. Haz correr la orden de que la caballería ligera de Dio será la primera en cruzar, y en explorar los bosques que hay al otro lado. Luego, la infantería pasará en hilera, y cada hombre irá agarrado del cinturón del que tenga delante. Algunos de esos palurdos se ahogarían si perdieran pie cargados con sus bagajes.

Mientras el día sin sol palidecía en el sombrío cielo, la compañía de caballería ligera entró, dando chapuzones, en el río. Al llegar a la otra orilla, el capitán Dio indicó con gestos que no había enemigo alguno en el bosque.

Conan había observado expresamente cómo aquellos caballos se metían en el agitado río, y había calibrado la profundidad de las aguas. Cuando tuvo claro que, pasada la mitad del cauce, el lecho del río era menos profundo, y que no les aguardaba ningún peligro en la otra orilla, dio la señal de cruzar a la primera compañía de infantería. Al poco, dos compañías de lanceros y una de arqueros pecharon con la corriente. Cada uno de los soldados iba cogido del que tenía enfrente, y los arqueros sujetaban en alto sus arcos para mantenerlos secos.

Conan, montado en su semental, se acercó a Alaricus y le dijo:

—Ordena que la caballería pesada vadee el río, y luego que empiecen con los carros; que la compañía de infantes de Cerco se encargue de ir sacándolos de los agujeros donde encallen. Yo voy a entrar en el agua.

Furia se zambulló en el río, cuyas aguas arremolinadas y turbias le cubrieron hasta la rodilla. Al ver que el caballo de guerra se encogía y gimoteaba, como sintiendo un peligro invisible, Conan aferró las riendas con más fuerza y obligó a la bestia a seguir avanzando aun por la parte más profunda del cauce.

Su aguda vista examinó el follaje de color verde jade de la orilla septentrional, donde una variedad de arbustos en flor, cuyos colores perdían brillo bajo el cielo encapotado, circundaban los troncos de antiguos árboles. Entre los robles cargados de hoja nueva, que parecían sostener el nublado cielo, el camino devenía en oscura galería. Conan pensó, sombríamente, que había allí muchos lugares donde ocultarse. La caballería ligera todavía aguardaba, apiñada en el pequeño claro donde el camino se interrumpía frente al río, aunque habrían tenido que internarse en los bosques antes de que los primeros soldados de infantería alcanzaran la orilla septentrional. Conan gesticuló airado.

—¡Dio! —rugió desde los bajíos de la corriente. Conan pensó que, si había algún enemigo cerca, ya les habría visto cruzar el río, y que no valía la pena seguir en silencio—. ¡Desplegaos y dad una batida por los arbustos! ¡Hacedlo, maldita sea vuestra alma!

Las tres compañías de infantería iban trepando a la orilla septentrional, enfangadas y empapadas; los jinetes de Dio se dividieron en escuadrones y se adentraron en la espesura, a ambos lados del camino. Nunca es tan vulnerable un ejército como cuando está atravesando un río; Conan lo sabía bien. Y malos presentimientos anidaban en su bárbaro corazón.

Obligó a su bestia a darse la vuelta para observar la orilla meridional. La caballería pesada se había metido ya en el agua hasta las rodillas, y los primeros carros cargados de bagajes estaban luchando contra la corriente. Un par de ellos había encallado en los lodos del fondo del río; los soldados, tirando de las ruedas, lo hacían avanzar.

Un grito repentino rasgó el pesado aire. Al volverse, Conan alcanzó a ver unos atisbos de movimiento en el lugar donde el camino terminaba frente al río. Con un breve grito de advertencia, tiró de las riendas de su corcel, y una flecha que le iba dirigida le rozó el pecho y, veloz como una víbora en su ataque, se clavó en el cuello del joven oficial que le seguía. Cuando el moribundo se hundió en las agitadas aguas, Conan obligó a su caballo a avanzar, al tiempo que gritaba órdenes. Pensó que debía ponerse al frente de las tropas que habían chocado con el enemigo, tanto si se enfrentaban a una miserable guardia fronteriza como si se trataba del ejército de Procas en pleno.

De pronto, Furia se encabritó, y se tambaleó a causa del impacto de otra flecha. Relinchando, el animal cayó de rodillas, e hizo caer a Conan de la silla. El cimmerio tragó un sorbo de agua cenagosa y logró ponerse en pie, tosiendo y maldiciendo. Otra flecha le dio en la coraza, no llegó a clavarse, y se la llevó el torrente. A su alrededor, la persistente calma del encapotado día se hizo jirones. Los hombres aullaban gritos de guerra, chillaban con dolor y con miedo, y maldecían a los propios dioses que se hallan en lo alto.

Parpadeando para quitarse el agua de los ojos, que le escocían, Conan vio una triple línea de arqueros y ballesteros vestidos con las sobrepellices azules de la Legión Fronteriza. Al unísono, habían salido del exuberante follaje para diezmar a los rebeldes entorpecidos por el río con una lluvia de flechas.

El chirriante silbido de las saetas se mezclaba con el rasgueo, más grave, de las ballestas. Aunque los ballesteros no podían disparar sus voluminosas armas con la misma velocidad que los arqueros, las ballestas tenían un alcance más largo, y sus cuadrillos de hierro podían perforar la armadura más sólida. Los hombres iban cayendo uno tras otro, gritando o en silencio, y las aguas cenagosas se cerraban sobre ellos, y arrastraban sus cuerpos por los cenagosos bajíos.

Caminando con dificultad hacia la orilla, Conan buscó un trompeta que llamara a sus dispersos hombres a formación de combate. Encontró uno en los bajíos, un gunderio cabeza de estopa que contemplaba estúpidamente la matanza. Gruñendo maldiciones, Conan anduvo chapoteando hasta el pasmado idiota; pero, cuando trató de cogerlo por el justillo, el cuerpo del gunderio se dobló y dio con el rostro en el agua, pues un cuadrillo se había clavado en sus órganos vitales. La trompeta cayó de su débil mano, y la corriente se la llevó.

Al detenerse para tomar aliento, Conan miró en torno como un león acorralado, y el creciente estrépito que se oía en el claro le llamó la atención. La caballería aquilonia —lanceros con armadura, y espadachines montados sobre robustas bestias— estaba saliendo con gran estruendo del bosque, y se abalanzó sobre la revuelta masa de la caballería ligera y la infantería rebeldes. Los caballos más pequeños de los exploradores rebeldes no resistieron la embestida; los infantes cayeron ante los caballos, y fueron pisoteados. En un abrir y cerrar de ojos, los rebeldes abandonaron la orilla septentrional. Entonces, con precisión de relojero, los escuadrones armados de Procas se desplegaron en una gran línea de jinetes, que se arrojaron al agua para atacar a los rebeldes que se esforzaban por avanzar.

—¡A mí! —rugió Conan, blandiendo su espada—. ¡En recuadro!

Pero los sobrevivientes del desastre, a los que la caballería aquilonia había obligado a regresar al río, pugnaban por andar dentro del agua, presas del pánico, apartando o golpeando a los camaradas que avanzaban hacia la orilla septentrional. La caballería de Procas avanzó por la turbulenta corriente entre salpicones de espuma. Tras la segunda línea se desplegó una tercera, y luego otra, y otra. Y, desde los flancos, los arqueros de Procas prosiguieron con su salva de proyectiles, a la que los rebeldes, que no llevaban los arcos tensados, no podían replicar.

—¡General! —gritó Alaricus. Conan miró en derredor y vio que el joven capitán se acercaba a él, pechando con el agua—. ¡Sálvate! Aquí nos han derrotado, pero puedes reunir a los hombres para plantar cara en la orilla meridional, ¡Toma mi caballo!

Conan espetó una maldición a la línea de jinetes con armadura que se acercaba a toda velocidad. Dudó por un instante, y pensó en arrojarse él solo entre el enemigo, asestando mandobles a derecha e izquierda. Pero descartó la idea al mismo tiempo que se le ocurría. En días más tempranos, Conan habría emprendido el temerario ataque. Ahora era general, responsable de la vida de otros hombres, y la experiencia había atemperado con prudencia su juvenil arrojo. Cuando Alaricus iba a desmontar, Conan agarró el estribo del asistente con la mano izquierda, y le gritó:

—¡No te muevas de ahí, muchacho! ¡Sigue adelante, ve hacia la orilla meridional, maldiciones de Crom!

Alaricus espoleó a su caballo, que anduvo dificultosamente hacia la orilla argosea. Conan, aferrándose a su estribo, lo acompañó con largas zancadas que más parecían saltos entre la muchedumbre de rebeldes que se batía en retirada a caballo y a pie, chapoteando todos hacia la orilla del sur en confusa y abyecta fuga.

Tras ellos cabalgaban los aquilonios, hostigando con sus lanzas y espadas a los más retrasados de los que luchaban con la corriente. Las cenagosas aguas del Alimane bajaban rojas por el vado de Mevano. Sólo el hecho de que los perseguidores también se veían estorbados por los remolinos de la corriente salvó a las unidades avanzadas de Conan de la completa aniquilación.

Al fin, los fugitivos dieron alcance a una compañía de caballería pesada que se había zambullido en el río después de la infantería rebelde. Se abrieron camino entre sus caballos, chillando aterrorizados. Ante este acoso, las bestias, atemorizadas, se encabritaron y dieron coces en el agua hasta que sus jinetes se unieron también a la retirada. Tras ellos, encallados en el fango, los cocheros trataban de dar la vuelta a sus grandes carros cargados de bagajes, o, desesperados, los abandonaban y saltaban a las aguas, e iban chapoteando hasta la orilla meridional. Cayendo sobre los vehículos abandonados, los aquilonios mataban a sus bueyes y seguían adelante. Cadáveres empapados, arrastrados por la corriente, se amontonaban como leños en horripilantes pilas. Los carros eran volcados; entonces, las telas de las tiendas y sus palos, los fardos de lanzas y haces de flechas flotaban río abajo en la implacable corriente.

Conan, gritando hasta quedarse ronco, logró llegar a la orilla meridional, donde las compañías restantes habían estado aguardando su turno para cruzar. Trató de ordenarlos en formaciones de defensa, pero, por todas partes, la hueste rebelde se dispersaba en confusos grupos de hombres que se daban a la fuga. Arrojando las lanzas, los escudos y los yelmos, buscaron refugio, huyeron de los bajíos en todas direcciones por las llanuras que lindaban con el río. Toda la disciplina, tan laboriosamente inculcada durante los meses anteriores, se había esfumado en el terror del momento.

Unos pocos grupos se mantuvieron firmes cuando la caballería aquilonia les dio alcance, y pelearon con testaruda fiereza, pero fueron arrollados por los caballos, y murieron o se dispersaron.

Conan halló a Publius en el tumulto y, agarrándole por el hombro, le gritó al oído. El tesorero, que a causa del estrépito no podía oír a su comandante, se encogía de hombros indefenso, señalando a algo. A sus pies yacía el asistente de Conan, que Publius había estado protegiendo de las toscas botas de la soldadesca que se daba a la fuga. El caballo de Alaricus había desaparecido.

Con un grito de cólera, Conan dispersó a la multitud que le rodeaba dando golpes con el plano de la espada. Entonces, cargó a Alaricus sobre sus hombros y huyó a la carrera hacia el sur. El corpulento Publius corrió tras él, resoplando. No muy lejos de ellos, los jinetes aquilonios estaban saliendo del río para perseguir a los rebeldes en su retirada. Cercaron los carros alineados en la orilla a los que no había llegado el turno de luchar con el río.

Entre los que se hallaban más lejos de la orilla, algunos de los cocheros lograron dar la vuelta a sus pesados carros y fustigaron a sus bueyes para que se lanzaran en desordenada carrera, de nuevo hacia los más seguros montes. El camino que iba hacia el sur estaba abarrotado de fugitivos, y otros huían por las praderas para esconderse en los bosques.

Como la hora era temprana, y las fuerzas aquilonias estaban descansadas, la división de Conan corría el peligro de ser aniquilada por sus perseguidores, que cabalgaban en buenas monturas. Pero entonces tuvo lugar un incidente, no importante, pero suficiente para que los fugitivos ganaran cierta ventaja. Los aquilonios que habían cercado los carros de bagajes, en vez de seguir adelante, se detuvieron para saquear los vehículos, a pesar de las órdenes que les gritaban sus oficiales. Al oírlos, Conan dijo entre jadeos:

—¡Publius! ¿Dónde está el cofre de la soldada?

—No... lo... sé —respondió trabajosamente el tesorero—. Se hallaba en uno de los últimos carros, tal vez haya escapado al desastre. No... puedo... correr más. Sigue adelante, Conan.

—¡No seas necio! —le gritó Conan—. Necesito un hombre que sepa sumar, y además mi joven fardo está volviendo en sí.

Cuando Conan dejó en el suelo a su carga, ésta abrió los ojos y gruñó. Conan le examinó apresuradamente en busca de heridas, y no halló ninguna. Al parecer, el capitán había sido derribado por un cuadrillo de ballesta, que tan sólo había rozado su cabeza y abollado su yelmo. Conan le puso en pie.

—He cargado contigo, amigo mío —dijo el cimmerio—. Ahora, te toca ayudarme a mí a cargar con nuestro corpulento amigo.

En seguida, los tres se pusieron en camino hacia la seguridad de los montes, y Publius andaba tambaleante entre los otros dos con un brazo agarrado a los hombros de cada uno. Empezó a llover, primero suavemente, y luego a cántaros.

Los vientos del infortunio azotaron con su frialdad el rostro de Conan en aquella noche que pasó sentado en una hondonada de los montes Rabinos. El día terminaba en derrota, sus hombres se habían dispersado... Los que habían sobrevivido a la batalla y a la sangrienta venganza eran acosados por el general realista y sus partidas de búsqueda. Parecía que, en pocas horas, su misma causa se hubiera ido a pique, se hubiera hundido en las aguas cenagosas y ensangrentadas del río Alimane.

Allí, en la hondonada roqueña, ocultos entre robles y pinos, Conan, Publius y otros cien rebeldes aguardaron la oscura y desesperanzada noche. Los refugiados constituían un grupo variopinto: caballeros aquilonios renegados, pequeños propietarios leales, forajidos armados y soldados de fortuna. Algunos estaban heridos, pero muy pocos de muerte, y en muchos corazones resonaban los tambores de la desesperación.

Conan sabía que las legiones de Amulius Procas estaban buscándoles por los montes, decididas a matar a todos los sobrevivientes. Los victoriosos aquilonios, evidentemente, querían aplastar para siempre la rebelión procurando rápida muerte a todo rebelde que capturaran. Conan, a regañadientes, tuvo que admitir los méritos del veterano comandante por su plan. Si se hubiera encontrado en el lugar de Amulius Procas, habría hecho lo mismo.

Inmerso en callada melancolía, Conan se preguntó por la suerte de Próspero y Trocero. Próspero tenía que crear una diversión en el vado de Nogara para atraer hasta aquel lugar al grueso de las tropas de Procas, a fin de que Conan y Trocero solamente tuvieran que hacer frente a pequeños contingentes de guardias. Sin embargo, las tropas de Procas habían aparecido de repente cuando la vanguardia de Conan, metida en el Alimane hasta la cintura, se hallaba en insuperable desventaja. Conan se preguntó cómo habría podido Procas adivinar con tanta inteligencia los planes de los rebeldes.

Congregados en torno a su fugitivo caudillo, en la solitaria penumbra, se apiñaban hombres empapados de lluvia y de agua de río. No osaban encender una hoguera, para que no guiara, a modo de faro, a las fuerzas que podían destruirlos. La tos y los estornudos de los fugitivos daban el toque de difuntos por sus esperanzas. Cuando uno maldijo el mal tiempo, Conan masculló:

—¡Da gracias a tus dioses por la lluvia! Si hubiéramos tenido un día claro, Procas nos habría asesinado a todos. ¡Nada de hogueras! —le gritó a un soldado que estaba tratando de encender una fogata con acero y pedernal—. ¿Es que quieres atraer hasta aquí a los perros de Procas? ¿Cuántos somos? Id diciendo dónde estáis, pero en voz baja. Cuéntalos, Publius.

Los hombres fueron respondiendo «¡aquí! ¡aquí!» y Publius fue contando con los dedos. Cuando se oyó el último «¡aquí!», dijo:

—Son ciento trece, general, sin contarnos a nosotros mismos.

Conan gruñó. Aunque el fuego de la venganza se inflamara, refulgente, en su bárbaro corazón, parecía imposible convertir a tan despreciable número en el núcleo de un nuevo ejército. Aunque se mostrara animoso ante los rebeldes sobrevivientes, el buitre del desaliento había clavado las uñas en su fatigada carne.

Dispuso centinelas, y durante la noche, guiados por ellos, fueron llegando hombres exhaustos a la hondonada, solos, o en número de dos o de tres. Hacia la medianoche apareció Dexitheus, el sacerdote de Mitra. Llegó cojeando sobre una improvisada muleta, agarrándose con fuerza al brazo del centinela que le guiaba, y dando respingos por el dolor que sentía en el torcido tobillo.

Casi doscientos fugitivos, algunos gravemente heridos, llegaron a reunirse en la hondonada. El sacerdote mitraísta, pese a lo que le dolía su propia lesión, se puso a atenderlos, extrajo flechas y vendó heridas durante horas hasta que Conan le ordenó bruscamente que reposara.

El campamento era tosco, sus comodidades primitivas; y Conan sabía que los rebeldes tenían pocas esperanzas de llegar con vida al anochecer siguiente. Pero, por lo menos, estaban vivos, la mayoría conservaba sus armas, y muchos pelearían salvajemente si Procas descubría su escondrijo. Y así, por fin, Conan se durmió.

La aurora se asomó a los cielos, donde las nubes se dispersaban y menguaban, y dejaban en el cielo una clara bóveda azul. Conan despertó, pues gran cantidad de hombres armados hablaban cerca de él en voz baja. Los recién llegados eran Próspero y el destacamento con el que había de llevar a cabo una maniobra de diversión: quinientos hombres.

—¡Próspero! —gritó Conan, al tiempo que se ponía en pie para abrazar con fuerza a su amigo. Entonces, se apartó de su oficial, y habló en voz baja para que las posibles malas noticias no quebrantaran todavía más el espíritu de sus hombres—. ¡Gracias a Mitra! ¿Cómo te ha ido el día? ¿Cómo nos has encontrado? ¿Qué hay de Trocero?

—Vayamos por partes, general —dijo Próspero, conteniendo el aliento—. No hallamos a nadie en el Nogara salvo unos pocos guardias, y tocamos trompetas y tambores, pero no logramos atraer a los realistas hasta el vado. Como aquello me extrañó, envié a un hombre, al galope, hacia Tunáis. Me informó de un duro enfrentamiento, y de que la división de Trocero se había retirado. Entonces, se presentó un fugitivo que se había hallado entre los que te seguían, y nos contó el desastre que habíais sufrido. Como no quise verme cogido en la tenaza de dos divisiones enemigas, retrocedí hasta las tierras altas. Allí, otros fugitivos nos contaron por dónde os habían visto huir. Dime, ¿cuál es vuestra situación?

Conan apretó las mandíbulas para contener el reproche que se debía a sí mismo.

—Esta vez he actuado como un necio, Próspero, y he metido a la tropa en las fauces de Procas. Tendría que haber esperado a que Dio explorara el bosque antes de ordenar que mis muchachos atravesaran el río. Bien está que Dio cayera ante el primer ataque, porque, si no, yo le habría hecho arrepentirse de seguir con vida. El y sus hombres dieron vueltas como corderos, a paso de caracol, antes de inspeccionar la maleza. Pero también tuve yo la culpa, pues me dejé dominar por la impaciencia. Procas tenía centinelas en los árboles que dieron la señal para atacar. Ahora, todo está perdido.

—No, Conan —le dijo Próspero—. Como tú mismo dices, siempre queda esperanza, hasta que el último de los hombres muerda el polvo o se someta; y, en todas las guerras, los dioses van repartiendo dones y amarguras a ambos bandos. Retrocedamos hasta la planicie de Palios, hasta nuestro campamento. Tal vez demos alcance a Trocero en el camino. Ahora somos varios centenares, y seremos millares cuando nos encontremos con los otros rezagados. En estos montes, un centenar de barrancos ocultará a grupos como el nuestro.

—Procas tiene muchos más hombres que nosotros —dijo Conan sombríamente—, y sus fuerzas, bien equipadas, tendrán el ánimo muy alto después de sus victorias. ¿Cómo quieres que unos pocos millares, abatidos después de sus derrotas, logren vencerlos? Además, ya debe de haber ocupado los pasos de montaña de los Rabirios, o por lo menos el paso principal de Saxula.

—Sin duda —dijo Próspero—, pero las tropas de Procas están dispersas buscando fugitivos. Nuestro hambriento orgullo de leones podría ir devorando una a una sus jaurías de sabuesos. De hecho, nos hemos encontrado al venir con una de esas jaurías, un escuadrón de caballería ligera, y los hemos matado a todos. ¡Ánimo, general! Tú, más que nadie, eres indomable, eres el hombre que jamás se resigna. Tú has logrado transformar una panda de bribones en un ejército, y has hecho que un trono se tambaleara; puedes hacerlo de nuevo. ¡Así pues, no pierdas el coraje!

Conan tomó aliento, e irguió sus hombros descomunales.

—¡Tienes razón, por Crom! No pienso seguir lloriqueando como una anciana hambrienta. Hemos perdido una escaramuza, pero nuestra causa aguantará mientras dos de nosotros puedan seguir defendiéndola codo con codo. Por lo menos, nos queda esto.

Tendió el brazo hacia un lugar que ocultaban las sombras, y sacó, de una grieta que había entre las rocas, la bandera del León, el símbolo de la revuelta. El portaestandarte, aunque herido de muerte, la había llevado hasta la hondonada, entre los cerros. Después de que sucumbiera, Conan había enrollado la bandera y la había escondido. En aquel momento, volvía a desplegarla a la pálida luz del alba.

—Poco es lo que hemos salvado de la derrota de un ejército —bramó—, pero han caído tronos por menos. Y Conan sonrió con sonrisa torva y resuelta.

Capítulo 5

El loto púrpura

El risueño día reveló que el Destino no había abandonado por completo al ejército insurrecto. Pues aquélla había sido una noche muy nublada y, en la oscuridad, los fatigados guerreros de Amulius Procas no lograron encontrar a muchos de los dispersos grupos de sobrevivientes, como el que Conan había logrado reunir a su alrededor. Por ello, cuando el sol de la mañana apartó de sí su sábana nubosa, bandas de rebeldes con el corazón amargo, que habían logrado eludir las partidas de búsqueda o rechazar a las que habían tropezado con ellos, empezaron a meterse de nuevo por la sierra Rabiria.

Poco faltaba para la noche cuando Conan y sus sobrevivientes se acercaron al paso de Saxula. El cimmerio ordenó que algunos hombres se adelantaran para explorarlo, pues estaba convencido de que tendría que abrirse camino luchando. Bufó sorprendido al decirle los exploradores que no había trazas de la Legión Fronteriza en las inmediaciones del paso. Había rastros —cenizas de hogueras de acampada, y otros desechos— que indicaban que una partida de hombres de Procas había acampado dentro del paso, pero ya no estaban allí.

—¡Crom! ¿Qué significa esto? —murmuró Conan, al tiempo que observaba la gran hendedura que partía la sierra por la mitad—. A menos que Procas haya ordenado a sus hombres adentrarse todavía más en Argos...

—No lo creo —dijo Publius—. Sería como declararle la guerra abiertamente a Milo. Es más probable que haya ordenado a sus hombres cruzar de nuevo el Alimane antes de que la corte de Messantia tuviera noticia de su incursión. Así, en caso de que el rey Milo proteste, Procas puede aducir que no queda ningún soldado aquilonio en suelo argoseo.

—Esperemos que tengas razón —dijo Conan—. ¡Vosotros, adelante!

Antes de que llegara el siguiente mediodía, varias compañías, que habían escapado de la emboscada del Mevano sin sufrir daño alguno, se unieron a la cuadrilla de Conan. Pero los rebeldes no agradecieron ninguna presencia como la del mismo conde Trocero, al que hallaron acampado en lo alto de un collado con doscientos hombres entre jinetes e infantes. Tras erigir una tosca empalizada, el conde de Poitain se había aprestado a defender su pequeño fuerte contra Procas y sus legiones de hierro. Emocionado, Trocero abrazó a Conan y a Próspero.

—¡Gracias a Mitra que estáis vivos! —gritó—. Oí que habías caído ante una flecha, y que tu división había huido hacia el sur como aves silvestres que emigran en invierno.

—Siempre se cuentan muchas cosas de las batallas, y quizás una de cada diez sean ciertas —dijo Conan. Le contó lo ocurrido en la emboscada del Mevano, y preguntó—: ¿Con qué os encontrasteis en el Tunáis?

—Nuestra derrota a manos de Procas fue tan grande como la que pudieras sufrir tú. Nos emboscó en la orilla meridional del río, y nos atacó por ambos lados cuando nos disponíamos a atravesarlo. Yo no creía que se atreviera a hollar tan descaradamente el territorio argoseo.

—Amulius Procas no es necio —dijo Conan—, ni tiene escrúpulo alguno en correr riesgos cuando hace falta. Pero ¿cómo has venido hasta aquí? ¿Por el paso de Saxula?

—No. Cuando nos acercábamos al paso, encontramos un fuerte destacamento de hombres de Procas acampado allí. Por suerte, uno de mis jinetes, contrabandista de profesión, conocía un paso muy angosto y poco transitado por el que nos guió. Tuvimos que sufrir mucho vértigo, pero logramos pasar al otro lado sin más pérdida que dos bestias. ¿Dices que ahora no hay nadie en el paso de Saxula?

—Por lo menos, no había nadie la noche pasada —dijo Conan. Miró en derredor—. Volvamos a toda prisa a nuestro campamento de la planicie de Palios. Con tus hombres y los míos, tendremos más de mil luchadores.

—Mil hombres apenas si llegan a ejército —gruñó Publius—. Meros restos de los diez mil que marcharon al norte con nosotros.

—Por algo se empieza —dijo Conan, cuya melancolía de la noche se había desvanecido a la luz del día—. Yo recuerdo que al principio sólo tomaban parte en nuestra empresa cinco corazones fuertes.

Cuando los rebeldes sobrevivientes se pusieron en marcha, otras partidas que habían escapado a la matanza se les unieron, y fugitivos solitarios y pequeños grupos rezagados les dieron alcance. Conan no dejaba de mirar hacia atrás con aprensión, esperando que en cualquier momento la Legión Fronteriza de Procas bajara en pleno de los montes Rabinos para darles caza. Pero Publius pensaba de otra manera.

—Mira, general —dijo—. El rey Milo aún no nos ha traicionado, ni se ha vuelto contra nosotros, porque, en tal caso, nos habría asaltado por la espalda mientras Procas hacía frente a nuestra vanguardia. Yo creo que ni siquiera el rey loco de Aquilonia se atreverá a emprender una guerra abierta y declarada contra el estado soberano de Argos; los argoseos serían un bocado duro de roer. Amulius Procas conoce la política; si se hubiese dedicado a provocar imprudentemente a los reinos vecinos, no habría durado tanto en el servicio de Numedides. En cuanto volvamos a establecernos en nuestro campamento y levantemos barricadas estaremos a salvo, al menos de momento. Las provisiones de reserva y los civiles del campamento nos aguardan.

Conan frunció el ceño.

—Hasta que Numedides soborne a Milo, o le obligue a volverse contra nosotros.

En cierto sentido, Conan tenía razón. En aquel mismo momento, los emisarios de Aquilonia estaban reunidos con el rey Milo y sus consejeros. El jefe de estos agentes era Quesado el Zingario, que había llegado a Messantia con sus hombres tras una larga y dura cabalgata desde Tarantia, en la que había dado un amplio rodeo para no tropezar con los ejércitos enzarzados en batalla.

Quesado, que estaba deslumbrante en sus ropajes de terciopelo negro y sus botas de excelente cuero rojo kordavano, había cambiado; y dicho cambio no beneficiaba a su patrón. Al oír las hazañas realizadas por el espía al servicio de Vibius Latro, un encantado rey Numedides había insistido en promover a Quesado al cuerpo diplomático. Había cometido un error.

El zingario había sido excelente como espía, se había entrenado durante largo tiempo para afectar modestia y discreción. Pero de pronto, al ascender en sueldo y prestigio, dejó que se agrietara su fachada de humildad, y el pomposo orgullo y la arrogancia del zingario aspirante a gentilhombre empezaban a asomar por los resquicios. Irguiendo su nariz picuda, trataba de persuadir al rey Milo y a sus consejeros, con amenazas apenas si disimuladas, de que les convenía más ganarse el favor del rey de Aquilonia que el apoyo de sus harapientos enemigos.

—Mi señor rey, caballeros —decía Quesado con voz chillona y pedantesca—, sabéis sin duda que, si decidís no manteneros en buena relación con mi señor, tendréis que contaros entre sus adversarios. Y, cuanto más tiempo permitáis que vuestro reino cobije a nuestros rebeldes enemigos, tanto más quedaréis inficionados con el veneno de la traición contra mi señor soberano, el poderoso rey de Aquilonia.

Con el ancho rostro rojo de cólera, el rey Milo se incorporó bruscamente. Milo, que era un hombre fornido de mediana edad, cuya frondosa barba le cubría el pecho, tenía un aire de flema taciturna, y más parecía un honesto campesino que el gobernante de un reino rico y sofisticado. Como siempre tardaba en decidirse por algo, podía mostrarse exageradamente testarudo cuando por fin había tomado una resolución. Mirando furiosamente a Quesado, exclamó:

—¡Argos es un estado libre y soberano, señor! Nunca hemos estado ni, si Mitra quiere, jamás estaremos sujetos al reino de Aquilonia. Se entiende por traición un acto de felonía de un súbdito contra su señor. ¿Acaso insinuáis que el gordo Numedides reina en Argos?

Quesado comenzó a sudar; su huesuda frente relució, húmeda, a la suave luz que entraba en franjas azules, verdes y carmesíes por las vidrieras de colores de la cámara del consejo.

—No era ésa mi intención, Majestad —dijo, apresurándose a disculparse. Con más humildad, rogó—: Pero, con todo mi respeto, señor, debo señalar que mi señor no puede pasar por alto la asistencia dada por un hermano monarca de un reino vecino a unos rebeldes opuestos a su Trono de Rubí establecido por los dioses.

—No les hemos prestado ayuda —dijo Milo, mirándole con ceño—. Vuestros espías os deben de haber comunicado ya que los rebeldes sobrevivientes están acampados en la planicie de Palios y que, carentes de suministros de Messantia, están buscando desesperadamente alimento por la campiña. Sus celebrados arqueros bosonios están empleando sus habilidades en la caza de patos y ciervos. ¿Decís que la victoria de vuestro general Procas fue decisiva? ¿Qué, entonces, puede temer Aquilonia de una cuadrilla de fugitivos, reducidos por el hambre al mero bandidaje? Nos han dicho que apenas si les queda la décima parte de su fuerza original y que las deserciones reducen día a día su número.

—Cierto, mi señor rey —dijo Quesado, que había recobrado la compostura—. Pero, por el mismo motivo, ¿qué puede ganar la cultivada Argos cobijando a tal banda? Incapaces de asaltar a su legítimo soberano, por necesidad tendrán que obtener su sustento mediante depredaciones contra vuestros leales súbditos.

Ceñudo, Milo cayó en el silencio, pues no tenía una respuesta convincente para el argumento de Quesado. Mal podía decirle que había dado su palabra a un viejo amigo, el conde Trocero, de que permitiría que los rebeldes emplearan sus tierras como base de operaciones contra un rey vecino. Además, estaba enfadado por los intentos del emisario de forzarle a tomar una decisión. Le gustaba tomarse su tiempo para resolver sus asuntos, sin tener que aguantar bravatas.

Poniéndose en pie con torpeza, el rey aplazó bruscamente la sesión.

—Meditaremos las peticiones de nuestro hermano el monarca, embajador Quesado. Nuestros gentileshombres os informaran de nuestra decisión cuando nos parezca indicado. Os damos permiso para retiraros.

Con los labios fruncidos en falsa sonrisa, Quesado se marchó haciendo reverencias; pero el veneno le devoraba el corazón. La fortuna había favorecido en aquella ocasión al rebelde cimmerio —pensó—, pero, cuando volviera a arrojar los dados, el resultado sería distinto. Porque, aunque él no lo supiera, Conan abrigaba una víbora en su regazo.

El Ejército del León no estaba tan debilitado ni reducido al hambre como creían Milo y Quesado. Ya contaba con más de quince centenares de hombres, y diariamente reconstituía sus fuerzas y reunía suministros. Los esbeltos caballos pacían en los anchos pastos de la planicie; las mujeres del campamento, que se habían quedado allí mientras el ejército marchaba hacia el norte, atendían a los heridos. Buena parte de los carros de bagajes se habían salvado, y andrajosos sobrevivientes seguían llegando, cojeantes, en desorden, para unirse de nuevo a las menguadas pero resueltas filas de la rebelión. En los bosques se oía el murmullo de las pisadas de cazadores, y el eco de los hachazos de los leñadores, mientras que, en el campamento, los flecheros cortaban astiles para lanzas y saetas, y los yunques de los herreros resonaban con el golpe de la maza sobre puntas y hojas de acero.

Creció su coraje al saber que la retaguardia, unos mil hombres que dirigía el barón aquilonio Groder, había escapado al desastre de Tunáis y estaba deambulando hacia el este por las montañas. Para investigarlo, Conan envió a Próspero con un destacamento de caballería ligera a buscar a sus camaradas perdidos y guiarlos hasta el campamento. Dexitheus rogó a Mitra que el rumor fuera cierto, pues la adición de los hombres de Groder habría casi doblado sus fuerzas. Los reinos habían caído ya en otras ocasiones ante menos de tres mil decididos guerreros.

La luna llena contemplaba, hostil, la planicie de Palios, como el amarillo ojo de un dios colérico. Un viento gélido, molesto, susurraba entre las hierbas altas del prado y tiraba con fantasmales dedos de las capas de los centinelas, que montaban guardia en torno al campo rebelde.

En su tienda iluminada por velas, Conan estaba sentado delante de una jarra de cerveza, escuchando a sus oficiales. Algunos, abatidos todavía por la reciente derrota, se resistían a tomar parte inmediatamente en nuevos conflictos. Otros, ávidos de venganza, exigían un pronto ataque, aun con sus disminuidas fuerzas.

—Escúchame, general —decía el conde Trocero—, Amulius Procas no esperara un asalto tan inmediato después del anterior desastre, y le tomaremos por sorpresa. Tan pronto como atravesemos el Alimane, nos uniremos a nuestros amigos poitanios, que están aguardando nuestra llegada para amotinar a la provincia.

El alma salvaje de Conan le impulsaba a seguir el consejo de su amigo. Si cruzaban la frontera en aquel momento, cuando su fortuna había caído hasta lo más bajo, convertirían la derrota en victoria y le añadirían la venganza. Necesitaba con urgencia hacer una enérgica salida para elevar los ánimos de sus hombres. Algunos ya se marchaban, desertaban de una causa que les parecía desesperada. Si no podía apuntalar los diques de la lealtad con esperanzas de triunfo, el goteo de desafectos acabaría por convertirse en torrente, y no quedaría nada de su ejército.

Pero, en sus años de campañas, el poderoso cimmerio había ganado experiencia en los usos de la guerra. Esa experiencia le impelía a refrenar sus ansias, a no comprometer las fuerzas que le quedaban, por lo menos hasta que Próspero regresara con noticias del barón Groder y su contingente. En cuanto supiera que podía contar con aquellos poderosos refuerzos, decidiría si había llegado el momento del asalto.

Tras hacer marchar a sus comandantes, Conan buscó los cálidos brazos y los suaves pechos de Alcina. La morena bailarina le había embrujado con sus astutas maneras de mitigar sus pasiones; pero aquella noche, entre risas, eludió su abrazo, y le ofreció una copa de vino.

—Es el momento, mi señor, de que disfrutes de una bebida de gentilhombre, y no de repugnante cerveza amarga como un campesino cualquiera —le dijo—. He traído una jarra de excelente vino de Messantia, sólo para tu placer.

—¡Por Crom y Mitra, esta noche ya he bebido bastante, muchacha! Ahora estoy sediento del vino de tus labios, no del que mana de la uva.

—Sólo es un suave estimulante, señor, para acrecentar tus deseos y también mi goce —dijo ella, engatusándole. De pie a la luz de las velas, envuelta solamente en azafranada seda que apenas si escondía los exuberantes contornos de su cuerpo, sonrió seductoramente y le acercó la copa, diciéndole—: Contiene especias de mi patria que te aguzarán los sentidos. ¿No me complacerás bebiéndotelo, mi señor?

Mirando con deseo el óvalo pálido como la Luna que era el rostro de la muchacha, Conan dijo:

—Cuando aspiro el perfume de tus cabellos, no necesito más estímulo. Pero dámela; beberé por los placeres de esta noche.

Se bebió el vino con tres largos tragos, ignorando el sabor levemente acre de las especias, y arrojó la copa al suelo. Luego, trató de abrazar a la apetitosa muchacha, cuyos ojos rasgados estaban clavados en él.

Pero, al intentar cogerla en sus brazos, la tienda dio vueltas absurdamente a su alrededor, y un dolor lacerante le estalló en las entrañas. Trató de agarrarse al palo de la tienda, pero no pudo, y cayó pesadamente.

Alcina se inclinó sobre su caído cuerpo. Conan vio, con la vista enturbiada, que sus rasgos se disolvían en niebla, aunque sus ojos verdes siguieran reluciendo como esmeraldas incandescentes.

—¡Muchacha, por la sangre de Crom! —dijo Conan entre jadeos—. ¡Me has envenenado!

Se esforzó por ponerse en pie, pero le pareció al cimmerio que su cuerpo se había vuelto de plomo. Aunque le palpitaran las sienes, su rostro se pusiera púrpura a causa del esfuerzo y los músculos se tensaran en sus miembros como amarras de barco, no pudo ponerse en pie. Cayó, con la respiración entrecortada. Entonces, su visión se oscureció, hasta que le pareció que se alejaba flotando del iluminado interior de la tienda, como si anduviera dormido en trance. No podía hablar ni moverse.

—¡Conan! —murmuró la muchacha inclinándose sobre él, pero no obtuvo respuesta. Con un sedoso susurro, le dijo—: ¡Vas a morir, cerdo bárbaro! ¡Y, muy pronto, los deshechos restos de tu ejército te seguirán de nuevo a los infiernos de los que salisteis arrastrándoos!

Sentándose calmosamente, se quitó el amuleto que le colgaba entre los pechos. Con una mirada a la vela marcada que, puesta sobre un taburete, indicaba el paso del tiempo, supo que aún faltaba media hora para que pudiera comunicarse con su señor. Calló como una esfinge, inmóvil, hasta que llegó el momento. Entonces, se concentró en el fragmento de obsidiana.

En la lejana Tarantia, Thulandra Thuu, que estaba observando su espejo mágico, soltó una risilla seca al ver la inerte figura del gigantesco cimmerio. Alzándose, volvió a meter el espejo en el armario, despertó a su sirviente y lo envió con un mensaje para el rey.

Hsiao encontró a Numedides desvestido, recibiendo un masaje de manos de cuatro hermosas muchachas desnudas. Sin levantar del suelo sus recatados ojos, Hsiao hizo una profunda reverencia y dijo:

—Mi señor informa respetuosamente a Vuestra Majestad de que el bandido rebelde Conan ha muerto en Argos, víctima de los poderes ultraterrenos de mi señor.

Gruñendo, Numedides se incorporó, y alejó de sí a las muchachas con un empujón.

—¿Eh? ¿Dices que ha muerto?

—Sí, mi señor rey.

—Excelentes noticias, excelentes noticias. —Con una sonora carcajada, Numedides se golpeó la desnuda cadera—. Cuando yo sea... pero, dejémoslo. ¿Qué más tienes por decirme?

—Mi señor os pide permiso para enviar un mensaje al general Amulius Procas, que le informe de este hecho y le autorice a entrar en Argos para dispersar a los rebeldes sobrevivientes antes de que puedan elegir otro caudillo.

Numedides le ordenó con un gesto al khitanio que se marchara.

—Vete, perro amarillo, y dile a tu señor que haga lo que le parezca bien. Ahora, continuemos, muchachas.

Así, aquella misma noche, un correo viajó por el largo camino hasta las casernas del general Procas, en la frontera argosea. El mensaje, que llevaba el sello del rey Numedides, había de arrojar, en menos de una quincena, toda la furia de la Legión Fronteriza contra los hombres que seguían la bandera del León.

En la tienda de Conan, Alcina abrió su baúl y buscó un disfraz de paje, que se puso. Debajo de aquel atuendo, dentro del baúl, había una cajita de cobre, que se abría al darle la vuelta al dragón de plata que adornaba la tapa. La cajita contenía una selección de anillos, brazaletes, collares, pendientes y otros adornos incrustados en joyas. Alcina buscó entre las joyas hasta encontrar una pequeña pieza oblonga de cobre con inscripciones en argoseo. Aquel objeto —una falsificación que le dio Quesado— autorizaba a su portador a cambiar de caballo en las postas reales. Hizo una rápida selección de joyas, se escondió las mejores en la faja y llenó la pequeña bolsa que colgaba de su cinturón con monedas de oro y plata.

Entonces, apagó la vela y salió atrevidamente de la tienda. Se dirigió recatadamente al centinela:

—El general duerme; pero me ha ordenado que lleve un mensaje urgente a la corte de Argos. ¿Ordenarás a los mozos que ensillen acto seguido un caballo y que lo traigan aquí?

El centinela llamó al cabo de la guardia, quien envió a un hombre a que satisficiera la petición de Alcina; mientras, la muchacha aguardaba en silencio a la entrada de la tienda. Los soldados, que se habían acostumbrado a las idas y venidas de la amante del general, y admiraban su espléndida figura y su carácter desenvuelto, se apresuraron a cumplir sus órdenes.

Cuando hubieron traído el caballo, montó ágilmente y siguió al centinela que le habían asignado hasta los límites del campamento. Luego, con ligero trote, desapareció en la lejanía bajo la luz de la Luna.

Cuatro días más tarde, Alcina llegó a Messantia. Fue a toda prisa hacia el escondrijo de Quesado, donde encontró al sustituto del espía, Fadius el Kothio, dando de comer a las palomas mensajeras. Le preguntó:

—Dime, ¿dónde está Quesado?

—¿No te has enterado? —le respondió Fadius—. Ahora es embajador, y su orgullo no le permite perder el tiempo con gentes de nuestra jaez. Ha venido aquí en una sola ocasión desde que llegó con su embajada.

—Bueno, tengo que verle ahora mismo a pesar de su grandeza. Traigo noticias de máxima importancia.

Gruñendo, Fadius guió a Alcina hasta la fonda de Messantia donde se alojaban los aquilonios. Alcina y Fadius irrumpieron, sin anunciarse, en el mismo momento en que el siervo de Quesado le descalzaba las botas a su amo y le preparaba para la cama.

—¡Maldición! —gritó Quesado—. ¿Qué suerte de chusma de baja ralea sois vosotros, que perturbáis el retiro nocturno de un gentilhombre?

—Sabes perfectamente quiénes somos —dijo Alcina—. Vengo a decirte que Conan ha muerto.

Quesado se quedó boquiabierto, y luego fue cerrando la boca lentamente.

—¡Bien! —dijo por fin—. Desde ahora, tendremos que contemplar muchos problemas bajo una nueva luz. Vuelve a calzarme las botas, Narsés. He de ir a palacio inmediatamente. ¿Qué ha sucedido, mi señora Alcina?

Poco más tarde, Quesado se presentó en palacio exigiendo perentoriamente ver al rey. El zingario quería recomendar un ataque inmediato de las fuerzas de Argos contra el ejército de Conan. Estaba seguro de que los rebeldes, desmoralizados por la pérdida de su caudillo, se derrumbarían ante un ataque vigoroso.

El destino, sin embargo, quiso que los acontecimientos siguieran otro curso. Arrancado a su sueño, el rey Milo se encolerizó ante la insolencia de Quesado, que le exigía una audiencia a medianoche.

—Su Majestad —le dijo el jefe de los pajes a Quesado— ordena que os vayáis al instante, y volváis a una hora más apropiada. Os sugiere que vengáis mañana, una hora antes del mediodía.

Quesado enrojeció de la rabia que le produjo la frustración. Mirándole con menosprecio, dijo:

—Amigo, creo que no sabes quién soy, ni lo que soy.

El paje rió, y su propia imprudencia igualó a la de Quesado.

—Sí, señor, todos sabemos quién sois, y lo que erais. —Aparecieron sonrisas burlonas en los rostros de los guardias que escoltaban al paje, quien continuó hablando—: ¡Y ahora, os ruego que os marchéis, y a toda prisa, so pena de incurrir en el desagrado de mi soberano señor!

—¡Te arrepentirás de estas palabras, siervo! —gruñó Quesado, dándole la espalda.

Anduvo por las calles empedradas hacia su antiguo cuartel general del puerto, donde halló a Fadius y Alcina aguardándole. Entonces, escribió una furiosa misiva al rey de Aquilonia donde le contaba el desaire de Milo, y la mandó, atada a la pata de una paloma.

Al cabo de pocos días, el informe del antiguo espía llegó a manos de Vibius Latro, que lo entregó al rey. Numedides, que apenas si podía refrenar sus pasiones en la más relajada de las circunstancias, supo de la terquedad del rey de Argos para con su poderoso vecino, y mandó otro correo de urgencia al general Amulius Procas. Este despacho no se conformaba, como el anterior, con autorizar al general a atacar dentro de las fronteras de Argos con las fuerzas que necesitara. En términos de exigencia, le ordenaba que atravesara las fronteras de Argos, con todas las fuerzas que necesitara, para pisotear las últimas ascuas de la rebelión.

Procas, un veterano curtido y astuto, se espantó ante la orden real. En la noche que había seguido a sus victoriosas batallas en el Alimane, se había apresurado a retirar del territorio argoseo los destacamentos a los que había ordenado cruzar el río para que hostigaran a los fugitivos rebeldes. Aquellas incursiones podían ser perdonadas, porque se habían producido en plena persecución. Pero, si comenzaba un nuevo ataque, la declarada violación de la frontera tendría como resultado casi seguro que el rey Milo abandonara la prudente neutralidad por la abierta hostilidad contra la causa del rey aquilonio.

Pero la orden regia no admitía discusión ni negativa. Si quería seguir con la cabeza sobre los hombros, Procas tendría que atacar, aunque todos los instintos que anidaban en su pecho de militar clamaran en contra de aquella apresurada e inoportuna instrucción.

Procas retrasó su avance durante varios días, con la esperanza de que el rey, al serenarse, anularía su orden. Pero no le llegó ningún comunicado, y no osó demorarse más. Y así, en una radiante mañana primaveral, Amulius Procas cruzó el Alimane con todas sus fuerzas. El río, que hasta cierto punto había vuelto a su cauce, no ofreció obstáculo alguno a sus escuadrones de caballeros de armadura reluciente, ni a sus imperturbables lanceros, que vestían cota de malla, ni a sus arqueros ataviados con chaquetas de cuero. Chapotearon por el río y marcharon, implacables, por el tortuoso camino que llevaba al paso de Saxula por la sierra Rabiria, y desde allí al campamento rebelde de la planicie de Palios.

Los oficiales de Conan no se dieron cuenta de la dolencia de su caudillo hasta la mañana que siguió a la partida de Alcina. Se congregaron en torno al cimmerio, lo pusieron sobre la cama y buscaron las heridas que pudiera tener. Dexitheus, que todavía cojeaba con su bastón, husmeó las heces de la copa de donde Conan había bebido la poción de Alcina.

—La bebida —dijo— estaba envenenada con el jugo del loto púrpura de Estigia. En principio, nuestro general tendría que estar tan muerto como el rey Tuthamon; pero todavía vive, aunque sólo quede de él un cadáver viviente con los ojos abiertos.

Publius chascó los dedos al tiempo que hacía cálculos para sí, y dijo:

—Tal vez el envenenador empleó una cantidad de droga suficiente para matar a un hombre ordinario, sin contar con la gran corpulencia y la fuerza de Conan.

—¡Ha sido esa bruja de ojos verdes! —gritó Trocero—. Nunca he confiado en ella, y su desaparición, esta pasada noche, confirma su culpabilidad. ¡Si la tuviera en mi poder, la haría quemar atada a una estaca!

Dexitheus se volvió hacia el conde.

—¿De ojos verdes, dijiste? ¿Una mujer con los ojos verdes?

—Sí, verdes como esmeraldas. Pero ¿qué más da? Ya debías de conocer a la concubina de Conan, la bella Alcina.

Dexitheus negó con la cabeza; su ceño daba a entender sus malos presentimientos.

—Había oído decir que el general había traído a una bailarina de las tabernas de Argos —murmuró—, pero siempre trato de ignorar esas fornicaciones que practican mis hijos, y Conan tuvo el tacto de ocultarla a mis ojos. ¡Infortunio para nuestra causa! Pues nuestro señor Mitra me advirtió, en un sueño, que tuviera cautela con una sombra de ojos verdes que se cerniera sobre nuestro caudillo, aunque no sabía yo que la maldad ya se hallaba entre nosotros. ¡Infortunio para mí, que no confié aquel augurio a mis camaradas!

—Basta ya —dijo Publius—. Conan vive, y podemos dar las gracias a nuestros dioses de que la bella envenenadora supiera poco de aritmética. Que nadie le atienda salvo sus escuderos, ni entre en la tienda. Diremos a los hombres que está enfermo de una tisis menor, y seguiremos reconstituyendo nuestras fuerzas. Si puede, ya se recuperará; pero, entretanto, tendrás que ponerte tú al mando, Trocero.

El conde poitanio asintió sombríamente.

—Haré lo que pueda, puesto que soy el segundo al mando. Tú, Publius, tendrás que zurcir las redes de tu sistema de espionaje para que podamos estar al tanto de los movimientos de Procas. Es hora de pasar revista a las tropas, y tengo que salir. ¡Entrenaré a los muchachos con la misma dureza con que Conan los entrenó, sí, y todavía más!

Cuando Procas inició su invasión, los Leones ya habían desplegado de nuevo a sus espías. Los caudillos del ejército rebelde, que se hallaban reunidos en la tienda de Conan, tuvieron noticia de la gran fuerza de los invasores. Trocero, que portaba la plateada condecoración de la edad y los surcos del cansancio, pero, con todo, conservaba la confianza en sí mismo, preguntó a Publius:

—¿Qué sabemos del número del enemigo? Publius se inclinó sobre sus tabletas de cera para hacer sumas. Levantó los ojos con expresión alarmada.

—Tres veces más que nosotros, y aún más —dijo apesadumbrado—. Éste es un día funesto, amigos míos. Poco podemos hacer, salvo librar la última batalla.

—¡No pierdas el ánimo! —dijo el conde, dándole una palmada en la espalda al corpulento tesorero—. No servirías como general, Publius; irías a decir a los soldados, antes de empezar la batalla, que la derrota es segura. —Se volvió hacia Dexitheus—. ¿Cómo se encuentra nuestro paciente?

—Está recobrando en parte el conocimiento, pero todavía no puede moverse. Creo que vivirá, gracias a Mitra.

—Bien, si él no puede montar a caballo cuando la trompeta llame a la batalla, tendré que hacerlo yo. ¿Sabemos algo de Próspero? Publius y Dexitheus negaron con la cabeza. Trocero se encogió de hombros, y dijo:

—Entonces, habremos de pasar con lo que ya tenemos. Por la mañana, el enemigo llegará aquí, y hemos de decidir si luchamos o huimos.

La caballería en armadura y la infantería de la Legión Fronteriza bajaban de las montañas como un torrente. Un torbellino de exploradores montados les precedía al galope, y en el centro de éstos iba el general Amulius Procas en su carro. Saliendo para hacerles frente, los rebeldes formaron sus líneas de batalla en el centro de la llanura.

El callado aire no ofreció consuelo alguno a la miríada de miedos y silenciosas plegarias de aquellos hombres expectantes. El frente amplio de las superiores fuerzas aquilonias no dejaba al conde Trocero ocasión alguna de realizar una astuta maniobra envolvente. Pero, si se retiraba, la fuerza rebelde se habría disuelto al instante. El conde sabía que no podía emprender una retirada preparada con astucia en la que grupos de retaguardia retrasaran la persecución. Sólo con unas tropas bien entrenadas y seguras de sí mismas habría podido recurrir a una retirada estratégica. Aquellos hombres, desmoralizados por la suerte corrida en el Alimane, habrían huido sin más cada uno por su lado, y la caballería ligera aquilonia habría ido derribando a los fugitivos, habría matado y matado hasta que el ocaso cobijara a los sobrevivientes bajo sus alas de dragón.

Trocero, que estudiaba la hueste enemiga desde su puesto de mando, en lo alto de un collado, ordenó con un gesto a su escudero que le trajera el caballo de batalla. Se ajustó una correa sobre la armadura y se encaramó a la silla. A los pocos cientos de jinetes que tenía en derredor, les dijo:

—Ya sabéis nuestro plan, amigos míos. Las posibilidades son escasas, pero no tenemos otras.

Porque Trocero había llegado a la conclusión de que no les quedaba otra esperanza que un ataque suicida contra la formación aquilonia, en un loco intento de capturar al propio Amulius Procas. Sabía que el comandante enemigo, un hombre corpulento de mediana edad, frenado por heridas antiguas, no cabalgaba fácilmente a causa de sus envejecidos tendones, y prefería ir en su carro. Trocero también sabía que el cochero del general lo tendría difícil para maniobrar con su pesado vehículo en la agitación de la batalla. Así, en caso de que la caballería rebelde, por algún milagro, lograse dar alcance y matar al general aquilonio, sus tropas vacilarían y perderían el aliento.

Los pronósticos, tal y como había dicho Trocero, aparecían sombríos, pero aquel plan era el mejor que había podido concebir. Entretanto, se esforzaba por no dar a sus subordinados ningún signo de su desánimo. Se reía y bromeaba como si hubieran ido hacia la victoria, y no hacia un desesperado intento de derrotar a otro ejército que les triplicaba en número y contaba con los mejores soldados del mundo.

Una vez más, el Destino intervino en favor de los rebeldes, en la regia persona de Milo, rey de Argos. Aun antes de que comenzara la invasión aquilonia, un espía argoseo, matando a tres caballos en su prisa por llegar a Messantia, había hecho saber a la corte que Numedides ordenaba violar el territorio de Argos. Así, el rey Milo tuvo noticia del planeado ataque al mismo tiempo que los comandantes rebeldes. Insultado ya por la arrogancia del embajador Quesado, Milo, aun cuando soliera tener el ánimo templado, sufrió un acceso de rabia. Ordenó al instante que la división de su ejército mejor situada para ello marchara hacia el norte, a marchas forzadas, para interceptar la invasión.

Tal vez, en un momento de mayor tranquilidad, Milo habría contemporizado. Como no creía que Numedides quisiera arrebatarle alguna porción de tierra de la manera en que lo había hecho el difunto rey Vilerus, tenía buenas razones para demorar cualquier acción irrevocable. Pero, en el momento en que se hubo enfriado su temple, sus tropas marchaban ya hacia el norte, y con su habitual testarudez el rey se negó a modificar su decisión.

Amulius Procas había ordenado al ejército que se detuviera, y estaba ordenando meticulosamente a sus tropas para el asalto, cuando un explorador, sin aliento, llegó galopando hasta donde estaba su carro.

—¡General! —gritó, respirando con dificultad—. ¡Hay una gran nube de polvo en el camino que viene del sur; parece que se acerca otro ejército!

Procas le hizo repetir el mensaje. Entonces, avergonzando al mismo aire con sus maldiciones, se sacó el yelmo y lo arrojó, produciendo metálicos ecos, al fondo de su carro. Ocurría lo que había temido; el rey Milo se había enterado de la invasión y estaba mandando tropas para detenerla. Gritó a sus asistentes:

—Decid a los hombres que descansen, y aseguraos de que tengan agua. Ordenad a los exploradores que eviten al ejército rebelde y vayan al sur a averiguar el número y composición de la fuerza que se acerca. Plantad una tienda, y llamad a mis oficiales de alto rango para una reunión.

Cuando, una hora más tarde, los exploradores informaron de que un millar de caballeros se aproximaba, Amulius Procas se vio atrapado entre la espada y la pared. Sin órdenes explícitas de su rey, no osaba provocar a Argos a una guerra declarada. Y tampoco se atrevía a desobedecer una orden directa de Numedides sin contar con una razón imperiosa.

Ciertamente, el ejército de Procas habría aplastado a los rebeldes y obligado a la caballería de Milo a retroceder hasta Messantia. Pero tal acción habría sido el principio de una gran guerra para la que Aquilonia no estaba bien preparada. Aunque este reino fuera el mayor y más poblado, su rey, para empezar, era un excéntrico; y su reinado había debilitado gravemente a la poderosa Aquilonia. Los argoseos, además, lucharían con justa indignación contra un invasor de su tierra nativa, y tal vez pudieran, con la ayuda de una pequeña fuerza rebelde como la que se había reunido bajo el estandarte del león, volver las tornas contra la patria de Procas.

Además, Procas no podía retirarse. Como sus tropas superaban en número a la suma del ejército rebelde y las fuerzas argoseas, el rey Numedides habría entendido su retirada como un acto de cobardía o de traición, y habría ordenado que le acortaran el cuerpo en una cabeza por su desobediencia.

Mientras el sol avanzaba hacia el occidente, Procas, enzarzado en el debate con sus oficiales, fue demorando su decisión. Al fin, dijo:

—Es demasiado tarde para iniciar una acción hoy mismo. Nos retiraremos hacia el norte, hasta el sitio donde hemos dejado los bagajes, y estableceremos un campo fortificado. Mandad un hombre a que ordene a los zapadores que empiecen a cavar.

Trocero, que observaba atentamente a los realistas desde su altozano, había desmontado desde hacía rato. Tenía a su lado a Publius, que estaba masticando una pata de pollo. Al fin, el tesorero dijo:

—¿Qué hace Procas, en nombre de Mitra? Ya nos tenía donde nos quería, y ahora retrocede y establece un campamento.

¿Es que se ha vuelto loco? Podríamos escabullimos en la noche que se acerca, o dar un rodeo para entrar en Aquilonia. Trocero se encogió de hombros.

—Cabe que la noticia que hemos tenido de que se acercan los argoseos haya influido en sus actos. Ahora tendremos que ver si esos jinetes argoseos pretenden ayudarnos o combatirnos. Podríamos vernos atrapados entre dos fuerzas y reducidos a polvo, a menos que Procas cuente con que los argoseos le hagan el trabajo sucio.

Antes de que el conde terminara esta última frase, el estruendo de pezuñas le obligó a volverse hacia el sur. Al cabo de poco, una pequeña partida de jinetes subió a medio galope al collado: un grupo de argoseos, guiados por un caballero rebelde. Dos de los recién llegados desmontaron con gran estrépito de armaduras y se le acercaron. Uno era alto, flaco y de rostro correoso, con pintas de soldado profesional. Su compañero era más joven y pequeño de estatura, con mejillas mofletudas y nariz arrogante en el rostro, y ojos brillantes e interesados. Vestía una coraza sobredorada y una capa purpúrea con ribetes de color escarlata, y también de color púrpura y escarlata eran las plumas que ondeaban en el penacho de su yelmo.

El flaco veterano habló primero:

—¡Salve, conde Trocero! Soy Arcadio, capitán superior de la Guardia Real, a vuestro servicio, señor. ¿Puedo presentaros al príncipe Casio de Argos, proclamado sucesor al trono? Deseamos celebrar consejo con vuestro general, Conan de Cimmeria.

Tras asentir con la cabeza al oficial y hacer una ligera reverencia al príncipe de Argos, Trocero dijo:

—Os recuerdo bien, príncipe Casio, como travieso niño y licencioso adolescente. En cuanto al general Conan, lamento deciros que se halla indispuesto. Pero, siendo yo el segundo al mando, podéis declararme el propósito de vuestra visita.

—Nuestro propósito, conde Trocero —dijo el príncipe—, es el de frustrar esta violación aquilonia de nuestra integridad territorial. Para ese fin, mi padre el rey me ha mandado aquí, junto con estas fuerzas, tan pronto como pudieron ser reunidas. Presumo que mis oficiales, y yo mismo, os habremos de considerar a vos y a los vuestros como aliados.

Trocero sonrió.

—¡Sed bienvenido tres veces, príncipe Casio! Por vuestro aspecto, diríase que habéis recorrido un camino largo y polvoriento. ¿Querréis venir con el capitán Arcadio a mi tienda para refrescaros mientras vuestra escolta descansa? Hace tiempo que se nos terminó el vino, pero todavía nos queda cerveza.

De camino hacia la tienda, Trocero habló privadamente con Publius.

—Esto explica que Procas se retirara cuando ya nos tenía en sus garras. No se atreve a atacar por miedo a dar comienzo a una guerra no autorizada con Argos, y tampoco osa retirarse para que no le tachen de cobarde. Por eso ha acampado donde ya estaba, aguardando...

—¡Trocero! —Se oyó un profundo rugido en la tienda—. ¿Con quién estás hablando, además de Publius? ¡Hazlo entrar!

—Ése es el general Conan —dijo Trocero, disimulando su sorpresa—. ¿Querréis pasar adentro, caballeros?

Hallaron a Conan en camisa y calzones cortos, sentado sobre su camastro. Bajo los cuidados de Dexitheus, había recobrado su plena consciencia, y su poderoso cuerpo había resistido los peores efectos de un brebaje que habría matado a un hombre ordinario. Aunque fuera capaz de pensar y hablar, poco más podía hacer; pues los residuos del veneno todavía le encadenaban los fornidos miembros. Incapaz de levantarse sin ayuda, se irritó con su invalidez.

—¡Dioses y diablos! —escupió—. ¡Si pudiera levantarme y alzar una espada, le enseñaría a Procas a herir y acometer! ¿Y quiénes son estos argoseos?

Trocero le presentó al príncipe Casio y al capitán Arcadio, y volvió a explicar el último movimiento de Procas. Conan gruñó:

—Quiero ver esto por mí mismo. ¡Escuderos! Ponedme en pie. Tal vez Procas finja una retirada para atacarnos mejor al caer la noche.

Con un brazo en torno al cuello de cada uno de los escuderos, Conan anduvo tambaleándose hacia la entrada. El sol, empalado al oeste en los picos de los montes Rabinos, arrojaba sombras oscuras sobre las laderas montañosas. A media distancia, los últimos rayos arrancaban reflejos de color escarlata a las armaduras de los aquilonios que trabajaban para establecer un campamento. El golpeteo de los mazos sobre las estacas de las tiendas se hacía oír suavemente en el ocaso.

—¿Creéis que Procas querrá parlamentar? —preguntó Conan. Los otros se encogieron de hombros.

—No nos ha mandado ningún mensaje; tal vez no llegue a hacerlo —dijo Trocero—. Tendremos que aguardar.

—Hemos aguardado todo el día —masculló Conan—, y hemos tenido a nuestros muchachos bajo el sol dispuestos para el combate. Yo, en su lugar, querría que algo sucediera... cualquier cosa, con tal de terminar con esta pérdida de tiempo.

—Creo que nuestro general está a punto de ver satisfecho su deseo —murmuró Dexitheus, empleando la mano a modo de visera para observar el lejano campamento realista. Los otros le miraron.

—¿Qué quieres decir, sacerdote? —le preguntó Conan.

—¡Mirad! —dijo Dexitheus, señalando con el dedo.

—¡Por Ishtar! —exclamó el capitán Arcadio—. ¡Freídme las entrañas si no huyen corriendo!

Así era; si no corrían, por lo menos estaban iniciando una retirada ordenada. Sonaron las trompetas, débiles y lejanas. En vez de seguir reforzando la fortificación de su campamento, los hombres de la Legión Fronteriza, que parecían hormigas en la lejanía, estaban desmontando las tiendas que acababan de plantar, cargaban los carros de bagajes e iban desfilando, una compañía tras otra, hacia el paso de los montes Rabinos. Conan y sus camaradas se miraron perplejos.

Pronto se echó de ver la causa de su retirada. Avanzando enérgicamente por el oriente, una cuarta hueste estaba rodeando la ladera de un cerro. Los recién llegados, que según las estimaciones de Trocero eran más de quince centenares, se desplegaron y avanzaron en un amplio frente, prestos para la batalla.

Un explorador rebelde, fustigando a su caballo para hacerlo subir por la ladera, saltó de su montura, saludó a Conan y dijo con voz entrecortada:

—¡Mi señor general, huyen de los leopardos de Poitain y de las armas del barón Groder de Aquilonia!

—¡Por Crom y Mitra! —dijo Conan con un susurro.

Entonces, su rostro se aclaró, y su carcajada resonó por los cerros. Pues se trataba de Próspero, con la fuerza rebelde que había ido a buscar al este.

—¡No me extraña que Procas huya! —dijo Trocero—. Ahora que le superamos en número, puede hacerlo sin suscitar la ira de su rey. Le contará a Numedides que tres ejércitos podrían haberle rodeado y aplastado.

—General Conan —dijo Dexitheus—, tienes que volver a tu lecho a reposar. No podemos arriesgarnos a que sufras una recaída.

Mientras los escuderos acomodaban a Conan en su camastro, éste murmuró:

—¡Próspero, Próspero! ¡Por ésta te armaré caballero del trono si alguna vez Aquilonia llega a ser mía!

En el sucio cuarto que Fadius tenía en Messantia, Alcina estaba sola, sentada, sosteniendo ante su rostro el amuleto de obsidiana y observando las franjas blancas y negras de la vela que indicaba el paso del tiempo. Fadius estaba deambulando, de noche, por las calles de la ciudad; Alcina le había ordenado bruscamente que se marchara para poder comunicarse en privado con su señor.

La parpadeante llama descendía; una de las franjas negras de la vela de cera se estaba consumiendo. Cuando el anillo negro hubo desaparecido por completo en la cera fundida, y la llama empezó a temblar sobre una franja blanca, la bailarina y bruja levantó su talismán y ordenó sus pensamientos. Débilmente, como palabras dichas en un sueño, llegaron a su receptiva mente los ásperos acentos de Thulandra Thuu; mientras que, apenas visible en la estancia mal iluminada, apareció ante ella una visión del propio brujo sentado en su silla de hierro.

La voz de Thulandra Thuu susurraba con tanta suavidad en las mientes de Alcina que le exigía completa atención, así como constante observación de los labios y los gestos de la imagen, a fin de comprender el mensaje del mago.

—Has obrado bien, hija mía. ¿Ha ocurrido algo en Messantia? Alcina negó con la cabeza, y el fantasmal susurro prosiguió:

—Entonces, tengo otra tarea para ti. A la primera luz del alba, te pondrás tu vestimenta de paje, tomarás un caballo e irás por el camino del norte...

Alcina soltó un gritito de consternación.

—¿Tengo que vestir esos feos harapos y volver a meterme en ese yermo, y dormir con hormigas y escarabajos? ¡Te lo ruego, mi señor, deja que me quede aquí, y que por un tiempo siga siendo una mujer!

El hechicero enarcó una ceja con sarcasmo.

—¿Es que te gustan más los burdeles de Messantia? —le respondió.

La muchacha asintió con resolución.

—Ay, no podrá ser. Ya has cumplido con los deberes que tenías ahí, y necesito que vigiles a la Legión Fronteriza y a su general. Si el camino te resulta duro, ten presentes las futuras glorias que te he prometido.

»Las tropas enviadas por el rey argoseo deben de haber llegado ya a la planicie de Palios. Antes de que haya amanecido por segunda vez, Amulius Procas, con toda seguridad, se habrá retirado a Poitain atravesando el Alimane. Predigo que lo cruzará por el vado de Nogara; ve, pues, esquivando a los ejércitos, y acércate a él por el norte, cabalgando hacia el sur por el camino que parte de Culario. Entonces, infórmame en la siguiente conjunción favorable.

El murmullo calló, y la traslúcida visión desapareció; Alcina quedó sola y meditabunda.

Entonces se oyó un fuerte golpe en la puerta, y Fadius entró tambaleante. El kothio había consumido en una taberna messantia más tiempo y más dinero de Vibius Latro de lo que era prudente. Alzando los brazos, anduvo hacia Alcina con paso vacilante, farfullando:

—¡Ven, mi pequeña flor de pasión! Estoy harto de dormir en el suelo, y ya es hora de que le concedas a tu camarada las mismas atenciones que tienes con los bárbaros fanfarrones...

Alcina se puso en pie de un salto y retrocedió.

—¡Ten cuidado, mi señor Fadius! —le advirtió—. ¡No admito estas presunciones en hombres de tu calaña!

—Ven aquí, bonita mía —balbució Fadius—. No te haré daño...

Alcina se metió la mano en el corpiño del vestido. Como por arte de magia, una daga de hoja estrecha apareció en su mano adornada con joyas.

—¡Retrocede! —gritó—. ¡Con un solo pinchazo, te convierto en espía muerto!

La amenaza se abrió camino por los embotados sesos de Fadius, y éste retrocedió ante el arma. Sabía que la bailarina y bruja acometía y apuñalaba con la celeridad del rayo.

—Pero... pero... pequeñuela mía...

—¡Sal de aquí! —dijo Alcina—. ¡Y no vuelvas hasta que estés sobrio!

Soltando maldiciones por lo bajo, Fadius se marchó. Entretanto, en la estancia, entre las jaulas de las dormidas palomas, Alcina buscó en su baúl la vestimenta que tendría que ponerse por la mañana.

Capítulo 6

La cámara de las Esfinges

Entre el anochecer y la medianoche, los hombres de Argos marcharon en formación hasta el campamento, entre el estrépito de los tambores y los vítores de los rebeldes. Carne salada messantia, burdo pan de cebada y pellejos de cerveza, tomados de las menguadas provisiones de los rebeldes, fueron entregados al famélico regimiento del barón Groder y al fatigado destacamento de Próspero. Los caballos se abrevaron y se les herró, y se les llevó a pacer en el prado de lozana hierba, mientras los rebeldes y sus nuevos aliados encendían hogueras y se acomodaban para cenar. Al poco, el parpadeante fulgor de los fuegos, esparcido por la planicie de Palios, rivalizó con las estrellas que titilaban en las planicies del cielo; y los gritos y risas de cuatro mil hombres, que la brisa vespertina arrastraba hacia el norte, se estrellaban como los acordes disonantes de un canto fúnebre en los oídos de los soldados de Procas en su retirada.

En la tienda del comandante, el príncipe Casio, el capitán Arcadio y los caudillos rebeldes se reunieron en torno al lecho de Conan para compartir una frugal colación y pergeñar los planes para el día siguiente.

—¡Vayamos todos tras ellos cuando amanezca! —gritaba Trocero.

—No —replicó el joven príncipe—. Mi padre el rey dio instrucciones explícitas. Sólo si el general Procas se adentra con sus tropas en nuestro territorio debemos presentar batalla. El rey tiene la esperanza de que nuestra presencia disuadirá a Procas de tal temeridad; y parece que lo hemos logrado, puesto que los aquilonios están huyendo.

Conan no dijo nada, pero el volcánico fulgor de sus ojos azules delataba su enojo y su desengaño. El príncipe le miraba, mitad con temor y mitad con simpatía.

—Comprendo tus sentimientos, general Conan —le dijo amablemente—, pero también tú debes comprender nuestra posición. No queremos estar en guerra con Aquilonia, que nos supera por dos hombres a uno. Sí, ya nos hemos arriesgado bastante dando cobijo a tus fuerzas en nuestro territorio.

Con la mano temblando a causa del esfuerzo, Conan agarró su cerveza y se la acercó lentamente a los labios. El sudor le perlaba la frente, como si la jarra hubiera pesado medio quintal. Derramó una parte de su contenido, se bebió el resto y dejó que el recipiente vacío cayera al suelo.

—Entonces, persigamos a Procas por nuestra cuenta —insistió Trocero—. Podemos empujarlo hasta la otra orilla del Alimane; y cada hombre que caiga será uno menos que se oponga cuando sublevemos Poitain. Si los sobrevivientes se deciden a presentar batalla... pues bien, la victoria yace siempre en el regazo de dioses inconstantes.

Conan se sintió tentado. Todos los belicosos instintos de su bárbara alma le impelían a mandar a sus hombres en persecución de los realistas, para que los acosaran como una jauría de perros, para que los fueran matando de uno en uno y de dos en dos en el camino que llevaba al Alimane. La sierra Rabiria parecía inventada por el Destino para la suerte de acción que habría iniciado contra los invasores que le superaban en número. Quebrados por un millar de barrancos y escarpados, sus rugosos cerros y picos prominentes pedían una emboscada para cada soldado fugitivo.

Pero, si las tropas de Procas se detenían y presentaban batalla, tal vez el Hado no brindara su galardón a los rebeldes de Conan. Aun en aquel momento, andaban escasos en provisiones y pobres en armas; y el regimiento que Próspero había rescatado estaba fatigado y abatido, sus monturas enflaquecidas y tambaleantes tras días de esconderse y de comer lo que encontraban en el campo. Además, el general que no puede montar a caballo, ni blandir una espada, difícilmente inspirará hazañas de gallardía y atrevimiento a quienes le sigan. Todavía débil a causa del veneno de Alcina, Conan sabía muy bien que habría de quedarse en el campamento, o asistir a la refriega como espectador en una litera.

Cuando la noche se tornó brumosa aurora, y las trompetas tocaron a diana, Conan, sosteniéndose con la ayuda de dos escuderos, inspeccionó el campamento que en aquel momento despertaba y meditó su posición. No podía permitir que Procas regresara a Aquilonia ileso. Pero, para derrotar a la poderosa Legión Fronteriza, debía inventar alguna inesperada manera de hacer la guerra, una innovación que compensara su número más reducido. Necesitaba una fuerza capaz de moverse y maniobrar con rapidez, pero también de golpear al enemigo desde lejos.

Mientras observaba a los hombres que se iban juntando, su mirada meditabunda se detuvo en un único bosonio que subía a caballo y galopaba hacia la empalizada. Conan pensó que debía de llevar algún mensaje a los centinelas del perímetro del campo, y que el mensaje debía de ser urgente, pues el hombre no se había molestado en deshacerse del arco sin tensar que llevaba colgado a las espaldas, ni en dejar el pesado carcaj lleno de flechas que le iba golpeando la cadera.

Los años pasados al servicio del rey de Turan acudieron a la memoria de Conan. En aquel ejército, los arqueros montados eran el contingente principal; aquellos hombres podían tirar con sus arcos de doble curva, hechos de cuerno y de tendón, a lomos de un corcel al galope con la misma precisión con que un hombre habría disparado estando en el suelo. Los arqueros bosonios no habrían logrado adquirir aquella destreza con menos de una década de entrenamiento; además, el arco largo de los bosonios era mucho más difícil de manejar en pleno galope.

De pronto, con su imaginación, Conan vio una hueste de jinetes montados que perseguía a su enemigo fugitivo hasta que, al tenerlo al alcance, desmontaba y empezaba a arrojar saeta tras saeta, y retrocedía cuando por fin el acosado enemigo se volvía para hacer frente a quienes le daban tormento. La explosiva carcajada de Conan sorprendió a sus asistentes de campo, que quedaron boquiabiertos como palurdos en un circo mientras el capitán Alaricus corría a despertar al médico-sacerdote.

Cuando Dexitheus irrumpió en la tienda de Conan apenas vestido, éste sonrió al reconocer su agitación.

—No —dijo, riendo entre dientes—, el loto púrpura no me ha envenenado el seso, amigo mío. Pero nuestro señor Mitra, o Crom, u otro dios bendito, me ha dado una inspiración. Manda a alguien a toda prisa a buscar a los caudillos argoseos.

Cuando el príncipe Casio y el capitán Arcadio, ya con armas y armadura, subieron por la ladera hasta la tienda generalicia, Conan les gritó un saludo y les habló:

—Decís que el rey Milo os prohíbe atacar a los aquilonios en su retirada. ¿La orden real también afecta a vuestros caballos?

—¿Nuestros caballos, general? —repitió Arcadio, perplejo. Conan asintió con impaciencia.

—Sí, vuestras monturas. Vamos, capitán, respóndeme, por favor. Nuestros corceles, los pocos que nos quedan, están mal alimentados, como ya habrás notado contando sus pobres costillas. Pero los tuyos están frescos, y son de excelente raza. Préstanos cinco monturas, y no necesitaremos ni a un único soldado argoseo para poner en fuga a Amulius Procas con el rabo entre las piernas.

A la par que Conan iba explicando su plan, el príncipe Casio sonrió. Cada vez le gustaba más aquel bárbaro de torva faz venido del norte, que hacía la guerra de maneras tan ingeniosas como originales.

—Préstales quinientos caballos, Arcadio —le dijo—. El rey, mi padre, no ha prohibido eso.

El oficial argoseo salió para ir a cumplir las órdenes. Y al instante, doscientos mozos argoseos llevaron monturas ensilladas a la llanura donde los arqueros bosonios formaban para pasar revista por la mañana, al campo que quedaba libre detrás de éstos. Trocero y Próspero asaltaron al unísono a los sorprendidos y desordenados soldados de infantería, y con su autoridad los obligaron a formar de nuevo disciplinadamente.

—Traedme mi semental y atadme a la silla —gruñó Conan—. He de explicar mi plan a los hombres que lo llevarán a cabo.

—¡General! —gritó Dexitheus—. No debes, en tu presente estado...

—Ahórrame tus cuidados, Reverendo Padre. Los hombres llevan un mes sin verme, y ya se estarán preguntando si sigo con vida.

Cuando los escuderos de Conan, con la ayuda de muchas manos, hubieron colocado su gigantesco cuerpo encima de la silla, el cimmerio se irritó contra la torpeza que encadenaba sus poderosos miembros. Sus ojos azules brillaban con el fuego de una voluntad indomable, y la furia de sus esfuerzos por insuflar nueva vitalidad en sus fláccidos músculos le arrugaba la amplia frente. Aunque luchara, la sangre fluía débilmente por su entumecida carne; pues Alcina había elaborado su mortífero brebaje con sumo cuidado.

Al fin, los escuderos ataron a Conan a la silla, y entretanto el cimmerio bramaba juramentos e invocaba a sus sombríos dioses norteños para que vengaran aquella odiosa indignidad. Y aunque la perlesía sacudiese su membrudo cuerpo, sus ojos, en los que hervía elemental furia, ordenaron a todos los rostros que le estaban mirando que no le mostraran cortesía ni compasión, sino tan sólo el respeto que le debían.

El príncipe Casio lo vio todo, hechizado por su mismo asombro. En Messantia, los cortesanos habían despreciado a Conan por salvaje, porque era un bárbaro inculto a quien los aristócratas aquilonios rebeldes, por alguna extraña razón, habían elegido para que acaudillara la revuelta. Ahora, el príncipe sentía el poder primordial de aquel hombre, sus grandes reservas de vigor elemental. Percibía la indomable voluntad del cimmerio, la originalidad de su pensamiento, su dinámica presencia... Cualidades merced a las que tanto aristócratas como soldados ordinarios se veían cautivos de su personalidad. Casio pensó que aquel hombre había sido creado para gobernar, había nacido para ser rey.

Con el apoyo de un escudero montado a cada lado, Conan avanzó lentamente con su caballo de batalla hacia las líneas del batallón de arqueros bosonios. Aunque tuviera el rostro congestionado por el esfuerzo, logró alzar la mano como saludo mientras iba pasando entre las filas de sus leales seguidores. Los hombres irrumpieron en entusiasmados vítores.

A media legua hacia el norte, un par de exploradores realistas, que se habían demorado para vigilar al ejército rebelde, estaban desayunando en el camino que llevaba hacia el paso de Saxula. Habían oído los vítores en la lejanía, e intercambiado miradas de alarma.

—¿Qué ocurre ahí? —dijo el más joven de ambos. El otro empleó la mano a modo de visera.

—Están demasiado lejos para verlo, pero debe de haber ocurrido algo que ha animado a la hueste rebelde. Será mejor que uno de nosotros informe al general Procas. Iré yo; tú te quedas.

Así, engulló el último bocado, se puso en pie, desató su caballo de un árbol cercano y montó. Los ecos cada vez más débiles de los cascos de su montura se oyeron en el aire matinal mientras se alejaba por el camino.

Haciendo callar a sus hombres con un ligero movimiento de su mano alzada, Conan habló a las filas de arqueros. Les dijo que ellos, entre todo el ejército, habían sido elegidos para infligir destrucción entre los invasores en retirada. Tendrían que acercarse a caballo, sin hacer ruido, a pequeños grupos de enemigos, y entonces desmontar y apuntarles con sus saetas. Tirando desde cubierto en grupos de dos o tres, podrían abatir a docenas de fugitivos; y cuando por fin el enemigo se volviese, como ellos no llevarían puesta ninguna armadura que los entorpeciera, podrían volver a montar con rapidez y dejar atrás a los caballeros aquilonios, que sí irían pesadamente armados, cuando éstos los persiguieran.

Cada escuadrón sería capitaneado por un experto caballista, que se aseguraría de que manejaran bien a las bestias y vigilaría a los caballos cuando los arqueros desmontasen. Y los que apenas si supieran cabalgar —y Conan, al decirlo, sonrió con cierta malicia— tendrían que ir agarrados de la silla de montar, o de la crin del caballo; pues para aquella infantería provisionalmente montada las artes de la equitación carecían de importancia.

Bajo el mando de un soldado de fortuna aquilonio, de nombre Palántides, que en otro tiempo se había entrenado con los jinetes montados turanios y últimamente había desertado del bando realista, los bosonios devenidos en jinetes abandonaron el campamento a un constante medio galope y marcharon hacia el norte por el empinado camino que llevaba a Aquilonia.

Alcanzaron a la retaguardia del ejército realista en las estribaciones de los Rabinos, cerca del paso de Saxula; pues la retirada de Procas se veía frenada por los carros de los bagajes y por sus compañías de infantería, aplicadas pero lentas. Espiando al enemigo, los bosonios se separaron, desmontaron en medio de una maleza desde donde podían alcanzar al enemigo con sus arcos y pusieron manos a la obra. Una veintena de lanceros realistas cayeron, gritando o en silencio, o maldijeron heridas menos graves, hasta que un estruendo de jinetes con armadura hizo saber a los rebeldes que la caballería de Procas acudía a dispersar el ataque y cubrir la retirada. Entonces, los bosonios destensaron sus arcos y, tras correr hacia sus atados caballos, montaron en silencio y se desperdigaron por el bosque. Sólo uno de ellos fue herido, un arquero que, poco acostumbrado a montar, cayó y se rompió la clavícula.

Durante los tres días siguientes, los bosonios hostigaron a los aquilonios en su retirada, como perros que hubieran mordido los talones de unos criminales fugitivos. Atacaban desde las sombras; y, cuando los realistas se volvían para hacerles frente, se marchaban, se ocultaban en mil oquedades abiertas por el viento y por el clima en la rugosa faz de la tierra.

Amulius Procas y sus oficiales se maldecían a sí mismos con voz ronca, pero poco pudieron hacer. Una flecha podía venir silbando desde detrás de un peñasco. Algunas veces fallaba, y sólo lograba que los soldados retrocedieran o se arrojaran al suelo. Algunas veces se clavaba en el flanco de un caballo, incitando así al animal herido a encabritarse y saltar, con lo que su jinete caía al suelo. Algunas veces, un soldado gritaba de dolor cuando una flecha se le clavaba en el cuerpo; o un jinete, con gran estrépito de su armadura, caía muerto. Desde las alturas, oculta en la oscuridad, una repentina lluvia de flechas podía matar o tullir a tres veces doce hombres.

Amulius Procas tenía pocas opciones. No podía acampar cerca del paso de Saxula, porque allí apenas había campo abierto, y cabía la posibilidad de que el agua de las fuentes no pudiera beberse. Tampoco podía atacar en orden cerrado para aprovechar su ventaja en número y armaduras, porque sus enemigos no querían acercarse. Si arrojaba todo el ejército contra ellos, podría sin duda barrer a los rebeldes como paja que se lleva el viento; pero, si lo hacía, volvería a acercarse a la planicie de Palios, y tendría que enfrentarse a los argoseos.

Así, no le quedaba a Amulius Procas otra opción que seguir adelante con penas y trabajos, mandando a la caballería ligera a perseguir al enemigo cada vez que éste delataba su presencia con una lluvia de flechas. Numéricamente, sus bajas eran triviales, una pequeña fracción de los que habrían caído en combate abierto. Pero aquella incesante guerra de desgaste estaba minando la moral de sus hombres; y el viento de gélidos presagios que le azotaba el corazón estaba diciéndole en susurros que el rey Numedides no olvidaría, y aún menos perdonaría, el fracaso de la expedición iniciada por expresa orden del monarca.

En la quebrada del paso de Saxula, una avalancha de peñascos cayó sobre los indefensos realistas. Procas, abatido, ordenó que apartaran la roca, que abandonaran los carros aplastados y que los hombres y animales heridos de muerte fueran piadosamente pasados a espada. Al otro lado del paso, sus tropas siguieron avanzando, pero el hostigamiento siguió sin mengua alguna.

Procas se apercibió de que su enemigo cimmerio era un maestro en aquella irregular manera de hacer la guerra; y se dio cuenta, avergonzado, de que su presurosa retirada había estimulado la fecunda inventiva del bárbaro. Juró lavar aquella mancha en su honor con sangre rebelde.

Al tercer día de retirada, en el que los cielos grises se volvieron plomizos, los descorazonados y exhaustos realistas se reunieron en la orilla meridional del Alimane, cerca del vado de Nogara. Procas se demoró allí durante un rato, atormentado por la indecisión. Aunque las inundaciones de la primavera hubieran terminado, la anchura del río invitaba a un ataque que podía producirse cuando sus hombres, vadeándolo, estuvieran en la posición menos oportuna para rechazarlo. Habría sido una cruel chanza de dioses caprichosos engatusar al general aquilonio para que se metiera en la trampa con la que, menos de dos meses antes, había aplastado casi por completo a los rebeldes. Además, un intento de cruzar en la penumbra de la cercana noche le habría costado, casi con seguridad, pérdidas en hombres y bagajes.

Pero, si establecía un campamento en la orilla argosea, los centinelas y los hombres dormidos habrían muerto bajo nubes de flechas fantasmas procedentes del bosque. Procas se mordió los labios. Puesto que sus tropas no podían defenderse con efectividad contra tales tácticas, cuanto más pronto cruzaran el Alimane más seguros podrían dormir. Aunque el río fuera ancho y su corriente rápida, por lo que los vados eran difíciles, al menos defendería a su ejército de las saetas de la ribera meridional.

Mientras estos pensamientos se sucedían en las mientes de Amulius Procas, uno de sus oficiales se acercó al carro en el que se hallaba de pie, en lo alto de una pequeña elevación cercana a la corriente del río. El oficial, un hombre gigantesco de robustos hombros —bosonio por su acento—, con hosca expresión en su cara de toscas facciones, saludó.

—Señor, aguardamos vuestras órdenes para empezar a cruzar el vado —dijo—. Cuanto más tiempo esperemos, tantos más de los nuestros caerán ante esos malditos arqueros escondidos.

—Lo sé bien, Gromel —dijo el general, envarado. Entonces, suspiró e hizo un ademán brusco—. ¡Muy bien, poneos en marcha! No ganaremos nada con vagar por aquí. Pero me revuelve las entrañas el que esos canallas harapientos nos persigan hasta nuestro país sin pagárselo con su propia moneda. Si no hubiera por medio consideraciones políticas...

Gromel escrutó las colinas que habían dejado a sus espaldas con mirada de desprecio.

—¡Malditas sean esas políticas que atan las manos del soldado! —masculló—. Esos cobardes no nos esperan para luchar, porque saben que los destrozaríamos. Así, sólo nos queda reagruparnos en el territorio de Poitain, y una vez allí aprestarnos a aplastarlos si de nuevo tratan de cruzar los vados.

—Estaremos prestos —dijo Procas gravemente—. Haz sonar las trompetas.

La retirada a la otra orilla del Alimane se realizó en buen orden, aunque el crepúsculo dio paso a la noche antes de que la última compañía se metiera en las aguas del río. Mientras los hombres se alejaban de la ribera meridional, unos doscientos arqueros, que habían acechado entre la maleza, salieron a la vista con los arcos tensados y las saetas listas.

Procas había bajado del carro y se había subido, gruñendo de dolor a causa de heridas antiguas, a la silla de su caballo de guerra. Al frente de una pequeña retaguardia de caballería ligera, el viejo y severo veterano se halló entre los últimos que hicieron entrar a sus corceles en la oscura corriente, mientras flechas procedentes de la orilla pasaban zumbando cual insectos airados.

A mitad del río, el general se exclamó de súbito y se sujetó la pierna con una mano. Al oír su grito, el oficial bosonio que le había hablado antes se le acercó montado a caballo y tiró de las riendas. Abrió sus gruesos labios para preguntar qué ocurría, y entonces vio la flecha rebelde que se había clavado en el muslo del viejo, más arriba de la rodilla. Un fulgor de satisfacción parpadeó en los ojos porcinos de Gromel, y luego se desvaneció; pues éste era un hombre que, implacablemente, se dedicaba a obtener promociones por cualquier medio que tuviera a su alcance.

Estoicamente, Procas acabó de cruzar el río montado en su corcel; pero, una vez se halló entre los arbustos que flanqueaban la ribera septentrional, toleró que sus asistentes lo bajaran de la silla de montar mientras Gromel se adelantaba al trote para buscar un cirujano.

Después de arrancarle la saeta y de vendarle la herida, el médico dijo:

—Pasarán muchos días antes de que podáis volver a viajar, general.

—Muy bien —dijo Procas, impasible—. Montad mi tienda sobre aquel altozano. Acamparemos aquí, y dejaremos que los rebeldes vengan a por nosotros si tienen coraje.

Como un espectro entre las sombras de los árboles que les rodeaban, una esbelta figura, vestida con un atuendo de paje muy raído y polvoriento, miraba y escuchaba. Si algún observador de ojos felinos se hubiera fijado en las opulentas redondeces de su juvenil figura, habría reconocido en ella a una mujer esbelta y hermosa. Ésta, sonriendo sin alegría, desató el caballo y guió silenciosamente al animal hasta una prudente distancia del campamento que estaba erigiendo la Legión Fronteriza.

La noticia de que su rival, Amulius Procas, había sido herido en el curso de una cobarde retirada frente a una chusma habría de agradar a Thulandra Thuu, según pensó Alcina. Ahora que el poderoso cimmerio había muerto, Procas ya no era útil, y podría ser sacrificado sin problemas a la enorme ambición de su señor. Tenía que hacérselo saber al brujo tan pronto como los aspectos de las estrellas y planetas permitieran de nuevo el empleo de su talismán de obsidiana. Se ocultó en la penumbra, y desapareció de aquel lugar.

Inclinado sobre el espejo mágico de obsidiana bruñida, Thulandra Thuu se informó con placer de la herida sufrida por el general Procas. Cuando la imagen de Alcina desapareció del reluciente cristal, el hechicero se palpó, pensativo, su aguileña nariz. Tendiendo la esbelta mano, alzó una maza de metal y golpeó un gong con forma de cráneo que colgaba al lado de su trono de hierro, y la sonora nota resonó pesadamente por la purpúrea estancia.

Entonces, los tapices se apartaron a un lado, y apareció Hsiao el khitanio. Escondiendo los brazos en las voluminosas mangas de su túnica de seda verde, se inclinó, aguardando en silencio las órdenes de su señor.

—¿El conde de Thune todavía me aguarda en la antesala? —inquirió el hechicero.

—Señor, el conde Ascalante espera a que os dignéis a recibirle —murmuró el siervo de raza amarilla. Thulandra Thuu asintió.

—¡Excelente! Voy a hablar ahora con él. Infórmale de que le recibiré en la cámara de las Esfinges, y ve tú mismo a notificarle al rey que solicito una audiencia por cuestiones de Estado urgentes. Tienes mi permiso para irte.

Hsiao hizo una reverencia y se retiró, y los tapices volvieron a ocupar su lugar, con lo que ocultaron la puerta por la que había entrado el khitanio.

La cámara de las Esfinges, una estancia abandonada de palacio que Thulandra Thuu había hecho suya, llevaba este nombre con justicia. Parecida en su desnudez a un sepulcro, tenía las paredes y el suelo de mármol rosado, y no había en ella mobiliario visible salvo un asiento de piedra caliza, colocado junto a la pared, enfrente de la puerta. Este asiento, que tenía forma de trono, se sostenía sobre dos soportes de piedra esculpidos con la forma de monstruos felinos con cabeza humana. Este motivo se repetía en los dos tapices idénticos que cubrían, a modo de suntuoso conjunto, la pared que había detrás del trono. Ahí, hábilmente bordadas con hebras brillantes, dos bestias felinas de rostro semejante al humano, barbadas e imperiosas, miraban con ojos fríos y altaneros. La única luz de la gélida cámara provenía de un par de tederos de cobre, cuyas llamas danzaban en los espejos de plata puestos detrás en la pared.

No difería en mucho de las esfinges Ascalante, oficial y aventurero y, según él decía, conde de Thune. Era un hombre alto y esbelto, elegantemente vestido con terciopelo de color ciruela, y andaba de un lado para otro de la estancia con gracia felina. Pese al porte militar y los aires de jovialidad que gastaba, sus ojos, como los de los monstruos bordados en los tapices, eran fríos y altaneros; pero también cautos, y una pizca aprensivos.

Hacía algún rato que Ascalante aguardaba una audiencia con el todopoderoso hechicero de desconocido origen. Aunque Thulandra Thuu hubiese hecho regresar a Ascalante de la frontera oriental, y le hubiera exigido diaria presencia en la corte, el mago llevaba días haciéndole esperar delante de la cámara de audiencias. Tal vez ahora su fortuna estuviera a punto de cambiar.

De repente, Ascalante se detuvo, y agarró por instinto el puño de su daga. Uno de los tapices se alzó y dejó a la vista una angosta entrada, en la que estaba de pie un hombre esbelto y moreno que le contemplaba en silencio. La inteligencia fría y burlona que brillaba en aquellos ojos de grueso párpado parecía capaz de leer los pensamientos de un hombre como si éste los hubiera llevado pintados en la frente. Cuando Thulandra Thuu entró en la estancia, Ascalante, recobrando la compostura, hizo una cortés reverencia. El hechicero llevaba un bastón tallado con gran adorno, en el que se entrecruzaban inscripciones escritas en unos caracteres desconocidos para Ascalante.

Thulandra anduvo sin prisa alguna hasta el otro lado de la cámara y se sentó en el trono sostenido por esfinges. Respondió a la reverencia del otro con un asentimiento y la sombra de una sonrisa, y dijo:

—Confío en que estés bien, conde, y en que tu forzada inactividad te haya sido llevadera. Ascalante le respondió con cortesía.

—Conde Ascalante —dijo el mago—, tu experiencia y tus logros no han escapado a los hombres que me sirven como ojos y oídos en lugares lejanos. Ni tampoco, debo añadir, tu ambición por conseguir una posición elevada, ni cierta carencia de escrúpulos al elegir los medios para obtenerla en donde te sea posible. Me apresuro a asegurarte que el rey y yo aprobamos tu ambición, y tu, ah, pragmatismo.

—Te lo agradezco, mi señor —respondió el conde, con una compostura que remedaba la gentileza del hechicero.

—Voy a ir directamente al grano —dijo Thulandra Thuu—, pues los acontecimientos se están precipitando ahora mismo, y los hombres mortales debemos darnos prisa para poder hacerles frente. En breve, ésta es la situación: le place a Su Majestad retirarle su favor al honorable Amulius Procas, comandante de la Legión Fronteriza.

El asombro brilló en los inescrutables ojos de Ascalante, pues la noticia le dejaba perplejo. Sólo sabía que Procas debía de ser el más capaz de los comandantes que Aquilonia podía mandar al campo de batalla después de que Conan abandonara el servicio del rey. Si alguien podía someter a los revoltosos barones del norte, y aplastar la rebelión en el sur, ése era Amulius Procas. Quitarle el mando en un momento como aquél, antes de que ambas amenazas hubieran sido destruidas, era una locura.

—Puedo adivinar los pensamientos que ocultas por lealtad —explicó Thulandra con aviesa sonrisa—. El hecho es que nuestro general Procas ha encabezado un imprudente y mal planeado ataque a la otra orilla del Alimane, y se ha arriesgado con ello a provocar una guerra abierta con Milo, rey de Argos.

—Discúlpame, mi señor, pero me resulta casi imposible creerlo —dijo Ascalante—. ¡Invadir un reino vecino amistoso, sin orden expresa de nuestro monarca, constituye delito de traición!

—Así es —dijo el hechicero, sonriendo—. Y me temo que la historia no registrará el dato de que el rey haya ordenado imprudentemente una expedición punitiva contra Argos, puesto que, por extraño que parezca, todas las copias del documento han desaparecido. ¿Me entiendes, señor?

La burla chispeó en los ojos de Ascalante.

—Creo que sí, mi señor. Pero, te lo ruego, prosigue.

El conde de Thune sabía apreciar un sutil acto de villanía, de la misma manera que un conocedor de los vinos saborea una cosecha exquisita.

—El general habría podido eludir la censura —añadió Thulandra Thuu, como con burlón lamento— si hubiese pisoteado las últimas ascuas de la revuelta; pues los rumores que has oído sobre el que se llama a sí mismo Ejército de Liberación, ahora acampado al norte de los Rabinos, son ciertos. Un aventurero que se hace llamar Conan el cimmerio...

—¿Aquel gigante que el año pasado guió al Regimiento del León de Aquilonia a la victoria sobre los merodeadores pictos? —exclamó Ascalante.

—El mismo —respondió Thulandra—. Pero el tiempo corre, y apenas si nos permite complacernos en charlas sin objeto por entretenidas que éstas sean. Si el general Procas hubiera aplastado a los rebeldes que aún quedan, y se hubiese retirado al norte del Alimane antes de que el rey Milo se enterara de la incursión, todo habría ido bien. Pero Procas echó a perder la expedición, suscitó las iras de Argos y huyó del campo de batalla sin derramar una sola gota de sangre rebelde. Tanta fue su torpeza al cruzar el Alimane, que los arqueros rebeldes abatieron a docenas de nuestros mejores soldados. Y los errores de Procas se juntaron con las meteduras de pata que cometió en Messantia un estúpido espía de Vibius Latro, un zingario que se llama Quesado, a quien Su Majestad, impulsivamente, ascendió al cuerpo diplomático.

»Lo peor es que, durante la retirada, el propio general resultó herido, y de tal gravedad que me temo que no podrá seguir al mando. Para fortuna nuestra, el caudillo rebelde Conan también ha perecido. Así que, hablando nuevamente de ti, mi querido conde...

—¿De mí? —murmuró Ascalante, afectando un aire de infinita modestia.

—De ti —dijo el hechicero con la sombra de una sonrisa—. Creo que tu servicio en las fronteras ofirea y nemedia te cualifica para tomar el mando de la Legión Fronteriza, que ya no se halla en las torpes manos del general Procas, o por lo menos así será en cuanto reciba este documento.

El hechicero calló, y se sacó de la ancha manga de su atuendo un pergamino profusamente adornado con cintas de color azul y topacio, sobre las que relucía el sello regio como un coágulo de sangre recién derramada.

—Empiezo a comprender —dijo Ascalante. Y el entusiasmo se inflamó en su corazón, como una fuente que burbujea bajo una piedra.

—Has aguardado desde hace mucho tiempo la ocasión de ascender a una posición elevada en el reino, y ganarte el favor de tu rey. Esa ocasión se acerca. Pero... —y entonces, Thulandra levantó un dedo en advertencia, y siguió hablando con una voz que sibilaba de puro énfasis— tienes que entenderme bien, conde Ascalante.

—¿Mi señor?

—Estoy al corriente de que la Corte Heráldica todavía no ha aprobado tus aspiraciones el condado de Thune, y que ciertas, ah, irregularidades envuelven el fallecimiento de tu hermano, el llorado conde, que pereció en un «accidente de cacería».

Enrojeciendo, Ascalante abrió los labios para replicar con una protesta apasionada; pero el hechicero le silenció alzando la mano, y con una sonrisa suave y condescendiente.

—Se trata de malentendidos de poca monta, que desaparecerán entre los vítores que aclamen al laureado vencedor. Procuraré que se te recompense bien por tus servicios a la corona. —Thulandra Thuu siguió hablando con astucia—. Pero tendrás que obedecer mis órdenes al pie de la letra, y si no jamás obtendrás el condado de Thune.

»Sé que tienes poca experiencia en las guerras de frontera, y en el caudillaje de unidades militares más grandes que un regimiento. Así pues, la dirección de hecho de la Legión Fronteriza recaerá en cierto veterano oficial, llamado Gromel el Bosonio, que se ha portado bien en nuestra reciente guerra contra los pictos. Hace tiempo que observo a Gromel, y tengo pensado ganármelo con esperanzas de recompensa. Por ello, mientras él despliega y ordena las líneas de batalla, tú ostentarás el mando nominal. ¿Ha quedado claro?

—Sí, mi señor —murmuró Ascalante, apretando los dientes.

—Bien. Ahora que Conan yace muerto, tú y Gromel podréis inmovilizar fácilmente a los rebeldes restantes al sur del Alimane hasta que la horda facciosa se disuelva a causa del hambre y la falta de éxito. —Thulandra Thuu le ofreció el pergamino, al tiempo que decía—: Éstas son tus órdenes. Una escolta te aguarda en la Puerta del Sur. Cabalgad con toda prontitud hasta el vado de Nogara, en el Alimane.

—¿Y qué sucederá, mi señor, si Amulius Procas se niega a reconocer mi autoridad? —inquirió Ascalante, que, en cualquier juego de fortuna, prefería asegurarse de que tenía todas las piezas.

—Nuestro valiente general sufrirá un accidente antes de que tú llegues allí para asumir el mando —le dijo Thulandra Thuu con una sonrisa—. Un accidente que, cuando tú informes oficialmente, se entenderá como un suicidio debido a la aflicción que le habrá causado su cobardía frente a un enemigo insustancial, y al remordimiento que sentirá por haber provocado una guerra con un reino vecino. Cuando esto ocurra, asegúrate de que su cadáver sea devuelto a Tarantia. En vida, Procas no habría sido bien acogido; después de muerto, se le brindará un suntuoso funeral.

«Ahora, ponte en camino, mi buen señor, y no te olvides de seguir las instrucciones que te irá dando de vez en cuando una tal Alcina, una mujer de ojos verdes que me sirve y en quien confío.

Tras coger el pergamino estampado, Ascalante hizo una profunda reverencia y salió de la cámara de las Esfinges.

Observando cómo se iba, Thulandra Thuu sonrió levemente, sin alegría. Sabía que los instrumentos de su voluntad eran todos débiles y defectuosos; pero un instrumento defectuoso es el más apto para desecharlo después de haberlo empleado.

Capítulo 7

Muerte en la oscuridad

Durante muchos días, la presencia del ejército de Amulius Procas en la otra orilla del río Alimane disuadió a los rebeldes de intentar cruzarlo. Aunque el mismo Procas, herido e incapaz de caminar y de cabalgar, no saliera de su tienda, sus veteranos oficiales mantenían un ojo alerta a todos los movimientos de las tropas rebeldes. Los hombres de Conan marchaban diariamente arriba y abajo por el margen meridional del río, y fingían ir a vadearlo por uno u otro vado; pero los exploradores de Procas seguían cada uno de sus pasos, y nada ocurría que pudiera complacer al cimmerio y a sus compañeros.

—¡Estamos en tablas! —gimoteaba el inquieto Próspero—. ¡Ya temía yo que acabaríamos así!

—Lo que necesitamos para salir de ésta —sugirió Dexitheus— es algo que desoriente al enemigo, pero tiene que tratarse de algo colosal... tal vez una repentina intervención de los dioses.

—En toda una vida dedicada a las artes de la guerra —respondió el conde de Poitain—, he aprendido a fiarme menos de las deidades que de mi pobre seso. Excúsame, Reverendo Padre, pero opino que, si queremos que algo desoriente a Amulius Procas, tendremos que hacerlo nosotros. Y creo saber bien lo que vamos a hacer; pues, según afirman nuestros espías, la olla que es mi condado nativo está a punto de entrar en ebullición.

Aquella noche, con la aprobación del general, un hombre vestido todo de negro nadó por lo más profundo del Alimane, se arrastró todavía empapado entre las malezas y desapareció. Era una noche muy nublada, oscura y sin luna; y una fría llovizna había obligado a los centinelas realistas a guarecerse bajo los árboles, y cubría los débiles sonidos de la noche que, de otro modo, les hubieran alertado.

El nadador vestido de negro era poitanio, un vasallo de las tierras solariegas del conde Trocero. Oprimía contra el pecho un sobre de seda aceitada, cuidadosamente plegado, que contenía una misiva escrita de puño y letra por el conde, dirigida a los rebeldes de la incipiente revuelta poitania.

Amulius Procas no durmió aquella noche. La lluvia, que resbalaba por la tela de su tienda, abatía a su deprimido espíritu y le inflamaba la dolorosa herida. Mascullando juramentos bárbaros, que recordaba de los años pasados como joven oficial en las fronteras de Aquilonia, el viejo general sorbía cálido vino especiado para zafarse del frío y la fiebre, y se distraía de su melancolía con un juego de mesa al que jugaba con uno de sus asistentes, un sargento. Su pierna herida, envuelta en vendas, reposaba intranquila sobre un tosco taburete.

El rumor de un trueno hizo que el veterano del ejército levantara su dolorida cabeza.

—Es sólo un trueno, señor —dijo el sargento—. Ésta es una noche tormentosa.

—Una noche perfecta para que los rebeldes de Conan traten de cruzar los vados —dijo Procas—. Espero que los centinelas hayan recibido instrucciones de hacer sus rondas y no esconderse bajo los árboles.

—Han recibido esa orden, señor —le aseguró el sargento—. Os toca jugar a vos; observad que mi dama os tiene en jaque.

—Así es, así es —murmuró Procas, mirando ceñudo el tablero.

Sintiéndose incómodo, se preguntaba por qué un gélido escalofrío le penetraba en el corazón al oír aquellas palabras inocentes, «mi dama os tiene en jaque». Entonces, se burló de aquellos temores nocturnos, propios de mujeres, y bebió un trago de vino. ¡No era propio de soldados viejos como Procas el atemorizarse ante frívolos augurios! Sin embargo, habría preferido poder ir a inspeccionar personalmente las guardias, pues los centinelas, inevitablemente, se relajaban en la ausencia de un severo comandante...

La entrada de la tienda se abrió, y entró un soldado de elevada estatura.

—¿Qué sucede? —le preguntó Procas—. ¿Los rebeldes se han movido?

—No, general; pero tenéis una visita.

—¿Una visita, dices? —replicó Procas, perplejo—. Bueno, hazlo pasar. ¡Hazlo pasar!

—Es una mujer, señor —dijo el soldado.

Cuando Procas ordenó con un gesto que la desconocida visitante entrara, su compañero en el juego se levantó, saludó y abandonó la tienda.

Entonces, el soldado hizo pasar a una muchacha ataviada con los atuendos de un paje. Se había acercado valerosamente a los centinelas, diciendo ser una agente de los ministros del rey Numedides. Nadie le preguntó cómo había llegado hasta allí, pues todos estaban impresionados por su frío ademán de tranquila autoridad, y por la extraña luz que ardía en sus rasgados ojos del color de la esmeralda.

Procas la observó dubitativamente. El sello que le mostraba valía poco para él; tales baratijas pueden forjarse, o robarse. Tampoco dio mucho crédito a los documentos que le traía. Pero cuando dijo que venía con un mensaje de Thulandra Thuu, sintió curiosidad. Conocía y temía al flaco y moreno hechicero, cuya influencia sobre Numedides había envidiado y tratado de contrarrestar desde hacía largo tiempo.

—Bien —gruñó por fin Amulius Procas—, habla. Alcina miró a los dos centinelas que la escoltaban, uno a cada lado, con la mano en el puño de la espada.

—Sólo vos podéis oírlo, mi general —dijo con gentileza. Procas reflexionó durante un momento, y luego hizo un gesto de asentimiento a los centinelas.

—¡De acuerdo; esperad afuera!

—¡Pero, señor! —dijo el más viejo de ambos—. No podemos dejaros solo con esta mujer. Quién sabe qué trucos podría emplear Conan, ese hijo de la maldad...

—¡Conan! —gritó Alcina—. ¡Pero si ha muerto!

En el mismo momento de proferir estas impetuosas palabras, se hubiera mordido con gusto la lengua con tal de hacerlas regresar a sus labios.

El viejo centinela sonrió.

—No, moza; ese bárbaro tiene más vidas que un gato. Dicen que, durante un tiempo, estuvo en el campamento rebelde afligido por una terrible dolencia; pero, cuando cruzamos el río, ahí estaba persiguiéndonos a caballo, gritando a sus arqueros que nos convirtieran en erizos.

Amulius Procas bramó:

—Esta joven, evidentemente, cree que Conan murió; y estoy deseoso de saber por qué lo piensa. Dejadnos, amigos; yo no soy todavía un viejo babeante, ni debo temer a una débil muchacha.

Cuando los centinelas saludaron y se retiraron, Amulius Procas le dijo a Alcina, riendo entre dientes:

—Mis mozos aprovechan todas las ocasiones para no tener que estar bajo la lluvia. Y ahora, dime el mensaje de Thulandra Thuu. Luego, investigaremos el otro asunto.

Mientras la lluvia azotaba la tienda, y el trueno retumbaba, Alcina buscó algo entre los lazos de la camisa de seda que llevaba debajo de su empapada túnica de paje. Iba diciendo:

—Señor, el mensaje de mi dueño es...

La caída de un rayo, y el estrépito del trueno, ahogaron sus siguientes palabras. A la vez, bajó la voz hasta hablar en susurros. Procas se inclinó hacia ella, y su canosa cabeza se acercó a un palmo del rostro de la muchacha en un esfuerzo por oír. Ella seguía hablando con el mismo dulce murmullo:

—... que ha llegado... la hora...

Con la celeridad de una serpiente en su ataque, empujó su estrecha daga contra el pecho de Amulius Procas, tratando de alcanzarle el corazón.

—¡... de que mueras! —acabó diciendo, y saltó para evitar que los brazos del herido general la cogieran con violencia.

Aunque su golpe hubiera sido certero, halló un obstáculo. Debajo de su túnica, Procas llevaba puesta una cota de buena malla. Aunque la punta de la daga hubiera entrado por uno de los eslabones, y se hubiese hundido entre las costillas del general, la hoja, al ensancharse, tuvo que detenerse en el eslabón mismo, y sólo llegó a clavarse media pulgada de acero. Y, en su frenética lucha por extraerla, Alcina quebró la punta de la hoja, que se quedó clavada en el pecho del general.

Con un ronco grito, el viejo militar se puso en pie a pesar de la herida, y arremetió en un intento de agarrar a la muchacha con ambos brazos. Alcina retrocedió y, tumbando el taburete sobre el que se hallaba la vela, apagó la llama, y dejó la tienda sumida en unas tinieblas más profundas que las de una tumba.

Amulius Procas cojeó en la negra oscuridad hasta que sus fuertes manos acertaron a agarrar un atuendo de seda. Por un instante fugaz, Alcina se creyó condenada a morir, estrangulada por las gruesas y nudosas manos del general; pero, al mismo tiempo que rasgaba el tejido, el viejo militar jadeó y se tambaleó. Su pierna herida cedió, y la muerte gorgoteó en su garganta al tiempo que caía cuan largo era sobre la alfombra. El veneno de la daga de Alcina había cumplido con su labor.

Alcina corrió hacia la entrada y miró afuera por un agujero que había en la tela. El fulgor de un relámpago iluminó a los dos centinelas, que estaban acurrucados con las capas empapadas, inmóviles como estatuas, a derecha e izquierda. Comprendió con satisfacción que el fragor de la tormenta había ocultado los ruidos de pelea en la tienda del general.

Buscando a tientas en la oscuridad, encontró pedernal, acero y yesca, y, con gran dificultad, volvió a encender la vela. Examinó brevemente el cuerpo del general, y aferró el enjoyado puño de su rota daga. Corriendo de nuevo hacia la entrada de la tienda, espió a los soldados, que seguían en sus puestos, envarados e inmóviles, y entonó una dulce canción; fue subiendo lentamente el tono de voz hasta que los centinelas pudieron oír su melodioso ritmo.

Estaba cantando una especie de canción de cuna, cuyos sonidos habían sido cuidadosamente establecidos para que hipnotizaran al oyente. Poco a poco, sin advertir aquella música frágil y ultraterrena, los centinelas cayeron en una letargia catatónica, y dejaron de sentir la lluvia que repiqueteaba en su yelmo.

Una hora más tarde, tras haber eludido a los guardias en los límites del campamento, Alcina llegó a su propia y pequeña tienda, en lo alto de un collado boscoso cercano al río. Jadeando de fatiga, entró en su refugio y empezó a quitarse los atavíos empapados de lluvia. La camisa estaba rasgada... echada a perder...

Entonces, se tocó con una mano el pecho, sobre el que había reposado su talismán de obsidiana; pero ya no lo tenía allí. Consternada, se dio cuenta de que Procas, al agarrarla en la oscuridad, había aferrado la cadenilla de la que pendía la joya, y la había roto. El semicírculo vítreo debía de yacer en la tienda del general, sobre la alfombra que cubría el suelo; pero ¿cómo podría recobrarlo? Cuando descubrieran el cadáver de su caudillo, los realistas saldrían a buscarla como airados avispones. Y los centinelas de severa mirada que guardaban el campamento irían por todas partes, con órdenes de matar en cuanto la vieran a una mujer morena de ojos verdes vestida como un paje.

Temblando de horror e incertidumbre, Alcina aguantó el furioso retumbo de los truenos y el repiqueteo de la lluvia. Pero sus mientes no descansaron. ¿Sabría Thulandra Thuu que Conan había sobrevivido a su veneno? La última vez que hablaron por medio del talismán perdido, su señor no le había dado a entender siquiera aquella desgraciada noticia. Si las nuevas de la curación del cimmerio no habían llegado al hechicero, la muchacha debía hacérselo saber cuanto antes. Pero, al no tener su fragmento mágico de obsidiana, sólo podía informarle regresando a Tarantia.

Se le ocurrieron todavía otros negros pensamientos. Si Thulandra Thuu hubiese sabido que Conan aún vivía, ¿le habría ordenado asesinar a Amulius Procas? ¿No se enfurecería con ella, puesto que la dirección de Procas aún habría sido necesaria para salvar la causa realista? Aún peor, ¿la castigaría el hechicero por no haberle dado suficiente veneno al jefe de los rebeldes? Lo peor de todo, ¿cómo no iba a vengarse de la mujer que le había perdido su amuleto mágico? Estaba sin armas, no podía comunicarse con su mentor, carecía de todo recurso salvo sus escasos conocimientos en formas elementales de brujería; Alcina se desanimó, y por un momento dudó entre regresar a Tarantia y huir a algún país extranjero.

Pero entonces pensó que Thulandra Thuu siempre la había tratado amablemente, y la había recompensado bien. Recordó sus promesas, apenas explicitadas, de instruirla en las artes más elevadas de la brujería, las insinuaciones de que había de conferirle un género de inmortalidad similar al suyo propio, y —cuando se erigiese en único soberano de Aquilonia para reinar por siempre— su propósito de asociarla a su poder.

Alcina decidió regresar a la capital y arriesgarse a incurrir en la ira de su señor. Además, como era bella y sagaz, sabía tratar a los hombres de cualquier condición. Se durmió sonriente, dispuesta a partir con la llegada del alba.

Hacia la aurora, un capitán aquilonio acudió a la tienda del general para que éste firmara la orden del día. Los dos centinelas de la noche anterior, presintiendo, fatigados, que se acababa su turno, saludaron a su superior, y uno de ellos se avanzó para abrir la tienda e invitar a pasar al capitán.

Pero el general Procas ya no habría de firmar más órdenes, salvo, tal vez, en el infierno. Yacía boca abajo en un charco de su propia sangre a medio coagular, y tenía cogida con la mano la punta del puñal de estrecha hoja que había acallado para siempre la voz del mejor guerrero de Aquilonia.

Los dos soldados se acercaron al cadáver y lo observaron. El cabello cano de Procas, ahora manchado de sangre seca, estaba revuelto, y ocultaba en parte sus rígidas facciones.

—No me creo que nuestro general se haya quitado la vida —susurró el capitán, conmovido hasta lo más hondo—. Él no era así.

—Yo tampoco lo creo, señor —dijo el centinela—. ¿Acaso un hombre decidido a matarse a sí mismo iba a tratar de clavarse la daga sin quitarse antes la cota de malla? Tiene que haber sido aquella mujer.

—¿Mujer? ¿Qué mujer? —exclamó el capitán.

—La de ojos verdes, que yo traje aquí la pasada noche. Dijo que venía con un mensaje del rey. Mirad, allí hay una huella suya. —El soldado señaló el contorno de una bota pequeña, que había quedado estampado en barro seco sobre la alfombra—. Le insistimos al general en que nos permitiera quedarnos aquí durante la entrevista, pero no nos hizo caso y nos ordenó salir.

—¿Y qué ha sido de la mujer?

El centinela levantó desesperadamente ambas manos.

—No sé cómo, pero se ha ido. Os aseguro, señor, que nosotros no la dejamos pasar. Sergius y yo estuvimos bien despiertos en nuestro puesto desde el momento en que salimos de la tienda hasta que vinisteis con la orden del día. Podéis preguntar a los de la guardia.

—Mm —dijo el capitán—. Sólo un diablo puede desaparecer en medio de un campamento de guerra armado y vigilado.

—En ese caso, tal vez el diablo sea mujer, señor —murmuró el centinela, mordiéndose el labio—. Mirad ahí, sobre la alfombra: un cristal en forma de media luna, negro como los abismos del infierno.

El capitán tocó con el pie el fragmento de obsidiana, y luego, impaciente, lo apartó de una patada.

—Un estúpido amuleto, como los que llevan los supersticiosos. Con o sin diablo, no podemos quedarnos aquí charlando. Vosotros vigilaréis el cadáver del general, y mientras tanto yo llamaré a un escuadrón para que busque por el campamento y las colinas circundantes. ¡Sergius, hazme venir a un trompeta! Si agarro a la diablesa...

Una vez solo en la tienda, el centinela buscó furtivamente entre las sombras, por la alfombra, y halló el amuleto. Examinó su hallazgo, ató los extremos rotos de la cadenilla y se lo colgó del cuello. Aunque aquel ornamento no pareciera valioso, al menos le daría buena suerte. Alguien debía de haberle atribuido aquella cualidad, y los soldados necesitan toda la buena suerte que les concedan los dioses.

Conan se asomó por el borde de una gran roca y estudió la disposición de las tropas realistas, todavía acampadas en la orilla septentrional del Alimane. Sólo un día antes, algo había ocurrido que les había alterado; pues se habían oído muchos gritos, y ruidosa confusión. Pero, desde aquel altozano, ni siquiera el agudo ojo del cimmerio podía distinguir la causa del tumulto.

Sin apartar la vista de la escena que tenía lugar en la otra orilla del río, Conan aceptó una chuleta fría que le había ofrecido su paje y la devoró con gran apetito. Se sintió de nuevo lleno de vigor, pues ya había superado los efectos debilitadores del vino envenenado; y los días pasados acosando a la Legión Fronteriza habían apaciguado su rabia por la batalla perdida en las aguas del Alimane, donde tantos de sus leales partidarios habían muerto entre los remolinos de la corriente.

Habían pasado años desde la última vez en que el aventurero cimmerio luchara en una guerra de guerrillas, atacando desde las sombras, emboscando a los rezagados, persiguiendo a una fuerza superior en número al abrigo de la oscuridad. Por aquel entonces, había acaudillado una cuadrilla de forajidos del Desierto Zuagir. Le complacía que sus habilidades no le hubieran abandonado, que su memoria las retuviera, que se conservaran a pesar del largo tiempo que había pasado sin emplearlas.

Con todo, ahora que el enemigo había cruzado el Alimane y había acampado en la otra orilla, los problemas de aquella guerra volvían a cambiar en su planteamiento... y —pensó el impaciente cimmerio— habían cambiado para peor.

Las huestes que seguían el estandarte del León no podrían cruzar el Alimane mientras los realistas estuvieran prestos a repeler cualquier asalto. Pues, para que su ataque no fracasara ante la vigorosa resistencia que iban a encontrar, habría necesitado un número de guerreros muy superior; y los rebeldes no lo tenían. Tampoco podrían seguir empleando tácticas de guerrilla, ni el reciente hallazgo de los arqueros a caballo. Además, se les estaban acabando las provisiones.

Conan, ceñudo, fue masticando la fría carne. Pensó que, al menos, el ejército de Amulius Procas no parecía ir a cruzar de nuevo el río para presentar batalla. Y, por vigésima vez, trató de adivinar cuál podía haber sido el hecho que, el día anterior, había perturbado de aquella manera la ordenada calma del campamento enemigo.

La Legión Fronteriza había agrandado el espacio abierto que ya existía en el otro margen del Alimane, allá donde el camino de Culario se veía interrumpido por la corriente; habían talado árboles, y habían ensanchado el claro, siguiendo el río en ambas direcciones, a fin de tener sitio para acampar. Al otro lado del campamento, el bosque parecía un muro de monótono verdor, pues las flores primaverales de árboles y arbustos se habían marchitado ya. Mientras Conan miraba, una partida de hombres armados entró en el campamento, y la canción de las trompetas anunció una visita de cierta importancia.

Conan empleó la mano a modo de visera, miró ceñudo el alejado campamento y se volvió hacia su escudero.

—Ve a buscar al explorador Melias, rápido.

El escudero salió corriendo, y volvió al cabo de poco con un viejo flaco y curtido. Conan levantó la mirada, y le saludó cálidamente con el ademán del rostro. Melias había servido con Conan, años antes, en la frontera picta. Tenía los ojos más agudos que el halcón, y sus pies calzados con mocasines se movían por entre los arbustos secos con el sigilo de una serpiente.

—¿Quién es el que entra en aquel campamento, anciano? —le preguntó Conan, señalando con la cabeza el campamento realista.

El explorador observó fijamente a la partida que estaba avanzando por la vía central del campamento. Al fin, dijo:

—Un oficial de alto rango, por lo menos un comandante de campo, a juzgar por el tamaño de su escolta. Y, por sus blasones, debe de tratarse de un aristócrata.

Conan mandó a su paje a buscar a Dexitheus, que tenía como afición el descifrar símbolos heráldicos. Cuando el explorador le hubo descrito la insignia bordada en la sobrepelliz del recién llegado, el sacerdote-médico se frotó lentamente la nariz con el dedo, como para estimularse la memoria.

—Yo creo —dijo por fin— que ése es el escudo de armas del Conde de Thune.

Conan se encogió de hombros, irritado.

—Su nombre no me es desconocido, pero estoy seguro de no haberme encontrado nunca con ese sujeto. ¿Qué sabes de él?

Dexitheus reflexionó.

—Thune es un condado oriental de Aquilonia. Pero no conozco al detentador actual del título. Recuerdo que hubo un rumor, quizás hace un año, sobre un escándalo relacionado con su toma de posesión; pero soy incapaz de recordar más detalles.

Tras regresar al campamento rebelde, Conan buscó a los demás caudillos para preguntarles si sabían algo del recién llegado. Pero poco pudieron decirle acerca del Conde de Thune aparte de lo que él mismo ya sabía; solamente que había servido a título de oficial en las pacíficas provincias orientales, y, por lo que ellos sabían, no se había destacado ni por su excepcional bravura ni por haber mancillado su nombre con su cobardía.

A media tarde, Melias informó de que las tropas de la Legión Fronteriza se habían alineado para pasar revista, y que se estaban dando a leer en voz alta documentos adornados con impresionantes sellos y cintas. Próspero y su asistente abandonaron el campamento y, ocultándose en el follaje del margen del río, escucharon lo que se decía. Como un sargento realista iba repitiendo cada una de las frases de la proclamación con voz estentórea, que llegaba al otro lado del río, los asombrados rebeldes se enteraron de que su adversario se había dado muerte, y de que Ascalante, Conde de Thune, había sido designado en su lugar como comandante de la Legión Fronteriza. Se apresuraron a comunicar la sorprendente noticia a los jefes rebeldes restantes.

—¿Procas se ha suicidado? —masculló Conan con enojo—. ¡No, por Crom! Ese viejo, aunque yo lo tuviese por enemigo, era un soldado de pies a cabeza, y el mejor oficial de toda Aquilonia. Los hombres como Procas venden cara su vida, ¡no se matan a sí mismos! Huelo en esto el hedor de la traición; ¿qué decís los demás?

—Por lo que a mí respecta —murmuró Dexitheus, haciendo pasar las cuentas de su collar de plegarias—, veo en esto la astuta mano de Thulandra Thuu, que desde hace mucho tiempo ha abrigado odio contra nuestro general.

—¿Ninguno de vosotros sabe nada más de este conde Ascalante? —preguntó Conan—. ¿Sabrá conducir las tropas en la batalla? ¿Está curtido en el combate, o es uno de tantos perfumados parásitos que rodean a Numedides? —Cuando los otros negaron con la cabeza, Conan añadió—: Bien, enviad a vuestros sargentos a preguntar entre los soldados y, si alguno ha servido a las órdenes del conde, que nos diga qué clase de oficial era.

—¿Crees —le preguntó Próspero— que este nuevo comandante de la Legión Fronteriza podría servir involuntariamente a nuestra causa?

Conan se encogió de hombros.

—Quizá; y quizá no. Ya veremos. Si la maniobra de diversión que nos prometió Trocero se lleva a cabo...

El conde Trocero sonrió con secreta sonrisa.

A la mañana siguiente, los caudillos rebeldes, reunidos en el otero, miraron al otro lado del río con sombría fascinación. Mientras la Legión Fronteriza aguardaba en formación de parada, una pequeña partida de hombres a caballo atravesó el campamento sin prisas y desapareció por el camino de Culario. Entre ellos, un par de caballos negros, guiados por el auriga del general Procas, tiraban ruidosamente del carro del general a paso lento y solemne. El vehículo llevaba un gran baúl o ataúd de madera en la parte de atrás.

Conan gruñó:

—Ésta es la última vez que vemos al viejo Amulius. Si él hubiera sido rey de Aquilonia, ahora las cosas serían de otro modo.

Pocas noches más tarde, cuando una densa niebla cubría las aguas del Alimane, un nadador vestido de negro, a quien el conde Trocero había enviado pocos días antes al otro lado del río, regresó. Traía de nuevo una carta, bordada dentro de un sobre de seda bien aceitada.

Aquella misma noche, la Bandera del León se alzó frente al plateado esplendor de la vigilante Luna.

Capítulo 8

Espadas cruzando el Alimane

Los enemigos del conde Trocero habían estado haciendo su trabajo durante varios meses, y lo habían hecho bien. En la plaza del mercado y en la posada del camino, en el pueblo y en la aldea, en la ciudad y en la villa, el susurro se propagó por toda la provincia de Poitain: «¡Viene el Libertador!».

Tal era el título otorgado a Conan por los partisanos del conde Trocero, hombres que recordaban temibles relatos de años pasados acerca del gigante cimmerio. Habían oído cómo Conan había asestado estocadas y mandobles en las plateadas aguas del río Trueno para quebrantar la voluntad de los salvajes pictos, para evitar que éstos atacasen por millares la frontera con la intención de saquear, y matar, y devastar las Marcas Bosonias. Los poitanios que conocían estas historias contemplaban ahora la indomable figura de Conan con la esperanza de que les librara de las garras del sanguinario tirano.

Durante semanas, los arqueros, caballeros y hombres de armas se habían ido infiltrando en el sur, cada vez más hacia el sur, hacia el Alimane. En los pueblos, los hombres hablaban en murmullos frente a sus jarras de cerveza, juntando las peludas cabezas, de la invasión por venir.

Ahora, por fin, el Libertador se acercaba. Faltaba poco para el momento de liberar Poitain y, a su tiempo, toda Aquilonia, postrada en aquel momento bajo la pesada bota del loco Numedides. La orden esperada con tantas ansias había llegado en un sobre de seda aceitado, estampado con el sello de su amado conde. Y estaban prestos.

Aterido por la fría y brumosa noche, un joven de Gunderland estornudó, al tiempo que golpeaba el suelo con la bota y sacudía los hombros. Hacer la guardia, aun con el mejor de los climas, era una labor tediosa. Pero en una noche húmeda, en que hacía mucho frío, podía rozar lo insufrible.

Si, por lo menos, no se hubiera dejado cazar como un estúpido mandándole besos a la amante del capitán —pensaba sombríamente el gunderio—, tal vez habría podido estar divirtiéndose en aquellos momentos, al alegre calor de la juerga que los sargentos se corrían con sus camaradas más afortunados. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad había de guardar la puerta principal de los barracones de Culario en una noche como aquélla? ¿Acaso el comandante creía que un ejército había de atacar inesperadamente el campamento desde Koth, o Nemedia, o incluso desde la lejana Vanaheim?

Se dijo, apenado, que si hubiera gozado de la fortuna de un terrateniente, y de sangre noble, ya habría llegado a oficial, y habría estado fanfarroneando en el baile de los oficiales, vestido de raso y de acero sobredorado. Tanto se ensimismó con sus sueños que no oyó un débil rumor de pies que avanzaba a sus espaldas por el empedrado. No se dio cuenta de nada hasta que una correa de cuero le rodeó el cuello, apretó con fuerza y lo estranguló.

En el baile de los oficiales reinaba la alegría. Las arañas de luces brillaban con la luz de mil velas, que centelleaba y refulgía en las plateadas copas. Espléndidos en sus uniformes de parada, los oficiales jóvenes competían por los favores de las bellas del lugar, que mariposeaban, bonitas, y se contoneaban al oír los melosos susurros de sus compañeros, mientras sus madres las contemplaban con indulgencia desde las sillas doradas dispuestas a lo largo de la pared.

La fiesta se hallaba en su mejor momento. El gobernador real, Conradín, había hecho su necesaria aparición para declarar abiertos los festejos, y hacía rato que se había marchado en su carruaje. El anciano capitán Armandius, comandante de la guarnición de Culario, bostezaba y se dormía delante de una copa llena de la mejor cosecha de dicha ciudad. Sentado en su silla de terciopelo rojo, observaba con amargura a los bailarines, y pensaba que todas aquellas cabriolas, reverencias y giros valían tan sólo como pasatiempo para niños. Pensó que, si aguardaba otra hora, no parecería grosero por su parte el abandonar la fiesta. Recordó una vez más a su amante zingaria de ojos negros que, sin duda, le estaría aguardando con impaciencia. Sonrió adormilado, pensando en sus suaves labios y en otras de sus gracias. Y entonces, se durmió.

Fue un siervo el que primero olió el humo y abrió la puerta principal, y vio un montón de madera de arbusto en llamas apilada delante de las casernas de los oficiales. Dio la alarma a gritos.

Al cabo de unos instantes, los oficiales del rey se apretujaron en torno al edificio incendiado, como las abejas que tienen que abandonar su colmena a causa del humo producido por los muchachos que quieren su miel. Los hombres y sus damas, furiosos o aturdidos, encontraron el patio ya atestado, abarrotado de hombres callados y sombríos, con una mirada torva en sus rostros gastados por el trabajo, y acero desnudo en las manos curtidas por el sol.

Ay, de los oficiales; éstos sólo llevaban dagas, más bellas que útiles, y poco pudieron hacer contra los bien armados rebeldes. Al cabo de una hora, Culario fue libre; y la bandera del Conde de Poitain, con sus leopardos carmesíes, ondeó al lado de un nuevo y extraño estandarte, que exhibía el blasón de un león dorado sobre campo negro.

En una habitación privada del mesón más afamado de Culario, el gobernador real hacía apuestas con su camarada, el asesor tributario aquilonio para la región meridional. Ambos estaban concentrados en sus cubiletes, y las continuas pérdidas tenían malhumorado e irritable al gobernador. Con todo, habiendo escapado del baile de los oficiales, Conradín prefería demorarse en volver a casa, sabedor de que su esposa le prepararía una desagradable bienvenida. La presencia del centinela destinado a la puerta le había enojado tanto que, bruscamente, había ordenado al soldado que saliese afuera del mesón.

—Dejadme tener algo de intimidad —había refunfuñado.

—Especialmente ahora que pierdes, ¿eh? —le dijo burlonamente el asesor.

Supuso que el centinela no tendría que sufrir durante mucho rato la fría y húmeda niebla, pues la bolsa de Conradín estaba casi vacía.

Prosiguieron con su juego, tan absorbidos por la danza de los dados de marfil y las caprichosas variaciones de la fortuna que ninguno de los dos jugadores oyó un golpe sordo, ni el sonido de un cuerpo que se desplomaba al otro lado del pesado portón de madera.

Al cabo de un instante, varias botas abrieron a patadas la puerta del mesón; una turba de rústicos de ojos fieros, armados con cachiporras, rastrillos y guadañas, así como con armas más convencionales, irrumpieron en la sala y arrastraron a los jugadores hasta el patíbulo que acababan de construir en el centro de la plaza del mercado.

Los hombres de la Legión Fronteriza tuvieron la primera noticia de que se incubaba una insurrección en la provincia cuando un oficial de la guardia, que hacía entre bostezos su ronda en torno al campamento para asegurarse de que todos los centinelas estuvieran alerta y en sus puestos, sorprendió a uno de ellos durmiendo a la sombra de un carromato.

Con un juramento, el capitán le dio una patada en las costillas al remolón. Al ver que no lograba despertarle, se agachó para examinarlo. Sintiendo humedad en los dedos, apartó la mano; y observó con incredulidad la mancha oscura que le había quedado en ésta, y el profundo corte que dividía en dos la garganta de aquel sujeto. Entonces, se incorporó a medias, y se llenó de aire los pulmones para dar la alarma; una flecha se le clavó justo a tiempo en el corazón.

La niebla se cernía sobre las rizadas aguas del Alimane, y serpenteaba por entre los troncos de los árboles y las tiendas de los hombres dormidos. La niebla se arremolinaba también en los límites del campamento; allí, en los oscuros y sombríos bosques, más abajo de la rodilla sólo se veía purpúrea penumbra. Los espectrales vapores envolvían los troncos de robles centenarios, y entre los anillos de niebla se arrastraba una hueste fantasmal de agazapadas figuras, vestidas con ropajes oscuros, con dagas en la mano y arcos tensados colgando de las espaldas. Aquellas borrosas formas pechaban con la cortina de niebla, iban de tienda en tienda, entraban sigilosamente en éstas y volvían a salir, momentos más tarde, con sangre en las hojas de sus silenciosos cuchillos.

Mientras estos intrusos marchaban furtivamente entre los hombres dormidos, otras oscuras figuras pugnaban con las poderosas aguas del Alimane. Éstos también iban armados.

Ascalante, Conde de Thune, salió de su sueño a causa del grito inarticulado de dolor de un hombre. Una veintena de gritos siguió a aquél, y las trompetas del caos retumbaron en el campamento. Por un instante, el aventurero aquilonio se creyó inmerso en sueños sangrientos. Entonces, se oyeron en la húmeda noche los gritos de hombres enzarzados en mortal combate, los chillidos de los heridos, los gorgoteos de los moribundos, las carreras de muchos pies, el silbido de las flechas y los ecos del acero.

El conde saltó medio desnudo de su catre, profiriendo maldiciones; salió a la entrada de su tienda y contempló una escena de rugiente matanza. Las tiendas incendiadas arrojaban horripilante luz sobre una fantasmagórica escena de indescriptible confusión. Había cuerpos desperdigados y hundidos en el viscoso fango, como juguetes arrojados por las descuidadas manos de un niño. Soldados aquilonios a medio vestir peleaban, frenéticos de desesperación, contra hombres protegidos con cotas de malla y armados con lanzas, espadas y hachas, o que tiraban con arcos largos, a tan poca distancia que todas sus flechas acertaban en el blanco. Los capitanes y sargentos realistas lucharon con heroísmo para hacer formar a sus lanceros, y armar a aquellos que habían salido de sus refugios sin prepararse.

Entonces, una terrible figura apareció ante la tienda donde el Conde de Thune seguía sin moverse, pasmado por el asombro y el horror. Se trataba de Gromel, el robusto bosonio, de cuyos gruesos labios manaba un torrente de maldiciones. Ascalante parpadeó sorprendido al verle. El oficial iba desnudo, salvo por un taparrabos y una cota de malla que le llegaba a las rodillas. La malla estaba rota y cortada por una docena de sitios al menos, y dejaba al descubierto el torso de poderosos músculos de Gromel, que el delicado conde creyó ver rojo de sangre.

—¿Nos atacan a traición? —farfulló Ascalante, agarrándose al ensangrentado brazo con el que Gromel sostenía la espada.

Gromel apartó de sí la mano que le aferraba y escupió sangre.

—Nos han atacado a traición, o sorprendido, o ambas cosas a la vez... ¡por las viscosas entrañas de Nergal! —rugió el bosonio—. La provincia se ha alzado. Han matado a los centinelas; han soltado a nuestros caballos en el bosque. El camino que lleva al norte está bloqueado. Los rebeldes han atravesado el río en secreto, ocultándose en esta maldita niebla. Los campesinos han degollado a la mayoría de centinelas. Estamos atrapados entre dos fuerzas, y no podemos contraatacar.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —susurró Ascalante.

—Huye por tu vida —le espetó Gromel—. O ríndete, como yo pienso hacer. Ven, ayúdame a vendarme estas heridas antes de que me desangre hasta la muerte.

Al principio, oculto por la niebla, Conan había guiado a sus lanceros por el vado de Nogara. Después de que empezara el combate, Trocero, Próspero y Palántides se habían presentado con la caballería. Antes de que la pálida Luna se abriera paso entre las densas nubes, el Conde de Poitain se vio enzarzado en violenta batalla; pues un número suficiente de legionarios se había reunido para hacer un muro con sus escudos, detrás del cual sus largas espadas se erizaban como un gigantesco espino. Trocero capitaneó a sus caballeros armados contra la barrera de escudos y, tras varios intentos infructuosos, la destrozó. Entonces, comenzó la matanza.

El campo numidediano había sido improvisado a lo largo de la orilla del Alimane, y tenía el bosque a sus espaldas. Su forma alargada lo hacía difícil de defender. Por norma, los soldados aquilonios construían campamentos de perímetro cuadrado, y lo fortificaban con terraplenes o con empalizadas de madera. Ninguna de aquellas defensas era practicable en el caso presente, y, por ello, el campamento de la Legión Fronteriza era vulnerable. La forma del terreno, así como la completa sorpresa producida por el Ejército de Liberación (pues así dio en llamarse) inclinaron la balanza a favor de los rebeldes, aun cuando los legionarios todavía superaran en número a las fuerzas unidas de Conan y de sus rebeldes poitanios.

Además, los ánimos de la Legión habían declinado, de tal manera que los que habían sido los mejores soldados de Aquilonia acabaron por desmentir su reputación. Ascalante había informado a los oficiales de que su antiguo jefe, Amulius Procas, se había quitado la vida, humillado por su penosa conducta ante la incursión argosea. Los soldados de la Legión apenas si podían dar crédito a aquel bulo. Conocían y amaban a su viejo general, pese a la estricta disciplina que Procas había impuesto y a su carácter adusto.

A los oficiales y soldados, Ascalante les parecía un petimetre y un engolado. Ciertamente, el Conde de Thune tenía alguna experiencia en el ejército, pero sólo en guarniciones, y en fronteras tranquilas. Y además, todo general que aspire a hacerse grande en la dirección de oficiales más veteranos, endurecidos en la batalla, debe enfriar el cálido aliento del rencor en aquellos mismos a quienes manda. Pero las maneras lánguidas y los aires cortesanos del recién llegado no le ayudaron a congraciarse con sus subordinados; y su descontento se transmitía, sin que mediaran palabras, a los soldados de a pie.

El ataque estaba bien planeado. Cuando los campesinos poitanios hubieron derramado la sangre de los centinelas, incendiado las tiendas y sacado los caballos de su improvisada cuadra, los somnolientos soldados, que por fin se apercibieron del peligro, formaron para hacer frente a los atacantes en el límite septentrional del campamento. Pero cuando se vieron atacados también desde el sur por las no esperadas fuerzas de Conan, sus líneas de defensa se deshicieron, y la canción de las espadas devino en clamor de muerte.

No pudieron encontrar al general Ascalante por ninguna parte. Tan pronto como encontró caballo, el cortesano había montado a horcajadas sobre la bestia sin ensillar y, como no tenía espuelas, había azuzado al animal con una rama que arrancó de un árbol cercano. Esquivó a los montaraces poitanios por muy poco, y huyó galopando en la noche.

Un astuto oportunista como Gromel sabría ganarse el favor de los vencedores entregándose con su contingente; pero, para Ascalante, la cuestión era muy otra. Tenía el orgullo de un noble. Además, el conde adivinaba lo que haría Thulandra Thuu cuando tuviera noticia del desastre. El hechicero había esperado que su oficial contuviera a los rebeldes al sur del Alimane, una tarea no muy difícil en circunstancias normales para un comandante con un mínimo de pericia militar. Pero las artes del mago, por la razón que fuera, no habían logrado prever la insurrección de los poitanios, un hecho que habría desalentado incluso a un oficial más veterano que el Conde de Thune. Y ahora el campamento estaba quemado y abrasado, y la derrota era inminente. Así, Ascalante sólo pudo marcharse del lugar y alejarse tanto como pudiera de, por una parte, el astuto caudillo rebelde, y por otra, del moreno y enjuto nigromante de Tarantia.

En la noche sin luna, el Conde de Thune cabalgó por entre los altos árboles, y el alba lo halló a nueve leguas al este del lugar donde se había producido el desastre. Espoleado por la imagen de la inconmensurable ira de Thulandra Thuu, huyó tan rápidamente como pudo con su exhausta montura. Había sitios en los desiertos orientales donde esperaba que ni siquiera el vengativo hechicero pudiese encontrarle.

Pero, a medida que pasaban las horas, Ascalante fue concibiendo un fiero e inextinguible odio contra Conan el cimmerio, al que culpaba de su derrota y su huida. El Conde de Thune juró con el corazón que algún día habría de pagar a Conan el Libertador con la misma moneda.

Hacia el alba, Conan anduvo de un extremo a otro del arruinado campamento de la Legión Fronteriza, recibiendo información de sus capitanes. Cientos de legionarios yacían muertos, o agonizantes, y cientos mas se habían refugiado en el bosque, de donde les estaban expulsando los partisanos de Trocero. Pero todo un regimiento de soldados realistas, siete mil hombres, se había pasado a la causa de Conan, convencido por las circunstancias y por un oficial bosonio llamado Gromel. La rendición de aquellos hombres —poitanios y bosonios, junto con algunos gunderios y unos pocos aquilonios de otras procedencias— complació en grado sumo al cimmerio; pues los profesionales veteranos y bien entrenados habían de reforzar su poder de combate y dar alas a la resolución de su abigarrada hueste de seguidores.

Conan, agudo juez de hombres, sospechaba que Gromel, a quien había conocido brevemente en la frontera picta, era un luchador formidable y un astuto oportunista; pero el oportunismo puede perdonarse cuando es útil. Y así, felicitó al robusto capitán por su cambio de parecer, y le nombró oficial del Ejército de Liberación.

En un momento en el que escuadrones de hombres fatigados trabajaban despojando a los muertos de armas utilizables, y apilando los cuerpos en una pira fúnebre, se presentó Próspero. Su armadura, manchada de sangre seca, tenía color rubicundo a la rosada luz de la aurora, y él parecía estar de inusitado buen humor.

—¿Qué noticias traes? —le preguntó Conan ásperamente.

—Todas buenas, general —dijo el otro, sonriendo—. Hemos capturado todos sus bagajes, con provisiones y armas suficientes para una fuerza que nos doblara en número.

—¡Buen trabajo! —dijo Conan con un gruñido—, ¿Qué hay de los caballos del enemigo?

—Los montaraces han acorralado a las bestias que antes habían soltado, así que volvemos a tener monturas. Y hemos tomado a varios cientos de prisioneros, que arrojaron las armas en cuanto vieron que su causa estaba perdida. Palántides querría saber lo que tenemos que hacer con ellos.

—Ofréceles el alistamiento en nuestras fuerzas. Si rehúsan, que vayan adonde quieran. Desarmados, no podrán hacernos daño —dijo Conan con indiferencia—. Si vencemos en esta guerra, tendremos que contar con tanta buena voluntad como podamos. Dile a Palántides que permita a cada uno hacer lo que quiera.

—Muy bien, general; ¿qué más ordenas? —preguntó Próspero.

—Por la mañana cabalgaremos hacia Culario. Los partisanos de Trocero nos informan de que no queda un solo realista en armas entre nosotros y la ciudad, y ésta nos aguarda para darnos la bienvenida.

—Entonces, nos espera una marcha fácil hasta Tarantia —dijo Próspero, sonriendo.

—Quizá sí, quizás no —le respondió Conan, entrecerrando los ojos—. Pasarán días antes de que las noticias de la derrota realista lleguen a Bosonia y a Gunderland, y las guarniciones de esas regiones vengan al sur a interceptarnos. Pero acabarán por llegar.

—Sí. Apuesto a que los comandará el conde Ulric de Raman —dijo Próspero. Entonces, al ver que Trocero se acercaba a sus colegas oficiales, añadió—: ¿Qué opináis vos, mi señor conde?

—Vendrá Ulric, no tengo ninguna duda —dijo Trocero—. Es una lástima que no pudiéramos reunimos con los barones del norte. Le habrían retenido durante algún tiempo.

Conan se encogió de hombros.

—Prepara a los hombres para que partan al mediodía. Voy a ver a los prisioneros de Palántides.

Poco más tarde, Conan recorrió la hilera de soldados realistas desarmados, deteniéndose aquí y allá para hacer una severa pregunta.

—¿Quieres servir en el Ejército de Liberación? ¿Por qué?

En el curso de la inspección, su ojo se fijó en que la luz del Sol matinal se reflejaba sobre el velludo pecho de un desharrapado prisionero. Al mirarlo más de cerca, vio que el centelleo procedía de un pequeño semicírculo de obsidiana, colgado de una cadenilla en torno al robusto cuello del hombre. Por un instante, Conan lo observó, tratando de recordar dónde había visto antes aquella baratija. Tomando aquel objeto entre el pulgar y el índice, le preguntó al soldado, rezongando por lo bajo:

—¿De dónde has sacado esta chuchería?

—Si os place saberlo, general, la cogí de la tienda del general Procas a la mañana siguiente de que el general fuera... después de que muriera. Creí que me valdría como amuleto para tener suerte.

Conan le observó por entre sus párpados entrecerrados.

—No cabe duda de que no le trajo suerte al general Procas. Dámelo.

El soldado se apresuró a quitarse el ornamento y, temblando, lo entregó a Conan. En aquel momento se acercó Trocero, y Conan, sosteniendo aquel objeto ante sus ojos, murmuró:

—Ya sé dónde he visto esto antes. La bailarina Alcina lo llevaba en el cuello.

Trocero enarcó las cejas.

—¡Aja! Entonces, eso explica...

—Luego —dijo Conan. E, indicándole su conformidad al cautivo con un asentimiento, prosiguió con la inspección.

Cuando las saetas del sol matinal inflamaron las nubes que se habían demorado en el cielo de oriente, el convoy de bagajes de Conan y su retaguardia atravesaron torpemente el Alimane; y poco después, el Ejército de Liberación inició su marcha por Poitain, hacia Culario, para ir desde allí hasta Tarantia la Grande y el palacio de sus reyes. Pisar el suelo de Aquilonia, tras haber pasado tantos meses escalando riscos en una tierra solitaria y hostil, había levantado el ánimo de los guerreros rebeldes. Aunque fatigados tras una noche de matanza, cantaban a gritos una canción de marcha y avanzaban hacia el norte entre los altísimos robles poitanios.

Algo más adelante, más veloz que el viento, corría la alegre noticia: ¡Ha llegado el Libertador! Voló desde las granjas y aldeas hasta las villas y ciudades; al principio como mero susurro, pero luego se creció en su avance hasta convertirse en un poderoso grito, un grito que atemoriza a los monarcas, pues presagia la caída de un trono o el fin de una dinastía.

Conan y sus oficiales, que iban en vanguardia montados en buenos caballos, estaban exultantes. Parecía que fueran a avanzar por los dominios del conde Trocero con la celeridad del águila. Las fuerzas realistas más cercanas, que no tenían noticia de su llegada, se encontraban a varios cientos de leguas de allí. Y como Amulius Procas reposaba en su tumba, no debían temer a ningún enemigo hasta que alcanzaran las mismas puertas de la bella Tarantia. Una vez allí, encontrarían los portalones de la ciudad cerrados y atrancados; esto lo sabían. Y los Dragones Negros, la guardia de la casa del monarca, habrían tomado las armas para defender a su rey y su capital. Pero, como les seguía un pueblo y les aguardaba un trono, destrozarían todas las defensas y pisotearían a todos los enemigos.

En esto, los rebeldes andaban equivocados. Les quedaba un enemigo de quien apenas si sabían nada. Se trataba del hechicero Thulandra Thuu.

En su capilla de tapices purpúreos, iluminado por las velas de sebo de cadáver, Thulandra Thuu meditaba, sentado en su trono negro. Miró fijamente el espejo de obsidiana, tratando, con la mera fuerza de su resolución, de arrancar del opaco cristal fulgurantes visiones de personas y sucesos lejanos. Al fin, con un leve suspiro, se arrellanó en su trono y dio reposo a sus fatigados ojos. Entonces, frunciendo el ceño, observó de nuevo la hoja de pergamino en la que, con su flaca mano, había inscrito los aspectos astrológicos que juzgaba favorables a la comunicación con aquel medio esotérico. Miraba la clepsidra de cristal dorado, y no hallaba error alguno en el día ni en la hora que explicara su fracaso. Fuera cual fuese la causa, Alcina no lograba comunicarse con él en los momentos previstos, y había ocurrido lo mismo durante varios días.

Un golpe en la puerta le distrajo de sus melancólicas meditaciones.

—¡Entra! —dijo Thulandra Thuu con los labios lívidos de frustración.

Los tapices se apartaron, y Hsiao apareció en el umbral de mármol. Inclinándose, el khitanio dijo con su voz vibrante:

—Señor, la dama Alcina querría hablar con vos.

—¡Alcina! —La voz chillona con la que respondió el sacerdote delató su agitación—. ¡Que pase ahora mismo!

Los tapices volvieron silenciosamente a su lugar para luego abrirse de nuevo. Alcina entró con pasos vacilantes. Su atuendo de paje, desgarrado y roto, había quedado gris a causa del polvo, y estaba manchado de barro que se había secado al sol. Su cabello negro se le había enredado en torno a la cara, llena de mugre y de aprensión. Andaba arrastrando los fatigados pies, apenas capaces de sostener su cuerpo vacilante. La bella muchacha, que había partido tan bien compuesta para Messantia, parecía ahora una mujer fatigada en el invierno de sus años.

—¡Alcina! —gritó el brujo—. ¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí?

Con un susurro apenas audible, ella replicó:

—Mi señor, ¿puedo sentarme? Estoy exhausta.

—Siéntate, pues.

Cuando Alcina se derrumbó sobre un banco de mármol, y cerró los ojos, la sibilante voz de Thulandra Thuu resonó por toda la cámara.

—¡Hsiao! Trae vino para la dama Alcina. Ahora, mi buena moza, relátame todo lo que te ha sucedido. La muchacha tomó aliento con un gimoteo.

—He pasado ocho días en el camino, deteniéndome apenas para echar alguna cabezada y comer un bocado.

—¡Vaya! ¿Y por qué?

—Vine a decir... a decirte a ti... que Amulius Procas ha muerto...

—¡Bien! —dijo Thulandra Thuu, y destellos de luz danzaron sobre sus ojos de grueso párpado.

—¡... pero Conan todavía vive!

Ante tan sorprendente información, el hechicero, por segunda vez en un día, perdió la compostura.

—¡Por Set y Kali! —gritó—. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¡Dímelo, muchacha; dímelo!

Antes de responder, Alcina bebió un trago de la copa de vino azafranado que Hsiao le había traído. Entonces le contó con titubeos sus aventuras en el campamento de la Legión Fronteriza: cómo había apuñalado a Procas, cómo había descubierto que Conan aún vivía; y cómo había escapado de la guardia.

—Y así —concluyó—, temiendo que no sabríais nada de la milagrosa supervivencia del bárbaro, juzgué que era mi deber informaros con la máxima rapidez.

Juntando las cejas en un ceño feroz, el hechicero contempló a Alcina con hipnótica mirada. Entonces, ronroneó con la controlada rabia de un felino encolerizado.

—En vez de emprender este fatigoso viaje, ¿por qué no te alejaste a una distancia prudente del campamento de la Legión, y trataste de comunicarte conmigo a la hora apropiada con tu fragmento del espejo?

—No pude, mi señor —Alcina se frotaba las manos nerviosamente.

—¿Por qué no? —De repente, la voz de Thulandra Thuu la atravesó como un puñal—. ¿Es que has perdido la tabla de las posiciones de los planetas que te proporcioné?

—No, mi señor; ocurrió algo aún peor. ¡Perdí mi fragmento del espejo... perdí mi talismán!

Arrugando los labios como para gruñir, Thulandra profirió un silbido de ofidio.

—¡Por los demonios de Nergal! —gritó—. ¡Pequeña imbécil! ¿Qué demonio de la dejadez te poseyó? ¿Es que estás loca? ¿O más bien entregaste tu necio corazón a algún patán lujurioso, como una gata en celo? ¡Te voy a castigar por esto con castigos que los hombres mortales no conocen! ¡No sólo voy a flagelarte el cuerpo, sino que también te desollaré el alma! ¡Revivirás los dolores de todas tus vidas previas, desde la primera gota de cieno protoplásmico hasta el gusano, hasta el pez, hasta el simio! Me suplicarás que te dé muerte, pero...

—¡Te lo ruego, mi señor, escúchame! —gritó Alcina, cayendo de rodillas—. Tú sabes que la lujuria de los hombres no significa nada para mí, a menos que la emplee a tu servicio.

Llorando, le contó cómo había luchado a muerte en la oscuridad con Amulius Procas, y cómo había descubierto más tarde que ya no tenía el talismán.

Thulandra Thuu se mordió el labio para dominar su creciente ira.

—Ya veo —dijo por fin—. Pero, cuando uno quiere alcanzar grandes trofeos, no puede permitirse errores. Si hubieras clavado la daga con tino, Procas no habría vivido para agarrar tu amuleto.

—Yo no sabía que vistiera cota de malla debajo de la túnica. ¿No podríais cortar otro fragmento del espejo?

—Sí podría, pero el encantamiento del fragmento para que transmita mensajes a distancia es un proceso tan largo que la guerra terminaría antes de que lo hubiera completado. —Thulandra Thuu se acarició el afilado mentón—. ¿Estás segura de la muerte de Procas?

—Sí. Le tomé el pulso, y busqué el latido de su corazón.

—Bien. ¡Pero no hiciste lo mismo con el cimmerio! Ése fue el error más grande.

Alcina hizo un gesto de desesperación.

—Le serví veneno en cantidad suficiente para matar a dos hombres ordinarios; pero, entre su gran corpulencia y la inhumana vitalidad que le impulsa...

Se dejó caer abyectamente a los pies de su amo, y su voz se fue apagando.

Thulandra Thuu se puso en pie; y, alzándose sobre la temblorosa muchacha, señaló al cielo con un dedo huesudo.

—Padre Set, ¿es que ninguno de mis siervos puede llevar a cabo la misión más sencilla? —Entonces, volviéndose hacia la encogida muchacha, añadió—: Pequeña idiota, ¿acaso le darías a un dogo la misma ración que a un perrito faldero?

—Señor, no me avisasteis, y, ¿cómo iba a saber yo cuántos granos de veneno de loto hacían falta para un gigante? —Alcina levantó la voz, y habló con furia—: Os estáis cómodamente sentado en vuestro palacio mientras esta pobre sierva cabalga por el campo con buen y mal tiempo, y arriesga el pellejo por vuestras imposibles misiones. ¡Y no podéis ofrecerle ni una sola palabra amable!

Thulandra Thuu abrió los brazos, y volvió las palmas hacia arriba en un gesto de perdón.

—Vamos, vamos, mi querida Alcina, no hablemos mal el uno del otro. Cuando los aliados disienten, el enemigo les derrota sin necesidad de comparecer. Si alguna otra vez te pido que envenenes a un enemigo mío, mandaré contigo a un asistente capaz de calcular la dosis. —Se sentó, con aviesa y amarga sonrisa—. En verdad, los dioses deben de estar riendo como diablos ante esta ironía. Después de enviar a Amulius Procas al mundo infernal que le haya impuesto el Hado, querría con todo corazón que ese viejo rufián volviera a la vida; pues en nadie, salvo en él, habría podido confiar para que derrotara al bárbaro y a sus rebeldes.

»Creí que Ascalante y Gromel podrían desbaratar ellos solos los esfuerzos de los rebeldes por cruzar al Alimane; y podrían hacerlo, de no hallarse Conan al mando. Ahora, habrá que encontrar un general más capaz para la Legión Fronteriza. Tendré que pensar en ello. El conde Ulric de Raman tiene al Ejército del Norte en Gunderland, vigilando a los cimmerios. Es un comandante hábil; mas la Luna habrá completado su ciclo antes de que reciba la orden y atraviese Aquilonia. El príncipe Numítor está más cerca de la frontera picta, pero...

El prudente golpe que Hsiao dio a la puerta resonó como una campanilla de bronce. Al entrar, dijo:

—Un despacho traído de Messantia por una paloma mensajera, mi señor, que Vibius Latro acaba de recibir.

Inclinándose, entregó el pequeño pergamino al brujo.

Thulandra Thuu se levantó y acercó el pergamino a una de las grandes velas, y apretó los labios hasta que sólo se vio de ellos una fina línea en su rostro moreno. Al fin, dijo:

—Pues bien, mi señora Alcina, parece que los dioses de mi lejana isla no se preocupan por su hijo favorito.

—¿Qué ha sucedido ahora? —preguntó Alcina, al tiempo que se ponía en pie.

—Según dice Fadius, el príncipe Casio ha mandado un mensaje a su padre, que está en Messantia, desde los montes Rabirios. Parece ser que Conan, que se ha recobrado por completo de una dolencia que le afligió, ha cruzado el Alimane y, con la ayuda de los nobles y campesinos poitanios, ha destruido por completo a la Legión Fronteriza. El capitán primero Gromel y sus hombres han desertado para unirse a los rebeldes; Ascalante debe de haber huido, pues no se le ha hallado a él ni a su cuerpo sin vida.

El brujo arrugó la misiva y miró ferozmente a Alcina; y los ojos que clavaba en ella ardían con una rabia que la muchacha no había visto jamás en unos ojos vivos. Thulandra masculló:

—Muchacha, a veces me tientas con extinguir tu despreciable vida, igual que un hombre apaga una vela encendida. Tengo un hechizo silencioso que convierte a mi enemigo en un insignificante montón de ceniza, sin necesidad de llama ni de humareda...

Alcina se encogió y cruzó los brazos delante del pecho, pero no pudo escapar de la hipnótica mirada del hechicero. Le ardía el cuerpo, como si se lo hubieran lamido las lenguas de fuego que se asoman a la puertecilla abierta de un horno. Las mágicas emanaciones traspasaban su más íntimo ser, y la muchacha cerraba los ojos como para no dejar entrar a las crueles radiaciones. Cuando los volvió a abrir, levantó las manos como para protegerse de un golpe y chilló histéricamente.

En el mismo lugar donde había estado el hechicero, se alzaba ahora una monstruosa serpiente. En su erguida cabeza, que se mecía delante de la de Alcina, unos ojos de pétreas pupilas derramaban rayos maléficos en su alma, mientras un hedor reptilesco le abrasaba la nariz. Las escamosas mandíbulas se abrieron ampliamente, y dejaron a la vista un par de colmillos puntiagudos cual dagas; la gran cabeza se arrojó sobre ella. Arredrándose, la joven parpadeó de nuevo; y, cuando se atrevió a abrir los ojos, se encontró con que tenía delante a Thulandra Thuu.

Con una malévola sonrisa en el alargado rostro, el brujo dijo:

—No temas, muchacha; yo no emboto deliberadamente mis cuchillos mientras aún tengan filo.

Temblando todavía, Alcina se recobró lo bastante para preguntar:

—¿De... de verdad habéis tomado la forma de una serpiente, mi señor, o tal vez me hicisteis ver un simulacro de realidad?

Thulandra Thuu esquivó su pregunta.

—Sólo te he recordado cuál de nosotros es el amo, y quién la aprendiza.

Alcina quiso cambiar de tema. Señalando el arrugado pergamino, le preguntó:

—¿Cómo descubrió Fadius la información dada por el príncipe Casio?

—Milo de Argos anunció una celebración pública, y todos sabían por qué. Se sabe bien a qué bando favorece ese viejo necio. Y todavía algo más: Milo ha expulsado de su reino a ese palurdo de Quesado, y nuestro aspirante a diplomático fue visto por última vez, junto con una escolta de guardias de la casa de Milo, en el camino que lleva a Aquilonia. Tengo que decirle a Vibius Latro que ponga a trabajar a nuestro amigo como recogedor de basuras; no sirve para nada más.

»Y ahora, tal vez nuestro entrometido rey loco dejará los asuntos del Estado en mis manos y se retirará a sus embrutecedores placeres. Tengo que meditar mi próximo movimiento en este juego con el Destino, en el que se juega un reino. Así pues, Alcina, cuentas con mi permiso para irte. Hsiao te procurará alimento, bebida, el baño que tanto necesitas y atavíos femeninos.

El refulgente río de una legua de largo que era el Ejército de Liberación serpenteó entre altozanos coronados de árboles, fue dejando atrás campos y villorrios, y llegó ante las puertas de Culario. Conan, que iba al frente, tiró de las riendas de su semental negro al ver que le abrían la puerta. En las torres de la entrada ondearon banderas con los leopardos carmesíes de Poitain; pero el águila negra, representación heráldica de Aquilonia, no se veía por ninguna parte. Tras los muros de la ciudad, el pueblo se alineaba a ambos lados de la estrecha calle. La ágil inteligencia de Conan receló de la doblez de los hombres civilizados.

Volviéndose hacia Trocero, que cabalgaba a su lado sobre un caballo blanco castrado, Conan murmuró:

—¿Estás seguro de que esto no es una trampa de los realistas?

—¡Ofrezco mi cabeza como prenda! —replicó el conde con apasionamiento—. Conozco bien a mi pueblo.

Conan contempló la escena, y dijo con tono áspero:

—Creo que me conviene no entrar con muchos aires de conquistador. Espera un poco.

Desabrochó la correa del yelmo y se lo quitó, y lo colgó del arzón de su silla de montar. Entonces desmontó armando estrépito con la armadura, y avanzó a pie hacia la puerta, llevando el caballo de la rienda.

Así, Conan el Libertador entró modestamente en Culario, y fue asintiendo gravemente con la cabeza a los ciudadanos que se apiñaban a ambos lados. Pétalos de flores olorosas llovieron sobre él; los aplausos levantaron ecos por la tortuosa calle. Siguiéndole a caballo, Próspero tiró de la manga de Trocero, y le murmuró al oído a su camarada:

—¿No fuimos necios al preguntarnos la otra noche quién había de suceder a Numedides?

El conde Trocero le respondió con una sonrisa maliciosa y se encogió de hombros en su armadura de hierro, al tiempo que alzaba la mano en saludo a sus dedicados y leales súbditos.

En su gabinete, Thulandra Thuu examinaba un mapa, que tenía desplegado sobre un taburete con la ayuda de pesas de metales preciosos que sujetaban sus extremos. Se volvió hacia Alcina, que había descansado ya de su viaje, y estaba resplandeciente en su flotante túnica de satén amarillo, que se ceñía en torno a su hermoso cuerpo y realzaba su negra cabellera.

—Uno de los espías de Latro nos informa de que Conan y su ejército están en Culario, descansando de la batalla y de las marchas forzadas. Acabarán por atacar el norte, remontando el Khorotas hasta Tarantia. —Señaló con una uña larga y bien cortada—. El lugar más apropiado para detenerlos es el Escarpado Imirio, en Poitain, que se halla a la mitad de su camino. La única fuerza lo bastante numerosa que puede llegar a tiempo de cumplir con esa tarea es la Real Guardia Fronteriza de Numítor, que tiene su cuartel en el Fuerte Thandara, en la Marca Occidental de Bosonia.

Alcina observó el mapa, y dijo:

—Entonces, ¿no deberías ordenar al príncipe Numítor que marchara a toda prisa al sudeste con todas sus fuerzas, salvo una pequeña guarnición?

El brujo rió secamente entre dientes.

—Mi buena muchacha, aún te nombraremos generala. Un jinete que llevaba ese mensaje en su bolsa partió antes del alba. —Entonces, Thulandra Thuu midió las distancias con los dedos, moviéndolos como el compás de un delineante—. Pero, como puedes ver, si Conan se pone en marcha dentro de menos de dos días, Numítor no podrá alcanzar antes que él ese escarpado. Tenemos que lograr que se retrase.

—Sí, mi señor, pero ¿cómo?

—No desconozco por completo la magia de los fenómenos atmosféricos, y puedo controlar los espíritus del aire. Trazaré un plan para retrasar a Conan en Culario. Tráeme esos polvos y pociones, muchacha, y probaremos el poder de mi brujería.

Conan se hallaba en las almenas del muro de la ciudad, al lado del alcalde recién elegido de Culario. Habían empezado su paseo con un bello día; pero ahora veían el cielo de color índigo, y una interminable procesión de pesadas nubes grises desfilaba en lo alto.

—Esto no me gusta, señor —dijo el alcalde—. Hemos tenido un verano húmedo, y parece que van a comenzar más aguaceros. Un exceso de lluvia puede ser tan malo para los sembrados como la sequía. ¡Y ya lo tenemos aquí! —acabó diciendo, mientras se secaba una gruesa gota que le había caído sobre la frente.

Cuando los dos hombres bajaron por la escalera de caracol de la torre, un agitado Próspero les salió al encuentro.

—¡General! —gritó—. ¡Has vuelto a escaparte de tu escolta!

—¡Por Crom, a veces me gusta pasear yo solo! —gruñó Conan—. No necesito que me venga cuidando ninguna niñera.

—Ése es el precio del poder, general —le dijo Próspero—. Más que nuestro caudillo, te has convertido en nuestro símbolo y nuestra inspiración. Tenemos que protegerte, igual que protegeríamos nuestra bandera, u otra sagrada reliquia; pues, si el enemigo te diera muerte, habría ganado las tres cuartas partes de su lucha. Te aseguro que espías de Vibius Latro acechan en Culario, aguardando una oportunidad de arrojar veneno a tu vino, o un puñal a tus costillas.

—¡Son alimañas! —rezongó Conan.

—Sí, pero el aguijón de una de esas criaturas te podría matar igual que el de cualquier otro hombre. Así pues, general, no tenemos otro remedio que mimarte como si fueras un príncipe recién nacido. Tendrás que aprender a sobrellevar estas molestas minucias.

Conan suspiró ruidosamente.

—Podría decirse mucho en favor del modo de vida de los aventureros sin hogar, que fue el mío. Volvamos al palacio del gobernador antes de que este chaparrón nos caiga encima.

Conan y Próspero se marcharon a paso rápido por la empedrada calle; el corpulento alcalde perdió el resuello tratando de seguirles. En lo alto, un quebrado rayo de luz violácea hendió el cielo, y el trueno retumbó como el fragor de mil tambores. Empezó a llover con fuerza.

Capítulo 9

El semental de hierro

Mientras Poitain gemía bajo el azote de la más violenta tempestad que recordaran los hombres vivos, sonreía un sol benigno sobre la bella Tarantia. Gozando de su saludable calor en un balcón de palacio, Thulandra Thuu, servido por Alcina y Hsiao, contemplaba las suaves laderas de los campos de la Aquilonia central, donde el trigo veraniego maduraba en lanzas de oro. A la bailarina de nuevo joven y bella, que se había adornado el cabello negro como la noche con joyas centelleantes, y había cubierto su bien conformada figura con una ceñida túnica de satén, le dijo el brujo:

—La rueda del cielo me revela que los espíritus del aire me han servido bien. Mi tormenta no cesa; y, después que remita, los caminos del sur y todos los vados estarán intransitables. Numítor acude a toda prisa desde la Marca Occidental, y yo tengo que ir con él.

Alcina le miró.

—¿Queréis decir que iréis al campo de batalla, mi señor? ¡Por Ishtar! No es lo que soléis hacer. ¿Puedo preguntaros por qué?

—Las fuerzas de los rebeldes superarán en número a las de Numítor; y, aunque avance a marchas forzadas, Ulric de Raman no podrá llegar a Poitain hasta por lo menos quince días más tarde que el príncipe. Además, el príncipe Numítor es un completo estúpido. Ésa es, sin duda, la razón por la que nuestro artero rey ha permitido vivir a su primo después de haber asesinado o exiliado al resto de su familia. No, no puedo confiar en que el príncipe defienda el Escarpado Imirio hasta que llegue el conde Ulric. Necesitará de la ayuda de mis artes arcanas.

El hechicero se volvió hacia su sirviente, el hombre inescrutable, de ojos rasgados, que le había seguido desde tierras de allende los mares.

—Hsiao, dispón mi carro y junta todo lo necesario para nuestro viaje. Partiremos al alba.

Tras hacer una reverencia, el hombre se retiró. Volviéndose hacia Alcina, Thulandra Thuu siguió diciendo:

—Como los espíritus del aire me han servido bien, voy a descubrir lo que los espíritus de la tierra pueden hacer por mi causa. Y tú, mi buena muchacha, te dejo aquí en calidad de lugarteniente.

—¿Yo? No, mi señor; no soy lo bastante hábil para ocupar vuestro lugar.

—Te instruiré. Primero, aprenderás a emplear el Espejo de Ptahmesu para comunicarte conmigo.

—¡Pero no tenemos el talismán que necesitaríamos!

—Yo soy capaz de proyectar imágenes mediante el poder compulsivo de mi mente, aunque tú no puedas. Ven, no hay tiempo que perder.

Hsiao sacó de las cuadras reales el caballo que tiraba del carruaje de su amo. A quien lo hubiese visto de casualidad, el animal le habría parecido un gran semental negro; pero una observación más atenta de su pellejo habría revelado un extraño lustre metálico. La bestia, además, nunca piafaba, ni espantaba a las moscas con la cola. De hecho, ninguna mosca se le acercaba, aunque una miríada de alas zumbara en el establo. El semental siguió inmóvil hasta que Hsiao pronunció una orden, ininteligible para cualquier hombre que hubiera podido oírle; entonces, la criatura le obedeció al instante.

Hsiao llevó al semental negro hasta la cochera y lo hizo entrar en la dependencia donde se hallaba el carro de Thulandra. Cuando una descuidada pezuña golpeó una de las varas del carruaje, un sonido metálico resonó por el callado aire.

El vehículo, un carro de dos ruedas en forma de palco, lacado en color bermejo y ornado con un friso de serpenteantes ofidios de oro, tenía un asiento en la parte de atrás. Un par de postes de madera tallados que se erguían a cada lado del carro sostenían un armazón de madera cubierto con un toldo. Nada ordinario había en éste; tenía bordados extraños símbolos que superaban a la comprensión de quienes los mirasen, a menos que alguno más astuto hubiera discernido las formas de la Luna y de las principales constelaciones del hemisferio meridional.

Hsiao metió todo tipo de pertrechos en un baúl que llevaban debajo del amplio asiento del singular vehículo, y amontonó encima de este cojines de seda en profusión. Y, al tiempo que trabajaba, iba tarareando una quejumbrosa canción de Khitai, plagada de curiosos intervalos de medio semitono.

Conan y Trocero contemplaban la pesada lluvia desde la mansión del gobernador. Al fin, Conan gruñó:

—No sabía que tu país se hallara en el fondo de un mar interior.

El conde negó con la cabeza.

—Nunca, en el medio siglo que llevo de vida, había visto una tormenta de tal magnitud. Nada, salvo la hechicería, puede haberla provocado. ¿Piensas que Thulandra Thuu...?

Conan le dio una palmada en el hombro a su compañero.

—¡Vosotros, los aquilonios, veis magia en cada sombra fugaz! Si tropiezas con el dedo del pie, le darás la culpa a Thulandra Thuu. En mis tratos con brujos, apenas he encontrado a ninguno que fuera tan poderoso como decía ser... ¿Qué sucede, Próspero? —dijo, porque el oficial acababa de entrar precipitadamente.

—Los exploradores han regresado, señor, y dicen que todos los caminos están irremediablemente cortados. Aun los más pequeños arroyos se han convertido en furiosas corrientes. De nada serviría ordenar a la columna que avance; no lograrían alejarse de la ciudad más de una legua.

Conan profirió una maldición.

—Las sospechas que te inspira ese brujo de Tarantia empiezan a tener fundamento, Trocero.

—Y además, tenemos visitas —dijo Próspero—. Los barones del norte, que partieron hacia sus tierras antes de que llegáramos a Culario, han tenido que detenerse a causa de la tempestad y han vuelto aquí.

Una sonrisa iluminó el rostro oscuro y marcado de Conan.

—¡Gracias a Crom, por fin una buena noticia! Hazlos pasar.

Próspero hizo pasar a cinco hombres, vestidos con ropa de viaje de lana, empapada, de buena calidad, llenos de barro de la cabeza a los pies. Trocero presentó al barón Roaldo de Imirus, cuyas tierras se hallaban en el Poitain septentrional. Este noble curtido, de cabello gris, antiguo oficial del ejército del rey, había guiado a los otros barones y sus escoltas hasta Culario, y los presentó al cimmerio.

Conan juzgó que aquellos aristócratas eran hombres de carácter diverso: uno, robusto, de rostro enrojecido, siempre rebosante de tumultuoso buen humor; otro obeso, y obviamente conocedor de los placeres de la mesa y la bebida; y dos de sombrío ademán y pocas palabras. Aunque fueran gente muy variada, todos prestaban sincero apoyo a la rebelión; pues se habían irritado contra los codiciosos recaudadores de impuestos de Numedides, y su orgullo ancestral se había visto ofendido por las tropas reales, que habían acampado en sus tierras para sustraer un tributo anual a señor y vasallos a la par. Deseaban ávidamente la caída del tirano, y habían acudido con interés al sucesor de Numedides para poder ganarse el favor de su futuro monarca.

Después de que los barones reposaran y se pusieran ropa limpia, Conan y sus amigos escucharon su memorial de agravios y alimentaron sus secretas esperanzas. Conan prometía poco, pero su aire comprensivo dejaba a cada uno con la impresión de que había de ocupar un puesto importante en el nuevo régimen.

—Estad advertidos, señores —dijo Conan—. Ulric, conde de Raman, pasará por vuestras tierras con sus tropas cuando venga al sur para hacer frente a nuestro ejército rebelde.

—¿Y qué tropas debe de comandar ese avejentado conde? —dijo rezongando el barón Roaldo—. Unos andrajosos, sin duda alguna. La frontera cimmeria lleva mucho tiempo en paz, y una fuerza débil se basta para defenderla.

—Al contrario —le respondió el conde de Poitain—. Estoy informado de que el Ejército del Norte es fuerte, y cuenta con veteranos que han participado en muchos enfrentamientos fronterizos. Además, el propio Raman es un gran estratega, y escapó hace muchos años del saqueo de Venárium.

Conan sonrió torvamente. Aún muchacho, había formado parte de la salvaje horda cimmeria que asolara el Fuerte Venárium, pero no mencionó el hecho. En cambio, dijo a los barones norteños:

—No dudo de que Numedides enviará tropas desde la Marca Occidental; y, como están más cerca, llegarán antes. Tendréis que hostigar a esos contingentes del norte para demorarlos, por lo menos hasta que acabemos con los realistas bosonios.

El conde Trocero miró intensamente a los barones.

—¿Podréis poner en pie una fuerza de combate sin que se den cuenta los hombres del rey acampados entre vosotros? El barón Amián de Ronda le dijo:

—Esas langostas humanas aparecen sólo en el tiempo de la siega para arrebatarnos el fruto de nuestro trabajo. Si los dioses quieren, no vendrán hasta dentro de uno o dos meses.

—Pero —arguyó el obeso barón Justin de Armavir— un conflicto como este, si tiene lugar en nuestras tierras, nos arruinará a nosotros y a nuestro pueblo. Tal vez podamos demorar a Ulric, pero sólo hasta que incendie nuestros campos, ponga en fuga a nuestras gentes y cobre venganza en nuestras personas.

—Si el general Conan no logra tomar Tarantia, estaremos igualmente condenados —comentó Roaldo, el de duras facciones—. Los espías del tirano no tardarán en saber que nos hemos unido a la causa rebelde. Más vale que nos arriesguemos por un águila de oro que por una moneda de cobre.

—Dice la verdad —comentó Amián de Ronda—. A menos que derribemos al tirano, habremos de ver cómo el cuello se nos vuelve demasiado largo o demasiado corto, y no importará lo que hagamos. ¡Así pues, corramos el riesgo, y ganémonos nuestra seguridad entre peligros abrumadores!

Al fin, los cinco coincidieron en esto, algunos con entusiasmo, otros entre dudas. Y así, se decidió que, tan pronto como el tiempo mejorase, los barones partirían con gran urgencia hacia el norte, hacia sus baronías, como espigas de trigo arrastradas por la tormenta, para hostigar al Ejército del Norte del conde Ulric cuando tratara de pasar por su propiedad.

Después de que los barones se hubieron retirado a sus alcobas, Próspero le preguntó a Conan:

—¿Crees que llegarán allí a tiempo?

—Es más —añadió Trocero—, ¿crees que se mantendrán fieles a su nueva alianza si Numedides siembra de acero nuestro camino, o si Tarantia resiste nuestro asalto?

Conan se encogió de hombros.

—No soy ningún profeta. Sólo los dioses son capaces de leer en los corazones de los hombres.

El carro del hechicero avanzaba ruidosamente por las calles de Tarantia; Hsiao, con los pies firmes sobre las tablas, llevaba las riendas, y Thulandra Thuu, embozado en una capa, iba sobre el asiento cubierto de cojines. Los ciudadanos que veían acercarse el vehículo apartaban el rostro. Si alguien hubiera intercambiado por casualidad una mirada con el moreno hechicero, le habría hecho notar su presencia, y en cualquier caso no parecía oportuno llamarle la atención. No había nadie que no hubiese oído hablar de sus siniestros experimentos ni de las desapariciones de muchachas.

Los grandes portales de bronce de la Puerta Meridional se abrieron al acercarse el vehículo, y se cerraron después de que saliera. Ya en el camino abierto, el corcel galopó a una velocidad que doblaba la de los caballos corrientes, y el carro traqueteaba y daba saltos, y levantaba una fina nube de polvo. Cada día, dejaban atrás más de cuarenta leguas de blanco camino; y ni el calor, ni la lluvia, ni las tinieblas de la noche apartaron al semental de hierro de la tarea que se le había encomendado. Cuando Hsiao se fatigaba, su amo tomaba las riendas. Durante aquellos descansos, el hombre de piel amarilla devoraba carne fría y aprovechaba un hechizo de sueño reparador. Hsiao no sabía si su dueño cerraba los ojos en algún momento.

Después de seguir durante varios días el margen oriental del Khorotas, el carro de Thulandra Thuu se acercó al gran puente que el rey Vilerus I había hecho construir sobre el río. Allí, el Camino de los Reyes, tras dar un rodeo en torno a dos serpenteantes recodos del río, lo atravesaba, y continuaba en su margen occidental. El puente, edificado sobre seis pilares de piedra que emergían del lecho del río, era de madera, y empezaba y terminaba en sendas empinadas rampas.

Al ver el adornado carro, el recaudador de peajes hizo una profunda reverencia y les permitió pasar; mientras el vehículo subía por la rampa de madera, Thulandra miró en derredor. Cuando divisó una nube de polvo que se alzaba más adelante en el camino, su aviesa sonrisa volvió todavía más siniestra su faz. Si aquello eran las estruendosas pezuñas de la caballería del príncipe Numítor, que agitaban la tierra de los suelos y la arrojaban al aire, sus cuidadosos cálculos de tiempo y distancia habrían resultado correctos. Debían de encontrarse en el lugar donde el Camino Bosonio se cruzaba con la vía de Poitain.

El carro descendió a gran velocidad por la rampa occidental y prosiguió hacia el sur y, al cabo de una hora, Thulandra dio alcance a una columna de jinetes. Al acercarse el pintado carro, un soldado de la retaguardia lo reconoció. Cuando la voz corrió por las filas, los jinetes se apresuraron a apartar a sus caballos, y dejaron el camino franco para el hechicero del rey.

Los caballos retrocedieron y dieron saltos al pasar entre ellos el corcel metálico, y la manada de monturas de refresco, y también las bestias de tiro, se encabritaron y piafaron, y causaron muchos problemas a quienes las guiaban.

El mago halló al príncipe Numítor al frente de la columna, cabalgando sobre un enorme caballo castrado. Al igual que su primo el rey, este príncipe era un hombre de complexión pesada, y tenía vetas rojizas en el cabello y la barba. En todo lo demás, ofrecía un aspecto muy distinto; sus ojos, azules y candidos, embellecían un rostro de amplia frente, bronceado por el sol, que era la viva estampa de la simpatía acomodadiza.

—¡Hola, mago Thulandra! —exclamó Numítor, sorprendido, cuando Hsiao tiró de las riendas de su singular corcel—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Vienes con algún mensaje importante del rey?

—Príncipe Numítor, vas a necesitar mis artes de hechicería para contener la marcha de los rebeldes hacia el norte. El príncipe le miró con perplejidad.

—No me gusta emplear magia en mis guerras; no es digno de hombres luchar así. Pero si mi primo el rey te ha enviado, tendré que aceptarlo.

Un destello de malicia relució en los ojos de grueso párpado del hechicero.

—Hablo en nombre del único gobernante de Aquilonia —dijo—. Y mis órdenes tienen que se obedecidas. Si avanzamos con rapidez, podremos llegar al Escarpado Imirio antes que los rebeldes. ¿Estos dos regimientos de caballería son los únicos que vienen contigo?

—No, más adelante se unirán a nosotros cuatro regimientos de infantería. Aún no han llegado al cruce con el Camino Bosonio.

—Son pocos, aunque de todas formas nos enfrentaremos a una turba de canallas indisciplinados. Si somos capaces de contenerles al pie del escarpado hasta que llegue el conde Ulric, podremos decir que les hemos arrancado los colmillos. Cuando lleguemos a la cumbre del escarpado, querría que destacaras a cinco de tus hombres, cinco experimentados cazadores, para que lleven a cabo cierta tarea.

—¿De qué tarea se trata?

—Ya te lo explicaré más tarde. Baste con decir que necesito a hombres que conozcan los bosques para llevar a cabo el hechizo que tengo en mente.

Al fin, dejó de llover en Culario. Los barones norteños y sus séquitos se marcharon con gran dificultad por el camino embarrado, donde se alzaban vapores de las charcas que se iban secando al sol. Poco más tarde, el Ejército de Liberación partió por la misma vía, de camino hacia el norte, hacia las provincias centrales y hacia la orgullosa Tarantia, que se hallaba en la otra ribera del Khorotas.

Cada vez que se acercaban a una villa o una aldea, nuevos reclutas engrosaban las filas del Ejército de Liberación: caballeros viejos, deseosos de tomar parte en una última y gloriosa refriega; antiguos soldados curtidos en la batalla, que habían servido junto a Conan en la frontera picta; flacos montaraces y cazadores que veían en Conan a un amante de lo salvaje, semejante a ellos mismos; forajidos y exilados, atraídos por la amnistía que se había prometido a quienes lucharan bajo el León Dorado; pequeños propietarios, comerciantes y operarios; leñadores, carboneros, herreros, albañiles, empedradores, tejedores, bataneros, bardos, escribanos; hombres de mirada hosca, ansiosos por correr aventuras con el ejército del Libertador. Tomaron tantas armas de los bagajes, que al final Conan insistió en que todos los reclutas tendrían que acudir armados por lo menos con un hacha de leñador.

Conan y sus oficiales se entregaron a la ardua tarea de convertir a aquellos dedicados voluntarios en algo parecido a una fuerza militar. Dividieron a los hombres en escuadrones y compañías, y escogieron sargentos y capitanes de entre los que tenían experiencia de la guerra. Durante las paradas, estos nuevos oficiales entrenaban a sus hombres, fatigados por el camino, con ejercicios simples; pues Conan les había advertido:

—Si no sigue una práctica constante, cualquier horda de reclutas bisoños se transformará en una masa de fugitivos chillones en cuanto se derrame la primera sangre.

Entre las tierras de labranza del Poitain meridional y el Escarpado Imirio se encontraba el extenso Bosque Brocelio, por el que serpenteaba el camino como un ofidio entre helechos. Cuando los rebeldes se acercaron al bosque, las canciones de los voluntarios poitanios dejaron de oírse. Conan notó que los reclutas iban cayendo cada vez más en un melancólico silencio, e iban mirando con aprensión las elevadas copas de los árboles.

—¿Qué les preocupa? —le preguntó Conan a Trocero cuando, al anochecer, se reunieron en la tienda del comandante—.

Parece que haya serpientes venenosas enroscadas a los árboles.

El conde de grises cabellos sonrió con indulgencia.

—Aquí sólo encontrarás la víbora común de Poitain, y ni siquiera en gran cantidad. Pero el pueblo que habita estas tierras arrastra muchas supersticiones campesinas, y cree que este bosque sirve de refugio a criaturas sobrenaturales que podrían emplear su magia contra ellos. Tales creencias no carecen de aspectos provechosos; preservan un espléndido coto de caza para mis barones y mis amigos.

Conan gruñó.

—Una vez escalemos el escarpado y lleguemos a la Meseta Imiria, encontrarán sin duda un nuevo duende con el que obsesionarse. Nunca había estado en esta parte de Aquilonia, pero calculo que el precipicio debe de hallarse a menos de un día de marcha. ¿Cómo es el paso por el que se llega a la meseta?

—Se trata de una profunda quebrada, en la que el turbulento río Bitaxa, un afluente del Alimane, cae en cascada sobre la pared del barranco. El camino, que va haciendo recodos hasta llegar a la meseta, sube por un reborde rocoso que se halla en uno de los lados de la quebrada. La garganta, que nosotros llamamos Muesca del Gigante, es resbaladiza, abrupta y angosta. ¡Mal lugar para hacer frente a un enemigo que se halle en lo alto del precipicio! Ruégale a tu Crom que los guardias fronterizos de Numítor no lleguen a la Muesca antes que nosotros.

—Crom no presta mucha atención a los rezos de los hombres —comentó Conan—; al menos, eso me dijeron en mi mocedad. Insufla fuerzas en cada uno de los mortales para que haga frente a sus enemigos; y eso es todo lo que se puede pedir razonablemente a los dioses, pues éstos ya tienen sus propios asuntos. Pero no podemos arriesgarnos a que nos ataquen en esa trampa mortal. Mañana, al alba, toma una numerosa partida de exploradores a caballo y ve con ellos a reconocer el escarpado.

Publius entró con pasos torpes; llevaba ambos brazos cargados de libros, y Trocero dejó a Conan para que estudiara el inventario de suministros. El conde buscó por las tiendas de sus jinetes poitanios y escogió entre ellos a cuarenta expertos espadachines para que le acompañaran a la mañana siguiente en el reconocimiento.

La Muesca del Gigante se erguía ante la compañía de Trocero, y sus mellados barrancos ocultaban negros pozos de penumbra al sol del mediodía. El conde y sus exploradores iban montados a caballo y observaban con atención la cumbre, buscando en vano el reflejo de un rayo de sol en alguna armadura. Tampoco vieron el humo de ninguna hoguera de acampada en lo alto del precipicio. Al fin, Trocero dijo:

—Nos meteremos por la espesura y volveremos a encontrarnos en el camino un cuarto de milla más al sur, allí donde un elevado reborde de piedra se yergue sobre el sendero forestal. Vopisco, tú irás por el este con tu mitad del destacamento, y nos reuniremos allí dentro de una hora. Yo iré por el oeste.

El destacamento se dividió, y los jinetes forzaron a sus monturas a avanzar entre el denso follaje que invadía los márgenes del camino. Una vez hubieron superado este obstáculo, apenas si encontraron maleza al pie de los grandes troncos de los robles vírgenes.

Durante algún rato, la partida de Trocero cabalgó en silencio; las pezuñas de sus caballos no hacían ningún ruido al pisar la gruesa alfombra de hojas en putrefacción. De pronto, el montaraz que iba en cabeza levantó una mano, se volvió y murmuró:

—Vienen hombres por delante, señor. Creo que montados a caballo.

La tropa se replegó; los hombres estaban tensos y aprensivos, las monturas inmóviles. Los ojos de Trocero distinguieron un movimiento inquietante entre las sombrías hileras de árboles; sus oídos, un murmullo de voces extrañas.

—¡Espadas! —susurró el conde—. Disponeos a cargar, pero no ataquéis mientras yo no lo ordene. No sabemos si son amigos o enemigos.

Veinte aceros salieron de sus vainas acompañados por un siseo, y los jinetes condujeron a sus caballos a derecha o izquierda hasta formar en línea entre los árboles. Las voces eran cada vez más fuertes, y un grupo de hombres montados apareció entre los rugosos troncos de los robles centenarios. Señalando con la espada en alto, como si ésta hubiera sido un dedo, Trocero dio la orden de ataque.

Zigzagueando entre los árboles, la veintena de poitanios cargó contra los desconocidos. Al cabo de pocos instantes, pudieron verlos bien.

—¡Quietos! —gritó Trocero y, estupefacto, tiró de las riendas de su caballo. El animal se encabritó, al tiempo que movía frenéticamente los ojos y agitaba las patas delanteras en el aire insustancial.

Cinco hombres montados, que no llevaban armadura, pero sí sobrepellices blancas adornadas con el águila negra de Aquilonia, se detuvieron y les miraron. Todos, salvo uno de ellos, llevaban cautivas a unas criaturas mediante crueles cuerdas atadas con fuerza en torno a su cuello. Estos cautivos —tres machos y una hembra— no eran más grandes que niños a medio crecer, y una fina pelambre de color marrón, parecida a la de un cervato, velaba en parte su desnudez. Tenían rostros humanoides de nariz chata y orejas puntiagudas. Cuando sus captores soltaron las correas para desenvainar las espadas, y las criaturas, viéndose libres, se volvieron para huir corriendo, Trocero vio que todas ellas tenían un rabo corto y peludo de color blanco, parecido al de un ciervo.

El capitán de los aquilonios, recobrando la compostura, gritó una orden a sus hombres. Éstos, de inmediato, espolearon a sus monturas y se lanzaron a la carga,

—¡Matadlos! —gritó Trocero.

Los cinco realistas, aferrándose a la cerviz de sus caballos, arremetieron contra los poitanios; la muerte cabalgaba en sus ojos sombríos. Los espadachines rebeldes no habían podido formar una línea de combate sólida, pues estaban dispersos entre los árboles, y los aquilonios trataron de interponerse entre ellos. Su jefe cargó contra Trocero, esgrimiendo la espada como si se hubiera tratado de una lanza. A derecha e izquierda, los hombres del conde, como furias vengadoras, se abalanzaron sobre el enemigo.

Hubo un instante de salvaje confusión, desgarrado por los gritos, e iluminado por la blanca luz del terror que ardía en los ojos de unos hombres impulsados por la furia de la desesperación. Dos soldados se arrojaron sobre un aquilonio, quien, en pleno galope, blandía en alto su espada sobre su cabeza de revueltos cabellos con intención de matar. Uno le clavó su acero en el brazo con el que sujetaba la espada; el otro le asestó un mandoble con todas sus fuerzas, y abrió una larga herida en el flanco de su veloz caballo. Pero el animal, relinchando, siguió adelante, y el aquilonio logró eludirles.

Una espada rebelde logró esquivar un arma que trataba de herir a su dueño, y hundió hasta seis pulgadas de su hoja en un vientre adornado con el emblema del águila negra. El flaco y musculoso capitán aquilonio asestó un mandoble a Trocero, que lo paró ruidosamente, y el murmullo del acero sobre el acero devino en canción de muerte. Al fin, los cinco caballos huyeron, como hojas en un vendaval de otoño, con cuatro de sus jinetes. El quinto estaba tumbado sobre el lecho de hojas putrefactas que cubría el suelo del bosque, y se le iba formando un charco de sangre cada vez más grande en torno a la sobrepelliz blanca.

—¡Gremio! —gritó el conde—. ¡Persíguelos con tu escuadrón! ¡Trata de capturar a uno vivo!

Trocero se volvió hacia el pisoteado lecho de hojas, que retenía un mudo testimonio del furioso encuentro. Observando al hombre que había caído, dijo:

—Sargento, comprueba si el amigo ese todavía vive. Cuando el sargento desmontó, otro hombre dijo:

—Con vuestro permiso, mi señor, ese hombre se empaló en mi espada al chocar conmigo. Estoy seguro de que ha muerto.

—Sí, ha muerto —dijo el sargento después de examinarlo brevemente.

Trocero profirió una maldición.

—¡Le necesitábamos para interrogarle!

—Aquí tenemos a uno de sus cautivos —dijo el sargento, arrodillándose delante de una de las desnudas criaturas que había sido arrojada como un fardo contra un tronco caído.

—Lo debió de tumbar la pezuña de algún caballo, y luego quedó aturdido en medio de la pelea.

A fuerza de pensar, Trocero se mordió el labio inferior.

—Creo que debe de tratarse de uno de esos fabulosos sátiros de los que la gente rústica explica terroríficos cuentos de viejas.

Una mirada de horror supersticioso afloró al rostro del sargento, que apartó las manos con que estaba examinando el cuerpo.

—¿Qué tenemos que hacer con él, señor? —dijo. Se puso en pie y dio un paso hacia atrás.

El sátiro, que tenía las manos atadas con una fina correa, abrió los ojos, vio el hostil círculo de hombres a caballo y se puso en pie. Tembloroso, trató de huir corriendo; pero el sargento agarró la cuerda que llevaba atada en torno al cuello, dio un tirón y le hizo caer de nuevo.

Cuando lo hubieron dominado, Trocero le habló.

—Criatura, ¿sabes hablar?

—Sí —dijo el cautivo en imperfecto aquilonio—. Hablar bien. Hablar mi lengua. Vuestra hablar poco. ¿Vosotros qué hacerme?

—Eso lo decidirá nuestro general —le respondió Trocero.

—¿No cortar gargantas, como otros hombres?

—No tengo ningún interés en cortarte la garganta. ¿Por qué dices que otros quieren hacerlo?

—Otros cogernos para sacrificio mágico. El conde gruñó.

—Ya veo. No debes temer nada semejante de nosotros. Pero tenemos que llevarte al campamento. ¿Tienes algún nombre?

—Yo, Gola —dijo el sátiro con su voz amable.

—Entonces, Gola, irás montado detrás de alguno de mis hombres. ¿Lo has comprendido? El sátiro miró hacia el suelo.

—Yo temer caballo.

—Tendrás que reprimir tu miedo —dijo Trocero, y le hizo una señal a su sargento.

—Arriba —dijo el soldado, al tiempo que levantaba en el aire a la pequeña criatura; y, desatando el lazo que oprimía el cuello de Gola, anudó firmemente la cuerda en torno a la cintura del sátiro, y su otro extremo en torno a la del soldado sobre cuyo caballo lo sentó.

—No correrás ningún peligro —le dijo, riendo. Meciéndose sobre su silla de montar, ordenó que la columna diera media vuelta.

El escuadrón que tenía que perseguir a los realistas llegó al pie de la Muesca del Gigante justo a tiempo para ver que los fugitivos desaparecían por la abrupta cañada. Temiendo una emboscada, los poitanios abandonaron la persecución.

Luego, en la tienda del comandante, Trocero informó de su misión a los caudillos rebeldes reunidos. Conan observó al cautivo, y dijo:

—Parece que esa atadura de las muñecas te aprieta mucho, amigo Gola. No es necesaria.

Desenvainó la daga y se acercó al sátiro, que se acurrucó y chilló, presa de mortal terror:

—¡No cortar garganta! ¡Hombre prometió no cortar garganta!

—¡Cállate ya con tu dichosa garganta! —masculló Conan, y sujetó las muñecas del cautivo con su gigantesca mano—. No voy a hacerte daño.

Cortó la correa y volvió a envainar el puñal, mientras Gola doblaba los dedos y se encogía, a causa del dolor que le causaba la circulación sanguínea al volver a la normalidad.

—Eso está mejor, ¿eh? —dijo Conan, al tiempo que se sentaba delante de una mesa de caballete e invitaba con un gesto al sátiro a que se sentara con él—. ¿Te gusta el vino, Gola?

El sátiro sonrió y asintió; y Conan hizo una señal a su escudero.

—¡General! —exclamó Publius, alzando un dedo para indicar que no se cumpliera la orden—. Ya casi no nos queda vino. Sólo con que se beban algunas jarras, no nos quedará nada más que cerveza.

—No importa —dijo Conan—. Ya volveremos a tener vino. Los nemedios tienen un refrán: «En el vino se halla la verdad», y voy a ver si da resultado.

Publius, Trocero y Próspero intercambiaron miradas. Desde el primer momento en que había visto al sátiro, Conan había demostrado cierta afinidad con aquella criatura subhumana. Parecía que, siendo él mismo un retoño apenas domeñado de las tierras vírgenes, sintiera instintiva simpatía por otro hijo de la naturaleza, que había sido arrastrado fuera de su territorio nativo por unos hombres civilizados cuyos procederes e intereses debían de parecerle enteramente incomprensibles.

Después de que se terminara medio odre de vino, Conan tuvo noticia de que dos regimientos de caballería realista se habían adueñado de la meseta que remataba el Escarpado Imirio. Habían acampado, no en lo alto del precipicio, desde donde habrían podido atacar si los rebeldes hubiesen tratado de subir por los barrancos de la Muesca del Gigante, sino a varios tiros de arco —tal vez a un cuarto de legua— del borde. Y, durante varios días, las partidas de caza realistas habían estado bajando por la Muesca para explorar los bosques circundantes en busca de sátiros. Arrastraban vivos hasta su campamento a cuantos capturaban, y los encerraban, sin desatarlos, en una mazmorra construida sólo para aquel propósito.

—Mi gente alejarse de la Muesca —dijo Gola, tristemente—. No tener flautas preparadas.

Ignorando la extraña afirmación, Conan le preguntó:

—¿Cómo sabes que quieren emplear la sangre de tu gente en sacrificios mágicos?

El sátiro le echó una mirada astuta y esquiva a Conan.

—Nosotros saber. También tener magia. Gran mago arriba de los barrancos.

Conan meditó, al mismo tiempo que miraba fijamente a la criatura.

—Gola, si echamos a esos hombres malos de la meseta no tendréis que temer más abusos. Si nos ayudas, os devolveré vuestros bosques.

—¿Cómo saber yo lo que harán hombres grandes? Hombres grandes matan nuestra gente.

—No, nosotros somos amigos tuyos. Oye, puedes irte cuando quieras.

Conan, abriendo los brazos, señaló la entrada de la tienda.

Un destello de alegría pueril iluminó el rostro del sátiro. Conan aguardó a que aquel destello se desvaneciera, y entonces le dijo:

—Puesto que hemos salvado a algunos de los tuyos del caldero del brujo, también podemos pedirte ayuda. ¿Cómo sería posible encontrarte?

Gola mostró a Conan un huesecillo hueco; colgaba de un trozo de liana que llevaba anudado en torno al cuello.

—Ir al bosque y soplar.

El sátiro se llevó el silbato a los labios, e hinchó los carrillos.

—Yo no oigo nada —dijo Conan.

—No, pero sátiro oír. Quedártelo.

Conan tomó el pequeño silbato en la gran palma de su mano, y lo estudió con la mirada mientras los otros fruncían el ceño, y pensaban que aquel pedazo de hueso era un juguete inútil con el que el sátiro había querido engañar a su general. Entonces, Conan se guardó el silbato en el zurrón, y dijo con seriedad:

—Te lo agradezco, pequeño amigo. —Entonces, llamó a sus escuderos y al centinela más cercano, y les dijo—: Escoltad a Gola hasta los bosques que se encuentran fuera del campamento. No permitáis que nadie le moleste... Cabe la posibilidad de que alguno de nuestros supersticiosos soldados le tome por una encarnación del mal y trate de apuñalarlo. Que te vaya bien.

Cuando el sátiro se hubo marchado, Conan habló a sus camaradas:

—¡Numítor ha acampado algo lejos de la Muesca, y aguarda a que trepemos por sus laderas para dar la señal de ataque! ¿Qué opináis vosotros?

Próspero se encogió de hombros.

—Yo creo que se fía mucho de ese «gran mago»... Se trata del hechicero del rey, estoy seguro. Trocero negó con la cabeza.

—Es más probable que quiera dejarnos el camino libre hasta la cima, para que podamos hacerle frente en términos de igualdad. Ese hombre es un caballero bienintencionado, que cree que en las guerras hay que luchar según las normas de la caballería.

—Debe de saber que le excedemos en número —dijo Publius, perplejo.

—Sí —le respondió Trocero—, pero sus tropas son las mejores de Aquilonia, mientras que en la mitad de nuestra variopinta horda no hay más que mocosos que juegan a la guerra. Él confía en el arrojo y la disciplina de...

El debate fue largo, y no llegaron a ninguna conclusión. Cuando el crepúsculo dio paso a la noche, Conan golpeó la mesa con su copa.

—No podemos pasarnos toda la vida al pie de estos barrancos tratando de imaginar cuáles son los planes de Mumítor. Mañana escalaremos la Muesca del Gigante, dispuestos a entrar en combate.

Capítulo 10

La sangre de los sátiros

El príncipe Numítor andaba nerviosamente por el campamento realista. Las hogueras donde se había cocinado ya se extinguían, y los regimientos de la Real Guardia Fronteriza se iban retirando a sus tiendas para pasar la noche. Salió la luna nueva, y en la inescrutable oscuridad las estrellas avanzaban lentamente hacia el oeste como diamantes prendidos en la capa azul de una bailarina. En el oeste, donde se demoraba la luz del crepúsculo, la huidiza figura de un murciélago que buscaba su sustento parecía una mancha en el horizonte, y, en lo alto, el aleteo de un chotacabras quebró el silencio.

El príncipe traspuso la línea de centinelas y anduvo hasta el borde del escarpado, adonde Thulandra Thuu había llevado todo lo que necesitaba para su magia. El campamento, a sus espaldas, se perdía de vista entre las sombras del bosque. Tenía delante un abruptísimo precipicio. A su izquierda se abría la negra cañada que tenía por nombre Muesca del Gigante.

Aunque los apacibles oídos del príncipe no distinguían sonidos de movimiento alguno en la garganta, había algo en derredor del campamento que le inquietaba; pero, durante largo rato, no entendió cuál era la causa de su intranquilidad.

Tras alejarse a varios tiros de arco de las tiendas, el príncipe Numítor columbró las llamas danzarinas de una pequeña hoguera. Se acercó a ella con presteza. Thulandra Thuu, cubierto con una capa y un embozo negro, parecido a un pájaro de mal agüero, estaba inclinado cerca del fuego; Hsiao, de hinojos, iba alimentándolo con ramillas. Un trípode de metal,

de cuyo ápice colgaba, sujeta con una cadena, una pequeña olla de latón, se cernía sobre el voluble fuego. A un lado, un gran caldero de cobre se agazapaba entre la hierba.

Al acercarse Numítor, el hechicero se alejó de la hoguera y, buscando dentro de una bolsa de cuero, sacó un frasco de cristal. Entonces le quitó el tapón, al tiempo que murmuraba un conjuro en una lengua desconocida y vaciaba su contenido sobre el recipiente que había calentado. Un repentino siseo y una nubécula de humo, teñida con los colores del arco iris, salieron de la olla.

Thulandra Thuu miró al príncipe, dijo un breve «¡Buenas noches, mi señor!», y volvió a buscar algo dentro de su bolsa.

—¡Maestro Thulandra! —dijo Numítor.

—¿Señor? —El hechicero dejó de buscar.

—Has insistido en que el campamento se halle lejos del precipicio; yo me pregunto por qué. Si los rebeldes atacan furtivamente por la Muesca del Gigante, caerán sobre nosotros antes de que los hayamos descubierto. ¿Por qué no acampamos aquí cuando llegue la mañana para que nuestros hombres puedan herir al enemigo desde lo alto con sus saetas?

Los ojos que asomaban bajo la capucha del hechicero estaban velados con purpúrea oscuridad, pero el príncipe supuso que debían de relucir en el fondo de sus hundidas cuencas, como los de las bestias de presa en la noche. Thulandra murmuró:

—Mi señor príncipe, si los demonios que voy a liberar cumplen bien con su tarea, mi hechizo pondría en peligro a los hombres que estuviesen aquí. Comenzaré con los últimos preparativos a medianoche, dentro de menos de tres horas. Hsiao te informará en su momento.

El mago echó más polvos a la olla hirviente, y agitó la líquida mixtura con una delgada vara de plata.

—Ahora te ruego que me disculpes, mi buen señor, pues debo pedirte que retrocedas mientras trazo mi pentáculo.

Hsiao entregó a Thulandra Thuu la vara de madera del mago, bellamente tallada, que le servía como bastón cuando paseaba por el campamento. Mientras su siervo amontonaba más carbón sobre la hoguera moribunda, el hechicero contó pasos hasta cierta distancia del fuego y dibujó en la tierra con el pomo de su bastón. Murmurando algo, trazó un círculo de doce pasos de diámetro, y marcó líneas de un extremo a otro del espacio que había acotado. Siguiendo un rito ancestral, inscribió un símbolo en cada uno de los ángulos del pentáculo. El príncipe no comprendió ni el diagrama ni las letras, pero tampoco sentía ningún deseo de explorar los impíos misterios del brujo.

Entonces, Thulandra Thuu se irguió y se puso detrás de la hoguera, dándole la espalda al precipicio. Empezó con una recitación —un rezo o encantamiento— en un musical idioma extranjero. Luego, mirando al este, repitió su invocación, y, de esta guisa, fue dando toda la vuelta al pentáculo. Numítor vio que las estrellas perdían brillo, y que sombras informes revoloteaban en el claro aire nocturno. Oyó el siniestro trueno que causaban en su movimiento unas invisibles alas. Creyendo que le convenía no presenciar los extraños preparativos del favorito de su primo, regresó al campamento dando algún tropezón. Ordenó a sus capitanes que hicieran levantarse a los hombres una hora antes de la medianoche para que cumplieran con las instrucciones del hechicero. Luego, se marchó para acostarse.

Tres horas más tarde, Hsiao habló con un centinela, que a su vez mandó a otro a que despertara al dormido príncipe. Al ir hacia el barranco donde el brujo preparaba su hechizo mágico, éste se encontró con la columna de soldados que había pedido Thulandra Thuu. Cada uno de ellos llevaba preso y atado a un sátiro. Una docena de peludas criaturas del bosque gemían y sollozaban mientras sus captores los ponían brutalmente en fila.

Hsiao había reavivado el fuego, y la olla de latón, burbujeando alegremente, arrojaba una nube de humo multicolor al cielo cuajado de estrellas. Al oír la seca orden de Thulandra, el primero de los soldados arrastró a su frenético cautivo al caldero de cobre que había sobre la hierba y obligó a la quejumbrosa criatura a meterse en él de cabeza. Mientras la oscuridad palpitaba al ritmo de un tambor inaudible —¿o se trataba del redoble de los temerosos corazones de los soldados?— el hechicero rajó con destreza la garganta del sátiro. En respuesta a una señal, el soldado levantó a la víctima del sacrificio por los tobillos y vació su sangre en el gran recipiente. Luego, obedeciendo un callado mandato, arrojó el pequeño cadáver por el precipicio.

Se hizo una pausa mientras Thulandra añadía más polvos a su siniestra mixtura, y pronunciaba otro conjuro. Al fin, señaló al siguiente hombre de la hilera, quien obligó a su sátiro a avanzar al frente para que le dieran muerte. Los otros soldados iban moviendo nerviosamente los pies. Uno de ellos murmuró:

—¡Esto es más largo que una coronación! Ojalá terminemos pronto y podamos volver al lecho.

El cielo oriental ya clareaba cuando murió el último sátiro. Sólo quedaban cenizas de la hoguera que había calentado la olla de latón. Hsiao, a una orden de su amo, descolgó la olla, que seguía echando vahos, y vació su contenido hirviente en el caldero manchado de sangre. Los soldados que se hallaban más cerca vieron, o creyeron ver, figuras fantasmales que surgían de este último recipiente; pero otros tan sólo distinguieron grandes nubes de vapor. A la engañosa media luz que precede al alba, nadie pudo estar seguro de lo que había visto.

Débilmente, en la lejanía, los que se hallaban en lo alto del barranco oyeron movimiento de hombres. Ninguno de estos decía palabra alguna, pero el tintineo de los arneses y las pisadas de muchos pies gritaban un reto en el silencioso aire matinal.

Thulandra Thuu alzó la voz, estridente a causa de la tensión.

—¡Mi señor! ¡Príncipe Numítor! ¡Ordenad a vuestros hombres que se vayan!

Arrancado a su somnolienta letargia, el príncipe dio la orden:

—¡Todos firmes! ¡Volvemos al campamento!

Creció el estrépito del ejército que se acercaba. El hechicero alzó ambos brazos y murmuró un conjuro. Hsiao le entregó un cucharón, con el que Thulandra tomó algún líquido del caldero y lo derramó en una profunda grieta de la roca. Retrocedió, alzando los brazos en imploración al cielo que ya clareaba, y volvió a gritar en lenguas desconocidas. Entonces, vació una vez más el cucharón en la grieta, y todavía otra vez.

Por el camino de Culario, antes de que el sendero de arena desapareciera bajo un dosel de follaje, el mago alcanzó a ver un par de hombres a caballo. Éstos iban al trote hacia la Muesca del Gigante y, en su camino, estudiaban la pared rocosa y los bosques que había al pie de ésta. Entonces, apareció una tropa entera de caballería; y después de ésta, las líneas de la infantería, desfilando con las armas sobre los hombros.

Thulandra Thuu se apresuró a vaciar más líquido del caldero, y una vez más alzó sus enjutos brazos al cielo.

Conan, que iba al frente de la primera línea de caballería rebelde, se incorporó sobre los estribos para mirar en derredor. Sus exploradores no habían visto realistas ocultos entre el verdor que flanqueaba el camino forestal, ni en la Muesca del Gigante, ni por los imponentes barrancos. La vista de águila del cimmerio inspeccionó la cima, que en aquel momento parecía de color rosado por los sesgados rayos del sol matinal. La aprensión que sentía Conan por las trampas ocultas se agitó en su salvaje alma. Sabía que el príncipe Numítor no era ningún genio; pero incluso un hombre como él se habría preparado para defender la Muesca.

Pero no vio ni traza de grupo alguno de realistas. ¿De verdad iba a permitir Numítor que los rebeldes llegasen a la Meseta Imiria para que no se encontraran en desventaja? Conan sabía que los nobles de aquella tierra profesaban obediencia a las reglas de la caballería; pero en todos sus años de guerra no había visto que ningún general arriesgara una victoria segura por un principio tan abstracto. ¡No, el enemigo tenía la mano más alta; era obvio que se trataba de una trampa! La experiencia que tenía de la hipocresía de los hombres civilizados hacía que el cimmerio se tomara con cinismo los ideales que aquellos proclamaban con tanta elocuencia. Los bárbaros entre los que había crecido eran igualmente traicioneros; pero no trataban de enmascarar sus sanguinarias acciones con sentimientos nobles.

Un explorador informó de un extraño descubrimiento. Al pie del escarpado, a la izquierda de la Muesca del Gigante, había hallado una pila de cadáveres de sátiros, degollados todos ellos. Los cuerpos, destrozados y dispersos, habían caído desde los riscos.

—¡Esto es obra de brujería! —murmuró Trocero—. Apostaría a que el brujo del rey está con Numítor.

Cuando los dos jinetes que iban en cabeza llegaron a la Muesca, espolearon a sus corceles y desaparecieron por un camino paralelo al caudaloso río Bitaxa. No tardaron en aparecer de nuevo en lo alto de un reborde rocoso, e indicaron con gestos que no había nada que temer. Conan volvió a escudriñar la cima. Le pareció atisbar algo que se movía, una simple mancha negra que podría haber sido una ilusión, debida a la luz o a sus ojos fatigados. Volviéndose, hizo señales al cabecilla de la tropa, el capitán Morenus, para que entrara por el fondo de la Muesca.

Conan se detuvo con su caballo al lado del camino, y observó con gran atención. Cuando los jinetes pasaron al trote por su lado, se le levantó el ánimo ante el porte militar que ahora les distinguía, gracias al incesante entrenamiento al que les había sometido. Su caballo, un bayo castrado, parecía inquieto, y piafaba y se volvía hacia uno y otro lado. Conan le acarició la cerviz para calmarlo, pero el bayo seguía intranquilo. Al principio, pensó que el animal debía de estar impaciente por ir con los del resto de la tropa; pero, al ver que el caballo estaba cada vez más agitado, una premonición tomó forma en sus mientes.

Tras echar otra mirada al escarpado, Conan, con el ceño fruncido en su rostro lleno de cicatrices, se cayó de la bestia y dio en el suelo haciendo estrépito con su armadura. Agarrando las riendas, cerró los ojos. Sus sentidos bárbaros, más agudos que los de los hombres criados en la ciudad, no le habían engañado. Sintió un leve temblor a través de las suelas de sus botas. No se trataba de la vibración que produce en el suelo un grupo de jinetes cabalgando al galope; era algo más lenta, más deliberada, tenía más movimiento, como si la tierra hubiera despertado, y bostezara y se desperezara.

Conan no dudó más. Haciendo bocina con ambas manos y llenándose los grandes pulmones, gritó:

—¡Morenus, vuelve! ¡Sal de la Muesca! ¡Todos vosotros, espolead a los caballos! ¡Volved!

Hubo un momento de confusión en la Muesca, porque los soldados se habían ido pasando la orden y estaban intentando que sus caballos se dieran la vuelta en el angosto pasaje. Más arriba, en lo alto del barranco, el hechicero gritó una invocación final, y golpeó las rocas que rodeaban su pentáculo con el bastón de extrañas tallas.

Un retumbo, un fragor profundo que apenas si se podía oír con claridad, surgió de la tierra. Los barrancos retemblaron sobre los caballeros en retirada. Pedazos de basalto negro se desprendieron y cayeron con engañosa lentitud, y luego con más y más rapidez, golpeando los rebordes, rompiéndose, e iban a estrellarse en el fondo de la cañada. Grandes chorros de espuma saltaron del río Bitaxa hacia lo alto, y empequeñecieron la cascada.

Conan recuperó el estribo con alguna dificultad, pues su aterrorizada bestia iba dando saltos en torno a él. Una vez hubo apoyado el pie, subió a la silla profiriendo maldiciones y se volvió para contemplar a la columna de infantería, que seguía avanzando vigorosamente hacia la Muesca.

—¡Retroceded! ¡Retroceded! —rugió, pero nadie pudo oír sus palabras en el sordo y angustioso estruendo del terremoto.

Hizo marchar a su caballo hasta el sendero por el que venía la columna, al tiempo que gesticulaba frenéticamente. Los hombres que iban en cabeza lo comprendieron y se detuvieron; pero los que seguían detrás no cesaron en su avance, y no tardó en reinar el desorden.

En la Muesca, las rocas retemblaron, se tambalearon y se desplomaron. Con el rugido de un dios furioso, millones de toneladas de roca cayeron a la cañada. De tal manera temblaba y daba sacudidas la tierra bajo los pies de los soldados, que éstos se agarraban entre sí para poder seguir en pie; unos pocos cayeron, y sus armas chocaron ruidosamente con el suelo.

La caballería de Conan salió al galope de la mortífera cañada, azuzada por el pánico. Sus cabecillas toparon con la columna de infantería, y algunos caballos cayeron y descabalgaron a sus jinetes, e hirieron a muchos soldados de infantería que habían quedado atrapados entre unos y otros. Los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos lograron imponerse al fragor del terremoto.

El río Bitaxa se salió de madre, pues las aguas expulsadas por las rocas que iban cayendo se desbordaron más abajo, en terreno más llano, e inundaron el camino. Los soldados chapoteaban con el agua hasta los tobillos y rezaban a sus variados dioses.

Sujetando férreamente las riendas para dominar a su frenética montura, Conan trató de restaurar el orden.

—¡Morenus! —gritó—. ¿Han podido salir todos tus hombres?

—Todos salvo una docena de los primeros, general.

Mirando con ceño la Muesca del Gigante, Conan maldijo aquellas bajas. Una gran nube de polvo oscureció el paso hasta que empezó a soplar el viento y la dispersó. Al aclararse el polvo, Conan vio que la Muesca se había ensanchado mucho, y que sus laderas ya no eran tan verticales. La cañada había quedado obstruida por un talud de fragmentos de roca, de piedras de todo tamaño, desde guijarros hasta peñascos tan grandes como una tienda. De vez en cuando, seguía habiendo pequeños corrimientos en la ladera que acababan por engrosar el talud. Todos los hombres que se hubieran visto atrapados por la avalancha de roca habían quedado sepultados para siempre.

Una parte del barranco de la izquierda se había mantenido extrañamente firme en su lugar; ahora se alzaba sobre la ladera a modo de estrecho contrafuerte. En el pináculo de la extraña formación rocosa, Conan vio un par de pequeñas figuras, en túnica negra y embozadas. Una de ellas alzó los brazos en alto, como para suplicar.

—¡Si ése no es Thulandra Thuu, el hechicero del rey, es que yo soy estigio! —dijo una voz áspera y cercana.

Conan se volvió, y vio a Gromel a su lado.

—¿Crees que él ha provocado el terremoto?

—Sí. Y si hubiera aguardado a que todos estuviésemos dentro de la Muesca, ya estaríamos todos muertos. Está demasiado lejos para alcanzarlo con un arco; pero si tuviera uno, lo intentaría.

Un arquero le oyó y le ofreció el suyo, diciéndole:

—¡Probad con el mío, señor!

Gromel desmontó; tiró de la cuerda hasta que la punta de la flecha tocó el arco, corrigió en una pizca su puntería, y disparó. La flecha voló alto, y dio en el risco a veinte pasos de la cima. Las pequeñas figuras desaparecieron.

—Buen intento —gruñó Conan—. Tendríamos que haber construido una balista. Gromel, hay huesos rotos por entablillar; encárgate de que los médicos hagan su trabajo.

Ceñudo, Conan miró hacia el talud. Sus bárbaros instintos le decían que llamara a sus hombres, que hiciera desmontar a la caballería y que los guiara a una carga frontal por la empinada cuesta, que saltaran de roca en roca con un acero desnudo en la mano. Pero la experiencia le advertía que aquél habría sido un gesto fútil, que habría perdido hombres por nada. El avance habría sido lento y laborioso; los esforzados escaladores habrían sido diezmados por las flechas que les arrojarían desde arriba; los que sobrevivieran a la escalada estarían demasiado fatigados para luchar.

Miró en derredor.

—¡Aquí, Trocero! ¡Próspero! Morenus, manda un soldado a que les diga a Publius y Palántides que quiero que vengan. Ahora, amigos, ¿qué vamos a hacer?

El conde Trocero detuvo a su caballo más cerca de Conan, y observó la masa de roca caída.

—El ejército no podrá subir de ningún modo por la ladera. Los hombres podrían ir ascendiendo lentamente a pie, si Numítor no les asalta ni el hechicero les arroja otro mortífero hechizo. Pero los caballos no podrán, ni tampoco los carros.

—¿No podríamos construirnos otro camino que sustituyera al reborde rocoso sepultado bajo los peñascos? —sugirió Próspero.

Trocero ponderó la idea.

—Con un millar de obreros, varios meses y oro en abundancia, te pondré a punto un camino inmejorable.

—No tenemos tanto tiempo, ni dinero —bramó Conan—. Si no pasamos por la Muesca, tendremos que pasar por encima de la Muesca, o por debajo, o dar un rodeo. Ordena a los hombres que retrocedan un cuarto de legua por el camino, y que planten las tiendas entre los árboles del bosque.

En el campamento realista, Thulandra Thuu tuvo que enfrentarse a un furioso príncipe. El exhausto hechicero, que parecía mucho más viejo de lo habitual, se sostenía apoyándose en el robusto hombro de Hsiao. El área donde estaba marcado el pentáculo no se había desplomado con el risco, y el brujo había abandonado aquel angosto saliente.

—¡Necio nigromante! —masculló Numítor—. Ya que quisiste recurrir a la magia, tendrías que haber esperado a que la Muesca estuviera llena de rebeldes. Así los habríamos matado a todos. Ahora, han huido con pocas bajas.

—No entiendes en esta materia, príncipe —respondió fríamente Thulandra—. Retrasé el último acto del encantamiento hasta que vi que algo, o alguien, había advertido al caudillo rebelde de la trampa y que los rebeldes comenzaban a huir. Si hubiera refrenado todavía más mi mano, todos habrían podido escapar. En cualquier caso, la cañada está obstruida. Los rebeldes tendrán que marchar al este, hacia el Khorotas, o al oeste, hacia el Alimane, pues ya no pueden asaltar el escarpado.

»Y ahora, Vuestra Alteza deberá disculparme. El esfuerzo ha consumido mis fuerzas psíquicas, y debo descansar.

—Nunca me han gustado los milagreros —masculló Numítor al volverse.

Aquella noche, en el campamento protegido por el bosque, Conan y sus oficiales volvieron a examinar cierto mapa.

—Para rodear el escarpado —dijo Conan—, tendremos que retroceder hasta el pueblo de Pedassa, desde donde parten sendos caminos hacia los dos ríos. Pero será una marcha bastante larga.

—Si hubiera algún paso poco conocido en esa larga serie de riscos —dijo Próspero, quejumbroso—, podríamos, andando en silencio por los bosques, ocultarle nuestra marcha a Numítor y caer sobre él cuando esté desprevenido.

Conan frunció el ceño.

—En este mapa no aparece ningún otro paso; pero hace tiempo que he aprendido a no fiarme de los autores de mapas. Se necesita suerte para que dibujen los ríos en la dirección correcta. Trocero, ¿conoces alguna otra ruta?

Trocero negó con la cabeza.

—No.

—Debe de haber algún otro río, aparte del Bitaxa, que abra un pasaje entre los riscos.

Trocero se encogió de hombros, exasperado. Entonces, Palántides dijo:

—Discúlpame, general, pero dos hombres de la compañía de Serdicus han desertado. Conan resopló.

—Cada vez que venzamos, desertarán soldados realistas para unirse a nosotros; cada vez que nos derroten, desertarán por el rey. Es como un juego de azar que se somete al decreto del Hado. Manda exploradores en su busca, y ahorcadlos si los encontráis; pero no lo hagas público. Ordena que, al alba, hombres conocedores del bosque exploren la pared del precipicio, hasta una legua en ambas direcciones, por si encuentran algún paso que lleve a la cima. Y ahora, amigos, dejadme, para que pueda seguir meditando este asunto.

Conan rumiaba, con una gran jarra de cerveza, al lado de su lecho de campaña. Volvió a estudiar el mapa, y se devanó los sesos por descubrir cómo podría su ejército superar el escarpado.

Absorto, acarició el semicírculo de obsidiana que había colgado entre los opulentos senos de la bailarina Alcina, y que ahora llevaba sujeto al grueso cuello. Miró el objeto, y pensó en el acierto de Trocero al sospechar que ella había sido la causante de la muerte del viejo Amulius Procas.

Poco a poco, las piezas del rompecabezas iban encajando. Alcina había sido enviada por el jefe de los espías o por el hechicero del rey para que tratara de matarle. Luego, había tenido éxito al asesinar al general Procas. ¿Por qué Procas? Porque, si Conan hubiera muerto, Procas ya no habría sido necesario para defender al rey loco de Aquilonia. Por lo tanto, ni ella ni su amo debían de saber, en el momento de la muerte de Procas, que Conan se había recobrado de su mortífero elixir.

Así pues —pensó Conan, y no sin amargura—, en adelante tendría que elegir con más cuidado a sus compañeras de lecho. Pero ¿por qué había tenido que morir Procas? Porque el amo de Alcina, fuera quien fuese, no había querido que aquel viejo se interpusiera en su camino. Conan pensó entonces en Thulandra Thuu, pues todos sabían que hechicero y general rivalizaban por los favores del rey.

Al entenderlo de súbito, Conan agarró el negro talismán. Y al hacerlo, se apercibió de una curiosa sensación. Parecía que unas voces estuvieran dialogando dentro de su cráneo.

Una sombría figura tomó forma ante sus ojos. Cuando Conan iba a desenvainar su espada, la visión se solidificó, y el cimmerio vio una imagen de mujer sentada sobre un trono negro de hierro labrado. La visión era hasta cierto punto transparente —Conan alcanzaba a entrever la tela de la tienda detrás de la imagen—, y demasiado nebulosa como para poder reconocer los rasgos de la mujer. Pero unos ojos verdes como la esmeralda brillaban en el sombrío rostro.

Sintiendo un hormigueo por todos sus nervios, Conan observó la imagen y escuchó las voces. Oyó una oscura voz femenina, cuyas palabras seguían el movimiento de los labios de la imagen. La voz era de Alcina, pero no parecía darse cuenta de que Conan la miraba.

La otra voz era seca, metálica, carente de pasión, y hablaba en aquilonio con sibilante mal acento. Conan nunca había intercambiado una palabra con Thulandra Thuu, aunque sí había visto al mago en la sala del trono, en las ceremonias de la corte de Tarantia, siendo todavía general del rey. Pero, por las descripciones que se hacían del brujo, ya había imaginado que el favorito del monarca debía de hablar de aquella manera. La voz estaba diciendo:

—... no sé quién ha traicionado mi plan; mas algún traidor debe de haber advertido al jefe rebelde. Alcina le respondía:

—Quizá no, amo. Ese cerdo bárbaro tiene sentidos más agudos que los hombres ordinarios; tal vez detectara en alguna agitación del aire el cataclismo que se avecinaba. ¿Qué haréis ahora?

—Tengo que quedarme aquí hasta que llegue el conde Ulric, para impedir que ese zoquete de Numítor cometa algún error asnal. Las estrellas me informan de que llegará dentro de tres días. Con todo, estoy fatigado. He quedado postrado tras invocar a los espíritus de la tierra. No podré obrar más conjuros hasta que recobre mis fuerzas psíquicas.

—¡Entonces, os lo ruego, partid al instante! —decía, apremiante, la visión de Alcina—. Seguramente, Ulric llegará antes de que los rebeldes logren escalar los riscos, y yo tengo necesidad de vuestra protección.

—¿De mi protección? ¿Cómo es eso?

—Su gusana Majestad, el rey, me importuna constantemente para que me una a sus bestiales entretenimientos. Estoy asustada.

—¿Qué quiere que hagas esa pila de excremento?

—Sus deseos desafían toda descripción, mi amo. Me he acostado con algunos hombres siguiendo vuestras órdenes, y a algunos los he matado. Pero no quiero pasar por esto.

—¡Set y Kali! —exclamó la seca voz de hombre—. ¡Cuando acabe con Numedides, deseará poderse ir al infierno! Partiré hacia Tarantia por la mañana.

—¡Tened cuidado de no caer en manos rebeldes durante el viaje! Han sido vistas bandas de insurgentes en el Camino de los Reyes, y ese cerdo bárbaro podría ordenar breves incursiones en territorio leal. Es un adversario a tener en cuenta.

La voz de hombre rió débilmente.

—No temas por mí, querida Alcina. Aun en mi actual debilidad, puedo matar de cerca, con mis peculiares poderes, a cualquier mortal. Y ahora, adiós.

Las voces callaron, y la visión desapareció. Conan se estremeció, como quien despierta de un vivido sueño. Puesto que Thulandra había huido del lugar de la batalla, y Ulric no había llegado todavía, tendría una oportunidad de caer sobre el ejército de Numítor y derrotarlo si era capaz de alcanzar la cima de la meseta antes de que el conde de Raman llegara con refuerzos.

Necesitaba aire para aclarar sus agitados pensamientos, y se levantó para salir de su pequeña alcoba. En la división adyacente de la tienda, los guardias que Próspero le había asignado estaban absortos en un juego de azar, y ninguno vio que Conan, como una sombra, pasaba por su lado.

Afuera, los centinelas, acostumbrados a sus merodeos nocturnos, supusieron que salía de inspección. Le saludaron cuando iba de camino hacia la salida del campamento y se adentraba luego en el tenebroso bosque. Conan pensó con torva sonrisa que Próspero se inquietaría al saber que había podido esquivar una vez más a sus guardias.

Buscó dentro del zurrón el silbato de hueso que Gola le había dado, lo sacó y lo llevó en la mano. El sátiro le había dicho que, si en alguna ocasión quería la ayuda del pueblo que habitaba en aquel bosque, sólo tenía que soplar. Medio en broma, se puso en los labios el pequeño silbato y sopló. No ocurrió nada. Con mayor empeño, sopló de nuevo.

Tal vez los sátiros sobrevivientes hubieran huido del lugar de la destrucción. Aunque oyeran su llamada, quizá necesitaran tiempo para acudir. Conan aguardó inmóvil, con la cauta paciencia de la pantera que acecha agazapada a su presa, y escuchó el zumbido y el chirrido de los insectos, y el susurro de una brisa pasajera. De vez en cuando, se ponía en los labios el silencioso silbato y volvía a soplar.

Al fin, notó que algo se movía entre los arbustos.

—¿Quién tú, que soplar silbato para llamar a sátiro? —le preguntó en mal aquilonio una voz aguda y débil.

—¿Gola?

—No, yo Zudik, el jefe. ¿Quién tú? —Unos arbustos se abrieron.

—Conan el cimmerio. ¿Conoces a Gola?

Conan, cuyos ojos se habían ido acostumbrando a la penumbra, pudo ver que se trataba de un sátiro viejo y encorvado con el pelambre ya canoso.

—Sí —respondió el jefe sátiro—. Él hablar de ti. Tú salvar él y otros cuatro. ¿Qué querer?

—Vuestra ayuda para matar a los hombres que se hallan en lo alto del precipicio.

—¿Cómo ayudar Zudik a hombre grande como tú?

—Ahora que la Muesca del Gigante está cegada por las rocas —dijo Conan—, tenemos que encontrar un sendero hasta la cima. ¿Conoces algún otro camino?

La noche cantó en el silencio con sonido de insectos. Entonces, Zudik habló lentamente:

—Por allí hay pequeño sendero. El sátiro señaló hacia el este.

—¿Está muy lejos?

El sátiro respondió en su propio lenguaje, y sus palabras parecían graznidos de cuervo.

Perplejo, el cimmerio le preguntó:

—¿Podremos llegar allí con un día de marcha?

—Caminar duro. Sí poder.

—¿Nos mostrarás el camino?

—Sí. Tú estar preparado antes de salir el sol. Algo más tarde, Conan buscó a Publius y le dijo:

—Iremos al alba a un sendero que, según los sátiros, lleva al despeñadero; pero es demasiado angosto para los carros. Irás con el convoy de los bagajes hasta Pedassa, y desde allí seguirás el camino hasta el Khorotas. Si nos unimos a ti en el camino de Tarantia, será que hemos derrotado a Numítor. Si no —Conan se pasó el dedo de un extremo al otro de la garganta—, tendrás que seguir solo.

Esta otra quebrada era mucho más angosta que la Muesca del Gigante. Era invisible desde abajo, pues la exuberante vegetación y las rocas voladizas la ocultaban. Los jinetes tenían que guiar a sus monturas por el arroyo que gorgoteaba en el fondo de la torrentera y por el camino roqueño. Más de un caballo, asustado por las estrechuras de la cañada, demoraba a los otros, pues relinchaba, miraba de un lado a otro con temor y se encabritaba.

Los soldados de infantería, que caminaban en una única hilera, apenas si podían abrirse paso. Cuando el crepúsculo volvió más oscuro y siniestro el sendero, Conan apremió a los hombres a que cada uno se aferrara al atuendo del que tenía delante y siguiera a pesar de los traspiés. Al amanecer, ya habían entrado todos.

Mientras el Ejército de Liberación reposaba de la forzada marcha y la ardua escalada, Conan mandó exploradores a observar la posición de Numítor. Cuando regresaron, su jefe explicó:

—Numítor ha levantado el campo y ha retrocedido varias leguas por el camino. Sus hombres han erigido otro campamento en el bosque, a lado y lado del mismo camino.

Conan preguntó algo con la mirada a sus oficiales. Palántides dijo:

—¿Cómo es esto? ¡Aunque Numítor sea estúpido, nunca he oído decir que fuera cobarde!

—Es más probable —observó Trocero— que sepa que hemos encontrado una manera de subir al escarpado, y tema que le empujemos al precipicio.

—El hechicero debe de haberle advertido —sugirió Próspero.

—Eso no es todo, general —dijo el jefe de los exploradores—. Otros cuatro regimientos han venido a reforzar al enemigo. Hemos reconocido sus banderas.

Conan gruñó.

—Numítor no ha dejado tropas regulares en la Marca Occidental, y ha confiado a la milicia local su defensa contra los pictos. Así, una vez más nos superan en número; y los Guardias Fronterizos del rey son expertos luchadores. He peleado junto a ellos y lo sé. —Calló por un momento, y luego añadió—: Amigos, ese sátiro, Gola, dijo algo de emplear flautas contra un enemigo. ¿Qué creéis que quería decir? —Nadie lo sabía. Al fin, Conan dijo—: Creo que tendré que consultar de nuevo a nuestro pequeño amigo.

Cuando el crepúsculo cubrió el revuelto arroyo con un velo gris de bruma, Conan bajó por el estrecho sendero por el que sus hombres habían trepado con tanta dificultad. Se detuvo, sin ninguna compañía, en las inescrutables tinieblas del Bosque Brocelio, y escuchó en vano por si oía alguna pisada. Sopló en el silbato de hueso y, como antes, aguardó a la sombra de un árbol viejo. Cuando por fin su llamada tuvo respuesta, vio con alivio que se trataba de Zudik, el sátiro que había llevado a su ejército hasta el paso. En respuesta a la pregunta, Zudik dijo:

—Sí, nosotros usar flautas. Hombres tuyos taparse los oídos.

—¿Dices que nos hemos de taponar los oídos? —le preguntó Conan, maravillado.

—Sí. Usar cera de abeja, trapo, arcilla... para no poder oír más. Entonces, nosotros ayudaros.

La Guardia Fronteriza de Numítor se había distribuido en semicírculo en torno al camino de Tarantia. El príncipe parecía dispuesto a aguardar a la defensiva hasta la llegada del conde Ulric. Sus hombres cavaban terraplenes y plantaban puntiagudas estacas en ellos para frenar a un posible atacante. Debido a las densas arboledas, los rebeldes no podrían atacar a la larga columna realista por un flanco.

Silenciosamente, el Ejército de Liberación se desplegó delante del semicírculo y se ocultó en la maleza. Pero, cuando un centinela realista notó que algo se movía entre los arbustos, dio la alarma. Los hombres soltaron las palas, cogieron las armas y formaron para combatir.

Conan indicó con un gesto a sus asistentes, cuyos oídos estaban taponados, que ordenaran a los arqueros acribillar al enemigo con sus flechas; y entonces, el rasgueo de los arcos y el silbido de las saetas hendió el aire. Pero los hombres de Conan no oyeron nada.

Los defensores realistas que se hallaban en los extremos de la columna oyeron un sonido sobrecogedor, una melodía de flauta estridente, ululante, ultraterrena. Provenía de todas partes, y de ninguna. Hizo que los hombres sintieran dolor en los mismos dientes, y les infundió un pánico extraño e irracional. Los soldados dejaban caer sus armas para aferrarse la cabeza atormentada por el dolor. Algunos prorrumpieron en risas histéricas; otros se deshicieron en lágrimas.

Cuando el sonido se acercó, el sentimiento de terrible condena creció hasta desbordarse en sus almas. El impulso de marcharse, que al principio habían dominado, se impuso a sus años de batallas. Aquí y allá, algún hombre abandonaba su posición en la columna y corría, chillando como un demente, hasta la retaguardia. Otros se fueron uniendo a la fuga, hasta que las líneas exteriores de la columna se disolvieron en una masa de aterrorizados fugitivos que corrían sin saber por qué. Cuando los flancos del príncipe hubieron dejado de existir, los invisibles flautistas avanzaron hacia el centro, hasta que éste también se desintegró. La caballería de Trocero se abatió sobre aquellos hombres en su huida; mató y tomó cautivos.

—En cualquier caso —dijo Conan al contemplar el abandonado campamento realista—, nos han dejado armas suficientes para un ejército que doble al nuestro en número. Ahora, podremos reclutar a todos los voluntarios que hallemos.

—Ha sido una victoria fácil —dijo Próspero con regocijo.

—Demasiado fácil —le repuso Conan sombríamente—. Las victorias fáciles suelen ser tan falsas como las sonrisas de un cortesano. Sólo me convenceré de que tengo el camino libre hasta Messantia cuando vea los muros de la ciudad, y sólo entonces.

Capítulo 11

La llave de la ciudad

El Ejército de Liberación avanzó sin hallar oposición alguna por aquella tierra sonriente, donde las manadas de magníficos caballos de Poitain y de ganado pastaban en prados exuberantes, donde los castillos lucían torres almenadas de carmesí, púrpura y oro. El ejército rebelde serpenteó por entre redondeadas montañas cubiertas de lozana vegetación, y al fin se acercó a la frontera que separaba Poitain de las provincias centrales de Aquilonia.

Pero Conan, en un momento en que se detuvo con su caballo de guerra en un terraplén para contemplar el avance de sus soldados, tenía la mirada sombría. Pues, aunque los Guardias Fronterizos de Numítor se hubieran dispersado como la hojarasca ante un vendaval de otoño, un nuevo enemigo, contra el que no tenía defensa alguna, había asaltado a su ejército. Era la enfermedad. Una dolencia, que llenaba a los hombres de ronchas escarlatas y les hacía caer postrados con escalofríos y fiebre, se estaba propagando entre sus filas; un invisible demonio, que abatía a más soldados que una dura batalla. Muchos hombres tenían que quedarse acostados en algún pueblo; muchos, temiendo a la terrible plaga, desertaban; muchos morían.

—¿Cuántos somos ahora? —le preguntó Conan a Publius una noche en que el ejército se acercaba a la aldea fronteriza de Elimia.

El antiguo canciller estudió sus informes.

—Unos ocho mil si contamos a los enfermos que aún pueden caminar; éstos son unos mil.

—¡Crom! Éramos diez mil cuando dejamos atrás el Alimane, y desde entonces se nos han unido varios centenares. ¿Qué ha sido de ellos?

Trocero dijo:

—Algunos vinieron con candidas ilusiones, como el novio que va a buscar a su novia, pero cambiaron de opinión después de haber sudado y sufrido algunas leguas de camino fuera de su terruño. Se inquietan por sus familias, y quieren volver a casa para la' cosecha.

—Además, esta plaga de las ronchas ha matado a varios miles —dijo Dexitheus—. Yo, y los médicos que me sirven, hemos probado en vano todas las hierbas y purgas. Parece que sea fruto de la magia. O bien un mal destino nos prepara nuestro fin.

Conan se tragó algunas desdeñosas palabras de incredulidad. Después del terremoto, no osaba subestimar la poderosa magia de su enemigo ni la caprichosa crueldad de los dioses.

—Si hubiéramos podido persuadir a los sátiros de que nos siguieran con sus flautas —dijo Próspero—, poco importaría nuestro pequeño número.

—Pero no querían abandonar sus hogares en el Bosque Brocelio —dijo Conan.

Trocero le respondió:

—Podrías haber tomado como rehén a su viejo Zudik, y así obligarles.

—Yo no hago las cosas de esa manera —masculló Conan—. Zudik se portó como un amigo en tiempos de necesidad. No sería capaz de traicionarlo.

Trocero sonrió levemente.

—¿No eres tú aquel que se burlaba del príncipe Numítor por sus elevados ideales de caballería? Conan gruñó.

—Entre los salvajes, el jefe tiene poco poder. He vivido entre salvajes, y lo sé. Además, dudo que ni siquiera su gran amor por el bienestar de su jefe se sobrepusiera al miedo que siente esa gente pequeña ante el campo abierto. Pero pensemos en el futuro, y no evoquemos fantasmas de un pasado muerto. ¿Los exploradores han hallado algún rastro del ejército de Ulric?

—No han hallado nada —dijo Trocero—, dejando aparte que hoy han avistado desde lejos a unos pocos jinetes, que al instante han huido al galope. No sabemos quiénes eran; pero apostaría a que los barones del Norte están logrando que el conde Ulric se demore todavía.

—Mañana —dijo Conan— me adelantaré con la tropa de Girto a explorar la frontera de Poitain mientras el resto seguís avanzando hacia Elimia.

—General —le objetó Próspero—, no debes actuar con tanta temeridad. El comandante tiene que quedarse detrás de las líneas, desde donde puede controlar sus unidades, y no debe arriesgar su vida como un aventurero sin tierra.

Conan frunció el ceño.

—¡Si yo soy el comandante, tengo que mandar como me parezca más apropiado! —Viendo el afligido rostro de Próspero, añadió con una sonrisa—: No temas; no haré nada estúpido. Pero incluso un general tiene que compartir a veces los peligros con sus hombres. Además, ¿es que acaso yo no soy un aventurero sin tierra?

—Creo —murmuró Próspero— que simplemente transiges con tus bárbaras ansias por combatir cuerpo a cuerpo.

La sonrisa de Conan se convirtió en la de un lobo, pero el cimmerio ignoró el comentario.

El camino les parecía una cinta dorada; la tropa de Conan andaba en el brumoso amanecer. A la cabeza de la columna cabalgaba Conan, vestido, como los demás, con una cota de malla, y el capitán Girto iba a su lado. Apoyando la lanza en el estribo, los caballeros cabalgaban orgullosos por el ondulado paisaje. Unos pocos exploradores avanzados recorrían a medio galope los campos en barbecho, pero esquivaban las sencillas granjas y los campos de grano en sazón.

Los rústicos que trabajaban en sus tierras aradas, o en sus viñas, cesaban en sus labores y, apoyados en el rastrillo o el azadón, contemplaban el avance de los hombres armados. Uno o dos se permitían cautos vítores, pero la mayoría parecían estúpidamente indiferentes y silenciosos. Aquí y allá, Conan alcanzaba a ver el color rojo o amarillo de unas enaguas cuando una mujer corría a ocultarse de los soldados.

—Están aguardando a ver quién vence —dijo Girto.

—Y más les conviene —dijo Conan—, pues, si perdemos, los que nos hayan ayudado sufrirán por ello.

Tras pasar el siguiente collado, encontraron Elimia en un valle no muy profundo. Un riachuelo se abría paso difícilmente por entre las casas de adobe y proseguía hacia el este, hacia el Khorotas, y los sauces contemplaban su propio reflejo en sus lentas y oscuras aguas.

La aldea, habitada por menos de doscientas almas, carecía de protección; pues las décadas de paz habían engatusado a sus gentes hasta el punto de que éstas habían permitido que el viejo muro de adobe se cayera a pedazos. Sus habitantes —si alguno había que trabajara en el mismo pueblo— no se dejaban ver.

—Esto es demasiado tranquilo para mí —murmuró Conan—. En un día soleado como éste, las gentes tendrían que estar levantadas.

—Puede que todavía estén digiriendo la comida del mediodía —sugirió Girto—. O quizá se hayan ido todos a trabajar en el campo salvo los niños y las viejas.

—Es una hora demasiado tardía —masculló Conan—. Esto no me gusta.

—O tal vez estén escondidos porque temen que les roben o asesinen. Conan dijo:

—Envía dos exploradores al pueblo; nosotros les esperaremos aquí.

Dos soldados bajaron cabalgando por la ladera y desaparecieron por las fauces de la angosta y tortuosa calle. Al poco, la misma calle les regurgitó; y, galopando hacia sus compañeros, les indicaron con gestos que todo estaba tranquilo.

—Vayamos a echar una mirada —masculló Conan.

Y Girto ordenó a sus cien lanceros que avanzaran a paso ligero.

El Sol, parecido a un gigantesco disco anaranjado, se acercaba al horizonte occidental; y las casas de Elimia parecían negras y siniestras bajo su ardiente fulgor. Los rebeldes iban mirando en derredor con cierta aprensión; pues todavía no habían hallado ningún rastro de habitantes humanos en la miserable calle, ni detrás de las puertas cerradas.

—Tal vez —sugirió Girto— las gentes oyeron que se acercaban dos ejércitos y huyeron, temiendo verse atrapadas entre yunque y martillo.

Conan se encogió de hombros, y desató la espada de su vaina. A cada lado de la calle había pequeñas casas con gruesos tejados de paja. Una de las casas estaba abierta por delante, y tenía un mostrador. Una jarra pintada sobre la humilde puerta daba a entender que se trataba de la taberna del pueblo, puesto que aquella localidad era demasiado pequeña para poder alardear de un mesón. Al otro extremo de la calle, algo apartada, había una casa parecida a un granero. Las barras de hierro en desorden, unas pinzas y un brasero probaban que pertenecía a un forjador; pero no se oía ningún eco metálico. Conan sintió que algo, no sabía el qué, hacía que se le erizara el vello de la nuca.

El cimmerio, sin desmontar, se volvió para poder ver cómo los últimos soldados de su doble columna entraban al trote en la calle desierta. Los caballos, que iban de dos en dos, tenían que ir rozando las paredes de las apiñadas casas; tan estrecho era el camino.

—Mal lugar para un ataque —dijo Conan—. Ordena a los hombres que se den prisa.

Girto le hizo señas al trompeta, y entonces se oyó, muy cerca, otro instrumento. Al instante, las puertas de todas las casas se abrieron, y aparecieron soldados realistas en gran cantidad, y ensombrecieron el crepúsculo con sus gritos de batalla. Atacaron a la tropa de Conan por ambos lados; sus espadas y picas estaban sedientas de sangre.

Más adelante aparecieron tres hileras de piqueros, que cegaron la calle con un muro de acero afilado. Avanzaron lentamente, con sed de batalla en la mirada y lanzas que relucían con apagado color carmesí bajo los rayos del sol poniente.

—¡Por Crom e Ishtar! —gritó Conan, al tiempo que desenvainaba la espada—. ¡La muerte nos tiene en su bolsillo! ¡Girto, que los hombres den media vuelta!

El estruendo de la batalla creció: los gritos de hombres airados, los relinchos de los caballos que caían, el chirrido del acero contra el acero, el choque de las espadas con los mellados escudos y el sordo golpe de los cuerpos que caían en tierra. Atacados desde tres costados por un número superior, los soldados de Conan se encontraban en desventaja. El reducido espacio les impedía reordenarse en formación compacta, o tomar carrerilla para cargar. Una lanza, en la mano de un jinete que carga, es mucho más formidable que en la del mismo jinete si se le fuerza a detenerse.

Los soldados rebeldes, espoleados por el miedo y la furia, blandieron las lanzas y trataron de herir a sus enemigos. Algunos soltaron las lanzas y, desenvainando la espada, hirieron a los atacantes y dieron muchos atinados mandobles. Los hombres juraban con fuerte voz por sus respectivos dioses. Los caballos heridos se encabritaban, y chillaban como diablos en el infierno. Uno, al que le habían rajado el vientre, cayó dando coces, y su jinete quedó atrapado debajo; los realistas se arrojaron encima de aquel hombre, y le arrearon golpes y mandobles hasta que quedó rojo de sangre.

Otro jinete, atravesado por una pica blandida en alto, se vio levantado por el aire y arrojado bajo los herrados cascos de un corcel malherido. Otro más fue desmontado, pero arrimó la espalda a la pared de una de las casas y mantuvo a raya a sus atacantes con el rápido filo de su espada.

Algunos de los soldados del conde Ulric cayeron bajo las lanzas y las veloces espadas de los rebeldes. La sangre se mezclaba con el polvo en el camino de tierra, y los hombres heridos gritaban de dolor; la muerte gorgoteaba en sus gargantas.

Rugiendo como un león, Conan se abrió paso por entre la columna, pasando como pudo entre el torbellino de sus hombres y las paredes de la angosta calle. Su gran espada subía y bajaba; casi con cada golpe, uno de los realistas se desplomaba o caía muerto. Tres de sus mandobles separaron tres brazos de sus respectivos hombros, y tres veces manó en chorro la sangre de las horribles heridas. Al tiempo que hería, Conan iba gritando con fuerza:

—¡Salid! ¡Salid! ¡Retirada! ¡Abandonad el pueblo! ¡Reuníos afuera, en el camino!

Por muy poderosa que fuera su voz, un torrente de cacofonías la ahogaba. Pero, poco a poco, sus hombres fueron logrando que sus monturas dieran media vuelta y se abrieron paso hacia el sur. Detrás de Conan, el capitán Girto y dos veteranos lanceros iniciaron una desesperada acción de retaguardia contra la masa de piqueros, que avanzaba precedida por sus puntiagudas armas. Esgrimiendo sus lanzas, espolearon a sus aterrorizadas bestias contra el muro de picas; pero, cuando uno de los piqueros caía, otro corría a ocupar su lugar. Y así, a pesar de su torva resolución de vencer o morir, no pudieron detener la implacable oleada de hombres en armadura. Y entonces, uno de los lanceros murió.

El corcel de Conan tropezó con un cuerpo tendido en el suelo. El cimmerio tiró de la brida para impedir que el animal cayera. Asestó un revés con la espada a un espadachín realista, que detuvo el brutal golpe con su escudo; pero la mera fuerza del mandoble hizo caer delante de una desvencijada puerta al soldado, y éste, de rodillas, se aferró un brazo roto; las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Al fin, Conan vio que los soldados que le quedaban se habían librado de sus atacantes, y que, cabalgando cuesta arriba, se alejaban del escenario del desastre. Separándole de los suyos que se retiraban, los soldados de infantería realistas habían ocupado por completo la angosta calle, y resbalaban con las ensangrentadas entrañas de hombres y caballos, y se tambaleaban a causa de la fatiga. Pero, como sabuesos humanos que huelen a su presa, se iban acercando más y más a los tres jinetes que habían quedado atrapados en las crueles fauces de la astuta trampa. Mirando a la derecha, Conan encontró un estrecho callejón entre dos casas, un simple pasaje lleno de maleza.

—¡Girto! —gritó Conan—. ¡Por ahí! ¡Seguidme!

Obligando bruscamente a su caballo a volverse hacia el estrecho callejón, Conan se detuvo sólo el instante necesario para asegurarse de que los demás le seguían de cerca. Las sombras cada vez más largas de las casas envolvieron en la oscuridad a los fugitivos, y por un momento nadie les ladró en los talones.

En aquel breve respiro, Conan tiró de las riendas de su exhausta montura y permitió que la bestia se fuera abriendo paso entre la marchita vegetación. Entonces, a pesar de la poca luz, alcanzó a ver una pocilga, atrancada con una estropeada madera que estaba sujeta con cuerdas a la cerca. Cortó la gruesa cuerda con su espada manchada de sangre, y la tosca puerta se abrió.

Girto y su compañero se horrorizaron, y se preguntaron si el calor de la batalla o el fuerte golpe que había desmontado a su caudillo le habrían trastornado. Entonces, señalando adelante con el dedo alzado, Conan espoleó a su caballo y, seguido de cerca por sus leales soldados, volvió a cabalgar por el estrecho pasaje.

Una oleada de infantes realistas, mezclados con jinetes armados, dobló corriendo la esquina de aquella casa y siguió adelante por el estrecho cauce del callejón.

Girto le gritó a Conan:

—¡Galopa, galopa! Ya nos pisan los talones.

Conan dobló el cuerpo sobre la cerviz de su montura, y ocultó el rostro en la suelta crin del animal. Y entonces, al final del callejón, una valla alta, apenas visible en la creciente oscuridad, les impidió ponerse a salvo.

El caballo de Conan, reuniendo fuerzas en sus poderosas ancas, se alzó, magnífico, y saltó el obstáculo, y el compañero de Girto, Sardus, siguió de cerca a su rauda cola. Pero Girto tuvo menos suerte. Su animal, demasiado fatigado para saltar, cayó sobre la barrera y relinchó con el dolor de su cerviz rota.

Girto, tras caer al suelo, se puso en pie y desenvainó la espada, dispuesto a vender cara su vida. De pronto, los jinetes que le perseguían tiraron de las riendas y empezaron a proferir juramentos porque sus monturas se encabritaban y daban saltos, y, en su pánico, obligaban a los espadachines a arrimarse a la pared o les arreaban peligrosas coces con sus cascos.

Girto se maravilló de que se hubiera demorado su casi segura destrucción.

—¿Magia de nuevo? —murmuró entre los dientes que apretaba con fuerza.

Entonces, vio la causa de su salvación. Una cerda y veinte gorrinos habían salido de su porqueriza y, recubiertos de hedionda mugre, corrían chillando entre la maleza y buscaban con el hocico algo comestible.

Oyó que Conan gritaba:

—¡Trepa por la valla, rápido!

Y, sin dudar más, se agarró a la burda barricada, trepó por ella y saltó al otro lado en el mismo instante en que llegaban los realistas.

—¡Agárrate a mi estribo! —rugió Conan—. ¡No trates de montar!

Girto se aferró a la correa del estribo de Conan y le siguió dando saltos mientras la bestia cobraba velocidad. Atravesaron los campos a medio galope y sin luz, y dejaron atrás a los realistas.

Cuando la aldea pareció pequeña en la lejanía, Conan tiró de las riendas. Mirando en derredor el oscuro paisaje, dijo:

—Ya nos reuniremos con la columna. Ahora, quiero echar una ojeada al campamento enemigo. Tal vez lo divisemos desde aquel otero.

Desde lo alto de la colina, Conan escrutó las sucesivas pendientes y hondonadas; y, al norte de la aldea, descubrió un campamento. Una elevación poco pronunciada impedía verlo desde el pueblo; pero, desde la altitud, su gran extensión era patente. Veintenas de hogueras parpadeaban en el ocaso, y finas y azuladas nubéculas de humo se deshacían con la suave brisa.

—Ése es el ejército del conde Ulric —dijo Conan—. ¿Cuántos te parece que deben de ser, Girto? El capitán hizo sus cálculos.

—Por el número de hogueras y el tamaño del campamento, creo que debe de haber una docena de regimientos, general. ¿Qué te parece a ti, Sardus?

—Veinte mil hombres por lo menos, señor —dijo el veterano caballero—. ¿Qué estandarte es aquel que ondea en lo alto de un mástil, ahí a la derecha?

Conan bizqueó, esforzándose por que sus ojos de gato vieran a pesar de la creciente oscuridad. Entonces, exclamó:

—¡Que me maldigan por estigio si ése no es el estandarte de los Dragones Negros!

—¿No es ésa la guardia de la casa del rey, mi general? —exclamó Girto—. Eso no puede ser, a menos que el propio Numedides acompañe al conde Ulric.

—Lo dudo, porque no veo el estandarte real —exclamó Conan—. Es hora de que nos reunamos con nuestros camaradas. Tenemos un buen trecho hasta el campamento.

Sardus montó detrás de su capitán de pies magullados, y los tres dieron un cauteloso rodeo en torno a la aldea donde tantos de los suyos yacían muertos. Cuando por fin llegaron al camino, fueron a toda prisa hacia una arboleda en donde les aguardaban los sobrevivientes de la batalla. Faltaba como mínimo un tercio de los sesenta hombres. Muchos de los que ya llevaban vendajes estaban ayudando a vendar las heridas de sus camaradas.

Cuando Conan, Girto y Sardus aparecieron, sus alicaídos soldados les aclamaron con débiles hurras. Conan gruñó:

—Os doy las gracias a todos, pero guardaos los vítores para el día de la victoria. Tendría que haber hecho registrar las casas antes de meteros en esa trampa para novatos. Pero, muchachos, habéis luchado mejor que ellos. Ahora pongámonos en camino, y ojalá que encontremos el campamento de nuestro ejército antes del alba.

A la mañana siguiente, Conan contó sus aventuras. Próspero silbó de asombro.

—¡Veinte mil hombres! En batalla abierta, se nos comerían vivos.

Después de darle un buen bocado a una chuleta de carne de vaca, Conan dijo:

—No digas en voz alta pensamientos como ése, no vaya a ser que se hagan realidad. Ordena que se levanten todos los hombres salvo los exploradores que lucharon en Elimia, y ponlos a fortificar el campamento. Como ha venido con tantos soldados, el conde Ulric podría arriesgarse a atacarnos de noche. Si no tenemos zanja ni empalizada que le detengan, puede aplastarnos como un carro aplasta los insectos.

—¡Pero, son los Dragones Negros! —exclamó Trocero—. ¡Es increíble que Numedides haya enviado a sus tropas palaciegas para proteger a Ulric, y haya dejado indefensa a su propia persona!

Conan se encogió de hombros.

—Sé bien lo que vi. Ninguna otra de las unidades tiene como símbolo un monstruo alado sobre fondo negro. Palántides dijo:

—Al enviar a los Dragones Negros, Numedides ha quedado expuesto a un ataque; pero eso no soluciona en nada el problema que tenemos.

—En cualquier caso, la llegada de los Dragones lo agrava —añadió Trocero.

—Entonces, pongamos manos a la obra, amigos, y empecemos con las fortificaciones —dijo Conan—. No tenemos tiempo que perder.

Una suave brisa matinal acarició la empalizada rápidamente erigida, y refrescó los ojos inyectados en sangre y los doloridos miembros de sus constructores. Cuando los civiles del campamento —cantineros, aguadores, mujeres y niños— trataron de acarrear agua de un río cercano, una compañía de la caballería realista apareció por una loma y cayó sobre ellos al galope, y tuvieron que huir para salvar la vida. Un viejo y un niño pequeño, que no podían correr con rapidez, cayeron muertos.

Una partida de exploradores rebeldes fue atacada y tuvo que huir. Cuando llegaron al campamento, sus perseguidores pasaron de largo, gritando pullas y arrojando jabalinas a la empalizada. Los arqueros de Conan, llamados con urgencia, abatieron a dos de los caballos enemigos, pero sus jinetes se subieron a las bestias de sus camaradas y huyeron. Así, aunque no se hubiera lanzado un ataque de verdad contra los rebeldes, los abatidos hombres de Conan estaban fatigados a causa de la tensión y las alarmas.

En la reunión del anochecer, Publius dijo:

—Aunque yo no sea militar, mi general, opino que tendríamos que huir durante la noche, antes de que Ulric acabe con nosotros o nos mate de hambre. Tiene la fuerza necesaria para hacer lo que desee, puesto que la enfermedad, como un fantasma gris, merodea entre nosotros.

—Yo creo —dijo Trocero, dando un puñetazo sobre la mesa— que debemos resistir mientras mis poitanios amotinan a los campesinos. Entonces, si Ulric logra rodearnos, los campesinos podrán rodearlo a él.

—Ahora que se acerca el tiempo de la siega —le respondió Publius—, tendrás problemas para amotinar a mil hombres. Además, unos granjeros armados tan sólo con hachas y horcas no podrían aguantar una carga de los soldados de Ulric, que visten armaduras. ¡Más nos valdría retroceder hasta el Bosque Brocelio, donde nuestros amigos, los sátiros, podrían ayudarnos de nuevo! Próspero intervino:

—Sí, hasta que los realistas aprendieran a taponarse los oídos... no tardarían en hacerlo. Yo digo que ataquemos por sorpresa el campamento de Ulric esta misma noche.

Palántides negó con la cabeza.

—Nada acabaría más fácilmente en confusión, en camaradas luchando con otros camaradas, que un ataque nocturno con hombres mal entrenados como los nuestros.

La discusión siguió y siguió sin que se llegara a ninguna conclusión, y Conan estaba sombrío; fruncía el ceño, pero apenas si hablaba. Entonces, un centinela anunció:

—Un oficial realista y unos cincuenta hombres han venido bajo bandera de tregua, mi general. El oficial pide hablar con vos.

—Desarmadlo y hacedlo entrar —dijo Conan, al tiempo que se sentaba bien en su silla.

Se abrió la entrada de la tienda, y entró un hombre en armadura. Lucía el águila negra heráldica de Aquilonia en el pecho de su sobrepelliz blanca, y el dragón de bronce de los Dragones Negros sobre el yelmo. El oficial saludó envaradamente.

—¿General Conan? Soy el capitán Silvanus, de los Dragones Negros. He venido a unirme a vos junto con el resto de mi tropa, si nos aceptáis.

Conan miró al capitán de arriba abajo con los párpados entrecerrados. Vio un hombre alto, de buena planta, rubio, algo joven para su rango.

—Bienvenido, capitán Silvanus —dijo por fin—. Te agradezco tu oferta. Pero, antes de aceptarla, debo saber más cosas sobre ti.

—Ciertamente, mi general. Aguardo vuestras preguntas.

—En primer lugar, ¿qué te impulsa a cambiar de bando en esta coyuntura? Debes de saber que nuestra situación es precaria, que Ulric nos supera en número y que es un comandante competente. Así pues, ¿por qué quieres cambiar de casaca?

—La razón es sencilla, general Conan. Mis hombres y yo hemos preferido arriesgarnos a morir por la causa rebelde que vivir en seguridad con ese loco, si es que alguna vida puede hallarse a salvo bajo el estandarte del rey.

—Pero ¿por qué en este preciso momento?

—Ésta ha sido nuestra primera oportunidad. Los Dragones llegaron a Elimia ayer por la noche, antes de la escaramuza entre los hombres de Ulric y los vuestros. Si hubiéramos abandonado Tarantia para unirnos a vos, las fuerzas leales al rey nos habrían impedido llegar aquí y nos hubieran aniquilado.

Conan preguntó:

—¿Numedides ha enviado aquí a todo el regimiento de los Dragones Negros?

—Sí, salvo unos pocos jóvenes que todavía reciben instrucción.

—¿Por qué ese perro aleja de sí a sus guardias personales?

—Numedides se ha proclamado dios. Cree ser inmortal; y, puesto que es invulnerable, no necesita guardia. Además, está resuelto a aplastar vuestra rebelión, y ha enviado a todos los contingentes con el ejército del conde Ulric. Están viniendo más de la frontera oriental.

—¿Y qué hay de Thulandra Thuu, el mago del rey? El rostro de Silvanus palideció.

—A veces, los demonios acuden a la mención de su nombre, general Conan. A causa de la locura de Numedides, ese hechicero gobierna el reino; y, aunque menos necio que el rey, le iguala en crueldad y rapacidad. Todos saben que sacrifica vírgenes en sus repugnantes experimentos.

Buscando en su bolsa, sacó una miniatura de alabastro pintado que colgaba de una cadenilla de oro. La pintura mostraba a una muchacha de quizá diez años de edad.

—Era mi hija. Ha muerto —dijo Silvanus—. Se la llevó. Si los dioses me otorgan una única oportunidad, le arrancaré la garganta con mis propios dientes.

La voz del capitán flaqueó, y sus manos temblaron a causa de la intensidad de sus emociones.

Un fulgor salvaje de fuego azul destelló en los ojos de Conan. Sus oficiales se agitaron, incómodos, pues sabían que los malos tratos sufridos por mujeres solían suscitar la implacable y furiosa indignación del cimmerio. Éste les mostró la miniatura y se la devolvió a Silvanus, diciéndole:

—Queremos más información acerca del ejército del conde Ulric. ¿Cuántos son?

—Creo que casi veinticinco mil.

—¿Y de dónde ha sacado Ulric a tantos? El Ejército del Norte no tenía tantas fuerzas cuando abandoné el servicio de ese rey loco.

—Muchos de los Guardias Fronterizos del príncipe Numítor, tras recuperarse de su pánico, se reagruparon y se unieron al conde Ulric. Y también el regimiento de Dragones Negros que enviaron desde Tarantia.

—¿Qué fue de Numítor después de su derrota?

—Se suicidó, desesperado por su fracaso.

—¿Estás seguro? —le preguntó Conan—. Se dijo que Amulius Procas se había quitado la vida, pero yo sé que lo asesinaron.

—No cabe ninguna duda, señor. El príncipe Numítor se clavó un puñal delante de testigos.

—Qué triste —dijo Trocero—. Ése era el más decente de toda la cuadrilla, si bien demasiado simple para luchar en una sangrienta guerra civil.

Conan exclamó:

—Tenemos que hablar de esto. Palántides, busca un lugar donde puedan dormir el capitán Silvanus y sus hombres; luego, vuelve con nosotros. Buenas noches, capitán.

Publius, que apenas había dicho nada, habló entonces:

—Un momento, si me disculpas, capitán Silvanus: ¿a quién tuviste por padre?

El oficial, que se hallaba a la entrada de la tienda, se volvió.

—A Silvius Macro, señor. ¿Por qué lo preguntáis?

—Lo conocí cuando servía al rey como tesorero. Buenas noches.

Después de que saliera el capitán, Conan dijo:

—Bien, ¿qué os parece esto? Cuando menos, es bueno que algunos nombres deserten para unirse a nosotros, y no al revés... para variar.

—Yo creo —dijo Próspero— que Thulandra Thuu quiere infiltrar entre nosotros a un nuevo asesino. Aguardará una ocasión para meterte una daga entre las costillas, y luego huirá como un diablo huye del infierno.

Trocero dijo:

—Disiento. Me ha parecido un oficial joven y franco, y no creo que sea uno de los que acompañan a Numedides en sus ampulosidades, ni un hechizado esbirro de Thulandra.

—No podemos fiarnos de las apariencias —insistió Próspero—. Una manzana puede estar roja aunque por dentro la devoren los gusanos.

—Si me permitís —les interrumpió Publius—, os diré que he conocido al padre de ese joven. Fue un ciudadano excelente e intachable, y debe de serlo todavía si aún vive.

—Los hijos no se parecen siempre a los padres —dijo Próspero con un gruñido.

—Próspero —dijo Conan—, tu preocupación por mi seguridad me honra. Pero todo hombre debe aceptar riesgos, especialmente en la guerra. Por mucho que me protejas de una daga oculta, es probable que Ulric acabe por matarnos a todos, a menos que un inesperado golpe de suerte invierta nuestra fortuna.

Se hizo el silencio; Conan estaba meditabundo, y sus profundos ojos azules miraban fijamente al suelo. Al fin, dijo:

—Tengo un plan... un plan arriesgado, pero no entrañará más peligros que nuestra situación presente. Tarantia está indefensa, desprovista de soldados, y el loco Numedides está haciendo de dios en su trono. Una banda de hombres desesperados, disfrazados de Dragones de la Guardia de la Casa Real, podría llegar a palacio, y...

—¡Conan! —gritó Trocero—. ¡Es una inspiración de los dioses! Yo dirigiré la incursión.

—Vos sois demasiado importante en Poitain, mi señor —dijo Próspero—. Seré yo quien...

—Ni el uno ni el otro iréis —dijo Conan con firmeza—. Los poitanios sois mal vistos en las provincias centrales, pues sus gentes no han olvidado que los invadisteis en tiempos de la guerra con el rey Vilerus.

—Entonces, ¿quién? —preguntó Trocero—. ¿Palántides? Conan negó con la cabeza, agitando su cabellera negra, y su rostro refulgió con sed de combate.

—Yo llevaré a cabo esta misión tan bien como sepa, o moriré en el intento. Escogeré un escuadrón entre los más veteranos, y tomaremos prestadas las sobrepellices y yelmos de los hombres del capitán Silvanus. Él también vendrá para identificarnos a las puertas de la ciudad. Sí, él es la llave que las abrirá.

Publius alzó una prudente mano.

—Un momento, caballeros. El plan de Conan podría triunfar en un conflicto ordinario. Pero, en Tarantia, no os enfrentaréis tan sólo a un rey demente, sino también a un malévolo hechicero, cuyos gestos místicos y palabras mágicas pueden mover montañas, o hacer venir demonios de la tierra, del mar o del cielo.

—Los brujos no me dan miedo —dijo Conan—. Hace años, en Khoraja, hice frente a uno de los más mortíferos y lo maté a pesar de sus gesticulaciones y balbuceos.

—¿Cómo lo lograste? —le preguntó Trocero.

—Le arrojé mi espada.

—No cuentes con lograrlo de nuevo —dijo Publius—. Tus fuerzas son grandes, y tus sentidos más agudos que los de los hombres comunes; pero la fortuna no es siempre amable, ni siquiera con los héroes.

—Cuando llegue mi hora, mi hora será —masculló Conan.

—Pero tu hora también podría ser la nuestra —dijo Próspero—. Déjame que mande llamar a Dexitheus. Un sacerdote mitraico siempre sabrá más acerca del más allá que nosotros, los mortales ordinarios.

Conan consintió, aunque de mala gana.

Dexitheus escuchó, juntando las manos, en qué consistía el plan de Conan. Al fin, habló gravemente:

—Publius tiene razón, Conan. No subestimes el poder de Thulandra Thuu. Los de mi corporación sacerdotal tenemos alguna noción de las fuerzas oscuras e innominables que el hombre no puede comprender.

—¿De dónde procede ese pestilente taumaturgo? —preguntó Trocero—. Algunos dicen que es vendhio; otros, que estigio.

—Ni lo uno ni lo otro —replicó Dexitheus—. En mi hermandad sacerdotal decimos que es lemurio, y ha venido, no sé cómo, de islas que se encuentran más allá del mundo conocido, en Oriente, en el océano que baña Khitai. Esas ocultas islas son lo único que queda de una anchurosa tierra que se hundió bajo las olas. Si quiere vencer a un hechicero con tantos poderes, nuestro general no podrá valerse de armas materiales ni de armadura.

Trocero preguntó:

—¿No hay brujos en este campamento que quieran llevar a cabo esta misión?

—¡No! —exclamó Conan—. No quiero para nada a esos charlatanes. No pienso dar asilo a ninguno, ni recabar su ayuda. Dexitheus le miró con el rostro entristecido.

—Aunque no lo sepas, general, estoy muy dolido.

—¿Cómo es eso, Reverendo Padre? —dijo Conan—. Te debo mucho, y no querría disgustarte sin motivo. No me hables en acertijos, mi buen amigo.

—No quieres para nada a los magos, mi general, y dices que son charlatanes y embaucadores; sin embargo, cuentas con uno entre tus amigos. Necesitas un mago; y sin embargo rechazas la ayuda de uno. —Dexitheus calló, y Conan le animó con un gesto a proseguir—. Tienes que saber, pues, que en mi juventud estudié las artes negras, aunque apenas si superé los rangos más bajos de la hechicería. Luego vi la luz de Mitra, y abjuré de todo trato con demonios y con las fuerzas de lo oculto. Si la corporación sacerdotal hubiese conocido mi pasado, no me habrían admitido en la orden. Así pues, si te acompaño en esta peligrosa misión...

—¿Tú, dices? —exclamó Conan, ceñudo—. ¡Brujo o no, eres demasiado viejo para galopar cien leguas! No sobrevivirías.

—Por el contrario, estoy hecho de una fibra más fuerte de lo que tú crees. La vida ascética me ha dado un vigor que supera en mucho a mis años, y me necesitarás para que arroje uno o dos contrahechizos. Pero, cuando te acompañe, mi secreto saldrá a la luz. Seré obligado a renunciar a mi santo oficio... Triste fin para la carrera de mi vida.

—Yo creo que el uso de la magia para un buen fin es un pecado perdonable —dijo Conan.

—Para ti, señor; no para mi orden, que es sumamente intolerante en esta materia. Pero no tengo alternativa; debo emplear por Aquilonia los poderes que tenga.

Suspiró con abrumadora pena.

—Cuando todo haya terminado —dijo Conan—, tal vez pueda persuadir a tu corporación sacerdotal para que hagan una excepción con el rigor de sus reglas. Prepárate, buen amigo, partiremos dentro de una hora.

—¿Esta misma noche?

—¿Y cuándo mejor? Si aguardamos al alba, podríamos encontrarnos el campamento cercado por los realistas. Próspero, selecciona un grupo entre tus jinetes más hábiles. Procura que cada uno lleve dos caballos, para que puedan cambiar a menudo. Pero hazlo con discreción. Tenemos que partir antes de que la cosa se sepa. Y los demás, mantened ocupados a mis hombres en la mejora de las fortificaciones mientras estoy fuera. ¡Adiós a todos!

Aun cuando la luna llena apenas si iluminara las copas de los árboles, una columna de jinetes, cada uno de los cuales llevaba una montura de refresco, abandonó sigilosamente el campamento rebelde. Conan cabalgaba al frente, ataviado con el yelmo y la sobrepelliz de los Dragones Negros. El capitán Silvanus cabalgaba a su lado, y Dexitheus, sacerdote de Mitra, vestido de manera parecida, les seguía al trote. Cincuenta de los soldados en quienes más confiaba Conan iban tras ellos, disfrazados de la misma manera que sus cabecillas.

Guiada por Silvanus, la columna se alejó del campamento realista dando un largo rodeo. Cuando se hallaron de nuevo en el camino de Tarantia, siguieron adelante al trote ligero. La luna se ocultó, y la negra noche envolvió a aquella hilera de hombres desesperados.

Capítulo 12

Oscuridad a la luz de la luna

El sol se había puesto y, en lo alto, una brillante media luna pendía del cielo sin nubes. En el palacio real de Tarantia, la solitaria cena del rey, servida en bandejas de oro en su comedor privado, había terminado ya. Salvo un catador que había estado de pie tras el sillón regio, dos guardianes que vigilaban la puesta guarnecida de plata y los lacayos que habían servido los platos del rey, nadie le había acompañado en su colación.

Millares de lámparas y velas centelleaban en los aposentos reales; tan bella era su luz, que un extraño que hubiera entrado allí se habría preguntado si una coronación o la visita de un monarca vecino eran la causa de tan suntuosa pompa.

Pero el palacio parecía curiosamente desierto. En vez de la charla de las amables damas, los caballerosos jóvenes y los nobles de más alto rango del reino, solamente los ecos del pasado resonaban por los pasillos de mármol, que estaban vacíos, salvo por unos pocos guardias en cuyas corazas plateadas se reflejaba la multitud de velas. Éstos eran, o bien muchachos adolescentes, o bien veteranos de barba gris; pues, cuando la guardia de palacio había ido al sur para hacer frente a los rebeldes, los oficiales del rey se habían apresurado a reemplazar las unidades de Dragones Negros con muchachos que estaban haciendo la instrucción y veteranos retirados.

Las lámparas y velas ardían toda la noche, pues el rey, que se creía un dios solar, opinaba que nada, salvo una luz semejante al día, podía hacer justicia durante la noche a su alta condición. Así, los siervos iban corriendo de una lámpara a otra para asegurarse de que todas tuvieran suficiente aceite, y llevaban puñados de velas de una araña de luces a otra para reemplazar a las que se habían consumido.

Al irse agravando la locura del rey, los cortesanos y funcionarios que normalmente se hallaban presentes se habían escabullido. El primero de éstos había sido Vibius Latro, que tenía despacho y aposentos en palacio. El canciller había hecho entregar a Numedides un mensaje en el que le pedía una breve licencia. La nota decía que su salud se estaba resintiendo de las largas horas de trabajo, y que, si no se tomaba un breve reposo en sus fincas rústicas, temía no poder servir más los intereses de Su Majestad.

Numedides, que acababa de flagelar a una de sus concubinas hasta la muerte, se hallaba de extraño buen humor, y le había concedido su petición. Así, Latro hizo subir a toda su familia en un carruaje y partió hacia sus propiedades, que se hallaban al norte de Tarantia. En la primera encrucijada, se había desviado hacia el este y, fustigando a sus caballos, se había puesto en camino hacia la frontera nemedia, que se hallaba a doscientas leguas. Otros miembros del cuerpo de oficiales del rey encontraron otras razones urgentes para solicitar una licencia, y se marcharon a toda velocidad.

El trono que Numedides tenía en la Cámara de Audiencias Privadas estaba puesto encima de una alfombra iranistania decorada con motivos, tejida con finas lanas hábilmente teñidas de color rubí, jade, amatista y zafiro, y entretejida con hebras de oro. El mismo trono, un mueble ornado, aunque no tan imponente como el Trono de Rubí del Salón Público del Trono, estaba aparatosamente decorado con dragones, leones, espadas y estrellas. El águila heráldica de la dinastía numedidiana parecía elevar el vuelo en el alto respaldo, y tenía las alas y los ojos salpicados de piedras preciosas en las que se reflejaba la abundante luz de las velas.

El cetro de plata del rey, el símbolo ceremonial de su realeza, yacía sobre los cojines de color púrpura que cubrían el asiento, mientras que la Espada de Estado, una gran arma con dos asas, adornada con joyas en el puño y la vaina, reposaba encima de uno de los amplios brazos del trono.

Había dos personas de pie en la estancia: el rey Numedides, que llevaba en la cabeza una fina diadema que era la corona de Aquilonia, y vestía una túnica de color carmesí con manchas de comida, vino y vómitos; y Alcina, con un ajustado vestido de seda verde marino.

Se miraban amenazadoramente desde lados opuestos del dorado trono. Alcina murmuró:

—¡Perro viejo y sarnoso! ¡Moriré antes que someterme a tus perversiones! ¡No podrás cogerme, viejo gordo, asqueroso grumo de mugre! ¡Vete a buscar una perra o una cerda para que sacie tu lujuria! ¡Hazlo con tus semejantes!

—¡Ya te he dicho que no te haré daño, mi fogosilla! —dijo Numedides resollando—. ¡Pero te cogeré! ¡Nadie puede escapar de los deseos de un rey, y menos de los de un dios! ¡Ven aquí!

De pronto, Numedides se alejó del trono con insospechada agilidad. Alcina, cogida por sorpresa, retrocedió de un salto, con lo que ya no pudo protegerse tras el enjoyado asiento. Entonces, abriendo los brazos y tratando de aferraría con las manos, el rey la empujó hasta una esquina alejada de las dos puertas de doble jamba, cuyos dinteles, sostenidos por columnas, adornaban la pared a derecha e izquierda del ostentoso trono.

Alcina metió las manos en el corpiño y sacó una estrecha daga, bañada en la punta con la misma poción que había matado a Amulius Procas.

—¡Retrocede, te lo advierto! —gritó—. ¡Sólo con que te pinche una vez, morirás!

Numedides dio un paso hacia atrás.

—Pequeña imbécil, ¿es que no ves que soy inmune a tu alfiler envenenado?

—Como te acerques más, veremos si lo eres.

El rey retrocedió hasta su trono y cogió su cetro. Entonces, una vez más, se acercó a la temblorosa muchacha. Cuando Alcina levantó la daga, el rey le dio un golpe en la mano con la vara de plata que le hizo abrirla. El arma cayó al suelo y rebotó en la alfombra, mientras Alcina, con un grito de angustia, oprimía contra el pecho la mano dolorida.

—Ahora, pequeña bruja —dijo Numedides—, vamos a...

Las dos jambas de la pared derecha de la Cámara de Audiencias se abrieron. Thulandra Thuu, apoyándose en su bastón tallado, apareció en el umbral.

—¿Cómo has entrado aquí? —bramó Numedides—. ¡Las puertas estaban cerradas!

La sibilante voz del moreno hechicero sonó como el chasquido de un látigo.

—¡Majestad! ¡Os advertí que no molestarais a mis siervos! El rey frunció el ceño.

—Sólo estábamos jugando a un juego inofensivo. Y, ¿quién eres tú para hacerle advertencias a un dios? ¿Quién es el que gobierna aquí?

Thulandra Thuu sonrió con sonrisa aviesa y amarga.

—Vos reináis aquí, pero no gobernáis. Gobierno yo. Las quijadas de Numedides enrojecieron a causa de su creciente ira.

—¡Blasfemo demonio! ¡Sal de mi vista antes de que te abrase con mis rayos!

—Calmaos, Majestad. Os traigo noticias... Entonces, el rey gritó:

—¡Te he dicho que salgas! Te voy a enseñar lo que...

La mano de Numedides buscó a tientas el puño de la Espada de Estado y lo encontró. Desenvainó el pesado acero de su enjoyada vaina y avanzó hacia Thulandra Thuu, blandiendo con ambas manos el arma. El hechicero aguardó tranquilamente a que se le acercara.

Con un chillido incoherente, el rey le asestó un mandoble que pretendía decapitarle. En el último instante, Thulandra, cuyo ademán no había variado, alzó su bastón con el fin de pararlo. Acero y madera tallada chocaron con gran estrépito, como si Thulandra hubiera blandido también una enorme espada. Haciendo una diestra pirueta con el bastón, el hechicero arrancó el arma de las manos del rey y la arrojó a lo alto; subió y subió, dando vueltas en el aire. Al volver a caer, el acero golpeó a Numedides en el rostro y abrió una herida, larga como un dedo, en la mejilla del rey. Los reguerillos de sangre mojaron su rojiza barba.

Numedides se puso una mano sobre la mejilla y miró estúpidamente al vacío mientras la sangre le resbalaba por los dedos.

—¡Sangro igual que un mortal! —murmuró—. ¿Cómo es posible?

—Todavía os falta mucho para poder cubriros con el manto de la divinidad —le dijo Thulandra Thuu con una fina sonrisa.

El rey gritó en un súbito ataque de miedo:

—¡Esclavos! ¡Pajes! ¡Fedón! ¡Manius! ¿En cuál de los nueve infiernos os habéis metido? ¡Están matando a vuestro divino amo!

—De nada le servirá —dijo tranquilamente Alcina—. Me dijo que había ordenado a todos sus sirvientes que abandonaran el palacio para que yo pudiera gritar cuanto quisiera sin ser oída.

Y se echó hacia atrás sus cabellos del color de la noche con la mano que no le había herido.

—¿Dónde están mis leales súbditos? —gemía Numedides—. ¡Valerius! ¡Procas! ¡Thespius! ¡Gromel! ¡Volmana! ¿Dónde están mis cortesanos? ¿Dónde está Vibius Latro? ¿Es que todos me han abandonado? ¿Ya no me quiere nadie, pese a todo lo que he hecho por Aquilonia?

El abandonado monarca empezó a llorar.

—Como ya sabéis en vuestros momentos de lucidez —le dijo severamente el hechicero—, Procas ha muerto; Vibius Latro ha huido; y Gromel se ha pasado al enemigo. Volmana está luchando a las órdenes del conde Ulric, igual que los demás. Ahora, por favor, sentaos y escuchadme; tengo cosas importantes que contaros.

Numedides anduvo torpemente hacia el trono y se dejó caer sobre el asiento; al hacerlo, su manchada túnica se agitó en torno a su cuerpo. Se sacó un sucio pañuelo de la manga y lo oprimió contra la mejilla herida, y la tela enrojeció de sangre.

—Si no podéis dominaros mejor —le dijo Thulandra Thuu—, tendré que prescindir de vos y reinar directamente, y no a través de vos como hasta ahora.

—¡No podrías ser el rey! —murmuró Numedides—. Ningún hombre de Aquilonia te obedecería. No tienes sangre real. No eres aquilonio. Ni siquiera eres hiborio. Hasta empiezo a dudar de que seas humano. —Calló por un momento con el ceño fruncido—. Aunque nos odiemos, me necesitas, igual que yo te necesito a ti.

»Y bien, ¿cuáles son esas noticias de las que hablabas? Espero que sean buenas. ¡Habla, mi señor hechicero, no me mantengas en la ignorancia!

—Si os avenís a escucharme... esta noche he hecho nuestros horóscopos, y he descubierto la inminencia de un peligro de muerte.

—¿Un peligro? ¿Y de dónde procede?

—No lo sé; las indicaciones no eran claras. No puede tratarse del ejército rebelde. Mis visiones del plano astral, confirmadas por el mensaje de ayer del conde Ulric, me informan de que los rebeldes están acorralados sin haber llegado a Elimia. Pronto se retirarán por lo desesperado de su situación, y se dispersarán o serán aniquilados. No hemos de temer nada de ellos.

—¿Y si ese diablo de Conan ha logrado eludir la vigilancia del conde Ulric?

—Ay, mis visiones astrales no son lo bastante claras como para distinguir individuos desde lejos. Pero el bárbaro es un sujeto con recursos; cuando lo pusisteis en fuga, os advertí que tal vez volveríais a verle.

—He sido informado de que se han visto cuadrillas de traidores cerca de los muros de la ciudad —dijo el rey, a quien le temblaban los labios con petulante incertidumbre.

—Tienen que ser falsos rumores, a menos que haya aparecido un nuevo caudillo entre los desafectos de las provincias centrales.

—¿Y si se alza una marejada que nos alcanza, y golpea los muros de la ciudad? ¿Qué podríamos hacer ahora que los Dragones Negros están lejos? Fue idea tuya mandarlos con el conde Ulric.

El rey hablaba con voz estridente, pues el miedo y la rabia habían roto el delgado hilo del que pendía su compostura. Siguió divagando:

—Yo te di el mando de esta campaña, porque decías poseer un gran caudal de sabiduría arcana. Ahora veo que, en cuestiones militares, eres un simple novato. ¡Lo has complicado todo! Cuando mandaste a Procas hacia Argos, dijiste que su incursión iba a acabar con la amenaza rebelde de una vez por todas; pero no fue así. Me aseguraste que esa chusma no atravesaría nunca el Alimane, y, ¡mira por dónde!, la Legión Fronteriza fue derrotada y se dispersó. Tú decías que no tendrían ninguna oportunidad de pasar el Escarpado Imirio, y sin embargo los rebeldes lo hicieron. Por fin, dijiste que la plaga que les habías enviado acabaría con esos advenedizos, y sin embargo...

—¡Majestad! —Una voz joven interrumpió las recriminaciones del rey—. ¡Os lo suplico, dejadme entrar! ¡Es una emergencia terrible!

—Ése es uno de mis pajes; conozco su voz —dijo Numedides, y se levantó y fue hacia la puerta, todavía cerrada, que se hallaba a la izquierda del trono.

Cuando le hubo dado la vuelta a la llave, un joven vestido de paje entró sin resuello:

—¡Mi señor! ¡El rebelde Conan se ha apoderado del palacio!

—¡Conan! —gritó el rey—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Habla!

—Un destacamento de Dragones Negros, o de hombres vestidos como ellos, entró galopando por las puertas de palacio, gritando que traían noticias urgentes del frente. Los guardias no cayeron en la cuenta y los dejaron pasar, pero yo he reconocido a ese corpulento cimmerio al ver su cara llena de cicatrices en la antesala iluminada. Le conocí en la Marca Occidental, antes de venir a Tarantia para servir a Vuestra Majestad. Y he corrido a avisaros.

—¿Quieres decir que está a punto de caer sobre nosotros, y que no hay guardias en palacio aparte de esa pobre cuadrilla de cachorros y sus abuelos? —Con los ojos brillándole de rabia, se volvió hacia Thulandra Thuu—. ¡Entonces, brujo sinvergüenza, haz un hechizo que lo detenga!

El mago ya estaba gesticulando con su bastón, y hablando en una lengua sibilante y desconocida. Mientras recitaba sonoras frases, tuvo lugar un extraño fenómeno. La luz de las velas se enturbió, como si la estancia se hubiera llenado de agitado humo, o de remolinos de niebla como los hay de noche en las marismas que la podredumbre vuelve malsanas. La atmósfera se oscureció más y más, hasta que la Cámara de Audiencias Privadas quedó negra como una mazmorra sellada durante siglos con una roca.

El rey gritó aterrorizado:

—¿Me has dejado ciego?

—¡Calmaos, Majestad! He arrojado un hechizo de oscuridad sobre el palacio, una defensa mágica. Si cerramos las puertas y hablamos en susurros, los intrusos no nos descubrirán.

El paje buscó a tientas el camino por la habitación alfombrada y dio la vuelta a la gran llave de la puerta de la izquierda, mientras que Alcina, ágil como una pantera, cerró de la misma manera la de la derecha. El rey volvió a su trono y se sentó en silencio, demasiado aterrorizado como para hablar. Alcina buscó el esbelto cuerpo del hechicero y se acurrucó a sus pies en muda súplica. El paje, no sabiendo bien qué le rodeaba, se alejó de la puerta que acababa de cerrar y deseó poder volver a su casa, en su humilde callejón de Tarantia. El silencio era completo, salvo por el pálpito de cuatro asustados corazones.

De pronto, la puerta que había cerrado el paje se abrió, y se oyó un cántico en lengua hiboria antigua. La negrura se difuminó y desapareció, y la luz de las muchas velas volvió a inundar los cuatro rincones de la cámara de audiencias.

Conan el cimmerio, con una espada ensangrentada en la mano, apareció en el umbral; tenía a su lado a Dexitheus, el sacerdote de Mitra, que estaba canturreando las últimas frases de su poderoso encantamiento.

—Mátalos, Thulandra —chilló Numedides, quien, tras ver a su antiguo general, tenía los ojos desorbitados.

Se sostenía el ensangrentado pañuelo sobre la mejilla herida y gemía. Alcina se acercó todavía más a su mentor, y miró con ojos tristes al hombre que había sobrevivido a su mortífera poción.

Thulandra Thuu alzó el bastón tallado, se lo arrojó a Conan y escupió una maldición en el idioma de su ignota tierra, o tal vez una vibrante invocación a un dios desconocido. Una rizada onda de luz, como un río azul de fuego vivo, surgió del bastón en dirección al pectoral de la armadura del cimmerio. Con el horrible fragor de un trueno, el rayo se estrelló contra una barrera invisible y se deshizo en centellas.

Frunciendo el ceño, Thulandra Thuu repitió su conjuro con más fuerza y con voz de profunda autoridad, apuntando esta vez a Dexitheus. De nuevo, la llama azul zigzagueó por el espacio que les separaba y se disgregó, como agua arrojada contra una luna de cristal.

Cuando Conan arremetió contra el hechicero, con las ansias de matar brillándole en los ojos, el capitán Silvanus se le adelantó, gritando:

—¡Tú eres el que mató a mi hija! ¡Quiero venganza!

Silvanus, en cuyos ojos inyectados en sangre relucía la locura, atacó al hechicero con la espada en alto. Pero antes de que hubiera dado tres pasos, el mago le señaló con su bastón y volvió a gritar. De nuevo, el rayo azul iluminó la estancia con terrible brillo; y Silvanus, profiriendo un grito de horror, cayó de bruces al suelo.

Había un orificio grueso como el pulgar de un hombre en el espaldar de su coraza, y el ennegrecido acero se combaba en torno a él como los pétalos de una rosa de muerte. Un charco rojo se iba extendiendo sobre la alfombra iranistania, y se mezclaba con sus colores de joya.

Conan no perdió tiempo lamentándose por su compañero y avanzó con rapidez hacia el brujo, alzando la espada para atacar. El paje, con el rostro ceniciento, se escondió detrás del trono; Alcina y el rey estaban con el cuerpo pegado a sendas paredes.

Pero Thulandra Thuu no había agotado sus recursos. Aferró los dos extremos del bastón con sus manos huesudas y lo sostuvo frente a sí, cantando en una lengua que ya era antigua cuando los mares engulleron Lemuria. Al dar otro paso, Conan se encontró con que una extraña resistencia lo obligaba a detenerse.

Era una superficie invisible, blanda y elástica; y, sin embargo, contuvo el fortísimo avance de Conan. Se le hincharon las venas del enorme cuello; su rostro se oscureció a causa del esfuerzo casi sobrehumano; los músculos se le retorcían como pitones. Pero la informe barrera aguantaba. Al golpear con la espada aquella invisible sustancia, vio que el bastón de Thulandra Thuu retrocedía como empujado por una fuerza invisible, pero no se rompía. La magia más potente de Dexitheus no podía contra aquel bastón, ni contra la protección que éste otorgaba a Thulandra Thuu.

Al fin, el hechicero habló, y parecía arrastrar en su voz el peso de muchos años.

—Veo que ese sacerdote de Mitra renegado te ha escudado de mis rayos; pero ni siquiera toda su insignificante magia podría destruirme. Aquilonia no es digna de mis esfuerzos. Me iré a una tierra que se encuentra más allá del amanecer, donde las gentes valorarán mis experimentos y el don de la vida eterna. ¡Adiós!

—¡Amo! ¡Amo! ¡Llévame contigo! —gritó Alcina, alzando los brazos en humilde súplica.

—¡No, muchacha, retrocede! Ya no me sirves para nada.

Thulandra Thuu se acercó a la puerta por la que había entrado en la cámara de audiencias. Mientras andaba, la barrera elástica también retrocedió. Con una sonrisa carente de alegría en los labios, y fuego en sus ojos azules, Conan siguió paso a paso al flaco hechicero. Su magnífico cuerpo se estremecía con la controlada furia del león que es privado de su presa.

Cuando llegó a la puerta por la que había entrado, Thulandra Thuu empezó a mecerse, y luego a dar vueltas sobre sí mismo. Giró más y más rápido, hasta que de su morena figura sólo quedó un borrón. De súbito, se esfumó.

Al desaparecer el brujo, la invisible barrera dejó de existir. Conan saltó hacia adelante, con la espada presta para un mandoble asesino. Gritando una terrible maldición, salió al pasillo. Pero allí no había nadie. Escuchó, pero no oyó pasos.

Sacudiéndose la revuelta cabellera como para ahuyentar un sueño, Conan se volvió hacia la Cámara de Audiencias Privadas. Encontró a Dexitheus guardando la otra puerta, a Alcina con el cuerpo pegado a la pared más alejada y al rey Numedides sentado en su trono, acariciándose el herido rostro con el pañuelo ensangrentado. Conan se acercó al trono para encararse con el rey.

—¡Atrás, mortal! —chillaba Numedides, señalándole con un rollizo dedo—. ¡Tienes que saber que soy un dios! ¡Soy el rey de Aquilonia!

Conan alzó un brazo, en el que sus duros músculos se anudaban como serpientes. Aferrando la túnica del rey, obligó al loco a ponerse en pie.

—Di, más bien —le masculló—, que habías sido rey. ¿Quieres decir algo antes de morir?

Numedides se vino abajo, como el sebo fundido que queda en torno a una vela extinguida. Las lágrimas resbalaban por su fofa cara y se mezclaban con la sangre que todavía manaba de su herida. Cayó de rodillas, y balbució:

—¡Por favor, no me mates, valeroso Conan! ¡Aunque haya cometido errores, yo sólo quise el bien de Aquilonia! Mándame al exilio, y no regresaré. ¡No puedes matar a un anciano desarmado!

Con un resoplido de menosprecio, Conan arrojó al suelo a Numedides. Se limpió la espada con el dobladillo del atuendo del caído monarca, y la envainó. Dando media vuelta, dijo:

—Yo no cazo ratones. Atad a esta escoria hasta que encontremos un manicomio donde confinarlo.

Un súbito movimiento que vio por el rabillo del ojo y un respingo de Dexitheus advirtieron a Conan del peligro. Numedides había encontrado la daga abandonada por Alcina y, arma en mano, se ponía en pie en un último y desesperado intento de apuñalar al Libertador por la espalda.

Conan se volvió, y agarró la muñeca de su atacante con la mano izquierda. Con la derecha aferró la fláccida garganta de Numedides y, tensando los poderosos músculos de su brazo, forzó a su atacante a sentarse en el trono. Con la mano que tenía libre, el rey tiró en vano de la inflexible muñeca de Conan. Movía las piernas espasmódicamente.

Cuando los férreos dedos de Conan se hundieron todavía más en el seboso cuello, los ojos de Numedides parecieron ir a saltar de sus órbitas. Abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Como una pitón, la mano de Conan le oprimió más y más el cuello, hasta que los otros que se hallaban en la estancia, conteniendo el aliento, oyeron el chasquido del cartílago. La sangre manó de las comisuras de los labios del rey, y se mezcló con los coágulos que le ensuciaban el rostro, la barba y los cabellos.

El rostro de Numedides se puso lívido y, poco a poco, sus frenéticos brazos quedaron yertos. La daga envenenada cayó al suelo y rodó hasta un rincón. Conan siguió oprimiendo con abrumadora fuerza hasta que hubo huido toda vida.

Por fin soltó el cadáver, que cayó del trono como un fardo mal hecho. El cimmerio respiró hondo, y entonces se volvió y desenvainó su acero; se oía estrépito de pies corriendo y ruido de armaduras por el pasillo. Unos veinte hombres de los suyos, que lo habían estado buscando por el palacio, se agolparon a la entrada de la cámara. Todas las voces callaron, todos los ojos le miraban a él, que estaba en pie, espada en mano, al lado del trono de Aquilonia; había una mirada triunfal en los ardientes ojos del cimmerio.

Nadie ha sabido nunca qué pensamientos atravesaron entonces el ánimo de Conan. Pero, al fin, envainó la espada, se agachó, y tomó la sangrienta corona de la desastrada testa del difunto Numedides. Sosteniendo la fina diadema con una mano, desató con la otra la correa del yelmo y se lo quitó. Entonces, alzó la corona con ambas manos y se la puso en la cabeza.

—Y bien —dijo—, ¿cómo me veis? Dexitheus habló con fuerte voz:

—¡Salve, rey Conan de Aquilonia!

Los demás repitieron su ovación; y por fin, incluso el paje, que miraba alelado desde detrás del trono, participó en los vítores.

Alcina, adelantándose con su seductor encanto de bailarina que tanto había enardecido a Conan en Messantia, se acercó a él y cayó graciosamente de rodillas.

—¡Oh, Conan! —gritó—. Yo siempre te he amado a ti. Pero, ay, ese perverso taumaturgo me hechizó y me obligó a hacer su voluntad. ¡Perdóname, y seré siempre una sierva leal!

Ceñudo, Conan la contempló, y habló con voz parecida al trueno que retumba entre los montes.

—Cuando alguien trata de matarme, sería necio por mi parte darle una segunda ocasión. Si fueras un hombre, te mataría aquí y ahora. Pero, como yo no hago la guerra a mujeres, puedes irte.

»Si una vez terminada esta noche se te encuentra en estas regiones que han tomado partido por mí, perderás tu bonita cabeza. Elatus, llévala a los establos, ensíllale un caballo y haz que la acompañen hasta las afueras de Tarantia.

Alcina se fue; la negra nube de sedosos cabellos ocultaba su semblante. Al salir, se volvió para mirar una vez más a Conan. Resbalaban lágrimas por sus mejillas. Entonces, se marchó.

Conan arreó una patada al cadáver de Numedides.

—Clavad la cabeza de esta carroña en una lanza y mostradla por la ciudad, y luego llevádsela al conde Ulric, que está en Elimia, para convencerles a él y a su ejército de que un nuevo rey gobierna Aquilonia.

Uno de los soldados de Conan se abrió paso dando codazos por la atestada sala.

—¡General Conan!

—¿Y bien?

El hombre se detuvo a tomar aliento. Tenía los ojos como platos.

—Nos ordenasteis a Cadmus y a mí que guardáramos las puertas del palacio. Pues bien, acabamos de oír un caballo y un carro que salían de los establos, pero no hemos podido ver ni bestia ni carruaje. Entonces, Cadmus ha señalado al suelo, y había una sombra en el camino iluminado por la luna, parecida a un caballo con su carro. ¡Se movía por el suelo, pero no había nada de lo que pudiera ser sombra!

—¿Qué habéis hecho?

—¿Que qué hemos hecho, señor? ¿Y qué podíamos hacer? La sombra ha salido por el portalón, que estaba abierto, y ha desaparecido por la calle. Por eso he venido corriendo a decíroslo.

—Eran el hechicero del difunto rey y su criado, no me cabe ninguna duda —dijo Conan a la multitud que le rodeaba—. Dejemos que se vayan; ese brujo ha dicho que se marcharía a alguna lejana tierra de oriente. No volverá a molestarnos. —Entonces, volviéndose hacia Dexitheus, le dijo—: Tendremos que establecer un nuevo gobierno por la mañana, y tú serás mi canciller.

El sacerdote replicó con voz angustiada.

—Oh, no, gen... ¡Majestad! Voy a tener que llevar una vida de ermitaño, por haber recurrido a la magia contraviniendo las reglas de mi orden.

—Cuando Publius venga con nosotros, podrás irte con mi bendición. En el ínterin necesitaremos un gobierno, y tú entiendes de política. Procura tener reunidos a todos los oficiales públicos y sus escribientes al mediodía.

Dexitheus suspiró.

—Muy bien, mi señor rey. —Miró el cadáver de Silvanus y negó tristemente con la cabeza—. Lamento mucho la muerte de este joven, pero no pude mantener mis campos defensivos en torno a vosotros dos a la vez.

—Ha muerto como un soldado; lo enterraremos con honores —dijo Conan—. ¿Es posible tomar un baño en esta chabola de mármol?

Afeitado, envuelto su poderoso cuerpo en terciopelo negro, Conan se sentó en el mismo trono cubierto de purpúreos cojines, en la Cámara de Audiencias Privadas. Toda traza de violencia había desaparecido. Se habían llevado los cadáveres, habían enterrado la daga envenenada, habían limpiado las manchas de sangre de la alfombra. Una expectante sonrisa iluminaba el anguloso rostro de Conan.

Entonces apareció el canciller Publius, vestido de terciopelo, llevando varios pergaminos bajo el brazo.

—Mi señor —empezó a decir—, os traigo...

—¡Diablos de Crom! —exclamó Conan—. ¿Es que no pueden esperar esos asuntos? Próspero me ha traído una veintena de bellezas que se han presentado voluntarias para ser concubinas del rey. Tengo que elegir entre ellas.

—¡Señor! —dijo Publius severamente—. Algunos de estos asuntos requieren preocupación inmediata. No les ocurrirá nada a esas jóvenes por esperar un rato.

»Aquí, por ejemplo, tenéis una petición de la baronía de Castria, que suplica se le condonen sus atrasos en el pago de impuestos. Estas son las cuentas del tesoro. Y estos son los informes de los abogados referentes al proceso civil de Phinteas contra Arius Priscus, que ha sido remitido a la corona por apelación. El proceso ha durado dieciséis años sin llegar a resolverse.

«Aquí tenéis una carta de un tal Quesado de Kordava, un antiguo espía de Vibius Latro. Me parece que ya habíamos tenido algún trato con él.

—¿Qué quiere ese perro? —rezongó Conan.

—Suplica que le devolváis su antiguo empleo como agente de inteligencia al servicio de Su Majestad.

—Sí, era bueno en ocultarse y en fingirse beodo o idiota. Dale un puesto... a título de prueba, pero no se te ocurra enviarlo como emisario ante otro monarca.

—Sí, señor. Aquí tenéis una petición de indulto para Galenus Selo. Y esta otra petición, que han mandado los del gremio de herreros. Quieren...

—¡Dioses y diablos! —gritó Conan, dando con su velludo puño en la palma de la otra mano—. ¿Por qué no me avisó nadie de que un rey tenía labores tan monótonas? ¡Casi preferiría piratear por las mares oceanas!

Publius sonrió.

—Aun la más ligera de las coronas puede pesar en ocasiones. El gobernante tiene que gobernar, porque si no acabará gobernando otro. El difunto Numedides eludía sus tareas, y acabó por...

Conan suspiró.

—Sí, sí. Supongo que tienes razón, Crom maldiga todo esto. ¡Paje! Tráeme una mesa y extiende sobre ella estos documentos. Ahora, Publius, veamos primero el estado de las cuentas del tesoro...