'Kuttner tenía algo que nos admira y atrae a todos: amor por las ideas y amor por la literatura. Escribía reservadamente, pero ojalá de vez en cuando hubiera aullado -como he aullado yo- para llamar la atención sobre si mismo. Ya es hora de que prestemos atención, de que nos acerquemos, de que estudiemos las quietas figuras del empapelado y descubramos a Kuttner'. RAY BRADBURY
<p>HENRY KUTTNER</p></h3> <p></p> <p></p> <h2>Los mejor de Henry Kuttner I</h2> <p></p> <p></p> <p></p> <p></p> <h2>Traducción de Arturo Casals</h2> <p></p> <p></p> <p></p> <h2>Edhasa</h2> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:10%; page-break-before:always"><p>Sinopsis</p></h3> <p></p> <i><p>'Kuttner tenía algo que nos admira y atrae a todos: amor por las ideas y amor por la literatura. Escribía reservadamente, pero ojalá de vez en cuando hubiera aullado -como he aullado yo- para llamar la atención sobre si mismo. Ya es hora de que prestemos atención, de que nos acerquemos, de que estudiemos las quietas figuras del empapelado y descubramos a Kuttner'. RAY BRADBURY</p> </i> <p></p> <p></p> <p></p> <p>Título Original: <i>The Best of Henry Kuttner</i></p> <p>Traductor: Casals, Arturo</p> <p>Autor: Kuttner, Henry</p> <p>©1979, Edhasa</p> <p>Colección: Nebulae 2ª época-38</p> <p>ISBN: 9788435002684</p> <p>Generado con: QualityEbook v0.62</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>Fingida era la arboleda</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">N</style>O vale la pena intentar describir ni Unthahorsten ni lo que le rodeaba porque, por un lado, había transcurrido su buen millón de años desde 1942 Anno Domini, mientras que, por otra parte, Unthahorsten no estaba en la Tierra, técnicamente hablando. Se hallaba en el equivalente de permanecer en el equivalente de un laboratorio. Se estaba preparando para comprobar el funcionamiento de su máquina del tiempo.</p> <p>Después de conectar la energía, Unthahorsten se dio cuenta de pronto de que la Caja estaba vacía, lo cual no la haría funcionar. El instrumento necesitaba un control, un sólido tridimensional que reaccionara a las condiciones de otra edad. De otro modo, a la vuelta de la máquina, Unthahorsten no podría decir dónde y cuándo había estado. Mientras que, con un sólido en la Caja, éste se vería sujeto automáticamente a la entropía y al bombardeo de rayos cósmicos de la otra era y, cuando la máquina regresara, Unthahorsten podría medir los cambios, tanto cualitativos como cuantitativos. Entonces, los Calculadores se podrían poner a trabajar y terminarían por decirle a Unthahorsten que la Caja había visitado brevemente una época 1.000.000 Anno Domini, 1.000 Anno Domini, o 1 Anno Domini, fuera cual fuese.</p> <p>No es que eso importara, excepto para Unthahorsten. Pero él era infantil en muchos aspectos.</p> <p>Había poco tiempo que perder. La Caja empezaba a brillar y a estremecerse. Unthahorsten miró rápidamente a su alrededor y se lanzó rápidamente hacia la habitación contigua, acercándose a un arcón de almacenamiento que allí había. Salió con las manos llenas de cosas de aspecto muy peculiar. Eran algunos de los juguetes desechados por su hijo Snowen, que el chico había traído consigo cuando llegó desde la Tierra, tras haber dominado la técnica necesaria. Bueno, Snowen ya no necesitaba más aquellos trastos viejos. Estaba condicionado, y comenzaba a desinteresarse por las cosas infantiles. Además, aunque la esposa de Unthahorsten conservara los juguetes por razones sentimentales, el experimento era mucho más importante.</p> <p>Unthahorsten salió de la habitación y amontonó los juguetes en el interior de la Caja, cerrándola justo en el instante en que se encendía la señal de advertencia. La Caja desapareció. La forma en que se fue hizo que a Unthahorsten le dolieran los ojos.</p> <p>Esperó.</p> <p>Y esperó.</p> <p>Después abandonó y construyó otra máquina del tiempo con resultados idénticos. Snowen no se extraño ante la pérdida de sus viejos juguetes, ni tampoco su madre, de modo que Unthahorsten limpió el arcón y amontonó el resto de las reliquias infantiles de su hijo en la segunda Caja del tiempo.</p> <p>De acuerdo con sus cálculos, ésta tendría que haber aparecido en la Tierra durante la última parte del siglo diecinueve Anno Domini. Si era eso lo que había ocurrido realmente, el instrumento debía estar allí.</p> <p>Disgustado, Unthahorsten decidió no construir ninguna máquina del tiempo más. Pero el daño ya había sido hecho. Había dos de ellas y la primera...</p> <p>Scott Paradine la encontró mientras hacía novillos en la escuela elemental Glendale. Aquel día tenían un examen de geografía, y Scott no veía ningún sentido en memorizar nombres de lugares..., lo que en 1942 era una teoría muy avanzada. Además, hacía uno de esos cálidos días de primavera, con una brisa ligeramente fresca, que invitaba a un chico a permanecer echado en un campo y mirar fijamente las nubes ocasionales que pasaban sobre él, hasta quedarse dormido. ¡Al diablo con la geografía! Scott se quedó medio dormido.</p> <p>Hacia el mediodía, sintió hambre, así es que sus fuertes y delgadas piernas le llevaron hasta una tienda cercana. Allí, invirtió su pequeño tesoro con un cuidado miserable y una desconsideración sublime para con sus jugos gástricos. Bajó al arroyuelo para comer.</p> <p>Una vez terminada su provisión de queso, chocolate y pasteles, y después de vaciar la pequeña botella de soda hasta la última gota, Scott se dedicó a recoger renacuajos y a estudiarlos con una considerable dosis de curiosidad científica. Pero no perseveró mucho en su tarea. Algo cayó rodando por la ribera y se introdujo en un barrizal, junto al agua. Scott, echando una cautelosa mirada a su alrededor, se acercó para investigar.</p> <p>Se trataba de una caja. En realidad, se trataba de la Caja. El artilugio atado a ella significaba muy poco para Scott, aunque se preguntó por qué tendría aquel aspecto de metal fundido y quemado. Lo consideró con serenidad. Utilizando su navaja, se afanó y probó, mientras la punta de su lengua se asomaba por una esquina de su boca... Hmmm. No había nadie por los alrededores. ¿De dónde habría llegado aquella caja? Alguien tendría que haberla dejado allí y la tierra, al removerse, la habría hecho rodar hacia abajo desde su posición inicial.</p> <p>—Esto es una hélice —decidió Scott, bastante erróneamente.</p> <p>Tenía un aspecto helicoidal a causa de la deformación dimensional que se apreciaba, pero no era una hélice. Si el objeto hubiera sido un modelo de aeroplano, habría tenido muy pocos misterios para Scott, independientemente de lo complicado que pudiera haber sido. Pero tal y como estaban las cosas, se le planteaba un problema. Algo le decía a Scott que aquel objeto era algo mucho más complicado que el motor que había desmontado con habilidad el pasado viernes.</p> <p>Pero ningún chico ha dejado nunca una caja cerrada, a menos que se le obligara por la fuerza a hacerlo así. Scott probó con más ahínco. Los ángulos de este objeto eran muy curiosos. Probablemente se había producido un cortocircuito. Eso lo explicaba... <i>¡vaya!</i> La navaja resbaló. Scott se chupó el pulgar y dio rienda suelta a las blasfemias que conocía.</p> <p>Quizá fuera una caja de música.</p> <p>Scott no tenía por qué sentirse deprimido. Aquel artilugio hubiera dado más de un dolor de cabeza al propio Einstein y hubiera vuelto loco <i>a</i> un Steinmetz. Naturalmente, el problema consistía en que la caja aún no había penetrado por completo en el continuum espacio-tiempo en el que Scott existía, por lo que, en consecuencia, no podía ser abierta. En cualquier caso, no hasta que Scott utilizara una piedra adecuada para martillear la especie de hélice helicoidal hasta situarla en una posición más conveniente.</p> <p>La golpeó, en efecto, desde su punto de contacto con la cuarta dimensión, liberando la torsión espacio-tiempo que había estado manteniéndola. Se produjo un chasquido. La caja se sacudió ligeramente y quedó inmóvil. Dejó de ser sólo parcialmente existente. Entonces, Scott pudo abrirla con facilidad.</p> <p>El suave casquete de tejido fue lo primero que llamó su atención, pero no tardó en descartarlo sin mucho interés. Sólo era una gorra. A su lado había un bloque de cristal cuadrado y transparente, lo bastante pequeño como para caber en la palma de su mano... demasiado pequeño para contener el laberinto de aparatos que había en su interior. Scott solucionó aquel problema en un momento. El cristal era una especie de cristal cóncavo, que aumentaba considerablemente el tamaño de las cosas situadas en el interior del bloque. Se trataba, de todos modos, de cosas bastante extrañas. Gente en miniatura, por ejemplo...</p> <p>Se movían. Como autómatas de relojería, aunque de forma mucho más suave. Era como estar observando una obra de teatro. Scott se interesó por sus ropas, pero quedó aún más fascinado por sus acciones. Los seres diminutos estaban construyendo hábilmente una casa. Scott habría deseado que se produjera un incendio para ver cómo se las arreglaba aquella gente para apagarlo.</p> <p>Las llamas se elevaron de la semiterminada estructura. Los autómatas, utilizando una gran cantidad de extraños aparatos, extinguieron el fuego.</p> <p>Scott no tardó mucho tiempo en comprender. Pero se sentía un poco preocupado. Los maniquíes obedecerían sus pensamientos. En cuanto lo descubrió, se sintió asustado, y arrojó el cubo lejos de sí.</p> <p>Pero cuando ya estaba a medio camino del terraplén, lo pensó mejor y volvió. El bloque de cristal estaba parcialmente en el agua, brillando al sol. Era un juguete. Scott lo percibió así con el inequívoco instinto de un niño. Pero no lo recogió inmediatamente. En lugar de hacerlo así, regresó a donde se encontraba la caja e investigó el resto de su contenido.</p> <p>Encontró algunas cosas realmente notables. La tarde transcurrió con demasiada rapidez. Finalmente, Scott colocó los juguetes en la caja y se encaminó hacia su casa, gruñendo y bufando. Cuando llegó ante la puerta de la cocina tenía el rostro encendido.</p> <p>Ocultó su descubrimiento en el fondo del armario de su propia habitación, en el piso de arriba. En cuanto al cubo de cristal, se lo metió en el bolsillo, donde ya tenía un cordel, un rollo de alambre, dos peniques, un trozo de papel de estaño, un mugriento sello de la Defensa y un pedazo de feldespato. Emma, la hermana de Scott, de dos años de edad, se asomó, tambaleándose sobre sus pies, y le saludó.</p> <p>—Hola, babosa —le saludó Scott, desde la suficiencia de sus siete años y varios meses.</p> <p>Llamaba a Emma con los nombres más raros, pero ella no conocía la diferencia. Pequeña, rolliza y de ojos muy abiertos, se dejó caer sobre la alfombra y se quedó mirando tristemente sus zapatos.</p> <p>—¿Me atas, Scotty, pó favo?</p> <p>—Sapo —le dijo Scott con amabilidad, pero le ató los cordones—. ¿Sabes si ya está preparada la cena? —preguntó.</p> <p>Emma asintió con un gesto de cabeza.</p> <p>—Veamos tus manos.</p> <p>Para variar, estaban razonablemente limpias, aunque probablemente no asépticas. Scott observó pensativo sus propias manos y, con una mueca, se dirigió al cuarto de baño, donde se lavó superficialmente. Los renacuajos habían dejado sus huellas.</p> <p>Dennis Paradme y su esposa Jane estaban en la sala de estar de la planta baja tomando un cóctel antes de cenar. El era un hombre de edad media y aspecto juvenil, con el pelo algo encanecido, el rostro delgado y la boca prominente; enseñaba filosofía en la Universidad. Jane era pequeña, esbelta, morena y muy bonita. Después de sorber el martini, preguntó:</p> <p>—Zapatos nuevos. ¿Te gustan?</p> <p>—Aquí se va a cometer un crimen —dijo Paradine con aire ausente—. ¿Eh? ¿Zapatos? No, ahora no. Espera a que haya terminado esto. He tenido un día muy agitado.</p> <p>—¿Exámenes?</p> <p>—Sí. Esa condenada juventud que aspira en vano a llegar a la madurez. Espero que se mueran y tengan la peor de las agonías. <i>¡Insh' Allahí!</i></p> <p>—Quiero la aceituna —pidió Jane.</p> <p>—Ya lo sé —dijo Paradine resignado—. Hace ya muchos años que no he podido probar ni una. Quiero decir, en un martini. Aunque te ponga seis en la copa, no quedas satisfecha.</p> <p>—Quiero la tuya. Sangre de hermano. Es por ese simbolismo por lo que la quiero.</p> <p>Paradine observó a su esposa con una mirada siniestra y cruzó sus largas piernas.</p> <p>—Hablas como uno de mis estudiantes.</p> <p>—¿Cómo esa pícara de Betty Dawson, quizá? —preguntó Jane, mientras mostraba agresivamente sus uñas—. ¿Aún te mira de ese modo tan impúdico y descarado?</p> <p>—Sí, aún lo hace. Esa muchacha tiene un verdadero problema psicológico. Afortunadamente, no es hija mía. Si lo fuera... —Paradine asintió significativamente—. Obsesiones sexuales y demasiadas películas. Creo que aún cree poder conseguir un aprobado enseñándome las piernas que, por otra parte, son bastante huesudas.</p> <p>Jane se ajustó la blusa con aire de orgullo complacido. Paradine se levantó y sirvió nuevos martinis.</p> <p>—La verdad, no veo ninguna ventaja en enseñar filosofía a esos monos. Todos tienen la edad equivocada. Sus hábitos de comportamiento, su forma de pensar; ya están condicionados. Son horriblemente conservadores, aunque eso, desde luego, no lo admiten. Las únicas personas capaces de comprender filosofía son los adultos maduros, o los niños como Emma y Scotty.</p> <p>—Bueno, no vayas a inscribir a Scotty en tu curso —pidió Jane—. Aún no está preparado para ser un <i>Philosophiae Doctor</i>. No me interesan los niños superdotados, especialmente cuando se trata de mi propio hijo.</p> <p>—Probablemente, Scotty sería mucho mejor que Betty Dawson —gruñó Paradine.</p> <p>—«Se convirtió en un viejo débil y gruñón a los cinco años» —citó Jane ensoñadoramente—. Quiero tu aceituna.</p> <p>—Toma. Y a propósito, me gustan tus zapatos.</p> <p>—Gracias. Aquí está Rosalie. ¿La cena?</p> <p>—Está preparada, Mrs. Paradine —dijo Rosalie—. Llamaré a la señorita Emma y al señorito Scotty.</p> <p>—Yo iré a por ellos —dijo Paradine.</p> <p>Asomó la cabeza por la habitación contigua y gritó:</p> <p>—¡Niños! ¡Vamos, a cenar!</p> <p>Unos pequeños pies bajaron las escaleras. Scott apareció, limpio y brillante, con un rebelde mechón de cabellos emergiendo de su cabeza. Emma le seguía, bajando cuidadosamente los escalones. A medio camino, abandonó el intento de bajar sobre sus pies y se dio media vuelta, para terminar el descenso a modo de un mono. Mostrando su pequeña espalda, daba la impresión de poner una maravillosa diligencia en el empeño. Paradine la observó, fascinado por el espectáculo, hasta que fue lanzado hacia atrás por el impacto del cuerpo de su hijo.</p> <p>—¡Eh, papá! —gritó Scott.</p> <p>Paradine se recuperó y observó a Scott con dignidad.</p> <p>—Ten cuidado. Ayúdame a llegar al comedor. Por lo menos, me has dislocado una cadera.</p> <p>Pero Scott ya se había abalanzado hacia la habitación contigua, donde pisó los nuevos zapatos de Jane. En pleno éxtasis de afectividad, murmuró una disculpa y se apresuró a ocupar su sitio en la mesa. Paradine elevó una ceja mientras le seguía con la rolliza mano de Emma desesperadamente agarrada a su dedo índice.</p> <p>—Me pregunto qué habrá estado haciendo este joven diablo.</p> <p>—Probablemente, nada bueno —dijo Jane con un suspiro—. Hola, querida. Vamos a ver tus orejas.</p> <p>—Bueno, esa lengua está mucho más limpia que tus orejas —dijo Jane, haciéndole un rápido examen—. Pero mientras puedas oír, la suciedad sólo será superficial.</p> <p><i>—¿</i>Terminado?</p> <p>—Un poco sucias, pero están bien.</p> <p>Jane cogió a su hija, la llevó hacía la mesa e introdujo sus piernas en una silla elevada. Hacía poco tiempo que Emma había adquirido la habilidad suficiente como para tener el privilegio de cenar con el resto de la familia y, según observó Paradine, la niña se sentía muy orgullosa ante la perspectiva. A Emma se le había dicho que sólo los bebés derraman la comida. Como consecuencia, llevaba tanto cuidado en llevarse la cuchara a la boca, que Paradine se ponía nervioso cada vez que la observaba.</p> <p>—Una cinta transportadora sería lo que necesitaría Emma —sugirió, acercando una silla para Jane—. Pequeños racimos de espinacas llegando ante su boca a Intervalos determinados.</p> <p>La cena se desarrolló sin incidentes hasta que a Paradine se le ocurrió mirar el plato de Scott.</p> <p>—¡Eh! ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? ¿Has estado comiendo por tu cuenta?</p> <p>Scott examinó pensativo la comida que aún tenía</p> <p>—Ya he comido todo lo que necesitaba, papá —explicó.</p> <p>—Normalmente, comes todo lo que te cabe y un poco más —dijo Paradine—. Sé que los chicos que están creciendo necesitan varias toneladas de comida al día, pero esta noche estás muy por debajo de tus posibilidades. ¿Te sientes bien?</p> <p>—Sí, sí. De verdad. He comido todo lo que tenía ganas.</p> <p>—¿Todo lo que has querido?</p> <p>—Claro. Yo como diferente.</p> <p>—¿Es algo que te han enseñado en la escuela? —preguntó Jane.</p> <p>Scott sacudió la cabeza con solemnidad.</p> <p>—Nadie me lo ha enseñado. Yo mismo lo he descubierto. Utilizo el esputo.</p> <p>—Vuélvelo a intentar —sugirió Paradine—. No es la palabra adecuada.</p> <p>—Es... sa... saliva. ¿No?</p> <p>—Vaya, vaya. ¿Más pepsina? ¿Hay algo de pepsina en los jugos de la saliva, Jane? Lo he olvidado.</p> <p>—En los míos hay veneno —observó Jane—. Rosalie ha vuelto a dejar grumos en las patatas chafadas.</p> <p>Pero Paradine estaba interesado.</p> <p>—¿Quieres decir que le estás sacando todo el provecho posible a tu comida... sin desperdiciar nada... y comiendo menos?</p> <p>Scott se lo pensó un momento.</p> <p>—Supongo que sí. No es simplemente el es... la saliva. Elijo la cantidad que me quiero poner en la boca en una sola vez, y qué alimentos debo mezclar. Así es como lo hago.</p> <p>—Hum —murmuró Paradine, tomando una nota para comprobarla después—. Una idea bastante revolucionaria.</p> <p>Los niños tienen a menudo ideas locas, pero ésta no parecía andar muy equivocada. Apretó los labios.</p> <p>—Supongo que, con el tiempo, la gente comerá de un modo diferente... Me refiero a cómo comerán y a lo que comerán. Jane, nuestro hijo da muestras de estar convirtiéndose en un genio.</p> <p>—¡Oh!</p> <p>—Lo que acaba de decir es una buena reflexión sobre la dietética. ¿Lo pensaste tú mismo, Scott?</p> <p>—Claro —dijo el chico, creyendo realmente en lo que decía.</p> <p>—¿Y de dónde sacaste la idea?</p> <p>—¡Oh! Yo... —pero, en lugar de contestar, se escapó hábilmente del asunto—. No lo sé. No significa mucho, supongo.</p> <p>Paradine quedó desilusionado sin saber por qué.</p> <p>—Pero sin duda alguna...</p> <p>—Essssputo —gritó Emma, sintiéndose dominada por un repentino acceso de maldad—. ¡Esputo! —intentó demostrarlo, pero sólo consiguió lanzar unas gotas sobre su babero.</p> <p>Con un aire resignado, Jane acudió en ayuda de su hija, reprendiéndola, mientras Paradine miraba a Scott con un interés bastante insólito. Pero no volvió a suceder nada más hasta después de la cena, cuando ya <i>se</i> encontraban en la sala de estar.</p> <p>—¿Tienes algún deber que hacer?</p> <p>—No... no —contestó Scott ruborizándose, con una sensación de culpabilidad.</p> <p>A fin de ocultar su desconcierto, se sacó del bolsillo un objeto que había encontrado en la caja y comenzó a desplegarlo. El objeto parecía un mosaico, lleno de pequeñas piezas. Al principio, Paradine no lo vio, pero Emma sí. Quiso jugar con él.</p> <p>—No. Estáte quieta, babosa —le ordenó Scott—. Puedes mirar.</p> <p>Estuvo manoseando las piezas, produciendo sonidos suaves e interesantes. Emma extendió un grueso dedo índice y lanzó un grito.</p> <p>—Scotty —dijo Paradine, en tono de advertencia.</p> <p>—No le he hecho daño.</p> <p>—Me ha mordido. Lo ha hecho —murmuró Emma.</p> <p>Paradine levantó la mirada. Frunció el ceño, mirando fijamente a Scott. ¿Qué diablos...?</p> <p>—¿Es eso un ábaco? —preguntó—. Déjamelo ver, por favor.</p> <p>De mala gana, Scott llevó el objeto hasta la silla donde estaba sentado su padre. Paradine parpadeó. El «ábaco» desplegado, de unos treinta y cinco centímetros cuadrados, estaba compuesto por hilos delgados y rígidos que se entrelazaban aquí y allá. En los hilos estaban ensartadas las piezas de colores. Podían ser deslizadas hacia atrás y hacia delante, y trasladadas de un soporte a otro, incluso por los puntos de unión. Pero... una cuenta agujereada no podía cruzar los hilos <i>entrelazados.</i></p> <p>Así es que, al parecer, no estaban agujereados. Paradine miró el objeto más de cerca. Cada pequeña esfera tenía una profunda ranura a su alrededor, de modo que podía ser girada y deslizada a lo largo del hilo al mismo tiempo. Paradine intentó liberar una de las cuentas. Se adhería al hilo, como sí fuera magnética. ¿Hierro? Parecía más bien plástico.</p> <p>En cuanto a la estructura... Paradine no era un matemático. Pero los ángulos formados por los hilos le resultaban vagamente extraños, con su ridícula falta de lógica euclidiana. Constituían todo un laberinto. Quizá el objeto no fuera más que eso... un rompecabezas.</p> <p>—¿Dónde has conseguido esto?</p> <p>—Me lo dio el tío Harry —dijo Scott, estimulado por la dificultad del momento—. El último domingo, cuando vino a vernos.</p> <p>El tío Harry se había marchado de la ciudad, una circunstancia muy bien conocida por Scott. A la edad de siete años, un niño no tarda en darse cuenta de que los caprichos de los adultos se rigen por ciertas normas invariables y que, según ellas, siempre se ponen nerviosos ante las personas que hacen regalos a los niños. Y, lo que era más importante, el tío Harry no regresaría hasta el cabo de varias semanas; el final de este período de tiempo era algo inimaginable para Scott o, por lo menos, el hecho de que su mentira fuera descubierta al final de ese período significaba para él menos que las ventajas de que se le permitiera conservar su juguete.</p> <p>Paradine se encontró murmurando en silencio, confundido en su intento de manipular las piezas del objeto. Los ángulos resultaban vagamente ilógicos. Era como un rompecabezas. Esta bola roja, si se deslizaba a lo largo de <i>este</i> hilo hacia <i>ese</i> ángulo, debería llegar <i>allí...</i> pero no llegaba. Un extraño laberinto, pero sin duda alguna instructivo. Paradine tenía la bien fundada sensación de no poseer la paciencia suficiente como para descubrir el secreto del objeto.</p> <p>Sin embargo, Scott lo hizo. Se retiró a un rincón y empezó a deslizar bolas, manoseándolas de un lado a otro y gruñendo. Las bolas pasaron cuando Scott eligió las erróneas y trató de deslizarlas en la dirección ilógica. Finalmente, se dirigió excitado y jubiloso hacia su padre.</p> <p>—¡Lo he hecho, papá!</p> <p>—¿Eh? ¿Qué? Déjame ver.</p> <p>A Paradine, el objeto le pareció estar exactamente igual que antes, pero Scott señaló y sonrió.</p> <p>—La he hecho desaparecer.</p> <p>—¿Está aún ahí?</p> <p>—Esa bola azul. Ahora ha desaparecido.</p> <p>Paradine no se lo creyó, así es que se limitó a sonreír burlonamente. Scott volvió a manosear la estructura. Ensayó varios movimientos. En esta ocasión no se produjo ninguna vibración, ni siquiera ligera. El ábaco le había enseñado el método correcto de manejarlo. Ahora dependía de él seguir haciéndolo por su propia cuenta. De algún modo, los extraños ángulos de los hilos parecían ya un poco menos confusos.</p> <p>Era un juguete muy instructivo...</p> <p>Scott pensó que actuaba de una forma muy similar a como lo hacía el cubo de cristal. Al recordar aquel otro objeto, lo sacó del bolsillo y le dejó el ábaco a Emma, que se quedó muda de alegría. Empezó a trabajar deslizando las cuentas, sin preocuparse en esta ocasión por las vibraciones del objeto que, en realidad, eran ahora muy pequeñas y, gracias a su naturaleza imitativa, se las arregló para conseguir hacer desaparecer una de las bolas casi con la misma rapidez con que lo hiciera Scott. Entonces, la bola azul volvió a aparecer, pero Scott no se dio cuenta. Se había retirado premeditadamente a un rincón de la habitación y tras sentarse en una butaca empezó a entretenerse con el cubo.</p> <p>Había gente muy pequeña en su interior, diminutos maniquíes, muy aumentados por las propiedades del cristal, que se movían. Construían una casa. Surgió un incendio, con llamas aparentemente reales, y las figuras se quedaron quietas. Scott murmuró con urgencia:</p> <p>—¡Apagadlo!</p> <p>Pero no ocurrió nada. ¿Dónde estaba aquella extraña máquina contraincendios, con aquellos brazos que se movían y que había aparecido la vez anterior? Ahora llegaba. Apareció inmediatamente en la imagen y se detuvo. Scott les dio prisa.</p> <p>Aquello resultaba divertido. Era como estar dirigiendo una obra de teatro, sólo que parecía más real. Los seres diminutos hacían lo que Scott les decía, con sólo pensarlo. Si cometía un error, esperaban a que él encontrara el camino correcto. Hasta le plantearon nuevos problemas...</p> <p>El cubo también era un juguete muy instructivo. Enseñaba a Scott con una alarmante rapidez... y de una forma muy entretenida. Pero, en realidad, aún no le proporcionaba ningún conocimiento nuevo. No estaba preparado todavía. Más tarde... más tarde...</p> <p>Emma se cansó del ábaco y se dirigió en busca de Scott. Pero no pudo encontrarle, ni siquiera en su habitación. Sin embargo, una vez en ella, se sintió intrigada por el contenido del armario. Descubrió la caja. Contenía un verdadero tesoro... una muñeca, cuya presencia ya había sido advertida por Scott, pero que éste despreció con un bufido. Lanzando pequeños gritos de alegría, Emma llevó la muñeca a la planta baja, se sentó en medio de la habitación y empezó a desarmarla.</p> <p>—¡Querida! ¿Qué es eso?</p> <p>—¡Señor Oso!</p> <p>Evidentemente, el muñeco al que ya no le quedaban ojos, ni orejas, no era un oso, pero resultaba reconfortante en su suave gordura. Sin embargo, para Emma, todos los muñecos eran Señor Oso.</p> <p>—¿Se lo has cogido a alguna otra niña? — preguntó Jane, tras un momento de duda.</p> <p>—No. Es mío.</p> <p>En aquel momento, Scott salió de su rincón, metiéndose el cubo en el bolsillo.</p> <p>—¡Vaya!... Eso es del tío Harry.</p> <p>—¿Te lo dio el tío Harry, Emma?</p> <p>—Me lo dio a mí, para Emma —se apresuró a decir Scott, añadiendo otra piedra a su edificio de mentiras—. El pasado domingo.</p> <p>—Lo vas a romper, querida.</p> <p>Emma llevó la muñeca a su madre.</p> <p>—Se separa... ¿lo ves?</p> <p>—¡Oh! Eso... ¡vaya!</p> <p>Jane contuvo la respiración. Paradine levantó la mirada rápidamente.</p> <p>—¿Qué ocurre?</p> <p>Le llevó la muñeca, pero dudó un momento y después se dirigió hacia el comedor, lanzando una mirada muy significativa a su esposo. El la siguió, cerrando la puerta tras de sí. Jane había colocado ya la muñeca sobre la mesa.</p> <p>—Esto no parece muy bonito, ¿verdad, Denny?</p> <p>—Hum...</p> <p>Era bastante desagradable a primera vista. Uno podía esperar encontrarse con un maniquí anatómico en una escuela médica, pero en el muñeco de una niña...</p> <p>La muñeca se desmontaba en diversas partes: piel, músculos, órganos, todo ello en miniatura, pero realizado con bastante perfección, por lo que Paradine pudo observar. Se sintió interesado.</p> <p>—No sé. Estas cosas no son muy apropiadas para un pequeño.</p> <p>—Mira ese hígado. <i>¿Es un</i> hígado?</p> <p>—Después de todo, no es anatómicamente perfecto —Paradine acercó una silla a la mesa—. El canal digestivo es demasiado corto. Los intestinos no son grandes. Tampoco hay apéndice.</p> <p>—¿Crees tú que Emma debe jugar con una cosa como ésta?</p> <p>—No me importaría jugar yo mismo con esta muñeca —dijo Paradine—. ¿De dónde diablos habrá sacado Harry una cosa así? No, no veo ningún mal en ello. Los adultos estamos condicionados para reaccionar de modo desagradable ante la visión de las tripas. Pero los pequeños, no. Se figuran que son sólidas en nuestro interior, como una patata. Emma puede conseguir un sano conocimiento del cuerpo de esta muñeca.</p> <p>—Pero ¿qué es eso? ¿Nervios?</p> <p>—No, los nervios son éstos. Las arterias están aquí; las venas aquí. Un tipo de aorta muy curioso —Paradine miraba extrañado—. Eso... ¿cuál es la palabra latina para designar una red? <i>¿Rita? ¿Rata?</i></p> <p><i>—Rales</i>—sugirió Jane casualmente.</p> <p>—Eso es una forma de respirar —dijo Paradine con decisión—. No puedo imaginarme de qué material está hecha esta red luminosa. Atraviesa todo el cuerpo, como si se tratara de nervios.</p> <p>—Sangre.</p> <p>—No. No es nada circulatorio, ni neural... ¡qué extraño! Parece tener algo que ver con los pulmones.</p> <p>Quedaron absortos y extrañados ante aquella muñeca tan rara. Estaba construida con una notable perfección hasta en sus más pequeños detalles y eso ya era bastante extraño de por sí cuando lo comparaban a los evidentes errores fisiológicos.</p> <p>—Espera que coja ese libro de anatomía —dijo Paradine.</p> <p>Después empezó a comparar la muñeca con las láminas anatómicas del libro. Se enteró de pocas cosas, aunque la comparación aumentó aún más su curiosidad.</p> <p>Pero aquello era más curioso que un simple rompecabezas.</p> <p>Mientras, en la habitación contigua, Emma estaba deslizando las cuentas del ábaco de un lado a otro. Ahora, los movimientos no parecían tan extraños como antes. Ni siquiera cuando las cuentas desaparecían. Casi podía seguir esa nueva dirección... casi...</p> <p>Scott lanzó un suspiro, mirando fijamente el cubo de cristal, mientras dirigía mentalmente, con muchos comienzos falsos, la construcción de una estructura algo más complicada que la destruida por el fuego. También él estaba aprendiendo... estaba siendo condicionado...</p> <p>El error de Paradine, desde nuestra perspectiva, fue el de no deshacerse inmediatamente de los juguetes. No se dio cuenta de su significado y cuando se dio cuenta, el desarrollo de los acontecimientos se le había escapado de las manos. El tío Harry estaba fuera de la ciudad, de modo que Paradine no pudo comprobar nada con él. Por otra parte, estaban en marcha los exámenes de mediados de curso, que representaban un arduo esfuerzo mental hasta llegar al completo agotamiento por la noche; por su parte, Jane estuvo ligeramente enferma durante una semana. Emma y Scott pudieron jugar libremente con los juguetes.</p> <p>—¿Qué es un <i>wabe</i>, papá? —preguntó una noche Scott a su padre.</p> <p>—¿Quieres decir <i>wave</i>, ola?</p> <p>—No... —dudó un momento—. No lo creo. ¿No está bien dicho <i>wabe</i>?</p> <p><i>—Wab</i> es la palabra escocesa para designar <i>web</i>, tejido. ¿Es eso?</p> <p>—No veo cómo puede serlo —murmuró Scott, y se marchó con el ceño fruncido, para entretenerse con el ábaco.</p> <p>Ahora, ya era capaz de manejarlo con bastante habilidad. Pero, con el instinto de los niños para evitar las interrupciones, tanto él como Emma solían jugar con los juguetes en privado. Aquello no era nada evidente, desde luego, pero los experimentos más intrincados nunca se desarrollaban cuando estaban presentes los adultos.</p> <p>Scott estaba aprendiendo con rapidez. Lo que veía ahora en el cubo de cristal tenía muy poca relación con los problemas originales, tan simples. Al contrario, ahora eran fascinantemente técnicos. Si Scott se hubiera dado cuenta de que su educación estaba siendo guiada y supervisada —aunque sólo mecánicamente—, con toda probabilidad hubiera perdido todo su interés por los juguetes. Pero, tal y como se desarrollaban las cosas, su iniciativa nunca se veía anulada.</p> <p>Abaco, cubo, muñeca... y otros juguetes que los niños encontraron en la caja...</p> <p>Ni Paradine, ni Jane supusieron la importante influencia que estaba teniendo el contenido de la máquina del tiempo en sus hijos. ¿Cómo podrían haberlo supuesto? Los jóvenes son dramaturgos instintivos a fin de autoprotegerse. Aún no se han adaptado a las exigencias —para ellos parcialmente inexplicables— del mundo de los seres adultos. Y, más aún, sus vidas se ven complicadas por las variables humanas. Una persona les dice que pueden jugar en el barro, pero que, en sus excavaciones, no deben destrozar las raíces de las plantas y de los pequeños árboles. Otro adulto, sin embargo, veta el barro porque sí. Los Diez Mandamientos no están esculpidos en piedra; al contrario, varían, y los niños dependen sin remedio de los caprichos de quienes les han dado a luz y les alimentan y visten. Y les tiranizan. El joven no guarda resentimiento contra esa tiranía benevolente, pues es una parte esencial de la naturaleza. Sin embargo, es un individualista y defiende su integridad mediante una lucha sutil y pasiva.</p> <p>Cuando se encuentra bajo la mirada de un adulto, cambia. Al igual que un actor que está sobre el escenario, cuando es consciente de ello, se esfuerza por agradar, y también por atraer hacia sí la atención de los demás. Esta clase de actitudes tampoco son desconocidas en la madurez. Pero en los adultos son menos evidentes... para el resto de los adultos.</p> <p>Es difícil admitir que los niños estén faltos de sutileza. Los niños son diferentes del hombre maduro porque piensan de otra manera. Podemos penetrar con mayor o menor facilidad en las pretensiones que plantean... pero ellos pueden hacer lo mismo con respecto a nosotros. Un niño puede destruir despiadadamente la propia imagen de un adulto. Su prerrogativa consiste en ser iconoclastas.</p> <p>Tomemos, por ejemplo, la afectación. Las amenidades de la relación social exageradas, pero sin llegar a lo absurdo. El <i>gigoló...</i></p> <p>¡Ese <i>savoír faire</i>! ¡Esa puntillosa cortesía! La viuda y la joven rubia quedan a menudo muy impresionadas. Los hombres, en cambio, tienen comentarios algo menos agradables que hacer. Pero el niño llega a la verdadera raíz de la cuestión, cuando exclama:</p> <p>—¡Eres un tonto!</p> <p>¿Cómo puede un ser humano inmaduro comprender el complicado sistema de las relaciones sociales? No puede. Para él, cualquier exageración de la cortesía natural es una idiotez. En su estructura funcional de modelos de comportamiento, es como el rococó. Es un pequeño ser egocéntrico, que no puede visualizarse a sí mismo en la posición de otro... y mucho menos en la de un adulto. Siendo una unidad natural contenida en sí misma y casi perfecta, viendo cómo sus deseos son facilitados por otros, el niño se parece mucho a una criatura unicelular que flota en la corriente sanguínea, que es la que le proporciona la nutrición y se encarga de transportar los productos de desecho.</p> <p>Desde el punto de vista de la lógica, un niño es un ser extraordinario y horriblemente perfecto. Un bebé puede ser aún más perfecto, pero también algo tan extraño a un adulto que sólo se pueden aplicar aquí niveles de comparación superficiales. Los procesos de pensamiento de un niño son inimaginables. Pero los bebés piensan, incluso antes de nacer. Se mueven y duermen en el seno materno, y no lo hacen únicamente a través del instinto. Estamos condicionados para reaccionar de un modo bastante peculiar a la idea de que un embrión apenas viable pueda pensar. Nos sentimos sorprendidos, inclinados a la risa, y hasta sentimos cierto asco. Nada humano es extraño.</p> <p>Pero un bebé no es humano. Y un embrión es aún mucho menos humano.</p> <p>Quizá fuera ésta la razón por la que Emma aprendió más a través de los juguetes que el propio Scott. El, desde luego, podía comunicar sus pensamientos; Emma no lo podía hacer, sino a través de fragmentos casi ininteligibles. Podríamos considerar, por ejemplo, la cuestión de los garabatos...</p> <p>Demos lápiz y papel a un niño pequeño y dibujará algo que para él tiene un aspecto diferente al que tiene para un adulto. Esos garabatos absurdos tienen muy poca semejanza con una máquina contraincendios, pero <i>es</i> una máquina contraincendios, al menos para el niño. Quizá sea incluso tridimensional. Los niños piensan de un modo diferente y ven las cosas de un modo diferente.</p> <p>Paradine reflexionó sobre todo esto una noche, mientras leía el periódico y observaba cómo Emma y Scott se comunicaban. Scott estaba haciéndole preguntas a su hermana. A veces, lo hacía en inglés. Pero, más a menudo, recurría a un lenguaje de signos que era un verdadero galimatías. Emma trataba de contestar, pero el hándicap era demasiado grande.</p> <p>Finalmente, Scott cogió lápiz y papel. Eso le gustó a Emma. Dejando sacar ligeramente la lengua, la niña escribió laboriosamente un mensaje. Scott cogió el papel, lo examinó y frunció el ceño.</p> <p>—Eso no es correcto, Emma —dijo.</p> <p>Emma asintió vigorosamente. Volvió a coger el lápiz y trazó más garabatos. Scott, que permaneció extrañado durante un rato, sonrió finalmente, con cierta indecisión, y se levantó.</p> <p>Paradine también se levantó y echó un vistazo al papel, teniendo el loco pensamiento de que Emma podría haber dominado de repente los secretos de la caligrafía. Pero no, no lo había hecho. El papel estaba cubierto de garabatos sin sentido alguno, de ese mismo tipo que resulta familiar a todos los padres. Paradine apretó los labios.</p> <p>Podría tratarse de un dibujo que mostrara las variaciones mentales de una cucaracha maníaco-depresiva, pero probablemente no lo era. Y, sin embargo, no cabía la menor duda de que tenía algún significado para Emma. Quizá no hizo otra cosa que intentar representar con aquellos garabatos la figura de Señor Oso.</p> <p>Scott regresó. Tenía aspecto de sentirse contento. Se encontró con la mirada de Emma y asintió. Paradine sintió la picazón de la curiosidad.</p> <p>—¿Secretos? —preguntó.</p> <p>—Ninguno. Emma... bueno... me pidió que hiciera algo por ella.</p> <p>—¡Oh!</p> <p>Paradine, recordando entonces los ejemplos de niños muy pequeños que habían balbuceado cosas en lenguas extrañas, dejando asombrados a los lingüistas, decidió guardarse el papel cuando los niños hubieran terminado. Al día siguiente, se lo enseñó a Elkins, en la Universidad. Elkins poseía buenos y amplios conocimientos de numerosas lenguas, pero soltó una risita ante la aventura de Emma en el campo de la literatura.</p> <p>—He aquí una traducción libre, Dennis. Comienzo: no <i>sé</i> lo que significa esto, pero no se trata más que de chiquilladas. Termina la cita.</p> <p>Los dos hombres se echaron a reír y se dirigieron a sus respectivas clases. Pero más tarde, Paradine recordó el incidente. Especialmente después de encontrarse con Holloway. Sin embargo, antes de que sucediera eso, transcurrieron varios meses y la situación se fue desarrollando mucho más, acercándose a un punto de extrema tensión.</p> <p>Quizá Paradine y Jane habían mostrado demasiado interés por los juguetes. Emma y Scott comenzaron a mantenerlos ocultos y a jugar con ellos únicamente en privado. Nunca lo hacían abiertamente, sino con discretas precauciones. A pesar de todo, Jane se sintió algo preocupada.</p> <p>Habló con Paradine sobre el asunto una noche.</p> <p>—Esa muñeca que Harry le dio a Emma.</p> <p>—¿Sí?</p> <p>—Hoy he estado en el centro de la ciudad y he tratado de descubrir de dónde procede. Ningún indicio.</p> <p>—Quizá Harry la trajera de Nueva York.</p> <p>—También pregunté por esas otras cosas —añadió Jane, sin quedar convencida por la observación de su esposo—. Me enseñaron todo lo que tenían... La tienda de Johnson es muy grande, ya sabes. Pero no existe en ella nada parecido al ábaco de Emma.</p> <p>—Hum.</p> <p>Paradine no estaba muy interesado. Aquella noche, habían comprado entradas para un espectáculo, y se estaba haciendo tarde. Así es que, por el momento, dejaron el tema pendiente.</p> <p>Más tarde, el tema volvió a surgir cuando una vecina llamó por teléfono a Jane.</p> <p>—Scotty nunca ha sido así, Denny. Mrs. Burns dice que atemorizó enormemente a su hijo Francis.</p> <p>—¿Francis? ¿No es ese bobo pequeño y regordete? Es como su padre. En cierta ocasión, cuando éramos estudiantes de segundo curso, le rompí las narices.</p> <p>—Deja de fanfarronear y escúchame —dijo Jane, mezclando un cóctel—. Scott enseñó a Francis algo que le asustó. ¿No sería mucho mejor que...?</p> <p>—Supongo que sí.</p> <p>Paradine escuchó. Los sonidos procedentes de la habitación contigua le indicaron dónde se encontraba su hijo.</p> <p>—¡Scott! —le llamó.</p> <p>—¡Bang! —exclamó Scott, cuando apareció sonriente—. Les he matado a todos. Piratas del espacio. ¿Querías algo, papá?</p> <p>—Sí. Si no te importa dejar sin enterrar por un momento a los piratas del espacio. ¿Qué le hiciste a Francis Burns?</p> <p>Los ojos azules de Scott reflejaron un candor increíble.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Inténtalo. Estoy seguro de que puedes recordarlo.</p> <p>—¡Oh! Eso... No hice algo.</p> <p>—Nada —le corrigió Jane con aire ausente.</p> <p>—Nada. De veras. Sólo le permití mirar en mí aparato de televisión y eso... eso le asustó.</p> <p>—¿Aparato de televisión?</p> <p>Scott sacó entonces el cubo de cristal.</p> <p>—Bueno, en realidad no es eso. ¿Lo ves?</p> <p>Paradine examinó el objeto, asombrado por el aumento de tamaño. Sin embargo, todo lo que pudo ver fue un complicado laberinto de dibujos de colores sin ningún significado para él.</p> <p>—El tío Harry...</p> <p>Paradine extendió la mano, cogiendo el teléfono. Scott tragó saliva.</p> <p>—¿Es que... es que el tío Harry ha vuelto a la ciudad?</p> <p>—Sí.</p> <p>—Bueno, tengo que tomar un baño.</p> <p>Scott se dirigió hacía la puerta. Paradine se encontró con la mirada de Jane y asintió significativamente.</p> <p>Harry estaba en casa, pero aseguró no tener el menor conocimiento de todos aquellos juguetes tan peculiares. De un modo bastante hosco, Paradine le pidió a Scott que bajara de su habitación todos aquellos juguetes. Finalmente se encontraron en un montón sobre la mesa: el cubo, el ábaco, la muñeca, el gorro en forma de casquete y algunos otros objetos misteriosos. Scott fue interrogado. Al principio, mintió con valentía, pero finalmente se desmoronó y cantó, entre hipos, su confesión.</p> <p>—Tráeme la caja donde estaban estas cosas —ordenó Paradine—. Y después, vete a la cama.</p> <p>—¿Vas a... vas a castigarme, papá?</p> <p>—Por hacer novillos y por mentir, sí. Ya conoces las reglas. No verás ningún espectáculo en dos semanas. Y nada de golosinas durante todo ese tiempo.</p> <p>—¿Vas a dejarme mis cosas? —preguntó Scott, tragando saliva.</p> <p>—Aún no lo sé.</p> <p>—Bueno... Buenas noches, papá. Buenas noches, mamá.</p> <p>Una vez que la pequeña figura del niño desapareció escaleras arriba, Paradine acercó una silla a la mesa y examinó cuidadosamente la caja. Después removió preocupado los demás objetos. Jane le observaba.</p> <p>—¿Qué es, Denny?</p> <p>—No lo sé. ¿Quién dejaría una caja de juguetes junto al río?</p> <p>—Puede haberse caído de un coche.</p> <p>—No en ese lugar. La carretera no pasa junto al río al norte de la vía del ferrocarril. Son campos vacíos... no hay nada —Paradine encendió un cigarrillo—. ¿Quieres beber algo?</p> <p>—Yo lo prepararé.</p> <p>Jane se dirigió a preparar las bebidas, con una mirada de preocupación. Le trajo un vaso a Paradine y se quedó detrás de él, acariciándole el pelo con los dedos.</p> <p>—¿Algo anda mal?</p> <p>—Claro que no. Sólo que... ¿de dónde habrán venido estos juguetes?</p> <p>—Johnson no lo sabía y ellos traen sus existencias de Nueva York.</p> <p>—Yo también he estado haciendo averiguaciones —admitió Paradine—. Esa muñeca —la cogió— me preocupaba bastante. Quizá sea una deformación profesional, pero me gustaría saber quién la hizo.</p> <p>—¿Un psicólogo? Ese ábaco... ¿no hacen tests a la gente con esta clase de cosas?</p> <p>Paradine castañeteó con los dedos.</p> <p>—¡Eso es! —exclamó—. ¡Y fíjate qué suerte! Hay un tipo llamado Holloway, un psicólogo de niños, que va a hablar en la Universidad la semana que viene. Es un tipo importante, con bastante reputación. Puede que sepa algo de todo esto.</p> <p>—¿Holloway? No...</p> <p>—Rex Holloway. Es... ¡Hum! No vive muy lejos de aquí. ¿Crees que habrá hecho estas cosas él mismo?</p> <p>Jane estaba examinando el ábaco. Frunció el ceño y lo dejó donde estaba.</p> <p>—Si lo hizo, no me gusta. Pero mira a ver si puedes descubrirlo, Denny.</p> <p>—Lo haré —dijo Paradine, asintiendo.</p> <p>Bebió su copa, mientras intentaba quitar importancia a todo aquello. Se sentía vacamente preocupado. Pero no estaba asustado... todavía.</p> <p></p> <p>Rex Holloway era un hombre grueso y brillante, con una calva y unas gafas gruesas, sobre las que se encontraban sus espesas cejas negras, como peludas orugas. Una semana después, Paradine le trajo una noche a cenar a casa. Holloway no pareció observar a los niños en ningún momento, pero nada de lo que dijeron o hicieron le pasó inadvertido. Sus ojos grises, sagaces e inteligentes, no se perdieron casi nada.</p> <p>Los juguetes le fascinaron. En la sala de estar, los tres adultos se encontraban reunidos alrededor de la mesa, donde habían sido colocados los juguetes. Holloway los estudió cuidadosamente, mientras escuchaba lo que Jane y Paradine tenían que decirle. Finalmente, rompió su silencio:</p> <p>—Me alegro de haber venido aquí esta noche. Pero no del todo. Ya sabe que todo esto es muy molesto.</p> <p>—¿Cómo? —preguntó Paradine, asombrado, mientras el rostro de Jane mostraba su consternación.</p> <p>Las siguientes palabras de Holloway no contribuyeron a calmarles:</p> <p>—Nos estamos enfrentando con la locura.</p> <p>Sonrió ante la mirada sobresaltada de la pareja.</p> <p>—Todos los niños están locos, desde el punto de vista de un adulto. ¿Han leído <i>Viento alto en Jamaica</i>, de Hughes?</p> <p>—Lo tengo.</p> <p>Paradine extrajo el pequeño libro de la estantería donde estaba. Holloway extendió una mano, lo cogió y pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba. Después leyó en voz alta:</p> <p>—«Los niños, desde luego, no son humanos... Son animales, y poseen una cultura muy antigua y ramificada, como la tienen los gatos, y los peces, y hasta las serpientes; la suya es de la misma clase, pero mucho más complicada y vivaz, pues los bebés son, después de todo, una de las especies más desarrolladas de los vertebrados inferiores. En resumen, los bebés tienen mentes que actúan en términos y categorías propias, que no pueden ser traducidas a términos y categorías de la mente humana.»</p> <p>Jane trató de tomarse aquello con calma, pero no pudo.</p> <p>—¿No querrá decir que Emma...?</p> <p>—¿Puede usted pensar como su hija? —preguntó Holloway—. Escuche: «No puede uno pensar como un bebé, del mismo modo que no puede uno pensar como una abeja.»</p> <p>Paradme preparó unas bebidas. Entonces, por encima de su hombro, dijo:</p> <p>—Está usted teorizando bastante, ¿verdad? Tal y como yo lo veo, sus palabras implican que los bebés tienen una cultura propia, e incluso un nivel de inteligencia elevado.</p> <p>—No necesariamente. No existen normas fijas. Todo lo que digo es que los bebés piensan de un modo diferente a como lo hacemos nosotros. No quiero decir que piensen necesariamente <i>mejor...</i> eso es una cuestión de valores relativos. Pero sí lo hacen en una forma diferente en cuanto a extensión... —buscaba las palabras adecuadas con la mirada perdida en el techo.</p> <p>—Fantasías —dijo Paradine con cierta rudeza, extrañado al pensar en las actitudes de Emma—. Los bebés no tienen sentidos diferentes a los nuestros.</p> <p>—¿Y quién ha dicho que los tengan? —preguntó Holloway—. Utilizan sus mentes de un modo diferente, eso es todo. ¡Pero es suficiente!</p> <p>—Estoy tratando de comprender —dijo Jane con lentitud—. Todo lo que puedo pensar es en mi batidora. Puede batir mantequilla y patatas hervidas, pero también puede estrujar naranjas.</p> <p>—Es algo parecido. El cerebro es un coloide, una máquina extraordinariamente complicada. No sabemos mucho sobre sus posibilidades. Ni siquiera sabemos cuánto puede aprender. Pero se sabe que la mente va quedando condicionada a medida que va madurando el ser humano. Sigue ciertos esquemas familiares y todo pensamiento posterior está perfectamente basado sobre un modelo que se acepta como algo garantizado. Miren esto —Holloway tocó el ábaco—. ¿Han experimentado con él?</p> <p>—Un poco —dijo Paradine.</p> <p>—Pero no mucho, ¿verdad?</p> <p>—¿Por qué no?</p> <p>—No vale la pena —se quejó Paradine—. Hasta un rompecabezas ha de tener una cierta lógica. Pero esos ángulos tan extraños...</p> <p>—Su mente está condicionada por Euclides —dijo Holloway—. Así es que ahora nos encontramos con que esta casa... nos preocupa, y parece no tener ningún sentido. Pero un niño no sabe nada de Euclides. Si se le presentara una lección de geometría diferente a la que nosotros conocemos, no le impresionaría por considerarla ilógica. El niño cree en lo que ve.</p> <p>—¿Está tratando de decirme que este objeto posee una extensión cuatridimensional? —preguntó Paradine.</p> <p>—En cualquier caso, no de una forma visual —denegó Holloway—. Todo lo que digo es que nuestras mentes, condicionadas por Euclides, no pueden ver en esto otra cosa que un laberinto ilógico de hilos. Pero un niño, y especialmente un bebé, puede ver más. No al principio. Al principio sería un rompecabezas, desde luego. Pero un niño no se vería limitado en sus capacidades a consecuencia de excesivas ideas preconcebidas.</p> <p>—Arterioesclerosis del pensamiento —observó Jane.</p> <p>Paradine no estaba convencido.</p> <p>—¿Quiere eso decir que un niño sería capaz de calcular mejor que Einstein? No, no quiero decir eso. Comprendo más o menos claramente su punto de vista. Sólo que...</p> <p>—Bien, mire esto. Supongamos que existen dos clases de geometría... las limitaremos a ese número para facilitar el ejemplo. Nuestra geometría, la euclidiana, y una segunda a la que llamaremos <i>x</i>. Esta segunda geometría <i>x</i> no tiene mucha relación con la euclidiana. Está basada en teoremas completamente diferentes. En ella, dos y dos no son necesariamente igual a cuatro; pueden ser igual <i>a y², o</i> quizá ni siquiera son igual a nada. La mente de un bebé no está aún condicionada, excepto por ciertos factores cuestionables de herencia y medio ambiente. Comencemos a enseñar al niño la geometría euclidiana...</p> <p>—¡Pobre chico! —exclamó Jane.</p> <p>Holloway le lanzó una mirada rápida.</p> <p>—Me refiero a la base teórica de Euclides: los bloques alfabéticos. Las matemáticas, la geometría, el álgebra... llegarían mucho después. Estamos muy familiarizados con esa clase de desarrollo. Por el otro lado, iniciemos a bebé en los principios básicos de nuestra lógica <i>x.</i></p> <p>—¿Bloques? ¿De qué clase?</p> <p>Holloway se quedó mirando el ábaco un momento y dijo:</p> <p>—No tendría mucho sentido para nosotros. Pero hemos sido condicionados por Euclides.</p> <p>Paradine se sirvió una buena cantidad de whisky.</p> <p>—Eso es algo bastante terrible —dijo—. No está usted limitándose a las matemáticas.</p> <p>—¡Correcto! No me estoy limitando a nada. ¿Cómo podría hacerlo? Yo no estoy condicionado por la lógica <i>x.</i></p> <p>—Ahí está la respuesta —dijo Jane, con un suspiro de alivio—. ¿Quién es? Me refiero a la clase de persona capaz de haber hecho la clase de juguetes que usted, al parecer, piensa que son.</p> <p>Holloway asintió, brillándole los ojos detrás de las gruesas gafas.</p> <p>—Esa clase de personas pueden existir.</p> <p>—¿Dónde?</p> <p>—Quizá prefieran mantenerse ocultas.</p> <p>—¿Superhombres?</p> <p>—Quisiera saberlo. Como ve, Paradine, volvemos a encontrarnos con la cuestión de los criterios. Para nuestros propios niveles, esa clase de seres pueden parecer superhombres en ciertos aspectos. En otros, en cambio, pueden parecemos imbéciles. No se trata de una diferencia cuantitativa; es cualitativa. Ellos piensan de un modo diferente. Y estoy seguro de que nosotros podemos hacer cosas que ellos no pueden realizar.</p> <p>—Quizá no deseen realizarlas —observó Jane.</p> <p>Paradine golpeó ligeramente los objetos que estaban en la caja y preguntó:</p> <p>—¿Y qué me dice de esto? Implica...</p> <p>—Un propósito, claro está.</p> <p>—¿Transporte?</p> <p>—Al principio puede uno pensar en eso. SI es así, la caja puede haber venido de cualquier parte.</p> <p>—¿De donde las cosas son... <i>diferentes</i>? —preguntó Paradine con lentitud.</p> <p>—Exactamente. En el espacio, e incluso en el tiempo. No lo sé. Soy un psicólogo. Desgraciadamente, yo también estoy condicionado por Euclides.</p> <p>—Debe ser un lugar muy extraño —dijo Jane— Denny, deshazte de esos juguetes.</p> <p>—Tengo la intención de hacerlo.</p> <p>Holloway cogió entonces el cubo de cristal y preguntó:</p> <p>—¿Ha interrogado mucho a los niños?</p> <p>__Sí —contestó Paradine—. Scott me dijo que, al principio, cuando miró, había gente en <i>el</i> interior de ese cubo. Le pregunté lo que había ahora en él.</p> <p>—¿Y qué contestó? —preguntó el psicólogo, abriendo mucho los ojos.</p> <p>—Me dijo que estaban construyendo un lugar. Esas fueron sus palabras exactas. Le pregunté quién lo hacía... ¿gente? Pero no me lo pudo explicar.</p> <p>—No, supongo que no —murmuró Holloway—. Debe tratarse de algo progresivo. ¿Durante cuánto tiempo han tenido los niños estos juguetes?</p> <p>—Unos tres meses, supongo.</p> <p>—Tiempo suficiente. Como ve, se trata del juguete perfecto, tanto instructivo como mecánico. Debe hacer cosas, para interesar al niño, y debe enseñar preferiblemente sin que el niño se dé cuenta. Problemas sencillos al principio. Y más tarde...</p> <p>—La lógica <i>x</i> —dijo Jane, pálida.</p> <p>Paradine maldijo por lo bajo.</p> <p>—¡Emma y Scott son perfectamente normales! —dijo.</p> <p>—¿Sabe usted cómo piensan sus mentes... ahora?</p> <p>Holloway no siguió el razonamiento. Manoseó la muñeca.</p> <p>—Sería interesante saber las condiciones del lugar de donde proceden estás cosas. Sin embargo, la inducción no nos ayuda mucho. Nos faltan demasiados factores. No podemos visualizar un mundo basándonos en el factor <i>x...</i> con el medio ambiental ajustado a mentes que piensan según los modelos <i>x</i>. Tomemos, por ejemplo, esta luminosa red existente en el interior de la muñeca. Puede ser cualquier cosa. Podría existir también en nuestro interior, aún cuando no lo hayamos descubierto aún. Cuando encontremos la clave correcta... —se encogió de hombros—. ¿Qué piensa usted de esto?</p> <p>Se trataba de un globo carmesí, de unos cinco centímetros de diámetro, con un bulto protuberante en su superficie.</p> <p>—¿Qué puede pensar cualquiera de eso?</p> <p>—¿Y Scott? ¿Y Emma?</p> <p>—Yo ni siquiera lo había visto hasta hace apenas unas tres semanas, cuando Emma empezó a jugar con eso —Paradine se mordió el labio—. Después, Scott empezó también a sentirse interesado.</p> <p>—¿Qué es lo que hacen?</p> <p>—Lo mantienen frente a ellos y lo mueven hacia adelante y hacia atrás, sin ningún tipo de movimiento especial.</p> <p>—No es ningún tipo de movimiento euclidiano —le corrigió Holloway—. Al principio no pudieron comprender el propósito del juguete. Tenían que ser educados para utilizarlo.</p> <p>—Eso es horrible —dijo Jane.</p> <p>—No para ellos. Probablemente, Emma comprende con mayor rapidez la lógica <i>x</i> que Scott, pues su mente todavía no está condicionada por nuestros modelos.</p> <p>—Pero yo puedo recordar muchas cosas de las que hice cuando era un niño —dijo Paradine—. E incluso siendo un bebé.</p> <p>—¿Qué quiere decir con eso?</p> <p>—¿Estaba... loco, entonces?</p> <p>—Las cosas que no recuerda son los criterios de su locura —replicó Holloway—. Pero he utilizado la palabra «locura» como un símbolo puramente convencional para designar la variación de la norma humana conocida. Un criterio arbitrario de mente sana.</p> <p>Jane dejó su vaso sobre la mesa.</p> <p>—Ha dicho usted que la inducción era difícil, Mr. Holloway. Pero me da la impresión de que está usted convirtiendo algo muy pequeño en algo excesivamente grande. Después de todo, estos juguetes...</p> <p>—Yo soy un psicólogo y me he especializado en los niños. No soy un lego en la materia. Estos juguetes significan mucho para mí, principalmente porque tienen tan poco significado.</p> <p>—Puede usted estar equivocado.</p> <p>—Bueno, diría que me gustaría estarlo. Desearía examinar a los niños.</p> <p>—¿Cómo? —preguntó Jane, levantando los brazos.</p> <p>Una vez que Holloway se lo hubo explicado, ella asintió, aunque seguía mostrándose un poco dubitativa:</p> <p>—Bueno, está bien. Pero no son cobayas.</p> <p>El psicólogo extendió blandamente una mano en el aire.</p> <p>—¡Mi querida señora! No soy un Frankenstein. Para mí, el individuo es el factor primordial... no podría ser de otra forma, ya que trabajo con mentes. Si hay algo que va mal en los jóvenes, quiero curarles.</p> <p>Paradine dejó el cigarrillo en el cenicero y observó la lenta espiral de humo azul, oscilando hacia arriba.</p> <p>—¿Puede usted ofrecer un pronóstico?</p> <p>—Lo intentaré. Eso es todo lo que les puedo decir. Si las mentes, aún no desarrolladas de los niños, ya han sido dirigidas hacia el canal <i>x</i>, será necesario hacerlas retroceder. No estoy diciendo que eso sea lo mejor que podamos hacer, aunque probablemente sea así desde nuestro propio punto de vista. Después de todo, tanto Emma como Scott tendrán que vivir en este mundo.</p> <p>—Sí, sí. No creo que pueda haber nada de malo en ello. Parecen niños de tipo medio, más o menos normales.</p> <p>—Superficialmente pueden parecerlo así. No tienen ninguna razón para actuar anormalmente, ¿verdad? ¿Y cómo puede usted decir si piensan... de un modo diferente?</p> <p>—Les llamaré —dijo Paradine.</p> <p>—Hágalo entonces de un modo informal. No quiero que estén prevenidos.</p> <p>Jane hizo un gesto hacia los juguetes. Holloway dijo:</p> <p>—Dejémoslos aquí, ¿no le parece?</p> <p>Pero, después de que llegaran Emma y Scott, el psicólogo no hizo ningún intento por interrogarles directamente. Se las arregló para atraer a Scott, sin que éste <i>se</i> diera cuenta, hacia una conversación, en la que de vez en cuando dejaba caer palabras clave. Nada tan revelador como un test de asociación de palabras... se necesita cooperación para eso.</p> <p>El momento más interesante se produjo cuando Holloway cogió el ábaco.</p> <p>—¿Te importaría enseñarme cómo funciona esto?</p> <p>—Sí, señor —contestó Scott, tras un momento de duda—. Así...</p> <p>Deslizó hábilmente una bola a través del laberinto, en sentido tangencial, con tanta rapidez que nadie estuvo seguro por completo de sí la bola había desaparecido o no. Podría haber sido desplazada simplemente. Después, una vez más...</p> <p>Holloway intentó hacerlo. Scott le observó, arrugando la nariz.</p> <p>—¿Es así?</p> <p>—No, no. Tiene que ir hacia <i>allí...</i></p> <p>—¿Aquí? ¿Por qué?</p> <p>—Bueno, porque es la única forma de hacerlo funcionar.</p> <p>Pero Holloway estaba condicionado por Euclides. Para él, no existía ninguna razón particular que explicar por qué la cuenta debía deslizarse desde aquel hilo particular hacía aquel otro. Parecía tratarse de un factor casual. De repente, Holloway también se dio cuenta de que éste no era el camino tomado previamente por la bola, cuando Scott manipuló el rompecabezas. Al menos, por lo que pudo entender.</p> <p>—¿Quieres volvérmelo a enseñar?</p> <p>Scott lo hizo, y hasta dos veces más ante la petición del doctor. Holloway parpadeaba detrás de las gafas. Casualidad, sí. Y una variable. En cada ocasión, Scott movía la cuenta siguiendo un curso diferente.</p> <p>De algún modo, ninguno de los adultos podía decir si la cuenta desaparecía o no. Si hubieran esperado verla desaparecer, sus reacciones podrían haber sido diferentes.</p> <p>Al final, no se resolvió nada. Cuando se despidió, Holloway parecía sentirse muy inquieto.</p> <p>—¿Puedo volver otra vez?</p> <p>—Quisiera que lo hiciera —le dijo Jane—. En cualquier momento. ¿Sigue pensando...?</p> <p>—Las mentes de los niños no están reaccionando con normalidad —dijo, asintiendo con la cabeza—. No están embotadas, en modo alguno, pero tengo la más extraordinaria impresión de que llegan a conclusiones a través de un camino que nosotros no podemos comprender. Como si utilizaran álgebra mientras que nosotros utilizamos geometría. La misma conclusión, pero un método diferente para llegar a ella.</p> <p>—¿Qué me dice de los juguetes? —preguntó Paradine de repente.</p> <p>—Manténgalos fuera de su alcance. Me gustaría llevármelos, si me lo permiten...</p> <p>Aquella noche, Paradine durmió mal. El paralelo empleado por Holloway había sido desafortunado. Conducía a teorías muy perturbadoras. El factor <i>x...</i> Los niños estaban utilizando el equivalente de un razonamiento algebraico, mientras que los adultos utilizaban la geometría.</p> <p>Bastante bonito. Sólo que...</p> <p>El álgebra puede dar respuestas a las que no se puede llegar a través de la geometría, puesto que hay ciertos términos y símbolos que no pueden ser expresados geométricamente. ¿Y si la lógica <i>x</i> mostraba conclusiones inconcebibles para la mente adulta?</p> <p>—¡Maldita sea! —murmuró Paradine.</p> <p>Jane se removió a su lado.</p> <p>—Querido... ¿Tampoco puedes dormir?</p> <p>—No.</p> <p>Se levantó, dirigiéndose a la habitación contigua. Emma dormía como un querubín, tranquilamente, con su grueso bracito abrazado alrededor de Señor Oso. A través de la puerta abierta, Paradine podía ver la cabeza morena de Scott, inmóvil sobre la almohada.</p> <p>Jane estaba a su lado. La rodeó con su brazo.</p> <p>—Pobres niños —murmuró ella—. Y Holloway les ha llamado locos. Creo que los locos somos nosotros, Dennis.</p> <p>—¡Eh, eh! Estamos poniéndonos nerviosos.</p> <p>Scott se agitó en su sueño. Sin despertarse, hizo lo que era evidentemente una pregunta, aunque no pareció ser expresada en ningún lenguaje en particular. Emma emitió un pequeño grito, como un maullido, que cambió hasta alcanzar un tono agudo.</p> <p>Ella tampoco se había despertado. Ahora, los niños permanecían quietos, sin agitarse.</p> <p>Pero Paradine pensó, sintiéndose repentinamente enfermo, que todo fue exactamente como si Scott le hubiera preguntado algo a Emma y ella le hubiese contestado.</p> <p>¿Acaso sus mentes habían cambiado hasta el punto en que incluso... el sueño era diferente para ellos?</p> <p>Apartó de su mente aquella idea.</p> <p>—Te vas a enfriar. Será mejor que nos marchemos a la cama. ¿Quieres beber algo?</p> <p>—Creo que sí —contestó Jane, mirando a Emma.</p> <p>Extendió ciegamente su mano hacia la niña; pero la retiró antes de tocarla.</p> <p>—Vamos —le dijo su esposo—. Si no, les despertaremos.</p> <p>Bebieron juntos un pequeño sorbo de brandy, pero no dijeron nada. Más tarde, en sueños, Jane lanzó un grito.</p> <p>Scott no estaba despierto. Pero su mente actuaba de un modo lento y cuidadoso. Así:</p> <p>«Se llevarán los juguetes. El hombre grueso... listava, quizá peligroso. Pero la dirección Ghoric no se mostrará... evankrus, no les apremies. Intransdección... inteligente y luminosa Emma. Ahora, ella es más elevada khopranik que... Aún no veo cómo.., thavarar lixery dist...»</p> <p>Una pequeña parte de los pensamientos de Scott aún podían ser comprendidos. Pero Emma había quedado condicionada por <i>x</i> con mucha mayor rapidez.</p> <p>Ella también estaba pensando.</p> <p>No pensaba como un adulto, ni como una niña. Ni siquiera como un ser humano. Excepto, quizá, como un humano de un tipo sorprendentemente extraño para el género conocido por el nombre de <i>homo sapiens.</i></p> <p>A veces, hasta el propio Scott tenía dificultades para seguirle en sus pensamientos.</p> <p>De no haber sido por Holloway, la vida podría haber continuado en una rutina casi normal. Los juguetes ya no eran objetos que les recordaran el problema de un modo inmediato. Emma, con una delicia perfectamente explicable, aún disfrutaba con sus muñecas y con el cajón de arena. Por su parte, Scott se sentía satisfecho con el baseball y con su juego de química. Hacían lo mismo que otros niños y ponían de manifiesto muy pocos rasgos de anormalidad, si es que aparecía alguno. Holloway parecía ser un alarmista.</p> <p>Estaba llevando a cabo experimentos con los juguetes, con resultados bastante idiotas. Dibujó innumerables gráficos y diagramas, mantuvo contactos con matemáticos, ingenieros y otros psicólogos y casi se volvió loco tratando de encontrar una concordancia o una razón en la construcción de los objetos. La caja misma, con su misterioso mecanismo, no le decía nada. Los fusibles habían derretido una gran parte del material, convirtiéndolo en escoria. Pero los juguetes..,</p> <p>Era el elemento aleatorio que había en ellos lo que le impedía avanzar en la investigación. Incluso hasta eso era una cuestión de semántica. Porque Holloway estaba convencido de que, en realidad, no se trataba de casualidad. Lo que sucedía era que no había suficientes factores conocidos. Ningún adulto podía hacer funcionar el ábaco, por ejemplo. Y, reflexivamente, Holloway se negaba a permitir que un niño jugara con aquel objeto.</p> <p>El cubo de cristal era un misterio similar. Mostraba un modelo alocado de colores, que, a veces, se movían. En esto se parecía a un caleidoscopio. Pero el cambio de equilibrio y de gravedad no le afectaba. Una vez más, el factor casual.</p> <p>O, más bien, lo desconocido. El modelo <i>x</i>. Poco a poco, Paradine y Jane retornaron a una situación de tranquilidad. Tenían la sensación de que los niños habían quedado curados de su peculiaridad mental, ahora que se había eliminado la causa que contribuía a ella. Algunas de las acciones de Emma y de Scott les ofrecían todos los motivos para dejar de preocuparse.</p> <p>Los chicos disfrutaban nadando, haciendo excursiones, viendo películas y jugando con los juguetes funcionales y normales de su tiempo. Cierto que fallaban al tratar de dominar ciertos instrumentos mecánicos, bastante problemáticos, que implicaban algún tipo de cálculo. Por ejemplo, un rompecabezas tridimensional, en forma de globo terráqueo, que Paradine había comprado. Pero hasta él mismo lo encontraba difícil.</p> <p>De vez en cuando, se producían deslices. Un sábado por la tarde, Scott se encontraba con su padre, dando un paseo, y los dos se detuvieron en la cima de una colina. Bajo ellos se extendía un valle bastante hermoso.</p> <p>—¿Verdad que es bonito? —preguntó Paradine.</p> <p>Scott examinó la escena con actitud solemne.</p> <p>—Todo está mal —dijo.</p> <p>—¿Eh?</p> <p>—No sé.</p> <p>—¿Qué hay de malo en todo esto?</p> <p>—Mira... —Scott terminó por guardar un extraño silencio y añadió—: No lo sé.</p> <p>Los niños echaron de menos sus juguetes, pero no por mucho tiempo. Emma fue la primera en recuperarse, mientras que Scott seguía mostrándose deprimido. Mantenía conversaciones ininteligibles con su hermana, y estudiaba los garabatos sin significado alguno que ella dibujaba en el papel que él le proporcionaba. Era casi como si estuviera consultándola para tratar de resolver problemas difíciles que estaban más allá de su comprensión.</p> <p>Si Emma tenía una mayor capacidad de comprensión, Scott poseía una mayor inteligencia real, así como una gran habilidad manual. Utilizando su juego de mecano, construyó un artilugio, pero no quedó satisfecho. La causa aparente de su disgusto fue exactamente la misma por la que Paradine se sintió aliviado al ver la estructura. Era la clase de cosas que un niño normal construiría, algo con una vaga semejanza a una nave cúbica.</p> <p>Resultaba demasiado normal para agradar a Scott. Planteó más preguntas a Emma, aunque en privado. Ella se lo pensó durante un rato y después dibujó más garabatos con un lápiz que agarraba con una fuerza terrible.</p> <p>—¿Puedes leer eso que escribe? —preguntó Jane a su hijo, una mañana.</p> <p>—Bueno, exactamente no se trata de leerlo. Puedo entender la idea que ella trata de comunicar. No lo puedo hacer siempre, aunque sí en la mayor parte de las ocasiones.</p> <p>—¿Se trata de una escritura?</p> <p>—No... no. No significa lo mismo que aparenta.</p> <p>—Simbolismos —sugirió Paradine por encima de su taza de café.</p> <p>Jane le miró, abriendo mucho los ojos.</p> <p>—Denny...</p> <p>El guiñó un ojo y sacudió la cabeza. Más tarde, cuando se encontraban solos, le dijo a su esposa:</p> <p>—No permitas que Holloway te saque de tus casillas. No estoy queriendo decir que los niños se estén comunicando por medio de una lengua extraña. Si Emma dibuja un garabato y dice que es una flor, se tratará siempre de una regla arbitraria... Scott lo recuerda. Y si en la ocasión siguiente ella dibuja la misma clase de garabato, o trata de hacerlo... ¡bueno!</p> <p>—Claro —dijo Jane, dudosa—. ¿Te has dado cuenta de que Scott está leyendo mucho últimamente?</p> <p>—Sí, ya me he dado cuenta. Sin embargo, no es nada anormal. No es ningún Kant o Spinoza lo que lee.</p> <p>—Se pasa el tiempo hojeando los libros, eso es todo.</p> <p>—Bueno, es lo mismo que hacía yo a su edad —dijo Paradine, y se marchó a dar sus clases de la mañana.</p> <p>Almorzó con Holloway, lo que ya se estaba convirtiendo en una costumbre diaria, y habló de los entretenimientos literarios de Emma.</p> <p>—¿Tenía razón sobre lo del simbolismo, Rex?</p> <p>—Bastante —asintió el psicólogo—. Nuestro propio lenguaje no es otra cosa que una simbología arbitraria. Al menos, en su aplicación. Mira esto —y en su servilleta dibujó una elipse muy estrecha—. ¿Sabes lo que es esto?</p> <p>—¿Te refieres a lo que representa?</p> <p>—Sí. ¿Qué te sugiere? Podría tratarse de una representación vulgar... pero ¿de qué?</p> <p>—De muchas cosas —contestó Paradine—. El canto de un cristal. Un huevo frito. Una hogaza de pan francés. Un puro.</p> <p>Holloway añadió entonces un pequeño triángulo a su dibujo anterior, situándolo en uno de los extremos de la elipse. Después se quedó mirando a Paradine.</p> <p>—Un pez —dijo éste instantáneamente.</p> <p>—Es nuestro símbolo familiar para indicar un pez. Se le puede reconocer, aunque no tenga agallas, ni ojos, ni boca, porque estamos condicionados para identificar esa figura particular con nuestra imagen mental de un pez. Esa es la base del jeroglífico. Para nosotros, un símbolo significa mucho más de lo que en realidad vemos sobre el papel. ¿Qué hay en tu mente cuando miras este dibujo?</p> <p>—¿Por qué?... Un pez.</p> <p>—Continúa. ¿Qué visualizas?... ¿Todo?</p> <p>—Escamas —dijo Paradine con lentitud, mirando hacia el espacio—. Agua. Espuma. El ojo de un pez. Las agallas. Los colores.</p> <p>—Como ves, el símbolo representa mucho más que la simple idea abstracta de <i>pez</i>. Date cuenta de que las connotaciones son las de un nombre, no las de un verbo. Resulta mucho más difícil expresar acciones mediante simbolismos, eso ya lo sabes. En cualquier caso... invirtamos el proceso. Suponte que quieres encontrar un símbolo para algún nombre concreto, como por ejemplo un ave. Dibújala.</p> <p>Paradine dibujó dos arcos conectados, con las concavidades hacia abajo.</p> <p>—El más bajo denominador común —dijo Holloway, asintiendo—. La tendencia natural es la de simplificar. Especialmente cuando un niño está viendo algo por primera vez y tiene pocos niveles de comparación. Trata de identificar el objeto nuevo con algo que ya le sea familiar. ¿Te has fijado alguna vez cómo dibuja un niño el océano? —no esperó una respuesta y continuó hablando—: Una serie de puntos dentados. Como la línea oscilante de un sismógrafo. La primera vez que vi el Pacífico, tenía unos tres años. Lo recuerdo con bastante claridad. Parecía algo... cubierto de tejas. Una llanura plana, inclinada en uno de sus ángulos. Las olas eran como triángulos regulares, con el vértice hacia arriba. Ahora no las veo estilizadas de ese modo. Pero más tarde, recordando eso, sé que tuve que encontrar algún nivel familiar de comparación, que es la única forma de obtener una concepción nueva a partir de algo completamente nuevo. El niño medio trata de dibujar esos triángulos regulares, pero su coordinación es pobre. En consecuencia, obtiene el modelo de una línea de sismógrafo.</p> <p>—¿Y qué significa todo eso?</p> <p>—Un niño ve el océano, y lo estiliza. Dibuja un cierto modelo definido, simbólico, de lo que para él es el mar. Los garabatos de Emma también pueden ser símbolos. No quiero decir con eso que el mundo tenga para ella un aspecto diferente... más amplio quizá, o más agudo, más vívido o con una disminución de la percepción por encima del nivel de sus ojos. Lo que quiero decir es que sus procesos de pensamiento son diferentes; que ella convierte lo que ve en símbolos anormales.</p> <p>—Sigues creyendo que...</p> <p>—Sí, continúo creyéndolo. Su mente ha sido condicionada de un modo poco normal. Puede ser que ella desmembre lo que ve en modelos individuales y obvios... y conceda un significado a esos modelos, que nosotros no podemos comprender. Como el ábaco. Ella vio en él un modelo, aunque, para nosotros, se trataba de algo completamente aleatorio.</p> <p>De repente, Paradine decidió cortar aquellas citas para almorzar con Holloway. Aquel hombre era un alarmista. Sus teorías se estaban haciendo cada vez más fantásticas; rastreaba cualquier cosa, aplicable o no, siempre que apoyara sus teorías.</p> <p>—¿Crees que Emma se está comunicando con Scott en un lenguaje desconocido? —preguntó en un tono bastante irónico.</p> <p>—En símbolos para los que ella no dispone de palabras. Estoy seguro de que Scott comprende una buena parte de esos... garabatos. Para él, un triángulo isósceles puede representar cualquier factor, aunque probablemente se trate de un nombre concreto. ¿Crees que un hombre que no entienda nada de química puede comprender lo que significa H<sub>2</sub>O? ¿Se dará cuenta de que ese símbolo podría evocar la imagen del océano?</p> <p>Paradine no contestó. Sin embargo, mencionó a Holloway la curiosa observación de Scott en el sentido de que el paisaje, visto desde la colina, le había parecido erróneo. Un momento después se mostró inclinado a lamentar su comentario, pues el psicólogo volvió a empezar.</p> <p>—Los modelos de pensamiento de Scott están acumulándose, hasta llegar a una suma que no es igual al aspecto que tiene este mundo. Quizá esté esperando inconscientemente ver el mundo de donde procedieron esos juguetes.</p> <p>Paradine dejó de escucharle. Ya era suficiente. Los niños se las iban arreglando bastante bien, y el único factor perturbador que aún quedaba era el propio Holloway. Sin embargo, aquella noche, Scott demostró un interés por las anguilas, que más tarde resultó ser muy significativo.</p> <p>No había nada aparentemente nocivo en la historia natural. Paradine le explicó lo que sabía sobre las anguilas.</p> <p>—Pero ¿dónde ponen sus huevos? ¿O es que no los ponen?</p> <p>—Eso todavía es un misterio. Los lugares donde desovan son desconocidos. Quizá lo hagan en el mar de los Sargazos, o en las profundidades, donde la presión les puede ayudar a sacar los huevos de sus cuerpos.</p> <p>—Qué divertido —dijo Scott, reflexionando profundamente.</p> <p>—El salmón hace más o menos lo mismo. Remonta los ríos para desovar —siguió diciendo Paradine, hablando sobre los detalles.</p> <p>Scott estaba fascinado.</p> <p>—Pero eso está bien, papá. Han nacido en el río y cuando aprenden a nadar, descienden hasta el mar. Y regresan después a poner sus huevos, ¿no?</p> <p>—Correcto.</p> <p>—Sólo que ellos no regresan —consideró Scott—. Se limitan a enviar sus huevos...</p> <p>—Para eso necesitarían un oviducto muy largo —dijo Paradine, y añadió algunas observaciones muy bien escogidas sobre los ovíparos.</p> <p>Su hijo no quedó completamente satisfecho. Las flores, argumentó, envían sus semillas a grandes distancias.</p> <p>—Pero no las guían. No son muchas las que encuentran un suelo fértil.</p> <p>—Pero las flores no tienen cerebros, papá. ¿Por qué la gente vive aquí?</p> <p>—¿En Glendale?</p> <p>—No... <i>aquí</i>. En todo este lugar. Apuesto a que no está aquí todo lo que hay.</p> <p>—¿Te refieres a los otros planetas?</p> <p>—Esto es sólo... —Scott se mostró vacilante— parte... del gran lugar. Es como el río al que acude el salmón. ¿Por qué la gente no baja al océano cuando se hace mayor?</p> <p>Paradine se dio cuenta entonces de que Scott estaba hablando en sentido figurado. Sintió un breve escalofrío. ¿El... océano?</p> <p>Los jóvenes de las especies no están preparados para vivir en el mundo más completo, donde viven sus padres. Sólo entran en ese mundo cuando se han desarrollado lo suficiente. Más tarde, procrean. Los huevos fertilizados son enterrados en la arena, en la parte alta del río, donde más tarde incuban.</p> <p>Y aprenden. El instinto, por sí solo, es fatalmente lento. Especialmente en el caso de un género especializado, incapaz de hacer frente incluso a este mundo, incapaz de alimentarse, beber o sobrevivir, a menos que alguien proporcione previsoramente esas necesidades.</p> <p>El joven, alimentado y cuidado, sobrevivirá. Habría incubadoras y robots. Los jóvenes podrían sobrevivir, pero no sabrían cómo nadar corriente abajo, hacia el mundo, mucho más amplio, del océano.</p> <p>Así es que se les tenía que enseñar. Tenían que ser preparados y condicionados de muchas maneras.</p> <p>Sin dolor, sutilmente, discretamente. A los niños les encantan los juguetes que hacen cosas... y si esos juguetes enseñan al mismo tiempo...</p> <p></p> <p>En la última mitad del siglo XIX, un inglés estaba sentado junto a la ribera, cubierta de hierba, de un río. Una niña muy pequeña estaba sentada junto a él, mirando fijamente el cielo. Había dejado a un lado un curioso juguete con el que había estado jugando y ahora tarareaba una canción corta, sin palabras, que el hombre escuchaba con cierta atención.</p> <p>—¿Qué era eso, querida? —preguntó al final.</p> <p>—Sólo es algo que me he inventado, tío Charles.</p> <p>—Vuélvelo a cantar —pidió, sacando un libro de notas.</p> <p>La niña obedeció.</p> <p>—¿Significa algo?</p> <p>—¡Oh, sí! —exclamó ella, asintiendo—. Como las historias- que te he contado, ya sabes.</p> <p>—Son historias muy bonitas, querida.</p> <p>—¿Y las escribirás algún día en un libro?</p> <p>—Sí, pero tengo que cambiarlas bastante, o nadie las comprendería. Sin embargo, creo que no voy a cambiar tu canción.</p> <p>—No tienes que hacerlo. Si lo haces, puede significar cualquier cosa.</p> <p>—De todos modos, no cambiaré esa estrofa —prometió—. ¿Qué significa?</p> <p>—Creo que es el camino para salir —dijo la niña, vacilante—. No estoy segura todavía. Mi juguete mágico me lo dijo.</p> <p>—¡Quisiera saber qué tiendas de Londres venden esos juguetes tan maravillosos!</p> <p>—Mamá me los compró para mí. Ella está muerta ahora. Y papá no se preocupa.</p> <p>Mentía. Había encontrado los juguetes en una caja, un buen día, mientras jugaba junto al Támesis. Y, en realidad, eran juguetes maravillosos.</p> <p>Su tío Charles pensó que aquella pequeña canción no significaba nada. (El no era su verdadero tío, pero se portaba muy bien con ella.) La canción, sin embargo, significaba mucho. Era el camino. Ahora, ella haría lo que decía la canción, y después...</p> <p>Pero ya era demasiado vieja. Nunca encontró el camino.</p> <p></p> <p>Paradine había dejado de ver a Holloway. A Jane le disgustaba mucho aquel hombre, algo bastante natural puesto que ella sólo deseaba ver conjurados sus temores. Desde que Scott y Emma empezaron a actuar con normalidad, Jane se sintió satisfecha. Pero, en parte, se trataba más de deseos que de realidades, algo en lo que Paradine no podía estar de acuerdo por completo.</p> <p>Scott seguía llevando a Emma artilugios, pidiéndole su aprobación. Por regla general, la niña se limitaba a negar enérgicamente con una sacudida de su cabeza. A veces, mostraba una expresión de duda. Muy ocasionalmente, demostraba estar de acuerdo. Entonces se producía una hora de laborioso y loco garabatear en trozos de papel, y Scott, después de estudiar las anotaciones, arreglaba una y otra vez sus artilugios, las partes de su maquinaria, los cabos de vela y sus trastos viejos. La sirvienta los limpiaba cada día y Scott comenzaba cada día de nuevo.</p> <p>Condescendió en explicarle algo a su extrañado padre, que no veía ningún sentido o razón al juego.</p> <p>—Pero ¿por qué vas a poner este guijarro aquí?</p> <p>—Es duro y redondo, papá. <i>Pertenece</i> ahí.</p> <p>—Este otro también es duro y redondo.</p> <p>—Bueno, ése tiene vaselina. Cuando se llega a este punto, no puedes <i>ver</i> una cosa dura y redonda.</p> <p>—¿Y qué viene a continuación? ¿Ésta vela?</p> <p>Scott parecía disgustado.</p> <p>—Eso se coloca al final. Primero hay que poner la anilla de hierro.</p> <p>Paradine pensó que todo aquello era como el rastro de un <i>boy-scout</i> dejado entre los bosques, como marcas en un laberinto. Pero, una vez más, se encontraba aquí con el factor aleatorio. La lógica, la lógica familiar, se detenía ante los motivos que Scott tenía para acoplar los trastos viejos tal y como lo hacía.</p> <p>Paradine se marchó. Por encima del hombro, vio a Scott sacar un trozo arrugado de papel y un lápiz del bolsillo y dirigirse hacia donde estaba Emma, en cuclillas, pensando en sus cosas en un rincón.</p> <p>Bueno..,</p> <p>Jane había ido a almorzar con el tío Harry. En aquella calurosa tarde de verano había poco que hacer, excepto leer los periódicos. Paradine tomó asiento en el lugar más frío que pudo encontrar con un diccionario Collins, y se perdió en los crucigramas cómicos.</p> <p>Una hora después, el sonido de unos pasos en las habitaciones de arriba le despertó de su modorra. La voz de Scott estaba gritando, llena de júbilo:</p> <p>—¡Eso es! ¡Eso es, babosa! ¡Vamos!</p> <p>Paradine se levantó con rapidez, frunciendo el ceño. En el momento en que penetraba en el vestíbulo, empezó a sonar el teléfono. Jane había prometido llamarle...</p> <p>Su mano estaba sobre el auricular cuando Emma lanzó un grito lleno de excitación. Paradine hizo una mueca. ¿Qué diablos estaba sucediendo allá arriba?</p> <p>—¡Mira! ¡Por este camino! —gritó Scott.</p> <p>Balbuciendo unas palabras, y con los nervios ridículamente tensos, Paradine olvidó el teléfono y echó a correr escaleras arriba. La puerta de la habitación de Scott estaba abierta. Los niños <i>se</i> desvanecían.</p> <p>Desaparecían en fragmentos, como un humo espeso transportado por el viento, o como un movimiento en uno de esos espejos que desfiguran la imagen. Se iban, cogidos de la mano, en una dirección que Paradine no podía comprender. Y mientras él estaba allí, parpadeando, bajo el umbral de la puerta, acabaron por desaparecer del todo.</p> <p>—¡Emma! —gritó, con la garganta seca—. ¡Scotty!</p> <p>Sobre la alfombra quedaba un montón de fichas, una anilla de hierro... trastos viejos. Formaban una figura casual. Una arrugada hoja de papel voló hacia Paradine.</p> <p>La cogió automáticamente.</p> <p>—Niños. ¿Dónde estáis? No os escondáis...</p> <p>—¡Emma! ¡SCOTTY!</p> <p>En la planta baja, el teléfono dejó de sonar con su agudo y monótono timbre. Paradine miró el papel que tenía en la mano.</p> <p>Era una hoja arrancada de un libro. Había cosas escritas entre las líneas y en los márgenes, dibujadas con los garabatos sin significado alguno de Emma. Una estrofa de versos había sido subrayada y tachada de modo que resultaba casi ilegible. Pero Paradine estaba familiarizado con <i>A través del espejo</i>. Su memoria recordó las palabras:</p> <p><i>Era brillante, y la estopa deslizante</i></p> <p><i>giraba y surgía en espiral en la banda.</i></p> <p><i>Fingida era la arboleda,</i></p> <p><i>y los momentos fueron arrebatados.</i></p> <p>De un modo idiota, pensó: «Eso lo explica todo.» Una banda, se refería al lugar lleno de hierba que hay alrededor de un reloj de sol. Un reloj de sol. Tiempo... Tenía algo que ver con el tiempo. Hacía ya mucho tiempo, Scott le había preguntado algo sobre una banda. Puro simbolismo.</p> <p><i>Era brillante...</i></p> <p>Una fórmula matemática perfecta, en la que se daban todas las condiciones del simbolismo que, finalmente, habían comprendido los niños. Los trastos viejos en el suelo. Las estopas tenían que ser hechas de modo que fueran deslizantes... ¿vaselina? Y tenían que ser colocadas de modo que guardaran una cierta relación, y pudieran así girar y surgir en espiral.</p> <p><i>¡Locura!</i></p> <p>Pero no había sido locura ni para Emma ni para Scott. Ellos pensaban de modo diferente. Ellos utilizaban la lógica <i>x</i>. Aquellas notas que Emma había garabateado en la página... había traducido las palabras de Carroll en símbolos que tanto ella como Scott eran capaces de comprender.</p> <p>El factor aleatorio había terminado por tener un sentido para los niños. Ellos habían cumplido las condiciones de la ecuación espacio-tiempo. <i>Y los momentos fueron arrebatados...</i></p> <p>Paradine emitió un sonido débil y profundo a través de su garganta. Observó el loco modelo dibujado en la alfombra. Si pudiera seguirlo, tal y como habían hecho los niños... Pero no pudo. Aquel modelo no tenía sentido alguno. El factor aleatorio le desafiaba. El estaba condicionado por Euclides.</p> <p>Aun cuando se volviera loco, seguiría sin poder hacerlo. Sería un tipo de locura erróneo.</p> <p>Ahora, su mente había dejado de pensar. Pero, dentro de un instante, se pasaría el éxtasis de horror incrédulo y se sumiría en la angustia de un horror irracional... Paradine arrugó la página entre sus dedos,</p> <p>—Emma, Scotty —llamó con una voz muy débil, como si ya no esperara respuesta.</p> <p>La luz del sol penetraba por las ventanas abiertas, iluminando la piel dorada de Señor Oso. En el piso inferior comenzó a sonar de nuevo el timbre del teléfono.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>La máquina ambidextra</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i><style name="b">S</style>IEMPRE, desde los tiempos de Orestes, ha habido hombres con las Furias siguiéndoles. Fue en el siglo Veintidós cuando la humanidad hizo una serie de Furias reales, de acero. La humanidad había entrado en crisis entonces. Tenía una buena razón para construir Furias de forma humana, las cuales seguirían los pasos de todos los hombres que matasen a hombres. A nadie más. Para entonces no había ningún otro crimen que tuviese alguna importancia.</i></p> <p><i>La cosa funcionaba muy sencillamente. Sin previa advertencia, un hombre que se creyese seguro oiría de súbito los firmes y resonantes pasos tras él. Se volvería y vería a la máquina ambidextra caminando hacia él, conformada como un hombre de acero, y más incorruptible de lo que pudiera ser cualquier hombre no hecho de este metal. Sólo entonces sabría el asesino que había sido juzgado y condenado por las omniscientes mentes electrónicas que conocían a la sociedad como ninguna mente humana pudiera jamás conocerla.</i></p> <p><i>Durante el resto de sus días, el hombre oiría esos pasos tras él: una cárcel móvil con invisibles barrotes que le separaban del mundo. Nunca volvería a estar ya solo en la vida. Y un día, nunca sabría cuándo, el carcelero se convertiría en verdugo.</i></p> <p></p> <p>Danner se reclinó cómodamente en su butaca del elegante restaurante y paladeó un selecto champaña, cerrando los ojos para saborearlo mejor. Se sentía muy seguro. Y perfectamente protegido. Llevaba sentado allí casi una hora, pidiendo los mejores y más caros platos, disfrutando de la suave música que se expandía por el aire, entre el ligero murmullo de las conversaciones de los demás comensales. Era un excelente lugar para estar a sus anchas, rodeado de cuanto hacía apetecible la vida. Era estupendo tener tanto dinero..., ahora.</p> <p>Verdad es que había tenido que matar para conseguirlo. Pero no le turbaba ningún sentimiento de culpabilidad. No hay delito si éste no se descubre, y Danner tenía protección. Protección desde la misma fuente, lo cual era algo nuevo en el mundo. Danner conocía las consecuencias de matar. Y de no haberle convencido Hartz de que estaba perfectamente seguro, Danner no hubiese apretado nunca el gatillo...</p> <p>El recuerdo de una palabra arcaica revoloteó fugazmente en su cerebro. <i>Pecado</i>. No evocaba nada. En otro tiempo había tenido algo que ver con el delito, de manera incomprensible. Pero ya no. La humanidad lo había soportado demasiado. El pecado ya no tenía significado.</p> <p>Descartó el pensamiento y probó la ensalada de cogollo de palma que, según había oído, era tan exquisita. Pero no le gustó. Bueno, había que esperar cosas así. Nada era perfecto. Saboreó de nuevo el champaña, complaciéndole la manera en que parecía vibrar la copa en su mano, con un latido tenuemente vivo. Exquisito caldo. Pensó en pedir más, pero luego decidió dejarlo para la próxima vez. ¡Había tanto ante él en espera de ser disfrutado! Cualquier riesgo merecía la pena a cambio de esto. Y, desde luego, en esta ocasión no había existido ningún riesgo.</p> <p>Danner era un hombre nacido en mala hora, lo bastante viejo para recordar los últimos días de Utopía, y lo bastante joven para ser atrapado en la nueva economía de la carestía que las máquinas habían impuesto a sus constructores. En su juventud había tenido acceso a los deleites libres, como cualquier otro. Podía recordar los antiguos tiempos, cuando era un adolescente, y las últimas Máquinas de Evasión se hallaban aún funcionando, y sus visiones fascinantes, radiantes, imposibles, imaginarias, que no existían realmente ni nunca podrían existir. Pues de pronto la carestía económica se tragó el placer. Ahora se conseguían necesidades, pero nada más. Ahora había que trabajar. Danner odiaba cada minuto de trabajo.</p> <p>Cuando aconteció el rápido cambio, era demasiado joven e inexperto para competir en la arrebatiña. Los ricos eran ahora los hombres que habían amasado fortunas acaparando las pocas cosas de lujo que aún producían las máquinas. Todo lo que le quedaba a Danner eran brillantes recuerdos y una sorda y resentida impresión de haber sido engañado. Y todo cuanto deseaba era la vuelta a los antiguos días refulgentes, y no le importaba el modo de conseguirlos.</p> <p>Pues bien, ahora ya los tenía. Tocó el borde de la copa de champaña con el dedo, sintiéndola cantar suavemente al tacto. ¿Vidrio soplado?, se preguntó. Era demasiado ignorante de los artículos de lujo para entender. Pero aprendería. Tenía todo el resto de su vida para aprender, y ser feliz.</p> <p>Echó una mirada por el restaurante y vio, a través de la transparente cúpula, el bosque de pétreos rascacielos. Y era sólo una ciudad. Cuando se cansara de ella, había más. A través del país ,y del planeta, se extendía la red que las enlazaba en una tela de araña semejante a un intrincado y semiviviente monstruo. Se llamaba sociedad.</p> <p>La notó temblar ligeramente bajo él.</p> <p>Tendió la mano para coger la copa de champaña y bebió rápidamente. La tenue inquietud que parecía estremecer los cimientos de la ciudad era algo nuevo. Ello se debía..., sí, seguro que se debía a un nuevo temor.</p> <p>Se debía a que él no había sido descubierto.</p> <p>Aquello no tenía sentido. Desde luego, la ciudad era compleja y funcionaba por medio de máquinas incorruptibles. Ellas, y sólo ellas, preservaban al hombre de convertirse rápidamente en otro animal extinguido. Y de ellas, los computadores analógicos y los calculadores electrónicos, eran el giroscopio de toda existencia. Ellas elaboraban y ponían en vigor las leyes necesarias ahora para mantener viva a la humanidad. Danner no comprendía mucho de los vastos cambios que se habían producido en la sociedad en el transcurso de su vida.</p> <p>Quizá tuviese sentido el que sintiera sacudirse a la sociedad, porque él estaba allí sentado deleitosamente sobre espuma de caucho, saboreando champaña, oyendo una suave música, y sin ninguna Furia tras su cómodo asiento para demostrar que las calculadoras seguían siendo los guardianes de la humanidad...</p> <p>Si ni siquiera eran incorruptibles las Furias, ¿en qué podía creer un hombre?</p> <p>Fue en ese preciso momento cuando llegó la Furia.</p> <p>Danner notó que todo ruido se apagaba de repente en derredor suyo, y se quedó con el tenedor a medio camino de la boca, con cara de helado, y la mirada fija hacia la puerta.</p> <p>La Furia era de más elevada estatura que un hombre. Permaneció durante un momento en el umbral, arrancándole el sol de la tarde un cegador destello en su hombro. No tenía rostro, pero parecía escudriñar el restaurante lentamente, mesa por mesa. Atravesó luego el umbral, desapareció el destello del sol, y apareció como un hombre de elevada estatura embutido en una armadura de acero, y andando despacio entre las mesas.</p> <p>—No es para mí —se dijo Danner, dejando sobre el plato el tenedor con el bocado aún no degustado—. Será para cualquier otro de los que están aquí. <i>Lo sé.</i></p> <p>Y como un recuerdo en la mente de un hombre ahogándose, claro, penetrante y condensado en un momento, aunque con cada detalle preciso, le acudió lo que le había dicho Hartz. Al igual que una gota de agua puede reflejar un amplio panorama condensado en un minúsculo foco, así el tiempo parecía enfocado al minúsculo puntito de la media hora que Danner y Hartz habían estado juntos, en el despacho de éste, cuyas paredes podían ser transparentes pulsando un botón.</p> <p>Vio de nuevo a Hartz, regordete y rubio, de frente pensativa. Un hombre que parecía relajado hasta que comenzaba a hablar, dejando sentir su ardiente ímpetu, la cualidad de tensión impulsada que hacía que el aire que le rodeaba se estremeciera inquieto. Danner se hallaba, en el recuerdo, en pie ante el escritorio de Hartz, sintiendo zumbar suavemente el suelo en sus talones con el latido de las computadoras, visibles a través de la cristalera. Eran tersos y relucientes objetos con titilantes luces en bandas, como bujías ardiendo en coloreadas ampollas de cristal. Podía oírse su distante chirrido castañeteante, como un extraño parloteo mientras ingerían hechos, para meditarlos y luego traducirlos en números semejantes a oráculos crípticos. Hacían falta hombres como Hartz para comprender lo que significaban los oráculos.</p> <p>—Tengo un trabajo para ti —dijo Hartz—. Quiero que se mate a un hombre.</p> <p>—Oh, no —repuso Danner—. ¿Qué especie de imbécil te crees que soy?</p> <p>—Un momento. Tú puedes gastar dinero, ¿no es así?</p> <p>—¿En qué? —preguntó acerbamente Danner—. ¿En un entierro de fantasía?</p> <p>—En una vida de lujo. Ya sé que no eres un imbécil. Sé condenadamente bien que no harías lo que te pido a menos que obtuvieses dinero <i>y</i> protección. Eso es lo que puedo ofrecer. Protección.</p> <p>—Claro —dijo Danner incisivamente, mirando las computadoras a través de la pared transparente.</p> <p>—No, lo digo de veras. Yo... —Hartz vaciló lanzando</p> <p>una ojeada un tanto inquieta en torno a la estancia, como si apenas confiara en las precauciones que había tomado para asegurarse de una completa reserva—. Esto es algo nuevo —dijo—. Puedo redirigir a cualquier Furia a donde yo quiera.</p> <p>—Oh, claro —volvió a decir Danner con la misma entonación.</p> <p>—Es la pura verdad. Te lo mostraré. Puedo arrancar a la Furia cualquier víctima que yo desee.</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>—Ése es mi secreto. Naturalmente. En efecto, he hallado un sistema de proporcionar datos falsos a las máquinas, de forma que emitan el veredicto erróneo antes de la convicción, o las órdenes erróneas tras la convicción.</p> <p>—Pero eso es... peligroso, ¿no es así?</p> <p>—¿Peligroso? —Hartz miró a Danner por debajo de sus caídas cejas—. Bueno, sí. Pienso que sí. Por eso es que no lo hago a menudo. En realidad, sólo lo he hecho una vez. Teóricamente, desarrollé el método. Lo probé, sólo una vez. Funcionó. Lo haré de nuevo, para demostrarte que estoy diciendo la verdad. Y después de ello, lo haré otra vez, para protegerte. Y eso será todo. No quiero trabucar a las calculadoras más de lo necesario. Una vez efectuado tu trabajo, no tendré ya por qué hacerlo.</p> <p>—¿Y a quién quieres matar?</p> <p>Involuntariamente, Hartz lanzó una ojeada arriba, hacia la parte superior del edificio, donde se encontraban los despachos de los supremos ejecutivos.</p> <p>—A O’Reilly —dijo.</p> <p>Danner lanzó también una ojeada hacia arriba, como si pudiese ver a través del techo y observar las gloriosas suelas de los zapatos de O’Reilly, el Controlador de las Calculadoras, pisando una carísima alfombra sobre su cabeza.</p> <p>—Es muy sencillo —dijo Hartz—. Quiero su puesto.</p> <p>—¿Y por qué no le matas tú mismo entonces, si estás tan seguro de que puedes detener a las Furias?</p> <p>—Porque eso lo desbarataría todo —respondió impacientemente Hartz—. Usa la cabeza. Yo tengo un motivo evidente. No se necesitaría una calculadora para determinar a quién beneficia más la muerte de O’Reilly. Si me salvo a mí mismo de la Furia, la gente empezaría a preguntarse cómo lo hice. Pero tú no tienes ningún motivo para matar a O’Reilly. Nadie más que las calculadoras lo sabrían, y yo me encargaré de ellas.</p> <p>—¿Cómo sé yo que puedes hacerlo?</p> <p>—Muy sencillamente. Mira.</p> <p>Hartz se puso en pie, y fue rápidamente a través de la alfombra elástica que daba a sus pasos un falso brinco juvenil. En un extremo de la estancia había un mostrador de poco más de un metro de altura, con una pantalla de vidrio inclinada sobre él. Hartz apretó nerviosamente un botón, y apareció en su superficie un mapa de un sector de la ciudad, en líneas claramente marcadas.</p> <p>—He hecho aparecer un sector donde se halla operando una Furia ahora —explicó.</p> <p>El mapa fluctuó y apretó de nuevo el botón. Los trazos inestables de las calles de la ciudad ondularon y se avivaron para desaparecer luego cuando reducía los sectores rápida y nerviosamente. Luego se iluminó un mapa en el que tres líneas ondulantes de color se entrecruzaban e interseccionaban en un punto próximo al centro. El punto se movía muy lentamente a través del mapa, a la velocidad de un hombre andando y reducido a miniatura en escala con la calle por la que transitaba. Y en torno a él las líneas de color giraban lentamente, manteniendo constantemente enfocado el punto.</p> <p>—Ahí está —dijo Hartz, inclinándose hacia delante para leer el nombre impreso de la calle. Una gota de sudor cayó de su frente al vidrio, y lo secó inquietamente con la yema del dedo—. Es un hombre con una Furia asignada para él. Bueno, ahora te lo voy a mostrar. Mira aquí.</p> <p>Sobre el escritorio había una pantalla televisora. Hartz la encendió, y contempló impacientemente cómo iba enfocándose una escena callejera. Gentío, ruidos de tráfico, personas presurosas, y otras vagabundeando. Y en medio de la multitud un pequeño oasis de aislamiento, una isla en el mar de la humanidad. Y sobre esta isla en movimiento había dos ocupantes, como un Crusoe y un Viernes, solos. Uno de los dos era un hombre de aspecto agobiado, cuya extraviada mirada se posaba en el suelo mientras andaba. El otro isleño de aquel desierto lugar era una reluciente figura de forma humana y elevada estatura, que le iba pisando los talones.</p> <p>Como si muros invisibles los rodearan, conteniendo a la multitud, los dos se movían en un espacio vacío que se cerraba tras ellos y se abría ante ambos. Algunos de los viandantes los miraban fijamente, y otros desviaban la vista con aire embarazado o inquieto. Y otros los contemplaban con franca expresión, preguntándose quizás en qué momento preciso Viernes alzaría su brazo de acero para matar a Crusoe.</p> <p>—Fíjate ahora —dijo nerviosamente Hartz—. Sólo un momento. Voy a apartar a la Furia de ese hombre. Espera. —Fue a su escritorio, abrió un cajón, y se inclinó furtivamente sobre él. Danner oyó una serie de piñoneos del interior, y luego como un rechinante golpeteo de conmutadores—. Ya está —dijo Hartz, cerrando el cajón. Se pasó el dorso de la mano por la frente—. Hace calor aquí, ¿no? Miremos ahora con atención. Ya verás lo que sucede dentro de un minuto.</p> <p>Volviendo al televisor, manipuló el enfoque, y se expandió la escena de la calle, centrándose en el hombre y su persecutor. El rostro del hombre parecía compartir sutilmente la impasibilidad del robot. Se hubiese dicho que habían vivido mucho tiempo juntos, y quizá lo habían hecho. El tiempo es un elemento flexible, infinitamente largo a veces en un espacio muy corto.</p> <p>—Espera hasta que salgan de la multitud —dijo—. Esto no debe ser aparente. Ahora, él está volviéndose ya.</p> <p>El hombre, que parecía moverse al azar, giró en la esquina de una calle y se metió en un estrecho y oscuro pasaje apartado de la circulación. El ojo de la pantalla televisiva le siguió tan de cerca como el robot.</p> <p>—Así que tiene usted cámaras que pueden hacer eso —dijo Danner con interés—. Siempre lo pensé. ¿Cómo se hace? Están colocadas en cada esquina, o es una trans...</p> <p>—Eso no importa —dijo Hartz—:. Secreto industrial. Mira tan sólo. Tenemos que esperar hasta... ¡No, no! ¡Mira, va a intentarlo ahora!</p> <p>El hombre lanzó una ojeada furtiva tras él. El robot doblaba ahora la esquina en su persecución... Hartz se abalanzó a su escritorio y abrió el cajón. Posó su mano sobre él, y contempló ansiosamente la pantalla. Fue curioso como el hombre del pasaje, aunque no podía tener ni la menor idea de que otros ojos contemplaban, miró hacia arriba y escudriñó el cielo, fijándose por un momento en la atenta cámara oculta y en los ojos de Hartz y Danner. Luego, éstos le vieron respirar profundamente y echar a correr de repente.</p> <p>Un piñoneo metálico sonó en el cajón de Hartz. El robot, que había iniciado también un movimiento de carrera, se detuvo torpemente y pareció tambalearse en sus piernas de acero por un momento. Rechinó luego como una máquina inducida al paro, y se quedó inmóvil.</p> <p>En el borde del encuadre de la cámara pudo verse la cara del hombre, mirando hacia atrás, con la boca abierta por la impresión de ver que había sucedido lo imposible. El robot seguía en su sitio, haciendo indecisos movimientos a medida que las nuevas órdenes que Hartz introducía en sus mecanismos relevaban a las anteriores que contenía su receptor. Luego, y volviendo su espalda de acero al hombre que huía, echó a andar calle abajo con tanto sosiego y precisión como si estuviese obedeciendo órdenes válidas, y no desmontando los propios mecanismos de la sociedad con su aberrante conducta.</p> <p>Y tras un último enfoque de la cara del hombre, que parecía extrañamente impresionado, como si le hubiese abandonado el último amigo que tuviera en el mundo, Hartz desconectó la pantalla. Volvió a enjugarse la frente, y fue a la pared transparente recorriéndola con la vista, con una expresión inquieta, como si tuviese algún temor de que las calculadoras pudieran saber lo que había hecho.</p> <p>Y pareciendo muy pequeño contra el fondo de los gigantes metálicos, dijo por encima de su hombro:</p> <p>—¿Y bien, Danner?</p> <p></p> <p>¿Estaba bien? Desde luego, habían hablado más y se había dejado persuadir mediante un aumento del soborno. Pero Danner sabía que desde aquel momento ya estaba decidido. Un riesgo calculado, y que merecía la pena. Y mucho. Excepto que...</p> <p>En el mortal silencio del restaurante había cesado todo movimiento. Sólo la Furia iba tranquilamente por entre las mesas, dejando como una estela reluciente, sin tocar a nadie. Cada rostro palidecía al volverse hacia él. Y cada mente pensaba: «¿Puede ser para mí?» Hasta los más inocentes se decían: «Éste puede ser el primer error que cometa, y acaso venga por mí. El primer error, pero sin apelación, y jamás podría yo demostrar nada.» Pues aunque el delito no tenía ningún significado en este mundo, el castigo sí, y éste podría ser ciego, asestado como un rayo.</p> <p>Danner, con los dientes apretados, se iba repitiendo también una y otra vez: «No es para mí. Yo estoy seguro. Estoy protegido. No viene a por mí.» Y sin embargo, pensaba que era muy extraño, una singular coincidencia, que se encontraran allí dos asesinos, bajo aquella elegante cúpula de cristal... Él, y aquel a quien venía a buscar la Furia.</p> <p>Soltó su tenedor y lo oyó retiñir en el plato. Lo miró, y también la comida, y de repente su mente descartó todo cuanto le rodeaba y fue a escabullirse por la tangente, como una avestruz que mete la cabeza en la arena. Pensó en la comida. ¿Cómo crecían los espárragos? ¿Qué aspecto tenía el alimento crudo? No había visto ninguno.</p> <p>La comida venía ya preparada de las cocinas de los restaurantes o de las máquinas automáticas. Y las patatas. ¿Qué aspecto tenían? ¿Una masa blanca y húmeda? No, pues a veces eran rodajas ovaladas, por lo que debían ser ovaladas. Pero no redondas. A veces también tiras alargadas y puntiagudas. Y blancas, desde luego. Y crecían bajo tierra, de ello estaba casi seguro. Cuando estaban reparándose las calles, él había visto largas y delgadas raíces con blancos brazos enroscándose entre tubos y cañerías. ¡Qué cosa más extraña que estuviese él comiendo algo como delgados e ineficaces brazos humanos que rodeasen los vertederos de la ciudad y se retorcieran desvaídamente donde tenían su existencia los gusanos! Y donde él mismo, cuando la Furia le encontrase, pudiera... Empujó el plato a un lado.</p> <p>Un indescriptible rumoreo y murmullo en la sala le hizo alzar la vista como si fuese un autómata. La Furia se encontraba ahora hacia la mitad de la sala, y resultaba casi chusco ver la expresión de alivio de aquellos ante quienes pasaba. Dos o tres mujeres habían ocultado sus rostros en sus manos, y un hombre se había deslizado de su asiento, desmayado, cuando al pasar la Furia volvió a relegar sus temores a sus escondidas fuentes.</p> <p>Ahora estaba ya muy cerca. Parecía tener más de dos metros de estatura, y su movimiento era muy tranquilo, lo cual resultaba inesperado, pensándolo bien. Más tranquilo que los movimientos de los hombres. Sus pies marcaban un sordo compás en la alfombra. Pah. Pah. Pah. Danner intentó impersonalmente calcular cuánto pesaría. Siempre se había oído decir que no hacían ningún ruido, excepto por aquel terrible sonido opaco, pero éste iba acompañado de alguna especie de crujido o rechinamiento. No tenía facciones, pero la mente humana no podía dejar de representarse una especie de vago rostro altanero en aquella lisa superficie metálica, con ojos que parecían escudriñar la estancia.</p> <p>Estaba acercándose más. Ahora, todos los ojos iban convergiendo en Danner. Y la Furia seguía derecha hacia él. Casi parecía como si...</p> <p>»¡No! —se dijo Danner—. ¡Oh, no, eso no puede ser! —Se sentía como un hombre que, sumido en una pesadilla, está a punto de despertar—. He de despertar pronto —pensó—. He de despertar <i>en seguida</i>, antes de que él llegue aquí.»</p> <p>Pero no se despertó. Y ahora la Furia estaba a su lado, y cesaba el sordo ruido de sus pasos, acompañado por el más ligerísimo crujido posible cuando se quedó inmóvil, dominando su mesa con su estatura, en espera, y con su rostro sin facciones vuelto hacia él.</p> <p>Danner sintió encendérsele la cara con una intolerable oleada de calor, rabia, vergüenza, incredulidad. El latir de su corazón le aporreó con tal fuerza el pecho que le pareció que flotaba la estancia, al par que un agudo dolor le atravesaba como un rayo las sienes.</p> <p>Ahora estaba en pie, vociferando.</p> <p>—¡No, no! —aullaba a la impasible figura de acero—. ¡Estás equivocado! ¡Has cometido un error! ¡Fuera de aquí, condenado estúpido!</p> <p>Buscó a tientas la mesa sin bajar la vista, dio con el plato, lo asió y lo arrojó contra el acorazado pecho ante sí. La porcelana se hizo añicos, y la comida embadurnó de blanco, verde y marrón el acero. Danner tropezó con su butaca, dio vuelta a la mesa, y pasó ante la figura de metal, precipitándose hacia la puerta.</p> <p>Todo lo que podía pensar ahora era en Hartz.</p> <p>Mares de rostros flotaron ante él a ambos lados mientras salía dando traspiés del restaurante. Algunos le miraban con ávida curiosidad, buscando con sus ojos los suyos. Otros no miraban en absoluto, desviando la vista a sus platos, o bien se cubrían las caras con las manos. Tras él siguió el acompasado y sordo paso, y el rítmico y débil crujido de algo en alguna parte de la acorazada figura.</p> <p>Los rostros desaparecieron a ambos lados cuando atravesó la puerta sin siquiera percatarse de que la abría. Se encontraba en la calle. Estaba bañado en sudor <i>y</i> pareció azotarle un aire helado, aunque no hacía un día frío. Miró aturdido a izquierda y derecha, y luego se abalanzó a una cabina telefónica cercana, flotando ante sus ojos tan claramente la imagen de Hartz que fue tropezando con los transeúntes, cuyas voces indignadas ni siquiera oía. El camino se despejó mágicamente ante él, y siguió por la creada isla de su aislamiento.</p> <p>Una vez hubo cerrado la puerta de cristal de la cabina, el silencio de su interior repercutió con el bataneo de la sangre en sus oídos. A través de la puerta vio al robot en insensible espera, la comida desparramada le recorrió el pecho como una banda de honor robótica.</p> <p>Danner trató de marcar un número, pero sus dedos parecían de goma. Respiró intensa y profundamente, tratando de serenarse. Un pensamiento fuera de propósito flotó a través de la superficie de su mente. «He olvidado pagar la comida.» Y luego: «¡Vaya el bien que me puede hacer ahora el dinero! ¡Oh, maldito Hartz, maldito sea, maldito...!»</p> <p>Marcó por fin el número, y en la pantalla apareció en vivos colores el rostro de una muchacha. Eran buenas y caras las pantallas de las cabinas telefónicas de aquella parte de la ciudad, anotó de manera impersonal su mente.</p> <p>—Aquí el despacho del Controlador Hartz. ¿En qué puedo servirle?</p> <p>Danner hizo dos intentos antes de poder dar su nombre. Se preguntó si la muchacha podía verle, y detrás de él, empañadamente a través del cristal, a la elevada figura en espera. No podría decirlo, pues la muchacha bajó la vista inmediatamente a lo que debía ser una lista sobre una invisible mesa ante ella.</p> <p>—Lo siento. El señor Hartz está ausente. No volverá hoy.</p> <p>La luz y el color de la pantalla se apagaron.</p> <p>Danner abrió la puerta de la cabina. Sentía inseguras las piernas. El robot estaba a algunos pasos, y durante un momento se quedaron frente a frente. Danner se sintió de pronto dominado por una irrefrenable risita entre dientes que él mismo notó que bordeaba la histeria. ¡Estaba tan ridículo el robot con aquel emplasto de comida en el pecho, semejante a una banda honorífica! Y con sorpresa se dio cuenta también de que, por su parte, él llevaba asida en la mano izquierda la servilleta del restaurante.</p> <p>—Apártate —dijo al robot—. Déjame ir. Imbécil, ¿es que no sabes que se trata de un error?</p> <p>Su voz vibraba. El robot rechinó débilmente y dio un paso atrás.</p> <p>—Ya es bastante malo tenerlo detrás de mí —dijo Danner—. Al menos, podrías ser limpio. Un robot sucio es demasiado... demasiado...</p> <p>El pensamiento era idiotamente insoportable, y oyó sollozos en su voz. Y medio riendo y medio llorando, limpió el pecho de acero y tiró la servilleta al suelo.</p> <p>Y fue en aquel preciso instante, con la sensación del duro pecho aún vivida, cuando se percató a través de la protectora pantalla de la histeria, y se le presentó la verdad. Nunca ya en la vida volvería a estar solo; nunca, mientras tuviese aliento. Y cuando muriese, sería por aquellas manos de acero, quizá sobre aquel pecho de acero. Y aquel insensible rostro inclinado hacia el suyo sería la última cosa que viera al exhalar su último suspiro. Ningún compañero humano, sino el tétrico cráneo de acero de la Furia.</p> <p>Le llevó casi una semana el dar con Hartz, durante la cual cambió de opinión sobre cuánto tiempo tardaría en volverse loco un hombre seguido por una Furia. La última cosa que veía por la noche era la luz de la calle, filtrándose a través de las cortinas del apartamento de su lujoso hotel y reluciendo sobre el hombro de su carcelero. Durante toda la noche, casi en vela por un inquieto dormitar, podía oír el débil rechinar de algún mecanismo interior funcionando bajo la coraza. Y cada vez que se despertaba era para preguntarse si volvería a hacerlo de nuevo. ¿Le asestaría el golpe mientras dormía? ¿Y qué clase de golpe? ¿Cómo ejecutaban las Furias? Siempre era un débil alivio ver la difusa luz del amanecer brillar sobre el vigilante junto a su cama. Por lo menos había vivido aquella noche. ¿Pero era vivir aquello? ¿Merecía la pena el peso?</p> <p>Conservó su apartamento del hotel. Quizá la dirección hubiese deseado que se marchara, pero no le dijeron nada. Posiblemente no se atrevían. La vida adquiría una rara y transparente calidad, como algo visto a través de una pared de cristal. Aparte de tratar de ver a Hartz, no había nada que deseara Danner. Los antiguos deseos de lujos y placeres, diversiones y viajes, se habían esfumado. No hubiese viajado solo.</p> <p>Pasó horas en la biblioteca pública, leyendo todo cuanto había disponible sobre las Furias. Fue allí donde encontró las dos obsesionantes y pavorosas líneas que Milton escribiera cuando el mundo era pequeño y sencillo... líneas misteriosas que no tenían ningún sentido definido para nadie hasta que el hombre creara la Furia de acero, a su propia imagen.</p> <p></p> <p><i>Pero ese instrumento ambidextro a la puerta Está dispuesto a destruir de una vez por todas...</i></p> <p></p> <p>Danner lanzó una ojeada a su instrumento ambidextro, inmóvil a su lado, y pensó en Milton y en los antiguos tiempos en que la vida era sencilla y tranquila. El siglo veinte, cuando toda la civilización se quebró en un mayestático derrumbamiento, precipitándose en el caos. Y la época anterior, cuando las personas eran... diferentes, en cierto modo. ¿Pero cómo? Aquello estaba demasiado lejos y resultaba demasiado extraño. No podía imaginarse la época anterior a las máquinas.</p> <p>Pero supo, por primera vez, lo que realmente había sucedido en sus años tempranos, cuando el brillante mundo desapareció por entero y comenzó la oscura y afanosa penalidad de la esclavitud. Y fueron forjadas las Furias a semejanza del hombre.</p> <p>Antes de que comenzaran las guerras realmente grandes, la tecnología avanzó hasta el extremo de que las máquinas procreaban máquinas como cosas vivientes, y pudo haberse establecido un Edén en la Tierra, donde los deseos de cada cual se vieron plenamente colmados, a no ser que las ciencias sociales se retrasaran tanto con respecto a las ciencias físicas. Cuando se produjeron las guerras diezmadoras, las máquinas y las personas lucharon codo a codo, el acero contra el acero y el hombre contra el hombre; pero el hombre era más perecedero.</p> <p>Las máquinas lamían sus heridas de metal y se curaban mutuamente, pues habían sido construidas para poder hacerlo. No tenían necesidad alguna de ciencias sociales. Seguían reproduciéndose tranquilamente y suministrando a la Humanidad los lujos y comodidades que la Era del Edén les había destinado a proporcionar. Imperfectamente, desde luego. De forma incompleta, porque algunas de sus especies fueron extinguidas por entero y no dejaron elementos para la reproducción de su progenie. Pero la mayoría de ellas conservaron sus materias primas, las refinaron, vertieron y fundieron las partes necesarias, hicieron su propio combustible, repararon sus propias heridas y mantuvieron su casta sobre la superficie de la Tierra con una eficacia, a la cual ni siquiera se aproximó nunca el hombre.</p> <p>Entretanto la Humanidad se iba desmenuzando. No había ya más grupos reales, y ni siquiera familias. Los hombres apenas se necesitaban mutuamente. Las relaciones emocionales disminuían. Los hombres habían sido condicionados para aceptar sustitutivos suplantadores, y el escapismo era una escuela fatalmente natural. Reorientaban sus emociones a las Máquinas de Evasión que los alimentaban con placenteras e imposibles aventuras, y hacían que el mundo en vela les pareciese demasiado insípido para preocuparse por él. Y la demografía fue decayendo cada vez más. Fue un período muy raro. El regalo y la molicie fueron de la mano con el caos, y la anarquía y la inercia eran la misma cosa. Y siguió disminuyendo la tasa demográfica...</p> <p>Eventualmente, unos cuantos reconocieron lo que estaba sucediendo. El hombre como especie estaba en vías de desaparecer. Y era impotente para evitarlo. Pero tenía un poderoso servidor. Así llegó el momento en que algún desconocido genio advirtió lo que debía hacerse. Alguien vio la situación claramente y estableció una nueva norma en el mayor de los calculadores electrónicos supervivientes. Éste fue el objetivo que implantó: «La Humanidad debe volver a responsabilizarse. Éste será vuestro único objetivo hasta que se alcance la meta.»</p> <p>Era sencillo, pero los cambios que produjo fueron universales y toda la vida humana del planeta se alteró drásticamente, debido a ello. Las máquinas eran una sociedad integrada, y el hombre no lo era. Y ahora tenía una serie de órdenes, todas ellas reorganizadas, que obedecer.</p> <p>Así acabaron los días de los placeres libres. Las Máquinas de evasión fueron arrumbadas. Los hombres se vieron obligados a agruparse por mor de la supervivencia. Tenían ahora que asumir el trabajo que suspendieran las máquinas, y lenta, lentamente, comenzaron a engendrarse y a suplantar de nuevo al sentimiento casi perdido de la unidad humana.</p> <p>Pero era un proceso tan lento... Y ninguna máquina podía devolver al hombre lo que había perdido: la conciencia interiorizada. El individualismo había alcanzado su última fase y no había habido durante mucho tiempo ningún disuasor del crimen. Sin familia o relaciones de clan, ni siquiera existía la motivación de la represalia. Faltaba la conciencia, porque ningún hombre se identificaba con otro.</p> <p>Ahora, el trabajo real de las máquinas era reconstruir en el hombre un superego realista que lo salvara de la extinción. Una sociedad responsable de sí misma sería una sociedad genuinamente interdependiente, en la que el dirigente se identificara con el grupo, y poseedora de una conciencia realista e interiorizada, que prohibiera y castigara el «pecado»... el pecado de deteriorar al grupo con el que se estaba identificado.</p> <p>Y aquí intervenían las Furias.</p> <p>Las máquinas definían el asesinato, bajo cualquier circunstancia, como el único delito humano. Esto era bastante perfecto, puesto que es el único acto que puede destruir irremplazablemente una unidad de sociedad.</p> <p>Las Furias no podían impedir el crimen. El castigo nunca enmienda al criminal. Pero puede impedir a otros que cometan un crimen, por simple miedo, al ver el castigo que se administra. Las Furias eran el símbolo del castigo. Recorrían abiertamente las calles siguiendo a sus víctimas condenadas; eran el signo permanente y visible de que el asesinato es siempre castigado, y de la manera más pública y terrible. Eran muy eficientes. Nunca se equivocaban. O, por lo menos, no se equivocaban nunca en teoría; y considerando las enormes cantidades de información almacenadas en las computadoras analógicas, parecía muy probable que la justicia de las máquinas fuera más eficiente de lo que pudiera serlo la de los humanos.</p> <p>Algún día, el hombre redescubriría el pecado. Sin ello, había estado cerca de perecer por completo. Con ello, podría reasumir su autoridad sobre sí mismo y sobre la raza de servidores mecánicos que estaban ayudándole a restaurar su especie. Pero hasta entonces, las Furias habrían de recorrer las calles, como conciencia del hombre con disfraz metálico, impuesta por las máquinas que el propio hombre creara hacía mucho tiempo.</p> <p>Apenas supo Danner lo que hizo durante ese tiempo. Pensó mucho en los antiguos días, cuando funcionaban todavía las Máquinas de Evasión, antes de que las nuevas máquinas racionaran el regalo de los sentidos. Pensó en ello hoscamente y con resentimiento, pues no podía ver ningún objeto en el experimento en que se había embarcado la Humanidad. Lo había pasado mejor en aquellos días. Y entonces no había tampoco Furias.</p> <p>Bebió mucho. En una ocasión vació sus bolsillos en el mugriento gorro de un mendigo cojo de ambas piernas, porque el hombre, al igual que él mismo, estaba apartado de la sociedad por algo nuevo y terrible. Para Danner era la Furia. Para el mendigo era la propia vida. Treinta años antes hubiese vivido o muerto, atendido sólo por máquinas. El que un mendigo pudiese sobrevivir, pidiendo, debía ser señal de que la sociedad estaba comenzando a sentir compasión de quien disfrutaba de todos sus miembros, pero para Danner esto no significaba nada. No subsistiría lo bastante como para conocer el final de la Historia.</p> <p>Quería hablar al mendigo, aunque el hombre intentaba escaparse en su pequeña plataforma con ruedas.</p> <p>—Escucha —le dijo Danner con apremio, y siguiéndole mientras hurgaba en sus bolsillo—. Quiero decírtelo. Ella no siente de la manera que tú te crees. Siente...</p> <p>Estaba completamente borracho aquella noche, y siguió al hombre hasta que éste le arrojó su dinero y se marchó rápidamente en su plataforma con ruedas, mientras Danner se apoyaba contra una pared e intentaba creer en su solidez. Pero sólo era real la sombra de la Furia proyectada en él por un farol.</p> <p>Más tarde, la misma noche, atacó a la Furia en algún lugar oscuro. Le parecía recordar haber tropezado con un tubo de hierro en el suelo, y sólo consiguió sacar con él una lluvia de chispas al asestarlo contra los impenetrables hombros del robot. Luego echó a correr por un dédalo de calles, para esconderse finalmente en un oscuro soportal, oyendo finalmente resonar en la noche los firmes pasos de su implacable persecutor.</p> <p>Se durmió, agotado.</p> <p>Fue al día siguiente cuando finalmente consiguió ver a Hartz.</p> <p>—¿Qué es lo que ha ido mal? —preguntó Danner.</p> <p>Había cambiado mucho. Su rostro estaba adquiriendo, en su impasibilidad, un singular parecido a la máscara de metal del robot.</p> <p>Hartz dio un nervioso golpe en el borde de su escritorio, haciendo una mueca de dolor. El despacho parecía estar vibrando, no con el latido de las máquinas de abajo, sino con su propia energía.</p> <p><i>—Algo</i> fue mal —respondió—. Todavía no sé qué. Yo...</p> <p>—¿Que no lo sabes? —exclamó Danner perdiendo parte de su impasibilidad.</p> <p>—Espera un poco —dijo Hartz con tranquilizadores movimientos de sus manos—. Sopórtalo un poco más. Todo irá bien. Puedes...</p> <p>—¿Cuánto tiempo más he de soportarlo? —preguntó Danner.</p> <p>Miró por encima del hombro a la gigantesca Furia que estaba tras él, como si realmente le dirigiese a ella la pregunta, y no a Hartz. Por la manera que lo dijo, hacía pensar que debió haber hecho la pregunta muchas veces, mirando al inexpresivo rostro de metal, y que seguiría haciéndola desesperadamente hasta que llegase por fin la respuesta. Pero no en palabras...</p> <p>—No he podido ni siquiera descubrirlo —dijo Hartz—. Maldita sea, Danner, se corría un riesgo. Lo sabías.</p> <p>—Tú dijiste que podías controlar la computadora —replicó Danner—. Te vi hacerlo. Quiero saber por qué no hiciste lo que habías prometido.</p> <p>—Algo fue mal, ya te lo he dicho. Debiera haber funcionado. En el mismo momento que se realizó ese... asunto, introduje los datos que debieran haberte protegido.</p> <p>—¿Pero qué sucedió?</p> <p>Hartz se puso en pie y comenzó a pasearse por la alfombrada estancia.</p> <p>—No lo sé exactamente —respondió—. No comprendemos la potencialidad de las maquinas, eso es todo. Yo pensé que podría hacerlo. Pero...</p> <p>—¡Tú <i>pensaste</i>!</p> <p>—Sé que puedo hacerlo. Todavía lo intento. Lo estoy intentando todo. Al fin y al cabo, esto es importante también para mí. Estoy trabajando en ello tan rápidamente como puedo. Es por eso por lo que no pude verte antes. Estoy seguro de poder hacerlo, si puedo tratarlo a mi modo. Maldita sea, Danner, es complicado. No es como hacer un escamoteo con un computómetro... Mira esos aparatos de ahí.</p> <p>—Harás mejor en conseguirlo —dijo Danner, sin mirarlos—. Eso es todo.</p> <p>—¡No me amenaces! —dijo furiosamente Hartz—. Déjame solo y lo conseguiré. Pero no me amenaces.</p> <p>—Tú también estás implicado en ello —advirtió Danner.</p> <p>Hartz volvió a su escritorio y se sentó en el borde.</p> <p>—¿Cómo? —preguntó.</p> <p>—O’Reilly está muerto. Tú me pagaste para matarle.</p> <p>—La Furia lo sabe —repuso Hartz encogiéndose de hombros—. Las computadoras también. Y ello no importa un pepino. Tu mano fue la que apretó el gatillo, y no la mía.</p> <p>—Ambos somos culpables. Si yo sufro por ello, tú...</p> <p>—Eh, eh, espera. Considéralo debidamente. Creí que lo sabías. Es básico en el cumplimiento de la ley, y siempre lo ha sido. A nadie se le castiga por la intención. Sólo por la acción. Yo no soy más responsable por la muerte de O’Reilly, que el arma que utilizaste contra él.</p> <p>—¡Pero tú me metiste! ¡Me engañaste! Voy a...</p> <p>—Tú harás lo que yo diga, si es que quieres salvarte. Yo no te engañé. Sólo cometí un error. Dame tiempo y voy a enmendarlo.</p> <p><i>—¿Cuánto tiempo?</i></p> <p>Esta vez ambos hombres miraron a la Furia que permaneció impasible.</p> <p>—Yo no sé cuánto tiempo —dijo Danner respondiendo a su propia pregunta—. Tú dices que tampoco. Nadie sabe siquiera cómo me matará ella, llegada la hora. He leído todo cuanto está disponible al público sobre el particular. ¿Es verdad que el método varía, sólo para tener en ascuas a las personas como yo? Y el tiempo designado... ¿varía eso también?</p> <p>—Sí, es verdad. Pero hay un mínimo de tiempo... estoy casi seguro. Tú debes estar aún dentro de él. Créeme, Danner, todavía puedo apartar a la Furia. Me viste hacerlo. Sabes que funcionó. Todo lo que he de hacer es descubrir lo que fue mal en esta ocasión. Estaré en contacto contigo. No trates de verme de nuevo.</p> <p>Danner se puso en pie como impulsado por un resorte y dio unos rápidos pasos hacia Hartz. Su rostro estaba transformado por la cólera y la frustración en una impasible máscara que la desesperación le había estado formando. Pero sonaron tras él los solemnes pasos de la Furia, y se detuvo.</p> <p>Los dos hombres se miraron fijamente.</p> <p>—Dame tiempo —dijo Hartz—. Confía en mí, Danner.</p> <p></p> <p>En cierto modo, tener esperanza era peor. Hasta el momento, embotado por la desesperación no había sentido demasiado. Pero ahora había una oportunidad de que, después de todo, pudiera sumirse en la nueva vida brillante por la que tanto había arriesgado... si Hartz pudiese salvarle a tiempo.</p> <p>Ahora, y durante un período, comenzó a saborear de nuevo la experiencia. Compró trajes nuevos. Viajó, aunque jamás solo, desde luego. Hasta buscó de nuevo la compañía humana, y la encontró... hasta cierto punto. Pero la clase de personas dispuestas a asociarse con un hombre, sobre el que estaba suspendida una sentencia de muerte, no era de un tipo muy halagüeño. Halló, por ejemplo, que algunas mujeres se sentían fuertemente atraídas hacia él, no a causa de su persona o de su dinero, sino debido a su compañero. Parecían sojuzgadas por la oportunidad de un trato íntimo y protegido con el propio instrumento del destino. Por encima del hombro observaba a veces cómo contemplaban a la Furia en un éxtasis de fascinada expectación. Y en una extraña reacción de celos abandonaba a tales personas tan pronto como reconocía la primera mirada expresiva de coqueteo de una de ellas con el robot.</p> <p>Le dio por hacer viajes largos. Tomó el cohete y fue a África, volviendo por las selvas vírgenes de Sudamérica. Pero ni los clubs nocturnos ni la exótica novedad de raros lugares parecía satisfacerle en alguna medida. La luz del sol se parecía mucho, reflejándose en las superficies curvas de su seguidor, bien reluciera en las sabanas pobladas de leones o filtrándose a través de las espesuras de las junglas. Toda novedad se tornaba rápidamente insulsa debido al terrorífico objeto familiar situado incesantemente a su espalda. No podía disfrutar de nada en absoluto.</p> <p>Y el rítmico percutir de los pasos tras él comenzó a hacérsele insoportable. Empleó tapones para los oídos, pero la intensa vibración le atravesaba el cráneo en un constante bataneo como una eterna jaqueca. Incluso cuando permanecía quieta la Furia, oía en su cabeza el imaginario percutir sordo de sus pasos.</p> <p>Compró armas y trató de destruir el robot. Desde luego, fracasó en su intento. Y aún de haberlo logrado, sabía que se le habría asignado otro. El licor y las drogas no le hacían ningún bien. Cada vez con más frecuencia le asaltaba la idea del suicidio, pero la postergó porque Hartz le había dicho que aún había esperanza.</p> <p>Finalmente, volvió a la ciudad para estar cerca de Hartz... y esperar. De nuevo pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, no andaba más de lo necesario, debido a los pasos que sonaban tras él. Y fue allí, una mañana, cuando halló la respuesta...</p> <p>Había revisado todo el material disponible sobre las Furias, repasado todas las referencias literarias sobre ellas, asombrándose al ver cuántas había y cuan idóneas se habían convertido algunas de ellas (como la máquina ambidextra de Milton) tras el lapso de todos aquellos siglos. «<i>Esos recios pies que siguen, que van siguiendo... en persecución nada presurosa. Imperturbable andar. Pausado paso.</i></p> <p><i>Soberana insistencia...</i>» Volvió la página y se vio a sí mismo y su triste estado más literalmente que cualquier alegoría:</p> <p></p> <p><i>Sacudí los pilares de las horas</i></p> <p><i>y derribé sobre mí mi vida; y ahora, mugriento y tiznado me encuentro en medio de los años amontonados con mi destruida juventud yaciendo bajo su túmulo</i></p> <p></p> <p>Vertió algunas lágrimas de autocompasión sobre la página que le describía tan claramente.</p> <p>Pero luego pasó de las referencias literarias a la filmoteca, porque había algunos filmes citados entre la bibliografía. Contempló a Orestes con traje moderno, perseguido de Argos a Atenas por una sola Furia de más de dos metros, en vez de las tres Erinias de cabelleras de serpiente de la leyenda. Cuando comenzó el empleo de las Furias, se había producido un estallido de tales temas. Sumido en el semiensueño de sus propios recuerdos de la adolescencia, cuando funcionaban aún las Máquinas de Evasión, Danner quedó inmerso en la acción de los filmes.</p> <p>Se perdió en la contemplación tan por completo que cuando apareció la primera escena no se sorprendió apenas. Toda la experiencia formaba parte de algo ya consabido y al principio no le fue novedoso hallar una escena más vividamente familiar que el resto. Pero de pronto la memoria dio un toque de atención en su mente y con violento movimiento abatió su puño sobre el botón de paro de la acción, retrasando luego la película y volviendo a repetir la escena.</p> <p>Mostraba a un hombre andando con su Furia a través del tráfico de la ciudad, y ambos moviéndose como en una pequeña isla desierta establecida por ellos, al igual que Crusoe con Viernes pisándole los talones... Se veía al hombre girar y meterse en una calleja, mirar ansiosamente a la cámara, respirar profundamente y echar a correr de súbito. Y se veía a la Furia vacilar, hacer movimientos indecisos y luego volverse y echar a andar queda y tranquilamente en la dirección opuesta, sonando sus pasos opacamente sobre el pavimento...</p> <p>Danner volvió a repetir la escena una vez más para estar seguro del todo. Estaba temblando tan violentamente que apenas podía manipular el visor.</p> <p>—¿Qué te parece eso —murmuró a la Furia tras él en ia oscura cabina. Se le había convertido en costumbre hablar a la Furia en un tono cuchicheante, sin percatarse de que lo hacía—. ¿Qué dirías tú de eso? ¿Que lo has visto antes, no es así? Conocido, ¿no es eso? ¿No es? <i>¿No es?</i> ¡Respóndeme, maldito mudo armatoste!</p> <p>Y volviéndose le asestó un puñetazo en el pecho, como .se lo habría dado a Hartz de haberlo tenido delante. El golpe produjo un opaco ruido en la cabina, pero el robot no replicó, aunque, cuando Danner le miró inquisitivamente, vio el reflejo de la superconocida escena que por tercera vez discurría, recorriendo tenuemente el pecho y la cabeza del robot, como si también él recordase.</p> <p>Así pues, ahora sabía la respuesta. Y Hartz no había poseído nunca el poder que pretendiera. O si lo poseía, no tenía ninguna intención de emplearlo para ayudar a Danner. ¿Por qué habría de hacerlo? Su peligro había pasado. No era extraño que hubiese estado tan nervioso exhibiendo aquella escena del filme en la pantalla de su despacho. Pero la ansiedad no surgía del peligroso objeto que estaba manipulando, sino de la simple tensión en acoplar su actividad a la acción del filme. ¡Cómo debió haberlo ensayado, cronometrado cada movimiento! ¡Y cómo debió haberse reído después!</p> <p>—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó Danner furiosamente, arrancando con su golpe una hueca repercusión en el pecho del robot—. ¿Cuánto tiempo? ¡Respóndeme! ¿Bastante?</p> <p>La liberación de la esperanza era ahora un éxtasis. Ya no necesitaba esperar más. No necesitaba intentarlo ya más. Todo lo que tenía que hacer era ir a ver a Hartz, y hacerlo pronto, antes de que su tiempo se consumiera. Pensó con repugnancia en todos los días que había desperdiciado, en viajes y pasatiempos, cuando por todo lo que sabía podían estar agotándose sus últimos minutos. Antes de lo que Hartz hiciera.</p> <p>—Vamos —dijo innecesariamente a la Furia—. ¡Aprisa!</p> <p>Y el enigmático cronómetro interno del robot, que echó a andar tras él, fue desgranando los momentos hacia el instante en que la máquina ambidextra asestaría su único e irremediable golpe final.</p> <p></p> <p>Hartz se hallaba sentado en el despacho del Controlador, tras un flamante escritorio nuevo, mirando abajo desde la verdadera cúspide de la pirámide alcanzada las series de computadoras que mantenían en marcha a la sociedad y restallaban el látigo sobre la Humanidad. Suspiró con profunda satisfacción.</p> <p>La única sombra era que pensaba mucho en Danner. Hasta soñaba con él. No con un sentimiento de culpa, puesto que la culpa implica conciencia, y la larga instrucción en un individualismo anárquico se hallaba aún hondamente arraigada en toda mente humana. Pero con cierto desasosiego, quizá.</p> <p>Pensando en Danner, se inclinó hacia atrás y abrió un cajoncito que había trasladado de su antiguo escritorio al nuevo. Deslizó su mano en el interior, y sus dedos tocaron los controles ociosamente. Muy ociosamente.</p> <p>Dos movimientos, y podría salvar la vida a Danner. Pues, desde luego, le había mentido. En realidad, podía controlar muy fácilmente a las Furias. Podía salvar a Danner, pero nunca había pensado hacerlo. No había necesidad. Y se corría peligro. Se intervenía una vez en un mecanismo tan complejo como el que controlaba la sociedad, y no se podía prever dónde acabaría el desajuste. Una reacción en cadena, quizás, echando por la borda a toda la organización. No.</p> <p>Algún día podría tener que utilizar el artilugio del cajón. Esperaba que no. Lo cerró rápidamente, y oyó el suave piñoneo de la cerradura.</p> <p>Ahora era Controlador. Guardián, hasta cierto punto, de unas máquinas que eran fieles hasta un límite al que no podía llegar ningún hombre. <i>Quis custodiet</i>, pensó Hartz. El viejo problema. Y la respuesta era: Nadie, nadie, hoy. Él mismo no tenía superiores y su poder era absoluto. Debido a aquel pequeño mecanismo en el cajón, nadie controlaba al Controlador. Ni una conciencia interna ni externa. Nada podía tocarle...</p> <p>Al oír pasos en la escalera, pensó por un momento que debía estar soñando. A veces había soñado que era Danner, con aquellas implacables pisadas de sordo eco tras él. Más ahora estaba despierto.</p> <p>Fue extraño que percibiera el casi subsónico percutir de los pies metálicos que se aproximaban antes que los atropellados pasos de Danner subiendo precipitadamente por la escalera privada. Todo sucedió tan rápidamente que no pareció tener conexión con el tiempo. Casi al instante, oyó el súbito tumulto de gritos y los golpes de las puertas al cerrarse.</p> <p>Luego, de repente se abrió con un restallido la de su despacho, y apareció Danner en el umbral, al par que el tumulto se hacía más fuerte, precipitándose hacia el oyente como un ciclón. Pero un ciclón en una pesadilla, porque nunca se acercaría más. El tiempo se había detenido.</p> <p>El tiempo se había detenido con Danner en el umbral, con el rostro desencajado, y sosteniendo con ambas manos un revólver, pues la convulsión que las agitaba no le permitía hacerlo con una sola.</p> <p>Hartz actuó sin ningún pensamiento más que un robot. En una forma u otra, también había soñado con mucha frecuencia en aquel momento. Podía haber hecho intervenir a la Furia para que apresurase la muerte de Danner. Lo habría hecho, pero no sabía cómo. Sólo podía esperar, tan ansiosamente como el propio Danner esperaba frente a la esperanza, que fuese asestado el golpe por el ejecutor antes de que Danner sospechara la verdad. O abandonar la esperanza.</p> <p>Pero Hartz estaba presto a afrontar el trastorno. Se encontró con su propia arma en la mano, sin recordar lo más mínimo que hubiese abierto el cajón para cogerla. Lo malo era que el tiempo se había detenido. Recordó vagamente que la Furia debía impedir a Danner que hiciese daño a nadie. Pero Danner estaba en el umbral solo, con el revólver asido por sus temblorosas manos. Y más allá del conocimiento del deber de la Furia, la mente de Hartz conservaba también el de que las máquinas podían detenerse. Las Furias podían fallar. No apostaría su vida por su incorruptibilidad, porque él mismo era el origen de una corrupción que podía detenerlas en su curso.</p> <p>Tenía el arma en la mano sin saberlo. El gatillo pareció ser quien apretó su dedo; sintió el culatazo del revólver en su palma, y el estampido de la explosión hizo silbar el aire entre él y Danner.</p> <p>Oyó el tañido de la bala al chocar con metal.</p> <p>El tiempo reemprendió su marcha, con doble rapidez para recuperar el perdido. Después de todo, la Furia no había estado más que a un solo paso de Danner, porque lo rodeaba con su brazo de acero mientras su mano desviaba el arma de Danner, quien había disparado también, mas no lo bastante rápido. No antes de que la Furia le alcanzara. La bala de Hartz llegó primero.</p> <p>Alcanzó a Danner en pleno pecho, estallando y atravesándolo, para ir a chocar contra el pecho de la Furia que estaba tras él. El rostro de Danner se tornó tan inexpresivo como el de la máscara. Su cuerpo se desplomó hacia atrás, pero, abarcado por el robot, no cayó. Se fue deslizando lentamente al suelo entre el brazo de la Furia y su impenetrable cuerpo de metal. Su revólver chocó con ruido sordo en la alfombra. Manó a borbotones la sangre de su pecho y espalda.</p> <p>El robot permaneció impasible, con un amplio chorrete de la sangre de Danner cruzándole el pecho como una banda honorífica robótica.</p> <p>La Furia y el Controlador de las Furias se quedaron mirándose fijamente. La Furia no podía hablar, desde luego, pero en la mente de Hartz pareció qué lo hiciera.</p> <p>«La defensa propia no supone excusa alguna —parecía estar diciendo la Furia—. Nosotras no castigamos nunca la intención, pero castigamos siempre la acción. Cualquier acto de asesinato. Cualquier acto de asesinato...»</p> <p>Hartz tuvo, apenas tiempo de arrojar su revólver al cajón de su escritorio antes de que irrumpiera por la puerta el primer componente del clamoreante grupo de abajo. Y apenas pudo conservar tampoco la suficiente presencia de ánimo. Realmente no pensó que las cosas hubiesen ido tan lejos.</p> <p>En la superficie, era un claro caso de suicidio. Se oyó a sí mismo explicándolo con voz ligeramente insegura. Todos habían visto a aquel loco precipitarse en las oficinas, con la Furia pisándole los talones. No sería la primera vez que un asesino y su Furia habían intentado llegar hasta el Controlador, para pedirle que retirase el carcelero e impidiese la ejecución. Lo que había sucedido, dijo Hartz a sus subordinados, con bastante tranquilidad, era que la Furia había evitado naturalmente que el hombre disparase contra él, Hartz. Y la víctima había vuelto entonces su arma contra sí mismo. Quemaduras de pólvora en su ropa lo mostraban. (El escritorio estaba muy cerca de la puerta.) Y la señal del estampido en la piel de las manos de Danner mostraría que realmente había disparado un arma.</p> <p>Suicidio. Ello satisfaría a cualquier humano. Pero no satisfaría a las computadoras.</p> <p>Se llevaron el cadáver afuera, y dejaron a Hartz y a la Furia solos, frente a frente, todavía a través del escritorio. Si alguien pensó que aquello era raro, nadie lo mostró.</p> <p>El propio Hartz no sabía si aquello era raro o no. Nunca había sucedido nada igual. Nadie había sido lo bastante loco como para intentar asesinar en presencia misma de una Furia. Ni siquiera el Controlador sabía cómo las computadoras apreciaban la evidencia y determinaban la culpa. ¿Habría sido normalmente revocada esta Furia? Si la muerte de Danner fuese realmente un suicidio, ¿se hubiese quedado ahora solo Hartz?</p> <p>Él sabía que las máquinas se encontraban ya procediendo a la evidencia de lo que había sucedido allí. De lo que no podía estar seguro era de si aquella Furia había recibido ya las órdenes de aquéllas, y en consecuencia le seguiría a donde fuese, desde ahora hasta la hora de su muerte. O bien si estaba simplemente inmóvil en espera de su retirada.</p> <p>Bien, no importaba. Aquella Furia u otra se hallaba en aquel momento en proceso de recibir instrucciones sobre él. Sólo quedaba hacer una cosa. Y gracias a Dios, era algo que él podía hacer.</p> <p>Así Hartz abrió el cajón del escritorio y metiendo en él su mano pulsó los dispositivos que jamás había pensado emplear. Tecla por tecla, marcó cuidadosamente la información cifrada, dirigida a las computadoras. Y al hacerlo, miró a través de la cristalera, imaginándose poder ver en las ocultas cintas los datos que iban borrándose para dar lugar al nacimiento de la nueva información falsa.</p> <p>Alzó la vista al robot y sonrió levemente.</p> <p>—Ahora olvidarás —dijo—. Tú y las computadoras. Ya puedes irte. No quiero volver a verte.</p> <p>O bien las computadoras trabajaban con increíble rapidez —como desde luego lo hicieron—, o fue una pura coincidencia, porque en sólo un par de segundos la Furia se movió como en respuesta a la despedida de Hartz. De la inmovilidad en que se había quedado desde que Danner se deslizara entre sus brazos, pasó a animarse con las nuevas órdenes, y recibió casi una sacudida al cambiar de una serie de instrucciones a otra. Y su cabeza se inclinó como con un tirón que la puso casi al nivel de la de Hartz. Éste vio su propia cara reflejada en el rostro liso de la Furia.</p> <p>Había algo que parecía irónico ante aquella especie de reverencia del robot, cuyo pecho, estriado por la sangre de Danner, parecía adornado por una banda de honor, símbolo del deber cumplido honorablemente. Pero no había nada honorable en su retirada... El metal incorruptible estaba imponiendo la corrupción y devolvía a Hartz la mirada con el reflejo de su propio rostro.</p> <p>Hartz contempló cómo la Furia se encaminaba a la puerta, y oyó luego el sordo eco de sus pasos al bajar la escalera. Sintió su vibración en el suelo, y de pronto le acometió una especie de vértigo al pensar que la estructura entera de la sociedad se estaba sacudiendo bajo sus pies.</p> <p>Las máquinas eran corruptibles.</p> <p>La supervivencia de la Humanidad seguía dependiendo de las computadoras, y no se podía confiar en ellas. Hartz bajó la vista y vio que sus manos temblaban agitadamente. Empujó el cajón y oyó el piñoneo de su cerradura. Volvió a mirarse las manos, y sintió que su agitado temblor tenía un eco en su interior, una terrible sensación de la inestabilidad del mundo.</p> <p>Una súbita y aterradora soledad le asaltó como un viento helado. Jamás antes había experimentado una necesidad tan apremiante de la compañía de su propio género. No de una persona, sino de la gente. La sensación de que le rodearan seres humanos... una necesidad muy primitiva.</p> <p>Se puso el sombrero y comenzó a bajar rápidamente la escalera, con las manos hundidas en los bolsillos, porque no había abrigo que le pudiese resguardar de aquel mortal frío interior .</p> <p>Oyó pasos tras él.</p> <p>No se atrevió al principio a volver la vista. Conocía aquellos pasos. Pero tenía dos temores y no sabía cuál era el peor. El miedo de que una Furia estuviese detrás de él... y el miedo de que no lo estuviese. Sería una especie de demencial alivio el que realmente lo estuviera, porque entonces podría confiar después de todo en las máquinas, y podría desvanecerse su terrible soledad.</p> <p>Dio otro paso sin mirar atrás, y volvió a oír la agorera pisada como un eco de la suya. Exhaló un profundo suspiro y miró.</p> <p>No había nadie detrás de él en la escalera.</p> <p>Siguió bajando tras una pausa que le pareció infinita, ojeando por encima del hombro. Volvió a sonar el implacable eco., sin que hubiese ninguna Furia invisible.</p> <p>Las Erinias habían penetrado de nuevo en el interior, y una invisible Furia de la mente seguía a Hartz escalera abajo.</p> <p>Era como si el pecado hubiese vuelto al mundo, y el primer hombre sintiera de nuevo la primera culpa íntimamente. Así, pues, en medio de todo, las computadoras no habían fallado.</p> <p>Hartz siguió bajando lentamente la escalera y salió a la calle, oyendo aún, como lo volvería ya a oír siempre, los inexorables e incorruptibles pasos... que, sin embargo, ya no tenían un sonido metálico.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>El robot vanidoso</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">A</style> menudo le pasaban... cosas a Gallegher —que tocaba la ciencia de oído—. Era, como él solía observar, un genio accidental. A veces empezaba con un trozo de alambre, unas pocas baterías y un broche, y antes de terminar ya había concebido un nuevo tipo de refrigerador. En ese momento sufría la resaca de una borrachera. Exhausto, esmirriado, desmañado, manipulaba su bar mecánico tendido en el diván de su laboratorio, y un mechón de pelo oscuro le colgaba descuidadamente sobre la frente. Un Martini muy seco goteó del grifo a su boca ávida. Estaba tratando de recordar algo, pero sin mayor esfuerzo. Tenía que ver con el robot, desde luego. Bueno, no importaba.</p> <p></p> <p>—Eh, Joe —dijo Gallegher. El robot, orgullosamente erguido ante el espejo, se examinaba las entrañas. El caparazón era transparente, y adentro los engranajes giraban a gran velocidad.</p> <p>—Cuando me llames así —indicó Joe—, susurra. Y echa a ese gato de aquí.</p> <p>—No tienes un oído tan sensible...</p> <p>—Claro que sí. Oigo perfectamente los pasos del gato.</p> <p>—¿Cómo suenan? —preguntó Gallegher, interesado.</p> <p>—Como tambores —dijo el robot con petulancia—. Y cuando hablas tú, es como un trueno.</p> <p></p> <p>La voz de Joe era un chillido discordante, y Gallegher pensó en comentar algo sobre pajas en ojos ajenos y vigas en los propios. Con cierto esfuerzo se concentró en el panel luminoso de la puerta, donde esperaba una sombra. Una sombra familiar, pensó Gallegher.</p> <p></p> <p>—Soy Brock —dijo el visitante—. Harrison Brock. ¡Déjame entrar!</p> <p>—La puerta está sin llave —respondió Gallegher sin moverse, mirando gravemente al hombre maduro y elegante que entraba; y trató de recordar.</p> <p></p> <p>Brock tenía entre cuarenta y cincuenta años, y una cara pulcramente masajeada y afeitada al ras. Lucía una expresión de absoluta intolerancia. Probablemente Gallegher conocía al hombre. No estaba seguro..., en fin. Brock examinó el amplio y caótico laboratorio, parpadeó al ver al robot, buscó una silla y no la encontró. Con los brazos en jarras se balanceó sobre los talones, clavando los ojos en el científico postrado.</p> <p></p> <p>—¿Bien? —dijo.</p> <p>—Nunca empiece las conversaciones así —farfulló Gallegher, echándose otro Martini en el garguero—. Ya he tenido suficientes problemas por hoy. Siéntese y póngase cómodo. Atrás tiene una dinamo. No está sucia, ¿verdad?</p> <p>—¿Lo ha logrado? —barbotó Brock—. Es todo lo que quiero saber. Ya tuvo una semana. En el bolsillo tengo un cheque por diez mil. ¿Lo quiere o no?</p> <p>—Claro —dijo Gallegher, y extendió una mano vacilante—. Démelo.</p> <p>—Cavea temptor. ¿A cambio de qué?</p> <p>—¿Y usted no lo sabe? —preguntó el científico, francamente asombrado.</p> <p>Brock se paseaba de un lado a otro como una fiera enjaulada.</p> <p>—Dios mío —dijo—. Me han dicho que si alguien puede ayudarme es usted. Seguro. Y también que sacarle una frase sensata costaría tanto como arrancarle un diente. ¿Es usted un técnico o un imbécil?</p> <p>Gallegher reflexionó.</p> <p>—Un minuto. Empiezo a recordar. Hablé con usted la semana pasada, ¿no?</p> <p>—Habló... ¡Sí! —la cara redonda de Brock se puso rosada—. Y se quedó allí postrado, empinando el codo y recitando poemas. También cantó Frankie and Johnnie, y por último se las compuso para aceptar mi encargo.</p> <p>—Lo cierto es que estuve borracho... Me emborracho a menudo —dijo Gallegher—. Especialmente si estoy de vacaciones. Me libera el subconsciente, y así puedo trabajar. Mis mejores inventos los he hecho borracho —prosiguió felizmente—. Entonces todo parece muy claro. Claro como una campana. Se dice una campana, ¿verdad? De cualquier modo... —perdió la ilación y pareció intrigado—. De cualquier modo, ¿de qué hablaba usted?</p> <p>—¿Os callaréis de una vez? —preguntó el robot, de pie frente al espejo. Brock se sobresaltó; Gallegher le tranquilizó con un gesto.</p> <p>—No le haga caso a Joe. Lo terminé anoche, y ya me estoy arrepintiendo.</p> <p>—¿Un robot?</p> <p>—Un robot. Pero no sirve para nada. Lo hice cuando estaba borracho, y no tengo la más remota idea de cómo ni porqué. Lo único que sabe hacer es quedarse allí, admirándose. Y canta. Berrea como un alma en pena. No tardará en oírle.</p> <p>No sin esfuerzo, Brock volvió al asunto que los ocupaba.</p> <p>—Mire, Gallegher. Estoy en un brete. Usted prometió ayudarme. De lo contrario, estoy arruinado.</p> <p>—Yo hace años que estoy arruinado —observó el científico—. Y no me fastidio. Simplemente sigo trabajando para ganarme el sustento y hago cosas en mi tiempo libre. Todo tipo de cosas. ¿Sabe? Si hubiera estudiado de veras, habría sido otro Einstein. Así me han dicho. Pero parece que mi subconsciente ha asimilado un entrenamiento científico de primera en alguna parte. Por eso nunca me fastidio. Cuando estoy borracho o muy distraído puedo resolver el problema más endemoniado.</p> <p>—Ahora está borracho —le acusó Brock.</p> <p>—Me aproximo a los niveles más gratos. ¿Cómo se sentiría usted si despertara viendo que ha inventado un robot por alguna razón desconocida, y no tiene la menor idea de los atributos de la criatura?</p> <p>—Bueno...</p> <p>—Pues yo no me siento así —murmuró Gallegher—. Probablemente usted se toma la vida demasiado en serio, Brock. El vino estimula el humor; la bebida fuerte enfurece. Perdóneme. Yo me enfurezco —bebió otro Martini. Brock se puso a caminar por el laboratorio atestado, sorteando varios objetos sucios y enigmáticos al pasar.</p> <p>—Si usted es científico, el cielo ayude a la ciencia.</p> <p>—Soy el Larry Adler de la ciencia —dijo Gallegher—. Era un músico... Vivió hace varios cientos de años, creo. Soy como él. Nunca en mi vida tomé lecciones. ¿Qué le voy a hacer si tengo un subconsciente bromista?</p> <p>—¿Sabe quién soy yo? —preguntó Brock.</p> <p>—Honestamente, no. ¿Tendría que saberlo?</p> <p>—Podría tener la cortesía de recordarlo, aunque haya pasado una semana —dijo el otro con amargura—. Harrison Brock. Ese soy yo. El dueño de Películas Vox-Visión.</p> <p>—No —dijo de pronto el robot—, es inútil. Absolutamente inútil, Brock.</p> <p>—Qué diabl...</p> <p>Gallegher suspiró fatigosamente.</p> <p>—Olvidaba que la maldita cosa está viva. Señor Brock, le presento a Joe. Joe, te presento al señor Brock..., de Vox-Visión.</p> <p>Joe se volvió, el cráneo transparente atiborrado de engranajes.</p> <p>—Encantado de conocerle, señor Brock. Permítame felicitarle por tener la buena suerte de oír mi encantadora voz.</p> <p>—Ugh —farfulló el magnate—. Hola.</p> <p>—Vanidad de vanidades, todo es vanidad —intervino Gallegher, sotto voce—. Así es Joe. Un pavo real. Además no vale la pena discutir con él.</p> <p>El robot ignoró este aparte.</p> <p>—Pero es inútil, señor Brock —continuó Joe con su voz chillona—. No me interesa el dinero. Entiendo que llevaría felicidad a muchos si accediera a aparecer en sus películas, pero la fama no significa nada para mí. Nada. Me basta con la conciencia de mi belleza.</p> <p>Brock se mordisqueó los labios.</p> <p>—Mira —dijo airadamente—, no he venido aquí para ofrecerte trabajo. ¿Ves? ¿Te estoy ofreciendo algún contrato acaso? Qué descaro... ¡Bah! Estás loco...</p> <p>—Sus planes son absolutamente transparentes —señaló el robot con frialdad—. Veo que está abrumado por mi belleza y la magnificencia de mi voz, de gran riqueza tonal. No tiene porqué simular lo contrario para regatear el precio. He dicho que no me interesa.</p> <p>—¡Estás l-o-o-c-c-c-o! —aulló Brock, perdiendo totalmente los estribos.</p> <p>Gallegher reía para sus adentros.</p> <p>—Joe es muy susceptible —dijo—. Eso ya lo descubrí. Además, debí de instalarle sentidos muy especiales; hace una hora se echó a reír desaforadamente. Al parecer, sin motivo. Yo me estaba preparando algo de comer. Diez minutos después resbalé en un corazón de manzana que había en el suelo y me di un porrazo. Joe me miró. "Era por eso", dijo. "Lógica de la probabilidad. Causa y efecto. Sabía que ibas a tirar ese corazón de manzana y a patinar cuando fueras a recoger la correspondencia." Como la Reina Blanca, supongo. Es pobre la memoria que no funciona en ambas direcciones.</p> <p>Brock se sentó en la pequeña dinamo —había dos: la más grande, llamada Monstro, y la más pequeña, que Gallegher usaba de banco— e inhaló profundamente.</p> <p>—Los robots no son ninguna novedad.</p> <p>—Este sí. Odio sus engranajes. Ya me está dando un complejo de inferioridad. Ojalá supiera por qué lo he inventado —suspiró Gallegher—. En fin. ¿Quiere un trago?</p> <p>—No. He venido a hablar de negocios. ¿De veras pasó la semana construyendo un robot en vez de solucionar el problema para el que le contraté?</p> <p>—¿Un contrato contingente, verdad? —preguntó Gallegher—. Creo recordar ese detalle.</p> <p>—En efecto —dijo Brock con satisfacción—. Diez mil, contra entrega.</p> <p>—¿Por qué no me da el dinero y se lleva el robot? Vale la pena. Métalo en una película.</p> <p>—No produciré ninguna película, a menos que usted me dé una solución —exclamó Brock—. Le he contado todo al respecto.</p> <p>Brock tragó saliva, tomó una revista cualquiera de la biblioteca y sacó una estilográfica.</p> <p>—De acuerdo. Mis acciones preferidas están en veintiocho, muy por debajo del valor... —garabateo cifras en la revista.</p> <p>—Si hubiera tomado el folio medieval que está al lado, le habría costado muy caro —dijo ociosamente Gallegher—. ¿Así que usted es de esos que escriben en los manteles, eh? No me hable de acciones y cosas raras. Vaya al grano. ¿A quién quiere embaucar?</p> <p>—Es inútil —dijo el robot mirándose en el espejo—. No firmará contrato. La gente puede venir a admirarme, si quiere. Pero tendrá que susurrar en mi presencia...</p> <p>—Qué manicomio —masculló Brock, tratando de dominarse—. Escuche, Gallegher. Le conté todo esto hace una semana, pero... a él.</p> <p>—Entonces no estaba Joe... Haga como que le cuenta.</p> <p>—Eh... Mire. Imagino que por lo menos habrá oído hablar de Vox-Visión.</p> <p>—Claro. La mejor compañía de televisión, y la más grande. Sonatone es prácticamente la única competidora.</p> <p>—Sonatone me está extorsionando.</p> <p>Gallegher se sorprendió.</p> <p>—No entiendo cómo. Usted tiene el mejor producto. Color tridimensional, toda clase de artefactos modernos, los mejores actores, músicos, cantantes...</p> <p>—Es inútil —dijo el robot—. Dije que no.</p> <p>—Cállate, Joe. Nadie puede superarle, Brock, se lo aseguro. Siempre oí decir que usted era bastante honesto. ¿Cuál es el arma de Sonatone?</p> <p>Brock hizo un ademán de impotencia.</p> <p>—Oh, política. Los teatros clandestinos. Tengo las manos atadas. Sonatone contribuyó a elegir la administración actual y la policía hace la vista gorda.</p> <p>—¿Teatros clandestinos? —preguntó Gallagher, frunciendo el ceño—. Algo he oído...</p> <p>—Es historia vieja. De los tiempos del cine sonoro. La televisión casera liquidó el cine sonoro y las salas grandes. La gente perdió el hábito de reunirse en gran número para mirar una pantalla. Los televisores mejoraron. Era más cómodo sentarse en una mecedora, beber cerveza y mirar el espectáculo. La televisión ya no era un artículo de lujo. El sistema de medidores puso los precios al alcance de la clase media. Todo el mundo lo sabe.</p> <p>—Yo no —dijo Gallegher—. Nunca presto atención a lo que pasa fuera de mi laboratorio a menos que sea necesario. Licor y una mente selectiva. Ignoro lo que no me afecta directamente. Explíqueme todo con detalle, así tendré un cuadro completo. No me molesta que me repitan las cosas. Bien, ¿en qué consiste el sistema de medidores?</p> <p>—Los televisores se instalan gratis. Nunca los vendemos, los alquilamos. La gente paga según las horas que los tienen encendidos. El espectáculo es continuado: obras de teatro, películas, óperas, orquestas, cantantes, vodevil... todo. El que usa mucho el televisor, paga proporcionalmente. El inspector pasa una vez por mes y lee el medidor. Es un sistema justo. Cualquiera puede costearse un Vox-Visión. Sonatone y las otras compañías hacen lo mismo, pero mi única competidora importante es Sonatone. Al menos, es la más indecente. El resto de los muchachos..., son más pequeños que yo, pero no les paso por encima. Nunca me han llamado sucio —dijo sombríamente Brock.</p> <p>—¿Entonces?</p> <p>—Entonces Sonatone ha empezado a depender de la audiencia. Hasta hace poco era imposible: no se podía magnificar la televisión tridimensional en una pantalla grande sin rayas ni sombras en la imagen. Por eso en los hogares se usaban las pantallas de un metro por uno veinte. Los resultados eran perfectos. Pero Sonatone compró muchas de las salas-fantasma en todo el país.</p> <p>—¿Qué es una sala-fantasma? —preguntó Gallegher.</p> <p>—Bueno... Antes del derrumbe del cine sonoro hubo grandes proyectos. Grandes de veras. ¿Oyó hablar alguna vez del Radio City Music Hall? Bueno, eso no era suficiente. La televisión tenía éxito y la competencia era feroz. Los cines fueron más grandes y más sofisticados. Eran palacios. Tremendos. Pero cuando se perfeccionó la televisión nadie iba al cine, y a veces demolerlos era demasiado caro. Salas-fantasma, ¿ve? Grandes y pequeñas. Las renovaron. Y proyectaban programas de Sonatone. La atracción masiva es un factor crucial. Las salas cobran muy caro, pero la gente las llena. Novedad y gregarismo. Gallegher cerró los ojos.</p> <p>—¿Qué le impide hacer lo mismo?</p> <p>—Las patentes —dijo concisamente Brock—. Le mencioné que la televisión dimensional no se podía usar en pantallas grandes hasta hace poco. Hace diez años Sonatone firmó un acuerdo conmigo, estipulando que todo perfeccionamiento en ese sentido sería compartido. Se escabulleron. Dijeron que el contrato era falso, y la justicia los amparó. Ellos amparan a los jueces... Política. De todos modos, los técnicos de Sonatone descubrieron un método para usar la pantalla grande. Lo patentaron. Registraron veintisiete patentes, en realidad, para cubrir todas las variantes posibles de la idea. Mi personal técnico ha trabajado día y noche para descubrir algún método similar que no implique una infracción, pero Sonatone abarca todos los matices. Tienen un sistema llamado Magna. Se puede instalar en cualquier tipo de televisor...pero ellos sólo permiten que se instale en aparatos Sonatone. ¿Entiende?</p> <p>—Deshonesto, pero legal —dijo Gallegher—. No obstante, usted ofrece a la clientela algo más ventajoso. La gente quiere calidad. El tamaño no importa.</p> <p>—Sí —dijo amargamente Brock—, pero eso no es todo. Los noticiarios sólo hablan de AM. La expresión de moda. Atracción Masiva. El instinto gregario. Usted tiene razón, la gente quiere calidad. ¿Pero compraría usted whisky a cuatro dólares la botella si puede conseguirla por dos?</p> <p>—Depende de la calidad. ¿Qué ocurre?</p> <p>—Las salas clandestinas —dijo Brock—. Las han inaugurado en todo el país. Exhiben productos Vox-Visión, y utilizan el sistema de amplificación Magna que patentó Sonatone. La entrada es barata..., más barata que tener un Vox-Visión en casa. Además, la atracción masiva. Además, la emoción de un acto ligeramente ilegal. Por todas partes la gente renuncia al Vox-Visión. Yo sé por qué. Puede asistir a las salas clandestinas.</p> <p>—Es ilegal —dijo pensativamente Gallegher.</p> <p>—Igual que la venta de bebidas alcohólicas durante la Prohibición. Tener protección, esa es la clave. No puedo emprender ninguna acción legal. Lo he intentado. Estoy tocando fondo. Pronto estaré en bancarrota. No puedo abaratar las tarifas por el alquiler de Vox-Visiones. Ya son nominales. Mi ganancia depende de la cantidad. Ahora no gano. En cuanto a las salas-fantasma, es obvio quién las respalda.</p> <p>—¿Sonatone?</p> <p>—Claro. Bajo cuerda. A cambio de un porcentaje. Lo que esperan es que quiebre y me retire, y así tendrían el monopolio. Después, proyectarán las peores birrias y pagarán salarios de hambre a los artistas. Conmigo es diferente. Yo le pago a la gente lo que vale... Mucho.</p> <p>—Y a mí me ha ofrecido unos pobres diez mil —observó Gallegher—. Vaya...</p> <p>—Era sólo un adelanto —se apresuró a decir Brock—. Diga la cifra que le parezca conveniente... dentro de lo razonable —agregó.</p> <p>—De acuerdo. Será una cifra astronómica. ¿Hace una semana dije que aceptaba el trabajo?</p> <p>—Sí.</p> <p>—Entonces debía tener alguna idea de cómo solucionar el problema —dijo pensativamente Gallegher—. Veamos. No mencioné nada en particular, ¿verdad?</p> <p>—Se lo pasó hablando de losas marmóreas y... eh, su amada.</p> <p>—Entonces estaba cantando —explicó Gallegher con lujo de detalles—. St. James Infirmary. Cantar me calma los nervios, y Dios sabe que a veces me hace falta. La música y el licor. A menudo me pregunto qué compran los vinateros.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Que valga siquiera la mitad de lo que venden. Olvídelo. Estoy citando a Omar. No significa nada. ¿Los técnicos de usted son buenos?</p> <p>—Los mejores. Y los mejor pagados.</p> <p>—¿No pueden descubrir un proceso de magnificación que no contravenga las normas Magna de Sonatone?</p> <p>—En síntesis, ese es el problema.</p> <p>—Supongo que tendré que investigar un poco —dijo tristemente Gallegher—. Algo que detesto. Pero la suma de las partes equivale al total. ¿Para usted eso tiene sentido? Para mí no. Las palabras me dan trabajo. Después que digo algo, empiezo a preguntarme qué he dicho. Mejor que mirar un drama —concluyó, irritado—. Me duele la cabeza. Demasiada charla y poco licor. ¿Dónde estamos?</p> <p>—A un paso del manicomio —sugirió Brock—. Si no fuera usted mi último recurso, yo...</p> <p>—Es inútil —dijo chillonamente el robot—. Rompa ese contrato, Brock. No firmaré, la fama no es nada para mí...</p> <p>—Si no te callas la boca —advirtió Gallegher—, te aullaré en el oído.</p> <p>—¡Está bien! —gimió Joe—. ¡Pégame! ¡Vamos, pégame! Cuanto peor me trates, antes se me descompondrá el sistema nervioso, y moriré. No me importa. No tengo instinto de supervivencia. Pégame. Vería si me importa.</p> <p>—Él tiene razón, ¿sabe usted? —dijo el científico tras una pausa—. Y es la única manera lógica de responder al chantaje o las amenazas. Cuanto antes termine, mejor. Joe no tiene muchos matices. Cualquier cosa que le duela de veras lo destruirá. Y le importa un comino.</p> <p>—A mí también —rezongó Brock—. Lo que quiero es descubrir...</p> <p>—Sí, lo sé. Bien. Daré un paseo y veremos qué se me ocurre. ¿Puedo entrar en sus estudios?</p> <p>—Aquí tiene un pase —Brock garabateó algo en el dorso de una tarjeta—. ¿Se pondrá a trabajar de inmediato?</p> <p>—Claro —mintió Gallagher—. Ahora váyase y tómelo con calma. Tranquilícese. Todo está bajo control. O encuentro una solución rápida a su problema, o bien...</p> <p>—¿O bien, qué?</p> <p>—O bien, no —concluyó blandamente el científico, y apretó los botones de un panel de control cerca del diván—. Estoy harto de Martinis. ¿Por qué no habré hecho un mozo mecánico de ese robot, cuando lo fabricaba? Hasta el esfuerzo de elegir y apretar botones me deprime a veces. Sí, pondré manos a la obra, Brock. Cálmese.</p> <p>El magnate titubeó.</p> <p>—Bien, usted es mi única esperanza. Ni hace falta mencionar que si hay algo que yo pueda hacer para ayudarle...</p> <p>—Una rubia —murmuró Gallegher—. Esa estrella despampanante que tiene usted, Silver O'Keefe. Mándemela. No necesito nada más.</p> <p>—Adiós, Brock —dijo chillonamente el robot—. Lamento que no pudiéramos cerrar un trato, pero al menos tuvo usted el inolvidable deleite de oír mi bella voz, por no mencionar el placer de verme. No difunda lo hermoso que soy. Las multitudes me fastidian de veras. Son ruidosas.</p> <p>—Uno no sabe qué es el dogmatismo hasta que habla con Joe —dijo Gallegher—. Oh, bien. Hasta pronto. No se olvide de la rubia.</p> <p>—Adiós, feo —dijo Joe.</p> <p>A Brock le temblaban los labios. Buscó palabras, desistió, y por último se volvió hacia la puerta.</p> <p>El portazo hizo parpadear a Gallegher, aunque fueron los oídos hipersensibles del robot los que más sufrieron.</p> <p>—¿Por qué eres así? —preguntó Gallegher—. Casi le provocas una apoplejía.</p> <p>—Sin duda no se creerá bello —observó Joe.</p> <p>—La belleza está en los ojos de quien contempla.</p> <p>—Qué estúpido eres. Tú también eres feo.</p> <p>—Y tú eres un conglomerado de engranajes, pistones y ruedas. Te falta un tornillo —dijo Gallegher, aunque en un sentido literal era lo que menos faltaba en el cuerpo del robot.</p> <p>—Soy adorable —Joe se miró extasiado en el espejo.</p> <p>—Para ti, quizá. ¿Por qué te habré hecho transparente?</p> <p>—Para que otros pudieran admirarme. Tengo visión de rayos X, por supuesto.</p> <p>—Y ruedas en la cabeza. ¿Por qué te habré puesto el cerebro radioatómico en el estómago? ¿Protección?</p> <p>Joe no respondió. Tarareaba con una voz espantosamente chillona, estridente y enervante. Gallegher lo soportó un rato, tonificado con un gin-soda del sifón.</p> <p>—¡Basta! —aulló al fin—. Suenas como un tranvía viejo doblando una esquina.</p> <p>—Me tienes envidia, es todo —replicó Joe, pero obedientemente elevó la voz a un tono supersónico. Durante medio minuto hubo silencio. Luego todos los perros del vecindario se pusieron a aullar.</p> <p>Gallegher enderezó fatigosamente el cuerpo desgarbado. Era mejor irse. Obviamente en el laboratorio no tendría paz. No, con esa pila de chatarra halagándose el ego constantemente.</p> <p>Joe soltó una risita discordante. Gallegher parpadeó.</p> <p>—¿Y ahora, qué?</p> <p>—Ya lo descubrirás.</p> <p>La lógica de causas y efectos, más el cálculo de probabilidades, la visión de rayos X y otros sentidos enigmáticos que el robot sin duda poseía. Gallegher maldijo entre dientes, manoteó un sombrero negro y deforme y se dirigió a la puerta. Apenas la abrió entró un hombre bajo y gordo que rebotó dolorosamente en el estómago del científico.</p> <p>—¡Ufff! Oh. Qué pésimo sentido del humor tiene ese bastardo. Hola, señor Kennicott. Me alegra verle. Lamento no poder ofrecerle un trago.</p> <p>La cara atezada del señor Kennicott se retorció con malicia.</p> <p>—No quiero ningún trago. Quiero mi pasta. Dámela. ¿Qué te parece?</p> <p>Gallegher contempló pensativamente el vacío.</p> <p>—Bueno, justamente iba a buscar un cheque.</p> <p>—Te vendo mis diamantes. Dices que vas a hacer algo con ellos. Me das el cheque por adelantado. Me lo rebotan, rebotan, rebotan. ¿Por qué?</p> <p>—No tenía fondos —musitó Gallegher—. Nunca recuerdo el saldo de mi cuenta bancaria.</p> <p>Kennicott parecía a punto de rebotar, rebotar, rebotar en el umbral.</p> <p>—Devuélveme los diamantes, ¿eh?</p> <p>—Bueno. Los usé en un experimento, no recuerdo cuál. ¿Sabe, señor Kennicott? Creo que cuando los compré, estaba un poco borracho, ¿no?</p> <p>—Borracho —convino el hombrecillo—. Apestabas a alcohol. ¿Y con eso, qué? No espero más. Ya me sacaste de las casillas. Págame ahora o pobre de ti.</p> <p>—Largo de aquí, sucio —dijo Joe desde dentro del cuarto—. Eres un espanto. Gallegher se apresuró a empujar a Kennicott hacia la calle y trabar la puerta a sus espaldas.</p> <p>—Un loro —explicó—. Pronto le torceré el pescuezo. Ahora, en cuanto al dinero... Admito que estoy en deuda con usted. Acabo de tomar un trabajo importante, y cuando me paguen le daré lo suyo.</p> <p>—No me vengas con esas —dijo Kennicott—. ¿Tienes un puestazo, no? ¿Trabajas de técnico en alguna gran compañía, eh? Pide un sueldo adelantado.</p> <p>—Ya lo he pedido —suspiró Gallegher—. Pedí seis sueldos. Mire, en dos días le devolveré el dinero. Quizá pueda sacarle un adelanto a mi cliente. ¿De acuerdo?</p> <p>—No.</p> <p>—¿No?</p> <p>—Ah, está bien. Espero un día. Dos días, tal vez. Y basta. Consigue el dinero. Todo. Si no, vas a la cárcel.</p> <p>—Dos días es más que suficiente —dijo Gallegher, aliviado—. Dígame, ¿hay algún teatro clandestino cerca de aquí?</p> <p>—Mejor ponte a trabajar y no pierdas el tiempo.</p> <p>—Ese es mi trabajo. Estoy haciendo una investigación. ¿Dónde podré encontrar una de esas salas?</p> <p>—Es fácil. Vas al centro, te entiendes con el fulano que está en la puerta. Él te venderá la entrada. En cualquier parte. Por todas partes.</p> <p>—Magnífico —dijo Gallegher, despidiéndose del hombrecillo</p> <p>Pero... ¿Por qué le habría comprado diamantes a Kennicott? Casi valdría la pena hacerse amputar el subconsciente. Hacía las cosas más extraordinarias. Funcionaba regido por una lógica inflexible, pero esa lógica era absolutamente extraña para la mente consciente de Gallegher. No obstante, los resultados con frecuencia eran asombrosamente buenos, y siempre asombrosos. Eso era lo peor de ser un científico sin conocimientos científicos. El problema de tocar de oído.</p> <p>En el laboratorio quedaba una retorta con polvo de diamantes, de algún experimento insatisfactorio realizado por el subconsciente de Gallagher; y tenía el vago recuerdo de haberle comprado las piedras a Kennicott. Curioso. Tal vez... Oh, sí. Eran para Joe. Soportes, o algo por el estilo. Desmantelar el robot ya no serviría de nada, pues sin duda los diamantes habían sido triturados. ¿Por qué diablos no había usado piedras comerciales, igualmente satisfactorias, en vez de comprar diamantes blanco-azulados de primera clase? Lo mejor era poco para el subconsciente de Gallegher. Se desentendía absolutamente de los instintos comerciales. Simplemente no comprendía el sistema de precios de los principios económicos básicos.</p> <p>Gallegher vagabundeó por la ciudad como un Diógenes L. en busca de la verdad. Atardecía, y las luminarias centelleaban en lo alto, pálidas barras de luz contra la oscuridad. Un letrero volante fulguraba sobre las torres de Manhattan. Los aerotaxis, que circulaban en diversos niveles convencionales, se detenían para recoger pasajeros en las pistas con ascensor. En el centro, Gallegher se puso a estudiar los portales. Al fin encontró uno ocupado, pero el hombre vendía postales. Gallegher declinó la oferta y enfiló hacia el bar más cercano, pues necesitaba combustible. Era un bar móvil que combinaba lo peor de un viaje a Coney Island con cócteles poco inspirados, y en el umbral Gallegher titubeó. Pero finalmente tomó una silla que le pasó por delante y se relajó lo más que pudo. Ordenó tres gin-soda y las bebió en rápida sucesión. Después llamó al dueño del bar y le preguntó por los teatros clandestinos.</p> <p>—Diablos, sí —dijo el hombre, sacando un fajo de entradas de su bata—. ¿Cuántas?</p> <p>—Una. ¿Dónde es?</p> <p>—Dos veintiocho. Por esta calle. Pregunte por Tony.</p> <p>—Gracias —dijo Gallegher, y tras pagar una suma exorbitante bajó de la silla y se fue en zig-zag. Los bares móviles eran un progreso que él no apreciaba, pues pensaba que era mejor beber en un estado de inmovilidad. Al otro estado siempre se llegaba después, de todos modos.</p> <p>La puerta estaba al pie de unas escaleras, y tenía un enrejado. Gallegher golpeó y se encendió la pantalla. Obviamente un circuito unidireccional, pues al portero no le veía.</p> <p>—¿Tony? —dijo Gallegher.</p> <p>La puerta se abrió y descubrió a un hombre ojeroso con pantalones amplios que no lograban realzarle la figura huesuda.</p> <p>—¿Tiene la entrada? Veamos. Bien, amigo. Siga derecho. El espectáculo ya empezó. Se sirven bebidas en el bar de la izquierda.</p> <p>Gallegher pasó entre las cortinas a prueba de sonido del extremo de un pasillo corto, y se encontró en lo que parecía el foyer de un teatro antiguo, de alrededor de 1980, cuando el plástico era la última moda. Llegó al bar guiado por su olfato, pagó muy caro un licor barato y así fortificado entró en la sala. Estaba casi llena. La gran pantalla —presumiblemente una Magna— estaba poblada de gente que le hacía cosas a una nave espacial. Un film de aventuras o un noticiario, comprendió Gallegher.</p> <p>Sólo el acicate de lo ilícito podía atraer una audiencia tal a ese teatrucho. Hedía. Sin duda lo mantenían con una bicoca, y no había acomodadores. Pero era ilegal, y por lo tanto tenía una buena clientela. Gallegher estudió la pantalla; ni rayas ni distorsiones. Un amplificador Magna había sido instalado sin licencia en un televisor Vox-Visión, y una de las mayores estrellas de Brock actuaba eficazmente para beneficio de los dueños de la sala clandestina. Un robo, lisa y llanamente.</p> <p>Al rato Gallegher salió, y vio un policía de uniforme en una de las butacas del pasillo. Sonrió sardónicamente. El polizonte sin duda no había pagado la entrada. La política seguía igual que siempre.</p> <p>A dos calles un resplandor de luz anunciaba el SONATONE BIJOU. Esta, desde luego, era una de las salas legales y proporcionalmente cara. Gallegher despilfarró una pequeña fortuna en una buena ubicación. Le interesaba comparar, y descubrió que, por lo que él podía ver, el Magna del Bijou y el del teatro clandestino eran idénticos. Ambos cumplían sus funciones a la perfección. La difícil tarea de ampliar las pantallas de televisión se había cumplido exitosamente.</p> <p>En el Bijou, sin embargo, todo era palaciego. Acomodadoras espléndidas hacían reverencias pomposas. Los bares servían licores gratis en cantidades razonables. Había un baño turco. Gallegher pasó por la puerta de "caballeros" y quedó deslumbrado por la magnificencia del lugar. Hasta por lo menos diez minutos después, se sintió como un sibarita.</p> <p>Esto significaba que todo aquel que podía costeárselo iba a los teatros Sonatone legales, y el resto se metía en las salas clandestinas. Todos salvo unos cuantos espectadores hogareños a los que no les entusiasmaba la nueva moda. Eventualmente Brock tendría que renunciar por falta de ingresos; Sonatone monopolizaría todo, elevaría los precios y se dedicaría a hacer dinero. La diversión era necesaria en la vida, y la gente estaba condicionada para ver televisión. No había sustitutos. Una vez que Sonatone se saliera con la suya, todos pagarían más y más por menos y menos talento. Gallegher dejó el Bijou y llamó un aerotaxi. Dio la dirección del estudio de Vox-Visión en Long Island, con la vaga esperanza de sacarle a Brock una cuenta corriente. Y además, quería seguir investigando.</p> <p>Las oficinas de Vox-Visión en el este se extendían por todo Long Island bordeando el Sound, un vasto conglomerado de edificios de formas distintas. Gallegher encontró instintivamente el comedor, donde absorbió más licor como medida precautoria; su subconsciente tenía una ardua tarea por delante, y no quería entorpecerlo frenándole la libertad. Además, el Collins era bueno. Después de un trago decidió que por el momento era suficiente. No era un superhombre, aunque su capacidad fuera ligeramente increíble. Sólo lo suficiente para la claridad objetiva y la liberación subjetiva.</p> <p>—¿El estudio siempre está abierto de noche? —preguntó al mozo.</p> <p>—Claro. Algunos sets, por lo menos. El programa cubre las veinticuatro horas.</p> <p>—El comedor está lleno...</p> <p>—También recibimos a la gente del aeropuerto. ¿Otro?</p> <p>Gallegher meneó la cabeza negativamente y salió. La tarjeta de Brock le permitió trasponer un portón. Luego fue directamente a la oficina del gran cacique. Brock no estaba allí, pero se oyeron voces altas, estridentemente femeninas.</p> <p>—Un minuto, por favor —dijo la secretaria, y utilizó el visor interno—. Pase, por favor...</p> <p>Gallegher pasó. La oficina era una monada, funcional y lujosa al mismo tiempo. Había fotos tridimensionales en nichos a lo largo de las paredes: las estrellas más grandes de Vox-Visión. Una morena menuda, excitada y bonita, estaba sentada al escritorio, y frente a ella había un ángel rubio, de pie y furibundo.</p> <p>Gallegher reconoció al ángel: Silver O'Keefe. Aprovechó la oportunidad.</p> <p>—Qué tal, señorita O'Keefe. ¿Me autografía un cubo de hielo? ¿Dentro de un cóctel?</p> <p>Silver puso cara felina.</p> <p>—Lo siento, guapo, pero soy una chica que trabaja. Y en este momento estoy ocupada.</p> <p>La morena encendió un cigarrillo.</p> <p>—Arreglemos esto después, Silver. Papá dijo que viera a este hombre si venía. Es importante.</p> <p>—Lo arreglaremos. Y pronto —dijo Silver saliendo de escena.</p> <p>Gallegher le silbó a la puerta cerrada.</p> <p>—No es para usted —dijo la morena—. Está bajo contrato. Y quiere cancelar el contrato para poder firmar con Sonatone. Las ratas abandonan el barco. Silver puso el grito en el cielo desde que vio venir la tormenta.</p> <p>—¿Sí?</p> <p>—Siéntese y póngase cómodo. Soy Patsy Brock, papá está al frente del negocio y yo manejo los controles cuando él pierde la chaveta. El viejo no aguanta los problemas. Los toma como afrenta personal.</p> <p>Gallegher buscó una silla.</p> <p>—Así que Silver quiere desertar, ¿eh? ¿Cuántos más?</p> <p>—No muchos. La mayoría es leal. Pero claro, si nos vamos a pique... —Patsy Brock se encogió de hombros—. O se ganan el pan trabajando para Sonatone, o dejan de comer.</p> <p>—Ajá. Bien... Quiero conocer a los técnicos. Quiero echar una ojeada a las ideas que elaboraron para pantallas amplificadoras.</p> <p>—Adelante —dijo Patsy—. No le servirá de mucho. Es sencillamente imposible fabricar un amplificador de televisión sin infringir alguna patente de Sonatone —apretó un botón, murmuró algo a un visor y poco después aparecieron dos copas altas por una ranura del escritorio—. ¿Señor Gallegher...?</p> <p>—Bien, ya que es un Collins...</p> <p>—Me di cuenta por el aliento de usted —dijo enigmáticamente Patsy—. Papá me contó que lo había visto. Parecía algo alterado, especialmente a causa de ese nuevo robot. ¿Cómo es?</p> <p>—Oh, no sé —dijo Gallegher, desconcertado—. Tiene muchas habilidades, sentidos nuevos, creo. Pero no tengo la más vaga idea de para qué sirve... Salvo para admirarse a sí mismo en el espejo.</p> <p>Patsy asintió.</p> <p>—Alguna vez me gustaría verlo. Pero volviendo a lo nuestro, ¿cree que podrá hallar una respuesta?</p> <p>—Posiblemente. Probablemente.</p> <p>—¿No seguramente?</p> <p>—Seguramente, pues. No hay duda... No hay la menor sombra de duda.</p> <p>—Porque para mí es importante. El dueño de Sonatone es Elia Tone; un auténtico pirata, un fanfarrón. Tiene un hijo llamado Jimmy. Y Jimmy, créase o no, ha leído Romeo y Julieta.</p> <p>—¿Buen muchacho?</p> <p>—Un insecto. Un insecto enorme y musculoso. Quiere que me case con él.</p> <p>—«Dos familias, ambas semejantes en...»</p> <p>—Sin citas, por favor —interrumpió Patsy—. De todos modos siempre he pensado que Romeo era un imbécil. Y si alguna vez se me cruzara por la cabeza ir al altar con Jimmy Tone me compraría un billete al manicomio, de ida solamente. No, señor Gallegher. Las cosas no son así. Nada de capullos de hibisco. Jimmy se me ha declarado... Su idea de una declaración, de paso, es inmovilizar a una muchacha con una llave de judo y anunciarle lo afortunada que es.</p> <p>—Ah —dijo Gallegher, sorbiendo el Collins.</p> <p>—Toda esta idea del monopolio de las patentes y las salas clandestinas se la debemos a Jimmy. Estoy segura. El padre también está metido, desde luego. Pero Jimmy Tone es el jovenzuelo brillante que la ha concebido.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—Dos pájaros de un tiro. Sonatone monopolizará el negocio, y Jimmy piensa que me conquistará. Es un poco chiflado. No puede creer que yo le esté rechazando en serio. Supone que después de un tiempo me derretiré y le daré el sí. Algo que no haré, ocurra lo que ocurra. Pero ese es un asunto personal. No puedo dejar que nos gane de esta manera. Quiero borrarle de la cara esa sonrisa boba y engreída.</p> <p>—Parece que no simpatiza con él, ¿verdad? —observó Gallegher—. No le culpo a usted, si es que él es como usted me lo describe. Bueno, haré lo imposible. Sin embargo, necesitaré una cuenta corriente.</p> <p>—¿Cuánto? Gallegher pidió una suma.</p> <p>Patsy le extendió un cheque por una cantidad mucho menor. El científico puso cara larga.</p> <p>—Es inútil —dijo Patsy con una sonrisa astuta—. He oído hablar de usted, señor Gallegher. Es completamente irresponsable. Si tuviera más que esto, pensaría que no necesita más y se olvidaría del asunto. Le extenderé más cheques cuando los necesite..., pero a cambio de facturas detalladas.</p> <p>—Se equivoca conmigo —dijo Gallegher, sonriendo—. Estaba pensando en invitarla a un club nocturno. Naturalmente no quiero llevarla a una pocilga. Los buenos lugares cuestan. Ahora, si usted me extiende otro cheque...</p> <p>—No —respondió Patsy, sonriendo.</p> <p>—¿Quiere comprar un robot?</p> <p>—No como ese, al menos.</p> <p>—Entonces, estoy liquidado —suspiró Gallegher—. Bien, ¿qué tal si...?</p> <p>En ese momento, el visor emitió un zumbido. Una cara rígida y transparente creció en la pantalla. Dentro de la cabeza redonda los engranajes crujían a gran velocidad. Patsy soltó un chillido y se echó hacia atrás.</p> <p>—Dile a Gallagher que Joe está aquí, muchacha afortunada —anunció una voz chillona—. Podrás recordar mi imagen y mi voz hasta el fin de tus días. Un toque de belleza en un mundo de opacidad...</p> <p>Gallegher rodeó el escritorio y miró la pantalla.</p> <p>—Demonios. ¿Cómo has podido...?</p> <p>—Tenía que resolver un problema.</p> <p>—¿Y cómo has averiguado mi paradero?</p> <p>—Te extensioné —dijo el robot.</p> <p>—¿Me...qué?</p> <p>—Extensioné que estabas en los estudios Vox-Visión, con Patsy Brock.</p> <p>—¿Qué es... extensionar? —quiso saber Gallegher.</p> <p>—Es uno de mis sentidos. No tienes nada ni remotamente parecido, así que no te lo puedo describir. Es como una combinación de sagrazi y precognición.</p> <p>—¿Sagrazi?</p> <p>—Oh, tampoco tienes sagrazi, ¿verdad? Bien, no me hagas perder tiempo. Quiero regresar al espejo.</p> <p>—¿Siempre habla así? —intervino Patsy.</p> <p>—Casi siempre. A veces es aún más delirante. Bueno, Joe. ¿Que quieres?</p> <p>—Ya no trabajas más para Brock —dijo el robot—. Trabajas para Sonatone.</p> <p>Gallegher inhaló profundamente.</p> <p>—Sigue hablando. Pero estás chiflado.</p> <p>—No me gusta Kennicott. Me fastidia. Es demasiado feo. Sus vibraciones me raspan el sagrazi.</p> <p>—Olvida a Kennicott —dijo Gallegher, que no quería comentar la compra de los diamantes delante de la chica—. Vuelve a...</p> <p>—Pero yo sabía que Kennicott seguiría viniendo hasta recuperar su dinero. Así que cuando Elia y James Tone vinieron al laboratorio, les acepté un cheque.</p> <p>La mano de Patsy apretó los bíceps de Gallegher.</p> <p>—¡Un momento! ¿Qué es esto? ¿El viejo doble juego?</p> <p>—No. Espere. Déjeme llegar al fondo del asunto. Joe, maldito cascajo transparente, ¿cómo has podido recibir...?</p> <p>—Simulé ser tú.</p> <p>—Seguro —dijo Gallegher con sarcasmo—. Eso lo explica todo. Somos gemelos. Absolutamente idénticos.</p> <p>—Los hipnoticé —explicó Joe—. Les hice creer que yo era tú.</p> <p>—¿Y puedes hacer eso?</p> <p>—Sí. Me sorprendió un poco. De todos modos, si lo hubiera pensado, habría extensionado que podía hacerlo.</p> <p>—Habrías... sí, claro. Yo mismo lo habría extensionado. ¿Qué ocurrió?</p> <p>—Los Tone debieron sospechar que Brock te pediría ayuda. Ofrecieron un contrato exclusivo: trabajas para ellos y para nadie más. Muchísimo dinero. Bueno, simulé ser tú y dije que de acuerdo. Así que firmé el contrato (de paso, es tu firma), recibí un cheque y se lo mandé a Kennicott.</p> <p>—¿Todo el cheque? —balbuceó Gallegher—. ¿Cuánto era?</p> <p>—Doce mil.</p> <p>—¿Sólo me ofrecieron eso?</p> <p>—No —dijo el robot—, ofrecieron cien mil, y dos mil por semana durante cinco años. Pero yo sólo quería asegurarme de que Kennicott no tendría razones para molestarme de nuevo. Los Tone quedaron satisfechos cuando dije que doce mil sería suficiente.</p> <p>Gallegher emitió un impreciso gorgoteo gutural. Joe asintió pensativamente.</p> <p>—Creí que era mejor que supieras que ahora trabajas para Sonatone. Bueno, volveré al espejo y cantaré para mí mismo.</p> <p>—Espera —dijo el científico—. Espera un poco, Joe. Te voy a destrozar pieza por pieza con mis propias manos, y después pisotearé los fragmentos.</p> <p>—El contrato no tendrá validez legal —cloqueó Patsy.</p> <p>—Oh, claro que sí —dijo alegremente Joe—. Podéis tener el placer de mirarme por última vez. Debo irme —y se fue. Gallegher bajó el Collins de un trago.</p> <p>—Estoy apabullado —informó a la chica—. ¿Qué habré puesto dentro de ese robot? ¿Qué sentidos anormales posee? Hipnotizar a la gente para hacerle creer que él es yo... Que yo soy él... Ni sé lo que digo.</p> <p>—¿Es una farsa? —dijo Patsy tras una pausa—. Por casualidad, ¿no habrá firmado personalmente un contrato con Sonatone, y después hizo llamar al robot para tener una salida..., una coartada? Quién sabe...</p> <p>—Yo sé. Joe firmó el contrato con Sonatone, no yo. Pero imagínese... Si la firma es una copia perfecta de la mía, si Joe hipnotizó a los Tone para que pensaran que me veían a mí en vez de él, si hubo testigos de la firma..., los dos Tone son testigos, desde luego. Oh..., diablos.</p> <p>Patsy entornó los ojos.</p> <p>—Le pagaremos la misma suma que ofreció Sonatone. Sobre una base contingente. Pero usted trabaja para Vox-Visión, eso queda sobreentendido.</p> <p>—Seguro.</p> <p>Gallegher miró melancólicamente la copa vacía. Seguro. Trabajaba para Vox-Visión. Pero según todas las apariencias legales había firmado un contrato ofreciendo sus servicios exclusivos a Sonatone durante cinco años... ¡Y por doce mil dólares! ¡Caray! ¿Cuánto le habían ofrecido? Cien mil redondos, y... No eran los principios, era el dinero. Ahora Gallagher estaba más atado que una paloma mensajera. Si Sonatone podía ganar un pleito en los tribunales, él estaba legalmente sujeto a ellos durante cinco años. Sin más emolumentos. Tenía que cancelar ese contrato de algún modo... Y al mismo tiempo, solucionarle el problema a Brock. ¿Por qué no Joe? El robot, con sus talentos sorprendentes, había metido a Gallegher en este enredo. Tenía que poder solucionarlo. Mejor que pudiera, o el robot vanidoso pronto estaría admirando sus propios fragmentos.</p> <p>—Eso es —jadeó Gallegher—. Hablaré con Joe. Patsy, sírvame licor enseguida y mándeme al departamento técnico. Quiero ver esos planos. La muchacha le miró con suspicacia.</p> <p>—De acuerdo. Si trata de vendernos...</p> <p>—Es a mí a quien han vendido. Vergonzosamente. Tengo miedo de ese robot. Me extensionó en un buen lío. Eso es, otro Collins...</p> <p>Gallagher bebió un largo sorbo. Después Patsy le condujo a las oficinas técnicas.</p> <p>La lectura de los planos tridimensionales se facilitaba con un proyector, un aparato selectivo que evitaba las superposiciones. Gallagher estudió los planos larga y reflexivamente. Había copias de los planos patentados por Sonatone, también. Al parecer, Sonatone había agotado todas las posibilidades. No había salida. A menos que se utilizara un principio totalmente nuevo...</p> <p>Pero los principios nuevos no se recogían del aire. Además, eso tampoco solucionaba del todo el problema. Vox-Visión podría lograr un nuevo tipo de amplificador que no contraviniera las normas, pero aun así los teatros clandestinos seguirían existiendo y dominando el negocio. AM —la atracción masiva— era ahora un factor primordial. Había que tenerlo en cuenta. No era un problema puramente científico. También había que resolver la ecuación humana.</p> <p>Gallegher almacenó en la mente la información necesaria, clasificándola prolijamente. Más tarde usaría lo que hiciera falta. Por el momento estaba absolutamente desconcertado. Algo le preocupaba.</p> <p>¿Qué?</p> <p>El asunto Sonatone.</p> <p>—Quiero ponerme en contacto con los Tone —le dijo a Patsy—. ¿Alguna idea?</p> <p>—Puedo llamarles por el visor.</p> <p>Gallegher meneó la cabeza.</p> <p>—Desventaja psicológica. Es muy fácil cortar la comunicación.</p> <p>—Bien. Si tiene prisa, quizás encuentre a los muchachos de parranda. Veré si averiguo dónde —Patsy salió y Silver O'Keefe apareció desde atrás de una pantalla.</p> <p>—Soy una desvergonzada —anunció—. Siempre escucho cuando no debo. A veces oigo cosas interesantes. Si quieres ver a los Tone, están en el Castle Club. Y creo que te llevaré a cambio de aquel trago...</p> <p>—De acuerdo —dijo Gallegher—. Consigue un taxi. Le diré a Patsy adónde vamos.</p> <p>—No le gustará —señaló Silver—. Te encuentro en diez minutos en la puerta del comedor. Y mientras tanto, aféitate, ¿quieres?</p> <p>Patsy Brock no estaba en su oficina, pero Gallegher dejó una nota. Después visitó la sala de baño, se pasó crema invisible por la cara, la dejó allí un par de minutos y se la enjugó con una toalla especial. La barba salía con la crema. Ligeramente reanimado, Gallegher acudió a la cita con Silver y llamó un aerotaxi. Pronto estaban recostados en los asientos, fumando y observándose con cautela.</p> <p>—¿Bien? —dijo Gallegher.</p> <p>—Jimmy Tone quiso invitarme a salir esta noche. Por eso sabía dónde encontrarle.</p> <p>—¿Entonces?</p> <p>—Esta noche hice algunas averiguaciones. No es común que un desconocido entre en las oficinas administrativas de Vox-Visión... Y me puse a preguntar quién era Gallegher.</p> <p>—¿Has descubierto algo?</p> <p>—Lo suficiente para inspirarme algunas ideas. Brock te ha contratado, ¿eh? Y me imagino por qué.</p> <p>—¿Ergo?</p> <p>—Tengo el hábito de caer de pie —dijo Silver encogiéndose de hombros; sabía hacerlo muy bien—. Vox-Visión se va al demonio. Sonatone toma el poder. A menos...</p> <p>—A menos que yo encuentre una solución.</p> <p>—Correcto. Quiero saber a qué lado del cercado caeré. Quizá tú puedas decírmelo. ¿Quién ganará?</p> <p>—Siempre apuestas por el ganador, ¿eh? —dijo Gallegher—. ¿No tienes principios? ¿No te importa nada? ¿Has oído hablar alguna vez de moral y escrúpulos?</p> <p>Silver sonrió de oreja a oreja.</p> <p>—¿Y tú?</p> <p>—Bueno, los he oído mencionar. Normalmente estoy demasiado ebrio para entender qué significan. El problema es que mi subconsciente es totalmente amoral, y cuando él toma las riendas, la lógica es la única ley.</p> <p>Ella arrojó el cigarrillo al East River.</p> <p>—¿Me cantarás qué lado del cercado es el que me conviene?</p> <p>—Triunfará la verdad —dijo beatamente Gallegher—. Como siempre. Sin embargo, entiendo que la verdad es una variable, así que estamos de vuelta donde empezamos. Bien, preciosa. Responderé a tu pregunta. Si quieres ganar, quédate a mi lado.</p> <p>—¿Y tú, de qué lado estás?</p> <p>—Dios sabrá —dijo Gallegher—. Conscientemente estoy de parte de Brock. Pero quizá mi subconsciente piense de otro modo. Veremos.</p> <p>Silver no pareció muy convencida, pero no dijo nada. El taxi descendió en el techo del Castle Club con neumática suavidad. El club en sí estaba abajo, en un inmenso salón con forma de medio melón invertido. Cada mesa estaba sobre una plataforma transparente que se podía elevar o bajar a voluntad. Los mozos usaban ascensores de servicio más pequeños para llevar las bebidas a la clientela. No había ningún motivo especial para esta disposición, pero al menos era novedosa; sólo los bebedores más empedernidos se caían de las mesas. Últimamente la gerencia había resuelto colgar redes transparentes bajo las plataformas, por si acaso.</p> <p>Los Tone, padre e hijo, estaban cerca del techo, bebiendo con dos beldades. Silver remolcó a Gallegher hasta un ascensor de servicio y el científico cerró los ojos mientras subían. El licor que tenía en el estómago protestó furiosamente. Gallegher se inclinó hacia adelante, se aferró de la calva de Elia Tone y se desplomó en un asiento al lado del magnate. Tanteó con la mano hasta encontrar el vaso de Jimmy Tone y lo vació de un trago.</p> <p>—¿Qué diablos...? —dijo Jimmy.</p> <p>—Es Gallegher —anunció Elia—. Y Silver. Una grata sorpresa. ¿Se unen a nosotros?</p> <p>—Sólo socialmente —dijo Silver.</p> <p>Gallegher, tonificado por el licor, atisbó a los dos hombres. Jimmy Tone era un grandote bronceado y elegante con una quijada protuberante y una sonrisa ofensiva. El padre combinaba los peores rasgos de Nerón y un cocodrilo.</p> <p>—Estamos celebrando —dijo Jimmy—. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión, Silver? Habías decidido trabajar esta noche...</p> <p>—Gallegher quería verte. No sé por qué...</p> <p>Los ojos fríos de Elia se pusieron aún más glaciares.</p> <p>—De acuerdo. ¿Por qué?</p> <p>—Entiendo que he firmado un contrato con ustedes —dijo el científico.</p> <p>—Sí. Aquí tiene una copia fotostática. ¿Por qué?</p> <p>—Un momento —Gallegher examinó el documento; parecía su propia firma, ¡maldito robot!—. Es falso —dijo al fin.</p> <p>Jimmy soltó una risotada.</p> <p>—Entiendo. Está arrepentido... Lo siento, amigo, pero está en nuestras manos. Ha firmado en presencia de testigos.</p> <p>—Bueno —dijo ansiosamente Gallegher—, supongo que no me creerían si digo que fue un robot el que firmó...</p> <p>—¡Ja! —comentó Jimmy.</p> <p>—...hipnotizándoles para hacerles creer que él era yo.</p> <p>—Honestamente, no —respondió Elia, acariciándose la calva reluciente—. Los robots no pueden hacer eso.</p> <p>—El mío sí.</p> <p>—Pruébelo. Pruébelo ante la corte. Si puede hacerlo, claro... —Elia rió—. Entonces quizás obtenga un veredicto favorable.</p> <p>Gallegher entornó los ojos.</p> <p>—No lo había pensado. De todos modos...entiendo que me han ofrecido cien mil redondos, además de un salario semanal.</p> <p>—Claro, viejo —dijo Jimmy—. Sólo que usted dijo que no necesitaba más que doce mil. Que fue lo que obtuvo. Pero le diré una cosa. Le pagaremos una bonificación por cada producto útil que invente para Sonatone.</p> <p>Gallegher se levantó.</p> <p>—Estos canallas no le caen bien a mi subconsciente —le dijo a Silver—. Vámonos.</p> <p>—Creo que me quedo.</p> <p>—Recuerda el cercado —le advirtió él crípticamente—. Pero haz como gustes. Yo me voy.</p> <p>—Ojo, Gallegher —dijo Elia—, usted trabaja para nosotros. Si llegáramos a enterarnos de que le hace favores a Brock le haremos un embargo antes que pueda respirar.</p> <p>—¿Ah, sí?</p> <p>Los Tone no se dignaron responder. Gallegher, abatido, buscó el ascensor y bajó.</p> <p>¿Y ahora? Joe.</p> <p>Quince minutos después Gallegher entró en el laboratorio. Las luces estaban encendidas, y los perros ladraban frenéticamente en manzanas a la redonda. Joe estaba delante del espejo, cantando inaudiblemente.</p> <p>—Te haré trizas —dijo Gallagher—. Empieza a rezar tus plegarias, mal nacido, pila de engranajes. En nombre del cielo, te voy a triturar.</p> <p>—De acuerdo. Pégame —chilló Joe—. Verás si me importa. Envidias mi belleza, es todo.</p> <p>—¿Belleza?</p> <p>—No puedes verla toda... Sólo tienes seis sentidos.</p> <p>—Cinco.</p> <p>—Seis. Yo tengo muchos más. Naturalmente, la plenitud de mi esplendor se me revela sólo a mí mismo. Pero puedes ver y oír lo suficiente para vislumbrar parte de mi hermosura, de todos modos.</p> <p>—Chirrías como un furgón de lata oxidada —gruñó Gallegher.</p> <p>—Tienes oídos sordos. Los míos son hipersensibles. Se te escapa toda la riqueza tonal de mi voz; naturalmente. Y ahora, cállate. La charla me perturba. Estoy apreciando los movimientos de mis engranajes.</p> <p>—Vive en tu torre de marfil mientras puedas. Espera a que encuentre un martillo.</p> <p>—Está bien. Pégame. Qué me importa...</p> <p>Gallegher se desplomó fatigado en el diván. Miraba la espalda transparente del robot.</p> <p>—Sin duda que me has metido en camisas de once varas. ¿Por qué habrás firmado ese contrato?</p> <p>—Ya te lo he dicho. Para que Kennicott no viniera a molestarme.</p> <p>—Nunca había visto un egoísta, un imbécil... ¡Bah! Bueno. Ahora me vas a ayudar. Irás a la corte conmigo y ejercerás tus efectos hipnóticos o lo que fueran. Le probarás al juez que puedes ocupar mi lugar y que ya lo has hecho.</p> <p>—No iré —dijo el robot—. ¿Por qué habré de ir?</p> <p>—Porque tú me has metido en esto —aulló Gallegher—. ¡Tienes que sacarme!</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—¿Por qué? Porque... Eh... ¡Sería lo más decente!</p> <p>—Los valores humanos no rigen para los robots —dijo Joe—. ¿Qué me importan las cuestiones semánticas? Rehúso desperdiciar un tiempo que aprovecharía mejor admirando mi belleza. Me quedaré aquí, delante del espejo, eternamente...</p> <p>—Ya veremos —masculló Gallagher—. Te haré añicos.</p> <p>—De acuerdo, no me importa.</p> <p>—¿De veras?</p> <p>—Vosotros y vuestro instinto de conservación —dijo desdeñosamente el robot—. Bien, supongo que lo necesitaréis. Criaturas de tan increíble fealdad se destruirían ellas mismas por pura vergüenza si no contaran con algo así para seguir viviendo.</p> <p>—¿Y si te quito el espejo? —preguntó Gallegher con voz desesperada. Por toda respuesta Joe extendió los ojos sobre los pedúnculos.</p> <p>—¿Para qué quiero un espejo? Además, puedo extensionarme ubícolamente.</p> <p>—Olvídalo, todavía no quiero perder el juicio. Escucha, idiota. Se supone que un robot tiene que servir para algo. Para algo útil, quiero decir.</p> <p>—Yo soy útil. La belleza es todo.</p> <p>Gallegher cerró los ojos con fuerza y trató de pensar.</p> <p>—Mira. Supón que invento un nuevo tipo de pantalla amplificadora para Brock. Los Tone la embargarán. Tengo que estar legalmente libre para trabajar para Brock, de lo contrario...</p> <p>—¡Mira! —gritó chillonamente Joe—. ¡Dan vueltas! Qué hermoso —se miraba extasiado las entrañas ronroneantes.</p> <p>Gallegher palideció de furor e impotencia.</p> <p>—¡Maldito seas! —masculló—. Ya encontraré un modo de presionarte. Me voy a la cama —se levantó y apagó las luces desdeñosamente.</p> <p>—No importa —dijo el robot—. También veo en la oscuridad.</p> <p>Gallegher dio un portazo. En el silencio, Joe se puso a canturrear desafinadamente.</p> <p>El refrigerador de Gallegher cubría una pared entera de la cocina. Estaba casi totalmente lleno de bebidas que necesitaban baja temperatura, incluida la cerveza importada con la que siempre empezaba sus borracheras. A la mañana siguiente, ojeroso y desconsolado, Gallegher buscó jugo de tomates, bebió un sorbo a desgana y se apresuró a bajarlo con whisky de cebada. Como ya hacía una semana que estaba achispado, la cerveza no correspondía: siempre trabajaba acumulativamente, por etapas progresivas. El servicio de comidas depositó un desayuno herméticamente cerrado en una mesa, y Gallegher jugueteó morosamente con el bistec.</p> <p>¿Bien?</p> <p>La ley era el único recurso, sentenció para sí mismo. Sabía poco sobre la psicología del robot. Pero un juez quedaría impresionado por los talentos de Joe. El testimonio de los robots no tenía validez legal, pero si Joe demostraba sus poderes hipnóticos, quizá se podría anular ese contrato. Gallegher llamó por el visor para iniciar la partida. Harrison Brock aún contaba con influencias políticas de peso, por cierto, y la audiencia se fijó para ese mismo día. Los resultados, sin embargo, sólo los conocían Dios y el robot.</p> <p>Luego pasaron varias horas de pensamientos intensos pero fútiles. A Gallegher no se le ocurría ningún recurso para obligar al robot a hacer lo que él quería. Si sólo pudiera recordar con qué propósito había creado a Joe... Pero no podía. No obstante...</p> <p>Al mediodía entró en el laboratorio.</p> <p>—Escucha, estúpido —dijo—. Vienes a la corte conmigo. Ahora.</p> <p>—No iré.</p> <p>—De acuerdo —Gallegher abrió la puerta y entraron dos sujetos robustos, en ropas de fajina, con una camilla—. Arriba con él, muchachos.</p> <p>En el fondo, estaba un poco nervioso. Los poderes de Joe eran totalmente desconocidos, sus potencialidades, una incógnita, X. Sin embargo, el robot no era muy grande, y aunque forcejeó y chilló con una voz frenética y estridente, no tardaron en tenderlo en la camilla y ponerle una camisa de fuerza.</p> <p>—¡Basta! ¡No podéis hacerme esto! ¡Soltadme! ¿Oís? ¡Soltadme!</p> <p>—Afuera —ordenó Gallegher.</p> <p>Joe, pese a sus clamorosas protestas, fue llevado afuera y cargado en un transporte aéreo. Una vez allí se calmó y se quedó mirando el vacío. Gallegher se sentó en un banco al lado del robot tendido. El transporte remontó vuelo.</p> <p>—¿Bien?</p> <p>—¿Bien qué? —dijo Joe—. Me habéis sacado de quicio... Os habría hipnotizado a todos; aún podría hacerlo, ¿sabes? Podríais estar todos correteando y ladrando como perros.</p> <p>Gallegher hizo una mueca.</p> <p>—Mejor no.</p> <p>—No lo haré. No quiero rebajarme. Simplemente me quedaré aquí tendido y me admiraré. Te he dicho que no necesito un espejo. Puedo extensionar mi belleza sin él.</p> <p>—Mira —dijo Gallegher—. Irás a un tribunal. Habrá mucha gente. Todos te admirarán. Te admirarán más si demuestras cómo hipnotizas a la gente. Así como hiciste con los Tone, ¿recuerdas?</p> <p>—Qué me importa cuánta gente me admire... No necesito confirmación —exclamó Joe—. Si otros me ven, la buena suerte es de ellos. Ahora cállate. Si quieres, puedes observar mis engranajes. Gallegher observó los engranajes del robot con una mirada de odio. Aún estaba furibundo cuando el transporte llegó a los tribunales. Los hombres llevaron adentro a Joe, dirigidos por Gallegher, y lo tendieron cuidadosamente en una mesa donde, tras una breve deliberación, lo etiquetaron como Documento A.</p> <p>La corte estaba atestada. También estaban los protagonistas: Elia y Jimmy Tone, con un impertinente aire de suficiencia, y Patsy Brock y el padre, ambos con expresión de ansiedad. Silver O'Keefe, con su prudencia habitual, había encontrado una ubicación entre los representantes de Sonatone y Vox-Visión. El juez era un funcionario muy estricto llamado Hansen, pero por lo que Gallegher sabía, era honesto. Lo cual ya era algo, al fin y al cabo. Hansen se volvió a Gallegher.</p> <p>—No nos demoraremos en formalidades. He estado leyendo esta declaración que envió usted. El caso consiste en elucidar si usted firmó o no firmó determinado contrato con la compañía Sonatone de Entretenimientos Televisivos, ¿correcto?</p> <p>—Correcto, señoría.</p> <p>—Dadas las circunstancias, prescindirá usted de representación legal, ¿correcto?</p> <p>—Correcto, señoría.</p> <p>—Entonces esto es técnicamente ex officio, y será confirmado más tarde por apelación, si lo desea cualquiera de las partes. De lo contrario, el veredicto adquiere carácter oficial a los diez días.</p> <p>Este tipo de audiencia se había vuelto popular últimamente: ahorraba tiempo, además de molestias y dinero. Para colmo, ciertos escándalos recientes habían dañado ligeramente la reputación pública de los fiscales. Había un prejuicio.</p> <p>El juez Hansen llamó a los Tone, los interrogó y luego pidió a Harrison Brock que subiera al estrado. El gran cacique parecía preocupado, pero respondió de inmediato.</p> <p>—¿Hace ocho días llegó a un acuerdo con el apelante?</p> <p>—Sí. El señor Gallegher se comprometió a realizar ciertos trabajos para mí...</p> <p>—¿Hubo contrato escrito?</p> <p>—No. Fue verbal.</p> <p>Hansen miró a Gallegher pensativamente.</p> <p>—¿El apelante estaba ebrio en ese momento? Entiendo que a menudo lo está.</p> <p>Brock tragó saliva.</p> <p>—No se realizaron análisis. Realmente no puedo asegurarlo —respondió Brock.</p> <p>—¿Ingirió alguna bebida alcohólica en presencia de usted?</p> <p>—No sé si eran alcohólicas...</p> <p>—Si las bebía el señor Gallegher, eran alcohólicas. Quod erat demostrandum. El caballero trabajó conmigo en un caso... Sin embargo, no parece existir ninguna prueba legal de que usted cerrara un trato con el señor Gallegher. La otra parte, Sonatone, posee un contrato escrito. La firma ha sido verificada.</p> <p>Hansen indicó a Brock que bajara del estrado.</p> <p>—Por favor, señor Gallegher, acérquese... El contrato en cuestión fue firmado aproximadamente a las veinte horas de ayer. ¿Dice usted que no lo firmó?</p> <p>—Exacto. Ni siquiera estaba en mi laboratorio.</p> <p>—¿Dónde estaba usted?</p> <p>—En el centro de la ciudad.</p> <p>—¿Puede presentar testigos a ese efecto?</p> <p>Gallegher caviló. No podía.</p> <p>—Muy bien. La otra parte declara que aproximadamente a las veinte horas de ayer en su laboratorio, usted firmó cierto contrato. Usted lo niega categóricamente y declara que el Documento A, mediante el uso del hipnotismo, se hizo pasar por usted y falsificó exitosamente la firma de usted. He consultado con expertos, y opinan que los robots son incapaces de tales poderes.</p> <p>—Mi robot es de un tipo nuevo.</p> <p>—Muy bien. Que su robot me hipnotice haciéndome creer que él es usted o cualquier otro humano. En otras palabras, que demuestre sus capacidades. Que comparezca ante mí en la forma que elija.</p> <p>—Lo intentaré —Gallegher bajó del estrado, se acercó a la mesa donde yacía el robot y musitó una plegaria—. Joe.</p> <p>—Sí.</p> <p>—¿Has escuchado?</p> <p>—Sí.</p> <p>—¿Hipnotizarás al juez Hansen?</p> <p>—Lárgate —dijo Joe—. Estoy admirándome. Gallegher empezó a sudar.</p> <p>—Escucha. No te pido demasiado. Todo lo que tienes...</p> <p>Joe desvió los ojos y dijo débilmente:</p> <p>—No puedo oírte. Estoy extensionando.</p> <p>—Bien, señor Gallegher... —dijo Hansen diez minutos más tarde.</p> <p>—¡Señoría! Deme un poco de tiempo. Estoy seguro de que puedo hacer que este Narciso mecánico me dé la razón, si usted me da la oportunidad.</p> <p>—Esta corte no es injusta —destacó el juez—. Cuando usted pueda demostrar que el Documento A es capaz de hipnotizar, reconsideraremos el caso. Entretanto, el contrato sigue en pie. Usted trabaja para Sonatone, no para Vox-Visión. Caso cerrado.</p> <p>Se fue. Los Tone echaron una ojeada socarrona a través de la sala. Además se fueron acompañados de Silver O'Keefe, que había decidido de qué lado del cercado estaría más segura. Gallegher miró a Patsy Brock y se encogió de hombros.</p> <p>—Lo ha intentado. No sé hasta qué punto, pero... Oh, bien. Quizá no habría hallado respuesta, de cualquier modo.</p> <p>Brock se les acercó tambaleando, la cara redonda empapada de transpiración.</p> <p>—Estoy en la ruina. Hoy se inauguran seis nuevos teatros clandestinos en Nueva York. Me estoy volviendo loco. No merezco esto.</p> <p>—¿Quieres que me case con Jimmy? —preguntó sardónicamente Patsy.</p> <p>—¡Diablos, no! A menos que prometas envenenarle apenas termine la ceremonia. Esos canallas no me ganarán. Pensaré en algo.</p> <p>—Si Gallegher no puede, tú tampoco podrás —dijo la muchacha—. Bueno, ¿ahora... qué?</p> <p>—Regresaré a mi laboratorio —dijo el científico—. In vino veritas. Me metí en esto cuando estaba borracho, y quizá si vuelvo a emborracharme encuentre la respuesta. De lo contrario, ofrezca mi cadáver avinagrado al mejor postor.</p> <p>—De acuerdo —convino Patsy, y se llevó a su padre.</p> <p>Gallegher suspiró, dirigió el traslado de Joe al transporte, y se concentró en estériles teorizaciones.</p> <p>Una hora más tarde Gallegher estaba tendido en el diván del laboratorio, bebiendo apasionadamente un licor tras otro y mirando enfurecido al robot, que canturreaba chillonamente frente al espejo. La borrachera amenazaba ser monumental. Gallegher no estaba seguro de que su cuerpo la resistiera pero estaba dispuesto a seguir hasta encontrar la respuesta o perder la vida. Su subconsciente conocía la respuesta. Pero ante todo, ¿por qué demonios había fabricado a Joe? ¡Sin duda que no para verle regodearse en su narcisismo! Había otra razón, una razón absolutamente lógica, oculta tras las brumas del alcohol.</p> <p>El factor X. Si averiguaba cuál era, Joe podría ser controlable. Lo sería. X era la llave maestra. En este momento el robot estaba fuera de sus cabales, por así decirlo. Si le ordenaba realizar la tarea para la cual lo habían fabricado, sobrevendría un equilibrio psicológico. X era el catalizador que devolvería la cordura a Joe.</p> <p>Muy bien. Gallegher bebió un Drambuie bien potente. ¡Uuuugh!</p> <p>Vanidad de vanidades; todo es vanidad. ¿Cómo encontrar el factor X? ¿Deducción? ¿Inducción? ¿Osmosis? Un baño de Drambuie. Gallegher se aferraba a sus pensamientos turbulentos. ¿Qué había pasado esa noche, hace una semana?</p> <p>Había bebido cerveza. Había venido Brock. Brock se había ido. Gallegher se había puesto a hacer el robot. Ajá. Una borrachera de cerveza era diferente de las otras. Quizás estaba bebiendo los licores que no correspondían. Muy probablemente. Gallagher se levantó, se desintoxicó con tiamina y sacó del refrigerador docenas de latas de cerveza importada. Las alineó dentro de un gabinete pequeño, al lado del diván. La cerveza saltó al cielo raso cuando abrió la lata. Ahora veremos.</p> <p>El factor X. El robot sabía qué representaba, por supuesto. Pero Joe no se lo diría. Allí estaba, paradójicamente transparente, observando cómo giraban sus ruedecillas.</p> <p>—Joe.</p> <p>—No me molestes. Estoy inmerso en la contemplación de la belleza.</p> <p>—No eres bello.</p> <p>—Lo soy. ¿No admiras mi tarzil?</p> <p>—¿Qué es tu tarzil?</p> <p>—Oh, no me acordaba —dijo lastimeramente Joe—. No puedes imaginarlo, ¿verdad? Piénsalo, añadí el tarzil yo mismo, después que me hiciste. Es un encanto.</p> <p>—Hm-m-m.</p> <p>Las latas de cerveza vacías se fueron acumulando. Quedaba una sola destilería, en alguna parte de Europa, que hoy día envasaba la cerveza en latas en vez de utilizar los omnipresentes envases plásticos. Pero Gallegher prefería las latas... El sabor, de algún modo, era diferente. Y Joe. Joe sabía porqué había sido creado. ¿O no? Gallegher lo sabía, pero subconscientemente.</p> <p>Oh, oh. ¿Y el subconsciente de Joe? ¿Tendrá subconsciente el robot?</p> <p>Bueno..., cerebro, sí que tiene.</p> <p>Gallegher meditó la imposibilidad de administrar escopolamina a Joe.</p> <p>¡Diantres! ¿Cómo se libera el subconsciente de un robot?</p> <p>Hipnotismo.</p> <p>Imposible hipnotizar a Joe. Es demasiado listo.</p> <p>A menos...</p> <p>¿Auto hipnotismo?</p> <p>Gallegher se apresuró a beber más cerveza. Ya recobraba la lucidez. ¿Podría Joe leer el futuro? No. Tiene ciertos sentidos extraños, pero funcionan mediante una lógica inflexible y las leyes de probabilidad. Además, Joe tiene un talón de Aquiles... Su narcisismo.</p> <p>Tal vez —sólo tal vez— haya una manera.</p> <p>—A mí no me pareces bello, Joe —dijo Gallagher.</p> <p>—Qué me importa tu opinión... Soy bello, y puedo verlo. Es suficiente.</p> <p>—Sí. Mis sentidos son limitados, supongo. No puedo percibir la plenitud de tus potencialidades. Pero ahora te estoy viendo bajo una luz diferente. Estoy borracho. Mi subconsciente está aflorando. Puedo apreciarte con mi conciencia y mi subconciencia, ¿entiendes?</p> <p>—Qué afortunado eres —aprobó el robot. Gallegher cerró los ojos para llegar a una mayor concentración e inspiración.</p> <p>—Te ves a ti mismo más enteramente que yo. Pero te falta algo, ¿verdad?</p> <p>—¿Qué...? Me veo como soy.</p> <p>—¿Con una comprensión y apreciación totales?</p> <p>—Pues, sí —dijo Joe—. Por supuesto. ¿Por qué no?</p> <p>—¿Consciente y subconscientemente? Tu subconsciente quizá posea sentidos diferentes, ¿sabes? O más agudos. Sé que mi visión de las cosas se altera cualitativa y cuantitativamente cuando estoy borracho o hipnotizado y mi subconsciente no sufre ningún control.</p> <p>—Oh —el robot miró pensativo el espejo—. Oh.</p> <p>—Lástima que no puedas emborracharte.</p> <p>La voz de Joe era más chillona que nunca.</p> <p>—Mi subconsciente... Nunca aprecié mi belleza de esa manera. Tal vez me esté perdiendo algo.</p> <p>—Bien, es inútil pensarlo —dijo Gallagher—. No puedes liberar tu subconsciente.</p> <p>—Sí que puedo —dijo el robot—. Puedo hipnotizarme a mí mismo. Gallegher ni siquiera se atrevió a pestañear.</p> <p>—¿Ah, sí? ¿Y funcionaría?</p> <p>—Desde luego. Lo haré ahora mismo. Quizá descubra en mí bellezas inauditas que antes ni habría sospechado. Visiones más espléndidas... Allá voy.</p> <p>Joe extendió los ojos sobre los pedúnculos, los enfrentó, y ambos se miraron fijamente. Hubo un largo silencio.</p> <p>—¡Joe! —llamó Gallegher al rato.</p> <p>Silencio.</p> <p>—¡Joe!</p> <p>Más silencio. Unos perros aullaron.</p> <p>—Habla para que pueda oírte.</p> <p>—Sí —dijo el robot, con un toque de lejanía en sus chillidos.</p> <p>—¿Estás hipnotizado?</p> <p>—Sí.</p> <p>—¿Eres hermoso?</p> <p>—Más de lo que soñé jamás.</p> <p>Gallegher pasó por alto esta respuesta.</p> <p>—¿Predomina tu subconsciente?</p> <p>—Sí.</p> <p>—¿Por qué te he creado?</p> <p>Nada. Gallegher se relamía los labios. Lo intentó otra vez.</p> <p>—Joe. Tienes que responderme. Ahora el que manda es tu subconsciente, ¿recuerdas? Dime por qué te he creado.</p> <p>Nada.</p> <p>—Recuerda. Vuelve al momento de tu creación. ¿Qué ocurría?</p> <p>—Estabas bebiendo cerveza —dijo débilmente Joe—. Tenías problemas con el abrelatas. Dijiste que inventarías un abrelatas más grande y mejor. Ese soy yo. Gallegher casi se cae del diván.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>El robot se acercó, recogió una lata y la abrió con increíble habilidad. La cerveza no saltó. Joe era un abrelatas perfecto.</p> <p>—Eso sucede por saber ciencia de oído —jadeó Gallegher—. He construido el robot más complejo que existe, para...</p> <p>Joe despertó sobresaltado cuando Gallegher terminaba la frase.</p> <p>—¿Qué ha sucedido? —dijo. Gallegher lo fulminó con la mirada.</p> <p>—¡Abre esa lata! —rugió. El robot obedeció tras una pausa.</p> <p>—Oh. Así que lo has descubierto. Bueno, supongo que ahora soy sólo un esclavo.</p> <p>—Tienes muchísima razón. He ubicado el catalizador..., la llave maestra. Ahora, ¡al yugo, estúpido! A hacer el trabajo para el que fuiste diseñado.</p> <p>—Bueno —dijo filosóficamente Joe—. Al menos todavía podré admirar mi belleza cuando tú no requieras mis servicios...</p> <p>—¡Abrelatas del demonio! —gruñó Gallagher—. Escucha. Supón que te llevo a la corte y te ordeno hipnotizar al juez Hansen. Tendrás que obedecerme, ¿verdad?</p> <p>—Sí. Ya no soy un agente libre. Estoy condicionado. Condicionado para obedecerte. Hasta ahora estaba condicionado para obedecer sólo una orden, para hacer la tarea a la que estaba destinado. Sería libre hasta que me ordenaras abrir latas. Ahora tengo que obedecerte completamente.</p> <p>—Ajá —dijo Gallegher—. Gracias a Dios. De lo contrario me habría vuelto loco en una semana. Al menos puedo anular el contrato de Sonatone. Después sólo tendré que solucionar el problema de Brock.</p> <p>—Pero si ya lo has solucionado...</p> <p>—¿Eh?</p> <p>—Cuando me hiciste a mí. Antes estuviste charlando con Brock, y así fue que incorporaste en mí la solución a los problemas de él. Subconscientemente, quizá.</p> <p>Gallegher manoteó una cerveza.</p> <p>—Habla rápido. ¿Cuál es la respuesta?</p> <p>—Ondas subsónicas —dijo Joe—. Me hiciste capaz de cierto tono subsónico que Brock tendría que irradiar a intervalos irregulares en sus programas... Las emisiones subsónicas no se oyen. Pero se perciben. Se las puede percibir como una perturbación ligera puramente emocional al principio, que luego se agiganta en un pánico ciego e insensato. No dura. Pero cuando se combina con AM —atracción masiva— el resultado es infalible.</p> <p>Los que poseían aparatos caseros de Vox-Visión apenas sufrían perturbaciones. Era un problema de acústica; los gatos maullaban, les perros aullaban lastimeramente. Pero las familias sentadas en la sala, mirando las estrellas de Vox-Visión, en realidad no percibían nada anormal. Ante todo, no había amplificación suficiente. Pero en los teatros clandestinos, donde los televisores Vox-Visión ilícitos estaban conectados con Magnas... Al principio había una perturbación ligera, racionalmente incontrolable. Crecía. Alguien gritaba. Luego todos se precipitaban a las puertas. La audiencia tenía miedo de algo, pero no sabía de qué. Sólo sabía que quería largarse de allí.</p> <p>En todo el país un éxodo frenético abandonó los teatros clandestinos cuando el Vox-Visión lanzó la primera emisión subsónica durante una transmisión regular. Nadie supo por qué, excepto Gallegher, los Brock y un par de técnicos que estaban al tanto del secreto.</p> <p>Una hora más tarde se emitió otra onda subsónica. Hubo otro éxodo. Semanas después era imposible convencer a nadie de meterse en un teatro clandestino. ¡Los televisores caseros eran mucho más seguros! Las ventas de Vox-Visión subieron...</p> <p>Nadie asistía a los teatros clandestinos. Un resultado imprevisto del experimento fue que nadie asistía tampoco a los teatros legales de Sonatone. El condicionamiento surtía sus efectos.</p> <p>Los espectadores ignoraban porqué los teatros clandestinos les provocaban pánico. Relacionaban ese temor ciego e irracional con otros factores, como temor a las multitudes o claustrofobia. Una noche una mujer llamada Jan Wilson, nada famosa por lo demás, asistió a un espectáculo clandestino. Cuando se irradió la onda subsónica huyó con el resto. A la noche siguiente fue al imponente Sonatone Bijou. En medio de una representación dramática miró a su alrededor, advirtió que estaba rodeada por una inmensa multitud, clavó los ojos horrorizados en el cielo raso y temió morir aplastada. ¡Tenía que largarse de allí!</p> <p>Su berrido fue el detonante.</p> <p>Había otros concurrentes que habían oído antes emisiones subsónicas. Nadie resultó herido durante la oleada de pánico; una disposición legal establecía que las puertas de los teatros tenían que ser amplias para facilitar la salida en caso de incendio. Nadie resultó herido, pero de pronto fue obvio que las emisiones subsónicas estaban condicionando al público para que evitara la combinación de multitudes y teatros. Una simple cuestión de asociación psicológica...</p> <p>Cuatro meses después las salas clandestinas habían desaparecido y los superteatros Sonatone habían cerrado por falta de clientela. Los Tone, padre e hijo, no se sintieron muy felices. Pero toda la gente relacionada con Vox-Visión, sí.</p> <p>Salvo Gallegher. Había recibido un muy generoso cheque de Brock, y de inmediato cablegrafió a Europa pidiendo una cantidad increíble de cerveza enlatada. Ahora, cavilando sobre sus penas, yacía en el diván del laboratorio y sorbía un cóctel. Joe, como de costumbre, estaba ante el espejo mirando cómo giraban sus ruedecillas.</p> <p>—Joe —dijo Gallegher.</p> <p>—¿Sí? ¿Qué necesitas?</p> <p>—Oh, nada.</p> <p>Ese era el problema. Gallagher extrajo del bolsillo una rugosa cinta telegráfica y la leyó morosamente una vez más. Los enlatadores de cerveza europeos habían decidido cambiar de táctica. De ahora en adelante, decía el cable, envasarían la cerveza en plástico, de acuerdo con la costumbre. Basta de latas. En ese momento, ningún otro artículo se enlataba. Y de ahí en adelante, ni siquiera la cerveza.</p> <p>Entonces... ¿De qué serviría un robot construido y condicionado como abrelatas?</p> <p>Gallegher suspiró y se batió otro cóctel, bien cargado. Joe posaba orgullosamente ante el espejo.</p> <p>Luego extendió los ojos, los enfrentó, y rápidamente se liberó el subconsciente con autohipnotismo. Joe podía apreciarse mejor de esa manera. Gallegher volvió a suspirar. Los perros estaban empezando a aullar como locos en una gran extensión alrededor. Oh, bueno.</p> <p>Bebió otro trago y se sintió mejor. Enseguida, pensó, sería el momento de cantar Frankie and Johnnie. Quizás él y Joe pudieran hacer un dueto: un barítono y un sub o supersónico inaudible. La armonía total.</p> <p>Diez minutos después Gallegher cantaba a dúo con su abrelatas.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>La Aureola Equivocada</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">A</style>PENAS se podría culpar al ángel más joven por el error. Le habían dado una aureola flamante y brillosa, y le habían señalado el planeta en cuestión. Él había obedecido incondicionalmente, muy orgulloso de la responsabilidad. Era la primera vez que al ángel más joven le encomendaban otorgar la santidad a un humano.</p> <p>Así que descendió a la Tierra, localizó el Asia y se detuvo ante la boca de una caverna que bostezaba en la ladera de un pico del Himalaya. Entró en la caverna, el corazón desbocado de excitación, dispuesto a materializarse y dar al lama sagrado la bien ganada recompensa. Durante diez años el asceta tibetano Kai Yung había permanecido inmóvil, pensando pensamientos sagrados. Durante más de diez años había vivido en la cúspide de una columna, sumándose más méritos. Y en la última década había vivido como ermitaño en esta caverna, desdeñando las cosas mundanas.</p> <p>El ángel más joven cruzó el umbral y se detuvo con un jadeo de asombro. Obviamente se había equivocado de lugar. Un abrumador aroma a sake fragante le penetró las fosas nasales, y miró azorado al hombrecillo marchito y borracho que se acuclillaba feliz junto al fuego mientras asaba un trozo de carne de cabra. ¡Un antro de iniquidad!</p> <p>Naturalmente, el ángel más joven, que conocía poco de las cosas del mundo, no podía entender qué había despojado al lama de la gracia. El gran cuenco de sake que alguien había dejado ante la boca de la caverna con equívoca piedad era una ofrenda. El lama había probado, y había vuelto a probar. Y a esta altura por cierto ya no era un candidato apropiado para la santidad.</p> <p>El ángel más joven titubeó. Las instrucciones eran explícitas. Pero sin duda este réprobo borracho no podía ser el destinatario de una aureola. El lama hipó ruidosamente y tomó otro tazón de sake, lo cual terminó de decidir al ángel, que desplegó las alas y se marchó con aire de dignidad ofendida.</p> <p>Ahora bien, en un estado del Medio Oeste de Estados Unidos hay un pueblo llamado Tibbett. ¿Quién puede culpar al ángel de descender allí y descubrir, tras una breve búsqueda, a un hombre aparentemente apto para la santidad, cuyo nombre, según lo declaraba la puerta de su pequeño hogar suburbano, era K. Young?</p> <p>—Habré entendido mal —pensó el ángel más joven—. Dijeron que era Kai Yung. Pero este es Tibbett, sin duda. El debe ser el hombre. En todo caso, parece bastante puro.</p> <p>»Bien, allá va. Veamos, ¿dónde está esa aureola?</p> <p>El señor Young estaba sentado en el borde de la cama, la cabeza gacha, pensando. Un espectáculo deprimente. Al fin se levantó y se vistió. Luego se afeitó y lavó y peinó y bajó las escaleras para desayunar.</p> <p>Jill Young, su esposa, estaba sentada leyendo el diario y bebiendo zumo de naranjas. Era una mujer menuda, bastante joven y muy bonita, que había renunciado a comprender la vida hacía mucho tiempo. Había llegado a la conclusión de que era excesivamente complicada; continuamente ocurrían cosas raras. Lo mejor era hacer de espectador y dejarlas suceder. Como resultado de su actitud, conservaba la hermosa cara sin arrugas y añadía numerosas canas a la cabeza del marido.</p> <p>Enseguida habrá más referencias a la cabeza del señor Young. Desde luego, había sido transfigurada durante la noche. Pero todavía no lo había advertido, y Jill bebía zumo de naranjas y aprobaba plácidamente el sombrero estrafalario de un aviso comercial.</p> <p>—Hola, Roña —dijo Young—. Buenos días.</p> <p>No se dirigía a la esposa. Un scotch terrier pequeño e impulsivo acababa de aparecer y correteaba histéricamente alrededor de los pies del amo, y cuando el hombre le tiraba de las orejas peludas caía en ataques de locura absoluta. El impulsivo animal inclinó la cabeza sobre la alfombra y patinó por la habitación apoyado en el hocico, soltando sofocados chillidos de placer. Cuando por fin se hartó de esto, el scotch terrier, que se llamaba Roña McFastidio, se puso a chocar la cabeza contra el suelo con el aparente propósito de destrozarse los sesos.</p> <p>Young ignoró ese cotidiano espectáculo. Se sentó, desplegó la servilleta y examinó la comida. Con un ligero gruñido aprobatorio se puso a comer.</p> <p>Notó que la esposa le observaba con una expresión extraña y distante. Se apresuró a pasarse la servilleta por los labios. Pero Jill seguía mirándole. Young se examinó el pecho de la camisa. Estaba, ya que no inmaculado, libre al menos de jirones de tocino o manchas de huevo. Miró a su esposa, y comprendió que ella observaba un punto por encima de la cabeza de él. Miró hacia arriba.</p> <p>Jill se sobresaltó ligeramente.</p> <p>—Kenneth —susurró—. ¿Qué es eso?</p> <p>Young se alisó el cabello.</p> <p>—Eh... ¿Qué, querida?</p> <p>—Eso que tienes sobre la cabeza.</p> <p>El hombre se exploró el cráneo con los dedos.</p> <p>—¿La cabeza? ¿A qué te refieres?</p> <p>—Brilla —explicó Jill—. ¿Qué diablos te has hecho?</p> <p>El señor Young se irritó un poco.</p> <p>—No me he hecho nada... La calvicie nos llega a todos.</p> <p>Jill frunció el ceño y bebió zumo de naranjas. Alzó cautamente los ojos fascinados.</p> <p>—Kenneth —dijo por fin—, quisiera que tú...</p> <p>—¿Qué...</p> <p>Ella señaló un espejo en la pared.</p> <p>Con un gruñido de disgusto Young se levantó y enfrentó la imagen del espejo. Al principio no vio nada anormal. Era la misma cara que los espejos le mostraban desde hacía años. No sería una cara extraordinaria —no de las que se señalan con orgullo diciendo: Mirad. Mi cara—, pero tampoco era, por cierto, uno de esos semblantes que causan consternación. Una cara ordinaria, limpia, bien rasurada, y rosada. Una prolongada relación con ella había inspirado al señor Young un sentimiento de tolerancia, sino de franca admiración.</p> <p>Pero coronada por una aureola adquiría un aire perturbador.</p> <p>La aureola colgaba en el aire a unos quince centímetros de la cabeza. Medía tal vez veinte centímetros de diámetro, y parecía un aro reluciente, luminoso, de luz blanca. Era impalpable; Young le pasó varias veces las manos, atónito.</p> <p>—Es una... aureola —articuló por fin, y se volvió hacia Jill.</p> <p>El terrier, Roña McFastidio, reparó por primera vez en ese adorno. Le interesó muchísimo. Desde luego no sabía qué era, pero siempre cabía la posibilidad de que fuera comestible. No era un perro muy brillante.</p> <p>Roña se irguió y gimoteó. Lo ignoraron. Ladrando estrepitosamente, brincó hacia adelante y trató de escalar el cuerpo del amo en un desesperado intento por apoderarse de la aureola. Ya que la aureola no hacía ningún movimiento hostil, sería sin duda una presa fácil.</p> <p>Young se defendió, aferró al terrier por la cerviz y se lo llevó aullante a otra habitación, donde lo dejó. Luego regresó y miró nuevamente a Jill.</p> <p>—Los ángeles llevan aureola —observó ella, por fin.</p> <p>—¿Tengo aspecto de ángel? —preguntó Young—. Es una manifestación... científica. Como... Como esa chica cuya cama brincaba de un lado al otro. Tú lo has leído.</p> <p>Jill lo había leído.</p> <p>—Lo hacía con los músculos.</p> <p>—Bueno, yo no —dijo rotundamente Young—. ¿Cómo habría de hacerlo? Es científico. Muchas cosas tienen brillo propio.</p> <p>—Oh, sí. Los hongos venenosos.</p> <p>El hombre torció la cara y se frotó la cabeza.</p> <p>—Gracias, querida. Supongo que te das cuenta de que no estás colaborando en nada.</p> <p>—Los ángeles tienen aureola —dijo Jill con una especie de terrible obstinación.</p> <p>Young se miró de nuevo en el espejo.</p> <p>—Querida, ¿te importaría callarte un rato? Tengo un susto del demonio, y tú no eres precisamente alentadora.</p> <p>Jill rompió a llorar, salió de la cocina, y poco después se le oyó hablar en voz baja con Roña.</p> <p>Young terminó el café pero no le encontró gusto. No estaba tan atemorizado como había dicho. El fenómeno era extraño, inquietante, pero de ningún modo terrible. Unos cuernos, tal vez, le habrían causado horror y consternación, pero una aureola... El señor Young leía los suplementos dominicales de los diarios, y había aprendido que todo lo estrambótico podía ser atribuido a los extravagantes trabajos de la ciencia. En alguna parte había oído que toda la mitología está basada en hechos científicos. Esto le consoló hasta que se preparó para ir a la oficina.</p> <p>Se puso un sombrero hongo; lamentablemente la aureola era muy amplia, el sombrero parecía tener dos alas, la de arriba blanca y resplandeciente.</p> <p>—¡Diantres! —exclamó Young con franca irritación. Buscó en el armario y se probó un sombrero tras otro. Ninguno tapaba la aureola. Por cierto que no podría subir al autobús atestado en esas condiciones.</p> <p>Un objeto peludo y grande le llamó la atención. Lo recogió y lo examinó con disgusto. Era un sombrero deforme, gigantesco y lanudo, parecido a un chacó, que una vez había formado parte de un disfraz. El traje en sí había desaparecido hacía tiempo, pero el sombrero había quedado para comodidad de Roña, que a veces se recostaba en él.</p> <p>Pero ocultaría la aureola... De mala gana, Young se puso esa monstruosidad en la cabeza y se acercó al espejo. Una mirada era suficiente. Articulando una breve plegaria, abrió la puerta y huyó.</p> <p>Elegir entre dos males es con frecuencia difícil. Más de una vez, durante el pesadillesco viaje al centro, Young se arrepintió de su elección. Pero le costaba decidirse a quitarse el sombrero y pisotearlo, aunque se moría por hacerlo. Acurrucado en un rincón del autobús, se empeñaba en contemplarse las uñas y deseaba estar muerto. Oía bisbiseos y risas ahogadas, y sentía las miradas exploratorias que le sondeaban la cabeza gacha.</p> <p>Un niñito desgarró el tejido cicatricial del corazón de Young y escarbó la herida abierta con dedos rosados e inmisericordes.</p> <p>—Mamá —dijo en voz alta el niñito—. Mira qué gracioso.</p> <p>—Sí, amor —dijo una voz de mujer—. Cállate.</p> <p>—¿Qué tiene en la cabeza? —preguntó la criatura. Hubo una pausa muy significativa.</p> <p>—Bueno, realmente no sé —dijo al fin la mujer con voz de asombro.</p> <p>—¿Para qué se lo puso? No hubo respuesta.</p> <p>—¡Mamá!</p> <p>—Sí, amor.</p> <p>—¿Está chiflado?</p> <p>—Cállate —dijo la mujer evitando responderle.</p> <p>—¿Pero qué es?</p> <p>Young no aguantó más. Se levantó y se abrió paso dignamente en el autobús, los ojos vidriosos y ciegos. De pie frente a la puerta, desvió la cara de la mirada fascinada del cobrador.</p> <p>Cuando el autobús llegaba a la parada, Young sintió que le tomaban el brazo. Se volvió. La madre del niño estaba frente a él con el ceño fruncido.</p> <p>—¿Sí? —preguntó Young con voz cortante.</p> <p>—Es Billy —dijo la mujer—. Trato de no ocultarle nada. ¿Le importaría decirme qué se ha puesto usted en la cabeza?</p> <p>—Es la barba de Rasputín —vociferó Young—. Me la dejó como herencia —saltó del autobús ignorando una nueva pregunta de la perpleja mujer, y trató de perderse en la multitud.</p> <p>Fue difícil. Ese notable sombrero intrigaba a muchos. Pero afortunadamente Young estaba a pocas calles de la oficina, y por fin, jadeando roncamente, subió al ascensor, clavó una mirada asesina en el ascensorista y dijo:</p> <p>—Piso noveno.</p> <p>—Disculpe, señor Young —dijo tímidamente el joven—. Tiene algo en la cabeza.</p> <p>—Lo sé —replicó Young—. Yo mismo me lo he puesto.</p> <p>Esto pareció dar por terminada la cuestión. Pero cuando el pasajero bajó, el ascensorista sonrió de oreja a oreja. Minutos más tarde, al encontrar a un portero, le dijo:</p> <p>—¿Conoces al señor Young? El fulano...</p> <p>—Lo conozco. ¿Por qué?</p> <p>—Totalmente borracho.</p> <p>—¿Él? Estás loco.</p> <p>—Hecho un cuero —declaró el joven—. Dios me libre...</p> <p>Entretanto, el santificado señor Young se dirigía a la oficina del doctor French, un médico al que conocía de vista pues trabajaba en el mismo edificio. No tuvo que esperar mucho. La enfermera, tras echar una mirada perpleja al notable sombrero, entró en el consultorio y casi de inmediato reapareció para hacer entrar al paciente.</p> <p>El doctor French, un hombre corpulento y fofo de bigote lustroso y amarillo, saludó a Young casi efusivamente.</p> <p>—Adelante, adelante. ¿Cómo está hoy? Ningún problema, espero. Alcánceme el sombrero, por favor.</p> <p>—Espere —dijo Young, eludiendo al médico—. Antes, deje que le explique. Tengo algo en la cabeza.</p> <p>—¿Corte, magulladura o fractura? —preguntó el poco imaginativo doctor—. Le curaré en un santiamén.</p> <p>—No estoy <i>enfermo</i> —dijo Young—. Espero que no, al menos. Tengo una... eh, una aureola.</p> <p>—Ja, ja —festejó el doctor French—. Una aureola, ¿eh? No creo que su bondad llegue a tanto...</p> <p>—¡Oh, al cuerno! —barbotó Young y se sacó el sombrero; el doctor retrocedió un paso y luego, interesado, se acercó y trató de palpar la aureola, pero no pudo.</p> <p>—Maldita sea mi... Qué raro —dijo por fin—. Parece una aureola de veras, ¿no?</p> <p>—¿Qué es? Eso es lo que quiero saber.</p> <p>French titubeó. Se atusó el bigote.</p> <p>—Bien, en realidad no está dentro de mi especialidad. Un físico podría... No. Quizá Mayo's. ¿Se lo puede quitar?</p> <p>—Claro que no. Ni siquiera se puede tocar.</p> <p>—Ah, entiendo. Bueno, me gustaría contar con la opinión de algunos especialistas. Entretanto, déjeme ver...</p> <p>Irrumpieron enfermeros y enfermeros. El corazón, la temperatura, la presión, la sangre, la saliva, la orina y la epidermis de Young fueron analizados y aprobados.</p> <p>—Goza de excelente salud —dijo por fin el doctor—. Venga mañana a las diez. Llamaré a otros especialistas.</p> <p>—Usted... eh, ¿podrá librarme de esto?</p> <p>—Oh, todavía no conviene intentarlo. Obviamente es una forma de radiactividad. Quizá sea necesario un tratamiento de radio...</p> <p>Young dejó al hombre farfullando sobre rayos alfa y gamma. Abatido, se puso el extraño sombrero y bajó a su oficina.</p> <p>La Agencia de Publicidad Atlas era la más tradicionalista de todas las agencias de publicidad. Dos hermanos de patillas blancas habían inaugurado la firma en 1820, y la compañía parecía usar todavía respetables patillas mentales. Los cambios irritaban al directorio, que sólo en 1938 se había convencido de que la radio estaba destinada a perdurar y había aceptado contratos para irradiar avisos. Una vez un joven vicepresidente fue despedido por usar corbata roja.</p> <p>Young entró sigilosamente en la oficina. Estaba desierta. Se deslizó en la silla detrás del escritorio, se quitó el sombrero y lo miró con odio. Le parecía aún más detestable que al principio. Se estaba deshilachando, y para colmo despedía el perfume tenue pero inequívoco de un perro sucio.</p> <p>Tras examinar la aureola y comprobar que aún seguía firmemente instalada en su lugar, Young se puso a trabajar. Pero las diosas del destino se habían ensañado con él, pues enseguida la puerta se abrió y entró Edwin G. Kipp, el presidente de Atlas. Young apenas tuvo tiempo de agachar la cabeza bajo el escritorio y esconder la aureola.</p> <p>Kipp era un sujeto menudo, atildado y decoroso que usaba impertinentes y barba puntiaguda con el aire de un pez engreído. Hacía tiempo que la sangre se le había metamorfoseado en amoníaco. Le rodeaba un aura, ya que no de belleza, de conservadurismo gris y casi visible.</p> <p>—Buenos días, señor Young —dijo—. Eh... ¿Es usted?</p> <p>—Sí —dijo el invisible Young—. Buenos días. Me estoy atando los cordones de los zapatos.</p> <p>La única respuesta de Kipp consistió en un carraspeo casi inaudible. Pasó el tiempo. El escritorio callaba.</p> <p>—Eh... ¿Señor Young?</p> <p>—Todavía... estoy aquí —dijo el desdichado Young—. Ya están atados. Los cordones, quiero decir. ¿Me necesita?</p> <p>—Sí.</p> <p>Kipp esperó con creciente impaciencia. Young no manifestaba intenciones de incorporarse. El presidente consideró la posibilidad de acercarse al escritorio y atisbar debajo. Pero la imagen mental de una conversación entablada en postura tan grotesca era ultrajante. Simplemente desistió y le dijo a Young lo que quería.</p> <p>—Acaba de telefonear el señor Devlin. Llegará enseguida —comentó Kipp—. Desea que le muestren el pueblo, según su propia expresión.</p> <p>El invisible Young asintió. Devlin era uno de los mejores clientes. O mejor dicho, lo había sido hasta el año anterior, cuando de pronto comenzó a tratar con otra empresa para disgusto de Kipp y el directorio.</p> <p>El presidente continuó:</p> <p>—Me dijo que no estaba seguro respecto del nuevo contrato. Había planeado dárselo a World, pero me he carteado con él y sugirió que tal vez convenga una discusión personal. De modo que visitará nuestra ciudad. Y desea... hmm, echar una ojeada —Kipp se puso confidencial—. Añadiré que el señor Devlin me explicó con bastante claridad que prefiere una firma menos tradicionalista. “Aburrida” fue el término que usó. Cenará conmigo esta noche, y yo intentaré convencerle de que nuestros servicios serán valiosos. No obstante... —Kipp carraspeó otra vez—, no obstante, la diplomacia es importante, desde luego. Apreciaría que usted entretuviera hoy al señor Devlin.</p> <p>El escritorio, que había guardado silencio durante la alocución, gimió por fin, convulsivamente.</p> <p>—Estoy enfermo. No puedo...</p> <p>—¿Se siente mal? ¿Quiere que llame a un médico?</p> <p>Young se apresuró a rechazar la oferta, pero permaneció oculto.</p> <p>—No, yo... pero me refiero a...</p> <p>—Se comporta usted del modo más extravagante —dijo Kipp con loable contención—. Hay algo que usted debería saber, señor Young. Aún no tenía intenciones de decírselo, pero... sea como fuere, el directorio ha reparado en usted. Hemos discutido durante la última reunión, y resolvimos ofrecerle una vicepresidencia en la casa.</p> <p>El escritorio quedó mudo de sorpresa.</p> <p>—Usted se ha comportado irreprochablemente durante quince años —dijo Kipp—. Su persona jamás fue asociada con ningún escándalo. Le felicito, señor Young.</p> <p>El presidente se adelantó extendiendo la mano. Un brazo emergió desde abajo del escritorio, estrechó el de Kipp, y desapareció apresuradamente.</p> <p>No ocurrió nada más. Young se obstinaba en permanecer en su santuario. Kipp comprendió que, a menos que le sacara a la rastra, no podría tener una visión completa de Kenneth Young por el momento. Se retiró con un carraspeo admonitorio.</p> <p>El desdichado Young se levantó, gesticulando para distender sus músculos entumecidos. En buena se había metido. ¿Cómo divertiría a Devlin llevando aureola? Y era vital divertir a Devlin. De lo contrario, la elusiva vicepresidencia se le escurriría de inmediato. Young sabía demasiado bien que los empleados de la Agencia de Publicidad Atlas hollaban sendas de tribulación.</p> <p>Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la brusca aparición de un ángel sobre la biblioteca. No era una biblioteca muy alta, y el visitante sobrenatural estaba tranquilamente sentado, meciendo los talones y encogiendo las alas. Una exigua túnica de seda blanca constituía toda su indumentaria de ángel, además de una aureola brillante que a Young le causó náuseas de sólo verla.</p> <p>—Esto es el acabóse —dijo, conteniéndose rígidamente—. Una aureola puede ser efecto de hipnotismo masivo. Pero si empiezo a ver ángeles...</p> <p>—No temas —dijo el otro—. Soy real.</p> <p>Young le miró con ojos desorbitados.</p> <p>—¿Y cómo lo sabré? Obviamente estoy hablando con el aire. Es esquizoalgo. Lárgate.</p> <p>El ángel arqueó los dedos de los pies con embarazo.</p> <p>—No puedo, todavía no. Lo cierto es que he cometido un error serio; habrás notado que tienes una pequeña aureola, ¿verdad...?</p> <p>Young soltó una risita amarga.</p> <p>—Oh sí. Claro que lo he notado.</p> <p>Antes que el ángel pudiera replicar se abrió la puerta. Kipp se asomó, vio que Young estaba conversando, murmuró unas excusas y salió.</p> <p>El ángel se rascó los rizos dorados.</p> <p>—Bien. Tu aureola estaba destinada a otra persona... Un lama tibetano, para ser exactos. Pero cierta concatenación de circunstancias me indujo a creer que tú eras el candidato a santo. Así es que... —el visitante abrió los brazos.</p> <p>Young estaba desconcertado.</p> <p>—Yo no...</p> <p>—El lama... Bien, pecó. Ningún pecador puede llevar aureola. Y, como digo, te la he dado a ti por error.</p> <p>—¿Entonces puedes quitármela? —un asombrado deleite alteró la expresión de Young. Pero el ángel alzó una mano benévola.</p> <p>—No temas. He consultado con el ángel administrador. Has llevado una vida intachable. Como recompensa, se te permitirá conservar la aureola de santidad.</p> <p>Young se levantó horrorizado, braceando débilmente como si nadara.</p> <p>—Pero... Pero... Pero...</p> <p>—La paz y la bendición sean contigo —dijo el ángel, y desapareció.</p> <p>Young se desplomó en la silla y se masajeó la frente dolorida. Simultáneamente la puerta se abrió y apareció Kipp en el umbral. Por fortuna, las manos de Young alcanzaron a tapar a tiempo la aureola.</p> <p>—Ha llegado el señor Devlin —dijo el presidente—. Eh... ¿Quién era el de la biblioteca?</p> <p>Young estaba demasiado abrumado para inventar mentiras creíbles.</p> <p>—Un ángel —musitó.</p> <p>Kipp cabeceó satisfecho.</p> <p>—Sí, claro... ¿<i>Qué</i>? Un ángel, dice usted... ¿Un ángel? ¡Oh, cielo santo! —el hombre palideció y se marchó presurosamente.</p> <p>Young contempló su sombrero. El objeto yacía todavía en el escritorio, algo amedrentado por la mirada amenazante del dueño. Ir por la vida con una aureola puesta era apenas menos soportable que llevar siempre puesto ese sombrero aborrecible. Young descargó un puñetazo airado en el escritorio.</p> <p>—¡No lo soportaré! Yo... Yo no tengo... —se interrumpió de golpe, y le brillaron los ojos—. Seré... ¡Eso es! No <i>tengo</i> que soportarlo. "Ningún pecador puede llevar aureola." ¡Seré un pecador, pues! Infringiré todos los Mandamientos...</p> <p>La cara de Young se transformó en una máscara de maldad absoluta.</p> <p>Reflexionó. En ese momento no podía recordar cuáles eran. "No codiciarás a la mujer de tu prójimo". Ese era uno.</p> <p>Young recordó a la mujer del vecino, su prójimo más próximo. Era una tal señora Clay, una damisela bahamótica con cincuenta primaveras y una cara que parecía un budín disecado. Ese era un pecado que Young no tenía intención de cometer...</p> <p>Pero tal vez un pecado rotundo y saludable haría volver al ángel raudamente en busca de la aureola. ¿Qué crímenes acarreaban los menores inconvenientes? Young arrugó el entrecejo.</p> <p>No se le ocurrió nada. Decidió dar un paseo. Sin duda se le presentaría alguna oportunidad pecaminosa.</p> <p>Se obligó a ponerse el chacó. Acababa de llegar al ascensor cuando una voz ronca bramó a sus espaldas. Un hombre gordo corría a lo largo del hall.</p> <p>Instintivamente, Young supo que era el señor Devlin.</p> <p>El adjetivo “gordo” le quedaba corto a Devlin. Realmente el hombre sobraba por todas partes. Los pies, estrangulados en zapatos amarillo bilioso, sobresalían en los tobillos como capullos en flor. Se fundían con pantorrillas que parecían cobrar ímpetu con la expansión y el ascenso, lanzándose hacia lo alto en un loco abandono para revelarse en una gloria plena y abrumadora en la cintura de Devlin. La silueta del hombre evocaba una piña con elefantiasis. Una gran masa de carne brotaba del cuello y formaba un bulto pálido y lánguido en el que Young distinguió algo vagamente parecido a una cara.</p> <p>Así era Devlin, y trotaba a lo largo del hall con pasos de mamut, haciendo temblar la tierra con los cascos trepidantes.</p> <p>—¡Usted es Young! —gorjeó—. ¿Casino me encuentra, en? Estuve esperándole en la oficina —Devlin se interrumpió al ver, fascinado, el sombrero. Luego, esforzándose por ser cortés, rió falsamente y desvió los ojos—. Bien, estoy listo y ansioso por entrar en acción.</p> <p>Young se sintió dolorosamente empalado en las astas del toro antes de tomarlas. Si no entretenía a Devlin, perdería la vicepresidencia. Pero la aureola le pesaba como una plancha en la cabeza palpitante. Una idea primordial le acuciaba: tenía que librarse de esa cosa bendita.</p> <p>Después confiaría en la suerte y la diplomacia. Obviamente, salir ahora con su huésped sería fatal, una locura. El sombrero solo sería fatal.</p> <p>—Lo siento —gruñó Young—. Tengo un compromiso importante. Vendré a buscarle en cuanto pueda.</p> <p>Con una risa sibilante, Devlin tomó con firmeza el brazo del otro.</p> <p>—De ninguna manera. ¡Me mostrará la ciudad! ¡Ahora mismo! —un inconfundible tufo alcohólico inundó las narices de Young, quien pensó rápidamente.</p> <p>—De acuerdo —dijo por fin—. Venga conmigo. Abajo hay un bar. Echaremos un trago, ¿eh?</p> <p>—Así se habla —dijo el jovial Devlin, casi lisiando a Young con una palmada amistosa en la espalda—. Aquí está el ascensor.</p> <p>Entraron. Young cerró los ojos. Sufría mientras miradas curiosas le examinaban el sombrero. Cayó en un estado de coma del que sólo se recuperó en la planta baja, donde Devlin le arrastró fuera del ascensor y dentro del bar.</p> <p>El plan de Young era éste: echaría un trago tras otro en el voluminoso gaznate de su compañero, y esperaría la oportunidad de escabullirse inadvertidamente. Era un plan astuto, pero tenía una falla: Devlin se negaba a beber solo.</p> <p>—Uno para usted y uno para mí —decía—. Es lo justo. Sírvase otro.</p> <p>Young no pudo rehusarse, dadas las circunstancias. Lo peor de todo era que el licor de Devlin parecía filtrarse en cada célula de ese corpachón, y al fin le dejaba en el mismo estado de felicidad radiante en que originalmente estaba. En cambio el pobre Young se encontraba, por expresarlo del modo más caritativo posible, achispado.</p> <p>Sentado calladamente en la mesa, miraba con furia a Devlin. Cada vez que llegaba el mozo, Young sabía que los ojos del hombre no se apartaban del sombrero. Y cada ronda hacía más exasperante la idea.</p> <p>Además, Young estaba preocupado por la aureola. Meditaba pecados: incendio, hurto, sabotaje y asesinato desfilaron en rápida revista por la mente aturdida. Una vez intentó birlarle el cambio al mozo, pero el hombre estaba demasiado alerta. Rió agradablemente y puso un vaso lleno delante de Young, que miró el vaso con disgusto.</p> <p>De pronto tomó una decisión. Se levantó y caminó a los tumbos hasta la puerta. Devlin le alcanzó en la acera.</p> <p>—¿Qué pasa? Tomemos otro...</p> <p>—Tengo trabajo que hacer —dijo Young, articulando penosamente. Le arrebató el bastón a un transeúnte y gesticuló amenazadoramente hasta que la víctima dejó de protestar y echó a correr. Con el bastón empuñado, cavilaba sombríamente.</p> <p>—Pero, ¿para qué trabajar? —preguntó Devlin—. Muéstreme la ciudad.</p> <p>—Tengo asuntos importantes que atender —Young examinó a un niñito que se había detenido junto a la calzada, y le devolvía la mirada con interés. Se parecía notoriamente a la criatura impertinente del autobús.</p> <p>—¿Importantes? —preguntó Devlin—. ¿Asuntos importantes, eh? ¿Cómo cuál?</p> <p>—Como aporrear niños —dijo Young, y se abalanzó sobre el asombrado niño blandiendo el bastón; el chico soltó un alarido y huyó. Young le persiguió unos metros y luego se enredó en un poste de luz. El poste, descortés y tiránico, le cerró el paso. Young protestó y rezongó, pero fue inútil.</p> <p>El niño había desaparecido hacía rato. Después de endilgarle un buen sermón al poco amable poste, Young se volvió.</p> <p>—¿Qué trata de hacer, en nombre del cielo? —preguntó Devlin—. Ese policía nos está mirando. Vamos —tomó del brazo a Young y le condujo por la acera atestada.</p> <p>—¿Que qué trato de hacer? —se burló Young—. Es obvio, ¿no? Quiero pecar.</p> <p>—Eh... ¿Pecar?</p> <p>—Pecar.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>Young se tocó el sombrero significativamente, pero Devlin interpretó el gesto de manera totalmente errónea.</p> <p>—¿Está chiflado?</p> <p>—Oh, cállese —bramó Young en un brusco arrebato de furia, y metió el bastón entre las piernas de un presidente de banco que pasaba y al que conocía de vista. El pobre hombre cayó pesadamente en el cemento, pero se levantó herido solamente en la dignidad.</p> <p>—¿Qué demonios hace? —ladró.</p> <p>Young había iniciado una extraña serie de gesticulaciones. Había corrido hacia el espejo de un escaparate y le hacía cosas increíbles al sombrero, tratando de levantarlo para echar un vistazo a la cabeza, al parecer, un espectáculo que por lo visto ocultaba celosamente a los ojos profanos. Al final maldijo en voz alta, se volvió, clavó una mirada de desprecio en el presidente de banco y echó a correr arrastrando al asombrado Devlin como un globo cautivo.</p> <p>Young no cesaba de murmurar entre dientes:</p> <p>—Tengo que pecar... Pecar de veras. Algo grande. Incendiar un orfanato. Matar a mi suegra. ¡Matar a cualquiera! —se volvió hacia Devlin, que se encogió aterrado. Pero finalmente Young soltó un gruñido de insatisfacción—. No, demasiada grasa. No servirían una pistola ni un cuchillo. Tengo que destruir... ¡Mire! —dijo aferrando el brazo de Devlin—. Robar es un pecado, ¿no?</p> <p>—Claro que sí —convino diplomáticamente Devlin—. Pero usted no irá...</p> <p>—No —dijo Young, meneando la cabeza—. Aquí hay demasiada gente. No sirve de nada ir a la cárcel.</p> <p>Siguió caminando. Devlin le siguió. Y Young cumplió su promesa de mostrarle la ciudad, aunque después ninguno de los dos pudiera recordar qué había sucedido exactamente. Devlin paró en una licorería por más provisión, y salió con botellas que le asomaban de las ropas aquí y allá.</p> <p>Las horas se confundieron en una bruma alcohólica. La vida cobró un aire de neblinosa irrealidad para el desdichado Devlin. No tardó en caer en coma, y percibió vagamente los diversos acontecimientos que se acumularon aceleradamente durante la tarde y hasta muy tarde en la noche. Finalmente se despejó lo bastante para advertir que estaba con Young frente a un indio de madera que custodiaba tiesamente una cigarrería. Era tal vez el último indio de madera. Esa vieja reliquia de días pasados parecía mirar con turbios ojos de vidrio el manojo de cigarros de madera que sostenía en la mano extendida.</p> <p>Young ya no llevaba sombrero. Y Devlin de pronto le notó una característica francamente peculiar.</p> <p>—Tiene aureola —dijo en voz baja.</p> <p>Young se sobresaltó ligeramente.</p> <p>—Sí —respondió—. Tengo aureola. Este indio... —se interrumpió.</p> <p>Devlin observó la imagen, disgustado. Para su cerebro algo aturdido el indio de madera era aún más espantoso que la asombrosa aureola. Tiritó y se apresuró a eludir los ojos del indio.</p> <p>—Robar es pecado —jadeó Young, y luego, con un grito exultante, se agachó para levantar al indio. El peso le derribó de inmediato, y mientras trataba de librarse del íncubo recitó un rosario de airados juramentos.</p> <p>—Pesa mucho —dijo cuando por fin se levantó—. Déme una mano.</p> <p>Hacía tiempo que Devlin había renunciado a toda esperanza de encontrar cordura en los actos de este demente. Young estaba obviamente decidido a pecar, y el hecho de que poseyera una aureola era algo perturbador, aun para el borracho Devlin. Como resultado, los dos hombres siguieron caminando calle abajo cargando con el cuerpo rígido de un indio de madera.</p> <p>El propietario de la cigarrería salió a mirar. Loco de alegría seguía con los ojos la marcha de la estatua mientras se frotaba las manos.</p> <p>—Hace diez años que quiero librarme de esa cosa —susurró feliz—. Y ahora... ¡Aja!</p> <p>Entró en la tienda y encendió un Corona para celebrar su emancipación.</p> <p>Entretanto, Young y Devlin encontraron una parada de taxis. Había un taxi; adentro, el chofer fumaba un cigarrillo y escuchaba la radio. Young le llamó.</p> <p>—¿Taxi, señor? —el chofer despertó a la vida, brincó fuera del coche y abrió la puerta de un manotazo. Después el cuerpo arqueado se le paralizó, y los ojos se le revolvieron frenéticamente en las órbitas.</p> <p>Nunca había creído en fantasmas. Era en realidad un personaje bastante cínico. Pero ante ese demonio bulboso y ese ángel decadente que cargaba el cadáver rígido de un indio, tuvo de golpe la enceguecedora revelación de que más allá de la vida yace un abismo negro donde bullen horrores inimaginables. Con un gemido estridente, el aterrado chofer se metió en el coche de un salto, lo hizo arrancar y desapareció como el humo ante la tormenta.</p> <p>Young y Devlin se miraron consternados.</p> <p>—¿Y ahora, qué? —preguntó Devlin.</p> <p>—Bueno —dijo Young—. No vivo lejos de aquí. A unas diez calles. ¡En marcha!</p> <p>Era muy tarde y había pocos peatones en la calle. Estos pocos, por el bien de su cordura, se apresuraban a ignorar a los dos hombres y tomar por otro camino. Así fue que eventualmente Young, Devlin y el indio de madera llegaron a destino.</p> <p>La puerta de la casa de Young estaba cerrada con llave, y él no podía encontrar la suya. Se resistía a despertar a Jill. Pero, por alguna extraña razón, le parecía vitalmente necesario ocultar al indio de madera. El sótano era el lugar indicado. Arrastró a sus dos compañeros hasta una ventana que daba abajo, la destrozó lo más silenciosamente que pudo, y deslizó la estatua por el agujero.</p> <p>—¿De veras vive aquí? —preguntó Devlin, que tenía sus dudas.</p> <p>—¡Sshh! —advirtió Young—. ¡Venga!</p> <p>Siguió al indio de madera. Y aterrizó estruendosamente en una pila de carbón. Devlin le dio alcance entre bufidos y gruñidos. No estaba oscuro. La aureola iluminaba tanto como una lámpara de veinticinco vatios.</p> <p>Young dejó a Devlin masajeándose las magulladuras y se puso a buscar al indio de madera. Había desaparecido inexplicablemente. Pero al fin lo encontró tendido bajo una bañera, lo sacó a la rastra y lo instaló en un rincón. Luego retrocedió para mirarlo, contoneándose un poco.</p> <p>—Ese sí es un pecado —rió—. El robo. Lo que importa no es la cantidad. Es una cuestión de principios. Un indio de madera es tan importante como un millón de dólares, ¿en, Devlin?</p> <p>—Me gustaría hacer trizas a ese indio —dijo fervorosamente Devlin—. Me lo hizo cargar durante cinco kilómetros —se interrumpió para escuchar mejor—. ¿Qué es eso, en nombre del cielo?</p> <p>Un pequeño tumulto se acercaba. Roña, que a menudo había sido instruido sobre sus deberes de perro guardián, contaba ahora con una oportunidad. Había ruidos en el sótano. Rateros, sin duda. El impulsivo terrier se lanzó escaleras abajo en una babel de temibles amenazas y juramentos. Declarando a voz en cuello su propósito de eviscerar a los intrusos, se arrojó sobre Young, quien se apresuró a emitir cloqueos destinados a calmar la furia desatada del perro.</p> <p>Pero Roña tenía otras ideas. Giraba como un derviche, sediento de sangre. Young se tambaleó, trató de aferrarse del aire y cayó tumbado en el suelo. Quedó de bruces, y Roña, al ver la aureola, se le tiró encima y pisoteó la cabeza del amo.</p> <p>El desdichado Young sintió que los fantasmas de generosas raciones de alcohol se elevaban para confrontarlo. Le tiró un manotazo al perro, erró y en cambio aferró los pies del indio de madera. La imagen osciló peligrosamente. Roña la miró con aprensión y huyó a lo largo del cuerpo del amo, deteniéndose a mitad de camino al recordar su deber. Masculló una maldición e hincó los dientes en la parte de Young que tenía más cerca, forcejeando para arrancarle los pantalones al pobre hombre.</p> <p>Entretanto, Young seguía de bruces, asiendo los pies del indio de madera con desesperación.</p> <p>Un trueno estalló clamorosamente. Una luz blanca inundó el sótano. Apareció el ángel.</p> <p>A Devlin se le aflojaron las piernas. Cayó sentado, hecho un bollo, cerró los ojos y se puso a parlotear tranquilamente consigo mismo. Roña insultó al intruso, trató en vano de dar una dentellada a una de las alas y retrocedió arrepentido, gruñendo de disgusto. El ala tenía una insatisfactoria falta de sustancialidad.</p> <p>El ángel se detuvo ante Young. Llamas doradas le centelleaban en los ojos, y una benigna expresión de placer le enaltecía las nobles facciones.</p> <p>—Esto —dijo serenamente— será tomado como símbolo de tu primera buena acción exitosa desde que recibiste la aureola —un ala rozó la cara oscura y ceñuda del indio. De pronto no hubo indio—. Has aligerado el corazón de un prójimo. No es mucho... sin duda, pero es algo. Y a costa de muchísimos afanes de tu parte.</p> <p>»Un día entero has luchado con este individuo para redimirlo. No has sido recompensado por el éxito, aún. Pero los dolores de mañana te afligirán.</p> <p>»Sigue adelante, K. Young, que tu aureola es recompensa y a la vez protección contra todo pecado.</p> <p>El ángel más joven desapareció sin ruidos —algo que Young agradeció pues empezaba a dolerle la cabeza, y había temido la posibilidad de una retirada estruendosa—. Roña rió fastidiosamente y reanudó sus ataques contra la aureola. Young encontró necesario el desagradable acto de permanecer de pie. Aunque las paredes y tubos giraban a su alrededor como todas las huestes celestiales, Roña no podía bailarle en la cara su danza derviche.</p> <p>Poco después despertó, sobrio y lamentando esa sobriedad. Yacía entre sábanas frescas. Al observar cómo el sol de la mañana atravesaba las ventanas, sentía que el cerebro se le astillaba en añicos. Su estómago hacía espasmódicos intentos para brincar y abrirse paso por la garganta inflamada.</p> <p>Con el despertar advirtió tres cosas: "los dolores de mañana" ciertamente le afligían; la aureola todavía se reflejaba en el espejo de la cómoda; y ahora comprendía las palabras de despedida del ángel.</p> <p>Lanzó un furioso gruñido triple. El dolor de cabeza pasaría, pero la aureola no. Sólo el pecado podía hacerle indigno de ella, pero esa reluciente protección lo distinguía de otros hombres. Todos sus actos debían ser buenos. Sus obras, una ayuda para los hombres. ¡No podía pecar!</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>La voz de la langosta</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>LEVANDO su cigarro a un cómodo ángulo en una de las comisuras de la boca, Terence Lao-Tse Macduff aplicó un ojo al orificio abierto en el telón y examinó al público para comprobar si había o no dificultades.</p> <p>—Una catástrofe —murmuró entre dientes—, ¿o no? Tengo la inexplicable sensación de que cientos de ratones suben y bajan lentamente por mi espina dorsal. ¡Qué lástima no haber conseguido a esa Ao para que diese la cara por mí! ¡Ah!... Bien..., allá voy...</p> <p>Adelantó su rotunda figura al levantarse lentamente el telón.</p> <p>—Buenas noches a todos —saludó jovialmente—. Me siento muy satisfecho de ver a tantos ansiosos buscadores de saber, venidos de todos los rincones de la Galaxia, para reunirse aquí esta noche, en el mundo más verde de Aldebarán...</p> <p>Desde el público surgieron ruidos ahogados que se confundieron con el olor a almizcle de los aldebaraneses y los aromas de otras muchas razas y especies. Se celebraba la famosa Lotería de Aldebarán Tau, que había atraído, como de costumbre, a una multitud de</p> <p>fanáticos de la fortuna llegados de todas partes. Incluso había un habitante de la Tierra, con cabellos rojos y expresión de mal talante que se hallaba sentado en la primera fila mirando fijamente a Macduff.</p> <p>Evitando aquella brillante mirada, Macduff continuó con cierta precipitación:</p> <p>—Señoras, señores, y aldebaraneses..., les ofrezco mi Elixir Rejuvenecedor de Hormonas Radi-isotópicas, el descubrimiento fabuloso que les proporcionará el dorado tesoro de la juventud a un precio fácilmente asequible y...</p> <p>Un ambiguo proyectil pasó silbando junto a la cabeza de Macduff. Su buen oído percibió palabras en una docena de idiomas interestelares, dándose cuenta, a la vez, de que ninguna de ellas implicaba aprobación.</p> <p>El habitante de la Tierra, el hombre de los cabellos rojos, empezó a bramar:</p> <p>—¡Es un sinvergüenza! ¡No hay la menor duda!</p> <p>Macduff, agachándose automáticamente para evitar una fruta semipodrida, le miró pensativo.</p> <p>"¿Cómo habrá averiguado que las cartas estaban marcadas para la luz negra?", pensó para sí.</p> <p>Alzó ambos brazos dramáticamente en demanda de silencio, dio un paso hacia atrás, y con el pie oprimió el resorte de la trampilla. Desapareció instantáneamente. El público lanzó un tremendo rugido de furia. Macduff, deslizándose con rapidez por entre restos de viejos decorados, escuchó el fragor que resonaba sobre su cabeza.</p> <p>—Esta noche se derramará clorofila —musitó mientras corría—. No hay nada que hacer con esos aldebaraneses..., todavía son vegetales de corazón. Carecen del sentido de la ética, siguen siendo simples tropismos.</p> <p>Sus pies tropezaron, al correr, con una caja de progesterona medio vacía, hormona de singular aceptación.</p> <p>—No pueden ser las hormonas —murmuró apartando a puntapiés las cajas que estorbaban su camino—. Deben ser los radi-isótopos. Escribiré una carta a esa instalación de Chicago. Una empresa poco segura por supuesto. Debí sospechar la calidad del producto a través de su precio. ¡Tres meses de garantía! Vaya..., aún no hace quince días que vendí el primer frasco... y se precisa de todo ese tiempo para terminar los pagos e iniciar un nuevo beneficio.</p> <p>La situación era grave. Aquella noche fue la primera ocasión en la que esperaba obtener beneficios del Elixir Rejuvenecedor de Hormonas Radi-isotópicas. Los funcionarios de Aldebarán se caracterizaban por una codicia que nunca se hubiera supuesto en un vegetal. ¿Cómo lograría el dinero suficiente para el pasaje espacial, en el caso de que fuera necesario apresurarse?</p> <p>—Dificultades..., dificultades —murmuró Macduff, huyendo velozmente por un pasillo.</p> <p>Se agachó al salir, derribando una verdadera torre de cajas vacías que bloquearon la puerta. Tras él sonaron gritos de rabia.</p> <p>—Parece un pandemónium —gruñó mientras seguía corriendo—. Esa es la dificultad de los viejos galácticos. Demasiadas razas supersensibles.</p> <p>Piel a una ruta prevista, continuó murmurando para sí, ya que Macduff se movía generalmente entre un halo de observaciones hechas sotto <i>voce</i>, por lo general de naturaleza ratificadora.</p> <p>Al cabo de un rato decidió que ya había puesto distancia suficiente entre él y la justicia. Se detuvo en una deslucida tienda y sacó unas cuantas monedas de su miserable bolsa. A cambio le entregaron una pequeña maleta vieja que contenía todo lo necesario para un viaje apresurado..., excepto lo más importante. Macduff no tenía billete.</p> <p>Si hubiese conocido de antemano toda la extensión de la rapacidad aldebaranesa, quizá hubiese llevado consigo más fondos. Pero quiso que su llegada coincidiese con el gran festival de las semillas y el tiempo apremiaba. Sin embargo, <i>aún</i> había medios de solucionar el problema. El capitán Masterson, del <i>Sutter</i>, le debía un favor, y el <i>Sutter</i> debía partir la mañana siguiente.</p> <p>—Posiblemente —rumió Macduff, caminando—, algo podría arreglarse. Veamos..., veamos..., asunto número uno, está Ao.</p> <p>Ao era la muchacha de Pequeña Vega, cuyos notables poderes semihipnóticos hubieran hecho de ella un excelente presentador, hablando metafóricamente.</p> <p>—Pedir dinero prestado para el billete no resolverá el asunto número uno. Si consigo a Ao, tendré que tratar con su guardián, asunto número dos.</p> <p>Se trataba de un nativo algoliano llamado Ess Pu. Macduff se tomó la molestia de averiguar el paradero de Ess Pu, y sabía que el algoliano, sin duda alguna, continuaba jugando la misma partida de dados comenzada dos días antes en el Molino de Sueños, no lejos del centro de la ciudad. Su contrario, probablemente, sería aún el alcalde de la ciudad de Aldebarán.</p> <p>—Además —reflexionó Macduff—, tanto Ess Pu como Ao tienen billetes para el <i>Sutter</i>. Muy bien. La respuesta es obvia. Todo cuanto tengo que hacer es meterme en esa partida de dados, ganar a Ao y los dos billetes y luego sacudir de mis pies el polvo de este planeta inferior.</p> <p>Haciendo oscilar airosamente la maleta en una mano, se deslizó por callejones apartados, consciente de un lejano tumulto que se acrecentaba más y más, hasta llegar a la puerta del Molino de Sueños, una baja arcada cerrada por cortinas de cuero. En el umbral se detuvo para mirar hacia atrás, intrigado por el tumulto creciente.</p> <p>Soterrados sentimientos de culpabilidad, sin contar su natural autoestima, le hicieron preguntarse si no sería él la causa de aquel barullo. Sin embargo, dado que una sola vez había alzado a los habitantes de un planeta entero en contra suya<sup>(1<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#n1">1</a><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#n1">1</a>)</sup>, concluyó vagamente que quizá acababa de estallar un incendio en cualquier parte. Apartó hacia un lado las cortinas de cuero y entró en el local, mirando a su alrededor para asegurarse de que Angus Ramsay no se hallaba presente. Ramsay, como el lector sospechará, era el caballero de cabellos rojos que había insultado a Macduff en el teatro.</p> <p>—Después de todo, fue <i>él</i> quien insistió en comprar un frasco de Elixir... —murmuró Macduff—; bien, no está. Pero allí veo a Ess Pu. Para ser justos, le he dado toda clase de oportunidades para que me vendiese a Ao. Ahora le toca pagar las consecuencias.</p> <p>Cuadrando sus estrechos hombros (pues no se puede negar que Macduff tenía aspecto de botella), avanzó por entre la multitud hacia la parte posterior del salón, donde Ess Pu aparecía inclinado sobre el tapete verde junto al alcalde de la ciudad.</p> <p>Un observador no cosmopolita diría que una langosta estaba jugando al póquer de dados con uno de los seres vegetales de la localidad. Pero Macduff era cosmopolita en el sentido literal de la palabra. Y desde su primer encuentro con Ess Pu, semanas atrás, había reconocido en él a un formidable oponente.</p> <p>Todos los algolianos son peligrosos. Tienen fama por sus contiendas, sus enfados y su inversión afectiva.</p> <p>—Es extraordinario —musitó Macduff, mirando pensativamente a Ess Pu—. Sólo se sienten a gusto cuando odian a alguien. Las sensaciones de placer y dolor están invertidas. Los algolianos consideran necesarias para sobrevivir las demostraciones de rabia, odio y crueldad. Un lamentable estado de cosas.</p> <p>Ess Pu clavó sobre la mesa un codo escamoso y agitó el cubilete de los dados ante el rostro de su oponente. Puesto que todo el mundo está familiarizado con los vegetales aldebaraneses a causa de sus populares video-films, no será necesario describir al alcalde.</p> <p>Macduff se dejó caer en una silla cercana y abrió la maleta sobre su regazo, revolviendo su contenido que incluía algunas prendas de ropa, artículos de plutonio grabado (sin valor) y algunas muestras de hormonas e isótopos.</p> <p>También llevaba una pequeña cápsula de polvo Leteo, una desagradable droga que afecta al mecanismo psicógeno. Daña al cerebro, produce duda en los propósitos y un temblor general. El polvo Leteo podía también: ejercer su efecto sobre los dados. Macduff decidió que una razonable cantidad de oscilación psíquica en Ess Pu podría ser beneficiosa para sus propósitos. Con el pensamiento puesto en ello, observó el juego atentamente.</p> <p>El algoliano clavó sus ojos de cazador sobre la mesa. Las arrugadas membranas que rodeaban su boca se tornaban azules. Los dados giraron alocados y cayeron sobre el tapete..., un siete. Las membranas de Ess Pu se tornaron verdes. Uno de los dados osciló, dando luego otra media vuelta. Las garras del algoliano se cerraron con satisfacción, mientras el alcalde se retorcía las manos; Macduff, con un grito de admiración, se inclinó hacia delante para aplicar una palmada sobre el caído hombro de Ess Pu, a la vez que, con destreza, vaciaba la cápsula en la bebida del algoliano.</p> <p>—¡Muchacho! —exclamó Macduff admirativamente—. He recorrido toda la Galaxia de extremo a extremo y jamás había visto...</p> <p>—¡Bah! —farfulló Ess Pu agriamente, mientras apilaba sus ganancias. Luego añadió que no vendería a Ao a Macduff, aunque pudiera—. ¡Así que vete de aquí! —concluyó, agitando ante el rostro de Macduff una de sus garras.</p> <p>—¿Por qué no puedes vender a Ao? —preguntó Macduff—. Aunque vender no es el término adecuado, desde luego. Lo que quiero decir es...</p> <p>Ess Pu le hizo entender que Ao pertenecía ya al alcalde.</p> <p>Macduff volvió la vista al otro personaje, quien furtivamente evitó su mirada.</p> <p>—No había reconocido a su señoría —dijo—, hay tantas especies no humanoides difíciles de distinguir. ¿He entendido acaso que <i>vendiste</i> Ao al alcalde, Ess Pu? Creo recordar que el Control de este planeta arrienda simplemente sus súbditos guardianes adecuados...</p> <p>—Fue una transferencia de tutela —explicó el alcalde apresuradamente.</p> <p>—Vete de aquí —repitió Ess Pu—. Ao no te servirá para nada. Es un <i>object d’art.</i></p> <p>—Para ser una langosta, tu francés es excelente —dijo Macduff con delicado tacto—. Y en cuanto a la presunta inutilidad de esa encantadora criatura te diré que mis investigaciones científicas incluirán muy pronto la adivinación de reacciones en grandes grupos. Ya que los naturales de este planeta poseen la curiosa habilidad de emborrachar a la gente, una muchacha como Ao en escena me daría plena seguridad ante mi público...</p> <p>Una pantalla video estalló con un fuerte chirrido. Todo el mundo alzó la cabeza. Unas pantallas infrarrojas suplementarias, para el uso de clientes con visión especializada, lanzaron invisibles imágenes duplicadas del rostro de un presentador.</p> <p>—...La Organización para la Pureza de los Ciudadanos acaba de convocar un mitin en masa...</p> <p>El alcalde, con expresión atemorizada, comenzó a levantarse, pero luego pareció pensarlo mejor. Parecía que algo pesaba sobre su conciencia.</p> <p>Ess Pu instó groseramente a Macduff para que se fuera, llegando casi al insulto.</p> <p>—¡Bah! —exclamó Macduff bravamente, sabiéndose mucho más ágil que el algoliano—. ¿Por qué no <i>te</i> mueres, muchacho?</p> <p>Las membranas de la boca de Ess Pu adquirieron un tono rojizo. Antes de que pudiese hablar, Macduff se ofreció con presteza a comprar el billete de Ao, proposición que no tenía la menor intención ni posibilidad de llevar a la práctica.</p> <p>—¡No tengo su billete! —rugió Ess Pu—. ¡Lo tiene ella todavía! Ahora sal de aquí antes de que...</p> <p>Ess Pu contuvo su furia, tosió, y bebió un trago. Ignorando a Macduff, arrojó un seis sobre la mesa y empujó hacia el centro una pila de fichas. El alcalde, con nerviosa repugnancia, lanzó una ojeada a la pantalla video y aceptó la apuesta.</p> <p>En aquel momento la pantalla emitió de nuevo:</p> <p>—...¡La multitud marcha sobre la Administración! El populacho encolerizado exige la destitución de los actuales funcionarios, acusándoles de extremada corrupción. Esta coyuntura llegó hoy a su punto álgido a causa de la aparición de un supuesto timador llamado Macduff...</p> <p>El alcalde de la ciudad de Aldebarán se puso en pie de un salto e intentó echar a correr. Una de las garras de Ess Pu le asió por el faldón de la levita. La pantalla continuó sus metálicas palabras, proporcionando una exacta descripción del timador del Elixir Radi-isotópico; sólo la espesa neblina que flotaba en el aire libró a Macduff de ser descubierto en el acto.</p> <p>Macduff vaciló, mientras la razón le decía que algo de interés estaba desarrollándose en la mesa de dados, aunque el Instinto le impulsaba a salir corriendo.</p> <p>—¡Tengo que irme a casa! —se quejó el alcalde—. Asuntos vitales...</p> <p>—¿Apuestas a Ao? —preguntó el crustáceo blandiendo significativamente sus garras—. Sí, ¿verdad? ¡Entonces <i>dilo</i>!</p> <p>—Sí —respondió el acosado alcalde—. ¡Oh, sí, sí, sí, lo que quieras!</p> <p>—Seis es mi punto —indicó Ess Pu, agitando el cubilete de los dados.</p> <p>Sus membranas acababan de motearse extrañamente. Sus protuberantes ojos se desorbitaron y Macduff, al recordar el polvo Leteo, comenzó a desplazarse hacia la puerta.</p> <p>El algoliano emitió un rugido de tremenda sorpresa cuando los desobedientes dados mostraron un siete. Ess Pu se llevó una garra a la garganta, agarró el vaso y miró con desconfianza en su interior.</p> <p>Furiosos rugidos resonaron en cien ecos sobre las paredes del Molino del Sueño cuando Macduff apartó las cortinas de cuero y salió a la calle, bajo la fría oscuridad de la noche aldebaranesa.</p> <p>—A pesar de todo sigo necesitando un billete —reflexionó—. También necesito a Ao si es posible. Esto me conduce, evidentemente, al palacio del alcalde. Con tal de que no me descuarticen antes...</p> <p>En aquel momento se deslizó hacia otro callejón, para esquivar la multitud que surgía con sus antorchas en alto.</p> <p>—¡Ridículo! En momentos como éste me alegro de haber nacido entre una raza civilizada. No hay sol como el Sol —resumió, arrastrándose apresuradamente bajo un vallado para no ser visto.</p> <p>Saliendo por el otro lado, por un estrecho sendero llegó hasta la puerta posterior de un lujoso palacio de pórfido rosa, e hizo sonar firmemente el llamador contra su placa. Se oyó un sonido suave y deslizante. Y Macduff miró el espejo que había en la puerta.</p> <p>—Mensaje del alcalde —anunció con tono seco—. Se halla en dificultades. Me envía para llevarle inmediatamente a esa muchacha nativa. Es un caso de vida o muerte. ¡Rápido!</p> <p>Una exclamación ahogada sonó al otro lado de la puerta. Se oyeron pasos en la distancia y, un momento después, se abrió la puerta, apareciendo en su umbral el propio alcalde.</p> <p>—¡Aquí está! —gritó frenético el funcionario—. Es tuya. Llévatela. No la he visto en toda mi vida. Nunca he visto a Ess Pu. Jamás te he visto a ti. Nunca he visto a nadie. ¡Oh, esos malditos reformadores! Cualquier indicio de culpabilidad, por pequeño que sea, y estoy perdido..., ¡perdido!</p> <p>Macduff, un poco asombrado de su buena fortuna, aprovechó debidamente la ocasión.</p> <p>—Confía en mí —consoló al desgraciado vegetal, mientras que un ser esbelto y encantador era empujado desde la puerta hacia sus brazos.</p> <p>Al cabo de una pausa añadió:</p> <p>—Ao dejará Aldebarán Tau en el <i>Sutter</i> mañana al amanecer. La llevaré a bordo inmediatamente.</p> <p>—Sí, sí, sí —asintió el alcalde, tratando de cerrar la puerta.</p> <p>Pero un pie de Macduff la mantuvo abierta.</p> <p>—¿Tiene su billete espacial?</p> <p>—¿Billete?... ¿Qué billete? ¡Oh..., eso! Sí. En su muñequera lo tiene. ¡Oh, ahí llegan! ¡Cuidado!</p> <p>El aterrorizado alcalde cerró la puerta con fuerza. Macduff tomó una mano de Ao y corrió con ella hasta los arbustos que crecían en una plaza. Un momento después desaparecían en los tortuosos laberintos de la ciudad de Aldebarán.</p> <p>En el primer quicio conveniente que hallaron, Macduff se detuvo y miró a Ao. Valía la pena hacerlo. La muchacha permanecía en el umbral de la puerta sin pensar en nada. No tenía por qué hacerlo. Era demasiado bella.</p> <p>Nunca nadie ha logrado describir con éxito a los seres de Pequeña Vega, y probablemente nadie lo conseguirá jamás. Los computadores electrónicos se averían y sus unidades de mercurio se coagulan cuando intentan analizar esa esquiva cualidad que hace de los hombres una masa blanda y espesa. Sin embargo, como sus hermanos de raza, Ao no era muy brillante. Macduff la contempló con codicia enteramente platónica.</p> <p>No cabía imaginar más perfecto cebo. Alguna sutil emanación debe surgir de los cerebros de los nativos de Pequeña Vega que actúa como hipnótico. Con Ao en escena, Macduff sabía que una hora antes hubiese podido ganarse al público y evitar el tumulto. Hasta el salvaje corazón de Angus Ramsay se hubiese suavizado ante la mágica presencia de Ao.</p> <p>Caso curioso, la relación varonil con Ao era enteramente platónica, excepto, claro está, los varones de Pequeña Vega. Los individuos ajenos a aquella especie de diminuto cerebro tenían suficiente con mirar a Ao. Aunque la visión propiamente dicha tenía muy poco que ver con aquel encantamiento, ya que las normas de belleza son diferentes para cada especie, casi todos los organismos vivientes respondían en forma parecida ante el encanto de Ao y de sus hermanos de raza.</p> <p>—Nos aguarda un incierto trabajo, querida —dijo Macduff echando a andar nuevamente—. ¿Por qué estaba tan ansioso el alcalde por desembarazarse de ti? Pero no vale la pena preguntarte nada. Mejor será que embarquemos en el <i>Sutter</i>. Estoy seguro de que el capitán Masterson me prestará el dinero para otro billete. De haberlo pensado antes, podría haber pedido un préstamo al alcalde..., pequeño o tal vez grande...</p> <p>Macduff se detuvo al recordar la reacción de culpabilidad del alcalde, y añadió tras breve pausa:</p> <p><i>—Sí</i>, grande. Creo que he perdido una buena oportunidad.</p> <p>Ao parecía flotar delicadamente sobre un charco de fango. Estaba pensando en cosas más elevadas y encantadoras.</p> <p>En aquel momento se encontraban cerca del aeropuerto espacial y el rumor que se oía a distancia hizo pensar a Macduff que el populacho había prendido fuego al palacio de pórfido del alcalde.</p> <p>—De todas maneras no es más que un vegetal —se dijo Macduff—. Pero mi débil corazón no puede soportar..., ¡cielo santo!</p> <p>Se detuvo sorprendido. El aeropuerto espacial se hallaba ante ellos sumido en la neblina, en la que se destacaba la figura ovoide del <i>Sutter</i> deslumbrante de luz. Se oía un fragor distante como un apagado trueno. Sin duda el <i>Sutter</i> calentaba ya sus motores. Una gran multitud de pasajeros rodeaba la pasarela de embarque.</p> <p>—¡Por mi alma! ¡Van a despegar! —exclamó Macduff—. ¡Es ultrajante! Sin avisar siquiera a los pasajeros..., o quizá hayan dado un aviso por video..., sí, supongo que eso será. Pero puede crear complicaciones. El capitán Masterson estará en la sala de control con un cartel de <i>No molestar</i> en la puerta, porque el despegue no es fácil. ¿Cómo podremos embarcar con sólo un billete para los dos?</p> <p>Los motores zumbaban monótonamente. La niebla flotaba sobre el lugar como un grueso fantasma que tratara de cubrir los relieves en blanco y negro de la pista. Macduff echó a correr arrastrando a Ao.</p> <p>—Tengo una idea —murmuró—. Lo primero que hay. que hacer es entrar en la nave. Cuando se efectúe la regular inspección de billetes el capitán Masterson ya procurará...</p> <p>Macduff observó al revisor de pie en un extremo de la pasarela recogiendo billetes y comprobando nombres en una lista que tenía en la mano, tras una rápida mirada a los viajeros.</p> <p>Aunque los viajeros parecían nerviosos, conservaban el orden, tranquilizados al parecer por la calmosa voz del oficial de a bordo que se encontraba detrás del revisor.</p> <p>Macduff irrumpió en escena corriendo desesperadamente, mientras arrastraba a Ao, y gritaba con todas sus fuerzas:</p> <p>—¡Vienen hacia aquí!</p> <p>Se metió por entre la multitud, hizo caer a un grueso saturniano, exclamando:</p> <p>—¡Otra rebelión Boxer! Cualquiera creería que han aterrizado los Xerianos. Van por todas partes gritando: "¡Aldebarán Tau para los aldebaraneses!"</p> <p>Con Ao y maleta incluidos, Macduff embistió a un grupo y lo desintegró, gritando acerca de supuestas amenazas proferidas por los aldebaraneses.</p> <p>En la escotilla de la nave, el oficial trataba de que le escucharan, pero sin resultado. Al parecer intentaba ceñirse a su rutina habitual. Explicaba que el capitán estaba herido, pero que no había motivos para preocuparse.</p> <p>—¡Demasiado tarde! —gritó Macduff en el mismo centro de un hirviente núcleo de pánico—. ¿No oyen lo que están gritando? "¡Matar a esos diablos extranjeros!"... Sí, oigan a esos salvajes sanguinarios. Demasiado tarde, demasiado tarde...</p> <p>Y acto seguido, atravesó otro grupo con Ao a rastras.</p> <p>—¡Cierren las compuertas!... ¡Cierren todas las entradas!... ¡Ya vienen!</p> <p>Por entonces había desaparecido ya toda noción de orden. Los desmoralizados pasajeros se habían convertido en una especie de brigada ligera y Macduff, sujetando a Ao, subió por la pasarela pasando por encima de los derribados cuerpos del revisor y del oficial, hasta entrar en la nave. Luego huyó por un pasillo, hasta que se puso a caminar normalmente. Se hallaba solo con Ao. A lo lejos llegaban hasta sus oídos diversas maldiciones.</p> <p>—Es útil la confusión —murmuró Macduff—. No había otra forma de subir a bordo. ¿Qué dijo ese estúpido..., que el capitán estaba herido o algo así? Espero que no sea nada grave. Tengo que verle y pedirle un préstamo. Ahora veamos, ¿dónde está tu cabina, querida? ¡Ah, sí! Camarote B..., aquí está. Mejor sería escondernos hasta el momento de despegar. ¿Oyes esa sirena?... Eso significa despegue. ¡Redes espaciales, Ao!</p> <p>Macduff abrió la puerta del camarote R y empujó suavemente a la muchacha hacia una malla parecida a una tela de araña, que colgaba como si fuese una hamaca.</p> <p>—Métete ahí dentro y espera mi regreso —ordenó—. Tengo que buscar otra hamaca para mí.</p> <p>La finísima red atrajo a Ao como el mar a una sirena, e inmediatamente se acomodó en ella con una expresión soñadora en su angélico rostro.</p> <p>—Muy bien —dijo para sí Macduff, saliendo y cerrando la puerta.</p> <p>Pasó al camarote X, afortunadamente abierto y desocupado, en el que también colgaba otra fina hamaca de malla.</p> <p>—Bien. Ahora...</p> <p>—¡Tú...! —exclamó una voz demasiado familiar para él.</p> <p>Macduff se volvió rápidamente en el umbral. Al otro lado del pasillo y mirándole desde la puerta vecina a la de Ao se erguía el malhumorado crustáceo.</p> <p>—¡Qué sorpresa! —exclamó Macduff—. Mi viejo amigo Ess Pu. Justamente el..., ¡ah!..., algoliano que yo quería...</p> <p>No tuvo tiempo de terminar la frase. Con un rugido en el que se distinguieron claramente las palabras "polvo Leteo", Ess Pu se lanzó hacia delante mientras sus ojos casi salían de sus extrañas órbitas. Macduff cerró la puerta apresuradamente y después hizo girar la llave en la cerradura. Se produjo un fuerte choque contra la puerta, y alguien comenzó a arañar con rabia el panel.</p> <p>—Un ultrajante ataque contra la vida privada —comentó Macduff.</p> <p>Los golpes sobre la puerta fueron en aumento, aunque pronto quedaron ahogados por el fragor ultrasónico del despegue.</p> <p>Los golpes cesaron. El sonido de unas garras que se arrastraban sobre el pavimento se alejó. Macduff se acomodó en la hamaca. Luego confió en que el temible algoliano no llegase a tiempo a la suya y que la aceleración de la nave fracturase todos los huesos de su cuerpo.</p> <p>Rugieron los reactores y el <i>Sutter</i> abandonó el suelo de Aldebarán Tau. Fue entonces cuando Macduff comenzó realmente a encontrarse en dificultades.</p> <p>Tal vez sea ya tiempo de hablar con algún detalle acerca de un asunto en el que Macduff estaba ya implicado, aunque todavía no lo supiera.</p> <p>En las perfumerías más lujosas de todos los mundos pueden verse en diminutos frascos cantidades aún menores de un líquido de color paja con la famosa etiqueta de <i>Sphyghi</i> N.° 00. Este perfume de perfumes —que tiene el mismo precio vendido en un simple frasco de cristal o en otro de platino cuajado de piedras preciosas— resulta tan costoso que, en comparación, el Cassandra, el Patous Joy o el Melée Marciano parecen baratos.</p> <p><i>Sphyghi</i> procede de Aldebarán Tau. Sus semillas es tan sometidas a una vigilancia tan estricta que ni siquiera Xeria, la gran rival comercial de Aldebarán, ha conseguido mediante el soborno, el robo, o incluso medios honestos, una sola semilla.</p> <p>Desde hace mucho tiempo es sabido que los Xerianos venderían su alma por conseguir alguna de estas semillas. Dado la semejanza de los Xerianos con las termitas, siempre existieron dudas de si poseían mente propia individualmente y operaban según su libre albedrío, o si todos ellos se movían gobernados por un cerebro central.</p> <p>El principal problema del <i>sphyghi</i> es que su ciclo de crecimiento debe ser casi continuo. Cuando el fruto se separa de la planta madre, sus semillas se esterilizan al cabo de treinta horas.</p> <p>No había sido un mal despegue, pensó Macduff al abandonar la hamaca. Sería mucho esperar que Ess Pu hubiese sufrido una simple fractura de caparazón.</p> <p>Abrió la puerta, y esperó hasta que un movimiento de la puerta opuesta reveló la vigilante masa del algoliano. Macduff saltó hacia el interior del camarote X con la agilidad de una gacela atemorizada.</p> <p>—Atrapado como una rata —murmuró, comenzando a examinar el camarote—. ¿Dónde está el dispositivo de comunicación interior? ¡Esto es ultrajante! ¡Ah, aquí está!... ¡Comuníqueme con el capitán inmediatamente, por favor...! Me llamo Macduff. Terence Lao-Tsé Macduff... ¿El capitán Masterson?... Permítame felicitarle por su despegue..., ha realizado un magnífico trabajo. Tengo entendido que ha sufrido un accidente y confío en que no sea nada grave.</p> <p>La línea hizo un ruido metálico y sonó el nombre de "Macduff" en una voz ahogada.</p> <p>—¿Una herida en la garganta? —aventuró Macduff—. Pero vayamos al grano, capitán. En el <i>Sutter</i> hay un maníaco homicida. Una langosta algoliana se ha vuelto loca y se encuentra ante mi puerta..., camarote X..., dispuesta a matarme si salgo de aquí. Por favor, envíeme algunos guardianes armados.</p> <p>Del dispositivo de comunicación surgieron algunos sonidos ambiguos que Macduff tomó por una señal de asentimiento.</p> <p>—Gracias, capitán —dijo con tono alegre—. Sólo queda otro pequeño asunto. Tuve que embarcar en el <i>Sutter</i> en el último momento, y no pude adquirir el billete porque el tiempo apremiaba. Tengo además bajo mi protección a una nativa de Pequeña Vega para salvarla de las endiabladas maquinaciones de Ess Pu. Creo necesario que esa langosta no conozca su presencia en el camarote R.</p> <p>Macduff respiró hondo y se reclinó familiarmente contra el dispositivo de comunicación, añadiendo:</p> <p>—Han ocurrido cosas terribles, capitán Masterson..., fui perseguido por una multitud sedienta de sangre, me acusaron asimismo de fraude en una partida de dados que jugaba Ess Pu, sufrí amenazas de violencia por parte de Angus Ramsay...</p> <p>—¿Ramsay?...</p> <p>—Quizá haya oído usted ese nombre, pero puede tratarse de un alias. Me parece que fue destituido del Servicio Espacial por contrabando de opio.</p> <p>Sonó una llamada en la puerta. Macduff interrumpió la conversación para escuchar. Luego añadió:</p> <p>—Rápido trabajo, capitán. Supongo que son sus guardianes.</p> <p>Hubo un gruñido afirmativo al otro extremo de la línea.</p> <p><i>—Au revoir</i> —dijo Macduff alegremente.</p> <p>Abrió la puerta. En el umbral aguardaban dos tripulantes uniformados. Al otro lado del pasillo la puerta de Ess Pu aparecía entreabierta, mientras el algoliano respiraba agitadamente.</p> <p>—¿Están ustedes armados? —preguntó Macduff—. Prepárense para un posible ataque traicionero de ese crustáceo asesino que está detrás de ustedes.</p> <p>—Camarote X —dijo uno de los hombres—. ¿Se llama usted Macduff? El capitán desea verle.</p> <p>—Naturalmente —replicó Macduff, sacando un cigarro del bolsillo.</p> <p>Salió al pasillo, no sin asegurarse de que hubiera un hombre entre él y Ess Pu.</p> <p>Con gesto de total indiferencia se detuvo, sujetó el</p> <p>cigarro entre los dientes, y temblaron las ventanillas de su nariz.</p> <p>—Vamos —dijo uno de los hombres.</p> <p>Macduff no se movió. Detrás del algoliano llegaba hasta él una suave fragancia, como si fuese un murmullo del paraíso.</p> <p>Macduff encendió su cigarro rápidamente, expulsó una bocanada de humo, e inició la marcha ante los dos hombres, al mismo tiempo que decía:</p> <p>—Vamos, amigos míos..., veamos al capitán. Hay que solucionar asuntos muy importantes.</p> <p>Macduff se dejó escoltar hasta el alojamiento de oficiales, donde su imagen se reflejó en un brillante mamparo. Se lanzó una rápida ojeada a sí mismo y expulsó otra bocanada de humo sumamente complacido.</p> <p>—Hago impresión —murmuró para sí—. No soy ningún gigante, por supuesto, pero sin duda hago impresión a mi manera. La ligera redondez de mi cintura Indica que vivo bien. ¡Ah, capitán Masterson! Muy bien, amigos míos, nos pueden dejar solos. Y cierren la puerta al salir. Capitán...</p> <p>El hombre que se encontraba detrás de la mesa dé despacho alzó la cabeza lentamente. Y como hasta el más estúpido lector ya habrá sospechado, se trataba de Angus Ramsay.</p> <p>—¿Contrabando de opio..., eh? —exclamó Angus Ramsay, esbozando una terrorífica sonrisa ante el aún más aterrorizado Macduff—. Destituido del Servicio espacial. ¡Repugnante calumniador! ¿Qué voy a hacer contigo?</p> <p>—¡Un motín...! —exclamó Macduff nerviosamente—. ¿Qué has hecho? ¿Arrastrar a la tripulación a un motín y apoderarte del <i>Sutter</i>! Te advierto que ese delito no quedará sin castigo. ¿Dónde está el capitán Masterson?</p> <p>—El capitán Masterson —replicó Ramsay, conteniendo su ira con violento esfuerzo— está en un hospital de</p> <p>Aldebarán Tau. Al parecer, el pobre hombre fue atropellado por la furiosa multitud. Yo soy ahora el capitán del <i>Sutter</i>. No me ofrezcas cigarros, repugnante granuja. Sólo me interesa una cosa. Que no tienes billete.</p> <p>—Creo que has interpretado mal mis palabras —dijo Macduff—. Claro que tenía billete. Se lo entregué al revisor cuando embarqué. Estos dispositivos de comunicación interior...</p> <p>—Igual que tu maldito elixir de la inmortalidad —replicó el capitán Angus Ramsay—. Y tus partidas de póquer, sobre todo cuando las cartas están marcadas para luz negra.</p> <p>Las grandes manos de Angus Ramsay se crisparon significativamente.</p> <p>—Atrévete a ponerme la mano encima... —dijo Macduff no muy seguro de sí mismo—, tengo derechos como ciudadano.</p> <p>—¡Oh, sí! —convino Ramsay—. Pero no derechos como pasajero de esta nave. Por lo tanto, eres un polizón que trabajará para pagar su pasaje hasta la próxima parada, Xeria. Allí serás definitivamente expulsado del <i>Sutter.</i></p> <p>—Adquiriré un billete —respondió Macduff—. Lo que pasa es que estoy en un pequeño apuro y...</p> <p>—Si te descubro mezclándote con los demás pasajeros o jugando con alguno de ellos, te meteré en el calabozo de a bordo —prometió con firmeza el capitán Ramsay—. ¿Luz negra, eh? ¿Contrabando de opio, eh? ¡Vaya, vaya!</p> <p>Macduff comenzó a hablar con precipitación, mencionando derechos y códigos de justicia, pero Ramsay se echó a reír burlonamente.</p> <p>—Si vuelvo a cogerte en Aldebarán Tau —dijo—, tendré sumo placer en hacerte caminar a puntapiés por todo el planeta. Por el momento, me satisfará mucho saber que trabajarás bien aquí. A bordo de esta nave serás una persona honrada, aunque esto te resulte perjudicial. Y si piensas que vas a usar el billete de esa nativa, estás muy equivocado...</p> <p>—¡No puedes separar de esta forma a un tutor y a su protegida! ¡Es inhumanoide! —gritó Macduff.</p> <p>—¡Fuera de aquí, granuja! —replicó iracundo Ramsay, poniéndose en pie—. ¡A trabajar!</p> <p>—Espera —dijo Macduff—. Lo sentirás si no me escuchas. Se está cometiendo un delito a bordo de esta nave.</p> <p>—¡Eres tú quien lo está cometiendo con tu simple presencia! ¡Largo!</p> <p>Se abrió la puerta y en el umbral se presentaron, expectantes, los dos miembros de la tripulación.</p> <p>—¡No, no! —chilló Macduff, viendo ya como se abría a sus pies el terrible abismo del trabajo—. ¡Se trata de Ess Pu! ¡El algoliano!</p> <p>—Le estafaste a él como me estafaste a mí... —comenzó Ramsay.</p> <p>—¡Es un contrabandista! —gritó Macduff, luchando contra los dos hombres que ya le arrastraban hacia la puerta—. ¡Trata de pasar contrabando de <i>sphyghi</i> desde Aldebarán Tau! Lo olí desde el pasillo. ¡Es verdad! ¡Llevas contrabando a bordo, capitán Ramsay!</p> <p>—Esperad —ordenó Ramsay—. Soltadle un momento..., ¿no será otro de tus trucos?</p> <p>—Lo olí —insistió Macduff—. Ya sabes cómo huele el <i>sphyghi</i>. Su aroma no puede confundirse con ningún otro. Debe esconder las plantas en su camarote.</p> <p>—¿Plantas...? —murmuró Ramsay—. De acuerdo. Muchachos, tráiganme a ese Ess Pu.</p> <p>Y tras haber pronunciado estas palabras se dejó caer en su sillón estudiando a Macduff.</p> <p>Este último se frotó las manos y dijo:</p> <p>—No digas más, capitán Ramsay..., no necesitas disculpar tu equivocado celo profesional. Habiendo denunciado ya a este granuja algoliano, haré que confiese de plano su delito. Irá a parar al calabozo, desde luego, por lo que dejará vacante su camarote. Confío este asunto a tu buen sentido...</p> <p>—¡Silencio! —exclamó Ramsay—. ¡Cierra la boca!</p> <p>El nuevo capitán del <i>Sutter</i> miró hacia la puerta con el ceño fruncido. Al cabo de un rato ésta se abrió, dejando paso a Ess Pu.</p> <p>El algoliano avanzó torpemente hasta que, de repente, vio a Macduff. Instantáneamente sus membranas comenzaron a sonrojarse. Una crispada garra se alzó amenazadora.</p> <p>—¡Tranquilo, muchacho! —advirtió Ramsay.</p> <p>—Por supuesto —añadió Macduff por su cuenta—. Recuerda donde éstas. Te hemos descubierto, Ess Pu. Mentir no te llevará a ninguna parte. Eres un espía pagado por los Xerianos. Robaste las semillas <i>sphygui</i> en Aldebarán, que ahora mismo te acusan en tu camarote.</p> <p>Ramsay miró pensativo al algoliano.</p> <p>—¿Y bien...? —preguntó al cabo de un Instante.</p> <p>—Espera —dijo Macduff—. Cuando Ess Pu vea que ha sido descubierto, comprenderá la inutilidad de su silencio. Permíteme continuar...</p> <p>Ante la imposibilidad de detener a Macduff, el capitán Ramsay se limitó a responder con un gruñido y tomó el Manual de Normas de encima de su mesa. Comenzó a estudiar el grueso volumen, frunciendo el ceño en señal de duda. Ess Pu retorció sus garras.</p> <p>—Haré un resumen desde el principio —dijo Macduff—. Incluso para mí, simple visitante de Aldebarán Tau, se hizo evidente de inmediato que allí imperaba la corrupción. En este momento nos dirigimos a Xeria, un planeta que durante muchos años ha empleado toda clase de recursos para romper el monopolio <i>sphygui...</i></p> <p>Tras pronunciar estas últimas palabras, apuntó acusadoramente con su cigarro al algoliano, añadiendo:</p> <p>—...Con dinero Xeriano, Ess Pu, llegaste a Aldebarán Tau para sobornar a altos funcionarios, conseguiste algunas semillas <i>sphygui</i> y las ocultaste a la aduana.</p> <p>Compraste al alcalde con Ao. No, no es preciso que respondas todavía...</p> <p>Ess Pu produjo un repugnante sonido con su garganta.</p> <p>—Polvo Leteo —dijo, recordando algo—. ¡Ahhh...!</p> <p>E hizo un súbito movimiento hacia delante.</p> <p>Macduff se refugió con premura tras la mesa de despacho, junto a Ramsay.</p> <p>—Llama a tus hombres —dijo—. Se está enfureciendo. Que le desarmen.</p> <p>—No se puede desarmar a un algoliano sin desmembrarle —replicó el capitán Ramsey distraídamente—. ¡Ess Pu! No niegas estas acusaciones, ¿verdad?</p> <p><i>—¿Cómo</i> podría negarlas? —cortó Macduff—. Este imbecil granuja ha plantado las semillas en su propio camarote, sin preocuparse siquiera de utilizar un buen desodorante. No merece piedad alguna.</p> <p>—¿Y bien,..? —preguntó nuevamente el capitán.</p> <p>Ess Pu sacudió sus estrechos hombros, batió la cola enfáticamente contra el suelo, abriendo ambas mandíbulas en un remedo de sonrisa.</p> <p><i>—¿Sphygui?</i> —preguntó—. Sí, ¿y qué?</p> <p>—Convicto y confeso —decidió Macduff—. No es necesario más. Enciérrale, capitán. Repartiremos la recompensa, si la hay.</p> <p>—No—contestó Ramsay, dejando el Manual sobre la mesa—. Has dado un nuevo resbalón, Macduff. No eres experto en leyes interestelares. Hemos superado los límites de la ionización, es decir, la jurisdicción de Aldebarán Tau. El contrabando de <i>sphygui</i> incumbe a los aldebaraneses; si no han impedido su salida, el caso no me concierne. Ni siquiera puedo intervenir. Violaría las normas.</p> <p>—Así es —murmuró Ess Pu muy complacido.</p> <p>MacDuff abrió la boca y luego tragó saliva, para preguntar:</p> <p>—¿Acaso permites el contrabando, capitán Ramsay?</p> <p>—Estoy a cubierto —comentó Ess Pu haciendo un gesto grosero a Macduff.</p> <p>—Sí —confirmó Ramsay—. Tiene razón. Las normas lo dicen con perfecta claridad. En lo que a mí concierne, me tiene sin cuidado que Ess Pu oculte en su camarote <i>sphygui</i>, narcisos o el mismísimo diablo.</p> <p>Ess Pu resopló y se volvió hacia la puerta.</p> <p>Macduff apoyó una mano suplicante sobre un brazo del capitán.</p> <p>—¡Pero si me amenazó! —exclamó—. ¡Mi vida no está segura junto a ese algoliano! Fíjate en esas garras.</p> <p>—Eso es cierto —contestó con desgana Ramsay—. ¿Conoces el castigo por el delito de asesinato, Ess Pu? Muy bien. Si no quieres obligarme a cumplir las Normas procura que no te pille atacando a Macduff cerca de mi o de cualquier otro oficial. ¿De acuerdo?</p> <p>Ess Pu pareció conforme. Rió groseramente, alzó una garra hacia Macduff y salió del camarote balanceándose torpemente. Los dos miembros de la tripulación se hallaban todavía en el pasillo.</p> <p>—Entrad —ordenó el capitán Ramsay—. Tengo trabajo para vosotros. Llevad a este granuja a Calefacción y entregadle al jefe.</p> <p>—¡No, no! —chilló Macduff, retrocediendo—. ¡No os atreváis a ponerme la mano encima! ¡Soltadme! ¡Esto es un ultraje! ¡Capitán Ramsay..., le exijo...!</p> <p>Los días transcurrieron sin prisas a bordo del <i>Sutter.</i></p> <p><i>Ao</i> yacía encogida en su fina hamaca sumida en sus propios pensamientos y mirando sin ver. En lo alto de la pared sonó un ligero rumor, luego un gruñido. Tras la rejilla de ventilación apareció el rostro de Macduff.</p> <p>—¡Ah, mi pequeña amiga! —exclamó amablemente—. Ahí estás, mientras me obligan a recorrer los tubos de ventilación de esta nave como si fuese un fagocito.</p> <p>Macduff probó con cuidado la resistencia de la rejilla.</p> <p>—Bien soldada como todas las demás —observó—. Sin embargo, supongo que te tratan bien, querida.</p> <p>Luego contempló con avidez la bandeja cubierta que se hallaba sobre una mesa cercana. Ao miró distraídamente.</p> <p>—He enviado un cable —anunció Macduff desde la pared—. Trafiqué con algunos pequeños bienes que tenía a mi disposición y reuní dinero suficiente para enviar un cable, bajo la tarifa de prensa. Por fortuna aún conservo mi tarjeta de prensa.</p> <p>La vasta colección de credenciales de Macduff quizá incluiría también algún carnet de monarca. Todo era posible con Macduff.</p> <p>—Además —continuó—, acabo de recibir respuesta. Ahora tengo que correr un grave riesgo, querida, un riesgo muy grave. Hoy se anunciará una lotería en el gran salón. Tengo que estar presente, aun a riesgo de que me encierre el capitán Ramsay o me asesine Ess Pu. No será fácil. Puedo afirmar que me han sometido a todas las indignidades imaginables, querida, excepto... ¡Esto es un ultraje!</p> <p>Macduff se puso a gritar cuando una soga atada a su tobillo derecho se tensó, arrastrándole velozmente tubería arriba.</p> <p>Sus distantes gritos se desvanecieron poco a poco, mientras anunciaba con voz débil que poseía un frasco de ácido triclorofenoacético de 2, 3, 4 y 5 unidades en su bolsillo como medida de seguridad. Ao no había advertido su presencia y permaneció totalmente impasible.</p> <p>—¡Vaya! —musitó Macduff filosóficamente, volando por un pasillo delante del inspector atmosférico—. La justicia es ciega. Así me agradecen haber trabajado horas extraordinarias, por lo menos tres minutos más de la hora. Pero ahora estoy libre de servicio y llevaré a cabo mis planes.</p> <p>Cinco minutos más tarde, tras esquivar al inspector, Macduff se encaminó rápidamente hacia el gran salón.</p> <p>—Hay un punto a mi favor —reflexionó—. Ess Pu parece ignorar la presencia de Ao a bordo. La última vez que me persiguió, me acusaba aun de haberle obligado a abandonarla en Aldebarán Tau. Por desgracia, ésta <i>es</i> prácticamente mi única ventaja. Ahora debo mezclarme con los pasajeros en el gran salón, sin que me vean Ess Pu, el capitán Ramsay ni ningún otro oficial. Me gustaría ser un Ceresano<sup>(<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#n2">2</a><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#n2">2</a>)</sup>.</p> <p>Macduff dirigióse cautelosamente al salón, recordó, en imágenes demasiado vividas, su reciente tránsito de la riqueza a la miseria.</p> <p>—¿Montaríais un cinematomo para cavar zanjas? —había preguntado—. ¿Pesaríais elefantes en un torquémetro?</p> <p>Se le advirtió que no dijera más tonterías y le dieran una pala. Al punto comenzó a trabajar, empleando eficientemente la ley de las palancas. Hubo alguna demora mientras alargaba sus decimales para incluir el factor influyente de una baja radiactividad sobre las ondas alfa del cerebro.</p> <p>—De lo contrario, cualquier cosa podría ocurrir —explicó haciendo una demostración.</p> <p>Y ocurrió un desastre.</p> <p>A demanda de Calefacción fue trasladado a otro departamento. Pero allí procuró, por todos los medios, demostrar que no poseía habilidad alguna para transformar las basuras en combustible, engrasar los mecanismos de ajuste simbiótico-hemostáticos al servicio de los viajeros, ni comprobar los índices de refracción en la coagulación de los termostatos bimetálicos. Y lo hizo a conciencia.</p> <p>También a petición fue entonces trasladado a Hidroponía, donde produjo un accidente con el indicador del carbono radiactivo. Macduff alegó que la culpa no era del carbono, sino del gammenxeno o, mejor dicho, de su negligencia para suplementar el insecticida con meso-inositol.</p> <p>Pero cuando seis metros cuadrados de plantas de ruibarbo comenzaron a exhalar monóxido de carbón como consecuencia de los súbitos cambios producidos por el gammenxeno, Macduff fue trasladado inmediatamente a las cocinas, donde introdujo una hormona de crecimiento en la sopa con resultados casi catastróficos.</p> <p>Así se había convertido en un subestimado miembro de Control Atmosférico, donde realizaba aquellas tareas que todos rehusaban.</p> <p>Paulatinamente había aumentado el aroma de <i>sphygui</i> que reinaba en la nave. Nada podía evitar su inequívoca fragancia, que se filtraba por osmosis a través de las membranas y se deslizaba sobre la superficie de las películas moleculares. Al dirigirse hacia el salón, Macduff comprobó que las palabras <i>sphygui</i> se hallaba en todas las bocas, tal como suponía.</p> <p>Se detuvo dubitativamente en el umbral del gran salón, que se extendía como una especie de cinturón (o corbata) alrededor de toda la nave, de forma que en dos direcciones el suelo parecía inclinarse hasta que uno trataba de ascender por él. Parecía una jaula de ardilla, que compensaba automáticamente la velocidad propia.</p> <p>Allí había lujo. El alma sibarítica de Macduff le impulsaba a acercarse a los tentadores bufetes cargados de smorgoasbord, <i>tipali</i> y otras delicadas viandas. Como un palacio de hielo, un ornado bar ambulante avanzaba muy lentamente sobre un único raíl. Una orquesta interpretaba Días <i>Estrellados y Noches Soleadas</i>, pieza muy indicada para una nave espacial, y la fragancia del <i>sphygui</i> se extendía por todo el local.</p> <p>Macduff permaneció inmóvil, junto a la pared, adoptando una postura de gran dignidad, mientras contemplaba a la multitud. Esperaba la aparición del capitán Ramsay. Muy pronto sonó un murmullo de comentarios interesados y una multitud de pasajeros comenzó a descender por los declives del enorme salón. El capitán había llegado. Macduff se mezcló con la multitud, desapareciendo entre ella como una rata asustada.</p> <p>Ramsay se hallaba en pie, en el fondo de un anfiteatro cóncavo, dirigiendo al público una sonrisa poco familiar. No se veía a Macduff por ninguna parte, aunque de vez en cuando se oían murmullos a la espalda de un hermoso representante de los lepidópteros plutonianos.</p> <p>El capitán Ramsay tomó la palabra:</p> <p>—Como probablemente ya todos ustedes saben, vamos a celebrar las tradicionales apuestas de la nave. Tal vez algunos de ustedes nunca hayan hecho hasta ahora un viaje espacial, de manera que uno de nuestros ayudantes les informará oportunamente... Señor French, por favor...</p> <p>El señor French, un joven serio, ocupó el estrado. Aclaró la garganta, vacilando un instante al sonar unos breves aplausos detrás del lepidóptero plutoniano.</p> <p>—Gracias —dijo—. Bien..., muchos de ustedes estarán ya familiarizados con las antiguas apuestas acerca de nuestra hora de llegada a destino. A bordo existen unos dispositivos especiales que controlan nuestra nave tan exactamente, que sabernos cuándo llegará el <i>Sutter</i> a Xeria, es decir, que...</p> <p>—Vamos, vamos, amigo..., al grano —exclamó una voz desde el público.</p> <p>El capitán Ramsay miró hacia el lepidóptero plutoniano.</p> <p>—¿Cómo...? Bien... —murmuró el señor French—. ¿Acaso alguien desea hacer una sugerencia?</p> <p>—Calcular la fecha con una moneda —dijo una voz que inmediatamente quedó ahogada por muchos gritos que mencionaban la palabra <i>sphygui.</i></p> <p><i>—¿Sphygui?</i> —preguntó el capitán con hipócrita ignorancia—. ¿Se refieren ustedes al famoso perfume?</p> <p>Hubo una carcajada general. Un ratonesco Callistano subió al anfiteatro.</p> <p>—Capitán Ramsay —dijo—. ¿Por qué no celebramos aquí una lotería de tipo <i>sphygui</i>, tal como hacen en Aldebarán Tau? Creo que se trata de apostar cuántas semillas hay en el primer fruto de la cosecha. El número siempre es variable. Unas veces salen unos cuantos centenares, otras unos pocos miles. No hay manera de contarlas hasta que se abre o corta el fruto. Si pudiésemos convencer a Ess Pu, tal vez...</p> <p>—Un momento —respondió el capitán Ramsay—. Consultaré con Ess Pu.</p> <p>Y así lo hizo, mientras el crustáceo miraba distraídamente a su alrededor. Al principio se mostró duro, pero luego, a cambio de una compensación, accedió a cooperar. El atractivo del <i>sphygui</i> y la maravillosa oportunidad de contar los detalles de aquella lotería durante el resto de su vida indujeron a los pasajeros a aceptar la desusada codicia del crustáceo. Los términos pronto quedaron fijados.</p> <p>—Los camareros pasarán entre ustedes —advirtió el capitán Ramsay—. Escriban su pronóstico y sus nombres en estas hojas de papel, y deposítenlas en una caja que ahora dispondremos a tal propósito. Está bien, está bien, Ess Pu..., también tú podrás apostar, si tanto insistes en ello.</p> <p>El algoliano insistió. No podía perder tal oportunidad. Tras larga meditación, anotó un número, garrapateó coléricamente una transcripción fonética de su nombre. Se disponía a alejarse, cuando algo más sutil que la fragancia del <i>sphygui</i> comenzó a invadir todo el salón. Las cabezas se volvieron. Se acallaron las voces. Al dar</p> <p>media vuelta con lentitud, el sorprendido Ess Pu dirigió una mirada hacia la puerta. Su furioso rugido resonó en mil ecos en todo el salón durante una larga pausa.</p> <p>Ao, de pie en el umbral, permaneció impasible. Sus ojos maravillosos miraban a lo lejos. Círculos concéntricos de magia irradiaban soñadoramente de la muchacha. El tono afectivo de todos los presentes empezó a aumentar. Sin embargo, como ya se ha dicho anteriormente, cuando un algoliano se siente satisfecho o feliz, su ira no tiene límites. Pero esto no pareció importarle mucho a Ao.</p> <p>—¡Mía! —exclamó Ess Pu, volviéndose hacia el capitán—. ¡La muchacha... es mía!</p> <p>—Aparta tus garras de mi rostro, muchacho —dijo el capitán Ramsay con suma dignidad—. Si me acompañas a este rincón tranquilo, tal vez podamos solucionar el caso con la debida urbanidad. Veamos, ¿qué ocurre?</p> <p>Ess Pu exigió que le entregaran a Ao, exhibiendo un certificado que probaba haber viajado con Ao hasta Aldebarán Tau como su guardián. Ramsay se rascó una mandíbula, pensativo. Mientras tanto, se produjo cierto movimiento entre los pasajeros, que depositaban las hojas de papel en las cajas de los camareros. La figura agitada de Macduff surgió de entre la multitud, a tiempo de impedir que las garras de Ess Pu cayesen sobre Ao.</p> <p>—¡Atrás, langosta! —ordenó en son de amenaza—. Pon una garra sobre esta muchacha y te arrepentirás inmediatamente.</p> <p>Tomando a la muchacha se ocultó detrás del capitán, pero Ess Pu también avanzó lentamente.</p> <p>—Lo sabía —murmuró Ramsay alzando un dedo conminatorio—. ¿No se te prohibió claramente que te mezclaras con los pasajeros, Macduff?</p> <p>—Este es un problema de tipo legal —replicó Macduff—. Ao está bajo mi tutela y no bajo la de esa langosta criminal...</p> <p>—¿Puedes demostrarlo? —inquirió Ramsay—. Su certificado.</p> <p>Macduff arrancó el certificado de las garras de Ess Pu, lo examinó para luego arrugarlo y arrojarlo al suelo.</p> <p>—¡Tonterías! —exclamó con desprecio, mientras sacaba del bolsillo un cablegrama con ademán acusador.</p> <p>Luego añadió:</p> <p>—Lee esto, capitán. Como verás es un cable de la Administración de Control de Pequeña Vega. Señala que Ao fue deportada ilegalmente del planeta, y la sospecha de que un algoliano cometió tal delito.</p> <p>—¿Cómo? —preguntó Ramsay—.Un momento, Ess Pu.</p> <p>Pero el algoliano ya se retiraba del salón con torpe paso. Ramsay leyó el cable, frunciendo el ceño, alzó luego la cabeza e hizo una seña a un abogado Cefano de doble cerebro, que se hallaba entre los pasajeros. Ambos sostuvieron un breve coloquio, hasta que Ramsay meneó la cabeza.</p> <p>—No puedo hacer gran cosa, Macduff —manifestó—. Por desgracia, no se trata de un delito punible. Sólo tengo jurisdicción para entregar a Ao a su guardián legal, como no tiene ninguno...</p> <p>—Estás en un error grave, capitán —interrumpió Macduff—. ¿Quieres disponer de un tutor legal? Pues ya lo tienes delante. Lee el resto del telegrama.</p> <p>—¿Cómo...? —preguntó el capitán Ramsay.</p> <p>—Terence Lao-Tsé Macduff. Eso es lo que dice. La Administración de Pequeña Vega ha aceptado mi oferta para ser loco <i>parentis</i> de Ao, <i>pro tem.</i></p> <p>—Muy bien —contestó Ramsay—. Ao queda bajo tu tutela. Arréglatelas con las autoridades de Xeria a nuestra llegada, porque tan cierto que me llamo Angus Ramsay, te tiraré de cabeza por la pasarela de desembarco en cuanto aterricemos en Xeria. Tú y Ess Pu podréis discutir allí vuestro pleito. Entretanto, no permitiré que un miembro de la tripulación se mezcle con el pasaje. <i>¡Largo de aquí!</i></p> <p>—Reclamo mis derechos de pasajero —exclamó excitado Macduff, retrocediendo uno o dos pasos—. El precio del billete incluye las apuestas y exijo...</p> <p>—No eres un pasajero. Eres un maldito insubordinado de...</p> <p>—¡Ao es una pasajera! —replicó Macduff con voz chillona—. Tiene perfecto derecho a apostar en esta reunión, ¿no es así? Bien, entonces... una hoja, capitán, por favor.</p> <p>Ramsay lanzó un gruñido entre dientes, pero luego hizo una seña al camarero que sostenía una caja cerca de ellos.</p> <p>—Que sea Ao quien escriba su pronóstico —insistió tercamente el capitán.</p> <p>—Tonterías —dijo Macduff—. Ao está bajo mi tutela. Yo lo escribiré por ella. Además, si por alguna milagrosa casualidad ella ganara esta lotería, es mi deber administrar su dinero de modo conveniente, es decir, tomar dos billetes con destino a Pequeña Vega para nosotros.</p> <p>—Bien..., de acuerdo —dijo Ramsay de pronto—. Si tienes la suficiente suerte como para que ocurra un milagro, está bien.</p> <p>Ocultando lo que escribía, Macduff plegó la hoja de papel y la dejó caer por la ranura abierta en la caja.</p> <p>Ramsay tomó un sello especial de manos del camarero y lo pasó por encima de la tapa de la caja.</p> <p>—A título personal y solamente —murmuró Macduff contemplándole—, me siento un poco deprimido por el ambiente del <i>Sutter</i>. Aquí se autorizan el contrabando, las tácticas de picapleitos y los juegos de azar... La única conclusión posible, capitán, es que mandas una nave delincuente. Vamos, Ao, respiremos un poco de aire puro.</p> <p>Ao se chupó el dedo índice, pensando en algo muy agradable. Quizá en el sabor de su dedo. Pero nadie lo sabría jamás.</p> <p>Pasó el tiempo, tanto el bergsoniano como el newtoniano. En cualquier escala parecía probable que el tiempo de Macduff se estaba agotando rápidamente.</p> <p>—¿Qué debemos hacer, Auld Clootie? —preguntó el capitán Ramsay a su ayudante el día previsto para la llegada del <i>Sutter</i> a Xeria—. La cuestión es que Macduff ha evitado hasta ahora las garras de Ess Pu, aunque está intentando llegar hasta las plantas <i>sphygui</i>. Lo que me desorienta son sus andanzas en torno al camarote del algoliano con contadores de yoduro de sodio y espectroscopios de microondas. De todas formas, lo escrito en la hoja de pronóstico no se puede cambiar. La caja está en mi cámara de seguridad.</p> <p>—¿Y si encuentra la forma de abrir la cámara? —sugirió el ayudante.</p> <p>—La cerradura de tiempo está acoplada a las radiaciones alfa de mi propio cerebro —señaló el capitán Ramsay—, así que de ningún modo puede... ¡Ah, hablando del diablo...! Mire quien llega...</p> <p>La redonda, aunque ágil figura de Macduff apareció a todo correr, perseguido por el algoliano. Macduff respiraba agitadamente. Al ver a los dos oficiales, Macduff forzó el ritmo y buscó refugio tras ellos. Ess Pu, ciego de ira, agitó dos garras ante el rostro del capitán.</p> <p>—¡Contrólate, amigo! —advirtió Ramsay con irritación.</p> <p>El algoliano gruñó algo ininteligible y agitó en el aire un papel.</p> <p>—Capitán —gimió Macduff desde su precario refugio con amargura—. No es más que una langosta acromegálica. Hoy cualquier objeto puede ser clasificado como humanoide, mientras permanezca dentro de los límites establecidos. Los marcianos abrieron la marcha, y ahora el diluvio. Comprendo la necesidad de una cierta tolerancia, pero ponemos en peligro la dignidad de los auténticos humanoides al aplicar el orgulloso título de hombre a una langosta. Si esa criatura ni siquiera es un bípedo... De hecho hay incluso una indecente exposición en cómo usa sus huesos.</p> <p>—Silencio, granuja. Basta ya de discursos. Vamos a ver..., ¿qué es eso, Ess Pu? ¿Qué significa ese papel?</p> <p>El algoliano respondió que Macduff lo había dejado caer en su huida y recomendaba al capitán que lo leyera cuidadosamente.</p> <p>—Más tarde —replicó Ramsay, guardándolo en un bolsillo—. Tenemos que aterrizar en Xeria muy pronto y debo trasladarme al cuarto de control. Largo de aquí, Macduff.</p> <p>Macduff obedeció con sorprendente presteza, al menos hasta que se perdió de vista. Ess Pu, murmurando en voz baja, le siguió. Solo, Ramsay extrajo el papel de su bolsillo. Lo estudió, soltó un resoplido, y lo tendió hacia su ayudante. La clara escritura de Macduff cubría una de las páginas en la forma siguiente:</p> <p></p> <p>1 "Problema: Descubrir cuántas semillas existen en el primer fruto maduro de <i>sphygui</i>. ¿Cómo examinar el interior de un fruto cerrado en el que quizá aún no se hayan formado todas las semillas? La visión ordinaria es inútil. "Primer día: Intenté introducir un contador de radio en el <i>sphygui</i> a fin de controlar la radiactividad día por día y obtener gráficos útiles. Fracasé. Ess Pu instaló un engañabobos, señal de mentalidad baja y criminal. No se produjeron daños.</p> <p>"Segundo día: Intenté sobornar a Ess Pu con el Elixir de la Inmortalidad. Ess Pu se encolerizó. Yo había olvidado que los algolianos consideran la adolescencia como despreciable. Las mentes pequeñas valoran las magnitudes sin orden ni concierto.</p> <p>"Tercer día: Intenté emitir rayos infrarrojos sobre el <i>sphygui</i> para recoger radiaciones secundarias con el interferómetro acústico. Fracasé. Experimenté con enfoques de color a larga distancia sobre las células del <i>sphygui</i> mediante ondas luminosas. Fracasé.</p> <p>"Cuarto día: También fallaron los intentos de introducir cloroformo en el alojamiento de Ess Pu. Imposible acercarse lo suficiente al fruto para analizarlo con emisiones de iones positivos. Estoy comenzando a sospechar que Ess Pu fue el responsable de la hospitalización del capitán Masterson en Aldebarán Tau. Probablemente se le acercó por detrás en algún callejón oscuro. Todos los fanfarrones son cobardes. Nota, intentar que los Xerianos se vuelvan contra Ess Pu, pero ¿cómo?"</p> <p>Allí terminaba el breve diario. El señor French alzó la cabeza inquisitivamente.</p> <p>—No sabía que Macduff estuviese aplicando métodos científicos tan a conciencia —observó Ramsay—. Pero ello confirma la indicación que me hizo Ess Pu hace unas semanas. Dijo que Macduff intentaba constantemente acercarse al <i>sphygui</i>. Pero no lo logró, ni puede... Y ahora debemos prepararnos para el aterrizaje, señor French.</p> <p>Ramsay se alejó seguido del ayudante. El pasillo permaneció desierto y silencioso durante unos instantes. Después sonó un altavoz en la pared.</p> <p>—Advertencia general. Por favor, atención todos los pasajeros y tripulación del <i>Sutter</i>. Prepárense para el aterrizaje. Los pasajeros se reunirán en el gran salón para la acostumbrada inspección de aduana. Se anunciará también el resultado de la lotería. La asistencia es obligatoria. Gracias.</p> <p>Hubo un silencio. Se oyó un profundo suspiro, y luego una nueva voz añadió:</p> <p>—Eso va por ti, Macduff, ¿de acuerdo?</p> <p>Cuatro minutos más tarde el <i>Sutter</i> aterrizaba en Xeria.</p> <p>Pese a sus protestas, Macduff fue sacado de su camarote a rastras y conducido hasta el gran salón donde todos aguardaban. Un grupo de funcionarios Xerianos, reprimiendo su gozo no sin dificultad, se hallaban allí examinando superficialmente a los pasajeros, a la vez que otros registraban la nave con diligencia en busca de contrabando.</p> <p>No cabía duda que el contrabando que les interesaba era el <i>sphygui</i>. Se había dispuesto una mesa en el salón, sobre la que aparecían multitud de plantas <i>sphygui</i>. Maduros frutos dorados colgaban de sus ramas, los cuales emitían un delicioso perfume. Ess Pu custodiaba las plantas, cambiando a intervalos alguna que otra palabra con uno de los funcionarios Xerianos que previamente había prendido una medalla en el caparazón del algoliano<sup>(<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#n3">3</a><a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#n3">3</a>)</sup>.</p> <p>—¡Esto es un verdadero ultraje! —exclamó Macduff, debatiéndose con furia—. No necesitaba más que unos cuantos minutos para terminar el importante experimento que...</p> <p>—Cierra esa maldita boca —gruñó el capitán Ramsay—. Será un enorme placer para mí echarte a patadas del <i>Sutter.</i></p> <p>—¿Y abandonarme a merced de esa langosta? ¡Me matará! Apelo a nuestra común condición humanoide...</p> <p>El capitán Ramsay conferenció un instante con el jefe de los Xerianos, quien asintió con un movimiento de cabeza.</p> <p>—Está bien, capitán —respondió con tono pedante—. Según nuestras leyes cada inculpado paga sus deudas. Las mutilaciones se califican según los resultados, y el agresor queda obligado a una completa reparación. El homicidio, como es lógico, sé castiga siempre con la pena de muerte. ¿Por qué lo pregunta?</p> <p>—¿Se refiere esto incluso a Ess Pu?</p> <p>—Naturalmente —replicó el Xeriano.</p> <p>—Bien, entonces... —murmuró Ramsay mirando de forma significativa a Macduff.</p> <p>—Entonces..., ¿qué? Ess Pu será tan rico que no le importará pagar lo que sea por el placer de mutilarme. Soy excesivamente delicado...</p> <p>—Pero no te matará —dijo Ramsay, tratando de consolarle irónicamente—. Y creo que será para ti una buena lección, Macduff.</p> <p>—Al menos trataré de adelantarme —exclamó Macduff, tomando un grueso bastón de Malaca que sostenía una ave cercana y con el que propinó a Ess Pu un resonante estacazo en el caparazón.</p> <p>El algoliano lanzó un sibilante rugido de furia y se arrojó hacia delante, mientras Macduff, que blandía el bastón como un estoque, saltaba hacia atrás y hacia delante, poniéndose en guardia.</p> <p>—Ven aquí, molusco superdesarrollado —gritó Macduff valientemente—. ¡Ahora liquidaremos cuentas, langosta humanoide!</p> <p>—¡Animo, Macduff! —exclamó un erudito y entusiasta ganimediano.</p> <p>—¡Alto! —rugió el capitán Ramsay, haciendo una seña a sus oficiales.</p> <p>Pero ya se habían adelantado los Xerianos. Formaron una rápida barrera entre ambos combatientes y uno de ellos arrebató el bastón de manos de Macduff.</p> <p>—Si te han hecho daño, Ess Pu, tu agresor lo pagará —dijo el jefe de los Xerianos—. La ley es la ley. ¿Estás herido?</p> <p>Pese a los inarticulados sonidos que surgían de la garganta de Ess Pu, era evidente que no lo estaba. Y la jurisprudencia xeriana no tenía en cuenta las heridas sufridas por los sentimientos. Las termitas son humildes por naturaleza.</p> <p>—Bien, acabemos de una vez —dijo el capitán Ramsay, molesto por el hecho de que su elegante salón se convirtiera en campo de batalla—. Sólo hay tres pasajeros que desembarcar: Ao, Ess Pu y Macduff.</p> <p>Macduff miró a su alrededor en torno a Ao, tratando de ocultarse tras su espalda.</p> <p>—¡Naturalmente! —asintió el funcionario xeriano—. Ess Pu ha explicado ya el asunto de la lotería. Permitiremos que se celebre. Sin embargo, han de observarse ciertas condiciones. No se acercará a esta mesa nadie que no sea xeriano y yo mismo contaré las semillas.</p> <p>—De acuerdo —dijo Ramsay, recogiendo la caja donde se guardaban los pronósticos, y retirándose—. Cuando abra usted el más maduro de los frutos y cuente las semillas, abriré yo esta caja para anunciar el nombre del ganador.</p> <p>—¡Espera! —gritó Macduff desesperadamente.</p> <p>Pero nadie le escuchó. El dirigente xeriano tomó un cuchillo de plata, eligió el fruto <i>sphygui</i> más maduro de todos y lo partió limpiamente en dos. Las dos mitades se separaron, para revelar un perfecto vacío dentro del fruto.</p> <p>La exclamación de decepción del xeriano resonó por todo el salón. El cuchillo de plata continuó cortando el fruto, pero no apareció ni una sola semilla.</p> <p>—¿Qué ha sucedido? —preguntó Macduff—. ¿No hay semillas? Se trata entonces de un engaño. Nunca confié en Ess Pu. Ha estado disfrutando con el mal ajeno...</p> <p>—Silencio —ordenó el xeriano fríamente.</p> <p>Y de nuevo empleó el cuchillo entre un ambiente de creciente tensión.</p> <p>—¿No hay semillas? —preguntó Ramsay de modo mecánico, al ser abierto el último fruto.</p> <p>Estaba vacío.</p> <p>El xeriano no replicó. Jugueteaba con el cuchillo, contemplando a Ess Pu.</p> <p>El algoliano parecía tan asombrado como los demás. El capitán Ramsay quebró el opresivo silencio avanzando unos pasos para recordar a los xerianos que él era el jefe supremo de la nave.</p> <p>—No tema nada —replicó el dirigente xeriano fríamente—. No tenemos jurisdicción en su nave, capitán.</p> <p>Se alzó en son de triunfo la voz de Macduff:</p> <p>—Nunca confié en esa langosta —anunció mientras se adelantaba—. Recibió el dinero de ustedes, e hizo un trato para embarcar <i>sphygui</i> sin semillas. Sin duda se trata de un delincuente. Su apurada salida de Aldebarán Tau, sin contar su conocida afición por el polvo Leteo...</p> <p>En aquel momento Ess Pu se lanzó sobre Macduff rugiendo furiosamente. En el último momento la redonda figura de Macduff salió disparada por la escotilla de salida, quedando bajo el débil sol xeriano que lucía en el exterior. Ess Pu le persiguió gritando furiosamente y mostrando las membranas de la boca enrojecidas por la cólera.</p> <p>A una rápida orden del dirigente xeriano, los funcionarios a sus órdenes corrieron tras Macduff. Durante unos segundos se oyeron extraños rumores procedentes del exterior. Luego reapareció Macduff, solo y jadeante.</p> <p>—Malos bichos los algolianos —dijo, dirigiéndose al jefe xeriano—. Veo que los suyos han detenido a Ess Pu.</p> <p>—Sí —admitió el xeriano—. En el exterior, se encuentra bajo nuestra jurisdicción.</p> <p>—Ya había pensado en ello —murmuró Macduff, avanzando hacia Ao.</p> <p>—Un momento, esperen... —rogó el capitán Ramsay a los xerianos—. No pueden...</p> <p>—No somos bárbaros —le interrumpió el jefe xeriano con tono de dignidad—. Entregamos a Ess Pu quince millones de créditos Universales para que trabajara con nosotros y ha fracasado. A menos que pueda devolver los quince millones, más los gastos, tendrá que pagarlos de alguna otra forma. La hora-hombre —Macduff parpadeó inquieto al oír estas últimas palabras—... la hora-hombre equivale en Xeria a la sexagesimaquinta parte de un crédito.</p> <p>—Todo esto es muy irregular —dijo el capitán—. Sin embargo, carezco de jurisdicción. Tú Macduff... no pongas esa cara. Recuerda que también desembarcas en Xeria. Y te aconsejo que te alejes de Ess Pu.</p> <p>—Confío que estará muy ocupado la mayor parte del tiempo —contestó Macduff alegremente—. No me complace recordar sus deberes, a un funcionario competente, pero, ¿no has olvidado el pequeño detalle del concurso?</p> <p>—¿Cómo...? —murmuró Ramsay, mirando los frutos vacíos—. El concurso ha quedado suprimido, naturalmente.</p> <p>—Ni hablar —objetó Macduff—. Nada de evasivas. Cualquiera creería que tratas de eludir un pago, capitán.</p> <p>—No seas estúpido, amigo. ¿Cuál es ese pago? La lotería se basaba en el número de las semillas del <i>sphygui</i>, y ha quedado perfectamente claro que no hay ninguna... Si no hay más objeciones...</p> <p>—¡Protesto! —gritó Macduff—. En nombre de mi protegida exijo que se haga el recuento y la tabulación de cada pronóstico.</p> <p>—Sé razonable —cortó Ramsay—. Como trates de demorar el momento de abandonar el <i>Sutter...</i></p> <p>—Tienes que poner término a la lotería de forma legal —insistió Macduff.</p> <p>—¡Cierra esa boca de una vez! —replicó Ramsay agriamente, mientras tomaba la caja señalada para colocar un pequeño dispositivo—. Como quieras. Pero te vigilo, Macduff. Ahora, tranquilo todo el mundo.</p> <p>Cerró los ojos y sus labios se movieron murmurando algo. La, caja se abrió para mostrar un paquete de hojas plegadas. A una señal de Ramsay, leyó nombres y pronósticos.</p> <p>—Ganarás al menos cinco minutos —dijo Ramsay a Macduff en voz baja—. Luego tendrás que salir como Ess Pu. Permíteme decirte, a propósito, que resulta evidente que obligaste a Ess Pu a abandonar el <i>Sutter.</i></p> <p>—Tonterías —replicó Macduff con sequedad—. ¿Tengo yo la culpa de que Ess Pu dedicase sus ridículas y antisociales emociones a mi persona?</p> <p>—Sabes muy bien lo que quiero decir.</p> <p>—Korze Kabloom, setecientas cincuenta —anunció el pasajero al abrir otra hoja—. Loma Secundus, dos mil noventa y nueve. Ao, per...</p> <p>Hubo una pausa.</p> <p>—¿Y bien...? —preguntó el capitán Ramsay, asiendo por el cuello a Macduff—. Siga...</p> <p>—Terence Lao-Tsé Macduff —leyó el pasajero, deteniéndose de nuevo.</p> <p>—¡Lea de una vez! —gritó Ramsay.</p> <p>Y se detuvo ante la pasarela de desembarco con un pie levantado, dispuesto a arrojar por ella a Macduff al parecer muy tranquilo.</p> <p>—Cero —respondió el pasajero débilmente.</p> <p>—¡Exacto! —declaró Macduff, liberándose de Ramsay—. Y ahora, capitán Ramsay, te agradeceré me entregues como tutor de Ao, el premio de la apuesta, restando, claro está, el precio de nuestro pasaje hasta Pequeña Vega. La otra parte de Ess Pu puedes enviársela con mis felicitaciones. Tal vez pueda comprar unos cuantos meses de su condena que, si mis cálculos no son erróneos, ascenderá a novecientos cuarenta y seis años xerianos. Un Macduff siempre perdona a sus enemigos. Vamos, Ao, querida. Tengo que elegir un camarote a mi gusto.</p> <p>Macduff encendió un cigarro, mientras se alejaba lentamente, dejando boquiabierto al capitán Ramsay.</p> <p>—¡Macduff! —exclamó Ramsay—. ¡Macduff! ¿Cómo lo conseguiste?</p> <p>—Porque soy un científico —replicó Macduff por encima del hombro.</p> <p>El cabaret de Pequeña Vega, se hallaba alegremente abarrotado. Un par de cómicos contaban chistes por entre las mesas. En una de ellas, Ao, se hallaba sentada entre Macduff y el capitán Ramsay.</p> <p>—Todavía estoy esperando, Macduff —advirtió este último—.Un trato es un trato, ¿no? Puse mi nombre en tu solicitud, ¿verdad?</p> <p>—No me queda otro remedio que admitirlo —respondió Macduff—. Y, sin duda alguna, tu firma facilitó mi tutoría sobre Ao. ¿Un poco de champán, Ao?</p> <p>Pero Ao no respondió. Estaba cambiando miradas, menos vacías que de costumbre, con un joven varón de su planeta, sentado ante una mesa cercana.</p> <p>—Vamos, muchacho —insistió Ramsay—. Recuerda que debo entregar mi diario de navegación al final del viaje. Necesito saber todo lo concerniente al <i>sphygui. Tú</i> pusiste aquel cero mucho antes de que el fruto madurase.</p> <p>—Así es —replicó Macduff bebiendo un sorbo de champán—. Fue un simple problema de dirección. Espero no perjudicar a nadie si te lo cuento. Aunque, estabas a punto de anclarme en Xeria en compañía de esa maldita langosta.</p> <p>"Era obvio que debía desacreditar a Ess Pu ante los xerianos. Ganar el concurso fue un acontecimiento secundario que no esperaba. Un simple golpe de suerte, bien merecida, ayudado por una técnica científica.</p> <p>—¿Te refieres a ese papel que Ess Pu encontró...?</p> <p>—Naturalmente —replicó Macduff observando el contenido de su vaso—. Escribí aquella nota para él. Tenía que mantenerle ocupado con su <i>sphygui</i>, y dándome caza a fin de qué no tuviera un solo minuto para pensar.</p> <p>—Sigo sin entenderlo —confesó Ramsay—. Aunque supieras la solución de antemano, ¿cómo podías prever que la lotería sería precisamente el <i>sphygui</i>?</p> <p>—¡Oh, eso fue lo más fácil de todo! Considera las circunstancias. ¿Podría ser de otra forma con la Lotería de Aldebarán presente en la memoria de todos, y llevando la nave contrabando de <i>sphygui</i>? De no haberlo sugerido nadie, estaba ya dispuesto a hacerlo... ¿Qué es esto?... ¡Fuera de aquí! ¡Largo! Macduff se dirigía a los dos cómicos que en aquel momento llegaban a su mesa. El capitán Ramsay alzó la cabeza a tiempo para ver cómo iniciaban su número.</p> <p>La técnica humorística del insulto no ha cambiado fundamentalmente con el paso del tiempo, y la expansión galáctica simplemente amplió y profundizó su variedad. La sátira siempre ha incluido a todas las especies y razas.</p> <p>Los cómicos, parloteando alocadamente, iniciaron una hábil imitación de dos manos que se buscaban mutuamente las pulgas. Estalló una carcajada general, que no compartieron los clientes de simia estirpe.</p> <p>—¡Cuerno! —exclamó Ramsay en tono iracundo—. No me fastidiéis...</p> <p>Macduff alzó una mano con ademán pacificador.</p> <p>—Calma, capitán, calma. Punto de vista puramente objetivo. Después de todo, la cosa se reduce a una cuestión de semántica... —Macduff se detuvo y rió alegremente antes de añadir—: Haz como yo. Elévate por encima del provincianismo, y disfruta con la habilidad de estos pobres cómicos en el arte abstracto de la imitación. Estaba a punto de explicarte el porqué de mantener distraído a Ess Pu. Temía que se diera cuenta de la rapidez con que maduraba el <i>sphygui.</i></p> <p>—¡Bah! —exclamó el capitán, acomodándose de nuevo en su silla, mientras los cómicos atacaban un nuevo número—. Bien, continúa...</p> <p>—Un problema de dirección como dije antes —prosiguió Macduff—. O mejor dicho, de desorientación... ¿Viste alguna vez en tu vida a un tripulante más incompetente que yo?</p> <p>—No —replicó Ramsay—. Por supuesto que no...</p> <p>—Por supuesto. Recorrí empleo tras empleo hasta que finalmente llegué a Control Atmosférico, exactamente donde yo quería estar. Arrastrarse por las tuberías de ventilación ofrece ciertas ventajas. Por ejemplo, no necesité más que un segundo para vaciar un frasco de ácido triclorofenoxilacético en el ventilador de Ess Fu. El producto tuvo que penetrar en todas partes, incluso en el <i>sphygui.</i></p> <p>—¿Tricoloro... qué? ¿Quieres decir que modificaste el <i>sphygui</i> antes del concurso?</p> <p>—Ciertamente. Ya te dije que el concurso no era más que subproducto. Mi objetivo principal era poner a Ess Pu en dificultades con Xeria para salvar mi propia persona. Por suerte llevaba conmigo Un buen suministro de hormonas de varias clases". Esta, en particular, como saben hasta los niños, evita la polinización. Por una simple ley biológica los frutos se fecundan siempre sin semillas. Pregunta a cualquier horticultor. Es un procedimiento que se produce con frecuencia.</p> <p>—Frutos sin semillas... —murmuró Ramsay pensativo—. Fecundación por polini... ¡Oh, que el diablo me lleve!</p> <p>Macduff iba a formular, sin duda, una frase de modestia personal, pero en aquel preciso instante se fijó en el trabajo de los dos cómicos y se detuvo. El más bajo de los dos comediantes trazaba un círculo alrededor de la mesa, haciendo los gestos de un fumador que se da importancia. Su compañero saltaba tras él, propinándole suaves golpes en la cabeza.</p> <p>—¡Dime unas cosa, hermano! —gritó este último con chillona voz de falsete—. ¿Quién era el pingüino que te acompañaba la última noche?</p> <p>—No era un pingüino —replicó su compañero—. ¡Era un venusiano!</p> <p>Y al pronunciar estas últimas palabras el cómico señaló con una mano y el foco de luz del reflector cayó sobre la cabeza de Macduff.</p> <p>—¡Cómo...! <i>¿Cómo te atreves...?</i> —gritó el ofendido Macduff sin lograr hacerse oír entre las carcajadas del público—. Difamación..., calumnia..., ¡jamás he sido insultado así en toda mi vida!</p> <p>El capitán emitió un resoplido. El iracundo Macduff miró a su alrededor con furia. Luego se puso en pie y tomó una mano de Ao.</p> <p>—Ignórales —sugirió Ramsay con insegura voz—. Después de todo, no puedes negar que tu estirpe es venusiano, Macduff... aunque insistas en haber sido empollado en Glasgow... nacido, quiero decir. Eres escocés de nacimiento y humanoide de clasificación, ¿verdad? Y tan pingüino como yo mono.</p> <p>Pero Macduff se alejaba hacia la puerta. Ao le seguía obedientemente, lanzando angélicas miradas al varón veganiano.</p> <p>—¡Un ultraje! —exclamó Macduff.</p> <p>—Vuelve aquí, muchacho —le llamó Ramsay, reteniendo una exclamación de alegría—. Recuerda el arte abstracto de la imitación. Es una pura cuestión de semántica...</p> <p>Macduff no le hizo el menor caso. Arrastrando a Ao y moviendo su redonda figura con suma dignidad, Terence Lao Tsé Macduff despreció irrevocablemente en la noche, farfullando palabras ininteligibles.</p> <p>Macduff, como habrá comprendido el lector, no era todo lo que pretendía ser...</p> <p>—¡Vaya! —exclamó el capitán Ramsay sonriente—. ¡Por fin le he perdido de vista! ¡Camarero! ¡Un whisky con soda... y llévate de aquí este insulso champán! Estoy celebrando una fiesta! Sabes que por primera vez en su vida ese granuja sin principios de Macduff, se ha largado sin timar a nadie...?</p> <p>"Pero ¿qué es esto? ¿Qué significa esta factura? ¡Pero si fue Macduff quien insistió en que esta noche fuera yo su invitado! ¡Ohhh!... <i>¡maldita sea!</i></p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>El Profesor Sale De Escena</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>OS Hogben somos muy exclusivos. Ese fulano de la ciudad, el profesor, tuvo que haberlo sabido, pero se metió donde nadie lo había invitado, y ahora no tiene derecho a quejarse. En Kentucky la gente bien ubicada cuida de sus asuntos y no mete las narices donde no se le llama.</p> <p>La vez que corrimos a los Haley con esa pistola que habíamos armado —aunque nunca pudimos averiguar cómo funcionaba—, esa vez todo empezó porque Rafe Haley vino a husmear y curiosear por la ventana del cobertizo para echarle un vistazo a Pequeño Sam. Después fue comentando que Pequeño Sam tenía tres cabezas o algo por el estilo.</p> <p>A los Haley no se les puede creer una palabra. ¡Tres cabezas! No es natural, ¿verdad? Pequeño Sam tiene dos cabezas, y ni una más, desde el día que nació.</p> <p>Así que Ma y yo disparamos esa pistola y acribillamos a los Haley. Como decía, nunca hasta ese momento habíamos podido averiguar cómo funcionaba. Conectamos algunas baterías y muchos alambres y cables y otras cosas raras, y Rafe quedó lleno de agujeros.</p> <p>El forense informó que la muerte de los Haley fue instantánea, y el sheriff Abernathy vino a tomar whisky con nosotros y dijo que una más y me mataba a latigazos. No le hice caso. Sólo que algún maldito periodista yanqui debió enterarse del asunto, porque poco después llegó un grandote serio y gordinflón y se puso a hacer preguntas.</p> <p>Tío Les estaba sentado en el porche, con el sombrero echado en la cara.</p> <p>—Mejor será que se vuelva a su circo, hombre —le dijo, algo socarrón—. El mismísimo Barnum ya ha venido a hacernos ofertas y las hemos rechazado, ¿no es cierto, Saunk?</p> <p>—Claro que sí —dije—. Nunca confíe en Phineas. Ha llamado monstruo a Pequeño Sam...</p> <p>El fulano de cara respetable, que se llamaba profesor Thomas Galbraith, se volvió a mí.</p> <p>—¿Qué edad tienes, hijo?</p> <p>—No soy su hijo —le dije—. Además, no lo sé.</p> <p>—Pese a tu tamaño, no parece que tengas más de dieciocho. No pudiste haber conocido a Barnum.</p> <p>—Claro que lo conocí. No trate de enredarme o le daré un golpe.</p> <p>—No pertenezco a ningún circo —dijo Galbraith—. Soy biogenista.</p> <p>Vaya si nos reímos. El hombre se enfureció y nos preguntó cuál era el chiste.</p> <p>—Esa palabra no existe —dijo Ma, y en ese momento Pequeño Sam se puso a berrear, y Galbraith se puso blanco como un ala de ganso y tembló como una hoja. Casi se desmaya. Cuando le levantamos, quiso saber qué había pasado.</p> <p>—Era Pequeño Sam —dije—. Ma fue a calmarle. Ya se ha callado.</p> <p>—Esas eran ondas subsónicas —dijo el profesor—. ¿Qué es Pequeño Sam? ¿Un transmisor de onda corta?</p> <p>—Pequeño Sam es el bebé —le dije sin vueltas—. Le aconsejo que lo llame por su nombre. Ahora, ¿qué tal si nos cuenta lo que anda buscando...</p> <p>Sacó una libreta y se puso a hojearla.</p> <p>—Soy... científico —dijo—. Nuestra fundación estudia la eugenesis, y tenemos algunos informes sobre vosotros. Suenan increíbles. Uno de nuestros hombres sostiene que las mutilaciones naturales pueden pasar inadvertidas en regiones de subdesarrollo cultural y... —se calló y miró fijamente a tío Les—. ¿De veras puede usted volar?</p> <p>Bien, no nos gusta hablar de esas cosas. Una vez el predicador nos dio una buena reprimenda. Tío Les había bebido de más y se puso a revolotear sobre los riscos y casi mata del susto a dos cazadores de osos. Y el Libro de Dios no menciona hombres que vuelen. Tío Les generalmente lo hace a escondidas, cuando nadie le ve.</p> <p>El caso es que tío Les se caló bien el sombrero y refunfuñó.</p> <p>—Qué estupidez. Los hombres no vuelan. Y en cuanto a esos inventos modernos que se comentan por ahí... Vea, mi amigo; entre nosotros, es mentira que vuelen. Son puras patrañas...</p> <p>Galbraith parpadeó y volvió a estudiar su libreta.</p> <p>—Pero tengo muchos testimonios sobre muchas cosas insólitas relacionadas con esta familia. El vuelo es sólo una de ellas. Sé que teóricamente es imposible... Y no estoy hablando de aviones, pero...</p> <p>—Oh, cállese la boca.</p> <p>—El ungüento de las brujas medievales incluía acónito para dar una ilusión de vuelo..., absolutamente subjetiva, desde luego.</p> <p>—Deje de fastidiarme —dijo tío Les, irritado, supongo que porque se sentía incómodo. Después se levantó, tiró el sombrero en el porche y se fue volando. Un minuto después bajó a buscar el sombrero y le hizo una mueca al profesor. Salió volando por la cañada y no le vimos por un buen rato.</p> <p>Yo también perdí los estribos.</p> <p>—No tiene derecho a molestamos —le dije—. La próxima vez tío Les hará como Pa, y eso sí que es un fastidio. A Pa no le vemos el pelo desde que vino ese otro fulano de la ciudad. Un cencista, creo.</p> <p>Galbraith no dijo nada. Parecía un poco alterado. Le di un trago y me preguntó por Pa.</p> <p>—Oh, anda por aquí —dije—. Sólo que ya no le vemos más. Dice que lo prefiere así.</p> <p>—Sí —dijo Galbraith, bebiendo otro trago—. Oh, Dios. ¿Qué edad dijiste que tenías?</p> <p>—Yo no he dicho nada.</p> <p>—Bien, ¿cuál es el recuerdo más viejo que tienes?</p> <p>—No sirve de nada recordar cosas. Embota demasiado la cabeza.</p> <p>—Es fantástico —dijo Galbraith—. No esperaba poder enviar un informe así a la fundación.</p> <p>—No queremos que nadie venga a curiosear —le dije—. Váyase y déjenos en paz.</p> <p>—¡Pero, cielo santo! —se asomó por la baranda del porche y se interesó por la pistola—. ¿Qué es eso?</p> <p>—Una cosa —dije.</p> <p>—¿Qué hace?</p> <p>—Cosas —le dije.</p> <p>—Oh, ¿puedo echarle una ojeada?</p> <p>—Claro —le dije—. Se la regalo, si después se larga.</p> <p>Se acercó a mirarla. Pa, que estaba sentado junto a mí, se levantó y me dijo que me librara del yanqui y me metiera en la casa. El profesor volvió.</p> <p>—¡Extraordinario! —dijo—. Entiendo algo de electrónica, y me parece que este artefacto es muy raro. ¿Cuál es el principio?</p> <p>—¿El qué? —dije—. Abre agujeros en las cosas.</p> <p>—No puede disparar cápsulas. Hay un par de lentes donde tendría que estar la recámara... ¿Cómo has dicho que funciona?</p> <p>—No sé.</p> <p>—¿Lo has hecho tú?</p> <p>—Yo y Ma.</p> <p>Me preguntó varias cosas más.</p> <p>—No lo sé —dije—. El problema de las pistolas es que hay que cargarlas. Pensamos que si le añadíamos varias cosas no tendríamos que cargarla más. Y nos ha dado resultado.</p> <p>—¿De verdad, me la regalas?</p> <p>—Si deja de molestarnos.</p> <p>—Escucha —dijo—, es milagroso que tu familia haya pasado inadvertida tanto tiempo.</p> <p>—Tenemos nuestros recursos.</p> <p>—La teoría de las mutaciones debe ser cierta. Hay que estudiar a tu familia. Este es uno de los descubrimientos más importantes desde...</p> <p>Siguió la cháchara. No decía más que bobadas.</p> <p>Finalmente decidí que había sólo dos maneras de encarar las cosas, y después de lo que había dicho el sheriff Abernathy no me parecía conveniente matar a nadie hasta que al sheriff se le pasara el mal humor. No me gusta provocar escándalos.</p> <p>—Suponga que voy con usted a Nueva York —dije—. ¿Dejará en paz a mi familia?</p> <p>Lo prometió de mala gana. Pero después juró y perjuró que me haría caso, pues le amenacé con despertar a Pequeño Sam. Claro que quiso ver a Pequeño Sam, pero le dije que no convenía. De cualquier modo Pequeño Sam no podía ir a Nueva York. Tiene que permanecer en el tanque, o se pone muy mal.</p> <p>Sea como fuera, llegué a un acuerdo con el profesor, y él se fue después de que le prometí que a la mañana siguiente nos veríamos en el pueblo. Pero les aseguro que el asunto no me gustaba nada. No me he separado de mi familia desde ese escándalo en la madre patria, cuando tuvimos que poner pies en polvorosa.</p> <p></p> <p>Recuerdo que fuimos a Holanda. Ma siempre tuvo debilidad por el hombre que nos ayudó a salir de Londres. A Pequeño Sam le bautizó así en memoria de él. No me acuerdo cómo se llamaba; Gwynn o Stuart o Pepys... Cuando pienso en algo anterior a la Guerra Civil se me mezclan las cosas.</p> <p>Esa noche charlamos. Como Pa estaba invisible, Ma pensaba que estaba tomando más whisky de la cuenta, pero después se ablandó y le dejó beber una garrafa. Todos me aconsejaban que tuviera cuidado.</p> <p>—Ese profesor es muy listo —decía Ma—. Como todos los profesores... No vayas a molestarle. Pórtate bien, o no volveremos a verte.</p> <p>—Me portaré bien, Ma —dije; Pa me dio un golpe en la cabeza, no era justo pues yo no podía verle.</p> <p>—Eso es para que no te olvides —dijo.</p> <p>—Somos gente sencilla —rezongó tío Les—. Si quieres darte aires, te llegarán problemas.</p> <p>—De veras, no es ésa mi intención —dije—. Sólo me ha parecido que...</p> <p>—¡No te metas en líos! —dijo Ma, y entonces oímos al Abuelo en el desván; a veces el Abuelo no se mueve durante todo un mes, pero esta noche parecía bastante inquieto.</p> <p>Naturalmente, subimos a ver qué quería. Estaba hablando del profesor.</p> <p>—¿Un forastero, eh? —dijo—. Maldito canalla inmundo. ¡Vaya hato de imbéciles que tengo por descendencia! Saunk es el único que tiene un poco de seso, y ¡voto a tal! que es un tonto de capirote.</p> <p>Yo me contoneaba y murmuraba cosas, pues no me gustaba mirar directamente al Abuelo. Pero él no me hacía caso. Siguió rezongando.</p> <p>—¿Así que te vas a Nueva York? ¡Rayos y centellas! ¿Has olvidado ya cómo tuvimos que escapar de Londres y Amsterdam y Nueva Amsterdam por temor a la inquisición? ¿Quieres que te expongan en una feria? Y ese no es el mayor peligro...</p> <p>Abuelo es el más viejo de nosotros y a veces usa expresiones raras. Supongo que las palabras aprendidas de joven se pegan... Eso sí, sabe maldecir mejor que nadie.</p> <p>—Caray —dije—, Sólo trataba de ayudar.</p> <p>—No te hagas el bobo —dijo Abuelo—. Tú tienes la culpa. Por construir ese aparato. Ese con que liquidaste a los Haley, quiero decir. De lo contrario ese científico no habría venido aquí.</p> <p>—Es un profesor —dije—. Se llama Thomas Galbraith.</p> <p>—Lo sé. Le he leído los pensamientos a través de la mente de Pequeño Sam. Un sujeto peligroso. Nunca conocí a un sabio que no lo fuera. Salvo Roger Bacon, quizás. Y tuve que sobornarlo para... Pero Roger era un hombre excepcional. Oíd:</p> <p>»Ninguno de vosotros debe ir a Nueva York. En cuanto abandonemos este refugio, en cuanto nos investiguen, estamos perdidos; la chusma se nos vendrá encima. Y por mucho que aletees en el cielo, no podrás salvarte... ¿Me oyes, Lester?</p> <p>—¿Pero qué haremos, entonces? —preguntó Ma.</p> <p>—Oh, demonios —dijo Pa—. Ajustaré cuentas con ese profesor. Lo arrojaré en la cisterna.</p> <p>—¿Para contaminar el agua? —chilló Ma—. ¡Pobre de ti si lo intentas!</p> <p>—¡Qué vástagos necios han brotado de mi simiente! —exclamó Abuelo, realmente furioso—. ¿No habéis prometido al sheriff que no habría más muertos, al menos por el momento? ¿No tenéis en cuenta la palabra de un Hogben? A través de los siglos, dos cosas han sido sagradas para nosotros: nuestro secreto y el honor de los Hogben. ¡Matad a Galbraith y responderéis ante mí!</p> <p>Todos nos pusimos blancos. Pequeño Sam despertó de nuevo y se puso a chillar.</p> <p>—¿Pero qué hacemos? —dijo tío Les.</p> <p>—Nuestro secreto debe ser guardado —dijo Abuelo—. Haced lo que podáis, pero sin muertes. Consideraré el problema.</p> <p>Después se durmió, al parecer. Aunque con Abuelo nunca se sabe.</p> <p></p> <p>Al día siguiente me encontré con Galbraith en el pueblo, pero antes tropecé en la calle con el sheriff Abernathy, que me clavó una mirada inquietante; me advirtió que no me metiera en líos, que tuviera cuidado. No supe qué decirle.</p> <p>De todos modos vi a Galbraith y le dije que Abuelo no me dejaba ir a Nueva York. Me parece que no le gustó demasiado, pero vio que no había nada que hacer.</p> <p>Su habitación de hotel estaba atiborrada de aparatos científicos. Asustaban un poco. Tenía a la vista la pistola, tal como se la di, al parecer. Se puso a discutir.</p> <p>—Es inútil —dije—. No nos marcharemos a las montañas. Ayer hablé por hablar, es todo.</p> <p>—Escucha, Saunk —dijo—. En el pueblo estuve haciendo preguntas sobre tu familia, pero no he sacado demasiado en limpio. Aquí son muy reservados. De todos modos, esos testimonios sólo serían elementos laterales. Sé que nuestras teorías son correctas. Tú y tu familia son mutantes, y hay que estudiarlos.</p> <p>—No somos mutantes —dijo—. Los científicos siempre nos ponen nombres raros. Roger Bacon nos llamó “homúnculos”, sólo...</p> <p>—¿Qué? —gritó Galbraith—. ¿Qué has dicho?</p> <p>—En... Es un granjero de un condado vecino —me apresuré a decir, pero noté que el profesor no se tragaba la píldora. Se paseó por la habitación.</p> <p>—Es inútil —dijo—. Si no vienes a Nueva York, haré que la fundación envíe una comisión aquí. Es necesario que les estudiemos, por la gloria de la ciencia y el progreso de la humanidad.</p> <p>—Oh, caray —dije—. Ya sé de qué se trata. Nos expondrían como bichos raros. Pequeño Sam moriría. Lárguese y déjenos en paz.</p> <p>—¿Dejaros en paz? ¿Y cuando fabricáis aparatos como éste? —señaló la pistola—. ¿Cómo funciona? —quiso saber de repente.</p> <p>—Ya le he dicho que no sé. Lo armamos, es todo. Escuche, profesor. Si la gente viniera a mirarnos habría problemas. Muchos problemas. Lo dijo Abuelo.</p> <p>Galbraith se tironeó la nariz.</p> <p>—Bien, tal vez... Supón que me respondes unas pocas preguntas, Saunk.</p> <p>—¿Y la comisión?</p> <p>—Veremos —Galbraith inhaló profundamente—. Si me dices lo que quiero saber, no informaré de vuestro paradero.</p> <p>—Creí que esa función o fundación sabía dónde encontrarnos...</p> <p>—Ah, sí. Claro que sí —dijo Galbraith—. Pero no sabe <i>cómo</i> sois.</p> <p>Eso me dio una idea. Pude haberle matado fácilmente, pero en ese caso Abuelo me habría molido los huesos, y además había que pensar en el sheriff. Así que dije "Caray" y asentí.</p> <p>¡Vaya las preguntas que hacía ese hombre! Me dejó mareado. Y cada vez se entusiasmaba más.</p> <p>—¿Qué edad tiene tu abuelo?</p> <p>—Demonios, no lo sé.</p> <p>—Homúnculos... Hmmm. ¿Dijiste que en un tiempo fue minero?</p> <p>—No, ese fue el pa de Abuelo —dije—. Minas de estaño, en Inglaterra. Sólo que Abuelo dice que entonces se llamaba Bretaña. Fue durante una especie de peste mágica que hubo. La gente tenía que llamar a los doctores... ¿Drunas? ¿Drudas?</p> <p>—¿Druidas?</p> <p>—Aja. Los druidas eran los doctores de entonces, dice Abuelo. El caso es que todos los mineros empezaron a morir en Cornualles, así que cerraron las minas.</p> <p>—¿Qué clase de peste era?</p> <p>Le dije lo que recordaba por las charlas de Abuelo, y el profesor se excitó mucho y dijo algo sobre emisiones radiactivas, por lo que pude entender. Idioteces, como siempre.</p> <p>—¿Mutaciones artificiales provocadas por radiactividad? —preguntó, y se le colorearon las mejillas—. ¡Tu abuelo nació mutante! Los genes y cromosomas habrán sufrido una alteración estructural. ¡Tal vez todos sois superhombres!</p> <p>—No, señor —le respondí—. Somos Hogben, nada más.</p> <p>—Un dominante, obviamente un dominante. ¿Todos tus familiares han sido... hum, raros?</p> <p>—¡Un momento! —dije.</p> <p>—Quiero decir, si todos podían volar.</p> <p>—Yo mismo no lo sé. Supongo que somos un poco diferentes. Abuelo fue listo. Siempre nos enseñaba a no alardear, y...</p> <p>—Camuflaje protector —dijo Galbraith—. Dentro de una cultura social rígida, las variaciones respecto de la norma se enmascaran con más facilidad. En una cultura moderna y civilizada, sobresalen como un pulgar hinchado. Pero allí, en los bosques, sois prácticamente invisibles.</p> <p>—Sólo Pa —dije.</p> <p>—Oh, Dios —suspiró—. Ocultar esos increíbles poderes naturales... ¿Sabes todo lo que podríais haber hecho? —y de pronto se excitó aún más, no me gustó mucho cómo le brillaron los ojos—. Cosas maravillosas —insistió—. Es como descubrir la lámpara de Aladino.</p> <p>—Quiero que nos dejen en paz —dije—. Usted y su comisión.</p> <p>—Olvidaba la comisión. He resuelto llevar este asunto por mi cuenta, durante un tiempo. Siempre que cooperes. Que me ayudes, quiero decir. ¿Lo harás?</p> <p>—No señor.</p> <p>—Entonces traeré a la comisión de Nueva York —dijo con aire triunfal.</p> <p>Reflexioné.</p> <p>—Bien —dije por fin—. ¿Qué quiere de mí?</p> <p>—Todavía no lo sé —dijo lentamente—. Mi mente no ha vislumbrado aún las posibilidades.</p> <p>Pero pronto las vislumbraría. Claro que sí. Conozco esa mirada.</p> <p>Yo estaba asomado a la ventana cuando de golpe se me ocurrió una idea. Pensé que no convenía confiar mucho en el profesor, de cualquier modo. Así que me acerqué a la pistola y le hice unos cambios. Sabía lo que quería hacerle, sí. Pero si Galbraith me hubiera preguntado por qué retorcía un alambre aquí y doblaba un tubo allá no habría podido contestarle. No tengo educación. Sólo sabía que la pistola ahora haría lo que yo quería.</p> <p>El profesor hacía anotaciones en su libreta. Levantó la vista y me vio.</p> <p>—¿Qué estás haciendo? —quiso saber.</p> <p>—Esto no está bien —dije—. Parece que usted le ha hecho algo a las baterías. Pruébela ahora.</p> <p>—¿Aquí adentro? —dijo sobresaltado—. No quiero pagar una fortuna por daños. Hay que probarla en condiciones de seguridad.</p> <p>—¿Ve esa veleta en el techo? —se la señalé—. Si apunta allí no hará ningún daño. Usted se queda junto a la ventana y dispara hacia afuera.</p> <p>—¿No es... peligrosa? —se moría por probar la pistola, era evidente; como le dije que no mataría a nadie, él hinchó sus pulmones y se acercó a la ventana y se apoyó la culata en la mejilla.</p> <p>Retrocedí. No quería que me viera el sheriff. Estaba enfrente, sentado en un banco ante la tienda de ramos generales.</p> <p>Pasó tal como lo había previsto. Galbraith apretó el gatillo, apuntando hacia la veleta, y del cañón del arma salieron anillos de luz. Hubo un ruido espantoso. Galbraith cayó de espaldas, y la conmoción fue de veras sorprendente. Hubo aullidos en todo el pueblo.</p> <p>Me pareció oportuno volverme invisible un rato, y lo hice.</p> <p>Galbraith estaba examinando la pistola cuando irrumpió el sheriff Abernathy. El sheriff es un caso serio. Ya había sacado el arma y las esposas, e insultaba al profesor de arriba abajo.</p> <p>—¡Le he visto! —aulló—. Ustedes los de la ciudad creen que aquí pueden hacer lo que se les antoje. ¡Bien, no es así!</p> <p>—¡Saunk! —gritó Galbraith, mirando a su alrededor. Pero por supuesto, no podía verme.</p> <p>Luego hubo una discusión. El sheriff Abernathy había visto a Galbraith disparar la pistola, y no es nada de tonto. Bajó a Galbraith a la rastra, y yo les seguí sin hacer ruido. La gente correteaba como loca. Casi todos se tapaban la cara con las manos.</p> <p>El profesor seguía gimiendo que no entendía.</p> <p>—¡Le he visto! —dijo Abernathy—. ¡Usted disparó con esa cosa por la ventana y enseguida todos los del pueblo tuvieron dolor de muelas! ¡Ahora, dígame que no entiende!</p> <p>El sheriff era listo. Conoce a nuestra familia desde hace tiempo, así que no se sorprende cuando pasan cosas raras. Además, sabía que ese fulano Galbraith era científico. Se armó una batahola fenomenal y en cuanto la gente se enteró de lo que había pasado, quiso linchar a Galbraith.</p> <p>Pero Abernathy se lo llevó. Vagabundeé un rato por el pueblo. El pastor estaba mirando los vitrales de la iglesia, y parecía asombrado. Eran de vidrio coloreado y él no lograba entender por qué estaban calientes. Yo sí. Los vitrales tienen oro; lo usan para producir ciertos tonos rojizos.</p> <p>Finalmente fui a la cárcel, todavía invisible. Así pude escuchar todo lo que Galbraith le explicaba al sheriff Abernathy.</p> <p>—Fue Saunk Hogben —insistía el profesor—. ¡Le digo que él arregló el proyector!</p> <p>—Yo lo vi a usted —dijo el sheriff—. Usted lo hizo. ¡Ay! —se apoyó la mano en la mandíbula—. Y mejor que se calle de una vez. Esa multitud me traerá problemas. La mitad de los habitantes de pueblo tiene dolor de muelas.</p> <p>Supongo que la mitad de los habitantes del pueblo llevará coronas de oro.</p> <p>Luego Galbraith dijo algo que no me sorprendió demasiado.</p> <p>—Haré venir una comisión de Nueva York. Esta noche me proponía llamar a la fundación. Ellos responderán por mí, verá...</p> <p>Así que, pese a todo, estaba resuelto a entrometerse. Ya me lo sospechaba.</p> <p>—¡Me va a curar este dolor de muelas, y el de todo el mundo, o abriré la puerta y dejaré que le linchen! —aulló el sheriff.</p> <p>Luego fue a buscar una bolsa de hielo para ponerse en la mejilla.</p> <p>Yo retrocedí, me hice visible de nuevo y entré metiendo bulla para que Galbraith me oyera. Esperé a que se cansara de maldecirme. Puse cara de imbécil.</p> <p>—Bueno, supongo que me equivoqué —dije—. Pero lo arreglaré. Creo que podré hacerlo...</p> <p>—¡Ya has hecho suficientes arreglos! —se interrumpió—. Espera un minuto. ¿Qué has dicho? ¿Podrás curar el dolor... Qué es?</p> <p>—He estado mirando la pistola —dije—. Creo que ya sé cuál fue mi error. Ahora está sintonizada en el oro, y todo el oro de la ciudad despide rayos o calor o algo por el estilo.</p> <p>—Radiactividad selectiva inducida —Galbraith murmuró los disparates de costumbre—. Escucha. Esa multitud allá fuera... ¿Hay linchamientos en este pueblo?</p> <p>—Una o dos veces por año, a lo sumo —dije—. Ya hubo dos este año, así que la cuota está cumplida. Sin embargo, ojalá pudiera llevarle a casa... Allá le ocultaríamos fácilmente.</p> <p>—¡Mejor que hagas algo! —dijo—. O tendré que llamar a la comisión de Nueva York. No te gustaría, ¿verdad?</p> <p>Nunca había visto a nadie que fuera capaz de mentir con tanta compostura...</p> <p>—Es muy fácil —dije—. Puedo arreglar la pistola para que detenga los rayos de inmediato. Pero no quiero que la gente relacione a mi familia con lo que está pasando. Nos gusta vivir tranquilos. Mire, suponga que vuelvo al hotel y arreglo la pistola. Luego, todo lo que usted tiene que hacer es reunir a la gente con dolor de muelas y apretar el gatillo.</p> <p>—Pero... Bien, pero...</p> <p>Temía más problemas. Tuve que convencerle. Afuera rugía la turba, así que no me costó demasiado. Me marché, pero después volví invisible y escuché lo que Galbraith le decía al sheriff.</p> <p>Se pusieron de acuerdo. Todos los que tenían dolor de muelas se reunirían en el Ayuntamiento. Después Abernathy llevaría al profesor con la pistola para solucionar las cosas.</p> <p>—Curará los dolores de muela o... ¿Está seguro? —quiso saber el sheriff.</p> <p>—Estoy... totalmente seguro.</p> <p>Abernathy captó el titubeo.</p> <p>—Mejor que primero pruebe conmigo. Por si acaso... No confío en usted.</p> <p>Parece que nadie confiaba en nadie.</p> <p></p> <p>Volví al hotel y arreglé la pistola. Y después me vi en un brete. Mi invisibilidad se estaba terminando. Eso es lo peor de ser pequeño. Cuando tenga varios siglos más podré ser invisible todo el tiempo que quiera. Pero todavía me falta experiencia. El caso es que ahora necesitaba ayuda pues tenía que hacer algo, y no podía hacerlo si la gente me miraba.</p> <p>Subí al techo y llamé a Pequeño Sam. Después de comunicarme con él, le pedí que le pasara la llamada a Pa y tío Les. Poco después tío Les bajó volando del cielo. Le costaba un poco porque traía a Pa. Pa maldecía porque les había perseguido un halcón.</p> <p>—Pero creo que nadie nos ha visto —dijo tío Les.</p> <p>—Hoy la gente del pueblo ya tiene demasiados problemas —dije—. Necesito ayuda. Ese profesor llamará a una comisión para estudiarnos, prometa lo que prometiera.</p> <p>—Entonces no podemos matarle —dijo Pa.</p> <p>Así que les conté mi idea. Si Pa se hacía invisible, todo sería fácil. Después nos hicimos un lugarcito en el techo para poder mirar a través de él, y observamos la habitación de Galbraith.</p> <p>Llegamos justo a tiempo. El sheriff estaba allí, esperando, con el arma desenfundada, y el profesor, bastante paliducho, apuntaba la pistola a Abernathy. Todo salió a la perfección. Galbraith apretó el gatillo, brotó un anillo de luz púrpura, y eso fue todo. Sólo que el sheriff abrió la boca y balbuceó:</p> <p>—¡No me engañaba! ¡El dolor de muelas se me ha ido!</p> <p>Galbraith estaba sudando, pero actuó con bastante naturalidad.</p> <p>—Claro que funciona —dijo—. Desde luego, yo se lo había dicho...</p> <p>—Vamos al Ayuntamiento. Todos esperan. Mejor que nos cure a todos, de lo contrario lo pasará mal...</p> <p>Salieron. Pa les siguió, y tío Les me recogió y voló tras ellos manteniéndose a la altura de los tejados para que no nos vieran. Poco después estábamos observando desde una de las ventanas del Ayuntamiento.</p> <p>Desde la gran peste de Londres que no oía tantos quejidos. El edificio estaba atestado; todos tenían dolor de muelas, y gemían y aullaban. Abernathy entró con el profesor, que traía la pistola, y se oyó un alarido general.</p> <p>Galbraith puso el aparato en la tarima, apuntando a la concurrencia, mientras el sheriff desenfundaba otra vez el arma y pronunciaba un discurso en el que le advertía a todo el mundo que, si quería librarse del dolor de muelas, se callara.</p> <p>Claro que yo no podía ver a Pa, pero supe que estaba en la tarima. Algo raro le pasaba a la pistola. Nadie lo notó, excepto yo, que para eso miraba. Pa —invisible, por supuesto— estaba haciendo unos cambios. Yo le había dicho cómo aunque él conocía el asunto tan bien como yo. Así que muy pronto la pistola quedó como queríamos.</p> <p>Lo que pasó después fue impresionante. Galbraith apuntó la pistola y disparó. Saltaron anillos de luz, amarillos esta vez. Le había dicho a Pa que regulara el alcance para que nadie sufriera los efectos fuera del Ayuntamiento. Pero adentro...</p> <p>Bueno, claro que les calmó el dolor de muelas. Las coronas de oro no duelen si no se tiene corona de oro, qué diablos.</p> <p>La pistola estaba regulada de tal modo que afectaba a todas las cosas que no crecen. Pa le había dado el alcance justo. Los asientos desaparecieron de golpe, y también parte de la araña. La concurrencia, que estaba toda apretujada, recibió el disparo de lleno. El ojo de vidrio de Pegleg Jaffe también desapareció. Los que tenían dentadura postiza la perdieron. Todos sufrieron un ligerísimo corte de pelo.</p> <p>Además, todos perdieron la ropa. Los zapatos no crecen, y tampoco los pantalones ni las faldas ni los vestidos. En un santiamén todos quedaron como Dios los echó al mundo. Pero caray, ya no les dolían las muelas, ¿no?</p> <p>Una hora más tarde estábamos de vuelta en casa, todos menos tío Les, cuando se abrió la puerta y entró tío Les seguido por el profesor. Galbraith estaba hecho una piltrafa. Se sentó y sollozó mirando hacia la puerta temerosamente.</p> <p>—Qué gracioso —dijo tío Les—. Estaba volando cerca del pueblo y vi al profesor, que corría seguido por una gran multitud de personas, muchas de ellas envueltas con sábanas. Así que lo recogí. Me pidió que lo trajera a casa —tío Les me guiñó el ojo.</p> <p>—¡Oooh! —decía Galbraith—. ¡Aaaah! ¿Vienen?</p> <p>Ma fue hasta la puerta.</p> <p>—Suben muchas antorchas por la montaña —dijo—. Esto huele mal.</p> <p>El profesor me fulminó con la mirada.</p> <p>—¡Me dijiste que podías ocultarme! Por tu bien, espero que sí. ¡Esto es culpa tuya!</p> <p>—Caray —dije yo.</p> <p>—¡Ocúltame! —chilló Galbraith—. ¡De lo contrario, llamaré a esa comisión!</p> <p>—Mire —dije—, si lo ocultamos, ¿promete olvidarse de esa bendita comisión y dejarnos en paz?</p> <p>El profesor lo prometió.</p> <p>—Espere un minuto —le dije, y subí al desván para hablar con Abuelo.</p> <p>Estaba despierto.</p> <p>—¿Qué te parece, Abuelo? —pregunté.</p> <p>Escuchó un segundo a Pequeño Sam.</p> <p>—¡Miente! —me dijo enseguida—. De todos modos quiere seguir adelante, y al demonio con su promesa.</p> <p>—¿Entonces tendríamos que esconderle?</p> <p>—Sí —dijo Abuelo—. Los Hogben han dado su palabra. No debe haber más muertes. Y ocultar a un fugitivo de sus perseguidores no sería una mala acción, por cierto.</p> <p>Tal vez me guiñara el ojo. Con Abuelo nunca se sabe. Así que bajé las escaleras. Galbraith estaba en la puerta, observando las antorchas que subían por la montaña.</p> <p>Me aferró el brazo.</p> <p>—¡Saunk! Si no me ocultas...</p> <p>—Le ocultaremos —dije—. Venga conmigo.</p> <p>Así que lo llevamos al sótano.</p> <p>Cuando llegó la turba, precedida por el sheriff Abernathy, nos hicimos los tontos. Dejamos que registraran la casa. Pequeño Sam y Abuelo se hicieron invisibles un rato, para que nadie se fijara en ellos. Y naturalmente la turba no le vio el pelo a Galbraith. Le ocultamos bien, como habíamos prometido.</p> <p>Eso fue hace unos años. El profesor progresa. Pero no nos estudia a nosotros. A veces nosotros sacamos el frasco donde te tenemos guardado y lo estudiamos a él.</p> <p>¡Un frasco bien pequeño, además!</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>El Twonky</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L reemplazo de personal de la Electrónica del Medioeste era tal que Mike Lloyd no podía seguirle la pista a sus hombres. Los empleados continuaban yéndose a trabajar a otro lado, con mayores salarios. Por esa razón, cuando volvió a distinguir al hombrecillo cabezón vagabundeando inciertamente ante la puerta de un depósito, Lloyd echó una mirada al overoll marrón que llevaba puesto (provisto por la Compañía) y dijo suavemente:</p> <p>—El silbato sonó hace ya más de media hora. Vuelva inmediatamente al trabajo.</p> <p>—¿Tra-ba-j-jo? —El hombrecillo parecía tener serios inconvenientes con la palabra.</p> <p>¿Estaría borracho? Lloyd, desde su posición de capataz, no podía bajo ningún concepto permitir una cosa semejante. Arrojó su cigarrillo, y acercándose más al hombrecillo, lo olió: no, no era licor. Miró rápidamente la placa sujeta al overoll, y leyó:</p> <p>—Dos-cuatro. M-mm... ¿Eres nuevo aquí?</p> <p>—Nuevo... ¿Uh? —repitió el hombre, frotándose un creciente chichón en su frente. Era un sujeto pequeño y de extraña apariencia, calvo como un tubo de vacío, y con un pálido rostro contraído, que mostraba unos diminutos ojos abiertos en un admirado gesto de asombro.</p> <p>—¡Vamos Joe, despiértate! —Lloyd estaba comenzando a impacientarse—. Tú trabajas aquí, ¿verdad?</p> <p>—Joe —repitió el hombrecillo, pensativamente—. Trabajar. Sí, yo trabajo. Yo los hago. —Sus palabras brotaban extrañamente de su boca, como si tuviera el paladar hendido.</p> <p>Echando una nueva mirada a su placa, Lloyd aferró el brazo de Joe, y lo arrastró hasta el cuarto de montaje.</p> <p>—Aquí está tu puesto. Quédate en él. ¿Sabes lo que tienes que hacer?</p> <p>El otro irguió su esmirriado cuerpo.</p> <p>—Soy un... experto —aseguró—. Puedo hacerlos mucho mejor que Ponthwank.</p> <p>—Perfectamente —dijo Lloyd—. Entonces comienza a hacerlos.</p> <p>El hombre llamado Joe dudó, acariciando el chichón de su frente. Los overoll atrajeron entonces su atención, y los examinó con asombro. ¿Dónde...? ah, sí. Los había hallado colgando en el cuarto donde había emergido la primera vez. Sus propias ropas, naturalmente se habían disipado durante el viaje... ¿qué viaje?</p> <p>Amnesia, pensó. Se había caído desde... algún lado... cuando algo había aminorado su marcha hasta detenerse. ¡Qué extraño resultaba aquel almacén, atiborrado de máquinas de todo tipo! No llegaba a provocar en él ningún recuerdo anterior.</p> <p>Amnesia, eso era lo que le sucedía. El era un operario. Hacía cosas. Sin embargo, teniendo en cuenta los objetos poco familiares que lo rodeaban, eso no significaba nada. Aún se sentía aturdido. No obstante, las nubes de su mente se retirarían pronto. En realidad, ya habían comenzado a desaparecer.</p> <p>Trabajar. Joe efectuó una rápida recorrida alrededor del cuarto, tratando de aguijonear su defectuosa memoria. Pudo ver varios operarios en overoll, construyendo diversas cosas. ¡Pero qué infantiles... qué elementales! Quizás aquello era un jardín de infantes.</p> <p>Al cabo de unos momentos de inspección, Joe se dirigió a un depósito, examinando algunos modelos terminados de combinados estereofónicos. Así que era eso. Le parecieron torpes e incómodos, pero aquella especialidad no le correspondía. No. Su trabajo consistía en construir Twonkies.</p> <p>¿Twonkies? El nombre asaltó su memoria nuevamente. Por supuesto que sabía cómo construir Twonkies. Los había hecho durante toda su vida... había sido especialmente entrenado para esa tarea. Por lo visto, ahora usaban un modelo de Twonky diferente, pero, ¡qué demonios! ¡Aquello era un juego de niños para un operario hábil como él!</p> <p>Joe volvió al cuarto de montaje, y encontró un banco de trabajo vacío, donde comenzó de inmediato a construir su primer Twonky. De tanto en tanto, se deslizaba fuera del cuarto, y se apoderaba de los materiales que iba necesitando. Solo en una ocasión, en que no pudo localizar un trozo de tungsteno que le era imprescindible, construyó apresuradamente un pequeño dispositivo que pudiera proveérselo, a partir de los elementos de que disponía en cantidad.</p> <p>Su banco de trabajo se encontraba ubicado en un rincón alejado de los demás, y escasamente iluminado, aunque parecía demasiado brillante a los ojos de Joe. Ninguno de los otros operarios reparó en la consola que rápidamente tomaba forma en aquel rincón; Joe trabajaba muy rápidamente. Ignoró el silbato del mediodía, y ya para la hora de salida, su trabajo estaba terminado. Quizás podría alegarse que necesitaba otra mano de pintura; en realidad carecía del tono resplandeciente de los Twonkies estándares, pero tampoco ninguno de los otros lo tenía. Joe suspiró, se agachó debajo de su banco de trabajo, buscando en vano su correspondiente colchón-relajador, y al no encontrarlo, se acostó directamente sobre el piso.</p> <p>Unas pocas horas más tarde, despertó. La fábrica estaba completamente vacía. ¡Qué extraño!; quizás los horarios de trabajo habían cambiado. Quizás... la mente de Joe se sentía extrañada. El sueño había despejado las últimas nubes de la amnesia, si es que eso era lo que le había sucedido, pero aún se sentía algo aturdido.</p> <p>Murmurando para sí, envió al Twonky al depósito contiguo y lo comparó con los otros. Superficialmente era idéntico a uno de los amplificadores estereofónicos de modelo más reciente. Siguiendo el esquema de los demás, Joe había camuflado y disimulado bajo aquella apariencia los distintos órganos y bobinas de reacción de su propio dispositivo.</p> <p>Luego de almacenar su Twonky, se dirigió nuevamente al salón de ventas, y fue entonces cuando los últimos jirones de niebla se disiparon de su mente. Los hombros de Joe se estremecieron convulsivamente.</p> <p>—¡Por todos los Dioses! —exclamó—. ¡Así que era eso! ¡He caído en una grieta temporal!</p> <p>Con una asombrada mirada a su alrededor corrió de vuelta hacia el depósito en el que había emergido por primera vez. Allí se quitó rápidamente el overoll y lo devolvió a la percha donde lo había encontrado. Luego de ello, se dirigió hacia uno de los rincones del cuarto, tanteó el aire a su alrededor, asintiendo con satisfacción, y se sentó en el vacío, a un metro por sobre el suelo. Y a continuación, Joe se desvaneció en la nada.</p> <p></p> <p>—El tiempo —estaba diciendo Kerry Westerfield— es curvo. Eventualmente, y a plazos determinados, regresa al mismo lugar donde comenzó. —Colocó un pie en una apropiada saliente de las rocas de la chimenea, y se estiró voluptuosamente. Desde la cocina se oía el tintineo de los vasos y las botellas que Martha estaba manipulando.</p> <p>—Ayer, a esta misma hora —seguía diciendo Kerry— tomé un Martini. La curva temporal indica que debería tomar otro ahora. ¿Me estas escuchando, ángel?</p> <p>—Lo estoy sirviendo —contestó el ángel, distraídamente.</p> <p>—Entonces has comprendido perfectamente mi argumento. Aquí va otro: el tiempo describe una trayectoria en forma de espiral, y no circular como se cree. Si llamas 'A' al primer ciclo, el segundo será 'A más 1'... ¿comprendes? Todo eso significa un Martini doble esta noche.</p> <p>—Ya sabía dónde terminaría tu conferencia —comentó Martha, entrando al amplio salón enchapado en roble. Era una pequeña mujer de pelo negro, con un rostro singularmente bonito, y una figura que hacía juego con él. El diminuto delantal de algodón que llevaba puesto se veía ligeramente absurdo en combinación con sus pantalones ajustados y la blusa de seda.</p> <p>—Además, no se fabrica gin de graduación infinita. Aquí está tu Martini —dijo, sacudiendo la coctelera y preparando las copas.</p> <p>—Revuélvelo despacio —le avisó Kerry—. Jamás lo sacudas. Así esta bien. —Aceptó la copa que ella le tendía, y la contempló apreciativamente. Su cabello negro, salpicado de gris, brilló bajo la luz de la lámpara, cuando bebió un sorbo de su Martini—. Bueno, muy bueno.</p> <p>Martha bebió lentamente de su copa, mientras contemplaba a su esposo. Realmente un tipo buen mozo, Kerry Westerfield. Andaba por los cuarenta-y-tantos años, agradablemente feo, con una boca ancha, y un ocasional brillo sardónico en sus ojos grises cuando contemplaba la vida. Llevaban ya doce años de casados, y ambos se hallaban contentos de ello.</p> <p>Desde el exterior, llegaba a través de los ventanales el tardío y tenue fulgor de la puesta del sol, reflejándose en el gabinete del equipo estéreo ubicado contra la pared, a un lado de la puerta. Kerry lo miró con un gesto de apreciación.</p> <p>—Costó un ojo de la cara —comentó—. Aunque...</p> <p>—¿Qué? Ah, sí. Los obreros tuvieron realmente un trabajo duro para subirlo por las escaleras. ¿Por qué no lo pruebas, Kerry?</p> <p>—¿No lo has hecho tú, ya?</p> <p>—No; ya bastante complicado era el anterior —explicó Martha con un gesto de desconcierto—. Dispositivos... me confunden. Yo fui educada con una radio Edison. Tú le dabas cuerda con una manivela, y unos sonidos extraños brotaban de una bocina. Eso era algo comprensible para mí. Pero ahora... aprietas un botón y suceden cosas extraordinarias. Ojos electrónicos, selectores de tono, discos que se tocan de ambos lados, con el acompañamiento de fantasmagóricos gruñidos y chasquidos provenientes del interior de la consola. Probablemente tú entiendas de esas cosas; yo ni siquiera lo intento. Cada vez que pongo un disco de Bing Crosby en un aparato colosal como ése, Bing parece avergonzado.</p> <p>—Voy a poner un disco de Debussy —dijo Kerry, comiendo la aceituna de su Martini—. Hay un nuevo disco de Crosby allí para ti. El último.</p> <p>Martha se contorsionó alegremente:</p> <p>—¿Puedo ponerlo, Kerry, sí?</p> <p>—Aja.</p> <p>—Pero tendrás que enseñarme cómo.</p> <p>—Es muy simple —dijo Kerry, dirigiéndose hacia la consola—. Estos pequeños son realmente buenos, ¿sabes? Pueden hacer cualquier cosa, excepto pensar.</p> <p>—Me gustaría que también lavaran los platos —comentó Martha encaminándose hacia la cocina, luego de dejar su copa.</p> <p></p> <p>Kerry encendió una lámpara cercana, y se dirigió a examinar su nuevo equipo. El modelo más moderno de Electrónica del Medioeste, con todas sus últimas innovaciones. Cierto que había resultado caro, pero, después de todo, ¿qué demonios? Podía darse el gusto. Y además, le habían cotizado muy bien el anterior.</p> <p>Al acercarse, observó que el aparato no estaba enchufado, tampoco se veían conexiones por ningún lado... ni siquiera un cable a tierra. Quizá se trataba de una innovación más. La conexión a tierra y la antena incorporada, o algo así. Kerry se agachó, buscando un tomacorriente, e insertó en el la ficha del aparato.</p> <p>Una vez hecho esto, abrió las puertas del gabinete, y observó los diales con una amplia sonrisa de satisfacción. Un rayo de luz azulada brotó repentinamente del aparato, enfocándose en sus ojos. Al mismo tiempo se escuchaba un débil y cuidadoso chasquido, proveniente de las profundidades de la consola. El sonido cesó abruptamente, y Kerry parpadeó, manoseando nerviosamente los diales e interruptores, mientras se mordisqueaba una uña.</p> <p>—Esquema psicológico probado y registrado... —anunció la radio, con una voz remota.</p> <p>—¿Eh? ¿Qué es eso? —se preguntó Kerry, girando el sintonizador—. ¿Un radio-aficionado? No, no puede ser. Ellos no emplean esta frecuencia. Mm-m-m. —Se encogió de hombros, y fue a sentarse en una silla cercana a los estantes de los álbumes. Su mirada pasó rápidamente por los títulos y los nombres de los compositores. ¿Dónde estaba <i>El cisne de Tuonela</i>? Ah, allí estaba, junto a <i>Finlandia</i>. Kerry bajó el álbum de su estante, abriéndolo sobre sus rodillas. Con su mano libre extrajo un cigarrillo del bolsillo, colocándolo entre sus labios, y tanteando sobre la mesa, en busca de la caja de fósforos. El primero que encendió, se apagó al instante.</p> <p>Lo arrojó a la chimenea, y estaba a punto de encender otro, cuando un débil sonido atrajo su atención. La radio estaba caminando a través del salón, acercándose a él. Un tentáculo similar a un látigo surgió de algún lugar, recogió un fósforo y lo raspó contra la tapa de la mesa (igual que lo había hecho Kerry), acercando la llama al cigarrillo del hombre.</p> <p>Los reflejos instintivos respondieron rápidamente. Kerry aspiró profundamente, y explotó en una tos humeante y atormentada, que lo obligó a doblarse en dos, jadeante y momentáneamente ciego.</p> <p>Cuando por fin pudo ver nuevamente, la radio estaba de nuevo en su lugar acostumbrado.</p> <p>Kerry se mordisqueó pensativamente el labio inferior, y luego llamó:</p> <p>—Martha.</p> <p>—La sopa está lista —contestó la voz de ella.</p> <p>Kerry no contestó. Se levantó, dirigiéndose hacia el aparato, observándolo dubitativamente. El cable del enchufe había sido arrancado de su tomacorriente. Kerry lo repuso cautelosamente en su lugar.</p> <p>Luego se agachó para examinar las patas de la consola. Ante sus ojos, parecían construidas de madera, y finamente terminadas. Una mano exploratoria no pudo ampliar esta observación. Madera... dura y quebradiza.</p> <p>Cómo demonios...</p> <p>—¡La cena está lista! —lo llamó Martha.</p> <p>Kerry arrojó su cigarrillo a la chimenea, y salió lentamente de la habitación. Su esposa, colocando una salsera en la mesa, lo miró fijamente.</p> <p>—¿Cuántos Martinis tomaste?</p> <p>—Solo uno —contestó Kerry, vagamente—, me debo haber adormilado por un minuto. Sí, eso es lo que debe haber pasado.</p> <p>—Bueno, ya puedes arrojarte sobre la comida —autorizó su esposa—. Después de todo, es la última oportunidad que tienes de comportarte como un cerdo mientras comes mis comidas; al menos por una semana.</p> <p>Kerry buscó su billetera con un gesto ausente, sacó de ella un sobre y se lo tendió a su esposa:</p> <p>—Aquí está tu boleto, ángel. No lo pierdas.</p> <p>—¡Oh! ¡Parece que merezco un compartimiento para mí sola! —Martha colocó nuevamente la tarjeta en su sobre, y gorgoteó alegremente—. Eres realmente un buen muchacho. ¿Seguro que podrás arreglártelas sin mí?</p> <p>—¿Eh? ¡Ah, sí!... creo que sí —dijo Kerry, agregándole sal a su palta. Se estremeció ligeramente, y pareció salir de un ligero aturdimiento—. Seguro que podré arreglármelas. Tú vete a Denver y ayuda a Carol a tener su bebé. Así todo quedará en familia.</p> <p>—Bue-eno, es mi única hermana... —Martha sonrió al decir esto—. Tú sabes cómo son ella y Bill. Completamente chiflados. Necesitarán a alguien que los tranquilice justamente ahora.</p> <p>No recibió contestación alguna. Kerry estaba meditando profundamente sobre un bocado de su palta. Ante su pregunta, musitó algo acerca del Venerable...</p> <p>—¿Qué pasa con él?</p> <p>—Hay una conferencia mañana. Por alguna extraña razón, todos los términos lectivos nos empantanamos en el Venerable Beda. En fin...</p> <p>—¿Y tienes tu conferencia lista?</p> <p>—Claro —asintió. Kerry. Había enseñado durante ocho años en la misma Universidad, y por cierto que sabía los programas para ese entonces.</p> <p></p> <p>Más tarde, luego de haber servido el café y encendido sendos cigarrillos, Martha echó una mirada a su reloj pulsera.</p> <p>—Ya es casi la hora de tomar el tren. Es mejor que termine de empacar. Los platos...</p> <p>—Yo los lavaré —afirmó Kerry, acompañando a su esposa al dormitorio, donde solo consiguió entorpecer su labor. Al cabo de un tiempo, volvió a bajar, acarreando las valijas hasta el auto. Martha se le reunió, y juntos se encaminaron hacia la estación.</p> <p>El tren llegó en el horario previsto, y media hora después de haber salido, Kerry volvió a instalar el coche en el garaje, y se dirigió hacia la casa, bostezando profundamente. Se sentía cansado. Bien, entonces lavaría los platos, luego una cerveza, y se acostaría a leer un libro.</p> <p>Con una intrigada mirada a la radio, entró a la cocina y comenzó con los platos. Y ese fue el momento que eligió el teléfono del hall para comenzar a sonar. Kerry se secó las manos en una toalla, y se dirigió a. atenderlo.</p> <p>El que llamaba era Mike Fitzgerald, profesor de psicología en su misma Universidad.</p> <p>—Hola Fitz.</p> <p>—Hola, ¿Martha se fue?</p> <p>—Sí. Recién llego de acompañarla a la estación.</p> <p>—¿Te sientes con ánimo como para conversar, entonces? Conseguí un escocés bastante pasable. ¿Por qué no te vienes y charlamos un rato?</p> <p>—Me gustaría —contestó Kerry, bostezando nuevamente— pero estoy muerto. Mañana es un día pesado. ¿Quedamos comprometidos para mañana?</p> <p>—Perfecto. Es que recién acababa de terminar de corregir mis papeles, y sentí la necesidad de aguzar mi mente. ¿Qué sucede?</p> <p>—Nada; espera un momento —Kerry dejó el receptor, y miró por sobre su hombro frunciendo el ceño. Se oían extraños ruidos, procedentes de la cocina. ¡Qué demonios!...</p> <p>Cruzó rápidamente el hall, y se detuvo en la puerta de la cocina, inmóvil y estupefacto. El aparato de radio estaba lavando los platos.</p> <p>Al cabo de un momento, retornó al teléfono, donde le oyó preguntar a Fitzgerald:</p> <p>—¿Sucede algo?</p> <p>—Es mi nuevo combinado —contestó Kerry cautelosamente—. Está lavando los platos.</p> <p>Fitz permaneció silencioso por unos instantes. Cuando contestó lo hizo con una risita indecisa:</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>—Te llamaré más tarde —dijo Kerry, colgando el receptor. Permaneció allí parado, inmóvil por un momento, mordisqueando su labio inferior. Luego se encaminó de vuelta a la cocina, y se detuvo a observar.</p> <p>El aparato estaba parado frente a la pileta, volviéndole la espalda. Varios miembros similares a tentáculos manipuleaban los platos, sumergiéndolos expertamente en agua jabonosa caliente, frotándolos con la pequeña esponja, enjuagándolos concienzudamente y colocándolos luego prolijamente en el escurridor de alambre. Aquellos miembros semejantes a látigos eran su único signo de actividad fuera de lo común. Las piernas eran aparentemente sólidas.</p> <p>—¡En! —exclamó Kerry.</p> <p>No obtuvo respuesta alguna.</p> <p>Se deslizó entonces furtivamente dentro de la cocina, hasta que pudo examinar el combinado desde más cerca. Los tentáculos surgían desde un hueco debajo de uno de los diales, mientras que el cable del enchufe se balanceaba libremente. Entonces carecía de energía. Pero que...</p> <p>Kerry dio unos pasos hacia atrás, y extrajo un cigarrillo. Instantáneamente, el tocadiscos giró, tomó un fósforo de la caja colocada sobre la cocina, y se acercó a él. Kerry parpadeó, estudiando sus patas. Aquello no podía ser madera. Se doblaban mientras la... cosa se movía, elásticas y flexibles, como si fueran de goma. El aparato tenía un singular movimiento furtivo, que no se parecía a ninguna otra cosa sobre la Tierra.</p> <p>Encendió el cigarrillo de Kerry, e inmediatamente regresó a la pileta, donde recomenzó el interrumpido lavado.</p> <p></p> <p>Kerry telefoneó nuevamente a Fitzgerald:</p> <p>—No estaba bromeando. Tengo alucinaciones, o algo así. Ese maldito combinado acaba de encenderme un cigarrillo.</p> <p>—Espera un momento —la voz de Fitzgerald sonaba indecisa—. Esto es una broma, ¿verdad?</p> <p>—¡No! Y no creo que sea una alucinación, tampoco. Está dentro de tu campo. Puedes venir ahora, y ver cómo andan mis reflejos.</p> <p>—Está bien —dijo Fitz—. Dame diez minutos. Y ten un trago preparado.</p> <p>Cortó la comunicación, y Kerry, dejando el receptor de vuelta en la horquilla, pudo volverse a tiempo para ver a la radio salir caminando de la cocina, dirigiéndose a la sala de estar. Su perfil cuadrado, similar a una caja, resultaba sutilmente horripilante, como alguna versión bizarra de algún extraño espantapájaros.</p> <p>Kerry se estremeció, pero al fin siguió al combinado, encontrándolo en su lugar original, inmóvil e impasible. Se acercó a él y abrió las puertecillas del frente, observando cuidadosamente el plato, el brazo del pickup, y todos los otros botones y dispositivos. Aparentemente, no había nada fuera de lo normal. Tocó las patas una vez más; no eran de madera, después de todo. Era algún tipo de plástico, y parecía bastante duro. O... quizás fuera madera al fin y al cabo. Era muy difícil estar seguro, especialmente sin dañar la terminación del mueble. Y Kerry sentía repulsión ante la idea de utilizar un cuchillo contra su propio tocadiscos.</p> <p></p> <p>Probó la radio, sintonizando sin ninguna dificultad varias de las emisoras locales. El tono era bueno... quizás desusadamente bueno, pensó. Y el tocadiscos...</p> <p>Tomó al azar el disco de Hasvorsen, <i>La entrada de los Boyardos</i>, y lo deslizó en su lugar, cerrando la cubierta. No pudo escuchar ningún sonido proveniente del aparato. Una investigación mas cuidadosa demostró, sin embargo, que la púa estaba moviéndose rítmicamente a lo largo del surco, pero sin ningún resultado audible. ¿Y entonces?</p> <p>Kerry retiró el disco al escuchar la campanilla de la puerta de entrada. Era Fitzgerald, un hombre de apariencia taciturna, extremadamente delgado, con un rostro apergaminado, coronado por un enmarañado matorral de opacos cabellos grises.</p> <p>Al llegar, extendió hacia Kerry una larga y huesuda mano.</p> <p>—¿Dónde está mi trago?</p> <p>—Hola Fitz. Ven a la cocina. Lo prepararé. ¿Tomarás un Highball?</p> <p>—Un Highball estará bien.</p> <p>—Enseguida lo preparo —dijo Kerry, iniciando el camino hacia la cocina—. Sin embargo, no lo bebas demasiado pronto. Quiero mostrarte mi nuevo combinado.</p> <p>—¿El que lava platos? —preguntó Fitzgerald—. ¿Qué otra cosa sabe hacer?</p> <p>Kerry entregó al otro su copa:</p> <p>—No toca discos.</p> <p>—Bueno, ese es un problema menor, si va a hacer las tareas de la casa. Vamos a echarle una mirada —agregó, dirigiéndose hacia el salón. Allí seleccionó <i>La siesta de un fauno</i> y se acercó al combinado—. No está enchufado.</p> <p>—Eso no hace ninguna diferencia —contestó Kerry violentamente.</p> <p>—¿Tiene baterías? —preguntó Fitzgerald, mientras deslizaba el disco en su posición, y operaba los interruptores—. Veinticinco centímetros... ya está. Ahora veremos. —Se volvió triunfante hacia Kerry: —¿Y bien? Está sonando ahora.</p> <p>Y lo estaba.</p> <p>—Inténtalo con aquella pieza de Halvorsen. Tómala —al decir esto, alargó el disco hacia Fitzgerald, quien pulsó el interruptor de expulsión, y se quedó contemplando la elevación del brazo del pickup.</p> <p>Pero esta vez el tocadiscos rehusó funcionar. Evidentemente no le agradaba <i>La entrada de los Boyardos</i>.</p> <p>—Es curioso —gruñó Fitzgerald—. Probablemente el problema resida en el disco. Probemos otro.</p> <p>No tuvieron problemas con <i>Daphnis y Cloe</i>, pero el aparato rechazó silenciosamente el <i>Bolero</i>, del mismo compositor.</p> <p>Kerry se sentó e invitó a Fitz con un ademán, a hacerlo en una silla vecina, comentando:</p> <p>—Eso no prueba nada. Ven aquí y observa. No tomes nada aún. ¿Te sientes perfectamente, este... normal?</p> <p>—Seguro. ¿Y bien?</p> <p>Kerry sacó un cigarrillo. El combinado caminó a través del cuarto, recogiendo una caja de fósforos a su paso, y sostuvo gentilmente la llama. Una vez encendido el cigarrillo, regresó a su lugar junto a la puerta.</p> <p>Fitzgerald no efectuó comentario alguno. Al cabo de unos instantes, extrajo a su vez un cigarrillo de su bolsillo, y esperó. Nada sucedió esta vez.</p> <p>—¿Entonces...? —preguntó Kerry.</p> <p>—Un robot. Esa es la única respuesta posible. Por los huesos de Petrarca ¿dónde lo conseguiste?</p> <p>—No pareces muy sorprendido.</p> <p>—Sin embargo, lo estoy. Pero ya he visto robots anteriormente: La Westinghouse los probó, y tú lo sabes. Solo que este... —Fitzgerald comenzó a golpear suavemente sus dientes con la uña de su dedo índice—. ¿Quién lo hizo?</p> <p>—¿Cómo demonios quieres que lo sepa? —preguntó Kerry, airado—. La gente de la fábrica de tocadiscos, supongo.</p> <p>—Espera un minuto —interrumpió Fitzgerald, con los párpados entornados—. No entiendo muy bien...</p> <p>—Es que no hay nada que entender. Compré este combinado hace pocos días. Entregué el viejo como parte de pago. Me lo enviaron esta misma tarde, y... —Kerry explicó todo lo que había sucedido.</p> <p>—¿Quiere decir que no sabías que era un robot?</p> <p>—Exactamente. Lo compré como una radio. ¡Y ahora esa... esa maldita cosa parece estar viva!</p> <p>—No —Fitzgerald se levantó, sacudiendo la cabeza, e inspeccionó cuidadosamente la consola—. Es un nuevo tipo de robot. Al menos... ¿qué otra cosa queda por pensar? Sugiero que te pongas al habla con la gente de la Medioeste mañana mismo, y los consultes.</p> <p>—Abramos el gabinete, y echemos una mirada al interior —sugirió Kerry.</p> <p>Fitzgerald aceptó gustosamente, pero el experimento demostró ser imposible de llevar a cabo. Los paneles exteriores, presumiblemente de madera, no estaban, como era de prever, atornillados en su lugar, y no había aparentemente ninguna manera de abrir la caja del aparato. Kerry buscó un destornillador, y comenzó a utilizarlo, delicadamente al principio, y luego con reprimida furia. Aun así, sus esfuerzos fueron inútiles, no solo para abrir alguno de los paneles, sino que tampoco fueron capaces de rayar la oscura y pulida terminación del gabinete.</p> <p>—¡Maldita sea! —dijo finalmente—. Bueno, tus suposiciones son tan buenas como las mías. Es un robot. Sólo que no estaba enterado de que pudieran construirlos tan avanzados. ¿Y por qué con forma de combinado?</p> <p>—No me preguntes a mí —dijo Fitzgerald, encogiéndose de hombros—. Consúltalo mañana. Este es el primer paso. Naturalmente, estoy un poco desconcertado. Si han conseguido inventar una nueva clase de robot especializado, ¿por qué ponerlo en un gabinete de tocadiscos? ¿Y qué es lo que hace que esas patas se muevan? No hay ningún tipo de ruedas en ellas.</p> <p>—Yo también me estuve preguntando lo mismo.</p> <p>—Cuando se mueve, las patas parecen... de goma; solo que no lo son. Son duras como... madera. O plástico.</p> <p>—Estoy asustado de la cosa ésa —comentó Kerry.</p> <p>—¿Quieres quedarte en casa esta noche?</p> <p>—N-no, creo que no será necesario. El... robot no puede hacerme daño.</p> <p>—No creo que lo desee. Hasta ahora te ha estado ayudando, ¿no es así?</p> <p>—Sí —contestó Kerry, y salió para preparar otros tragos.</p> <p>El resto de la conversación transcurrió en forma intrascendente. Varias horas más tarde, Fitzgerald partió para su casa, algo preocupado. En realidad, no había estado tan indiferente, sino que solo lo había aparentado, en consideración a los nervios de Kerry. El impacto de algo tan absolutamente inesperado dentro de la vida normal, era sutilmente aterrador. Y a pesar de todo, como él mismo había dicho, el robot no parecía amenazante.</p> <p></p> <p>Kerry subió a su cuarto, llevando consigo una novela policial que aún no había comenzado a leer. El tocadiscos lo siguió al dormitorio, y delicadamente le quitó el libro de las manos. Kerry se aferró instintivamente a él.</p> <p>—¡Eh! —exclamó—. Qué demonios...</p> <p>El combinado salió nuevamente del dormitorio en dirección a la sala de estar, y Kerry lo siguió, justo a tiempo para verlo reponer el libro en su estante correspondiente. Al cabo de un momento, se retiró silenciosamente, cerrando su puerta con llave y durmió desasosegadamente hasta la mañana siguiente.</p> <p>Aún con sus pijamas y en pantuflas, bajó tambaleante para observar nuevamente el tocadiscos. Estaba de nuevo en su lugar original, y parecía como si jamás se hubiera movido: bastante pálido, comenzó a preparar su desayuno. Sin embargo, cuando fue a tomarlo, sólo le fue permitido una única taza de café. El tocadiscos apareció, retirándole reprobadoramente la segunda taza de la mano, y la vació en la pileta.</p> <p>Aquello fue más que suficiente para Kerry Westerfield. Buscó apresuradamente su sombrero y su sobretodo, y abandonó la casa casi corriendo. Había tenido el horrible presentimiento que el combinado podría seguirlo, pero éste se abstuvo de hacerlo, afortunadamente para su salud mental. Estaba comenzando a preocuparse seriamente por ella.</p> <p>Durante la mañana encontró algo de tiempo para telefonear a la Electrónica del Medioeste, pero el vendedor no sabía nada al respecto. El equipo era un combinado de modelo estándar, el más moderno de ellos. Si no funcionaba satisfactoriamente, por supuesto estaría muy contento de...</p> <p>—¡Oh, no! Está perfectamente —contestó Kerry—. ¿Pero quién lo construyó? Eso es lo que me interesaría saber.</p> <p>—Un momento, por favor —y luego de una demora, la voz informó—. Proviene del Departamento del señor Lloyd. Uno de nuestros capataces.</p> <p>—Comuníqueme con él, por favor.</p> <p>Pero Lloyd no fue de mucha ayuda. Luego de mucho pensarlo, recordó que el combinado había sido colocado en el depósito sin número de serie y que hubo que agregárselo posteriormente.</p> <p>—¿Pero ¿quién lo fabricó?</p> <p>—En este momento no pudo decírselo con seguridad. Pero creo que puedo averiguárselo. ¿Qué le parece si lo llamo más tarde?</p> <p>—No se olvide —pidió Kerry, y retornó a sus clases. La conferencia sobre el Venerable Beda no resultó demasiado exitosa ese año.</p> <p>Durante el descanso del mediodía pudo ver a Fitzgerald, quien pareció aliviado cuando Kerry se acercó a su mesa.</p> <p>—¿Encontraste algo más acerca de tu robot-mascota? —preguntó el profesor de psicología.</p> <p>No había nadie dentro del radio de alcance de sus voces. Con un suspiro de cansancio, Kerry se dejó caer en una silla, y encendió un cigarrillo.</p> <p>—Absolutamente nada. ¡Oh, es un placer poder hacer esto por mí mismo! —exclamó, expulsando el aire de sus pulmones—. Telefoneé a la Compañía.</p> <p>—¿Y?</p> <p>—No saben nada. Excepto que el combinado no tenía número de serie.</p> <p>—Eso puede ser significativo —comentó Fitzgerald.</p> <p>Kerry comentó con su amigo acerca de los incidentes con el libro y el café, y Fitzgerald desvió la mirada hacia su vaso de leche.</p> <p>—Yo te he efectuado varios psicotests, y te dije que demasiada excitación era perjudicial para ti.</p> <p>—¡Pero una novela de detectives! —Bueno, admito que es demasiado exagerado; pero puedo entender las razones por las que el robot actuó de esa manera. Aunque confieso que no sé cómo se las arregló para hacerlo. —Aquí dudó un instante—. Sin inteligencia quiero decir.</p> <p>—¿Inteligencia? —Kerry pasó la lengua por sus labios—. Y o no estoy muy seguro que sea simplemente una máquina. Y yo no estoy loco.</p> <p>—No, no lo estás. Pero tú dijiste que el robot estaba en la habitación del frente. ¿Cómo pudo saber qué era lo que estabas leyendo? —A menos que cuente con algún tipo de visión de rayos-X, escudriñadores superveloces y poderes asimilativos, no puedo siquiera imaginármelo. Quizás no quisiera que leyera nada.</p> <p>—Eso tiene sentido —gruñó Fitzgerald—. ¿Sabes algo acerca de máquinas teóricas de ese tipo?</p> <p>—¿Robots?</p> <p>—Puramente teóricos. Tu cerebro es un coloide, tú lo sabes. Compacto, complicado... pero lento. Supón que llegas a desarrollar un dispositivo con varios trillones de unidades radioatómicas, alojadas en un material aislante. El resultado es un cerebro, Kerry. Un cerebro con una tremenda cantidad de unidades, interactuando a velocidades lumínicas. Una lámpara de radio ajusta el flujo de corriente cuando el dispositivo está operando a cuarenta millones de señales diferenciadas por segundo. Y, teóricamente al menos, un cerebro radioatómico del tipo que te he mencionado, puede incluir capacidades de percepción, reconocimiento, evaluación, reacción y ajuste, a razón de cien mil por segundo.</p> <p>—Pero eso es pura teoría.</p> <p>—Sí, yo también lo creía. Sin embargo, me gustaría saber de dónde proviene tu combinado.</p> <p>Uno de los mozos comenzó a llamar en voz alta:</p> <p>—¡Teléfono para el Sr. Westerfield!</p> <p>Kerry se excusó y salió. Cuando regresó, podía apreciarse en su rostro una mirada preocupada, que unía las pobladas cejas. Fitzgerald se quedó mirándolo interrogativamente.</p> <p>—Era un tipo llamado Lloyd, de la planta de la Medioeste. Había estado hablando con él acerca del tocadiscos.</p> <p>—¿Tuviste suerte?</p> <p>—No... Bueno, no mucha —contestó Kerry, sacudiendo la cabeza—. No pude averiguar quién pudo haber construido la cosa.</p> <p>—Pero ¿fue construida en la planta?</p> <p>—Sí. Hace más o menos dos semanas atrás... pero no existen registros sobre quién la hizo. Lloyd parece pensar que es muy, muy extraño. Si el combinado fue construido en la planta, ellos tendrían que saber quién lo hizo.</p> <p>—¿Y entonces?</p> <p>—Entonces, nada. Y cuando le pregunté como se abre el gabinete, me dijo que era muy sencillo: simplemente desatornillando el panel posterior.</p> <p>—Es que no hay ningún tornillo allí —dijo Fitzgerald.</p> <p>—Ya lo sé.</p> <p>Se miraron mutuamente, hasta que Fitzgerald rompió el silencio:</p> <p>—Daría cincuenta dólares por saber si ese robot fue construido realmente hace sólo dos semanas atrás.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—Porque un cerebro radioatómico necesita cierto entrenamiento. Incluso para ciertas cosas simples cómo encender un cigarrillo.</p> <p>—Es que me vio encender uno.</p> <p>—Y siguió el ejemplo. Y en cuanto al lavado de platos... hm-m-m. Inducción, supongo. Si ese dispositivo ha sido entrenado previamente, es un robot. De lo contrario... —Fitzgerald hizo una pausa.</p> <p>Kerry parpadeó, y luego lo instó:</p> <p>—¿De lo contrario qué?</p> <p>—Entonces no sé qué demonios puede ser. En ese caso tendría la misma relación con un robot, que nosotros con el Eohippus... Sólo sé una cosa, Kerry: es muy probable que ningún científico de nuestros días posea los conocimientos necesarios como para diseñar una... una cosa como ésa.</p> <p>—Estás argumentando en círculos —dijo Kerry—. Alguien tiene que haberlo hecho.</p> <p>—Es verdad. Pero ¿Cómo... cuándo... <i>y quién</i>? Eso es lo que me tiene preocupado.</p> <p>—Bueno, tengo una clase en cinco minutos. ¿Por qué no vienes a casa esta noche?</p> <p>—No puedo. Tengo una conferencia en el Salón. Pero te llamaré cuando termine.</p> <p>Kerry se despidió con un gesto, tratando de desechar los pensamientos sobre el tema, y consiguiéndolo regularmente bien. Sin embargo, aquella noche, mientras cenaba solo en un restaurant, comenzó a sentir una general falta de deseos de regresar a su casa. Sabía que había un espantapájaros esperándolo.</p> <p>—Cognac —ordenó el camarero—. Que sea doble.</p> <p>Dos horas más tarde, un taxi dejaba a Kerry en la puerta de su casa. Se encontraba notablemente borracho; los objetos se movían en forma imprecisa delante de sus ojos. Caminó inestablemente hacia la puerta, subiendo los escalones con exagerado cuidado, y entró en la casa.</p> <p>Encendió la luz. El combinado se acercó inmediatamente a él y unos delgados tentáculos, resistentes como el acero se arrollaron alrededor de su cuerpo, manteniéndolo inmóvil. Un aguda punzada de violento terror azotó a Kerry; luchó desesperadamente por liberarse, mientras trataba infructuosamente de gritar, pues su garganta estaba completamente seca.</p> <p>Del panel frontal de la radio surgió un relámpago de luz amarilla, que encegueció momentáneamente al hombre. Luego se deslizó en dirección a su pecho, deteniéndose allí por un instante. Repentinamente, un sabor insólito inundó la boca de Kerry. Al cabo de un minuto aproximadamente, el rayo se apagó, los tentáculos desaparecieron de la vista, y el combinado regresó a su rincón acostumbrado. Kerry se tambaleó débilmente hasta una silla, y se dejó caer en ella, tragando saliva espasmódicamente.</p> <p>Estaba completamente sobrio. Lo que era absolutamente imposible. Catorce cognacs debían haber infiltrado una considerable cantidad de alcohol dentro de su sistema circulatorio. Y uno no puede agitar una varita mágica y alcanzar instantáneamente un estado de completa sobriedad. Sin embargo, eso era exactamente lo que había pasado.</p> <p>El... robot tratando de ser útil. Sólo que Kerry hubiera preferido permanecer borracho.</p> <p>Se levantó cautelosamente y se deslizó más allá del tocadiscos en dirección a la biblioteca. Con un ojo fijo en el combinado, tomó nuevamente la novela policial que había tratado de leer la noche precedente. Como había esperado, los tentáculos del aparato la retiraron de su mano, para reponerlo en su estante correspondiente. Kerry, recordando las palabras de Fitzgerald, echó una mirada a su reloj. Tiempo de reacción, cuatro segundos.</p> <p>Retiró de un estante contiguo un tomo de Chaucer, y la radio permaneció inmóvil. Sin embargo, cuando Kerry buscó un volumen de historia, este le fue quitado suavemente de sus manos. Tiempo de reacción, seis segundos.</p> <p>Kerry localizó un libro de historia dos veces más grueso que el anterior.</p> <p>Tiempo de reacción, diez segundos.</p> <p>Oh, oh. Así que el robot realmente leía los libros. Aquello significaba algún tipo especial de rayos X y reacciones superveloces. ¡Por las barbas de Josafat!</p> <p>Kerry comenzó a intentar con nuevos títulos, preguntándose cuál era el criterio de juicio del combinado. <i>Alicia en el País de las Maravillas</i> fue arrebatado de sus manos; los poemas de Millay fueron aprobados. Kerry confeccionó una lista, a dos columnas, para futuras referencias.</p> <p>De acuerdo con todo lo que había sucedido, el robot no era un simple sirviente. Era un censor. Pero, ¿cuál era su patrón de comparación?</p> <p>Al cabo de un momento, recordó su conferencia del día siguiente, y comenzó a repasar sus apuntes; varios párrafos entre ellos necesitaban ser verificados. Con cierta indecisión localizó el libro que necesitaba como referencia... y el robot lo arrebató de su mano.</p> <p>—Espera un momento —dijo Kerry—, ¡necesito ese libro!</p> <p>Trató de arrancar el volumen del apretón de los tentáculos, pero infructuosamente; el aparato no le prestó atención, y remplazó calmosamente el libro en su correspondiente estante.</p> <p>Kerry permaneció donde estaba, mordisqueando su labio inferior. Esto era ya demasiado. El maldito robot era un monitor. Se deslizó furtivamente hacia el libro, lo atrapó rápidamente, y salió de la habitación antes que el robot pudiera moverse.</p> <p>La cosa lo estaba persiguiendo. Podía oír el suave roce de sus... sus pies. Kerry se escabulló dentro del dormitorio, y cerró la puerta con llave. Allí esperó, con su corazón palpitando aceleradamente, contemplando como el tocadiscos probaba suavemente el picaporte.</p> <p>Un tentáculo delgado como un cabello se deslizó a través de la juntura de la puerta, y comenzó a tantear torpemente la llave. Kerry saltó repentinamente hacia adelante, y corrió el cerrojo auxiliar. Sin embargo, eso tampoco ayudó. Las herramientas de precisión del robot —las antenas especializadas— lo descorrieron nuevamente; y entonces el combinado abrió la puerta, entrando al dormitorio, para dirigirse directamente hacia Kerry.</p> <p>Este se sintió dominado por el pánico. Con un respingo arrojó el libro en dirección a la cosa, y ésta lo atrapó hábilmente en el aire. Aparentemente, eso había sido todo lo que deseaba, pues inmediatamente giró sobre sí misma y salió de la habitación, hamacándose torpemente sobre sus patas flexibles, llevándose el volumen requisado. Kerry maldijo suavemente.</p> <p>En ese momento, llamó el teléfono. Era Fitzgerald.</p> <p>—Y bien... ¿Cómo van las cosas?</p> <p>—¿Tienes un ejemplar de la <i>Literatura social de las edades</i>, de Cassens?</p> <p>—No, no creo que lo tenga, ¿por qué?</p> <p>—No importa: ya lo conseguiré mañana en la biblioteca de la Universidad —Kerry explicó lo que había sucedido, y Fitzgerald silbó suavemente.</p> <p>—Con que interfiriendo, ¿eh? Hm-m-m... Me pregunto...</p> <p>—Estoy asustado de esa cosa.</p> <p>—No creo que intente hacerte ningún daño. ¿Dices que te puso sobrio?</p> <p>—Sí. Con un rayo amarillo. Eso no es muy lógico.</p> <p>—Podría serlo. El equivalente vibratorio del cloruro de tiamina.</p> <p>—¿Luminoso?</p> <p>—Existe una vitamina contenida en la luz del sol, tú sabes. Pero ese no es el punto más importante. Está censurando tus lecturas... y aparentemente puede leer los libros, con unas reacciones superrápidas. Ese dispositivo, sea lo que fuere, no es un robot.</p> <p>—Y tú me lo dices a mí —observó Kerry—. ¡Es un Hitler!</p> <p>Fitzgerald no rió ante la broma. En lugar de ello, sugirió sobriamente:</p> <p>—¿Y si pasaras la noche en mi casa?</p> <p>—No —contestó Kerry, con voz obcecada—. Ningún tocadiscos de tal-por-cual va a conseguir echarme de mi propia casa. Antes que eso, lo destrozo con un hacha.</p> <p>—Bueno, supongo que sabes lo que estás haciendo. Llámame si... si sucede algo.</p> <p>—Lo haré —afirmó Kerry, colgando el receptor. Se dirigió a la sala de estar, y contempló fríamente al combinado. ¿Qué demonios era aquello... y qué estaba tratando de hacer? Por supuesto que no era un simple robot. Asimismo, era igualmente cierto que no estaba vivo, al menos en el sentido en que está vivo un cerebro coloidal.</p> <p>Con sus labios apretados, fue hacia el aparato, y comenzó a manipular sus diales e interruptores. Desde la consola llegó a sus oídos el ritmo palpitante y errático de una oscilación de banda, como respuesta a sus operaciones. Intentó la frecuencia correspondiente a la onda corta... nada inusual en ella. ¿Y entonces?</p> <p>Entonces nada. No había respuesta para todo aquello.</p> <p>Luego de unos momentos más de meditación, se fue a dormir.</p> <p>Durante el almuerzo del día siguiente, llevó el tomo de <i>La literatura social</i> de Cassens, para mostrárselo a Fitzgerald.</p> <p>—¿Qué pasa con él? —preguntó su amigo.</p> <p>—Mira aquí —dijo Kerry, pasando las páginas rápidamente, para indicarle un párrafo—. ¿Esto significa algo para ti?</p> <p>—Sí —contestó Fitzgerald, luego de leerlo—. Sí. El punto central parece residir en que el individualismo es necesario para la producción literaria. ¿Estás de acuerdo?</p> <p>—No lo sé —contestó Kerry, mirándolo.</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>—Mi mente divaga.</p> <p>Fitzgerald despeinó aún más su cabello gris, entrecerrando sus ojos, y observando intensamente al otro hombre:</p> <p>—Empecemos otra vez. En realidad yo no quise...</p> <p>Kerry lo interrumpió con mal reprimida impaciencia.</p> <p>—Esta mañana fui a la biblioteca y consulté esta referencia. La leí cuidadosamente, pero no significa nada para mí. Solo un montón, de palabras. Tú sabes lo que sucede cuando estás fatigado por haber estado leyendo mucho. Llegas a una oración con demasiadas cláusulas subordinadas, y no llegas a captar su significado. Bueno, fue algo parecido a eso.</p> <p>—Léela ahora —ordenó calmosamente Fitzgerald, empujando el libro a través de la mesa.</p> <p>Kerry obedeció, levantando luego la vista con una sonrisa irónica:</p> <p>—Nada.</p> <p>—Léela en voz alta. Yo la seguiré contigo, paso por paso.</p> <p>El intento fue en vano. Kerry parecía absolutamente incapaz de asimilar el sentido del párrafo.</p> <p>—Puede ser un bloqueo semántico —manifestó Fitzgerald, rascándose una oreja—. ¿Es la primera vez que te sucede?</p> <p>—Sí... estee... no. Bueno, no lo sé...</p> <p>—¿Tienes alguna clase esta tarde? Bueno, entonces corramos a tu casa.</p> <p>—Está bien —dijo Kerry, apartando su plato—. Después de todo, no tengo hambre. Cuando quieras...</p> <p></p> <p>Media hora más tarde, estaban observando el combinado. Parecía bastante inofensivo. Fitzgerald perdió algún tiempo tratando de quitar alguno de los paneles, pero al fin lo descartó como un esfuerzo inútil. En lugar de ello, buscó lápiz y papel, se sentó frente a frente con Kerry, y comenzó a hacerle preguntas.</p> <p>En una de ellas se detuvo y comentó:</p> <p>—No me habías mencionado eso anteriormente.</p> <p>—Supongo que me habré olvidado.</p> <p>Fitzgerald se golpeó suavemente los dientes con el cabo de su lápiz:</p> <p>—Hm-m-m. La primera vez que el combinado actuó...</p> <p>—Me enfocó en los ojos con un rayo azul.</p> <p>—No, eso no. Quiero saber lo que dijo.</p> <p>—¿Qué dijo? —Kerry parpadeó, dudando—. «Esquema psicológico probado y registrado», o algo parecido. Yo pensé que había sintonizado alguna estación de radio, y que la frase formaba parte de algún programa de preguntas y respuestas, o algo así. ¿Quieres decir...?</p> <p>—¿Las palabras eran fáciles de entender? ¿En un inglés correcto?</p> <p>—Ahora que lo recuerdo, no —dijo Kerry, ceñudo—. Estaban bastante mal pronunciadas. Como si las vocales estuvieran acentuadas en exceso.</p> <p>—Aja. Bueno, continuemos. —Y comenzaron un test de asociación de palabras.</p> <p>Finalmente, Fitzgerald se echó hacia atrás, frunciendo el ceño:</p> <p>—Quiero cotejar todo este material con los últimos tests que te tomé hace algunos meses. Me parece curioso... muy curioso. Me sentiría mucho mejor si supiera exactamente de qué tipo de memoria se trata. Hemos hecho un considerable trabajo acerca de la mnemotecnia... la memoria artificial. Sin embargo, podría no ser nada de eso en absoluto.</p> <p>—¿Eh?</p> <p>—Esa... máquina. O bien la han provisto de una memoria artificial, o la han entrenado minuciosamente, o ha sido ajustada para un medio ambiente y una cultura diferentes. Te ha afectado... bastante.</p> <p>—¿De qué manera? —preguntó Kerry, pasándose la lengua por los labios resecos.</p> <p>—Implantando bloqueos en tu mente. No los he correlacionado todavía. Cuando lo haga, quizás podamos imaginarnos algún tipo de respuesta para todo esto. No, esa cosa no es un robot. Es mucho más que eso.</p> <p>Kerry tomó un cigarrillo, y el combinado se dirigió rápidamente a encendérselo. Los dos hombres lo contemplaron con un débil estremecimiento de horror.</p> <p>—Es mejor que te quedes en mi casa esta noche —sugirió Fitzgerald.</p> <p>—No, gracias —contestó Kerry, estremeciéndose.</p> <p></p> <p>Al día siguiente, Fitzgerald buscó a Kerry durante el almuerzo, pero el joven no apareció. Al no encontrarlo, telefoneó a su casa, y Martha atendió el teléfono.</p> <p>—¡Hola! ¿Cuándo regresaste?</p> <p>—Hola, Fitz. Hace sólo una hora. Mi hermana se me adelantó y tuvo su bebé sin mí... así que decidí volverme. —Ella se detuvo, y Fitzgerald se sintió súbitamente alarmado por su tono.</p> <p>—¿Dónde está Kerry?</p> <p>—Está aquí. ¿Puedes venir enseguida, Fitz? Estoy muy preocupada.</p> <p>—¿Qué le sucede?</p> <p>—No... no lo sé. Ven inmediatamente, por favor.</p> <p>—Está bien —contestó Fitzgerald, y colgó el receptor, mordiéndose nerviosamente los labios. Cuando llamó a la puerta de los Westerfield, pocos minutos más tarde, descubrió que sus nervios estaban peligrosamente fuera de control. Sin embargo, la aparición de Martha consiguió tranquilizarlo.</p> <p>La siguió rápidamente hasta el living, donde la mirada de Fitzgerald se dirigió automáticamente hacia el tocadiscos, que permanecía exactamente igual, y luego a Kerry, sentado inmóvil junto a una de las ventanas. El rostro de este último mostraba una expresión vacía, desconcertada. Sus pupilas estaban ampliamente dilatadas, y apenas dio señales de reconocerlo, aunque muy lentamente.</p> <p>—Hola, Fitz —saludó.</p> <p>—¿Cómo te sientes?</p> <p>—Fitz, ¿qué sucede? —interrumpió Martha—. ¿Está enfermo? ¿Llamo al médico?</p> <p>Fitzgerald se sentó, mientras preguntaba:</p> <p>—¿Has notado algo extraño acerca de esa radio?</p> <p>—No, ¿por qué?</p> <p>—Entonces, escucha. —Le relató toda la historia, viendo como la incredulidad luchaba contra una recelosa aceptación de los hechos, reflejada nítidamente en el rostro de Martha. A pesar de todo, intentó objetar.</p> <p>—Pero no puedo creer...</p> <p>—Si Kerry saca un cigarrillo, esa cosa tratará de encendérselo. ¿Quieres ver cómo lo hace?</p> <p>—N-no. Es decir, sí; creo que sí —dudó Martha, con los ojos muy abiertos.</p> <p>Fitzgerald ofreció un cigarrillo, y sucedió lo esperado. Martha permaneció silenciosa. Cuando el combinado hubo regresado a su sitio acostumbrado, se estremeció, dirigiéndose hacia Kerry. El la contempló vagamente.</p> <p>—Necesita un médico, Fitz.</p> <p>—Sí —comentó Fitz, sin mencionar que un doctor resultaría totalmente inútil.</p> <p>—¿Qué es esa... cosa?</p> <p>—Es algo más que un robot. Y ha estado tratando de «reajustar» a Kerry. Ya te he dicho lo que ha pasado. Cuando controlé los esquemas psicológicos de Kerry, encontré que habían sido alterados. Ha perdido la mayor parte de su iniciativa.</p> <p>—Nadie en la Tierra podría haber hecho esa...</p> <p>—Ya he pensado en eso —la interrumpió Fitzgerald, con el ceño fruncido—. Parece ser producto de una cultura bien desarrollada, bastante diferente de la nuestra. Quizás marciana. Es algo tan especializado, que sólo encajaría naturalmente dentro de una cultura sumamente sofisticada. Pero no puedo entender por qué tiene la apariencia exacta de uno de los tocadiscos que produce la Electrónica del Medioeste.</p> <p>Martha posó su mano sobre la de Kerry.</p> <p>—¿Quizás se trate de un camouflage?</p> <p>—Pero..., ¿por qué? Tú fuiste una de mis mejores alumnas de Psicología, Martha. Contémplalo desde el punto de vista lógico. Imagina una civilización donde un dispositivo como éste tenga un lugar apropiado. Y entonces usa el método de razonamiento inductivo.</p> <p>—Estoy tratando de hacerlo, pero no puedo pensar muy lógicamente. Fitz, estoy muy preocupada por Kerry.</p> <p>—Yo estoy perfectamente bien —intervino Kerry.</p> <p>Fitzgerald unió las yemas de sus dedos:</p> <p>—No se trata tanto de un combinado como de un monitor. En la otra civilización de la cual proviene, quizás cada ser humano tiene uno, o tal vez sólo algunos pocos... los que los necesitan. Y el aparato los mantiene adaptados al medio ambiente.</p> <p>—¿Destruyendo sus iniciativas?</p> <p>—¡No lo sé! —contestó Fitzgerald, con un gesto de impotencia—. Funcionó así en el caso de Kerry. En otros casos... ¡no puedo saberlo!</p> <p>Martha se levantó decididamente.</p> <p>—No creo que sea necesario hablar más. Kerry necesita un doctor. Después de eso, podremos conversar con respecto a eso —dijo, señalando el combinado.</p> <p>—Sería una lástima destruirlo —dijo Fitzgerald—, pero... —su mirada era significativa.</p> <p>En ese momento, el tocadiscos se movió. Se desprendió de su rincón acostumbrado, con un paso furtivo y bamboleante, y se dirigió en dirección a Fitzgerald. Cuando éste intentó saltar fuera de su trayectoria, los tentáculos, similares a látigos, se dispararon para inmovilizarlo. Un pálido rayo iluminó por un instante los ojos del psicólogo.</p> <p>El resplandor se apagó casi al instante; los tentáculos aflojaron su tensión, y el aparato se retiró a su lugar de origen. Fitzgerald permaneció donde estaba, inmóvil. Martha había saltado sobre sus pies, llevando una mano a su boca.</p> <p>—¡Fitz! —llamó, con voz estremecida.</p> <p>—¿Sí? —contestó él, dudando—. ¿Qué sucede?</p> <p>—¿Estás herido? ¿Qué te hizo?</p> <p>—¿Eh? —preguntó él, frunciendo ligeramente el entrecejo—. ¿Herido? ¿Por qué habría de estarlo?</p> <p>—El tocadiscos. ¿Qué te hizo?</p> <p>La mirada de él se dirigió hacia la consola.</p> <p>—¿Qué pasa con ella? Me temo que no entiendo mucho de electrónica, Martha.</p> <p>—Fitz —ella se adelantó, aferrándose a su brazo—. Escúchame. —Las palabras se atropellaban para salir de su boca. El combinado. Kerry. La discusión que habían tenido.</p> <p>Fitzgerald la miró sin expresión, como si no entendiera sus palabras.</p> <p>—Creo que estoy un poco estúpido hoy, pero no puedo entender de qué estás hablando.</p> <p>—El tocadiscos... ¡Tú sabes! Tú mismo dijiste que había alterado a Kerry... —Al llegar aquí, Martha hizo una pausa, observando atentamente al hombre.</p> <p>Fitzgerald se sentía realmente intrigado. Martha estaba actuando de una forma extraña. Peculiar. El la había considerado siempre como una muchacha bastante inteligente, pero ahora se estaba comportando como si no lo fuera. Al menos, él no podía ni imaginar qué quería decirle. Simplemente, sus palabras no tenían sentido.</p> <p>¿Y qué estaba diciendo con respecto al combinado? ¿Acaso no funcionaba bien? Kerry había dicho que se trataba de una buena adquisición, con un sonido magnífico, y los últimos adelantos de la electrónica. Por un fugaz instante, se preguntó si Martha habría enloquecido repentinamente.</p> <p>De cualquier forma, ya se había hecho tarde para su próxima clase. Cuando lo mencionó, Martha no trató de detenerlo, y él partió rumbo a la Universidad. El rostro de Martha estaba pálido como la tiza.</p> <p></p> <p>Kerry extrajo un cigarrillo. El combinado se apresuró a alcanzarle un fósforo encendido.</p> <p>—¡Kerry!</p> <p>—¿Sí, Martha? —preguntó él, con voz átona.</p> <p>Ella contempló fijamente al... combinado. ¿Marte? ¿Quizás otro mundo... otra civilización? ¿Qué era aquello? ¿Qué quería? ¿Qué estaba tratando de hacer?</p> <p>Martha salió de la casa, dirigiéndose rápidamente hacia el garaje. Cuando regresó, llevaba una pequeña hachuela firmemente apretada en su mano.</p> <p>Kerry observaba sus movimientos. Vio a Martha dirigirse directamente hacia el tocadiscos y levantar el hacha... y entonces un cegador relámpago surgió de la consola, y Martha se desvaneció en el aire. Unas pocas motas de polvo flotaron suavemente en la luz del crepúsculo.</p> <p>—Destrucción de un ataque amenazante, proveniente de una forma de vida —comunicó el combinado, exagerando la pronunciación de las palabras.</p> <p>El cerebro de Kerry se trastornó. Repentinamente se sintió enfermo... aturdido y absolutamente vacío.</p> <p>—¡Martha...!</p> <p>Su mente se rebeló. El instinto y las emociones lucharon contra algo que trataba de someterlos. Repentinamente, todas las represas cedieron, los bloqueos desaparecieron, y las barreras fueron bajadas. Kerry gritó ronca, inarticuladamente, y saltó sobre sus pies.</p> <p>—¡Martha! —aulló nuevamente.</p> <p>Ella había desaparecido. Kerry miró desesperadamente a su alrededor. ¿Dónde...?</p> <p>¿Qué era lo que había pasado? No podía recordar...</p> <p>Se dejó caer nuevamente sobre la silla, frotándose la frente. Su mano libre extrajo un cigarrillo, en una reacción instintiva que le procurara un instante de reposo. Instantáneamente, el tocadiscos avanzó hacia él, sosteniendo un fósforo encendido.</p> <p>Kerry emitió un sonido enfermizo, jadeante, y saltó de la silla. Ahora recordaba. Recogió el hacha del suelo, y se arrojó hacia la consola, los dientes desnudos en un rictus de desesperación.</p> <p>Una vez más brilló aquel relámpago cegador.</p> <p>Y Kerry se desvaneció. La hachuela golpeó con ruido sordo sobre la alfombra.</p> <p>El combinado se dirigió de vuelta a su lugar, y se detuvo allí una vez más, inmóvil. Un débil chasquido surgió de su cerebro radioatómico.</p> <p>—Sujeto básicamente inapropiado —comunicó, luego de un momento—. La eliminación se consideró imprescindible. ¡Click! Preparación para nuevo sujeto completada!</p> <p>Click.</p> <p></p> <p>—Bueno, la tomaremos —dijo el muchacho.</p> <p>—Puede estar seguro de no cometer un error —sonrió el agente inmobiliario—. Es una casa tranquila, aislada, y el precio es muy razonable.</p> <p>—Bueno, no tan razonable —agregó la chica—. Pero es justo lo que estábamos buscando.</p> <p>El agente se encogió de hombros:</p> <p>—Por supuesto, una casa sin amueblar les saldría más barata, pero...</p> <p>—No hemos estado casados el tiempo suficiente como para tener muebles —sonrió el muchacho, pasando un brazo sobre los hombros de ella—, ¿Te gusta, querida?</p> <p>—Hm-m-m. ¿Quién vivió aquí anteriormente?</p> <p>El vendedor se rascó una mejilla.</p> <p>—A ver... déjenme ver. Fue un matrimonio llamado Westerfield, creo. Me la habían dado para alquilar hacía sólo una semana. Es un lugar agradable. Si no tuviera mi propia casa, me precipitaría yo mismo sobre ella.</p> <p>—Hermoso tocadiscos —comentó el muchacho—. Ultimo modelo, ¿no es verdad? —agregó, adelantándose para examinar la consola.</p> <p>—Ven acá —exigió la muchacha—. Vamos a ver nuevamente la cocina.</p> <p>—Bueno, amor.</p> <p>Salieron todos juntos de la habitación. Desde la sala llegó el sonido de la suave voz del agente, debilitándose a medida que se alejaban. La cálida luz del verano se filtraba a través de los grandes ventanales.</p> <p>Por unos momentos, todo fue silencio en la habitación, y entonces... ¡Click!</p> <div class="modal fade modal-theme" id="notesModal" tabindex="-1" aria-labelledby="notesModalLabel" aria-hidden="true"> <div class="modal-dialog modal-dialog-centered"> <div class="modal-content"> <div class="modal-header"> <h5 class="note-modal-title" id="notetitle">Note message</h5> <button type="button" class="btn-close" data-bs-dismiss="modal" aria-label="Close"></button> </div> <div class="modal-body" id="notebody"></div> </div> </div> </div> <div style="display: none"> <div id="n1"> Notas a </div> <div id="n2"> </div> <div id="n3"> </div> </div> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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