Destaca en Los niños de Darwin el análisis de las consecuencias sociales y políticas de un cambio tal vez inevitable, siempre en el marco de la compleja lucha por preservar 'la humanidad' a todo coste... Pero, nos pregunta Greg Bear: ¿quiénes son los humanos?

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Greg Bear

LOS NIÑOS DE DARWIN

Presentación

Poco nuevo voy a decir en esta presentación, y remito al lector interesado a lo que ya decía al presentar LA RADIO DE DARWIN (1999, NOVA número 143), galardonada con el Premio Nebula del 2000 tras haber sido también finalista del Premio Hugo del mismo año. La idea de una mutación por el efecto de un retrovirus presente en el ADN humano se analizaba allí en la forma de un sugerente y estimulante thriller tecnobiológico. Pero, y algunos lo sabíamos o intuíamos, quedaba lo más importante: ¿cómo reaccionarían las estructuras sociales y políticas actuales ante un fenómeno de tal magnitud?, ¿cuáles serían las consecuencias de la convivencia de dos especies humanas distintas?

Se trata de un tema ya antiguo en la ciencia ficción que ha dado clásicos indiscutibles como, por ejemplo, MUTANTE (1947-53) de Henry Kuttner, pero LOS NIÑOS DE DARWIN lo trata a partir de la experiencia y conocimientos acumulados en los últimos cincuenta años de historia humana y, en definitiva, cual corresponde al siglo XXI en el que ya vivimos.

Tal y como muy bien decía Rusell Letson en la influyente revista LOCUS: Bear pertenece al puñado de escritores en el género que pueden abordar tanto la complejidad del material intelectual como la solidez y la profundidad que son necesarias para que una «novela de ideas» se convierta en una novela real.

Y ésa es la esencia tanto de LA RADIO DE DARWIN, como de LOS NIÑOS DE DARWIN; convertir una especulación típica de la mejor ciencia ficción (la aparición de una especie humana mutada) en una verdadera novela con personajes, situaciones e instituciones reales y cotidianas que, sometidas al estrés de un cambio inesperado e incluso sorprendente, reaccionan de manera lógica teniendo en cuenta los factores de humanidad por todos aceptados: paternidad, autodefensa, miedo ante lo distinto y sus imprevisibles consecuencias... Un amplio panorama que Greg Bear desmenuza con maestría en esta amena e interesante novela.

Un antiguo retrovirus presente en el ADN humano se halla en la base de las mutaciones que ha experimentado el genoma y que dan lugar a una nueva especie, tal vez llamada a sustituir al Homo sapiens sapiens. LOS NIÑOS DE DARWIN especula brillantemente sobre la difícil convivencia entre dos especies humanas. Cuando los niños mutados por el retrovirus SHEVA alcanzan la adolescencia, se enfrentan a un mundo que se siente ultrajado por su sola presencia. El miedo a que puedan entrar en acción nuevos retrovirus que podrían incluso determinar el fin de la especie humana tal y como ha sido conocida en los últimos milenios, lleva a confinar a los «niños de Darwin» en «escuelas» especiales, verdaderos campos de concentración, mientras grandes sectores de la población los demonizan de manera histérica y casi instintiva. El conflicto entre especies parece inevitable.

Tras la forma de un thriller tecnobiológico, destaca en LOS NIÑOS DE DARWIN el análisis de las consecuencias sociales y políticas de un cambio tal vez inevitable, siempre en el marco de la compleja lucha por preservar la «humanidad» a todo coste... Pero, nos pregunta Greg Bear: ¿quiénes son los humanos? Parecida pregunta se planteaba Kuttner en MUTANTE, pero allí, los «calvos», los mutantes, eran adultos afortunadamente mucho más comprensivos que los aterrorizados Homo sapiens sapiens que les persiguen y, en definitiva, temen.

Con gran lógica, Bear nos recuerda que los nuevos mutantes han de pasar antes por la etapa de niños y de adolescentes, mucho más vulnerables que los adultos y, por lo tanto, sometidos inevitablemente a los dictados de una sociedad que les teme por lo que son, lo que representan y, también, por los posibles males que pueden generar: si un retrovirus del ADN humano se ha manifestado, ¿no podrían hacerlo otros incluso en sentido mucho más peligroso?

A algunos, LA RADIO DE DARWIN les parecerá «más de ciencia ficción» ya que allí se cubren con mayor detalle los aspectos tecnocientíficos que están en el origen de la mutación SHEVA. Pero no se engañen, la buena ciencia ficción, como nos recordaba Asimov, es esa narrativa que se pregunta «por la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología» y, en ese sentido, despojada un tanto de la parafernalia tecnocientífica (o, cuando menos, otorgándole menor protagonismo), LOS NIÑOS DE DARWIN aborda mucho más directamente esa «respuesta humana» a un importante cambio que puede explicar la tecnociencia actual, pero que sólo las ciencias sociales y políticas pueden analizar en sus consecuencias últimas. Aquellas que se refieren a cómo los seres humanos vivimos nuestras vidas y cómo reaccionamos ante la novedad... Aunque esa novedad pueda ser tan radical como la aparición de una nueva especie de humanos que, tal vez, nos haga desaparecer de la faz de la Tierra.

No es poca cosa, en cuanto a especulación y material novelístico. Que ustedes lo disfruten.

MIQUEL BARCELÓ

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Para mi padre,

Dale Franklin Bear.

PRIMERA PARTE: SHEVA + 12

América es un país cruel. Hay un montón de gente más que dispuesta a aplastarte como a una hormiga. Escuchad un programa de radio. Hay muchos muñecos, y muy pocos ventrílocuos.

Hay un gruñido de lobo tras las insignias y los picnics de los Boy Scouts.

Quieren matar a nuestros hijos. Que Dios nos ayude a todos.

Mensaje anónimo en ALT.NEWCHILD.FAM

Mencionando «grandes amenazas para la seguridad nacional», Acción de Emergencia ha solicitado esta semana al Departamento de Justicia de Estados Unidos que se le conceda autoridad para reventar y cerrar los sitios web de padres SHEVA, así como periódicos y revistas electrónicas culpables de difundir información inexacta —«mentiras»— contra ACEM y el gobierno de Estados Unidos. Algunos grupos de defensa de padres se quejan de que ésa ya es la norma. Funcionarios de nivel medio del Departamento de Justicia han transmitido la petición a la oficina del fiscal general para su examen legal, según fuentes que desean permanecer anónimas.

Algunos expertos legales dicen que podrían reventarse o cerrarse sin previo aviso los sitios web de periódicos legítimos en caso de aprobarse la petición, y la concesión de dicha aprobación probablemente también sería secreta.

Seattle, Times-PI Online

Dios no ha tenido nada que ver con la aparición de estos niños. No me importa lo que opines sobre el creacionismo o la evolución, ahora estamos solos.

OWEN WlTHEY, Creation Science News

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1

Condado de Spotsylvania, Virginia

La mañana llenaba la casa de oscuridad y silencio. Mitch Rafelson se encontraba en el porche trasero, con una taza de café en la mano, atontado por haber dormido sólo tres horas. Todavía se veían estrellas en el cielo. Algunos bichos y polillas persistentes aún revoloteaban alrededor de la luz del porche. Los mapaches habían atacado el cubo de la basura, pero habían abandonado horas atrás, chillando y peleándose, derrotados por las cadenas.

El mundo parecía nuevo y vacío.

Mitch dejó la taza en el fregadero de la cocina y regresó al dormitorio. Kaye seguía en la cama, todavía dormida. Mitch se ajustó la corbata en el espejo que había sobre el vestidor. Las corbatas nunca le quedaban bien. Hizo una mueca al comprobar la forma en que el traje le colgaba de los anchos hombros, el hueco alrededor del cuello de la camisa, las mangas visibles más allá de los puños del abrigo.

Habían tenido riña la noche anterior. Mitch, Kaye y Stella, su hija, se habían quedado despiertos hasta las dos, en el pequeño dormitorio, intentando resolverla. Stella se sentía aislada. Quería, necesitaba estar con jóvenes como ella. Era una posición razonable, pero no tenían opción.

No era la primera vez, y probablemente no fuese la última. Kaye siempre se aproximaba a esos encuentros con una tranquilidad estudiada, en contraste con las evasiones y excusas de Mitch. Claro que eran excusas. No poseía respuesta para las preguntas de Stella, ninguna respuesta real a los argumentos de la niña. Los dos sabían que al final necesitaría estar con su propia gente, para encontrar su propio camino.

Finalmente fue demasiado, Stella salió hecha una furia y cerró de un portazo la puerta de su cuarto. Kaye había empezado a llorar. Mitch la había abrazado en la cama, y gradualmente fue hundiéndose en un sueño agitado, dejándole a él mirando el techo oscurecido. Observando el movimiento de los faros que seguían la carretera de campo del exterior, preguntándose, como siempre, si los camiones se acercarían a la entrada, si vendrían a llevarse a su hija, para reclamar una recompensa o algo peor.

Odiaba el aspecto que tenía con lo que Kaye llamaba sus trapos de señor Smith —el Smith de Caballero sin espada—. Levantó una mano y la giró, estudiando la palma, los largos dedos fuertes, el anillo de boda —aunque él y Kaye jamás habían obtenido una licencia matrimonial—. Era la mano de un paleto.

Odiaba el camino a la capital, con todos los puntos de control, empleando su pase de nombramiento del Congreso. Desplazándose lentamente, dejando atrás a todos los camiones del ejército cargados de soldados, desplegados para evitar que otro padre desesperado hiciese detonar otra bomba suicida. Se habían producido tres explosiones así desde primavera.

Y ahora, Riverside, California.

Mitch se dirigió al lateral izquierdo de la cama.

—Buenos días, cariño —susurró. Permaneció allí un momento, observando a su mujer, a su esposa. Movió los ojos siguiendo la manga del pijama, absorbiendo hasta la última arruga del rayón, hasta el último jugueteo sedoso de la luz del amanecer, hasta las manos delgadas, los dedos doblados, las uñas mordidas.

Se inclinó para besarle la mejilla y le colocó la manta sobre los brazos. Ella abrió los ojos con un aleteo. Kaye acarició la cabeza de Mitch con los dedos.

—Buena suerte —le dijo.

—Estaré de vuelta a las cuatro —dijo él.

—Te quiero. —Kaye se hundió en la almohada lanzando un suspiro.

La siguiente parada era el cuarto de Stella. Nunca salía de la casa sin terminar la ronda, llenando ojos y memoria con imágenes de su esposa, hija y casa, por si fuese la última vez, por si se las arrebataban, y así pudiese repetir el momento en su mente. Como si fuese a consolarle.

El cuarto de Stella era un revoltijo ordenado de preocupaciones y ajetreo al respecto de no tener amigos. Había clavado, en la pared sobre la cabecera de su cama, una foto de despedida de su vergonzoso gato naranja. Del arcón de cedro caían diminutos animales de peluche, con los ojos de vidrio mirando misteriosos entre las sombras. Los viejos libros de bolsillo ocupaban una pequeña estantería de tableros de pino, que Mitch y Stella habían fabricado personalmente el invierno pasado. Stella disfrutaba trabajando con su padre, pero Mitch había notado que la distancia entre ellos había crecido en los últimos años.

Stella estaba tendida de espaldas en una cama que desde hacía más de un año ya era demasiado corta. Con once años, era casi tan alta como Kaye y hermosa con un estilo esbelto de rostro redondeado, con piel de un cobre pálido y dorado tostado bajo el resplandor de la luz débil, pelo castaño oscuro con tonos rojizos, de la misma textura que el de Kaye y no mucho más largo.

La familia se había tornado en un triángulo, todavía resistente, pero con los tres lados alargándose con el paso de los meses. Ni Mitch ni Kaye podían darle a Stella lo que realmente necesitaba.

¿Y el uno al otro?

Levantó la vista para ver la línea naranja del amanecer a través de las cortinas blancas y delgadas de la ventana de Stella. La noche anterior, con las mejillas repletas de pecas por la furia, Stella había exigido saber cuándo la dejarían salir de casa sola, sin maquillaje, para ir con chicos de su edad. Los de su tipo. Habían pasado dos años desde su última «cita para jugar».

Kaye había hecho maravillas educándola en casa, pero como Stella había destacado la noche anterior, una y otra vez, cada vez con mayor emoción, «¡No soy como tú!». Por primera vez, Stella había proclamado formalmente: «¡No soy humana!»

Pero claro que lo era. Sólo los estúpidos pensaban lo contrario. Los estúpidos y los monstruos, y su hija.

Mitch besó a Stella en la frente. La piel estaba tibia. No se despertó. Stella al dormir olía como sus sueños, y ahora olía al sabor de las lágrimas, gusto a sal y tristeza.

—Tengo que irme —murmuró. Las mejillas de Stella produjeron oleadas de pecas doradas. Mitch sonrió.

Incluso dormida, su hija podía decir adiós.

2

Centro para el Estudio de Virus Antiguos, Instituto Médico de Investigación de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos: IMIEIEEU. FORT DETRICK, MARYLAND

—Murió gente, Christopher —dijo Marian Freedman—. ¿No es suficiente para volvernos cautelosos, incluso un poco histéricos?

Christopher Dicken caminaba a su lado, inclinándose sobre la pierna coja, mirando al fondo del pasillo de cemento hasta la puerta de acero que había al final. Su tarjeta de identificación del Instituto Nacional del Cáncer todavía le sobresalía del bolsillo de la camisa. Sostenía un gran ramo de rosas y azucenas. Los dos habían estado enzarzados en un debate desde el puesto de entrada y a través de cuatro puntos de control de seguridad.

—Hace una década que nadie diagnostica un caso de Shiver —dijo—. Y nadie jamás ha enfermado por causa de los niños. Aislarlos es política, no biología.

Marian sacó el pase de día de Christopher y lo pasó por el escáner. La puerta de acero se abrió para revelar una extensión horizontal de tubos de acceso de color verde gafas de sol, suspendida como el laberinto de un hámster sobre una cuenca de dos acres formada por cemento gris desnudo. Levantó la mano y le dejó pasar primero.

—Conoces Shiver por experiencia propia.

—Desapareció en un par de semanas —dijo Dicken.

—Duró cinco semanas, y casi te mata. No me vengas con esa mierda de valiente cazador de virus.

Dicken penetró lentamente en la pasarela, porque tenía dificultades para estimar la profundidad con un solo ojo, y además cubierto por una gruesa lente.

—El hombre golpeó a su mujer, Marian. Ella estaba enferma con un embarazo muy difícil. Estrés y dolor.

—Vale —dijo Marian—. Bien, ciertamente no era así en el caso de la señora Rhine, ¿verdad?

—Un problema diferente —admitió Dicken.

Freedman sonrió con muy poco humor. En ocasiones manifestaba un ingenio penetrante, pero no parecía comprender el concepto del humor. El deber, el trabajo duro, la investigación y la dignidad llenaban el círculo estrecho de su vida. Marian Freedman era una feminista devota y jamás se había casado, y era una de las mejores y más entregadas científicas que Dicken hubiese conocido nunca.

Juntos recorrieron la pasarela de aluminio. Ella ajustó su paso para seguirle a él. Al final de los tubos de acceso les aguardaban altos cilindros de acero, pozos que contenían los ascensores hasta las cámaras que había bajo las placas de cemento. Los cilindros vestían enormes «sombreros» cuadrados, hornos de alta temperatura alimentados por gas que esterilizaban el aire que pudiese escapar de las instalaciones de abajo.

—Bienvenido a la casa que construyó Augustine. Por cierto, ¿cómo está Mark?

—No muy feliz, la última vez que le vi —dijo Dicken.

—¿Por qué no me sorprende? Naturalmente, debería mostrarme benévola. Mark me ascendió de estudiar chimpancés a estudiar a la señora Rhine.

Doce años antes, Freedman dirigía un laboratorio de primates en Baltimore, cuando el Centro de Control de Enfermedades ponía en marcha el Equipo Especial para investigar la plaga de Herodes. Mark Augustine, por aquella época director del CCE y jefe de Dicken, había tenido esperanzas de obtener fondos extras durante un año fiscal muy restrictivo. Herodes, a la que se consideraba responsable de haber provocado miles de abortos horriblemente deformes, le había parecido un cebo perfecto.

Con rapidez se había seguido a Herodes hasta la transferencia de uno de los miles de retrovirus endógenos humanos —HERV— que todo el mundo llevaba en el ADN. Los antiguos virus, recién liberados, mutados e infecciosos, habían sido renombrados con rapidez SHEVA, por las siglas en inglés de Activación de Retrovirus Endógenos Humanos Dispersos.

En aquellos días, se había dado por supuesto que los virus no eran más que agentes egoístas de una enfermedad.

—Está ansiosa por verte —dijo Freedman—. ¿Cuánto hace de tu última visita?

—Seis meses —dijo Dicken.

—Mi peregrino favorito, que viene a rezar a nuestra Lourdes vírica —dijo Freedman—. Bien, es toda una maravilla, cierto. Y la pobre a veces también es una santa.

Freedman y Dicken atravesaron encrucijadas con tubos que se ramificaban al sudoeste, nordeste y noroeste para ir a otros pozos. En el exterior, la mañana de verano se calentaba con rapidez. El sol colgaba justo sobre el horizonte, una bola verdosa apagada. El aire frío corría junto a ellos con un gemido.

Llegaron al final del tubo principal. Una placa de formica a la derecha del ascensor decía, SEÑORA CARLA RHINE. Freedman pulsó un solitario botón blanco. A Dicken le estallaron los oídos al cerrarse la puerta.

SHEVA había resultado ser mucho más que una enfermedad. Producido sólo por varones en una relación seria, el retrovirus activado servía como mensajero genético, portando instrucciones complicadas para un nuevo tipo de nacimiento. SHEVA infectaba los óvulos humanos recientemente fertilizados —en cierto sentido, secuestrándolos—. Los abortos de Herodes eran embriones de primera fase, llamadas «hijas intermedias», no mucho más especializados que ovarios dedicados a la producción de un nuevo conjunto de zigotos mutados de una forma determinada.

Sin actividad sexual adicional, los zigotos de segunda fase se implantaban y se cubrían a sí mismos con una delgada membrana protectora. Sobrevivían al aborto del primer embrión e iniciaban un nuevo embarazo.

A algunos les había parecido una especie de embarazo virginal.

La mayoría de los embriones de segunda fase habían nacido. En todo el mundo, en dos oleadas separadas por cuatro años, habían nacido tres millones de nuevos niños. Más de dos millones y medio de ellos habían sobrevivido. Todavía seguía la controversia sobre exactamente quién y qué eran —una mutación enfermiza, una subespecie, o una especie completamente nueva.

La mayoría se limitaba a llamarlos los niños del virus.

—Carla todavía los sigue produciendo —dijo Freedman cuando el ascensor llegó al fondo—. Ha producido setecientos nuevos virus en los últimos cuatro meses. Como un tercio son virus ARN de cadena negativa infecciosos, cabrones en potencia. Cincuenta y dos de ellos matan cobayas en pocas horas. Noventa y uno son con casi total seguridad letales para los humanos. Otros diez probablemente puedan matar tanto a cobayas como a humanos. —Freedman miró por encima del hombro para comprobar su reacción.

—Lo sé —dijo Dicken secamente. Se masajeó la cadera. La pierna le molestaba cuando permanecía de pie más de quince minutos. La misma explosión en la Casa Blanca que le había privado del ojo, doce años atrás, le había dejado parcialmente incapacitado. Tres operaciones quirúrgicas le habían permitido prescindir de las muletas pero no del dolor.

—¿Sigues al tanto, incluso en el INC? —preguntó Freedman.

—Lo intento —dijo.

—Gracias a Dios sólo hay cuatro como ella.

—Ella es culpa nuestra —dijo, y se detuvo para masajearse la pantorrilla.

—Quizá, pero la madre naturaleza sigue siendo una zorra —dijo Freedman, observándole con las manos en las caderas.

Una pequeña compuerta de aire al final del pasillo de cemento les permitió el paso al piso principal. Ahora se encontraban a quince metros bajo tierra. Una guardia de impecable uniforme verde examinó los pases y permisos y los comparó con la lista de personal e invitados que tenía en su estación.

—Por favor, identifíquense —les dijo.

Los dos situaron los ojos frente a los escáneres y simultáneamente pulsaron con el pulgar sobre placas sensibles. Una celadora vestida con ropa de hospital verde les escoltó hasta el área de limpieza.

La señora Rhine ocupaba una de las diez residencias subterráneas, cuatro de las cuales estaban actualmente ocupadas. Las residencias formaban el núcleo de la instalación de investigación más redundantemente segura de la Tierra. Aunque Dicken y Freedman no harían más que verla a través de una ventana acrílica de diez centímetros de espesor, tendrían que pasar por una limpieza completa del cuerpo antes y después de la entrevista. Antes de penetrar en la zona de visita y laboratorio, llamada la estación interior, tendrían que vestirse con ropa interior especial impregnada con antivirales de liberación lenta, enfundarse en trajes de aislamiento de plástico, y conectarse a una manguera umbilical de presión positiva.

La señora Rhine y sus acompañantes en el centro jamás veían a humanos reales a menos que se hubiesen vestido para parecerse a los globos de un desfile.

Al salir, permanecerían bajo una ducha desinfectante, luego se desnudarían y se volverían a duchar, frotando hasta el último orificio. Los trajes se dejarían en remojo y se esterilizarían durante la noche, y la ropa interior se incineraría.

Las cuatro mujeres internadas en las instalaciones comían bien y hacían ejercicio con regularidad. Sirvientes automáticos mantenían sus estancias —cada una del tamaño de un apartamento de dos habitaciones—. Tenían sus hobbies —a la señora Rhine le encantaban los hobbies— y también acceso a una gran selección de libros, revistas, programas de televisión y películas.

Evidentemente, las mujeres se volvían cada vez más excéntricas.

—¿Algún tumor? —preguntó Dicken.

—¿Pregunta oficial? —preguntó Freedman.

—Personal —dijo Dicken.

—No —dijo Freedman—. Pero no es más que cuestión de tiempo.

Dicken le entregó las flores a la celadora.

—No las hierva —le dijo.

—Las procesaré yo misma —le prometió la celadora con una sonrisa—. Las recibirá antes de que termine usted. —Les pasó dos bolsas selladas de papel blanco que contenían la ropa interior y les indicó el camino a las cabinas de lavado, luego a los altos armarios que contenían los trajes de aislamiento, tan brillantes y verdes como pepinillos.

Christopher Dicken era legendario incluso en Fort Detrick. Había localizado a la señora Rhine en un motel de Bend, Oregón, adonde había huido la mujer tras la muerte de su esposo e hija. La había convencido para que le abriese la puerta a la pequeña habitación adicional, y había pasado veinte minutos con ella, sin protección, mientras los furgones de Acción de Emergencia se concentraban en el aparcamiento.

Lo había hecho, a pesar de que ya había contraído Shiver un año antes por medio de una mujer de México. Esa mujer, regordeta de cuarenta y tantos, sufría malos tratos por parte de su marido. Un hombre pequeño, estúpido y con cara de chacal y un largo historial criminal, que la había tenido encerrada durante tres meses, sola y sin asistencia médica, en una pequeña habitación al fondo del apartamento destartalado que ocupaban. Su bebé había nacido muerto.

Algo en la mujer había producido una respuesta defensiva vírica, amplificada por SHEVA, y su marido había sufrido las consecuencias. Durante sus vigilias matutinas más oscuras, yendo de un lado a otro, atendiendo a los dolores fantasmas de la pierna, a solas y completamente despierto, a menudo había considerado que la muerte del esposo había sido justicia natural, y su exposición propia y la enfermedad posterior una consecuencia accidental —un riesgo laboral.

El caso de la señora Rhine era diferente. Sus problemas habían sido producidos por una interacción de fuerzas humanas y naturales que nadie podría haber previsto.

A finales de los noventa había sufrido de una enfermedad real muy avanzada y había sido la receptora de un xenotrasplante experimental —un riñón de cerdo—. El trasplante había salido bien. Tres años después, la señora Rhine había contraído el SHEVA de su esposo. Eso había estimulado una emisión entusiasta de PERV —Retrovirus porcinos endógenos— de las células de cerdo. Antes de que diagnosticasen y aislasen a la señora Rhine en Fort Detrick, sus retrovirus de cerdo y humanos habían intercambiado genes —se habían recombinado— con virus herpes simples latentes y habían comenzado a expresarse con diabólica creatividad, una caja de Pandora de enfermedades dormidas mucho tiempo atrás, y muchas completamente nuevas.

Factorías víricas antiguas, las había llamado Mark Augustine, con verdadera presciencia.

El marido de la señora Rhine, su hija recién nacida, y siete parientes y amigos quedaron infestados por el primero de sus virus recombinados. Todos murieron a las pocas horas.

Las mujeres del centro eran las únicas supervivientes de los cuarenta y un individuos que habían recibido transplantes de tejido de cerdo en Estados Unidos y que posteriormente se habían visto expuestos al SHEVA. Perversamente, eran inmunes a los virus que producían. Aisladas como estaban, las mujeres nunca pillaban un catarro o la gripe. Eran unos sujetos extraordinarios de investigación —mortales pero inestimables.

La señora Rhine era el sueño de un cazador de virus, y siempre que Dicken soñaba con ella, despertaba con un sudor frío.

Nunca le había contado a nadie que su acercamiento a la señora Rhine en aquella habitación de motel en Bend no estaba tan relacionado con el valor como con una indiferencia imprudente. En aquel entonces, simplemente no le importaba si vivía o moría. Todo su mundo había quedado patas arriba, y todo lo que pensaba que sabía había sufrido un repaso brutal y despiadado.

Para él la señora Rhine era especial porque los dos habían atravesado el infierno.

—Ponte el traje —le dijo Freedman. Se quitaron la ropa en cabinas separadas y las colgaron en taquillas. Pequeñas pantallas de vídeo instaladas junto a las múltiples cabezas de ducha les indicaban dónde y cómo debían limpiarse.

Freedman ayudó a Dicken a ponerse la ropa interior sobre la pierna rígida. Juntos, se pusieron guantes gruesos de plástico, para luego introducir las manos en las manazas de los trajes verdes. La operación les dejó con la destreza manual de una foca. Los trajes sin dedos eran más resistentes, más seguros, y más baratos, y nadie esperaba que los visitantes de la estación interior realizasen delicados trabajos de laboratorio. Unos pequeños ganchos de plástico situados donde deberían estar los pulgares les permitieron subir la cremallera posterior (cada uno la del otro), para retirar a continuación una cubierta protectora en la cara interna de un cierre de plástico. Una herramienta especial presionaba el cierre sobre la cremallera.

Les llevó veinte minutos.

Atravesaron un segundo juego de duchas, y luego otra compuerta más. Confinado en el interior del casco casi sin aire, Dicken sintió como la transpiración se condensaba en su cara y se deslizaba por los antebrazos. Tras las segunda compuerta, cada uno enganchó al otro a su correspondiente umbilical —las familiares mangueras de plástico colgaban desde arriba sostenidas por ganchos de acero.

Los trajes se hincharon por la presión. El flujo de aire fresco y limpio les revivió.

La última vez, al terminar la visita, Dicken había salido del traje con la nariz sangrándole. Freedman le había salvado de semanas de cuarentena diagnosticando y restañando ella misma la hemorragia.

—Están listos para el interior —les dijo la celadora a través de un altavoz.

La última escotilla se abrió con un susurro sedoso. Dicken penetró en la estación interior por delante de Freedman. En sincronía, se giraron a la derecha y esperaron a que las persianas de acero se abriesen.

Los pocos incidentes de Shiver habían dado lugar al menos a un centenar de cursos rápidos en investigación médica y militar. Si mujeres que sufrían abusos, y mujeres que habían recibido xenotrasplantes, podían por sí mismas diseñar y expresar miles de plagas asesinas, ¿qué podría hacer una generación de niños del virus?

Dicken contrajo la mandíbula, preguntándose cuánto habría cambiado Carla Rhine en seis meses.

Y la pobre a veces también es una santa.

3

Oficina de Reconocimiento Especial. LEESBURG, VIRGINIA

Mark Augustine recorría apoyado en un bastón un largo túnel subterráneo, siguiendo a una pelirroja musculada de casi cuarenta años. A ambos lados del túnel había grandes tuberías de vapor y el aire del túnel estaba caliente. Los conductos de fibra óptica y cables estaban todos juntos e iban por largas bandejas de acero que colgaban del techo de cemento, bien lejos de las tuberías.

La mujer vestía un traje de seda verde oscuro y un pañuelo rojo y zapatillas de deporte, grises y usadas en el exterior. Los zapatos Oxford de suela dura de Augustine se arrastraban y resonaban mientras él caminaba varios pasos por detrás. La mujer no manifestaba ninguna consideración por su ritmo más lento.

—¿Qué hago aquí, Rachel? —preguntó—. Estoy cansado. He estado de viaje. Tengo trabajo que hacer.

—Algo está pasando, Mark. Estoy segura de que te encantará —gritó Browning por encima del hombro—. Finalmente hemos localizado a una colega desaparecida tiempo atrás.

—¿Quién?

—Kaye Lang —respondió Browning.

Augustine hizo una mueca. En ocasiones se imaginaba como un viejo tigre desdentado en un gobierno lleno de víboras. Estaba peligrosamente cerca de convertirse en una figura decorativa, o peor aún, un payaso suspendido sobre un depósito de agua. La única estrategia de supervivencia que le quedaba era la apariencia pasiva de quedar superado por los jóvenes y crueles burócratas de carrera atraídos a Washington por el olor de la tiranía incipiente.

El bastón ayudaba. El año pasado se había roto la pierna cayéndose en la ducha. Si pensaban que era débil y estúpido eso le ofrecía ventaja.

La profundidad máxima de la carencia de alma en Washington era el orgulloso informe personal de Rachel Browning. Una especialista en administración de datos policiales, casada con un ejecutivo de telecomunicaciones de Connecticut al que rara vez veía, Browning había empezado como asistenta de Augustine en ACEM —Acción de Emergencia— siete años atrás, se había pasado a interdicción de corporaciones extranjeras en la Agencia Nacional de Seguridad y, finalmente, había vuelto a cambiar de despacho para dirigir la rama de inteligencia y control de ACEM. Había puesto en marcha la Oficina de Reconocimiento Especial —ORE— que estaba especializada en la persecución de disidentes y subversión y en infiltrarse en grupos radicales de padres. La ORE compartía sus satélites y el resto del equipo con la Oficina Nacional de Reconocimiento.

Hacía mucho tiempo, en una vida diferente, Browning le había resultado muy útil.

—Kaye Lang Rafelson no es alguien a la que simplemente puedas atraer y apresar —dijo Augustine—. Su hija no es sólo otra muesca en el mango de nuestra red para mariposas. Tenemos que ser muy cuidadosos con todos ellos.

Browning puso los ojos en blanco.

—No he recibido ninguna directiva que diga que no se la puede capturar. Definitivamente no la considero ninguna vaca sagrada. Han pasado siete años desde que salió en Oprah.

—Si alguna vez sientes la necesidad de aprender ciencias políticas, y especialmente relaciones públicas, hay algunas clases excelentes en la universidad local —dijo Augustine.

Browning volvió a mostrar su correosa sonrisa patentada, a prueba de balas, ciertamente a prueba de un tigre sin dientes.

Llegaron junto al ascensor. La puerta se abrió. Un marine con una nueve milímetros al cinto les saludó con duros ojos grises.

Dos minutos más tarde, se encontraban en una pequeña oficina privada. Cuatro monitores de plasma dispuestos como formando una pantalla japonesa se elevaban sobre soportes de acero más allá de la mesa central. Las paredes estaban desnudas y eran de color beige, alisadas con panales de espuma muy juntos que absorbían el sonido.

Augustine odiaba los espacios cerrados. Había acabado odiando todo lo que había logrado en los últimos once años. Toda su vida era un espacio cerrado.

Browning ocupó el único asiento y colocó las manos sobre un teclado y una trackball. Los dedos bailaron sobre el teclado, y manejaban la trackball. Browning contraía los labios mientras miraba el monitor.

—Viven como a ciento sesenta kilómetros al sur de aquí —murmuró, concentrándose en la tarea.

—Lo sé —dijo Augustine—. Condado de Spotsylvania.

La mujer levantó la vista, sorprendida, para luego inclinar la cabeza a un lado.

—¿Cuánto hace que lo sabes?

—Año y medio —dijo Augustine.

—¿Por qué no atraparlos? ¿Corazón blando o cerebro blando?

Augustine rechazó la pregunta con un parpadeo que no manifestaba ni opinión ni pasión. Sintió que se le tensaba el rostro. Pronto las mejillas le dolerían de muerte, un efecto residual de la explosión en el sótano de la Casa Blanca, la bomba que había matado al presidente, casi había matado a Augustine y había arrancado un ojo a Christopher Dicken.

—No veo nada.

—La red todavía está formándose —dijo Browning—. Lleva unos minutos. Pajarito habla con Mirada Profunda.

—Unos juguetes encantadores —comentó Augustine.

—Fueron idea tuya.

—Acabo de volver de Riverside, Rachel.

—Oh. ¿Cómo fue?

—Más atroz de lo que crees.

—Sin duda. —Browning sacó una toallita de papel del bolso negro y se sonó con delicadeza, un lado cada vez—. Suenas como a alguien a quien le gustaría que le retirasen el mando.

—Estoy seguro de que serás la primera en saberlo —dijo Augustine.

Rachel señaló al monitor, chasqueó los dedos y, como por arte de magia, se formó una imagen.

—Mirada Profunda —dijo, y contemplaron una pequeña fracción del campo de Virginia, cubierta de gruesos árboles verdes, y segmentada por carreteras sinuosas de dos carriles. La lente de Mirada Profunda hizo zoom para mostrar el tejado de una casa, una entrada con una única camioneta, un enorme patio trasero rodeado de altos robles. —Y... aquí tenemos a Pajarito —la voz de Browning se tornó sensual con una aprobación casi erótica.

La vista cambió a una sonda que volaba junto a la casa como una libélula. Flotaba frente a una pequeña ventana, luego ajustó la exposición a luz de la mañana para revelar la cabeza y los hombros de una niña, que se limpiaba la cara con una manopla.

—¿La reconoces? —preguntó Browning.

—La última imagen que tenemos es de hace cuatro años —dijo Augustine.

—Eso debe de ser por una inexcusable falta de voluntad.

—Tienes razón —admitió Augustine.

La niña abandonó el baño y se perdió. Pajarito se elevó para flotar a una altitud de quince metros y esperó instrucciones del piloto invisible, probablemente en la parte de atrás de una furgoneta de control a unos kilómetros de la casa.

—Creo que ésa es Stella Nova Rafelson —reflexionó Browning, tocándose el labio inferior con una larga uña roja.

—Felicidades, eres una voyeur —dijo Augustine.

—Prefiero paparazzi.

La imagen de la pantalla viró y descendió para centrarse en una esbelta figura femenina que bajaba del porche delantero al disperso camino de gravilla. En una mano llevaba algo pequeño y cuadrado.

—Definitivamente es nuestra chica —dijo Browning—. Alta para su edad, ¿no te parece?

Stella caminó con rígida determinación hacia la entrada de la valla de alambre. Pajarito descendió y amplió el plano a tres cuartos. La resolución era asombrosa. La muchacha se detuvo en la entrada, la medio abrió, y luego miró por encima del hombro con un fruncimiento de ceño y un destello de pecas.

Pecas oscuras, pensó Augustine. Está nerviosa.

—¿Qué hace? —preguntó Browning—. Da la impresión de que va de paseo. Pero no a la escuela, supongo.

Augustine vio cómo la muchacha recorría el camino de tierra junto a la vieja carretera de asfalto, internándose en el campo, como si fuese a dar un paseo matutino.

—Las cosas se mueven un poco rápido —dijo Browning—. No tenemos a nadie en la zona. No quiero perder la oportunidad, así que he avisado a un agente local.

—Quieres decir un cazarrecompensas. No es lo mejor.

Browning no reaccionó.

—No es esto lo que quiero, Rachel —dijo Augustine—. No es el mejor momento para este tipo de publicidad, y ciertamente para estas tácticas.

—No es decisión tuya, Mark —dijo Browning—. Me han ordenado que la traiga, junto con sus padres.

—¿Quién? —Augustine sabía que su autoridad se había estado reduciendo últimamente, quizá drásticamente desde Riverside. Pero jamás hubiese imaginado que Riverside llevase a unas medidas todavía más severas.

—Es una especie de prueba —dijo Browning.

El secretario de Salud y Servicios Humanos compartía la autoridad sobre ACEM con el presidente. Fuerzas en el interior de ACEM querían acabar con esa situación y sacar a SSH del mando por completo, consolidando sus poderes. Augustine había intentado lo mismo, hacía varios años, en otro puesto.

Browning tomó el control del furgón y envió a Pajarito por el camino, zumbando muy bajo a una distancia discreta tras Stella Nova Rafelson.

—¿No crees que Kaye Lang debería haber conservado su nombre de soltera después de casarse?

—Nunca se casaron —dijo Augustine.

—Bien, bien. Una pequeña bastarda.

—Que te jodan, Rachel —dijo Augustine.

Browning levantó la vista. Se le endureció el rostro.

—Y que te jodan a ti, Mark, por obligarme a hacer tu trabajo.

4

Maryland

La señora Rhine estaba de pie en su salón, mirando a través del grueso panel acrílico como si buscase los fantasmas de otra vida. De casi cuarenta años, era de altura media, con piernas y brazos robustos pero torso delgado, barbilla fuerte y puntiaguda. Vestía un traje amarillo brillante y una blusa blanca con un chaleco de punto que se había hecho ella misma. Lo que podían ver de su cara a través de los vendajes estaba rojo e hinchado, y el ojo izquierdo estaba cerrado debido a la hinchazón.

Tenía los brazos y piernas completamente cubiertos de vendajes autoadhesivos. El cuerpo de la señora Rhine intentaba eliminar billones de nuevos cuerpos que podía reclamar como parte de su propio ser, de su genoma; pero los virus no la hacían enfermar. La respuesta de su propio sistema inmunológico era la causa principal de su tormento.

Alguien, Dicken no podía recordar quién, había comparado una enfermedad autoinmune con que tu cuerpo lo controlasen los republicanos. Unos años en Washington habían reforzado lo adecuado de esa comparación.

—¿Christopher? —dijo la señora Rhine con voz ronca.

Las luces de la estación interior se encendieron con un clic.

—Soy yo —respondió Dicken, con una voz sibilante a causa del traje.

La señora Rhine se echó decorosamente a un lado e hizo una reverencia, agitando el vestido. Dicken vio que había colocado sus flores en un enorme jarrón azul, el mismo que habían usado la última vez.

—Son preciosas —dijo—. Rosas blancas. Mis favoritas. Todavía conservan algo de olor. ¿Estás bien?

—Lo estoy. ¿Y tú?

—El escozor es mi vida, Christopher —dijo—. Estoy leyendo Jane Eyre. Creo que, cuando vengan aquí a hacer la película, aquí en las profundidades de la Tierra, porque lo harán, ya sabes, yo interpretaré a la primera esposa del señor Rochester, pobrecita. —A pesar de la hinchazón y los vendajes, la sonrisa de la señora Rhine era deslumbrante—. ¿Crees que estaría bien en el papel?

—Eres más bien del tipo tímido e inherentemente encantador que salva al hombre duro y medio loco de su propio lado oscuro. Eres Jane.

La señora Rhine cogió una silla plegable y se sentó. Su sala de estar era muy normal, con una decoración normal —sofás, sillas, cuadros en las paredes, pero nada de alfombras—. A la señora Rhine se le permitía fabricar sus propias alfombrillas. También hacía punto y tenía un telar en otra habitación, lejos de las ventanas. Se decía que había tejido un tapiz de cuento de hadas sobre su marido y su hija, pero nunca se lo había mostrado a nadie.

—¿Cuánto tiempo puedes quedarte? —preguntó la señora Rhine.

—El que puedas soportarme —dijo Dicken.

—Como una hora —dijo Marian Freedman.

—Me dieron un té delicioso —dijo la señora Rhine, la voz perdiendo fuerza al ir mirando al suelo—. Parece hacerle bien a mi piel. Es una pena no poder compartirlo contigo.

—¿Recibiste mis DVDs? —preguntó Dicken.

—Sí. Me encantó De pronto el último verano —dijo la señora Rhine, recuperando la voz—. Katherine Hepburn hace tan bien de loca...

Freedman miró mal a Dicken.

—¿Estamos hablando de algo?

—Calla, Marian —dijo la señora Rhine—. Estoy bien.

—Sé que lo estás, Carla. Estás más cuerda que yo.

—Eso es evidentemente cierto —dijo la señora Rhine—. Pero claro, yo no tengo que preocuparme de , ¿no es cierto? Sinceramente, Marian ha sido muy buena conmigo. Me hubiese gustado conocerla antes. En realidad, me gustaría que me dejase arreglarle el pelo.

Freedman arqueó una ceja, inclinándose hacia la ventana para que la señora Rhine pudiese verle la cara.

—Ja, ja —dijo.

—No me tratan demasiado mal, y estoy superando todos mis perfiles psicológicos. —El rostro de la señora Rhine abandonó la expresión de sobreexcitación que adoptaba cuando se dedicaba a esos tomas y dacas—. Basta de mí. ¿Cómo le va a los niños, Christopher?

Dicken detectó un ligero tropiezo en la voz.

—Les va bien —dijo Dicken.

El tono de la señora Rhine se volvió quebradizo.

—Los que hubiesen podido ir a la escuela con mi hija si hubiese sobrevivido, ¿siguen en campos?

—En su mayoría. Algunos se ocultan.

—¿Qué hay de Kaye Lang? —preguntó la señora Rhine—. Ella y su hija me interesan especialmente. Leí sobre ellas en las revistas. La vi en el programa de Katie Janeway. ¿Sigue criando a su hija sin ayuda gubernamental?

—Por lo que sé —dijo Dicken—. No hemos mantenido el contacto. Ha pasado a la clandestinidad.

—Erais buenos amigos, lo leí en las revistas.

—Lo éramos.

—No deberías perder el contacto con tus amigos —dijo la señora Rhine.

—Estoy de acuerdo —dijo Dicken. Freedman escuchaba pacientemente. Ella comprendía a la señora Rhine con algo más que profundidad clínica, y también comprendía los dos polos femeninos de la vida ajetreada pero solitaria de Christopher Dicken: la señora Rhine y Kaye Lang, quien había sido la primera en señalar y predecir la aparición de SHEVA. Las dos le habían afectado profundamente.

—¿Alguna noticia sobre lo que todos estos virus hacen en mi interior?

—Nos queda mucho por aprender —dijo Dicken.

—Dijiste que algunos de los virus llevaban mensajes. ¿Susurran en mi interior? Mis virus de cerdo... ¿siguen llevando mensajes de cerdo?

—No lo sé, Carla.

La señora Rhine se agarró el vestido y se sentó en el sillón excesivamente relleno, para luego cepillarse el pelo con una mano.

Por favor, Christopher. Maté a mi familia. Comprender lo que sucedió es lo que necesito en la vida. Cuéntame, incluso lo insignificante, tus suposiciones, tus sueños... lo que sea.

Freedman asintió.

—Bueno o malo, le contamos todo lo que sabemos —dijo—. Es lo mínimo que merece.

Con voz entrecortada, Dicken inició un resumen esquemático de lo que se había descubierto desde su última visita. La ciencia era mejor, se habían hecho progresos. Dejó de lado los aspectos de investigación militar y se concentró en los nuevos niños.

Eran asombrosos y a su modo, asombrosamente hermosos. Y eso los convertía en un problema especial para aquellos a los que debían reemplazar.

5

Spotsylvania, Virginia

—He oído que hueles tan bien como un perro —dijo el joven de chaqueta vaquera a una chica alta y esbelta con la cara llena de pecas. Reverentemente depositó el paquete de seis cervezas Miller sobre el mostrador de formica y dejó un billete de veinte dólares—. Luckies —le dijo a la empleada del autoservicio.

—No huele tan bien como un perro —dijo el segundo hombre con sonrisa bobalicona—. Huele peor.

—Dejadlo, chicos —les advirtió la empleada, cogiendo el billete y buscando los cigarrillos.

Era delgada como un palo, de piel pálida y una tormenta de pelo rubio. Una neblina de cigarrillos rancios colgaba alrededor de su uniforme manchado de café.

—Sólo estamos hablando —dijo el primer hombre. Llevaba el pelo en una coleta no muy larga atada con un elástico rojo. Su compañero era más joven, alto y tenía un largo pelo castaño con entradas cubierto por una gorra de béisbol.

—¡Os lo advierto, nada de problemas! —dijo la empleada, con una voz tan agreste como una carretera vieja—. Cariño, pasa de ellos, sólo se están portando como tontos.

Stella se guardó el cambio y cogió la botella de Gatorade. Vestía pantalones cortos, un top azul, zapatillas de deporte y nada de maquillaje. Olisqueó en silencio a los dos hombres. De unos veintipocos años, barrigones, de rostros carnosos y manos ásperas. Los pantalones estaban manchados de pintura fresca y olían a ácido y faisandé, como conejitos infelices.

No ganaban mucho dinero y no eran muy listos. Estaban más desesperados que la mayoría, y eran dados a la sospecha y la furia. —No parece infectuosa —dijo el segundo hombre.

—Lo digo en serio, chicos, no es más que una niña —insistió la empleada, el rostro se le llenaba de manchas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Stella al primer hombre.

—No me da la gana decírtelo —dijo, y luego miró a su amigo con sonrisa de chulería.

—Dejadla en paz —les advirtió la empleada una vez más, cansada—. Cariño, vete a casa.

El tipo con entradas cogió las cervezas y se dirigió a la puerta.

—Vámonos, Dave.

Dave se acaloraba.

—No perteneces aquí una mierda —dijo, arrugando el rostro—. ¿Por qué coño tenemos que aguantarte?

—¡Deja de hablar así! —gritó la empleada—. Aquí entran niños.

Stella se alzó en sus larguiruchos 175 centímetros y alargó una mano de largos dedos.

—Encantada de conocerte, David. Me llamo Stella —dijo.

Dave miró a la mano con repugnancia.

—No te tocaría ni por diez millones de dólares. ¿Por qué no estás en un campo?

¡Dave! —soltó el encorvado.

Stella sintió incrementarse el febriaromar. Le hormigueaban los oídos. En el interior del autoservicio se estaba fresco, pero hacía calor en el exterior, calor y humedad. Había caminado bajo el sol durante media hora antes de encontrar la Texaco y abrir las puertas de vidrio para comprar una bebida. No llevaba maquillaje. Los otros podían ver perfectamente lo que hacían las motas de sus mejillas. Que así fuese. Permaneció en su sitio junto al mostrador. No quería ceder ante Dave, y la defensa poco entusiasta de la empleada le dolía.

Dave cogió sus Luckies. A Stella le gustaba el olor del tabaco antes de encenderlo pero odiaba el pestazo cuando ardía. Sabía que los hombres preocupados fumaban, los hombres infelices, nerviosos y con estrés. Sus nudillos eran cuadrados y sus manos parecían las de una momia por efecto del sol, el trabajo y el tabaco. Stella podía descubrir mucho de una persona simplemente olisqueando y mirando. «Nuestro pequeño radar», decía Kaye.

—Aquí se está bien —dijo Stella, con voz muy baja. Sostenía un libro pequeño frente a su cuerpo, como para protegerse—. Se está fresco.

—Eres impresionante, ¿sabes? —le dijo Dave con un toque de admiración—. Una mierdecilla desagradable, pero valiente como una mofeta.

El amigo de Dave se encontraba junto a la puerta de vidrio. El sudor de la mano del hombre reaccionaba con el acero de la manilla y olía como una cuchara de acero sumergida en helado de vainilla. Stella no podía comer helado con una cuchara de acero porque el olor, como el del miedo y los locos, la ponía enferma. En su lugar usaba una cuchara de plástico.

—¡Déjalo, Dave, vámonos! Vendrán a por ella, y quizá también nos lleven a nosotros, si estamos demasiado cerca.

—Mi gente no es realmente infectuosa —dijo Stella. Se acercó hacia el hombre junto al mostrador, extendiendo el largo cuello, con la cabeza hacia delante—. Pero nunca se sabe, Dave.

La empleada contuvo el aliento.

La intención de Stella no había sido decir tal cosa. No sabía que estaba tan enfadada. Retrocedió unos centímetros, deseando disculparse y explicarse, decir dos cosas simultáneamente, hablar con ambos lados de la lengua, para hacerles oír y sentir lo que pretendía decir, pero no la comprenderían; las palabras, dobladas, se confundirían en sus cabezas y sólo conseguiría hacerles enfadar aún más.

Lo que salió de la boca de Stella en un tranquilizador murmullo contralto, concentrando sus ojos en los de Dave, fue:

—No te preocupes. Es seguro. Si quieres darme una paliza, mi sangre no te dañará. Podría ser tu pequeño Jesús.

El olor febril actuó. Las glándulas tras sus orejas comenzaron a emitir feromonas defensivas. Sentía el cuello caliente.

—Mierda —dijo la empleada, y chocó contra el alto estante de cigarrillos que tenía detrás.

Dave enseñó el blanco de los ojos como un caballo asustadizo. Viró hacia la puerta, en un amplio arco, con el olor deliberado de Stella en su nariz. Había apagado la llama de su ira.

Dave se unió a su amigo.

—Huele a puto chocolate —dijo y abrieron las puertas de vidrio con una patada de las botas.

Una mujer anciana al fondo de la tienda, rodeada de pasillos abarrotados de bolsas hinchadas de patatas fritas, miró a Stella. Su mano agitó un tubo de patatas Pringle como unas castañuelas.

—¡Vete!

La empleada se movió para defender a la anciana.

—¡Coge el Gatorade y vete a casa! —le ladró a Stella—. Vete a casa con tu mamá y no vuelvas nunca.

6

Edificio de oficinas Longworth House. WASHINGTON D.C.

—Lo hemos repasado una y otra vez —le dijo Dick Gianelli a Mitch, dejando caer un montón de artículos científicos sobre la mesilla de café que había entre los dos. Las noticias no eran buenas. Gianelli era bajo y regordete, y su rostro habitualmente pálido exhibía ahora un rojo de peligro—. Hemos leído todo lo que nos enviaste desde la elección del congresista. Pero ellos tienen el doble de expertos y envían el doble de artículos. ¡Nos ahogamos en artículos, Mitch! Y el lenguaje. —Golpeó el montón—. ¿No podéis, vosotros los biólogos, escribir para que se os entienda? ¿No comprendéis lo importante que es difundírselo a todos?

Mitch dejó que sus manos cayesen a sus lados.

—No son mi gente, Dick. Los míos son arqueólogos. Los míos tienden a escribir prosa chispeante.

Gianelli rió, se levantó del sillón y alargó los brazos, para a continuación meter un dedo bajo el cuello apretado como si dejase escapar vapor. Su despacho era parte de la suite asignada al representante Dale Wickham, D., Virginia, a quien había servido fielmente como director de ciencia pública durante dos de las legislaturas más duras de la historia de Estados Unidos. La puerta a la oficina de Wickham estaba cerrada. Hoy estaba en el Congreso.

—Hace años que el congresista dejó claro su punto de vista. Tus colegas, todos científicos, se han subido al chollo. Se han unido al INS, al CCE y Acción de Emergencia, y en general van a visitar a los congresistas al otro lado del pasillo. Wilson en FEMA y Doyle en DOJ nos han derrotado a cada paso del camino, luchando como cachorrillos para conseguir sus fondos. Oponerse a ellos es como permanecer frente a una andanada.

—Entonces, ¿con qué vuelvo a casa? —preguntó Mitch—. Para alegrar a la parienta. ¿Alguna buena noticia?

Gianelli se encogió de hombros. A Mitch le caía bien Gianelli, pero dudaba que viviese para ver su 50 cumpleaños. Gianelli poseía todos los marcadores: forma de pera, gordura excesiva, piel fantasmal, pelo oscuro en retroceso, lóbulos plegados. Él también lo sabía. Trabajaba duro, se preocupaba demasiado y se tragaba sus desengaños. Un buen hombre en un mal momento.

—Nos quedamos atrapados en una trampa médica para osos —dijo—. No estábamos preparados. Nuestro mejor modelo para una epidemia era la respuesta militar. Así que ahora hemos tenido diez años de Acción de Emergencia. Prácticamente hemos entregado nuestro país a burócratas de los suburbios de Washington con entrenamiento militar y policial. El grupo de Mark Augustine, Mitch. Les hemos concedido autoridad casi absoluta.

—No creo que pueda llegar a comprender cómo piensa esa gente —dijo Mitch.

—Hubo un tiempo en que yo creía comprenderlo —dijo Gianelli—. Intentamos formar una coalición. El congresista enganchó grupos cristianos, la NRA, locos de las conspiraciones, quema banderas y amantes de la bandera, cualquiera que hubiese expresado un mínimo de sospecha con respecto al gobierno. Fuimos con el sombrero en la mano a todos los jueces decentes, a todos los libertarios civiles que todavía se paseasen por ahí, literal y figurativamente. Nos han controlado durante todos los pasos. Al congresista le han dejado claro que si levanta más polvareda, él, personalmente, en su propia unicidad, podría forzar al presidente a declarar la ley marcial.

—¿Qué importa eso, Dick? —preguntó Mitch—. Ya han suspendido el habeas corpus.

—Para una clase en especial, Mitch.

—Mi hija —gruñó Mitch.

Gianelli asintió.

—Los tribunales civiles siguen en marcha, aunque bajo guía especial. No ha cambiado mucho para el ciudadano medio temeroso, al que tampoco le importan tanto los derechos civiles. Cuando Mark Augustine formó Acción de Emergencia, tejió una buena muestra de tela legislativa. Se aseguró de que todas las agencias que pudiesen estar relacionadas con el control de enfermedades y los preparativos para un desastre natural recibiesen parte del pastel... y es un pastel muy apetecible. Hemos creado una clase inferior nueva y vulnerable, con menos protecciones civiles que cualquier otra desde la esclavitud. Esas cosas atraen a los verdaderos tiburones, Mitch. A los monstruos.

—Lo único que tienen es odio y miedo.

—En esta ciudad, con eso basta —dijo Gianelli—. Washington se traga las verdades y suelta mierda. —Se puso en pie—. No podemos enfrentarnos a Acción de Emergencia. No en esta sesión. Son más fuertes que nunca. Quizás el año próximo.

Mitch observó cómo Gianelli realizaba un circuito por el despacho.

—No podemos esperar tanto. Riverside, Dick.

Gianelli dobló los brazos. No quería mirar a Mitch a la cara.

—La turba incendió uno de los malditos campos de Augustine —dijo Mitch—. Quemaron a los niños en sus barracones. Vertieron gasolina en los pilotes y los encendieron. Los guardias se limitaron a permanecer inmóviles y mirar. Doscientos niños quedaron carbonizados. Niños como mi hija.

Gianelli adoptó una máscara de compasión pública, pero por debajo Mitch podía apreciar el verdadero dolor.

—No se ha realizado ningún arresto —añadió.

—No pueden arrestar a una ciudad, Mitch. Incluso el New York Times los llama ahora niños del virus. Todos están asustados.

—Hace diez años que no se produce un caso de Shiver. Fue una casualidad, Dick. Una excusa aprovechada por algunos para aplastar todo lo que ha defendido siempre este país.

Gianelli miró a Mitch con los ojos entrecerrados pero no corrigió su valoración.

—No hay mucho que el congresista pueda hacer —dijo.

—No lo creo.

Gianelli metió la mano en un cajón y sacó una botella de antiácido.

—Por aquí todo el mundo tiene fuego en el vientre. Yo tengo ardor de estómago.

—Dame algo para llevar a casa, Dick. Por favor. Necesitamos esperanza.

—Enséñame las manos, Mitch.

Mitch levantó las manos. Los callos se habían reducido, pero allí seguían. Gianelli colocó sus propias manos junto a las de Mitch. Eran suaves y sonrosadas.

—¿Quieres aprender realmente a chupar huevos, de un viejo perro de caza? He pasado diez años con Wickham. Es el perro más listo que hay, pero se enfrenta a un grupo muy malo. Los republicanos son los pit bulls del país, Mitch. Ladrando en la noche, toda la noche, tengan razón o no, y destrozando a sus enemigos sin piedad. Afirman representar a la gente corriente, pero representan a los que votan, cuando votan, con el bolsillo, el miedo y el instinto. Controlan el Congreso y el Senado, durante las últimas tres legislaturas han llenado el tribunal, tienen a su hombre en la Casa Blanca, y benditos sean, hablan con una única voz, Mitch. El presidente está atrincherado. ¿Pero sabes qué opina el congresista? Opina que el presidente no quiere que Acción de Emergencia sea su legado. Con el tiempo, quizá podamos trabajar por ahí. —La voz de Gianelli redujo de pronto su intensidad, como si estuviese a punto de blasfemar en el templo—. Pero no ahora. Los demócratas no pueden dedicarse ni a vender pasteles sin discutir. Somos débiles y nos estamos debilitando.

Levantó la mano.

—El congresista volverá en cualquier momento. Mitch, tienes aspecto de no haber dormido desde hace semanas.

Mitch se encogió de hombros.

—Me quedo despierto esperando oír los camiones. Odio estar tan lejos de Kaye y Stella.

—¿Cómo de lejos?

Mitch miró por debajo de su línea sólida de cejas y negó con la cabeza.

—Cierto —dijo Gianelli—. Lo siento.

7

Condado de Spotsylvania

La vieja estructura de la casa restalló y crujió bajo el calor de la mañana. Una brisa húmeda recorrió las habitaciones ejecutando gráciles bucles. Kaye fue del dormitorio al baño, frotándose los ojos. Se había despertado de un curioso sueño en el que ella era un átomo que se elevaba lentamente para conectar con una molécula mucho mayor, para encajar y completar algo realmente impresionante. Se sentía en paz por primera vez en meses, a pesar de los recuerdos afilados de la pelea de la noche anterior.

Kaye se masajeó los dedos de la mano derecha, para luego ir moviendo el anillo de bodas por un nudillo hinchado hasta hacerlo encajar en su hueco familiar. Las abejas zanganeaban alrededor de las adelfas al otro lado de la ventana, bien metidas ya en las tareas del día.

—Vaya un sueño —le dijo al reflejo del espejo del baño. Bajó un párpado con un dedo y se examinó con atención—. Un poco de estrés, ¿eh?

Le quedaban algunas pecas bajo cada ojo de su embarazo con Stella; cuando estaba molesta, todavía cambiaban de un marrón pálido a un ocre rubí. Ahora estaban más oscuras, pero no llamaban la atención. Se echó agua en las mejillas y se sujetó el pelo por detrás, preparándose para el día caluroso, dispuesta a enfrentarse a más dificultades. Familia significaba permanecer juntos y sanar.

Si las abejas pueden hacerlo, yo también.

—¡Stella! —gritó, llamando a la puerta del dormitorio de su hija—. Son las nueve. Hemos dormido de más.

Kaye entró sin hacer ruido en la pequeña oficina situada en el cuarto de la colada y conectó el ordenador. Leyó las líneas que había escrito antes del enfrentamiento de anoche, para retroceder luego hacia las últimas páginas.

«El papel de SHEVA en la producción de una nueva subespecie no es más que una función realizada por esa clase diversa y especial de virus. ERV y transposones —genes saltadores— realizan una labor más importante en la diferenciación y desarrollo de tejidos. Las emociones, crisis y el cambio de las condiciones ambientales los activan, uno a uno, o todos juntos. Son mediadores y mensajeros entre células, transportan genes y datos codificados entre muchas partes del cuerpo, e incluso entre individuos.

Muy probablemente los virus y los transposones se originaron tras la invención del sexo, quizá debido al sexo. Hasta hoy, el sexo les ofrece la oportunidad de moverse y transportar información. Puede que también emergiesen durante el tumultuoso reordenamiento genético de nuestro sistema inmunológico primario, como soldados y policías desbocados.

Ciertamente son el pecado original. ¿En qué medida el pecado da forma a nuestro destino?»

Kaye empleó el estilo para señalar esa última frase torpe y exagerada. La eliminó y leyó un poco más.

«Algo que ya sabemos: dependemos de la actividad retroviral y de los transposones durante casi todas las fases de nuestro crecimiento. Muchos son socios necesarios.

Dar por supuesto que virus y transposones son primero y sobre todo causas de enfermedad es como asumir que los automóviles son primero y sobre todo medios para matar gente.

Los patógenos —organismos que provocan enfermedades— son como las hormonas y otros mecanismos de señalización, pero su mensaje es el desafío y el silencio. Nuestros propios leones internos, los patógenos, nos ponen a prueba. Eliminan a los viejos y a los débiles. Dan forma a la vida.

En ocasiones derriban a los jóvenes y a los buenos. La naturaleza es dolorosa. La enfermedad y la muerte forman parte de nuestra respuesta al desafío. Fracasar, morir, sigue siendo formar parte de la naturaleza, porque el éxito está edificado sobre muchos fracasos, y el silencio también es una señal.»

Su estructura mental se había ido tornando cada vez más abstracta. El sueño, el zumbido de las abejas...

Naciste con una membrana, querida.

Kaye recordó de pronto la voz de su abuela maternal Evelyn; palabras que tenían casi cuatro décadas. A los ocho años, Evelyn le había contado algo que su madre, una mujer práctica, jamás había pensado en mencionar.

—Viniste a este mundo con la cabecita cubierta. Naciste con una membrana en la cabeza. Yo estaba presente, en el hospital con tu madre. Lo vi con mis propios ojos. El doctor me la mostró.

Kaye recordaba retorcerse por la deliciosa anticipación en el amplio regazo de su abuela y preguntar qué era una membrana.

—Una cubierta de carne suelta —le explicó Evelyn—. Algunos dicen que es señal de una comprensión extraordinaria, incluso de capacidad sobrenatural. Una membrana te advierte que descubrirás cosas que los demás jamás comprenderán, y que siempre quedarás frustrada intentando explicar lo que sabes, y lo que te parece tan evidente. Se supone que es tanto una bendición como una maldición. —A continuación la anciana había añadido en voz baja—: Yo nací con una membrana, cariño, y tu abuelo jamás me ha comprendido.

Kaye había amado mucho a Evelyn, pero la había considerado un poco aterradora. Volvió a concentrarse en el texto del monitor. No borró los párrafos, pero sí colocó un enorme asterisco y una exclamación enorme a su lado. Luego guardó el archivo y empujó la silla bajo la mesa.

Ayer cuatro páginas. Un buen día de trabajo. No es que pudiese llegar a ser publicado en una revista respetable. Durante los últimos ocho años todos sus artículos habían aparecido en sitios web clandestinos.

Kaye prestó atención a los sonidos de la casa por la mañana, como sopesando el día que tenía por delante. Un cordón de cortina golpeaba un marco de ventana. Los cardenales silbaban en los arces del exterior.

No podía oír los movimientos de su hija.

—¡Stella! —gritó con más fuerza—. Desayuno. ¿Quieres unos cereales?

No hubo respuesta.

Recorrió con las zapatillas el corto pasillo hasta la habitación de Stella. La cama de Stella estaba hecha pero arrugada, como si se hubiese tendido, girando y retorciéndose. Sobre la almohada descansaba un ramo de flores secas, atado con una cinta de goma. Había un montón de libros derribado a un lado de la cama. En el alféizar, tres Shrooz de peluche, como del tamaño de conejillos de indias, rojo, verde y el muy poco común negro y dorado, colgando sus largas narices en la habitación. Otros surgían en cascada del arcón de cedro al pie de la cama. Stella adoraba los Shrooz porque eran gruñones; se quejaban, se retorcían y gruñían cuando se los movía.

Kaye buscó en el patio trasero, donde la alta hierba marrón se convertía en hiedra y kudzu bajo los enormes árboles antiguos al borde de la propiedad. No podía permitirse perder la concentración ni por un minuto.

Luego regresó a la casa y al dormitorio de Stella. Se puso de rodillas y miró bajo la cama. Stella mantenía un diario de olores, un pequeño libro en blanco lleno de anotaciones crípticas y registros fechados de sus emociones, con los olores recogidos de detrás de sus orejas y adheridos a cada página. Stella lo mantenía oculto, pero Kaye lo había encontrado una vez mientras limpiaba y había deducido su estructura.

Kaye metió las manos entre las bolas de polvo y juguetes para el gato que había bajo la cama y metió los dedos entre las sombras. El libro no estaba.

La paz es una ilusión, la paz es una trampa, no hay descanso, no se puede bajar la guardia. Stella se había ido. Llevarse el libro implicaba que iba en serio.

Todavía calzada con las zapatillas, Kaye empujó la puerta y corrió por la calle bordeada de robles. Susurró:

—No te asustes, concéntrate, maldición. —Los músculos de su cuello formaron un nudo.

A unos cuatrocientos metros de distancia, frente a la siguiente casa carretera abajo del vecindario rural, redujo el paso, y luego se quedó de pie en medio de una carretera de asfalto roto, abrazándose, pequeña y tensa, como un ratón aguardando a un halcón.

Kaye se protegió los ojos del sol y miró a las hinchadas nubes grises que avanzaban en formación por el horizonte sur. El aire olía triste y nervioso.

Si Stella lo había planeado, habría escapado después de que Mitch se marchase a Washington. Mitch se había ido entre las seis y las siete. Eso implicaba que su hija tenía al menos una hora de ventaja. Comprenderlo fue como si un témpano de hielo se le clavase en la columna.

Llamar a la policía no era lo más inteligente. Cinco años atrás, Virginia había consentido renuentemente a la Acción de Emergencia y había empezado la recogida de los nuevos niños para enviarlos a campos en Iowa, Nebraska y Ohio. Hace años, Kaye y Mitch se habían retirado de los grupos de apoyo a los padres después de una serie de infiltraciones por parte del FBI. Mitch había dado por supuesto que Kaye en especial era objeto de vigilancia y posiblemente incluso arresto.

Estaban solos. Habían decidido que era lo mejor.

Kaye se quitó las zapatillas y corrió descalza de vuelta a la casa. Tendría que pensar como Stella, y eso era difícil. Durante once años Kaye había observado a su hija como madre y también como científico, y siempre había habido una pequeña pero importante distancia entre ellas que no había podido traspasar. Stella reflexionaba con una minuciosidad que Kaye admiraba, pero llegaba a conclusiones que a menudo le resultaban desconcertantes.

Kaye cogió el bolso con la cartera y la identificación, se puso el calzado de jardín, y salió por la puerta de atrás. El pequeño Toyota gris con imprimación arrancó instantáneamente. Mitch se ocupaba del mantenimiento de los dos vehículos. Atacó con fuerza la entrada de tierra, pero luego se controló y condujo más despacio siguiendo las carreteras.

—Por favor —murmuró—, que no se haya subido a ningún coche.

8

Caminando siguiendo el margen de tierra de la carretera de asfalto, Stella agitaba la botella de plástico de Gatorade, racionándose a un sorbo cada pocos minutos. A su derecha se extendía un viejo campo marcado para edificar un nuevo centro comercial. Stella caminó haciendo equilibro sobre un bordillo de cemento recién colocado y que todavía no habían sacado de las tablas de molde. El sol subía por el este, y había nubes negras acumuladas al sur, y el aire estaba caliente y repleto de fragancias de cornáceas y sicómoros. Las emisiones de los coches que pasaban, y el rastro descendente de carbono de los camiones diesel, le obstruían la nariz.

Por fin sentía que hacía algo que valía la pena. Había culpa, pero dejó a un lado la preocupación por lo que pensarían sus padres. Siguiendo esta carretera era posible que encontrase a alguien que no discutiese con sus instintos, que no sintiese dolor por la misma existencia de Stella. Alguien como ella.

Durante toda su vida había vivido entre un tipo de humanos, pero ella pertenecía a otro. Un viejo virus llamado SHEVA se había liberado del ADN humano y había reordenado los genes humanos. El resultado era Stella y una generación de niños como ella. Eso era lo que le habían contado sus padres.

No un monstruo. Simplemente un tipo diferente.

Stella Nova Rafelson tenía once años. Sentía que toda su vida había estado sola de una forma peculiar.

En ocasiones se consideraba una estrella, un pequeño punto brillante en un cielo muy grande. Los humanos copaban el cielo por miles de millones y la anegaban como el sol cegador.

9

Kaye giró a la derecha justo más allá del tribunal, dobló la esquina, recorrió media manzana y se metió en una estación de servicio. Cuando ella era niña, había unos pequeños cables cubiertos de goma que hacían sonar una campana cuando llegaba un coche. Ya no había cables, ni campana, y nadie vino a comprobar qué deseaba Kaye. Aparcó junto a la tienda de rojos y blancos brillantes y se limpió las lágrimas de los ojos.

Permaneció sentada en el Toyota durante un minuto, intentando concentrarse.

Stella tenía un monedero de plástico rojo que contenía diez dólares de dinero de emergencia. Había una fuente para beber en el tribunal, pero Kaye pensaba que Stella preferiría algo frío, dulce y afrutado. Olores a fresas y frambuesas artificiales que a Kaye le resultaban repugnantes, Stella se los tragaba con el entusiasmo de un gato en una cama de hierba de gato.

—Es un largo camino —se había dicho Kaye—. Hace calor. Tiene sed. Es su día fuera, lejos de mamá. —Se mordió el labio.

A lo largo de su corta vida, Kaye y Mitch habían protegido a Stella como si fuese una orquídea exótica. Kaye lo sabía, y odiaba que fuese necesario. Así era como habían permanecido juntos. La libertad de su hija dependía de ello. Los chats estaban llenos de historias angustiosas, historias de padres que habían entregado a sus hijos, viendo cómo los enviaban a escuelas de Acción de Emergencia en otro estado. Los campos.

Mitch, Stella y Kaye habían vivido una existencia ensoñadora, tensa e irreal, que no era la forma en que debía crecer una niña enérgica y extrovertida, ni la forma en que Mitch permaneciese cuerdo. Kaye intentaba no pensar demasiado en ella misma y en lo que sucedía entre ella y Mitch, podría quebrarse por dentro, ¿y entonces qué harían? Pero era evidente que sus dificultades de pareja habían causado impacto en Stella. Era una niña de papá, para orgullo de Kaye y para su secreta tristeza —ella también había sido niña de papá, antes de la muerte de sus padres, veinte años atrás— y últimamente Mitch había pasado mucho tiempo fuera.

Kaye entró en la tienda a través de las puertas dobles de vidrio. La dependienta, una mujer de aspecto cansado algo más joven que Kaye, tenía fregona y cubo y estaba fregando inexorable el suelo y el mostrador con desinfectante.

—Disculpe, ¿ha visto a una niña, alta, de unos once años?

La empleada levantó la fregona como si fuese una lanza y le apuntó con ella.

10

Washington, D.C.

Un hombre alto, encorvado y con pelo blanco que empezaba a escasear entró en la oficina trayendo una cartera gastada. Gianelli se puso en pie.

—Congresista, ¿recuerda a Mitch Rafelson?

—Así es —dijo Wickham, y alargó la mano. Mitch la agitó con fuerza. La mano estaba seca y era dura como la madera—. ¿Alguien sabe que estás aquí, Mitch?

—Dick me coló, señor.

Wickham valoró a Mitch con un ligero temblor de cabeza.

—Ven a mi despacho, Mitch —dijo el congresista—. Tú también, Dick, y cierra la puerta.

Recorrieron el pasillo. El despacho de Wickham estaba cubierto de placas y fotografías, toda una vida en la política.

—Esta mañana a las diez el juez Barnhall sufrió un ataque al corazón —dijo Wickham.

La cara de Mitch reflejó angustia. Barnhall había sido un defensor consistente de los derechos civiles, incluso para los niños SHEVA y sus padres.

—Está en Bethesda —dijo Wickham—. No tienen muchas esperanzas. El hombre tiene noventa años. Acabo de hablar con el líder demócrata del Senado. Mañana mismo iremos a la Casa Blanca. —Wickham dejó la cartera sobre un sofá y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones color chocolate—. El juez Barnhall era uno de los buenos. Ahora el presidente quiere a Olsen, y es un crac, Mitch. No hemos visto uno igual desde Roger B. Taney. Un soltero vitalicio, cara de armiño, mente como una trampa de hierro. Quiere deshacer ochenta años de lo que llama activismo judicial, cree que tendrá al país por las pelotas, seis a tres. Y probablemente lo logrará. No vamos a ganar este asalto, pero podemos dar algunos golpes. Luego, nos machacarán en las votaciones. Nos van a derrotar. —Wickham miró a Mitch con tristeza—. Me encantan las peleas justas.

La secretaria llamó a la jamba de la puerta.

—Congresista, ¿el señor Rafelson está aquí? —Miró directamente a Mitch, con una ceja arqueada.

Gianelli preguntó:

—¿Quién quiere saberlo?

—No da nombre y suena asustada. Centralita dice que está usando un teléfono móvil desechable con una línea extranjera. Eso ya no es legal, señor.

—No me digas —dijo Wickham, mirando por la ventana.

—Mi esposa sabe que estoy aquí. Nadie más —dijo Mitch.

—Coge el número y llámala tú, Connie —dijo Wickham—. Activa el cifrador y desvíala por, oh, el despacho de Tom Haney en Boca Ratón.

—Sí, señor.

Wickham hizo un gesto hacia el teléfono de la mesa.

—Podemos conectar su línea a un codificador especial para comunicaciones de despachos de congresistas —dijo, pero se tocó el reloj—. Comienza y termina con basura, y a menos que conozcas la clave, todo suena a basura. Cambiamos la clave con cada llamada. Le lleva a la NSA como un minuto romperla, así que mejor que sea breve.

La secretaria estableció la conexión. Mitch miró entre los dos hombres, mientras se le hundía el corazón, y cogió el auricular del aparato que había sobre la mesa.

11

Condado de Spotsylvania

Stella estaba sentada a la sombra de una vieja parada de autobuses, estrechando un libro contra su pecho. Llevaba sentada hora y media. Hacía tiempo que se había terminado la botella de Gatorade y tenía sed. El calor de la mañana la ahogaba y el cielo se estaba cubriendo. El aire se espesaba con esa extraña humedad eléctrica que indica la fragua de una enorme tormenta. Todas sus emociones se habían dado la vuelta.

He sido toda una estúpida —se dijo—. Kaye se pondrá como una loca.

Kaye no solía manifestar su furia. Mitch, cuando estaba en casa, era el que daba vueltas, agitaba la cabeza y apretaba los puños cuando las cosas se ponían tensas. Pero Stella siempre sabía cuándo Kaye estaba furiosa. Su madre podía enfurecerse tanto como Mitch, pero de una forma muy tranquila.

Stella odiaba la furia en la casa. Olía a cucarachas viejas.

Kaye y Mitch jamás la tomaban con Stella. Los dos la trataban con paciencia y cariño, incluso cuando estaba claro que no deseaban hacerlo, y eso hacía que Stella se sintiese lo que llamaba serrada, extraña, apartada y diferente.

Stella se había inventado la palabra, serrada, y otras muchas que mantenía en secreto.

Era difícil ser responsable de gran parte de, y quizá toda, su furia. Era difícil creer que ella tuviese la culpa de que Mitch no pudiese ir a excavar cerámicas y muladares, viejos estercoleros, y que Kaye no pudiese trabajar en un laboratorio, enseñar o hacer algo que no fuese escribir artículos y libros que por alguna razón jamás se publicaban o se terminaban.

Stella entretejió los largos dedos y levantó las rodillas, llenando el hueco de los dedos y manteniendo los brazos rectos. Oyó un vehículo y se hundió en las sombras del recinto, alzando los pies a las tinieblas. Una camioneta Ford roja se aproximaba, limpia, nueva, con un reluciente remolque de plástico blanco en la parte de atrás. Parecía cara, mucho más bonita que la furgoneta Toyota o el viejo Dodge Intrepid de Mitch.

La camioneta roja redujo la marcha, se detuvo, puso la marcha atrás y retrocedió. Stella intentó hundirse en una esquina, presionando la espalda contra la madera astillada. De pronto sólo quería ir a casa. Podía encontrar el camino de vuelta, de eso estaba segura; podía encontrarlo por el olor de los árboles. Pero las emisiones de los coches y muy pronto la lluvia lo harían muy difícil. La lluvia lo haría mucho más difícil.

La camioneta se detuvo y se apagó el motor. El conductor abrió su portezuela y se bajó por el lado más alejado de Stella. No podía sino verlo un poco a través de las lunas tintadas del vehículo. Pelo gris y barba. Dio lentamente la vuelta a la camioneta y al remolque, visible bajo la estructura la sombra de sus pies.

—Hola, señorita —dijo, deteniéndose a unos respetuosos cuatro o cinco metros de donde ella intentaba ocultarse. Se puso las manos en los bolsillos de los pantalones cortos color caqui. En la boca mordía una pipa apagada. Se ajustó la pipa con una mano, se la quitó y la usó para apuntarla—. ¿Vive por aquí?

Stella asintió entre las sombras.

La perilla era casi toda gris y estaba muy bien marcada. Tenía barriga, pero estaba bien vestido, y llevaba los calcetines hasta las pantorrillas y las zapatillas de deporte estaban limpias y eran blancas. Olía a confianza, lo que podía oler tras el desodorante y el tabaco de aroma a cerezas y ron de la pipa.

—Deberías estar con tu familia y amigos —dijo.

—Voy a casa —dijo Stella.

—Pero el bus no volverá a pasar hasta esta tarde. Aquí sólo para dos veces al día.

—Caminaré.

—Bien, está bien. No deberías subirte con extraños.

—Lo sé.

—¿Puedo ayudar? ¿Llamar a tu familia?

Stella no dijo nada. En casa tenían un teléfono seguro, estrictamente para emergencias, y compraban teléfonos móviles desechables para usos ocasionales. Cuando hablaban siempre empleaban una especie de código familiar, incluso con los desechables, pero Mitch decía que podían identificar tu voz por mucho que intentases modificarla.

Quería que el hombre de los pantalones cortos se fuese.

—¿Tu familia está en casa, señorita?

Stella miró al sol que se entreveía entre las nubes.

—Si estás sola, conozco gente que puede ayudar —dijo—. Amigos especiales. Escucha. Los he grabado.

Hundió la mano en el bolsillo de atrás y sacó una pequeña grabadora. Presionó un botón y sostuvo la máquina para que pudiese escuchar.

Ya antes había oído canciones y silbidos como ésos, en televisión y en la radio. A los tres años también había oído a un niño cantar canciones como ésas. Y hace unos años, en la casa de Richmond, la casa enorme de ladrillo con entrada de hierro, perros guardianes, y cuatro parejas, personas delgadas y nerviosas que parecían tener montones de dinero, que traían a sus hijos para que jugasen juntos en la piscina cubierta. Recordaba claramente oírles cantar y sentirse demasiado tímida para unirse a ellos. Dulces tonadas entremezcladas, como turpiales cantando con el corazón en un huerto de bayas, como había comentado Mitch.

Eso fue lo que escuchó saliendo de la grabadora.

Voces como la suya.

Grandes gotas de lluvia dejaron manchas de humedad sobre la carretera y la tierra. El cielo y los árboles tras el hombre de la perilla relucían de un blanco helado frente al gris carbón del cielo.

—Va a llover —dijo el hombre—. Señorita, no es bueno que estés aquí fuera sola. Cáspita, ¿sabes que esta parada de bus podría atraer los rayos? —Sacó un móvil del bolsillo trasero—. ¿Puedo llamar a alguien? ¿A tu mamá o papá?

No olía mal. De hecho, no olía demasiado a nada excepto el tabaco, ron y cerezas. Debía aprender a juzgar a la gente e incluso a arriesgarse. Era la única forma de vivir. Tomó una decisión.

—¿Podría llamar? —dijo Stella.

—Claro —dijo él—. Dime el número.

12

Leesburg

Mark Augustine colocó una mano en el respaldo de la silla de Rachel Browning. La sala estaba en silencio, exceptuando el zumbido de los ventiladores de los equipos y un ligero tintineo.

Estaba observando al hombre regordete de pantalones caqui, la camioneta roja, la niña larguirucha y torpe que era la hija de Kaye Lang Rafelson.

Una niña del virus.

—¿Ése es tu contacto, Rachel?

—No lo sé —dijo Browning.

—¿Podría ser un buen samaritano? —preguntó Augustine. Internamente estaba furioso, pero no le daría a Browning la satisfacción de manifestar su furia—. Podría ser un corruptor de menores.

Por primera vez, Browning manifestó incertidumbre.

—¿Alguna sugerencia? —preguntó.

Augustine no sintió alivio al ver que le pedía consejo. Eso no haría más que implicarle a él en la cadena de decisiones de Rachel, y precisamente eso era lo último que quería. Que se colgase sola, ella solita.

—Si las cosas van mal, tengo que hacer algunas llamadas —dijo.

—Deberíamos esperar —dijo Browning—. Probablemente no haya problema.

El Pajarito flotaba como a unos diez metros por encima de la camioneta roja y la parada de bus, el caballero barrigudo de mediana edad y la niña.

La mano de Augustine se tensó en el respaldo.

13

Condado de Spotsylvania

La lluvia caía con fuerza y el aire se había vuelvo más oscuro cuando se subieron a la camioneta. Fue demasiado tarde cuando Stella se dio cuenta de que el hombre tenía algodones encerados metidos en la nariz. Se sentó en el asiento tras el volante y le ofreció una TicTac de menta, pero ella odiaba la menta. Él se metió dos en la boca e hizo un gesto con el teléfono.

—No responde nadie —dijo—. ¿Papi está trabajando?

Ella se volvió.

—Podría dejarte en casa, pero quizá, si te parece bien, conozco a algunas personas a las que les gustaría conocerte —dijo.

Estaba haciendo todo lo contrario de lo que sus padres le habían dicho, darle al hombre el número de la casa, subirse a la camioneta. Pero tenía que hacer algo, y parecía que hoy era el día para ello.

Nunca se había alejado tanto de la casa a pie. La lluvia lo cambiaría todo con respecto al aire y los olores.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Fred —respondió el hombre—. Fred Trinket. Sé que te encantaría conocerlos, y a ellos les gustaría conocerte a ti.

—Deje de hablar así —dijo Stella.

—¿Cómo?

—No soy idiota.

Fred Trinket se había taponado la nariz con algodones y la boca le olía a menta.

—Claro —dijo razonable—. Eso lo sé, cariño. Tengo un refugio. Un lugar para niños con problemas. ¿Te gustaría ver algunas fotografías? —preguntó Trinket—. Están en la guantera. —La miraba, todavía sonriendo. Stella decidió que tenía un rostro muy amable. Algo triste. Parecía preocupado por cómo se sentía—. Fotografías de mis niños, los de la grabadora.

Stella sintió una curiosidad intensa.

—¿Como yo? —preguntó.

—Iguales que tú —dijo Fred—. Chispeas de una forma muy bonita, ¿lo sabías? Los otros chispean de la misma forma cuando sienten curiosidad. Algo que ver.

—¿Qué es chispear?

—Tus pecas —dijo Fred, señalando—. Se extienden sobre tus mejillas como alas de mariposa. Estoy acostumbrado a verlo en el refugio. Podría llamar a tu casa una vez más, para ver si hay alguien, para decir a tu papi o mami que se reúna con nosotros. ¿Te parece?

Se estaba poniendo nervioso. Stella podía olerlo, aunque no es que significase nada. Hoy en día todo el mundo estaba nervioso. No quería hacerle daño, de eso estaba segura; no había nada sexual en su olor y modales, y no olía a cigarrillos o alcohol.

No olía para nada como los jóvenes del autoservicio.

Se volvió a decir que debería arriesgarse si quería llegar a algún sitio, si quería cambiar algo.

—Sí —dijo.

Fred le dio a rellamada. El teléfono cantó la tonada del número de casa. No hubo respuesta. Probablemente su madre estuviese fuera buscándola.

—Vayamos a mi casa —dijo Fred—. No está lejos y hay bebidas frías entre el hielo. Refrescos de fresa. Nehi de verdad en una botella de cuello largo. Cuando lleguemos allí volveré a llamar a tu mamá.

Stella tragó con fuerza, abrió la guantera y sacó un montón de fotografías en color, de doce por dieciocho centímetros. Los niños de la primera fotografía, siete en total, celebraban una fiesta, una fiesta de cumpleaños, con una enorme tarta roja. Fred permanecía de fondo junto a una mujer mayor y rechoncha de expresión neutra. Excepto por Fred y la mujer, los niños de la fiesta tenían todos su misma edad. Uno de ellos quizá fuese mayor, pero se encontraba de pie al fondo.

Todos como ella. Niños SHEVA.

—Jesús —dijo Stella.

—Tranquila con eso —dijo Fred amable—. Jesús es el Señor.

Eso decía la pegatina en el parachoques de la camioneta de Fred. En el portón trasero había pegado un pez de plástico. El pez, que decía «Verdad», devoraba a otro pez con patas llamado «Darwin».

Fred arrancó el motor y metió una marcha. La lluvia caía en grandes y gruesas gotas, golpeando el techo y la carrocería como un millón de dedos aburridos.

—La batalla de Wilderness se produjo no muy lejos de aquí —dijo Fred mientras conducía. Giró a la derecha con cuidado, como si le preocupase mover una carga preciosa—. Guerra civil. A su modo un lugar santo. Muy tranquilo. Me gusta este camino. Menos tráfico, menos condominios, ¿no?

Stella volvió a repasar las fotografías, encontrando algunas más metidas en un bolsillo de plástico. Siete niños diferentes, intentando salir en la imagen o mirando serios, algunos sentados en grandes sillones en una gran casa.

Uno de los chicos no tenía expresión alguna.

—¿Quién es éste? —le preguntó a Fred.

Fred dio un vistazo rápido.

—Ése es Will. Madre lo llama Strong Will. Vivía de comer serpientes y ardillas antes de llegar a nuestro refugio. —Fred Trinket sonrió y agitó la cabeza al recordarlo—. Te gustará. Al igual que los otros.

14

La camioneta roja se situó junto a una casa de dos plantas y altas columnas blancas. Los escalones blancos estaban bordeados por dos largos maceteros de ladrillo llenos de adelfas escuálidas y empapadas. Fred Trinket no había hecho nada manifiesto para alterar a Stella, pero ahora estaban en su casa.

—Es hora de almorzar —dijo Trinket—. Los otros estarán comiendo. Madre los alimenta alrededor de esta hora. Yo como más tarde. Es mi digestión. No es demasiado buena.

—Come copos de avena —dijo Stella.

Trinket sonrió.

—Exacto, jovencita. Como copos de avena de desayuno. En ocasiones una loncha de beicon. ¿Qué más?

—Le gusta el ajo.

—De cena tomo espaguetis con ajo, exacto. —Trinket movió la cabeza con facilidad—. Maravilloso. Hueles todo eso.

Abrió la portezuela y salió. Stella bajó y él le indicó los escalones de la casa. Allí se abría una enorme puerta blanca, sólida y paciente, flanqueada por dos ventanas altas y delgadas. La pintura era nueva. El pomo olía a limpiador, un olor que no le gustaba. No tocó la puerta. Trinket se la abrió. No estaba cerrada con llave.

—Confiamos en la gente —dijo Trinket—. ¡Madre! —gritó—. Tenemos una invitada.

15

Mitch llegó hasta la entrada de tierra bajo un cielo gris y empapado. Cuando llegó, Kaye no estaba en casa. Ella tocó la bocina desde la carretera cuando salió después de inspeccionar la casa vacía. Las largas piernas le llevaron en cinco pasos rápidos hasta la vieja camioneta.

—¿Cuánto hace? —preguntó Mitch, metiendo la cabeza. Le tocó la mejilla húmeda a través de la ventanilla del conductor.

—Tres o cuatro horas —dijo Kaye—. Yo me dormí y había desaparecido.

Se subió al asiento de al lado. Justo cuando Kaye se preparaba para mover la camioneta, Mitch le retuvo la mano.

—El teléfono —dijo.

Kaye apagó el motor y los dos prestaron atención. Desde la casa llegaba un zumbido lejano.

Mitch corrió hasta la casa. La puerta se cerró tras él y lo cogió a la tercera llamada.

—¿Hola?

—¿Hablo con el señor Bailey? —preguntó el hombre.

Era el nombre que le habían dicho a Stella que usase.

—Sí —dijo Mitch, limpiándose la cara de frente y ojos—. ¿Quién habla?

—Me llamo Fred Trinket. No sabía que viviese usted tan cerca, señor Bailey.

—Tengo prisa, señor Trinket. ¿Dónde está mi hija?

—Por favor, no se altere. Ahora mismo está en mi casa, y está muy preocupada por ustedes.

—Nosotros estamos preocupados por ella. ¿Dónde está usted?

—Stella está bien, señor Rafelson. Nos gustaría que viniese a ver algo que nos parece interesante e importante. Algo que bien podría resultarle fascinante. —El hombre que se identificaba como Trinket le dio unas indicaciones.

Mitch volvió con Kaye al camión.

—Alguien tiene a Stella —dijo.

—¿Acción de Emergencia?

—Un profesor, un loco, alguien —dijo Mitch. Ahora no había tiempo para mencionar que el hombre conocía su nombre real. No creía que Stella se lo hubiese dicho a nadie—. Como a quince kilómetros de aquí.

Kaye ya hacía girar la camioneta sobre el pavimento.

16

—Ya está —dijo Trinket, dejando el teléfono y secándose el pelo corto con una toalla—. ¿Alguna vez has estado con más de uno o dos niños?

Stella no respondió por el momento, porque era una pregunta muy extraña. Quería meditarla, aunque sabía a qué se refería. Examinó el salón de la gran casa. El mobiliario era colonial, que conocía por leer catálogos y revistas: arce con telas de estampas antiguas —iglesias tradicionales, caballos, siembras—. Era realmente feo. El papel pintado era de un verde oscuro aterciopelado con dibujos florales que parecían caras tristes. Toda la sala olía a una vela de citronella que se consumía en una mesita lateral, demasiado dulce incluso para el gusto de Stella. Durante la hora anterior habían cocinado pollo y brécol.

—No —dijo al fin.

—Es triste, ¿no?

La anciana, la misma de la foto, entró en la sala y miró a Stella con poco interés. Caminaba con zapatillas de suela de goma que apenas emitían sonido y sostenía una botella de largo cuello de refresco de fresa Nehi, de un rojo brillante bajo el cálido resplandor de la sala.

Trinket tenía al menos cincuenta años. Stella calculó que su madre podría tener unos setenta, regordeta, con brazos de aspecto fuerte, piel color melocotón y pocas arrugas, y un fino pelo blanco dispuesto perfectamente sobre un cráneo pálido y liso, como la cabeza gastada de una muñeca muy querida.

Stella tenía sed, pero no cogió la botella.

—Madre —dijo Trinket—. He llamado a los padres de Stella.

—No es necesario —dijo la mujer, con tono plano—. Tenemos provisiones.

Trinket le guiñó un ojo a Stella.

—Efectivamente —dijo—. Y pollo para almorzar. ¿Qué más, Stella? —preguntó.

—¿Eh?

—¿Qué más tenemos para comer?

—No es un juego —dijo Stella enojada.

—Brécol, supongo —respondió Trinket por ella, formando con los labios un pequeño arco—. Madre es buena cocinera, pero predecible. Aun así, me ayuda con los chicos.

—Así lo hago —dijo la mujer.

—¿Dónde están? —preguntó Stella.

—Madre hace lo que puede, pero mi mujer era mejor cocinera.

—Murió —dijo la anciana, tocándose el pelo con la mano libre.

Stella miró al suelo frustrada. Oyó a alguien hablar, muy al fondo.

—¿Son ellos? —preguntó, fascinada a pesar de sí misma. Se movió hacia el largo pasillo lleno de cuadros que había a la derecha, siguiendo el sonido de las voces.

—Sí —dijo Trinket. Dio un vistazo rápido al libro que Stella tenía en las manos—. Tus padres te mantenían encerrada, ¿no? Qué egoístas. ¿No sabemos, Madre, lo egoísta que sería algo así para alguien como Stella?

—Sola —dijo su madre, y de pronto se dio la vuelta y depositó la botella junto a la vela sobre la pequeña mesa. Se frotó las manos en el delantal y anadeó por el pasillo. La dulzura combinada de la vela y el Nehi amenazaban con marearla. Había visto a perros gemir para estar con otros perros, olisqueándolos e intercambiando saludos perrunos. El recuerdo la despertó.

Pensó en los dos en el autoservicio Texaco.

Hueles tan bien como un perro.

Se estremeció.

—Tus padres te protegían, pero fueron crueles —dijo Trinket, observándola. Stella mantuvo la vista fija en el pasillo. El deseo que llevaba semanas rondándola, meses si retrocedía lo suficiente, se manifestó de pronto con fuerza, volviéndola torpe y serrada.

»No poder estar con los tuyos, no poder bañarte en el aire de otros, y no hablar como lo hacéis, con esa duplicación encantadora, provoca una soledad dolorosa, ¿no?

Sentía calor en las mejillas. Trinket la examinó.

—Sois tan hermosos —dijo, poniendo ojos de cariño—. Podría mirarte durante todo el día.

—¿Por qué? —preguntó Stella repentinamente.

—¿Perdona? —Trinket sonrió, y en esta ocasión había algo malo en la sonrisa. A Stella no le gustaba ser el centro de atención. Pero quería conocer a los otros, más que cualquier otra cosa en cielo y Tierra, como hubiese dicho el padre de Mitch.

El abuelo de Stella, Sam, había muerto hacía cinco años.

—No dirijo una escuela acreditada, ni tampoco un centro de día, ni un centro de aprendizaje —dijo Trinket—. Intento enseñar lo que puedo, pero en general yo... mamá y yo creamos un refugio breve, lejos de la gente cruel que odia y teme. Nosotros ni odiamos ni tememos. Nosotros admiramos. A mi modo, soy un antropólogo.

—¿Puedo conocerlos ahora? —preguntó Stella.

Trinket estaba sentado en el sofá con una sonrisa radiante.

—Háblame más de tu padre y tu madre. En algunos círculos son muy conocidos. Tu madre descubrió el virus, ¿no es cierto? Y tu padre encontró las famosas momias de los Alpes. Los heraldos de nuestro destino.

El olor dulce de la sala bloqueaba algunos olores humanos, pero no la agresión, ni el miedo. Ésos los seguiría oliendo, como una cuchara de acero enterrada en helado de vainilla. Trinket no olía ni a violento ni a asustado, así que no creía estar en peligro inmediato. Aun así, se ponía algodones en la nariz. ¿Y cómo era que sabía tanto de Kaye y Mitch?

Trinket se inclinó y se tocó la nariz.

—Te preocupan.

Stella se volvió.

—Déjeme ver a los otros —dijo.

Trinket rió.

—No puedo estar cerca de vosotros sin esto —dijo Trinket—. Soy sensible, vaya que sí. Tengo una hija como tú. Mi esposa y yo adquirimos las máscaras y conocíamos los olores especiales producidos por mi hija. Luego, mi esposa murió. Murió con dolor. —Miró al techo, con los ojos convertidos en húmedos charcos de sentimientos—. La echo de menos —dijo Trinket, y de pronto golpeó con fuerza el tapizado del sofá—. ¡Madre!

La mujer de rostro neutro regresó.

—Mira si han terminado de almorzar —dijo Trinket—. Después les presentaremos a Stella.

—¿Va a comer ella? —preguntó la anciana, con ojos que indicaban que no le importaba una cosa o la otra.

—No sé. Eso depende —dijo Fred Trinket. Miró el reloj—. Espero que tus padres no se hayan perdido. Quizá deberías llamarlos... en unos minutos, para estar seguros.

17

Kaye paró la camioneta Toyota a un lado de la carretera de tierra y apoyó la cabeza sobre el volante. Había dejado de llover, pero en varias ocasiones habían estado a punto de dejar las ruedas atrapadas en el barro. Gimió.

Mitch abrió la portezuela.

—Ésta es la carretera. Ésta es la dirección. ¡Mierda!

Lanzó el trozo arrugado de papel a una zanja húmeda. La única casa hacía tiempo que estaba condenada, y la mitad se había carbonizado tras un incendio. Le rodeaban como cinco o seis acres de terreno de granja, sombríos tras un velo de fina neblina. Serpentinas de nubes jugaban al escondite con un sol acuoso. La casa se manifestaba luminosa, luego oscura, bajo las idas y venidas de esos enormes dedos grises.

—Quizá no esté con él. —Kaye miró a Mitch a través de la puerta abierta.

—Puede que me confundiese en algún número —dijo Mitch, apoyándose contra el vehículo.

Sonó el móvil. Los dos se envararon como si les hubiesen clavado alfileres. Mitch sacó el teléfono y dijo:

—Sí.

El teléfono reconoció su voz y anunció que el número de la persona que llamaba estaba bloqueado, para preguntar a continuación si deseaba aceptar la llamada de todas formas.

—Sí —dijo sin pensar.

—¿Papi? —la voz al otro extremo era aguda y manifestaba tensión, pero sonaba como la de Stella.

—¿Dónde estás?

—¿Eres tú? ¿Papi? —La voz pasó por una pelea de pájaros digital y luego se recuperó. Nunca antes había oído sonidos semejantes y le preocuparon.

—Soy yo, cariño. ¿Dónde estás?

—Estoy en una casa. Vi el número en el buzón.

Mitch sacó bolígrafo y papel del interior del abrigo y apuntó el número y la carretera.

—Sé fuerte, Stella, y no permitas que nadie te toque —dijo, esforzándose por sonar tranquilo—. Vamos de camino. —Renuente dijo adiós y colgó el teléfono. Tenía el rostro como la arenisca roja, estaba tan furioso...

—¿Está bien?

Mitch asintió, luego volvió a abrir el teléfono y marcó otro número.

—¿A quién llamas?

—A la policía del estado —dijo.

—¡No podemos! —gritó Kaye—. ¡Se la llevarán!

—Es demasiado tarde para preocuparse de eso —dijo Mitch—. Ese tío quiere la recompensa, y nos quiere a todos.

18

Tantos retratos en el pasillo que llevaban hasta la parte de atrás de la casa. Generación tras generación de Trinket, supuso Stella, desde instantáneas de colores desvaídos apelotonadas en un único marco a grandes positivos de tonos sepia de hombres, mujeres y niños con rígidas ropas marrones y que miraban con expresiones ojerosas, como si el futuro que percibían les diese miedo.

—Nuestro legado —le dijo Fred Trinket—. Viejos genes. ¡Todas esas combinaciones ya han desaparecido! —Sonrió y siguió caminando, agitando los hombros a cada paso. Tenía una espalda gorda, vio Stella. Un cuello grueso y una espalda gruesa. Sin embargo, las piernas eran fibrosas, como si caminase mucho, pero eran pálidas y peludas. Quizá caminase de noche.

Trinket empujó una puerta mosquitera.

—Hazme saber si quiere almorzar —dijo la madre desde la cocina, a medio camino pasillo arriba y a la izquierda. Mientras la señora Trinket secaba un plato, Stella vio una toalla mojada y oscura restallar en la cocina como la lengua de una serpiente.

—Sí, madre —murmuró Trinket—. Por aquí, señorita Rafelson.

Descendió un tramo corto de escalones de madera y recorrió un sendero de gravilla hasta un edificio largo y oscuro situado a unos diez pasos. Stella vio una caseta de perro pero a ningún perro, y un pequeño bosquecillo de tendederos girando lentamente al viento después de la tormenta, con las líneas vacías.

Vendrá madre Trinket, pensó Stella, y colgará la colada, y será la primavera de los tendederos. Cuando se seque la ropa, la descolgará y la meterá en el cesto y volverá a ser invierno. Sin expresión en la cara, madre Trinket era el corazón estacional de la casa, dueña de su patio.

Stella tenía la boca seca. Le dolía la nariz. Se tocó tras las orejas donde le escocía cuando se ponía nerviosa. El dedo regresó cubierto de una sustancia cérea. Quería coger un trapo y eliminar todos los viejos olores, limpiarse para la gente en ese edificio. Le llegó una palabra, acilarse, arreglarse y lavarse. Era una palabra encantadora y le hacía estremecerse como una hoja.

Trinket desatrancó la puerta del edificio de atrás. En su interior, Stella vio luces fluorescentes escupir, brillantes y azules, sobre bancos de trabajo, un viejo refrigerador, cajas de cartón apiladas y, a la derecha, una puerta de una tela metálica resistente.

Las voces se hicieron más intensas. Stella creyó percibir tres o cuatro. Hablaban de una forma que no podía comprender —aguda, gutural, con exclamaciones agudas—. Alguien tosió.

—Están dentro —dijo Trinket. Abrió la puerta de tela metálica con una llave de latón atada al final de un cordón sucio—. Acaban de terminar de comer. Cogeremos las bandejas, para madre. —Abrió la puerta.

Stella no se movió. Ni siquiera la promesa de las voces, la promesa que la había traído hasta tan lejos, podía persuadirle de dar un paso más.

—Dentro hay cuatro, iguales que tú. Necesitan tu ayuda. Iré contigo.

—¿Por qué están encerrados? —preguntó Stella.

—La gente pasa por la carretera, a veces con armas... disparan. No es seguro —dijo Trinket—. No es seguro para tu gente. Desde la muerte de mi esposa, he convertido en uno de mis trabajos, mi obligación, proteger a los que encuentro en el camino. Jóvenes como tú.

—¿Dónde está su hija? —preguntó Stella.

—Está en Idaho.

—No le creo —dijo Stella.

—Oh, es cierto. Se la llevaron el año pasado. Nunca he ido a visitarla.

—Dejan hacer visitas a los padres.

—No puedo soportar la idea de ir. —Le había cambiado la expresión, y también el olor.

—Está mintiendo —dijo Stella. Podía sentir cómo se activaban sus glándulas, escociéndole. Stella no podía olerlo, de hecho no podía oler nada porque tenía la nariz muy seca, pero sabía que la estancia estaba repleta de su olor de persuasión.

Trinket pareció deshincharse, dejando caer los brazos, relajando las manos. Señaló a la puerta de tela metálica. Estaba pensando, o esperando. Stella se apartó. La llave colgaba de la cuerda.

—Tu gente —dijo, y se frotó la nariz.

—Déjenos ir —dijo Stella. Era algo más que una sugerencia.

Trinket negó lentamente con la cabeza, y luego levantó la vista. Stella creyó que estaba haciéndole efecto, a pesar de los tapones para la nariz y las pastillas de menta.

—Déjenos ir —dijo Stella.

La anciana llegó con tanto silencio que Stella no la oyó. Era sorprendentemente fuerte. Agarró a Stella a la altura de las costillas, bloqueándole los brazos y haciéndola chillar como un ratón, y la arrojó a través de la puerta. Su libro cayó al suelo. Trinket se levantó y cogió la llave colgada de su cuerda, y luego dio un golpe a la puerta y la cerró antes de que Stella pudiese volverse.

—Ahí dentro se sienten solos —le dijo la madre de Trinket a Stella. Llevaba una pinza de ropa en la nariz y tenía los ojos empapados—. Deja que mi hijo haga su trabajo. Fred, quizás ahora le gustaría tomar algo de almuerzo.

Trinket se sacó un pañuelo y se sonó la nariz, expulsando los tapones. Los miró asqueado, y luego pulsó un botón montado en la pared. Sonó una cerradura y otra puerta de tela metálica se abrió detrás de ella. Stella los miraba a través de la tela metálica de la primera puerta. Al principio no podía emitir sonido, se sentía tan perpleja y tan furiosa...

Trinket se frotó los ojos y agitó la cabeza. Dio una patada y lanzó su librito a la otra esquina.

—Maldición —dijo—. Es buena. Casi lo consigue. Vaya una mofeta del demonio.

Ella estaba de pie, temblando, en medio del pequeño cubículo. Trinket apagó las luces fluorescentes. Dejaron sólo el resplandor reflejado por las habitaciones que tenía detrás.

Una mano le tocó el codo.

Stella gritó.

—¿Qué?

Retrocedió hasta la tela metálica y miró al muchacho. Tenía unos diez u once años, más alto que ella por un par de centímetros, y, si era posible, más delgado. Tenía arañazos en la cara y el pelo estaba revuelto y encrespado.

—No pretendía asustarte —dijo el chico. Sus mejillas mostraban puntitos rosa y marrón. Sus ojos de motas doradas la siguieron a medida que se movía hacia la izquierda, hacia una esquina, y levantaba los puños.

El chico arrugó la nariz.

—Guau —dijo—. Estás realmente afectada.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz aguda.

—¿Qué tipo de nombre? —preguntó él. Se inclinó, retorció la cabeza, inhaló el aire que había frente a ella, y puso cara avinagrada.

—Me asustaron —explicó Stella, avergonzada.

—Sí, ya veo.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Mira —dijo, inclinándose, y sus mejillas volvieron a llenarse de pecas.

—¿Y?

Parecía decepcionado.

—Algunos pueden hacerlo.

—¿Cómo te llaman tus padres?

—No lo sé. Los chicos me llaman Kevin. Vivimos en el bosque. Un grupo variado. Ya no. Trinket me atrapó. Fui un estúpido.

Stella se enderezó y bajó los puños.

—¿Cuántos hay aquí?

—Cuatro, incluyéndome a mí. Ahora cinco.

Volvió a oír la tos.

—¿Alguien está enfermo?

—Sí.

—Yo nunca he estado enferma —dijo Stella.

—Ni yo tampoco. Forma Libre está enferma.

—¿Quién?

—La llamo Forma Libre. Probablemente no sea su nombre. Es casi tan mayor como yo.

—¿Strong Will sigue aquí?

—No le gusta ese nombre. Nos llama con nombres como ésos porque dicen que apestamos. Ven atrás. Nadie se va a marchar pronto, ¿verdad? Me enviaron aquí a ver a quién había atrapado el viejo Fred.

Stella siguió a Kevin al fondo del largo edificio. Pasaron frente a cuatro habitaciones vacías equipadas con camastros, mesas plegables y viejas cómodas.

En el mismo fondo, había tres jóvenes sentados alrededor de un televisor portátil. Stella odiaba la televisión, y nunca la veía. Vio que el panel del control de la televisión estaba cubierto por una placa de metal. Dos —un chico mayor, Will, supuso Stella, y una chica más joven, de no más de siete— estaban sentados en un sofá gris gastado. La tercera, una niña de unos nueve o diez, estaba encogida en una manta tendida en el suelo.

La chica olía mal. Olía a enfermedad. Tosió sobre las palmas y se limpió con la camiseta sin apartar la vista del televisor.

Will se levantó del sofá. Dio un repaso cauteloso a Stella, y luego se metió las manos en los bolsillos.

—Ésta es Mabel —dijo, presentando a la niña más joven—. O Maybelle. No lo sabe con seguridad. La chica del suelo no habla mucho. Yo soy Will. Soy el mayor. Siempre soy el mayor. Puede que sea el mayor con vida.

—Hola —dijo Stella.

—Chica nueva —explicó Kevin—. Huele realmente afectada.

—Vaya que —dijo Mabel y levantó el labio superior, para agarrarse luego el extremo de la nariz.

Will miró de nuevo a Stella.

—Puedo ver tu nombre de pecas. ¿Pero cuál es tu otro nombre?

—Creo que quizá su nombre sea Rosa o Margarita —dijo Kevin.

—Mis padres me llaman Stella —dijo, con un tono que daba a entender que no era obligatorio; podía cambiar de nombre en cualquier momento. Se arrodilló junto a la chica enferma.

—¿Qué le pasa?

—No es un resfriado, ni es la gripe —dijo Will—. Yo no me acercaría demasiado. No sabemos de dónde viene.

—Necesita un médico —dijo Stella.

—Díselo a la anciana cuando venga a traer la comida —le sugirió Kevin—. Es una broma. No hará nada. Creo que nos van a entregar, de una tacada, a todos.

—Así es como Fred se gana la vida —dijo Will, frotando dos dedos—. Recompensas.

Stella tocó el hombro de la chica enferma. Ésta miró a Stella y cerró los ojos.

—No mires. No hay nada que ver —dijo la otra chica.

Sus mejillas formaban patrones simples, sin forma. Forma Libre. Stella empujó con más fuerza en el brazo de la chica. El brazo quedó flácido y la niña quedó de espaldas. Stella la agitó una vez más y medio abrió los ojos, sin mirar.

—¿Mami?

—¿Cómo te llamas? —preguntó Stella.

—¿Mami?

—¿Cómo te llama mami?

—Elvira —dijo la chica y volvió a toser.

—Ja ja —dijo Will sin gracia. El nombre era un chiste cruel.

—¿Tienes padres? —le preguntó Kevin, siguiendo el ejemplo de Stella y arrodillándose.

Stella le tocó la cara a Elvira. Tenía la piel seca y caliente, y había una costra sanguinolenta bajo la nariz y también detrás de las orejas. Stella le palpó bajo la mandíbula y luego le levantó los brazos y palpó por allí.

—Tiene una infección —dijo Stella—. Quizá como paperas.

—¿Cómo lo sabes?

—Mi madre es médica. Una especie de médica.

—¿Es Shiver? —preguntó Will.

—No creo. Nosotros no pillamos esa enfermedad. —Levantó la vista para mirar a Will y sintió que sus mejillas emitían un mensaje, no sabía cuál: vergüenza, quizá.

—Mírame —dijo Will. Stella se puso en pie y se encaró con él.

—¿Sabes cómo hablar así? —preguntó. Sus mejillas se puntearon y se limpiaron. Los patrones de motas aparecían y desaparecían con rapidez, y se sincronizaban de alguna forma con los iris de sus ojos, sus músculos faciales, y soniditos que emitía desde lo más profundo de la garganta. Stella observó, fascinada, pero no tenía ni idea de lo que Will hacía o lo que intentaba transmitir—. Supongo que no. ¿Qué hueles, cervatillo?

Stella sintió que le ardía la nariz. Retrocedió.

—Prácticamente analfabeta —dijo Will, pero sonreía con comprensión—. Es el Habla. Los chicos de los bosques la inventaron.

Stella comprendió que Will quería estar al mando, quería que la gente pensase que era inteligente y capaz. Sin embargo, había una debilidad en su olor que le hacía parecer muy vulnerable. Está roto, pensó Stella.

Elvira gimió y llamó a su madre. Will se arrodilló y le tocó la frente.

—Sus padres la ocultaban en un ático. Eso es lo que decían los chicos del bosque. Su papá y su mamá se fueron a California y ella se quedó con la abuela. Después murió la abuela. Elvira escapó. La pillaron en la calle. Creo que la violaron, más de una vez. —Se aclaró la garganta y sus mejillas se oscurecieron con la sangre de la furia—. Tenía el inicio de este resfriado o lo que sea, así que no podía febriaromar para impedírselo. Fred la encontró dos días después de encontrarme a mí. Sacó algunas fotos. Nos retiene a todos aquí hasta que pueda reunir a los suficientes para conseguir una buena recompensa.

—Un millón de dólares por cabeza —dijo Kevin—. Vivos o muertos.

—No seas dramático —dijo Will—. No sé cuánto le dan, y no pagan si estás muerto. Si estamos heridos, podría incluso ir a la cárcel. Eso es lo que oí en el bosque. La recompensa es federal, no estatal, así que intenta evitar a los locales.

Stella quedó impresionada por esa muestra de conocimientos.

—Es terrible —dijo, con el corazón desbocado—. Quiero irme a casa.

—¿Cómo te atrapó Fred? —preguntó Will.

—Fui a dar un paseo —dijo Stella.

—Huiste de casa —dijo Will—. ¿A tus padres les importa?

Stella pensó en Kaye despertándose y descubriendo que se había ido y deseó llorar. Eso hizo que la nariz le doliese aún más, y las orejas empezaron a escocerle.

La puerta de tela metálica resonó. Will salió y Kevin fue a ver qué pasaba. Stella miró a Will y luego siguió a Kevin. Madre Trinket estaba junto a la puerta. Había metido una bandeja de cafetería bajo la estructura. La bandeja contenía un plato de papel con lomos y cuellos de pollo fritos, algo de puré de patata y varios fragmentos largos de brécol. La anciana les observó, con ojos lechosos, la barbilla hundida, y con los fuertes brazos manchados que colgaban como dos troncos de abedul.

—Qué asco —dijo Kevin, y recogió la bandeja. Se la pasó a Stella—. Todo tuyo.

—¿Cómo está la chica? —preguntó madre Trinket.

—Está muy enferma —dijo Kevin.

—Vendrá gente. Se ocuparán de ella —dijo madre Trinket.

—¿Qué le importa? —preguntó Kevin.

La anciana parpadeó.

—Es mi hijo —dijo, y se volvió para salir. Cerró la puerta y la atrancó.

La chica, Forma Libre, respiraba a intervalos cortos e intensos cuando Stella llevó la bandeja a la habitación del fondo.

—Huele muy mal —dijo Mabel—. Tengo miedo por ella.

—Yo también —dijo Will.

—Aquí Will es papá —dijo Mabel—. Will conseguirá ayuda.

Will miró a Stella con tristeza y se tiró en el sofá. Stella dejó la bandeja sobre una mesita plegable. No le apetecía comer. Ella y Kevin se arrodillaron junto a Elvira. Stella acarició las mejillas de la chica, empalideciendo sus pecas. Las manchas se habían regularizado, y ahora eran todavía más vagas y tenían menos sentido.

—¿Podemos hacer que se sienta mejor? —preguntó Stella.

—No somos ángeles —dijo Will.

—Mi madre dice que todos tenemos mentes en nuestro interior —dijo Stella, intentando desesperadamente encontrar una respuesta—. Mentes que hablan unas con las otras por medio de agentes químicos y...

—¿Qué demonios sabe ella? —preguntó Will con dureza—. Es humana, ¿no?

—Es Kaye Lang Rafelson —dijo Stella, sintiéndose herida y a la defensiva.

—No me importa quién es —dijo Will—. Nos odian porque somos nuevos y mejores.

—Nuestros padres no nos odian —aventuró Stella con esperanza, mirando a Mabel y a Kevin.

—Los míos sí —dijo Mabel—. Mi padre odia al gobierno, así que me ocultó, pero un día se fue. Mi madre me abandonó en una estación de buses.

Stella tenía claro que esos chicos habían vivido vidas muy diferentes a la suya. Todos olían a soledad y desamparo, como cachorritos separados de la camada, gimiendo y buscando algo que habían perdido. Bajo la soledad y otras emociones del momento se encontraban las fundamentales: Will olía intenso y rico, como un queso curado. Kevin olía un poco dulce. Mabel olía a agua de baño jabonosa, vapor y flores y piel limpia y tibia.

No podía apreciar el olor fundamental de Elvira. Bajo la enfermedad no parecía tener olor.

—Pensamos en huir —dijo Kevin—. Hay cables de acero en todas las paredes. Fred nos dijo que había construido un lugar resistente.

—Nos odia —dijo Will.

—Valemos dinero —dijo Kevin.

—Me contó que su hija mató a su esposa —dijo Will.

Eso los mantuvo en silencio durante un rato, a todos menos a Forma Libre, cuya respiración era quebrada.

—Enséñame a hablar con las pecas —le pidió Stella a Will. Quería apartar la mente de todo aquello que no podían hacer, como escapar.

—¿Y si Elvira muere? —preguntó Will, mientras le empalidecía la frente.

—Lloraremos por ella —dijo Mabel.

—Cierto —dijo Kevin—. Fabricaremos una pequeña cruz.

—Yo no soy cristiano —dijo Will.

—Yo sí —dijo Mabel—. Cristo era uno de nosotros. Lo oí en el bosque. Por eso lo mataron.

Will agitó la cabeza ante tal muestra de ingenuidad. Stella se sintió avergonzada por las palabras que les había dicho a los hombres del autoservicio Texaco. Sabía que no se parecía en nada a Jesús. En lo más hondo, no se sentía ni misericordiosa ni caritativa. Nunca antes lo había admitido, pero mirar a Elvira carraspeando en el suelo le enseñó la realidad de sus emociones.

Odiaba a Fred Trinket y a su madre. Odiaba a los federales que venían a buscarles.

—Tendremos que luchar para escapar —dijo Will—. Fred es cuidadoso. No entra en la jaula. Ni siquiera llama al médico. Se limita a llamar a los furgones. Los furgones llegan desde Maryland y Richmond. Todos llevan trajes y vienen armados con picas para ganado y pistolas tranquilizantes.

Stella se estremeció. Había llamado a sus padres; sus padres estaban de camino. Puede que también los capturasen.

—A veces, cuando llegan los furgones, los niños mueren, quizás accidentalmente, pero están muertos —siguió diciendo Will—. Queman los cuerpos. Eso es lo que oí en el bosque —añadió—. Ahora mismo no me apetece enseñarte a motear.

—Háblame de los bosques —dijo Stella.

—En los bosques hay libertad —dijo Will—. Me gustaría que el mundo entero fuese bosque.

19

Lloviznaba. Kaye se salió de la carretera y aparcó al norte de una carretera privada asfaltada que llevaba a una enorme casa de pilares blancos y dependencias externas. El cielo estaba lo suficientemente oscuro como para que los ocupantes de la casa hubiesen encendido las luces interiores. El buzón negro de acero, montado sobre una base de ladrillos que llegaba hasta el pecho, mostraba cinco números dorados que reflejaban la luz.

—Ésa es —dijo Mitch. Miró a través del parabrisas mojado y bajó la ventanilla. Una camioneta roja con remolque estaba aparcada delante. No había más vehículos.

—Quizá ya sea tarde —dijo Kaye, conteniendo las lágrimas.

—No han pasado más que diez o quince minutos.

—Nos llevó veinte minutos. El sheriff puede haber llegado y haberse ido.

Mitch abrió la portezuela en silencio.

—Si puedo encontrarla, volveré de inmediato.

—No —dijo Kaye—. No me dejes sola. No creo que pueda soportarlo. —Sus dedos agarraban el volante como si fuesen cuerdas.

—Por favor, quédate aquí —dijo Mitch—. Estaré bien. Yo puedo levantarla. Tú no.

—Te sorprendería —dijo Kaye. Luego—: ¿Por qué tendrías que levantarla?

—Para ir más rápidos —dijo Mitch—. Para ir más rápidos. Eso es todo.

Abrió la guantera y sacó un paquete envuelto en un trapo, lo abrió, olía a lubricante, y retiró una pistola. Metió la pistola en el bolsillo del abrigo. Tenían tres armas de fuego, todas ellas sin registrar e ilegales. Que los acusasen de posesión de armas era lo último que alteraba el sueño de Mitch y Kaye. Sin embargo, los dos miraban con asco a las armas, al saber que ofrecían una falsa sensación de seguridad.

Mitch había limpiado y engrasado las tres la pasada semana.

Tomó aliento y salió, dirigiéndose a la parte de atrás del camión. Kaye soltó el freno y puso el punto muerto. Mitch empujó, gruñendo en silencio bajo la llovizna. Kaye se bajó y ayudó, guiando con una mano, y juntos llevaron la camioneta por la carretera de asfalto deteniéndose como a medio camino de la casa. Kaye viró el volante y giró el camión hasta bloquear el camino. El camino estaba bordeado por setos y muros de ladrillo, y ningún vehículo podría sortear la camioneta para entrar o salir. Kaye volvió a sentarse. Mitch le cogió la cara entre las manos y la besó en las mejillas, y luego le apretó los brazos. A continuación se dirigió hacia la casa, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones. Nunca parecía cómodo con un traje. Sus hombros y manos eran demasiado grandes, y el cuello demasiado largo. No tenía el rostro adecuado para llevar traje.

Kaye le observó con el corazón martilleándole, con la mente confusa.

Los pilares y el porche estaban a oscuras, la puerta cerrada. Mitch subió los escalones con todo el cuidado que le consentían sus zapatos de suela dura y miró a través de la ventana alta y estrecha que tenía a la derecha.

Kaye le vio volverse sin llamar y bajar los escalones. Caminó por un lado de la casa, perdiéndose. Kaye empezó a lloriquear y se apretó los nudillos contra los dientes y los labios. Llevaban once años de puntillas. Era cruel, y cuando sentía que se había acostumbrado a la dureza de su vida juntos, como esta mañana, casi, tan cerca de sentirse normal, productiva y satisfecha, trabajando en su artículo científico, dormitando frente al ordenador, le venía una visión espontánea de cómo podrían perderlo todo. Sabía que habían tenido suerte.

Pero muy rara vez sus peores visiones alcanzaban el nivel de esta pesadilla.

Mitch caminó siguiendo un borde de hierba cuidadosamente cortado, agachándose junto a las ventanas, siguiendo el lateral de la casa. Oyó un zumbido chirriante, como un enorme insecto, y miró con el ceño fruncido al cielo tormentoso encapotado. No vio nada.

El corazón casi se le detuvo cuando comprendió que el móvil seguía conectado. Se llevó la mano al bolsillo izquierdo y lo apagó.

Un sendero de gravilla llevaba desde el porche trasero hasta una dependencia externa muy larga. Evitó el sendero y los crujidos que sus zapatos provocarían allí, y caminó siguiendo el margen suave, saliendo de la hierba, incompleta y muerta, hasta la entrada de cemento del edificio. Miró a través del pequeño ventanuco cuadrado que había en la puerta de acero. ¿Por qué una puerta de acero? Y nueva, ya puestos.

En la habitación más allá del ventanuco vio una pesada puerta de tela metálica. Con cuidado probó el pomo. Estaba cerrada con llave, claro. Retrocedió, metió el talón en una depresión de la hierba, recuperó el equilibro con un salto, y luego caminó hacia un lado, apresurándose. El sheriff podría llegar en cualquier momento. Mitch prefería recuperar a Stella sin ayuda oficial. Además, sabía que Kaye no aguantaría mucho más. Tenía que completar el reconocimiento a toda prisa, localizar a su hija, y decidir qué hacer a continuación.

Mitch nunca había sido de los que toman decisiones rápidas. Había pasado demasiados años limpiando y removiendo a través de capas de tierra, dejando al descubierto milenios de historia no escrita y silencio. El ritmo que había ocupado su alma en esas excavaciones había resultado no ser una buena característica para la supervivencia.

Había renunciado a ese ritmo, junto con las excavaciones, la historia, y casi todo lo de su vida pasada, y lo había reemplazado con una furia desesperada y protectora.

20

Leesburg

Mark Augustine agitó los labios ante la llegaba del hombre y la mujer en una camioneta vieja. Pajarito les ofreció una serie de imágenes claras y congeladas, al final de barridos borrosos, las imágenes apareciendo en las grandes pantallas rodeadas de azul.

Dos nombres aparecieron en la última pantalla. El reconocimiento facial había realizado una identificación que Augustine no había podido hacer. El hombre que caminaba alrededor de la casa era Mitch Rafelson. La mujer del camión era Kaye Lang Rafelson.

—Bien —dijo Browning—. Toda la banda junta. —Miró a Augustine.

Augustine se mordió el labio.

—La acción policial está lejos de ser una ciencia exacta —dijo—. ¿Dónde están los furgones?

—Como a dos minutos de distancia —dijo Browning. Una vez más, se mostraba confiada y completamente al control.

21

Condado de Spotsylvania

Kaye oyó motores. Miró por encima del seto hacia la carretera y vio dos coches patrulla azules y blancos de la policía estatal de Virginia que venían de una dirección y de la otra, sin sirenas ni luces, furgones largos y cuadrados, como un cruce entre un bus de prisión y una ambulancia. No podía ver el escudo rojo y dorado de Acción de Emergencia en los laterales, pero sabía que estaba allí.

Permaneció quieta mientras los coches patrulla reducían la velocidad y luego se enfrentaban con los furgones para ver quién era el primero en entrar en el camino privado.

—Nada de husmear —dijo la anciana—. ¿Es de la compañía del gas? —La mujer estaba a doce metros de distancia, no más que una silueta de cabeza crispada. Había salido en silencio de la casa mientras Mitch recorría la parte posterior del edificio largo. Traía una escopeta.

Mitch se volvió y miró por el lateral derecho del edificio largo, mirando a la parte posterior de la casa. Había completado el circuito y no había encontrado la entrada.

—No sea tonta —gritó, intentando sonar afable—. Busco a mi hija.

—No tenemos a nadie —dijo la mujer.

—¡Madre! —Un hombre abrió de un golpe la puerta mosquitera y se situó junto a ella en el porche—. Aparta esa jodida escopeta. Hay policía delante.

—Lo pillé —dijo la mujer. Le apuntó.

—Venga aquí. Deje que le mire. ¿Es de la policía?

—Acción de Emergencia —dijo Mitch.

—Eso no es lo que dijo —comentó la mujer, bajando la escopeta.

El hombre le arrancó el arma de un tirón y volvió a entrar en la casa. La mujer se quedó mirando a Mitch.

—Viene a buscar a su hija —murmuró.

Mitch caminó con cautela alrededor de la mujer, luego a la izquierda, viendo los faros de un coche y un furgón al final de la carretera tras el viejo camión.

—Maldición, ha aparcado mal —gritó el hombre desde el interior de la casa. Mitch oyó unos pies golpeando el suelo de madera, vio cómo se encendían y apagaban luces en las habitaciones, oyó cómo se abría la puerta del porche delantero.

Cuando Mitch llegó a la esquina, entre las columnas del porche había un hombre regordete y activo vestido con pantalones cortos, con las manos en alto como si estuviese rindiéndose.

—¿Qué pretenden? —murmuró el hombre.

Mitch tenía muy pocas esperanzas. No podía encontrar a Stella sin armar mucho ruido, y ahora no veía forma de alejarla de la casa incluso si la llevaba en brazos. El bosque que estaba tras la casa y el campo parecía espeso. Ahora que la lluvia había cesado tenía a insectos zumbando y chirriando a su alrededor. El aire olía a polvo y a dulce con humedad, hierba mojada y tierra.

Kaye se encaró con la carretera principal y los vehículos recién llegados. Dos hombres vestidos con uniformes grises de dos tonos salieron del coche patrulla y se dirigieron hacia ella. El más joven dedicó una mirada confusa al furgón.

—¿Nos llamó usted, señora? —preguntó el policía mayor. Era alto, de casi cincuenta años, con una voz profunda pero rota.

—Han secuestrado a nuestra hija. Está ahí —dijo Kaye.

—¿En la casa?

—Acabamos de llegar. Nos llamó y nos dijo dónde encontrarla.

Los dos policías se dedicaron una breve mirada, con rostros profesionalmente neutros, para volverse luego hacia las dos figuras que salían del furgón: un tipo alto y cadavérico con un montón de pelo negro reluciente y una mujer bajita vestida con plástico aislante blanco. Se pusieron guantes y máscaras y se acercaron a los policías.

—Ésta es nuestra jurisdicción, agentes —dijo el hombre delgado—. Somos federales.

—Tenemos una queja de secuestro —dijo el policía mayor.

—Señora, ¿qué hace usted aquí? —le preguntó la mujer a Kaye.

—Muéstreme su identificación —le exigió Kaye.

—Mire al puto furgón. No son baratos, ¿sabe? —dijo el hombre delgado con el mono negro, con voz altanera—. ¿Es usted la madre?

Los policías retrocedieron. El grande frunció el ceño en dirección al tipo delgado.

—Están aquí para pagar una recompensa —dijo Kaye, con voz chirriante—. No tengo ni idea de cuántos niños hay ahí, pero sé que no es legal. No en este estado.

El policía grande mantuvo la posición con los brazos cruzados.

—¿Eso es cierto? —le preguntó a la mujer del traje de plástico.

—Tenemos jurisdicción. Es un asunto federal —repitió el hombre alto—. Sherry —le dijo a su compañera—, llama a la oficina.

—Matrículas de Maryland —observó el policía más joven.

Kaye examinó el rostro del policía. Tenía las mejillas rojas y la nariz era una red hinchada de venas rotas, probablemente por dermatitis rosácea, pero también podría ser por la bebida.

—¿Por qué están fuera de su condado? —le preguntó el policía a la pareja del furgón.

—Es federal; es oficial —dijo la mujer bajita con aires desafiantes—. No puede detenernos.

—Quítese esa estúpida máscara. No puedo entenderla —dijo el policía.

—El protocolo exige mantener la máscara puesta, agente —anunció formalmente la mujer. Su traje hacía frufrú y gemía al caminar. Había un aire de desorganización en el equipo que no inspiraba confianza. El uniforme del policía grande presionaba y se pegaba sobre una estructura fuerte que empezaba a ganar grasa. Parecía triste y cansado, pero con mucha autodisciplina. Kaye pensó que tenía el aspecto de un viejo jugador de rugby. No pareció impresionado. Volvió a mirar a Kaye.

—¿Quién llamó a la policía del estado, señora?

—Mi marido. Alguien secuestró a nuestra hija. Está en esa casa.

—¿Hablamos de niños del virus? —preguntó el policía en voz baja.

Kaye examinó su expresión, sus ojos oscuros, las líneas alrededor de su mandíbula.

—Sí —dijo.

—¿Cuánto tiempo hace que viven aquí? —preguntó el policía.

—En el condado de Spotsylvania, casi cuatro años —dijo Kaye.

—¿Ocultándose?

—Viviendo tranquilamente.

—Sí —dijo el policía con sombría resignación—. Lo he oído —se volvió hacia el equipo de Acción de Emergencia—. ¿Tienen papeles? —Hizo un gesto hacia su compañero—. Examina la casa.

—Mi marido está armado —dijo Kaye, señalando hacia la casa—. Secuestraron a nuestra niña. Por favor, no le disparará. Permítale dejar el arma.

El policía grande sacó su arma con un movimiento diestro de ambas manos. Miró en dirección a la casa de grandes pilares, y luego vio a Mitch y la anciana caminando por el patio lateral.

Su compañero, más joven por lo menos diez años, se agachó y de inmediato sacó su propia pistola.

—Odio esta mierda —dijo.

—Déjenos hacer nuestro trabajo —exigió la mujer robusta. La máscara se le corrió y adquirió un aspecto aún más ridículo.

—No he visto papeles, y están fuera de su jurisdicción —dijo el patrullero grande, con los ojos fijos en la casa—. Tengo que ver documentos ACEM autorizando esta extracción.

Ninguno de los dos respondió de inmediato.

—Sustituimos al equipo del condado de Spotsylvania. Están en otra misión —admitió el hombre delgado, perdiendo algo de su fanfarronería.

—Los conozco —dijo el patrullero. Miró a Kaye con tristeza—. Se llevaron a mi hijo hace cuatro años. Mi mujer y yo no le hemos visto ni una vez desde entonces. Ahora está en Indiana, en las afueras de Terre Haute.

—Son valientes al seguir juntos —dijo Kaye, como si se hubiese disparado una chispa y se comprendiesen el uno al otro y sus problemas.

El patrullero dejó caer la barbilla, pero seguía observándolo todo con ojos pequeños y vigilantes.

—No lo sabe bien —dijo. Agitó la mano en dirección a su compañero—. William, recoge la pistolita del padre y examinemos la casa. Vamos a ver qué pasa aquí.

Mitch agarraba la pistola por la defensa del gatillo con un solo dedo y la sostenía en alto. Ahora lamentaba haberla traído; se sentía como un tonto, como un actor en una serie de policías. Aun así, la idea de que Stella estuviese en el interior de la casa o en el edificio largo o en alguna otra parte de la propiedad le hacía sentirse volátil y peligroso. Cualquier cosa podría provocarle, y eso le daba miedo. La intensidad de su devoción era como un soplete en la cabeza, brillante y cegadora.

Siempre había sido así. Nunca habría huida.

El patrullero joven aplastaba la hierba húmeda con las botas.

El hombre regordete vestido con pantalones cortos se decidió al fin a hablar.

—¿Cómo puedo ayudarle, agente? —preguntó.

El joven patrullero cogió la pistola de Mitch y retrocedió.

—¿Hay niños aquí? —le preguntó al hombre de los pantalones cortos.

—Así es —dijo el hombre—. Perdidos y huidos. Los protegemos hasta que llega el camión y se los lleva a donde pueden cuidar de ellos. Donde pertenecen.

Mitch miró al patrullero bajo unas cejas caídas y pobladas. Siempre había tenido lo que a todos los efectos era una única ceja sobre los ojos y, con el tiempo, la oruga lanuda de pelo se había agrandado y disparatado. En sus mejores momentos, tenía un aspecto formidable, incluso algo alocado.

—Nuestra hija no ha huido —dijo—. La raptaron.

El patrullero grande se acercó con Kaye y los dos recolectores de cerca.

—¿Dónde están los niños? —preguntó.

—En la parte de atrás —dijo el hombre de pantalones cortos—. Señor, mi nombre es Fred Trinket. Resido aquí desde hace mucho tiempo, y mi madre ha vivido aquí toda su vida.

—A la mierda con todo eso —dijo el patrullero grande—. Muéstrenos los niños, ahora.

Algo zumbó sobre sus cabezas como un insecto enorme. Todos levantaron la vista.

—Maldición —dijo el patrullero joven, retrocediendo y dejando caer los hombros—. Suena a vigilancia federal.

El patrullero grande se enderezó y dio una vuelta con los ojos por los cielos oscurecidos.

—No veo nada —dijo—. Vamos.

22

Leesburg

La llegada de los patrulleros no agradó a Rachel Browning.

—Creo que debería avisar a la oficina del condado de Fredrick —dijo. Volvió a sonarse—. Y metamos en esto a la fiscal general. Querrá saber qué hace su gente.

—No dará tiempo —dijo Augustine—. Es Virginia, Rachel. No les gusta que los federales les digan qué hacer. Y la situación es muy irregular, incluso para un secuestro oficial.

Browning inclinó la cabeza a un lado, cambiando la mirada entre Augustine y la pantalla.

—No oí lo que dijo el tipo grande. —Pajarito se había retirado a unos quince metros y se mantenía flotando. Pronto se le acabaría la pequeña fuente de energía, y tendría que regresar o esperar a que lo recuperase un vehículo de control.

—El patrullero dijo que se llevaron a su hijo —le dijo Augustine—. No es probable que quiera colaborar con nosotros.

—Mierda —dijo Browning—. Todo esto te hace feliz, ¿no?

Augustine no sonrió, pero se le estremecieron los labios.

—No me haré responsable —insistió Browning.

—Tus máquinas lo están grabando todo —dijo Augustine, señalando a la consola—. Mejor será que hagas salir a Pajarito de ahí, y que sea rápido, si quieres escapar a una reprimenda del tribunal del distrito.

—Eres tan culpable como yo —dijo Browning.

—Yo jamás autoricé recompensas —le recordó Augustine—. Ésa fue tu división.

El teléfono sobre la mesa se puso a sonar.

—Vaya —dijo Augustine—. Alguien ha estado mirando.

Browning respondió. Tapó el auricular y miró desesperada a Augustine.

—Es el secretario de salud —dijo, con los ojos abiertos.

Augustine manifestó sus simpatías con un alzamiento de cejas y un suspiro.

Luego se volvió y caminó hacia la puerta. La punta de caucho del bastón rechinó sobre el suelo duro.

23

Condado de Spotsylvania

Fred Trinket apartó suavemente a su madre y condujo al grupo por el lateral derecho de la casa. Mitch odiaba este lugar, al hombre regordete con pantalones cortos de color caqui, a los recolectores. Sentía la cabeza como un globo lleno de gasolina esperando la llama.

Kaye sentía la furia de Mitch como el calor de una estufa. Le agarró el brazo. Si Stella había sufrido daño, lo que fuese, entonces... si su hija había sufrido daño, entonces...

No podía concluir la cadena de ideas.

—Hemos alimentado a los fugados con pollo, muy nutritivo —les explicó Trinket. Su cara era como el mármol moteado y sudaba como un cerdo. Comenzaba a comprender que al patrullero grande no le gustaba la forma que tenía Trinket de ganarse la vida.

Mitch hizo un gesto en dirección a Trinket. Kaye lo retuvo y le apretó el brazo hasta que le hizo daño. Mitch no se quejó, limitándose a mirar a la fachada gris y cuadrada del edificio largo tras la casa, el tejado de placas asfaltadas, la puerta de acero con el ventanuco, el porche de cemento.

—Mantenemos unas buenas instalaciones, limpias —dijo Trinket. Se había situado por delante de Mitch y Kaye y flanqueaba al patrullero grande. El patrullero joven y los recolectores ocuparon la retaguardia—. Nos llegan muchos huidos —siguió diciendo Trinket, con voz cada vez más alta a medida que se acercaba a la puerta, tras la que se revelaría su secreto—. Somos un albergue muy cuidadoso. Les damos muy buen trato.

—Cállese —exigió Kaye.

—Controle su ánimo, señora, por favor —le pidió el patrullero grande, pero a él también le temblaba la voz.

Stella oyó la cerradura de la enorme puerta de acero y abandonó su puesto junto a Elvira para recorrer el pasillo y llegar a la puerta de la jaula interior. Allí quedó cuando las luces se encendieron en la primera habitación, con las cajas, y vio a un hombre grande con chaqueta de cuero y un uniforme caqui y detrás de él, a Fred Trinket.

Stella olió a Kaye y a Mitch casi de inmediato.

—Mami —dijo, como si volviese a tener tres años.

—Abra la puerta —ordenó el patrullero grande a Trinket. Había lágrimas en las mejillas del patrullero. Stella no había visto a muchos policías en su vida, y ciertamente jamás había visto llorar a uno.

Trinket murmuró y cogió la llave de latón de la cuerda.

—¡Mami, ha muerto! —gritó Stella—. Acaba de morir, ahora mismo. ¡No pudimos hacer nada! —Se le dividió la voz y habló en dos hermosos flujos agudos cantarines, como si hubiese dos niñas tras la puerta de tela metálica, una dentro de la otra. Kaye no comprendía, pero su corazón casi estalló de alegría y pena.

—¡Ábrala ahora! —gritó Kaye, adelantándose. Sus uñas rasparon la mejilla de Fred Trinket. Éste retrocedió, dejó caer la llave y gimió en protesta.

Kaye intentó llegar hasta Stella a través de la tela metálica. La distancia entre las dos puertas las separaba.

—Dios todopoderoso —dijo el patrullero joven. Mitch cogió la llave de Trinket y se la lanzó a Kaye, para luego agarrar al hombre y retenerlo. El patrullero grande permaneció atrás. Kaye abrió la puerta de tela metálica, luego la puerta interior, y abrazó a Stella.

—Coge a los otros —dijo Stella.

—¿Cuántos? —le preguntó el patrullero grande a Trinket.

—Cinco —dijo Trinket.

—Señor, nuestro deber es reunir y transportar a todos los niños del virus —afirmó la recolectora robusta, metiéndose en la primera habitación. Su colega alto y delgado permaneció fuera, mirando al suelo, a los escalones, a lo que fuese excepto a lo que pasaba en el edificio largo.

Kaye, Mitch y el patrullero grande recorrieron el pasillo. Stella seguía a su madre de cerca. Mitch le dedicó a su hija un apretón en los hombros y ella le abrazó.

—Lo siento —le susurró a Mitch.

Mabel y Kevin estaban sentados en el sofá. Will se encontraba junto a Elvira. La televisión emitía un viejo episodio de I Love Lucy. Kaye se inclinó junto a la chica tendida y la examinó, con el rostro contraído por la pena. Vio las costras de sangre bajo la nariz de la niña, le giró la cabeza con cuidado, y encontró más costras tras las orejas, palpó los bultos bajo la mandíbula y las axilas.

—¿Cuánto hace? —le preguntó Kaye a Stella.

—Cinco, seis minutos —dijo Stella—. Tosió mucho y se quedó tendida.

Kaye miró por encima del hombro a Mitch y al patrullero grande. Trinket hizo una mueca pero tuvo la inteligencia de no decir nada.

—Déjeme ver —dijo la recolectora robusta. Se inclinó rápidamente junto a la niña. Luego se puso en pie de nuevo expulsando aire, mirando con dureza a los otros y recorrió rápidamente el pasillo.

—¿Está enferma? —preguntó Trinket—. ¿Puede ayudarla?

—¿Qué demonios le importa? —preguntó el patrullero grande.

Kaye oyó al recolector pidiendo un equipo de primeros auxilios.

—Es demasiado tarde —murmuró.

—¿Es médica? —le preguntó el patrullero grande, inclinándose junto a Kaye y la niña en el suelo.

—Casi —dijo Kaye.

—Llévese a su hija de aquí —dijo.

—Podría ayudar —sugirió Kaye, mirando a los carrillos del patrullero, a sus intensos ojos azules.

Mitch soltó a Trinket y cogió a Stella.

—Simplemente salgan de aquí —repitió el patrullero—. Nos ocuparemos de esto. Vayan muy lejos. Sigan juntos.

—¿Pueden venir Will, Kevin y Mabel? —preguntó Stella.

Will los miró a todos con un aire de desafío. Kevin y Mabel se concentraron en la televisión, con las mejillas doradas y rosas por el miedo y la vergüenza.

—Lo siento —dijo Kaye.

—Madre...

—Tenemos que viajar ligeros y rápido —dijo Kaye. Y podrían estar enfermos.

Stella se soltó de Mitch y corrió hacia Will. Agarró los hombros de Will y se miraron el uno al otro durante varios segundos.

Kaye y Mitch los miraron, Mitch agitado, Kaye extrañamente calmada y fascinada. Hacía dos años que no veía a su hija con otro Homo sapiens novus. Le avergonzaba que hubiese pasado tanto tiempo, pero por quién se avergonzaba no sabía decirlo. Quizá por toda la inquieta especie humana.

Se separaron. Kaye cogió a Stella de la mano y le dio la señal secreta que le había enseñado a su hija años atrás, un roce de su dedo índice por la palma de Stella que significaba que tenían que irse ahora, sin preguntas, sin vacilación. Stella dio una sacudida pero la siguió.

—Recuerda los bosques —cantó Will—. Bosques por todas partes. Bosques para todo el mundo.

Mientras corrían por la carretera de asfalto hacia el camión, oyeron al patrullero discutir con Trinket y los recolectores.

—No nos tomamos a la ligera el robo de niños, no en este condado.

Ganaba tiempo para Stella y sus padres.

Y también la niña muerta.

Mitch esquivó el furgón. El seto raspó la portezuela de Kaye.

—¡Deberíamos llevarlos a todos, a todos ellos! —gritó, y abrazó a Stella con fuerza—. Dios, Mitch, deberíamos salvarlos a todos.

Mitch no se detuvo.

24

Washington, D.C., Ohio

En Dulles, le indicaron a la limusina de Augustine que podía seguir, y fueron directamente hasta el reactor del gobierno que le esperaba, con los motores ociosamente en marcha sobre la pista. Al subir, un miembro de las fuerzas aéreas le entregó un maletín cerrado. Augustine le pidió al asistente un refresco y se sentó más o menos en la mitad del avión, sobre las alas, y se abrochó el cinturón.

Retiró una hoja de papel electrónico del maletín y dobló la esquina roja para activarla. En la mitad inferior apareció un teclado. Tecleó el código del día y leyó el informe de la Oficina de Reconocimiento Especial de Acción de Emergencia. Las interdicciones habían crecido un 10 por ciento en el último mes, debido en gran parte a los esfuerzos de Rachel Browning.

Augustine ya no podía soportar ver la tele o escuchar la radio. Tantas voces altas gritando mentiras para beneficio propio. América y gran parte del resto del mundo habían penetrado en un estado patológico peculiar, normal por fuera, por dentro dado a temores y furias extraordinarios: una especie de polvorín de locura.

Augustine sabía que podría considerársele responsable de buena parte de esa locura. Una vez había agitado él mismo las llamas del terror, con la esperanza de ascender al puesto de director del Instituto Nacional de Salud y obtener más fondos de un congreso renuente.

En su lugar, el comité selecto del presidente sobre asuntos Herodes le había ascendido lateralmente para convertirlo en zar del SHEVA, a cargo de más de 120 escuelas en todo el país.

Los grupos de oposición de padres le llamaban el comandante, o coronel Klink.

Ésos eran los motes amables.

Terminó de leer, y luego le dio a la esquina del e-papel hasta que se rompió, borrando automáticamente la memoria. La parte de visualización del papel se volvió naranja. Se lo pasó al asistente y recibió a cambio el refresco.

—Despegaremos en seis minutos, señor —dijo el asistente.

—¿Viajaré solo? —preguntó Augustine, mirando a su alrededor.

—Sí, señor —dijo el asistente.

Augustine sonrió, pero sin felicidad. Tenía el rostro gris y cruzado de líneas. En los últimos cinco años el pelo se le había vuelto casi completamente blanco. Parecía veinte años mayor que su edad cronológica de cincuenta y nueve.

Miró por la ventanilla a la tormenta de bienvenida que se desarrollaba con idas y venidas sobre gran parte de Virginia y Maryland. Mañana volvería a hacer un tiempo seco, inmisericordiosamente soleado con máximas de treinta y cuatro grados. Haría calor cuando diese su discursito de propaganda en Lexington.

Y el sur y el este se encontraban en el cuarto año de una sequía. Kentucky ya no era el estado de las gramíneas. Gran parte de él tenía ahora el aspecto de California tras un verano de calor. Algunos decían que era un castigo, aunque se habían registrado récords en las cosechas de maíz y trigo.

Jay Leno había bromeado en una ocasión que el SHEVA se había convertido en una patata más caliente que el calentamiento global.

Augustine trasteó con los cierres del maletín. El avión se puso en marcha. Como tras la ventanilla no se veía más que la pista borrosa por las gotas de lluvia, sacó la edición en papel del Washington Post. Ése y el Plain Dealer de Cleveland eran los dos únicos periódicos de verdad que leía. La mayor parte de los demás por todo el país había sucumbido a la profunda recesión. Incluso el New York Times se publicaba ahora sólo en edición electrónica.

Algunos bromistas llamaban a los diarios electrónicos «electrones». Mientras que el papel tiene dos caras, los electrones se orientaban hacia lo negativo. Los diarios electrónicos ciertamente no tenían nada bueno que decir sobre Acción de Emergencia.

Mea maxima culpa —susurró Augustine, su nerviosa oración de contrición. Infrecuentemente, el mantra de culpa se cambiaba con otra voz que insistía en que era hora de morir, de someterse a la misericordia de un Dios justo.

Pero Augustine había ejercido la medicina, había estudiado las enfermedades, y se había enfrentado a la política durante demasiado tiempo para creer en una deidad bondadosa o generosa. Y no quería creer en el otro.

El que estaría más interesado en el alma de Augustine.

El avión llegó al final de la pista y ascendió con rapidez, dejando en el viento un tremendo rugido.

El asistente le tocó el hombro y le sonrió. De alguna forma, Augustine se las había arreglado para echar una siesta de unos diez minutos, una bendición. Se sentía así en paz. El avión había llegado a la altitud de crucero, y volaba casi horizontal.

—Dr. Augustine, ha pasado algo. Nos han ordenado que le llevemos de nuevo a Washington. Hay un canal seguro por satélite abierto para usted.

Augustine cogió el aparato y escuchó. Su rostro se volvió, si era posible, todavía más ceniciento. Unos minutos después, le devolvió el teléfono al asistente y abandonó el asiento para recorrer con cautela el pasillo hasta el baño. Allí orinó, descansando la parte superior de la cabeza y una mano contra el mamparo curvo.

Le habían fijado una reunión con el secretario de Salud y Servicios Humanos, su inmediato superior, y con representantes del Centro de Control de Enfermedades.

Pulsó el botón de la cisterna, se abrochó la cremallera, se lavó las manos con mucho cuidado, se enjuagó el rostro gris, sorprendentemente como el de un cadáver, y se miró en el estrecho espejo. Una pequeña turbulencia hizo saltar el avión.

El espejo siempre mostraba a alguien diferente al hombre en que había querido convertirse. Lo último que Augustine hubiese imaginado que haría sería administrar una red de campos de concentración. A pesar de los servicios educativos y la falta de casas de la muerte, eso eran exactamente las escuelas: campos aislados empleados para aparcar a una generación de niños a gran coste, sin privilegios de entrada o de salida.

Nada de paz. Ni un respiro. Sólo prueba tras prueba tras cruel prueba para todos en el planeta.

25

Condado de Spotsylvania

Stella observó cómo sus padres desmontaban la casa. Lloró en silencio.

Kaye arrastró hasta el Dodge una caja de madera llena hasta arriba con el ordenador y los libros y artículos más importantes. Mitch quemó documentos en una lata oxidada de aceite colocada en el patio trasero.

Kaye le indicó bruscamente a Stella que metiese las prendas que de verdad quisiese llevarse en una pequeña maleta y todo lo demás lo metiese en bolsas de basura, que se llevarían si quedaba sitio en el coche.

—No pretendía que esto pasase —dijo Stella en voz baja. Kaye no oyó o, más probable, consideró que lo mejor era no escuchar a su hija. Más alto, Stella añadió—: Me gusta esta casa.

—A mí también, cariño. A mí también —dijo Kaye con expresión hierática.

En la cocina, Mitch hizo añicos los teléfonos y sacó las pequeñas placas de circuitos, para metérselas a continuación en el bolsillo. Las arrojaría por la ventanilla o las tiraría a un cubo de basura de otro estado. A continuación destrozó el contestador.

—No te molestes —dijo Kaye mientras recorría el pasillo cargada con una bolsa de plástico llena de ropa—. Probablemente somos la familia más vigilada de América.

—Un viejo hábito —dijo Mitch—. Déjame conservar la ilusión.

—He causado problemas y os pongo en peligro —dijo Stella—. Debería irme. Debería ir a un campo.

—¿A nosotros, en peligro? —Kaye se detuvo y se dio la vuelta al final del pasillo—. ¿Estás probándome? —exigió—. No nos preocupamos por nosotros, Stella. Nunca hemos temido por nosotros. —Movió las manos en pequeños arcos desde las caderas a los hombros y luego cruzó los brazos.

—No entiendo por qué tiene que pasar esto —dijo Stella—. Por favor, quedémonos aquí, y si vienen, pues que vengan, ¿vale?

El rostro de Kaye se tornó blanco.

Stella no podía dejar de hablar.

—Dices que teméis por mí, pero en realidad teméis por vosotros, por cómo os sentiréis si...

—Cállate, Stella —dijo Kaye, estremeciéndose, para lamentar luego esas palabras—. Por favor. Tenemos que irnos rápido.

—Conocería a otros como yo. Podría descubrir qué es preciso hacer. Algún día tendrán que aceptarnos.

—Igualmente podrían mataros a todos —dijo Mitch, situándose detrás de Kaye.

—Eso es una locura —dijo Stella—. ¿A sus propios hijos?

Mitch y Kaye se encararon con su hija a lo largo de la longitud del pasillo. Kaye pareció reconocer el simbolismo y se medio giró, para no mirar directamente a Stella, sino al cartón de yeso, a la cornisa, a la pintura, examinando con sus ojos esos elementos neutros como si de textos sagrados se tratasen.

—No creo que lo hiciesen —dijo Stella.

—Eso no es asunto tuyo —dijo Mitch.

Stella desesperadamente arrugó el rostro en lo que esperaba fuese una sonrisa. Empezaron a correr las lágrimas.

—Si no es asunto mío, ¿de quién es?

—No es asunto tuyo, exclusivamente, todavía no —dijo Mitch, con una voz varios grados más cálida, y tan llena de un amor doloroso y furioso que a Stella se le contrajo la garganta. Se rascó el cuello con los dedos.

Kaye levantó la vista.

—Maldición —dijo, al recordar algo. Se miró los dedos y las uñas y corrió al baño. Allí se frotó y se lavó las manos durante varios minutos.

El vapor escapaba del lavabo mientras Stella miraba desde la puerta.

—¿Cosas de Fred? —preguntó Stella.

—Fred —confirmó Kaye con una mueca.

—Le diste un buen arañazo —dijo Stella.

—Mamá gato —dijo Kaye. Se frotó de un lado a otro con un pequeño cepillo, luego miró al techo a través del vapor y la lavanda del jabón—. Voy a limpiarme de las manos a ese hombre —cantó. Estaba tan cerca del límite nervioso, era un gesto tan tenso, que Stella se olvidó de su sensación de culpabilidad y de la frustración y se acercó a su madre.

Kaye apartó los largos brazos de su hija.

—Madre —dijo Stella todavía anonadada—. ¡Lo lamento! —Volvió a intentarlo. Kaye dejó escapar un aullido, golpeando las manos de Stella hasta que ésta la rodeó por el pecho. Mientras madre e hija caían sobre la gastada alfombrilla del suelo del baño, demasiado cansadas para hacer algo más que no fuese estremecerse y agarrarse, Mitch tomó aliento y terminó el trabajo. Llenó una segunda maleta con ropa, la cerró y la arrojó al maletero del Dodge junto con la bolsa de basura. Se imaginó como un curtido padre de la frontera preparándose para abandonar la casa e internarse en el bosque ante la llegada de los indios.

Pero no se trataba de los indios. Habían pasado tiempo con los indios —Stella había nacido en el hospital de una reserva del estado de Washington. Mitch había estudiado y admirado a los indios durante décadas. Había desenterrado antiguos huesos de Norteamérica. Eso había sucedido hacía mucho tiempo. No creía que ahora lo hiciese.

Mitch ya no era un hombre blanco. Quería tener muy poca relación, o más bien ninguna, con su propia raza, su propia especie.

Temía a la caballería.

Cogieron el Dodge y abandonaron el viejo Toyota gris en la entrada de tierra. Kaye no miró atrás, a la casa, sino que fue Stella, sentada junto a su madre en el asiento de atrás, la que se dio la vuelta.

—Allí enterramos a Shamus —dijo. Tres años atrás Shamus había entrado en sus vidas, un gato macho, viejo y cansado con una cuerda atada al cuello. Kaye le había cortado la cuerda, había cosido la oreja cortada, y le había tratado la herida llena de pus que tenía tras un ojo. Para evitar que el macho naranja se rascase los puntos, Mitch le había metido la cabeza en un ridículo escudo de plástico que, según Stella, le daba aspecto de Frankenpuss.

Para tratarse de un macho medio salvaje, había resultado ser un gato asombrosamente dulce y afectuoso.

Una noche el invierno pasado, Shamus no se había presentado a reclamar los restos de la mesa o para su siesta habitual sobre el regazo de Kaye. El macho se había alejado hasta el extremo más alejado del patio, bien lejos del sentido del olfato de Stella. Se había abierto paso bajo una kudzu en crecimiento, ocultándose de los cuervos, y se había hecho un ovillo.

Dos días más tarde, siguiendo una corazonada, Mitch lo encontró allí, con la cabeza baja, los ojos cerrados, con las patas debajo como si durmiese. Lo habían enterrado a unos metros de distancia envuelto en un trozo de alfombra afgana que le gustaba para dormir.

Mitch había comentado que eso era lo que hacían los gatos, alejarse al saber que el final estaba cerca de forma que sus cuerpos no atrajesen a los depredadores o provocasen enfermedades en la familia, el orgullo.

—Pobre Shamus —dijo Stella, mirando por la ventanilla de atrás—. Ahora no tiene familia.

26

Mientras conducían, Stella recordó muchos viajes similares. Estaba tendida en el asiento trasero, con la nariz ardiéndole, los brazos firmemente alrededor del cuerpo, con picazón en los dedos de las manos y pies, con la cabeza en el regazo de Kaye y cuando era Kaye la que conducía, en el de Mitch.

Mitch le acarició el pelo y la miró. En ocasiones dormía. Durante un rato, las nubes y el sol que se veían por las ventanillas del coche la concentraban por completo. Por la cabeza le corrían ideas como si fuesen ratoncillos. Odiaba admitirlo, pero incluso con sus padres estaba sola. Odiaba esas ideas. Por tanto pensaba en Will, Kevin, Mabel o Maybelle, y cómo habían sufrido porque sus padres eran estúpidos, crueles, o ambas cosas.

El coche se detuvo en una estación de servicio. El sol de finales de la tarde se reflejaba en una reluciente señal de acero y dañaron los ojos de Stella cuando empujó la puerta de metal para llegar al baño. El baño era pequeño, severo y estaba vacío, las paredes cubiertas de azulejos sucios y rotos. Devolvió en el váter y se limpió la cara y la boca.

Ahora le dolía la parte posterior de las orejas como si estuviese recibiendo pinchazos de abejas. En el espejo comprobó que las mejillas no producían ningún color. Eran tan pálidas como las de Kaye. Stella se preguntó si estaba cambiando, convirtiéndose en algo similar a su madre. Quizá ser un niño del virus fuese algo que se te pasaba, como una marca de nacimiento que acabase desapareciendo.

Kaye palpó la frente de su hija mientras Mitch conducía.

El sol se había puesto y la tormenta había pasado.

Stella estaba apoyada en el regazo de Kaye, con la cara casi completamente oculta. Respiraba con dificultad.

—Date la vuelta, cariño —le dijo Kaye. Stella se dio la vuelta—. Tienes la cara caliente.

—Vomité en el baño —dijo Stella.

—¿Cuánto falta para la próxima casa? —le preguntó Kaye a Mitch.

—El mapa indica unos treinta kilómetros. Pronto llegaremos a Pittsburg.

—Creo que está enferma —dijo Kaye.

—No es el Shiver, ¿verdad, Kaye? —preguntó Stella.

—Tú no enfermas de Shiver, cariño.

—Me duele todo. ¿Son las paperas?

—Has recibido vacunas contra todo. —Pero Kaye sabía que esa afirmación no podía ser cierta. Nadie conocía las susceptibilidades que podrían tener los nuevos niños. Stella nunca había estado enferma, ni gripes ni resfriados; nunca había sufrido una infección bacteriana. Kaye había creído que los nuevos niños podrían poseer un sistema inmunológico mejorado. Pero Mitch no había apoyado la teoría, y por tanto le habían dado a Stella todas las vacunas, una a una, después de que la FDA y el CCE a regañadientes hubiesen aprobado las viejas vacunas para los nuevos niños.

—Una aspirina podría hacerme bien —dijo Stella.

—Una aspirina te pondría enferma —dijo Kaye—. Lo sabes bien.

—Tylenol —añadió Stella, tragando.

Kaye le sirvió agua de una botella y le levantó la cabeza para que bebiese.

—Eso también te hace daño —murmuró Kaye—. Eres muy especial, cariño.

Uno a uno levantó los párpados de Stella. Los iris estaban descoloridos, con las pequeñas manchas doradas empañadas. Las pupilas de Stella eran como puntas de alfiler. Los ojos de su hija se manifestaban tan inexpresivos como sus mejillas.

—Tan rápido —dijo Kaye. Colocó a Stella sobre la almohada en la esquina del asiento trasero y se inclinó para susurrar a oídos de Mitch—: podría ser lo que padecía la niña muerta.

—Mierda —dijo Mitch.

—Todavía no es respiratorio, pero está caliente. Quizá cuarenta o cuarenta y cinco. No soy capaz de encontrar el termómetro en el botiquín.

—Lo puse allí —dijo Mitch.

—No lo encuentro. En Pittsburg conseguiremos uno.

—Un médico —dijo Mitch.

—En la casa segura —dijo Kaye—. Necesitamos un especialista —luchaba por mantener la calma. Nunca había visto a su hija con fiebre, con las mejillas y los ojos tan descoloridos.

El coche aceleró.

—Mantén el límite de velocidad —dijo Kaye.

—No lo garantizo —dijo Mitch.

27

Ohio

Christopher Dicken bajó del transporte C-141 en la base de las fuerzas aéreas de Wright-Patterson. A propuesta de Augustine, había conseguido un vuelo nocturno a Baltimore con un vuelo de tropas de la guardia nacional que se trasladaban a Dayton.

Un hombre de mediana edad muy bien vestido con un traje gris le recibió en la pista de cemento, su enlace civil, quien le acompañó a través de una terminal de pasajeros austera y pequeña hasta un coche de servicio, un Chevrolet negro.

Dicken miró a los dos Ford marrón sin identificación que se encontraban tras el Chevrolet.

—¿A qué viene la escolta? —preguntó.

—Servicio secreto —respondió el enlace.

—Espero que no sea para mí —dijo Dicken.

—No, señor.

Al acercarse al Chevrolet, un chófer mucho más joven vestido con un traje negro saludó, se presentó como el oficial Reed de Seguridad de Escuelas de Necesidades Especiales de Ohio, y abrió la puerta trasera de la parte derecha del coche.

En la parte de atrás se encontraba Mark Augustine.

—Buenas tardes, Christopher —dijo—. Espero que hayas tenido un vuelo agradable.

—No mucho —dijo Dicken. Se metió con torpeza en el coche de servicio y se sentó sobre el cuero negro. El coche abandonó la base, seguidos de los dos Ford negros. Dicken observó enormes nubes amontonándose sobre las colinas verdes y los suburbios situados a los lados de la amplia autopista gris. Se alegraba de encontrarse de nuevo en el suelo. Los cambios de presión de aire le afectaban a la pierna.

—¿Cómo va la pierna? —preguntó Augustine.

—Bien —dijo Dicken.

—La mía me duele como el infierno —dijo Augustine—. Volé desde Dulles. El vuelo se puso complicado sobre Pensilvania.

—¿Te rompiste la pierna?

—En una bañera.

Dicken llamativamente giró el torso para encararse con su antiguo jefe y le miró con frialdad.

—Lamento oírlo.

Augustine le devolvió la mirada con ojos cansados.

—Gracias por venir.

—No vine a petición tuya —le respondió Dicken.

—Lo sé. Pero la persona que formalizó la petición habló conmigo.

—Fue una orden de SSH.

—Exacto —dijo Augustine, y tocó el apoyo de la puerta—. Estamos teniendo problemas en algunas de nuestras escuelas.

—No son mis escuelas —replicó Dicken.

—¿Has dejado claro en qué medida soy un paria? —preguntó Augustine.

—Ni de lejos —dijo Dicken.

—Conozco tus preferencias, Christopher.

—No creo que sea cierto.

—¿Cómo está la señora Rhine?

La maldita cumbre de la carrera de Mark Augustine, pensó Dicken, y enrojeció.

—Dime por qué estoy aquí —dijo.

—Muchos nuevos niños se están poniendo enfermos, y algunos mueren —dijo Augustine—. Parece ser un virus. No están seguros de cuál.

Dicken tomó aliento lentamente.

—Al CCE no se le permite investigar las escuelas de Acción de Emergencia. Guerras de departamentos, ¿no?

Augustine inclinó la cabeza.

—Sólo en algunos estados. Ohio conserva el control de sus propias escuelas. Política del congreso —dijo—. No por mi voluntad.

—No sé qué puedo hacer. Deberías estar trayendo hasta el último médico y especialistas en salud pública que pudieses encontrar.

—El año pasado Ohio recortó por la mitad nuestro personal médico porque los nuevos niños eran más sanos que la mayoría de los niños. No es una broma. —Augustine se inclinó sobre el asiento—. Vamos a la que podría ser la escuela más afectada.

—¿Cuál? —preguntó Dicken, masajeándose la pierna.

—Joseph Goldberger.

Dicken sonrió con sorna.

—¿A las escuelas les dais nombres de héroes de la sanidad? Qué conmovedor, Mark.

Augustine no se desvió. Sus ojos parecían muertos, y no sólo por el cansancio.

—La pasada noche, todos los médicos menos uno abandonaron la escuela. Todavía no tenemos registros fiables de los enfermos y los muertos. Algunas de las enfermeras y profesores también se han ido. Pero la mayoría se ha quedado, e intenta hacer todo el trabajo.

—Guerreros —dijo Dicken.

—Amén. El director, en contra de mis órdenes expresas pero con consentimiento del gobernador, ha instaurado una cuarentena. Nadie abandona los barracones, y no se permiten visitantes. La mayoría de las escuelas se encuentran en una situación similar. Es por eso que te pedí que te unieses a mí, Christopher.

Dicken contempló la autopista, coches que pasaban. Era una tarde encantadora, y todo parecía normal.

—¿Cómo lo llevan?

—No muy bien.

—¿Suministros médicos?

—Bajos. Una interrupción en la cadena de suministros del estado. Como he dicho, se trata de una escuela estatal, con un director nombrado por el estado. He pedido suministros federales de emergencia de los almacenes de ACEM, pero puede que no lleguen hasta mañana muy tarde.

—Pensé que habías montado una red de acero —dijo Dicken—. Creí que te habías protegido el culo cuando te entregaron todo esto, tu pequeño feudo privado.

Augustine no reaccionó, y eso impresionó a Dicken.

—No fui tan inteligente —dijo Augustine—. Por favor, presta atención y mantén la cabeza clara. En las escuelas sólo se permiten observadores seleccionados hasta que no se comprenda mejor la situación. Me gustaría que realizaras una investigación en profundidad y que recogieses muestras, que hicieses pruebas. Tienes credibilidad.

Dicken sintió que no tenía demasiado sentido el seguir acusando o atormentando a Augustine. Los hombros le cayeron al relajar los músculos de la espalda.

—¿Y tú no? —preguntó.

Augustine se miró las manos, inspeccionándose sus uñas perfectamente recortadas.

—Me ven como un guardián decepcionante que quiere librarse de su trabajo, que lo soy, y un hombre que declararía una crisis sanitaria para proteger su propia piel, cosa que no haría. Tú, por otra parte, eres una celebridad. La prensa te lavaría los pies para obtener tu versión de la historia.

Dicken emitió un sonido de rechazo.

Augustine había perdido peso desde la última vez que lo había visto.

—Si no consigo hechos y los encajo en algunas columnitas burocráticas en los próximos días, podría acabar con algo que fuese más allá de algunos niños enfermos.

—Maldición, Mark, sabemos cómo actúa Shiver —dijo Dicken—. Sea lo que sea, no es Shiver.

—Estoy seguro de que tienes razón —dijo Augustine—. Pero necesitamos algo más que hechos. Necesitamos un héroe.

28

Pensilvania

La pena había estado persiguiendo a Mitch Rafelson como si de un cazador se tratase. Le tenía en el punto de mira, designándole como objetivo, preparándose para derribarle y devorarlo en un largo festín.

Sentía ganas de detener el Dodge en un lado de la carretera, salir y correr. Como siempre, escondió esas ideas tenebrosas en una pequeña gaveta en el sótano de su cráneo. Allí ocultaba cualquier cosa que pudiese indicar algo diferente a que era un padre amante, todas las emociones que no fuesen apropiadas para una niña de once años o más, junto con los viejos sueños sobre momias de los Alpes.

Todas las fantasmagóricas suposiciones que había hecho sobre la situación de los neandertales largo tiempo muertos, madre y padre, y el bebé moderno y momificado que habían tenido antes de morir en el frío, en la profunda caverna cubierta por el hielo.

Mitch ya no tenía tales sueños. Ya apenas soñaba. Pero claro, tampoco quedaba mucho del viejo Mitch. Había desaparecido ardiendo, dejando un esqueleto de acero y piedra que era el papá de Stella. Ya ni siquiera sabía si su esposa le amaba. Hacía meses que no hacían el amor. Ya no tenían tiempo para pensar en esas cosas. Ninguno de los dos se quejaba; simplemente así era, sin que quedase energía ni pasión después de lidiar con el estrés y las preocupaciones.

Mitch habría matado a Fred Trinket si la policía y el furgón no hubiesen estado allí. Le hubiese roto el cuello, y luego habría mirado en los ojos sorprendidos del cabrón antes de completar el trabajo. Mitch pasó la imagen por la mente hasta que sintió un vuelco del estómago.

Ahora comprendía más que nunca cómo se había sentido el papá neandertal.

Diez kilómetros. Se encontraban en las afueras de Pittsburg. La carretera estaba rodeada de llamativos anuncios que intentan convencerle para comprar un coche, casas, para gastar dinero que no tenía. Las casas más allá de la carretera estaban apiladas, muy juntas y pequeñas, y los enormes edificios industriales de ladrillo estaban sucios y oscuros. Apenas percibió un diminuto parque con vistosos columpios rojos y mesas de picnic de plástico. Estaba buscando la salida correcta.

—Ahí está —le dijo a Kaye, y cogió la salida. Miró al asiento de atrás. Stella estaba débil. Kaye la sostenía. Juntas en esa postura, le recordaron a una estatua, a la Piedad. Odiaba la metáfora, muy común en los sitios marginales de Internet: los nuevos niños como mártires, como Cristo. La odiaba con pasión. Los mártires morían. Jesús había sufrido una muerte horrible, perseguido por un estado ciego y una chusma ignorante y sedienta de sangre, y ciertamente eso no iba a sucederle a Stella.

Stella iba a vivir hasta mucho después de que Mitch Rafelson se hubiese convertido en un montón de huesos secos e interesantes.

La casa segura se encontraba en el barrio rico. Las haciendas llenas de árboles no se parecían en nada a la tierra alrededor de la pequeña casa de Virginia. Asfalto liso y carreteras de cemento servían a casas nuevas y grandes como último tramo de la economía. Aquí las calles estaban delimitadas a ambos lados por muros de piedra situados tras pinos maduros y sólo los interrumpían puertas de hierro coronadas de pinchos.

Encontró el número pintado en el bordillo y acercó el Dodge hasta un teclado de seguridad cubierto. La primera vez, se confundió con los números y el teclado lanzó un zumbido. Una pequeña luz roja indicó un aviso. La segunda vez, la puerta se abrió sin problemas. Las hojas se agitaban en los arces que miraban al camino.

—Ya casi estamos —dijo.

—Date prisa —dijo Kaye en voz baja.

29

Escuela Joseph Goldberger para Niños con Necesidades Especiales, Acción de Emergencia Ohio, Autoridad Central del Distrito

Un pequeño contingente de camiones de la Guardia Nacional de Ohio —Dicken contó seis, y como unos cien soldados— permanecía formando en el cruce. Una presencia perenne alrededor de la escuela, floreciendo cada primavera y verano, muriendo en invierno, los manifestantes formaban grupos alejados de los soldados y los alambres de alarma. Dicken calculó que hoy eran unos trescientos o cuatrocientos, más de lo habitual y también más enérgicos. La mayoría de los manifestantes tenían menos de treinta años, muchos menos de veinte. Algunos vestían llamativas camisetas teñidas de rojo y pantalones holgados y se habían trenzado el pelo al estilo rastafari. Cantaban, gritaban y agitaban carteles denunciando las «Abominaciones víricas» producto de la ingeniería genética por parte de los científicos locos de las corporaciones. Dos furgones de noticias apuntaban las antenas blancas al cielo. Los reporteros entrevistaban a los manifestantes, alimentando el ávido ancho de banda con opiniones predigeridas y algunas imágenes. Dicken lo había visto muchas veces.

En las noticias, el comentario estándar de los manifestantes era que los nuevos niños eran monstruos artificiales diseñados para ayudar a las corporaciones a conquistar el mundo. Niños GM, los llamaban, o Mocosos de Laboratorio, o Renacuajos del Futuro de Monsanto.

Relegados casi a la hierba y la gravilla de un aparcamiento improvisado había unas docenas de padres. Dick podía distinguirlos fácilmente de los manifestantes. Los padres eran más viejos, iban vestidos de forma conservadora, y estaban cansados y nerviosos. Para ellos, no se trataba de un juego, no era un reluciente ritual de paso juvenil a una madurez aburrida y apática.

El coche y los dos escoltas se acercaron a la puerta del primer perímetro a través de un tejido de barricadas de cemento. Los manifestantes se apiñaron alrededor de la verja, agitando los carteles en dirección a la carretera protegida. El cartel más grande que había al frente, agitado por un joven delgado con dientes podridos, decía, ¡EH, EE.UU. NO JODAS CON EL ADN DE LA NATURALEZA!

—Que les disparen —murmuró Dicken.

Augustine asintió para indicar su acuerdo silencioso.

Maldición, estamos de acuerdo en algo, pensó Dicken.

Al principio, los manifestantes habían sido casi todos padres, llegando a las escuelas por miles, algunos avergonzados y culpables, algunos ceñudos y desafiantes, todos pidiendo que se permitiese el regreso a casa a sus hijos. Por aquella época, las guarderías estaban llenas y los dormitorios vacíos o en construcción. Los padres habían montado sus vigilias durante todo el año, incluso en pleno invierno, durante más de cinco años. Habían sido ciudadanos modelo. Habían entregado a sus hijos por voluntad propia, confiando en las promesas del gobierno de que acabarían volviendo.

Mark Augustine había sido incapaz de cumplir esa promesa, al principio debido a lo que creía saber, pero en los años posteriores por la triste realidad política.

Mayoritariamente, los americanos creían estar más seguros con los niños del virus bien lejos. Encerrados, apartados. Lejos de la posibilidad de contagio.

Dicken observó como la expresión de Augustine cambiaba de una indiferencia estudiada a la impasibilidad acerada mientras el coche de servicio recorría la carretera ascendente hasta la meseta. Allí estaba situado el complejo, plano y feo como un derrame de bloques infantiles sobre la hierba de Ohio.

El coche maniobró alrededor de las barricadas y se detuvo frente a una deslumbrante entrada de cemento, más blanca incluso que las nubes. Mientras los guardias consultaban los horarios y conversaban con los agentes del servicio secreto, Augustine miró al este por la ventana hacia la fila formada por cuatro dormitorios largos de color ocre.

Había pasado un año desde que Augustine había inspeccionado Goldberger. Entonces, había líneas de niños moviéndose entre las aulas, los dormitorios, las cafeterías, asistidos por profesores, internos, personal de seguridad. Ahora los dormitorios parecían desiertos. Había una ambulancia aparcada en la puerta interior a los barracones. También parecía que nadie se ocupaba de ella.

—¿Dónde están los niños? —preguntó Dicken—. ¿Todos están enfermos?

30

Pensilvania

Stella veía y sentía todo en ráfagas inconexas. Que la moviesen fue una agonía y gritó, pero aun así, las sombras insistían en hacerle daño. Vio el asfalto y piedra y bloques grises, luego un árbol enorme invertido, y finalmente una cama con sábanas rosa. Vio y oyó a los adultos hablando bajo la luz de una puerta abierta. Todo lo demás estaba a oscuras, así que se volvió hacia la oscuridad —le hacía menos daño— y prestó atención con orejas enormes a las voces en la otra habitación. Durante un momento, creyó que eran las voces de los muertos, decían cosas tan increíbles, armonizando con extraña alegría. Discutían del fuego y del infierno, y sobre a quién se comerían a continuación, y una mujer enloquecida reía de forma que se le erizó la piel.

La piel no dejó de erizarse. Siguió erizándose, y se quedó tendida sin piel sobre la cama, mirando fijamente a las telas de araña o a los brazos fantasmales o a lo que flotaba en el interior de sus ojos, diminutas cadenas de células ampliadas para adquirir el tamaño de globos. Sabía que no eran globos. No importaba.

Kaye estaba más que agotada. Iris Mackenzie la sentó en una silla con una taza de café y una galleta. La casa era enorme y reluciente por dentro con los colores y tonos que los ricos escogían: cremas y grises pálidos, azules y verdes profundos y telúricos.

—Debes comer algo y descansar —le dijo Iris.

—Mitch... —empezó a decir Kaye.

—Él y George están con la niña.

—Yo debería estar con ella.

—No hay nada que puedas hacer hasta que no llegue el médico.

—Un baño de esponja, reducir la temperatura.

—Sí, en un minuto. Ahora descansa, Kaye, por favor. Casi te desmayas en la puerta delantera.

—Deberíamos ir a un hospital —dijo Kaye, con ojos que se disparataban un poco. Consiguió ponerse en pie, apartando las manos amables de Iris.

—Ningún hospital la admitirá —dijo Iris, convirtiendo el agarrón en un abrazo y sentándola una vez más. Iris presionó la mejilla contra la de Kaye y había lágrimas—. Hemos llamado a todos en el árbol telefónico. Muchos de los nuevos chicos lo tienen. Ya sale en las noticias, y los hospitales se niegan a admitirlos. Estamos frenéticos. No sabemos nada de nuestro hijo. No podemos hablar con Iowa.

—¿Está en un campo? —Kaye se sentía confundida—. Pensábamos que la red estaba formada por padres activos.

—Somos padres muy activos —dijo Iris con acero en la voz—. Han pasado dos meses. Todavía estamos en la lista, y permaneceremos en ella mientras podamos ayudar. No pueden hacernos más daño del que ya nos han causado, ¿no?

Iris poseía unos brillantes ojos verdes, encajados como joyas en un rostro que poseía la belleza de una chica de granja, con ligeras y floridas mejillas irlandesas y pelo castaño, un cuerpo esbelto, dedos delgados y fuertes, que se movían con rapidez, tocándose el pelo, la blusa, la bandeja y la tetera, sirviendo agua caliente en tazas de porcelana y preparando café instantáneo.

—¿La enfermedad tiene nombre? —preguntó Kaye.

—Todavía no. Está en las escuelas... los campos, digo. Nadie sabe si es grave.

Kaye lo sabía.

—Vimos a una niña. Estaba muerta. Stella la pilló de ella.

¡Maldición! —dijo Iris, apretando los dientes. Era una maldición de verdad, no sólo una exclamación.

—Lamento estar tan dispersa —dijo Kaye—. Necesito estar con Stella.

—No sabemos si podemos pillarla... nosotros. ¿No?

—¿Importa? —preguntó Kaye.

—No, claro que no —dijo Iris. Se limpió la cara—. No importa en absoluto. —Pasaban del café. Kaye no lo había bebido. Iris se alejó. Volviéndose, dijo—: Conseguiré alcohol y una esponja de baño. Vamos a bajar la temperatura.

31

Ohio

El director recibió al coche oficial en la tangente donde el amplio camino circular se encontraba con los escalones que llevaban hasta la galería del edificio de administración. Vestía un traje marrón y medía como metro ochenta de alto, con un pelo color trigo que empezaba a escasear en la coronilla, una nariz bulbosa, y mejillas casi inexistentes. Dos mujeres, una alta y la otra bajita, vestidas con uniformes médicos de color verde, se encontraban en lo alto de los escalones. Sus rasgos quedaban oscurecidos por la sombra de una pared lateral que bloqueaba el sol de la tarde.

Augustine abrió la puerta y salió sin esperar al chófer. El director se secó la mano en la pernera del pantalón y se la ofreció.

—Doctor Augustine, es un honor.

Augustine respondió con un apretón rápido. Dicken empujó su pierna, agarró la manilla de la puerta y salió del coche.

—Christopher Dicken, éste es Geoffrey Trask —le presentó Augustine.

Tras ellos, los dos coches del servicio secreto formaron una V, bloqueando el camino. Salieron dos hombres que se situaron junto a las portezuelas abiertas del coche.

Trask se secó la frente con un pañuelo.

—Ciertamente nos alegramos de tenerles aquí a los dos —dijo. A las seis y treinta de la tarde, el calor retrocedía lentamente de sus máximas de treinta grados.

Trask inclinó la cabeza a un lado y las dos mujeres descendieron los escalones.

—Ésta es Yolanda Middleton, enfermera jefe y paramédica del centro de cuidado pediátrico.

Middleton tenía casi cincuenta años, de estructura grande, con los clásicos rasgos congoleños, pelo rebelde muy corto, ojos inmensos y tristes, y expresión de bulldog. El uniforme estaba arrugado y manchado. Asintió en dirección a Dicken y luego examinó a Augustine con suspicacia evidente.

—Y ésta es Diana DeWitt —siguió diciendo Trask. DeWitt era pequeña, de rostro regordete y estrechos ojos grises. Los pantalones verdes le colgaban sobre los tobillos y se había enrollado las mangas—. Consejera escolar.

—Antropóloga consultora, en realidad —dijo DeWitt—. Viajo y visito las escuelas. Llegué aquí hace tres días. —Sonrió con tristeza, pero sin signos de que se sintiese agobiada—. Doctor Augustine, nos encontramos en una ocasión. Sería un placer, doctor Dicken, en otras circunstancias.

—Deberíamos volver —dijo Middleton de pronto—. Tenemos muy poco personal.

—Estas personas son esenciales, señora Middleton —le reprendió Trask.

Middleton estalló.

—Jesús en persona podría venir a visitarnos, señor Trask, y le haría arrimar el hombro. Ya conoce la gravedad de la situación.

Trask adoptó su fruncimiento más monárquico —muy mala interpretación— y Dicken avanzó para cortar la tensión.

—Nosotros no —dijo—. ¿Cómo es de grave?

—No deberíamos hablar aquí. —Trask miró nervioso a la pequeña multitud de manifestantes al otro lado de la verja, a más de doscientos metros de distancia—. Tienen esas orejas enormes, ya sabes, ¿platos de escucha? Yolanda, Diana, ¿podrían acompañarnos? Hablaremos dentro. —Fue el primero en atravesar las columnas falsas.

Un agente se les unió, siguiéndoles a una distancia discreta.

Todos los edificios antiguos tenían un discordante tono ocre. La arquitectura clamaba prisión, incluso con las placas de bronce de la pared y el cartel sobre la entrada principal que insistía en que se trataba de una escuela.

—Por órdenes del gobierno, estamos en apagón para la prensa —dijo Trask—. Evidentemente, en la escuela no permitimos teléfonos móviles o dispositivos de banda ancha, y por ahora he desconectado la centralita principal. Creo en un método disciplinado para propagar nuestro mensaje. No queremos que parezca peor de lo que es. Ahora mismo, la prioridad principal es obtener suministros médicos. El doctor Kelson, nuestro médico jefe, se ocupa de ese asunto.

En el interior del edificio, los pasillos eran más frescos, aunque no había aire acondicionado.

—La planta está fuera de servicio, mis disculpas —dijo Trask, mirando a Augustine—. No hemos conseguido que venga personal de reparación. Doctor Dicken, es un honor. Realmente lo es. Si hay algo que pueda explicar...

—¿Cómo es de grave? —dijo Augustine.

—Fatal —dijo Trask—. A punto de pasar al descontrol total.

—Estamos perdiendo nuestros niños —dijo Middleton, con una voz que se rompía—. ¿Cuántos hoy, Diana?

—Cincuenta en el último par de horas. Ciento noventa en total. Y sesenta la noche anterior.

—¿Enfermos? —preguntó Augustine.

—Muertos —dijo Middleton.

—No hemos tenido tiempo para realizar un recuento formal —dijo Trask—. Pero es serio.

—Tengo que visitar un ala de enfermos tan pronto como sea posible —dijo Dicken.

—Toda la escuela es un ala de enfermos —dijo Middleton.

—Es una tragedia —dijo DeWitt—. Están perdiendo su cohesión social. Dependen tanto los unos de los otros..., y nadie les enseñó a actuar en caso de desastre. Simultáneamente han estado protegidos y desatendidos.

—Creo que ahora mismo su salud física es la preocupación principal —dijo Trask.

—Asumo que hay algún centro médico —dijo Dicken—. Me gustaría analizar muestras de los niños enfermos tan pronto como sea posible.

—Ya lo he dispuesto —dijo Trask—. Trabajará con el doctor Kelson.

—¿El personal ha entregado muestras?

—Tomamos muestras de los niños enfermos —dijo Trask, con una sonrisa amable.

—¿Pero no del personal? —Dicken parpadeó impaciente mientras miraba a Trask.

—No. —Las orejas del director enrojecieron—. Nadie creyó que fuese preciso. Hemos estado recibiendo rumores de una cuarentena total, un cierre total, de todos, sin excepciones. La mayoría de nosotros tenemos familias... —Le dejó extraer sus propias conclusiones de por qué no deseaba que examinasen al personal—. Es una decisión difícil.

—¿Enviaron muestras al departamento de salud de Ohio y al CCE?

—Aguardan para partir ahora mismo —dijo Trask.

—Deberían haberlas enviado tan pronto como enfermó el primer niño —dijo Dicken.

—La confusión era total —le explicó Trask, y sonrió. Dicken comprendía que Trask era el tipo de hombre que ocultaba la duda y la ignorancia tras una máscara de amabilidad. «Aquí no pasa nada malo, amigos. Todo está bajo control.» Como si expresase confianza, Trask añadió—: Estamos acostumbrados a su buena salud.

Dicken miró a Augustine, esperando alguna indicación sobre qué sucedía realmente aquí, qué relación o control tenía Augustine con una persona como Trask, si lo había. Lo que vio le asustó. El rostro de Augustine estaba tan tranquilo como una piscina de agua clara en un día sin viento.

Éste no era el Mark Augustine de antaño. Y en quién podría convertirse este nuevo hombre no era algo de lo que Dicken quisiese preocuparse, no ahora.

Pasaron un ascensor y un tramo de escaleras.

—Mi despacho está ahí, junto a los centros de comunicación y mando —dijo Trask—. Doctor Augustine, considérese con libertad para usarlos. Se trata del segundo piso, con la mejor vista de la escuela, bien, aparte de la vista desde las torres de guardia, que ahora empleamos generalmente como almacenes. Primero, visitaremos el centro médico. Pueden empezar a trabajar de inmediato... lejos de la confusión.

—Me gustaría ver a los niños de inmediato —insistió Dicken.

—Por supuesto —dijo Trask, agitando los ojos—. Sería difícil no ver a los niños. —El director caminó al frente dando zancadas, luego miró por encima del hombro, vio que Dicken no era ni de lejos tan ágil y retrocedió.

DeWitt parecía deseosa de decir algo, pero no mientras Trask pudiese oírla.

—Deje que le describa las instalaciones —dijo Trask—: Joseph Goldberger es la mayor escuela de Ohio, y una de las mayores del país. —Agitó las manos como si delineara una caja—. La construyeron hace seis años en el lugar donde se encontraba el centro correccional Warren K. Pernicke, una instalación corporativa administrada por Namtex Limited. Pernicke la cerró después de los cambios en las legislaciones sobre drogas y la caída subsiguiente de un veinte por ciento en la población reclusa. —Cada vez sonaba más como un guía turístico que recitaba un texto preparado, lo que incrementaba la sensación de irrealidad—. El contrato para convertir el complejo para mantener a los niños SHEVA se concedió a CGA y Nortent, y terminaron el trabajo en nueve meses, un récord. Se levantaron cuatro dormitorios nuevos a cien metros del edificio de máxima seguridad, que se construyó en 1949. Los viejos edificios de hospital y granja se transformaron en instalaciones clínicas y de investigación. El edificio de empresariales se convirtió en guardería, y ahora en un centro educativo. El recinto de cuatrocientas camas para delincuentes especiales contiene ahora a los enfermos mentales y los discapacitados de desarrollo. Lo llamamos nuestra instalación de tratamiento especial. La única del estado.

—¿Cuántos niños hay ahí? —preguntó Dicken.

—Trescientos siete —dijo Trask.

—Estaban más aislados —dijo Middleton.

—El doctor Jurie y el doctor Pickman pueden darle más detalles —dijo Trask. Por primera vez, se tambaleó el porte de simpatía—. Aunque...

—No los he visto —dijo Middleton.

—Alguien me contó que se habían ido hoy muy temprano —dijo DeWitt—. Quizá para conseguir suministros —añadió con ilusión.

—Bien. —La nuez de Adán de Trask se agitó como si se la hubiese tragado y agitó la cabeza con una especie de preocupación creciente—. Ayer, la escuela contenía un total de cinco mil cuatrocientos niños. —Dio un rápido vistazo al reloj—. Simplemente no tenemos lo que precisamos. —Los escoltó hasta el extremo oeste del edificio, y luego por un amplio pasillo de conexión bordeado de viejos refrigeradores. Las viejas cajas blancas estaban selladas con cintas negras y amarillas. Carros de equipo vacíos y bandejas metálicas amontonadas salpicaban el paso. El aire olía a Pine-Sol.

DeWitt caminaba junto a Dicken como un pasajero naufragado que aspirase a agarrarse a un trozo de madera.

—Usamos Pine-Sol para interrumpir el aromar y el fridin —dijo en voz baja. Fridin era la forma en que los niños SHEVA aspiraban olores a la boca. Levantaban el labio superior y chupaban el aire a través de los dientes provocando un ligero zumbido. El aire paraba sobre los órganos vomeronasales, glándulas para detectar feromonas mucho más sensibles que las de sus padres—. Los miembros de seguridad y gran parte del personal llevan tapones en la nariz.

—Es lo normal en las escuelas —le dijo Middleton a Dicken, con una mirada rápida a Augustine. Abrió un armario metálico bastante gastado y sacó uniformes médicos y máscaras quirúrgicas—. Hasta ahora, gracias a Dios, no ha enfermado nadie del personal.

Dicken y Augustine se pusieron los uniformes sobre las ropas de calle, se ataron las mascarillas y metieron las manos en guantes estériles. Se detuvieron mientras un hombre mayor, de sesenta o setenta años, encorvado y con nariz aguileña, atravesó las puertas giratorias al final del pasillo.

—Aquí está el doctor Kelson —dijo Trask, enderezando la espalda.

Kelson vestía una bata quirúrgica y tenía la cabeza cubierta, pero la bata le colgaba, suelta, y las manos iban desnudas. Se acercó a Augustine, le dedicó un asentimiento brusco y luego se volvió a Middleton.

—Guantes —exigió. Middleton fue al armario y le pasó un par de guantes de reconocimiento. Kelson se los puso y los levantó para examinarlos—. Nada con el departamento de salud. Les pedí un NuTest, antivirales, equipos de hidratación. No están disponibles, dicen. Demonios, ¡sé que tienen lo que nos hace falta! Simplemente lo retienen por si esto se escapa.

—No escapará —dijo Trask, con una sonrisa que se apagaba.

—¿Trask le ha hablado de nuestras carencias? —le preguntó Kelson a Augustine.

—Comprendemos que se trata de una crisis —dijo Augustine.

—¡Es un maldito asesinato! —rugió Kelson. DeWitt dio un salto—. Hace tres meses, los agentes de Acción de Emergencia del estado nos privaron de más de la mitad de nuestros equipos y medicinas. Saquearon todos nuestros suministros de emergencia. Tenemos «niños sanos», nos dijeron. A los suministros se les daría mejor uso en otra parte. Trask no hizo nada por impedirlo.

—No estoy de acuerdo con esa caracterización —dijo Trask—. No había nada que yo pudiese hacer.

—Como último esfuerzo, cogí un camión y lo llevé a la ciudad —siguió diciendo Kelson—. Manché de barro las portezuelas y las matrículas, pero me identificaron. El Dayton General me dijo que ni me acercase. No conseguí nada. Así que regresé y me metí por la entrada de Miller's Road. Ahora incluso ese camino está bloqueado. —Kelson agitó las manos, borracho por el agotamiento, y giró los ojos deprimidos y descremados hacia Dicken—. ¿Quién es usted?

Augustine le presentó.

Kelson señaló a Dicken con un dedo enguantado y retorcido.

—Usted es mi testigo, doctor Dicken. La enfermería fue la primera en llenarse. Está por aquí. Estamos sacando cuerpos por centenares. Debe verlo. Debe verlo.

32

Pensilvania

Mitch atendía a Stella bajo la débil luz del dormitorio. La niña no podía mantenerse quieta. Tenía que emplear todas las palabras amables y todos los tonos de voz que podía conjurar; ninguno de ellos parecía llegar hasta ella.

George Mackenzie observaba desde la puerta. Tenía cuarenta y pocos años y era más que regordete. Poseía un rostro joven con ojos inquisitivos, una frente cubierta por una mata de pelo prematuramente gris y los labios exhibían unos ligeros toques de bigote.

—Necesito un termómetro para el oído o el recto —dijo Mitch—. Podría tener una convulsión y morder el oral. Tendremos que agarrarla.

—Lo conseguiré —dijo George, y desapareció durante un momento, dejando a Mitch a solas con la niña temblorosa. Tenía la frente tan seca como un ladrillo caliente.

—Estoy aquí —susurró Mitch. Retiró por completo la colcha. Había desvestido a Stella y las piernas desnudas parecían esqueléticas sobre las sábanas color rosa. Estaba tan enferma... No podía creer que su hija estuviese tan enferma.

George regresó sosteniendo una funda de plástico azul en una mano y un termómetro en la otra, seguido por las mujeres. Kaye cargaba una palangana de agua llena de cubos de hielo e Iris sostenía una manopla y una botella de alcohol de frotar.

—Nunca compramos termómetros para los oídos —dijo George disculpándose—. Nunca nos parecieron necesarios.

—Ahora ya no tengo miedo —dijo Iris—. George, tenía miedo de tocar a la niña. Estoy tan avergonzada...

Retuvieron a Stella y le tomaron la temperatura. Era de 42 grados. Su temperatura normal era de 36. Frenéticamente la lavaron con la esponja, trabajando en turnos, y luego la llevaron al baño, donde Kaye llenó la bañera con agua y hielo. Estaba tan caliente... Mitch observó que tenía llagas sangrantes en la boca.

La pena le observó, tenebrosa y ansiosa.

Kaye ayudó a Mitch a llevar a Stella de vuelta a la cama. No se molestaron en secarla. Mitch agarró a Kaye con cuidado y le acarició la espalda. George fue abajo para calentar la sopa.

—Serviré un poco de caldo de pollo para la niña —dijo George.

—No lo tomará —dijo Kaye.

—Entonces algo de sopa para nosotros.

Kaye asintió.

Mitch contempló a su mujer. Kaye estaba casi ausente, estaba tan cansada y tenía el rostro tan demacrado... Se preguntó cuándo terminaría la pesadilla. Cuando tu hija se haya ido y no antes.

Lo que, por supuesto, no era una respuesta.

Comieron en la habitación a oscuras, sorbiendo caldo caliente de las tazas.

—¿Dónde está el médico? —preguntó Kaye.

—Tiene a dos por delante de nosotros —dijo George—. Tenemos suerte de tenerle. Es el único de la ciudad dispuesto a tratar a nuevos niños.

33

Ohio

La enfermería se encontraba en el primer piso del centro médico, una sala abierta de unos 12 metros de lado destinada, como mucho, a sesenta o setenta pacientes. Las cortinas separadoras se encontraban corridas contra las paredes y al menos había doscientos camastros, colchones y cojines.

—Llenamos este espacio en las primeras seis horas —dijo Kelson.

El olor era terrible —orina, vómitos, el miasma agresivo de la enfermedad humana, todos familiares para Dicken, pero había algo más: un regusto intenso y ajeno, simultáneamente inquietante y lastimoso—. Los niños habían perdido el control de sus olores. La sala estaba llena de feromonas intraducibles, vomeroferinas, el arsenal y el vocabulario de un tipo de comunicación humana que, si no era nueva, era al menos más evidente.

Incluso la orina olía diferente.

Trask se sacó un pañuelo del bolsillo y se tapó la nariz y la boca ya cubiertas. El agente del servicio secreto tomó posición en la esquina e hizo lo mismo, visiblemente alterado.

Dicken se acercó a un jergón de la esquina. Había un niño tendido de lado, con el pecho apenas moviéndose. Tenía siete u ocho años, de la segunda y última oleada de niños SHEVA. Una niña de la misma edad o un poco mayor estaba acurrucada junto al jergón. Sostenía los dedos del muchacho alrededor de un diminuto reproductor digital de música, para evitar que lo dejase caer. Los auriculares colgaban de un lado de la cama. Los dos tenían pelo castaño, eran pequeños, de piel marrón y miembros delgados y fláccidos.

Al acercarse Dicken la niña levantó la vista para mirarle. Dicken le sonrió. La niña puso los ojos en blanco y sacó la punta de la lengua por entre los labios, luego dejó caer la cabeza en el jergón junto al brazo del muchacho.

—Vínculo de amistad —dijo DeWitt—. Tiene su propio camastro, pero no se queda en él.

—Entonces junten los camastros —sugirió Augustine con una breve mirada de disgusto o agitación.

—No se aparta a más de unos centímetros de él —dijo DeWitt—. Probablemente la salud de uno dependa de la del otro.

—Explíquese —dijo Dicken en voz baja.

—Cuando llegan aquí, los niños forman equipo de fridin. Dos o tres se reúnen y establecen un espectro de olores por defecto. Los equipos se organizan en grupos mayores. Apoyo y protección, quizá, pero en general creo que se trata de definir un nuevo lenguaje. —DeWitt agitó la cabeza, cubrió la boca enmascarada con la palma de una mano y controló el codo—. Estaba aprendiendo tanto...

Dicken agarró la barbilla del muchacho y la viró con suavidad: la cabeza giró sobre un cuello flacucho. El muchacho abrió los ojos y Dicken observó la mirada vacía y le acarició la frente, para luego pasar el dedo enguantado por la mejilla del niño. La piel siguió pálida.

—Daños capilares —murmuró.

—El virus ataca los tejidos endoteliales —dijo Kelson—. Tienen lesiones rojas entre los dedos de pies y manos, algunas vesiculares. Casi parece tropical.

El muchacho cerró los ojos. La niña levantó la vista.

—No soy su perfu —dijo, con una voz que sonaba como un agudo susurro de viento—. La pasada noche perdió a su perfu. Creo que no quiere vivir.

DeWitt se arrodilló junto a la niña.

—Deberías volver a tu cama. También estás enferma.

—No puedo —respondió, y volvió a reposar la cabeza.

Dicken se puso en pie e intentó desesperadamente aclararse la cabeza.

El director chasqueó la lengua en gesto de piedad.

—Confusión total —dijo Trask, con la voz apagada debido al pañuelo. Le sonó el teléfono que tenía en el bolsillo. Se disculpó, bajó la mascarilla y se volvió para responder. Después de algunas respuestas apagadas, cerró el teléfono—. Muy buenas noticias. En cualquier momento espero un camión lleno de suministros del Dayton, y quiero estar presente. Doctor Kelson, señora Middleton..., dejo a estas personas con ustedes. Doctor Augustine, ¿desea trabajar desde mi despacho o prefiere quedarse aquí? Imagino que tiene muchos deberes administrativos...

—Me quedaré aquí —dijo Augustine.

—Como desee —dijo Trask. Con algo de asombro, vieron cómo el director lanzaba un saludo indiferente, casi desdeñoso, y atravesaba las filas de camastros para llegar a la puerta.

Kelson puso los ojos en blanco.

—Ya era hora de que se fuese —murmuró.

—Los niños están perdiendo toda cohesión social —dijo DeWitt—. Hace meses que le digo a Trask que necesitamos más observadores preparados, antropólogos profesionales. ¿Comprende lo que para ellos significa perder a los amigos de vínculo, que a veces llaman perfus?

—Diana es su ángel —dijo Kelson—. Sabe lo que piensan. En las próximas horas eso puede ser tan importante como las medicinas. —Agitó la cabeza, con los carrillos agitándose bajo la barbilla—. Son todos inocentes. No merecen esto. Ni nosotros nos merecemos a Trask. Ese hijo de puta nombrado por el estado está ganando algo, estoy seguro. De alguna parte obtiene beneficios. —Después de decirlo, Kelson miró al techo—. Perdónenme. Es la puta verdad. Tengo que volver. El centro médico está a su disposición, doctor Dicken, por lo que pueda valer. —Se volvió y recorrió la fila de camastros, para desaparecer a través de la puerta al otro extremo de la enfermería.

—Es un buen hombre —dijo Middleton. Empleó una llave para abrir la puerta trasera que daba al recinto principal, que llevaba a la zona de carga de la enfermería. Arqueó una ceja en dirección a Dicken—. Por aquí las cosas solían ser cómodas, cama y comida, trabajo fácil, la mejor escuela del mundo, con niños tan fáciles de tratar, decíamos. Luego se pusieron en pie y salieron corriendo, los muy cabrones.

Middleton los llevó por una rampa de carga para subirse a un carrito de golf aparcado en la zona de recepción. DeWitt se sentó a su lado.

—Súbase, caballero.

—¿Alguna suposición? —le preguntó Augustine a Dicken en un murmullo mientras se subían al asiento de en medio. El agente del servicio secreto, que para Dicken era ahora casi invisible, estaba sentado en el asiento de atrás y murmuraba al micrófono de la solapa.

Dicken se encogió de hombros.

—Algo común... coxsackie o enterovirus, algún tipo de herpes. Ya tenían problemas con el herpes, prenatal. Tengo que estudiar más.

—Si hubiese estado sobre aviso habría podido traer un NuTest —dijo Augustine.

—No serviría de mucho —dijo Dicken. Algo nuevo y desconocido había atacado a los niños. Si un virus nuevo anegaba la primera línea de defensa de una persona, el sistema inmune innato, y se extendía a otros con la suficiente rapidez, en un lugar cerrado, entre una población confinada, podía derrotar a las respuestas inmunes más refinadas y provocar un gran número de víctimas en unos días. Dudaba que la inmunidad de contacto pudiese tener influencia en este estallido. Otro de los pequeños fracasos de la Madre Naturaleza. O no. Todavía tenía mucho que olvidar con respecto a virus y enfermedades, un montón de suposiciones que reexaminar.

Dicken tenía que cartografiar el mapa de esta enfermedad antes de aventurar una respuesta, remontarse del afluente en que se encontrasen ahora hasta la fuente. Quería conocer el virus cuando dormía, lo que él llamaba el virus glacial —descubrir dónde se ocultaba en forma de nieve congelada en los altos valles de la población humana y animal, antes de fundirse y convertirse en el torrente que veían ahora.

Si encontraba algo cercano a esa fuente ideal, ese comienzo, las piezas podrían ir encajando. Podría comprender.

O no.

Lo que precisaban saber como cuestión práctica era si este torrente podía saltar sus límites y encontrar otra cuenca. Tomar muestras al personal comenzaría a responder a esa pregunta. Pero ya tenía la corazonada de que esta enfermedad, atacando a una población nueva y jugosa, no pasaría con facilidad a humanos del viejo estilo.

Demostrarlo, en cualquier mundo cuerdo, detendría la pesadilla política que se estaba fraguando en el exterior.

Pasaron junto a un cajón lleno de bolsas para cuerpos colocado al final de la zona de carga.

—No hay necesidad de guardarlas —dijo Middleton—. En un par de horas estarán llenas.

34

Pensilvania

Mitch se lavó la cara por cuarta o quinta vez en el baño junto al dormitorio. Se fijo en las lámparas de latón, los antiguos grifos de oro, el suelo de baldosas. Nunca había ansiado demasiado los lujos, pero hubiese estado bien poder ofrecer algo más que una choza perdida en Virginia. Habían sufrido plagas de hormigas y cucarachas. Pero el patio trasero tan grande había estado bien. Le gustaba sentarse allí con Stella y arrastrar un cordel para el siempre deseoso Shamus.

Llegó el médico. Tenía treinta y pocos años, con el pelo en punta y deslustrado. Parecía muy joven. Vestía una camisa de manga corta y llevaba un maletín negro y una unidad de diagnóstico NuTest del tamaño de un teléfono de datos. Estaba tan cansado como ellos, pero reconoció a Stella de inmediato. Tomó sangre y esputo de la niña, quien apenas sintió el pinchazo de la pequeña aguja. La saliva fue más difícil de obtener; la boca de Stella estaba tan seca como un hueso. Frotó esos fluidos en el extremo de las matrices NuTest —pequeñas láminas de plástico acanalado— y las insertó. Unos minutos más tarde, leyó el resultado.

—Es un virus —dijo—. Un picornavirus. No es sorprendente. Algún tipo de enterovirus. Una variedad de Coxsackie, probablemente. Pero... —Los miró con una expresión de confusión y preocupación—. Hay algunos polimorfismos no presentes en la biblioteca del NuTest. Aquí no puedo hacer una determinación definitiva.

—¿Los baños fueron lo correcto? —preguntó Mitch.

—Totalmente —dijo el médico—. Tiene cuatro grados de más. Quizá descendiendo, pero podría volver a subir. Manténganla fría, pero no la agoten. Ahora es piel y huesos.

—Es por naturaleza esbelta —dijo Kaye.

—Bien. Crecerá para convertirse en modelo —dijo el médico.

—No si puedo evitarlo —dijo Kaye.

El médico miró a Kaye.

—¿No la conozco?

—No —dijo—. No me conoce.

—Cierto —dijo el médico, recuperando el sentido común. Le dio a Stella la primera inyección, una antiviral de amplio espectro con inmunoglobulina y vitamina B—. La usé cuando el sarampión atacó a un grupo de viejos niños en Lancaster —dijo, luego hizo una mueca y agitó la cabeza—. «Viejos niños.» Óiganme. Hablamos en maraña. Esto no es sarampión, pero no hará daño. Sin embargo, sólo vale en una serie. Informé anónimamente de sus matrices a Atlanta. Parte del programa de campo. Completamente anónimo.

Mitch escuchaba sin reacción. Ya casi no le importaba el anonimato. Levantó la vista cuando el doctor miraba a la pantalla del NuTest y dijo:

—Epa. Mierda. —La pantalla parpadeaba con rapidez, reflejándose en la cara del médico.

—¿Qué?

—Nada —dijo el médico, a Mitch le pareció que tenía expresión culpable, como si la hubiese jodido—. ¿Puedo tomar un poco de café? —preguntó el médico—. Frío vale. Tengo dos pacientes más esta noche.

Palpó a Stella bajo la mandíbula y tras las orejas, luego le dio la vuelta y le examinó las nalgas. Se le estaba formando una erupción.

—Vuelve a subir. —Le dio la vuelta y ayudó a llevarla hasta la bañera. George había vaciado la máquina de hielo de la cocina y había salido a buscar más a la tienda. La frotaron con agua fría. Para cuando George regresó Stella tenía convulsiones.

Mitch sacó a Stella de la bañera tirando por los brazos, empapándose la ropa. George vació cuatro bolsas de hielo en el agua. La volvieron a meter.

—¡Está demasiado fría! —chilló Stella apenas sin fuerzas.

La hija de Mitch parecía no pesar casi nada. Era efímera. La enfermedad la consumía tan rápido que casi no podía reaccionar.

El médico fue a preparar otra inyección.

Kaye agarró la mano de su hija. Estaba pálida y azul. Vio pequeñas erupciones entre los dedos de la niña. Con espanto, dejó caer la mano y se inclinó para levantar el pie de Stella. Le mostró la planta a Mitch. Pequeñas lesiones marcaban la piel entre los dedos.

—También las tiene en las manos —dijo Kaye.

Mitch negó con la cabeza.

—No sé lo que son.

George se alejó de la bañera y se puso en pie, mostrando alarma en el rostro. El médico volvió con otra jeringuilla. Mientras la inyectaba, miró a los dedos de la niña y asintió. Retiró los labios de Stella y miró en la boca. Stella gimió.

—Podría ser herpangina, estomatitis vesicular... —Respiró profundamente—. No puedo afirmarlo sólo con el NuTest. El tratamiento con un antiviral específico sería lo mejor, y eso requiere una identificación positiva. Debería hacerse en un laboratorio de referencia, y debería estar en un hospital. Simplemente no tengo ese equipo.

—Nadie la admitirá —dijo George—. Prohibición total.

—Vergonzoso —dijo el médico, con voz inexpresiva debido al agotamiento. Miró a George—. Podría ser transmisible. Será mejor que esterilicen el baño y laven las sábanas.

George asintió.

—Hay alguien que podría ayudar —le dijo Mitch a Kaye, llevándosela a un lado.

—¿Christopher? —preguntó Kaye.

—Llámale. Pregúntale qué está pasando. Te sabes su número de teléfono.

—El de su casa —dijo Kaye—. Es un número antiguo. No estoy segura de a qué se dedica ahora.

El médico había cargado una página centinela de la CCE en su teléfono web.

—No hay ningún aviso —dijo—. Pero nunca he visto una advertencia pediátrica para niños del virus.

—Nuevos niños —le corrigió George.

—¿Es una enfermedad de la que hay que informar? —preguntó Kaye.

—Ni siquiera aparece en la lista —dijo el médico, pero algo en su rostro alteró a Kaye. El NuTest. Tiene un GPS y una conexión de banda ancha con el departamento de salud. Y de ahí, con el INS y el CCE. Estoy segura.

Pero no podían hacer nada. Se encogió de hombros.

—Llama —le dijo Mitch.

—No sé para quién trabaja ahora —le dijo Kaye.

—Disponemos de un teléfono seguro por satélite —dijo George—. Nadie seguirá la llamada. No es que nos importe. Nuestro hijo ya está en un campo.

—No hay nada seguro —dijo Mitch.

George parecía a punto de discutir ese desprecio a sus conocimientos masculinos de la criptotecnología.

Kaye levantó la mano.

—Llamaré —dijo. Sería la primera vez que hablase con Christopher Dicken en nueve años.

Pero sólo obtuvo el contestador automático. «Soy Christopher Dicken. Estoy de viaje. Mi casa está invadida por policías y luchadores. Mejor aún, recuerda que colecciono plagas extrañas y las almaceno cerca de mis objetos de valor. Por favor, deja un mensaje.»

—Christopher, soy Kaye. Nuestra hija está enferma. Coxsackie o algo así. Llámame si tienes alguna pista o consejo.

Y dejó el número.

35

Ohio

La enfermería se encontraba junto a la esquina sudoeste del barracón de equipo: dos bloques conectados por un pasillo cortado con ventanas con barras. Las brillantes luces de seguridad trazaban trapezoides angulares de sombras sobre el suelo de cemento del patio entre edificios, oscureciendo a un muchacho solitario. Alto y fornido, de unos diez años, descansaba o se apoyaba contra la puerta del ala de investigación, con los brazos cruzados.

—¿Quién eres? —gritó Middleton.

—Toby Smith, señora —dijo el muchacho, enderezándose. Se agitó y les miró con ojos cansados e inexpresivos.

—¿Estás enfermo, Toby?

—Estoy bien, señora.

—¿Dónde está el médico? —Middleton guió el carrito hasta situarlo a tres metros del muchacho. Dicken vio las mejillas pálidas del chico, casi por completo vacías de pecas.

El chico se volvió y señaló el ala de investigación.

—El doctor Kelson está en el gimnasio. Mi hermana ha muerto —dijo.

—Lamento oírlo, Toby —dijo Dicken, bajándose del asiento del carrito de golf—. Lo lamento mucho. Mi hermana murió hace un tiempo.

Dicken se le aproximó. Los ojos del chico estaban legañosos y hundidos.

—¿De qué ha muerto su hermana? —preguntó Toby, entrecerrando los ojos al mirar a Dicken.

—Una enfermedad que pilló por una picadura de mosquito. Se llama Virus del Nilo Oeste. ¿Puedo examinarte los dedos, Toby?

—No. —El chico ocultó las manos en la espalda—. No quiero que me dispare.

—No digas tonterías, Toby —dijo Middleton—. Yo no les permitiría disparar a nadie.

—¿Puedo verlos, Toby? —insistió Dicken. Se quitó las gafas. Algo en el tono, alguna simpatía, o quizá su olor, si Toby podía olerle, hizo que el chico mirase a Dicken con ojos entrecerrados y le presentase las manos. Con delicadeza Dicken giró la mano del muchacho y examinó la palma y la piel entre los dedos. No había lesiones. Toby retorció el rostro y agitó los dedos.

—Eres un joven muy fuerte, Toby —dijo Dicken.

—He estado ayudando en la enfermería, y ahora estaba descansando —dijo Toby—. Debería volver.

—Los chicos son tan nobles. —dijo DeWitt—. Se relacionan de forma tan estrecha, como una familia, entre ellos... Dígaselo al mundo exterior.

—No quieren oírlo —dijo Dicken apenado.

—Tienen miedo —dijo Augustine.

—¿De mí? —preguntó Toby.

El pequeño walkie-talkie del carrito gimió. Middleton se alejó para responder. Apretó los labios mientras escuchaba. Luego se volvió hacia Augustine.

—Seguridad vio salir el coche del director por la entrada sur hace diez minutos. Iba solo. Creen que ha huido.

Augustine cerró los ojos y agitó la cabeza.

—Alguien le alertó. Probablemente el gobernador haya ordenado una cuarentena completa. Por ahora estamos solos.

—Entonces tenemos que actuar rápido —dijo Dicken—. Necesito muestras del personal que quede, y de todos los niños que sea posible. Debo descubrir de dónde salió este virus. Quizá podamos mandar un mensaje y detener esta locura. ¿Los niños de tratamiento especial han tenido contacto con los niños del exterior?

—Ninguno que yo sepa —dijo Middleton—. Pero no soy la responsable de ese edificio. Ése era el dominio de Aram Jurie. Él y Pickman formaban parte del círculo interno de Trask.

—Pickman y Jurie decían que a los especiales había que mantenerlos separados —añadió DeWitt—. Algo sobre que las enfermedades mentales eran aditivas en los niños SHEVA. Creo que estaban interesados en los efectos de la locura y el estrés.

Disparadores víricos, pensó Dicken. Se debatía entre el asco y la euforia. Puede que después de todo encontrase las claves que precisaba.

—¿Ahora quién está ahí?

—Creo que quedan seis enfermeras —Middleton apartó la vista, conteniendo las lágrimas.

—Necesitaré muestras de esas seis enfermeras en particular. Muestras de nariz, recortes de uñas, esputo y sangre. Creo que deberíamos hacerlo ahora.

—Christopher es el jefe —dijo Augustine—. Hagan lo que pida.

—Puedo llevarle —dijo DeWitt. Apretó el brazo de Middleton como muestra de apoyo—. Yolanda quiere volver con los niños. La necesitan. Yo ahora no valgo para mucho.

—Vamos —dijo Dicken. Se dirigió hacia Toby—. Gracias, Toby. Has sido de mucha ayuda.

36

Pensilvania

George Mackenzie agitó a Mitch por los hombros. Mitch se sentó en la cama. A su alrededor danzaban las paredes pastel del diminuto dormitorio; no se sentía descansado en absoluto. Se había quedado dormido sin retirar la colcha, todavía vestido con el traje anónimo y arrugado.

—¿Dónde está Kaye? ¿Cuánto he dormido?

—Está con vuestra hija —dijo George. Parecía abatido—. Has dormido como una hora. Lamento despertarte. Ven a dar un vistazo a la tele.

Mitch entró primero en la habitación contigua. Kaye estaba sentada en el borde de la cama, con las manos cruzadas sobre las rodillas, y la cabeza inclinada. Levantó la vista cuando Mitch se puso a examinar a Stella, ahora bajo las sábanas. Palpó la frente de Stella.

—La fiebre ha bajado.

—Como hace una hora. Creo. Iris trajo un poco de té y nos sentamos con ella.

Mitch miró el rostro dormido de su hija, tan pálido sobre la almohada celeste, coronado por una mata húmeda y enmarañada de pelo. Respiraba en soplos irregulares.

—¿Eso a qué se debe?

—Ha respirado así desde que bajó la fiebre. No tiene congestión. No sé lo que significa. El médico dijo que volvería... —miró la hora en el reloj de la mesilla de noche— a esta hora.

—No ha venido —dijo George—. Y no creo que lo haga.

—George quiere que vea las noticias —dijo Mitch.

Kaye asintió y agitó la mano; ella se quedaría.

George llevó a Mitch por el pasillo hasta el estudio y la pantalla plana montada en la pared. Había rostros enormes sentados tras una elegante mesa de palisandro, hablando... Mitch intentó concentrarse.

—Soy tan liberal como cualquiera, pero esto me da miedo —dijo un hombre de mediana edad con corte militar. Mitch no veía demasiada televisión y no sabía quién era.

—Brent Tucker, comentarista de Fox Broadband —le explicó George—. Está entrevistando a un médico escolar de Indiana. Donde está nuestro hijo Kelly.

—¿No era lo que esperábamos? —preguntó Tucker—. ¿No es por eso que aceptamos reunir a los niños en escuelas especiales?

—El metraje que acaba de mostrar, de padre entregando a sus hijos, cooperando al fin, es muy alentador... —dijo el médico.

Tucker le interrumpió con expresión seria.

—Abandonó su puesto esta mañana. ¿Tenía miedo?

—He estado ayudando a explicar la situación al equipo del presidente. Regresaré esta tarde a retomar mis funciones.

—Los científicos que hemos entrevistado en este programa insisten que los niños podrían representar un grave riesgo para la población en general si se les permitiese moverse con libertad. Y todavía hay decenas de miles como ellos ahí fuera, ahora mismo. ¿No es...?

—No puedo aceptar esa caracterización —dijo el médico.

—Sí, bien, usted abandonó la escuela, y eso lo dice todo, ¿no cree?

El médico abrió y cerró la boca. Tucker se aproximó, con los ojos bien abiertos, sintiendo la presa.

—No es posible engañar al público. Sabe de qué va esto. Vamos a dar un vistazo a nuestro foro de mensajes instantáneos y a lo que el público nos dice ahora mismo.

Las cifras aparecieron en la pantalla.

—Diez a uno, quiere que se arreste a los padres que no cooperan, retener a todos los niños donde se les pueda vigilar y hacerlo ahora. Diez a uno.

—No creo siquiera que sea práctico. No disponemos de las instalaciones.

—Construimos las escuelas y financiamos su trabajo con dólares de los contribuyentes. Usted es un funcionario público, doctor Levine. Esos niños son el resultado de una repugnante enfermedad. ¿Y si se extiende a todos nosotros, y nunca más vuelve a nacer un niño normal?

—¿Defiende que los exterminemos por el bien público? —preguntó Levine.

Mitch miraba con fascinación ceñuda, como si presenciase un accidente de tráfico.

Nadie quiere eso —dijo Tucker con expresión de razón insultada—. Pero nos encontramos ante un riesgo sanitario inminente. Es una cuestión de supervivencia.

El médico puso las manos sobre la mesa de palisandro.

—La enfermedad no se ha extendido a ningún miembro del personal de ninguna de las escuelas que yo conozca.

—¿Entonces por qué no está ahora mismo en la escuela, doctor Levine?

—Son niños, señor Tucker. Regresaré con ellos.

Tucker sonrió, exhibiendo unos dientes blancos y perfectos, y se volvió hacia la cámara, que se acercó para un primer plano.

—Creo en la gente y en lo que tienen que decir. Ésa es la fuerza de esta nación, y también es la filosofía de Fox Media, justa y equilibrada, y no me avergüenza estar de acuerdo con ella. Creo que en la gente está actuando un instinto de preservación, y eso es noticia. Tendrán más detalles aquí, Fox Multicast, y pulse en la pantalla para obtener mayor cobertura en la web...

George apagó la tele. Habló con voz débil y disgustada.

—El vecino debió de ver vuestra llegada. Me dijo que nos iba a denunciar por tener a un niño del virus. Un niño enfermo. —Levantó la mano y le mostró tres llaves que colgaban de una anilla—. Iris y yo tenemos una cabaña. Está a unas dos horas de aquí, en las montañas. En un pequeño lago. Muy bonita, lejos de todo. Hay comida para al menos una semana. Puedes enviarme las llaves por correo. Tu niña está mejorando. Estoy seguro. La crisis ha pasado.

Mitch intentó decidir cuáles eran sus opciones —y la firmeza de Mackenzie.

—No respira bien —dijo.

—Hace cinco meses que no tengo trabajo —dijo George—. Se nos está terminando el dinero. Iris está al borde del colapso nervioso. Ya no podemos ser una casa segura. Este vecindario es como Sun City para los ricos. Viejos, asustados y mezquinos. —George levantó la vista—. Si los federales vienen y os encuentran, encerrarán a vuestra hija en un lugar donde los cuidadores son peores de lo que podéis imaginar. Ahí es donde está nuestro hijo, Mitch.

Kaye se encontraba junto a Mitch y le tocó el codo, asustándole.

—Coge las llaves —dijo.

George de pronto se derrumbó sobre un sillón y negó con la cabeza.

—Quedaos hasta el amanecer —dijo—. Los vecinos duermen. Espero por Dios que todos duerman. Descansad un poco. Luego, lo lamento, tendréis que iros.

37

Ohio

El centro de tratamiento especial ocupaba un edificio de un solo piso, largo y plano, con paredes de cemento reforzado. Dicken y DeWitt esquivaron los tráileres escolares vacíos y atravesaron el patio de asfalto bajo la luz brillante de una docena de lámparas de seguridad de un blanco intenso.

La puerta del centro estaba abierta. Habían arrojado hacia fuera una confusión de sábanas y colchonetas de goma como si fuese una lengua sucia y colgante. Dos ventanas reforzadas y con barrotes relucían a cada lado como ojos planos e inexpresivos. El edificio parecía muerto.

En el interior, el aire era más frío pero no mucho, y apestaba. Bajo la cacofonía de olores se agitaba la nota débil del Pine-Sol. Dicken no se detuvo, aunque DeWitt se quedó atrás y tosió bajo la mascarilla. Había olido cosas peores; el estribillo profesional de un cazador de virus.

Más allá de la oficina de seguridad y las puertas dobles abiertas de la zona de control, las puertas de las celdas se extendían por todo un largo pasillo. Como la mitad, sin ningún orden en especial, estaban abiertas. No se veía a ninguna enfermera o guardia.

El cuerpo de un niño de unos ocho o nueve años descansaba sobre una colchoneta en el pasillo. A varios metros de distancia Dicken supo que el niño estaba muerto. Dejó la bolsa de equipos de muestras, se arrodilló con dificultad junto a la colchoneta sucia, examinó al niño con lo que esperaba fuese respeto evidente, y luego empujó contra el suelo y se volvió a poner de pie. Negó vigorosamente con la cabeza cuando DeWitt ofreció ayuda.

—No toques nada —le advirtió—. Yolanda dijo que había enfermeras.

—Probablemente han llevado a los niños a la zona de ejercicios. El centro dispone de patio propio, en el lado sur.

Comprobaron todas las habitaciones, mirando a través de las ranuras o empujando las pesadas puertas de acero. En algunas de ellas había cuerpos. En su mayoría estaban vacías. Una línea negra dibujada en el suelo señalaba la división entre las habitaciones preparadas para niños que precisaban contención o protección: las habitaciones acolchadas. Todas las puertas de esas habitaciones estaban abiertas.

Dos habitaciones contenían dos cuerpos en camastros con correas, uno masculino, el otro femenino, los dos con cabezas y manos anormalmente grandes.

—Es una condición específica de los niños SHEVA —dijo DeWitt—. Sólo he visto tres así.

—¿Congénita?

—Nadie lo sabe.

Dicken contó veinte cuerpos muertos para cuando llegaron hasta la puerta del final. La puerta era una pared rodante de barras de acero cubierta de gruesas láminas de acrílico.

—Creo que es aquí donde Jurie y Pickman ordenaron que se retuviese a los niños violentos —dijo DeWitt.

Alguien había encajado un bloque de carbonilla roto en los rieles para evitar que la puerta se cerrase automáticamente, y una luz roja y un indicador parpadeaban un aviso de seguridad. Tras un vidrio muy tintado, el espacio del guardia estaba vacío, y habían silenciado la alarma.

—No tenemos que ir por aquí —dijo DeWitt—. El patio está por ahí —señaló un pasillo corto a la derecha.

—Necesito ver más —dijo Dicken—. ¿Dónde están las enfermeras?

—Con los niños vivos, supongo. Espero.

Atravesaron la estrecha abertura. Todas las puertas al otro lado estaban cerradas por un sistema de doble barra, una lateral, otra que iba del techo al suelo y penetraba en agujeros rodeados de acero. Cada habitación contenía un niño solitario e inmóvil. Uno miraba con sorpresa al techo. Algunos parecían dormir. No parecían recibir muchos cuidados. En esas habitaciones había al menos ocho niños, y no había forma de confirmar si estaban muertos.

Ninguno se movía.

Dicken se apartó de la última mirilla, apoyó la espalda contra la pared de cemento y luego, con esfuerzo, se volvió a recuperar y se encaró con DeWitt.

—El patio —dijo.

Como a diez pasos más allá de la puerta, se encontraron con dos de las enfermeras del centro de tratamiento. Compartían un cigarrillo y estaban sentadas en sillas de plástico bajo la sombra al extremo del ancho corredor ocupado con mesas de picnic acolchadas. Las dos mujeres tenían unos cincuenta años, eran grandes, con brazos carnosos y manos enormes y gordas. Vestían uniformes de un verde oscuro, casi negro debido a la luz. Levantaron la vista con apatía al ver a Dicken y a DeWitt.

—Hemos hecho todo lo posible —dijo una de ellas, moviendo los ojos de un lado a otro.

Dicken asintió, simplemente reconociendo su presencia —y quizá su valor.

—Hay más ahí fuera —dijo la otra enfermera, con voz más intensa, al pasar—. Es casi medianoche. ¡Necesitábamos un descanso!

—Estoy segura de que lo hicieron lo mejor posible —dijo DeWitt. Dicken apreció instantáneamente el contraste: la voz de DeWitt, precisa y académica, educada; la de las enfermeras, pragmática, de trabajador.

Las enfermeras eran del pueblo.

—Que te den —intentó gritar la primera enfermera, pero sonó más como un graznido débil—. ¿Dónde están todos? ¿Dónde están los médicos?

Del pueblo y valientes. Se preocupaban. Podrían haber huido, pero se habían quedado.

Dicken se situó en el patio. Habían montado una tienda de lona sobre un cuadrado de cemento de unos 15 metros de lado y rodeado por paredes cubiertas de estuco. La iluminación era inadecuada, sólo focos montados en las paredes iluminando el trayecto alrededor del espacio abierto. El centro era un pozo oscuro.

Sobre el cemento habían dispuesto camas y colchonetas formando filas que empezaban con intención de orden y terminaban en un puzzle disperso. Había al menos un centenar de niños bajo la tienda, en su mayoría tendidos. Cuatro mujeres, dos hombres y un niño caminaban entre las camas, llevando cubos y cucharones, dando agua a los niños si tenían fuerzas suficientes para sentarse.

Un cielo estrellado e iluminado por la luna se manifestaba entre los huecos y los cierres de ventilación. Aun así, en el cuadrado hacía un calor casi insoportable. Habían traído todos los enfriadores de agua del edificio, y algunas mangueras colgaban de barriles de plástico rodeadas de anillos grises de agua que se desvanecían.

Unos pocos niños irreductibles, en su mayoría de menos de diez años, estaban sentados bajo los trayectos de luz con las espaldas apoyadas en las paredes de estuco, mirando a la nada, con los hombros caídos.

Una mujer de uniforme blanco se acercó a DeWitt. Era más baja que los otros, en realidad diminuta, con piel color castaño y ojos negros y almendrados y pelo negro corto escondido bajo una gorra de béisbol.

—¿Es usted la consejera, señorita DeWitt? —preguntó con acento. Filipino, supuso Dicken.

—Sí —dijo DeWitt.

—¿Van a regresar los médicos? ¿Hay medicinas? —preguntó.

—Estamos en cuarentena —dijo DeWitt.

La mujer miró a Dicken y su rostro se cubrió de furia indefensa. Como alguien del exterior, les había fallado a todos; no había traído nada útil.

—Hoy y la noche anterior fueron un horror. Todos mis niños se han ido. Trabajo en necesidades especiales. Su única culpa era una sabiduría lenta. Eran mi alegría.

—Lo lamento —dijo Dicken. Levantó la bolsa de equipos de muestras—. Soy epidemiólogo. Necesito muestras de todas las enfermeras que trabajen aquí.

—¿Por qué? ¿Temen que vaya a extenderse por el exterior? —Negó desafiante con la cabeza—. Ninguna de nosotras está enferma. Sólo los niños.

—Saber lo que sucedió aquí, y cómo se produjo, es importante para los niños que aún siguen con vida.

—¿Justifica usted esto, señor... como se llame? —siseó la mujer de color castaño.

—Ustedes han hecho todo lo posible —dijo Dicken—. Lo sé. Debemos seguir luchando. Seguir trabajando —tragó. Esta noche ya estaba viendo lo peor, lo más terrible que hubiese visto jamás. Material de pesadillas.

A la mujer le temblaron los brazos. Se volvió, para darse la vuelta lentamente, y sus ojos eran tan planos y oscuros como las ventanas de la entrada.

—La comida vendría bien —dijo como si le hablase a uno de sus pacientes menos inteligentes. Sabiduría lenta—. Debemos alimentar a los que siguen con vida.

—Creo que hay comida suficiente —dijo DeWitt.

—¿Cuántos hay en el exterior? —preguntó la mujer, realizando un gesto rotatorio de indefensión con la mano—. ¿Cuántos han muerto?

Dicken había visto un gesto así años atrás, al comienzo de todo esto; había visto cómo un chimpancé pedía consuelo a Marian Freedman, que ahora estudiaba a la señora Rhine, le había agarrado la mano y había intentado confortarla.

DeWitt retuvo la mano de la mujer de la misma forma.

—No lo sabemos, cariño —dijo—. Cuidemos los nuestros.

—Me hará falta que abran las puertas de las celdas —dijo Dicken.

La mujer diminuta se cubrió la boca con la mano.

—Allí no fuimos —dijo, mirándole con ojos enormes—. No podíamos dejarles salir. Algunos son violentos. Oh, Dios, tengo miedo de mirar.

—Si no han mantenido contacto con adultos, entonces es muy importante que obtenga muestras —dijo Dicken.

La mujer se quitó la mano de la boca —le temblaba como si tuviese parálisis cerebral y miró a DeWitt.

—Vamos —dijo DeWitt, agarrándola por el codo y guiándola—. La ayudaré.

—¿Y si algunos siguen con vida? —preguntó lastimera la pequeña mujer.

Efectivamente, algunos seguían con vida.

38

Pensilvania

Mitch miró el receptor digital del jeep de los Mackenzie. Kaye se inclinó entre los asientos y le tocó el brazo.

—¿Es lo que creo que es?

—Parece que sí —dijo Mitch—. Webcasts. Pilla todo lo emitido en la última hora.

—Llevamos demasiado tiempo casados —dijo Kaye—. Ya ni me preguntas a qué me refiero.

—¿Eso crees? —dijo Mitch, exactamente con el tono y la misma locución de Kaye.

Stella estaba tranquilamente tendida junto a Kaye en el asiento trasero. Había sufrido una convulsión más, pero no le había vuelto a subir la fiebre. Descansaba bajo una delgada manta infantil, con la cabeza en el regazo de Kaye.

Había dormido menos de una hora antes de abandonar la casa de los Mackenzie. Kaye había sufrido una pesadilla en la que alguien muy importante para ella, alguien como su padre o Mitch, le decía que era una madre terrible, un asco de ser humano, y alguna institución misteriosa le retiraba todo el apoyo, lo que quería decir soporte vital; había creído que se le acababa el oxígeno y no podía respirar. Había luchado por despertarse y después el sueño ya fue imposible.

Tras ellos, el sol sobresalía por el horizonte.

—Conéctalo —dijo Kaye.

Mitch activó el receptor. La pantalla del salpicadero mostró un mapa con un punto rojo, su posición, y la radio sintonizó automáticamente una estación de Filadelfia, que ofrecía información sobre el mercado financiero para la mañana.

—¿Él...?

—George desactivó hace ya bastantes años el TheftWave —dijo Mitch—. Lo comprobé. Está desactivado. Seguimos el GPS, no emitimos.

—Bien. —Kaye se acercó más lanzando un gruñido, moviendo la cabeza de Stella, y cogió un teclado remoto.

—Guay —dijo.

Mitch la miró por el retrovisor. Parecía cansada, y tenía los ojos demasiado brillantes. Sólo podía ver parte de la forma que respiraba tranquilamente, cubierta con una manta a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Genial —examinó el teclado, luego experimentó con algunos botones—. Me parece EMPB.

—Eso no es una estación de radio —dijo Mitch.

—Enfermedad de mano, pie y boca. Normalmente es una infección vírica sin importancia en niños y bebés. Estoy seguro de que Stella ya había tenido contacto con ella antes. Algo ha cambiado. En cualquier caso, necesitamos tener una reserva de medicinas y fluidos.

—¿Farmacia?

Kaye negó.

—Estoy seguro de que ya la han convertido en enfermedad de comunicación obligatoria. Todas las farmacias del país habrán recibido el aviso, y los hospitales se niegan a aceptar los casos... Oigamos lo que el mundo tiene que decir. —Los sitios de banda ancha estaban repletos de música digital, anuncios digitales, Rush Limbaugh tronando y zumbando en Florida, Dick Richelieu sobre cómo hacerse una casa nueva, sermones evangélicos, y BBC World News directamente desde Londres. Pillaron la noticia a medias. Kaye se manejó con el teclado y retrocedió varios minutos hasta el comienzo.

«Las condiciones en Asia y Estados Unidos se han deteriorado rápidamente hasta convertirse en lo que sólo puede describirse como pánico. La posibilidad de que los llamados niños del virus produzcan un patógeno desconocido capaz de provocar una pandemia ha obsesionado a los gobiernos del mundo durante una década, ciertamente desde el extraño e inquietante caso de la señora Rhine hace siete años. Y sin embargo los niños han permanecido sanos, y en sus escuelas, campos y con sus familias perseguidas. Ahora, esta enfermedad nueva y hasta ahora inexplicada, sin diagnóstico oficial, está provocando amplias alteraciones en Norteamérica, Japón y Hong Kong. Los aeropuertos internacionales y también algunos locales bloquean los vuelos de las zonas afectadas. En las últimas cuarenta y ocho horas, los hospitales públicos y privados han cerrado sus puertas a esta nueva enfermedad por temor a convertirse en parte de una propuesta de cuarentena general. Otros hospitales en el Reino Unido, Francia e Italia han anunciado que, en caso de que la enfermedad llegue a sus países, lo que algunos consideran inevitable, sólo aceptarán a los niños SHEVA y a sus familiares en pabellones aislados.»

—Si ves una consulta de veterinario, para —le dijo Kaye.

—Vale —dijo Mitch.

«La enfermedad no ha llegado todavía a África, que tiene la población más reducida de niños SHEVA, algunos dicen que por la extensión de la infección por sida. En Washington, Acción de Emergencia niega que haya comenzado a tomar medidas basándose en una directiva presidencial secreta, una orden confidencial que se remonta a los primeros años de la plaga de Herodes. En algunos sitios web muy consultados se invoca el espectro del bioterrorismo con alarmante frecuencia.»

Kaye apagó la radio y colocó las manos sobre el regazo. Atravesaban un pequeño pueblo en medio de campos y praderas de hierba.

—Hay una clínica de animales —dijo Kaye, indicando un centro comercial a la derecha.

Mitch abandonó la carretera y entró en el aparcamiento y aparcó junto a un edificio de estuco azul y gris. Kaye cubrió las ventanillas con los protectores para el sol del jeep, aunque el sol todavía seguía muy bajo en el este y el aire era frío.

—Ponte en la parte de atrás con ella —dijo y bajaron los dos. Mitch intentó darle a Kaye un rápido abrazo de ánimos. Ella se libró de sus brazos como si fuese un gato, adoptó una expresión de disgusto y corrió por el asfalto.

Mitch miró por encima del hombro para comprobar si les vigilaban, luego entró en el asiento trasero, levantó la cabeza de su hija y la colocó sobre su regazo. Stella respiraba en ráfagas cortas. Tenía el rostro cubierto por pequeñas manchas rojas. Dobló las rodillas y flexionó los dedos.

—Mitch, me duele la cabeza —susurró—. Me duele el cuello. Díselo a Kaye.

—Mamá volverá en unos minutos —dijo Mitch, sintiendo una inutilidad ansiosa. Bien podría ser un fantasma observando desde el reino de los muertos.

Kaye miró por las persianas de la puerta de vidrio y vio luz en el interior y figuras que se movían al fondo. Golpeó la puerta hasta que una joven vestida con un uniforme médico de color azul se acercó con expresión perpleja y abrió ligeramente la puerta.

—Estamos empezando —dijo la mujer—. ¿Se trata de una emergencia? —Tendría unos veinticinco años, rolliza pero no corpulenta, con brazos fuertes, pelo rubio descolorido y agradables ojos castaños.

—Lamento molestar, pero tenemos problemas con el gato —dijo Kaye, y sonrió con su expresión más congraciadora y preocupada. La mujer abrió la puerta y Kaye entró en el pequeño vestíbulo de la clínica. Se giró nerviosa y miró al mostrador de ingreso, los estantes de alimentos especiales para animales y otros productos. La mujer se situó tras el mostrador, se animó y sonrió.

—Bien, bienvenida. ¿Qué podemos hacer por usted? —La tarjeta que llevaba prendida mostraba un cachorrito sonriente y el nombre Betsy.

Las mujeres bondadosas y buenas de esta Tierra, pensó Kaye. Casi nunca son hermosas, son las más hermosas de todas. No supo de dónde había salido esa idea y la hizo a un lado, pero primero empleó la emoción para añadir una chispa de compasión a su sonrisa.

—Estamos de viaje —dijo Kaye—. Nos llevamos a Shamus con nosotros, pobrecito. Es nuestro gato.

—¿Qué le pasa? —preguntó Betsy con sincera preocupación.

—Ya es muy mayor —dijo Kaye—. La fallan los riñones. Creí haber traído sus medicinas, pero... se quedaron en Brattleboro.

—¿Tienen la prescripción del doctor? ¿Un número de teléfono, alguien con quien podamos hablar?

Shamus hace meses que no va al médico. Nos mudamos hace poco. Lo hemos estado cuidando por nuestra cuenta. Ya hemos estado en una clínica veterinaria, carretera arriba... Se pusieron como locos. Es muy temprano y hemos estado despiertos toda la noche. Nos rechazaron de plano. —Extendió las manos—. Esperaba que ustedes pudiesen ayudarnos.

En los ojos de Betsy se produjo un ligero destello de desconfianza.

—No podemos suministrar narcóticos o calmantes —le advirtió.

—Nada de eso —dijo Kaye, con el corazón desbocado. Sonrió y tomó aliento—. Oh, perdóneme, el pobrecito me preocupa tanto... Necesitaremos solución de Ringer, cuatro o cinco litros, si lo tienen, con cierre de mariposa, y muchos tubos y agujas... agujas de veinticinco.

—Son un poco delgadas para un gato. Se necesitará una eternidad para llenarlas.

—Es macho —dijo Kaye—. Es todo lo que soporta.

—Vale —dijo Betsy dubitativa.

—Metilprednisolona —dijo Kaye—. Para tranquilizarle mientras viajamos.

—Tenemos Depo-Medrol.

—Eso vale. ¿Tienen vidarabina?

—No para gatos —dijo la joven, frunciendo el ceño—. Tendré que consultarlo con el doctor.

—Está en la cabaña... nuestro gato. Lo pasa fatal, y todo por mi culpa. Debería haberme dado cuenta.

—Usted ya lo ha tratado antes... ¿no?

—Soy una experta —dijo Kaye, y adoptó una sonrisa de valor y lágrimas.

La mujer entró la lista en un monitor plano.

—No estoy segura de saber siquiera qué es vidarabina.

Kaye buscó en su memoria, intentando recordar las largas horas que había pasado buscando por PediaServe, MediSHEVA y otros cientos de sitios y bases de datos, hacía años, preparándose para alguna enfermedad desconocida.

—Hay uno nuevo que usamos a veces. Se llama picornavena, enterovena, ¿algo así?

—Tenemos picornavena equina. Seguro que no es eso lo que busca.

—Suena familiar.

—Viene en dosis muy grandes.

—Vale. ¿Famiciclovir?

—No —dijo Betsy, ahora muy recelosa—. Puede que lo tengan en una farmacia. ¿Qué tipo de vida ha llevado su gato?

—Era salvaje —dijo Kaye.

—Si está tan enfermo...

—Significa mucho para nosotros.

—Debería esperar al veterinario. Volverá en una hora.

—No estoy segura de tener tanto tiempo —dijo Kaye, mirando la hora con una expresión de desesperación que no le hizo falta fingir.

—¿Está segura de haber hecho todo esto antes, de saber cómo va?

—Lo hemos mantenido vivo durante años. Lo he tenido durante dieciocho años. Es un gato valiente. No sabría qué hacer sin él.

La ayudante agitó la cabeza, dubitativa pero comprensiva.

—Podría meterme en líos.

Kaye no sintió ninguna culpa. Si hubiese tenido una pistola, la hubiese empleado ahora mismo para obtener todo lo que necesitaba.

—No me gustaría —dijo, mirando directamente a la mujer.

La ayudante meneó la cabeza.

—Qué coño —dijo—. Los viejos gatos. Son un incordio, ¿no?

—Ya se sabe —dijo Kaye.

—Y no es como si estuviésemos en una gran ciudad. Cinco litros de solución de Ringer, doscientos mililitros de picornavena equina... es lo más pequeño que tenemos... y el Depo-Medrol... —Betsy recogió la lista impresa—. ¿Crédito o débito?

—Efectivo —dijo Kaye.

39

Ohio

Yolanda Middleton siguió a Dicken por entre los tráileres escolares hasta los edificios de la vieja granja. Se puso a su altura con facilidad y agitó un anillo lleno de llaves.

—Registramos el despacho de Trask —dijo—. Encontramos cuatro llaves maestras de todos los edificios. Hay una etiqueta de cuando esto era una prisión. Algunas de las enfermeras dicen que podrían quedar suministros ahí, pero nadie lo sabe.

—Genial. ¿Kelson vino aquí alguna vez?

—No lo creo. Éste era el laboratorio del doctor Jurie —dijo Middleton—. El doctor Pickman era su asistente. Los dos tenían autorización para investigar. Se mantenían apartados del resto de nosotros.

—¿Qué tipo de investigación? —preguntó Dicken.

Middleton negó con la cabeza.

Dicken se detuvo en el sendero de asfalto y golpeó ligeramente con el zapato el reborde del camino, pensando. Miró por encima del hombro hacia el granero reconvertido, el viejo edificio de educación empresarial, y los tres cubos de cemento neutros que había en medio. Luego se puso en marcha. Middleton le siguió.

Una puerta doble de acero marcaba un lateral del cubo más cercano. Decía PROHIBIDO EL PASO en letras blancas sobre el esmalte azul de la puerta.

—¿Qué hay ahí?

—Bien, entre otras cosas, una morgue temporal —dijo ella—. Es lo que me dijeron. No sé si llegó a usarse alguna vez.

—¿Por qué aquí?

—El doctor Jurie nos dijo que debíamos conservar los cuerpos de todos los niños que muriesen. La forense del condado se negaba a aceptarlos, aun estando obligada.

—¿Se informaba a los padres?

—Lo intentamos —dijo Middleton—. En ocasiones se mudaban sin dejar dirección de destino. Se limitaban a abandonar a sus hijos.

—¿Hay un cementerio para la escuela?

—No que yo sepa. Sinceramente, el doctor Jurie se ocupaba de todo —Middleton parecía claramente incomodada—. Asumíamos que iban a un camposanto en algún lugar fuera del pueblo. En realidad no eran tantos. Quizá dos o tres, desde la apertura de la escuela, y sólo uno desde que yo estaba aquí. Trask no permitía que las noticias de muertes llegasen muy lejos. Decía que eran un asunto privado.

Dicken frotó los dedos.

—¿Llave?

Middleton buscó la llave más reciente del anillo y la levantó para que Dicken pudiese examinarla. Tenía una etiqueta que decía I1-F, F para frontal, supuestamente; I para qué, ¿investigación? Acordaron con los ojos que se trataba de la mejor elección. Mientras ella metía la llave en la cerradura, Dicken se volvió y levantó la vista para mirar la pared de cemento, de un gris pálido bajo la luz de la mañana. Entrecerró los ojos, como había aprendido con los años, para ayudar a las lentes empañadas a enfocar las salidas de ventilación cerca de la parte superior, con algunas tuberías que sobresalían, una gruesa línea eléctrica que saltaba a un poste y luego se dirigía a la caja de conexiones cerca del viejo granero.

Middleton abrió la puerta. En el interior hacía frío suficiente para hacerle temblar.

—Al menos aquí funciona el aire acondicionado —dijo.

—Está separado de la planta principal —dijo Middleton—. Este edificio es más reciente que el resto.

Dicken inspiró profundamente. Se sentía como si estuviese embarcado en una expedición a la desesperada. Puede que hubiese medicinas en este edificio, pero lo dudaba. Lo más probable es que encontrasen suministros de laboratorio —a menos que Trask hubiese conspirado con los médicos para venderlos también—. Aun así, el laboratorio podría estar mejor equipado que la pequeña instalación médica adyacente a la enfermería. Pero no eran más que excusas.

Algo más le traía aquí, una sospecha instintiva que le había asaltado mientras caminaba entre los camastros del centro de tratamiento especial. Somos monos curiosos, pensó. Nunca dejamos pasar una oportunidad.

Encontró un interruptor de la luz junto a la puerta y lo pulsó. Luz fluorescente bañó el interior con un resplandor frío y estéril. La pared norte estaba cubierta por refrigeradores de acero inoxidable, enormes unidades de laboratorio equipadas con diminutos indicadores de temperatura de color azul. Caras, y muy diferentes a las unidades pequeñas y apiladas de la enfermería.

—¿Cuándo se fueron Jurie y Pickman? —preguntó.

—No estoy segura.

—¿Se llevaron algo?

Middleton se encogió de hombros.

—No les vi irse. No puedo estar en todas partes.

—Claro que no —dijo Dicken. Le escocía la mascarilla. Levantó la mano para rascarse la nariz, pero se lo pensó mejor.

—¿Cuánto tiempo estaremos aquí? —preguntó Middleton.

Dicken no respondió. Los refrigeradores estaban cerrados y tenían teclados numéricos. Pasó los dedos sobre uno de los teclados e hizo un gesto negativo con la cabeza.

Middleton encontró la llave que abría la puerta al otro extremo de la habitación. Conducía a un pequeño laboratorio de patología con una única mesa de autopsia, limpia y reluciente. Todas las herramientas estaban cuidadosamente dispuestas en las bandejas o los armarios en la pared del fondo. En el autoclave habían quedado algunas herramientas, pero por lo demás el laboratorio era una delicia de organización y mantenimiento.

—¿Cuándo se realizó la última autopsia? —preguntó Dicken.

—No creo que se haya llegado a hacer ninguna —dijo Middleton—. Al menos, yo no he oído nada. ¿No sería necesario obtener un permiso del condado?

—No, si negaban la responsabilidad. Quizá Mark lo sepa. —Pero empezaba a dudar que Augustine supiese nada. Le empezaba a dar la impresión de que los lobos políticos de Washington habían incapacitado finalmente, aunque quizá castrado sería mejor término, a su viejo jefe del CCE, al director putativo de Acción de Emergencia.

Al final de un corto pasillo a la derecha, se encontraron con una mena madre inesperada: un laboratorio de biología molecular y genética totalmente equipado, cincuenta y cinco metros cuadrados de espacio situados bajo un techo alto, repleto de equipo. Clasificadores centrífugos de tejidos ofrecían un flujo de muestras a analizadores empotrados —secuenciadores matriciales y de sonda variable especializados en polinucleótidos, ARN y ADN; identificadores de proteínas capaces de distinguir grupos completos de proteínas; unidades de glicoma y lipidoma para aislar e identificar azúcares, grasas y compuestos relacionados—. Había más sistemas empotrados al final de grandes mesas metálicas de laboratorio.

Los clasificadores y analizadores estaban conectados por medio de pistas de muestras automáticas de acero y plástico blanco, que corrían como un trenecito por entre analizadores de difracción molecular, inoculadores/incubadores, y una variedad de microscopios de vídeo —incluyendo dos contadores de fuerza de carbono último modelo. Todo magníficamente automatizado. Un laboratorio para una persona o dos como mucho.

Todo lo que había sobre las mesas y a su alrededor estaba conectado a un Ideador Genómico, cuadrado y de un rojo brillante, un ordenador capaz de producir imágenes en 3D e identificar y describir genes y proteínas en tiempo real.

Aquí había algo más que una abundancia de equipos: lo que Dicken veía mientras se paseaba por la sala era un exceso indecente para una instalación médica típica de una escuela. Había visitado laboratorios de importantes compañías de biotecnología que no podrían competir con éste.

—Guau —dijo Dicken asombrado—. Es la puta Delta Queen.

Middleton arqueó una ceja.

—¿Perdone?

—Nada. —Caminó entre las mesas, para detenerse, alargar la mano enguantada y acariciar el Ideador. Tenía su barco fluvial. Tenía todo lo que precisaba para seguir el virus remontando el río de la enfermedad hasta las lejanas y congeladas regiones del norte. —Hasta su forma dormida y glacial.

Si nadie más estaba dispuesto, estaba seguro de poderlo hacer por sí solo, aquí mismo, y que se joda el mundo exterior irracional. Con la ayuda de algunos manuales. Algunos de estos aparatos sólo los había visto en catálogos.

Dicken se inclinó para mirar las chapas de identificación, los números, las etiquetas de envío.

—¿Quién pagó por todo esto?

Middleton volvió a negar. Ella estaba tan anonadada como él, pero probablemente no apreciase por completo la magnitud del descubrimiento.

Encontró lo que buscaba en la parte posterior de los contadores de fuerza de carbono. Una chapa metálica decía: PROPIEDAD DE AMERICOL, INC., EE.UU. EQUIPO EN PRÉSTAMO CORPORATIVO CON REGISTRO FEDERAL.

—Marge Cross —dijo—. La gran Marge.

—¿Qué?

Dicken murmuró una explicación rápida. Marge Cross era la CEO y accionista mayoritaria de Americol y Eurocol, dos de los fabricantes farmacéuticos y de equipo médico más grandes del mundo. No comentó que durante un tiempo Kaye Lang había sido empleada de Marge Cross.

Dicken dijo:

—A ver si encontramos una forma de abrir esos refrigeradores. Y eso. —Señaló una puerta de acero inoxidable sin identificación, en realidad más bien una escotilla, en el fondo del laboratorio.

Middleton se estremeció.

—No estoy segura de querer —dijo.

Dicken frunció el ceño.

—Estamos cansados, ¿no?

Escarmentada, le entregó las llaves.

—Buscaré los códigos —dijo.

40

Los Poconos, Pensilvania

Mitch cambió a la transmisión en las cuatro ruedas, y pasó el jeep por una sección ya rota y retorcida de la barrera de protección de la carretera —justo como George le había indicado. El jeep descendió el terraplén.

Kaye volvía a acunar a Stella en el asiento de atrás. Stella no reaccionaba a los saltos y baches. Kaye miraba directamente al frente, a través del parabrisas, en realidad sin ver nada, mientras pensaba frenéticamente. No podía desconectar su mente, repleta de escenas y planes que no se relacionaban de ninguna forma útil. Estaba al final de sus fuerzas, a punto de sufrir un duro golpe; lo sabía, y no podía hacer nada por evitarlo.

Estaba medio convencida de que iban a perder a Stella. Ciertamente parecía apropiado hacer planes para un tiempo después de Stella, pero no podía obligarse a hacerlo. Sus ideas se tornaban incompletas, irregulares, dolorosas.

Podía sentir como la garganta empezaba a contraerse, como le había pasado en la pesadilla.

—Ahí está —dijo Mitch. Señaló.

—¿Qué?

—Un camino.

Como les había dicho George, entraron en un sendero casi por completo cubierto de vegetación, que apenas merecía llamarse camino. Giró el Jeep a la izquierda. El sendero recorría como unos cuatrocientos metros, sorteando maleza, para conectar con una autovía del estado. De esta forma evitarían los bloqueos de cuarentena en los límites del estado.

Durante los últimos años la intuición de Mitch había quedado afinada con precisión. Poseía perfectos instintos criminales. Casi podía visualizar los bloqueos del departamento de salud y la FEMA, con agentes del INS o miembros de la Guardia Nacional de Filadelfia comprobando cada vehículo de la autovía principal, inspectores del CCE aguardando en los furgones de Acción de Emergencia.

Todo eso ya lo había visto antes, mientras viajaba, buscando un nuevo hogar, siete años atrás. Durante el pánico tras el descubrimiento de la señora Rhine.

Kaye le canturreaba a Stella como hacía cuando era niña. Stella tenía los labios cuarteados y la frente caliente. La cabeza le quedó colgando hasta que Kaye la retuvo en el codo. Le peinó con los dedos el pelo lustroso y corto, comprobó las mejillas de su hija, que se enrojecían y palidecían alternativamente, como un semáforo que estuviese decidiendo en qué posición quedarse. Stella olía fétida de una forma muy inquietante, un olor a vástago enfermo que provocaba gran incomodidad en Kaye.

Kaye no había perdido por completo el sentido del olfato amplificado que había desarrollado como madre de un bebé SHEVA, aunque ya no podía producir sus propias feromonas comunicativas. Después de dos años los poros tras las orejas se le habían cerrado. Los de Mitch se habían cerrado incluso antes, y las manchas de sus mejillas, los melanoforos abigarrados, se habían vuelto normales, aunque en el caso de Kaye habían dejado algunos reductos de pecas.

Stella movió los labios. Empezó a hablar, más bien a balbucear, en dos voces a la vez. Kaye acarició la barbilla y los labios hasta que desistieron de sus actos inquietos, y Stella redujo el volumen a un susurro:

Quiero ver los bosques/

Queda muy poco tiempo/ Dejadme en los bosques/

Por favor./ Por favor. Por favor.

—Estamos en el bosque, cariño —le dijo Kaye a Stella—. Estamos en el bosque.

Stella abrió los ojos, luego, cegada por la luz que le caía sobre la cara, levantó el brazo, casi haciendo saltar sangre de la nariz de Kaye. Kaye le bajó el brazo y tapó los ojos de Stella con la mano.

—¿Cuánto queda? —le preguntó a Mitch.

—No estoy seguro. Quizás una hora.

—Puede que la perdamos antes.

—No va a morir —dijo Mitch—. Está mejor.

—No bebe.

—Le diste agua antes de salir.

—Se meó en el asiento. Está caliente. No bebe. ¿Cómo estás tan seguro? Yo no estoy segura de que no vaya a morir.

—Yo soy el místico —dijo Mitch—. ¿Recuerdas?

—Esto no es ninguna broma, Mitch —dijo Kaye, con un tono de voz más elevado.

—¿No puedes olerla? —preguntó Mitch.

—La huelo mejor que tú —respondió Kaye.

—No se está muriendo. Lo sabría.

—Por favor, dejad de discutir —murmuró Stella, y se dio la vuelta, dando un golpe débil en la puerta. Sus pies desnudos apenas tenían fuerza—. Me duele la cabeza. Dejadme salir/ Quiero salir.

Kaye retuvo a su hija de frente tras una breve resistencia. Con un suspiro de desánimo volvió a quedar laxa. Kaye miró a la parte posterior de la cabeza de Mitch, el corte irregular del cogote, un mal corte de pelo. Se ahorra en lo que se puede. De todas formas, Mitch jamás había disfrutado de los cortes de pelo. Durante un momento, odió a su esposo. Quería morderle, arañarle y golpearle.

Nadie sabía más sobre su hija que ella. Nadie. Si Mitch volvía a hablar, Kaye estaba segura que no podría evitar ponerse a gritar.

41

Ohio

Trask o alguien que trabajaba para él había desconectado el servidor que se ocupaba de todas las comunicaciones terrestres y por satélite de la escuela, tanto internas como externas, y se negaba a arrancar sin una clave. Ninguno de los profesores, enfermeras, ni siquiera Kelson conocía la clave, y Trask, evidentemente, ya no estaba disponible.

Augustine podía suponer los motivos, pero no importaba. Nada importaba excepto hacer lo posible por obtener los suministros necesarios. Dicken no llevaba un teléfono. El único teléfono actualmente en funcionamiento era el teléfono web de Augustine.

Personalmente, y por medio de su secretaria en la oficina de ACEM en Indiana, había enviado mensajes —de voz y correo electrónico— a los jefes de todas las agencias de la lista, confirmando sus peticiones previas de suministros. Lo que fuese. Le habían dicho que harían lo que pudiesen, pero la situación era muy complicada, y podría llevar un día o dos.

Augustine sabía que no tenían tanto tiempo.

Un ayudante intrépido de un subsecretario de Salud y Servicios humanos le había sugerido que llamase a los medios informativos locales y que presentase su situación.

—Aquí los teléfonos no paran de sonar.

Augustine había declinado. Sabía cómo acabaría. Los reporteros destrozarían al hostigado e impopular director de Acción de Emergencia intentando demostrar que era un mentiroso.

Precisaba hechos para evitar que el pánico de la población aumentase, y Dicken todavía no le había entregado nada útil.

Ahora Augustine se sentaba en una silla gastada de secretaria tras una pequeña mesa cerca de la esquina, y empleaba su teléfono web para solicitar informaciones del sitio web interno del INS. Al menos no habían bloqueado su cuenta personal; no era por completo persona non grata.

Estudió las estadísticas matutinas recién colgadas, la anatomía numérica del desastre, en la pequeña pantalla a color del teléfono.

El primer caso había aparecido probablemente en California, en la escuela Pelican Bay. Las tres corporaciones penales de California habían ganado el contrato para albergar a los niños SHEVA en el Estado Dorado; todas se habían mostrado renuentes a trabajar con cualquier autoridad situada en Washington. Augustine había llegado a odiar a esos administradores, y a esas escuelas; y la cultura del sistema penal californiano se había vuelto endogámica, defensiva y arrogante durante la última década del siglo XX, los años de la Guerra contra las Drogas. No le sorprendía que Pelican Bay no hubiese informado respecto a la enfermedad hasta antes de ayer. Primera en darse cuenta, la penúltima en informar.

La enfermedad había afectado casi simultáneamente a otras cinco escuelas, desde Oregón hasta Misisipí. A Dicken le interesaría ese hecho. ¿Dónde estaba la reserva? ¿Dónde estaban los vectores? ¿Cómo se había extendido el virus antes de convertirse en una pandemia?

¿Cómo y por qué había permanecido dormido durante tanto tiempo?

Pelican Bay había perdido a mil doscientos alumnos de seis mil. Uno de cada cinco. San Luis Obispo y Port Hueneme informaban de porcentajes más reducidos, pero la mitad de los alumnos de Kalispell, casi un millar, ya había desaparecido, y se esperaba que muriesen aún más en las próximas doce horas. El Cajon, cincuenta y seis de trescientos.

Sus ojos se dirigieron al este sobre los mapas y las tablas. Phoenix, dos mil de ocho mil. Dos tercios habían enfermado en Tucson; la mitad había muerto. Provo había perdido la mitad, pero con menos de cien alumnos. Los mormones no solían entregar a sus hijos sin luchar, y había menos de mil niños SHEVA en las tres escuelas de Utah.

Augustine se preguntó cuántos de los «educados en casa», como los llamaban algunas agencias, los niños del virus clandestinos, habían enfermado y muerto. Suponía que pronto le enfermedad llegaría hasta ellos.

En Ohio, Iowa e Indiana, doce escuelas contenían a sesenta y tres mil niños recogidos en todo el medio oeste, y ahora más de trece mil niños SHEVA habían muerto.

Comprobaba las estadísticas de Illinois cuando sonó el teléfono. Respondió.

Se trataba de Rachel Browning de ORE.

—Hola, Mark. Supe que habías llamado. Un día triste —dijo Browning.

—Rachel, qué agradable tener noticias tuyas —dijo Augustine—. Aquí necesitamos suministros de inmediato...

—Espera un segundo. Tengo que responder a esta llamada. —Por la línea le llegó música de jazz ligero. Era demasiado; casi cerró el teléfono de un golpe. Pero mantuvo la palma lejos de la tapa. La consigna, sobre todo ahora, era paciencia, y ciertamente para un fantasma, alguien que era poco más que un soplo de humo cuya tenue autoridad podía simplemente desaparecer en cualquier momento.

Browning regresó.

—Uno de cuatro, Mark —empezó a decir, como si fuese el resultado de un partido.

—Nosotros contamos uno de cinco, de media por todo el país, Rachel. Necesitamos...

—Estás atrapado en medio, lo he oído. Parece que la tasa de contagio es superior al setenta por ciento —le interrumpió Browning—. Aerosol vital durante al menos tres horas. Horrendo. Nadie puede controlarlo.

—Está deteniéndose.

—Quedan muchos por infectar que no están en las escuelas.

—Podríamos reducir las pérdidas a casi nada con el cuidado médico adecuado —dijo Augustine—. Necesitamos médicos y equipo.

—El director del distrito de Ohio es un hijo de puta corrupto —dijo Browning—. Al menos en eso podemos estar de acuerdo. Desvió los suministros médicos de los almacenes de la escuela porque los niños tenían muy buena salud. El rumor dice que su equipo vendió los suministros a diez centavos por dólar a mafiosos rusos en Chicago, y que ahora se encuentran en el mercado negro de Moscú.

—No lo sabía —dijo Augustine, golpeando la mesa con las uñas.

—Deberías haberlo sabido, Mark. La justicia empieza a ponerse en marcha con paso de leopardo —dijo Browning—. Eso no ayuda ni a ti ni a los niños del virus. Peor aún, hay un montón de ropa interior sucia en Washington, Mark. Tienen miedo. Y yo también.

—Aquí ninguno de los adultos ha enfermado. No es una amenaza para nosotros. Conocemos la etiología y la naturaleza de la enfermedad. —Era una mentira, pero debía mostrarse fuerte.

—Si esta enfermedad tiene alguna relación con virus antiguos, y sospecho que sí, ¿tú no?, entonces nos dirigimos a una emergencia biológica de verdad. La DDP 298, Mark.

Hacía tres años que Augustine no leía los detalles de la Decisión Directiva Presidencial 298.

—Hayford ya tiene una ley de crisis en el congreso —siguió diciendo Browning—. No se tolerará a ningún niño del virus fuera de una escuela federal. A ninguno. Ni siquiera en las reservas o en Utah. Todas las escuelas estarán bajo control directo federal de ACEM. Eso te gustará. La ley incrementa las penas por violación y autoriza triplicar el personal para intervención y arresto. Contrataremos hasta al último guardia de seguridad obeso que tenga una pistola más grande que la polla, y a todos los maníacos que jamás pudieron ingresar en el cuerpo de policía. Duplicarán nuestro presupuesto, Mark.

Augustine miró su Rolex.

—Ahí son las once de la mañana —dijo—. ¿Alguien de Washington puede mandarnos médicos?

—Al menos no antes de un día —dijo Browning—. Todos se están ocupando de los suyos, y el gobernador de Ohio todavía no lo ha solicitado. Y, francamente, ¿por qué debería fiarme de ti? Me serás de más ayuda donde estás... jodiéndolo todo. Pero no guardo rencores. Estoy aquí para ofrecer algo de caridad. Sé dónde se ocultará Kaye Lang en un par de horas. ¿Tú?

—No. He estado ocupado, Rachel.

—Creo que dices la verdad.

Augustine repasó rápidamente los métodos posibles que Rachel Browning podría haber empleado para descubrir la posición de Kaye.

—¿Presionaste a alguien?

—Un informe NuTest GPS desde Pittsburg y las quejas de los vecinos nos llevaron a una casa en particular. Llevé atención médica necesaria a un niño del virus en particular de una escuela de Indiana. Sus padres están muy contentos. Los médicos dicen que vivirá, Mark. —Browning sonaba eufórica, contando su historia de detectives y chantaje.

—Con tanto poder, sé que podrías ayudarnos —dijo Augustine.

—Sinceramente. No puedo. ¿Oíste que Francia se ofreció a enviar antivirales de amplio espectro y el presidente Ellington se negó?

—No.

—Todas las preciosas escuelas de las afueras de Washington tienen suministros. Nadie saqueó sus almacenes médicos. Y recuerdo, Ohio no votó a Ellington en las últimas elecciones.

Augustine se apretó el puente de la nariz. Tenía un dolor de cabeza desde hacía dos horas, y no parecía que se le fuese a pasar.

—No oigo caridad, Rachel. ¿A qué viene la llamada?

—Porque la mierda que aquí llaman opinión empieza a asustarme incluso a mí. No puedo llegar hasta los jefes de ORE o NSA. El secretario de Salud y Servicios Humanos no está disponible. Creo que están todos en una conferencia en las conejeras seguras de Annapolis y Arlington. Mark, sabes tan bien como yo que todos los miembros del Congreso y el Senado tuvieron sus hijos mucho antes del SHEVA. Sólo dos senadores y cuatro congresistas tienen nietos SHEVA. Mala suerte. Estadísticamente deberían ser más. Un sesenta y cuatro por ciento de nuestro envejecido electorado se decanta por una política de disparar primero y preguntar después contra los niños del virus fugitivos en una encuesta de la CNN-Gallup de ayer por la noche. Dos de cada tres, Mark.

—¿Esta línea es segura, Rachel? —preguntó Augustine.

Browning produjo un ruido de masticar frambuesas entre los dientes.

—¿Adivina quién sale de los suburbios?

El dolor de cabeza se redobló. Se inclinó sobre la mesa.

—Me resulta fácil, sí.

—¿La X de la reina, Mark?

—¿Quién es la reina hoy?

—Ésa soy yo. Autorizaré una recogida especial de Kaye Lang y su hija. Gente que conozco y en la que confío.

Augustine lo consideró durante unos segundos. Nunca se había sentido más furioso en toda su vida, o más débil.

—Te lo agradezco, Rachel.

Pudo oír el triunfo en la voz de Browning.

—No soy tan estúpida como crees, Mark. Viva, es un incordio. Muerta, es una mártir.

—Haz lo que puedas, Rachel.

—Siempre lo hago. Pero no garantizo el momento. Lo haré a mi ritmo y te contaré lo mínimo posible.

—Vale.

—Si sale bien, me la deberás, Mark. Ahora, aquí está lo que...

De pronto, el teléfono se desconectó. Lo agitó y pulsó varias veces los botones. El teléfono se recuperó, pero al no recibir señal, se volvió a apagar para conservar corriente.

Muy probablemente, ORE había tomado el control de la red inalámbrica y había apagado las torres alrededor de la escuela. La primera fase de la DDP 298.

Augustine dejó el teléfono justo cuando DeWitt regresaba.

—El doctor Dicken quiere verle —dijo—. Han encontrado algo.

—¿Suministros? —preguntó Augustine esperanzado.

DeWitt hizo un gesto negativo con la cabeza.

42

Pensilvania

En la estatal el tráfico era ligero, tres o cuatro coches en los últimos quince minutos. Nadie quería que lo pillasen conduciendo. El simple hecho de estar en la carretera ya era sospechoso. George había dicho que el desvío a la cabaña era complicado, difícil de ver. Había clavado una tira de plástico rojo a un pino enorme para señalar el punto.

Mitch fue más despacio, buscando una tira de plástico rojo y una placa de madera de las que los vándalos en viajes de diversión tendían a destruir con bates de béisbol.

De pronto, el interior del jeep se llenó de una sombra. Se sintió inmerso en una noche oscura como la tinta china. La sensación pasó, pero le dio miedo; casi podía oler la oscuridad, como líquido del cárter.

—Demasiado cansado —dijo, y se preguntó si le habrían oído en el asiento de atrás. Podía sentir a las dos ahí atrás, las dos con vida, las dos en silencio. La respiración de Stella había perdido parte de su aspereza, pero Mitch sabía que la fiebre estaba alta.

Quizás él también estuviese enfermando. Sospechaba que sería más de lo que Kaye podría soportar. Por tanto, no me pondré enfermo.

Silbando en la oscuridad. En la oleosa oscuridad.

43

Ohio

—Jurie dejó los códigos en un cajón del escritorio —dijo Middleton mientras Augustine y DeWitt la seguían al cubo de cemento del laboratorio de investigación—. El doctor Dicken me dijo que los trajese.

Dicken entró por la puerta opuesta, trayendo una gruesa carpeta llena de papeles. Miró con furia a Augustine.

—Hijo de puta cabrón —le dijo.

Augustine se lo tomó sin pestañear.

—Has encontrado algo —dijo.

—Cojones si he encontrado algo. ¿Cuánto Americol metió en las escuelas? ¿En los campos?

—Por lo que yo sé, nada.

—Vas a echarle a Trask la culpa de todo, ¿no?

Augustine movió cauteloso la cabeza. Miró por toda la sala y se centró en la pared de grandes refrigeradores.

—Ni siquiera sé de qué debo acusarle.

—¿Qué querría Marge Cross de todos estos niños? —Dicken sostuvo la carpeta. Augustine alargó la mano, apoyándose en el bastón, y Dicken la retiró, para dejarla caer sobre la mesa junto a las unidades de almacenamiento frío de acero inoxidable. Las fotografías se dispersaron: fotografías en color de autopsias. Incluso desde la distancia era evidente que los sujetos eran niños, algunos de ellos bebés.

Dicken se alejó un paso, como si le repugnase permitir que Augustine se le acercase.

Augustine recorrió con los ojos cada una de las caras, con líneas faciales que se hacían más duras. Apartó las fotos y abrió la cubierta de la carpeta para examinar su contenido.

—Te conozco muy bien —dijo Dicken—. No serías tan estúpido como para permitir simplemente que esto pasase.

—Muéstrame el resto —dijo Augustine.

Middleton tecleó el código que abría la puerta del primer refrigerador de acero inoxidable. Cayó una niebla, dejando ver filas de frascos. Augustine reconoció de inmediato el contenido. Los frascos de la parte superior eran pequeños y contenían trozos anónimos de carne flotando en un líquido incoloro.

Los frascos de abajo, sobre estantes más altos, contenían órganos internos completos.

La piel de Middleton se había tornado de un color oliva enfermizo, y tenía los ojos casi cerrados.

—¿Cuántos? —preguntó Augustine.

—Aquí tenemos los restos de unos sesenta o setenta niños, y hay más dispersos por el edificio —dijo Dicken.

—¿Qué opinas... con qué propósito?

—Ni me atrevería a plantear una suposición —dijo Dicken.

—Nunca perdimos a tantos niños —dijo Middleton—, y el doctor Jurie... y el doctor Pickman... se fueron antes de... —no terminó. Cerró la primera puerta y abrió la segunda. Bandejas con miles de muestras de tejidos congeladas, montadas sobre portaobjetos o almacenadas en una solución en pequeños botes, se encontraban apiladas hasta la parte alta del compartimiento.

Augustine examinó las bandejas, luego se adelantó y le indicó a Middleton que abriese la tercera puerta, y la cuarta. Su bastón produjo chirridos de goma sobre el suelo de linóleo.

—Estás seguro de que nada de esto proviene de los últimos dos días —dijo, aferrándose a la explicación razonable para todos los frascos, placas y tubos sellados, cuidadosamente numerados y marcados con pegatinas de peligro biológico de color rojo y amarillo.

—Es una biblioteca de tejidos —dijo Dicken—. Tejidos sanos, muestras patológicas, lo que pudieron conseguir. Aquí hay un laboratorio totalmente equipado para analizarlas. Jurie y Pickman realizaron autopsias de todos los niños que murieron aquí y de todos los de las escuelas de la región. Asumo que traían a los muertos de donde los encontraban —dijo Dicken—. Un almacén central para cadáveres.

—¿Cross pagó el equipo? —preguntó Augustine. Su comportamiento era tan apagado, su expresión de tan total devastación, que Dicken contuvo la furia.

—Americol —dijo.

—Mmm —dijo Augustine. Cogió la lista de códigos de manos de Middleton y abrió y examinó las tres puertas siguientes. Dos contenían las ya familiares bandejas de muestras apiladas. La última contenía cinco cadáveres, envueltos en plástico transparente, suspendidos de ganchos y soportes de barras situadas en lo alto del compartimiento.

—Dios mío —dijo DeWitt.

—Debería haberlo sabido —murmuró Augustine—. Eso es seguro. Debería haberlo sabido.

Middleton se aproximó al compartimiento abierto.

—Las autopsias deberían ser estándar, ¿no? ¿Es eso lo que vemos: un estudio patológico realizado en bien de los alumnos, para protegerlos?

—No —dijo Augustine abruptamente—. A Washington no llegó ningún estudio, y dudo que ni siquiera llegasen a la autoridad central de Ohio, o yo me habría enterado. Antes del comienzo de esta semana, habían muerto un total de trescientos setenta y nueve de los niños en custodia. Una mortalidad muy baja, desde el punto de vista estadístico. La mayoría de ellos probablemente estén aquí. Se suponía que había que devolverlos a sus familias o enterrarlos si nadie los reclamaba. —Augustine cerró la puerta—. Yo no autoricé esto.

Dicken avanzó.

—¿Había algo positivo para los niños en la realización de esta... investigación?

—No lo sé —dijo Augustine—. Posiblemente. Sin embargo, lo dudo. Anatómicamente, son tan parecidos a nosotros que almacenar órganos y cadáveres completos para la investigación nunca pareció estrictamente necesario. Biopsias y muestras de tejidos específicos tomadas de los muertos fue todo lo que autoricé. Tú hubieses hecho lo mismo.

Dicken lo admitió con un asentimiento rápido.

—Esto implica un estudio de morbilidad a gran escala. Valoraciones de cuerpo completo, miles de análisis de tejido... Tengo que sentarme.

DeWitt trajo una silla. Augustine se dejó caer y se inclinó, agitando la cabeza.

—Intento darle sentido a todo esto —dijo.

—Inténtalo más —le alentó Dicken.

—No conozco ninguna razón excepto la expresión de retrovirus —dijo Augustine—. Seguir la expresión de HERVs nuevos en los nuevos niños. Una muestra estadística de expresión de docenas o cientos de individuos, correlacionadas con las biografías conocidas, con los patrones de estrés. Eso exigiría un esfuerzo sin precedentes. Monumental.

—¿Con qué fin?

—Podría ser un intento de comprender todo el proceso. Qué pretenden los antiguos virus. El peligro que podrían representar.

—¿Para predecir incidencias de Shiver? —preguntó Dicken—. Eso se hace en otra parte. ¿Por qué hacerlo aquí, sin autorización?

—Porque en ninguna otra parte se tiene acceso a tantos nuevos niños, muertos o vivos —dijo Augustine.

—Me estoy poniendo enferma —dijo DeWitt, y se apoyó sobre la pequeña mesa, alejando la carpeta.

Augustine miró a Dicken.

—No soy el titiritero, Christopher. Hace meses que me han destronado. He intentado conservar las responsabilidades que me quedaban para mantener una semblanza de orden. —Agitó débilmente la mano en dirección a las puertas de acero inoxidable—. Murió gente, Christopher.

—Eso es lo que Marina Freedman me dijo la última vez que visité Fort Detrick. Vaya una excusa. Todo vale. ¿No eres el malo de esta película? —preguntó Dicken.

—¿Realmente eran tipos malos? —preguntó Augustine—. ¿Lo sabemos seguro?

—¿Qué sabemos de los padres? —preguntó DeWitt.

—Hay que tener en cuenta los sentimientos —dijo Augustine—. La ética médica debe prevalecer incluso en una emergencia. Pero nunca antes nos hemos enfrentado a un problema así.

Dicken agarró a Augustine del brazo y le obligó a ponerse en pie.

—Una última prueba —dijo.

Augustine caminó lentamente por entre las mesas de trabajo del laboratorio de biología, contemplando impasible la colección de maquinaria cara, habiendo superado ya en mucho el límite de la sorpresa. Dicken abrió la escotilla al fondo del laboratorio y encendió las luces fluorescentes, revelando una sala larga y estrecha. Todos vacilaron antes de entrar.

Estantes de acero que llegaban hasta el techo que contenían cientos de largas cajas de cartón. Dicken sacó una y abrió la tapa. En su interior había huesos: fémures dispuestos y etiquetados según el tamaño. Otra caja contenía falanges. Cajas mayores en la zona inferior derecha, ninguna de más de metro veinte de largo, contenía esqueletos completos.

Augustine se apoyó contra el borde de la puerta.

—No hay nada que yo pueda hacer aquí —dijo—. Ninguno de nosotros puede hacer nada.

—Esto no es todo —dijo Dicken—. Hay un piso superior. Está todavía cerrado.

—¿Qué creen que guardaban ahí? —preguntó DeWitt, con el rostro pálido.

—Nada de excusas, Christopher —dijo Augustine—. Esto no debemos olvidarlo, ¿pero para qué demonios nos vale ahora la furia? ¿Qué bien hace a los niños enfermos?

—Nada en absoluto —admitió Dicken—. Vamos.

44

Los Poconos, Pensilvania

Once de la mañana, decía el salpicadero. Mitch iba a la izquierda de la carretera de dos carriles y vio, como a unos 30 metros por delante, la tira de plástico rojo que colgaba de un viejo pino enorme. Redujo la velocidad y bajó la ventanilla.

La señal seguía en pie, aunque habían conseguido inclinarla. La placa de madera decía:

MACKENZIE

George e Iris y Kelly

Mitch salió, apartó la barra y la retiró por el bucle de hierro. Descolgó la placa de la señal y la guardó en la parte posterior del jeep.

La cabaña estaba construida con troncos enteros descortezados que empezaban a adoptar un color gris por la exposición. Estaba situada en la orilla de un lago privado de medio acre, a solas entre los pinos. El aire olía a agujas de pino y tierra seca. Mitch podía oler la humedad del lago, el verde de la zona poco profunda llena de cañas. La luz del sol descendía por entre los árboles para penetrar en el jeep, iluminando a Kaye en el asiento trasero.

Mitch fue hasta el porche, provocando un resonar con sus pesados zapatos golpeando la madera. Abrió la puerta, desactivó la alarma antirrobos con el código de seis cifras, y luego regresó al jeep.

Kaye ya estaba a medio camino cargando con Stella.

—Coge una bolsa de Ringer y se la pondremos intravenosa —dijo—. Un colgador de lámpara, un colgador de maceta, lo que sea. Voy a poner algunas mantas. —Llevó a Stella a la cabaña. El aire del interior estaba frío y dulcemente mal ventilado.

Mitch extendió un saco de dormir en el suelo junto al enorme sofá de cuero y bajó una maceta vacía, luego colgó la bolsa de solución Ringer, insertó el largo tubo transparente en la bolsa, abrió el cierre de mariposa, dejando que el líquido claro recorriese el tubo y gotease por la aguja. Kaye tendió a Stella sobre el saco, golpeó el brazo para buscar una vena, metió la aguja y la ató al brazo de la chica con esparadrapo.

Stella apenas podía moverse.

—Debería estar en un hospital —dijo Kaye, arrodillada junto a su hija.

Mitch las miró, abriendo y cerrando las manos con inutilidad.

—En un mundo mejor —dijo.

—No hay ningún puto mundo mejor —dijo Kaye—. Nunca lo ha habido, nunca lo habrá. Sólo «dejar que los niños sufran».

—No significa eso —dijo Mitch.

—Que se joda, entonces —dijo Kaye—. Espero saber qué coño estoy haciendo.

—Le duele la cabeza —dijo Mitch.

—Padece de meningitis aséptica. Iba a reducir la hinchazón con prednisona, y tratar esas llagas de la boca con famiciclovir.

Habían encontrado el famiciclovir, el esparadrapo y otros suministros en una pequeña farmacia cerca de la clínica veterinaria. Kaye también se las había arreglado para conseguir una caja de jeringuillas desechables. Al final sus excusas ya eran increíbles. Le había dicho al farmacéutico, colgando en su pequeña cabina elevada al fondo de la tienda, que usaba las agujas para un proyecto de teñido de ropas.

Con esa excusa no hubiese llegado lejos en la gran ciudad.

Se preparó para ponerle una inyección a Stella.

—Ni siquiera estoy segura de la dosis —murmuró.

Mitch estaba medio convencido de que podría salir por la puerta, alejarse con el coche, y Kaye no se daría cuenta de que se había ido. Se miró las manos, suaves por la carencia de excavaciones. ¿Cómo había pasado? Lo sabía, lo recordaba, pero no parecía real. Incluso la sombra de la pena —¿era lo que había sentido en el jeep?— parecía no tener importancia.

Mitch podía sentir cómo su alma se reducía a nada.

El goteo de solución de Ringer se deslizó por el largo tubo de plástico.

—Yo la vigilaré —dijo.

—Ve a dormir un poco —dijo Kaye. Colocó la aguja usada en el recipiente de plástico para desecharla.

—Tú primero —dijo él.

—Vete a dormir un poco, maldita sea —dijo Kaye, y la mirada que le lanzó fue como el golpe de un cuchillo ancho y romo.

45

Ohio

—Ya empieza —dijo Augustine—. Hace años que vengo temiéndolo.

Subidos en la torre número dos, rodeados de cajas apiladas, escritorios viejos y ordenadores obsoletos, Augustine y Dicken —y el siempre vigilante agente de Augustine— observaban cómo las tropas de la Guardia Nacional de Ohio establecían el perímetro y cerraban la entrada a la escuela. La visión incluía la carretera principal, la torre de agua al oeste, un campo estéril de gravilla roto por cuadrados de cemento desnudo, detrás una línea de robles enmalezados, y una autovía del estado cortando colinas bajas cubiertas de hierba.

DeWitt subió los últimos escalones y se apoyó en la pared, intentando recuperar el aliento. DeWitt asintió.

—Ha llamado la oficina del gobernador... la línea del director. El gobernador se ha adelantado... a los federales y ha declarado —luchó por tragar aire— una emergencia de salud pública de fase cinco. Estamos bajo una cuarentena total. Nadie puede salir o entrar... Ni siquiera usted, doctor Augustine. —Lo atravesó con una mirada—. La entrada principal informa de... veinte camiones más de la Guardia Nacional... acercándose. Están rodeando la escuela.

Augustine se volvió hacia el agente del servicio secreto, quien se llevó la mano al auricular y adoptó una expresión sardónica.

—Nos quedamos durante lo que dure la cuarentena —afirmó el agente.

—¿Qué hay de los suministros? —preguntó DeWitt.

—Pueden dejarlos en la entrada y nosotros enviaremos a alguien a recogerlos, sin contacto —dijo Dicken—. Pero primero tendrán que llegar aquí.

Augustine parecía menos esperanzado.

—No es difícil aislarnos —dijo con tono seco—. Para empezar, es una prisión. Y en cuanto a los suministros... tendrán que atravesar demarcaciones estatales, inspecciones estatales. El estado puede interceptarlos y retenerlos. El gobernador intentará proteger sus votos, actuará como si fuese un ignorante y enviará nuestros suministros a la gran ciudad, a los barrios ricos, los hospitales más visibles y con más dinero y los administradores más ruidosos. Acumulándolos por si se produce una plaga.

—¿Dejándonos sin nada? No puedo creer que sean tan estúpidos —dijo DeWitt—. Tendrían una revuelta entre manos.

—¿De quiénes? ¿De los padres? —preguntó Dicken—. Se someterán y desearán que todo salga bien. El doctor Augustine se aseguró de ello hace años.

Augustine miró a través de la ventana de la torre y no mordió el cebo de Dicken.

—Lo único necesario para salir elegido en la América del siglo veintiuno es una masa de ovejas asustadas y un lobo con una buena sonrisa —dijo en voz baja—. Tenemos ovejas de sobra. Señora DeWitt, ¿podría hablar con Dicken en privado, por favor? Pero quédese cerca.

DeWitt miró a los dos, sin saber qué pensar, y se fue, cerrando la puerta.

—Es peor de lo que cualquiera de ellos pueda imaginar —dijo Augustine, en voz muy baja—. Creo que han disparado la pistola de salida.

—Lo mencionaste en el coche. ¿Qué coño significa?

—Si tenemos suerte, el presidente puede detenerlo... Pero no conozco a Ellington. Se ha mantenido a distancia desde que fue elegido. No sé lo que hará.

—¿Detener qué?

—Si la situación empeora, creo que el gobernador llamará a Washington y pedirá permiso para limpiar la escuela. Esterilizar las instalaciones. Podría pedir autorización para matar a los niños.

Dicken se envaró.

—Tienes que estar bromeando.

Augustine negó con un gesto y le miró directamente a los ojos.

—Autoprotección autónoma del estado, como establece la Decisión Directiva Presidencial 298, Libro Gris de Acción de Emergencia. Se llama protocolo de seguridad militar y biológica, parte cuarta. Se promulgó hace siete años durante una sesión secreta del comité de supervisión del Senado. Deja a criterio de las autoridades estatales sobre el terreno el uso de toda la fuerza necesaria, bajo condiciones de emergencia muy bien definidas.

—¿Por qué no se me dijo nunca?

—Porque elegiste seguir siendo un soldado. El contenido de la directiva es confidencial. En cualquier caso, me opuse por extremista, pero había muchos senadores asustados en esa sala. Les mostraron fotografías de la familia de la señora Rhine, incidentes de Shiver en México. Vieron fotografías tuyas, Christopher. El presidente firmó el decreto y todavía no ha sido revocado.

—¿Hay alguna posibilidad de que atiendan a razones?

—Entre muy poca y ninguna. Pero debemos intentarlo. La carrera ha comenzado. Tú tienes trabajo que hacer y yo también. —Levantó la voz—. ¿Señora DeWitt?

DeWitt abrió la puerta. Como le habían pedido, no se había alejado demasiado. Augustine se preguntó si habría oído algo.

—Me gustaría hablar con Toby Smith.

—¿Por qué? —preguntó DeWitt como si la idea de que Augustine volviese a ver al muchacho la repugnase.

—Vamos a necesitar la ayuda de los chicos —dijo.

—No están preparados para algo así —dijo Dicken, siguiendo a Augustine mientras bajaban los escalones de cemento. Su voz resonaba entre las duras paredes de color gris.

—Te sorprendería —dijo Augustine—. Necesitamos respuestas para mañana. ¿Es posible?

—No lo sé. —Dicken se asombró de la transformación. Tenía delante al viejo Mark Augustine, devuelto a la vida como si se tratase de un zombi político. Su piel recuperaba el color, sus ojos eran severos, y había regresado el perpetuo gesto de decisión.

—Si para entonces no tenemos respuestas podrían entrar y matarnos a todos.

Dicken, Augustine, Middleton, DeWitt, Kelson y Toby Smith se reunieron en el despacho de Trask.

Toby estaba de pie frente a Augustine sosteniendo un vaso de papel en una mano. Tras él se encontraba el doctor Kelson y los dos agentes de policía que quedaban en la escuela. Los agentes llevaban mascarillas quirúrgicas. Al médico no parecía importarle demasiado si estaba protegido o no.

—Toby, tenemos poco personal —dijo Augustine.

—Sí —dijo Toby.

—Y tenemos que cuidar de un montón de gente enferma. Todos ellos son amigos tuyos.

Toby dio un vistazo al despacho. Las ventanas cuadradas enmarcadas en metal dejaban penetrar la brillante luz del sol de la tarde y un soplo de aire cálido que olía a kilómetros de hierba verde al exterior de las instalaciones.

—¿Cuántos alumnos se encuentran lo suficientemente bien para ayudarnos a trabajar?

—Algunos —dijo Toby—. Todos estamos cansados. Bastante kubetos.

—¿Kubetos?

—Una palabra —dijo Toby, entrecerrando los ojos en dirección a Dicken, para repasar luego a los demás.

—Tienen muchas palabras —dijo DeWitt—. La mayoría son específicas de esta escuela.

—Eso creemos —añadió Kelson, y se rascó el brazo por encima de la manga, y luego miró a su alrededor para ver si alguien le había pillado haciéndolo—. Estoy bien —le dijo a Dicken—. Se me reseca la piel.

—¿Qué significa «kubeto»? —le preguntó Augustine a Toby.

—No importa —dijo Toby.

—Vale. Pero vamos a pasar mucho tiempo juntos, si no te parece mal. Me gustaría aprender esas palabras, si estás dispuesto a enseñármelas.

Toby se encogió de hombros.

—¿Puedes formar algunos equipos y aprender algunas habilidades básicas de los médicos, la señora Middleton y los profesores?

—Supongo —dijo Toby.

—Algunos ya lo hacen en el gimnasio y la enfermería —dijo Middleton—. Ayudan a mantener a los niños cómodos, a repartir el agua.

Augustine sonrió. Se había recompuesto, alisándose la camisa y los pantalones arrugados, lavándose la cara en el baño ejecutivo de Trask.

—Gracias, Yolanda. Ahora hablo con Toby, y me gustaría que él me dijese qué es qué. ¿Toby?

—No soy el mejor para este tipo de cosas. Ni siquiera el mejor de los que siguen en pie.

—¿Quién lo es?

—Cuatro o cinco de nosotros, quizá. Seis, si cuentas a Natasha.

—¿Estás febriaromando, Toby? —preguntó Middleton—. ¿Tengo que volver a ponerme el sobrecito?

—Sólo compruebo si puedo, señora Middleton —dijo Toby.

Augustine reconoció el olor a chocolate. Toby estaba nervioso.

—Me alegra que te sientas mejor, Toby, pero todos precisamos pensar con claridad.

—Lo lamento.

—Me gustaría que fueses el representante del señor Dicken, de todo el personal de la escuela y de mí, ¿vale? Y que les pidas a los chicos adecuados, los individuos adecuados, que preparen equipos para un adiestramiento posterior. La señora Middleton os ayudará a aprender, y también el doctor Kelson. Toby, ¿esos equipos pueden formar nube?

Toby sonrió, con una pupila dilatándose, y la otra reduciéndose. Las pintas doradas de ambos iris parecieron moverse.

—Probablemente —dijo Toby—. Pero creo que quiere decir que deberíamos nubar. Unirnos.

—Efectivamente. Lo lamento. ¿Puedes ayudarnos a saber quién va a mejorar y quién no?

—Sí —dijo Toby, ahora muy serio, y con los dos iris dilatados.

Augustine se volvió a Dicken.

—Creo que por ahí deberíamos empezar. No vamos a recibir ninguna ayuda del exterior, ni entregas, ni nada. Estamos aislados. En lo que se refiere a los niños, debemos concentrar nuestros esfuerzos y suministros en aquellos a los que más podemos beneficiar con lo que tenemos. Los niños están mejor equipados para decidirlo que nosotros. ¿Está claro, Toby?

Toby asintió lentamente.

—No me gusta dejar esas decisiones en manos de los niños —dijo Middleton, entrecerrando los ojos—. Son muy leales los unos con los otros.

—Si no hacemos nada, morirán más. Esta cosa recorre a los nuevos niños como un incendio. Se extiende por el aire y el contacto... aerosol.

—¿Qué implica eso para nosotros? —preguntó el doctor Kelson, mirando alternativamente a Dicken y a Augustine.

—No creo que lo pillemos de los chicos a menos que nos dediquemos a comportamientos realmente estúpidos: meternos el dedo en la nariz y cosas así —dijo Dicken mirando a Augustine. Maldito sea, nos está convirtiendo en un equipo—. Probablemente, para nosotros la forma en aerosol del virus no sea infecciosa.

—Tiene olor —ofreció Toby—. Cuando está en el aire huele como el hollín esparcido sobre la nieve. Cuando alguien va a ponerse enfermo, y quizá morir, huele a limón y a jamón. Cuando va a enfermar pero no a morir, huele a mostaza y cebollas. Algunos simplemente olemos a agua y polvo. No enfermamos. Es un buen olor seguro.

—¿A qué hueles tú, Toby?

Toby se encogió de hombros.

—No estoy enfermo.

Augustine agarró a Toby por el hombro.

—Eres nuestro hombre —dijo.

Toby devolvió una mirada inexpresiva, pero las mejillas se dispararon.

—Empecemos —dijo Augustine.

—Ha llegado al punto en que ellos deben salvarse a sí mismos —dijo DeWitt, encontrando amargura en esa lógica—. Que Dios nos ayude a todos.

46

Pensilvania

El bosque se volvió oscuro y tranquilo. Las habitaciones en el interior de la cabaña estaban silenciosas, cargadas por los meses de encierro. Bajo la lámpara de mesa del salón, Stella Nova se estremecía al final de cada espiración, pero no había congestión en sus pulmones, y el aire no entraba y salía con el duro relincho que Kaye había oído antes.

Cambió la bolsa de solución de Ringer. Stella no se despertó. Kaye se inclinó junto a su hija, escuchando y observando, luego se puso en pie. Miró a su alrededor, viendo por primera vez los toques decorativos e íntimos de la cabaña, los elementos personales cuidadosamente escogidos de la familia Mackenzie. Sobre una mesa, un marco de plata con personajes de Winnie Pooh en bajo relieve contenía una fotografía de George, Iris y su hijo Kelly, quizás unos tres años más joven que Stella en el momento en que se tomó la fotografía.

Para algunos, todos los nuevos niños tenían el mismo aspecto. La gente escogía los marcadores más simples para distinguir a unos de otros. Algunas personas, como había descubierto Kaye, eran poco más que zánganos sociales, que se limitaban a ejecutar los pasos de una existencia humana, como pequeños autómatas, y enseñar a esa gente a ver a Stella y a los suyos con un mínimo de discernimiento y comprensión era casi imposible.

Odiaba esa masa amorfa, alineada en su imaginación como un ejército infinito de robots sin mente, todos deseosos de malinterpretar, dañar y matar.

Kaye examinó a Stella una vez más, encontró que sus signos vitales se mantenían estables y quizá mejorasen, para recorrer luego las habitaciones en busca de su esposo. Mitch estaba sentado en el porche en una silla Adirondack, mirando al lago, con los ojos fijos en un punto entre dos grandes pinos. La luz evanescente del anochecer le daba un aspecto cetrino y agotado.

—¿Cómo estás? —preguntó Kaye.

—Estoy bien —dijo Mitch—. ¿Cómo está Stella?

—Descansando. La fiebre se mantiene, pero no es peligrosa.

—Bien —dijo Mitch. Agarró con las manos los extremos de los apoyabrazos de madera. Kaye examinó las manos con una súbita y debilitadora sensación de nostalgia. Grandes nudillos cuadrados, dedos largos. Hubo un tiempo en el que el simple mirar las manos de Mitch la hubiese puesto cachonda.

—Creo que tienes razón —dijo Kaye.

—¿Sobre qué?

—Stella se pondrá bien. A menos que se produzca otra crisis.

Mitch asintió. Kaye le miró la cara, esperando ver alivio. Simplemente asentía.

—Podemos turnarnos para dormir —sugirió Kaye.

—No dormiré —dijo Mitch—. Si duermo, alguien morirá. Tengo que permanecer despierto para vigilarlo todo. En caso contrario, me echarás a mí la culpa.

Esa declaración asombró a Kaye, en la medida en que le quedaban fuerzas para sentirse asombrada.

—Lo lamento, ¿qué dices?

—Estás furiosa conmigo por encontrarme en Washington cuando Stella se escapó.

—No lo estoy.

—Estabas furiosa.

—Estaba molesta.

—No puedo defraudarte. No puedo defraudar a Stella. Voy a perderos a las dos.

—Recupera el sentido, por favor. Eso es una locura, Mitch.

—Dime que no fue exactamente eso lo que sentiste al encontrarme fuera cuando empezó.

¿Por qué ella tenía que cargar con todo? ¿Cuántas veces Mitch estaba fuera cuando Stella decidía que era hora de algo, de desafiar, alargar, alcanzar o probar?

—Estaba estresada —dijo Kaye.

—Nunca te eché la culpa de nada. He intentado hacer todo lo que tú querías que hiciese y ser todo lo que necesitaba ser.

—Lo sé —dijo Kaye.

—Entonces afloja un poco. —En otro tiempo, esas palabras hubiesen sido como una bofetada para Kaye, pero la voz sonaba tan cansada y desesperada, que casi las sintió como el roce de unas cortinas movidas por el viento—. Tus instintos no son más intensos que los míos. El simple hecho de que seas mujer y madre no te da derecho a... —agitó la mano impotente— descargarte conmigo.

—No me «descargué contigo» —dijo Kaye, pero sabía que así había sido, y sentía, a la defensiva, que efectivamente tenía ese derecho. Sin embargo el comportamiento de Mitch, las cosas que decía, le daban miedo. Nunca había sido de los que se quejaban o criticaban. No recordaba haber mantenido una conversación así en los doce años que habían estado juntos.

—Siento las cosas con la misma intensidad que tú —dijo Mitch.

Kaye se sentó en el brazo de la silla, haciendo que él retirase el codo. Mitch se cruzó los brazos sobre el pecho.

—Lo sé —dijo Kaye—. Lo lamento.

—Yo también lo lamento —dijo Mitch—. Sé que no es el mejor momento para hablar de esto. —Tuvo un problema para respirar. Intentaba contener el llanto—. Pero ahora mismo tengo ganas de acurrucarme y morir.

Kaye se inclinó para besarle la cabeza. Mitch tenía el rostro frío y duro bajo los dedos, como si ya estuviese en algún otro lugar, muerto para ella. El corazón le empezó a ir más rápido.

Mitch se aclaró la garganta.

—Tengo una voz en la cabeza, y repite una y otra vez: «No eres digno de ser padre.» Si eso es cierto, la única opción es morir.

—Sss —dijo Kaye, con mucha cautela.

—Si duermo, permitiré que algo entre. Por una pequeña abertura. Algo entrará y matará a mi familia.

—Al infierno con eso —dijo ella, una vez más en voz baja, despacio, como si su aliento pudiese romper a Mitch—. Somos fuertes. Lo lograremos. Stella está mejor.

—Estoy agotado. Roto.

—Sss, por favor. Eres fuerte, sé que lo eres, y me disculpo si me he portado como una estúpida. Es la situación, Mitch. No seas duro con ninguno de nosotros.

Mitch agitó la cabeza, claramente sin haberse convencido.

—Necesito que me lleves a la cama —dijo, con voz hueca—. Que me acuestes en esa gran cama, que me tapes con las sábanas con volante, me des un beso en las mejillas y me desees buenas noches. En un rato me pondré bien. Simplemente despiértame si Stella tiene algún problema, o si me necesitas.

—Vale —dijo Kaye. Sintió una inmensa tristeza cuando Mitch levantó la vista y la miró a los ojos.

—Lo intento continuamente —dijo—. Os doy a las dos todo lo que tengo, todo el tiempo.

—Lo sé.

—Sin Stella y tú, soy un hombre muerto. Ya lo sabes.

—Lo sé.

—No me rompas, Kaye.

—No lo haré. Lo prometo.

Mitch se puso en pie. Kaye le cogió la mano y lo llevó hasta el dormitorio como si fuese un niño asustado o un hombre muy, muy viejo. Kaye retiró la colcha, la manta y la sábana superior. Mitch se desabrochó la camisa, se quitó los pantalones y se quedó de pie al lado de la cama, perdido.

—Tiéndete y descansa un poco —le dijo Kaye.

—Despiértame si Stella empeora —dijo Mitch—. Quiero verla y decirle que la quiero. —La miró a los ojos, con ojos desenfocados. Kaye le colocó las sábanas, con el corazón resonándole. Le besó en la mejilla. No había lágrimas; el rostro estaba tan frío y duro como la piedra, toda la sangre de Mitch fluía a un lugar muy apartado de ella, llevándole a donde ella no podía ir.

—Te quiero —dijo Kaye—. Creo en ti. Creo en lo que hemos hecho.

Entonces Mitch enfocó los ojos en ella, y Kaye se sintió avergonzada por el gran poder que tenía sobre aquel hombre grande y fuerte. La sangre regresó a la cara de Mitch, y sus labios cobraron vida bajo los de Kaye.

Luego, como una luz que se apaga, se quedó dormido.

Kaye se quedó en pie junto a la cama y observó a Mitch, con los ojos abiertos. Se sentía como si tuviese el pecho aprisionado en bandas de acero. Estaba tan asustada como si hubiese estado a punto de despeñarlos a todos por un acantilado. Lo estuvo vigilando todo lo que pudo antes de tener que irse a comprobar el estado de Stella. Odiaba el conflicto, marido o hija, pero siguió el juicio y la naturaleza en su interior, y atravesó los pocos pasos hasta el salón.

La cabaña estaba completamente a oscuras.

—¿Qué?

Kaye se sentó en el suelo. Se había quedado dormida junto a Stella, únicamente con la cubierta del saco de dormir entre ella y la madera dura, y ahora tenía la impresión clara de que en la estancia había alguien más aparte de su hija.

No se trataba de Mitch. Podía ver sus pies cubiertos a través de la puerta del dormitorio.

—¿Quién anda ahí? —susurró.

Grillos y ranas en el exterior, un par de grandes moscas volando por la cabaña.

Encendió una lámpara de mesa, comprobó por centésima vez a su hija, descubrió que la fiebre había bajado y que respiraba con más regularidad.

Pensó en llevar a Stella al segundo dormitorio, pero también habría que mover el gancho que sostenía la bolsa de solución de Ringer, y Stella parecía cómoda en el saco de dormir, tan cómoda como podría estarlo en una cama.

Kaye miró a Mitch. Él también dormía tranquilamente. Durante unos minutos Kaye permaneció de pie en el pasillo estrecho y corto, para luego apoyarse en la pared.

—Está mejor —le dijo a las sombras—. Debe mejorar.

Se volvió de pronto. Durante un momento había creído que había alguien más en el salón, alguien amado y familiar. Su padre.

Papá está muerto. Mamá está muerta. Yo huérfana. Toda mi familia está en esta casa.

Se frotó frente y cuello. Tenía los músculos muy tensos, sobre todo por dormir junto a Stella sobre el suelo de madera. Tenía los senos nasales congestionados, como si hubiese estado llorando. Se trataba de una sensación curiosa no del todo desagradable; producto secundario de alguna emoción profundamente enterrada.

Tenía que tomar un poco de aire. Volvió a examinar a Stella, obsesiva; se arrodilló para tocar la frente a su hija y buscarle el pulso, luego dio la vuelta al sofá, atravesó la puerta del porche, bajó los escalones y recorrió el sendero que cruzaba la hierba para llevar al embarcadero.

El embarcadero tenía diez metros de largo y tres de ancho, ridículamente grande para un lago tan pequeño. Servía a un único bote virado y a un montón de chalecos salvavidas enmohecidos. De entre los chalecos sobresalían hojas de hierba, reluciendo bajo la luz de la luna.

Kaye se situó al extremo del embarcadero y se cruzó de brazos. Absorbió la noche. Los grillos señalaban los grados de calor, las ranas croaban con dignidad sexy y alienígena allá afuera en las zonas poco profundas, entre los juncos. Los mosquitos susurraban sus cantinelas desesperadas.

—¿Alguno de vosotros sabe lo que es estar triste? —le preguntó Kaye al lago y a sus habitantes, para luego mirar hacia la casa—. ¿Os entristecéis cuando vuestros hijos enferman? —La única lámpara en el salón relucía dorada a través de la ventana del porche.

Cerró los ojos. Algo más amplio, completando una conexión... algo enorme pasando por encima, barriendo el lago, el bosque —tocando a todas las cosas vivas que la rodeaban.

Las ranas callaron.

Y tocándola a ella.

Kaye dio un salto como si alguien hubiese atravesado una pared de madera. Levantó los hombros y tensó los dedos.

—¿Hola? —susurró.

El vecino más próximo estaba al menos a un kilómetro, carretera arriba, más allá del grueso de los árboles. No vio nada, no oyó nada.

—Guau —dijo, y se sintió estúpida de inmediato. Miró alrededor del lago, hacia las zonas poco profundas con las cañas, buscando la fuente de otra voz, aunque nadie había hablado. Las cañas estaban vacías. El lago estaba en silencio, sin ni siquiera oírse el aire. La noche estaba tan silenciosa que incluso podía oír los latidos de su corazón.

Alguien la había tocado, no sobre la piel, sino más profundamente. Al principio no era más que la consciencia de saber que no estaba sola. Ella sola, sobre el embarcadero, con los pies descalzos, ahora compartía el espacio con alguien tan real como ella —tan bien recibido y extrañamente familiar como un amigo muy querido.

Sintió que desaparecían años de carga. Durante un momento, disfrutó de la cálida sensación de una tregua infinita.

Ni juicio. Ni castigo.

Kaye se estremeció. Movió la lengua sobre los labios. Un borbotón de agua argentina parecía correr por su cabeza. El borbotón se convirtió en un riachuelo, luego en un arroyo insistente que fluía por la parte posterior de su cuello hasta el pecho. Lo sentía frío, eléctrico y puro, para pasar desde el calor asfixiante de un día de verano hasta una fuente subterránea. Pero esta fuente hablaba, aunque nunca con palabras. Poseía un perfume particular y distintivo, como flores astringentes.

La fuente estaba viva, y no podía librarse de la sensación de que lo había sabido siempre. Como moléculas que finalmente se unen, formando un todo —pero no—. En absoluto algo biológico. Otra cosa.

Kaye se tocó la frente.

—¿Estoy sufriendo una apoplejía? —susurró. Se tocó los labios con los dedos. Intentaban formar una sonrisa. Los puso rectos—. No puedo ser débil. Ahora no. ¿Quién está ahí? —repitió, como si estuviese atrapada en un ritual sin sentido.

Conocía la respuesta.

El visitante, el comunicante, no poseía rasgos, ni rostro ni forma. Sin embargo, bañarse en esta fuente fría y maravillosa era como tener a todas sus abuelas, a todos sus abuelos, a todos los miembros sabios, dulces, maravillosos y poderosos de su familia a los que nunca había conocido, todo junto y a la vez ofreciéndole su apoyo y amor incondicionales, el mismo que le hubiesen concedido de haberla acunado en sus brazos cuando era un bebé. Todo eso estaba allí, y más.

Pero el comunicante, simultáneamente gentil e increíblemente intenso, era muy diferente a un pariente de carne y hueso.

—Por favor, ahora no —rogó. Con el alivio llegó el temor de estar perdiendo su tenue conexión con la realidad. Conocía al visitante, pero hacía tiempo que lo había negado y evadido; pero no manifestaba ni furia ni resentimiento. Su única respuesta a su largo rechazo era un apoyo incondicional.

¿Pero también había trepidación? El visitante manifestaba unos deseos extraordinarios de tocar y mostrarse a pesar de las reglas, los peligros. El visitante anhelaba con encanto.

Kaye abrió de pronto la boca y permitió que el aire llenase sus pulmones. Era curioso, durante un momento había dejado de respirar. Curioso, y para nada aterrador; como si fuese un chiste personal.

—Hola —dijo con la espiración, dejando caer los hombros y relajándolos, dejando de lado las dudas y entregándose a la sensación. Quería que durase por siempre. Ya sabía que no podía ser. Regresar a la forma en que se sentía unos minutos atrás, y antes toda la vida, le dolería.

Pero sabía que el dolor era necesario. El mundo todavía no había renunciado a ella, y el visitante quería que estuviese libre para tomar sus propias decisiones, sin su interferencia adictiva.

Kaye regresó a la cabaña y comprobó las constantes de Stella y visitó a Mitch. Los dos estaban tranquilos. El color de Stella parecía ser más intenso. En sus mejillas iban y venían grupos de pecas. Definitivamente la crisis ya había pasado.

Kaye regresó al embarcadero y se quedó mirando al bosque de la madrugada, deseando que el amor y la paz nunca la abandonasen. Lo quería todo, ahora y por siempre. Había habido tanta pena, tanto dolor, tanto miedo...

Pero a pesar de sus propios deseos, Kaye comprendía.

No puede seguir. Todavía no. Quedan kilómetros por recorrer antes de que pueda dormir.

Luego perdió el sentido del tiempo.

El amanecer llegó por el este, al otro lado de los árboles, como una vela de terciopelo gris.

Se puso en pie junto al bote virado, temblando. ¿Cuánto tiempo hacía que había regresado al embarcadero?

Sin palabras, la fuente había pasado horas lavando su alma (no se sentía cómoda usando esa palabra, pero ahí estaba), mojándola y revelando ideas y recuerdos polvorientos, reencontrándose en el tiempo humano y real. Allí donde fluía, Kaye conocía su puro deleite.

Valoró a Kaye muy positivamente.

—¿Stella se pondrá bien? —preguntó Kaye, con voz tan baja como la de un niño a las sombras cercanas a los árboles—. ¿Volveremos a estar juntos y bien?

No obtuvo respuesta a la pregunta específica. El comunicante no trataba con conocimiento, como tal, pero no le parecía mal que preguntase.

Nunca había imaginado un momento así, una relación como ésa. De niña, las pocas ocasiones en que se había preguntado cómo sería una experiencia así, la había concebido como culpa y truenos, como recriminación, que te asignasen tareas pesadas: un momento de autoengaño desesperado, justificando años de ignorancia y fe ilegítima. Nunca había imaginado nada tan simple. Ciertamente no este intenso y sin embargo divertido géiser de amistad.

Ni juicio. Ni castigo.

Y tampoco respuestas.

Yo no lo pedí. El cuerpo rezó las oraciones de la carne desesperada, no yo.

La mente consciente y exigente, más preocupada de los detalles prácticos, la institutriz de falda almidonada que repasaba severamente la vida de Kaye le dijo:

—Juegas a la ouija con tu cerebro. No tiene sentido. Esto no traerá más que problemas.

Y entonces, como si gritase una especie de maldición, la voz tensa y adulta de Kaye le ladró a los árboles:

—Estás teniendo una epifanía.

Los grillos y ranas retomaron su tumulto, respondiendo.

Finalmente, el conflicto fue excesivo. Se dejó caer lentamente de rodillas, sobre el embarcadero, sintiendo que portaba una carga preciosa que no debía dejar caer. Se inclinó y apoyó las manos sobre la madera basta y gastada.

Debía tenderse para evitar que se le cayese. Dejando escapar el aliento durante un buen rato, Kaye extendió las piernas.

47

Ohio

Augustine los había dividido en dos equipos, el primero con ocho alumnos, el segundo con siete. El equipo de Toby había trabajado primero, desde las diez de la noche hasta las tres de la mañana. Los profesores y enfermeras llevaban a los escogidos por el equipo hasta un campo de ejercicios, disponiéndolos en filas bajo la luz azul de altos postes con lámparas, bajo el cálido aire de la madrugada.

En silencio —con poco más que un roce de palmas y un olisqueo tras cada oreja— Toby traspasó sus obligaciones a una niña llamada Fiona, y el primer equipo se derrumbó sobre los camastros dispuestos en el despacho de Trask.

Fiona y el resto del segundo equipo fueron con Augustine, descendiendo los escalones de acero hasta el piso principal.

Hasta el amanecer, Fiona y los seis ayudaron a Augustine a seleccionar en otros edificios, caminando hasta los niños en camastros o acostados sobre mantas colocadas sobre los suelos de cemento y madera, en los jergones de las antiguas celdas y en los dormitorios; inclinándose y olisqueando sobre la cabeza de los enfermos, mostrando con un dedo, o dos, quién estaba más fuerte, quién viviría probablemente un día más.

Un dedo significaba que el niño probablemente moriría.

Después de ocho horas de trabajo, habían procesado unos seiscientos niños, empezando con los peores casos y, en consecuencia, ya habían visitado a los moribundos más probables, y los niños de ambos equipos estaban tranquilos y cansados.

Más niños se ofrecieron voluntarios, formando un tercer, cuarto y quinto equipo. Toby no se opuso, ni tampoco Augustine.

Mientras los dos equipos principales dormían, los nuevos equipos examinaron a otros novecientos niños, separando a cuatrocientos, la mayoría de ellos capaces de caminar con los profesores al campo, donde les asignaron viejas tiendas marcadas como «Exceso de reclusos».

Durante todo el amanecer y más allá de las diez de la mañana, los niños trabajaron con el resto de los profesores, enfermeras y agentes de seguridad —los más valientes de los más valientes— cargando cuerpos envueltos en sábanas o metidos en las últimas bolsas, o incluso en bolsas de basura por duplicado, hasta las zonas más alejadas tras las alambradas, el aparcamiento de empleados, donde se disponía a los muertos entre los pocos coches dispersos.

Middleton recolocó las acomodaciones para poder montar una morgue en el gimnasio principal, adyacente a la enfermería. A las once, ya habían retirado los cuerpos del aparcamiento para alejarlos del sol.

Augustine estimó que tenían unas diez o quince horas antes de que los muertos se convirtiesen en un fastidio horrible, y veinte antes de que se convirtiesen en un peligro sanitario.

A medio día, Augustine se desplomó mientras recorría, medio ciego por el agotamiento, las filas de tiendas de reclusos. Los niños le llevaron a la enfermería, con la ayuda de DeWitt.

Allí DeWitt alimentó a Augustine con un poco de sopa en lata, le dio algo de agua. Dijo que se sentía mejor y volvió a salir con el primer equipo que ya había descansado.

Durante toda la mañana y la tarde, filas de tropas de la Guardia Nacional de rostro pétreo, que patrullaban más allá de las verjas perimetrales, fueron testigos de las labores.

A las dos de la tarde, Augustine se sintió obligado a regresar al despacho y tenderse. Dicken salió del laboratorio de investigación con otra bolsa llena de equipos de muestras y se reunió allí con él.

Cuatro niños que habían trabajado con los equipos dormían en la esquina, rodeándose con los brazos los unos a los otros, roncando ligeramente.

Dicken miró a su antiguo jefe. Augustine temblaba, pero el rostro había perdido la expresión distante de derrota.

—Eres un tipo sorprendente, Mark —admitió Dicken.

—En realidad no —gruñó Augustine. Se tocó la garganta—. Lo lamento. Tengo mal la voz. ¿Cómo te va en el laboratorio?

—Es tu turno —dijo Dicken, y se inclinó para sacar sangre. Una vez hubo terminado, hizo que Augustine se rascase la lengua con un depresor de plástico, y lo selló en una bolsa de plástico.

—¿Algo concluyente? —preguntó Augustine.

—Todavía recojo muestras del personal.

—¿Y luego?

—Saldré al campo con Toby. Seguiré mientras tú descansas. No puedo permitir que un viejo cabrón como tú actúe como el gran humanitario él solo.

Augustine asintió.

—La conversión de Saúl. Adelante —aconsejó piadoso, e hizo el signo de la cruz en el aire.

Dicken se enderezó. Tenía todo el cuerpo rígido.

Augustine se puso de lado.

—Confieso que no lo hago por pura caridad —murmuró. Dicken se inclinó para prestar atención a las palabras apagadas—. He hecho algo horrible, Christopher. He usado una carta que juré que jamás emplearía, para darle a mis enemigos, a nuestros enemigos, la cuerda necesaria para que se colgasen ellos mismos.

—¿Qué carta? —dijo Dicken.

—Sigo siendo un cabrón. Pero comienzo a comprenderlos, Christopher.

—¿A los niños?

—A todos nuestros dulces albatros.

—Bien por ti —dijo Dicken, sintiendo cómo se le enderezaba el pelo del cogote, y se volvió para irse.

48

Pensilvania

El sol se encontraba en lo alto del cielo cuando Kaye levantó la cabeza. Posiblemente hubiese dormido una o dos horas más; no se acordaba.

Se dio la vuelta sobre el embarcadero.

Se ha ido, dijo. Fue un sueño. O algo peor.

Se puso en pie y se limpió los pantalones, preparándose para sentir una tristeza resignada. Debería hacerme un chequeo. He estado sufriendo mucho estrés... Todavía sentía la nariz y la frente pesadas. ¿Era un síntoma de embolia o un aneurisma? ¿Se habían cruzado cables en su cabeza, enviando señales de un lado del cerebro al otro? ¿Un cortocircuito?

Se volvió para mirar a la casa, dio un paso...

Y lanzó un chillido como un ratón sorprendido. Alargó los brazos.

La presencia seguía con ella. Tranquila, en calma; paciente y real. Simultáneamente Kaye se sintió aliviada y aterrorizada.

Corrió a la cabaña. Mitch estaba arrodillado en el suelo junto a Stella. Levantó la vista para mirarla mientras atravesaba la puerta del porche. Tenía el pelo revuelto y la cara como un trapo arrugado.

—Creo que ya no tiene fiebre —dijo Mitch, examinando los rasgos de Stella. Agitó las cejas—. Los puntos son más pequeños. Los del trasero le han desaparecido.

Stella se dio la vuelta. Las mejillas habían recuperado gran parte de su color. El saco de dormir había desaparecido, y en su lugar Mitch había colocado una colchoneta hinchable cubierta de una sábana de color amarillo intensa y una manta verde lima.

Kaye los miró. Las manos le colgaban a un lado, y tenía los hombros caídos.

—¿Estás bien? —preguntó Mitch.

Stella se frotó los ojos y alargó las manos en dirección a Kaye. Los dedos se tocaron y Kaye se movió para agarrárselas.

—Hueles diferente —dijo Stella.

Kaye se inclinó y abrazó a su hija con toda la intensidad que se atrevió.

—Vuelve a estar dormida. —Mitch se reunió con Kaye en la pequeña y ordenada cocina de la cabaña—. Tiene mejor aspecto, ¿no?

—Sí. Mucho. —Kaye se mordió el labio y miró a su marido—. Los Mackenzie dispusieron una gran selección de tés —dijo. Abrió la caja de bolsas de té, confusa y desesperada.

Mitch le devolvió la mirada, paciente pero cansado.

—¿Necesita más medicinas?

—No le duele el cuello. No le duele la cabeza. No tiene fiebre. Retiré la aguja porque bebió un poco de zumo de naranja. Creo que ya no necesita más antivirales.

—Meó el saco de dormir.

—Lo sé. Gracias por cambiarlo.

—Estabas en el embarcadero. Dormías.

Kaye miró por la ventana de la cocina en dirección al embarcadero, ahora bien visible bajo el sol.

—Deberías haberme despertado.

—Parecías muy tranquila. Lamento si dije algo extraño la pasada noche.

—¿Tú? —Se rió y dejó caer la caja de bolsas de té, recogió las que se habían salido, cogió dos tazas de un estante sobre la ventana de la cocina. Una decía Besa a un payaso, sabes que quieres hacerlo. La otra era del Smith College, emblema dorado de una puerta sobre fondo azul oscuro—. En absoluto —murmuró Kaye, y llenó una tetera con agua. En algún lugar una bomba se activó y el agua salió del grifo fluyendo al fin en una corriente estable. Movió la mano por el chorro, dejando que el frío se extendiese por los dedos.

En absoluto lo mismo.

—¿Cómo estamos, Kaye? —preguntó Mitch, de pie junto a ella.

—Stella va a ponerse bien —dijo Kaye antes de poder pensar.

—¿Cómo estamos nosotros, Kaye?

Kaye extendió la mano y agarró la que Mitch tenía sobre la encimera. Últimamente no había pasado demasiado tiempo simplemente tocando a su esposo. Claro está, él se había ausentado tanto y tan a menudo...

Debía de tener un aspecto perdido y miserable. Pero lo que sentía era muy, muy físico.

Mitch la acercó. Él era siempre el que daba el primer paso; excepto que ella había dado el paso que había producido a Stella. Mitch se había resistido, preocupado por Kaye, y quizá simplemente asustado de la idea de ser padres de un nuevo tipo de ser humano. Habían estado tan enamorados..., y el problema era que Kaye no podía responder ahora a la pregunta de Mitch, no con sinceridad, porque no lo sabía.

Todavía había amor. ¿Qué tipo de amor?

—Estaremos mejor —dijo a su hombro—. Ciertamente estaremos mejor.

—No deberían perseguirnos —dijo con la seriedad juvenil de la noche antes.

—No creo que tengamos ningún control en ese aspecto.

—No nos quedaremos mucho aquí —dijo, y miró con furia por la ventana al bosque, el embarcadero, la luz del sol—. Este lugar es demasiado agradable. No me fío.

—Es agradable. ¿Por qué no nos quedamos un tiempo? Los Mackenzie nunca se lo contarían a nadie.

Mitch le acarició la mejilla con la mano.

—Tienen a su hijo en un campo. Los niños de los campos están enfermando.

Kaye juntó las cejas. No podía seguir esa línea de razonamiento.

—Mark Augustine nos ha estado buscando, a nosotros. Ha estado esperando el momento adecuado para capturarnos. La enfermedad asusta a la gente. Éste es el momento.

Kaye le apretó la frente con fuerza, como si quisiese castigarle.

—¡Ay! —dijo él.

Kaye relajó la presión.

—Debemos mantener a Stella tranquila y cómoda. Al menos debe descansar unos días. No puede descansar en un jeep que da saltos.

—Vale —dijo Mitch.

—Nos quedaremos aquí —dijo Kaye—. ¿Estará bien?

—Tendrá que estarlo —dijo Mitch.

Kaye apoyó la cabeza en el pecho de Mitch. Desenfocó los ojos y luego los cerró.

—¿Sigue durmiendo? —preguntó.

—Vamos a ver —dijo Mitch, y caminaron juntos hasta el salón.

Lo estaba. Kaye cogió la mano de Mitch y lo llevó hasta el dormitorio. Se quitaron la ropa, y Kaye retiró las sábanas hasta que quedó al descubierto la sábana de abajo.

—Te necesito —dijo ella.

Los dedos de Kaye olían a hojas de té.

49

Ohio

Dicken había preparado y ordenado sus sesenta muestras. Usó un trapo para eliminar el picor del sudor en los ojos. Su sensación de urgencia era extrema y contraproducente. No podía trabajar más rápido y producir buenos resultados. Menor calidad sería peor que no haber trabajado en absoluto.

Había trabajado nueve horas seguidas, primero separando y clasificando las muestras siguiendo las etiquetas y notas de campo, luego preparándolas para el equipo automático del laboratorio. Gran parte del trabajo manual consistía en preparar las muestras y ordenarlas para pasar por los instrumentos.

En su época de estudiante, los dispositivos de PCR tenían el tamaño de maletas grandes. Ahora podía sostener uno en la palma de la mano. Las pistas contenían lo que quince años atrás había sido el equivalente a todo un edificio lleno y repleto de equipo.

Oligos —pequeños pero muy específicos segmentos de ADN montados en cada una de las diminutas celdillas cuadradas de los chips de matrices genómicas completas— se fijaron a los segmentos complementarios del ARN expresados por la célula, incluyendo a los genes víricos, si los hubiese, señalando éstos con un marcador fluorescente. Los escáneres contaban los marcados y aproximaban sus posiciones en la secuencia cromosómica.

A partir de un conjunto ya preparado de fracciones serológicas, los secuenciadores podían amplificar y analizar el código genético exacto de cualquier virus en las muestras. Los analizadores proteínicos podían indicar todas las proteínas que se hallaban en las células —tanto virales como proteínas del anfitrión—. A continuación el Ideador podía encajar las proteínas con los datos de los genes secuenciados.

Y eso le daría un mapa de carreteras de la enfermedad a nivel celular.

Tecleó los comandos en el servidor que controlaba las máquinas del laboratorio. Por suerte, había sido muy fácil adivinar el código de entrada en el ordenador. Había probado combinaciones de JURIE y ARAM y, finalmente, ARAMJURIE#1, que había funcionado.

El laboratorio se llenó de zumbidos y chasquidos, primero a la derecha, luego a la izquierda. Dicken se puso en pie y comprobó los progresos de los pequeños tubos de plástico que marchaban sobre sus senderos metálicos uno a uno para llegar a las remilgadas boquitas de las máquinas blancas y plateadas. Estaba obligado a admirar cómo los médicos habían montado el laboratorio. Era eficiente, con el equipo perfectamente dispuesto, con un buen flujo de tarea a tarea.

Jurie y Pickman sabían lo que hacían.

Aun así, los cazadores de virus que huían a las primeras señales de una enfermedad no recibían muy buena consideración por parte de sus colegas. Muy probablemente, Jurie y Pickman jamás habían cazado virus en condiciones de campo. Se habían comportado más como lagartos de laboratorio, pálidos por la falta de sol tropical, cobardes totales al enfrentarse con una presa real.

Durante un momento, Dicken sintió un escalofrío. Qué estúpido por su parte no haberlo pensado antes. Jurie y Pickman ya habían realizado el trabajo, ya habían descubierto los resultados; por eso habían huido. Los resultados habían sido muy graves.

Pero Dicken no había encontrado ni rastro de equipos de muestras en ningún lugar del laboratorio. El equipo apenas había recibido uso, era muy nuevo.

El escalofrío se desvaneció, pero muy lentamente.

Una hora más tarde, pulsó la tecla de espacio para desactivar el salvapantallas. Una barra verde parpadeante con «¡Eureka!» escrito le indicó que ya había resultados. Primero los resultados aparecieron como miniaturas en una rejilla, luego, al solicitarlos, como una presentación.

Con ceñuda satisfacción, Dicken comprobó que de la sangre y el esputo de todos los niños enfermos había aislado una variedad recombinada de un virus ARN sin encapsular, en cantidad suficiente para sugerir una infección masiva. Los demás picos no eran tan prominentes.

Desde el principio, al ver las lesiones bucales y la estomatitis, Dicken había sospechado de coxsackie A, conocido por causar la mayoría de los síntomas manifestados por los niños SHEVA enfermos. Pero esa variedad se relacionaba muy raramente con una enfermedad fatal. Sin embargo, coxsackie B producía en ocasiones miocarditis, enfermedad inflamatoria del corazón, en bebés y niños. Según el doctor Kelson, la miocarditis era una causa posible de muerte en el brote. Kelson le había dicho:

—Hay grandes daños en los tejidos. El corazón simplemente se detiene.

Coxsackie A y B normalmente se extendían por contacto fecal o por intercambio de saliva. No conocía ninguna situación histórica en la que se extendiese por contacto de la piel o en aerosol —gotitas de humedad por la respiración y el estornudo— o a través de residuos depositados sobre superficies, sin embargo eran precisos esos métodos de transmisión para explicar la expansión rápida y dominante del brote.

Algo había cambiado. Coxsackie A y B, o los dos, de pronto se habían vuelto más fáciles de extender, y atacaban a una población en particular que hasta ahora no tenía vulnerabilidades a los virus más comunes de la infancia.

Ahora que conocía el tipo de virus, podía centrarse en el origen de la enfermedad y su etiología —cómo había mutado, cómo se extendía, y dónde podía esperarse que se extendiese a continuación.

Dicken tecleó una petición de resultados numéricos para cada conjunto de muestras, con identificaciones de individuos y circunstancias. El ordenador preparó una tabla, pero era complicada y poco intuitiva.

Dicken cogió una hoja de papel y empezó a organizar los resultados en su gráfica preferida. Empleando un pequeño rotulador, dibujó tres grandes círculos sobre el papel. En el primer círculo dibujó una N, que representaba a los niños. En su interior dibujó un círculo más pequeño llamado NI, por niños infectados. Fuera del primero, dibujó un segundo círculo y lo marcó PV por profesores y personal valiente, los que se habían quedado.

El tercer círculo lo llamó Tr, por traidores, los que habían huido.

Cogió un rotulador rojo y comenzó a categorizar los identificadores de las muestras y los marcó con + o - según su situación vírica. Luego los registró en el círculo apropiado. Dos de los círculos se llenaron rápidamente de números y marcas de situación. Por ahora, no había números en el círculo Tr —lo dejaba por si llegaba información del exterior.

Ahora disponía de puntos de proximidad o contactos efectivos y, presumiblemente, oportunidades para la transmisión vírica. El patrón que surgía ya estaba claro, pero se había negado a saltar a las conclusiones. No se fiaba ni de la intuición ni del instinto. Confiaba en los datos fiables, en las asociaciones sin disputa, y en las correlaciones repetidas.

Dibujó los resultados de una segunda forma, en filas y columnas. Una vez completada la tabla, dibujó otra, invirtiendo el orden, y llenó las casillas con números clasificados.

Dicken limpió todo y tocó con el extremo de plástico del rotulador sobre las columnas, recorriéndolas hacia abajo, volviendo a subir, pasando el marcador sobre las filas, codificando las asociaciones con colores.

No importaba cómo la dibujase, el patrón estaba claro.

Dentro del centro de tratamiento especial, los niños que no habían tenido contacto con profesores u otros alumnos durante más de tres días no habían contraído el virus. Ocho niños se habían encontrado en celdas de aislamiento y habían sido abandonados al huir el personal. Tres de ellos habían muerto, pero las muestras daban resultados negativos.

Cinco horas antes, Middleton le había llamado para decirle que una de las niñas rescatadas había enfermado, y Kelson dijo que probablemente moriría. Casi con toda seguridad esa niña había quedado expuesta tras su «rescate».

Dicken había tomado muestras de seis niños a los que un profesor en su huida había dejado encerrados en las duchas, y no los habían encontrado hasta última hora de ayer. Una había muerto por falta de medicación especial. Ninguno había tenido contacto con profesores o personal en las anteriores cuarenta y ocho horas. Sus muestras daban negativo.

DeWitt y Middleton habían identificado a cincuenta niños que se sabía habían tenido contacto estrecho con profesores y personal en las últimas sesenta horas. De ellos, cuarenta habían enfermado, y veinte habían muerto. Todas las muestras daban positivo. De alguna forma, diez se las habían arreglado para evitar la exposición.

Miró los resultados de veintidós profesores, personal, y agentes de seguridad. Todos habían mantenido contacto continuo con los niños infectados durante las últimas cuarenta y ocho horas. Estaban agotados, estresados y quemados. Seis de ellos —cuatro enfermeras del grupo principal y un profesor del ala de tratamiento especial, y la consejera, DeWitt— daban positivo en el virus, pero en cantidades muy reducidas en comparación con los niños infectados. Ninguno mostraba síntomas de infección.

Ni él ni Mark Augustine daban positivo.

Dicken sostuvo la tabla una vez más. Las conclusiones eran convincentes.

Sólo los niños SHEVA infectados manifestaban síntomas.

Los niños SHEVA que no habían tenido contacto reciente con adultos daban negativo y no mostraban síntomas.

El contagio no se extendía de niño a adulto con demasiada eficacia, si se contagiaba; y si se contagiaba, no causaba enfermedad en los adultos.

El contagio probablemente se extendía de niño a niño, pero la cadena siempre comenzaba con un niño que había mantenido contacto reciente con un adulto.

No había tomado muestras de todos los niños, vivos o muertos, o de todos los adultos que habían estado presentes en la escuela; era posible que la fuente fuese un niño asintomático; también era posible que con el tiempo los adultos expuestos enfermasen.

Pero lo dudaba. Con casi total seguridad los niños no eran la fuente. Y los adultos no enfermaban. El río fluía en una única dirección, corriente abajo desde profesores, personal, adultos, a los nuevos niños.

El ordenador volvió a lanzar un aviso. Dicken miró a la pantalla. El Ideador había identificado una secuencia de su biblioteca estándar del genoma humano. Tocó una caja en la pantalla. Se abrió, mostrándole el mapa genético de un HERV recóndito y defectuoso. No se conocía ningún caso en que los virus coxsackie —es más, la superfamilia de los Picornaviridae— se recombinasen con genes retrovirales antiguos. Sin embargo estaba mirando a una proteína relacionada con un gen del virus sospechoso, y era muy similar —90 por ciento homóloga— a una proteína una vez codificada por un antiguo retrovirus endógeno humano localizado en dos cromosomas.

La presencia de la proteína convertía un virus ARN relativamente benigno en uno que mataba, en gran número.

Tecleó otra búsqueda. El Ideador examinó el banco Genesys para un resultado en el genoma de 52 cromosomas de los nuevos niños. Según el banco Genesys, ese HERV primordial y defectuoso no se encontraba en ninguno de los niños SHEVA. Sus dos copias habían desaparecido durante la separación supermitótica y la reordenación de los viejos cromosomas.

Dicken miró a la pantalla durante varios minutos, pensando frenéticamente. Se le empañó la visión. Agarró el paño arrugado y se limpió la cara. Tenía calambres en la pierna izquierda. Se alejó del asiento y recorrió el pequeño laboratorio, apoyándose en las mesas, en el equipo.

Lo que más temían Augustine y la gente de Acción de Emergencia había sucedido. De alguna forma, antiguos virus se habían autocorregido y habían contribuido con uno o más genes nuevos a un virus común, produciendo una enfermedad mortal. Pero la recombinación no se había producido en los niños afectados por el SHEVA.

Había comenzado en adultos.

Los adultos estaban creando virus que podían infectar y matar a los niños SHEVA. Esos mismos virus no dañaban a los adultos. Dicken no podía estar seguro todavía, pero sospechaba que la proteína vírica se aprovechaba de otra proteína que sólo se expresaba en los niños —dos unidades que por sí mismas no eran tóxicas, pero eran letales en combinación.

Un nuevo papel para los virus: agentes de una respuesta inmune a nivel de especie. Guerra biológica, de una generación contra otra.

¿Una vieja especie tratando desesperadamente de matar a la nueva? ¿O simplemente un error terrible, un desliz de consecuencias mortales?

Aseguró las muestras, hizo una copia de seguridad de los archivos del ordenador, lo imprimió todo, cerró con llave el laboratorio y brutalmente empujó la puerta exterior del edificio de investigación. Se abrió y él salió al brillo del sol del atardecer.

50

Pensilvania

Mitch se había puesto una de las batas de felpa de George Mackenzie para ir a ver a Stella. Ahora estaba tendido en la cama junto a Kaye, con la bata ridículamente corta sobre las largas piernas. Respiraba regularmente. Kaye podía sentir sus manos, grandes y anchas, de dedos largos y gruesos, descansando sobre su brazo.

Kaye se dio la vuelta y apoyó la cabeza en el pecho de Mitch, donde se le había abierto la bata.

—¿He estado actuando un poco como una loca? —preguntó.

Mitch negó con la cabeza.

—Defensiva.

—¿Recuerdas cuando no estábamos juntos? Tú te dedicabas a la arqueología. Yo trabajaba mucho y estaba confundida.

—Yo no hacía arqueología —dijo Mitch—. He estado fuera de juego desde mucho antes de conocerte. Por mi estúpida culpa.

—Me encantan tus manos toscas. Todos los callos. ¿Cómo estaríamos sin Stella?

Mitch entrecerró los ojos. Mala pregunta.

—Vale —dijo Kaye. Se apoyó en la almohada—. Yo insistí. Ahora ya no tenemos ninguna otra vida.

—Yo ayudé —dijo Mitch.

—Te he descuidado. De tantas formas...

Mitch se encogió de hombros.

—¿Qué quieres para Stella? —preguntó Kaye.

—Una vida razonablemente normal.

—¿Cómo sería? En realidad no es como nosotros.

—Las similitudes con nosotros son mayores que las diferencias.

Kaye se limpió los ojos con el dorso de la mano. Todavía podía sentir al comunicador, y cuando lo tocó con sus pensamientos, oleadas de confort la recorrieron por dentro y fluyeron por sus ojos. No podía comprender esa sensación de gloriosa tranquilidad en medio de sus temores.

Mitch le tocó la mejilla. Con un dedo acarició gentilmente el rabillo húmedo del ojo.

—¿Cómo es tener una apoplejía? —preguntó—. ¿O un ataque cerebral?

—Tú eres el médico —dijo Mitch, pillado por sorpresa.

—Sam sufrió una apoplejía —dijo Kaye. Sam era el padre de Mitch.

—Cayó como un árbol —dijo Mitch.

—Quedó paralizado y murió en un par de horas.

—Fue rápido. ¿Qué pretendes?

—¿Una persona puede tener una apoplejía que le haga sentir bien? La gente no iría al médico por algo así, ¿no?

—Nunca he oído algo así —dijo Mitch.

—Pero no habría informes, verdad, a menos que lo pillasen en una... RM o en un TAC o algo así. El cerebro es tan misterioso...

—¿Qué ha provocado esas preguntas? —dijo Mitch—. Hacemos el amor y tú hablas de sufrir apoplejías. —Intentó sonreír—. Se llama tener un orgasmo, señorita.

Kaye levantó la cabeza y rodó para encararse con él, negándose a sentirse divertida.

—¿Has sentido alguna vez que alguien o algo toca tus pensamientos? ¿Aprobando todo lo que eres, llenándote de comprensión?

—Nooooo —dijo Mitch. La conversación no le gustaba nada. Había un brillo en el rostro de Kaye que le recordaba cuando estaba embarazada, una luz difusa e íntima en sus ojos.

—¿Es raro? ¿Qué hace la gente, con quién habla, cuando sucede de esa forma?

—¿Qué forma?

Kaye se sentó y se llevó las manos a los hombros, implorándole con la mirada, desamparada.

—¿Es lo que convierte en religiosa a una persona?

La expresión de Mitch era tan seria que Kaye tuvo que reírse.

—Quizá me esté convirtiendo en una sacerdotisa. Un chamán.

—Generalmente —empezó a decir Mitch, adoptando tono de profesor—, los chamanes van un poco locos. La tribu los alimenta y los pone a trabajar. Los chamanes son más entretenimiento que lectura de entrañas y huesos de nudillos.

Kaye tensó la mandíbula.

—Intento comprender una cosa.

—¿En el embarcadero te dio la sensación de sufrir una apoplejía? —preguntó Mitch, incapaz de mantener la preocupación lejos de la voz.

—No lo sé. —Kaye sonrió como ante un recuerdo agradable—. Todavía sigue conmigo.

—¿Vuelves a estar embarazada? ¿Tienes vómitos?

—No, maldición —dijo Kaye, pegándole en el brazo—. No estás prestando atención.

—No estoy oyendo nada que pueda comprender. Dime, directamente... ¿lo sentiste como un episodio, un ataque de nervios? Estamos sufriendo mucho estrés. —Se puso en pie al lado de la cama, dejando la bata. Kaye le miró, sus brazos, pecho y la parte superior de los hombros cubiertos de un pelo espeso, y su mirada cayó hacia sus genitales colgando en un desfile de descanso tras el coito, agitándose con el movimiento nervioso de los brazos.

Se rió.

Eso detuvo a Mitch por completo. Se quedó quieto como una estatua, mirándola. No había oído a Kaye reírse de esa forma, de él, de los aspectos ridículos de la vida, en más de un año, quizá dos; no podía recordar la última vez.

—Pareces feliz —dijo.

—No estoy feliz —dijo Kaye indignada—. La vida es una puta mierda, pero nuestra hija... —Se le arrugó la expresión. Lloró a través de los dedos—. Va a vivir, Mitch. Eso es una bendición, ¿no? ¿Es eso lo que siento... agradecimiento, alivio?

—¿Agradecimiento por qué? —dijo Mitch—. ¿Por el dios que hace enfermar a los niños pequeños con afecciones desagradables?

Kaye extendió los brazos, haciendo un gesto con los dedos al dormitorio, las colchas de encaje, las paredes de madera, las flores secas bajo un vidrio en un complejo marco dorado, la jarra de agua sobre una pequeña mesa blanca de mimbre junto a la mesa de noche. Mitch observó los ojos hinchados y la cara roja de Kaye con verdadera preocupación.

Tenemos más suerte que otros —dijo—. Tenemos suerte de que nuestra hija esté con vida.

—Dios no lo hizo —dijo Mitch, con voz que se volvía amarga—. Nosotros lo hicimos. Dios la hubiese matado. Ahora mismo Dios mata a miles de Stellas.

—Entonces ¿qué siento? —preguntó Kaye. Alargó las manos y Mitch las agarró. Cantó un mirlo. Los ojos de Mitch se dirigieron a la ventana.

—Es el rebote —dijo, calmándose su furia—. No podemos sentirnos como una mierda continuamente o acabaremos rindiéndonos para morir. —La colocó de rodillas sobre la cama, y la abrazó como un experto hasta que le resonó la espalda.

—Oh —dijo ella.

—No te dolió —dijo Mitch—. Ahora te sientes mejor.

—Así es —afirmó Kaye, con los brazos alrededor del cuello de Mitch.

Stella atravesó la puerta.

—Tengo esto en la muñeca —dijo, tirando del esparadrapo—. Me duele la piel.

Los miró, desnudos, juntos. No tenía sentido mantener secretos; Stella podía oler todo lo que había pasado en la habitación. Incluso de bebé Stella había parecido comprender instintivamente los porqués y cuáles del sexo. Sin embargo, Mitch soltó a Kaye, apartó su cuerpo y cogió la bata.

Kaye se tapó con la colcha y fue a donde su hija. Stella se apoyó en sus brazos y Kaye y Mitch la llevaron de vuelta a su cama.

51

Ohio

—Nuestra última conexión con el mundo exterior —dijo Augustine, mostrando un teléfono por satélite—. Servicio secreto, benditos sean. Pero se me tuvo que ocurrir. Se ocultan en sus coches, y no me lo ofrecieron —subió el tramo de escalera hasta el despacho de Trask. Por la pernera había manchas de vómito seco. No era suyo.

Dicken subió sigilosamente tras Augustine.

—La escuela dispone de un servidor seguro. Tengo la clave de Jurie para el ordenador del laboratorio, pero no la clave para llegar al mundo exterior.

—Lo sé. Bien, ¿qué tenemos aquí?

—Coxsackie, una nueva variedad —dijo Dicken—. Los niños padecen la enfermedad de mano, pie y boca.

Augustine abrió la puerta del despacho.

—¿Como el ganado?

Dicken hizo un gesto negativo.

—Estás cansado. Presta atención. No pie y boca, es EMPB. Mano, pie y boca. Una infección vírica habitual en la infancia.

—¿Recombinada? —Augustine se sentó tras la mesa y colocó el teléfono encima. Marcó un número, obtuvo un sonido áspero y agudo, lanzó un juramento y marcó otro.

—Sí —dijo Dicken.

—¿Con antiguos virus endógenos?

—Sí.

—Mierda. ¿Cómo es posible?

—Es un mecanismo que no me había encontrado antes.

—¿Entonces para qué molestarse en llamar? —Augustine se detuvo a mitad del número, asqueado. Tenía las uñas negras por la suciedad y las secreciones—. Se ha acabado.

—No, no es así. Los genes recombinados no pueden venir de los niños —dijo Dicken—. No los tienen. Se eliminaron cuando los cromosomas se reformaron durante la supermitosis.

Augustine levantó el mentón.

—¿Nosotros ayudamos a la recombinación del virus?

Dicken asintió.

—Puede que viajase en nosotros y mutase en silencio durante años. Ahora está haciendo su jugada... contra los niños.

—¿Pruebas?

—Más que suficientes —dijo Dicken—. En cualquier caso, la mayor parte de lo que necesitamos. Podemos enviar mis resultados. El CCE no precisa más que realizar sus propios análisis, comparar mis hallazgos con los suyos propios. Estoy seguro de que serán iguales. Luego, le decimos a Ohio que se retire y hacemos que Acción de Emergencia se calme. No es una plaga asesina... no para nosotros.

—¿Alguien nos hará caso? —preguntó Augustine.

—Tendrán que hacerlo. Es la verdad.

Augustine no parecía convencido de que eso fuese suficiente para cambiar la tendencia.

—¿Quién es el mejor contacto con el CCE?

Dicken pensó con rapidez.

—Jane Salter. Se encarga del análisis estadístico en el Centro Nacional de Enfermedades Infecciosas. Nunca se alió con la gente de Acción de Emergencia, pero respetan su juicio. Es fiable y objetiva —cogió el teléfono de manos de Augustine y marcó el número directo de Salter en Atlanta.

Al fin tuvieron suerte. La llamada llegó y Salter contestó en persona.

—Jane, soy Christopher.

—¿El famoso Christopher Dicken? Hace tanto tiempo, Christopher. Perdóname, me siento un poco cansada. He estado levantada durante días, procesando datos.

—Estoy en Ohio, en la escuela Goldberger. Tengo algo importante.

—¿Sobre cierto virus coxsackie recombinado?

—Ése mismo. Dinámica de población, flujo del virus, análisis —dijo Dicken.

—No me digas.

—Querrás mis resultados.

Oyó un chasquido.

—Estoy grabando, Christopher —dijo Salter—. Que sea rápido. Hay una reunión importante en cinco minutos. De las de seguimos o lo dejamos, si sabes a qué me refiero.

Augustine levantó la vista al oír un rugido distante. Se dirigió a la ventana y miró más allá de la rotonda, fuera de la entrada principal.

—¿Qué demonios es eso? —Cogió un par de binoculares del alféizar y miró—. Helicópteros.

DeWitt subió por las escaleras, gritando.

—¡Vienen helicópteros!

—¿Las tropas van a entrar? —preguntó Dicken.

—No se atreverían. Estamos en cuarentena. —Augustine intentó mantener la imagen fija—. Son civiles. ¿Quién demonios iba a traerlos aquí?

—Alguien trae suministros —sugirió Dicken.

—¿Es eso posible?

—Alguien rico que tiene a un niño aquí —dijo Dicken.

—Hay dos —dijo Augustine—. No son suficientes. —Luego se le rompió la voz—. Maldición. No puedo creerlo. Están disparando. ¡Las tropas disparan a los helicópteros!

—¿Qué está pasando? —preguntó Salter al teléfono.

—Préstame atención —dijo Dicken. Podía oír el crepitar de las armas de asalto en el perímetro de la escuela—. Y por amor de Dios, trabaja rápido.

Empezó a leerle los resultados.

52

Pensilvania

El aire se enfriaba y las nubes se desplazaban sobre los árboles. Mitch estaba sentado en el embarcadero. Kaye estaba en la casa, durmiendo junto a Stella en la gran cama, que Stella prefería ahora que se sentía un poco mejor.

Pasarían días antes de que pudiese viajar, pero Mitch sabía que el momento llegaría antes. Pero por alguna razón, no podía obligarse a hacerlas salir bruscamente y meterlas en la parte posterior del jeep.

No sólo le preocupaba la salud de Stella.

Había algo más, y por pequeño que en retrospectiva pudiese parecer, le alteraba, la mirada de Kaye, su forma de hablar sobre lo sucedido en el embarcadero. Si después de todos estos años, su compañera, su esposa empezaba a vacilar...

Kaye siempre había sido la fuente de su fuerza, el árbol enraizado.

El aire estaba pesado y húmedo. Observó cómo se movían las nubes y sintió las primeras gotas de lluvia, gotas grandes que cambiaban el sabor y el olor del aire. Le escoció la nariz. Podía oler cómo el bosque se preparaba para la tormenta. Su sentido del olfato había sido muy sensible incluso antes de tener a Stella. Una vez le había dicho a Kaye: «Pienso con la nariz.» Pero esa habilidad había quedado amplificada al ser un padre SHEVA, y durante dos años tras el nacimiento de Stella, Mitch había disfrutado de lo que aportaba a su vida. Incluso ahora, podía oler con claridad cosas que los demás apenas podían percibir, si lo hacían.

El lago no era precisamente un lago saludable, pero se mostraba como un plácido reducto verde, recibiendo durante el invierno y la primavera el drenaje del bosque y luego secándose y concentrando todos los nutrientes durante el verano, llenándose de algas. No tenía salida. Aun así, estaba bien; era bonito. Probablemente se sentía feliz, según los parámetros de los lagos, de permanecer aislado de los grandes asuntos de otros lagos y ríos, soñando silenciosamente con las estaciones.

Mitch jamás hubiese edificado una cabaña en un lago por el problema de los mosquitos, pero igualmente le alegraba que la cabaña estuviese aquí. Además, sólo había unos pocos mosquitos. No sabía por qué.

Durante los últimos años, el olor de Kaye había sido perfectamente activo, intenso, estresado, preocupado; había olido a otras madres SHEVA, y a madre en general, y el olor vigilante era similar. En cama hace unas horas, había encontrado una insinuación de satisfacción, de confirmación. ¿O lo estaba imaginando?

¿Estaría simplemente deseando que su esposa fuese feliz durante un ratito?

Stella también lo había notado.

Quizá la familia se hubiese vuelto como el lago, aislada, reservada, no del todo saludable. Y por eso Stella había huido. Sus ideas se dispersaron como ondas bajo el dedo en movimiento de una corriente de aire descendente.

Después de unos minutos, Mitch se limitó a permanecer sentado y quedarse vacío. Gradualmente fue apareciendo otra preocupación: adónde irían cuando llegase el momento, adónde huirían a continuación. No conocía la respuesta, no quería creer que ya estuviese al límite, así que depositó esa preocupación en el estante de las preocupaciones imposibles y miró una vez más al vacío.

El vacío era agradable pero no duraba lo suficiente.

Nunca le había preguntado a Kaye qué olor tenía él. A Kaye no le gustaba discutir esas cosas. Se había enamorado de una Kaye triste y desafiante, había vivido con una mujer que no se le había abierto desde hacía meses o años, hasta la noche anterior.

Mitch levantó las manos y miró los dedos suaves. Casi podía sentirse en una excavación, con una pala, una paleta, un pincel o un cepillo de dientes en la mano, rescatando un trozo de hueso o cerámica. Casi podía sentir el sudor deslizándose por la nuca bajo el sol achicharrante, bajo la sombra de la gorra y la protección para el cuello.

Se preguntó qué pensó el padre neandertal al final, tendido en la cueva alpina, congelándose junto a su esposa ya muerta y su bebé. Allí es donde había empezado todo para Mitch, al encontrar esas momias. Desde ese momento su vida había hecho un tirabuzón; había conocido a Kaye, se había convertido en parte de su mundo. La vida de Mitch había adquirido una profundidad tremenda pero se había estrechado en su amplitud y gama.

El padre neandertal jamás tuvo la oportunidad de sentirse culpable por los buenos y viejos días perdidos de cazar con libertad mamuts y bisontes, atrapando osos cavernarios, compartiendo bayas fermentadas o bolsas de vino de miel con los muchachos.

Al menos una vez al día, Mitch repasaba esa secuencia de ideas, interrumpiendo el vacío deseado. Después las ideas se desvanecían, se miraba a sí mismo y veía a un niño asustado ocultándose entre las sombras. Nunca sabes cómo se siente un niño, ni siquiera de niño. Tienes que tener uno propio y entonces te llega.

Comprendes por primera vez.

La lluvia golpeaba el embarcadero, dejando marcas marrón oscuro. Las gotas se acumulaban en las hojas de hierbas que brotaban de entre los chalecos salvavidas acumulados. Su mano recorrió la madera y encontró un trozo de corteza, de unos quince centímetros de largo, gastado y gris. Pasó los dedos sobre la corteza, apretando sus bordes irregulares.

Kaye se encontraba a su lado. No la oyó hasta que no crujió el embarcadero. Se movía en silencio; siempre lo había hecho.

—¿Viste un resplandor ahí fuera? —preguntó.

—¿Un rayo?

—No, por ahí —Kaye señaló al bosque—. Como un reflejo.

Mitch miró frunciendo el ceño.

—Nada.

Kaye suspiró.

—Ven adentro —dijo—. Stella está tomando sopa de pollo. Tú también deberías comer.

Sería una delicia ver a su hija tomar sopa. Mitch se puso en pie y caminó con Kaye, del brazo, de regreso a la casa.

Un hombre con una gorra de béisbol negra salió de las sombras de la cabaña y se encontró con ellos en la puerta del porche. Kaye boqueó. Era joven, de veintimuchos años a lo más, de brazos bronceados. Llevaba un chaleco antibalas sobre una camiseta negra y pantalón caqui, y también portaba una pistola pequeña. Había siluetas moviéndose por la cabaña. Instintivamente, Mitch colocó a Kaye a su espalda.

El hombre de la gorra negra olía a ajo quemado. Soltó unas palabras. La atención de Mitch estaba demasiado dividida para prestar atención.

—¿Me ha oído? Soy el agente John Allen, Cuerpo Federal para Acción de Emergencia. Tenemos una orden de arresto y aislamiento. Alarguen los brazos y déjenme ver las manos. —El agente miró a la izquierda, tras Mitch—. ¿Es usted Kaye Lang?

Otro hombre, mayor, atravesó la puerta doble. Sostenía una hoja de papel en una carpeta amarilla. Mitch miró el papel, luego volvió a concentrarse en la cabaña. Por encima del hombro del joven, a través de las puertas del patio y más allá del sofá, Mitch vio a dos hombres hablando con Stella en la puerta principal. Habían envuelto a su hija en un trozo de plástico.

Stella maullaba como un gatito débil.

Mitch levantó la mano. Demasiado tarde, recordó el trozo de corteza del embarcadero, todavía agarrado a los dedos.

El joven sacó la pistola.

Mitch oyó el estampido, y la casa y el bosque giraron. Sintió la bala como una pelota de béisbol chocando contra el brazo. El trozo de tronco salió volando. Cayó sobre la cara y el pecho. Un hombre grande se le sentó encima y otros plantaron las zapatillas alrededor de su cabeza y alguien levantó del suelo los pies de Kaye. Mitch intentó levantar la vista y el hombre grande le clavó la cara en el camino de cemento cubierto de guijarros. No podía respirar —el golpe de la bala y luego la caída le habían hecho expulsar todo el aire—. Le retorcieron las manos a la espalda. Algo se le separó en el hombro. Dolía como el demonio. Todos hablaban a la vez, y un par de personas gritaban. Oyó el grito de Kaye. La lluvia no había estado tan mal. El lago estuvo bien, y también la casa. Debería haberse dado cuenta. Mitch olió su propia sangre y empezó a ahogarse.

53

Pensilvania-Arizona

Stella Nova Rafelson se sostenía sobre piernas temblorosas en medio de una larga ducha observando cómo el desinfectante rosa se perdía por el desagüe. Hombres y mujeres con mascarillas, capuchas de plástico y guantes de goma recorrían la línea con portapapeles y cámaras, registrando a los niños mientras permanecían desnudos.

—Nombre —preguntó una joven baja de voz ronca.

—Stella —respondió. Le dolían las articulaciones.

En una clínica de algún sitio, los humanos le habían puesto inyecciones y la habían atado a una cama rodeada de cortinas. Allí la tuvieron durante al menos un día mientras pasaba los últimos signos evidentes de enfermedad. En una ocasión, cuando la soltaron para usar un orinal, intentó ponerse en pie y alejarse caminando. Una enfermera y un policía la habían detenido. No querían tocarla. Usaron largas tuberías de plástico para empujarla de vuelta a la cama.

Al día siguiente, la ataron a una camilla y la subieron a la parte de atrás de un furgón blanco. El furgón la llevó a un almacén grande. Allí vio a cientos de niños tendidos en filas sobre camas de campamento. Con las cajas aplastadas y polvorientas habían formado un montón al fondo del almacén. El suelo le ennegreció los pies desnudos. Todo el edificio olía a madera vieja, polvo y desinfectante.

Le dieron sopa en una botella de apretar, sopa fría. Sabía fatal. Toda esa noche gritó llamando a Kaye y a Mitch con una voz tan ronca y débil que ella misma apenas podía oírla.

El siguiente viaje —en un autobús atravesando el desierto y muchos pueblos y ciudades— requirió un día y una noche. Fue con otros chicos y chicas, sentada recta e incluso durmiendo sobre un banco.

Oyó al guarda y al chófer hablar sobre la ciudad más cercana, Flagstaff, y comprendió que estaban en Arizona. Cuando el autobús perdió velocidad y abandonó la autovía de dos carriles, Stella vio relucientes letras metálicas dispuestas sobre un arco de ladrillos sobre una pesada puerta metálica: ESCUELA DE ACCIÓN DE EMERGENCIA SABLE MOUNTAIN.

El tiempo le llegaba en ráfagas confusas. Recuerdos y olores se entremezclaban y parecía que su pasado, su vida con Kaye y Mitch, se había ido por el desagüe junto con el desinfectante.

Después de que terminasen de tomar fotos una vez más y registrar sus nombres, los ayudantes separaron a las chicas de los chicos y les entregaron batas de hospital abiertas por detrás y llevaron a las niñas en fila por un pasaje de hormigón, bajo el cielo abierto, hasta una caravana, doce nuevas niñas en total.

El tráiler ya contenía a catorce.

Una de las niñas se colocó junto a la cama de Stella y dijo:

—Hola. Lo lamento.

Stella levantó la vista. La chica era alta, tenía el pelo negro y amplios y profundos ojos castaños salpicados de verde.

—¿Cómo te sientes-KUK? —preguntó la niña. Parecía tener un problema de habla.

—¿Dónde estoy?

—Es una especie-KUK de hogar —dijo la niña.

—¿Dónde están mis padres? —preguntó Stella, antes de poder detenerse. Sus mejillas se tiñeron de vergüenza y miedo.

—No lo sé —respondió la chica.

Las catorce se congregaron alrededor de las niñas nuevas y presentaron las manos.

—Toca las palmas —le indicó la chica del pelo negro—. Te hará sentir mejor.

Stella se metió las manos en las axilas.

—Quiero saber dónde están mis padres —dijo—. Oí disparos.

La chica de pelo negro agitó la cabeza lentamente y tocó a Stella bajo la nariz con la punta del dedo. Stella retiró la cabeza de golpe.

—Ahora estás con nosotras —dijo—. No tengas miedo.

Pero Stella tenía miedo. La habitación olía tan rara... Había tantas chicas y todas febriaromando, todas intentando persuadir a las chicas nuevas... A medida que sentía que el olor realizaba su función, Stella tuvo ganas de salir y echar a correr.

No se parecía en nada a lo que había imaginado.

—Es o-KUK —dijo la niña del pelo negro—. En serio. Aquí se está bien.

Stella gritó llamando a Kaye. Era terca. Pasarían semanas antes de que dejase de gritar por las noches.

Intentó resistirse a la unión con las otras chicas. Eran amistosas, pero desesperadamente deseaba volver y vivir en la casa de Virginia, la casa de la que en una ocasión había intentado huir; le parecía el mejor lugar del mundo.

Finalmente, a medida que las semanas se convirtieron en meses y nadie vino a por ella, empezó a prestar atención a lo que decían las otras chicas. Les tocó las manos y las olió. Empezó a pertenecer y ya no se resistió.

Los días de la escuela eran largos y calientes durante el verano, fríos en invierno. El cielo era enorme e impersonal y muy diferente al enmarcado en árboles de Virginia. Incluso los bichos eran diferentes.

Stella se acostumbró a permanecer sentada en las aulas y a recibir la visita de los médicos.

En una confusión de crecimiento y tiempo juvenil, intentó olvidar. E incluso mientras dormían, sus amigas la tranquilizaban.

SEGUNDA PARTE: SHEVA + 15

Padres SHEVA activistas retenidos en instalaciones federales durante dos años o más sin haberse presentado cargos, según reglamentaciones de Acción de Emergencia, podrían beneficiarse al fin de una revisión de sus casos por los tribunales estatales, en aparente desafío de las secretas Directivas de Decisión Presidencial, dice una fuente anónima de la oficina del fiscal general de California.

Los derechos de visita de los padres SHEVA en las escuelas de ACEM podrían reestablecerse caso a caso, según oficiales administrativos del gabinete en un testimonio ante el Congreso. No se han comunicado más detalles. Control Ciudadano de la Seguridad y Salud Nacional, un grupo de control asociado con el Partido Ecologista, dice que protestará por este cambio de política.

New York Times E-Line National Crisis Shorts

Hacen estallar bombas. Se queman a lo bonzo y bloquean el tráfico. Sus niños son portadores de enfermedades que ni siquiera podemos imaginar. Demonios, incluso los padres pueden hacernos enfermar e incluso matarnos. Si tengo que elegir entre sus libertades civiles y mantener a mis propios hijos, normales y hermosos, libres de enfermedades, entonces digo que al cuerno la libertad. Digo que a la mierda la ACLU. Siempre lo he dicho, siempre lo diré.

Congresista Harold Barren, republicano de Carolina del Norte; hablando para El Minuto del Congreso

Quince años y la tensión nos está matando. No puede continuar.

Cuando suspendemos el habeas corpus y nadie pestañea. Cuando nuestros vecinos y parientes, e incluso nuestros hijos, son cargados en camiones sin identificación y nosotros nos acurrucamos aliviados, está cerca el final de toda una forma de vida, de la filosofía y la psicología americanas. Un final demasiado cercano, quizá ya esté aquí.

Un gobierno fundamentado en el miedo atrae a los peores elementos, que lo corrompen desde dentro. Un edificio inestable, un gobierno contra su propio pueblo, contra cualquiera de sus ciudadanos, debe desmoronarse pronto.

JEREMY WILLIS, The New Republic

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1

Washington, D.C.

Las nubes sobre la capital estaban hinchadas y verdes por la lluvia. El aire parecía bochornoso y pegajoso. Kaye se subió a un coche del gobierno en Dulles. Vestía un traje gris bien cortado con una blusa amarilla pálida, mangas y cuello de encaje, unos zapatos razonables para caminar, y unos de vestir en el bolso. Se había maquillado con cuidado al final de la mañana y se había retocado en un baño de Dulles. Sabía qué aspecto tenía: pálida, delgada, la cara de un tono más intenso de beige polvoriento que sus muñecas. Mediana edad y frágil. Demasiado tiempo pasado en laboratorios, ni de lejos tiempo suficiente empleado en mirar el sol o ver el cielo.

Podría haber sido una de los diez mil trabajadores profesionales que abandonaban los largos edificios color café y grises que rodeaban Washington, esperando que el tráfico se aclarase, parándose para tomarse una copa o un café, reuniéndose con colegas para cenar. Prefería el anonimato.

La pasada noche, Kaye había estudiado cuidadosamente el folio informativo de la oficina del senador Gianelli. Lo que había leído en ese folio podía verlo claramente en el camino desde Dulles. La capital perdía la poca autoestima que le quedaba. En algunas calles, la recogida de basuras llevaba semanas retrasada sin explicación. Tropas de la guardia nacional y el ejército regular recorrían las calles en tríos, con las armas cargadas y listas. Vehículos militares y de seguridad —Humvees, camiones de explosivos, transportes personales blindados— ocupaban calles importantes, subidos a las aceras o bloqueando intersecciones. Barreras de cemento que cambiaban cada día y múltiples puntos de control con kioscos de identificación reforzados hacían que el viaje a los edificios gubernamentales fuese tortuoso.

La capital incluso olía a enfermedad. Washington se había vuelto una ciudad de líneas largas y tristes, rostros ojerosos, ropa arrugada. Todo el mundo temía a la gente que llevaba abrigos largos, a los camiones de reparto, a las cajas abandonadas en las calles, y a los pósters pegados a las paredes exigiendo justicia esotérica y que ocultaban bombas delgadas y desagradables para que estallasen cuando alguien intentase retirarlos.

Sólo los payasos y los monstruos parecían ser felices y tener buena salud. Sólo los payasos y los monstruos avanzaban en sus carreras en Washington, D.C., en el decimoquinto año del SHEVA.

El chófer le dijo que la vista se había retrasado y que tenían algo de tiempo libre. Kaye le pidió que se detuviese frente a la librería Stefano's en la calle K. Pensó en comer, pero no conseguía que se le despertase el apetito. Simplemente quería estar sola durante unos minutos para pensar.

Kaye se puso la cinta del bolso al hombro y entró en el punto de control para minoristas que había frente a la librería. Un guardia pesado y grande, vestido con un uniforme que le quedaba pequeño y en el que todos los botones parecían a punto de saltar, la miró de arriba abajo con expresión neutra y le indicó que pulsase el escáner digital, para indicarle a continuación que pasase por el detector de metales. Los olisqueadores se activaron, buscando rastros de explosivos o materiales volátiles sospechosos.

El perfume se había convertido en algo que no se debía llevar en la ciudad.

—Limpia —dijo el guardia, con una voz que sonó como un pequeño trueno—. Que pase una buena tarde.

Fuera empezó a llover. Kaye miró por el escaparate y vio la basura flotando por las cunetas, bolsas de papel y vasos. Los canalones se estaban atascando y pronto el agua volvería a salir.

Sabía que necesitaba algo de comida. No debería asistir a la vista con el estómago vacío, y no había comido desde las diez de la mañana. Ahora eran las cinco. En el pequeño café del interior de la tienda había sándwiches y sopa. Pero Kaye dejó atrás el cartel del menú sin detenerse, como en piloto automático. Sus zapatos produjeron una especie de sonido húmedo sobre el linóleo al atravesar varios pasillos largos de estanterías. Las luces fluorescentes parpadeaban y zumbaban en el techo. Un joven con el cabello largo y trenzado estaba sentado sobre un sillón a cuadros, con una mochila medio vacía sobre el regazo, dormido. Una Biblia de bolsillo se encontraba abierta boca abajo sobre el brazo del sillón.

Dios duerme.

Sin pensar, Kaye giró a la derecha y se encontró en la sección de religión. La mayor parte de los estantes estaban repletos de novelas apocalípticas de llamativos colores. Hologramas de e-papel saltaron de las portadas chillonas a su paso: final de los tiempos, éxtasis, revelación, demonios y ángeles oscuros. La mayoría de los libros contenían chips de voz que podían leer toda la historia. Los mismos chips reemplazaban las citas de portada con invitaciones vocales. Los estantes murmuraban bajito en una onda, como fantasmas despertados por el rápido paso de Kaye.

Los textos teológicos serios habían quedado exiliados. Encontró un único estante oculto en lo alto al fondo, cerca de la pared de ladrillo. En esa esquina hacía frío y los libros estaban gastados y polvorientos.

Con los ojos como platos, algo nerviosa, Kaye tocó los lomos y leyó un título, luego otro. Ninguno parecía adecuado. La mayoría eran comentarios cristianos contemporáneos, no lo que buscaba. Algunos atacaban con furia al darwinismo y a la ciencia moderna.

Se volvió lentamente y miró por el pasillo, escuchando a los libros, las voces en competición silbando como hojas que caen. Después frunció el ceño y se concentró en el estante solitario. Estaba decidida a encontrar algo útil. Sacó un libro llamado Hablando con el único Dios. Recorriendo con rapidez cinco páginas, encontró letras grandes, márgenes amplios, instrucciones santurronas pero simples sobre cómo vivir una vida cristiana en tiempos inquietos. No vale. No es lo que necesito.

Devolvió el libro con un rictus y se giró para irse. Un hombre y una mujer mayores bloqueaban el pasillo, sonriéndole. Kaye contuvo el aliento, moviendo los ojos. Estaba segura de que el chófer había entrado con ella en la tienda pero no recordaba haberle visto.

—¿Busca? —preguntó el hombre. Era alto y delgado hasta lo esquelético con una cubierta corta de pelo blanco trenzado. Vestía un traje oscuro. La forma en que las mangas de su abrigo le subían por las muñecas le recordó a Mitch, pero no el hombre en sí. Parecía decidido y ligeramente falso, como un maniquí o un mal actor. La mujer era igualmente alta, delgada por la cintura pero de brazos carnosos. Llevaba un vestido largo que le colgaba de las caderas.

—¿Perdone? —dijo Kaye.

—Hay lugares mejores para buscar, y textos mejores a encontrar —dijo el hombre.

—Gracias, estoy servida —dijo Kaye. Apartó la vista y cogió otro libro, con la esperanza de que la dejasen en paz.

—¿Qué busca? —preguntó la mujer.

—Sólo miro. Nada en particular —dijo Kaye, evitando sus ojos.

—Aquí no encontrará respuestas —dijo el hombre.

No veía al chófer. Kaye estaba sola, y probablemente esto no fuese un asunto serio. Intentó parecer amistosa y despreocupada.

—Sólo hay una traducción válida de las palabras del Señor —dijo el hombre—. Las encontramos en la Biblia del rey Jacobo. Dios protege al rey Jacobo como a una llama sagrada.

—Lo he oído —dijo Kaye.

—¿A qué iglesia va?

—A ninguna —dijo. Había llegado al final del pasillo y la pareja no se había movido—. Perdónenme, tengo una cita. —Agarró el bolso a un lado.

—¿Ha hecho las paces con Dios? —preguntó la mujer.

El hombre levantó la mano como si fuese a bendecirla.

—Perdemos a nuestras familias, a las familias de Dios. En nuestro pecado, en la homosexualidad y la promiscuidad, al seguir las costumbres de árabes y judíos, los dioses paganos de la Web y la televisión, nos apartamos del camino de Dios y el castigo de Dios es raudo. —Agitó la mano con un gesto de desagrado a los libros que cuchicheaban en los estantes—. Es inútil buscar su verdad en las voces de las máquinas del diablo.

Los ojos de Kaye se arrugaron. De pronto se sentía furiosa y perversamente en control, incluso depredadora, como si ella fuese el halcón y ellos las palomas. La mujer percibió el cambio. El hombre no.

—Terence —dijo la mujer y tocó al hombre en el hombro. Él bajó la vista del techo, encontrándose con la mirada firme y furiosa de Kaye y concluyó el rollo con un brinco de sorpresa y una subida y bajada de la nuez de Adán.

—Estoy sola —dijo Kaye. Lo ofreció como cebo, con la esperanza de que mordiesen y entonces poder saltar—. Mi marido acaba de salir de la cárcel. Mi hija está en una escuela.

—Lo lamento. ¿Está usted bien? —le preguntó la mujer, con suspicacia y preocupación a partes iguales.

—¿Qué tipo de hija? —preguntó el hombre—. ¿Una hija del pecado y la enfermedad? —La mujer le tiró con fuerza de la manga. La nuez de Adán le volvió a saltar, y sus ojos se movieron sobre sus ropas como si buscasen bultos sospechosos.

Kaye cuadró los ojos y extendió la mano para pasar.

—La conozco —siguió diciendo el hombre, a pesar de los esfuerzos de su mujer—. La reconozco. Usted es la científica. Usted descubrió a los niños enfermos.

Limitada por el pasillo, la garganta de Kaye se cerró. Tosió.

—Tengo que irme.

El hombre realizó un último intento, muy valiente, por llegar a ella.

—Incluso un científico enamorado egoístamente de su propia mente, sofocándose bajo la exposición de la fama televisiva, puede aprender a conocer a Dios.

—¿Ha hablado con Él? —exigió Kaye—. ¿Ha hablado con Dios? —Agarró al hombre y le hundió las uñas en la tela y la carne que había debajo.

—Rezo todo el tiempo —dijo el hombre, retrocediendo—. Dios es mi Padre en el Cielo. Siempre me escucha.

Kaye apretó más.

—¿Dios le ha respondido? —preguntó.

—Sus respuestas son múltiples.

—¿Alguna vez siente a Dios dentro de su cabeza?

—Por favor —dijo el hombre, con una mueca de dolor.

Suéltele —insistió la mujer, intentando apartarla.

—¿Dios no le habla? Qué curioso —ofreció Kaye, empujándolos a los dos—. ¿Por qué no iba a hablarle Dios?

—Tememos a Dios, le rezamos, y Él responde de muchas formas.

—Dios no se queda por aquí cuando las cosas se ponen mal. ¿Qué tipo de Dios es ése? Es como un mensaje grabado, una especie de servicio divino que te deja en espera mientras tú gritas. Explíquemelo. Dios dice que me ama pero me arroja a un mundo de dolor. A ustedes, tan llenos de odio, tan ignorantes, les deja en paz. A los fanáticos intolerantes ni los toca. ¡Explíquemelo!

Soltó el brazo del hombre.

La pareja, con caras de terror, se dio la vuelta y huyó.

Kaye se quedó con los libros parlantes que se iban acallando a su espalda. El pecho le subía y le bajaba y sus mejillas estaban rojas y húmedas.

—Vale —le dijo al pasillo vacío.

Después de un intervalo decente, para evitar encontrarse con la pareja en el exterior, abandonó la tienda. Pasó de la mirada de irritación del guardia.

Se quedó de pie bajo los aleros respirando en el calor y la humedad y escuchando el trueno real, muy lejos sobre Virginia. El coche gubernamental apareció por la esquina y se detuvo en las zonas marcadas de amarillo con franjas negras frente a la tienda.

—Lo lamento —dijo el chófer. Kaye miró a través de la ventanilla de la limusina y vio por primera vez cómo se encontraba el joven y lo preocupado que estaba—. La seguridad de la tienda no respetó mi licencia. No hay sitio donde aparcar. El maldito guardia incluso me enseñó la pistola. Dios mío, señora Rafelson, lo lamento. ¿Todo está bien?

2

Edificio Hard de Oficinas del Senado. Sesión plenaria del Comité del Senado para la Supervisión de Acción de Emergencia, vista secreta. WASHINGTON, D.C.

Mark Augustine esperó pacientemente en la antecámara hasta que lo llamaron para ocupar su sitio. Se anotó debidamente que era el antiguo director de Acción de Emergencia. Los nueve senadores reunidos para esta insólita vista por la tarde —cinco republicanos y cuatro demócratas— intercambiaron cumplidos nerviosos durante unos minutos. Dos de los demócratas comentaron, para que constase, que la directora actual llegaba tarde. Igualmente, el senador Gianelli no estaba presente.

La presidenta, la senadora Julia Thomasen de Maryland, manifestó su exasperación y se preguntó quién había convocado la reunión. Nadie lo tenía claro.

La reunión se puso en marcha sin la directora ni Gianelli, y al carecer de cualquier propósito o punto focal evidente, pronto degeneró en un debate irritado sobre los sucesos que habían llevado a la destitución de Mark Augustine tres años antes.

Augustine se recostó en su asiento, se cruzó las manos sobre el regazo, y dejó que los senadores discutiesen. Durante su carrera había venido al Capitolio a testificar en cincuenta y tres ocasiones. El poder no le impresionaba. La ausencia de poder le impresionaba. Todos en esta sala, por lo que a él se refería, carecían casi por completo de poder.

Y —si los rumores eran ciertos— lo que no sabían estaba a punto de darles un mordisco en el culo.

Los demócratas en minoría controlaron el vaivén durante unos minutos, introduciendo con destreza sus comentarios en el acta. El senador Charles Chase de Arizona inició el interrogatorio de Augustine por cuestión de cortesía entre senadores. Sus preguntas pronto llegaron al papel del estado de Ohio en la muerte de los niños SHEVA.

—Señora presidenta —aulló el senador Percy de Ohio—, me ofende la sugerencia de que el estado de Ohio fuese de alguna forma responsable de ese desastre.

—Senador Percy, el senador Chase tiene la palabra —le recordó la senadora Thomasen.

—Me ofende toda la cuestión —aulló Percy.

—Registrado. Por favor, prosiga, senador Chase.

—Señora presidenta, me limito a seguir la línea de preguntas iniciada la semana pasada por el senador Gianelli, que espero no esté indispuesto hoy, al menos no con un virus.

No hubo risas en la cámara del senado. Chase siguió sin perder el paso.

—No pretendo ofender al honorable senador de Ohio.

El senador Percy hizo un gesto con la mano cubriendo toda la cámara como si estuviese más que dispuesto a lanzarlos a todos por la ventana.

—La corrupción personal no debería manchar a tan gran estado.

—Ni yo pretendo impugnar la reputación de Ohio, que es donde nací, señora presidenta. ¿Puedo continuar con mis preguntas?

—¿Qué demonios te obligó a mudarte, Charlie? —preguntó Percy—. Nos vendría bien tu vista de águila —le sonrió a la sala casi totalmente vacía. Sólo un senador al que le gustaba dar la nota, o un cómico al final de sus días, podía imaginar un público donde no lo había, reflexionó Augustine. Desplegó los brazos para tocar ligeramente con el dedo sobre la mesa.

—La presidencia solicita un mínimo de camaradería.

—He terminado, señora presidenta —anunció Percy, recostándose y poniéndose las manos tras el cuello.

Augustine bebió lentamente de un vaso de agua.

—Quizá nuestras preguntas podrían ser más específicas, tratar más de responsabilidades y menos de geografía —sugirió Thomasen.

—Que así sea —dijo Percy.

—Cuando estuvo al cargo del sistema de escuelas de Acción de Emergencia, ¿suministró a todas las escuelas, incluso las controladas por el estado, con la asignación federal de suministros médicos? —dijo Chase.

—Lo hicimos, senador —dijo Augustine.

—¿Esos suministros incluían los mismos antivirales que podrían haber salvado la vida de esos niños desafortunados?

—Así fue.

—¿En cuántos estados había suministro suficiente de esos antivirales para tratar a los niños enfermos?

—Cinco; seis, si incluimos el territorio de Puerto Rico.

—¿Mi estado, doctor, era uno de ellos?

—Lo era, senador —dijo Augustine.

El senador hizo una pausa para que quedase claro.

—El suministro de antivirales fue suficiente para tratar a los niños en custodia... a nuestro cuidado. Arizona no perdió ni de lejos tantos niños como la mayoría. ¿Y ese suministro estaba garantizado porque Arizona no pretendió controlar y desviar los suministros para las escuelas de Acción de Emergencia, un secuestro patrocinado por la mayoría republicana, si recuerdo correctamente?

—Sí, senador —Augustine volvió a golpear con el dedo sobre la mesa. Ahora no era el momento de comentar las acciones actuales de Arizona. Había rumores de que allí se metía en escuelas a los hijos de los disidentes. Evidentemente, ya no tenía acceso a la lista.

—¿Sería justo decir que perdió su trabajo debido a ese fiasco? —preguntó Chase.

—Formó parte de una situación más amplia —dijo Augustine.

—Una buena parte, supongo.

Augustine asintió muy ligeramente.

—¿Sigue siendo consultor para la Autoridad de Acción de Emergencia?

—Sirvo como consejero de asuntos víricos para el director del Instituto Nacional de Salud. Sigo teniendo despacho en Bethesda.

Chase buscó más material entre los papeles y añadió:

—¿En esta cuestión su estrella no ha salido del todo del firmamento?

—Supongo que no, senador.

—¿Y cuál es el presupuesto de la Autoridad este año? —Chase levantó la vista inocentemente.

—Tú de todos nosotros deberías saberlo, Charlie —gruñó el senador Percy.

—El presupuesto de Acción de Emergencia no está sujeto a revisión anual por parte del Congreso, ni tampoco está disponible para el escrutinio público directo —dijo Augustine—. Yo mismo no tengo la cifra exacta, pero estimo que el presupuesto actual supera los ochenta mil millones de dólares... el doble que tenía cuando yo era director. Eso incluye investigación y desarrollo en los sectores privados y públicos.

Thomasen miró ceñuda a la sala.

—La directora se retrasa.

—No está aquí para defenderse —observó Percy con diversión. Thomasen le hizo un gesto a Chase para que continuase, y luego consultó con un interno.

Chase se acercó a su tema favorito.

—Acción de Emergencia se ha convertido en uno de los mayores programas gubernamentales de este país, rechazando con éxito todos los intentos por limitar sus prerrogativas e investigar su constitucionalidad en un momento de recortes fiscales drásticos, ¿no es así?

—Todo cierto —dijo Augustine.

—Y con ese presupuesto, aprobado tanto por administraciones republicanas como demócratas año tras año, ACEM ha gastado decenas de millones de dólares en abogados para defender su cuestionable legalidad, ¿no es así?

—Los mejores, senador.

—¿Y presta atención a los deseos del Congreso, o a su comité de control? ¿Hasta el punto de que la dirección llega a tiempo cuando se la requiere?

El senador Percy de Ohio exhaló sobre el micrófono creando la sensación de que había mucho viento en la cámara.

—¿Adónde nos dirigimos, señora presidenta? ¿No hay ojos a la funerala para todos?

—¡Perdimos a setenta y cinco mil niños, senador Percy! —rugió Chase.

Percy replicó de inmediato.

—Los mató una enfermedad, senador Chase, no mis electores, ni siquiera ningún ciudadano normal, los verdaderos ciudadanos, de mi gran estado, o de este gran país. —Percy evitó la mirada de halcón del senador de Arizona.

—Doctor Augustine, ¿no es su conclusión científica que esta nueva variedad vírica, de la enfermedad mano, pie y boca, se generó en la llamada población adulta normal, en parte por recombinación con antiguos genes víricos que no se encuentran en los niños SHEVA? —preguntó Chase.

—Sí —dijo Augustine.

—Muchos científicos importantes no están de acuerdo —dijo Percy, y levantó la mano como si quisiese protegerse de una súbita rociada de gravilla—. ¿Y no predijo usted que sucedería lo contrario, hace catorce años, en una declaración que prácticamente condujo a la creación de Acción de Emergencia?

—¿Lo contrario es...? —dijo Augustine, arqueando las cejas.

—Que los niños crearían nuevos virus que nos matarían, doctor.

Augustine asintió.

—Así fue.

—¿Y no sigue siendo una posibilidad científica, doctor Augustine? —exigió Percy.

—No ha sucedido, senador —dijo Augustine apaciblemente.

Percy avanzó.

—Vamos, doctor Augustine. Es su teoría. ¿No es probable que ese brote vírico mortal se produzca pronto, dada la posibilidad de que esos niños perciban que están amenazados, y que muchos de esos viejos virus respondan a los productos, esteroides o lo que sea que fabrican cuando son infelices o están estresados?

Augustine controló un estremecimiento del labio. El senador demostraba algo de educación.

—Sugiero que quizá los niños ya han puesto la otra mejilla, y que es hora de que nosotros mostremos algo de caridad. Podríamos aliviar parte de su estrés. Y deberíamos reconocerlos como lo que son, no lo que tememos que sean.

—Son el producto mutado de una temible enfermedad vírica —dijo Percy, enderezándose el micrófono con un crujido.

—Son nuestros hijos —dijo Augustine.

—¡Nunca! —gritó Percy.

3

Escuela de Acción de Emergencia Sable Mountain. ARIZONA

Habían cancelado sin explicación la hora de estudio de Stella por la tarde y se le había dicho que fuese al gimnasio. El edificio estaba vacío y la pelota de baloncesto producía un eco con cada bote.

Stella corrió hacia el extremo de la cancha, con las zapatillas gastadas chirriando sobre la pintura gomosa que cubría el suelo duro de hormigón. Giró para un lanzamiento y observó la pelota dar vueltas al aro, vacilar y caer. No había red para reducir la caída. Con destreza agarró la pelota mientras caía y corrió por la cancha para hacerlo otra vez. Mitch le había enseñado a lanzar rebotes a los ocho años. Recordaba un poco de las reglas, pero no mucho.

La compañera de camastro de Stella, Celia Northcott, de pelo negro, entró en el gimnasio quince minutos después. Celia era un año más joven pero parecía más madura. Había nacido gemela pero su hermana había muerto cuando sólo tenía unos meses. Era común entre los gemelos SHEVA; normalmente sólo sobrevivía uno. Celia compensaba una tendencia hacia la tristeza con una alegría quebradiza que en ocasiones irritaba a Stella. Celia era todo planes, y probablemente fuese la más apasionada constructora de demes —grupos sociales de los niños SHEVA— y esquemas sobre cómo vivir cuando creciesen.

Se protegía el brazo —una venda le cubría la muñeca— e hizo una mueca cuando Stella retuvo la pelota y la interrogó con un destello de pecas y una mirada.

—Sangre —dijo Celia, y se sentó con las piernas cruzadas en un lateral de la cancha—. Como medio litro.

—¿Por qué?

—¿Cómo voy a saberlo? KUK. Anoche tuve una pesadilla. —La lengua de Celia se quedó atrapada al producir su chasquido glotal característico, que casi oscurecía su hiperhabla. A Celia no se le daba muy bien el hablar doble. Alguien, no había dicho quién, había intentado mutilarle la lengua cuando tenía ocho años. Se lo había revelado a Stella una noche, cuando Stella la había encontrado acurrucada en una esquina del barracón, llorando y oliendo a cebollas eléctricas. El reborde de superficie que había en la mayoría de los niños era una cicatriz blanca en la lengua de Celia, y en ocasiones alargaba las palabras o insertaba un chasquido.

Stella se agachó junto a Celia y ligeramente hizo rebotar la mano sobre la pelota que sostenía entre las piernas. Nadie sabía por qué los consejeros extraían tanta sangre, pero las visitas al hospital normalmente venían precedidas por disgustos o comportamientos inusuales; hasta ahí había deducido Stella.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí?

—Hasta la mañana.

—¿Algo nuevo en el hospital? —Así llamaban al edificio administrativo, adyacente a los dormitorios de consejeros y profesores, todos más allá de una verja de púas que rodeaba el complejo para chicos y chicas.

Celia negó.

—Me dieron cereales y huevos para desayunar —dijo—. Y un enorme vaso de zumo de naranja.

—¿Hicieron una biopsia?

Celia se mordió el labio y agrandó los ojos.

—¿No? ¿A quién le han hecho-KUK una biopsia?

—Beth Fremont dice que se lo contó uno de los chicos. Directamente de su... ya sabes —señaló hacia abajo y tocó la pelota.

—Iiiii —silbó la lengua de Celia.

—¿Qué soñaste? —preguntó Stella.

—No lo recuerdo. Simplemente me desperté con un chirrido.

Stella se lamió las palmas, saboreando la pintura de la cancha y la goma vieja de la pelota y algo del polvo y la suciedad de los zapatos de los demás, de los otros jugadores. Luego levantó las palmas para que Celia las entrechocase con las suyas. Celia tenía las palmas húmedas. Celia le agarró las manos y las frotó, suspiró, y se soltó tras un rato.

—Gracias —dijo, con los ojos caídos. Sus mejillas adoptaron un tono cobrizo manchado y se quedaron así durante un rato.

Stella había aprendido el truco de la saliva pocas semanas después de su llegada. Se lo había enseñado otra chica.

La puerta del gimnasio se abrió y apareció la señorita Kinney con otras diez chicas. Stella conocía a LaShawna Hamilton y a Torry Butler del dormitorio; conocía el nombre de la mayoría de las demás, pero jamás había compartido deme con ninguna de ellas. Y conocía a la señorita Kinney, la entrenadora de la escuela femenina. La señorita Kinney llevó a las otras chicas a la cancha. Colgando del hombro llevaba una bolsa con más pelotas.

—¿Qué tal un poco de entrenamiento? —preguntó a Celia y Stella.

—Le duele el brazo —dijo Stella.

—¿Puedes picar y lanzar? —le preguntó a Celia. La señorita Kinney medía un metro setenta y cinco, un poco más baja que Stella. La profesora de gimnasia era delgada y fuerte, con una nariz larga y bien formada y grandes ojos verdes, como los de un gato.

Celia se puso en pie. Nunca retrocedía ante el desafío de un consejero o un profesor. Creía ser dura.

—Bien —dijo la señorita Kinney—. He traído algunos jerséis y pantalones cortos. Están un poco gastados, pero valdrán. Vamos a ponérnoslos. Es hora de ver qué podéis hacer.

Stella se ajustó los pantalones cortos con una mueca e intentó concentrarse en la pelota. La señorita Kinney le gritaba ánimos a Celia desde un lateral.

—No te limites a oler la brisa. ¡Lanza!

Todas las chicas que había en la cancha se habían detenido en medio de las prácticas de tiro. Stella miró a Celia, la mejor en acertar a la red de su grupo de cinco.

La señorita Kinney se acercó, exasperada, y adoptó su mejor cara de Soy paciente. Stella no se atrevió a mirarla a los ojos.

—¿Qué tiene esto de difícil? —preguntó la señorita Kinney—. Dime. Quiero saberlo.

Stella bajó aún más la vista.

—No comprendemos qué sentido tiene.

—Vamos a probar algo diferente. Competiréis —dijo la señorita Kinney—. Jugaréis unas contra las otras y haréis ejercicios y aprenderéis coordinación física. Será divertido.

—Podríamos encestar más si formásemos nuestros propios equipos —dijo Stella—. Un equipo podría tener a tres ralentizando a las otras. Siete podrían jugar opuestas y hacer canastas. —Stella se preguntó si sonaba obtuso, pero realmente no comprendía lo que la señorita Kinney esperaba de ellas.

—No se hace así —dijo la señorita Kinney, volviéndose peligrosamente paciente. La señorita Kinney jamás se ponía realmente furiosa, pero a Stella le molestaba que pudiese albergar tanta irritación y no la expresase. Hacía que la profesora oliese mal.

—Bien, díganos cómo se hace-KUK —dijo Celia. Ella y LaShawna se acercaron. Celia era unos centímetros más alta que Stella, casi un metro ochenta, y LaShawna era más baja que la señorita Kinney, aproximadamente un metro setenta. Celia tenía la habitual piel olivácea y un pelo rojizo y desmelenado que parecía incapaz de mantener sobre su cabeza. LaShawna era más oscura, pero no mucho, con un pelo negro delicadamente rizado que formaba un nimbo alrededor de sus orejas y los hombros.

—Se llama juego. Vamos, chicas, sabéis lo que es un juego.

—Nosotras jugamos —dijo Stella a la defensiva.

—Claro que jugáis. Todos los monos jugamos —dijo la profesora.

Stella y LaShawna sonrieron. En ocasiones la señorita Kinney era más abierta y directa que los otros profesores. Les caía bien, lo que hacía que el frustrarla les doliese más.

—Esto es un juego organizado. Se os da bien organizar, ¿no? ¿Qué es lo que no se entiende?

—Los equipos —dijo LaShawna—. Los equipos son como los demes. Pero los demes se escogen a sí mismos. —Levantó las manos y las extendió bajo las sienes creando orejas de elefante. Era una señal; muchos de los nuevos niños las producían sin comprender en realidad el porqué. A veces los profesores creían que se pasaban de listos, pero no la señorita Kinney.

Miró a las «orejas» de LaShawna y dijo por décima vez:

—Los equipos no son demes. Ayudadme un poco. Un equipo es temporal y divertido. Yo escojo bando por vosotras.

Stella arrugó la nariz.

—Escojo jugadoras con habilidades complementarias. Puedo ayudar a crear un equipo. Estoy segura de que comprendéis cómo es.

—Claro —dijo Stella.

—Entonces jugáis un equipo contra otro y eso os convierte en mejores jugadoras. Además, hacéis ejercicio.

—Vale —dijo Stella. Hasta ahora, bien. Experimentó botando la pelota.

—Volvamos a intentarlo. Sólo la práctica. Celia, cubre a Stella. Stella, ve a por la canasta.

Celia retrocedió, se agachó y extendió los brazos, como le había dicho la señorita Kinney. Stella botó la pelota, dio un paso adelante, recordó las reglas, y dribló hacia la canasta. El suelo de la cancha estaba marcado con líneas y medios círculos. Stella podía oler a Celia y sabía lo que iba a hacer. Stella se movió hacia ella, y Celia se hizo a un lado con un grácil barrido de los brazos, pero sin ninguna señal o sugerencia de aviso, y Stella, algo confundida, lanzó la pelota. Pegó contra el tablero sin tocar la canasta.

Stella le hizo una mueca a Celia.

—Se supone que debes intentar detenerla —le dijo la señorita Kinney a Celia.

—No la ayudé. —Celia miró a Stella con cara de disculpa.

—No, quiero decir, intentar detenerla activamente.

—Pero eso sería falta —dijo Celia.

—Sólo si le golpeas el brazo, la empujas o la derribas corriendo.

Celia dijo:

—Todos queremos encestar y ser felices, ¿no? Si evitas que enceste, ¿no reduce eso el número de encestes?

La señorita Kinney levantó los ojos al techo. Tenía el rostro sonrosado.

—Quieres el mayor número de encestes para tu equipo, y evitar que el otro equipo enceste.

Celia empezaba a cansarse de intentar comprenderlo. Empezaron a salirle lágrimas de los ojos.

—Pensé que queríamos encestar lo máximo posible.

—Para tu equipo —dijo la señorita Kinney—. ¿Por qué no está claro?

—Hace daño provocar el fracaso de los demás —dijo Stella, mirando alrededor de la cancha como si quisiese encontrar una puerta de huida.

—Oh, por favor, Stella, ¡no es más que un juego! Unas contra otras. Se llama deporte. Después todas podemos ser amigas. No se hace daño.

—Una vez vi por televisión disturbios en el fútbol —dijo LaShawna. La señorita Kinney volvió a mirar al techo—. La gente se hacía daño —añadió LaShawna dubitativa.

—El deporte despierta muchas pasiones —admitió la señorita Kinney—. A la gente le importa, pero normalmente los jugadores no se hacen daño unos a otros.

—Corren unos contra los otros y se quedan tendidos durante mucho rato. Alguien debería haberles advertido de que iban a chocar —dijo Crystal Newman, que tenía un pelo blanco plateado y olía a un árbol cítrico.

La señorita Kinney les indicó a las doce chicas que fuesen a las sillas metálicas dispuestas fuera de las líneas. Colocaron las sillas en un círculo y se sentaron.

La señorita Kinney respiró profundamente.

—Creo que me falta algo —dijo—. Stella, ¿cómo te gustaría jugar?

Stella lo meditó.

—Para ejercicio, podríamos hacer contrafase y vaivén, cabriolar, ya sabe, como un baile. Si quisiésemos aprender a correr mejor, o encestar mejor, podría establecer academias de carreras. Unas chicas formarían canales ondulados y óvalos y las otras correrían por los canales. Las chicas de los canales ondulados podrían decirle a las otras lo que no están haciendo bien. —Omitió hablarle a la señorita Kinney de tranquilizar con la saliva, con todos los jugadores entrechocando las palmas, que había visto hacer a los atletas en los juegos humanos—. Luego las corredoras intentarían encestar desde el interior de los canales a distancias diferentes, hasta que pudiesen acertar desde el otro extremo de la cancha. Eso son más puntos, ¿no?

La señorita Kinney asintió, siguiendo la corriente por el momento.

—Cada vez cambiamos una corredora y un canal. En un par de horas, apuesto a que la mayoría de nosotras sabría encestar realmente bien, y si sumamos los puntos, los equipos tendrían más puntos que si, ya sabe, peleasen uno contra el otro. —Stella reflexionó seriamente sobre esa parte y se le iluminó la cara—. Quizá mil puntos por partido.

—Nadie querría verlo —dijo la señorita Kinney. Ahora ya manifestaba el cansancio, pero también producía una sonrisilla curiosa que Stella no sabía interpretar. Stella miró a la lucecita parpadeante en el cinturón de la señorita Kinney. La señorita Kinney había apagado el oledor antes del entrenamiento, quizá porque las chicas a menudo disparaban su diminuta alarma cuando hacían ejercicio, por mucho cuidado que tuviesen.

—¡Yo miraría! —dijo Celia, apoyándose en las palabras—. Podría aprender a entrenar a gente en movimiento con, ya sabe, señales. —Celia miró conspiradora a Stella, infradijo: Señales, olores y saliva, ojos que giran y frentes que se fruncen. Era una cancioncilla que en ocasiones cantaban en el dormitorio antes de dormir; en voz baja—. Sería realmente divertido.

Las otras chicas estuvieron de acuerdo en que comprendían ese tipo de juego.

La señorita Kinney levantó la mano y la movió de un lado a otro como si fuese una bandera.

—¿Qué pasa? ¿No os gusta la competición?

—Nos gustan las contrafases —dijo Stella—. Lo hacemos continuamente. En el patio, en la zona de paseo.

—¿Es entonces cuando hacéis vuestros bailes? —preguntó la señora Kinney.

—Eso es cabriolar o quizá contrafase —dijo Harriet Pincher, la chica más corpulenta del grupo—. Las palmas se humedecen en el cabriolar. En la contrafase permanecen secas.

Stella no sabía siquiera cómo empezar a explicar la diferencia. Las palmas sudorosas en un toque de grupo podían provocar todo tipo de cambios. Los individuos podían ganar fuerzas, y voluntad para dirigir, o ser menos agresivos en su empuje por dirigir, o simplemente permanecer al margen de un debate deme, si se producía. Las palmas secas indicaban una contrafase, y por tanto era menos serio, más como un juego. Un deme precisaba ajustes continuos, y había varias formas de lograrlo, algunas divertidas, otras trabajo duro.

Muy raramente, el ajuste de un deme requería medidas más serias. Los pocos intentos que había presenciado habían dado como resultados algunas reacciones muy desagradables. No quería sacar el tema ahora, aunque la señorita Kinney parecía sinceramente interesada.

Ajustarse a los humanos era un enigma. Se suponía que los nuevos niños debían hacer todos los ajustes, y eso lo hacía más difícil.

—Venga —dijo la señorita Kinney, poniéndose en pie—. Vamos a probar otra vez. Seguidme la corriente.

4

Centro Patogénico. División de Valoración de Amenazas Víricas, Sandia Labs. NUEVO MÉXICO

—Intercambiamos muchos aptrónimos para rebajar la presión —le dijo Jonathan Turner mientras giraba el carrito de golpe hasta el puesto de guardia de cemento.

—¿Aptrónimos? —preguntó Christopher Dicken.

El sol se había puesto al modo habitual de Nuevo México —de pronto y con un poco de dramatismo—. Por todas las instalaciones se encendían las lámparas halógenas, proyectando un intenso día artificial sobre la arquitectura simple y francamente fea.

—Nombres que se ajustan al puesto. Te ofrezco un ejemplo —dijo Turner—. En Sandia tenemos un médico llamado Polk. Asa Polk.[1]

—Ah —dijo Dicken. El puesto de guardia estaba vacío. Algo pequeño y blanco se movía de un lado al otro tras las ventanas de cristal ahumado. De un lado sobresalía un tubo largo de metal. Usó un pañuelo para limpiarse el sudor de mejillas y frente. El sudor no se debía al calor. No le gustaba su nuevo papel. No le gustaban los secretos.

En especial, no le gustaba meterse en el vientre de la bestia.

Turner siguió su mirada.

—No hay nadie en casa —dijo—. Todavía usamos gente en las entradas principales, pero aquí el centinela es automático. —Dicken percibió una rejilla de rayos púrpura que recorrían la cara de Turner. Luego la suya.

Junto a la puerta se encendió una luz verde.

—Es usted quien dice ser, doctor Dicken —dijo Turner. Metió la mano en una pequeña caja bajo el salpicadero y sacó una bolsa plástica que decía RESIDUOS BIOLÓGICOS—. El pañuelo, por favor, los Kleenex en los bolsillos. Cualquier cosa que se emplee para tocar el cuerpo. No se permite la entrada o salida de nada así. Ya es un milagro que permitamos la ropa.

Dicken metió el pañuelo en la bolsa, y Turner la selló y la metió en una pequeña caja metálica. Las barreras de metal y hormigón se hundieron y se desplazaron.

—En contabilidad, tenemos al señor Ledger[2] —dijo Turner al conducir—. Y en estadística, al doctor Damlye.[3]

—Yo una vez trabajé con un patólogo llamado Boddy[4] —dijo Dicken.

Turner asintió con aprobación provisional.

—Uno de nuestros genios de arbovirus se llama Bugg.[5]

El carrito dejó atrás una torre de agua de color gris oscuro y cinco cilindros de gas presurizados pintados de verde lima, para atravesar luego una mediana hasta un recinto rodeado con una verja que contenía una gran antena de satélite. Con un ademán, Turner dio una vuelta de 360 grados alrededor de la antena, y luego condujo hasta una fila de bungalows bajos. Tras los bungalows, y tras varias verjas electrificadas coronadas por alambre de espino, había cuatro almacenes de hormigón, que conjuntamente recibían el nombre de Manicomio. Las verjas eran vigiladas por robots grises y bajos y soldados portando armas automáticas.

—Una vez conocí a un cirujano plástico llamado Scarry[6] —dijo Dicken.

Turner sonrió aprobador.

—Un mecánico de coches llamado Torker.[7]

—Un químico nuclear llamado Mason.[8]

Turner sonrió.

—Puedes hacerlo mejor. Trabajar aquí podría ser vital para tu salud mental.

—Acabo de empezar —admitió Dicken.

—Yo podría hacerlo durante días. Cientos y cientos, todos archivados y verificados. Nada de mierda de leyenda urbana.

—Creí que habías dicho que sólo conocidos.

—Puede que te estuviese poniendo algunas limitaciones —admitió Turner, y metió el carrito en un espacio de aparcamiento marcado con una placa blanca que decía: PEZ GORDO N. 3 DEL MANICOMIO—. Un ginecólogo llamado Box.

—Un antropólogo llamado Mann[9] —dijo Dicken, mirando directamente a las jaulas soleadas, ahora vacías, para los residentes más hirsutos del Manicomio—. No debemos fallarle al equipo.

—Un adiestrador de perros llamado Doggett.[10]

—Un policía de tráfico llamado Rush. [11]—Dicken se empezaba a sentir atraído por el juego.

—Un taxista llamado Parker[12] —contrarrestó Turner.

—Un jugador compulsivo llamado Chip.

—Un proctólogo llamado Porker [13]—dijo Turner.

—Ésa ya la usaste.

—Honor de boy scout, es otro —dijo Turner—. Y fui scout, lo creas o no.

—¿Medalla por fiebres hemorrágicas?

—Acertaste de milagro.

Caminaron hasta las puertas dobles y el pasillo blanco que había detrás. Dicken frunció el ceño.

—Un patólogo llamado Thomas Shew —dijo, y sonrió con inocencia.

—T. Shew.[14]

Turner rió y le abrió la puerta.

—Bienvenido al Manicomio, doctor Dicken. La iniciación dará comienzo en media hora. ¿Primero necesita ir al baño? Están a la derecha. Los baños más limpios de la Cristiandad.

—No es necesario —dijo Dicken.

—La verdad es que deberías ir. La iniciación da comienzo bebiendo tres botellines de Bud Light, y acaba bebiendo tres botellines de Beck o Heineken. Simbolizan la transición desde los salones de la ciencia típica y pobre hasta las exaltadas regiones del Patogénico de Sandia.

—Estoy bien. —Dicken se tocó la frente—. Un libertario llamado State[15] —ofreció.

—Ah, ése es un juego completamente diferente —dijo Turner.

Llamó a la puerta cerrada de un despacho y se retiró, cruzándose de brazos. Dicken miró a lo largo del pasillo, y luego siguió los canales de cemento a cada lado, luego arriba, a los aspersores instalados cada dos metros. De los aspersores colgaban largas placas rojas y verdes, girando bajo una ligera corriente de aire que fluía de norte a sur. Las etiquetas rojas decían: PELIGRO: SOLUCIÓN ÁCIDA Y DETERGENTE. Una segunda cañería y sistema de aspersión en el lado izquierdo del corredor llevaba etiquetas verdes que decían: PELIGRO EXTREMO: DIÓXIDO DE CLORO.

En el extremo sur del pasillo, un ventilador grande montado en la pared giraba lentamente. Durante una emergencia, el ventilador se apagaría para permitir que el pasillo se llenase de un gas para esterilizar. Una vez que la zona estuviese descontaminada, el ventilador evacuaría la atmósfera tóxica a grandes cámaras de retirada.

La puerta del despacho se abrió un poquito. Un hombre regordete de barba y pelo espesos y negros, y ojos críticos de color verde oscuro, los observó con suspicacia a través de la ranura, para sonreír y salir al pasillo. Cerró con delicadeza la puerta.

—Christopher Dicken, éste es el Pez Gordo del Manicomio número cinco, o quizá número cuatro, Vassili Presky —dijo Turner.

—Orgulloso de conocerle —dijo Presky, pero no le ofreció la mano.

—Igualmente —dijo Dicken.

—También resulta no ser un fanático de los ordenadores —añadió Turner.

Dicken y Presky le miraron con dos medias sonrisas interrogativas.

—¿Perdone? —dijo Presky.

Press-key —explicó Turner, asombrado por su simpleza.

—Debemos perdonar al doctor Turner —dijo Presky con expresión dolorida.

—Nos encontramos en la segunda fase de la iniciación —dijo Turner—. De camino a la fiesta. Vassili es Portavoz de Animales. Dirige el zoo y también investiga.

Presky sonrió:

—Lo quiere, lo tenemos. Mamíferos, marsupiales, monotremas, aves, reptiles, gusanos, insectos, arácnidos, crustáceos, planarias, nemátodos, protistas, hongos, incluso un centro de horticultura. —Chasqueó los dedos y volvió a abrir la puerta—. Lo olvidé, es una ocasión formal. Voy a ponerme la chaqueta.

Volvió a salir vistiendo una chaqueta de tweed de puños gastados.

Los laboratorios surgían como los radios de un centro. Turner y Presky guiaron a Dicken a través de unas amplias puertas dobles de vidrio, y luego navegaron con rapidez por un laberinto de pasillos, guiándole hasta el centro del Patogénico de Sandia. A Dicken le palpitaban los oídos con los cambios de presión a medida que se cerraban las puertas.

Todos los edificios y pasillos de conexión estaban equipados con aspersores y ventiladores de extracción, duchas de emergencia —huecos cubiertos de acero inoxidable con múltiples duchas, salas de descontaminación con manipuladores remotos, trajes, ordenados por colores rojo y azul, de contención y aislamiento tras puertas de plástico, una amplia colección de suministros médicos de emergencia.

—El Patogénico es un hotel de bichos —dijo Presky. Dicken intentaba situar el acento: ruso, creía, pero modificado por muchos años en Estados Unidos—. Los bichos entran, pero no salen.

—El doctor Presky no acaba de pillarle el tranquillo a nuestros lemas —dijo Turner.

—No tengo cabeza para las trivialidades —admitió Presky. Luego, con orgullo, añadió—: Tampoco he visto la televisión en toda mi vida.

Un grupo de cinco hombres y tres mujeres les esperaba en el salón. Al entrar Dicken y sus dos escoltas, el grupo elevó botellines de Bud Light como saludo y le dedicó un sonoro:

—¡Hip, hip, hurra!

Dicken se detuvo en el quicio y les recompensó con una lenta y torpe sonrisa.

—No me asusten —les aconsejó—. Soy un chico tímido.

—Ni se nos ocurriría —dijo un tipo muy joven de pelo largo rubio y unas cejas muy espesas y casi blancas. Vestía un traje gris de muy buen corte que cubría muy bien su sustancial estructura, y Dicken lo marcó como el dandi. Los otros estaban vestidos como si simplemente quisiesen taparse y nada más.

El dandi silbó una tonada corta, alargó una mano fuerte de dedos cuadrados, cruzó dos dedos, agitó la mano en el aire antes de que Dicken pudiese agarrarla, para retroceder e inclinarse amablemente.

—Por desgracia, el saludo secreto —dijo Turner, aprestando los labios desaprobadoramente.

—Simboliza mentiras, engaños y falta de contacto con el mundo exterior —le explicó el dandi.

—Eso no tiene gracia —dijo una mujer alta de pelo negro con una inclinación marcada y un rostro agradable y sencillo de hermosos ojos azules—. Él es Tommy Powers, yo soy Maggie Flynn. Somos irlandeses, y ahí termina todo lo que compartimos. Deja que te presente al resto.

Le pasaron un botellín de cerveza. Dicken saludó a todos. Nadie le dio la mano. Tan cerca del centro, estaba claro que la gente evitaba en la medida de lo posible el contacto directo. Dicken se preguntó en qué medida habrían sufrido sus vidas amorosas.

A los treinta minutos de fiesta, Turner llevó a Dicken a un lado, con el pretexto de cambiar la Bud medio consumida por una Heineken.

—Bien, doctor Dicken —dijo—. Es oficial. ¿Qué opina de nuestros jugadores?

—Saben de lo que hablan —dijo Dicken.

Presky se les acercó, con la botella de Beck levantada a modo de saludo.

—¿Hora de conocer al maestro, caballero?

Dicken sintió cómo se le envaraba la espalda.

—Vale —dijo.

El grupo quedó en silencio mientras Turner abría una puerta lateral que permitía salir del salón y que estaba marcada con un gran cuadrado rojo situado a la altura de los ojos. Dicken y Presky le siguieron por otro pasillo de despachos, inocuo por sí mismo pero aparentemente cargado de simbolismo.

—Normalmente, el resto de lo de allá atrás no llega hasta aquí —dijo Turner. Caminaba lentamente junto a Dicken, ajustándose a su ritmo—. Es difícil reclutar para el círculo interno —admitió—. Se precisa cierta disposición mental. Curiosidad e inteligencia, mezcladas con una absoluta falta de escrúpulos.

—Yo todavía tengo escrúpulos —dijo Dicken.

—Eso he oído —dijo Turner, completamente en serio y algo crítico—. Francamente, no sé por qué coño estás aquí —sonrió como un lobo—. Pero claro, tienes conexiones y cierta reputación. Quizás eso lo equilibre.

Presky intentó adoptar una sonrisa irónica. Llegaron hasta una ancha puerta de acero. Turner ceremoniosamente retiró una identificación de plástico del bolsillo y la dejó colgar al extremo de una cinta verde que tenía SANDIA escrito con letras blancas.

—No dejes que los del pueblo sepan que trabajas aquí —le aconsejó.

Levantó los brazos. Dicken agachó la cabeza y Turner le puso la cinta alrededor del cuello y retrocedió.

—Te sienta bien.

—Gracias —dijo Dicken.

—Asegurémonos de que estás en el sistema antes de entrar.

—¿Y si no lo estoy?

—Si tienes suerte —dijo Presky—, te darán con un Tazer antes de pasar a las balas.

Turner le mostró cómo presionar la palma contra una placa de vidrio y mirar a un escáner retinal.

—Te conoce —dijo Turner—. Mejor aún, le caes bien.

—Gracias a dios —dijo Dicken.

—Aquí la seguridad es dios —dijo Turner—. La era atómica fue un petardo comparado con lo que hay al otro lado de la puerta. —Se abrió la puerta—. Bienvenido a la zona cero. El doctor Jurie se muere por conocerte.

5

Washington, D.C.

Gianelli pasó volando por la sala de espera de su despacho, acompañado de Laura Bloch, su jefe de equipo. Tenía la cara roja y exactamente el aspecto que Mitch le había descrito una vez: al borde de un ataque de nervios, con una enorme expresión amistosa coronada por ojos perspicaces.

Kaye se encontraba junto a una larga mesa de café de hierro forjado y mármol que ocupaba la posición central del salón. Aunque estaba sola, se sentía como una carta a la que obligasen a encajar en el mazo.

—Están esperando —le dijo Laura Bloch a Gianelli en un murmullo—. La directora llega tarde.

—Perfecto —dijo Gianelli. Miró al reloj de la pared. Eran las once—. ¿Dónde está mi testigo estrella? —Le dedicó a Kaye una mirada torcida, con una expresión que combinaba la simpatía con la duda. Kaye sabía que no parecía preparada. No se sentía preparada. Gianelli estornudó y entró en el despacho. Un joven miembro del servicio secreto cerró la puerta y se situó a su lado, con las manos cruzadas frente a él, y los ojos ilegibles tras las lentes tintadas.

Kaye se permitió respirar.

La puerta de arce y vidrio se abrió casi de inmediato y el senador asomó la cabeza.

—Doctora Rafelson —llamó, y dobló el dedo.

La oficina al otro lado estaba atestada de periódicos, revistas, y dos ordenadores de mesa anticuados sobre tres mesas. El escritorio enorme más cercano a la ventana estaba cubierto de textos legales y cajas desechadas de comida china.

El agente cerró la puerta tras Kaye. El aire era bochornoso y rancio. Laura Bloch, de unos cuarenta años, pequeña y rellenita, con intensos ojos negros saltones y un halo de pelo negro y encrespado, se quedó de pie y le pasó la cartera a Gianelli.

—Perdone el desorden —dijo.

—Se lo dice a todo el mundo —dijo Bloch. Su sonrisa era simultáneamente amistosa y alarmante; la expresión le recordó a Kaye un doguillo o un terrier de Boston, y parecía incapaz de mirar directamente a nadie.

—Éste ha sido mi hogar lejos del hogar durante los últimos días. Como, bebo y duermo aquí. —Gianelli le ofreció la mano—. Gracias por venir.

Kaye la tomó sin fuerza. Él dejó que ella decidiese la fuerza y la duración del apretón.

—Ésta es Laura Bloch. Es mi mano derecha... y mi mano izquierda.

—Nos conocemos —dijo Bloch, y sonrió. Kaye cogió la mano de Laura; era blanda y seca. Laura parecía mirar la frente y la nariz de Kaye. De pronto, irracionalmente, a Kaye le cayó bien y confió en ella.

Con respecto a Gianelli no estaba tan segura. Había ascendido terriblemente rápido en los últimos años. Kaye se había vuelto suspicaz con respecto a los políticos que ascendían durante los malos tiempos.

—¿Cómo está Mitch? —preguntó.

—Hace semanas que no hablamos —dijo Kaye.

—Me cae bien Mitch —dijo Gianelli con un encogimiento ondulante de los hombros, sin venir a cuento. Se sentó tras su mesa, miró a las cajas de comida, y frunció el ceño—. Me disgustó oír lo que había pasado. Tiempos terribles. ¿Qué tal Marge?

Kaye supo que realmente le importaba una mierda Marge Cross, al menos de momento. Se estaba preparando mentalmente para la reunión del comité.

—Le envía saludos —dijo Kaye.

—Bien por su parte —dijo Gianelli.

Kaye miró al retrato enmarcado situado a la derecha del escritorio grande.

—Lamento saber de la muerte del congresista Wickham —dijo.

—Lo alteró todo —murmuró Gianelli, valorándola—. Sin embargo, me dio el impulso que necesitaba, y aquí estoy. Soy un cachorro y muchas personas amables de este edificio están decididas a adiestrarme en la humildad.

Se inclinó hacia delante, ahora severo y totalmente decidido.

—¿Es cierto?

Kaye sabía a qué se refería. Asintió.

—¿Según qué conjunto de datos?

—Los informes de seguimiento de farmacia de Americol. Centros de recogida de datos en dos mil hospitales de área que se ocupan de contratos epidemiológicos con Americol. —Kaye tragó nerviosa.

Gianelli asintió, con los ojos moviéndose sobre los hombros de Kaye mientras reflexionaba.

—¿Alguna fuente gubernamental? —preguntó.

—RSVP plus, LEADER 21 de las Fuerzas Aéreas, Virocol del CCE, el Monitor de Salud Poblacional del INS.

—Pero no fuentes exclusivas de Acción de Emergencia.

—No, aunque sospechamos que espían en algunos de nuestros sistemas de seguimiento propietarios.

—¿Cuántos habrá? —preguntó Gianelli.

—Decenas de miles —dijo Kaye—. Quizá más.

—Jesús, Homero y Cristo bendito —dijo Gianelli, y volvió a recostarse, con la silla alta gruñendo sobre los viejos resortes de acero. Como si quisiese tranquilizarse, levantó los brazos y se pasó las manos tras la cabeza.

—¿Cómo está su hija?

—Está en un campo en Arizona —dijo Kaye.

—El buen y viejo Charlie Chase y su maravilloso estado de Arizona. Pero, ¿cómo está, doctora Rafelson?

—Con buena salud. Ha hecho amigas.

Gianelli agitó la cabeza. Kaye era incapaz de adivinar qué pensaba o sentía.

—Podría ser una reunión desagradable —dijo—. Laura, ofrezcamos a la doctora Rafelson un repaso rápido de los jugadores del subcomité.

—Me informaron en Baltimore —dijo Kaye.

—Nadie los conoce mejor que nosotros, ¿no es cierto, Laura?

—Nadie —dijo Laura Bloch.

—La hija de Laura, Annie, murió en Joseph Goldberger —dijo el senador.

—Lo lamento —dijo Kaye, y de pronto los ojos se le anegaron de lágrimas.

Bloch tocó a Kaye en el brazo y colocó la cara en modo de reserva severa.

—Era una niña dulce —dijo—. Algo soñadora —se envaró—. Estás a punto de testificar frente a un mandril, dos cobras, un ganso, un mono macho certificado, y un leopardo con sus manchas.

—El senador Percy es el mandril —dijo Gianelli—. Jakes y Corcoran son las cobras, ocultándose entre la hierba. Sin embargo, odian pertenecer al comité y dudo que le pregunten nada.

—La senadora Thomasen es la presidenta. Ella es el ganso —dijo Bloch—. Le gusta pensar que mantiene el orden entre los otros animales, pero no tiene por sí misma una opinión fija. El senador Chase dice estar de nuestro lado...

—Él es el mono macho —dijo Gianelli.

—Pero no sabemos cómo votará, cuando llegue el momento —concluyó Bloch.

Gianelli miró el reloj de pulsera.

—Primero la haré pasar a usted. Laura me dice que la directora sigue atrapada en el tráfico.

—A veinte minutos —dijo Bloch.

—Está presionando mucho para conseguir que el puesto de director ACEM sea legalmente un miembro del gabinete, dándole a ella el exclusivo control del presupuesto. La directora es nuestro leopardo. —Gianelli se rascó el labio superior con el índice—. Esperamos que usted nos ayude a contrarrestar sus sugerencias, que serán, más desagradables de lo que imagina.

—Vale —dijo Kaye.

—Mark Augustine estará allí —dijo Bloch—. ¿Algún problema por ese lado? —le preguntó a Kaye.

—No —dijo Kaye.

—¿Se llevan bien?

—Estamos en desacuerdo —dijo Kaye—, pero hemos trabajado juntos.

Bloch puso una rápida expresión de duda.

—Nos arriesgaremos —dijo Gianelli con un resuello.

—No deberíamos arriesgarnos nunca —le aconsejó Bloch, sacándose otro pañuelo del bolso.

—Yo siempre me arriesgo —dijo Gianelli—. Por eso estoy aquí. —Se sonó—. Malditas alergias —añadió y observó la reacción de Kaye—. Washington está repleto de narices mocosas.

—No es problema —dijo Kaye—. Soy mamá.

—Perfecto —dijo Bloch—. Necesitamos profesionales.

6

Nuevo México

El despacho del doctor Jurie era pequeño y estaba atestado de cajas, como si hubiese llegado apenas unos días antes. Jurie empujó hacia atrás su vieja silla Aeron cuando entraron Dicken y Turner.

Los estantes alrededor del despacho estaban muy poco poblados con algunos textos de universidad ya gastados, favoritos para una referencia rápida, y carpetas llenas con lo que Dicken asumió debían de ser artículos científicos. En la pequeña habitación contó siete taburetes de laboratorio, dispuestos en un semicírculo apretado alrededor de la mesa. La mesa sostenía un ordenador plano con dos paneles levantados, mostrando resultados de dos experimentos.

—¿Aclimatándose, doctor Dicken? —preguntó Jurie—. ¿Las altitudes le tratan bien?

—Me va muy bien, gracias —dijo Dicken. Turner y Presky se sentaron relajadamente en los taburetes.

Jurie le indicó a Dicken que se sentase en la segunda vieja silla Aeron, al otro lado de la mesa. Tuvo que empujar un montón de cajas para sentarse en la silla, lo que le dobló la pierna dolorosamente. Una vez sentado, se preguntó si podría volver a ponerse en pie.

Jurie llevaba zapatos Oxford marrones, pantalones de lana, y una camisa azul oscuro con un cuello amplio, y un suéter sin mangas de color crema, todo limpio pero arrugado. A los cincuenta y cinco años, tenía rasgos juveniles y agradables, y el cuerpo delgado. Era el tipo de rostro que encajaría perfectamente en el cuello de una camisa Arrow en un anuncio de revista. Si fumase en pipa, Dicken lo hubiese considerado la encarnación del cliché del científico. Sin embargo, su cuerpo era demasiado pequeño para completar el efecto Oppenheimer. Dicken estimó su altura en apenas metro sesenta.

—He invitado a más de nuestros jefes de investigación. Mis disculpas por estar exhibiéndole, doctor Dicken. —Jurie alargó la mano para pasar el ordenador a hibernación y luego rotó sobre la silla de un lado a otro.

Una cabeza de mujer apareció a través de la puerta y metió un puño para llamar en la pared interior.

—Ah —dijo Jurie—. Dee Dee. La doctora Blakemore. Siempre rauda.

—Incluso en exceso —dijo la mujer. Casi de cuarenta años, confortablemente rotunda, con largo pelo castaño claro y expresión de confianza, atravesó la puerta y con algo de dificultad se sentó en un taburete. En los minutos siguientes otros cuatro se les unieron, pero se quedaron de pie.

—Gracias a todos por venir —Jurie dio comienzo a la reunión—. Estamos todos aquí para recibir al doctor Dicken.

Dos de los hombres habían llegado con latas de cerveza en la mano, aparentemente pilladas en la fiesta. Dicken se dio cuenta de que uno —el doctor Orlin Miller, antes de la universidad Western Washington— seguía prefiriendo la Bud Light a la Heineken.

—Somos un grupo distendido —dijo Jurie—. Algo informal. —Nunca sonreía, y cuando hablaba, realizaba pequeñas e inesperadas vacilaciones entre palabras—. Lo que nos interesa esencialmente, en el Patogénico, es cómo las enfermedades nos emplean como bibliotecas y depósitos genéricos. También, cómo nos adaptamos a esas incursiones y aprendimos a usar las enfermedades. Realmente no importa si los virus son genes renegados del interior, o invasores del exterior... el resultado es el mismo, una batalla constante por la ventaja y el control. En ocasiones ganamos, en ocasiones perdemos, ¿no es cierto?

Dicken no podía estar en desacuerdo.

—He prestado atención a toda la cháchara mediática sobre niños del virus, y sinceramente, me importa una mierda si son el producto de una enfermedad o la evolución. La evolución es una enfermedad, por lo que yo sé. Lo que quiero descubrir es cómo los virus pueden recombinarse y matarnos.

»No es coincidencia que si descubrimos ese mecanismo tendremos un arma muy importante tanto para la defensa nacional como para la ofensiva. Ésta es la era del gen y el germen, y cualquier sutil perversión que se nos pueda ocurrir, también se les puede ocurrir a nuestros enemigos. Lo que es razón más que suficiente para seguir pagando por Patogénico de Sandia y mantenerlo funcionando a tonta máquina, de lo que todos nos beneficiamos.

—Amén —dijo Turner.

Oí «a tonta máquina», pensó Dicken, y miró a su alrededor. ¿Alguien más? En marcha a tonta máquina.

—Doctor Presky, ¿le enseñamos al doctor Dicken nuestro zoo? —preguntó Jurie.

7

Cerca de Lubbock, Tejas

Mitch había perdido todo lo importante, pero una vez más tenía tierra, trozos de hueso y cerámica. Volvía a estar en el campo, portando una pala pequeña y un equipo lleno de cepillos. Empezar desde cero era la definición que daba un arqueólogo a una vida de trabajo, y definitivamente estaba empezando otra vez de cero.

A su alrededor, un perfecto agujero cuadrado de tierra había quedado esculpido en múltiples terrazas en las que había fragmentos de pedernal, los restos aplastados de lo que podría haber sido un cesto de mimbre, un óvalo irregular de fragmentos de una pequeña pieza de cerámica, y lo que le había absorbido la atención durante todo el día: una concha tallada.

El sol se había puesto varias horas atrás y trabajaba bajo la luz de una lámpara Coleman. En el fondo del agujero, todos los colores se habían vuelto grises y marrones. Marrón era el color que mejor conocía. Beige, gris, negro, marrón. El polvo marrón en la nariz hacía que todo le oliese a tierra seca. Un olor marrón y neutro.

La concha se encontraba en tres piezas y estaba toscamente grabada con lo que parecía un ala de pájaro grabada. Mitch tenía la corazonada de que podría ser similar a las conchas encontradas en el montículo Craig en Spiro, Oklahoma. Si así era, quizás el descubrimiento pudiese generar publicidad suficiente para persuadir a los contratistas para que parasen durante unas semanas.

La noche antes se había roto el generador en la parte posterior del camión. Ahora se estaba acabando el gas de la lámpara.

Dando un suspiro, apagó la lámpara, dejó la pala y el equipo al lado del agujero y salió con cuidado, palpando el camino en la oscuridad, apoyándose sobre el brazo bueno.

Como sucedía con muchas excavaciones pagadas por una universidad, el presupuesto era mínimo y el equipo precioso, normalmente de segunda mano, y rara vez fiable. El tiempo era importante, claro. En dos semanas las excavadoras llegarían y cubrirían cientos de acres con relleno y placas de hormigón para urbanizar.

Los doce estudiantes que trabajaban en el sitio se habían reunido bajo una tienda y bebían cerveza al fresco del crepúsculo. Algunas cosas no cambiaban jamás. Aceptó una lata recién abierta de mano de una morena de veinte años llamada Kylan, y se sentó lanzando un gruñido sobre una silla de campamento reservada para él en parte porque era el que tenía más experiencia y en parte porque era el mayor y los chicos pensaban que requeriría los mínimos de comodidad para seguir funcionando.

El brazo lisiado también le ganaba simpatías. Mitch sólo podía excavar con cierta efectividad usando una mano, metiendo el mango de la pala bajo la axila.

Los otros estaban sentados en el suelo o en dos bancos de madera bastante toscos sacados de la parte posterior de un camión bastante viejo, el mismo que contenía el generador inútil.

—¿Ha habido suerte? —preguntó Kylan. Esta noche no estaban muy habladores porque comprendían el truncamiento inminente de sus esperanzas y sueños. En las últimas semanas la excavación se había convertido en sus vidas. Había ya dos parejas de amantes.

Mitch levantó la mano, e hizo como que agarraba algo.

—Linterna —dijo.

Tom Pritchard, de veinticuatro, delgado, con una cabeza de pelo rubio polvoriento y despeinado, le lanzó una linterna negra de aluminio.

Los estudiantes se miraron unos a otros, con el rostro neutro que adoptan los chicos cuando quieren ocultar lo que podría ser una emoción inapropiada: esperanza.

—¿Qué es? —pregunto la alta y corpulenta Caitlin Bishop, muy lejos de su Nueva York nativa.

Mitch levantó la cabeza y suspiró.

—Probablemente nada —dijo.

Se reunieron a su alrededor, había desaparecido todo fingimiento y cansancio.

—¿Qué? ¿Qué es? ¿Qué has encontrado?

Mitch dijo que probablemente no fuese nada; muy probablemente no fuese lo que creía que era. E incluso si lo era, ¿cómo encajaba en sus planes? Había cientos de conchas de Spiro dispersas por colecciones privadas y universitarias. ¿Y qué si había dado con una más?

¿Qué premio era ése a cambio de una familia?

Les hizo alejarse agitando la linterna, y luego apuntó el rayo hacia la primera estrella que apareció en el cielo. El aire estaba seco y el rayo sólo era visible porque el polvo que habían levantado durante todo el día seguía flotando en el aire.

—¿Alguien sabe de Spiro, Oklahoma? ¿El montículo Craig? —preguntó.

—Civilización del Misisipí—dijo Kylan, la mejor estudiante del grupo, pero no la mejor excavadora—. La Compañía Minera Pocola lo abrió en mil novecientos treinta. Un desastre. Enterramientos, cerámica, artefactos, todo perdido, todo vendido a los turistas.

—Una fuente famosa para caracolas grabadas —añadió Mitch—. Decoradas con aves, serpientes y demás, de diseños vagamente mesoamericanos. Probablemente parte de una extensa comunidad de trueque extendida entre gran número de culturas en el este, sur y medio oeste. ¿Alguien sabe de esas conchas?

Todos negaron con la cabeza.

—Muéstranosla —dijo Bernad Rowland y dio un paso al frente, tan alto como Mitch y más ancho de hombros. Era mormón y no bebía cerveza; Iced Sweat, una bebida de un verde horrible contenida en una enorme botella de plástico, era su líquido preferido.

Mitch les guió a través de las filas de agujeros en el suelo. Las moscas empezaban a revolotear y a zumbar después de haberse mantenido ocultas durante el calor del día. Las zonas de pastos de ganado cercanas a Lubbock estaban a menos de quince kilómetros. Cuando el viento venía de esa dirección, el pestazo era impresionante. Mitch se preguntaba por qué alguien querría construir su hogar aquí, tan cerca de ese olor y las moscas.

Llegaron hasta el agujero y los estudiantes se situaron a medio metro de distancia de los bordes secos. Él se metió en el agujero y apuntó la linterna a la terraza que contenía la concha, minuciosamente revelada por su trabajo con un pincel y un mondadientes durante las últimas seis horas.

—Guau —dijo Bernard—. ¿Cómo llegó hasta ahí?

—Buena pregunta —dijo Mitch—. ¿Alguien tiene una cámara?

Kylan le pasó su cámara digital, que tenía una pegatina que decía «Instantáneas». Mitch extendió los cordeles de medida de longitud en pequeños cuadrados de cinco, y se los pasó a los estudiantes, quienes los colocaron en ángulo recto y los fijaron con piedras, y luego sacó una serie de fotografías con flash.

Bernard ayudó a Mitch a salir del agujero. Durante un momento permanecieron en actitud solemne.

—Nuestro tesoro —dijo Mitch. Incluso a él mismo le sonaba cínico—. Nuestra única esperanza.

Fallon Dupres, veintitrés años, de Canadá, que tenía el aspecto de una modelo y se mantenía muy por encima de la mayoría de los hombres, le pasó otra lata de Coors.

—En realidad, las conchas del montículo Craig no eran caracolas —le dijo a Mitch en voz baja—. Eran buccinos.

—Gracias —dijo Mitch. Fallon inclinó la cabeza, indiferente. Tres días antes se había insinuado a Mitch. Mitch había sospechado que era el tipo de mujer atractiva que instantáneamente gravitaba hacia la edad y la autoridad, por débil que pudiese ser esa autoridad. En el vacío casi perfecto de la pequeña excavación, era el hombre con más autoridad, y era claramente el mayor. Educadamente había declinado la invitación, diciéndole que era muy guapa y que en otras circunstancias estaría encantado. Había dado a entender, de la forma más indirecta posible, que esa parte de su vida ya había terminado. Ella había desestimado sus evasivas y le había dicho directamente que su actitud no era natural.

De hecho, Mitch no había conocido mujer desde que él y Kaye se habían separado el año pasado en Phoenix, poco después de que saliese de la cárcel. Habían acordado seguir cada uno su camino estratégico. Kaye se había ido a trabajar para Americol en Maryland, y Mitch se había echado al camino, buscando agujeros en el suelo en los que poder esconderse.

—Creía que Spiro era un vicepresidente corrupto —dijo Larry Kelly, el más corto de luces y el más divertido del equipo—. ¿Cómo va esta concha a salvar la excavación?

Fallon, sorprendentemente, se dignó a explicárselo.

Mitch se fue a comprobar el teléfono móvil. Lo había desconectado durante las horas de trabajo de la mañana, y se había olvidado de conectarlo durante la siesta que se había tomado durante el centro ardiente del día. Había un mensaje. Vagamente reconoció el número. Con un movimiento torpe, tecleó el código de recuperación.

La voz la reconoció al instante. Se trataba de Eileen Ripper, una colega arqueóloga y amiga. Eileen estaba especializada en excavaciones del noroeste. Hacía más de diez años que no hablaban.

—Mitch, algo apetitoso. ¿Estás ocupado? Mejor que no. Esto es, como he dicho, apetitoso. Estoy aquí atrapada con un montón de mujeres, ¿puedes creerlo? ¿Quieres derribar algunos puestos de manzanas más? Llámame.

Mitch miró a la meseta oscura y las zanjas oscuras donde Fallon explicaba las conchas Spiro a un grupo de estudiantes agotados, que estaban a punto de ver cómo su excavación quedaba cerrada y cubierta por césped y placas de hormigón. Se quedó de pie con el teléfono en la mano débil, formando un puño con la mano fuerte. No podía soportar la idea de que se cerrase esta excavación, por trivial que fuese, que se considerase inútil otra parte de su vida.

Le habían encerrado durante dos años por asalto con un arma mortal —un trozo de madera—. Hacía más de un año que no veía a Kaye. Trabajaba sobre virus para Marge Cross, y a juicio de Mitch, eso también era una especie de derrota.

Y Stella estaba, encerrada por el gobierno, en una escuela de Arizona.

Fallon Dupres apareció detrás de él. Él se volvió mientras ella se cruzaba de brazos, observándole con cuidado.

—No es un buccino, Mitch —dijo—. Es una almeja rota.

—Hubiese jurado —dijo. Había visto claramente el dibujo mesoamericano.

—Está rayada como en un dibujo infantil —dijo la joven—. Pero no es buccino. Lo lamento. —Se volvió, le miró una vez más, sonrió quizá con más pesar que pena, y se alejó.

Mitch se quedó bajo el cielo azul y negro durante unos minutos, preguntándose cuántos sueños le quedaban antes de perderlos definitivamente. Otra puerta que se cerraba.

Podría dirigirse al norte. Dejarse caer y visitar a Stella por el camino —si le dejaban—. No podías saberlo por anticipado.

Llamó al número de Eileen.

8

Washington, D.C.

Gianelli entró por la parte posterior de la cámara, cargado con un montón de papeles. Thomasen levantó la vista. Augustine miró por encima del hombro. El último senador del comité venía seguido de un agente del servicio secreto, que ocupó una posición junto a otro agente al lado de la puerta, y luego una mujer pequeña de mirada intensa. Augustine reconoció a Laura Bloch. Ella era la razón principal por la que Gianelli era senador, y poseía una mente política formidable.

Augustine también había oído que Bloch tenía algo de maestra de espías.

—Me alegro de que hayas podido venir, Dick —gritó Chase desde el otro extremo de la cámara—. Estábamos preocupados.

Gianelli sonrió taimado.

—Alergias —dijo.

Kaye Lang Rafelson entró tras Bloch. A Augustine le sorprendió su presencia. Reconoció una trampa y sospechó que la actual directora de ACEM lamentaría llegar tarde.

Kaye se dirigió a la mesa de testigos. Una silla y un micrófono esperaban por ella. La presentaron ante el comité, aunque todos la conocían por nombre y reputación.

El senador Percy parecía desconcertado. Él también podía oler la trampa.

—La doctora Rafelson no aparece en la lista, Dick —dijo mientras Bloch ayudaba a Gianelli a situarse en el estrado.

—Trae noticias importantes —dijo Gianelli con brusquedad.

Kaye prestó juramento. No miró a Augustine ni una vez, aunque estaban a menos de metro y medio.

La senadora Thomasen contuvo un bostezo. Parecía perfectamente dispuesta a seguir las indicaciones de Gianelli. Hubo algunas discusiones sobre procedimientos, más interrupciones por parte de Percy y contra argumentos de Chase, y finalmente Percy levantó las manos y permitió que continuase el testimonio. Claramente no le hacía feliz que la directora no estuviese presente.

—Trabaja en Americol, ¿no es así, señora Rafelson? —dijo Thomasen, leyendo la hoja de testigo que le había entregado Gianelli.

—Sí, senadora.

—¿Y a qué se dedica su grupo?

—Estudiamos técnicas de desactivación de ERV en ratones y chimpancés, senadora —dijo Kaye.

—Bravo —dijo el senador Percy—. Un esfuerzo encomiable, para librar al mundo de virus.

—Trabajamos para comprender el papel de los virus en nuestro genoma y en nuestra vida diaria —le corrigió Kaye. A Percy no pareció importarle la distinción.

—También trabaja con el Centro de Control de Enfermedades —siguió Thomasen—. ¿Sirviendo de enlace entre Marge Cross y Fern Ridpath, director de asuntos SHEVA en el CCE?

—A veces, pero el doctor Ridpath pasa más tiempo con nuestro IP.

—¿IP?

—Investigador principal.

—¿Y ése es?

—El doctor Robert Jackson —dijo Kaye.

Thomasen levantó la vista, como hicieron los otros, al oír cómo la puerta al fondo volvía a abrirse. Rachel Browning recorrió el pasillo, vestida con un traje negro y cinturón rojo y ancho. Miró a Augustine, luego miró a los senadores en la tarima con lo que pretendía fuese una mirada de perplejidad. A Kaye la sonrisa le pareció de depredación. A dos pasos por detrás venía su consejera, una mujer pequeña de pelo gris vestida con un traje de verano de algodón beige.

—Llega usted tarde, señora Browning —dijo la senadora Thomasen.

—Tenía entendido que la doctora Browning testificaría a solas frente al comité, en una sesión cerrada —dijo la consejera, con voz de mando.

—La vista es cerrada —dijo Gianelli con otra inhalación—. El senador Percy invitó al doctor Augustine y yo invité a la doctora Rafelson.

Browning se sentó al extremo de la mesa y sonrió con tranquilidad mientras su consejera se inclinaba para disponer un pequeño portátil sobre el escritorio. A continuación, la consejera desplegó los laterales, para evitar que la pantalla del portátil fuese visible a ambos lados y se sentó a la izquierda de Browning.

—La doctora Rafelson fue interrumpida —Le recordó el senador Gianelli a la presidencia.

Thomasen sonrió.

—No estoy segura de a qué tonada se supone que bailamos. ¿Quién es el violinista?

—Usted, señora presidenta —dijo Gianelli.

—Sinceramente lo dudo —dijo Thomasen—. Vale, siga, doctora Rafelson.

A Kaye no le gustaba enfrentarse a la directora de Acción de Emergencia de esta forma, pero estaba claro que no tenía elección. La habían encajado entre líneas de escaramuzas en un juego mucho más peligroso que el rugby.

—Ayer por la noche, se celebró en Baltimore una reunión para discutir los resultados de un estudio de salud de Americol. Usted estaba presente —dijo Gianelli—. Díganos qué está pasando, Kaye.

La mirada de Browning fue una advertencia.

Kaye pasó de ella.

—Tenemos pruebas concluyentes de que se han producido nuevos alumbramientos de primer estado de SHEVA, senador —dijo—. Expulsión o aborto de hijas interinas.

Se hizo el silencio en la cámara. Todos los senadores miraban hacia arriba y a los lados, como si un pájaro extraño hubiese entrado volando en la sala.

—¿Perdone? —dijo Chase.

—Habrá nuevos nacimientos SHEVA. Nos encontramos ahora en la tercera oleada.

—¿No hay protocolo de seguridad? —preguntó Percy, mirando con asombro al resto de sus colegas del comité—. Este comité no es famoso precisamente por su discreción. Le pido que consideren las consecuencias políticas y sociales...

—Señora presidenta —exigió exasperado el senador de Arizona.

—Doctora Rafelson, por favor, explíquese —dijo Gianelli, ignorando el altercado.

—Muestras sanguíneas de más de cincuenta mil varones en relaciones estables vuelven a producir retrovirus SHEVA. Las estimaciones actuales del CCE son que más de veinte mil mujeres darán a luz a bebés SHEVA de segunda fase durante los próximos ocho o doce meses en Estados Unidos. En los próximos tres años, puede que tengamos hasta cien mil nacimientos SHEVA.

—¡Por Dios! —gritó Percy—. ¿No se va a acabar nunca? —Su voz hizo que el sistema de sonido resonase.

—La gran bola vuelve a rodar —dijo Gianelli.

—¿Es eso cierto, señora Browning? —exigió el senador Percy.

Browning se puso en pie.

—Gracias, senador. Acción de Emergencia es perfectamente consciente de esos casos, y hemos preparado un plan especial para contrarrestar sus efectos. Cierto, se han producido abortos. Ha habido informes de embarazos subsecuentes. No hay pruebas de que esos niños tengan las mismas mutaciones inducidas por el virus. De hecho, el retrovirus que producen los varones no es homólogo a los virus SHEVA que conocemos. Puede que estemos presenciando un nuevo resurgimiento de la enfermedad, con nuevas complicaciones.

El senador Percy siguió.

—Son noticias terribles y asombrosas. Señora Browning, ¿no cree que ya es hora de que nos libremos de esos invasores?

Browning ordenó sus papeles.

—Eso creo, senador Percy. Se ha desarrollado una vacuna que ofrece considerable resistencia a la transmisión de SHEVA y otros muchos retrovirus.

Kaye agarró el borde de la mesa para evitar que le temblasen las manos. No había ninguna nueva vacuna; eso lo sabía seguro. No era más que pura mierda científica. Pero ciertamente éste no era el momento de pedir explicaciones a Browning. Que tejiese su red.

—Tenemos la esperanza de detener por completo esta nueva fase vírica —siguió diciendo Browning. Se puso gafas de lectura como de abuela y leyó las notas de su teléfono de datos—. También hemos recomendado cuarentena, inserción de chips GPS y seguimiento de todas las madres infectadas, para evitar otro brote de Shiver. Con tiempo, tenemos la esperanza de obtener permiso de los tribunales para ponerles chips a todos los niños SHEVA.

Kaye miró a la fila de caras en la tarima, viendo sólo miedo, y luego volvió a mirar a Browning.

Browning aguantó la mirada de Kaye durante un buen rato, con ojos duros y directos tras las lentes de abuela.

—Acción de Emergencia tiene autoridad, según la Decisión Directiva Presidencial 298 y 341, y la autoridad concedida por el Congreso en nuestro estatuto original, para anunciar una cuarentena total de todas las madres afectadas. Vamos a ordenar arrestos domiciliarios por separado para todos los hombres que producen el nuevo retrovirus, sacándolos de las casas donde puedan infectar a sus parejas. El resumen es que no queremos que nazcan más niños afectados por el SHEVA.

Chase se había puesto pálido.

—¿Cómo vamos a evitarlo, señora Browning? —preguntó.

—Si no se pueden insertar chips GPS de inmediato, recurriremos a métodos más antiguos. Se usarán brazaletes de tobillo para seguir las actividades de los hombres afectados. Ahora mismo se están preparando otros planes. Evitaremos este nuevo brote de la enfermedad, senadores.

—¿Cuánto tiempo pasará hasta que podamos limpiar esos virus de nuestros cuerpos por completo? —preguntó el senador Percy.

—En eso la experta es la señora Lang —dijo Browning, y se volvió hacia ella con expresión de ingenuidad, de profesional a profesional—. ¿Kaye? ¿Algún progreso?

—Nuestra división está probando nuevos procedimientos —dijo Kaye—. Hasta ahora, hemos sido incapaces de eliminar los retrovirus antiguos, ERVs, de embriones de ratones y chimpancés y tener nacimientos normales. Eliminar la mayoría o todos los genes víricos antiguos, incluyendo SHEVA, produce grandes anormalidades cromosómicas tras la mitosis, fallos de implantación en el óvulo fertilizado, absorciones tempranas, y abortos. Igualmente, en Americol no hemos progresado en una vacuna efectiva. Queda mucho por aprender. Los virus...

—Ahí está —la interrumpió Browning, dirigiéndose de nuevo a los senadores—. Fracaso total. Debemos introducir remedios prácticos.

—Uno se pregunta, doctora Rafelson, si se debe confiar en usted para esta labor, dadas sus simpatías —dijo el senador Percy y se secó la frente.

—Eso está fuera de lugar, senador Percy —dijo Gianelli con severidad.

Browning intervino.

—Tenemos la esperanza de compartir todos los datos científicos con Americol y con este comité —dijo—. Sinceramente creemos que la señora Lang y sus colegas científicos deberían ser igualmente abiertos con nosotros, y quizás algo más diligentes.

Kaye cruzó las manos sobre la mesa.

Después de que se cerrase la sesión, Augustine bebía un vaso de agua en la sala de espera. Browning pasó enérgica a su lado.

—¿Tuviste algo que ver con esto, Mark? —preguntó en un susurro, sirviéndose un vaso de la jarra helada. Tres años atrás, Augustine había infravalorado el miedo y el odio del que eran capaces los americanos. Rachel Browning no había cometido ese error. Si la nueva directora de Acción de Emergencia arrastraba alguna cuerda, Augustine no podía verla.

Podrían pasar muchos años antes de que se ahorcase a sí misma.

—No —dijo Augustine—. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Bien, la noticia se conocerá pronto.

Browning se alejó de la puerta de la sala de espera mientras Laura Bloch guiaba a Kaye, y se fue con su consejera. Bloch consiguió con rapidez una taza de café a Kaye. Augustine y Kaye se encontraban a menos de un paso de distancia. Kaye levantó la taza.

—Hola, Mark.

—Buenas tardes, Kaye. Lo hiciste muy bien.

—Lo dudo, pero gracias —dijo Kaye.

—Quería decirte que lo lamento —dijo Augustine.

—¿El qué? —preguntó Kaye. Claro, no sabía todo lo sucedido aquel día cuando Browning le había llamado y le había contado la posible adquisición de su familia.

—Lamento que hayas tenido que ser su señuelo —dijo.

—Estoy acostumbrada —dijo Kaye—. Es el precio que pago por estar tanto tiempo desconectada.

Augustine intentó una sonrisa de simpatía, pero su rostro rígido no produjo más que una mueca apacible.

—Te oigo —dijo.

—Al fin —dijo Kaye formal, y se volvió para unirse a Laura Bloch.

Augustine sintió el rechazo, pero sabía ser paciente. Sabía cómo trabajar en las sombras, en silencio y sin recibir crédito.

Hacía tiempo que había aprendido a emular a los humildes virus.

9

Nuevo México

Para entrar en el zoo del Patogénico, tuvieron que atravesar una sala con paredes desnudas de hormigón pintadas de negro y humedecer los zapatos en bandejas que contenían un fluido amarillo empalagoso —una variación de desinfectante, le explicó Turner.

Dicken movió con cierta torpeza los zapatos en el líquido.

—También lo hacemos al salir —dijo Presky—. Las suelas de goma duran más tiempo.

Se limpiaron y secaron los zapatos sobre alfombrillas negras de nailon y se pusieron una combinación de botas de algodón y polainas, atadas alrededor de la pantorrilla. Presky les entregó, a cada uno, una redecilla para el pelo y una máscara de filtro fino para cubrirse la boca, y les dijo que tocasen lo mínimo posible.

El zoo hubiese sido el orgullo de una pequeña ciudad. Ocupaba cuatro almacenes que cubrían varios acres, con paredes de acero y hormigón que estaban cubiertas con hábitats conteniendo copias más o menos fieles de ambientes naturales.

—Cómodo, de bajo estrés —comentó Turner.

—La doctora Blakemore trabaja con monos verdes y aulladores —dijo Jurie—. Del nuevo y del viejo mundo. Sus perfiles de ERV son muy diferentes, como estoy seguro que sabe. Esperamos tener pronto chimpancés, pero quizá nos podamos aprovechar del proyecto de chimpancés de Americol —miró a Dicken con ojos marrones inquisitivos—. El trabajo de Kaye Lang, ¿no?

Dicken asintió ausente.

Las cinco jaulas de primates contenían todos los entretenimientos: ramas, columpios y anillas, suelos cubiertos de alfombrillas de goma, varios niveles para pasearse y trepar, una amplia selección de juguetes de plástico. Dicken contó a seis aulladores separados entre machos y hembras en dos cajas, con una lámina de plástico perforado en medio: podían verse y olerse, pero no tocarse.

Pasaron por delante y se detuvieron frente a un largo y estrecho acuario que contenía ornitorrincos que nadaban felices y varios peces pequeños. A Dicken le encantaban los ornitorrincos. Sonrió como un niño pequeño mientras un ejemplar de treinta centímetros saltaba y nadaba varias veces a través del agua verde y clara, con plateadas líneas de burbujas surgiendo de su pelaje.

—Se llama Torrie —dijo Presky—. Es bonita, ¿no?

—Es maravillosa —dijo Dicken.

—Cualquier cosa con pelaje, escamas o plumas tiene genes víricos de interés —dijo Jurie—. Por el momento Torrie es más bien una inutilidad, pero nos cae bien igual. Recién hemos terminado de secuenciar y comparar los alogenomas de equidnas y, por supuesto, ornitorrincos.

—Estamos hablando de un censo de ERVs monotremas —explicó Turner—. Los ERVs son útiles durante el desarrollo de vivíparos. Nos ayudan a atenuar el sistema inmunológico de las madres. En caso contrario, sus linfocitos acabarían matando a los embriones porque, en parte, están formados por tejidos del padre. Sin embargo, al igual que los pájaros, los monotremas ponen huevos. No deberían emplear los ERVs durante las primeras fases del desarrollo.

—La hipótesis de Temin-Larsson-Villarreal —dijo Dicken.

—¿Estás familiarizado con la TLV? —preguntó Turner, encantado. TLV se refería a una teoría de infecciones virus-anfitrión desarrollado a partir de los trabajos realizados durante décadas, en diferentes instituciones, por Howard R. Temin, Eric Larsson y Luis P. Villarreal. TLV había ganado mucho peso desde el SHEVA.

Dicken asintió.

—Bien, ¿es así?

—¿Es qué? —preguntó Presky.

—¿Equidnas y aves expresan partículas ERV para proteger a sus embriones?

—Ah —dijo Presky, y sonrió misteriosamente, y luego agitó un dedo—. Seguridad en el trabajo. —Miró a Turner. Cuando movía la cabeza también movía el cuerpo, como una imagen de una torre de reloj—. Torrie pronto tendrá un compañero. Eso producirá muchos cambios que nos intrigan.

—Presumiblemente, también intrigarán a Torrie —añadió Jurie, totalmente en serio.

Llegaron hasta un recinto de cemento con un convincente, aunque pequeño, bosquecillo de coníferas.

—Ni leones ni tigres, pero tenemos osos —dijo Presky—. Dos machos jóvenes. En ocasiones salen a pegarse. Son hermanos, así que les gusta jugar a las peleas.

—Osos, mapaches, tejones —añadió Turner—. Animales más que pacíficos, al menos víricamente. Los simios, incluyéndonos a nosotros, parecen tener los ERVs más activos y numerosos.

—La mayoría de las plantas y los animales parecen poseer sus propias capacidades en la propaganda y la guerra biológica. La guerra sólo se produce si las poblaciones están muy presionadas —dijo Jurie—. ¿Podríamos oír el ejemplo favorito del doctor Turner?

Turner los llevó a través de un gran recinto que contenía a bisontes europeos de aspecto bastante sarnoso. Cuatro animales grandes, greñudos, con el pelaje colgando a trozos, miraron a los espectadores humanos con placidez angelical. Uno agitó la cabeza, enviando al aire polvo y paja.

—Novedad en la memoria reciente, al menos de los comedores de hamburguesas: transferencia de genes de toxinas de la bacteria E. coli al ganado —empezó a decir Turner—. La ganadería industrial moderna y las técnicas actuales de matanza provocan mucho estrés en el ganado, cuyos miembros envían señales hormonales a sus múltiples estómagos, sus rumenes. La E. coli reacciona a esas señales adquiriendo fagos, virus de bacterias, que portan genes de otras bacterias comunes del intestino, Shigella. Esos genes resulta que codifican la toxina Shiga. El intercambio no afecta a la vaca, fascinante, ¿no? Pero cuando un depredador mata a un bicho tipo vaca en la naturaleza, y le muerde las tripas, cosa que la mayoría hace, comiendo hierba y demás a medio digerir, lo llaman la ensalada de la selva, se traga un montón de E. coli cargado de toxinas Shiga. Eso puede poner muy enfermo al depredador, y a nosotros. Los depredadores muertos o enfermos reducen considerablemente el estrés de las vacas. Es una válvula de escape muy inteligente. Ahora esterilizamos la carne con radiación. Toda la carne.

—Personalmente, nunca como carne cruda —dijo Jurie con un arco contemplativo en las cejas—. Demasiados genes sueltos flotando por ahí. El doctor Miller, nuestro botánico jefe, me cuenta que también me debería preocupar de los vegetales.

Orlin Miller levantó las manos para defenderse.

—Igual tiempo para las verduras.

Entraron en el edificio dos, la combinación de pajarera y herpetario. Montadas sobre bancos junto a las grandes puertas deslizantes del almacén, había cajas de vidrio que congregaban serpientes reales enrolladas bajo lámparas de calor rojas.

—Tenemos pruebas de un flujo lateral lento pero constante de genes entre especies —dijo Jurie—. El doctor Foresmith está estudiando la transferencia de genes entre virus exógenos y endógenos en pollos y patos, así como en los psittaciformes, los loros.

Foresmith, un tipo imponente de pelo gris, de apenas cincuenta años, antes del Instituto Tecnológico de Massachusetts —Dicken le conocía por su trabajo sobre bacterias de genoma mínimo— tomó la palabra:

—La gripe y otros virus exógenos pueden intercambiar genes y recombinarse en el interior de los anfitriones o poblaciones de reserva —dijo, con una voz que era un estruendo metálico—. Una vez al año solía llegar una nueva cepa de gripe de Asia. Ahora, sabemos que virus exógenos y endógenos, herpes, poxvirus, VIH y SHEVA, se pueden recombinar en nuestro interior. ¿Y si esos virus cometiesen un error? Mete un gen en la posición equivocada del ADN celular... Una célula comienza a pasar de sus deberes y crece fuera de control. Voilà, un tumor maligno. O, un virus relativamente benigno adquiere un gen crucial y pasa de ser una infección persistente a ser grave. Un error realmente grande y pum —se golpeó la palma con el puño—, sufrimos una mortalidad del cien por cien. —Su sonrisa era simultáneamente admiradora y nerviosa—. Uno de nuestros chicos de paleología cree que podemos explicar de esa forma muchas extinciones masivas, al menos en teoría. Si pudiésemos resucitar y reensamblar algunos de los ERVs más antiguos y extremadamente degradados, quizá descubriríamos qué les sucedió realmente a los dinosaurios.

—No tan rápido —dijo Dicken, levantando las manos en signo de rendición—. No sé nada sobre dinosaurios o vacas estresadas.

—Olvidémonos por el momento de las teorías más alocadas —amonestó Jurie a Foresmith, pero tenía un brillo en los ojos—. Tom, te toca.

Tom Wrigley era el más joven del grupo, de unos veinticinco años, alto, de pelo oscuro, y sencillo, de nariz roja y una expresión perpetuamente agradable. Sonrió con timidez y le pasó una moneda a Dicken, un cuarto de dólar.

—Eso es más o menos lo que cuesta una píldora anticonceptiva. Mi grupo está estudiando los efectos del control de natalidad en la expresión de retrovirus endógenos en las mujeres entre veinte y cincuenta años.

Dicken hizo rodar la moneda en la mano. Tom le mostró la palma, arqueando las cejas, y Dicken se la devolvió.

—Diles por qué, Tom —sondeó Jurie.

—Hace veinte años, unos investigadores descubrieron que el VIH infectaba a las mujeres embarazadas en una tasa mayor. Algunos de los retrovirus endógenos humanos están muy emparentados con el VIH, que va a por todas contra nuestro sistema inmunológico. El feto en el interior de la madre expresa un montón de HERVs de la placenta, que algunos creen ayudan a someter el sistema inmunológico de la madre de una forma beneficiosa... lo justo para que no ataque al feto en desarrollo. TLV, como usted sabe, doctor Dicken.

—Howard Temin es un dios en este lugar —dijo Dee Dee Blakemore—. En el ala C le hemos puesto un pequeño santuario. Le rezamos todos los miércoles.

—Las píldoras de control de natalidad producen en las mujeres condiciones similares al embarazo —dijo Wrigley—. Decidimos que las mujeres que tomaban anticonceptivos formarían un excelente grupo de estudio. Tenemos veinte voluntarias, cinco de ellas nuestras propias investigadoras.

Blakemore levantó la mano.

—Yo soy una —dijo—. Ya me siento irritable —le gruñó a Wrigley y le enseñó los caninos. Wrigley levantó las manos fingiendo miedo.

—Con el tiempo, las mujeres SHEVA se quedarán embarazadas —dijo Wrigley—. Y algunas de ellas puede que usen métodos anticonceptivos. Queremos saber cómo afectará a la producción de patógenos potenciales.

—La madurez sexual y el embarazo en los nuevos niños será probablemente un periodo de gran peligro —dijo Jurie—. Los retrovirus emitidos en el curso natural de una segunda generación de embarazos SHEVA podrían transferirse a los humanos. El resultado podría ser otra enfermedad como el VIH. De hecho, el doctor Presky, entre otros, cree que algo similar explica cómo el VIH llegó a la población humana.

Presky intervino.

—Un cazador en busca de carne pudo matar una chimpancé embarazada. —Se encogió de hombros; la hipótesis no era todavía más que una cábala, como Dicken sabía bien. Como estudiante de posdoctorado a finales de los 80, Dicken había pasado dos años en el Congo y Zaire buscando posibles fuentes del VIH.

—Y por último, pero no menos importante, nuestros jardines. ¿Doctor Miller?

Orlin Miller señaló, en el extremo norte del almacén, una zona plana de verde y jardines de flores extendidos bajo cielos de tragaluces y bombillas solares artificiales colgando de imponentes falanges, como grandes frutas de cristal.

—Mi grupo estudia la transferencia de genes víricos entre plantas e insectos, hongos y bacterias. Como antes dio a entender el doctor Jurie, también estudiamos genes humanos que pudieron tener su origen en plantas —añadió Miller—. Desde aquí puedo ver el Nobel colgando.

—No es que llegues a subirte al estrado para recogerlo —le advirtió Jurie.

—No, claro que no —dijo Miller, algo desinflado.

—Basta. Sólo una muestra —dijo Jurie, deteniéndose frente a una zona espesa de maíz joven—. Otros siete directores de división que no pueden estar aquí esta noche envían sus felicitaciones... a mí, por haber conseguido al doctor Dicken. No necesariamente felicitan al doctor Dicken.

Los otros sonrieron.

—Gracias, caballeros —dijo Jurie, y les dijo adiós con la mano, como si fuesen un grupo de escolares. Los directores se despidieron y salieron del almacén. Sólo se quedó Turner.

Jurie fijó a Dicken con una mirada.

—El INS me dice que pudo emplearle en el Patogénico —dijo Jurie—. El INS paga por una parte sustancial de mi trabajo aquí, a través de Acción de Emergencia. Aun así, siento curiosidad. ¿Por qué aceptó el nombramiento? No será porque me ama y me respeta, doctor Dicken. —Jurie se cruzó de brazos y sus dedos huesudos se dieron a un ataque de búsqueda, marchando hacia los codos, acercando aún más los brazos.

—Voy a donde está la ciencia —dijo Dicken—. Creo que están a punto de descubrir cosas muy interesantes. Y creo que puedo ayudar. Además... —hizo una pausa— le dieron una lista. Usted me escogió.

Jurie alzó una mano para desestimar ese punto.

—Todo lo que hacemos aquí es político. Sería un tonto si no me diese cuenta —dijo—. Pero francamente, creo que vamos ganando. Nuestro trabajo es demasiado importante para interrumpirlo, por cualquier razón. Y ya puestos podemos tener a la mejor gente trabajando para nosotros, independientemente de sus relaciones. Es usted un buen científico y, en el fondo, eso es lo que importa. —Jurie pasó frente a un invernadero cubierto de plástico lleno de plataneros, oscurecidos por el plástico translúcido—. Si cree que está preparado, tengo un problema teórico para usted.

—Tan listo como pueda estarlo —dijo Dicken.

—Me gustaría que empezase con algo que se sale un poco de lo habitual. ¿Le apetece?

—Le escucho —dijo Dicken.

—Puede trabajar con las voluntarias del doctor Wrigley. Reúna un equipo entre los estudiantes de posdoctorado residentes bajo la supervisión de Dee Dee, no más de dos para empezar. Están analizando antiguas regiones promotoras asociadas con las características sexuales, cambios fisiológicos en los humanos posiblemente inducidos por genes retrovirales. —Jurie tragó muy evidentemente—. Los virus han inducido cambios muy evidentes en los niños SHEVA. Ahora, me gustaría estudiar casos más mundanos en humanos. ¿Adivina el pliegue de tejido que me parece sospechoso? —preguntó Jurie.

—La verdad es que no —dijo Dicken.

—Es como una alarma colocada en una puerta que se mantiene cerrada hasta la madurez. Cuando se atraviesa la puerta, eso anuncia un gran logro, un cambio crucial; lo anuncia con gran dolor y toda una cascada de acontecimientos hormonales. Las hormonas generadas por esa experiencia parece que activan HERVs y otros elementos móviles, preparando a nuestros cuerpos para una nueva fase vital. La reproducción es inminente, le dice al cuerpo. Es hora de prepararse.

—El himen femenino —supuso Dicken.

—El himen femenino —dijo Jurie—. ¿Hay algún otro? —No estaba siendo sarcástico. Era una pregunta directa—. ¿Hay otras puertas por abrir, otras señales?... No lo sé. Me gustaría saberlo. —Jurie examinó a Dicken, con los ojos nuevamente encendidos por el entusiasmo—. Mi suposición es que los virus han alterado nuestro fenotipo para producir el himen. La rotura del himen les advierte que se está produciendo el sexo, así que se pueden preparar para hacer todo lo que hacen. Alterando la expresión de genes clave, activándolos o bloqueándolos, puede que los virus también cambien nuestro comportamiento. Vamos a descubrirlo. —Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una pequeña caja de plástico y se la pasó a Dicken—. Mis notas. Me alegraré si le resultan útiles.

—Bien —dijo Dicken. Sabía muy poco sobre hímenes; se preguntó cuáles serían sus otros recursos.

—Las hembras SHEVA no tienen himen, ¿lo sabe? —dijo Jurie—. No hay tal membrana. La comparación debería ofrecer fascinantes divergencias en los caminos hormonales y la activación vírica. Y la activación vírica es lo que nos preocupa.

Dicken se encontró asintiendo. Estaba casi hipnotizado por la temeridad de la hipótesis. Era perversa; de una perversidad brillante.

—¿Cree que la menarquía en las mujeres SHEVA activará mutaciones víricas? —preguntó.

—Posiblemente —dijo Jurie con tono plano, como si hablase del tiempo—. ¿Interesado?

—Lo estoy —dijo Dicken después de una pausa para meditar.

—Bien. —Jurie levantó los brazos y echó la cabeza a un lado, haciendo que los huesos del cráneo restallasen; Volvió los ojos a otra parte, asintió una vez y echó a andar, dejando a Turner y a Dicken solos en el almacén entre caravanas y jardines.

La entrevista había concluido.

Turner escoltó a Dicken de vuelta al zoo, los baños de pie, y los pasillos hasta la puerta de acero. Se detuvieron en la oficina de mantenimiento para coger la llave del dormitorio de Dicken.

—Has sobrevivido al encuentro con el Viejo —dijo Turner. Luego le mostró a Dicken el camino al ala de dormitorios para los nuevos residentes. Levantó la mano, apretó la llave identificadora, volviéndola de azul a roja, y la dejó caer en la palma de Dicken. Miró a Dicken durante un momento largo e incómodo, y añadió—: Buena suerte.

Turner recorrió el pasillo de vuelta, agitando la cabeza. Por encima del hombro gritó:

—¡Dios! Hímenes. ¿Qué será lo próximo?

Dicken cerró la puerta de la habitación y encendió la luz del techo. Se sentó en la cama estrecha y tirante, y se frotó las sienes y la mandíbula con dedos temblorosos, mareado por las emociones reprimidas.

Por primera vez en su vida, la presa que Dicken perseguía no era microbiana.

Era una enfermedad, pero era completamente humana.

10

Arizona

Stella se despertó por el sonido de una fiesta de canción hiper-infra entre barracones. Todavía no había sonado la sirena para despertar. Se giró entre las sábanas limpias y blancas de la litera superior y miró al techo. Conocía la rutina: una docena de chicas y chicos miraban por las ventanas de sus barracones, cantándose los unos a los otros por encima de las vallas de espino. El hiper era alto y casi no tenía tonada; el infra era sutil y no muy claro desde su posición. Sin embargo, no dudaba que transmitía muchos chismes de comienzos de la mañana.

Cerró los ojos durante un momento y prestó atención. Los cantantes de los barracones tendían a pasar a lamentos desgarradoramente dulces y capaces de hacer temblar los cielos, enviando sonidos por ambos lados de las lenguas acanaladas, haciendo circular la respiración por la nariz y la garganta simultáneamente. Los dos flujos de canción comenzaron a ejecutar un contrapunto, entremezclándose de una forma diseñada para evitar que los consejeros pudiesen saber lo que se decía.

No es que los consejeros hubiesen descubierto todavía cómo interpretar el infrahabla.

Stella oyó un golpe metálico fuerte. Cerró los ojos y sonrió. Podía verlo con claridad: los consejeros recorrían los barracones, golpeando las tapas metálicas de las papeleras y gritándoles a los niños para que se callasen. Lentamente, las canciones se disiparon como soplos de aire aromado. Stella se imaginó las cabezas alejándose de las ventanas, los niños corriendo a las literas, ocultándose bajo las sábanas.

Mañana, otras barracas tendrían el turno. Había una especie de lotería; intentaban predecir cuánto tardarían los consejeros en llegar desde su complejo hasta las barracas responsables, y durante cuánto tiempo podrían engañarles con respecto a qué barracón era el responsable. Su barracón podría unirse y recibir la misma respuesta de las tapas. Stella formaría parte de la fiesta de canción. No le apetecía el desafío. Poseía una hipervoz clara y alta, pero necesitaba trabajar su infrahabla. No le resultaba tan fácil como a los otros.

El silencio regresó a la madrugada. Se hundió bajo las sábanas, esperando la señal para levantarse. A los pies de cada litera habían depositado uniformes nuevos. Las literas estaban apiladas de tres en tres, y las chicas iniciaban cada mañana con una ducha y un cambio de ropa, para evitar que el olor se acumulase en sus cuerpos o en sus ropas.

Stella sabía que su olor natural no era desagradable para los humanos. Lo que preocupaba a los consejeros y capitanes del campo era la persuasión.

Las chicas que estaban debajo de ella, Celia y Mandy, se movían. Stella prefería ser de las primeras en llegar a las duchas. La alarma en el extremo sur del pasillo se disparó y corrió hacia la puerta de las duchas. Su delgado camisón blanco se agitaba a la mitad del fémur.

Cada día les daban toallas y cepillos nuevos. Cogió una toalla y un cepillo de dientes pero evitaba usar pasta de dientes. Poseía un olor soterrado que, sospechaba, pretendía confundirles. Stella se situó en el lavabo largo con el espejo de acero pulido y se pasó el cepillo húmedo por los dientes, para luego masajearse las encías con un dedo, como Mitch le había enseñado hacía casi diez años.

Ya había otras veinte chicas en las duchas, en su mayoría de otros barracones. El edificio de Stella —barracón número tres— tendía a la lentitud. Contenía a las chicas mayores. No eran tan alegres y entusiastas como las más jóvenes. Sabían muy bien lo que les aguardaba. —Aburrimiento, ritual, frustración. Estancamiento.

La chica más joven del campo tenía diez años. La mayor quince.

Stella Nova tenía catorce.

Después de terminar, regresó al camastro para vestirse. Miró la línea de camas. La mayoría de las chicas seguían en las duchas. Hoy le tocaba actuar de monitora del barracón. No debía llamar la atención —simplemente el caminar de cama en cama, inclinándose para oler, probablemente le ganaría un castigo, con la señorita Kantor haciendo preguntas incómodas—. Pero había que hacerlo.

Stella llevaba un montón de periódicos escolares impresos el día antes. Caminó de cama en cama, colocando un periódico en cada una y olisqueando ligeramente las sábanas revueltas sin inclinarse.

En diez minutos, cuando las chicas ya habían regresado de las duchas y empezaban a vestirse, Stella tenía una buena imagen de la salud y bienestar del barracón. Más tarde informaría a la mentora de su deme. Los mentores cambiaban de día en día o de semana en semana. La infrahabla o un destello de mejillas le indicarían quién era responsable hoy. Realizaría un informe rápido con infrahabla y olores, antes de que diesen comienzo las actividades mixtas extremadamente supervisadas en el exterior, una vez por semana.

Las chicas habían concebido el procedimiento ellas mismas. Parecía ir bien. El acto de comprobar las camas no sólo era útil para saber cómo le iba a cada miembro, también era un acto de desafío.

El desafío era esencial para conservar la cordura.

Quizá supiesen de antemano si los humanos pasaban más enfermedades. Quizá no fuese más que una forma de sentir que controlaban sus vidas. A Stella no le importaba.

Oler a sus compañeras de barracón era recompensa suficiente. Le hacía sentirse parte de algo que valía la pena, algo no humano.

11

Centro de Investigación de Americol. BALTIMORE, MARYLAND

—¡Cuidado que voy!

Liz Cantrera pasó corriendo junto a Kaye, un bastidor para bandejas de plástico transparente se agitaba en sus brazos bajo el borde aleteado de una carpeta encajada entre los dientes. Depositó el bastidor cerca de un lavabo de seguridad y se quitó la carpeta negra de la boca.

—Esto acaba de llegar de La Robert.

Kaye colgó el abrigo en los colgadores tras la puerta del laboratorio.

—¿Otra salva?

—Mmm. Creo que Jackson está celoso de que te pidiesen testificar en lugar de a él.

—Nadie podría envidiarme tal cosa. —Kaye agitó los dedos—. Dámelo.

Cantrera sonrió y le pasó la carpeta.

—Defenderá un modelo de enfermedad mucho después de que el Karolinska te cuelgue el oro.

Kaye hojeó la revisión y respuesta de cincuenta páginas a su trabajo de los últimos dos años. Era grande. Robert Jackson, IP del grupo completo y en algunos aspectos su jefe, trabajaba intensamente para echar a Kaye de su laboratorio, de su edificio, de su camino.

La fecha esperada de publicación del artículo de Jackson en el Journal of Biologics and Epigenetics estaba pegada en la última página: diciembre.

—Qué bien que haya superado la revisión —dijo Kaye.

Liz se puso las manos en las caderas y adoptó una posición de expectación desafiante. Se echó atrás un mechón de pelo rubio rizado y masticó audiblemente un chicle. Tenía los ojos tan brillantes como gotas de tinta azul.

—Dice que estamos eliminando factores de trascripción necesarios que rodean a nuestros ERVs objetivos, tirando al bebé con el agua de baño contaminada.

—Muchos de esos factores son transactivados por el ERV. No puede tener todo, doctor Jackson. Bien, al menos ésa podemos responderla. —Kaye se dejó caer sobre el taburete—. No estamos llegando a ningún sitio —murmuró—. Estamos eliminando los virus y no obtenemos ningún bebé chimpancé. ¿Qué le falta? —Miró a Liz, quien seguía agitando las caderas y masticando chicle en fingido desafío frente a La Robert.

Liz mostró una enorme sonrisa dulce.

—¿Te sientes mejor?

Kaye negó con la cabeza y se rió a pesar de sí misma.

—Pareces una picaruela de Broadway. ¿Quién se supone que eres, Bernadette Peters?

Liz inclinó las caderas y se ahuecó el pelo con una mano.

—Es una tía buena. ¿Qué obra? —exigió—. ¿Reestreno de Mame?

Sweeney Todd —dijo Kaye.

—Ésa sería Winona Ryder —respondió Liz.

Kaye gruñó.

—¿De dónde sacas tanta energía?

—De la amargura. En serio, ¿cómo fue?

—Un bando me usa como puntal y el otro como idiota. Me siento como Dorothy en el tornado.

—Lo lamento —dijo Liz.

Kaye se estiró y sintió cómo se le ajustaba la espalda. Mitch solía hacérselo. Volvió a repasar la carpeta de Jackson y encontró la página que por instinto, y un toque de suerte, antes le había llamado la atención: dudosos procedimientos de laboratorio.

Como siempre, Jackson estaba atrapado en un laberinto de estudio in vitro —callejones sin salida de tubos de ensayo y placas petri empleando la línea de células tumorales Ter2—, trampas demostradas para cometer errores con ERVs. Demonios, incluso está usando embriones de pollo, pensó. Los animales que ponen huevos no usan ERVs de la misma forma que nosotros.

—La vacuna de Jackson mata monos —dijo Kaye en voz baja, golpeando la página—. A Marge no le gustan los proyectos que no superan los ensayos con animales.

—¿Jugamos otra partida de Te Pillé con el doctor Jackson? —preguntó Liz, todo inocencia.

—Claro —dijo Kaye—. Casi me alegra. —Dejó caer la carpeta sobre la pequeña mesa atestada.

—Me voy a comprobar nuestras matrices, y luego me marcho a casa —gritó Liz mientras atravesaba la puerta con las bandejas—. He estado trabajando toda la noche. ¿Estarás aquí durante la semana?

—Hasta que me despidan —dijo Kaye. Se frotó la nariz reflexivamente—. Necesito repasar los estudios de zonas frágiles de la semana pasada.

—Preparados y digitalizados. Están en la fotobase —dijo Liz—. Quedan espaguetis sobrantes en el frigo.

—Divino —dijo Kaye.

—Chao —gritó Liz, y la puerta se cerró tras ella.

Kaye se puso en pie y volvió a frotarse la nariz. La sentía ligeramente cargada, aunque no era desagradable. El laboratorio olía extrañamente dulce y fresco, aunque no sucio. Liz era una fanática de la limpieza.

El olor era difícil de identificar, muy diferente al perfume o a las flores.

Tenía un largo día de trabajo por delante, preparándose para la reunión de mañana por la mañana. Kaye cerró los ojos, con la esperanza de encontrar su zona de tranquilidad; tenía que concentrarse en los resultados de cromosomas de la semana pasada. Quitarse de las entrañas el cepo amargo de Washington.

Llevó la banqueta hasta la estación de trabajo y tecleó su clave, para solicitar a continuación las tablas y fotografías de las mutaciones cromosómicas en chimpancés.

Los embriones de primera fase modificados para el laboratorio tenían borrados todos los ERVs de copia única, pero intactos los ERVs multicopia, los LINEs y los ERVs defectuosos. Se les había permitido desarrollarse durante cuarenta y ocho horas. Los cromosomas, agrupados por la mitosis, se extrajeron, se fotografiaron y se les secuenció aproximadamente. Lo que Kaye buscaba eran anomalías alrededor de puntos frágiles y zonas calientes de los cromosomas —regiones de los genes que respondían con rapidez a cambios ambientales, lo que sugería una respuesta adaptativa rápida.

Los cromosomas de chimpancé modificados estaban muy distorsionados —lo sabía simplemente mirando las fotografías—. Los puntos frágiles estaban todos afectados, rotos y reordenados incorrectamente. Los embriones jamás se hubiesen implantado en el útero, y mucho menos haberse desarrollado. Todos los ERVs de una única copia eran importantes para el desarrollo fetal y la adaptación cromosómica de los mamíferos, especialmente en el caso de los primates.

Repasó los análisis y observó metilaciones aleatorias y destructivas de genes que debería haber estado transcribiendo activamente, fragmentos necesarios de ADN guardados como si fuesen barcos viejos, doblando la cromatina en una agonía de actividad equivocada alternante y una lasitud oscura e inactiva.

Esos cromosomas eran feos, feos y antinaturales. Los embriones de primera fase creciendo bajo la tutela de tales cromosomas acabarían muriendo. Ésa era la historia de todo lo que habían hecho en el laboratorio. Si, por una rara posibilidad, los embriones sin ERV se las arreglaban para implantarse y comenzaban a desarrollarse, serían reabsorbidos irremediablemente durante las primeras semanas. Y llegar tan lejos exigía darles a las madres chimpancé un régimen masivo de medicación desarrollado para madres humanas en las clínicas de fertilización para prevenir los abortos.

Los ERVs cumplían muchas funciones en el desarrollo embrionario, incluyendo mediar en la diferenciación de tejidos. Y ya era evidente que la TLV —la conjetura Temin-Larsson-Villarreal— era correcta. Retrovirus endógenos muy conservados expresados por el trogectodermo del embrión en desarrollo —la porción que se convertiría en el amnio y la placenta— protegían contra ataques del sistema inmunológico de la madre. Las proteínas de las cubiertas víricas contenían selectivamente la respuesta inmunitaria de la madre para con el feto sin debilitar, las defensas de la madre contra patógenos externos, una danza exquisita de selectividad.

Debido a la función protectora de los retrovirus antiguos, la desactivación de ERVs —la eliminación o contención de la mayoría o trozos de los «pecados originales» del genoma— era invariablemente fatal.

Kaye recordaba claramente el estremecimiento que había sentido cuando la madre de Mitch describió el SHEVA como «pecado original». ¿Cuánto tiempo hacía de eso... quince años? Justo después de haber concebido a Stella.

Si el SHEVA y otros ERVs constituían el pecado original, entonces empezaba a parecer que quizá todos los mamíferos planetarios, quizá todas las formas de vida multicelulares, estaban llenas de pecado original, necesarios. Era la muerte sin ellos.

¿Y no se refería a eso el Jardín del Edén? El comienzo del sexo, el conocimiento propio y la vida tal y como la conocemos.

Todo por los virus.

—Al diablo con eso —murmuró Kaye—. Nos hace falta un nuevo nombre para estas cosas.

12

Arizona

El momento de pasar lista era la fase menos agradable del día para Stella, cuando las chicas estaban todas juntas y la señorita Kantor se paseaba entre las filas bajo la gran tienda.

Stella estaba sentada con las piernas cruzadas y dibujaba pequeñas figuras de flores y pájaros en el suelo usando el dedo. La lona se agitaba bajo la débil brisa de la mañana. La señorita Kantor caminaba entre las líneas de adolescentes sentadas con las piernas cruzadas y raspaba el libro del día. Dependía completamente del papel, simplemente porque perder un e-bloc o un portátil en la reserva era una infracción grave, que se castigaba con la destitución.

Los dormitorios no tenían teléfonos, ni enlaces por satélite, ni radios. La televisión se limitaba a vídeos educativos. Stella y la mayoría de las otras habían acabado odiando la televisión.

—Elli Ann Garcia.

—Aquí.

—Stella Nova Rafelson.

—Aquí —gritó, con una voz plateada bajo el aire frío del desierto.

—¿Cómo te va el resfriado, Stella? —le preguntó la señorita Kantor al recorrer la fila.

—Listo —respondió Stella.

—Ocho días, ¿no? —La señorita golpeó con el bolígrafo la página del diario.

—Sí, señora.

—Ésa fue la quinta oleada de resfriados que hemos tenido este año.

Stella asintió. Los consejeros mantenían un registro cuidadoso y tedioso de todas las infecciones. Cinco días antes, Stella había pasado varias horas en reconocimiento; junto con otras dos docenas de chicas con resfriados similares.

—Kathy Chu.

—Aquí.

Cuando terminó, la señorita Kantor volvió a pasar junto a Stella.

—Stella, ¿estás aromando?

Stella levantó la vista.

—No, señorita Kantor.

—El sensor me dice que sí. —Tocó el oledor de su cinturón. Stella no estaba aromando, ni nadie a su alrededor. El chivato electrónico de la señorita Kantor estaba mal, y Stella sabía por qué; la señorita Kantor tenía la regla y eso podía confundir al oledor. Pero Stella no se lo había dicho jamás.

Los humanos odiaban que les dijesen que emitían olores reveladores.

—Nunca aprenderás a vivir en el mundo exterior si no puedes controlarte —le dijo la señorita Kantor a Stella, y se inclinó frente a ella—. Conoces las reglas.

Stella se puso en pie sin que le dijesen nada. No sabía por qué la tomaba con ella. No había hecho nada raro.

—Espera junto al camión —dijo la señorita Kantor.

Stella fue a donde el camión, de un blanco brillante bajo el sol de la mañana. El aire sobre las montañas era intenso y azul. En unas horas haría calor, pero podría llover con intensidad más tarde; eso haría que el aire de finales de la tarde fuese perfecto para ponerse al día. No quería perdérselo.

La señorita Kantor terminó el recuento y las chicas se fueron a las clases de la mañana en los tráilers y bungalows dispersos sobre los terrenos polvorientos. La consejera y su asistenta, una joven regordeta y callada llamada Joanie, atravesaron la gravilla para llegar al camión. La señorita Kantor no miraba directamente a Stella.

—Sé que no eras sólo tú —dijo la señorita Kantor—. Pero fuiste la única a la que pude pillar. Debe parar, Stella. Pero no voy a castigarte esta vez.

—Sí, señora. —Stella sabía que era mejor no discutir. Cuando las cosas se hacían como ella quería, la señorita Kantor era razonable y bastante tranquila, pero ante cualquier manifestación de desafío o contradicción se convertía en una bruja—. ¿Ya puedo ir a clase?

—Todavía no —dijo la señorita Kantor, dejando el bloc en el camión. Abrió la puerta trasera del vehículo—. Tu padre ha venido a visitarte —dijo—. Vamos a la enfermería.

Stella se sentó en la parte trasera del camión, tras la barrera de plástico, sintiéndose confundida. La señorita Kantor se subió al asiento delantero. Joanie cerró la portezuela y regresó a la tienda.

—¿Ya está aquí? —preguntó Stella.

—Llegará más o menos en una hora —dijo la señorita Kantor—. Acabáis de recibir la aprobación. Es genial, ¿no?

—¿Qué quieren? —preguntó Stella de pronto, antes de que pudiese controlar la lengua.

—Nada. Es una visita familiar.

La señorita Kantor encendió el motor del camión. Stella podía sentir su desaprobación. Las visitas familiares eran fútiles en el mejor de los casos, o eso creía la señorita Kantor. Los niños jamás se integrarían totalmente en la sociedad humana, por mucho que la política escolar dijese lo contrario. Conocía a los niños demasiado bien. Simplemente no podían comportarse apropiadamente.

Peor aún, la señorita Kantor sabía que el padre de Stella había pasado tiempo en la cárcel por atacar a un agente de Acción de Emergencia. Tenerle a él de visita era como una afrenta personal. Ella era un resto de cuando la Escuela Sable Mountain había sido una prisión.

Hacía tres años que Stella no veía a Mitch. Apenas recordaba cómo olía, menos aún su aspecto.

La señorita Kantor atravesó la gravilla y llegó hasta la carretera asfaltada, y luego entre la maleza ochocientos metros hasta el edificio de ladrillo que llamaban hospital. En realidad no era un hospital. Por lo que Stella sabía con seguridad, el hospital era simplemente el centro de detención y administración de la escuela. Antes había sido un hospital, para la prisión. Algunos chicos afirmaban que era donde te inyectaban sal en las mejillas, o realizaban una ectomía en la lengua, o te inyectaban Botox en los nuevos músculos faciales que convertían en ilegibles tus expresiones faciales.

Era el lugar donde intentaban convertir en humanos a los niños SHEVA. Stella jamás se había encontrado a ningún chico que hubiese sufrido esos tormentos, pero eso se explicaba, decían algunos chicos, por el hecho de que los enviaban a Suburbia, un pueblo formado exclusivamente por chicos SHEVA que intentaban actuar como humanos.

Por lo que Stella sabía, no era cierto, pero el hospital era a donde te enviaban cuando querían sacarte sangre. Había estado allí en muchas ocasiones para ese propósito.

En los campos había muchas historias. Muy pocas eran ciertas, pero la mayoría daban miedo, y los chicos podían llegar a aburrirse terriblemente.

Mientras atravesaban la verja de alambres de espino y cruzaban un foso, Stella sintió crecer en su interior algo triste y frío.

Recuerdos.

No quería perder la concentración. Miró a través de la ventanilla, molesta con Mitch por venir. ¿Por qué ahora? ¿Por qué no cuando ella lo tuviese todo bajo control y pudiese decirle que había logrado algo que valía la pena? La vida era todavía demasiado confusa. La última visita de su madre había sido dolorosa. Stella no había sabido qué decir. Su madre había estado tan triste y tan llena de necesidades que ninguna de las dos podía satisfacer...

Esperaba que Mitch no se limitase a quedarse sentado mirándola por encima de la mesa de la sala de conferencias familiares. O le hiciese preguntas indiscretas. O intentase decirle a Stella que esperaba que volviesen a estar juntos. Stella no creía poder soportarlo.

Stella inclinó la cabeza y se frotó la nariz. Se llevó la punta del dedo al borde del ojo y luego a la lengua, sin que la viesen por el retrovisor. Tenía los ojos húmedos y sus lágrimas sabían a sal amarga. Sin embargo no iba a llorar abiertamente. No delante de un humano.

La señorita Kantor detuvo el camión en el aparcamiento del edificio plano de ladrillos, salió y abrió la portezuela de Stella. Stella la siguió al interior del hospital. Al girar una esquina, a través de un hueco en el pasillo de ladrillo, Stella vio un largo autobús amarillo aparcado junto a la oficina de procesamiento. Llegaba un cargamento de nuevos chicos. Al atravesar las puertas de vidrio para ir al centro de detención Stella se retiró unos pasos tras la señorita Kantor.

La puerta de la secretaría estaba siempre abierta, y a través de la amplia ventana del fondo, Stella creyó poder entrever a los nuevos chicos del centro de envío. Sería algo con lo que volver al deme; posibles reclutas o noticias del exterior.

De pronto, irracionalmente, odió a Mitch. No quería que la visitase. No quería distracciones. Quería concentrarse y no tener que volver a preocuparse de los humanos. Quería arremeter contra la señorita Kantor, derribarla sobre el suelo de linóleo, y correr a algún lugar que no fuese éste.

A través del breve y feroz fruncimiento de ceño de Stella —un fruncimiento más intenso del que podían lograr la mayoría de los humanos— entrevió la línea de chicos al otro lado de la ventana de la secretaría. El fruncimiento desapareció.

Stella se agachó para quitarse el zapato y lo volvió del revés, agitándolo. La señorita Kantor miró y se detuvo con las manos en las caderas.

El oledor del cinturón pitó.

—¿Vuelves a aromar? —preguntó.

—No, señora —dijo Stella—. Una piedra en el zapato. —Esa pausa le dio tiempo suficiente para perseguir el recuerdo de la cara en la fila. Se puso en pie, se movió torpemente hasta que la señorita Kantor apartó la vista, y lanzó una segunda mirada a la ventana.

Conocía la cara. Ahora era más alto y más delgado, casi un esqueleto andante, de pelo indomable y ojos planos y carentes de vida bajo el brillante sol. La fila comenzó a moverse y Stella volvió a mirar al pasillo y a la señorita Kantor.

Ya no estaba preocupada por Mitch.

El chico delgado del exterior era el muchacho que había conocido en el cobertizo de Fred Trinket en Virginia, cuando había huido de la casa de Mitch y Kaye.

Era Will. Strong Will.

13

Baltimore

Kaye apagó las pantallas y retiró las muestras, para luego devolverlas cuidadosamente al cajón de conservación en el frigorífico. Sabía por primera vez que estaba cerca del final de su trabajo en Americol. Tres o cuatro experimentos más, como mucho seis meses de trabajo de laboratorio, y podría volver al Congreso, enfrentarse a Rachel Browning y contarle al subcomité de supervisión que todos los simios, todos los monos, todos los mamíferos, probablemente todos los vertebrados, incluso todos los animales —y posiblemente todas las formas de vida por encima de las bacterias— eran quimeras genéticas. En un sentido muy real, todos ellos eran hijos de los virus.

No sólo Stella. No sólo mi hija y su gente.

Todos los bebés usan virus para nacer. Todos los senadores, todos los congresistas, y todas sus esposas, hijos y nietos, todos los ciudadanos de Estados Unidos, y toda la gente del mundo, son culpables del pecado original.

Kaye levantó la vista como si oyese algo. Se tocó el puente de la nariz y miró alrededor del laboratorio, las filas de equipos blancos, beige y grises, las mesas cubiertas de negro, las lámparas colgando del techo como cartones de huevos boca abajo. Sintió una presión suave tras los ojos, el goteo argentino y frío por la parte posterior de la cabeza, la creciente convicción de que no estaba a solas en la sala, en su cuerpo.

El comunicador había vuelto. En dos ocasiones en los últimos tres años había pasado hasta tres días en su presencia. Antes, siempre había estado de viaje o trabajando con una fecha límite y había intentado pasar por alto lo que había acabado considerando como una distracción sin sentido.

—No es un buen momento —dijo en voz alta y agitó la cabeza. Se puso en pie, estiró los brazos y se dobló para tocarse la punta de los dedos, esperando que el ejercicio hiciese retroceder al comunicador—. Vete. —No se fue. La señal regresó incluso con mayor convicción. Kaye empezó a reírse indefensa y se limpió las lágrimas—. Por favor —susurró, apoyándose en un banco de laboratorio. Movió un montón de placas petri con el codo. Mientras las ordenaba, el comunicador atacó con plena fuerza, inundándola de deliciosa aprobación. Kaye cerró los ojos y se inclinó, con todo el cuerpo lleno de una sensación extraordinaria de unidad con algo muy cercano e íntimo, y sin embargo infinitamente creativo y poderoso.

»Siento como si me amases —dijo, agitándose por la frustración—. ¿Entonces por qué me atormentas? ¿Por qué simplemente no me dices lo que quieres que haga? —Kaye se deslizó por el banco hasta una silla en una mesa cercana a una esquina del laboratorio. Se puso la cabeza entre las rodillas. No se sentía débil o mareada; podía haberse movido por ahí e incluso realizar su trabajo diario. Lo había hecho antes. Pero esta vez simplemente era demasiado.

Su furia superó incluso las oleadas insistentes de validación y aprobación. La primera vez que el comunicador la había tocado, le habían quitado a Mitch y a Stella. Había sido tan terrible, tan injusto; ahora no quería recordar ese momento. Y sin embargo esta afirmación la obligaba a recordar.

—Vete. Por favor. No sé qué haces aquí. Este mundo es cruel, aunque tú no lo seas, y tengo que seguir trabajando.

Miró a su alrededor, mordiéndose el labio, viendo el laboratorio, el equipo, tan bien ordenado, la oscuridad tras la ventana. El muro de la noche en el exterior, la intensa racionalidad en el interior.

—Por favor.

Sintió que la voz se empequeñecía, pero no se volvía menos intensa. Qué amable, pensó. De súbito, asustada por esa nueva pérdida, esa posible retirada, se puso en pie de un salto.

—¿Intentas darme alguna pista? —preguntó, desesperada—. ¿Recompensarme por mi labor, por mis descubrimientos?

Kaye recibió la impresión clara de que no era el caso. Se puso en pie y se aseguró de que la puerta estuviese cerrada. No tenía sentido dejar que la gente entrase y se la encontrase hablando sola. Recorrió la sala de arriba abajo.

—Así que estás dispuesto a comunicarte, pero no con palabras —dijo, con los ojos medio cerrados—. Vale. Hablaré. Simplemente hazme saber si me equivoco o tengo razón, ¿vale? Podría llevar un rato.

Hacía tiempo que había descubierto que una actitud irreverente no afectaba al comunicador. Incluso cuando Kaye se había despreciado a sí misma por lo que había hecho abandonando a Mitch en prisión y a su hija en la escuela, arruinando sus vidas en una apuesta desesperada por emplear todas las herramientas de la ciencia y la racionalidad, el comunicador había seguido radiando amor y apoyo.

Ella podía castigarse a sí misma, pero el comunicador no.

Lo que era todavía más vergonzoso, Kaye había acabado considerando al comunicador como definitivamente no femenino, y probablemente no neutro —sino masculino—. El comunicador no se parecía en nada a su padre, o a Mitch, o a cualquier otro hombre que hubiese conocido, pero le asemejaba como masculino. Estaba más que dispuesta a descubrir lo que eso implicaba psicológicamente. Era excesivamente de rigueur, y excesivamente eclesial para ser cómodo.

Pero al comunicador le importaban bien poco sus dudas. Él era el aspecto más consistente de su vida —aparte de la necesidad de ayudar a Stella.

—¿Estoy haciendo lo correcto? —preguntó, mirando al laboratorio. Dejó de temblar. Kaye permitió que la tranquilidad extraordinaria la anegase—. Supongo que eso significa que sí —dijo tentativamente—. ¿Eres el Gran Jefe? ¿Eres Jesús? ¿O simplemente Gabriel?

Ya antes había planteado esas preguntas, pero no había recibido respuesta. Sin embargo, esta vez apreció una alteración casi insignificante en las sensaciones que fluían a través de ella. Cerró los ojos y susurró:

—No. Ninguno de ellos. ¿Eres mi ángel guardián?

Una vez más, unos pocos segundos más tarde, Kaye cerró los ojos y susurró:

—No.

—¿Entonces qué eres?

No hubo ninguna respuesta, ningún cambio, ninguna indicación.

—¿Dios?

Nada.

—Estás en mi interior o allá arriba o en algún lugar desde el que simplemente puedes bombear amor y aprobación durante todo el día, y luego te vas y me dejas en mi desdicha. No lo entiendo. Necesito saber si no eres más que algo en mi cabeza. Un nervio cruzado. Un vaso sanguíneo reventado. Necesito algo sólido. Espero que no te importe.

El comunicador no expresó ninguna objeción, ni siquiera al punto de retirarse bajo el asalto de tales preguntas, semejantes blasfemias.

—Eres impresionante, ¿lo sabías? —Kaye se sentó frente a la estación de trabajo y entró en la intranet de Americol—. No tienes nada de escuela dominical.

Miró la hora —seis de la tarde— y miró el horario que registraba quién se encontraba en el edificio a esta hora.

En el primer piso, el radiológico jefe Herbert Roth seguía en su puesto, trabajando hasta tarde. Justo el hombre que necesitaba. Roth se ocupaba del Laboratorio de Exploración No Invasiva. Dos semanas atrás había trabajado con él, realizando escáneres de Wishtoes, la chimpancé hembra más vieja.

Roth era joven, tranquilo, dedicado a su trabajo.

Kaye abrió la puerta del laboratorio y salió al pasillo.

—¿Cree que el señor Roth querrá escanearme? —preguntó a nadie en particular.

14

Arizona

Tardaron horas en permitir que Stella viese a Mitch. Primero Stella recibió la visita de una enfermera que la reconoció, tomó muestras de las mejillas, y le sacó unos centímetros cúbicos de sangre.

Stella apartó la vista cuando la enfermera le pinchó con la aguja. Podía oler la ansiedad de la mujer; sólo tenía unos años más que Stella y no le gustaba la situación.

Después, la señorita Kantor llevó a Stella a la zona de visitas. Lo primero que Stella apreció fue que habían eliminado la barrera de plástico. Mesas y sillas, nada más. Algo había cambiado, y le preocupó por un momento. Tocó el algodón que llevaba pegado a la zona interior del codo. Después de una hora, la señorita Kantor regresó con un montón de cómics.

X-Men —dijo—. Te gustarán. Todavía están reconociendo a tu padre. Dame el algodón.

Stella retiró el esparadrapo y se lo entregó a la señorita Kantor, quien abrió una bolsa plástica para guardarlo.

—Pronto terminará —dijo la señorita Kantor con su sonrisa ensayada.

Stella pasó de los cómics y se quedó de pie en la sala desnuda con su papel pintado de flores y la única mesa con dos sillas de plástico. Había una fuente de agua en una esquina y un par de sofás, remendados y sucios. Stella llenó un vaso con agua. La ventana daba a la oficina principal, y otra ventana miraba al aparcamiento. Nada de café o té caliente, nada de platos calientes de cocina —ningún utensilio—. No se suponía que las visitas familiares fuesen a durar mucho o ser especialmente agradables.

Arrugó el vaso de papel entre las manos y pensó alternativamente en Will y en su padre. Pensar en Will mandaba a su padre al fondo de su mente, aunque fuese sólo un momento, y a Stella no le gustaba. No quería ser caótica. No quería ser impredecible; quería ser fiel al objetivo de organizar un deme estable, lejos de la escuela, lejos de las interferencias humanas, y eso exigiría concentración y constancia emocional.

No sabía nada de Will. Ni siquiera conocía su apellido. Puede que él no la recordase. Quizás estuviese de paso, para que le hiciesen un chequeo o pasar alguna cuarentena de camino a otra escuela.

Pero si iba a quedarse...

Joanie abrió la puerta.

—Tu padre está aquí —dijo. Joanie siempre intentaba ocultar su olor con mucho polvo de talco. Su expresión era agradable pero vacía. Hacía lo que se le antojaba a la señorita Kantor y rara vez manifestaba su opinión.

—Vale —dijo Stella, y tomó asiento en una de las sillas de plástico. Esperaba que la mesa estuviese entre ellos. Se retorció incómoda y nerviosa. Tenía que acostumbrarse a la idea de volver a ver a Mitch.

Joanie indicó el camino a través de la puerta y Mitch entró. Le colgaba el brazo izquierdo a un lado. Stella miró al brazo, con los ojos abiertos, y luego a la chaqueta y vaqueros de Mitch, gastados y algo polvorientos. Y luego le miró a la cara.

Mitch se obligaba a mostrar una sonrisa nerviosa. Él tampoco sabía qué hacer.

—Hola, cariño —dijo.

—Se puede sentar en la silla —dijo Joanie—. Tómese su tiempo.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —le preguntó Mitch a Joanie. Stella odió el gesto. Le recordaba fuerte y al mando, y que tuviese que preguntar algo así estaba mal.

—Hoy no tenemos muchas visitas programadas. Hay cuatro salas. Por tanto... tómese su tiempo. Un par de horas. Hágame saber si precisa algo. Estaré en la oficina de ahí fuera.

Joanie cerró la puerta y Mitch miró la silla, la mesa. Luego a su hija.

—¿No quieres un abrazo? —le preguntó a Stella.

Stella se puso en pie, con las mejillas leonadas por la emoción. Mantuvo las manos a un lado. Mitch atravesó lentamente la sala, y ella le siguió con los ojos como si fuese un animal salvaje. Luego las corrientes de aire de la sala le trajeron su olor, y soltó un grito antes de que pudiese contenerlo. Mitch dio el último paso, la agarró y la aplastó entre los brazos. Los ojos de Stella se llenaron de lágrimas y mojaron la chaqueta de Mitch.

—Eres tan alta... —murmuró Mitch, agitándola lentamente de un lado al otro, rozando la punta de los zapatos de Stella contra el linóleo.

Stella plantó los pies, le hizo retroceder e intentó controlar sus emociones, pero no podía volver a guardarlas, ya no encajaban. Habían estallado como las palomitas.

—Nunca me he rendido —dijo Mitch.

Los largos dedos de Stella le agarraron la chaqueta. Su olor era arrollador, confortable y familiar; le hacía sentirse como si volviese a ser una niña pequeña. Él era básico y simple, nada de elaboraciones, predecible y memorable; él era el olor de su hogar en Virginia, de todo lo que había intentado olvidar, todo lo que había creído perdido.

—No podía venir a verte —dijo—. No me lo permitían. Parte de la libertad condicional.

Stella asintió, chocando ligeramente su mentón contra el hombro de Mitch.

—Le envié mensajes a tu madre.

—Me los entregó.

—No había ninguna pistola, Stella... mintieron —dijo Mitch, y por un momento le pareció no mayor que ella misma, simplemente otro niño desencantado.

—Lo sé. Kaye me lo dijo.

Mitch alejó un poco a su hija.

—Eres preciosa —dijo, juntando las gruesas cejas. Tenía el rostro quemado por el sol. Stella podía oler el daño de la piel, el endurecimiento. Olía a cuero y polvo por encima de la base fundamental de ser Mitch. En su olor (y en el de Kaye) podía detectar algo de sus propios olores fundamentales, como un número de licencia compartido en los genes, una clave común para las emociones.

—Quieren que nos sentemos... ¿aquí? —preguntó Mitch, agitando un brazo hacia la mesa.

Stella se envolvió con los brazos, todavía alterada por dentro. No sabía qué hacer.

Mitch sonrió.

—Limitémonos a estar juntos un rato —dijo.

—Vale —dijo Stella.

—Intentemos acostumbrarnos el uno al otro.

—Vale.

—¿Te están tratando bien? —preguntó Mitch.

—Probablemente eso creen.

—¿Qué opinas tú?

Encogimiento, dedos largos enrollándose alrededor de sus muñecas, creando pequeñas jaulas para manos y brazos.

—Nos tienen miedo.

Mitch apretó la mandíbula y asintió.

—Nada nuevo.

Los ojos de Stella eran hipnóticos cuando intentaba expresarse. Sus pupilas cambiaban de tamaño y las motas doradas se movían como burbujas de champaña.

—No quieren que seamos quienes somos.

—¿Qué quieres decir?

—Nos trasladan de un dormitorio a otro. Emplean oledores. Si aromamos, nos castigan. Si nubearomamos o febriaromamos, nos separan y nos aíslan.

—He leído sobre eso —dijo Mitch.

—Creen que intentaremos persuadirles. Quizá teman que intentemos escapar. Llevan tapones en la nariz, y en ocasiones llenan los dormitorios de olor falso a fresa o melocotón cuando realizan una inspección sanitaria. Antes me gustaban las fresas, pero ahora es terrible. Lo peor de todo es el Pine-Sol. —Se llevó la palma a la nariz e hizo ruidos como si se ahogase.

—También he oído que las clases son aburridas.

—Temen que aprendamos algo —dijo Stella, y se rió. Mitch sintió un hormigueo. Ese sonido había cambiado y el cambio no era sutil. Stella sonaba prudente, más madura... pero había algo más.

La risa era un indicador clave de psicología y cultura. Su hija era muy diferente de la niña pequeña que había conocido.

—He aprendido mucho de los otros —dijo Stella, componiendo la cara. Mitch siguió las ligeras marcas de líneas por debajo y junto a sus ojos, y en los bordes de los labios, fascinado por el baile de pistas de sus emociones. Un control muscular más preciso que el que había tenido de joven... capaz de producir expresiones que él no podía ni interpretar.

—¿Te va bien? —le preguntó Mitch, muy serio.

—Me va mejor de lo que a ellos les gustaría —dijo—. No está tan mal, porque nos las arreglamos. —Miró al techo, se tocó el lóbulo de la oreja, guiñó un ojo. Claro, los estaban vigilando; no quería revelar ningún secreto.

—Me alegra oírlo —dijo Mitch.

—Pero evidentemente, hay cosas que ya saben —añadió en voz baja—. Te las contaré si quieres.

—Claro, cariño —dijo Mitch—. Lo que quieras.

Stella mantuvo la vista sobre la mesa mientras le hablaba a Mitch de los grupos de veinte o treinta que se autodenominaban demes.

—Significa «el pueblo» —dijo—. En los demes somos como hermanas. Pero no permiten que los chicos duerman en los mismos dormitorios, los mismos barracones. Así que tenemos que cantar por las noches para intentar reclutar chicos en nuestros demes.

—Probablemente sea mejor así —dijo Mitch. Arqueó una ceja y apretó los labios.

Stella negó con la cabeza.

—Pero no comprenden. Un deme es como una gran familia. Nos ayudamos mutuamente. Hablamos, resolvemos problemas y paramos las discusiones. Somos tan inteligentes cuando estamos en un deme... Juntos nos sentimos bien. Quizá por eso...

Mitch se echó hacia atrás cuando su hija de pronto habló en dos flujos simultáneos.

—Necesitamos estar juntos. Somos más sanos cuando estamos juntos.

»Todos se preocupan de todos. Todo el mundo es feliz con todos los demás.

»La tristeza proviene de la ignorancia. La tristeza se produce en la separación.

Le asombró la absoluta claridad de los dos flujos. Si los pillaba inmediatamente y los analizaba, podía encadenarlos en una afirmación en serie, pero era evidente que en más de unos segundos de conversación le resultaría confuso. Y no tenía duda de que ahora Stella podía continuar así indefinidamente.

Stella le miró directamente, la piel en la parte exterior de su cuenca ocular introduciéndose con un plegamiento que no podía ni duplicar ni interpretar. Se formaron pecas en las órbitas exteriores e inferiores como pequeñas estrellas doradas; relucía como no la había visto nunca.

Se estremeció tanto de admiración como de preocupación.

—No sé lo que significa, cuando... haces eso —dijo—. Quiero decir, es hermoso, pero...

—¿Hago qué? —preguntó Stella, y los ojos volvieron a ser normales.

Mitch tragó.

—Cuando estáis en un deme, ¿cuántos de vosotros habláis de esa forma... simultáneamente?

—Formamos círculos —dijo Stella—. Hablamos con los demás en el círculo y entre círculos.

—¿Cuántos en un círculo?

—Cinco o diez —dijo Stella—. Separados, claro. Los chicos tienen reglas. Las chicas tienen reglas. Podemos crear nuevas reglas, pero algunas de las reglas parecen estar ahí. La mayor parte del tiempo seguimos las reglas, a menos que creamos que hay una emergencia... alguien se siente serrado.

—Serrado.

—No formar parte de la nube. Cuando nubamos nos sentimos todavía más como hermanos y hermanas. Algunos de nosotros se convierten también en papá y mamá, y podemos dirigir la nube, pero papá y mamá nunca nos hacen hacer lo que no queremos hacer. Decidimos juntos.

Miró al techo, destacando el hoyuelo de la barbilla.

—Ya lo sabes. Kaye te lo contó.

—Parte, y he leído otra. Recuerdo cuando probabas algunas de esas... técnicas con nosotros. Recuerdo intentar mantenerme a tu altura. No se me daba muy bien. A tu madre se le daba mejor.

—Su cara... —empezó a decir Stella—. Veo su cara cuando me convierto en mamá en una nube. Su cara se convierte en mi cara. —Sus cejas formaron unos elegantes e irresistibles arcos dobles, simultáneamente grotescos y hermosos—. Es difícil de explicar.

—Creo que comprendo —dijo Mitch. Se le calentaba la piel. Estar cerca de su hija le hacía sentirse fuera de lugar, incluso inferior; ¿cómo se sentían sus consejeros, sus guardianes?

En este zoo, ¿quiénes eran realmente los animales?

—¿Qué sucede cuando alguien está en desacuerdo? ¿Lo obligáis?

Stella reflexionó unos segundos.

—En una nube todos son libres, pero cooperan. Si no están de acuerdo, se guardan la duda hasta el momento correcto, y luego la nube escucha. En ocasiones, si se trata de una emergencia, la duda aparece de inmediato, pero eso nos ralentiza. Mejor que sea buena.

—¿Y disfrutas estando en las nubes?

—Estar en nube —le corrigió Stella—. Todas las nubes son una parte de cada uno, simplemente externalizada. Arreglamos las diferencias y demás más tarde, cuando los demes se sincronizan. Pero no lo hacemos muy a menudo, así que la mayoría de nosotros no sabe realmente cómo es. Simplemente lo imaginamos. Pero en ocasiones dejan que pase.

No le contó a Mitch que ésas eran las ocasiones tras las que llevaban a casi todos al hospital para sacarles sangre.

—Suena muy amistoso —dijo Mitch.

—En ocasiones hay odio —dijo Stella con sobriedad—. Tenemos que tratar con eso. Una nube siente dolor igual que un individuo.

—¿Sabes lo que siento ahora mismo?

—No —dijo Stella—. Tu rostro es muy neutro —sonrió—. Los consejeros huelen a coles cuando hacemos algo inesperado./ Olían a brécol cuando pillamos un resfriado hace unos días./

»Ya me he recuperado del resfriado y no fue muy grave pero actuamos como si estuviésemos peor para preocuparles.

Mitch se rió. La entonación cruzada de resentimiento e irónica superioridad le divertía.

—Muy bueno —dijo—. Pero no os paséis.

—Lo sabemos —dijo Stella formal, y de pronto Mitch vio a Kaye en su cara, y sintió una oleada de orgullo de verdad, de que esa joven todavía proviniese de ellos. Espero que eso no la limite.

También sintió una súbita añoranza de Kaye.

—¿La cárcel es como esto? —preguntó Stella.

—Bien, la cárcel es incluso un poco más dura que esto.

—¿Por qué no estás ahora con Kaye?

Mitch se preguntó cómo iba a explicarlo.

—Cuando estaba en la cárcel... ella estaba pasando por un momento muy difícil, tomando decisiones duras. Yo no podía formar parte de esas decisiones. Decidimos que seríamos más efectivos si actuábamos por separado. Nosotros no... no podíamos nubarnos, supongo que dirías tú.

Stella negó con la cabeza.

—Eso es fundir, como gotas de lluvia golpeándose las unas a las otras. Evadir es cuando las gotas se separan. Nubar es algo mayor.

—Oh —dijo Mitch—. ¿Cuántas palabras para nieve?

La expresión de Stella se convirtió en una de simple falta de comprensión, y durante un momento Mitch vio a su hija como había sido diez años atrás, y la amó con locura.

—Tu madre y yo hablamos cada pocas semanas. Ahora está ocupada, trabajando en Baltimore. Hace ciencia.

—¿Intenta convertirnos en humanos?

Sois humanos —dijo Mitch mientras se le enrojecía el rostro.

—No —dijo Stella—. No lo somos.

Mitch decidió que no era ni el momento ni el lugar.

—Intenta descubrir cómo producimos a los nuevos niños —dijo—. No es tan simple como creíamos.

—Niños del virus —dijo Stella.

—Sí, bien, si lo entiendo bien, los virus hacen de todo. Lo descubrimos cuando examinamos SHEVA. Ahora... es muy confuso.

Stella parecía, en todo caso, ofendida por ese hecho.

—¿No somos nuevos?

—Claro que sois nuevos —dijo Mitch—. Realmente no lo comprendo muy bien. Cuando nos volvamos a reunir, tu madre sabrá lo suficiente para explicárnoslo. Aprende todo lo rápido que puede.

—Aquí no nos enseñan biología —dijo Stella.

Mitch apretó los dientes. Mantenlos sometidos. Mantenlos encerrados bajo llave. En caso contrario, puede que se les fundan los plomos.

—¿Eso te enfurece? —preguntó Stella.

No pudo responder durante un momento. Tenía los puños sobre la mesa.

—Claro —dijo.

—Haz que nos dejen ir. Sácanos a todos de aquí —dijo Stella—. No sólo a mí.

—Lo intentamos —dijo Mitch, pero sabía que no era sincero del todo. Como un criminal convicto, tenía un espectro de opciones muy limitado. Y sus propios sentimientos de resentimiento y daño reducían su efectividad en los grupos. En sus momentos más oscuros, pensaba que era por eso que Kaye y él ya no vivían juntos.

Se había convertido en una carga política. En un lobo solitario.

—Aquí tengo muchas familias, y están creciendo —dijo Stella.

Nosotros somos tu familia —dijo Mitch.

Stella le observó durante un momento, confundida.

Joanie abrió la puerta.

—Se ha acabado el tiempo —dijo.

Mitch se giró sobre la silla y se tocó el reloj.

—Ha pasado menos de una hora —dijo.

—Habrá más tiempo mañana si quiere volver —dijo Joanie.

Mitch se volvió hacia Stella, abatido.

—No puedo quedarme hasta mañana. Hay algo...

—Ve —dijo Stella, y se puso en pie. Fue al otro lado de la mesa mientras Mitch se ponía en pie y volvió a abrazar a su padre, vigorosa y fuertemente—. Ahora todos tenemos mucho trabajo.

—Ya eres tan adulta... —dijo Mitch.

—Todavía no —dijo Stella—. Ninguno de nosotros sabe cómo será. Probablemente no nos dejen descubrirlo.

Joanie emitió un chasquido, y escoltó a Mitch y a Stella fuera de la sala. Se separaron en el pasillo de ladrillo. Mitch la saludó con el brazo bueno.

Mitch se quedó sentado en el interior caliente de la camioneta, bajo el sol de Arizona, sudando y cerca de la desesperación, más solo de lo que se había sentido en su vida.

A través de la verja, más allá de la maleza y la arena, vio a más niños —a cientos— caminando entre los bungalows. Su mano golpeaba el volante.

Stella seguía siendo su hija. Todavía podía ver a Kaye en sus ojos. Pero las diferencias eran sobrecogedoras. Mitch no sabía qué había esperado; había esperado diferencias. Pero no sólo estaba creciendo. El comportamiento de Stella era elegante y brillante, como un penique nuevo. No era una desconocida, para nada distante, ni antipática, simplemente estaba concentrada en otra cosa.

La única conclusión a la que podía llegar, al arrancar el motor de la vieja camioneta Ford, era una observación interna.

Su propia hija le daba miedo.

Después de que la enfermera llenase otro tubo con su sangre, Stella fue hasta el bungalow donde verían vídeos de niños humanos jugando, hablando, sentados en clase. Se llamaba urbanidad. La intención era cambiar el comportamiento de los nuevos niños cuando estaban juntos. Stella odiaba urbanidad. Ver gente sin saber cómo olían, y observar las jóvenes caras humanas con su limitado abanico de emociones, la alteraba. Pero si no miraban la televisión, la señorita Kantor se ponía muy desagradable.

Stella mantuvo deliberadamente la mente en blanco, pero una lágrima se le escapó del ojo izquierdo y descendió por la mejilla. No por el ojo derecho. Sólo el izquierdo.

Se preguntó qué significaría.

Mitch había cambiado mucho. Y olía como si le hubiesen dado de patadas.

15

Baltimore

El despacho del laboratorio de imagen estaba separado del dispositivo de resonancia magnética —la Máquina— por dos habitaciones. Las fuerzas inducidas por los imanes toroidales de la Máquina eran asombrosas.

A los visitantes se les advertía que no caminasen por el pasillo sin quitarse primero de los bolsillos cualquier dispositivo mecánico y electrónico, pocket PCs, carteras, teléfonos móviles, tarjetas de seguridad, gafas, relojes. Acercarse a la Máquina exigía cambiar las prendas de diario por ropas sin metal —ni cremalleras, ni botones metálicos, o hebillas; nada de anillos, alfileres, o gemelos.

Todo lo que estaba suelto a unos pocos metros de la Máquina estaba fabricado de madera o plástico. Los operarios llevaban cinturones elásticos y zapatillas especialmente seleccionadas.

Cinco años atrás, en estas mismas instalaciones, una científica se había olvidado de las advertencias y había visto cómo le arrancaban los anillos de los pezones y el clítoris. O eso decía la historia. La gente con marcapasos, modificaciones del nervio óptico, o cualquier tipo de implante neurológico no podía acercarse a la Máquina.

Kaye estaba libre de tales limitaciones, y eso fue lo primero que le dijo a Herbert Roth al encontrarse en la puerta de su despacho.

Pequeño, con calvicie, de cuarenta y pocos años, Roth le dedicó una sonrisa de perplejidad mientras dejaba el lápiz y apartaba un montón de papeles.

—Me alegra oírlo, señora Rafelson —dijo—. Pero la Máquina está apagada. Además, pasamos varios días escaneando a Wishtoes y ya conozco ese aspecto de su persona.

Roth sacó una silla de plástico para Kaye y ésta se sentó al otro lado de la mesa de madera. Kaye tocó la superficie plana. Roth le había contado que su padre la había fabricado de arce sólido, sin clavos, usando sólo cola. Era hermosa.

Todavía tiene padre.

Sintió el río helado en la espalda, la sensación de aprobación y deleite totales, y cerró los ojos durante un momento. Roth la miró con preocupación.

—¿Día largo?

Negó con la cabeza, preguntándose por dónde empezar.

—¿Wishtoes está embarazada?

—No —dijo Kaye. Se lanzó de cabeza—. ¿Te sientes muy científico?

Roth miró nervioso a su alrededor, como si no reconociese del todo la habitación.

—Depende —dijo bajando la vista pero sin poder evitar darle un repaso a Kaye.

—¿Científico y discreto?

Los ojos de Roth se agrandaron con algo similar al pánico.

—Perdóneme, señora Rafelson...

—Kaye, por favor.

—Kaye. Creo que eres muy atractiva, pero... si es por la Máquina, ya tengo una lista de sitios web que muestran... Quiero decir, ya se ha hecho. —Lanzó lo que esperaba fuese una risa galante—. Demonios, yo lo he hecho. No solo, quiero decir.

—¿Hacer qué? —preguntó Kaye.

Roth se puso de color escarlata y empujó su silla con un rasgueo hueco de las patas.

—No tengo ni idea de qué demonios hablas.

Kaye sonrió. No pretendía nada más específico que la sonrisa, pero vio que Roth se relajaba. Su expresión cambió a una de preocupación perpleja y el exceso de color desapareció de su cara. Hay algo en mí, algo en esto, pensó. Es un momento encantado.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Roth.

—Te ofrezco una oportunidad única. —Kaye se sentía imposiblemente nerviosa, pero no iba a permitir que eso la detuviese. Por lo que sabía, nunca había habido una oportunidad como ésta en la historia de la ciencia... al menos nada confirmado, o incluso rumoreado—. Estoy teniendo una epifanía.

Roth arqueó una ceja, desconcertado.

—¿Sabes qué es una epifanía? —preguntó Kaye.

—Soy católico. Es una fiesta que celebra la divinidad de Jesús. O algo así.

—Es una manifestación —dijo Kaye—. Dios está dentro de mí.

—Guau —dijo Roth. La palabra colgó entre ellos durante varios segundos, durante los que Kaye no apartó la mirada de los ojos de Roth. Él fue el primero en parpadear—. Supongo que es genial —dijo—. ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Dios viene a la mayoría de nosotros. He leído a William James y otros libros sobre este tipo de experiencia. Al menos la mitad de la especie humana lo experimenta en algún momento. No se parece a nada que haya sentido. Cambia tu vida, incluso si es muy... muy inconveniente. E inexplicable. No lo pedí, pero no puedo, no negaré que es real.

Roth escuchó a Kaye con una expresión fija, la frente fruncida, los ojos abiertos, la boca abierta. Se envaró en la silla y cruzó los brazos sobre la mesa.

—¿No es una broma?

—No es una broma.

Lo meditó algo más.

—Aquí todos estamos bajo presión.

—No creo que sea nada relacionado con eso —dijo Kaye. Luego, lentamente, añadió—: He considerado esa posibilidad, de verdad. No creo que sea eso.

Roth se lamió los labios y evitó la mirada.

—Entonces, ¿qué tiene que ver conmigo?

Kaye alargó la mano para tocarle el brazo y él rápidamente lo retiró.

—Herbert, ¿alguien ha escaneado a alguien tocado por Dios? ¿Alguien que tiene una epifanía?

—Muchas veces —dijo Roth a la defensiva—. La investigación de Persinger. Estados de meditación, ese tipo de cosas. Está en la literatura.

—Los he leído a todos. Persinger, Damasio, Posner, y Ramachandran —fue señalando la lista con los dedos—. ¿Crees que no lo he investigado?

Roth sonrió avergonzado.

—Estados de meditación, unidad, dicha, todos se pueden inducir con la práctica. Están bajo control personal en cierta medida... Pero esto no. Lo he mirado. No se puede inducir, por mucho que reces. Va y viene con voluntad propia.

—Dios no se limita a hablarnos —dijo Roth—. Es decir, incluso si creyese en Dios, algo así sería muy raro, y es posible que no haya sucedido en un par de miles de años. Los profetas. Jesús. Esa gente.

—No es raro. Recibe muchos nombres y la gente reacciona de formas diferentes. Te produce algo. Le da la vuelta a tu vida, le ofrece dirección y sentido. En ocasiones rompe a la gente. —Agitó la cabeza—. La madre Teresa lloraba porque Dios no la visitaba regularmente. Deseaba confirmación continua de la valía de su trabajo, su dolor, su sacrificio. Sin embargo nadie sabe si la madre Teresa experimentaba lo que yo experimento... —Respiró profundamente—. Quiero descubrir qué me pasa. A nosotros. Necesitamos una línea cero para comprender.

Roth intentó encajarlo en algún catálogo de quid pro quos sociales, pero no pudo.

—Kaye, ¿realmente éste es ese lugar? ¿No se supone que investigamos sobre virus? ¿O crees que Dios es un virus?

Kaye miró a Roth incrédula.

—No —dijo—. No es un virus. No es algo genético, y probablemente no sea biológico. Excepto en la medida en que me toca.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

Kaye volvió a cerrar los ojos. No necesitaba buscar. La sensación la arrolló, llegándole en oleadas de asombro, o de alegría infantil y consternación adulta, todas sus emociones y reacciones no eran recibidas con tolerancia, ni siquiera con diversión, sino con una aceptación tan infantil como infinitamente madura y sabia.

Algo sorbía del alma de Kaye Lang, y la encontraba deliciosa.

—Porque es mayor que todo lo demás —dijo al fin—. No tengo ni idea de cuánto va a durar, pero sea lo que sea, ya ha sucedido antes a mucha gente, muchas veces, y ha dado forma a la historia humana. ¿No quieres ver qué aspecto tiene?

Roth suspiró mientras examinaba las imágenes en el monitor grande.

Habían pasado dos horas y media; eran casi las diez de la noche. Kaye había pasado por siete variedades de resonancia magnético nuclear, tomografía de emisión de positrones, y escáneres tomográficos computerizados. Le habían inyectado, aislado, inyectado de nuevo, girado como a un pollo en el espetón, virado boca abajo. Durante un rato, se preguntó si Roth no se estaría vengando de su imposición.

Finalmente, Roth le había envuelto la cabeza en un casco de plástico blanco y la había pasado por un último, y según él muy caro, escáner CT, capaz, murmuró vagamente, de detalles extraordinarios, centrándose en el hipocampo, y luego, en otro barrido, en el tallo cerebral.

Ahora estaba sentada recta, con las muñecas envueltas en bandas, con la cabeza y el cuello magullados por los calambres, sintiendo la vaga necesidad de vomitar. En algún momento al final de los procedimientos, el comunicador simplemente se había evaporado, como una señal de radio de onda corta del otro lado del mar. Kaye se sentía tranquila y relajada, a pesar del dolor.

También se sentía triste, como si una amiga querida se hubiese ido, y no estuviese segura de cuándo se volverían a ver.

—Bien, sea lo que sea —dijo Roth—, no habla. Ninguno de los escáneres manifiesta ningún incremento del procesamiento del habla, más allá del diálogo interno normal y mis propias preguntas de valoración. Pareces, no es sorprendente, un poco nerviosa... pero no menos que otros pacientes. Estoica podría ser la palabra. Manifiestas una gran cantidad de actividad cerebral profunda, lo que indica una respuesta emocional muy intensa. ¿Te avergüenzas con facilidad?

Kaye lo negó.

—También hay indicaciones de algo similar a la excitación, pero yo no lo llamaría excitación sexual, no exactamente. Nada como un orgasmo o un éxtasis usual como, por ejemplo, podrías encontrar en alguien que usase drogas para alterar la consciencia. Tenemos grabaciones, películas, de gente meditando, haciendo el amor, colgada, incluyendo LSD y cocaína. Tus escáneres no se ajustan a ninguno de ellos.

—No puedo imaginarme haciendo el amor en ese tubo.

Roth sonrió.

—En su mayoría jóvenes entusiastas —le explicó—. Aquí vamos... llegan los resultado del CT. —Quedó profundamente absorto en las imágenes en falso color de su cerebro: un campo oscuro de gris que mostraba pájaros Rorschach simétricos, tocados aquí y allá con diminutos carboncillos de actividad metabólica, mapas de ideas, personalidad y profundos procesos subconscientes—. Vale —dijo, parando la animación—. ¿Qué es esto? —Tocó tres borrones amarillos pulsantes, un poco mayores que una uña, puntos de un escáner tomado a mitad de la sesión. Tarareó un poco, para luego pasar a una biblioteca online de otras exploraciones, algunas de hacía años y décadas, hasta parecer satisfecho de tener lo que buscaba.

Roth empujó la silla arañando el suelo y señaló a una sección sagital azul y verde de una cabeza, pequeña y de extraña forma. La amplió y rotó la imagen en 3-D, y Kaye distinguió el contorno del cráneo de un bebé y la neblina de cerebro en su interior. Campos radiantes de actividad mental se entretejían entre las curvas fantasmales de huesos y tejidos.

De la boca del bebé parecía surgir una masa grisácea e indefinida.

—No tiene mucho detalle, pero el ajuste es muy bueno —dijo Roth—. Un famoso experimento en Japón, de hará unos diez años. Escanearon un parto normal. La mujer ya tenía otros cuatro niños. Una veterana. La máquina no le molestaba.

Roth examinó la imagen. Tarareó durante un momento, luego entrechocó las uñas como castañuelas.

—Éste es el escáner del cerebro del bebé mientras conocía a su madre. Yo diría que mamando. —Usó el dedo para señalar la masa gris, amplió los centros de actividad en el cerebro del bebé, lo rotó hasta tener el azimut adecuado, y luego superpuso el escáner del bebé sobre el de Kaye.

Los centros de actividad se superponían a la perfección.

Roth sonrió.

—¿Qué piensas? ¿Un ajuste?

Kaye quedó perdida durante un momento, recordando la primera vez que Stella mamó, la sensación maravillosa de un bebé en el pezón, de su leche saliendo.

—Parecen iguales —dijo—. ¿Es un error?

—No lo creo —dijo Roth—. Podría realizar algunas comparaciones con cerebros de animales. En los últimos años se ha trabajado en el vínculo entre gatitos y cachorrillos, incluso algunos con mandriles, pero no son muy buenos. No se quedan quietos.

—¿Qué significa? —preguntó Kaye. Agitó la cabeza todavía perdida—. Sea lo que sea, no usa el habla... eso ha quedado claro desde el principio. De hecho, es molesto.

—¿Murmullos desde la zarza ardiente? —dijo Roth—. Y nada de tablas de piedra.

—Ni discursos, ni proclamas, nada —le confirmó Kaye.

—Mira, esto es lo más cercano que puedo encontrar —dijo Roth.

Con el dedo, Kaye siguió el contorno del pájaro de Rorschach en el cerebro del niño.

—Sigo sin comprender.

Roth inclinó la cabeza.

—A mí me parece que estás conectando a lo grande. Estás sufriendo la impronta con alguien o algo. Vuelve a ser un bebé, señora Rafelson.

16

Kaye abrió el apartamento, entró y usó la cartera para evitar que la puerta se cerrase. Tecleó el código de seis cifras para desactivar la alarma, luego se quitó el suéter, lo colgó en el armario, y se quedó en el pasillo, respirando profundamente para no sollozar. No sabía cuánto tiempo más podría soportarlo. Los vacíos de su vida eran como desiertos que no podía atravesar.

—¿Qué hay de ti? —le preguntó al aire vacío. Entró en el salón a oscuras—. Tal y como lo entiendo, si eres una especie de gran papaíto, proteges a los que amas, evitas que sufran daño. ¿Cuál es... cuál es la maldita —al fin gritó—, la maldita excusa?

Sonó el teléfono. Kaye dio un salto, apartó los ojos de la esquina del techo a la que le hablaba, se acercó a la encimera de la cocina y alargó la mano para coger el teléfono.

—¿Kaye? Soy Mitch.

Kaye tomó aliento, casi de miedo, ciertamente de culpa, antes de hablar.

—Aquí estoy. —Se sentó muy envarada en el sillón y tapó el auricular al decirle a las luces que se encendiesen. El salón era pequeño y ordenado, excepto los montones de revistas y reimpresiones dispuestos en ángulos sobre la mesita de café. Había otros montones dispersos por el suelo alrededor del sofá.

—¿Estás bien?

—Noooo —dijo lentamente—. No lo estoy. ¿Y tú?

Mitch no respondió. Bien por él, pensó Kaye.

—Vuelvo a estar en la carretera —dijo.

Una pausa.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—Oregón. El caballo tuvo un problema y pensé en llamarte, preguntarte si tenías... no sé. Herraduras sobrantes. —Sonaba aún más agotado que ella. Kaye interceptó algo más en el tono y arrancó de nuevo llena de esperanza.

—¿Has visto a Stella?

—Me permitieron ver a Stella. Un chico con suerte, ¿no?

—¿Está bien?

—Me dio un gran abrazo. Tiene muy buen aspecto. Lloró, Kaye.

Kaye sintió el nudo en la garganta. Apartó el teléfono y tosió en un puño.

—Te echa de menos. Lo lamento. Tengo la garganta seca. Necesito algo de agua. —Entró en la cocina para sacar una botella de agua de la nevera.

—Nos echa de menos a los dos —dijo Mitch.

—No puedo estar allí. No puedo protegerla. ¿Qué va a echar de menos?

—Sólo quería llamarte y hablarte de ella. Está creciendo. Me hace sentir perdido, pensando que ya casi es mayor y yo no estaba con ella.

—No fue culpa tuya —dijo Kaye.

—¿Cómo va el trabajo?

—Pronto estará acabado —dijo Kaye—. No sé si me creerán. Muchos siguen en sus trece.

—¿Robert Jackson?

—Sí, él también.

—Tienes suerte de trabajar en lo que se te da mejor —dijo Mitch—. Escucha, yo...

—No te mereces lo que te pasó, Mitch.

Otra pausa. No te merecías que te abandonasen, añadió para sí misma. Kaye volvió a mirar a la esquina vacía y siguió hablando:

—Te echo de menos. —Tensó los labios para evitar que le temblasen—. ¿Qué hay en Oregón?

—Eileen tiene algo en marcha, muy misterioso, así que abandoné la excavación en Tejas. Confundí una almeja con un buccino. Me hago viejo, Kaye.

—Tonterías —dijo Kaye.

—Dame la orden, iré directamente a Maryland —dijo Mitch con voz acerada—. Lo juro. Iremos a recuperar a Stella.

—Para —dijo Kaye, aunque con repentina suavidad—. Quiero hacerlo, lo sabes. Debemos ceñirnos al plan.

—Cierto —dijo Mitch, y Kaye fue dolorosamente consciente de que él no había tomado parte en la elaboración del plan. Quizás hasta ahora Mitch no hubiese sido informado de la existencia de un plan. Y eso era culpa de Kaye. No había podido proteger a su esposo o a su hija, la gente más importante de la Tierra. Por tanto, ¿a quién debo acusar?

—¿A qué se dedican las chicas? ¿Cómo ha cambiado? —preguntó Kaye.

—Forman grupos. Los llaman demes. Las escuelas intentan mantenerlos desorganizados y desmembrados. Asumo que están encontrando la forma de evitarlo. Hay muchos olores implicados, claro, y Stella habla de nuevos tipos de lenguas, pero no tuvimos tiempo para los detalles. Parece que tiene buena salud, es inteligente, y no parece demasiado estresada.

Kaye se concentró en esa parte con tal intensidad que sus ojos se cruzaron.

—Intenté llamar la semana pasada. Se negaron a pasármela.

—Cabrones —dijo Mitch con tono áspero.

—Ve a ayudar a Eileen. Pero no dejes de llamar. Necesito saber de ti.

—Eso es una buena noticia.

Kaye dejó caer la barbilla contra el pecho y estiró las piernas.

—Me estoy relajando —dijo—. Oírte me relaja. Dime qué aspecto tiene.

—En ocasiones se mueve, actúa y habla como tú. A veces me recuerda a mi padre.

—De eso me di cuenta hace años —dijo Kaye.

—Pero en gran medida es única —dijo Mitch—. Me gustaría que pudiésemos tener nuestra propia escuela, reuniendo a muchos chicos. Creo que ésa sería la única forma de ser feliz para Stella.

—Nos equivocamos al aislarla.

—No teníamos elección.

—En cualquier caso, eso ya no importa. ¿Es feliz?

—Quizá más feliz, pero no exactamente feliz —dijo Mitch—. Ahora llamo por una línea terrestre, pero déjame darte un nuevo código telefónico.

Kaye cogió un cuaderno y apuntó la lista de números codificados según un libro que conservaba en la maleta.

—¿Crees que siguen escuchando?

—Claro. Hola, señora Browning, ¿cómo está?

—No tiene gracia —dijo Kaye—. Me encontré con Mark Augustine en el Capitolio. Eso fue... —Le llevó unos segundos acordarse—. Ayer. Lo lamento, estoy cansada.

—¿Qué tal con él?

—Parecía arrepentido. ¿Tiene eso sentido?

—Le dieron una patada en el culo —dijo Mitch—. Merece estar arrepentido.

—Sí. Pero algo más...

—¿Crees que la atmósfera está cambiando?

—Browning estaba allí, y le trató como un general romano mirando a un galo moribundo.

Mitch rió.

—Dios, es tan agradable de oír... —dijo Kaye, golpeando el bloc de mensajes con el bolígrafo y dibujando curvas alrededor de los números, por toda la página.

—Una palabra, Kaye. Sólo una palabra.

—Oh, Dios —dijo Kaye, y tomó aliento a pesar del nudo en la garganta—. Odio tanto estar sola...

—Sé que vas por el buen camino —dijo Mitch, y Kaye apreció la reserva en su voz, llenándole, incluso si significa dejarme a mí de lado.

—Quizá —dijo Kaye—. Pero es tan duro... —Quería contarle lo demás, lo del laboratorio de imagen, persiguiendo al visitante, al comunicador, y no ser capaces de encontrar nada concluyente. Pero recordó que Mitch no había reaccionado bien a sus intentos de hablar aquella última noche en la cabaña.

También recordaba el sexo, familiar y dulce y algo desesperado. Se le estremeció el cuerpo.

—Sabes que quiero estar contigo —dijo Kaye.

—Eso es lo que me digo —la voz de Mitch contenía esperanza y fragilidad.

—Estarás en la excavación de Eileen. Es una excavación, ¿no?

—No lo sé todavía.

—¿Qué crees que ha encontrado?

—No lo dice —dijo Mitch.

—¿Dónde está?

—No puedo decírtelo. Mañana recibiré las últimas indicaciones.

—Está siendo más cautelosa de lo habitual, ¿no?

—Sí. —Oyó como Mitch se movía, respirando sobre el aparato. También podía oír el viento soplando a su espalda y a su alrededor, pudiendo casi imaginarse a su hombre, robusto, alto, con la cabeza iluminada por la luz de la cabina. Si se trataba de una cabina. El teléfono podría estar junto a una gasolinera o un restaurante.

—No puedo expresar lo agradable que me resulta esta llamada —dijo Kaye.

—Claro que sí.

—Está tan bien...

—Debería haber llamado antes. Simplemente me sentía fuera de lugar o algo.

—Lo sé.

—Algo ha cambiado, ¿no?

—No hay mucho más que pueda hacer en Americol. El enfrentamiento es mañana. De hecho, Jackson dejó caer hoy su plan de juego, es así de creído. O prestarán atención a la verdad o pasarán de ella. Quiero... Volaré para reunirme contigo. Resérvame una pala.

—Se te encallecerán las manos.

—Me encantan las manos encallecidas.

—Creo en ti, Kaye —dijo Mitch—. Lo harás. Ganarás.

No sabía cómo responder, pero su cuerpo se estremeció. Mitch murmuró su amor y Kaye respondió a sus palabras, y luego cortaron la conexión.

Kaye permaneció sentada un momento bajo el cálido resplandor amarillo del pequeño salón, examinando las paredes desnudas, el mobiliario normal alquilado, los montones de papel.

—Estoy pasando por la impronta —susurró—. Algo dice que me ama y cree en mí, pero ¿cómo puede algo llenar una cáscara vacía? —Expresó la pregunta de otra forma—: ¿Cómo puede algo o alguien creer en una cáscara vacía?

Reclinando la cabeza, sintió un hormigueo cálido. Con algo de asombro comprendió que no había pedido ayuda, pero que la ayuda había llegado. Sus carencias —al menos algunas de ellas— habían recibido respuesta.

Y en ese momento, Kaye dejó finalmente escapar sus emociones y comenzó a llorar. Todavía llorando, se preparó la cama, se sirvió una taza de chocolate caliente, ahuecó la almohada y la apoyó contra la cabecera, se quitó la bata y se puso un pijama de satén, para luego coger un montón de reimpresiones del salón para leer. Las palabras aparecían borrosas tras las lágrimas, y apenas podía mantener los ojos abiertos, pero tenía que prepararse para el día siguiente. Debía ir con la armadura completa, todos los hechos perfectamente identificados.

Por Stella. Por Mitch.

Cuando no pudo aguantar más y el sueño robaba sus últimos pensamientos, dio la orden de apagar las luces, se dio la vuelta en la cama, y movió los labios, Gracias. Espero.

Eres la esperanza.

Pero no pudo evitar hacer más preguntas: ¿Por qué lo haces? ¿Por qué hablar con nosotros?

Miró a la pared al otro lado del dormitorio, para luego bajar la vista a la colcha que se elevaba sobre la cama por efecto de las rodillas. Sus ojos se abrieron más y se le ralentizó la respiración. A través del gris impreciso de la sábana, Kaye parecía mirar a una fuente invisible e infinita. La fuente emitía algo que sólo podía describir como amor, ninguna otra palabra se le ajustaba, por inadecuada que ésa fuese; amor sin fin e incondicional. El corazón le martillaba en el pecho. Durante un momento sintió miedo —jamás podría merecer tal amor, nunca podría encontrarlo en esta Tierra.

Amor sin condiciones —sin deseo, dirección, o cualquier otra cualidad excepto su pureza.

—No sé lo que significa —dijo—. Lo lamento.

Kaye sintió que la visión, si era eso, se alejaba y se desvanecía —no por resentimiento o furia o decepción, sino porque era hora de concluir—. Dejó atrás un sereno resplandor de paz, como velas tan gruesas como estrellas tras sus ojos.

El milagro, el asombroso milagro, fue demasiado para ella. Kaye dejó descansar la cabeza y miró a la oscuridad hasta que concilió el sueño.

Casi de inmediato, le pareció, soñó con recorrer un campo de nieve en lo alto de las montañas. No importaba que estuviese perdida y sola. Iba a conocer a alguien maravilloso.

17

Oregón

El amanecer del desierto era cálido y apenas eran las siete en punto. Mitch atravesó el aparcamiento del motel, tiró la bolsa en el asiento del pasajero de la vieja camioneta y se protegió los ojos del sol que colgaba bajo sobre las colinas grises al este. Una hora hasta el río Spent. Media hora hasta el campamento exterior. Había recibido las instrucciones de Eileen, y una advertencia adicional: No le digas ni una palabra a nadie. Ni a alumnos, ni a esposas, ni a novias, ni a perros, ni a gatos, ni a conejillos de indias: ¿Has entendido?

Lo había entendido.

Salió del aparcamiento del motel rayando la defensa. A la camioneta no le quedaban más que algunos miles de kilómetros; olía a aceite quemado y empezaba a soltar humo negro. A Mitch le encantaban las grandes camionetas viejas, así como los coches. Le entristecería su muerte.

El cartel rojo del motel se fue reduciendo en el retrovisor. La carretera era recta y a ambos lados había un territorio ondulante y marrón marcado con árboles de la grasa y salvia, pinos bajos y rechonchos, y alguna valla ocasional de madera, inclinada y abandonada, con los cables rotos y retorcidos como el pelo viejo.

El aire se refrescó a medida que la camioneta escalaba la pendiente suave para llegar a la zona alta. El río Spent no formaba parte del itinerario de la mayoría de los turistas. Rodeado de bosques, bajo la larga sombra del monte Hood, estaba formado por un cauce sinuoso y arenoso que cortaba los desfiladeros negros de lava, dejando islas y brazos muertos. El río en sí no fluía desde hacía miles de años. Los arqueólogos no lo conocían muy bien, y por buenas razones; la historia geológica de los flujos alternantes —cuencas de gravilla llenas de lava guijarrosa y fragmentos redondeados de granito y basalto— y las erupciones periódicas de lava lo convertirían en un infierno para excavar y una decepción para los que lo hacían. Los indios no habían vivido demasiado en esas zonas durante los últimos miles de años.

Lejos del tiempo, lejos del interés humano, pero ahora Eileen Ripper ha encontrado algo.

O quizás hubiese mirado demasiado tiempo al sol.

La carretera le hipnotizó después de un rato, pero recuperó la consciencia cuando empezó a ponerse difícil por los socavones. La tierra pasó a estar cubierta por arbolitos y hierba. El asfalto se convirtió en gravilla.

Vino y pasó un pequeño cartel estatal: ZONA DE RECREO RÍO SPENT: CINCO KILÓMETROS. El cartel tenía aspecto de llevar al menos cincuenta años al sol.

La carretera viró de pronto al oeste, y al girar, Mitch pilló un reflejo como a kilómetro y medio. Parecía un parabrisas de coche.

La vieja camioneta tosió humo azul al coger una pendiente corta, luego vio un Tahoe blanco y vio una figura rechoncha de pie junto al coche que le saludaba desde la portezuela abierta. Se fue a un lado de la carretera y dejó colgar el brazo por la ventanilla. Le quedaba fuerza suficiente en la mano para agarrar la estructura de la portezuela y hacer que el gesto pareciese casual.

El pelo de Eileen se había vuelto completamente gris. Su ropa, piel y pelo habían adoptado el color de la tierra aquí fuera.

—Reconocí tu gusto en camionetas —dijo Eileen, mientras atravesaba el arcén de gravilla—. Dios, Mitch, eres tan poco sutil como un marinero con un montón de billetes de dos dólares.

Mitch sonrió.

—Eres toda una madre tierra —dijo—. Al menos deberías llevar un pañuelo rojo.

Eileen se sacó un trapo del bolsillo y se lo ató al cinturón.

—¿Mejor así?

—Perfecto.

—¿Cómo está el brazo? —le preguntó, acariciándoselo.

—Inerte —dijo Mitch.

—Te asignaremos el uso del cepillo de dientes —dijo.

—Suena bien. ¿Qué tienes?

—Es apetitoso —dijo Eileen—. Es grande. —Dio unos pasos de baile en la gravilla—. Es mortalmente peligroso. ¿Quieres venir a verlo?

Mitch entrecerró los ojos durante un momento.

—¿Por qué no? —dijo.

—Está justo allí —dijo, señalando al norte—, como a unos quince kilómetros.

Mitch frunció el ceño.

—No estoy seguro de que la camioneta aguante.

—Te seguiré y recogeré las piezas.

—¿Cómo vas a decirme dónde girar? —preguntó Mitch.

—Es un juego, viejo amigo —dijo Eileen—. Tendrás que olisquearlo como lo hice yo —sonrió con malicia.

Mitch entrecerró los ojos aún más y negó con la cabeza.

—Por amor de Cristo, Eileen.

—Más antiguo que Cristo en al menos dieciocho mil años —dijo ella.

—Deberías usar gorras más gruesas —dijo Mitch.

Eileen parecía cansada bajo la fachada de fanfarronada.

—Es el grande, Mitch. En un par de horas, te lo juro por Dios, no sabrás ni quién eres.

18

Arizona

A las once de la mañana, Stella fue con todas las chicas desde los barracones, atravesando una puerta en la verja de espinos para llegar a un campo abierto, asistidas por la señorita Kantor, Joanie y otras cinco adultas.

Una vez a la semana, los consejeros y profesores permitían que los dos sexos de niños SHEVA se mezclasen en un patio de juegos y bajo los toldos de las mesas del almuerzo.

Las chicas se mostraban inusualmente calladas. Stella sentía la tensión. Un año atrás, atravesar la verja para relacionarse con los chicos no había sido nada importante. Ahora, toda chica que se imaginaba edificadora de un deme tramaba con sus compañeras qué chico sería mejor para el grupo. Stella no sabía qué pensar. Observaba los demes formarse y desintegrarse y reformarse en los dormitorios de las chicas, y sus propios planes cambiaban en su cabeza de un día para otro; era todo muy confuso.

El cielo estaba salpicado de nubes rotas. Se cubrió los ojos y levantó la vista para ver a la luna colgando del azul puro del verano, una cara macilenta e inexpresiva a la que le divertían las tonterías de las chicas. Stella se preguntó a qué olía la luna. Parecía muy amable. De hecho, parecía un poco simple.

—Una sola fila. Vamos a la sección sur cinco —les dijo la señorita Kantor, y agitó la mano para indicarles la dirección. Las chicas se desplazaron hacia donde indicaba, con las mejillas en blanco.

Stella vio a los chicos salir en su propia fila desde la línea opuesta de barracas. Se tocaban las cabezas, se entremezclaban y señalaban a las chicas que veían. Sonreían como idiotas, con mejillas marrones en la distancia, con los colores indistinguibles.

—Oh, genial —dijo Celia apática—. Lo mismo de siempre.

A los sexos se les permitiría interaccionar durante una hora bajo una estricta supervisión.

—¿Está aquí? —preguntó Celia. Stella le había hablado sobre Will la noche anterior.

Stella no lo sabía. No le había visto todavía. No lo consideraba probable. Indicó todo eso con un silbido bajo, algunas pecas irregulares, y un estremecimiento de los hombros.

—Vaya, la verdad es que eres-KUK susceptible —dijo Celia. Entrechocaba los hombros con Stella mientras caminaban. A Stella no le importaba.

—No sé qué esperan que hagamos en una hora —dijo Stella.

Celia rió.

—Podríamos intentar-KUK besar a uno.

La frente de Stella formó una pareja irregular de curvas y se le oscureció el cuello. Celia no prestó atención.

—Podría besar a James Callahan. El año pasado casi le permití cogerme la mano.

—El año pasado éramos críos —dijo Stella.

—¿Qué-KUK somos ahora? —preguntó Celia.

Stella miraba a una fila de chicos dispuesta bajo el sol junto a los toldos de las mesas de almorzar. Al más alto lo reconoció de inmediato.

—Ahí está —dijo, y se lo indicó a Celia. Otras tres chicas se movieron y siguieron el dedo, todas oliendo a curiosidad: humo y tierra.

Will miraba al suelo con los hombros caídos y las manos bien metidas en los bolsillos. Los otros chicos parecían pasar de él, lo que era de esperar; los chicos no nubaban tan rápido con los nuevos como las chicas. Le llevaría a Will unos días formar uniones fuertes con sus compañeros de barracones.

O quizá no, pensó Stella, observándole. Quizá nunca lo hiciese.

—No es muy guapo —dijo Felice Miller, una chica pequeña de pelo castaño de brazos delgados y fuertes y piernas más gruesas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ellie Gow—. No puedes olerle desde aquí.

—Tampoco olería muy bien —dijo Felice desdeñosa—. Es demasiado alto.

Ellie hizo un rictus. Era conocida por su sensibilidad a los sonidos y una preferencia por hablar mientras se ocultaba bajo las sábanas.

—¿Qué tiene eso que ver con un pedo de gato?

Felice sonrió tolerante.

—Bigotes —dijo.

Stella no les prestó atención.

—Alguien a quien conoces en la juventud puede tener una gran influencia —continuó Felice.

—No le vi durante mucho tiempo —admitió Stella.

Celia relató con rapidez la historia de Stella y Will, hablando en su doble entrecortado, mientras los consejeros y profesores se reunían y acordaban las reglas de la plática. Las reglas cambiaban de una semana para otra. Hoy, en los bordes del campo, había tres hombres que les observaban con binoculares.

Nueve meses atrás, tras el encuentro, habían apartado a Stella y la habían llevado al hospital con otras cinco niñas. Todas habían dado sangre y una, Nor Upjohn, había sufrido otras humillaciones que no estaba dispuesta a describir, y después había olido a naranjas mohosas, un olor de peligro.

Las chicas formaron, cuatro largas columnas de cincuenta. Los consejeros no intentaron evitar que hablasen, y Stella vio que algunos de ellos —posiblemente todos— habían desactivados sus oledores.

Will miró al otro lado de la hierba y la gravilla marrones hacia las líneas de chicas. Su frente formó una línea recta y estrecha, y parecía estar chupando algo amargo. Tenía el pelo enmarañado cortado irregularmente y sus mejillas eran pozos vacíos, como si hubiese perdido algunos dientes. Parecía mayor que los otros, y cansado. Parecía derrotado.

—No es guapo, es feo —dijo Felice, y con un encogimiento de hombros dedicó su atención a los chicos que no había visto antes. Stella había contado a los recién llegados en el autobús: cincuenta y tres. Tenía que admitir que Felice tenía razón. No importaba lo que recordase de Strong Will, este chico no era la idea que una tenía de un buen compañero de deme.

—¿Quieres nubar con él? —preguntó Celia incrédula.

—No —dijo Stella, y apartó la vista con una intensa punzada de decepción.

Ahora los bosques quedaban muy lejos para los dos.

—¿Qué tiene que ver con la piel de sapo? —preguntó Ellie nerviosa mientras los profesores gritaban para acercar las filas y columnas.

—Un cuervo en el camino —respondió Felice.

—¿Qué tiene que ver con plumas de manzana? —respondió Ellie en un acto reflejo.

—Oh, vamos-KUK crece —dijo Celia. Tenía la cara arrugada como un melocotón seco en un súbito ataque de timidez—. Crece bien grande y escóndeme.

Las líneas se colocaron frente a las mesas del almuerzo y los chicos se sentaron, tres a un lado, dejando el lado opuesto vacío.

—¿Qué vamos a decir? —preguntó Ellie, ocultando los ojos al aproximarse.

—Lo que decimos siempre —dijo Stella—. Hola y cómo estás. Y les preguntamos cómo van creciendo sus demes y cómo van las cosas al otro lado de la verja.

—Harry, Harry, muy al contrario —cantó Felice en infratono—, ¿cómo crece tu jardín? Vello púbico y miradas licenciosas, provocando el flujo de hormonas.

Ellie le dijo que se callase. La señorita Kantor se paseó frente a la fila de sus barracones.

—Muy bien, niñas —dijo—. Podéis hablar, podéis mirar. Pero nada de tocar.

Sin embargo los oledores están apagados, pensó Stella. Las chicas se separaron de las colas. Stella miró a las cámaras montadas sobre los largos postes de acero, moviéndose lentamente de derecha a izquierda.

Le llegó el turno a Ellie y corrió a unirse a una mesa de chicos que, por lo que Stella sabía, no había visitado antes. Vaya con la timidez. Le llegó el turno a Stella, y efectivamente al contrario de lo que hubiese pensado antes, se dirigió hacia la mesa donde Will estaba sentado con dos chicos más jóvenes.

Will estaba inclinado sobre la mesa, mirando las viejas manchas de comida. Los dos chicos más pequeños y jóvenes la miraron acercarse con cierto interés y se mostraron pecas el uno al otro. Stella creyó oír algo de infratono, pero era difícil estar segura a esa distancia, y Will levantó la vista. No pareció reconocerla.

Stella fue la única chica que se sentó a su mesa. Dijo hola a los dos chicos, y luego se concentró en Will. Will apoyó las mejillas en las palmas de su mano. Stella no podía ver sus patrones, pero vio que se le oscurecía el cuello.

—Está en nuestro barracón —dijo el chico de la derecha, fuerte pero bajo, Jason o James; el chico a la izquierda de Will se llamaba Philip. Stella se había sentado con Philip tres semanas antes. Era bastante agradable, aunque Stella pronto descubrió que no quería nubar con él. Ni Jason/James ni Philip olían de la forma adecuada. Formó con las pecas un saludo de mariposa para Philip, amistoso pero no abierto, sin pretender ofenderle, etc...

—¿Por qué te has sentado aquí? —preguntó Philip frunciendo el ceño—. ¿Nadie más quiere sentarse aquí?

—Quiero hablar con él —dijo Stella. No se le daba muy bien tratar con los chicos, pero la verdad es que a muy pocas chicas se les daba bien. Había reglas implícitas, no escritas, reglas todavía por descubrir, pero esta forma de hacer las cosas nunca iba a hacer que las reglas fuesen más claras.

—No habla mucho —dijo Jason/James.

—Las chicas juegan con nosotros —dijo Philip resentido.

—Nada como las chicas humanas —murmuró Will, y la miró. La mirada fue breve, pero Stella supo que recordaba su último encuentro—. Te cortan como cuchillos y nunca descubres por qué.

—Cierto —dijo Philip—. Will vivió entre salvajes. —Jason/James se rió, y ejecutó un gesto de dedos entrelazados que Stella no supo interpretar.

—Pasé —dijo Will.

—¿Fue en el bosque? —preguntó Stella, con la esperanza irradiando como una pequeña chispa.

—¿Qué? —preguntó Will.

—Lo frotaron antes de venir a nuestros barracones —dijo Philip, para ser informativo—. Tenía la piel roja por el jabón.

—¿Te quedaste con tus padres? —preguntó Will. Levantó la vista y le permitió verle las mejillas. Estaban inexpresivas, oscuras y magulladas. La mayor parte del cuello y la cara de Will estaba rojo y magullado. Stella inhaló, lo que era amable dado las circunstancias, y todavía podía oler el desinfectante y el jabón sobre la piel y la ropa.

—Sólo durante unos días —dijo Stella—. Me puse enferma.

—Yo no sufrí roña —dijo Will, tocándose entre los dedos. Los niños SHEVA se referían a la enfermedad que había matado a tantos de ellos como «roña» o «el achaque».

—Nos vamos a otra mesa —dijeron Jason/James casi al unísono.

—Deberíais estar a solas —añadió Philip bruscamente—. Nos queda claro.

Stella quería pedirles que se quedasen, pero Will se encogió de hombros, por lo que ella hizo lo mismo.

—Están rompiendo las reglas —dijo Stella después de que se hubiesen ido.

—Pueden encontrar una mesa en la que falten chicos —sugirió Will—. Están inventando reglas en los barracones. Algo sobre demes. ¿Qué son demes?

—Demes son familias —dijo Stella—. Nuevas familias. Intentamos descubrir cómo serán cuando hayamos crecido.

Will volvió a mirarla directamente, y Stella apartó la vista, y luego se cubrió sus propias mejillas.

—No importa —dijo Will—. No me importa.

—Vine a decir hola —dijo Stella. Él no podía saber lo que sus palabras habían significado para ella—. Debiste escapar. —Lo miró ansiosa, esperando que contase su historia.

—Estamos hablando en habla humana. ¿Conoces el infra y el hiper?

—Sí —dijo Stella—. ¿Tú lo hablas de la misma forma?

—No como lo hacen en los barracones —admitió Will con un estremecimiento del brazo—. En el camino... es diferente. Más intenso, más rápido.

—¿Y en el bosque? —preguntó Stella.

—No existe el bosque —dijo Will, con el rostro retorciéndose como si hubiese dicho una obscenidad.

—Cuando escapaste, ¿adónde fuiste?

Will miró al cielo.

—Aquí se puede comer mucho —dijo—. Me haré mejor, más fuerte, aprenderé a aromar, a hablar las dos lenguas. —Convirtió los puños en bolas y las hizo rebotar ligeramente sobre la mesa, luego una contra la otra, pulgar contra pulgar, como si jugase a un juego—. ¿Por qué dejan que nos juntemos las chicas y los chicos?

—No lo sé. A veces extraen sangre y hacen preguntas.

Will asintió.

—¿Sabes qué hacen? —preguntó Stella.

—Ni idea —dijo Will—. No enseñan nada, como en todas las escuelas. ¿Cierto?

—Leemos algunos libros y aprendemos algunas habilidades. No podemos nubar o aromar porque nos castigan.

Will sonrió.

—Estúpidos inexpresivos —dijo.

Stella hizo una mueca.

—Intentamos no insultarles.

Will apartó la vista.

—¿Cuánto tiempo estuviste libre? —preguntó Stella.

—Me pillaron hace una semana —dijo Will—. Viví por mi cuenta, y con huidos y chicos de la calle. Me cubrí las mejillas con tatuajes de henna. El cuello también. Algunos chicos humanos se marcan la cara para parecerse a nosotros, pero todo el mundo lo sabe. También afirman tener mejores cerebros y ser capaces de leer la mente. Como creen que hacemos nosotros. Dicen que es chulo, pero sus pecas no se mueven.

Stella todavía podía ver algo de marrón manchando las zonas magulladas de la cara de Will.

—¿Cuántos de nosotros hay en el exterior?

—No muchos —dijo Will—. A mí me entregaron unos humanos a cambio de un paquete de cigarrillos, incluso después de que yo evitase que les diesen una paliza. —Movió la cabeza lentamente—. Allá afuera es terrible.

Stella olió a Joanie cerca, bajo la máscara de los polvos de talco. Will se envaró al acercarse la joven consejera bajita.

—Nada de uno a uno —Stella oyó que decía Joanie—. Conocéis las reglas.

—Los otros se fueron —dijo Stella, volviéndose para explicarlo, y deteniéndose cuando Joanie le agarró el hombro. Tocada y retenida, se negó a mirar a la consejera a los ojos.

Will se puso en pie.

—Me iré —dijo.

Luego, hablando en dos flujos simultáneos, el hiper un flujo de galimatías juvenil, dijo:

—Nos veremos, dile hola a Cory en el seis —no había Cory en el seis, y—: mantén controlado, mantén recluido, compra con papaíto, ¿vale?

El infra:

—¿Qué sabes de un lugar llamado Sandia?

Mezcló ambos flujos con tal destreza que a Stella le llevó un momento darse cuenta de que le había hecho una pregunta. Para Joanie probablemente sonó como mala pronunciación.

Luego, con un gesto de la mano, mientras Joanie se llevaba a Stella, Will dijo en un único flujo:

—Descúbrelo, ¿vale?

Stella observó cómo se llevaban a Ellie para extraerle sangre. Ellie fingió que no tenía importancia, pero sí la tenía. Stella se preguntó si sería porque hoy Ellie había atraído a un montón de chicos, cinco a la mesa donde se habían sentado ella y Felice. El resto de las chicas fueron a las últimas clases de la mañana, donde les mostraron películas sobre la historia de Estados Unidos, tipos con pelucas y mujeres con grandes vestidos, caravanas, mapas y un poco sobre los indios.

Mitch le había enseñado a Stella sobre los indios. La película no les dijo nada importante.

Felice estaba sentada en el pasillo junto al suyo.

—¿Qué tienen que ver los bichos verdes? —susurró, compensando por la ausencia de Ellie.

Nadie respondió. El juego ya estaba pasado. En esta ocasión, estar con los chicos les había hecho daño, y de alguna forma Stella y las demás sabían que empeoraría. Llegaba el momento en que tendrían que dejarles solos, chicos y chicas juntos, para arreglar las cosas por sí mismos.

Stella no creía que los humanos permitiesen que pasase. Los mantendrían separados, como animales en un zoológico, para siempre.

—Estás aromando —le advirtió Celia, a su espalda, con un susurro—. La señorita Kantor conectó su oledor.

Stella no sabía cómo parar. Podía sentir la llegada de los cambios.

—Tú también lo haces —le susurró Felice a Celia.

—Maldición —dijo Celia, y se frotó tras las orejas, con los ojos muy abiertos.

—Chicas —gritó la señorita Kantor—. Callaos y mirad la película.

19

Baltimore

Pronto, a las once, Kaye entró en la sala de conferencias del piso veinte de Americol, con Liz siguiéndola de cerca. Robert Jackson ya estaba en la sala. Su pelo había quedado salpicado de gris a lo largo de los años, pero por lo demás no había madurado excesivamente ni en apariencia ni en comportamiento. Todavía era guapo, con una piel pálida hasta el punto de ser azulada, con nariz y mentón bien definidos y sombra de pelo por barba. Sus ojos de cuarzo, de un gris oscuro, se clavaban en Kaye en cuanto se encontraban, ocasiones que ella intentaba reducir al mínimo.

Situados a ambos lados de Jackson, sentado en la esquina, posición que prefería, se encontraban dos de sus alumnos de postdoctorado —internos de investigación de Cornell y Harvard, de casi treinta años, tipo compactos de pelo castaño oscuro y la nerviosa distancia de la juventud.

—Marge llegará en unos minutos —le dijo Jackson a Kaye, medio poniéndose en pie durante un momento.

Jackson jamás le había perdonado un momento embarazoso en los primeros días del SHEVA, dieciséis años atrás, cuando daba la impresión de que Marge y Kaye se habían aliado contra él. Jackson al final había ganado ese asalto, pero era de natural rencoroso. Le apasionaba la política de oficina y el aspecto social de la investigación, tanto como la ciencia entendida como ideal y abstracción.

Con tan agudo sentido de lo social, Kaye se preguntaba por qué Jackson jamás había sido brillante en genética. Para Kaye, los procesos subyacentes eran muy similares; para Jackson, la idea era una herejía de repugnante magnitud.

Los representantes de otras divisiones de investigación también habían llegado antes que Kaye y Liz. Dos hombres y una mujer, los tres de cuarenta y tantos años, tenían las cabezas inclinadas examinando tablillas táctiles, repasando las perpetuas tareas del día conectados a la red. No levantaron la vista al entrar Kaye, aunque la mayoría de ellos la conocían y habían charlado con ella en las reuniones de Americol y en las fiestas de Navidad.

Kaye y Liz se sentaron dando la espalda a un largo ventanal que miraba al centro de Baltimore. Kaye sintió como una brisa del sistema de aire acondicionado le recorría la espalda. Jackson había tomado la mejor posición dejando a Kaye y a Liz a merced del aire.

Marge Cross entró, sola por una vez. Parecía atenuada. Cross tenía unos sesenta y cinco años, era corpulenta, y el pelo corto y escabroso teñido, su rostro con papada, su cuello un paisaje de arrugas colgantes. Poseía una voz que podía llenar toda una sala de conferencias, y sin embargo se movía con la desenvoltura de una bailarina de ballet, vestida con trajes cuidadosamente cosidos, y de alguna forma era capaz de atraer a las mariposas del cielo. Era difícil saber cuándo no le gustaba lo que oía. Como un rinoceronte, se decía que Cross era más peligrosa cuando permanecía quieta y en silencio.

La CEO de Americol y Eurocol se había vuelto más corpulenta y tenía la cara más regordeta con los años, pero todavía caminaba con grácil confianza.

—Que comiencen los juegos —dijo, con una voz tranquila mientras se dirigía a la ventana. Liz movió la silla al paso de Cross.

—No has traído tu lanza, Kaye —dijo Jackson.

—Compórtate, Robert —le advirtió Cross. Se sentó junto a Liz y cruzó los brazos sobre la mesa. Jackson se las arregló para parecer simultáneamente escarmentado y divertido por el codazo de familiaridad.

—Estamos aquí para juzgar nuestro éxito hasta el momento por contener los virus antiguos —empezó a decir Cross—. Los llamamos genéricamente ERV, retrovirus endógenos. También nos hemos ocupado de los parientes cercanos, transgenes, transposones, retrotransposones, elementos LINE y demás... todos elementos móviles, todos genes saltadores. No confundamos a nuestros ERV con los otros ERV: el equine rhinovirus, por ejemplo, o los retrovirus ectrópicos recombinantes, o algo que todos hemos experimentado en estas sesiones, una pérdida súbita de expiración de la reserva volumétrica.

Sonrisas corteses alrededor de la sala. Se agitaron algunos pies.

Cross se aclaró la garganta.

—Ciertamente no querríamos confundir a nadie —dijo, haciendo descender la voz una octava. La mayor parte del tiempo se debatía entre un soprano trémulo y un alto suave. Muchos la habían comparado con Julia Child, pero la comparación sólo era superficial, y con la edad y el pelo teñido, Cross había superado bastante a Julia alcanzando su propio nivel estratosférico de unicidad—. He examinado los informes de los equipos sobre nuestro proyecto de vacunación, y por supuesto los proyectos de desactivación de ERV en chimpancés y ratones. El informe del doctor Jackson era muy largo. Además, he repasado los informes y auditorías de los grupos de fertilidad e inmunología general. —La artritis de Cross la molestaba; Kaye lo sabía por la forma en que se masajeaba los nudillos hinchados de las manos—. El consenso parece ser que hemos fracasado en todo lo que intentamos hacer. Pero no estamos aquí para el análisis forense. Debemos decidir cómo proceder a partir de este punto. Bien. ¿Dónde estamos?

Un silencio abatido. Kaye miró directamente al frente, intentando evitar morderse el labio.

—Normalmente lanzamos una moneda y dejamos que comience el ganador. Pero todos, hasta cierto punto, conocemos este debate, y creo que es hora de hacer algunas preguntas. Yo decidiré quién empieza. ¿Vale?

—Vale —dijo Jackson con despreocupación, levantando las manos de la mesa.

—Vale —repitió Kaye.

—Bien. Todos estamos de acuerdo en que huele mal —dijo Cross—. Doctor Nilson, por favor, comience.

Lars Nilson, un hombre de mediana edad de gafas redondeadas, había ganado un Nobel veinte años atrás por su investigación de las citoquinas. En su momento estuvo muy implicado en los esfuerzos de Americol por resolver los problemas retrovirales en los xenotrasplantes —el trasplante de tejidos animales a receptores humanos—, idea que se había interrumpido de pronto con la aparición de SHEVA y el caso de la señora Rhine. Desde entonces se ocupaba de inmunología general.

Nilson miró a la sala con expresión seca, lo que a ojos de Kaye le daba el aspecto de un duendecillo gris y desconsolado.

—Presumo que se espera que hable primero por alguna idea de que Nobel oblige o algo todavía más terrible, como la edad.

Un hombre pequeño y muy delgado vestido con un traje gris y un yarmulke entró en la sala y miró a su alrededor por medio de unos ojos castaños amigables y arrugados, con un rostro permanentemente adornado por una sonrisa.

—No se preocupen por mí —dijo, y se sentó en la esquina opuesta, cruzando las piernas—. Lars ya no es el mayor —añadió en voz baja.

—Gracias, Maurie —dijo Nilson—. Me alegra que pudieses venir. —Maurie Herskovitz era otro de los premios Nobel de Cross, y quizás el biólogo más reputado de los que trabajaban en Americol. Su especialidad recibía la ambigua descripción de «complejidad genómica»; ahora actuaba como investigador itinerante. Kaye quedó sorprendida y algo nerviosa por su presencia. A pesar de su sonrisa (de serie, como la de un delfín) a Herskovitz se le conocía por ser un tirano exigente en el laboratorio. Nunca le había visto en persona.

Cross cruzó los brazos y respiró de forma muy audible.

—Sigamos —sugirió.

Nilson miró a su derecha.

—Doctor Jackson, sus vacunas contra el SHEVA tienen efectos secundarios inesperados. Cuando intenta bloquear la transmisión de partículas ERV entre las células de un tejido, mata a los animales experimentales, en parte aparentemente por la masiva reacción excesiva de sus sistemas inmunológicos innatos, ya sean ratas, cerdos o monos. Eso parece contraintuitivo. ¿Puede explicarlo?

—Creemos que nuestros esfuerzos interfieren o imitan algunos procesos esenciales para la rotura de ARN mensajero patogénica en las células somáticas. Las células parecen interpretar nuestras vacunas como un producto derivado de la aparición de ARN vírico, y detienen todas las transcripciones y traducciones. Mueren, aparentemente para proteger a otras células de la infección.

—Entiende que es posible que haya un problema con desactivar la función de las transposasas en las células T —siguió diciendo Nilson—. Todas las vacunas candidatas afectan aparentemente a RAG1 y RAG2.

—Como dije, todavía seguimos estudiando esa conexión —dijo Jackson como una seda.

—La mayoría de las expresiones de ERVs no provocan el suicidio celular.

Jackson asintió.

—Es un proceso complicado —dijo—. Como muchos patógenos, algunos retrovirus han desarrollado capacidades de ocultación y pueden evitar las defensas celulares.

—¿Entonces es posible que en este caso no se aplique el modelo de que todos los virus son intrusos o invasores?

Jackson se mostró vehementemente en desacuerdo. Su argumento era rígidamente tradicional: el ADN del genoma era un cianotipo bien delimitado y eficiente. Los virus simplemente eran parásitos y lapas, que provocaban desorden y enfermedades pero, en raras ocasiones, también creaban novedades útiles. Explicó que situar promotores víricos delante de un gen celular necesario podía hacer que se fabricase más cantidad de los productos de ese gen en un momento clave de la historia de la célula. Menos habitual, podían aterrizar, aleatoriamente, en células germinales —progenitores de óvulos o esperma— de tal forma como para producir variaciones fenotípicas o de desarrollo, en los hijos.

—Pero decir que cualquiera de esas actividades es ordenada, que parte de una reacción celular al ambiente, es ridículo. Los virus no son conscientes de sus actos, ni tampoco las células activan virus para algún maravilloso propósito. Eso ha sido evidente desde hace más de un siglo.

—¿Kaye? ¿Saben los virus lo que hacen? —preguntó Cross, volviéndose en la silla.

—No —dijo Kaye—. Son nodos en una red distribuida. Los propósitos mayores como tal se encuentran en la red, no en los nodos; y ni siquiera a la red se la puede describir como autoconsciente o deliberadamente resuelta, en el sentido en que el doctor Jackson tiene un propósito.

Jackson sonrió.

Kaye siguió hablando.

—Todos los virus parecen ser descendientes, directa o indirectamente, de elementos móviles. No surgieron del exterior; se liberaron desde el interior, o evolucionaron para portar genes y otra información entre células y entre organismos. Los retrovirus como el VIH en particular parecen muy emparentados con los retrotransposones y ERVs en las células de muchos organismos. Emplean herramientas genéticas similares.

—¿Así que el virus de la gripe, con ocho genes, deriva de un retrotransposón o retrovirus con dos o tres genes? —preguntó Nilson con cierto desdén. Su frente descendió a una expresión perpleja y tormentosa ante semejante absurdo.

—Al final, sí —dijo Kaye—. La ganancia o mutación de genes, o la pérdida, vienen mediadas por la necesidad. Un virus que penetra en un anfitrión nuevo o poco conocido puede tomar e incorporar genes útiles de la célula anfitriona, pero no es fácil. La mayoría de los virus simplemente no consiguen replicarse.

—Entran, ¿esperando recibir dádivas de la mesa de los genes? —preguntó Jackson—. Eso es lo que creía el doctor Howard Urnovitz, ¿no es así? ¿Las vacunas causaron el VIH, el síndrome de la Guerra del Golfo y todas las otras enfermedades conocidas por el hombre moderno?

—Las ideas del doctor Urnovitz parecen más cercanas a las suyas que a las mías —replicó Kaye con tranquilidad.

—Eso fue hace más de veinte años —dijo Cross, bostezando—. Historia antigua. Avancemos.

—Sabemos que muchos virus pueden incorporar genes de ERVs —dijo Kaye—. Herpes, por ejemplo.

—Las implicaciones de ese proceso no están claras —dijo Jackson. Una respuesta bastante débil, pensó Kaye.

—Lo lamento, pero simplemente no tiene nada de controvertido —insistió Kaye—. Sabemos que así fue como Shiver se produjo en todas sus variantes, y fue así como mutó el virus que causó a nuestros hijos una EMPB. Cogió genes endógenos víricos que sólo estaban presentes en individuos no SHEVA.

Jackson le concedió el punto.

—A algunos de nuestros hijos —la corrigió tranquilamente—. Pero estoy dispuesto a conceder que los virus pueden ser enemigos del interior. Razón de más para erradicarlos.

—¿Sólo enemigos? —preguntó Cross. Apoyó la barbilla en una mano y miró a Jackson protegida por sus pobladas cejas.

—Dije «enemigos», no criados o subcontratados —dijo Jackson—. Los genes saltadores causan problemas. Son bribones, no criados. Eso lo sabemos. Cuando están activos, producen defectos genéticos. Activan oncogenes. Están implicados en la esclerosis múltiple y en la esquizofrenia, en la leucemia y todo tipo de cánceres. Producen o exacerban enfermedades autoinmunes. Por mucho que yazgan dormidos en nuestros genes, son parte de una panoplia de plagas antiguas. Los virus son una maldición. Que ahora algunos estén tan domesticados como para pasar al anfitrión sin provocar daños importantes es simplemente la labor de la evolución de las enfermedades. Sabemos que los retrovirus VIH mutaron y saltaron de una especie de primate a otra, a nosotros. En los chimpancés, el precursor del VIH evolucionó para ser neutral, una carga genética y poco más. En nosotros, la mutación resultó ser muy inmunosupresiva y letal. SHEVA es un poco diferente. Los ERVs a los que nos enfrentamos simplemente no son útiles para el organismo de ninguna forma fundamental.

Kaye se sintió como si hubiese viajado en el tiempo, como si treinta años de investigación no se hubiesen producido. Jackson se había negado a cambiar a pesar de grandes avances; simplemente desestimaba lo que no podía creer. Y no estaba solo. El número de artículos producidos cada año sólo en virología podría llenar toda la sala de reuniones. Hasta el día de hoy, la mayoría de esos artículos se ceñía a un modelo de enfermedad tanto para virus como para elementos móviles.

Jackson se sentía seguro rodeado por los gruesos muros de la tradición, lejos de los vientos enloquecidos y aulladores de Kaye.

Cross se volvió a la única mujer del comité de revisión, Sharon Morgenstern. Morgenstern estaba especializada en investigación sobre fertilidad y biología del desarrollo. De aspecto nervioso, era una mujer delgada, supuestamente solterona, casi sin barbilla, dientes prominentes, pelo rubio fino, y un ligero acento de Carolina del Norte, también presidía el jurado de Americol que aprobaba los artículos antes de enviarlos a las revistas —una revisión corporativa, establecida en parte para evitar publicaciones que pudiesen revelar secretos de empresa.

—¿Sharon? ¿Alguna pregunta, ahora que estamos saltando arriba y abajo sobre Robert?

—Los animales experimentales, a los que se les administraron vacunas candidatas, también han sufrido pérdida o reducción de importantes características sexuales —empezó Morgenstern—. Parece extraordinariamente raro. ¿Cómo planea soslayar esos problemas?

—Hemos apreciado la reducción de ciertas características sexuales menores en los mandriles —dijo Jackson—. Podría no ser relevante en sujetos humanos.

Nilson intervino una vez más, pasando de la expresión irritada de Morgenstern. Deja que termine la mujer, pensó Kaye, pero no dijo nada.

—La vacuna del doctor Jackson podría tener una importancia inmensa en nuestros intentos por neutralizar los virus en tejidos de xenotrasplante —dijo Nilson—. Los trabajos de la doctora Rafelson también ofrecen promesas tremendas... desactivar todos los genes ERV en esos tejidos ha sido uno de los santos griales de los últimos quince años. Decir que estamos decepcionados con esos fracasos es un eufemismo. —Nilson se agitó en la silla y consultó sus notas antes de inclinarse de lado y mirar por el borde de las gafas, como un pájaro examinando una semilla—. Me gustaría hacer algunas preguntas sobre los fracasos de las vacunas del doctor Jackson.

—Las vacunas no fallan. Los organismos fallan —dijo Jackson—. Las vacunas triunfan. Bloquean la transmisión intercelular de todas las partículas ERV.

Nilson sonrió ampliamente.

—Vale. ¿Por qué fallan los organismos, una y otra vez? Y, en particular, ¿por qué se vuelven estériles si están bloqueando o frustrando una carga vírica... todos los elementos causantes de enfermedad en sus genomas? ¿No deberían experimentar un arranque de energía y productividad?

Jackson pidió que bajasen el retroproyector. Liz suspiró. Kaye le dio una patada ligera bajo la mesa.

La presentación de Jackson era la clásica. En tres minutos había empleado nueve acrónimos y seis términos científicos inventados que Kaye no conocía, sin definir ninguno de ellos; los había combinado todos en un mapa ingenioso de caminos y productos y algunas profundas suposiciones evolutivas que jamás habían sido demostradas fuera de un tubo de ensayo. Cuando se ponía a la defensiva, Jackson invariablemente revertía a demostraciones in vitro muy controladas empleando los cultivos de células tumorales que tanto gustaban a los laboratorios de investigación. Todos los experimentos que citó habían sido diseñados y controlados con precisión y todos, con demasiada frecuencia, daban los resultados predichos.

Marge Cross le concedió cinco minutos. Jackson notó su impaciencia y concluyó su inciso.

—Es evidente que los ERV han encontrado formas de colarse en la maquinaria genómica de su anfitrión. Conocemos muchos ejemplos en la naturaleza donde el intento de eliminar al parásito mata al anfitrión. Incluso es probable que hayan creado salvaguardias contra la eliminación: pseudogenes, copias múltiples, copias ocultas o comprimidas que pueden reensamblarse más tarde, mediación para evitar la actividad de la enzima de restricción, todo tipo de trucos astutos. Pero la prueba principal de la naturaleza malévola de todos los retrovirus, incluso de los llamados benévolos o benignos, es lo que el VIH y el SHEVA han hecho con nuestra sociedad.

Kaye levantó la vista de sus notas.

—Tenemos una generación de niños que no encaja —siguió diciendo Jackson—, que provocan odio y sospecha, y cuyas llamadas características adaptativas, aleatoriamente invocadas a partir de una panoplia de distorsiones posibles, sólo les causan aflicción. Los virus nos causan un daño doloroso. Con tiempo suficiente, nuestro grupo superará estos retrasos desafortunados y eliminará todos los virus de nuestras vidas. Los virus genómicos se tornarán pesadillas de un pasado desagradable y brutal.

—¿Eso es una conclusión? —preguntó Cross sin permitir que el gesto dramático de Jackson hiciese efecto.

—No —dijo Jackson, recostándose en la silla—. Más bien un estallido. Mis disculpas.

Cross miró a los interrogadores.

—¿Satisfechos? —preguntó.

—No —dijo Nilson, una vez más con ese fruncimiento olímpico que Kaye sólo había visto en científicos mayores, ganadores de premios Nobel—. Pero tengo una pregunta para la doctora Rafelson.

—Siempre se puede confiar en Lars para mantener las reuniones animadas —dijo Cross.

—Espero que el doctor Nilson le plantee a Kaye preguntas igualmente agudas —dijo Jackson.

—Cuenta con ello —dijo Nilson con sequedad—. Comprendemos lo difícil que es trabajar con embriones de mamífero en su primera fase, de ratón por ejemplo, y que es mucho más difícil hacerlo con primates y monos. Por lo que he podido comprobar, sus técnicas de laboratorio han sido creativas y habilidosas.

—Gracias —dijo Kaye.

Nilson desestimó el agradecimiento con un nuevo fruncimiento.

—También sabemos que hay muchas formas en que los embriones y los anfitriones, las madres, pueden colaborar para prevenir el rechazo del componente paterno de los tejidos embriónicos. ¿No es posible que al eliminar ERVs conocidos en los embriones de chimpancé también haya desactivado genes cruciales para esas otras funciones protectoras? Piense en particular en FasL, disparado por CRH, factor liberador de corticotropina, en la mujer embarazada. FasL causa la muerte celular en los linfocitos maternos cuando se disponen a atacar el embrión. Es esencial para nacer.

—FasL no está afectado por nuestro trabajo —dijo Kaye—. La doctora Elizabeth Cantrera, mi colega, invirtió un año en demostrar que FasL y los demás genes protectores conocidos siguen intactos y activos después de que desactivemos los ERVs. Es más, ahora estudiamos la posibilidad de que un elemento LINE transactivado por la hormona del embarazo regule FasL.

—No lo veo en sus referencias —dijo Nilson.

—Publicamos tres artículos en PNAS. —Kaye le dio las referencias y Nilson las apuntó pacientemente—. La función inmunosupresiva de las partículas derivadas de los retrovirus endógenos es una parte indiscutible del armamento protector del embrión. Lo hemos demostrado una y otra vez.

—Me preocupa en especial la evidencia de que una caída en el factor liberador de corticotropina después del embarazo induce la expresión rápida de los ERVs responsables de provocar la artritis y la esclerosis múltiple —dijo Nilson—. En este caso los ERVs responden a una caída súbita de hormonas, no a un incremento, y parecen provocar una enfermedad.

—Interesante —dijo Cross—. ¿Doctora Rafelson?

—Es una hipótesis razonable. El desencadenamiento de enfermedades autoinmunes por parte de los ERV es un área de investigación muy fructífera. Tal expresión podría venir regulada por hormonas relacionadas con el estrés, y eso explicaría el papel de dichas hormonas, y del estrés en general, en dichas enfermedades.

—¿Entonces qué son, doctora Rafelson? —preguntó Nilson, con los ojos directamente clavados en ella—. ¿Buenos virus o malos virus?

—Como todo en la naturaleza, uno u otro, o ambos, dependiendo de las circunstancias —dijo Kaye—. El embarazo es un periodo difícil tanto para la madre como para el hijo.

Cross se volvió hacia Sharon Morgenstern.

—La doctora Morgenstern me mostró antes algunas de sus preguntas —dijo—. Todas son contundentes. De hecho, son excelentes.

Morgenstern se inclinó y miró a Kaye y a Liz.

—Manifestaré desde un principio que a pesar de que a menudo estoy de acuerdo con el doctor Nilson, no encuentro que los procedimientos de laboratorio de la doctora Rafelson carezcan de parcialidad o error. Sospecho que la doctora vino aquí a demostrar que no se podía hacer nada, no que se pudiese hacer. Y ahora se supone que debemos creer que ha demostrado que los embriones no pueden llegar al parto, o incluso alcanzar la pubescencia, sin un conjunto completo de viejos virus en sus genes. En resumen, caminando hacia atrás, intenta demostrar una teoría controvertida sobre la evolución basada en virus que es concebible pudiese elevar el estatus social de su propia hija. Soy suspicaz cuando una motivación psicológica tan intensa se implica en un trabajo científico.

—¿Tiene alguna crítica específica? —preguntó Cross amablemente.

—Varias en realidad —dijo Morgenstern. Liz le pasó una nota a Kaye. Kaye miró rápidamente el mensaje garabateado. Morgenstern ha publicado veinte artículos con Jackson en los últimos cinco años. Ella es su contacto en el jurado de Americol.

Kaye levantó la vista y se guardó la nota en el bolsillo de la chaqueta.

—Mi primera duda... —dijo Morgenstern.

Era el comienzo real del asalto frontal. Todo lo anterior no había sido más que el calentamiento. Kaye tragó e intentó relajar los músculos del cuello. Pensó en Stella, al otro lado del continente, malgastando su tiempo en una escuela dirigida por fanáticos. Y en Mitch, conduciendo para reunirse con una antigua amante y colega en una excavación en medio de ninguna parte.

Durante un momento muy penoso, Kaye creyó que iba a perderlo todo de una sola vez. Pero se enderezó, miró directamente a Cross, y se concentró en el flujo de detalles técnicos perfectamente expresados y anonadadores que le lanzaba Morgenstern.

20

Oregón

Hacía veinte minutos que habían abandonado la carretera de tierra y Mitch seguía sin ver nada persuasivo. El juego empezaba a cansarle. Pisó a fondo el freno y la camioneta hizo crujir los amortiguadores, se bamboleó durante un momento y luego se detuvo. Abrió la portezuela y se limpió la frente con una toallita de papel sacada del rollo que guardaba bajo el asiento delantero, junto con un squeegee para limpiar el barro.

El polvo flotó alrededor de los dos hasta que una corriente de aire perdida entre dos arroyos estrechos lo hizo desaparecer.

—Me rindo —dijo Mitch, acercándose para mirar por la ventanilla de Eileen—. ¿Qué se supone que debo buscar?

—Digamos que aquí hay un río.

—Hace siglos que no hay río, por el aspecto del lugar.

—En realidad, tres mil años. Retrocedamos un poco más... digamos, más de diez mil años.

—¿Cuánto más?

Eileen se encogió de hombros y puso cara de «No te lo digo».

Mitch lanzó un gruñido, recordando todos los problemas que venían con las tumbas antiguas.

Eileen observó su reacción con una tristeza cansada que él no podía descifrar.

—¿Dónde montarías un campamento de pesca permanente, digamos, durante la temporada del salmón? ¿Un campamento al que pudieses volver un año tras otro?

—En el suelo duro sobre el río, no demasiado lejos.

—¿Y qué ves por aquí? —preguntó Eileen.

Mitch volvió a examinar el territorio.

—En su mayoría es arcilla esquistosa y terrazas débiles. Algo de lava.

—¿Lluvia de ceniza?

—Sí. Parece sólida. No me gustaría tener que excavarla.

—Exactamente —dijo Eileen—. Imagina una lluvia de ceniza tan grande que lo cubre todo en cientos de kilómetros a la redonda.

—Extensiones rotas de ceniza. Tendría que estar sobre este cauce, claro. El río la habría atravesado.

—Bien, ¿cómo podría un arqueólogo encontrar algo interesante en toda esa confusión?

Mitch frunció el ceño.

—¿Algo atrapado en la ceniza?

Eileen asintió animándole.

—¿Animales? ¿Personas?

—¿Qué crees? —Eileen miró a través del parabrisas sucio del Tahoe. Cada vez parecía más triste, como si reviviese una vieja tragedia.

—Gente, claro —dijo Mitch—. Un campamento. Un campamento pesquero. Cubierto de ceniza. —Agitó la cabeza, luego en broma se golpeó la frente, Vaya un idiota.

—Prácticamente te lo estoy contando todo —dijo Eileen.

Mitch miró al este. Podía ver las capas gris y blanco oscuro de la vieja lluvia de ceniza, enterradas bajo tres metros de sedimentos ahora coronadas por una barrera irregular de pinos. La capa de ceniza parecía tener al menos un metro de espesor, manchada y estriada. Se imaginó acercándose al corte y tocando la ceniza. Compactada por muchas estaciones de lluvia, mantenida en su lugar por una capa de tierra y limo, al principio estaría dura como la piedra, pero luego se manifestaría quebradiza, convirtiéndose en polvo si la golpeaba con fuerza con un pico.

Una gran lluvia, hacía mucho tiempo. Diez mil o más años.

Volvió a mirar al norte, socavación arriba y lejos del cauce de gravilla y lodo del río largo tiempo muerto, marcada por maleza dura y árboles, un curso ahora incluso cortado para los deshielos y las inundaciones. Inalterado por la erosión durante un par de miles de años.

—Este lugar solía ser un brazo muerto razonablemente bueno, diría yo. Incluso en el apogeo del río Spent, había zonas poco profundas en las que podías caminar y lancear peces. Podrías haber establecido una encañizada en esa zona profunda, bajo el peñasco. —Señaló un enorme peñasco en su mayor parte enterrado en cieno y cenizas.

Eileen sonrió y asintió.

—Sigue.

Mitch se tocó los labios con un dedo. Dio vueltas al Tahoe, agitando los brazos, emitiendo un silbido, dando patadas al suelo, olisqueando el aire.

Eileen rió y se dio golpes en las rodillas.

—Lo necesitaba —dijo.

—Bien, mecachis —dijo Mitch con humildad—. Si tengo que contactar con espíritus místicos, mejor que lo haga bien. —Fijó la mirada en el hueco que llevaba al territorio más alto, sobre la ceniza. Inclinó la cabeza a un lado y agitó el brazo malo, que le empezaba a doler. Tenía el aspecto de un perro de presa siguiendo el rastro. Los ojos recorrían la zona superior, subió por la socavación y trepó alrededor del peñasco.

Eileen gritó:

—¡Espera!

—Ni de coña —gritó Mitch—. Estoy en racha.

Y lo estaba.

Encontró el campamento diez minutos más tarde. Eileen llegó a su lado, sin aliento. Sobre una meseta plana con muy pocos árboles, marcada por zonas grises donde la erosión había revelado la capa profunda de cenizas, vio doce carpas bajas, tiendas de buen clima cubiertas de redes, ramas muertas y arbustos arrancados de los alrededores. Había un par de Land Rover aparcados juntos, quedando ocultos por un peñasco grande.

Mitch se había sentado en una roca, mirando con desánimo a la tienda y los vehículos.

—¿Por qué el camuflaje? —preguntó.

—Satélites o sistemas remotos realizando búsqueda para la BM y el Cuerpo de Ingenieros, protegiendo los derechos de los indios según la NAGPRA —dijo Eileen. La interpretación federal de las quejas de ciertos grupos indios, invocando la NAGPRA, la Ley de Protección de Tumbas de Nativos Americanos, había sido la némesis de los arqueólogos americanos durante casi veinte años.

—Oh —dijo Mitch—. ¿Por qué arriesgarse? ¿Es lo que necesitamos? ¿Que los federales cubran tu excavación de cemento? —Así fue cómo el cuerpo de ingenieros del ejército había protegido la excavación de Mitch de posteriores intrusiones, hacía más de una vida, o eso le parecía ahora. Agitó la mano señalando la excavación e hizo una mueca—. No es muy inteligente, ocultarse así, esperando despistar a los Muchachotes.

—¿No es lo que hiciste tú? —preguntó Eileen.

Mitch bufó con poco humor.

—Es justo —admitió.

—No vivimos en una época racional —dijo Eileen—. Pronto lo comprenderás. ¿No sabemos todos lo que significa ser humano? ¿Ahora más que nunca? ¿Cómo llegamos hasta aquí y qué vendrá a continuación?

—¿Qué nos van a descubrir algunos huesos viejos de indios que no sepamos ya? —preguntó Mitch, sintiendo como la sensación de descubrimiento empezaba a fallar y a detenerse.

—¿Te hubiese hecho venir hasta aquí si eso fuese todo? —dijo Eileen—. Me conoces muy bien, Mitch Rafelson. O espero que sea así.

Mitch se limpió la mano en la pernera del pantalón y miró por encima del hombro a la larga extensión de la socavación. Habían trepado como unos seis metros, pero todavía podía ver muestras de la vieja erosión de la ribera.

—Un gran río, en su época —dijo.

—Era más pequeño en la época del campamento —dijo Eileen—. No más que una corriente ancha y poco profunda llena de salmones. Los osos venían a pescar. Una de mis estudiantes encontró a un viejo ejemplar al otro lado. Muerto por una etapa inicial de la lluvia de cenizas, fase uno de la erupción.

—¿Cuánto hace? —preguntó Mitch.

—Estimamos que veinte mil años. La ceniza ofrece un buen resultado de potasio-argón. Seguimos refinando la datación de carbono.

—¿Algo más aparte de un oso muerto?

Eileen asintió como si fuese una niña pequeña confirmando que efectivamente había más muñecas en su cuarto.

—El oso era hembra. Le faltaba el cráneo. Lo habían cortado, y habían roto los huesos con hachas de piedra.

—¿Hace veinte mil años?

—Sí. Así que mi estudiante atravesó el río Spent y empezó a buscar lo que fuese. Matando el tiempo mientras esperaba a que el Land Rover viniese a buscarla. Encontró una capa erosionada de ceniza con alto contenido de sílice, justo ahí abajo, como a unos cincuenta metros de donde está ahora el campamento. —Eileen señaló—. Casi pisa un dedo humano mezclado con gravilla. En realidad, nada espectacular. Pero localizó de dónde había salido, y encontró más.

—Veinte mil años —dijo Mitch, todavía incrédulo.

—Eso no es todo, ni de lejos —dijo Eileen.

Mitch dio un gran salto de suposiciones y retrocedió, luego una ligera pendiente de incredulidad.

—¿No estarás sugiriendo...?

Eileen le miró atentamente.

—¿Has encontrado neandertales?

Eileen agitó la cabeza, un no claro, para recompensarle luego con una sonrisa de ojos tristes que ofrecía una ligera muestra de la aflicción que había pasado, por las noches, quedándose despierta pensando.

Mitch dejó escapar el aliento.

—¿Entonces qué?

—No quiero ser evasiva —dijo remilgada, y le cogió la mano—. Pero no estás ni de lejos lo suficientemente loco. Vamos, Mitch. Vayamos a conocer a las chicas.

21

Baltimore

Las preguntas de Morgenstern eran precisas y difíciles de responder. Kaye hizo todo lo que pudo, pero le quedó la impresión de que había fallado estrepitosamente en algunas de las respuestas. Se sentía como un ratón en una habitación llena de gatos. Jackson parecía cada vez más confiado.

—El grupo de fertilidad concluye que Kaye Rafelson no es la persona adecuada para continuar las investigaciones sobre desactivación de ERVs —concluyó Morgenstern—. Su prejuicio es evidente. Su trabajo es sospechoso.

Un momento de silencio. La acusación no fue refutada; todos consideraban sus opciones en el mapa de minas político que les rodeaba.

—Vale —dijo Cross, con un rostro tan sereno como el de un bebé—. Sigo sin saber dónde estamos. ¿Debemos seguir financiando las vacunas? ¿Deberíamos seguir buscando la forma de crear organismos sin carga vírica? —Nadie respondió—. ¿Lars? —preguntó Cross.

Nilson negó con la cabeza.

—Me desconciertan las afirmaciones de la doctora Morgenstern. A mí el trabajo de la doctora Rafelson me parece impresionante. —Se encogió de hombros—. Sé fehacientemente que los embriones humanos se implantan en los úteros de sus madres con la ayuda de viejos genes víricos. Sin duda la doctora Morgenstern conoce el campo, probablemente mejor que yo.

—Lo conozco muy bien —dijo Morgenstern con confianza—. La utilización de genes virales endógenos de sincitina en el desarrollo de los simios es interesante, pero puedo citar docenas de artículos que demuestran que esa incidencia aleatoria no sigue ninguna lógica. Hay coincidencias más asombrosas en la larga historia de la evolución.

—¿Y el modelo Temin de contribuciones víricas al genoma?

—Brillante, viejo, hace tiempo que se demostró falso.

Nilson formó un montón con las notas y papeles dispersos, lo cuadró y lo dejó caer sobre la mesa.

—Durante toda mi vida —dijo—, he llegado a considerar los principios básicos de la biología como el equivalente a un acto de fe. Credo, en esto creo: que la cadena de instrucciones que va de ADN a ARN a las proteínas no se invierte jamás. El Dogma Central. McClintock, Temin y Baltimore, entre muchos otros, demostraron la falsedad del Dogma Central, probando que los genes pueden producir productos que insertan copias de ellos mismos, que los retrovirus pueden escribirse a sí mismos en el ADN como provirus y permanecer ahí durante millones de años.

Kaye vio que Jackson miraba a Nilson con profundos ojos grises. Golpeaba el lápiz en silencio. Los dos sabían que Nilson estaba actuando y que eso no impresionaría a Cross.

—Hace cuarenta años perdimos el carro —siguió diciendo Nilson—. Yo fui uno de los que se opuso a las ideas de Temin. Nos llevó años reconocer el potencial de los retrovirus para causar estragos, y cuando llegó el VIH, no estábamos preparados. No disponíamos de un bouquet alocado y creativo de teorías para escoger; las habíamos matado todas, o las habíamos desestimado, que viene a ser lo mismo. Decenas de millones de nuestros pacientes sufrieron a causa de nuestro terco orgullo. Howard Temin tenía razón; yo estaba equivocado.

—Yo no lo llamaría fe, lo llamaría procedimiento y razón —le interrumpió Jackson, golpeando el lápiz con más fuerza—. Nos evita cometer errores aún peores, como Lysenko.

Nilson no se lo tragó.

—¡Ah, ponte a mi espalda, Lysenko! Fe, razón, dogma, al final todo suma terca ignorancia. Treinta años antes de aquello, perdimos el tren con Barbara McClintock y sus genes saltadores. ¿Y cuántos otros? ¿Cuántos investigadores, posdoctorandos e internos desanimados? Fue orgullo, ahora lo comprendo, ocultar nuestra debilidad y fastidiar a nuestros enemigos fundamentalistas. Impusimos nuestra infalibilidad frente a comisiones educativas, políticas, corporaciones, inversores, pacientes, cualquiera que creyésemos nos iba a desafiar. Fuimos arrogantes. Fuimos hombres, señora Cross. La biología era un patriarcado increíble y arcaico formado por viejos conocidos: saludos secretos, claves, rituales de adoctrinamiento. Subyugamos, al menos durante un tiempo, a algunos de nuestros mejores y más brillantes miembros. Sin excusas. Y una vez más no vimos el monstruo que se aproximaba. El VIH nos pasó por encima, y luego SHEVA nos arrolló. Resultó que no sabíamos nada sobre el sexo y la variedad evolutiva, nada. Y a pesar de ello, algunos de nosotros siguen actuando como si lo supiesen todo. Bien, hemos fracasado. Fracasamos al no ver la verdad. Estos informes resumen nuestro fracaso.

Cross parecía divertida.

—Gracias, Lars. Te ha salido del corazón, no lo dudo. Pero quiero saber, ¿qué hacemos ahora? —Golpeó la mesa con el puño resaltando cada palabra.

Todavía oculto en la esquina, alejado de la mesa, con su característica chaqueta gris y el yarmulke, Maurie Herskovitz levantó la mano.

—Creo que tenemos un evidente problema de epistemología —dijo.

Cross cerró los ojos y se apretó el puente de la nariz.

—Oh, por favor, Maurie, lo que sea menos eso.

—Escúchame, Marge. El doctor Jackson intentó crear un positivo, una vacuna contra el SHEVA y otros ERVs. Fracasó. Si, como la acusa la doctora Morgenstern, la doctora Rafelson vino a Americol a demostrar que los bebés no pueden nacer si suprimimos sus genes víricos, pues ha conseguido dejarlo bien claro. No ha nacido ni uno. Independientemente de sus motivos, su trabajo es preciso. Es científico. El doctor Jackson sigue insistiendo en una hipótesis que los resultados de su propio trabajo parecen haber demostrado falsa.

—Maurie, ¿qué hacemos ahora? —repitió Cross, con la mejillas sonrosadas.

Herskovitz levantó las manos.

—Si pudiese, pondría a la doctora Rafelson en la dirección de las investigaciones víricas de Americol. Pero eso no haría más que condenarla a tareas administrativas y con menos tiempo en el laboratorio. Por tanto, le daría lo que precise para realizar sus experimentos como le parezca mejor, y permitiría que el doctor Jackson se concentrase en lo que se le da mejor. —Miró feliz a Jackson—. La administración. Marge, tú y yo podemos asegurarnos de que lo hace bien. —A continuación Herskovitz miró a todos en la sala intentando parecer serio.

Los rostros de la mesa eran hieráticos.

La piel de Jackson había adoptado un tono marfil tirando a azulado. A Kaye le preocupó durante un segundo que pudiese estar al borde del infarto. Se pasó el bolígrafo en un rasurado rápido.

—Agradezco, como siempre, las opiniones de los doctores Nilson y Herskovitz. Pero no creo que Americol quiera tener a cargo de esa área de investigación a una mujer que podría estar perdiendo la cabeza.

Cross se recostó como si hubiese recibido una ráfaga de aire frío. La mirada acuosa de Morgenstern se centró finalmente en Jackson con una actitud de expectativas temerosas.

—Doctora Rafelson, la pasada noche pasó dos horas con nuestro radiólogo jefe en el laboratorio de imagen. Vi la petición de facturación cuando esta mañana recogía unos resultados de radiología. Pregunté en qué concepto, y me contaron que usted buscaba a Dios.

Kaye se las arregló para seguir sosteniendo el lápiz y no dejarlo caer al suelo. Lentamente, colocó las manos sobre la mesa.

—Estaba sufriendo una experiencia inusual —dijo—. Quería encontrar la causa.

—Le contó al radiólogo que creía tener a Dios dentro. Tiene esas experiencias desde hace un tiempo, desde que Acción de Emergencia se llevó a su hija.

—Sí —dijo Kaye.

—¿Ver a Dios?

—He estado experimentando ciertos estados psicológicos —dijo Kaye.

—Oh, vamos, el doctor Nilson nos acaba de sermonear sobre la verdad y la honradez. ¿Va a negar a Dios tres veces, señora Rafelson?

—Lo que sucedió fue privado y no influye en mi trabajo. Me horroriza que se discuta en esta reunión.

—¿No es relevante? ¿Aparte de los gastos, unos siete mil dólares en pruebas no autorizadas?

Liz parecía sorprendida.

—Estoy dispuesta a pagarlo —dijo Kaye.

Jackson levantó un montón de facturas unidas por un clip y lo agitó en el aire.

—No veo nada que me haga pensar que va a pagar.

La mirada tranquila de Cross quedó reemplazada por una de indignación irritada —pero contra quién, Kaye no lo sabía.

—¿Es cierto?

Kaye tartamudeó.

—Es un estado mental personal, de interés científico. Casi la mitad...

—¿Dónde encontrará a Dios a continuación, Kaye? —preguntó Jackson—. ¿En sus ingeniosos virus, moviéndose por ahí como trinquetes divinos, obedeciendo leyes que sólo usted comprende, explicando todo lo que no comprende? Si Dios fuese mi mentor, estaría encantado, todo sería tan fácil..., pero no soy tan afortunado. Tengo que depender de la razón. Aun así, es un honor trabajar con alguien que puede simplemente pedirle a un poder superior dónde está la verdad aguardando a ser descubierta.

—Asombroso —dijo Nilson. En la esquina, Herskovitz se levantó. Su sonrisa parecía de escayola.

—No es así —dijo Kaye.

—Ya basta, Robert —dijo Cross.

Jackson no se había movido desde el comienzo de las acusaciones. Se sentó medio caído sobre la silla.

—Ninguno de nosotros puede permitirse renunciar a los principios científicos —dijo—. Especialmente ahora.

Cross se puso de pie abruptamente. Nilson y Morgenstern mirando a Jackson, luego a Cross, y luego a sus pies, empujando las sillas.

—Tengo lo que me hace falta —dijo Cross.

—Doctora Rafelson, ¿está Dios detrás de la evolución? —gritó Jackson—. ¿Posee todas las respuestas, nos mueve por ahí como títeres?

—No —dijo Kaye, sin fijar la vista.

—¿Pero está realmente segura, de una forma vedada a los demás, con su conocimiento especial?

—¡Robert, ya basta! —rugió Cross. Muy rara vez alguno de ellos había oído a Cross cuando estaba furiosa, y su voz era dolorosa por su intensidad. Dejó que el montón de artículos que tenía en las manos cayesen sobre la mesa y de ahí al suelo. Miró con furia a Jackson, para a continuación levantar los puños al techo—. ¡Absolutamente increíble!

—Asombroso —repitió Nilson, en voz mucho más baja.

—Mis disculpas —dijo Jackson, para nada compungido. Le había vuelto el color. Parecía vigoroso y saludable.

—Se ha acabado —declaró Cross—. Todo el mundo a casa. Ahora.

Liz ayudó a Kaye a salir de la sala. Jackson no se dignó mirarlas al salir.

—¿Qué coño pasa? —le preguntó Liz a Kaye en un murmullo mientras se acercaban al ascensor.

—Estoy bien —dijo Kaye.

—¿De qué coño hablaba La Robert?

Kaye no sabía por dónde empezar.

22

Oregón

Eileen escoltó a Mitch pendiente abajo por una tosca escalera construida a base de tablones clavados al terreno. Mientras atravesaban un bosquecillo de pinos y subían un terraplén corto, obteniendo mejor visión del campamento, Mitch vio que una enorme excavación de unos mil metros cuadrados, en forma de L y cubierta por dos refugios unidos, quedaba oculta por maleza dispuesta sobre la red. Desde el aire, toda la excavación sería poco más que una mancha en el paisaje.

—Parece una base terrorista, Eileen. ¿Cómo ocultas la firma calórica? —preguntó medio en serio.

—Voy a aterrorizar la arqueología de Norteamérica —dijo Eileen—. Eso lo tengo claro.

—Ahora sí que me das miedo —dijo Mitch—. ¿Tengo que firmar un acuerdo de confidencialidad o algo así?

—Confío en ti —dijo Eileen. Le puso la mano sobre el hombro.

—Enséñamelo ya, Eileen, o déjame volver a casa.

—¿Dónde está tu casa? —preguntó.

—Mi camioneta —dijo Mitch.

—¿Ese montón?

Mitch en broma imploró perdón con sus manos de anchos dedos.

Eileen preguntó:

—¿Crees en la providencia?

—No —dijo Mitch—. Creo en lo que veo con los ojos.

—Eso podría llevar un tiempo. Ahora mismo estamos en exploración de alta tecnología. En realidad no hemos sacado ningún espécimen. Tenemos un benefactor. Se está gastando mucho dinero para ayudarnos. Creo que has oído hablar de él. Ahí está su contacto.

Mitch oyó abrirse una tienda como a unos quince metros. Una figura delgada y pelirroja salió, permaneció quieta, y se limpió el polvo de las manos. Se protegió los ojos y miró a su alrededor, para ver a la pareja en el acantilado y levantó la cabeza como saludo. Eileen se lo devolvió con la mano.

Oliver Merton corrió hacia ellos sobre el terreno agreste y pálido.

Merton era el periodista científico que había seguido la carrera y los pasos de Kaye durante los descubrimientos del SHEVA. Mitch nunca había estado seguro si considerar a Merton un amigo, un oportunista o simplemente un periodista jodidamente bueno. Probablemente fuese las tres cosas.

—¡Mitch! —gritó Merton—. ¡Qué genial volverte a ver!

Merton extendió la mano. Mitch la apretó con firmeza. La mano del escritor era cálida, seca y confiada.

—Dios, Eileen me dijo que iba a traer a alguien con experiencia. Cuán condenadamente acertado. El señor Daney estará encantado.

—Parece que siempre llegas por delante de mí —dijo Mitch.

Merton se protegió los ojos del sol.

—En las tiendas están manteniendo una especie de discusión de media tarde, si es la palabra correcta. En realidad, una riña. Eileen, creo que van a decidir desenterrar a alguna de las chicas y dar un vistazo directo. Has llegado justo a tiempo, Mitch. Yo tuve que esperar días para ver algo que no fuesen vídeos.

—¿Es una decisión de comité? —preguntó Mitch, volviéndose hacia Eileen.

—No podía soportar llevar todo el peso sobre mis hombros —le confesó Eileen—. Tenemos un buen equipo. Le gusta discutir. Y el dinero de Daney hace maravillas. Buena cerveza por las noches.

—¿Daney está aquí? —le preguntó Mitch a Merton.

—No todavía —dijo Merton—. Es tímido y odia las incomodidades. —Bajaron los hombros ante un remolino arenoso que soplaba por el cauce. Merton se limpió los ojos con un pañuelo—. Está lejos de ser uno de los lugares que le gustan.

La amplia red cubierta de maleza se agitaba bajo la brisa de la tarde, dejando caer trozos de ramas secas y hojas sobre sus cabezas al agacharse para entrar en el pozo. La excavación se extendía unos doce metros al norte, para luego girar al este y formar una L. La luz solar moteada se filtraba a través de la red. Descendieron cuatro metros en una escalera de metal hasta el suelo del pozo.

Vigas de aluminio cruzaban el pozo a intervalos de dos metros. Unas elevaciones en el pozo, como pequeñas mesas, estaban coronadas con rejillas metálicas.

Sobre las mesas, algunas de las vigas soportaban cajas blancas con lentes y otros aparatos sobresaliendo del fondo. Mientras Mitch observaba, la caja más cercana se desplazó unos centímetros a la derecha y volvió a zumbar.

—¿Escáner lateral? —preguntó.

Eileen asintió.

—Hemos retirado la mayor parte del lodo y estamos mirando a través de la última capa de tefra. Podemos ver unos sesenta centímetros en la zona dura —siguió caminando.

La estructura protectora —vigas de madera arqueadas cubiertas con láminas de acero estampado y acanalado y algunas láminas lechosas de fibra de vidrio— protegía el brazo largo de la L. La luz del sol penetraba a través de las láminas de fibra de vidrio. Caminaron sobre tierra plana y aprisionada y grupos desordenados de rocas fluviales entre las paredes altas e irregulares. Eileen permitió que Mitch fuese el primero, subiendo una escalera de tierra a la izquierda de una elevación plana que era examinada por otras dos cajas.

—No me atrevo a caminar bajo esas cosas —dijo Eileen—. Ya tengo bastantes manchas en la piel.

Mitch se agachó junto a la mesa para examinar las caras alternantes de arcilla y tefra, coronadas por arena y cieno. Vio una lluvia de ceniza —tefra— seguida por un lahar, un reguero rápido de lodo caliente formado por ceniza, tierra, y agua de glaciar. La arena y el cieno habían llegado con el tiempo. Al fondo de la mesa, vio más capas alternas de ceniza, lodo y depósitos fluviales: un libro profundo que se remontaba a mucho antes de la historia.

—Los ordenadores hacen sus cálculos y nos muestran lo que hay ahí abajo —dijo Eileen—. Discutimos si seguir cavando o cubrirlo todo de nuevo y presentar los vídeos y las lecturas de los sensores. Pero supongo que el comité se decidirá por una invasión tradicional.

Mitch movió la mano en un gesto que lo incluía todo.

—La ceniza cayó durante varios días —dijo—. Luego el lahar vino por la cuenca del río. Aquí, chocó, pero no se llevó los cuerpos.

—Muy bien —dijo Merton, sinceramente impresionado.

—¿Quieres ver nuestros grabados? —le preguntó Eileen.

Eileen desenrolló una hoja de monitor en la tienda de conferencias y la sintonizó con el ordenador de muñeca.

—Todavía me estoy acostumbrando a toda esta tecnología —murmuró—. Es maravillosa cuando funciona.

Merton miraba por encima del hombro de Mitch. Dos mujeres de unos treinta años, vestidas con vaqueros y camisas caquis de mangas largas, ocupaban el espacio posterior de la tienda larga y estrecha, discutiendo con voces bajas pero acaloradas. Eileen no consideró conveniente presentarlas, lo que a Mitch le indicó que ella no era la única antropóloga importante que trabajaba en esta excavación.

La pantalla relucía tenue bajo la media luz de la tienda. Eileen le dijo al ordenador que mostrase unas imágenes.

—Éstas son de ayer —dijo—. Hemos realizado unos veintisiete análisis completos. Redundancia y más redundancia, simplemente para asegurarnos de que no nos lo inventamos. Oliver dice que jamás ha visto un grupo de científicos con tanto miedo.

—Así es —afirmó Merton.

La primera imagen mostraba el fantasma pálido de un esqueleto colocado en posición fetal, rodeado por lo que parecían hojas de hierba, algunas piedras y una nube de guijarros.

—La primera. La llamamos Charlene. Como puedes ver, es Homo sapiens razonablemente moderno. Barbilla prominente, frente relativamente alta. Pero aquí tienes la reconstrucción tomográfica de los múltiples barridos. —Apareció una segunda imagen que mostraba un cráneo dolicocefálico, o largo. Eileen le indicó al ordenador que rotase la imagen.

Mitch frunció el ceño.

—Parece australiana —dijo.

—Probablemente lo sea —dijo Eileen—. De como unos veinte años. Atrapada y asfixiada en el lodo caliente. Hay otros cinco esqueletos, uno cerca de Charlene, los otros formando un grupo a unos cuatro metros. Todas mujeres. No hay niños. Y ni rastro de hombres. La estera de hojas se ha descompuesto, claro. Sólo quedan los moldes. Tenemos una sombra de molde alrededor de Charlene, una cubierta de cieno fino que atravesó el lodo y las cenizas y muestra los contornos de su cuerpo. Aquí tienes una imagen tomográfica de qué aspecto tendría, si pudiésemos extraerlo de la tefra y del resto del material.

El fantasma distorsionado de una cabeza, cuello y hombros apareció y rotó lentamente en la pantalla. Mitch se sintió extraño, de pie en una tienda que hubiese sido familiar para Roy Chapman Andrews e incluso para el propio Darwin, mientras miraba a una hoja desenrollada de pantalla de ordenador.

Le pidió a Eileen que volviese a rotar la imagen de Charlene.

Mientras la imagen daba vueltas, comenzó a distinguir rasgos faciales, un ojo cerrado, una oreja, pelo enmarañado y rizado, un indicio de carne cocida y distorsionada cayendo de la parte posterior del cráneo.

—Bastante horrible —dijo Merton.

—Se asfixiaron antes de recibir el calor —dijo Eileen—. O al menos, así lo espero.

—¿Habitantes primitivos de Tierra del Fuego? —preguntó Mitch.

—Eso es lo que cree la mayoría de nosotras. De las migraciones australianas a Sudamérica y América central.

Esas migraciones se habían registrado más y más a menudo en los últimos quince años; esqueletos australianos y artefactos asociados hallados cerca de la punta de Sudamérica habían sido datados en más de treinta mil años AP, antes del presente.

Las otras dos mujeres los esquivaron para llegar a la salida, tan serias y asociales como los puercoespines. Una mujer regordeta y pelirroja unos años más joven que Eileen les abrió la puerta y luego entró y se situó junto a Mitch.

—¿Éste es el famoso Mitch Rafelson? —le preguntó a Eileen.

—Mitch, te presento a Connie Fitz. Le conté que te haría venir.

—Encantada de conocerte, después de tantos años. —Fitz se limpió las manos en una toalla polvorienta que le colgaba del cinto antes de darle la mano—. ¿Le has mostrado lo bueno?

—A eso vamos.

—La mejor imagen de Gertie es del barrido 21 —le aconsejó Fitz.

—Lo sé —dijo Eileen irritada—. Es mi espectáculo.

—Lo lamento. Yo soy la gallina clueca —dijo Fitz—. Las otras siguen discutiendo.

—No me lo cuentes —dijo Eileen. Otra imagen tiñó sus caras de una luz verde pálida.

—Dile hola a Gertie —dijo Merton. Miró a Mitch aguardando su reacción.

Mitch tocó la superficie de la pantalla, haciendo que la luz se concentrase alrededor de su dedo. Levantó la vista, al borde de la furia.

—Me estás engañando. Esto es una broma.

—No es una broma —dijo Merton.

Mitch amplió la imagen. Luego, aclarándose la garganta, preguntó:

—¿Un fraude?

—¿Qué opinas? —preguntó Eileen.

—¿Están asociados? ¿No en capas diferentes?

Eileen asintió.

—Eran compañeras, probablemente viajasen juntas. No había bebés, pero como puedes ver, Gertie tenía unos quince o dieciséis años, y probablemente estuviese embarazada cuando la ceniza la cubrió.

—Eso o comía bebé —dijo Merton. Otro estremecimiento en los labios de Eileen.

—Oliver vive tiempo prestado —dijo Fitz.

—Matriarcado —le acusó Merton, con el rostro serio.

De pronto la tienda la parecía muy cargada. Mitch se hubiese sentado de haber habido una silla conveniente.

—Parece anterior. Diferente de Charlene. ¿Es un híbrido? —preguntó.

—Nadie está dispuesto a afirmarlo —respondió Eileen—. Te encantarán nuestros debates nocturnos. Hace unas semanas, cuando quería que vinieses, todas me acallaron a gritos. Ahora, nos mordemos las unas a las otras, y Oliver, me dicen, convenció a Daney de que era hora.

—Así fue —dijo Merton.

—Personalmente, me alegro de que estés aquí —añadió Eileen.

—Yo no —dijo Fitz—. Si los federales se enteran de que estás aquí, si hay publicidad y eso, la NAGPRA se nos echará encima.

—Cuéntame más, Mitch —le sugirió Eileen.

Mitch se masajeó la parte posterior del cuello y por novena vez miró cómo la imagen del cráneo giraba y rotaba.

—El cráneo parece comprimido. Tiene la cabeza larga, incluso más que los australianos. Tiene un pedernal cerca de la mano, y llevaba al hombro una especie de bolsa de hierba, si no me equivoco.

—No te equivocas.

—Llena con lo que parecen arbustos y pequeñas raíces de árboles.

—Dieta desesperada —dijo Fitz.

—Quizás ésa fuese su tarea: recoger raíces para la sopa de piedra.

Merton parecía confuso. Eileen le explicó la sopa de piedra.

—Qué colonial —dijo Merton.

—Nunca te cansas de ser el británico de películas de serie B, ¿eh? —dijo Fitz.

—Por favor, niños —dijo Eileen.

—Relativamente alta, más alta que Charlene, quizás, y bastante robusta, de huesos grandes —siguió diciendo Mitch, intentando no ver lo que veía—. Frente inclinada, un cráneo de tamaño medio o pequeño. Impresionantes protuberancias supraorbitales. Algo de quilla sagital, incluso una protuberancia occipital. Me gustaría dar un vistazo más de cerca a los incisivos.

—En forma de pala —dijo Eileen.

Mitch se frotó la mano inerte para calmar el hormigueo y miró a los otros como si todos ellos estuviesen locos.

—Gertie es demasiado antigua. Parece sacada de Broken Hill 1. Es Homo erectus.

—Evidentemente —dijo Fitz con una aspiración.

—Llevan extinguidos más de trescientos mil años —dijo Mitch.

—Aparentemente no —dijo Eileen.

Mitch rió y se enderezó de un golpe como si hubiese estado observando una avispa que de pronto hubiese levantado el vuelo.

—Dios.

—¿Nada más? —preguntó Eileen—. ¿Es todo lo que puedes decir? —bromeaba, pero el tono era de urgencia.

—Tú has tenido más tiempo para hacerte a la idea —dijo Mitch.

—¿Quién dice que me haya hecho a la idea? —preguntó Eileen.

—¿Qué hay del feto?

—Demasiado pronto y muy pocos detalles —dijo Fitz—. Probablemente sea una causa perdida.

—Creo que deberíamos pasar un tubo, tomar una pequeña muestra, y usar PCR para extraer ADN mitocondrial de los integumentos restantes —dijo Merton.

—Iluso —dijo Fitz—. Tienen veinte mil años. Además, el lahar los cocinó.

—No hasta convertirlos en papilla —argumentó Merton.

—Piensa como un científico, no como un periodista.

—Silencio —dijo Eileen, en deferencia a Mitch, quien seguía mirando a la pantalla, hipnotizado—. Esto es lo que tenemos del grupo central —dijo, y pasó a otro conjunto de imágenes fantasmales—. Gertie y Charlene distanciadas. Estos cuatro con Hildegard, Natasha, Sonya y Penelope. Hildegard probablemente era la mayor, de treinta y tantos años y ya aquejada de artritis.

Hildegard, Natasha y Sonya eran claramente Homo sapiens. Penelope era otro Homo erectus. Se encontraban entremezclados, como si hubiesen muerto abrazándose las unas a las otras, formando un mandala de huesos, elegante con cierta tristeza.

—Algunas de la línea dura lo llaman una deposición de restos no asociados —dijo Fitz.

—¿Cómo les responderías ? —desafió Eileen a Mitch, volviendo a ser su profesora de antaño.

Mitch todavía intentaba recordar respirar.

—Son totalmente articulados —dijo—. Tienen los brazos unos alrededor de otros. No se encuentran en ángulos extraños, apilados. No es ni de lejos un depósito.

Mitch se sorprendió al ver que Fitz y Eileen se abrazaban.

—Esas mujeres se conocían —aceptó Eileen, con lágrimas de alivio que le corrían por las mejillas—. Trabajaban juntas, viajaban juntas. Una banda nómada, atrapadas en un campamento por el eructo del monte Hood. Puedo sentirlo.

—¿Estás con nosotras? —preguntó Fitz, con ojos brillantes y suspicaces.

Homo erectus. Norteamérica. Hace veinte mil años —dijo Mitch. Luego, frunciendo el ceño, preguntó—: ¿Dónde están los hombres?

—A la mierda con ellos —Fitz echaba humo—. ¿Estás con nosotras?

—Sí —dijo Mitch, sintiendo la tensión y la incomodidad de Eileen ante su vacilación—. Estoy con vosotras. —Mitch pasó el brazo bueno por los hombros de Eileen, compartiendo la emoción.

Oliver Merton aplaudió como un niño que anticipa la Navidad.

—Comprendéis que esto puede ser una bomba política —dijo.

—¿Para los indios? —preguntó Fitz.

—Para todos nosotros.

—¿Por qué?

Merton sonrió como un pillo.

—Dos especies diferentes viviendo juntas. Es como si alguien nos estuviese enseñando una lección.

23

Nuevo México

Dicken mostró el pase en la entrada principal del Patogénico. Los tres jóvenes y fornidos guardias —con los rifles automáticos a los hombros— le indicaron que pasase. Llevó el carrito hasta la zona de aparcamiento y presentó el pase para su coche.

—Voy a tomar una copa —le dijo a la mujer de mediana edad de rostro serio que examinó su permiso.

—¿Le he preguntado? —Le ofreció una sonrisa curtida de desafío.

—No —admitió él.

—No nos diga nada —le aconsejó—. Tenemos que informar de todo. ¿Vodka, vino blanco o cerveza local?

Dicken debió de adoptar una expresión confusa.

—Es una broma —dijo—. Volveré en unos minutos.

Regresó conduciendo el Malibu alquilado, adaptado para conductores minusválidos.

—Buen montaje, todo eso del volante —dijo—. Me llevó un rato descubrir cómo iba.

Dicken aceptó el pase de inspección, se aseguró de que estaba perfectamente cumplimentado —ayer había habido algunos problemas con esos detalles— y lo colocó en el soporte especial del visor. El sol perduraba sobre las colinas de rocas grises y marrones que había más allá del complejo Patogénico.

—Gracias —dijo.

—Que se divierta —dijo la ayudante.

Cogió la carretera principal para alejarse del complejo y condujo a través de la hora punta, siguiendo el carril familiar para llegar a Albuquerque hasta entrar en el aparcamiento del Marriott. Los grillos empezaban a cantar y el aire era tolerable. El hotel se elevaba sobre el aparcamiento como un pilar sin gracia, tan blanco frente al azul profundo de la noche, iluminado orgullosamente por grandes cañones de luz distribuidos por los jardines de un verde profundo. Dicken se dirigió al restaurante, fue al baño y luego salió y giró a la izquierda para entrar en el bar.

El bar empezaba a animarse. Había dos habituales sentados en el bar —una mujer de unos treinta y tantos años, que tenía aspecto de que su compañero vital le hubiese hecho pasar un mal trago, y un hombre mayor de aspecto simpático de larga nariz y ojos muy juntos—. La mujer agotada se reía de algo que el hombre de nariz larga acababa de decir.

Dicken se sentó en un taburete alto cerca de una mesa diminuta y también alta junto a una planta de plástico en una maceta de adobe. Pidió una Michelob cuando la camarera se le acercó, luego se dedicó a mirar cómo entraba y salía la gente, acunando la cerveza y sintiéndose terriblemente fuera de lugar. Nadie fumaba, pero el aire parecía frío y cargado, con cierto olor a cerveza y licor.

Dicken metió la mano en el bolsillo y la volvió a sacar, luego, bajo la mesa, desdobló una servilleta roja. Colocó la servilleta sobre la servilleta que ya había sobre la mesa, también roja, y la dejó ahí.

A las ocho, después de hora y media, con la cerveza casi evaporada y la camarera mirándole ya con aire depredador, apartó el taburete, indignado.

Alguien le tocó el hombro y Dicken dio un salto.

—¿Cómo lo hace James Bond? —preguntó un tipo jovial con una chaqueta deportiva verde y pantalones beige. Con la calva incipiente, nariz redonda de Santa Claus, camisa de golf verde lima deformada en la barriga, y un cinturón bien apretado para reclamar algo de cintura, el hombre de mediana edad parecía un turista presuntuoso. También olía así.

—¿Hacer qué? —preguntó Dicken.

—Conseguir a las chicas cuando saben que van a morir. —El hombre calvo examinó a Dicken con ojos acuosos y cínicos—. No puedo entenderlo.

—¿Le conozco? —preguntó Dicken con seriedad.

—Tengo amigos vigilando todas las salidas. Conocemos a los chivatos locales, y este sitio no está tan infectado como otros.

Dicken dejó la cerveza.

—No sé de qué me habla —dijo.

—¿El doctor Jurie es su colega? —preguntó el hombre en voz baja, acercando otro taburete.

Dicken derribó su taburete por las prisas al ponerse en pie. Salió del bar con rapidez, atento ante cualquiera demasiado acicalado, demasiado vigilante.

El calvo se encogió de hombros, alargó la mano al otro lado de la mesa para coger un puñado de cacahuetes, y luego arrugó la servilleta roja de Dicken y se la metió en el bolsillo.

Dicken se alejó del hotel y aparcó brevemente en una calle lateral junto a un local de coches usados. Respiraba pesadamente.

—Dios, Dios, Dios —dijo en voz baja, esperando a que su corazón se ralentizase.

Sonó el móvil y dio un salto, luego lo abrió.

—¿Doctor Dicken?

—Sí —intentó sonar fríamente profesional.

—Soy Laura Bloch. Creo que tenemos una cita.

Dicken se situó tras el Chevrolet y apagó las luces y el motor. El desierto que rodeaba Tramway Road estaba tranquilo y el aire era cálido y estaba inmóvil; las luces de la ciudad iluminaban cúmulos bajos al sur. En el Chevrolet se abrió una portezuela y salió un hombre vestido de traje oscuro y fue a mirar por su ventanilla.

—¿Doctor Dicken?

Dicken asintió.

—Soy el agente especial Bracken, Servicio Secreto. Una identificación, por favor.

Dicken le mostró el carné de conducir de Georgia.

—¿Una identificación federal?

Dicken levantó la mano y el agente le pasó un escáner por el dorso. Seis años atrás le habían puesto un chip. El agente miró la pantalla del escáner y asintió.

—Muy bien —dijo—. Laura Bloch está en el coche. Por favor, tome asiento en la parte de atrás.

—¿Quién era el tipo del bar? —preguntó Dicken.

El agente especial Bracken negó con la cabeza.

—Estoy seguro de no tener ni la más remota idea, señor.

—¿Una broma? —preguntó Dicken.

Bracken sonrió.

—Era lo mejor que pudimos obtener con tan poco tiempo. Ahora mismo la buena gente con experiencia no abunda, si comprende lo que quiero decir. Muy poco que ganar para la gente honrada.

—Sí —dijo Dicken. El agente especial Bracken abrió la portezuela y Dicken fue hasta el Chevrolet.

Le sorprendió el aspecto de Bloch. Nunca la había visto en fotografías y al principio no se sintió impresionado. Con sus ojos prominentes y expresión fija, se parecía a un doguillo triste. Le ofreció la mano y se saludaron antes de que Dicken pudiese sentarse a su lado en el asiento trasero, apartando la pierna de la estructura de la puerta.

—Gracias por reunirse conmigo —dijo.

—Parte de mi misión, supongo.

—Siento curiosidad por saber por qué Jurie le escogió a usted —dijo Bloch—. ¿Alguna teoría?

—Porque soy el mejor —dijo Dicken.

—Claro.

—Y quiere tenerme donde pueda vigilarme.

—¿Lo sabe?

—¿Que el INS le está vigilando? Sin duda. Que ahora mismo estoy hablando con usted, espero que no.

Bloch se encogió de hombros.

—A la larga importa muy poco.

—Debería regresar pronto. Probablemente ya haya estado fuera demasiado tiempo.

—Sólo nos llevará unos minutos. Me han dicho que le informe.

—¿Quién?

—Mark Augustine dijo que debería estar preparado antes de que empezasen a pasar cosas.

—Dígale hola a Mark —dijo Dicken.

—Nuestro hombre en Damasco —dijo Bloch.

—¿Perdone? No pillo la referencia.

—Vio la luz en el camino a Damasco. —Miró a Dicken con ojos entrecerrados—. Ha sido muy valioso. Nos dice que pronto Acción de Emergencia se verá obligada a hacer algunas cosas cuestionables. Su base científica está sufriendo un importante escrutinio. Tienen que dar de lleno durante una cierta ventana de miedo público, y esa ventana podría estar cerrándose. El público empieza a cansarse de ir de puntillas a los dictados de gente como Rachel Browning. Browning ha depositado todas sus esperanzas en el Patogénico de Sandia. Por ahora, mantiene al Congreso entretenido invocando el miedo, la seguridad nacional, y la defensa nacional, todo envuelto en secreto. Pero Mark cree que el Patogénico tendrá que violar algunas leyes importantes para obtener lo que quieren, si lo que buscan existe.

—¿Qué leyes?

—Eso lo dejaremos abierto por el momento. Lo que vengo a decirle es que los vientos políticos están a punto de cambiar. La Casa Blanca envía señales al Congreso sobre la posibilidad de rescindir el mandato ilimitado de Acción de Emergencia. Los casos llegan al Tribunal Supremo.

—Apoyarán a ACEM. Seis contra tres.

—Exacto —dijo Bloch—. Pero según nuestras encuestas, estamos bastante seguros de que el tiro les saldrá por la culata. ¿Qué aspecto tiene la ciencia desde tan lejos, desde la perspectiva de Sandia?

—Interesante. Nada muy útil para Browning. Pero no conozco qué hacen con todas las muestras que trajeron de Arizona...

—La Escuela de Sable Mountain —dijo Bloch.

—Ésa es la fuente principal.

—El maldito cabrón es consistente.

Dicken se reclinó y esperó que la expresión de asco y furia desapareciese del rostro de Bloch y luego concluyó:

—No hay pruebas de que la interacción social o el estrés estén provocando recombinaciones víricas. No en los niños SHEVA.

—¿Entonces por qué persiste Jurie?

—Por inercia sobre todo. También miedo. Miedo de verdad. Jurie está convencido de que la pubertad será el desencadenante. Eso, y los embarazos.

—Dios —dijo Bloch—. ¿Qué opina usted?

—Lo dudo. Pero sigue siendo una posibilidad.

—¿Sospechan que trabaja para intereses externos? Quiero decir, ¿más allá del INS?

—Claro —dijo Dicken—. Serían unos idiotas si no lo pensasen.

—Entonces, ¿qué le pasa a Jurie... deseos de muerte?

Dicken negó.

—Un riesgo calculado. Cree que yo podría ser útil, pero me informará sólo cuando sea necesario, y ni un segundo antes. Mientras tanto, me mantiene ocupado haciendo cosas muy alejadas.

—¿Qué sienten los demás sobre lo que hace el Patogénico?

—Nervios.

Bloch apretó los dientes.

Dicken vio actuar los músculos de la mandíbula.

—Lamento no poder ayudar más —dijo.

—Nunca comprenderé a los científicos —murmuró Bloch.

—Yo no comprendo a la gente —dijo Dicken—. A nadie.

—Es justo. Vale —dijo Bloch—. Tenemos como una semana y media. El Tribunal Supremo emitirá su decisión sobre Remick contra el estado de Ohio. El senador Gianelli quiere estar preparado cuando la Casa Blanca se vea obligada a llegar a un acuerdo.

Dicken la miró a los ojos y levantó la mano.

—¿Puedo decir algo?

—Por supuesto —dijo Bloch.

—Nada de medidas a medias. Desmóntenlo todo a la vez. Digan a los jefes que el Departamento de Salud y Servicios Humanos precisa revocar la excepción total de seguridad nacional de ACEM para la 45 CFR 46, protección de sujetos humanos, y las excepciones a 21 CFR parte 40 y... enmendar, ¿cuál es?, ¿312?, ¿321? Renuncia informada para emergencias víricas nacionales —dijo Dicken—. ¿Lo van a hacer?

Bloch sonrió, impresionada.

—21 CFR 50.24 se sigue aplicando. No lo sé. Tenemos algunos comités de supervisión institucional que se ponen de nuestro lado, pero se trata de un proceso lento. ACEM todavía paga por un montón de investigaciones. Consíganos lo que sea que podamos usar como munición. No quiero sonar extremista, pero necesitamos indignación, doctor Dicken. Necesitamos algo más que unos huesos en un cajón.

Dicken agarró nervioso la manilla de la puerta.

—Nos encontramos en el filo del cuchillo de la opinión pública. Podría ir a cualquier lado. ¿Lo comprende? —añadió Bloch.

—Sé lo que necesitan —dijo Dicken—. Simplemente me asquea que haya llegado tan lejos, y que ahora sea tan difícil conmocionarnos.

—No afirmamos encontrarnos en mejor posición moral, pero ni el senador ni yo buscamos ventajas políticas —dijo Bloch—. Los índices de popularidad del senador son los más bajos de su carrera, treinta y cinco por ciento, veinte por ciento de indecisos, y se debe precisamente a que habla claramente sobre este tema. Empiezan a desagradarme nuestros electores, doctor Dicken. En serio.

Bloch le ofreció una mano pequeña y pálida. Él hizo una pausa, la miró a los firmes ojos oscuros, y luego la tomó y regresó al coche.

El agente especial Bracken le cerró la portezuela y se inclinó al nivel de la ventanilla.

—Algunos amigos de la policía estatal de Nuevo México me dicen que los ciudadanos de por aquí no se sienten muy felices con lo que pasa en Sandia —dijo—. Ellos, la policía, y quizá también los ciudadanos, planean actos de desobediencia civil; no sé lo que eso implica. No hay mucho que podamos hacer, y hay muy pocos detalles. Sólo un aviso.

—Gracias —dijo Dicken.

Bracken dio un golpe en la capota del coche.

—Puede irse, doctor Dicken.

24

Arizona

Stella se despertó antes del amanecer y miró al techo de baldosas acústicas que tenía sobre el camastro. Instantáneamente estaba vigilante, consciente de lo que la rodeaba. El dormitorio estaba en silencio pero olía algo raro en el aire: una ausencia. Entonces se dio cuenta de que no podía oler nada en absoluto. Le asaltó una peculiar sensación de claustrofobia. Durante un momento, creyó ver un patrón de colores oscuros formando un círculo sobre el camastro. Pequeños destellos de rojo y verde, como distantes insectos relucientes, iluminaban el círculo, transformándose en pequeñas caras. Parpadeó, y el círculo, las luces, las caras se desvanecieron en el vacío en sombras de las placas del techo.

Stella sintió un escalofrío, como si hubiese visto un fantasma.

Tenía los muslos húmedos. Metió la mano bajo las sábanas y sacó el dedo, doblándolo para no manchar la sábana. El dedo estaba marcado con un borrón de negro bajo la luz de la luna que penetraba por las ventanas. Stella emitió un sonido, no de miedo —sabía lo que probablemente era, Kaye se lo había explicado hacía años— sino por una comprensión más profunda.

Justo esa tarde, había visto puntos de sangre en la tapa de un inodoro del baño. No era suya; era de otra chica. Se había preguntado si alguien se habría cortado.

Ahora ya lo sabía.

Con un suspiro, se limpió la sangre con el camisón, bajo la tela de la manga corta, luego pensó durante un momento, y se llevó el dedo a la punta de la lengua. La sensación —sabor no era la palabra exacta— no era del todo agradable. Había hecho algo que parecía violar las reglas de su cuerpo. Pero lentamente regresó el sentido del olfato. La sensación en la lengua permaneció, intensa con cierto tono de misterio.

No estoy lista, pensó. Y luego recordó lo que Kaye le había dicho: No creerás estar lista. El cuerpo nos empuja.

Levantó las sábanas con las rodillas y luego dejó que cayesen, llevando en el aire su olor a través de los pequeños huecos alrededor de su estómago. Olía diferente, no era desagradable, un poco amargo, como el yogurt. Le gustaba más su olor anterior. Lo reconocía. El nuevo olor no era bienvenido. Tampoco necesitaba más dificultades.

No me importa. Simplemente no estoy lista.

De pronto se estremeció, como si a través de su cuerpo hubiese pasado una sensación de raspado, luego sintió una súbita contracción de músculos alrededor del abdomen, una cascada de placer inesperado. La punta de su lengua parecía expandirse. Todo su cuerpo se sonrojó. No sabía si estaba soñando o qué sucedía.

Stella dio una patada a las sábanas, luego se dio la vuelta, haciendo una mueca por lo pegajoso, deseando levantarse y limpiarse, lavar el nuevo olor. Lentamente, mientras pasaban los minutos, se relajó, cerró los ojos. Algo natural. No es malo. Madre me lo contó.

Abrió los agujeros de la nariz. Por el dormitorio se movían lentas corrientes de aire, impulsadas por los chorros que entraban por las puertas, las rendijas del techo; por la noche, en ocasiones era posible que las chicas aromasen y se comunicasen, tranquilizándose unas a otras, sin salir de la cama. Stella conocía razonablemente los patrones de circulación del edificio a diferentes horas y con el viento exterior viniendo de diferentes direcciones.

Alrededor de la estancia olió a las otras chicas en las literas y las oyó moverse en silencio bajo las barras y sombras de la luz de la luna. Algunas gemían. Una y luego otra tosieron y en voz baja llamaron los nombres de sus amigas.

Celia salió de la litera inferior y se colocó de pie junto a Stella. Tenía los ojos grandes bajo la débil luz, y su rostro era una mancha móvil de palidez enmarcado en pelo negro.

—¿Lo sentiste? —susurró.

—Calla —dijo Stella.

El rostro de Felice se unió al de Celia junto a la cama de Stella.

—Creo que está bien —dijo Stella, casi en voz demasiado baja para que la oyesen.

—Estamos teniendo-KUK la primera regla —dijo Celia.

—¿Todas juntas? —preguntó Felice, gimiendo.

Alguien en otra litera lo oyó y rió.

Silencio —insistió Stella, retorciendo la cara como aviso. Se sentó y miró a la fila de literas. Algunas de las chicas más jóvenes, un año o más, seguían dormidas. Luego, un hormigueo, Stella miró a las cámaras de vídeo montadas en las vigas. La luz de la luna se reflejaba en el suelo de linóleo y relucía en sus diminutos ojos de plástico.

Cuatro chicas salieron de las literas y se dirigieron al baño, caminando con las piernas arqueadas.

Es inútil ocultarlo, pensó Stella. Van a enterarse.

Y se asustarían aún más. Era una predicción fácil y segura. Todo lo que fuese diferente asustaba a los humanos, y esto iba a ser muy diferente.

25

Oregón

Eileen depositó la lámpara Coleman sobre una mesa metálica y dispuso la cena fría: una barra casi congelada de pan blanco, embutido Oscar Meyer en un cilindro rechoncho y correoso, queso americano, y una lata fría y medio comida de Spam. Un tupperware, amarillo por el tiempo, contenía apio. Colocó dos manzanas, tres mandarinas y dos latas de Coors junto a ese grupo.

—¿Quieres ver la lista de vinos? —preguntó.

—Con la cerveza bastará. Desayuno de cavadores —dijo Mitch. El largo techo de plástico de la barraca sobre el brazo largo de la excavación en L se agitó bajo el viento que venía del antiguo lecho fluvial.

Eileen se sentó en la silla de lona de campamento y dejó escapar un suspiro que era medio grito. Pero para ellos y los huesos todavía ocultos, la excavación estaba vacía. Era casi medianoche.

—Estoy muerta —proclamó—. Ya no puedo soportarlo. Excávalos, no los excaves, mantén la calma cuando los académicos empiezan a pelearse por las infracciones de emergencia. Toda la maldita especie humana es tan primitiva.

Mitch abrió la lata y le dio un buen trago. La cerveza, casi insípida pero de efervescencia prolongada, le satisfizo intensamente. Dejó la lata y cogió un trozo de queso, y se preparó para abrir el paquete. Eileen le vio levantar la loncha, girarla sobre un trípode de dedos, y luego, empleando los dientes, delicadamente levantó y retiró el papel intercalado. Mitch la miró con ojos entrecerrados y alzó una gruesa ceja.

—Desvélalos —dijo.

—¿Eso crees? —preguntó Eileen.

—Dame la revelación de antaño. Preferiría verlos personalmente que confiar en que las generaciones futuras lo hagan mejor. Pero no es más que mi opinión. —La cerveza y el agotamiento relajaron a Mitch y le volvieron filosófico—. Sácalos a la luz. Renacimiento —dijo—. Los indios tienen razón. Se trata de un momento sagrado. Debería haber ceremonias. Deberías calmar sus espíritus inquietos, y los nuestros. Oliver tiene razón. Están aquí para enseñarnos.

Eileen aspiró.

—Algunos indios no quieren que se contradigan sus teorías —dijo—. Prefieren vivir con cuentos de hadas.

—Los indios de Kumash nos dieron cobijo cuando Kaye estaba embarazada. Todavía se niegan a entregar sus hijos SHEVA a Acción de Emergencia. He acabado comprendiendo a aquellos a los que el gobierno de Estados Unidos ha mentido repetidamente. —Mitch alzó la cerveza para brindar—. Por los indios.

Eileen agitó la cabeza.

—La ignorancia es ignorancia. No podemos aferrarnos a las mantas de la infancia. Somos chicos y chicas grandes.

En su mayoría chicas, pensó Mitch.

—¿Los antropólogos tienen más posibilidades de ver lo que tienen bajo las narices?

Eileen se mordió el labio.

—Bien, no —dijo—. Ya tenemos a dos en el campamento que insisten en que es imposible que sean Homo erectus. Mientras hablamos, van creando en sus portátiles una variación alta, fornida y de frente gruesa del Homo sap. Las estamos pasando canutas para convencerlas de que mantengan las bocas cerradas. Zorras ignorantes, las dos. Pero no le digas a nadie que lo he dicho.

—En absoluto —dijo Mitch.

Eileen había terminado de montar un sándwich de Spam y queso americano, con dos tallos de apio sobresaliendo como patitas de entre las lonchas de pan. Le dio un mordisco a una esquina y masticó meditabunda.

Mitch no estaba especialmente hambriento, aunque tampoco es que le importase la comida. Había comido mucho peor en excavaciones anteriores —incluyendo una comida de larvas asadas con tostadas.

—¿Fue otro episodio de SHEVA? —reflexionó Eileen—. ¿Un salto masivo entre Homo erectus y Homo sapiens?

—No lo creo —dijo Mitch—. Un poco excesivamente radical incluso para SHEVA.

La mirada interrogativa de Eileen se elevó más allá del techo de plástico agitado.

—Hombres —dijo—. Hombres portándose mal.

—Vaya —dijo Mitch—. Aquí llega.

—Los hombres atacando otros grupos, haciendo prisioneros. No muy exquisitos. Reuniendo a todas las mujeres con los apropiados orificios placenteros. Sólo las mujeres, quiénes fuesen o qué fuesen.

—¿Crees que los hombres ausentes eran asaltantes y violadores? —preguntó Mitch.

—¿Saldrías con una Homo erectus? Es decir, ¿si no te encontrases en el fondo absoluto de la jerarquía social?

Mitch pensó en la madre de la caverna de los Alpes, toda una vida atrás, y su leal esposo.

—Quizás ellos eran más nobles.

—¿Hippies psíquicos, Mitch? —preguntó Eileen—. Digo que todas esas chicas eran cautivas y las abandonaron al entrar en erupción el volcán. Cualquier otra cosa es mierda de William Golding. —Eileen discutía de forma deliberada, interpretando tanto a la defensora como a la abogada del diablo, intentando mantener la cabeza despejada, o posiblemente la de él.

—Supongo que los miembros Homo erectus del grupo podrían haber sido esclavos o sirvientes... cautivos —dijo Mitch—. Pero no estoy seguro de que la vida social fuese tan sofisticada en esa época, o que hubiese gradaciones tan finas del estatus. Mi suposición es que viajaban juntos. Quizá como protección, como diferentes especies de animales en un rebaño de la sabana. Como iguales. Evidentemente, se apreciaban lo suficiente para morir unas en brazos de las otras.

—¿Banda de especies mezcladas? ¿Encaja eso con tu experiencia con los simios superiores?

Mitch tuvo que admitir que no. Los mandriles y chimpancés jugaban juntos cuando eran jóvenes, pero los chimpancés adultos comían bebés mandriles y monos cuando podían pillarlos.

—La cultura importa más que el color de la piel —dijo.

—Pero ese abismo... no me parece que sea posible tender un puente. Es demasiado amplio.

—Quizá nos haya manchado la historia reciente. ¿Dónde naciste, Eileen?

—Savannah, Georgia. Ya lo sabes.

—Kaye y yo vivimos en Virginia. —Mitch dejó que la idea colgase entre ellos durante un momento, intentando encontrar una forma delicada de expresarla.

—La propaganda de plantación de mis antepasados propietarios de esclavos, mis tatara-tatara-tatara-abuelos, ha manchado los últimos trescientos años. ¿Eso es lo que sugieres? —preguntó Eileen, doblando los labios en una sonrisa de duelista, saboreando una respuesta rápida y cortante—. Es un comentario muy yanqui.

—Sabemos tan poco de lo que somos capaces. —siguió diciendo Mitch—. Somos criaturas de cultura. Hay otras formas de considerar a ese grupo. Si no eran iguales, al menos trabajaban juntos, se respetaban. Quizá se olían bien.

—Se ha vuelto personal, ¿no, Mitch? Buscas una forma de convertirlos en un ejemplo de verdad. La bomba política de Merton.

Mitch admitió la posibilidad con un guiño y una ligera inclinación.

Eileen movió la cabeza.

—Las mujeres siempre han estado juntas —dijo—. Los hombres siempre han estado más interesados en las cosas.

—Espera hasta que encontremos a los hombres —dijo Mitch, empezándose a sentir a la defensiva.

—¿Qué te hace pensar que se quedaron por aquí?

Mitch miró severo al techo de plástico.

—Incluso si hubiese hombres por aquí —dijo—, ¿qué te hace creer que tendremos la suerte de encontrarlos?

—Nada —dijo él, y vagamente sintió que se trataba de una mentira.

Eileen se terminó el sándwich y se bebió media lata de Coors para bajarlo. Nunca le había gustado comer y lo hacía sólo para mantener el cuerpo unido al alma. Sin embargo, era ansiosa y deliberada en la cama. En una ocasión, le había confesado que los orgasmos le permitían pensar con mayor claridad, Mitch recordaba muy bien esas ocasiones, aunque no habían dormido juntos desde que él tenía veintitrés años.

Eileen había calificado la seducción del joven estudiante graduado de antropología como su mayor error. Pero habían seguido siendo amigos y colegas durante todos esos años, capaces de una interacción libre y honrada que no tenía pretensiones de expectativas sexuales o desilusiones. Una amistad asombrosa.

El viento volvió a agitar el techo. Mitch prestó atención al silbido de la lámpara Coleman.

—¿Qué pasó entre Kaye y tú cuando saliste de la cárcel? —preguntó Eileen.

—No lo sé —dijo Mitch, apretando la mandíbula. Que se lo preguntase era una forma curiosa de traición, y ella pudo sentir su furia súbita.

—Lo lamento —dijo.

—Soy muy sensible con el tema —reconoció. Sintió a su espalda la corriente de aire antes de ver la sombra de la mujer. Connie Fitz pisó con ligereza sobre la tierra prensada y se situó junto a Eileen, apoyando una mano sobre su hombro.

—El puchero está a punto de hervir —dijo Fitz—. Creo que como máximo podremos mantener la tapa en su sitio durante dos o tres días. Los fanáticos quieren enviar una nota de prensa. Los duros quieren mantenerlo oculto.

Eileen miró a Mitch arrugando el labio inferior. Su expresión decía: está todo fuera de mi control.

—Mujeres esclavas abandonadas en un campamento por hombres cobardes —resumió, volviendo al punto principal, con ojos brillantes por efectos de la luz perlífera de la Coleman.

—¿Realmente lo crees? —preguntó Mitch.

—Oh, vamos, Mitch. No sé qué creer.

El estómago de Mitch trabajaba en la comida sin demasiada convicción.

—Al menos deberías decirle a las estudiantes que deberían expandir el perímetro —dijo—. Podría haber otros cuerpos, quizás a menos de cien metros.

Fitz hizo una mueca provisional de interés.

—Hablamos de eso. Pero todos quieren una parte de la excavación principal, así que nadie siente entusiasmo ante la idea de dispersarse —dijo.

—¿Sientes algo? —le preguntó Eileen a Mitch. Se inclinó hacia delante y cambió la voz a un falso tono sepulcral—. ¿Puedes leer esos huesos?

Fitz rió.

—Es sólo una corazonada —dijo Mitch, haciendo una mueca. Luego, más tranquilamente—: Probablemente no sea muy buena.

—¿Daney seguirá pagando si nos entretenemos en pinchar un par de días más? —preguntó Fitz.

—Merton cree que es paciente y que pagará bastante —dijo Eileen—. Conoce a Daney mejor que cualquiera de nosotros.

—Esto podría acabar siendo tan complicado como la arqueología en Israel —dijo Fitz, una pesimista por naturaleza—. Todas las excavaciones están cargadas de implicaciones políticas. ¿Crees que Acción de Emergencia vendrá y lo cerrará usando la NAGPRA como excusa?

Mitch lo meditó, la deliberación lenta era básicamente todo de lo que era capaz últimamente, agotado por los acontecimientos del día.

—No creo que estén tan locos —dijo—. Pero el mundo entero es una caja de cerillas.

—Quizá deberíamos encender una —dijo Eileen.

26

Baltimore

Kaye se despertó con el sonido del teléfono de la mesa de noche aullando, se sentó en la cama, se apartó el pelo de la cara y miró a través de ojos todavía cubiertos de sueño a la franja de luz diurna que entraba por entre las contraventanas. El reloj decía 5:07 a.m. No se le ocurría quién podría estar llamándola a esta hora.

Hoy no iba a ser un buen día, eso ya lo sabía, pero cogió el teléfono y se colocó la almohada a la espalda para hacer de cojín.

—Hola.

—Necesito hablar con Kaye Lang.

—Soy yo —dijo somnolienta.

—Kaye, soy Luella Hamilton. Hace poco te pusiste en contacto con nosotros.

Kaye sintió la adrenalina. Kaye había conocido a Luella Hamilton quince años atrás, cuando había sido voluntaria en un estudio SHEVA en el Instituto Nacional de Salud de Bethesda. A Kaye le había caído bien la mujer, pero no había sabido nada de ella desde que fue al oeste con Mitch al estado de Washington.

—¿Luella? No recuerdo...

—Pues lo hiciste.

De pronto Kaye apretó más el teléfono. Había oído algo de que los Hamilton estaban relacionados con Río Arriba. Tenía la reputación de tratarse de una organización muy exigente. Algunos afirmaban que era subversiva. Se había olvidado por completo de su carta; había sido el peor momento para ella, y se habría acercado a cualquiera, incluso a los extremistas que afirmaban ser capaces de encontrar y rescatar niños.

—¿Luella? No...

—Bien, como te conozco, me dijeron que te llamase. ¿Te parece bien?

Intentó aclarar la mente.

—Es agradable oír tu voz. ¿Cómo estás?

—Estoy embarazada, Kaye. ¿Tú?

—No —dijo Kaye. Luella debía de tener cincuenta y tantos años. Hablando de tirar los dados.

—Es SHEVA de nuevo, Kaye —dijo Luella—. Pero no hay tiempo de charlas. Así que presta atención. ¿Estás ahí, Kaye?

—Te escucho.

—Quiero que busques una línea cifrada y nos vuelvas a llamar. Una buena línea cifrada. ¿Todavía tienes el número?

—Sí —dijo Kaye, preguntándose si estaría en su cartera.

—Te responderá una bonita voz mecánica. Nuestro robotito. Deja tu número y es posible que te volvamos a llamar. Luego, seguiremos a partir de ese punto. ¿Vale, cariño?

Kaye sonrió a pesar de la tensión.

—Sí, Luella. Gracias.

—Lamento llamar tan temprano. Adiós, cielo.

El teléfono se cortó. Kaye de inmediato sacó las piernas de la cama y fue a la cocina a preparar café. Pensó en intentar localizar a Mitch y contárselo.

Pero era demasiado temprano y probablemente no fuese una buena idea propagar esas cosas cuando cualquier teléfono era un riesgo.

Se quedó de pie junto a la ventana mirando a Baltimore y pensó en Stella en Arizona, preguntándose qué hacía, y cuánto tiempo pasaría hasta que volviese a verla.

Algo se rompió y se oyó producir pequeños rugidos, como un zorro. Durante un momento, aferrando la taza de café en la mano temblorosa, Kaye sintió una furia ciega e impotente.

Devolvedme a mi hija, CABRONES —dijo con voz rasgada. A continuación se dejó caer en la silla más cercana, temblando con tanta fuerza que se le derramó el café. Dejó la taza a un lado y se envolvió en los brazos. Se limpió las lágrimas de impotencia con la manga de felpa de la bata—. Cálmate, cariño —se dijo, intentando imitar el contralto fuerte de la señora Hamilton.

No iba a ser un día fácil. Kaye tenía la intensa sospecha de que le iban a dar la libertad. Despedida. Concluyendo por siempre su vida científica, pero abriendo sus opciones para recuperar a su hija y reunir a la familia.

—Soñadora —dijo, sin la convicción de Luella Hamilton.

27

Arizona

A las ocho de la mañana bombearon en el dormitorio un intenso olor a fresas. Stella abrió los ojos y se pinzó la nariz, gimiendo.

—¿Ahora qué? —preguntó Celia desde la litera de abajo.

Los humanos lo hacían siempre que querían obrar algo que pudiese desagradar a los chicos. Inyecciones, recogidas masivas de sangre, revisiones médicas, registros de dormitorios en busca de contrabando.

A continuación vino una oleada de Pine-Sol, penetrando desde las tomas de ventilación bajo la estructura del tejado. El olor penetraba a través de la boca de Stella cuando respiraba, provocándole náuseas.

Se sentó en camisón al borde de la cama, con el estómago retorciéndose y el pecho subiendo y bajando. Tres hombres vestidos con trajes de aislamiento recorrieron el pasillo central del dormitorio. Uno de los hombres, comprobó al verlo, no era un hombre; era Joanie, más bajita y robusta que los otros, mirando con rostro inexpresivo tras la placa de plástico del casco.

A Stella, Joanie le recordaba a la madre de Fred Trinket; poseía la misma expresión de calma y resignación ante todo, sin ningún peso emocional añadido.

El trío se detuvo junto a una cama a cuatro de distancia de la de Stella. La chica en la litera superior, Julianne Nicorelli, que no era miembro del deme de Stella, descendió y cruzó unas pocas palabras en voz baja con Joanie. Parecía recelosa pero no asustada, todavía no. En ocasiones los consejeros y profesores realizaban ejercicios en el campo, viejas rutinas, y a los chicos jamás les habían dicho para qué eran.

Joanie se volvió y caminó decididamente hacia la litera de Stella. Stella descendió con rapidez, sin usar la escalera, y se aplanó el camisón. Se ocultó el pecho con las manos; la tela era un poco fina y no le gustaba cómo la miraban los hombres.

—Tú también, Stella —dijo Joanie, con voz hueca y silbante bajo el casco—. Vamos de paseo.

—¿Cuántas? —preguntó Celia.

Joanie sonrió sin humor.

—Es un paseo especial. Recompensa por las buenas notas y el buen comportamiento. El resto tomará el desayuno antes.

Era una mentira. Julianne Nicorelli tenía notas terribles, aunque a nadie le importaba.

28

Baltimore

—Levanta la cabeza. Marge estará aquí en veinte minutos —dijo Liz Cantrera—. ¿Lista?

—Tanto como puedo llegar a estarlo —dijo Kaye, y respiró profundamente. Miró al laboratorio para comprobar si tenía alguna otra cosa que guardar o limpiar. No es que importase. Era su último día.

—Tienes buen aspecto —dijo Liz con tristeza, enderezando las solapas de Kaye.

Marge Cross comprendía los desordenados dormitorios de la ciencia. Y Kaye dudaba que quisiese comprobar cómo lo mantenía limpio.

Junto a Kaye, Cross casi siempre se mostraba alegre. Parecía caerle bien Kaye y confiar en ella. Sin embargo, hoy Cross decía poco, tocándose el labio con el dedo y asintiendo. Levantó la cabeza para mirar a las tuberías que colgaban del techo. Parecía examinar una serie de etiquetas rojas que colgaban de varias líneas de presión.

Sólo tres personas acompañaban a Cross. Dos guapos jóvenes vestidos con trajes gris carbón tomaban notas en e-cuaderno. Una joven esbelta de pelo rubio largo y lacio y una nariz corta y respingona sacaba fotografías con una cámara del tamaño de un bolígrafo.

Liz se mantuvo en segundo plano, evidentemente dejándole a Kaye la posición principal. Les dio una gira rápida, completamente consciente de que hacían inventario en preparación para una transferencia o un cierre.

—Hemos perdido —dijo Cross—. Todo lo que el gobierno y el pueblo encargó que hiciese esta compañía se ha convertido en un mar de líos —añadió tranquilamente, y se mordió el labio inferior—. Oí que esta semana te fue muy bien en el Congreso. —Cross miró a Kaye con una ligera sonrisa.

—Estuvo bien. —Kaye miró a un lado y se encogió de hombros—. Rachel Browning intentó bajarme los pantalones.

—¿Lo consiguió? —preguntó Cross.

—Me llegó hasta el pelo —dijo Kaye.

Los jóvenes parecieron dispuestos a mostrarse escandalizados si Cross lo hacía. Cross se rió.

—Dios, Kaye. Nunca sé lo que voy a oírte decir. Vuelves loco a mi personal de relaciones públicas.

—Es por eso que intento mantener la cabeza gacha y no decir nada.

—No estamos descubriendo cómo detener SHEVA —dijo Cross reflexionando, todavía examinando las cañerías del techo.

—Es cierto —dijo Kaye.

—Te alegras.

Una vez más, Kaye sintió que no era su turno responder, que tenía responsabilidades para otros aparte de ella misma.

—La Robert también está fracasando, pero no lo admitirá —dijo Cross. Agitó las manos a los otros presentes en el laboratorio—. Es hora de irse, niños. Dejadnos a los monstruos sagrados a solas durante un rato.

Los jóvenes atravesaron la puerta. La rubia esbelta intentó recordar a Cross unas citas para última hora de la mañana.

—Cancélalas —le indicó Cross.

Liz se había quedado atrás, inquieta por Kaye. Por la forma en que se agitaba, Kaye pensó que su ayudante podría intentar intervenir físicamente para protegerla.

Cross sonrió a Liz.

—Cariño, ¿puedes añadir algo a nuestro dueto?

—Nada —admitió Liz—. ¿Me voy? —le preguntó a Kaye.

Kaye asintió.

Liz cogió el abrigo y el bolso y siguió a la rubia.

—Cojamos el expreso al último piso —le sugirió Cross con amabilidad, y puso el brazo sobre los hombros de Kaye—. Hace demasiado tiempo que no conversamos. Quiero que me expliques qué ha pasado. Qué creíste que encontrarías en radiología.

La sala de juntas de Americol del piso veinte era inmensa y extravagante, con una larga mesa cortada a lo largo de un tronco de roble, sillas hechas a mano de estilo William Morris que parecían flotar sobre las esbeltas patas, y paredes cubiertas con arte ilustrativo de principios del siglo veinte.

Cross le indicó a la sala qué hacer y dos de las paredes se plegaron para revelar pizarras electrónicas. Secciones de la mesa se elevaron como soldados de juguete: delgados monitores personales.

—Si empezase de nuevo —dijo Cross— convertiría esta sala en un aula de guardería. Sillitas y carromatos pequeñitos con cartones de leche. Así somos de ignorantes. Pero... Nos aferramos a nuestra belleza y fortuna. Nos gusta sentir que tenemos el control y que siempre será así.

Kaye prestó atención, pero no respondió.

Cross pulsó otro botón y las pizarras repitieron largas cadenas de notas garabateadas. Kaye supuso que eran los registros congelados de varias sesiones de noche y de madrugada, Cross sola en las alturas, sosteniendo el marcador electrónico, moviéndose por las pizarras como una reina bruja dispersando encantamientos por los muros del castillo.

Kaye podía descifrar algunos de los garabatos. La letra de Cross era famosa por su dificultad.

—Nadie lo ha visto —murmuró Cross—. Es difícil de leer, ¿no? —le preguntó a Kaye—. Solía tener una caligrafía perfecta. —Levantó sus nudillos hinchados.

Kaye se preguntó adónde pretendía llegar Cross. ¿Era todo una forma tortuosa de dejarla marchar con elegancia, con un fuerte apretón de manos?

—El secreto de la vida —dijo Cross— se encuentra en comprender cómo las cosas diminutas hablan las unas con las otras. ¿Correcto?

—Sí —dijo Kaye.

—Y tú has sostenido desde antes del comienzo del SHEVA que los virus son parte del arsenal de comunicaciones que nuestras células y cuerpos emplean para hablar.

—Es por eso que me trajiste a Americol.

Cross desestimó el comentario con un ligero fruncimiento y el alzamiento de un hombro.

—Así que te convertiste en un laboratorio para demostrarlo, y pariste una niña SHEVA. Valiente, y algo más que un poco estúpido.

Kaye tensó la mandíbula.

Cross sabía que había tocado nervio.

—Creo que la camarilla de Jackson tiene toda la razón. La experiencia te inclina en favor de creer que SHEVA es benigno, un fenómeno natural ante el que tendremos que rendirnos y aceptarlo. No luchéis. Es mayor que nosotros.

—Amo a mi hija —dijo Kaye envarada.

—No lo dudo. Escúchame. Voy a alguna parte con todo esto, pero no sé todavía adónde. —Cross se paseó frente a las pizarras, con los brazos cruzados, golpeándose un hombro con el control remoto—. Mis empresas son mis hijos. Es un cliché, pero es cierto, Kaye. Soy tan estúpida y valiente como lo fuiste tú. He convertido mis empresas en un experimento en política e historia humana. Somos muy parecidas, excepto que yo no tuve la oportunidad, ni francamente la inclinación, de ofrecer mi cuerpo a la causa. Ahora, las dos nos encontramos con la posibilidad de perder lo que más amamos.

Cross se volvió y pulsó un botón para dejar las pizarras en blanco. Tenía la cara retorcida por el asco.

—Es todo una mierda. Esta sala es un despilfarro de dinero. Es imposible no pensar que los que construyeron esto sabían lo que hacían, tenían todas las respuestas. Es una mentira arquitectónica. Odio esta sala. Todo lo que acabo de borrar eran bobadas. Vamos a otra parte. —Cross estaba claramente furiosa.

Kaye cruzó las manos cautelosamente. Ahora ya no tenía ni idea de lo que iba a pasar.

—Vale —dijo—. ¿Adónde?

—Nada de limusinas. Dejemos los lujos durante unas horas. Volvamos a la sillita, las galletas y los cartones de leche. —Cross sonrió perversamente, mostrando dientes fuertes, perfectos, pero manchados—. Salgamos de este puto edificio.

Una luz gris y húmeda las recibió al atravesar las puertas de vidrio para salir a la calle. Cross paró un taxi.

—Se te están poniendo las mejillas de color rosa —le dijo a Kaye al subir al asiento posterior—. Como si quisiesen decir algo.

—Todavía pasa —admitió Kaye algo avergonzada.

Cross le dio al conductor una dirección que Kaye no reconoció. El hombre de pelo gris, un sij con turbante blanco, miró por encima del hombro.

—Necesitaré la tarjeta por adelantado —dijo.

Cross llevó la mano hasta el bolso del cinturón.

—Invito yo —dijo Kaye, y le pasó al taxista su tarjeta de crédito. El taxi se internó en el tráfico.

—¿Cómo era tener esas mejillas como tablones de anuncios? —preguntó Cross.

—Fue una revelación —dijo Kaye—. Cuando mi hija era pequeña, practicábamos destellos de mejillas. Era como enseñarle a hablar. Las eché de menos cuando desaparecieron.

Cross la observó absorta, luego dio un salto y dijo:

—Descubrí que no podía tener hijos a los veinticinco años. Enfermedad inflamatoria de la pelvis. Yo era una chica enorme, desgarbada y tenía muchos problemas para conseguir citas. Tenía que aceptar los hombres allí donde los encontraba, y uno de ellos... Bien. Nada de niños, y decidí no corregir los daños, porque no había ningún hombre en el que confiase lo suficiente para ser padre. Me hice rica muy pronto y los hombres que me atraían eran como juguetes agradables, necesitados, deseosos de agradar, no muy fiables.

—Lo lamento —dijo Kaye.

—La sublimación es el alma de los logros —dijo Cross—. No puedo decir que comprenda qué significa ser padre. Sólo puedo compararlo con cómo me siento con respecto a mis empresas, y probablemente no sea lo mismo.

—Probablemente no —dijo Kaye.

Cross chasqueó la lengua.

—Esto no va de financiación, despedirte o algo así de simple. Las dos somos exploradoras, Kaye. Sólo por esa razón, tenemos que ser abiertas y francas.

Kaye miró por la ventanilla y negó con la cabeza, divertida.

—No va bien, Marge. Sigues siendo rica y poderosa. Sigues siendo mi jefa.

—Bien, demonio —dijo Cross con fingida decepción y chasqueó los dedos.

—Pero puede que no importe —dijo Kaye—. Nunca se me ha dado muy bien ocultar mis verdaderas emociones. Quizá te hayas dado cuenta.

Cross produjo un sonido demasiado agudo para ser risa, pero poseía cierta dignidad excéntrica, y probablemente tampoco fuese una risa tonta.

—Llevas engañándome todo el rato.

—Sabías que lo haría —dijo Kaye.

Cross se tocó las mejillas.

—Destellos de mejillas.

Kaye pareció confusa.

—¿Cómo puede algo tan maravilloso ser una aberración, una enfermedad? Si pudiese febriaromar, a estas alturas estaría dirigiendo todas las empresas del país.

—No querrías hacerlo —dijo Kaye—. Si fueses uno de los niños.

—¿Quién es ingenua ahora? —preguntó Cross—. ¿Crees que han dejado atrás su pasado simiesco?

—No. ¿Sabes qué es un deme? —preguntó Kaye.

—Unidades sociales para algunos de los niños SHEVA.

—Lo que digo es que un deme puede ser avaricioso, pero no un individuo. Y cuando un deme febriaroma, nosotros, simios superiores, no tenemos ni una oportunidad.

Cross se recostó y absorbió la información.

—Lo había oído —dijo.

—¿Conocen a un niño SHEVA? —preguntó el taxista, mirándolas por el retrovisor. No aguardó la respuesta—. Mi nieta es una niña SHEVA, en Peshawar, es un encanto. Un verdadero encanto. Da miedo —añadió feliz, orgulloso, con una gran sonrisa—. Verdadero miedo.

29

Arizona

Stella estaba sentada con Julianne Nicorelli en una pequeña sala beige del hospital. Joanie las había separado de las otras chicas. Llevaban dos horas esperando. El aire estaba inmóvil y estaban sentadas tan rígidas como la mantequilla fría, observando cómo una mosca subía por una ventana.

La sala estaba abarrotada del olor a fresas, que Stella había adorado en su niñez.

—Me siento fatal —dijo Julianne.

—Yo también.

—¿A qué esperan?

—Algo está mal./ Han cometido un error —dijo Stella.

Julianne arañó el suelo con los zapatos.

—Lamento que no pertenezcas a mi deme —dijo.

—No hay problema.

—Formemos el nuestro, aquí mismo. Nosotras/ Igualmente/ nos uniremos con cualquier/ encerrado/ que venga.

—Vale —dijo Stella.

Julianne arrugó la nariz.

—Huele tan mal.../ No puedo ni olerme pensar.

Las sillas estaban separadas por un buen espacio, una distancia amable considerando el miedo nervioso que salía de las dos chicas, incluso por encima del olor de fresas. Julianne se puso en pie y alargó una mano. Stella inclinó la cabeza a un lado y retiró el pelo, exponiendo la piel tras la oreja.

—Adelante.

Julianne tocó la piel de la zona, la descarga cerosa, y se la pasó bajo su propia nariz. Hizo una mueca, luego bajó el dedo y fridió —estirar el labio superior y aspirar aire sobre el dedo y hacia la boca.

—Iiiii —dijo, en absoluto desaprobadora, y cerró los ojos—. Me siento mejor. ¿Y tú?

Stella asintió y dijo:

—¿Quieres ser madre del deme?

—No importa —dijo Julianne—. De todas formas no hay quórum. —De pronto pareció alarmada—. Probablemente nos estén grabando.

—Probablemente.

—No me importa. Adelante.

Stella tocó a Julianne tras la oreja. La piel estaba bastante caliente, casi ardiendo. Julianne estaba febriaromando, intentando desesperadamente contactar con alguien y a la vez persuadir amablemente y establecer una conexión con Stella. Era conmovedor. Significaba que Julianne estaba más asustada e insegura que Stella, más necesitada.

—Yo seré la madre del deme —dijo Stella—. Hasta que aparezca alguien mejor.

—Vale —dijo Julianne. En realidad no era de verdad. Sin quórum, simplemente para rebajar la tensión. Julianne se meció de un lado a otro. Su olor cambiaba a café y atún; algo inquietante. Hacía que Stella sintiese ganas de abrazar a alguien.

—Huelo mal, ¿no? —dijo Julianne.

—No —dijo Stella—. Pero ahora las dos olemos diferente.

—¿Qué nos está pasando?

—Estoy segura de que quieren descubrirlo —dijo Stella, y miró a la resistente puerta de acero.

—Me duelen las caderas —dijo Julianne—. Estoy tan triste...

Stella acercó las sillas. Tocó los dedos de Julianne. Julianne era alta y delgada. Stella tenía más carne sobre el esqueleto, pero todavía no había pechos y sus caderas eran estrechas.

—No quieren que tengamos hijos —dijo Julianne, como si le leyese la mente, y su tristeza se transformó en sollozos.

Stella siguió acariciándole la mano. Luego le dio vuelta a la mano de la chica, escupió en la palma y se frotaron las manos. Incluso a pesar del olor a fresa, alcanzó a Julianne, y Julianne empezó a tranquilizarse, a concentrase, a alisar los pliegues inútiles de su miedo.

—No deberían enloquecernos —dijo Julianne—. Si quieren matarnos, que lo hagan ya.

—Calla —le advirtió Stella—. Pongámonos cómodas. No podemos impedir que hagan lo que van a hacer.

—¿Qué van a hacer? —preguntó Julianne.

—Calla.

La cerradura electrónica de la puerta dio un chasquido. Stella vio a través del ventanuco a Joanie con el traje protector. La puerta se abrió.

—Vamos, chicas —dijo Joanie—. Esto va a ser divertido. —Su voz sonaba como la de una grabación saliendo de una muñeca vieja.

Un autobús amarillo, como un pequeño autobús escolar, las esperaba delante del hospital. El autobús que había traído a Strong Will había sido diferente, reforzado y reluciente, nuevo; se preguntó por qué no usaban ese autobús.

Cuatro consejeros con trajes hicieron avanzar a cinco chicas y cuatro chicos, hacia la puerta del bus. Celia, LaShawna y Felice volvían a estar en el grupo. Julianne caminaba por delante de Stella, golpeando el suelo con los zuecos sueltos.

Strong Will se encontraba entre los chicos, comprobó Stella con aprensión y una extraña excitación. Estaba bastante segura de que no se trataba de nada sexual —guiándose por lo que Kaye le había contado—, pero era algo parecido. Nunca antes había sentido nada así. Era nuevo.

No sólo para ella.

Pensó que quizá fuese nuevo para la especie humana, o lo que fuesen los niños. Quizás algo relacionado con el virus.

Los chicos caminaban a tres metros de las chicas. Ninguno llevaba cadenas, ¿pero adónde iban a correr? ¿Al desierto? La ciudad más cercana estaba a treinta kilómetros, y la temperatura ya era de 38 grados.

Los consejeros portaban pequeñas pistolas de gas que llenaban el aire de olores cítricos, naranja y lima, y el favorito perenne, Pine-Sol.

Will parecía derrotado, agotado. Llevaba un libro de bolsillo sin tapas, de páginas amarillas y andrajosas. No miró a las chicas; no lo hizo ninguno de los chicos. Físicamente parecían estar bien, pero arrastraban los pies al caminar. Stella no podía olerlos.

La puerta del bus se abrió y los chicos entraron primero, ocupando asientos en el lado izquierdo. A través de las ventanillas, Stella vio cómo corrían y sujetaban cortinas de plástico. Parecían delgadas, como cortinas de ducha. Joanie llevó a las chicas hasta la puerta. Se situaron a la derecha de la cortina y se sentaron en las cinco filas de en medio, en relucientes asientos de plástico, una chica en cada una.

Stella se movió y los pantalones se pegaron al plástico. El asiento era raro, pegajoso y aceitoso. Emitía un olor peculiar, como trementina. Habían rociado el interior del bus con algo.

Celia se sentó directamente delante de ella y se echó hacia delante para hablar con LaShawna.

—Quedaos donde estáis —les dijo Joanie con voz monótona—. Nada de hablar.

Examinó a los chicos a ambos lados de la cortina, luego fue hacia delante y agarró a Julianne por el brazo. Retiró a Julianne, saliendo del autobús. Julianne lanzó una mirada de miedo pero aliviada en dirección a Stella, para luego quedarse de pie en el exterior, con los brazos rectos a los lados, temblando.

Subió un guardia de seguridad. Tenía unos cuarenta y cinco años, robusto y de brazos desnudos, vistiendo un par de pantalones caqui y una camisa blanca de manga corta que le colgaba del hombro. Al cinto llevaba una pequeña pistola automática. Miró a los chicos, luego se inclinó hacia un lado, y miró al lado de las chicas.

Todos en el autobús guardaban silencio.

El estómago de Stella pareció encogerse en su interior.

La puerta se cerró. Will lanzó la mano hacia la cortina de plástico e hizo que los ganchos se agitasen en la barra fijada al techo. El guardia se inclinó y frunció el ceño.

Stella ya no podía oler nada. Tenía la nariz completamente taponada.

—¿Se me permite leer en el autobús? —gritó Will.

El guardia se encogió de hombros.

—Gracias —gritó Will, y las chicas rieron—. Muchas gracias.

Evidentemente al tipo no le gustaban sus obligaciones. Miró al frente, esperando al chófer.

—¿Qué hay del almuerzo? —gritó Will—. ¿Vamos a comer?

Los chicos rieron. Las chicas se hundieron en sus asientos. Stella pensaba que quizá se los estuviesen llevando para asesinarlos y diseccionarlos. Estaba claro que Felice pensaba lo mismo. Celia temblaba.

Finalmente, Will dejó de gritar. Arrancó una página del libro, la arrugó formando una bola, y la lanzó por encima de tres asientos hacia el espacio junto a la ventanilla del conductor. Con la lengua entre los labios, poniendo sonrisa de payaso, arrancó otra página, la arrugó, y la lanzó al asiento vacío del conductor. Luego otra, que cayó al suelo frente al asiento del conductor. Stella miraba a través de las láminas transparentes entre filas, avergonzada y estimulada por esa manifestación de desafío.

El chófer subió los escalones. Agarró el papel arrugado con la mano enguantada, hizo una mueca, y lo arrojó por la puerta. Rebotó en el pecho de la segunda guardia de seguridad que subía a bordo. También era grande y tenía unos cuarenta años. La guardia murmuró algo que Stella no pudo escuchar. Los dos guardias estaban equipados con oledores fijados a los bolsillos de la camisa. Stella comprobó que los oledores estaban apagados.

El chófer ocupó el asiento.

—¡Vamos! —gritó Will. Tras él, uno de los chicos empezó a ulular. La mujer se giró y los miró con furia, justo a tiempo para recibir el impacto de otra bola de papel.

El guardia recorrió el lado de los chicos de la barrera de plástico.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Will, y dio saltos en el asiento.

—Siéntate, maldita sea —dijo el guardia.

—¿Por qué no nos atan? —preguntó Will—. ¿Por qué no nos ponen correas?

—Cállate —dijo el guardia.

Stella sintió un escalofrío. Se los llevaban a algún sitio, y les acompañaba un equipo que tenía muy poca experiencia con niños SHEVA. Tenía instinto para esas cosas. Estos dos, y el chófer, parecían más estúpidos que la señorita Kantor. Ninguno de los humanos dentro o fuera del bus parecían felices; tenían cara de que algo había salido mal.

Stella se preguntó qué le había pasado a ese otro autobús, el que usaban normalmente.

Will observaba a los guardias y al chófer como si fuese un halcón, con los ojos fijos. Stella intentó mantener su cara enfocada a través del plástico, pero Will se recostó y la perdió.

Las ventanas de plástico reforzado con alambres estaban cerradas desde el exterior; era el tipo de autobús que había visto de niña llevando prisioneros para recoger basura o cortar maleza en los bordes de la carretera. Miró por la ventanilla y se estremeció.

Le dolía el cuerpo. Frente a ella, Celia se inclinó hacia delante, susurrando en voz baja, agarrando con las manos el raíl acolchado. LaShawna bostezaba, fingiendo que no le importaba. Felice se había abrazado a sí misma e intentaba dormirse.

—¡Vamos, vamos, vamos! —aullaban los chicos, dando saltos en los asientos. Felice descansó la cabeza contra la ventanilla. Stella quería que los chicos se callasen. Quería que todo estuviese tranquilo para poder cerrar los ojos y fingir que estaba en alguna otra parte. Se sentía traicionada por la escuela, por la señorita Kantor, por la señorita Kinney.

Evidentemente, era estúpido que se sintiese así. El hecho de estar en la escuela era ya una traición para empezar. ¿Por qué abandonarla iba a ser peor? Recostó la cabeza para evitar sentir náuseas.

La guardia le dijo al chófer que cerrase la puerta. El chófer arrancó el bus y metió la marcha. Avanzó.

Celia empezó a vomitar. El chófer paró el bus de golpe al final de una pista de hormigón antes de la carretera principal.

—¡No importa! —gritó la guardia, con el rostro tornado una máscara de asco—. Lo limpiaremos cuando lleguemos. ¡Adelante!

—¡Vamos, vamos, vamos! —cantaban los chicos. Will miró a Stella, enderezó los labios y comenzó a arrancar otra página del libro.

Una vez que el bus estuvo en camino, el aire comenzó a penetrar por pequeñas entradas sobre las ventanas y Stella se sintió mejor. Celia siguió en silencio, y las otras dos chicas estaban sentadas totalmente rectas en sus asientos. Stella consideró la situación y decidió que todo era muy torpe y muy mal planeado, posiblemente una decisión de última hora. Los transportaban como a langostas en un tanque. El tiempo era importante. Alguien estaba deseoso de recibirlos mientras todavía estuviesen frescos.

Stella intentó reunir saliva para humedecer la boca. El sabor en la lengua era terrible.

—Llevará como una hora y diez minutos —dijo el chófer al salir del aparcamiento de la escuela—. Hay botellas de agua bajo cada asiento. Haremos una parada para ir al baño.

Stella metió la mano bajo el asiento amarillo y sacó una bolsa de plástico con una botella dentro. La miró, preguntándose qué contenía aparte de agua; ¿qué iba a pasar al final del viaje?, ¿cuál sería su recompensa por ser chicas y chicos tan buenos? Para mantener la calma, pensó en Kaye, y luego en Mitch. Al final, pero no menos, recordó sostener el gato naranja, Shamus, y acariciarle mientras maullaba.

Si iba a morir, al menos podía hacerlo con tanta dignidad como el viejo Shamus.

30

Oregón

Mitch se levantó antes de la salida del sol, se vistió sin despertar a Merton y abandonó la tienda que compartían para colocarse al borde del cauce del río Spent. Observó cómo los primeros rayos de sol intentaban extender luz sobre el paisaje en sombras. Podía ver el monte Hood con claridad, a treinta kilómetros de distancia, con la nieve púrpura al amanecer.

Encontró una ramita y se la metió entre los labios, y la mordió entre los dientes.

Mitch nunca había creído ser presciente, sensitivo o psíquico, o el nombre que uno le diese a esas habilidades. Kaye le había dicho, años atrás, que los científicos y los artistas compartían orígenes similares para el pensamiento creativo —pero que los científicos tenían que demostrar sus fantasías.

Mitch nunca le había dicho a Kaye lo que había sacado en claro de esa conversación, pero en cierta forma le había ayudado a poner las cosas en perspectiva —a ver el lado artístico de cómo llegaba a sus propias conclusiones, en ocasiones insoportables para la lógica—. No se trataba de percepción extrasensorial.

Simplemente pensaba como un artista.

O un policía. La naturaleza era el asesino en serie más eficiente del mundo. Un antropólogo era un tipo de detective, no tanto interesado en la justicia —que era demasiado abstracta frente a la inmensidad del tiempo y a tantas muertes— sino en descubrir cómo habían muerto las víctimas y, lo que era mucho más importante, cómo habían vivido.

Se limpió los ojos con un dedo y miró al norte siguiendo el cauce, hasta la garganta más profunda que mucho tiempo atrás había atravesado capas alternas de lodo, lava y cenizas. Luego se volvió y miró a la L con su disposición de lonas y cubiertas de plástico, ocultas por una red de camuflaje.

—Mierda —dijo, casi asombrado por cómo sus pies empezaban a caminar siguiendo el borde del cauce, alejándole de la excavación principal.

Ese oso. Ese maldito oso enigmático que lo había empezado todo.

El oso había bajado al río a pescar y había quedado asfixiado por la lluvia de ceniza —pero los humanos habían llegado varios días antes—. Los humanos normalmente perseguían a los osos, estaba casi seguro, dejándose guiar por ellos para encontrar las mejores zonas de pesca. Alguien había reclamado el cráneo, pero no había tocado el cuerpo —no había marcas de corte en los huesos— lo que significaba que posiblemente no fuese un aperitivo muy agradable cuando lo encontraron.

El salmón regresaba en primavera, verano y otoño para desovar y morir, grupos diferentes y especies diferentes en estaciones diferentes. Las tribus nómadas habían sincronizado los viajes y habían dispuesto los asentamientos para aprovecharse de uno o más de esos regresos, cuando los ríos fluían repletos de peces ricos de carne roja.

Las hojas cambiaban de color. El agua corría clara y fría. Los salmones saltaban sobre los fondos rocosos como juguetes rojos. Los osos aguardando para atravesar la corriente y cazarlos.

Pero la mayoría de los osos probablemente se hubiese ido con la primera lluvia de ceniza, dejando atrás a un viejo macho demasiado enfermo para continuar viajando, quizás herido en una pelea, aguardando la muerte.

Suposiciones. Sólo suposiciones, maldición.

¿Por qué iba alguien a caminar río arriba pasando de la lluvia de ceniza? Ni siquiera el hambre les hubiese impulsado a internarse en ese paisaje, o a quedarse una vez llegados allí. A menos que estuviese lloviendo, cada paso habría levantado una nube de ceniza asfixiante. Establecer un campamento de pesca hubiese sido totalmente estúpido.

Como el oso, a ellos también les seguían.

Había soñado con los huesos en la noche. No sabía si los artistas soñaban sus obras —o si los detectives soñaban las soluciones a sus casos—. Pero para él era así: a menudo soñaba con la gente que encontraba, en sus tumbas o donde habían caído y muerto.

Y en ocasiones tenía razón.

Muy a menudo tenía razón.

Demonios, nueve de cada diez veces los sueños de Mitch resultaban ser correctos —siempre que les permitiese evolucionar, desplazándose por las distintas variaciones y alcanzando la inevitable conclusión. Así había sido con las momias alpinas. Había soñado con ellas durante meses.

Pero ahora no había tiempo suficiente. Tenía que depender de lo que no era más que una corazonada.

Los australianos le habían dado una pista, incluso más que los esqueletos de Homo erectus. Se encontraban muy al norte. Sólo ahora los antropólogos empezaban a aceptar las muchas oleadas y choques de gente en las Américas —la llegada inicial en botes impulsados por las tormentas de algunos australianos al sur, las llegadas más tardías y frecuentes de asiáticos siguiendo la tierra y el hielo de los puentes del norte.

Los australianos habían estado en Sudamérica —y ahora aparentemente en Norteamérica— durante decenas de miles de años antes de encontrarse con los asiáticos. Los asiáticos conquistaron y mataron, sometieron, empujándolos de vuelta al sur huyendo de cualquier territorio norteño que hubiesen explorado. Debió de ser una guerra monumental, extendida por millones de metros cuadrados y muchos miles de años, racial y violenta.

Al final, los australianos habían desaparecido casi por completo —dejando sólo algunos descendientes mestizos en la costa este de Sudamérica: los nativos de Tierra del Fuego conocidos por Darwin y otros exploradores.

Los perseguían. Se habían unido a individuos Homo erectus porque se enfrentaban a un enemigo común.

Mitch se movía como un autómata, barriendo con los ojos el terreno que tenía por delante, haciendo caso omiso de todo excepto la pisada de las botas sobre las viejas piedras fluviales. No era un buen lugar para caerse, especialmente con un brazo malo.

Demasiado al norte. En un territorio peligroso, rodeados de asiáticos. Habían venido aquí por la abundancia de peces, siguiendo a los osos; hombres y mujeres, un grupo familiar extendido. Quizás unidos bajo un hombre poderosoy quizá les gustaba tener escarceos con mujeres Homo erectus. No tiene sentido ser ingenuos.

Pero a sus mujeres no les importaba. Nunca nacían bebés. Mitch casi podía ver a los hombres y mujeres Homo erectus acompañándoles, tras los australianos, al principio rogando, luego asignándoles trabajos para las mujeres, luego ofreciéndose a los hombres, con sus propios hombres indiferentes al intercambio. La actitud de gente hambrienta y moribunda.

Al final, había habido algo de afecto, quizá más que el de un amo con sus animales. ¿Iguales? Probablemente no. Pero los miembros Homo erectus del grupo no eran estúpidos. Habían sobrevivido más de un millón de años. El Homo sap no era más que un recién llegado.

Mitch tragó aire y se sonó la nariz con el pañuelo; el aire tibio estaba lleno de polen de hierba. Normalmente no era susceptible, pero sus años en prisión, con aire húmedo y mucho moho, habían exagerado la reacción.

Si los hombres están por aquíy no hay garantía de que así seano pudieron salvar a las mujeres. Fallaron, y probablemente también murieron. O huyeron de este lugar miserable por delante de una ola de lodo calientedejando a las mujeres atrás.

¿Yo soy mejor?

Yo abandoné a mis mujeres, y se llevaron a Stella.

¿Qué, si encuentro a los hombres? ¿Qué pasaría? ¿Qué demonios estoy buscando? ¿La salvación? ¿Una excusa?

Miró al sol, luego se protegió los ojos y los bajó. El depósito más grueso de arcilla esquistosa se había condensado en una capa de marrón oscuro a todo alrededor de las riberas del viejo río, convertido en algunos puntos en una tierra lo suficientemente rica para soportar arbustos y árboles, siendo por lo demás dura, desnuda y estéril. Cantos del tamaño y la forma de pelotas de fútbol sobresalían del suelo, y en ninguna parte había ninguna pista de dónde se podría encontrar una elusiva colección de fósiles.

Se sentó sobre un canto roto por el clima y levantó el codo izquierdo sobre la rodilla para eliminar el hormigueo del brazo inerte. En ocasiones la sangre se cortaba en el brazo, y luego los nervios, y después de un rato el brazo se despertaba de pronto y le dolía como el demonio.

No era fácil mantenerse atento y concentrado. Algo insistía en intervenir, quizá la sensación más que real de la total futilidad de lo que intentaba hacer.

—¿Adónde irías tú? —susurró. Encorvó las rodillas lentamente alrededor de la roca, volviendo los ojos para barrer la tierra tosca, hasta la zona alta y hasta las depresiones llenas de arbustos—. ¿Dónde podríais estar veinte mil años después de vuestra muerte? Venga, chicos. Ayudadme. Una brisa ligera silbaba a través de la maleza y le tocó el cabello como dedos fantasmales. Espantó una mosca de los labios y se apartó el cabello de los ojos. Kaye siempre le insistía que se cortase el pelo. Después de un tiempo Kaye se había limitado a abandonar el tema, rindiéndose, y Mitch se preguntaba qué le resultaba peor: que le tratasen como a un niño pequeño o que su propia esposa renunciase a él.

Los dientes entrechocaban ligeramente, como una bestia ahuyentando a los enemigos. Le dolía el pecho por la soledad y la culpa.

Vagando.

Incluso ahora, sus ojos podían distinguir un trozo de hueso de un guijarro a una docena de pasos. Podía establecer filtros mentales para desestimar los huesos de ardillas y conejos, cualquier subconjunto reciente de restos blanqueados, mordisqueados u oscurecidos.

Sus ojos se convirtieron en rendijas.

Una banda de hombres experimentados hubiese podido ver u oír el lahar y se habría asustado, intentando llegar a la tierra alta. Ahí se encontraba ahora, donde le habían llevado sus pies, al territorio más alto del área, una cresta de roca dura y reductos de tierra y maleza. Podía ver el campamento, o al menos donde él sabía que estaba, como a un kilómetro, oscurecido por árboles y arbustos altos.

Y al norte, el siempre presente centinela del monte Hood, un tranquilo gorro puntiagudo rechoncho de energía telúrica reprimida, siseando tenues volutas de vapor pero sin confesar nada sobre rabietas pasadas.

Mitch cerró completamente los ojos y visualizó al jefe de la banda. La imagen se hizo más clara. Mitch desapareció, y su lugar lo ocupó el cazador guía de la banda, el jefe.

El rostro del jefe era oscuro y atento, con el pelo manchado de ceniza, la piel gris por la ceniza, como un fantasma. En la imaginación de Mitch, el jefe empezó de color marrón púrpura y estaba desnudo, pero pronto aparecieron pieles cosidas sobre su estructura larguirucha y encorvada, nada de trapos toscos ni siquiera hace veinte mil años, porque incluso entonces la gente estaba interesada en la moda y la utilidad; polainas y túnica atada a la espalda, bolsa para pedernal y puntas de obsidiana o lo que llevasen encima.

Los corazones les palpitan rápido al ver la palidez de sus pieles, ya parecen muertos. Tienen miedo los unos de los otros. Pero el jefe los mantiene unidos. Da saltos y hace muecas hasta que se ríen de sus caras cenicientas. El jefe es más que inteligente; se preocupa por el anómalo grupo de hombres, compañeros en una tierra cruel; y se preocupa de las mujeres, las mascadoras de piel y las artífices de la ropa que visten.

Nunca infravalores a tus antepasados, a tus primos. Duraron mucho, mucho tiempo. E incluso entonces amaban, se preocupaban, protegían.

31

Arizona

El bus atravesó un suburbio de Flagstaff, casas bajas, planas, de ladrillo marrón y estuco rodeadas de polvorientos patios de gravilla. De niña Stella había vivido en un suburbio así. Dejó descansar la cabeza en el respaldo del asiento de plástico y miró a las casas que pasaban. Incluso con aire acondicionado, el interior del bus estaba caliente y el agua se le acababa con rapidez.

Los chicos habían dejado de hablar y Will parecía estar dormido junto a una pequeña pila de hojas amarillas y arrugadas arrancadas de su libro de bolsillo.

Alguien le tocó en el hombro. Era el guardia. Sostenía una bolsa grande de plástico de la que sacó otra botella de agua.

—No queda mucha —dijo, y le puso la botella en la mano—. Dadme las vacías. —Las chicas le pasaron las vacías y él se las pasó a la guardia, quien las metió en otra bolsa y la selló. Luego el guardia pasó al otro lado de la cortina y dio nuevas botellas a los chicos, recogiendo una vez más las vacías.

El guardia agitó la cabeza y miró desaprobadoramente el desorden de Will antes de darle la botella.

—¿Te divierte? —le preguntó a Will.

Will levantó la vista para mirarle y negó lentamente con la cabeza.

El chófer daba muchos giros, subiendo y bajando muchas calles como si estuviese perdido. Stella no creía que el chófer estuviese perdido. Intentaban evitar a alguien o a algo.

Esa idea le hizo enderezarse. Miró atrás. Un pequeño coche marrón seguía al bus. Delante, al girar una esquina, vio a otro coche, verde, con dos personas delante. El bus seguía al coche delantero. Tenían escolta.

No era algo inesperado. Entonces, ¿por qué Stella tenía la impresión de que no se había planeado nada de esto, que algo había salido mal?

Will la observaba. Él se acercó a la cortina de plástico y movió los labios pero no pudo oír lo que le decía porque el ruido de la carretera era demasiado intenso; ahora corrían sobre gravilla, atravesando un camino de campo a través de un campo en barbecho hasta una carretera estatal. El autobús rebotó en el asfalto y giró a la izquierda. El coche principal redujo la velocidad para que el bus pudiese seguirlo.

Ahora Stella podía seguir con más cuidado el movimiento de los labios de Will, al haber acabado los altibajos: Sandia, decía en silencio. Recordó que ya le había preguntado si había oído hablar de ese sitio, pero seguía sin saber qué era Sandia.

Will se pasó los dedos sobre la garganta. Stella cerró los ojos y apartó la vista. Ahora no podía mirar. No le hacía falta asustarse más de lo que estaba.

Otra hora, y atravesaron un segmento recto de autovía cruzando un desierto rocoso con montañas bajas y rojas en el horizonte. El sol se encontraba casi directamente por encima. El viaje les estaba llevando mucho más de lo que les había dicho Joanie.

La autovía estaba vacía casi por completo, con sólo algunos coches en sentido contrario. Un pequeño BMW rojo con matrícula de Nuevo México se metió por la izquierda y adelantó a la breve caravana. Los chicos siguieron su paso veloz en silencio, luego levantaron las manos haciendo gestos con los dedos doblados y rieron.

Stella no sabía lo que pretendían. La risa sonaba cruel. Los chicos la preocupaban. Parecían enloquecidos.

Las zonas largas, arenosas y rocosas a los lados de la autovía la hipnotizaban. Las montañas siempre estaban lejos. Una vez más se preguntó qué era Sandia, luego hizo a un lado la palabra, odiando su sonido, especialmente porque se trataba de una palabra bonita.

Chillido de ruedas.

Un súbito viraje la sacó de su ensueño. Stella se agarró al respaldo que tenía delante mientras el bus giraba a la izquierda, luego a la derecha, para inclinarse a continuación. Las ruedas seguían gimiendo sobre el asfalto. La cabeza y hombros de Celia saltaron a un lado y luego al otro, y cuando Stella miró a la derecha, el mundo exterior voló y cayó, incluido desierto y montañas. Luego todo se fue de lado, y ella se deslizó por el asiento de plástico y vino a chocar contra la ventanilla, haciéndose daño en la cabeza, cuello y hombro al golpear el plástico. El plástico estaba roto y abierto en fragmentos retenidos por los cables y su hombro presionaba contra la tierra y la gravilla.

Durante un momento el bus estuvo en silencio. Parecía estar tendido de lado, el lado derecho, su lado. La luz no era muy buena y el aire estaba espeso, quieto y repleto de un olor a goma quemada.

Intentó moverse y descubrió que todavía podía hacerlo, lo que le causó una oleada de emoción. Todavía le funcionaba el cuerpo, seguía con vida. Se empujó lentamente y oyó tintineos y desgarrones. Luego, un chico cayó sobre la cortina y le clavó la rodilla en un costado. A través del velo tenso de plástico vio el trasero cubierto de tela vaquera de otro chico y un rostro vago y retorcido. Will, pensó, y con un gruñido empujó el cuerpo, pero no podía moverlo.

—Por favor, levántate —exigió, con voz apagada.

Stella sentía dolor. Durante un minuto pensó que iba a sufrir un ataque de pánico, pero cerró los ojos y expulsó esa sensación. No podía mover la mano para palparse el hombro, pero creía que podría estar sangrando, y le parecía que tenía la blusa rota. Podía sentir la gravilla o algo igualmente afilado contra la piel desnuda.

En el exterior oyó voces, hombres hablando, y un hombre gritando. Parecían estar muy lejos. Luego se abrió la puerta con un gemido. La rodilla en su pecho se retiró y un pie le pisó el tobillo, apoyándose en la estructura del asiento de al lado. Gritó; realmente le dolió.

—Lo lamento —dijo un chico, y retiró el pie. Vio sombras moviéndose sobre ella, torpes, atontadas, presionando la cortina de plástico. El rostro de Will pareció difuminarse y apagarse y desapareció. Ahora la cortina estaba libre a su alrededor. Algo suspiró, un cilindro de freno quizás, o un chico. Se giró lo suficiente para poder tocarse al fin el hombro y levantó la mano contra la cortina para ver un poco de sangre, no mucha. La luz se filtraba a través del respaldo del asiento. Alguien había abierto la puerta de emergencia trasera del bus, y quizá también una abertura del techo.

—Será mejor que os saquemos de aquí —dijo un hombre agradable—. ¿Me habéis oído todos?

Stella estaba ahora tendida de espaldas contra la gravilla y la tierra y el lateral del bus. Se giró por completo y ejecutó una especie de juego de rodillas y brazos entre asientos, que se encontraban más cerca que antes del accidente. Una rama plumosa y frondosa se las arregló de alguna forma para metérsele en la boca y la escupió, luego terminó de agitarse hasta encontrarse de rodillas.

Tenía cortes por todas partes, pero no sangraba demasiado. Stella golpeó la cortina de plástico hasta que alguien la retiró haciendo resonar los ganchos.

—¿Quién está ahí? ¿LaShawna? ¿Eres tú? —Una voz de hombre, clara y profunda.

Y alguien más.

—¿Celia? ¿Hugh Davis? ¿Johnny? ¿Johnny Lee?

—Soy yo —dijo Stella—. Estoy aquí.

Luego oyó el grito de LaShawna. La chica empezó a llorar.

—Me duele la pierna —gimió.

—Vamos a rescatarte, LaShawna. Sé valiente. La ayuda está en camino.

Alguien lanzó una larga y enérgica maldición a otra persona.

—Sal de aquí. Quedaos lejos de aquí. Esto es horrible, pero iros.

—¡Nos echasteis de la carretera!

—Derrapasteis.

—Bien, ¿qué coño podía hacer? Había coches por todas partes. Dios, necesitamos una ambulancia. Llamen a una ambulancia.

Stella se preguntó si por ahora quizá debería quedarse donde estaba, en la semioscuridad, y sin que nadie supiese dónde estaba.

De pronto, alguien le tiraba del brazo, sacándola de entre los asientos para llevarla al espacio entre los asientos y el techo del autobús, ahora convertido en una especie de pasillo con ventanas en el suelo. Se trataba de Will. Se agachó y la miró como un mono con el pelo revuelto, y el rostro manchado de sangre.

—Ahora podemos irnos —dijo.

—¿Adónde? —preguntó Stella.

—Vienen a por nosotros. Humanos. Quieren rescatarnos. Pero podemos irnos.

—Tenemos que ayudar.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Will.

—Tenemos que ayudar.

Durante un momento, Stella deseó frotar la mano en su cara. Sentía las orejas calientes.

Will agitó la cabeza y fue medio agachado hasta la parte frontal del bus. Durante un momento pareció que se iba a limitar a salir por una de las ventanillas, pero entonces dos pares de brazos descendieron y Will miró a Stella. En su rostro apareció una expresión de amargura.

—Aquí hay una chica; está bien —dijo—. Ocupaos de ella, pero a mí dejadme en paz.

Stella estaba sentada a un lado de la larga carretera de dos carriles con la cara entre las manos. Se había dado un buen golpe en la cabeza y ahora le palpitaba. Miraba entre los dedos a los adultos que caminaban alrededor del bus. Habían pasado unos veinte minutos desde la colisión.

Will se encontraba a su lado, con la mano colocada descuidadamente sobre los ojos como si estuviese dormido. Se había roto los pantalones y se veía un largo rasguño. Por lo demás, parecía estar perfectamente.

Celia y LaShawna y otros tres chicos ya estaban sentados en los asientos traseros de dos coches, que no eran los de escolta. Los dos coches de escolta habían chocado con una alcantarilla y estaban bastante maltrechos —el radiador retorcido, el vapor silbando, el capó abierto.

Le pareció oír a los dos guardias de seguridad al otro lado del bus, y posiblemente también al chófer.

Apartados a un lado de la carretera, como a un centenar de metros, había dos vehículos policiales. No podía ver las insignias pero tenían las luces puestas. ¿Por qué no ayudaban, preparándose para llevar a los niños de vuelta a la escuela?

¿Vendría pronto un furgón ACEM o una ambulancia?

Un hombre negro vestido con un traje marrón arrugado se acercó a Stella y Will.

—Los otros están bastante magullados, pero se pondrán bien. LaShawna está bien. La pierna no tiene problema, gracias a Dios.

Stella lo miró dubitativa. No sabía quién era.

—Soy John Hamilton —dijo—. Soy el padre de LaShawna. Tenemos que irnos. Tenéis que venir con nosotros.

Will se sentó, con mejillas casi caoba por la combinación de sol y desafío.

—¿Por qué? —dijo—. ¿Nos llevan a otra escuela?

—Tenemos que ir a un médico para una revisión. El lugar seguro más cercano está a ochenta kilómetros —señaló a la carretera—. Nada de volver a la escuela. Mi hija no volverá nunca, no mientras yo viva.

—¿Qué es Sandia? —le preguntó Stella a John, siguiendo un impulso.

—Son unas montañas —dijo John, con expresión de sorpresa, y tragó algo que debió de ser amargo—. Vamos, en marcha. Creo que hay sitio.

Llegó un tercer coche y John habló con la conductora, una mujer de mediana edad con grandes anillos turquesa en los dedos y un estridente pelo naranja. Parecían conocerse.

John regresó. Estaba irritado.

—Iréis con ella —dijo—. Su nombre es Jobeth Hayden. También es madre. Pensamos que su hija podría estar aquí, pero no.

—¿Sacaron el bus de la carretera? —preguntó Stella.

—Intentamos detener el coche principal y sacaros del autobús. Creímos que lo podíamos hacer con seguridad. No sé cómo pasó, pero uno de los coches dio un giro y el autobús arremetió contra él y todos se salieron de la carretera. Coches por todas partes. Hemos tenido mucha suerte.

Will había recuperado el libro roto y gastado del suelo y lo sostenía en la mano. Miró el roto de los vaqueros y el rasguño. Luego miró a la carretera y a los coches con luces de emergencia.

—Me iré por mi cuenta.

—No, hijo —dijo John Hamilton con firmeza, y de pronto pareció enorme—. Morirás ahí fuera, y no conseguirás que te lleven porque sabrán lo que eres.

—Me arrestarán —dijo Will, señalando a las luces parpadeantes.

—No, no lo harán. Son de Nuevo México.

Hamilton no explicó por qué eso era importante. Will miró a Hamilton con el rostro contraído por la furia o la frustración.

—Somos los responsables —dijo Hamilton en voz baja—. Por favor, venid con nosotros. —Una vez más, concentrándose en Will, con voz profunda y casi somnolienta, Hamilton repitió—: Por favor.

Will tropezó al dar un paso, y John le ayudó a llegar al coche de la señora con el pelo naranja, Jobeth.

Durante el camino, se acercaron al Buick rojo que transportaba a Celia, Felice, LaShawna y a dos de los chicos. LaShawna iba recostada en el asiento trasero, a la sombra del techo del coche, con los ojos cerrados. Felice estaba recta a su lado. Celia sacó la cabeza por la ventanilla.

—¡Qué-KUK viajecito! —gritó. Una venda blanca le rodeaba la cabeza. Tenía sangre en el cráneo y en el pelo y sostenía una botella de 7-Up y un sándwich—. Supongo que se acabó la escuela, ¿eh?

Will y Stella se subieron al coche de Jobeth. John le dijo a Jobeth adónde iban —un rancho—. Stella no pilló el nombre, aunque podría ser George o Gorge.

—Lo conozco —dijo la mujer—. Me encanta.

Stella estaba segura de que la mujer no había dicho «encinta» sino «encanta».

Will recostó la cabeza en el asiento y miró a la tela interior del techo. Stella cogió una botella de agua y una botella de 7-Up de manos de John, y los coches se pusieron en marcha, dejando los restos del bus, dos guardias, y tres chóferes, todos cuidadosamente atados y sentados en el andén.

Los vehículos oficiales resultaron pertenecer a la policía estatal de Nuevo México, y giraron en dirección contraria, con las luces ya apagadas.

—No llevará más de una hora —dijo Jobeth, siguiendo a los otros dos coches.

—¿Quién es usted? —preguntó Stella.

—No lo sé —dijo Jobeth a la ligera—. No lo sé desde hace años. —Miró a Stella—. Eres guapa. Para mí eres guapa. ¿Conoces a mi hija? Se llama Bonnie. Bonnie Hayden. Supongo que sigue en la escuela; se la llevaron hace seis meses. Es pelirroja natural y sus pecas son realmente prominentes. Tiene sangre irlandesa, estoy segura.

Will arrancó una página del libro y la arrugó, luego la meneó bajo la nariz. Le sonrió a Stella.

32

Oregón

Habían estado de caza, los hombres, llevándose con ellos a los jóvenes, los que habían llegado a la pubertad o estaban cerca; dirigiéndose a la zona alta, para ver dónde podría quedar algo de caza después de la lluvia de ceniza. Pero la ceniza lo había cubierto todo de arenilla en cientos de kilómetros a la redonda y la caza se había ido al sur, toda menos los animales pequeños todavía ocultos en sus madrigueras, en sus conejeras, aguardando...

Y entonces los hombres oyeron la llegada del lahar, vieron la nube piroclástica que había fundido toda la nieve y el hielo acumulados alrededor de la base de la montaña formando un sucio manto gris descendiendo desde el negro Oso Tormentoso cuyas garras son rayos... o la diosa de la montaña sentándose y esparciendo su manto, el borde de la piel suave corriendo sobre la tierra a decenas de kilómetros con un sonido como el de todos los búfalos del mundo.

Bajo el manto, el agua se había mezclado con gas caliente y había acumulado ceniza, lodo y árboles, avanzando contra los hombres, pálidos y débiles por el miedo.

El jefe, con los ojos más agudos, el de cerebro más rápido, el de brazos más fuertes, el que tenía más hijos e hijas de la banda, y sin embargo probablemente de sólo treinta y cinco o cuarenta años, como mucho... el jefe jamás se había encontrado con nada parecido al lahar que se aproximaba. La ceniza ya era mala. Parecía que la distante pared de gris necesitaría días para llegar hasta ellos, arrollando primero los bosques distantes. ¿Cómo podría jamás tocar el territorio en el que él vivía con sus hijos y cazadores, por furiosa y poderosa que fuese?

Pero, por si acaso, regresó para ir con las mujeres.

Mitch empujó sobre las rodillas para ponerse en pie y comenzó a caminar hacia el campamento.

Los hombres descendieron rápidamente de las colinas, tomando el camino más corto desde la zona alta, levantando volutas de ceniza alrededor de los pies mientras corrían, y el jefe levanta la vista para mirar por encima de las cenizas que ocultan el pequeño grupo en una nube que les asfixia y descubre que la nube se ha acercado mucho en unos pocos minutos. Se estremece, sabiendo lo ignorante que es. La muerte podría estar muy cerca.

Mitch penetró en la depresión, al otro lado de la vieja arcilla esquistosa y bordeando las zonas de maleza.

Se acercaba la rociada antigua e inmensa. Aliento caliente de un infierno sin nombre, quizá ni siquiera concebido entonces. El jefe corre más rápido a medida que el rugido se hace más intenso, un sonido mayor que incluso la mayor de las estampidas durante la mayor de las cacerías, el muro de nube recorriendo la tierra con una dignidad veloz pero pesada, como un enorme oso.

Durante un momento, el jefe se detiene y señala que la nube gris se ha detenido. Ríen y ululan. La nube gris empieza a dispersarse, rompiéndose. No pueden ver el flujo que hay debajo.

Entonces se produce la mayor lluvia de ceniza de todas, gruesos mantos y olas densas, cegando, picando los ojos y concentrándose en nariz y boca, arenosa entre labios y encías, ahogándoles. Intentan taparse los ojos con las manos. Ciegos, tropiezan, caen y lanzan gritos de caza, gritos de identidad, que todavía no son nombres. El rugido se inicia de nuevo, se hace más intenso, un resonar rítmico, el grito de los árboles rompiéndose.

Mitch se detuvo brevemente en la subida de la depresión, observando las capas gastadas, los restos rotos y desmigajados del antiguo lahar. Se frotó los ojos, intentando eliminar una punzada de luz en la visión.

Desde lo alto de la cresta, medio se desliza, medio camina hasta el borde del río Spent, un acantilado que mira al cauce seco. Podrían haber estado cerca del río, esperando a cruzarlo, en una línea recta entre la zona alta donde Mitch (y el jefe) había estado unos minutos antes, no lejos de donde Mitch se encontraba ahora, con el brazo muerto a un lado, sin hacer caso al hormigueo ni al dolor creciente plateado que le precedía.

Caminó siguiendo el acantilado. Sus ojos barrían el suelo a unos metros por delante, buscando esa falange gastada o incluso un hueso mayor o un fragmento de hueso que ningún coyote hubiese alterado o se hubiese llevado alguna ardilla de tierra, caído de su hueco en la ceniza, ese pequeño molde de muerte.

El rugido es intenso y cada vez más, pero la nube parece disiparse. Lo que no pueden ver, desde donde están, es el lahar dividiéndose en largos dedos, encontrando canales ya tallados y abiertos en el suelo, quemando sus últimas energías, avanzando, avanzando, pero debilitándose. Lo que no pueden ver claramente es que esa nueva amenaza intenta matarles con toda su fuerza decreciente.

Quizá vivan.

Estarían a su derecha, si estuviesen en alguna parte, si todavía siguiesen aquí. Puede que hace siglos sus huesos se soltasen del acantilado. Caminaba tan cerca del borde que posiblemente no quedase nada. Entonces el río podría ser más alto, su cauce no tan excavado y profundo; pero el acantilado podría haber sido lo suficientemente alto para hacerles dudar...

El jefe mira al noroeste. La corriente principal del lahar moribundo ruge por ese canal. Abre los ojos, rebufa por la furia y la decepción. Es un torrente humeante, retorcido y alto de lodo y agua hirviente. Le llena los ojos, su cerebro. Va más rápido de lo que ellos pueden correr. Se agacha y ruge pasando a su lado, bajo sus pies, excavando el dique. Suben a la ribera para buscar seguridad, pero el lahar salta y la rociada los atrapa al levantar los brazos. El líquido denso les escalda, y el jefe oye los gritos de los otros, pero sólo durante un momento.

Mitch deja de respirar.

Sus mujeres debieron de morir en el mismo momento, o con unos segundos de diferencia, al otro lado del río Spent.

El jefe cae con los brazos sobre la cabeza. Él y todos sus hijos y todos los otros cazadores luchan durante decenas de segundos contra el lodo hirviente y luego deben de quedarse quietos. Los cubre, una manta de más de medio metro de espesor, cargada de ramas y trozos de troncos y piedras del tamaño de puños, con fragmentos de animales muertos.

Al caminar, Mitch se fue tranquilizando. Las cosas parecían encajar. Cuando se iniciaba la búsqueda, su mente se convertía en un lago tranquilo.

La tierra está caliente y emite vapor. No hay nada vivo sobre las tierras cercanas al río. Los arbustos desnudados de hojas se encuentran destrozados y secos siguiendo el cauce del río. Los cadáveres yacen medio cocidos y medio enterrados bajo masas de lodo caliente. El suelo huele a lodo y a verduras cocidas. Huele a hierbas cocidas en un guiso de carne.

El lodo se enfría.

Y entonces se produce la tercera lluvia de cenizas, enterrando los restos de los hombres, las mujeres y la tierra destrozada siguiendo el río Spent y varios kilómetros a la redonda.

Fin.

Mitch mantuvo la cabeza agachada y se apretó un ojo con un dedo, pero el dolor llegaba igualmente. El precio a pagar.

Rod Taylor empuja la palanca de la vieja máquina del tiempo. El lodo se endurece bajo el paño mortuorio de ceniza caída. El tiempo vuela. Los cuerpos se descomponen en el interior de los moldes, manchando el lodo duro. La carne se filtra y los huesos se agitan con los terremotos y el lodo y la piedra se rompen permitiendo la entrada de agua y nuevo lodo, llenando los huecos con lodo de diferente densidad, diferente composición, sosteniendo, por fin, los huesos.

Los hombres pueden descansar.

Mitch sabía que seguían por aquí, en algún lugar.

Dejó de caminar y miró a la derecha, hacia un escalón cortado en el acantilado por cientos de siglos de erosión. Al principio no podía ver qué le había llamado la atención; quedaba oculto por la dolorosa astilla de luz.

La parte superior del escalón de arcilla esquistosa se encontraba al menos a metro y medio sobre su cabeza. Una mancha de gris oscuro coronaba el escalón bajo una capa superficial de tierra y maleza. Pero su visión se convirtió en una esfera brillante y todo lo que veía era la reluciente prominencia marrón depositada horizontalmente en la piedra.

Apenas se atrevía a respirar.

Mitch se encorvó, colgando los brazos, apuntalando las rodillas contra el montículo de guijarros y terrones gastados. Alargó el dedo derecho y lo pasó siguiendo la ceniza gris compactada y la arcilla cocida.

La prominencia era firme sobre la capa dura. Podría haber sido un hueso de ciervo, una cabra montesa, o una oveja de montaña.

Pero no lo era. Era una espinilla humana, una tibia. En esa capa, debía de ser al menos tan vieja como los huesos en el campamento. Alargó una mano, con las chispas volando en su ojo derecho, y palpó en busca de una pequeña pieza que había visto ahí, un tobillo marrón oscuro entre los escarpes rocosos.

Lo levantó, girándolo hasta poder verlo con claridad. Era pequeño, pero también era humano. Al menos Homo. Lo volvió a colocar. La posición sería importante durante el reconocimiento.

Sacó un palillo de dientes de la chaqueta y trabajó con el lodo y la ceniza endurecidos alrededor de la tibia hasta estar seguro, luchando durante largos minutos contra el dolor de su cráneo. Luego volvió a sentarse y levantó las rodillas.

Ya no podía retrasarlo más. La migraña había llegado. No había sufrido una tan dura en más de diez años. Se le cayó el palillo de dientes de la mano y se dobló sobre el suelo, intentando no gemir.

Se las arregló para alargar un dedo y acariciar el hueso medio enterrado.

—Te encontré —dijo Mitch. Luego cerró los ojos y sintió cómo le anegaba su propio lahar.

33

Nuevo México

El monitor de Dicken estaba ocupado con comparaciones de expresión de proteínas en tejidos embriónicos en distintas fases del desarrollo, buscando el elusivo disparador transposón o retroviral que se había insertado en el complejo de genes del desarrollo, para propiciar la aparición del himen en las mujeres humanas. Incluso empleando búsquedas y comparaciones anteriores —increíblemente, había encontrado algunas en la literatura— parecía que le llevaría meses o años.

El doctor Jurie había encerrado a Dicken en la posición más segura y menos interesante del Patogénico de Sandia. Lo había dejado en un almacenamiento seguro y frío hasta que fuese necesario.

Un curioso equilibrio de utilidad y seguridad. Jurie mantenía a Dicken bajo su falda, digamos, sólo para saber dónde estaba y a qué se dedicaba, y posiblemente para usar su cerebro.

¿Pero también para confesar? ¿Para que le pillasen?

Dicken no descartaba nada en lo que se refería a Aram Jurie.

El hombre había pasado una lista de desvaríos, largos mensajes de correo electrónico, crípticos, elusivos, ligeros y excesivamente evocativos para la tranquilidad de Dicken. Podría ser que Jurie estuviese cerca de algo, pensaba Dicken, una idea retorcida y loca pero innegablemente grande.

Jurie sostenía la creencia —que no era exactamente nueva— de que los virus realizaban una labor sustancial pero tosca en casi todos los estadios del desarrollo embrionario. Pero tenía algunas curiosas ideas sobre cómo lo hacían:

Los virus genómicos quieren jugar en primera división, pero en lo que se refiere a jugadores genéticos, son simples, están limitados, y han caído en desgracia. No pueden ejecutar las tareas mayores, así que se embarcan en detallitos crípticos, y el partido los tolera y luego se vuelve adicto a sus sutiles juegos...

Débiles por sí mismos, los virus endógenos puede que dependan de una forma muy diferente de apoptosis, suicidio celular programado. Los ERVs se expresan en ciertos momentos y presentan antígenos en la superficie celular. La célula recibe la inspección de los agentes del sistema inmunológico humano y es destruida. Coordinando cómo y qué célula presenta antígenos, los virus genómicos pueden participar toscamente en la formación del embrión, o incluso en el cuerpo en crecimiento tras el parto. Evidentemente, trabajan para incrementar su número y su posición en la especie, en el genoma extendido. Actúan manteniendo un control débil pero persistente frente al asalto poderoso y constante del sistema inmunológico.

Y en los mamíferos, han ganado. Hemos cedido algunos de los aspectos más cruciales de nuestras vidas a los virus, sólo para dar a nuestros bebés tiempo para desarrollarse en el útero, en lugar de en el óvulo constreñido; tiempo para desarrollar un sistema nervioso más sofisticado. Una apuesta calculada. Todas nuestras generaciones están secuestradas debido a nuestra deuda con los genes víricos.

Es como recibir un préstamo de la Mafia...

Maggie Flynn llamó a la puerta abierta del despacho de Dicken.

—¿Tienes un momento? —preguntó.

—En realidad no. ¿Por qué? —preguntó Dicken, volviéndose sobre la silla con ruedas. Flynn parecía enrojecida y alterada.

—Ha pasado algo. Jurie ha salido. Nos dice que permanezcamos en nuestros puestos. No creo que podamos. Simplemente no estamos preparados.

—¿Qué es?

—Necesitamos el consejo de un experto —dijo Flynn—. Y tú podrías ser el experto.

Dicken se puso en pie y metió las manos en los bolsillos de los pantalones, atento y cauteloso.

—¿Qué tipo de consejo?

—Tenemos un nuevo invitado —dijo Flynn—. No es un mono. —No parecía muy feliz con la idea.

Si Maggie Flynn creía que Dicken era de la confianza de Jurie, ¿quién era él para corregirla? El pase de Flynn podía dejarlos entrar a los dos si su pase personal estaba bloqueado —lo había descubierto ayer, visitando el laboratorio de Presky para el estudio de monotremas.

Flynn lo llevó al exterior del edificio hacia un carrito y lo condujo esquivando los cinco almacenes interconectados que contenían el zoo. En zona abierta, lejos de los dispositivos de escucha, se expresó con mayor claridad.

—Has trabajado con niños SHEVA —arrancó Flynn—. Yo no. Tenemos una situación complicada, desde el punto de vista médico, desde el punto de vista ético, y no sé cómo encararla. Como la única mujer casada del bloque, Turner me escogió para ofrecer algo de apoyo moral, establecer un entendimiento... pero francamente, no tengo ni idea.

—¿De qué hablas? —preguntó Dicken.

Flynn detuvo el carrito, todavía más nerviosa.

—¿No lo sabes? —preguntó, elevando ligeramente la voz.

La mente de Dicken empezó a correr y vio que estaba al límite de perder una oportunidad dorada. Has trabajado con... Como la única mujer casada.

Lo están haciendo. Lo han hecho. Sintió cómo se le disparaba el pulso y esperó que no se le notase.

—Oh —dijo, con una razonable imitación de despreocupación—. Niños del virus.

Flynn se mordió el labio.

—No me gusta esa frase. —Volvió a hacer avanzar el carrito dándole al control—. Jurie jamás trabajó directamente con ellos. Sólo con muestras. Ni tampoco Turner, y evidentemente Presky es un hombre de animales, sin trato con los pacientes. Pensamos en ti. Turner dijo que debía de ser por eso que estabas aquí, y por lo que te habían asignado un trabajo teórico de mierda... de forma que lo puedas dejar cuando surja la ocasión.

—Vale —dijo Dicken, vistiendo una máscara de cautela profesional. Apretó los dientes para evitar decir algo revelador o estúpido.

—Algo ha ido mal en la frontera del estado, no sé qué es. No conozco esa situación en particular. Jurie está en Arizona. Turner me dijo que te recogiese antes de que vuelva. —La sonrisa fue breve y desesperada—. El gato no está en casa.

Después de todo, resultaba ser una conspiración interna, y no demasiado convincente. Flynn parecía esperar que él dijese algo tranquilizador y superficial. Todo el puto laboratorio funcionaba con un chute de superficialidad pura, como si quisiesen ocultar la creciente convicción de que lo que hacían algún día podría llamar la atención de La Haya.

—Dios bendiga a las bestias y a los niños —dijo Dicken—. Vamos.

En el lateral norte de los almacenes del Patogénico, un enclave hinchable de color plata dispuesto sobre una extensión negra de aparcamiento como si fuese una enorme larva alienígena. Un tubo de acceso llevaba desde el enclave al Almacén número 5, que contenía la mayoría de los laboratorios de estudios de primates. Dicken apreció dos compresores externos y una complicada unidad de esterilización recién montada en el extremo sur de la salchicha.

No se dio cuenta de lo grande que era el recinto hasta que se encontraron casi junto a él. Todo el complejo era al menos tan grande como uno de los almacenes y ocupaba al menos un acre.

Aparcaron el carrito y entraron en el Almacén 5 a través de la puerta de entregas. Turner les recibió en una pequeña clínica en el interior del almacén —una clínica de hospital, evidentemente equipada tanto para humanos como para primates.

—Me alegra que hayas podido venir, Christopher —dijo—. Jurie está lidiando con una complicación en la frontera. Un grupo de manifestantes bloquearon un autobús del laboratorio, negándose a permitirle entrar en Arizona. Aparentemente, recibieron ayuda de la policía local. Jurie tuvo que pedir otro autobús en el último minuto y enviarlo por otra ruta.

—No me sorprende —dijo Flynn. Dicken los miró. Lo que vio le hizo sentir escalofríos. La superficialidad se había evaporado por completo. Sabían que sus carreras estaban en peligro.

—Los preparativos han sido evidentes, pero Jurie sólo nos lo contó ayer —dijo Turner.

Las frases de los dos se apilaban.

—Es una niña muy infeliz —dijo Flynn.

—Ni siquiera estoy seguro de que debiésemos tenerla aquí —dijo Turner.

—Está embarazada —dijo Flynn.

—Una violación, nos dijeron. Su padre adoptivo —dijo Turner.

—Oh, Dios, no sabía que era una violación —dijo Flynn, y se llevó los nudillos a las mejillas—. Sólo tiene catorce años. La trajeron aquí de su escuela en Arizona. Jurie la llama nuestra escuela. De ahí hemos estado recibiendo la mayoría de las muestras.

—¿Está embarazada? —preguntó Dicken, pasmado, y luego se preguntó si habría revelado su disfraz.

—No es de conocimiento general ni siquiera en la clínica —dijo Turner—. Apreciaría algo de discreción.

Dicken permitió que regresase su asombro.

—Es importante —se le rompió la voz—. Pero ella es 52 XX. ¿Qué hay de la poliploidia?

—Sólo sé lo que veo —dijo Turner con tono grave—. Su padre adoptivo la dejó embarazada.

—Es terriblemente importante —dijo Dicken.

—Llegó a la escuela hace un mes —dijo Turner—. Descubrimos su embarazo cuando procesamos un conjunto de sus análisis de sangre. A Jurie casi le dio un ataque al corazón cuando recibió los resultados. Parecía eufórico. La semana pasada hizo que la transfiriesen al Patogénico sin decírnoslo.

—Me puse tan furiosa... —dijo Flynn—. Podría haberle matado.

—¿Qué otra cosa podíamos hacer? La escuela no podía ocuparse de ella, y es totalmente seguro que ningún puto hospital la tocaría.

Dicken levantó la mano.

—¿Quién opera la clínica? —preguntó.

—Maggie, Tommy Wrigley... conociste a Tommy en la fiesta, y Thomas Powers. Algunas personas venidas de California; no las conocemos. Y, por supuesto, Jurie, en la parte de investigación. Pero ni siquiera se ha molestado en visitar a la chica.

—¿En qué condición se encuentra?

—Está embarazada de unos tres meses. No lo lleva muy bien. Creemos que podría tener Shiver autoinducido —dijo Flynn.

—Eso no está confirmado —dijo Turner furioso—. Actúa como si tuviese la gripe, y puede que sólo sea eso. Pero estamos siendo extra cuidadosos. Y esta información no llegará a ninguna parte... no se lo cuentes a nadie más en el Patogénico.

—Pero el doctor Dicken sabrá si es Shiver, ¿no? —dijo Flynn a la defensiva—. ¿No es por eso que Jurie te trajo aquí?

—Vamos a echar un vistazo a la chica —dijo Dicken.

—Su nombre es Fremont, Helen Fremont —dijo Flynn—. Originalmente viene de Nevada. Creo que de Las Vegas.

—Reno —le corrigió Turner. Luego su rostro se desmoronó en sufrimiento total, dejando caer los hombros, y añadió—: Creo que ya no puedo soportarlo más. En serio, creo que no.

34

Baltimore-Washington

Kaye y Marge Cross permanecieron sentadas en la parte posterior del taxi en silencio. Kaye miró al cuello pasivo del chófer bajo el turbante, entrevió su sonrisa en el retrovisor. Iba silbando, feliz. Para él, tener una nieta SHEVA no era, evidentemente, una gran carga.

Kaye no sabía mucho sobre las condiciones de los niños SHEVA en Pakistán. En general, las culturas tradicionales —musulmanes, hindúes, budistas— habían aceptado mucho mejor a los nuevos niños. Era a la vez sorprendente y una lección de humildad.

Cross tamborileó con los dedos sobre la rodilla y miró por la ventanilla a los coches que pasaban por la autopista. Un camión largo pasó junto a ellos con CERDO TRANSNACIONAL DE BIRMINGHAM escrito en grandes letras rojas en los laterales de sus dos tráileres.

—Gasté mucho dinero en esa línea —murmuró Cross.

Kaye asumió que se refería a los trasplantes de tejidos de cerdo.

—¿Adónde vamos, Marge? —preguntó.

—Paseamos —dijo Cross. Levantaba y bajaba la barbilla, y Kaye no conseguía estar segura de si asentía o movía la mandíbula siguiendo el paso de camiones.

—La dirección corresponde a una zona residencial. Conozco Baltimore y Maryland bastante bien —dijo Kaye—. Doy por supuesto que no me estás secuestrando.

Cross le dedicó una sonrisa difusa.

—Demonios, pagas tú —dijo—. Hay algunas personas que creo que te gustaría conocer.

—Vale —dijo Kaye.

—Lars trató a Robert con mucha dureza.

—Robert es un gilipollas mojigato.

Cross se encogió de hombros.

—Aun así, no voy a seguir el consejo de Lars.

—No pensaba que fueses a hacerlo —dijo Kaye. Incluso ahora, odiaba perder el laboratorio y la investigación. Hacer ciencia era su último consuelo, el laboratorio el último lugar para refugiarse y perderse en el trabajo.

—Voy a dejarte ir —dijo Cross.

Para su sorpresa, el golpe no le pareció tan duro. Le tocó el turno a Kaye de asentir siguiendo la cadencia de la suspensión del taxi.

—Tu labor conmigo ha terminado —dijo Cross.

—Vale —dijo Kaye hermética.

—¿No es así? —preguntó Cross.

—Claro —dijo Kaye, con el corazón martilleándole. Hacer lo que he estado aplazando. Lo que no puedo hacer sola.

—¿Qué más harías en Americol?

—Investigación pura sobre la activación hormonal de elementos retrovirales en humanos —dijo Kaye, agarrándose todavía al pasado—. Concentrándome en los sistemas de señales relacionados con el estrés. Transferencia de factores de transcripción y genes regulados por ERV a las células somáticas. Estudiar los virus como transporte genético y sistemas regulatorios comunes del cuerpo. Demostrar que el modelo exclusivamente de enfermedad está equivocado.

—Buen área —dijo Cross—. Un poco demasiado avanzada para Americol, pero puedo hacer algunas llamadas y conseguirte un puesto en algún sitio. Francamente, no creo que vayas a tener tiempo.

Kaye arqueó las cejas y contrajo los labios.

—Ya no soy tu empleada, ¿cómo puedes saber cuánto tiempo tendré?

Cross sonrió, pero la sonrisa se desvaneció con rapidez y frunció el ceño mirando por la ventanilla.

—Robert se equivocó al escoger el martillo con el que golpearte —dijo—. O al menos, lo hizo delante de la mujer equivocada.

—¿Cómo es eso?

—Hará veintitrés años el próximo agosto, empezaba a reunir capital de inversión para mi primera compañía. Estaba rellenando la agenda con reuniones y almuerzos de trabajo. —Su expresión se volvió nostálgica, como si recordase un maravilloso romance de antaño—. Dios se dejó caer. Mal momento, por decir lo mínimo. Me golpeó con tal fuerza que tuve que ir a los Hamptons y ocultarme en una habitación de hotel durante una semana.

»Básicamente me derretí.

Evitaba el contacto ocular directo, como una niña pequeña que se confesase. Kaye se inclinó para verle la cara con mayor claridad. Kaye nunca había visto a Cross con un aspecto tan vulnerable.

—No puedo transmitirte lo asustada que me sentía. Él era una prueba de locura, epilepsia o algo peor.

—¿Pensaste que era un él?

Cross asintió.

—No tiene demasiado sentido en el caso de un par de mujeres fuertes, ¿no? En aquel momento me molestó mucho. Pero por mucho que me afectase, por muy asustada que me sintiese, jamás se me ocurrió visitar un centro de radiología. Fue una idea brillante, Kaye. Nada barata, pero brillante.

Kaye miró al rostro del taxista reflejado en el retrovisor. Evidentemente intentaba no prestar atención a lo que se decía en el asiento trasero, intentando ofrecerles intimidad —sin tener éxito.

—Amor no es la palabra, pero es todo lo que tenemos. Amor sin deseo. —Cross alargó la mano para pasarse bajo los ojos los dedos de perfecta manicura—. Nunca se lo he contado a nadie. Alguien como Robert lo hubiese empleado contra mí.

—Pero es cierto —dijo Kaye.

—No, no lo es —dijo Cross de mal humor—. Es una experiencia personal. Fue real para ti y para mí, pero eso no nos lleva a ningún sitio en este mundo cruel y acartonado. La misma visión podría haber animado a otra persona a quemar ancianas por brujas o a matar ingleses, como hacía Juana de Arco. Activar la vieja Inquisición.

—No lo creo —dijo Kaye.

—¿Cómo sabes que los carniceros y asesinos no recibieron un mensaje?

Kaye tuvo que admitir que no lo sabía.

Cross dijo:

—He invertido gran parte de mi tiempo intentando olvidar, para poder hacer el trabajo preciso para llegar a donde quería estar. En ocasiones era un trabajo cruel, pisoteando los sueños de otros. Y cuando lo recuerdo, me destroza. Porque esta cosa, Él, jamás me castigaría, sin que importase lo que hiciese o cómo me comportase. No es simple perdón... ausencia de crítica. Sólo amor. No puede ser real —dijo Cross—. Lo que dijo y lo que hizo no tiene sentido.

—A mí me parecía real —dijo Kaye.

—¿Sabes lo que le pasó a Tomás de Aquino? —le preguntó Cross.

Kaye hizo un gesto de negativa.

—El teólogo más admirado de todos. Un pensador frenético, lógico más allá de toda medida... hoy en día muy difícil de leer. Pero inteligente, no hay duda, y joven cuando dejó su marca en el mundo. Alumno de Alberto Magno. Defensor de Aristóteles en el seno de la Iglesia. Escribió tratados muy gruesos. Admirado por toda la Cristiandad, e incluso hoy en día reverenciado como pensador. La mañana del 6 de diciembre de 1273, oficiaba la misa en Nápoles. Era mayor, como de mi edad. Justo en medio del sermón, dejó de hablar, y miró al vacío. O miró a la totalidad. Imagino que debió de quedarse boqueando como un pez. —La expresión de Cross era burlona, distante.

»Dejó de escribir, de dictar, dejó de añadir a la Summa, la obra de su vida. Y cuando le presionaron para que explicase por qué lo había dejado, dijo: "No puedo hacer más; se me han revelado tales cosas que todo lo que he escrito se me antoja como la paja, y ahora aguardo el final de mi vida." Murió unos meses después. —Cross bufó—. No me sorprende que Aquino se parase en seco, el pobre cabrón. Reconozco una jerarquía cuando la veo. Soy un poco mejor que un gusano agitándose en un estanque comparada con lo que me tocó. No me atrevería a decirle a Dios cómo debe comportarse —sonrió—. Sí, querida, puedo ser humilde. —Cross tocó la mano de Kaye—. Y eso es todo. Estás despedida. Por ahora, has hecho todo lo que era preciso hacer en mi empresa.

—¿Qué hay de Jackson? —preguntó Kaye.

—Es un hombre limitado, pero todavía útil, y todavía hay labores importantes que puede realizar. Haré que Lars le vigile.

—Jackson no comprende —dijo Kaye.

—Si te refieres a que es estrecho de miras, es justo lo que necesito ahora mismo. Pondrá los puntos sobre las íes, intentando demostrar que tiene razón. Bien por él.

—Pero lo hará mal.

—Entonces lo hará metódicamente. —Cross se mostró inflexible—. Aquino conocía bien el problema de Robert. Lo llamaba ignorantia affectata, ignorancia cultivada.

—Dios debería tocarle —dijo Kaye con amargura, y luego enrojeció por la vergüenza, como si fuese una especie de castigo.

Cross lo meditó en serio durante un momento.

—Me sorprende que Dios me tocase a —dijo—. Me horrorizaría que quisiese tener trato con Robert.

35

Nuevo México

En su interior, la tienda plateada está formada por ocho caravanas de ancho estándar, apoyadas en bloques sobre un suelo de plástico arrugado y roto, y rodeadas, a una distancia de diez metros, de un círculo de paneles de plástico transparente coronados de alambre de espino. Las caravanas no parecían para nada cómodas o acogedoras.

Dicken intentó orientarse bajo la luz lúgubre que se filtraba por la tienda plateada. Habían entrado por el lado oeste. Por tanto, el norte se encontraba donde estaba aparcado un pequeño furgón de Acción de Emergencia, el mismo furgón que presumiblemente había traído a Helen Fremont desde Arizona. Al sur de las caravanas y el muro de plástico y alambre, un pequeño laberinto de mesas y bancos de laboratorio montado y aprovisionado con equipos médicos y de laboratorio estándar.

Unos pocos focos montados sobre largas barras de acero complementaban la luz débil del sol.

Dicken no vio a nadie más bajo la tienda.

—Todavía no tenemos equipo —dijo Flynn—. Ha enfermado esta misma mañana.

—¿Hay una conexión telefónica en la caravana, un intercomunicador, un megáfono, algo?

Flynn hizo un gesto de negativa.

—¿Todavía estamos montándolo todo?

—Maldición, ¿está sola ahí dentro?

Turner asintió.

—¿Cuánto tiempo lleva?

—Desde esta mañana —dijo Flynn—. Entré e intenté reconocerla. Se negó, pero saqué algunas fotos y, evidentemente, está el vídeo. Estamos realizando análisis de los fluidos de la línea de residuos y también del aire, pero no conozco bien este equipo. No me fiaba, así que llevé las muestras al laboratorio de primates. Siguen en ello.

—¿Jurie sabe que está enferma? —preguntó Dicken.

—Le llamamos —dijo Turner.

—¿No dio instrucciones?

—Dijo que la dejásemos en paz. Que no entrase nadie hasta estar seguros.

—Pero Maggie entró.

—Tuve que hacerlo —dijo Flynn—. Parecía asustada.

—¿Te pusiste un traje?

—Claro.

Dicken giró sobre la pierna rígida e inclinó la cabeza a un lado, mordiéndose la mejilla para no expresar su opinión. Estaba furioso.

Flynn no le miraba a los ojos.

—Es el procedimiento. Todas las pruebas se realizan bajo condiciones de nivel 3.

—Bien, está claro que seguimos las putas reglas, ¿no? —dijo Dicken—. ¿Le habéis pedido al menos que salga y que un doctor la examine?

—Se niega a salir —dijo Turner—. Tenemos cámaras de vídeo siguiéndola. Está en el dormitorio. Simplemente está tendida.

—Genial —dijo Dicken—. ¿Qué coño queréis que haga?

—Tenemos fotografías —dijo Flynn y se sacó el teléfono de datos del bolsillo.

—Muéstramelas —dijo Dicken.

Mostró una sucesión de cinco imágenes en la pantalla del teléfono. Dicken vio a una joven SHEVA de pelo castaño, ojos azul claro de mechas amarillas, rasgos finos pero de mejillas prominentes, piel pálida. La chica parecía un gato asustado, buscando con los ojos en las esquinas, negándose a sentirse intimidada incluso en su aflicción.

Dicken veía claramente que la chica no exhibía ningún síntoma evidente de Shiver —nada de lesiones en los brazos delgados, nada de marcas cinguladas color escarlata en el cuello—. Al final de las imágenes apareció una gráfica en vivo que mostraba una temperatura de 39 grados.

—¿Un sensor remoto de temperatura?

Flynn asintió.

—Dijiste que su nivel de víricos era alto.

—Se cortó al subir al furgón. Les habían dado instrucciones de no sacar sangre, pero aislaron la mancha y nosotros tomamos una muestra bajo condiciones controladas. Por eso sigue aquí el furgón. Está produciendo HERVs.

—Claro que sí. Está embarazada. No muestra ninguno de los síntomas necesarios —dijo—. ¿Qué os hizo creer que podía ser Shiver?

—El doctor Jurie dijo que podía serlo.

—Jurie no está aquí, pero vosotros sí.

—Pero está embarazada —dijo Turner, frunciendo el ceño, como si eso explicase su preocupación.

—¿Habéis comprobado los virus pseudotipos?

—Todavía estamos analizando las muestras —dijo Turner.

—¿Alguna cosa?

—Todavía no.

—Tú has padecido Shiver —dijo Flynn arisca—. Tú deberías ser incluso más cuidadoso. —Ahora parecía más furiosa que alterada. Se preguntaban de qué lado estaba, y se sentía medio inclinado a decírselo.

—Ni siquiera me hará falta traje —dijo despectivo, y le lanzó el teléfono a Flynn. Caminó hacia la caravana.

—Un momento —dijo Turner, con la cara roja—. Si entras ahí sin traje, ahí te quedas. No te... no podremos dejarte salir.

Dicken se volvió e hizo una reverencia, sosteniendo los brazos en un gesto exasperado y aplacativo. Había un trabajo por hacer, un problema a resolver, y la furia no servía de nada.

—¡Entonces traedme un puto traje! Y un teléfono o un intercomunicador. Necesita comunicarse con el exterior. Necesita hablar con alguien. ¿Dónde están sus padres... su madre, digo?

—No lo sabemos —dijo Flynn.

Las habitaciones estrechas en el interior de la caravana estaban ordenadas y carecían de toda alegría. El mobiliario de alquiler, tapizado en beige y vinilo amarillo liso, le daba un aire de utilidad rácana y sin alma. La chica no había traído efectos personales, y no había tocado ninguno de los peluches, todavía en los envoltorios de plástico, que ocupaban los estantes del diminuto recibidor.

Dicken se preguntó cuánto hacía que habían comprado los peluches. ¿Cuánto tiempo hacía que Jurie planeaba traer niños SHEVA al Patogénico?

¿Un año?

Dos sillas estaban caídas junto a la zona de comida. Dicken se inclinó para colocarlas bien. El plástico del traje gimió. Ya empezaba a sudar, a pesar del aire acondicionado portátil. Hacía mucho tiempo que había aprendido a odiar los trajes de aislamiento.

Buscó otras obstrucciones que pudiesen enganchar el plástico, y luego se movió silenciosamente hacia el dormitorio al fondo de la caravana. Llamó al marco y miró a través de la puerta medio abierta. La chica estaba tendida de espaldas sobre la cama, todavía vistiendo pantalones hasta media pierna, una blusa, y una chaqueta vaquera. Había retirado las colchas verdes de la cama y miraba al techo.

—¿Hola?

La chica no le miró. Podía apreciar el movimiento del tórax delgado, y tenía las mejillas rubí por la fiebre, el miedo o quizá desesperación.

—¿Helen? —Caminó por el espacio estrecho junto a la cama y se inclinó para verle la cara—. Me llamo Christopher Dicken.

Ella echó la cabeza a un lado.

—Vete. Te haré enfermar —dijo.

—Lo dudo, Helen. ¿Cómo te sientes?

—Odio ese traje.

—A mí tampoco me gusta demasiado.

—Déjame en paz.

Dicken se enderezó y se cruzó de brazos con algo de dificultad. El traje gimió y se sintió como uno de los peluches envueltos.

—Dime cómo te sientes.

—Quiero vomitar.

—¿Has vomitado?

—No —dijo.

—Eso es bueno.

—Lo intento. —La chica se sentó en la cama—. Deberías tenerme miedo. Eso es lo que mi madre me dijo que dijese a cualquiera que intentase tocarme o secuestrarme. Dijo: «Emplea lo que tienes.»

—No haces enfermar a la gente, Helen —dijo Dicken.

—Me gustaría poder. Desearía que él enfermase.

Dicken no podía imaginarse el dolor y la frustración, y no se sentía cómodo sonsacándola.

—No voy a decir que lo comprendo. No es así.

—Deja de hablar y vete.

—No hablaremos de eso, vale. Pero tenemos que hablar sobre cómo te sientes, y me gustaría reconocerte. Soy médico.

Él también lo era —le replicó. Se dio la vuelta, sin haber mirado todavía a Dicken. Entrecerró los ojos—. Me duelen los músculos. ¿Voy a morir?

—No lo creo.

—Debería morirme.

—Por favor, no hables así. Si las cosas van a mejorar, tengo que reconocerte. Prometo que no te haré daño o cualquier cosa que pueda hacerte sentir incómoda.

—Estoy acostumbrada a que me saquen sangre —dijo la chica—. Nos atan si nos resistimos. —Miró fijamente a su cara al otro lado del visor—. Parece como si hubieses ayudado a mucha gente enferma.

—A bastantes. Algunos muy, muy enfermos, y se pusieron bien.

—Y algunos murieron.

—Sí —dijo Dicken—. Algunos murieron.

—No me siento demasiado enferma, excepto por las ganas de vomitar.

—Eso podría ser por el bebé.

La chica abrió la boca por completo y las mejillas se le pusieron pálidas.

—¿Estoy embarazada? —preguntó.

Dicken sintió de pronto cómo se le hundía el estómago.

—¿No te lo dijeron?

—Oh, Dios mío —dijo la chica y adoptó una posición fetal, mirando al otro lado—. Lo sabía. Lo sabía. Podía oler algo. Era su bebé en mi interior. Oh, Dios mío. —La chica se sentó de pronto—. Tengo que ir al baño.

La preocupación de Dicken debió de manifestarse incluso a través del traje.

—No voy a hacerme daño. Tengo que devolver. No mires. No me observes.

Dicken dijo:

—Te esperaré en el recibidor.

Helen pasó las piernas por un lado de la cama y se puso en pie, luego hizo una pausa, alargando los brazos para mantener el equilibrio. Miró al falso suelo de madera.

—Él usaba tapones para la nariz y me frotaba con jabón, y luego me cubría de perfume barato. No podía hacer que parase. Dijo que quería saber si alguna vez tendría nietos. Pero ni siquiera era mi padre real. Un bebé. Oh, Dios mío.

El rostro de la chica se retorció en una expresión tan compleja que Dicken podría haberla estudiado durante horas sin comprenderla. Supo cómo debía de sentirse un chimpancé observando las emociones de un humano.

—Lo lamento —dijo Dicken.

—¿Has conocido a alguien como yo que estuviese embarazada? —preguntó la chica, sosteniéndose, transmitiendo su mirada a través del plástico.

—No —dijo Dicken.

—¿Soy la primera?

—Eres la primera para mí.

—Sí. —Adoptó una expresión de pánico y caminó envarada hacia el baño. Dicken pudo oírla intentar vomitar. Fue al salón. El olor de su propio pesar y desprecio le llenaba el casco y no tenía forma de limpiarse los ojos o la nariz.

Cuando la chica regresó, se detuvo en la entrada, para luego pasar de lado, como si tuviese miedo de tocar el marco. Sostenía los brazos a los lados como si fuesen alas. Sus mejillas mostraban un marrón dorado continuo y las pequeñas chispas amarillas de sus ojos parecían mayores y más brillantes. Ahora más que nunca parecía un gato. Miró a Dicken con curiosidad. Podía ver sus ojos hinchados y las mejillas húmedas.

—¿Qué te importa? —preguntó.

Dicken agitó la cabeza dentro del casco.

—Es difícil de explicar —dijo—. Yo estaba allí al comienzo.

—¿Qué quieres decir?

—No estoy seguro de que tengamos tiempo —dijo—. Tenemos que descubrir por qué estás enferma.

—Explícamelo y luego podrás examinarme —dijo la chica.

Dicken se preguntó cómo reaccionarían fuera si pasaba un par de horas en la caravana. Si Jurie regresaba...

Nada de eso importaba. Tenía que hacer algo por la chica. Se merecía mucho más que esto.

Retiró el sello y abrió la cremallera del casco, y luego se lo quitó. Ciertamente no era el peor riesgo de su vida.

—Fui uno de los primeros en saberlo —empezó.

La chica alzó la nariz y olisqueó. La forma en que su labio superior formaba una V era tan extrañamente hermosa que Dicken tuvo que sonreír.

—¿Mejor? —preguntó.

—No tienes miedo, estás furioso —dijo la chica—. Estás furioso por mí.

Asintió.

—Nunca jamás nadie ha estado furioso por mí. Huele dulce. Siéntate en el recibidor. Quédate a unos pasos, por si soy peligrosa.

Fueron al recibidor. Dicken se sentó en una de las sillas y ella se quedó junto al sofá, con los brazos cruzados, como si estuviese lista para salir corriendo.

—Cuéntame —dijo.

—¿Puedo reconocerte mientras hablo? Puedes dejarte la ropa puesta, y no te clavaré nada. Sólo necesito mirar y tocar.

La chica asintió.

Ella sólo había oído rumores y medias verdades. Permaneció de pie los primeros minutos, mientras Dicken le palpaba bajo la mandíbula, bajo las axilas, y le miraba entre los dedos.

Después de un rato, se sentó en el sofá de vinilo, prestando atención y observándole con esos increíbles ojos chispeantes.

36

Arizona

Los tres coches se separaron en un cruce atravesando un pequeño pueblo del desierto. Stella miró por la luna trasera al punto que era el coche que contenía a Celia, a LaShawna y a dos de los chicos. Luego se volvió para mirar a Will, quien parecía haberse quedado dormido.

Jobeth Hayden había hablado sobre su hija durante más o menos la primera hora, de cómo se había alegrado de que Bonnie no estuviese en el bus, de camino a Sandia, pero lo decepcionante que era no haberla visto y liberarla.

Después de un rato, Stella sintió cómo los músculos se le contraían por efecto del choque, y se había desconectado de Jobeth, concentrándose a cambio en el montón de hojas arrugadas que Will había dispuesto en el espacio entre ellos.

Will abrió los ojos y se inclinó.

—Señora Hayden —dijo, y se pasó la lengua por los labios resecos, evitando la mirada de curiosidad de Stella.

—Sí. Tú nombre es William, ¿no?

—Will. Me gustaría colocar esto a su lado —dejó caer algunas páginas arrugadas en medio del asiento delantero.

—Es basura —dijo Jobeth Hayden desaprobadora.

—No puedo mantenerla aquí atrás —dijo Will.

—No veo por qué no.

Stella no entendía qué tramaba Will. Se frotó la nariz. Al asiento delantero le daba directamente la luz del sol. Will estaba febriaromando. Ahora podía olerle, sutil pero directo, como polvo de cacao sobre la mantequilla. Nunca había olido algo así.

—¿Puedo? —preguntó Will.

Jobeth Hayden negó lentamente con la cabeza. Stella vio sus ojos en el retrovisor; parecía confundida.

—Vale —dijo.

Stella cogió una hoja arrugada y la olió. La retiró, rechazando el impulso de fridar, y miró resentida a Will. El libro era una reserva. Will había estado frotándose las páginas tras las orejas, almacenando olor. Le clavó un dedo y le hizo una pregunta con las mejillas. Él le quitó el papel de las manos.

—No queremos ir a ese rancho —le dijo Will a la señora Hayden.

—Ahí es a donde vamos. Hay un médico. Es un lugar seguro y os están esperando.

—Conozco un lugar mejor —dijo Will—. ¿Podría llevarnos a California?

—Eso es una tontería —dijo Jobeth Hayden.

—Hace más de un año que intento llegar allí.

—Vamos al rancho, y eso es todo.

Will dejó caer otra hoja arrugada en el charco de luz solar del asiento delantero. Ahora Stella podía oler con toda claridad la forma particular de persuasión de Will, y por mucho que se resistiese, lo que él decía empezaba a sonar razonable.

La señora Hayden siguió conduciendo. Stella se preguntó si demasiada persuasión la confundiría y la haría salirse de la carretera.

Will se acunó la cabeza entre los brazos.

—Estamos bien. No necesitamos un médico./ Está bien, puede seguir conduciendo.

—Vamos a ver a un médico en un pequeño pueblo de Arizona y luego iremos directamente al rancho —dijo la señora Hayden.

—Está al otro lado de la línea del estado. Tendrá que ir por Nevada. ¿Puedo ver el mapa?

Ahora la señora Hayden tenía el ceño muy fruncido, y empezó a lanzar atrás las páginas arrugadas.

—No creo que sea buena idea —dijo—. ¿Qué haces?

—Sólo quiero ver el mapa —dijo Will.

—Bien, supongo que está bien, pero nada más de basura, por favor. Pensaba que os portabais mejor.

Stella tocó el brazo de Will.

—Déjalo —le susurró, inclinándose para que sólo pudiese oírlo él.

Will pasó de Stella y volvió a lanzar el papel al asiento delantero, al charco de luz que lo calentaba y le hacía emitir su olor.

—Realmente es intolerable —dijo la señora Hayden, pero envaró la cabeza y no parecía enfadada. Se inclinó, abrió la guantera y le pasó a Will un mapa del club automovilístico de Arizona y Nuevo México—. No los uso a menudo —dijo—. Son muy viejos.

Will abrió el mapa y lo extendió sobre las rodillas. Sus dedos seguían las carreteras que iban al norte y al oeste. Stella se apoyó en la esquina donde el asiento se encontraba con la puerta y se cruzó de brazos.

—Tienes que sentarte recta, cariño —le dijo la señora Hayden—. El coche tiene airbags laterales. No es seguro apoyarse.

Stella se sentó. Will la miró. Ahora le dolía realmente la espalda. Con calma, Will alargó la mano y tocó las de Stella, sus piernas, y luego la espalda.

—¿Qué hacéis ahí atrás? —preguntó la señora Hayden, ligeramente preocupada.

Will no respondió y ella no insistió. Sus dedos marchaban ligeramente sobre la columna de Stella, y ella se dio la vuelta para permitirle examinarle la espalda.

—Te pondrás bien —dijo Will.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Stella.

—Olerías de otra forma si estuvieses sangrando por dentro, o si tuvieses algo roto. Sólo estás resentida, y no creo que haya daños en los nervios. En una ocasión olí a un muchacho con la espalda rota, y tenía un olor triste y terrible. Tú hueles bien.

—No me gusta que nos digas lo que debemos hacer —dijo Stella.

—Lo dejaré en cuanto nos lleve a California —dijo Will. No parecía tener demasiada confianza y no parecía oler demasiado seguro de sí mismo. Se trataba de un joven nervioso.

—Es un día bonito./ Aprendí mucho en Carolina del Norte —dobló Will—. Me alegra que estés aquí./ Eso fue antes de que quemasen nuestro campamento.

Stella nunca había conocido a nadie a quien se le diese tan bien la persuasión. Se preguntó si su talento era natural, o había recibido instrucción en alguna parte. También se preguntó si correrían peligro. Pero Stella no estaba dispuesta, todavía no, a contar sus sospechas a la señora Hayden. Ella aparentemente ya tenía suspicacias propias.

—Me gustaría bajar la ventanilla —dijo la señora Hayden—. El ambiente se está cargando aquí dentro.

—Está bien, en serio —dijo Will. Al mismo tiempo, infradijo a Stella—: / Necesito tu ayuda. ¿No quieres comprobar de lo que somos capaces?

Stella negó con la cabeza, pensando en Mitch y Kaye, pensando irracionalmente en la casa de Virginia, el último lugar en que se había sentido realmente segura, aunque se había tratado de una ilusión.

—¿Nunca quisiste escapar? —le preguntó Will casi susurrando.

—Realmente está cargado —dijo la señora Hayden. A Will se le acababan las páginas.

—Ayúdame —le rogó Will, sinceramente.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Stella.

—Creo que está en el bosque —dijo Will—. Está oculto, lejos de las ciudades. Tienen animales y cultivan su propia comida./ Cultivan marihuana y la venden para ganar dinero y comprar cosas.

Ahora la marihuana era legal en la mayoría de los estados, pero seguía sonando peligroso. De pronto Stella se sintió muy cautelosa. Will parecía y olía asustado, con su pelo revuelto y el olor a cacao, su rostro que parecía capaz de tantas expresiones. Ha estado con los otros y le han enseñado tanto... ¿Qué me podrían enseñar a mí...? ¿Qué podría aportar yo?

—¿Podré llamar a mis padres?

—No son como nosotros./ Te llevarán con ellos —respondió Will—. Tenemos que estar con nuestra gente./ Crecerás y descubrirás quién eres en realidad.

Stella sintió en el estómago un nudo de confusión e indecisión. Era lo que había estado pensando en la escuela. Formar demes era imposible con los humanos de por medio; siempre encontraban la forma de interferir. Por lo que sabía, quizá los demes fuesen lo que los niños hacían para practicar. Pronto serían adultos, ¿y qué harían entonces?

¿Cómo podrían descubrirlo si los humanos se lo impedían?

—Es hora de crecer —dijo Will.

—Pero si sois muy jóvenes —dijo la señora Hayden ensoñadora. Conducía en línea recta y con firmeza, pero la voz sonaba mal, y Stella supo que tendría que hacer algo pronto o la señora Hayden podría irse a un lado o al otro.

—Sólo tengo quince años —dijo Stella. En realidad, todavía no había llegado a su decimoquinto cumpleaños, pero siempre añadía el tiempo que su madre había pasado embarazada del embrión de primera fase.

—Se supone que allí hay un hombre de sesenta años, uno de nosotros —dijo Will.

—Eso es imposible —dijo Stella.

—Eso es lo que dicen. Viene del sur, de Georgia. O quizá de Rusia. No estaban seguros.

—¿Sabes dónde está ese sitio?

Will se tocó la cabeza.

—Nos mostraron un mapa antes de que quemasen el campamento.

—¿Es real?

Will no podía responder.

—Creo que lo es./ Quiero que sea real.

Stella cerró los ojos. Podía sentir el calor tras los párpados, el sol pasando sobre su cara, el rojo en suspensión, y por debajo el despertar de todas sus mentes, de todas las partes de su cuerpo que ansiaban estar sola con su propia gente, crear su propio destino, aprender todo lo que necesitaba aprender para sobrevivir entre gente que la odiaba...

Sería una aventura increíble. Valdría la pena el peligro.

—Es todo lo que querías, lo sé —dijo Will.

—¿Cómo sé que no me estás persuadiendo? —sus mejillas añadieron elementos al énfasis en esa palabra, que sonaba tan mal, tan carente de sutileza, tan humana...

—Mira en tu interior —dijo Will.

—Lo he hecho —dijo Stella, un gemido que hizo que la señora Hayden volviese la cabeza. No pasa nada —añadió con los brazos cruzados sobre el pecho. Las ruedas gimieron cuando la señora Hayden enderezó el coche.

Stella agarró el brazo del asiento.

—Sudo como una cabrona —le dijo a Will con una risita.

—Yo también —dijo Will, y mostró una sonrisa torcida.

Quedaba una última pregunta:

—¿Qué hay del sexo? —preguntó, en voz tan baja que Will no la oyó y tuvo que repetirlo.

—¿No lo sabes? —dijo Will—. Los humanos pueden violarnos, pero nosotros no podemos violarnos mutuamente. Simplemente no se puede.

—¿Y si pasa de todas formas, y no sabemos lo que hacemos o cómo evitar los problemas?

—No conozco la respuesta —dijo Will—. ¿Alguien la sabe? Pero sé una cosa. En nuestro caso, no sucede hasta el momento correcto. Y ahora no es el momento correcto.

Era sincero. Podía sentir el regreso de la independencia, y todas las respuestas eran iguales.

Ella era fuerte. Era capaz. Lo sabía.

Se concentró en febriaromar a la señora Hayden.

—Guau —dijo Will, y agitó la mano en el aire—. Es usted potente, señora.

—Soy una mujer,/ soy fuerte —cantó Stella en voz baja, y se rieron juntos. Se inclinó—: Por favor, ¿nos llevaría a California? —le preguntó a la señora Hayden.

—Tendremos que parar para poner gasolina. He traído poco dinero.

—Será suficiente —dijo Will.

—¿Necesitas el libro? —le preguntó Stella. Era una edición de bolsillo, amarillenta, maltratada y ahora francamente reducida, llamada Espartaco de Howard Fast.

—Quizá —dijo Will—. Realmente no lo sé.

—¿Eso también lo aprendiste en los bosques?

Will negó.

—Lo inventé yo —dijo—. Tenemos que ser inteligentes. Nos llevaban a Sandia. Querían matarnos. Tenemos que pensar por nosotros mismos.

37

Maryland

El taxi dejó a Kaye y a Marge Cross frente a una casa de ladrillos de un piso en una calle agradable y ligeramente estrecha de Randallstown, Maryland. La hierba del patio delantero alcanzaba los treinta centímetros de altura y hacía tiempo que había adquirido un color pajizo. Un enorme Buick Riviera del siglo pasado, cubierto de óxido y descuidados toques de pintura gris, permanecía aparcado sobre bloques en la entrada manchada de aceite.

Recorrieron el sendero hasta el porche. Kaye se quedó en el escalón de abajo, sin estar segura de adónde mirar o qué esperar. Cross llamó al timbre. En algún lugar del interior de la casa, un dispositivo electrónico reprodujo las cuatro primeras notas de la quinta de Beethoven. Kaye miró al triciclo de plástico con grandes ruedas blancas casi perdido en la hierba junto al porche.

La mujer que abrió la puerta era Laura Bloch, de la oficina del senador Gianelli. Sonrió a Kaye y a Cross.

—Encantada de que pudieseis venir —dijo—. Bienvenidas al Grupo Asesor de Maryland de Política Nacional Biológica. Somos un comité ad hoc y ésta es una reunión exploratoria.

Kaye miró a Cross, con los labios doblados en gesto de sorpresa.

—Tú perteneces aquí —le dijo Cross—. En mi caso no estoy tan segura.

—Claro que perteneces, Marge —dijo Bloch—. Entrad las dos.

Entraron y se quedaron en el pequeño vestíbulo opuesto al salón, separado por una pared baja y una fila de columnas de madera torneadas. El interior de la casa —de alfombra marrón, paredes color crema decoradas con fotos de familia, mobiliario de estilo colonial de arce y una mesa de café cubierta de revistas y un ordenador plano— podría pertenecer a cualquier parte del país. La típica comodidad de clase media.

En el comedor había siete personas sentadas alrededor de una mesa de arce. Kaye no conocía a la mayoría. Sin embargo, reconoció a una mujer, y se le iluminó el rostro.

Luella Hamilton atravesó el salón. Permanecieron alejadas durante un momento, Kaye vestida con traje pantalón, la señora Hamilton en un caftán largo de colores naranja y marrón. Había ganado mucho peso desde que ella y Kaye se habían visto por última vez, y no todo el peso era por el embarazo.

—Por el niño Jesús —dejó escapar la señora Hamilton con una risita emocionada—. Acabamos de hablar por teléfono. Ibas a esperar. Marge, ¿qué es todo esto?

—¿Ya os conocéis? —preguntó Cross.

—Vaya que sí —dijo Kaye. Pero no lo explicó.

—Bienvenida a la revolución —dijo Luella, sonriendo con dulzura—. Ya conoces a Laura. Ven y te presentaré a los otros. Aquí tenemos un grupo de bastante alto nivel. —Le presentó a las tres mujeres y a los cuatro hombres sentados a la mesa. La mayoría era de mediana edad; la más joven, una mujer, parecía tener unos treinta años. Todos estaban vestidos con trajes o con estilizadas ropas de trabajo de oficina. A Kaye todos le parecían conocidos de Washington, habiendo conocido a muchos. Agradecida comprobó que llevaban identificadores con el nombre.

—La mayoría de esta gente viene de los despachos de senadores y congresistas importantes, ojos y oídos, no necesariamente apoderados —le explicó Laura Bloch—. No uniremos los puntos hasta más tarde. Damas y caballeros, Kaye es una científica en ejercicio y madre.

—Usted es la que descubrió el SHEVA —dijo uno de los hombres de pelo gris. Kaye intentó objetar, pero Bloch la hizo callar.

—Acepta el crédito que mereces, Kaye —dijo Bloch—. Dentro de una semana le presentaremos un informe al presidente. Marge nos envió tus conclusiones sobre los virus genómicos, junto con muchos otros artículos. Los estamos digiriendo. Estoy segura de que hay muchas preguntas.

—Guau, vaya si las hay —rió un hombre de mediana edad llamado Kendall Burkett—. Es peor que los deberes.

Kaye recordó a Burkett. Se habían conocido en una conferencia sobre SHEVA hacía cuatro años. Recogía fondos para ayudar a los padres SHEVA.

Luella volvió de la cocina con una jarra de zumo de naranja y un plato de galletas y apio con crema de cacahuetes y relleno de queso.

—No sé por qué venís aquí —le dijo al grupo—. No se me da nada bien la cocina.

Bloch pasó los brazos sobre los hombros de Luella. El contraste era impresionante. Para Kaye era evidente que Luella estaba embarazada de seis meses o más, aunque sólo era ligeramente aparente dada su corpulencia.

—Venga a sentarse —dijo la joven. Señaló una silla vacía a su lado y sonrió. Su nombre, impreso con cuidado en la identificación, era Linda Gale. A Kaye le sonaba el nombre de algo.

—Es nuestra segunda reunión —dijo Burkett—. Todavía nos estamos conociendo.

—¿Te vale zumo de naranja, cariño? —preguntó Luella, y Kaye asintió. Luella le llenó el vaso. Kaye se sentía superada. No sabía si tomarse a mal que Cross no le hubiese advertido por adelantado, o abrazarla, y luego abrazar a Luella. En su lugar, dio la vuelta a la mesa y se sentó junto a Gale.

—Linda es ayudante del jefe del estado mayor —dijo Bloch.

—¿De la Casa Blanca? ¿Para el presidente? —preguntó Kaye, tan deseosa como un niño mirando un regalo de Navidad.

—El presidente —confirmó Bloch.

Gale le sonrió a Bloch.

—¿Ya soy famosa?

—Ya era hora —dijo Luella, pasando el plato. Gale se resistió, diciendo que tenía que esforzarse por mantenerse delgada, pero los otros atacaron las galletas y levantaron los vasos de zumo.

—Es el asunto del legado —dijo Burkett—. Las encuestas están a mitad y mitad. La red y los medios están cansados de meter miedo. Marge nos cuenta que la comunidad científica apoyará la conclusión de que los niños SHEVA no producirán enfermedades. ¿Está de acuerdo?

En política, incluso una certidumbre frágil podía mover montañas.

—Así es —dijo Kaye.

—El presidente está pidiendo consejo a todos los sectores de la comunidad —dijo Gale.

—Han tenido años —dijo Kaye.

—Linda está de nuestro lado, Kaye —dijo Bloch en voz baja.

—No llevan mucho —dijo Luella, y asintió, con los ojos simultáneamente enfurecidos y cómplices—. Mm. No mucho tiempo.

—Doctora Rafelson, tengo una pregunta sobre su trabajo —dijo Burkett—. Si pudiese...

—Primero lo primero —le interrumpió Bloch—. Marge ya lo sabe, pero Kaye, debes tenerlo perfectamente claro. Todo lo que se dice en esta habitación es estrictamente confidencial. Nadie divulgará nada a nadie que no esté aquí presente, independientemente de si el presidente decide actuar o no. ¿Comprendido?

Kaye asintió, todavía aturdida.

—Bien. Tenemos algunos papeles para firmar, y luego Kendall podrá hacer sus preguntas.

Burkett se encogió de hombros pacientemente y masticó la galleta.

Dos teléfonos sonaron simultáneamente —uno en la cocina, de la que Luella atravesó la puerta para responder, y el móvil de Laura Bloch en el bolso.

Luella agarró un teléfono antiguo con un cable largo.

—Oh, Dios mío —dijo—. ¿Dónde? —Miró a Kaye a los ojos. Algo pasó entre ellas. Kaye se puso en pie y agarró el respaldo de la silla. Los nudillos se le pusieron blancos.

—¿LaShawna estaba con ellos? —preguntó Luella. Luego, una vez más—: ¡Oh, Dios mío! —Se le iluminó el rostro de felicidad—. ¡Atrapamos un autobús en Nuevo México! —gritó—. ¡John dice que tienen a nuestros hijos! Tienen a LaShawna, dulce Jesús, John tiene a mi niñita.

Laura Bloch concluyó la llamada y cerró el teléfono, furiosa.

—Los cabrones lo han hecho al final —dijo.

38

Oregón

—Los encontraste —dijo una voz, y Mitch abrió los ojos a una neblina de caras en las sombras. La migraña todavía no había terminado con él, pero al menos podía oír y pensar.

—El médico dice que te vas a poner bien.

—Me alegro —dijo Mitch todavía grogui. Estaba tendido sobre un colchón hinchable bajo una tienda. El colchón se quejó al cambiar el peso.

—¿Una de tus migrañas?

Ésa era Eileen.

—Sí. —Intentó sentarse. Eileen le empujó delicadamente contra el colchón. Alguien le dio un sorbo de agua en una taza de plástico.

—Debiste habernos dicho adónde ibas —dijo desaprobadoramente una mujer que no conocía.

Eileen la interrumpió.

—No sabías adónde ibas, ¿verdad? —le preguntó—. Sólo lo que querías encontrar.

—Todo este campamento está al borde de la anarquía —dijo la otra mujer.

—Cállate, Nancy —dijo la colega de Eileen, cómo se llamaba, a Mitch le caía bien, parecía lista: algo Fitz. Luego le llegó, Connie Fitz, y como si fuese una recompensa, el dolor escapó de su cabeza como el aire de un globo pinchado. Sentía frío el cráneo.

—¿Qué encontré?

—Algo —dijo Fitz admirada.

—Ahora estamos realizando escáneres con el equipo de mano —dijo Nancy.

—Bien —dijo Mitch. Cogió la botella de agua que le ofrecía Eileen y dio un buen trago. Estaba seco hasta los huesos; debió permanecer tendido sobre el suelo durante al menos una hora—. Lo lamento —dijo.

—En absoluto —dijo Eileen con una pizca de orgullo.

—Es una tibia, ¿no? —preguntó Mitch.

—Es más que eso —dijo Eileen—. Todavía no sabemos cuánto más.

—Encontré a los hombres —dijo.

Las mujeres no se comprometieron.

—Alégrate simplemente de no haber muerto ahí fuera —dijo Eileen.

—No hacía tanto calor —dijo Mitch.

—Te encontrabas a un metro de un acantilado —dijo Eileen—. Podrías haberte caído.

—Ya se habían salido —reflexionó Mitch, y dio otro trago de agua—. Me pregunto cuántos quedan.

Miró hacia la luz azul de la tienda en dirección a las tres mujeres: Nancy, una mujer alta e impresionante de largo pelo negro y rostro serio; Connie Fitz; Eileen.

La entrada de la tienda se abrió y la luz le asaltó, produciéndole una punzada de dolor.

—Lo siento —dijo Oliver Merton—. Acabo de enterarme del incidente. ¿Cómo está el chico maravilla?

—Explícamelo —dijo Merton.

Mitch estaba sentado a solas con Oliver a la sombra. Mitch bebía una cerveza; Oliver trabajaba, o eso pretendía, con su tablilla. Tenía un dispositivo de seguimiento en un dedo y tecleaba en el vacío. Todas las arqueólogas del campamento, excepto dos jóvenes que vigilaban la excavación principal, se encontraban en el acantilado, dejando a Mitch en tierra, «para recuperarse», como le había dicho Eileen, pero sospechaba que era para mantenerlo alejado, lejos de problemas, hasta que hubiesen determinado qué había encontrado.

—¿Explicar qué? —preguntó Mitch.

—Cómo lo haces. Presiento un patrón.

Mitch se cubrió los ojos con las manos. La luz del sol todavía le mareaba.

—Sufres una revelación psíquica, entras en trance, sales en busca de algo que ya has visto... ¿es así?

—Dios, no. —Mitch hizo una mueca—. Ni de lejos. ¿Estaba exhibiéndome, Oliver? —preguntó, y no sabía él mismo si hablaba con satisfacción, orgullo o sincera curiosidad por lo que pensaba Merton.

Antes de que Merton pudiese responder, Mitch retorció la cara al sentir un pico en sus pensamientos. Se le puso de punta el pelo del cogote.

Algo va mal.

—Oh, definitivamente —dijo Merton con un asentimiento y una sonrisilla—. ¿Sherlock Holmes, asumo?

—Holmes no era psíquico. Tú las oyes. Todavía no saben lo que he encontrado.

—Has encontrado un hueso de la pierna de un homínido. Todas las estudiantes de Eileen han estado buscando durante dos meses alrededor de la excavación, y no han encontrado ni un fragmento.

—Nos estaban dejando mal —dijo Mitch—. A los hombres en general.

—Un campamento lleno de mujeres furiosas excavando un campamento lleno de mujeres abandonadas —dijo Merton—. ¿Suena mal? Sí.

—¿Alguna vez ha habido hombres aquí?

—¿Perdona? —preguntó Merton petulante.

—Trabajando en el campamento. Excavando.

—Aparte de mí, nadie —admitió Merton, y frunció el ceño en dirección a la pantalla de la tablilla.

—¿Cómo es eso? —preguntó Mitch.

—Eileen es gay, ya lo sabes —dijo Merton—. Ella y Connie Fitz... son íntimas.

Mitch lo meditó durante unos segundos pero no pudo conectarlo adecuadamente con la realidad, con su realidad.

—Estás de coña.

Merton intentó hacer un gesto de que me muera si miento, pero se confundió.

Lo más cerca que Mitch podía acercarse a aceptar esa información era preguntarse por qué Eileen no le había presentado a su amante como tal. Dijo, muy lentamente:

—Podrías haberme engañado.

Eso no era lo que iba mal.

—Al señor Daney le divierte bastante todo esto. Adopta un punto de vista bastante antropológico.

Mitch se alejó de algo, un lugar desagradable que se acercaba.

—No todas son gay, ¿verdad?

—Oh, no. Pero la verdad es que la coincidencia es asombrosa. Las otras parecen ser solteras, pero ninguna ha manifestado ningún interés por mí. Es curioso, como eso altera mi visión del mundo.

—Sí —dijo Mitch.

—Nancy cree que intentas robarles el protagonismo. Es un punto sensible para ellas.

—Vale.

—Sólo somos tú y yo hasta que el señor Daney llegue —dijo Merton.

Mitch se terminó la lata de Coors y la depositó cuidadosamente sobre el brazo de madera de la silla de campamento.

—¿La aplasto por ti? —preguntó Merton con un brillo en los ojos—. Simplemente para mantener las apariencias de masculinidad.

Mitch no respondió. El campamento, los huesos, su descubrimiento, de pronto no significaban nada. Su mente era una página en blanco en la que empezaban a aparecer letras vagas, como si las escribiese un fantasma. No podía leer lo que decían, pero no le gustaba.

Dio un salto y la lata cayó del brazo de la silla. Golpeó la gravilla con un sonido hueco.

—Dios —dijo. Nunca antes había tenido una experiencia hipnagógica.

—¿Algo va mal? —preguntó Merton.

—Eileen tenía razón. Quizá siga enfermo. —Se levantó de la silla—. ¿Puedo usar tu teléfono?

—Claro —dijo Merton.

—Gracias. —Mitch se desplazó con torpeza un paso a la izquierda, como si estuviese a punto de perder el equilibrio, quizá la cordura—. ¿Es seguro?

—Mucho —dijo Oliver, observándole con preocupación—. Enlace privado para el señor Daney.

Mitch no sabía en quién confiar, a quién dirigirse. En su vida se había sentido tan aterrorizado o inútil.

Que no sea percepción extrasensorial, pensó. Que no exista la percepción extrasensorial.

39

Nuevo México

Dicken estaba sentado junto a Helen Fremont en el sofá de la caravana. Ella miraba a la pared opuesta, febriaromando, sospechaba Dicken, pero no sabía qué pretendía conseguir, si tenía alguna intención. El aire de la caravana olía a queso pasado y a bolsas de té. Dicken había terminado su relato hacía diez minutos, repasando pacientemente viejas historias y también intentando justificarse a sí mismo: su existencia, su trabajo, su desprecio por el aislamiento que había sentido durante tantos años, enterrándose en su trabajo como si fuese otro modelo de traje de plástico, a prueba de la vida. Hacía varios minutos que estaban en silencio, y él no sabía qué decir, y mucho menos qué les sucedería a continuación.

La chica rompió el silencio.

—¿No temes que te haga enfermar? —preguntó.

—Estoy atrapado —dijo Dicken, levantando las manos—. No me permitirán salir hasta que no puedan hacer otros preparativos.

—¿No tienes miedo? —repitió.

—No —dijo Dicken.

—Si quisiese hacerlo, ¿podría hacerte enfermar?

Dicken negó con la cabeza.

—Lo dudo.

—Pero si ellos ya saben eso, ¿por qué mantenerme aquí? ¿Por qué mantenernos alejados de la gente?

—Bien, simplemente no sabemos qué hacer o qué creer. No comprendemos —añadió, hablando en voz baja—. Eso nos vuelve débiles y estúpidos.

—Es cruel —dijo la chica. De repente, como si sólo entonces empezase a creer que estaba embarazada—: ¿Cómo tratarán a mi bebé?

La puerta de la caravana se abrió. Aram Jurie entró primero y quedó inmediatamente flanqueado por dos miembros de seguridad con pistolas automáticas. Los tres llevaban trajes de aislamiento blancos. Incluso a través de la capucha de plástico, el rostro pálido de Jurie era una pelota de irritación.

—Esto es estúpido —dijo y los miembros de seguridad avanzaron—. ¿Intentas sabotear todo lo que hemos hecho?

Dicken se levantó del sofá y miró a la chica, pero no parecía muy sorprendida o alterada. Que Dios nos ayude, es lo que conoce. Dicken dijo:

—Estás reteniendo ilegalmente a esta joven.

Jurie se mostró cómicamente incrédulo para un hombre cuyo rostro era normalmente tan agradable.

—¿En qué coño estabas pensando?

—Estas instalaciones no están autorizadas para niños —siguió diciendo Dicken, calentándose—. Transportaste ilegalmente a esta niña atravesando las fronteras estatales.

—Es una amenaza para la salud pública —dijo Jurie, recuperando de pronto la calma—. Y ahora tú también —agitó la mano—. Sacadle de aquí.

Los guardias de seguridad no parecían capaces de decidir cómo reaccionar.

—¿No está seguro donde está? —preguntó uno de ellos, con la voz apagada por el traje.

La chica agarró el brazo de Dicken.

—No hay amenaza —le dijo Dicken a Jurie.

—Eso no lo sabes —dijo Jurie, mirando directamente a Dicken, pero el comentario estaba más bien dirigido a los guardias.

—El doctor Jurie ha sobrepasado el límite —dijo Dicken—. El secuestro es un delito muy grave, chicos. Estas instalaciones realizan trabajos con contrato de ACEM, que se encuentra bajo la autoridad del departamento de Salud y Servicios Humanos. Todos ellos tienen criterios muy estrictos para la experimentación humana —y nadie sabe si esos criterios se siguen aplicando. Pero es el mejor farol que tenemos—. No tenéis jurisdicción sobre la chica. Vamos a irnos de Sandia. Me la llevo conmigo.

Jurie agitó la cabeza vigorosamente, moviendo el casco.

—Muy John Wayne. Lo has recitado muy bien. ¿Se supone que debo gruñir e interpretar al villano?

La situación era increíble y tensa, y bastante graciosa.

—Sí —dijo Dicken abruptamente, mostrando una sonrisa de me importa una mierda y voy a por todas. Tenía tendencia a hacerlo cuando se enfrentaba a figuras de autoridad. Una de las razones por las que había pasado tanto tiempo realizando trabajos de campo.

Jurie interpretó mal la sonrisa de Dicken.

—Aquí tenemos una oportunidad increíble. ¿Por qué malgastarla? —dijo Jurie, ahora engatusándole—. Podemos resolver tantos problemas, aprender tanto... Lo que descubramos beneficiará a millones. Podría salvarnos a todos.

—No a esta chica. A ninguno de ellos. —Dicken alargó la mano. La chica se puso en pie y juntos, cogidos de la mano, se dirigieron cautelosamente hacia la puerta.

Jurie les bloqueó la salida.

—¿Hasta dónde crees que llegarás? —preguntó, furioso tras el casco.

—Ya veremos —dijo Dicken. Jurie alargó la mano para retenerle, pero el brazo de Dicken se escapó y agarró el borde de la placa facial, como si quisiese recordar a Jurie que no eran igualmente vulnerables. Jurie dejó caer las manos, Dicken le soltó, y el hombre retrocedió, chocando contra un sillón y casi cayéndose.

Los guardias de seguridad parecían enraizados en el suelo de la caravana.

—Bien por vosotros —murmuró Dicken—. Contraten a algunos abogados, caballeros. Reducción por buen comportamiento. Factores atenuantes en la sentencia. —Todavía murmurando tonterías legales, miró por la puerta de la caravana y vio a un grupo de científicos y personas de seguridad, incluyendo a Flynn, Powers, y ahora Presky, situados más allá de la puerta abierta en la valla acrílica reforzada—. Vamos, cariño —dijo Dicken, y salieron al porche.

Tras él, oyó una refriega y viró la cabeza para ver a Jurie, con el rostro retorcido, intentando agarrar una pistola y los guardias de seguridad bailando para mantener las armas lejos de su alcance.

Científicos con pistolas, pensó Dicken. Eso ya era lo máximo. Por alguna razón, el absurdo de la situación le alegró. Apretó la mano de la chica y marcharon hacia los otros de pie junto a la entrada.

No les detuvieron. De hecho, Maggie Flynn les sostuvo abierta la puerta. Parecía aliviada.

40

California

Stella y Will abandonaron el coche cuando se le terminó el combustible cerca de un pueblo llamado Lone Pine. Ahora estaban en el bosque, pero Stella no se sentía más cerca de la libertad, o de donde quería estar.

Habían dejado a la señora Hayden dormida en el coche, agotada después de conducir toda la noche y luego ir pasando de las rutas estatales y las autopistas a las carreteras secundarias toda la mañana. Will caminaba por delante de Stella, cargando con dos botellas de plástico vacías.

Al mediodía, el aire era fresco y calinoso. El verano se transformaba en otoño. Los pinos, alerces y robles parecían rielar a medida que la brisa soplaba y las nubes corrían sobre las montañas bajas.

Habían visto muy pocas casas por el camino, pero alguna había. Will hablaba de un lugar que estaba en medio de ninguna parte, sin humanos en decenas, quizá centenares, de kilómetros a la redonda. Stella estaba demasiado cansada para sentirse desanimada. Ahora comprendía que no pertenecían a ningún lugar ni a nadie; simplemente estaban perdidos, dentro y fuera. Le dolían los pies. Le dolía la espalda. Empezaba a pasar la incomodidad de la regla. Una pequeña bendición, pero ahora empezaba a preguntarse qué y quién era realmente Will.

Parecía algo salvaje con el pelo sudoroso y sobresaliendo recto en la parte posterior, allí donde se había apoyado en el asiento trasero del coche de la señora Hayden. Olía faisandé, furioso y asustado, pero Stella sabía que ella no olía mejor.

Se preguntó qué estarían haciendo Celia, LaShawna y Felice, qué les habría sucedido a los conductores atados y abandonados junto a la carretera.

Sólo tenía una idea muy vaga de cómo el mapa en el bolsillo de Will se correlacionaba con dónde se encontraban. La carretera parecía un largo río negro perdiéndose en la distancia, desapareciendo tras una curva enmarcada entre árboles.

Durante un momento, se detuvo y observó una ardilla. Se encontraba de pie sobre una piedra baja y plana junto al arcén, encorvada y alerta, con relucientes ojos negros, como los Shrooz de su cuarto de Virginia.

Esperaba que acabasen en una granja y pudiese estar con animales. Se llevaba bien con los animales.

Will regresó. La ardilla huyó.

—Deberíamos seguir moviéndonos —dijo. Trotaron torpemente hacia los árboles al pasar dos coches.

—Quizá deberíamos hacer autostop —sugirió Stella tras un pino. Olía la empalagosa dulzura de la savia del árbol y recordó la escuela. Dobló el labio y se apartó del tronco.

—Si hacemos autostop nos pillarán —dijo Will—. Estamos cerca. Lo sé.

Stella siguió a Will. Casi podía imaginarse un Chevy o una camioneta grande rodando carretera abajo con Mitch tras el volante. Mitch y Kaye, juntos, buscándola.

La siguiente vez que oyeron que se acercaba un coche, Will corrió a los árboles pero ella siguió andando. Después de que el coche hubo pasado, él la alcanzó y le dedicó una mirada de enfado.

—Aquí fuera estamos indefensos —dijo Stella, devolviéndole la mirada, como si fuese una explicación razonable.

—Razón de más para ocultarse.

—Quizás alguien conozca ese lugar. Si se paran podemos preguntar.

—No tengo mucha suerte —dijo Will, doblando la boca para formar una línea que no era del todo una sonrisa pero tampoco un gesto de condescendencia. Irónica e incierta—. ¿Tú tienes suerte? —preguntó.

—Estoy aquí contigo, ¿no? —preguntó, con cara seria.

Will rió. Rió hasta empezar a agitar los brazos y bufó, y tuvo que detenerse para limpiarse la nariz con la manga.

—Qué asco —dijo Stella.

—Lo lamento —dijo él.

Contradiciendo su sentido común, a Stella le volvió a caer bien.

Al siguiente coche, Will alargó la mano, con el pulgar hacia arriba, y ofreció su mejor sonrisa. El coche pasó como una exhalación al menos a cien kilómetros por hora, con las ventanillas tintadas llenas de rostros borrosos que ni siquiera se molestaron en mirarles.

Will dejó caer los hombros y volvió a caminar.

Oyeron el siguiente vehículo veinte minutos más tarde. Stella miró por encima del hombro. Era un minivan Ford, subiendo una elevación de la carretera de dos carriles y dejando una tenue nube de aceitoso humo blanco. Ni ella ni Will se apartaron de la carretera. Tenían las botellas vacías. No pasaría mucho tiempo antes de que tuviesen que dar la vuelta y deshacer el viaje.

El minivan redujo la velocidad, cambió al carril opuesto para evitarlos, y pasó con un silbido grave. Un señor y una señora mayores en el asiento delantero los miraron solemnes; las lunas traseras estaban tintadas de azul y reflejaban sus caras.

El minivan se echó a un lado y paró a unos treinta metros de ellos.

Stella hipó por la sorpresa y se cruzó de brazos. Will se situó a un lado, como un defensa que esperase un buen ataque, y Stella vio que le temblaban las manos.

—No parecen malos —dijo Stella, pero pensó en la camioneta roja y en Fred Trinket y su madre que cocinaba pollo, allá en el condado de Spotsylvania.

—Necesitamos que nos lleven —admitió Will.

El minivan retrocedió lentamente y se detuvo como a unos cinco metros. La mujer sacó la cabeza por la ventanilla de la derecha. El pelo era de un gris salpicado de blanco y poseía un rostro fuerte y cuadrado y ojos directos. Su brazo, que asomaba el codo, estaba cubierto de pecas, y tenía la cara muy arrugada y pálida. Stella vio que tenía un montón de grandes anillos de plata en los dedos de la mano izquierda, que descansaba sobre el antebrazo mientras les miraba.

—¿Sois niños del virus? —preguntó la mujer.

—Sí —dijo Will, con las manos temblándole aún más. Intentó sonreír—. Hemos huido.

La mujer lo pensó un momento, apretando los dientes.

—¿Sois infecciosos?

—No lo creemos —dijo Will, y se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

La mujer se volvió hacia el hombre en el asiento del conductor. Intercambiaron una mirada y alcanzaron un acuerdo silencioso sólo posible en una pareja que ha vivido junta durante mucho tiempo.

—¿Necesitáis que os lleven? —preguntó la mujer.

Will miró a Stella, pero todo lo que Stella podía oler era el espeso olor a aceite. El hombre tenía al menos diez años más que la mujer. Tenía un rostro delgado, ojos grises y luminosos y una nariz prominente, y sus manos, al volante, también estaban cubiertas de anillos —turquesa, coral y plata, aves y diseños abstractos.

—Claro —dijo Will.

La puerta lateral del minivan se abrió y se deslizó automáticamente. El interior apestaba a cigarrillos, a hamburguesas y patatas fritas.

Stella arrugó la nariz, pero el olor a comida le hizo salivar. No habían comido desde la mañana del día antes.

—Hemos estado leyendo sobre chicos como vosotros —dijo el hombre mientras subían—. Tiempos difíciles, ¿no?

—Sí —dijo Will—. Gracias.

TERCERA PARTE: SHEVA + 18

Nos encontramos en el año decimoctavo de lo que algunos llaman el Siglo del Virus. El mundo entero sigue asustado, aunque hay algunas débiles y trémulas indicaciones de una solución política.

Sin embargo, la mayoría de las personas encuestadas hoy no tiene ni idea de qué es un virus. Para la mayoría de nosotros, «Son pequeños y nos hacen enfermar» lo resume todo.

La mayoría de los científicos insisten en que los virus son piratas genéticos, que secuestran y matan células para reproducirse: «Genes egoístas con navajas», «ADN terrorista». Otros dicen que lo hemos entendido mal, que muchos virus son mensajeros genéticos, transportando señales entre células del cuerpo e incluso entre usted y yo: «FedEx genético.»

La verdad probablemente combine ambos puntos de vista. Es un extraño y antiguo partido biológico, y la mayor parte de los científicos están de acuerdo en que todavía no hemos ni siquiera llegado a la segunda parte.

Productor de Fox Media proponiendo un especial Floodnet Vida Real, Noticias Reales; rechazado

¿Quién compraría espacios publicitarios? Da demasiado miedo. ¿Qué coño significa «trémulo»? Estoy cansado de toda esta mierda científica. La ciencia me estropea el día. Recordádmelo si y cuando el presidente se quede en su puesto el tiempo suficiente para hacer su trabajo. Es nuestro chico. Quizá sí, quizás entonces, pero no prometo nada.

Memorando del CEO y ejecutivo de programación de FoxMedia

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1

Fort Detrick, Maryland

Kaye miró al salón oscuro de la señora Rhine. Habían reordenado el mobiliario de una forma muy rara; había un sofá boca abajo, cubierto por una sabana, con las patas cubiertas resaltando en el aire y a su alrededor los cojines dispuestos en cruz; dos sillas de madera apoyadas contra la pared en una esquina, como si las hubiesen castigado.

La mesa de café estaba cubierta de pequeñas cajas blancas.

Freedman pulsó el botón del intercomunicador.

—Carla, aquí estamos. He traído a Kaye Lang Rafelson.

La señora Rhine atravesó rápidamente la puerta, cogió una silla de la esquina, la llevó al centro de la sala, a dos metros de la gruesa ventana y se sentó. Vestía un sencillo mono vaquero. Las gasas le cubrían los brazos, las manos y la mayor parte de la cara. Llevaba un pañuelo, y no parecía que le quedase pelo. La poca piel que quedaba descubierta estaba roja e hinchada. Los ojos eran intensos entre los pliegues de gasas más propios de una momia.

—Reduciré la intensidad de mi luz —dijo, con voz clara y casi perfecta a través del intercomunicador—. Subid la vuestra. No hay necesidad de mirarme.

—Vale —dijo Freedman, y aumentó la intensidad de las luces en la sala de visita.

Las luces del salón de la señora Rhine se redujeron hasta que sólo pudieron verla en silueta.

—Bienvenida a mi hogar, doctora Rafelson —dijo.

—Me agradó recibir su mensaje —dijo Kaye.

Freedman cruzó los brazos y se echó atrás.

—Christopher Dicken solía traerme flores —dijo la señora Rhine. Los movimientos eran torpes y espasmódicos—. Ahora ya no puedo tener flores. Una vez a la semana tengo que meterme en un armarito y un robot entra a fregarlo todo. Tienen que eliminar todos los pequeños bichos del polvo de la casa. Hongos, bacterias y similares que podrían crecer de los pequeños fragmentos de piel. Pueden matarme si se acumulan.

—Me alegró recibir su carta.

—La web es mi vida, Kaye. Si puedo llamarla Kaye.

—Claro.

—Me parece conocerla, Christopher habla de usted tan a menudo... Ahora ya no recibo muchas visitas. He olvidado cómo reaccionar a la gente real. Tecleo en mi teclado limpio y viajo por todo el mundo, pero nunca voy a ningún sitio, ya no toco o veo nada en realidad. Pensé que me había acostumbrado, pero luego volví a enfurecerme.

—Lo imagino —dijo Kaye.

—Dime lo que imaginas, Kaye —dijo la señora Rhine, agitando la cabeza.

—Imagino que te sientes robada.

La sombra asintió.

—Toda mi familia. Por eso te escribí. Cuando leí lo que le pasó a tu marido, a tu hija, pensé, no es sólo una científica, o un símbolo de un movimiento, o una celebridad. Es como yo. Pero claro, tú podrás recuperarlos, algún día.

—Siempre intento recuperar a mi hija —dijo Kaye—. Todavía la buscamos.

—Me gustaría poder decirte dónde está.

—A mí también —dijo Kaye, tragando tras el traje. El flujo de aire en el traje de aislamiento no era el mejor.

—¿Has leído a Karl Popper? —preguntó la señora Rhine.

—No, nunca —dijo Kaye, y alisó una arruga de plástico sobre el vientre. Se dio cuenta entonces que el traje estaba remendado con algo parecido a la cinta adhesiva. Eso la distrajo durante un momento; había oído que habían recortado los fondos, pero no había comprendido completamente lo que implicaba.

—... dice que todo un grupo de filósofos y pensadores, incluyéndolo a él, considera el yo como un accesorio social —dijo la señora Rhine—. Si creces lejos de la sociedad, no desarrollas un yo completo. Bien, yo estoy perdiendo mi yo. Me siento incómoda empleando el pronombre personal. Me volvería loca, pero yo... esta cosa que soy... —se detuvo—. Marian, necesito hablar con Kaye en privado. Al menos dejadme creer que nadie escucha o nos graba.

—Hablaré con el técnico. —Freedman conversó brevemente con el técnico de seguridad. Luego salió cautelosa de la sala de visitas, con el umbilical enrollándose tras ella. La puerta se cerró.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó la señora Rhine en voz baja, apenas audible. Kaye podía ver en los ojos de la mujer el reflejo de las luces brillantes tras el vidrio.

—Por tu mensaje. Y porque pensé que era hora de conocerte.

—¿No estás aquí para asegurarme que encontrarán una cura? Porque algunas personas han venido a decirme eso y lo odio.

—No —dijo Kaye.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué hablar conmigo? Envío correos a mucha gente. No creo que muchos se reciban. De hecho, me sorprende que el tuyo te llegase.

Marian Freedman se había asegurado de eso.

—Me escribiste que sentías que te estabas volviendo más inteligente y más distante —dijo Kaye—, pero que perdías el yo... —Miró a la sombra en la sala oscura. El eczema estaba muy mal, o eso le habían contado a Kaye antes de encontrarse con Marian Freedman—. Me gustaría oír más —dijo Kaye.

De pronto, la señora Rhine se inclinó hacia delante.

—Sé por qué estás aquí —dijo elevando la voz.

—¿Por qué? —preguntó Kaye.

—Las dos hemos sufrido el virus.

Un momento de silencio.

—No comprendo —dijo Kaye en voz baja.

—Los ascetas se sientan en lo alto de pilares de roca para evitar el contacto humano. Esperan a Dios. Se vuelven locos. Ésa soy yo. Soy san Antonio, pero los demonios son demasiado inteligentes para malgastar su tiempo parloteando conmigo. Yo ya estoy en el infierno. No los necesito para recordarlo. He cambiado. Siento el cerebro más grande, pero también es como un enorme almacén lleno de cajas vacías. Leo e intento llenar las cajas. Era tan estúpida, sólo era una paridera, los virus me castigaron por ser estúpida, quería vivir así que acepté en mi interior los tejidos de cerdo y eso estaba prohibido, ¿no es así? No soy judía, pero los cerdos son criaturas poderosas, muy espirituales, ¿no crees? Me atormentan. He leído algunas historias de fantasmas. Historias de terror. Dan mucho miedo, los cerdos. Hablo muy rápido, lo sé. Marian me escucha, los otros me escuchan, pero para ellos es una carga. Creo que les doy miedo. Se preguntan cuánto duraré.

El estómago de Kaye estaba tan tenso que podía saborear el ácido en la garganta. Sentía tantas emociones hacia la mujer tras el vidrio..., pero no se le ocurría nada que decir o hacer para confortarla.

—Yo sigo escuchando —dijo.

—Bien —dijo la señora Rhine—. Sólo quería decirte que moriré pronto. Lo puedo sentir en la sangre. También tú, aunque quizá no tan pronto.

La señora Rhine se puso en pie y rodeó el sofá virado y cubierto.

—Tengo pesadillas. De alguna forma escapo de aquí, camino por ahí y toco a la gente, intentando ayudar, y acabo matándolos a todos. Luego, visito a Dios... y a Él también lo enfermo. Mato a Dios. El diablo le dice: «te lo advertí». Se burla de Dios mientras agoniza, y yo digo, Bien por ti.

—Oh —dijo Kaye, tragando—. No es así. No va a ser así.

La señora Rhine agitó los brazos hacia la ventana.

—No puedes comprenderme. Estoy cansada.

Kaye quería decir más, pero no podía.

—Vete, Kaye —insistió Carla Rhine.

Kaye bebía una taza de café en el pequeño despacho de Marian Freedman. Lloraba con tal fuerza que le temblaban los hombros. Se había contenido mientras se quitaba el traje y se duchaba, mientras subía en el ascensor, pero ahora no podía parar.

—No lo hice demasiado bien.

—Nada de lo que hagamos importa, no para Carla —dijo Freedman—. Yo tampoco sé qué decirle.

—Espero que no la deprima.

—Lo dudo —dijo Freedman—. Es fuerte en muchos sentidos. Eso es parte de la crueldad. Las otras están tranquilas. Tienen sus rutinas. Son como hámsteres. Perdóname, pero es cierto. Carla es diferente.

—Se ha vuelto sagrada —dijo Kaye, enderezándose en la silla de plástico y sacando otro kleenex de la caja sobre la mesa de Freedman. Se limpió los ojos y movió la cabeza.

—Sagrada no —insistió Freedman, irritada—. Maldita, quizá.

—Dice que está muriendo.

Freedman miró a la otra pared.

—Está produciendo nuevos tipos de retrovirus, muy compactos, cositas elementales, no las monstruosidades que solía producir. No contienen genes de cerdo. Ninguno de esos nuevos virus es infeccioso, o incluso patógeno, por lo que podemos ver, pero realmente están trastocándole el sistema inmunológico. Las otras señoras... lo mismo.

Marian Freedman se concentró en Kaye. Kaye examinó sus ojos oscuros y agotados con una sensación creciente de consternación.

—La última vez que Christopher Dicken estuvo aquí, me ayudó con algunas muestras —dijo Freedman—. En menos de un año, quizás en sólo unos meses, todas nuestras señoras empezarán a manifestar síntomas de esclerosis múltiple, posiblemente lupus. —Freedman movió los labios, se quedó en silencio, pero siguió mirando a Kaye.

—¿Y? —dijo Kaye.

—Christopher cree que los síntomas no tienen nada que ver con los trasplantes de tejidos de cerdo. Puede que las señoras estén un poco aceleradas. La señora Rhine podría ser la primera en experimentar un síndrome post-SHEVA, un efecto secundario de un embarazo SHEVA. Podría ser muy peligroso.

Kaye dejó que la información le llegase por completo, pero no pudo encontrar ninguna emoción que asignarle —no después de ver a Carla Rhine.

—Christopher no me lo dijo.

—Bien, comprendo la razón.

Deliberadamente, Kaye cambió de idea, una táctica de supervivencia a la que se había acostumbrado en la última década.

—Voy a California a reunirme con Mitch. Sigue buscando a Stella.

—¿Algún rastro? —preguntó Freedman.

—Todavía no —dijo Kaye.

Se puso en pie y Freedman levantó una papelera especial marcada como «Peligro biológico» para recibir los pañuelos manchados de lágrimas.

—Puede que mañana Carla se porte de otra forma. Probablemente me diga que está encantada de que vinieses. Ella es así.

—Comprendo —dijo Kaye.

—No, no comprendes —dijo Freedman.

Kaye no estaba de humor.

—Sí, comprendo —dijo con firmeza.

Freedman la examinó durante un momento, y luego le dirigió un encogimiento de hombros.

—Perdona mi mala actitud —le explicó—. Se ha convertido en una epidemia por aquí.

Kaye se subió a un avión en Baltimore dos horas después, con dirección a California, negándole al sol la oportunidad de descansar. De un carrito de bebidas que empujaban por el pasillo le llegaban olores a hielo, café y zumo de naranja. Mientras permanecía sentada viendo un noticiario sobre los juicios federales contra antiguos directivos de Acción de Emergencia, apretó los dientes para evitar que le castañetearan. No tenía frío; sentía miedo.

Durante casi toda su vida, Kaye había creído que comprendiendo la biología, cómo funcionaba la vida, acabaría comprendiéndose a sí misma, alcanzaría la iluminación. Saber cómo funcionaba la vida lo explicaría todo: los orígenes, los fines, y todo el espacio intermedio. Pero cuanto más hurgaba y cuanto más comprendía, menos satisfactorio parecía, todo mecanismos ingeniosos; maravillas, sin duda, suficientes para hipnotizarla durante mil vidas, pero en realidad nada más que una concha infinitamente sinuosa.

La concha producía nacimiento y consciencia, pero el precio era la cooperación contrafásica y la competición, asociaciones y traiciones, éxito provocándole dolor a otros y fracaso llevando a tu propio dolor y muerte, vida devorando la vida, acabando con una víctima tras otras. Vastas masacres que conducían a adaptaciones y más ingenio, ventajas temporales; un proceso sin final.

Los virus contribuían al nacimiento y a la muerte: genes viajando y hablando unos con otros, relatando los recuerdos y planificando los cambios, todas las maravillas y todos los fracasos, pero sin escapar jamás del toma y daca. La naturaleza es una diosa hijaputa.

El sol apareció por la ventanilla opuesta y le dio directamente en la cara. Cerró los ojos. Debería haberle contado a Carla lo que me pasó. ¿Por qué no se lo conté?

Porque han pasado tres años. Años dolorosos e infructuosos. Y ahora esto.

Carla Rhine había renunciado a Dios. Kaye se preguntó si ella también.

2

California Central

Mitch se ajustó la corbata frente al viejo espejo desigual de la deprimente habitación de motel. En el reflejo su rostro parecía cómico, teñido de amarillo alrededor del ojo izquierdo, manchado de negro cerca de la mejilla derecha, un espacio que separaba el cuello de la barbilla. El espejo le reveló que era viejo, estaba gastado y se desmoronaba, pero igualmente sonrió. Vería a su esposa por primera vez en dos semanas, y le apetecía pasar algo de tiempo a solas con ella. No le importaba su aspecto porque sabía que a Kaye tampoco le importaba. Así que se había puesto el traje porque el resto de la ropa estaba sucia y no había tenido tiempo de llevarla al anexo y meter moneditas en la lavadora.

La cama tamaño gigante, con la colcha arrugada, estaba cubierta por mapas medio plegados, gráficos, y trocitos de papel con números de teléfonos y direcciones, una imponente pila de pistas que hasta ahora no le habían llevado a ningún sitio. En los últimos tres años de buscar por el estado, para centrarse finalmente en Lone Pine, parecía que nadie había visto a Stella, nadie había visto pasar a los jóvenes, y ciertamente nadie había visto a ningún niño del virus haciendo novillos de la escuela.

Stella se había evaporado.

Mitch podía localizar con asombrosa precisión a un grupo de hombres muertos veinte mil años atrás, pero no podía encontrar a su hija de diecisiete años.

Se apretó la corbata e hizo una mueca, luego apagó la luz del baño y fue a la puerta. Justo cuando la abría, un joven con sudadera y cazadora gris, de largo pelo rubio, retiró el puño que tenía listo para llamar.

—Lo lamento —dijo el hombre—. ¿Es usted Mitch?

—¿Puedo ayudarle?

—El director dice que yo puedo ayudarle a usted. —Se tocó la nariz y guiñó un ojo.

—¿A qué se refiere?

—¿No me recuerda?

—No —dijo Mitch impaciente.

—Entrego hardware y suministros eléctricos. No huelo nada, y tampoco tengo demasiado sentido del gusto. Lo llaman anosmia. Tampoco me gusta demasiado el sabor de la comida, y por eso sigo delgado.

Mitch se encogió de hombros, todavía perdido.

—Está buscando a una chica, ¿no? ¿A una shevita?

Mitch nunca antes había oído esa palabra. El sonido —sonaba adecuada— le puso la piel de gallina. Mitch revaluó al joven. Le resultaba familiar.

—Soy el único que mi jefe, Ralph, envía para entregar suministros, porque los otros vuelven confundidos. —Volvió a tocarse la nariz—. Yo no. No pueden hacerme olvidar recoger el dinero. Así que nos pagan, y como yo los trato con respeto, pagan bien, con extras. ¿Comprende?

Mitch asintió.

—Siga.

—Me caen bien —dijo el joven—. Son buena gente, y no quiero que nadie vaya allí a causar problemas. Es decir, lo que hacen es más o menos legal ahora, y un gran negocio por aquí. —Miró al sol de la mañana que calentaba un pequeño aparcamiento de asfalto, la zona de hierba, y los pinos dispersos más allá.

—Me interesa cualquier información —dijo Mitch, saliendo al porche, con cuidado de no asustar al hombre—. Es mi hija. Mi mujer y yo llevamos tres años buscándola.

—Genial —dijo el hombre, agitando los pies—. Yo también tengo una niña. Es decir, está con su madre, y no estamos casados... —De pronto pareció alarmado—. No quiero decir que sea una niña del virus, ¡en absoluto!

—No hay problema —dijo Mitch—. No tengo prejuicios.

El hombre miró a Mitch de forma extraña.

—¿No me reconoce? Es decir, no hay problema, ha pasado mucho tiempo. Creí reconocerle, y ahora que le veo, lo tengo tan claro como si hubiese sido ayer. Es extraño cómo la gente acaba reencontrándose, ¿no?

Mitch movió ligeramente los hombros y la cabeza para indicar que seguía sin tener ni idea.

—Bien, podría no haber sido usted... pero estoy bastante seguro de que sí, porque vi la foto de su mujer en el periódico algunos meses después. Es una científica famosa, ¿no?

—Lo es —dijo Mitch—. Mire, lo lamento...

—Hace mucho tiempo recogieron a unos autostopistas. Dos chicas y un chico. Ése era yo, el chico. —Señaló, con un dedo flaco a su propio pecho—. Una de las chicas acababa de tener un aborto. Se llamaban Delia y Jayce.

El rostro de Mitch perdió lentamente toda expresión, tanto por el asombro como por el recuerdo. Estaba sorprendido, pero lo recordaba casi todo, quizá porque se había producido en otro pequeño motel.

—¿Morgan? —preguntó, dejando caer los hombros como si un par de pesos le tirasen de los brazos.

El hombre mostró la sonrisa más grande que Mitch hubiese visto en meses.

—Bendito sea —dijo Morgan. Tenía lágrimas en los ojos—. Lo lamento —dijo, moviendo los pies y retrocediendo hacia el sol. Se limpió los ojos con el dorso de la mano—. Es que, después de tantos años... Lo lamento. Estoy portándome como un estúpido. Realmente les estoy muy agradecido.

Mitch alargó la mano para evitar que Morgan se cayese por el bordillo. Con cuidado trajo a Morgan de nuevo a la sombra, y luego, espontáneamente, dos hombres que habían pasado por mucho a lo largo de los años se abrazaron. Mitch rió a pesar de sí mismo.

—Me cago en Dios, Morgan, ¿cómo estás?

Morgan aceptó el abrazo pero no la blasfemia.

—Eh —dijo—. Que ahora pertenezco a Jesús.

—Lo siento —dijo Mitch—. ¿Dónde está mi hija? ¿Qué puedes contarme? Es decir, suena como que has dado con un grupo de personas que no desea ser encontrado. —Sintió cómo las preguntas iban haciendo cola, negándose a ir más despacio, y menos aún a detenerse—. Gente SHEVA. Shevitas, ¿así los has llamado? ¿Cuántos? ¿Una comuna? ¿Cómo supiste que estaba buscando a mi hija?

—Como dije, el director del hotel es el tío de mi novia. Entrego material en el garaje que tiene en North Main. Me lo contó. Me preguntó si sería usted. Me dejaron muy impresionados.

—¿Quieres llevarme allí por si no soy de fiar?

—Estoy más que seguro que es usted de fiar, pero... es difícil de encontrar. Me gustaría llevarle allí, por si se trata de su hija. No sé quién es, ¿comprende? Pero si está allí... me gustaría devolver el favor.

—Lo comprendo —dijo Mitch—. ¿Te gustaría llevar también a mi esposa? Ella es la famosa.

—¿Está aquí? —preguntó Morgan, preparándose para quedar anonadado y volverse tímido de nuevo.

—Llegará en un par de horas. Voy a recogerla al aeropuerto en Las Vegas.

—¿Kaye Lang?

—Esa misma.

—¡Guau! —dijo Morgan—. He estado siguiendo las comparecencias en el Senado, la audiencia. Cuando no trabajo. Sabe, la vi en Oprah. Eso fue hace mucho tiempo. Yo era todavía un crío. Pero en realidad no puedo prometer nada.

—Nos guiaremos por la fe —dijo Mitch, mucho más feliz de lo que había estado no sabía en cuánto tiempo—. ¿Has desayunado?

—Eh, ahora me gano un sueldo —dijo Morgan, enderezándose y metiendo los dedos en los bolsillos de los vaqueros—. Yo le invitaré a desayunar. Lo que va, vuelve.

En la habitación, sonó el teléfono de datos de Mitch. Medio cerró la puerta al ir a cogerlo de la cama. Mitch abrió la tapa del teléfono. La llamada era de Kaye.

—¡Hola, Kaye! Adivina...

—Estoy en el avión. Qué mañana más terrible. Necesito abrazar a alguien —dijo Kaye. La imagen en la diminuta pantalla parecía pálida. Podía ver un respaldo detrás y más gente sentada—. Necesito alguna buena noticia, Mitch.

Mitch se contuvo durante un segundo, con la mano temblándole, sabiendo en cuántas ocasiones habían tenido falsas esperanzas. No quería añadir otro desencanto más.

—¿Mitch?

—Aquí estoy. Iba a salir ahora mismo.

—Simplemente no podía soportar no hablar contigo. El vuelo va medio lleno.

—Creo que tenemos algo —dijo Mitch, con la voz ronca y la nariz contraída alrededor de las palabras. Sabes que es verdad. Esta vez sí.

—¿Es la doctora Lang? ¡Dígale hola! —gritó Morgan con alegría desde el porche del motel al otro lado de la puerta.

—¿Qué pasa? —Kaye intentaba descifrar la expresión de Mitch en la diminuta pantalla—. ¿Es un detective? ¿Nos queda dinero para eso?

—Ven sana y salva. He encontrado a un viejo amigo. O, más bien, él nos ha encontrado a nosotros.

3

Lago Stannous, norte de California

El aire huía del calor de la tarde. Por entre los pinos, Stella Nova podía ver los frentes tormentosos elevándose en silencio, nubes hinchadas sobre las montañas White. El bosque estaba seco y lleno de las fragancias de pino torcido, picea y abeto.

Había terminado con su parte de la colada en el enorme lavadero de cemento cerca del centro de Oldstock. Ahora estaba sentada en un barril de aceite vacío junto a las largas cuerdas de las que colgaban al sol lencería, ropa interior, y algunos pañales y ropas de trabajo, oliendo a jabón, lejía y vapor, bebiendo un refresco de cerezas —aquí todo un lujo, sólo se permitía uno a la semana— y pensando, agitando los pies de un lado a otro, arañando con los zuecos el suelo de cemento alrededor del lavadero.

Desde donde se encontraba, podía ver la curva de gravilla junto a la vieja bolera abandonada, pintada de gris décadas atrás, pintura que ahora se desprendía; tres dormitorios de secuoya manchada que solían acoger a los estudiantes de seminarios, a los peregrinos y a algunos turistas; y al norte, la célula de energía y la estación solar que permitía el funcionamiento del centro médico y la guardería. Más allá de la estación y un viejo complejo vallado para almacenar equipo minero, se extendía un campo de desechos dominado por una pequeña montaña de residuos mineros. La montaña señalaba la antigua mina y convertía ese extremo del campamento en una tierra de nadie de metales pesados y cianuro. Nadie iba allí a menos que fuese necesario; en ocasiones después de una lluvia intensa podía oler el veneno en el aire, pero no era suficiente para enfermarles, a menos que hiciesen una estupidez.

A mediados del siglo pasado, los humanos habían extraído cobre, estaño y algo de oro aquí en Oldstock, y habían edificado un pueblecito —de ahí habían salido la bolera y los edificios del seminario—. Al sur, justo más allá de la carretera principal que llevaba al lago Stannous, podías encontrar calles cubiertas de hierba y cimientos de hormigón donde antes había habido casas, construidas por la Compañía Condite Copper para alojar a las familias de los mineros. En el bosque, Stella se había encontrado con viejos refrigeradores y lavadoras y montones de botellas y residuos mayores: motores diesel y a vapor abandonados como enormes naves espaciales de hierro, tolvas achaparradas y negras, pilas de raíles de hierros naranjas por el óxido, y diagonales empapadas en creosota reluciendo con cuentas negras debido a los años bajo el sol.

Oldstock era un lugar oficialmente reconocido como contaminado con residuos tóxicos, situado al extremo norte del lago Stannous, donde la pesca era mala, y esa combinación mantenía lejos a la mayoría de los humanos. Pero Oldstock era hermosa, y siempre que no lloviese demasiado, los residuos no llegaban al lago y el agua de la villa estaba perfecta. Hasta ahora, habían tenido suerte. El tiempo había sido seco durante los últimos veinte años, desde que el señor y la señora Sakartvelos habían comprado la propiedad a un grupo eclesiástico luterano.

Sakartvelos no era su verdadero nombre. Habían emigrado desde la AUS, la Antigua Unión Soviética, la parte que ahora se conocía como República de Georgia. El nombre que habían adoptado era el nombre de su país tal y como lo pronunciaban los nativos. Llevaban veinte años aquí ocultos, sabiendo que con el tiempo llegarían otros.

Cinco años atrás, los otros habían empezado a llegar, y lentamente el pueblo había empezado a recuperar la vitalidad.

El señor y la señora Sakartvelos tenían ya más de sesenta años. Físicamente, eran evidentemente shevitas. Decían que otros como ellos —no muchos— se remontaban a doscientos años en Georgia, Armenia y Turquía. Stella Nova no veía razón para no creerles. Mitch había hablado de esas cosas.

Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, girando la cara como una flor para absorber más sol antes de que se hundiese tras los árboles. Prestó atención a los mirlos de alas rojas y a los arrendajos, sinsontes y petirrojos. Sus mejillas mostraron mariposas de satisfacción.

Un juego para chicos más jóvenes era Aleatorio —mostrar patrones simétricos y luego averiguar qué eran. Les enseñaba a hablar con las pecas. Algunos llegaban a Oldstock tontos de pecas, sin saber cómo comunicarse con su propia gente. Aprendían lentamente. Stella y otros enseñaban a los más pequeños.

Este verano el bosque había estado lleno de garrapatas —y también ciervos— pero ni las garrapatas ni los mosquitos les molestaban demasiado. Los Sakartvelos les habían enseñado a febriaromar para mantener lejos a los insectos, y también para tranquilizar a los animales —especialmente a los osos— que pudiesen encontrar. Los doscientos shevitas en Oldstock eran los únicos habitantes en quince kilómetros a la redonda, y el bosque era salvaje.

Y por supuesto, los Sakartvelos les habían enseñado a los niños a mantener Oldstock en secreto, y les habían enseñado lo que debían hacer si los humanos venían a buscarles.

Les habían enseñado bien. Jamás se habían llevado a nadie, y nadie había sufrido daño —ya fuese por animal o por humano—. La vida había sido bastante agradable, y Stella había empezado a olvidar los malos momentos e incluso los momentos con Mitch y Kaye, los buenos, aunque tristes. Había empezado a creer que tenía una vida que vivir, enraizada y real, entre su propia gente.

Entonces, Will se había puesto malo.

Algunos todavía sufrían pesadillas con las escuelas y con la vida entre humanos. Stella no soñaba esas cosas. Will no había tenido tanta suerte. Les había ocultado muchas cosas, cosas que había experimentado, que le habían pasado.

En Oldstock no había ni radios ni televisión, ni teléfonos, excepto un único teléfono por satélite en el salón de reuniones, bajo llave en un armario. No se había usado desde la llegada de Will y Stella, y probablemente antes tampoco demasiado.

Una brisa agitó la sábana y los pañales. Stella se limpió el sudor de la frente, se puso en pie y empezó a descolgar y doblar las piezas secas. Las apiló en una bañera de plástico y aromó la bañera tocándose con el pulgar tras la oreja y frotándolo sobre el asa.

Randolph —el único Randolph en Oldstock, así que no conocía su apellido humano— se le acercó y mostró un saludo. Randolph tenía cuatro años menos que Stella, lo que algunos llamaban nacido fuera, que no era parte de las Oleadas. Los que habían nacido durante las tres grandes Oleadas eran conocidos como boomers, no sabía por qué. Hablaron con las caras durante un rato mientras descolgaban y doblaban fundas de almohada, monos y pañales. Intercambiaron cumplidos e imitaron mutuamente sus olores, una especie de broma o juego que servía para pasar el tiempo.

Randolph pertenecía al deme Mirlo, no el de Stella pero sí una rama de su grupo. Podían hablar libremente sobre asuntos de los demes, pero no sobre detalles personales internos. Eso exigía triples, para evitar malinterpretaciones entre demes: tres figuras por cada deme, implicaba una febriaromación total y también chispeando y destellando. Para los de fuera, los triples parecían un baile extraño, pero resolvían muchos problemas y mantenían la fricción al mínimo.

Oldstock tenía a dos niños de la Oleada más reciente, renacuajos de dos años y veintiséis meses respectivamente. En ocasiones Stella cuidaba de ellos en preparación y entrenamiento, y disfrutaba de sus descontrolados olores infantiles. Los niños shevitas criados entre los suyos en ocasiones se pasaban de entusiasmo y llegaban a emitir un olor fétido como mofetas muertas, y no debido a los pañales sucios.

Los bebés shevita sabían maldecir con olores mucho antes de aprender a hablar.

Todo el mundo aprendía. Por suerte, el señor y la señora Sakartvelos estaban lejos de ser tiranos. Los comunistas los habían esterilizado en Tbilisi en la década de los 60 y no podían tener hijos propios. En cierta forma extraña, eso los convertía en los perfectos padrinos para todos los shevitas, sus guías en la pequeña y oculta Oldstock.

Randolph terminó de plegar buena parte de la colada y tocó la mejilla de Stella con gesto fraternal, con sólo una insinuación de la pregunta que los jóvenes hacían a menudo, incluso a alguien en su estado. Incluso a alguien que todavía tenía compañero.

Stella respondió con un ligero gruñido de advertencia en la garganta y un gorjeo amable. Sonrieron y se separaron, sin haber dicho ni una palabra. Stella podía pasarse días sin hablar, y aunque en ocasiones gritaba con fuerza en sueños, al despertar nunca podía recordar por qué.

Se servía la cena en el refectorio para aquellos que habían estado cortando madera y para los grupos de planificación que empezaban muy temprano. Hombres y mujeres salieron de los refrescadores, cabinas donde se frotaban con toallas húmedas para quitarse el sudor —por lo demás, la mayoría se duchaba menos de una vez por semana—. Reducir u ocultar el olor se consideraba de mala educación. Sin embargo, oler a trabajo duro también podía ocultar el olor.

El señor Sakartvelos les había dicho:

—En nuestro corazón, todos somos franceses.

Stella no sabía a qué se refería exactamente. En Francia, los shevitas trabajaban en fábricas de perfumes, o eso había oído. Quizá se refiriese a eso.

Se sentía ignorante. Ahora sentía hambre casi continuamente, así que hizo cola con los trabajadores, con las manos en el vientre, intentando palpar la forma que había debajo, pero por ahora apenas había un bulto. Palparse el vientre le hacía sentirse un poco triste. Una taza de café le ayudaría. La cafeína hacía que el día fuese más fácil. Los shevitas reaccionaban con tal intensidad a la cafeína que el café, el té e incluso el chocolate sólo estaban permitidos de diez a cinco.

La mente de Stella corría continuamente incluso sin café. La mitad de las veces quería llorar, la otra mitad tragárselo y seguir las horas del día y lo que pudiesen traerle. Tanto trabajo por hacer. Podían pasar meses y años y todavía no conseguía encajar completamente. Todos esos años lejos de su gente... ¿La habían tullido, la habían vuelto más humana que shevita?

Pero había momentos dulces, clases con los jóvenes boomers y especialmente con los bebés.

Cogió la bandeja de la línea de comida y caminó al refectorio, grande y tranquilo, con doce trabajadores descansando, ninguno hablando, haciendo gestos, chispeando y destellando, agradables olores a cacao, yogurt e incluso jazmín —alguien estaba muy alegre— se mezclaban entre sí perdiendo el contexto a esta distancia, como palabras arrancadas de una conversación y juntadas aleatoriamente, el discurso desarrollándose en los viejos bancos y mesas de madera.

Stella se sentó sola, lo que hacía tan a menudo que producía comentarios, amables pero algo críticos. Se comió su cuenco de frijoles de lata rociados o aderezados con las especias extras y sabores que gustaban a los shevitas, sal negra, extractos de nabo y salsa amarga de anchoas.

Luce Ramone se sentó a su lado con un cuenco de patatas fritas. Luce era más habladora que los otros, y Stella la saludó con una sonrisa que manifestaba algo de necesidad.

—¿Qué, quieres una persona parlanchina? —preguntó Luce. Era un año más joven que Stella, de la cola final de los primeros boomers, pequeña para una shevita y de piel pálida, con cabello negro y grueso que tendía a quebradizo. Sin embargo, olía de maravilla, y atraía mucha atención de hombres que esperaban ser periféricos a su deme. El deme de Stella y el de Luce estaban en proceso de fusión, uniéndose pero manteniendo todavía los límites. Nadie sabía adónde podría llevar, o qué podría implicar para los pretendientes domésticos, hombres y mujeres esperanzados de ambos demes.

—Me encantan las personas parlanchinas —dijo Stella.

—Pelo de humano./ Soy tu chica. Estás triste/ pareces cansada.

—Estoy pensativa.

Las dos estaban destellando, pero por ahora la hiper e infrahabla era lo dominante.

—Joe Siprio, ¿le conoces?

—El amigo de Will —dijo Stella.

—Está pretendiéndome. ¿Debería aceptar?

—Por nada/ demasiado joven —dijo Stella.

—Tú estabas pretendida a mi edad/ hipócrita.

—Mira cómo acabé —sin énfasis, una única frase, sin infra.

—Es un encanto total —dijo Luce con una mirada de diversión—. Nuestros cuerpos se gustan.

—¿Qué tiene eso que ver con un pedo de gato? —preguntó Stella, irritada—. Eres una polilla. Necesitas convertirte en abeja.

Polilla y abeja eran los nombres de dos niveles de menarquía entre los shevitas. Las mujeres pasaban por tres fases: la primera, polilla, receptiva a avances sexuales pero sin acto sexual; la segunda, abeja, activa sexualmente pero infértil —y esto era todavía una suposición incluso para los Sakartvelos— para permitir un muestreo hormonal y feromonal y comunicaciones más sutiles; y la tercera, avispa, fertilidad total, lo que llevaba a actividades sexuales con perspectivas de embarazo. Las mujeres shevitas podían retornar al estado abeja si el deme se rompía o un pretendiente fracasaba.

Los hombres empezaban la pubertad como abejas y de ahí iban directamente a avispas, en ocasiones en unas pocas horas.

—Limón y Lima tienen una idea anticuada sobre ese punto —añadió Stella. Limón y Lima eran los fundamentales de los Sakartvelos—. Creen que deberías esperar.

—Tú no lo hiciste —dijo Luce.

—Era diferente —dijo Stella, y con las pecas emitió un aviso de que no le gustaba pensar en ello y menos aún hablar.

—Limón y Lima te apoyaron —dijo Luce irritable.

—No tenían muchas opciones, ¿no?

Un joven de diez años llamado Burke llegó hasta el extremo de la mesa y se quedó allí tímido, con los brazos cruzados, moviéndose sobre los talones.

—¿Qué? —le soltó Stella, mirándole con mejillas totalmente doradas.

Burke retrocedió.

—Limón y Lima están en la entrada con otros. Hay humanos allí.

—¿Y?

—Dicen que son tus padres. Los guió otro, el tipo de repartos sin nariz.

Stella golpeó la mesa con las manos, para luego tamborilear, moviendo la cabeza, haciendo que los platos se agitasen. Las cabezas de la cafetería se volvieron y dos se pusieron en pie por si el consenso era la intervención.

Luce retrocedió, porque nunca había visto a su amiga tan alterada.

—No son ellos —dijo Stella, y pasó las piernas sobre el banco y se puso en pie—. Ahora no. —Se acercó a Burke, con el rostro y las pupilas encendidas en una interrogación totalmente acusativa, como si quisiese castigarle.

—La mujer huele como tú —gimió Burke, y luego otros los rodearon y apartaron a Stella con ligeros codazos. Tocar con manos furiosas se consideraba de muy malos modos. Burke salió corriendo, llorando.

—Vete a ver —sugirió Luce, mostrando sus propios colores. Nadie era mejor persuasor que Luce—. Si no son tus padres, los humearán para que se vayan y lo olvidarán todo. Si son tus padres, tienes que ir. —Levantó las palmas ensalivadas, como hicieron los otros que habían formado un círculo alrededor de la mesa, pero Stella los rechazó a todos.

—¡No quiero saberlo! —gimió—. ¡No quiero que ellos lo sepan!

4

Tribunal Albert V. Bryan de Estados Unidos. ALEXANDRIA, VIRGINIA

La senadora Laura Bloch recibió a Christopher Dicken en el pasillo fuera de la sala. Dicken estaba vestido con su excusa habitual de ropa de negocios, chaqueta marrón de tweed y pantalones de pana con una corbata ancha totalmente pasada de moda. La senadora Bloch vestía un traje azul marino y llevaba una pequeña cartera. A su espalda había un joven de calva incipiente y una solitaria mujer de mediana edad y aspecto preocupado, los dos con trajes y sus propias carteras.

—Va a librarse —declaró Bloch cortante—. Está posicionándose como policía de calle que nos protegió a todos.

A Dicken no le interesaban demasiado los castigos, y no le apetecía tener que testificar.

—Me pregunto qué pensaría Gianelli —añadió Bloch en voz baja, mirando a los bancos, a la línea de abogados y testigos esperando a que se les permitiese entrar en la sala para esperar a que les llamasen.

El sonido del bastón de Mark Augustine era inconfundible. Dicken y Bloch se volvieron para verle recorrer el pasillo en dirección a la sala. Saludó a sus abogados, habló con ellos unos segundos, con los ojos vueltos hacia Dicken, y luego los dejó y se acercó a ellos.

—Doctor Augustine —dijo Bloch, y alargó la mano.

—Senadora, es un placer verla. —Augustine sonrió y le cogió la mano, pero siguió mirando a Dicken—. Lamentable labor, ¿no, Christopher?

Dicken asintió.

—¿Cómo estás, Mark?

—La curva de aprendizaje es empinada para todos nosotros —dijo Augustine.

Dicken asintió. No tenía sensación de triunfo, sino la sensación hueca de asuntos sin completar.

Augustine apretó los labios y sacó del bolsillo una hoja de papel doblada.

—Dos noticias —dijo—. Primero, he conseguido que el jefe del Estado Mayor de Sumner, Stan Parton, acepte una sesión conjunta de reconciliación. Algunos chicos seleccionados vendrán al Congreso, invitados por el presidente. El vicepresidente estará presente.

—Es genial —dijo la senadora Bloch, con los ojos iluminados—. A Dick le hubiese encantado saberlo. ¿Cuándo?

—Podrían ser meses. La otra noticia es mala.

Lo último que el grupo quería eran malas noticias. Bloch suspiró y puso los ojos en blanco.

—Venga —dijo Dicken.

—La señora Rhine entró en coma a las seis y treinta de esta mañana. Murió a las once y cuarto.

Dicken sintió que se le cortaba el aliento.

—Sufría desde hacía años —dijo Augustine.

—En realidad, es una bendición —dijo Bloch.

Dicken preguntó dónde estaba el baño, para excusarse a continuación. En la vastedad, cerró la puerta de un excusado. No le salían las lágrimas. Ni siquiera se sentía entumecido.

—Curioso mundo —susurró, y miró al techo, como si la señora Rhine pudiese oírle—. Un mundo viejo y curioso. Estés donde estés, Carla, espero que sea mejor.

Luego salió del excusado, se lavó las manos, y regresó para colocarse junto a Bloch y Augustine en la entrada de la sala.

Rachel Browning y sus abogados habían llegado y formaban un grupo compacto a unos siete metros de Augustine y Bloch. Su cara tenía profundas arrugas, y estaba pálida como si fuese un molde de escayola, una máscara mortuoria. Asentía mientras seguía los dimes y diretes de los abogados. Uno se detuvo para susurrarle al oído.

—Me da pena —dijo Dicken, vulnerable hasta el punto de sentir caridad.

—Que no te dé —le aconsejó Augustine—. Rachel lo odiaría.

El funcionario del tribunal abrió las puertas.

—Pasemos, caballeros —dijo Bloch. Les colocó las manos en los hombros y los escoltó, los tres juntos, a la sala.

5

Lago Stannous, California

Mitch sostenía la mano de Kaye mientras un grupo de más de veinte jóvenes formaban una espiral móvil a su alrededor. A Morgan lo habían apartado y ahora se encontraba rodeado por tres jóvenes. Tenía las manos alargadas y sonreía nerviosamente, con el rostro enrojecido, la cazadora retirada de un hombro. Parecía sorprendido.

Otros adolescentes y una mujer de unos setenta años registraban la camioneta de Morgan, buscando, supuso Mitch, sistemas de comunicación o seguimiento. Todos se mantenían en silencio y con expresión muy seria.

—Buscamos a una chica llamada Stella Nova —repetía Kaye. El aire estaba anegado de persuasión. Mitch ya se sentía aturdido y confuso, a pesar de los tapones para la nariz que había improvisado en el baño del motel, a base de papel higiénico y crema de vainilla para los labios.

Un hombre mayor, también de unos setenta años, de mejillas coloradas y un halo indomable de pelo rojizo con mechas grises, atravesó la espiral y alargó las manos para agarrar las de Mitch y Kaye. Vestía una chaqueta vaquera con botones de latón. Exceptuando su rostro redondeado y los rasgos SHEVA, podría haber sido un granjero itinerante.

—No era necesario que viniesen —dijo presionando sus manos contra su pecho.

—Somos sus padres —dijo Kaye, con ojos suplicantes—. Llevamos años buscándola.

—No está aquí. —Las mejillas del hombre exhibieron un patrón rápido, ilegible, y los iris esmeralda chispearon de amarillo y marrón. El acento no era muy marcado, pero Mitch todavía podía detectar la inflexión del este de Europa. Mitch intentó pensar con claridad, intentó resistir la embestida. Ahora, en cualquier momento, estaba seguro de que todos regresarían a la camioneta y se irían, convencidos de haber cometido un error —sin que importase lo que Morgan les contase.

Por primera vez, Mitch se sintió asustado, por encontrarse entre el pueblo de su hija.

La mujer mayor se situó junto al hombre y emitió un flujo de hiper-infra en otra lengua.

—Georgiano —le dijo Kaye a Mitch. Mitch y Kaye intentaron juntar sus manos, pero el hombre era fuerte y no las soltaba y Mitch no deseaba iniciar una lucha. Se quedaron formando un triángulo con el viejo, que ya no les miraba, sino que se concentraba en la mujer y los adolescentes.

—¡Son vuestros amigos! —gritó Morgan, luchando contra los brazos que le retenían, la voz rota por la furia y la frustración—. Yo no traería enemigos aquí, lo sabéis. ¡Ella es famosa! ¡Ha salido en Oprah!

El anciano les soltó las manos, pero aun así la espiral de jóvenes, pelirrojos, rubios, morenos claros, de todos los colores —Mitch jamás había visto tanta variedad de niños SHEVA— siguió allí aromando el aire.

Mitch dudaba de que volviese a disfrutar del chocolate.

Kaye balbuceó unas palabras en georgiano, para luego preguntar a la pareja, en inglés:

—¿Cuándo llegaron aquí? ¿De dónde son?

¡Stella! —gritó Mitch en dirección al edificio junto a la zona de giro.

El anciano tocó con su dedo los labios de Mitch. Mitch inclinó la cabeza como un perro obediente y quedó en silencio.

Por favor —rogó Kaye. Le fallaron las piernas y Mitch la agarró.

—Vuelvan a casa —dijo el anciano.

—Vuelvan a casa —dijeron los niños en múltiples voces, hiper e infra, un murmullo elevado, cantarín, muy convincente y razonable en el calor de finales de la tarde.

Mitch vio algo por el rabillo del ojo. Levantó la cabeza y se puso de puntillas para mirar por encima de la multitud. Un rostro que conocía, como el de Kaye, como el de su madre, se acercaba decididamente hacia la espiral desde unos edificios grises. Intentó mantener a la joven a la vista a pesar de las cabezas que se agitaban y las bocas que cantaban y los ojos de motas doradas. La figura vestía unos pantalones negros amplios, zuecos y una blusa sin mangas. Tenía los hombros estrechos, como los de Kaye, y sus brazos tenían el tono de un bronce rojizo, como una estatua de un parque. Sus mejillas formaron un patrón de mariposa que Mitch reconoció instantáneamente, la complicada expresión que manifestaba sorpresa e incertidumbre, y luego saludo involuntario.

—¡Ahí está! —dijo Mitch, quedándose sin aliento.

Kaye vio a Stella, se puso recta e intentó abrirse camino a través del círculo. Los jóvenes se aproximaron para detenerla.

Stella se detuvo en el exterior de la espiral, con los brazos cruzados, mirando de un lado al otro, como si no hubiese encontrado lo que había venido a buscar, o no quisiese verlo.

Kaye se batía con los jóvenes para liberarse, sin emplear palabras, sólo gruñidos y chillidos.

Stella de pronto se abalanzó y agarró los miembros de la espiral.

El anciano levantó las manos, la mujer hizo lo mismo, y la espiral se retiró, dejando a Kaye, Mitch y a Stella en el centro de una multitud dispersa que se alejaba.

Una brisa susurró entre los árboles y sobre la curva de gravilla, dispersando el olor. Stella abrazó a su madre, luego alargó la mano y cogió al brazo de Mitch, incluyéndolo a él también.

Llegaron otros jóvenes, curiosos, aguardando para intervenir y hacer lo que fuese necesario.

—¡Veis! —gritaba Morgan triunfante—. ¿Os iba a engañar yo? ¡Tíos, dejadles! ¡Son familia!

A Morgan le dijeron adiós y le dieron las gracias, y Mitch le dio la mano. El viejo shevita le dijo severamente a Morgan que no debía regresar jamás, nunca.

—Eh, valió la pena —dijo Morgan desafiante. Saludó para despedirse mientras Stella llevaba a Mitch y a Kaye a una pequeña sala de reuniones tras la vieja bolera.

—Son infelices porque estáis aquí —dijo, colocando sillas alrededor de una mesa magullada. Les indicó que se sentasen. La ventana al fondo de la sala estaba a oscuras; ya había caído la noche—. No quieren que les encuentren.

—¿Quiénes son? —preguntó Kaye demasiado bruscamente, pero no podía controlarse—. ¿Líderes de un culto? ¿Cómo se llaman, Bo y Peep?

—No sé a qué te refieres —dijo Stella.

—Se negaban a hablar conmigo —dijo Kaye, intentando controlar su inquietud—. ¿Tanto nos odian?

Stella negó con la cabeza, incapaz de responder por el momento. No podía explicar con facilidad cómo de complicada podía ser la respuesta a esa pregunta.

—Simpatizo con vosotros —dijo Kaye—. Los dos lo hacemos, Stella. Estoy segura de que su historia es maravillosa, pero hemos estado buscando durante tanto tiempo..., ¡teníamos tanto miedo! —Golpeó la mesa con fuerza suficiente para hacer vibrar el suelo y agitar la ventana.

Mitch le colocó las manos en los hombros.

—Los dos hemos buscado. —Observó a Stella con expresiones alternas, de alivio y furia.

—Lo lamento —dijo Stella—. Will y yo vinimos aquí tras el accidente de autobús. Fue para mejor.

—¿Will? —preguntó Mitch—. ¿Era el chico? —John Hamilton les había contado que había enviado a Stella y a Will en un coche con Jobeth Hayden. La policía del estado había arrestado a Hayden en Nevada y la habían entregado al FBI, pero jamás la habían acusado de nada.

No tenía ni idea de adónde podían haber ido los niños. En su coche habían encontrado montones de hojas arrugadas de un libro de bolsillo.

—Le visteis en Virginia, en el edificio largo donde me encontrasteis. Donde murió la chica —dijo Stella.

—No le recuerdo muy bien —dijo Mitch.

—Era mi amigo —dijo Stella. Se volvió hacia Mitch, examinando su rostro con miradas rápidas y tímidas, mientras su propio rostro se oscurecía y las pupilas se convertían en meros puntos. Mitch jamás había visto a su hija tan triste, tan desanimada.

—¿Era?

—Ha muerto.

—¿Cómo murió? —preguntó Kaye.

Stella negó y apartó la vista.

—¿Encajaba aquí? —preguntó Kaye cautelosa.

Stella volvió a agitar la cabeza.

—Había vivido con humanos durante demasiado tiempo. Le habían hecho daño. Lo habían convertido en salvaje. No podía encajar con ningún deme, ni siquiera con el mío.

—Tú has vivido con humanos —dijo Kaye en voz baja.

—No es lo mismo.

—Stella, ¿estás embarazada? —preguntó Mitch, y Kaye dio un salto como si le hubiesen dado una patada.

—Sí —dijo Stella.

Kaye apretó la mandíbula. Mitch movió la mano al hombro de Stella.

—¿Will?

—Sí —dijo Stella.

Kaye gimió, para luego ponerse las manos sobre la boca. Stella miró a la ventana, no deseando presenciar la angustia de su madre.

—Es el padre —dijo Mitch.

—Pasé a avispa con tal rapidez... —dijo Stella—. Parecía lo adecuado, y él era dulce y cariñoso, conmigo, cuando estaba lejos de los demás.

—¿Ellos le mataron? —preguntó Mitch.

Stella volvió a negar y sus mejillas adoptaron un delicioso tono de siena, que, por lo que Mitch sabía, indicaba una emoción nada deliciosa: pena. Sus mejillas habían adoptado un tono similar cuando habían encontrado a Shamus acurrucado en el kudzu, años atrás. Varias vidas atrás.

—Dejó de comer. Nadie podía obligarle. Nadie lo lograba. No sé por qué; podemos hacer tanto por los que están enfermos... Yo me quedé con él. Jugábamos. Fue su decisión. Dijo que no encajaba. Will sentía tanto dolor..., se había distanciado tanto...

Kaye apoyó la cabeza en la mesa. Mitch vio los reflejos de las lágrimas que le caían de los ojos, oscureciendo la madera marcada.

—No podía estar con nosotros, y no podía ser lo que quería ser para alejarse de nosotros. Había algo roto en su interior. Sabía que jamás estaría bien con nosotros o cualquier otro grupo. Yevgenia y Yuri, nuestros anfitriones, probaron con todo lo que sabían.

—Queda tanto por aprender... —murmuró Kaye, y volvió la cabeza hacia su hija.

—Al final, no deseaba vivir —dijo Stella—. Le enterramos en el bosque. —Agitó la cabeza con fuerza—. Dejemos de hablar de Will.

Kaye se levantó y se situó junto a su hija.

—¿Podemos quedarnos un tiempo? —le preguntó a Stella—. ¿Para estar contigo? ¿Quizás ayudar por aquí?

—No lo sé —dijo Stella.

—¿Quieres que nos quedemos? —preguntó Mitch.

Stella acarició los dedos de Kaye allí donde descansaban sobre su clavícula.

—Sí —dijo.

—¿Somos los primeros... de la variedad antigua de personas, que vienen de visita? —preguntó Kaye.

—No —dijo Stella—. Hay cuatro más. Un anciano y tres mujeres mayores. Vivían en Oldstock cuando Yevgenia y Yuri compraron la propiedad, y se quedaron. El hombre realiza labores de mantenimiento y todos trabajan en la cafetería.

—Así que hay precedentes. Quizá nos puedan explicar algunas cosas —propuso Kaye.

—Me gustaría que estuvieseis aquí cuando llegue el bebé —dijo Stella—. Eso estaría bien.

Kaye apoyó la mejilla en la coronilla de Stella.

—Estaría tan orgullosa... —dijo—. ¿Aquí hay médico?

—Yevgenia y Yuri eran médicos en Rusia —dijo Stella—. El mío será el primer bebé que nazca aquí.

—De tal palo tal astilla —dijo Mitch con pizca de su vieja renuencia—. Pioneras las dos. —Su mujer y Stella aventuraron sonrisas.

—Podrías cantarle al bebé como me cantabas a mí —dijo Stella—. Tienes una buena voz, para bebés.

—Tiene razón —dijo Kaye—. ¿Y si es un niño?

—Lo es —dijo Stella—. Puedo olerle en mi interior. Huele como Will, dentro de mí.

6

Río Spent, Oregón

Algunos decían que el punto de inflexión había llegado. Kaye no estaba tan segura. Después de todos los años de lucha apenas podía imaginar una época de reconstrucción, de compromiso y cambio. Mientras permanecía sentada con su esposo y las tres chicas en la parte trasera del largo furgón de pasajeros, saltando siguiendo los caminos bajo la mirada blanca del monte Hood, lo que sentía en su interior era una especie de paciencia congelada.

Agarró el brazo de su marido y miró entre el chófer y el agente del servicio secreto sentados delante. Luego miró atrás para ver a Stella, Celia y LaShawna, y John Hamilton tras ellas. Las chicas —ahora mujeres— iban tan rígidas como muñecas, con ojos enormes. Habían observado el cambio del paisaje desde una maleza de altura árida a granjas y perales y luego a un bosque disperso; diciendo poco, acercándose en el asiento. John miraba por la luna trasera a donde había estado la larga fila de furgones y coches.

Quiere estar con Luella, pensó Kaye. Está cansado de la lucha y quiere estar con su mujer. Para la próxima batalla.

No hay paz. No hay descanso.

Mitch se inclinó para mirar por la ventanilla lateral, buscando las primeras señales del río Spent y el campamento. No había querido volver.

—He renunciado a los muertos —le había dicho a Kaye después de la visita de Oliver Merton una semana atrás—. Nada de tierra y huesos para mí. Déjame con los vivos. Ya dan suficientes problemas.

A Mitch no le gustaba el aspecto publicitario, ni la conexión con William Daney, el benefactor de Eileen Ripper en la excavación del río Spent; parecía más bien un golpe de efecto. Nada de este viaje pagado le había llamado la atención, y al principio Kaye había estado de acuerdo. ¿Por qué salir al mundo para ayudar a una administración que se había sentado demasiado tarde a la mesa, después de tanta destrucción; una de tres administraciones seguidas igualmente terribles e ignorantes?

¿De qué valdría hacer que los monstruos comprendiesen? Mejor quedarse en Oldstock, ocultos del mundo y aguardar al bebé de Stella.

Pero Oldstock ya no estaba oculta. Morgan había hablado demasiado. Llegaban periodistas, peregrinos, padres buscando hijos perdidos.

Había hecho falta una visita de la senadora Bloch para persuadir finalmente de que se trataba de una buena idea. Los regalos molestos en ocasiones venían para mejor; no era inteligente no hacerles caso. O imposible.

Kaye comprendía eso mejor que la mayoría.

Las escuelas de ACEM cerraban o se convertían en orfanatos. El Patogénico de Sandia luchaba por su existencia e intentaba redefinirse a sí mismo. La excavación de Eileen en el río Spent estaba a punto de convertirse en una lección. El presidente de Estados Unidos deseaba que fuese un símbolo para un país que intentaba mantenerse unido tras una larga y desagradable batalla entre la conciencia y el miedo.

—Siempre hay gente que teme el futuro —había dicho Bloch a Kaye y a Mitch—. Temen el cambio, temen ser reemplazados; una cosa que hacen por miedo es matar niños. Hay que dejarles completamente impotentes, o los actos desagradables se iniciarán de nuevo.

»U os unís u os quedáis atrás —había dicho Bloch—. Creo que deberíais ir. Los frutos de la victoria. La gente quiere saber qué opina Kaye —había añadido—. También tú, Mitch.

Al final, fue Stella la que inclinó la balanza.

—Vamos —había dicho en la cocina de la cafetería de Oldstock, secándose las manos con un trapo para platos y apoyándolas sobre el vientre prominente—. Siempre he querido ver dónde trabajaba papá.

La línea de coches y furgones subió una elevación y bajó por la carretera escabrosa hasta el meandro seco del antiguo cauce fluvial. Algunos de los coches, con peores suspensiones, se quedaban atrás.

—Ahí está —dijo Mitch—. Han retirado el camuflaje. —Las chicas volvieron la cabeza para seguir el dedo. La excavación se había expandido muchísimo. Ahora ya había más de treinta tiendas y refugios a ambos lados del viejo cauce.

Les esperaban agentes del servicio secreto, que hablaron con los conductores, y luego les indicaron que pasaran, dirigiendo los furgones VIP a una zona y los de periodistas a otra.

Los dos furgones largos penetraron en un aparcamiento improvisado marcado por troncos caídos y apagaron los motores. La senadora Bloch les esperaba bajo un toldo de plástico blanco. El sol penetraba a través de nubes inciertas e iluminaba la H cubierta del nuevo refugio de la excavación. Una vez más, las construcciones unidas ofrecían protección. Se encontraba al final de un camino vallado que llevaba al norte.

—¿Aquí es donde murieron? —preguntó LaShawna.

Los agentes del servicio secreto abrieron las puertas del furgón. Cinco fotógrafos, dirigidos por un contenido Oliver Merton, rodearon los vehículos para hacer fotografías y grabar vídeos. Se concentraron en Stella.

Oliver sonrió a Mitch y a Kaye, y miró a Stella con algo parecido a la reverencia. Era todo un aspecto de Oliver que Kaye jamás había visto.

—Apenas hace unos años —decía un periodista al micrófono de solapa, mirando seriamente a una pequeña cámara montada sobre un soporte curvo que le salía del cinturón—, la imagen de una shevita embarazada hubiese provocado el pánico. Ahora...

Kaye se volvió y se negó a escuchar.

Mitch vio a Eileen Ripper acercándose por el sendero del nuevo refugio. Hubiese reconocido su pasear lento y deliberado incluso si hubiese llevado una máscara. A ella no le gustaba esto más que a él, pero ciertamente era un triunfo. Un juez del tribunal federal había dictaminado tres meses antes, después de casi veinte años de litigios, que las Cinco Tribus no tenían base, que no podían reclamar un parentesco legítimo con los restos de gente tan temporal y físicamente alejada de la suya. El Departamento del Interior ya no paralizaba esas excavaciones o entregaba los restos encontrados a las tribus.

Así había concluido una larga pesadilla para la arqueología en Norteamérica.

Curiosamente Mitch no sentía la victoria.

Los huesos que había encontrado, incitado por el desafío de Eileen, sólo habían sido parte de la historia. Después de todo, no había comprendido por completo los motivos de los fantasmas que recorrían el paisaje.

Quizá los fantasmas también mintiesen para obtener lo que querían.

Eileen atravesó a los fotógrafos y al séquito de Bloch sin apenas saludar. Fue directamente hacia Mitch y Kaye, y sus ojos se demoraron un momento en las chicas mientras sostenía las manos de Kaye.

—Bienvenida —dijo con una amplia sonrisa nerviosa—. Y bienvenido. Me alegra que hayáis podido traer a la familia.

Se dedicó a presentar a los otros, todos adelantándose con distintos grados de timidez, confianza, o carencia de la misma frente a las cámaras.

Mitch estaba seguro de que esto iba a acabar mal.

En el aeropuerto, LaShawna y Celia habían estado encantadas de volver a ver a Stella. Alejándose de la protección de John Hamilton, LaShawna había agarrado a Celia y luego a Stella y las tres juntas habían ido al baño de señoras más cercano —un lugar aterrador para ellas, incluso más que el avión, por el olor de tantos humanos.

LaShawna había metido a Stella en un excusado y le susurraba acaloradamente.

—¡Qué haces, chica, pasando a avispa e inflándote! ¿Fue ese chico, Will?

Celia había llamado a la puerta.

—Nos lo explicará más tarde. ¡Vamos! No me gusta estar aquí.

Pero había habido muy poco tiempo para hablar, y mucho menos para nubar y transmitir la historia completa. El viaje en los furgones las había mantenido silenciosas, incluso acompañadas por Kaye, Mitch y John. LaShawna le había susurrado a Stella:

—Tu madre tiene buen aspecto.

Stella se había vuelto y miró a LaShawna directamente a la cara.

—Mamá lo tiene —dijo LaShawna con tristeza, dejando caer la barbilla contra el pecho y levantando las rodillas, empujándolas contra el respaldo del asiento—. Está en silla de ruedas.

Stella se apartó el pelo corto mientras el viento le daba en la cara. Bajó del furgón y parpadeó en dirección a las cámaras. Celia y LaShawna parecieron situarse detrás de ella como patitos. Estar embarazada le concedía autoridad, y se preguntaba por qué; había sucedido de una forma estúpida, y había sido estúpido perder a Will. Había dejado Oldstock para venir aquí en parte para obtener perspectiva; se preguntó cuánto tiempo más viviría en el complejo.

Sin Will, dudaba que lograse recuperar la libertad infantil que le había parecido tan importante. A medida que olía y sentía el bebé en su interior, pensaba en la responsabilidad y en hacer las cosas.

Reunirse con una senadora y con toda esta gente era un comienzo.

El paisaje que rodeaba el río seco iba de lo desolado a lo hermoso y olía de forma muy similar a Oldstock, aunque más frío; los árboles conocían menos el sol que los árboles que rodeaban el lago Stannous. Pinos tranquilos y serenos sobresalían entre la maleza gris y la tierra dura con fragmentos rotos de roca gris y púrpura colgando por encima.

Había algo entre la arqueóloga, Eileen, y su padre. Eran viejos amigos. Algo había pasado entre ellos mucho tiempo atrás; Stella estaba segura. Miró a su madre, pero Kaye no parecía molesta. De hecho, Kaye y Eileen parecían caminar de la misma forma y miraban a su alrededor con la misma curiosidad digna.

Eso agradó a Stella.

Mitch le pasó un brazo sobre los hombros. Stella se recostó en su abrazo y las cámaras zumbaban y disparaban a su alrededor.

—Son afectuosos —dijo el periodista a ojos invisibles—. ¿No es maravilloso?

Mitch aprestó ligeramente a Stella.

—No importa —dijo en voz baja—. Vamos a visitar los huesos. —Sonaba como si fuesen a entrar en una iglesia.

Y así era. Caminaron hasta el refugio grande, siguiendo largas láminas de contrachapado, y a los periodistas se les dijo que apagasen los focos brillantes. Un hombre grande quemado por el sol, de unos treinta años, vestido con unos tejanos manchados y una camiseta sin mangas, con antebrazos sucios y una bandanna alrededor de la cabeza, y herramientas y cepillos dentales colgando del cinturón, hizo que los periodistas pasasen una inspección y una limpieza de zapatos.

—Aquí la tierra es importante —les explicó, con una voz que era un tenor sonoro—. No queremos añadir nada que no deba estar aquí.

Eileen se separó de un pequeño grupo de periodistas y le presentó:

—Éste es Carlton Fierro —dijo—. Carlton es el Cancerbero. Lo llamamos así porque apenas encaja por ninguna puerta. Ahora es el encargado de la excavación.

Stella sonrió a Carlton.

—Me alegra que hayáis podido venir —dijo a las chicas.

Connie Fitz dio la vuelta a una pila de tierra esculpida y cogió el brazo de Eileen.

—Necesitamos chicos grandes para protegernos cuando hay periodistas presentes —dijo, y le guiñó el ojo a Mitch.

Stella no comprendía nada. Se concentró en Carlton, quien le daba la mano a Mitch.

—Tenemos el mayor grupo allá —dijo Carlton, y los guió a todos por las tablas y a través de un pasillo de conexión hasta la segunda ala del refugio. Giraron a la derecha y se situaron frente a una amplia mesa excavada, cortada a unos tres metros por debajo del nivel de referencia... el nivel de la tierra circundante. Habían levantado andamios alrededor de la mesa y la luz del sol filtrada caía sobre ellos a través de láminas lechosas de fibra de vidrio.

—De ocho en ocho —dijo Carlton—, y eso me incluye a mí. —Los periodistas empujaban a su alrededor, intentando mantener enfocadas a las chicas y a Kaye.

Abrió un camino entre la multitud para la gente que Eileen señalaba, agarrándoles la mano sobre las cabezas y sonriendo.

—Vamos —dijo Carlton, y subieron los escalones de aluminio. Él era el último.

Stella miró a la excavación. Al principio, todo lo que vio fue un montón desordenado de huesos oscuros sobre tierra dura, lodo y lo que parecía ceniza antigua. Podía oler el polvo. Nada más.

Mitch y Kaye delante de ella, Celia y LaShawna a su lado; John Hamilton y la senadora Bloch, los dos muy silenciosos, ocupaban el andamio junto a Carlton. Oliver Merton estaba apartado, de pie en una esquina con los brazos cruzados.

Eileen y Connie Fitz y Laura Bloch también se habían quedado abajo. Ahora era el turno de Carlton.

—En este grupo hay ocho mujeres adultas y dos niños, un niño y una niña —dijo Carlton—. Un lahar de gas volcánico, lodo y agua vino por la cuenca del río hará unos veinte mil años. Murieron juntos, cubiertos por lodo caliente. Una de ellas dejó caer un cesto de hierba. El molde sigue en ese cubo de lodo sin excavar que hay a la derecha. La mujer en lo alto del grupo, marcada con un cuadrado de plástico rojo, y su perfil queda resaltado por la delgada tira de cinta azul, es más alta y más robusta; es Homo erectus, una variedad tardía similar al heidelbergensis pero todavía sin nombre científico. Parece tener unos cuarenta años, demasiado mayor para tener hijos y muy vieja para la época. Una abuela. Creemos que protegía a los niños y quizás a otras dos mujeres. La niña y las otras mujeres son todas Homo sapiens, virtualmente indistinguibles de vosotros o yo. El niño es otro Homo erectus.

»Al principio, creímos... es decir, Connie, Eileen y las pioneras en esta excavación pensaron, porque yo he llegado hace poco, que sólo había mujeres, que los hombres habían huido abandonándolas. Más tarde, el señor Rafelson encontró los primeros signos de hombres, no muy lejos, al otro lado del río. Creemos que estaban de caza y que regresaban a por las mujeres. Bien, podría ser así, pero hay más. Desde entonces hemos excavado en otros trece puntos alrededor del río Spent, todos a unos mil metros de aquí. Hemos encontrado un total de cincuenta y tres esqueletos completos y quizás unos setenta parciales, un trozo de fémur, cráneo o diente por aquí o por allá.

»Éste era un poblado establecido en otoño para aprovecharse de los salmones del río. Los grupos familiares acampaban siguiendo una red irregular de senderos, esperando a que llegasen los peces. Los pilló la erupción volcánica y los congeló en el tiempo, para que nosotros los encontrásemos y nos reuniésemos con... bien, yo los considero viejos amigos. En realidad, viejos profesores.

Stella miró a Mitch y vio una lágrima en su mejilla.

Carlton hizo una pausa para ordenar las ideas. Celia se sentía paralizada y quizás algo asustada por ese hombre tan grande y de aspecto tan rudo. Le colgaba la mandíbula. LaShawna fruncía el ceño concentrándose.

—Y lo que nos enseñan es muy simple. Viajaban como iguales. Personalmente, no sé qué se ofrecían unos a otros. Pero hemos encontrado más o menos el mismo número de ambas especies, erectus y sapiens. Hay niños de ambas especies, y hombres también. Nuestra primera excavación fue anómala. Si puedo hacer una cábala...

—Se parece mucho a ti, Mitch —gritó Eileen desde la multitud bajo el andamio.

Carlton sonrió con timidez.

—Yo diría que quizá los individuos erectus actuaban como cazadores, empleando herramientas fabricadas por los sapiens. Todavía no hemos terminado de analizar una de las excavaciones más lejanas, un grupo de caza, pero parece que algunas de las mujeres erectus servían como líderes de caza. Portaban herramientas cortantes de pedernal y armas pesadas así como algunas piedras que podrían ser o no ser amuletos de caza. Eso es. Chicas altas con buenas narices liderando a los chicos de cerebro grande.

»Estamos buscando una zona central de descuartizamiento de la caza... normalmente cerca de donde se fabricaban las grandes herramientas para cortar. En aquellos días los cazadores tendían a llevar las grandes piezas de caza de vuelta al poblado y las descuartizaban en una zona protegida. No estamos seguros de por qué: o no se les había ocurrido la idea de cargar con herramientas para descuartizar, o intentaban evitar atraer a grandes depredadores.

»Las mujeres sapiens cooperaban en la confección con hierba, cuero y corteza, y en preparar el pescado y en la recolección de bayas y bichos alrededor de los campamentos. Hemos encontrado escarabajos, larvas, hierba y semillas de zarzamora en algunos de los cestos. Todo el mundo tenía su sitio. Trabajaban juntos.

—Así deberíamos hacerlo todo —dijo la senadora Bloch, y Stella podía ver que ella, también, estaba muy emocionada.

Stella no sabía qué pensar. Los huesos seguían siendo una confusión, así como sus ideas.

—Al revelar los huesos, retirar las costras y limpiarlos, no sabemos qué creencias tenían hace veinte mil años —dijo Carlton en voz baja—. Así que básicamente los respetamos con silencio, durante un momento, y gratitud. Digamos que nos conocemos. Evidentemente, no eran nuestros antepasados directos... probablemente jamás encontremos antepasados directos tan antiguos. Sería como encontrar agujas en un enorme pajar disperso y distribuido.

»Pero la gente de ahí abajo, alrededor del río Spent, sigue siendo nosotros. Nadie los posee. Pero son de la familia. —Carlton asintió ante el peso de sus convicciones.

—Amén —dijeron Eileen y Connie Fitz simultáneamente bajo el andamio.

Stella vio las manos de su padre en la barandilla. Tenía los nudillos en blanco y la miraba directamente. Stella inclinó la cabeza a un lado. Mitch movió los labios. Stella comprendía fácilmente lo que decía.

Humano.

Eileen, Laura Bloch y Mitch observaban mientras los fotógrafos disponían a Kaye y a las chicas en la base de la mesa, de pie frente al andamio. No se permitía fotografiar los huesos.

—Los rumores dicen que Kaye se encontró con Dios —le dijo Eileen a Mitch en voz baja—. ¿Es cierto?

—Eso me ha contado.

—Debe de ser incómodo para una científica —dijo Eileen.

—Lo lleva bien —dijo Mitch—. Dice que simplemente es otra forma de inspiración.

La senadora Bloch prestó atención con expresión de doguillo concentrado.

—¿Qué hay de ti? —preguntó Eileen.

—Yo sigo felizmente ignorante.

—Algo un poco antiguo, ¿no?

Bloch intervino:

—No puede ser malo —reflexionó—. No para la política. ¿Vio a Jesús?

Mitch negó.

—No creo. Al menos, no es eso lo que cuenta.

Bloch apretó los labios.

—Si no hay Jesús, será mejor no sacarlo por el momento.

—¿Qué le cuenta Dios sobre todo esto? —preguntó Eileen, barriendo la excavación con la mano, los huesos revelados.

Mitch frunció el ceño.

—Probablemente no mucho. No parece ser ese tipo de relación.

—¿Entonces para qué vale? —preguntó Eileen petulante.

Mitch tuvo que prestar atención para ver si bromeaba. Parecía que así era, y Eileen perdió el interés en cuanto algunos fotógrafos se acercaron demasiado a una rejilla cuadrada apoyada en una mesa y casi la derriban.

Después de reñirles y volver a situar el cuadrado, regresó y tocó a Mitch en el hombro.

—Bien por Kaye —dijo—. Simplemente demuestra que somos una especie antigua y dura. Podemos sobrevivir a cualquier cosa, incluso a Dios. ¿Qué hay de ti? ¿Vas a regresar y excavar con nosotros? —preguntó Eileen.

—No —dijo Mitch—. Eso ya ha acabado para mí.

—Una pena. Era el mejor —le dijo Eileen a Bloch—. Un talento natural.

Mitch ayudó a Kaye a subirse al furgón. Kaye se sentó y se masajeó las pantorrillas. Tenía los pies inertes y le había costado mucho subir los escalones para salir del refugio.

Stella, Celia y LaShawna caminaron en un grupo compacto hasta el furgón y subieron tras ella, para sentarse en silencio. John Hamilton y Mitch aguardaron charlando mientras esperaban a que Bloch se les uniese.

Kaye podía oír a su esposo y a John, pero sólo algunas palabras dispersas entre movimientos de viento polvoriento.

John decía:

—... y mal. Dicen que es peor con dos. El verano en Maryland va a ser duro. Quería venir aquí. Pero no podía.

Kaye se lamió los labios secos y miró al frente. Stella colocó la mano sobre el hombro de Kaye y le tocó la mejilla.

—¿Cómo estás? —preguntó Kaye de pronto, girándose a pesar de las punzadas en las caderas para mirar a las chicas... a las mujeres.

—Estamos bien —dijo LaShawna soñadora—. Me gustaría saber de qué iba todo esto.

—Creo-KUK que yo lo sé —dijo Celia—. Política humana.

—¿Cómo estás tú, cariño? —le preguntó Kaye a Stella.

Estamos bien —dijo Stella, y sus mejillas mostraron una mariposa dorada con algo de miedo, y algo como alegría.

Ella lo comprende, pensó Kaye. Lo que acabamos de ver. En eso es como su padre.

Observó a Stella recostarse en el asiento y adoptar una expresión distante y pensativa, con las mejillas beige. Celia y LaShawna se sentaron con ella.

Juntas, se cruzaron de brazos.

Esa noche, Stella, Celia y LaShawna se encontraban en su propia habitación de un motel en Portland. Kaye, Mitch y John ocupaban otras habitaciones en el mismo motel; las chicas habían pedido estar juntas, solas, «Para descansar y charlar», había explicado Stella.

Habían comido con los otros y habían visto cómo la senadora Bloch y Oliver Merton se iban en limusina para volar en un vuelo nocturno a Washington D.C., y ahora se relajaban y pensaban con calma.

Ver los huesos había alterado a Stella. Ahora Will no era más que huesos. Todo ese tiempo, toda esa vida; desaparecido, sin dejar nada excepto piedras dispersas. Celia y LaShawna también estuvieron calladas al principio, absortas en sus propios pensamientos.

Les entristecía el saber que tendrían que separarse, pero todas tenían cosas que hacer en casa, seres queridos a los que asistir. Celia vivía con los Hamilton y trabajaba con los servicios de ayuda a shevitas en Maryland y tenía vida propia. LaShawna obtenía sus certificados educativos en un instituto local y planeaba ir a la universidad para estudiar enfermería. Con su padre, se ocupaba de su madre, que ahora no podía moverse mucho sola, y de su hermana pequeña.

Tantas cosas habían cambiado en unos pocos meses...

Stella se sentó sobre el montón de almohadas e hizo un gesto circular con la palma, inclinando la cabeza como un pájaro, y LaShawna la secundó. Celia emitió un gruñido de débil protesta pero se unió a ellas en la cama más alejada de la ventana cubierta por una cortina. Tocaron las palmas y se sentaron en círculo, y Stella sintió que se le coloreaban las mejillas y un calor detrás de las orejas.

—Quiénes somos —cantó LaShawna—. Qué somos/ quién. Qué somos/ quién. Introdúcenos, haznos salir/ quién.

Era un canto que las ayudaba a concentrarse; lo habían hecho en Sable Mountain cuando los profesores y consejeros no miraban o escuchaban, y especialmente después de un día difícil.

La habitación se llenó de sus olores. Algo parecido a la electricidad pasó entre ellas y LaShawna empezó a canturrear dos tonadas, dos conjuntos de hiper e infra. Se le daba bien, mejor que a Stella.

El día pareció fundirse y Stella sintió cómo se les relajaba el cuello y la espalda y empezaron a recordar todo lo bueno que habían pasado juntas.

—Encantador. Estamos —dijo LaShawna, y volvió a canturrear.

—Puedo-KUK sentir al bebé —dijo Celia—. Es demasiado pequeño y tranquilo. Huele un poco a Will... si recuerdo bien. Ha pasado tanto tiempo...

—Huele a Will —le confirmó Stella.

—Es tan agradable volver a estar con vosotras... —dijo Celia.

—Hace unas semanas soñé con esto —dijo LaShawna—. Estaba despierta, con mis amigos, pero todo estaba a oscuras, y yo miraba tanto en mi interior que me hacía daño. Vi algo allá abajo. Un pequeño resplandor oculto en el fondo.

—¿Como qué? —dijo Celia, retorciéndose por la fascinación.

—Dejad que os lo muestre —dijo LaShawna, y les apretó las palmas.

Celia se mordió el labio y cerró los ojos.

—Miro profundamente.

—¿Puedes verlos? —susurró LaShawna. Cantó en voz baja—. Si te lo llevas/ redúcelo/ todos los días y años/ todos los pensamientos... ¿Quiénes somos? Mm. En lo más profundo de la caverna. Introdúcenos, haznos salir./ ¿Quiénes?

Stella fue hasta donde estaba LaShawna, empleando el toque de palma como guía. Realmente veía algo al fondo de un largo y profundo pozo, de hecho, tres algos, y luego cuatro, al unirse el bebé que llevaba en el interior. Como cuatro luminosos núcleos de maíz, ocultos en el fondo de cuatro túneles separados de memoria y vida.

—¿Qué son? —preguntó Celia en voz baja, con los ojos todavía cerrados. Stella cerró ahora sus ojos para ver con más claridad esas cosas peculiares.

—Son como nosotros, parte de nosotros, pero muy por debajo de nosotros —dijo LaShawna.

—Están tan tranquilos-KUK, como si estuviesen dormidos. En paz.

—La del bebé no es muy diferente de las nuestras —observó Stella—. ¿A qué se debe?

—Quizás ellos sean los importantes y nosotros no somos más que sombras atrapadas aquí arriba. Quizá somos fantasmas de ellos. Mm... Los pierdo... Ya no puedo verles —dijo LaShawna, y abrió los ojos dando un suspiro—. Dio un poco de miedo.

El sueño lúcido terminó y dejó a Stella sintiéndose algo mareada. El aire de la habitación se había vuelto frío y se estremecieron y rieron, luego apretaron las manos con más fuerza, escuchando sus propios latidos.

—Escalofriante —volvió a decir LaShawna—. También me alegra verles.

Así se quedaron durante horas, simplemente tocándose las manos y aromando, y permaneciendo tranquilas hasta que llegó la mañana.

7

Lago Stannous

La tercera nevada del año llegó a finales de octubre, gruesos copos descendiendo y acomodándose entre los árboles y sobre los senderos de tierra y gravilla de Oldstock. Kaye se apresuró desde el aula del excesivamente caliente edificio escolar, con una parka sobre los hombros. Resoplando, con los dedos y labios insensibles, se reunió con Mitch y Lance Ramone en el camino a la enfermería —un nombre que Kaye odiaba porque daba énfasis a la enfermedad—. Mitch la acogió entre sus brazos y marcharon con rapidez, Kaye muy pegada a Mitch, mirándole con grandes ojos y los labios muy apretados.

—Tenemos a los compañeros y a las madres laterales en la sala de partos —dijo Luce.

La mayoría de los niños —de los shevitas, se corrigió Kaye— no hablaban doble, hiper-infra, cerca de ellos, la mayoría por cortesía más que reserva o cautela. Lentamente, en los últimos cuatro meses, los shevitas habían acabado confiando en Kaye y Mitch, y juntos habían desarrollado procedimientos para tranquilizar a las madres que estaban a punto de parir. Kaye no sabía si era charlatanería o una nueva forma de hacer las cosas. Estaba a punto de descubrirlo. Ahora había doce embarazos en Oldstock y Stella desempeñaba una función muy importante. Sigue recordándotelo. Siéntete orgullosa. Ten valor. Oh, Dios.

Estaban aprendiendo tanto... Se estaban respondiendo a tantas preguntas... ¿Pero por qué mi hija? ¿Por qué alguien que, si moría, se me llevaría con ella, en alma si no en cuerpo?

Los últimos dos meses habían sido los más felices de la vida de Kaye, y los más tensos e incómodos.

Cautelosamente subieron los escalones nevados de la vieja enfermería y recorrieron los suelos de linóleo, siguiendo los pasillos iluminados con bombillas, hasta la sala de partos.

Stella estaba sentada en el banco doblado y acolchado, soplando y resoplando. Una camilla oxidada cubierta con un colchón de espuma y sábanas limpias y blancas la esperaba por si quería dormir. Mantenía los dientes apretados por la concentración.

Kaye se puso a ordenar los instrumentos médicos, asegurándose de que habían estado en el viejo autoclave el tiempo suficiente.

—¿De dónde has sacado esas antigüedades? —le preguntó a Yuri Sakartvelos cuando entró, con las manos en el aire, recién salido de la zona de lavado. Yevgenia le sonrió a Kaye y sus mejillas arrugadas mostraron dorados y verdes al colocar los guantes en las manos de Yuri.

—Reza porque no tengan que hacer nada —le susurró Kaye a Mitch con tono grave.

—Calla —le advirtió Mitch—. Son médicos.

—De Rusia, Mitch —respondió Kaye—. ¿Cuánto hace que no han realizado ninguna otra función que no fuese volver a colocar un hueso o limpiar una herida?

Mientras Mitch echaba un sueñecito, durante la decimosegunda hora del parto de Stella —eso no había cambiado demasiado, partos difíciles para los bebés con cabezas grandes— Kaye salió de la enfermería y aspiró el aire frío de la madrugada y miró la nieve.

Mientras Kaye enseñaba en la escuela del pueblo, Mitch había ayudado a los shevitas a restaurar un pequeño aserradero, a limpiar los escombros de los viejos cimientos de cemento y empezar a levantar nuevas casas para las familias.

Todavía no estaba claro qué forma adoptarían esas familias; probablemente no se limitasen a padre, madre y críos, y en ese aspecto los Sakartvelos eran tan ignorantes como Kaye y Mitch. Nunca antes habían visto a tantos shevitas juntos; aunque algunos decían que había comunidades mayores en el este y el sur, quizás en Nueva Jersey, Georgia o Misisipí, ocultas.

Los jóvenes shevitas diseñaban los hogares. Se sentían incómodos cuando estaban privados de compañía durante más de unas horas. Kaye podía comprender lo de las grandes ventanas, después de tantos años de dormitorios atestados e incluso celdas. Pero no había vidrio de doble capa, todavía no, y los inviernos de Oldstock podían ser fríos. Aunque los cimientos ofrecían algunas restricciones a su imaginación, algunos de los dibujos tenían un aspecto muy raro: baños e instalaciones higiénicas sin paredes —«¿Para qué la intimidad? Sabemos lo que está haciendo.»— y estrechos «conductos de olor» para conectar casas adyacentes. Parece que el concepto de intimidad había sido despedido.

Los mejores momentos de Kaye los pasó con Stella, Mitch y el deme de Stella. La mayoría de los estudiantes de la clase de Kaye pertenecían al deme de Stella. Su curiosidad y su relativa comodidad con esos humanos intrusos, sus padres, parecía haberse transmitido a los que tenía más cerca, y esa familia extendida había adoptado a Kaye y a Mitch.

Los Sakartvelos, por otra parte, se dirigían a Kaye y a Mitch civilizadamente, pero rara vez trataban con ellos. Parecían ligeramente distantes, incluso con otros miembros de la comunidad, quizá por los traumas del pasado y los años de vivir en soledad, envejeciendo con poca compañía.

El concepto y la práctica de los demes seguía creciendo, pero los demes formados hasta ahora constituían la más estable de todas las estructuras y los experimentos sociales que se ejecutaban en Oldstock, y la más antigua. El deme de Stella consistía en siete miembros permanentes —tres hombres y cuatro mujeres— y doce miembros de intercambio.

Los miembros de los demes normalmente no copulaban, aunque podían enamorarse —Stella era muy clara sobre ese aspecto, aunque no tanto sobre lo que significaba—. El amor romántico era una plaga en Oldstock, incluyendo intercambio de frutos secos, perfumes cuando se conseguían, estatuas talladas, pero tales encaprichamientos rara vez tenían ninguna relación con el sexo.

Parecía que el sexo era demasiado importante para dejarlo a los caprichos del romance. El amor, sí, pero no a ese torrente burbujeante de afecto voluble.

A finales del verano, los caminos y bosques a veces olían como una explosión en una fábrica de cacao, mezclado con indicios, sorprendentes e irritantes para los ojos, de almizcle y civer. Las parejas, en todas las combinaciones —y en ocasiones triples— se podían ver involucradas entre ellos, un esplendor de caricias, entremezcladas, riendo, febriaromando, persuadiendo —de todo menos sexo.

Al principio, Kaye y Mitch habían elucubrado que algunas de las parejas y triples eran demasiado jóvenes, pero pronto los de dieciséis años les demostraron que se equivocaban, copulando sin romance, y casi siempre entre demes.

Los que todavía eran prepubescentes podían convertirse en júniors formando grupos románticos, pero tales relaciones eran menos demostrativas, más reservadas e instructivas. El amor y, parecía, nuevas variedades de la pasión encontrarían muchos usos novedosos en la sociedad shevita, y las casas debían reflejar esas novedades.

Los pensamientos de Kaye se lanzaron a lo que no quería pensar, ahora no. Alzó los ojos al cielo oscuro. Quería quedarse con su hija, ser útil a Mitch y a Stella durante muchos años. Pero el CCE había confirmado que efectivamente había un síndrome post-SHEVA. Luella Hamilton lo padecía; también muchas otras.

Las puntas de los dedos de Kaye y partes de sus pantorrillas iban perdiendo la sensibilidad con el paso de los meses, su paso se hacía menos rápido, su fuerza y energía se reducían.

No se lo había contado a nadie en Oldstock, aunque Mitch lo sabía. Kaye muy rara vez podía ocultarle a Mitch cosas importantes. Excepto, claro, lo que él no quisiese oír.

Una semana antes el comunicador la había tocado. Una visita corta, agradable pero no concluyente; una llamada social. Kaye había preguntado si se le permitiría vivir para ver el nacimiento de su nieto.

Como antes, no hubo respuesta.

En la sala de partos, Stella estaba rodeada por todas las mujeres del deme. Alternativamente cantaban y leían cuentos de viejos libros infantiles y juntaban las cabezas, frotando las palmas húmedas con las suyas para calmarla y aliviarle el dolor.

Stella se recostó al fin y los ojos parecieron hundírsele en la cabeza. Emitió un chillido fuerte y largo, de intensidad operística, y la sala olió a salitre y violetas. Todas gimieron juntas, sin que fuese una señal, simplemente como era, como sería, gimiendo en una canción hiper-infra de comprensión y saludo.

Stella se retorció vigorosamente y luego empujó, y su hijo llegó al mundo. El gemido se redujo mientras se examinaba al niño, y luego se transformó en arrullos y risitas de alegría.

Yevgenia y Kaye cooperaron en colocar al bebé sobre el estómago de Stella. Yevgenia sonrió.

—Ahora eres realmente abuela —le dijo.

Salió la placenta. Yuri se movió con rapidez y la pilló en una bandeja metálica cubierta con una bolsa de plástico. Para sorpresa de Kaye, Yuri insistió en cortar el cordón, cubrirlo y retirar la placenta de inmediato. Limpió toda la sangre con una esponja empapada en lejía, para luego traer una bañera con agua enjabonada e insistió en que todas las ayudantes se lavasen las manos.

Solícito, bañó a Stella.

—Podría ser peligroso. Nada de tocarlo —insistió Yuri, y salió de la enfermería con el tejido.

Kaye estaba demasiado ocupada para analizar nada o preocuparse. Se unió a su hija y a las mujeres del deme, y Mitch, y un joven, el que representaba a Will, con aspecto confuso y sorprendido por ese papel inesperado.

El bebé, arrugado y pequeño, se retorció lentamente en los brazos de Stella, buscando el pecho, para luego mirarlas a todas, retirando los párpados hasta que parecía que la cara era todo ojos, muy abiertos, móviles, centrados. Sus mejillas se iluminaron en dorado y rosa, los melanóforos dibujando al principio una serie inicial de pétalos. Todos en la sala, excepto Kaye y Mitch respondieron el recién nacido con los mismos colores y patrones, pétalos y mariposas, chispas y destellos, y el bebé lo vio y olió la alegría y el placer de todos. Sonrió con beatífica facilidad y seguridad al tomar el pezón.

Esa sonrisa le quitó el aliento a Kaye. Apretó la mano de Mitch. Siempre el antropólogo, Mitch observaba el deme, las madres laterales, todos los shevitas de la sala, con una expresión de curiosidad.

—¿Ya has decidido el nombre? —le preguntó Kaye a Stella.

Stella movió la cabeza algo atontada.

—Danos tiempo. Algo bonito.

Momentos más tarde, amamantando a su hijo, Stella se relajó y durmió. Sus mejillas seguían produciendo patrones. Incluso dormida, la nueva madre podía indicar su amor.

El bebé soltó el pezón de su madre y miró a Mitch.

—Canta —dijo.

El deme rió, y el joven que ocupaba el lugar de Will, en un arranque de emoción, los abrazó y le dio la mano a Mitch. Kaye le tocó el hombro y le sonrió, y Mitch se arrodilló junto a la cama y cantó la canción del alfabeto, la misma que había cantado para Stella.

A, be, ce, de, e, efe, ge, hache, i, jota, ka, ele, eme...

El nieto de Mitch se relajó y cogió el pezón de Stella. Sus grandes ojos moteados de dorado se cerraron tras los párpados. Se unió al sueño de su madre antes de que Mitch llegase a la uve doble.

Epílogo: SHEVA2 + 1

LONE PINE, CALIFORNIA

Kaye intentó mover los labios. Unas ideas tan maravillosas... Tan simples, tan claras... Si pudiese contárselas a su marido...

Mitch miró a la lámpara sobre la mesa, con el ceño fruncido; podía oír la respiración rítmica de su esposa, el susurro del monitor médico y poco más. Cuando la respiración cambió de ritmo, se volvió lentamente y le vio mover los labios. Se inclinó, preguntándose si estaría volviendo, pero los ojos miraban al espacio vacío y sólo parpadearon una vez mientras los miraba.

Aun así, los labios se movían. Eso le hacía daño. Todas las esperanzas eran dolorosas. Los periodos de parálisis de Kaye se habían estado produciendo cada vez con mayor frecuencia. Se inclinó, con la esperanza infantil de ver a su esposa, a esa mujer, regresar a él, empezando con ese pequeño movimiento. Acercó la oreja a los labios y sintió el aliento contra los pelillos de la piel del lóbulo. La respiración de Kaye sopló, actuó, para dar forma a algunas palabras.

Mitch no podía estar seguro de lo que oía, si oía algo. Se retiró para mirar al rostro de Kaye y comprendió que ésta intentaba con esfuerzos sobrehumanos comunicar algo que consideraba importante. El ligero acercamiento de las cejas, la rigidez de las mejillas, la posición de los párpados, le recordaban las conversaciones serias de años pasados, cuando ella luchaba por transmitir algo que no comprendía del todo. Ésa había sido su Kaye, siempre avanzando por delante de las palabras.

Acercó el oído, casi bloqueándole los labios. Creyó oír, durante un momento, su nombre, y luego:

—Algo... está pasando.

Volvió a prestar atención.

—Algo... está pasando.

Luego se quedó quieta. La respiración alzaba las sábanas pero los ojos se encontraban inmóviles. El rostro no tenía expresión. Kaye parecía estar prestando atención.

Sintió el amor que la anegaba en oleadas, el ansia que era simultáneamente tan potente y tan aterradora, la dulzura tras la potencia. Su muerte no se produciría todavía, no en este minuto, no en esta hora, eso lo sabía, pero ya no pertenecía demasiado a este mundo.

Y por tanto podía recibir el abrazo y conocerlo todo.

Ahora no había temor a la adicción.

Stella trajo al bebé y se sentó con ellos. Vestía ropas simples y llevaba al niño con una camiseta suelta, porque, decía, era una criatura con tanta sangre caliente, que casi nunca tenía frío y protestaba si lo cubrían.

—Hemos escogido un nombre de palabra —dijo Stella. Luego, mirando a su madre, le preguntó a Mitch si Kaye podía oírles.

—No lo sé —dijo Mitch. El rostro de su padre parecía tan perdido... Stella le dejó coger a su nieto y ajustó las sábanas de su madre.

—No existe la justicia, ¿verdad? —le preguntó a Kaye en voz baja, inclinándose, con las mejillas doradas—. Parece tan tranquila... Creo que puede oírnos.

Mitch observó a Kaye respirar, lentamente, simplemente.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó.

—Vamos a llamarle Sam —dijo Stella—. No se me ocurre nada mejor. El deme opina que está bien.

Sam era el nombre del padre de Mitch.

—¿No Samuel?

—Sólo Sam. Ya le gusta el nombre. Es fuerte y corto, y no interfiere para decir otras cosas.

Sam se removió queriendo bajar. A los seis meses ya caminaba un poco, claro; pero sólo cuando quería, lo que no era muy habitual.

—Se parece a Will —dijo Stella. Tocó la mejilla de su madre, le agarró la mano—. Kaye tiene un olor. Es ella, pero es diferente. No estoy segura de si la reconocería. ¿Puedes olerlo?

Mitch negó con la cabeza.

—Quizás huela a enfermedad —dijo sombrío.

—No. —Stella se inclinó para oler a su madre desde la coronilla a los pechos—. Huele a humo de un incendio en el bosque, y a flores. La necesitamos para que nos enseñe. Madre, podrías enseñarnos tantas cosas...

Sam caminó alrededor de la cama, agarrando la colcha y emitiendo sonidos de descubrimiento.

El rostro de Kaye no cambió de expresión, pero Stella vio oscurecerse las pequeñas pecas bajo los ojos de su madre. Incluso ahora, Kaye podía manifestar su amor.

Los recuerdos se desvanecen. Tenemos forma, pero una que no comprendemos. El pensamiento y la memoria son biología, y la biología es lo que dejamos atrás. El comunicador le habla a todas nuestras mentes, y todas ellas rezan; a todas nuestras mentes, desde la más baja a la más alta, en la naturaleza, el comunicador garantiza que hay más, y eso es todo lo que el comunicador puede hacer. Es importante que cada mente se cree con libre albedrío absoluto. Esa libertad es preciosa; enriquece y acelera eso que el comunicador ama.

La mente y la memoria forman la corteza preciosa de una fruta aún más preciosa.

Somos esculpidos como es formado el embrión; morimos y mueren las células para que otros puedan tomar forma; la forma crece y cambia, visible sólo para el comunicador; al final todo debe desecharse tras haber realizado su contribución.

Los recuerdos se desvanecen. Tenemos forma. No hay juicio, porque en la vida no existe la perfección, sólo la libertad. Tener éxito o fracasar es lo mismoes ser amado.

Morir, quedar en silencio, no es perderse o ser olvidado.

El silencio es la baliza del amor pasado y el esfuerzo doloroso.

El silencio también es una señal.

Mitch estaba sentado junto a Kaye mientras los médicos y enfermeras iban y venían. Vio cómo Kaye se ponía cada vez más en paz, si eso era posible, mientras la respiración todavía actuaba y el corazón todavía latía con un ritmo lento, débil y regular.

Mitch concluyó la noche, antes de echar una cabezada, besándola en la frente y diciéndole:

—Buenas noches, Eva.

Mitch durmió en un sillón. El silencio llenaba la habitación.

El mundo parecía vacío y nuevo.

El silencio llenó a Kaye.

En un sueño, Mitch caminaba sobre altas montañas rocosas, y se encontraba con una mujer en la nieve.

Lynnwood, Washington 2002

Chaveta

Gran parte de la ciencia de esta novela sigue siendo controvertida. La ciencia normalmente nace con elucubraciones, pero con el tiempo debe recibir confirmación por medio de la investigación, las pruebas empíricas y el consenso científico. Sin embargo, todas las elucubraciones presentadas aquí están apoyadas, en mayor o menor medida, por textos de investigación publicados en respetables revistas científicas. Me he preocupado de solicitar algunas críticas científicas y he corregido allí donde los expertos me sugerían que me estaba pasando de la raya.

No dudo que siga habiendo errores, pero son responsabilidad mía, no responsabilidad de los científicos u otros lectores amables que detallo en los agradecimientos.

Las elucubraciones teológicas que presento también están basadas en pruebas empíricas, personales y recogidas de gran cantidad de textos clave. Pero esas pruebas son muy difíciles, hasta lo asombroso y lo extraordinario, de presentar científicamente, ya que necesariamente son anecdóticas.

Eso no hace que la verdad sea menos evidente para los testigos; simplemente sitúa ese tipo de experiencia vital en la misma categoría que otros sucesos humanos, como el amor, el pensamiento abstracto y creativo, y la inspiración artística.

Todas esas experiencias son personales y anecdóticas, y sin embargo casi universales; la ciencia actual no comprende ni cuantifica con facilidad ninguna de ellas.

En respuesta a la pregunta evidente sobre evolución, ¿defiendo la aleatoriedad neo-darwinista o el diseño teístico externo? La respuesta debe ser: ninguna de las dos. ¿Apoyo los puntos de vista creacionistas o fundamentalistas sobre nuestros orígenes? En absoluto.

Mi punto de vista es que la vida en la Tierra está constituida por múltiples capas de redes neuronales, todas interaccionando para resolver problemas y lograr así ganar recursos y seguir existiendo. Todas las cosas vivas resuelven problemas planteados por el ambiente, y todas se han adaptado para intentar, con éxito variable, resolver esos problemas. La mente humana no es más que una variedad de ese proceso natural, y no necesariamente la más sutil o sofisticada. Véase mi novela Vitales.

También distingo entre personalidad consciente de sí misma y la mente. La autoconsciencia humana es un fenómeno psicosocial resultado de la retroalimentación al modelar el comportamiento de los vecinos, y, casi por casualidad, modelar el comportamiento personal para asegurar el ajuste con las actividades sociales. Un resultado de esa capacidad es la capacidad de escribir novelas.

El yo no es una ilusión; es real. Pero no es unitario, no es primario, y no siempre está al mando.

Parece aparentemente que Dios no microadministra ni la historia humana ni la naturaleza. La libertad evolutiva es tan importante como la libertad humana individual. ¿Interfiere Dios de alguna forma? Aparte de mi afirmación, que comparten muchos otros, de que la presencia de algo que podríamos llamar Dios se deja conocer —indudablemente, una forma de interferencia— no lo sé.

Mientras Kaye experimenta su epifanía, es consciente de que su «comunicador» no le habla sólo a ella, sino a otras mentes dentro y fuera de ella. La epifanía no se restringe a nuestros yoes conscientes, ni siquiera a los seres humanos.

Imaginen una epifanía que tocase nuestros subconscientes, nuestras otras mentes internas —el sistema inmunológico— o que surgiese de nosotros para tocar un bosque, o el océano... o las vastas «mentes» distribuidas de cualquier sistema ecológico.

Si la única aproximación honrada para comprender tanto a la naturaleza como a Dios es la humildad, entonces eso nos debería ayudar a sentirnos humildes.

Breve introducción a la biología

Los humanos somos metazoos, es decir, estamos compuestos por muchas células. En la mayor parte de nuestras células hay un núcleo que contiene el «esquema» para todo el individuo. Ese esquema se almacena en ADN (ácido desoxirribonucleico); el ADN y sus complementos de proteínas asistentes y orgánulos conforman el ordenador molecular que contiene la memoria necesaria para construir un organismo individual.

Las proteínas son maquinarias moleculares que pueden realizar funciones increíblemente complejas. Son los agentes de la vida; el ADN es la plantilla que guía la fabricación de esos agentes.

El ADN en las células eucariotas está dispuesto en dos hebras entrelazadas —la «doble hélice»— y empaquetado firmemente en una estructura compleja llamada cromatina, que se distribuye en cromosomas dentro del núcleo celular. Con algunas excepciones, como los glóbulos rojos de la sangre y algunas células inmunitarias especializadas, el ADN de cada célula del cuerpo está completo y es idéntico. Los investigadores estiman que el genoma —todo el conjunto de las instrucciones genéticas— humano está compuesto por aproximadamente treinta mil genes. Los genes son características heredables; a menudo se ha definido un gen como un segmento de ADN que contiene el código para una proteína o proteínas. Ese código puede transcribirse para dar lugar a una hebra de ARN (ácido ribonucleico); a continuación, los ribosomas emplean el ARN para traducir las instrucciones originales del ADN y sintetizar proteínas. (Algunos genes realizan otras funciones, como fabricar los constituyentes de ARN de los ribosomas.)

Muchos científicos creen que el ARN fue la molécula codificadora de la vida original, y que el ADN es una elaboración posterior.

Aunque la mayor parte de las células de un individuo contienen un ADN idéntico, a medida que la persona crece y se desarrolla, ese ADN se expresa en formas diferentes dentro de cada célula. Es así como diferentes células embrionarias dan lugar a tejidos diferentes.

Cuando el ADN se transcribe en ARN, muchas secciones de nucleótidos que no codifican proteínas, llamadas intrones, se eliminan de los segmentos de ARN. Los segmentos que quedan se empalman entre sí; codifican proteínas y se llaman exones. En un cierto fragmento de ARN recién transcrito, esos exones pueden empalmarse de formas diferentes para producir proteínas diferentes. Por tanto, un único gen puede producir proteínas diferentes en momentos diferentes.

Las bacterias son pequeños organismos unicelulares. Su ADN no se almacena en un núcleo sino que está disperso por el interior de la célula. Su genoma no contiene intrones, sólo exones, lo que las convierte en criaturas muy elegantes y compactas. Las bacterias pueden comportarse como organismos sociales; variedades diferentes cooperan y compiten entre sí para encontrar y usar recursos en su ambiente. En la naturaleza, las bacterias frecuentemente se reúnen para crear biofilms; puede que conozca esas «ciudades» por la sustancia que aparece sobre las verduras en la nevera. Los biofilms también pueden existir en sus intestinos, sus tractos urinarios y en sus dientes, donde en ocasiones causan problemas; y ecologías especializadas de bacterias protegen su piel, su boca y otras áreas de su cuerpo. Las bacterias son extremadamente importantes y aunque algunas producen enfermedades, muchas otras son necesarias para nuestra existencia. Algunos biólogos creen que las bacterias son la raíz de todas las formas de vida y que las células eucariotas —nuestras propias células, por ejemplo— derivan de antiguas colonias de bacterias. En ese sentido, podríamos ser simplemente naves espaciales para bacterias.

Las bacterias intercambian pequeños bucles circulares de ADN llamados plásmidos. Los plásmidos complementan el genoma bacteriano y les permiten responder con rapidez a amenazas externas, como los antibióticos. Los plásmidos forman una biblioteca universal que bacterias de diferentes tipos pueden usar para vivir de forma más eficiente.

Las bacterias y casi todos los organismos pueden sufrir ataques de virus. Los virus son pequeños fragmentos, generalmente encapsulados, de ADN o ARN que no pueden reproducirse por sí mismos. En lugar de eso, secuestran la maquinaria reproductiva celular para fabricar nuevos virus. En las bacterias, los virus se llaman bacteriófagos («devoradores de bacterias») o simplemente fagos. Muchos fagos transportan material genético entre anfitriones bacterianos, como también hacen algunos virus en animales y plantas.

Es posible que los virus se originasen a partir de segmentos de ADN que pueden desplazarse en el interior de las células, tanto dentro de un cromosoma como entre cromosomas. Los virus son, en esencia, segmentos errantes de material genético que han aprendido a «vestirse con un traje espacial» y abandonar la célula.

Breve glosario de términos científicos

ADN: ácido desoxirribonucleico, la famosa molécula de la doble hélice que codifica las proteínas y otros elementos que ayudan a construir el fenotipo o estructura corporal de un organismo.

Antibióticos: gran grupo de sustancias, fabricadas por muchos tipos diferentes de organismos, que pueden matar bacterias. Los antibióticos no afectan a los virus.

Anticuerpo: molécula que se une a un antígeno, lo inactiva y atrae otras defensas hacia el intruso.

Antígeno: sustancia extraña o parte de un organismo que provoca la creación de anticuerpos como parte de una respuesta inmunitaria.

ARN: Ácido ribonucleico. Copia intermedia complementaria del ADN; el ARN mensajero o ARNm se emplea en los ribosomas como plantilla para construir proteínas. Muchos virus consisten en una cadena única o doble de ARN, normalmente transcrita en ADN en el interior del anfitrión.

Bacterias: procariotas, pequeñas células vivas cuyo material genético no está encerrado en un núcleo. Las bacterias realizan muchas tareas importantes en el mundo natural y son la base de todas las cadenas alimenticias.

Bacteriófago: ver fago.

Cro-Magnon: antigua variedad de los humanos actuales, Homo sapiens sapiens, llamada así por la región Cro-Magnon en Francia. Homo es el género, sapiens la especie y sapiens la subespecie.

Cromosoma: conjunto de ADN muy empaquetado y enrollado. Las células diploides, tales como las células del cuerpo en los humanos, contienen dos conjuntos de veintidós autosomas y dos cromosomas sexuales; las células haploides como los gametos —espermatozoides u óvulos —sólo contienen un conjunto de cromosomas. El número total de cromosomas varía entre los humanos y los simios. No se conoce el número de cromosomas en las llamadas especies ancestrales tales como el Homo sapiens neandertalensis y el Homo erectus; cualquier ADN extraído de un fósil incluso relativamente reciente (unos 20.000 años) está generalmente limitado a ADN mitocondrial. Los poliploides —que tienen conjuntos extra de cromosomas —producen descendientes infértiles o impiden por completo la reproducción entre organismos y a menudo definen una barrera entre especies. Eso debería impedir los apareamientos con éxito entre individuos SHEVA y variedades anteriores humanas. Aparentemente, no es así. Eso confunde a los científicos y es preciso seguir investigando.

Cromosomas sexuales: en los humanos, los cromosomas X e Y. Dos cromosomas X producen una mujer; X e Y dan un varón. Otras especies tienen cromosomas sexuales diferentes.

Elemento móvil: segmento móvil del ADN. Los transposones pueden moverse o hacer que su ADN se copie de un sitio a otro del ADN empleando ADN polimerasa. Los retrotransposones contienen su propia transcriptasa inversa, lo que les ofrece algo de autonomía en el genoma. Barbara McClintock y otros han demostrado que los elementos móviles pueden generar variedad en las plantas; pero algunos creen que se trata, la mayor parte de las veces, de los llamados «genes egoístas» que se duplican sin ser útiles al organismo. Cada vez más, los genetistas han encontrado pruebas sólidas de que los elementos móviles del ADN contribuyen a la variabilidad en todos los genomas, y que quizás incluso ayuden a regular el desarrollo embrionario y la evolución.

ERV o retrovirus endógeno: virus que inserta su material genético en el ADN de un anfitrión. El provirus integrado permanece en letargo durante un tiempo. Los ERV pueden ser muy antiguos y fragmentarios e incapaces ya de producir virus infecciosos.

Exón: región del ADN que codifica una proteína o ARN.

Fago: virus que usa a una bacteria como anfitrión. Muchos tipos de fagos matan a sus anfitriones casi inmediatamente y pueden usarse como agentes antibacterianos. Muchas bacterias tienen al menos un fago específico, y en ocasiones muchos. Los fagos y las bacterias siempre compiten por superarse unos a otros, hablando desde un punto de vista evolutivo.

Fenotipo: la estructura física de un organismo o un grupo distintivo de organismos. El genotipo expresado y desarrollado dentro de un ambiente determina el fenotipo.

Feromona: mensaje químico producido por un miembro de una especie que influye en la fisiología y el comportamiento de otro miembro de la misma especie. Se detecte o no conscientemente (se huela), las feromonas tienen el mismo efecto. Las feromonas de los mamíferos, en forma de «olores sociales», a las que se expone un miembro de la especie durante la interacción con otros miembros de la misma, provocan cambios en los niveles hormonales y en el comportamiento. Véase vomeroferina.

Fridin: también, fleshman. Absorber aire sobre el órgano vomeronasal para detectar feromonas. Véase, órgano vomeronasal.

Gen: la definición de gen está cambiando. Un texto reciente define un gen como «un segmento de ADN o ARN que realiza una función específica». Para ser más exactos, un gen puede considerarse como un segmento de ADN que codifica algún producto molecular, muy a menudo una o más proteínas o parte de una proteína. Además de los nucleótidos que codifican la proteína, el gen también consiste en segmentos que determinan qué cantidad y qué tipo de proteína se expresa, y cuándo. Los genes pueden producir combinaciones diferentes de proteínas bajo diferentes estímulos. En un sentido muy real, un gen es una diminuta fábrica y ordenador dentro de una fábrica-ordenador mucho mayor, el genoma.

Genoma: la suma total de material genético de un organismo individual. En los humanos, el genoma parece consistir en aproximadamente treinta mil genes —como la mitad o un tercio de la cantidad predicha en el momento de la publicación de La radio de Darwin.

Genotipo: el carácter genético de un organismo o grupo distintivo de organismos.

Glicoma: el conjunto total de azúcares y compuestos relacionados de una célula. Los azúcares pueden formar enlaces con las proteínas y los lípidos para formar glicoproteínas y glicolípidos.

Herpes: HSV-1 o -2. Los virus simples del herpes son responsables de llagas de fiebre o herpes genital. Aunque los virus herpes no son retrovirus, pueden permanecer aletargados en las células nerviosas durante años, y a menudo se reactivan en respuesta al estrés. La varicela y su forma recurrente, herpes zoster, también están relacionados con el herpes.

HERV: retrovirus endógenos humanos. Dentro de nuestro material genético quedan los restos de antiguas infecciones de retrovirus. Algunos investigadores estiman que hasta un tercio de la suma total de nuestro material genético podría consistir en viejos retrovirus. No se conoce ningún ejemplo en que esos antiguos genes víricos hayan producido partículas infecciosas (viriones) que puedan trasladarse de célula a célula, ya sea por transmisión lateral u horizontal. Sin embargo, muchos HERV producen partículas similares a los virus dentro de la célula, y todavía no se sabe si esas partículas tienen una función o causan problemas. Todos los HERV forman parte de nuestro genoma y se transmiten verticalmente cuando nos reproducimos, de padres a hijos. La infección de gametos por parte de retrovirus es la mejor explicación hasta el momento para la presencia de HERV en nuestro genoma. Los ERV, retrovirus endógenos, también se encuentran en muchos otros organismos.

Homo erectus: clasificación general para los fósiles del género Homo fechados cronológicamente y evolutivamente antes de Homo sapiens. Homo erectus fue una especie humana de gran éxito, sobreviviendo durante al menos un millón de años. Llamar a cualquiera de esos fósiles «ancestrales» es problemático tanto desde el punto de vista científico como del filosófico, pero se trata de una descripción simple y fácil de comprender para una relación muy compleja. Hay muchas interpretaciones para esas relaciones en la literatura, pero el incremento de los conocimientos genéticos llevará probablemente a una reorganización y clarificación general durante los próximos diez o veinte años.

Humano moderno: Homo sapiens sapiens. Género Homo, especie sapiens, subespecie sapiens. Homo sapiens sapiens puede leerse como «Hombre sabio, que sabe». También como «Hombre prudente, curioso».

Intrón: región del ADN que por lo general no codifica proteínas. En la mayoría de las células eucariotas, los genes están formados por una combinación de extrones e intrones. Los intrones son eliminados del ARN mensajero (ARNm) transcrito antes de ser procesado por los ribosomas; los ribosomas utilizan el código contenido en secciones de ARNm para ensamblar proteínas específicas a partir de aminoácidos. Las bacterias no poseen intrones.

Lípidos: compuestos orgánicos tales como grasas, aceites, ceras y esteroles. Los lípidos conforman muchos de los componentes estructurales de las células, incluyendo gran parte de la pared o membrana celular.

Lipoma: el conjunto total de lípidos en el interior de una célula. Los lípidos también pueden formar alianzas con azúcares y proteínas (ver glicoma y proteoma).

Mitocondrión, mitocondria: orgánulos celulares que procesan azúcares para producir el combustible común de las células, adenosina trifosfato, o ATP. Consideradas generalmente como descendientes extremadamente adaptados de bacterias que entraron en células anfitrión hace miles de millones de años. Las mitocondrias poseen sus propios bucles de ADN que constituyen un genoma separado en el interior de todas las células. El ADN mitocondrial, al ser más corto y más simple, es normalmente el objetivo de los análisis fósiles.

Mutación: alteración de un gen o segmento de ADN. Puede ser accidental, improductiva e incluso peligrosa; puede también ser beneficiosa, llevando a la producción de una proteína más eficiente. Las mutaciones pueden producir variaciones en el fenotipo, o estructura física del organismo. Las mutaciones aleatorias normalmente son neutrales o dañinas para el organismo.

Neandertal: Homo sapiens neandertalensis. Posible antepasado de los humanos. Los antropólogos y genetistas modernos están enzarzados en un debate sobre si los neandertales son antepasados nuestros, basándose en el ADN mitocondrial extraído de viejos huesos. Es más que probable que las pruebas sean confusas simplemente porque todavía no sabemos cómo se separan y desarrollan las especies y subespecies.

Órgano vomeronasal (también conocido como órgano de Jacobson): consistente en dos aberturas en forma de fosos en el paladar o el septo nasal, este órgano, en los mamíferos no humanos, ofrece un camino que enlaza las feromonas con la respuesta hormonal y las diferencias de comportamiento entre sexos. «Fridin» es un término empleado para describir la absorción de aire sobre las entradas de este órgano, que se encuentra en el paladar en el caso de algunos animales. En ocasiones se puede ver a los gatos doblando el labio superior cuando huelen algo raro; también se conoce como respuesta fleshman, normalmente asociada con la exploración de orina, olores, etc. Las serpientes realizan un muestreo similar haciendo pasar los olores en el aire sobre sus lenguas. Los humanos tienen entradas vomeronasales, aunque son muy pequeñas y algo difíciles de encontrar; puede que intervengan en la elección de pareja y otros comportamientos. Un artículo de 1995 urgía a los cirujanos plásticos a conservar el órgano vomeronasal humano durante la cirugía reconstructiva, para evitar que su daño lleve a pérdida del interés sexual y las demandas posteriores.

Patógeno: organismo que produce una enfermedad. Hay muchas variedades de patógenos: virus, bacterias, hongos, protistas (antes conocidas como protozoos) y metazoos como los nematodos.

PERV: Retrovirus endógeno porcino. Antiguos retrovirus que se encuentran en el genoma de los cerdos. Ver ERV.

Poliploidia: véase cromosoma.

Proteína: los genes a menudo codifican proteínas, que ayudan a formar y regular todos los organismos. Las proteínas son máquinas moleculares formadas por cadenas de veinte aminoácidos diferentes. Las proteínas pueden enlazarse entre sí o aglomerarse. Los colágenos, las enzimas, muchas hormonas, la queratina, y los anticuerpos son algunos ejemplos de proteínas.

Proteoma, proteómica: el conjunto total de proteínas en una célula o grupo de células, o en un organismo individual como un todo. Tejidos diferentes producen proteínas diferentes a partir de un conjunto de genes estándar; la activación genética en tejidos diferentes en momentos diferentes provoca una variación en el proteoma de una célula. La identificación de los genes que se han activado se puede realizar identificando las proteínas y otros productos genéticos. Véase glicoma y lipidoma.

Provirus: el código genético de un virus mientras está contenido en el ADN de un anfitrión.

Radiología: obtener imágenes del interior del cuerpo empleando radiación, como rayos X, tomografía de emisión de positrones, resonancia magnética, tomografía axial computerizada, etc.

Recombinación: intercambio de genes entre o dentro de organismos o virus. La reproducción sexual es uno de esos intercambios; las bacterias y los virus pueden recombinar genes de muchas formas diferentes. La recombinación también se puede realizar artificialmente en el laboratorio.

Respuesta inmune (inmunidad, inmunización): la estimulación y puesta en marcha de las células defensivas en un organismo para repeler y destruir patógenos, organismos productores de enfermedades como los virus o bacterias. La respuesta inmune puede también identificar como extrañas células no patógenas, ajenas al conjunto normal de tejidos del cuerpo; los órganos trasplantados producen una repuesta inmune y pueden ser rechazados. Las enfermedades autoinmunes como la esclerosis múltiple y diversas formas de artritis pueden ocurrir y recurrir como respuesta a una activación vírica debida al estrés. En los humanos, la activación de ERV se ha propuesto como causa de algunas enfermedades autoinmunes.

Retrotransposón, retroposón, retrogén: ver Elementos móviles.

Retrovirus: un virus basado en el ARN que inserta su código en el ADN de un anfitrión para replicarse más tarde. La replicación puede retrasarse durante años. El SIDA y otras enfermedades están producidas por retrovirus.

Secuenciación: determinar la secuencia de moléculas en un polímero como una proteína o ácido nucleico; en genética, descubrir la secuencia de bases de un gen o un fragmento de ADN o ARN, o del genoma completo. La investigación de la secuencia completa del genoma humano ha experimentado grandes avances, pero nuestra comprensión de las implicaciones de este conocimiento creciente aún está en su infancia.

SHEVA: un retrovirus endógeno humano ficticio que puede formar una partícula infecciosa vírica, o virión; un HERV infeccioso. No se conoce todavía un HERV semejante. En La radio de Darwin y en esta novela, SHEVA porta instrucciones de primer orden entre individuos para una reorganización del genoma que da lugar a una nueva variedad de humanos. A todos los efectos, SHEVA dispara «reservas» genéticas preexistentes que interaccionan de cierta forma para crear un fenotipo humano sutilmente diferente.

Shiver: activación hipotética de un retrovirus endógeno latente en mujeres que han pasado por embarazos SHEVA. La recombinación de genes víricos exógenos y endógenos podría producir nuevos virus de potencial patógeno desconocido.

Transposón: ver Elementos móviles.

Vacuna: sustancia que produce una respuesta inmune a un organismo que produce una enfermedad. Ver anticuerpo, antígeno, respuesta inmune.

Virión: partícula vírica infecciosa.

Virus: partícula que no está viva pero sí es orgánicamente activa, capaz de entrar en una célula y controlar la capacidad reproductiva de la célula para producir más virus. Los virus están formados por ADN o ARN, normalmente rodeado de una cubierta proteínica, o cápside. Esta cápside puede a su vez estar rodeada por una envoltura. Hay cientos de miles de virus conocidos, y potencialmente millones de ellos todavía no descritos. Ver virus exógeno, ERV.

Virus exógenos: virus que no insertan sus genes en el ADN anfitrión a largo plazo. Algunos virus, como el MMTV, o virus del tumor mamario del ratón, parecen ser capaces de escoger entre insertar o no insertar su código genético en el ADN anfitrión. Véase ERV.

Vomeroferina: término empresarial para la feromona detectada por el órgano vomeronasal humano (el mismo que una feromona mamífera detectada por el órgano vomeronasal mamífero).

Xenotrasplante: trasplante de tejidos y órganos no humanos a humanos. En el pasado los xenotrasplantes se han realizado con órganos de mandriles y otros monos. Ahora la mayor parte de la investigación en xenotrasplantes se centra en tejidos y órganos de cerdo. Los xenotrasplantes podrían ser arriesgados debido a la existencia de un virus latente en los tejidos donados. (Véase ERV, herpes, PERV.) El caso de la señora Carla Rhine descrito en esta novela es muy poco probable en la vida real; los padecimientos de la señora Rhine provienen de la desafortunada combinación de un evento vírico evolutivo muy poco común y el trasplante. Sin embargo, las posibilidades de contaminación vírica o recombinación vírica en un receptor humano por efecto de tejidos animales son muy reales, y exigen más investigaciones.

Una breve lista de lectura

Una visión concisa, elegantemente escrita y conservadora de la teoría evolutiva neodarwinista está disponible en el libro de Richard Dawkins El río del Edén (2000, Debate). Dawkins es uno de nuestros mejores divulgadores científicos y una excelente piedra de amolar para cualquiera que desee desafiar los puntos de vista institucionalizados de la biología y la evolución. Creo que se equivoca en muchos puntos, pero define el debate como muy pocos pueden hacerlo.

Más reciente, y con más detalles, el resumen de la labor de una vida, el libro de Ernst Mayr, What Evolution Is (2002, Perseus Books) realiza otra defensa clara e inflexible del paradigma del darwinismo moderno. Probablemente no haya mejores exponentes del viejo punto de vista de la evolución darwiniana.

El nuevo punto de vista está surgiendo ahora mismo.

Stephen Jay Gould desgraciadamente ya no está con nosotros. Recomiendo todos sus libros y ensayos eruditos y apasionados, pero especialmente el fallido, pero no por ello menos fascinante o instructivo, La vida maravillosa (1994, Crítica).

Un buen puente hacia una comprensión más amplia de la agitación en la teoría evolutiva es Reinventing Darwin: The Great Debate at the High Table of Evolutionary Theory de Niles Eldredge (Wiley, 1995). Eldredge y Gould son reconocidos como los creadores de una particular visión de los saltos evolutivos conocida como equilibrio puntuado, pero la idea puede remontarse al menos a maestros como Ernst Mayr, e incluso hasta Darwin. Surgiese de donde surgiese, el equilibrio puntuado fue uno de los estímulos principales para que decidiese escribir La radio de Darwin. Sin embargo, no hay que culpar a Gould y Eldredge de mi desarrollo.

The Non-Darwinian Revolution: Reinterpreting a Historical Myth de Peter J. Bowler (1988, Johns Hopkins) es simultáneamente académico y entretenido.

Una buena introducción a la genética es Tratar con genes: el lenguaje de la herencia de Paul Berg y Maxine Singer (1994, Omega). Aunque tiene ya una década, la información que contiene sigue siendo útil y tiene un punto de vista muy progresista. Podría servir para preparar al lector para los libros siguientes.

Lynn Margulis y Dorion Sagan han publicado una crítica excelente del neodarwinismo en Captando genomas: una teoría sobre el origen de las especies (2003, Kairós). Margulis es una pionera en la reflexión sobre sistemas cooperativos y simbióticos, y ella y su hijo Dorion forman el equipo de autores más estimulante de la biología moderna.

Todavía radical, pero tan cortés y razonable como Margulis, es Lynn Caporale, cuyo Darwin in the Genome: Molecular Strategies in Biological Evolution (2003, McGraw-Hill) es un examen claro y meditado sobre cómo la genómica informará y cambiará el debate sobre la evolución.

Lamarck's Signature: How Retrogenes are Changing Darwin's Natural Selection Paradigm de Edward J. Steele, Robyn A. Lindley y Robert V. Blanden (1998, Perseus Books) se centra en una posible causa y árbitro de la variación genómica.

Un texto clave de la biología moderna es Retroviruses, editado por John M. Coffin, Stephen H. Hughes y Harold E. Varmus (1997, Cold Spring Harbor Laboratory Press). Dirigido principalmente a profesionales, esta colección pionera y rigurosa de monografías está repleta de información útil.

De especial importancia para mis dos novelas es Lateral ADN Transfer de Frederic Bushman (2002, Cold Spring Harbor Laboratory Press), una importante sinopsis de lo que se sabe actualmente sobre transferencia de ADN por medio de virus, transposones, plásmidos, etcétera. Creo que es uno de los textos de biología más importantes publicados en la última década.

The Scent of Eros de James V. Kohl (1995; reimpreso en edición revisada, 2002, Continuum) es una rica fuente de información sobre las feromonas, la comunicación humana por medio de los olores y la influencia del olor en la sexualidad.

Hay una gran cantidad de información valiosa sobre estos temas en muchos otros libros de divulgación, manuales de texto y revistas. Buscar nombres de autores y temas en una librería online puede ser una forma perfecta de ir saltando. Lo que nos lleva a un conjunto muy reducido de sitios web.

Buscar por palabras claves en buscadores como Google («HERV», «Retrotransposón», «Barbara McClintock», «Homo erectus», «Mitocondria», etcétera) puede llevar al lector curioso a una combinación de paraíso y campo de minas formada por artículos serios o no, resultados de investigaciones e información actualizada, opiniones, y bastantes soflamas de variable erudición. Es preciso una advertencia: —Hay docenas si no cientos de sitios motivados por el creacionismo y otras creencias religiosas, que aparentemente, durante un rato, parecen hablar de evolución y genética con lucidez. Por lo general, en esos sitios la ciencia es dudosa en el mejor de los casos.

Aun así, buscando en Google es como encontré los excelentes artículos de Luis P. Villarreal. En particular, me influyó «The Viruses That Make Us: A Role For Endogenous Retrovirus In The Evolution of Placental Species», disponible en la web en http://darwin.bio.uci.edu/~faculty/villarreal/newl/erv-placental.html

(Evidentemente, los doctores Villarreal, Eric Larsson y Howard Temin no deben ser considerados responsables del uso que de sus ideas se hace en esta novela.)

El sitio web de James V. Kohl, www.pheromones.com, ofrece un gran número de enlaces a artículos y otros sitios que discuten la biología del olor. El sitio web del Molecular Sciences Institute, www.molsci.org, está repleto de noticias e investigaciones interesantes. El International Paleopsychology Project, www.paleopsych.org, es un almacén de ideas fascinantes con múltiples enlaces a otros sitios web.

Periódicamente, publicaré actualizaciones bibliográficas en www.gregbear.com, así como comentarios de los lectores sobre los fundamentos teóricos de las novelas Darwin.

Agradecimientos

Un agradecimiento especial al doctor Mark E. Minie y a la doctora Rose James; la doctora Deirdre V. Lovecky; al doctor Joseph Miller; a Dominic Esposito del Instituto Nacional del Cáncer; la doctora Elizabeth Kutter; Cleone Hawkinson; el doctor Alison Stenger; David y Diane Clark, el doctor Brian W.J. Mahy, director de la División de Enfermedades Víricas y Rickettsial del Centro de Control de Enfermedades; el doctor en medicina Karl H. Anders; la doctora en medicina Sylvia Anders; Howard Bloom y el Proyecto Internacional de Paleopsicología; la doctora Cynthia Robbins-Roth; James V. Kohl, Oliver Morton, Karen Anderson, Lynn Caporale y el doctor Roger Brent.

Reseña biográfica

Greg Bear, nacido en 1951, vive en Seattle, en el estado de Washington con su esposa Astrid (hija de Poul Anderson) y sus dos hijos. Bear se especializó en lengua inglesa por la Universidad de San Diego, aunque también utiliza los temas científicos en sus narraciones. Por ello ha sido considerado por algunos comentaristas y editores como uno de los modernos exponentes de una determinada ciencia ficción: la escrita por profesionales de la literatura interesados por la ciencia. Recientemente fue nombrado director de la Junta del nuevo museo SCIENCE FlCTION EXPERIENCE inaugurado en Seattle, en verano de 2004, y que ha sido creado bajo los auspicios de Paul Allen, creador de Microsoft.

Bear fue también ilustrador de revistas de ciencia ficción, y ha escrito varias novelas de fantasía: INFINITY CONCERTO (1984), THE SERPENT MAGE (1986), lo que no suele ser habitual en los autores más claramente encuadrados en la ciencia ficción hard, caracterizados a menudo por su carrera profesional científica. Con un padre en la Marina estadounidense, viajó por Japón, Filipinas y Alaska hasta los doce años. Publicó su primera narración a los quince años de edad y, hasta la fecha, ha obtenido ya dos premios Hugo, cinco premios Nebula, el Premio Apollo de Francia y el Premio Ignotus en España. Entre 1988 y 1990 fue presidente de la Science Fiction Writers of America (SFWA).

Tras publicar diversos relatos desde 1967 y su primera novela, HEGIRA en 1979, el primer Hugo y Nebula lo obtuvo con el relato Blood Music (1983) del que se ha publicado en España la versión extendida a novela, MÚSICA EN LA SANGRE (1985, Ultramar). Trata de un tema de biotecnología con la presencia de células capaces de pensar y que componen una especie de ordenador biológico llamado a reconstruir la humanidad.

Alcanzó un gran éxito con la novela EON (1985, NOVA ciencia ficción, número 90), que continúa en ETERNIDAD (1988, NOVA éxito, número 12). Trata de un nuevo mundo-universo descubierto en un asteroide hueco que se acerca a la Tierra. La fascinación por un universo alternativo y su nueva y enorme ingeniería acerca esta obra a sus evidentes inspiradores: Clarke, Niven y Varley. Bear ha retomado elementos de esa idea en otra de sus novelas: LEGADO (1995, NOVA éxito, número 10), en torno a un mundo cuya biología permite la herencia de los rasgos adquiridos.

Otra obra de interés es una novela sobre una catástrofe planetaria con el título LA FRAGUA DE DIOS (1987, Júcar). Fue finalista al premio Hugo, y el éxito popular hizo surgir una continuación en ANVIL OF STARS que expande el último capítulo de LA FRAGUA DE DIOS.

También cabe citar la novela corta HEADS (1990) y la recopilación de relatos THE VENGING (1992) que incluye narraciones como «Tangents» (1986) que fue premio Hugo y Nebula, y «Hardfought» (1983) que fue también premio Nebula. También, junto con Martin Greenberg, ha editado recientemente una interesantísima antología de relatos de diversos autores con el título NEW LEGENDS (1995).

Con MARTE SE MUEVE (1993, NOVA ciencia ficción, número 79), indiscutiblemente una de las mejores entre las recientes novelas sobre Marte, Bear obtuvo el premio Nebula 1995 y el premio español Ignotus de 1996. Su anterior novela, REINA DE LOS ÁNGELES (1990, NOVA ciencia ficción, número 54), una compleja novela en torno a la naturaleza de la conciencia, fue finalista en el premio Hugo de 1991 y obtuvo un gran éxito de crítica y público. Con / [ALT 47] (1997, NOVA número 138), Bear retornó al universo de REINA DE LOS ÁNGELES con una brillante investigación sobre la inteligencia artificial, la nanotecnología, diversas técnicas de psicoterapia y, sobre todo, sus consecuencias sociales.

Bear aceptó, junto con Gregory Benford y David Brin, el encargo de continuar la mítica serie de la FUNDACIÓN de Isaac Asimov. En marzo de 1997 apareció en Estados Unidos la aportación de Benford a la saga asimoviana: EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN (1997, NOVA número 113). La serie continua con FUNDACIÓN Y CAOS de Greg Bear (1998, NOVA número 124) y finaliza con EL TRIUNFO DE LA FUNDACIÓN de David Brin (1999, NOVA número 136).

Sus últimas novelas son amenos e interesantes thrillers biotecnológicos, entre los que destaca LA RADIO DE DARWIN (1999, NOVA número 143), galardonada con el Premio Nebula del 2000 tras haber sido también finalista del Premio Hugo del mismo año. La novela tiene su continuación en LOS NIÑOS DE DARWIN (2003, NOVA número 174), que fue precedida por un aterrador thriller biotecnológico sobre la longevidad humana en VITALES (2002, NOVA número 163).

Datos del libro

Título original: Darwin's Children

Traducción: Pedro Jorge Romero

1.a edición: noviembre 2004

© 2003 by Greg Bear

© Ediciones B, S.A., 2004.

Bailén, 84 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Publicado por acuerdo con el autor, c/o Baror International Inc.,

Armonk, New York, U.S.A.

Printed in Spain

ISBN: 84-666-1578-4

Depósito legal: B. 7.678-2004

Impreso por PURESA, S.A.

Girona, 206 - 08203 Sabadell

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