Keith Laumer
La Jaula Infinita
Título original: The Infinite Cage
Traducción: Domingo Santos
Cubierta: Antonio Garcés Primera edición: Febrero de 1990
© 1972 by Keith Laumer
© de esta edición, Ediciones Júcar, 1990
Fernández de los Ríos 20. 28015 Madrid. Alto Atocha 7. 33201 Gijón
I.S.B.N.: 84-334-4032-2
Depósito Legal: B. 4.817 i 1990
Producción: Fénix Servicios Editoriales
Impreso en Romanyá/Valls. Verdaguer, 1 Capellades (Barcelona)
Printed in Spain
Keith Laumer pertenece a esa clase de escritores norteamericanos de ciencia ficción que nunca han escrito un auténtico best-seller, que no pueden vanagloriarse de ninguna obra excepcional, pero cuya abundante y continuada producción mantiene, a lo largo de los años, un encomiable nivel de calidad que los convierte en un autor de segura venta entre los lectores aficionados al género. Su principal obra y la más conocida (también en España) es evidentemente su trilogía Mundos de Imperio, sobre el tema de los mundos paralelos, a la que le sigue su larga serie (más de una docena de volúmenes) sobre las aventuras de Jaime Retief, un curioso diplomático interestelar, personaje basado en las propias experiencias de Laumer de sus años de servicio en el cuerpo diplomático, y que recientemente ha sido llevada al comic y está en proyecto para el cine. Ha escrito también (y novelizado algunos de ellos) varios guiones para las series de televisión Los invasores y Los vengadores. A lo largo de su carrera ha sido nominado dos veces para el premio Hugo y cuatro para el Nébula.
Laumer, como hasta hace poco Jack Vance (con quien tiene literariamente muchos puntos de contacto) es un autor no descubierto aún en España y que vale la pena conocer. Etiqueta Futura tiene intención de paliar en lo posible este desconocimiento, con la publicación aquí de una de sus novelas más conocida y constantemente reeditada en los Estados Unidos, La jaula infinita, y próximamente con otra de sus mejores obras, El largo crepúsculo, así como algunas, si no todas, las interesantes aventuras de Retief, ese personaje que, en el fondo, es un alter ego del propio autor.
Domingo Santos
Este libro está dedicado a Betty
por sus muchas faltas.
1
El sargento B. M. «Gordo» Dubell, del Departamento de Policía de Jasperton, se sacó de la boca la colilla de cinco centímetros de un puro apagado, la aplastó concienzudamente en el descascarillado platillo que tenía sobre su escritorio sólo para este fin, y gritó el nombre del agente Kinch. No hubo respuesta. Pateó la silla hacia atrás, rodeó pesadamente el escritorio, los hombros cuadrados, la barriga prominente, las esposas tintineando junto a la funda de la pistola. Un rollo de grasa, picado de acné, desbordaba del arrugado cuello de su camisa; manchas marrones salpicaban su calvo cráneo.
Se detuvo en la parte superior de las escaleras que descendían hasta la sección de los calabozos conocida como el Anexo y llamó de nuevo a Kinch. No hubo respuesta. Cruzó la recia puerta chapada de acero y empezó a bajar los peldaños. Abajo, el pasillo avanzaba en línea recta una distancia de cinco metros y moría en el corredor transversal. El sargento Dubell dobló la esquina de éste y se detuvo en seco. A seis metros de distancia en el estrecho corredor, la pesada puerta de gruesas barras de hierro de la celda número 3 estaba abierta de par en par. Dubell extrajo su pistola de la funda y avanzó rápida y silenciosamente.
Kinch estaba tendido con la mejilla apoyada en el suelo de la celda, roncando suavemente. Sobre su ojo izquierdo, un hematoma que iba cambiando de rosa a púrpura recorría la línea de su pelo. A su lado había un taburete de madera, volcado. Dubell maldijo y tomó su linterna, la encendió y la paseó en torno a la celda.
El prisionero se hallaba tendido de lado junto a la pared. Estaba desnudo, con el cuerpo sucio, marcado con pequeños cortes, arañazos y hematomas. Su pelo era largo y enmarañado. Miró a la luz con unos ojos muy grandes y desenfocados.
—Qué demonios —gruñó Dubell. Probó el interruptor de la pared; la bombilla envuelta en la rejilla metálica en el techo estaba fundida. Se arrodilló al lado de Kinch y comprobó su pulso; era fuerte y regular. Debió tropezar con el taburete, supuso Dubell. Maldito estúpido. Ahora voy a tener que cargarlo hasta arriba. Incluso tal vez tenga que llamar al doc Fine. Gastar el dinero de la comunidad. Problemas. Tener que hacer el trabajo de dos.
Dubell gruñó, alzó al inconsciente hombre hasta sentarlo, se preparó para cargárselo al hombro. No se dio cuenta de que el prisionero se había movido hasta que lo vio en la puerta. Dubell gritó y saltó en pie, impedido por el peso en su espalda. El hombre desnudo cruzó la puerta y cayó. Dubell soltó a Kinch y corrió tras él, pero la puerta se cerró con un sonoro clic de acero.
Golpeó y chilló, pero no hubo respuesta.
El prisionero estaba tendido de espaldas, contemplando la luz al final del corredor. No era consciente de que había cerrado accidentalmente la puerta con el pie; no prestaba atención a los sonidos que le llegaban desde atrás. No recordaba nada anterior al ahora, pero no se preguntaba quién era, qué era, dónde estaba, dónde había estado antes de estar aquí; tampoco era consciente de la ausencia de tales recuerdos. Estaba absorto en la intensidad de las impresiones sensoriales que le asaltaban, todas las cuales debían de ser consideradas, clasificadas, archivadas...
Gradualmente tuvo consciencia de una distinción entre él y su alrededor. Determinó, mediante movimientos tentativos, que el yo comprendía un torso articulado, al que estaban unidos una cabeza, con limitada capacidad de movimiento; dos piernas articuladas, bastante más móviles; y dos brazos, que estaban fuertemente limitados en sus movimientos por una conexión que los mantenía en yuxtaposición cercana en sus extremos. Estos extremos estaban elaborados en juegos de miembros más pequeños, dedos, que descubrió que podían moverse muy libremente. Los nombres para todas esas partes acudieron a su mente sin ningún esfuerzo, sin que se diera siquiera cuenta de ello.
Los brazos le molestaban. De alguna forma, tenía la sensación de que deberían poder moverse de una forma más libre. Tras una cuidadosa introspección, dedujo que la unión que los mantenía juntos no formaba parte de su yo.
Tiró de la traba, y repentinamente una imagen clara acudió a su mente: se imaginó a sí mismo frotando aquella unión de metal contra una superficie abrasiva; específicamente, el canto de cemento de la puerta que tenía a su lado. Se situó torpemente en posición y, tentativamente, frotó las esposas contra el duro ángulo, produciendo un raspante sonido metálico. Sus brazos, descubrió rápidamente, sufrían la abrasión mucho más rápidamente que el metal... El metal era duro, determinó, y saboreó el concepto. La materia corporal era blanda. Siguió más cuidadosamente, frotando la unión de metal hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, intentando con un éxito parcial mantener su piel libre del contacto. El dolor se incrementó por un tiempo, luego disminuyó gradualmente. Una nueva sensación —fatiga— apareció, ardiendo en sus brazos como un fuego lento; pero la ignoró. No se sintió aburrido ni impaciente. No tenía consciencia del paso del tiempo; pero el tiempo pasaba. Finalmente, la unión de metal se partió.
Se sintió encantado con la nueva libertad de movimientos, y flexionó brazos y manos tan sin objetivo como un bebé jugando con los dedos de sus pies. Sus ojos fueron atraídos por el reluciente reflejo carmesí en sus muñecas. Un fluido, intenso y rojo, resbalaba por la blancura de sus muñecas. Había dolor allí ahora, agudo, fuerte, exigiendo atención. Involuntariamente, dejó escapar un quejido bajo.
Era un fenómeno nuevo e interesante. Experimentó con su boca y su lengua, buscando la combinación que había producido un efecto tan nuevo e interesante. Consiguió efectuar ruidos chasqueantes y cliqueteantes, pero nada tan completo como el largo y satisfactorio quejido. Deseó acercarse a él. Sus brazos y piernas efectuaron durante unos momentos movimientos natatorios sin sentido antes de que interviniera un esquema instintivo. Se puso sobre manos y rodillas, oscilando primero, pero ganando rápidamente control, y se arrastró hacia la luz.
Halló las escaleras, se detuvo un instante, luego empezó a subir, torpemente al principio, luego con mayor seguridad. Le dolían las rodillas, y las muñecas, pero no se le ocurrió detenerse o intentar aliviar su dolor; en realidad no era consciente de él, no más de lo que era consciente de la atracción gravitatoria de la Tierra o de la presión de la atmósfera.
Arriba hizo una pausa, encantado por el cambio en la escena. Un atisbo de la vastedad del mundo exterior llegó hasta él. No-yo era mucho más grande que yo.
Se sintió fascinado por los nuevos colores y formas; el color tostado claro y oscuro de la pared, el moteado verde de las baldosas del suelo, la mancha roja de la alarma contra incendios. La luz procedía de un lugar muy alto arriba. Se detuvo debajo de él y se tendió hacia arriba, y al instante su barbilla golpeó contra el suelo. Notó el sabor de la sangre en su boca, y pasó medio minuto saboreando aquella área completamente nueva de sensaciones.
La luz colgaba muy por encima de él, haciéndole señas, atrayéndole. Se puso se rodillas, luego de pie. Sus dedos fracasaron de nuevo en alcanzar la resplandeciente bombilla. Deseó alzarse en el aire, pero no ocurrió nada.
Siguió adelante, cruzó otras habitaciones, llegó a una más grande. Un esquema de brillantes puntos de resplandeciente color en su extremo más alejado atrajo su atención. Se dirigió hacia allá.
Sus manos golpearon algo invisible: el panel de cristal de la puerta exterior. Empujó, en busca de los hipnóticos colores. El panel cedió, la puerta se abrió. Dio dos pasos, luego cayó de bruces por los peldaños de la entrada, golpeándose violentamente la cabeza contra el cuarteado pavimento de abajo.
Angelique Sobell se había tomado un cuidado especial con su toilette aquella tarde, concediéndole a su pelo cincuenta pasadas completas de cepillo antes de ponerse una blusa de satén negro, una falda de hule rojo con un cinturón de plástico blanco, calcetines blancos altos hasta los tobillos, zapatos blanco-amarillos de tacón alto, un poco gastados. De una caja de puros seleccionó un anillo de coral rosa, un brazalete estilo navajo con grandes piedras verde mate, y un collar de perlas descascarilladas.
Su reflejo en el gran y empañado espejo de bordes biselados atornillado a la parte de atrás de la puerta adoptó poses provocativas, con una mano en la cadera para ocultar el ligero rollo de carne que asomaba allí, pecho fuera y arriba, pies en ángulo recto para remarcar la línea de los muslos.
—Crisssto —murmuró—. La nena se está poniendo gorda.
Se concedió una última mirada en el espejo, recordando alzar la barbilla para alisar la línea de la papada, y abandonó el apartamento, cerrando con llave la puerta a sus espaldas. Los olores en la escalera eran los habituales: cocina rancia, orina y yerba; bajó lentamente, con una mano sobre el ligeramente pegajoso barniz del pasamanos.
Fuera caía una ligera llovizna. Pasó junto a los almacenes cerrados y a oscuras, una silenciosa gasolinera, un aparcamiento. Brillaba una luz sobre una puerta allá delante. Había unos oscuros matorrales al pie de un corto tramo de escaleras. Cuando pasó junto a ellos, vio los pies de un hombre proyectarse de las sombras al extremo de la acera.
Angelique se detuvo, miró aquellos pies. Estaban desnudos, y su color era tan blanco como el de los huesos. Habla un desnudo y sucio tobillo, una pantorrilla llena de arañazos. El otro pie estaba doblado por la rodilla, que mostraba una herida reciente. El hombre estaba desnudo, tendido allá sobre el césped. Había sangre en su boca, en sus manos, en sus rodillas.
—Buen Dios —susurró Angelique. Alzó la vista hacia las letras grabadas en negro en una placa dorada sobre el iluminado portal: Departamento de Policía de Jasperton—. Los asquerosos cerdos. —Rodeó el obstáculo y siguió apresurada su camino.
A la manzana siguiente vio a un hombre alto y de redondeados hombros salir de una tienda de licores abierta toda la noche.
—Henny —llamó. Aguardó—. Esos sucios polis —jadeó, acercándose a él—. Esta vez han ido demasiado lejos. Han arrojado a un pobre diablo a la calle en pelota viva. Le han dado una paliza, quizás esté muerto.
—¿De veras? —El hombre tenía una voz profunda y ronca. Miró a lo largo de la calle. Era una mirada que decía que no deseaba meterse en problemas. Se metió la botella envuelta en una bolsa de papel bajo el brazo cuando la mujer lo sujetó.
—Es ahí mismo. —Angelique señaló con el pulgar por encima del hombro—. El tipo está tendido en el suelo delante mismo de la casa de los polis, bajo la lluvia.
—No es asunto mío...
Ella tiró de su brazo.
—¡No te hará ningún daño mirar, Henny!
El avanzó, reluctante. Ella lo guió a lo largo de la manzana, cruzó la calle contra la luz, se acercó cautelosamente a la dependencia de la policía.
El hombre aún seguía allí, tendido en la misma posición.
—Jesús —dijo Henny.
Angelique se acercó más, miró el pálido e hirsuto rostro.
—Aún respira.
—Y lleva esposas.
Angelique estaba estudiando la iluminada puerta de la comisaría. El pasillo al otro lado estaba vacío, las ventanas de los lados a oscuras.
-Escucha, Henny. Saquémosle de aquí.
-¿Eh? ¿Estás loca? —Henny retrocedió unos pasos.
—Échatelo a la espalda; no pesa tanto como eso. Lo llevaremos a tu casa.
—Olvídalo. —Henny empezó a volverse; Angelique inspiró profundamente, como si se preparara para gritar. Henny sujetó su brazo—. ¿Qué demonios...?
—Cógelo, o gritaré: «¡Que me violan!», y, muchacho, creo que les encantará darte un buen masaje con sus porras.
Henny vaciló un momento. Luego maldijo, se inclinó, cogió el frío, mojado y fláccido cuerpo de colgantes brazos y abierta boca.
—Ahíhhggg —bufó Henny—. Apesta.
—Vamos.
Gruñendo, Henny inició un medio trote, con Angelique a sus talones, mirando de tanto en tanto hacia la iluminada puerta que dejaban atrás, que seguía sin mostrar ningún signo de vida.
Abrió los ojos; un rostro desconocido le miraba desde arriba: pálido, labios escandalosamente rojos, manchas negras en torno a los ojos.
—Hey..., ya vuelve en sí —dijo el rostro, con una voz de registro agudo.
Sentía dolor; un dolor que parecía recorrer su cuerpo en oleadas, exigiendo alguna respuesta. Su garganta se tensó; su boca y su lengua se movieron como por voluntad propia.
—Mi rodilla duele —dijo bruscamente, impremeditadamente; luego se echó a llorar. Sintió las grandes y cálidas lágrimas rodar por sus mejillas. Era bueno llorar; parecía aliviar algún tipo de presión dentro de él. Gimió, gozando con el alivio.
—Hey, tranquilo —dijo la mujer. Se irguió; podía verla confusamente a través de sus lágrimas. No quería que se fuera; quería que permaneciera cerca y lo observara llorar. Tendió impulsivamente una mano hacia ella, y ella retrocedió.
—Hey, por el amor de Dios —dijo la mujer.
Los ojos del hombre se posaron en su propia muñeca, la que había tendido. Había un brillante brazalete rodeándola, manchado de rosa y rojo oscuro: sangre. La piel estaba desgarrada junto al metal; podía ver la carne debajo, y los pequeños jirones de colgante piel. La sangre se había secado en una costra oscura en sus brazos.
—Duele —dijo, y pensó en llorar un poco más. Empezó a alzarse, pero sus piernas parecían muy extrañas. Cayó, agarrándose a la cama mientras lo hacía, arrastrando las sábanas con él.
—Oh-oh —dijo—. Iba al baño.
La mujer maldijo. Un hombre al que no había visto antes exclamó:
—¡Jesús, Anj, por el amor de Dios! Este hombre está hecho polvo.
—¡Bueno, no te quedes aquí diciéndome que está hecho polvo! ¡Llévalo al baño! El pobre tipo está enfermo, no puede remediarlo.
—¡No soy ninguna enfermera de noche!
Gruñendo, el hombre llamado Henny sujetó su brazo, lo alzó. Sus piernas seguían pareciendo raras. Dejó que lo arrastraran, el cuerpo fláccido.
—No te hagas el listo con nosotros, muchacho —dijo el hombre—. Si no, por Dios que te juro que vuelvo a arrojarte a la calle.
—Cállate, Henny. Vamos, amigo, camina. Mueve las piernas. —El tono de la mujer era mucho más amistoso que el del hombre. Decidió que le gustaba más. Lo condujeron por un corto pasillo, y el hombre le hizo cruzar una puerta al cuarto de baño. Tenía paredes marrones y todas las tuberías vistas, y el asiento del wáter estaba roto, y la pared llena de inscripciones.
—No las leas, haz lo que tengas que hacer —dijo el hombre, de pie junto a la puerta abierta.
—Ya lo hice —contestó—. No necesito hacer más.
En el pasillo, la mujer se echó a reír. El hombre maldijo. Juntos, le ayudaron a volver a la habitación, lo dejaron caer en la cama. La cama era agradable, decidió. Le gustaba la cama. Pero aún sentía dolor. Había olvidado hasta qué punto le dolía mientras estaban ocupados con el excitante viaje por el pasillo, pero ahora el dolor estaba exigiendo de nuevo su atención.
—Oh —exclamó—. Duele de veras. —Y se echó a llorar de nuevo, en silencio esta vez. No era tan divertido llorar en silencio, pero ahora lloraba con sinceridad, una expresión de gran dolor. El dolor crecía y crecía, era como un fuego prendido en hierba seca que se iba extendiendo, devorando la hierba, creciendo cada vez más. Gimió.
—Por favor, haced que pare — suplicó. Pateó, pero eso sólo hizo que le doliera más. Permanecer tendido inmóvil en la cama, descubrió, hacía que el dolor disminuyera. Se quedó quieto, contemplando el techo. Había dibujos allí: un dibujo general de pequeñas líneas enroscadas, y manchas más grandes y oscuras de decoloración. Los estudió, buscando su significado. Había olvidado por completo al hombre y a la mujer.
—Mira al mamón —dijo el hombre, haciéndole recordar su existencia—. Echado ahí, tan feliz como un cerdo en una pocilga.
—Escucha, amigo —dijo la mujer—. ¿Cómo te llamas?
—Lonzo —dijo inmediatamente. El nombre había brotado en su mente como si hubiera estado aguardando allí aquella pregunta específica. No significaba nada para él; era una respuesta automática efectuada por su boca, no conectada con el yo.
—¿Lonzo qué?
La miró. Iba recubierta con una tela negra fina y como mojada, que se pegaba a su cuerpo. Se sintió intrigado por las protuberantes formas delineadas bajo la tela, y tendió una mano hacia ella. Ella dio un salto hacia atrás. El hombre se echó a reír.
—Será mejor que guardes tus manos para ti mismo, Lonzo —dijo secamente—. ¿Cuál es tu apellido? ¿De dónde eres?
—Sprackle —respondió, oyendo sorprendido su propia voz pronunciar la extraña palabra.
—¿Ése es tu nombre? ¿O tu ciudad?
—No lo sé.
—Lonzo Sprackle: ¿es ése tu nombre?
—Fred. Freddy. —Saboreó el nuevo sonido.
—¿Lonzo Fred Sprackle?
—Horace. Seymore. Jim. —Había tantos sonidos disponibles; su boca parecía conocerlos todos.
—¡Maldita sea, ella te ha preguntado tu nombre, muchacho! —cortó Henny—. No te pases de listo, o te echaré de vuelta inmediatamente a la cloaca donde te encontramos. Ahora, ¿cómo te llamas?
—Charles «Chuck» Weinelt. —Notó que otros pensamientos— forma se agitaban detrás de las palabras, pero Henny no le dio tiempo de explorarlos.
—De acuerdo, Chuch; ¿de dónde vienes?
—De Lacoochee.
—¿Dónde está eso?
—En Florida.
—¿Cómo hiciste todo el camino desde Florida hasta aquí?
—Yo..., caminando.
—Eso es una caminata malditamente larga, muchacho. ¿Por qué te cogieron los polis?
Tendido en la cama, miró a Henny. Henny seguía haciendo preguntas, y él se oía a sí mismo responderlas, pero las respuestas no parecían proceder de su interior. Era interesante aguardar a ver lo que diría a continuación.
—Vagancia —dijo su voz. Se preguntó qué significaba vagancia. Pero al momento siguiente la información estaba allí, en su mente: La condición o cualidad de vagar; persona que va sin rumbo fijo de lugar en lugar. Del francés antiguo waurcrant...
—¿Qué es lo que te hicieron? —preguntó Henny.
—Intentaron ser más listos que yo. —Aquélla, notó, era una nueva voz. Sonaba diferente, más tensa, más acalorada...—. Intentaron conseguir que perdiera el control. Los malditos traidores. Hombres a los que yo hice...
—¿Eh?
—Me hicieron subir al coche. —De nuevo la aleteante sensación de un cambio.
—¿Y luego qué?
—Ella dijo que había que dedicarle al asunto un poco de consideración. Así es como lo dijo. Suavemente, por supuesto. Pero alguna consideración. La maldita puta.
—Hey, amigo, deja de decir tonterías. Quiero saber lo que te hicieron los polis. ¿Te pegaron?
Cambio.
—Sí. Bastante. Pero no demasiado, ¿sabes? Sólo como advertencia. No les guardo rencor.
—¿Por qué te quitaron las ropas?
- Cabrones. Hijos de puta. —No se dio cuenta de que hablaba en español. Escupió.
—Hey, no escupas por ahí. Y no empieces a hablar chicano. Te quitaron las ropas y te trabajaron un poco y luego te echaron fuera, ¿correcto?
—Demonios, Henny —exclamó la mujer—, así no vas a averiguar nada, le estás dando todas las respuestas. —Empujó al hombre a un lado con el hombro y se sentó en el borde de la cama—. Ahora escucha, encanto, puedes hablar con Angie. Tú le dirás todo a Angie, ¿verdad? Cuando los polis te cogieron, tú te dedicabas a tus propios asuntos, ¿verdad?
—¿Quién le está dando ahora las respuestas?
—¿No fue así, encanto?
Cambio. Cambio. Cambio. Una sensación de presión, peligro, urgencia.
—Resistid —se oyó decir a sí mismo—. Yo no les diré cómo lo hicisteis, pero vosotros no les deis a esos bastardos absolutamente nada.
—¿A qué bastardos te refieres, encanto? —preguntó Angelique.
—Esos tipos asquerosos del GI. Con unas palabras tan suaves como el diablo. Todos los hombres de mi equipo lo han soltado todo. Haré que los fusilen.
—¿Qué equipo es ése, encanto?
—Link, Francis X. Mayor, AO 2355609. Eso es todo lo que conseguiréis.
—¿Ese es tu nombre, Francis X. Link?
—Eso es lo que he dicho, ¿no?
—¿De dónde eres, Link?
—De Duluth. ¿Por qué?
—Demonios, este tipo está más loco que un canuto —dijo Henny—. Nos está tomando el pelo de mala manera. —Pasó junto a la mujer y agarró al hombre tendido en la cama por los hombros, lo sacudió—. No te sigas haciendo el listo con nosotros, muchacho. Te preguntaré por última vez quién eres y por qué te cogieron. ¿Robaste un almacén? ¿Mataste a alguien?
Cambio.
—Cuatro de ellos —murmuró—. Quizá cinco. Oh, Dios, estaba asustado. Cruzaron la puerta y todo saltó. Oh, yo no quería hacerlo.
Henny maldijo y arrojó al hombre contra la cama, disgustado.
—Este tipo está mochales —dijo—. No sabe lo que dice.
Cambio. Esta vez era diferente. Era como si se hubiera abierto una puerta y la luz hubiera penetrado por ella, dominando toda la escena.
—Bueno... —estaba diciendo Henny. Se interrumpió cuando el hombre en la cama se alzó repentinamente sobre un codo.
—Dejé órdenes de que no fuera molestado —restalló—. ¿Quiénes son ustedes? —Sus ojos recorrieron parpadeantes la habitación. Su expresión cambió, se volvió bruscamente cautelosa—. ¿Qué demonios ocurre aquí? ¿Dónde estoy?
Henny y la mujer habían retrocedido ante el restallido de su voz.
—Bueno, esto, aquí es mi casa —dijo rápidamente Henny—. Usted estaba en muy malas condiciones, señor. Así que quisimos ayudarle, eso es todo...
—No van a ir muy lejos con esto —dijo el hombre en la cama. Echó a un lado la delgada manta, apoyó sus pálidas y flacas piernas en el suelo—. Todos los agentes de policía del país estarán pronto persiguiéndoles... —Se detuvo cuando sus ojos se posaron sobre sus desnudas piernas. Retrocedió, como para escapar de su propio cuerpo. Dejó escapar un ronco sonido desesperado.
Henny se recuperó.
—Hey, mira, tipo —dijo rápidamente—. Tú mismo dijiste que te habían detenido por vagabundo. Te pegaron, y te echaron ahí afuera para que te murieras. Anj y yo te recogimos. No tienes por qué...
Cambio.
—Quiero a mi mamá —dijo el hombre en la cama, y se dejó caer sobre la almohada. Se llevó el pulgar a la boca. Hizo girar los ojos hacia las dos personas que había a su lado.
—Hey —dijo débilmente Angelique—. Tienes razón, Hen. Está más loco que una cabra.
Henny dio dos rápidos pasos y la agarró por el brazo cuando ella estaba ya casi en la puerta.
—No vas a largarte de aquí y dejarme a mí solo con esto —dijo.
—Espera un momento, Henny; escucha —dijo Angelique—. No nos precipitemos. Tenemos que pensar. No podemos simplemente echarlo fuera. Hablará. Les contará a los polis sobre nosotros.
Henny retrocedió un paso, como si le hubieran dado un golpe en plena mandíbula.
—¿De qué demonios estás hablando, muchacha?
—Si lo echamos fuera, debemos asegurarnos de que no diga nada a nadie.
—¿Estás hablando de matarle?
—No seas imbécil. Lo mantendremos escondido aquí durante un tiempo. Lo estarán buscando. Más tarde podemos llevarlo a alguna parte..., pasada la frontera del estado, quizá.
Ambos se volvieron para observar al sujeto de su discusión. Este se sacó el dedo de la boca.
—Tengo hambre —dijo.
Henny maldijo.
—Ve a prepararle un bocadillo —le dijo a la mujer.
—¿Tienes pan?
—Utiliza el tuyo. Tú me metiste en esto. —Henny se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la nuca, la frente, la barbilla, el labio superior—. Tengo que estar tan loco como este mochales para hacerte caso.
—Iré a buscar algunos bocadillos —aceptó la mujer—. Tú mantenlo tranquilo.
—Apresúrate —dijo Henny—. No me gusta quedarme a solas con un chalado.
—Seguro que sí, Henny. —La mujer abrió la puerta y miró al pasillo, luego salió.
Henny tomó una silla, se sentó en ella y cruzó los brazos, sin apartar ni un momento los ojos del hombre en la cama.
—Simplemente tómatelo con calma —murmuró—. Que no se te ocurran ideas.
2
Habían transcurrido dos horas antes de que Henny se diera cuenta de que la mujer no iba a volver. Maldijo salvajemente, paseando arriba y abajo por el cuarto. Sudaba con profusión; notaba el estómago alterado, como si hubiera comido una bolsa de patatas fritas rancias. El hombre en la cama permanecía tendido inmóvil, observándole, adormeciéndose ocasionalmente. Henny se detuvo en medio de la habitación y le miró.
—Te conseguiré algunas ropas —dijo—. Voy a sacarte de aquí. —Fue rápidamente a la cortina colgada del ángulo de una tubería en una esquina para formar una especie de nicho y extrajo una camisa verde negruzca y un par de pantalones caqui deformados y manchados de grasa. Se lo arrojó todo al hombre en la cama.
—¡Póntelo! —ordenó.
La camisa había caído sobre el rostro del hombre en la cama. Tiró ineficazmente de ella. Henny maldijo de nuevo y la apartó de su rostro de un tirón. El hombre rió, volvió a taparse con ella.
—¡Maldita sea, no estoy jugando al veo-veo contigo! —dijo Henny salvajemente. Agarró al hombre por el aún mojado pelo castaño y tiró de él, obligándole alzarse.
—¡Quita tus manos de encima mío, mono grande! —exclamó el hombre, y le lanzó una patada; Henny saltó hacia atrás, protegiéndose las ingles con ambas manos.
—¡Hey, pedazo de bestia, podías haberme lisiado!
—Necesito una copa. ¿Qué infiernos es este lugar?
—Vamos, tómatelo con calma. —A Henny no le gustaba cuando el loco parecía hablar racionalmente de aquella forma. Le daba la sensación de que ocurrían cosas que estaban más allá de su comprensión; que algo lo estaba manejando. Se sentía como en una trampa.
El hombre volvió a dejarse caer sobre la cama.
—Me duele —dijo—. Me duele todo. Dame una copa de algo.
Henny tomó una botella plana del cajón de la cómoda y se la tendió. El hombre se sentó, dio un largo trago, e inmediatamente escupió, dejando caer la botella, derramando el licor sobre la delgada manta gris. Henny maldijo ruidosamente.
—Y pensar que me estoy tomando todas estas molestias contigo, maldito trasto inútil. No eres mejor que un animal. Vístete.
El hombre siguió tendido en la cama, con los ojos cerrados.
—Estoy enfermo —gimió.
—Estarás más enfermo antes de que yo termine contigo. —Henny dio un tirón de la manta, arrojándola al suelo. Se estremeció ante la visión de la delgadez del otro. Lo había visto antes, pero nunca bajo una buena luz—. ¿Puedes ponerte en pie? —murmuró.
—No. Márchate.
—¿Quién demonios eres? No más tonterías, simplemente dime quién eres.
—Sally Ann Seymour.
Henny emitió un ruido que era medio bufido, medio risa.
—Eres el más condenado mochales que haya conocido nunca. Levántate de esta cama, Sally Ann. Vamos a dar un paseo.
El hombre en la cama abrió los ojos y miró directamente a Henny.
—Me estoy muriendo —dijo—. Tengo cáncer de matriz. Se ha esparcido por todas partes. Quizá me quede una semana. ¡No voy a ir a ninguna parte!
—¡Cáncer! —Henny se quedó clavado en el suelo, como si hubiera oído un conjuro—. Dios bendito —dijo. Luego—: Hey, cáncer de matriz, ¡eso es una enfermedad de mujeres! —Indignado ante el truco, agarró al hombre por el brazo, lo obligó a ponerse en pie—. Ponte estas ropas, muchacho. ¡Un truco listo más, y te trabajaré de una forma peor de la que jamás pueda soñar un poli!
El hombre gimió y se aferró a la cama; luego se soltó bruscamente y se examinó a sí mismo. Dejó escapar un chillido estrangulado y se derrumbó al suelo. Sus ojos giraron hacia arriba. Henny lo agitó con un pie, luego le dio una ligera patada; pero el hombre simplemente roncaba, con la boca abierta, sin más que blanco en sus ojos.
Henny volvió a colocarlo en la cama. Se frotó las manos en los muslos, murmurando para sí mismo. Luego empezó a meterle la camisa, varias tallas demasiado grande, por los fláccidos brazos.
Necesitó diez minutos para vestir al inconsciente hombre con la camisa y los pantalones, meter un par de gastadas zapatillas en sus pies y anudar los cordones. Por aquel entonces, su paciente había empezado a agitarse de nuevo. Abrió los ojos. Miró estúpidamente a su alrededor.
—¿Qué ha ocurrido? — preguntó.
—Tuviste un ataque. Ahora levántate.
El hombre se frotó la boca con una mano.
—Oh, vaya —dijo—. Oh, vaya. No recuerdo absolutamente nada. ¿Qué es lo que hice?
—Olvídalo. —Henny tiró del brazo del hombre y éste se puso en pie, tembloroso.
—No me siento demasiado bien —murmuró—. Pero me recuperaré. Simplemente consígame un taxi.
—Sí, un taxi. Muy buena idea. Seguro. Vamos, camina un poco.
—Le agradezco todo esto, señor. No lo lamentará. ¿Le di muchos problemas?
—Unos malditos problemas, Sally Ann o como demonios te llames. —Henny lo estaba llevando hacia la puerta.
—Chister. Wayne G. Chister. Le recompensaré por todo ello, señor, esto...
—No importa. Ahora simplemente quédate tranquiló. Vamos a dar un pequeño paseo.
—No llame a mi esposa —dijo Wayne G. Chister—. Lo único que conseguirá será preocuparla. Ya estoy bien.
—Seguro que estás bien. Cuidado con los escalones.
Wayne G. Chister gimió cuando bajó el primer escalón.
—Mi rodilla —jadeó—. Oh, mi rodilla. Y me duelen las manos. —Tiró hacia atrás de la manga demasiado larga de la camisa, y se quedó mirando su ensangrentada muñeca, rodeada por un brazalete de acero con unos cuantos eslabones de cadena colgando de él—. Oh, por el amor de Dios, ¿qué me ha ocurrido?
—Nada. Un pequeño chiste. Estás bien, señor Chister. Vamos, quieres volver a casa, ¿no? ¿Cuál es la dirección?
—El 2705 de Royal Palm Crescent. Pero, ¿qué me ocurrió? ¿Por qué llevo unas esposas?
—Mira, amigo, te atrapó la poli, ¿sabes? ¿No lo recuerdas?
—No, no, no recuerdo nada después de... —Se interrumpió bruscamente.
En la puerta de la calle, Henny miró cautelosamente fuera. No se veía ningún coche. Tampoco peatones. Observó al hombre que temblaba contra la pared del vestíbulo.
—Mira, señor Chinchy, tú espera aquí, ¿quieres? Voy a buscar un taxi; tú simplemente quédate aquí.
—No me siento bien, señor. Por favor, apresúrese. —Sus dientes castañeteaban de tal modo que sus palabras eran casi ininteligibles.
—Limítate a no irte a ninguna parte. —Henny se encogió bajo la llovizna y se encaminó hacia la parada de taxis a dos manzanas hacia el este.
Se quedó en la oscuridad del vestíbulo, escuchando las voces en su cabeza. Algunas eran insistentes, otras débiles. Parecían estar urgiéndole a la acción; pero eran confusas, conflictivas. Sus piernas y brazos se crisparon en abortiva respuesta a la sensación de urgencia que las voces le comunicaban.
Una puerta resonó fuertemente en alguna parte allá arriba, disparando algo en su mente, abriendo una puerta...
Se aplastó contra la pared, alejándose de la entrada en dirección a la mayor oscuridad del interior del vestíbulo. Sonaron unos pasos en las escaleras. Apareció una mujer gorda. Salió a la calle, se detuvo unos instantes para apretarse más el impermeable en torno a su cuerpo, y desapareció.
Se reclinó contra la pared. Le dolía la cabeza. Se sentía terriblemente mal.
Esta vez estoy enfermo, dijo una voz en su cabeza, Esta vez estoy realmente enfermo. Apoyó una mano contra su frente. Parecía extraña, demasiado estrecha..., y caliente. Tenía fiebre, sí, le dijo la voz. Y le dolía todo. Su cuerpo parecía extraño. Sus brazos y piernas parecían extraños.
—Estoy enfermo —gimió, sabiendo que nadie podía oírle—. Por favor, que alguien me ayude. —No era una auténtica súplica de ayuda, simplemente la expresión de sus sentimientos: que era un hombre que se hallaba en apuros, que necesitaba ayuda—. Pero a ellos no les importa —susurró—. A nadie le importa. —Se humedeció los labios, y notó el sabor acre y desagradable en su boca. Olfateó el olor rancio de las ropas que llevaba—. ¿Qué me ha ocurrido? —murmuró—. Nunca estuve tan mal antes...
Un destello de brillante luz azul iluminó repentinamente la oscura calle, se apagó casi tan rápidamente como se había encendido, parpadeó de nuevo. A través del panel de cristal de la puerta vio la luz giratoria de un coche de la policía que se detenía junto a la acera. El terror fue como una mano que estrujara su corazón.
—Oh, no, oh, Dios, no... —Retrocedió, mientras oía abrirse las portezuelas del coche, el golpeteo de los pies en la acera. Un rayo de luz blanca atravesó bruscamente la puerta, creando nítidas sombras en el papel marrón amarillento de la pared. Se encogió en un rincón de oscuridad al extremo del vestíbulo. La puerta se abrió de golpe. Un policía robusto, uniformado, se silueteó en ella. Tras él, la lluvia trazaba líneas inclinadas de parpadeante brillo a la intermitente luz.
El policía se volvió e hizo entrar a otro hombre en el vestíbulo.
—De acuerdo, amigo, ¿dónde está?
—Estaba aquí. Juro que lo dejé de pie aquí mismo, apoyado contra la pared. —El segundo hombre era fornido, de redondeados hombros, con un rostro largo, pálido y blando. Una parte de su mente lo reconoció como un hombre llamado Henny.
—¿Cómo saliste y lo dejaste solo?
—Ya se lo dije, iba a buscarle un taxi...
—Muy amable de tu parte. ¿Por qué no fue él a buscar su propio taxi?
—Como le dije, estaba borracho. Yo sólo intentaba ayudar. Dijo que su nombre era Chisler...
—Oh, vamos, Henny. Te has metido de nuevo en un lío.
—No tiene ninguna razón para decir eso. Tengo mis derechos, como todo ciudadano. No he hecho nada...
—Vamos a echar un vistazo. —El policía empujó a Henny, que dio un par de vacilantes pasos por el vestíbulo.
—¿Señor Chisley? —llamó.
—¿Qué te parece si subimos y le echamos un vistazo a tu piso?
—No hay nada ahí arriba, le digo que él se quedó exactamente aquí...
—Bien, tal vez se cansó de esperar y volvió a subir. Vamos. —La última palabra chasqueó como un látigo. Los dos hombres empezaron a subir las escaleras.
El hombre oculto en el vestíbulo temblaba violentamente, sudaba, se sentía débil y vacío. Habría otro policía en el coche. No podía salir por aquel lado. Miró a sus espaldas, más allá de los dos enormes cubos de basura que bloqueaban el extremo del vestíbulo. Tras ellos había una puerta de metal; se abrió sin un ruido.
La suave llovizna cayó sobre él. La luz que brillaba a través de una rota persiana a su derecha iluminaba los empapados ladrillos, los dentados cubos de basura, una caja de madera llena a rebosar de cosas indescriptibles, una oxidada bicicleta atada a un marco cuadrado hecho con tubos. Al otro lado, un estrecho callejón conducía a una calle más allá. Se apresuró a cruzar el patio, manteniéndose tan cerca de la pared como le era posible, eludiendo las obstrucciones. En el callejón, hizo una pausa para mirar atrás. Nadie le seguía. Su corazón latía dolorosamente. Le dolía la cabeza. Le dolía el estómago. Le dolían las rodillas y las manos y el rostro. Sollozó una sola vez, y se apresuró hacia la calle.
Era una calle oscura, estrecha, flanqueada por viejos y altos edificios con ripias de madera de color verde oscuro y sillería de piedra gris púrpura, con deslucidos carteles de «Se alquila habitación» clavados en los altos arcos de las ventanas. Brillaban luces detrás de algunas de ellas. La lluvia caía con más fuerza ahora, produciendo un sonido susurrante en la calle. Se estremeció, sintiendo la fría y pegajosa ropa contra su cuerpo. En su cabeza las voces se hicieron más numerosas, pero no les prestó atención. Permaneció de pie en la acera, notando la lluvia contra su rostro, observándose a sí mismo temblar.
Al final de la calle, tres hombres salieron de un portal. Se detuvieron unos instantes bajo la farola de la esquina, mirando ahora en su dirección. Se juntaron más. Una cerilla chisporroteó y brilló, revelando unos rostros delgados y pálidos, unos ojos oscuros vueltos de reojo hacia él.
Cambio. Hubo una repentina sensación ardiente en su estómago. Su corazón empezó a golpear pesadamente. Su boca se secó. Se volvió y se alejó rápidamente.
Unos pies susurraron en el pavimento a sus espaldas. Llegó a la esquina, echó a correr. Una docena de metros más allá, un profundo portal parecía un corte hecho con un cuchillo a los ladrillos de la fachada. Se detuvo en seco y se metió en la entrada, y casi inmediatamente lo lamentó. Era un movimiento estúpido, aunque ya era demasiado tarde para cambiarlo. Pero, ¿qué otra cosa podía haber hecho? De la forma que se sentía, ni siquiera podría huir de un pordiosero con una sola pierna. ¿Qué era lo que le ocurría? Ni siquiera podía recordar ahora cómo había llegado hasta allí, a la calle Delaney, a las dos de la madrugada, por el amor de Dios...
Unos pies apresurados se aproximaron, frenaron su marcha.
Los tres hombres pasaron por delante del portal, se detuvieron a no más de tres metros de distancia. De pie en la vacía calle, miraron en ambas direcciones. Uno de ellos maldijo. Otro escupió. Vio que apenas eran unos muchachos; largo pelo engomina— do, sucias camisas de brillantes colores y téjanos oscuros.
—¿Dónde demonios se ha metido?
—No puede estar lejos.
Uno de los jóvenes empezó a volverse hacia el portal, y el hombre que se ocultaba allí se aplastó en el rincón donde las sombras arrojadas por la farola de la calle eran más densas. Oyó acercarse irnos pasos, luego alejarse de nuevo.
—Hay un callejón ahí delante. Tú comprueba a la derecha, Sal, yo miraré por la izquierda. Mick, tú quédate aquí y mantén los ojos abiertos.
Los pasos se alejaron más. Asomó unos centímetros la cabeza, vio que dos de los muchachos desaparecían allá delante. El tercero permanecía a un par de metros de distancia, de espaldas al portal.
El hombre oculto supo que tenía que actuar aprisa. Deseaba no sentirse tan enfermo. Pero era ahora o nunca. Se deslizó fuera en silencio; el muchacho tenía la cabeza vuelta hacia otro lado. Unió las manos e hizo oscilar los brazos como si estuviera sujetando un bate de béisbol. Los dos puños cerrados golpearon al muchacho en la sien, justo encima de la oreja; su cabeza rebotó contra la pared de piedra con un sonido maduro; cayó de bruces al suelo, fláccido. El hombre que le había golpeado lo sujetó por los tobillos y lo arrastró al interior del portal. Se arrodilló a su lado, lo registró rápida y eficientemente, cogió una navaja automática de quince centímetros, un paquete de cigarrillos y tres arrugados billetes de un dólar.
Sin mirar atrás, echó a correr hacia la esquina, la giró, se apresuró a lo largo de la siguiente calle transversal, una avenida más importante con escaparates iluminados y un cine abierto toda la noche. Un taxi libre avanzaba hacia él; bajó de la acera y le hizo señas.
—Principal y Tercera —le dijo al taxista. Nunca tomaba taxis, pero era una buena idea alejarse rápido de aquella zona. No le había gustado el sonido de la cabeza del muchacho al golpear contra aquella pared.
Se reclinó en el blando asiento y contempló las luces de colores, los movimientos más allá de los cristales estriados por las gotas de lluvia de la ventanilla. El chuic, chuic, chuic del limpiaparabrisas atrajo su atención. Observó el proceso del agua golpeando el cristal, siendo barrida a un lado, para dejar paso a más agua que caía y que era barrida a su vez, para...
El coche se acercó a la acera y se detuvo con un ligero chirrido de los frenos.
—Ochenta y cinco —dijo el taxista por encima del hombro; pero su pasajero, observando los limpiaparabrisas, no se dio cuenta de ello; estaba absorto en los complejos esquemas de luces de colores que cambiaban cada vez que los limpiaparabrisas daban una pasada.
—Tercera y Principal —dijo el taxista—. Es eso lo que pidió, ¿no?
El pasajero volvió la cabeza y miró por la ventanilla lateral. Vio un escaparate chillonamente iluminado cubierto por enormes carteles hechos con papel de periódico y pintados a mano con grandes letras rojas que anunciaban grandes rebajas en todos los productos farmacéuticos. Había un estrecho mostrador con revistas bajo un amplio toldo en la entrada. Tras la empañada ventana de un restaurante barato, un hombre gordo rascaba la grasa quemada de una parrilla.
—¿Y bien, amigo? —dijo el taxista—. ¿Es o no aquí donde quería ir? Cambio.
—No —dijo una voz—. Señor, no. No aquí. ¿Puede llevarme usted a mi casa? —¿Y dónde es eso?
—En Brycewood. La calle Tulane. Los apartamentos Tulane. Número 907.
—¿Me está tomando el pelo o qué, amigo? No existe esta calle aquí. No en Jasperton.
—¿Jasperton? —oyó decir a la voz. Aguardó a oír qué diría a continuación.
—Hey, ¿se encuentra bien, señor? —El taxista le estaba observando por el espejo retrovisor. Colocó un brazo en el respaldo del asiento contiguo y se volvió para mirar directamente a su cliente.
—Me temo que no —dijo la voz—. No me siento demasiado bien. Si quiere que le diga la verdad, no sé exactamente dónde estoy.
—Quizá seré mejor que busque un policía.
—Sí. Esa es una buena idea, conductor. Busque y encuentre un policía.
El taxista gruñó.
—¿De dónde es usted?
—De Caney. Caney, Kansas.
—¿Qué está haciendo en Jasperton?
—Realmente, no puedo decirlo. Me pregunto..., ¿puede que se trate de eso que llaman amnesia?
—¿Ha olvidado su nombre?
—Me llamo Claude P. Mullins. No, no he olvidado mi nombre. Es sólo..., no sé... —la voz languideció y murió.
—¿Ha recibido algún golpe en la cabeza? —El taxista le miraba ahora directamente. Se palpó la cabeza; era sensible en varios lugares. Las muñecas le dolían abominablemente. Las rodillas también.
Cambio.
—Los hijos de puta. Se ensañaron bien conmigo.
—¿Quiénes? —preguntó el taxista.
—Los malditos polis. No he hecho nada. Pero ellos no dan ninguna oportunidad a nadie.
—Quizá será mejor que baje, señor.
—Espere, déme un respiro, amigo. Lléveme a la salida de la ciudad. ¿De acuerdo?
—Eso serán dos pavos.
Rebuscó en sus bolsillos, encontró en uno de ellos algunos billetes arrugados.
—Claro —dijo—. Tengo dinero. Sáqueme de aquí. Ya he visto bastante de esta ciudad.
—Caney, Kansas, ¿eh? —dijo el taxista, mientras apartaba el vehículo de la acera.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó suspicaz el hombre en el asiento de atrás.
—De ahí es de donde dijo usted que era.
—Nunca en mi vida he estado en el oeste.
—Lo que usted diga, señor Mullins.
—¿Por qué me llama así?
—¿No es ése su nombre?
—Cielos, no. Me llamo Stick Marazky. ¿Por qué?
—Creí que me había dicho que era Mullins.
—No soy ningún maldito irlandés.
El taxista se limitó a sacudir la cabeza y condujo en silencio durante unas cuantas manzanas. Giró a la izquierda en una gasolinera Shell, pasó ante una serie de casas oscuras, carteles publicitarios, un café. Una serie de negros árboles se cerraron sobre la carretera. La maleza crecía en los arcenes, verde a la luz de los faros.
—¿Es aquí donde quiere bajar?
El hombre miró fuera, a la húmeda noche.
Cambio.
—¿Por qué se para aquí?
—Usted me dijo que le llevara a la salida de la ciudad. Muy bien. Éste es el límite de la ciudad.
—Pero usted no puede dejarme aquí.
El taxista volvió a apoyar el brazo en el respaldo del asiento contiguo y estudió a su pasajero.
—¿Está usted loco, o qué? O quizá tenga un curioso sentido del humor. Son dos pavos, señor.
Rebuscó en su bolsillo, encontró tres arrugados billetes. Le dio dos al conductor.
—Por favor —dijo—. Lamento causarle todas estas molestias, joven, pero creo que sufro algún ataque de algún tipo. Vivo en el motel Sunshine, en Indian Beach. Si me lleva usted hasta allí, mi esposa le pagará la carrera. Creo que sólo llevo otro dólar conmigo...
—No hay ninguna playa de este nombre por los alrededores, señor. Mire, será mejor que le lleve al hospital. No está usted en condiciones de ir suelto por ahí.
—Sí, sí. Se lo agradeceré, joven.
El taxista dio la vuelta y volvió a entrar en Jasperton.
Se reclinó en el asiento, escuchando las voces. Algunas de ellas parecían muy lejanas y tenues, otras estaban cerca, dentro mismo de su cabeza. Pero en realidad todas estaban dentro de su cabeza. O su cabeza estaba fuera de todas ellas. El concepto se hizo nebuloso. Le dolía la cabeza con sólo pensar en él. Era más fácil simplemente escuchar las voces:
...los estremecimientos se apoderan de nuevo de mí...
Varfór skulle de bry sig om det?
...Temos tempo de fazer planos. Mas agora fale-me de si...
...simplemente espere hasta la próxima vez, eso es todo...
Endlist bist du wach. Du schlafst, das ist gut...
...lo prometo, no lo haré otra vez, lo juro...
...curioso, vero? Quei teschi non sembrano piu grossi di biglie...
...me echo para dormir, para dormir, por el amor de Dios. Curioso. Me echo para dormir...
...á propos de féte, il serait temps que je rebrousse chemin...
...tomorrow, first thing tomorrow, for sure...
¿Cuál es la dificultad? Tenemos que sacudimos el polvo de aquí...
El coche giró bruscamente, tomó un camino curvado y se detuvo bruscamente bajo un amplio voladizo. Brillaba luz al otro lado de una hilera de puertas de cristal que daban acceso a un brillante vestíbulo de suelo de baldosas verdes. Una mujer de blanco estaba sentada tras un mostrador. El taxista bajó, abrió la puerta de atrás del vehículo.
—Usted quédese aquí, señor. Volveré en seguida. ¿Cuál me dijo que era su nombre?
Cambio.
—Harkinson —dijo inmediatamente una voz—.J. W. Harkin— son. Espere, ¿quién es usted? ¿Qué es este lugar?
—Hágame un favor, señor. No cambie su nombre tan a menudo, ¿quiere? Harkinson. Es un bonito nombre. Quédese con él, ¿de acuerdo? —El taxista se dio la vuelta y se dirigió hacia las puertas. El hombre en el coche le observó alejarse, una figura baja y gruesa de arqueadas piernas con un impermeable echado sobre los hombros y una gorra plana de piel. «No cambie su nombre tan a menudo», había dicho. «Harkinson... un bonito nombre... quédese con él...»
Permaneció sentado, observando las gotas de lluvia resbalar hacia abajo por el cristal. Apareció un hombre grueso con un impermeable azul, caminando con paso enérgico por la acera frente al edificio. Llevaba una gorra de uniforme y una pistola al cinto.
Cambio.
El hombre en el coche se agachó para ponerse fuera de la vista. Su corazón latía dolorosamente. Tenía que escapar de allí, rápido. No se preguntó a sí mismo por qué; simplemente sabía que tenía que escapar ahora, de inmediato.
Alzando cautelosamente la cabeza, vio al policía de pie junto a la puerta del hospital. La luz se reflejaba en su mojado impermeable. El policía bostezó. El hombre del coche se deslizó rápidamente al asiento delantero, se situó detrás del volante. El policía miraba hacia otro lado. Puso en marcha el motor, avanzó lentamente. Los faros iluminaron los cedros que flanqueaban el camino. En la calle, pisó a fondo el acelerador, haciendo chillar los neumáticos, maldijo, redujo la marcha. No deseaba atraer ninguna atención ahora. Condujo rápidamente por la calle nocturna, en dirección a la salida de la ciudad. Una vez hubo pasado el cartel que señalaba el límite urbano, aceleró de nuevo, poniendo distancia entre él y la ciudad.
3
El coche se quedó sin gasolina a veinte kilómetros al oeste de Jasperton. Cuando el motor tosió y se detuvo, el conductor, que había permanecido sujetando fuertemente el volante y mirando con ojos fijos la lluvia —que caía más intensa ahora—, se sobresaltó como despertado de un profundo sueño.
Cambio. Se aferró al volante, no conduciendo, simplemente sujetándolo. El vehículo, que había estado rodando a setenta kilómetros por hora, descendió por una suave pendiente, desviándose progresivamente hacia la línea central de división de las dos calzadas. Cuando la carretera giró suavemente a la derecha, abandonó la calzada, rebotó en la protección metálica del arcén, perdiendo velocidad y desviándose hacia la zanja de drenaje. Chocó a ocho kilómetros por hora contra un poste indicador de la cercana autopista, arrancándolo en seco, y se detuvo, con el morro hundido en una zanja cubierta de hierba.
El conductor dejó escapar un tembloroso suspiro y consiguió apartar las manos del volante.
—Oh, Dios —dijo—. Oh, Dios, oh Dios... —Halló la manija de la puerta y salió, metiéndose hasta el tobillo en un charco de agua fría como el hielo. El coche estaba fuertemente inclinado hacia un lado—. No quería hacerlo —dijo—. Lo siento. —Se apartó del coche y subió el pequeño talud. Era una noche muy oscura; apenas podía ver la amarilla línea central de la carretera avanzar unos pocos metros en cada dirección. Los árboles a cada lado eran masas de profundo negro contra la negrura ligeramente menor del cielo. En la zanja, los faros del coche aún estaban encendidos, iluminando las empapadas plantas; reflejaban la suficiente luz como para permitirle recorrer su camino durante un centenar de metros antes de que la oscuridad se cerrara de nuevo a su alrededor.
Subió a una pequeña prominencia y vio una luz a su derecha, quizá a un kilómetro de distancia.
—Por favor, señora —murmuró, medio en voz alta—. Me he perdido del resto de los Scouts y...
Pero no era la estación de las bayas.
—Señora, mi mamá está enferma en la próxima ciudad, y yo quería ir a verla, y...
No sabía el nombre de la próxima ciudad.
Cambio.
—Harkinson —dijo bruscamente—. Mi nombre es Harkinson. —Echó a andar en dirección a la luz, murmurando el nombre para sí mismo.
Una cerca de alambre de espinos bloqueaba su camino. Tiró de uno de los alambres, sin conseguir más que clavarse dolorosamente uno de los espinos en la mano. Retrocedió y siguió la línea de la cerca hasta una puerta que permanecía abierta.
Un cartel toscamente pintado, atado a un poste, mostraba la palma de una mano con los dedos abiertos debajo de la leyenda: «Hermana Louella, consejera espiritual».
Echó a andar por el camino, sin prestar atención cuando un perro empezó a ladrar roncamente desde alguna parte detrás de la casa. Había luces en dos ventanas, brillando alegremente por entre coloreadas cortinas. Un enorme e hirsuto perro parecido a un collie acudió corriendo hacia él y se detuvo a tres metros, ladrando frenéticamente. El hombre hizo restallar los dedos y avanzó hacia el perro.
—Vamos, muchacho —dijo—. Querido viejo amigo. —Caminó firmemente hacia el perro, que corría excitadamente de un lado para otro, agitando la cola, ladrando, pero menos estridentemente ahora. El hombre tendió la mano y palmeó con descuido la cabeza del perro, le rascó detrás de las orejas. El animal lo olisqueó, dejó escapar una especie de gañido, se situó detrás de él y lo escoltó hasta el porche.
Se encendió una luz..., una bombilla desnuda contra el estrecho panelado del techo del porche. La puerta mosquitera se abrió, y salió un hombre.
—¿Quién es? —preguntó, escudándose los ojos contra la luz.
—Me llamo Harkinson —dijo inmediatamente el visitante.
—No conocemos a ningún Harkinson —respondió el hombre; el perro saltó al porche e intentó subirse al hombre, pero éste lo apartó de un manotazo—. ¿De qué se trata? —quiso saber. Miraba hacia abajo con aire incierto, con el ceño fruncido. Retrocedió ligeramente cuando el recién llegado empezó a subir los escalones, se metió de nuevo tras la puerta mosquitera, corriendo apresuradamente el pasador de dentro. El desconocido intentó abrir la puerta—. ¿Qué es lo que quiere? —dijo a través de la puerta—. Tengo una escopeta ahí dentro.
—Quiero entrar. Tengo frío y estoy empapado. —El visitante cruzó los brazos sobre su cuerpo y tembló.
—¿De dónde viene usted?
Cambio-cambio.
—De ahí atrás. —Agitó una mano.
—¿Se le ha estropeado el coche?
—No fue culpa mía —dijo apresuradamente el visitante. Su voz sonaba diferente ahora, menos segura de sí misma. —Soy un Boy Scout —añadió—. Por favor, señor, tengo que telefonear a mi mamá. —Sorbió ruidosamente aire y se secó la nariz con un dedo índice.
—¿Qué ocurre, Les? —dijo una nueva voz; una voz de mujer, aguda, ligeramente sibilante.
—Oí ladrar a Chep y salí a ver, y ahí estaba este tipo. Dice que es jefe Scout. Se le estropeó el coche.
—¿Y qué ocurre con él?
—Será mejor que siga su camino, señor —dijo el hombre detrás de la puerta.
—Oh, vamos, Les. —La mujer abrió la puerta y salió. Era gruesa, con un rostro vago y como mal dibujado, largo pelo gris peinado en una apretada trenza, y una pequeña y llamativa boca. Apartó al perro con una mano cuando éste fue a olisquear su rodilla—. Hey, está llorando —dijo—. ¿Qué le ocurre, señor?
El hombre contuvo los sollozos y se secó los ojos con los puños.
—A Shep le ha caído bien —dijo la mujer—. ¿Cómo si no hubiera llegado hasta aquí?
—Este maldito perro estúpido. Será mejor que vuelvas dentro, Lou.
—¿Quién es usted, señor? —preguntó la mujer.
Cambio-cambio-cambio. Una confusión de voces...
—H-harkinson —dijo entre lágrimas—.J. W. Harkinson.
—¿Está usted enfermo o algo? —La mujer se sobresaltó y jadeó cuando la manga se apartó de la muñeca del hombre, dejando al descubierto la ensangrentada zona—. Los santos nos protejan —murmuró—. Les, mira eso.
Les avanzó cautelosamente. Se detuvo al lado de la mujer, contemplando al delgado hombre con la empapada camisa y pantalones. Su rostro era pálido y sus mejillas hundidas. Su boca estaba llena de cortes y costras; su oscuro pelo estaba pegado a su frente. Había dejado de llorar. Su expresión era tranquila ahora, casi indiferente.
—Veamos esta mano —dijo la mujer. Se acercó a él, cogió torpemente sus dedos, volvió automáticamente la mano con la palma hacia arriba, pasó la otra mano por ella.
—Lleva unas esposas —dijo secamente Les—. Este tipo escapó de la policía.
—Puedo ver eso —dijo la mujer—. ¿Qué tienen ellos contra usted, señor Harkinson? Cambio.
—Lo siento terriblemente. Creo que he sufrido una depresión. No me siento en absoluto bien. —Se tambaleó, y la mujer sujetó su brazo.
—Les, sujétale el otro brazo. ¿Acaso no puedes ver que está enfermo?
—Espera un minuto, Lou..., ¿qué sabemos de este tipo? Por todo lo que podemos decir...
—Está herido y enfermo. Entrémosle.
Le ayudaron a entrar en la casa, cruzando una desgastada alfombra pseudooriental, a lo largo de un vestíbulo color mostaza y al interior de un pequeño dormitorio. Les encendió una desnuda y solitaria bombilla de 40 vatios colgada del techo por dos tiras de retorcido cable recubierto de verde. Había una cama individual con un cobertor de felpilla, una mecedora, una cómoda pintada de blanco, una alfombra clavada al suelo. Un amarro— nado rotograbado de un cuadro de Cristo, enmarcado, colgaba del amarillento papel de la pared.
Le ayudaron a tenderse en la cama. El colchón era duro, rígido en los bordes, hundido en el centro. Se echó; la almohada crujió como si estuviera rellena de paja. Cerró los ojos, suspiró, se relajó.
—Les, trae esa sierra para metal y quítale las esposas a este hombre.
—Lou, no debemos mezclarnos con los asuntos de la policía. Iré a Olsen y telefonearé al sheriff...
—No harás nada de eso. ¿Qué ha hecho nunca la policía por ti y por mí excepto traernos problemas?
—Nos traerán más problemas aún si descubren que hemos ayudado a un fugitivo de la justicia. —Simplemente trae la sierra, Les.
El hombre gruñó y abandonó la habitación. La mujer salió también, volvió con una toalla. Secó cuidadosamente el rostro y los hombros y el pecho del paciente. Fue con mucho cuidado con sus brazos, riendo suavemente mientras limpiaba el agua mezclada con sangre de sus manos y muñecas. Él la observaba sin curiosidad.
—No es tan malo como eso —dijo ella—. Sólo la piel desgarrada. No es profundo.
—Duele —dijo él.
—Lo sé...
—También me duele la pierna. —Intentó sentarse, y ella lo empujó hacia atrás.
—Ahora debe descansar, señor Harkinson.
Él la miró y frunció el ceño. Se pasó la lengua por los labios, con expresión preocupada.
—¿Cómo he llegado aquí?
—Su coche se averió, nos dijo usted mismo; vino caminando hasta la casa.
—¿Tuve un accidente?
—No que yo sepa.
—Me duele todo bastante. —Alzó las manos, contempló las ensangrentadas muñecas rodeadas por el brillante acero de las esposas con el colgante trozo de cadena—, ¿Qué significa esto? —exclamó.
—¿No lo recuerda? —preguntó secamente la mujer.
Él dejó caer blandamente las manos. La mujer cubrió su pecho con la toalla.
—No. Nada. Tengo sesenta y siete años, y nunca he estado enfermo ni he tenido un solo día de problemas en mi vida.
Les volvió con la sierra. La mujer se levantó y fue a su encuentro.
—Habla de una forma más bien extraña —dijo—. Pero no es peligroso.
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Dice que no recuerda nada de sus problemas con la policía. Dice que tiene sesenta y siete años.
—Oh, vamos, no tendrá más de treinta —dijo Les.
—Quitemos estas cosas de sus muñecas —decidió la mujer.
Dolió cuando Les empezó a aserrar. La mujer sostenía firmemente las esposas, emitiendo sonidos tranquilizadores. Les necesitó media hora para aserrar el duro metal de una esposa, media hora más para la otra. La mujer lavó las muñecas con agua caliente, aplicó un ungüento, las vendó.
—Quitémosle los pantalones y metámoslo en la cama —dijo la mujer cuando hubo terminado. Les la ayudó. Dejó escapar una exclamación cuando vio que el hombre no llevaba nada debajo de los pantalones.
—No me vengas ahora con éstas, Les, he sido enfermera durante años —dijo la mujer; pero silbó suavemente a la vista de sus rodillas.
—Parecen dos hamburguesas —dijo Les—. Como si hubiera sido arrastrado por el suelo. Tal vez se cayó de una moto en un camino de grava.
La mujer limpió y vendó las rodillas. Lo vistieron con un pijama de Les. La mujer retiró el mojado cobertor y entre los dos lo metieron entre las sábanas. Durante todo el proceso el hombre permaneció pasivo como un muñeco, obedeciendo a las instrucciones, pero aparte esto sin prestar ninguna atención a lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
—¿Tiene hambre? —preguntó la mujer.
—No —dijo una de sus voces.
—Entonces duerma —respondió ella—. Se sentirá mucho mejor por la mañana.
Permaneció tendido en la oscuridad, aguardando lo que ocurriera a continuación. Las voces en su cabeza murmuraban, pero no deseaba oírlas ahora; deseaba pensar en todas las nuevas experiencias, los nuevos sonidos y visiones y olores y sensaciones. Empujó las voces, y desaparecieron. No pensó en nada de eso, ni siquiera fue consciente de haberlo hecho. Ahora podía dedicar toda su atención a saborear las impresiones sensoriales.
No había luz allí; pero había otras cosas: la sensación de las sábanas bajo su cuerpo, los bultos del colchón debajo de ellas; la presión de los vendajes; el sordo dolor de su rodilla y el dolor más agudo e insistente en sus muñecas. Había olores: un aroma rancio a cocina, un olor a naftalina de las sábanas. Y sonidos: el gemir del viento, el repiquetear de la contraventana contra su marco, el suave e insistente tamborileo de la lluvia. Sabía qué eran todas estas cosas, extrayendo sin esfuerzo el conocimiento de detrás de las voces que se apiñaban tan densamente a su alrededor.
Una luz blancoazulada restalló más allá de las ventanas, seguida casi inmediatamente por un terrible estruendo de sonido.
Cambio, El pánico lo invadió. Saltó de la cama, corrió hacia la puerta, agarró el picaporte y tiró de él; la puerta no se abrió. El relámpago brilló de nuevo; esta vez el trueno fue casi simultáneo. Aulló y golpeó frenéticamente la puerta. Se oyó ruido de pies; sonó un cerrojo y la puerta se abrió hacia dentro, golpeándole y enviándole al suelo.
Una gigantesca figura vestida con unas agitantes ropas blancas se silueteó de pie en el umbral, su cabeza una masa de abultados rulos. Chilló aterrorizado y cerró fuertemente los ojos.
—¿Qué demonios le ocurre, señor Harkinson? —preguntó la Hermana Louella—. ¿Ha tenido un ataque o qué?
El hombre en el suelo gimió y se cubrió los ojos con las manos.
—¿Qué pasa ahí? —quiso saber Les, apresurándose detrás de la mujer.
—Tiene miedo de la tormenta —dijo la mujer—. Eso es todo. Casi me asustó, con sus gritos y sus golpes. Ya puede levantarse, señor Harkinson.
El hombre abrió los ojos, los paseó por toda la habitación, como un caballo oliendo el humo.
—¡Oh, no quería haserlo, Señó! —exclamó—. ¡Todavía no estoy preparao, Señó!
—¿Preparado para qué? —quiso saber la mujer, intrigada.
—¡Preparao pa la gloria, Señó!
—¡Señor Harkinson, levántese del suelo y deje de comportarse como un estúpido en mitad de la noche!
—Tomaste el sendero equivocao, Señó. ¡El nombre de este probé pecaó es Benefisensia Federal Thompson!
—Está diciendo locuras —señaló Les—. Ha perdido la cabeza.
—Espera un momento —dijo secamente la mujer—. Está poseído, eso es lo que ocurre. Usted..., señor Thompson...
—Sí, ése soy yo. —Ahora el hombre hablaba calmadamente; pero aún seguía temblando.
—¿Dónde vive usted, señor Thompson?
—Más ayá de los Robeson, al otro lao de la colina.
—¿Qué ciudad?
—La más sercana es Dothan. —Su voz tembló mientras hablaba; sus ojos escrutaron de nuevo la habitación—. ¿Qué lugá es éste? —estalló. Se arrastró hasta ponerse en pie, se miró a sí mismo—. Dulse Jesú, ¿qué estoy hasiendo aquí? — Retrocedió, apartándose del hombre y de la mujer—. Lo juro, nunca le faltao al respeto a una dama blanca. No, nunca. Lo juro...
—Vamos, tranquilícese, señor Thompson —dijo firmemente» la Hermana Louella—. Está usted entre amigos. Nadie va a hacerle ningún daño. Sólo quiero hablar un poco con usted. Siéntese, ahí en la cama.
Él miró al hombre, luego a la mujer, luego de nuevo al hombre.
—'Tós ustés deben ser gente blanca —susurró—. Yanquis.
—Simplemente siéntese, señor Thompson.
Retrocedió inseguro hasta la cama, se dejó caer en ella, se encogió allí, con expresión preocupada. La Hermana Louella acercó la silla hasta situarla frente a él y se sentó.
—Bien, vino usted aquí por una razón, ¿no es así, señor Thompson? Tiene usted un mensaje para alguien, ¿no? —Su voz era ligeramente más aguda ahora, y temblaba con excitación.
—No, no he traío nengún mensaje.
—Puede hablar libremente conmigo, señor Thompson. Simplemente dígame qué es lo que le ha traído aquí. ¿Qué es lo que le preocupa?
—Señora, no sé cómo he yegao a este lugá. Le juro por Jesú que no lo sé. —Su voz temblaba de tal modo que apenas era comprensible.
—Bien, no debe preocuparse por nada —dijo la Hermana Louella—. Por supuesto, sé que al principio debe ser confuso para usted. Pero lo único que debe hacer es permanecer tranquilo y pensar. Hay algo sin terminar a este lado del velo que le está preocupando. Puede decirle lo que es a la Hermana Louella. Hable.
—Déjeme marché —murmuró él—. Es lo único que le pido, déjeme Ubre, ahora.
—Vamos, tranquilícese, señor Thompson. Ha venido usted aquí a decirme algo. ¡Hable, ahora!
—Oh, señó — dijo él—. Oh, dulse Jesú.
—Hable libremente, señor Thompson. Empecemos con usted. ¿Cuánto tiempo hace que murió?
—Nunca volveré a bebé otra gota de ginebra —dijo él—. Lo prometo, Jesú, ninguna otra gota. Jamá.
—¿Cuándo murió, señor Thompson? —exigió secamente la Hermana Louella.
Cambio. El hombre sentado, tembloroso, en el borde de la cama dejó escapar un ronco grito y se acurrucó contra la pared, balbuceando.
—¡Señor Thompson! ¡Señor Thompson! —La Hermana Louella se puso en pie y se inclinó sobre él—. ¡Señor Thompson, hábleme!
-Déjame —murmuró él—. ¡Maldita seas, Trish, déjame!
—¡Habla, espíritu! —susurró la Hermana Louella—. ¿Quién eres?
—Aparta el infierno de mí, Trish.
—Tan pronto como me digas quién eres.
—¡Soy Dubie, maldita sea! ¡Tú lo sabes!
—Buen Dios —jadeó la Hermana Louella—. Otro espíritu ha tomado posesión. —Luego, en voz alta—: ¡Habla, Dubie! ¿Qué viniste a decirme?
—Te mataré; juro que... —Su voz murió en un murmullo.
—No tienes poder sobre mí, Dubie. Habla, ahora. ¿Con quién deseas contactar? ¿Cuál es tu mensaje para este lado?
—Grrrr.
—Está podrido, Lou, te lo digo —declaró Les—. Es un loco. ¡Lo próximo que hará será esgrimir un cuchillo de carnicero contra nosotros!
—Cállate, Les. ¿No ves de qué se trata? Es un médium natural. Probablemente él ni siquiera lo sabe. —Sacudió la fláccida figura derrumbada sobre la cama—. ¡Habla, Dubie! ¡Puedes entregar tu mensaje ahora!
—Te daré un mensaje: ¡apártate de mí y déjame o te arrancaré el corazón!
—¡Voy a llamar al sheriff! —gritó Les.
—¡No vas a llamar a nadie, Lester Choate! No seas un estúpido más grande de lo que Dios te hizo. ¡Dubie! ¡Habla, ahora! ¿Cuál es la razón por la que has franqueado el camino hasta este lado?
—Lou, espera un minuto —dijo Les—. Llevo mucho tiempo contigo, pero si empiezas a hablar como si estuvieras empezando a creer en esas brujerías...
—¡Sal de esta habitación, Lester Choate! Sal de mi casa. He puesto las manos sobre la cosa más grande que se haya presentado nunca en mi camino, ¡y no pienso dejar que tus negros pensamientos me aparten de ella! ¡Dubie! ¿Todavía estás aquí?
Cambio.
- ¡Kurrrattt! —raspó el hombre en la cama, apoyándose ferozmente en las erres.
—Vamos; ven, espíritu inquieto. ¡Habla!
El hombre en la cama se agitó. Sus párpados aletearon. Aleó la vista hacia la Hermana Louella.
—¿Quién eres? —susurró la mujer.
Cambio.
—Ferd Malone. Ese es mi nombre. ¿D...dónde estoy? —Torció la cabeza para mirar a su alrededor.
—¡Habla, Ferd Malone!
—Necesito una copa.
—Después, Ferd Malone. Después que hayas hablado conmigo. ¿Cómo es el otro lado?
—Oh, muchacho —dijo el hombre en la cama—. Oh, muchacho, oh, muchacho.
—Mira aquí, Ferd Malone. Has cruzado la barrera, ¿entiendes? Ahora estás al otro lado del río. ¿Cómo es allí? Háblame de la muerte, Ferd. ¿Cómo vino hasta ti? ¿Qué sentiste cuando cruzaste al otro lado?
—¿Muerto? No estoy muerto. Dios mío, estoy tan vivo como cualquiera, yo...
—Enfréntate a ello, Ferd. Moriste, pero la muerte es sólo una puerta, sólo un paso a un estado superior. Ahora, dime cómo es, lo que has visto...
—Llame a mi abogado. El se lo dirá.
—¿Qué año moriste, Ferd?
—Está usted loca. —El hombre intentó sentarse, fue obligado a echarse de nuevo hacia atrás por la poderosa mano de la mujer—. ¿Qué intenta hacer conmigo?
—Tienes que aceptarlo, Ferd. Moriste y fuiste en busca de tu recompensa. Pero ahora estás de vuelta, y hablas a través del señor Harkinson...
Cambio.
—Harkinson —dijo el hombre en la cama, con un tono diferente—. Me llamo Harkinson.}. W. Harkinson.
—Mierda. Hemos perdido a Ferd. —La Hermana Louella se enderezó—, Pero ahora lo entiendo: ¡el señor Harkinson es también la voz de un espíritu!
—Escucha, Lou...
—Si no puedes estarte quieto, sal de esta habitación, Les —restalló la Hermana Louella—. Ahora, señor Harkinson, simplemente relájese. Relájese y deje que vuelvan los contactos...
—No me siento bien. No me siento bien en absoluto —dijo el hombre.
—Está usted perfectamente. Perfectamente. Lo único que tiene que hacer es relajarse.
—Tengo una afección en la vesícula. Necesito medicación.
—Por supuesto, yo me encargaré de ello..., tan pronto como tengamos aquí ese mensaje hacia su ser querido en la Tierra.
¿Quién desea hablar ahora? Simplemente hable, quienquiera que esté al otro lado. Todo está bien.
—Le pagaré. Haré que le recompensen por sus molestias. Simplemente telefonee a mi esposa, la señora J. Harkinson, al 345-2349. Persona a persona. A pagar en destino.
—De acuerdo, señor Harkinson; haré que su esposa reciba el mensaje. Ahora sigamos.
—Dígale..., dígale que tuve un ataque. Yo..., no recuerdo nada. Desperté..., y aquí estoy. Dígale que me traiga mis píldoras. Dígale que se ponga en contacto con el doctor Ferguson. Dígale que se apresure.
—Bien, ¿quién es su esposa, señor Harkinson? ¿Dónde puedo localizarla?
—Aquí mismo en St. Louis. Parkside Terrace. Telefonéela al 345-2349. Dígale que se apresure.
—De acuerdo, señor Harkinson. ¿Qué otra cosa quiere decirle? ¿Algún mensaje a sus seres queridos de los del otro lado?
—Eso es todo. Sólo dígale que se apresure con mi medicina. He estado muy mal.
—Les..., tienes el número. Ve a llamar a la señora Harkinson. Dile que hemos conseguido un contacto Clase A Número Uno con su difunto.
—Hum, sólo un segundo, Lou...
—¡Haz lo que te digo!
—Pensará que estoy loco.
La Hermana Louella se volvió y lanzó una mirada triunfante a su compañero.
—No; si hay una señora Harkinson en ese número, no lo hará. ¿No comprendes, Les? Hemos topado con algo grande..., ¡tan grande que hace que se me corte la respiración!
—Haré la llamada —dijo Les—. Pero será un número equivocado, ya lo verás.
La Hermana Louella se sentó junto a la cama, acunando suavemente al hombre tendido en ella, con los ojos cerrados, respirando por la boca.
—Sólo descanse —murmuró—. Todo está bien...
El abrió los ojos; por un momento observó vagamente la habitación; luego su expresión se agudizó; sus ojos se volvieron alertas.
—Sorprendente —dijo.
—¿Qué ocurre, señor Harkinson? —¿Por qué me llama por ese nombre? —Les ha ido a hacer su llamada, señor Harkinson. Relájese mientras tanto.
El hombre se alzó sobre un codo.
—Tómeselo con calma, señor Harkinson. Tiéndase y descanse. —¿Quién es usted? —preguntó secamente el hombre. —¿Yo? Bueno, soy la Hermana Louella. Le dejé entrar en mi casa y le instalé aquí confortablemente. Estaba usted en muy malas condiciones... —¿Louella qué?
—Oh, Louella Knefter. —Rió, con una risa azarada—. Ha pasado tanto tiempo desde que lo usé por última vez que casi lo he olvidado.
—¿Dónde vive? ¿En qué ciudad? ¿En qué estado? —En las afueras de Springfíeld. Mire, señor Harkin... —No me llamo Harkinson. Mi nombre es Poldak. Arthur Poldak. —Se sentó erguido y pasó los pies por un lado de la cama. Contempló sus delgados muslos; se tocó las rodillas e hizo una mueca.
—Absoluta verosimilitud —dijo—. Sorprendente. —¿Qué es sorprendente?
—Estar sentado aquí y tener una conversación con una ilusión hipnogógica —murmuró el hombre—. Táctil, auditiva, visual..., todo. Es perfectamente real..., real como cualquier otra experiencia.
—Señor Poldak..., ¿cuándo expiró usted? —preguntó bruscamente la Hermana Louella. Él la miró críticamente. —¿Me está preguntando cuándo morí? -Exacto. ¿Cuándo? ¿Qué año?
—Estoy tan vivo como usted, señora Knefter. — Sonrió, una retorcida sonrisa que no tenía nada de alegre—. ¿Cree que soy un fantasma?
—Soy médium, señor Poldak. Usted ha fallecido..., sé que tal vez le resulte difícil aceptarlo..., dicen que a veces los espíritus lo pasan muy mal antes de comprender lo que les ha ocurrido realmente. Pero no es nada por lo que deba sentirse trastornado. Ha pasado usted al otro lado, pero yo estoy aquí para recibir su mensaje. Debe tener usted algo que deseaba decir a alguien querido que dejó atrás.
El hombre en la cama se echó a reír de nuevo, un corto ladrido.
—Yo la estoy soñando, y usted cree que soy un fantasma. Notable.
—Puede hablar libremente conmigo, señor Poldak. Hábleme de su muerte...
—¿A qué fecha estamos hoy?
—Oh, a 10 de agosto...
—Bien, pues en la medianoche del 9 de agosto yo aún estaba vivo y coleando. Estoy en mi dormitorio en mi casa en Scarsdale, señora Knefter. Estoy dormido..., o medio dormido. Y estoy soñando todo esto. Soy psicólogo. Este es mi campo, ¿sabe?, la investigación de los sueños. Fundación Guggenheim, Columbia. He estado intentando una experiencia como ésta, pero no tenía ni idea... —Se interrumpió y sacudió la cabeza.
—Debió morir durante la noche. Es usted un espíritu, señor Poldak. Está hablando a través de mi..., esto..., ayudante. Es un médium muy sensible. He hablado ya con media docena de espíritus del otro lado esta noche.
—Me pregunto... —El hombre se miró las manos, examinó los vendajes de sus muñecas—. Me pregunto si no habré olvidado algo. —Hablaba consigo mismo—. ¿Hay alguna posibilidad de que exista algo en la idea del Ka? ¿El espíritu vagabundo que abandona el cuerpo durante el sueño?
—Puede apostar su vida —dijo la Hermana Louella—. Se lo garantizo, señor Poldak, usted no está aquí carnalmente, no señor.
—Me inclino a estar de acuerdo con usted. —Se dio un pellizco en el antebrazo—. Pero esto es auténtica carne. O la ilusión de auténtica carne. ¿Cómo puede estar uno seguro?
—Toda mi vida he deseado saber cómo es..., morirse, quiero decir —murmuró la Hermana Louella en voz baja y urgente—. Cuénteme simplemente cómo es. ¿Duele? ¿Tuvo miedo?
El hombre la miró.
—Supongo que a su propia manera es usted una buscadora de la verdad tan ansiosa como yo. De acuerdo..., como compañero investigador, le diré todo lo que sé.
—¿Sí?
—Me fui normalmente a la cama. Tuve algunos problemas en quedarme dormido. Es algo que me ocurre muchas veces, puesto que de ordinario pruebo diversas rutinas inductoras del sueño. Asunto de preparar la mente para soñar, ¿comprende? Recuerdo haber sentido la llegada del estadio dos del adormecimiento..., yo mismo acuñé el término. Luego..., empecé a soñar esto. Eso es todo. Simplemente. Nada de dolor, nada de sufrimiento.
»Pero no estoy muerto, señora Knefter. De algún modo, parece que estoy ocupando un cuerpo que no es el mío..., o soñando que lo ocupo...
La puerta de entrada de la casa retumbó; la voz de Les maldijo. Sus pies resonaron fuertemente en el vestíbulo.
—Espero que estés satisfecha —dijo. Se detuvo en la puerta de la habitación, sacudiendo su gorra de lana contra su pierna. Su chaqueta estaba empapada; el agua goteaba de la punta de su nariz.
—¿Qué ocurrió?
—Hice la llamada. Respondió una dama. Dijo que era la señora Harkinson..., y que su esposo estaba profundamente dormido en la cama, a su lado. Le dije que lo comprobara, y me respondió que si era un cadáver estaba roncando maravillosamente. Imaginó que yo estaba borracho. Me colgó.
—Bien..., lo admito. —La Hermana Louella se volvió de nuevo hacia el hombre sentado en la cama. Este le devolvió una mirada vacua. La saliva resbalaba de la comisura de su fláccida boca—. ¿Señor Poldak? —dijo, insegura. El hombre emitió un sonido burbujeante y se hundió en la almohada. La Hermana Louella se puso en pie; sus ojos eran brillantes e intensos—. Les —dijo—. Tenemos aquí a un médium, de acuerdo. Pero no del tipo ordinario. No son los muertos quienes hablan a través de él. ¡Son los vivos!
—Oh, vamos, Lou..., estás desvariando.
—Veremos quién desvaría cuando nos hagamos ricos con esto. —Alzó las piernas del hombre sobre la cama, lo cubrió con la manta—. Volvamos a la cama, Les. Por la mañana empezaremos a transformar a este pobre gallito desplumado en un millón de dólares en efectivo.
4
Durante los días que siguieron, las heridas de Adam cicatrizaron. Se le permitió salir de la cama, pasear por la casa y los alrededores. En la alternancia de oscuridad y luz, en el ritmo de sus propias sensaciones de hambre y sueño, había percibido esquemas. Ahora la búsqueda de otros esquemas ocupaba su atención. Empezó a ser consciente del tiempo como la matriz contra la cual se producían los acontecimientos. Finalmente, la distinción entre un acontecimiento y un acto vio la luz en él. Fue un descubrimiento de lo más delicioso. Experimentó, moviendo su cuerpo, tocando cosas, produciendo sonidos. Como resultado de las maldiciones y los golpes de Les, aprendió a controlar las funciones de eliminación del cuerpo, siguiendo los rituales prescritos. Y las voces hablaban siempre, a veces débilmente, otras tan fuerte que el yo se retiraba a un segundo plano. Odiaba esas ocasiones; luchaba contra ellas, al principio débilmente, luego con mayor seguridad. Aprendió a empujar las voces lejos a voluntad, manteniendo el yo al control.
El Les y el Hermana Louella, conocido también como el Lou, estaban cerca de él la mayor parte del tiempo. En una ocasión, recordaba vagamente, no habían estado cerca; ahora estaban cerca. Era un dato observado, como otros datos. No sentía curiosidad hacia esto, o hacia ninguna otra abstracción. Su mente estaba completamente ocupada en explorar el espectro de las sensaciones, de las experiencias físicas inmediatas.
El Les y el Hermana Louella hablaban frecuentemente con él. No hacía ningún esfuerzo en acomodarse a sus instrucciones y peticiones. La idea de relacionar las acciones con las palabras no se le había ocurrido. Pasaba la mayor parte del tiempo sumido en sus pensamientos, hurgando y sondeando en sí mismo, sintiendo las texturas de la madera y la tela y el cristal, hadando ruidos con la boca.
Un día dijo «hambre». Sentía retortijones en su estómago y los había ignorado, como de costumbre. Pero de pronto su boca formó la palabra.
La Hermana Louella le miró.
—¿Estás poseído, Adam? —quiso saber. De una forma vaga, comprendía que la palabra «Adam» estaba conectada con el yo. No respondió. Estaba atareado probando su lengua en distintas posiciones.
—Comida —dijo.
—¿Quién eres? ¿Quién está hablando?
Su boca se frunció. Sintió agitarse una irritación que brotaba de su frustración. —Adam —dijo.
—Oh..., oh, sí, Adam. ¿Tienes hambre? —Huevos con jamón —dijo claramente—. Tostadas, mantequilla, jamón, café, zumo de naranja. —Hizo una pausa, encantado con el sonido de las palabras. Antes siempre habían sido las voces quienes habían pronunciado esas palabras. Ahora era diferente: el yo estaba modulando sus propias palabras—. Ternera empanada. Macarrones con queso. Costillas de cerdo. Crema de trigo. Alberjawskrty.
Hizo una pausa, con la sensación de que había algo equivocado en el último sonido.
—De la viande —dijo—. Frommage; poissons, d'escargots, de la biere, des fruits.
—Les —exclamó la Hermana—. ¡Ven aquí! —Matt. Kott. Ost, pescado, knackebrod. Hamelfleisch, brot, schnapps, schnitzel. Carne. Agnello, spaghetti, birra...
—Les, está hablando. Buena parte es puro farfulleo, ¡pero hay cosas que suenan completamente claras! Ha dicho que tenía hambre. ¡Quiere huevos con jamón!
—Bueno, ¿qué hay de tan maravilloso en ello? Yo también me comería unos buenos huevos con jamón.
—Escucha, Adam —dijo ansiosamente la Hermana Louella—. Si quieres comer, tienes que pedirlo. ¿Has entendido? —Comer —dijo él.
—Ahora, dile esto a la Hermana Louella; dile: «Quiero mi desayuno».
—Jamón. Salchichas.
—Di: «Por favor, Hermana Louella, ¿puedes prepararme un hermoso desayuno?». —Comer. Hambre.
—Oh, demonios, Lou, no puedes enseñarle a un hombre ya crecido a hablar —dijo Les—. Dale al pobre tonto su desayuno.
—Dame mi desayuno —dijo el hombre—. Comer. Caliente, Sal. Hambre.
La Hermana Louella radió y palmeó su mano y se apresuró hacia la cocina. Les se quedó detrás, mirándole de una forma curiosa.
—Supongo que no le estarás tomando el pelo a nadie, ¿eh, Adam? —dijo suavemente.
—Cállate, Les —respondió calmadamente el hombre. Les se sobresaltó como si hubiera recibido un golpe.
—No vas a engañarme —barbotó—. Te tengo bien clasificado, pequeño demonio escurridizo.
El hombre llamado Adam no estaba escuchando. Estaba atareado descubriendo hasta dónde podía doblar sus dedos antes de que las molestias de sus articulaciones se hicieran insoportables.
—Llevamos alimentando y cuidando a este tipo desde hace dos meses —dijo Les. Estaba sentado al otro lado de la mesa de la cocina, frente a la Hermana Louella, sobre los restos de la cena—. Has enviado al diablo tu trabajo regular...
—Sabes que no permito este tipo de lenguaje en mi casa, Lester Choate —dijo secamente la mujer.
—Pero dejas que este pequeño truhán estafador venga aquí y lo trastorne todo, te ponga en ridículo...
—Ya basta de eso, Les. Estoy cansada...
—No basta. Llevo mucho tiempo contigo, Lou. No puedo quedarme sentado tranquilamente aquí viendo cómo un pequeño timador se presenta y se hace el amo de tu casa y hogar. Puedo ver cuáles son sus propósitos...
—Escúchame, Les. Ésta es mi casa. La llevo a mi manera. Si no te gusta, eres libre de marcharte en cualquier momento.
—No creas que no sé lo que está pasando —dijo hoscamente Les.
—¿A qué te refieres?
—Puedo oír. Tengo oídos..., y ojos.
La Hermana Louella miró fijamente al hombre.
—Has estado bebiendo.
—¿Dónde crees que puedo haber encontrado algo que echarme al gaznate? —murmuró Les.
Ella no le hizo caso.
—Has estado bebiendo, después de que juraras sobre la Biblia que nunca más probarías otra gota; y ahora te sientas aquí y me insultas, ¡y me mientes!
—Espera un minuto, Lou; te juro que nunca...
—No arrojes tu alma al infierno con tus perjurios. Inclínate; deja que te huela el aliento.
—Que me maldiga si lo hago —estalló Les—. Creo que ya he aguantado todo lo que podía aguantar de ti, Lou.
—Sucia vieja puta —dijo una voz desde la puerta—. Eres gorda, y apestas, y si no fuera por las comidas y por la cama ya me habría ido hace mucho tiempo.
El hombre y la mujer en la mesa se volvieron en redondo para mirar.
—Cristo santísimo —dijo Adam. Sus ojos tenían una expresión vaga—. ¡El imbécil está leyendo mi mente!
—No creas ni una palabra de eso, Lou —dijo Les, y sus palabras fueron un eco sobreimpuesto a las del otro.
—¡Adam! —jadeó la Hermana Louella.
—¡Deja que me encargue de esta sucia babosa! —gritaron al unísono Adam y Les—. ¡No puede hablar de este modo!
La Hermana Louella se alzó de su silla, sujetó a Les por el brazo, lo arrojó al otro lado de la habitación. Se quedó allí de pie, mirando a Adam, con la boca abierta.
—Adam —jadeó—, lo que estabas diciendo, ¿eran tus propios pensamientos?
—Seguro que lo eran —dijo Adam, haciendo eco de Les—. Lo viste con tus propios ojos, lo oíste... —Ambas voces se cortaron bruscamente. Louella se volvió para mirar a Les.
—Está leyendo tu mente — susurró—. Diciendo en voz alta tus pensamientos.
—No. Te está engañando, Lou —dijeron Les y Adam.
—¡Cállate, Les! ¡Ni una palabra más! —La Hermana Louella se volvió hacia Adam—. ¿Qué está pensando ahora? Dímelo, Adam. ¡Dilo en voz alta!
—Lo mataré —murmuró Adam—, Sucio vagabundo. Asqueroso, podrido, retorcido..., venir aquí, arruinarlo todo..., la vieja bruja cree en él. Dios mío. Lo está haciendo realmente. Todo lo que pienso...
Les se cubrió los oídos y saltó en pie.
—¡Es un embustero, un tramposo! —gritaron él y Adam a la vez. Les bajó la cabeza y cargó más allá de Adam, hacia el vestíbulo. Oyeron sus pies, subiendo de tres en tres los peldaños.
La Hermana Louella se dejó caer en la silla.
—Adam —jadeó—. Realmente lo hiciste. Realmente leíste esa pequeña mente sucia. —Se interrumpió—. ¿Puedes..., puedes leer la mía, Adam?
El se llevó las manos a la cabeza, frunció el ceño.
—Hermana Louella, ¿puedo tomar un poco de pastel y algo de licor?
—Lee mi mente, Adam. Puedes hacerlo. Vamos, cariño, inténtalo por la Hermana Louella.
Adam la miró, pensando en el pastel. Se tendió...
—Dulce Jesús, si esto funciona me haré millonaria —dijo Adam.
La Hermana Louella lanzó una exclamación.
—¡Bendito sea el Señor, lo está haciendo! —gritó Adam, sincronizado con la mujer—. ¡Me está leyendo realmente! Pero, ¿y sí...? ¡Adam! ¡Ya es suficiente! No leas más, ¿me has oído? —dijeron juntos. La Hermana Louella avanzó unos pasos y lo sujetó por los hombros, lo sacudió—. ¡Adam, ya basta! —cantaron al unísono—. ¡Para! ¡No tienes derecho a mirar de esta forma los pensamientos de una dama!
Cambio. Adam guardó silencio, mirándola vagamente.
—Un auténtico y honesto lector de mentes —murmuró la Hermana Louella—. Apenas puedo imaginar todo lo que podemos hacer juntos, Adam. Hermano Adam, será mejor que te llame a partir de ahora. Un hombre con un don como el tuyo...
Fue tres semanas más tarde. Adam estaba sentado en una silla de respaldo recto, a solas en una habitación medio a oscuras. Iba vestido con un viejo esmoquin, antigua propiedad del difunto señor Knefter, un hermoso traje con solapas de brocado y chaleco y cuello duro. La Hermana Louella lo había arreglado para que encajara con el cuerpo más delgado de Adam, que había llenado un poco a base de una dieta de macarrones, patatas, croquetas de pollo y apfel strudei. Estaba sentado en la silla, el pelo cuidadosamente peinado, su cuerpo en una posición que no era exactamente simétrica, las manos descansando sobre sus rodillas, una palma hacia arriba, la otra hacia abajo, como un par de objetos que hubieran sido dejados caer descuidadamente. Permanecía sentado inmóvil, estudiando los dibujos del papel de la pared. Su escrutinio no era voluntario, ni siquiera consciente, Su mente registraba automáticamente todos los datos, preguntando qué, pero nunca cómo o por qué. Observó la discontinuidad allá donde la unión de las tiras había sido encajada imperfectamente. Si alguien se lo hubiera preguntado, hubiera podido decirle el número de hileras de formas amorfas que formaban el dibujo, horizontal y verticalmente; hubiera podido trazar la silueta de las propias formas. En sus pensamientos no había distinción entre lo importante y lo trivial.
Tras agotar las posibilidades del papel de la pared, su atención vagó a las voces que le llegaban de la habitación contigua. Había aprendido a captar la dirección y la distancia de una voz-fuente, no deliberadamente, sino de la misma forma que había aprendido a rastrear instintivamente todos los sonidos audibles. Había doce voces-fuente. No pensaba en ellas como personas. No le hubiera sorprendido que las voces brotaran de árboles o piedras. De hecho, no pensaba en las fuentes como en entidades separadas de las voces. Simplemente escuchaba, observando, archivando, registrando...
- ...motivos, una encantadora reunión, no esperaba que la vieja señora Kleek...
- ...como col rancia, impropio de un ama de casa... —...haciendo aquí, maldito viejo charlatán. Fue idea de Lydia, mantener la paz en la famlia, no puede ver...
La atención de Adam se extravió de nuevo. Estaba escuchando la secuencia y la textura de los sonidos proporcionados por la casa mientras se acomodaba a las ráfagas de viento que soplaban sobre ella, como si estuvieran comprobando su debilidad. Una imagen mental de la dinámica de la casa se formó en su cabeza. Vio dónde se producían las tensiones, dónde se iniciarían los primeros fallos...
- ¿...dónde estás? ¡Respóndeme! —Una voz más distante penetró en su concentración. Aquella voz era diferente de las otras; más urgente, con una mayor finalidad. Las palabras «urgente» y «finalidad» no aparecieron en su mente, pero los conceptos estaban allí. No se sintió alarmado, simplemente interesado.
- ¡Soy Arthur Poldak! ¡Respóndeme! ¿Dónde estás? —La voz resonó con una dura finalidad; intrigó a Adam. Escuchó más atentamente, pero no hubo nada más, sólo la vaga subcorriente de murmullos que siempre estaba por debajo de las voces.
El interés de Adam derivó de nuevo. Jugó a un juego con las voces más cercanas, separando una de otra, incitando a una voz para que se acercara más y más hasta que sentía la tensión en su garganta, su lengua a punto de empezar a modular las palabras; y entonces la rechazaba y la mantenía a distancia, escuchándola sin permitirle que empujara el yo a un lado...
Se cansó del juego e ideó otro: seguir las líneas de la memoria, evocar el pasado con la vivida claridad del recuerdo total: los días con la Hermana Louella, sus vagabundeos por la ciudad, la celda con el suelo de cemento...
Allá terminaban todos sus recuerdos. Era como si una luz se hubiera apagado, dejando su mente en la oscuridad.
Pero no una total oscuridad, vio, atisbando más allá de la barrera. Era como un corredor que conducía a la oscuridad. Dio un paso vacilante, sintió que los parámetros de su consciencia se cerraban hasta reducirse a casi nada. Pero un débil hilo de tenue consciencia permanecía. Lo siguió. Hacia atrás. Hacia atrás, al principio.
Dolor, y el impacto de las sensaciones en un caótico fluir. Luz, sonido, presión, calor, frío. Ahora, de pie fuera de sí mismo, fue capaz de poner palabras al fenómeno que había acompañado el trauma del nacimiento. Entonces había sido pequeño, captó ahora. Se vio a sí mismo a medida que transcurrían los días y las semanas y los años, creciendo físicamente, al fin capaz de sostenerse de pie, de andar.
Pero no de hablar. No de alimentarse a sí mismo. Mentalmente, seguía siendo un niño.
Idiota. La palabra surgió en su mente. Nací idiota.
Vagamente, a través de las inciertas y desenfocadas percepciones de su temprana mente no formada, vio las habitaciones donde había vivido; la cama donde había dormido, la gran silla donde con una cuchara le habían ido dando las papillas a su distraída boca. Vivió de nuevo las vacías horas de los interminables días.
...Se vio a sí mismo cruzando una puerta que accidentalmente no había sido cerrada con llave, y hallando un lugar donde eran almacenadas cosas con intensos olores: la cocina del asilo. Comió: azúcar, manteca de cerdo, papel —que escupió—, estofado frío, chocolate. Una cosa dura y lisa resbaló de entre sus manos e hizo un ruido fuerte contra el suelo, y después de eso hubo agudos dolores en sus pies desnudos y un fluido rojo manchó las baldosas. Se sentó en el charco de licor, cortándose de nuevo con los cristales rotos. Emitió sonidos burbujeantes de infelicidad..., le habían enseñado a no hacer ruidos fuertes, a costa de centenares de horas de paciente manejar botones por parte de una sucesión de sudorosos ayudantes. Se lamió las manos. El sabor de la sangre y el ron le produjo náuseas. Vomitó.
...Sus ropas —un mono suelto— estaban pegajosas y empapadas. Tiró de ellas; la tela se rasgó. Las arrojó a un lado...
...Estaba fuera. Un vago recuerdo de correr y saltar con los otros tomó forma. Corría a través de una irregular extensión de hierba no cortada, en dirección a un claro bosque. Pronto se sintió cansado; se sentó en el suelo y emitió sonidos burbujeantes, pero ninguno brotó de su boca. Se levantó y caminó al azar. Cosas puntiagudas y afiladas le pincharon y arañaron. Comió al azar: hojas, trozos de madera podrida, un pequeño objeto con plumas que olía abominablemente y que se deshizo entre sus manos. Vomitó de nuevo.
...Era oscuro. Permanecía tendido, temblando, emitiendo pequeños sonidos gimientes. Se ensució y emitió ruidos gorgoteantes. Durmió...
...Llegó la luz del día. Los árboles se hicieron más dispersos. Instintivamente, desvió su andar sin rumbo para seguir la línea de menor resistencia. A veces se paraba y se tendía en el suelo, enroscándose en torno al dolor en su estómago. Luego, sin finalidad alguna, sin darse siquiera cuenta de ello, se levantaba y seguía caminando.
...Nuevamente de noche. Frío. Dolor. Luego destellos de brillante luz que avanzaban hacia él. Las luces se detuvieron. Emergió de entre la maleza al resplandor, fascinado. Sonidos. Hombres avanzando hacia él, emitiendo sonidos.
—¿Qué demonios haces aquí completamente desnudo, muchacho?
—Es uno de esos malditos pervertidos. En busca de presa. —El pobre hijo de puta está hecho una lástima. ¿Qué te ha ocurrido, muchacho? ¿Alguien te atacó, te robó las ropas?
Emitió sonidos burbujeantes, tendió la mano hacia la cosa brillante que había en la cadera del hombre.
Un rápido movimiento, una cegadora luz y un destello de dolor...,
...Estaba tendido en un cálido suelo. Había movimiento a su alrededor, luz que brillaba desde arriba. Abrió los ojos y la miró.
—El hijo de puta vuelve en sí. Hey, tú. —Algo le aguijoneó el costado—. ¿Cómo te llamas?
—Déjeme trabajarlo un poco, sargento Dubell. Haré que el jodido mamón hable por los codos.
—Seré mejor que salga y limpie toda la porquería que nos echó en el coche, Kenny, como le dije que hiciera.
Los sonidos que hacían los hombres con sus bocas no tenían ningún significado para él; la idea de que los sonidos podían tener un significado concreto nunca se le había ocurrido. De tanto en tanto el hombre le golpeaba con un pie, suavemente al principio, luego más duro. Maulló e intentó apartarse del dolor, pero éste le siguió. Gorgoteo y se puso en pie, y un golpe lo envió de vuelta al suelo.
—Llévalo abajo, Kenny. El hijo de puta es un imbécil. Debe haber escapado de algún lugar, quizá de ese asilo ahí arriba en Belleton.
—Demonios, ¿cree que puede haber caminado veinticinco kilómetros a campo través descalzo? Está fingiendo, sargento. Déjeme trabajarlo un poco.
—Enciérrelo, Kenny. Luego limpie arriba ese vómito que ha dejado junto a la puerta.
...El hombre Kenny empujándolo a lo largo del pasillo, bajando los escalones, deteniéndose ante la puerta. El resonar de metal. La puerta abriéndose, una mano empujándole dentro.
Un golpe en la cabeza lo derribó al suelo.
—Yo no soy tan blando como Dubell. No me trago tu actuación. Y no me gustan los tipos raros. A mí me lo dirás todo, muchacho.
Los golpes siguieron y siguieron. Al cabo de un tiempo, ya no fue consciente de ellos...
La puerta se abrió; la Hermana Louella entró, enorme en sus ropas de satén azul oscuro. Su rostro como masa de pan estaba ligeramente enrojecido. Sus ojos brillaban de una forma desacostumbrada.
—Ven conmigo, Hermano Adam, nuestros invitados te están esperando.
—Simplemente recuerda lo que te dije, Adam —susurró la mujer, conduciéndole fuera de la habitación y a lo largo del pasillo—. Haz lo que practicamos... —Echó a un lado la nueva cortina de terciopelo púrpura. Varios rostros se volvieron para mirar. Adam devolvió las miradas, observando la variedad de formas y tamaños y texturas y colores; pelo largo y calvicie, muestras de decrepitud, enfermedad, los efectos del tiempo y la gravedad... Todos eran diferentes, pero todos eran iguales. Había un sutil y poderoso esquema que podía percibir, pero que no podía captar en toda su integridad...
—Damas y caballeros, éste es el Hermano Adam —estaba diciendo la Hermana Louella—. Hermano Adam, colócate aquí.
Lo guió hasta el gran sillón con los brazos de caoba tallada, lo sentó ceremoniosamente. Se acomodó en una postura al azar, los ojos fijos en la verruga en la mejilla de la vieja señora Dunch.
—El Hermano Adam está cansado, ha pasado todo el día meditando y componiendo sus pensamientos para la sesión de esta tarde —dijo la Hermana Louella—. Ha prometido hacerlo lo mejor posible para ustedes; le he dicho hasta qué punto contábamos con él, lo grande que era nuestra necesidad de sus dones.
Varias personas se agitaron en sus sillas. La Hermana Louella recorrió la habitación cerrando las cortinas de las ventanas.
—El Hermano Adam trabaja mejor con una luz tenue —explicó. Había observado lo poco elegante que se veía el esmoquin a los inclinados rayos del sol de última hora que penetraban en la habitación—. El don del Hermano Adam no es como el mío —señaló—. Todos ustedes conocen mis trabajos de lectura; saben todo lo que podemos averiguar de nuestros destinos del estudio del carácter y las líneas del destino. Pero el Hermano Adam trabaja de una forma más directa. Capta sus verdades por transferencia etérica directa. Ahora, para empezar, Adam..., me gustaría que me dijeras los nombres de toda esta gente encantadora. Empieza por donde quieras y ve trazando el círculo.
Adam parpadeó; alzó una mano a sus ojos, contempló sus dedos, los giró, los examinó atentamente. Alguien agitó los pies; alguien carraspeó.
—Vamos, no te sumas en meditación, Hermano Adam —dijo secamente la Hermana Louella—. Dame los nombres; empieza con la señora Kleek...
Miró a su alrededor; el nombre se mezcló con un esquema centrado en la mujer ya vieja sentada cerca de la puerta.
—La señora Emma Kleek —dijo. Miró al hombre detrás de ella—. El señor Horace Levy. La señora Doris Dunch... —Siguió con los nombres de todas las personas en la habitación; dudó, luego prosiguió—: Lester Choate; Gus Pendleton... —Cuando hizo una pausa, la Hermana Louella interrumpió:
—Eso ya es suficiente, Hermano Adam. Has nombrado a todos los presentes. Ahora...
—Hummm —dijo el señor Levy—. ¿Y eso qué prueba? Cualquiera puede haberle dicho nuestros nombres.
—¡Bien! —La Hermana Louella le dirigió una sonrisa agridulce—. Supongo que no quiere dar a entender usted nada en especial con esto, Horace. —Utilizó un pulgar para colocarse bien un tirante—. Hermano Adam, supongamos que le proporcionas al señor Levy una lectura mas detallada. —Le dirigió una mirada que un observador hubiera calificado de significativa. Adam captó claramente su voz:
- Dile su nombre completo, domicilio, nombre de su esposa, de sus hijos. Dile su fecha de nacimiento..., pero no el año. Hay que respetar su intimidad...
—Hyman Nicholiavitch. Levenowski —dijo Adam—, 248 Shadyside Drive. Sheila MacKenzie Levy. Sin hijos. 21 de octubre.
Horace Levy se envaró en su asiento y dejó escapar un expresivo gruñido de sorpresa que cubrió rápidamente con una tos.
—Muy hábil —dijo—. Excepto que ha dado mal mi nombre —añadió—. Y ha dicho que no tengo hijos. ¿Qué hay de Seymour?
—¿Qué ocurre contigo, Adam? —preguntó la Hermana Louella, con voz alegremente burlona. La sonrisa era ahora una mueca—. Vamos, enmiéndate y deja de jugar con el señor Levy.
—¿Cambiaste tu nombre, Horace? —preguntó el señor Grant, lanzando al viejo una mirada de reojo.
—¿Quién, yo? ¿Por qué debería...? —La voz del señor Levy se apagó.
—¿Por qué debería mentir? —dijo Adam—. ¿Es algo deshonroso que uno se cambie el nombre? Por conveniencia, eso es todo. No es como si hubiera adoptado un nombre como O'Reilly...
—Hey —dijo débilmente el señor Levy, mirando a Adam con la boca abierta.
- Adam..., ¡atente a lo que te dije! —La silenciosa voz de la Hermana Louella restalló como un latigazo.
—Qué demonios, el muchacho tiene razón —dijo el señor Levy con voz tensa—. Sólo estaba..., esto, probándole. Nací Levenoswki, es cierto. Lo que me pregunto es, ¿cómo lo supo? ¿Cómo...?
—¿Qué hay acerca de Seymour? —interrumpió el señor Grant.
El señor Levy extrajo un gran y no demasiado limpio pañuelo del bolsillo de sus pantalones y se secó el rostro.
—¿Debo decir que el chico es adoptado? —murmuró Adam—, ¿El chico de Shelly, de antes de...?
—¡Ya basta, especie de subhombre! —rugió el señor Levy, saltando en pie y señalando a Adam con un gordezuelo y tembloroso dedo—. ¡Cierra la boca, ¿me has oído?!
Adam cerró su mente a la cacofonía de voces, audibles e inaudibles. Cerró también los ojos, analizando los olores en el aire: olor corporal humano, cuero, perfume, tabaco, polvo, el guiso que la Hermana había cocinado la noche antes...
- ¡Adam! ¡Siéntate, sonríe! —El pensamiento de la Hermana Louella lo abofeteó. Abrió los ojos. El señor Levy estaba de pie, el rostro enrojecido, el pelo revuelto.
—¡...y el resto de ustedes, deberían sentirse avergonzados de estar sentados aquí! —estaba diciendo—. ¡Vean, será a ustedes a quienes va a insultar a continuación!
—Horace, no se lo tome así —dijo suavemente la Hermana Louella—. El Hermano Adam no pretendía insultar a nadie. Simplemente se confundió un poco, eso es todo. Siéntese y déjeme que le traiga una buena taza de té, y seguiremos con la lectura. Adam, habla ahora con la señora Dunch. No se mueva, Doris, y Adam...
—Yo no, gracias —dijo rápidamente Doris con voz aguda, alzando una mano llena de manchas marrones y cargada de brillantes anillos y brazaletes—. A mí que me deje tranquila. Yo simplemente me quedaré sentada aquí y escucharé.
—Yo seré el siguiente —dijo el señor Grant en el silencio que siguió. Miró a Adam con los ojos entrecerrados—. Adelante, señor Adam. Dígame el mismo tipo de cosas que le ha dicho a Horace.
- Adam..., ¡recuerda lo que te he dicho! Nombre, día de nacimiento..., ¡cosas seguras!
Adam miró al señor Grant. Era un hombre bajo e irascible de unos cincuenta años, pelo rojizo, gris en las sienes, piel correosa y llena de pecas, pálidos ojos azules y densas cejas.
—Aeneas M. Grant, Apartado de Correos 456, RFD Ruta 1. 2 de diciembre... —La voz de Adam se desvaneció, toda su atención atraída por otra voz más profunda; una voz enterrada, débil y lejana.
—Idealia —susurró—. Muerta y desaparecida esos veintiún años, pero viva en mi cerebro y en mi corazón cada día y cada noche...
—¡Adam...! ¿Qué es esta estupidez? —dijo rápidamente la Hermana Louella
—¡Cállese! —gritó el señor Grant con voz estrangulada—. Siga, muchacho.
—Ese septiembre —dijo Adam—. Hace tanto tiempo; pero sólo ayer. Más de lo que yo merecía, más de lo que jamás llegué a soñar. Le dije que la quería, y ella dijo... Yo también te quiero, Aeneas...
—Oh, vamos, Adam... —La Hermana Louella calló ante el enérgico gesto de Grant.
—Me equivoqué; me equivoqué en tantas cosas. Fui un estúpido, perdí lo que deseaba más que cualquier otra cosa en la Tierra. Pero era joven. No sabía hacerlo mejor. Ahora ya es demasiado tarde, y lo lamentaré todo el resto de mi vida...
—Señor Adam —dijo Grant con voz tensa—. ¿Está usted..., está en contacto con ella..., en el más allá? ¿Es que usted puede..., ella puede...? —Se interrumpió.
—Maldito estúpido —dijo Adam—. Dejarme engañar por esa condenada mujer idiota y su socio. Debería ir a que me examinaran la cabeza. —Mientras hablaba, el rostro de Adam se crispó en una variedad de expresiones sin significado; sus ojos estaban clavados en la roseta de brillante luz púrpura que estallaba en el vientre del frasco lleno con agua coloreada que ocupaba el centro del tapete encima de la mesa.
—¡Hermano Adam! ¡Contrólate, por favor! —gritó estridentemente la Hermana Louella.
—Está... leyendo mis pensamientos —dijo el señor Grant. Se puso en pie, con las manos apretadas contra su cabeza—. ¡Por el buen Dios, está leyendo realmente mis pensamientos!
—...realmente mis pensamientos —hizo eco Adam.
—Pasa ahora a la señora Abrams... —dijo la Hermana Louella.
—¡Yo no! —La señora Abrams se puso en pie, adelantando una mano como un policía de tráfico prohibiendo la entrada a una calle de dirección única—. Considéreme fuera de esto, Louella. Leer la palma de la mano, sí, de acuerdo. Gs lo esperado. Pero rebuscar dentro de mi cabeza..., ¡nunca!
Otros se estaban levantando. El señor Grant permanecía sentado, mirando fijamente a Adam. Todos hablaban. La voz de la Hermana Louella se alzó por encima del tumulto general.
—Ahora iba a servir mi pastel especial —exclamó—. El Hermano Adam tiene que descansar un poco; dejemos que lo haga, todos, y mientras tanto...
—Yo me voy —dijo firmemente el señor Levy; cogió su sombrero del extremo de la mesa y se lo puso con un gesto de resolución—. ¿Viene, señor Grant?
El rostro de Grant era gris. Se puso en pie, abandonó la habitación sin mirar atrás. El resto le siguieron, mientras las conversaciones iban muriendo. La Hermana Louella aleteaba en torno a los invitados que se iban como una madre pájaro cuyo nido está amenazado.
Un potente foco se encendió en un punto justo más allá de la puerta, iluminando la multitud en el porche. Se oyó abrir la portezuela de un coche. Una robusta figura con pantalones de montar caqui y una camisa azul con la insignia de sheriff prendida en ella apareció y avanzó ominosamente.
—Oh, agente Pendleton —dijo la Hermana Louella, con voz anormalmente aguda.
El representante de la ley se detuvo al pie de los escalones del porche, contemplando algo inseguro al grupo reunido encima suyo.
—Señorita Louella, yo, hum, tengo una denuncia contra usted. Esto, se me ha comunicado que se dice la buenaventura aquí. —Oh, vaya, qué idea —dijo débilmente la Hermana Louella. —Tengo un documento —siguió el agente Pendleton—. Una declaración jurada, firmada. —Se palmeó el bolsillo. —¿Firmada por quién? —Lester Choate. —¡Ja! ¡Ese pequeño gusano!
El señor Levy empezó a bajar los escalones con el aire de un hombre con importantes asuntos en otra parte. El agente Pendleton se cruzó en su camino.
—Un momento, señor Levy. Aún no he terminado... —¿Qué, me está arrestando? —quiso saber el señor Levy. Miró a los demás que se apiñaban junto a los escalones—. ¿Ese hombre me está arrestando? ¿Bajo qué acusación? —Miró de la Hermana Louella al señor Grant y a la señora Dunch.
—Espere un momento, señor Levy. Nunca he dicho que fuera a arrestarle...
—En ese caso, me voy. —Echó a andar más allá de Pendleton, que retrocedió para mantenerse a su altura.
—Es usted un testigo, señor Levy. Necesito su declaración... —¿Declaración? ¿Qué declaración? He venido a visitar a una amiga, ¿qué otra cosa hago aquí? ¿Acaso hay alguna ley contra eso?
—Señor Levy, ¿se estaba diciendo la buenaventura ahí dentro? —¿La buenaventura? ¿Yo? ¿La buenaventura? Soy un hombre de negocios, señor Pendleton. ¿Cree usted que me dedico a escuchar la buenaventura? Esto es una visita social, nada más.
—Rodeó al agente y siguió su camino. Los otros estaban dispersándose hacia ambos lados.
—Señor Grant..., ¿qué tiene que decirme usted? ¿Estaba ofreciendo la Hermana Louella decir la buenaventura a cambio de dinero?
—Ya se lo ha dicho Horace: esto era una reunión social —murmuró Grant, y siguió andando.
—¿A quién tiene usted dentro del coche? —preguntó la Hermana Louella cuando el resto del grupo se hubo dispersado, con el agente Pendleton de pie inseguro en medio del sendero mientras los demás pasaban por su lado.
—A Les.
—Dígale a ese pequeño y sucio rastrero que se mantenga alejado de mí.
—Él firmó la denuncia —dijo Pendleton hoscamente—. Mi deber era actuar.
—¿Qué esperaba encontrar aquí? —preguntó la Hermana Louella—. ¿Bolas de cristal? ¿Cartas de tarot?
—Les dice que tiene usted una especie de tipo loco aquí, Louella. Un hombre con antecedentes policiales.
La Hermana Louella jadeó. Pendleton la miró agudamente.
—Así que supongo que lo mejor es que vea a ese tipo. ¿Está dentro?
La Hermana Louella retrocedió unos pasos.
—No puede. No se encuentra bien. Además, no he tenido tiempo de arreglar la casa, el lugar está hecho un asco. Vuelva mañana...
—Mire, no me cree problemas, Lou. Tengo que hacer mi trabajo. Entremos. —Apoyó una mano en la culata de la pistola en la funda de su cinturón. La Hermana Louella emitió un suave quejido y subió de lado los escalones. En la puerta, se volvió.
—¿Tiene usted una orden de registro? —preguntó, conteniendo el aliento.
Pendleton extrajo un papel de su bolsillo y lo golpeó con los nudillos.
—Aquí está, Lou.
—Bien..., entonces creo que será mejor que entre.
5
Adam les observó entrar en la habitación. Captó fragmentos de pensamiento llenos de pánico:
- Adam..., simplemente quédate quieto, no hagas nada, no digas nada fuera de lo normal, simplemente responde a sus preguntas...
El hombre se detuvo en la entrada del vestíbulo y le miró. Era alto y robusto, ya maduro. Adam captó en él la agitación de un ansia animal hacia la acción violenta, inhibida por la incertidumbre ahora que estaba dentro de la casa.
- Un tipo de aspecto mezquino y despreciable. Enfermo. Esta mujer estúpida lo ha acogido como si fuera un gato extraviado. Estoy perdiendo el tiempo. Ese Les me ha puesto en ridículo, un gran arresto, aquí no hay nada...
—¿Quién es? —preguntó Pendleton.
—El Hermano Adam. Ahora está aquí conmigo. Ayuda un poco. Necesitaba a alguien, después de que se fuera Les.
Pendleton miró fijamente a la Hermana Louella.
—Les dijo que este tipo vino aquí un mes antes de que él se fuera.
—Bueno, quizá sea cierto. Pero se quedó para ayudar, cuando me vi sola y todo eso. —Intentó una sonrisa tonta, que hizo que el agente Pendleton dejara colgar ligeramente la mandíbula. Carraspeó.
—¿De dónde es usted, señor Adam?
Adam captó el apresurado pensamiento de Louella: Del oeste.
—Del oeste —dijo.
—¿De dónde del oeste?
—El Hermano Adam vino aquí desde Phoenix, ¿no es así, Hermano Adam? —dijo rápidamente la Hermana Louella, y lanzó a Adam el hosco destello de una sonrisa.
—Deje que responda él —dijo secamente Pendleton—. ¿Es usted un ministro del evangelio, señor Adam?
Adam le miró indiferente.
—Oh, Señor, con toda esta excitación, parece que el Hermano Adam va a sufrir otra de sus crisis.
Pendleton alzó una mano para rascarse el cuero cabelludo, en vez de ello enderezó su gorra. Se volvió a la Hermana Louella.
—¿Este hombre no se encuentra bien? — preguntó en un resonante sotto voce.
—A veces le ocurre —respondió rápidamente la Hermana Louella—. Simplemente parece como si se desconectase. Pero no de una forma violenta ni nada parecido. Oh, el Hermano Adam es de una naturaleza más bien pacífica...
—¿Cómo llegó hasta aquí?
-Sufrió una crisis en plena noche, y necesitaba un lugar donde descansar su cabeza, y...
-¿Un vagabundo? ¿Eso es lo que era? —Pendleton miró especulativamente a Adam, como si estimara su peso específico.
-Su coche se averió.
-¿Dónde está ahora?
-¿Eh...? —La boca de la Hermana Louella se abrió y se volvió a cerrar—. En realidad, no lo sé.
-¿No lo hizo remolcar hasta aquí?
-La verdad es que nunca pensé en ello.
—¿Cómo sabe usted que tenía un coche?
—Si no, ¿cómo cree usted que llegó hasta aquí? —dijo la Hermana Louella con una nota de indignación—. Más de veinte kilómetros desde el pueblo más próximo, él no hubiera podido caminar esa distancia. No en sus condiciones... —Su voz murió.
—¿Cuáles condiciones?
—Oh..., bueno. Estaba muy resfriado. Tosía de una forma terrible. Apenas era capaz de cruzar la habitación, así que no digamos veintipico kilómetros...
—Hey —dijo el agente Pendleton, y su mano fue de nuevo a la culata de la pistola—. Hace un par de meses, a poco más de un kilómetro de aquí..., encontramos un coche robado, un taxi, metido en una zanja. Había un aviso de búsqueda de un hombre... —Se volvió para echarle a Adam una rápida ojeada de pies a cabeza. Sacó la pistola de su funda, la amartilló, apuntó desde la cadera en la dirección general donde se hallaba Adam—. Metro setenta, cincuenta y tantos kilos, pelo y ojos castaños. Usted lo hizo, amigo. Póngase en pie.
La Hermana Louella dejó escapar un grito y se lanzó contra el brazo del policía. Este se volvió a medias, y la pistola se disparó cuando ella chocó contra él; la bala fue a estrellarse en la pared, a metro y medio de la silla donde había estado sentado Adam hacía unos momentos.
Pero Adam, levantándose velozmente al mismo tiempo que Louella se movía, se lanzó en un bloqueo perfectamente coordinado. Golpeó al agente a la altura de las rodillas; Pendleton cayó hacia atrás, y su cráneo golpeó el zócalo con un sordo impacto. Adam rodó Ubre, se puso en pie.
—Malditos polis, les gusta apretar el gatillo —gruñó. Pendleton dejó escapar un gemido y rodó de espaldas. La Hermana Louella, arrojada a un lado por la colisión, dejó escapar unos sonidos gorgoteantes y se apretó ambas manos contra el pecho. —Hermano Adam —gimió.
—¿Tienes coche? —preguntó Adam—. Sí, tienes coche... —Su voz vaciló—. Debemos coger el coche..., irnos —murmuró.
—Adam, ¿qué has hecho? —se lamentó la Hermana Louella—. Oh, Señor, ¿qué va a ocurrirme ahora? Has golpeado a un agente de la autoridad, y además...
—Hermana Louella —dijo Adam. Su voz sonó medio estrangulada, como si estuviera hablando bajo una severa tensión—. Ve a buscar las llaves del coche. Rápido. Ella se apartó de él.
—Adam..., no te me acerques. Siempre he sido buena contigo, Adam, sabes que...
—No voy a hacerte ningún daño —anunció torpemente Adam. Luego—: Haz lo que él dice.
—¿Q...quién?
—Walt Walter M. Kumelli. Tengo que... utilizarle. Su voz sabe. ¡Ahora haz lo que te he dicho, maldita sea! —Las últimas palabras fueron acompañadas por una sonrisa que era casi una mueca.
Louella se apresuró a salir de la habitación.
Adam/Walter se detuvo de pie en medio de la habitación. Adam estaba enormemente interesado en lo que ocurría. Algo de la urgencia en la voz de Walter se había comunicado a él, junto con las intensas emanaciones de inquietud de la mujer. Cuando el desconocido había sacado su pistola, había sentido que Walter empujaba el yo a un lado, y había mirado mientras Walt atacaba al policía, había captado débilmente el impacto, notado la agilidad con la que Walt había saltado de nuevo en pie.
Átalo, dictó Walt. Adam oyó y comprendió; pero reconoció que Walt se refería a habilidades y conceptos que él no poseía. Se echó voluntariamente a un lado, dejando que Walt tomara el control, mientras él, Adam, permanecía presente, consciente, pero sin interferir...
—¿Adónde vamos, Adam? —preguntó la Hermana Louella con voz temblorosa por la ansiedad. Inclinado sobre el volante, los ojos entrecerrados hacia la casi oscura carretera a través del polvoriento parabrisas del Dodge de nueve años de antigüedad, Adam no respondió. El truco de equilibrar la ecuación Walt/Yo, utilizando la habilidad y el conocimiento de Walt mientras él, Adam, retenía el control general, requería toda su atención. Las últimas luces del atardecer se estaban desvaneciendo rápidamente. El coche se desvió hacia un lado de la carretera y botó en el arcén. Louella chilló e intentó coger el volante. Adam la apartó de un empellón.
—Déjame a mí, maldita sea. ¿Quieres romper el coche? —Una pausa—. Lo siento, Hermana Louella. Por favor..., déjame a mí... —Su voz murió.
—Oh, Adam, no sé lo que te ocurre. Nunca habías sido así. Eres tú, ¿verdad, Adam? No...
—Soy yo, Adam. Walt me está ayudando..., tengo que concentrarme... —Su voz se endureció—. Hay algo curioso..., algo que parece ir malditamente mal. No puedo sacarle más velocidad a este trasto...
—Adam, ¿qué vamos a hacer? La policía irá tras nosotros, me enviarán a la cárcel, no podré soportarlo, Adam, ¿por qué simplemente no vamos y les decimos...?
—Cruzaremos la línea del estado —cortó Adam, ignorando su proposición. Se pasó una mano por la cara—. Tenemos que conseguir un mapa —murmuró—. Y algo de dinero. Llegar hasta Atlanta...
—Aquí tengo un mapa, Adam. —Louella rebuscó en la polvorienta guantera, sacó un trozo de limpiaparabrisas de plástico, un abrebotellas, varios lápices mordisqueados, un sucio I arrogado mapa de carreteras de la Shell Oil, doblado para mostrar la sección septentrional del estado.
—¿Dónde estamos? —restalló Adam, mirándolo de reojo mientras ella lo sostenía en alto.
—Aquí — señaló ella—, a unos treinta kilómetros al oeste de Springfield.
Adam examinó con más atención el mapa.
—¿Cuál es la próxima carretera principal que cruzaremos?
—La Estatal 42; justo después de Oakdale.
—Allí giraremos al sur. Unos ochenta kilómetros hasta la frontera del estado. ¿Cogiste dinero?
—¿Dinero? No, Adam, sólo algunas cosas de plata, eso es todo; no tuve tiempo...
—Tenemos que conseguir dinero. —Adam miró ferozmente los oscuros campos cubiertos de maleza, los bosquecillos, los carteles publicitarios a ambos lados de la carretera, los postes eléctricos. Allá delante, una destartalada gasolinera se agazapaba como un animal asustado a un lado de la calzada; descoloridos gallardetes se agitaban levemente sobre las semiiluminadas bombas. Adam cruzó la carretera con un chirriar de neumáticos, se detuvo delante de las bombas. Tomó el revólver del agente Pendleton del asiento a su lado, se lo metió debajo de la chaqueta y salió del coche.
—Adam..., ¿qué vas a hacer? —llamó Louella tras él, en un frenético susurro.
—¡Cállate, maldita sea! —gruñó él. Luego añadió—: Lo siento, Hermana Louella —y se volvió hacia la gasolinera. Dentro, un hombre delgado y de redondeados hombros con una arrugada camisa de trabajo y unos pantalones verde oscuro aguardaba en una silla plegable, leyendo un periódico. Lo dejó a un lado a regañadientes y salió.
—¿Lleno? —murmuró, sin mirar a Adam mientras pasaba por su lado camino de la bomba.
—Ajá —gruñó Adam. Se dirigió hacia el edificio de la gasolinera.
—Hey —llamó tras él el empleado. Adam miró hacia atrás desde la puerta—. No se permite entrar en la oficina —dijo, sin dejar de mirar los números que se movían en el indicador de la bomba.
Adam entró. La caja registradora estaba sobre un mostrador de roble rayado y lleno de manchas negras contra una pared, debajo de un calendario que mostraba a una chica sonriente vestida sólo con unas botas rojas de tacón alto.
—¡Hey, usted! —Adam ignoró el grito del hombre. Había un teléfono de monedas contra la pared, rodeado por un halo de números escritos a lápiz y negras huellas de dedos. Polvorientas latas de aceite se apilaban sobre un estante a un lado. El suelo estaba cubierto por un cuarteado linóleo verde. La habitación olía a tabaco y sudor.
El hombre estaba en la puerta, agitando el pulgar por encima del hombro.
—¡Fuera! —restalló—. ¿Dónde cree que está, señor...?
—¿Dónde están los lavabos? —preguntó Adam, con tono frío y llano.
—Fuera, a un lado. Pida la llave. Se la daré...
—Vaya al lado del teléfono —dijo Adam. El hombre abrió la boca; su expresión era complicada, reflejando el placer del ultraje farisaico mezclado con un incipiente miedo.
—Amigo, salga inmediatamente de aquí. Son tres con sesenta por la gasolina, y...
Adam extrajo la pistola de debajo de la chaqueta.
—Haga lo que le he dicho, granjero —dijo en una mortífera voz baja. El hombre dejó escapar un sonido ahogado y sus piernas empezaron a temblar con violencia. Su rostro se volvió súbitamente gris.
—Dios mío, señor... —Se interrumpió y se apresuró a ir hacia el teléfono, se volvió para mirar a Adam, las manos colgando a sus costados.
—Arranque los hilos —ordenó Adam.
El hombre se volvió, sin apartar los ojos de Adam tanto como le fue posible, tanteó el auricular, lo cogió, dio un tirón. El cable resistió.
—Puede hacerlo mejor —dijo Adam. El hombre dio un nuevo tirón, más fuerte, y el auricular escapó de entre sus dedos y golpeó contra la pared.
—Busque algo para cortarlo —ordenó Adam. El hombre pasó por su lado, procurando mantenerse lo más apartado posible, los ojos yendo del rostro de Adam a la pistola en su mano. Abrió temblorosamente un cajón, metió la mano, sacó unas tenacillas de corte. Regresó junto al teléfono y cortó el hilo.
—Abra la caja registradora —dijo Adam.
El hombre hizo varios intentos antes de conseguir abrir el cajón. Se echó hacia atrás.
—Sáquelo, maldita sea; apile todo su contenido sobre el mostrador.
El hombre hizo lo ordenado. Adam rebuscó entre el montón y cogió los arrugados billetes, sin mirar la moneda, observando de reojo al empleado.
—Vayamos a la parte de atrás —dijo Adam. Las rodillas del hombre empezaron a temblar de nuevo.
—Oh, dulce madre de Cristo —gimió—. No me mate...
—;Salga de aquí! —gruñó Adam. El hombre se dirigió vacilante hacia la puerta, salió; Adam fue tras él.
—Ya tiene el dinero —murmuró el hombre con voz quebrada—. Matarme no le ayudará...
—¡Cállese! —Adam le tendió la llave que había cogido de un gancho en la pared al abandonar la oficina, una pesada llave de latón atada a un trozo de mango de escoba liso y ennegrecido por el mucho uso—. Abra el lavabo.
El hombre tuvo problemas en insertar la llave; dio un par de resonantes vueltas, abrió la puerta. Adam captó su voz murmurada:
- ...oh, Dios..., muerto en el suelo..., todas las baldosas blancas llenas de sangre. Caído sobre la taza del wáter...
—No tema —dijo Adam, y su voz sonó diferente—. No va a hacerle ningún daño.
—¿Qué? ¿Quién? —El hombre le miró con rostro alelado. —Entre.
El hombre dio un paso, dudó. —¿No va a matarme, señor?
—Sólo entre —murmuró Adam. Las imágenes de la mente del hombre eran fascinantes; las estudió, pasando por encima de Walt.
—No va a salirse de ésta —dijo el hombre. Adam no respondió. Sus ojos estaban fijos en un punto en la pared, a un metro a la izquierda del codo derecho del empleado. Este miraba fijamente la pistola, viendo cómo el cañón iba descendiendo lentamente. Se agitó, tragó saliva.
—Muchacho..., deje esa pistola —dijo el hombre, y su voz se quebró en las palabras. Adam no mostró ningún signo de haberle oído. El hombre se inclinó ligeramente hacia delante, su mano se tendió...
—¡Entre ahí antes de que le abra un agujero en las tripas! —ladró Adam, y volvió a alzar de golpe el arma—. Hay que ser cauteloso —siguió, mientras el hombre se tambaleaba hacia atrás, medio caía dentro del cubículo—. No puedo dejar que Walt..., pero no sé... ¡Cierra la puerta, maldita sea! ¡Con llave! —Tiró de la puerta, cerrándola de golpe, giró la llave en la cerradura, la sacó y la arrojó en un amplio arco a la maleza que crecía por entre el esqueleto de un coche abandonado. Se volvió y regresó apresuradamente al Dodge. La Hermana Louella le miró con los ojos muy abiertos.
—Adam, ¿qué... le has hecho a ese hombre...? No respondió. Entró en el coche, puso el motor en marcha, encendió los faros, salió a la carretera, y apretó el acelerador a fondo hacia el oeste.
Cruzaron la frontera del estado y entraron en Kentucky a las once y media. Eran casi las dos de la madrugada cuando Adam se metió en el camino de un destartalado motel con un cartel roto de neón que decía:
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—¿Qué es este lugar? —preguntó ansiosamente la Hermana Louella, despertando de un sueño intranquilo—, ¿Por qué te paras, Adam?
—Es... un lugar donde dormir, Hermana Louella. Aquí hay habitaciones. Cada una de ellas tiene una cama, una silla, una ventana...
—Sé lo que es un motel, Adam. No es eso lo que quiero decir. Lo que quiero decir es: ¿por qué me traes aquí?
—Tenemos que dormir —dijo Adam. Estaba pasando los dedos por la rueda del volante, estudiando el diseño de las cuarteaduras en el viejo y duro plástico.
—¡Bien, eso es una idea! Has conducido hasta... hasta,., —La Hermana Louella se interrumpió, contemplando por la ventanilla la oscura puerta mosquitera enmarcada por un mal cuidado porche en el edificio con el letrero «Oficina». Se encendió una luz dentro. Una mujer ya vieja envuelta en una bata de toalla apareció en la puerta, escudando los ojos contra el resplandor de los faros.
Adam apagó el motor.
—¿Sí? —dijo la mujer. Salió al porche, bajó doloridamente lo» peldaños—. ¿Necesitan una habitación? Tengo una doble encantadora, se la puedo dejar por doce dólares, a esta hora...
Adam alzó la vista hacia ella cuando se les acercó.
—¿Cuántos son? ¿Sólo ustedes dos? Bien, les diré lo que voy a hacer, se la dejaré sólo por once. Mejor dicho, por diez. Ya saben, después de medianoche siempre rebajamos el precio un dólar. O dos.
—Estoy cansado —dijo Adam. Parecía como si se dirigiera al botón del claxon.
—¿De dónde vienen ustedes? Apuesto a que sí lo están, en la carretera todo el día y demás. Tengo auténticos colchones Simmons en cada habitación. No creemos en el aire acondicionado, provoca sinusitis, pero tenemos una brisa encantadora en esta época del año. Nueve dólares para ustedes. La número uno, mi mejor habitación. Cubrecamas hechos a mano. Pueden hacerse café en la misma habitación. No hay televisión, demasiado ruido, ¿entienden? Baño privado. Aseo y ducha. Les diré lo que voy a hacer, se la dejo por ocho dólares... —Está bien —dijo la Hermana Louella. —Una encantadora cama doble —dijo la mujer. —Esto..., éste es mi primo —dijo rápidamente la Hermana Louella—. Mi primo segundo. Queremos dos habitaciones.
—Aparque delante del número uno, señor —dijo rápidamente la mujer—. Creo que tengo lo que necesitan. Ocurre que hay otra habitación libre. La puerta contigua a la derecha.
Adam trasladó obedientemente el coche, lo aparcó cruzado delante de la estructura ligeramente asimétrica de una cabina de tablas de madera encaladas con un porche cubriendo dos puertas. La mujer las abrió, encendió las luces.
Adam siguió a Louella dentro. Había una alfombra horrible, una cama con cabezal cuadrado de hierro, una mecedora, un enorme tocador con un espejo y una Biblia Gideon, un sillón con una funda de ganchillo.
—Es una habitación encantadora —dijo la mujer—. Todo el mundo me felicita por ella.
—¿Cuánto nos cobrará por los dos? —preguntó secamente la Hermana Louella.
—Son ocho dólares cada una —dijo la mujer, pero cuando vio que los labios de Louella se apretaban se apresuró a añadir—: Pero se las dejaré las dos por doce...
—Diez —dijo rápidamente Louella—. Adam, dale a la señora diez dólares.
—Bueno —dijo la mujer. Tomó el dinero, condujo a Adam a la habitación de al lado, le deseó un tembloroso buenas noches y se fue.
Adam permaneció en el centro de la gastada alfombra, escuchando el débil susurro de fondo de voces. Estaba aprendiendo a graduarlas bajo, incluso a cortarlas a voluntad. Pero le hacían compañía. Había tantas, y hablaban de tantas cosas.
La puerta de la pared lateral se abrió una rendija. Louella asomó ligeramente la cabeza, se retiró rápidamente y cerró la puerta. Adam fue hasta allá y la abrió.
—Adam, ¿qué?... —dijo Louella, mirándole insegura.
—Walt se ha ido —dijo Adam—. No me gusta Walt.
La Hermana Louella le dirigió una mirada entre curiosa y desconcertada.
—Hermano Adam..., a veces no te comprendo. Sé que oyes voces y todo eso. Pero, ¿cómo es cuando las oyes?
Adam pensó en ello.
—Simplemente las oigo —dijo.
—No, de veras —insistió la Hermana Louella—. Ven y siéntate, Adam. Dime cómo es. ¿Simplemente hablan? ¿Es como alguien habiéndote en voz alta?
Adam se dejó caer en la mecedora.
—Las voces están siempre ahí —dijo; sus ojos eran vagos, su mente enfocada hacia dentro—. Millones y millones de ellas. Si lo intento... puedo... sintonizarlas. Como una radio. O puedo... cortarlas.
—¿Puedes elegir, Adam? ¿Puedes oír cualquiera que desees?
Adam pensó en ello.
—Puedo oírte a ti, Hermana Louella..., pero tú me dijiste que no te escuchara. Y puedo oír a la señora Moody. Luego, si... me tiendo hacia fuera...
—¿Puedes oír, digamos... al Presidente? ¿A gente famosa?
—No sé qué es eso —dijo Adam.
—Por Dios, Adam..., con el don que tienes, y no sabes cómo usarlo. Escucha: antes, en el coche, en el camino hacia aquí..., cuando hablaste de aquella forma tan ruda y todo eso. Mencionaste a un tal Walt. Como si él fuera tú. ¿Es así como funciona, Adam? Cuando hablas en lenguas, ¿te conviertes en la otra persona?
—Walt intentó echar fuera mi yo —dijo lentamente Adam—. No me gustó eso. Pero Walt... sabía lo que había que hacer. Por eso le dejé entrar —terminó, con una nota de descubrimiento en su voz.
—Pero, ¿puedes mantenerlo fuera si lo deseas?
—Oh, sí —asintió Adam.
—¿Y llamarle cuando lo desees?
—Sí —dijo Adam, vacilante—. Está ahí; puedo sentirlo. Pero no deseo hacerlo. No me gusta...
—Está bien, Adam, no quiero que llames a Walt. Walt es un hombre mezquino, ¿me comprendes, Adam? Creo que hace cosas malas. Tú quieres permanecer apartado de la gente como ese Walt.
—Sí —admitió Adam.
—Pero están los otros —siguió la Hermana Louella—, que son buenos. Gente agradable, gente importante. ¿También puedes hablar con ellos, Adam..., también puedes?
Él la miró a su manera ligeramente desenfocada, como si no estuviera escuchando enteramente.
—Adam, supón que tuvieras que salir a buscar a alguien determinado; digamos alguna estrella de cine. Algún cantante que conoce todo el mundo..., todo el mundo excepto tú, quiero decir, visto que no conoces mucho de lo que te rodea. Quiero decir que todavía te falta mucho que aprender del mundo, Adam. ¿Podrías encontrarla?
—No lo sé, Hermana Louella.
—Inténtalo, Adam. Toma..., toma al señor Billy Graham. Es un maravilloso predicador. El Reverendo Graham. ¿Puedes traerlo?
Adam pensó en ello. El nombre no significaba nada para él. Sus pensamientos vagaron...
—¡...escuchando, Adam! —estaba diciendo secamente la Hermana Louella—. Yo te recogí, me ocupé de ti. ¿Te das cuenta de que te ofrecí mi casa, sin pedirte nada a cambio? No es que te reproche nada, pero creo que al menos me debes el intentarlo, Adam.
—Sí, Hermana Louella —dijo Adam. Pero su atención estaba dividida entre la mujer que estaba presente y la otra mujer a unos quince metros de distancia, que estaba marcando trabajosamente un número en el teléfono. Escuchó el zumbar de su mente mientras miraba los números con ojos miopes:
- ...pistola. Allí mismo, en el asiento del coche. Ladrones de bancos. Parecían normales, pero una nunca sabe... ¡Maldita sea! —Adam comprendió que la mujer se había equivocado y que estaba empezando de nuevo.
—¡Adam! ¿Me oyes, estás escuchando? ¡Lo que te digo es importante! —interrumpió Louella.
—Sí, Hermana Louella. Estaba escuchando a la señora Moody. —¿Quién es la señora Moody? —La vieja del motel. A la que le di el dinero.
—Por el amor de Dios. ¿Qué está haciendo? No tenemos derecho a espiar...
—Operadora —dijo Adam—. Póngame con la policía.
—Adam, no digas estas cosas. Ya es suficiente con...
—Cualquier policía —dijo Adam—. No me importa qué policía. Vivo sola, ¿entiende? Llevo el Motel El Buen Descanso, en la 42, al norte de la ciudad... El Buen Descanso...
—Adam —jadeó la Hermana Louella—. ¿Qué... quieres decir...? ¿Acaso...?
—Mire, jovencita, no me importa si escribe usted bien o no el nombre de mi motel —dijo Adam—. El asunto es que quiero hablar con la policía..., sobre un asesino.
—¡Asesino! —Louella se puso en pie—. Adam, ella..., esa mujer lleva este lugar. ¿Acaso...?
Adam le sonrió plácidamente, sin siquiera mirarla.
La Hermana Louella corrió hacia la puerta, la abrió, salió al porche, la cerró. Adam la siguió, observando con una desprendida atención cómo se dirigía hacia la oficina, abría la puerta de golpe, desaparecía dentro.
- ...por supuesto que estoy segura —estaba diciendo la señora Moody—. ¿Cree usted que tengo Ja costumbre... ¿Qué? No, no he encontrado ningún cadáver. —La línea de pensamientos de la señora Moody cambió bruscamente a un caos de excitados fragmentos—:...matarme... ayuda... demasiado tarde... correr...
Se retiró, sintiéndose inquieto. Había captado el borde de los pensamientos de la Hermana Louella; no eran como su habitual voz suave. Estaban llenos de miedo y de furia, y de otros impulsos aún más elementales. Adam cerró la mente a ellos, dejó que sus pensamientos vagaran hacia un análisis del esquema de una telaraña en un rincón del techo.
Louella entró en tromba en la habitación. Llevaba el pelo revuelto, su rostro estaba enrojecido, sus ojos brillaban furiosamente salvajes.
—Adam, tenemos que irnos..., ¡ahora! —Sujetó su brazo, lo arrastró de detrás de la silla, al porche, bajando los escalones. Lo sentó tras el volante—. Pon el coche en marcha, Adam —jadeó—. Salgamos de aquí, rápido, ahora mismo, la policía ya debe estar en camino, ¡apresúrate, Adam!
El pasó los dedos por la rueda del volante, sonriéndole al tablero de instrumentos. Louella hizo girar la llave del contactó; que emitió un sonido raspante. El coche se agitó.
—Adam..., no habrás olvidado conducir, ¿verdad?
—Quiero dormir, Hermana Louella —dijo él.
—¿Quieres que te cuelguen? —casi chilló la Hermana Louella—. ¡La empujé, Adam, y se cayó! ¡Si muere, dirán que yo la mató! ¡Pon en marcha este coche! ¡Llama a Walt para que te ayude!
Algo de su urgencia penetró en Adam. Se dio cuenta de que ella quería viajar en el coche ahora. Había algo acerca de la señora Moody que no estaba claro, pero apenas se dio cuenta de ello. Reteniendo el control, sin permitir que le abrumaran, tanteó el tumulto de voces disponibles, halló una que de algún modo parecía correcta, dejó que se deslizara en su cerebro.
Sus manos fueron al estárter y al cambio de marchas, sus pies accionaron los pedales. El motor cobró vida; se vio a sí mismo hacer marcha atrás, frenar, acelerar hacia delante, girar el volante. Su mano izquierda conectó los faros; la derecha cambió las marchas. Sus brazos manipularon el volante, conduciendo el coche hacia la carretera. Descansando tranquilo en un rincón de su cerebro, Adam observó con interés cómo su cuerpo conducía el vehículo hacia la noche.
6
Durmieron en el coche, aparcado en el refugio de un denso robledal, en alguna parte al sur de Paducah. Hacia calor allá dentro, y los mosquitos eran insoportables. La Hermana Louella se acurrucó en el asiento de atrás, mientras Adam se estiraba bajo el volante y dormía profundamente.
Apenas había amanecido cuando la mujer despertó. Se sentó, se echó el pelo hacia atrás, se frotó los ojos, se arregló las ropas.
—Adam —dijo—. Despierta.
Él se sentó, le dirigió su vacua sonrisa.
—Necesitamos encontrar unos lavabos —dijo—. Quizá en un Howard Johnson. Algún lugar agradable. Señor, tengo la sensación de haber dormido sobre un montón de paja.
Adam puso el coche en marcha, lo llevó a la carretera. Esta vez apenas fue consciente de la mecánica de la conducción. Cruzaron una pequeña ciudad, y bajo indicación de Louella se detuvieron en una Unele Rube's Flapjack House. Dentro, la Hermana Louella desapareció en los servicios de señoras, dejando a Adam que escogiera una mesa.
—Busca una agradable al lado de la ventana —le ordenó—. Limítate a mirar el menú hasta que vuelva.
Louella regresó, con los ojos hinchados y el rostro enrojecido por las picaduras de los mosquitos; pero se había lavado la cara y peinado. Se sentó y miró a Adam críticamente.
—Ve a lavarte —dijo—. Yo pediré.
Adam pasó casi un cuarto de hora en los servicios de caballeros, la mayor parte del tiempo jugando con el agua. Los dibujos que la espuma del jabón trazaba en el agua mientras ésta se vaciaba por el sumidero eran fascinantes. Finalmente salió de nuevo. Cuando se sentó, Louella le siseó:
—¡Me has hecho pasar un mal rato! Pensé que te habías ido y me habías dejado tirada aquí. ¿Cuánto dinero tienes... tenemos?
El lo sacó y se lo mostró; ella lo tomó, lo contó, se lo metió en el bolso.
—Setenta y un dólares —dijo—. No es mucho, pero quizá podamos arreglárnoslas por un tiempo. Pero, Adam..., tenemos que pensar en lo que vamos a hacer.
La camarera trajo bandejas con crépes, mantequilla, jarabe. Comieron durante unos minutos. Sobre el café, la Hermana Louella reabrió el tema.
—Adam, tienes un gran don. La cuestión es: ¿cómo lo utilizamos? Leer de forma directa las mentes no es bueno..., no a menos que tengas el suficiente dinero a tus espaldas. De hecho, estoy pensando que debemos dejar de pensar en ningún tipo de espectáculo. —Le miró con expresión concentrada. —No sigues el esquema —dijo Adam. —¿Qué?
—El esquema de habla. Cuando sientes excitación, adoptas un esquema alternativo.
—No sé de qué estás hablando, Adam. Tenemos cosas más importantes en las que pensar...
—Utilizas constantemente la expresión «tener» —dijo Adam—. Pero no lo haces siempre con el mismo significado: primero deber, luego poseer... —Pareció perder interés, contemplando los dispersos granos de azúcar sobre la mesa—. Palabras al azar —murmuró—. Esquemas de distribución... La Hermana Louella frunció los labios. —Puedo hablar con una gramática excelente cuando me tomo el tiempo necesario. El señor Knefter insistía en ello. Pero a veces... Aunque tienes razón. Necesito prestar atención a las cosas pequeñas. Pueden convertirse en importantes. Pero, por Dios, Adam, ¿dónde obtienes todas esas grandes palabras?
—Obtengo las palabras de las voces —dijo Adam—. A veces tengo un pensamiento, y no conozco la palabra. Pero... me tiendo, y encuentro el... el concepto en una voz, y veo la palabra conectada a él.
—Adam, hay dinero en esto —dijo Louella reverentemente—. Mucho dinero. Y, por supuesto, servicio. Eso es lo más importante.
Adam eructó. La Hermana Louella se sobresaltó y le lanzó una ultrajada mirada.
—¡Vaya! Tienes..., tienes los modales de un cerdo, Adam. Debes de aprender a comportarte.
Él se estiró la punta de la nariz, empezó a explorar una de sus fosas nasales.
—¡Adam, deja de hacer esto! ¡Eres una vergüenza! ¡A saber lo que harás a continuación!
Adam hizo una pausa y consideró el asunto. Asintió.
—Entiendo..., hay tantos esquemas. Esquemas de comportamiento y esquemas de excepción a los esquemas.
—Eso no importa, Adam —dijo ferozmente Louella—. No pienso asociarme con ningún hombre que se hurgue las narices de este modo..., ¡en un lugar público!
—¿Asociarte?
—Por supuesto. Vamos a repartirlo todo mitad y mitad. No pensarás que pienso aprovecharme de ti, ¿verdad, Hermano Adam?
Él sonrió vagamente.
—Lo único que falta —añadió ella— es pensar exactamente en cómo enfocar el asunto. Pero tú no te preocupes, Adam. Buscaré la mejor forma. Simplemente déjame pensar un poco en ello. Ahora termina tu café. No me gusta seguir sentada aquí, donde todo el mundo puede vernos.
La Hermana Louella compró un mazo de cartas en los almacenes J. C. Penney en Pineville, Tennessee. Una hora más tarde, en una habitación de un motel al sur de la ciudad, preparó una mano de poker. Miró sus cartas.
—¿Qué es lo que tengo aquí, Adam?
—Cinco rectángulos de papel —dijo éste.
—Adam, a veces olvido lo estúpido que eres; lo poco instruido, quiero decir. ¿Qué es lo que hay en las cartas? ¿Qué números y palos? ¿Qué figuras?
—El rey de corazones —dijo Adam—, el cuatro de picas... —Nombró las cinco cartas—. Dios mío —siguió, como en sueños—, puede hacerlo. Realmente puede hacerlo..., ¡no!
—¡Adam, sal de aquí! ¡Limítate a mirar en qué cartas estoy pensando, sólo eso!
—Lo siento, Hermana Louella.
—Tienes que practicar —dijo la mujer—. Puedo ver que no es..., que no va a ser fácil. Tienes mucho que aprender. Ahora... —repartió nuevas cartas—. Inténtalo de nuevo.
Adam nombró las cartas.
La siguiente vez cometió dos errores. Louella le miró, indignada.
—Tú pensaste esas palabras —dijo blandamente Adam.
—De acuerdo, tenía as-rey-reina y quizá estaba pensando en la sota y el diez, pero tienes que ser capaz de captar la diferencia. No puedes cometer ese tipo de error, Adam.
Practicaron, Louella pensando intencionadamente en otras cartas distintas a las que sostenía. Poco a poco, Adam aprendió a distinguir la diferencia entre los pensamientos de lo que era real y de lo que era imaginario. Halló este último concepto tan absorbente que pasó la mayor parte de los días siguientes —cuando no estaba trabajando con Louella— en rebuscar entre las voces, examinando conceptos imaginarios. En muchas voces, se dio cuenta, lo real y lo irreal estaban mezclados, a veces inextricablemente.
—Adam, tienes un talento de un millón de dólares —le estaba diciendo la Hermana Louella—. Quiero decir que realmente lo tienes. No hay fin a las cosas maravillosas que puedes realizar. Pero, antes de que podamos ofrecer tu don al mundo, necesitamos capital para operar, ¿entiendes? No se trata del dinero en sí, Dios bien lo sabe..., pero en este mundo todos necesitamos disponer de dinero en efectivo antes de poder realizar nada.
—Sí, Hermana Louella —dijo Adam. Era simplemente un sonido que había aprendido a emitir y que tenía el efecto de aplacar a la mujer.
—Es por eso por lo que primero necesitamos reunir algunos fondos —siguió la Hermana Louella—. No es que esté de acuerdo con el juego. Pero, si los jugadores desean gastar de este modo su dinero, entonces, ¿quién mejor que nosotros para sacar provecho de ello? Para una buena causa. Gira aquí a la izquierda.
Adam giró obedientemente a la izquierda. Estaban en una calle de luces de neón, escaparates llenos de licores, pequeños establecimientos con fotos de mujeres con los pechos al aire y adornadas con plumas y lentejuelas, «librerías» brillantemente iluminadas con los escaparates ciegos, anunciando material para adultos disponible en el interior.
—Aparca donde puedas. —En la siguiente manzana, Adam encontró un lugar. Aparcó diestramente el coche, con esa casual habilidad que aún sorprendía a la Hermana Louella—. Ése es el lugar. —Señaló un bar al otro lado de la calle, con una ventana brillantemente iluminada con anuncios luminosos de cervezas y troquelados de cartón de mujeres sosteniendo vasos.
Dentro, ocuparon una mesa. Louella pidió cerveza. Cuando el camarero la trajo, le lanzó una mirada de soslayo y dijo:
—Adelante, Adam. Pregúntale.
El camarero miró a Adam.
—Tengo entendido que uno puede jugar unas cuantas manos aquí si lo desea —dijo, con la ensayada entonación de un actor aficionado.
—¿Ah, sí? ¿Y quién le dijo esto, amigo? —gruñó el camarero.
—El señor Johanssen, en nuestro hotel —intervino Louella—. Al señor Nova..., es mi, hum, esposo, aquí presente, le gusta remover las cartas de tanto en tanto...
—Pues le han tomado el pelo, señora.
—Hey, mire, pagué cinco dólares por...
—Pues le tomaron doblemente el pelo. Aquí no hay acción, señora. Quizá será mejor que se vayan; usted, y ese deportista que le acompaña.
—Bueno, oiga...
—Largo. —El camarero hizo un expresivo gesto con el pulgar—. Mientras aún sigo siendo amable con ustedes.
En la acera, Louella apaciguó su irritación expresando en voz alta la venganza que iba a emprender, a través de los canales legales, tan pronto como ciertas partes no especificadas supieran del incidente.
—Eso no es real, Hermana Louella —dijo Adam—. ¿Por qué dices cosas que no son reales? —La miró con interés.
—¡Ya basta! Esto es demasiado, Adam, después de todo lo que hice..., que he hecho..., que estoy haciendo por ti.
—Es agradable para ti, satisfactorio —siguió Adam, como sin escucharla—. Sí, puedo ver eso. Cuando hablas como si una cosa fuera real, se vuelve real. De esta forma puedes neutralizar la mayor parte de la agresividad y...
—¡Más grandes palabras! ¡Tienes demasiadas, Adam! A veces me siento espantosamente enferma de ti y de tu extravagante forma de hablar, llamándome mentirosa...
Adam estaba asintiendo.
—Sí, pero dirigiendo tu irritación contra mí, alivias la necesidad del desquite verbal...
—¡Cállate ya, Adam! ¡Una palabra más, y te abandono aquí mismo en esta acera! Puedes suplicar todo lo que quieras, pero estoy harta...
—...y, pronunciando amenazas vacías, consigues una sensación temporal de poder; una sensación de disponer de enormes fuerzas de recompensa y castigo a tu disposición, sin, por supuesto, verte obligada a ejercer tales poderes.
—¡Lárgate! —chilló la Hermana Louella, aplastando las manos contra sus oídos—. No eres tú quien habla; es algún profesor, en algún lugar. Tú no eres más que un roba tumbas andante, cavas allá donde te apetece y miras lo que piensa un cuerpo, nada particular tuyo, simplemente te deslizas y coges y... y... —Se interrumpió con un sollozo—. Oh, Señor, Adam, ¿qué vamos a hacer?
—Tengo hambre —dijo Adam.
—Eso es precisamente..., ya no tenemos dinero, Adam. ¡Excepto el reservado para tu apuesta, estamos en la más completa ruina! Yo contaba con que ganaras algo para nosotros; le di a ese señor Johanssen mi último billete de cinco dólares, y ahora... —Rebuscó un pañuelo en su bolso.
—Están jugando a cartas —dijo Adam—. Llega hasta mí. El ocho, que salga el ocho. Vamos, de nuevo... Adelante, Pequeño Joe... Una vez más, tranquilo pero no te pares, vamos... ¡Mierda!
—¿Dónde? —jadeó la Hermana Louella, aferrada a su brazo—. ¿Puedes decir dónde? El camarero salió del bar.
—¡Vamos, muévanse! —gruñó—. ¡Mala suerte, polis! ¡No hubieran podido engañar ni a un niño de seis años! —Escupió más allá de Louella y volvió dentro.
—Debe estar loco —dijo ella—. Vamos, Adam. Encuentra ese juego. Suena como si estuvieran jugando al blackjack. ¿Recuerdas el blackjack? Es sencillo. Lo encontraremos, y lo único que tienes que hacer es actuar como te enseñé, y nuestros problemas habrán terminado. Terminado.
Adam abrió camino al otro lado de la calle en una larga diagonal, salvándose de ser golpeado por un taxi gracias al tirón de la Hermana Louella en su brazo. Recorrieron veinte metros por la acera, más allá de una brillantemente iluminada tienda de ultramarinos que exhibía ristras de cebollas, aceite de oliva, montones de frutas y vino en cestos de mimbre, y dudó ante la entrada de un callejón.
—No me gusta el aspecto de este vecindario, Adam —dijo la Hermana Louella—. ¿Estás seguro...?
Adam entró en el callejón; Louella tiró de su manga, luego le siguió. Una bombilla ardía encima de una puerta a ocho metros de la calle. Se dirigieron a ella.
—Adam —siseó la Hermana Louella cuando se detuvieron delante de la puerta—, esta vez echa primero una mirada a lo que tenga en mente, ¿eh?; piensa primero en lo más correcto que decir, ¿de acuerdo?
Adam inclinó la cabeza hacia un lado.
—Tú quédate aquí, Hermana Louella —dijo—. No les gustan las mujeres.
—¿No les gustan las mujeres? ¿Y qué me importa lo que les guste o no? Sin mí...
—No me dejarán entrar contigo. No admiten mujeres. —Adam contemplaba soñadoramente la disposición de las cuarteaduras en la pintura marrón de la puerta.
—¡Oh, demonios!
Adam llamó a la puerta: dos, tres, dos. Se volvió hacia la mujer.
—Será mejor que te vayas ahora.
—Pero..., no puedes..., tú no sabes cómo... ¡Adam! ¿Tienes todavía tus diez dólares? ¿Estarás bien, solo? ¿Y dónde me encontraré contigo?
La cerradura de la puerta resonó; Louella se marchó precipitadamente. La puerta se abrió y un hombre pequeño con el pelo color arena y las mangas de la camisa enrolladas miró a Adam con el ceño fruncido.
—¿Sí? —Tomó un cigarrillo de detrás y se lo llevó a los labios.
—El As de Pittsburgh me dijo que le dijera hola a Harv y los chicos —indicó Adam.
—¿Sí?
—Estoy en la ciudad uno o dos días. Pensé que podía dejarme caer.
—Entra. —Adam siguió al hombre dentro. Había un vestíbulo, marrón oscuro con una ligera línea más clara. Una bombilla ardía en el techo a tres metros de ellos. De una puerta abierta salía luz—, ¿De dónde conoces al As?
—De la Costa; por ahí, ya sabes.
El hombre gruñó, se dirigió hacia la puerta iluminada. Unas escalones conducían hacia abajo. El aire era frío y húmedo extra— do alcanzó el pasillo inferior. Brotaban voces de una habitación al fondo. El hombre del pelo color arena hizo una seña a Adam para que siguiera. Cinco hombres alzaron la vista de una mesa cuando entró en la habitación. Había cartas y dinero y vasos sobre la mesa, nítidos bajo la brillante luz reflejada por una pantalla de metal.
—¿Quién demonios es? —ladró un hombre robusto de azuladas mejillas.
—Charlie Webb —dijo Adam—. De Denver y San Antone. El As me dijo que me dejara caer por aquí.
—¿Sí? —El hombre alzó un puro de un cenicero, le dio unas chupadas, arrojó una bocanada de humo y examinó a Adam de pies a cabeza—. Así que te dejaste caer, ¿eh? —Ajé —dijo Adam.
—Sí, pareces un tanto verde. ¿Cómo está el As? —No muy bien —dijo Adam. —¿Oh? —Ha muerto.
El hombre asintió, pareció relajarse. —¿Estuviste metido en el ajo? —No. Sólo lo oí.
—¿Cuál dijiste que era tu nombre? ¿Webb? —Allá por Detroit acostumbraban a llamarme Cola de Pato. El hombre pareció perder interés. Tomó el mazo de cartas. —Déjale entrar, Brownie —dijo al hombre de su izquierda. Se corrieron las sillas. Adam se sentó.
—Blackjack —dijo el hombre—. A cinco la apuesta. Adam deslizó el billete de diez dólares sobre la mesa. —Cubro dos manos —dijo.
El hombre repartió. Adam miró sus cartas. Un rey-diez y un cinco-tres, las cartas pequeñas boca arriba. El mano tenía un cuatro mostrado. No miró su carta boca abajo.
—¿Qué dices? —preguntó, frunciendo el ceño en el humo del tabaco.
Adam sonrió vagamente...
—...si le viene un diez, lo revienta —captó el pensamiento del hombre.
—Me planto —dijo. El hombre frunció el ceño, pasó al siguiente jugador. El diez lo reventó. Los siguientes dos se plantaron. El último jugador tomó dos cartas. El mano miró a Adam, cogió una carta para él. Una sota. Volvió su otra carta: otra sota. Gruñó y pagó.
Adam ganó las siguientes cinco manos, incluida la suya, perdió inevitablemente dos seguidas cuando el mano consiguió veintiuno, ganó otras cuatro consecutivas.
—Estás caliente esta noche, Webb —dijo un hombre calvo y barrigudo—. ¿A alguien le importa si jugamos una mano de póker?
—Adelante.
Repartió. Tenía 2-3-5-9, de colores surtidos, un 9 tapado. Abrió con cinco.
Había una posible escalera y dos parejas bajas exhibidas. El montón sobre la mesa alcanzó los cuarenta y cinco dólares. Subió; el par de ochos subió de nuevo. Tres jugadores siguieron. Subió de nuevo, y los tres igualaron.
El par de ochos le sonrió perezosamente.
—Estás muy orgulloso de ese par de nueves, ¿eh, campesino? Subo cinco.
Adam vio los cinco y subió diez más.
—Diez más —dijo rápidamente los ochos. Adam igualó la apuesta y subió otros diez..., el resto de sus fondos.
—¿Estás loco? —dijo furioso el par de ochos. Miró fijamente a Adam, luego maldijo y arrojó las cartas.
—Parece que tu farol no ha servido una mierda, Sol —dijo el hombre del pelo color arena.
—Eres demasiado malditamente afortunado —dijo el calvo—. ¿Quién es ese tipo, Harv?
—Brownie se ocupó —dijo Harv. Pero estaba mirando pensativamente a Adam.
—¿Cuánto ha aportado el primo al juego? —preguntó el calvo—. Mostró uno de a diez. Ha conseguido más de doscientos en apenas veinte minutos.
—Veamos lo que llevas encima, Webb —dijo Harv.
Adam no se movió. El hombre de su izquierda se puso en pie, apartó su silla hacia atrás de una patada, sujetó a Adam por los brazos y lo hizo levantarse.
—Registradlo —gruñó. El hombre llamado Brownie lo registró eficientemente.
—El mamón está limpio. Ni un centavo en él. Los diez eran lo único.
—Eso no ha estado bien, Webb —dijo Harv—. No nos gustan los buscavidas por aquí. —Se puso en pie, cerró su puño, y lanzó un corto derechazo directo al estómago de Adam; éste se dobló y vomitó su cena sobre los zapatos de Harv.
Hubo varios golpes más después de eso, y muchas maldiciones. Sus pies golpearon blandamente los escalones cuando lo subieron arriba; se abrió una puerta, y el frío aire nocturno azotó su rostro.
—No vuelvas a dejarte caer por aquí, campesino —invitó alguien, y luego una pared de ladrillos se estrelló contra su rostro.
La Hermana Louella usó el billete de diez dólares, que había sido cuidadosamente doblado y metido en el bolsillo de la camisa de Adam, para comprar yodo, gasas, esparadrapo, dos cocacolas y dos hamburguesas, y el uso por una noche de una calurosa y mal ventilada habitación encima de una lavandería china.
—Deberíamos arrojar sobre ellos todo el peso de la ley —dijo por décima vez mientras aplicaba un vendaje al corte en la mandíbula de Adam—. Tenías más de doscientos dólares, ganados limpia y honestamente...
—Hice trampas —dijo Adam.,
—¡Ellos no tenían motivos para pegarte! Podían haberte hecho mucho daño, arrojándote de aquella forma al pavimento. No veo por qué no viste venir todo aquello y...
—Lo vi. Pero no había nada que pudiera hacer. Eran mucho más fuertes que yo.
—Déjame decirte una cosa, Adam..., actúas como si no te importara en lo más menos ser robado y golpeado... —En lo más mínimo —rectificó Adam. —¿Cómo puedes pensar en la gramática cuando estás sangrando por media docena de lugares?
—No pienso en ella, Hermana Louella. Es sólo que... He escuchado tantas voces... y he absorbido los esquemas subyacentes de uso...
—¡Tú y tus malditos esquemas!
—Una correcta gramática es simplemente la forma comúnmente aceptada del lenguaje. He observado...
—Adam, no me importa en lo más menos..., en lo más mínimo nada de todo eso —le interrumpió secamente Louella—. Me importa cómo vamos a seguir con vida hasta que podamos extraerle el máximo provecho a tu don. Hasta ahora todo lo que hemos hecho ha sido correr y ocultarnos, como ratones asustados. Oh, esto es ridículo. Puedes llegar a convertirte en el hombre más poderoso del mundo..., conmigo guiándote, por supuesto.
—Puedo conseguir un trabajo —dijo Adam.
—¡Un trabajo! ¿Tú? ¿Qué sabes hacer? Que sea útil, quiero decir. Es decir, por lo que alguien pueda pagar algo. Eres tan indefenso como un bebé, Adam. Y eres frágil. Nadie te contratará...
—Man-Ball Chong lo haría —dijo Adam.
—¿Qué se supone que significa eso? Apuesto a que ni siquiera has estado escuchando...
—Es el hombre que vive abajo.
—¿Te refieres a ese viejo chino? ¿Contratarte? ¿Para qué demonios lo haría?
—Para manejar la prensa de vapor. Para barrer. Para ir a por comida al restaurante de la calle Apex. Para hablar con los clientes. Para redactar las facturas...
—¿Qué es todo esto, Adam? ¿Cuándo hablaste con él?
—Estaba... escuchando. Hace un momento.
Louella jadeó.
—Por la Santísima Trinidad, siempre lo olvido. Para mí sigue siendo una especie de magia, Adam. ¿Puedes oír realmente pensar a ese viejo chino?
- Hwái éi dz. bú tiñg hwá de syí fu. bit gei chyán de icé ren tai dwo. O re. Késhr wo men de wáu li haí you fan. You fang dz.
—Señor —dijo la Hermana Louella—. ¿Qué significa eso?
—Nada. Sólo..., pensamientos sin sentido. Pero necesita un ching saü gung rém.
—No sé lo que quieres decir. ¿Qué es eso, un galimatías chino?
—Un hombre para barrer —dijo Adam—. Sí, me necesita.
—¿Y tú aceptarás órdenes de un chino? ¿Qué está dispuesto a pagar? Pero tú no eres fuerte, Adam...
—Dos dólares a la hora. Uno y medio si como allí.
—Acepta los dos dólares —dijo rápidamente la Hermana Louella—. Ahora, quédate quieto hasta que acabe de remendarte. No queremos que ese chino piense que eres alguna especie de rufián.
7
La vida en la lavandería china era plácida, serena, invariable y agotadora. Man-Ball Chong, tras su primera sorpresa al recibir una solicitud de trabajo de un caucasiano, aunque su aspecto fuera un tanto enfermizo, se mostró más sorprendido aún al descubrir que el solicitante hablaba un perfecto y fluido cantonés..., más aún, el dialecto de su propio pueblo natal, del que había partido hacía más de cuarenta años. Había aceptado la oferta de Adam —aceptando incluso el salario de dos dólares a la hora, puesto que el extraño hombrecillo se mostró inflexible sobre este punto—, y lo puso a trabajar barriendo, manejando la plancha de vapor, redactando las facturas y tratando también con los Chentes. Todos parecían complacidos de hallar a un americano que hablaba el cantonés como un nativo de China.
Sorprendentemente, pese a su voluntad de trabajo, Adam se negó a vaciar la basura, actuar como sirviente de Madame Man— Ball o de la joven Tina Ching, la impertinente esposa de su hijo, o a limpiar los lavabos. Esas tareas entraban dentro de la órbita del medio tonto muchacho, Wing Lu.
El nuevo empleado, observó Man-Ball, se mostró notablemente rápido en dominar los entresijos del manejo de la vieja y crujiente prensa de vapor. Cuando el aparato parecía querer actuar por su cuenta, como ocurría frecuentemente, parecía que sólo necesitaba echarle una mirada para tomar inmediatamente las medidas correctivas adecuadas, como hubiera hecho él mismo. Un trabajador listo aquel Adam..., para ser americano. Al cabo de unos pocos días, Man-Ball se dio cuenta de que empezaba a sentir afecto hacia su nuevo empleado.
Un miércoles de la segunda semana de Adam en la lavandería, un trío de jóvenes de engominado pelo, piel aceitunada y» ojos negros entraron en la tienda. Atareado en la prensa de vapor, Adam apenas se dio cuenta de su entrada. Ausentemente, monitorizó sus voces. Hablaban en español:
- Cuidado..., chino viejo, gringo enfermizo..., caja...
- Oscuro aquí..., nadie puede vemos desde la calle...
- Me gustaría saber cuánto dinero..., ganancias de todo el día...
—Señor Man-Ball —dijo Adam. El viejo le miró impaciente. Adam no levantó la vista—. Tienen intención de robar la tienda —dijo en chino.
—¿Qué? ¿Que tienen intención de qué?
—El más robusto tiene una pistola. El que está detrás un cuchillo. El otro también...
El señor Man-Ball se envaró por unos instantes, luego sonrió, hizo una inclinación de cabeza hacia el joven que había avanzado hacia el mostrador.
—Por favor, disculpe —dijo, y buscó debajo del mostrador, extrajo un gigantesco revólver calibre 44 de manufactura francesa relucientemente plateado, y apuntó con él al pretendido cliente—. Será mejor que te quedes completamente quieto —dijo—. Adam..., llama a la policía.
Los tres jóvenes se detuvieron en seco. Los seis ojos contemplaron el arma. Apuntaba firmemente al tercer botón nacarado de la camisa marrón del jefe.
- No disparará —dijo uno de los muchachos.
- Gritaré —dijo el otro—. Entonces atácale, chico.
- No lo hagáis, muchachos —dijo Adam, también en español. Había salido de su lugar para colocarse al lado del señor Man— Ball—. Disparará, seguro.
—¿Quién es usted? —dijo el líder del trío, ahora en inglés—. ¿Trabaja para ese chino?
—Mario..., no querrás ver muerto a Chico, ¿verdad? —dijo Adam al tercer joven, que estaba intentando volverse. Mario se detuvo en seco.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Señor Man-Ball, si se marchan y prometen no volver a intentarlo, ¿les dejará marchar?
- feisyé rén de hwá bú jr chyán —dijo el viejo.
—¿Prometéis no volver a intentar robar al señor Man-Ball si os deja iros? —preguntó Adam a Chico.
—Seguro. —No hasta esta noche, cuando el viejo diablo duerma. Entonces le destrozaremos el lugar...
—No, no lo haréis —dijo Adam—. No os dejaré hacerlo, ¿sabéis? Estaré escuchando.
—Yo no he dicho nada — murmuró Chico—. Dije que de acuerdo, seguro, eso es todo.
—Dame tu promesa, Chico. Tu auténtica promesa. Es tu última oportunidad, Chico. Si no abandonas la idea, tendré que seguir adelante y llamar a la policía.
—De acuerdo. Eso es lo que dije, ¿no? —¿Qué es ese fenómeno? El mal de ojo, la segunda visión... Disimuladamente, fingiendo rascarse la nariz, el pecho y otros lugares, Chico hizo la señal de la cruz.
—Vosotros..., ¿lo prometéis también?
—Harán lo que yo diga —gruñó Chico.
—No volverán, señor Man-Ball —dijo Adam—. Puede guardar el arma.
—Largaos —dijo el señor Man-Ball, y agitó su revólver. Los tres chicos salieron huyendo.
El señor Man-Ball sonrió a Adam y sopesó el enorme revólver en su palma.
—Algún día tendré que comprar también la munición —dijo.
Más tarde, aquella misma semana, Adam descubrió las matemáticas. Cuando le enseñó a jugar a las cartas, Louella había señalado la distinción entre nada y uno, entre uno y dos y muchos. Pero él había pensado en cada número como en una entidad en sí misma. Cuatro no era dos y dos, del mismo modo que agua no era hidrógeno más oxígeno. Como los ideogramas chinos que había aprendido a identificar en las notas de la lavandería, cada número era único. Luego, una tarde a última hora, mientras doblaba las toallas para el restaurante iraní de la otra manzana, hizo el descubrimiento de que dos unos eran dos; y dos doses cuatro; y dos cuatros ocho...
Completamente absorto en aquella sorprendente revelación, había permanecido inmóvil, contemplando la mancha de sol que se inclinaba progresivamente a través de la sucia ventana sobre la barra donde estaban colgados los vestidos, explorando sus ramificaciones. Saltó casi inmediatamente al concepto de multiplicación, de ahí a los cuadrados y cubos, luego a las progresiones aritméticas y geométricas. El concepto de álgebra apareció confuso, tentador...
—Adam —dijo bruscamente el señor Man-Ball—. ¿Te encuentras bien?
—Sí, muy bien, gracias, señor Man-Ball. —Adam se sentía un poco aturdido, como si hubiera estado girando en una centrífuga a alta velocidad.
—Eres un hombre extraño, Adam. A veces me pregunto... Dime, ¿qué hacías antes de venir aquí?
—Nada —dijo Adam—. Viajaba con la Hermana Louella.
—Entiendo. ¿Dónde aprendiste a hablar chino?
Adam había sido advertido por la Hermana Louella de no descubrir su habilidad de oír voces inaudibles para los demás.
—Oh, por ahí —dijo, y sonrió, ligeramente desenfocado.
—Y español. Debes hablarlo bien, de otro modo los jóvenes que entraron aquí a robar el dinero no se hubieran mostrado tan tratables.
—No eran realmente tan malos —dijo Adam—. Querían el dinero para comprar cosas..., cosas brillantes y multicolores...
—Un hombre escucha mejor los consejos dados en su propio dialecto —citó el señor Man-Ball—. Y un día te oí hablar con ese hombre indio, el señor Balani, en otra lengua aún. Me pregunto, Adam..., ¿por qué tú, un hombre erudito, permaneces aquí como ayudante de una lavandería?
—Me gusta estar aquí —dijo Adam—. Esto es pacífico. Y usted me paga dinero, y yo compro comida para mí y para la Hermana Louella.
—Debes haber viajado mucho, para dominar tantas lenguas. Eres un hombre de muchas habilidades, Adam, aunque en algunos aspectos parezcas curiosamente inocente. Tus talentos se malgastan barriendo suelos. ¿No deseas mejorar tus condiciones de vida?
—Sí. O, mejor dicho, la Hermana Louella lo desea. Ella quiere que yo haga mucho dinero, a fin de que ella pueda realizar su Obra.
—Eres realmente devoto a tu hermana, Adam. Una característica admirable. Pero, ¿qué hay de ti mismo? ¿No tienes ambiciones?
—Quiero saber más sobre los números —dijo Adam; su atención vagaba de vuelta a las mágicamente complejas estructuras de las que apenas había entrevisto un destello.
—Ah, los números. Así que también eres matemático. Hummm. Tengo un sobrino que es propietario de un negocio de importaciones. Necesita un contable, alguien que sepa a la vez el inglés y la antigua lengua. Es un hombre exigente, pero quizá...
—Sí, contable —dijo Adam; captó un atisbo del confuso concepto del señor Man-Ball de la aritmética, que implicaba un ábaco y sus dedos—. Me gusta eso, señor Man-Ball.
—Hablaré con él. Aunque indudablemente eso me hará perder los servicios de mi mejor ayudante. Pero uno debe ayudar siempre a que el talento florezca.
Tres días más tarde, el señor Man-Ball notificó a Adam que había concertado una cita con su sobrino, el señor Lin, para una entrevista. Miró críticamente a Adam.
—No quiero ofenderte, Adam —dijo—, pero tu traje actual podría darle a LinPiau una impresión errónea. Si la memoria no me falla, has llevado todos los días la misma camisa y los mismos pantalones desde que entraste a trabajar para mí.
—La Hermana Louella los lava...
—Por supuesto. Pero hay una cierta falta de chispa en tu selección de la ropa, Adam. Te debo una semana de sueldo; ¿por qué no vienes conmigo, tenemos tiempo antes del encuentro con LinPiau..., y seleccionamos algo más adecuado?
—A la Hermana Louella no le gusta que gaste dinero.
—Es preciso gastar a fin de aprender —observó firmemente el señor Man-Ball—. Ven conmigo.
Llevó a Adam a una tienda de importaciones de Hong Kong regentada por un hombre pequeño y delgado de piel casi negra, pelo tan negro que parecía azul, ojos penetrantes y modales corteses. Se llamaba señor K. Krishna, y se mostró a la vez sorprendido y encantado ante el fluente urdu de Adam.
—Por supuesto, señor Man-Ball, me encantará ayudarle a seleccionar un atuendo apropiado para el señor Adam. Y ropa interior, y también una camisa y una corbata, todo. Dispongo de todo ello en el almacén, una espléndida selección, los mejores materiales, y nuestros sastres...
—Conozco a sus sastres —dijo el señor Man-Ball en su utilitario inglés—. Trabajadores chinos, sentados con las piernas cruzadas ante mesas en una fábrica india, cortando y cosiendo a mano por cinco dólares de Hong Kong al día.
El propietario agitó las manos.
—En cuanto a eso, señor Man-Ball...
—No importa, señor Krishna. Muestre al señor Adam lo mejor que tenga, para un hombre que va a hacerse cargo de un importante trabajo.
Media hora más tarde, vestido con un elegante traje de estambre azul oscuro, una camisa azul claro y una corbata marrón, Adam contempló su reflejo en un espejo. Una impresión se agitó en su mente, desencadenada por la visión de sí mismo vestido de aquel modo.
—Corte de pelo —dijo—. Zapatos.
- Ah..., una buena idea —admitió el señor Man-Ball. Pagó al señor Krishna, y condujo a Adam primero a Thom McAn, donde adquirió un par de zapatos en imitación piel e imitación estilo italiano, luego al barbero—. Una transformación —dijo luego—. Señor Adam, ahora tienes el aspecto de un hombre sustancial. Mi sobrino se sentirá impresionado. Por favor, no lo decepciones.
El señor Lin era un hombre bajo, rechoncho, bien vestido, de treinta y cinco años, con un rostro redondo, un pelo en franca retirada, gruesas gafas, y unos modales bruscos que bordeaban la impaciencia.
—Bien, tío Chong, pasa, siéntate, usted también, señor Adam, siéntese, siéntese. —Dirigió a Adam una aguda mirada—, ¿Tengo entendido que habla usted chino? —dijo en ese idioma.
Adam sonrió.
—¿Cuántos dialectos?
—Oh... —Adam se enfocó en la voz del señor Lin—. Mandarín, Shanghai, barbarismos costeros...
—¡Oh! ¡Notable! Los que me encuentro en mis negocios. Tengo entendido que es también un experimentado contable.
—Quizá no experimentado, sobrino —intervino el señor Man— Ball—. Pero sí hábil. Pruébalo. Hazle preguntas.
—¿Conoce usted la contabilidad por partida doble?
Adam se tendió hacia delante, halló la información que necesitaba —en la mente de un hombre llamado Clyde P. Springer, en Cincinnati—, y dio una corta y concisa conferencia sobre la contabilidad por partida doble.
—Veo que conoce usted el asunto, de acuerdo —dijo el señor Lin, admirado—. Bien, quizá podamos probar el puesto. —Hermano,... si puedo contratar a este payaso..., empezar pagándole treinta y cinco a la semana, aumentarle luego a cuarenta... Pagaba al último bufón sesenta y cinco...
—¿Qué tipo de salario tenía usted en mente, señor Adam?
—Podríamos empezar con sesenta y cinco —dijo Adam—, Creo que los valgo.
—Cuarenta —respondió llanamente el señor Lin. Es un buen negocio incluso a cuarenta..., si puede hacer el trabajo.
—Empezaré con cuarenta y cinco —dijo Adam—. Al término de un mes, me subirá usted a sesenta y cinco..., si demuestro que puedo hacer el trabajo.
—Ni lo sueñe.
—Pagabas más al sinvergüenza al que tuviste que despedir la semana pasada, sobrino —dijo suavemente el señor Man-Ball—, ¿Por qué no accedes a la petición del señor Adam?
—Bien..., en honor a ti, tío —dijo el señor Lin ceñudamente, sintiéndose interiormente complacido—. ¿Cuándo puede empezar, señor Adam?
—Tengo que terminar algo de trabajo en la lavandería...
—Podrá presentarse mañana por la mañana —dijo rápidamente el señor Man-Ball—. Ven, Adam. Tomaremos juntos una taza de té antes de cenar.
La Hermana Louella dejó escapar un grito cuando Adam entró en la habitación.
—Me has dado un susto — exclamó—. ¿Dónde has conseguido este traje, Adam? Presentarte de este modo. Oh, luces realmente bien. No habrás... ¿Cuánto ha costado, Adam? Sabes que te dije...
Adam le explicó todo lo del traje y el trabajo. La Hermana Louella dejó escapar un pequeño grito de placer cuando llegó a la parte de los cuarenta dólares a la semana.
—Dios sabe que podremos emplearlos —dijo—. La verdad, no sé cómo hemos podido sobrevivir con los treinta que estabas ganando.
—Me alegra que estés complacida —dijo Adam, con su mente en las cifras con las que estaría trabajando mañana.
—Pero no malgastes más dinero en ropas extravagantes. A mí también me iría bien un nuevo vestido y algunas cosas..., lo que tenía en la maleta es más bien lamentable. Pero puedo esperar hasta que consigas tu aumento.
—Estupendo —murmuró Adam, perdido en las complejidades de un análisis matemático del dibujo del linóleo.
Louella la emprendió con sus habituales comentarios sobre las dificultades de su vida actual en contraste con la satisfactoria e intensa existencia a la que había renunciado a fin de acompañar a Adam en sus viajes, mientras sacaba platos de papel (utilizados ya en varias comidas anteriores pero aún aprovechables) y servilletas, preparaba unos bocadillos de sardinas, servía una bebida no alcohólica para Adam, una cerveza para ella. Adam comió abstraído, respondiendo casi sin darse cuenta a la conversación de Louella; había desarrollado la habilidad de sondear lo suficiente la superficie de sus pensamientos como para responder con una palabra en los puntos adecuados, mientras ocupaba su mente con otros asuntos. Al término de la comida, había recorrido todo el camino a través de la geometría analítica, y estaba empezando a mordisquear el concepto de cálculo.
Su primer día en el establecimiento del señor Lin fue agitado. La oficina donde tenía que trabajar se hallaba en el segundo piso de lo que había sido construido como un almacén unos sesenta v cinco años antes. El señor Lin había hecho aislar con particiones, pintar, enmoquetar e instalar aire acondicionado a una zona frontal de quince metros arriba en el desván. El techo era antisonoro, la luz indirecta. Una abrumadoramente hermosa muchacha china, a la que el señor Lin presentó como Lucy Yang, su tercera sobrina, aporreaba una máquina de escribir en un rincón de la oficina. La gente entraba y salía, los teléfonos sonaban, mientras los ruidos del trabajo llegaban desde abajo acompañados de gritos, bocinazos y ruido de motores de la calle. Un sistema de Mío musical desgranaba melodías inocuas, que eran audibles en los intersticios del estrépito general.
El señor Lin asignó a Adam un escritorio detrás de una partición de cristal de tres lados alta hasta la cabeza, le señaló un montón de libros de contabilidad y un archivador, y se fue, tras sugerir que Lucy podría explicarle cualquier cosa que no viera clara.
Adam permaneció sentado durante un rato, contemplando la pared y meditando sobre la periodicidad del calendario colgado allí. Eso lo llevó a considerar la estructura de la semana, del mes y del año..., puramente como esquemas abstractos, no como entidades subjetivas.
—¿Le preocupa algo? —preguntó una voz melodiosa. Lucy Yang le estaba mirando al otro lado del escritorio, sonriendo ligeramente. Llevaba un ajustado traje sin mangas, con un pequeño cuello alto, de brillante brocado azul. La raja en un lado mostraba un agradable tramo de suave muslo.
—¿Por qué trescientos sesenta y cinco días hacen un año? —preguntó él, apenas consciente de que hablaba en voz alta. Era simplemente la verbalización de la pregunta que le desconcertaba en aquellos momentos—. Trescientos sesenta días sería mucho más simple.
—¿Está usted bromeando?
—No.
—Bueno, eso es porque el año es así de largo —dijo razonablemente Lucy—. ¿Qué tiene eso que ver con el precio del arroz? Adam buscó una conexión, no consiguió encontrarla. —Dígamelo usted —indicó.
—¿Decirle yo qué? —Lucy se levantó y fue a marcharse, se detuvo en la entrada del cubículo—. ¿Qué es eso referente al año?
—Parece arbitrario. Si en vez de eso utilizáramos trescientos sesenta días...
—¿Cómo podríamos hacerlo, si todo el mundo usa los trescientos sesenta y cinco? Y cada cuatro años hay uno que tiene trescientos sesenta y seis. —¿Por qué?
—No lo sé. Es algo que tiene que ver con que Navidad coincida con el solsticio de invierno. —¿Qué es eso del solsticio? —El día más corto del año.
—¿Acaso todos los días no son igual de...? —Pero, incluso mientras estaba formulando la pregunta, Adam se dio cuenta de que no. Nunca lo había observado conscientemente, pero era cierto que la oscuridad llegaba a una hora más temprana ahora de lo que lo había hecho al principio.
—No parece estar usted muy bien informado —dijo Lucy—, Para ser un contable. —Ella había asistido dos años a la universidad, y pretendía asistir otros dos, tan pronto como hubiera ahorrado el dinero necesario.
—Hay muchas cosas que querría saber. —Como por qué el año tiene trescientos sesenta y cinco días. —Lucy se encogió deliciosamente de hombros—. Mírelo en el diccionario.
Adam la siguió hasta el grueso volumen colocado abierto sobre un montón de cajas llenas con material publicitario, catálogos, listas de precios y folletos.
—Aquí está: «El tiempo de una revolución aparente del sol en tomo a la eclíptica»,
—¿Qué es la eclíptica?
—Mire, señor, hum, Adam —dijo Lucy, y cerró el libro de golpe—, esto no es una clase de astronomía. El señor Lin lo contrató para que le llevara la contabilidad.
Adam captó de ella un sentido del significado de la palabra astronomía..., y se quedó inmóvil, abrumado por los conceptos que implicaba.
—¿...se encuentra bien, señor Adam? —La voz de la muchacha era alarmada—. Parecía como si estuviera a punto de desmayarse. Venga, siéntese. —Le ayudó a volver a su silla—. ¿Está seguro de que se siente con ánimos para trabajar? Parece terriblemente pálido. ¿Come usted adecuadamente?
—El mundo —dijo él—. El sol..., esquemas...
—Quédese sentado aquí, señor Adam. Traeré a alguien...
—No, estoy bien. Es algo tan maravilloso..., la eclíptica...
Pobre chico enfermo..., loco quizá. Inofensivo, pero... Será mejor que...
- Por favor, discúlpeme —dijo Adam, haciendo un esfuerzo por ajustarse al esquema de comportamiento que captaba que se esperaba de él en aquella situación—. Últimamente no he... comido demasiado bien. Sólo estaba pensando acerca de... cosas...
—¿Está seguro de que se encuentra bien?
—Estupendamente.
—Mire, puede leer el diccionario durante la pausa de la comida; en estos momentos creo que será mejor que se dedique a los libros. Me temo que el último contable que pasó por aquí los dejó hechos un lío... —Tomó un grueso libro de contabilidad, lo abrió sobre la mesa frente a él—. Esto es el registro de transacciones. La última anotación es de hace dos semanas. Luego está el libro de entradas..., el de proveedores..., el registro de cheques... —Fue amontonándolos, señalando claramente el alcance de la tarea que le esperaba—. Será mejor que empiece con las facturas —terminó—. Hágalas cuadrar con los depósitos, aquí...
Adam contempló con ojos vacuos el montón de papeles. Tomó uno, le dio la vuelta, miró la parte de atrás.
—¿Me ha estado escuchando, señor Adam? —preguntó Lucy con cierta aspereza.
—Sí.
—¿Ha comprendido lo que le he dicho?
—Sí.
—Bien...,, ¿por qué no empieza, entonces?
Adam le dirigió su vaga sonrisa.
—Mire, señor Adam..., fíjese en el nombre de la factura, y vea si está pagada. Aquí esté la lista... Oh, está bien, le ayudaré a empezar. ¿Cuál es la primera?
Adam le dio de nuevo la vuelta al papel que tenía en la mano y lo miró, cabeza abajo. Lucy clavó los ojos en él.
—Señor Adam..., ¿sabe usted leer?
—Ah...
La muchacha apuntó con una uña manicurada las impresas en la parte de arriba de la factura: «Far East Imports, Inc.».
—Far East Imports. —Adam tomó las palabras de la mente de ella.
—Por un minuto —dijo Lucy— me pregunté si sabía realmente leer. —Buenas noches, si Harry contrató a un contable analfabeto...
Adam había observado antes la relación entre los símbolos escritos y las palabras pronunciadas, pero nunca se le había ocurrido hacer uso del sistema. Ahora, mientras Lucy leía en voz alta, señalando el texto mientras pronunciaba las palabras, Adam analizó rápidamente el sistema, notando la multiplicidad de símbolos, el sistema de organización. Extrajo sus significados de la mente de Lucy, aplicó el esquema al siguiente ejemplo.
—Bien, veo que ha captado la idea, señor Adam. Ahora léame de la forma en que yo lo he estado haciendo, y yo buscaré en el registro de cheques...
Adam leyó obedientemente en voz alta el documento que tenía en la mano. Lucy empezó a asentir, luego miró al papel. Lanzó a Adam una mirada medio exasperada, medio divertida.
—Fingiendo que no sabía leer..., ¡y ahora está leyendo chino! —Se echó a reír—. Creo que empiezo a captar la idea, señor Adam. Me ha estado tomando el pelo..., y yo he caído como una tonta. —Se puso en pie, aún sonriendo—. Yo lo pedí, metiendo la nariz donde no me llamaban. Supongo que soné un poco tonta, preguntándole si conocía usted su trabajo. Lo siento. —Gracias, Lucy. Me ha sido usted de una gran ayuda. —Me tiene a su disposición cuando me necesite, señor Adam, —dijo ella alegremente, y regresó a su escritorio.
8
Adam no se sorprendió de su habilidad para dominar la lectura tanto del inglés como del chino en un cuarto de hora. Nada le sorprendía realmente, puesto que la sorpresa implica expectación y preconcepción, y Adam no tenía preconcepciones. Aceptaba la existencia de todo lo que encontraba de una forma tan natural como un niño acepta los milagros de la luz del día y la lluvia y las luces en el cielo.
Tampoco hallaba nada de extraordinario en su habilidad para recordar perfectamente cualquier dato que llegara a él. No tenía experiencia con los habituales y dificultosos métodos de aprendizaje: la necesidad de la repetición de simbolismos verbales o actos físicos imprescindible para imprimir la información en el sistema de archivo del subconsciente conocido como memoria. Su memoria estaba expuesta, desnuda, a los nuevos datos en bruto. Los recibía como el papel de un periódico recibe la plancha entintada, en su totalidad y hasta el más mínimo detalle.
Aunque sensible a toda nueva información, interminablemente fascinado por todo lo que llegaba hasta él, se sentía desprovisto de curiosidad en su sentido habitual. Absorbía los hechos, seguía las líneas de investigación, almacenaba datos; pero, carente de todo sentido de sorpresa, nunca era atrapado por la maravilla, empujado por una urgencia de buscar respuestas, o atraído hacia una línea particular de investigación como potencialmente fructífera de sorprendentes descubrimientos nuevos. Así, tras dominar la lectura, leyó todo lo que caía dentro de su línea de visión; nunca fue en busca de nuevos estímulos intelectuales. Leyó folletos multicolores detallando las ventajas de las máquinas franqueadoras y de los fideos congelados; artículos de periódicos chinos hablando de la celebración de oscuros festivales; correspondencia vieja de los archivos: todo lo que pasaba por su escritorio, o caía ante sus ojos en el transcurso de poner orden al caos de las cuentas de la Dragón Import Company.
Tras unos pocos días de exploración de los esquemas, se convirtió en un contable notablemente efectivo. Sus particulares costumbres mentales se hallaban idealmente adaptadas a buscar y descubrir discrepancias, no lastradas por ningún signo de aburrimiento ante la rutina. Descubrió rápidamente que la relación entre las cifras en los libros y las transacciones reales de la compañía durante los seis años de su existencia era tan tenue como para no ser tenida en cuenta. El señor Lin, un comprador muy perceptivo, un hábil negociador, un persuasivo vendedor, no tenía la menor noción de economía. Mientras tuviera fondos suficientes en las cuentas del negocio para pagar los salarios y las facturas, no cuestionaba nada. Si, pese a un firme incremento del volumen del negocio, los beneficios no parecían subir en consecuencia, lo atribuía a la inflación o al creciente coste de la vida.
A medida que transcurrían las plácidas semanas, Adam se fue sumergiendo más y más profundamente en la contabilidad de la empresa, examinando viejos libros, siguiendo distintas líneas de investigación a través de polvorientas anotaciones y cajas de archivos retiradas... El señor Lin nunca tiraba ningún documento del negocio, posiblemente a causa de alguna oscura herencia cultural. Sumaba y restaba. Hacía comparaciones. Compilaba datos...
Al final de la cuarta semana, el señor Man-Ball llamó a su sobrino para preguntar por los progresos de Adam. Tras haber visto a Adam casi diariamente en su calidad de casero, era consciente de que su protegido se estaba desenvolviendo aparentemente bien. Pero, conociendo tanto a Adam como al señor Lin, consideraba educado aparecer en aquel momento para recordar diplomáticamente a ambas partes el proyectado aumento de sueldo.
—Supongo que lo está haciendo bien, tío —dijo con aire desprendido el señor Lin—. Remueve bastante polvo, saca todos los viejos registros del pequeño cuarto del archivo. Parece que le gusta desenterrar cosas de allí, y se muestra completamente feliz buscando cifras, escribiéndolas, sumándolas y todo eso. Es un tipo extraño.
—¿Y lo ha encontrado todo en orden?
—Supongo que sí. No ha dicho lo contrario.
—Sorprendente..., en vista de los métodos más bien informales que empleaste en el pasado respecto a tus hojas de balance, sin mencionar las dudosas circunstancias bajo las que tu anterior contable se marchó de la firma.
—Mientras tenga dinero para pagar mis facturas...
—Lo sé, te sientes contento. Pero, ¿y si el cheque por el que tu anterior empleado fue detenido en el acto de falsificar tu firma no hubiera sido el primero?
El señor Lin agitó una mano.
—Tonterías. Aquello fue un impulso repentino, y lo cogieron...
—Un accidente. Fue una estupidez por su parte intentarlo aquí en el vecindario, donde muchos te conocen de vista. Quizás el éxito de mucho tiempo lo volvió descuidado.
El señor Lin frunció el ceño.
—Bien..., puedo llamar a Adam y preguntárselo. —Pulsó un botón, le pidió a Lucy que le dijera a Adam que deseaba verle. Adam llegó medio minuto más tarde, con las manos llenas de polvo y telarañas en el pelo. Sonrió con su sonrisa desenfocada.
—Bien, señor Adam —dijo el señor Lin amablemente—, lleva ya usted casi un mes con nosotros. Los libros están en condiciones, ¿no?
—No, señor Lin —dijo Adam.
El señor Lin frunció el ceño.
—¿Qué es lo que ocurre con ellos?
—Todas las cifras eran incorrectas. He estado corrigiéndolas. Ya casi he terminado.
—¿Incorrectas en qué sentido?
La pregunta confundió a Adam. Automáticamente se tendió para extraer el conocimiento del señor Clyde P. Springer, su fuente habitual de clarificación cuando se enfrentaba a una perplejidad en su trabajo.
—Se han estado extrayendo sistemáticamente fondos de la compañía desde su tercera semana de operación —dijo con voz crispada—. El método utilizado fue una combinación de facturas falsas y baile de cifras. Al principio se hizo un esfuerzo para hacer que las transposiciones parecieran accidentales, pero en los últimos años las entradas falsas han sido anotadas abiertamente; supongo que era porque nadie comprobaba los libros.
El señor Lin, impresionado por la repentina animación en el tono de Adam, retuvo la automática contradicción que estaba a punto de decir. Se puso en pie.
—Déjeme ver —dijo.
Adam se lo mostró. Durante una hora se enfrascó en una conferencia ininterrumpida acerca de lo inadecuados e inexactos que solían ser los registros de las compañías.
—Los stocks reales tienen que ser menores que los registrados al menos en estas cantidades —dijo Adam, tendiendo una larga lista—. Todavía no he comprobado los inventarios, pero también puede haber otras pérdidas ocasionadas por pequeños hurtos —concluyó.
—¿Cuánto? —preguntó el señor Lin, con los labios fuertemente apretados.
—¿Lo que falta? No tengo las cifras definitivas, pero algo por encima de los setenta y dos mil dólares en efectivo a lo largo de los seis últimos años, más las mermas en el stock.
El señor Lin emitió un sonido estrangulado.
—Pero..., ¿cómo ha podido un hombre...?
—Había varios clientes en complicidad con él —dijo Adam—. Aquí está la lista. —Le tendió otra hoja de papel limpiamente mecanografiada—. Y también era ayudado por el jefe de stocks, al menos dos de los conductores, y un empleado del almacén.
—¿Cómo..., cómo ha llegado a saber usted todo esto?
—Era una deducción inevitable del esquema presente en los registros.
—¿Puede dar el nombre de las personas implicadas?
—Oh, sí. —Lo hizo.
El señor Lin se mostró abrumado por la revelación.
—¿Tung Loo? Lleva años conmigo..., y también Sally Su..., y Chin..., ¡y todos están ahí abajo ahora, robándome, y yo ciego! Adam..., ¿cuánto tiempo hace que sabe usted esto?
—Desde mi tercer día aquí.
—¿Por qué no me lo dijo inmediatamente? ¡Es probable que me hayan robado otro millar de dólares desde entonces!
Adam se mostró repentinamente inseguro.
—Yo... yo... no...
—Indudablemente deseaba ofrecerte un cuadro completo del asunto..., estar absolutamente seguro —intervino el señor Man— Ball—. Conociendo tu lealtad hacia tus antiguos empleados, no deseó hablar prematuramente.
—Mis antiguos empleados —murmuró el señor Lin—. ¡Llegaré ahora mismo al fondo de todo esto! —Se dirigió hacia la salida de la habitación.
—Una sugerencia, sobrino —dijo suavemente el señor Man— Ball—. ¿No sería prudente, quizá, telefoneen a tu consejero legal? ¿No sería más deseable pillarlos a todos con las manos en la masa, antes que alarmarlos con una acción precipitada, permitiendo quizá que algunos pájaros escapen de la red?
—Sí, supongo que sí —dijo el señor Lin. Marcó un número, habló brevemente, y abandonó la habitación. Lucy, que había estado escuchando totalmente absorta la revelación de Adam, dejó escapar el aliento en un suspiro de estupefacción.
—¡Bien! ¡Ciertamente ha sabido usted mantener su reserva, señor Adam!
Él sonrió más allá de ella, y regresó a la tarea de entrar las cifras de la última semana en los libros.
La Hermana Louella se mostró encantada con la bonificación de cien dólares y el aumento a sesenta y cinco dólares a la semana cuando Adam le informó de todo ello aquella noche. El tema surgió por accidente cuando ella hizo un comentario acerca de las duréis pruebas que había tenido que soportar durante las últimas semanas, su conversación habitual ante la mesa de la cena.
—¿Cómo no me lo dijiste inmediatamente? —preguntó, cuando Adam extrajo los cien dólares y se los dio—. ¡Y conseguiste el aumento! Bien, ya era hora. Si ese chino supiera el tipo de talento de Dios que tiene allí garabateando números en una hoja de papel... —Luego empezó a murmurar en voz alta las mejoras en las circunstancias que la nueva afluencia de dinero podría proporcionar.
Durante los primeros días de su residencia en la casa de Man-Ball, habían ocupado una sola habitación, en la que Louella dormía, completamente vestida, en la cama, mientras que Adam se instalaba en el suelo, con una manta y un almohadón del sofá. El día que Adam entró a trabajar para el señor Lin, Louella consiguió una habitación adicional —apenas una pequeña caja a tres puertas de la suya, antes un cuarto para trastos—, donde fue instalado un camastro para Adam. La única ventana de la habitación daba a una pared de ladrillos a un metro de distancia..., una visión que Adam estudió con intensa concentración durante más de una noche, analizando los esquemas de tensión en la estructura por la configuración de las grietas.
—Ahora podremos arreglar la habitación —dijo la Hermana Louella—. Poner unas cortinas bonitas, quizás una televisión. No será un lujo..., Dios sabe que necesito algo en lo que ocuparme mientras espero. — Lanzó a Adam una mirada de reproche que éste hacía tiempo que había dejado de observar—. Por supuesto —añadió, metiéndose los billetes en el pecho—, ahorraré la mayor parte de ello. —Había ganado peso durante el último mes, a base de una dieta de spaghetti en lata, pan, pastelillos, cerveza, y comida china que Adam iba a buscar al restaurante tres puertas más allá y traía en cajitas de papel—. De los sesenta y cinco, calculo que puedo poner aparte veinte. Con los ochenta que ya tengo separados, en tres meses... —Dio un sorbo a su cerveza, proyectando satisfecha sus planes financieros—. Cuando tengamos suficiente —dijo en voz alta—, podremos darle tu don al mundo, Adam. Y esta vez lo haremos bien. Un vestido encantador para mí, tú con tu traje, alquilaremos un hermoso apartamento, haremos imprimir tarjetas...
Adam había permanecido sentado ociosamente, con la cabeza inclinada en un ligero ángulo que no indicaba atención, sino simplemente una postura al azar. No había estado escuchando los comentarios de la Hermana Louella, acostumbrado como estaba al tenor general de su conversación, que no contenía nada que atrajera su interés. Por su parte, ella ya no esperaba tampoco respuestas de él. Se sentía completamente satisfecha con hablar consigo misma, sin ser interrumpida.
Como siempre cuando no estaba ocupado con otras cosas, Adam escuchaba ausentemente las voces que siempre murmuraban allá al fondo. Había adquirido gran habilidad en separarlas unas de otras, amplificando una, eliminando otra a voluntad. De esta forma había reunido una gran variedad de datos..., datos que no eran para él de un uso más práctico que el contenido de información de una enciclopedia es útil para la propia enciclopedia, y por la misma razón básica: faltaba el impulso de efectuar conexiones útiles y actuar sobre esa base.
De tanto en tanto, Adam reconocía alguna voz familiar, del mismo modo que en una ciudad atestada uno ve ocasionalmente entre los rostros desconocidos uno que ha visto antes. Había conocido al señor Wayne C. Chister, captado en sus pensamientos un vago temor a la locura procedente de una curiosa alucinación hacía unos meses. Había rozado ligeramente los pensamientos de un tal señor Harkinson, y había dudado unos instantes, confuso de que su nombre era Harkinson...
Aquí está..., ¡no se vaya! Soy Poldak. ¿Quién es usted?
Adam escuchó interesado las excitadas voces. Halló curioso que la voz pareciera estar dirigiéndose directamente a él, pero la idea de responder no se le había ocurrido.
Tengo que mantenerme en contacto con usted. Llámeme..., a cobro revertido. Código de zona 920, 496-9009. ¡Debe hacerlo!
He estado intentando contactar con usted..., buscando a la mujer..., Louella Knefter...
—Creo que no debería hacer usted eso —dijo Adam en voz alta.
—¿Qué? —dijo Louella—. ¿Hacer qué? ¿Planes para el futuro? Dios sabe que, si no los hago yo, ¿quién va a hacerlos?
—No quería decir eso... —Los pensamientos de Adam volvieron a divagar...
...es así, no puedo olvidarlo, ser golpeado en la cabeza y verme arrebatada la pistola por ese pequeño y maldito renacuajo...
—¡Adam! ¿Me estás escuchando? —No.
La Hermana Louella bufó.
—No sé por qué pierdo mi tiempo, Adam. A veces pienso que no aprecias nada de lo que he hecho por ti, renunciar a todo de este modo, vivir en tales condiciones...
Había tensión en el aire en la Dragón Import Company. El señor Lin había despedido a cinco hombres y una mujer; dos de los hombres estaban ahora en manos del departamento de policía, metidos en una celda. El señor Lin había adoptado la costumbre de patrullar frecuentemente por los almacenes y las salas de empaquetado y envío, examinando suspicazmente a sus empleados. Su actitud con sus clientes también se había deteriorado; dos firmas cuyos propietarios tenían la costumbre de celebrar largas comidas en Kwan Luck se hallaban entre aquellas aparentemente —pero no con seguridad— implicadas en todo el asunto, Se había negado a ver a esos antiguos colaboradores cuando habían llamado, y dio instrucciones explícitas de no aceptar más pedidos de ellos. Incluso Lucy Yang parecía mostrar una actitud apagada. Adam no observó nada de esto; o, más exactamente, notó el cambio, pero no le atribuyó más significado del que le atribuiría un niño en edad escolar a un cambio en el estilo de los sombreros de las mujeres.
Al final de un día de trabajo, una semana después de que el correspondiente castigo hubiera caído sobre los ladrones locura se mostraron doblemente indignados por el hecho de haber sido descubiertos por un desconocido total, y un americano par mas señas, después de tantos años de rutinario" éxito—, Lucy le dijo a Adam:
—No es culpa suya..., usted simplemente lo descubrió. Y supongo que todos nosotros sabíamos que había algo raro en todo esto, aunque por supuesto desconocíamos que fuera tan grande..., quiero decir, supongo que todos pensábamos simplemente que el señor Lin podía soportar una ligera merma aquí y allá..., pero lo que quiero decir es que ahora todo es tan distinto. Y todos lo culpan a usted, señor Adam.
—Sí —dijo él.
—¿Es eso todo? ¿No le importa?
Adam pensó en ello.
—No.
—Es usted extraño, Adam, incluso para un americano. Parece como desconectado de las cosas. Todo lo que le importa son sus libros de contabilidad, sumar y sumar sus números.
—Es muy interesante. Mike me dijo... —Se interrumpió al darse cuenta de que iba a lanzarse a una exposición sobre los números primos que había tomado hacía poco de un estudiante del MIT. Louella le había dicho que nunca mencionara las voces.
—Ya veces —dijo Lucy—, tengo la impresión de que se está burlando de mí..., como hizo aquel primer día. Creo que aquella tontería fue simplemente eso..., una tontería. Pero, ¿por qué?
Él agitó vagamente la cabeza.
Quizá esté realmente loco. Nunca me mira directamente..., es como si hablara a mi barbilla o mis oídos, nunca a mis ojos.
—La miraré a los ojos si es eso lo que desea —dijo Adam.
Lucy sintió un hormigueo en la base de su nuca.
—¿Por qué... ha dicho esto?
—Porque..., son unos ojos muy hermosos —dijo él. La observación no fue un esfuerzo para cambiar de tema; simplemente, le había sorprendido, de una forma muy repentina, la belleza de los brillantes ojos, profundamente negros, de la muchacha, sus largas pestañas, el delicado arco de sus cejas.
Lucy lanzó un bufido exasperado pero muy femenino, no de desagrado, y regresó a las tareas de último minuto de tapar su máquina de escribir, cerrar el escritorio, ponerse su liviano abrigo.
—Vamos, señor Adam —le animó, al ver que él se demoraba en su escritorio. Como si hubiera olvidado que ya es hora de irse a casa...
Abandonaron juntos la habitación. El viejo edificio estaba silencioso; sus pies parecieron resonar con una fuerza desacostumbrada en las escaleras. Cuando llegaron a la planta baja y echaron a andar hacia la salida, tres hombres surgieron de su escondite para cortarles el camino. Iban enmascarados, vestidos con unos monos informes, y llevaban cortas y recias porras.
Lucy lanzó un agudo grito y saltó hacia atrás, luego se inmovilizó, rígida, cuando uno de los hombres la amenazó con su porra.
—Quédese fuera del camino y no le haremos ningún daño —le dijo en chino. Dio un paso hacia Adam y, sin advertencia previa, lanzó un golpe contra su cabeza. Adam se inclinó hacia un lado casi casualmente, envió una patada, alcanzó al hombre en plenas ingles. El atacante dejó escapar un chillido, se dobló sobre sí mismo y cayó. El segundo hombre gruñó y avanzó, lanzó un violento golpe al cuello de Adam. Adam dobló las rodillas para eludirlo, agarró el brazo a su paso, apoyó su antebrazo derecho detrás del codo y tiró de la muñeca hacia abajo. La articulación cedió, con un complicado sonido de huesos y cartílagos. El atacante dejó escapar un agudo grito y cayó de bruces, sin sentido. El tercer hombre retrocedió, arrojó su porra y huyó.
—Adam —lloriqueó Lucy—. Hubieran... podido matarnos.
—Los hijos de puta —gruñó Adam, y lanzó una patada a la cabeza del hombre que tenía a sus pies: se hundió en una jadeante inconsciencia. Adam se volvió y lanzó a Lucy una feroz mirada que se desvaneció rápidamente, para ser sustituida por su habitual y más bien vacua sonrisa.
—Yo..., nunca vi nada así —dijo la muchacha—. Sólo en las películas. Usted..., simplemente los aniquiló.
—Querían hacernos daño —dijo Adam, como disculpándose.
—Estuvo maravilloso. —Lucy avanzó hacia él, apoyó una mano en su hombro, le besó rápidamente en la comisura de la boca—. Es un hombre realmente lleno de sorpresas, Adam. —Rió temblorosamente—. Es como si fuera media docena de hombres distintos...
Adam se palpó la boca allá donde ella le había besado.
—Eso fue muy agradable —dijo—. Hágalo de nuevo, Lucy.
—Adam..., con este hombre tendido ahí sin sentido..., y el otro... —Contempló el brazo doblado en un ángulo imposible y se estremeció—. Tenemos que llamar a la policía.
El se acercó a ella y tendió una mano. Ella retrocedió.
—¡Adam! No haga eso.
—¿Por qué? —Parecía genuinamente interesado.
—Porque... no deseo que lo haga. Le di un beso porque..., porque se lo merecía. Pero...
—Siento una curiosa sensación, Lucy. Quiero estar cerca de usted. Es muy extraño. Nunca antes sentí esa sensación... —Parecía estar hablando consigo mismo.
—Bueno, es algo normal..., pero no deje que se le escape de las manos —dijo Lucy, volviendo a su actitud habitual segura de sí misma. Miró a Adam—. ¿Qué quiere decir, con que nunca antes había sentido nada así? ¿Acaso soy la primera chica que le ha besado? —Sonrió sardónicamente. —Sí.
Lucy se sintió sorprendida por la sinceridad de la respuesta. —Bueno, ha llevado usted una vida muy protegida... —Quiero tocarla —dijo Adam, con el mismo tono con el que alguien decidiría que quería ir a comer—. Quiero apretar mi cuerpo contra el suyo; quiero tenderme en una cama con usted y acariciar con mis manos su piel desnuda...
—¡Adam! ¡Ya basta! Ha vencido a esos tipos, y yo admiro a un hombre que sabe cuidar de sí mismo. Pero...
—¿No siente usted el mismo deseo? —quiso saber Adam—, De algún modo, parece como si..., como si tuviera que ser un impulso mutuo...
—¡No, no lo siento! Ahora vámonos de aquí. —Se dio la vuelta, pasó casi cautelosamente junto a él en dirección a la oficina del almacén.
—Es un sentimiento muy agradable —dijo Adam—. Pero es como la necesidad de alimento: requiere una satisfacción. —Todavía estaba hablando analíticamente, como una víctima del cáncer entrenada médicamente describiendo sus propios síntomas terminales.
—Lo sé todo respecto al sentimiento —dijo secamente Lucy—. Pero no es usted mi tipo, Adam, lo siento.
—No lo entiendo. —La idea de tenderse hacia delante para captar los pensamientos de Lucy no se le ocurrió a Adam. Las frecuentes y severas advertencias de Louella de no mirar jamás dentro de su mente habían creado una poderosa inhibición contra sintonizarse en la voz de cualquier mujer presente. Lucy volvió la vista hacia él, con el ceño fruncido. —No sé si esto es otra de sus bromas o qué, Adam. A veces parece usted tan inteligente..., y otras veces no es más que un niño pequeño. Mire, me gusta usted, ¿de acuerdo? Trabajo con usted, y me encanta hablar con usted; creo que es una persona agradable. Pero eso es todo. No me atosigue. No quiero que intente besarme o manosearme. ¿Está claro?
—Está claro..., pero usted dijo que comprendía mis sentimientos...
—Mire, soy una chica sana. Algunos hombres me excitan, otros no. No se ofenda, pero usted es de los que no.
—¿Por qué?
Ella le miró, furiosa.
—Bueno..., usted lo preguntó. No es atractivo. No de esa forma. Es demasiado... flaco. Se peina el pelo de una forma curiosa. Su pose es curiosa también, como si sus huesos estuvieran rotos, o hechos de goma, o algo así. Y tiene esa rara expresión en su rostro. Y sus ropas..., desde que vino a trabajar aquí ha llevado todos los días el mismo traje. No tiene estilo, ni... personalidad. —Se mordió el labio inferior, con actitud pensativa—. Supongo que ésa es precisamente la clave, Adam. No tiene usted ninguna personalidad. Es como si... no fuera nadie en particular. Como si, de algún modo, no estuviera realmente aquí.
—El deseo de estar cerca de una persona y tocarla, ¿depende de todos esos factores?
—Dios, hace usted que suene como si estuviéramos en un laboratorio. No lo sé, Adam. Ése es el gran misterio de la vida. ¿Por qué se siente atraído por una persona y no por otra? ¿O acaso se siente atraído hacia toda chica que ve?
—No, sólo hacia usted.
—Intente mirar a otras mujeres. Quizás obtenga el mismo resultado. Y debo estar loca, hablando con usted como si realmente ésta fuera la primera vez... —Hizo una pausa, estudiando su rostro—. Pero quizá sea así para usted, Adam.
—He mirado a muchas mujeres —dijo Adam, con el mismo tono suave y analítico—. La Hermana Louella... Nunca he sentido el deseo de apretar mi cuerpo contra el suyo.
—¿Con su hermana, por el amor de Dios?
—Hermana Louella es su nombre; no somos familia. Yo no tengo ninguna familia. Yo...
—Adam..., ¿está viviendo en pecado con una mujer, y viene a hacerse el inocente conmigo? —dijo incitadoramente Lucy. Había visto a Louella una vez, desde lejos.
—¿Qué es pecado?
—Oh, hermano, qué preguntas hace. Olvidémoslo, ¿quiere?
Lucy fue al teléfono, hizo su llamada, luego volvió a salir.
—El señor Lin dice que esperemos aquí. Él llamará a la policía. ¿Cree usted... que deberíamos atarlos o algo así?
Adam se tendió hacia fuera, captó un nivel de pensamiento en los dos hombres que estaba asociado con el sueño profundo.
—No. Tardarán en despertar. Todavía sigo teniendo esa sensación, Lucy. No es agradable, ahora. Creo que sólo es agradable cuando el impulso es satisfecho.
—Intente no pensar en ello —dijo Lucy secamente.
—Hummm. Eso es muy difícil. Sería mucho más fácil si usted me permitiera rodearla con sus brazos y acariciarla. Quiero sentir su cuerpo, yo...
—Adam..., ¿dijo que no siente de este modo respecto a la Hermana Louella?
Él pensó en ello.
—No.
—Entonces puede comprender cómo es esto. Usted no la desea a ella..., y yo no lo deseo a usted. No quiero sonar cruel, pero..., así son las cosas.
—Oh, entiendo; sería muy desagradable para usted quitarse sus ropas y apretar su cuerpo contra el mío. Sí. Terrible. —Notó que un estremecimiento sacudía todo su cuerpo.
—No es tan malo, Adam —dijo Lucy, como contrita—. Tiene que haber muchas mujeres que le gusten...
—Pero me gusta usted, Lucy —dijo Adam, y sonó sorprendido—. No necesito buscar otra mujer.
—Lo hará si yo no le devuelvo el sentimiento, Adam.
—Quizá sienta usted de otro modo más adelante —sugirió él.
—Lo dudo —murmuró suavemente ella.
—La Hermana Louella me resulta físicamente repelente porque su forma y la textura de su pelo y de su piel no son agradables —dijo pensativamente Adam—. Posiblemente yo le desagrade a usted por las mismas razones. Mencionó la forma en que me peino...
Lucy se echó a reír, un poco desesperadamente.
—Por el amor de Dios, Adam, es... usted. Está demasiado delgado, su aspecto es enfermizo, actúa de una forma extraña, su físico es el de un inválido, y tiene el mismo sex appeal que una fregona seca. Vaya a un gimnasio a desarrollar sus músculos, averigüe algo acerca de las modas masculinas, aprenda a bailar, y cómo debe encender el cigarrillo de una chica, y pedir un vino, y conducir un coche deportivo, y quizá dejarse crecer las patillas o el bigote, y llevar una conversación, y aprender a mirar a una chica como si realmente le excitara. ¡Incluso cuando me dice que desearía desnudarme y restregar su cuerpo contra el mío, suena como si le estuviera contando los síntomas de una enfermedad a un médico!
Adam escuchaba intensamente. Asintió con lentitud. —Gracias por sus sugerencias, Lucy. Empezaré de inmediato. Ella le miró, echó hacia atrás la cabeza y se rió. —Adam, ha vuelto a tomarme el pelo otra vez. Le diré una cosa: ésta es la forma más extraña de hablarle a una chica que he oído nunca. Es usted todo un carácter, Adam. Vamos, ahí está ya el señor Lin.
9
Adam subió los dos tramos de escaleras hasta la habitación, no más consciente que de costumbre de los entremezclados olores de la lavandería y la cocina china, de decrepitud y polvo y humo rancio de cigarrillos. Su atención estaba centrada en la secuencia de contracciones musculares implicadas en el acto de subir las escaleras, el incremento resultante de su ritmo cardíaco y la profundidad de su respiración. Puesto que esto se había convertido en algo automático en él, se tendió hacia fuera, husmeó en el campo mental de voces, en busca de información adicional sobre el punto sometido a consideración. De una forma totalmente inconsciente, había desarrollado la habilidad de abstraer sólo el nivel de pensamiento que le interesaba; ya no sintonizaba con una masa de datos de egos no relacionados —nombre, edad, domicilio, rasgos personales—, junto con los hechos.
En esta ocasión se trataba de un oficial médico de las Fuerzas Aéreas cuya educación había absorbido, un hombre que había estado dirigiendo durante quince años un estudio sobre adaptación física y los efectos de la dieta y el ejercicio sobre ella. No le resultaba necesario a Adam verbalizar o racionalizar los datos que registraba. Eran simplemente absorbidos y almacenados, listos para su uso, exactamente como si él hubiera dedicado toda una década y media a su adquisición. Diagnosticó su propia condición física, observando las discrepancias con el ideal en su capacidad pulmonar, tonicidad muscular, flexibilidad de las articulaciones, resistencia de su sistema vascular; la atrofia de los órganos, los daños y subdesarrollo provocados por heridas, mala dieta, falta de ejercicio, sueño inadecuado.
No había ninguna afección importante, dedujo; ninguno de los síntomas que hubieran hecho que el mayor señalara al sujeto propuesto como inadecuado para participar en uno de sus programas. De hecho, era un sujeto ideal. Sería interesante someter el organismo a un riguroso entrenamiento y observar sus reacciones.
—Llegas tarde, Adam —dijo la Hermana Louella. Estaba en la enorme mecedora de segunda mano junto a la ventana. Su grueso cuerpo casi la ocupaba por completo. Alzó una regordeta mano y volvió a dejarla caer—. Tu cena está fría.
—Sí —dijo Adam—. Hermana Louella, hemos estado subsistiendo con una dieta inadecuada. Es necesario que empecemos a alimentarnos correctamente.
—Bueno, nunca tuve quejas de mi forma de cocinar por parte del señor Knefter —dijo Louella—. ¿Ése es el agradecimiento que recibo por haberte preparado una buena cena?
—La nutrición inadecuada es causa de mala salud, Hermana Louella. La buena salud es esencial para la belleza física, lo mismo que para la eficiencia máxima del organismo.
Louella agitó la mano.
—Buen Dios, ¿qué te ocurre, Adam? Admito que no eres Clark Gable, pero has engordado algo desde que llegamos aquí, y...
—Te has puesto gorda, Hermana Louella. —Adam seguía con su línea de pensamientos—. Muy gorda.
—¡Bien, por todos los diablos! —Louella le miró, luego estalló en lágrimas. Adam la observó con una expresión ligeramente asombrada.
—La condición puede ser corregida, Hermana Louella —dijo—. Sólo es necesario comer menos, y los alimentos adecuados. Hemos estado subsistiendo casi enteramente de almidones y azúcares...
—¡Tienes valor, Adam Nova! ¡Llamarme gorda a la cara! Siempre he sido más bien llenita; ¡y hay muchos hombres que admiran a las mujeres entradas en carnes!
Louella dejó escapar un gemido, se alzó de la silla y corrió hacia la habitación contigua, cerrando de golpe la puerta. Adam miró abstraído tras ella durante unos momentos, luego fue hacia el estante donde guardaban su escasa provisión de comida. Observó los macarrones y fideos, las galletas y la mantequilla de cacahuete y los donuts.
—Vegetales cultivados orgánicamente —murmuró—. Germen de trigo, pan de grano entero, yogurt...
Buscó la caja donde Louella guardaba el dinero. Estaba vacía. Fue a la puerta donde ella había desaparecido y probó el picaporte. Estaba cerrada por dentro.
—Hermana Louella —dijo—. Necesito dinero para comprar la nueva comida.
—Vete —baló ella.
Adam consideró aquello.
—Muy bien —dijo—. Adiós, Hermana Louella.
Estaba casi en la puerta del pasillo cuando la interior se abrió de golpe. La Hermana Louella le miró con ojos fijos y enrojecidos.
—¡Adam! ¿Adonde vas?
—No tengo en mente ningún destino específico. Mi intención era sólo marcharme para no causarte más preocupaciones.
—¡No puedes hacer eso! ¡No puedes simplemente marcharte y dejarme aquí entre esos paganos!
—Creo que sí puedo —dijo Adam, completamente sereno—. No sé de ningún obstáculo...
—Mira, Adam, haré lo que quieras. Simplemente entra y descansa, y yo me ocuparé de hacer lo que digas. He sido... una tonta. Yo..., sabía que sólo me estabas pinchando a causa de mi peso y todo lo demás.
—Oh, no. Hablaba en serio. La nueva comida ayudará, ¿sabes?
—De acuerdo, Adam, pero no hagas ninguna tontería. Sé lo que hay que hacer. Estuve comiendo cosas naturales una vez, poco después de la muerte del señor Knefter. Germen de soja y esas cosas. Leche de cabra. No te muevas de aquí, volveré en seguida.
—Creo que será mejor que empiece ahora mismo mi programa aeróbico.
—Por supuesto, Adam, lo que tú digas. —Louella se dirigió al cesto de costura que había improvisado con una caja de cartón, rebuscó en él, extrajo un pequeño fajo de billetes doblados. Se marchó, sin dejar de pronunciar palabras tranquilizadoras. Adam se quedó el tiempo suficiente para quitarse la chaqueta y la corbata, luego bajó a la calle. Se detuvo junto a la entrada de la lavandería e hizo una docena de profundas inspiraciones, dejando escapar lentamente el aire. Después inició un ligero trote a lo largo de la concurrida acera, concentrándose en el control de su respiración: inhalando durante cuatro pasos, exhalando durante otros cuatro.
Estaba en la segunda manzana cuando un coche de la policía se detuvo junto a la acera haciendo chirriar los neumáticos, y dos hombres uniformados saltaron de él. Adam no prestó atención a sus gritos; no se le ocurrió que su presencia tuviera alguna conexión con él hasta que sintió el impacto que lo derribó.
Adam despertó lentamente. Le dolía la cabeza. También el rostro. Lo tocó; su labio superior estaba hinchado, y le dolía la despellejada nariz. Se hallaba tendido en un camastro en una habitación cuyas paredes habían sido pintadas de verde hacía mucho tiempo. Un policía con exceso de peso en mangas de camisa estaba de pie ante él. A su lado vio al señor Lin, con su redondo rostro de sonrosadas mejillas sonriendo.
—...toda la responsabilidad, sargento —estaba diciendo el señor Lin—. Estoy seguro de que hay alguna sencilla explicación.
—Bueno, uno nunca sabe —dijo hoscamente el policía—. El tipo no se detuvo cuando le dimos el alto; y pasó junto a una parada de autobús sin detenerse en el momento mismo en que el autobús se arrimaba a la acera, de modo que no corría para alcanzarlo.
Adam se sentó. Su cabeza pulsaba.
—Aeróbica —dijo.
—¿Qué ocurre, ese tipo no habla americano? —preguntó el oficial.
—Por supuesto que sí —se apresuró a decir el señor Lin—. Adam, el sargento Tully siente curiosidad por saber por qué estaba usted corriendo.
—Estaba realizando un programa de adaptación física —dijo Adam—. Para empezar, hay que tonificar el corazón y los pulmones mediante el jogging.
El policía frunció el ceño.
—He oído de tipos en los suburbios que corren en los parques o en las calles de atrás de sus viviendas, pero nadie hace esto en el Barrio Chino, por el amor de Dios.
—Adam sí —dijo el señor Lin apresuradamente—, Adam es algo así como, esto..., un auténtico carácter, sargento. —Le guiñó un ojo a Adam—. Pero es completamente inofensivo, se lo aseguro.
—Sí..., no parece un tipo peligroso, le admito eso. —Tully miró admirativamente al señor Lin—. Ha tenido usted un buen jaleo esta tarde, señor Lin. Primero los dos tipos que nos trajeron sus chicos y, antes de que abandonara usted la comisaría, este pájaro. Supongo que no habrá ninguna conexión.
—No estará sugiriendo usted que el señor Adam tuvo nada que ver con la detención de los ladrones, ¿verdad, sargento? —El señor Lin sonrió ante el chiste. El sargento le devolvió una seca sonrisa.
—Está bien; lléveselo, señor Lin. Y dígale que, la próxima vez que tenga prisa, mejor coja un taxi.
Tras la regocijada sugerencia del señor Lin, Adam buscó un gimnasio en la destartalada sección comercial del barrio, a media docena de manzanas de la lavandería. Escuchó interesado el inspirado discurso de un hombre más bien joven de pelo abundante, cuidadosamente vestido a la última moda, y con una ligera protuberancia encima del cinturón. El principal objetivo del mensaje parecía ser que, si Adam aportaba seis nuevos miembros al gimnasio, su propia inscripción sería gratis.
—Estoy dispuesto a pagar el precio habitual —le aseguró Adam al hombre—. Mi interés reside en mejorar mi físico, no en el reclutamiento. ¿Puedo preguntarle cuál es el método de entrenamiento que emplean aquí?
El hombre admitió que su interés personal en el atletismo se extendía tan sólo a ver las Series Mundiales por la televisión.
—Pero tenemos profesores altamente cualificados, señor Adam —le aseguró a su cliente en potencia—. Los muchachos se ocuparán de usted y diseñarán un programa a la medida de sus necesidades particulares.
Adam firmó, pagó la cuota inicial de treinta y ocho dólares, y compró un equipo apropiado de camiseta y pantalones de deporte. Su entrenador personal era un joven robusto de prominente mandíbula, ojos soñolientos, y la costumbre de mirar de reojo y hacer rotar su hombro cada vez que pasaba delante de un espejo. Condujo a Adam a un cuadro de bicicleta sin ruedas, le hizo subir a él y le dijo que pedaleara.
Media hora más tarde Adam fue en busca de su consejero personal, lo halló dormido en un banco fuera de la sala de vapor. Estaba a punto de protestar cuando se le ocurrió que el mayor podía serle de alguna ayuda. Sintonizó sus pensamientos...
—Tracciones..., unos treinta kilos, tres series de seis. Tríceps, torsiones, cinco kilos, tres series de seis; abdominales, veinte kilos, tres series de seis; pectorales...
Obedientemente, Adam buscó el aparato necesario, que reconoció fácilmente con la ayuda del mayor. Era un gimnasio bien equipado, enmoquetado en rojo, brillantemente iluminado, con aparatos cromados y bancos tapizados en plástico rojo. Había muchos otros clientes, la mayoría del tipo hombres de negocios, obesos y pasada la media edad; pero parecían estar interesados principalmente en la sala de vapor, charlar, bromear con los instructores y beber zumos de frutas en el Vitabar. Como resultado de ello, Adam halló el equipo libre y a su disposición. Siguiendo las instrucciones de su invisible preparador, ajustó las pesas del aparato para el peso adecuado y se dedicó a los ejercicios prescritos.
Levantar treinta kilos, descubrió, le hizo sentir débil y mareado. Tras unas cuantas repeticiones, sus brazos ardieron como si tuviera fuego en ellos. Aquella circunstancia no le desanimó. No estableció ninguna conexión consciente entre el ejercicio y el dolor en sus brazos y el mareo. Siguió y siguió, sintiendo cómo una brillante oscuridad se cerraba a su alrededor...
—...maldito estúpido, trabajar sin su entrenador, para pillar una hernia y luego demandarnos y decir que todo ha sido culpa mía, maldita sea.
—Está bien. Ya vuelve en sí.
Adam se sentó.
—Lo siento —dijo, tomando las palabras del mayor—. Hace tiempo que no me ejercito. Estoy en baja forma. No hubiera debido intentar mi vieja rutina. Pero estoy bien.
Ablandado, el entrenador lo envió a las duchas y le advirtió que se lo tomara con más calma la próxima vez. Y que trajera a un amigo para una demostración gratuita.
Adam regresó al día siguiente, después de que el señor Lin le concediera una hora más en la pausa de la comida para este propósito. Esta vez, siguiendo escrupulosamente el consejo del mayor, redujo el peso en la barra a cuarenta kilos, hizo una sola serie de seis, descansó cinco minutos completos, hizo seis más. El mayor le llevó paso a paso a través de otros nueve ejercicios, reduciendo el peso en tres ocasiones tras observar las reacciones de Adam, y añadiendo en una ocasión dos kilos cuando éste se demostró más capaz en las tracciones laterales de lo que había anticipado.
Al término de hora y media, Adam estaba tembloroso, sudado y presa de náuseas. El entrenador lo miró dubitativo mientras se tambaleaba hacia las duchas.
—Tiene un color un tanto verde, señor Adam. ¿Se encuentra realmente bien?
—Estupendo —dijo Adam. Gozó en la sala de infrarrojos, la sala de inhalaciones de alcanfor, la sala de calor seco y la sauna, así como la inmersión fría y los baños minerales. Después, consumió dos tercios de litro de una bebida altamente proteínica hecha a base de leche, pacanas y germen de trigo.
Aquella noche, mientras derivaba hacia un exhausto sueño, una voz débil y muy lejana llamó:
- ¿...dónde está? Aquí Poldak. Maldita sea, sé que está ahí fuera, en algún lugar, pero... ¿dónde? ¡Respóndame! Poldak al habla...
Adam ignoró la voz y dejó que el sueño lo bañara como una marea ascendente de cálidas pompas de jabón...
Al día siguiente despertó gimiendo. La Hermana Louella estaba inclinada sobre él, horrible en sus rulos y su mascarilla nocturna.
—Hermano Adam, ¿has sufrido una crisis? ¿Te encuentras mal?
—Estoy bien —gruñó, y se movió experimentalmente. Al parecer, cada músculo de su cuerpo le dolía a su propia manera.
- Las cosas van espléndidamente —le aseguró la voz del mayor—. No hay nada de qué preocuparse. Esto muestra simplemente las zonas que es necesario desarrollar. Se sentirá mejor cuando se haya calentado un poco.
Con dificultad, ayudado por la Hermana Louella, Adam bajó de la cama. Tomó un baño caliente, luego cojeó por la habitación hasta que se hubo relajado lo suficiente como para vestirse e ir al trabajo. Le seguían doliendo los músculos, pero no intolerablemente. Lucy le preguntó si había sufrido algún accidente, cosa que él negó, sin más explicaciones.
Al día siguiente se dirigió al gimnasio, sólo para ser detenido por la voz del mayor.
- Descanse hoy. Un exceso de ejercicio desgarra ligeramente los tejidos; por eso hoy le duelen los músculos. Necesita cuarenta y ocho horas para volver a ponerse en forma. En sus días libres puede practicar caminando y ejercitando su respiración.
Obedeció dócilmente. Limes, miércoles y viernes eran los días de ejercicio. Aparecía religiosamente en el gimnasio a las once, y hacía su hora y media de ejercicios, que gradualmente se fue reduciendo a una hora y cuarto. A la segunda semana dejó de sentir náuseas al final de cada sesión. El dolor en sus músculos había desaparecido. A la tercera semana, incrementó sus repeticiones a ocho, la semana siguiente a diez. Al cabo de un mes, añadió dos kilos a sus pesos más ligeros, cuatro a los más pesados, y volvió a las series de seis. Su entrenador acudía ocasionalmente a observarle, advirtiéndole que inspirara ruidosamente el aire a través de los labios fruncidos antes de hacer cada tracción.
En la oficina, el señor Lin había iniciado los cambios de control de inventario sugeridos por Adam. Lucy lo había estado observando recelosamente durante algunos días, pero cuando él no hizo ningún nuevo intento de aproximación volvió gradual mente a su anterior actitud de casual familiaridad. Las semanas fueron transcurriendo. La Hermana Louella se quejaba intermitentemente de los gastos que ocasionaba el programa de entrenamiento de Adam y su dieta especial, pero sin convicción. Ella seguía ganando peso.
Al tercer mes de su programa, Adam descubrió una mañana que ya no podía abrocharse el cuello de la camisa.
—Por el amor de Dios, Adam —dijo Louella, irritada, mientras desplazaba el botón—. Una camisa completamente nueva, sólo tiene unos meses; si encoge así, tendremos que ir a que nos devuelvan el dinero.
—La chaqueta me aprieta en los sobacos —dijo él—. Quizá puedas arreglarla.
—Adam... —la Hermana Louella retrocedió unos pasos para examinarle evaluadoramente—, creo que estás engordando. Hummm. Hay que ver cómo algunos critican a otros, y luego... —Encajó la mandíbula—. Es esa absurda dieta que sigues. Tienes que parar eso, no podemos permitirnos comprarte ropa nueva cada dos por tres.
—No, no puedo desviarme de mi dieta —dijo él seriamente. La Hermana Louella protestó, cautelosamente, pero Adam se mostró inflexible. Aquella tarde fue a comprar ropa nueva a Balani's. Después, informó al señor Lin que necesitaba un aumento de sueldo a cien dólares a la semana.
—Ni soñarlo, señor Adam —dijo con énfasis el señor Lin—. Hace sólo unas semanas le subí considerablemente el sueldo..., no es que no lo mereciera, por supuesto, pero...
—En este caso, tendré que ir a ofrecer mis servicios a alguna otra parte —dijo Adam con aire ausente—. Adiós, señor Lin... —Estaba escuchando una voz a algunas manzanas de distancia, un tal señor Goldman, que estaba preguntándose desconsoladamente dónde podría encontrar un director de confianza que pudiera hacerse cargo de llevar su negocio de ventas al por mayor cuando él se retirara. Los detalles del comercio de verduras fluyeron al cerebro de Adam...
—¿Simplemente así..., piensa abandonarme sin más? —se quejó amargamente el señor Lin.
—Sí —asintió Adam—. Necesito ese dinero, ¿entiende, señor Lin?
El señor Lin suspiró y agitó las manos en rendición.
—Oh, bueno, si se trata de eso...
La Hermana Louella lanzó una exclamación de alegría ante el aumento de sueldo de Adam.
—¿Ves, Adam?, las cosas están yendo bien, exactamente como te dije. ¡Señor, a este ritmo, en otro par de meses estaremos en condiciones de ofrecer tu don al público!
—Necesito la mayor parte del dinero para ropa, lecciones de baile y un coche deportivo — explicó con aire ausente Adam—, También supongo que voy a necesitar una cantidad sustancial para restaurantes y teatros.
—Adam..., ¿de qué demonios estás hablando? —La Hermana Louella le miró con una expresión de sorpresa tan abrumada como su fláccido rostro le permitía.
—Son necesarias todas estas medidas antes de que Lucy consienta a desnudarse y meterse en la cama conmigo — explicó Adam desapasionadamente.
La Hermana Louella dejó escapar un grito estrangulado y retrocedió, como si hubiera recibido un golpe en la boca. Dejó escapar algunos tartamudeantes sonidos inarticulados.
—Hermana Louella, ¿te encuentras mal? —preguntó solícitamente Adam.
—¡Qué idea...! Ser insultada así, oír esas cosas sucias, burlarse de mí en mi propia casa...
—No me estaba burlando, Hermana Louella —interrumpió Adam—. Siento un gran deseo de yacer desnudo junto a Lucy.
La Hermana Louella abrió la boca para gritar su ultraje; pero no emitió ninguna palabra. Se dio la vuelta para huir a su dormitorio, tropezó con la esquina de la alfombra, y cayó pesadamente. Lanzó un agudo grito, empezó a sollozar. Adam se inclinó sobre ella.
—Oh, Dios Señor —gimió la mujer—. Me he hecho daño, mucho daño. Oh, Señor, me he roto la espalda. Estoy paralizada. Nunca volveré a caminar... —Mientras seguía lamentándose, Adam tocó sus pensamientos, evitando escrupulosamente su voz, viendo la extensión de sus heridas.
—Estás bien, puedes levantarte, Hermana Louella —dijo, aliviado—. No te has hecho ningún daño.
—¿Ningún daño? ¡Yo sé el daño que me he hecho! ¡No tienes corazón, como todos los demás! Y pensar que durante todos estos meses he estado alimentando a una criatura desagradecida y de mente obscena, dándote sin pedir nada a cambio todo el cuidado y la ayuda que necesitabas...
—Tu grasa sirvió al menos para un propósito útil, —dijo Adam consoladoramente—. Amortiguó tu caída; de otro modo sí hubieras podido hacerte daño...
La Hermana Louella le interrumpió con un chillido ultrajado.
—¡Está bien, insúltame, enviléceme, luego corre al lado de tu concubina! ¡Ni siquiera una mujer blanca, sino una sucia y maloliente china...!
—Cállate —dijo Adam. Louella jadeó, cortada a media frase—. No vuelvas a hablar nunca más así de Lucy. —Su voz era firme. Se volvió. Louella se puso trabajosamente en pie.
—¿Dónde vas, Adam? En busca de tu antojo de mujer, ¿verdad?
Adam se volvió bruscamente hacia ella.
—Hermana Louella, sabes que las ideas que estás expresando no son ciertas. Además, me proporcionan una sensación desagradable. —Apoyó las manos contra su pecho—. Cuando hablas de este modo, siento deseos de hacerte daño... —Hizo una pausa, considerando interrogadoramente sus propios pensamientos. La Hermana Louella se había dejado caer en la cama, emitiendo entrecortados sollozos.
—No te atreverás a levantar tu mano contra mí. No te acerques, Adam...
Adam inspiró profundamente.
—No te preocupes —dijo con voz calmada—. El impulso ha pasado. Pero no debes expresar ninguna otra mentira relativa a Lucy. No..., no me gusta. —Saboreó el concepto. Era la primera vez que había efectuado conscientemente un juicio subjetivo sobre una preferencia personal abstracta, y la sensación era extraña. Contempló la escuálida habitación a su alrededor como si la viera por primera vez—. Esta habitación me desagrada —dijo—. Preferiría un lugar más grande, con mejor equipamiento y unos muebles más confortables. —Su mente se tendió, tocó la de Romona Ribicoff, una decoradora de interiores que ocupaba un hermoso apartamento al otro lado de la ciudad; por un momento examinó la lista de idealizados hogares que había en la mente de la mujer.
—¿Crees que a mí me gusta? —exclamó Louella.
Adam consideró la proposición.
—¿También te disgusta vivir aquí?
—¡Lo odio, Adam! El calor, la falta de espacio, los olores, y esos chinos justo al otro lado de mi puerta todo el tiempo..., sin saber a qué hora del día o de la noche pueden irrumpir aquí dentro con un cuchillo...
Adam soltó el brazo que ella le aferraba fuertemente.
—Veo que estás fantaseando de nuevo, Hermana Louella —dijo calmadamente—. Me resulta difícil evaluar tus deseos actuales cuando mezclas de esta forma lo irreal con lo real...
—Lo siento, Adam —balbuceó la mujer—. No pretendía decir lo que dije, no te vayas y me dejes...
—Puedes acompañarme si lo deseas.
Louella se apoyó contra el marco de la puerta.
—Sabía que no te marcharías de mí después de todo lo que he hecho..., lo que he hecho por ti...
—Hermana Louella, si sabías que no te abandonaría, entonces tu aparente ansiedad fue falsa; y en cuanto a la ayuda, excepto tu primer impulso bondadoso, tu intención ha sido explotar lo que consideras que son unas habilidades inusuales por mi parte.
—Pero, Adam, ¿adonde..., adonde vamos? ¿No habrás..., no habrás alquilado un nuevo lugar sin decírmelo? Apuesto a que es eso. Se trata de una sorpresa, ¿verdad, Adam?
—No. Pero percibo que existen residencias mucho más deseables, y para conseguir una de ellas me va a ser necesario conseguir dinero —dijo secamente—. Una gran cantidad de dinero.
—Pero, entonces, ¿quieres decir...? —Louella sonó decepcionada—. Creo que será mejor que prepare la cena —dijo con voz llana, y se dio la vuelta.
—Como quieras —respondió Adam—. Volveré cuando haya adquirido los fondos necesarios.
—Adam..., ¿qué vas a hacer para conseguir el dinero?
—Deberé idear un método apropiado, según las circunstancias que se presenten.
—No..., no pretenderás atracar el dinero.
—Como siempre, tu gramática es incorrecta, Hermana Louella. Uno puede atracar a un hombre, pero el dinero se roba.
—Adam, no hagas nada..., nada ilegal, nada por lo que puedan cogerte.
—Actuaré con circunspección —dijo Adam, y abandonó el apartamento, cerrando cuidadosamente la puerta tras él.
10
Anochecía en la ciudad. Adam avanzó por la concurrida acera, monitorizando los esquemas de pensamiento que le llegaban desde todas direcciones. Por un tiempo se enfrascó en el estudio de la forma en que evaluaba instintivamente la dirección y la distancia de una voz que le llegaba, decidiendo finalmente que el vector de la fuente era determinable por el lapso de recepción entre los dos núcleos celulares sensitivos de su corteza, uno en cada lóbulo del cerebro. La distancia era fácilmente determinable por la fuerza de la señal. Sondeó, sintonizándose a señales distantes... Una débil y excitada voz le llegó a través de la estática.
- ¡...usted! ¿Dónde está? ¡No rompa el contacto, soy Arthur Poldak, dígame dónde está! ¿Qué ciudad? Respóndame, no interrumpa...
Adam barrió a un lado la insistente voz, notando de pasada que Arthur Poldak estaba ahora a sólo trescientos cincuenta y ocho kilómetros de distancia y en un vector de 035 grados...
Regresó a la cuestión de obtener dinero en grandes cantidades. Rápidas sondas le indicaron que había disponibles sumas apreciables en las inmediaciones. Aquí un comerciante meditaba sobre las ganancias del día; aquí un jugador amontonaba sus beneficios; al alcance de la mano un vagabundo sin afeitar envuelto en un raído abrigo tres tallas demasiado grande acunaba amorosamente el pensamiento de su capital, guardado a buen recaudo en el fondo de una lata de café llena de arroz, en la cabaña que se había construido con maderas de cajas de embalaje al borde del basurero municipal al otro lado del río...
Adam se puso a caminar rápidamente. Le llevó una hora y veinte minutos alcanzar el lugar aproximado que había visualizado el vagabundo. Otros diez minutos de búsqueda le llevaron hasta la tambaleante cabaña, medio oculta tras unos sauces, al extremo de una pequeña colina de cristales rotos, latas oxidadas y neumáticos viejos de automóvil. La rodeó, encontró la entrada-una cortina de lona embreada medio podrida clavada con clavos sobre una abertura irregular—, y entró.
Estaba oscuro dentro, y olía espantosamente a latas de sardinas, excrementos humanos, whisky rancio, descomposición orgánica. Adam se tendió hacia fuera para tocar la mente del propietario...
- ...no me gusta; preocupado —le llegó la voz, inesperadamente fuerte—. Hay algo mal, ladrones...
Adam se volvió a tiempo para ver que la lona embreada era echada a un lado y el hombre del raído abrigo entraba bruscamente en la cabaña. No vio a Adam en la oscuridad. Murmurando en voz alta para sí mismo, pasó por encima de una mesa hecha con una caja de manzanas..., y se enderezó bruscamente y exhibió un cuchillo de larga hoja.
—Estás ahí dentro..., puedo olerte —restalló—. ¡Sal, maldita sea tu diabólica alma! ¡Te arrancaré el corazón! —El hombre se agazapó bruscamente a dos metros a la izquierda de Adam. En una respuesta instintiva, Walter Kumelli tomó el control, golpeó el brazo expuesto, lanzando simultáneamente un golpe con la otra mano al cuello del propietario de la cabaña. El hombre cayó de bruces con un grito ahogado.
—No te muevas y no te haré daño —gruñó Walter, y lanzó una patada contra la cabeza del vagabundo cuando éste se arrastró, intentando levantarse—. Tú te lo has buscado, viejo trasto. Quédate quieto si no quieres que te ponga los sesos en el estómago. —Fue a la caja de manzanas, tanteó, encontró la lata de café, vació su contenido. El fajo de dinero cayó sobre la mesa, rodó, cayó al sucio suelo. Lo recogió, retiró la medio podrida goma elástica, hojeó los enrollados billetes. Eran en su mayor parte de cien, con algunos pocos de cincuenta y veinte—. Vaya viejo diablo tramposo que eres, ¿eh? Más de cinco de los grandes..., y vives como un sucio animal.
Con un esfuerzo, Adam forzó a la voz a devolverle el control de su cuerpo.
—Mi dinero —gimió pastosamente el hombre en el suelo—. Maldito ladrón. Devuélveme mi dinero... —Se puso tambaleante en pie, pero vaciló en atacar al hombre cuyos golpes había podido probar—. No tienes derecho..., no tienes...
—Tú no utilizas ese dinero —dijo Adam razonablemente—. Tan sólo lo acumulas. Yo tengo necesidad de él.
—Pero tú no comprendes. Todos van tras de mí, quieren notarme, ¿entiendes? Me moriré de hambre..., de frío, sin comida ni carbón. Pero no si tengo dinero, ¿entiendes? Tengo más del que ellos piensan, les engañaré, algún día...
—Tus pensamientos son confusos —dijo Adam, estudiando los esquemas mentales del otro—. Tu sistema de valores no representa una relación uno-a-uno con la realidad externa. —Vio las brechas y discontinuidades en la racionalidad del hombre como ruidosas líneas de fractura que cruzaban la deformada imagen del mundo que ocupaba su mente. Impulsivamente, se tendió hacia él, barrió las obstrucciones, selló las heridas en la psique del otro.
El vagabundo lanzó un fuerte grito, se quedó unos instantes inmóvil, tambaleándose sobre sus pies.
—¡Ah! —exclamó, y se llevó una mano a la frente. Miró la choza a su alrededor—. Dios mío —murmuró—. ¿Qué..., qué estoy haciendo aquí? Este horrible lugar..., la suciedad..., el frío, los bichos...
—Te sugiero que vuelvas a casa —dijo Adam—. Creo que podrás funcionar con éxito a partir de ahora.
—Espera..., ¿quién eres? ¿Qué..., cómo...?
—Me llamo Adam Nova, pero éste es un hecho que no tiene la menor importancia. — Se dio la vuelta para marcharse.
—Mi familia..., mi bufete de abogado..., ¿cuánto tiempo hace? Años... —La voz audible del hombre se mezcló con la silenciosa, tanteando para comprender lo que le había ocurrido. Adam siguió sus pensamientos mientras volvían hacia atrás, hacia sus años de borracheras, privaciones, angustia mental y física soportada en respuesta a la compulsión de atesorar cada dólar ganado, mendigado, robado...
Adam se sacó el dinero del bolsillo y volvió a colocarlo en la lata de café, mientras el hombre le miraba con la boca muy abierta.
—Cometí un error —dijo Adam—. Veo que debo encontrar otro método de hacerme rico.
Louella estaba aguardándole cuando volvió a las habitaciones. Retrocedió con un bufido al verle.
—Adam, ¿dónde has estado? Hueles como un cerdo recién salido de la pocilga, y mírate los zapatos..., y...
—Conseguir dinero es más complejo de lo que había pensado —dijo Adam, sin prestar atención a sus recriminaciones mientras se sentaba en la cama—. Todos los fondos en existencia tienen un propietario, el cual tiene un interés legítimo en su posesión. Apropiarse del dinero de alguien sin su permiso no es equitativo.
—¿Quieres decir que robar está en contra de la ley? Ya te dije eso —señaló secamente Louella.
—En consecuencia, será necesario adquirir el dinero de una forma que ofrezca una recompensa equivalente al donante.
—Bien, lo que hemos estado elaborando y planeando durante todo el tiempo sigue esta línea legítima: ¿hacer lecturas y estudios del carácter, y quizá algunos consejos matrimoniales y de negocios? Todo lo que necesitamos...
—No. En retrospectiva, veo que aquellos que pagan por tales servicios esperan lo milagroso; extraer sus pensamientos y ponerlos ante ellos es mero engaño.
—Bueno, ¿quiénes somos nosotros para cuestionar el juicio de la gente que desea las lecturas? Nosotros proporcionamos un servicio que se halla en demanda, y...
—Esto es un pensamiento mezquino, Hermana Louella, de alcance limitado y carente de una evaluación realista de las circunstancias.
—Evaluación realista de las..., ¡oh, vamos, Adam, te estás volviendo muy encumbrado para alguien al que saqué prácticamente de las cloacas sin más sesos que un corderito recién nacido! ¡Cuando se trata de negocios, puedes escucharme a mí! La competencia es despiadada, así que no me cuentes...
—¿Apruebas este estado de cosas, Hermana Louella?
—¿Quieres decir la forma cómo es el mundo? Señor, no, si estuviera en mis manos lo montaría todo sobre la base del amor al prójimo, haz con los demás lo que quisieras que hicieran contigo..., todo eso. Pero...
—Entonces, ¿por qué contribuyes a las mismas condiciones de las que reniegas?
—Mira, Adam, en este mundo es luchar o perder. Puede que yo tenga todos esos hermosos ideales, pero intenta vivir según ellos, y te patearán como a un perro callejero.
—¿Basas esta convicción en experiencias personales?
Louella rió conmiserativamente.
—No me hables de experiencias personales, Adam. Buen Dios, las cosas que he hecho..., que he hecho por los demás, sólo para recibir bofetadas a cambio de mis desvelos. Recuerdo que, una vez, allá por el cincuenta y dos, o quizá fuera el cincuenta y tres, después de la guerra, de todos modos..., por pura bondad de mi corazón, les alquilé mi dormitorio de atrás a mi hermana y a esa nulidad con la que se había casado..., sólo por un precio mínimo, casi simbólico, ¿entiendes? Y, ¿qué tipo de agradecimiento recibí? Se marcharon debiéndome tres semanas de alquiler, ¡y se llevaron mi máquina de coser portátil como botín!
—¿Consideras esto una prueba adecuada de la teoría?
—¡No es sólo eso! Hice..., hice un centenar de cosas por otras personas en su tiempo, ¡y cada vez terminé malparada! Oh, los casos que podría contarte...
—No es necesario —dijo Adam—. Mi examen de los esquemas sociales indica que sólo ofreciendo un valor a cambio podemos producir un beneficio sustancial a largo plazo. El concepto de práctica ilícita es falaz... Acepto que mis concepciones son tentativas, basadas en análisis superficiales y teóricos de ejemplos limitados de experiencia. Pero debo actuar sobre la suposición de que mis conclusiones son válidas.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—El asunto requiere ser meditado —concedió Adam—. Pero estoy seguro de que hay una solución adecuada. Sin embargo, me doy cuenta de que en estos momentos estoy fatigado. Además, los lugares de negocio ya están cerrados. En consecuencia, dormiré ahora, y haré mi fortuna mañana.
Louella seguía aún dormida cuando Adam abandonó el apartamento al día siguiente. Fue directamente a la Dragón Import Company, halló las puertas cerradas, aguardó casi tres cuartos de hora antes de que llegara el señor Lin.
—Hoy viene temprano, Adam —saludó el importador a su empleado—. Dispuesto a ganarse su aumento de sueldo, ¿eh? Debo decir que el celo es un sentimiento encomiable.
—Me he dado cuenta de que mis necesidades de dinero exceden enormemente de cualquier salario razonable que pueda recibir en mi actual situación, señor Lin —dijo Adam—. Debo emprender las acciones necesarias para ganar una gran suma de inmediato.
—Así de simple, ¿eh, Adam? —dijo el señor Lin, con voz repentinamente irritada—. Es usted un contable capaz, estoy dispuesto a admitirlo; pero hay veces en las que tengo la sensación de que no ha captado enteramente la realidad...
—Discúlpeme, señor Lin..., no puedo perder tiempo esta mañana. Necesito su ayuda para emprender una acción que me producirá muy rápidamente un gran y legítimo beneficio. ¿Desea oírla? Si no, yo...
—Despacio, Adam, despacio —interrumpió el señor Lin, frunciendo el ceño—. Nunca antes me había hablado usted con descortesía, por lo que juzgo que se siente seguro respecto a lo que sea de lo que está hablando. ¿Un beneficio grande y legítimo, dice?
—Correcto —dijo Adam—. Debo ponerme inmediatamente al trabajo, puesto que deseo completar todas las transacciones a tiempo...
—¿De qué se trata, Adam..., de algún plan hazte-rico-rápidamente que le vendió alguien? ¿Acciones de una mina de oro? ¿El juego de la pirámide?
—No, simplemente me propongo aprovecharme de las oportunidades normales ofrecidas por el comercio —dijo Adam, algo sorprendido—. No estaba seguro de que existieran métodos convencionales de hacerse rico rápidamente. Quizá...
—No importa eso..., ¿qué es exactamente lo que tiene en mente, Adam?
—Un negocio como el suyo se basa en la compra de artículos a los precios más bajos posibles, y su venta a precios más elevados; el diferencial, tras el pago de gastos generales, salarios, mermas y demás, constituye el pago al comerciante por sus servicios en hacer que estos artículos se hallen disponibles al detall para el público. Propongo incrementar los beneficios a través de dos medios: un incremento en el volumen, más un incremento en el índice de beneficio.
El señor Lin suspiró y asintió.
—Muy ingenioso, Adam. Puedo asegurarle que el concepto no me ha pasado desapercibido. Sin embargo, hay ciertas dificultades que son insuperables. En primer lugar, el mercado para mis artículos, más bien especializados, es limitado, y mis fondos disponibles para incrementar mis existencias son también limitados, lo mismo que mi espacio de almacenamiento. Además, puesto que en la actualidad ya compro a los mejores precios disponibles y vendo con el margen de beneficio razonable más grande...
—Discúlpeme; comprendo todos esos factores. Propongo comprar grandes cantidades de un amplio abanico de artículos a precios interesantes y revenderlos a otros comerciantes, los cuales a su vez los ofrecerán al detall.
—Quiere entrar en el mercado de la venta al por mayor, ¿no es eso? —dijo el señor Lin pacientemente—. Pero, Adam, esto exige grandes recursos financieros, y un conocimiento del mercado...
—Exactamente. He venido a pedirle que usted proporcione el respaldo financiero inicial.
—¿De veras, Adam? ¿Y quién, puedo preguntar, proporcionará la experiencia del mercado?
—Yo —dijo Adam.
El señor Lin le miró fijamente.
—Adam..., me asombra.
—Por mi conocimiento de sus libros, calculo que tiene usted la suma de doce mil cuatrocientos sesenta y un dólares con nueve centavos disponibles inmediatamente para mi con esta finalidad.
—¿De veras? ¿Y por qué, puedo preguntarle, debería hacer algo así? —El señor Lin parecía más sorprendido que ultrajado.
—A fin de que yo pueda hacerme rico, como ya le he explicado.
—Oh. ¿Y qué hay de mí? A mí también me gustaría hacerme rico, Adam.
—Si usted quiere.
—¡Si yo quiero! —El señor Lin agitó los brazos, incapaz por un momento de hablar—. ¿Por qué supone que paso los dorados días de mi temprana madurez comprando y vendiendo, si no para procurarme los medios necesarios para pasar una segura senilidad..., una senilidad en la que parezco haber entrado prematuramente, sosteniendo esta conversación con usted? Buenos días, Adam. Si desea ir a cumplir sus deberes con los libros de contabilidad, por favor entre. Si no, le ruego que me disculpe.
—Muy bien, señor Lin. —Adam dio media vuelta—. Evidentemente, voy a tener que emplear otro método para procurarme el dinero que necesito.
—¿Habla en serio, Adam? ¿Dónde? ¿Cómo?
Adam consideró unos instantes aquella pregunta, monitorizando las voces que murmuraban a su alrededor.
—El señor Stan Obtulicz tiene un vehículo en venta; el señor S. Hyman necesita un vehículo precisamente de esas características. Ofreceré esta información a las partes interesadas a cambio de una comisión. Esto es un servicio legítimo, ¿no?
—Por supuesto, sí, pero..., ¿qué sabe usted de las necesidades del señor Obtulicz, al que conozco personalmente y que recuerdo que es un caballero de lo más poco comunicativo?
—Tengo la sensación de que no es prudente que responda a esta pregunta, señor Lin. La Hermana Louella me advirtió... —¿Es esto alguna idea de su hermana, Adam? Debo decir... —En absoluto; en estos momentos acaba de despertarse y se está preguntando dónde estoy..., pero ahora debo apresurarme. Adiós, señor Lin.
El señor Obtulicz se mostró escéptico al principio, sospechando algún truco; pero al final aceptó cautelarmente pagarle una comisión del seis por ciento de lo que obtuviera si Adam conseguía realmente un comprador que pagara en efectivo el precio de su camioneta de cuatro años de antigüedad. El señor Hyman escuchó con la cabeza inclinada hacia un lado mientras Adam describía el vehículo, asintió, se puso su sombrero y su abrigo y lo acompañó al garaje donde estaba la camioneta. Media hora más tarde, Sid Hyman firmaba un cheque por novecientos veinticinco dólares y tomaba posesión del vehículo, y Stan Obtulicz le tendía a Adam sesenta dólares en efectivo.
—Tengo que admitir que lo ha hecho usted muy bien —dijo—. Dígame, ¿no conoce a nadie que necesite un congelador en buen estado?
Adam reflexionó, escrutando los esquemas mentales en busca de la información.
—Sí —dijo—. Puedo ofrecer un cierto número de posibilidades-
Una hora más tarde, Adam, tras actuar de intermediario en la venta del congelador, más un extractor de humos de ventana de noventa centímetros, aceptó el encargo de la compradora de este último artículo, una tal señora Krase, de localizar un modelo industrial de aspiradora. Un tal señor Brockman proporcionó el artículo necesario, y se demoró para ofrecer una taza de café a la dama. Adam recibió una comisión más una propina de ambas partes.
Eran ahora las diez y cinco minutos de la mañana, y Adam había ganado ya noventa y un dólares. Un rápido cálculo mental le indicó que su actual Indice de acumulación era demasiado lento. Escrutó las voces, observó que se estaba celebrando una subasta a unas seis manzanas de distancia. Se apresuró en aquella dirección.
En el momento que llegó a la sala de subastas Baturian, estaba siendo ofrecido un enorme sillón. Era una pieza fea, voluminosa muy adornada, con brazos y patas tallados y un tapizado descolorido. El precio inicial había sido fijado en cuatro dólares.
Adam se tendió suavemente hacia delante, halló una voz mental con el conocimiento gestalt que necesitaba; a través de los ojos de un tal George Brice Whitby-Smith, el comprador de unos grandes almacenes, estudió la silla, la identificó como una pieza básicamente importante de principios del siglo XIX de manufactura alemana, que valdría quizá doscientos dólares..., vendida a la persona apropiada.
Adam siguió escrutando, con la imagen de la silla en su mente formando parte de un complejo de apartamentos en el segundo piso de un hotel residencial algo anticuado en la calle Andrews.
Adam alzó un dedo, extrayendo automáticamente la forma correcta de participar de la mente del subastador.
Consiguió la silla por siete dólares; pagó de inmediato y solicitó que su nueva posesión le fuera guardada a un lado hasta que hiciera los arreglos necesarios para recogerla.
El siguiente artículo era un gran reloj antiguo, sin maquinaria. La subasta empezó con dos dólares, pronto alcanzó los veinte.
—Veintiuno —ofreció Adam. Esto inspiró otra puja. Adam abandonó bruscamente a cuarenta y un dólares; el adjudicatario final, una mujer vieja, le lanzó una venenosa mirada mientras se adelantaba a recoger su adquisición.
Posteriormente, Adam adquirió una pareja de figurillas de diez centímetros de altura de porcelana de Dresde, ambas muy remendadas, que se hizo envolver para llevárselas consigo; una pantalla para chimenea de latón, con los hierros a juego; y un pesado libro encuadernado en una maltratada piel y al que le faltaban la primera docena o así de páginas. Gastó sus últimos cuatro dólares en un dragón ceremonial de quince centímetros de madera de origen birmano, tallado a mano, y se levantó para marcharse. Hubo una pausa mientras un enorme piano era subido a la plataforma; el subastador saltó de ella, secándose la frente.
—Una mañana calurosa —observó a Adam, interceptándole en la puerta—. Ha estado comprando usted inteligentemente; tengo algunas otras cosas interesantes por ofrecer; ¿por qué no se queda por aquí, y...?
—Ya no tengo más dinero —explicó Adam—, De todos modos, volveré tan pronto como haya vendido los artículos que he comprado.
El hombre asintió pensativamente.
—Eso puede tomar cierto tiempo —dijo—. La adecuada apreciación de unas valiosas antigüedades no es un rasgo tan común,
y...
—Eso no son valiosas antigüedades —dijo Adam a la manera un tanto altanera de Whitby-Smith—. En realidad, son meros trastos antiguos. Pero siempre hay un comprador para los objetos con un interés especial.
El señor Baturian entrecerró los ojos; se tiró de su labio inferior.
—¿Actúa usted como agente?
—No. Ahora debo irme...
—Le diré una cosa, señor. Su aspecto me gusta. Si desea usted pujar por algunos otros artículos, confiaré en usted en lo que al dinero se refiere. Sólo veinticuatro horas; y retendré sus compras como garantía.
—Imposible. Debo entregarlas de inmediato.
—De acuerdo, diga usted lo que...
—Debo irme ahora, señor Baturian. —Mientras Adam pasaba junto al subastador, captó sus pensamientos:...un tipo curioso... parece un patán, pero conoce su mercancía... me pregunto si no estaré cometiendo un error...
—Mis pujas le han proporcionado el más óptimo beneficio posible —dijo Adam en armenio, el idioma de los pensamientos de Baturian—. Aunque por supuesto revenderé los artículos, con una considerable ganancia para mí, a los individuos específicos que más deseen poseerlos.
—¡Es usted armenio! —exclamó Baturian, sorprendido—. Curioso..., nunca lo hubiera sospechado. ¿Cómo se llama?
—No, no soy armenio..., al menos por lo que sé —añadió Adam, dándose cuenta mientras hablaba de que desconocía totalmente su origen étnico.
—Habla usted como un nativo, suena exactamente como mi hermano Aram...
—Adiós, señor Baturian. —Con las figurillas bajo el brazo, Adam se apresuró hacia la calle Andrews, seguido por los curiosos pensamientos del otro.
El señor Hammacher no estaba en casa. Adam sintonizó, lo localizó en una tranquila taberna a dos manzanas de distancia. El hombre alzó la vista de un plato de humeantes salchichas con chucrut cuando Adam se acercó a su mesa.
—Tengo un sillón para usted, señor Hammacher —dijo Adam—. Su precio es doscientos dólares.
Hammacher le miró de pies a cabeza, sin dejar de masticar. Tragó, dio un sorbo de la enorme jarra de cerveza que tenía delante, gruñó.
—Estoy comiendo. No hablo de negocios mientras como. Provoca indigestión. Le envía Mel, ¿verdad?
—Adiós, señor Hammacher. —Adam se volvió para irse.
—Doscientos dólares —dijo Hammacher a sus espaldas—. Ja. Mel debe tomarme por un tonto. No pagaría más de cincuenta ni siquiera aunque fuese con toda exactitud el que tengo en mente.
—Comprendo —dijo Adam, y se dirigió hacia la puerta.
—Espere un momento, ¿qué son esas prisas, va a apagar un incendio? ¿Cómo es ese sillón?
—Una pieza muy vulgar, en realidad más bien fea, sin ningún valor especial. Aproximadamente del ochenta y cuatro. Alemán; Munich, supongo. Bien conservada. Y original.
—Hablemos de negocios. Estoy dispuesto a ofrecer cincuenta, si me interesa.
—Su precio es doscientos dólares, señor Hammacher.
—¡Vaya a tirarse al lago!
—¿Con qué finalidad? —inquirió Adam gravemente.
—¿Quién se piensa Mel que es? ¿Cree que estoy hecho de dinero? ¿Cree que puede chuparme constantemente la sangre? Me conoce mejor que eso, puede usted decírselo...
—No conozco a Mel —dijo Adam—. Compré el sillón para revendérselo a usted por iniciativa propia.
—¿Cómo sabía usted que yo estaba en el mercado?
—No puedo divulgar eso. ¿Quiere venir conmigo a inspeccionar el sillón, señor Hammacher?
—¿Dónde está?
—En la sala de subastas Baturian, aproximadamente a tres kilómetros al nord-nordeste de aquí.
—Aguarde a que termine de comer. Le echaré una mirada. Pero no pienso ofrecer más de cincuenta.
—Al contrario, señor Hammacher, pagará usted de buen grado doscientos dólares por ese sillón, puesto que es precisamente lo que usted...
—Oh, ¿de veras? Siga pensando eso, chico listo. Pero lárguese de aquí, márchese ahora mismo..., ¡y puede decirle a Mel que me olvide!
—¿No pagará doscientos dólares por el sillón?
—Apueste a que no. Y ahora lárguese, antes de que llame a un policía. ¿Qué es usted, alguna especie de artista del timo? Me pregunto qué me impide... —Adam se marchó a toda prisa.
De vuelta a la calle, Adam sintonizó, halló un comprador alternativo para el sillón. Recorrió las diez manzanas hasta la casa de apartamentos donde su nuevo cliente, una tal señora Dowder, ocupaba la parte delantera del primer piso.
Su técnica de venta, se daba cuenta, había sido mala. No podía permitirse perder más tiempo. Mientras llamaba a la puerta del apartamento, escrutó, abrió una porción de su mente a la del señor Norm Abrams, el propietario de una casa de empeños en el Lado Sur.
La puerta fue abierta por una mujer gorda de edad indeterminada, vestida con un brillante uniforme negro y un delantal blanco, que lo llevó gruñendo a presencia de una mujer delgada y vieja que permanecía sentada con los tobillos cruzados en un enorme diván que podía haber sido producido en la misma fábrica que había creado el sillón de Adam.
La señora Dowder escuchó atentamente, hizo algunas preguntas referentes a los detalles del sillón. Su interés se incrementó visiblemente.
—¿Y qué es lo que pide por él, señor Adam? —Trescientos dólares —respondió inmediatamente Norm Abrams—. Un precio interesante para una pieza magnífica.
—Oh, me parece muy caro. —El visible interés de la señora Dowder disminuyó también visiblemente.
—Pero, francamente, no tengo lugar donde almacenar la pieza —siguió Abrams, con mía sonrisa desarmante—. Así que se lo dejaré por... doscientos cincuenta.
—Estaría dispuesta a pagar hasta cien dólares por él, si es como me lo ha descrito —murmuró la señora Dowder—. Pero, más allá de eso...
—Sólo échele una mirada —animó Abrams—. Una vez haya visto esa sobresaliente pieza, me dirá que no estoy sobrecargando el precio ni un centavo.
Al cabo de diez minutos de discusión, la señora Dowder aceptó encontrarse con Adam a las tres de la tarde para inspeccionar el sillón, en el bien entendido de que no tenía intención de gastar doscientos cincuenta dólares...
La siguiente visita de Adam fue a un negociante en muebles viejos que ocupaba un destartalado edificio al borde del distrito textil. Desenvolvió sus dañadas piezas de Dresde y las colocó sobre la mesa delante del propietario, un hombre alto y delgado con un rostro como pergamino arrugado sobre un cuello de espantapájaros.
—Aceptaré cien dólares por la pareja porque tengo prisa en vender —dijo Norm Abrams.
—No tienen ningún valor, son meras curiosidades, diez dólares quizá, no más —respondió el comerciante.
Adam ponderó entusiásticamente su artículo durante diez minutos, aceptó cincuenta y cinco dólares, rechazó una taza de té, y siguió su camino. La pantalla y los hierros para la chimenea los vendió por treinta y un dólares a un hombre interesado en los objetos metálicos trabajados a mano.
En la casa de subastas para hacer los envíos, tomó el libro encuadernado en piel, lo vendió cuarenta y cinco minutos más tarde por cincuenta dólares a un comerciante en libros raros de la calle Johnson. Tras una nueva pausa en la casa de subastas el tiempo suficiente para recoger el dragón birmano [Chinthe], se apresuró al otro lado de la ciudad, llamó a una gran casa blanca en el mejor barrio residencial de la ciudad.
—¿Qué...? Oh, esto es fantástico —exclamó el propietario, un hombre de mediana edad, mientras estudiaba la talla—. Si no es una pareja perfecta... Oh, Martha. —Se alejó apresuradamente para llamar a su esposa. La dama estudió la oferta de Adam.
—Bien, que me condene —dijo, y lanzó a Adam una mirada perpleja—. ¿Dónde la ha conseguido?
—La compré esta mañana —dijo Adam—. Creo estar en lo cierto suponiendo que les interesa comprarla.
Su esposo entró de nuevo en la habitación, llevando la gemela de la talla.
—Notable. Encajan perfectamente: el tamaño, el color, los adornos en el lado. Incluso la textura de la madera. ¡Martha, juraría que fueron talladas del mismo bloque!
Adam se fue tras vender la talla por ciento diez dólares, se apresuró a su cita con la señora Dowder en Baturian.
—Estoy sorprendida, señor Adam —dijo la mujer—. Creo que me he enamorado de su sillón. Estoy dispuesta a pagar ciento cincuenta.
Adam (o Norm) remataron el asunto en ciento setenta y cinco. Cuando la transacción quedó cerrada, Baturian se dirigió a él.
—Está usted lleno de sorpresas —dijo—. Conoce su oficio, señor. Me sería muy útil un hombre con su gancho. —Se tiró del labio inferior—. Esto es sólo un pequeño negocio, ¿entiende? —dijo—. Actúo con un margen escaso de beneficio. Podría ofrecerle para empezar..., digamos sesenta y cinco. Más comisiones —se apresuró a añadir.
—No estoy interesado en ningún empleo —dijo Adam—. ¿Cuánto dinero pide usted por su negocio?
—¿Desea comprar mi negocio? ¡Hombre listo! —respondió Baturian con entusiasmo—. Sabe cómo hacer dinero; créame, no se arrepentirá...
—¿Cuánto?
—Cincuenta mil; almacén, stock, instalaciones, clientela, todo.
—Mi estimación es que no vale más de treinta y cinco mil ochocientos cincuenta dólares —dijo Adam, utilizando la cifra que había en la mente del propio Baturian.
Baturian barbotó su protesta, pero rápidamente se mostró de acuerdo en el precio. Adam asintió.
—Desgraciadamente, no poseo esta suma en la actualidad —dijo. Se dio la vuelta para marcharse.
—¡Espere un momento! ¡Puedo darle facilidades! ¿De cuánto dinero en efectivo dispone?
—En estos momentos, mis fondos totalizan trescientos noventa y tres dólares con cuarenta y cinco centavos —dijo Adam.
—Trescien... ¿Qué significa esto? ¿Cree que estoy loco? Estoy dispuesto a aceptar cinco mil, como mínimo...
—¿Sigue siendo válida la oferta hasta el cierre de los comercios hoy? —preguntó Adam.
—Sí, por supuesto. Trescientos pavos, debe pensar que soy idiota...
—Volveré antes de las cinco —dijo Adam—. Adiós, señor Baturian. —Otro chalado —dijo el señor Baturian.
Siguiendo las voces, Adam usó trescientos cincuenta dólares para comprar una pianola y tres cajas de cartón medio reventadas llenas de cilindros de música a una joven que deseaba limpiar de trastos la casa que había heredado recientemente de un tío excéntrico. Por otros veinte dólares hizo llevar el instrumento a una hermosa casa en los suburbios, donde la vendió por mil doscientos dólares a una anciana mujer que se echó a llorar cuando descubrió sus iniciales en la parte de atrás del soporte para las partituras, donde las había grabado ella misma hacía sesenta y un años. Invirtió los mil doscientos dólares en un sedán Duesenberg de 1930 alojado desde hacía mucho tiempo en un garaje cerrado en la misma manzana, lo revendió a un ardiente coleccionista dos calles más abajo por cinco mil redondos. A las cuatro y media, estaba de vuelta a la casa de subastas.
11
—¿Que compraste un negocio? —jadeó la Hermana Louella—. Adam..., espero que no hayas tirado por la ventana todo el dinero que he estado ahorrando con tantos sacrificios.
—Lo compré con los fondos que adquirí durante el día —explicó calmadamente Adam—. Cuando pensé en ello, llegué a la conclusión de que era mejor asegurarme una fuente de ingresos antes de adquirir un nuevo apartamento.
—Adam..., todo esto está ocurriendo demasiado rápido para mí. —La Hermana Louella se dejó caer en su sillón y se abanicó vigorosamente con un menú del restaurante chino—. ¿Qué es lo que te ha ocurrido tan de repente?
Adam consideró aquello.
—He adquirido nuevas motivaciones como resultado del hecho de que un cierto número de deficiencias de mis esquemas de vida se han hecho obvias. Me he dedicado a rectificarlas.
—A veces me asustas mortalmente, Adam. No pareces el mismo tipo que rescaté de la tormenta...
—No recuerdo que el tiempo fuera inclemente la noche que nos conocimos —observó Adam.
—Ya sabes lo que quiero decir. Creía que te conocía; ahora nunca sé qué vas a hacer a continuación.
—La predictibilidad de mi comportamiento, ¿es una consideración importante?
—Bueno, por el amor de Dios, a todo el mundo le gusta saber lo que está ocurriendo..., qué es lo que nos va a traer el mañana. Aquí estaba yo, ahorrando dinero, planeando volver a empezar con las lecturas y todo eso..., y ahora nos vemos metidos en los negocios. —La Hermana Louella sacudió la cabeza—. Supongo que desearás que me haga cargo del negocio; tengo experiencia en ventas...
—No, eso no será necesario.
—Bueno, estoy dispuesta a cumplir con mi parte, como siempre, Adam. Claro que la limpieza..., nunca he sido una buena ama de casa en este aspecto..., pero me he ocupado de cocinar para ti..., y eso me recuerda: ¿qué has traído para cenar? No tenemos casi nada.
—No he traído nada —dijo Adam—, Gasté todo el dinero en la compra del negocio.
—Entonces comeremos judías y bocadillos de mortadela —suspiró Louella, luego consiguió echarse a reír—. Eres sorprendente, Adam. Ganas y gastas cinco mil dólares en un día, y terminas con los bolsillos tan vacíos que ni siquiera puedes comprar la cena.
A la mañana siguiente, Baturian le mostró a Adam el lugar, le explicó los caprichos del sistema de calefacción, le advirtió de los acuerdos con el inspector de edificios, la policía, la comisión de autorizaciones, el sindicato, el representante local de la Cosa Nostra, le advirtió de las tácticas de sus varios competidores, mencionó el alquiler y se fue. Adam pasó una hora examinando los libros, determinó que el alquiler mensual era de cuatrocientos cincuenta dólares, y que se debían dos meses; que el stock consistía aproximadamente en mil quinientos metros cúbicos de polvoriento aire de almacén, más un resto de artículos surtidos que ni siquiera un aficionado a las subastas consentiría en tener; que las instalaciones eran mínimas y necesitaban urgentes reparaciones; que las inversiones eran inexistentes; y que la clientela estaba compuesta por unas cuantas docenas de míseros comerciantes que acudían regularmente a comprar las menos indeseables de las adquisiciones de Baturian.
La Hermana Louella se mostró abrumada.
—¡Bien, te has dejado engañar, Adam! ¡Hasta los dientes! ¿Cuatrocientos cincuenta dólares al mes por este sucio y destartalado granero? ¡Vamos a la policía y le obligaremos a que nos devuelva el dinero!
—Eso no será necesario —dijo Adam a su manera ausente. Mentalmente, estaba catalogando los restos del stock, encajando cada artículo con un probable comprador. Al final del día había vendido el ochenta por ciento de la mercancía; cerámica rota, chanclos usados, bolas de papel de estaño de un stock de recuperación de la Segunda Guerra Mundial, extraños lotes de piezas de repuesto para maquinaria obsoleta, ropa con olor a naftalina, indescriptibles piezas surtidas, una lámpara de latón con la forma de un cocodrilo embarazado...
—Por el amor de Dios —jadeó Louella, contando el dinero—. Cuatrocientos sesenta y tres dólares en efectivo..., ¡en un solo día! ¡Adam, esto es... una mina de oro!
—Haz que alguien venga a llevarse el resto —dijo Adam, indicando la dispersión de lo absolutamente no vendible. Hizo una breve pausa—. Llama a Tony Pelucchi al 234-0987.
—Tienes..., tienes una auténtica memoria para los números de teléfono, Adam. Yo nunca consigo recordarlos.
Había un pequeño y enmohecido apartamento en la parte de atrás del viejo edificio; Louella estuvo de acuerdo con la sugerencia de Adam de diferir el alquilar unos aposentos mejores hasta que el negocio estuviera en pie.
Alegremente, siguiendo las directrices de Adam —el cual a su vez extraía de varias fuentes los conocimientos necesarios—, la Hermana Louella contrató los servicios de un equipo de limpieza, carpinteros, electricistas, fontaneros y pintores. A la semana siguiente Adam se atareó comprando y vendiendo artículos aislados, recogiéndolos y entregándolos personalmente a pie, siempre dirigiéndose a la persona interesada y con un sustancioso beneficio. Al siguiente lunes compró una pequeña camioneta de segunda mano y empleó a un joven de colgante mandíbula llamado Elmer como conductor. Juntos exploraron la ciudad, con Adam dirigiendo su rutina primero a un mal cuidado barrio donde compró una oxidada estufa de hierro, luego a un próspero suburbio donde un ático descargó montones de revistas atadas en paquetes, luego a una casa de empeños en el Lado Sur para un búho disecado, un antiguo microscopio, un deslucido reloj de oro, un paraguas difunto, un bastón rococó y algunos artículos aún menos aparentemente deseables. Todo un día de compras agotó los fondos disponibles y atestó el reacondicionado almacén con una masa heteróclita de artículos de desecho. Louella fue poniéndose más y más nerviosa a medida que inspeccionaba cada nueva llegada.
—Buen Dios, Adam, ¿quién va a pagar buen dinero por una pipa de agua india rota? Y yo jamás le concedería un espacio en mi casa a este..., a este indecente cuadro de una mujer desnuda;
y...
—Los compradores existen —respondió tranquilamente Adam—. Por favor, llama a los siguientes números de teléfono y comunica a las personas con las que contactes que los artículos que te diré se hallarán a la venta mañana. —Procedió a dictarle una lista de nombres, números y artículos, que alcanzó un total de más de trescientos antes de que la Hermana Louella se quejara:
—¡Por el amor de Dios, Adam, esto me tomará todo el día! Tenemos que haber...
—Tiene que haber —corrigió Adam.
—...alguna forma mejor de difundir la noticia. ¿Qué te parece imprimir unos cuantos folletos y enviarlos por correo?
Adam respondió a aquello con interés. El concepto de publicidad directa por correo era nuevo para él. Diseñó inmediatamente la campaña, con la ayuda del señor Fred H. Yost, de Yost, Peabody, Goldblatt y Yost, e inmediatamente puso los engranajes en movimiento.
El primer día de venta en la sala de subastas fue el más animado que jamás se hubiera producido allí. Parecía haber al menos dos clientes potenciales por cada artículo, que competían en las pujas. Un ex oficial del ejército indio británico y un profesor de ciencias psicodélicas de una pequeña universidad local se disputaron acaloradamente la propiedad del narguilé; un hombrecillo pálido con una chaqueta de terciopelo negro compitió ferozmente con un gordo y patilludo tipo con una chaqueta de tweed por el desnudo. Algunos comerciantes, atraídos por los rumores de la furiosa actividad en el antiguo local de Baturian, fueron a echar un vistazo y no tardaron en sumarse a las pujas. A la caída de la noche, el edificio había sido despojado de todo, incluidas las lámparas de gas no usadas desde tiempos inmemoriales que habían sido colgadas de las paredes.
En el ahora limpio apartamento de la parte de atrás, Louella dejó escapar pequeños sonidos de incredulidad mientras sumaba los recibos.
—¡Más de tres... mil... dólares! —exclamó—. ¡Adam, vamos a ser ricos! Señor, ahora podremos tener ese hogar elegante... y algunas ropas para mí...
—Todavía no —dijo Adam—. Debo más de dos mil al impresor.
Durante las siguientes dos semanas, las subastas se celebraron cada dos días, mientras Adam empleaba los días sin subasta en adquirir las mercancías necesarias para el siguiente día de venta. A finales de la segunda semana pasó las operaciones de compra a un recién empleado ayudante, un joven maleable llamado Alvin, proporcionándole al muchacho una lista de direcciones, artículos y precios, y manteniendo después el contacto por voz con él mientras bacía su ronda y contactándole cada vez que necesitaba asesoramiento, depositando los pensamientos, sin que él se diera cuenta, en su mente. Con los beneficios acumulados ascendiendo ahora a más de treinta y dos mil dólares, estuvo de acuerdo con Louella en que había llegado el momento de alquilar un apartamento más lujoso. Seleccionó, de la mente de una tal señora Ribicoff, un apartamento en una torre a un kilómetro del almacén, y se presentó en la oficina del agente para pagar seis mil dólares en efectivo por un año de alquiler. Una llamada telefónica trajo a un equipo que, aquella misma tarde, instaló un gimnasio completo en uno de los cuatro dormitorios.
—Hallo este entorno mucho más conductor a pensamientos constructivos —comentó a Louella aquella tarde, mientras contemplaban a través de las amplias ventanas la espléndida vista de la ciudad y el río más allá.
—Adam..., ahora podemos empezar las lecturas —exclamó arrebatada la Hermana Louella—. Con un ambiente como éste..., quiero decir, en este entorno encantador...
—Nada de lecturas —dijo Adam, ausente—. Puedo hacerme rico mucho más rápidamente si sigo con el comercio.
—¡Adam, hablas de hacerte rico como si fuera la cosa más sencilla del mundo!
—La encuentro bastante sencilla, aunque un tanto aburrida —dijo él.
—Adam, siempre he soñado en mi propia limusina —murmuró Louella—. Grande, brillante, negra, con todos los artilugios necesarios, un chófer para conducirme a todas esas pequeñas tiendas de moda, y yo simplemente entrando y comprando todo lo que me apetezca...
—¿Necesitas un automóvil grande sólo para hacer tus compras? Telefonear es mucho más sencillo...
—Por Dios, Adam..., ¡lo mejor de ir de compras es entrar en las tiendas más elegantes, ver todo lo que tienen! ¡Y para esto simplemente necesito un coche!
—Muy bien, si lo necesitas. ¿Qué suma es precisa para su compra?
—Por el amor de Dios... ¿Quieres decir que puedo..., que realmente puedo tenerla? ¿Mi propia limusina? Adam pareció desconcertado.
—Creí entender que decías que era esencial que fueras propietaria de una máquina así; en consecuencia, acepté su adquisición. ¿Por qué te sorprende eso?
—No importa, Adam. Yo me ocuparé de ello. Costará mucho, pero al ritmo que vamos acumulando el dinero ni siquiera te darás cuenta de ello. Quizá seis..., ocho mil. Y, por supuesto, podemos aplicar su precio al negocio, por los impuestos quiero decir; y, naturalmente, tú también podrás usarla...
—Eso no será necesario. Ya compré un automóvil para mí esta tarde.
—¡Adam...!, ¿lo dices en serio?
—Por supuesto.
—Pero..., no podemos tener..., quiero decir, ¿estás seguro?... Dos coches...
—Tú necesitarás una limusina a fin de ir a visitar las tiendas; yo necesito un pequeño coche rojo de tipo deportivo para cumplir con las exigencias de Lucy.
—Lucy..., ¿te refieres a esa chica china? Adam, ¿todavía sigues...? Quiero decir, ¡pensé que ya te habías quitado esa locura de la sesera!
—De la cabeza —corrigió Adam—. En absoluto, Hermana Louella. Mis esfuerzos durante las últimas semanas han sido dirigidos específicamente a conseguir la yuxtaposición física que deseo...
—¡No me lo digas! —Louella se tapó los oídos—. ¡No quiero oír ninguna otra palabra al respecto!
—Muy bien —dijo Adam. Fue a la habitación que Louella había seleccionado para él, se duchó, se vistió con uno de sus nuevos trajes de Balani, y abandonó el apartamento.
Lucy se sorprendió al verle. Le miró de arriba abajo, luego retrocedió unos pasos para dejarle entrar en su apartamento.
—¿Es realmente usted, Adam? Se ha comprado ropa nueva..., y parece casi..., ¡tiene un aspecto excelente!
—Gracias, Lucy. Como supongo que sabrá, he mejorado mi musculatura con un programa regular de entrenamiento con pesas, y además he adoptado una dieta más nutritiva, con una consecuente mejoría de mi salud general, metabolismo basal y digestión...
—Pero sigue hablando como un libro —rió ella—. Admito que ha ganado peso..., y en los lugares correctos. Y su color ha mejorado. Su nuevo trabajo debe irle bien.
—Tengo mi propio negocio. También he comprado un automóvil modelo deportivo.
—Oh..., está haciendo realmente progresos, ¿eh, Adam? ¿Quiere una copa?
—No. No consumo bebidas alcohólicas, pues tienden a ser perjudiciales para la salud.
—Entiendo. Bien, ¿café, entonces? —También evito las bebidas que contienen cafeína. —No deja usted mucho campo de acción, Adam. Bien, si no quiere una copa, entonces, ¿qué...? Quiero decir, ¿para qué ha venido?
—Tras haber encajado al menos con la parte material de sus criterios, tuve la esperanza de que ahora estuviera usted dispuesta a aceptar un contacto físico íntimo conmigo. —Dio un paso hacia ella. Lucy dejó escapar un grito y corrió detrás de una silla.
—¡Adam, deje ya eso! ¡Está hablando más que nunca como un idiota!
—¿Sigue sin corresponder a mi deseo por usted? —¡No! ¡Olvídelo! ¡Ya le dije que usted no me excitaba, Adam! Lo siento terriblemente, pero así es.
—Yo..., considero esto muy decepcionante —dijo Adam—, Me ocasiona una terrible sensación de desánimo..., aquí. —Se golpeó el pecho con las manos.
—Adam..., no sé si echarme a reír o a llorar. —Lucy le miró, incrédula—. ¿Está hablando en serio, Adam? ¿Ha venido aquí vestido con su traje nuevo pensando que iba a caer en sus brazos?
—Aparte la ropa —le recordó él seriamente—, está la notable mejora en mi salud, mi coche deportivo, mi nuevo apartamento en Buckingham Arms, la propiedad de un negocio rentable, más quince mil cuatrocientos veintiún dólares en efectivo. Estimo que habré acumulado un millón de dólares al término de aproximadamente seis meses.
—Tiene usted todas las respuestas, ¿verdad, Adam? —dijo Lucy débilmente—. Excepto las correctas. —No la entiendo.
—Le creo, Adam. Es usted el ser humano más extraño que jamás haya conocido. A su manera, es usted listo..., no dudo que hará ese millón, como acaba de decirme. Pero al mismo tiempo es más torpe que un niño de tres años respecto a algunas cosas..., a un montón de cosas. A demasiadas cosas. Me produce estremecimientos, Adam. Desearía que... se fuera. No... deseo verle de nuevo. No quiero hacerle daño, pero..., váyase, y no vuelva.
Adam asintió y se dio la vuelta. Tanteó en busca del pomo de la puerta, pero fue incapaz de hallarlo, debido al curioso enturbiamiento de su visión. Lucy avanzó para abrirle la puerta.
—Adam..., está usted... llorando —gimió. Él intentó hablar, pero su voz se quebró. Tocó las lágrimas que rodaban por su cara.
—Una extraña sensación —consiguió decir—. En absoluto agradable.
—Oh, Adam —dijo Lucy—. Váyase.
—Adiós, Lucy —dijo Adam.
—Bien, es lo mejor que te podía ocurrir —dijo la Hermana Louella cuando Adam le informó que Lucy le había dicho taxativamente que no volviera a verla—. Perseguir a esa gata en celo. —Le lanzó una mirada de reojo. Llevaba un vestido que colgaba sobre su cuerpo como una tienda de campaña, con un estampado de gigantescas flores de increíbles colores—. No veo por qué tienes que correr detrás de esas extrañas mujeres. Hay mucha gente que se sentiría más que contenta con lo que tiene en casa.
Adam se volvió para mirarla Curiosamente.
—No entiendo.
—Bien, pues es muy sencillo. Yo soy una mujer..., tan mujer como esa Lucy cuál-sea-su-nombre..., ¡quizá más!
—Sí..., me doy cuenta de que eres una mujer...
—¿Tengo que deletreártelo, Adam? Bueno, sí, supongo que sí. En algunas cosas eres aún tan inocente... —La Hermana Louella inspiró profundamente y clavó en Adam unos ojos decididos—. He ido pensando...
—He estado pensando...
—¡No te metas con mi gramática! He estado pensando, y no está bien..., no, no está bien, que tú y yo vivamos juntos de esta forma no cristiana, sin estar siquiera... casados.
—¿Casados?
—Sabes lo que significa estar casados, Adam.
—Una relación legal como la que estableciste con el señor Knefter. Sí, recuerdo...
—¿No habrás estado hurgando en mis sesos, Adam? —chilló la mujer, enrojeciendo furiosamente.
—Nunca lo hago, Hermana Louella.
—Bien, ya veré si es cierto. Y no intentes cambiar de tema.
—¿A qué tema te refieres?
—A ti y a mí..., ¡casándonos!
—¿Con qué finalidad?
Louella intentó mirarle con ojos furiosos, luego sonrió.
—En primer lugar, por la respetabilidad...
—Das a entender que hay algo más.
—Bueno..., por el amor de Dios, ¿cómo decirlo? ¿Recuerdas lo que ibas..., lo que estabas diciendo acerca..., acerca de esa chica china? ¿Acerca de..., de desear estar cerca de ella? ¿Acerca de... acerca de acostarte con ella?
—Lo recuerdo claramente. Aún deseo...
—Bien..., como he dicho, ella no es la única mujer en la ciudad.
—Eso es cierto. ¿Sugieres que quizá pueda encontrar alguna otra mujer que engendre los mismos deseos y que quizá los sienta también?
—Estoy diciendo que nos casemos, Adam..., tú y yo.
—¿Debo entender que sientes el deseo de situar tu cuerpo en contacto con el mío?
—Bueno..., por el amor de Dios, Adam, sólo soy humana..., y, aunque no hay mucho que puedas mirar, bien... —Se interrumpió. Adam estaba asintiendo lentamente con la cabeza.
—Comprendo ahora lo que quería decir Lucy. Yo la deseaba a ella, pero ella no me deseaba a mí. Tú me deseas a mí, pero yo no te deseo a ti.
—Adam..., tú... —Louella parecía abrumada. Intentó varias expresiones, se quedó con la desafiante—. Bien, ¿por qué no, me gustaría saber? Hay algunos hombres que consideran que tengo una espléndida figura de mujer..., ¿y quién eres tú para mostrarte tan exigente en tus elecciones? ¡No eres gran cosa, te lo digo!
—No es que me considere superior — explicó Adam—. Es simplemente que tú eres físicamente repulsiva.
La Hermana Louella dejó escapar un chillido.
—¿Cómo te atreves a hablarle de esta forma a una dama decente? ¡Fui especialmente a la peluquería y a comprarme un vestido nuevo sólo para complacerte, y éste es el agradecimiento que recibo! ¡Sal de aquí ahora mismo! Maldito gusano reptante, quítate de mi vista...
—Eres Ubre de marcharte siempre que lo desees —señaló educadamente Adam—. Estoy agotado, y ahora quiero descansar.
—¡Oh! ¡Tú! Me insultas y me arrojas a la calle, después de todo lo que he hecho...
—Hermana Louella, encuentro tu voz particularmente irritante en estos momentos, imagino que como resultado de las emociones que he experimentado hoy. Siento un impulso hacia la violencia, dirigido hacia tu persona. Debes dejar de vocalizar de esta manera, o marcharte de inmediato.
La mujer retrocedió un paso, con su rostro convertido en una máscara del desánimo.
—Me iré —consiguió hallar su voz—. Pero necesito dinero. No puedo volver a casa con las manos vacías, después de todo lo que...
—Coge todo el que desees —dijo Adam.
Los ojos de Louella fueron hacia la negra caja de metal donde estaba guardado el dinero en efectivo.
—Tenemos más de quince mil dólares; creo que me he ganado mi parte. Quiero..., quiero mi mitad, Adam.
—Cógelo todo —dijo Adam desprendidamente—. Ya no tengo necesidad de él.
La boca de la Hermana Louella se abrió y se cerró varias veces.
—¿No necesitas...?
—Mi intención en reunir el dinero era calificarme para el afecto de Lucy. Fracasé, y en consecuencia ya no le veo ninguna utilidad ni empleo.
—¿Realmente me lo das todo?
—Eso es lo que he dicho, Hermana Louella.
—Oh, Adam, yo... ¡No sé qué pensar! Eres... tan bueno... a tu manera. ¡Y al mismo tiempo puedes ser tan cruel!
—No tengo intención de ser cruel. Pero..., sí, ahora lo veo. Te he causado dolor, del mismo modo que Lucy me causó dolor a mí.
—Adam..., por el amor de Dios, Adam, no me mires de esta forma o voy a echarme a llorar. Realmente, ella..., la querías, ¿verdad?
—Sí; la deseaba mucho, Hermana Louella. La sensación no era desagradable mientras mantuve la ilusión de que podía conseguirla. Ahora que he sabido que eso es imposible..., me duele con un dolor que trasciende del sufrimiento físico.
—Pobre Adam. Todo esto es nuevo para ti, ¿verdad? Nunca antes habías estado enamorado. Oh, sí, duele, Adam. Pero lo superarás. Vivirás. Y un día serás capaz de reírte de ello.
—¿De veras? Eso parece algo de lo más improbable.
—Acepta mi palabra al respecto, Adam.
—Muy bien, Hermana Louella. ¿Puedes decirme cuánto tiempo continuaré el dolor?
Louella rió con una risa temblorosa.
—No, Adam, pero no te preocupes, simplemente sigue adelante e interésate en... en alguna otra cosa, y al cabo de un tiempo el dolor desaparecerá. —Lo intentaré.
—Adam..., ¿qué... qué quisiste decir cuando dijiste que... que yo era repulsiva?
—¿Es incorrecta la palabra? La seleccioné como antónimo de atractiva, puesto que atracción y repulsión son dos fuerzas opuestas.
—Entonces, ¿no querías decir... que te pone enfermo o te da asco simplemente verme?
—No —dijo Adam juiciosamente—. Pero no me gustaría ver tu cuerpo desvestido.
—¡Nunca me ofrecí a mostrarte mi cuerpo desnudo, Adam! ¡No imagines cosas sucias!
—Posiblemente lo entendí mal.
—¡Por supuesto que sí! De todos modos, siempre he sabido que vosotros los hombres..., todo lo que deseáis de una mujer es desnudarla. —Le miró desafiante.
—He dedicado bastante meditación a este tema —dijo Adam—. Deduzco que el deseo de desnudar a un miembro del sexo opuesto es análogo al placer de desenvolver un regalo; uno espera que allá dentro se revele la realización de sus más profundos deseos.
—¿Y? ¿Cómo sabes tú...?
—En el caso de Lucy —prosiguió Adam, profundamente sumergido en su introspección—, la placentera naturaleza de su rostro y figura sugería que observarla toda entera y sin adornos sería una experiencia estéticamente satisfactoria. —Bien, quizá yo no esté tan...
—En tu caso, por analogía con las porciones expuestas de tu cuerpo, esperaría que las porciones ocultas fueran repugnantes, en especial, veo ahora, en razón del hecho de que el acto de desvelar uno su cuerpo constituye una implicación de intimidad física...
—¡Repugnante! — Louella consiguió hallar su voz—. ¡Repulsivo! ¿Es esto todo lo que puedes decir de mí? ¡Haces que se me ponga la piel de gallina, como algo que debiera mantenerse oculto en algún lugar, algo que no merece ser mirado! —La Hermana Louella estalló ruidosamente en llanto—. Eres un hombre mezquino, Adam, para hablarle a alguien de esta forma. No puedo evitar no ser tan joven como era antes... —¿Cuántos años tienes?
—¡Eso eres tú, siempre indagando, haciendo preguntas personales! Bien, resulta que tengo... treinta y un años.
Adam la miró sorprendido.
—¡De acuerdo, maldito seas, Adam..., tengo treinta y ocho! Y eso no es ser vieja; muchas mujeres...
—Había supuesto que tenías muchos más años —dijo Adam—. En comparación con otros individuos de la misma edad, pareces haber avanzado mucho más en el proceso de senectud física.
La Hermana Louella dejó escapar un débil grito.
—Supongo que no debería sorprenderme de nada de lo que me digas ahora, Adam. No te importan los sentimientos de nadie. —Se dejó caer en su sillón, palmoteó la cuarteada mascarilla del maquillaje de su rostro.
—No tenía intención de herir tus sentimientos —murmuró Adam—. Seguramente nada de lo que he dicho es una sorpresa para ti. Frecuentemente examinas tu reflejo en el espejo; debes ser muy consciente de tu apariencia.
—Bueno, sé que he engordado algo... —empezó a decir defensivamente la mujer.
—Hermana Louella, tengo la sensación de que estás fantaseando de nuevo —dijo Adam—. Hallo difícil de captar el motivo de eso. Como otros miembros de la cultura a la que perteneces, has absorbido los estándares de belleza de la sociedad. Eres consciente de que la obesidad, los pechos y el estómago colgantes, las caderas anchas, la papada, los músculos fláccidos, la piel arrugada y carente de tonicidad, y todas esas demás cosas, son consideradas indeseables. Deduzco que esto es debido a una admisión posiblemente subconsciente de que todo ello son indicativos de mala salud, y como tales particularmente objetables dentro del contexto biológico del apareamiento sexual, puesto que los especímenes no sanos sugieren la incapacidad de procrear con éxito y producir una descendencia superior. Pero dañas la sensibilidad de los demás si este acto es conocido por otros.
—Bueno, yo nunca... —dijo la Hermana Louella, con un débil intento de indignación.
—Lógicamente, debes ser consciente de que te apartas ampliamente de cualquier definición de la belleza que admiras. Sin embargo, no das ningún paso para acercar tu imagen a ese ideal, y, de hecho, sigues con una serie de hábitos que aceleran tu deterioro.
—Oh, ¿qué demonios quieres decir? Visto tan bien como cualquiera puede esperar...
—Si redujeras tu peso, por ejemplo, tus proporciones se acercarían más al ideal. Sin embargo sigues comiendo demasiado, indicando claramente que la sensación física de la ingestión supera el placer teórico de una mejora en la apariencia. Una paradoja de lo más interesante.
—¡Bueno, es natural que todo el mundo gane algo de peso con el tiempo!
Adam miró interesado a la Hermana Louella. —Ofreces justificaciones, o racionalizaciones, para este comportamiento, al parecer con la creencia de que la respuesta negativa a tu mala apariencia se verá así neutralizada, aunque esto, por supuesto, es contrario a la lógica.
—¡Ni siquiera eres humano, Adam! —chilló la Hermana Louella—. ¡Eres una especie de hombre mecánico, un robert o como sea que los llamen! Te sientas aquí y me dices todas las cosas que están mal en mí, pero, ¿qué hay contigo? ¿Crees que eres perfecto? ¡Señor, las cosas que podría decirte si supiera cómo expresarlas!
—Al contrario, yo me di cuenta de que era imperfecto desde el momento mismo en que Lucy me señaló el hecho.
—¡De nuevo ella! ¡Me alegra que te echara a cajas destempladas! ¡Te lo mereces!
—Al parecer estás dirigiendo tu resentimiento por tu falta de atractivo físico, una falta exacerbada por tus propios hábitos de vida, contra mí. Encuentro esto de lo más inconsecuente. ¿No sería más satisfactorio, Hermana Louella, tomar algunos pasos directos hacia mejorar tu apariencia?
La Hermana Louella fue a decir algo, se lo pensó mejor, cerró crispadamente la boca.
—Es tarde —restalló—, y tenemos que levantarnos temprano; mañana será un gran día, y...
—No voy a ir al almacén mañana —dijo Adam. —¿No vas..., qué has dicho, Adam?
—Teniendo en cuenta que tu oído, por todo lo que sé, no tiene ningún defecto funcional, supongo que tu pregunta es retórica, otro extraño hábito...
—¿Qué quieres decir con que no vas a ir al almacén? Sabes que tienes que estar allí para manejar las cosas..., dirigir las ventas, y...
—Eso ya no será necesario. He perdido toda motivación para seguir amasando dinero.
—Entonces..., ¿qué demonios...? Adam..., no querrás decir..., ¿qué piensas hacer?
Adam agitó vagamente la cabeza. Louella dejó escapar un gemido y huyó de la habitación, cerrando de un portazo. Adam siguió sentado durante un rato, contemplando fijamente la pared, antes de quedarse dormido en su sillón.
12
—Tienes que hacer algo, Adam —afirmó positivamente la Hermana Louella a la mañana siguiente—. Has estado haciendo publicidad, levantando un negocio; va a venir gente de kilómetros a la redonda para asistir a la subasta. ¿Y qué hay de Alvin y Elmer? Dependen de ti, sin hablar de mí. No puedes simplemente abandonarlo todo.
—Muy bien; seguiré con las ventas de hoy, y dividiré lo que se obtenga entre los hombres. ¿Será eso satisfactorio?
—¿Satisfactorio? —chilló Louella—. ¡Satisfactorio, dice, abandonar un negocio de un millón de dólares!
En el almacén, Adam, auxiliado como siempre por la voz de un tal Harry «El Martillo» Hirshfield, condujo la subasta con el brío habitual, pero de una forma un tanto ausente. Los precios alcanzados fueron un poco más bajos de lo habitual,, la gente menos numerosa. A media tarde el local estaba desierto, mientras aún quedaba un puñado de artículos por vender.
Un hombre alto de pelo gris, vestido de un modo conservador, se acercó a Adam cuando éste hizo una pausa para comer el bocadillo de sardinas que Louella le había preparado.
—¿Es usted el hombre que le compró a Baturian esto?
Adam dijo que sí.
El hombre asintió casualmente con la cabeza, mientras contemplaba la gran sala de subastas. Sus ojos terminaron posándose en Adam. Eran unos ojos azul pálido, agudos.
—Su volumen de negocio se ha incrementado, por lo que he oído.
—Correcto —dijo Adam.
El hombre asintió de nuevo, como si se sintiera satisfecho.
—Naturalmente, tendremos que aumentar su contribución en la misma escala. —Lanzó otra mirada a su alrededor—. Diría que quinientos es una cantidad correcta.
Adam masticó su bocadillo, mirando blandamente al hombre.
—Será mejor que me pague una semana por anticipado —siguió el hombre—, como prueba de buena voluntad.
Adam consideró aquello.
—Parece que me está proponiendo usted que le haga donación de parte de mi tiempo —dijo—. Aparte el hecho de que esto parece hallarse fuera de alcance de la capacidad humana, supongo que existe una dificultad semántica.
El hombre frunció el ceño.
—No me venga con historias —dijo—. El hecho de que sea usted judío no tiene nada que ver con esto. Además, no parece judío.
—Esa afirmación parece una conclusión errónea —dijo Adam.
—¿Eh? —dijo el hombre—. ¿Qué cree usted que es esto, una cuadra?
—No; es un almacén reconvertido usado ahora para la venta de artículos al detall por el procedimiento de la subasta.
—Oh, un chico gracioso, ¿eh? Recuérdeme que me ría.
—¿En qué ocasión?
—Escuche, amigo..., y escuche bien. No estoy aquí para hablar tontamente. Mi negocio es el dinero. Sáquelo..., ahora.
—¿Tiene algo que desea vender?
—Un seguro.
—No, gracias. Tengo ya todos los seguros exigidos por la ley.
El rostro del hombre se crispó hoscamente.
—Tiene usted una gran inversión aquí, amigo —dijo suavemente—, Querrá una cobertura mayor.
—No —dijo Adam; engulló el último trozo de bocadillo y se volvió; la mano del otro cayó sobre su hombro, le hizo girar en redondo. Adam fue momentáneamente consciente de un impulso por parte de la voz de Walter M. Kumelli de tomar el control de sus acciones; pero ahora había aprendido cómo reprimir automáticamente tales intrusiones. Aguardó tranquilamente.
—Su actitud no es buena, amigo —dijo el hombre en voz baja y dura—. Creo que quizá será mejor que me dé un par de semanas por anticipado como garantía, en vez de sólo una. Vayamos a la parte de atrás y arreglémoslo.
—No tengo nada que arreglar con usted —dijo calmadamente Adam—. Por favor, discúlpeme; tengo trabajo que hacer. —Intentó soltarse, pero la mano del otro en su brazo lo retuvo. Parecía furioso ahora, ya no era el tipo urbano y civilizado que había parecido un momento antes.
—Pague..., o nos veremos luego.
—Eso no será necesario —dijo Adam—, Le repito que no tengo intención de contratar ningún seguro. —De pronto dejó caer su antebrazo, lo alzó bruscamente por la parte interior del brazo del otro, soltando la presa, luego golpeó duramente, en el punto de compresión del antebrazo.
El hombre se tambaleó hacia atrás, sujetándose el paralizado miembro.
—Lamento haberme visto obligado a golpearle —dijo Adam—, Pero no me gusta que me retengan por la fuerza. —Se volvió y se alejó; Elmer, que había estado arreglando cajas vacías en la parte del fondo, acudió a su encuentro, con el rostro crispado por intensas emociones.
—Dios mío, señor Adam..., vi eso. ¿Sabe usted a quién golpeó, por los cielos?
—A un vendedor de seguros; ni siquiera se presentó...
—Ese hombre era Art Basom.
—Recuerdo que el señor Baturian mencionó a una persona con ese nombre.
—¿No sabe quién es, señor Adam? Está con, ya sabe, la Organización.
—¿Qué organización?
—¡La Mafia, por el amor de Dios!
—Curioso; él dijo que vendía seguros.
—Mire, señor Adam..., no se mezcle con esa gente. Usted no la conoce: la tintorería de mi padre...
—Discúlpeme, Elmer; en estos momentos no tengo tiempo para escuchar sus anécdotas. Me gustaría terminar con los asuntos del día...
—Señor Adam..., quizás haya concluido usted algo más que los asuntos del día. Esos tipos significan problemas. Debe de hacer algo al respecto.
—¿Acaso tiene usted alguna acción específica en mente, Elmer? —preguntó Adam, genuinamente desconcertado.
—Señor Adam..., acepte mi consejo; vaya a ver a ese hombre; dígale que simplemente estaba bromeando; páguele...
—No tengo intención de darle ningún dinero al señor Art Basom. Mi intención es efectuar una distribución equitativa...
—Entonces renuncio a mi empleo, señor Adam. —Elmer se quitó los guantes y los dejó bruscamente sobre una caja de embalaje vacía—. Me gusta trabajar con usted; está loco, pero trata bien a la gente. Pero esto de ahora es buscarse uno mismo los problemas. Hasta otra, señor Adam. Y buena suerte. —Se alejó, pasando al lado de Louella junto a la puerta con un murmurado adiós.
—¿Qué ha pasado con Elmer? —preguntó la mujer, echándose el pelo hacia atrás. Lanzó a Adam una mirada de soslayo. Éste observó que su pelo tenia ahora un nuevo color —un rojizo químico— y que a su rostro habían sido aplicados pigmentos igualmente químicos; también llevaba un vestido que Adam no había visto nunca antes, de corte distinto a sus habituales y voluminosas ropas.
—Elmer ha renunciado a su trabajo —dijo Adam.
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué?
—Cree que la forma con que he tratado la oferta de un seguro adicional por parte del señor Basom fue inadecuada.
—Hummm. Ya tenemos todos los seguros que necesitamos. De todos modos, ese Elmer comenzaba a sentirse demasiado grande dentro de sus pantalones. —Louella apoyó una mano en su cadera, casi indistinguible contra la masa de su cuerpo, y lanzó a Adam una larga mirada—. Bien, ¿qué te parece, Adam? He tomado..., he seguido tu consejo...
—¿Sobre qué, exactamente, solicitas mi opinión? —preguntó inocentemente Adam.
—¡Bien, si te gusto ahora! Llevo maquillaje, una nueva faja, acaban de peinarme, me compré un traje nuevo..., todo tal como tú dijiste.
—Creo que me entendiste mal, Hermana Louella. Aplicar un color artificial a una piel y a un pelo enfermizos lo único que hace es añadir un elemento de artificialidad a una composición ya de por sí no atractiva. Comprimir la grasa por medio de telas reforzadas, o añadir bultos aparentes con rellenos, parece un sustituto de lo más inefectivo a la corrección de las condiciones indeseables.
Louella registró shock, indignación, luego recurrió a las lágrimas.
—Dios sabe que he intentado dietas, Adam. Simplemente no me hacen nada. Y no puedo seguir esos duros ejercicios; hacen que mi cabeza dé vueltas de una forma horrible. Y...
—Veo que el deseo de la belleza física es un impulso mucho más débil que el deseo de evitar la abstinencia y el esfuerzo físico —comentó Adam, dándose la vuelta y alejándose.
—¡Y aquí estás tú, cambiándolo siempre todo a su alrededor! Sabes perfectamente bien que me mato trabajando en mantener la casa para ti, en preparar tus comidas..., y que lo hago sin...
—Hermana Louella, no tengo ningún deseo de influenciar tus hábitos de vida. Simplemente te señalé algunas obvias anomalías. Ahora debo atender a los detalles de liquidar la empresa antes de que regrese el señor Basom.
—¿Para qué tiene que regresar? ¿Acaso no le dijiste «no»? —El señor Basom está asociado con una organización conocida como la Mafia. Presumiblemente, quieren sacarme dinero. Sin embargo, como indiqué mi voluntad de no cooperar, Elmer cree que van a tomar represabas violentas. —¿Y qué piensas hacer, Adam?
—Procederé a distribuir los fondos obtenidos y a discontinuar las operaciones aquí...
—¿No piensas luchar, Adam? ¿Te limitarás a dejar que esos facinerosos te echen de tu casa y hogar?
—Ya no tengo ningún interés en el negocio —explicó Adam—. En consecuencia, parece que no hay ninguna razón para interponer obstáculos a los planes del señor Basom, sean cuales sean.
—Así que simplemente vamos a morirnos todos de hambre..., ¡porque tú no tienes cojones!
—Esa parece una afirmación altamente emocional con una relación funcional con la realidad externa —comentó pensativo Adam.
La Hermana Louella sujetó a Adam por el brazo. —Adam, ve a la policía..., ¡ahora mismo! ¡Diles que envíen agentes aquí para arrestar a ese señor Basom cuando vuelva! ¡Hazlo por mí, Adam! ¡No puedes abandonarme ahora!
—Muy bien, Hermana Louella —dijo Adam, soltando su mano—. Puesto que parece ser un asunto de urgencia emocional para ti, haré lo que me pides.
Adam condujo las cinco manzanas hasta la comisaría más próxima. Dentro, un hombre uniformado con los galones de sargento le observó desde detrás de un escritorio mientras cruzaba la habitación.
—He venido a solicitar protección para mis empleados —dijo Adam.
El policía le dirigió una mirada neutra. —¿Ah, sí? ¿De qué?
—He sido advertido de que es probable que miembros de una organización conocida como la Mafia intentan causarme daño a mí y a los que están asociados conmigo.
El sargento se inclinó hacia atrás en su silla; sus ojos, ahora, eran cautelosos.
—¿De qué está hablando usted, señor? Deben haberle engañado. No tenemos Mafia en esta ciudad.
—Esa es también mi opinión. Gracias. —Adam se dio la vuelta para irse.
—¡Espere un momento! —ladró el policía—. ¿Quién le dijo que viniera aquí a contarnos historias? ¿Cómo se llama usted?
—La Hermana Louella me urgió a que informara de la situación a la policía —respondió Adam—. Mi nombre es Adam. —Se volvió de nuevo para irse.
—Espere, señor; no he acabado de hablar con usted. —El policía acercó un bloc de notas a su mano—. Adam, ¿eh? ¿Es el nombre de pila?
—Sí.
—Suelte el resto.
—No comprendo su proposición.
—Su nombre completo, señor: el primero, el último y el de en medio.
—Ocasionalmente, la Hermana Louella se dirige a mí como Adam Nova; sin embargo, normalmente, todo el mundo me llama Adam, o señor Adam.
—Nada de juegos, amigo. Sólo el nombre..., ¿o tengo que averiguarlo por mí mismo?
—No tengo otros datos que darle respecto a mi nombre.
—Así de simple, ¿no? ¿Qué le parecería pasar la noche en el calabozo?
—Lo consideraría más bien inconveniente.
—Puede apostar a que sí. Así que hable..., antes de que me suba por las paredes.
—Supongo que utiliza la expresión «subirse por las paredes» no en su sentido literal, sino queriendo significar que se pondrá furioso —comentó Adam—. Curioso. ¿Debo entender por ello que puede usted anticipar sus estados emocionales?
—Otro chiflado —dijo el sargento—. Lárguese..., márchese ahora mismo de aquí. Mueva el culo..., rápido.
Adam se marchó sin más comentario, asombrado ante la curiosa forma de hablar de aquel policía.
Un hombre le estaba aguardando cuando se acercó al almacén; se cruzó delante de Adam, bloqueándole el camino. Era un hombre joven, robusto, con gruesas cejas negras y numerosas cicatrices pequeñas en sus mejillas y mandíbula y en torno a sus ojos.
—Usted y yo vamos a hablar —dijo.
—¿Es usted un representante del señor Art Basom?
—Puede apostar a que sí.
El hombre tendió una enorme mano hasta el brazo de Adam y ejerció una dolorosa presión.
—Pero yo no soy tan considerado como Art —dijo, sonriendo al rostro de Adam—. Me dijo que tenía usted un par de trucos; inténtelos con Mod Marduk y verá lo que es bueno, amigo.
Adam intentó liberarse con la misma maniobra con la que había adormecido el brazo de Basom; pero el sonriente hombre siguió sujetándole con firmeza, con los dedos dolorosamente clavados en su carne. Sin volición consciente, la rodilla de Adam se alzó, sólo para encontrarse con la dureza de la cadera de Marduk cuando éste giró hacia la derecha. Siguiendo el mismo movimiento, Marduk retorció diestramente el brazo de Adam a su espalda, apretando su muñeca contra su espalda. El dolor le hizo jadear. Sintió la voz de Kumelli asumiendo el control; esta vez se lo permitió.
—Vamos a dar un pequeño paseo, amigo —estaba diciendo Marduk—. Por aquí, donde tengo aparcado mi trasto.
Adam dobló repentinamente las rodillas; un violento dolor estalló en su hombro. Marduk, sorprendido, aflojó su presa. Adam giró, golpeó sólidamente al hombre con el codo en su hueso malar, golpeó en el punto de compresión en la base de su nuca, golpeó de nuevo en la sien, luego dobló el puño con el nudillo de su dedo índice hacia fuera y golpeó sólidamente a Marduk en la base del esternón, al mismo tiempo que lanzaba una violenta patada a su pierna derecha, justo encima de la rodilla, deslizaba el lado de su zapato hacia abajo a través de la rótula, rascando toda su pantorrilla, y estampaba fuertemente la suela contra el arco del pie.
Adam/Kumefli retrocedió mientras Marduk caía como un plomo al suelo y quedaba inerte. Un par de transeúntes miraron sorprendidos, rodearon la escena y se alejaron a toda prisa. Adam se dirigió al almacén, sujetándose la muñeca derecha con la mano izquierda.
Louella ahogó un grito al verle.
—Adam..., ¿qué ha ocurrido? ¡Tienes el rostro más blanco que el papel! Tu brazo..., ¿qué...?
—Me he hecho daño en el hombro —dijo Adam. Veía a la mujer a través de un cada vez más denso velo de oscuridad plateada cruzado por destellos de luz—. El dolor es... indescriptiblemente intenso...
Estaba tendido boca arriba. La Hermana Louella se inclinaba sobre él, su rostro hinchado y congestionado, su maquillaje disolviéndose, su rojo de labios manchado.
—Fue culpa mía. Nunca debí enviarte ahí —estaba gimiendo—. Quédate quieto, Adam; llamaré a un médico para que vea este brazo...
Desapareció. Adam fue sólo vagamente consciente del transcurrir del tiempo, de su consciencia fluyendo y refluyendo. Había un hombre allí, delgado, calvo, sudoroso, manipulando con cuidado su dañado brazo.
—Está terriblemente dislocado —estaba diciendo el médico a Louella, que sollozaba y aspiraba ruidosamente por la nariz—. Me gustaría verlo por rayos X... —Las voces se desvanecieron, puntos de luz multicolor flotaron y se agitaron, parpadeantes.
—...su mano —estaba diciendo el médico desde muy lejos—. Los huesos rotos... no lo comprendo... informe de esto a la policía... —Su voz desapareció. Adam se concentró en las luces; observarlas parecía hacer el dolor más remoto, como si fuera una sensación sin importancia que ocurría muy lejos, a alguien distinto...
Una luz se acercó, evolucionó a un intrincado esquema girante que pulsaba como una cosa viva. Adam adelantó una mano, la tocó...
- ¡Adam! ¡No rompa el contacto! ¡Dígame dónde está! ¡Tiene que contestarme!
Adam reconoció la voz de Arthur Poldak. No respondió, sino que se trasladó a otras voces, tocando una aquí, otra allá...
- ¿...hát ítt mí mergy végbe...?
- ...no debería haberlo hecho, debería haber dicho no, debería...
- ...men ju var min farfar skeppare acksa...
...algo estaba sacudiendo a Adam. Abrió los ojos. Louella estaba inclinada de nuevo sobre él.
—Adam..., ¡despierta! El médico se ha ido; salió huyendo, hay hombres ahí fuera...; ellos... —Sus palabras murieron en un chillido cuando fue arrojada bruscamente a un lado por un hombre con un rostro ancho y aceitunado que tenía el aspecto de cuero viejo. Adam intentó levantarse; un golpe a un lado de su cabeza lo derribó hacia atrás. Unas manos lo sujetaron, tiraron de él sacándolo de la cama, lo empujaron por la habitación. Se tambaleó, luego recuperó el equilibrio. Oleadas de dolor irradiaban de su vendado e inmovilizado brazo cuando fue sacado por la puerta, luego escalones abajo.
Adam estaba sentado en una silla de madera de respaldo recto bajo una desnuda bombilla de sesenta vatios en una habitación sin ventanas. El suelo de cemento era helado bajo sus pies descalzos. Estaba desnudo; se estremeció en una fría corriente de aire. Alguien rió. El hombre de tez aceitunada apareció desde atrás y se detuvo ante él, mirándole desde arriba, sonriendo con una sonrisa torcida. Dio una profunda bocanada a un cigarrillo y lo arrojó al suelo. El cemento crujió bajo la suela de su zapato cuando lo aplastó.
—Soy el sargento detective Fedders —dijo con voz grave—. He recibido la información de que comercias con objetos robados. Quiero nombres, fechas, cantidades. Empieza.
—Su información es incorr...-Un bofetón dado desde un lado hizo oscilar violentamente la cabeza de Adam. Su oído zumbó. Parpadeó para alejar las lágrimas de dolor.
—Será mejor que hables, amigo. No te hagas el tonto. No tengo tiempo que perder.
—En ese caso, sugiero que discontinúe esta conversación —dijo Adam. Sus palabras eran confusas; notó sangre dentro de su boca. Uno de sus dientes parecía estar suelto.
Fedders se inclinó hacia él.
—Los delitos de los que se te acusa pueden llevarte a chirona entre tres y diez años, simplemente así —hizo chasquear los dedos con un sonido como el de un hueso al partirse—. Ahora bien, si eres listo, si me das todo lo que quiero..., quizá podamos llegar a un acuerdo.
Adam no dijo nada. La mano invisible golpeó de nuevo. Otras manos, rudas, volvieron a colocarle derecho en la silla. Notó a Kumelli intentando tomar el control, pero automáticamente suprimió la voz.
Fedder aferró la barbilla de Adam en una dolorosa presa e inclinó su cabeza hacia atrás.
—Aún no he comprobado tus huellas dactilares, amigo —dijo en tono confidencial—. No hay razón para ello..., todavía. Puede que todo sea un error. Depende de lo que cooperes. Proporcióname una hermosa confesión, con todos los detalles, y quizá no tenga que ir más lejos; después de todo, me gusta ver que un viejo tipo como tú se sale del apuro..., más o menos.
—Sus observaciones me parecen carentes de significado —dijo Adam—. Además de ser contradictorias en sus implicaciones...
Un tremendo bofetón cortó sus palabras.
—No me tomes el pelo, amigo; sé ver las marcas de unas esposas cuando las miro. Y algunos de esos sheriffs provincianos dejan cicatrices en el cráneo de un hombre muy parecidas a las que veo en esta cabecita. No me digas que no has estado en chirona, no intentes engañarme.
—He estado encarcelado, sí...
—Usas demasiadas palabras finas, amigo. Sé más llano; sólo tengo estudios elementales, no soy uno de esos polis listos con títulos universitarios. Todo lo que quiero de ti es una lista de los trabajos que has hecho, digamos en las últimas dos semanas.
—Por favor, defina la palabra «trabajos» en este contexto.
Fedders arrojó a un lado el nuevo cigarrillo que había encendido y cruzó los brazos. Suspiró.
—Mira, amigo; así es como has estado trabajando: los artículos son robados..., por ti o por algún otro. Tus chicos contactan al propietario y le dicen cómo puede recuperarlos..., y el precio. Limpio, claro, y casi legal. ¿De acuerdo? Ahora...
—Si con el interrogativo «De acuerdo» quiere usted solicitar mi conformidad a su hipótesis, debo decirle que objeto a ello —señaló Adam.
—Dilo con palabras llanas —murmuró Fedders con tono ominoso—. Te lo advertí antes.
—Empleo las mínimas locuciones consonantes con precisión —dijo Adam—. Si quiere usted que hable un dialecto más farragoso, por favor, especifique los parámetros.
—Buf, ese tipo no es humano —dijo una voz detrás de Adam.
—Métete esto en la cabeza, señor Adam —indicó Fedders—. Puedes hacerte el tonto..., o puedes hacerte el listo. Admito que ambas cosas son válidas..., pero puedes estar seguro de que antes de abandonar esta habitación lo habrás desembuchado todo por esa escotilla de carga que tienes por boca, ¿has comprendido? Así que será mejor que empieces a hablar.
Adam abrió la boca para decir algo; mientras lo hacía, fue consciente de un movimiento a sus espaldas; una tensión. Se tendió, tocó la mente del hombre situado detrás de su silla..., un patrullero llamado Kowalski, vio, mientras absorbía la personalidad gestalt del hombre en un rápido parpadeo. La mano de Kowaiski estaba alzada, lista para golpear, aguardando la señal de Fedders, sus pensamientos totalmente concentrados en la placentera anticipación del impacto. Adam tanteó, encontró el punto operativo, suprimió la actividad nerviosa en ciertos circuitos neurales del cerebro de Kowaiski. Sintió que su ferocidad desaparecía. Retiró el contacto.
—Sus observaciones carecen de significado para mí, señor Fedders —dijo Adam—. Ahora quisiera irme. —Se puso en pie. Fedders retrocedió unos pasos, y sus ojos fueron más allá de Adam. Kowaiski dejó escapar un estrangulado gruñido.
—Jefe..., he estado pensando..., no me gusta este trabajo —dijo—. Renuncio.
Fedders bufó y tendió una mano hacia Adam, como si quisiera agarrarle por la garganta. Adam empujó contra él...
Fedders cayó como si le hubieran agujereado el cerebro de un balazo. Kowaiski emitió un sonido angustiado y avanzó para arrodillarse junto a su jefe. Adam se encaminó hacia la puerta. Cuando llegó a ella, fue consciente del frío.
—¿Dónde están mis ropas? —preguntó suavemente a Kowaiski; éste, completamente ocupado en frotar las muñecas de su jefe, no respondió. Adam sondeó la intangible barrera al interior de la mente del policía, buscó la información que necesitaba...
Vio un revuelto panorama de esperanzas, miedos, compulsiones, tabúes. Vio la intangible forma que era el ser desnudo de Kowaiski, apelotonado, retorcido, distorsionado por las fuerzas que habían actuado sobre él desde el traumático momento de su nacimiento. Y más allá vio la revuelta madeja de las presiones aplicadas por la sociedad de la que Kowaiski formaba parte como un reflejo, vio la imponente dominación de Fedders.
Se trasladó al inconsciente cerebro de Fedders, sondeó en busca del mismo nivel de motivación subconsciente que había descubierto en el otro hombre...
Y penetró a través de una estructura más asombrosa aún de ambiciones e ideales en conflicto, de auto-amor y auto-odio, de ansiedad, aspiración, cobardía, acerado valor, secreto vicio y secreta vergüenza, un no recordado heroísmo y una tendencia constante hacia una meta que era nebulosa, distante, pero rodeada por un aura de lo definitivamente deseable, eternamente más allá de su alcance...
Vio los entrecruzados hilos de motivaciones, los siguió hasta sus fuentes de ilusiones, promesas, amenazas, miedos. Ordenes de superiores, presiones de individuos influyentes, ofertas de beneficios financieros y políticos..., y lamento por los idealismos tempranos abandonados, la integridad empañada, los sueños decepcionados. Vio el ego desnudo que era Fedders empalado en un dilema de infinita complejidad; torturado, pero de algún modo no roto; mancillado, pero no más allá de una débilmente resplandeciente esperanza de redención.
Se retiró, tembloroso y aturdido.
—...mejor que se vaya ahora que aún puede, señor —estaba diciendo Kowaiski—. Sus ropas están en ese armario..., cójalas, rápido. Yo no sé nada..., no quiero saber nada.
Encontró a la Hermana Louella en el apartamento, acurrucada en la cama, gimiendo. Se alzó apenas vio entrar a Adam.
—Pensé que estabas muerto, pensé que te habían metido en un calabozo y que nunca volvería a verte, pensé...
—Estabas equivocada —interrumpió Adam—. No veo ningún beneficio en este recital de equívocos sobre el estado de las cosas.
—¿Qué es lo que te han hecho? ¿Estás bien?
—Puedes verlo por ti misma. El patrullero Kowaiski me golpeó tres veces, pero aparte esto no recibí ningún daño físico. Sin embargo, el brazo sigue decididamente doliéndome.
—Haré las maletas, Adam —se apresuró a decir Louella—. Meteremos todo lo que podamos en nuestro coche y estaremos de camino en media hora.
—Espero que tengas un viaje agradable —dijo Adam—. Yo no voy a ir.
—¿Por qué no? ¿Qué ha ocurrido para hacerte cambiar de opinión?
—Fuiste muy consciente de los incidentes del día, Hermana Louella —dijo Adam—. Supongo que la pregunta es de tipo retórico, y que presumiblemente es formulada en un intento de elicitar un refuerzo verbal de los sentimientos de seguridad.
—Todo lo que sé es que el esbirro de Art Basom apareció por aquí, y que luego los polis te golpearon, ¡y eso es suficiente para mí como para saber que aquí no nos quieren!
—Un resumen básicamente exacto de los elementos dinámicos implicados en mi decisión —admitió Adam—. Sin embargo, me he dado cuenta de nuevos factores que han hecho que modifique mi intención.
Louella le miró, la mandíbula colgando. Rió de un modo que sugería una incipiente histeria.
—¡Señor, eres un caso perdido, Adam! Mientras estábamos haciendo un dineral y todo iba como la seda..., decides abandonar, tirarlo todo por la borda; ¡pero, después de que los matones de la Mafia y los polis corruptos caen sobre ti, decides quedarte!
—Por supuesto —dijo Adam—. ¿Encuentras esto notable?
—No..., ya no —dijo la Hermana Louella, sacudiendo la cabeza—. Supongo que estoy aprendiendo a no sorprenderme de nada de lo que hagas, Adam. Nunca más. ¿Qué viene a continuación?
—He averiguado que existen ciertas condiciones injustas —dijo Adam—. Siento una fuerte urgencia de corregirlas, por razones que no son muy claras para mí. En consecuencia, será necesario que amase una acumulación de riqueza monetaria mucho más grande de la que hasta ahora había contemplado. Consideraré el asunto y determinaré el rumbo de acción adecuado. Mientras tanto, seguiremos con nuestros asuntos como hasta ahora.
13
Al día siguiente, Adam compuso una lista de varios cientos de artículos que comprar, con fuentes y precios, y delegó la tarea de adquisición a Alvin y Lester, un nuevo empleado. Así le quedó tiempo libre que dedicar a un detallado examen de los métodos y principios de los negocios, extrayendo los datos de las mentes de una docena de comerciantes, intermediarios, banqueros y agentes de bolsa. Fueron las actividades de este último grupo lo que más le interesó, puesto que implicaban la manipulación simbólica de bienes antes que el manejo real de artículos, equipo y personal.
Después de comer acudió a las oficinas de Rifkin, Katz, O'Toole y Eisenstein, y concertó una entrevista con una tal señorita Gluck, una joven con una peluca cuidadosamente peinada y el título de Ejecutiva de Cuentas.
—Deseo invertir en el mercado de valores —explicó Adam, tras aceptar una silla en la estéril habitación de moqueta y luz grises.
La señorita Gluck asintió y dirigió a Adam una rápida mirada evaluadora.
—¿Tiene usted en mente algo en particular, señor, esto...? ¿O puedo sugerirle...?
—Quiero adquirir una participación en Seaboard Metals —dijo él.
—¿...uno de nuestros fondos de inversión? —La voz de la señorita Gluck murió—. ¿Seaboard Metals, ha dicho? —Acercó un libro, lo hojeó, sacudió la cabeza, cerró el libro—. No se lo recomiendo —dijo—. Nuestra opinión es que...
—¿Debo entender que no es posible que yo inicie una inversión en Seaboard Metals a través de ustedes? —preguntó Adam.
La señorita Gluck sonrió con una sonrisa apenada.
—Como estaba intentando explicarle, señor, esto...
—¿Por qué me llama señor Esto? —inquirió interesado Adam.
—Quizá no haya entendido correctamente su nombre —respondió la señorita Gluck con voz seca. —Adam.
—Seaboard no es una buena propuesta, señor Adam. Subcapitalizada, sin potencial de crecimiento. Nada que yo pueda recomendar...
—No le he pedido ninguna recomendación —explicó Adam—, Simplemente quiero un agente que maneje mis transacciones. Los labios de la señorita Gluck se hicieron más finos. —Bien. ¿Y exactamente qué cantidad tiene en mente invertir? Entienda, no aceptamos cuentas inferiores a cincuenta dólares.
—Mi inversión inicial será de veinte mil dólares —dijo suavemente Adam.
La señorita Gluck se envaró en su asiento. —Tendrá que ser con un cheque registrado, por supuesto —dijo, con una voz de la que había desaparecido buena parte de mordiente.
—Oh. Entonces eso retrasará un poco las cosas —dijo Adam. El labio de la señorita Gluck se alzó una fracción de milímetro. Sonrió con una sonrisa ácida—. Había esperado que aceptaran numerario —añadió Adam, levantándose—. Lamento haberle hecho perder su tiempo, junto con el mío.
—¿Ha dicho usted... numerario? ¿Se refiere a dinero en efectivo? —La voz de la señorita Gluck arrastró una creciente nota de incredulidad. Se echó a reír, un corto cacareo no en consonancia con su pulido exterior—. Bueno, supongo que podemos aceptar dinero en efectivo, señor Adam —dijo.
—Gracias —respondió Adam, y extrajo un grueso fajo de billetes del bolsillo de su chaqueta. Colocó el dinero sobre el escritorio, debajo de los muy abiertos ojos de la señorita Gluck, que adelantó una mano para tocarlo.
—Le agradeceré que efectúe la compra tan pronto como sea posible —dijo Adam—. A su debido tiempo le haré llegar más instrucciones.
—¡Espere un minuto! —exclamó la señorita Gluck tras él, luchando por ponerse en pie—. ¿Ni tan sólo quiere un recibo?
Veinticuatro horas después de la transacción de Adam con Rifitin y Compañía, Seaboard Metals anunció una ampliación de capital de tres por una sobre la base de un recién perfeccionado método de extracción de metales ligeros del agua del mar. Adam ordenó la venta de su participación a treinta y tres mil quinientos dólares, y transfirió sus intereses a Allied Minerals, una oscura firma, como le aseguró la señorita Gluck, cuya existencia marginal se mantenía tan sólo gracias a ciertas extracciones de bórax en Nuevo México. Al cabo de dos días, la Allied anunció $u fusión con la Southwest Chemical, y la nueva firma, la Southwest Allied, fue vendida discretamente a la Standard Oil de Nuevo México por diez millones redondos. Las nueva ganancia neta de Adam superó los cien mil dólares.
En las semanas que siguieron cambió sus intereses casi cada día, cada vez a unos valores que casi de inmediato subían enormemente de valor; cada vez despertando las efusivas congratulaciones primero de la señorita Gluck, luego de un tal señor Rumbert, y finalmente del señor Rifkin en persona.
—Tiene usted un olfato extraordinario para el mercado, muchacho —dijo el socio más antiguo a Adam, en tonos de cálida congratulación—. No me importa decir que ni siquiera yo anticipé un salto tan enorme en el futuro de la remolacha azucarera como el que hemos visto en el último par de días.
—Sí —dijo Adam.
—Bien. —Rifkin pareció un poco cortado por la indiferente respuesta de Adam a su efusión—. ¿Qué es exactamente lo que, esto, tiene ahora en mente? —inquirió—. Ocurre que a la firma le ha sido confiada la gestión de una nueva emisión de bonos que...
—Voy a cerrar mi cuenta —dijo Adam.
—...puedo asegurarle que... —Rifkin hizo una pausa; su expresión sufrió un cambio—. ¿Cerrar su cuenta? —Se envaró en su silla—. Señor Adam, si la forma en que hemos manejado sus asuntos ha sido de alguna manera insatisfactoria..., si alguno de mis empleados ha fallado en mantener los estándares de la firma...
—No tengo ninguna queja —dijo Adam—. Me gustaría que me entregaran el dinero en efectivo; billetes de cien dólares serán satisfactorios.
—Pero..., ¡esto es de lo más inesperado! ¿No hemos hecho un buen trabajo para usted? ¡En menos de tres semanas hemos incrementado el valor de su participación inicial en más de un quinientos por ciento, algo sin precedentes!
—Su compañía se ha limitado a seguir mis instrucciones, señor Rifkin —señaló Adam—. Ahora he concluido esta parte de mi programa, y deseo liquidar mis acciones a fin de acelerar el índice de beneficios. En ello no hay implícita ninguna crítica.
—¡Acelerar! ¡Ninguna firma legítima de agentes de bolsa podría hacer un trabajo mejor que el que hacemos nosotros! Adam no dijo nada.
—Comprenderá usted que ahora deberá esperar sufrir una merma —restalló Rifkin cuando tuvo claro que Adam no tenía la menor intención de discutir el punto—. Poner a la venta seis mil acciones de una sola firma en un momento sensible y sin previo aviso...
—Señor Rifkin, por favor, telefonee al señor Harvey L. Platt de Des Moines e infórmele que mi paquete se halla en oferta a veinticinco dólares.
—Eso es cinco dólares más por encima del cambio actual —dijo Rifkin desdeñosamente. Adam no contestó. Rifkin insinuó el asomo de una sonrisa—. Le sugiero que me permita sondear a un cierto número de contactos que tal vez estén dispuestos a afrontar una compra de este volumen en el mercado...
—Mi paquete representa la posibilidad de hacerse con el poder y el control de la compañía, puesto que las dos facciones actualmente opuestas se hallan cada una en posesión de más o menos un cuarenta por ciento del total de acciones; así, puedo pedir un precio por encima del valor nominal —observó suavemente Adam. El rostro de Rifkin enrojeció.
—Bien, si insiste —murmuró, y cogió el teléfono. Dio tensas instrucciones, colgó rápidamente—. ¿Puedo preguntarle quién se hará cargo ahora de sus asuntos? —preguntó secamente.
—Seguiré manejando mis asuntos yo personalmente —respondió Adam.
La ultrajada pomposidad luchó con la curiosidad en el rostro de Rifkin. Se apoyó sobre un codo, sus facciones zorrunas adoptaron una expresión taimada.
—Si va usted detrás de algo —dijo, como si le hablara al extremo más alejado de la habitación—, me hedió en posición de colocar cierto capital tras ello. Auténtico capital. Adam consideró aquella propuesta. Asintió. —Eso será satisfactorio —dijo—. Puede situar usted trece millones de dólares a mi disposición. Estimo un beneficio de un doce por ciento en un término de diez días. Rifidn abrió mucho la boca.
—¿Trece millones? ¿Está usted loco? —Se enderezó bruscamente—. Podría aceptar el igualar su propia inversión personal.
Podría, he dicho. Pero primero tengo que saber algo acerca del asunto, por supuesto.
—En ese caso, va a ser imposible que trabajemos juntos —dijo Adam. Se puso en pie—. Por favor, envíe el dinero a mi apartamento esta tarde.
El dinero fue entregado: ciento cincuenta y un mil trescientos cuarenta y un dólares con treinta centavos, veinticinco de los cuales dio Adam al mensajero. Los ojos de Louella se abrieron como platos cuando Adam respondió de una forma casual a su pregunta acerca del contenido de la caja de acero.
—¿Todo ese dinero... aquí? Buen Dios, Adam..., ¿y si nos roban? ¿Y si el lugar se incendia? ¿Y si...?
—El dinero no se quedará aquí —dijo Adam.
—¿Qué vas a hacer con él?
—En primer lugar, haré algunas distribuciones a ciertas personas que lo necesitan —dijo ausentemente Adam; tenía los ojos medio cerrados; parecía sumido en sus pensamientos.
Louella sujetó su brazo.
—Adam..., ¡estás hablando de nuevo locuras! ¡Regalarlo, dices! ¿Quién te crees que eres, Dios Todopoderoso? Es nuestro dinero, es para que nosotros lo usemos, para comprar todas las cosas que necesitamos..., ¡tú y yo!
—Muchos individuos se hallan en gran necesidad de cosas esenciales para la vida —dijo Adam calmadamente—. Una tal señora Petrino, que vive en el 3452 de la calle Agnes, necesita urgentemente comida, medicinas y combustible para la calefacción. Arthur Pomfer, que reside en el 902 de la avenida Blite, apartamento 6, necesita dinero para pagar los alquileres atrasados y evitar que lo echen a la calle...
—¿Y eso qué te importa a ti? —dijo ferozmente Louella.
—A mí me parece obvio —dijo Adam—. ¿Eres capaz de sentirte satisfecha sabiendo que existen elementos negativos corregibles en la matriz social?
Louella hizo un gesto de incomprensión.
—¿Qué te ocurre ahora, Adam? ¡De pronto sientes la necesidad de socorrer a los pobres, de convertirte en un gran filántropo, de dilapidar tu fortuna! ¿Acaso no sabes que éste es un esfuerzo inútil, Adam? ¡Pagas los alquileres atrasados de alguien, pero dentro de unos meses su situación volverá a ser la misma!
¡Alimentas a un inútil, pero a la hora de la próxima comida volverá a tener hambre!
—Pienso emprender un programa continuo —dijo Adam suavemente—. Una chica joven, Angela Funk, del 21 de Parnell Road, necesita dinero para la compra de unas gafas; también necesita una dieta especial, así como cirugía correctiva para una deformidad de su pie izquierdo.
—Adam..., quieres tenderte demasiado, arrojar tu dinero al viento... Pronto se te acabará, ¿y qué bien habrás conseguido? Algún bueno para nada verá pagado su alquiler, alguien tendrá gratis una operación que hubiera podido pagarse por sí mismo con sólo trabajar..., ¿y qué habrás conseguido tú a cambio? ¡Nada! Serás tan pobre como el resto de ellos, y entonces, ¿qué podrás hacer?
—Tengo intención de mantener el nivel de fondos...
—¡La caridad empieza en casa de uno! ¿Qué hay de mí? ¿Acaso tengo un armario lleno de ropa? ¿He recibido el tratamiento para esa espalda que me he deslomado trabajando para ti, intentando ayudarte a ponerte en pie? Esa Angela no sé qué..., necesita una operación; ¿qué hay de mi vesícula biliar, de la que nunca me he quejado porque no quería preocuparte? ¿Qué hay de...?
—¿Necesitas cirugía? —interrumpió Adam.
—¡Maldita sea, sí! —confirmó Louella, con el rostro crispado por la emoción—. Y no es ni la mitad de ello. Necesito un corsé ortopédico como el que miré...
—El que viste.
—...el que vi anunciado en el periódico. Y necesito un buen descanso, e ir a ese balneario en el oeste donde estuvo Mamie Eisenhower..., y necesito...
—Por supuesto, arreglaré las cosas para que recibas cualquier tratamiento quirúrgico o de otro tipo que necesites —dijo Adam.
—Entonces, ¿no vas a tirar nuestro dinero por ahí?
—Tus necesidades serán atendidas.
—Necesitaré dinero para gastos, Adam, no puedes enviarme allá al desierto sin unos billetes en el bolsillo. Y necesitaré ropa..., no esperarás que me muestre entre toda aquella gente..., esas mujeres de la alta sociedad, con el aspecto de una pordiosera. Y...
—Por favor, prepara una lista de todo lo que necesites —cortó Adam, de la forma que había aprendido que era necesario cuando hablaba con Louella.
—Lo haré, Adam. Pero tú simplemente no hagas nada estúpido ni sin pensarlo antes, ¿me lo prometes?
Adam la miró con una expresión neutra. Louella apoyó las manos en sus rotundas caderas y le devolvió la mirada.
—¿Lo prometes? —repitió.
—Por supuesto, no voy a emprender ninguna acción que reconozca como estúpida —dijo—. Supongo que tu pregunta era retórica.
—¿Qué vas a hacer?
—Tengo intención de situar una serie de apuestas con un corredor de apuestas llamado Louis Welkert.
—¿Piensas jugarte todo este dinero?
—En absoluto; tengo intención de aumentarlo a una velocidad mucho más rápida de la que era posible trabajando con seguridades.
—¡Vas a perderlo todo! Y, de todos modos, no vas a encontrar a nadie..., a ningún corredor de apuestas que maneje estas cantidades de dinero.
—Normalmente el señor Welkert acepta apuestas por encima de un millón de dólares.
—¿Sobre qué?
—Sobre cualquier cosa que sus clientes deseen. El señor Welkert ofrece posibilidades, y el apostador puede aceptar o rechazarlas; pero la política del señor Welker es no rechazar nunca una propuesta sensata.
—¡Nunca he oído hablar de nada así!
—Su negocio es mantenido en secreto para evitar los impuestos.
—Estafadores —susurró Louella—. Ya los probaste una vez..., ¡sabes la clase de hombres que son! ¡Te devorarán vivo, Adam!
Adam pareció pensativo.
—Supongo que esto que has dicho es una hipérbole, y en realidad no indica una anticipación de antropofagia.
—Oh, Señor, Adam —gimió Louella—. ¡No sé qué hacer contigo! Vas a salir de aquí y... —Sus ojos escrutaron el rostro de Adam, que permanecía relajado, sin reflejar ninguna emoción en particular—. ¿Sobre qué vas a apostar, Adam?
—Inicialmente, sobre los resultados de voto de una proposición de ley para dividir zonalmente el condado.
—¿Crees que ganarás?
—Por supuesto. —Pareció ligeramente sorprendido—. De otro modo no apostaría, por supuesto.
—¿Cuánto?
—El señor Welkert aceptará cien mil a la par. Louella inspiró secamente. —Doblar tu dinero — susurró—. Pero si pierdes... —Como he dicho —replicó Adam—, no tengo intención de perder.
Louis Welkert era un hombre de modales suaves, rollizo y de rostro redondeado, con el pelo completamente blanco y una cara que sugería la de un viejo y bonachón fabricante suizo de relojes de cucú, a excepción de sus pálidos ojos azules, que recorrieron a Adam de píes a cabeza, sondearon una vez su mirada, luego se clavaron en su barbilla.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor? —preguntó con voz suave y cansada.
Adam colocó la caja de acero sobre el rayado mostrador de madera de roble. Fuera del cristal del escaparate, no lavado desde hacía mucho tiempo, un rótulo de neón que señalaba: «Coches Usados — Oportunidades» se encendía y apagaba parpadeante.
—Las elecciones zonales del próximo martes —dijo Adam. Los pálidos ojos se clavaron en la caja fuerte metálica, luego volvieron a la barbilla de Adam. —¿Qué pasa con ellas? —La medida no pasará. Welkert alzó una mano y se rascó la barbilla. —¿Quién le ha enviado aquí? —Obtuve su nombre del señor Clyde P. Walmont III. Welkert asintió.
—Un buen tipo, Wally. Un buen perdedor. —Se inclinó hacia delante en su asiento—. Tengo un poco de dinero que dice que la ley sí pasará —dijo desconfiadamente—. Seis a cuatro. —Deseo colocar cien mil..., a la par. Welkert adelantó los labios, los hizo retroceder. —De acuerdo —dijo—. Los vemos.
Adam abrió la caja y contó cien mil dólares. Welkert asintió. —Iremos al banco al extremo de la calle. Alquilaremos una caja de seguridad a nombre de los dos.
Tras dejar a Welkert, Adam condujo hasta la calle Agnes, encontró un aparcamiento a media manzana del número 3452, una ruinosa casa de ennegrecida piedra con un retorcido trozo de contrachapado clavado sobre el roto montante. Dentro, en medio de un apestoso olor a descomposición orgánica, halló el nombre de la señora B. Pe trino inscrito con mano incierta en la puerta de un buzón marcado con el número 14.
Subió un piso, exploró a lo largo de un estrecho descansillo sembrado de papeles, cajas rotas de cartón, botellas, una bicicleta rota. Había números de aluminio clavados en las negras puertas de roble. Adam llamó al número 14. Una ronca voz respondió.
—Le he traído algo de dinero, señora Petrino —dijo Adam. Hubo un momento de silencio. Al fondo del descansillo se abrió una puerta, y la cabeza de una mujer se asomó para echar una mirada a Adam sin la menor simpatía.
—¿Nate? —dijo la cascada voz desde detrás de la puerta. Se oyó el roce de pies. La cerradura resonó, la puerta se abrió unos cautelosos centímetros. Un ojo vacuo y la punta de una pálida y afilada nariz aparecieron a la vista. Una delgada mano ascendió para echar hacia atrás un mechón de grisáceo pelo—. Usted no es Nate —acusó la mujer.
—Cierto. —Adam extrajo un fajo ya contado de billetes nuevos de veinte dólares de un bolsillo interior, lo ofreció. La delgada mano se adelantó unos centímetros, volvió a retirarse.
—¿Qué es esto? ¿Es usted un falsificador? ¿O qué?
—Estoy proporcionándole el dinero que necesita.
—¿De veras? —La mano se adelantó en un veloz movimiento y tomó los billetes—. Ya era hora —restalló la delgada boca—. Y puede decirle a ese hijo de puta que tengo planes para él. ¿Dónde está ahora?
Adam entrecerró los ojos; hubo una pausa.
—En estos momentos, Nate Petrino está bebiendo una jarra de cerveza en un bar llamado Pearl's Place, en la Veintidós, en Omaha.
—¡Ja! ¡El muy cerdo tripón! ¡Lárgate, carroñero!
A lo largo del descansillo, una docena de pares de ojos siguieron a Adam mientras abandonaba el lugar.
La avenida Blite era una calle sórdida en el extremo más meridional de la ciudad, donde unas cuantas enormes y ruinosas casas de madera construidas hacía ochenta años por los ricos granjeros retirados se apelotonaban como damas caídas en desgracia entre la crudeza de los almacenes y las pequeñas fábricas. El número 902 era una de las casas más pequeñas; cortinas de red ennegrecidas por el tiempo colgaban en las altas y sucias ventanas. Rotos y superfluos adornos decoraban los aleros; el porche había sido torpemente remendado con deteriorados tablones de cinco centímetros.
Un hombre bajo de pelo apolillado y arrugado rostro respondió al timbre. Llevaba un chaleco floreado —en su tiempo color borgoña, ahora gris negruzco—, una camisa lila con cintas verdes y rojas en las mangas, colgantes pantalones marrones, zapatos en punta con los cordones muy anudados. Miró a Adam de pies a cabeza, miró más allá de él, escrutó la acera, vio el coche de Adam, con su roja pintura incongruente en mitad del gris de la calle.
—Hace años desde que vino por aquí el último vendedor —dijo Pomfer—. ¿Qué es lo que vende? No es que vaya a comprarlo, por supuesto.
Adam extrajo un fajo de billetes nuevos de a veinte.
—Le traigo el dinero de su alquiler —dijo.
Pomfer miró el dinero, a Adam, de nuevo el dinero, de nuevo a Adam.
—Eso es nuevo. Nunca me lo habían hecho. ¿Cuál es el truco?
—Me gustaría explorar las implicaciones de sus observaciones —dijo Adam—, pero aún me queda mucho por hacer hoy. Encuentro que el proceso de corregir las injusticias sociales consume más tiempo del que había anticipado. —Seguía sujetando el dinero. Pomfer no hizo ningún movimiento para tomarlo. Se inclinó hacia fuera, miró a ambos lados de la calle.
—¿Es usted el hombre de la Cámara Indiscreta? —preguntó.
—No.
Pomfer pareció pensativo. Frunció el ceño.
—¿Cuál es entonces la historia, amigo?
—Simplemente he venido a traerle el dinero.
Pomfer sonrió con una sonrisa taimada y agitó la cabeza.
—Oh, no. No me cogerá tan fácilmente. Llevo mucho tiempo dando tumbos por ahí.
—¿Rehúsa aceptar el dinero? —La expresión de Adam reflejó un profundo desconcierto.
—Exactamente. ¿Cree usted que nací ayer? Yo...
—No, nació usted el 5 de octubre de 1921. Pero...
—...ya he visto de todo, amigo... —Pomfer hizo una pausa. Su expresión se endureció—. ¿Qué significa eso de espiar mi vida? ¿Qué significa mi fecha de nacimiento para usted? ¿Quién es usted, algún tipo listo del gobierno? No va a obtener nada de mi. Y puede guardarse su cebo; no voy a morderlo. —Pomfer retrocedió y cerró bruscamente la puerta.
Adam hizo otras tres visitas, entregando doscientos dólares para comprarse una bicicleta a un chico repartidor de periódicos, que aceptó en silencio el dinero y echó a correr; ciento veinte dólares a una vieja mujer en un banco de un parque, cuyo rostro se iluminó inmediatamente y se ofreció, a cambio de otros ciento veinte, a enseñarle unos cuantos trucos que él no había visto nunca antes; trescientos dólares fueron a una joven regordeta y embarazada de mal aspecto con un pequeño de apariencia irascible agarrado a un cochecito de niño que contenía un desaliñado bebé y un cartón con seis botellas de cerveza. Tomó el dinero y escuchó con evidente desconcierto la explicación de Adam de que el dinero era para costear su operación de esterilización. Su mandíbula se encajó; sus carnosos rasgos adoptaron un tono encendido. Maldijo a Adam, maldijo a la junta de Bienestar Social y todas sus acciones, y pasó el cochecito de niño por encima del pie de Adam al marcharse, de una forma un tanto brusca.
Angela Funk no estaba en casa. Adam sintonizó , la localizó tras el mostrador de un establecimiento que tenía un cartel pintado a mano que lo identificaba como «Chuck's Diner Eat». Era una muchacha pálida y delgada con un pelo de aspecto muerto, dientes torcidos, y unos falsos pechos demasiado puntiagudos. Depositó con un golpe seco un pequeño bloc de notas delante de Adam cuando éste ocupó un taburete en la barra, tomó de su oreja un lápiz rojo muy mordisqueado con una larga goma amarillenta en su extremo, y le miró con expresión de dolorida paciencia.
—No quiero comer nada, gracias —dijo Adam—. He venido...
—Aquí no servimos bebidas. Esto es un restaurante, no un bar. —Angela retiró el bloc de la barra y se volvió.
—Necesita usted gafas —dijo Adam—. Así como...
Angela se volvió de nuevo bruscamente hacia él.
—Oh, ¿de veras? ¿Quién lo dice? ¿De qué se está usted quejando? Tendrá valor...
—Discúlpeme —cortó Adam, alzando una mano—. Desearía entregarle el dinero necesario para que le examinen la vista y adquirir unas gafas, y para que le operen el pie.
Angela echó la cabeza hacia atrás. Su rostro se tensó. Un aullido de rabia brotó de su boca. Un hombre al extremo de la barra, el único otro cliente presente, derramó un poco de café sobre su chaqueta y empezó a maldecir.
—¡Largo de aquí, jodido! —gritó Angela—. Viene usted de la calle y empieza a insultarme. Nunca le he visto en mi vida. Algunos de ustedes, sucios bastardos, creen que solamente porque una chica trabaje tienen derecho a tratarla como basura, pero déjeme decirle...
Adam le tendió un fajo de billetes; Angela, sin apenas mirarlo, golpeó su mano. El dinero voló por todos lados. El hombre que bebía el café miró con la boca abierta, saltó de su taburete y empezó a recoger los billetes nuevos de a veinte.
—Le aseguro, señorita Funk... —empezó a decir Adam.
—¿Qué es todo ese dinero? —jadeó Angela. Su rostro se contorsionó con renovada furia. Agarró una bandeja y la arrojó contra Adam; éste se agachó, y la bandeja se estrelló contra la ventana del local—. ¡Sucio y asqueroso obseso sexual! ¡Venir aquí para hacerle observaciones y proposiciones indecentes a una muchacha decente! —gimió Angela, y estalló en lágrimas.
Las puertas basculantes de la parte de atrás se abrieron de golpe, y un voluminoso hombre con un sucio delantal apareció como una tromba.
—¿Qué demonios...? —Vio el dinero, cogió un billete, lo sostuvo ante su rostro con ambas manos como si leyera la delicada impresión. Angela chilló. El bebedor de café, que se había deslizado hacia la puerta, se agachó, recogió otro billete y desapareció fuera. El hombre voluminoso rugió y fue a salir de la barra. Angela lo sujetó y empezó a chillar, señalando a Adam. El hombre maldijo y empujó a Angela a un lado, cargó fuera de la barra y a través de la puerta en persecución del bebedor de café.
Adam se marchó rápidamente.
Un hombrecillo de rostro triste con un traje gris que necesitaba urgentemente ser reemplazado observó en silencio mientras Adam entregaba cien dólares a un viejo que había encontrado rebuscando en una papelera de alambre cerca de la estatua de un soldado a caballo.
—Veo que eres un cristiano practicante —comentó el hombrecillo a Adam, mirando por encima del hombro—, Pero, hermano, estás arrojando tu pan en aguas hostiles. Ellos no se apartarán de su vida impía; lo que harán será emborracharse con vino barato. —Hizo, chasquear la lengua y estudió intensamente la chaqueta de Adam.
—Muchos individuos sufren debido a condiciones que pueden ser remediadas por el dinero —explicó Adam—. Mi intención es corregir este estado de cosas, que me ocasionan incomodidad. Ahora me doy cuenta de que subestimé la complejidad de la tarea.
—Amén, hermano. Traer la luz de Jesús a las almas en sombras es la tarea más dura que un hombre puede emprender. Y estás siguiendo el camino equivocado. —El hombrecillo tendió una pequeña mano callosa—. Soy el Hermano Chitwood, y creo que puedo ayudarte, bendito sea Su nombre.
Adam aceptó gravemente la mano.
—Es muy amable de tu parte, Hermano Chitwood. Yo soy el Hermano Adam. ¿Qué recompensa deseas?
—Oh, bendito seas, Hermano Adam, no se trata de pagar. La oportunidad de hacer el trabajo del Señor es suficiente recompensa. Sólo, esto, ¿cuánto..., es decir, qué envergadura tiene el programa que has emprendido?
—He destinado una cuota de diez mil dólares diarios; sin embargo, hoy, hasta ahora, sólo he conseguido distribuir mil trescientos cuarenta dólares.
El hombrecillo se humedeció los labios y tragó saliva.
—¿Los llevas contigo? —casi susurró—. Déjame verlos.
Adam extrajo dos fajos de billetes de un par de centímetros de grueso de dos de sus bolsillos interiores.
—Como puedes darte cuenta, me he quedado muy atrás en mi cuota.
—Alabado sea el Señor —dijo el hombrecillo, con profundos y obvios sentimientos —, de quien fluyen todas las bendiciones. Te diré una cosa: Yo me haré cargo de este trabajo y veré que este dinero llegue a las manos necesitadas, mientras tú vas a por más. ¿De acuerdo?
—Excelente. Te proporcionaré los nombres de los destinatarios previstos...
—No es necesario, Hermano Adam; conozco más casos de necesidad de los que tú puedes abarcar. Simplemente déjame el dinero, y estará repartido antes de que te des cuenta de ello.
—Lamento mi falta de experiencia en este trabajo —dijo Adam, mientras le pasaba los dos fajos de billetes, buscaba otro en sus bolsillos, luego un puñado de billetes sueltos de a veinte—. He intentado bailar una guía adecuada, pero no la he encontrado. Deduzco que las técnicas de aliviar las aflicciones son menos practicadas que las técnicas de adquisición de dinero.
—Es tan cierto eso que dices, Hermano Adam, tan cierto. —El hombrecillo se embolsó el dinero—. Será mejor que empiece ahora mismo: hay tanto camino por recorrer. —Agitó una mano en despedida y se apresuró a desaparecer en la creciente oscuridad.
14
Adam regresó al establecimiento del señor Welkert el martes. El señor Welkert tenía un aspecto hosco pero resignado.
—Acertó usted, señor Adam —dijo.
—Me gustaría dejar la suma en juego —dijo Adam—. Deseo jugar la totalidad al resultado del encuentro de un combate de boxeo.
Welkert miró a Adam y se frotó un lado de la nariz.
—Doscientos de los grandes..., ¿a qué pelea?
—El campeonato de Pesos Mosca que se celebrará el jueves en la Arena Municipal. Ganará Kugel.
—Una pelea de Pesos Mosca..., nunca he oído hablar de ese tipo Kugel —se quejó Welkert.
Adam aguardó. Welkert atrajo el teléfono hacia él, marcó un número, mantuvo una conversación en murmullos.
—¿A la par? —inquirió, tras colgar.
—Completamente satisfactorio.
—Hecho —asintió Welkert. Tomó una hoja de papel del escritorio, escribió algo en ella, se la tendió—. Mi firma es tan buena como el oro, pregúntele a cualquiera.
Adam aceptó el papel.
—El combate está previsto para las ocho de la noche. Vendré a verle a las diez.
—¿Para qué? —Welkert se permitió una retorcida sonrisa —. Kugel tiene las mismas posibilidades que un gato en una perrera.
—Está usted equivocado —dijo Adam—. Buenas tardes, señor Welkert.
El buen humor de Welkert había desaparecido cuando Adam llegó exactamente a las diez de la noche del siguiente jueves. Había otro hombre con él, sentado en una silla en un rincón en sombras, fumando un cigarrillo en una boquilla de marfil. Welfcert tomó una bolsa de papel de un cajón del escritorio, vació su
contenido sobre la mesa: varios fajos de billetes.
—Doscientos de los grandes. Cuéntelos.
Adam miró el dinero.
—Sustancialmente correcto —dijo—. Yo...
—¿Tiene usted rayos X en los ojos, no necesita contarlos?
—Puedo estimar el número de certificados con una tolerancia mínima calibrando visualmente el grueso de un fajo. Sin embargo, no deseo recoger el dinero ahora. Tengo otra apuesta que me gustaría hacer.
—Otra apuesta —dijo Welkert sin entusiasmo—. ¿De qué se trata esta vez?
—¿Qué apostaría usted sobre la muerte de un hombre?
—¿Eh? —Welkert se inclinó hacia delante, acercando su rostro al de Adam—. ¿Qué me está proponiendo ahora?
—El señor Lyman F. Bossman se suicidará esta noche.
—¿Bossman? ¿Se refiere al ayudante del fiscal del distrito?
—Sí, el señor Bossman se halla empleado en esa capacidad.
—¿De dónde ha sabido usted eso? —preguntó Welkert. Ya no parecía un viejo relojero suizo.
—De una fuente que no deseo divulgar.
—Espere un momento —dijo una voz suave desde el rincón oscuro. El hombre sentado allí se inclinó hacia delante para apagar su cigarrillo—. Antes de establecer ningún contrato, creo que necesitamos saber un poco más acerca de esa fuente suya, señor Adam. —Era un hombre moreno, delgado, elegante, con una nariz larga, ojos muy juntos y el destello de unos gemelos en sus muñecas.
—¿Es esto una condición indispensable para que acepten ustedes mi apuesta? —preguntó Adam.
—Ajá —dijo el hombre delgado—. Si no le importa.
—Fui prevenido por la Hermana Louella de no divulgar esa información. Ella cree que perjudicaría a quienes la escucharan, probablemente dando nacimiento a la convicción de que soy mentalmente desequilibrado. Pero en este caso, el beneficio que puede derivarse de ello es tal que creo justificado violar su prevención. En consecuencia, les confiaré que he obtenido esta información del propio señor Bossman.
—¿Bossman le dijo a usted que iba a suicidarse? —preguntó Welkert, en un tono de reflexivo escepticismo.
—No en persona; fue solamente su voz.
—¿Su voz?
—Correcto.
—¿Oyó usted su voz? ¿Cómo?
—Me sintonicé a ella.
—¿Estuvo escuchando fuera de su oficina, de su dormitorio..., o de dónde?
—No, en aquellos momentos yo estaba viajando en un transporte público.
—¿Y él estaba sentado a su lado, hablando consigo mismo?
—No, él estaba en su club de campo.
Los dos hombres observaron a Adam por un momento; luego ambos se echaron hacia atrás, visiblemente relajados. Intercambiaron una mirada.
—Y usted desea apostar los doscientos mil a que Bossman tira de la cadena esta noche —dijo Welkert.
—Supongo que están empleando ustedes un término equivalente a la autodestrucción.
—Oh, sí, tuve a dos, tres idiotas, trabajando para mí. ¿Qué tipo de apuesta tiene usted en mente, señor Adam?
—Sobre la base de las consideraciones estadísticas, una apuesta de mil a uno no sería evidentemente excesiva. Sin embargo, dado que sus recursos son limitados, diez a uno será aceptable.
Welkert miró al hombre delgado, que asintió.
—Seguro, adelante, señor Adam. Esta noche, dice usted. ¿A qué hora?
—El señor Bossman todavía no está seguro. Primero tiene intención de dejar arreglados algunos asuntos.
—Oh, por supuesto, cualquiera deseará dejar arreglados antes algunos asuntos. Bien, ha sido muy agradable hablar con usted, señor Adam.
—Regresaré a las siete de la mañana a por mis ganancias —dijo Adam—. Si no le importa.
—En absoluto, a las siete de la mañana, lo que usted diga. Pero no siga apostando esa vez, ¿eh?
—Sería inútil continuar, puesto que su capitalización habrá desaparecido una vez me haya pagado los dos millones de dólares —señaló Adam.
En el apartamento, Adam preparó una comida sencilla a base de yogur, germen de trigo, Pro-ten y miel cultivada orgánicamente, y se retiró a descansar. La Hermana Louella llevaba ya más de una semana en Denver; Adam pensó en sintonizar su voz, pero reflexionó que probablemente ella se resentiría de la invasión de su intimidad. Escuchó ociosamente otras voces, el incesante balbuceo de fondo que desde hacía mucho tiempo había aprendido a sintonizar a voluntad por debajo del umbral de la consciencia. Adam no pensaba en las voces como gente; eran simplemente entidades incorpóreas, que existían en un medio nebuloso que nunca había intentado visualizar. Parecían hallarse normalmente en un estado de excitación, discutiendo, suplicando, arengando...
- ¡...Adam! ¡Aquí está! ¡Temía haberle perdido para siempre! ¡Escúcheme, Adam! ¡Quiero saber dónde está! Soy Arthur Poldak. ¿Dónde está usted, Adam?...
La idea de dar una respuesta específica nunca se le había ocurrido a Adam. Las voces hablaban: él escuchaba. Era un tráfico en una sola dirección. Sintonizó hacia dentro, ignorando la urgente llamada del mismo modo que ignoraba el contenido de las otras voces. El hecho de que la voz de Poldak llamara su nombre no le parecía notable en ninguna forma. Recordaba débilmente la voz de Poldak como una de las que en una ocasión habían invadido su mente y habían intentado empujar el yo a un lado. No albergaba ningún resentimiento hacia ella; pero tampoco sentía deseos de ceder el control de su cuerpo a otro.
Despertó temprano, a las seis; se vistió, comió lo mismo que la cena anterior, y se dirigió a la oficina del señor Welkert, donde encontró la puerta cerrada. Llamó, pero no recibió ninguna respuesta. Se tendió hacia delante, captó que el edificio estaba vacío.
Por un momento permaneció bajo los deslucidos gallardetes del abandonado aparcamiento de coches usados, inmóvil en el frío amanecer, absolutamente confuso. Se volvió de nuevo, sondeando un radio mayor, localizó rápidamente el intangible esquema gestalt que era el señor Welkert. El corredor de apuestas, percibió, estaba en una habitación de hotel a algunos kilómetros de distancia, hablando por teléfono:
- ¡...abro el periódico, y ahí está! ¡En primera página! Lo encontró el hombre de la basura, con todos los huesos de su cuerpo rotos..., ¡y dicen que fue asesinato!
- Espera a que lo compruebe. —Adam reconoció la voz del hombre delgado de la oficina de Welkert.
- Mira, Siggy, no me gusta esto. ¿Qué hay de ese pichón Adam? ¿Arrojó él a ese Bossman por la ventana? ¿O qué? ¡No me gusta!
- No tiene que gustarte. No te muevas de al lado del teléfono. Te llamaré.
Eran quince minutos en coche a través de las calles medio vacías a primera hora de la mañana hasta el hotel donde el señor Welkert ocupaba una suite en el piso doce. Adam fue directamente al ascensor y subió, salió a un pequeño vestíbulo. El aire acondicionado murmuraba suavemente. Llamó a la puerta, una austera hoja de teca barnizada en color natural.
Un hombre al que no conocía abrió la puerta. Tras él, Adam vio a Welkert sirviéndose una copa.
—He venido a por mi dinero, señor Welkert —dijo Adam. Welkert giró en redondo y dejó caer la botella, que gorgoteó su contenido en la alfombra color gamo. Maldijo.
—¿Conoce usted a este tipo, jefe? —preguntó el que había abierto la puerta. Era un hombre pequeño y nervudo de torcida mandíbula, con unos pantalones negros y una camisa blanca de cuello abierto.
—Lo conozco —gruñó Welkert, avanzando—. Al, limpia esto. —Asomó la cabeza por la puerta, miró al pasillo, invitó a Adam a entrar con una inclinación de cabeza. Adam pasó junto a él, se detuvo en el centro de la habitación. Era un apartamento elegante, decorado en marrón claro y blanco y dorado. Unas grandes ventanas ofrecían una espléndida vista de la ciudad.
—¿Cómo ha encontrado este lugar? —preguntó Welkert.
—Prefiero no divulgar esta información —dijo Adam.
—Oh, ese truco de nuevo —murmuró Welkert. Encendió un cigarrillo, arrojó una bocanada de humo, miró a Adam a través de éi_. Se ha metido usted en un buen problema, amigo —dijo—. La policía está camino de aquí en estos momentos.
Al levantó bruscamente la cabeza ante aquellas palabras. Adam observó con calma a Welkert.
—Me gustaría mi dinero ahora mismo —dijo—. Tengo el día muy ocupado...
—¿Ha oído lo que le he dicho? —Welkert hizo chasquear los dedos—. Policías, amigo. Policías que quieren hacerle algunas preguntas acerca de Bossman.
—No sé nada del señor Bossman, excepto que se quitó la vida a las dos y veinte de esta madrugada.
—¿Cómo sabe la hora en que tiró de la cuerda? No figuraba en los periódicos.
—Prefiero no divul...
—Sí, sí, ya lo sé. No dice usted mucho, ¿verdad, amigo? Arregló bien las cosas desde un principio, debo reconocerlo. Pero se pasó de rosca conmigo. Lo estropeó todo esta última vez.
No sé cómo lo hizo, pero hiede de aquí a Sing Sing. Ahora será mejor que se largue.
—Así, ¿no tiene intención de pagarme el dinero que me debe?
—Siga su camino, amigo. ¿Cree que tengo blanda la cabeza?
—Su cráneo parece poseer una permeabilidad media —dijo Adam—. Pero...
—¡De acuerdo, largo! —restalló Welkert—. Al, muéstrale la puerta a este tipo. Y si le veo rondando por aquí, haré un ocho con su gaznate, ¿comprende?
—No, no comprendo —empezó a decir Adam, y fue interrumpido por un aguijón en sus costillas. Se volvió; el hombre llamado Al le estaba apuntando con una pistola.
—Arriba las manos —dijo Al.
—Oh, olvida eso —cortó Welkert—. No está armado. Simplemente échalo fuera. Acompáñalo hasta el aparcamiento.
—Adelante, tú —dijo Al, y fue a clavar la pistola de nuevo en el costado de Adam. La mano de Adam descendió en un duro golpe contra la muñeca de Al. La pistola saltó por los aires. Adam oyó una ahogada exclamación a sus espaldas, captó un movimiento...
Una luz cegadora estalló en su cabeza.
Adam fue vagamente consciente de ser medio arrastrado, medio llevado. Le dolía terriblemente el cráneo. Había algo que tenía que hacer, pero sus miembros se negaban a responder a sus órdenes.
La luz se hizo más débil, luego aumentó. Hubo una sensación de movimiento. Otro sonido, y el movimiento cesó. Unas manos lo empujaron hacia delante.
Sus piernas funcionaban, en cierto modo. Se sentía mareado, pero ahora era capaz de ver. Se hallaba en una enorme sala de suelo de cemento, donde había aparcados hileras de vehículos bajo luces que colgaban del techo. Sus pies y los de Al rasparon contra el suelo cuando el pistolero lo empujó hacia una pequeña puerta.
Fuera, el aire era frío. Adam se estremeció, tropezó. Al maldijo y lo mantuvo erguido, lo empujó hacia delante. Recorrieron su camino a lo largo de un estrecho callejón de ladrillos entre paredes ciegas. Los sonidos de la calle les llegaban desde delante. Cuando emergieron a una luz más brillante, Al le dio un empujón final. Adam se tambaleó unos cuantos pasos, casi cayó cuando bajó de la acera. Alguien gritó. Se oyó un chirriar de frenos...
Hubo un impacto, sordo y remoto. Adam tuvo la impresión de estar volando a través de un espacio sin fondo. Era casi una sensación agradable hasta que se estrelló contra una pared que no había visto.
Adam regresó a la consciencia en una ventilada habitación de paredes verdes, tendido de espaldas sobre una bresca y suave cama. A su lado había un jarrón con rosas. Captó olores químicos desconocidos en el aire, junto con los aromas conocidos de las flores y la comida y los desinfectantes. Una mujer vestida de blanco estaba de pie cerca, de espaldas a él, llenando una jeringuilla. Se volvió, se sorprendió cuando vio que tenía los ojos abiertos y la estaba observando.
—Bien, al fin estamos despierto. —Apoyó una mano en su frente—. ¿Cómo se encuentra?
—No comprendo el uso del pronombre en plural en esa construcción —dijo Adam—. Puedo afirmar que yo me siento débil y con náuseas. Usted, por supuesto, es consciente de su propio estado.
—Por supuesto, ahora vuelva a dormirse —dijo la enfermera, con un asentimiento de cabeza. Adam observó mientras ella frotaba su brazo y le aplicaba la inyección; luego cerró los ojos y dejó que todo derivara...
La siguiente vez que despertó había un hombre allí, un hombre regordete y sonriente con el pelo en recesión y sonrosadas mejillas, vestido con una bata blanca de manga corta y sin cuello.
—Bien, ya está aquí —dijo el hombre, y tendió la mano hacia la muñeca de Adam—. Ha disfrutado de un buen descanso, señor. ¿Se encuentra mejor ahora?
—En comparación con mi condición en mi último intervalo de consciencia, sí. Sin embargo, en comparación con la condición que considero normal, no.
El médico pareció sorprendido, luego consiguió esbozar una sonrisa.
—Ha estado usted muy enfermo, señor. Pero se ha recuperado estupendamente. Estará sobre sus pies..., es decir —se apresuró a rectificar, mientras parecía enrojecer—, estará completamente recuperado antes de que se dé cuenta.
—Esa afirmación parece paradójica —dijo Adam.
—¿Eh? —El médico dejó escapar una forzada risita—. Es un modo de hablar —indicó—. Ahora..., ¿a quién le gustaría que llamáramos, para notificarle del accidente?
—No será necesario que llamen a nadie —dijo Adam. —Entiendo. —La expresión del médico se hizo neutra—. En realidad, señor, desconocemos su nombre. No llevaba usted ninguna identificación... —Adam.
—Bien, nos ha tenido intrigados, señor Adam. Dice que no desea que llamemos a nadie. ¿Quizá su abogado...? —¿Para qué necesito los servicios de un abogado? —Bueno, están los trámites de rutina, por supuesto. El asunto de, esto, el pago, y todo lo demás... —¿A qué pago se refiere?
—Al de su tratamiento. Sufrió usted fractura de cráneo, ya sabe, y las amputaciones cuestan dinero, como estoy seguro de que comprende muy bien.
—No deseo ninguna amputación —dijo Adam—. Aunque, ¿tal vez se trate de otra forma de hablar...?
—Su pierna estaba en un estado deplorable, señor Adam —dijo rígidamente el médico—. No tuve elección si quería salvar su vida. Hice lo que en mi opinión profesional consideré que era mejor bajo las circunstancias.
Adam alzó la cabeza, examinó la longitud de su cuerpo debajo de la sábana rosa pálido. Sólo un pie se alzaba en la posición donde estaba acostumbrado a ver dos.
—No es que quiera presionarle en estos momentos, señor Adam —siguió el médico—, pero, como le he dicho, para los registros del hospital necesitamos cierta información. Administración tiene sus reglas, ya sabe. —Intentó una sonrisa, la olvidó, aguardó.
—No podré andar —dijo Adam.
—Oh, vamos, señor Adam, déjeme tranquilizarle respecto a eso. En cuestión de unas pocas semanas, tan pronto como el muñón haya sanado, podremos aplicarle una prótesis. En los últimos años se han hecho auténticas maravillas con las prótesis. Son caras, por supuesto, pero estoy seguro de que usted deseará lo mejor. Ahora, ¿cuál es su banco, señor Adam?
—No tengo ninguno.
—Pero seguro que tiene una cuenta en algún lado.
—No.
—Señor Adam, ¿quién maneja sus asuntos financieros? —Recibí alguna ayuda, brevemente, de un tal Hermano Chitwood. Aparte esto, me ocupaba yo personalmente del manejo de mi dinero.
—Lo que quiero decir —señaló el médico, más secamente ahora— es: ¿Cómo tiene intención de pagar su factura?
—Tengo dinero en mi bolsillo —dijo Adam.
—Sí..., lo sé. Mil doscientos veinte dólares. Están en la caja fuerte del hospital.
—Pueden cobrarse sus honorarios de esa suma —dijo Adam.
—Señor Adam, mil doscientos dólares no cubren ni la mitad de lo que usted debe —restalló el médico—. Veamos, durante cuatro semanas ha ocupado usted una habitación privada, ha tenido atención médica las veinticuatro horas del día..., aparte el coste de la cirugía, el anestesista, el servicio de ambulancia, la sangre... ¿Se da cuenta de que ha necesitado seis litros de la AB negativa, un tipo muy raro?
—No tengo otro dinero —dijo Adam.
—¿Ningún otro dinero? —El rostro del médico se ensombreció—. Supuse..., esa cantidad de dinero en efectivo en sus bolsillos..., sus ropas eran nuevas, y caras..., seguramente...
—Lo distribuí todo —dijo Adam—. Excepto lo que llevaba en los bolsillos. Y, puesto que el señor Welkert se negó a pagar, no tengo más fondos.
—Entiendo. —El médico se levantó y desapareció. Cinco minutos más tarde, dos fornidos enfermeros alzaron a Adam de su cama, lo depositaron en una silla de ruedas, y lo trasladaron a un enorme y ruidoso pabellón.
Adam fue dado de alta dos semanas más tarde. Sus ropas colgaban fláccidas sobre su cuerpo; había perdido veinticinco kilos, incluido el peso de una pierna. El hospital le proporcionó unas muletas y diez dólares en efectivo. El médico que había realizado la operación no estuvo presente para decirle adiós.
Era un día frío y encapotado. Adam —torpemente al principio, más seguro después de tomar prestados algunos trucos técnicos de Henry Populous, un amputado desde hacía cincuenta años— caminó media docena de manzanas antes de llegar a un pequeño parque. Se sentó por un rato en un banco, observando el viento agitar las hojas y los envoltorios de caramelos a lo largo del sendero de grava. Un hombrecillo de rostro triste, luciendo un traje de aspecto nuevo pero terriblemente arrugado, se sentó en el extremo opuesto del banco.
—Buenas tardes, Hermano Chitwood —dijo Adam.
El hombrecillo se sobresaltó nerviosamente, miró a Adam, frunció unos ojos, que, observó Adam, estaban terriblemente enrojecidos.
—¿Te conozco de alguna parte, hermano? —preguntó el hombrecillo con una voz sibilante. Tosió. Se rascó el pecho a través de la camisa.
—Me ayudaste, hace unas semanas, a distribuir fondos entre los necesitados —dijo Adam.
El hombrecillo se estremeció violentamente.
—Mire..., lo que le hayan dicho..., todo lo que hice... —Su voz murió. Miró a Adam con una expresión que cambió de miedo a horror—. Pero usted no es..., sí, sí es... Dios mío, hermano, ¿qué te ha ocurrido?
—Mi rodilla izquierda fue aplastada por un camión —dijo Adam—. El cirujano de guardia, considerando que el miembro dañado estaba más allá de cualquier posible reparación, lo amputó.
—Dios Jesús. Tienes un aspecto horrible, hermano. No eres más que piel y huesos. ¿Qué haces fuera del hospital?
—Gasté mi último dinero con la amputación —explicó Adam—. En consecuencia, me fue imposible quedarme.
—Los hijos de puta. ¿Qué quieres decir con tu último dinero?
—Tenía situada una porción de mis fondos en un programa diseñado para producir beneficios, mientras efectuaba la distribución inmediata del resto. Con tu ayuda, conseguí disponer del dinero previsto para aliviar los sufrimientos; pero mis planes de generación de beneficios resultaron ser improductivos.
—Eso es lo que suele ocurrir siempre, Adam. Ese me dijiste que era tu nombre, ¿verdad? Perra suerte. Yo..., esto, también he tenido mala suerte. Estoy a cero, como tú. ¿Dónde te alojas?
—Ahora iba para mi casa, pero me senté un rato a descansar. No estoy acostumbrado a andar con ayuda de muletas.
—¿Tienes..., esto, algo que masticar en tu casa, Adam?
—Por supuesto. La despensa está siempre adecuadamente surtida.
—Tienes una curiosa forma de hablar, Adam —dijo Chitwood, levantándose—. Pero eres grande incluso en eso. Vamos allá y tomemos una copa, y hablaremos de algunas de las ideas que tengo.
Adam aceptó la proposición del otro. También, bajo su sugerencia, pararon un taxi, que los depositó delante de la imponente entrada en Buckingham Arms.
—Un auténtico palacio —murmuró Chitwood, examinando dubitativamente la puerta—. ¿Estás seguro de que vives aquí?
—Completamente seguro.
El portero se situó casualmente cortándole el camino a Adam cuando éste se acercó a las cuádruples puertas de cristal.
—Ya os dije antes que aquí no se admiten mendigos, muchachos —dijo descuidadamente.
—No tengo ninguna intención de solicitar dinero, Clarence —explicó Adam—. Simplemente deseo hacer uso de mi apartamento.
—Sí..., seguro. ¿Cómo sabes mi nombre? Y para ti es señor Dougall, pordiosero.
—Me fue presentado usted por el señor Farnsworth, el gerente, el día que tomé posesión de mi apartamento —dijo Adam.
—¿Qué apartamento? —preguntó Clarence, inseguro ahora.
—El mil doscientos dos.
—Estás loco. El mil doscientos dos es el del señor Adam... —Clarence se interrumpió. Miró fijamente a Adam—. No. Usted no es..., no puede ser...
—Apártate del camino, monigote —dijo Chitwood, pasando junto al portero—, o el señor Adam hará que el señor Farnsworth te corte todos los preciosos botones de tu uniforme.
Habían alcanzado casi el ascensor antes de ser interceptados por un hombre de aspecto altivo con una chaqueta Harris de tweed soberbiamente cortada para minimizar su barriga.
—¿Puedo preguntar.;.? —empezó a decir, y se interrumpió, mirando fijamente—. ¿Es usted... el señor Adam? —susurró.
Adam confirmó su identidad.
—Buen Dios, señor Adam..., su pierna..., ¿qué ocurrió? Pensamos..., supusimos...
Adam se explicó.
—Llegamos a la conclusión de que había muerto usted, señor Adam —dijo Farnsworth, secándose la frente con su inmaculado pañuelo—. Después de todo, tras más de seis semanas sin ninguna noticia..., ninguna huella...
—Comprendo —dijo Adam—. Estoy cansado, señor Farnsworth. Ahora quisiera descansar. Si me disculpa...
—Oh..., pero ése es el problema. Nos vimos obligados a volver a alquilar su apartamento, ¿comprende? Su contrato especificaba...
—Cualquier otro apartamento servirá. Puede transferir allí mis pertenencias y...
—Señor Adam, comprenderá usted que no tenía elección. Sus, esto, posesiones, fueron vendidas, para pagar en parte los alquileres que se debían. Pero, por supuesto, estoy seguro de que podré hallarle un lugar para usted..., aunque supongo que primero querrá liquidar sus cuentas, estoy seguro de ello. Tendré que comprobarlo, pero creo que seiscientos dólares lo cubrirán todo.
—Tengo siete dólares y cincuenta centavos —dijo Adam.
Cuatro minutos más tarde, Adam y Chitwood estaba sentados juntos en el bordillo de la acera, bajo la malévola mirada de Clarence.
—Perra suerte —dijo Chitwood—. ¿Dónde vamos a ir ahora?
—No lo sé —admitió Adam.
—Mira —dijo expansivamente Chitwood—, puedes venir a mi casa. No tengo mucho, entiéndelo, pero qué demonios. Todavía debe haber por allí una lata de judías, y quizá podamos arramblar con algo...
15
El Hermano Chitwood condujo a Adam a un edificio con fachada de piedra en una estrecha calle dedicada a casas de empeños, cervecerías, tiendas de ropa usada y pequeños mercadillos en la acera que ofrecían innombrables verduras de interés principalmente para los recién llegados de ultramar. Su habitación estaba en el último piso. Dentro hizo un gesto hacia una silla de madera, se dejó caer en una cama sin hacer. Adam apartó una botella vacía de ginebra y se acomodó lo mejor que pudo. Se sentía débil y mareado. Notaba las manos frías.
—Me he estado preguntando, Adam..., ¿dónde conseguiste la pasta que estabas manejando? —preguntó Chitwood. Alzó una botella vacía del suelo al lado de la cama, la miró con el ceño fruncido, volvió a arrojarla.
—A través de varios medios —dijo Adam. Su voz sonaba débil—. Discúlpame, Hermano Chitwood; estoy demasiado cansado para hablar en estos momentos...
—¿Cuál era la idea... detrás de distribuir así el dinero?
—Intentaba aliviar los problemas surgidos de la necesidad de pequeñas sumas de dinero en efectivo.
—¿Por qué?
—Descubrí... que la existencia de gente que sufre... era tras— tomadora.
—Hey..., quizá será mejor que te eches aquí. —Chitwood se levantó y ayudó a Adam hasta la cama, donde éste se dejó caer, sintiéndose débil y presa de náuseas.
—¿Puedes conseguir más? —insistió Chitwood.
—Por supuesto. Pero... en estos momentos son incapaz... de tomar ninguna acción efectiva...
—De acuerdo, duerme un poco. Hablaremos más tarde.
Tendido en la cama, Adam evaluó las sensaciones que le invadían. Su cuerpo temblaba ahora violentamente. Sentía un frío helado. El Hermano Chitwood estaba de pie sobre él, con una expresión asustada en su fruncido rostro.
—Adam..., ¿estás bien? Tienes mal aspecto, tu cara es como masa de pan cruda..., y estás empapado, y tiemblas como una hoja.
—No me encuentro bien —consiguió decir Adam. Automáticamente sus pensamientos se tendieron hacia fuera, buscaron en un segundo la información necesaria—. Es un shock —dijo—. Trae mantas..., mantón baja mi cabeza..., llama a un médico, el doctor Meyer Roskop, del 234 de la calle Perry...
—¿Mantas? ¡Pero si estás sudando como un cerdo! ¿Qué has estado bebiendo, muchacho?
—Un módico...
—No tengo dinero para un médico... —La voz de Chitwood crecía y se desvanecía—. Escucha, Adam..., el dinero..., ¿dónde conseguías el dinero? ¿Tienes más...? —Chitwood estaba sacudiéndole ahora, pero estaba muy lejos, desvaneciéndose, empequeñeciéndose, y el rugir en la cabeza de Adam creció hasta ¿bogar la persistente voz.
Cuando Adam volvió a la consciencia, el Hermano Chitwood estaba diciendo urgentemente:
—No puedes morirte aquí. No hubieran debido dejarte salir nunca de ese hospital, las malditas ratas asquerosas. Ahora ponte de nuevo en pie, ¿ves? Te llevaré de vuelta al hospital, ¿comprendes?
—Comprendo —dijo Adam. Se levantó temblorosamente—. Pero no me van a recibir bien allí. No tengo dinero. —Se dejó caer de nuevo.
—Pero no puedes morirte aquí —repitió Chitwood—. Vamos, Adam..., no querrás meterme en un lío. Mira todo lo que he hecho por ti, ayudándote a distribuir tu pasta, trayéndote a mi propia casa..., claro que no tenía idea que estuvieras en tan mal estado...
—No quiero causarte ninguna inconveniencia —dijo Adam, y volvió a ponerse trabajosamente en pie.
—La inconveniencia será si te quedas tieso entre mis manos —declaró Chitwood de corazón, animando a Adam hacia la puerta—. Salgamos. ¿Estás seguro de que no tienes más dinero para que te ayude en este trance?
—Completamente seguro; y no necesitas seguir manteniendo el fingimiento de que distribuiste entre los necesitados los fondos que te confié.
—Hey..., ¿qué tipo de tontería es ésta? ¿Me estás diciendo que te robé la pasta que me diste?
—Gastaste los fondos en un automóvil, que abandonaste tras estrellarte con él cuando conducías borracho, en seis trajes, en un regalo para una mujer empleada como camarera en el Ideal Bar and Grille, y en visitas a una variedad de restaurantes y clubs nocturnos...
—¿Qué eres tú, una especie de sucio espía? Esto parece algún complot...
—Si con esas palabras implicas un intento de atrapar a alguien, no es así. Te encontré por accidente...
—Sí..., apuesto a que así fue. Vamos, fuera, amigo. Lárgate. Ahora.
Cinco minutos más tarde, Adam estaba solo en medio de la acera. Permaneció allí por unos instantes, intentando pensar. Le parecía más difícil pensar ahora que antes del accidente..., como si el medio que empleaba para formular sus pensamientos ya no operara con tanta eficiencia.
Había una cabina telefónica a media manzana de distancia. Adam se encaminó hacia allá, con frecuentes paradas para descansar. En la cabina, depositó una moneda de diez centavos en la ranura y marcó. Tras la segunda llamada respondió una voz enérgica.
—Soy Adam, señor Lin —dijo—. Me gustaría volver a mi empleo.
—¡Adam! Ha pasado mucho tiempo..., meses. ¿Cómo se encuentra? Oí que estaba teniendo mucho éxito..., y que luego, de pronto, desapareció.
—Tropecé con un cierto número de reveses —dijo Adam—. Como ya le he dicho, necesito un empleo.
—Sí; bueno, Adam..., Lucy tiene un joven ahora, un chico estupendo. Músico. Benny Chin Lee y sus Cinco Agridulces. Se casan el mes próximo. Bajo esas circunstancias..., bien, ambos preferiríamos evitar tensiones, ¿no?
—¿No desea emplearme?
—Adam, me gustaría tenerle de nuevo a mi lado, de veras, pero, después de hablar con Lucy..., bien, estoy seguro de que puede encontrar usted una espléndida posición en cualquier otro lado.
—Adiós, señor Lin.
Adam permaneció en la cabina, derrumbado medio inconscientemente en el asiento, hasta que una mujer regordete con un rostro como un perro pequinés golpeó de forma insistente el cristal. Fue a la siguiente esquina y se quedó allá, reclinado contra la pared. Era un día gélido. Sus ropas parecían pegársele a la piel. Los dedos de su ausente pie le dolían como si se le estuvieran congelando.
—¿Está esperando a alguien, amigo? —dijo una voz a sus espaldas. Era un policía.
—No —dijo Adam—. A nadie específico.
—Entonces circule, amigo.
Adam obedeció. Su visión le estaba fallando; brillantes luces asomaban en medio de una bruma cada vez más oscura. En la siguiente manzana descansó de nuevo, en el quicio de un restaurante. Al cabo de cinco minutos el propietario salió y le ordenó que se buscara otro lugar donde molestar.
Había un callejón en la siguiente manzana. Entró en él, encontró un lugar abrigado detrás de una hilera de cubos de basura, se dejó caer sobre los grasientos ladrillos. Se adormeció, y despertó helado hasta los huesos. Sus pensamientos parecían vagos y turbios. Estaba allí..., y estaba en algún otro lugar, caminando por una soleada playa, nadando en el agua azul profundo, bailando al sonido de una hormigueante música, cenando en una enorme estancia llena de luces y sonidos y aromas...
...ereszetek ki inét...
...mata a ese jodido hijo de madre...
...jag har inte gjórt; jag har inte gjórt...
...¡Adam! ¡Escúcheme! ¡Tengo que encontrarle! ¿Dónde ha ido? Fui al hospital; dijeron que había sido dado de alta..., ¿dónde está? ¡Responda, Adam! ¡Respóndame!...
Adam desintonizó las voces intrusas. Era el momento, se dio cuenta, de informar a la Hermana Louella de su situación. Sintonizó, se tendió hacia delante..., cerca, a menos de ocho kilómetros, allí mismo en la ciudad. Consideró la posibilidad de hablar mentalmente con ella; pero la Hermana Louella le había ordenado repetidamente que nunca se entrometiera de aquel modo en su intimidad.
Lentamente, dolorosamente, Adam colocó su muleta en posición y, ayudándose en un cubo de basura lleno a rebosar, se puso en pie. Cojeó de vuelta a la calle, se abrió camino hasta el bordillo de la acera, llamó a un taxi, le dio al conductor la dirección.
El taxista le miró por el espejo retrovisor.
—¿Conoce usted a alguien allí, amigo?
Adam confirmó que sí.
—¿Cómo perdió la pierna?
Adam se lo dijo.
—Tiene mal aspecto, amigo. ¿Se encuentra bien?
—Me queda poco tiempo —dijo Adam con aire ausente—. Sugiero que conduzca rápido, para evitarle el inconveniente de tener que disponer de mis restos.
—¿Qué...? —El vehículo hizo una brusca ese cuando el taxista miró por encima del hombre. Condujo en silencio y tensamente por la ciudad; frenó bruscamente y se arrimó a la acera ante una entrada brillantemente iluminada.
—Bien, ya estamos. Esta es la dirección que me dio. Son dos con cincuenta.
Adam rebuscó en sus bolsillos. Con excepción de treinta y un centavos, estaban vacíos.
—Olvídelo, amigo. ¿Le está esperando alguien? —El taxista sabía salido y le estaba ayudando a bajar.
—No.
—¿Quiere entrar?
—Sí.
El taxista ayudó a Adam a cruzar la acera, a entrar por la puerta, y se fue.
Adam sondeó el edificio, localizó a la Hermana Louella en el quinto piso. Subió en el ascensor automático, descansó, luego se dirigió por la mullida moqueta del pasillo a la puerta tras la que captaba la presencia de la mujer. Llamó.
—¿Quién es? —La insegura voz de la Hermana Louella llegó ahogada a través de la hoja.
—Adam —dijo, medio en voz alta, medio con su mente.
Se oyó un jadeo.
—¿Adam? ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero hablar contigo, Hermana Louella.
—¿Acerca de qué? Ya no tenemos nada más de qué hablar. —Se oyó el cliquetear de una cadena, el correr de un cerrojo. La puerta se abrió un centímetro. Adam captó un destello de luz en una pupila.
—¿Qué? Usted no es..., o sí... ¿Adam? —La puerta se abrió más. Una mujer esbelta, cuidadosamente peinada y llena de cosméticos, envuelta en un sofisticado vestido negro de tarde, miré a Adam. Por un momento, Adam fue tomado por sorpresa; automáticamente se tendió hacia delante, tocó el familiar contorno de la personalidad gestalt de la Hermana Louella.
Díos mío, Adam..., ¿qué te ocurrió? Tienes tan mal aspecto como la primera noche que te vi,..., ¡peor! Y tu pierna...
—Me fue amputada a raíz de un accidente —respondió Adam sin la menor emoción—. El organismo no se ha recuperado, y pronto dejará de funcionar. En consecuencia, es necesario que transmita cierta información antes de ese suceso.
—Adam...supongo que puedes pasar. ¿Qué te ocurrió? Pensé que estabas ya en la cúspide, —La Hermana Louella lo ayudó a llegar a un largo y bajo sofá situado ante una meticulosa chimenea donde ardía alegremente un fuego artificial.
—Sufrí algunos reveses —dijo Adam—, debido a una evaluación errónea de la dinámica interpersonal implicada. En lo que al almacén Baturian se refiere, en estos momentos parece deseable seguir con sus operaciones, al menos por un período de tiempo adicional. Te dictaré una lista de artículos y de compradores potenciales, así como de prospectivos beneficiarios de la ayuda financiera...
—Adam..., espera un minuto. Hablas como... como si no fueras... a volver. ¿Por qué...?
—Por favor, toma nota del material que voy a comunicarte —dijo Adam—. Es importante, y mis fuerzas están disipándose rápidamente.
—Adam..., si tú..., si quieres..., quizá será mejor que llame a un médico..., y a un abogado. Espera un momento. Avisaré a Jerry...
—Aguarda. — Adam apeló a todas sus fuerzas para decir bruscamente—: Queda poco tiempo. No siento deseos de más administraciones medicamentosas. Por favor, haz lo que te pido,... —Su voz se arrastró y murió; sintió que sus pensamientos se deslizaban fuera de su camino, vagabundeaban hacia reinos de suaves nubes rosas y creciente oscuridad...
—¿...quién es este tipo? —estaba diciendo una voz extraña; una voz aguda y cortante—. ¿Qué hace en tu apartamento? Parece una ruina. ¡Uf! ¡Apesta! ¿Qué...?
—Sí callas un segundo, Jerry, te lo diré —cortó la voz de la Hermana Louella—. Te hablé ya del señor Adam, mi..., el jefe de mi anterior empleo...
—¡Adam! Dijiste que era un hombre de negocios de mucho éxito.
—¡No lo había visto desde hacía meses, te lo dije! Se metió en alguna especie de problema, resultó herido, perdió una pierna.,,, no me ha dicho como. Ha acudido a mi. No podía echarlo fuere como un perro sarnoso, ¿no?
—Parece más bien un cadáver. ¿Estás seguro da que aún respire?
Adam sintió la mano da Louella en su cuello,
—Tiene pulso. Aunque cada vez es más débil. Pero, entes de irse, hay algunas cosas que tiene qua hacer. Hay algunas propiedades. Por eso vino aquí, lo dijo él mismo antes de desvanecerse. ¡Adam! Adam, puedes oírme, ¿verdad? ¡Soy Louella! ¡Despierta, Adam!
—Este hombre está en muy malas condiciones, Será mejor que llamemos una ambulancia...
—El dijo nada de médicos; parece que no le gustan demasía do. Adam es un hombre extraño, como ya te dije, Sólo Dios sabe qué lo habré llevado lejos de mí. Pero ahora ha vuelto, y tintes de morir quiere dejármelo todo a mi, ¿no es así, Adam? Quieres hacer testamento, Adam..., y Jerry está aquí ahora. Es abogado, él preparará todos los papeles exactamente tal como tú se los dictes...
Adam abrió los ojos. Vio los tenso», extrañamente delgados rasgos de Louella, y a un hombre de rostro zorruno y traje elegante de pie tras ella, con el ceño fruncido. El hombre se pasó una mano que lucía un grueso anillo de oro por «I peló en recesión, peinado hacia atrás.
—No sé, Louella..., los aspectos legales...
—Simplemente escríbelo, Jerry —cortó Louella—. Ahora, Adam.,., ¿qué estabas diciendo? ¿Acerca del almacén y todo lo demás?
Adam dio instrucciones de transferir el título de la propiedad a Louella. El hombre llamado Jerry tornó notas. La máquina de escribir resonó brevemente. Louella colocó un papel delante de Adam, le ofreció una pluma.
—Simplemente firma aquí, Adam. Puedes hacer esto por la Hermana Louella, ¿no?
Adam rubricó con su firma su última voluntad y testamento y se dejó caer hacia atrás, exhausto. Louella y Jerry estaban hablan?; do, pero sólo podía captar retazos de su conversación
—...dicen que desapareció sin pagar a nadie...
—¿...vas a hacer? No puedes tener a un hombre aquí, los vecinos...
—...no puedo simplemente ponerlo de patitas en la calle...
—...pero no es responsabilidad tuya. Llama a la policía, diles...
Adam forzó su mente a ponerse alerta, forzó sus ojos a abrirse. Louella y el tal Jerry estaba junto al teléfono; Jerry estaba marcando un número.
—Esperad —dijo Adam—. Eso no será necesario. Quiero irme ahora. Si me ayudáis a llegar al ascensor...
Jerry dudó, luego colgó el teléfono.
—Por supuesto, amigo —dijo de buen grado. Se acercó, puso desmañadamente una mano bajo el brazo de Adam y le ayudó a ponerse en pie, lo llevó hasta la puerta.
—Adam, ¿estás seguro...? —dijo Louella con voz desfalleciente, pero Jerry le hizo bruscas señas de que se callara. Llevó a Adam hasta el pasillo, junto al ascensor, con Louella siguiéndoles.
—Quizá será mejor que bajemos con él —dijo Louella ansiosamente. Adam apenas fue consciente de que el ascensor llegaba, bajaba, se paraba, las puertas se abrían ante él, Jerry y Louella lo medio cargaban a través del vestíbulo, le hacían cruzar las puertas al frío viento y a la pálida luz del sol de una tarde de finales de invierno.
—¿Dónde quieres ir, Adam? —preguntó Louella—. ¿Dónde estás ahora?
Adam le dio una dirección. Aguardó, mientras enormes y vagas imágenes giraban y se hinchaban en su mente. Oyó el chirrido de unos neumáticos, la portezuela de un coche al abrirse, oyó a Jerry repetir la dirección que él le había dado.
—Eso es el basurero municipal —dijo con sorpresa una voz desconocida.
—No importa, aquí tiene cinco dólares, llévelo allí...
—Pobre Adam —le llegó la voz de Louella, débil y lejana—. Tiene tan mal aspecto. Jerry, ¿estás seguro...? —Luego la portezuela del coche se cerró, y Adam se derrumbó hacia atrás en su asiento mientras el taxi se apartaba de la acera con un resonar de marchas. Observó el cambio de los semáforos, medio adormilado...
Unas duras manos lo sacaron del coche. La portezuela se cerró de golpe, el motor zumbó y desapareció en la oscuridad. Adam tanteó a su alrededor, captó la dirección hacia la que deseaba ir. Echó a andar por entre montones de basura, pilas de desechos, negros charcos de aceitosos fluidos, sintiendo la crujiente materia y los rotos cristales y la madera podrida bajo sus pies.
La cabaña estaba allá donde la había visto por última vez. Echó a un lado la cortina de lona, tanteó su camino hasta el camastro, se dejó caer sobre los mojados bultos de semipodrida borra. Una rata se escabulló y desapareció. Adam se estremeció violentamente, se enroscó en posición fetal... y aguardó...
Un sonido lo devolvió al aquí y ahora: el crujir de una madera, el roce de una rígida lona al ser echada a un lado. El frío aire sopló sobre él; una figura baja y grotesca se delineó contra el negro cielo donde brillaba una única estrella. El haz de una linterna sondeó la oscuridad, se posó sobre él.
—¿Adam? —dijo insegura una voz medio familiar—. ¿Es usted?
—Sí —dijo Adam.
—¡Gracias a Dios! ¡Finalmente lo encuentro! ¡Soy Arthur Poldak, y tengo que hablar con usted!
16
El desconocido había encendido una lámpara de queroseno que había encontrado entre la basura. El amarillento resplandor mostró a Adam a un hombre bajo y recio de jorobada espalda. Llevaba una gruesa e hirsuta barba, negra y gris, y gafas con cristales de muchas dioptrías en los ojos. Iba vestido con un colgante jersey de lana gruesa. Sus dedos eran cortos y rollizos, sus labios anchos y rojizos. Se sentó sobre una caja de manzanas sin abrir al lado del camastro de Adam, mirándole con expresión ávida.
—Cuando me contactó usted la primera vez, aquella fantástica noche..., no supe qué pensar. Un sueño, quizá unas alucinación, una experiencia hipnogógica. Pero comprobé el nombre de la mujer, la señora Knefter..., sólo una corazonada, una loca posibilidad. ¡Y existía! Entonces supe que el contacto había sido una experiencia real y objetiva. Intenté llamarle, luego fui allí..., a la pequeña ciudad, Jasperton. Pero ustedes se habían ido. La policía no fue de ninguna ayuda, al contrario; de hecho, me retuvieron y me hicieron muchas preguntas. Tuve que hacer que mis abogados me sacaran de allí. Fantástico. Pero seguí adelante. Encontré pistas, lo rastreé hasta aquí, hasta esta ciudad. Eso fue hace más de dos meses. Al final contacté con el señor Baturian. Un tipo encantador. Sabía que estaba cerca. Fue un detective privado al que contraté el que le localizó en el hospital..., y, antes de que pudiera llegar allí, usted ya se había marchado de nuevo. Pero tuve suerte, la gente recordaba a un hombre con una sola pierna, al conductor del taxi... Perseveré, ¡y aquí estoy! —Por favor, váyase —dijo Adam.
—Pero, ¿por qué, señor Adam? ¿Por qué intenta eludirme? ¿Y por qué está usted aquí..., en este horrible lugar? ¡Vamos, hombre..., se congelará aquí! Y...
—Por favor, váyase —repitió Adam.
—¿Se da cuenta de todo el tiempo que le he estado buscando..., los gastos, el tiempo, las dificultades?
—¿Por qué? —inquirió Adam.
—Porque —dijo solemnemente Poldak— es usted el avance más importante en la evolución humana desde el descubrimiento del fuego. ¡Más grande que eso! ¡Desde que el hombre bajó por primera vez de los árboles!
—No le comprendo —dijo Adam.
—Considere esto —dijo con urgencia Poldak—. Hace mucho tiempo que el hombre completó su evolución biológica. Ciertamente, hay algunas cuestiones menores: el apéndice, las deficiencias vertebrales, los inútiles dedos de los pies, y el pelo, y todo eso; pero, como organismo funcional, el hombre se halla ahora, y se ha hallado desde hace un centenar de miles de años o así, en una meseta. El hombre de la antigua Edad de Piedra era el mismo animal que es hoy. Le tomó la mayor parte de ese tiempo explorar sus capacidades..., aprender a usar lo que había conseguido. Ahora este progreso se ha detenido. ¿Por qué? Debido al fracaso de la comunicación hombre a hombre.
—Teniendo en cuenta que he fallado completamente en establecer contacto con la humanidad —dijo Adam—, no comprendo su afirmación de que en algún sentido yo represento un avance.
—¡Vamos, hombre, es usted un telépata!
—Esto no parece haberme proporcionado ninguna ventaja.
—Porque no sabía usted lo que tenía..., cómo usarlo. Es usted como el primer hombre de las cavernas con la capacidad innata de comprender el cálculo..., ¡que nadie le había enseñado! ¡Pero yo le enseñaré! Las posibilidades...
—No —dijo Adam.
—¿No? Pero..., ¿cómo puede negarse? ¿Acaso tiene otros planes?
—No.
—Entonces...
—Tengo intención de morir —dijo Adam.
—¿Desea morir? —gimió Poldak—. ¿Con todas sus ventajas, con la habilidad que hacer de usted lo que quiera ser? ¿Está trastornado, hombre?
—No he hallado que la vida será una experiencia agradable. Desear continuarla sería un locura.
—Mire, todos nos sentimos así algunas veces, pero no puede dejar que esto lo desmorone, Adam. Tiene que luchar, seguir intentándolo, aunque la primera vez no consiga el éxito.
—La perspectiva no me atrae.
—Mire, señor Adam... De acuerdo, admitiré que no tiene usted ninguna obligación para conmigo sólo porque durante casi seis meses he dedicado todas mis energías y los escasos fondos de que disponía a encontrarle. Pero seguramente estará de acuerdo en que tiene una obligación para con la ciencia. —No por todo lo que sé —dijo Adam. —¡Señor Adam! —exclamó Poldak—. ¡Vaya cosa de decir! ¡Usted, de entre toda la gente! Admito que no le entiendo..., no puedo entenderle. La forma en que ha estado viviendo todos esos meses, las extrañas cosas que ha estado haciendo..., naturalmente, sus esquemas de comportamiento se hallan más allá de mí. ¡Pero afirmar que no tiene ninguna obligación para con la ciencia! ¡Usted!
—¿Cómo he incurrido en tal obligación, señor Poldak? —En ningún momento se me ha ocurrido pensarlo —dijo Poldak meditativamente—. Supuse que la primera característica de una inteligencia superior sería el reconocimiento de su propia cualidad única..., ¡y de sus responsabilidades!
—Está usted equivocado imaginándome superior —dijo Adam—. Nací completamente idiota. Hasta muy recientemente no aprendí a hablar.
—¿Está usted bromeando, señor Adam? Adam le contó todo lo que recordaba de su vida anterior.
—¿Golpes en la cabeza, dice? —murmuró Poldak, excitado—. Una paliza..., eso pudo haberlo causado, Adam. Un daño cerebral que tuvo el efecto de liberar la barrera que le retenía, impidiéndole desarrollarse...
—A mí esa proposición me parece básicamente ilógica —dijo Adam—. Mejorar un mecanismo delicado dañándolo es una contradicción en sus propios términos.
—¡La correlación es obvia, hombre! —restalló Poldak—, Su mente fue despertada, por decirlo así, por el golpe. Admitiré que suena algo paradójico, pero, ¿de qué otro modo puede usted explicar su repentino desarrollo..., no sólo de la inteligencia normal, sino de las fantásticas habilidades de aprendizaje que posee? ¿No se da cuenta de que ha dominado usted todo el cuerpo del conocimiento y las habilidades normales humanas en sólo seis meses? Aparte su capacidad telepática...
Se interrumpió bruscamente.
—Pero sólo he estado persiguiendo una alternativa de una elección dual —dijo interrogativamente—, ¿Y si los golpes en su cabeza, privándole de la capacidad intelectual, lo redujeron a usted a su actual condición? ¿Lo redujeron a un... mero superhombre?
—Estoy empezando a asustarme a mí mismo, Adam —dijo Poldak—. Siento carne de gallina por todo el cuerpo. Pero soy un científico; persigo una línea de pensamiento hasta su fin lógico. En todas las especies, el período de maduración tiene una relación directa con la complejidad del organismo adulto. Un superhombre requeriría una infancia mucho más larga que un individuo normal. No físicamente, esa parte actuaría como de costumbre, sino mentalmente..., el superhombre embriónico..., como un bebé normal que es aún un niño balbuceante cuando un perro de la misma edad da a luz a su segunda carnada..., podría seguir ensuciando sus pañales cuando un mero hombre estaría licenciándose en física nuclear...
Poldak sacudió la cabeza, asombrado ante sus propios pensamientos.
—Ahora bien, si un niño normal se ve privado de todo entrenamiento, su cerebro no se desarrolla adecuadamente; alcanza la edad adulta como un imbécil. En su caso... —Poldak se entusiasmó con el tema—, al verse reducido, por las heridas, al nivel de casi normal, empezó a funcionar usted a ese nivel, a madurar como un hombre ordinario..., ja un ritmo acelerado, por supuesto!
—De hecho —señaló Adam desapasionadamente—, funciono tan inadecuadamente como para hacer de mí un espécimen no viable.
—¡Adam, reflexivamente, sólo tiene usted seis meses de edad! Por supuesto que es usted ingenuo en algunos apartados..., las mujeres, por ejemplo. Pero, por sí mismo, ha descubierto ya usted algunas fantásticas capacidades...
Adam tosió explosivamente. Pequeñas luces brillantes danzaron en la oscuridad a todo su alrededor.
—...déjeme buscarle un médico —estaba diciendo Poldak con urgencia—. ¿No comprende que no puede morir ahora?
—No —dijo Adam—. Nada de médicos.
—Iría a buscar uno pese a todo..., pero usted ya se habría ido cuando regresara con él. No puedo hacerle vivir contra su voluntad... —Poldak se tironeó el labio inferior—. Pero lo que le enferma, de todos modos, no es algo realmente físico. Es lo que acostumbraban a llamar el pecado de acidia. Usted no desea vivir. Sólo usted puede curar eso.
—¿Cómo?
—No lo sé, pero... —Poldak se interrumpió, con aire pensativo—. Pero quizá pueda, Adam. Quizá, con su talento, pueda examinar su propio cerebro..., ¡y ver en él mejor de lo que ningún psiquiatra podría esperar hacerlo nunca! —Estrelló un puño contra su palma—. ¡Hágalo, Adam! ¡Mire dentro de sí mismo, encuentre lo que funciona mal ahí, y repárelo!
Adam consideró aquella proposición.
—Muy bien, lo intentaré —dijo, y cerró los ojos.
Informes manchas de luz y oscuridad se movían sin rumbo fijo contra un fondo nebuloso. Aparecieron imágenes, sin significado, al azar; se desvanecieron, se metamorfosearon, se coagularon, se disolvieron, y nuevas imágenes aparecieron a la vista...
Corredores: amplios, brillantemente iluminados; y, partiendo de ellos, otros pasillos más estrechos y oscuros, que a su vez conducían a oscuros y retorcidos pasadizos que conducían más y más profundamente a los inexplorados abismos de su mente. Los siguió, apretando allá donde las paredes se cerraban hacia dentro, constriñéndole; y entonces ya no pudo ir más lejos. Una barrera bloqueaba su paso, aunque a través de ella podía captar débilmente la continuación de una interminablemente ramificada proliferación de complejidad...
Retrocedió, abrió los ojos.
—No —dijo—. El camino está bloqueado.
—Inténtelo de nuevo —ordenó Poldak secamente. Obediente, Adam volvió sus pensamientos hacia dentro. Vio una enorme máquina, ruedas moviéndose intrincadamente dentro de ruedas, palancas describiendo exactos arcos, engranajes encajando silenciosamente. Trazó la secuencia de las fuerzas, vio cómo el ímpetu inicial era multiplicado, girado, convertido, en un esquema que se extendía y extendía interminablemente..., y se detenía. En algún lugar, más allá de su vista, una transmisión estaba bloqueada, una unión trabada.
—De nuevo —restalló Poldak. Esta vez Adam tuvo la impresión de que una planta crecía hacia arriba, y su tallo empujaba, las ramas se abrían, las ramitas se entrelazaban, las hojas se desplegaban en una ordenada secuencia. Rastreó su crecimiento y desarrollo, sintió la forma de la floración final...
Pero las hojas en las más alejadas puntas de los zarcillos estaban mustias y amarronadas; los brotes más tiernos estaban ennegrecidos y arrugados. No se formaban nuevas yemas para señalar la consumación de la promesa del despliegue de la fuerza de la vida.
Adam buceó más profundo, captando el abortado esquema, buscando el elemento inhibidor que robaba a la estructura su realización. Sondeó los retorcidos senderos, siguiéndolos hacia atrás, buscando las raíces de las que brotaba todo. Presionó hacia delante, se vio atrapado en la fascinación de la búsqueda; más y más profundo, sondeando, rastreando, buscando...
Entonces apareció ante él; la raíz principal, fracturada en su base, robándole al organismo los nutrientes que necesitaba, negándole la integridad al esquema.
Se tendió hacia delante con manos intangibles, unió las partes rotas...
Verde vida fluyó a las moribundas hojas. Con un rechinar y un estremecimiento, la encallada máquina inició de nuevo su movimiento. En los corredores, las barreras cayeron. En la oscuridad resplandeció la luz, y creció hasta convertirse en un brillo cegador. Sumido en una absoluta fascinación, la entidad que era Adam observó el desplegar de la grandeza que era él mismo.
Entonces, desde muy lejos, oyó la voz del hombre llamándole, y, reluctante, regresó del lugar donde había estado.
Poldak —un esquema desconocido, pequeño, una amalgama de frágil belleza y antigua fealdad, de tentativo poder e invasora debilidad— le miró desde el otro lado de un abismo más amplio que el espacio entre los mundos.
—Dios mío, Adam, ¿qué..., qué ha ocurrido? Lo vi en su rostro, y luego..., ¡y luego usted cambió! ¡Ante mis ojos, creció! Vi el color volver a usted, vi, por el amor del cielo, Adam..., ¡vi su pierna regenerarse! Cambió usted a..., ¿a qué? ¡A un superhombre! ¡A un dios!
—No soy ningún dios —dijo Adam. Se sentó, un movimiento que no requirió ningún esfuerzo a sus perfectamente funcionales músculos—. No sé qué soy..., o quién...
—No es usted un hombre —dijo Poldak con convicción—. ¡No me sorprende que no haya podido funcionar como un hombre entre los hombres, Adam! Sería igual que un hombre intentando vivir como un mono entre los monos. Hubiera sido un extraño, un torpe entre ellos; no hubiera podido saltar de árbol en árbol, o colgarse de la cola, o luchar con los dientes..., y sus habilidades humanas nunca se hubieran desarrollado. Hubiera sido un fracaso de mono, no un supermono. Y, por supuesto, las hembras lo hubieran rechazado; ¡se hubieran dado cuenta de que no era de su misma clase!
Adam contempló al bajo y feo hombre delante de él, viéndolo simultáneamente como un poderoso y brillante, aunque deformado, hombre..., y como una extrañamente retorcida criatura de transición, atrapada entre el animal y..., cual fuera el nombre de lo que venía después del hombre.
—Broté de la masa de las emanaciones mentales de la raza humana —dijo Adam—. Esto me resulta claro ahora. Mi relación con el individuo humano es la misma que tiene la entidad conocida como Arthur Poldak con una sola célula de su cuerpo.
»Nací a la vida, y existí por un tiempo, un día, un millón de años..., hasta que se produjo la matriz adecuada para mi incubación. Un día encontré este cascarón sin mente y lo ocupé por un tiempo. Ahora ya no tengo necesidad de él...
—¡Adam! ¡Por Dios, no haga eso! ¡Ha empezado..., ha empezado a desvanecerse, hombre! ¡Como una luz extinguiéndose!
—El mantenimiento de una matriz material ya no es necesaria —dijo Adam—. Pero, aunque ahora he emergido a un nivel más alto de existencia, percibo que en esencia nada ha cambiado. La consciencia sólo puede existir en un esquema entre esquemas; ahí reside la trampa definitiva, una jaula tan enorme que uno jamás puede salir de ella.
—¿Una jaula infinita, Adam? Quizá... Pero piense en ello de esta otra forma: una jaula cuya extensión es infinita no es en absoluto una jaula, ¿no?
—Un sofisma peculiarmente humano —admitió Adam—. Nunca he reído, pero ahora, quizá..., capto el significado de lo que puede que sea un chiste.
—Espere un momento —empezó a decir Poldak..., y gruñó. Jadeó, dejó escapar un grito. Su cuerpo se estremeció, se retorció..., se enderezó.
—Adiós, Poldak —dijo Adam, y sintonizó su consciencia al nuevo espectro de fenómenos que se abría ahora ante él..., la asombrosa variedad de impresiones sensoriales, ultracolores, hipersonidos, superaromas..., y un millar de otros impactos para los que no conocía palabras. Durante un largo momento observó el torbellinear del solapante continuo a su alrededor; luego, deduciendo el ritmo de uno de los más simples esquemas... dio un paso hacia arriba...
Nuevos mundos se abrieron ante él, nuevos universos se desplegaron. Se detuvo en su umbral, contemplando la vastedad del no soñado, desconocido e inexplorado cosmos que iba a ser suyo.
Con una diminuta porción de su mente, miró hacia atrás, vio al hombre, Poldak —alto, recio, de recta espalda— y al hombre que había sido Adam, ágil, poderoso, de ojos brillantes.
—Adam..., ¿consiguió... usted...? —dijo Poldak.
—Yo soy Adam —respondió el otro—. Él se ha ido. Fuera lo que fuese o quien fuese..., le deseo suerte; mejor que la que tuvo aquí.
—Amén —dijo Poldak.
Y entonces el ser de puro intelecto que había nacido de la humanidad se expandió hacia fuera al cuadrado de la velocidad de la luz, para reclamar la herencia del hombre.