
Un hombre esconde en su pecho una amenaza letal: cien gramos de plutonio...
El corazón atómico de Henry Gray, objetivo de un rapto sin procedentes...
Henry Gray, un brillante ingeniero, cuarenta y tres años. . . Amaba la vida, amaba a Janet, pero no había pensado jamás que la muerte lo acechara. Tampoco conocía un quirófano, las tensiones y alegrías, las emociones y disgustos que allí se viven, y no podía imaginar que un doctor llamado Bradfield le implantaría un revolucionario corazón de plutonio.
Bradfield, pionero en los trasplantes de corazón activados por plutonio, cosecha un éxito atronador y fulminante; se convierte en la ´estrella´ de la opinión pública norteamericana. La Universidad de Aspermont, en la que él trabaja, y varios funcionarios de alto nivel, mientras tanto, especulan en la Bolsa con las acciones de la compañía que ha fabricado el corazón artificial.
Pero muy pronto el éxito y los dólares se convierten en angustia. Gray ha sido raptado. Si no se paga el rescate, Gray morirá y el plutonio de su corazón convertido en una bomba estallará en San Francisco.
El doctor Eugene Dong y el periodista Spyros Andreopoulos desbordan al lector con una acción constante, trazos de suspenso y notables descripciones de la vida de un instituto de cardiología sometido a las presiones económicas, políticas y burocráticas, donde casi nadie ha pensado que un corazón de plutonio puede ser una amenaza letal para el hombre.
Eugene Dong
Spyros Andreopoulos
CORAZÓN ATÓMICO
México, D.F. 1979
Deseamos expresar nuestra gratitud a
Alfred Coppel, John Gorman, Jane Lewis,
Milton Schemm y Edward Stinson, M. D.,
por su gentileza y útiles servicios prestados
para la elaboración de esta obra.
"YO POSTULO QUE COMO HOMBRES DE CIENCIA NO NOS INCUMBE PREGUNTAR A LO QUE PUEDE CONDUCIR LA VERDAD..."
De Galileo, de Bertolt Brecht.
El teléfono azul, modelo princesa, sonó suavemente. Eran las cinco y media de la mañana. Y no que importara la hora, ya que de cualquier manera estaba completamente despierto. Como lo había hecho tantas veces antes, tomó el auricular con un rápido movimiento. Su esposa ni se movió.
—¿Hola, el doctor Bradfield? —El que llamaba tan temprano no necesitó identificarse. Su saludo era más bien un gruñido que un hola, y además único. Bradfield supo instantáneamente que pertenecía a Buchanan, su residente en jefe.
—Sí, Don, ¿de qué se trata?
—Tenemos exactamente el caso que querías...
Mientras Buchanan hablaba, Bradfield podía verlo en su mente: un metro noventa de estatura, 85 kilos de peso, ancho de hombros y de manos fuertes. La cara, con los ojos castaños algo juntos, adornada por largas patillas al estilo de la guerra civil norteamericana, y un corto y bien cuidado bigote. La voz siguió adelante, clara y profesional.
—El paciente es un ingeniero, caucásico, de 43 años de edad. Sufrió un infarto masivo al miocardio hace dos meses y ha estado hospitalizado desde entonces en el hospital Stanford...
Bradfield lo interrumpió.
—¿Lo evaluaron allí como candidato para un transplante de corazón?
—Sí, lo hicieron. Como yo entiendo la situación, su ventrículo izquierdo está severamente dañado.
Buchanan describió cuidadosamente su evaluación del angiograma y otras pruebas. Estas mostraban que la importante arteria coronaria estaba críticamente bloqueada. La cámara del corazón se hallaba excesivamente dilatada y en su mayor parte era tejido muerto, con su función de bombeo disminuida. Todo coincidía: el paciente era un candidato primordial para un transplante de corazón y lo necesitaba de inmediato.
—¿Cuál es su estado clínico? —preguntó Bradfield.
—Está consciente y dispuesto, pero su respiración es demasiado rápida. La presión sanguínea es baja, el pulso es de 90 a 100 por minuto y los pulmones están congestionados. Tiene el hígado inflamado y los ríñones no están produciendo mucha orina.
—¿Cómo es que no se le ha hecho un transplante?
—Sus tejidos son muy difíciles de igualar.
—Correcto. ¿Cómo supimos de él?
—Su prometida es enfermera y está familiarizada con nuestro trabajo sobre el corazón artificial. Cuando la gente de Stanford le dijeron que no se le podía hacer un transplante, se comunicó con nosotros.
—¿Han sido examinados por los psiquiatras?
—Sí. Ambos son tan sólidos como el Peñón de Gibraltar.
—¿Qué dice?, ¡aah!, se me olvida el nombre. Ya sabes, la señorita Haz el Bien y no Mires a Quién, la trabajadora social, ah, ya sé, Louella Commons.
—No pude comunicarme con ella anoche. Pero la trabajadora social del caso, de Stanford, estima que su situación social es buena; enfermedad breve, inteligentes, ambos profesionistas, bien asegurados. Puedes cobrar honorarios y enchufar la bomba.
La frivolidad del comentario de Buchanan molestó a Bradfield, pero lo ignoró.
—Buen trabajo, Don. Haz que el paciente nos sea enviado en ambulancia. Envía a uno de los residentes jóvenes, digamos Jack Johnson, para asegurarnos de que todo se organice bien. Yo veré al paciente en la Unidad de Cuidado Intensivo después de mi primer caso de la mañana. La bomba en el laboratorio está esterilizada y lista para funcionar. Comunícate con Alien Ridley, el físico de salud. Dile que esta noche es la noche y que necesitaremos el plutonio mañana en la tarde.
—Bien. ¿Algo más? ¿Qué hay sobre la sala de operaciones?
—Correcto. Necesitaremos el quirófano protegido, a las siete y media de la tarde. Asegúrate de que la señora Donald sea avisada para que podamos mantener a los eventuales fuera de la sala.
—Bien. ¿Debo comunicarme con alguien en la administración?
—No, yo me ocuparé de eso. Ah, ¿cómo se llama el paciente?
—Henry Gray.
Eran las nueve de la mañana en Bethesda, Maryland. Harris se hallaba sentado en su sillón giratorio de acero gris y piel, frente a su desordenado escritorio, leyendo una carta. Había una gruesa tarjeta de cartón gris doblada sobre el escritorio, con el título Ronald Harris, Doctor en Medicina, escrito en letras amarillas. La luz fluorescente del techo ronroneaba a sesenta ciclos por segundo. La fría luz del exterior penetraba a su dominio sin ventanas, a través de la puerta abierta de la oficina de la recepcionista.
A lo largo de la pared izquierda había un enorme póster o gráfica, con las letras muy bien dibujadas, que indicaba las etapas del desarrollo del corazón artificial, con el nombre de los subcontratistas, las cantidades de los contratos y la fecha estimada de terminación. Se colocaban alfileres de cabeza roja al terminar cada tarea: "suministro de nueva fuerza", "miniaturización del sistema de control", "prueba de la máquina térmica", etcétera.
Wanda Warewski se encontraba de pie al lado del escritorio, con papel y lápiz en la mano y la vista fija en la pared. La secretaria de Harris no pensaba en esos momentos en su trabajo, sino en el atleta alto y guapo con el que había planeado pasar la velada.
El timbre del teléfono la sacó de su ensimismamiento. Levantó el auricular y dijo:
—Departamento del Corazón Artificial, ¿en qué puedo servirle?
—¿Podría hablar con el señor Harris?
—¿Puedo decirle quién le habla?
—Soy el doctor Bill Bradfield, de California.
Ella le extendió el auricular a Harris cuando éste le dijo que tomaría la llamada.
—Hola, Ron.
—Hola. ¿Cómo estás? ¿No es un poco temprano para ti en California? Yo acabo de llegar a mi oficina.
—¡Temprano! A estas alturas ya debías saber que el día de un cirujano es largo y difícil.
—Sí, desde luego. ¿Qué está sucediendo?
—Acabo de hablar con mi residente en jefe. Tenemos un paciente que llena nuestros requisitos para un cambio al corazón artificial. Fue examinado en Stanford y declarado inelegible para un transplante. Creo que es la ocasión propicia para que actuemos.
Ronald Harris bajó el tono de su voz y un alto grado de preocupación se dejó sentir en sus palabras.
—Escucha, Bill. Vas muy deprisa. Las formas no han sido aún completamente perfiladas como resultado de suficientes estudios.
Bradfield pensó: "¡Maldita sea, ya se está echando para atrás! Es una de esas personas que siempre están molestando y empujándolo a uno para conseguir resultados y, cuando llega la ocasión de actuar, lo primero que hace es decir que no puede aprobar la decisión". Pero, casi inmediatamente, Bradfield se quitó el pensamiento de la mente. Comprendió que si Harris vacilaba debía ser por alguna razón sustancial.
Los subcontratos para un corazón artificial habían sido firmados cuatro años antes. En esa época nadie pensó que la instalación permanente, aun en forma experimental, para reemplazar el corazón incurablemente enfermo de alguna persona, fuese posible por lo menos en diez años. Pero el trabajo de Bradfield iba muy adelante del programa. A seis terneros se les había reemplazado el corazón, callada y eficazmente, por el aparato de Bradfield, y éste había funcionado sin dificultad por períodos hasta de seis meses. Y, sin el conocimiento de Harris, Bradfield había construido una unidad para implantación en seres humanos. Lo había denominado como un "pequeño modelo prototipo".
Este era el corazón al que ahora se refería Bradfield, y que ocasionaba que Harris temblara de ansiedad y que se le pusieran las manos frías y sudorosas. Si algo era Harris, era ortodoxo. En una de las paredes de su oficina, junto a sus impresionantes gráficas de trabajo, había un mapamundi de la clase en la cual los Estados Unidos de América aparecen exactamente en el centro del mismo. Tras de él había una litografía de la Casa Blanca y, debajo de ella, los bien conocidos retratos de George Washington y Abraham Lincoln. Lo que estaba oyendo a través del teléfono era definitivamente heterodoxo.
Pero la habilidad de Bradfield para comprender a las personas era verdaderamente increíble.
—Mira, Ron. ¿Cuántos años llevas en el gobierno, veinticinco, treinta? ¿Cuántos te ha tomado llevar este programa adonde ahora se encuentra, ocho, nueve? Si colocamos ahora la bomba en este sujeto, por fin habrás triunfado en grande.
Harris pensó en la palabra que había usado Bradfield: "propicia". Si Bradfield supiera tan sólo lo propicia que era la ocasión... Justamente la tarde del día anterior, el director del Instituto Nacional de Cardiología había presentado su renuncia por una disputa interna de carácter político. Este director casi había completado un informe que establecía estándares más estrictos para el uso de materiales nucleares en órganos artificiales. El informe hubiera requerido que se realizaran modificaciones sustanciales en el modelo y hubiera demorado una prueba clínica durante meses, tal vez años. Ahora el informe se archivaría hasta que se nombrara un nuevo director. En el ínterin, la implantación en un ser humano podría proceder.
Harris continuaba vacilando.
—¿No quedaríamos al borde del precipicio si falla la cirugía?
—Ron, no hemos fallado una sola vez. La fuente de poder trabaja. La cirugía es cosa de coser y cantar. Tienes que hacerlo ahora. Yo digo que procedamos.
—Está bien. Tú ganas.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Bien. ¡Te veré en Suecia!
Mientras Bradfield colgaba suavemente el auricular, exhaló un hondo suspiro. Se volvió a mirar a la figura que dormía a su lado. Charlotte ni se había movido. Ella necesitaba el sueño y él quería afeitarse, vestirse y salir, sin despertarla. La relación de Bradfield con su esposa no era lo que uno pudiera llamar "intensa". Sus ayuntamientos eran satisfactorios, pero sólo en el sentido fisiológico. Charlotte había sido educada desde pequeña para ser una persona serena y fría. Aun así, su sociedad era mutuamente agradable. Se daban uno al otro lo suficiente de sí mismos para que el matrimonio funcionara. Antes de casarse habían decidido no tener niños. Ella se había concentrado en funciones sociales y trabajos voluntarios que ayudaran la carrera de él. El trabajaba tenazmente para subir la escalera académica. Todo era muy racional por parte de ambos.
En Bethesda, uno de los párpados de Harris tembló repetidamente mientras colgaba el auricular. Tenía el pulso acelerado y se preguntaba a sí mismo ¿por qué dejé que me convenciera? Luego dijo en alta voz:
—Señorita Warewski, consígame un boleto de ida y vuelta a San Francisco. Debe haber un vuelo al mediodía. Y, por favor, apúrese.
Al amanecer, el cielo estaba encapotado y la velocidad del viento aumentaba constantemente, mientras una tormenta del Pacífico, ya anunciada, entraba por el Oeste. Empezó a llover a las nueve y continuó intermitentemente entre chaparrones y lloviznas.
El laboratorio para corazón artificial de la Escuela de Medicina de la Universidad de Aspermont, en la península de San Francisco, se hallaba situado a unos quinientos metros del complejo principal. Se ubicaba en la parte trasera de un viejo edificio de ladrillo que había sido, anteriormente, el Departamento de Anatomía. Una cerca contra huracanes, de seis pies de altura, rodeaba el área del laboratorio; un terreno descuidado y fuera del campo de visión del futuro y elegante hospital. Las malas hierbas crecían hasta dos y tres pies de altura en toda su extensión, excepto en dos lugares: en una vereda, que iba de la reja de entrada a la puerta del primer edificio, y en el corral, cercado de madera, que servía para los preparativos de preoperación de los animales domésticos utilizados en los experimentos. Dentro del corral los terneros habían comido y pisado toda la vida vegetal, convirtiéndolo en un moreno parche, seco y duro en el verano y un lodazal en invierno. Así estaba hoy.
Los programas experimentales otorgaban fama a las escuelas médicas, pero a pesar de lo mucho que se hablaba de la investigación quirúrgica, las facilidades provistas por la Escuela de Medicina de Aspermont para el proyecto del corazón artificial consistían solamente en el pedazo de tierra. Todo lo demás estaba subsidiado por contratos gubernamentales. Los proyectos intelectuales, más pequeños y estéticos, se encontraban dentro del edificio principal.
Para el trabajo de Bradfield, sin embargo, la ubicación no podía ser mejor a pesar de su desnudez. Cuanto más lejos se encontrara, físicamente, de los administradores de la Escuela, menos sabrían éstos y menor sería el control que ejercieran sobre sus actividades.
En una pequeña construcción había dos pesebres, cada uno de los cuales contenía un ternero con un corazón artificial funcionando. Los anímales permanecían tranquilos, rumiando su alimento y bebiendo agua de un abrevadero colocado a veinte centímetros de sus hocicos. El zumbido del sistema de ventilación y los latidos del sistema de monitores rompían la quietud estéril. Hoy, el viento y la lluvia se unían a los sonidos de costumbre. Seis cámaras de televisión de un circuito cerrado se enfocaban lentamente sobre los animales. Un complejo sistema de equipo electrónico transmitía al cuarto de control las imágenes de televisión, los latidos de corazón y el electrocardiograma. La información que estaba siendo analizada en ese momento no indicaba ningún mal funcionamiento.
Otra construcción, conectada a la primera por un pasadizo de madera cubierto, era el quirófano donde se realizaban las implantaciones. En este día los respiradores, la mesa de operaciones, el aparato de succión —todo el equipo portátil— estaba adosado a lo largo de la pared izquierda. Luces quirúrgicas incandescentes desipaban la lobreguez exterior. En el centro de la habitación había una sencilla mesa de acero inoxidable, de sesenta centímetros por unos veinte metros, con patas montadas sobre baleros de acero corredizos. Junto a ella se encontraba un alto barril negro de unos tres pies de diámetro. El barril estaba forrado con ocho pulgadas de plomo. Brillantes calcomanías amarillas con tres flechas y las palabras PRECAUCIÓN-MATERIALES NUCLEARES cubrían su superficie. El barril se utilizaba para transportar la fuente de energía de plutonio, pero en este momento estaba vacío.
En el laboratorio, Elizabeth Browning y Richard Wheeler se hallaban en el proceso de preparar el corazón artificial para su esterilización. Elizabeth tenía puesta una bata quirúrgica de algodón azul que, cuando mucho, podría calificarse como "adecuada para la ocasión". Su traje quirúrgico parecía un par de pijamas. La falta de broches, el corte directo sin elásticos ni cintas hacían las prendas fáciles de lavar y preparar.
Pero la sensualidad natural de Browning, a pesar de sus años de trabajo en sala de operación, no le permitían aparecer con ropas que no le sentaran, así que había metido su largo cabello castaño rubio dentro de una gorra hecha del fino material Dan River, floreada de amarillo. Su maquillaje de ojos era plateado y sencillo, pero atractivo. Al sonreír se le formaban ligeras arrugas alrededor de los ojos. Para mostrar su fina cintura, había hecho unos pliegues en el material y los había asegurado con tela adhesiva. Un delicado perfume se esparcía por el laboratorio cuando ella se movía. Su risa sonora y femenina se escuchaba con frecuencia.
En este día y a esta hora, sin embargo, la actividad era estrictamente profesional. Don Buchanan la había llamado a las seis de la mañana y le había informado de la operación que se iba a realizar. Ella recordó su saludo.
—¿Hola? ¿Hablo con la agencia de redesarrollo cooperativo Alviso-Boston?
—Escucha, Buchanan, déjate de idioteces —había replicado ella—. Las seis de la mañana no es hora de hacer chistes.
—Lo siento, tienes razón. Escucha.
Browning podía ver a Buchanan de pie al lado del escritorio del hospital, fatigado hasta los huesos y hablando sin mover un pelo del bigote.
—Ya conoces esa curiosa bomba que hay en el laboratorio; pues bien, Bradfield dice que está lista y la vamos a probar de verdad.
—¡Vaya! ¿Cuánto tiempo tenemos para prepararlo todo?
—Hasta esta noche.
—Bien. Tendremos todo listo.
En los días de descripciones de trabajo, responsabilidad de grupo y semana de cuarenta horas, Browning era como una ráfaga de aire fresco en muchas formas. Tenía la actitud de "Sí, puedo hacérselo", en vez de la quejumbrosa respuesta de "¿Por qué no me da más tiempo?" Así pues, fue por ello por lo que Liz Browning saltó de la cama en aquella gris y airosa mañana, hizo café y tostadas, se lavó y luego se maquilló los ojos cuidadosamente, se dio una pasada en los labios con un lápiz color rosa claro, le escribió una nota a su hija de doce años que aún dormía y partió para el laboratorio. Al salir de la casa, el viento helado la penetró como un cuchillo haciéndola estremecerse. De repente deseó el calor y los brazos de un hombre que la quisiera y sintió la pena de la soledad en que vivía desde su divorcio, después de un corto matrimonio. Luego, con resolución, centró su mente en las importantes tareas que la esperaban. Ahogó los dolorosos pensamientos y partió en su automóvil.
Richard Wheeler era alto, desgarbado, negro y se arreglaba el pelo en un corte afro que siempre se salía por debajo de su gorra de cirujano. Llegó al laboratorio como de costumbre, con un retraso de quince o veinte minutos. Era la cruz de la existencia de Browning. Se tropezaba en el campo esterilizado de operación, llevaba la medicina equivocada y rompía botellas cuando se le presionaba o se ponía nervioso. Pero a pesar de sus defectos y sus frecuentes choques con Browning, se aferraba tenazmente a su puesto en el laboratorio y había progresado de fregar pisos y lavar instrumentos a su posición actual de técnico de laboratorio. Había pasado los últimos dos años trabajando en el modelo bovino del corazón artificial. Conocía de memoria sus partes, pero entendía muy poco de los aspectos físicos, de ingeniería, metalúrgicos o éticos de la máquina. A los veintidós años era crédulo e ingenuo. Todo lo que Bradfield le decía lo aceptaba con admiración. Ignoraba, por ejemplo, que el pequeño bloque de cien gramos de material que manejaba a menudo valía una fortuna en el mercado abierto.
Liz Browning había tenido esperanzas de que Bradfield se diera cuenta de que Wheeler representaba un problema y que lo despidiera. De hecho, Bradfield había indicado en una ocasión que otra persona trabajaría en el modelo humano, pero en la reducida fase del desarrollo el cambio no había vuelto a mencionarse. De modo y manera que en este día dos desemejantes compañeros de equipo se encontraban armando una pequeña pero complicada máquina de la cual dependería, muy pronto y totalmente, la vida de un hombre.
Jack Johnson entró al Centro Médico de Aspermont a las seis y cuarto de la mañana. El joven residente asistente no había estado de guardia la noche anterior y se sentía fresco y descansado mientras pensaba en el trabajo que le tocaría hacer. A esa hora los corredores estaban a media luz y el sistema de avisos a bajo nivel. Tropezó con alguno que otro ordenanza dormido en una silla aprovechando la tranquilidad, pero aparte de ellos las entradas al hospital aparecían desiertas. El comienzo del día no podía ser más tranquilo.
Johnson entró al vestidor del segundo piso, anexo a las unidades de cuidado intensivo y de sala de operaciones. Se quitó su casco de motociclista, sus Lewis, y las ya bien usadas camisas de deporte y chamarra de esquiar, y se puso el bien planchado traje de faena de cirugía, color azul verdoso. Encima se enfundó su larga bata blanca. Por el borde de un bolsillo, a la altura de la cintura, se asomaban un estetoscopio y un martillo de reflejos, y en una bolsa en el frente de la bata se adivinaba el indispensable libro de apuntes donde llevaba las notas de su trabajo. Así trasformado, Jack Johnson, doctor en Medicina, salió del vestidor con un aire de autoridad y se dirigió a la Unidad de Cuidado Intensivo. En el cuarto de "conferencias", inmediato a la sección de enfermería, hervía una cafetera con café acabado de moler. Se sirvió una taza bien llena y abrió la sólida puerta de madera de arce que conducía a la unidad en sí.
A la izquierda del largo pasillo habían dieciséis cuartos, donde estaban siendo atendidos los pacientes por un equipo de enfermeras y técnicos en terapia respiratoria. A la derecha del mismo había dos secciones de enfermería, ambas brillantemente iluminadas por luz fluorescente. En estas áreas, las medicinas, las gráficas y los osciloscopios se hallaban eficientemente distribuidos. La actividad de hombres y mujeres vehementes y dedicados, dentro de estos cuartos, estaba en marcado contraste con las otras áreas.
En el pasillo se encontraba el doctor Sasha Romanoff enfundado en su arrugado uniforme de cirujano. Era el co-residente de Jack y había tenido el turno de noche. Johnson se acercó al escritorio y vio a Buchanan sosteniendo el diminuto teléfono y hablando animadamente. Algo debe estar sucediendo, pensó Johnson. La orden de trabajo del comienzo de la mañana había sido alterada. Los ojos de Romanoff brillaban desmintiendo la fatiga de su cansada cara.
—Hay grandes noticias, hombre —le dijo a Johnson.
—¿Qué sucede, Sasha?
Sasha le dio una ligera fumada a uno de los cigarrillos super-largos que le gustaba fumar, echó hacia atrás la cabeza y expelió el humo lejos de Jack.
—¡Lo vamos a hacer!
Varias enfermeras levantaron la vista y movieron la cabeza al ver tal exuberancia infantil. Para ellas la cirugía de corazón era un milagro de rutina.
—Bradfield le ha dado a Don la señal de adelante para el reemplazo de corazón esta noche.
Buchanan levantó la vista del teléfono.
—Ya está bien de charla, Sasha. Jack, en Stanford hay un paciente de nombre Harry Gray. Haz los arreglos para ir allá y trasladarlo aquí. Sasha y yo nos ocuparemos del primer paciente esta mañana. Tú limpia la sala y luego te vas en la ambulancia a buscar el paciente. Yo notificaré que ya viene a los cardiólogos y a la trabajadora social. ¿Está claro?
Johnson estaba tan ansioso de seguir la carismática dirección de Bradfield, como cualquiera de los jóvenes miembros del equipo. Como otros residentes de cirugía de Aspermont, Johnson provenía de una familia de médicos, y en la Escuela de Medicina había impresionado a sus maestros con su altruismo, su madurez y sus logros académicos. Había trabajado con Liz Browning en un par de operaciones en terneros, pero ignoraba que el proyecto estuviera tan cerca de una prueba humana. Algunos miembros de la Facultad le habían manifestado a Johnson sus reservas sobre el uso del aparato en seres humanos, no sólo basados en razones técnicas, sino también por los problemas de una cantidad de plutonio, teóricamente asegurada, circulando en una sociedad abierta. Johnson pensó por un momento en preguntar quiénes tomarían parte en la operación, cuando la llegada de dos estudiantes médicos y un interno indicó el principio formal de la ronda de visitas.
Buchanan caminó rápidamente llevando tras él su cortejo en forma desordenada. Algunos pacientes, al ver por primera vez a este abigarrado grupo, con frecuencia decían que se sentían parte de una versión pobre de los Juegos de los Circos Romanos, con ellos haciendo el papel de las víctimas. Con treinta y cinco pacientes que visitar en los cuarenta y cinco minutos que quedaban antes de iniciarse la primera operación en la unidad de cirugía, era fácil comprender la presión bajo la que trabajaba el residente en jefe. Mas procedió como siempre, con gracia y buen humor.
—¿Cuál es el nombre de ese del pie? —preguntó al entrar al segundo cuarto, buscando a un paciente cuya pierna izquierda había sido operada dos días antes. Buchanan se acercó a la primera cama y levantó las cobijas para revelar dos pies perfectamente normales, de un paciente que le miraba con los ojos muy abiertos—. ¿Derecha o izquierda? —preguntó.
—izquierda —le replicó Romanoff.
—¿Buen trabajo, eh? —le preguntó Buchanan socarronamente al estudiante de medicina que se encontraba junto a él, quien manifestó su aprobación.
—Bueno, es que estamos viendo a otro paciente. —Y, señalando el nombre que indicaba la gráfica, Buchanan se volvió rápidamente y salió del cuarto, dejando a Romanoff que explicara la confusión lo mejor que pudiera.
Ya en el pasillo, Buchanan asumió una expresión burlona de confusión.
—Cuando las cosas son tan similares como "pie derecho" y "pie izquierdo", siempre me confundo —dijo en voz alta y sin dirigirse a nadie en particular, y continuó andando. Llegó a la cama de un niño de tres años a quien se le había corregido, el día anterior, un defecto congénito. El chiquillo estaba de pie con el pañal a media asta y los brazos colgando sobre el borde de la cuna. Su enfermera, una agradable graduada de primer año, se levantó para saludar a Buchanan.
—Hola, calabacitas mías —les dijo Buchanan. Con los niños y las enfermeras jóvenes virtualmente se derretía. Mientras el interno, los estudiantes y Johnson lo miraban, le picó juguetonamente al niño, con un dedo, la prominente barriguita. Este, gritando de risa, apuntó cuidadosamente a la oreja izquierda de Buchanan y trató de pegarle.
—Parece que ya está bien —dijo Buchanan—. Ya pueden regresarlo a la sala de pediatría.
Este feliz intermedio fue interrumpido por el oficinista de la sala, al entrar con un mensaje del Hospital Stanford para Buchanan. La cara del doctor y su expresión cambiaron al escuchar al oficinista. Se volvió hacia Johnson.
—Parece que no van bien las cosas con Henry Gray —dijo—. Tráelo de inmediato y consérvalo vivo hasta esta noche.
Al oírlo, Johnson, sin hacer preguntas, se separó corriendo del grupo, mientras pensaba en las responsabilidades que, de repente, habían caído sobre sus hombros.
Johnson y la enfermera de la jefatura, Sue Myers, acompañaron en la ambulancia al enfermo y a su prometida, la señorita Janet Chen. En el confinado espacio sólo el equipo más esencial se hallaba disponible. El tránsito hacia el Sur por la carretera 101, de Stanford a Aspermont, era difícil debido al pesado tráfico. Las luces rojas y las sirenas ayudaban poco, ya que todos los carriles estaban congestionados de coches.
La precaria condición de Gray era denominada "caquexia cardíaca". Debido a su anterior ataque cardíaco, el corazón había quedado fuertemente dañado. La cantidad de oxígeno que llegaba a los tejidos apenas si alcanzaba para mantener funcionando los ríñones y otros órganos, así que retenía más sal y líquidos. Sus piernas se habían hinchado, tenía el hígado inflamado y los pigmentos de bilis no eran procesados adecuadamente. La dificultad en respirar era incrementada por el exceso de líquido en los pulmones, los cuales, por lo regular ligeros y delgados, ahora estaban rígidos y duros. El oxígeno no estaba siendo transferido a la sangre en forma expedita. Sus reservas de grasa y su masa de músculos habían ido consumiéndose gradualmente. Ahora estaba pálido y amarillento, con una capa de sudor frío en la frente y en las palmas de las manos. Sus mejillas hundidas temblaban con cada jadeante aspiración. Sus piernas y abdomen, hinchados de fluidos, se hallaban cubiertos por gruesas mantas rojas cuidadosamente metidas bajo la camilla.
Gray contempló a su nuevo médico, pero no hizo ningún esfuerzo por hablar. Una niebla húmeda de oxígeno penetraba a través de su boca y nariz. Una botella de solución electrolítica estéril goteaba lentamente en una de las venas del dorso de su mano, las cuales tenía notablemente dilatadas. Un catéter nuevo para medir la presión arterial, cuidadosamente cubierto con gasa y tela adhesiva, estaba unido a una arteria en su muñeca izquierda. La lectura de la presión arterial estaba continuamente disponible para Johnson.
Johnson revisó la posición del equipo de respiración artificial y del defribilador portátil de corazón. Podría necesitarlos para provocar un shock que sacara el corazón de Gray de un ritmo anormal, cosa que podía ocurrir fácilmente. Un aparato portátil para tomar electrocardiogramas indicaba que el ritmo de los latidos del enfermo era, sin lugar a dudas, irregular.
Gray se había mantenido relativamente estable en la Unidad de Cuidado Coronario de Stanford. Pero allí, cada gota de droga infiltrada, cada gota de orina excretada, cada latido de corazón, habían sido examinados en computadoras por un grupo de enfermeras y hechos los ajustes pertinentes. Aquí, en medio de una carretera congestionada de tráfico, los conocimientos básicos de un médico experto apenas si eran ayudados por la tecnología. Aquí, los pronósticos que se podían hacer eran menos exactos y el médico tenía que recurrir a la experiencia y a la intuición.
Pasado un rato, Johnson sintió que se producía un empeoramiento en el estado de su paciente.
—Señorita Chen —dijo—, creo que el estado del señor Gray se ha venido deteriorando desde que lo sacamos de la Unidad de Cuidado Coronario. Voy a aumentar la concentración del estimulante cardíaco y a darle 15 miligramos de morfina. No puedo medir su nivel de potasio, pero le daré una dosis en los próximos quince minutos.
—Hágalo, por favor —replicó ella. Janet, que se había pasado virtualmente la totalidad de sus horas de trabajo en la Unidad de Cuidado Coronario, se daba cuenta de cómo se deterioraba el estado de su prometido y de la grave responsabilidad que recaía sobre el joven cirujano.
Johnson se encontraba ahora inmerso en el estado, las dosis, el tipo y ritmo de su decaído enfermo. La incertidumbre en actuar fue reemplazada por una intensa concentración por conocer la evaluación del estado del enfermo y tomar atinadamente las medidas adecuadas. Para cuando el chofer de la ambulancia había logrado salir del intenso tráfico y avanzaba por el periférico Fremont sonando la sirena a 75 millas por hora, Gray se había estabilizado otra vez. A pesar de ello, y mientras iban sentados en la ambulancia, no podían dejar de preguntarse si el viejo y débil corazón duraría lo suficiente para ser reemplazado por el mecanismo que en esos momentos se preparaba en Aspermont. Las órdenes de Bradfield a Johnson, a través de Buchanan, eran de llevar vivo al paciente.
Para el ordenanza de guardia en la entrada de emergencia de Aspermont debió representar toda una escena cuando, finalmente, Johnson abrió la puerta trasera de la ambulancia, y aquél vio saltar de ella a un hombre negro, delgado y bien parecido, enfundado en una bata blanca de médico, que gritaba: "¡Saquen a este hombre de aquí!". Con eficiencia y rapidez fue sacada la camilla que transportaba a Gray, y Johnson y Myers la condujeron rápidamente a través de los corredores hacia la Unidad de Cuidado Intensivo.
Bradfield se retiró del paciente que estaba sobre la mesa de operaciones. La operación había sido un reemplazo de válvula aórtica.
—Buen trabajo, Don. Gray ya debe haber llegado, así que ¿puede Romanoff ayudarte a terminar?
—Seguro. Gracias, doctor Bradfield.
—Gracias a todos y cada uno de ustedes.
Bradfield se quitó los flexibles y ajustados guantes de hule. Una confortante sensación de frescura se extendió sobre la piel al evaporarse la humedad de la transpiración soportada durante dos horas. Conservaría la máscara hasta que saliera de la sala de operaciones. La enfermera auxiliar se colocó rápidamente tras él y deshizo los nudos en las cintas de su bata. El murmuró las gracias. Sus pensamientos ya se habían trasladado de la operación reciente hacia el reto que le esperaba. En forma automática contestó los "buenos días" de los estudiantes y enfermeras que, llenos de admiración, lo saludaban mientras se dirigía a la oficina de Director de las Salas de Operaciones. La señora Helen Donald lo saludó a la puerta.
—Doctor Bradfield, Don Buchanan me ha dicho que tiene usted necesidades especiales para esta noche. Algo acerca de un nuevo corazón artificial.
Había interés y un dejo de enojo en la voz de la señora Donald. Como sucede con la mayoría de los administradores de alto nivel, la señora Donald consideraba esencial que se le informará de todo lo que ocurría en sus dominios antes de que sucediera. Las ocurrencias inesperadas estaban estrictamente prohibidas. En su mundo, hasta las emergencias eran cuidadosamente planeadas, de manera que se podía apreciar un cierto aire de contrariedad en su pálida cara al enfrentarse a Bradfield. Este había descuidado el comunicarse con ella por adelantado sobre la operación planeada para aquella noche. Desde su punto de vista, la relación perfecta entre el cirujano y la enfermera de la Sala de Operaciones se lograba si la enfermera le proporcionaba al cirujano cada punto, grapa y aguja, en la secuencia debida, sin que se cruzara una sola palabra entre ambos durante el proceso. En sus días de juventud, siempre había observado calladamente a los cirujanos con los que trabajaba cada vez que tenía ocasión de hacerlo. Luego, en casa, memorizaba cuidadosamente copias de las listas de los instrumentos de ios cirujanos. Conocía la idiosincrasia de cada uno de los doctores: si era zurdo o derecho, si suturaba con seda o con nylon, etc. En realidad, los cirujanos del hospital sentían un temor reverente por su ciega dedicación al cirujano en jefe, y en más de una ocasión habían sentido el embarazo causado por ella al indicarles, con absoluta confianza en sí misma, el instrumento que debían usar en el siguiente paso de una operación y qué instrumento no era el que ellos habían pedido. Ahora, con un personal de cincuenta y seis enfermeras y dos enfermeros, dieciséis ordenanzas y seis técnicos a sus órdenes, las relaciones interpersonales eran tan estériles como la atmósfera filtrada de la Sala de Operaciones misma. Esta reflejaba su imagen, muy eficiente, muy fría. Al verla, uno no podía dejar de preguntarse si en alguna ocasión el buen humor, la coquetería o el sexo entraban en su vida. Para los pacientes de Aspermont, esto no tenía ninguna importancia, y para los cirujanos su eficiencia les representaba ganancias financieras; pero para Bradfield ella era sólo un obstáculo con el que había que lidiar.
—Usted, más que nadie —estaba diciendo ella—, debe saber el embarazo que me causa el no estar preparada para su pequeña necesidad. —Era evidente que había decidido usar su rutina de "me siento insultada".
—Señora Donald, lamento haberla colocado en esta situación embarazosa —dijo Bradfield con una ancha sonrisa y acercándose a ella en una actitud conspiratoria.
—Sí, tal vez. —Ella rehusaba el ser aplacada tan fácilmente.
Usted sabe, desde luego, que nuestro horario está completo hasta las diez de la noche. —Se echó un paso hacia atrás y continuó sin interrumpirse—. Tendré por necesidad que utilizar al personal del segundo turno y eso significará doble paga. Además, ellos nunca han trabajado con usted y se sentirán incómodos. ¿Y qué es lo que quiere decir una "Sala de Operaciones protegida" y por qué se necesita? —decidió por fin tomar aliento—. ¿Tiene usted el permiso necesario para esta operación? Y...
Bradfield la interrumpió.
—No da la impresión que esté usted en completa ignorancia de todo, ¿verdad? —La miró fijamente a los ojos.
—Si tuviera que depender para mi información de cirujanos como usted, la S. de Ó. seria una carnicería —dijo ella secamente.
Bradfield reflexionó sobre la incongruencia de la situación. Estaba a punto de afianzar o destruir su propia reputación. Si no tenía éxito, podía terminar el día matando a un hombre y, si lo tenía, podía revolucionar la práctica de la medicina. Sin embargo, allí estaba tratando de calmar a una mujer que parecía una ciruela pasa con el pelo teñido y vestida como si la hubieran envuelto en un saco, que hablaba de paga doble y de un horario que probablemente consistiría de remodelaciones de nariz, aparte de que estaba poniendo en duda su derecho, como jefe de cirugía cardiovascular, de realizar una operación experimental.
—¿Por qué no pasamos a su oficina, donde podremos hablar más libremente, señora Donald? —dijo Bradfield colocando firmemente su mano bajo el codo derecho de ella. Ella cedió a su presión y juntos hicieron el camino a su oficina. Para ella, el repentino contacto había sido electrizante y echó una mirada furtiva alrededor, sobre sus medios lentes, a ver si alguien había notado el pequeño gesto de intimidad. La expresión de Bradfield no había cambiado.
Cerrando la puerta tras ellos, Bradfield esperó hasta que Helen Donald se sentó en su sillón giratorio. A través de la pared de cristal, echó una mirada al cuarto de recuperación y vio que iba llenándose según iban terminando las primeras operaciones del día. La escena le hizo reflexionar que algunos médicos podían tratar enfermedades crónicas por años sin fin; otros podían ver a la gente en forma impersonal, como meras estadísticas, previniendo enfermedades, inyectando a masas de niños o clorinando el agua. Pero los cirujanos curaban a costa de esfuerzo individual, cada caso era un reto a sus talentos y cada paciente una amenaza para sus egos. Era una relación muy singular la que los cirujanos establecían con sus pacientes.
La señora Donald interrumpió sus pensamientos cuando dijo repentinamente:
—Ha habido rumores de que el uso de combustible atómico es demasiado arriesgado. Mi propia preocupación se relaciona con los peligros para mis enfermeras y, desde luego, también para los pacientes. Usted recordará los casos de aborto y cáncer en los anestesiólogos mujeres y en las enfermeras. La causa no sospechada fue la contaminación de la atmósfera de la Sala de Operaciones por lo que nosotros pensamos que eran niveles excesivos de gases anestésicos exhalados por los pacientes. Ellos eran individualmente expuestos a esa atmósfera por un breve período, pero nosotras respirábamos ese aire constantemente.
—Sí, lo recuerdo, pero ésta es una situación completamente diferente. El combustible atómico es plutonio 238. Si el material se filtrara sería peligroso, pero no puede filtrarse. Está en un recipiente a prueba de choques.
—¿Y qué hay de la radiación? ¿No escapa del recipiente? Nosotros tenemos que proteger con plomo nuestras salas de cirugía ortopédica. Se toman muchas radiografías en ellas.
—Cierto, pero esos son Rayos X. Para protegerse de ellos se necesita un material denso. El material que nosotros planeamos usar es plutonio puro de grado médico. La mayor parte de lo que despide son rayos alfa.
—¿De manera que no necesitamos una sala verdaderamente protegida?
—No, pero sí necesitaremos tomar precauciones. Cuando llevemos el plutonio del recipiente de almacenamiento a la cápsula de corazón le demostraré que la simple distancia es la mejor protección.
—Bien. ¿Hay algunos instrumentos especiales que se necesiten?
—Tijeras para cortar costillas, además de la sierra de esternón.
—¿Para qué?
—Un problema del diseño de la bomba ha sido el volumen. Cómo colocar el corazón plástico y la unidad de control electrónico en el espacio previamente ocupado por el corazón natural. Este espacio está confinado al frente por el esternón, a los lados por los pulmones, y el esófago por detrás. Muchos investigadores trataron de diseñar corazones experimentales que cupieran en ese espacio, pero fracasaron. Yo tuve la idea de remover completamente el esternón para obtener el espacio suficiente. Diseñamos la unidad de control y la fuente de energía en la forma de un esternón ligeramente convexo. Este reemplaza al esternón del paciente.
En ese momento una figura pequeña y apresurada pasó por delante de la oficina, luego se detuvo, se volvió rápidamente, se acercó a la vidriera y miró hacia adentro. Irrumpió a través de la puerta al ver a Bradfield, con el rubio cabello, muy fijado con spray, agitándose por la prisa. Era Louella Commons, la trabajadora social asignada al servicio de cirugía.
—Esperaba encontrarlo, doctor Bradfield. ¿Quiere usted que hable con la familia? Espero no interrumpir, pero estoy segura de que están discutiendo el caso... —Su voz se elevó en tono de interrogación.
—No, Louella, no interrumpes. De hecho, la señora Donald y yo estábamos revisando el caso.
—Espléndido —replicó la mujer de Missoula, Montana—. Esa Janet Chen, la prometida del señor Gray, es algo, bueno, maravilloso. Tiene una tremenda fuerza emocional. —Se quedó de pie, viendo a Bradfield con una mirada expectante, aunque por otra parte era la misma expresión que siempre parecía tener. Era delgada, tanto, que más bien parecía subdesarrollada. Su pelo siempre estaba cuidadosamente peinado. Tenía un extenso guardarropa de trajes sastre y hoy tenía puesto uno gris plisado de manga larga. Una bufanda roja alrededor del cuello ponía un toque brillante de color. Su libro de notas, que jamás le faltaba, lo llevaba apretado contra el pecho. Uno podía darse cuenta fácilmente de que esta solterona de treinta y cuatro años sufría de ver lo fácil que era notarle lo "pueblerino". En las situaciones menos apropiadas salpicaba su conversación con palabras groseras, en la creencia que eso le daba una imagen sofisticada.
—En este momento iba a verlos —dijo Bradfield—. ¿Te molestaría esperarme en la Unidad de Cuidados Intensivos?
—Bueno, acaban de darme este encargo de mierda en mi oficina —dijo Louella y sonrió con indiferencia—. ¿Por qué no me manda avisar cuando me necesite y yo iré de inmediato?
—Muy bien.
Louella se marchó corriendo sin darse la menor cuenta de la incomodidad que había causado.
—Estoy verdaderamente fascinada con todos estos acontecimientos —recalcó Helen Donald, dejando entrever en su voz un poco de calor.
—Tengo que ir a la Unidad de Cuidados Intensivos a conocer al paciente —dijo Bradfield—. Antes de irme quisiera dejar establecidos un par de puntos específicos para la operación. Primero, Elizabeth Browning traerá esta tarde de mi laboratorio el corazón esterilizado y sin combustible; espero que sea alrededor de las cinco. Veamos, son ahora las diez, así que será en unas seis horas. El plutonio está en un barril grande que también está en el área del laboratorio.
—¿Cómo esterilizaré el plutonio?
—El material es caliente, tanto en temperatura como en radiactividad. Es estéril por naturaleza.
—Creo poder hacer los cambios para tenerle el horario preparado, doctor Bradfield, y también yo estaré presente esta noche.
—Gracias. Será magnífico tenerla a usted de nuevo en la sala de operaciones, especialmente en una ocasión tan histórica.
Mientras salía rápidamente de la suite de la sala de operaciones, Bradfield pensó lo raro que era que el progreso fuera obstaculizado por verdaderas barreras físicas. Los obstáculos intangibles con los que se estaba tropezando ahora eran tan reales como las murallas de Jericó. ¿Sería él capaz de sonar la trompeta y hacer que se derrumbaran? Una cosa era cierta: si seguían acumulándose dificultades, podría no tener el tiempo suficiente para organizar las cosas. Aumentó el ritmo de su paso mientras se dirigía a la Unidad de Cuidado Intensivo.
Ronald Harris salió apresuradamente de su oficina y enfiló hacia el Norte para dirigirse al Aeropuerto Internacional Dulles. Era un viaje de cuarenta minutos y apenas le alcanzaba el tiempo para tomar el vuelo sin escalas No. 110, de la línea United a San Francisco. Harris había utilizado con frecuencia al Aeropuerto Dulles en sus viajes para visitar a subcontratistas en Houston, Ann Arbor, Menlo Park y Berkeley. Llevaba dos viejos portafolios en su Chevrolet Vega. Uno contenía el archivo del proyecto del corazón artificial de Aspermont y el otro una muda de ropa y su estuche de tocador.
Harris tomó hacia el Oeste en el Trébol 401 hasta que llegó a la salida para Dulles. El sol de principios de marzo era frío y al paisaje todavía le faltaba mucho para florecer. Los árboles mostraban aún sus ramas desnudas y tristes, aunque la savia empezaba ya a correr. Harris se sentía inquieto, temeroso de los acontecimientos que estaban escapando de su control hacia un lugar fuera de su inmediato alcance. Como físico administrador, había tratado con las decisiones que involucraban tecnología y dinero, aunque sólo desde lejos. Había estudiado las estadísticas de vida y muerte en forma tan impersonal como la de un piloto que deja caer bombas desde cuarenta mil pies de altura sobre un objetivo aparecido en la pantalla de radar, pero ahora Bradfield lo había atrapado y lo había hecho parte de una verdadera situación de carne y hueso. Si la operación tenía éxito, el beneficio potencial y las recompensas para ambos serían incalculables. Si era un fracaso, Harris tendría que compartir parte de la culpa. Ahora deseaba que Bradfield hubiera procedido sin avisarle. ¡Hubiera sido mucho más fácil!
Eran las once y media de la mañana cuando Harris pasaba por Reston, Virginia. Pisó el acelerador. Deseaba mucho llegar a un teléfono y pedir una llamada a la costa Oeste.
Esa misma mañana en Portóla Valley, California, otro físico estaba terminando su desayuno. Normalmente Alien Ridley ya debía estar camino de su trabajo, pero dos artículos del periódico de la edición de la mañana habían llamado su atención, ya que se relacionaban con su puesto como oficial de seguridad de radiaciones.
El primer artículo trataba sobre otra fuga en los tanques de desperdicios radiactivos en Hanford, Washington. El segundo se ocupaba del uso de un explosivo nuclear en Colorado, para recuperar petróleo de esquisto. Recortó la información para archivarla más tarde y se levantó de la mesa.
Ridley se hallaba casado con Cynthia, la novia de su niñez. El tenía treinta y un años y ella veintinueve. Tenían dos hijos que dormían aún a aquella hora.
Cynthia se encontraba en la cocina sirviéndose un café. Lo oyó prepararse para salir y se volvió para despedirse. Estaba descalza, con sus rojos cabellos cayéndole sobre una sudadera blanca.
—¿Qué te sucede. Alien? Te ves muy preocupado.
—¡Oh!, no es nada, amor.
Se sonrió, la besó y caminó hacía el garaje para tomar su impermeable de color anaranjado, para protegerse de la ligera lluvia. Montado con firmeza sobre su ligera bicicleta, tipo turismo, de la marca Peugeot, enfiló por la calle Alpine Road, de dos carriles, que pasaba frente a su casa. A unas ocho millas, esta calle desembocaba en la autopista Junípero Serra, y de allí en adelante tendría que ir sorteando el tráfico urbano de la mañana hasta que llegara al centro médico. Pero su mente estaba aún con las noticias del periódico.
El problema de Ridley era su puesto. Desde la Segunda Guerra Mundial, la radiactividad se había convertido en una gran ayuda para la medicina. Muy pequeñas dosis de un isótopo radiactivo podían ser inyectadas en un paciente y el curso del material podía ser seguido a través del cuerpo por unos contadores especiales. Fotografías de un órgano interno, tal como un riñon, podían obtenerse "sin invadir" o sin incisión quirúrgica. Estos adelantos habían creado responsabilidades especiales para Ridley. El se ocupaba de deshacerse de los desechos radiactivos. Enseñaba a científicos y técnicos que utilizaban isótopos en sus trabajos diarios. Servía en comités sobre peligros de radiación y estudiaba accidentes de la misma. Pero, recientemente, también se había convertido en un policía y banquero nuclear, y ahí estaba el problema.
El material radiactivo utilizado en la investigación del corazón artificial era de una clase distinta al que Ridley había manejado con anterioridad. Venía en cantidades grandes y era capaz de fisión. El plutonio tenía un significado estratégico en los campos del armamento y la producción de energía, mucho más allá de los límites del centro médico. A mil dólares el gramo, tenía aproximadamente mil veces el valor del oro. En estos momentos, Aspermont tenía cien gramos en cada uno de los dos terneros y otros cien gramos en una gruesa caja de seguridad: un valor total de 300,000 dólares en el mercado legal y, sin duda alguna, mucho mayor en el mercado negro.
La protección de este material en las industrias y plantas de energía involucraba complejas barreras físicas, sistemas de computadoras, monitores muy sofisticados y guardianes exigentes y bien entrenados, pero ei dinero para tal clase de protección no estaba disponible para Ridley. La prevención de robos en Aspermont dependía de la discreción y de los insólitos escondrijos del combustible nuclear en el pecho de animales domesticados.
Mientras Ridley pedaleaba bajo las líneas telefónicas que corrían paralelas a la calle de Alpine Road, Cynthia hablaba de él con Elizabeth Browning.
—Lo siento, señorita Browning, no está en casa.
—¿Sería posible comunicarse con él? —insistió Browning—. Se trata de una emergencia.
—¿Ha habido algún accidente?
—No, no. El doctor Bradfield —mencionó el nombre con un dejo de exagerada importancia— necesita tener el resto del plutonio para operar esta noche. Sólo estoy asegurándome de que todo se prepare a tiempo.
—Bien, me temo que en este momento sea imposible comunicarse con él, pero debe llegar a la oficina en una media hora. Y, a propósito, señorita Browning, realmente creo que cualquier comentario sobre este proyecto debe limitarse a Alien y al doctor Bradfieíd. Me parece que se está usted extralimitando.
—Bueno, ésa es la diferencia entre los administradores y aquellos que cuidan a los pacientes —replicó de inmediato Browning—. Gracias y adiós.
Cynthia colgó el teléfono de golpe. ¡Dios mío! —pensó—, qué arrogancia.
En Dulles, Harris se estacionó en la sección de estancia prolongada. Cambió su ropa al portafolio que contenía el archivo Aspermont y caminó hacia la entrada del nivel inferior, pasando al lado de los autobuses que esperaban para hacer su ruta al centro de Washington, y subió por la rampa al segundo piso de la terminal del aeropuerto. Se dirigió al mostrador de United y recogió su boleto. Eran las doce en punto. Los pasajeros empezaban a alinearse en la Puerta 4 para hacer el corto viaje en autobús desde la futurística terminal de pasajeros, diseñada por Saarinen, hasta los aviones que esperaban en las pistas. Encontró un teléfono en un rincón aislado desde donde se podía observar la Puerta 4 y marcó directamente un número de Berkeley, California, y luego contó el cambio correcto. Una voz femenina contestó.
—¿Hola?
—¿Sylvia?
—Sí.
—Soy Harris. En Aspermont van a proceder a la implantación. Retira, por favor, diez mil dólares, y coloca una orden de compra en la mañana con Scheinblum y Compañía para acciones de ATOCOR, sobre un margen de 25 por ciento, a tres.
—Bien.
—Te llamaré después de que todo haya pasado.
Harris colgó y se unió rápidamente a los pasajeros que embarcaban.
Ridley ajustó su postura sobre el sillón de cuero, se inclinó hacia adelante, cambió a la velocidad más alta y entró a Junípero Serra. Parpadeaba con frecuencia debido a la fría lluvia que le caía sobre los ojos descubiertos, luego del aumento de velocidad.
A pesar de todas las incómodas realidades a las que tenía que enfrentarse, Ridley no era, en realidad, la clase de hombre que desfigurase la verdad cuando los materiales nucleares habían sido usados correctamente. Las posibilidades de mal uso eran lo bastante reales sin complicar más el tema con falsas alarmas.
Un ejemplo era el caso de un técnico nuclear en el laboratorio de ciclotrones de la misma Universidad. No podía precisar su nombre en aquel momento, pero Ridley lo recordaba como un sujeto pálido y delgado, de carácter peculiar. Se rumoreaba que era muy inteligente, pero que había sufrido un colapso nervioso como resultado de alguna experiencia en la guerra. El hecho era que había sido enviado al laboratorio por el Hospital de Veteranos, en uno de los programas para ocupar empleo. El hombre daba la impresión de adaptarse bien al ambiente, rígidamente reglamentado, del laboratorio nuclear, y allí lo conoció Ridley en una inspección de peligros de radiación. Ridley fue muy cordial, pero el hombre mantenía a todo el mundo a distancia. Luego dejó el trabajo y Ridley no supo más de él hasta que fue llamado a atestiguar en el Tribunal de Compensación para Trabajadores de la Universidad.
El hombre tenía un punto negro en el pulmón. Era cáncer. El alegaba que había sido causado por exposición ante materiales radiactivos que pasaban por el laboratorio, como el plutonio para los proyectos del centro médico.
Ridley testificó, pero no ayudó al hombre. En primer lugar, para causar un cáncer de pulmón tenía que haber habido un escape del material radiactivo a la atmósfera del laboratorio, y tal escape no había sucedido nunca. En segundo lugar, las precauciones de seguridad en el laboratorio eran y habían sido excelentes y la radiación perdida extremadamente baja. Aun ahora, Ridley podía recordar claramente cómo había interrogado al hombre durante el juicio.
—Señor, ¿reconoce usted este cuaderno?
—Sí, desde luego.
—¿No es la bitácora semanal de los registros de película de los gafetes?
—Eso es correcto, señor Ridley.
—¿Es cierto que usted registró cada entrada desde el primer día que llegó a trabajar?
—Pues... sí.
—Aquí se indica que usted no faltó a una sola de las inspecciones requeridas.
—Así es.
El hombre, como todo el mundo en la planta, usaba un gafete que contenía una película, sujeto a su uniforme. Ridley sabía que a intervalos regulares los gafetes se recogían y las películas se revisaban para exponerlas al estudio de la radiación. Cada trabajador registraba la bitácora. Muestras de sangre y orina también se tomaban. Este sujeto había controlado cuidadosamente cada registro. La inspección de los gafetes indicaba que él había recibido una exposición más baja que otros trabajadores en edificios ordinarios y menos protegidos. Además, la radiactividad no se asociaba con enfermedades de órganos profundos.
Ridley había informado a los miembros del juicio que en el Mar Negro existía un balneario para marineros de submarinos nucleares. La protección de las radiaciones en los submarinos era con frecuencia tan ineficiente, que los marineros se habían vuelto calvos, estériles y enfermos de leucemia. De manera que el gobierno ruso se hacía cargo de ellos por el resto de sus días, dijo Ridley. Esa es la clase de problemas a que uno se enfrenta en los casos de fugas de radiación, y no el cáncer de pulmón.
Ridley sabía que su testimonio era correcto, porque no había tales problemas en el ciclotrón. Los físicos, debido a sus años de trabajo en investigación nuclear, parecían sentir un gran respeto por los peligros de la radiación. Sin embargo, le preocupaba mucho más la forma arrogante y descuidada que el elemento médico adoptaba en el uso de estos materiales. Algún día podría producirse un problema muy serio.
Al dar vuelta para entrar a los terrenos de Aspermont, pensando en las muchas facetas de su trabajo, le vino a la memoria el nombre: Daniel Cooper. Pensó dónde estaría ahora que había perdido su caso. Ridley sentía pena por él debido a su cáncer y todo lo demás, pero la base de su demanda era equivocada. Ridley pensó que lo más probable sería que no se volvería a oír hablar de él.
Bradfield llevaba puesta una bata blanca que le llegaba a las rodillas, con un estetoscopio asomándose por el bolsillo derecho. Se hallaba aún en uniforme de trabajo. Louella estaba tan animada como de costumbre, y su cabeza se movía de un lado a otro con cada frase que pronunciaba. Le estaba contando a Bradfield la historia social del paciente. Jack Johnson se unió a ellos cuando ella terminaba.
Bradfield resumió.
—Entonces, en conclusión, el señor Gray tiene cuarenta y tres años de edad, es ingeniero y socio de un negocio de investigación y desarrollo en electrónica, vive en Menlo Park y se supone que disfruta de una posición desahogada.
Stanley Axelrod, un cirujano general, se detuvo brevemente, atraído por el pequeño y animado grupo.
—Hola, ¿qué tal?
Louella sonrió alegremente. Axelrod se dirigió a Bradfield.
—Excitantes noticias, Bill. Te deseo buena suerte.
—Gracias, Stan. Necesitaremos toda la suerte que podamos conseguir.
Después de que Axelrod se hubiera ido, Bradfield dijo:
—Los rumores ya se están extendiendo. Creo que, sin mostrarnos realmente misteriosos, sí debemos tratar de ser discretos. Louella, por favor, coordínate con la oficina de Relaciones Públicas del hospital, ¿quieres? Que se proteja la intimidad del paciente.
—Bien —asintió ella vigorosamente—. Lo haré ahora mismo.
—Espera —dijo Bradfield—. Cuéntame sobre la prometida. ¿Nos será una ayuda?
—Ella es muy interesante. Nacida en Nueva York de padres chinos inmigrantes. Ambos murieron cuando ella era joven y la familia fue criada por la hermana mayor en el barrio bajo del este de la ciudad. Cuando niña visitaba con frecuencia las clínicas del Hospital Bellevue, y me imagino que por ello se dedicó a la enfermería y obtuvo, al mismo tiempo, sus títulos de bachillerato y de enfermera registrada, en la vieja Escuela de Enfermería de Bellevue.
—Bien, ella vino a San Francisco hace tres años —continuó Louella—. Ella y Gray se conocieron en el hospital donde trabajaba. Habían pensado seriamente en contraer matrimonio, pero eso fue antes de que él enfermara tan gravemente. Es una mujer muy trabajadora y muy dulce. Pienso que realmente es de la cagada que esto le suceda a ella.
Bradfield se volvió hacia Johnson.
—¿Me imagino que han hablado con ellos acerca del problema de la radiación?
—Por Dios —dijo Louella—. Yo traté de... eh... discutirlo con ellos, más bien con ella, ya que él no estaba muy consciente cuando estuve allí. Abrió mucho sus ojos, que se curvaban hacia abajo. Lo que quiero decir es que está realmente enfermo. ¿No están tomando ustedes esto con algo de calma?
—¿Qué les dijiste sobre la radiación? —preguntó Bradfield con firmeza.
—Bien; se lo expliqué muy claro y sin dejar lugar a dudas. Les dije que el nivel de radiación es seguro si duermen en camas separadas y que podía producirse algún daño genético desconocido, por lo que no debían tener hijos, y que a la larga, la radiación por baja que fuera lo volverá estéril.
—Si es que vive tanto tiempo —bromeó Johnson. Commons le echó una mirada afilada.
—Jack, ¿quisieras comprobar en el departamento de anestesia si nos pueden facilitar un hombre para esta noche?
—Sí, señor.
—Doctor Bradfield, doctor William Bradfield, tome la extensión 7-5776 —la voz uniforme y mecánica del sistema de avisos interrumpió la conferencia informal sobre el paciente.
—Esa es tu oficina, Bill.
—Sí, voy para allá. Louella, vuelve a hablar con ellos.
Bradfield se alejó rápidamente. Johnson se volvió hacia Louella.
—Tal vez sea porque yo no tengo mucha experiencia, pero esto se está desarrollando como si se tratara sencillamente de otra operación. No se planea por adelantado, hay poca comunicación y mucho correr de un lado a otro.
—Sí, puede parecer que así es, pero Bill Bradfield, bueno, todos creemos en él.
—En realidad no se trata de creer o no creer. Por ejemplo, el anestesista no es lo único que se había olvidado. Tampoco se han alertado los servicios de apoyo. Ni el banco de sangre ni el servicio de hematología saben nada todavía. ¿Qué sucede si tenemos problemas de coagulación?
—Bueno, Bill odia tomar decisiones colectivas. Yo creo que teme que una vez que los grupos de estudio de las escuelas de medicina se involucren con los pros y los contras del corazón nuclear, jamás hará una implantación de él. Mejor hacerlo ahora y hablar después.
—Yo todavía pienso que debíamos tener una reunión. Todos nosotros... deberíamos conocer nuestros deberes por adelantado. Yo, la verdad, me sentiría mejor. Tú sabes cuanto cuesta el plutonio, ¿no es cierto? ¡Cien mil machacantes!
—No discutamos eso en público —dijo Louella severamente—. Todo saldrá bien, ya lo verás -—y con eso entró a la Unidad de Cuidado Intensivo.
El vuelo 110 de United llevaba ahora dos horas de viaje. El ruido de los jets apenas se distinguía, pero el aire seco y caliente que circulaba a través de los inyectores tenía el peculiar sonido de siempre. Las aeromozas realizaban sus labores como muñecas mecánicas programadas para dispensar servicios, bandejas y sonrisas tan frías como el boeuf Bourguignon que se servía en esos momentos, pero Harris se sintió a gusto. Un par de copas de jerez habían disminuido su ansiedad. Metió la mano en su maletín y sacó el grueso expediente Aspermont, el cual era una brillante carrera de éxitos. No cabía la menor duda de que Bradfield era capaz de realizarlo. Este era un hombre de pocas palabras y rara vez se equivocaba en el aspecto técnico, era enérgico y agresivo, y tal vez un poco temerario. Harris revisó las especificaciones técnicas de la fuente de energía: seis libras y media de peso, 50 watts de energía, 45 watts de rechazo de calor, 10 por ciento de eficiencia; no estaba mal para la primera prueba en un ser humano.
Ridley se hallaba en su oficina en el ala de radiología, sentado tras su escritorio. Toda esta ala estaba protegida, ya que las máquinas, para tratar cáncer con Rayos X, con cobalto y con pi-meson, habían sido instaladas en ella. El tráfico de personas era escaso y por lo regular era un lugar tranquilo, pero el conflicto estaba a punto de estallar cuando Ridley levantó los ojos y fijó su mirada en Buchanan.
—Don, me encantaría poder ayudarles, pero si creen que pueden poner ese corazón en un ser humano, están locos.
—Al, míralo de esta manera. Este hombre fue examinado en Stanford y está lo bastante enfermo para hacer una implantación. Casi se nos muere en la ambulancia al traerlo, lo hemos visto; no pasará de esta noche.
La angustia en la cara de Ridley mientras escuchaba los ruegos de Buchanan era patente. Se levantó para acomodar su sillón.
—Está bien, Don, déjame decir una cosa. Tú eres cirujano y todos los días estás en contacto con la vida y la muerte, y tus deberes son tan antiguos como la historia del hombre. Has prometido ser fiel al juramento de Hipócrates, pero yo soy un físico, un oficial ordinario de seguridad, y el campo en que trabajo fue creado porque las bombas fueron dejadas caer. Es un retoño de la Muerte, con "M" mayúscula, y su meta es prevenir muertes causadas accidentalmente o por el uso poco juicioso de materiales radiactivos, y mi responsabilidad es tan importante como la tuya.
El día había sido ya largo para Buchanan. Además del ahora problemático reemplazo de corazón, tenía otra operación esa tarde. Se sentía agotado física y emocionalmente. Mientras escuchaba con respeto los argumentos de Ridley, se dio cuenta de que sencillamente no tenía la agudeza mental necesaria para discutir aquel profundo problema. Sin embargo, como él veía el asunto, no era tan sólo un juramento al que tenía que ser fiel o una moralidad abstracta para preservar la vida. Era un principio fundamental de su propia conciencia, adquirido antes de las formalidades de una educación médica. Los dos adversarios continuaron tenazmente en su lucha para poder llegar a un arreglo imparcial.
—No quiero escuchar más. El cuadro es más que suficientemente claro para mí —dijo Ridley en voz baja, contemplando a Buchanan.
—Yo creo que debieras escuchar un poco más. Bradfield ha mantenido vivos a varios animales hasta por seis meses. En este momento tiene dos y no han sufrido el menor daño por radiación. Tú los has visto, Allen.
—Pero esos campos de radiación son altos —asintió Ridley—, tal vez más altos de lo que me gustaría ver en seres humanos.
Buchanan caminó hacia la puerta, se detuvo y se volvió con aire abatido.
—Con seguridad que ese riesgo —un daño por radiación contra la muerte de un paciente— es una decisión médica. Con seguridad está reservado para el paciente, su familia y su médico. ¿No lo crees así?
—Don, este material no solamente es peligroso para el paciente, sino también para muchas otras personas. La sociedad en que vivimos está transformándose de pies a cabeza. Sencillamente, no puedo abrir la caja fuerte.
—Haré un trato contigo, Allen. Tú abres la caja fuerte y yo traeré a Bradfield y al Decano. Estoy seguro de que ellos pueden proporcionar los suficientes guardias armados o lo que sea que la ley exija para proteger el cambio del plutonio en sólo tres pisos. Después de eso estará en una lata metida dentro de este sujeto hasta que se muera. Tiene que haber algún arreglo.
—Don, puede haber argumentos para discutir el asunto sobre bases morales, pero legalmente yo soy el que tiene la autoridad para usar el plutonio. Y yo digo que el plutonio no sale de la caja más que bajo los términos del contrato, los cuáles no especifican uso humano. Lo siento.
—Yo también.
Buchanan salió. El ritmo de su paso era notablemente menos elástico. El pobre hombre no vivirá, pensó. No es posible que viva a menos que esto se arregle pronto.
Ridley hizo girar su sillón. Revolvió unos papeles sin leerlos. Esperaba a los visitantes que, tenía la seguridad, entrarían en tropel por la puerta de su oficina.
Dos pisos más arriba, un hombre joven entraba al cuarto 202, donde Henry Gray yacía en la Unidad de Cuidados Intensivos El reverendo Milton Kastenmeyer iba sencillamente vestido con su uniforme negro, de manga corta y un cuello blanco de sacerdote. Su congregación era un reto muy significativo para él, ya que incluía muchas clases de gente: profesionistas de la Universidad, así como obreros de las industrias de la electrónica y el espacio exterior que abundaban en la península de San Francisco. Sus dinámicos sermones eran bien recibidos por ambos. Gray y Janet eran activos y devotos miembros de su congregación.
La enfermedad de Gray tenía un significado personal para muchos de los miembros de la Iglesia, aunque por el momento ignoraran completamente su destino y el drama que se desarrollaba tras las paredes del hospital. Janet, sin embargo, había telefoneado a Kastenmeyer la noche anterior para informarle de que no era posible hacer un transplante y que necesitaba su consejo. El reemplazo de un corazón enfermo por una máquina era un concepto extraordinariamente nuevo, hasta para Kastenmeyer, quien por lo regular estaba siempre bien enterado sobre cosas médicas, debido a su curiosidad natural e interés en la relación fundamental de la medicina y la religión en el ciclo humano de vida.
Janet volvió la cabeza y lo vio entrar.
—Hola, reverendo Kastenmeyer, debo excusarme por llamarlo tan seguido.
—La gracia de Dios sea contigo, Janet —dijo él, con una voz educada, pero sincera.
—Gracias, pastor.
—La congregación me ha pedido que les diga que te recuerdan lo mismo que a Henry en sus oraciones. ¿Cuál es la situación?
—Aún no hemos visto al doctor Bradfield. Nos acompañó un residente, el doctor Johnson, y hemos hablado con la señorita Commons. El cardiólogo ha sido consultado. Tenemos que ser entrevistados por su psiquiatra y en realidad no sé quién más. Lo único que veo es que Henry decae rápidamente. Ahora han añadido epinefrina a la infusión de drogas que pasa a sus venas.
Ella hablaba en voz baja, en la que se notaba un dejo de desesperación.
—Me doy cuenta de los riesgos que hay por delante y creo que podemos finalmente ser derrotados. ¡Hay tanta gente involucrada! Hasta yo siento lo impersonal que es todo, que la tecnología médica carece de cualquier clase de consuelo humano.
Janet sintió náuseas en el estómago al pensar que Gray podía no sobrevivir otra noche. Volvió la cabeza para evitar que el pastor viera las saladas lágrimas que llenaban sus cansados ojos castaños. El le tomó la mano para confortarla, para infundirle algo de su propia fuerza espiritual.
—Janet, déjame compartir esto contigo. El sermón que pronunciaré este domingo es providencial. Puede ser apropiado para ti y para Henry. El texto es de Mateo: El les dijo: ¡Animo!, soy Yo. No temáis. Es la historia de Cristo apaciguando la tempestad. Después de un día de enseñanza y de curar a los enfermos, ordenó a sus discípulos que cruzaran al otro lado del Mar de Galilea. La luna se reflejaba sobre las tranquilas aguas, cuando de pronto sobrevino una fuerte tempestad. Los discípulos no podían controlar su barca y tenían miedo, hasta que vieron a Cristo que los llamaba. Pedro, saliendo de la barca y andando sobre las aguas, caminó hacia Jesús, pero viendo la violencia del viento se amedrentó, y como comenzase a hundirse, gritó: "¡Señor, sálvame!" Al punto, Jesús tendió la mano y lo asió a él diciéndole: "Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?" Y cuando subieron a la barca, el viento se calmó. Así es con la fe. La fe proporciona el valor y la voluntad de vivir.
Kastenmeyer siguió hablando con frases ardientes.
—Señor, concédenos la fe, esa paz en el mar de la vida que rara vez está en calma y que con frecuencia nos lleva a la desesperación. Oigamos la voz del Salvador diciendo: "¡Animo!, soy Yo". Así que continuemos luchando. Después de un tiempo llegaremos a la otra orilla, y cuando lo hagamos, se acabarán las tormentas y habrá una gran calma, la calma de la felicidad y de la santidad no perturbadas.
Su voz cayó en el silencio y en la calma que siguió sus pensamientos se volvieron hacia la habilidad de los médicos, al calor y al talento de las enfermeras y a la fuerza interior del espíritu de Gray.
El sistema de llamadas comenzaba temprano por la mañana, aumentaba hasta un crescendo después del mediodía, se estabilizaba a través de la tarde, y moría rápidamente durante la noche, reflejando el ciclo de la actividad humana. Si uno quitara el techo del hospital durante el día y observara desde arriba, parecería un activo hormiguero, con las hormigas corriendo primero en una dirección y luego en otra, según salían las llamadas de los altoparlantes.
Bradfield caminó rápidamente hacia su oficina en el edificio contiguo en respuesta a la llamada. La oficina era un pequeño cuadrado, alfombrada de azul oscuro, y contenía un escritorio de madera de nogal, un par de libreros y un sillón giratorio. Bajo el techo estaban al descubierto las cañerías que llevaban el agua, el gas y el drenaje del piso superior. Encima, y por dentro de la puerta, había una gruesa y gran cadena unida a una alcachofa de ducha cromada, un vestigio de la conversión de un antiguo laboratorio en una oficina. La ducha había sido colocada allí, en su tiempo, como una medida de seguridad para el caso de que pudiera derramarse algún líquido corrosivo sobre las ropas o que se inflamara. A Bradfield le gustaba bromear sobre aquella ocasión en que Buchanan, entonces un interno nuevo, había sentido un impulso irresistible de tirar de la cadena. Desgraciadamente tiró demasiado fuerte y la válvula se atascó. El agua cayó a torrentes sobre él y salió hacia el pasillo hasta que fue cerrada desde una llave central. Aquella fue la primera vez en que Buchanan llamó la atención de su jefe. La aventura de la ducha se convirtió en un gran tema de conversación para los visitantes, la mayoría de los cuales encontraban difícil de creer que aquélla fuera la oficina de un jefe de cirugía cardiovascular. Bradfield nunca daba excusas por aquel alojamiento espartano, pero no era ningún secreto que el compiejo del hospital había sido construido con muchos defectos funcionales debido a la ineptitud de quienes lo habían planeado. Para ahorrar un diez por ciento en los costos de construcción habían cambiado el tamaño de los cuartos de módulos de veinticuatro pies a módulos de veinte. Los ahorros se obtuvieron a costa de espacio insuficiente y cuartos muy angostos para pacientes. Cuando estas deficiencias dificultaban el cuidado de los enfermos, Bradfield se ponía furioso. Los técnicos y el personal evitaban tropezarse con él y se susurraban entre sí "¡Hoy está como para que lo aten!".
Al entrar a la oficina, Bradfield se llevó alegremente las manos a la boca y, formando con ellas una especie de bocina, sopló dos veces, haciéndole saber a su equipo, con los bocinazos, que ya había llegado.
—¿Me llamaste? —le preguntó a Valerie Rigg, su secretaria.
—Bob Clever quiere hablar con usted acerca del señor Stanley. Dice que no hay camas disponibles y que tiene que cancelar su reservación.
Bob Clever era el administrador del Departamento de Cirugía y tenía la ingrata tarea de tener que admitir pacientes cuando el hospital estaba atestado y no había camas.
—Cuéntame acerca del señor Stanley.
Valerie leyó los detalles de una tarjeta que sacó del archivo. —Tiene cuarenta y seis años de edad y una afección a la arteria coronaria. Va a ser admitido solamente para que se le haga un by-pass1. No necesita preparación, los angiogramas exteriores se hicieron hace dos meses y su condición es estable. Viene desde Eureka.
—Vaya, eso está a quinientas millas de aquí. Dile a Clever que este sujeto es un caso de emergencia y a ver qué te dice.
Valerie sabía que Clever, por muy independiente que fuera, jamás contradiría el juicio de un cirujano del corazón. Algún otro cirujano se molestaría por la "Emergencia", pero sería Clever y no Bradfield el que tendría que soportar las quejas. Para Bradfield, "emergencia" quería decir que sus pacientes fueran admitidos en el hospital y le importaba un rábano la "cuota de admisión".
—¿Alguna otra cosa, Valerie?
—Sí, el doctor Tanaka y sus colegas —contestó ella elevando los ojos al cielo con fingida desesperación.
—Ah, sí, lo olvidé. El grupo del Japón que nos visita.
—Estarán aquí mañana, a las nueve.
Bradfield se rio.
—¡Vaya, que no tendrán poco de que hablar! —Hizo girar alegremente su sillón.
Valerie continuó.
—Vendrán Tanaka, dos enfermeras, otros cinco cirujanos, un cardiólogo, un administrador y un intérprete. ¡Catorce personas! Los japoneses están reemplazando al Americano Feo.
—En vista de su experiencia en la guerra, me pregunto cómo reaccionarán ante un corazón nuclear. Muy interesante —dijo haciendo sonar mucho la erre.
Valerie continuó.
—Llamó Gloria Lasser, la secretaria del Decano. La doctora Holborn y el Decano Geld están ahora en una junta en la oficina de éste. Traté de demorarla diciéndole que estaba usted en cirugía, pero aparentemente ya sabía que había usted terminado.
—¿Dijo la secretaria lo que querían?
—Mencionó que el Decano estaba preocupado sobre el permiso para realizar esta nueva operación suya y que les gustaría hablarle sobre ello.
—¡Ah, sí, el creador de reyes hace la señal de llamada! —dijo Bradfield—. Esta es la primera vez que han solicitado mi presencia. Estoy más acostumbrado a llegar allí tratando de no hacer ruido y con la mano extendida. Tal vez debería hacerlos esperar un rato, Val.
—Mire, doctor B., yo que usted lo haría de una vez. Por lo que he oído, su paciente está en las últimas.
—Tan práctica como siempre. Supongo que tienes razón.
Existía una cómoda relación entre el cirujano y su secretaria. Valerie Rigg era una mujer joven y atractiva, de buenos modales e inteligente. Se había criado en Sandusky, Ohio, y como tantas otras mujeres educadas había tropezado con una pared de ladrillo en la cuestión de oportunidades de trabajo, así que se había pasado al campo secretarial y había marchado a California. Los grupos de estenógrafas de las grandes compañías eran demasiado impersonales, en especial por el poco sueldo, y el trabajo en el mundo de los negocios muy propenso a terminar en sexo, así que se consideraba afortunada de haber encontrado un trabajo en la oficina de Bradfield.
Con una ligera sonrisa dibujada en la cara, Bradfield salió rápidamente del edificio para dirigirse a la junta con el Decano Geld y Francés Holborn, Jefa de Cirugía. Ni por un momento cruzó por su mente la idea de que ellos pudieran alterar en algo su decisión.
Mientras tanto, en el cuarto 202 los latidos del corazón de Gray empezaron a vacilar y la computadora empezó a calcular nuevas matrices de decisión.
El vuelo 110 se encontraba ahora volando sobre Colorado. La atmósfera era tan clara que fácilmente podían distinguirse las pistas de esquiar de Breckenridge. Harris conversaba con el detective Simus Twomey, del Departamento de Policía de San Francisco, un veterano que llevaba veinte años en el cuerpo de policía y que regresaba de Washington después de un breve curso de estudios sobre explosivos en la Academia del F.B.I.
—Vaya, eso es realmente interesante —comentó Twomey, enseñando su dentadura postiza en una brillante sonrisa—. Ustedes sí que son listos. ¿Quiere usted decirme que pueden poner un corazón mecánico en un animal y que funcionará por meses sin tener que recargarlo? Nunca lo hubiera creído.
—No sólo eso —dijo Harris—, sino que espero que para mañana a esta hora haya uno dentro de un humano.
—Eso sí que es más que interesante. ¿Por eso va usted a la Costa?
—Sí, y espero que considere lo que le he dicho como confidencial hasta que salga mañana en la prensa y demás... La operación en sí es muy arriesgada. Puede ser prematuro anunciarlo hasta que la operación esté terminada.
—Calma, doctor. Yo estoy lleno de información confidencial.
—¿Cuál es su especialidad?
—Bien, doctor, como ya le dije, trabajo en el escuadrón de bombas en San Francisco. Acabo de pasar un curso intensivo sobre los nuevos materiales que se usan en el crimen, y déjeme decirle que se está volviendo más duro cada vez. El instructor hasta tocó el punto de bombas nucleares; por eso me interesé en su corazón cuando usted mencionó que el combustible que utilizaba era plutonio.
Harris se apresuró a decir.
—No tiene usted que preocuparse por ello. El material que podría caer en manos enemigas sólo podría salir de las grandes plantas nucleares.
Los ojos de Twomey se entrecerraron al fijar la vista en su, ligeramente tomado, compañero de viaje.
—Doctor, en mi negocio yo me preocupo por todo. Lo he visto todo. Si usted cree que a alguien no se le podría ocurrir fabricar una poderosa bomba con su plutonio, es usted muy inocente.
—No creo que sea inocente. Hemos estudiado este problema durante mucho tiempo. En primer lugar, se necesitan de uno a dos kilogramos de plutonio para hacer una bomba. La fuente de carga de nuestro corazón nuclear contiene solamente cien gramos. Tendría usted que hacer una convención de veinte pacientes para obtener lo necesario.
—Sería una reunión muy "caliente", ¿eh, doctor? —bromeó Twomey.
El párpado de Twomey empezó a temblar cuando trató de exponer razones convincentes.
—Se necesitaría de una tecnología muy superior para confeccionar una bomba.
—Un país no amigo podría disponer de esa tecnología.
—Sí, pero no irían dando vueltas robándose chorritos de cien gramos.
—Un solo terrorista podría hacerlo —dijo Twomey sondeándolo.
—Bueno, regresamos a la tecnología otra vez. Básicamente, la idea de la bomba atómica es sencilla. Se toman dos masas a punto súberítico de material susceptible de fisión. Con un alto explosivo controlado hace usted que se unan las dos y se conserven unidas por un largo tiempo en una masa a punto crítico. Los átomos desintegrados emiten las partículas suficientes para hacer que se produzca la fisión en otros átomos y ya: la bomba atómica. Pero para cien gramos no tendría, en cualquier caso, la cantidad suficiente de alto explosivo para realizar el trabajo, así que, ¿para qué tomarse la molestia?
—Parece usted muy convencido.
—La Corporación Rand ha estado haciendo juegos con sus computadoras sobre toda clase de posibilidades. Básicamente, su afirmación es que la hipótesis de una bomba queda descartada.
—Doctor, hubiera preferido que me dijera usted otra cosa. Yo sé que las computadoras son buenas para sumar cifras en el banco y no se las puede superar para conseguir información sobre carros robados, placas de circulación y todo eso. —Twomey hizo una pausa y encendió un puro—. ¿Pero para la conducta humana? No —dijo con aire de finalidad y moviendo la cabeza—. En mi negocio, doctor, lo he visto todo. ¿Impredecible? ¿Qué me dice del caso de Patty Hearst? ¿Qué me dice de los secuestros de aviones, de la matanza de Munich, de la pandilla de Charles Manson? El mundo está lleno de locos.
—Bueno, no puedo negar ese punto.
—Así que yo no creo en los juegos de las computadoras.
—Pero ¡es que no hay suficiente plutonio en un corazón artificial! —exclamó Harris.
—Bueno, mi punto de vista era exclusivamente sobre el comportamiento humano. Usted es el experto sobre la "gran explosión".
La aeromoza se inclinó sobre Harris. Su bien delineado busto quedó sobre la cara de éste y el muslo de ella presionó su rodilla, mientras se dirigía a Twomey.
—Señor, el pasajero detrás de usted ha solicitado que no fume usted puro. ¿Le importaría mucho no hacerlo? —dijo ella poniendo mucha simpatía en la voz.
El detective Twomey se levantó y miró fijamente tras él.
—Bien, doctor, si no le importa, lo molestaré para que me deje pasar y me iré al bar.
Harris asintió e hizo sus piernas a un lado. El perfume de la joven y su cercanía lo habían excitado. Momentáneamente se perdió en pensamientos francamente sexuales.
Temprano en la tarde. La computadora que analizaba los reflejos vitales de Gray trabajaba al límite de su velocidad y de su capacidad. Sonó un timbre. La luz roja de aviso empezó a parpadear, pidiendo atención para un nuevo mensaje que se proyectó en la pantalla luminosa del osciloscopio. La enfermera Sue Myers lo vio. Las letras estaban impresas en milisegundos, usando una matriz de cinco por ocho puntos.
Condición: Grave.
Signos vitales: B.P. 80/76, VP 20 cm, HR 102,
Ritmo irregular
Lar
Dx: AF con PVCs
Capacidad cardíaca estimada: 1.2 l/min/M2
Volumen de orina: 25 cc/min
Respiración: 18, poco profunda
PO2 76; PCO2 36; pH 7.32; TEMP 36.9 °C
Aviso: PARO CARDIACO INMINENTE
Instituya protocolo A
Segundo mensaje:
Protocolo A:
1) Observar sensores
2) Lavar línea arterial
3) Sacar sangre para electrolíticos
4) PWR sobre el defibrilador
5) Llamar al doctor
6) Considerar: Cloruro de potasio: 5 mq
IV STAT
Lidocaína 100 mg IV STAT
Isoproterenol - REDUCIR APOYO MECÁNICO
Luego reapareció el primer mensaje.
Sue Myers comenzó a preparar el protocolo A. Tomó una jeringa estéril con un salino y un anticoagulante. Lo inyectó en la llave de tres conductos que conectaba la línea de la arteria radial al manómetro de la presión sanguínea. Revisó los electrodos fijados al pecho de Gray. Los puntos blancos de plata y electricidad que conducían el gel salado estaban firmes en su lugar. Las ondas eléctricas del corazón moribundo habían sido fielmente conducidas a los programas de diagnóstico de la computadora. No eran señales espurias que confundieran a la compleja maquinaria. Se sacó una muestra de sangre de un tubo plástico insertado en la vena yugular interna. La muestra fue llevada de inmediato al laboratorio químico para determinar los niveles de potasio y sodio, dos elementos importantes para la actividad eléctrica normal del corazón. Se inclinó y encendió la corriente del defibrilador, un artefacto capaz de enviar un breve y concentrado choque de alto voltaje. En el caso de fibrilación del corazón, la corriente produce un shock que hace que las células del corazón se unifiquen en un solo estado. Entonces el corazón reasume su ritmo normal.
Johnson miró al electrocardiograma para analizarlo directamente, para comparar su diagnóstico con el de la imperturbable máquina. Sue se hallaba cerca del gabinete de drogas completando la preparación de las medicaciones sugeridas. Ambos se hallaban absortos en sus tareas cuando una repentina quietud chocó simultáneamente con sus conscientes.
—Jack, ausculta al señor Gray —le pidió Myers urgentemente.
El dejó a un lado el electrocardiograma y se acercó rápidamente al paciente, que aparentemente dormía. Echó una ojeada a la pantalla del monitor. La luz roja ya no parpadeaba, ahora era constante. La pantalla del aparato de electrocardiografía mostraba un trazo caótico y desatinado. Gray exhaló un hondo suspiro.
—¡Señor Gray!
No hubo respuesta.
—¡Señor Gray! —Johnson miró a su paciente con silenciosa desesperación. Deseaba que el corazón de Gray latiera tan fuerte como el suyo.
—¡Jesucristo! ¡Otra vez! ¡No! ¡Sue!
—¡Por Dios, Jack, aprieta sobre el pecho!
—Llama a Buchanan. Llama a Bradfield.
Sue Myers tocó el botón de una instalación negra y amarilla fijada en la pared. La campana de paro cardíaco sonó en el corredor. Johnson se subió a la cama sobre Gray y empezó a apretar desesperadamente sobre el esternón, aplicando masaje externo cardíaco.
—El doctor Geld lo espera —era la voz de la recepcionista en la oficina del Decano.
Bradfield le sonrió a la esbelta joven negra con el peinado afro y se dirigió a la suite ejecutiva. Esta se hallaba apartada en la esquina de un largo corredor, ricamente adornado con paneles de madera de nogal.
El Decano Geld estaba sentado en un sillón de cuero negro, tras un escritorio de madera de palo de rosa. Francés Holborn se hallaba sentada en un sofá colocado contra la pared. Frente a ella había una mesa redonda para café, de vidrio y nogal, que sostenía un servicio de plata para café y tazas azules de porcelana inglesa. El piso estaba cubierto con una alfombra de lana color dorado, excepto en el área donde estaban colocados el escritorio y el sillón ejecutivos (éstos se hallaban sobre un parquet de roble color castaño). Como era su costumbre, el Decano tenía la cubierta de su escritorio limpia de papeles. Sólo un calendario, una lámpara y un sostenedor para pipas, rompían la brillante superficie.
Bradfield vaciló antes de penetrar en la habitación. Su arrugada vestimenta de cirujano —bata blanca y uniforme verde— parecía impropia. Sin embargo, la doctora Holborn llevaba ropas de trabajo similares.
—Entra, Bill. —Con un gesto veloz y extravagante Geld le indicó que se acercara, y se puso de pie. Era de baja estatura, pero muy elegante; llevaba un traje gris hecho a la medida, una camisa de algodón color azul claro y una corbata de moño de seda roja.
Irwin Geld, doctor en Medicina, era el titular de una cátedra en medicina y psiquiatría. De niño creció en el mundo del lado bajo este de Nueva York, donde su severo y rabínico padre vendía ropa usada desde la parte trasera de una vieja camioneta Ford de carga. Este hizo que el muchacho estudiara el Torak y le gritaba cuando se tomaba demasiado tiempo para jugar. Rubios y guapos compañeros de clase perseguían a Geld con insultos de "Judío" y "Kike"2, y éste tomó la decisión de ser diferente algún día, no como su familia. Se aferró con fuerza a la fe en su futuro y había logrado que éste se realizara. Había ascendido un largo, largo camino.
—¿Así que cómo estás, Bill? —Geld dio vuelta a su escritorio y le extendió la mano. Fue un apretón cariñoso y firme. Su voz era suave, pero sus ojos reflejaban el conflicto de décadas con un Dios tiránico.
—En realidad bastante bien, Irv.
—Magnífico, magnífico. Siéntate ahí con Franny. íbamos a tomar café, ¿no gustas? Recién hecho, de grano molido por mi secretaria. Franny servirá, ¿verdad, Fran?
—Claro, desde luego.
—Dime, ¿cómo está tu esposa, Bill? Hace tiempo que no los veo a ustedes dos. Tengo que invitarlos un día de éstos.
Geld tomó la ofensiva para dirigir la discusión. Había aprendido a usar lugares comunes, hacer observaciones positivas y preguntas, para tranquilizar su mente hasta que estuviera listo para ir al meollo del asunto.
—Charlotte está muy bien. —Bradfield tomó un sorbo del aromático café, tocando ligeramente con su labio el borde de la taza de porcelana.
El Decano Geld continuó hablando con su voz meliflua.
—Franny me estaba poniendo al día sobre el desarrollo de nuestro programa de cirugía cardiovascular. Tus logros son verdaderamente impresionantes.
—Bueno, tratamos de superarnos.
—Billy —dijo el Decano, y el tono de su voz era ahora serio—, ¿es cierto lo que me dice Franny, que has desarrollado un corazón atómico?
Bradfield pensó en que nadie le había llamado Billy desde que estaba en primaria.
—Sí, es cierto, Irv. Hemos hecho dos implantaciones de seis meses, en terneros. Tenemos ahora otros dos viviendo. Las implantaciones fueron absolutamente buenas, con un problemilla o dos, sin importancia, en cada una.
Geld había vuelto a sentarse en su sillón giratorio, disfrutando de su comodidad, mientras limpiaba su pipa Dunhill.
—Franny también me dice que hoy quieres implantar uno en un ser humano, ¿es cierto?
Bradfield asintió con la cabeza.
—¡Eso es magnífico! Otra vez vas abriendo el camino, Billy. Ya sabes que cuentas con el respaldo de esta oficina, y lo poco que podamos hacer por ti, lo haremos. Tú bien sabes cómo desearía poder regresar a visitar pacientes en vez de este aburrido trabajo administrativo y tener que andar siempre consiguiendo fondos para el hospital.
—No tengo que decirte que eres bienvenido a venir y observar esta noche.
—Dime, ¿habrá algunos problemas quirúrgicos? Yo sé lo hábiles que son ustedes, pero ¿cuáles son los riesgos cuando traduces la experiencia animal a un paciente humano?
—Ningún problema. Por lo menos nosotros no esperamos que se presente ninguno.
—Pareces estar muy seguro. ¿Imagino que sientes que tienes resueltos los problemas técnicos?
—Imaginas bien, Irv. —Un dejo de impaciencia se empezó a notar en la voz de Bradfield.
—¿Y qué hay con los otros aspectos: coste, legal, moral, ético, etc.? —dijo Geld—. ¿Tú o alguien del comité del centro médico ha revisado estos aspectos?
—Desde mi punto de vista, éste es un experimento clínico legítimo. Hemos sido muy cuidadosos sobre el aspecto publicidad, por razones que tú bien conoces.
—Sí, ya desde hace algún tiempo me he venido dando cuenta del cuidado que has tenido a ese respecto. Deseo insistir en que espero que no haya un ambiente de circo.
—Desde luego que no. Y en lo que concierne al aspecto moral, nosotros no vemos ningún problema. El reemplazo por una máquina no tiene por qué ser distinto de un transplante de un corazón humano, y los expertos religiosos han expresado ya bastante claramente los puntos de vista de las distintas religiones sobre este último punto. —Marcando las razones sobre sus dedos, Bradfield continuó—: En el aspecto legal, los riesgos por daños de radiación, esterilización y mal funcionamiento le han sido explicados al paciente. De modo que pensamos que los aspectos legales sobre el consentimiento del paciente han sido cumplidos.
—¿Qué me dices del impacto ambiental? —preguntó Geld— ¿Qué sucede si dos o más de estos pacientes son alojados en una misma habitación?
A Bradfield le tomó por sorpresa la pregunta. Esta implicaba que la permanencia de dos o más pacientes en una misma habitación podía resultar problemática. Esto no coincidía con el criterio generalizado de que Geld era un "estudioso superficial".
—Para que pudiera producirse un accidente —dijo al fin—, dos masas de plutonio de dos pacientes hipotéticos tendrían que unirse firmemente. Con esto quiero decir que se necesitaría un explosivo de alto poder para lanzar una masa a alta velocidad contra la otra masa. Por consiguiente, la simple proximidad de dos pacientes en un espacio cerrado no puede causar un accidente mortal.
—Pero una junta Federal ha puesto sobre el tapete esta pregunta —persistió Geld—. Si lo recuerdas, Bill, uno de los miembros de esa junta fue nuestro Decano de Religión. Su temor, y el de la junta, era que si un número de implantados se reunían, digamos que en una fiesta, podían desatar una reacción nuclear en cadena.
—Pienso que ya contesté esa pregunta satisfactoriamente —replicó Bradfield rápidamente—, pero lo haré otra vez. Recuerdo el grupo que mencionas. Fue formado para estudiar las distintas implicaciones, no técnicas, del corazón artificial, y ninguno de sus miembros estaba calificado profesionalmente para evaluar este problema. Sin embargo, el Centro de Experimentación Atómica lo ha estudiado. Su análisis demuestra que hasta un número infinito de pacientes podrían ser reunidos en un lugar sin riesgo alguno.
—¿Y qué me dices de un accidente?
—El plutonio es encápsulado en una vasija a presión T-111, diseñada para soportar cualquier accidente verosímil. La resistencia de esquileo es de 10,000 libras por una hora; la temperatura de incineración es de 2,310 grados Farenheit por cuatro horas, y la resistencia de puntura es de 44 FBS sobre un alfiler de un octavo de pulgada de diámetro; la resistencia a ser aplastada, de 20,000 libras por una hora.
—¡Parece bien diseñada! Todo indica que tienes algo verdaderamente bueno.
Bradfield no había terminado.
—La prueba del pastel está en comérselo. Los animales en experimentación son las pruebas biológicas y han sido un verdadero éxito. Ahora estamos preparados para hacer nuestra primera prueba en un ser humano. —Se quedó mirando fijamente a Geld.
El Decano lo miró a su vez.
—¿Cuánto nos va a costar esto?
—Virtualmente nada tiene que salir de los fondos del centro médico.
—¡Magnífico!, ya que de cualquier manera no tenemos nada que gastar.
—El plutonio es lo más caro, cien mil dólares.
—¿Qué? —dijo Geld asombrado—. ¿Supongo que eso se amortizará a través del tiempo de vida del paciente?
—Sí. Calculamos que el material se puede usar una y otra vez durante un lapso de ochenta y siete años, de manera que sólo los intereses financieros por el uso del dinero recaerían sobre la compañía de seguros del paciente.
—Ya veo. Muy bien.
—Estamos usando el plutonio ya comprado según nuestro contrato con el gobierno. El paciente tiene seguro médico total para hospitalización. Desde luego que yo no cobraré honorarios.
—Vas a tener problemas para conseguir que el seguro pague por investigación experimental. Ahí nos podemos coger los dedos por una gran suma, Bill. ¿Quién está construyendo el corazón?
—Dos compañías. ATOCOR, una pequeña compañía R&D en Berkeley, está construyendo el corazón en sí. El Instituto Menlo tiene la patente sobre la unidad de control. Le han dado la fabricación a Electrónicas Zee.
—¿Cómo deletreas esos nombres?
—A-T-O-C-O-R; Z-E-E.
Geld hizo una anotación en un pedazo de papel.
—¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Existe todavía el problema del permiso del Comité de Experimentación Humana. Este caso surgió repentinamente. No he tenido tiempo de redactar mi informe para su revisión.
Un zumbido interrumpió la conversación.
—Al doctor Bradfield se le solicita de inmediato en la Unidad de Cuidado Intensivo.
—Bueno, si eso es lo que me imagino que es, tal vez hoy no tengamos que hacer ninguna operación.
—Llámame si puedo ayudar, Bill.
Bradfield salió rápidamente de la oficina. Holborn se levantó y salió también. Geld levantó su teléfono.
—Díganle a Andy Workman que me traiga el expediente de Bradfield.
Este llegó a la oficina de Geld casi de inmediato.
—Andy, entra. Siéntate —dijo Geld.
Andrew Workman era el Decano Asociado para la Administración. Mostraba la apariencia del hombre moderno: lentes con aros de metal, camisas de diseño atrevido, personalidad agresiva y usaba un coche sport BMW. Los consejeros de Aspermont habían cifrado la esperanza de que la experiencia de Workman en sistemas de análisis haría al centro médico más eficiente y sólido en el aspecto financiero.
—Andy, infórmame sobre las últimas cifras en cirugía cardiovascular.
Workman abrió el expediente de Bradfield y leyó de una hoja de papel amarillo.
—El presupuesto total para la Escuela de Medicina es de 27 millones de dólares. El ingreso por 912 operaciones de corazón fue de un millón y cuarto. Los costos del personal, incluyendo el sueldo de Bradfield, fueron de 257,000 dólares, una ganancia neta de 1.143,000 dólares.
—¿Y sus concesiones de investigación y contratos?
—Esos son otros 800,000 dólares. A la Escuela se le dieron 376,000 adicionales para gastos de administración, y las donaciones directas a cirugía cardiovascular este año sumaron 47,385 dólares, pero eso no lo podemos tocar.
—Bueno, Andy, no puedo estar de acuerdo con eso. Nosotros recibimos, déjame pensar, 1.519,000 dólares para gastos a nuestra discreción. Sin embargo, vigila esa implantación de corazón. Tengo el presentimiento de que Bill pueda tratar de hacer algún arreglo. La cuenta del hospital, por ejemplo. Asegúrate de que, si el seguro no la paga, se le cargue al paciente.
—O a su heredad —sonrió Workman.
—O a su heredad. Correcto. Si la operación sale bien esta noche, asegúrate de que nuestra oficina de Relaciones Públicas maneje el caso de inmediato. Tengo la certeza de que habrá que convocar a una conferencia de prensa.
—Me ocuparé de que Jerry Cibelli sea informado.
—Esto puede ser algo grande; financieramente, quiero decir.
—¿Crees que valga la pena apostar algo en la Bolsa de Valores?
—Claro que sí. ATOCOR es la compañía comprometida en el desarrollo y la mercadotecnia del corazón artificial. Puedo garantizar que en cuanto se sepa la noticia subirán sus acciones.
—Irv, no sabía que estuvieras interesado en la Bolsa.
—No lo estaba hasta que leí un artículo sobre ella en una publicación médica reciente.
—¿Qué decía?
—Informaba sobre lo grandes que son las ganancias que se pueden obtener apostando sobre el valor de los descubrimientos médicos que da la prensa.
—¿Y la idea funciona?
—¡Como por encanto! Compras con malas noticias y vendes con las buenas. Los autores habían llegado a la conclusión de que la mayoría de los casos calificados como descubrimientos médicos por la prensa son inexactos. Así que cualquier acción que suba como resultado de una campaña publicitaria cae a su más bajo valor cuando la gente se da cuenta de que no se ha descubierto nada.
—Muy inteligente —dijo Workman—. Estoy seguro de que las ventas a la baja producen siempre buenas ganancias.
—Correcto —dijo Geld—. Pero la mayoría de los médicos ignoran las reglas básicas de la Bolsa de Valores, por eso somos siempre objeto de burla en la comunidad financiera. A propósito, ¿quiénes están en el Comité de Experimentación Humana?
—El profesor Applebaum, de Sociología; el profesor Lindstrom, de Psiquiatría; el profesor Rosenthal, de Genética, tú mismo y la doctora Holborn.
—Muy bien. Apunta esto. "Debido al carácter de emergencia de este caso, fue realizada una encuesta telefónica con los miembros disponibles del Comité de Experimentación Humana. Después de una amplia discusión, se obtuvo la aprobación para una prueba clínica de un prototipo de corazón artificial. La aprobación es para una sola vez. Otras propuestas de implantaciones deberán ser puestas a consideración una por una. Firmado, Irving Geld, doctor en Medicina". Llena los apartados de rutina y ocúpate de que se envíen copias a Ridley y a los miembros del Comité. Muy bien, Andy, vete ya. Tengo que hacer unas llamadas privadas.
Luego que Workman hubo salido, Geld tomó el teléfono.
—Comuníqueme con Fred Hull, de la firma E. L. Gerard. —Hizo tamborilear sus dedos sobre el escritorio por unos momentos—. Hola, ¿Fred?, soy Irving Geld.
—Sí. ¿Cómo está doctor Geld?
—¿Cómo anda hoy la Bolsa?
—Variable.
—Siempre dice usted lo mismo.
—¿Cómo le va a mi cliente preferido?
—No me va mal. Tengo algunos informes.
—¡Ah, qué bueno! ¿Qué es lo que sabe?
—Algo como la última vez. ¿Recuerda a Comput Med?
—Sí. ¿No es ésa la compañía que usa un espectómetro de masas y una computadora gigantesca para analizar las moléculas complicadas?
—Lo lograron con éxito y el costoso trabajo de desarrollo fue realizado aquí en la Universidad, con dinero de la Investigación Federal de Ciencia Básica. Empezaron a trabajar para ellos mismos antes de que nadie se enterara, antes de informar públicamente. A usted lo hice participar desde el principio.
—Yo nunca olvido a mis amigos.
—Bien. ATOCOR produce un corazón artificial. Nuestros cirujanos van a implantar uno esta noche. Tendrá una gran resonancia en los medios de publicidad en las próximas semanas.
—Déjeme comprobar —una pausa—. Sí, ATOCOR está en la Bolsa. Tiene fuera dos millones de acciones. Oferta uno y medio, piden uno y 7/8. Tope a diez y medio el año pasado. Establecieron un récord en ganancias. Está registrada como fabricante de marcapasos de fuerza atómica.
—¡Esa es la compañía!
—Declinó este año cuando la General Electric anunció una nueva batería con duración de diez años para marcapasos.
—¡Magnífico! ¿Entonces están en baja?
—Sí.
—Bien. Hay que comprar acciones. Sólo un corazón será implantado. Mi opinión es que el maldito artefacto costará demasiado dinero para una utilización práctica y, además, los filántropos de Washington se van a enojar mucho con la publicidad. Compre cincuenta mil acciones a precio de mercado a margen. Venda el 25 por ciento a cinco, el 50 por ciento a siete, y el resto a diez.
—Correcto, doctor. ¿Cree usted que yo debería comprar también?
—Entrar y salir, Fred. Pronto reventará. Adiós.
—Muchas gracias, doctor.
Sasha Romanoff asistió al anestesiólogo James Takaoka con el primer paciente de corazón del día, empujando la cama corredor abajo desde la Sala de Operaciones a la Unidad de Cuidados Intensivos. Un ordenanza llevaba el tanque de oxígeno tamaño A y lo colgó en una esquina de la cabecera de la cama. Takaoka se puso de pie sobre un escalón construido en la cabecera, apretando rítmicamente la bolsa Amer. El pecho del paciente se dilataba y se retraía con cada respiración artificial.
La enfermera Ginger Brown, joven y atractiva, objetivo en ese momento de Sasha Romanoff, vigilaba mientras avanzaban por el corredor. Este estaba lleno de carritos para ropa sucia, bandejas de desayuno y equipo médico. La enfermera de la Sala de Operaciones había cubierto cuidadosamente al paciente con una manta de algodón blanco para cubrir de ojos curiosos las heridas de la operación, pero no había forma de ocultar su estado. Una bolsa de sangre oscura colgaba sobre la cama sujeta a su gancho, y la sangre goteaba lentamente, a través de un delgado tubo de plástico, a una gruesa vena del cuello. Un tubo respiratorio de plástico salía de una de sus fosas nasales y estaba sujeto fuertemente a su nariz con tela adhesiva. El "Pleurevac" de plástico colgaba bajo el paciente a un lado de la cama. Recogía la sangre no coagulada que goteaba aún, lentamente, de las capilares cortadas y de los cortes suturados.
Tenían que ir despacio, moviendo la cama alrededor de los obstáculos. Esto era más enojoso a las horas de visita, cuando los familiares de los pacientes esperaban en el corredor. El cambio de la Sala de Operaciones a la Unidad de Cuidados Intensivos tenía que hacerse con prontitud para que pudiera dejarse al paciente con rapidez al cuidado de las enfermeras, a fin de que se instalara el monitor y que el reemplazo de sangre y la medicación pudieran ser cuidadosamente administrados. Ginger pensó con coraje que ni en la televisión ni en el cine se exhibía nunca esta parte de la epopeya del paciente. Los camilleros de emergencia siempre disponían de un corredor sin obstáculos y el oxígeno estaba siempre listo. Pero nadie consideraba dramático el hecho de que en hospitales recién construidos y muy hermosos por fuera, el diseño había sido tan poco funcional que con frecuencia los médicos y las enfermeras se veían estorbados en el cumplimiento de sus deberes.
—Aquí es, Sasha —dijo Ginger, pero su voz fue ahogada por el clamor de la campana de paro cardíaco. Las enfermeras de la unidad se quedaron inmóviles momentáneamente. El globo pintado de amarillo sobre la puerta del 202 brilló intensamente y la luz roja de la sección de enfermería se encendía a intervalos de dos segundos. Romanoff sintió instantáneamente que la señal de desastre procedía del cuarto de Gray. Había pensado visitarlo tan pronto terminara con su presente labor. Dejó de empujar la cama y se volvió para correr al cuarto 202. El bolsillo de su bata blanca se enganchó en una esquina de la cama y su estetoscopio cayó al suelo con gran ruido. La tela cedió y se desgarró, dejándolo libre, pero no pensó en el tubo de goma que se estiraba entre el tanque de oxígeno del camillero, la bolsa Amber y el paciente.
—¡Eh! —gritaron simultáneamente el camillero y Takaoka, al ver que la línea de vida se estiraba como una resortera gigante y se desprendía en la unión del tubo respiratorio del paciente. El tubo, dejando escapar oxígeno puro, se retorció como una serpiente sobre el piso del corredor hasta que el camillero lo atrapó. Takaoka agarró el extremo con una mano y con ella lo reconectó mientras que su otra mano continuaba ventilando al paciente.
—¡Maldita sea, Romanoff! —gritó Takaoka—. Regresa de inmediato. Primero vamos a dejar a este paciente en su cuarto.
La cama y el equipo médico obstruían parcialmente el corredor. Otros llegaban corriendo en respuesta a la alarma y murmuraban acerca de los idiotas que interrumpían el tráfico. Romanoff respondió a la orden de Takaoka y se tranquilizó. El perseguir dos objetivos al mismo tiempo sólo ponía en peligro a ambos. Mientras Ginger ayudaba a Romanoff a meter la cama al cuarto, no pudo evitar hacerle un poco de burla.
—¿Es obligación del joven doctor Kildare3 hacerse cargo de una emergencia?
Romanoff, que se sentía avergonzado por no haber actuado más eficientemente en aquel instante, se dedicó a escribir las órdenes postoperatorias y a revisar visualmente al paciente. Ginger Brown se arrepintió, en seguida de haberse mofado de él, ya que en su opinión Sasha era un buen sujeto. Sin quitarle el ojo al paciente, y mientras colocaba los electrodos del aparato de electrocardiografía y ajustaba el Pleurevac a succión negativa, se acercó a Romanoff.
—Escucha —dijo en voz baja—. ¿Qué tal si cenamos juntos esta noche?
Romanoff se reanimó.
—Contigo, muñeca, cuando quieras.
El doctor Isaac Stearns, el anestesiólogo, respondió a la llamada de emergencia. Era un hombre anguloso, ya mayor, con treinta y dos años de experiencia clínica y académica. Al entrar al cuarto de Gray estudió la situación con una rápida ojeada. En la cama, arrodillado sobre el paciente, estaba Jack Johnson apretando fuerte y continuamente sobre el esternón. Tenía la frente y la parte delantera de la camisa bañadas en sudor. Sue Myers trataba de encontrar un pulso para determinar la efectividad de los esfuerzos de Johnson. Otra enfermera y un ordenanza se hallaban listos para ayudar. El terapeuta en problemas respiratorios colocó una mascarilla de hule negro sobre la nariz y la boca del jadeante enfermo. Con cada estímulo sobre su pecho, un chorrito de bilis verde salía de la boca de Gray y resbalaba hasta la almohada. Era necesario detener por un segundo la respiración artificial para succionar el fluido ácido que subía a la boca del paciente, de forma que no pudiera quemar las delicadas células pulmonares. Al hacerlo, el paciente se puso más morado aún.
Era una escena deprimente: un grupo de personas, aparentemente desorganizadas, luchando en todas direcciones ante la inminencia de la muerte. Uno podía olería.
El profesor Stearns hizo sentir su presencia de inmediato.
—¡Ah, doctor Stearns! —dijo Johnson un poco jadeante—. Este es el paciente programado para un corazón artificial. Acaba de sufrir una fibrilación.
—¿Es usted el residente a cargo?
—Sí, señor.
El doctor Stearns puso cariñosamente su mano sobre la espalda de Johnson y le dijo:
—¿Entonces por qué no hace que uno de estos estudiantes de medicina haga lo que está usted haciendo? Si se baja de ahí, podría manejar mejor la situación general.
Johnson asintió con la cabeza.
—Belknap, ¿sabes cómo se hace esto?
El joven estudiante médico, que se encontraba ansioso de actuar, replicó:
—Sí, sesenta veces por minuto, una mano cruzada sobre la parte baja del esternón, una pausa para respiración.
—Muy bien. ¡Súbete aquí y empieza!
Stearns le hizo una seña a la enfermera de relevo. Esta trajo de inmediato la bandeja de equipo de emergencia.
—Yo establecería una vía respiratoria, ¿no cree usted, Jack? Creo que yo podré hacerlo si me lo permite —continuó diciendo el doctor Stearns, con su suave tono de voz del Medio Oeste del país.
—Desde luego que sí, doctor Stearns.
—Y, mientras lo hago, podíamos reducir un poco la cantidad de gente que tenemos aquí.
Johnson extendió un índice imperioso a todos los curiosos, que salieron a regañadientes.
La actividad innecesaria y el bullicio cesaron.
La lección, que con mucha habilidad, acababa de dar el doctor Stearns al joven Johnson y a los estudiantes de medicina, era que sólo debe haber un jefe. Johnson tomó ahora la dirección de la preparación de medicamentos que debían inyectarse, imitando inconscientemente el tono de voz, suave pero incisivo, del doctor Stearns.
—Por favor, una ampolla de bicarbonato. Cien de lidocaína. Cinco miliequivalentes de clorato de potasio a la botella intravenosa.
Mientras Sue Myers extraía la clara solución de los frascos codificados por color, Johnson puso a otro estudiante a mirar sobre el hombro del doctor Stearns, mientras éste se preparaba a insertar un tubo endotraqueal en la tráquea. El tubo permitía la llegada directa de oxígeno a los pulmones del paciente y tambien prevenía que los jugos gástricos se subieran a la tráquea. Durante la inserción, el vigoroso masaje al corazón y la ventilación debían cesar. La rapidez, sin lesionar las cuerdas vocales, era importante.
—Quiten la mascarilla y detengan el masaje —dijo Stearns.
Los sonidos del paciente cesaron y se produjo un tenso silencio. Pasaron dos segundos, y luego otro, mientras Stearns, de pie a la cabecera de la cama, tomó la mandíbula caída del moribundo y le abrió la boca. La muerte no es una vista agradable. Pasaron otros dos segundos. En su otra mano, Stearns sostenía el laringoscopio de acero para hacer subir la lengua y poder ver las cuerdas vocales. Pero el camino estaba oscurecido por secreciones espumosas. Pasaron otros cuantos segundos. Para un ojo experimentado, el color amoratado se acentuaba.
—Succión, por favor.
De inmediato, un catéter de succión de plástico azul fue puesto en la mano libre de Stearns. La punta del delgado tubo de plástico fue guiada hábilmente sobre la prominente epiglotis, iluminando el campo con la luz que arrojaba. Se removió el material opaco que lo oscurecía. Las cuerdas vocales estaban pálidas, tensas y muy separadas. Tras ellas, sólo oscuridad.
—¡Belknap, Jones, Schwartz!
Cada estudiante de medicina aprovechó este precioso momento para observar la posición de las manos de Stearns, el ángulo del laringoscopio, la colocación de la cabeza de Gray en relación con la cama y la clara exposición de las cuerdas vocales. Pasaron otros cinco segundos.
—¡Introdúzcalo, Schwartz! —dijo Stearns y, sin dejar de mantener el campo expuesto, se hizo a un lado.
Johnson contuvo la respiración mientras el estudiante dirigía el tubo respiratorio de plástico a la cavidad. La punta del tubo temblaba un poco, amplificado por el débil estremecimiento de la mano sudorosa del estudiante. Con un único y rápido movimiento, el tubo fue introducido en la tráquea pasando entre las cuerdas. Stearns removió el laringoscopio y Schwartz se incorporó y sostuvo el tubo en su lugar. El especialista en respiración le dio al estudiante la conexión de ventilación. La presión del gas se incrementó en el tubo con un sonido sibilante. El pecho de Gray se dilató llenándose del oxígeno vivificador. La afluencia se detuvo, el pecho se llenó, limpiando el exceso de los restos ácidos del dióxido de carbono.
Apenas habían transcurrido treinta segundos desde que se había removido la mascarilla, Belknap volvió a subirse a la cama de un salto y reanudó su masaje mientras el tubo endotraqueal era fijado en su sitio con una ancha tela adhesiva.
—¡Empieza a tener color rosado!
—¡Siento un pulso!
—¡Todavía hay fibrilación!
—¿Epinefrina, doctor Stearns? —era la voz de Johnson.
—Usted es el doctor, Jack. Yo se la pondría.
Sue Myers le alargó a Johnson la larga jeringa intracardíaca que ya contenía diez centímetros cúbicos de epinefrina. Johnson, ya calmado y tranquilo, procedió a administrar la inyección.
Los puntos para inyectar la epinefrina directamente al corazón eran dos. La punta inferior del esternón, el xifoides, y el hombro izquierdo. Belknap detuvo el masaje. Johnson limpió la superficie de la piel con un algodón empapado en alcohol, y chorritos del antiséptico escurrieron hasta la cama. Hábilmente, la afilada punta de la larga aguja hipodérmica atravesó la piel por encima del xifoides. No hubo reacción del paciente. Hizo que la aguja apuntara hacia un punto entre el hombro izquierdo y la espalda, y apretó con fuerza. La aguja penetró unas tres pulgadas. Con la educada sensibilidad de las yemas de sus dedos, sintió cuando la aguja traspasaba cada capa: la piel, el pericardio y el corazón mismo. Dio un tirón al émbolo de la jeringa y vio con satisfacción cómo aparecía la sangre oscura y se mezclaba lentamente con la transparente solución de epinefrina. La aguja había llegado al ventrículo. Empujó con cuidado el émbolo haciendo llegar tres centímetros cúbicos de la potente droga directamente al corazón y al torrente sanguíneo. Belknap reanudó el masaje tan pronto fue retirada la jeringa.
Johnson miró a la pantalla del osciloscopio. La forma de la onda era aún caótico, pero mucho mayor en amplitud.
—Hora de defibrilar —dijo en voz alta. Asió los mangos plásticos antishock del defibrilador. Las paletas fueron colocadas en el pecho sobre el corazón.
—¡Aléjense todos de la cama!
Hizo una pausa voluntaria para asegurarse de que no hubiera nadie en contacto con la cama o el paciente.
—¡Conecte!
El choque eléctrico fue tan fuerte que la imagen en la pantalla del aparato de electrocardiografía se borró de inmediato.
Una fracción de segundo más tarde los nervios y músculos de Gray se contrajeron en un gran espasmo. Las células del corazón, que se contraían en un paroxismo desorganizado y loco, se calmaron de inmediato con el shock de mil voltios. Todos los ojos se volvieron hacia la pantalla del aparato de electrocardiografía, mirando con ansiedad. La línea reapareció, pero recta y sin oscilación. Belknap volvió a su acción de bombeo, dando masaje con desesperación. Después de dos segundos apareció un latido y luego otro y otro. Un ritmo rápido, pero regular, se estableció. Manos inquisitivas se dirigieron rápidamente a la ingle del paciente para sentir el pulso femoral. Era débil y vacilante, pero allí estaba. El trazo del pulso arterial en la cara del osciloscopio aumentaba con cada latido. Johnson le indicó con un gesto a Belknap que se bajara de la cama. Al empezar el paciente a respirar espontáneamente, la casi tangible tensión se relajó notablemente. La luz roja de alarma se apagó y todo quedó en silencio, a excepción de los sonidos de vida que emitía Gray, al regresar de las puertas de la muerte.
—Bien —dijo Johnson—, limpiemos el cuarto.
—Buen trabajo, Jack —dijo Stearns—. Llámeme si necesita alguna ayuda. Parece que debería usted continuar la ventilación por un rato.
—Muchísimas gracias, doctor Stearns, muchísimas gracias.
Sue Myers, que vigilaba cuidadosamente al paciente, vio parpadear sus ojos. Se inclinó sobre él.
—Todo marcha bien, señor Gray —susurró—. Tiene usted un tubo en la tráquea para ayudarlo a respirar. Su corazón se saltó unos cuantos latidos. No trate de hablar.
Romanoff entró cuidadosamente a la habitación. Casi todos los espectadores se habían marchado, así que sabían que ya no había nada que ver o que el paciente había muerto.
—Bien, Jack, ¿qué sucedió?
—¡Dios! Acabamos de recibir los resultados del laboratorio. Su nivel de potasio descendió demasiado y le vinieron extrasístoles ventriculares encima de una fibrilación atrial. Mira el trazo del electrocardiógrafo: una onda R sobre una T y ¡púm!, fibrilación.
—¿Está bien?
—Bueno, está con epinefrina, respiración artificial y ha sufrido una defibrilación. La presión es muy baja y apenas si produce orina. Aparte de eso, señora Lincoln, está en perfecto estado.
—Entendido.
—No sé por qué siento que sólo lo salvamos de la muerte, para meterlo esta noche en una caja.
—Bueno, prácticamente ya tiene un pie en ella.
Bradfield entró apresurado y preocupado.
—Jack, Sasha, ¿controlaron la situación?
—Jack lo hizo, doctor Bradfield.
—Bueno. Todo está bien ahora, ¿eh, Jack?
—Yo diría que todo se ve muy negro.
—Bien, ya falta poco. La hora es a las siete y media. El corazón y la sala de operaciones están listos, así que adelante. Si lo necesitas, que te ayude Sasha. ¿Dónde está Don?
—Buscándolo a usted.
Bradfield se acercó al paciente. Retiró completamente la sábana blanca para obtener una impresión total. Vio los flaccidos músculos del pecho, el vientre hinchado y pálido, los pies y los tobillos llenos de líquido, los distintos tubos, los electrodos y los catéteres fijados al cuerpo.
—No se ve muy prometedor —dijo calladamente, mirando a la preocupada joven que aún limpiaba la revoltura causada por el feliz esfuerzo de resucitación—. ¿Está consciente? —preguntó al inclinarse sobre el enfermo—. Ah, señor...
—Gray —le informó Myers.
—Señor Gray. —Los párpados se entreabrieron como reconociendo su nombre, pero los ojos no veían.
Johnson dijo:
—No estaba así esta mañana, pero tampoco creo que se esté pudriendo. Lo resucitamos con bastante rapidez. En cualquier caso, no importa mucho, ¿verdad?
Bradfield se volvió hacia Johnson y Romanoff.
—¿Qué quieres decir, Jack?
Johnson estaba incómodo. Romanoff sintió que aquél acababa de cometer una verdadera metida de pata.
Johnson se aclaró nerviosamente la garganta.
—Yo pienso que el primer caso es un "corte gratis". En cualquier forma, se necesita un paciente que tenga muy pocas probabilidades de sobrevivir; así, si falla, no queda uno mal. De hecho, sería usted un héroe por intentar lo imposible.
Romanoff pensó: "adiós, adiós, niño Johnson". Bradfield pensó brevemente en cómo responder a la observación de Johnson.
—Jack —dijo repentinamente—. Me gusta tu franqueza. Estás expresando el punto de vista que algunos de los viejos doctores prácticos tienen sobre los cirujanos de Universidad. Para cualquier nueva operación, uno debe desear la mejor condición posible, ya que el éxito tempranero es políticamente importante: éxito técnico para la operación y éxito para la rehabilitación del paciente. Si el paciente muere, nadie le enviará a otro enfermo. Una operación tiene sus indicaciones y sus contraindicaciones. No es ni un ejercicio ni un recurso de última hora. Uno quiere tener éxito y uno quiere que el resultado de su esfuerzo sea útil a la sociedad. Desde luego que es un juicio social, pero también un juicio que podemos nosotros hacer. ¿Entendido? Y con eso no quiero decir que uno escogería a un industrial blanco sobre un portero negro. Quiero decir que cuando uno termine, el paciente debe estar lo bastante saludable para regresar a su actividad, ya sea ésta humilde o importante.
Johnson preguntó.
—¿Y acerca de este paciente?
Bradfield replicó en tono tranquilizador:
—Mejorará en cuanto tenga algo de circulación. Sus pupilas reaccionan y sus reflejos están intactos, ¿no es así?
—Sí.
—Voy a buscar a Buchanan. Romanoff, prepárate para el segundo caso.
Después de que Bradfield se marchó, Romanoff se quedó un rato para examinar a Gray él mismo y para hablar con Johnson
—Y bien, Jack, pudo haberse enojado de verdad.
—Pero no lo hizo, Sasha. Supongo que por eso es el profesor.
Se hizo un silencio que sólo rompía el ruido de la lluvia que caía incesante sobre los cuidados jardines exteriores.
Dos y media de la tarde. El segundo caso de cirugía de corazón abierto terminó antes que de costumbre. Bradfield salió de la Sala de Operaciones para volver a examinar el estado de Gray, antes de regresar a su oficina, donde le esperaba Buchanan.
—La Sala de Operaciones está lista —dijo Buchanan—. La señora Donald canceló la operación de cirugía plástica programada para después de las seis. Cambió nuestro caso a la sala 13.
—¡Qué bueno!
—Ray Evans estará aquí para atender la bomba. Hemos ordenado seis unidades de sangre fresca, dos para cebar la bomba y cuatro para reemplazar la pérdida postoperatoria. Los cardiólogos han examinado a Gray. Desean saber por qué no fue puesto a su cuidado en vez de al nuestro.
—Porque lo matarían con sus hierbas. ¿No se lo dijiste a ellos?
—Lo hubiera hecho, pero no tenía objeto molestarlos.
—¿Estuvieron de acuerdo o no?
—Seguro que sí.
—No podían discutir contigo. Por eso te escogí, Don. Eres tan grandote que los intimidaste —dijo Bradfield con sorna.
—El permiso de operación fue firmado.
—¿Antes o después del paro cardíaco?
—Esta mañana temprano. Su prometida firmó como testigo.
—Ciertamente, él no está ahora en condición de dar su consentimiento.
—Louella y Jack hablaron con ambos.
—Bien. ¿Y cómo va el corazón?
—Acabo de hablar al laboratorio de los terneros. Liz Browning dice que el corazón está en la fase final de la total esterilización por gas.
—Ese fue un error de mi parte. Yo creí que ella lo conservaba esterilizado. Pudimos adelantar el horario de la Sala de Operaciones, pero esto no lo podemos hacer.
El corazón artificial era un instrumento delicado que requería de esterilización por medio de frío en vez de vapor. El vapor hirviente a presión podría fácilmente fundir la unidad de estado sólido de control del corazón y la ligera superestructura de sacos de goma de silicones. En cambio, el gas presurizado, óxido de acetileno, se usaba para matar las bacterias comunes y las esporas de coraza dura y resistente. Pero la esterilización por gas tenía el inconveniente de que los plásticos absorben los gases tóxicos. Después de ser esterilizado, el corazón tenía que ser colocado en una cámara de vacío para permitir que el gas se difundiera lentamente fuera de las cámaras de esterilización. El proceso tomaba cuatro largas horas. Si el corazón se colocaba en el cuerpo demasiado pronto, el gas se filtraría gradual y mortalmente en el paciente. Debido a ello era la larga espera.
—Empezaremos la operación a las seis y media, entonces abriremos al paciente y lo conectaremos a la bomba —dijo Bradfield—. Cuando el corazón salga del esterilizador, podremos proceder.
—El problema que nos resta —añadió Buchanan— es que Ridley nos suelte el plutonio.
—Eso no es problema. Ya hablé antes con el Decano. Todo está listo. De hecho, tomó por teléfono el voto favorable del Comité de Experimentación Humana para ayudarnos.
—Bueno, yo acabo de hablarle a Ridley a su oficina y dice categóricamente que no. Que no da el plutonio para uso en humanos.
—¿Es que no sabe que el paciente está en las últimas? ¿Que está jugando con la vida del paciente? Valerie, comunícame con Ridley.
—Mejor ve a verlo en persona —sugirió Buchanan.
—¡Maldita sea! ¡A este hospital se lo está llevando el demonio! ¡Valerie! —gritó Bradfield a través de la puerta—, dile a Ridley que suba. Aquí lo arreglaremos.
Rápidamente Valerie Rigg marcó el número de la oficina de Ridley.
—Ese hijo de p... —continuó Bradfieid con los ojos encendidos de coraje—. Sólo esto nos faltaba. Esto acaba de derramar el vaso.
Valerie lo interrumpió.
—La secretaria del señor Ridley dice que ya se fue. Que se marchó temprano porque anda en bicicleta.
—¿Quieres decir bajo este aguacero?
—Sí.
—¡Dios! ¿Dónde vive? Espera, déjame hablar con ella. —Bradfield tomó su extensión—. Hola, ¿con quién hablo?
—Soy Marty Lane, la secretaria del señor Ridley. ¿Puedo servirle en algo, doctor Bradfield? —a través del teléfono la voz sonaba juvenil y ansiosa de servir.
—Nuestro problema es que tenemos programada una operación y necesitamos el plutonio que ha encerrado el señor Ridley. ¿Puede usted sacar el material?
—No, señor. Sólo el señor Ridley tiene la combinación de la cámara en esta oficina.
—Bien. ¿Les envió el Decano Geld un memorándum aprobando la entrega del plutonio para nuestra operación?
—Aquí hay un sobre de la oficina del Decano, pero no sé lo que contenga.
—¿No lo leyó Ridley?
—No, acaba de llegar.
—Dios mío, se tomaron tres horas para enviar un papel de una oficina a otra. Para su información, le diré que yo habré realizado una operación completa de corazón en ese tiempo. ¿Y dice usted que Ridley ya se fue?
—Sí, señor —Marty empezaba a sentirse acosada y nerviosa. Aunque, ciertamente, no era culpa suya la abrumadora presión de Bradfield sobre Ridley, la hacía sentirse culpable.
—¿Y va camino de su casa con este aguacero?
—Sí, señor.
—Está más loco de lo que creía: un fanático de la cultura física. ¿Cuál es su dirección y su número de teléfono?
Mary le dio la información a Bradfield,
—Pero no estoy segura de que todavía llegue a su casa —dijo.
—¿Si tomo mi coche para alcanzarlo, podría usted indicarme su ruta?
—Sí, sí puedo —replicó alegremente, casi feliz de poder darle a Bradfield por fin algo que le fuera de utilidad—. Yo he ido con él. Toma la salida del hospital hasta Junípero Serra, dobla hacia el Norte hasta que llega a la calle de Alpine Road y sigue hasta su casa.
—Bien, gracias. —Bradfield colgó violentamente y se volvió hacia Buchanan—. Voy a salir a buscar a ese tipo. Empieza el caso a tiempo.
—Si lo prefieres, puedo ir yo a buscarlo.
—Ya tuviste tu oportunidad con él y no dio resultado. Cuando algo necesita hacerse, es mejor que lo haga uno mismo. A propósito, ¿qué es lo que le pasa?
Buchanan suspiró.
—Bueno, en realidad tiene que ver con varias cosas. En primer lugar, piensa que el residuo radiactivo que escapa del corazón artificial es demasiado alto y, en segundo, cree firmemente que el plutonio es demasiado tóxico y que no debería circular en una sociedad; en tercero, tú tomas caminos que violan sus normas de conducta.
—¡Qué pena me da!
Bradfield se puso un ligero impermeable y caminó con Buchanan hacia la Unidad de Cuidados Intensivos
—Tú ocúpate del paciente y yo te veré en cuanto arregle todo. —Se alejó rápidamente en dirección al estacionamiento reservado donde tenía su coche.
Viento frío y lluvia, lluvia a cántaros. Ridley se hallaba ocupado con la difícil tarea de pedalear su ligera y rápida bicicleta a través del mal tiempo. Iba encorvado hacia adelante, en la postura del clásico pedalista para minimizar la resistencia del viento. El viejo camino vecinal se encontraba desierto a aquella hora, pero pronto hasta los pocos vecinos que vivían en el valle harían peligroso el andar en bicicleta. El camino era angosto y mal asfaltado, y sin duda programado para que lo repararan en el verano. Algún coche ocasional le había hecho ya señales con las luces, salpicando invariablemente de lodo todo el lado izquierdo de su bicicleta anaranjada. Pensó en una ducha caliente y en un cambio de ropas. Estaba tan absorto en esta fantasía, que pasaron varios segundos antes de que se diera cuenta del parpadeo de las luces del coche que iba tras él. Se hizo a la derecha lo más posible que se atrevió, porque los lados del camino estaban llenos de hoyos. Podía ver el lodo que escurría de las salidas en los bordes del camino y que llenaba los hoyos con una engañosa tersura.
Ridley hizo una señal con su mano izquierda indicándole al coche que pasase. El coche estaba inmediatamente tras él, pero no lo rebasaba, lo seguía a su mismo paso y continuaba haciéndole señales con las luces. ¿Sería una patrulla de policía? La bicicleta tenía su licencia y todos los requisitos de seguridad exigidos. Luego una bocina empezó a sonar a intervalos breves; los sonidos eran curiosamente apagados por el viento que soplaba. Echó una rápida mirada hacia atrás y observó una luz direccional que parpadeaba indicando una vuelta a la derecha. Un brazo le hacía señar desde la ventanilla del conductor. Ridley frenó su bicicleta, se apeó y la rodó hasta el borde del camino. El coche se detuvo a su lado con las luces parpadeando y los limpiadores moviéndose rítmicamente, con el motor encendido y ronroneando calladamente. El coche no era nada elegante, un viejo Plymouth Fury sedán, cuidado y bien afinado. La ventanilla del pasajero descendió dejando entrar la lluvia al tiempo que Bradfield asomaba la cabeza.
—Allen, tengo que hablar contigo. Deja tu bicicleta y entra al coche.
—Sí, señor —dijo Ridley mientras abría la portezuela y se acomodaba en el asiento delantero junto a Bradfield—. La verdad es que se te ocurren los sitios más raros para conversar. Empieza.
—Me dice Buchanan que te niegas a darnos el plutonio para la operación de esta noche.
—Eso es absolutamente cierto.
—Tú no ignoras, desde luego, que un paciente que necesita el corazón artificial agoniza en estos momentos en la Unidad de Cuidados Intensivos —Bradfield habló con una entonación cuidadosa para que no quedara duda de que haría responsable a Ridley en caso de que el paciente muriera.
—Eso me informó Don, pero mi respuesta sigue siendo la misma. Hasta que yo no vea un pedazo de papel que diga que esa máquina ha sido aprobada para uso en humanos, debo oponerme. Las reglas se hicieron para salvaguardar al público y tú no tienes derecho para invalidarlas unilateralmente.
—Mira, amigo, éste no es el momento de discutir sobre moralidad. El hospital no es una línea de ensamble de las partes del automóvil en una cadena sin fin. Lo que hay en la línea son vidas humanas.
—Pero a ti se te ha olvidado tu responsabilidad de observar las reglas. El oportunismo y la rapidez son malas cosas para un hospital: dar las cosas por hechas, establecer las propias normas de conducta, tomar atajos. No tienes derecho a hacer eso.
—Te estás volviendo tan insoportable como algunas de las enfermeras.
—Me es tan desagradable como a ti el discutir este punto, pero mis manos están atadas. Y, si me lo permites, igual están las tuyas.
—¿Así que crees que la fuerza del poder de la radiación es alta? Yo digo que eso no lo debes decidir tú. El paciente morirá, de eso no tengo la menor duda. Tengo la autorización del Decano y de un comité autorizado, aunque, para serte franco, también los hubiera ignorado si hubieran puesto obstáculos.
—Por lo que a mí concierne, tu autorización vale lo mismo que tú piensas del Comité. Dices que puedes experimentar en seres humanos, pero no tratas sobre las consecuencias sociales de esta operación.
—Ridley, acabas de pegarle en la cabeza al clavo. Nosotros tratamos con un problema a la vez y, si nos es posible, lo resolvemos. A ti no tengo que recordarte que nuestro hospital cuenta con el mejor programa de cirugía de corazón en el mundo, y se reconoce como tal por la atención que nosotros le prestamos al paciente y a sus necesidades. Cada uno de mis residentes es entrenado en la misma forma. Trabajan hasta turnos de treinta y seis horas si el cuidado de los pacientes lo requiere. Nadie discute acerca de las consecuencias sociales cuando estos enfermos se curan y regresan a hogares de niños felices y cónyuges agradecidos.
—Estoy completamente al tanto de tus logros, doctor Bradfield, y ni por un momento ha pasado por mi imaginación el dudar de tu sinceridad, pero a menos de que se me den seguridades de que es tanto legal como moral el que yo entregue el plutonio, no lo haré.
—¡Dios! ¿Acaso dudas de mi sinceridad? —gritó Bradfield—. ¿Estaría yo en medio de esta maldita lluvia hablando con un filósofo medio loco si no dudaras? ¿Has matado alguna vez a un hombre por un error, por un juicio equivocado, por un desliz de la mano? ¿Has visto la muerte alguna vez?
—No tan dramáticamente como tú lo pones, pero sí, sí he visto la muerte. —De repente, la mente de Ridley se proyectó varios años atrás. Su esposa Cynthia y él, ambos entusiastas montañistas, habían tomado parte en una expedición a los Andes peruanos durante su luna de miel. En Perú habían visitado la antigua capital del Imperio Inca, Cuzco, a once mil pies de altura, y las ruinas de Machu Picchu. Este apartado sitio había sido el lugar donde, en un rústico hotel para turistas, administrada por el gobierno, se había consumado su matrimonio. Después de una exhaustiva noche, Allen había comentado que escalar el Huascarán, la montaña más alta de Perú, de 22,201 pies de altura, sería un paseo. Pero no lo fue. La aventura se interrumpió cuando una avalancha de rocas y nieve se precipitó a un lado de los Ridley y mató a dos miembros de la expedición.
—He visto morir a hombres mientras su cuerda de seguridad resbalaba entre mis manos y sus gritos resonaban en mis oídos antes de romperse la cuerda, y he sentido lo horrible de verse impotente de hacer nada —dijo Ridley, recordando el episodio—. No quiero volver a sentir esa experiencia otra vez. Tú dices que hablas por el paciente. ¿Quién habla por todos nosotros?
—¿Acaso tú? ¿Un hombrecillo barbón, de pelo largo, pedaleando en el lodo?
—Mira, Bradfield, no hay necesidad de alusiones personales, ya que estoy tratando de ser razonable. Todo lo que quiero saber es si las consecuencias de este intento han sido evaluadas por alguien que no tenga un interés personal en el asunto.
—Tengo el consentimiento del responsable del proyecto.
—¿Quieres decir que Harris ha aprobado la prueba en un ser humano?
—Sí, y si no me crees, sigue pedaleando hasta tu casa, pero prepárate para regresar al hospital. Haremos que Harris te telefonee. La operación comienza a las seis y media y más te vale que el plutonio esté listo.
—Bradfield, estás loco. No empieces la operación.
—Empezará precisamente a su hora, Ridley, y te diré esto: si para cuando yo necesite la cápsula de combustible no está fuera de la caja fuerte, te iré a ver a tu cómoda camita. Entonces podrás contarle tu historia al personal de otra Universidad, porque te sacaré de Aspermont a patadas en el trasero. Te haré responsable de la muerte del paciente y aprenderás a hacer bien las cosas.
—¡Estás loco! ¡No empieces la operación!
—Piensa en lo que te he dicho.
El enfrentamiento entre Bradfield y el oficial de seguridad de radiación había terminado, aunque el conflicto entre ellos siguiera sin resolverse. Ridley bajó del coche, se subió a su bicicleta, miró a ver si venían coches y empezó a pedalear contra el fuerte viento y la fría lluvia. Bradfield subió la ventanilla y empezó a dar la vuelta, y sus faros alumbraron a Ridley hasta que este desapareció. Bradfield se dio cuenta de inmediato de que el camino era angosto y que no era posible dar una vuelta en U en aquel lugar. Avanzó despacio concentrándose en encontrar alguna entrada de coche o algún lugar despejado; encontró uno a unos seiscientos metros y dio la vuelta rápidamente.
Ni Ridley ni Bradfield notaron el continuo aumento de lodo a ambos lados del camino. Donde el coche de Bradfield había estado parado, las huellas de las llantas tenían una profundidad de dos pulgadas en el lodo. La lluvia ya no estaba siendo absorbida por la tierra y la colina era una masa de fango.
Bradfield regresó de la triste entrevista con Ridley a mitad del camino. Estaba helado, mojado, rabioso y sin tiempo que perder en lamentarse. La compleja tarea comenzada hacía cuatro años llegaba a su culminación. Ahora la meta era asegurar el horario previsto para la operación.
La intuición juega un papel clave en el trabajo de un cirujano. Al contrario de un científico que tiene una corazonada y obtiene los suficientes datos positivos o negativos para saber que su conclusión no se debe al azar, el cirujano tiene que calcular correctamente desde el principio. Para lograrlo, se basa en experiencias pasadas y diagnósticos rápidos. De manera que bajo ninguna circunstancia aceptaría Bradfield abandonar a Gray sin el recurso de la operación. Tenía una corazonada que estaba en lo cierto. Era ahora o nunca.
—Valerie, todavía tenemos problemas con Ridley. Quiero que te comuniques con Harris y le digas que hable directamente con Ridley acerca de la aprobación federal para esta implantación. La necesitamos con urgencia. Empezaremos la operación a las seis y media en punto.
—Sí, desde luego—. Miró con preocupación maternal a su empapado y lodoso jefe, que estornudaba y estornudaba— Se ve usted espantoso. ¿Por qué no se pone ropas secas? El departamento de empleados de turno, en el noveno piso, tiene duchas y uniformes limpios. Hasta hay una tina para que se meta un rato y descanse. Yo lo llamaré en cuanto me comunique con el doctor Harris.
—Magnífica idea, Valerie, así lo haré. No he estado nunca allá arriba.
—Necesitará una llave. Puede usar ésta —dijo Valerie sacando una llave del cajón de su escritorio y entregándosela a Bradfield—. Sasha tiene la otra llave, pero como estuvo de guardia anoche, todavía no me la devuelve. Todos lo esperarán, desde luego.
—Valerie, no quiero que nadie espere. Sigan adelante con todo.
La secretaria movió la cabeza viendo a su héroe, que a veces se portaba como un niño. Él echó a caminar pasillo abajo haciendo chapalear con cada paso sus empapadas zapatillas de lona. Su chaqueta blanca y sus pantalones se veían mojados allí donde no los había cubierto la gabardina. Con los dedos se había echado hacia atrás el húmedo pelo.
Hay una diferencia de tiempo de tres horas entre la costa este y la costa oeste. Cuando los californianos terminan sus labores del día, los de la costa este ya están bien metidos en sus diversiones. La esposa de Ronald Harris era madre de tres hijas adolescentes. Cariñosa y simpática, dedicaba su vida al cuidado de su esposo e hijas, en su casa de Silver Spring, Maryland. A estas horas, la señora Harris terminaba su quehacer en la cocina y las muchachas se hallaban en sus habitaciones ocupadas con sus tareas escolares.
Valiere Rigg era la persona al otro extremo de la línea cuando sonó el teléfono en la casa de los Harris unos minutos después de las seis de la tarde.
—Lo siento, señorita Rigg, el doctor Harris aún no llega a casa. Con frecuencia trabaja hasta tarde, y en ocasiones hasta sale de la ciudad sin avisarme.
—¿Hay alguna forma de comunicarse con él? ¡Es urgente!
Había angustia en la voz de Valerie.
—Ya me comuniqué con su oficina, pero no hay respuesta. De hecho conseguí que uno de los guardias de protección fuera hasta allí. Me costó trabajo, pero finalmente averigüé que su oficina esta cerrada.
—Dios mío, déjeme pensar. Tengo el teléfono de la señorita Warewski, su secretaria. Con frecuencia olvida darme recados de mi esposo. Es muy buena persona, pero un poco distraída. Aquí está su número JK-5-4436. ¿Tiene usted el número de área?
—Sí, muchas gracias, señora Harris. Si llegara el doctor Harris, por favor dígale que se comunique de inmediato con la oficina del doctor Bradfield. ¡Es muy importante!
—Así lo haré. Buena suerte.
—Adiós y gracias otra vez.
Wanda Warewski acababa de terminar sus estudios de secretaria cuando entró a trabajar para Harris. La señora Harris había sido generosa al describir a Wanda como uun poco distraída". Era desorganizada para todo, con excepción del equipo de fútbol profesional Pieles Rojas y el sexo. En aquellos momentos tenía ambas cosas en la mente y Jon Taylor era un joven que se alegraba de ello. Jon se hacía pasar como miembro del equipo de los Pieles Rojas de Washington, aunque en realidad era el ayudante del administrador de los vestidores. Eso no le importó mucho a Wanda cuando por pura casualidad conoció a Taylor y éste le gustó mucho. Jon, que no tenía nada de estúpido, aceptó ansiosamente una invitación para cenar en el departamento de ella.
La velada procedía de acuerdo con el plan. El no dejaba de hablar de los jugadores estrellas, de la infinita sabiduría del equipo de entrenadores, de los codiciosos propietarios, de los reporteros parásitos y de los insaciables y crueles fanáticos que cada vez exigían un juego más duro y más sucio. Ella se quejaba del excesivo calor que hacía en el departamento y, ocasionalmente, y a sugerencia de él, se despojaba de alguna prenda de vestir. Finalmente, y en realidad sin que la presionaran mucho, salió de la habitación para ponerse "algo más cómodo". Regresó con una negligé transparente que revelaba, más bien que ocultaba, una figura muy bien torneada. Su cuerpo estaba en esa etapa de la vida en que la juventud ha florecido del todo hacia una madurez y era vibrante y receptivo.
¡Caray! Una sola palabra de Taylor, pero fue lo suficientemente adecuada para Wanda. El la abrazó con fuerza y ella empezaba a sentir una deliciosa anticipación, cuando sonó el teléfono. Se separaron con dificultad y a regañadientes. Su voz sonó ronca cuando descolgó el teléfono y dijo:
—Hola.
La que hablaba era la eficiente Valerie Rigg.
—¿Hola?, ¿señorita Warewski?
—Sí, es la que habla.
—Siento molestarla en casa.
—Usted no sabe lo que lo siento yo también —dijo Wanda haciéndole un guiño a Jon, que había aprovechado la oportunidad para despojarse de su camisa y camiseta, enseñando unos bien desarrollados músculos deltoides y pectorales. Ella se volvió de perfil para poder apreciarlo mejor.
—Bueno, le repito que lo siento —continuó Valerie— pero algo urgente ha surgido y necesitamos comunicarnos con el doctor Harris a la brevedad posible.
—Lo siento, señorita Rigg, pero él marchó esta tarde a visitarlos a ustedes.
—¿De veras? ¿Qué vuelo tomó?
—Déjeme ver. O era el vuelo 110 a las doce, o el 112 a la una.
—¿Recuerda la línea aérea?
—O era TWA o UNITED.
—¿Sabe usted a qué hora se supone que llegará aquí?
—A las dos o tres de la tarde, tiempo de ustedes.
—¿Sabe usted si vuela a San Francisco, San José u Oakland?
—Caramba, la verdad es que no me acuerdo, pero creo que era a San Francisco.
—¿Sabe usted dónde se hospedará?
—No, él hizo su propia reservación de motel.
—¿Sabe usted en qué ciudad?
—El lo anotó en su agenda, pero ésta está en la oficina.
—Aquí ya son más de las tres. ¿Le sería a usted posible, en alguna forma, obtener esa información?
Wanda, que había permanecido de pie durante la plática y que estaba prácticamente desnuda, tenía carne de gallina donde no la tapaba la ligera negligé. Aunque no era muy lista, sí era cumplida.
—Me llevará algún tiempo llegar a la oficina, pero le conseguiré esa información. ¿Está bien?
—Se lo agradeceríamos mucho. Yo trataré de encontrar al doctor Harris en los aeropuertos de aquí. Tan pronto se entere usted dónde se va a alojar, por favor llámeme. Estaré aquí toda la tarde. Adiós y gracias otra vez.
—Adiós —dijo Wanda, colocando el auricular en su sitio y mirando a Taylor con aire de tristeza—. Siento que pasara esto, Jonnie. ¿Me esperarás?
Taylor veía con incredulidad lo que sucedía. Ella se le acercó y lo apretó contra su suave y excitante seno.
—Ya, ya —le dijo ella—, me gustas mucho y no tardaré.
Le dio un rápido beso en la frente mientras él no podía apartar la vista de cómo se movían los senos de ella bajo la transparente negligé. Trató de protestar, pero ella no se conmovió y fue a vestirse. Aún se encontraba sentado en el sofá, con el pecho desnudo y aire desconcertado, cuando ella salió del departamento enviándole un beso por encima del hombro.
Los vuelos que tenían que aterrizar en San Francisco habían sido demorados por una fuerte tormenta de fin de temporada, pero el vuelo 110 acababa de recibir, por fin, permiso para aterrizar. Harris y los demás pasajeros vieron con satisfacción encenderse el aviso de "FAVOR DE AJUSTAR SUS CINTURONES" que enviaba el piloto y se prepararon para el aterrizaje en el aeropuerto de San Francisco.
Eran las cuatro de la tarde cuando Harris subió a la larga rampa automática que conducía a los pasajeros de las puertas a las áreas de equipajes. Ya que las noticias sobre la implantación no serian dadas a la publicidad hasta el día siguiente, Harris había decidido pasar la noche en San Francisco.
Era la ciudad perfecta para escapar, pensó: escapar de la rutina diaria, de una esposa con quien la vida se había vuelto monótona y de la rígida y superficial moralidad social de Washington y del gobierno federal. En San Francisco, el fantasma de ser reconocido estaba ausente. Estaría sólo y anónimo. En ese momento no tenía la menor idea de que Valerie Rigg trataba desesperadamente de localizarlo.
Harris esperó en el llamativo mostrador blanco y rojo de Avis-Rente-Un-Auto. La joven empleada, uniformada y con un busto muy desarrollado, le explicó con una sonrisa superficial el seguro deducible.
—¿Podría ver su licencia de conducir, por favor? Y necesitaré una tarjeta de crédito. Firme aquí, por favor.
Ella metió todas las formas en un sobre de bolsillo.
—Su coche estará listo en diez minutos en el pesebre 31, al final del corredor —dijo, mientras le entregaba las llaves del coche y el sobre.
—Gracias.
Ella lo olvidó de inmediato para atender al próximo cliente. "¿Puedo ver su licencia de conducir, por favor? Necesitaré una tarjeta de crédito. Firme aquí, por favor".
Pocos minutos después el sistema de avisos anunció: —Señor Ronald Harris, favor de tomar el teléfono blanco de cortesía. Señor Ronald Harris.
La joven del mostrador de Avis no manifestó la menor señal de extrañeza mientras atendía a los clientes que acababan de bajar de otro avión.
Bradfield, todo empapado, caminó hasta el elevador de la parte posterior que lo subiría hasta el reducido piso noveno. El alojamiento del personal de turno donde permanecían los internos y residentes en servicio era una parte remodelada del hospital. En un tiempo había sido el pabellón de maternidad. Ahora simbolizaba la disminución de la tasa de nacimientos en Norteamérica y los cambios fundamentales en el entrenamiento médico y sus costumbres. Cuando Bradfield hacía sus prácticas, se suponía que los residentes no contraerían matrimonio. Como un sacerdote, un médico joven estaba casado con su profesión. El interno estaba de guardia una noche sí y otra no, y se esperaba de él que permaneciera en el hospital. Se les proporcionaba cuarto y comida además de un mísero estipendio mensual —ciento veinticinco dólares al mes se consideraba como generoso—. Los cuartos eran asignados individualmente y se convertían en hogar durante un año. Pero ahora las residencias, en la mayoría de los hospitales, se estaban abandonando. Los residentes eran miembros de un sindicato, y como las dos terceras partes de ellos eran casados, la exigencia de regresar a casa pronto se había convertido en un factor importante para seleccionar a un residente. Como resultado de todo esto, los alojamientos para el personal de turno servían para un grupo transitorio, una especie de motel para estudiantes, técnicos y residentes al servicio de Bradfield, que trabajaba más y más tiempo que los demás.
—jBill Bradfield! ¿Qué diablos haces aquí arriba y todo empapado, además? Hace siglos que no te veía. —La voz era ronca e inconfundible.
—¡Caramba, Joanne!, ¿cómo estás?
La delgada y canosa mujer le extendió la mano y Bradfield se la estrechó. Joanne Schultz tenía una oficina en el noveno piso. Era viuda, de sesenta y dos años de edad y estaba a cargo de los asuntos de índole administrativa del personal del hospital. Ella hacía el registro de los nuevos doctores, tenía listas de casas que se rentaban o vendían, manejaba los cheques de sueldos, el abastecimiento de uniformes blancos y limpios, llevaba los registros de entrenamiento y, lo más importante de todo, escuchaba sus problemas. Al final de los entrenamientos, era ella la que entregaba los certificados, les deseaba buena suerte y les daba su bendición.
—Me pilló la lluvia —continuó diciendo Bradfield—. Tengo otra operación que realizar y Valerie sugirió que tomara una ducha. Como no había estado aquí arriba desde la remodelación, pensé en aprovechar la ocasión.
—Seguro, Bill, estás en tu casa. Aquí nadie se quejaría. Las habitaciones están corredor abajo a la izquierda y las regaderas y las tinas por allá. La televisión está al doblar el pasillo y hay un saloncito y un armario de blancos. Veo que tienes una llave. El cuarto del residente de cirugía cardiovascular es el 904. Con tu llave puedes abrir la sauna, el cuarto de la tina y el baño turco. Cuando te cambies, te lo enseñaré todo.
—Muchas gracias. Hay mucha tranquilidad aquí arriba.
—Los cuartos son a prueba de ruidos para que puedan dormir bien, y además estamos entre dos turnos. Los recién llegados están todavía comiendo, y los que salen se están yendo a casa.
Bradfield echó a andar por el corredor sintiéndose aún un poco resfriado. Abrió una puerta y se encontró en una especie de gimnasio. En la antesala había una sauna y una tina; el piso era de terrazo y las paredes de mosaico blanco. Al otro extremo había una puerta que conducía a una segunda sala con un par de mesas para masaje y lámparas de calor infrarrojas instaladas en el techo. Más allá estaban las duchas. Estas instalaciones habían sido donadas al personal por el grupo auxiliar del hospital.
Bradfield encendió las lámparas de calor. La incandescencia roja y tibia le hizo sentirse reconfortado mientras se quitaba las ropas mojadas que llevaba pegadas a la carne, que se le había puesto de gallina. La habitación brillaba ahora con un rojo vivo y pensó en lo agradable que se sentía la tibieza que se difundía sobre el cuerpo y la sensación de relajamiento. Para Bradfield estaba bien claro que los actuales residentes sufrían bien poco de las privaciones físicas de sólo diez años antes. Recordaba las pequeñas siestas con un ojo entreabierto, cuando ello era posible.
Aún no había perdido la habilidad de hacerlo, aunque hoy en día no lo necesitara. Mientras yacía desnudo y medio amodorrado, no oyó abrirse la puerta y no fue sino hasta que una vez femenina penetró su subconsciente cuando se dio cuenta de que estaba desnudo, y, aunque en verdad no era modesto acerca de su cuerpo, tampoco era ningún exhibicionista, así que tomó una toalla, se la puso sobre la cabeza y dio la espalda a la puerta. Esperaba que ella se retirara si se le ocurría mirar a la sala de calor, ya que deseaba unos minutos más de relajamiento antes de la operación.
Sin embargo, viendo que el tiempo pasaba, Bradfield se dio cuenta con embarazo de que estaba atrapado en aquel pequeño cuarto haciendo el papel involuntario de testigo de una relación amorosa que progresaba rápidamente en la sauna. Se oía una voz baja masculina y el ruido del agua que corría acompañado de risas y carcajadas burlonas. Después se dio cuenta de un ritmo inconfundible, amplificado por el chapoteo del agua y de pequeños gritos de gozo sexual.
¡Oh!, al demonio con todo, pensó Bradfield, yo tengo cosas más importantes que hacer. Se amarró la toalla a la cintura y abrió la puerta para cruzar rápidamente la antesala. Sobre el respaldo de una silla estaba cuidadosamente colgado un uniforme blanco de enfermera; en el asiento, ropa interior, y debajo un par de zapatos blancos. Una camisa blanca y un par de pantalones estaban colgados de unas perchas en la pared. El hombre y la mujer se hallaban en la tina tan estrechamente entrelazados que no cabía duda de que una agradable conexión se había realizado. La repentina aparición de Bradfield provocó un sorprendido "¡Que demonios!" de parte del hombre, después de soltar el pezón de un pecho exquisitamente redondeado que había estado mordisqueando. La joven mujer, con el pelo envuelto en una pañoleta amarilla y la cabeza fuera del agua para no mojarse, se quedó sorprendida. Luego miró rápidamente por encima del hombro, reconoció a Bradfield y dejó escapar un grito de consternación al tiempo que con la misma rapidez volvió a esconder la cara sobre el pecho de Romanoff. Su cara encendida y mojada por el esfuerzo estaba ahora roja de turbación. Era la enfermera Ginger Brown.
La intención de Bradfield había sido cruzar rápidamente ignorando la escena, pero cuando reconoció a Romanoff y viceversa, se detuvo.
—¿Qué haces ahí adentro, Romanoff? —preguntó Bradfield sin poder reprimir una sonrisa.
La respuesta de Romanoff fue fría en la voz, aunque no en la temperatura de su cuerpo.
—Bueno, señor, creo que es más que obvio.
La sonrisa de Bradfield se hizo más marcada.
—Así es. —Luego, dando paso a su viejo entrenamiento médico, preguntó secamente—: ¿Estás de turno ahora?
—No, señor.
—¿Estás de ayudante esta noche?
—No, señor. Están Buchanan y Johnson. Yo estoy libre.
—Bueno, veo que el viejo dicho "Cuando estoy libre estoy dentro" se te puede aplicar también a ti, Romanoff. Por lo menos tienes buen gusto. ¡Lamento mucho haber interrumpido!
Bradfield salió airosamente para dirigirse al cuarto del residente de cirugía cardiovascular y ponerse un uniforme limpio de trabajo, color verde. Sentía su cuerpo relajado y su mente tranquila, disfrutando la cómica situación. Quince años antes, el ser atrapado in fraganti hubiera significado el despido inmediato. Las costumbres de los jóvenes, y con ellos las de la sociedad en general, habían sufrido un gran cambio. Bradfield recordó que en su juventud había estado absorto en sus estudios. Había sido torpe con las chicas y le desagradaban las charlas frivolas. Más tarde, cuando fue reclutado y enviado al campo de entrenamiento, había sentido un miedo terrible de morir en la guerra siendo virgen y sin haber conocido nunca las delicias del sexo.
Cuando se iba, Bradfield se asomó a la oficina de Schultz. Ella tenía su abrigo puesto y se preparaba a marcharse.
—Dime, ¿qué es lo que manejas tú aquí arriba? —le preguntó Bradfield con sorna.
Ella sonrió.
—Sólo puedo imaginarme de lo que hablas. Lo que aquí sucede es asunto de ellos. Lo que no veo, lo ignoro. Si agarro a alguien en algo indebido, les digo que se larguen a otra parte. Ya he visto demasiado. Bajaré contigo.
Eran las seis menos cuarto de la tarde.
Bradfield se dio cuenta de que Valerie no lo había buscado. La operación debía empezar dentro de cuarenta y cinco minutos. Hasta para Bradfield la situación se estaba poniendo demasiado difícil.
De hecho, Valerie había recibido una llamada de Wanda Warewski. La reservación del motel de Harris era para el Holiday Inn de Palo Alto. Una llamada al motel produjo la información de que a Harris se le esperaba, pero que había hecho un depósito para que se le guardara la habitación, ya que llegaría tarde.
—¿A qué hora lo esperan?
—Después de media noche —replicó el empleado del hotel.
—¡Oh, Dios mío!
—¡Perdón!
—No es nada. Por favor, déjele un recado al señor Harris de que llame al doctor Bradfield cuando llegue. Es urgente. Adiós.
Bradfield estaba con Joanne Schultz cuando la puerta del elevador se abrió en el segundo piso. Buchanan lo vio.
—Aquí me bajo —dijo Bradfield—. Adiós, Joanne, gracias por todo.
Buchanan saludó a Bradfield con impaciencia.
—¿Cuál es la última novedad, Bill? ¿Vamos a operar? Oí decir que Ridley no ha aceptado todavía.
—Puedes apostar el culo a que vamos a operar, Don. Lleva el paciente a la Sala de Operaciones y empieza la función.
—¿Pero qué pasará si no encuentras a Harris?
—¡Adelante! —dijo Bradfield.
—Está bien —replicó Buchanan y se dirigió al quirófano.
James Takaoka, el anestesiólogo, se encontraba en la Sala de Operaciones 13, revisando afanosamente las drogas, las existencias, el oxígeno y los anestésicos que tenía listos. Los monitores electrónicos ya estaban calientes. Miró a la enfermera: estaba lista.
Buchanan entró por las anchas puertas automáticas.
—¿Estás listo, Tak? ¿Quieres enviar por el paciente?
—Sí, estoy listo y enviaré por el paciente —dijo Takaoka haciéndole una seña a la enfermera auxiliar, la que notificó al empleado de comunicaciones del corredor.
Buchanan estaba muy contento de que Takaoka estuviera en este caso en particular. Tak era un sujeto serio e inteligente y capaz de actuar en situaciones difíciles. Cuando un paciente moría sobre la mesa de operaciones, a pesar de todos los esfuerzos, Tak no se ponía meditabundo y solía decir: "Así pasa". Si a ese mismo paciente lo lograban revivir mediante un brillante esfuerzo, Tak repetía lo mismo: "Así pasa". Una calma ritual interna y mucho estoicismo eran prominentes en su relación con la medicina.
A la señal de Takaoka, la enfermera de comunicaciones llamó a dos camilleros para que llevaran al paciente. Gray estaba despierto, pero sus reflejos cerebrales no eran muy agudos. Janet Chen lo besó en la mejilla y estrechó su mano hasta el último momento. Luego los dos camilleros, con Sue Myers y Jack Johnson, sacaron la pesada cama de la Unidad de Cuidados Intensivos El abigarrado grupo, con el semiinconsciente enfermo y las botellas de medicinas que colgaban sobre la cama, iniciaron cuidadosamente el camino hacia la Sala de Operaciones. Antes de meter a Gray a la sala 13, Johnson y los dos camilleros se pusieron batas y botines de papel sobre sus ropas "exteriores". Eran las seis y media de la tarde.
Al entrar Gray a la sala con aire acondicionado, se apagó la excitada charla entre el personal. Esta era mayor que una sala ordinaria de operaciones, con más espacio, y contenía todos los aparatos necesarios para la cirugía moderna de corazón. El equipo incluía la voluminosa máquina de perfusión del corazón y los pulmones, sistemas de monitores electrónicos, la máquina de suministrar anestesia, el defibrilador cardíaco, un marcapaso operado por una pequeña batería y la unidad de electrocauterización utilizada para coagular los vasos sanguíneos. El personal incluía a la señora Donald y varias enfermeras, al operador de la máquina de perfusión, Ray Lower, a su ayudante, Ralph Gutiérrez, y al equipo quirúrgico de Bradfield, compuesto por el residente en jefe, Don Buchanan, el residente inmediato, Jack Johnson, y Washington Belknap, un estudiante de medicina.
El cuerpo demacrado de Gray estaba incorporado en la cama, a un ángulo de 45 grados. Su corazón estaba tan débil que sus pulmones se hubieran llenado de agua si lo hubieran acostado. Takaoka ajustó la mesa de operaciones al mismo ángulo. Luego, ayudado por los camilleros y la enfermera auxiliar, pasó suavemente a Gray de la cama a la mesa. La enfermera revisó el brazalete de identificación en la muñeca de Gray y se lo leyó en voz alta a Takaoka.
—Henry Gray. Número de Hospital 035-75-42. —Takaoka cotejó la lectura con la gráfica del paciente y el sujetador con indicaciones a que estaba unida.
—Concuerda —dijo Takaoka. Sin embargo, para estar absolutamente seguro, se acercó al paciente y con aire de impasividad le puso la mano en la frente y lo sacudió suavemente. Gray abrió los ojos con lentitud.
—¿Es usted el señor Henry Gray? Mueva los párpados para contestar afirmativamente. —El paciente obedeció—. Muy bien, señor Gray, yo soy el doctor Takaoka. Ya antes hablé con usted. En unos momentos lo pondré a dormir. ¿Está usted listo?
Gray parpadeó de nuevo. Se hizo un gran silencio. Takaoka comenzó su ritual de revisar las drogas y el equipo. No habría demora con este enfermo. Los alambres de los monitores estaban en su lugar. Conectó los electrodos de electrocardiograma al monitor del aparato para electrocardiogramas. Una señal silenciosa apareció de inmediato en la pantalla. Llenó la cánula de viaje arterial y la conectó al transductor de la presión. Las pulsaciones de la presión arterial aparecieron de inmediato en la pantalla. Unió los conductos de la presión venosa y revisó la continuidad del conducto intravenoso para asegurarse de que no gotearan o estuvieran obstruidos. Luego apretó varios botones en una consola y la computadora central empezó a operar, basada en la información hemodinámica que le llegaba del paciente No. 035-75-42.
Takaoka puso un pesado estetoscopio de acero sobre el pecho del paciente y escuchó atentamente sobre ambos pulmones. Podía oír la respiración del paciente. Había unos ligeros ruidos crepitantes causados por el fluido, el cual demoraba la transferencia del oxígeno vivificador de los alveolos, las pequeñas bolsas de aire de los pulmones, al torrente sanguíneo. Gray estaba azul. Aumentando la concentración de oxígeno en la mezcla inspiratoria se aliviaría este problema.
Takaoka fijó una conexión de hule negro al tubo endotraqueal que iba a la máquina de anestesia o "mezcladora de gases". Bajo la máquina, una bolsa de hule negro, ahora conectada al paciente, se inflaba y desinflaba rítmicamente, en respiraciones rápidas y jadeantes. Tak hizo girar una perilla azul con una escala de Vernier y el sibilante oxígeno penetró, duplicando la concentración de un 20 por ciento normal a un 40 por ciento. Tak esperó un minuto o dos, viendo cómo cambiaba el color de la cara de Gray, hasta ponerse casi rosado.
—¿Listo? —le preguntó Takaoka a Buchanan. El hombretón asintió.
Takaoka tomó su jeringa, ya preparada, que decía "morfina". La insertó en una llave de tres conductos, abrió ésta, e inyectó diez miligramos; luego, abrió la botella del conducto intravenoso para dejar pasar el narcótico. La transparente botella de vidrio goteó aceleradamente.
—Pronto estará usted dormido, señor Gray —dijo Tak.
Gray abrió los ojos una vez más. Vio a Tak que lo miraba. Buchanan observaba la botella que goteaba. Johnson se hallaba al pie de la mesa de operaciones. La enfermera auxiliar le sostenía la mano con suavidad y dulzura. La escena era desoladora y de un alto contraste. Todo era rígido, sin ningún contorno suave; la lámpara cromada, las varillas de acero, el techo de mosaico. Los colores eran intensos: las paredes, de un verde pasto; la piel de Johnson, de un negro obsidiana; la de Takaoka, de un amarillo trigo brillante; la barba de Belknap, bajo la mascarilla, de un rojo fuego. Las personas de piel blanca parecían talladas en alabastro.
Los párpados de Gray empezaron a pesarle y todo se volvió más oscuro, más suave. Cerró los ojos y se concentró en su respiración. La opresión en el pecho, la dificultad de respirar que lo había acompañado por meses, parecía desaparecer. ¿Dónde se iba? Ya no necesitaba respirar más. Vagamente oyó el eco de su nombre que se alejaba por un profundo y oscuro corredor: "Gray, Gray, Gray". El dolor había desaparecido por fin.
Johnson miró inquisitivamente a Tak y, sin palabras, movió sus labios.
—¿Está dormido? —preguntó, mientras el movimiento de la bolsa de hule negro se hacía más lento y el movimiento del pecho cada vez más reducido. Tak negó con la cabeza, pero hizo una seña con ambas manos—. Vayan a lavarse.
Buchanan fue el primero en salir.
La respiración paró por completo. Tak apretó la bolsa y el pecho se movió. Luego hizo el cambio a la respiración artificial y, con un sonido de rítmico tic-tac, el paciente empezó a respirar con la ayuda de la máquina.
—¿Señor Gray?
No hubo respuesta.
—Bien, este sujeto no necesitó mucho —observó alguien.
—SSSHHH —ordenó Tak rápidamente. Encendió la esfera que encerraba el halo y una concentración anestésica del gas fluyó en el sistema cerrado Después de unos momentos, Tak dijo: —Bien, prepárenlo.
Johnson revisó la posición del paciente sobre la mesa y luego colocó bajo la espalda una gruesa toalla de baño doblada, de forma que el pecho quedara en posición convexa en relación con el techo. Quitó la sábana de tela de toalla que cubría el cuerpo inerte y caliente de Gray, dejándolo desnudo. Un catéter de Foley había sido insertado en la vejiga a través del pene.
Tak le pidió a Johnson que moviera la bolsa recolectora de orina de los pies a la cabecera de la cama, de forma que pudiera vigilar visualmente la función de los riñones. Faltaba un último punto por revisar y era verificar si los brazos del paciente se hallaban sujetos bajo la sábana de la cama. Luego, la enfermera circulante se puso un par de guantes estériles y con ambas manos frotó el pecho y el abdomen del paciente con una solución antiséptica de yodo, empezando por el medio y extendiéndose hacia la periferia. La piel de Gray era ahora de color amarillo castaño sedoso.
Belknap y Johnson habían salido del cuarto para frotarse sus brazos y manos. Buchanan regresó sosteniendo delante de él sus manos, que apenas goteaban, y dejando que el agua fluyera de sus codos al piso de terrazo. Después que le pusieron su bata, empezó a tapar al paciente. Toallas estériles fueron colocadas hábilmente cubriendo la piel desnuda, excepto donde la incisión se realizaría. Echó una ojeada al reloj: eran las siete y cinco minutos.
—Por favor, notifiquen al doctor Bradfield que estamos abriendo al paciente —dijo Buchanan.
Una gran sábana estéril de plástico transparente se desdobló y fue colocada sobre el pecho y el abdomen, apretada hacia abajo, cubriendo y adhiriéndose a la piel y a las áreas cubiertas, formando una barrera impermeable. Finalmente, otra gran sábana, de hilo color azul verde, se desdobló sobre el paciente llegando hasta el suelo, y luego le fue recogida sobre los pies y la cabeza para aislar a los cirujanos y las enfermeras de los campos no preparados.
Bradfield y Johnson entraron a la Sala de Operaciones casi simultáneamente. Mientras le ponían su bata, Bradfield le preguntó a Tak:
—¿Está todo bien?
—Sí —fue la concisa respuesta del anestesiólogo.
—¿Listo para empezar, Don?
—Bueno, todo está listo para que lo saquemos, pero ¿que vamos a meter?
Buchanan era buen soldado hasta un límite; lo malo era que ya estaba muy cerca de dicho límite.
—¿Ha sido ya posible comunicarse con Harris? —preguntó.
—No, no lo ha sido. —Bradfield habló con una calma caritativa—. No hemos podido localizar al hijo de puta.
Se hizo un gran silencio en el quirófano.
—¿Qué sucede? —quiso saber Takaoka.
—Todo un problema. No tenemos el plutonio —replicó Buchanan.
Takaoka se enderezó inmediatamente y exclamó:
—Por favor, amigos, no bromeen así.
Bradfield se hallaba ahora de pie al lado de la mesa.
—Muy bien —dijo—. Llamen a Ridley a su casa y conecten la llamada al altoparlante.
Uno podía darse cuenta de que Bradfield ni siquiera pensaba en fracasar.
Takaoka le dirigió una mirada a Bradfield por encima de la pantalla de anestesia, pero el cirujano estaba pendiente de la enfermera auxiliar que marcaba el número pedido. Buchanan vio la mirada de Takaoka y movió su pesada cabeza con un gesto de incredulidad. El anestesiólogo dijo, enunciando con claridad y con tono incisivamente afirmativo:
—¿Cuál es la situación? ¡Aquí no estamos jugando!
—¿Qué te sucede, Tak? ¿De repente te ha dado por hablar? —dijo Bradfield con sarcasmo.
—Bill, puedo despertar a este enfermo y largarme a casa —replicó Tak de innmediato y sin el menor tono de amenaza. Era absolutamente sincero.
—Ya cálmate, Tak —dijo Bradfield con voz tranquilizadora.
—Yo estoy absolutamente calmado, pero no creo que tu equipo lo esté.
Y era completamente cierto ya que, desde Belknap hasta Buchanan, los miembros del equipo quirúrgico se hallaban atrapados en un círculo de circunstancias, como ratones en una ratonera. Todos ellos eran de menor jerarquía que Bradfield, sin poder expresar opiniones, aunque sin dejar de pensar que era un asesinato el proceder con la operación sin un corazón de repuesto. La situación tenía sus analogías. En una ocasión se había implantado un corazón de chimpancé en un paciente y el corazón falló. En otra ocasión también se había transplantado el corazón de un borrego, pero igualmente había fallado de inmediato. Buchanan había oído a Bradfield expresarse despreciativamente de la inteligencia de los cirujanos que habían realizado los transplantes.
Curiosamente, el público era más bien tolerante de estas frustraciones en la conducta de los cirujanos; para los conocedores, sin embargo, las posibilidades de éxito habían sido absolutamente nulas.
Bradfield dijo:
—Tak, veamos lo que nuestro muchachito Ridley tiene que decir.
La señal de la llamada del teléfono se interrumpió y fue reemplazada por un "Hola", que oyeron todos los presentes de la Sala de Operaciones 13, menos Gray.
Ridley había tomado una ducha caliente y se había puesto ropas secas. Su hogar era un modesto bungalow ubicado a una distancia cómoda del camino y rodeado de un bosquecillo de pinos y unos cuantos viejos y retorcidos robles. Un pequeño y crepitante fuego ardía en la chimenea de la sala, que estaba sobriamente decorada con muebles de madera de arce en estilo colonial americano; mientras, afuera, la furia de la tormenta se hacía cada vez más intensa.
Después de la cena, que transcurrió casi en absoluto silencio, Cynthia le preguntó a Allen cuál era el problema que le preocupaba, y él le contó los sucesos del día, su discusión con su viejo amigo Buchanan, su encuentro en la lluvia con Bradfield y la llamada que esperaba de Harris y que no había recibido aún.
—¿Hay alguien que pueda influir directamente sobre Bradfield? —preguntó Cynthia.
—Sí, el Decano de la Escuela de Medicina, pero da la casualidad de que el doctor Geld es también vicepresidente del Consejo, así que no habría mayor presión. Además, no quiero ser injusto, pero no le tengo confianza al doctor Geld, ya que para empezar niega su origen.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, es judío.
—¿Y eso qué importancia tiene?
—Ninguna, pero cuando un hombre cambia su herencia cultural y religiosa por una posición de poder, no inspira precisamente confianza. Uno se pregunta por qué lo haría, siendo un excelente doctor y en una posición influyente.
—Es triste. ¿No fue Robert Browning el que dijo que todo hombre tiene una falla en su carácter?
—El segundo problema es que la medicina académica hoy en día es un gran negocio, y el Decano, cualquier decano, tiene que mantener a flote la Universidad. Debe conseguir fondos y Bradfield es una mercancía muy valiosa. ¿Por qué se enfrentaría a Bradfield por mí? Y, si quieres una respuesta, no lo hará, ya que está decidido a seguir adelante.
—Es imposible que tú seas el único que piensa distinto.
—Sin embargo, a veces eso es lo que creo, ya que todo el mundo en Aspermont parece tener su propia justificación para proceder. Bradfield dice que el paciente está moribundo. Geld probablemente piensa en el dinero y en la gloria que tendrá la Universidad, los residentes quieren realizar cirugía espectacular sin importarles las consecuencias, las enfermeras buscan algo dramáticamente nuevo en el cuidado de los pacientes, y los estudiantes supongo que quieren sentirse admirados por la habilidad de su profesor. Harris probablemente permitió que se procediera con la prueba clínica para impresionar al Congreso cuando llegue la hora de las adjudicaciones. Como verás, es una situación desalentadora.
La intensidad del calor de la chimenea comenzaba a disminuir y Ridley se levantó de su mecedora para poner otro leño en el hogar; Cynthia, que había estado sentada en el brazo de su sillón, le estrechó la mano, se incorporó también y fue a sentarse en el sofá.
—¿No has pensado en nadie fuera de la Universidad?
—Es demasiado tarde —dijo Ridley lentamente—. En realidad pensé en telefonearle al doctor Warren Coles, el predecesor de Bradfield, que tiene una reputación de hombre íntegro.
—¿Qué le sucedió?
—Lo obligaron a renunciar.
—¿Alguna razón en particular?
—Coles no se prestaba al juego académico. Criticó a Holborn el permitirle a Bradfield continuar con el desarrollo del corazón artificial y, en Aspermont, la crítica no es algo bien recibido; lo que se espera es lealtad.
—¿Dónde está ahora Coles?
—Tiene su práctica privada con el Grupo Quirúrgico de Mountain View.
—¿Por qué no le telefoneas. Allen? Podría tener alguna perspectiva diferente.
Ridley se levantó e hizo la llamada. El servicio telefónico de respuestas tomó la llamada, registró el nombre de Ridley, su número y objeto de la llamada, e indicó que se ocuparía de que el doctor contestara la llamada. Cuando sonó el teléfono, Allen se preguntó si sería Coles o Harris. Era Coles.
Escuchó la fuerte y brusca voz que decía:
—Hola, Allen.
—Doctor Coles, espero que me recuerde...
—Claro que lo recuerdo, usted es el físico de salud de Aspermont y tuvimos una larga plática cuando se discutió el contrato atómico de Bradfield. Recuerdo que estaba usted preocupado de verse envuelto en este asunto del plutonio. ¿Qué necesita de este viejo gruñón?
Ridley describió nuevamente los sucesos del día y Coles le respondió con su característica franqueza.
—Bien, ¿qué quiere de mí?
—Pensé que podría usted aconsejarme sobre esta situación.
—Seguro, los consejos son gratis. Primero déjeme decirle que esto no es sorpresa para mí. Bradfield es un cirujano de primerísima categoría, y no lo digo a la ligera. Como usted ya sabe, es un hombre ambicioso, muy inteligente, esforzado y que sabe lo que quiere. Se exige a sí mismo el máximo y espera igual de los demás; su único error en este caso es una adhesión ciega a una causa, y a usted le tocó estar en medio. Hablando francamente, a mí no me gusta Bradfield, ya que parece formar parte de esta nueva raza de genios jóvenes que tienen un concepto distinto de la humanidad, aunque él no fue siempre así y ha cambiado desde que lo recomendé por primera vez para un puesto en Aspermont; de lo que ya no hay duda es de que pertenece a la nueva raza de genios. ¿Quiere usted saber qué puede hacer? Pues es bien poco lo que puede hacer. Comprenda que se está enfrentando a la artillería pesada de la cirugía cardiovascular, a la avaricia de la medicina académica y a los dólares de la investigación financiada por el gobierno. Yo soy un tipo pragmático. ¿Tiene usted alguna oferta de trabajo en otra parte?
—No, no la tengo —contestó Ridley en voz baja.
—Bien, entonces esto es lo que yo recomendaría. Si Harris llama y confirma la aprobación, obedezca y no se dé de cabezasos contra la pared; pero, si no lo hace, entonces mantenga su posición. Todos los días mueren pacientes sin los beneficios de la cirugía; esto puede parecer cruel, pero es absolutamente cierto. Finalmente, Allen, en cualquier caso largúese de ahí y búsquese otro trabajo. ¿Entendido?
—Muchas gracias por todo, doctor Coles, y adiós.
Harris caminó por las calles de la playa norte de San Francisco, con la mente ocupada en cosas más importantes para él que el asunto de Aspermont. Separada del Barrio Chino por la Avenida Broadway, la playa norte es propiedad, en su mayor parte, de familias italianas y chinas. Viven allí, como vive también una mezcolanza de ejecutivos de publicidad, artistas, homosexuales y jóvenes de ambos sexos ansiosos de divertirse. Allí tropieza uno con los típicos restaurantes familiares italianos, con cabarets, galerías de arte, bares de jazz, salones de masaje y otros aspectos visibles de la bohemia. Sus anuncios le titilaban sus invitaciones y, bajo una marquesina, se guarecía un anunciador envuelto en un impermeable para protegerse de la pertinaz lluvia, al tiempo que movía las manos y los pies para tratar de conservarlos calientes.
—Vamos, amigo, chicas preciosas. Mucha acción. ¡Todas sin sostén!
El anunciador estaba acostumbrado a que la mayoría de los viandantes lo ignoraran, bien.es cierto que nada podía importarle menos. Era sólo un trabajo. De repente observó al que parecía ser un respetable hombre de negocios y que mostraba señas de nervioso interés. Los ojos del anunciador se encendieron de codicia y empezó a trabajarse a Harris, como un cazador que echa sus señuelos a los patos que revolotean a su alrededor.
Ridley dejó el auricular en su sitio y se quedó sentado sin moverse, tratando de ordenar sus pensamientos. Cynthia se hallaba acostando a sus dos niños, cuando el repiqueteo del teléfono volvió a romper la quietud rural. La voz al otro extremo se oía apagada y distante, como si el que llamara lo hiciera dentro de una gran caja de resonancia. Se escuchaba también el zumbido de un condensador.
—Hola, habla Bradfield.
—Sí, apenas te escucho —replicó Allen a voces—. Tenemos una conexión muy mala.
—Tengo este teléfono conectado al sistema del altoparlante, pues estoy en la mesa de operaciones. Toda la sala puede oír tu voz.
—Tu contacto, Harris, no me ha hablado, por lo que espero que no vayas a empezar la operación.
—El paciente está ya anestesiado y tengo el bisturí en la mano.
—No puedo... —En la Sala de Operaciones la voz de Ridley se interrumpió a la mitad de la frase y se oyó un zumbido constante. Ridley continuó hablando, pero él también había oído cuando se desconectó la comunicación con un chasquido y su teléfono quedó completamente muerto. Trató varias veces de mover la base del auricular, sin ningún resultado. El teléfono estaba mudo.
En la Sala de Operaciones el manto de incertidumbre era casi tangible. Bradfield tomó el bisturí e hizo una larga incisión lineal en el esternón atravesando el periostio hasta el hueso. La sangre negruzca brotó sobre el campo de operación y tomó por sorpresa a Takaoka. ¡La operación había comenzado! Empezó a chirriar el electrocauterio y pequeños puntos rojos que sangraban se carbonizaron en puntos negros y secos.
Bradfield le hizo señas a Buchanan al otro lado de la mesa de operaciones.
—Don, toma una ambulancia, pide ayuda a la policía de tránsito y tráete a Ridley aquí. Johnson, ¿estás listo para ayudar? Que alguien vuelva a marcar el número de Ridley a ver qué sucede. Esponja, por favor.
Las dos enfermeras entraron inmediatamente en acción, pasando grapas, amarres y tijeras en la secuencia apropiada.
Buchanan se retiró de la mesa. ¡El capitán Queeg4, pensó! Sin embargo, quería tener otra oportunidad de hablar con Ridley.
Ridley se cambió rápidamente de ropa, después de que se descompuso su teléfono, y pensó que lo menos que podía hacer era tomar su coche y dirigirse a su oficina para esperar allí hasta que alguien encontrara a Harris. Manejó muy despacio a lo largo de la calle Alpine Road, fuertemente castigada por la lluvia, y antes de llegar a la angosta curva donde se habían encontrado Bradfield y él, conoció la razón para que su teléfono estuviera fuera de uso: a lo alto de los lados del camino la tierra empapada había absorbido más agua de su capacidad y se había desprendido de su base de roca. Un gigantesco deslave de lodo se había producido silenciosamente a lo largo de las laderas cubiertas de yerba y había obstruido completamente el camino. El río de lodo debía tener casi cien metros de anchura y el poste t*elegráfico de la derecha del camino se había inclinado peligrosamente, colina abajo, hasta casi tocar el suelo; lo único que lo detenía eran los alambres que ya habían dejado de funcionar. Se salió del coche y probó la consistencia del lodo, hundiéndose de inmediato hasta las rodillas. Era imposible pasar, ni a pie ni en coche.
Ni Rídley ni Buchanan sabían que se encontraban en los extremos opuestos de la gran obstrucción, y Ridley tuvo que ir en reversa una distancia considerable hasta encontrar un sitio donde dar vuelta. Buchanan, en una ambulancia guiada por una patrulla de la policía, cuyas luces rojas alumbraban intermitentemente el camino en su continuo girar, miraba desconsoladamente el lodo. Maldijo el tiempo, el camino y su suerte, pero lo que más le preocupaba era Gray. Era él, Buchanan, el que había precipitado toda la cadena de situaciones al aceptar la llamada de Janet Chen aquella mañana. Una vez en movimiento, aparentemente no había medio de detener el implacable progreso de Bradfield.
Siete y media. Browning y Wheeler abrieron la puerta del esterilizador de gas. CORA III, que así se apodaba el corazón artificial, se deslizó suavemente hacia afuera sobre su base corrediza de acero inoxidable. El corazón tenía una triple protección de gruesas envolturas de lino azul verdoso y era una masa irregularmente formada. En ese momento también carecía de combustible.
—Vamos, vamos, Richard, póngalo sobre la mesa. —Browning habló con su aire habitual de exasperación, y Wheeler levantó lentamente el corazón esterilizado y lo colocó con cuidado en una bolsa de plástico, cuyos bordes dobló luego esmeradamente con objeto de impedir que la lluvia, que no era estéril, mojara las cubiertas de lino y llegara al corazón cuando éste fuera transportado al centro médico.
—No, no, maldita sea, Richard; dejó una abertura en la parte superior del paquete. Doble bien los bordes hacia adentro.
—Oh, oh, tiene razón, Liz. Sí, ya lo veo —dijo asintiendo vigorosamente.
—Muy bien, ahora vamonos. Nos están esperando. Llévelo con cuidado y no vaya a dejarlo caer. Yo abriré la puerta.
Los dos salieron lentamente hacia la tormentosa noche. El sendero era de tierra y la superficie lodosa y resbaladiza. A unas cincuentas yardas había una camioneta estacionada y Wheeler sentía que se caía a cada paso, en tanto Browning desapareció en la oscuridad. Quería caminar más aprisa, pero sus pies continuaban resbalando. Browning tuvo un presentimiento, se de tuvo y regresó a ver cómo iba su inexperto ayudante,
—Por Dios, Richard —exclamó, al ver con horror como éste trataba desesperadamente de mantener el equilibrio. Por fin lo logró y ella, exhalando un suspiro de alivio y corriendo hacia él con el corazón saliéndosele del pecho, le dijo severamente—: Déme el envoltorio.
—No se preocupe, Liz, yo lo puedo llevar. De veras.
—No discuta.
—Oh, ya está bien, déjeme en paz. —Wheeler no estaba cooperando en su forma característica. El sabía que se trataba de "algo grande" y tenía toda la intención de obtener algún crédito por su participación. Los observadores, pensó él, sabrían que era alguien importante cuando se le había confiado la misión de transportar el corazón a la Sala de Operaciones Siguió abrazando fuertemente el paquete mientras avanzaba. Elizabeth abrió la puerta trasera de la camioneta y Richard trató de entrar sin soltarlo.
—Por el amor de Dios, póngalo sobre el piso y entre usted.
—Está bien, está bien.
Se sentó en la parte posterior vigilando el paquete, mientras Browning conducía cuidadosamente al hospital.
Las nuevas del deslave de lodo flotaban aún en la atmósfera de la atestada Sala de Operaciones, cuando llegaron Wheeler y Browning con su precioso paquete. Buchanan se había comunicado por el radioteléfono, tan pronto como el carro patrulla salió de las colinas que formaban una barrera electromagnética a la comunicación por radio. Bradfield hallaba difícil creer que en esta época, en un área suburbana, un hombre no pudiera desplazarse a voluntad; que un deslave de lodo, sobre el que no tenía control, pudiera presentarse de repente e impedir el progreso de la cirugía. Tan sólo esta mañana sentía que todo lo que necesitaba para obtener sus fines era motivar a los demás. Bradfield había llegado por fin a un estancamiento total. Ahora estaba preocupado y por primera vez indeciso de cómo proceder. Había una delgada capa de sudor en su frente y un ligero temblor en sus manos.
Wheeler se detuvo fuera de la puerta de la Sala de Operaciones y se puso protectores sobre sus lodosos zapatos. Se puso también su máscara y su gorra y una bata limpia, pero no estéril, sobre sus ropas del laboratorio de animales. Browning le mantuvo la puerta abierta mientras él entraba orgullosamente en la tensa y callada habitación, y luego se alejó con rapidez para cambiarse sus ropas de operar en el vestidor de las enfermeras, ignorante del curso de los acontecimientos.
En un principio sólo Belknap, el estudiante de medicina, se fijó en Wheeler, a través del grupo, mientras permanecía de pie al lado de la puerta sosteniendo el corazón artificial sin combustible, pero Belknap no dijo nada pensando que no era a él a quien correspondía romper el incómodo silencio. Ya había mucha gente presente, pero eso no parecía tener importancia. Ignorante de la actitud a seguir en una Sala de Operaciones para humanos, Wheeler permanecía quieto e inadvertido. Aunque el paquete no era pesado, su decepción era extrema por la forma en que se había ignorado su llegada, sus hombros se inclinaron hacia adelante y sintió ganas de llorar. Finalmente la enfermera ambulante le hizo señas de que se adelantara. Wheeler llevó su paquete a través de un angosto pasaje entre la pared y la mesa esterilizadora de las enfermeras, mientras ya lo observaban algunos de los presentes.
Bradfield levantó la vista al sentir el avance de Wheeler.
—Doctor Bradfield —dijo Richard—, el corazón está esterilizado y listo.
—Muy bien, déjalo ahí. Podemos tener un problema. Quédate, sin embargo; tal vez tengas que llevártelo otra vez.
Wheeler notó que esta vez no había ningún tono de elogio en la voz de Bradfield, que siempre lo felicitaba por todas sus tareas. La enfermera ambulante le indicó a Wheeler que debía ponerse con el grupo de la cabecera de la cama y apartarse del camino.
Bradfield le dijo a Takaoka:
—Sigamos adelante. Veamos si hay algo que podamos lograr sin llegar al reemplazo.
El anestesiólogo aceptó:
—Bien; de cualquier manera ahora ya puede darse por muerto. Su presión y signos vitales están descendiendo otra vez y aunque su pulso es demasiado alto para añadir epinefrina, un momento en la máquina de respiración artificial podría ayudarlo con el shock de la anestesia.
La operación, que había empezado con tantas dificultades y tantas esperanzas, continuó calladamente. Allí no había historia que hacer y los observadores curiosos empezaron a desfilar rápidamente, hasta que sólo quedaron Wheeler y Browning.
Bradfield pensó en voz alta.
—Alguien debía ir a preparar a la señorita Chen y decirle que las cosas no van muy bien. De cualquier manera, ¡maldito sea Ridley! ¡No! Pensándolo mejor, esperaremos a que regrese Buchanan.
Takaoka le preguntó a Wheeler que estaba de pie junto a él.
—¿Y usted quién es?
Wheeler respondió con ínfulas de importancia.
—Soy el técnico en jefe de los animales.
Takaoka dijo:
—Ah, sí. Pensé que a lo mejor era un estudiante de medicina.
—No, no soy lo bastante listo.
A Takaoka le agradó el juicio, sin artificios pero exacto, que Wheeler hacía de sí mismo. El problema de Wheeler no era sencillamente falta de inteligencia, sino también una reacción extrema a la crítica. Browning siempre andaba corrigiéndolo por sus equivocaciones. Por ejemplo, cuando rompía una ampolleta de medicina, sencillamente lo limpiaba todo y no se lo avisaba a Browning; después, cuando se necesitaba la medicina, empezaban las consternaciones. Sin embargo, el momento de Wheeler estaba por llegar y en forma espectacular.
Y sucedió mientras Tak continuaba su plática con Richard. La presión del paciente era baja, como era de esperarse en tal situación, y no había nada que Tak pudiera hacer hasta que Bradfield estuviera listo para meter a Gray en el respirador artificial.
—¿Qué hace usted? —le preguntó Tak a Wheeler.
—He estado con el doctor Bradfield por largo tiempo y empecé como asistente de laboratorio. Yo soy el que junta las partes del corazón artificial.
—¿Así que usted armó éste?
—Sí. Esta cosa la hace una compañía en Berkeley, y yo junto las partes y pongo el plutonio dentro, cubriendo después el artefacto con goma de silicones. Luego, el doctor Bradfield y Liz Browning lo meten dentro. ¡Funciona de maravilla!
—He oído decir que han tenido terneros que han vivido seis meses y más.
—Sí, señor —dijo Richard orgullosamente—. Tenemos tres corazones en total. Este y dos modelos dentro de las vacas. Después de cada experimento yo limpio la bomba usada y arreglo las partes gastadas. El señor Ridley llega y se lleva el plutonio para guardarlo. De hecho, tenemos dos animales en el laboratorio...
En ese momento, centrándose su mente en la gravísima dificultad que confrontaba, la conversación penetró al consciente de Bradfield.
—¡Dios mío, desde luego! —exclamó. —¡Wheeler! ¡Eres un precioso bastardo negro!
Richard se sintió halagado aunque había sido insultado. No tenía la menor idea de lo que hacía gritar de alegría a Bradfield. De hecho estaba completamente perplejo, y Jack Johnson, que también era negro, estaba igualmente molesto.
—¡Las terneras! Las terneras tienen doscientos gramos de plutonio en su interior. —Los ojos de Bradfield centelleaban y su mente trabajaba como remolino, y sus emociones, normalmente tan bien controladas, se desbordaban. Se volvió hacia Johnson y Takaoka.
—¡La cápsula de combustible es intercambiable! Todo lo que tenemos que hacer es sacarla de la ternera y meterla en esta máquina. Richard, Liz, maten a la ternera que tiene dentro la unidad CORA II, saquen la unidad de combustible y tráiganla aquí, en seguida. ¡Al demonio con Ridley y Harris! Y Liz, tráete antes el cargador para que podamos esterilizarlo aquí. ¿Entendieron?
—Sí, doctor Bradfield —contestaron los dos al unísono y salieron rápidamente, cruzándose con Buchanan en el corredor.
Browning le relató brevemente a Buchanan lo que había estado sucediendo y siguieron a cumplir su importante misión. Los pacientes en los corredores del hospital miraban sorprendidos a la bizarra pareja, mientras éstos atravesaban, saltando de gusto, entre las turbas de visitantes, en camino a su camioneta.
Buchanan asomó su gran cabeza por la puerta de la Sala de Operaciones
—Hombre, acabo de oír que resolviste el problema.
—Don, entra aquí de una vez. Tenemos una verdadera operación que realizar.
Buchanan salió a lavarse, mientras Bradfield se regañaba a sí mismo por su falta de visión.
—Tuve todo el día. ¿Por qué no lo pensé antes?
Takaoka dijo:
—Eso es lo que yo quisiera saber.
Browning y Wheeler regresaron al refugio para animales después del breve viaje bajo la lluvia. La ternera a la que mantenía viva CORA II se hallaba tranquila en su pesebre. Los cables del monitor, que salían de una herida limpia y bien protegida, entre sus escápulas, se hallaban conectados a una computadora similar a la grande que había en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital. La circulación de la sangre, la presión y la respiración se examinaban repetidamente cada diez milisegundos. El funcionamiento del corazón artificial era excelente y la ternera rumiaba en paz y de vez en cuando le movía las orejas a una mosca imaginaria. Los pesebres estaban rodeados de paja que había sido esterilizada y el suelo había sido cubierto con un material resistente al agua. La ternera miró al hombre y a la mujer como reconociéndolos.
—Me da mucha pena, Bossy —dijo Wheeler.
—Limítese a sujetar al animal, Richard, no tiene que consolarlo.
—Mire, Liz, no me hable así, no tiene por qué hacerlo. Nunca lo hace cuando está delante el doctor Bradfield.
—Muy bien, muy bien, no es hora de discutir. Sujete el animal.
Wheeler sostuvo la cabeza del animal por su collar y la levantó un poco, echándola hacia atrás. Una vena de tres centímetros de diámetro apareció a lo largo del lado izquierdo del músculo del cuello. Elizabeth, con la habilidad de la experiencia, insertó rápidamente una larga jeringa hipodérmica que contenía cuarenta centímetros cúbicos de eutanol, una alta concentración de barbitúrico. En quince segundos, la mezcla llegó al cerebro y el animal perdió el sentido y cayó pesadamente sobre la paja. Cinco segundos después dejó de respirar para siempre.
En animales normales, cuando cesa la respiración el corazón continúa latiendo hasta que se acaba el oxígeno, y luego termina gradualmente. En algunos casos, la concentración de droga es tan alta que tanto el corazón como la respiración cesan simultáneamente. En el caso de este animal, el corazón artificial no respondió ni al barbitúrico ni a la falta de oxígeno, sino que continuó latiendo y haciendo circular la sangre mucho después de que el cerebro de la ternera había muerto.
No había forma, a menos de alguna falla, de parar la máquina alimentada por poder atómico.
Los dos técnicos empujaron el inerte cuerpo de la ternera a una carretilla con ruedas de baleros y se dirigieron a la sala de operación de animales. Allí Wheeler se preparó a realizar la autopsia y a remover la cápsula de plutonio. Para realizar estas tareas se puso unos guantes de goma, un delantal de plástico y botas también de goma.
—¿Puede hacer esto sin echarlo a perder? —le preguntó Browning.
—Sí, sí puedo.
—Muy bien, yo voy a llevar uno de los cargadores a esterilizar. —Era una excusa conveniente para dejarle la repulsiva tarea a Wheeler.
El cargador era un palo de seis pies de largo, con gozne en el medio para que pudiera doblarse en dos secciones de tres pies que cupieran en la autoclave normal de vapor. En una de las puntas había un artefacto en forma de recipiente, como una lata abierta, en el cual encajaba a la perfección la cápsula de plutonio. Para meter la cápsula en la máquina del corazón, el cargador se empujaba contra la cápsula por el técnico que sostenía el mango. En esta forma podía manejarla a una distancia apropiada de la radiación atómica. Sencillmente empujaba la cápsula en el espacio completamente protegido de la máquina, retiraba el cargador y atornillaba la tapa a mano. Para extraerla se invertía la secuencia.
Wheeler se quedó solo con la res muerta. Usando un afilado cuchillo de ocho pulgadas de largo, cortó expertamente a través de la piel hasta la máquina que descansaba entre la quinta y la octava costillas. El corazón estaba caliente al tacto. Cortó a través de la gruesa capa de tejidos que rodeaba la cápsula y la sangre fue escurriéndose caliente y espesa, coagulándose pegajosamente. Encontró los tornillos, con unas protuberancias especiales que mantenían la máquina junta, y los destornilló con dificultad, ya que llevaban seis meses puestos. Luego destornilló la máquina, dejando al descubierto la mitad de la cápsula misma. Wheeler encontró el otro cargador y, parándose a seis pies de distancia de la ternera, sacó la cápsula de la máquina y la movió cuidadosamente hasta un barril negro de aceite. Dentro del barril había un cilindro de plomo de ocho pulgadas de grueso, que colgaba de una especie de arnés de metal. Entre el cilindro de plomo y los lados del barril había un espacio para ser llenado con líquido, el cual absorbía las partículas rápidas de neutrón, a las que normalmente no detenía el plomo. Wheeler colocó la cápsula con el combustible en el cilindro de plomo y llenó el barril con agua. El pesado barril estaba equipado con ruedas de seis pulgadas para ser transportado fácilmente.
Wheeler se quito sus prendas de protección y dejó la res en el suelo para limpiar más tarde. Abrió la puerta del laboratorio, la fijó para que no se le cerrara y empujó el barril rampa abajo en medio de la lluvia. AI final de la rampa las ruedas se hundieron en el lodo. El peso de la preciosa carga mantenía el barril firmemente anclado, no obstante sus esfuerzos por empujarlo hacia adelante, y él tenía que llegar a la Sala de Operaciones. Después de considerar la situación, inclinó el arnés a un lado y permitió que la barrera de agua se derramara en la tierra; luego volteó el barril para poderlo llevar rodando hasta la camioneta, pero la cápsula de combustible se salió del arnés. Con la mayor impasibilidad Wheeler se inclinó, recogió el material expuesto, se lo metió en el bolsillo y ahí lo dejó hasta que llegó a la camioneta. Con un tremendo esfuerzo levantó el barril y lo colocó detrás del asiento del conductor. Volvió luego a poner el combustible en el barril y, poniéndose tras el volante, manejó muy despacio hacia la entrada de mercancías del hospital. El área estaba desierta. Rodeando el barrí con sus brazos lo colocó sobre la plataforma de descarga y volvió a enderezarlo sobre sus ruedas. Luego miró a su alrededor para ver si encontraba una manguera y, como vio cerca una, la tomó y lavó con ella los fangosos lados del barril, hasta que aparecieron las brillantes letras amarillas que avisaban la radiactividad. Luego volvió a llenar de agua el barril y lo empujó pasillo abajo hacia el elevador, silbando con satisfacción.
Wheeler no comprendió que había estado expuesto a radiación en una forma en la que un paciente con un corazón artificial no lo estaría nunca. En el paciente, el plutonio no tocaba los tejidos. La radiación alfa era absorbida por el recipiente del combustible y la maquinaria y envoltura del corazón. El riesgo de las partículas alfa dependía de la distancia de la fuente. Podían ser dañinas si uno tocaba la cápsula por largo tiempo, pero a media pulgada de ella el nivel de radiación era notoriamente bajo.
Lo que era peligroso era la forma en que Wheeler había manejado el combustible. Este, usado en experimentos animales, contenía impurezas y despedía rayos X y neutrones, así como partículas alfa. La radiación mata las células blancas.
Wheeler podía volverse anémico y arriesgar una infección, pero, desde luego, no tenía la menor intención de mencionar las dificultades que había tenido para transportar el plutonio. Elizabeth Browning hubiera vuelto a gritar.
En la Sala de Operaciones 13, los cubos que conectaban el paciente a la máquina cardiopuimonar, el respirador artificial, acababan de ser insertados y, durante la próxima media hora, la máquina tomaría las funciones del corazón y de los pulmones del paciente.
El esternón se mantenía abierto con retractores. El enorme y dilatado corazón de Gray estaba ahora claramente expuesto y, sin embargo, no era un órgano vibrante y con latidos, sino un corazón enfermo que yacía allí sólo con un movimiento penosamente débil. Ya no era de un color rojo vital, sino de un amarillo pálido y lleno de grasa, que había reemplazado los músculos muertos o moribundos.
Desdeñosamente, Bradfield pegó con su dedo medio en el ventrículo. Este corazón era su enemigo y tenía que sacarlo. Los corazones que tenían arreglo eran sus amigos y los componía. ¿El paciente? El paciente era el envase.
—¿Presión? —preguntó Bradfield.
Por hábito, Takaoka echó una ojeada a la pantalla de la computadora, aunque ya sabia cuál era. Acababa de verificarla.
—Ochenta, ciento setenta y cinco.
La onda sinusoidal arterial empezó a palidecer, mientras más y más sangre empezó a ser trabajada por el respirador artificial y menos a través del corazón mismo. De hecho la presión era ahora más alta que en cualquier momento de las últimas veinticuatro horas ai asumir la máquina la circulación de Gray. El corazón dio unas vibraciones más y se estacionó en un lento patrón de fibrilación.
Takaoka dijo afablemente,
—Fibrilado.
La presión arterial era ahora una línea recta en la pantalla.
—Indica P.A., setenta.
—Bien. Ralph, ¿la circulación?
Ralph Gutiérrez, cue vigilaba la circulación en el respirador artificial, dijo:
—Dos mil y subiendo
—Hoy interrumpimos a tres mil.
—Tres mil, correcto.
—¿Presión?
—Ochenta.
—¿Presión venosa?
—Cuatro.
—Muy bien. Empecemos.
Bradfield tomó los suaves lazos alrededor de las dos grandes venas y los apretó. Toda la sangre venosa era ahora trabajada a través del respirador. El inflamado, flaccido y dilatado corazón se "desplomó" lentamente, en cierta forma como una linterna de Halloween5, que se conservó colgada demasiado tiempo en noviembre.
—Engrapador aórtico.
La enfermera le extendió el instrumento a Buchanan, que situado a la izquierda del paciente y siendo derecho estaba en mejor situación de aplicar las grapas. El instrumento se veía diminuto en las grandes manos de Buchanan. Este cerró las asas y las ruedas dentadas tronaron con fuerza. La aorta se hallaba ahora obstruida y el corazón totalmente excluido de circulación.
—¿Está bien el retorno venoso?
Gutiérrez replicó afirmativamente.
—Bien, adelante, ya no hay forma de retroceder.
La vida del paciente la conservaba ahora la máquina inanimada de Ralph.
Bradfield asió el ápice del corazón con su mano izquierda y lo levantó fuera del pecho. Daba la impresión de estar sujetando un pollo por el pescuezo. La enfermera le dio un par de tijeras más grandes que las Metzenbaum normales. Con poca elegancia cortó los amarres inferiores del corazón y, al cortar por el tabique interauricular, algo de sangre roja manchó momentáneamente el campo. Johnson, sosteniendo un par de instrumentos de succión, aspiró hábil y rápidamente la sangre, de forma que la visión de Bradfield no se oscureciera. El corazón era tan grande, sujeto ya sólo por las arterias de salida, que Buchanan tenía que sostenerlo con ambas manos mientras Bradfield terminaba la escisión. Pensó en "tijeras largas y derechas" que le fueron colocadas por la eficaz enfermera en su mano derecha extendida. Las hojas de las tijeras se extendían a todo lo largo de la arteria pulmonar y Bradfield dio un solo y seguro corte. Repitió el corte para la aorta, con una inmensa satisfacción reflejada en los ojos. Cortes limpios y expertos quedaron listos para la conexión de CORA III.
Buchanan dio vuelta al extirpado corazón y lo sacudió suavemente, como si quisiera conservar la poca cantidad de sangre que quedara en él. Luego lo dejó caer en una palangana, produciéndose un sonido apagado. Se tocaba tan flaccido como se veía.
Bradfield y Buchanan miraron al agujero abierto en el pecho de Gray, donde había estado su corazón. Sus miradas eran de técnicos cirujanos, calculando el área que había que suturar, el tamaño de los anastomosis que había que hacer y el espacio libre para colocar la fuente de poder y la unidad de control.
Johnson sólo podía mirar al corazón con horror, conciente de la magnitud de lo que veía; un corazón humano que una vez vivió y latió en una persona que hablaba y reía y lloraba, y que era ahora un desperdicio que yacía flaccido, tomando la forma del recipiente que lo contenía, una palangana de acero inoxidable. El corazón estaba sobre una mesa a la izquierda de Johnson y el paciente a su derecha. Sacudió la cabeza con asombro.
Belknap, el estudiante de medicina, pensaba en cuándo terminaría todo. De repente se le había llenado la vejiga. Le molestaba y tenía que orinar, pero el retorcerse disimuladamente no le ayudaba. Nadie se fijó en él con excepción de Helen Donald, la que pensó que se lo merecía por no haberse preparado adecuadamente para la operación.
Takaoka dijo:
—Hay mucho que coser aquí, de modo que a empezar. — Apagó el ventilador mecánico. La circulación y la función de los pulmones era reemplazada por el respirador artificial, hasta que la circulación fuese restaurada más tarde en el curso de la operación. Los únicos sonidos que se escuchaban eran el constante zumbido de las bombas eléctricas del respirador artificial y el silbido del burbujeante oxígeno en el oxigenador de plástico. Browning, que había regresado del laboratorio animal antes que Wheeler, estaba de pie sobre un banquillo para poder observar, temblando un poco por el frío aire acondicionado.
La enfermera Donald tenía ya el corazón artificial completamente desenvuelto y lo llevaba de la mesa posterior al cirujano.
—Vamos a meterlo y a coser —dijo Bradfield.
Ojos llenos de incredulidad no podían apartarse del artefacto, un paquete en sí, con una bomba y un control de computadora muy compactamente comprimidos en una cajita de plástico, dentro de un marco de brillante acero inoxidable.
Bradfiekl se tomó tiempo para examinar el aparato dándole vueltas en sus manos, tratando de ver algún defecto. Se lo pasó a Buchanan para que éste lo sostuviera en su lugar, mientras él cosía y hacía nudos con ambas manos.
Durante una segunda fase la máquina iba a ser conectada y luego se insertaría el plutonio.
—Estoy casi listo para conectar la fuerza de poder —dijo Bradfield—. ¿Dónde está Richard? —Miró alrededor del cuarto y por un momento pensó si mandaba a Browning a ver qué hacia el técnico.
Repentinamente se abrieron las puertas y se escucho el nudo de metal frotando contra metal y Wheeler entró en la sala empujando el gran barril que contenía el plutonio. El ruido reanimó la atención de la gente en la Sala de Operaciones y todos los ojos se volvieron hacia el técnico y la ancha sonrisa que se dibujaba en su cara
Browning le hizo señas desesperadas para que se pusiera su gorra y su mascarilla. El asintió vigorosamente, reconociendo su error, y dejando el barril derecho de un golpazo, salió a ponérselas.
El tiempo era correcto. Los remanentes auriculares del corazón natural de Gray habían sido cosidos a la aurícula artificial; La aorta estaba conectada a la salida tubular del ventrículo izquierdo artificial, que era de dacrón tejido y ondulado. La fila posterior de suturas estaba completa. Las puntadas de la hilera del trente estaban limpiamente amarradas, dejando la aorta abierta de forma que la bomba pudiera ser vaciada de aire atrapado y gas para cuando se echara a andar la maquina Lo mismo estaba respecto a la anastomosis pulmonar.
Se le quitaron los tornillos a la maquina.
—En un rato estará lista para aceptar el combustible —dijo Bradfield. Era un momento crucial y su voz era tranquila mientras su mano enguantada tocaba la maquina en una revisión final.
—Liz, ¡prepárate! —En la voz de Bradfield había ahora el tono metálico de la urgencia.
Usando un instrumento que se parecía a un enorme par de pinzas, Browning sacó del barril la brillante cápsula del plutonio. Con todo el mundo alejado a una distancia mínima de seis pies, colocó la fuente sobre la mesa estéril. Entonces Buchanan, sosteniendo el cargador de seis pies de largo, lo colocó sobre la cápsula de cuatro pulgadas de ancho. Levantando cuidadosamente el cargador lo apuntó hacia el compartimiento de combustible de la máquina fría. Bradfield, usando un casco y un delantal de plomo, mantuvo firme el compartimiento. Todos los ojos se hallaban fijos en el blanco. Buchanan introdujo la cápsula al primer intento y retiró el cargador con un movimiento de giro algo tembloroso. Se atornilló el extremo de la máquina y se aplicó silicón líquido para sellar los bordes de la abertura.
—Eso es —dijo Bradfield.
Todo el conjunto se encontraba listo para funcionar. Se fijaron unos tubos a las entradas de la bomba y se conectaron a un recipiente de solución salina estéril colocado a una altura de un pie sobre el paciente.
Ahora era cuestión de esperar. El plutonio decae a razón de seiscientas mil desintegraciones por segundo. Lentas partículas alfa bombardeaban el receptáculo. Una capa de calor en reserva de sal de litio empezó a subir lentamente. A quinientos grados la máquina dio su primer señal de operación. La gota de agua dentro de la máquina de vapor miniaturizada se disipó de inmediato, como estaba previsto. A mil doscientos grados Farenheit, la máquina echó a andar regularmente. Una triple capa de vacío, bastante más sofisticada en su diseño que una botella-termo común, protegía al paciente del calor. La acción recíproca de la máquina enviaba una línea fluida hacia adentro y hacia afuera de la cavidad del corazón. El fluido se calentaba al actuar como enfriador del desperdicio de calor y éste era transferido al corazón artificial y eliminado como sudor de la Superficie del cuerpo del paciente.
—Vamos a probarlo —dijo Bradfield. Se hizo circular el fluido salino en la aurícula. Aire y agua salada fueron expulsados a través de las aberturas en las suturas de las arterias pulmonar y aórtica, y la tensión creció al expulsar débilmente el corazón esta solución de prueba.
Bradfield escuchó atentamente. Un sonido como un chasquido de lengua, pero menos fuerte, salió del artefacto, seguido del click de la válvula artificial de disco de la abertura. Hubo un débil y burbujeante ruido, y luego silencio. La secuencia se repitió hasta que todas las burbujas habían sido expulsadas.
Bradfield pidió a Takaoka expandir los pulmones para que todas las pequeñas burbujas atrapadas en el auricular izquierdo pudieran ser expelidas. Dos burbujas se filtraron hacia afuera. Ahora CORA III lanzó una mezcla de agua salada y sangre, de cuatro pulgadas de alto, pero Bradfield aún no estaba listo para relajar la atención. Habían alcanzado otro punto crítico: el cambio a la sangre verdadera del paciente. Esta tenía que ser bombeada a la aorta, que la esperaba, pero ambas salidas goteaban. Bradfield detuvo la entrada para amarrar con exactitud las suturas restantes. Tenía que hacerse con rapidez. El calor no podía ser transferido hacia afuera y causaría una elevación de temperatura.
—Pongan grapas en la entrada.
Johnson y Buchanan cerraron un tubo cada uno con una mano, mientras con la otra sostenían los aspiradores para remover el agua salada del campo de operación. La mezcla disminuía con cada golpe y luego se oyeron el chasquido y el click, pero ya no había mezcla. CORA III tomaba velocidad al reaccionar a la información: la presión en la salida era baja.
Bradfield y Buchanan realizaron suturas distintas y apretaron los nudos con movimientos rápidos y eficientes. El material azul verde de sutura estaba hecho de dacrón finamente tejido, para que pudiera estirarse, y recubierto con teflón para inserción suave en los tejidos y para darle la inercia necesaria. Un nudo, luego otro, y así hasta seis se amarraron para impedir que pudieran desatarse. Los nudos eran cuadrados y pequeños para obtener el máximo de fuerza tensora.
—¡Corte!
—¡Corte!
Se le pidió a Belknap que cortara las suturas mientras los cirujanos continuaban con las siguientes puntadas que había que amarrar.
—Muy largas. Por favor, doctor, de media pulgada.
—¡Corte!
El estudiante no se movió.
—Despierta, Belknap —gritó Buchanan.
Belknap no estaba ni dormido ni distraído. Siempre le tocaba al joven estudiante, el miembro menos experimentado del equipo, ser el objeto de las burlas. Como un novato en West Point6, era insultado, embromado, burlado y, lo peor de todo, ignorado.
El ritmo del equipo se hizo una rutina: amarrar, cortar, darle la aguja de sutura a la enfermera y aspirar el campo de operación. El cicló se repetía. La enfermera circulante contaba cuidadosamente las agujas, en las suturas, según se las pasaban a ella. Si perdía una, lo pagaría muy caro. Siempre se daba por hecho que una aguja faltante estaba dentro del paciente y se requerirían Rayos X para localizarla.
—¡Desaten la aorta!
Buchanan quitó las grapas de la aorta vacía y ésta se distendió. Bradfield y Buchanan soltaron los lazos alrededor de las grandes arterias. Ralph Gutiérrez tenía que saber que el volumen de sangre que circulaba a través de la máquina cardiopulmonar cesaría de repente.
—Bien —dijo Ralph mientras hacía más lenta la salida de la máquina.
El balancear la entrada y salida de sangre era un proceso delicado, ya que prevenía el más desastroso de los accidentes de perfusión: el bombeo de aire de un oxigenador vacío directamente a las arterias del paciente. Este accidente se conoce como el síndrome dé la "malteada de fresa". Un detector de bajo nivel podía cerrar la bomba, pero se lograba mejor la prevención a través de la atención humana.
CORA III funcionó. El trazo de presión se deformaba con cada latido. La función de revisión del funcionamiento de CORA no se hacía a través de un electrocardiógrafo, sino por medios auditivos. Takaoka escuchó a través de un estetoscopio esofágico.
—Suena igual que Show Boat7. —Los sonidos no eran aún analizables para el oído—. Bien, vamos a probar. Disminuye a quinientos centímetros cúbicos por minuto
Gutiérrez aminoró la marcha de la bomba de modo que sólo quinientos centímetros cúbicos de sangre fluyeran a través del oxigenador. Logró esto apretando un tornillo de presión en la línea venosa para prevenir lo contrario del síndrome de la malteada: el dejar "sin sangre al paciente. Una puntada necesitó reparación donde brotó hacia arriba un pequeño chorro de sangre.
—¿Presión, Tak?
—Ochenta y cinco, ciento tres. ¿Cómo andan las cosas por ahí abajo?
Era obvio que ya sonreían los ojos de Bradfield.
—Bien. Por favor una sutura cinco-cero con tres agujas T. —Una hábil puntada y el campo quedó prácticamente seco—. Por favor, Ralph, por favor, disminuye.
—Quinientos... cuatrocientos... trescientos. Fuerza y tubos cerrados.
—¿Presión?
—Ochenta, ciento doce. La venosa es doce centímetros. Ha mejorado la función pulmonar. Ya debe haberse salido algo de fluido.
—¿Ríñones?
Takaoka hizo a un lado las sábanas que obstruían la bolsa de orina que colgaba bajo la cama.
—Se ha duplicado el volumen y está pálida y menos concentrada. Mandaré una poca para que me den los niveles de sodio y potasio.
Había silencio en la sala. Las bombas de la máquina cardiopulmonar estaban paradas y el oxígeno ya no silbaba. Sólo el sonido del respirador que ayudaba a respirar a Gray se oía claramente. Pero ahora, aunque muy vagamente, podía oírse la maquinita de vapor dentro del pecho de Gray. Tenía un débil sonido musical, algo como en La menor. Era un sonido reconfortante. Los clicks de las válvulas de plástico y metal del corazón se repetían en secuencia.
Los técnicos médicos se retiraron de la mesa para contemplar la visión del paciente con el primer corazón artificial. Todos los años, las luchas, las preocupaciones, el eterno pelear por conseguir fondos, se centraba en este único momento. Parecía fantástico, y era fantástico. Para el científico que trabaja diariamente en el laboratorio en términos de una idea o teoría, tales cosas se vuelven una realidad familiar. Desarrolla una parte aquí y otra allá, y ya sea él, o un colega en otro sitio, lo prueba y lo encuentra práctico o inútil. Ve cómo crece su idea. La idea toda asume gradualmente una cierta clase de certeza que, para un extraño que no ha seguido su desarrollo, puede parecer enteramente visionaria y algo loca.
Fue Don Buchanan, cómico aficionado, cirujano residente, medicina por cuenta propia, el que rompió el silencio. Extendió su manaza enguantada y ensangrentada sobre el pecho abierto de Gray y estrechó la mano de Bradfield.
—¡Maldita sea! Felicidades, doctor Bradfield.
—Muchas gracias. —Bradfield hizo una pausa—. Creo que podemos decir que esta noche hicimos historia y a todos doy las gracias por su ayuda. Don, ¿quisieras cerrar, por favor?
Bradfield se retiró de la mesa, permitiendo que Buchanan tomara el primer lugar; los demás se movieron todos a una. El llegar a este climax era una ilustración del hecho que había exigido los esfuerzos de mucha gente. Pero Bradfield sabía que la atención y los honores recaerían muy pronto sobre él y nada más que sobre él. No había que mencionar su preocupación por los imponderables que podían presentársele a Gray en su período postoperatorio.
Las diez y treinta de la noche.
La trabajadora social Louella Commons lucía tan limpia y arreglada como siempre, y sin un solo cabello fuera de su sitio, y a quien faltaban sólo tres meses para entrar al mundo de la Iba de aquí hacia allá como un colibrí, pero su postura era siempre un poco inclinada hacia atrás, como si sus pies se movieran con demasiada rapidez dejando a la cabeza y al resto del cuerpo tratando de alcanzarlos. Se había quedado de guardia en la noche por si la necesitaban y había acompañado a Janet Chen durante las primeras horas; se veía a sí misma como el enlace entre Bradfield y la prometida del paciente, aunque la realidad era que Bradfield prefería tratar directamente con la familia y no le gustaba delegar en nadie esa prerrogativa del médico. Pero, en una época en la que el gobierno o las compañías de seguros pagaban las cuentas médicas, y las decisiones de los doctores para hospitalizar a un paciente eran evaluadas por comités de revisión, no estaba de más tener a alguien como Commons para ocuparse de tanto trámite engorroso. Bradfield y Louella se encontraron en el vestíbulo abierto de la antecámara de la sala de operaciones.
—Caramba, fue rápido —dijo ella con aire de expectación.
—Hola, Louella. ¿Dónde está la señorita Chen?
—Debe haber salido bien; la operación, quiero decir. ¿No es cierto?
—Como por encanto. No pudo haber sido mejor planeada.
—¿Cómo va el señor Gray?
—Muy bien. Me gustaría hablar con la señorita Chen.
—Está en la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos
—Bien. ¿Tiene usted algo que hacer?
—No, pensaba acompañarlo a usted. ¿Le va a contar si problema con Ridley?
—Ah, ya sabe usted eso. Por Dios que aquí es imposible guardar un secreto.
—Todo el mundo habla de ello.
—Pero nosotros no vamos a discutirlo cuando hablemos con la señorita Chen, ¿no es cierto? —dijo Bradfield dulcemente y arqueando las cejas.
—No, claro que no, a menos que ella lo mencione.
Los corredores estaban desiertos. El turno de noche aún no entraba y las horas de visita hacía mucho tiempo que habían terminado. El cuerpo médico se había retirado a esperar las emergencias que pudieran presentarse durante la noche. Janet Chen se hallaba sentada, muy derecha, en el extremo de una fila de sillas, tratando de leer un libro. Levantó la vista y vio a Bradfield, serio y cansado, que avanzaba hacia ella. El corazón comenzó a latirle con fuerza y se levantó rápidamente y con aire tenso, al tiempo que Bradfield hablaba.
—Señorita Chen, creo que todo va a marchar bien.
—Oooh... ¿cómo está él?
—Estará muy bien. La operación fue muy tranquila y no hemos tenido ningún problemita. Mi asociado, el doctor Buchanan, está aún terminando la operación. Pasará otra hora antes de que el señor Gray salga de la Sala de Operaciones. No necesito discutir con usted los arreglos para su cuidado, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
Bradfield continuó.
—En principio podemos decir que el corazón está funcionando bien y, basados en nuestra experiencia con animales, no esperamos ningún mal funcionamiento. Sin embargo, siempre hay problemas operatorios y complicaciones: hemorragias, colapso pulmonar, fallas en el riñon, etcétera, pero creo que todo eso lo hemos dejado atrás; así que conserve el ánimo, ya que yo tengo muchas esperanzas. —Le puso suavemente una mano sobre el hombro—. Le sugiero que se marche a casa después de que haya visto al señor Gray en la Unidad de Cuidados Intensivos Necesita descansar.
Una trémula sonrisa se dibujó en la cara de ella,
—Si, gracias, aunque me siento mucho mejor ahora y creo que me quedaré.
—Muy bien, haga usted lo que quiera. La señorita Commons la ayudará si algo necesita. —Bradfield le dio unas palmaditas en el hombro y se encaminó a la Unidad de Cuidado Intensivo. La Unidad de Cuidado Intensivo, por lo regular con una actividad muy intensa en el día, era tranquila en la noche. Bradfield se dirigió a la estación de enfermeras y le preguntó a la empleada de turno.
—¿Quién es la enfermera a cargo esta noche?
—Ginger Brown —replico la empleada.
—Hmm, yo pensé que estaba de guardia en la tarde.
—Hoy trabaja turno doble.
Bradfield pensó: "Joven, no tiene usted idea de lo ocupada que ha estado hoy"'
—Sue Myers también está de guardia —le informó la empleada-. Toda la unidad anda excitadísima.
Bradfield sonrió. A pesar de la dedicación con que estas jóvenes mujeres llevaban a cabo sus deberes de rutina, él pensó que un poco de excitación dramática sería beneficioso para la moral del hospital. No cabía la menor duda de que la señora DonaId iría a dar como proyectil teledirigido a la próxima convención de la Asociación de Enfermeras para disertar sobre el cuidado de los pacientes con corazones atómicos. Las enfermeras siempre dan un poco más de sí mismas cuando se sienten orgullosos de su unidad.
—¿Quiere decirle a la enfermera Brown que salga, por favor? —le pidió Bradfield a la empleada.
—Saldrá en seguida. En estos momentos está recibiendo el reporte.
"El reporte" es casi un ritual sacrosanto en la profesión de enfermería. La enfermera a cargo de un turno se sienta con la enfermera a cargo del turno siguiente y cubre metódicamente el plan de cuidados de cada paciente. Era un método que se había desarrollado a través de décadas y que funcionaba. A los doctores que trataban de interrumpir una "sesión de reporte", les venia bien una verdadera emergencia para hacerlo.
Ginger Brown había sido ayudante en jefe del turno que salía y sería la jefa del turno de noche. La enfermera jefe le pasó rápidamente la información y cuando Ginger salió a verlo, Bradfield notó que no mostraba la menor señal de embarazo por su encuentro anterior en el área de los residentes. Se dio cuenta de que era, a pesar de las severas líneas del uniforme, una joven muy hermosa.
La señorita Brown habló con voz suave y amistosa.
—¿Sí, doctor Bradfield?
—Quisiera conocer sus planes para el señor Gray.
—Sí, desde luego. El doctor Buchanan sugirió que podríamos mezclar los protocolos de implantación de radio y el de transplante de corazón. No tenemos ninguno listo para corazones artificiales. El señor Gray estará en el cuarto 230, al final del corredor. Es un cuarto para casos de cuarentena y nos servirá para alejar a los pacientes temporales, aparte de que tiene una sola cama. Tendremos mayor seguridad, ya que los visitantes tendrán que pasar por los dos escritorios de las enfermeras de turno; podríamos poner un oficial de seguridad en la antesala. Vamos a seguir dos precauciones en lo que respecta al personal. Primera, limitarán sus horas de trabajo a turnos de ocho horas para reducir su exposición a la radiación, y todas las enfermeras tendrán ocasión de atenderlo. La segunda es que ninguna enfermera embarazada podrá prestarle atención. Hasta ahora, todos los turnos se han apuntado ya.
—Bien hecho, señorita Brown —dijo Bradfield, pensando todavía en el episodio de la sauna y tratando de suprimir una sonrisa furtiva—. ¿Conoce usted a la señorita Chen, la prometida del paciente?
—No.
—Ella es su único pariente, por decirlo así, y está ahí afuera. Trate de que entre a ver a Gray lo más pronto posible y luego anímela a que se vaya a su casa y descanse, ¿quiere?
—Sí, desde luego. ¿Alguna otra cosa?
—Hay un par de cosas que quisiera tratar. El medio ambiente del aislamiento es a veces duro para el espíritu del paciente. El ver a todo el mundo entrar y salir con gorra, máscara y bata puede hacer que el paciente pierda su contacto con la realidad. Cada enfermera que se le asigne al señor Gray debe llevar algún gafete de identificación en su bata, y no sería mala idea que las enfermeras se presentaran a sí mismas, cada vez que entren al cuarto. También es conveniente que se oscurezcan las luces hacia el anochecer para que tenga noción del día y de la noche.
—Haremos todo eso de inmediato, doctor Bradfield.
—Sea muy terminante sobre la cuestión de seguridad. Ya estamos deteniendo en la puerta principal a todos los medios de publicidad, pero algunos reporteros pueden ser muy agresivos, aunque en general creo que respetarán la privacía de Gray; por otra parte, existe siempre la posibilidad de algún chiflado que piense que Gray es alguna clase de monstruo médico.
—Correcto. Tendremos muchísimo cuidado. Se ve usted muy cansado. ¿No le gustaría un poco de café caliente?
—Sí, gracias, creo que sí. ¿Dónde está la cafetera?
—No, no; yo se lo traeré. ¿Negro?
—Sí.
Ginger Brown salió del cuarto de enfermeras encantada de poder hacer ese pequeño servicio en favor del cansado cirujano.
Cuando Bradfield regresó al ala del edificio en donde se ubicaba la escuela médica, la única luz encendida era la de su oficina. Podía oír una máquina de escribir funcionando a una velocidad que nunca dejaba de sorprenderle.
—Hola, Valerie. ¿Todavía trabajando?
—Hola, doctor B. Ya que iba a permanecer aquí pensé que podía acabar con su correspondencia. ¿Todo marchó bien?
—Sí, finalmente. Por un rato fue cara o cruz. Me esperaré hasta que Don lo saque de la sala de operaciones; todavía se tardará una hora más o menos. —Bradfield estiró los brazos y bostezó—. ¿Por qué no te vas a casa? ¿Todavía está lloviendo?
—Sí. El señor Ridley llamó por fin, hace unos minutos, y dijo que había un deslave de lodo que bloqueaba el camino a su casa.
—¿Le dijiste dónde conseguimos el plutonio?
—No, no lo sabía en ese momento. Más tarde uno de los residentes me informó que había usted extraído una cápsula de una de las terneras. ¡Vaya truco!
—Bueno, me gustaría ver la cara de Ridley cuando lo oiga, ya que nunca he conocido a nadie más tozudo en mi vida. La verdad es que nos ahogaríamos con nuestras reglas si todo el mundo se apegara estrictamente a la letra de la ley. La cirugía adelanta porque cuenta con los suficientes aventureros que se arriesgan a romper las reglas en un momento dado.
—No sea demasiado severo con Ridley. Es joven y lleno de ideales.
—¿Desde cuándo estás de su parte, Valerie?
—No lo estoy, pero él puede crearle problemas a usted y yo no quisiera que tuviera problemas de ninguna clase.
—Bien, no tienes por qué preocuparte, Valerie. Ridley es un infeliz y no está en posición de perjudicar a nadie.
—¿Es el plutonio tan peligroso como él dice?
—Se supone que lo es, pero el hecho es que está encápsulado en un recipiente muy bien diseñado. El plutonio en sí es prensado en un pequeño disco, de forma que aun si la cápsula se abriera accidentalmente, el derrame no desprendería partículas inhalables. Podría haber una intensa radiación local, siempre hay ese peligro, pero también siempre hay algún peligro en todo lo que el hombre hace y siempre tenemos que balancear los beneficios a la sociedad con los riesgos probables. Bueno, mañana tendremos muchas preguntas sobre este punto, y tengo la certeza de que habremos de dar una conferencia de prensa, que los teléfonos sonarán todo el día y que el Decano Geld no querrá sacar su dedo del pastel. Creo que debes irte a casa. Y, a propósito, ¿supongo que no llamó Harris?
—No. Ha desaparecido y no puedo imaginarme dónde pueda estar, ya que su avión aterrizó en San Francisco a las cuatro de la tarde y tenía su reservación en el Holiday Inn.
—Bueno, eso es porque eres una inocente y dulce jovencita. Harris es un viejo a tres mil millas de distancia de su casa y te apuesto que está en San Francisco gozándola como nunca.
El cantinero del Hollow Eagle, un bar de camareras sin sostén, en Broadway, hizo los arreglos.
—Bien, ya está todo arreglado y tiene usted un cuarto en este motel —dijo, mostrándole a Harris una tarjeta que anunciaba dicho motel—. Ella estará allí en media hora y su nombre es Julie. Son cien dólares más el cuarto, un buen negocio para un tipo como usted, ya que ella es del tipo intelectual y con categoría. ¿Tiene usted la plata en efectivo?
—Uh, no. Tengo cheques de viajero.
—No, no, no puede ser así. Le diré lo que haremos. Usted fírmelos a nombre del Hollow Eagle y yo le daré el efectivo cuando me pague la cuenta. —Sonrió servilmente.
Harris condujo su coche por Broadway y dobló a la derecha en Columbus. Encontró el anuncio de neón del motel de dos pisos a unas tres manzanas de la bahía y detuvo su coche bajo el pórtico, donde estaba la oficina de recepción. Había un hombre, ya de edad, sentado tras un escritorio.
—Buenas noches, señor, ¿puedo servirlo en algo?
—Sí, tengo una reservación para esta noche. —Echó un vistazo alrededor. El motel se veía limpio y funcional.
—Oh, sí. Acaban de llamar. Es la habitación 113 en la planta baja, firme aquí y esta es su llave y espero que pase una buena noche.
Harris notó inmediatamente el cargo que se había hecho por dos personas y un sentimiento de culpa hizo que le diera vueltas el estómago, ya que nunca pensó que todo seria tan obvio. Pagó en efectivo y salió de la oficina dudando si debía seguir adelante con lo que sería su primera infidelidad matrimonial.
Harris metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y se encontró en una habitación suavemente iluminada, alfombrada y con calefacción. Se quitó el impermeable y se sentó frente al aparato de televisión, con el párpado temblándole ligeramente. Cuando se oyó llamar suavemente a la puerta, Harris fue a abrir, encontrando a una jovencita bajita que le sonreía amablemente, envuelta en un impermeable de tela.
—Hola, soy Julie, ¿puedo pasar?
Llevaba puesta una bufanda de lana azul sobre el ondulado pelo castaño claro; una gota de lluvia se aferraba a la punta de su graciosa naricilla, sin decidirse a caer. Su cutis era limpio y sus ojos castaños, como su pelo, muy acentuados con maquillaje. Harris pensó que la joven era más o menos de la edad de su hija y en voz alta dijo:
—Adelante.
Ella dejó su petaquita de noche en el suelo, cerca de la puerta, y Harris la ayudó a quitarse el impermeable, bajo el cual llevaba puesto un traje rojo oscuro, de lana tejida, y un hilo de perlas cultivadas alrededor del cuello. Harris no estaba muy seguro de cómo debía actuar, pero fue ella la que se hizo cargo de la situación.
—Yo siempre prefiero que mis clientes acaben primero con esos latosos arreglos financieros —dijo ella, con aire tranquilo.
Harris había dejado el dinero en un sobre sobre el tocador y al oírla lo tomó y se lo dio. Como la cosa más natural, ella abrió el sobre y contó el dinero.
—Muy bien. Ahora, si me dejas guardar esto, me pondré algo más cómodo. A propósito, tengo algo de hambre, ¿quisieras ordenarme algo?
—No pensé que no hubieras cenado, ¿prefieres salir a algún restaurante?
—Encantada. ¿Te gusta la comida china? Hay un lugar fantástico en la calle Washington, donde van los residentes de San Francisco, ¿te animas?
El entusiasmo de Julie era contagioso y salieron.
En el hospital, las luces del cuarto de Gray estaban muy bajas. Dos enfermeras con gorra, bata y mascarilla atendían al paciente, mientras un terapista vigilaba rutinariamente la función del respirador. Jack Johnson, que llevaba dieciocho horas ininterrumpidas de trabajo, descansaba en un sillón reclinable, que la enfermera Ginger Brown se había agenciado de alguna oficina desocupada, ya que sabía que Johnson pasaría muchas horas allí, vigilando y pensando. Sue Myers se había ido a casa a descansar y regresaría a tomar el turno de la mañana. La moral del equipo era alta y las enfermeras y los ayudantes técnicos estaban ansiosos de participar en los cuidados de la postimplantación. Había una gran excitación.
Johnson meditaba sobre muchos factores, según los había visto él ocurrir. Los dos principales eran peculiarmente únicos y, en cierto modo, desconcertaban a todo el mundo. El corazón atómico no tenía actividad eléctrica y, por consiguiente, tampoco había electrocardiogramas que dieran una idea de la calidad del latido, lo que ponía intranquilos a los observadores, intranquilidad que igualmente se presentaba en el aspecto tratamiento. Johnson, al igual que otros antes que él, llevaba horas estudiando un grupo de medicinas que actuaban principalmente sobre el ritmo y contracciones del corazón. La atropina bloqueaba el nervio vago hacia el corazón y lo hacía latir más aprisa; el propranolol bloqueaba los efectos excitantes de los nervios del corazón y lo hacía latir más despacio; la digitalina, una de las más antiguas medicinas conocidas para el corazón, mejoraba la contracción muscular; la lidocaína, también usada como un anestésico local en cirugía menor, tenía un efecto tranquilizante sobre el ritmo. Pero estas medicinas ya no eran aplicables a un paciente con el corazón artificial e incluso, si llegaran a administrarse, existía el peligro de efectos secundarios desconocidos.
Había además otros dos problemas inmediatos: el continuo sangrar y una elevación en la temperatura de Gray, más alta de la esperada.
Durante la cirugía, dos tubos de plástico fueron dejados en la cavidad torácica de Gray para drenar la sangre que se filtrara; estaban conectados a un recipiente de plástico rectangular, llamado Pleurevac, el que recogía y medía la sangre perdida. Gray había perdido mucha sangre en la hora siguiente a la operación, y en parte de la segunda. La pérdida había comenzado a descender, pero estaba aún muy por encima de lo deseable. La presión había bajado notablemente y la producción de orina era muy baja.
Johnson ordenó a la enfermera que administrara una transfusión de sangre para mantener un balance de +200 y trató de encontrar alguna droga para subir la presión, droga que en un paciente normal sería el isoproterenol, que hace que el corazón lata más aprisa y más fuerte al dilatar las arterias periféricas; Johnson decidió que no podría usarla, ya que no tendría ningún efecto en la mecánica CORA. Revisó repetidamente en su manual de bolsillo una lista de posibles medicinas, y tropezó con una llamada Vasoxyl, un estimulante alfa puro, un constrictor de vasos.
—Enfermera, añada un microgramo por centímetro cúbico de Vasoxyl a la mezcla intravenosa —dijo Johnson.
Ella hizo lo que se le ordenó. La presión del paciente aumentó de un promedio de 65 a 75. Continuaba sangrando a un ritmo lento pero incesante, y media hora después su temperatura era de 37.6 grados. Johnson dijo:
—Vamos a cubrirle el cuerpo con algo de bolsas de hielo y compresas frías. —Las enfermeras siguieron sus indicaciones, pero la temperatura continuó subiendo.
El problema del que no se daba cuenta Johnson era el siguiente: al constreñir las venas periféricas con Vasoxyl y hielo, el cuerpo se había vuelto un radiador muy malo. CORA producía 45 vatios de desperdicio de calor, había que sacarlo del cuerpo en alguna forma y Johnson se hallaba demasiado fatigado mentalmente para darse cuenta de que necesitaba consejo inmediato El estaba tratando al paciente con la mejor experiencia médica del siglo XX, pero ésta era ya medicina del siglo XXI
Medianoche.
El hombre de las relaciones públicas del hospital se hallaba sentado en su oficina del. sótano, pasando a máquina el bosquejo de una declaración de prensa. Jerry Cibelli había comenzado su carrera como reportero de deportes en un periódico universitario, su interés en la medicina comenzó como resultado de una entrevista con doctores que habían hecho sus estudios mediante becas deportivas. Uno de ellos era un residente de segundo año llamado Don Buchanan.
Cibelli pasó su primer año de posgraduado como escritor del departamento de deportes de Aspermont, y cuando el cargo de relaciones públicas quedó libre, hizo su solicitud inmediatamente. En este momento el escritorio de Cibelli estaba atascado con información para el caso presente. Tenía el contrato gubernamental de Bradfield que describía las técnicas médicas, el presupuesto del proyecto, una copia de la biografía de Gray y una breve noticia sobre Janet Chen. Sobre el escritorio de Cibelli había referencias sobre energía atómica, reactores nucleares y plutonio.
Cibelli había planeado sus procedimientos y sabía que, cuando la televisión decidía cubrir una gran noticia, los costos para mantener in situ equipo y personal eran astronómicos. Los reporteros de televisión se encontrarían bajo la presión de producir reportajes diarios, ya fuera que los hechos que sucedieran lo ameritaran o no. Paró de escribir cuando sonó el teléfono. Era Jim Hickman de WNTL-TV.
—Hola, Jerry, ando comprobando una noticia: que uno de tus doctores ha implantado un corazón artificial. ¿Qué hay de cierto?
—Tu noticia es correcta y ya se realizó. El paciente está ahora en la Unidad de Cuidados Intensivos y mis noticias son que las cosas marchan bien. Tendré un informe más detallado dentro de un par de horas y estamos preparando una conferencia de prensa para mañana en la mañana. ¿Vendrás?
—Seguro que sí.
—Parece que la historia empieza a moverse, ya está sonando mi otra línea.
—Muy bien, Jerry; que tengas mucha suerte con esta historia.
—Gracias y adiós.
Durante las tempranas horas de la mañana continuaron llegando las llamadas, después de que las agencias noticiosas habían lanzado un boletín sobre la operación. Llegaron llamadas de lugares tan lejanos como Nueva York, Londres, Tokio y Berlín, y Jerry tuvo que sacar de la cama a su asistente para poder continuar trabajando en los otros preparativos. Al término de una hora, las cinco líneas telefónicas de la oficina no paraban un momento y Cibelli, imposibilitado de atender tantas llamadas, habló con la operadora del conmutador para combinar algún plan que cubriera la contingencia presentada. Parte de la responsabilidad general del hospital era estar preparados para manejar desastres como un terremoto, una explosión o un choque de un avión 747 en el aeropuerto de San Francisco; a la oficina de relaciones públicas correspondía movilizar inmediatamente los elementos necesarios para poder prestar auxilio.
Naturalmente que esta operación difícilmente podía ser comparada con un desastre, pero podría llegar a serlo si la información relativa a ella no era bien manejada.
Eran las dos de la madrugada y Cibelli estaba cansado. No se acostaba a tales horas desde los tiempos en que acostumbraba a viajar con el equipo de fútbol.
Bradfield celebró una entrevista con Buchanan, Romanoff y Belknap en las afueras del cuarto de Gray. Andaban realizando sus últimas visitas antes de retirarse a descansar a sus cuartos o a sus hogares.
Era peculiar el ver guardias armados patrullando los corredores de la Unidad de Cuidados Intensivos La experiencia del transplante de corazón en Ciudad del Cabo, Houston y Stanford había demostrado que la persecución de "historias" por periodistas ambiciosos y la invasión de la intimidad individual podían ser interpretadas de muy distintas formas. En uno de los hospitales un fotógrafo había sido detenido cuando lo bajaban del tejado por una cuerda. Estaba tratando de conseguir fotos "exclusivas" del paciente a través de la ventana.
Bradfield y los residentes se quitaron sus casacas blancas y se pusieron gorras y mascarillas, botines y batas estériles, para después entrar juntos. Johnson dormía en su sillón y el paciente estaba cubierto de hielo y toallas mojadas. El piso estaba húmedo, ya que las enfermeras cambiaban con frecuencia las bolsas y las compresas mientras inspeccionaban y contaban la entrada de líquidos, sangre y vasoconstrictores.
Buchanan echó un vistazo al Pleurevac. El volumen de sangre que se filtraba aún era preocupante y el doctor Buchanan llamó la atención de Bradfield sobre este punto.
—Vamos a tener que esperar —dijo Bradfield—, ya que sería virtualmente imposible volverlo a abrir para explorar el punto de sangrado. Como naturalmente no hay vasos de ninguna clase en CORA, tendremos que irle reemplazando la sangre que pierda, pero a mí lo que me preocupa es su temperatura. Despierta a Johnson y enterémonos de los detalles.
Buchanan sacudió a Johnson, que despertó de inmediato a pesar del cansancio extremo que sentía. Le dolían las posaderas de tanto dormir sentado. Se vio rodeado por todo el equipo, que lo miraba con aire interrogante.
—Hola, siento despertarte, pero Bill está preocupado por la temperatura del señor Gray.
—Y yo también, ya que ha llegado hasta 39 grados.
—Ahora es de 38, todavía demasiado alta para un adulto que está recibiendo un tratamiento de hielo; la verdad es que se ve bastante mal. Ya debía de estar consciente. Takaoka casi lo tenía despierto del todo al final de la operación. Vamos a revisarlo entre los dos, Jack.
El grupo se movió al lado de la cama. La enfermera confirmó la lectura de la anotación de la presión, se retiró de la cama y se situó junto a la otra enfermera, a unos pasos de distancia, donde ambas quedaron alertas por si las necesitaban. La piel del paciente se sentía fresca en donde había estado cubierta por bolsas de hielo, y se veía seca y roja donde el hielo no había tenido contacto. Su cuerpo y miembros tenían cierta semejanza con un tablero de damas y su 'cara se apreciaba caliente y encendida, pero al mismo tiempo amarillenta. No sudaba y su pulso era irregular; Johnson hizo el comentario de que parecía un enfermo de insolación.
—Revisemos todo esto paso a paso —dijo Bradfield—. Su presión arterial es baja, 60-88; la presión venosa es baja también, fluctuando entre 4 y 5; sus respiraciones son de 22 y muy superficiales, la producción de orina ha bajado en la última hora. Líquidos: fluido intravenoso en el brazo izquierdo, glucosa. La sangre a 400, ¿qué hay mezclado en ese otro tubo intravenoso?
—Vasoxyl —replicó la enfermera.
Bradfield dijo:
—Normalmente no se usa un vaso constrictor puro, y me pregunto si no será ese el problema. ¿Por qué no suspendemos esa medicina y probamos un vaso dilatador como el isoproterenol?
—¿No hará que baje aún más la presión arterial? —preguntó
Buchanan.
—Obviamente no. No hay ningún efecto cardíaco por la medicina.
—Bien, podemos evitar la hipotensión aumentando el volumen de sangre al corazón y creo, inclusive, que necesita más sangre. Aumente a +1000 durante la próxima media hora, lo cual llenará mejor a CORA y aumentará la producción. Luego, el vaso dilatador permitirá una mayor pérdida de calor y convendría usar un ventilador para hacer circular el aire sobre él. Denle algo de diazepam para reducir sus escalofríos y tranquilizarlo un poco.
Las enfermeras quitaban ya la botella con el Vasoxyl.
Bradfield se volvió a Johnson.
—Continúa con él, Jack, aunque no creo que necesites quedarte aquí adentro. Espero que la temperatura baje en una hora aproximadamente. ¿La sangre? Bueno, no es tanto, y creo que pueda controlarla. Ya se parará de una forma u otra.
—Muy bien —dijo Jackson, a quien le pesaban los párpados por falta de sueño—. Me quedaré aquí otra media hora y luego subiré a dormir.
—Creo que la decisión sobre el problema del sangrado debemos tomarla mañana en las visitas —dijo Bradfield—. Creo que todos necesitamos dormir.
Hubo un acuerdo silencioso. Eran las dos de la mañana y sentían una confianza renovada, ya que habían ordenado rápidas disposiciones. Los cirujanos no siempre tienen razón, pero jamás deben ser indecisos.
Harris y Julie salieron del restaurante y caminaron despacio hacia el coche en el estacionamiento, donde azotaba con fuerza el viento. Sin decir una palabra, él la ayudó a subir al coche para el corto viaje hasta el motel, y es que Harris no había hecho una cosa así antes y tenía sus vacilaciones. Pensó que podría decirle: "gracias por una noche muy agradable" bajarla y continuar manejando península abajo. Además, había otra cosa que le molestaba y era que si agarraba alguna infección venérea ¿cómo dormiría con su esposa?
Echó a andar el motor y manejó lentamente sobre el pavimento mojado. Aunque la lluvia había cesado, el viento y la velocidad del coche levantaban las suficientes gotas del cofre como para necesitar usar los limpiadores. Julie se acurrucó a su lado. Las luces de un coche que venía le hizo quitar brevemente los ojos del camino y mirarla. Ella le devolvió la mirada.
—¿Dónde vives? Me gustaría dejarte en tu casa —dijo él repentinamente.
—Vaya, tienes miedo y no debes tenerlo —dijo ella abriendo mucho los ojos por la sorpresa. Seductoramente estiró la mano y le acarició el bulto de sus genitales a través del pantalón.
—Por favor, no hagas eso —dijo él con voz ronca—, no puedo manejar con este tiempo y tú haciendo eso.
—Ay, diviértete; tú te preocupas demasiado de vivir, —dijo ella y con un rápido movimiento le bajó el zipper mientras conducía con las manos rígidas sobre el volante, y rio contenta y suavemente cuando sintió su erección—. ¿Por qué lo negaste hace un instante? —le susurró.
Harris decidió que no la dejaría en su casa; además, el maletín de noche de ella estaba en el motel y habría que recogerlo, y eso sin contar los cien dólares que ya había pagado. ¿Por qué no disfrutarlos?
—Eh, Julie, quieta, quieta por favor —dijo Harris, que ya temía perder el control del automóvil y de sí mismo.
—Sólo si me prometes quedarte conmigo esta noche.
—Sí, sí, lo prometo.
—Muy bien.
Julie hubiera aceptado su oferta de dejarla en su casa y así tener una noche corta y provechosa, excepto por dos razones. Le molestaba que aquel cliente picara y picara el anzuelo sin morder. Al revés de otras chicas de su profesión, a ella le gustaba sentir completamente el deseo de un hombre por ella y nunca estaba segura de su poder hasta el momento final de su misión y conquista, aunque era una satisfacción que no solía durarle mucho. La segunda razón era más compleja, ya que Julie tenía la impresión de que Harris tenía más influencia de la que su título parecía indicar, y en sus contactos con los clientes ella trataba siempre de obtener, aunque fuera por rutina, alguna información que pudiera ser valiosa, algún secreto que los competidores de su cliente estuvieran dispuestos a comprar si el precio era correcto. A Julie le gustaba mirar siempre hacia el futuro, pensando en la seguridad de su vejez, y, ¿quién sabe?, quizá hasta podría enamorarse un día. Todavía no sabía lo suficiente sobre Harris, ni lo tenía bien sujeto a sus faldas, y no hay nada, pensó ella, como un buen hartazgo de sexo para amarrar a un hombre. Mientras Harris entraba al motel, se subió un poco el zipper. Su cuarto, el único que todavía tenía las luces prendidas, se veía cómodo y se sentía caliente cuando entraron. El trató torpemente de abrazarla, aun con el impermeable, mientras ella se acercaba a su maletín de noche.
—Regresaré en un momento —le susurró, y desapareció en el cuarto de baño.
2:30
Hasta Jack Johnson sintió la calma que dominaba ahora el escenario del hospital, después de tantos esfuerzos intensivos. Ya todos los actores del drama habían ido a descansar, y el alto y fornido guardia de seguridad continuaba su ronda, caminando lentamente en círculo frente ai cuarto de Gray, el cual dormía normalmente una vez que se le había pasado el efecto de la anestesia. Johnson se levantó de su sillón y se estiró lo más que le permitió el cuerpo.
—¿Cómo andan los números? —le preguntó a la enfermera.
Ella miró a Gray por encima de su mascarilla y luego contestó con voz cansada pero llena de confianza.
—La presión se ha estabilizado y la pérdida de sangre ha decrecido, sólo sesenta centímetros cúbicos en la última hora.
—Ese es buen síntoma.
—Su temperatura ya bajó a 37.2.
—Bien, bien.
—El volumen de orina ha aumentado a casi ciento cinco centímetros por hora, y aunque todavía está amarillento, ya no tiene el color amoratado de antes y puedo oír sus pulmones bastante limpios.
—Todavía necesita toser para evitar que sus pulmones lleguen a un colapso.
—Dentro de una hora lo voy a despertar para hacerlo toser y cambiarlo de posición. ¿Sabe una cosa, doctor Johnson?, yo lo veo ya tan bien como para sentarlo en la cama.
—¿De veras cree eso?
—Sí, así es.
—Espere hasta las siete o las ocho y que lo decida el doctor Bradfield; él se sentirá feliz de saberlo.
—Muy bien.
—Voy a caminar un rato. Llámeme si algo se necesita.
—Seguro, doctor Johnson, yo puedo ocuparme de esto, usted vayase y haga un poco de ejercicio.
Johnson salió al tranquilo corredor y se quitó su bata caliente y su mascarilla. El guardia miró al cirujano negro.
—¿Cómo va el paciente, doctor?
—Bien, sargento, muy bien.
—Magnífico. Por aquí afuera todo ha estado tranquilo.
Al pasar Johnson por la semiapagada sala de espera, alcanzó a ver dos ocupantes completamente despiertos: Janet Chen y un viejecillo que daba la impresión de ser obrero. Usaba una vieja americana de paño y pantalones y camisa de un algodón muy basto. Al dirigirse Johnson a hablar con Janet, una enfermera se inclinó y susurró algo al oído del viejito.
Jim Hickman llevaba mucho tiempo trabajando en el negocio de noticiarios de la televisión de San Francisco, pero su medio de acción había sido siempre el departamento de bomberos y el cuartel de policía, y no la medicina. La medicina a veces podía volverse demasiado esotérica y, de hecho, Hickman no estaba muy ansioso de cubrir esta historia. Había una huelga de impresores y él había estado trabajando tiempo extra en un tipo de noticia que rara vez era cubierta por las estaciones comerciales de T.V.; pero, después de recibir el soplo de la implantación, llamó a su editor de prensa a su casa particular para informarle de la situación.
El editor se excitó mucho.
—Dios mío, debes estar bromeando. ¿Ya lo verificaste?
—Sí, pero esperaba que usted enviara otra persona, ya que yo estoy muy cansado.
—No tengo a nadie a quien mandar, tienes que empezar tú. Nos vemos en una hora en la estación y estudiaremos los hechos.
En el estudio había mucha actividad debido a que estaban preparando el noticiario, edición de la mañana. Hickman cruzó un angosto pasillo para llegar a la oficina de las noticias y allí encontró al editor con los pies sobre su escritorio y hablando por teléfono. Los botones de las otras líneas parpadeaban furiosamente.
Hickman anduvo revisando los archivos para hacer un estudio rápido sobre Bradfield y el corazón artificial, pero no encontró nada sobre el asunto, por lo que tendría que conseguir por sí mismo la información, ya fuera en las agencias noticiosas o en los boletines que sacarían los departamentos de relaciones públicas. Entró al cuarto del teletipo a verificar, con gesto absorto estuvo viendo caer el papel al cesto hasta que pasó lo que buscaba, un boletín de la Prensa Asociada que le informó de lo que quería saber, aunque era muy breve.
—Le he pedido a Elaine que vaya contigo a Aspermont porque creo que esta noticia va a ser algo grande.
—Ya está en todo el país —dijo Hickman entregándole el teletipo al editor.
—No perdamos el tiempo entonces, vayanse allí de inmediato y traten de entrevistar a alguno de los doctores. Si éstos no quieren hablar, haber qué logran sacar de los parientes, ordenanzas, de cualquiera que esté dispuesto a hablar.
El ayudante del editor entró y le entregó a éste un pedazo de papel con una nota garrapateada en él.
—Aquí hay un ángulo comercial —exclamó el editor—. La compañía que fabrica el corazón artificial está en Berkeley y su jefe de relaciones públicas acaba de telefonearle a nuestro editor comercial.
—¿Cuál es el nombre de la compañía?
—ATOCOR.
—Pero la historia está en el hospital —señaló Hickman.
—Muy bien, sigan con el hospital, pero mañana vayan a visitar a ATOCOR.
—Correcto.
Hickman se marchó para conducir hasta el Centro Médico, donde se reuniría con el productor del noticiario como a las ocho y discutiría los planes y las tomas que necesitaría. Mientras tanto, era importante que él y el camarógrafo obtuvieran la historia en el lugar de los hechos. Mientras subía a su coche pensaba mucho en las posibilidades visuales, y tal vez conseguiría algo de la cinta de la operación para el noticiario nocturno, lo cual determinaría que se comentara. A lo mejor lograba que la esposa o los hijos hablaran sobre su papá, el paciente; algo que fuera en verdad enternecedor, algo que hiciera latir el corazón. ¡Hombre, no estaba mal eso! Podían comenzar con la vieja melodía: "Dejé mi corazón en San Francisco", y se preguntó si a alguien se le habría ocurrido eso antes.
Julie se desvistió rápidamente después de encender la lámpara de calor de rayos infrarrojos que había en el techo del baño y se examinó con ojos críticos. Vio una cara con la piel muy limpia y tersa y de aspecto juvenil, los ojos castaños eran grandes y redondos y su boca un óvalo donde brillaban sus dientes derechos y blanquísimos. Su sonrisa era natural y feliz, con una sugestión de intimidad y alegría muy tentadora para un hombre como Harris, que no pensaba en ella solamente con lujuria. No era, definitivamente, la helada sonrisa de una prostituta. Sus pechos se movían tentadoramente mientras se cepillaba el pelo sin dejar de mirarse en el espejo y tenía el cuerpo firme y atractivo de las jóvenes que aún no han tenido hijos.
Julie se lavó rápidamente la cara y se puso una gotita de perfume en los lóbulos de las orejas, en las puntas de sus pezones, en el ombligo y en la cara interior de sus muslos. Era su preparación de rutina. Se puso una pijama azul, transparente, y abrió la puerta para encontrar a Harris hasta el otro extremo del cuarto, aún vestido y mirándola fijamente, con los pantalones todavía entreabiertos y su erección visible hasta para un ojo no interesado.
—Qué encantadora eres —dijo Harris.
—Me agrada que te guste esto —replicó ella. Puso su bolsa junto a la cama y se acercó a él. Harris se puso de pie repentinamente y corrió a encontrarla con un impulso creciendo dentro de él que no pudo resistir. La tomó en sus brazos y acarició sus suaves nalgas contra él. Ella pensó brevemente; "¡Dios mío!, me va a aplastar de inmediato sin ningún preámbulo".
—Ven, Ron —dijo ella, empujándolo suavemente hacia atrás—. Primero pongámonos cómodos en la cama —y con dedos experimentados empezó a ayudarlo a desvestirse, aunque él no lo necesitaba, pues se arrancó sus ropas como un ciclón.
Harris no era ningún espécimen bello de hombre; era velludo y ya tenía los indicios de lo que sería, con los años, una barrigota. Su flaccidez provenía de años tras un escritorio, de comidas irregulares y de viajar. Su esqueleto era grande y huesudo, y su piel, con alguno que otro barro, seca y morena.
Julie se acostó en la cama del lado de su bolsa. Juntó las piernas con coquetería disimulada y se subió el borde de su peinador sobre los muslos. Harris se acercó y se quedó contemplándola, mientras ella sonreía y le tendía los brazos, lo que hizo que sus pechos se movieran seductoramente, atrayendo hacia ellos la mirada de Harris. Se dejó caer sobre ella, no muy suavemente, y apretó su cuerpo contra el suyo, mientras sus manos acariciaban bruscamente sus senos hasta sentir que sus pezones se endurecían bajo sus caricias, lo que lo hizo más audaz aún, respondiendo ella con bien estudiados grititos y movimientos no totalmente fingidos. Se movió de un lado a otro sobre su espalda y abrió sus muslos, medio mojados ya, para ponerlo dentro de ella, comenzando él el antiquísimo ritmo; las piernas de ella se elevaron para rodear sus nalgas, mientras respondía a sus empujes apretando los músculos de la pelvis hasta que él eyaculó. No habían pasado ni dos minutos, pero él se sentía jubiloso y estimulado. Después de veinte años de matrimonio, pensó que estaba ahora en la cama con la única otra mujer de su vida, y ese pensamiento le hizo salirse de ella y darse la vuelta, mientras lo invadía una sensación de tristeza psicológica. En el cuarto semiapagado vio su imagen reflejada en el espejo del tocador, y un sentimiento de desorientación y fantasía lo envolvió cuando miró de nuevo la cara de Julie, tan distinta a la de su esposa.
Sam Bacigalupe, un inmigrante de setenta y dos años de edad del sur de Italia, había compartido con Janet Chen gran parte de la noche en el tranquilo cuarto de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos El se había sentido solo cuando se disponía a hacer otra de las largas vigilias con que velaba a su esposa, que moría de leucemia aguda en un cuarto cercano. Sam era bien conocido, como vendedor de frutas y vegetales y jardinero por horas, por muchos de los antiguos vecinos de la mitad de la península.
Jack Johnson se acercó, mientras Janet hablaba con Sam. Compartía con él sus experiencias de chiquilla en la Pequeña Italia, barrió vecino del Barrio Chino en Nueva York, como lo era en San Francisco. Sam se animaba al escucharla.
—Ah, eso me suena tan familiar, señorita Chen. Mi hermano fue a Nueva York cuando yo vine a San Francisco. ¡Qué tiempos aquellos! Trabajaba con su carrito de madera, Dios lo tenga en su santa gloria, ya que murió hace quince años de un infarto. Sólo nos vimos una vez desde que llegamos y fue para enterrarlo.
—¡Cuánto siento oír eso!
—No, no, no tiene por qué sentirlo, ya que crió siete muchachos y tres niñas. Ya están todos casados y uno es un abogado de renombre y otro una figura en el gobierno de la ciudad. Tuvo una buena vida y fue un magnífico hombre. Morir es parte de la vida. A mí todas las enfermeras me preguntan siempre qué hago aquí, a media noche, en vez de irme a casa a descansar. ¿Por qué no me voy a mi casa? Yo soy un hombre sencillo y se supone que no sé muchas cosas, pero hay algunas que sí sé que debo hacer. No puedo saber todas las cosas que usted sabe, ¿verdad, doctor? —dijo, echándole una mirada a Johnson.
El residente cirujano era muy tolerante con el viejo, que nunca causaba molestias a nadie; pero las enfermeras sí se preocupaban por él al verlo pasar todas las noches en vela. Trataban de convencerlo para que se fuera y hasta lo amenazaban, pero de nada servía porque él no dejaba nunca su puesto, y era conmovedor verlo, con sus fuertes brazos que parecían los de un herrero, cuando se le permitía entrar a visitar a su esposa durante las horas establecidas. Los períodos de visita eran cortos, ya que sólo duraban diez minutos, tres veces al día. Sam siempre entraba lentamente y sonriendo amable a las enfermeras, siempre esperando no estorbar con los cuidados a su amada Nina, a quien acariciaba las manos y la húmeda frente y a quien cantaba dulcemente, en voz baja, canciones napolitanas de amor. La señora Bacigalupe, su Nina, llevaba ya tres días en estado de coma y el final se acercaba.
Tenía una infección en todo el torrente sanguíneo y los pulmones y las medicinas no habían surtido efecto; sin embargo, los doctores y las enfermeras continuaban tratándola, el respirador ventilando monótonamente sus pulmones y las medicinas intravenosas goteando lenta y continuadamente. La alimentaban con una dieta líquida por medio de un tubo nasogástrico, y su cuidado en general estaba a cargo de un grupo de gente joven, cariñosa y delicada.
Si alguien le hubiera preguntado a Sam, y era obvio que nadie lo había hecho, les hubiera pedido que la dejaran morir en paz, ya que, como él decía, morir es una parte de la vida. Pero de todos los profesionistas del hospital, pocos entendieron tan bien a Sam como Janet, que en realidad lo conoció esa tarde, lo cual no era tan extraño como parecía, ya que en muchos aspectos los valores y experiencias de la vida de Janet eran muy similares a los de Sam.
Los norteamericanos, cuando se enferman, automáticamente se dirigen al hospital por sí mismos, porque para muchos de ellos la muerte no es parte de la vida, exceptuando las expresiones de violencia que ven en las calles o en las pantallas de televisión y cine; en cambio, para Janet Chen y Sam Bacigalupe el morir en casa era lo más natural. Cuando la madre de Janet murió a los treinta y seis años de edad, ésta tenía sólo ocho años y su padre sabía que no había ninguna esperanza para la señora Chen en el hospital. Tal vez los doctores del Bellevue no hubieran estado completamente de acuerdo, pero era poco lo que podían hacer; de manera que Janet y sus dos hermanas mayores habían cuidado a su madre y cocinado para su padre mientras la enfermedad de Hodgkin progresaba lentamente durante casi un verano entero.
Ese otoño murió la madre de Janet mientras ella leía en voz baja, sentada a su lado, y había esperado sola, en el pequeñísimo apartamento del segundo piso de la vecindad, a que llegaran su padre y sus hermanas. Juntos, habían lavado tiernamente los restos y envuelto el cuerpo en una mortaja blanca que luego habían tendido en la cama. Cuando sus pocos visitantes llegaron a presentar sus pésames, se quemó incienso, y Janet había llorado a su madre como cualquier criatura de su edad, y la familia se había unido aún más. La muerte no era un extraño en la noche. La vida de Janet se interrumpió de nuevo a los dieciséis años, cuando su padre sufrió una embolia. El también murió en casa, dejando a Janet y a sus hermanas al cuidado de unos tíos.
Janet, de una generación chino-norteamericana, y Sam, el de la vieja Italia, pensaban que la muerte estaba en el orden natural de las cosas, como el subir y bajar de la marea, como la salida y el ocaso del sol. En esa forma de vida, estas cosas no se le entregan a extraños, profesionales, seguro que sí, pero extraños de cualquier manera.
—Señor Bacigalupe —interrumpió Jack Johnson, inquieto y nervioso en su arrugado traje de faena—. El doctor de su esposa no se encuentra en el hospital y las enfermeras me han pedido que le comunique la mala noticia. Su esposa ha muerto, lo siento mucho.
Aunque ya esperaba la noticia, no dejó de ser un golpe para el viejo, que empezó a sollozar abiertamente, mientras sus hombros encorvados temblaban patéticamente.
—Bueno, doctor —dijo con voz temblorosa—, ustedes hicieron todo lo que pudieron.
—Yo, en realidad, no estuve al cuidado de su esposa, sólo se me pidió que le diera la noticia, pero sí tengo la seguridad de que sus doctores hicieron todo lo que pudieron.
Janet abrazó al viejo vendedor.
—Lo siento mucho y cualquier cosa que pueda hacer por ayudarlo hágamelo saber. ¿Por qué no vamos juntos a su cuarto a decirle adiós y luego se va usted a su casa?
Janet le dio el brazo a Sam para ayudarlo a entrar a la Unidad de Cuidados Intensivos, y cuando pasaron por el cuarto de enfermeras le pidió a la empleada que ordenara un taxi, ya que no creía que Sam estuviera en condiciones para manejar solo hasta su casa. El se acercó a la cama y contempló largamente la cara de la mujer que había sido su compañera durante cuarenta años. Al partir le dijo a Janet, con las lágrimas resbalándole por las mejillas:
—Adiós, señorita Chen, esta noche me ayudó usted mucho. Dios quiera escuchar sus plegarias y salve a su señor Henry. Que tenga una larga vida a su lado y muchos hijos. —La abrazó fuertemente y la besó en la mejilla.
Ella sintió una oleada de compasión.
—Tengo la certeza que Dios, en su infinita misericordia, se acordará de todos nosotros, y usted y Nina volverán a juntarse y a quererse para siempre.
Sam asintió con la cabeza y salió al oscuro corredor arrastrando los pies.
—El señor Gray se ve mucho mejor ahora —le dijo Johnson a Janet, cuando ésta regresó a la sala de espera—, la fiebre ha bajado y la sangre, que tanto me preocupaba, virtualmente ha parado ya.
El consuelo de Janet fue patente.
—Es raro, verdad, doctor Johnson, que puedan sacar un corazón viejo y reemplazarlo con una máquina, cuando en la habitación inmediata una viejecita puede aún morirse de una enfermedad de la que mucho conocemos hace tiempo y contra la que, sin embargo, no hay nada que podamos hacer.
Bradfield despertó a las cinco de la mañana.
Todo estaba tranquilo y sin ruidos, excepto por las goteras que escurrían por las cañerías exteriores. La tormenta había pasado y, por raro que fuera, la verdad era que se sentía descansado.
Dejó el dormitorio sin hacer ruido para irse a lavar, pensando en cómo seguiría Gray, ya que los problemas a los que ahora se enfrentaba eran de otra clase. Antes que nada tenía que consolidar sus ganancias y aprovechar las circunstancias; para ello tenía que sacar a los ancianos de sus cuevas en la Universidad, de forma que sus programas tuvieran prioridad número uno. Haría apariciones públicas para obtener ayuda y fondos, y realizaría una serie de operaciones para lograr que la era de la cirugía del corazón artificial madurara rápidamente. La conferencia de prensa de hoy tendría una singular importancia, ya que sería la plataforma desde la cual Bradfield lanzaría su campaña para obtener sus fines. Una junta con Cibelli sería la segunda cosa en la agenda, ya que la primera, desde luego, sería visitar al paciente.
Bradfield se hallaba a medio vestir cuando sonó el teléfono e inmediatamente pensó que algo malo había sucedido y corrió, saltando en un pie, a ver si podía contestar antes de que Charlotte se despertara, pero no lo logró. Charlotte ya había pronunciado un soñoliento "Hola" en el auricular.
Una voz aguda y temblorosa preguntó.
—¿Es ésa la casa del doctor que acaba de hacer la operación del corazón artificial?
—¿Quién habla?
Charlotte puso una mano sobre la bocina y le dijo en voz baja a su marido:
—No es el hospital, es alguien que llama acerca de la operación.
Charlotte siempre trataba de proteger a Bradfield de las llamadas de los pacientes a la casa, a menos que fuera una emergencia; el número bajo su nombre en el directorio era el de su oficina en el hospital. El número de la casa estaba a nombre de Charlotte, pero como sólo había tres Bradfields en el directorio, cualquier enfermo persistente podía marcarlos todos en cuestión de minutos.
Bradfield regresó deprisa a su vestidor, mientras Charlotte continuaba.
—Me temo, señor, que tendrá que llamarlo al hospital.
—Acabo de hablar a su oficina y no está, ¿así que dónde está, señora? — Charlotte notó hostilidad en la voz.
—Tomaré el recado y haré que él lo llame a usted. ¿Cuál es su nombre, por favor?
—A usted no le importa ya que lo más probable es que sea tan culpable como él, pero dígale esto: nosotros, los norteamericanos normales, estamos enfermos y cansados de sus experimentos brutales. ¿Por qué tortura a ese pobre hombre?, ¿acaso la gloria exige la tortura? Estoy seguro de que una dieta normal y vitaminas le hubieran salvado la vida. Su esposo está enfermo de la cabeza, señora, y si no lo tíree pregúntele a cuantos perros descuartizó primero en su laboratorio, después de torturarlos. Dios bendiga a los seres humanitarios que recortan los presupuestos para la investigación médica, para que por lo menos no paguemos los causantes, y espero que tanto usted como él se pudran en los infiernos por su bestialidad.
Charlotte oyó colgar el teléfono y se echó hacia atrás sobre su almohada, completamente pasmada, ya que en muchas ocasiones había tenido que lidiar con pacientes excitados y enojados y con deprimidos y tristes parientes de enfermos, pero nunca había recibido una llamada como ésta.
—¿Qué sucede, querida? — preguntó Bradfield al notar la alteración en la habitualmente calmada voz de su esposa. Regresó al dormitorio.
—La llamada — dijo ella—, el hombre debe estar loco.
—¿Por qué, qué sucedió?
Charlotte le explicó lo sucedido.
—Como dices, debe ser algún loco — dijo él — y me temo que vamos a recibir muchas llamadas más cuando se conozca más la historia.
—¿Quiénes son estos locos? ¿Alguien lo sabe?
—Desgraciadamente nadie, hasta que salen a la superficie. Son obviamente personas perturbadas, poco normales, o gentes que tienen un sentido del humor muy macabro. Algunos, desde luego, son locos rematados y parece que les afectan las cosas que ven u oyen en los medios de comunicación. Yo debía haberte prevenido acerca de esto, pero no pensé que te afectaría tanto.
—Oh, Bill, ¿en qué nos estamos metiendo? A veces pienso que debías haberte dedicado a la medicina privada.
—Bien, en la medicina académica no se gana tanto dinero, pero pienso que ahora que el corazón artificial sea aceptado, las cosas cambiarán.
—¿Ahora que has tenido éxito estarás en casa más seguido o va a salir alguna otra cosa?
—Me atrevo a predecir algo mucho mejor, Charlie, como que el año que viene para estas fechas vamos a andar por el circuito internacional: ¡Roma, Berlín, Tokio, París! Todas las sociedades de cirugía querrán que atienda sus seminarios y piensa en lo que eso significa: magnífica hospitalidad, los mejores hoteles, tiempo para visitar los museos más famosos del mundo. La pregunta, querida, es ¿estás tú preparada para ello?
Charlotte pensó en lo que su esposo acababa de decir y dijo:
—Bueno, todo eso se verá cuando llegue la ocasión, pero mientras tanto, ¿puedes hacer algo con estas llamadas de locos?
—Si siguen llamando tendremos que pedir un número privado, o tal vez podamos usar tu nombre de soltera. ¿Qué te parece? Y a propósito, ¿sabes qué vas a hacer hoy?
—Voy a manejar hasta Woodside; allí me esperan en los establos Helene y Carrie. Equitación en la mañana y la Alianza de las Artes para comer.
—Te perderás la entrevista de prensa por televisión.
—¿De veras? ¿Va a ser hoy? —dijo Charlotte desde atrás del biombo.
—Va a ser televisada a las diez y naturalmente tu esposo será la estrella.
—Eso está muy bien, Bill, y tal vez pueda convencer a las chicas que dejen de montar temprano para tomarnos un coctel delante del aparato de tele del club.
Charlotte se vistió con unos pantalones de montar y botas de tacón bajo hechas a mano, y se arregló su largo y sedoso cabello rubio en un moño de aspecto severo. Para cuando entró a la cocina, ya Bradfield había preparado cereal y café para ambos.
—Qué amable de tu parte, Bill, eres un amor.
—Quería hacerte olvidar la dichosa llamada y como por lo regular ya me he ido cuando te levantas, pensé que sería un buen detalle.
Desayunaron rápidamente y cada uno se fue a sus distintos quehaceres.
Buchanan y Compañía, como algunos llamaban al abigarrado grupo, acababan de terminar sus visitas matutinas cuando llegó Bradfield. Llevaba puesta su bata blanca sobre un traje oscuro de calle y las enfermeras lo seguían con ojos que reflejaban admiración por la hermosa figura, la clase de admiración que sólo las mujeres jóvenes tienen por un símbolo masculino sexual.
El residente en jefe le gritó a Bradfield.
—Bueno, lo vimos tan mal que decidimos matarlo a tiros.
—Se me hace que ha de estar muy bien —dijo Bradfield, que conocía el buen humor de Buchanan.
—Sí, señor —contestó un coro de voces.
—Vamos a verlo.
—Puedes echarle un vistazo desde la puerta —dijo Buchanan.
Bradfield miró a través de la puerta entreabierta hacia el interior del cuarto de aislamiento. Vio ai hombre, muy debilitado, sentado al borde de la cama y sostenido por dos enfermeras. El tubo endotraqueal le había sido quitado y respiraba un poco jadeante pero con frecuencia, y con cada respiro el cirujano podía ver cómo se sumían los espacios entre las costillas de Gray, el cual, sin embargo, respiraba por primera vez en veinticuatro horas sin ayuda mecánica. Las piernas del paciente, débiles por la pérdida de la masa muscular, se veían como dos palillos de dientes y su abdomen era bastante menos protuberante que el día anterior; el catéter de su vejiga se hallaba aún en su sitio y Bradfield siguió su trayectoria hasta la bolsa de plástico que colgaba a un lado de la cama. Se encontraba llena de orina limpia y pálida.
—Pierde bastante fluido —observó Bradfield.
Las enfermeras estaban al tanto de ello y una observó:
—Tuvimos que cambiar la bolsa dos veces durante la noche, tiene una circulación maravillosa en los ríñones. —Era un buen síntoma que el corazón artificial en el pecho de Gray estuviera bombeando la suficiente sangre a los ríñones para limpiar el exceso de fluido en sus tejidos y tenía mucho mejor color.
—Sus pulmones también se oyen mucho mejor —dijo la enfermera, lo cual era otro síntoma de mejoría. Aunque la bolsa de drenaje del pecho se hallaba aún en su lugar, notó Bradfield, un fluido delgado y rosado se sostenía encima de la sangre negra que había sido drenada antes. Ya había muy poco sangrado.
—¿Cómo va en general, muchachas?
—Increíble, doctor Bradfield, increíble.
Gray asintió débilmente con la cabeza y una leve sonrisa se dibujó en sus labios resecos y partidos. Apenas si podía "croar", como podría decirse, ya que el tubo respiratorio que había tenido mucho tiempo colocado había irritado sus cuerdas vocales.
—Bien, siga luchando, ya que usted es ahora la clave. Nosotros ya hicimos nuestra parte y el resto es cosa suya y de las enfermeras.
En realidad, Gray se sentía tan mal como se veía, y le dolía mucho el pecho y la garganta, y tenía la piel quemada donde quiera que había habido tela adhesiva, ya que se le arrancaba junto con la tela al ser despegada, y la realidad era que para ojos profanos en medicina no se notaba diferencia entre Gray y un superviviente de un campo de concentración de Dachau; pero Bradfield podía ver al futuro Henry Gray como una estampa de salud y Gray estaba feliz de sentir lo que fuera.
Los dos, el médico y el paciente, se miraron a través de la habitación y sus ojos se encontraron y miraron muy dentro uno del otro y admiraron el valor que mutuamente vieron allí.
Buchanan cerró suavemente la puerta, y mirando su reloj, dijo:
—Son casi las siete treinta, hora del primer caso.
Bradfield recordó:
—Es el niño con el defecto del tabique interauricular, ¿no es cierto?
—Sí —replicó Buchanan.
—Yo voy a estar ocupado con Cibelli esta mañana, Don, ¿está Johnson listo para operar?
—Bueno —dijo Buchanan mirando al joven y ansioso residente—, debe estar bastante cansado después de trabajar toda la noche.
Johnson interrumpió rápidamente.
—No tan cansado, señor, puedo hacerlo.
Iba a ser la primera operación de corazón abierto para Johnson y era la forma de recompensarlo de Bradfieid por el intenso cuidado que había prestado a los pacientes y en especial a Gray. No creía que hubiera ningún aumento de riesgo para el paciente por el hecho de que un residente joven realizara la operación.
—Don, adelante con Jack, y buena suerte.
Buchanan y Compañía se fueron a la sala de operaciones hablando animadamente sobre la buena suerte de Johnson.
Bradfieid se fue por su lado a la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos, donde Janet Chen continuaba su vigilia.
—Buenos días, doctor —dijo ella alegremente.
—Es una buena mañana para todos, señorita Chen, acabo de venir del cuarto del señor Gray y estoy muy complacido con el cariz que toma su recuperación.
—Sí, una de las enfermeras me dijo lo bien que va, yo voy a entrar a verlo en la próxima hora de visita que empieza a las ocho.
A Bradfieid se le hizo Janet extrañamente atractiva en esos momentos, con la bondad que irradiaba su cansada cara, la intensidad de su emoción silenciosa y la honda alegría que indudablemente sentía, aspectos de los que nunca se había dado cuenta hasta ahora y que eran extraños en su vida personal. Le vino a la cabeza la idea de que no seria mala la posibilidad de usar a Janet en su exposición.
—Estaba yo pensando que tal vez quiera usted participar en la conferencia de prensa de hoy —dijo él.
—Oh, no, por favor —dijo ella con voz suave—. Sería demasiado para mí en estos momentos, además de que no pensé que nos quisiera usted exhibir. Sería demasiado sensacionalismo, ¿no cree usted?
—Como usted quiera —dijo Bradfieid retrocediendo de inmediato—. Cualquier problema que tenga, por favor me manda buscar con la señorita Commons, y ahora perdóneme, tengo algunos asuntos que atender.
—Gracias por tomarse tiempo para verme, doctor Bradfíeld, ya sé lo ocupado que está y lo aprecio en lo que vale.
Bradfíeld partió para su oficina y en el camino pudo darse cuenta de que la gente de los medios de información empezaba a reunirse.
Todo el personal de seguridad del hospital se hallaba ocupado acomodando y dirigiendo varios grandes camiones que contenían equipo de televisión para control remoto en vivo. El estacionamiento estaba ya a medio llenar.
Bradfield le preguntó al sargento que estaba al mando.
—¿Qué sucede?
El sargento sonrió y dijo:
—Creo que está llegando el circo al pueblo.
El cirujano pensó que los pacientes que visitaran aquel día la clínica iban a tener dificultades para estacionar sus coches. Pequeños grupos se acomodaban y luego volvían a reacomodarse en diversas formas. La ABC reclamaba un lugar cerca de la fuente para su equipo, camarógrafos, productor y reporteros. Junto al jardín estaba la CBS. La NBC tenía el mayor equipo y número de reporteros, de hecho un equipo para el Today Show y otro para el Evening News. Tenía también dos grandes cámaras a color y unidades portátiles para operar desde donde fuera necesario, por remoto que fuera.
—Vigilen a esos tipos con las cámaras portátiles —le ordenó el sargento a sus hombres—. Pueden tratar de colarse a la Unidad de Cuidados Intensivos ¡No me los pierdan de vista!
Bradfield sonrió para sus adentros y siguió andando a su oficina. La acera estaba aún llena de charcos de lluvia y por todos los accesos había marcas de llantas que iban y venían, prueba de los equipos que habían estado acomodándose. Se estaba levantando una ligera y fría brisa, y por otro lado el sol comenzaba a asomarse por el techo del hospital, calentando con sus rayos a la multitud que era cada vez mayor.
Jim Hickman hablaba frenéticamente con Elaine Whítmore, su productora. El equipo de uniformes blancos y botas de trabajo sacaba implementos de un camión, sin prestar atención, como de costumbre, a lo que sucedía alrededor de ellos.
—Te digo que tenemos la mejor ubicación y fuimos los primeros en llegar —dijo Hickman—. ¿Tienes un cigarrillo?
—Seguro —dijo Whitmore, buscando en su bolso y alargándole un Marlboro con boquilla.
—¡Dios! —dijo Hickman—. No hay una sola máquina expendedora de cigarrillos en todo el hospital Lo único que se ve son letreros de "No fumar" por todas partes. ¡Vaya lugarcito! —Dio una larga chupada y exhaló feliz el humo—. Ahora dime, ¿dónde va a ser la conferencia?
—Allá, en el auditorio de la Escuela de Medicina. Creo que esperan una gran multitud.
—Mandaré el grupo ahora para que vayan preparando el equipo.
—Dime algo acerca del paciente.
Hickman consultó su agenda.
—Cuarenta y tres años de edad, experto en computadoras, dueño de una compañía ferretera de la Península, soltero, jamás se casó.
—¿No será afeminado?
—Por lo menos no tiene esa reputación y tiene una prometida de nombre Janet Chen.
—¿Chen?
—Oriental, china o japonesa. La vi muy temprano en la Unidad de Cuidados Intensivos. Debíamos conseguir una exclusiva con ella lo más pronto posible, pero no se pueden subir allá las cámaras, ya que hay guardias de seguridad por todas partes.
—Tenemos que tratar de ver a Cibelli lo más pronto posible.
—El cuarto del paciente es el 213 y ya sé cuál es su ventana desde afuera, pero no creo que podamos filmar nada desde el suelo.
—¿Hay alguna oportunidad de sobornar a un ordenanza para que meta una cámara a escondidas?
—No creo que pudiera pasarla a través de los guardias.
—Bien, olvidémonos de eso. ¿Qué más?
—Hay una construcción a unos quinientos metros detrás del edificio principal y allí es donde se hacen los experimentos. Alrededor tiene una barda alta para protección de ciclones, con alambre de púas en la parte superior y una reja cerrada, y me dicen que allí dentro tienen un par de terneras en experimentación con corazones artificiales trabajando.
—¿Podemos entrar?
—Tal vez, ya que la reja está abierta ahora, pero está bastante sucio y lodoso.
—¿Viste a alguien por los alrededores?
—Ni un alma.
—Bueno, vamonos allí primero, ya que todavía falta un par de horas para la conferencia de prensa.
Whitmore le hizo señas a un operador con una cámara portátil y una grabadora de video, y los tres se subieron a una camioneta cerrada que tenía el nombre Canal 13 en letras muy grandes; con chirrido de llantas y salpicar de charcos salieron rápidamente.
Fred Hull, el encargado de los clientes de E. L. Gerard y Compañía, también estaba levantado a las cinco y media de la mañana. Las tres horas de diferencia entre las costas Este y Oeste de los Estados Unidos, significaba que él tenía que estar en su oficina a las siete en punto, todas las mañanas, para la apertura a las diez de la Bolsa de Valores de Nueva York. La bolsa, en general, se había portado bien con Fred, ya que no era raro que ganara cuarenta mil dólares al año en comisiones, aparte de lo que ganaba en los valores que jugaba por su propia cuenta.
Fred era un gran conocedor de una rama muy especial: la tecnología para el cuidado de la salud, y tenía la habilidad de entender la significación financiera de los últimos desarrollos experimentales en la medicina. El cuidado de la salud se estaba volviendo algo por lo que el público quería pagar, y la industria de las medicinas, las compañías de instrumentos médicos, las de computadoras, las corporaciones de hospitales privados, las compañías de seguros, las pequeñas compañías de desarrollo e investigación, todas ellas formaban un campo muy fértil para la inversión, en especial estas últimas, por los altos rendimientos para inversionistas especuladores, ya que los riesgos eran altos, pero igual eran las ganancias.
A través de los años, Fred había desarrollado su sistema de información médica, cultivando a sus clientes, doctores en medicina. Si se suponía que una determinada compañía estaba preparando un producto nuevo, Fred recorría su lista de médicos y les preguntaba qué tipo de impacto podría tener tal producto. Este toma y daca de información se completaba con la estimación del departamento de investigación de la compañía misma, y entonces volvía a llamar a los doctores con la posición oficial de la compañía sobre el asunto. Para valores de centavos, Fred no podía y de hecho no hacía nunca ninguna recomendación; era contra las reglas de la compañía. Y en general procuraba siempre no manejarlos, pero cuando recibía información confidencial de altos oficiales de establecimientos médicos, pensaba que era parte de su obligación para con sus clientes el mencionar la posibilidad de grandes ganancias, y eso sucedía hoy con ATOCOR.
El Wall Street Journal no hacía mención esa mañana a la operación de corazón; la radio sí había hecho un breve anuncio, pero como la huelga local de impresores continuaba, no había información periodística. La ruta de su departamento en Russian Hill, a su oficina en la calle Montgomery, no era complicada. Caminaba cuatro manzanas hasta la calle Lombard y tomaba el autobús municipal número 8, el cual lo llevaba a través de la ciudad hasta el tranvía de cable de la calle California, donde un viajecito de regular duración lo dejaba a una cuadra de su oficina a las seis y media en punto de la mañana.
Como ya se lo esperaba, en cuanto Fred llegó a su escritorio comenzó a sonar el teléfono, ya que en sus llamadas de clientes médicos había dos períodos álgidos, pues los cirujanos llamaban de seis y media a siete y media para ver cómo iban sus asuntos antes de empezar la primera operación, y el otro período era de ocho y media a nueve y media, cuando les tocaba llamar a los internistas antes de recibir su primera visita.
—Hola, habla Hull.
—Hola Fred. Habla James Tucker.
—Oh, doctor Tucker, ¿cómo está usted?
—Muy bien, Fred. Veo que Syntex ha bajado un punto, ¿qué me aconseja usted?
Fred hizo correr sus dedos sobre la terminal blanca y negra de una computadora y en cinco segundos el sumario de la cuenta de James Tucker apareció sobre una pantalla azul oscuro. Fred dijo:
—Tiene usted cuatrocientas acciones a 46. El cierre ayer fue a 53 5/8 y usted compró a 40.5 hace meses; creo, doctor, que esa pildora contraconceptiva que sirve para un mes y que empezaron a vender el año pasado, empieza a venderse fuerte y creemos que las acciones subirán a 70 u 80 para el final del segundo cuatrimestre. También le quedan todavía cinco meses antes de que llegue el momento de ganancias importantes. Nuestro consejo es que no venda.
—Fred, ¿algún consejo?
—¿Ha oído usted hablar del corazón artificial?
—No.
—Yo oí ayer que el Centro Médico de Aspermont iba a poner uno y esta mañana lo anunciaron por la radio, y aunque es un poco pronto para predecir, parece que la operación fue un éxito.
—¿Cuál sería el camino para nosotros?
—Una compañía en Berkeley llamada ATOCOR fabrica el corazón.
—¿Es pública la compañía? ¿Usted qué cree?
Fred se tornó precavido.
—Doctor, la compañía es pública. Tengo que decirle que yo no puedo solicitar compras sobre esta compañía. Se vende sobre el mostrador a dos y medio.
—¿Puedo preguntar o no? ¡Ja, ja, ja!
—Claro, pregúnteme sobre la compañía.
—Muy bien, hábleme de ATOCOR.
—La compañía fue formada hace seis años, manufacturaba marcapasos con poder atómico y sus ganancias se doblaban cada año hasta que el pasado la General Electric anunció una batería química muy económica y con duración de diez años para usarse en marcapasos; la competencia los acabó, hasta que la compañía recibió ayuda gubernamental para trabajar con Aspermont en el corazón artificial. Las acciones se vinieron abajo, desde luego.
—Sabe, Fred, yo no sé mucho de corazones artificiales, ya que soy ginecólogo, pero mi amigo, Brad Warren, está aquí en el vestidor conmigo, desesperado por hablar con usted, así que voy a ponerlo en la línea para que le cuente sobre ATOCOR. El viejo Brad es un cirujano de tórax, sabe usted, y podría interesarse. Toma, Brad, ésta es tu oportunidad de hacer tu segundo millón, habla con el viejo Fred.
—Bueno, Fred, ¿qué es todo esto acerca de unas acciones que están como lumbre?
Fred cambió la lectura de su computadora al señor Bradford Warren.
Brad Warren le era bien conocido a Fred por algo más que sus jugadas de bolsa. Warren había irrumpido en la escena de San Francisco haría diez años como el cirujano de corazón de la alta sociedad. Era competente, sus índices de mortalidad eran razonables, y su apariencia y personalidad atractivas en forma devastadora para el sexo opuesto, por lo que a través de estos contactos femeninos, los esposos de edad avanzada con enfermedades coronarias eran enviados a Warren y él tuvo la habilidad de establecerse en un hospital no afiliado a universidades, donde nunca había problemas para conseguir cama y cualquier difícil complicación potencial era enviada a Aspermont, la Universidad de California o Stanford "donde las investigaciones de su enfermedad se están llevando a cabo".
Warren se había casado tres veces en siete años y salía retratado con frecuencia en las páginas sociales, ya fuera en su coche deportivo extranjero, en su yate en la bahía de San Francisco o en su apartamento penthouse en Telegraph Hill, y en una ocasión había ido a un baile de disfraces con traje de noche y un par de revólveres con cachas de nácar, ya que había nacido y se había criado en Oklahoma.
Cuando Fred mencionó el nombre de ATOCOR, Brad Warren lo interrumpió.
—¡Qué! No me diga que anda vendiendo esa porquería de acciones otra vez, porque le diré que yo me deshice de ellas a veinte. ¿Qué le hace creer que valen la pena?
Hull volvió a repetir su información sugiriendo su fuente de información sin llegar actualmente a nombrarla.
—Doctor Warren, ¿ha realizado usted transplantes de corazón? ¿Podría decirme cómo afectarían al desarrollo continuo de los corazones artificiales?
Warren masticó un palillo invisible mientras meditaba las interrogantes y las posibilidades financieras.
—¿Dice usted que sólo la operación fue mencionada en la radio esta mañana?
—Hasta donde yo sé.
—¿Y no se hizo mención de ATOCOR?
—Todavía no.
—Bien, esto es lo que yo pienso. Bradfield va a tener una lucha muy dura peleando contra el sistema sobre transplantes de corazones artificiales, que aparentemente marcha bien, por lo que en un año o dos alguien seguirá el procedimiento y eso es causa de preocupación. Si este corazón funciona, y este es un si muy importante, va a terminar con los transplantes humanos debido al problema de donantes, ya que nunca ha habido donantes suficientes y la operación, hasta ahora, ha dependido siempre de un capricho del destino que une a un paciente que necesita un corazón con un cadáver en un lugar y tiempo determinados, por lo que al gobierno no le va a quedar más remedio que darle un subsidio al aparatito. Yo sé el precio del plutonio desde la última vez que compré acciones de ATOCOR: es de mil dólares el gramo, más caro que el oro y la plata juntos, por lo que yo creo que no hay futuro en el asunto a largo plazo.
El acento sureño de Warren se acentuó más y más.
—Por otra parte, Fred, mi viejo querido, no se puede invertir en una compañía de transplantes de corazón. ¿Qué precio pedían ayer, dos?
—Sí.
—¿Y yo presumo que usted mencionará esto a un selecto grupo antes de que se haga público y notorio?
—Así es.
—Entonces tomaré cinco mil acciones al precio de mercado. ¿Tú cuántas quieres, Tucker?
—Fred, dice Tucker que quiere doscientas, un verdadero conservador. Manténgame informado.
Fred Hull continuó teniendo conversaciones similares durante el curso de la mañana, de forma que el movimiento de las acciones se notó en el distrito financiero y en los corredores satélites de ciudades más pequeñas, lo que hizo que los corredores de bolsa y los editores de revistas de negocios corrieran husmeando de un lado a otro, tratando de averiguar exactamente qué clase de compañía era ATOCOR. Nadie entendió nada, con excepción de unos pocos, hasta que los programas de T.V. fueron interrumpidos a las diez de la mañana por la conferencia de prensa en vivo desde la Universidad de Aspermont, y para esas horas el precio de ATOCOR había subido a 4 ¾ y continuaría subiendo cada vez más aprisa por el resto del día.
De forma que, como verán, el mercado de valores era bueno con Fred, y Fred era bueno con sus clientes. Todos éstos eran tratos limpios y honrados.
Bradfield se hallaba sentado solo en su oficina y estaba a punto de hacerle saber a Cibelli que ya estaba en el hospital. Las luces estaban encendidas y se imaginaba que Valerie Rigg ya había llegado y que probablemente había bajado a la cafetería, cuando oyó una abigarrada mezcla de voces extrañamente acentuadas, a la vuelta del corredor. Bradfield esperó con curiosidad hasta que se dio cuenta de que los sonidos eran producidos por el cirujano japonés Akobi Tanaka y su comitiva. ¡Naturalmente! Hoy era el día de la visita del equipo visitante del Japón y Bradfield sonrió ampliamente, ya que en realidad tenía algo que mostrar a sus visitantes; Tanaka estaría feliz de ser el primero en la escena de un acontecimiento tan histórico.
Valerie apareció en el dintel de la puerta, seguida del bajito y expresivo Tanaka.
—Ah, doctor Bradfield. —Tanaka entró con la mano extendida y haciendo a un lado a Valerie, que fue inmediatamente envuelta por la multitud que acompañaba a aquél. Ella, feliz de soltar el paquete, saludó alegremente a Bradfield con la mano y se escapó corriendo a su propia oficina.
Bradfield se levantó mientras Tanaka presentaba a sus colegas.
—El doctor Nishimura, mi segundo en jefe.
Un hombre bajito, delgado y de pelo blanco se salió de la fila, se inclinó y Bradfield le extendió la mano; Nishimura se la estrechó suavemente, mientras se escuchaba el ruido del interruptor de una cámara fotográfica. Luego, Nishimura entró a la oficina para hacerle sitio al que le seguía.
—El doctor Todeo Suzuki, mi jefe de anestesiólogos.
Uno por uno cada visitante fue dando un paso al frente repitiéndose el ritual, en tanto a Tanaka parecía no importarle el hecho de que el grupo no cabía en la oficina si lo importante era que cada uno de ellos se tomara una foto con Tanaka y Bradfield.
Bradfield levantó la mano y sugirió que se cambiaran a la biblioteca del departamento, allí hablaría con ellos y tal vez el doctor Tanaka podría dividir el grupo en unidades más pequeñas. Tanaka no se separó de Bradfield cuando Valerie tomó otra vez el mando y se llevó el grupo corredor abajo hacia la biblioteca. Cuando llegaron, Bradfield tomó la iniciativa. —Damos la bienvenida a la Universidad de Aspermont a su distinguido grupo, doctor Tanaka, y esperamos tener una relación mutuamente educativa. La señorita Rigg ya ha hecho los arreglos para que su personal administrativo conozca al director del hospital y a la jefa de enfermería. El doctor Don Buchanan, mi residente en jefe, opera en estos momentos en la Sala 13, y tal vez le gustaría a usted enviar un pequeño grupo a observar; quizá a sus jefes les interesaría un caso especial en el que trabajé anoche —prosiguió Bradfield con un gran sentido de lo dramático.
—Sí, por favor —dijo Tanaka—. Apreciaríamos mucho que compartiera su caso con nosotros.
—Implantamos un corazón artificial.
—¿En un paciente? —preguntó Tanaka arqueando mucho las cejas.
—Sí, señor.
Los japoneses se quedaron atónitos cuando el intérprete tradujo lo que se había dicho.
—Muy interesante, doctor Bradfield. ¿Y el paciente está bien?
—Oh, sí, podemos ir a verlo más tarde.
—¿Sobre qué principio trabaja el corazón?
—El corazón en sí consiste de dos sacos con un núcleo metálico, y estos sacos son movidos hidráulicamente por una máquina de vapor miniaturizada. El exceso de calor se hace circular a través del corazón y se transfiere a la sangre, que es cuando el paciente disipa el calor.
—¿No hay conexiones externas a la fuente de poder?
—No, usamos combustible atómico. Cien gramos de plutonio en la cápsula, con una media vida de ochenta y siete años.
Los oyentes estaban electrizados y se hablaban unos a otros rápidamente en japonés. Un joven, aproximadamente situado a dos tercios del frente del grupo, se levantó, y después de una breve inclinación le habló a Tanaka. Aun para Bradfield era patente que el tono de la voz del hombre era más alto y rudo de lo normal, habló por más de un minuto y luego se sentó con los ojos medio cerrados, latiéndole el pulso violentamente en el cuello, aunque su cara, para ojos occidentales, no manifestara ninguna expresión.
Tanaka se volvió hacia Bradfield con aire de disculpa.
—Lamento muchísimo la fea interrupción —dijo—. Debo explicar que el doctor Kimura se puso, digamos que muy excitado, por lo del uso del combustible atómico. Hay un cierto sector de gente en mi país a quienes no les gusta, por decirlo así, el poder atómico. El doctor Kimura nació en Nagasaki y lamentó decir que expresó opiniones muy agresivas; temo que por razones estúpidas su invento levantará una gran controversia en Japón. El doctor Kimura también preguntó cómo se propone usted prevenir que al combustible no se le den usos peligrosos. Bradfield explicó el diseño del envase y las pruebas a que había sido sometido. Tanaka se mostraba muy sinceramente apenado por el comportamiento de uno de su grupo, y Bradfield aceptó sus excusas amablemente, pero sin dejar de comprender que una pequeña victoria se le había escurrido de entre los dedos, ya que el poder de la fisión nuclear había sido dado a conocer al pueblo japonés en una forma horrible y tomaría mucho tiempo y prudencia para que un corazón artificial atómico pudiera superar el horrible trauma de agosto de 1945.
Valerie, que acompañara a los cirujanos japoneses a la sala, hizo saber a Bradfield que Jerry Cibelli lo esperaba. Él le pidió a Valerie que acompañara a los cirujanos japoneses a la sala de operaciones.
El suave sol de primavera caía sobre el edificio temporalmente aislado. El foco de actividad de la cirugía experimental de Bradfield se había cambiado ya, y para siempre, a la escena humana, al hospital. El laboratorio donde los experimentos básicos se habían llevado al cabo y donde jóvenes talentos médicos habían trabajado largas horas, sería pronto abandonado. Ninguna placa marcaría el lugar donde el primer ser vivo había subsistido un tiempo significativo con un corazón atómico.
Tres personas caminaban por el exterior de la cerca de metal y alambre de púas, hasta que llegaron a la reja que se encontraba abierta. Caminaron por la suave y lodosa vereda, donde el hombre de la cámara tuvo dificultades para conservar el equilibrio al mismo tiempo que cargaba su pesado equipo.
Elaine Whitmore ordenó que se empezara a filmar.
—Tomen una vista de las yerbas, del fango y luego cambien a una toma general de ambas alas del edificio.
Se acercaron más y llegaron a la larga rampa de entrada de la primera ala. Vieron una vaca rumiando tranquilamente en su pesebre.
—Saquen un acercamiento de esa vaca. Será una vista interesante.
—La luz es un poco baja aquí adentro.
—Tim, trae las luces.
—No serán suficientes.
—Bien, corten entonces, vamos a otra área.
Los tres fueron a tropezarse con Richard Wheeler. Este se hallaba vestido con sus ropas de operar: un delantal negro de goma y botas de hule rojas. Estaba parado enfrente de una ternera blanca y negra, de unas 350 libras de peso, colgada del techo por las patas traseras por medio de un gancho y una polea con un aparejo. Era evidente que estaba destazando la res con un cuchillo de caza de ocho pulgadas de largo. Las tripas estaban dentro de un gran saco de basura de plástico. Sangre roja, que se coagulaba al caer, goteaba sobre el piso sin protección. Él fétido olor les golpeó las narices.
Richard levantó los ojos de su trabajo. Hickman había visto personas golpeadas y asesinadas, pero no estaba preparado para una escena como ésta. Sintió náuseas y ganas de vomitar.
—Hola —dijo Richard.
—Hola—dijoWhitmore— ¿Es esto parte del proyecto del corazón artificial?
—Sí, señora, este animal vivió seis meses, pero tuvimos que matarlo anoche para obtener el combustible.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, teníamos que sacar el combustible, el plutonio, de este animal, para ponerlo dentro del paciente.
—¿Por qué?
—Yo no lo sé, sólo sé que teníamos que hacerlo.
—¿Es que no tenían combustible para el caso humano?
—No lo sé. Yo sólo lo saco y lo pongo donde me dicen.
—¿Y qué está haciendo usted ahora?
—Voy a cortar la carne para congelarla.
—¿De ese animal?
—Lo hago todo el tiempo, ya que sabe riquísima en barbacoa, y también se puede usar la piel para cuero.
—¿Y no es peligrosa? La carne, quiero decir.
—No, en absoluto, y además se ahorra uno dinero.
—¿Le gustaría salir en televisión?
—Seguro, ¿por qué no?
—Encienda las luces del cuarto de operaciones y eso nos dará la luz suficiente.
El camarógrafo procedió a hacer su trabajo con un fondo de la res abierta en canal.
—Necesitamos acción. Continúe desollando la res.
—¿Desollar la res? Seguro que sí.
Wheeler separó la piel del tejido subcutáneo experta y hábilmente, usando el afiladísimo cuchillo con su mano izquierda. No abrió ojales en la piel para conservar su precio de venta, pero en cambio se cortó la mano entre el pulgar derecho y el índice. Parecía que tenía más cuidado de la res que de su propia persona.
—Oiga, tenga cuidado.
—Oh, no me duele, ya me he cortado otras veces.
—Gracias, creo que ya tenemos suficiente de aquí. ¿Cuál es su nombre?
—Soy Richard Wheeler.
—Muy bien, Richard, tal vez salga en T.V. esta noche a las seis y media en el canal 13. Esté pendiente.
—Lo estaré, y muchas gracias.
El trío volvió a salir a la luz del sol, que brillaba con más fuerza en un cielo tan azul que hasta les hirió los ojos.
—¡Dios! —dijo Hickman—. Denme un cigarro. La verdad es que el ambiente era pútrido allá adentro. No me imagino cómo lo soporta el tipo ése. —Luego, dirigiéndose a Whitmore dijo—: No podemos usar nada de lo que tomamos. ¿Por qué mandaste tomarlo?
—Por dos razones. Tal vez algún día hagamos un especial de esto y debemos tenerlo para el archivo. Es seguro que no se podrá volver a filmar. La segunda razón es que la Universidad no sabe que no lo vamos a usar y lógicamente no querrán que lo usemos. Podemos tratar de hacer un cambio por una entrevista exclusiva con Bradfield, el paciente o la amiga, o todos ellos. ¿Qué perdemos con tratar?
—Eres lista, Whitmore, muy lista. Tratemos de encontrar a su lacayo de relaciones públicas. ¿Cómo se llama?
—¿Cibelli?
—Sí, Cibelli.
Jerry Cibelli se hallaba encerrado con Bradfield en la oficina del cirujano, revisando los detalles de un comunicado de prensa cuidadosamente redactado.
Aspermont, marzo 24 de 1976. Científicos médicos de Aspermont lograron implantar con éxito, en la noche del miércoles, el primer corazón artificial en el pecho de un californiano de cuarenta y tres años de edad.
El paciente es Henry Gray, de Menlo Park, un especialista en computadoras, el cual recibió el nuevo corazón durante una operación que duró cuatro horas y quince minutos, realizada por un equipo encabezado por el doctor Willian Bradfield.
Bradfield, también de cuarenta y tres años, es catedrático y director de cirugía cardiovascular en dicho centro. El perfeccionó las técnicas que hicieron posible los corazones artificiales.
Fue asistido en la operación por los doctores Donald Buchanan y Jack Johnson, cirujanos residentes; por el profesor asociado de anestesia, el doctor James Takaoka, y por Washington Belknap, estudiante de medicina.
Gray sufría de una irreversible y severa enfermedad del corazón.
Durante la operación, el corazón enfermo de Gray fue removido y reemplazado por una máquina de seis libras de peso, con energía nuclear, del tamaño de un puño.
—El corazón artificial es, básicamente, una bomba de sangre miniaturizada —explicó Bradfield—. Su trabajo es mantener la circulación de la sangre y por consiguiente la vida misma.
Bradfield hizo hincapié en que el paciente habría muerto en menos de veinticuatro horas si el corazón no hubiera sido reemplazado, ya que había sido estudiado para un transplante en otro lugar, pero no fue considerado un candidato apropiado.
El cirujano indicó que la operación es la culminación de aproximadamente doce años de trabajo en Aspermont. El corazón es totalmente implantable y fue diseñado y construido por los científicos biomédicos de Aspermont, en colaboración con dos compañías privadas, siendo el trabajo costeado con fondos donados por el Instituto Nacional de Cardiología.
Opuestamente a modelos experimentales anteriores, este corazón no tiene cables de control o poder que salgan o entren del cuerpo, lo que se hace posible por el uso de combustible nuclear encápsulado dentro del cuerpo del paciente.
El combustible nuclear usado para mover el corazón es plutonio 238, un elemento transuránico hecho por el hombre e incorporado a la máquina con una media de vida de ochenta y siete años. El plutonio produce energía por fisión nuclear, que emana partículas alfa consistentes de dos neutrones y dos protones. Las partículas alfa tienen muy corto alcance y no salen al exterior del cuerpo. Cuando chocan con la materia, se produce calor.
En el corazón artificial, este calor se utiliza para hacer funcionar una máquina de vapor miniaturizada que trabaja con una gota de agua. El calor aumenta la temperatura a mil doscientos grados Fahrenheit, pero el paciente queda aislado de ella por una capa de aislamiento triple de vacío, una técnica desarrollada para la exploración del espacio.
—La máquina de vapor diseñada para el corazón artificial sería difícilmente reconocible por el conductor de una locomotora o máquina de vapor de otras épocas —explicó Bradfield—, ya que no produce grandes torrentes de vapor hirviente.
A la señal de una computadora, dos magnetos ocasionan que un fuelle diminuto se expanda, empujando una gota de agua de un depósito, a través de un angosto conducto, hasta una caldera donde la gota de agua se vuelve vapor, el que a su vez se expande y hace presión sobre otro fuelle en miniatura que activa un pistón, el cual envía líquido hidráulico a través de un tubo de alimentación, lo que causa que otros fuelles se expandan y la acción comprime los ventrículos y hace que la sangre circule. Tan pronto como la sangre empieza a circular, un sensor en el corazón emite una señal, todo el proceso se revierte, la presión vuelve a bajar y todo está listo para el próximo latido.
Un gran problema al que tuvieron que enfrentarse los ingenieros, para diseñar el corazón artificial, fue que el vapor hirviente podía hacer ascender la temperatura de la bomba del corazón. Los ingenieros encontraron una respuesta a este problema: diseñaron un sistema de transferencia del calor al metal en la bomba, y el metal transfiere el exceso de calor de la bomba directamente a la sangre cuando ésta circula, algo como el agua en el radiador de un coche; la sangre disipa el calor a través del cuerpo, previniendo el calentamiento en cualquier lugar determinado.
Los mecanismos de control de temperatura del cuerpo mismo, el más familiar de los cuales es el sudor, se hacen cargo en ese momento para disipar el exceso de calor.
—El corazón artificial fue desarrollado como una alternativa de los transplantes de corazón —dijo Bradfield—. Los transplantes tienen varios inconvenientes para uso general, siendo el principal de ellos que el órgano debe de provenir de un moribundo. Además, las complicaciones del tratamiento medicinal para rechazos son todavía un gran problema.
Con el éxito de la implantación, los cirujanos dicen que las oportunidades de hacerle frente a la crisis de la epidemia de muertes por ataques al corazón parecen ser más brillantes. Un total de cincuenta mil norteamericanos en la flor de la vida podrían ser salvados cada año si el reemplazo de corazones artificiales estuviera disponible.
Inicialmente los corazones artificiales se considera que costarán más de treinta mil dólares, pero los expertos creen que eventualmente podrán ser producidos más económicamente, y esto será posible cuando las plantas de poder nuclear, usando reactores madre, empiecen a producir plutonio en grandes cantidades. Muchas de estas grandes plantas de poder se construirán en breve en varias partes del mundo.
El plutonio ha sido utilizado como fuente de energía en otros proyectos, el más notable de ellos la serie de viajes espaciales Apolo. El plutonio es altamente tóxico, pero en un accidente, tanto el paciente como las demás personas serán protegidos, ya que el recipiente del plutonio ha sido construido y probado para soportar los accidentes más increíbles.
Una conferencia de prensa ha sido programada para las diez de la mañana del jueves en la sala 506.
Fin. (Para cualquier otra información comuniqúese con Jerry Cibelli al 426-9000).
Bradfield leyó el comunicado cuidadosamente.
—Magnífico, Jerry; si hay algo que quitaría es la frasecita uel plutonio es altamente tóxico", ya que no hay por qué espantar a la gente. Y diluye el párrafo de los costos, ya que no tiene objeto discutir el punto ahora. ¿Podrías también añadir que la atención internacional se ha centrado sobre esta técnica por una delegación de cirujanos japoneses que nos visitó esta mañana?
—Seguro que puedo añadir más cosas, pero esto está listo para ser impreso y distribuido y sería perjudicial para ti si no se entrega en la conferencia, en donde tendrás ocasión de hablar a ese respecto.
—Bien, entonces sólo quita la frasecita de lo tóxico y lo de los costos. Eso sí hay que hacerlo.
Valerie Rigg se asomó a la puerta.
—La secretaria del decano Geld acaba de telefonear y pidió que se entreviste usted con él sobre los acontecimientos de anoche, ya que Ridley presentó una queja formal. Dijo también que, si le da usted un poco de tiempo, podrá arreglar una junta con un par de miembros del Consejo para aclarar la situación.
—Bueno, entonces dile que a la una.
—Correcto.
—Jerry —continuó Valerie—, hay un mensaje: que Jim Hickman está en camino de su oficina y quisiera verlo.
—Gracias, iré en seguida.
—Y la sala de operaciones habló para decir que su primer caso está ya sobre la mesa, doctor Bradfield. Jerry, acabo de notar que en el boletín de prensa no se menciona cómo sigue el paciente —dijo Valerie.
—Hombre, sí. ¿Cómo está el paciente, doctor Bradfield?
—¡Vaya!, hasta yo me olvidé de eso y el hecho es que está muy bien. Digamos que su condición es estable y tenemos que procurar no entusiasmarnos tanto con el corazón y olvidarnos del paciente.
—Otra cosa, doctor Bradfield. Ronald Harris telefoneó y dijo que estaba en la ciudad y que quería verlo, pero yo le dije que estaría usted muy ocupado. Primero dijo que quería dormir por la mañana, pero luego se excitó mucho cuando supo lo de la conferencia de prensa y dijo que quisiera estar presente.
—¡Más le vale que esté allí! —interrumpió Bradfield.
—...Y Bethesda ha estado llamando. La oficina del jefe del Instituto de Cardiología también llamó y quieren saber si éste es uno de los proyectos que ellos patrocinan; parecían molestos por que no se les hubiera consultado sobre planes publicitarios. También preguntaron si sabíamos dónde estaba Harris, cosa que cuando preguntaron yo no sabía aún.
—Bien, el boletín de prensa todavía no sale, así que no tienen por qué quejarse —dijo Cibelli—. Los federales son siempre un dolor en el culo cuando se trata de acaparar el crédito, pero los llamaré. Tengo que irme, ¿alguna pregunta sobre la conferencia?
—No, eso es todo —dijo Bradfield.
Cibelli salió corriendo, visiblemente excitado por las enormes dimensiones de la resonancia de la operación, su valor publicitario actual y su gran responsabilidad para hacer público uno de los logros médicos más importantes que el mundo había conocido.
A Janet Chen se le permitió pasar al cuarto de Gray a las ocho y media; las enfermeras le dijeron que sólo podría estar diez minutos, ya que querían terminar sus trabajos de rutina. Los tubos intravenosos del paciente tenían que ser reemplazados y había que sacarle sangre para análisis. Lo vigilaban cuidadosamente mientras le daban un cepillo de dientes y lo afeitaban con mucho cuidado; luego le lavaban la cara, lo peinaban y lo cubrían con las blancas y estériles sábanas. Se había fatigado.
Janet llevaba una gorra de papel blanco sobre el pelo. Una mascarilla de papel filtro cubría su boca y nariz y le habían colocado sobre el vestido un delantal de plomo. Además de eso, una enfermera la había ayudado a ponerse una bata estéril de algodón y llevaba botines de papel. Entró a la antesala y se lavó las manos con jabón germicida, pasando luego al cuarto de Gray.
Los ojos de él se hallaban cerrados y sus respiraciones eran poco profundas. A través de las fosas nasales le penetraba una vital corriente de oxígeno. El vacío todavía burbujeaba en el Pleurevac. Los constantes chasquiditos eran el único sonido en la tranquila habitación.
Janet se detuvo al pie de la cama. No quería despertarlo si necesitaba sueño, pero tenía muchos deseos de hablarle, ya que durante bastante tiempo antes de la operación había estado en una especie de semicoma y la noche anterior, cuando lo había visitado, aún no se recuperaba de la anestesia.
La enfermera movió la cabeza con simpatía.
—Está maravillosamente bien y no creo que esté completamente dormido.
Janet dijo en voz baja:
—Hola, Hank.
Los ojos de Gray se abrieron al oír su nombre. Aún no podía ver a la figura vestida de azul al pie de su cama, pero la suave y familiar voz de Janet había penetrado el velo de incomprensión, ya que para él la voz no tenía confusión posible. El rompecabezas se unió y sus ojos se enfocaron y pudieron reconocer los de ella, oscuros y en forma de almendra, que le sonreían por encima de la mascarilla.
El emitió una especie de ronco graznido.
—Hola, Jan —y levantó su mano llena de tela adhesiva en un débil saludo.
Todavía le habían inyectado una nueva solución intravenosa y las enfermeras habían inmovilizado su mano, pegándola con tela adhesiva a una base sólida, de forma que la aguja no pudiera salirse accidentalmente de la vena. Sintió el calor de la mano de Janet cuando le tocó el antebrazo en un cariñoso gesto recordatorio de que no se moviera. Las telas adhesivas, las botellas, todo el equipo de enfermería le era tan familiar a ella por su larga experiencia y entrenamiento, que miraba la escena bajo el punto de vista profesional. Las enfermeras asignadas a Gray eran jóvenes, trabajadoras y muy capaces, por lo que dio gracias en su interior y se movió con más confianza. Ella podía leer los signos que veía mucho mejor que el visitante casual, y los signos eran buenos. Lo instó a que guardara silencio.
La visita se pasó demasiado aprisa y hubo que recordarle que ya habían transcurrido los diez minutos. Janet le dijo que los signos vitales eran buenos y que la operación había sido un éxito. Le dijo, también, que Bradfield tenía mucha confianza por el curso que había tomado la recuperación. Luego, ya que no podía abrazarlo ni besarlo, se tocó suavemente la mascarilla con la punta de los dedos y le envió un beso.
—Estaré un rato en mi departamento y te veré en el próximo período de visitas. Hasta luego, mi amor —dijo ella alegremente.
Janet salió al pasillo y ahí removió todos los húmedos y molestos accesorios necesarios para entrar al cuarto de aislamiento. Al quitarse la gorra se sacudió el cabello, negro como el carbón, y respiró profundamente el aire seco del hospital. Luego, sola en la sala de espera, se sentó y lloró largamente mientras su cuerpo se estremecía al aflojarse la tensión tanto tiempo reprimida.
Cibelli recogió a Bradfield en su oficina, de paso al auditorio de la Escuela de Medicina.
—¿Listo? —preguntó Jerry.
—Vamonos.
—A propósito, me encontré hace un rato con Jim Hickman, de la WNTL-TV, y me indicó que le agradaría filmar una entrevista contigo. Lo raro es que parecía estar seguro de que tú no te rehusarías. Yo le dije que tendría que consultarte, que estás muy ocupado.
—Como tú decidas, Jerry. Tú conoces a esas personas mejor que yo. No obstante, creo que tenemos que conseguir la más amplia colaboración de la prensa, para que el público comprenda la importancia de este procedimiento médico y sus ramificaciones.
—Estoy de acuerdo, sin embargo tengo que decirte que las cosas no han empezado muy bien en este aspecto, ya que Hickman y su equipo estuvieron explorando y, como encontraron la reja abierta, se colaron a tu laboratorio animal.
—¿Hmmm? —Bradfield escuchaba mientras caminaban hacia el patio que se hallaba frente al auditorio.
—Entraron hasta el mismo cuarto de operaciones —continuó diciendo Cibelli.
—Aun así, no veo en ello nada grave.
Bradfield y Cibelli entraron al auditorio, el cual daba la impresión de estar cubierto por millas de cables. Había reflectores a granel, a todo lo ancho y lo largo del mismo, y el murmullo de conversaciones privadas entre los reporteros y los observadores interesados se percibía como un rugido moderadamente soportable. Bradfield pasó desapercibido. A su alrededor había un grupo disperso de batas blancas, doctores, enfermeras, espectadores interesados y estudiantes de enfermería.
Cibelli continuó con la conversación.
—Tu empleado, el técnico...
—Richard Wheeler.
—Sí, se encontraba desollando una res que colgaba del techo y les contó algo de los métodos que se usaban allí.
—Oh, qué tontería. Supongo que les daría todos los sangrientos detalles.
—Más que eso... Wheeler les dejó tomar películas.
—¡Maldita sea! ¿Qué tan responsable como persona es este tal Hickman?
—Yo nunca he trabajado con él, ya que por lo general cubre las informaciones policiales. No podría asegurarlo, pero creo que tanto él como su productora, Elaine Whitmore, quieren cambiarlo todo por una entrevista contigo.
Bradfield se encogió de hombros.
—Bueno, no tiene importancia y no tienen gran cosa para asustarnos, pero de todos modos haré con gusto la entrevista con ellos, después de la conferencia de prensa.
—Magnífico.
Llegaron al frente del auditorio y Cibelli se adelantó hacia el bosque en miniatura de micrófonos que había en el podio. Una tras otra las luces de la TV comenzaron a encenderse y una brillantez sobrenatural se esparció por el gran local; pronto Cibelli notó cómo subía la temperatura. Su cara empezó a perlarse de sudor.
—Señoras y señores.
El murmullo disminuyó ligeramente y Cibelli tuvo que entrecerrar los ojos para mirar a través de la niebla de humo azul de tabaco. Varios fotógrafos hicieron sonar los disparadores de sus cámaras y muchos de ellos, cargados con sus máquinas como laboriosas hormigas, empezaron a moverse hacia adelante para sacar fotos desde todas las posiciones concebibles. Un coro de "agáchense los del frente" se levantó, cuando algunos de los fotógrafos más agresivos comenzaron a ignorar los ángulos de visión de los que estaban detrás de ellos. El griterío se hizo más intenso. Un avioncito de papel voló desde la multitud, lanzado con gran puntería, y fue a aterrizar justo en el blanco, la brillante calva de un sujeto de elevada estatura que se hallaba parado exactamente frente al podio. Gritos y aplausos corearon la maldición que lanzó el hombre alto antes de volver a arrodillarse.
—Damas y caballeros, y uso ambos términos con las debidas reservas después de esta demostración —empezó otra vez—, yo soy Jerry Cibelli. Del boletín de prensa que les ha sido distribuido a la puerta, yo leeré ahora una breve declaración para el auditorio nacional de la televisión, y luego el doctor William Bradfield estará disponible para contestar a sus preguntas.
Se levantó un nuevo susurro mientras los reporteros y los camarógrafos apuntaban sus instrumentos con ruedas hacia la primera fila donde se hallaba sentado Bradfield.
Cibelli leyó la declaración rápidamente y luego le pidió a Bradfield que subiera al podio. Al dirigirse éste a la plataforma apareció otra figura que se colocó directamente en el podio. Era Irwin Geld, y Cibelli al verlo llegar salvó la situación presentando también al decano.
Los dos doctores se pararon juntos frente al bosque de micrófonos y Geld inmediatamente empezó a sudar debido al calor de los reflectores de la TV, pero Bradfield permaneció fresco, acostumbrado como estaba a largas horas de situaciones difíciles bajo las potentes luces de la mesa de operaciones. Geld, con un tono bastante agresivo, empezó a hablar.
—Todo el mundo está ansioso por escuchar al doctor Bradfield, así que yo no me tomaré más tiempo que el de un comercial, un minuto o dos. Hoy estamos todos orgullosos de la hazaña quirúrgica realizada por nuestro brillante equipo de cirujanos y enfermeras. Su logro ofrece grandes promesas a las multitudes que mueren hoy del corazón. Después de esta demostración, tengo fe en que el Gobierno Federal continuará apoyando generosamente la educación y la investigación médicas. La investigación que condujo a esta operación histórica no hubiera podido realizarse sin las magníficas instalaciones que han visto ustedes a su alrededor, así que repito una vez más que el pueblo norteamericano se mostrará agradecido con aquellos hombres visionarios, cuya fe fundó y mantuvo esta institución médica. No podemos, desde luego, acaparar todo el éxito de este despegue hacia la era nuclear de la medicina y debemos expresar nuestro agradecimiento a la Compañía ATOCOR por fabricar el corazón y a Electrónicas ZEE por el sistema de control; sin olvidar a nuestra pequeña institución hermana del norte, el Instituto Menlo, por diseñar algunas de las partes electrónicas. Esta fue una aventura llevada a cabo con el verdadero espíritu de la libre empresa.
Geld quería continuar, pero se dio cuenta que habían apagado las cámaras.
—Bien, ya tomé más tiempo del que quería. Todos estamos contentos de tenerlos aquí y naturalmente felices de que la nación pueda conocer esta revelación de un increíble logro científico. Y ahora, lamentándolo mucho, debo retirarme ya que tengo una importante junta y no podré contestar preguntas, pero con la certeza de que los dejo en manos de quien puede contestarlas mejor. Con ustedes, el doctor Branfield.
Mirando directamente a las cámaras de TV que se habían encendido al oír el nombre de Branfield, Geld levantó sus brazos en un gesto de despedida y dijo "adiós".
Bradfield se adelantó hacia los micrófonos.
—Buenos días, damas y caballeros —dijo con voz calmada y tranquila—. Mucho apreciamos las amables palabras del doctor Geld y no tengo más declaraciones que hacer. ¿Quisieran empezar con las preguntas? —Indicó a un joven sentado en la primera fila que tenía el brazo en alto y lo agitaba
—Gracias, doctor Bradfield, soy Tom Hammer, del Aspermont Prowler. En el boletín de prensa ustedes dicen que esta es una "prueba clínica". ¿Qué quieren decir con eso? Para un experimento humano parece un eufemismo. ¿Completaron y estudiaron todos los detalles primero en animales? ¿No podría ser esto más bien un truco publicitario en vez de como dijo el doctor Geld un "logro maravilloso"?
Bradfield pensó que era increíble que el reportero más joven de todos los presentes, y del periódico de la Universidad además, hiciera primero que nadie las preguntas más difíciles.
—La decisión de realizar una operación coloca una gran responsabilidad sobre el cirujano. Esta responsabilidad se hace más pesada cuando la operación es nueva y no ha sido realizada antes. Yo no creo que porque un paciente sufra una enfermedad mortal pueda ser usado para cualquier experimento médico absurdo. En nuestro caso, sin embargo, el porvenir del paciente era realmente negro. Su corazón se detuvo antes de la operación, así era de desesperado el caso, de manera que la necesidad de operar era imperiosa. No voy a tomar todo el tiempo que me llevaría describir el trabajo experimental que precedió a esta implantación, además eso podrán leerlo en la literatura publicada, pero sí puedo señalar que varias operaciones experimentales exitosas han sido llevadas a cabo. Por exitosas quiero decir más de seis meses de duración sin problemas después de la cirugía. La información de estas pruebas ha sido publicada y existía un acuerdo entre el Gobierno Federal y nuestro comité para investigación en seres humanos. Por lo tanto, el corazón estaba listo para ser probado en un humano. Admito que hay un elemento de experimentación humana en el término "prueba clínica", pero espero que no hagamos retruécanos sobre semántica. ¿O sí, señor Hammer?
El joven reportero levantó la vista de su cuaderno de notas y negó con un movimiento de cabeza, comprendiendo que su actitud había sido bastante agresiva.
—Jack Hewitt, ABC News, doctor Bradfield.
—¿Sí, señor?
—Estamos interesados en la comparación entre lo práctico de su sistema y la operación de transplante de corazón. ¿Cree usted que aquél reemplace a ésta?
—Los transplantes de corazón son ya un procedimiento establecido, pero el promedio de éxito es todavía del 70 por cienta anual debido a los rechazos. Otra dificultad es que, no obstante el reconocimiento de la muerte del cerebro como legal en California y en otros Estados, no hay suficientes donantes. Consecuentemente, los transplantes de corazón no van a ser de mucha ayuda al gran número de personas que muere del corazón. Los corazones artificiales producidos en serie con —como diría yo—, el genio norteamericano para realizar tales cosas, puede seguramente resolver el problema, y antes de cambiar de tema quisiera yo dejar establecido que la mejor manera de reducir la mortalidad e incrementar la productividad, es la prevención de las enfermedades del corazón, aunque la arterioesclerosis es una enfermedad multifactora y su prevención no está aún a nuestro alcance. Entonces, hasta que llegue ese día feliz debemos estar preparados para tratar la enfermedad. Y otra cosa. Algunos de nosotros sentimos que la medicina debe incrementar el número de gente sana y productiva y para cada transplante de corazón debe morir otra persona. Las matemáticas de esa situación no se le pueden escapar a nadie: es de uno por uno.
—¿Pero, doctor, qué quiere usted decir con multifactora?
—Me disculpo por mi uso de la jerga médica. Una enfermedad multifactora es aquella en que ha sido probado que varios factores contribuyen a su desarrollo. En el caso del endurecimiento de las arterias, éstos incluyen el comer demasiado, el no hacer suficiente ejercicio, en el tipo de persona, en el fumar, en situaciones de tensión, además de lo cual otra causa de la enfermedad de la arteria coronaria incluye la garganta infectada.
—Gracias.
—Robert Ronsard, Paris-Match, doctor Bradfield.
—¿Sí?
—Hemos oído que los primeros pacientes de transplante de corazón sufrieron de severas reacciones psicóticas. ¿Espera usted que esto ocurra con el corazón mecánico? —El que preguntaba era un hombre delgado y con un fuerte acento francés.
—No hubo nunca relación entre los problemas psiquiátricos y los transplantes de corazón, de hecho ésa fue una aberración de la prensa. Cualquier paciente normal está sujeto a comportamiento extraño bajo presión y la cirugía de corazón abierto no es ningún picnic, por lo que yo esperaría alguna reacción de tensión psicológica en los pacientes que sufran implantaciones de corazón.
—Pero —insistió el reportero— por lo menos en los transplantes de corazón, éste es una cosa viva, de un ser humano vivo, y esto que usted ha implantado es un objeto inanimado, una bomba. ¿El señor Gray no tendrá confusiones mentales pensando en sí mismo como una amalgama de ser humano y máquina?
—El paciente no tenía otra elección que la muerte. Tal vez usted quiera preocuparse por ese concepto mientras él disfruta de la vida.
Hubo risas en el auditorio, pero el reportero continuó su interrogatorio.
—¿Cuándo espera usted que el señor Gray pueda reanudar sus actividades normales?
—Yo espero que salga del hospital en diez días. Esta es una gran diferencia en relación con los transplantes de corazón, que requieren de cuatro a seis semanas de cuidado intensivo para combatir los rechazos y otras complicaciones.
—Doctor, mi pregunta incluía la vida sexual del paciente. ¿Qué me contesta usted a eso?
—Sin comentarios. ¿Otras preguntas, por favor?
Varios reporteros pidieron la palabra simultáneamente. Bradfield echó un vistazo alrededor. La multitud era ahora mucho mayor, ya que cantidad de curiosos espectadores del personal del centro médico se habían mezclado con los representantes de la prensa. La niebla de los cigarrillos era más espesa. La escena, en vivo, era transmitida de inmediato a la nación y, por vía satélite, al mundo.
En Los Angeles, Jack Comstock, doctor en Medicina y Jefe de Cirugía del Colegio de Medicina de California, estaba a punto de cruzar la calle Figueroa para dirigirse al Club de la Facultad, situado en una elegante y cómoda construcción estilo californiano-español. Un residente de su equipo lo alcanzó corriendo.
—iDoctor Comstock, un corazón artificial le fue implantado anoche a un paciente en Aspermont!
Comstock miró al hombre delgado de piel morena con aire de incredulidad. El residente era de la India, uno de los tantos graduados médicos extranjeros que llegaban a lugares como el Colegio de Medicina de California para su entrenamiento de pos-graduados. Hablaba con un marcado acento inglés.
—Con seguridad que no entendió usted bien, doctor Singh. Todavía no hay nadie que pueda implantar corazones artificiales.
—Pero, señor, he visto un noticiario de televisión dando la noticia en este momento.
—¿En qué canal?
—Las tres cadenas al mismo tiempo —continuó el doctor Singh con su voz musical—, venga a ver, venga a ver.
—Gracias, doctor Singh, pero lo veré en el club.
Comstock se alejó de Singh con pasos tranquilos, pero en cuanto el residente entró al hospital, caminó lo más aprisa que pudo hasta llegar a la sala de juegos del club de la facultad, y allí, en la quietud de la habitación forrada de paneles de cedro, se sentó frente a la televisión y la escuchó con envidia.
A Bradfield se le hizo otra preguhta.
—Nosotros sabemos que una operación de corazón abierto, implica una cirugía muy delicada. ¿Este corazón artificial es también un objeto delicado? Quiero decir, meter todas esas partes en la cavidad del pecho. No da la impresión de que haya suficiente espacio.
—¡Buena pregunta! Déjeme explicarle la técnica que nos permite implantar esta máquina. Cuando un corazón normal se enferma y se debilita, se compensa a sí mismo agradándose. El señor Gray tenía el corazón tremendamente agrandado. Al ser removido, dejó espacio suficiente para la parte de la bomba del nuevo corazón. Yo usé una técnica que había escapado a la atención de los cirujanos interesados en esta área de la cirugía, ya que la importancia del esternón es solamente estructural, así que rediseñé la bomba para que los controles y la fuente de poder estuvieran en forma de un esternón y uní los extremos de las costillas a este nuevo conjunto, lo que nos dio un espacio considerablemente mayor para colocarlo todo. El implantar un corazón artificial no tiene la misma cualidad estética de otros tipos de cirugía del corazón, pero es efectiva.
Roy Turner, el corresponsal del Herald, atrajo la atención de Bradfield al ponerse de pie. Era un hombre de corto cabello gris y mejillas hundidas, con aspecto .de estar siempre al borde de morir de inanición. Era un reportero de casos científicos, experimentado y muy docto y que había ido a la conferencia de prensa por interés propio, ya que los impresores del Herald seguían en huelga.
—Doctor Bradfield, quisiera comenzar ofreciéndole mis excusas por la conducta imperdonable de algunos de mis colegas.
—Gracias, señor Turner. No es necesario.
—Como yo comprendo el campo de investigación del corazón, el mayor avance está en las fuentes de poder. Kolff, del Estado de Utah, ha reportado la supervivencia de terneros con corazones de plástico en los que la fuente de poder era aire comprimido.
—Eso es correcto, señor Turner. Kolff demostró que el mecanismo de bombeo era muy bueno en experimentos largos con animales. Sin embargo, el sistema requería que el corazón se conectara a un tanque de aire comprimido que pesa bastante, de manera que resulta casi imposible que los pacientes vivan con largas mangueras conectadas a fuentes de aire comprimido.
—¿De forma que el problema en realidad ha consistido en desarrollar fuentes de poder implantables a largo plazo?
—Sí.
—¿No es cierto que el plutonio es muy caro? Para mí esto está en contra de la posibilidad que usted menciona de producir corazones artificiales en serie, ya que entiendo que el costo del plutonio es de mil dólares el gramo. Como su aparato requiere cien gramos de plutonio para funcionar, calculo que solamente el precio del combustible será de cien mil dólares por implantación. ¿Qué responde usted a esto?
—Sus números son correctos y esos son los puntos que consideramos, ya que la historia de la medicina ha demostrado que es mucho más caro tratar la enfermedad que prevenirla y este es otro ejemplo de esa demostración. El corazón humano es sencillo, sin embargo los problemas tecnológicos para simular su eficiencia y exactitud han sido inmensos. Aun así, no podemos menos que tratar de curar al paciente individual que viene a nosotros.
—¿Recomienda usted que otros centros médicos en los Estados Unidos sigan el procedimiento?
—Me alegro que haya hecho esa pregunta, señor Turner, y yo creo que el número de pruebas clínicas debe ser limitado. Nosotros creemos, desde luego, que en aras de la buena cirugía, del procedimiento adecuado, etc., este centro debía ser el único en realizar las distintas implantaciones requeridas para el período inicial de prueba. Respecto a los resultados a largo plazo, la media de vida del plutonio es de 87 años, más que la vida de varios pacientes juntos. Nuestros consultores en asuntos fiscales sugerían que el costo debería amortizarse a lo largo de todo ese período, así que en realidad hablamos de 100,000 dólares divididos entre 87 años, o alrededor de 1,000 dólares al año, más intereses. A mí no se me hace que esto sea exorbitante y podría ser distribuido entre varios pacientes.
Una voz salió de la multitud.
—Entonces esperan que sus pacientes se mueran muy pronto.
—El corazón artificial, ciertamente, no confiere la inmortalidad, pero desearía acabar de contestarle al señor Turner. Hasta ese modesto costo será disminuido en un futuro cercano. Se me ha informado que la producción de plutonio se incrementará con la construcción de reactores nucleares madre y que los primeros están proyectados para funcionar en los próximos cuatro años.
—Doctor Bradfield, ¿está usted estableciendo una relación entre el proyecto del corazón artificial y la controversia del poder nuclear?
—No, desde luego que no. Los reactores madre que se están construyendo para suplentar las necesidades de fuerza eléctrica del país, generarán plutonio, y el proyecto del corazón artificial podrá usarlo; ése es el único vínculo. Veo que se halla presente el doctor Donald Harris, director del proyecto para el Instituto Nacional de Cardiología. El es un físico y mi cercano colaborador y me gustaría que viniera a estos micrófonos a contestar algunas de estas preguntas técnicas y políticas sobre el plutonio.
Harris, que estaba sentado a tres asientos del pasillo en la última fila del auditorio, había estado esperando que Bradfield lo llamara. Su paso al bajar las escaleras era sorprendentemente ligero considerando lo poco que había dormido. Su porte era erguido y su paso elástico cuando se acercó a los micrófonos con una sonrisa llena de confianza. Su tic nervioso había desaparecido.
—Doctor Comstock, su secretaria lo llama por teléfono.
Un joven bien vestido y bien parecido estaba de pie al lado del sillón de Comstock.
—Gracias. ¿Quiere traerme una extensión, por favor?
—Sí, señor.
—... y una ginebra con agua de quina también.
—Sí, señor.
El club de la Facultad del Colegio de Medicina de California estaba muy bien amueblado y tenía el ambiente de un elegante y antiguo club para hombres solteros. En un área urbana tan congestionada como Los Angeles, el club permitía una sensación de exclusividad a bajo costo para los miembros más distinguidos de la facultad. A Comstock, un solterón de 56 años, le agradaba disfrutar la camaradería de los socios.
—Doctor Comstock, habla Helen. Hemos estado sumergidos en llamadas y todas acerca de la operación de corazón artificial en Aspermont.
—¿Quiénes han llamado?
—Bien, para empezar nuestro propio servicio de noticias, también nuestro periódico y por otra parte Newsweek y Los Angeles Times, y eso es sólo en los últimos diez minutos. Todos querían saber su reacción ante la operación.
—Bien, diles lo siguiente. Este es un logro magnífico en los anales de la cirugía cardiovascular. Un toque de atención, sin embargo, debe sonar en esta hora. La mayor experiencia posible debe de ser obtenida por los líderes en esta área antes de que el aparato pueda ser llamado terapéutico, y esperamos que esta nueva máquina corazón sea puesta a disponibilidad de los grandes centros médicos de los Estados Unidos tan pronto como sea posible, lo cual es particularmente correcto, ya que los fondos del programa de Aspermont son pagados por el contribuyente norteamericano. Yo he convocado a una junta nacional para discutir como implementar esta sugestión y acabo de enviarle al doctor Bradfield un telegrama felicitándolo por su labor. ¿Tomaste nota de todo lo que dije?
—Sí.
—Bien, entonces envíale a Bradfield un telegrama lleno de los términos más elogiosos y dile a nuestro servicio de noticias que me llame aquí. Ah, sí, en unos 15 minutos comunícame con el senador. ¿Entendido?
—Entendido.
Cuando Comstock colgó, el joven se acercó a tomar la extensión, pero Comstock le hizo una seña negativa.
—Espero otra llamada.
—Sí, señor —replicó el joven con voz suave y un ligero acento extranjero, aparentemente filipino, y se retiró.
No pasó mucho tiempo antes que llamara el servicio de noticias.
—Doctor Comstock, hemos estado muy ocupados atendiendo las llamadas. ¿Quiere usted hacer alguna otra declaración o comentario?
—Sí. Traten de enfatizar la cantidad de colaboración involucrada en el estudio del corazón. Esta no es la obra de un solo laboratorio. Los problemas son y han sido de tal magnitud, que ninguna institución o agencia podría resolverlos por sí sola, ni tampoco ninguna industria en particular. Este es un caso de primera magnitud en la investigación de grupo. El Colegio de Medicina ha sido uno de los líderes en este tipo de experimentación desde el principio mismo.
Comstock hablaba de esta forma para dar la impresión de estar enojado, porque Bradfield, un recién llegado a este campo de la medicina hubiera realizado el primer caso.
—Lo que quiero decir es que necesitamos darle más publicidad a nuestro propio programa de corazón artificial.
—¿Qué? Yo creía que nosotros no teníamos terneras con la máquina implantada.
—Pero estábamos muy cerca y yo tenía personalmente la seguridad que funcionaría en un paciente. Es más fácil operar en humanos que en terneras, ya que éstos le avisan a uno si les duele algo.
—Sí, ya veo lo que quiere decir, y supongo que tiene usted razón, doctor Comstock.
—En cualquier momento estaré disponible si reciben ustedes alguna solicitud de entrevistas. ¿Cree usted que algunos de los programas de las cadenas, como por ejemplo Hoy y Mañana, podrían interesarse?
—No lo sé, pero si lo están se lo haré saber.
—Espero otra llamada, así que para cualquier cosa que surja llamen a mi secretaria.
—Bien, así lo haremos y gracias, doctor Comstock.
El joven sirviente volvió a entrar otra vez.
—No, no —dijo Comstock—. Deje la extensión aquí, pues espero más llamadas y por favor, tráigame otra ginebra.
—Sí, señor.
Comstock regresó su atención al programa en el momento en que Harris empezaba a hablar sobre los reactores madre líquidos.
—¡Vaya con esa comadreja hija de puta! —exclamó Comstock en alta voz en la habitación vacía—. Así que fue él el que permitió que esto sucediera.
El teléfono sonó otra vez. Era el senador.
—Hola, soy Jack Comstock, senador.
—Oh, sí, Jack, ¿cómo está usted?
—Muy bien, senador, ¿cómo está su hija?
—Muy bien, y mi esposa y yo le estamos muy agradecidos.
—Hay que ser muy cuidadosos con los tumores en los pechos. Mi filosofía es extirparlo todo, así no existe el problema de equivocar una decisión. Ahora, por lo menos, ya sabemos que el tumor era benigno.
—Nosotros no sabíamos que un tumor en el pecho de una joven de 19 años podía ser maligno.
—Bueno, no es algo común, pero nunca podemos estar completamente seguros.
—Bueno, nosotros le estamos agradecidos por el hecho de que fuera usted personalmente, con toda su vasta experiencia, el que realizara la operación. ¿En qué puedo servirlo hoy?
•—Senador, ¿recuerda usted cuando revisamos los programas para el corazón artificial?
—Sí, hace más o menos tres meses que tuvimos en el Senado al Director del Instituto de Cardiología para el asunto de las apropiaciones. Por cierto que ya se habían gastado como 25 millones de dólares en ese programa y lo único que tenían era un par de vacas vivas. ¿Qué le parece eso?
—Bien, senador, algo ha estado sucediendo tras bastidores.
—¿Qué quiere decir, Jack?
—Un cirujano acaba de implantar un corazón artificial en el Centro Médico de Aspermont.
—¿Un grupo californiano?
—Sí.
—Vaya, pues ya era hora.
—Así pensamos nosotros también, pero va a haber un problema. He oído decir que quieren un monopolio sobre el artefacto hasta que completen una serie de casos.
—Eso es ridículo, ya que nosotros aprobamos los fondos destinados a ese programa para los cincuenta Estados de la Unión, para los norteamericanos del continente y los de afuera. ¿Qué quiere usted decir con un monopolio?
—El grupo Aspermont quisiera, por el momento, limitar las pruebas iniciales a su centro, con la disculpa de que sería la metodología científica correcta. Yo no estoy en absoluto de acuerdo y creo que a otros centros destacados se les debe permitir el realizar pruebas ahora. Nosotros debíamos tener un corazón para evaluarlo en nuestro propio hospital y muchos pacientes en áreas urbanas necesitan imperiosamente de este artefacto. Yo creo que sería muy bueno para usted si a la gente de California del Sur se les informara de la participación que tuvo usted en la apropiación de fondos para este programa, y la mejor forma sería, creo yo, tener varios pacientes operados aquí, en la Escuela de Medicina de California, caminando por Los Angeles. ¿Se da usted cuenta?
—Sí, me doy cuenta, Jack, claro que me doy cuenta y me parece una excelente idea.
—Tal vez pudiera usted hacerle saber al Director del Instituto de Cardiología de su profundo interés en este programa. Hay también una persona de menor categoría llamada Harris, que es un empleado federal de carrera. Tal vez sería útil hacerle saber a ese Harris de su interés en que este corazón sea probado en distintas áreas.
—Eso será fácil de hacer, Jack, ya que el presupuesto para el año que viene no ha sido aprobado aún. Más vale que caminen derecho o tendrán menos juguetes con qué entretenerse.
—Desde luego que tiene usted toda la razón, senador. Estos científicos audaces han hecho lo que han querido durante demasiado tiempo y se han dado el lujo de usar herramientas carísimas. Yo hace mucho que creo que a la investigación aplicada debería dársele más énfasis.
—Me alegra oír a ustedes los doctores decir eso y veré qué se puede hacer en esto. Mis saludos a su esposa y familia, Jack. Adiós.
—Adiós, senador.
Comstock se echó hacia atrás en su cómodo sillón, con una ligera sonrisa dibujada en su cara, y observó el resto del programa de Aspermont.
Elizabeth Browning había dormido hasta tarde y después de mandar a su niña a la escuela se dirigió, como a las nueve de la mañana, al laboratorio, para echarle un vistazo rápido. Cuando se enteró por Valerie Rigg de la conferencia de prensa, regresó corriendo a su casa a buscar su aparato portátil de televisión. De regreso en el laboratorio lo colocó en medio de la sala de operaciones.
Richard Wheeler había dejado tras él un desorden horrible. Se había llevado el ternero destazado al congelador de su madre con toda la intención de regresar más tarde y limpiar. Elizabeth se ocupó de los deberes de rutina. Silbaba alegremente, prestando oído de vez en cuando al televisor que anunciaba el éxito de Aspermont. Nunca antes había sentido esta clase de excitación, este sentido de participación en un éxito reconocido a nivel nacional y era como una especie de bonificación a su rutinario trabajo de día tras día.
Wheeler, de regreso de su viaje a casa de su mamá, vio el televisor y se sentó frente a él inmediatamente.
—Hola, Elizabeth. ¿Es el programa del doctor Bradfield el que tiene puesto?
—Sí, Richard, y a propósito, ¿quiere limpiar la sangre del suelo y seguir después con los instrumentos, pero revisándolos antes? Yo le enseñé a mi hija a trabajar y a escuchar al mismo tiempo, así que usted puede hacer lo mismo.
—Bueno, bueno, Elizabeth, lo haré. —Se volvió hacia ella—. Elizabeth, ¿ni siquiera hoy va a dejar de tratarme con altanería?
—Richard, cuando aprenda a trabajar con eficiencia seré mucho más amable con usted.
—Yo creo que usted no estará satisfecha hasta que yo me vaya. ¿Por qué no puede tratarme como un hombre? Ya tengo 21 años, soy un adulto —dijo él y sacudió la cabeza con frustración.
—Sólo limpie el piso, Richard, sólo limpie el maldito piso y póngase unos guantes para protegerse esas cortadas de las manos.
Richard no la escuchó y lánguidamente empezó a fregar el piso. La discusión le había echado a perder la mañana y la excitación de la operación, su propia parte en ella, el haber estado en televisión, todo había perdido el interés debido a esta eficiente y dura mujer que se negaba a reconocer su madurez y experiencia.
En San Francisco, en una pequeña tienda de café y rosquillas, Daniel Cooper miraba la conferencia de prensa que estaban transmitiendo, con intenso interés.
Seis meses habían pasado desde la pérdida de su pleito. Después de haber dejado Aspermont todo le había ido cuesta abajo y estaba realmente enfermo. No tenía trabajo y los patrones lo evitaban porque era un mal riesgo para las compañías de seguros. Todavía no podía creer en aquel capricho del destino tan rápido y tan absurdo. Finalmente había encontrado un trabajo temporal, a un dólar con setenta la hora en una escuela particular. De un empleo de técnico nuclear a un mugroso trabajillo en pocos meses. En las raras ocasiones en que su objetividad prevalecía sobre su dolor físico y su angustia mental, se resignaba a su destino y trataba de vivir con su cáncer lo mejor que podía. Sin embargo, en momentos menos objetivos, que eran los más frecuentes, le echaba la culpa a la Universidad y a los pillos de los abogados. El sabía que tenía razón.
En la pantalla de TV sobre el mostrador, Harris contestaba ahora la pregunta de un reportero. Cooper se imaginó que éste había tomado desprevenido a Harris ya que lo vio inclinarse para consultar algo con Bradfield, el cual habló un momento al oído de Harris.
—Tiene usted razón, señor Turner —dijo Harris—. El plutonio es peligroso e inhalado accidentalmente puede causar cáncer en el pulmón, pero en el corazón artificial el plutonio está muy protegido contra cualquier fuga accidental, ya que el combustible está prensado fuertemente en forma de disco. No es polvo, de forma que si se abriera no se esparciría en la atmósfera. El recipiente está diseñado para contrarrestar el accidente más inconcebible y la fabricación de la cápsula está sujeta a los severos reglamentos de la Comisión de Energía Atómica. Más aún, sobre este punto la Comisión de Energía Atómica cree que, aunque la cápsula de plutonio llegara a ser violada, hay pocas posibilidades de un acontecimiento significativo que involucrara a muchas personas.
Por un momento Cooper pensó que estaba soñando. Así que Bradfield tenía un paciente que pronto andaría caminando con un corazón activado por plutonio. Con su entrenamiento, Cooper se dio cuenta inmediatamente de lo que eso implicaba.
Pronto dejó de oír por completo el programa. Se fue a la caja a pagar y abandonó la pequeña tienda para dirigirse a su departamento y pensar más sobre esto. Su mente estaba llena de pensamientos de venganza, dinero y, por fin, esperanza.
Harris estaba bien preparado para las preguntas que le hacían los reporteros. Podía citar información en apoyo del caso durante días.
—Señor Turner, la década de los setentas es la hora clave para el uso de material nuclear como fuente de energía. Hay dos ventajas dramáticas en el uso de energía nuclear: el abastecimiento del combustible y la no contaminación de la atmósfera a través de productos de combustión. La pregunta que se hace con más frecuencia acerca de las plantas de poder y las fuentes de combustible nuclear es: "¿Estamos sometiendo a una población que no ha dado su consentimiento a un riesgo injustificado de un accidente nuclear?". Mi respuesta en lo que concierne a las plantas nucleares de energía es "No". Si realmente se analiza lo que podría suceder, aun con la cantidad de medidas de seguridad construidas en el sistema, el peor accidente posible no sería distinto de un accidente a un avión jet de pasajeros. Mientras queramos reconocer que no existe nada en el mundo que esté absolutamente libre de riesgo, creo que podemos darnos cuenta de que los riesgos en energía nuclear son insignificantes, comparados con los beneficios. En el caso del corazón artificial tenemos 50 vatios de energía producidos por un plutonio 238 de alto grado. El espacio que ocupa el material es pequeño y el riesgo trivial.
—¿Qué me dice usted del riesgo que significaría el plutonio si cayera en manos de terroristas? —preguntó Turner repentinamente.
Harris miró a Bradfield y el cirujano se inclinó hacia adelante escuchando atentamente. Harris vaciló y Turner sintió que estaba tratando de eludir el verdadero problema.
—Se nos ha dicho que hay inmensas dificultades de orden práctico en reunir plutonio en la cantidad y forma necesarias para ser usado como explosivo —dijo Harris finalmente—. Aunque el abrir deliberadamente una cápsula de combustible es posible con herramientas especializadas, la única víctima posiblemente sería el criminal. Le aseguro, señor Turner, que la posibilidad de que sucedan hechos como los que he descrito varía de excesivamente remota a imposible. Ahora veamos, su conclusión era...
—Bueno, no había tenido tiempo de formular mi conclusión, pero era ésta —dijo Turner—. Yo supongo que el combustible nuclear del corazón emite una cierta cantidad de radiación. ¿Qué tan peligrosa es esta radiación para el paciente y para los que están cerca de él?
—El problema de radiación de bajo nivel debe ser trivial, excepto para los cónyuges, y aún esto depende mucho de los hábitos sociales. Los efectos biológicos de radiación de bajo nivel han sido estudiados y debatidos durante largo tiempo y, con la excepción de una alarma o dos, ninguna información completa ha sido publicada. Gracias.
Hickman se volvió a Elaine Whitmore.
—¿Qué demonios fue lo último que dijo ese tipo?
—Ellos dependen de que el recipiente no se rompa cuando el paciente sufra un accidente, no creen que alguien quisiera robar el plutonio y están tratando de ignorar este último problema —replicó Elaine.
Ridley paseaba dentro de los estrechos confines de su oficina. Era evidente para la secretaria que su jefe tenía un conflicto interno de tal gravedad que lo estaba haciendo pedazos. Había tratado de suavizar la situación ofreciéndole café y se había ofrecido para traer rosquillas de la cafetería. La negativa había sido, cosa rara en él, muy brusca. A las diez, salió repentinamente de la oficina.
—Voy a ver el programa de televisión. Búsqueme allí si hay algunos desastres importantes.
La secretaría de Ridley movió la cabeza con desconsuelo. Cuando comenzó a trabajar con él, era un hombre calmado, considerado y dulce. El programa del corazón nuclear había, desde su principio, insinuado poco a poco una influencia maléfica sobre su carácter. En cada conflicto él había tenido siempre que ceder, comprometiendo sus principios, y ahora Bradfield lo había hecho verse como un tonto al usar el plutonio de la ternera. Hoy, Ridley era un hombre cambiado, pensó ella. Debía renunciar y buscar un sitio donde hubiera menos tiburones nadando en el estanque.
Ridley fue primero a la sala de descanso de los estudiantes de medicina. Era muy difícil ver el único televisor, así que no fue hasta que llegó a la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos que pudo ver la pantalla claramente. El personal de la Unidad de Cuidados Intensivos estaba más preocupado por hacer historia que por observar el reporte de ella. Los pocos visitantes que veían la televisión hicieron lugar para el joven de pelo largo y barba. Los visitantes, en general, eran un grupo con sus propias preocupaciones, ya que sus familiares se hallaban en cirugía o en estado crítico en la Unidad de Cuidados Intensivos, pero hoy se habían tomado un poco de tiempo de sus preocupaciones para escuchar sobre el progreso del célebre paciente ubicado al final del pasillo. Parecían tan fascinados como Bradfield, el cual, valiéndose de diagramas y gráficas demostraba el diseño mecánico. Tenía también una fotografía a colores del viejo corazón, una vista espeluznante.
Ridley permaneció sentado en silencio. Cuando Harris pronunció la voluble, pero a todas luces convincente, disertación sobre seguridad nuclear se le erizaron los cabellos de la nuca. Sin quererlo, Ridley tenía que aceptar que la función era buena a pesar de las preguntas heréticas de Turner. No había un solo cirujano de corazón en el mundo que no desearía tener un poco de plutonio en su sala de operaciones para su propio paciente del corazón. Pero el aspecto más deprimente, para Ridley, de la conferencia de prensa, había sido el apoyo ciego dado por el decano Geld a la prueba clínica. Ahora era claro como el cristal que la junta de Ridley con Bradfield y Geld sobre el uso sin autorización del plutonio, no sería más que una pérdida de tiempo. Ridley pensó cuál era el objeto de darse de cabezazos contra la pared. ¿Sería posible que él estuviera equivocado al oponerse? ¿Podría ser que ésta fuera una de esas situaciones en que hombres de buena voluntad y juicio llegan a conclusiones distintas? Todas estas consideraciones fueron rápidamente analizadas por la mente de Ridley. Los argumentos profundos eran aquellos en los que él había basado su conducta actual: que era su deber el controlar materiales peligrosos, que las reglas eran descaradamente ignoradas o rotas, que sus conocimientos de los riesgos en el uso del plutonio lo obligaban a confiar este problema a personas con elevados cargos gubernamentales y que gente como Bradfield debía ser castigada por tomarse la ley en sus propias manos.
Una mujer de edad avanzada y con aire de ansiedad se hallaba sentada junto a Ridley y volviéndose hacia él comentó:
—Creo que es maravilloso lo que ustedes los doctores pueden hacer en estos días.
Miró a Ridley esperando una respuesta, pero la mente de éste se quedó en blanco. En realidad, quería gritarle a este grupo que un grave peligro se cernía sobre ellos y sobre el mundo. Logró controlar su deseo y salió abruptamente.
—¡Caramba! —dijo la señora a la espalda que desaparecía. Otra mujer más joven, comentó:
—Lo que yo no entiendo es cómo el doctor Bradfield puede estar aquí, en esta conferencia de prensa, cuando se supone que a esta hora debía estar operando a mi niño.
Los tres hombres regresaron llenos de satisfacción. Hoy tenían el mundo en sus manos. Valerie sirvió café en tazas de papel y rosquillas dulces de la cafetería acompañadas de unas servilletas alegremente decoradas que habían sobrado de otra fiesta de la oficina.
—Estuvo todo muy bien, doctor Bradfield —dijo Valerie—. Yo vi la conferencia en la sala de descanso de los estudiantes y todo el mundo coreaba su nombre, parecía un juego de fútbol. Pero el decano estuvo espantoso. Oh, a propósito, hay un telegrama en su escritorio de un importantísimo alumno de Los Angeles. Fue enviado a la oficina de la presidencia y desde allí nos lo mandaron.
Bradfield abrió el telegrama y leyó lentamente:
Es verdaderamente un placer el leer algo bueno acerca de Aspermont en Los Angeles Times y confirmarlo en la televisión. La transmisión ha sido fantástica. Para su información, la NBC interrumpió su película de la noche para dar un boletín especial acerca de la operación. Esto ha estado sucediendo desde la noche del miércoles y alguien en Aspermont está haciendo un trabajo fabuloso en este sentido. Podría añadir que el doctor Bradfield debía ser artista de cine. Su persona vale ahora como un millón de dólares. Tiene gran sentido del humor, es bien parecido, inteligente y da la impresión de ser una magnifica persona.
Bradfield se volvió a Cibelli.
—En tu opinión, Jerry, ¿cómo viste la conferencia de prensa?
—Yo también creo que fue muy convincente y que traías a los reporteros comiendo de tu mano. Sólo tuvimos una dificultad, un imbécil que trataba de colarse durante la conferencia sin credenciales y diciendo que representaba a un periódico de una universidad de Texas, pero no pudimos ponernos en contacto con el editor para verificar si era cierto. Lo pescamos esta mañana temprano merodeando por mi oficina y buscando en los cestos de papeles. Hacía citas de la Biblia y arengaba a los reporteros a exponer tu "pecaminoso invento". Al final de cuentas tuvimos que usar la fuerza. ¿Y ahora qué va a suceder?
—Eso depende de Harris, por lo que a mí respecta yo creo que debemos implantar dos más de inmediato ante la posibilidad de que se nos muera el primero. ¿Qué dices tú, Ron?
—Bueno, yo creo que hemos ido todo lo lejos que podíamos sin sanción oficial.
—Un momento, Ron...
—No, déjame terminar. Lo que quise decir es que necesito una aprobación por escrito de mi director para ir más allá de los tres para los que tienes combustible. Van a costar un dineral las próximas implantaciones y yo no tengo la autoridad para incrementar el presupuesto de ustedes hasta el próximo año. Mira, quiero que entiendas que estoy completamente de tu parte.
—Me parece que nos vamos a hundir en el pantano de siempre: burocracia, y creo que el gobierno debía golpear ahora que el hierro está caliente, y quiero decir ahora —dijo Bradfield enfáticamente.
—No podría estar más que de acuerdo contigo, Bill, y tienes toda la razón, pero conozco bien a fondo el Instituto de Cardiología y tú has pisado su pasto sagrado al adelantarte con este prototipo.
—Fuiste tú el que me dio el permiso.
—No por escrito.
—¡Oh, por el amor de Cristo! —gritó Bradfield—. Mira, yo te acabo de hacer...
—Lo mismo digo, Bill, lo mismo digo... sólo cálmate... Creo que no será tan difícil y yo puedo conseguir los fondos. Todas estas noticias son fantásticas para los senadores y estarán felices. A propósito, señor Cibelli, buen trabajo, todo estuvo muy bien organizado.
—Gracias.
—Jerry —interrumpió Valerie—. Elaine Whitmore y Jim Hickman esperan afuera.
Cibelli bajó su taza de café y miró a Bradfield con aire de expectación.
—¿Por qué no los vemos aquí, para empezar, Jerry?
Harris se levantó de su silla.
—Va a resultar muy pequeña esta oficina. Yo mejor me voy.
—No, quédate, querrán tomar más película.
Whitmore entró seguida de Hickman. El camarógrafo y el operador de sonido se quedaron en el pasillo con su equipo.
—Hola, doctor Bradfield —Hickman extendió su mano y estrechó vigorosamente la de Bradfield—. Magnífica función, doctor, y esas fotos del corazón horriblemente preciosas. Esto es un nuevo descubrimiento, ¿verdad, doctor?
—Sí, supongo que así se le puede llamar.
—Magnífico. ¿Alguna pregunta, Elaine?
—Le agradeceremos mucho que nos brinde un poco de su valioso tiempo. Planeamos hacer un especial de media hora sobre el corazón artificial y aunque comprendo que en la conferencia de prensa nos dio usted una información muy veraz, necesitamos filmar más película. Si contamos con su cooperación yo creo que podemos ayudar a Aspermont, ya que su éxito es apabullante.
—Eso no lo voy a discutir, señorita Whitmore, pero estoy seguro de que usted comprende que tenemos un código de ética que debemos seguir.
—Y eso es particularmente cierto para contratos federales —intervino Harris—. Las declaraciones públicas sobre investigación financiada por el gobierno deben ser autorizadas por Washington.
Cibelli interrumpió.
—Creo, señor Harris, que la Universidad eliminó esa cláusula de este contrato en particular. Parece que es básicamente opuesta al concepto de la libertad académica.
—Jerry tiene razón —dijo Bradfield.
Whitmore replicó. —Yo comprendo todo eso y les aseguro que podemos hacer esto con buen gusto. Y por lo que respecta a la necesidad de una autorización previa del gobierno, eso sería tanto como una censura y nosotros no la toleraríamos.
—Estamos haciendo una montaña de un grano de arena —dijo Harris, agitando sus brazos en el aire—. Esa cláusula regularmente se incluye en los contratos que yo negocio para controlar a las empresas comerciales con las que firmo contratos, pero la ética de los negocios es bastante distinta de la ética médica.
—Estoy segura de ello —replicó Whitmore.
—¿Qué quiere usted decir, señor Harris? —preguntó Hickman.
—Quiero decir que obviamente los negocios se basan en consideraciones financieras, es decir, en dinero.
—¿Y los doctores no? —preguntó Hickman.
Harris sonrió secamente.
—Ciertamente, aquí en Aspermont no es así, para darle a usted un ejemplo.
—Bueno, yo eso lo dudo, hasta aquí en Aspermont —Hickman estaba convencido de que todo este noble aire de altruismo era una fachada, pero se encogió de hombros como diciendo que no discutiría más. El estaba allí con Whitmore para conseguir una historia y no para discutir sobre ética, pero no pudo evitar lanzar una última puya—. Los hospitales y los programas de investigación también necesitan dinero, así que...
—¿Podemos hacer una entrevista con usted y el señor Harris? —dijo Elaine bruscamente.
—Muy bien.
—Que entre el equipo, Jim, y empecemos a filmar. Sólo podemos meter aquí una cámara, así que lo que haremos es grabarlos a ustedes dos hablando con Jim que estará tras la cámara. Luego volveremos la cámara a Jim y él repetirá las preguntas. Ustedes dos asienten con la cabeza mientras Jim habla. Las preguntas y respuestas las editaremos en el estudio, ¿están de acuerdo?
—De acuerdo.
—Después podemos ir a la Unidad de Cuidados Intensivos y sacar algunas tomas de Gray. Que aparezca también su prometida, si es que ella quiere —dijo Cibelli.
Elaine estaba feliz por haber logrado la entrevista. Hickman empezó a alisarse el cabello para la filmación.
En San Francisco, la gente, incluyendo a Julie, todavía dormían durante la conferencia de prensa en vivo e indudablemente la verían en el noticiario de las seis de la tarde. Pero en el Este, los que comían a la una, los senadores y diputados, los administradores de agencias gubernamentales y los intermediarios de intereses especiales siguieron el proceso con un interés sorprendente y a veces incrédulo.
—¡Es verdad que alguien realizó una implantación de un corazón artificial!
Para el ama de casa fue un pésimo cambio. No tenían derecho a suspender la telenovela. Para los miles de enfermos que se morían del corazón tal vez fue el concebir falsas esperanzas. Para los burócratas de las agencias de gobierno, los cuales contribuían a la investigación académica, fue un triunfo de la ideología de la "era tecnológica".
En la sala de operaciones No. 13, el equipo quirúrgico de Buchanan y Johnson ignoraba el hecho de que las ondas electromagnéticas estaban pasando sin ser notadas a través de las paredes. El problema había caído del cielo. La reparación de un defecto del tabique interauricular en un niño, desde un punto de vista de cirugía cardiovascular, es algo relativamente sencillo. El tabique interauricular es una delgada pared de tejido que divide las cámaras superiores del corazón. En el caso de Jason Nichols, el niño que ahora estaba en la mesa, el tabique tenía un agujero. Jason se cansaba rápidamente, se quedaba sin aire cuando hacía ejercicio y era flacucho para su edad; todo como resultado de un agujero dentro de su corazón.
El área del defecto no contenía estructuras críticas. Un cirujano de habilidad ordinaria podía reparar la lesión permanentemente con un índice de mortalidad muy cercano a cero.
Porque todo esto lo sabía muy bien Bradfield era que había delegado el caso en Johnson bajo la dirección de Buchanan. La operación no podía haberse desarrollado mejor. El niño estaba en la máquina cardio-pulmonar, con la aurícula abierta y el corazón en un estado de fibrilación. Nerviosamente, pero con una concentración extrema, Johnson empezó a cerrar el bien definido defecto. Una puntada y luego otra. Entonces, de repente, hubo un apagón en la sala de operaciones y las luces de emergencia se prendieron, y luego, igual de rápido que se había ido, regresó la corriente. Todos pensaron que era una cosa accidental, probablemente relacionada con las fuertes lluvias de la semana pasada, las que habían causado un defecto en algún lejano transformador. La falla de energía no parecía haber causado ningún daño, hasta que Buchanan vio con horror que el corazón del niño estaba latiendo. Una especie de espuma jabonosa, mezcla de aire y sangre, salía del corazón con cada dañino latido. Se había requerido de una corriente eléctrica para mantener el corazón fibrilando mientras Johnson operaba en el pecho abierto. Con la falla de energía la corriente había cesado brevemente y el corazón había resumido sus latidos espontáneamente en la semi-oscuridad. Cuando regresó la energía total el corazón se fibriló nuevamente, pero las reveladoras transparencias en las coronarias eran visibles. Nadie podía saber con certeza cuanto aire había penetrado al cerebro o a los riñones. Eso no se sabría hasta más tarde.
—Un recipiente grande de líquido salino —ordenó Buchanan—. Llena la cavidad del corazón, Jack, y saquemos todo el aire atrapado en el ventrículo izquierdo.
—Sí.
Johnson tomó el recipiente que contenía un litro de líquido salino y lo virtió rápidamente.
—¡Otro!
Instantáneamente otro litro fue colocado en su mano. Buchanan le dio masaje al corazón muy despacio. Afortunadamente las burbujas volvieron a escaparse al campo de operación a través del defecto parcialmente cerrado. La válvula aórtica, la salida del ventrículo izquierdo, se conservaba firmemente cerrada debido a la alta presión de la máquina cardiopulmonar.
—Bien, Jack, cierra ese agujero lo más aprisa que puedas.
—Un ensartador vacío, por favor.
Johnson tomó el ensartador y le amarró la aguja y la sutura. Con tres puntadas finales el defecto se cerró.
—Bien, ahora repara la aurícula y salgamos de aquí.
Usando la misma sutura delgada y suave, cubierta de Dacrón y Teflón en una aguja curva, Johnson dejó con una docena de rápidos movimientos la aurícula derecha completamente suturada.
—Apaga el fibrilador —dijo Johnson.
Esta vez la corriente fue cortada deliberadamente y otra vez el corazón resumió espontáneamente su latir.
—Maldita sea, Don, yo veo el corazón un poco azul.
—Lo tendremos otro rato en la máquina cardiopulmonar y se aclarará. Me preocupa más algún embolismo por aire. ¿Cómo lo ve usted, doctor Stearns?
—No se puede decir todavía, Don —replicó el anestesiólogo—. Lo tengo todavía bien dormido.
—Esperemos un poco.
En ese momento entró la señora Donald, la directora de la sala de operaciones. Quería saber si todo estaba bien.
—Por cierto, Helen, ¿qué causó la falla de energía?
Helen Donald miró de frente a Buchanan y luego movió la cabeza.
—No lo van a creer, pero las luces de la televisión en la conferencia de prensa sacaron más corriente de la que nuestro sistema fue diseñado para usar.
Eran las 11:30 de la mañana cuando Ridley regresó a su oficina. La sólida puerta de abedul natural con su letrero de "Físico de Salud" se hallaba cerrada con llave. Su secretaria se había marchado a comer y él usó su llave. Las luces se habían quedado encendidas y cuando se sentó a pensar en su futuro, vio sobre su escritorio un león de peluche simpatiquísimo. Lo miraba con sus grandes ojos de tela blancos y negros y una sonrisa ancha y feroz. Sobre una hoja de papel de color rosa, amarrada como un babero al cuello del león, había una nota escrita con mano femenina que decía:
De nada sirve llorar
dijo el león.
Yo prefiero rugir
que aburrir.
Atente a tu credo
en todo lo que hagas
y la vida te dará más.
Su fiel Secretaria.
P.D. Lo siento pero no me salió nada mejor
en tan poco tiempo.
P.P.D. Lo que está hecho hecho está. ¿Por qué no se asegura que las enfermeras y los pacientes estén bien?
Ridley miró al vacío escritorio de su secretaria y movió la cabeza sonriendo.
—Eso debía estar haciendo sin esperar a que ella me lo sugiriera —dijo en voz alta.
Tomó su contador Geiger Muller portátil y una copia del manual de los límites de seguridad de radiación y fue apresuradamente a cumplir con el trabajo que se le había asignado.
Ridley, al salir de la Unidad de Cuidados Intensivos después de completar su revisión de radiación, se cruzó con Branfield que entraba. No se dirigieron la palabra. Bradfield estaba ocupado enseñándoles las facilidades de que disponían a Hickman y a Whitmore. En el cuarto de computadoras la información de treinta pacientes se reflejaba en pantallas de osciloscopios. El trabajo constante y aburrido de contar cada latido era realizado sin cansancio por los mecanismos electrónicos negros y dorados. Puntos brillantes aparecían en los monitores de televisión que les daban a las dos enfermeras, especialmente entrenadas, sentadas en la penumbra, información analizada mientras éstas vigilaban el trabajo de las máquinas y así, de los pacientes.
La unidad de diálisis de riñon estaba junto a la entrada posterior a la Unidad de Cuidados Intensivos. El área era tranquila y aislada. Sólo había cuatro pacientes en sus camas, con los brazos envueltos en vendajes blancos, y tubos de plástico caían de ellos hasta el riñon artificial de metal y plástico. Una música suave y relajante flotaba en el aire. Aproximadamente, cada tres días estos pacientes llegaban a la unidad, se desnudaban, se ponían una bata y se acostaban para que se les limpiara la sangre.
Bradfield, con su saco blanco almidonado, se detuvo para describirles el complicado sistema a Whitmore y a Hickman. A los pacientes siempre les causaba un poco de embarazo el ser exhibidos así, pero era parte del juego de Relaciones Públicas y el personal no se ocupaba mucho de la intimidad de los pacientes.
—Muchas gracias por todo —les dijo Bradfield a los pacientes. Ninguno había protestado.
—No se preocupe, doctor, es usted bienvenido. Por lo que a mí respecta, estoy contento de estar aquí recibiendo este tratamiento.
Según se adentraba con sus acompañantes en la Unidad de Cuidados Intensivos Bradfield continuó.
—El cuidado médico se ha vuelto excesivamente complejo. Generalmente no es muy bien comprendido que por una pequeña cantidad de dinero se pueda recibir un buen nivel de cuidado, pero el mejorar en sólo el 50 por ciento algunas unidades específicas puede duplicar y hasta triplicar el costo. Debemos aprender a aceptar pequeñas mejorías a altos costos. Los burócratas pueden usar gráficas de costo-beneficio en asignar fondos, pero nosotros no podemos. A mí se me hace extraño que el público no alcance a comprender este hecho.
Se acercaron al cuarto de Gray. Johnson y Stearns entraron a la Unidad de Cuidados Intensivos por el otro extremo empujando la cama en la que iba el niño Jason Nichols. Cinco de los cirujanos visitantes japoneses, con Tanaka al frente, los seguían unos pasos detrás. Tanaka, al ver a Bradfield siguió hasta el fin del pasillo con su grupo. De repente ese rincón del hospital se volvió de lo más ruidoso y animado y Bradfield estaba a punto de abrir la puerta del cuarto de Gray cuando la enfermera en jefe, alertada por la conmoción le llamó la atención a gritos, por encima de la algarabía.
—Doctor Bradfield, no puede usted entrar así. Ese cuarto fue aislado a solicitud suya y todos tendrán que ponerse gorra, mascarilla y bata. Además, el señor Ridley ha puesto al paciente bajo precaución de seguridad de radiación.
Habló con voz firme y tono exasperado. Muy experimentada en la administración de la Unidad de Cuidados Intensivos, sabía que los médicos frecuentemente hacían que sus órdenes se aplicaran a todo el mundo menos a ellos, y esta situación requería de una mano firme.
Ridley había ordenado señales de aviso apropiadas y ropas de seguridad, a pesar de no haber detectado ningún nivel de radiación exagerado en el área ni en el paciente. Lo más lógico era que los tejidos del paciente estuvieran absorbiendo cualquier radiación perdida. Sin embargo, una etiqueta amarilla había sido pegada en la parte exterior de la puerta avisando del peligro de una radiación biológica.
—Que entre un camarógrafo conmigo —dijo Bradfield—. El resto de ustedes tendrá que permanecer fuera de la Unidad de Cuidados Intensivos. Lo siento, doctor Tanaka, pero nuestras reglas no permiten tanta gente junta en un área determinada al mismo tiempo.
—Sí, sí, doctor Bradfield. Tal vez podamos sacar una foto, ¿por favor?
—No veo ningún mal en eso; abramos la puerta, se asoma usted y toma su foto.
—¡Doctor Bradfield! —protestó otra vez la enfermera en jefe—. ¡Eso de ninguna manera!
Bradfield no vio el objeto de seguir insistiendo.
—Bien, lo siento, doctor Tanaka, me temo que eso tampoco podrá ser.
—Ya veo, doctor Bradfield. ¿Podríamos sacar una foto de usted frente a la puerta? ¿Sería posible eso?
Bradfield se encogió de hombros y asintió con la cabeza, íntimamente divertido de que su foto frente a la puerta cerrada fuera suficiente para el japonés.
Posó por un minuto y luego los visitantes se fueron felices.
Whitmore y un camarógrafo se cambiaron junto con Bradfield para entrar a la habitación. Cuando Hickman y el resto del equipo empezaban a salir de la unidad, Whitmore dijo:
—Jim, toma un tripié, ponle una cámara y espera afuera. Quiero una película de Bradfield cuando salga de la Unidad de Cuidados Intensivos
—Correcto —gritó Jim, sin darse cuenta de la desorganización que él y su grupo estaban causando en la unidad.
—Por favor, recuerden que están ustedes en un hospital —protestó la enfermera en jefe.
—Bueno, señora, yo veo que aquí todo el mundo alborota. ¿Por qué no le dice a los demás que se callen? Yo creí que en este hospital imperaban el orden y el silencio.
La enfermera en jefe no había terminado con Bradfield.
—Tenía mejor opinión de usted, doctor Bradfield. No lo hubiera creído capaz de meter esta turba en mi unidad. Hemos llegado a extremos considerables de poner guardias de seguridad y personal preparado sólo para mantener alejada a la gente de los medios noticiosos y ahora usted los trae aquí, así como a otros visitantes. Mi unidad empieza a parecerse a una estación de ferrocarril.
Bradfield se mostró apropiadamente contrito.
—Sí, lo siento mucho. La he colocado a usted y a su personal en una situación embarazosa y no volverá a suceder.
—Seguro que no —repuso ella.
—Por otra parte, estas personas me han persuadido de que el público que paga sus impuestos tiene derecho a saber lo que se está comprando con sus dólares, por lo que pensé que sería apropiado filmar al paciente y he reducido el número de personas a tres. Bajo estas circunstancias, espero que usted y yo podamos llegar a un acuerdo.
La enfermera en jefe asintió con la cabeza. Ella era inteligente y sabía que cuando no existe una relación de toma y daca entre el cirujano y la enfermera el que sufre es el paciente. Comprendía también el logro espectacular que este cirujano en particular había logrado y que tenía derecho a su momento de gloria.
Gray se hallaba descansando. La enfermera contempló al desgarbado trío cuando entraron con sus ropas de seguridad.
—¿Está despierto, enfermera?
—Sí, doctor Bradfield.
—Señor Gray, lamentamos molestarlo, pero tenemos aquí a una reportera de televisión para una breve entrevista. Ayudaría mucho a nuestro programa de remplazos de corazón si usted consintiera.
Gray miró a las figuras extrañamente vestidas y asintió con la cabeza. Elaine Whitmore acercó el micrófono a las hundidas mejillas y delgados labios del paciente. Estaba un poco nerviosa de ver lo realmente enfermo que estaba el hombre. Por primera vez se sintió como una intrusa.
—Señor Gray, ¿cómo se siente usted?
Gray levantó la cabeza de la almohada con dificultad y empezó a hablar. Su voz semejaba un graznido.
—Pues considerando las circunstancias, muy bien.
Whitmore habló directamente en el micrófono.
—¿Cómo reacciona usted a la acusación de que es una amenaza para la sociedad? ¿Algo como una posible bomba atómica ambulante?
—No reacciono en ninguna forma, sólo me asombra la estupidez de ese pensamiento. Conozco lo suficiente de física para saber que no hay peligro. Y ahora, doctor Bradfield, si no le importa, me siento muy cansado.
—Muchísimas gracias, señor Gray —dijo Bradfield—. Creo que es suficiente, señorita Whitmore.
—Sí, desde luego. Muchas gracias, señor Gray, y mucha suerte.
Ya fuera del cuarto, Whitmore preguntó qué hacía con todo lo que llevaba puesto.
—Sólo quíteselas y póngalas en aquel saco. El paciente se halla en una especie de cuarentena al revés. Nosotros usamos protección estéril para protegerlo a él de nosotros. Si fuera un enfermo infeccioso dejaríamos la ropa de protección en una bolsa en su cuarto. Y ahora terminemos con su filmación, pues la rutina del hospital ya ha sido bastante alterada con todo ésto.
—Estamos muy agradecidos por su cooperación, doctor Bradfield, y probablemente sólo necesitemos una última toma de Hickman entrevistándolo a usted por un par de minutos. ¿Podría ser?
Empezaron a caminar despacio corredor abajo.
—Desde luego, sí, pero deje que antes le diga algo. Espero que todos ustedes dejen de hablar del tema de la explosión. Sobre las bases de lo que nosotros sabemos nunca habrá una explosión atómica, pero si ustedes ponen esa noción en el ambiente a algún loco le podrían dar ideas. ¿Es que no pueden comprender eso?
—Si el corazón artificial es un riesgo para el paciente y la sociedad, eso es noticia, doctor, y lo que usted sugiere se parece mucho a la censura y no creo que nadie quiera eso, ni siquiera usted.
—No, pero hay un punto donde se debe poner un límite. ¿Qué me dice de los secuestros aéreos? ¿No comenzaron como resultado de un programa de televisión?
—Nadie ha probado nunca la conexión, pero en el mundo en que vivimos a alguien se le hubiera ocurrido tarde o temprano.
—Pero en este caso el punto es negativo, negativo —dijo Bradfield secamente—. No puede ser una bomba, así que no lo sugiera.
Fueron interrumpidos por Johnson que acababa de salir del cuarto de Jason Nichols.
—Doctor Bradfield, necesito hablar con usted sobre Jason. Había un dejo de urgencia en el tono de Johnson.
—Sí, Jack. ¿Es algo que podría demorarse hasta que termine con la señorita Whitmore?
—No, señor.
—Espéreme afuera, no me tardaré —le dijo Bradfield a Whitmore.
—Bien.
—¿Cuál es el problema, Jack?
—Hubo una falla de energía durante la operación del defecto del tabique interauricular. El corazón se defibriló espontáneamente. Pareció recuperarse después de coserlo, pero llevo una hora observándolo y no se despierta. Todavía necesita el respirador y sus miembros están flaccidos. El doctor Stearns dice que el efecto de la anestesia ha pasado ya. El y yo estamos preocupados por algún daño del cerebro.
—¡Maldita sea! ¿En una simple reparación del tabique?
—El fibrilador no estaba conectado a la corriente de emergencia.
—Bueno, no es culpa tuya. Igual me pudo haber pasado a mí. ¿Estás seguro de que no se deba a una isquemia cerebral cuando estaba funcionando la bomba?
—Estoy seguro. El técnico de la bomba la manejó manualmente hasta que volvió la energía casi de inmediato. Hubo buena circulación todo el tiempo.
—Entonces es que es un poco lento en recuperarse. Nunca he visto a un niño dejar de recobrar su función cerebral en una situación así. Los cerebros de los niños son muy resistentes. Si fuera un trombo-émbolo sería otra cosa. Sigue observándolo, que estará bien. ¿No hay síntomas laterales?
—No.
—Bien, estoy terminando este asunto de la televisión y luego empezaremos el segundo caso.
—¿Qué le digo a la madre? Está en la sala de espera.
—No te preocupes, yo hablaré con ella. No va a entender que fue un accidente inevitable, ni tampoco va a creer que el niño se pondrá bien, así que ¿para qué preocuparla? Adoptaré una actitud positiva que la ayude a mantenerse contenta. Tenemos que tratar a la madre como lo hacen los pediatras —añadió Bradfield con una sonrisa un poco forzada. Johnson movió la cabeza.
—Todas las cosas están revueltas. Han sucedido demasiados hechos al mismo tiempo. El caso del corazón artificial todavía es crítico, gentes de agencias noticiosas por todo el hospital, doctores japoneses de visita, el susto del niño y todavía nos falta otra operación.
Los ojos de Bradfield brillaron y en su boca se dibujó una sonrisa algo torcida.
—Tranquilo, Jack. Esto es la cirugía cardiovascular. Tú mantente ocupado y cuando parezca que todo se va al infierno sigue trabajando por agotado que estés y ya verás que al final todo sale bien. Estos son momentos de gloria, son las situaciones que separan a los cirujanos cardiovasculares de los diletantes, lo que separa al cirujano que de verdad avanza en su arte del que adorna con trucos lo que ya se conoce.
En la voz de Bradfield había un dejo de triunfo y su cara resplandecía como si hubiera contemplado una visión. Era una especie de aura que inspiraba a jóvenes residentes en su programa de entrenamiento a realizar tareas más allá de sus fuerzas. Era el secreto del éxito de Bradfield; una dedicación completa a su profesión. Sus curiosas actitudes hacia el matrimonio, su desprecio por las reglas y la burocracia eran indicaciones claras de que nada más importaba en su vida. Aficiones, deportes o cualquier otro tipo de intereses no eran válidos en su vida, su profesión lo era todo.
—Jack, lo he dicho antes y lo volveré a repetir; un cirujano puede no tener siempre la razón, pero jamás debe sentir dudas.
Se marchó apresuradamente irradiando la energía de la confianza absoluta.
Al salir Bradfield de la Unidad de Cuidados Intensivos la conferencia entre Whitmore y Hickman se interrumpió. El camarógrafo y el equipo se alertaron.
—¡Luces! —gritó Whitmore, y una multitud de curiosos empezó a reunirse inmediatamente. Hickman se acercó con su delgado micrófono en la mano.
—Bien, doctor, esto es prácticamente todo. Sólo necesitamos algunos alejamientos de usted caminando por los corredores. Lo seguiremos con la cámara en el carrito. Eso siempre da una sensación de movimiento y urgencia. Tal vez, si gusta, quiera hacer uno o dos comentarios generales.
—Muy bien.
Empezaron a caminar y Hickman dijo:
—El doctor William Bradfield, Jefe de Cirugía Cardiovascular del Hospital de Aspermont. Doctor Bradfield, este ha sido un día de mucha excitación para usted ¿no es cierto?
—Sí, indudablemente que sí.
—Doctor Bradfield, ¿cuan enferma debe estar una persona antes que usted recomiende una implantación de corazón?
—¡Muy enferma!
—Ja, ja, sí. —Hickman se volvió hacia Elaine— ¿Es suficiente?
—Sí, creo que sí. Bueno, vamonos a casa.
—Perdóneme, ¿el doctor Bradfield?
Una joven y bien vestida mujer se había detenido a su lado.
—¿Sí?
—Soy la señora Nichols, la madre de Jason.
—Oh, sí, Jason va muy bien. Puede haber algunos problemitas, pero ningún peligro inmediato.
—Me tranquiliza oírle decir eso, doctor, ya que Jason no se ve como me habían hecho creer que se vería a estas alturas. El pediatra me dijo que en este hospital su operación era como sacarse las amígdalas.
—Sí, bien, usted déjenos todas las preocupaciones a nosotros, que también lo hacemos muy bien. Si alguna cosa drástica sucediera se lo haríamos saber.
—Otra cosa, doctor Bradfield. Lo vi en la televisión a la hora en que se suponía debía estar operando a mi niño. Yo pensé que era usted el que iba a realizar la operación. No somos un caso de caridad ¿me comprende?
—Nosotros operamos como un equipo, señora Nichols. Yo sé que para su lesión el pequeño Jason tenía al doctor Buchanan, que tiene una capacidad excepcional. De hecho, como es más joven y todo eso, se preocuparía aún más que yo.
—Todavía no estoy satisfecha, doctor.
—Yo creo que eso es sólo un reflejo de su preocupación y todo lo verá color de rosa en pocos días. Ahora, excúseme, pero veo al doctor Stearns y debo hablar con él.
Bradfield se alejó de la señora Nichols y llamó a Stearns, que estaba a punto de volver a entrar a la Unidad de Cuidados Intensivos. Cuando estaban lo bastante lejos de la ansiosa madre, le habló en voz baja a Stearns.
—Gracias por la ayuda, tanto con el defecto del tabique interauricular como con el paro cardíaco, Isaac.
—Estoy preocupado por el muchacho —replicó Stearns—. Creo que recibió una buena dosis de aire durante la operación. ¿Ya le contaron sus residentes?
—Sí, y como usted sabe si no aspira a estas alturas, las oportunidades de una recuperación absoluta son nulas.
—¡Maldita casualidad! Los muchachos estaban haciendo un magnífico trabajo. ¿Cómo lo ha tomado la madre?
—Oh, yo le dije que no tenía de qué preocuparse.
—Pero es más serio que eso, merece saber más.
—Sin embargo, esa será la actitud oficial de ahora en adelante.
Stearns asintió con la cabeza con cierta vacilación. El anestesiólogo no era el médico encargado del caso y no hay un hecho más psicológicamente destructivo que el que los padres reciban informes contradictorios de distintas fuentes. Stearns cambió diplomáticamente de tema.
—¿Cómo está el señor Gray?
—Verdaderamente bien. Creo que la maldita cosa esa va a funcionar.
—Bill, admiro mucho su trabajo, lo sacó usted de las puertas de la muerte.
—Bueno, pues hoy ya anda parado y su diurética es maravillosa. Todos tenemos los dedos cruzados.
—Ah, también ustedes hacen eso ¿eh?
—Alguien dijo: prefiero tener suerte que talento.
—Bueno, Bill, usted tiene ambos. ¿Va a entrar a ver a sus pacientes?
—No, voy a la oficina del decano. Tengo un pequeño asunto administrativo que aclarar. Nos veremos después.
Cuando se reunieron en su oficina, el decano Geld pidió a todos los presentes que se sentaran. Los reunidos en esta temprana junta del mediodía eran Ridley, Bradfield, Harris y Francés Holborn. Ridley se sentía incómodo y se revolvía en su silla mientras que Harris, que aún no se recobraba de su falta de sueño, se hallaba sentado pesadamente en la suya e inclinado un poco hacia adelante, cuando entró el profesor Garret Miller, que había sido invitado por el decano para asistir como un observador imparcial.
—Caballeros, tengo la seguridad de que podemos terminar todo este asunto amigablemente —empezó a decir Geld—. No hay necesidad de tensiones en esta escuela. Allen, usted me ha explicado que el plutonio dentro del paciente del doctor Bradfield no fue entregado por usted con las debidas formalidades para ese propósito y también me manifestó que las medidas de precaución necesarias para la seguridad del personal de cirujanos y enfermeras no fueron tomadas en la Unidad de Cuidados Intensivos sino hasta esta mañana. Finalmente me dijo que desconocía que la prueba humana del corazón artificial hubiera sido aprobada. ¿Es todo esto correcto?
—Sí —dijo Ridley.
—Son puntos confirmados —continuó Geld—. Pero es muy importante clarificar, ajustar y rectificar cualquier aspecto de la disputa. Hablo en serio cuando lo felicito por la atención que le ha dado a la letra y al espíritu de los reglamentos involucrados y me parece la conciencia del perro guardián que con frecuencia ignoramos.
Geld miró a Bradfield.
—Bill y yo tuvimos una junta ayer en presencia de la doctora Holborn y debo decir con toda honestidad que no sabía que Bill no tuviera la luz verde de la AEC8, para implantar el combustible. Ahora bien, en favor de Bill, desde luego, está la decisión del Comité de Experimentación Humana, cosa que yo garantizo. Esta fue una de esas situaciones en que el juicio crítico tuvo que entrar en juego, ya que teníamos un corazón listo y un hombre moribundo. En mi opinión fue apropiado cortar con algún vigor algunas de las reglamentaciones burocráticas.
Geld se quedó repentinamente sin saber cómo proceder, así que preguntó:
—¿Cómo está el paciente?
Bradfield replicó que el proceso del paciente era excepcional.
—Indudablemente mejor de lo que yo me atreví a esperar.
Geld sonrió como si él también hubiera sido un participante en la operación.
Bradfield hubiera deseado arreglar las preguntas con una precisión tan concisa como si hubiera sido hecha por un bisturí de cirujano, pero no iba a ser así. Geld iba a andar a tientas, pensó, hasta que estuviera seguro de qué lado soplaba el viento.
—Yo creo que la raíz de este asunto es si el plutonio en esta forma debe ser o no usado en pacientes. El argumento del doctor Ridley se refiere solamente a la formalidad. ¿Debería el doctor Bradfield haber tenido el permiso formal del oficial de seguridad de radiacióa? —opinó Harris.
Ridley interrumpió.
—Ese es el punto legal de mi queja, pero no el aspecto más importante del asunto. —Hizo una pausa al sentir que todas las miradas se clavaban en él y sintió que no encajaba en aquel equipo. Luchó contra ese sentimiento y continuó—. La verdadera cuestión es la distribución de un material estratégico como el plutonio. No existe manera en este mundo de garantizar que no será usado por algún grupo terrorista para chantajear y aun para destruir ciudades enteras sin aviso. Tal vez no suceda mañana o el mes que viene, o el año que viene, pero sí sucederá.
Sólo la expresión de la cara de Geld se alteró y se notó serio y un poco perturbado. El resto del grupo permaneció impasible.
—¿Cómo lleva uno a cabo esta amenaza hipotética con cien gramos de plutonio y donde los consigue? —preguntó Harris con cierta sorna.
—Si tiene usted cien gramos de cada paciente y tiene cincuenta mil pacientes, entonces tiene usted cinco millones de gramos de plutonio circulando en una sociedad abierta. Son cinco mil kilos de plutonio —replicó Ridley.
Harris respondió rápida y secamente.
—La cantidad más pequeña que se necesitaría para hacer una bomba atómica serían 3 kilos y medio de plutonio y para conseguir esa cantidad tendría usted que conseguirse 35 pacientes. ¡Tendría usted que matar 35 personas!
Harris se echó hacia atrás satisfecho. Era un número aterrador y sabía que le había asestado un fuerte golpe a Ridley.
Pero Ridley no se había dado por vencido.
—Mi escenario es completamente distinto...
Holborn interrumpió.
—Lo siento, pero esta discusión se desvía considerablemente. Desde mi punto de vista el objeto de esta junta debería restringirse a los cargos expresados por el doctor Geld y por usted, y no a distintos escenarios, tramas o amenazas que pudiera uno soñar si hubiera fumado marihuana.
Ridley se alteró visiblemente.
—Oiga, espere un momento...
Geld pensó de inmediato: "Holborn, podrás ser buena cirujana, pero qué poco tacto tienes. Eres de las que te gusta llegar al corazón del problema y morder fuerte y ferozmente". Diplomáticamente se volvió hacia el hombre que hasta el momento no había hecho más que observar.
—Doctor Miller, ¿tiene usted algunas ideas sobre el caso?
La gente siempre se sorprendía cuando oía hablar al profesor Miller con acento germano-británico. El alto fisiólogo de pelo blanco había nacido en Alemania, pero sus primeros trabajos los había realizado en Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial. Era otro integrante del grupo de gente famosa de Aspermont que había sido contratado más bien para que no fueran a otras universidades, debido a sus altas reputaciones, que por lo que el científico pudiera realizar en el futuro. Miller habló en su suave y bien modulada voz.
—Bueno, déjeme resumir lo que pienso, Irwin. El joven señor Ridley tiene objeciones acerca del plutonio en el corazón artificial, pero no tuvo control sobre ello, así que formula una queja acerca de la manera en que se desarrolló la operación. No veo ningún daño en preguntarle al doctor Bradfield qué sucedió.
Geld escuchó atentamente las palabras de Miller tratando de adivinar por la inflexión de su voz de qué lado estaba y decidió que estaba contra Ridley. La clave era el uso de la palabra joven al describir a Ridley. En la actual compañía sólo podía implicar inexperiencia, descaro e ignorancia.
Bradfield pensó que la discusión era enteramente típica de los comités académicos. Cada participante examinaba las preguntas por sí mismo, ignorando tanto la evidencia como los puntos de debate. Los hombre de reputación, pensó, cuando han llegado a la cima jamás escuchan, sólo hablan.
—La situación era desesperada —dijo Bradfield, respondiendo a la pregunta de Miller—. El corazón había sido expuesto y el paciente se hundía rápidamente en términos de los parámetros fisiológicos de signos vitales. —Miró fijamente a Geld como a alguien que podría comprender el miedo de un doctor cuando su paciente se está muriendo por una decisión médica equivocada. Luego continuó.
—Estábamos en contacto oral con el señor Ridley cuando el teléfono se descompuso y más tarde supe que un deslave de lodo había cortado las líneas telefónicas de su hogar. La idea de usar el plutonio del ternero me fue sugerida, para mi vergüenza, por uno de mis técnicos. En mi mejor juicio profesional la decisión que tomé estaba plenamente justificada por la situación y ha sido confirmada por el curso de los hechos desde la operación.
—A mí me parece, Irv —dijo Miller—, que éste es un caso que debe juzgarse desde un punto de vista práctico. Nada adelantaremos castigando al doctor Bradfieid. Es algo resuelto y cerrado. Por lo que respecta a futuros incidentes, debemos asegurarnos de que todas las medidas de seguridad se incorporen sólidamente al sistema. Todos los que estamos aquí podemos colaborar a aplicar dichas medidas.
Ridley objetó inmediatamente.
—¿Es que ustedes, precisamente ustedes, no pueden comprender que el corazón no debió ser jamás implantado? Por lo menos no sin un detenido estudio de los riesgos para la sociedad en general. Ahora es demasiado tarde y si Gray sobrevive, jamás podremos detener nuevas implantaciones.
—Pero podríamos restringir su uso —dijo el profesor Miller.
—¿Sabe usted lo que sucedería si tratara de restringirse una cura del corazón? Tendría usted el conflicto político más grande desde la guerra civil.
—Tal vez Allen quisiera ser un poco más específico acerca de la naturaleza de la amenaza que él ve en el corazón artificial —dijo Geld.
—Sí, señor —dijo Ridley aspirando hondamente. Sabía que estaba poniendo en juego su carrera y su reputación. Tal vez hasta fuera posible que no tuviera un trabajo al terminar la junta.
—Cien gramos de plutonio en poder de unas manos con recursos pueden contaminar un área tan grande como todo este Estado.
Geld miró alrededor de la mesa, como invitando a hacer comentarios con su silencio.
—De acuerdo con la información tal accidente es imposible —dijo Miller.
—Nada es imposible.
—Estoy seguro de que cualquier accidente puede ser contrarrestado. El doctor Harris nos ha asegurado que los riesgos son calculables e insignificantes.
—Sí, pero suponga que algún terrorista se apodera del material.
—¿Cómo? Está dentro del cuerpo del paciente.
—¡Matándolo!
—¿Qué? —dijo el profesor Miller con incredulidad—. Eso es muy poco probable. Yo creo, señor Ridley, que usted ha visto muchas películas de horror últimamente.
Ridley estaba atónito. Miller, el supuestamente brillante científico, debía ser realmente inocente, pensó. Sólo otro científico encerrado en su torre de marfil. Miró a su alrededor. Era obvio que todos estaban de acuerdo con Miller y que él era persona non grata. Ridley se puso de pie.
—Gracias, caballeros y doctora Holborn. Veo que no tenemos nada más que discutir. Ustedes rehuyen tratar el verdadero problema. Tendrán mi renuncia en dos semanas.
Geld habló cuidadosamente.
—¿Tal vez prefiera reconsiderar y hablar conmigo en un día o dos?
Ridley miró a Bradfield.
—Antes de irme quiero decirte lo mucho que me preocupa tu proyecto y sus implicaciones y comprendo todo lo que significa para ti. No estoy discutiendo la necesidad de él, ya que ciertamente existe, pero el corazón nuclear representa toda una actitud nueva que yo seriamente pongo en duda. Al apostar sobre esta pieza única de tecnología, quiere decir que estás convencido de que las enfermedades del corazón son un problema biológico insoluble. Tu actitud indica que lo mejor que se puede hacer durante los próximos diez años es esperar a que la enfermedad haya seguido su curso hasta que el corazón se vea destrozado y entonces reemplazarlo con esa máquina espantosa.
Bradfield escuchó a Ridley sin mover un músculo.
—No estoy de acuerdo con tu opinión. ¿Quién eres tú para hacer estas predicciones?
—Es sentido común —resumió Ridley—. Una vez que hayas esparcido la noción de que las enfermedades del corazón son insolubles no hay forma de dar marcha atrás. Todos los pacientes tendrán un corazón de plutonio y no estoy seguro de que tengamos una inteligencia colectiva capaz de tratar con los problemas que esto traerá.
—El corazón artificial no es nada más que otra prótesis.
—Eso no es cierto y si alguna restricción no se pone a este desarrollo veremos un fracaso increíble.
Ridley se dio la vuelta y salió abruptamente de la oficina. Cuando se había ido, Müler fue el primero en hablar.
—Bien, Bill, simpatizo contigo. Debe haber sido difícil trabajar con ese tipo raro todos estos años.
Bradfield sintió una sensación de desprecio por el joven que se había atrevido a poner en duda su autoridad. No había duda de que Aspermont estaría mejor sin él.
El profesor Miller continuó.
—Personalmente, yo no creo que el combustible de plutonio sea realmente el camino a seguir. ¿Usted realmente lo cree así, doctor Harris?
Harris fue tomado por sorpresa.
—¿Oué? Oh, sí, sí lo creo.
.—Yo siento —dijo Miller—, que Ridley expresó algunos puntos razonables. El plutonio es indiscutiblemente peligroso, pero me imagino que es el único camino a seguir durante algún tiempo. ¿Contamos con el dinero para la investigación, doctor Harris?
—Es mi opinión que si el doctor Bradfield logra salvar otro par de pacientes le sacaremos el dinero al Congreso sin una sola queja. Como dijo usted, es demasiado bueno para ignorarlo.
—¿Cuánto creen ustedes que sea factible? —preguntó Geld.
Harris replicó.
—Lo suficiente, espero, para un nuevo laboratorio, otro piso para el hospital y los fondos necesarios para los aspectos operacionales.
—Bill, ¿cuánto vas a pedir? —le preguntó Geld a Bradfield.
—No había pensado en ello todavía.
—Desde mi punto de vista como decano yo diría que un millón y medio de dólares ai año, por cinco años, te alcanzaría.
—Por lo menos eso —dijo Harris, pensando en voz alta.
—No habrá honorarios para el cirujano, desde luego, por operar al paciente.
—No, claro que no. Eso le parecerá bien al Comité. Será la contribución de Aspermont.
—Sí.
Holborn resumió.
—Bien, ¿es eso todo? Estamos todos de acuerdo en que las posiciones oficiales del departamento y de la Escuela de Medicina son las siguientes: consideramos esto como un tremendo logro y felicitamos al doctor Bradfield y a su equipo quirúrgico y no hallamos nada reprochable en sus acciones con la excepción, tal vez, de doblar un poquito los reglamentos dada la emergencia que existía, ¿correcto?
Geld asintió con la cabeza y Miller dijo que sí. Holborn continuó.
—Me pondré en contacto con Cibelli y le diré que redacte una declaración en caso de que haya alguna pregunta por parte de la prensa. Cubrirá los dos primeros puntos, el tercero es un asunto interno y sólo nos concierne a nosotros. Espero que el doctor Harris añada la bendición oficial del Gobierno Federal.
—Sí, desde luego.
—¿Y podemos esperar los fondos suficientes para continuar la investigación?
—Sí, estoy seguro.
Bradfield miró su reloj. Era tarde.
—Siento parecer un disco rayado, pero tengo que correr a mi segunda operación.
—¡Felicidades!
—Sí, felicidades, Bill.
—Bien, los veré después.
Bradfield salió sintiendo que se había incrementado su poder dentro de los consejos de la Universidad. También sintió que le había tomado la medida a Irving Geld. Harris salió con él.
—Bill, me voy después de tomar una siesta. Llámame mañana a ver cómo sigue el paciente ¿quieres?
—Dirán cosas horribles en Washington, pero no en voz alta mientras el paciente esté vivo.
—Te comprendo.
Miller se había quedado solo con Geld y había en su angosta cara una sonrisa irónica. Asentía con la cabeza.
—Bien, Irv, me importaría conseguir parte de ese dinero para mi investigación. ¿Qué dice?
—Mire, podemos poner su laboratorio y oficina en el nuevo espacio de Bradfield. Eso ayudaría.
—Yo pensaba casi lo mismo.
—¿Ha considerado invertir en ATOCOR? Es la compañía que construye el corazón.
Miller miró a Geld con aire de sospecha.
—No, Irv, yo no invertiría en esa compañía. Hay un conflicto de intereses y además no sabría qué hacer con el dinero. Mi Chevrolet funciona como una seda, aunque tiene ya ocho años...
—Bien, sólo quería saber.
—Conseguiré el dinero para mi investigación, pero a la larga voy a tratar de encontrar una mejor fuente de poder; tal vez un tipo diferente de batería. El plutonio, en realidad, no es la solución final.
—Estoy de acuerdo con usted.
—Sí, bien, si no hay otra cosa...
—No, y muchísimas gracias.
—Bien, adiós.
Geld se quedó sentado solo en su oficina. Sí, señor. Desde luego que sí, pensó, Aspermont está ahora en el mapa mundial.
El día comenzó a ponerse gris al empezar a atardecer. Una quietud aparente reinaba en el hospital, pero la Unidad de Cuidados Intensivos estaba tan activa como siempre. La pesada puerta de abedul se abrió y una enfermera asomó la cabeza con una sonrisa maliciosa en su cara. Había bastante gente en el corredor, pero nadie prestó atención cuando Janet Chen salió seguida de un hombre pálido y delgado vistiendo un camisón y una bata. Caminaba despaciosamente, casi tambaleándose, al salir al corredor. Una enfermera lo ayudaba de un lado y del otro se apoyaba en el bastón de cromo sobre ruedas del que colgaban las botellas intravenosas, las cuales goteaban muy lentamente, lo suficiente para mantener los tubos limpios de sangre y para prevenir coagulaciones. Los tubos que iban a su pecho estaban cerrados. Ya no necesitaba oxígeno, pero respiraba penosamente a cada paso. La sonrisa de su cara se modificó por una expresión de agotamiento estudiado.
—Lo puedo hacer, lo puedo hacer —repetía con una pizca de impaciencia.
—Claro que sí, claro que sí, señor Gray —dijo la enfermera—. Sólo tómelo con calma, ya que lo que sobra es tiempo. ¿Cómo se siente?
—No mal, hasta ahora, sólo un poco vacilante.
—Naturalmente. Eso llevará algún tiempo.
Una empleada que lavaba el piso exclamó al ver a Gray.
—¡Dios mío, miren eso!
Gradualmente, una por una, todas las enfermeras y la gente del personal técnico hicieron una pausa y observaron al primer ser humano con un corazón artificial moverse por sí mismo. La enfermera en jefe miró por el corredor al sentir el repentino silenció y vio a Gray que realmente caminaba hacia ella. Sintiéndose feliz y sin darse cuenta de lo que hacía, aplaudió, lo que provocó un breve estallido de aplausos por parte del personal. Todos sonreían. Gray agitó su mano libre en señal de agradecimiento.
—Sólo espere a mañana —le dijo con voz ronca a una joven que sonreía de oreja a oreja—. Mañana ya correré lo bastante rápido para alcanzarla.
—Eso no es ninguna prueba, alcanzarla a ella —bromeó un espectador.
Todos se rieron.
—Atención todos, no me gusta ser una aguafiestas, pero volvamos al trabajo y dejemos al señor Gray caminar en paz. Ya todos tendrán ocasión de trabajar con él.
Un murmullo acató la orden de la enfermera en jefe. Gray saludó de nuevo con su brazo lo mejor que pudo y continuó su paseo, los primeros y pequeños, pero difíciles, pasos a la historia.
La algarabía comenzó de nuevo al pasar Gray frente al cuarto de Jason Nichols. Pudo ver que se trataba de un niño y quiso volverse y saludarlo, pero su enfermera sacudió negativamente la cabeza.
—¿Por qué no?
—Bueno, no está muy bien.
—Oh, cuánto siento oír eso.
—Es una lástima —dijo la enfermera—. Hubo una falla de energía durante su operación. No sé como sucedió exactamente, pero algunas burbujas de aire subieron a su cerebro y no se está recuperando normalmente.
—Oh, eso es horrible. ¡Cuánto lo siento! ¿Podemos entrar y rezar por él?
—Bueno, señor Gray, hay otro problema, ¿sabe usted?
—Oh, ¿cuál es?
—El oficial de seguridad de radiación ha pedido que nos limitemos a trabajar con usted cuatro horas, lo cual es sólo una precaución debido al plutonio en el corazón, ya que los doctores no están seguros de las reacciones de la gente a las radiaciones de bajo nivel. A mí no me preocupa en lo más mínimo y estoy segura que es una exageración, y... —dijo ella con un ligero gesto de exasperación en su boca—. Yo sé que no estoy embarazada, pero hasta la más minúscula radiación debe evitársele a un niño. Hace 30 años era muy común en los doctores dar bajas dosis de radiación a las anginas de niños que sufrían con frecuencia de catarros y adenoides, pero hace 5 años los médicos encontraron que los adultos que recibían este tratamiento cuando niños a menudo desarrollaban un cáncer de lento crecimiento en la tiroide. La mayoría de los centros médicos piden ahora a tales pacientes que se presenten para sufrir un examen de las tiroides. No podemos ser demasiado cuidadosos.
—Sí, ya veo lo que quiere decir y nos mantendremos alejados. Espero que se ponga bien.
Una voz ronca se oyó detrás de él.
—Señor Gray, por favor, no se alarme. —Era la voz del sargento al que se le había asignado su cuidado—. Mire usted hacia el final del corredor.
—¿Sí?
—¿Ve aquél hombre con bata blanca?
—Sí.
—Se me hace sospechoso. —El sargento se volvió hacia la enfermera de Gray—. Por favor, regrese al señor Gray a su cuarto.
—Bien.
El hombre que el sargento había señalado usaba una camisa abierta en el cuello y una bata blanca. Metió su mano derecha en la bolsa de la bata y simultáneamente empezó a caminar rápidamente mirando con indiferencia de un lado a otro.
—¿Piensa usted que es un doctor, enfermera?
—No, no lo creo.
—¡Eh, usted! —gritó el sargento. El hombre caminó con rapidez hacia el policía.
—¿Quién?
—¿Yo?
Se hallaba ahora a unos diez pasos de distancia de Gray. De repente se escurrió alrededor del fornido sargento y empezó a correr al tiempo que sacaba de su bolsa una cámara de 35 mm. Después de alejarse del grupo unos doce pasos se volvió, plantó sólidamente sus pies para tener una buena base de apoyo y empezó a tomar fotografías del paciente, de sus botellas intravenosas y de Janet, para después volver a echar a correr, pero una limpiadora extendió rápidamente su escoba y lo hizo tropezar y caer con un fuerte golpe. El sargento le echó mano de inmediato con fuerza controlada.
—¿Y bien, amigo, que está tratando de hacer?
—Calma, calma, oficial, sólo trato de ganarme la vida, igual que usted.
—Póngase de pie y apóyese en la pared, las manos arriba y los pies bien separados. Enfermera, lleve su paciente a su cuarto.
El sargento se había hecho cargo de la situación con rapidez y eficiencia.
Gray llegó justo a su cuarto por sus propias fuerzas. Qué gracioso, pensó, toda esta excitación y el corazón no me late. Podía caminar, pero muy pesadamente.
El sargento apretó un botón del transmisor color castaño y blanco ajustado a su cinturón y que tenía un radio de alcance en todo el hospital. Un segundo guardia apareció en dos minutos. Entonces el sargento sacó su pistola calibre 38 y registró con la otra mano al intruso. Después de mirar la identificación, arrojó la cámara Nikon sobre un sofá cercano.
El joven arriesgó un comentario.
—¿No me puede culpar por tratar, eh, sargento?
—Callado, amigo.
—Sí, señor.
—¿Qué hace usted aquí?
—Soy fotógrafo y trabajo por mi cuenta. Tal vez ha visto usted algún trabajo mío en las revistas de cine.
—No, no he visto nada. ¿Hay alguien aquí que lo conozca?
—Oh, sí, los periodistas.
—¡Qué! Están en huelga.
—Ah, sí, me olvidé.
—Lo voy a enviar a la comisaría por invadir propiedad privada y a confiscarle la cámara. Vaya con este oficial.
En su cuarto, Gray se dejó caer pesadamente en la cama.
—Oh —dijo— que hermosa se siente.
Janet lo ayudó a quitarse la bata y las zapatillas. La enfermera ajustó los tubos intravenosos y reconectó la succión para remover cualquier vestigio de sangre de la cavidad del pecho.
Johnson entró al cuarto después de hacer una breve pausa para ponerse la ropa requerida: bata estéril, gorra, mascarilla, etcétera.
—¿Está usted bien, señor Gray? —preguntó con un dejo de ansiedad.
—Sí, muy bien, ¿qué sucede?
—Tuve una llamada de "stat" para este cuarto y pensé que algo había sucedido. Vi que los policías se llevaban a alguien de cabellos largos, vestido con una bata blanca, cuando yo venía. Me imagino que era algún impostor haciéndose pasar por médico para ganar algún dinero con la historia del corazón artificial. ¡Sanguijuelas!
El joven residente se notaba visiblemente feliz de que no le hubieran sucedido dos desastres el mismo día. Había dormido pesadamente un par de horas en la sala de aviso, completamente agotado. Se despertó para comer y estaba viendo en la televisión las noticias de la tarde cuando la llamada de "stat" lo había lanzado en loca carrera escaleras abajo, hacia la Unidad de Cuidados Intensivos "Stat", en la jerga del hospital significaba emergencia inmediata y Johnson había estado pendiente de ella como nunca antes en estas últimas veinticuatro horas, ya que literalmente no habían parado.
Don Buchanan y Sasha Romanoff también llegaron al cuarto de Gray.
—Vaya —dijo Gray— todos mis doctores están aquí. Podemos celebrar una conferencia sobre los sucesos del día.
—Estamos aquí para comenzar nuestras visitas de la noche. —Buchanan miró al paciente que ahora descansaba confortablemente—. Vamos a echarle un vistazo a la gráfica.
—Me iré —dijo Janet. Besó rápidamente a su prometido y salió. Buchanan la vio partir abstraído en el estudio sistemático de la información de los signos vitales que los turnos de enfermeras habían escrito.
—¡Hola! con que ya nos levantamos de la cama. ¡Qué rapidez!
—Pensamos que se sentía tan bien que debíamos probarlo —dijo una enfermera.
—Estoy de acuerdo. Bien. Fíjense, la fuerza del corazón se incrementó al levantarse y el sistema de control funciona bastante bien y no ha habido un descenso en la presión en todo el día. Ha cesado el sangrado. ¿Temperatura? Bien, un poquito alta debido al exceso de sangrado en la cavidad torácica.
Buchanan miró al paciente. El edema o líquido en los tejidos había disminuido en forma notoria, y aunque su respiración era aún más rápida que lo normal, era claramente menos trabajosa. Los pulmones estaban tiesos. La orina era todavía pálida y abundante.
—En el papel se ve muy bien, señor Gray. Veamos como se oye. Haga el favor de sentarse.
La enfermera ayudó a Gray a sentarse y le bajó la bata. Buchanan se inclinó sobre él con el estetoscopio puesto. Metódicamente escuchó toda la espalda del paciente. Comparó los sonidos del pulmón izquierdo con los del derecho, pendiente de oír algunos crujidos de pulmones mojados o pesados. La presencia de esos crujidos hubiera significado que el corazón no bombeaba lo suficiente y el plasma estaba llenando los pequeños sacos de aire de los pulmones. Oyó alguno que otro crujidito muy aislado lo que lo hizo sentirse feliz. Trató de percibir también la ausencia de sonidos en cualquier área, lo que hubiera sido un síntoma de enfermedad en los pulmones —atelectasia— en la cual los pulmones se habrían derrumbado y los sonidos silbantes de la respiración no pasarían.
—Necesita toser y hacer aspiraciones profundas con más frecuencia. Esta área del pulmón izquierdo está ligeramente caída. La enfermera le ayudará a trabajar en ello. Y ahora, escuchemos el frente.
La enfermera removió la primera capa de vendajes para exponer la herida. Esta se había ya cerrado por los procesos naturales en las últimas dieciocho horas. El plasma se había filtrado entre las suturas del fuerte monofilamento de nylon y se había coagulado. La curación había comenzado aunque la fuerza tensora sería prácticamente insignificante durante los próximos días. Los ahora familiares e increíbles sonidos de la maquinita de vapor eran prácticamente audibles sin el estetoscopio.
Buchanan se incorporó. Estaba satisfecho, en realidad feliz con el progreso de Gray ya que su vida había estado en el fiel de la balanza durante la noche.
El levantarse de la cama al día siguiente de la operación era increíble.
—Sabe, doctor, el toser duele mucho menos de lo que yo pensé que dolería. Ya puedo toser más frecuentemente —dijo Gray.
—Esta incisión, que corta el esternón, corta poco músculo y pocos nervios. Una incisión aquí —y Buchanan marcó una línea en el pecho— necesariamente cortaría músculos. Cuando usted respira o mueve los brazos la tensión la reciben los músculos cortados e inflamados y tiene que doler por necesidad. Yo creo que la mayor parte del dolor que usted siente proviene de esos tubos del pecho, ya que frotan contra la pleura, la sensitiva cubierta de los pulmones. En la mañana los vamos a quitar. Sólo haga aspiraciones y tosa cuando la enfermera se lo indique y eso ayudará a que sus pulmones se expandan. Las probabilidades de una pulmonía se reducen, y el cambio de gas en la sangre se mejora de inmediato.
—Seguro, lo que usted diga, doctor. Hasta ahora los consejos han sido inmejorables. ¿Cómo me ve usted en realidad?
—No podría estar mejor, señor Gray, no podría estar mejor. A propósito, salió usted en el noticiario de televisión de esta tarde. Tal vez pueda usted ver la repetición de las once de la noche. Muy interesante. Las cadenas le dieron cinco minutos a la noticia y las estaciones locales diez.
—No quiero llamar la atención y la única razón porque lo hice fue porque podría ayudar a otra persona a tomar la decisión correcta.
—Magnífico. Y gracias. Debe ayudar al doctor Bradfield por lo menos a conseguir fondos para su investigación.
—¿Vendrá esta noche el doctor Bradfield?
—No, a menos que usted empeorara, así que considérelo un buen síntoma.
—Hmmm...
La tropa de cirujanos salió del cuarto y caminaron hasta el próximo, donde su alegría se cambió a preocupación. Bradfield había estado con Jason Nichols inmediatamente después de que terminó su segundo caso y había salido por la puerta posterior para evitar hablar nuevamente con la madre del niño.
Buchanan realizó la rutina, casi tipo computadora, de la tarde y examinó la información escrita sobre el paciente, habló con la enfermera y luego examinó al enfermo mientras sus residentes jóvenes lo observaban.
—Jack —le dijo a Johnson— ¿tú qué crees? —No había recriminaciones ni golpes de pecho—. Ginger, ¿hizo el doctor Bradfield algún comentario cuando estuvo aquí?
La enfermera Brown replicó.
—Sólo dijo "qué mala pata" y "asegúrense de que no aspire"
—¿Tiene apnea?
—No, podemos parar el respirador y él sigue respirando.
—Oh, bien, bien.
—Don, voy a controlar sus reflejos.
Johnson pasó su uña por la planta del pie del paciente. El dedo gordo de Jason se hizo hacia abajo.
—Ah, una Babinski negativa.
Los reflejos de las rodillas y los bíceps eran normales, tal vez un poco exagerados. La pupila se encogía normalmente ante un haz de luz y el cuello no estaba tieso.
Cualquiera podía ver que Johnson buscaba cualquier posible síntoma de recuperación cerebral y los estaba encontrando. Se echó hacia atrás y exhaló un suspiro de alivio.
—Se ve mejor, Don.
—Yo también lo creo. Es sólo cuestión de tiempo.
—Es sólo cuestión de tiempo.
—Vamos a salir bien, apretados pero saldremos.
—Apretados pero saldremos.
Buchanan miró a Johnson. Se le hizo peculiar que repitiera todos sus comentarios. La inseguridad y la tensión tan frecuentemente experimentadas por los residentes jóvenes estaban cobrando su cuota. Tal vez, en años venideros, después de mucha experiencia y de sentir la vida y la muerte pasar por sus propias manos, Johnson reaccionaría de manera diferente, pero por el momento estaba al borde de un colapso emocional. El realizar su primera operación de corazón abierto, el ver que casi se le muere el paciente, el asistir a una operación histórica, era demasiado. Las señales de mejoría en el estado de Jason habían derrumbado sus defensas mentales. Ahora se había quedado mirando al vacío.
—Sasha —dijo Buchanan suavemente—. Llévate a Jack arriba para que descanse. Yo acabaré las visitas con Belknap.
Nuevamente los únicos ruidos que se oían cortando la atmósfera eran los del respirador que silbaba a sus precisas catorce aspiraciones por minuto. Buchanan y Belknap salieron al corredor y miraron a los dos residentes salir de la Unidad de Cuidados Intensivos
—Se pondrá bien —dijo Buchanan.
—Se pondrá bien —repitió Belknap como un robot.
Buchanan miró al estudiante médico burlonamente. Belknap rompió a reír.
—No, no, yo estoy bien, sólo estaba coincidiendo.
Ambos rieron, rompiendo la tensión.
—Doctor Buchanan —el empleado del piso le alargaba el teléfono—. Lo llaman desde la sala de emergencias.
—Don, habla Tim Harrison, residente de la sala de emergencias.
—¿Qué sucede? —preguntó Buchanan mirando fijamente a la pared.
—Problemas —dijo el residente con tristeza—. Una mujer de 43 años. Había estado bien hasta esta mañana cuando experimentó un fuerte dolor en el pecho. Tenía la sensación de puñaladas hasta su espalda. Es alta, delgada y aparenta tener el síndrome de Marfan. El pulso radial izquierdo ha disminuido...
—Da la impresión de un aneurisma disecante —interrumpió Buchanan.
—La aorta se nota dilatada en una placa de Rayos X plana. Yo pienso que está disecando.
—Bien, ¿está estable?
—La presión es buena, le di algo de morfina.
—Bien, empezaremos a prepararlo todo en la sala de operaciones. Admita a la paciente al servicio de Bradfield y que el radiólogo haga un angiograma. Debemos estar listos para cortar cerca de media noche.
—Muy bien, gracias.
—La veré en media hora, hágame saber si empeora.
Buchanan colgó y le dijo a Belknap:
—Tenemos otro buen caso para esta noche. ¿Listo?
—Naturalmente.
La mano de Wheeler estaba muy inflamada en las partes donde se había cortado al despellejar a la ternera. Esto no era normal como tampoco lo eran los latidos de dolor. La inflamación no era fácilmente visible debido a lo negro de su piel. Iba conduciendo a lo largo del periférico Bayshore, de regreso a su casa. Había quince millas entre Aspermont y Palo Alto Este. Palo Alto era una población predominantemente blanca, con mucho pasto y árboles, el orgullo del condado de Santa Clara. Palo Alto Este estaba separado de Palo Alto por un periférico de seis carriles y además estaba en otro condado, en el de San Mateo. No estaba incorporado y era predominantemente negro y sin los jardines y árboles de las comunidades suburbanas vecinas.
Richard manejó con una mano su Toyota blanco y rojo, hasta su garaje, el único coche nuevo de toda la cuadra. El era un hombre con un trabajo, uno de los pocos en su calle. Su madre, de cuarenta y cinco años de edad, trabajaba como lavaplatos de laboratorio en la Universidad de Stanford.
—Hola, hermanos y hermanas —les dijo Wheeler a la media docena de niños del vecindario que jugaban en el limpio, aunque sin cerca, patio del frente.
—Hola, señor Wheeler —dijeron al unísono—. ¿Jugamos baloncesto?
—No puedo, hermana. Hoy me lastimé la mano. Tal vez mañana.
Wheeler dejó al grupo jugando en la tabla de madera que él había colocado sobre el garaje.
—Mamá, ya llegué. Hoy tuvimos mucho trabajo. Gente de televisión por toda la Universidad.
Se sentó en la cocina donde la señora Wheeler estaba preparando la cena. Richard cenaría y luego se marcharía a la escuela nocturna. Su hogar era caliente y cómodo, pero humilde.
—Anoche pusimos un corazón. Ya sabes, en el que hemos estado trabajando tanto tiempo. Yo fui hasta la sala de operaciones y les di el combustible atómico de la ternera para que se lo pusieran al paciente. Fue mi idea y luego esta mañana llegaron unas personas de la televisión y sacaron una película de mí. ¿Qué te parece eso, mamá?
—Oh, Richard, eso es fantástico, realmente es algo maravilloso.
—Tal vez pueda aprender a operar la máquina de los pulmones y el corazón para los pacientes. Realmente me gustaría hacer eso.
—Ya llevas años trabajando para el doctor Bradfield y él debía dejarte aprender. ¿Cómo va esa mujer que siempre te está molestando?
—Oh, ma, no es tan mala. De cualquier manera yo puedo manejarla, pues el doctor Bradfield está muy contento con lo que he estado haciendo.
—A los negros todavía no nos va muy bien, así que no me sorprendería que no te dieran el trabajo, pero sigue tratando Richard. Eres lo mejor que conozco por aquí.
—Gracias, ma.
—Pero mantente alejado de todos esos pillos de la esquina. Acuérdate del último cheque que cobraste, te pidieron prestado 75 dólares y todavía no te devuelven nada. Eres el único de todo ese grupo que trabaja.
—Tienes razón, ma.
—¿Qué te pasa que comes con la otra mano?
—Tengo ésta hinchada. Me corté esta mañana. Ya se pondrá bien, no te preocupes.
—Debes ver a un doctor. ¿Qué tal tu doctor Bradfield?
—No, yo creo que costaría demasiado, además que él es doctor del corazón y no hace otra cosa.
—Bueno, tú cuidate esa mano, ¿oíste?
Cuando Wheeler manejó a la escuela esa noche la mano le dolía tanto que no la podía mover. Se sentía afiebrado y no le prestó mucha atención a sus clases. La inflamación se extendía cada vez más en su ya gravemente infectada mano. Las distintas bacterias de la piel de la ternera no se estaban tropezando con las defensas de su cuerpo que eran normalmente inmunes.
En cierta forma Wheeler tenía razón en no prestarle atención a sus cortadas. Hombres normales y saludables podían enfrentarse a lluvias de bacterias, de la boca o de cortadas. Lo malo era que Wheeler no se había dado cuenta de la dosis de radiación que había recibido cuando transportaba el plutonio del laboratorio al hospital. La dosis de radiación no había sido muy grande, pero sí lo suficiente para comprometer las defensas normales de su cuerpo contra la infección. La radiación había deteriorado las células blancas en su cuerpo lo suficiente para permitir que la bacteria creciera sin oposición. Wheeler era ahora un medio de cultivo, sembrando su sangre con el estafilococo áureo, una bacteria virulenta.
Una semana más tarde.
Harris se encontraba sentado en su escritorio en Bethesda hablando por teléfono con Jack Comstock en los Angeles.
—Me han llegado noticias de que usted se inclina por una prueba clínica general en el caso del nuevo corazón artificial y déjeme decir que estamos completamente de acuerdo. He enviado una carta invitándolo a servir en un jurado para establecer normas mediante las cuales los centros puedan ser escogidos para realizar futuras implantaciones.
—Me está usted dando excusas, Harris. Voy a hacer perfectamente franco y...
Harris lo interrumpió con la confianza que da el éxito obtenido.
—No, señor, de ninguna manera le estoy dando excusas.
Comstock continuó.
—Y no estoy dispuesto a tolerarlo. La atención que ha recibido este aparatito es casi inmoral y le da a Aspermont una ventaja injusta. El artefacto debe ser accesible ahora a todos los grupos calificados.
Harris reconoció el problema que por cierto no era de la clase que uno llamaría normalmente de "ética". Una de las consecuencias de la publicidad médica es que crea un desequilibrio en las normas usuales de los patrones de visitas de los pacientes, ya que la institución que recibe la publicidad es inundada con cartas, telegramas y llamadas telefónicas de los pacientes que buscan la nueva cura. Las consideraciones eran en realidad territoriales y financieras, pero los cirujanos racionalizaban la situación llamándola "falta de ética".
—Estamos tratando de hacer justamente eso, Jack —dijo Harris— pero como usted sabe será muy caro sacar adelante un buen programa. Tenemos que persuadir a la gente del presupuesto y al Congreso, que lo de Bradfield no es solamente un truco publicitario y allí es donde entran ustedes. Si logramos que los expertos escriban un informe y un protocolo, creo que puedo engrasar las ruedas y hacer que pase. Llevará tiempo y esfuerzo, y en especial tendrá que llevar los nombres de cirujanos importantes como usted, para convencer a los que mandan. Yo estoy seguro que usted comprende esto. Piense además, que el pertenecer al jurado le dará a su grupo una posición predominante para la moción de una propuesta que se lleve a cabo.
—¿Qué nivel de fondos tendrán estos centros?
—Supongo que lograremos los gastos para construcción y además los costos de operación que calculamos de uno y medio a dos millones de dólares por año durante cinco años. Yo propongo doce centros, tres en cada área geográfica: las costas Este y Oeste, el Sur y Medio-Oeste.
—¿Cuándo?
—Depende de qué tan aprisa trabaje su jurado. Tal vez seis meses.
—¿Y Bradfield? ¿El va a continuar?
—Tiene permiso solamente para dos más.
—¿Y luego?
—Bueno, tendrá que solicitar una renovación del permiso, pero usted sabe que la conseguirá, de manera que mis mejores esfuerzos estarán dedicados a empezar los otros programas. ¿Se da usted cuenta?
—Sí, muy bien, haré lo que usted dice.
Harris colgó y marcó el próximo número en su lista. Comstock no era el único que lo presionaba a través de su congresista. Había quince nombres en su lista, así que no habría ningún problema en reunir a los miembros del jurado. Ya estaba completo.
—¿Hola, doctor Smith? Entiendo que usted está a favor de...
Harris continuaría así durante los próximos dos días. Había planeado diez corazones artificiales para cada centro, después del despegue del primer año. Los números eran 12, luego 132, luego 252, y así hasta 600 corazones. Solamente su departamento controlaría más de treinta millones de dólares anuales con la concurrencia de la jerarquía del Instituto y del Congreso, y lo que era más importante aún, la era del corazón artificial quedaría sólidamente establecida. Personas que de otra manera morirían se salvarían y quedarían social y vocacionalmente rehabilitadas. Era, a la vista de los hechos, una meta noble y posible de lograrse en unos cuantos años.
—Hola, ¿cómo está Jason hoy, señora Nichols?
Buchanan, Romanoff y Belknap se hallaban en la sala de juegos del pabellón pediátrico de cirugía del séptimo piso. Jason estaba acurrucado en los brazos de su madre, mientras ésta se columpiaba en una mecedora de plástico hecha de un diseño de Eames y con patas de abedul. El niño llevaba puestos solamente unos calzoncitos y una batita muy corta que apenas si le tapaba.
—Hoy se ve muy bien, doctor Buchanan —dijo la señora Nichols mirando con gran simpatía al jefe de residentes.
—Déjanos escuchar un ratito, ¿eh, Jason?
Jason se echó el frente de su bata sobre la cabeza dejando al descubierto su pequeño pecho de querubín, con la delgada y fina incisión. Habían usado un material de sutura que era absorbido por el cuerpo y una técnica de coser que escondía la sutura bajo el borde del corte. No había la menor señal de una cicatriz de esas de tipo cierre metálico que tanto desfiguran.
El niño automáticamente empezó a inhalar y a expirar mientras Buchanan escuchaba.
—Muy bien, muchachote.
Jason se bajó la bata y saltó del regazo de su madre. Ella se levantó y lo vio desaparecer alegremente por la cabaña de troncos gigante.
—Es increíble como se recuperan los niños —dijo Buchanan.
—La semana pasada estábamos muy preocupados —dijo la señora Nichols—. Y debo admitir que había perdido mi fe en todos ustedes.
—Bueno, señora Nichols, todo salió bien y él está como nuevo. Mañana lo mandaremos a casa, ¿está bien?
—Magníficas noticias, sencillamente magníficas. No he visto al doctor Bradfield. ¿Tendré ocasión de verlo antes de irnos? Quisiera disculparme por lo que le dije.
—Le recordaré que trate de verlo antes de que Jason se vaya.
—Ya no habrá más problemas, ¿verdad?
—No tiene que preocuparse de nada. ¿Está bien?
La joven mamá sonrió y asintió con la cabeza mientras Buchanan y su grupo salían de la agradable sala de juegos del pabellón de los niños y se dirigían al cuarto de Gray.
El hombre de las Relaciones Públicas de Aspermont se veía ojeroso y hondas líneas de fatiga marcaban su simpática cara. Desde la operación de Gray había estado trabajando un promedio de 18 horas diarias. Sin embargo, se sabía ya que el célebre paciente saldría pronto. El vía crucis de Cibelli, que había empezado con tanto entusiasmo inicial, estaba a punto de terminar. Se hallaba sentado con aire de cansancio en el sofá de la oficina de Bradfield. Valerie Rigg trajo un par de vasos de café para ellos dos y un té para ella. Dio un sorbo mientras escuchaba la historia.
—Tengo una lista que no la creerían —le dijo Cibelli a Bradfield, imitando el acento neoyorquino y poniendo los ojos en blanco. Bradfield se divertía. Cada día, más o menos a esta hora, Cibelli llegaba con los nombres de nuevas organizaciones, escuelas, sociedades, asociaciones y sencillamente individuos que habían llamado para obtener una entrevista con Bradfield o Gray, o con ambos. Cibelli había sido acusado tanto de ser un dictador absoluto por rechazar estas solicitudes como de ser un fanático de la publicidad por permitir algunas entrevistas. Era una situación en la que uno no podría ganar nunca, pero había hecho un buen trabajo sirviéndole de paraguas a Bradfield.
—¿Qué te parece ésta? La Alianza Sino-Americana de Mil-pitas dice que tienen una oportunidad para que hables diez minutos en su día de campo anual de julio, así que si te gusta la comida china te puedes apuntar.
—No, lo siento, Jerry —dijo Bradfield riéndose—, quisiera un incentivo mayor.
—¿Qué me dices de la televisión belga?
—¿Cuántas estaciones en la cadena?
—Una.
—No tiene el impacto suficiente, diles que no hablo flamenco.
—Bueno, no digas después que no traté. Sin embargo he aceptado que salgas en los programas de Mike Douglas y de Johnny Carson y dentro de dos semanas saldrás en Conozca la Prensa. El Instituto de Cardiología hizo los arreglos y me pidió seguridades de que asistirías.
—Magnífico Jerry, y yo comprendo que algo de esto es necesario, pero tarde o temprano tendré que empezar a negarme para poder volver a trabajar.
Liz Browning entró.
—¿Interrumpo?
—No, claro que no, casi habíamos terminado. ¿Qué se te ofrece? Ya conocías a Jerry Cibelli ¿verdad? Jerry, Liz Browning, mi brazo derecho en el laboratorio.
Cambiaron saludos y luego Elizabeth dijo:
—Se trata de Wheeler.
—Ah, sí, la cruz de tu existencia.
—Bueno, hace ya cinco días que falta, sólo habla por teléfono y me deja el mensaje con Valerie. Dice que está enfermo.
—Bueno, ahora no estamos haciendo nada en el laboratorio, ¿verdad?
—Es una cuestión de principios. El cree que se puede salir con la suya siempre porque es negro y porque está en el programa de acción afirmativa, así que no podemos despedirlo, y últimamente sirve para bien poco.
—Si crees que se está haciendo el tonto, haz que documente su ausencia. Oblígalo a traer un certificado médico por escrito. Ya sabes que eso está en el contrato con el sindicato y si eso no lo arregla ya veremos qué hacemos. ¿De acuerdo?
—Bueno, si usted lo dice.
Sonó el teléfono y Valerie contestó.
—Es el decano.
Bradfield tomó la comunicación.
—Hola, Irv, ¿en qué puedo servirlo?
—Bill, ¿cómo está hoy su paciente?
—Muy bien. Creo que ya lo voy a mandar pronto a casa.
—¿De veras? ¿Tan pronto, eh? Parece que fue ayer que realizaste la operación.
—Ya hizo ocho días.
—Entonces esta es una llamada oportuna. Entiendo que la gente ha estado tratando de entrevistarlo y que usted los manda con nuestro hombre de Relaciones Públicas que actúa como la Guardia Suiza en el Vaticano.
—De hecho está aquí conmigo ahora.
—Tengo un gran favor que pedirle a ambos. Tengo contacto con un posible donante —de dinero quiero decir, no de corazón— a quien le agradaría mucho conocerlo. Es sólo un profano, pero usted sabe como son estas cosas.
—Seguro, Irv, cualquier cosa para ayudar al decano.
—Tal vez podría usted mostrarle el hospital y presentarlo con su paciente.
—Seguro, Irv.
—Lo conocerá usted hoy en el comedor de la Facultad, al mediodía.
—Bien, Irv, allí nos veremos.
Bradfield colgó y les dijo a Valerie y a Jerry.
—Nada misterioso. Geld tiene un cliente en el anzuelo y quiere que haga mi parte.
—A lo que yo vine en realidad es a verificar la hora de alta de Gray. ¿Quieres tener otra conferencia de prensa con tu paciente al salir él del hospital? —dijo Cibelli.
—No, ya no más, creo que debe irse tranquilo y sin fanfarrias. También debe irse directamente a casa y no dar entrevistas, por lo menos en un mes.
—Bien. ¿El vendrá a controlarse?
—Sí, sí vendrá. Primero dos veces por semana durante un mes y luego semanalmente durante 6 meses, y posteriormente una vez al mes.
—¿Cuándo se va?
—Me gustaría que se fuera el sábado, cuando no haya reporteros alrededor.
—Muy bien, eso es todo y gracias por tu tiempo.
Bradfield se echó hacia atrás en su sillón giratorio y miró por la ventana. Sus pensamientos eran muy sencillos. Había implantado el primer corazón artificial en un ser humano y el paciente se iba a casa. La magnitud de su satisfacción era incalculable.
—Hola, Don.
—Hola, hombre, ¿cómo estás?
Ridley, de saco blanco y con un contador Geiger en la mano, se acercó a Buchanan.
—Acabo de dejar al paciente y la verdad es que se ve muy bien y sin problemas de radiación.
—Bien, Allen, ¿has cambiado tu posición? Hace una semana que no te veía.
—En realidad, no. Me alegro por el paciente, pero él representa un peligro que ni tú ni él comprenden en realidad. Te saludé más bien para decirte que hoy me voy.
—De veras siento oírte decir eso, Allen.
—Me voy una semana antes de lo que era mi intención, pero ayer me llegó una oferta y me deben algo de vacaciones.
—¿Qué es lo que vas a hacer?
—Voy a estar en la Dirección de la Sociedad de Científicos Atómicos Preocupados.
—Suena como algo muy terrible, o por lo menos, ominoso.
—Es un grupo que ha tomado una posición contraria sobre el uso de la energía atómica. Sólo eso. Por los archivos de seguridad que he visto, está claro que el hombre no domina todavía del todo la tecnología. Yo comprendo que un solo hombre no puede hacerle frente a la corriente y así estaré mejor en una organización contra otra, pero sí siento que debo hacerlo. Adiós, y muy buena suerte.
—Bien, Al, estoy seguro que oiremos de ti —dijo Buchanan sonriendo.
—Sobre eso puedes apostar.
Gray miró hacia afuera desde el octavo piso del hospital, adonde se le había cambiado tres días después de la operación. Desde la ventana, el creciente valle de Santa Clara podía adivistarse, así como la punta sur de la Bahía de San Francisco y los pantanos llenos de charcos de evaporación de sal. El pabellón consistía en cuartos privados sencillos y el guardia como siempre a su puerta.
Buchanan entró al cuarto. Janet y el reverendo Milton Kastenmeyer estaban visitando al paciente. Los tres sentados en sillas, ya que Gray había recuperado completamente su movilidad.
—Su doctor está aquí para verlo y yo tengo que irme —dijo el reverendo.
—¿Entonces lo veremos esta noche, pastor?
—Sí, estaré allí a las ocho.
—Janet y yo estamos muy agradecidos por su atención y apoyo.
—Bien, otra vez adiós.
—Adiós, pastor.
Buchanan se acercó una silla.
—He revisado los apuntes de las enfermeras sobre usted y todo parece estar en orden. ¿Está listo para partir?
—Completamente, y no es que tenga nada contra su hospitalidad, pero es en casa donde quiero estar ahora.
—¿Alguna pregunta?
—Sólo unas pocas sobre cómo cuidarme.
—Empiece a preguntar.
—¿Qué hay con las heridas? ¿Puedo bañarme?
—Sí, todo está bien sellado aunque no completamente curado. Así que debe de tener cuidado de no lastimarse por lo menos en seis meses.
—¿Y sobre ejercicio?
—Descanse por una semana más o dos y luego gradualmente empiece a caminar. Digamos una vuelta por su calle, tan aprisa como pueda tolerarlo.
.—¿Tengo que venir a la clínica dos veces por semana?
—No, creemos que debe venir a la oficina de Bradley para mantenerse alejado de los otros pacientes.
—Bien, ¿qué otra cosa, Jan?
—No se me ocurre nada.
—¿Ha hecho arreglos la señorita Commons para una enfermera privada?
Ambos sonrieron maliciosamente.
—En realidad —dijo Gray— la señorita Commons no ha tenido mucho que ver con nuestros arreglos. Voy a tener una enfermera privada permanente. Janet se cambia a mi casa esta noche.
—Sí, pero todo será legal y moral —interrumpió ella, sonrojándose un poco.
—No podemos pensar en un lugar y tiempo mejores en que celebrar el goce de vivir y su continuidad que aquí, y hemos decidido casarnos esta noche en la capilla del hospital.
—¡Hey! —la cara de Buchanan se encendió de gusto—. Eso es magnífico y estoy feliz por ustedes. ¡Qué gran idea!
—No hay forma en que pueda darles las gracias a todos —continuó Gray—, pero nos veremos muy seguido, así que no nos pondremos llorosos en nuestra despedida.
—Es usted un gran paciente y tiene un gran valor. Lo extrañaremos.
—Oh, una cosa más, hace bastante tiempo que no veo al doctor Johnson. Quisiera decirle adiós y darle las gracias también.
—¿El doctor Johnson? Oh, sí, necesitaba unas vacaciones y estará de regreso en un par de semanas y entonces le diré lo de la boda.
—Siento oír que no se sentía bien, pero para mí es un milagro que soporten su trabajo sin enfermarse.
—Así es esto, señor Gray, así es esto. Cuídese mucho y adiós.
En el Hospital de Stanford, a sólo diez millas al norte del centro médico de Aspermont, una ambulancia blanca llegó a la puerta de entrada de emergencias. El chofer, con su casco protector, y su ayudante bajaron rápidamente para abrir la puerta trasera. El hombre negro sobre la camilla se hallaba en estado de coma y respiraba rápidamente y con jadeos. Tenía una mascara de oxígeno medio suelta sobre la cara y era evidente que Wheeler estaba muy enfermo. Su madre acompañó a los hombres, rápidos y eficientes, a la sala de emergencias. Una enfermera los detuvo a todos en el escritorio de recepción y le echó una rápida ojeada a Wheeler.
—Más vale que lo vean de inmediato. Llévenlo a la Sala 4. El doctor llegará en seguida. Jenny —le dijo a una enfermera vocacional licenciada—, tome de inmediato los signos vitales de este hombre. —Se volvió hacia la preocupada mujer parada frente a ella—. ¿Es usted pariente?
Los ojos de la señora Wheeler estaban llenos de lágrimas y su voz era apenas perceptible.
—Sí, soy su madre y le dije que viera a un médico, todos los días le decía que viera a un médico y él continuó diciendo que no estaba tan enfermo y que costaba mucho. Que no estaba tan enfermo como para diez dólares.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó la enfermera—. No estar lo bastante enfermo para diez dólares.
—Que no estaba lo bastante enfermo para pagar los diez dólares que cobra el taxi hasta Aspermont, donde trabaja.
—Oh.
—Sólo repetía que se pondría bien.
—¿Y luego qué sucedió?
—Esta mañana empezó a respirar muy raro y a echar espuma por la boca y temblaba como si tuviera un ataque. Oh, Dios, fue algo terrible. Su cara se cubrió de pequeñas manchas y tenía mucha fiebre.
—Bien, señora Wheeler, vaya a la sala con su hijo y cuéntele todo al doctor cuando llegue.
El residente de turno llegó rápidamente cuando se le informó de la condición de Wheeler. La historia se tomó simultáneamente con el examen físico. El pulso era débil y empeoraba, la piel caliente, con muchísimas pústulas. La hinchazón de la mano le llegaba al codo.
Al auscultar el corazón, oyó los significativos murmullos de insuficiencia en las válvulas izquierdas. Richard tenía endocarditis. Las bacterias crecían en las válvulas y habían explotado en las pústulas al ser arrastradas por todo el torrente sanguíneo. Con la imaginación, el residente podía ver pequeños agujeros en las delicadas válvulas, permitiendo que gotearan mientras él escuchaba. El corazón se esforzaba en echar sangre hacia afuera, la mitad de la cual volvía a caer dentro, deteniendo la sangre. Los pulmones estaban llenos de fluido de edema. Era un cuadro común en adictos que se inyectan la droga en las venas y que usan agujas y jeringas sin esterilizarlas.
—¿Su muchacho es drogadicto, señora? —preguntó el residente, sin expresión en la voz.
—¡Dios mío, no! Es un buen chico y tenía un buen trabajo. Trabajaba todo el día y en la noche iba a la escuela.
—Está muy enfermo. ¿Está segura?
—Claro que sí.
—Su mano está muy inflamada. ¿Se la lastimó?
—El dijo que se había cortado.
—¿Haciendo qué?
—Destazando una ternera.
—¿Cuándo?
—Hace una semana.
—Señora Wheeler, estoy seguro de que su hijo tiene una infección en las válvulas del corazón. Voy a empezar un tratamiento con antibióticos y un estimulante el corazón, ahora mismo. Debe ingresar de inmediato a la Unidad de Cuidados Intensivos ¿Me comprende?
—Sí, doctor, ayúdelo ¿quiere? Es todo lo que tengo.
—Haremos todo lo que podamos. Jenny, aquí hay una lista de órdenes de emergencia sobre este paciente.
Se tomó una placa de Rayos X. Los pulmones estaban muy congestionados y la sombra del corazón muy agrandada. El residente se comunicó con el doctor en jefe por teléfono.
—El único misterio en el diagnóstico es lo bajo de su cuenta de células blancas. No sé por que. Da la impresión de que las hubieran suprimido.
El doctor a cargo replicó.
—No deje que eso lo distraiga. Lo importante es empezar el tratamiento de inmediato. Podemos diferir los ejercicios académicos hasta que esté controlada la situación.
—De acuerdo. Oh, oh, puede ser demasiado tarde. Se acaba de encender la luz roja en la sala 4. Tengo que irme.
Ei residente corrió hacia la sala del paciente. En la pálida y estéril luz, un interno estaba encorvado sobre el paciente aplicando un masaje al corazón. El anestesíólogo estaba colocando un tubo respiratorio para respiración artificial. A un lado, una enfermera esperaba con el defibrilador.
—¿Dónde está la madre?
—En la sala de espera.
—Yo no me esforzaría demasiado. El sujeto es contagioso. Sé cuidadoso y sobre todo no te hagas el héroe.
El interno detuvo el masaje y trató de escuchar un latido. El pecho estaba mortalmente quieto. Levantó uno de los párpados. Las pupilas estaban fijas y dilatadas.
—Creo que se acabó todo.
—Bien, detengan las medidas de resucitación. Le avisaré a la madre. Lástima que no llegó aquí antes. Sin duda alguna lo hubiéramos curado. Estoy interesado en la autopsia, si podemos hacer una.
—No podemos, es un caso para el juez de primera instancia. Murió sin ser visto por un médico dentro de las últimas 24 horas. Tendremos que enviar el cadáver a la morgue de San José —respondió la enfermera.
—Juez de primera instancia, ¿eh? Bien, supongo que nunca lo sabremos. Sus procedimientos de autopsia están designados para el forense, no para la investigación científica.
El residente, con indiferencia, dio una palmadita en el muslo del cadáver.
—Bien, amigo, creo que nunca sabremos por qué tenía una cuenta tan baja de células blancas. ¡Qué lástima! Bien, llévenselo y vamos a lavarnos.
Aproximadamente a la misma hora en el hospital de Aspermont, no lejos del lugar donde Wheeler había muerto, Gray y Janet se convirtieron en marido y mujer. El reverendo Milton Kastenmeyer oró por un largo, productivo y feliz matrimonio. Gray, el portador del mortal plutonio, estaba parado firmemente, con Janet a su lado, en la capilla iluminada con velas, del hospital. Bradfield, Buchanan, Belknap, Romanoff y varias enfermeras se hallaban sentados muy quietos en la silenciosa audiencia, mientras se consumaban los lazos matrimoniales.
El reverendo Kastenmeyer dijo:
—Demos gracias una vez más a un Dios lleno de bondad que le dio el bien de la vida, que lo ha bendecido con la compañía de Janet y con las artes de este hospital y sus dedicados hombres y mujeres.
Al terminar la sencilla ceremonia el grupo expresó en voz baja sus felicitaciones.
Unos pocos minutos después, la pareja salió del hospital y caminó hacia un coche estacionado. Los Gray habían empezado, en realidad, una nueva vida juntos.
Una mañana de domingo en junio.
Daniel Cooper se hallaba sentado en su departamento, contemplando los giros caprichosos de la niebla hacia arriba y hacia abajo a través del puente de Golden Gate.
El apartamento se encontraba situado en la parte superior de las Torres Marina, un edificio de altas rentas hecho de acero reforzado y concreto. La puerta del piso era de grueso roble natural. Una puerta corrediza de vidrio conducía a la terraza que cuando estaba cerrada le aislaba completamente del ruido y de los vecinos. El apartamento era espacioso, pero lo que contenía daba la impresión, en alguna forma, de haber sido reunido con prisa. Había un gran sillón de plástico de segunda mano, un desayunador y un diván. En una esquina de la sala, un ventilador y aparatos que parecían propios de un laboratorio. Lo había rentado sólo por un corto tiempo. El había escogido el lugar deliberadamente.
De unos meses a esta fecha Cooper se debilitaba notablemente, había bajado mucho de peso y tenía las mejillas hundidas. En la quietud se oía su jadear con cada respiración y tosía con frecuencia, con una tos fuerte y dolorosa. El cáncer había crecido tanto, que casi había bloqueado uno de los bronquios y cuando el aire circulaba a través del angosto pasaje sonaba como un silbato.
Dentro de una hora, imaginaba Cooper, las brisas de la costa se llevarían la niebla y le permitirían ver la bahía que se extendía allí abajo, y los edificios multiangulares de Sausalito, la colonia de los artistas, a ocho millas de distancia. Sería un típico día de verano: fresco, con niebla en la mañana temprano y al atardecer, los vientos soplarían con regularidad. Esto mismo se repetiría durante todo el verano.
Cooper encendió un cigarrillo y aspiró profundamente. Se levantó y empezó a dar paseos a lo largo de la habitación mientras revisaba en su mente el plan y la secuencia de eventos. Era un principio, su oportunidad por fin, aunque entrañaría gran riesgo e iniciativa y era un paso para reunir dinero para el discutido remedio para el cáncer conocido como Laetrile.
En California el Laetrile había sido prohibido como un fraude y la ley había determinado su inefectividad, pero la gente hablaba de él y Cooper había escuchado discusiones en programas de radio. Los periódicos publicaban artículos sobre medidas disciplinarias contra los doctores que lo recetaran.
El había viajado a México donde se podía obtener legalmente la medicina, había escuchado a pacientes testificar sobre milagros y había visitado la clínica-fábrica donde las semillas de los albaricoques se molían en polvo y luego pasaban por procesos de extracción y precipitación para emerger como pastillas y suero. Había visto a pacientes llorar cuando este material era confiscado por los guardias de la frontera. Enojado contra las autoridades de los Estados Unidos de Norteamérica por privar a los pacientes de cáncer de su última esperanza, Cooper estaba convencido de que existía una conspiración entre los que se beneficiaban con el cáncer. Este pensamiento no se apartaba de su mente mientras daba vueltas tratando de conseguir la sustancia para él. Y ahora estaba al alcance de su mano.
Llamaría a la clínica Mexicana para hacer una cita y luego se pondría en contacto con la línea aérea para hacer su reservación. Caminó, como lo había hecho antes tantas veces, hasta una puerta cerrada a un lado de la cocina. Abriendo las dobles cerraduras entró y cerró la puerta tras él. El cuarto con controles de temperatura automáticos había sido usado por un inquilino anterior para bodega de vinos y largas filas de estantes para botellas cubrían las paredes. La habitación tenía el mismo olor mohoso de cualquier sótano.
En la brillante luz artificial Cooper echó hacia atrás la cabeza y con su máxima potencia dejó escapar un penetrante alarido de animal herido.
—¡Auxilio, auxilio, me asesinan!
Esperó en el silencio que siguió. Como en otras ocasiones no hubo la menor respuesta y se sintió satisfecho.
La una de la tarde. Aeropuerto Logan en Boston.
Cynthia Ridley miró el enorme reloj situado sobre las filas de mostradores de boletos y equipajes, y controló su reloj. El vuelo 761 de la TWA a Portland ya estaba tomando pasaje, pero Allen no aparecía por ninguna parte. Miró a las largas hileras de pasajeros tratando de localizarlo. Sus pensamientos se volvieron hacia sus hijos y con tristeza imaginó sus caritas llenas de lágrimas mientras eran consolados en el amplio regazo de la nueva cuidadora de niños.
—Señora Ridley, tranquilícese. Los niños y yo nos divertiremos mucho. Por algo he sido abuela dieciséis veces.
Cynthia estaba feliz de haberla encontrado para que cuidara a los niños. Era la primera vez que ella y Allen podían irse juntos.
—Los números de teléfono están todos aquí —dijo Cynthia, señalando la agenda negra que se hallaba junto al teléfono de la cocina—. Todos están apuntados: el del doctor, el de mi hermana y el del Hotel Timberline.
Edificado a 6,000 pies de altura en la ladera sur del Monte Hood, el hotel está a un lado de la carretera U.S. 26. La montaña, siempre cubierta de nieve, se eleva a más de 11,000 pies, el pico más alto de Oregon. En derredor, los glaciares llegan casi a los bosques que rodean la base. Tractores y vehículos de nieve transportan a los visitantes hasta un nivel de 10,000 pies. Desde allí los Ridley tenían planeado trepar los últimos mil pies hasta la cima. No era el gran reto alpino, pero Cynthia estaba muy emocionada. Allen había trabajado muy duro comprometiéndose cada vez más en su trabajo. Ella, más que él, había planeado esta pequeña vacación.
La Sociedad de Científicos Preocupados era un pequeño grupo de interés público organizado por un núcleo de disidentes, en particular físicos atómicos. Se había organizado en Massachusetts con el propósito de educar al público sobre asuntos que se derivaran de descubrimientos científicos. El consejo ejecutivo determinaba la política y contrataba expertos con el conocimiento necesario y la dedicación requerida para este tipo de trabajo. Ridley se especializaba en los efectos biológicos de la radiación y acababa de presentar su mensaje en una conferencia de ecología en el Canal 14 de la UHF en Boston.
Mientras Cynthia esperaba, Ridley estaba en el estudio hablando con una atractiva joven. Ella llevaba su criatura en una especie de rebozo de lana que mantenía al infante cómodamente sujeto al pecho de la madre.
—Señor Ridley —dijo ella con voz suave—. Me fascinó su charla y estoy espantada de los terribles costos que estamos dispuestos a pagar para explotar la energía nuclear.
Ridley la miró. Irradiaba un encanto juvenil. El pensó que no podría tener más de 22 años.
—Gracias, ese es el punto que ignoramos —dijo Ridley—. Se nos ha condicionado a creer que la tecnología lo puede arreglar todo. Déjeme darle un ejemplo que sucedió en una planta de procesamiento en el Medio Oeste. Un trabajador estaba manejando polvo de plutonio en una caja aislada y usando guantes de goma, pero había una fuga en los guantes del tamaño de un agujerito hecho por un alfiler. Inhaló el polvo, el que se depositó en sus costillas y pulmones. La radiactividad de estos depósitos es dos veces y media mayor de lo que el cuerpo puede tolerar y está dañando sus tejidos. El material permanecerá allí por un tiempo, pues se elimina muy lentamente. Ahora bien, póngase usted en el lugar de este hombre e imagine su angustia y como se debe sentir sabiendo que ha sido contaminado.
—¿Qué le sucedió por fin?
—Se obsesionó con el temor de que le estaba dando cáncer y tuvieron que internarlo en un hospital para enfermos mentales.
—¡Qué horror!
—Hay unos cuantos científicos que se sienten tranquilos, aún sabiendo lo que el plutonio puede causarle al hombre —dijo Ridley. Se daba cuenta que se le hacía tarde para su avión, pero la joven continuaba hablando.
—Bueno, y yo; ¿cómo puedo ayudar?
—No me da demasiada pena pedirle un donativo. Cualquier cantidad ayuda. El trabajo voluntario también es importante. Nos enfrentamos a expertos médicos e industriales muy bien financiados. ¿Usted todavía va a la escuela?
—Oh, no, yo podría ser voluntaria de tiempo completo.
—Bueno, eso está muy bien, pero ahora debo marcharme. Tal vez nos volvamos a ver.
A Ridley le había impresionado la gran sinceridad de la joven, aunque en realidad poco sabía ella del esfuerzo que había que hacer para conseguir que el público escuchara. Pensó en las tres reuniones a las que había asistido en los últimos dos días. Esta joven era sólo una de las cien personas que se habían molestado en escuchar. Ridley se hacía el fuerte, pero estaba hondamente desilusionado. Cien personas no eran nada, eran peor que nada porque eran la evidencia de la apatía de las grandes masas de público.
Continuó sonriendo y dijo:
—Me temo que llevará algo más que nosotros dos. Haría falta una calamidad para que el público prestara atención. Tal vez debíamos dejar que sucediera, en vez de tratar de prevenirla...
Su voz se apagó con una nota de frustración. Las presiones de su trabajo lo habían mantenido constantemente alejado de su esposa e hijos, pero el viaje a Oregon era más que un viaje de placer. Era también un esfuerzo para salvar su matrimonio.
—Veo que ha estado usted hablando con nuestra informal madre natural —era la voz del conductor del programa de TV.
—Simpática muchacha —dijo Ridley—. Pero tengo que salir de aquí y conseguir un taxi. Debo llegar de inmediato al aeropuerto.
—Yo lo llevaré y será más rápido.
—Gracias, muchas gracias.
Los dos hombres salieron corriendo del edificio. Mientras el coche corría a través de Boston, Ridley meditaba profundamente, ajeno al chirrido de frenos, la forma de doblar las esquinas y el rugido de la aceleración del motor del coche. Su mente había vuelto a sucesos recientes. De los resultados de sus conferencias era obvio que no tenía influencias. Bradfield tenía toda la ventaja y la fuerza de la industria y del gobierno, que estaban de su lado. Bradfield tenía un aparato que salvaba vidas y un paciente para demostrarlo y cada vez que se presentaba su auditorio era de millones de televidentes. Ridley y su organización no tenían influencia, peor aún, hablaban de una conjetura que el público no podía ver, ni sentir. Se necesitaría un gran golpe de suerte o de alguna calamidad inesperada para que la Sociedad de Ridley pudiera tomar parte en el juego.
El coche se detuvo en el aeropuerto con un chirriar de frenos y Ridley saltó del coche despidiéndose por encima del hombro con un grito de gracias. Después de echar un vistazo a la pantalla de avisos corrió hacia la puerta de acceso. Cuando llegó a la zona de embarque, la escalera de acordeón estaba todavía puesta. Gritó:
—¡Eh!, esperen. —Luego vio a su esposa y los preocupados ojos de ella se encontraron con los suyos.
—Vamonos a Oregón, corazón —dijo Ridley y la tomó del brazo.
Gray recogió el periódico y lo llevó a la cocina donde Janet y él estaban desayunando. Probó una cucharada de cereal y luego lo apartó suavemente, lo que hizo que Janet lo mirara con preocupación.
—¿Algo malo?
—No, sólo que no tengo hambre.
—¿Estás seguro?
—Sí, querida.
Los ojos de Gray buscaron los de ella e inclinándose le acarició la cara. Ella le besó la mano.
—Estoy muy bien, querida, no hay de qué preocuparse.
A veces, pensó él, Janet lo mimaba demasiado, pero como de costumbre su intuición de esta mañana era correcta. Había algo que le preocupaba, algo que había evitado discutir por miedo a preocuparla.
Para Janet y Gray los primeros meses de su matrimonio no podían haber sido más felices. Su salud y su fuerza habían vuelto. Después de una breve luna de miel se habían cambiado a una casa nueva y Gray había regresado a la oficina. Sus días transcurrían tranquilos y felices y ella sabía que él era de confiar. Cuando las dudas o el miedo lo preocupaban la sola presencia de Janet servía para ahuyentarlos.
Los compromisos de Gray para hablar en público se habían hecho frecuentes después de su recuperación. Aunque habían ya otros pacientes que habían recibido corazones artificiales en Asperrnont, Los Angeles, Houston, Cleveland y Nueva York, él seguía siendo, sin embargo, el más buscado, por haber sido el primero. El aceptaba con gusto las invitaciones para hablar, sin recibir emolumento alguno y sus discursos eran elocuentes. "Directo del corazón" solía decir él con una sonrisa irónica por el pobre retruécano y se ganaba los auditorios donde quiera que se presentaba. Sus actividades se publicaban en los diarios desde Nueva York hasta California y en periódicos del mundo entero.
Ei corazón artificial trabajaba casi a la perfección. Los suaves sonidos de la máquina en miniatura apenas eran perceptibles y las válvulas de plástico marchaban con sonido reconfortante en una cadencia cuádruple. El único efecto ulterior era la incomodidad que Gray experimentaba después del agotamiento físico. Cuando Janet y él hacían el amor o cuando realizaba algo más que caminar, su temperatura subía como resultado de la disipación del calor almacenado del combustible nuclear. Las mejores estaciones para él eran el invierno y la primavera. Le encantaba correr con un fuerte viento y hacer ejercicio con comodidad. Cuando llegaban las frescas lluvias se mojaba en ellas como un chiquillo y se sentía maravillosamente.
El problema que le preocupaba a Gray esta mañana había comenzado el día anterior con el recibo de una cierta carta. No era raro recibir correspondencia de desconocidos, pero había algo inquietante en ésta y Gray había pensado en ella casi toda la noche.
Excusándose de la mesa del desayuno regresó a su estudio para echarle otro vistazo a la carta. Una máquina de escribir portátil, pensó al tenerla en la mano. Las impresiones de las letras no eran parejas y las oes estaban llenas de tinta. El papel no era corriente, provenía de un cuaderno, probablemente de alguna marca conocida. La carta no traía remite y el nombre del firmante no significaba nada para él. Había también otra cosa peculiar, la calidad de la impresión de la tinta de la firma era distinta, pero más importante aún, la alineación horizontal estaba un poco torcida. Aparentemente el escritor había sacado la carta y la había vuelto a meter para escribir su nombre.
A Gray le tocaba hablar esa noche en la junta de la Asociación de Cardiología en el hotel Mark Hopkins y su conferencia había sido muy anunciada. El extraño deseaba que se vieran allí y esto también le molestaba a Gray. No es que fuera algo extraordinario, hacer citas en la conferencia, era la forma seca y elemental como el escritor redactaba su petición, lo que enojaba a Gray.
Caía la tarde y las sombras comenzaban a alargarse a lo largo del terreno rocoso, cuando un hombre bajó de su coche en el Centro de Visitantes del lado de San Francisco del puente de Golden Gate. La fresca y fuerte brisa marina atravesó su ligero traje veraniego de algodón, sorprendiéndolo.
La luz del sol y el viento hicieron entrecerrar los ojos a Ron Harris. Un autobús de la línea Grayline descargaba pasajeros y las turistas femeninas se veían obligadas de inmediato a sujetarse las faldas y los peinados que agitaba el viento. Turistas y ciclistas se reunían aquí antes de cruzar las dos millas a Sausa-lito. Bajo el puente estaba Fort Point.
Harris estuvo tentado de regresar al calorcito de su coche, pero se decidió a esperar con las manos en los bolsillos, los hombros encogidos y de espaldas al viento. Julie había quedado en verse con él a las cuatro y el deseo pudo más que la incomodidad.
Sus encuentros se habían hecho frecuentes y Harris había utilizado prácticamente todos los medios imaginables para tener asuntos que atender en San Francisco, sobre todo ahora que ya marchaba el programa del corazón artificial. En esta ocasión, sin embargo, se había desviado, ya que su misión actual estaba relacionada con el programa del corazón, muy lleno de problemas, de la Escuela de Medicina de California en Los Angeles. Había causado ya, como Bradfield lo había advertido, la muerte de varios pacientes, debido, se presumía, a fallas quirúrgicas. El trabajo de Harris iba a ser cerrar dicha Escuela a menos que se realizaran cambios y no se veía claro qué cambios pudieran ser éstos, como no fuera el despedir al incompetente cirujano. Pero esa visita a Los Angeles sería mañana. La tarde de hoy estaba destinada a otras cosas.
A su edad Harris estaba tratando de lograr una masculinidad que, en realidad, nunca había tenido. Se podría presumir que un individuo de su inteligencia no iba a ser tan crédulo como para creer que mujeres como Julie podían ser fieles a un solo hombre, pero Harris sí lo creía, por lo menos hasta el punto de nunca preguntárselo directamente. Muy rara vez no se veían cuando él visitaba esa área. El pensaba, más bien vagamente, que le simpatizaba a ella, jamás le preguntaba por sus clientes y sus honorarios los ponía en su cuenta de gastos como "servicios secretariales".
Harris había llegado temprano a la cita, lo mismo había hecho Julie. Se le acercó rápidamente por detrás y dijo con voz baja y tono de broma:
—¿Necesita ayuda, doctor Harris?
El se volvió, sorprendido de que alguien lo hubiera reconocido, pero sonrió con alivio al verla.
—Hola —dijo ella, riendo.
—Julie, no me des esos sustos, por favor.
—¡Oh! —dijo ella con tono de burla—. ¿Piensas que los ojos del mundo se hallan sobre ti?
—Vamos, Julie, no te burles. Ya sabes que sí eres un riesgo para mí.
—Bueno, la verdad es que te ves muy extraño con ese traje azul. Aquí nadie está vestido así.
—¿Cómo iba yo a saber que haría frío? Estábamos a 37 grados centígrados cuando salí de Washington.
Julie llevaba unos jeans azules desteñidos, una camisa de lana y una chaqueta forrada de nylon. Unos lentes oscuros de sol completaban su atavío. Estaba contenta y pensó que Harris era ciertamente el tipo más fácil de tomarle el pelo y hacerle bromas, que jamás había conocido. Se sentía un poquitín culpable, sin embargo, de haberlo hecho venir, porque tenía la intención de terminar sus relaciones. El estaba empezando a tomar el asunto en serio y una situación así podía tornarse embarazosa. Ella tenía ya toda la información que deseaba de él y de su trabajo. Había ganado una buena suma de dinero en ATOCOR y esperaba seguir ganando más. Su Porsche 614, color plata, había sido comprado al contado un mes después de conocerlo. Bonos municipales por miles de dólares le pagaban 7 por ciento de interes, libres de impuestos. Había llegado la hora de abandonarlo.
—Vamos en tu coche hasta el Fuerte —dijo Julie—. Creo que es la última atracción turística que me queda por enseñarte.
La plataforma del puente Golden Gate pasa a quinientos pies de altura sobre la venerable estructura de piedra de Fort Point. Construido por maestros canteros en 1861, el fuerte fue hecho monumento histórico nacional en 1970 y la restauración hecha por el Servicio de Parques era evidente. Harris y Julie se unieron a un grupo de turistas reunidos en la planta baja del edificio de tres pisos. Un guardabosques sostenía una bocina cerca de la boca.
—La visita a este fuerte comenzará ahora, si hacen el favor de seguirme.
Sobre su uniforme, el guardabosques llevaba un pesado chaquetón de lana y en las manos gruesos guantes de cuero. Con un estilo ya muy bien dominado, empezó su relación salpicada de las viejas bromas de siempre, que no variaban una sílaba en los discursos que pronunciaba cada hora.
—Este fuerte fue construido para la defensa contra barcos que trataban de entrar a la Bahía. Se temía que los ingleses entraran en la Guerra Civil del lado sureño. El fuerte contenía 177 cañones en tres hileras. Cualquier barco invasor hubiera tenido que desafiar los cañones de este lado para luego hacerle frente a las baterías de la isla de Alcatraz que ven allá —señaló, por entre las aberturas del muro noroeste, la desolada expenitenciaría en mitad de la Bahía.
El guía llevó su grupo hacia la escalera de piedra, ya en sombras, y algunos empezaron a dejar de prestar atención al sentir el viento que entraba y que cortaba como un cuchillo.
—Miren este trabajo de cantería —continuó diciendo el guía—. Ni siquiera la delgada hoja de una navaja cabe entre dos bloques de piedra.
La gente saltaba y pegaba con los pies en el suelo apretándose unos contra otros al llegar arriba. Ninguno del grupo podía estarse quieto con la excepción de Julie y el guía.
—¿Por qué demonios hace tanto frío aquí? —preguntó Harris.
El guía sonrió.
—Las cuatro de la tarde es la peor hora para visitar esto. El sol ya está bajo y la única abertura en toda la cordillera es aquí en el puente, y por el Golden Gate se cuela todo el aire helado marino que sopla en el día y que suele llegar a su máximo a esta hora. Cualquier polvo o nube de gas que se genere por el tráfico del puente tarda 16 minutos en llegar a Oakland y Berkeley.
Julie y Harris pasearon rápidamente por el área amurallada. El estaba morado de frío hasta la punta de los dedos y tenía el molesto pensamiento de que ella lo había traído a este lugar deliberadamente. Recordaba que por teléfono le había dicho que no se cambiara de ropa, que fuera como estaba. No podía imaginarse qué tramaba ella y su viejo tic del párpado empezó a molestarlo.
Eran las cinco de la tarde y Harris tenía que obtener lo que él quería de Julie lo más aprisa posible para poder tomar un vuelo temprano a Los Angeles. Ya de regreso en su hotel le telefonearía a su esposa para establecer hora y ubicación, y así para todo el mundo sería como si nunca hubiera dejado Los Angeles.
En un estudio de la cadena WNTL-TV, Jim Hickman se preparaba para su comentario de 3 minutos sobre el tiempo del sábado en la noche y el domingo. Desde su cobertura de la historia del corazón artificial, la compañera de Hickman, Elaine Whitmore, había partido hacia el escenario neoyorquino. A Hickman le dieron lo que mejor se describe como el "arabesco lateral". El no tenía ni la apostura para ser conductor de un programa, ni el talento administrativo para ser jefe de un departamento. Pero nadie le ponía objeciones como locutor, así que cubría el boletín meteorológico del fin de semana.
El estudio contenía todo el equipo de la meteorología: el barómetro de mercurio de costumbre, esferas conectadas a una estación del tiempo en la azotea para medir el viento y la temperatura, mapas del área de la Bahía, de la cuenca del Pacífico y de los Estados Unidos. Para Hickman, el más útil de los instrumentos era el recibidor de acero gris que imprimía fotos de satélite obtenidas por alambre telefónico desde el Buró del Tiempo.
—¿Cuál es la predicción, Jim? —le preguntó el director durante un descanso en las preparaciones. Hickman estaba llevando a cabo la rutinaria labor de colocar las temperaturas en el mapa: 18° en la parte baja de la ciudad, 14° en Pacífica y 27° en Oakland.
—Hará fresco en la costa y niebla en la mañana temprano y en la tarde con vientos débiles del oeste y calor en los valles del interior.
—El mismo tiempo de siempre de San Francisco.
—Es curioso que digas eso. Fíjate en el mapa de las corrientes de aire. En estas fechas las corrientes viajan normalmente a 70 metros hacia el este y a treinta y siete mil pies de altura sobre Alaska y el Noroeste del Pacífico. Allá lejos, sobre Guam, hay una perturbación. Podría cambiar las corrientes en otra dirección.
—¿Qué quiere decir eso?
Hickman señaló al Central Valley del norte, un área de 200 por 400 millas cuadradas, protegida por una cadena de montañas de la costa y limitada en el este por la Sierra Nevada.
—En un día o dos se puede formar una cima de alta presión en el valle Sacramento y si eso sucede habrá un balance de presión de aire entre el océano y los valles, y los vientos bajarán a cero. El tiempo será limpio y caliente por un par de días, tal vez tres, y luego volveremos a lo de siempre.
—¡Maldita sea! El tiempo de calor será a principios en vez de al fin de semana que es cuando yo puedo ir a la playa.
—Yo tengo libres el lunes y el martes y pienso irme a dar una nadadita —sonrió Hickman—. Tú, ¿qué novedades tienes?
—Un par de buenas historias. Una tiene que ver con la radioactividad de unos barriles que contenían desechos atómicos cerca de Farallones. Echaron estos desperdicios al mar en estas islitas cerca de San Francisco, porque pensaron que no habría peligro, pero ahora los barriles de acero se han corroído y las basuras se están saliendo lentamente y las autoridades están preocupadas. La otra historia viene del Japón. Parece que cuatro décadas después de que dejamos caer la Bomba A en Hiroshima y Nagasaki algunos japoneses mueren todavía por los efectos de la radiación y la incidencia del cáncer en estas dos ciudades es tres veces más alta que en el resto del país.
—Se asusta uno, ¿verdad? Que una exposición que dura segundos pueda tener tales efectos.
—Oye, ¿vas a mencionar algo acerca del cambio de tiempo? Del calor, quiero decir.
—No veo por qué no.
Cooper escuchó las noticias de las seis. No esperaba el cambio que predecían en las corrientes de aire y eso podía interferir con su estrategia, pero si se apuraba podía lograr su objetivo antes que llegaran los días de calor. Exactamente a las seis y cuarenta y cinco de la tarde dejó el apartamento y tomó su coche para ir al hotel Mark Hopkins.
Manejó despacio por la ciudad. Caía una fina llovizna y tuvo que poner los limpiadores pues era muy difícil ver. Llegó a Nob Hill y encontró un sitio para estacionarse en la calle Taylor, una calle tan empinada que las aceras en realidad, eran escaleras.
Salió del coche a la niebla que se espesaba cada vez más La humedad le hacía daño y tosió fuertemente. Subió tal vez 15 escalones para llegar a la calle California. Las luces de neón de la estación de gasolina Standard lo bañaron de rojo, de azul y de blanco, al pasar frente al enorme garaje y estacionamiento público.
Las aceras se mojaban con la humedad que dejaba la niebla y el tráfico que pasaba enviaba haces de luces a través de la masa blanca mientras esta trepaba a las alturas y luego de repente volvía a asentarse sobre Cooper y los demás.
Con el cambio de la señal de tráfico Cooper caminó a lo largo de Cadillacs, Rollses y Bentleys hasta el caliente y señorial vestíbulo del Mark Hopkins. Esperaría en uno de los salones públicos. Cooper se había vestido cuidadosamente para la ocasión, un traje recién venido de la tintorería, zapatos muy bien lustrados, corbata azul y una camisa blanca de puño doble. Sólo llevaba con él su licencia de manejar y algunos billetes de baja denominación en la cartera. Las llaves del coche estaban en el bolsillo de su pantalón. No llevaba armas de ninguna clase, con la excepción de varias tabletas de un hipnótico común.
Ahora dependía todo de su astucia, de su habilidad y de la naturaleza confiada de la víctima.
El hotel Mark Hopkins era un enjambre de actividad, desde turistas de lowa hasta millonarios árabes, desde parejitas de bachillerato en sus primeras citas a gente de los suburbios pasando una noche en la ciudad.
Algunos reconocieron a Gray, para otros era sólo un invitado más a cenar, de saco negro y corbata blanca.
Bradfield y Charlotte entraron unos minutos más tarde. Gray los saludó y todos juntos se dirigieron al salón de banquetes. La directora de Relaciones Públicas se les acercó rápidamente.
—Saben —dijo con entusiasmo—, vamos a tener una gran concurrencia gracias a ustedes dos. Estamos muy agradecidos que pudieran venir. Entren y tomen los gafetes con sus nombres, aunque en el caso de ustedes es realmente una tontería. ¡Todo el mundo los conoce!
Con un aleteo de sus manos se alejó para hacer los arreglos para la conferencia de prensa que se celebraría después del banquete.
El Capítulo de San Francisco de la Asociación de Cardiología era una mescolanza de facciones e intereses: algunos altruistas, otros ingenuos y algunos políticos y economistas. En los años treinta, se formaban clubes de cardiología con doctores que se reunían informalmente para compartir algunas ideas y tratamientos sobre las enfermedades del corazón. Después de la Segunda Guerra Mundial, los profanos desarrollaron un serio interés en movimientos orientados hacia las enfermedades cardiovasculares, así que, como la Marcha de los Dieces9, los clubes de cardiología fueron desarrollándose gradualmente en enormes empresas educacionales, científicas, sociales, para reunir fondos, donde había algo para todos. Estaban los científicos que recibían ayuda para sus investigaciones, voluntarios que recorrían las calles reuniendo fondos el día de San Valentín y los donantes, gente que daba dinero en efectivo y orginazaba fiestas de caridad —por lo regular para su propia diversión—, con algo también dedicado al movimiento.
La noche de hoy era una ocasión de ésas. Era un evento para el médico de sociedad que no estaba realmente interesado en el último descubrimiento científico, para los ricos que necesitaban una causa a la que dar —el cáncer era "demasiado mortal" y la polio ya había sido conquistada: el corazón parecía ser la causa justa y su éxito era maravilloso.
El doctor Brad Warren era un miembro prominente, como lo era Fred E. Hull de E. L. Gerard y, naturalmente, el Alcalde Delmonico de San Francisco, que en este momento entraba. Los académicos más serios boicoteaban estas celebraciones, pero los directores sabían que para reunir dinero para una causa con efectividad, había que hacerla atractiva.
Bradfield esperaba recibir fondos para sus entrenamientos e investigaciones. A él le importaba poco la forma en que se reunía el dinero, cada dólar contaba, y él no era nunca demasiado orgulloso para agacharse a recoger uno. Además había otra razón por la que había venido. Quería enfrentarse en abierta competencia con Brad Warren. El sabía que la publicidad acerca del corazón artificial había tenido efectos degradantes en su programa normal de cirugía. Tenía indicios sutiles de que cirujanos como Warren, por motivos de beneficio propio, andaban propalando feos rumores. Uno de ellos era que si alguien era admitido al Hospital de Aspermont con una enfermedad ordinaria del corazón tendría suerte de salir de allí sin que le pusieran un corazón artificial. Así, mientras Charlotte y él circulaban entre la concurrencia, Bradfield dejaba caer indirectas acerca de tal o cual caso interesante o de alguna operación notable, a todos y cada uno de los cardiólogos presentes que podían enviarle pacientes. Charlotte sonreía, cumplimentaba a las esposas y se veía radiantemente feliz. Operar el corazón era todavía la base de la existencia de Bradfield y necesitaba pacientes para seguir ascendiendo.
Gray caminaba por entre la concurrencia, ajeno a las políticas médicas tras bastidores, pero se alegraba de que Janet no le hubiera acompañado. A Charlotte ni la distraía la reunión, ni el platicar con Warren, quien se había acercado y le había preguntado si había oído el cuento de la señora a la que se le había muerto su pareja de gatos predilectos. La señora quiso conservarlos y los llevó a un taxidermista que le preguntó:
—¿Los quiere usted montados?
A lo que replicó la señora:
—No, será suficiente que queden nariz con nariz.
Mientras la cuarta esposa de Warren lograba sacar una risita, Charlotte se había limitado a sonreír cortésmente y a decir:
—¡Qué ocurrente! veo que nos llaman para que nos sentemos. Espero que volvamos a vernos, doctor Warren —y se había alejado con Bradfield hacia la cabecera de la mesa.
Las diez de la noche.
La conferencia de prensa que siguió a los discursos había terminado y Bradfield y Charlotte se preparaban para irse. En la sala de prensa las lámparas se habían hecho menos brillantes y los reporteros empezaban a desfilar para enviar sus notas para las ediciones matutinas.
Gray se hallaba frente a la puerta a punto de salir al vestíbulo, cuando vio un hombre parado justo frente a la salida. Tratando de no aparentar prisa Gray se dirigió hacia la puerta, indeciso sobre si hablarle o no. Pasó a su lado y siguió por el vestíbulo y de inmediato sintió que lo seguían, y al mismo tiempo escuchó unos pasos pequeños y rápidos que se le acercaban. Gray se detuvo abruptamente, se volvió y se enfrentó al hombre que estaba sorprendido y sin aliento.
—Perdone, señor —dijo Gray con voz tranquila—. ¿Es usted la persona que desea verme?
—Sí —contestó, recobrando el aliento con pequeños jadeos—. Soy Daniel Cooper.
El gran candelabro del vestíbulo daba una luz tenue que acentuaba la palidez del hombre. Gray se sintió repelido por la mano helada que estrechó la suya, e involuntariamente se echó hacia atrás. Este hombre está enfermo, pensó Gray, probablemente muy enfermo.
—He estado tratando de atraer su atención por un rato —dijo Cooper—. En estas reuniones es usted difícil de ver. Existen algunos aspectos muy serios que ignora, sobre el corazón artificial, quiero decir. Tengo que hablarle.
—¿Sí? ¿De qué quiere que hablemos?
—Conozco mucho sobre el corazón artificial y he trabajado en física nuclear. Lo que tengo que decirle es muy importante.
—Bien, ¿por qué no nos sentamos en aquel rincón? Parece muy tranquilo.
Sin mirar adonde señalaba Gray, Cooper dijo:
—Tenemos que irnos de aquí. Hay algo en mi casa que quiero mostrarle.
—Es un poco tarde —dijo Gray—. ¿Dónde vive usted?
—En la Marina, pero tal vez pudiéramos hablar en Buena Vista. Queda cerca de mi casa.
A Gray se le ocurrió que podía dar cualquier excusa y marcharse a su casa, pero por otra parte ahora realmente, le había picado la curiosidad sobre la información que Cooper tenía que darle.
—Muy bien, tomaré mi coche e iré a Buena Vista. Nos veremos allí en unos veinte minutos.
Cooper asintió con la cabeza y se apresuró a marcharse.
El automóvil de Gray sonó sobre las vías del tren, mientras buscaba un lugar donde estacionarse. Sólo pudo encontrar uno, y muy justo, en la calle Northpoint a dos cuadras del café Buena Vista. Acababan de terminar el arreglo de la calle y estaban colocando nuevos parquímetros. Cerró su coche, cruzó rápidamente la Plaza Ghirardelli y bajó los escalones a la calle Beachu
El café Buena Vista estaba al final de la pendiente en la explanada que da frente a la Bahía. Un bar para hombres, era muy conocido por su café irlandés con whisky, también irlandés, cubierto con crema batida y servido en una gran taza color café oscuro.
Miguel Calderón, el joven cantinero tras el mostrador, estaba cansado. Se acercaba ya la hora de su cambio de turno. Cooper entró al bar primero y se hizo lugar a codazos en el mostrador. El cantinero estaba de pie, un poco retirado del mostrador, limpiando el último vaso ya listo para la próxima ronda.
—Dos cafés irlandeses —dijo Cooper, y se alejó mostrador abajo sin perder de vista a Calderón. Este continuó colocando los vasos en los estantes. Tal vez fue su aparente indiferencia lo que hizo gritar a Cooper:
—¡Los quiero ahora!
—Está bien, está bien —los ojos de Calderón brillaron de enojo.
—Usted es el próximo ¿así que, cuál es la prisa? —Con lentitud deliberadamente exagerada sacó los dos pesados tazones para el café mientras no dejaba de echarle ojeadas con el rabillo del ojo al hombre de la cara avinagrada.
Cooper tosió y trajo a su boca una gruesa flema que escupió en un pañuelo desechable. Un cliente bastante tomado que estaba junto a él se alejó tambaleándose.
—Puf, cómo hay microbios por aquí —dijo, demasiado bebido para importarle si ofendía o no.
Cooper llevó los cafés a la única mesa vacía cerca de una ventana. Miró por ella hacia la oscuridad exterior y vio el reflejo del cantinero. Tan pronto como sintió que no lo observaban, Cooper tomó la cápsula de gelatina suave del bolsillo de su saco. La empalmó mientras miraba a su alrededor rápidamente, sus ojos saltando de una mesa a otra. Con la cápsula empalmada pasó su mano sobre una de las tazas y dejó caer la droga mientras vigilaba la puerta. Vio a Gray que venía entrando y empezó a incorporarse para llamar su atención, cuando al hacerlo miró las tazas y vio con desesperación que la cápsula color naranja flotaba a plena vista sobre la crema batida. Velozmente metió su huesudo dedo índice y empujó el hidrato de cloral bajo la crema. El café estaba hirviendo y sacó corriendo el dedo con un círculo de crema alrededor y se lo metió rápidamente en la boca. Ahora una de las tazas tenía un agujero en la crema y la otra no. A Cooper le entró pánico al ver que Gray avanzaba, aunque penosamente entre las mesas atascadas. Ahora las dos tazas se veían exactamente iguales.
Calderón que había vuelto a limpiar vasos observó este raro comportamiento en el espejo del mostrador. Se sentía perplejo por tan misteriosa actitud.
¡Vaya hábitos cochinos que tenía el tipo! Aquí se ven toda clase de locos, pensó. Vio también al hombre, vagamente familiar, que se sentó a la misma mesa. Se le ocurrió al cantinero que los dos hombres hacían un raro contraste. Uno se veía saludable y alegre y el otro deprimido y con las mejillas hundidas. Los ojos de este último le recordaban a Calderón los de un animal atrapado, llenos de dolor y miedo. Intermitentemente echaba una ojeada a la rara pareja tratando de recordar de donde conocía al segundo hombre.
El cantinero se preciaba de su habilidad para juzgar a la gente, así que le sorprendió mucho ver a Gray incorporarse unos minutos después y ver que era él y no el tipo raro el que vacilaba al andar y tenía los ojos vidriosos. El cantinero no apartó la vista de los dos hombres mientras se dirigían a la salida y el delgado y bajito sostenía al hombre alto y más pesado.
Gray sentía que la cabeza le daba vueltas en el espacio. Debo estar borracho, pensó. Vagamente oyó la voz de Cooper sugerir que debía descansar en su apartamento un ratito hasta que se sintiera lo bastante bien para conducir. Se encaminaron despacio hacia el sur por la calle Hyde. Tras ellos el tranvía se detuvo a tomar pasajeros. Los que estaban envueltos en gruesos abrigos se apresuraron a sentarse en las bancas exteriores, mientras que los ligeramente vestidos, extraños en la ciudad, se sentaban en la parte central del coche que estaba cubierta. El conductor arrancó y el tranvía avanzó inclinándose de un lado a otro, mientras subía la empinada cuesta.
El público del cinematógrafo Northpoint salía cuando pasaban Cooper y Gray. Era una multitud silenciosa que se dirigía al refugio de sus automóviles.
Cooper trataba desesperadamente de evitar que Gray cayera. Se había equivocado en la dosis. Se suponía que el café mantendría despierto a Gray hasta que llegaran al apartamento. El alcohol en el whisky, sin embargo, había acelerado el proceso. Gray, para empezar se había subido como una cometa, pero ahora se caía rápidamente.
La calle se vaciaba con rapidez. Un autobús Municipal pasó a su lado envolviéndolos en pestíferas nubes de diesel. Cooper se detuvo, apoyándose contra un farol mientras sostenía a Gray y tosió desesperadamente. En la Bahía una sirena sonó en la lejanía y el sonido se escuchó en millas alrededor. Las campanas de las iglesias para la misa de medianoche también sonaban, pero el viento se llevaba su sonido en otra dirección. Cuando llegaron a las Torres Marina, Cooper se veía aún más cadavérico y sudaba copiosamente. Los dos hombres entraron y caminaron despacio hacia los elevadores. Había sólo otra persona en el desierto vestíbulo. Una joven y bien vestida mujer que llevaba un maletín de noche color café iba saliendo. Era Julie. Cooper no conocía a la mujer, pero su presencia a esa hora lo espantó. El corazón le saltó a la garganta. La mujer miró fijamente a la rara pareja al pasar a su lado. Luego se volvió para mirarlos otra vez antes de salir.
Cooper apretó apresuradamente el botón del elevador, la puerta se abrió, empujó a Gray bruscamente al interior, y los pies de éste tropezaron en la alfombra. De repente todo se volvió quieto y tranquilo, Gray empezó a caer en una profunda oscuridad al tiempo que perdía el conocimiento.
Lunes.
Janet abrió los ojos con una sensación de presentimiento. El reloj marcaba las ocho de la mañana y había estado despierta desde las tres esperando sentir llegar a su esposo a cada momento y sintiendo que su preocupación aumentaba según pasaba el tiempo. Finalmente se había dormido exhausta y ahora se le había pasado una hora de la que acostumbraba a levantarse. Después de ponerse su bata registró la casa rápidamente. La sala estaba vacía y en la cocina la cafetera eléctrica no había sido conectada. El garaje estaba frío y vacío y en la entrada estaba tirado el periódico. Al recogerlo vio a un niño camino de la escuela y aparte de él la calle estaba desierta.
Se dejó caer pesadamente en la mesa de la cocina. Si hubiera habido un accidente a estas horas ya le hubieran avisado, ya que Gray usaba varias identificaciones. Una de ellas era el brazalete de plata con la inscripción ALERTA-DOCTOR que usaba en la muñeca. Alrededor del cuello, colgando de una cadena, llevaba una placa hecha del material piroceram, inmune al fuego y a los golpes, y en la placa iba grabado el familiar emblema de 3 hojas que avisaba del material radiactivo que llevaba dentro de su cuerpo.
Janet hojeó rápidamente el periódico. La reseña de la reunión de la Asociación de Cardiología era rutinaria y no señalaba nada fuera de lo usual. No encontró ningún otro artículo que pudiera tener relación con Gray. Tomando el teléfono empezó a hacer una serie de llamadas: a Bradfield, a la policía, a la patrulla de caminos y a distintos hospitales.
Cooper se levantó temprano esa mañana porque tenía mucho que hacer. Gray yacía tirado en el suelo de la bodega de vinos, ahora convertida en una celda. Se hallaba drogado e inconsciente.
Cooper se lavó la cara con agua fría y leyó el periódico que le dejaban a la puerta de su departamento. Se vistió, comió dos huevos tibios y bebió una taza de café. Exactamente a las nueve de la mañana salió del apartamento y tomó el elevador hasta la planta baja. En la esquina tomó un taxi a la estación del autobús en la esquina de las calles Seventh y Market.
—Compremos un periódico, Allen.
—¿El Oregonian? ¿Tienes veinte centavos?
—¿Dónde está el pronóstico del tiempo?
—En la última página. Veamos.
El autobús empezó a circular por la carretera interestatal Norte 80 mientras Allen leía el pronóstico. Nieve a cinco mil pies... nublado y lluvias ocasionales hasta el miércoles.
Se acomodaron en los asientos del autobús mientras veían como la oscuridad se tomaba gris. Las tierras llanas y las fértiles granjas empezaron a ceder terreno ante las curvas y túneles a lo largo del río Columbia, paso de los exploradores pioneros del noroeste. Ridley no podía ver el río, ni los altos picos y montañas, pero en un día claro las cascadas podían verse bajar por las paredes basálticas hasta el camino. Con un gruñido el autobús se desvió a la derecha por un camino de asfalto de dos carriles que trepaba desde huertas hasta desnudos picos alpinos que formaban el final de las zonas boscosas.
—Estamos llegando a Mount Hood Meadows.
—¿Qué decía ese letrero que acabamos de pasar, Cyn?
—Población 100 —sonrió Cynthia—. ¡Vaya metrópolis!
—Allí hay un elevador. —Allen miró entre la nieve a ver qué veía en la parada de descanso—. Y una gasolinera... y un café... y una estación del Servicio Forestal.
—Sí, y allá alcanzo a distinguir un par de helicópteros de la Policía Estatal. Probablemente los usen para rescates.
El bien alumbrado café se anunciaba como "Parada de descanso del café de Lucy". Los pasajeros bajaron de la alta plataforma del autobús cuidadosamente ayudados por el conductor.
Caminando rápidamente sobre la nieve recién caída se subieron a la acera y en fila india entraron al café. El lugar estaba pintado con brillantes colores, los manteles eran de plástico y el piso de linóleo. Era corriente, pero caliente y amistoso.
—Oye, mira esto —exclamó Allen mientras abría el periódico—. Bradfield ocupa los titulares de la página dos otra vez.
—"Los reglamentos gubernamentales están matando enfermos" —leyó lentamente—. "Hablando en una reunión de la Asociación de Cardiología anoche, el doctor William Bradfield, pionero del corazón artificial, acusó al Gobierno Federal de demorar la aplicación del corazón atómico. Calculó que unas cincuenta mil muertes anuales podrían prevenirse con corazones artificiales...". —La voz de Ridley se cerró con indignación.
—¿Qué te hace enojar, Allen?
—Bueno, Bradfield es ahora un experto en fuerza nuclear. Te destacas en una actividad determinada, los medios de información te inflan y ¡presto! ya eres un genio con conocimientos de todos los campos donde el hombre prueba sus esfuerzos. ¡Dios mío, me indigna!
—Por favor, Allen, recuerda que estamos de vacaciones y olvídate de Bradfield, del plutonio y de los reactores nucleares. No piensas más que en eso. No hay derecho...
Se ahogó al tratar de contener las lágrimas.
—Sí, Cyn, tienes razón y sé que no es justo para ti. Volvamos al autobús.
Salieron. Nevaba ligeramente, una nieve húmeda, justo de la clase que duraría todo el día. El silencio fue roto por un solitario automóvil que bajaba de Mount Hood y cuyas cadenas de las llantas sonaban contra el asfalto. Su autobús arrancó lentamente con un rugido de la máquina de diesel. Ridley extendió su mano y tomó la de ella.
—De veras lo siento, Cyn. No vuelvo a hablar del trabajo en el resto de la semana.
Ella se volvió del paisaje que contemplaba a través de la ventanilla y aunque las lágrimas aún corrían por sus mejillas, a sus ojos se asomó una sonrisa.
Muy lejos al Sur, en la costa, el óxido nitroso, color café amarillento, se mantenía como de costumbre como una gruesa y sofocante cobija sobre la cuenca de Los Angeles. Las emanaciones industriales y las de los escapes de los automóviles habían sido atrapadas por un nivel de inversión.
Los señores se hallaban encerrados en la oscura habitación, muy adentro del ala administrativa, con buen aire acondicionado, en el Colegio de Medicina de California. Los cuatro, todos médicos, se hallaban sentados en una gran mesa de madera para conferencias. Eran consultores del Instituto de Cardiología, escogidos para revisar los desarrollos del corazón artificial. A su lado estaban sus portafolios y frente a ellos papeles y cuadernos. Se hallaban escuchando a un conferencista parado frente a una pantalla de cine encendida. La brillante luz del proyecto de 35 mm rompía la semioscuridad. La novena autopsia de un desolador total de diez, era discutida con pasión por el austero cirujano de pelo blanco.
Un interno, un residente, un cardiólogo y Jack Comstock, se hallaban sentados frente a los cuatro consultores. A la cabecera de la mesa se encontraba el decano de la Escuela. También a la mesa, pero separado del grupo, estaba Ronald Harris.
Harris había seleccionado a los consultores, había fijado las reglas de investigación y había determinado el número de participantes. El intervendría en gran forma en el reporte escrito y ya sabía de antemano que sería negativo. En la junta, sin embargo, aparecía simplemente como secretario. El objetivo de este ejercicio era dar la apariencia exterior de que las decisiones en asuntos de medicina se toman por médicos.
—¿Haría usted el favor de volver a mostrar la última transparencia? —dijo uno de los visitantes—. Parece que las dos últimas puntadas en la anastomosis de la arteria pulmonar... Sí, ahí es. Hay un rasgón grande. ¿Podría ser ése el sitio de la hemorragia masiva? —Miró alrededor y los demás asintieron su conformidad.
—Yo diría que la sutura fue anudada demasiado apretada... La colocación transversal tira los tejidos.
Miró a Comstock con una mirada de interrogación y pensó: ¡idiota incompetente! Un residente de primer año hubiera buscado el sitio del sangrado en vez de cerrar y esperar que la coagulación tapara el agujero. En vez de expresar lo que pensaba dijo:
—Mala suerte, Jack.
Comstock movió la cabeza apreciativamente. Escuchar la discusión de las diez autopsias le hacía pensar. Deseaba desesperadamente que el maldito programa hubiera tenido menos atención pública. Estaba seguro de que con veinte pacientes más la marea hubiera cambiado. Cuando Harris lo había interrogado con preocupación después de la cuarta muerte, él había replicado que todo era normal.
Los cirujanos necesitan a veces cuatro o cinco muertes antes de echar a funcionar el equipo. Después de la octava muerte, Comstock se había convencido a sí mismo que sus pacientes eran los más graves de todos y ahora los horribles resultados estaban siendo exhibidos frente al selecto grupo, y el patólogo mostraba un error técnico tras otro. Deseaba no haberse visto envuelto nunca en este experimento y lo mismo deseaba el decano que estaba junto a él.
—Tomemos un descanso y luego acabaremos la presentación —dijo alguien.
—No, continuemos y así podremos todos tomar vuelos más pronto.
El interno se levantó para presentar el último caso antes que el cirujano terminara sus conclusiones.
Harris no se sentía bien. Tenía el estómago revuelto por el inacabable desfile de transparencias mostrando órganos humanos en un desastre quirúrgico tras otro. Había corrientes en la habitación con aire acondicionado y él se hallaba sentado directamente bajo una salida del ducto, lo que no ayudaba nada. Estaba seguro que iba a pescar un resfriado, probablemente debido a su encuentro de ayer con Julie. Harris estaba todavía enojado y trató de no escuchar la presentación del interno. Julie se había burlado de él y lo había dejado. Harris, durante el último año, había aprendido a conocer algo de la conducta humana. Las prostitutas no dejan a nadie, pensó, se trata estrictamente de un convenio en efectivo. Sin llamar la atención tocó en el hombro al decano y salió de la sala para usar el teléfono privado de éste. Llamó a San Francisco.
Fue sólo una coincidencia que el libro de entradas de la policía registrara estas dos anotaciones consecutivas el lunes en la mañana.
10:30 de la mañana:
: señora Henry Gray, de Menlo Park, California.
: Reportar que su esposo, de 43 años de edad, no regresó a casa después de una reunión en San Francisco.
: Ha recibido corazón artificial movido por energía atómica.
: Búsqueda en los hospitales de San Francisco. Reportar a personas extraviadas en 24 horas.
10:34 de la mañana.
: Anónima,
: Prostitución.
: Descripción y número de teléfono al escuadrón del vicio.
Estaban redecorando la oficina de Bradfield. Habían hecho espacio para una puerta en la pared de argamasa y tela metálica de acero que lo separaba de su secretaria. Del otro lado, una pared entera había sido removida y estaban colocando paneles de nogal en las paredes, la vieja ducha que tanto le gustaba a Bradfield había sido aserrada, tapada y cubierta por un falso cielo raso. Geld había sugerido la redecoración para dar buena impresión a los visitantes. Valerie Rigg pensaba que era algo que su jefe merecía desde hacía mucho tiempo y Bradfield había consentido, lo que reflejaba un cambio en sus gustos.
Bradfield acababa de regresar de la sala de operaciones y al oír sus pasos Valerie se asomó rápidamente al agujero de la pared para verlo.
—Hola, le tengo cinco llamadas esta mañana. Estas tres primeras son relativas a pacientes que le envían. Ninguna de ellas parece urgente, pero los doctores querían que sus pacientes estuvieran en su lista.
—¿Cuándo tenemos algunas fechas libres?
—Todo su tiempo está ocupado hasta mediados de agosto, excepto por algunos huecos que he dejado abiertos para cambios y emergencias.
—Muy bien. Empezaremos llenando esos huecos. ¿Qué otra cosa? —Se sentó en su cómoda mecedora y puso los pies sobre el escritorio.
—Janet Gray llamó. Está preocupada por el señor Gray. No me quiso decir de qué se trataba y quiere que usted la llame.
—No me imagino de qué pueda tratarse. Lo vi anoche y se notaba muy bien.
Valerie se encogió de hombros.
—Y finalmente hay una llamada de un señor Smith —se rio—. Dudo que sea su verdadero nombre.
—¿Qué quería?
—No quiso decirlo, sólo que se trataba de algo muy importante. Dejó un número.
—¿Un vendedor, tal vez?
—No lo creo, más bien parecía un maniático. Ha llamado un par de veces. Es muy persistente.
—Bien, llámalo a él primero y luego nos comunicaremos con la señora Gray a ver qué se le ofrece.
Cooper se hallaba sentado en la estación de autobuses frente a los teléfonos públicos. Había dejado el número de uno de éstos con la secretaria de Bradfield hacía más de una hora.
La estación estaba en los barrios bajos de la ciudad, rodeada de bares baratos, tiendas de empeño y hoteles de a dos dólares la noche. Ininterrumpidas filas de viajeros pasaban constantemente y los borrachos de la calle subían las gastadas escaleras para utilizar los servicios públicos sanitarios. Los acres olores humanos, mezclados con los gases del diesel de los autobuses que esperaban salir, saturaban la atmósfera. El ruido de los motores se unía al ruido de voces en la sala de espera.
El teléfono sonó en la cabina. Sorprendido, Cooper saltó y contestó. Su voz sonaba nerviosa y estridente. Volviéndose de cara a la pared colocó un pañuelo sobre la bocina.
—¿Hola?
—¿Señor Smith?
—Sí.
—El doctor Bradfield le va a hablar.
—Muy bien.
Se oyó un clic, un corto silencio y luego una voz autoritaria y cortante.
—¿Sí?
—¿Doctor Bradfield?
—Sí, soy yo. ¿Puede hablar más alto, por favor? Su voz se oye muy apagada.
—Bien, doctor Bradfield, entonces tendrá que escuchar con mucho cuidado. Necesitamos dinero. De hecho, necesitadlos mucho dinero.
Bradfield le hizo señas a Valerie a través del agujero de la pared de que se trataba de un loco. Se puso el dedo en la sien y le dio vueltas. La tan conocida seña era la que siempre utilizaba para indicarle a ella que se trataba de algún maniático. En una ocasión un tipo le había telefoneado para preguntarle donde debía dispararse para suicidarse de forma que sus órganos sirvieran después para transplantes.
—Lejos del hospital y con mucho cuidado —había sido la respuesta de Bradfield.
Eventualmente había transferido la llamada al Departamento de Psiquiatría sabiendo que allí le atenderían con más paciencia.
—Señor Smith, no tengo mucho tiempo. ¿Qué es exactamente lo que quiere de mí?
—¡Dos millones de dólares!
Bradfield se rio. Este estaba como para amarrarlo.
—Todos queremos dinero, señor Smith. Yo mismo podría usar un par de millones para un ala nueva del hospital, un programa de investigación y algunos pacientes pobres que carecen de seguro... tal vez usted me pueda ayudar a mí. —Miró por la ventana. Afuera se veía brillante y templado, pero para el mediodía el calor sería sofocante.
Cooper se sorprendió. No había pensado en que su exigencia pudieran tomarla a broma. Sintió un instante de pánico.
—Escuche, doctor, hablo muy en serio. Si no me cree, le irán muy mal las cosas a usted y a Gray.
—Si esto es una amenaza, Smith, lo reportaré a la policía.
—Escuche cuidadosamente —dijo Cooper otra vez—. No lo volveré a repetir. Uno, quiero dos millones de dólares en billetes de baja denominación. Dos, cuando tenga el dinero dejaré ir vivo a Gray. Si no lo recibo él morirá y nosotros tendremos el plutonio. Tres, no llame a la policía o no hay trato. Cuatro, a las seis de esta tarde vaya a una cabina pública de teléfonos que hay en El Camino y Oakwood. Espere allí nuevas instrucciones.
—¡Está usted más loco que una cabra si cree que alguien le va a hacer caso!
—Si quiere saber acerca de Gray más le vale ir a la cabina telefónica o ya sabe lo que sucederá.
El teléfono quedó cortado.
Bradfield se sintió tentado por un momento de ignorar todo el asunto. Era obvio que el hombre estaba loco, pero por otra parte son los locos los que hacen locuras. Se comunicó con Janet; la noticia de que Gray no había vuelto a casa de la reunión, fue un golpe para él. Pero más sorprendente todavía fue su negativa instintiva, cuando Janet le preguntó si sabía algo de Gray. Sin vacilación alguna, mintió agresivamente.
—No, no sé nada. Anoche salimos por separado del hotel. ¿Ha llamado a los hospitales?
—Sí, y a la policía y a la patrulla de caminos.
—No se preocupe, señora Gray. Aparecerá pronto. Por favor, manténgase en contacto conmigo ¿quiere?
Ahora Bradfield hizo una tercera llamada a la oficina de Geld. Una secretaria le informó que Geld estaba en una conferencia.
—Esto es urgente. ¿Quién está ahí con el decano?
—El señor Workman.
—Perfecto. Que no se vayan, los necesito a los dos.
La avenida Northpoint era una calle angosta y de mucho tráfico. Los comerciantes de San Francisco habían pedido que se hiciera más fluido el tránsito para que los turistas y los que iban de compras pudieran hacerlo con más rapidez, de forma que esa mañana se habían instalado letreros advirtiendo que la calle era de un solo sentido. Un coche, aparentemente estacionado la noche anterior, aparecía ahora en dirección contraria. No tardó mucho en llamar la atención del cuidador de los parquímetros. Este se había demorado en multar el coche, dándole al propietario el beneficio de la duda, pero cuantío dieron las nueve y el tráfico seguía aumentando decidió que era hora de llamar a la grúa.
El joven que manejaba la gran grúa amarilla empujó la palanca hacia adelante, levantando la parte trasera del coche abandonado con un ruido de hierros. Casi con negligencia, tiró del coche diez cuadras hasta el garaje público.
El cuidador había escrito la marca del coche y el número de la licencia del automóvil, pero el registro no era visible.
Cooper llegó en un taxi una hora después y caminó con precaución hacia la Plaza Ghirardelli.
La noche anterior Gray le había dicho donde había estacionado su coche. Cooper tenía las llaves. El próximo paso de Cooper era quitar el automóvil de la escena de la entrevista, en una forma u otra.
Al acercarse al lugar cerca de la plaza el corazón se le subió a la garganta. El coche no estaba. Esto no lo había previsto. No tardaría mucho para que el registro del coche apareciera en la computadora de una central de policía. En estas circunstancias tendría que sacrificar algunas precauciones para expeditar la entrega del rescate. Mientras Bradfield no echara a perder las cosas nadie tendría tiempo de conectar la ubicación del coche con Cooper.
Geld se recordó a sí mismo que debía permanecer calmado para asimilar cada pieza de información que Bradfield acababa de darle. Sabía también que muy pronto habría que persuadir a éste para que llamara a la policía, lo que involucraría también al FBI. Por lo que concernía al rescate Geld no tenía la menor intención de pagarlo. Bradfield, razonaba él, era el blanco de la supuesta extorsión y no la Universidad. Y Gray, por lo que a Geld concernía, era sólo otro ciudadano sin nexo alguno con la Universidad. La reunión empezó tranquila, pero según progresaba, la temperatura aumentaba.
—Si mantiene usted una posición de dureza y se rehusa a ser asustado o intimidado —declaró Geld— para mañana toda esta ficción habrá terminado.
Bradfield frunció los labios con aire de duda.
—Si es que es una ficción, Irv. ¿Pero qué tal si está usted equivocado y Gray muere? Y hay otra cosa también. Me parece difícil que yo, en alguna forma, pueda asumir toda la responsabilidad por este hombre y no la Universidad.
—Bueno, francamente, yo quisiera ayudar. Pero, ¡dos millones de dólares! Ni el Presidente ni los consejeros lo aceptarían. Lo que pide es imposible.
—Yo no estoy pidiendo —gritó Bradfield con la voz temblorosa—. Le estoy diciendo que vaya con el Presidente, si es necesario, y consiga el dinero.
—No lo haré —la voz de Geld subió de tono—. Además, ¿qué demonios es esto? ¿Quién se ha creído usted que es, metiéndose a mi oficina a darme órdenes?
Bradfield miró por encima de su hombro y vio que la puerta de la oficina estaba entreabierta. Se levantó, la cerró y regresó.
—Le diré quién soy, Irv, soy el que lo hizo a usted. Yo soy el que puso a Aspermont en el mapa mundial, el que atrajo el dinero para que sus empresas siguieran funcionando. Ahora, todo por lo que usted y yo hemos trabajado puede hundirse si no manejamos bien esto.
Bradfield se inclinó sobre el escritorio y dio un fuerte puñetazo sobre él. Acercó su cara a la de Geld.
—Si este secuestro sale a la publicidad los pacientes perderán la confianza en el corazón artificial y todo el proyecto se hundirá junto con ATOCOR. Tenemos que hacer regresar vivo a Gray.
Bradfield enfatizó el punto de ATOCOR. El sabía que Geld servía en el comité de inversiones de Aspennont y que a instancias suyas la Universidad poseía cien mil de las preciosas acciones de ATOCOR.
—Y hay algo más que debe considerar —continuó Bradfield—. La publicidad. Si el paciente muere habrá una investigación, pero antes la prensa husmeará esto por su cuenta. Cuando empiecen las preguntas será muy raro que la Universidad no se vea envuelta.
La estirada cara de Geld se arrugó. La repentina revelación de que estaba en graves problemas lo había asustado. Nunca había sido un jefe de tomar decisiones y más bien reaccionaba ante las situaciones que las creaba. Los miembros fuertes de la Facultad con frecuencia influían en sus decisiones, como lo hacía Bradfield ahora.
—¿Entonces qué sugiere?
—Debemos negociar con este sujeto y ver qué trae entre manos —dijo Bradfield—. Si vemos que todo es cierto debemos actuar de común acuerdo.
Geld se volvió hacia Workman.
—¿Andy?
—Bill, ¿qué hay del plutonio? —Era la primera vez que Workman abría la boca—. Oímos hablar mucho estos días de diversión nuclear. Es posible que alguien pudiera...
—No es posible —interrumpió Bradfield—. Es tan imposible como pueda ser, pero el secuestrador puede pensar que lo puede usar, obrar sobre esa premisa y matar a Gray. Eso es lo que yo temo.
Geld dijo:
—Bien, lo haremos a su manera por el momento. Adelante, Bill, hable con este sujeto y negocie con él. Pero no haga ningún trato sin consultarme, ¿entendido?
—Desde luego.
Después que Bradfield había partido, Workman le preguntó al decano:
—¿Confía usted en él?
—No lo sé.
Geld abrió una pequeña agenda negra y marcó el número del Presidente de la Universidad.
Simus Twomey caminó hasta la oficina central de comunicaciones y encendió un puro, cosa que era uno de sus hábitos, al pasar por las puertas batientes a la enorme habitación de cristal y cromo, donde oficiales sentados a los teléfonos contestaban llamadas y las registraban para su despacho.
Dos hombres que pasaban por el corredor exterior llamaron la atención de Twomey. Le resultaban conocidos, ambos de apariencia fuerte y corpulenta, uno negro y el otro blanco. Vieron a Twomey a través de las puertas de cristal y apresuraron el paso, obviamente con el deseo de no tropezarse con él y Twomey actuó casi en forma refleja.
—Eh, ustedes dos —gritó mientras empujaba hacia afuera la puerta batiente.
Los dos hombres se detuvieron y se volvieron mientras Twomey decía:
—¿Tienen identificación?
—Sí, señor, somos patrulleros.
—Veamos.
El hombre blanco abrió su saco y tomó una cartera. Una fotografía y la estrella azul y oro confirmaron su aseveración.
—¿Dónde los he conocido antes?
—Hace dos años que nos vio usted en Narcóticos —dijo el policía blanco—. Eramos cadetes y usted se cambiaba al Grupo Antiterrorista.
—Ah, sí, ya recuerdo. ¿Qué hacen vestidos de civiles? Ya están bastante atrasados para el pase de lista.
—Ahora estamos en la división de Vicio y vamos de patrulla. Tenemos algo bueno para esta noche.
El policía negro sonrió.
—Vamos a una cita, señor, a detener a una prostituta de alto vuelo que ha tenido a alguien protegiéndola durante mucho tiempo. Posiblemente un montón de "alguien".
Los policías dejaron de sonreir rápidamente al ver que Twomey los miraba con ojos que parecían de acero.
—Miren —dijo—, yo no soy su jefe, pero escúchenme como si lo fuera. Si ustedes dos echan a perder este trabajo por andar con bromas los reportaré a la junta de promociones yo mismo.
—Sí, señor —dijeron los dos policías y partieron abruptamente.
Twomey regresó a la sala de comunicaciones, murmurando para sus adentros de la pobre calidad de candidatos que entraban a la fuerza de policía.
Twomey era un buen policía irlandés. Alto, fornido, de pelo rojo y piel pecosa. Era conocido en los círculos policíacos como metódico, ambicioso y de genio hosco. Había sido un ganador sólido y concienzudo en todo lo que había hecho. Su carrera la había comenzado en la calle rotando a través de todas las especialidades: tráfico, narcóticos, fraude, escuadrón de bombas, vicio, robo y homicidio. Había repetido el círculo como sargento y ahora era teniente en la unidad más nueva de todas: el torpemente llamado Grupo Antiterrorista. La opinión general acerca de él era que se le respetaba, pero que no era simpático a los compañeros. A los otros oficiales los hacía aparecer como flojos o negligentes. Esto explicaba por qué estaba todavía en la Alcaldía en esta noche en particular, cuando el turno de día hacía mucho tiempo que se había ido a casa.
El sargento del mostrador le preguntó:
—¿Puedo ayudarlo, señor?
—Déjeme ver el diario del día.
El oficial le alargó a Twomey una copia de extractos de computadora de una docena de hojas. En ellas estaban registradas todas las llamadas de las primeras ocho horas de trabajo del día. Twomey revisaba el diario todos los días para mantenerse al tanto del trabajo del departamento. Sus ojos se detuvieron en una llamada que le hizo meditar. Comunicaba la desaparición de un hombre con un corazón atómico.
Bradfield llegó temprano a la cabina telefónica. Pasó primero cautelosamente a su lado antes de estacionarse a una cuadra hacia el Sur. La cabina, ubicada en la esquina de un solar vacío, estaba expuesta al sol. Un bien marcado sendero corría diagonalmente a través del solar, era un atajo hecho por los peatones en la árida vegetación. El Camino Real se hallaba congestionado de tráfico mientras aumentaban las salidas de la tarde.
Se sentó en su coche a la sombra escasa de un pequeño árbol y reconsideró su posición. La convicción de que podía contar con la ayuda de Geld para que lo ayudara a salir de esta difícil situación era menos firme ahora. Más aún, Bradfield estaba menos seguro de la actitud del Presidente de la Universidad. Un hombre que se enorgullece de su posición social y de sus amistades en altas esferas, actuaría en la forma predecible bajo estas circunstancias y llamaría a la ley. Así que, razonaba Bradfield, era asunto suyo el hacerles lo más difícil posible contravenir las decisiones de él. Bradfield siempre se había sentido orgulloso de su habilidad para tomar decisiones de momento, esta habilidad era una de las razones de su éxito. La cirugía era un campo que estaba lleno de ocasiones para tomar decisiones rápidas y era obvio que sus antecedentes en esta materia eran excelentes.
Instintivamente Bradfield tomó ahora una decisión que era contraria a lo que le había prometido a Geld. Esa decisión, creyó él, sería la más segura. Aceptaría las demandas de Smith, prometería darle el dinero y confiaba en que Gray saldría libre. La Universidad, enfrentada a un fait accompli10, no tendría otra alternativa que pagar el rescate bajo sus términos.
Bradfield salió del coche y caminó por el pavimento hacia la cabina. El asfalto estaba ligeramente suave bajo sus pies, debido al fuerte sol, y apagaba sus pasos. Empezó a sudar por la frente y la cara, sentía el cuello de la camisa como un collar. El teléfono estaba sonando al acercarse a la cabina y apresuradamente descolgó el auricular. Estaba caliente al tacto, por la exposición al ardiente sol.
—¿Hola?
—¿Con quién hablo?
—Soy Bradfield.
—Bien.
—Oiga, Smith, estamos listos para reunir el dinero.
—Bien, muy inteligente de su parte.
—¿Presumo que está usted listo para dar seguridades por el pronto regreso de Gray?
—Sin duda alguna. ¿Han llamado a la policía?
—Puede decir, sin temor a equivocarse, que ignoran todo esto.
—Es usted más listo de lo que pensé, doctor.
—¿Cómo y cuándo le entrego el dinero?
La conversación parecía la de un cliente con su agente de bolsa.
—Mañana por la noche, en el Estadio Candlestick, mire en el armario 3150.
—Pero dos millones es demasiado dinero. No hay tiempo suficiente.
—Ese es su problema, doctor.
La comunicación se cortó bruscamente y Bradfield colgó. Sintió que había tomado la decisión correcta. Sin embargo, ahora tenía que convencer de su plan a Geld y al Presidente y el tiempo era limitado.
—¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!
Sólo estos sonidos sordos podían oírse desde la improvisada celda en el apartamento de Cooper. Dentro de ella Gray se sentía desorientado. Hacía horas que se le había pasado el efecto de la droga, pero una oscuridad profunda lo envolvía opresivamente, como si se hubiera vuelto ciego. No había señales de la entrada o salida y por todas partes tropezaba con estantes de madera. Sólo estaba seguro de la posición del piso. Al principio se había arrastrado por él buscando una salida y dejando que sus manos hicieran el papel de sus ojos. Su reloj de pulsera con esfera luminosa le había sido quitado, pero podía contar los latidos de su corazón mecánico; cada sesenta latidos equivalían a un minuto. A intervalos de 300 latidos serían cinco minutos cada intervalo, pero le daba poco consuelo ya que no tenía la menor idea de cuanto tiempo había estado inconciente. ¿Eran horas o días? ¿Era mañana o noche? Y sobre todo, ¿dónde estaba? Golpeaba la pared con regularidad esperando ser oído. Gritó, pero no hubo respuesta.
Gray no podía oír a Cooper andando por la cocina o el ruido de la puerta cuando éste entraba o salía. De hecho no sabía si había un exterior. Podía estar bajo tierra. Recordó haber leído acerca de una mujer secuestrada a quien enterraron en una celda tipo sarcófago con sólo un delgado tubo que salía al exterior. ¿Estaba él también encerrado bajo tierra? Si así era, el dióxido de carbono se incrementaría al consumirse el oxígeno. Entonces le faltaría el aliento, tendría que respirar más profundo y sudaría copiosamente. Todavía no había sucedido nada de esto, pero no podía estar seguro que no fuera a sofocarse en una forma horrible.
Se acurrucó en el piso y esperó.
Se hallaban en la oficina del Presidente ese lunes al anochecer. Bradfield había vuelto al terminar su cita con "Smith". Lo que éste le había dicho los había dejado frustrados y enojados.
La cara de Geld expresaba preocupación. Paseaba de un lado a otro de la habitación tratando de explicarle a un enojado Presidente lo que había ocurrido.
—El me dijo —indicó Geld, apuntando a Bradfield— que iba a hacer contacto con Smith sólo para sondearlo. Al principio yo me mostré escéptico, pero luego cedí porque sus argumentos parecían convincentes, pero le juro a usted que jamás discutimos un acuerdo de rescate.
Geld miró hacia Workman.
—¿No es esto cierto, Andy?
Workman asintió con la cabeza.
—Le creo, Irv —dijo el Presidente—. Bradfield no le habló de su plan porque se imaginó que usted no lo aprobaría. El problema es qué hacemos ahora.
Bradfield sintió que su estratagema, con su énfasis práctico, había llamado la atención de ellos. En una forma hábil logró en los próximos minutos sacar el problema de foco. Los convenció de que "Smith" era inconmovible, posiblemente muy peligroso y que había que aceptar sus demandas. Ellos no tenían razón para sospechar que Bradfield no había realizado un esfuerzo máximo en las negociaciones. El creer que una persona del calibre de Bradfield podía mentir descaradamente era algo en lo que no se podía pensar. Hasta éste, enfrentado ahora a la cruda realidad, se había convencido a sí mismo que estaba diciendo la verdad.
Al final Bradfield le hizo al presidente la pregunta de los 64 mil dólares11, ¿autorizaría él el pago del rescate?
—Absolutamente no.
No había indecisión en la voz del Presidente.
—Los fondos de la Universidad no pueden ser utilizados para pagar extorsiones. Existen reglamentos.
—Podría usted eludirlos un poco.
—Establecería un precedente muy peligroso.
—Ese no es el punto.
—¿Cuál es el punto entonces?
—Estamos hablando de una vida humana.
—Simpatizo con ello, pero el hecho es...
Geld cerró los ojos y apoyó la cabeza en las manos por un momento.
—Miren —dijo— esta discusión no nos conducirá a nada. He pensado que podríamos conseguir el dinero en otra parte. Hacer que unos cuantos de nuestros donantes ricos y los inversionistas de ATOCOR respalden un préstamo del banco.
—Esa no es una mala idea —dijo Workman.
—Bien, dudo que consigan ayuda en estas circunstancias —dijo el Presidente—; Pero si quieren intentarlo no los detendré.
Hubo otra discusión acerca de cómo podría hacerse. El presidente aclaró que él no quería estar inmiscuido en la idea. Si Geld quería hacer el papel del procurador del préstamo, lo haría por su cuenta.
—Y no espere de mí que lo ayude con el presupuesto a devolver el préstamo en un futuro.
—Eso no es justo —murmuró Geld.
—Tiene toda la maldita razón de que no lo es, pero acuérdense que fueron ustedes los que nos metieron en este lío y aparentemente no tienen donde escoger. Ese corazón atómico no debió desarrollarse nunca —dijo el Presidente con toda la autoridad del que mira al pasado.
Workman se puso de pie.
—Estamos perdiendo el tiempo, deberíamos empezar de una vez.
El Presidente movió la cabeza.
—Por mi experiencia en conseguir fondos conozco a la gente que Geld tiene en mente y no pueden ustedes irrumpir en sus vidas a estas horas de la noche. Mañana en la mañana será más que suficiente.
Bradfield miró al Presidente como si no pudiera creer lo que oía. Era una mirada de desprecio, pero el Presidente la ignoró.
—¿Cuándo avisaron al FBI? —preguntó Workman.
—Esperemos hasta la mañana —dijo Geld—. No tenemos que pagar hasta mañana en la noche.
—¿Cómo explicaremos la demora en llamarlos?
—Les diremos que al principio creímos que se trataba de la llamada de un maniático y la ignoramos.
—No debíamos llamar al FBI de ninguna manera —protestó Bradfield—. Por lo menos no hasta que Gray esté de regreso.
—Si es que regresa.
—Comprendo sus sentimientos, Bradfield —dijo el Presidente—. Pero creo que esta operación debe ser manejada por una sola persona e Irv Geld estará a cargo de ella.
Al salir de la junta Bradfield estaba enojado por el zigzagueo de los acontecimientos. Habían perdido mucho tiempo desde la llamada de Smith y estaban perdiendo más, ahora, con la demora que se había decidido hasta la mañana de mañana. ¡Payasos!, pensó.
6-14-76
TWX NICI, FBI Cuartel General, Washington, D.C.
A: DPSF, Grupo antiterrorista. (Atención: Twomey).
Asunto: Corazón artificial extraviado.
Su pregunta analizada por esta División. Como rutina informamos que el producto en cuestión es PU 238. Precaución, altamente radíotóxico. Pérdida deberá ser clasificada como MSR (Material sin Responder) requiriendo una investigación inmediata. Los oficiales del área de San Francisco-Los Angeles han sido notificados. PU 238 es propiedad federal.
Twomey leyó el teletipo del Centro Nacional de Información sobre el Crimen. El había iniciado la investigación basado en la información que había descubierto en el registro. Todavía esperaba que fuera un asunto de rutina, pero no quería correr riesgos aplazando su investigación hasta la mañana. Fue a su casa a cenar, tomó una ducha rápida para refrescarse y manejó hasta la península.
Era de noche cuando Twomey llegó a casa de Gray. Janet le abrió la puerta, se notaba preocupada. Era una escena muy familiar en la vida de un policía.
Janet invitó a Twomey a pasar. Se sentaron alrededor de la mesita de café en la cual se habían colocado tazas, una tetera con té verde y galletitas.
—¿Tiene usted alguna información? —preguntó Janet.
—No, señora, hice una rápida investigación en todos los hospitales.
—¿Cree usted que pueda haber sufrido un accidente?
—Es posible. Si fue un accidente sin importancia no habrá registro de entrada al hospital, pero debo aclararle algo ahora mismo, yo no pertenezco al grupo de Personas Extraviadas.
—Por teléfono me dijo usted que trabaja con una unidad especial de investigación.
—Así es. Lo que le interesa a mi grupo es el material nuclear extraviado.
—Supongo, teniente, que esto es rutina. Usted no creerá realmente...
—Bien —Twomey fue brusco—. No lo sabemos, señora. Podría haber alguna relación.
—¿Quién quisiera hacer eso? Hacerle daño a mi esposo, quiero decir.
—Eso no lo sé, señora, y es por lo que estoy aquí, para averiguarlo.
El tono de voz de Twomey sonaba raro y ella se volvió para observarlo. Dentro de ella la angustia aumentó.
—Se nos aseguró que no había riesgo —dijo Janet—. El corazón fue estudiado minuciosamente antes de ser aprobado.
—Así lo supongo, señora, y ciertamente espero que así sea. Pero el hecho es que el combustible falta mientras no sepamos dónde está el señor Gray. El corazón, funcionando ahora en su pecho, es indudablemente seguro, pero yo tengo que pensar en una gran variedad de posibilidades. A veces a la gente de gobierno se les escapa alguna cosa.
—Desde luego, pero ¿qué puedo hacer yo para ayudar?
—Me gustaría que me dijera usted todo lo que pudiera acerca de su esposo, cualquier cosa que nos ayudara a encontrarlo. ¿Puede hacerlo?
Ella lo miró con aire de interrogación.
Twomey no se marchó de la casa de Gray hasta la una de la mañana.
La luna estaba alta en el cielo y esporádicamente se oían cantar los grillos. Había enfriado considerablemente. Le tomó a Twomey cincuenta minutos de periférico el llegar a la ciudad. Entró a la Alcaldía y se dirigió a su oficina. Abrió su gaveta de archivos, la que hizo ruido al abrirse en el edificio vacío. Buscó entre sus archivos hasta que encontró el marcado con el nombre de Plutonio. Era muy grueso. Examinó el contenido hasta que los ojos le ardieron de fatiga.
Echó hacia atrás su sillón giratorio, subió sus pies al escritorio y se dispuso a echarse una siesta de unas horas.
Poco después de la medianoche el número privado sonó en el estudio de Bradfield. Era la operadora telefónica del hospital.
—Doctor Bradfield, el doctor Harris ha contestado a su llamada desde Los Angeles. ¿La transfiero o le indico que marque directamente?
—Transfiérala, gracias.
—Hola, Bill. Acabo de llegar de ver un juego de los Dodgers12 si no, te hubiera llamado antes. ¿Pasa algo malo?
—Ron, tenemos un problema y no quiero hablar de él por teléfono. Tienes que venir aquí y rápidamente.
—¿Por qué no me lo dices ahora?
—No se puede discutir por teléfono.
—¡Maldita sea! Déjeme verificar la lista de vuelos.
—Yo sé que el último vuelo sale del aeropuerto Internacional de Los Angeles a la una de la mañana.
—¿Quieres que lo tome?
—Tienes que tomarlo.
—Supongo que puedo alcanzarlo si me apuro. Me hospedaré en el Holiday Inn. Debo llegar alrededor de las tres de la mañana.
—Allí te veré.
Julie se hallaba sentada en la incómoda y muy iluminada sala de interrogatorios de la Alcaldía. Este era su primer encuentro con los perdonavidas del escuadrón del Vicio. Su cuerpo tenía algunos moretones aquí y allá. Habían sido muy rudos cuando se resistió a ser arrestada, pero la cara no se la habían tocado. Llevaba puesto un uniforme parduzco y sin forma de los que se usan en prisión y hablaba amargamente con su abogado.
—Voy a vengarme de esos sujetos, así sea la última cosa que haga en el mundo.
—Escuche, Julie —dijo el abogado—. Ya hace mucho tiempo que nos conocemos y le voy a ser completamente franco. No tiene oportunidad. El testimonio de dos oficiales, el dinero en su bolsa, el rehusar el examen físico...
—No podía dejar que me tocaran esos cerdos. Uf, por nada del mundo.
—Le costará mucho dinero en la corte. Los honorarios legales serán altos porque llevará bastante tiempo.
—Tengo el dinero.
—¿Y los periódicos? Ninguno de sus clientes puede dejarse ver en su compañía una vez que su foto salga en ellos. Estará usted como apestada.
Julie se encogió de hombros.
—Hace tiempo que vengo pensando en retirarme, en dejar el oficio mientras todavía me vea bien.
—Bien, muy bien, pero mejor declárese culpable ahora y luego deje el negocio. Yo administraré sus inversiones y puede usted llevar una vida cómoda.
—¿No me comprende usted, verdad? Voy a vengarme de esos dos estúpidos y del que me denunció.
—¿Cómo, Julie, cómo? —dijo el abogado exasperado.
—Declararé que se me puso una trampa.
—Eso no lo podría probar yo en un mes de domingos.
—Todo lo que tenían que hacer era pagarme, ya que yo estaba solicitando cometer actos inmorales, pero fueron más lejos, ambos me violaron. Quiero que un doctor independiente me tome especímenes de la vagina, ¿comprende?
—¿Y qué probará con eso? Ellos dirán que fueron otros dos sujetos antes que ellos la arrestaran.
Julie se permitió una sonrisa.
—Las células de esperma viven unas 24 horas y pueden ser identificadas igual que los glóbulos rojos en la sangre. El banco de sangre lo puede hacer. Pueden igualar los resultados con el tipo de sangre de esos dos polizontes. Si rehusan la prueba, y usted sabe que la rehusarán, tendrán que abandonar los cargos.
Julie se movió con gran cuidado. Todavía le dolía el cuerpo.
—¿Cuándo puede sacarme de aquí?
—A alguna hora en la mañana. Primero tengo que traer aquí a un ginecólogo a tomar las muestras y llevará algunas horas. ¿Puede esperar?
—Tendré que hacerlo.
Cuando una celadora se llevaba a Julie, Twomey bajaba de su oficina. Se cruzaron en el corredor y él le sonrió a la matrona. Ella le respondió:
—¡Teniente Twomey! Hace siglos que no lo veía. ¿Qué hace usted aquí a estas horas de la madrugada?
El teniente le echó un vistazo apreciativo a Julie, juzgando de qué se trataba. Bonita prostituta, pensó, y luego ignorándola deliberadamente, se volvió a la celadora.
—Bueno, Sal, no es seguro todavía, pero puede ser algo importante.
—¿Secreto?
—No, sólo que no hay nada concreto aún. ¿Recuerda usted al sujeto del corazón artificial?
—Sí, como no, fue la gran noticia el año pasado.
—Pues ha desaparecido. A lo mejor lo secuestraron.
—¿De veras?
—El combustible de su corazón es nuclear. A lo mejor alguien tiene ideas sobre ello.
—¡Caramba!
—Y por otra parte podría no ser nada. Puede aparecer hoy tan fresco como una lechuga.
—¿Se podría hacer una bomba con ese material?
—Me he estado refrescando la memoria y revisando mis notas del año pasado y de momento la verdad es que no lo sé.
—Bien, ya me contará más en otra ocasión.
—¿Quiere desayunar conmigo?
—Gracias, pero quiero llegar temprano a casa. Otra vez será.
El corazón de Julie palpitó al escuchar la conversación. Tenía que conseguir hablar por teléfono y pronto.
—Escuche —le dijo a la celadora cuando Twomey se hubo retirado—. Tengo que hacer una llamada telefónica. Es terriblemente importante.
—Lo siento querida, pero ya llenó su límite constitucional.
—¿No puedo volver a llamar a mi abogado?
—No, no puede. Ya fue suficiente la conversación.
—Por favor, por favor.
—No se haga la inocente conmigo, jovencita. Yo sé por qué está usted aquí.
—¡Maldita sea! tengo que salir de aquí. ¿Es que no lo entiende?
La celadora no se inmutó. Siguió andando con su prisionera corredor abajo, hacia las celdas, sin hablar otra palabra.
Ambos hombres estaban cansados y con los ojos enrojecidos cuando se encontraron en el cuarto del Holiday Inn en la madrugada.
Bradfield le dijo a Harris lo que sucedía. Después de una pausa, y cuando ambos habían meditado un rato en silencio sobre el dilema, Harris habló:
—¿Ha sido notificado el FBI?
—Workman lo va a hacer en la mañana.
—Bueno, gracias a Dios.
Los tics y las contracciones nerviosas de Harris, su estado de confusión y la bola en la boca del estómago le habían regresado, todo de golpe, para martirizarlo. Había esperado algo relacionado con el mal funcionamiento de alguno de los corazones, tal vez un fallecimiento causado por un accidente raro o alguna enfermedad secundaria, algún error quirúrgico, tal vez. ¡Pero un secuestro! Estaba pasmado, atónito, al extremo de sentirse como anestesiado.
—¿Vas a conseguir el dinero? —preguntó finalmente a Bradfield.
—Trataremos.
—Dios mío, consíguelo, consíguelo de alguna forma, como sea. El gobierno no lo va a dar y es seguro que yo no puedo conseguirlo.
Bradfield miró a Harris, que se estaba desintegrando ante sus ojos. La forma en que había reaccionado el físico estaba fuera de proporción, demasiado emocional.
—Geld quiere seguridades de que el material no puede serle de utilidad a nadie con intenciones criminales —dijo—; ya le expliqué que era prácticamente imposible. Tú estás de acuerdo, desde luego.
Harris titubeó.
—Bueno... en principio eso no es exactamente correcto.
—¿Qué quieres decir con "en principio"?
—Bueno, estamos tratando con un material estratégico. En las manos equivocadas podría... —Harris vaciló.
—¿Podría qué? dilo de una vez, hombre. ¿Podrían hacer una bomba?
—¡No! Pero hay otras cosas.
—¡Dios mío, Harris! —dijo Bradfield con voz anhelante—. Vaya horas de decírmelo. ¿Por qué no se trató esto antes?
—Se trató, pero pensamos que no podría suceder. La idea de que los terroristas se apoderaran de los pacientes parecía tan absurda que no valía la pena discutirlo. Bradfield se veía disgustado.
—¿Qué otra cosa me has estado ocultando?
Harris no contestó. Sólo se quedó contemplando a Bradfield.
Eran las cuatro de la mañana cuando Bradfield salió del hotel. La cuestión de cómo un criminal desquiciado podía usar unos pocos gramos de plutonio seguía sin resolverse. En el estado de confusión en que se encontraba la mente de Harris cualquier cosa era posible con la excepción de una bomba.
Harris, todavía vestido, se acostó en la cama matrimonial. No podía dormir, imaginando las cosas que podían suceder. Aunque la cantidad de plutonio era mínima, el valor de propaganda del secuestro sería enorme para los ecólogos. El maldito Ridley se daría vuelo.
Según pasaba el tiempo Harris decidió que el punto a resolver no era el rescate de Gray. El FBI tenía que recuperar el plutonio. Tenía que hacerles ver a ellos y a Geld que había que recobrar el material aunque hubiera que hacer un fuerte pago o realizar un asalto a mano armada. Gray no era indispensable. Levantándose de la cama, Harris se miró en el espejo. Vio sus ojos hundidos, su barba y su traje arrugado. Demasiadas malditas noches en moteles, murmuró para sus adentros. Y ahora esto, amenazando su carrera y todo por lo que había trabajado. Llamó a Geld para hacerle sentir la urgencia del caso y luego, tan pronto colgó, pensó en Julie. ¿Debería avisarla para que saliera de la ciudad, sólo, por si acaso? Tal vez no. Ella se había burlado de él. Y al mismo tiempo que el pensamiento le pasó por la cabeza tomó el teléfono y marcó el número de ella. Oyó llamar y llamar y colgó y volvió a marcar. Dejó sonar el teléfono otro largo minuto. Salió, pensó. Y sintió que el odio crecía dentro de él. Colgó de un golpazo diciéndose a sí mismo: ¡Maldita puta!
Volvió a tirarse en la cama, cerró los ojos y esperó a que amaneciera.
Martes.
La seguridad en el edificio Federal de San Francisco era estricta ya por rutina. Un área de recepción, una especie de alcoba sobre el piso principal, estaba custodiada por guardias uniformados. Largas cuerdas forradas de terciopelo montadas sobre puntales indicaban a la masa de visitantes y al personal como pasar frente al puesto de inspección. A todo el mundo se le requería que usara indicadores de identificación, ya fueran con fotografía sujetos a la solapa o el nombre con la palabra Visitante colgándole del cuello.
En el séptimo piso, en las oficinas del FBI, el agente a cargo estaba conferenciando con Twomey. Ambos habían sido ya informados por Workman acerca del rescate y se hallaban molestos con la Universidad por no haber sido informados oportunamente del secuestro.
—Creo que tratamos con algo grande —dijo Twomey—. El usar a Gray como rehén indica un alto grado de sofisticación. Alguien comprendió que el plutonio podía sacarse de allí. Eso puede ser una huella para dar con el secuestrador.
Sonó el timbre y Harris entró a la habitación.
Twomey miró al fatigado Harris y dijo:
—Siéntese, por favor.
El agente del FBI empezó el interrogatorio.
—Si no le importa, señor, me gustaría hacerle algunas preguntas sobre el plutonio. Sólo para tener alguna comprensión sobre lo que estamos tratando de resolver.
—Seguro. ¿Qué desea usted saber?
—Empiece con el material en sí. ¿Se puede hacer una bomba con él y rápidamente?
—En realidad, no. Si uno pudiera hacerla, tampoco sería muy eficiente. La cantidad de plutonio en un corazón artificial es pequeña y en la forma de un óxido. Primero tendría que ser convertido en metal.
—¿Cómo se hace eso?
—La teoría química es fácil, pero en la práctica, después de convertirlo hay que ser muy cuidadoso con él. Puede arder espontáneamente. Puede hacerse crítico y si hay algún polvo podría uno inhalarlo.
—¿Peligroso para la persona que estuviera tratando de hacerlo?
—Oh, Dios mío, sí. El hacer una bomba del material involucraría pasos extremadamente peligrosos para el constructor.
—¿Se necesitaría equipo especial?
—Se hizo en los Alamos con equipo estándar. Todo lo que se necesita es un horno de unos dos mil dólares y una caja de seguridad de unos seiscientos dólares tal vez. Esas cosas pueden comprarse en cualquier almacén de artículos científicos. No es complicado.
Harris continuó explicando cómo, si alguien llegara a robar una cantidad suficiente de plutonio y aunque llegara a convertir el material, aún no tendría una bomba. Para hacer una bomba piezas del tamaño correcto tenían que ser juntadas rápidamente y sostenidas en presencia de una fuente de neutrones, mientras procedía la reacción de fisión. Cargas de plástico explosivo cuidadosamente formadas eran necesarias para lograr esto.
—La tecnología de hacer bombas es muy compleja hasta cuando se cuenta con el material nuclear correcto —dijo Harris.
—¿Cuánto tiempo tomaría una vez que el material hubiera sido conseguido? —Ahora fue Twomey el que preguntó.
—Tal vez un par de semanas de esfuerzo concentrado, en el supuesto de que no se tropezaran con el menor problema.
—Entiendo que el corazón contiene cien gramos. Eso haría que se necesitara un constructor de bombas muy experimentado para hacer una.
—No sólo un constructor de bombas experimentado, sino más plutonio y un equipo completo: constructor de herramientas, experto en explosivos e ingeniero en electrónica, por lo menos.
—¿Mientras más plutonio hubiera, más fácil sería?
—Sí.
—¿Cuánto sería una cantidad lógica aproximada?
—Unos tres kilos.
—¿Y cuántos corazones artificiales han sido instalados?
—Exactamente catorce.
—Eso sería casi la mitad de su cantidad lógica. ¿Están todos los pacientes controlados?
—No lo sé —dijo Harris. Sintió una punzada de dolor en el estómago. ¿Este policía estaba sugiriendo que el secuestro era parte de una conspiración?
—Nadie podría secuestrarlos a todos al mismo tiempo, ¿o sí?
—¿Dónde están esos pacientes, señor Harris? —el hombre del FBI garrapateó unas notas.
—En Dallas, Nueva York, Boise... yo tengo una lista completa.
—¿Tan dispersos? Tendremos que protegerlos, ¿no?, y las veinticuatro horas del día.
—Eso podría generar demasiada atención. ¿No quieren ustedes conservar ese secuestro en secreto para evitar el pánico?
El hombre del FBI continuó.
—Si me da usted su lista, nuestras oficinas de campo arreglaran la protección. Necesitaremos cuatro agentes por paciente, un total de 56 hombres.
—Sólo 52 ya que uno de los 14 es Gray.
—Bueno, 52. Necesitamos algunas pistas acerca del tipo de gente que podría hacer esto. Es obvio que tienen que ser entendidos en tecnología nuclear.
—Sí.
—¿No podría reducirse el campo de búsqueda?
—Los trabajadores de los Alamos, Oakridge, Livermore, Batelle, las plantas nucleares generadoras, podría ser un gran número.
—¿Qué hay sobre las organizaciones terroristas? ¿Ha oído usted hablar de alguna organización secreta con este tipo de conocimientos?
—No.
—Bien, eso será todo por ahora. Quédese en esta área, donde podamos ponernos en contacto con usted.
—Pero yo tengo que regresar a Bethesda.
.—Oh, creo que mejor se queda aquí por un tiempo. Es más, insisto en ello.
La declaración molestó a Harris. Empezó a protestar, pero capituló. Sus hombros se inclinaban hacia adelante cuando se levantó para marcharse. Comprendió que estaba perdiendo el número de las cifras. Se le había ocurrido cuando el hombre del FBI había calculado el número de agentes que se necesitaban para cuidar un paciente. Cuatro hombres por día a 25,000 dólares al año equivalían a 100,000 dólares, un total de 1.4 millones para los pacientes actuales. Tarde o temprano, Harris lo sabía bien, uno de esos comités de vigilancia del Congreso empezaría a hacer preguntas. ¡Pero esperen un momento! ¡Eso es!
—Tal vez todo sea una burla —dijo Harris abruptamente.
—¿Cómo es eso?
—Sí, un intento calculado para desacreditar el proyecto. Por Dios, tal vez sea Ridley y su equipo de cruzados. Pueden haber arreglado la desaparición para generar publicidad.
—¿Quién es Ridley?
—Un físico de salud. Se marchó enojado de Aspermont después de la implantación. Ha estado trabajando en Boston para alguna organización antinuclear, un grupo bastante agresivo diría yo. Véanlo y les aseguro que darán con Gray.
Harris estaba casi incoherente debido a la excitación.
—Bien, lo investigaremos primero.
El FBI le habló a Harris cuando éste salía.
—Señor Harris parece que habrá que pensar seriamente en ese corazón artificial de ustedes. Aunque esto resulte una burla, la próxima vez podría no serlo.
Harris sintió que las palabras le atravesaban la cabeza como un cuchillo y caminó más de prisa.
El agente se asomó a la ventana y miró a la ciudad que pasaba por un calor tan poco usual. Más abajo, las banderas de la Plaza del Civic Center colgaban lánguidamente. Una bruma color café, llena de nocivos contaminantes se había formado. El ya no podía distinguir la terminal de Oakland del Bay Bridge.
—¿Qué piensa usted de todo esto? —preguntó Twomey.
—Probablemente Harris tiene razón. El fabricar una bomba nuclear no es algo tan sencillo, ciertamente no es algo para hacerse en el sótano de la casa. Le llevaría a alguien semanas o meses y además tendría que sacar más plutonio de algún sitio.
—¿Qué nos deja eso? ¿Un secuestro por dinero?
—Tal vez, o tal vez la venta del material en el mercado negro, además del rescate.
—Entonces usted cree que de cualquier manera matará al paciente.
—No se puede asegurar. Un psicópata lo haría.
—Supongo que tiene usted razón. Pero no puedo dejar de sentir un presentimiento que hay algo más en esto. Es demasiada coincidencia que el secuestrador eligiera a este hombre en particular.
En esa mañana del martes la disculpa estándar para cualquiera que tratara de comunicarse con el doctor Bradfield era:
—Lo sentimos, el doctor Bradfield está operando. No puede ser interrumpido.
Bradfield había preparado deliberadamente su horario del día para que las operaciones se sucedieran unas a otras. Al terminar una operación, el próximo paciente estaba ya anestesiado y listo para ser operado. Los cardiólogos tenían órdenes de buscar un caso para seguir a otro, donde quiera que fuera.
Después de la plática con Harris en el cuarto del hotel, Bradfield se había marchado a su casa pensando furiosamente en cómo aclarar las cosas y había decidido que ¡al demonio con todo! Si él no iba a estar en control de la situación se saldría completamente de las negociaciones. Dejaría que el Presidente de la Universidad, Geld, Workman y el resto de ellos asumieran la responsabilidad. Se regresaría a su Ciudadela, a la sala de operaciones, a hacer lo que mejor sabía, salvar vidas. Nadie podría criticarlo por ello. Permanecería incomunicado en la sala de operaciones hasta que la crisis se hubiera resuelto de una forma u otra.
Mientras tanto, en el sótano de vinos, una situación amenazadora estaba a punto de producirse y Gray no había sido advertido de ella. Los fabricantes del corazón artificial sabían que podría ocurrir, pero la habían ignorado.
Cuando la vida animal salió de los océanos hace millones de años, sacó consigo del mar la sal y el agua. Las primeras formas de vida eran de sangre fría y la temperatura de sus cuerpos variaba con el medio ambiente. En el frío, los animales se movían perezosamente, sus defensas eran más bajas y sus poderes de conseguir comida eran limitados. En el calor las reacciones se aceleraban permitiendo mayor movilidad. Esto, también era cierto en el cerebro, las células hechas de membranas eléctricamente activas se polarizaban y depolarizaban en milisegundos. Especies posteriores desarrollaron un mecanismo para estabilizar el calor del cuerpo, incrementando, por consiguiente, su movilidad y su radio de acción. Esta habilidad, sin embargo, impuso un límite nuevo. El agua en las células del cuerpo tenía que ser conservada y así se desarrolló la piel para reducir la evaporación y los ríñones para remover el exceso. El hombre desarrolló aún sistemas más complejos en el nivel automático: las hormonas, las glándulas y los órganos que ayudaban a mantener la temperatura del cuerpo a 37 grados centígrados y el contenido del agua a un 92 por ciento del peso total del cuerpo.
Harris había estudiado los problemas científicos del desperdicio de calor del cuerpo. Sus archivos estaban llenos de informes de un cierto investigador, ya retirado.
Memorándum para James Tiller,
Ph. D., junio 18 de 1967.
Profesor de Fisiología,
Universidad Estatal de Mojave.
De: Ronald Harris, Ph. D.
Señor: He sido autorizado a consultarle respecto a los desperdicios de calor en relación con un sistema propuesto de corazón artificial en el cuerpo humano. Me ha sido sugerido su nombre sobre la base de sus investigaciones en los efectos del calor y la falta de agua en el cuerpo humano.
Los honorarios usuales son de 75 dólares diarios. R. H.
A: R. Harris, junio 25 de 1967.
De: J. Tiller
Gracias por su memorándum del 18 de junio de 1967. Mi actual trabajo se relaciona con el área de los efectos del calor del medio ambiente, tales como el desierto y los trópicos, no con el calor endógeno. Sin embargo, envíeme más información. Tal vez pueda acomodar su problema en mi plan de trabajo. J. T.
A: Tiller, julio 4 de 1967.
De: Harris.
Nos complació saber que acepta usted. El programa se beneficiará enormemente con un hombre de su capacidad.
Podría resumir las preguntas clave hechas por la Junta de Físicos Consultores: Dado que la fuente de poder de plutonio generará 50 vatios de energía y dado que el corazón usará 5 vatios como energía mecánica, ¿cuáles serán los efectos fisiológicos del exceso de 45 vatios? R. H.
A: Harris, agosto 1o. de 1967.
De: Tiller.
Las preguntas no pueden ser contestadas sacando las respuestas de experiencias previas, más bien requieren un acercamiento experimental directo. J. T.
A: Tiller, septiembre 3 de 1967.
De: Harris.
Nuestra junta no siente que sea necesaria una prueba a gran escala para los propósitos de este subsegmento del programa. Por favor dénos una estimación de los costos directos e indirectos y del protocolo científico. En lo personal puedo asegurarle que recibirá la más alta prioridad posible. R. H.
A: Harris, septiembre 21 de 1967.
De: Tiller.
Propongo se implante una fuente de calor artificial de 45 vatios en el abdomen de 25 animales experimentales y se conserven en la colonia animal del Estado de Mojave. Múltiples pruebas de laboratorio serán llevadas a cabo como se indica en el protocolo anexo. J. T.
A: Tiller, octubre 1o. de 1967.
De: Harris.
Su propuesta ha sido encontrada aceptable. Al programa se le dotará de fondos completos, empezando el 1o. de enero de 1968. Se requerirán cartas mensuales indicando el progreso correspondiente.
La Universidad deberá archivar una declaración indicando que se trata de un Patrón de Oportunidad Igual. R. H.
A: Harris, febrero 1o. de 1968.
De: Tiller.
Los animales han sido recibidos y los suministros han sido encargados. Las implantaciones empezarán el 29 de enero. J. T.
A: Harris, marzo 1o. de 1968.
De: Tiller.
Veinte fuentes de calor han sido implantadas. Dos animales han muerto por errores técnicos. Estos serán reemplazados. J. T.
A: Harris, abril 1o. de 1968.
De: Tiller.
Hay ahora en la colonia un total de 25 animales vivos. Están sanos y comen y beben bien. Peso estable. Todos los animales tienen un grado de fiebre en relación con el nuevo punto estable para pérdida de calor. J. T.
A: Harris, mayo 1o. de 1968
De: Tiller.
Todos los animales van bien. Una hembra que ahora se sabe que estaba embarazada parió una cría sana. La madre está muy bien. Se requiere permiso para suspender el reporte mensual hasta que se haga un resumen final en septiembre. Voy a salir de vacaciones. J. T.
A: Tiller, mayo 14 de 1968.
De: Harris.
Felicidades por la paternidad. La demora de un mes en los reportes es concedida, pero deben ser hechos al regreso de sus vacaciones. R. H. hecho que, aunque la temperatura del cuerpo fue elevada sólo un grado al punto de equilibrio, esto fue conseguido por un considerable aumento en gasto de agua. Así, notamos un incremento en la respiración, un incremento en la ingestión de fluidos y volumen de orina.
La interrupción accidental, en un día caluroso, del suministro de agua, indica qué delicado equilibrio habían logrado estos animales. Murieron en la mitad del tiempo calculado si se les hubiera privado completamente de agua. Es una situación positiva de rechazo. Mientras menos hidratado está más caliente se vuelve el animal-paciente y mientras más caliente se vuelve, hay más pérdida de agua debido a la respiración saturada y al sudor. Así hay menos agua refrescante y el ciclo avanza hacia una forma de agotamiento por calor. Sospechamos que ésta puede ser una situación peligrosa, por ejemplo, en un escenario anormal para un paciente con una fuente de calor endógeno.
Creo que se debían estudiar más profundamente estos aspectos de su programa del corazón. J. T.
A: Harris, agosto 1o. de 1968.
De: Tiller.
Veintiún animales marchan bien todavía. Ha surgido un problema. Durante los fines de semana del verano los suministros de agua de cuatro de las jaulas dejaron de operar y los animales murieron con una seria deshidratación. El factor inquietante no es que fallara el abastícimiento del agua sino que los animales fallecieran tan súbitamente. Le tendré informado. J. T.
A: Harris, septiembre 1o. de 1968.
De: Tiller.
Los muertes de los cuatro animales durante el verano han sido cuidadosamente examinadas. Hemos simulado los componentes de los fluidos del cuerpo en una computadora digital IBM 7094, Los resultados a comprobar es lo más fascinante que se desprende de este estudio.
Los mecanismos de pérdida de calor son los siguientes: 1) convección, 2) radiación, 3) evaporación excretaría de sudor y 4) las calorías que lleva el agua respiratoria. Los ajustes fisiológicos hechos por el animal normalmente hidratado oscurecen el hecho que, aunque la temperatura del cuerpo fue elevada sólo un grado al punto de equilibrio, esto fue conseguido por un considerable aumento en gasto de agua. Así, notamos un incremento en la respiración, un incremento en la ingestión de fluidos y volumen de orina.
La interrupción accidental, en un día caluroso, del suministro de agua, indica qué delicado equilibrio habían logrado estos animales. Murieron en la mitad del tiempo calculado si se les hubiera privado completamente de agua. Es una situación positiva de rechazo. Mientras menos hidratado está más caliente se vuelve el animal-paciente y mientras más caliente se vuelve, hay más pérdida de agua debido a la respiración saturada y al sudor. Así hay menos agua refrescante y el ciclo avanza hacia una forma de agotamiento por calor. Sospechamos que ésta puede ser una situación peligrosa, por ejemplo, en un escenario anormal para un paciente con una fuente de calor endógeno.
Creo que se debían estudiar más profundamente estos aspectos de su programa del corazón. J. T.
A: Tiller, septiembre 10 de 1968.
De: Harris.
Hemos recibido su comunicación de septiembre 1o. de 1968. No menciona usted lo que le sucedió a los animales vivos. Por favor continúe con el protocolo original sometido; ¿cuál es su conclusión en referencia al calor artificial en condiciones normales? R. H.
A: Harris, septiembre 15 de 1968.
De: Tiller.
De condiciones normales 21 animales sobrevivieron bien a los experimentos, pero como ya le escribí hay una línea demasiado delgada entre el margen de seguridad y el desastre. Tenemos todos los aspectos administrativos listos para llevar a cabo los estudios sugeridos. Estos continúan siendo los aspectos informativos más interesantes que hemos logrado. Es importante continuar los experimentos ya que cuatro animales no son un número significativo desde un punto de vista estadístico. J. T.
A: Grupo Consejero del Corazón Artificial. Nov. 4 de 1968.
De: Harris.
Recibimos el reporte final del profesor James Tiller de la Universidad Estatal de Mojave. Ha sido aceptado y está archivado en las oficinas de la Sección de Corazones Artificiales para aquéllos de ustedes que dispongan del tiempo para revisarlo.
En resumen, cito directamente de su último memorándum: "Bajo condiciones normales 21 animales sobrevivieron bien a los experimentos". Cuatro animales murieron y esto fue relacionado a un accidente en él suministro de agua, "Cuatro animales no son un número significativo desde un punto de vista estadístico". Recomiendo nos movamos a otros aspectos del desarrollo del programa. R. H.
A: Tiller, enero 5 de 1969.
De: Harris.
Su reporte final ha sido aceptado por el Comité Consejero.
Su distinguido trabajo ha ayudado al programa y sin duda a miles de norteamericanos que padecen enfermedades del corazón. El Comité no recomendó ningún estudio adicional. R. H.
Las brisas del oeste habían desaparecido mientras Cooper esperaba que cayera la noche. Apagó el termostato y abrió las ventanas y la puerta de la terraza para dejar que entrara el aire caliente. El tiempo cálido le reconfortaba. El cáncer se había comido casi toda su grasa natural y siempre se sentía frío y viscoso.
No pasó mucho tiempo antes que la temperatura en la celda de Gray comenzara a subir. El cuerpo de éste, que ya trabajaba horas extras para librarse del exceso de calor atómico, empezó a arder de fiebre.
—Brad Warren —gritó James Tucker el ginecólogo, sobre el ruido del agua—. Esperaba encontrarte aquí.
El cirujano de corazón estaba parado, lavándose ritualmente las manos y los brazos con jabón de yodo. Desde sus tiempos de la Escuela de Medicina, Warren se había lavado las manos literalmente miles de veces en los cuartos de lavarse de las salas de operación. La luz de este cuarto era brillante y las paredes de azulejos, el lavadero era de acero inoxidable y la temperatura del agua tibia.
—¿Tienes algún caso hoy? —le preguntó Warren.
—Sí, pero más tarde. Oí algo muy extraño esta mañana y quería hablarte de ello.
—Hazlo, pero apúrate, ya que tengo un caso de tres mil dólares esperándome ahí adentro —dijo indicando con la cabeza la sala de operaciones adjunta.
—Estuve hoy en la cárcel.
—¿Tan mal andan las cosas, viejo? ¿O es que alguna muchachona de sociedad fue arrestada por un poco de relajo?
—Espera un minuto, Brad, y escucha. Tuve una llamada de un buen amigo mío que es abogado sobre una prostituta que reclamaba que había sido violada por un par de policías.
Warren hizo chasquear los labios ante la posibilidad de un escándalo. Le encantaba oír contar los pecadillos de los demás y con bastante frecuencia Tucker los compartía con él.
—¡Hombre de Dios! Vaya algo difícil de probar —se rio Warren.
—Tal vez, pero conozco algunas pruebas que podrían ayudar a identificar al hombre.
—¡Vaya! Tienes que olvidarte de esas porquerías de ciencia ficción, Tucker. Qué, ¿es que no se puede uno divertir sin tener que ir a la corte? ¿Ni con una prostituta? ¿Qué está pasando en el mundo?
Warren se apartó del lavadero, cerrando el agua con su rodilla. Manteniendo los brazos en alto en la forma tradicional permitió que el agua escurriera por sus manos y antebrazos hasta los codos. Sus pantalones de operar estaban mojados.
—¿De manera que a algunos policías los agarraron con las manos en la caja de los caramelos, por decirlo así?
Tucker tenía que ponerse su ropa de operar para entrar a la sala de lavarse. Sus casos no estaban programados hasta más tarde, así que Warren pensó que la historia tenía que tener alguna importancia y esperó para oír el resto de ella.
—Esta chica...
—¿Bonita?
—Una muñeca, pero por dentro es de acero puro y con mucha experiencia. Después de mi examen se me acercó y me pidió que le diera un mensaje a su abogado. Dijo que sabía de fuentes policiales que Gray, el hombre del corazón artificial, se hallaba perdido y que una explosión era posible. Quería que yo le dijera a su abogado que vendiera de inmediato todas las acciones de ATOCOR que ella poseía. Y lo enfatizó en términos que no dejaban lugar a duda. Ahora bien, si mal no recuerdo esas son las acciones que compramos juntos, ¿recuerdas?
—Sí, seguro que sí, Tucker, seguro que sí. ¿Entregaste el mensaje?
—Sí.
—¿Qué sucedió?
—El sólo me dio las gracias.
—No pensarás cobrarte con ella, ¿eh, diablillo?
—Claro que no.
—Tucker, parece que todos vamos a ganar unos buenos dólares. Sí, señor. Ya sabía yo que algo andaba mal cuando me hablaron de la Universidad esta mañana para que hiciera una donación.
—¿Ya sabías esto?
—No, sólo la historia que me contaron que me hablaban porque mi nombre estaba en la lista de donantes. Querían que contribuyera a un fondo para una contingencia de emergencia. En forma colateral, desde luego, no tenía que hacer la aportación, sólo garantizarla. Me dijeron que había un posible mal funcionamiento en uno de los corazones y que necesitaba no sé qué cosa. En realidad no me dijeron nada. ¡Vaya! No sabían a quién estaban tratando de hacer tonto. Querían 25 mil dólares.
—Bueno, cualquiera que trata de levantar fondos siempre trata de tocar la fibra sentimental. Todo eso de hagamos un esfuerzo juntos, viejo amigo, etc. ¿Qué les contestaste?
—Que se fueran a la...
—¿Así?
—No, peor, pero ahora se aclara todo.
—¿Vendemos a la baja?
—Tucker, estás aprendiendo de mí.
Warren empujó la puerta de la sala de operaciones con sus manos lavadas y le dijo al equipo que esperaba.
—Ténganlo dormido un rato más. Tengo que atender una breve emergencia.
—Pero ya está entubado —protestó el anestesista.
—Pues empiece a cortar si quiere. —Warren se volvió hacia Tucker—. ¡Vaya con estos malditos gasistas! Busquemos un teléfono.
—¿No te preocupa que alguien pueda volar realmente la ciudad de San Francisco?
—Eso sí haría bajar realmente el precio de ATOCOR, ¿no te parece? —dijo Warren con los ojos brillantes de codicia—. No te preocupes, amigo mío. Nuestros preciosos culos están a salvo, créeme a mí.
—Pero el pánico puede llegar al público y eso sí haría realmente quebrar a ATOCOR. Estoy sorprendido que no haya fracasado antes. Si mal no recuerdo tú predijiste que la bomba no funcionaría.
—Tienes buena memoria, Tucker, pero no del todo. Lo que yo predije fue que sería demasiado caro desde el punto de vista del plutonio. Yo no sabía a qué nivel el Tío Sam13 estaba subsidiando el asunto. Pero cuando esto se haga público será el final. Ah, ahí hay un hermoso teléfono.
Tucker esperó ansiosamente mientras Warren llamaba a su agente de bolsa,
—¿Fred? Brad Warren. Quiero vender a la baja toda mi línea de ATOCOR. Tengo cincuenta mil dólares, ¿verdad?
—Sí. ¿Cuál es la razón?
—No puedo hablar, tengo que operar en un momento. Tengo que irme.
—La Bolsa de Nueva York está cerrada.
—Venda en la costa del Pacífico, lo que sea. Sólo apúrese. Aquí le paso a mi amigo Tucker.
—Hola, aquí Tucker. ¿Puede vender quinientas acciones mías?
—Sí, desde luego. ¿No me dicen de qué se trata el secreto? Tucker miró a Warren y éste hizo una seña negativa con la cabeza.
—No es un secreto en realidad, sólo algo muy complejo. Espero noticias de usted.
Tucker colgó y ambos hombres sonrieron.
—Así se hacen los negocios, igual que los hacía mi padre —sonrió Warren—. Claro que él perdió más de lo que ganó y murió en el asilo, pero fue millonario un par de veces. Esperaremos un poco a que esto se haga público y hay que dejar que el mercado hierva un poco.
Warren empezó a andar hacia la sala de operaciones y Tucker lo siguió.
—¿Notas el calor? —dijo Tucker.
—La sala de operaciones estaba un poco caliente esta mañana, pero no he salido. Deben tener los acondicionadores de aire trabajando al máximo.
—Más caliente que el infierno, ahora cuando yo llegaba. Debe estar la temperatura a 32 ó 33 grados cuando menos.
—Me alegro de estar trabajando aquí adentro. Y a propósito, tengo un cliente que se me puede enfriar del todo, si no lo atiendo. Me encanta hacer negocios juntos, Tucker.
—Cuando gustes, Warren, cuando gustes.
En Oregon, los restos del tiempo hacían pasar rápidamente pequeñas nubes blancas sobre las altas cimas de las montañas. El aire era cortante, la nieve todavía colgaba en las áreas sombreadas de los cerros, pero desaparecía con rapidez. La estación meteorológica de los EE.UU. publicó el pronóstico de las dos de la tarde, indicando la vuelta a condiciones normales en la costa del Pacífico.
Cynthia Ridley, bien abrigada con pantalones grises de lana y un jersey grueso, paseaba de la mano con Allen en el lobby, empañetado de maderas oscuras naturales. El hotel Timberline Lodge reflejaba la artesanía de los años treintas, ya que había sido construido por el Cuerpo Civil de Conversiones del Presidente Roosevelt. Las puertas estaban hechas de metal, a mano, y ensambladas sin soldar. Murales que describían la leyenda de Paul Bunyan14 se hallaban tallados en cristal opaco. Mosaicos elaborados de madera y piedra acariciaban la vista adonde quiera que uno mirara. Con la excepción de la electricidad y el teléfono el hotel había dejado la alta tecnología a las grandes masas de las ciudades.
Las mejillas de Cynthia azotadas por el viento continuaban muy rosadas y su risa era alegre y contagiosa.
—¿Te gustaría una copa de jerez, Cyn?
—Preferiría sidra caliente o ron.
—Magnífico.
Allen la llevó de la mano hasta la tranquila sala de estar y la sentó junto a un crepitante fuego de leña de cedro y luego la besó en la mejilla. Su pelo tenía la fragancia de los pinos y los abetos. Ella se sentó y contempló el jugar de las llamas mientras él iba por las copas.
Cynthia Ridley era una mujer moderna y bien educada. Ella había escogido el matrimonio deliberadamente después de una carrera breve y de haber vivido juntos en la Universidad. Los primeros años de su matrimonio habían sido idílicos con el toma y daca de los problemas diarios repartido por igual entre ambos. Hasta el año pasado pensó ella, cuando el problema del corazón atómico surgió repentinamente y sin aviso. Las tensiones sobre el matrimonio eran reales y amenazadoras y ella sabía que sólo podrían durar durante un poco más de tiempo en el callejón de un solo sentido en que se había convertido.
Allen apareció repentinamente con dos antiguos bocks de cerveza llenos de olorosa sidra con especies.
—A tu salud, Cyn.
Ella sonrió y le tiró un beso.
—¿Cuánto más durará esto? —preguntó ella. El sabía a qué se refería:
—¿Cuánto más puedes aguantar?
—Eso no es justo, yo pregunté primero —dijo ella riéndose.
—¿Qué nos pasa en realidad, Cyn? —la voz de Allen era seria.
—¿De veras quieres saberlo?
—Sí, naturalmente que quiero.
—Bien, es difícil de ponerlo en palabras. Te has envuelto en un manto de autoridad moral que te pone fuera de paso con el resto de todos nosotros. Te admiro, pero no puedo vivir sólo con eso y educar a los niños yo sola. Respeto la sinceridad de gente como tú en este mundo, pero no quiero que lo lleves sobre los hombros.
—¿En realidad ha sido tan malo?
—Sí, me temo que sí, ha sido muy malo.
—Hago esto por los niños, para que puedan crecer en un mundo con un futuro racional.
—Y estoy de acuerdo contigo en eso, pero sería mejor que conocieran a su padre un poco más.
Permanecieron sentados en silencio durante unos cuantos minutos. El entendía perfectamente la aflicción de su esposa.
—Bien —dijo él finalmente.
—Bien, ¿qué?
—Ya no durará mucho tiempo.
—¿Vas a buscar otro trabajo?
—En unos pocos meses.
—¿Lo prometes?
—Sí. Cuando lleguemos a Boston haré correr la voz que estoy disponible.
—Oh, Allen, estoy tan feliz que veas las cosas como yo.
Levantó la cara hasta que sus labios tocaron los de él.
—Sabes, Cyn —dijo Allen—, cuando te conocí por primera vez pensé que eras la mujer más hermosa que jamás había visto. Y así pienso todavía.
Ella le apretó la mano y el corazón se le llenó de gozo. El amor y la intimidad que habían estado ausentes tanto tiempo en sus relaciones, habían regresado.
—Vayamos a nuestra cabana —susurró Allen.
—¿Como ayer después de comer?...
—Sí.
Ella se rio y salió rápidamente con Allen tras ella.
El escuadrón de Twomey había sido alertado. Se le habían transferido hombres adicionales de otras estaciones y todos los permisos habían sido cancelados. El teniente se dirgía a la sala de su grupo cuando reconoció a los dos oficiales. Aunque ahora estaban de uniforme Twomey los reconoció. En esta ocasión no había en sus caras sonrisas de afectación, solamente tensión. Ellos vacilaron al verlo.
—¿Cuáles son sus nombres? —gritó Twomey.
—Washington, señor —dijo el negro.
—Murphy —contestó el otro.
Twomey se les acercó hasta tocarlos casi con la nariz.
—El arresto que se suponía que iban a hacer ustedes dos resultó al revés y fueron a ustedes a los que agarraron como un par de pececillos.
—Sí, señor.
—He oído decir que fue ella la que decidió no acusarlos. La verdad es que ustedes no merecen esa suerte.
—No, señor.
—Y ahora han sido asignados a mí. Si no fuera porque necesito gente no aceptaría individuos como ustedes. Si vuelven a meter la pata pueden considerarse fuera. Ahora, entren y escuchen.
—Gracias, señor.
Entraron a la sala del Grupo. Twomey se paró en una pequeña tarima frente al grupo de hombres reunidos ante él. Se adivinaba el feroz humor de que se hallaban bajo la fatiga que marcaba las caras de algunos de ellos. Eso no le importaba mucho a Twomey. Había que realizar un trabajo y eso era lo único que importaba. Los oficiales de policía uniformados, sin embargo, no actúan como autómatas. La psicología del mando tenía que ser ejercida y comenzó a instruirlos.
—Bien, señores, presten atención. Washington, cierre la puerta. Un hombre blanco ha sido secuestrado por personas desconocidas dentro de la jurisdicción del Departamento de Policía de San Francisco. El FBI tiene información que ha sido exigido un rescate. La investigación total, por consiguiente, está a cargo de ellos.
Un apagado "buu" se oyó desde la parte posterior de la atiborrada habitación, seguido por risas que rompieron la tensión.
—Ellos tienen la jurisdicción legal —dijo Twomey—, pero la pequeña fuerza de campo de su oficina aquí está muy esparcida por el área de la Bahía y necesitan mucha ayuda.
Hubo algunos aplausos y vivas.
—Este no es un secuestro ordinario como pueden darse cuenta por la cantidad de fuerzas involucradas —continuó Twomey—. El nombre de la víctima es Gray. Muchos de ustedes deben recordarlo. Es el primer hombre a quien se le implantó, con éxito, un corazón artificial. El rescate pedido es de dos millones de dólares.
Hubo algunos silbidos de sorpresa y excitación.
—¿Qué lo hace ser tan especial?
—Su corazón funciona por medio de una batería atómica hecha de plutonio. Como ya saben ustedes, ese material es usado en plantas nucleares, pero también es un componente clave de las bombas atómicas. Obviamente, en el mercado comercial la adquisición del mismo es muy limitada. Podría ser cambiado a otros países o podría ser usado para fabricar un explosivo aquí mismo en la ciudad.
Un murmullo de discusiones se esparció por el auditorio.
—Ahora y antes que todos se pongan nerviosos y excitados quiero decirles que los expertos consideran que fabricar una bomba con una cantidad tan pequeña es prácticamente imposible.
Twomey habló enfáticamente.
—Pero nosotros no lo descartamos. Puede haber alguna técnica o maña que desconozcamos, así que debemos estar preparados. Otras jurisdicciones han sido alertadas, pero nosotros somos la fuerza primaria.
—El tamaño de este grupo ha sido resuelto por la necesidad de actuar como una fuerza de protección. La actividad terrorista contra el público y la propiedad industrial ha decaído últimamente. Puede ser la calma antes de la tormenta, de forma que debe haber vigilancia intensiva sobre todos los mayores edificios las 24 horas del día hasta nuevas órdenes.
—Sólo eso nos faltaba, hacer trabajo de Estatuas de la Libertad.
Twomey no hizo caso de la queja.
—El tamaño físico de un explosivo atómico hecho con crudeza es difícil de ocultar. Vigilen las entradas de entregas, los camiones, las camionetas, ese tipo de actividades.
"Por lo que respecta al secuestrado el rescate se pagará esta noche. Puede ser que lo liberen o puede que no. El modus operandi no es estándar y tenemos varias pistas. La víctima es una figura pública y su cara le es conocida a mucha gente. Hemos encontrado una carta que indica que iba a tener una cita con alguien en el Hotel Mark Hopkins. Su coche no ha sido localizado pero lo estamos buscando. Más tarde les enseñaremos fotografías de Gray".
—Teniente, ¿hay alguna pista con respecto al secuestrador?
—No parece ser obra de un grupo radical. No hay comunicados y nadie reivindica el secuestro. Posiblemente sea un incidente casual, pero el FBI no quiere correr riesgos. Está poniéndose en contacto con todos los pacientes con corazón artificial para ofrecerles protección. El secuestrador parece tener conocimientos de física nuclear. Es demasiado raro para ser una coincidencia y queremos estar preparados para cualquier eventualidad. Bueno, ahora a trabajar. Hay mucho trabajo que hacer. Vean las fotografías que están allí y que les asignen sus tareas.
Los hombres se dispersaron hacia el pizarrón de avisos y se reagruparon para recibir instrucciones. Para la mayoría de ellos sería una larga, aburrida y caliente noche.
Washington estudió la lista; le había tocado vigilancia de taxis seguida por una reasignación de labores en la jefatura. El recoger a un señor Allen Ridley en el aeropuerto de San Francisco que llegaba por taxi aéreo y conducirlo lo más rápidamente posible al puesto de mando.
—¿A ti qué te tocó, Murphy?
—Maldita sea, me tocó vigilar el edificio Marina Torres.
—Bueno, por allí cerca del puente hace más fresco.
—Sí, hay que estar agradecido por las pequeñas mercedes.
Aún antes de que se despacharan agentes a Oregon para localizar a Ridley, el FBI había puesto en movimiento una gran red de vigilancia en las ciudades donde vivían los pacientes con corazones artificiales.
Justo antes del mediodía, un sedán gris sin marca alguna, paró frente a los Apartamentos Sunland en Dallas. Los edificios eran blancos con toques de amarillo y se alineaban a lo largo de un camino frontal algo yermo. El sol de Texas hizo que los dos hombres que caminaban cautelosamente hacia la entrada, hallaran los escalones calientes.
—Ahí es.
Llamó a la puerta mientras su compañero observaba el área. Una mujer respondió. Una fresca brisa salió por la puerta de tela de alambre que continuó cerrada.
—¿La señora Seguira?
—Somos del FBI. ¿Podemos pasar?
Mostraron sus identificaciones abiertas y sus placas. Miraron a través de la puerta de tela de alambre hacia la oscura sala. Estaba vacía y callada.
—Bueno, pasen —dijo la mujer de mediana edad y algo gruesa.
Los dos hombres altos entraron secándose el sudor de las frentes con los pañuelos.
—¿Está el señor Seguira en su trabajo?
—No, está en casa. Trabaja en el turno de la noche. ¡Juan!
Seguirá apareció en la puerta de la cocina vestido con pantalones de mezclilla y una camiseta. Llevaba en la mano una lata de cerveza. Se mostró impasible mientras los ojos de su esposa iban de su marido a los hombres con ansiedad creciente.
Seguira era un trabajador de láminas de metal, una persona agradablemente anónima hasta que sufrió su primero y único ataque al corazón. Esto no tenía nada de raro ya que 600,000 norteamericanas sufren ataques al corazón anualmente, pero la época de su infortunio coincidió con la época en que el Instituto de Cardiología local recibió el permiso para realizar implantaciones de corazones artificiales. Seguira siguió el consejo del doctor y el corazón artificial se implantó. Era el catorceavo en el mundo y Seguira regresó a su trabajo siendo una especie de celebridad menor y allí había seguido hasta este día.
—Señor, somos del FBI —dijo uno de los hombres—. Hay un pequeño problema con otro paciente. Algo que ver con el combustible nuclear y tenemos órdenes de darle vigilancia a todos los pacientes durante las 24 horas del día.
—Caramba, ¿y de qué?
—No estamos en libertad de decirlo.
—Pues supongo que está bien. Soy un buen ciudadano y cualquier cosa que el gobierno disponga me parece bien. ¿No gustan sentarse?
—Primero echaremos un vistazo alrededor, si no le molesta.
—Desde luego que no. Háganlo. La casa no es muy grande. ¿Cuánto creen que estarán aquí?
—Me temo que por ahora, indefinidamente.
—¿Tanto así, eh? Yo no tengo que pagar por esto, ¿verdad? En realidad, con lo que gano no podría hacerlo.
—Desde luego que no.
—¿Y qué hay sobre mi trabajo? —Siguió tras ellos cuando empezaban a inspeccionar el apartamento.
—Alguien lo acompañará sin que se note, desde luego.
—Debe tratarse de algo muy serio.
—Lo es, señor Seguira, lo es. Pero usted no tiene por qué preocuparse mientras estemos aquí nosotros.
—Llámenme Juan, ya que vamos a andar juntos, supongo, por algún tiempo. ¿Quieren una cerveza o un refresco de cola?
—Nos gustaría un refresco.
Otros pacientes de corazón artificial fueron visitados en la misma forma por el FBI. En un lapso de dos horas todos los pacientes en siete ciudades habían sido localizados.
El vuelo charter que llevaba a Ridley se acercaba a San Francisco. Este había sido localizado en el hotel por una llamada hecha por el FBI de Boston. En menos de una hora un helicóptero de la policía estatal descendió en el hotel y dos agentes de campo de la oficina de Portland lo interrogaron. No fue difícil persuadirlos que él no sabía nada del secuestro. Pero sí se hizo claro, mientras discutía la situación con los agentes, que el FBI estaba subestimando los peligros potenciales asociados con 100 gramos de plutonio en manos equivocadas. Una bomba nuclear era lo último en su lista de posibilidades. En una llamada telefónica a San Francisco, Ridley no pudo explicar en su totalidad las ramificaciones, y pidió, casi exigió, que se le llevara de inmediato a San Francisco. Finalmente ellos habían estado de acuerdo.
—Bien —le dijo Ridley a Cynthia— el problema salió por fin a la superficie.
Ella le miró con ojos asustados.
—¿Será peligroso para ti?
—Podría ser peligroso para mucha gente.
Cynthia no trató de disuadirlo. Además sabía que hubiera sido inútil. Ella sencillamente empacaría y se marcharía a Boston.
Las luces de los puentes y las hileras de automóviles en las autopistas, pronto se hicieron visibles. Rosarios de luces marcaban las calles, con largas áreas oscuras que indicaban los parques y las colinas. Luego, rápidamente, con prioridad especial de la torre de control, se encontraron sobre una pista angosta rodando hacia un lejano hangar del aeropuerto.
Un coche de la policía, blanco y negro, lo estaba esperando ya. Tan pronto como bajaron la rampa, Ridley salió del avión.
Aunque llevaba en la memoria muchos detalles sobre las propiedades tóxicas del material escindible, Ridley sabía que necesitaría documentación de alguna clase para convencer a algunos policías escépticos que probablemente lo tomarían por algún ecólogo "chiflado" con una historia de miedo. Necesitaba presentar evidencia concreta de manera que una pequeña desviación en el viaje a San Francisco estaba justificada.
—Oficial Washington, lléveme primero a una biblioteca técnica.
—¿Servirá la biblioteca pública? Está a unas diez cuadras de la Alcaldía.
—No, no sería lo suficientemente buena. Tendrá que ser la Universidad de Stanford o la de California.
—Se supone que lo tengo que llevar directo al puesto de mando.
—Stanford está cerca. No me llevará mucho tiempo encontrar lo que busco.
—Bueno, está bien, pero podrían apretarme los tornillos por esto.
—No, no lo harán. Yo me ocuparé de ello —dijo Ridley con una seguridad que no sentía.
El policía hizo girar el coche, encendió las luces rojas y arrancó violentamente mientras Ridley trataba de mantener el equilibrio.
Cuando llegaron a la biblioteca principal de la Universidad de Stanford era casi la hora de cerrar. La subsección de física estaba en el primer piso.
Ridley caminó rápidamente sobre los gastados pisos de madera. Las repisas de las ventanas tenían gruesas capas de pintura negra aplicadas al través de los años. Luces incandescentes iluminaban la habitación. Hileras de libros se alineaban a lo largo de las paredes, y gruesas mesas de roble para lectura estaban colocadas en dos filas de tres mesas cada una. Era un lugar tranquilo y anticuado con una mujer sola, de aspecto afectado, vigilando sus silenciosos y estacionarios encargos.
—Señorita —dijo Ridley—. Necesito llevar a la policía de San Francisco con mucha urgencia algunas referencias. Este oficial testificará que me llevará a la policía en cuanto salgamos de aquí.
Ella pareció dudar.
—Tengo identificación al igual que este oficial. Podemos regresar el material en un par de horas.
—Bien, esto es muy irregular... pero si es para la policía de San Francisco supongo que estará bien. ¿Puedo ayudarlo a encontrar lo que necesita? ¿Tiene usted una lista?
—Conozco las referencias de memoria. Uno, el Manual del Plutonio; dos, el volumen 83 de "Ciencia", páginas 715 a 722; tres, "Estándares de Radiación para Partículas Calientes", edición de 1974; cuatro, La Física en la Medicina y en la Biología, edición de 1975; cinco, el "Diario Británico de Medicina Industrial" y seis, "La Física en la Salud", volumen 22, edición de 1972.
—Jesús —dijo la bibliotecaria—. ¿Para qué los quiere? ¿Puedo saberlo?
—Si se lo dijera, no me lo creería.
El interno en el servicio de Bradfield se hallaba recostado en el vestidor del doctor, con la eterna taza de café colocada en el brazo del sillón.
—¡Maldita sea! Algo anda realmente mal.
Eran las seis de la tarde, las operaciones de rutina habían terminado y la mayoría del personal había hecho sus visitas y se había ido a casa. Un solitario estudiante de medicina, fresco y ansioso, había ido a hacerle compañía. Un interno en un hospital era aproximadamente lo más bajo en la lista de los médicos, pero para un estudiante era bueno, virtualmente lo máximo, ya que tenía la autoridad de tomar decisiones.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó el estudiante.
—El jefe ha doblado su horario para todo el día. Según se termina un caso en una sala de operaciones, tiene otro esperando en la sala contigua para no tener que volverse a lavar. Sólo se pone una bata y unos guantes limpios y ¡lotería! el próximo caso. Yo no sé él, pero yo no aguanto más.
—¿Se va a marchar?
—Tengo ganas de hacerlo. Esto se puede volver peligroso para los pacientes.
—Caramba. ¿Dejar a Bradfield?
El interno levantó una cansada ceja.
—¿Sabes una cosa? Ese hombre sería capaz de administrar la anestesia él mismo si el anestesiólogo se rehusara y pondría la máquina cardiopulmonar en automático si el técnico no se presentara. Si yo no me presentara sería capaz de armar algo que sostuviera los instrumentos desde el techo y me despediría, pero aún así él operaría. Te digo que algo muy raro está pasando.
El apresurado programa estaba causando su primer impacto en otro pabellón, donde preparaban un paciente para cirugía. Un interno estaba terminando la historia y el examen físico.
—¿Por qué no me dieron hoy de cenar? —se quejó el paciente.
—Su estómago debe estar vacío antes de la operación.
—Pero mi operación no es hasta mañana en la tarde. Eso fue lo que se me dijo.
—El doctor Bradfield ha reprogramado su operación para esta noche. Tal vez él cree que la necesita de inmediato.
—¿Usted que cree, doctor?
—Bueno, yo no he visto sus estudios de Rayos X. No puedo decir con certeza.
—Mi angina no ha cambiado y yo le dije a mi familia que la operación sería mañana. No vendrán a visitarme hasta las ocho o las nueve de la mañana.
—Bien, para entonces ya habrá pasado todo. Esa será una agradable sorpresa para ellos.
—¿Está usted seguro que me van a operar esta noche? Yo me llamo Bob Jones.
El interno sonrió.
—Sí, señor. No hay otro paciente con ese nombre en el pabellón.
Bob Jones se reclinó en la cama perplejo.
—Esto es lo más raro que he oído en mi vida.
—¿Es eso lo último? —preguntó Geld.
—Sí —contestó Workman con voz baja y cansada.
Afuera, el coche de policía, sin marcas, que había hecho la última entrega de efectivo, se marchó. Los bancos estaban cerrados. Varias oficinas en el edificio de administración de Asperaiont se hallaban aún encendidas. Se acercaba la hora de hacer la entrega, pero sólo se habían reunido setecientos mil dólares —muy lejos todavía de la demanda de dos millones.
Dos policías uniformados hacían guardia en un cuarto contiguo a la oficina. El efectivo había sido colocado en una petaca grande de cuero, equipada con un doble fondo que contenía un transmisor de baja frecuencia.
Geld y Workman habían trabajado furiosamente durante todo el día haciendo todos los contactos posibles. Habían halagado y gimoteado y habían usado liberalmente el nombre mágico de Bradfield. También habían usado la lista de tenedores de acciones de ATOCOR, aunque sin mencionar el problema específico.
Las instrucciones decían que Bradfield debería estar en cierto armario numerado en el estadio de béisbol del equipo de los Gigantes de San Francisco a las diez de la noche. Faltaban aún un par de horas.
Cuando Workman cerraba la petaca un agente del FBI entró desde la oficina exterior. Miró desapasionadamente a los dos acosados administradores.
—Bueno, a las diez el juego de esta noche estará por terminarse. Este secuestrador es listo. Quiero pensar que habrá nuevas instrucciones para dirigirse a algún lugar remoto. El estará probablemente entre la multitud vigilando a ver si nuestro hombre se presenta. No hay oportunidad de que podamos descubrirlo ahí. Luego, con todos los coches saliendo del estadio al mismo tiempo tendremos problemas para seguir a Bradfield.
—¿Qué van a hacer?
—Trataremos de encontrarlo a través de Bradfield.
Geld se sintió aliviado. Se le había informado que el pagar el dinero era una especie de trato privado. Oficialmente el FBI no tomaría parte en ello. Ahora, sin embargo, tenían planeado seguir al intermediario. Había una posibilidad de que pudieran agarrar al sospechoso y salvar a la víctima y al dinero.
—¿No deberíamos poner una nota diciendo que no pudimos reunir todo el dinero y que lo conseguiremos mañana? —preguntó Workman.
El agente del FBI negó con la cabeza.
—No, dejen que lo cuente él solo.
Planeaban seguir la petaca con buscadores móviles radio-direccionales. El estadio de béisbol se hallaba en el lado este de la península. Había una utopista de norte a sur en el este y una paralela en el oeste. Los coches de policía estarían estacionados en varios puntos claves del área para que la señal de radio de la petaca pudiera ser triangulada. Era un método de rutina. Después de determinar la dirección del coche entrega, la policía seguiría la pista de la petaca hasta el sitio de entrega. La principal precaución era no poner nervioso al hombre que la recogería.
Cibelli, el hombre de las Relaciones Públicas entró al cuarto, ya que Geld lo había llamado por teléfono.
—Bueno, estoy listo, aunque para ser franco, me siento asustado.
Geld dijo.
—Apreciamos el que usted accediera a tomar el puesto de Bradfield si es que tenemos que usar un sustituto. Ese hijo de puta nos metió en este lío y ahora está escondido en su guarida.
Geld habló con una indignación y una franqueza que no eran características en él.
El hombre del FBI dijo:
—Ya saben que se puede echar a perder la entrega si mandan un sustituto.
—¡Maldita sea! no sabía qué otra cosa hacer. Bradfield está encerrado en la sala de operaciones y es un problema difícil sacarlo de allí.
El agente se encogió de hombros:
—Es su dinero —dijo.
Sonó el teléfono tomándolos por sorpresa. Geld contestó y luego le pasó el instrumento al agente.
—Es su jefe de San Francisco. Quiere hablar con usted.
Mario Delmonico, Alcalde de San Francisco, había recibido un mensaje urgente que se reportara a la Alcaldía. Una contingencia repentina había surgido. Preocupado y cavilando sobre ello había salido rápidamente por la puerta lateral de su casa al coche que le esperaba.
El coche entró al garaje del sótano del edificio y el alcalde tomó el elevador expreso al tercer piso, respirando fuertemente al salir de él. La indulgencia en las cenas de familia y en los banquetes políticos más la falta de ejercicio, habían cobrado su cuenta. Sus lentes, sin aros, se hallaban colgados precariamente en su ancha nariz, rodeada de una cara llena y redonda.
Un rayo de luz rompía la oscuridad del corredor cuando Delmonico abrió la puerta. Frente a él vio un enorme mapa de la ciudad que cubría toda la pared. Estaba hecho de plástico transparente de un color azul muy claro. Las calles se destacaban claras y sin color. Estaciones de bomberos, de policía, hospitales, refugios de defensa, todo estaba claramente marcado. Había dos hombres de pie bajo el mapa. Su trabajo era mover los marcadores que indicaban unidades móviles a lugares preasignados. Una hilera de teléfonos amarillos, operados por baterías, estaba extendida a lo largo de una fila de escritorios. Teletipos, con su martilleo característico se hallaban a la izquierda. Mesas de equipo de radiocomunicación estaban junto a los teletipos. Estos incluían una red de transmisiones manejada por computadora, un teletipo de alta velocidad y monitores sintonizados a las cadenas de televisión y a un circuito cerrado. Altos archiveros, llenos de encuadernadores cuidadosamente organizados, se hallaban colocados contra las paredes.
Aquí se hallaba la sala de operaciones, el cerebro de los servicios de la Oficina de Emergencia de San Francisco. Desde aquí, órdenes en clave podían ser enviadas automáticamente y ser traducidas al instante. La gente que manejaba este puesto de mando pensaban hasta en lo inimaginable y estaban preparados para actuar si sucediera. Ordenes de alerta podían ser activadas en un desastre cuando los sistemas normales se sobrecargaran o se inutilizaran, cuando había alguna amenaza, sobre vidas o propiedades y cuando la coordinación de fuerzas requería arreglos especiales.
Oficiales clave de la policía, de los servicios médicos y de bomberos y de la Cruz Roja estaban por llegar.
—Bien, ¿de qué se trata todo esto? —preguntó Delmonico después de mirar a su alrededor y observar la ordenada conmoción—. ¿Esta no será otra práctica de alerta, o sí?
—No, señor, en absoluto. Tenemos una situación grave —replicó Twomey y luego hizo la presentación de Ridley. Delmonico le dio un breve apretón de manos. Se dirigieron hacia una oficina de paredes de cristal, al final del puesto de mando y el alcalde fue informado de todo. Al terminar, Twomey dijo:
—Allen, dígale al alcalde lo que nos dijo sobre el plutonio.
Ridley comenzó lentamente, explicando que los fabricantes del corazón habían escogido el plutonio porque era un combustible ideal. Una pequeña cantidad podía generar fuerza por un largo tiempo. En la Luna y en Marte había cinco cápsulas de plutonio que generaban fuerza para instrumentos de las misiones Apolo y Vikingo. Marcapasos que contenían solamente una fracción de gramo, controlaban el ritmo del corazón de más de mil pacientes alrededor del mundo. Y, desde luego, el corazón artificial tenía 100 gramos.
Mientras escuchaba, Twomey se puso a hojear uno de los libros de referencia de Ridley. Una sección sobre la toxicidad del plutonio contenía 421 páginas a un espacio y complejas tablas y cifras. Era la "fuente", pero demasiado técnica para los lectores profanos.
—En los años cuarentas —dijo Ridley—, Seaborg de la Universidad de California señaló que el plutonio era potencialmente peligroso. Los estudios que se siguieron mostraron que el plutonio era radiotóxico en pequeñas dosis inyectadas en animales experimentales.
—¿Tóxico hasta qué punto? —preguntó Delmonico mirando a ambos hombres.
—Unas diez veces más tóxico que el radio —dijo Ridley. Tomó el volumen de las manos de Twomey y se lo mostró a Delmonico.
—Este libro relata los estudios sobre animales que han inhalado plutonio, bajo condiciones similares a las que pudieran hallarse seres humanos.
Ridley hizo una pausa y miró directamente a Delmonico tratando de juzgarlo.
—La radiación del plutonio de grado médico no penetra la piel —continuó Ridley—. El material es insoluble. Si se tragara, la mayor parte de él pasaría a través del aparato digestivo hasta salir del cuerpo. Pero si uno lo inhala... bien, es otra cosa muy distinta. Las partículas inhaladas serán llevadas a los sacos pulmonares y permanecerán allí en contacto íntimo con las células de los pulmones.
Ridley abrió el libro para mostrarle al Alcalde una gráfica de experimentos.
—Aquí en la página 803 está la figura crucial. Explica toda la historia. Calcula la supervivencia de los animales en días, después de inhalar plutonio.
—Sí, lo veo, pero en realidad no lo comprendo. ¿Qué quiere decir Curie?
—Un Curie es una unidad de radioactividad. Un corazón artificial tiene 1,700 Curies. Estas informaciones indican que si la millonésima parte de un Curie fuera inhalada por un animal, éste moriría de daño directo a los pulmones en un lapso de 20 días. Si la partícula fuera aún menor, digamos la diezmillonésima parte de un Curie, el daño inmediato a los pulmones sería menor, pero el animal moriría de insuficiencia pulmonar en un año. En este caso el proceso es la muerte lenta de la célula del pulmón que es remplazada por tejido de cicatriz. El tejido de cicatriz no es efectivo para transportar oxígeno y gradualmente la mayor parte del pulmón es remplazada por éste, de forma que la muerte ocurre aproximadamente en un año.
—Ahora bien, hay suficiente plutonio en un corazón artificial para matar diecisiete millones de animales en 20 días o ciento setenta millones de animales en un año.
El alcalde palideció cuando la enormidad de las cifras penetró en su consciencia.
—Desgraciadamente, aún hay más —continuó el sombrío Ridley. Volvió a mostrar las gráficas mudas que trataban la terrible historia. Con su dedo señaló en una gráfica puntos negros (......) más bien que una línea de puntos abiertos (o o o o o o) que llenaban la intersección de tiempo y dosis.
—Supongo que eso querrá decir algo diferente. Los puntos son distintos —dijo el alcalde.
—Sí, señor, quieren decir algo completamente diferente. Si el polvo de plutonio se hace aún más fino, hay una diferencia cualitativa en el resultado. Los pulmones aún se cicatrizan pero más lentamente y el animal sobrevive cuatro o cinco años. Ahora de lo que mueren es de cáncer de pulmón. El mecanismo no es claro, pero sabemos que los niveles bajos de radiación a largo plazo están asociados con el cáncer. En los pulmones el plutonio no puede ser disuelto ni eliminado por el cuerpo. Permanece atrapado allí emanando radiación. Hay bastante plutonio en un corazón para un billón, setencientos billones de animales.
Ridley le devolvió el libro a Twomey. Se puso de pie y se estiró esperando que Delmonico captara el horrible contenido de sus comentarios. El alcalde apenas empezaba a comprender el tamaño del problema.
—¿Qué significa todo esto en términos de vida humana? —le preguntó a Ridley—. Está usted hablando de pequeños animales de experimentación.
—Bien. Admitamos que el corazón humano es cien veces mayor y retiene menos plutonio, digamos el cincuenta por ciento menos. Todo se reduce a que el número de dosis se divide por el factor diez. Así que habría un millón setecientas mil dosis humanas en vez de diecisiete millones. No es una cifra muy consoladora. Y por lo que sabemos hasta ahora el hombre reaccionaría exactamente igual que el animal.
—Y ahora le daré un ejemplo de las dimensiones físicas del problema. California ha establecido un estándar de seguridad del plutonio. Se describe en el Código Estatal de Seguridad Industrial. Si la cantidad de plutonio en un corazón se diluyera perfectamente en el aire a un nivel de Código Estatal, llenaría un volumen de aire de dos metros de alto por ochocientos cincuenta millones de kilómetros cuadrados. La superficie de la Tierra tiene mil setecientos millones de kilómetros cuadrados.
Delmonico comprendió que Ridley hablaba de situaciones hipotéticas, pero aún a ese nivel teórico, el alcalde sólo podía tratar de respirar sin jadear al darse cuenta de las cifras involucradas. Ciertamente no era ninguna fórmula para consolarse.
—¿Pero cómo logra el paciente del corazón artificial no contaminarse con el plutonio que lleva dentro de sí? —preguntó Delmonico—. Eso es algo que nunca he podido comprender.
—El plutonio en el corazón está aislado de los tejidos vivos por la cápsula. El alcance de los rayos alfa de la pérdida de radioactividad es muy corto y es absorbido por las capas de insulación. El combustible en sí es procesado especialmente. No es un polvo sino un disco duro como el vidrio. El receptáculo de la sección de combustible fue diseñado para soportar cualquier accidente concebible y ha sido sometido a pruebas de alta temperatura, similares a la cremación accidental, disparándole balazos, etc.
—¿Entonces cuál es la preocupación? ¿Cuál es el peligro, si está tan bien protegido?
—El peligro radica en que no tenemos en las manos una situación de accidente. Lo que tenemos es un desquiciado, un criminal, tal vez un loco criminal, un terrorista, y el receptáculo puede ser abierto y usado por alguien con un conocimiento técnico mínimo. Si puede convertir el disco de combustible en polvo y digamos, explotarlo, podría ser peligrosísimo para mucha gente.
—¿Pero no será peligroso también para el que lo manipule?
—Así es y ése es el único punto bueno de toda esta situación. No sé exactamente como podría hacerse, pero el potencial existe. Si ha descubierto una manera segura de hacerlo, entonces nos hallamos en una situación en que no podríamos ganar.
Twomey se llevó al alcalde de regreso al puesto de mando. El director de emergencias y sus ayudantes esperaban frente al gran mapa iluminado.
—Es realmente un verdadero problema —dijo Delmonico con claridad—. Esperemos que lo único que busque el secuestrador sea el rescate, pero mientras tanto tenemos que hacer planes para lo peor. Es necesario estar listos para él y para lo que ande persiguiendo. —Sintió un pequeño espasmo de dolor en alguna parte de su estómago, sabía que se debía a pánico nervioso.
El coordinador de los servicios de emergencia habló. Aparentaba confianza y calma.
—Veo las distintas opciones que tenemos de la siguiente manera. Primero, estoy de acuerdo en que tenemos un problema po-tencialmente grave, pero veo algunas posibilidades con las que podemos trabajar. Siempre hay forma de manejar una situación si uno la estudia cuidadosamente. El que hayan escogido a Gray no fue accidental ni relacionado, sencillamente porque era un hombre famoso. Está claro que San Francisco es peculiarmente vulnerable.
—¿El puente de Golden Gate? —dijo Ridley.
—¡Exactamente!
Delmonico volvió los ojos al cielo en una súplica callada.
El director continuó.
—Todos sabemos que el viento pasa por ahí con la misma regularidad de un reloj, de este a oeste. Si alguien sube el polvo allí arriba contaminará toda el área de East Bay y casi la totalidad de la población de San Francisco. Ridley asintió.
—Sin duda, en minutos, cuando mucho en una hora.
—Las partículas subirán, volverán a caer a la tierra y luego se volverán a levantar y circularán en el aire durante días.
—Un buen aguacero acabaría con el problema.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos un fuerte aguacero en San Francisco, en junio? Eso no sucederá —Delmonico movió la cabeza sin esperanza.
El director interrumpió.
—El peligro radica en la dispersión del polvo por el viento. La actual ola cálida es un envío del cielo. Calculo que las brisas tardarán un día o dos en regresar y eso quiere decir que tenemos tiempo para prepararnos. Ahora bien, si podemos forzar su mano y obligarlo a dispersar el plutonio antes que cambie el tiempo, tenemos una oportunidad. La radioactividad quedará confinada a unas cuantas cuadras alrededor del lugar. En ese caso las contra-medidas serían limpiar el polvo con mangueras llevarlo a las cloacas, e impedir que vuelva a salir al aire. También debemos avisar a la gente que cierre todas sus ventanas y que apaguen sus ventiladores y sus aparatos de aire acondicionado y que permanezcan encerrados.
—¿Por qué no evacuar a todo el mundo? —preguntó Delmonico.
—Podría hacerse —dijo el hombre de control de tráfico—, pero llevaría más de un día. Podemos sacar cincuenta mil personas del estadio de béisbol en media hora, pero mover setecientas cincuenta mil personas es una empresa gigantesca.
—Necesitaríamos alojamientos —dijo el hombre de la Cruz Roja—. En el norte hay bases aéreas abandonadas y en el sur podríamos hacer uso del Campo Moffett, además de los edificios de escuelas desde aquí a San José. Pero la evacuación no es tan simple. Se puede esperar pillaje cuando la gente no está cerca para proteger sus hogares.
El director de emergencias habló de nuevo.
—Me gustaría pensar que mi acercamiento es el más práctico. Es el menos caro y protegería a un máximo de personas. Si se los pidiéramos al Estado y al Comité de Energía de Norteamérica podíamos tener aquí los peritos de radiación en 24 horas.
—¿Y qué tal si descubrimos la ubicación del secuestrador? ¿Debemos negociar con él? —preguntó una voz.
El jefe de policía contestó.
—Tenemos un escuadrón de armas y tácticas de primerísima categoría. Ellos pueden manejar cualquier situación.
—¿Y el rehén?
—Me temo que él no es imprescindible. Tenemos que obtener el corazón.
Delmonico miró su reloj. Ya era tarde. Pensó en todas las personas que vivían tranquilamente en la ciudad. Qué horror si se les infligiera el daño de una radiación masiva. Era injusto. Se suponía que un alcalde no debía tener esta clase de responsabilidades. Un presidente, un general, los líderes que habían guiado a la nación por el caminó del futuro nuclear, ellos eran los que debían estar aquí ahora. El no era, definitivamente, un gran experto en decisiones sobre casos de muerte y destrucción.
El alcalde sacó un pañuelo de su bolsillo para limpiarse el sudor de la frente. Le dijo a los hombres:
—Sigan adelante con la reunión de todos los suministros y equipo que necesiten para heridos potenciales. Quiero que las instalaciones médicas estén disponibles para operaciones de emergencia. Quiero que la fuerza de policía esté lista para restringir pérdidas por daños o saqueo. Todo lo que se pueda hacer debe estar listo para hacerse. Eso es todo, señores.
Twomey dijo:
—Mejor le informamos a Aspermont del nuevo potencial que tenemos aquí, no vayan a dejar caer la pelota.
—Sí, y obtengan más gente para la vigilancia.
Delmonico se quedó sentado, quieto, por un momento, con los ojos cerrados. Luego se levantó y miró al director.
—Comuníqueme por teléfono con el gobernador —dijo calmadamente—. Tomaré su llamada en la oficina de Twomey.
El hombre del FBI tomó el teléfono y escuchó. Dijo un par de veces: "Sí, señor" y "no, señor", pero Geld, Workman y Cibelli no pudieron comprender el giro de la conversación. El agente colgó.
—Bien, bien, bien. Esto va a ser más interesante de lo que pensé.
Miró a Geld y señaló a Cibelli.
—Este sujeto no va a ninguna parte. Usted saque a Bradfield de la sala de operaciones y hágalo venir aquí pronto. No me importa si tiene que cortar la electricidad o algo parecido, tráigalo aquí.
Geid dijo:
—Vaya, por fin empiezan a moverse ustedes.
—Doctor, un tipo llamado Ridley dice que este lío podría terminar en una catástrofe. Toda el área de la Bahía podría contaminarse con ese aparato de ustedes. Creen que es algo más que un secuestro ordinario y no quieren correr riesgos. Vamos, no hay tiempo qué perder en explicaciones. Hay que moverse.
El decano llamó a la sala de operaciones.
—Habla Geld. Quisiera hablar con el doctor Bradfield. Es urgente.
Una voz femenina dijo:
—Lo siento, señor, está operando y no puede ser molestado. ¿Algún mensaje?
—Sí, usted entre y dígale que necesito verlo inmediatamente.
—Lo siento, señor, no puedo hacer eso. El doctor Bradfield dio órdenes explícitas.
—Al diablo con las órdenes. Usted entre y sáquelo.
La mujer seguía dudando.
—¿Cuál es su nombre? —dijo Geld.
—Soy la enfermera Bollinger.
—Bien, señorita Bollinger...
Geld se detuvo. No tenía objeto. La mujer era inconmovible.
—Olvídelo. Voy a subir yo mismo a buscarlo.
Caminó hacia el ala del hospital. Era el final de las horas de visita y los elevadores estaban atestados. Subió por las escaleras y llegó jadeante al tercer piso. No había corrido en esta forma por años y pensó que le iba a dar un ataque al corazón. Oprimió el botón de la puerta y las dobles hojas automáticas de la sala de operaciones se abrieron.
—Doctor —gritó una enfermera—. No puede usted entrar así. Tiene que ponerse una mascarilla y una bata.
—Bien, tráigame unas, rápido.
En el teatro de operaciones Bradfield echó un vistazo por encima de la máscara quirúrgica.
—¿Qué demonios es esto? —le preguntó a Geld.
—Lo necesitamos de inmediato para hacer la entrega.
—¿Tienen el dinero?
—Sólo una parte.
—No lo haré —le gritó a Geld—. Esta estúpida idea de levantar fondos fue suya. Sin todo el efectivo y con la policía inmiscuida, a mi paciente lo matarán de seguro. No tomaré parte en esto.
Geid se enojó. Las voces en la sala de operaciones subieron de tono. La discusión se hizo más violenta y entonces Geld le dijo a Bradfield lo de Ridley.
—Ese hijo de puta, ya lo sabía yo —dijo Bradfield—. Así que también está mezclado en esto.
—No, no —dijo Geld—. Está cooperando con la policía. Está seguro que estamos tratando con un chantajista nuclear... algo que usted nos dijo que no podía suceder.
De repente Bradfield sintió escalofríos y su mente rehusó enfrentarse a la posibilidad que se le ponía delante. Se dio cuenta que no podía evadir la verdad por más tiempo. Se volvió a su ayudante y le dijo:
—Jack, termina esto.
Le hizo señas a Geld que lo siguiera y ambos salieron.
—Dios mío, qué cosa tan horrible puede suceder. ¿Supone usted que nosotros seamos culpables? —le preguntó Workman a Geld después que Bradfield había partido para el Estadio Candlestick.
La pregunta resumía lo sombrío de la situación. Ellos habían llegado a la Universidad cuando las cosas empezaban a ponerse difíciles. La fundación había disminuido, las colegiaturas habían llegado a alturas prohibitivas y la competencia para conseguir fondos era feroz. Para proporcionar la mejor educación posible como ellos lo veían, el prestigio de su Universidad se había ido involucrando cada vez más con grandes desarrollos tecnológicos. La fuente del dinero era, inevitablemente, el Gobierno Federal; los Institutos Nacionales de la Salud sostenían la Escuela de Medicina; el Comité de Energía Norteamericano proporcionaba los programas de física de alta energía; el Departamento de la Defensa y la Fundación Nacional de Ciencia mantenían los proyectos de ingeniería y la NASA ayudaba en aeronáutica y astronáutica. Al pedir y usar toda esta ayuda, la Universidad, una vez privada y de educación liberal se había transformado. Ahora era imposible tratar de eludir su situación, la Universidad se había convertido en una unidad avanzada federal de investigación técnica. La transformación no había sido hecha sin reflexión, sino después de completos debates internos. Ellos sabían que estaban montados en un tigre y que no había manera de bajarse.
Ridley y el alcalde bajaron lentamente las escaleras. Los corredores se hallaban vacíos y callados a pesar del incremento de actividades en la sala del escuadrón, los laboratorios y el puesto de mando.
En su vida pública Delmonico había hecho buen uso de las pequeñas hipocresías consideradas esenciales para un político. Bajo el aspecto sonriente y gregario, sin embargo, él era un hombre diferente. Si la necesidad lo exigía podía hacerle frente a las grandes estrategias. Como ahora. El alcalde quería obtener más información del joven que tenía a su lado y que aparentemente sabía tanto sobre la crisis que tenían en las manos.
—Ridley, ¿cómo llegamos a este lío?
Ambos se sentaron en la oficina vacía de Tworney.
—Bueno, señor, no sabría por donde empezar.
—Empiece por el principio —dijo Delmonico, echándose hacia adelante en su silla.
—Hace algunos años los médicos aceptaron que tenían que hacer algo por los enfermos que sufrían daños del músculo cardiaco.
—No veo nada malo en eso —dijo Delmonico.
—Una de las líneas de pensamiento se centraba alrededor de la idea de remplazar el corazón natural por una máquina. Se formaron comisiones de estudios y los comités debatieron la posibilidad y los costos. Decidieron que la ruta más corta para esa meta sería a través del acercamiento nuclear, así que la siguieron; se suponía, desde luego, que los científicos universitarios que hacían estas evaluaciones eran imparciales.
—Bueno, el público espera eso —recalcó Delmonico—. Si los profesores no son objetivos, ¿quién lo es? La libertad académica está basada en la filosofía de que ellos están ocupados en la búsqueda de la verdad y el conocimiento para beneficio de la humanidad.
—Correcto, alcalde, pero ese no es siempre el caso —dijo Ridley—. La investigación universitaria es en realidad investigación gubernamental. Si un profesor no consigue una donación no hay mucho con lo que pueda trabajar. A los científicos no se les paga por probar que algo no puede realizarse. Ellos deben demostrar la practicabilidad y la aplicabilidad de sus resultados. Cuando el gobierno decidió construir un corazón artificial todos los postores trataron de demostrar que su método era el mejor para lograr esa meta.
—¿Así que no se puede confiar en los expertos?
—No. Tome usted a los doctores, por ejemplo. Nosotros pensábamos antes que los médicos eran distintos a otros profesionistas, y no es así. Algunos tienen tantos prejuicios como un individuo cualquiera. Ellos se dieron cuenta por la información de los tecnólogos que el corazón era seguro para pacientes individuales. Esa había sido su principal preocupación y no lo que podría sucederle a la sociedad. Una vez que habían salvado ese obstáculo, su objetivo era aplicarlo y mientras más pacientes, mejor. Están acostumbrados a tomar riesgos de vida o muerte para el paciente individual, pero son jueces muy pobres cuando se trata de la situación global.
—Ya me doy cuenta —dijo Delmonico—. Si salimos de ésta tenemos que asegurarnos que no pueda volver a suceder.
—¿Pero, cómo se cambian las cosas?
—Para eso precisamente es la política,
Ridley se excusó y se marchó para lavarse y refrescarse un poco. Tenía que pensar en cómo el secuestrador, que indudablemente era un hombre hábil, llevaría al cabo su terrible plan si de verdad pensaba en utilizar el disco de combustible como lo sospechaba Ridley. Para éste, el problema era difícil. Normalmente uno no medita en formas de matar a millones de personas.
Sonó el teléfono y Delmonico lo levantó. Mientras esperaba por la conexión, pensó que Ridley encajaría muy bien en el personal del próximo año cuando declarara su candidatura al Senado de los Estados Unidos. Se acordaría de él. Una voz profunda se escuchó a través de la línea.
—Hola, gobernador. Habla Delmonico —su voz era firme y tranquila—. Siento molestarlo a esta hora, pero se ha presentado una emergencia. Necesitamos que usted alerte a la Guardia Nacional. .
Los brillantes arcos voltaicos iluminaban la cálida noche y partículas de polvo reflejaban los haces de luz que brillaban sobre la multitud. Los Gigantes habían ganado 1 a 0 en el final de la décima entrada. Veinte mil fanáticos vitoreaban y agitaban banderolas y el ruido que hacían, como si fuera la luz del sol, iluminaba el estadio.
Bradfield había llegado a tiempo pero el juego se había prolongado a entradas extras. Estaba parado frente a los armarios esperando ser rodeado por la multitud que saliera. Se sentía confuso y turbado. Aquí se hallaba él: un talentoso cirujano de corazón, convertido en un mensajero. No tenía control sobre la situación. El rugido de la multitud se apagó cuando los fanáticos empezaron a salir por las puertas. Sabía que varios pares de ojos en aquel mar de caras se hallaban fijos en él. Se le ocurrió que lo que estaba haciendo era peligroso. Le había asegurado a "Smith" que estaría solo. Ahora, su estado de tensión crecía.
Abrió el armario y sacó un mensaje. Estaba dentro de un sobre, limpiamente mecanografiado. Daba largas y complicadas instrucciones. Debía poner el dinero en una bolsa de lona que encontraría en el armario. Debía dirigirse por una tortuosa ruta, península abajo y cruzar los periféricos de Skyline Boulevard y Junípero Serra. El punto de entrega le sería indicado por una luz roja intermitente. Debía doblar el mensaje y colocarlo con el dinero, y luego regresar a Aspermont.
Buena maniobra la del mensaje, pensó Bradfield. No podía dejar caer el mensaje por si llegaba a manos de un policía. Tenía que devolvérselo al secuestrador. No cabía duda que "Smith" era listo.
Bradfieid levantó la vista y miró a su alrededor, poniéndose la bolsa bajo el brazo y el mensaje en el bolsillo de la camisa. Luego se mezcló con la multitud que bajaba la loma contra la que el estadio estaba recostado.
De regreso en su coche, abrió el compartimiento de equipaje y sacó la maleta. Faros de automóvil lo envolvieron momentáneamente, cegándolo y reflejando su silueta contra el automóvil. El coche de los faros siguió su camino; los pasajeros del mismo pensaban en donde irían a divertirse aquella noche.
Bradfield empezó a moverse con la corriente de lo que estaba sucediendo. Llevó la maleta que contenía la pequeña fortuna y el detector guía escondido al asiento delantero como si sólo llevara un cambio de calcetines y un cepillo de dientes. Montón tras montón de papel, que se veía gris oscuro en el apagado interior del coche, fueron colocados en la bolsa de lona y el mensaje encima. Luego se dirigió a la cita.
Sobre el tráfico, los técnicos de la policía notaron los cambios en la dirección de las señales.
—Va hacia el sur sobre la 280.
El proceso de rastreo había comenzado.
Eran las once de la noche. El comunicador de la Jefatura de Emergencias se comunicó con Twomey y Ridley.
—El automóvil se encuentra ahora en el Boulevard Skyline, en el condado de San Mateo.
El Boulevard Skyline era una ancha carretera de carriles dobles a lo largo del espinazo de las montañas Santa Cruz que corrían a todo lo largo de la península de San Francisco. El coordinador había estado dirigiendo a coches de policía, sin marcas, que fueran subiendo del sur según Bradfield cruzaba a través de las distintas áreas jurisdiccionales. La triangulación se hizo progresivamente menos precisa. El tráfico era ligero y los coches que seguían a Bradfield se harían muy obvios si alguien estaba vigilando. Deliberadamente se retrasaron más y más.
—Ya salió del Boulevard Skyline y ahora va bajando por el camino de King's Mountain.
—Hmm, ese camino es muy angosto. Yo he pasado por él en bicicleta —dijo Ridley—. La velocidad máxima es de alrededor de 20 millas por hora y la mayoría del tiempo la pasa uno tomando curvas a cinco y diez millas.
Twomey examinó minuciosamente el mapa.
—¿Cuál cree usted que sea el próximo cambio, Alien?
—Skyline corre a lo largo de las cimas de las lomas y Junípero Serra hace lo mismo paralelamente por la parte de abajo. El camino King's Mountain baja de la cima al fondo y más al sur el camino Page Mill hace lo mismo. Podría hacer que Bradfield bajara a Junípero Serra para luego hacerlo tomar Page Mill. En una noche como ésta, un coche que lo fuera siguiendo se podría ver desde millas de distancia.
—La entrega podría efectuarse en esos caminos.
—Esa impresión da. Tiene que salir por algún camino. Las montañas son demasiado escarpadas y llenas de robles de segunda con espinas y todo lo demás.
—Vamos a correr un riesgo. Pondremos dos coches en cada uno de los cruces antes que Bradfield llegue. Uno podría estar cerca de la cima y el otro en la parte baja.
—Ya veo, y no darán la impresión de estar siguiendo a nadie.
—Correcto. Haremos que conduzcan lentamente e intercambien posiciones y luego que cierren el camino de forma que nadie pueda salir. No hay otros caminos vecinales.
—¿Cómo sabrá usted en Page Mill o King's Mountain si la entrega se realizó?
—El detector en la maleta dejará de enviar señales.
—Teniente —llamó un ayudante—. Aquí hay una información sobre préstamos de libros en las bibliotecas.
—Allen, a usted le interesará eso —dijo Twomey con voz excitada.
Ridley miró la lista. Notó que uno de sus volúmenes de Stanford había sido prestado por una de las sucursales de la Biblioteca de San Francisco en el distrito de Noriega. Era el único préstamo que esta sucursal había hecho en material técnico científico.
—¿Cuál de los volúmenes? —preguntó Twomey.
—El Diario Británico de Medicina Industrial.
—Y aquí hay una anotación de la biblioteca —una solicitud para una fotocopia de un artículo en ese libro—. Oh, las queridas, dulces y compulsivas bibliotecarias. ¡Que lleven tan bien los archivos!
—¿Qué artículo?
—Página 476.
—Veré cuál es. Se trata de uno de los libros que yo pedí.
—La verdad que ustedes los policías me asombran. Fue muy inteligente de su parte el verificar en la biblioteca, teniente.
—Gracias, Allen —dijo simplemente Twomey.
Ridley bajó rápidamente el volumen.
—Se trata de recobrar plutonio del óxido.
No le tomó mucho tiempo a Ridley comprender el significado.
—Desde luego, ácido hidrosulfanílico.
Miró a Twomey:
—Nada de polvo.
—¿Nada de polvo? —dijo Twomey confundido.
—¡Solución!
—¿Qué?
—No usan un polvo, lo ponen en una solución. Hacen una solución del plutonio. Esa es la forma de hacerlo. Luego podrían usarla con un atomizador para el pelo.
Los procesos del pensamiento de Ridley corrían sin freno.
—No, mejor aún. Como una niebla. La máquina de niebla de San Francisco,
—¡Santo cielo!
—Eso es. Se disuelve el plutonio en un solvente en un recipiente cerrado. Se compra un atomizador comercial, se pone en el puente o en cualquier edificio alto de la parte oeste y se abre la ventana. Se coloca un dispositivo de tiempo para empezar la niebla horas después que uno se haya marchado. No habrá relámpagos en el cielo, ni truenos, ni olor siquiera. Sólo una nube radioactiva de partículas de plutonio, silenciosa, invisible y mortal, esparciéndose por la ciudad en cuestión de minutos, llevada por los vientos que prevalezcan...
—¡Diabólico!
—Alguien ha hecho las preguntas correctas y ha obtenido las respuestas correctas también. Tiene usted que agarrarlo.
—Señor —volvió a interrumpir el ayudante—. Tenemos el nombre de la persona que pidió prestado el libro.
Ridley leyó el mensaje.
—Cooper. Daniel Cooper. ¡Dios mío!
Sentía como si la cabeza le fuera a estallar. Era toda una revelación. Motivo: Cooper acabado por Aspermont, o por lo menos eso pensaba él. Inteligente: Cooper era muy brillante. Método: Cooper había trabajado en el laboratorio de ciclotrones. El rompecabezas se completaba.
Había otro golpe de suerte en el caso. Un cantinero en la Marina a quien se le mostró la foto de Gray recordaba haberlo visto en compañía de un hombre de muy mal carácter y de comportamiento muy raro el sábado en la noche.
—Estamos tras el cantinero —dijo el ayudante.
Ridley miró a Twomey.
—Ahora tenemos dos pistas, las compañías de equipo de laboratorio y las compañías químicas industriales.
—¿Cómo?
—Podríamos tratar de averiguar quién compró lo uno o lo otro en los últimos 6 meses y adonde fue a parar. El ácido se me hace más fácil de seguir.
—Pues empecemos ahora mismo.
Era medianoche.
Julie se despertó asustada. Después que la habían soltado temprano ese mismo día había consultado a su abogado y se había marchado a casa, donde había caído rendida en la cama. La noche que había pasado en la cárcel la había fatigado mucho, física y mentalmente. Tenía planeado tomar una siesta y luego partir, largarse de este lugar lo más lejos que pudiera.
Le dolía la cabeza y tenía la boca reseca. Se sentía toda dolorida. Hubiera dormido más si un recuerdo que la perturbaba no hubiera salido de su subconciente para despertarla. El hombre que había visto subir en el elevador el domingo en la noche. La cara se le había hecho familiar, pero no había logrado recordar dónde lo había visto. Ahora lo recordaba. Era el hombre con el corazón atómico. Era Gray. Había visto su fotografía en los periódicos. Debía estar en alguna parte de este mismo edificio.
—¡Maldita sea! No me quedo aquí ni un minuto más —murmuró Julie. Rápidamente echó a un lado la colcha y se puso de pie. Sacó unas maletas del closet y se puso a empacar.
—Teniente Twomey, el vehículo del rehén ha sido localizado.
—¿Dónde?
—Fue recogido por estacionamiento ilegal en Northpoint.
—¿Abandonado?
—Así parece.
—¿Está siendo examinado?
—La gente del laboratorio central está en camino. El auto está intacto y no hay signos de violencia. El compartimiento de equipaje estaba vacío y no hay huellas de ninguna clase. Nada que indique que un cuerpo haya estado en él.
—¿Northpoint? —dijo Ridley—. Eso es al noroeste de San Francisco. Puede no estar lejos de allí.
Bradfield llegó a la desviación para el camino de Page Mill media hora después de la medianoche. Se hizo a un lado del camino, paró y miró el kilometraje. Se sentía cansado. Sirviéndose una taza de café de un termo que su secretaria le había preparado, se reclinó y se relajó por unos minutos. Había esperado hacer la entrega en King's Mountain, pero no había habido ninguna señal. ¡El hijo de puta! Está jugando, pensó. El café le ayudó pero los ojos todavía le ardían de fatiga y falta de sueño. Era un sentimiento familiar para él, reflexionó, recordando sus días de entrenamiento.
Echó a andar el motor y continuó su viaje. Desde aquí el camino se volvía sinuoso pero relativamente ancho durante las primeras tres millas. Los faros de su coche iluminaban brevemente escenas a los lados del camino, un pequeño puente para peatones sobre un cauce seco, una curva después de pasar la última casa había un corral y un caballo parado junto a la cerca; luego, la primera curva pronunciada hacia la izquierda, vagamente dibujada a la luz de la luna, cuando el coche empezaba a subir hacia las montañas. Al mirar hacia arriba vio un par de faros que bajaban zigzagueando por la montaña, pero los volvió a perder de vista al tomar el coche la curva.
Ahora, a una velocidad de cinco millas por hora, el motor ronroneaba en primera, cambiando automáticamente al llegar a una cima donde el camino se curvaba a la derecha y hacia abajo. Empezó a angostarse el camino al cruzar unos espesos bosques de pinos. Alrededor de la curva Bradfield, vio las luces del coche que descendía, que subían y bajaban. Tocó la bocina. Los dos coches se cruzaron viajando muy despacio. Bradfield que iba por la parte de afuera casi se detuvo para que pasara el otro coche. Miró fijamente y vio la silueta de dos hombres en el asiento delantero. El otro coche no tenía ningún distintivo. Se movía despacio pero continuamente. Los hombres miraron hacia él.
Bradfield respiró profundamente. Esperaba que no lo hubieran perdido. Tenía las manos bañadas en sudor, las limpió en los pantalones. Continuó subiendo mirando cuidadosamente al lado izquierdo del camino esperando ver la luz roja de la señal.
Los dos policías se pusieron tensos y alertas. Se hallaban en el lugar correcto y a la hora correcta.
—¿Era ése el doctor? —dijo uno de ellos.
—Estoy casi seguro.
.—Es posible que tengamos al secuestrador entre nosotros y la patrulla de la cima —dijo uno de ellos—. Si eso es cierto, solamente puede salir por este camino. Sería un tonto si tratara de caminar entre la maleza.
—¿Bloqueamos aquí el camino?
—Vamos a dar vuelta y a colocar el coche mirando hacia arriba. Como a media milla más abajo hay un lugar donde podemos dar vuelta.
Cuando llegaron al lugar donde dar la vuelta vieron un coche viejo con una llanta baja, ocupando el lugar.
—¿No te imaginabas que algo así sucedería?
—Tenemos que bajar, dar la vuelta y volver a subir corriendo.
Bajaron otra milla y media. En el primer sitio conveniente dieron la vuelta y subieron rápidamente. Se pararon en la mitad del camino en un tramo recto.
—Aquí. Ningún coche podrá pasarnos.
Se bajaron para mirar los alrededores. El camino era angosto. Estaban arriesgando que alguien los embistiera por detrás dada la forma en que estaban estacionados.
—¿Crees que debíamos poner señales de aviso?
—No podemos. Eso los prevendría.
—Si algo viene, encendemos las luces en el momento preciso.
—Bueno.
Volvieron a entrar al coche y esperaron.
Cooper había manejado desde el estadio Candlestick inmediatamente después de ver a Bradfield. Su ruta fue directa por todo el Boulevard Skyline hasta el camino Page Mill. A mitad del camino se paró y dejó una bicicleta y una linterna roja. Los escondió tras unos matorrales y continuó bajando hasta llegar a un sitio que tenía el ancho suficiente. Ahí se estacionó y trabajó en una de las llantas. Un largo y penetrante sonido de aire que se escapa rompió la quietud. El auto se inclinó a un lado. Volvió a trepar a pie camino arriba, hasta llegar adonde había dejado la bicicleta.
Desde su puesto de observación podía ver el primer tramo del camino de Page Mil antes que empezara a curvarse hacia arriba. Mientras esperaba, tres coches habían pasado hacia abajo, pero sólo había visto dos en el tramo del comienzo. En alguna parte del camino que bajaba frente a él había un coche. Otros dos coches habían subido y lo habían pasado, pero ninguno de ellos había respondido cuando él hizo parpadear la luz roja de la linterna.
Pero ahora estaba subiendo un tercer coche y pudiera tratarse de Bradfield. Sintió que sus planes se acercaban al punto culminante. En el frío aire de 2,000 pies de altura esperó.
Bradfield subía lentamente, virtualmente a vuelta de rueda, cuando la vio. Allí estaba, no había equivocación posible, era una luz roja que parpadeaba. Miró su odómetro para tomar nota de la distancia desde la última lectura. Se detuvo y tomó la bolsa de dinero. Sacando el cuerpo por la ventanilla balanceó la bolsa como un péndulo un par de veces y la arrojó fuera del camino en una pequeña depresión del terreno. Sin molestarse en mirar alrededor, apretó rápidamente el pedal del acelerador y arrancó. Espero que esto sea suficiente y que suelte a Gray, pensó.
Media milla más allá de la entrega, Bradfield echó el brazo hacia atrás y tomó la petaca arrojándola a la maleza de la cuneta.
—Espero que relacionen esta pista —se dijo a sí mismo y continuó su camino.
El localizador de señales ya no era sensible a pequeños cambios de lugar debido a la distancia y a lo abrupto del terreno. Llevó algún tiempo a los técnicos de la policía el confirmar sus observaciones.
—Ya lleva 6 minutos en el mismo sitio. Avisen a la Central que la entrega ha sido realizada.
El corazón de Cooper latía apresuradamente mientras el coche solitario continuó subiendo por el sinuoso camino y se perdio en el. Esperó unos pocos minutos apoyado sin moverse contra un árbol. Luego estiró sus músculos y se separó, caminando pesadamente a través del suave suelo del bosque, se paró al borde del pavimento y miró en ambas direcciones. Todo estaba tranquilo. No le llevó tiempo localizar la bolsa de lona que estaba en una pequeña depresión a muy corta distancia del camino. La levantó sopesándola experimentalmente. Era pesada. Al llegar al borde del camino su pie se dobló sobre una pequeña piedra. Cayó pesadamente y rodó por la cuneta llena de tierra y hojas secas.
—¡Mierda! —murmuró cuando las espinosas hojas le arañaron la cara. Permaneció tirado un momento con la mejilla pegada al suelo y jadeando fuertemente y luego se volvió de espaldas para mirar hacia arriba. Finalmente se incorporó y caminó a tropezones por la cuneta hasta su escondite. Por un momento se inclinó hacia adelante para tratar de controlar su respiración.
En el coche de policía los dos hombres acababan de oir por el radio que la entrega se había efectuado. Se les ordenó que empezaran a subir lentamente por el montañoso camino. Otros coches patrulla convergerían en la escena desde ambas direcciones.
Cooper había acomodado la bolsa de lona en la recia bicicleta y había empezado a bajar pedaleando furiosamente.
El motor del coche de la policía se encendió y las luces se prendieron cuando Cooper salió materialmente volando de la curva. Los faros casi lo cegaron y se inclinó hacia la parte interior del camino entre el coche y la ladera. Pasó casi rozando a ambos.
Los policías se quedaron inmóviles de la sorpresa cuando la inesperada aparición salió de la oscuridad y pasó a su lado como una exhalación.
—Llama a Control —gritó uno de los policías—. No nos será posible alcanzarlo si subimos para dar vuelta.
En una decisión momentánea empezó a bajar en reversa tomando como punto de referencia el abrupto lado del camino, pero caminó demasiado aprisa y el pavimento desapareció. Trató de dar la vuelta rápidamente, pero era demasiado tarde. El coche se salió del camino y quedó apoyado parte en un árbol y parte en el aire. Estaban atrapados hasta que llegaran a rescatarlos.
Cooper corrió cuesta abajo. Frenó desesperadamente con ambas manos, cuando llegó a su coche. Los frenos apretaron las ruedas y finalmente resbaló hasta chocar con el costado del coche. Cooper sintió un fuerte dolor cuando se golpeó y se cayó de la bicicleta contra la abrupta ladera del camino. Se arrastró sobre las rodillas hasta la parte trasera del coche y abrió el compartimento de equipaje. Sacó una botella de aire comprimido para volver a inflar la llanta que había bajado deliberadamente. Jadeaba mientras permanecía sentado en el suelo con la cabeza apoyada contra el coche. Sacó la bolsa de lona de la bicicleta y la metió en el compartimento de equipaje. Luego empujó la bicicleta cuesta abajo por la ladera del camino.
Con un máximo esfuerzo mental para dominar su fatiga, se dejó caer en el asiento del conductor. Se recuperó lo suficiente para regresar el coche al camino y se alejó esperando cubrir la corta distancia hasta la carretera antes que llegara la policía. De hecho, lo perdieron por segundos. Todo lo que vieron los refuerzos fue la luz de unos faros traseros que se perdían rápidamente en la distancia.
En camino al apartamento sintió una honda presión en el pecho. El esfuerzo de las últimas horas lo había agotado y se apresuró más. La última vez que había tosido un sabor salado se le quedó en la boca. El sabía que era sangre. No se podía permitir el detenerse. Pensó que había triunfado cuando llegó al garaje subterráneo de las Torres Marina, pero las luces de su coche delinearon la silueta de un policía uniformado.
El oficial Murphy miraba directamente hacia él.
El alcalde Delmonico convocó a una reunión con ejecutivos de la radio, televisión y periódicos. La habitación se veía sin ventilar y llena de humo de tabaco. En el grupo que atestaba el cuarto algunos sentían curiosidad y otros ansiedad. Reunirse con el alcalde a la una de la mañana no era, ciertamente, algo de rutina. Todo el mundo que era alguien había sido despertado y escoltado a la alcaldía, por la policía.
Los párpados del alcalde empezaban a inflamarse por falta de sueño y estaba ojeroso. No era el político alegre y simpático al que los periodistas estaban acostumbrados a tratar. Había resuelto mentir descaradamente a los miembros del cuarto poder.
—Los he citado a todos aquí porque nos enfrentamos a una situación desesperada —dijo Delmonico—. Quiero que quede claramente entendido que cualquier comentario sobre el problema que voy a describir no podrá ser hecho por lo menos en 24 horas. Espero poder confiar en la total cooperación de Uds.
Hubo un revuelo en la sala mientras Delmonico explicaba la situación. Todo el mundo empezó a hablar simultáneamente y algunas manos se alzaron. El alcalde interrumpió.
—Por favor, señores, déjenme terminar. Estamos urgiéndolos a un cierre total de noticias, mientras se aclara la situación. Necesitamos su cooperación. El caballero que está a mi lado pertenece al FBI. El les dará toda la información que necesiten cuando sea apropiado. Comprendemos que desde el punto de vista periodístico es una gran noticia, pero tenemos que proteger a la víctima.
—Pero —gritó alguien— esto es chantaje nuclear.
—Nuestros expertos no creen que haya ningún peligro de una explosión nuclear. Eso lo pueden ustedes verificar con físieos independientes si así io desean. Pero si publican la historia habrá pánico, heridos, daño a la propiedad, hasta anarquía. ¿Ustedes no quisieran ser responsables de eso, verdad?
Twomey entró, hizo señas con el brazo para atraer la atención del alcalde y señaló la puerta con el pulgar. El alcalde le cedió la reunión al hombre del FBI y salió de la sala.
—Afortunadamente no hicieron preguntas sobre la posible distribución del plutonio por medio de un atomizador —le dijo Delmonico a Twomey—. Esos sujetos estaban a punto de comerme vivo, pero creo que cooperarán. Estos ejecutivos de noticias son hombres de negocios y comprenden lo que hay en juego. ¿Para qué quería verme?
—Ridley ha localizado un distribuidor de materiales que puede ser utilizado para disolver plutonio —dijo Twomey—. Se trata de Van Ecksíein-Horner en el distrito de almacenes. El gerente va a abrir sus archivos si conseguimos una orden de la corte o permiso del dueño.
—¡Por Dios! —gritó el alcalde—. ¿Qué demonios está sucediendo? ¿Es que no se puede conseguir un juez que le proporcione una?
—Tomará tiempo que el juez lo haga. ¿Consideraría usted hablar con el presidente de la compañía? Su nombre es James Coulson y vive en Pacific Heights.
—Qué bueno, Lo conozco. Su casa está a una cuadra de la mía. Vamos a un teléfono.
Tomó casi una hora hacer los arreglos. Twomey y Ridley entraron al desierto edificio de oficinas con el gerente de la compañía. Se dirigieron directamente a los archivos, guardados en una pequeña computadora-escritorio.
—Aquí —dijo el gerente—. Coloquen la cinta, opriman la tecla del programa de búsqueda y luego escriban sus parámetros de definición.
Ridley lo hizo así y los caracteres aparecieron en un osciloscopio pantalla de ocho por diez pulgadas. A pesar de la velocidad de la computadora a Ridley se le hizo que examinaba demasiado despacio. Todas las entregas de las primeras seis cintas habían sido hechas a direcciones en los distritos de Portrero y Waterfront. Fue en la séptima cinta que apareció esta información:
Dos barriles de 50 galones cada uno de solvente orgánico, en abríl 19.
Avenida Northpoint No. 1, Apartamento No. 3001: dos galones de ácido HSA.
—Esta es —dijo Ridley—. ¿Quién pediría ácido de grado industrial en las Torres Marina?
—Hay un indicio de localización.
La voz del despachador llegó desde el puesto de mando. En el carro patrulla Twomey empezó a hablar por radio ordenando un movimiento en masa de hombres y equipo hacia el área de las Torres Marina. Los equipos de expertos en radiación también fueron movilizados. Había camionetas equipadas con palas, hachas, rastrillos para fuego y contadores Geiger. Se alertó a los bomberos. Dos escuadrones especiales antiterroristas, completamente armados estaban en camino. También se alertaron varias unidades de la Guardia Nacional. Estaban listas en la Armería, listas para salir en caso de que fuera necesario.
Eran ahora las tres y treinta de la mañana.
El oficial Murphy se quedó más que sorprendido. A esta hora había estado desperezando un sueñito cuando el ruido del motor rompió la quietud y lo hizo sentarse rápidamente. Cooper hizo chirriar sus llantas al frenar el coche repentinamente frente a Murphy. El policía enfocó su linterna directamente a la cara de Cooper y dijo:
—Baje su ventanilla, por favor, señor.
Cooper obedeció nerviosamente. Como tenía que mirar hacia arriba para ver al alto y fornido policía, tuvo que estirar el cuello. Esa posición irritó sus nervios sensorios que estaban en carne viva y empezó a toser sin poder remediarlo. Las flemas saltaron de su boca al toser y Murphy se echó hacia atrás asqueado, pero algo de la saliva alcanzó a caer en su zapato.
—Oh, lo siento, oficial —dijo Cooper débilmente—. Soy un hombre enfermo, ¿sabe usted? Permítame que le limpie el zapato.
Cooper abrió la puerta y se inclinó para limpiar el zapato de Murphy. La inclinación forzó su diafragma hacia arriba y el espacio de aire en sus pulmones decreció. Jadeó, tratando de respirar, lo que le causó otro ataque de tos interminable. El tumor de su pulmón desgastó un poco más la pared de la arteria pulmonar bajo la continua presión. Cooper se reclinó hacia atrás en el asiento del coche. Miró al policía sin hablar tratando de recobrar el aliento.
—Caramba, hombre, ¿ha visto usted a un doctor? —fue todo lo que pudo decir Murphy.
El ataque fue cediendo finalmente de modo que Cooper pudo tomar aliento.
—Oh, lo siento —tartamudeó—. Me pondré bien, oficial.
—¿Vive usted aquí?
—Sí. ¿Es que hay algún problema?
Murphy se mantuvo a distancia.
—Bueno, echemos un vistazo a su coche.
—¿Para qué?
—He sido asignado para cuidar este lugar.
—¿De qué?
—Terroristas.
—Bueno, yo no soy un terrorista. Esta es mi residencia.
Los ojos de Murphy se entrecerraron al mirar a Cooper.
—Bien, usted vive aquí, pero eso a mí no me importa. Yo tengo mis órdenes. Abra el compartimento de equipaje.
—¿Qué es lo que busca?, si es que puedo preguntar.
—Un paquete grande, uno que cabría en su compartimento.
—¿Tiene usted una orden de cateo?
—¿Tiene usted algo qué ocultar?
—No, no.
—Entonces, ¿demuestra un poco de cooperación para su policía local?
Cooper, intimidado por la imponente presencia del policía, salió del coche y abrió el compartimento. La linterna de Murphy iluminó el interior, detallando la bolsa de lona. Cooper trató de no mirarla y continuó mirando a Murphy.
—Está bien —dijo el policía—. Puede usted entrar, será mejor que llame a un doctor.
Al decir eso, Murphy deliberadamente limpió la punta de su zapato frotándolo en el pantalón.
Julie había acabado de empacar. Todas las gavetas estaban salidas y los closets abiertos de par en par. Había llenado cinco maletas. Sus muebles, sus pinturas, su estéreo y un piano de cola pequeño, los dejaría.
Tomó el teléfono y marcó el número de la casa de su abogado.
—Sí, ¿quién? Julie. ¿Sabe que son más de las tres de la mañana?
—Terminé —dijo Julie—. El apartamento está vacío.
—¿No podía haber esperado a la mañana para decírmelo?
—No. Ahora ya me voy y quiero que usted se ocupe de mis cosas.
—Seguro, yo lo alquilaré por usted.
—¿Liquidó mis acciones de ATOCOR?
—¿Es el Papa católico? Se ganó una buena suma en las mil acciones. El precio bajó un poco desde el cierre de ayer.
—Caerá con un estallido cuando salga a la luz la historia. La compañía está terminada.
—¿A dónde quiere que le transfiera sus fondos?
—Ya se lo haré saber pronto. Puede escribirme a lista de correos en Mendocino.
—Bien, bien y mucha suerte. Manténgase en contacto.
—Lo haré y muchas gracias por todo. Adiós.
Julie había estacionado su Porsche en la entrada de la planta baja. Metió rápidamente las dos últimas maletas. Su ligero vestido de gamuza, un modelo Givenchy, hacía frú-frú con cada movimiento. Su pelo estaba severamente envuelto. Ya me ocupé de todo, pensó. Ahora sólo tenía que subir de regreso al apartamento para hacer una llamada sobre Gray al Departamento de Policía de San Francisco, y podría irse con la conciencia tranquila.
El elevador estaba en el nivel del garaje subterráneo. Apretó el botón y en unos cuantos segundos la puerta se abrió. Entró y apretó el botón de su piso. Entonces miró al otro ocupante del elevador y sus ojos se abrieron, primero en señal de reconocimiento y después de temor. Era el hombre que había visto con Gray. Tenía la cara lastimada y una mirada de loco. En el suelo, a su lado, había una bolsa de lona bien rellena de algo.
El suspiro de reconocimiento y la mirada de temor en su cara la traicionaron. Cooper adivinó que ella sabía algo.
—Ni un grito —dijo—. Ya sé lo que va usted a hacer. Va a entregarme a la policía.
—No, no, yo no, se lo prometo. Yo puedo ayudarlo. Le daré dinero. Le daré cualquier cosa, lo que quiera.
Di algo pronto, pensó ella. Estaba en un apuro y grande.
—Embustera, conozco su clase.
—No, está usted equivocado, yo también me iba.
—Cállese —dijo Cooper con voz enojada.
Era demasiado tarde, pensó ella. Tenía que salir. Trató de oprimir el botón de emergencia. Casi automáticamente Cooper la golpeó en el cuello, con el canto de la mano, justamente bajo la oreja. Ella cayó y su cabeza pegó contra la pared del elevador con un fuerte ruido. Cayó al suelo inconciente. Cooper desesperado se arrodilló a su lado y tomando su suave y frágil cuello entre sus manos empezó a apretar. Cuando el elevador llegó al piso 30, ella había dejado de respirar.
Las puertas se abrieron y Cooper miró hacia afuera con precaución. El pasillo estaba vacío. Empezó a sacar el cuerpo de ella, a tirones, jadeando. Ya tenía medio cuerpo fuera cuando las puertas comenzaron a cerrarse. Al tropezar con el cuerpo de Julie volvieron a abrirse automáticamente. Cooper pasó sobre ella y puso el elevador en parada. Continuó arrastrando el cuerpo por el pasillo y abrió la puerta. Ahora, casi exhausto, arrastró el cuerpo dentro de su apartamento, lo dejó caer para que quedara apoyado desmañadamente contra la pared de la sala. Luego, dejando la puerta abierta, caminó vacilante hasta el elevador, recogió el bolso de Julie y agarrando los cordones de la bolsa de lona la sacó arrastrando. Inclinándose hacia adentro del elevador, lo quitó de parada. Las puertas se cerraron.
Cuando Cooper regresó al apartamento arrastrando la bolsa, estaba acalorado y sudoroso. La presión del pecho aumentaba otra vez. Los sucesos de las últimas horas, el esfuerzo de la montaña, la sorpresa de encontrar al policía en el sótano y ahora el asesinato de esta mujer lo habían empujado a la locura.
Registró el bolso de Julie y encontró y sacó una pistola de pequeño calibre y se la guardó en el bolsillo. Luego abrió la bolsa. Allí estaba la nota, vio con satisfacción, pero el dinero no parecía tanto como debía ser. Dejó caer los paquetes al suelo. Después de una estimación rápida vio que faltaba bastante para la cantidad que él había exigido.
Bien, pensó, así lo quieren. No había ya razón para detenerse ahora. Se vengaría de todos para siempre. Sacando la pistola de su bolsillo se acercó a la puerta de la bodega de vinos, oprimió el apagador exterior y abrió la puerta.
Gray, muy débil por la fiebre, contempló el arma que le apuntaba directamente.
—¡Salga! ¡Póngase allá!
Cooper retrocedió lentamente e hizo señas con la pistola hacia la sala.
Gray salió arrastrando los pies y protegiéndose los ojos de la luz. Una vez que se acostumbró a ella reconoció al hombre que había conocido en el hotel. Recordó la conversación que habían tenido antes de perder el sentido. Este hombre le había dicho que se podía envenenar a la ciudad entera con el contenido de combustible de un solo corazón artificial. Miró ahora a Cooper, aturdido y sin habla.
Gray se detuvo en el centro de la estancia y vio los dos barriles y otro recipiente más pequeño en una esquina. Vio el cuerpo de una mujer que yacía desmañadamente en el suelo. Se volvió para mirar a Cooper que se encontraba ahora a pocos metros de él apuntándole al corazón con la pistola.
Cooper habló con voz quejumbrosa.
—Pedí dos millones de dólares y la no intervención de la policía a cambio de...
Una y otra vez sufrió accesos de tos mientras trataba de seguir hablando.
—...a cambio del plutonio y de usted. No me tomaron en serio o piensan que usted vale menos. Tomaré el plutonio y les devolveré a usted.
—Está usted loco. No podrá lograrlo. Usted también va a morir y morirá por nada. Yo puedo ayudarlo. Puedo llevarlo a un doctor y meterlo a un hospital donde lo ayuden a curarse.
—Quiere decir que me meterá en un asilo de locos.
Los ojos de Cooper tenían una mirada dura y fija. Estaba loco, completamente trastornado.
Gray trató de acercarse a Cooper pero tropezó debido a la debilidad producida por el agotamiento del calor. Cooper, retrocedió un paso, pero Gray volvió a avanzar. El ruido del disparo sonó en sus oídos y Gray sintió una terrible presión que lo paralizó y que se extendió por todo su pecho. Perdió momentáneamente el equilibrio pero no sintió dolor. Se apoyó contra la pared y respiró profundamente. Cooper permaneció donde había hecho el disaro, sus ojos dilatados por el miedo al ver que Gray permanecía en pie. La bala había Chocado contra la impenetrable cápsula de combustible que formaba el frente del pecho de Gray.
Una segunda explosión se produjo cuando Cooper disparó nuevamente con desesperación, contra el pecho de Gray con el mismo resultado. La mano de Cooper que sostenía la pistola comenzó a temblar.
Gray, si lo hubiera sabido, hubiera podido dominar fácilmente al hombre armado en ese momento, pero sus pensamientos se habían concentrado ahora en otra cosa. Tenía que mantener el combustible en la máquina que le servía de corazón, lejos de Cooper. El próximo tiro, ya fuera certero o no, podría inmovilizarlo si le pegaba en la cabeza o en las piernas. Sólo le tomó un segundo a Gray tomar su decisión.
Había calculado la distancia entre él y la puerta de cristales abierta que daba al balcón, en no más de cinco metros. Se esquivó a un lado alejándose de Cooper y atravesó la puerta en segundos. Se subió a la balaustrada y sin dudar un instante se arrojó al vacío. ¡Dios mío! —pensó— haz que la cápsula resista. Los segundos pasaron a una eternidad.
Cuando Gray había hecho el movimiento para esquivarlo, Cooper había disparado otros dos tiros, uno que le pegó al barril más pequeño y otro que hizo añicos la puerta de cristales. Un chorro de ácido que salió del barril comenzó a correr por el suelo, abriendo grandes huecos en la alfombra y deslizándose hacia los paquetes de dinero desparramados en su camino.
Cooper inmovilizado momentáneamente por la sorpresa, se recobró y corrió hacia el balcón. Miró y apenas pudo distinguir el cuerpo en la tenue fosforescencia del agua de abajo. Bueno, eso terminó, pensó torpemente y regresó a la estancia.
Vio el ácido que se derramaba esparciéndose entre los fajos de billetes. Frenéticamente empezó a tirar paquetes lejos del alcance del ácido. La alfombra se había convertido en bloques calcinados de color negro y castaño oscuro, y el concreto asomaba a través de ellos. La bolsa de lona estaba intacta. La tomó y empezó a meter en ella tanto dinero no dañado como pudo. Parte del dinero había sido destruido casi totalmente. Sacó su cartera, tomó todas sus tarjetas de identificación y las tiró en el ácido hirviente.
Al llegar a la puerta de salida no le prestó atención alguna a la escena que dejaba tras de sí. No había tiempo de hacer nada más. El cuerpo de la mujer tendría que quedarse donde estaba. Se echó al hombro la bolsa de lona y partió.
—¡Eh, oficial! Hay un cuerpo en la base del edificio por la parte de Bayside.
Murphy vio al hombre parado con una bata puesta en la puerta del elevador, al final del garaje. Los dos hombres salieron por la puerta de incendios y corrieron alrededor de la parte exterior del ala norte del edificio.
El compañero de Murphy habló mientras corrían.
—Oí un fuerte ruido y luego otros dos más, y entonces vi volar algo por mi balcón. No podía dormir e iba a entrar a la cocina por un vaso de leche. Sabía que estaba usted en el edificio. He hecho bien en llamarlo, ¿no?
—Ya lo creo que sí —doblaron jadeantes la última esquina.
El cuerpo de Gray había caído en un angosto borde rocoso entre la base del edificio y las suaves y lamientes aguas de la Bahía.
—¿En qué piso está usted? —preguntó Murphy.
—En el veintiocho.
—¿Y él vino de arriba de usted?
—Sí —dijo el hombre, retrocediendo con repugnancia cuando miró el cuerpo roto y ensangrentado.
—Tiene que estar muerto, de eso no hay duda. No toque el cuerpo y regrese al edificio. Hablaremos con usted más tarde.
El hombre se retiró agradecido y tomó apresuradamente el paso que conducía de regreso al garaje.
Twomey y Ridley con las sirenas abiertas se abrieron paso a lo largo de la Avenida Van Ness. Otros coches, con las luces parpadeando y las sirenas ululando se hallaban convergiendo en el lujoso complejo de edificios de apartamentos conocido como las Torres Marina. Barreras de tráfico estaban siendo colocadas en un gran semicírculo.
Cooper, antes de salir del refugio del elevador, asomó cuidadosamente la cabeza para echar un rápido vistazo por el garaje. ¿Estaría todavía el policía vigilando por allí? Pero el oficial Murphy en ese preciso momento se hallaba en un teléfono de policía de la calle, hablando con la jefatura. Cooper oyó el sonido de las sirenas de los coches que se aproximaban cuando daba la vuelta al encendido de su coche. Su corazón hizo una pausa. El motor falló varias veces y por fin arrancó. Manejó con mucha circunspección al salir del garaje para no llamar la atención, pero no le sirvió de nada.
Twomey y Ridley habían dejado su coche y corrían hacia la puerta de entrada cuando Cooper salía.
—¡Eh! —gritó Ridley cuando el coche pasó frente a la bien iluminada entrada—. ¡Ese es él! ¡Ese es Cooper!
Cooper los vio. Pisó el acelerador a fondo y llegó a la calle rebotando contra un coche estacionado mientras tomaba velozmente el camino a Russian Hill.
Ridley y Twomey corrieron de regreso a su coche para perseguirlo. Radiaron una alerta sobre el fugitivo Cooper. En ese momento el coche de Cooper pasó sobre la cresta de la colina, rebotando en los rieles del tranvía de cable. Volvió a hundir el acelerador hasta el piso y el coche saltó hacia adelante. Pero había dos barreras frente a él, eran dos patrullas de policía estacionadas diagonalmente a lo ancho de la calle, bloqueando una de las rutas de escape. Cooper distinguió vagamente figuras de policías tras una de las patrullas. Una agitaba los brazos; la otra permanecía inmóvil.
De repente, en su propio parabrisas apareció un agujero, seguido de una explosión. Pedazos de vidrio le golpearon la cara y el viento silbó al pasar junto a sus oídos. Apenas podía ver a través del cristal destrozado. Le estaban disparando.
Frenó desesperadamente. El coche patinó y la parte trasera dio vuelta sin que pudiera controlarla. Cooper se subió a una acera, pero allí volvió a controlar el coche. Dobló a la derecha y bajó por una calle lateral. Al final de la pendiente había más policías colocando otra barrera. Pensó que podría atravesarla, pero no sabía que Twomey y Ridley estaban ya muy cerca.
Entonces... Sintió un agudo dolor. Su arteria pulmonar debilitada por el cáncer empezó a llenar de sangre negra su tráquea. Arrojó esputos y sangre. Cada latido de su corazón hacía salir más sangre. Escupió desesperadamente con una tos desgarradora. Se formaron coágulos y se derramaron sobre su pulmón sano. No podía respirar. Su diafragma bajó y los espacios intercostales se sumieron, pero no entró aire. Trató otra vez. Su tráquea estaba cerrada. Su corazón latió más aprisa y su cara se amorató. Perdió el sentido y cayó hacia el frente sobre el volante.
El coche zigzagueó colina abajo acelerando hacia la barrera. Rompió la primera arrojando pedazos de madera en todas direcciones y fue a detenerse contra un lindero de concreto. El motor, muy caliente, encendió la gasolina que empezó a gotear con un sibilante "whoosh".
El oficial Washington, que era uno de los hombres de la barricada, vio abrirse la puerta del conductor cuando el coche chocó contra el concreto. Cooper colgaba inerte sobre el volante. Su sufrimiento había terminado.
—Saquen a ese tipo de ahí antes que se queme —gritó otro policía.
Twomey y Ridley llegaron. Al salir de su coche vieron a Washington quitar el cuerpo de Cooper del coche incendiado.
A la luz de las llamas vieron dinero desparramado por todo el interior del coche. Washington recogió un puñado del asiento delantero y luego el calor le hizo retroceder. Cuando corría lejos del coche, éste explotó. En cuestión de minutos era un montón de hierros calcinados.
Ridley y Twomey se hallaban guarecidos detrás del coche patrulla, protegiéndose las caras de las llamas. Los hombros de Ridley estaban inclinados hacia adelante y sus caras tensas se habían relajado. Los dos hombres se miraron. Todo había terminado. Cooper había perdido pero nadie había ganado.
El cuerpo de Gray se hallaba en la misma posición cuando comenzó a amanecer. Twomey había ordenado que se cerrara el aire acondicionado del edificio. Los inquilinos fueron despertados y sacados de éste y las puertas fueron cerradas. La Bahía se llenó pronto de policías y barcos contra incendios a unas cien yardas de la orilla. Ridley y el Director de Emergencias supervisaban las operaciones desde uno de los remolcadores. Ridley observó a través de unos poderosos binoculares como dos figuras, vestidas con pesadas ropas forradas de plomo, se acercaban al cuerpo. Los hombres llevaban en las espaldas recipientes de oxígeno para proporcionarse su propio aire por medio de unas máscaras y así protegerse de una posible contaminación. Se comunicaban con el Director en el remolcador a través de walkie-talkies. Los dos hombres "espaciales" examinaron cuidadosamente los alrededores con contadores de radiación ultrasensitivos. Su acercamiento era sistemático, sus movimientos lentos y deliberados.
—Señor —la voz sobrenatural y reverberante fue escuchada por Ridley y el Director— no hay contaminación en el área.
—Aproxímense al cuerpo y examínenlo.
Las dos figuras se arrodillaron al lado del cuerpo de Gray. El área oscura donde la sangre se había coagulado en el pecho fue objeto de un minucioso escrutinio por parte de los contadores.
—No había radiación en el torrente sanguíneo antes de la muerte. ¡Hey! El corazón sigue latiendo.
—¡Dios mío! ¿está vivo todavía?
Ridley dijo en voz baja.
—No, la máquina sigue funcionando pero él está muerto. Ese latido no es vida, es sólo una acción mecánica. Quiere decir que la cápsula de combustible está intacta.
—Bien —dijo el Director—. Dejen que el equipo de laboratorio inspeccione el cuerpo y tome sus fotografías. En este momento se cancelan los procedimientos antirradiactivos. Resuman las operaciones de rutina.
Cuando Bradfield se estaba cambiando de ropa para cumplir con el programa de operaciones del día, fue llamado al teléfono.
—¿Doctor Bradfield?
—Sí.
—Habla el teniente Twomey.
—Sí.
—Encontramos a Gray. Me temo que ha muerto.
Bradfield escuchó atónito, en silencio. Un paciente perdido y la responsabilidad era suya. Su error de juicio. Sin embargo, al mirar hacia atrás no veía en qué otra forma podía haber juzgado. Era un conflicto de valores, valores aprendidos e inculcados subconcientemente en los principios de su profesión. Un cirujano trata con vidas humanas individuales. Se compromete a sí mismo a hacer lo más que pueda por ese individuo. Bradfield creía que al hacer la implantación había hecho por Gray lo mejor que podía. Él le había dado esperanzas a otros como Gray, pero tal vez esto no había sido suficiente.
—¿Y el plutonio? ¿Fue rescatado? —preguntó.
—La cápsula estaba intacta.
—¿Y el dinero?
—En su mayoría, destruido.
—A Geld no le agradará eso. ¿Ha sido informada la señora Gray?
—Iba a hacerlo después de hablar con usted.
—Lo haré yo. Es mi responsabilidad. ¿Cuándo es la autopsia?
—En unas pocas horas.
—Allí estaré.
—Bien. Será en la oficina del Forense en el General de San Francisco.
Bradfield colgó y volvió a marcar.
—¿Señora Gray?
—Sí.
—Habla el doctor Bradfield. Lamento infinitamente tener que informarle que hemos perdido al señor Gray. Quiero añadir que todos sentimos profundamente estos sucesos. Hicimos nuestro mayor esfuerzo, pero me temo que el corazón artificial no es apropiado aún para los tiempos en que vivimos.
Janet había estado tratando de prepararse a sí misma durante las últimas y terribles horas de espera para una eventualidad como ésta. Había temido que era casi inevitable. Sin embargo no pudo evitar el choque que le produjo el oírlo. Sus emociones habían llegado al fondo. Su esposo estaba muerto y ella llevaba dentro a su hijo. Gray no había sabido nada pues iba a ser la gran sorpresa que ella pensaba darle en el momento más adecuado.
—¿Está usted bien, señora Gray? —preguntó Bradfield ansiosamente al ver que el silencio de ella se prolongaba.
—Sí, estoy tan bien como puedo estar bajo las circunstancias. ¿Qué pasó con el plutonio?
—Está seguro.
—¿Y el secuestrador?
—Me temo que no pregunté por él.
—Doctor Bradfield, hay algo que puede usted hacer por mí.
—Lo que sea.
—¿Puede usted arreglar que me vea un ginecólogo a la brevedad posible?
—Sí, desde luego. Yo lo ignoraba.
—Pensé que era mejor correr el riesgo de embarazarme. Ahora sé que tuve razón. Quiero proteger lo único que me queda.
—Sí, me ocuparé de ello de inmediato.
Bradfield hizo los arreglos para la cita de Janet y luego terminó de vestirse para operar. Una vez más se paró frente al agua corriente efectuando el ritual de lavarse las manos antes de resumir el proceso de salvar vidas.
El aire estaba todavía quieto y húmedo. La habitación estaba brillantemente iluminada por luces fluorescentes. Un micrófono colgaba sobre cada mesa de autopsia de manera que el patólogo pudiera dictar sus hallazgos.
La autopsia acababa de terminar. El corazón había sido removido funcionando todavía hasta que había sido desconectado de la cápsula de combustible y de la unidad de control. El cirujano le dijo a Twomey:
—¡Qué curioso! Dos agujeros se hallaron en la pared anterior del pecho que perforaron la piel. Fragmentos de plomo fueron encontrados en el espeso tejido fibroso que rodeaba la fuente de poder. En una situación normal la causa de la muerte hubiera sido las heridas al corazón. En este caso las heridas definitivamente no fueron fatales. Todas las otras heridas son compatibles con una caída desde gran altura.
Twomey dijo:
—Había dos huellas de pisadas en la alfombra. Una de las dos era de huellas polvorientas, se presume que de la bodega de vinos, que iban directamente al centro de la habitación y luego en un ángulo derecho hasta el balcón. Las otras huellas, muy claras debido al ácido, no tocaron, ni siquiera se acercaron a las primeras.
—Así que usted cree que Gray no fue empujado, sino que saltó él mismo.
—Sí, ésa es mi conclusión que concuerda con los hallazgos de usted.
—Bueno, la tensión hace que la gente cometa actos extraños.
—En este caso, doctor, no creo que fuera sólo la tensión. Creo que fue un acto deliberado y bien pensado.
El patólogo se hallaba confundido, pero no quiso hacerle más preguntas al exhausto policía. Caminó hasta la mesa contigua y empezó la autopsia del segundo cuerpo, el de la mujer.
Harris llegó a la alcaldía a recoger el corazón artificial. Este y su fuente de poder de plutonio habían sido colocados en un gran recipiente sellado. Estaba protegido por dos policías uniformados que se hallaban a la puerta de la oficina de Twomey.
Los ojos de Harris brillaron de excitación repentinamente cuando vio el corazón.
—Sabe, teniente —dijo alegremente—, este incidente verifica que todos los criterios de diseño del corazón artificial han sido, no sólo comprobados, sino excedidos. Fue balaceado a corta distanda con sólo heridas externas. El recipiente en perfecto estado después de una caída de treinta pisos...
—Tres personas están muertas, señor Harris. Una ciudad ha sido amenazada. ¿Es eso todo lo que se le ocurre decir?
Harris no hizo caso de la declaración de Twomey. Sus ojos parpadearon una vez y luego se volvió a examinar el recipiente.
Twomey dijo con voz controlada:
—Harris, ¿por qué no agarra esa cosa y se larga de aquí?
Harris dio media vuelta y salió. Lo próximo que le esperaba eran las noticias de la mañana. Cuando pasó junto a los puestos de periódicos, los titulares de éstos apenas daban los hechos escuetos. Mañana, sin lugar a duda, y durante semanas después los editoriales se seguirían unos a otros. "¿Se puede confiar en los expertos?" "Una acusación a la integridad de la ciencia", etc., etc., etcétera.
Había perdido.
Twomey miró por la ventana de su oficina y vio a Bradfield subir los escalones de mármol del Ayuntamiento. El paso de Bradfield era rápido. Las típicas brisas de San Francisco habían vuelto y azotaban sus ropas y su cabello. Ridley acababa de salir de la oficina de Twomey para regresar a Boston. El policía observó como los dos hombres se hablaron brevemente, sus actitudes eran embarazosas y reprimidas.
—Hola, Allen.
—Bill.
—Oí que lo habías arreglado todo. No sabes cuánto lo aprecio.
—Hice lo que pude.
—Quiero que sepas que asumo toda la responsabilidad por los problemas que surgieron. Fue un error, un error que comenzó hace mucho tiempo.
—Tú hiciste lo que creíste que era correcto. Los problemas no son sencillos. Muchos valores morales individuales estaban involucrados. Tú y yo hemos aprendido de esto, pero volverá a suceder. Cada superespecialista quiere aprender su propia lección. El problema es que lo que se pone en juego es cada vez mayor.
—Si hay alguna posibilidad, cualquiera que ésta sea, de que los problemas causados por la tecnología pesaran más que los beneficios, deberíamos detenernos. Lo malo es que conozco muy pocos hombres de ciencia que se atreverían a decir "Paren".
—Sí, Bill, pero es hora de que tratemos.
Bradfield asintió con la cabeza y estiró su mano, Ridley se la estrechó brevemente, se dio media vuelta y siguió bajando los escalones.
Un comité congresional investigó los sucesos. Recomendó la reducción del Programa del Corazón Artificial y una legislación para regular los desarrollos tecnológicos médicos.
Harris dejó el Instituto de Cardiología. Es ahora un promotor registrado en Washington, D.C.
El alcalde Delmonico llegó a Senador de los Estados Unidos de Norteamérica. Ridley se unió a su personal como consultor energía nuclear.
Bradfield permaneció en Aspermont.
Janet Gray dio a luz una saludable niña. Los temores de que alguna radiación perdida del corazón de su padre hubieran podido causar defectos congénitos se disiparon.
El teniente Twomey fue ascendido a Inspector Jefe.
Hay trece pacientes con corazón artificial en los Estados Unidos de América. Viven bajo identidades falsas y protección constante. Sólo sus médicos y el FBI conocen sus paraderos.
FIN
Eugene Dong y Spyros Andreopoulos CORAZÓN ATÓMICO
Versión al español de Manuel Fernández Madariaga de la
primera edición inglesa de Coward, McCann & Geoghegan, Inc.
New York
© 1978 by Plowshares
D. R. ©. 1979, sobre la edición en español,
por Ediciones Roca, S. A.
General Francisco Murguía, 7,
México 18, D. F.
ISBN 968-21-6088-7
Primera edición
Impreso en México - Printed in México