
Nada parece presagiar el verdadero y oscuro sino de Aleric el Halconero. Su vida transcurre entre la miseria extrema y la brutalidad del mundo. Hijo de una mujer que se prostituye para mantener a su extensa prole y de padre desconocido, se cría en los bosques de la Bretaña francesa medieval y aprende a comunicarse con las grandes aves predadoras que los habitan. Gracias a ello logra entrar al servicio de un barón de la zona como halconero.
Sin embargo, Aleric sobrepasa los límites de su condición social enamorándose de la hermosa hija del señor del castillo. La ira del celoso padre cae implacable sobre él y es forzado a partir como soldado a las cruzadas. En Tierra Santa, lejos de su patria e inmerso en una guerra cruel y sin sentido, Aleric el Halconero se verá empujado por la perversa Pythia hacia el verdadero destino para el cual nació.
Douglas Clegg
EL HALCONERO
Trilogía Vampyricom I
Cántame, Halconero, lo que fue y lo que será. Sopla el cuerno del carnero de la victoria y recuerda el destino al que fuiste cruelmente sentenciado.
Recuerda cómo viniste a nosotros la noche en que tu alma desesperada llegó a los acantilados y a las ciudadelas caídas de los Reinos de Oriente. Grita la historia del joven guerrero del Oeste que vino a saquear los tesoros de Antioquía y Kur-Nu y que cayó bajo el poder de su enemigo…
He aquí una historia que se mantuvo en secreto durante más de ochocientos años y que fue custodiada por los Guardianes del Velo, cuyos miembros fueron cazados por los humanos que vinieron después del Halconero y enterrados por aquellos en los que él una vez confió.
La mortaja de la Historia planea sobre la Humanidad, porque aunque los hijos nacidos de la Serpiente se perdieron en el pasado, ahora tú los invocarás, ahora que les está permitido existir.
Pronuncia las profecías de Medhya, y de las guerras secretas que no pueden empezar sin la aparición del Maz-Sherah.
Y recuerda la historia del Sacerdote de la Sangre, que te atrajo a este desolado, infeliz y noble estado.
La vida mortal es el eco de los pasos que se oyen en la antecámara de la muerte. A pesar de las aventuras vislumbradas en el Umbral de la Muerte, volvemos a la vida, como si ese eco lo fuera todo.
Y en la vida, la sangre es nuestro sustento y la carne nuestro manto, pero la respiración es la vida misma, la eternidad.
Mucho antes de mi nacimiento, y bastante antes de mi iniciación en los misterios del vampirismo, existían ciertas profecías escritas con sangre en pergaminos de piel humana. Éstos eran enrollados, como sólo los pergaminos pueden serlo, enfundados en piel de cabra y, por último, custodiados en una urna sellada.
Los sirvientes del caído enterraron la urna bajo tierra para proteger sus secretos. Luego fueron asesinados, y el último que quedaba se suicidó, para que nadie pudiera conocer las profecías ni el poder que poseyeron en vida.
La propia Tierra deseó aprender de los secretos de la urna, y durante muchos años la mantuvo sepultada. Sucios insectos reptantes se deslizaron a través de las palabras de la sangre.
De esa tierra creció el grano, y musitó las palabras al aire.
Un hombre que segaba la mies las oyó, como el susurro del viento cuando mece la hierba. Y conoció el poder dentro de las palabras de la sangre, y se convirtió en el gran sacerdote de su tribu, y cuando cruzó el Umbral que existe entre la vida y la muerte volvió a la vida y construyó su propio reino. En su vida anterior tenía muchas hijas, y en ésta ellas crecieron con su mismo poder, robado al padre y a las sombras que reunieron a aquellos que celebraron el poder de una mujer llamada Medhya, que escribió las profecías con su propia sangre y fabricó los pergaminos con su propia carne.
En el pasado ella fue la gran reina de una tierra lejana que los antiguos llamaban Myrryd, de la que aún quedan vestigios en algún lugar del norte de África y en el mar, puesto que es uno de los Reinos Caídos del mundo.
En su juventud, Medhya tenía poder y sabiduría. Se decía que la Serpiente sagrada de su pueblo le había transmitido los secretos de la tierra y de la inmortalidad, robados de los dominios que se extienden más allá del Velo. Con ese conocimiento ilícito, ella acumuló todas las bendiciones posibles y trajo prosperidad para los suyos. Tres sacerdocios distintos nacieron de ella —Myrrydanai, Kamr y Nahhashim—, y su reino creció hasta abarcar muchos otros, para reunir en uno solo a todos los adoradores de su trono.
Pero en su inmortalidad se corrompió, y se volvió una tirana para sus seguidores. Cuando los invasores extranjeros destruyeron los miles de años de Myrryd, sus sacerdotes descubrieron la fuente de su inmortalidad, y la robaron para sí mismos.
Bebieron su sangre, le arrancaron la piel y la utilizaron para vestirse, dejando sólo su sombra, que era oscura como la de la medianoche.
Los llamados Nahhashim conservaron las palabras en su sangre y en su piel curtida al sol, pero su sombra se quedó con ellos, susurrándoles profecías que los enloquecieron y les trajeron la muerte cuando se cumplieron.
Un árbol creció entre sus tumbas, y de él una flor cuya savia era veneno. Del tronco fue tallado un cayado, y los sacerdotes llamados Kamr, que asimismo bebieron la sangre de Medhya, tomaron la semilla de la flor, y los sacerdotes llamados Myrrydanai comieron su carne.
Pero ellos desconocían las profecías, y la sombra de Medhya, maldición y fuerza poderosa, habitaba en ellos.
La primera profecía contó los días que faltaban hasta que la sangre cantara dentro del escanciador, y todos aquellos que hubieran bebido conocieran sus secretos.
La segunda profecía habló de un gran pájaro que devoraría a la Serpiente y se convertiría en un dragón y salvaría a los Caídos de Medhya.
Y la tercera profecía de esa terrible y poderosa inmortal fue que todos los descendientes de Medhya beberían la sangre de los muertos hasta que el Todo se volviera el Uno, y el Uno el Todo.
Hubo una profecía más, pero aquel que oyó las palabras surgir de las puntas del trigo mecido por el viento no la reveló. Lo único que se sabía es que hablaba de una gran guerra como nadie había conocido nunca, entre los de la sangre y los de la carne, y que devolvería Medhya a su lugar de poder.
Hay quien dice que Medhya caminó sobre la tierra durante miles de años más, clamando por su carne, llorando por su sangre perdida y por los hijos de sus hijos, maldiciendo a aquellos que robaron la fuente de su poder, buscando una puerta que comunicase el mundo de las sombras con el mundo de la carne. De día ella no es más que sombras, y por la noche es la propia oscuridad susurrante.
Contra su voluntad, a excepción de aquellos que robaron su sangre y sus secretos, la raza de los vampiros nació de la Maldición de Medhya y su Beso Sagrado que resucitan la carne y pasan el alma de boca en boca.
Ella busca a quienes le robaron sus secretos.
Ella caza de noche para mostrarles el infierno a sus hijos.
Ella es la madre de la tribu de los vampiros, y la que desea su sangre por toda la eternidad.
Estas profecías y esta leyenda eran desconocidas para mí hasta que cumplí diecinueve años, cuando una vampira llamada Pythia me hizo suyo.
Cuando me mató, sus afilados colmillos se hundieron salvajemente en mi garganta. Aún ahora puedo recordar el dolor: fue el dolor del nacimiento. Tuve una visión de sombras en la oscuridad, hombres poderosos congregados, sombra contra sombra. Sentí mi sangre subir hacia la incisión, y reunirse con los labios y la lengua de Pythia. El olor de ella —en aquel instante— era el perfume almizclado de las tumbas. Su belleza cambió, de doncella a cadáver, el seco cuero de su piel se tensó contra su calavera. La vi tal como era. La vi a través de su carne y no de su espíritu. Sus ojos abiertos, lechosos y enfermizos. Su mandíbula, como la de un lobo, desgarrándome. Su cuerpo aplastando mi pecho. Yo me quedé helado, paralizado, incapaz de luchar, escuchando aquellos horribles sonidos de succión mientras ella me bebía.
Recuerdo los latidos de mi pulso, como si fuera un pesado, lento golpeteo contra una puerta de madera cercana.
Vi su verdadera belleza, cuando la vida fluyó a raudales desde mis venas a su boca. Sus ojos, como zafiros encendidos. Su cabello, tupido, oscuro como la noche, emergiendo de su rostro de alabastro, y de repente el rubor rosado en sus mejillas cuando mi sangre empezó a alimentarla.
Ella se convirtió en mi madre, y en mi amante, y en mi salvadora, y en mi asesina, y en mi demonio.
No fue placer intenso lo que sentí entonces, en aquel Beso Sagrado que ardió en mis labios. El placer vino después, cuando experimenté mi primera resurrección. El placer de abrirme a la noche, a la creación misma, a la totalidad de la carne.
El placer se presenta cuando el cuerpo regresa de nuevo totalmente vivo.
Cuando empieza la sed de sangre.
La maldición de la sed no es la propia sed, sino los recuerdos que despierta. Cada gota de sangre trae a mi memoria, una vez más, el recuerdo de mi vida mortal.
El rojo es para el recuerdo.
Hay otro mundo, y hasta que no estuve en él, permaneció en la leyenda.
Soy un vampiro, pero no siempre lo fui. Una vez, como tú, yo fui un niño, y el mundo me parecía una eterna primavera.
Hay una historia que no conoces, ni has visto. Excepto aquellos que han rasgado el Velo, que es la savia de una rara flor, sólo es conocida con otros nombres por los antiguos. El mundo en el que tú crees y que existió en mi vida mortal es una falsificación creada en los monasterios cuyos monjes escribieron mucho, y mintieron más, y por grandes hombres que proclamaron sus grandes hechos con la intención de mantener a salvo sus riquezas y continuar sus dinastías. Pero, como un manto de niebla sobre la ciénaga, el pasado se escondió para usurpar el poder de aquellos que no eran hombres. Y se perdió en su propia bruma, porque allende de la mentira del Más Allá, el mundo del secreto del Velo existe entre los mortales, pero aún no lo vemos.
No puedes conquistar el mundo si las crónicas de tus actos hablan de tus errores y derrotas, y de la sangre que han derramado tus propias manos. Sólo puedes conquistarlo cuando los que te siguen te ven como un vencedor santo, como un ungido de Dios, como una víctima del mal diabólico, de las plagas y de los monstruos invasores. Pero la verdad reside en mí, y en otros como yo.
Así que te explicaré lo que realmente pasó en esos tiempos oscuros.
Escribo esto desde mi tumba, en el presente siglo, habiendo vivido (de la manera en que yo vivo, que no es estar vivo pero tampoco es estar muerto) durante centenares de años. He perdido un poco de mi apariencia provinciana, de ese aire de muchacho campesino de lo que ahora se llama Bretaña, de rústica juventud que hablaba con expresiones apenas inteligibles, de infancia vivida en una choza de barro y paja que creyó una vez su granja, su hogar, sin educación, sin la más remota posibilidad. Si en ocasiones me pierdo en el discurso de la historia, o me olvido de algún detalle, perdona mi ignorancia, porque han pasado demasiados años desde mi nacimiento hasta esta fecha, y recuerdo a través de mi sensibilidad actual.
Aprendí mi lenguaje en el pasado, hace cientos de años. No aprendí el arte de escribir mi nombre hasta que cumplí los trescientos años de edad. Mi educación —en las grandes universidades de la humanidad y entre antiguos documentos profanos ocultos en cavernas a los ojos del hombre— no empezó hasta finales del siglo diecinueve. Como alumno rezagado, no fue hasta el siglo veinte cuando comprendí la inmensidad de este mundo, de su literatura, de las invenciones del hombre y del paso de los Dioses por él y de su renacimiento, del Bosque de aquellos que cazan en la oscuridad.
Mi comprensión, también, pertenece a esta nueva era. El pasado es un territorio de espejos y juegos de luz. Si debo fallar en mi descripción de las batallas de Tierra Santa o de los châteaux de mi país, entonces que así sea. Han pasado demasiados años, y los recuerdos se amontonan sobre recuerdos. Y todavía, de la verdad que hay en ellos, lo recuerdo todo. El olor, el sabor, el tacto de todos aquellos cuyas vidas se entrelazaron con la mía. Escribo de la historia del alma. Puedes consultar libros de Historia, aunque la mayoría de ellos miente, pero si deseas conocer la fecha de las batallas, o el estandarte ondeado por un caballero, o los pormenores de las estrategias que conquistaron Tierra Santa y que más tarde la reconquistaron, te sugiero que busques la historia de mi primer siglo de vida. Existen mapas. Existen tesoros custodiados en museos. Existen tumbas. Existen las versiones de los reyes y los condes del mundo, su influencia en la política y las leyendas de sus épocas. Un poco de esa historia es cierto, un poco es falso, y la mayoría de ello permanece oculto.
Hubo guerras más sangrientas que las humanas, razas más poderosas que la mortal, e historias más grandes que las de los reyes de los hombres.
Así que escribiré la historia como la recuerdo, y empezaré por el camino que me llevó al Sacerdote de la Sangre.
La sangre es mi sustento, y mi gloria, pero yo no soy su Sacerdote. No soy sino un sirviente del Velo y de su creación, un hombre que una vez renació de la Gran Serpiente en su decimonoveno año.
Puesto que me has preguntado, te contaré lo que he experimentado en mi vida inmortal. Te mostraré el gran Templo de Lemesharra y el inframundo llamado Alkemara, y las altas ciudadelas del propio Velo y sí, sus oscuros habitantes, así como las abominaciones conocidas por muchos como el Myrrydanai, esos seres infectos nacidos de los úteros corruptos de las Quimeras. Te hablaré de vuelos a través de los mares de la Tierra, y de rocas que hablan, y de sangre que canta, y del eterno recién nacido que duerme bajo las sagradas aguas y cuyos sueños matan a quien se acerca. Además, te hablaré de lo que he visto a través de la Segunda Visión, de aquellos que han desempeñado un papel en la historia de mi existencia, y de los que me han llevado a la oscuridad y la verdad. Te hablaré del secreto de la vida de la sangre, y de Pythia, y de su envidia. Y, ante todo, te contaré la historia de los Caídos de Medhya, y de la tribu que una vez fue buitre y chacal, y que se convirtió en halcón y en lobo y en dragón.
Te lo contaré porque lo sé.
Nací de la sangre, y a la sangre vuelvo.
Todos los que somos sangre y carne nacemos de la violencia de esas mismas carne y sangre. Así como la gata grita cuando la punta del falo brutal de su amante apasionado rasga sus entrañas para traer nuevos cachorros a la vida, mi madre fue desgarrada por hombres para que yo pudiera nacer. El interior de su cuerpo estaba en guerra con su deseo. Más tarde supe que intentó librarse de mí, usando pociones y flores sólo conocidas por las Mujeres Sabias del Bosque, pétalos fragantes pero mortales hervidos en agua emponzoñada con veneno de insecto. Intentó utilizar los instrumentos de las parteras para arrancarme de sus entrañas y aplastar mi cráneo, como ya había hecho con mis hermanos menos afortunados, sepultados, se decía, al borde de los campos de cebada de mi país, donde los juncos crecían salvajes.
Pero yo me resistí, dentro de ella, y crecí hasta el final.
Así, hace muchos cientos de años, viví en un pedazo de tierra que capturó mi imaginación y mi corazón como nunca nada lo había hecho antes. Aunque se escribieron historias sobre mi primer siglo, sobre sus guerras y reyes y disputas territoriales, éste era un lugar que no reconocerías. Llegué a la tierra de los Bretones, que ahora es conocida como Bretaña. Mis antepasados eran variados. Siendo de familia humilde y habiendo nacido de un linaje bastardo, por parte de mi madre yo era una mezcla de galo, celta, bretón y francés. Mi padre, mi padre natural, fue, según la leyenda, un mercader sajón. Aunque sólo los muy ricos podían decir quiénes eran miembros de su linaje, e incluso eso era sospechoso. Debido a mi linaje, yo fui considerado racialmente mestizo, como en muchas de las familias campesinas de mi mundo.
Cuando Inglaterra no luchaba por apoderarse de Bretaña, lo hacía Francia, y si no luchaba ninguno de los dos, algún invasor extranjero llegaba a sus orillas, habitualmente escandinavos. Cuando yo nací, algunas partes de Armorica, Brittania, mi Bretaña, se habían convertido en un páramo yermo, mientras que otras estaban excesivamente pobladas de bosques y habían sido abandonadas por la Iglesia o por los grandes señores de la guerra. Nosotros vivíamos en el límite del Gran Bosque, y por las calles del pueblo y en las afueras se oían hablar muchas lenguas distintas. El idioma francés había empezado a suplir al bretón, y las familias como la mía habían perdido todo contacto con su lengua desde hacía ya generaciones. Nosotros éramos los vencidos de una tierra vencida. Se había construido una abadía quizá unos doscientos años antes de mi nacimiento, y entonces creció un pueblo alrededor, y en algún momento de su historia, la familia de mi madre había descendido de alguna montaña y había construido su casa sobre el fango.
Todavía no existía el sentido de la gran Madre Iglesia, pero, en cambio, teníamos la Cristiandad, y en los pliegues de su falda las Viejas Costumbres aún persistían, y también las órdenes de monjas y monjes que después serían llamadas Heréticas, que creían en un Dios cristiano muy distinto al de hoy. Era un territorio asediado, pero mi recuerdo coincide menos con la Historia que con el mundo propio de un muchacho pequeño. A pesar de nuestra sangre bretona vertida en una tierra que un día sería Francia, nosotros todavía manteníamos las costumbres de nuestras tribus y clanes, y nuestra lengua estaba más cerca de la lengua de nuestros parientes de Gales y Cornualles que de la de aquellos que vivían en el lejano este, en París. Así, mi nombre, Aleric, tenía una raíz decididamente inglesa, igual que los nombres de mis hermanos. No tenía sentido de la identidad nacional ni de las invasiones, que debieron de haber sido constantes.
Mi mundo era el único mundo que existía, y en él no cabía la Historia con mayúsculas que se puede encontrar en los libros, sino la humilde, la modesta, la simple y miserable. Era un mundo de luz diurna con un bello sol, un mundo en que sus rayos se deslizaban por los tejados de paja inclinados, un mundo en el que podía notar la hierba y el barro y el estiércol de oveja entre los diminutos dedos de mis pies incluso cuando caí de entre las gordas piernas de mi madre, fuera de esa oscuridad, en una cuna que no fue mejor que su útero. (No pienses mal de mí por insultar a mi madre, puedes suponer que tengo razones para sentir lo que siento.)
Así, nací en un Quatuor Tempora, en un día de abstinencia, un año nuevo, tras el solsticio, en el helado mundo de la vida. Ellos dicen que mi madre estaba en el pueblo, a medio día de viaje de nuestra casa en el límite del Gran Bosque. Embarazada, se había detenido a descansar en un pozo del pueblo, apoyada contra el suave borde de piedra gris. Cuando por fin llegó la hora de mi nacimiento, la escarcha del día la llevó a un establo. Como Nuestra Señora Bendita, sea llamada como sea, María, Mary, Notre Dame, mi madre se acuclilló entre cabras, ovejas, asnos, y quizá incluso frente a un caballo tendido y sin ninguna duda entre varios perros, y salí yo, a la luz de la envolvente serpiente de la vida, en el arco de tiempo. Mi madre enfermó en ese lugar. No tengo duda de que ella pensó, durante un instante, que podía matarme y enterrarme entre el estiércol, para poder así encubrir su vergüenza y su pecado. Nada de campos de cebada para mí, mi tumba precoz sería el hogar de moscas y sabandijas. Pero algo detuvo su mano, tal vez la ley, o su conciencia, no puedo estar seguro. Quizá fue el Destino mismo el que le impidió a mi madre golpearme el cráneo contra la pared. Quizás aún puedo esperar que sintiese el mismo calor maternal de una vaca por su becerro, y me dejó chupar de su pecho. Quizá me sujetó contra él y lloró sobre mí con amor, y dolor por su desafortunada vida. Quizá también estuvo allí una comadrona, ayudando a cortar el cordón umbilical y dándome mi primera leche de un pecho más abundante. Quizá mi madre, durante algunos instantes de su vida, besó mis mejillas y me susurró una canción de cuna.
Quizá la Gran Mater estaba allí con ella, Materia, Madre, Murmullo, sobre la Tierra que fue mi cuna, de algún modo invisible, guiando su mano como antes había guiado tantas otras manos.
Un comerciante amable subió a la Madona y al mocoso llorón a su carro, y los condujo a través de cuestas coronadas por la nieve hasta una casa de una sola habitación, sólo un poco mejor que el establo en el que había nacido yo.
Al principio mi nombre fue Alaricald, y luego se convirtió en Aleric, y mi nombre completo, Aleric Attheffeld, que no es el patronímico que puede parecer, no se pronuncia como se escribe. De hecho, ni mis hermanos ni mi madre fueron bautizados con nombres transmitidos, ya sea de madres o de padres.
Es fácil olvidar el dolor de ser bastardo, y la distancia que la gente buena mantenía con ellos, y la certeza de que hicieran lo que hicieran seguirían siendo bastardos, incluyendo el esfuerzo de lograr un nombre que los distinguiese. Attheffeld simplemente significa «en el campo», y ahí es, de hecho, donde vivíamos, aunque en la zona existían otros apellidos tan apropiados como «In-the-Marsh», Felding o Attheforet, como se llamaban algunas familias, o incluso el nombre de mi padrastro, Simón Overthewater, porque era pescador.
Detectarás la influencia sajona en nuestros nombres, pues nuestra cultura fue bretona. Fuimos los perros de ese mundo, entre sajón y bretón y escandinavo y galo, entre otras muchas influencias.
Años más tarde, cuando el idioma francés nos invadió por completo, los llamados Attheffeld se convertirían en Delafeld, y en otras variaciones similares. No tuvimos nombres fijos hasta que fueron registrados por la Iglesia. Algunos de mis hermanos tuvieron otros nombres, a merced del estado de ánimo del sacerdote y de los vecinos y de mi madre. La gente del pueblo a menudo tenía nombres que les habían sido transmitidos desde la antigüedad o provenían de los oficios que desempeñaban, pero como mi familia sólo era de la tierra, nuestro apellido simplemente fue de la tierra misma. En hogares como el mío, los niños podían cambiar sus nombres cuando descubrían mundo. Cada vez que alguien de nuestra región se aventuraba a viajar a otros países, éramos generalmente llamados como si todos perteneciéramos a una sola familia, LeBret, «el bretón». Así, también, mi nombre cambiaría un día debido a mis talentos y mis viajes. Sin embargo, mientras fui niño no tuve tal oportunidad.
Cuando fui mayor mi madre me dijo que ella casi se había ido al cielo la noche después de mi nacimiento, y que mi padrastro, un hombre bruto cuya mirada fui lo suficientemente afortunado para poder evitar después de haber cumplido los cuatro años, me llamó mocoso bastardo y le dio una paliza a mi madre por traer a su casa otra boca que alimentar. Podría haberle odiado por eso, pero apenas lo conocí, se iba muy a menudo con rumbo hacia el mar, o a la costa rocosa para recoger marisco, o a las grandes partidas de pesca en el océano, que duraban meses y de las que regresaba con muy poco en su bolsillo pero con uno o dos pescados secos en las alforjas.
Pronto descubrí que mi madre a menudo se encamaba con los hombres del pueblo, levantándose sus pesadas faldas marrones y mostrándoles sus breves y desgarradas bragas cada vez que se le ocurría llevarlas puestas, intentando obtener algo a cambio.
De resultas de su libertinaje, mis hermanos, mis hermanas y yo apenas nos parecíamos, excepto, quizá, en nuestra total ausencia de grasa corporal y en la apariencia generalmente insomne de nuestras miradas. Incluso los gemelos fueron engendrados por distintos clientes de mi madre.
Cuando era niño, odié sus pecaminosos, aunque breves, líos de cama, y fue sólo al espiarla en la capilla de Nuestra Señora, y ver sus muslos quemados por el sol enroscados alrededor de los riñones del prelado local cuyo rostro emitía un absoluto fulgor sagrado y su tonsura un resplandor rojizo, cuando me di cuenta de que todos debemos hacer lo que sea para llevarnos un trozo de pan a la boca.
Si los peces y los moluscos no se pescaban en abundancia, nos quedábamos sin comer, pero sólo hasta que nuestra madre se iba a rezar a la sacristía y volvía a casa con pan, dulces y carne de cordero. Todo mortal debe comerciar, y mi madre lo hacía más arduamente que la mayoría, pero es probable que con más placer, aunque un placer condenable.
Está claro que los monjes locales no creyeron que fuese un pecado imperdonable.
Esa semana, en el reparto para los pobres, un acto de caridad que los hermanos del monasterio hacían periódicamente para las familias necesitadas, nos tocó un lote mucho mayor de lo habitual.
Mi hermano Aofreyd, al que llamaba Frey, solía apostar conmigo sobre dónde encontraríamos a nuestra madre cualquier tarde de verano. Y nueve de cada diez veces estaba en un pajar, debajo de cualquier muchacho al que doblaba en edad. Esas noches, a menudo bebíamos leche recién ordeñada y comíamos huevos frescos.
Cuando, como cada año, llegaba la peste, trayendo con ella terribles noches de plegarias y misas interminables que duraban hasta más allá de la medianoche, y mi padre estaba fuera, en el mar, a menudo mi madre se traía los hombres a casa, creyendo que éramos demasiado ignorantes para comprender por qué rechinaban las tablas de la alacena.
Por la noche, Frey y yo nos tendíamos juntos en el catre, escuchando los ruidos, y nos reíamos nerviosamente de cómo los hombres se parecen tanto a los perros, gruñendo, ladrando, lloriqueando, y de que lo que estaban haciendo no sonaba como si realmente sintieran placer, sino que podría ser, ciertamente, algo parecido a lo que las gatas en celo debían de sentir cuando el Viejo Tom se las montaba.
Una vez, cuando Frey le echó esto en cara, furioso porque había tenido que defenderla en el mercado de un grupo de niños de su edad que la llamaban «Puta de Babilonia», ella le dio una azotaina, y nos dijo a ambos que ella trabajaba para Dios, y que todos esos hombres eran santos venidos a la Tierra para traer un mensaje del cielo.
En aquella época —yo debía de tener siete años, quizá— la creí. Frey no. Mi hermano la escupió en la cara y le dijo que ella era el tipo de mujer que debía ser arrastrada por las calles y golpeada hasta que cada hueso de su cuerpo fuese como miel en un odre. Él señaló a la pequeña Franseza, con su enmarañado pelo negro, y las protuberancias de su cara. «Ella se muere delante de tus narices y tú te acuestas con todos los forasteros. Mira a Aleric», como me llamaba, «es sólo huesos y pelo y nada más. Dejas a esos hombres que te utilicen como un albañal para sus bacalaos, y luego traes al mundo a otro bastardo para verlo sufrir.» En el mismo instante supe que aquella había sido una discusión grave, aunque no la comprendí.
Mi madre cogió del fuego una cacerola, llena de aceite hirviendo, y se la lanzó. Le pegó a Frey en el lado izquierdo de su cara. Grité como si fuera yo el golpeado. Pero mi hermano no emitió un solo sonido. Simplemente se puso la mano en la frente y mantuvo su mirada fija en la de ella.
Esa noche, ella lo encerró en el sótano, y yo me tendí encima de la trampilla de madera cerrada murmurándole que estaría bien, que saldría por la mañana, sano y salvo. Durante toda la noche nuestros dedos se tocaron a través de una grieta en la madera. Frey me dijo que nunca olvidaría mi lealtad y nuestro parentesco (aunque compartiéramos a la misma madre pero quizá no el mismo padre), y que él no pasaría en casa otro día más.
—Ella no es una mala mujer —dijo de nuestra madre—, pero no puedo vivir más aquí.
—La odio —confesé—. A veces.
—Es mejor compadecerla. Tiene razones para odiar su vida.
Luego me contó una historia acerca de nuestra madre y mi abuelo, y de cómo nuestra familia se había convertido en los parias del pueblo. Tuvo poco sentido para mí, pues era demasiado joven para comprender cómo podía surgir semejante prejuicio entre vecinos.
—Tengo que irme —anunció él—. Ella está enojada porque sabe que debo irme.
—Está loca —espeté.
—Tiene sus razones.
Sus palabras despertaron mi curiosidad acerca de nuestra madre. Cuando le pregunté más acerca de ella, él me dijo que me callara.
—Ella es como es. Y yo soy como soy.
Frey tenía doce años cuando se fue de casa para siempre. Durante las primeras luces del amanecer, excavó una salida para huir del sótano, llevándose con él algunas raíces y unas pocas manzanas, envueltas en su camisa harapienta. El lado izquierdo de su cara estaba surcado de cicatrices y lleno de ampollas donde el aceite le había alcanzado. Me besó en la frente, y juró que si alguna vez nos reencontrábamos, en esta vida o en la siguiente, me saludaría como a un hermano y un amigo, y no dejaría que nadie me dañase.
Pensé que nunca más lo vería. Todos sabíamos que si cualquiera de nosotros se iba, abandonando nuestra casa, seguramente la Muerte nos daría alcance. Frey lo sabía. Habíamos escuchado lo que les sucedía a los niños que se aventuraban a viajar por el mundo de cualquier manera. Recé mucho por mi hermano la mañana en que lo vi correr a lo largo del camino del límite del bosque.
Fue el día más amargo de mi joven vida, y aunque tú puedas juzgar mis días mortales malgastados y repletos de búsquedas vanas, debes recordar que, para un niño, el mundo debe ser maravilloso. Y cuando no lo es, se convierte en una tierra de sombras y pesadillas. En el barro de ese mundo, no sabía si durante las veinticuatro horas siguientes podría comer, o morir, o si una de mis hermanas se iba a desplomar a mi lado sin vida.
Para un niño como yo era natural soñar con grandes cosas, creer en las mentiras que me decían otros soñadores como yo, y querer algo más que la porquería y la enfermedad que llenaban la casucha llamada hogar. En aquella época de mi vida anhelaba el cielo, un lugar dulce donde los sueños y las esperanzas se cumplían.
El bosque era mi lugar de sueños, y las aves, mis mensajeros para el cielo.
He de contarte cosas sobre el bosque, un lugar de sueños y deseos en mi joven vida mortal, así como en mis pesadillas. Se decía que en el centro del Gran Bosque había un árbol más viejo que los demás. Lo llamaban el Roble de los Sacerdotes, o el Árbol del diablo, dependiendo de si quien lo decía era campesino o monje. Decían que era el Padre de todos los árboles, y que sus raíces penetraban en la tierra y se unían a las raíces de todos los árboles del mundo. Ésa es sólo una de las leyendas del bosque, y yo crecí con la magia de esas historias.
Aunque fue bautizado con nombres cristianos, y también con nombres propios de conquistadores y caciques, aquellos de nosotros que vivimos en el límite del bosque lo conocíamos simplemente como el Gran Bosque.
Era una fortaleza en sí mismo, y para nosotros estaba totalmente rodeado de tierra pantanosa menos por un lugar por el que podía ser cruzado fácilmente en verano o especialmente durante los inviernos helados.
Hacia el oeste estaban las grandes cavernas, donde una congregación de monjas, las Prometidas de Cristo, habían construido sus celdas y su capilla en la roca viva. Eran conocidas como las Magdalenas, las monjas que rehuían la vida material, y más importante aún, la misma luz del sol al considerarla parte del mundo material que tanto corrompía el espíritu. En esos días, la Cristiandad abarcaba una amplia variedad de lo que posteriormente fue llamado herejía, y un siglo más tarde las Magdalenas del Languedoc fueron cazadas y masacradas en sus capillas. Durante mi juventud, sin embargo, formaban simplemente parte de la Cristiandad.
Esas buenas mujeres vivían principalmente de la comida que les llevaban los peregrinos, permanecían siempre en la gruta y durante la primavera se decía que convertían el pecado en justicia original, en virtud de la sangre que poseían de María Magdalena que, según la leyenda, se derramaba para crear la primavera.
Las monjas tenían una reliquia de la Magdalena, supuestamente un pedacito seco de su corazón, guardado en una caja de madera al pie de la estatua del único Apóstol hembra.
Las Magdalenas, aunque conservaban una relación amistosa con la abadía local y su abad, se mantenían alejadas de todo en pos de una vida solitaria de contemplación y oración, por lo que conferían a la roca donde moraban la condición de lugar santo. Pero las buenas hermanas eran el punto más remoto de nuestra tierra, y el bosque y sus pantanos tenían mucho más interés para mí que un convento de monjas y peregrinos.
Durante la primavera y el otoño, uno tenía que buscar los puntos de entrada a través de caminos estrechos y enlodados. El pantano y la ciénaga conducían a torrentes que se adentraban en el bosque, y hacia un lugar que más tarde conocimos como «Los dientes del diablo», unas cuantas piedras grandes levantadas en círculo —tan altas como hombres— que se decía estaban allí desde el comienzo de los tiempos. Era un lugar misterioso y maravilloso, aunque los sacerdotes y los monjes a menudo nos advertían de que nunca debíamos adentrarnos en el bosque excepto por absoluta necesidad, pues el diablo acechaba por doquier entre sus ramas y raíces.
Alrededor de los fogones, nuestros juglares explicaban muchas historias de doncellas y héroes antiguos que cruzaban sus destinos bajo el rumor de las hojas, de criaturas y monstruos que una vez habían caminado entre sus grandes árboles, y de ninfas y reinas de las hadas que habían vivido en sus pantanos y cuevas.
Una leyenda hablaba de un árbol sagrado venenoso. Su fruta mataría a quienquiera que la comiese, excepto a los más puros de espíritu. Y una vez oí la historia de un hombre que fue al bosque a buscar alimento para su familia y extrajo de la tierra una raíz con forma humana, y cuando tiró de ella con fuerza soltó un grito tan agudo que el buen hombre se quedó sordo.
En el centro del bosque (como ocurre en todas las leyendas) se levantaban las ruinas de un castillo entre helechos y matorrales. Era el hogar de la reina celta que una vez gobernó todos los bosques del mundo.
Una vieja muralla romana, medio derruida y medio oculta, discurría entre la espesura. Había fuentes legendarias y tesoros perdidos enterrados siglos antes; muchos otros cuentos de magia e historias se mezclaban con su verde oscuridad. Aunque el Duque reclamó la propiedad del bosque, y por supuesto también el barón en nombre del Duque, no había familia que ocasionalmente no se arriesgase al castigo impuesto por cazar furtivamente para alimentar a los suyos. Y a pesar de las enérgicas protestas de abades, sacerdotes y monjas, era sabido por todos que se practicaba la adivinación y la curandería dentro del Gran Bosque.
Cuando mi madre caía enferma, a menudo la acompañaba con mi abuelo al interior del bosque, donde éste sabía cómo llamar a las que en él habitaban. Ellas solían venir con cataplasmas o infusiones para que mi madre se las bebiese y que así la fiebre le disminuyera. Cuando me corté en el pie con el filo de una azuela —un tipo de hacha que entonces utilizábamos para cortar leña— mi abuelo me llevó a las profundidades del Gran Bosque a ver a una bruja que se llamaba Madre Morwenna.
Aunque ella no fuese mi madre la llamaba como tal, y aquella vez me dio algo que sabía como a regaliz y menta, y luego me hizo comer un pedazo repugnante de pan de centeno cubierto de moho gris. El sabor de los caramelos me ayudó a tragar los trozos de pan, y pasados dos días, la infección y la fiebre que la acompañaban desaparecieron. Como todas las Mujeres Sabias, llevaba un delgado velo que parecía fabricado con la tela de una araña, pero una vez, cuando la toqué, pareció adherirse a mi mano.
Los del campo las conocíamos como las Mujeres del bosque o las Mujeres Sabias, pero ellas se llamaban a sí mismas las Mujeres del Velo, y en efecto, se los ponían para cubrir sus rostros desde la nariz hasta la barbilla.
Madre Morwenna tenía un hijo pequeño cuyo cuerpo entero estaba cubierto por un velo porque decía que si le daba demasiada luz podría morir. Era poco más que un bebé cuando yo era muchacho. Mi madre me dijo que tenía alguna clase de malformación y que Morwenna debía bañarlo cada hora en un pantano en el centro del bosque, un pantano en el que crecían bayas que curaban al enfermo o envenenaban al sano, y que sólo era conocido por las Mujeres Sabias.
—Su hijo necesita ese bautismo diario para curarse, o de lo contrario moriría irremediablemente —me dijo mi madre—. Ella es realmente una mujer buena, a pesar de lo que digan los vecinos del pueblo.
Una vez, por curiosidad, levanté ligeramente el velo y miré la cara del bebé. Tenía un grado de fealdad nunca visto, aunque sus ojos eran como charcos de clara agua azul. Escuché la palabra «cambiado»[1] ahora y entonces, y que el niño no era realmente de Madre Morwenna, sino que se lo había encontrado envuelto en el interior de un roble partido por un rayo. Las historias de las mujeres del bosque siempre eran como ésta, no había nada normal en su mundo y yo amaba visitarlo.
Sabíamos que la hechicería y la brujería estaban proscritas, pero los que vivían fuera del castillo, en el barro, nunca se volvían en contra de las Mujeres Sabias del Gran Bosque. La Bretaña no era tan rígida en sus pensamientos ni su gente se había olvidado de las viejas costumbres celtas. Mientras el cristianismo fue nuestra vida, y el evangelio cristiano nuestra salvación, aunque nadie pudiera leer excepto los monjes, la fiebre por destruir aquella Vieja Religión no se había manifestado tan violentamente contra ellas como lo haría poco tiempo después.
Madre Morwenna era nuestra comadrona, y asistida por sus hermanas, Brewalen y Gwenvred, venía a casa cuando los gritos del parto ya eran demasiado altos. Eran muy valiosas para nosotros, la gente de campo, y cuando hablaban de las cosas del espíritu no maldecían a los sacerdotes o a la Santa Madre. Madre Morwenna tenía unas manos que quemaban cuando estaban frías y sus ojos eran pequeñas piedras negras en el centro de una cara arrugada pero benevolente. Su pelo ya era blanco por la edad, y cuando yo era muy joven, ella era la que me mecía en su regazo cuando mi madre se dormía con mi nuevo hermano o hermana. Me habló de mi nacimiento, de cómo no había estado allí para asistirme; también me hizo saber que cuando le fui presentado en el bosque predijo grandes cosas para mi futuro. Cuáles eran esas grandes cosas era algo que yo le preguntaba a menudo.
—Una profecía revelada a quien debe cumplirla es un destino interrumpido —me decía ella a menudo.
—Pero tienes que decírmelo —insistía yo.
Una vez, después de quejarme de nuevo por no poder conocer mi destino, ella tomó mi mano, me besó en el centro de la palma y escudriñó las líneas y las suaves arrugas entre los dedos hasta el nacimiento de la muñeca.
—Todo lo que puedo decir es esto: del más pequeño vendrá la grandeza.
—¿Algún día seré grande?
—Quizá —contestó ella, mirando en el interior de mis ojos—. Vivimos en un mundo en el que los que parecen débiles son los más fuertes. Y los que parecen fuertes no poseen el verdadero poder. Algún día, cuando parezca que posees el gran poder, recuerda esto: te hallarás en tu mayor momento de fuerza cuando también te halles en el de mayor debilidad.
Yo me reí de ella, porque entonces era demasiado joven para entenderlo. Ella también se rió, mientras acunaba en sus brazos a su bebé envuelto en un velo.
Madre Morwenna me contó muchos cuentos del bosque, el de una antigua, enorme y aterradora bestia con alas, que fue cazada por un héroe de la antigüedad; el de una fuente oculta para los hombres cuyas aguas sanaban al enfermo pero que si el que bebía de ella estaba sano caía muerto de repente o permanecía eternamente joven; me contó que había torrentes subterráneos dentro de profundas cavernas, y pinturas antiguas que adornaban sus húmedas paredes en la oscuridad, y que hablaban de otros mundos para que pudiesen ser recordados en la posteridad; de árboles que tenían miles de años, plantados por los gigantes que una vez caminaron sobre la Tierra, los mismos gigantes que cargaron las enormes piedras que descansan en la llanura del centro del bosque. También me habló de la Reina de las Hadas, cuyo castillo aún se elevaba en medio de un lago dorado, y aunque nunca me atreví a aventurarme lo suficiente como para poder verlo, podía imaginármelo. Me dijo también que cuando una mala persona navegaba por sus aguas, éstas se convertían en fuego.
—Siete princesas duermen en el castillo, esperando a siete jóvenes que rompan el hechizo —nos explicó a mí y a mis hermanos y hermanas cuando cuidaba a mi madre de las fiebres del parto—. Todas las noches, las princesas se convierten en cuervos, y vuelan por el bosque en busca de jóvenes valientes que se arriesguen a rescatarlas.
En una ocasión nos explicó el cuento de la Novia Verdadera, que tuvo sentido para mí aunque no llegué a comprenderlo del todo.
—Una doncella se fue a vivir al gran castillo, para casarse en la iglesia con un bello príncipe poco después. Durante la primera luna llena bajó al jardín y permaneció de pie bajo el peral esperando al pájaro dorado. Al poco, el pájaro descendió del cielo, portando en su pico su vestido de novia plateado. Y aquella noche, todos los que la rodeaban supieron que era la Novia Verdadera. Pero cuando el padre del príncipe, el rey, volvió a su reino después de muchos años de guerra, no le gustó la elección de su hijo. Así que les ordenó a sus soldados que la ataran y la metieran en un gran caldero. Y que después lo sellaran y lo lanzaran al pozo más profundo que encontraran. Después se dirigió a su hijo, el príncipe, y le dijo que su esposa le había sido infiel y había huido con otro hombre. El rey le trajo a su hijo otra novia, esta vez una doncella rica, perezosa y maliciosa. Veía a alguien y lo juzgaba sin pensárselo dos veces. Cuando el príncipe, tras muchos años de esperar el retorno de su novia, accedió finalmente a casarse con la joven elegida por su padre, ella se volvió muy caprichosa y exigente con él y con su reino. Pero no había que odiarla por ello. Era de otra tierra, y había perdido a su gente. Con todo, causó más dolor que alegría. Su envidia y sus celos crecieron, e hizo que su esposo le declarase la guerra a sus vecinos. Ella castigó a los fuertes y a los justos, y recompensó a los débiles y a los inútiles.
»Una noche, el príncipe, ya rey, bajó a su jardín, tan amado por su primera prometida. Recordó cómo solía llamar al pájaro, e hizo lo mismo, porque echaba de menos a su verdadero amor. Cuando el pájaro llegó, descendió envuelto en la plateada luz de la luna, portando en su pico el vestido plateado y una diadema de oro. El pájaro le contó al rey lo que había hecho su padre, cómo su primera mujer había suplicado por su vida, y cómo, al sentirse conmovidos, los soldados la soltaron bajo la amenaza de asesinarla si alguna vez abandonaba el Gran Bosque. Tras escuchar al pájaro nada parecía poder consolar al rey, pero éste le dijo que debía luchar. "Coge el vestido y la diadema, porque ella volverá cuando tenga fuerzas. Continúa con tu nueva esposa, pero cuando llegue el momento, volverás a ver a tu Novia Verdadera. Vendrá del Gran Bosque, así que tienes que protegerlo y proteger a sus criaturas. Y cuando regrese, dale el vestido de plata y la diadema, y abrázala y celebra que ha vuelto."
»Y entonces, un día, cuando el rey ya era muy viejo, y su segunda esposa ya había muerto de ira y amargura, se encontró con su Novia Verdadera paseando por el bosque, desnuda y bella. En su frente, la luna creciente. En sus brazos y dedos, las gemas secretas de la tierra. Ella era tan joven como cuando la vio por última vez, y aunque casi no la reconoció debido a los años transcurridos y a que su memoria había menguado como la luna, la recibió con afecto y amor. Le dio el vestido de plata y la diadema, y ella se vistió con ellos. Ella no le guardaba rencor al ya difunto rey, que la había traicionado, y tampoco a él por haber tomado una segunda esposa. Juntos volvieron al castillo, porque había llegado el momento de que la Novia Verdadera ocupara su lugar al lado del rey de los hombres.»
Ninguno de nosotros entendió el extraño cuento, pero Madre Morwenna nos miró a cada uno, intensamente, para ver qué habíamos imaginado en nuestras mentes. ¿Lo recordaríamos? Sí.
—Bien —dijo ella—. Las historias del bosque necesitan vivir. Como le ocurrió a ese rey, cada uno de vosotros deberá reconocer a su Novia Verdadera cuando regrese al mundo de los hombres. Ahora permanece oculta, pero un día regresará, y entonces deberéis tener sus vestidos y joyas preparados.
Yo era demasiado ignorante acerca de mi propia patria para saber que aquella Novia Verdadera era la propia diosa de la Naturaleza, oculta en el Gran Bosque desde que el nuevo dios nos había invadido y la había intentado destruir.
Los árboles del Gran Bosque eran robles antiguos, pero entre ellos también se alzaba una jungla de otros árboles y plantas que siempre permanecía verde, incluso durante el crudo invierno. Si por casualidad me encontraba con una salamandra en uno de sus arroyos, cuando era niño, imaginaba que era un hada hechizada por una bruja; y un erizo podía ser un principito que no había sido lo suficientemente puro para cruzar el lago de oro o fuego. Era un lugar para la imaginación, para los milagros y para el peligro, y lo que nos mantenía a flote entre tanta penuria.
Una vez, cuando mi hermana mayor y yo habíamos salido a recoger bayas en el bosque (sabiendo que nos arriesgábamos al más duro castigo si éramos capturados por las autoridades), atravesamos lo que parecían las ruinas de un castillo. Cubiertas de vides, sus piedras se entrelazaban con helechos que crecían en extraños ángulos. Entramos por su pequeña puerta. Y aunque el interior estaba dominado por un gran zarzal cubierto de fango, pude vislumbrar el techo: una bóveda de piedra con pinturas apenas visibles de mujeres desnudas que bailaban entre extrañas bestias con cabeza de águila, cuartos traseros de león y alas de dragón. Mi hermana mayor Annik me advirtió que debíamos abandonar aquel lugar, porque era muy antiguo, de los Viejos Tiempos, los tiempos del diablo.
Exceptuando a mi abuelo, las bestias fueron mis compañeros de infancia.
Mis primeros amores fueron los perros, grandes perros-lobo que nos daban calor a mis hermanos y a mí durante las noches de invierno. Mi segundo amor fueron los pájaros del cielo. A menudo mi abuelo me llevaba al límite del bosque para enseñarme el canto de los pájaros y los nombres de toda criatura alada, cómo encontrar un halcón en su nido, cómo sacarlo del huevo y enseñarle a cazar para ti; cómo adiestrar a un cuervo para que llegue a pronunciar unas cuantas palabras… aunque esto último nunca conseguí dominarlo. Mi abuelo tenía palomas, fuentes de alimento a la vez que animales de compañía, y como más lo recuerdo es de pie sobre una roca en el linde de una extensa pradera, mientras las alas blancas de sus pájaros se batían sobre sus brazos y sobre su cabeza como si fueran a levantarlo en vuelo hacia el cielo.
De todos los niños, yo era el único que tenía pájaros.
Éramos seis, más dos niñas que aún eran bebés cuando abandoné a mi familia.
Tienes que saber cosas acerca de los pájaros de nuestra tierra porque, de algún modo, eran tan importantes como nuestros ojos. Los azores y los halcones eran difíciles de conseguir y de adiestrar, y los caballeros de la Cristiandad buscaban halconeros para que los acompañaran durante las partidas de caza. Se decía que el duque de Bretaña tenía cientos de halcones cazadores; nuestro barón local tenía unos cuantos. Pero cuando yo era niño todo esto no me importaba, porque yo adiestraba pájaros, y pronto aprendí a capturar halcones recién salidos del cascarón sin que sus madres me atacaran con sus garras afiladas y su pico. Mi abuelo me enseñó muy bien. Él había aprendido el arte de la cetrería y de adiestrar otros pájaros en tierras lejanas durante la guerra. Supongo que yo entonces aspiraba a la grandeza, más allá de mi lugar natural en la vida, por mi interés en la cetrería, porque los muchachos pobres eran cazadores pobres, y las grandes aves de rapiña era sólo para la nobleza.
Desde pequeño le había echado el ojo a la casa del barón. Mi horizonte se extendía más allá del barro donde vivía. La sangre que corría por mis venas era la de un muchacho bruto, sucio, indisciplinado y egoísta. Sin embargo, yo quería algo más que la suciedad, el pantano y el bosque. Quería todo lo que el mundo podía ofrecerme, porque veía a diario el gran castillo sobre la colina. Quería conocer el interior de aquel lugar. Quería contemplar a la nobleza del mundo, los caballeros y las doncellas, los grandes salones y las cocinas llenas de carne y pan.
En cierto modo, mi abuelo alimentaba mis fantasías. Él era un hombre alto y flaco, algo inusual en un bretón, con los cabellos blancos como la ciénaga, y con una nariz aguileña como el pico de un halcón. Sus ojos eran cálidos y luminosos como el fuego de una chimenea, y en mis recuerdos más tempranos era una sombra sentada a mi lado mientras dormía entre mis hermanos. Cuando crecí un poco, iba tras él para escuchar sus cuentos sobre el pasado, y sobre los días en que el Gran Bosque cubría el mundo por entero: cuando los pájaros hablaban, cuando los árboles escondían tesoros y cuando la luna era un ciervo que cruzaba entre las estrellas de la noche. Durante mi infancia, los ancianos lo visitaban por su sabiduría, porque él era el más anciano entre ellos, y conocía las tradiciones del bosque y del campo, y también las del castillo.
A menudo, en las noches de invierno, me contaba historias cuando me acostaba en el catre de paja con mis hermanos menores apretados contra mí, entrelazados unos con otros como querubines.
—Una vez, hace muchos años, fuimos dueños de nuestra propia tierra, en el sur, bajo las altas montañas —nos relató mi abuelo—. Somos descendientes de la familia más noble, perdida en la desgracia, que cruzó el mar para llegar a esta tierra rocosa. Una mujer embarazada, cuyo hombre había muerto en otra tierra, trajo al abuelo del abuelo de mi abuelo, y mantuvo su linaje en secreto. Nuestra familia fue más grande que la del duque. Más grande, os lo aseguro, que los reyes de los hombres. Y podemos serlo de nuevo. Tú, Aleric, niño de pájaros y perros, podrás gobernar esta tierra un día. Tienes el talento que requiere la nobleza, e incluso cuando cazas ratas o conejos, puedo ver en ti la sangre ancestral. Esa sangre real corre por tu interior como el oro.
Levantaba mi brazo y lo sostenía contra la luz de la vela.
—¿Ves ahí el color azul? ¿Bajo tu piel? Ése es el azul de la nobleza. Estamos destinados a ello. Y tú estás destinado a grandes cosas, nieto mío.
—¿Puedo ser rey?
—Rey, o príncipe —contestó—. Posees el linaje. ¿No hablas con los pájaros y entiendes su lenguaje?
Yo me reí, porque conocía el lenguaje de los pájaros, pero no era algo mágico en absoluto. En primavera, mi abuelo me llevaba a buscar nidos y huevos, y me enseñó a guardarlos en el hueco del brazo, utilizando un cabestrillo, para mantenerlos calientes. Cuando rompían el cascarón, días después, los alimentábamos introduciendo en sus gargantas pedazos de gusanos clavados en finas hebras de hierba dura. De este modo mi abuelo me enseñó a adiestrar pájaros de todas las clases, y a diario nos seguían gansos o palomas, cuervos o halcones. Estaba prohibido utilizar a estos últimos para cazar, por orden del barón, porque sólo él y sus cazadores podían tener halcones y azores. Pero ya que mi abuelo daba a la casa del barón los halcones mejor adiestrados, nunca fue castigado por capturarlos y adiestrarlos.
—En tiempos de mi abuelo todo era diferente —me contó mientras enseñábamos a cazar a un halcón conmigo arrastrándome a gatas haciendo de conejo (¡y sufriendo a veces los rasguños de las garras de un pájaro joven!)—. La gente lo iba a ver para preguntarle acerca de los secretos de la Tierra y el cielo. Tú tienes su misma cara, ya lo sabes. Eres igual a él. Tienes la piel pálida y las mejillas rosadas y su misma sonrisa. Él podía leer en las hojas de los árboles, y en ellas predijo el fin de las fuerzas del bosque. Sabía, por el vuelo de los gorriones, en qué parte del cielo empezaría la tormenta, y cuánto tardaría en alcanzarnos. Era un hombre notable.
—¿Y mi padre? —le pregunté.
Sus ojos grises se ensombrecieron.
—¿El pescador?
—Mi verdadero padre —recalqué—. El que se fue para siempre.
—Un erudito —me dijo mi abuelo—. De tierras lejanas, y a ellas volvió.
Su mirada se ensombrecía, y cuando intentaba preguntarle más acerca de mi verdadero padre, él volvía a hablarme de su abuelo, o de cuando mi madre era una niña y «parecía la propia primavera, engalanada con guirnaldas de flores silvestres, montando a caballo a lo largo del pantano como una doncella de Briary. Y yo, su padre, orgulloso y feliz de que hubiera tanta vida en ella».
La luz del sol parecía resplandecer en su rostro a medida que hablaba.
—No debes crecer odiando a tu madre —me advirtió, agitando su dedo índice y entornando los ojos como si escudriñara mi cara en busca de cualquier señal de discrepancia—. Ha sufrido mucho, y ha luchado mucho, a pesar de lo que pueda parecer. Una vez me salvó la vida, y pagó un terrible precio por ello.
Pero yo quería hablar de cosas más excitantes. Cómo deseo que pudiera regresar y contarme más cosas sobre el pasado de mi madre, de esa mujer joven a quien nunca conocí y que tuvo que pagar un precio que la cambió para siempre, de bella doncella a lomos de un caballo a campesina licenciosa rodeada de su descendencia y mendigando el pan de cada día.
Lo abracé y le dije que era el abuelo más maravilloso del mundo. Él, a su vez, me abrazó con fuerza, sosteniéndome tan cerca de él que pude sentir sus lágrimas en mi cuello.
—Hemos nacido en este mundo para encontrar nuestro destino, mi querido niño. Perteneces a la estirpe del Gran Bosque, y de aquellos que conocieron sus poderes antes incluso de la llegada a estas tierras de los romanos. No importa qué miserias te ofrezca el mundo, no permitas que te arrebate el amor que ahora posees. No permitas que te impida hacer todo aquello para lo que has nacido. Todo es bueno y malo. Nada es sólo una cosa o la otra. Debes buscar en lo malo y ver lo que tiene de bueno. Y cuando veas lo bueno, no te olvides de que también contiene algo malo. ¿Me entiendes?
Murmuré que sí, aunque no tenía la experiencia suficiente para comprender todo lo que me dijo.
—Todo lo bueno tiene algo malo. Y si te olvidas de ello, te sentirás traicionado cuando simplemente podrías haber entendido la naturaleza del mundo.
Retrocedí, sonriendo.
Ahora recuerdo cuánto brilló mi amor por él por encima de todos los demás. Cada arruga de su cara, cada cana de sus cabellos, la manera en que se movía la nuez de su garganta cuando hablaba. Podía vivir entre el barro y en el frío, y sufriendo la oscura existencia de mi madre, mientras estuviera al lado de aquel anciano cuya sabiduría y calor me arropaban y mantenían en pie, a salvo de todo aquello que quería arrastrarme hacia abajo.
—Algún día seré un rey —dije.
—Un rey, no —me corrigió—. No un rey como los que ahora conoces. Yo serví a un ser más grande que cualquier rey. Y así lo hizo mi padre, y mi abuelo. Pero de eso hace mucho tiempo… —Se inclinó hacia mí y me besó en la frente—. Tuvimos nuestro tiempo, hace muchos años. Y ese tiempo ya ha desaparecido. El viento lo arrastró hacia el mar. —Lágrimas cristalinas brotaron de sus ojos—. Desaparecido. Pero tú, tú eres de una gran estirpe. Magnífica. Nunca debes olvidarlo. Somos los hijos de este bosque. Nosotros plantamos estos árboles, y nuestras almas permanecen en ellos.
Había una historia fabulosa acerca de nuestro clan, pero nadie la creía. Sin embargo, él se aferraba a ella y yo soñaba con ella. La fue hilvanando para mí como una telaraña. Supongo que ésa fue la razón de que naciera en mí un hambre por las cosas buenas y por una vida mejor. El hedor de las pocilgas y de la fruta pudriéndose en el huerto me molestaba. El nauseabundo olor que acompañaba el oficio de pescador, cuando mi padrastro volvía de sus largos viajes. Después de meses de estar lejos, llegaría con las frías lluvias, con sus ojos redondos y vacíos como los del halibut, con sus bigotes como los de una carpa, y con el hedor fétido de los peces destripados en sus manos ásperas. Esa vida nunca había tenido atractivo alguno para mí. Pero conocía ese otro mundo, y aunque estuviera fuera de mi alcance, pronto tomé la determinación de alcanzarlo. Mientras el abuelo vivió, disfruté del sueño de la felicidad. Ignoré la conducta de mi madre. En ocasiones la veía como una princesa de las hadas que cumplía los deseos de los hombres salvajes.
Pasaba tanto tiempo con mi abuelo que a menudo olvidaba mis otras tareas. Adiestrábamos pájaros. Enseñábamos a hablar a los cuervos. Recogíamos huevos en primavera y los calentábamos de diversos modos para que nos siguieran al romper el cascarón. Él se los daba al barón, o al abad, a cambio de comida. Los gansos de la abadía nos saludaban con sus graznidos siempre que mi abuelo y yo la visitábamos para llevar nuevos ejemplares.
Cuando imagino el niño que fui, recuerdo el olor del barro, de la ropa manchada de hierba, el picor en el cuero cabelludo, y que nada de eso me preocupaba. Porque mi abuelo y sus pájaros me alzaban por los cielos. Volaba con ellos por encima de todos mis problemas.
Caminábamos a lo largo de la senda del límite del pantano, yo corriendo por delante en la plenitud de mi niñez, mientras él se apoyaba en una rama de un árbol cortada para ayudarse a caminar. Me llevaba a un gran roble muerto pero que todavía se mantenía en pie, majestuoso al lado de un arroyo de aguas claras. Un halcón al que había adiestrado el invierno anterior se sujetaba en mi hombro, con sus patas forradas de cuero para evitar que me hiriese con sus garras.
El abuelo quería enseñarme algo, y durante el invierno me había prometido llevarme a un claro del bosque en particular, «donde crecen los tesoros».
Al llegar frente a uno de los árboles apartó las espesas raíces de una cepa y me alzó para que pudiera ver lo que él había encontrado.
—Mete la mano —me dijo.
Frente a mi rostro, un nudo del roble.
Metí la mano, un poco grande para la pequeña abertura. Rebusqué en su interior y allí encontré una piedra lisa. La saqué.
Cuando me bajó al suelo abrí la mano para ver lo que contenía. Me fijé que casi no tenía aliento, y empecé a preocuparme por cansarlo tanto.
La piedra era de un azul intenso, pero más pálida y un poco rota en su centro, allí donde un corazón de ámbar parecía florecer.
Respirando con esfuerzo mi abuelo dijo:
—Un día te hablé de tu estirpe. Esta piedra es un signo de ella.
—No deberías hablar —aconsejé—. Estás demasiado cansado. Podemos descansar. Te traeré un poco de agua.
—No —replicó—. Sólo siéntate a mi lado.
Dio unos golpecitos con la mano sobre los helechos que cubrían el suelo a su izquierda, y yo me dejé caer a su lado, deseoso de escuchar un nuevo cuento. Me rodeó con su brazo y me tendió la piedra.
—Ahora significa poco —dijo—. Pero una vez fue signo de nuestra familia. Antes de la llegada de los invasores, nuestra sangre corría por las venas de este bosque. El abuelo del abuelo de mi abuelo plantó este árbol. En aquellos días no existía la abadía, no existía la iglesia. Ahora somos los vencidos. Pero nunca debes olvidar quiénes fuimos una vez, porque en tu sangre hay mucho más que lo que este mundo te ha dado. Y lo que hizo tu verdadero padre.
—¿Mi padre? —pregunté, pero cuando su respiración volvió a ser dificultosa, le rogué que descansara un poco antes de continuar.
Pero no lo hizo.
—Mis pájaros son lo último que me queda de mi propia infancia. Y volarán lejos. Pero tú recordarás este día, ¿no es así, Aleric? ¿Me recordarás?
—Siempre —respondí, y tomé su mano en la mía y la besé—. Pero tú nunca te irás.
¡Qué joven era para decir esas cosas! ¡Qué ignorante del propio pulso de la vida! Porque, ciertamente, aquel anciano ya había sobrepasado su esperanza de vida y había sobrevivido simplemente gracias a la suerte y al amor por su familia. Yo entonces no conocía la enfermedad que había empezado a consumirlo años antes. Que su respiración y las quejas y los dolores de viejas heridas eran ya parte del principio de su fin.
—Todo lo que respira en este mundo —dijo—, debe separarse de la carne. Y eso no significa que no estemos aquí. El alma vuela, y nada la detiene cuando despliega sus alas como una paloma. Sólo la paloma conoce el destino de su viaje, no quien la posee. Aquí —indicó poniendo mi mano sobre su corazón—. ¿Sientes cómo late, débil, enfermo? ¿Como un tambor resonando en la distancia? —Entonces, puso mi mano sobre mi propio corazón—. El tuyo es fuerte y acaba de empezar su viaje. Pero un día también latirá lentamente. Es un regalo para alcanzar la muerte, Aleric. Siempre debes recordar esto. Retornamos a sus brazos.
Miró hacia el cielo de hojas que nos cubría, el profundo verde esmeralda del bosque.
—Y el alma vuela como un pájaro hacia su nuevo nido.
Yo me resistí contra el dolor que sus palabras me infligieron. Apreté mi cara contra su corazón, mientras intentaba oír lo que me decía. Pero estaba muy débil. Me acarició la cabeza.
—Tu halcón ha volado —susurró—. Ahora es libre en el bosque, y busca a su compañera. Ya tiene edad para aparearse y cazar. Pronto la tendrás tú también. Es un momento importante. Te olvidarás del bosque. Incluso te olvidarás de los pájaros. Pero lucharás contra el mundo, Aleric. Y es importante recordar. Esta piedra que has hallado en el interior del árbol tiene poco valor en el mundo. Pero es una piedra ancestral para nuestro pueblo. Hubo un tiempo en que sólo la poseían grandes hombres y mujeres. Hubo un tiempo en que pertenecimos al linaje de los sacerdotes del bosque. Nadie habla ya de los que son como nosotros. Muchos fueron torturados. Muchos asesinados. Otros nos abandonaron para convertirse en sacerdotes de las iglesias del nuevo dios. Tú perteneces a una casta de sacerdotes, niño mío. Tu talento para los pájaros me ha demostrado que formas parte del bosque. Has aprendido que el bosque parece estar lleno de demonios. Pero también sabes que son tales.
A medida que hablaba parecía que le volvían las fuerzas. Sentí que aumentaban los latidos de su corazón. Y el hecho de que le alegrase hablar del pasado y de la muerte y de piedras y sacerdotes me hizo pensar que le quedaba poco tiempo.
—Quiero que recuerdes esto. Tu padre fue un hombre al que yo desprecié. Aunque en él residía la grandeza. Él no era de nuestra clase, no pertenecía a tierra conocida alguna. Eligió a tu madre porque comprendió que era una hija del bosque, aunque viviera en el barro y se entregara a los hombres tan fácilmente. Y él la cambió para siempre. A ella debes perdonárselo todo, porque él poseía un gran poder y terror en su mirada. Y a pesar de todo, él también albergaba bondad en su interior. Y esa bondad también está en tu seno.
—¿Quién era él? ¿Dónde puedo encontrarlo?
—Él te encontrará a ti —me dijo mi abuelo. Después, cuando hubo recobrado algunas fuerzas, me alzó para que devolviese la piedra al interior del roble. Pero no hice lo que él deseaba. Tuve miedo de no volver a encontrar nunca más el árbol de la piedra. La escondí en el interior de mi bolsa de cuero y no le dije a mi abuelo que me la había guardado. La maldad de ese acto no dio conmigo hasta la mañana siguiente, cuando mi madre nos gritó que su padre tardaba demasiado tiempo en volver del campo.
Cuando mi hermana y yo corrimos a buscarlo él ya se había derrumbado.
—¡Abuelo! —grité intentando encontrarle el pulso y mientras mi hermana llamaba a gritos a los demás para que vinieran. Lloré encima de su cuerpo, sin querer creer que había muerto, sin querer mirar su rostro sin vida. Rodeé su cuello con mis brazos mientras un mar de lágrimas emergía de mis ojos.
En ese instante oí el canto de un pájaro, una alondra en el campo.
Cuando me separé de él vi una bandada de pájaros salvajes levantando el vuelo sobre el bosque, hacia los pantanos. Aunque puede ser una trampa de la memoria oí los graznidos de los gansos como si de una plegaria se tratara; y los dos cuervos que acompañaban a mi abuelo se pusieron a volar en círculos sobre nuestras cabezas. Y no abandonaron el cielo hasta que mi madre hubo retirado su cuerpo.
Los pájaros habían comprendido. Mi abuelo había muerto y los pájaros tomaron su alma como cuando él los tomaba en sus manos cuando rompían el cascarón.
«El alma vuela, y nada puede detenerla cuando despliega sus alas», había dicho él.
Tras su muerte, yo caí enfermo, aquejado de fiebres. Mantuve la piedra en secreto, y la acariciaba entre mis dedos durante las noches en las que tanto deseaba que mi abuelo volviera a mi lado.
Un amanecer desperté sintiéndome bien, aunque en mi interior seguía creciendo la amargura. Empecé a ver las cosas por su lado oscuro, comencé a ver el mundo como una bestia devoradora de todo lo bueno. Ya no podía encontrar el perdón para mi madre, ni el consuelo de mis hermanos. Sentí como si todo el amor se hubiera perdido el día en que aquel anciano se derrumbó en el campo, y sólo mantuve mi amor por los pájaros.
Únicamente quería abandonar mi casa y marcharme muy lejos. Ese deseo se convirtió en una sed imposible de saciar, un hambre que no remitía tras el hartazgo. No podía librarme del deseo de huir, de tomar el camino que había iniciado Frey, mi hermano mayor.
En vísperas del solsticio de verano, encontré un modo de marcharme pero de permanecer lo suficientemente cerca de mi familia como para ayudarles cuando fuera necesario.
Cuando los hombres del barón fueron en busca de un muchacho para que adiestrase sus halcones y azores, yo le pedí a mi madre que me llevara a la feria de verano. Era un lugar, camino arriba, donde los vendedores ambulantes ofrecían sus mercancías, los músicos tocaban y los cazadores del barón probaban las habilidades de los muchachos que tenían más talento de la zona. Fue tal mi insistencia, que finalmente mi madre cedió y me llevó a la feria.
Yo estaba de pie en la fila detrás de muchos otros chicos, la mayoría de los cuales tenían vidas mucho mejores que la mía, pero yo le había rezado a Nuestra Señora y había dejado una ramita de abedul en la orilla del pantano para que las brujas del Gran Bosque me concediesen mis deseos. Había frotado la piedra azul del interior del roble y caminado hacia atrás a través de los pantanos para que me sonriese la suerte. Me lavé muy bien antes de emprender el viaje, y me presenté tan tieso y orgulloso como lo hicieron los demás chicos de mi edad.
Cuando llegó mi turno, un hombretón de retumbante voz y maneras rudas revisó mis dientes y los músculos de mis piernas, por si tenía alguna incapacidad, y mi cuero cabelludo en busca de piojos. Profirió gritos dirigidos a sus compatriotas, comentarios acerca de mis suaves cabellos y mis mejillas sonrosadas.
—Al barón le gustan los muchachos fuertes y ágiles —dijo—. Y tú pareces un blandengue. Tienes los cabellos de una niña, llenos de nidos de pájaros, y hueles como un percebe.
Justo cuando acabó su comentario le propiné una fuerte patada en la espinilla.
Me miró con ojos sorprendidos, y lo siguiente que supe es que su mano alcanzó mi cara con un golpe certero. En ese instante volé por los aires aterrizando en la hierba unos metros más allá.
Entonces se echó a reír, y me tendió una mano para ayudar a levantarme.
—Eres un duro pajarraco de los pantanos —dijo.
Así que mi comportamiento pendenciero le cayó en gracia a aquel cazador. Y me hizo mostrarle mis habilidades con el arco y las flechas. Me preguntó qué tal corría al lado de los sabuesos. Le dije que solía dormir con mis perros, y que los quería tanto como si fuesen mis primos. Se rió con eso, pero intuí que quería deshacerse de mí.
—¿Y qué pasa con tu madre? ¿No te echará de menos?
—No soy una niña que se queda al lado del caldero para cuidar del estofado de rata —repliqué con descaro—. Un día seré el más grande de todos los cazadores. Y mi madre es una puta.
Dije esto último sin juzgarla, porque solía pensar en ella de ese modo. Al escucharlo, los hombres que había a mi alrededor se rieron, algunos aplaudieron y otros preguntaron si sus cabellos eran como los míos.
—El barón no querría tener en su bosque al hijo de una puta —vaticinó un hombre que parecía un gran oso. Se rió con estruendo, como si hubiese contado el mejor chiste de su vida.
—Mi padre es un gran pescador —repuse, permitiendo que la mentira se deslizase con facilidad más allá de mi lengua—. Ahora mismo tiene una flota en el mar, y bucea en busca de perlas en los Mares del Sur durante el invierno. Le hizo un collar a la reina. Encontró joyas raras en una antigua ciudad, bajo las olas, y se las llevó a las Siete Princesas de España.
Puedo recordar, incluso cientos de años después, cómo ardió la vergüenza en mis mejillas aquel día, al hilvanar un cuento que esperaba que convirtiese mi reputación en la de un muchacho bien nacido. Me escuché a mí mismo, como desde la distancia, recitar todas aquellas mentiras sobre mi noble nacimiento y sobre el linaje que mi abuelo me había contado, así como sus historias sobre la Ciudad Perdida bajo el mar. A medida que hablaba pude ver en sus caras no sólo el desconcierto sino incluso la irritación que producían mis jactanciosas falsedades.
Habían perdido el interés.
De algún modo tenía que recuperar de nuevo la atención del cazador. Él parecía más amable que el resto, aunque su rostro tenía algo de ogro, y su nariz parecía una cuchilla dentada. Sin embargo sus ojos mostraban un cierto brillo cuando le hablaba. No había dejado del todo de prestarme atención. En aquel instante comprendí por qué mi madre, sin apenas medios después de todo, podía hacer algo para atraer a los hombres y conseguir de ellos lo que necesitaba para alimentarse y alimentar a su prole.
Yo necesitaba que él me eligiera para trabajar para el barón. Era el único medio de escapar de la vida que odiaba de niño.
Respiré profundamente. Recé al Señor para que me guiase. Después al diablo, en busca de un ardid mágico.
—Si me concedes una noche en el bosque, le llevaré al barón el pájaro cazador más magnífico que nunca haya tenido.
Estoy seguro de que entonces no usé las palabras tan bien como ahora, pero dije algo que aunque formalmente fue torpe fue lo suficientemente comprensible para hacerme entender.
—¿Qué tipo de pájaro?—preguntó él.
La mentira hizo fácilmente su efecto, y yo me convencí de ella mientras la contaba.
—El pájaro más magnífico, el grifo, con garras tan grandes como los cuernos de una cabra, y de una envergadura semejante a la de los muros del castillo —detallé con seriedad y casi creyéndome cada palabra.
Sus hombres se rieron, pero el cazador asintió.
—Una apuesta del pájaro del pantano. —Y guiñándome un ojo y dándome unas palmaditas en la cabeza, me dijo—: Pájaro rubio… —y me explicó que si era capaz de traer el pájaro más raro de la Cristiandad, ese grifo de monstruosa gloria, al día siguiente me convertiría en el chico-pájaro de las cacerías del barón.
—Pero —añadió—, si no lo consigues, si me has mentido, te cortaré la lengua. ¿Ves esto? —Extrajo un pequeño cuchillo curvo de su cinturón y lo puso frente a mis ojos. Pude ver la luz del sol brillando en su filo—. He cortado las manos de un hombre con este cuchillo. He arrancado a un bebé del vientre de su madre con él. Incluso he destripado a un ciervo y sostenido su corazón en mi mano mientras aún latía. Abre la boca, chico. Ábrela.
Hice lo que me dijo pero nunca antes en toda mi vida había estado tan aterrado como entonces.
Dio un paso adelante y me agarró por la nuca con su mano izquierda. Con la derecha puso el filo del cuchillo contra mis labios.
—Tu padre es un gran pescador, que bucea en busca de perlas en los mares de España, dilo. ¿Sabes cómo utiliza su cuchillo para abrir las conchas de las ostras, clavándolo en la carne que se retuerce? ¿Cómo presiona la carne de esa criatura viscosa, serrando adelante y atrás, lentamente, con cuidado, para arrancarla de su concha? —Mientras hablaba le imprimía al arma un leve vaivén, introduciendo su punta curvada en mi boca abierta, sin tocar nada pero a punto de hacerlo. Y entonces sentí el borde afilado de su filo, doloroso aun siendo leve.
Probé mi propia sangre. Metálica como el cuchillo.
Después devolvió el arma a su funda en el cinturón y me soltó el cuello.
—Cierra la boca, pájaro de los pantanos, y mírame.
Primero le miré a los pies, después a su torso, y por último, directamente a los ojos: eran dos pequeñas piedras brillantes.
—Háblame otra vez sobre el grifo, porque aunque nunca haya visto uno, he oído hablar de esas criaturas. Me gustaría tener uno en la colección de animales salvajes del barón, de cazador y de mascota.
Entonces no encontré una razón para dudar de su sinceridad. Las leyendas de grifos se oían por doquier en aquellos tiempos. Yo conocía una, aunque nunca había visto ninguno. Me habían advertido acerca de un antiguo pozo sagrado situado en uno de los caminos del Gran Bosque. Cubierto de cepas de vides e incrustado de raíces de árboles, el pozo —al que algunos llamaban Fuente de santa Viviana— era apenas visible entre la espesura que lo rodeaba. Mi madre, cuando me oyó mencionarlo, me prohibió hablar de él. Me dijo que pertenecía a otra raza de personas. Que pertenecía a una época antigua, que existió antes incluso de que se construyeran las iglesias, y que allí no se había martirizado a ningún santo. Pero no me contó el resto. Fue Madre Morwenna quien lo hizo, cuando me encontró entre las ruinas del bosque adiestrando a mis pájaros.
—Hay un gran pájaro en el fondo —había dicho—. Tan grande como un dragón. Sus zarpas podrían despedazar a un hombre, y su envergadura podría cubrir el cielo nocturno. Hace miles de años, cayó dentro y se rompió las alas y permanece en el fondo desde entonces.
Madre Morwenna me enseñó el pozo, y me contó que los paganos romanos habían martirizado allí a santa Viviana. Su historia caló hondo en mí, y cuando le pregunté a mi abuelo acerca de ella, me dijo que si tenía aquella envergadura y aquellas garras tan poderosas y era un pájaro inmortal, tenía que ser un grifo, porque era la única bestia con semejantes cualidades.
Así que con el cazador y sus compañeros a mi alrededor empecé a parlotear sobre grifos y grandes bestias que habían permanecido ocultos a los ojos de los hombres pero de cuya existencia nosotros, los de campo, sabíamos; también hablé sobre lobos del tamaño de dragones, de dragones del tamaño de montañas y de pociones de brujas que crecían a la sombra de los viejos robles. Yo sentía que me ahogaba a medida que hablaba, como si mi lengua retrocediese y rogase ser cortada por el cuchillo del cazador al oír las barbaridades que estaba soltando.
El cazador estampó su mano en mi cara tan fuerte como pudo. Derrumbándome. Lo miré desde el suelo, tosiendo. El se abalanzó sobre mí, agarrándome por las axilas como a un saco de cenizas, y me levantó por encima de su cabeza sin dejar de mirar mis ojos como queriendo vislumbrar la perversidad que habitaba el interior de mi alma.
—Cuando mientes —susurró— lloran los ángeles. Ni el mismo diablo ha mentido tanto como tú en estos preciosos minutos. ¿Me dirás la verdad, chico-pájaro? ¿Lo harás?
Mientras hablaba me sacudía en el aire y estaba del todo convencido de que al final me lanzaría contra la multitud.
Hube de cambiar de estrategia para salvaguardarme.
—Le diré la verdad, señor —le dije solemnemente. A medida que hablaba, la feria de nuestro alrededor desapareció, los hombres que me rodeaban se desvanecieron, y sentí como si en todo el mundo sólo estuviéramos el cazador y yo—. Soy un pobre chico y no tengo con qué ganarme la vida. Tampoco mi padre es un gran pescador, ni pesca perlas. Mi hermana enfermó y murió el invierno pasado, y mi hermanito lo hizo poco después. Mi madre es una mujer libertina, y duerme incluso con el clero a cambio de trozos de cordero o de cerdo, pero no la culpo, porque tiene demasiadas bocas que alimentar. Poseo un pequeño talento. Y es con los halcones y los azores, señor. Los pájaros del aire. Hablo con ellos, a mi manera, y ellos me entienden. Y cazan conmigo.
—Si ahora estás mintiendo, juro por Dios que te corto la lengua de verdad —amenazó.
—Hablo con los pájaros.
—¿Y ellos te escuchan?
Asentí.
—Los azores de los riscos y de las montañas. Y los halcones también. Adiestré a un cuervo para que pudiese hablar haciéndole un pequeño corte en la lengua, y una vez le enseñé a un halcón a cazar peces en el río.
Todo aquello era verdad, y mi abuelo también me había enseñado cuándo tenía que callarme. La única mentira en todo aquello es que los pájaros solían huir al bosque cuando llegaban a cierta edad, aunque podía llamarlos para que acudieran a mí mediante silbidos y graznidos, tanto entonces como ahora.
—Dime, ¿y qué cosas dice el cuervo?
—Repite el avemaría —contesté, lo que era cierto, y que además hizo reír al cazador de un modo atronador—. Pero no entero —apostillé—. Sólo la primera parte. Su latín no es tan bueno como el de nuestro sacerdote. Volaba al lado de las beatas cuando se arrodillaban para rezar en misa, y fue lo único que pudo aprender. Los granjeros de la zona creen que es el espíritu de un alma en pena, porque ahora le ha dado por frecuentar el viejo cementerio repitiendo esas palabras una y otra vez.
Cuando dejó de reírse me depositó en el suelo, y me revolvió el pelo con sus gruesos dedos.
—Me encantaría encontrarme con ese pájaro que reza —confesó—. ¿Cazas en el Gran Bosque?
Yo estaba en contra de la ley que prohibía entrar en el Bosque del Barón, y tanto yo como toda mi familia lo habíamos hecho desde que me alcanza la memoria. Una familia de bastardos podía morir a manos de los sicarios del barón o del duque si en su casa se encontraba, por ejemplo, la cabeza de un jabalí. A los cazadores furtivos se los ahorcaba o se los asfixiaba, dependiendo de si lo que tenían a mano era una soga o un saco. Tanto entonces como ahora, a algún que otro furtivo le era permitido vivir para dar ejemplo a otros como él, y yo había visto uno cuyas manos habían sido cortadas y a otro al que le habían rebanado también la nariz. Había un hombre llamado Yannick que iba de puerta en puerta, mendigando pedazos de pan, porque había robado un conejo del Gran Bosque. Le habían cortado las manos, los dedos de los pies y su oreja izquierda. Yo no quería un destino semejante para mí o para mi familia. Uno no se saltaba la ley tan a la ligera. Así que mentí un poco.
—No, señor, yo cazo en los campos. Ratas y conejos y otras criaturas pequeñas de los pantanos y de los territorios que no pertenecen ni al rey ni al barón.
—Hablas bien para ser un pájaro de los pantanos.
—Mi abuelo me enseñó a hablar bien.
—¿Tu abuelo está vivo?
—No, señor.
—¿Cómo se llamaba?
Cuando mencioné su nombre, el cazador asintió.
—Dime, ¿cómo murió el viejo?
Le hablé de aquel día en el campo, y de los cuervos y los azores, también de la bandada de pájaros que apareció por todos lados cuando murió, aunque, creo que quizá exagerara la historia.
—¿Alguna vez tu abuelo te habló de sus días en la guerra?
Negué con la cabeza.
—Yo lo conocía —reconoció el cazador medio sonriendo—. Ronan fue un gran soldado en su momento. —Después su expresión se oscureció—. ¿Y tu madre es su hija?
De nuevo, asentí.
—Armaela. —Cuando pronunció su nombre sentí un ligero escalofrío dentro de mí. Yo nunca había oído a un hombre pronunciar su nombre sin intentar acostarse con ella—. La conocí hace muchos años —dijo él—. No debes hablar mal de ella. Hace muchos años, tu familia fue verdaderamente grande. Es posible que tú poseas esa grandeza, aunque se haya perdido en estos tiempos. Deja que nos entendamos, chico, si piensas mal de cualquiera a quien haya abandonado la fortuna. La desgracia es el mundo. Ésos que hoy son reyes mañana al amanecer pueden ser simples bellacos. Aquéllas que hoy son campesinas sin posibles pueden convertirse en princesas del mundo. Sólo tú y yo sabemos que es así, porque yo he visto cómo ocurría, y lo recuerdo, mientras otros lo olvidan y creen que nacemos en una clase y permanecemos en ella hasta la muerte. Recuerda este momento en los años venideros. Recuerda cuando un hombre te lanzó contra el barro y te llevó a una vida mejor.
Miró a sus compatriotas y les rugió que fueran a emborracharse o a fornicar con las putas o a devorar asados, pero que él se iba conmigo al Gran Bosque a ver cómo llamaba a los pájaros. Me dijo que lo llamara por su nombre, no el nombre orgulloso de su padre, sino su nombre bretón, uno bastante común para la época: Kenan. Su padre había venido del sur, de Francia, y su madre había vivido durante toda su vida en el castillo, y murió allí mientras él aún era un niño y fue enviado a luchar contra los vikingos en la costa. Cuando estuvo de regreso en casa, todo había cambiado y él nunca más tuvo hambre de guerra o de aventuras. Aunque a mí me parecía un hombre viejo, Kenan no debía de llegar a los treinta años. Un halo de vejez parecía envolverlo, como si la vida hubiese sido demasiado dura con él.
Lo conduje a través de un camino en muy mal estado. Una vez estuvimos en la parte más oscura y tenebrosa de la espesura donde las zarzas crecían altas y densas, até su caballo a uno de los viejos robles. Cuando hubo desmontado, lo cogí de la mano y lo acompañé entre helechos gigantes y grandes raíces que semejaban pequeñas cabañas del bosque. Entre la espesa maleza, aparecieron los restos de una vieja muralla romana. Mi abuelo me había hablado de ella algunos años antes, era de cuando su tataratataratatarabuelo aún vivía, y había protegido un puesto de avanzada cuando los romanos luchaban contra los oriundos de la tierra. Le enseñé las piedras con las que marcaban dónde enterraban a los muertos.
—¿Aquí es donde hablan tus pájaros?
Asentí, y ahuequé mis manos contra mi boca y emití un silbido y una llamada que había aprendido cuando era tan joven que no recordaba cuándo. En segundos, un cuervo gigante descendió en picado por entre la maleza y fue a posarse sobre una de aquellas piedras antiguas.
Levanté el brazo y le gorjeé al pájaro, y él voló hasta mi hombro. Siempre que se posaba en él me sacudía el cuerpo entero, y esta vez tuve que sostenerme en el árbol porque había crecido mucho desde el año anterior. Fruncí los labios y mi mascota ladeó la cabeza a un lado y después a otro, para a continuación inclinarse y presionar con su pico en mis labios.
—Canta para mí —le ordené.
Y entonces el cuervo empezó a recitar el avemaría, pero con el pobre acento y la mala pronunciación con que podía hacerlo yo mismo.
Kenan rugió con una risa estruendosa, tanto que asustó a mi negro amigo, que echó a volar. El pájaro se elevó en el aire, y aunque le silbé, se mostró asustadizo frente a aquel extraño.
Yo lo miré.
—¿Y qué hay del grifo? —preguntó.
—Nunca he visto uno —le contesté—. Pero sé dónde hay un antiguo pozo, y en sus profundidades descansa un grifo, inmortal, pero con sus alas rotas.
—¿Y quién te ha contado eso?
—Una bruja —respondí yo—. Su nombre es Madre Morwenna. Y aunque está criando a un bebé, es vieja. Su espalda está curvada y cojea y es amiga de mi madre, y tuvo viruela, por eso vive en el bosque, para no extender la plaga. Su bebé es horrorosamente deforme. Sin embargo posee mucha sabiduría, dice mi madre.
—¿Y aun enferma ha vivido hasta envejecer?
Asentí.
—Nunca le he visto la cara porque la esconde tras un velo. Pero una vez vino a nuestra casa para ofrecernos hojas y cortezas de abedul para ayudar a mi madre en el nacimiento de mi hermana menor. Entonces me habló de la criatura del pozo. Me dijo que nunca debía visitar el pozo, pero lo hice una o dos veces y oí al grifo gruñir, a mediodía. Es un sonido tristísimo.
Esto último era una mentira a medias, porque aunque había estado en el pozo nunca escuché nada que saliera de su interior. Además, aquella mentira provocó una expresión de satisfacción en su rostro y un poco de luz en su mirada.
—Y si quisieras capturar a esa bestia, ¿cómo lo harías?
—Primero conseguiría una red de pesca. Después, una cuerda. Ataría una de las puntas a un gancho sujeto a lo alto del pozo. Entonces descendería por su pared con la red. Cuando alcanzara el fondo, cubriría al grifo con ella y después haría algo, no sé, quizá usted, señor, podría izarme.
—Eso no funcionaría —manifestó Kenan, con una sonrisa en el rostro—. El grifo debe de pesar demasiado para que puedas cargar con él. Y puede atacarte. Y herirte. Matarte.
—Puede que sí —convine—. Pero ahora es un animal débil. No come desde hace mucho tiempo, quizá siglos. No puede luchar. Y yo, señor, soy muy fuerte.
—Un día tienes que enseñarme ese pozo, pájaro de los pantanos —dijo el cazador poniendo su mano en mi hombro—. Debes de haber nacido bajo una buena estrella. Creo que puedes desempeñar bien tu trabajo en las partidas de caza.
Me comunicó que si era bueno con los halcones podría acabar siendo un cazador, como le ocurrió a él mismo tras empezar como cuidador de caballos. Mencionó de nuevo algún recuerdo de mi abuelo, pero nunca más volvería a hablarme de lo que sabía de él.
Aquella noche volví a sacar la piedra azul que mi abuelo me enseñó en el interior del roble, la que robé para mantener cerca de mí en todo momento. La robé para que me proporcionara suerte y con la esperanza de que me ayudara en mi trabajo y que también ayudara de algún modo a mis hermanos y hermanas. Besé la piedra, recordando el rostro de mi abuelo, sintiendo una punzada de culpa por no haberla devuelto a su legítimo lugar, pero también satisfecho de poder mantener en ella la memoria de aquel anciano.
Desde aquel día en adelante, viví en los dominios del barón. Aunque sabía que mi cazador se llamaba Kenan Sensterre, fui aleccionado para llamarlo «señor», o incluso, «maestro», en virtud de las normas del castillo.
En aquel tiempo el castillo no era ya la enorme fortaleza que fue, sino una simple estructura de madera y tierra, magnífica a su manera, pero también de algún modo primitiva. Muy pocas de sus partes estaban construidas en piedra, exceptuando la capilla y, debajo de ella, la cocina, y debajo de ésta, bajo tierra, una suerte de calabozo donde se custodiaba a los prisioneros. Aunque la estructura era pentagonal en su interior, las empalizadas de su parte externa parecían curvadas en un círculo. Se construyó en la ladera de una colina plana y baja desde donde se dominaba el Gran Bosque y los pantanos, lo suficientemente cerca de la abadía y de la aldea por si era necesario que se defendieran de un ataque (aunque en realidad, la abadía era la mejor fortaleza llegado el caso). La aldea que había más allá del castillo estaba bajo la protección del duque, y por ende del gran rey, cuyo nombre nunca se me comunicó, ya que simplemente era conocido como el padre de nuestro universo, al lado de Dios.
El barón debía llamarlo simplemente «Mi Señor», si alguna vez lo veía, pero durante mis primeros días de empleo rara vez hablé con el gran hombre. El barón era quizá el hombre más rico en cien hectáreas a la redonda. Treveur de Whithors había sido el nombre con el que fue conocido cuando fue caballero de una de las Cruzadas, y había vuelto a sus dominios después de largos años de batallas en las que amasó grandes fortunas. Se casó de inmediato y tuvo tres hijos. Todos habían partido a la guerra, pero el más joven, que aún era un bebé, permaneció con sus niñeras y doncellas, y fue tratado como una mascota consentida. También tuvo tres hijas que, a medida que crecieron, fueron capaces de administrar el castillo por sí mismas. Su esposa enfermó tras nacer el tercer bebé, y esa larga dolencia alimentó una suerte de tristeza tácita que oscureció los salones del castillo y dejó profundas huellas en sus dominios.
A veces era víctima de la ira del barón, como el resto de sus sirvientes, pero también de su generosidad durante las fiestas de Navidad. Me sentía como si fuese un principito, o algo así. Dormía en una habitación con los demás chicos que trabajaban en los dominios del barón, y en la Fiesta Sagrada y durante los períodos de abundancia, podía llevarles pan y gallinas a mi madre y a mis hermanos y hermanas. En ocasiones el trabajo me ocupaba desde el amanecer hasta medianoche, pero yo lo agradecía constantemente porque siempre tenía un techo sobre mi cabeza y comida en mi estómago. Crié azores, cisnes y halcones y los adiestré para hacer frente a las necesidades del castillo. Mi nombre, Aleric, fue pronto olvidado, y me convertí primero en el Pájaro de los Pantanos, después en Chico-Pájaro, y finalmente, tras mi primer año de trabajo, en Halconero.
Los demás muchachos me envidiaban debido a las atenciones que mi maestro me prestaba, y uno en particular, llamado Corentin Falmouth, a quien alguien en el castillo llamaba Boca Apestosa, parecía disfrutar atormentándome durante las pocas horas que tenía para dormir.
La primera vez que Corentin acudió a mí, fue una noche que yo había colocado mi estera en una esquina, no lejos del hogar. Me dijo que un chico había ardido por dormir al lado del fuego.
—Deberías dormir atrás, conmigo —me aconsejó, mientras apuntaba a una pila de ropa de cama en una oscura esquina—. Yo puedo ser tu protector.
Pronto aprendí que «protección» significaba para él evitar que nadie me pegara, excepto él mismo.
Como yo, él era un chico de campo, y me recordaba un poco a mi hermano mayor Frey, o al menos como yo me imaginaba que sería por entonces. Guapo, y no especialmente encantador, al principio Corentin parecía ser mi guía y confidente. Había algo familiar en él y en su manera de hablar: era un chico que procedía de los pantanos, como yo. Hablamos un poco de la Vieja Lengua, así como de la Nueva. Recibió una educación escasa, la que podía obtener un chico que trabajaba, cuando sirvió a los monjes limpiando sus habitaciones y aprendiendo algo de sus lecciones.
Me contó que los monjes le habían enseñado muchas cosas acerca del mundo y su funcionamiento, y de cómo un chico podía ascender de clase más allá de lo que podía imaginarse si se ponía bajo la protección y el cuidado apropiados. Puso su mano en mi hombro y me susurró que nunca más debería tener miedo de nada mientras estuviera a mi lado y fuese mi guía. Al principio, pensé que era parte de lo bueno que me estaba ofreciendo la vida. No obstante, pronto aprendí que el tributo a cambio era ser considerado su vasallo, y que después de todo no se parecía en nada a mi hermano Frey, no más que cualquier otro chico de campo. No era especialmente adepto al compañerismo. Se arrastraba hasta su catre, y me contaba las torturas que el barón inflingía a los chicos que mentían o desobedecían.
Corentin era mayor —quizá tenía dieciséis años— y era el líder extraoficial de un grupito de rufianes con los que compartíamos habitación. La mayoría de ellos no provenían de familias tan pobres como la mía, pero se lamentaban de sus vidas como si se hubieran repartido el peor destino jamás planeado. Muchos eran el segundo o tercer hijo de un linaje noble, sin propiedades, sin legado, y algunos de ellos, los afortunados, serían destinados al monasterio durante unos años. El mismo Corentin se quejaba de no tener ningún miembro vivo de su familia, y tal vez yo hubiera podido sentir pena por su mísera soledad, pero insistía en atormentarme.
—Tu madre es una puta. La conocen en todo el pueblo, y el cura se apiada de ella al permitirle asistir a misa. Oí que se acostó con el caballo de un mensajero a cambio de una jarra de cerveza.
Lo más aterrador de sus palabras es que yo mismo había pensado de mi madre del mismo modo. Sin embargo, me indignó oír aquellas palabras salir de su boca. Un odio oscuro hacia él crecía en mi corazón. Debía resistirme contra las ganas de agredirle, aunque no lo hacía nueve de cada diez veces, y rodábamos por todo el suelo de la habitación pegándonos, mordiéndonos y arañándonos. Corentin, el más fuerte, el más alto, el mayor, era muy superior a mí. Yo solía acabar magullado y con el orgullo herido, pero me mantenía en pie, listo para seguir con mis pájaros y mis tareas.
Tomé la determinación de no permitir a nadie que me detuviese en mi propósito de demostrar lo que valía y de mejorar en la vida, a pesar de que Corentin hizo lo posible por convencerme de que un Pajarraco del Lodazal (así me llamaba él) nunca podría subir más allá de donde me encontraba, y que cuando cumpliese los dieciséis, me devolverían a la mugre donde había nacido.
—O eso o te rebanarán desde el ombligo a la garganta —me dijo, moviendo su mano desde su ingle hasta su barbilla—. Y clavarán tu cabeza en una pica.
Esto último me aterraba, porque había visto las cabezas de los criminales clavadas en picas durante meses después de ser descubiertas sus traiciones.
Había asistido a las ejecuciones de depravados e indigentes y de aquellos que habían maldecido a la Iglesia o de mujeres que habían cometido adulterio. Había visto tres niños —dos hermanos y su hermana menor— colgados de la horca que había en el exterior del castillo del barón, ninguno de ellos de más de seis años de edad, por haber robado comida de una familia de buena cuna. Los Pajarracos del Lodazal, en definitiva, podían ser ahorcados, o sus cabezas separadas de sus cuerpos e incrustadas en picas para que todo el mundo pudiera ver las caras de quien había quebrantado la ley.
Las palabras de Corentin me provocaban pesadillas cuando pensaba en vengarme de los que me rodeaban. Tenía que disimular mi humor y ocultar mis emociones, como podía, o de lo contrario un día pendería de una soga o mi cabeza sería separada de mi cuerpo por haber pecado de algún modo, fuese poco o mucho. Aunque ya antes había presenciado la muerte en mi familia, ésta aparecería de nuevo y a menudo entre los chicos que trabajaban en las partidas de caza y entre los que cuidaban los establos. Llegarían las heladas, y de repente tres o cuatro de mis compañeros enfermarían de fiebres, y ni el fuego del hogar o un caldo caliente en sus estómagos alejaría de ellos a la Muerte.
Empecé a ver a la Muerte como un gran rey, quizá el más grande Rey Caído de la Tierra, porque la Muerte lo dominaba todo, era temida por todos, y ni siquiera tenía adoradores o capillas. La Muerte era el visitante inesperado de cada casa. Corentin me recordaba cómo podía aparecérseme la Muerte, y yo lo odiaba por eso, pero no podía alejarme de sus palabras. Yo era el más humilde e impotente de todos los muchachos de la casa del barón. Si Corentin, que era superior a mí tanto en posición como en edad, decidía que yo había cometido un crimen terrible, podía hacérselo saber al barón, y yo podría estar muerto antes del siguiente amanecer. Mientras no viviera temiendo esto, yo sabía que existía la posibilidad de ser traicionado por Corentin, y sus palabras pasarían por encima de las mías.
Así que cuando una noche Corentin vino a mi cama y apretó su cuerpo contra mi espalda para penetrarme, agarrándome los brazos para inmovilizarme, sólo grité contra mi almohada y para pedir ayuda a los demás. Un chico al que forzaran de este modo sería despedido de su ocupación, y quizá le ocurriría algo peor. Podría ser considerado tan culpable como el violador. El Rey Muerte podría visitar en la siguiente ocasión tanto al sodomizador como al sodomizado, porque el crimen reflejaba la maldad de ambos. No había inocentes. La sodomía era considerada la peor ofensa del diablo, y aunque después yo averiguaría su aceptación entre algunos guerreros, en aquel mundo en el que yo vivía a la edad de doce años, ser llamado Catamita[2] era tan bueno como ser quemado vivo. Aunque intenté enfrentarme a él, me superó y consiguió lo que quería. No fue un impulso sexual; incluso entonces fui consciente de ello. Se meó en mí, como un perro se mea para marcar su territorio. Para someterme. Para dañarme de algún modo. La risa que siguió a su acto me lo confirmó. Sólo le interesaba destruirme. Ofenderme. Asegurarse de que un pajarraco del lodazal no medraría más allá de su humilde clase, y que si alguien lo hacía, sería el mismo Corentin Falmouth, cuyo padre fue el tercer hijo de una familia bretona que había mantenido su fortuna hasta que Dios, siglos atrás, decidió que cayera rápidamente al fango, o de eso se quejaba él.
Yo resistí mi vergüenza durante semanas, y dormí poco, a la espera de mi Némesis. Pero aquella ocasión fue la última en la que se me acercó o me dirigió la palabra en mucho tiempo. Empecé a creer que me temía. Que algo en su acto vil contra mi cuerpo lo había aterrado. Sólo puedo adivinar que sentía que ya había cumplido sus propósitos conmigo.
Pero no era así.
Y no importa qué mal me deseara, prosperé a pesar de que me arrebatara los últimos restos de mi infancia, que no fue mi inocencia pero sí mi amor por todo el género humano. Lloraría por ser el niño que era, pero en mi corazón había una furia verdadera, tanta como inocencia. Mi abuelo me había advertido de que viese lo bueno y lo malo, y de que nunca me olvidara de que ambos coexistían en la vida. Yo también tenía cosas buenas y malas. Pero Corentin me parecía completamente malvado, y no veía nada bueno en él.
Realmente, deseaba matarlo, e impedir que hiriese a otros como me había herido a mí. Deseaba cortarle la lengua para que no pudiese pronunciar aquellas palabras de odio hacia mi madre, aunque hubiera un tiempo en que yo también las sintiera en mi corazón. Él era como una sombra de la que no podía librarme, porque cuando pensaba en la maldad, cuando en aquella época yo defendía la idea de que el mundo entero era terrible, el rostro de Corentin se me aparecía, o en mi mente o ante mí en alguna de las habitaciones.
Y ahora, me atrevo a admitir que incluso entonces, una parte de Corentin se parecía mucho a mí, como si él fuera yo unos años más adelante, después de haber tomado un ligero desvío en el camino de mi futura vida. Si yo hubiera sido más perspicaz, quizá hubiera visto en su conducta una cierta cautela hacia mí, un reflejo de lo que yo podría volverme: un depredador, y más que eso, un depredador que convertiría en presa a todo el que lo rodease.
Desde aquel momento, me arrimé a los muchachos y a los escuderos que trabajaban con los caballeros, y observé cómo utilizaban sus espadas. Quise aprender a luchar como un hombre y, si era necesario, matar para protegerme de cualquiera que quisiera dañarme.
De tener una sola oportunidad, mataría a Corentin.
Me arriesgaría a ser ajusticiado en el patíbulo para impedir que él, o cualquier otro que lo intentara, me dañara.
Y hubo tantos días de sol como de oscuridad.
El cazador, mi maestro, Kenan Sensterre, poseía cierta gracia masculina, y a pesar de su aspecto belicoso y de sus ocasionales ataques de mal humor, él y yo maduramos juntos, mientras yo corría al lado de su caballo, con los halcones agarrados a mis brazos enfundados en cuero. Él me enseñó cómo esquivar los golpes, y cómo blandir la espada de manera que aumentara la fuerza de mis hombros y brazos. Me llevó frente a la máquina que utilizaban los caballeros para entrenarse, y dedicó muchas horas a enseñarme las técnicas apropiadas. Nuestras partidas de caza juntos se volvieron inolvidables para mí. Él tenía la destreza de un arquero en su mejor forma, mientras que yo conocía bien los caminos del bosque por los que transitaban los jabalíes. Cazábamos jabalíes y conejos y ciervos, y le mostraba sendas ocultas y caminos a través de los pantanos traicioneros por los que raramente pasaba nadie más que los furtivos. Me preguntó si alguna vez había visto a las ninfas sagradas de las Viejas Costumbres, conocidas como las Doncellas de las Zarzas. Me reí cuando dijo eso, porque las conocía de los cuentos fantásticos que me contaban de pequeño.
—Son muchachas del bosque que seducen y destruyen a los jóvenes —le dije—. Conduciéndolos hacia profundos precipicios y profundos pantanos cubiertos de zarzas.
Aduje que era imposible que existiesen porque de lo contrario muchos jóvenes habrían desaparecido. No obstante, la leyenda seguía viva: siempre que se hallaba a un joven ahogado, o que se hubiese lanzado al vacío desde una roca encontrando la muerte, se decía que había sido llamado por las Doncellas de las Zarzas, en vez de decir que se había suicidado.
La leyenda de las Doncellas de las Zarzas era, en definitiva, tan antigua como el Gran Bosque, y en ocasiones me preguntaba si Madre Morwenna y sus brujas no eran, de hecho, las propias Doncellas de las Zarzas. En el pueblo y en los dominios del barón, Morwenna era a menudo llamada Morwenna de la Ciénaga de las Zarzas justo por esa misma razón, porque se creía que ni siquiera era una mujer sino un espíritu maldito que vagaba por los bosques y los pantanos, llamando a aquellos que eran débiles en la lucha para que se unieran a ella y a sus hermanas en las maldades que llevaban a cabo entre los robles y los abedules.
Puedes preguntarte cómo podían coexistir las Viejas Costumbres con las Nuevas, pero si miras otros lugares del mundo, incluso en la tierra más fanática, existe algo de tolerancia, particularmente cuando a los que debes soportar no poseen ni tierras ni riquezas que robar. Las acusaciones de brujería eran raras en aquellos tiempos: lo que se imputaba eran delitos como robos, envenenamientos o adulterios, y el hechizo se consideraba a veces el móvil del crimen del acusado, pero no como falta suficiente para condenar a una mujer a muerte. Pero las cosas empezaban a cambiar, y a medida en que la abadía y sus monjes se enriquecieron más, y que el barón vendió como mercenarios a más soldados para las Cruzadas, empecé a oír cómo se incrementaban cada vez más las historias sobre hechicería y brujería en aquella parte de la Cristiandad, como si un nuevo enemigo amenazador estuviera creciendo lentamente.
Kenan me habló acerca de sus miedos a las brujas del Gran Bosque, y cómo incluso cazando ciervos una vez había visto algo que lo aterrorizó tanto que lo obligó a ir a la iglesia, a misa y también en busca de la bendición de Nuestro Señor.
—Perseguimos al ciervo, que se adentraba cada vez más en las profundidades del bosque, durante tres días. Eso ocurrió hace muchos años, antes incluso de que tú hubieras nacido, y yo aún era un niño, que recibía adiestramiento de mi maestro. No comprendíamos cómo un solo ciervo podía tener energía para correr tanto sin detenerse a comer o beber. Exhausto, corrí con mi maestro hacia un claro, y allí vimos a nuestro ciervo, blanco como la nieve y con unas grandes astas con tantas puntas y tan retorcidas que parecían irreales. Y allí, la bestia se metió en una ciénaga tan negra como la noche.
»Mi maestro y yo nos abrimos camino a través de las zarzas, y vadeamos la ciénaga. Yo llevaba una lanza, y él su arco, pero cuando puse el pie en aquellas aguas, sentí que me quemaba; estaban tan calientes que emergían burbujas a la superficie. Aun así, mi maestro entró en ella, mientras yo permanecía quieto en el fango. Le dije que dejáramos al ciervo seguir hacia su destino, porque aquella bestia se había detenido en medio de ese terrible paraje, como si nos mirara a ambos retándonos a que lo siguiéramos. Entonces, mi maestro dio un paso hacia adelante mientras lanzaba una flecha al cuello del animal, y con aquel paso, se selló su destino. Resbaló y cayó al agua. El ciervo se fue al otro lado de la ciénaga, perdiéndose de nuevo entre el bosque. Y yo vadeé por el lugar, llamando a mi maestro, preguntándome dónde podría haber ido. Por fin, emergió, y estuvo a punto de azotarme, pensando que yo era algún tipo de demonio.
»Me dijo que estando bajo el agua, vio cosas que nunca habría soñado: vio una guerra en la tierra entre demonios y hechiceros, y una mujer cuya capa era la noche, y que cuando la extendía sobre el mundo de los hombres los hacía temblar. Me prohibió que se lo dijera a nadie, y después volvimos a la partida de caza para informarles de que el ciervo se había escapado hacia el bosque demasiado rápido como para poder darle alcance.
»Lo peor de todo fue que yo también había visto algo en aquellas aguas. Nunca se lo dije a mi maestro. Antes de que el ciervo cruzase la ciénaga, habló en algún lenguaje que no pude entender, pero que sabía que era una corrupción de la Vieja Lengua. Me habló a mí, directamente, pero aunque no pude comprender el idioma entendí su mensaje: no debía volver a aquel lugar nunca más, porque si lo hacía moriría. Recuerdo lo antinatural que era aquella bestia, con su pelaje blanco y su cornamenta tan retorcida como las mismas zarzas de la leyenda. El monje me dijo que los demonios merodeaban en los lugares que no habían sido consagrados por la Iglesia. Lo más profundo del bosque es un lugar mortal, y los sirvientes de Satán están siempre allí, esperando.
A pesar de los escalofríos que me producía su historia, admito que me intrigó, porque yo no le temía a los ciervos o a las ciénagas y deseaba vivir grandes aventuras. Quizá me había convertido en un engreído durante los años que me había alimentado de la comida del barón, pero mi infancia en los pantanos y en la cabaña de barro y paja se me antojaban de otra vida, como un sueño. Como si yo, el aprendiz de halconero, hubiera tenido una pesadilla. En mi mente incluso había creado una familia en la casa del barón, con Kenan Sensterre como mi padre, y mi madre la a menudo inadvertida matrona del castillo, la baronesa.
Por muchas razones, mi maestro me parecía ser ese tipo de padre con el que sueñan los niños, a pesar de que no soportara la holgazanería o la estupidez o la falsedad sin sacar un látigo y atar a un poste a cualquiera de los chicos que trabajaban a sus órdenes. Incluso yo había sufrido sus castigos, pero me los administró siempre con tal eficacia que nunca pude ofenderme, porque yo a menudo robaba manzanas a las muchachas de las cocinas, o me quedaba dormido en el borde del estanque cuando debería haber reunido a los cisnes para llevarlos al corral del carnicero. Y me mostré amable con mi benefactor. A medida que fui creciendo le enseñé los secretos del adiestramiento de ciertos pájaros —fundamentalmente mirlos— para que pudiesen hablar. Él me explicó que en sus viajes había visto pájaros con largas colas que cantaban cuando luchaban, y me prometió que si alguna vez volvía a viajar a las montañas del sur, capturaría uno y me lo traería. Más tarde decidió que no podría cumplir su promesa debido al imperante temor a la hechicería, dado que ahora abundaban, que aseguraban que los pájaros habladores eran emisarios del diablo.
Le revelé mi manera de adiestrar a los halcones hasta lo que pude, incluso la de los cisnes: la clave era estar presente en el preciso momento en que salen de su cascarón roto en el nido.
—Debes ser el primero a quien vea —le dije—. Ni siquiera su madre puede ser quien reciba su primera mirada. Debes ser el único presente. Tu cara. Tu voz. Tus ojos. Entonces, el pájaro te seguirá allí donde vayas, siempre a tu lado. Es imposible adiestrarlos si ya han volado del nido.
Después, un día me preguntó de nuevo acerca del grifo.
—Hace más de un año me hablaste de una bestia legendaria que vivía en lo más hondo de un pozo —comentó—. Después volví a oír hablar de ese pozo, aunque nadie de mi familia conoce ese lugar. Dime, Halconero, así, lo que me dijiste, ¿era verdad?
Asentí.
—Hasta donde yo sé, es verdad, señor.
—Entonces, llévame allí —ordenó mi maestro—. Debo capturar esa criatura.
Era un día de niebla y malos presagios. El sol aparecía sólo en una suerte de aurora circular, como el contorno de un disco pálido contra el cielo blanco rasgado a jirones. Vimos a un búho que echaba a volar de los pantanos, como un fantasma entre la bruma, aunque ninguno de nosotros dijo una palabra acerca de ello. Una familia de mendigos se topó con nuestro caballo en el camino, y eso también era una mala señal, ya que se consideraba que los mendigos eran una plaga y el presagio de que tu suerte iba cambiar.
La niebla que nos rodeaba se volvía más espesa a medida que avanzábamos por el pantano. Mi señor dijo algo acerca de la tranquilidad del agua y de lo profunda que parecía para esa época del año. Miré hacia abajo desde la montura, y me pareció ver caras en el agua turbia a lo largo de la orilla del sendero. Cabalgamos juntos entre el Gran Bosque, yo en cabeza, inclinándome hacia atrás contra su cuerpo. Grité instrucciones al entrar en el camino verde que discurría sinuoso entre los árboles y sobre pequeñas colinas. La niebla disminuía a medida que nos adentrábamos. Su caballo saltaba por encima de troncos podridos y continuaba galopando por lo que una vez fue un camino, aunque estaba ya cubierto de helechos hasta el punto en que el bosque que nos rodeaba se volvía muy espeso. Entonces desmontamos y él se llevó el caballo lejos, para atarlo frente al final del sendero rocoso y tapizado de hierba que terminaba en un canal.
—Este bosque es peligroso —dijo—. Los lobos tienen hambre este año. ¿Habías llegado tan lejos antes?
Sacudí la cabeza, señalando un matorral de zarzamoras.
—Por ahí —indiqué—. Lo llaman la Puerta del Bosque.
—¿Quiénes?
—La gente —contesté, a falta de una palabra más adecuada.
—Ah, los plebeyos —convino con una mueca—. ¿No tienen miedo de estos bosques?
—A veces, sí —respondí—, y a veces, no.
—Aquí viven algunos —anunció Kenan—. Están llenos de la antigua malignidad de los días anteriores a la caridad cristiana. Se dedican a la brujería.
Entonces la voz le cambió de tono, como si tuviese miedo de hablar así rodeado por los árboles.
—Mi padre me habló una vez de esas personas.
—Yo los he visto —confesé—. Pero no son demonios. Viven más humildemente incluso que mis hermanos y hermanas. Y aun así, en cierto sentido son más ricos que los reyes.
—Si viven en este bosque, son intrusos y cazadores —afirmó con severidad pero con cierto temblor en la voz.
Salté por encima de una piedra cubierta de musgo y entré en la oscuridad esmeralda mientras los árboles empezaban a ocultar el sol. Me corté un poco en los brazos y la cara con las zarzas. Kenan sacó el cuchillo y comenzó a cortarlas. Éstas estaban plagadas de bayas púrpuras, frutos que siempre me habían dicho que no probase. Luego, más allá de ese centinela de la naturaleza, vimos la antigua pared de piedra. Mostraba más huecos en la estructura de los que tenía cuando yo era joven, y la abundancia de parras y helechos lo había devorado todo.
—No está tan lejos —le informé corriendo hacia la pared.
La escalé y salté. Una vez en el otro lado, observé los gruesos árboles y localicé el montículo que yo creía que era el pozo. Cuando Kenan y yo nos subimos encima, manifestó:
—Es un pozo del demonio.
Yo me puse a reír, y él me dio tal bofetada que me tiró al suelo. Frotándome la mejilla, lo miré desde abajo.
—Éste es el pozo del que he oído hablar —dijo—. Hace tanto que lo cegaron que pensaba que era sólo una leyenda. ¿Y dices que hay un grifo en el fondo?
Sacudí la cabeza y me levanté sin saber si me convenía volver a acercarme a él.
—Lo oí una vez. Gemía débilmente.
—¿Quién te habló de eso?
—Ya te lo he dicho. Una bruja —repuse.
No me atreví a mencionar a Madre Morwenna por su nombre, ya que la Cristiandad y sus defensores no miraban con buenos ojos a los practicantes de las Antiguas Enseñanzas aún vivos.
—Ella vive aquí con su hijo, si la Muerte no se la ha llevado todavía.
Se inclinó sobre el montículo y comenzó a arrancar las parras de encima, sirviéndose del cuchillo para cortar las raíces de los árboles cercanos.
—¡Ponte ahí! —gritaba—. ¡Chico, ponte ahí!
Hice lo que me decía y le ayudé a limpiar bien el pozo. Si hubo alguna vez un precinto para bloquear la salida, ya hacía tiempo que no estaba. Así que miramos hacia la oscuridad interior. Un hedor como nunca antes había percibido subía por el hoyo.
Como temiendo que se lo oyese, susurró:
—¿Estás seguro de que hay un grifo?
Sacudí la cabeza y musité:
—Con alas muy grandes.
Entonces, para hacer una prueba, me incliné sobre el borde del pozo y grité:
—¡Grifo!
Observé la oscuridad profunda y pensé que si no podía probar la existencia del grifo a mi benefactor, me pondría boca abajo y me tiraría al pozo como castigo por mentir.
Pero mientras escuchábamos, desde las profundidades del pozo nos llegó un sonido.
Era un débil «oooo», y a continuación un chillido que realmente podría ser el gruñido de una gran ave.
Al día siguiente, Kenan organizó una expedición al bosque, conmigo, el capitán de la cacería, corriendo a pie por delante de ellos. Más que limitarse a cortar las zarzas de la Puerta del Bosque, trajeron antorchas en pleno mediodía y quemaron la mayor parte, intentando contener el fuego para que no se extendiese. Lo que había sido la Puerta del Bosque era un terreno desolado y ennegrecido con cenizas que todavía humeaban mientras yo caminaba por allí.
Empecé a pensar que me había equivocado al conducirlo hasta allí. Vi en los hombres que lo acompañaban una extraña sed de sangre. Tiraban con arco contra conejos y otros animales pequeños que encontraban, dejando a las criaturas moribundas donde estaban. Matar era un placer, algo que nunca comprendí dadas mi hambre y carencia de educación. Entonces, cuando alcanzaron la antigua pared, en lugar de saltar por encima se decidieron a atravesarla. Así, tuve que ayudar a algunos de esos hombres a derribarla. Era un trabajo pesado que me agotaba el cuerpo y la mente. Pero nos apresuramos y llegamos al pozo.
Kenan fue el primero en bajar del caballo, y hasta él se aproximó un hombre joven que se acababa de casar. Se llamaba Reinald y había llegado de las tierras del sur para reclamar la dote y ascender en la escala social del barón. Sacó la red que había traído, además de un tridente de hierro que se usaba para provocar a leones, según nos dijo.
—Con esto controlaré a cualquier criatura —anunció con un gruñido apagado.
Reconozco que me impliqué y me emocioné cuando todos los hombres se reunieron y me ataron una cuerda alrededor de la cintura y hombros, además de otra entre las piernas, con un pequeño tablón haciendo las veces de asiento. El brillo en los ojos del cazador me dijo que habría una buena recompensa por capturar aquella bestia que pocos habían visto. Me pasó una antorcha y me avisó de que no me quemara. Iba a descender al fondo del pozo y ver en qué condiciones estaba el grifo; después me tirarían la red. La aseguraría alrededor de la fabulosa criatura, y luego ataría una de las cuerdas a mi cintura y al lazo en el borde de la red.
—Usa el fuego si necesitas un arma —me recomendó Reinald.
Sólo entonces me asusté un poco por lo que quizá me esperaba, pero percibí el coraje y la bravura del grupo, y me di cuenta de que ése sería el momento que coronaría mi vida si salía airoso.
Bajé muchos metros. La luz de la antorcha iluminaba el oscuro descenso. Vi arañazos y símbolos extraños garabateados en las piedras musgosas y húmedas. El humo de la antorcha me hacía toser, y tenía que cogerla fuerte por miedo a que se me cayera. Me bajaban despacio, pero me pareció que habían pasado horas cuando llegué al fondo. Era fangoso, con quizá ni tres centímetros de agua. Levanté la cabeza hacia la boca, que semejaba una moneda blanca por encima de mí.
Lo que vi primero al mover la antorcha fue la amplitud del fondo del pozo; parecía una gran habitación redonda.
Vi a la criatura a un lado. La bestia estaba tumbada, acurrucada en un círculo, con las alas cubriéndole el cuerpo.
Eché un vistazo a los cazadores que estaban por encima de mí, pero tenía miedo de gritarles por si despertaba al grifo. Moví la antorcha como si fuese una bandera. Al hacerlo, la llama disminuyó. Quizá fuese la humedad lo que se llevaba al fuego, pero antes de poder hacer más que mirar a la criatura, la antorcha casi se había convertido en una débil brasa.
Entonces oí un silbido por encima de mí, y los gritos distantes de la partida de caza. Miré arriba y vi que caía una bola retorcida. Era la red. Me moví hacia uno de los recovecos cavernosos del pozo, y la red cayó, desenredándose ligeramente en el suelo húmedo. Me apresuré a recogerla, y me dispuse a desenmarañarla para atrapar a la criatura. Toqué algo afilado y duro con el pie, y miré abajo con la última luz de la antorcha. ¿Eran huesos? ¿Se habían quedado atrapadas con el grifo otras criaturas?
Entonces, temeroso de haberlo despertado, ya que había oído un ligero cascabeleo, miré hacia atrás, donde estaba la bestia entre sombras. ¿Estaba durmiendo? ¿Había muerto? No lo sabía. No estaba seguro, por más que no la oyese respirar. La antorcha se convirtió en poco más que una chispa, emitiendo una débil luz con la cual apenas me veía la mano frente a mi cara. Caminé lentamente hacia la criatura, pero en la oscuridad creciente parecía estar muerta. El hedor que había percibido era el olor sulfuroso de sus alas aceitosas.
Me llevó casi una hora ponerle la red alrededor, aliviado de que no se despertase. Incluso muerto, ese grifo sería un trofeo. Cuando conseguí pasarle la red por la nariz, se apagó totalmente la antorcha.
Hice lo posible con las cuerdas, anudándolas en un lazo y ligándolo a la cuerda por la cual había bajado.
Cuando creía que estaba listo, di un silbido agudo. Al hacerlo, me pareció ver movimiento dentro de la red.
Los hombres comenzaron a tirar de la cuerda desde arriba, y fue rápido porque el grifo no era tan pesado como parecía.
Poco después cayó la cuerda, y alargué los brazos en la oscuridad para cogerla. Anudé el asiento y me até a él, y los demás me levantaron.
Al llegar al borde superior del pozo, vi que casi todos los hombres que me habían sacado estaban alrededor de la bestia, la cual seguía dentro de la red.
Mi señor tenía la cara blanca. Desenvainó la espada y la levantó.
Otros hombres cortaron la red.
Las alas no eran como yo pensaba. Había oído que los grifos tenían alas con plumas de halcón pero de oro, y muy brillantes. En cambio, éstas eran como de dragón, y parecían piel de una anguila sobre huesos arqueados. Además, las alas eran toscas, pero si, como decía la leyenda, esa bestia hubiese estado en el pozo tanto tiempo como los recuerdos de una bruja, sin duda se habría desgarrado el cuerpo en las rocas y la pared de piedra del pozo intentando salir.
El cazador dijo:
—Es el demonio en persona.
Miré a la criatura y miré a los demás, estupefacto. Eso no podía ser el demonio. No podía serlo. El hombre llamado Reinald echó hacia atrás un ala con la espada.
Bajo las alas enormes apareció el cuerpo de un hombre. Estaba seco y consumido, como un cadáver, y desnudo. Apenas le quedaba unos gramos de grasa, y parecía un saco de huesos. Pero al echarle atrás las alas, se le empezaron a abrir los ojos, y los labios, cortados, se le separaron ligeramente. Tenía los ojos de un blanco pálido, y por un momento le vi los dientes, que eran como los de un lobo.
Reinald desenvainó la espada con rapidez y la alzó sobre la garganta de la criatura, para a continuación dejarla caer con fuerza y separar la cabeza del cuerpo. Después hundió la espada en el pecho de la criatura, hurgando como si buscase el corazón. Sacó la espada sin que manara sangre, lo que me pareció más que milagroso. Era un espectáculo escalofriante de presenciar, y me atrevo a decir que todos sentíamos como si tuviésemos hielo en las venas en ese momento.
Entonces, Reinald lanzó la espada al suelo como si estuviese maldita.
Miró primero al cazador, y luego a mí, señalándome la cara.
—Nos has traído al Chacal del demonio, chico. Esto es una maldición.
Me quedé allí, temblando, confundido, hasta que el cazador se me acercó y me dijo:
—He oído hablar de esas criaturas, Halconero, pero no creía que existieran. Estoy seguro de que las guerras trajeron aquí a ésta desde el este junto con otras pestilencias. Es un demonio que trae plagas consigo.
—Creía que era un grifo. De verdad. Lo creía —me disculpé, sintiéndome como si hubiese cometido el peor crimen imaginable.
—Tenemos que quemarlo —concluyó Reinald mientras iba a coger una de las antorchas de sus compañeros—. Luego tendremos que esparcir las cenizas para que no encuentre nunca el camino de vuelta del infierno.
Puso la antorcha en el cuerpo, introduciéndola en el pecho. La piel aceitosa de la criatura prendió con rapidez, y el fuego se extendió a las alas.
Rodeamos al demonio ardiente, que despedía un hedor mezcla de azufre y de carne de venado, y comenzamos a rezar el padrenuestro de rodillas.
Aquella noche acampamos poco tiempo, ya que los hombres habían perdido el coraje al ver al demonio alado. Fue un terrible presagio para todos. Aunque ignoraba lo que había en el fondo del pozo, sabía por sus miradas que se me consideraba responsable de haberlos llevado a ese lugar profano, a ese sitio diabólico. Cuando fui a coger un poco de pan de uno de los hombres, dado que me había entrado hambre durante el día, Kenan me levantó por el cuello y me alejó de ellos, que acampaban entre los árboles cercanos al pozo.
—No hables con ninguno de ellos —espetó después de tirarme al suelo.
Me sentía como si hubiese hecho algo malo, y lo observé mientras él volvía al pozo. Se quedó allí, mirándome.
—¿Sabes lo que has hecho? —preguntó.
No tenía voz para responder.
—Nos has condenado —prosiguió—. Trajiste al demonio a nuestra tierra. Esos hombres, mis hombres, creen que ya se acerca la peste. ¿No lo entiendes?
—Yo… Yo no quería —musité—. Pensé que era un…
—Tenía que haberme dado cuenta —dijo cerrando los ojos y golpeándose el pecho con el puño—. Tenía que haberme dado cuenta. Cuando tu madre…
Al abrir los ojos pareció que se calmaba ligeramente. Susurró algo, y gesticuló para que me arrastrase hasta él. Al aproximarme, me agarró con rapidez y me levantó, sosteniéndome sobre el pozo. Me asusté tanto que casi me trastorné, estaba seguro de que me arrojaría a la muerte en ese horrible lugar.
—No sabes por qué estás conmigo. No sabes lo que tu madre hizo en el pasado. Si hubiese sabido que nos conducirías hasta la presencia de un demonio te habría dejado en el barro, por más que hablases con los pájaros, chico.
Esas palabras tan duras me hirieron, y tuve que reprimir las lágrimas. No comprendía ese súbito cambio de humor. No comprendía qué maldición comportaba ese demonio alado.
Finalmente, me dejó en el suelo y me habló con suavidad.
—He visto demonios anteriormente —confesó—. Traen vientos de enfermedad sobre aquellos que los ven. Sé que no tienes la culpa. Pero puede que esté en tu sangre saber dónde viven. Traerlos a la sombra del día.
Siguió hablando del demonio, de lo que lamentaba, sin llamarlo por su nombre. Me parecía estar presenciando cómo un hombre a quien admiraba y respetaba enloquecía, farfullando palabras acerca del pasado, de su juventud, y de las guerras que había visto siendo tan sólo algo mayor que yo.
Al final, volvió con sus cazadores, andando pesadamente. Al dejarme atrás, me lanzó una mirada fría y dijo:
—Corentin tenía razón acerca de ti. Desde el principio.
Esas palabras me duelen ahora tanto como entonces. Mi peor enemigo había comenzado a destruirme con ardides sutiles, y mi mayor protector se había vuelto contra mí.
La historia del demonio se extendió como fuego por el pueblo y la abadía. Apareció el temor a la peste, y luego desapareció a medida que nadie se ponía enfermo, y aunque una mujer murió ahogada en el pantano, y al principio se interpretó como obra del demonio, tales rumores más bien se susurraban y no se gritaban. El sacerdote y los monjes bendecían la tierra, la abadía, el pueblo y la casa del barón, y pronto todo volvió a la normalidad.
No fue mi caso. En ese momento no comprendía por qué mi señor se había vuelto contra mí, dejando al margen las blasfemias del propio Corentin. Los días pasaban y Kenan no me dirigía la palabra, las noches transcurrían y no podía dormir; las pasaba frotando la piedra azul de mi padre, rezando para que mi señor tuviese un cambio de humor.
Una mañana fría apareció mi madre en el patio, montada con otros mendigos en la parte trasera de un carro. Cuando la vi, fui a coger pan y los restos de carne que encontré, ya que ella no tenía nada de comer para mis hermanos y hermanas menores. Pero cuando volví a su encuentro, Kenan Sensterre estaba allí, esperándome. Se me echó encima, haciendo volar la comida de mis manos y tirándome al suelo.
—Es una mala mujer —profirió—. No le des comida. No le des ropa.
Recogí algunos trozos de pan y los escondí debajo de la capa.
—¿Por qué ha cambiado, señor? ¿Qué he hecho? ¿Qué ha hecho mi madre?
Me dejó allí sin contestarme, y le llevé a mi madre, que temblaba de pies a cabeza, lo que pude.
—No puede perdonar —dijo ella.
—¿Qué le he hecho? ¿Y por qué tendría que hacerte daño?
Recuerdo su cara muy claramente. Estaba sucia, pero brillaba con una luz interior. Su pelo, aunque enmarañado, parecía atrapar la luz del sol, y sus pequeñas manos sostuvieron las mías un momento, para después coger el pan. Tenía el calor del fuego, incluso en sus frías manos.
—Nos ha ayudado. Aunque esté enfadado ahora. Nos ha bendecido. Nunca lo olvides.
Se inclinó para besarme en la mejilla, pero me aparté. Estaba confundido y me sentía triste e inseguro de todo lo que había creído hasta entonces.
—Tienes que aceptar la vida como es —me aconsejó.
—El abuelo me contó una vez que somos de genealogía noble —anuncié.
—Era un mentiroso —atajó, mientras la luz que había visto en sus ojos se oscurecía al darse la vuelta para irse.
Tenía los pies envueltos con jirones de tela, y su capa estaba rasgada y roída.
—Una noche vendré con zapatos y ropa —le dije.
Echó una ojeada hacia atrás.
—No arriesgues tu vida por mí. Yo quería esto para ti. Tienes que olvidar que conociste el campo y su miseria.
Entonces le espeté sin querer:
—Tienes que permanecer lejos de Madre Morwenna. Y de las mujeres del bosque. Hay demonios. Son tiempos peligrosos.
Ella sonrió y se alejó de la entrada. Un grito agudo de mi señor me llevó de nuevo a mis deberes.
Una noche, Corentin se reía de mí al calor del fuego.
—Dicen que el pueblo llano adora al Cornudo. Dicen que los demonios paganos están todavía en el bosque y que tenemos que quemarlos a todos. Estoy seguro de que provienes de una familia de brujas —me comunicó—. Creen que quieres traer la peste al castillo. Algunos afirman que tu familia no está santificada.
—Estoy tan bautizado como tú —le solté.
—Dicen que el diablo parece un ángel cuando quiere —continuó—. No me sorprendería que se hubiese bautizado al diablo para que volviera loco a la gente.
Me dirigí al sacerdote del pueblo y le pedí que perdonase mis pecados, por más que no estuviese seguro de haber cometido muchos. Él aceptó mi confesión, aunque mi penitencia fue pequeña, y me preguntó por qué estaba tan desconcertado. Le hablé del demonio del pozo, de cómo había cambiado mi señor su trato hacia mí y de las palabras de mi madre, y comenzó a leer de la Biblia en latín, la reina del cielo, conmigo. El sacerdote me aseguró que encendería una vela por mi alma.
Kenan Sensterre se mantenía distante de mí de un modo nunca visto, y jamás volví a sentir su mano en mi hombro, ni una palabra amable durante la cacería. Yo no sabía cuál era el gran pecado que había cometido, pero eran tiempos temerosos e ignorantes.
A veces veía a Corentin caminar con mi maestro, y sentía rabia y vergüenza porque mi mayor enemigo cogiese la mano del que había sido mi único amigo. Me preguntaba qué le había dicho Corentin, qué acción repulsiva había perpetrado mi enemigo. En aquellos días, cuando yo era todavía joven, no entendía por qué mi abuelo me hablaba del bien y del mal, de manera que me confundía y me llevaba a pensar mal de Kenan, cuando había sido tan bueno conmigo en el pasado.
Corentin se había convertido en un muchacho atractivo, y las mujeres se fijaban en el grosor de sus brazos y piernas. Era como si el sol le iluminase el pelo durante el día, y de noche le brillase la cara a la luz de las antorchas. Notaba que gozaba del favor, y no sólo de Kenan sino de muchos más.
Del favor que más gozaba era del de la hija más joven del barón.
No conocía su nombre cuando la vi fugazmente por primera vez en una puesta de sol roja como la sangre. El cielo se oscurecía por el humo de las hogueras encendidas a cierta distancia del castillo, más allá de los almiares, ya que era un día frío de otoño y las habían encendido antes de la celebración. Ella pasó a caballo, montando como nunca he visto hacerlo a una mujer, saltando por encima de fardos de heno y entre los montones de paja para subir luego por el lado de la colina. Si no fuese por su ropa, habría pensado que era una de las gitanas que acudían anualmente a la feria con sus danzas, o incluso una de las mujeres del bosque.
Ningún sirviente iba con ella, ni ayudante, cosa extraña y quizá incluso peligrosa, ya que nunca se veía a una mujer joven de buena cuna sin protectores alrededor. Llevaba un vestido fino carmesí y blanco hecho jirones a lo largo del dobladillo, y los pies descalzos y sucios. Iba cogida al caballo como si fuese su amante. Oí su risa alegre a medida que tomaba una curva del camino y hacía que el caballo saltase las vallas bajas que rodeaban el prado de ovejas. A pesar de vestir ropas de una mujer nacida en la riqueza, y de las perlas y rubíes que le rodeaban la garganta y los brazos, el pelo se le había liberado de las restrictivas trenzas y flotaba como si fuese el de un ángel volando. Condujo al caballo a través de la ladera desierta, haciéndole ir cada vez más rápido.
No pude reprimir una sonrisa al observarla. ¿Qué estaba celebrando? ¿Qué acontecimiento alegre había sucedido?
Esa noche, al terminar de encerrar a los cisnes en el corral, me pareció verla cabalgar…, al principio no vi ni siquiera su precioso pelo rojo intenso: pensaba que vislumbraba una estela de fuego en una puesta de sol. No sé si existe el amor a primera vista, pero sé con certeza que hay algo en el alma humana que reconoce el parentesco de otra alma, incluso a distancia. Sentía eso a pesar de lo poco que sabía de ella. Además, ni siquiera era mi igual. Tal vez fuese su belleza, que era destacada y llamativa.
Era mi preferida en casi todo, pero no tenía ninguna posibilidad con ella. Una chica de su posición y belleza debía llevar prometida muchos años, quizá desde su nacimiento, en función de la forma que tuviese el barón de administrar sus propiedades. Tenía un espíritu como ninguna de sus hermanas, dado que había visto a las otras dos, altas y con aire severo cual parcas romanas, preparadas para hilar, medir y cortar sus propios destinos.
En cambio, ella era como una princesa del reino de las hadas, huida de la guarida de algún duende.
Se llamaba Alienora de Whithors, y comencé a susurrar su nombre en mis oraciones nocturnas cuando lo oí por primera vez. Ese nombre me parecía exótico y hermoso, la evocación de un ángel si me atrevía a pronunciarlo en voz alta. No era mucho mayor que yo, y a veces reía cuando me veía con los cisnes, mientras pasaba por el patio de camino a su labor (porque, efectivamente, incluso las nobles tenían quehaceres, ya que pocos estaban ociosos en aquellos días, dado que algunos consideraban que la ociosidad era una de las causas de la peste). Decir que descubrí su encanto sería una descripción insuficiente. Cuando la veía sentía un calor intenso y cruel. Me aniquilaba con una mirada agradable, y me honraba al ignorar mis atenciones mientras montaba su poni por los campos, o cuando se sentaba con sus hermanas en las ventanas para observar el patio.
Mi señor, al verme mirarla, me prohibió hablar con ella.
—Está prometida a un noble mayor incluso que el barón. Un hombre del norte, de fortuna y poder. Si te limitas a lo que te toca, te contentarás con las doncellas, que son atractivas y generosas.
No obstante, una mirada de Alienora podía llevarme al cielo y al infierno al mismo tiempo.
Mi situación empeoró cuando la vi hablar con Corentin, ya que entendí sus intenciones, que no eran otras sino ganarse su afecto y mejorar su situación en la casa del barón. Se sirvió de los monjes para aprender a leer y escribir rudimentariamente, para promover sus ambiciones, y ahora utilizaría a una chica joven y pálida para proseguir ese viaje hacia las estrellas. Sentía como si pudiese leer su corazón maldito, y a pesar de lo mucho que lo menospreciaba, reconocía mis propias ambiciones en las de él. Él y yo habíamos nacido lejos de la fortuna, y vivíamos en un mundo donde esa diosa ni sonreía ni desaprobaba. No se podía hacer mucho respecto a eso, a menos que uno fuera listo. Corentin Falmouth lo era, y aunque sabía que tenía el corazón de una rata, sentía celos de que se ganase el corazón de la joven dama antes que yo. Aunque no tuviese ninguna posibilidad de casarse con ella, odiaba pensar que pudiese tener la intención de seducirla. Le haría daño, si ella le permitiese robarle un solo beso. Le arrebataría la virginidad y la pureza y las arrojaría al suelo.
Ése era mi principal temor, ya que no era raro que jóvenes nobles tuviesen amantes en el servicio mientras quisiesen, en secreto. Sólo los que trabajábamos en la casa y en los campos lo sabíamos, ya que los de noble cuna no parecían darse cuenta. Vivíamos como si lo que hicieran entre los sirvientes no afectase a su piedad o castidad, y hasta cierto punto no terminaban de vernos muy por encima del estado animal.
Pensaba que Alienora de Whithors era más pura que cualquier otra de las jóvenes de la casa, incluso más que sus piadosas hermanas, y no quería ni pensar que Corentin Falmouth consiguiera llevársela a la cama. Me sentía avergonzado de tener siquiera esos pensamientos. Su piel era como la leche, y sus labios como manchas de sangre en el ala de un cisne. Tenía el pelo rojo como el fuego, como la propia puesta de sol, y me recordaba a su madre, que era de sangre vikinga. Una vez vi que Alienora caminaba con su hermano pequeño, cogiéndolo de la mano, y a medida que avanzaba, olí lo que sólo podía ser jacinto, especia y cítrico. Casi me desvanecí como un pelele. Observé su nuca, donde los tirabuzones de pelo caían sobre la piel de alabastro, ese lugar que yo deseaba liberar de la cabellera para besarlo, sólo una vez, sólo un beso. Un beso era todo lo que le daría, y luego quizá podría dormir. Quizá pudiese olvidarla, si consiguiese sólo ese beso casto.
Veía de lejos al barón con frecuencia, durante las cacerías, donde yo seguía a los hombres a caballo y levantaba la caza oculta en los matorrales con palos largos y gritos, y llamaba a mis halcones para ayudar a capturar a las criaturas más pequeñas para la mesa del barón. Cuando unos lobos atacaron al ciervo del barón, ayudé a llevar las antorchas a mi cazador y sus hombres, a medida que levantábamos las criaturas y las hacíamos correr desde el parque de ciervos del barón hasta los confines del bosque.
A la larga, habiendo mostrado mi valentía con los lobos más de una vez, el barón le dijo a mi señor que me llevase a su mesa para sentarme mientras él comía. Era un hombre deforme, con los brazos siempre encogidos, según se decía por habérselos roto en muchas batallas y luego soldados en aquella posición. Además, la nariz se le movía hacia la izquierda cuando reía o gruñía, y tenía sólo un ojo. El otro era de un amarillo lechoso, como enfermo, aunque tenía los párpados tan cerrados que era difícil siquiera verlo un momento. Con todo, su riqueza y buena disposición daban un toque atractivo y amistoso a sus rasgos, de manera que yo no estaba asustado en absoluto.
—Eres famoso por tus conocimientos de pájaros —señaló después de un rato, inclinándose hacia mí—. Para mi querida mujer, la baronesa, deseo un pájaro pequeño que cante para ella cuando esté triste en invierno. ¿Puedes encontrarme uno?
—Eso será bastante fácil —repuse—, porque la alondra canta con dulzura, y he criado muchas.
Era cierto. Muchas señoras de alta cuna disfrutaban teniendo un pájaro enjaulado que les cantase durante los meses del crudo invierno, y yo había capturado muchos pájaros cantores en el campo.
—He oído que sabes enseñar a un pájaro a rezar —me informó.
—No consiste tanto en enseñarle como en el talento del pájaro para imitar —contesté—. Los pájaros adecuados para eso son el cuervo y la grajilla. No sé de ninguno más que pueda hablar.
—Ella ha estado enferma mucho tiempo —comentó, mientras una sombra cruzaba por su cara.
Era su dolor secreto, y aunque los sirvientes lo sabíamos, ninguno de nosotros decía nada de la enfermedad de la baronesa por miedo a atraer la mala suerte.
—Quiero animarla. ¿Puedes entrenar a una grajilla para que le diga palabras suaves y la haga reír? Me encantaría oír de nuevo su risa, o verla sonreír.
Trabajé duro instalando trampas en un pantano, hasta que por fin capturé un joven mirlo que acababa de dejar el nido. Durante esos años había aprendido que mi abuelo se había equivocado acerca de la partición de la lengua. No era necesaria ni siquiera para el cuervo. En lugar de eso aprendí que el pájaro tiene que confiar en el entrenador, y luego que hay que repetir las palabras una y otra vez. Pasé dos meses con el pequeño pájaro negro, alimentándolo de mis propios labios, y las únicas palabras en que podía pensar eran «la amo, querida señora, con todo mi corazón», y aunque se resistía a las lecciones, al final, cuando había comenzado a abandonar la esperanza de que el pequeño pájaro aprendiese, empezó a repetir las palabras, con una versión ronca de mi propia voz: «Querida señora.»
Construí una jaula alta y ancha para el pájaro, al cual llamé Luner, un nombre que siempre me hacía reír cuando lo oía. Entonces lo presenté a mi señor, que lo llevó al barón y a su mujer. Me quedé despierto esa noche, imaginándola en su habitación, cubierta con una piel de invierno al lado del fuego, dando pan a su mascota, Luner, mientras el pájaro decía con mi voz «Querida señora».
Una tarde se me acercó un sirviente, comunicándome que fuese a ver a la baronesa en sus habitaciones. Cuando llegué, estupefacto por el enorme hogar que estaba frente a una cama grande y ancha cubierta con las pieles de muchísimos animales, me encontré con la bella Alienora en la cama de su madre, haciéndome señales con la mano. Tenía los ojos humedecidos por las lágrimas, y al acercarme a ella me cogió las manos. Noté calor y miedo en ellas.
Me quedé boquiabierto al ver a su madre encogida entre la ropa de cama como si se estuviera desvaneciendo. Parecía mucho más vieja de lo que suponía que debía ser una mujer que tenía hijos de no más de diecinueve años. Sonreía ligeramente. En la jaula, al lado de ella, estaba Luner, el pájaro que había entrenado.
La baronesa movió un dedo haciéndome una señal, y me incliné para escucharla. Susurró:
—Gracias por traerme este rayo de sol para una habitación tan oscura.
Estando allí me sentía mejor de lo que me había sentido en mucho tiempo, escuchando cómo hablaba el pájaro y observando la triste sonrisa en la cara de la vieja señora. Alienora me miraba como si le hubiese dado el regalo más maravilloso de su vida. Una sola lágrima, que tenía que ser un diamante de dolor y alegría juntos, le cayó por la mejilla. Me quedé en pie al lado de la cama, de noche, hablando con la baronesa del Gran Bosque y de los pájaros en los pantanos.
Al cumplir los diecisiete años, muchos decían que era demasiado alto. Una urraca no podía ser un halcón. Los demás se volvían celosos del joven campesino que vestía ropas finas, que entrenaba los halcones que más apreciaba el barón, que incluso había entrenado al halcón que enviaron como regalo a un príncipe extranjero. Ahora me llamaban Halconero. Había dejado atrás la infancia a medida que intentaba convertirme conscientemente en una persona mejor. Aunque todavía mandaba comida a mi madre y a sus hijos, no perdía el tiempo buscándolos en el campo. Me había vuelto frío y algo vacío, y a veces mi odio por Corentin regía mi corazón más que mi amor ardiente pero no correspondido por Alienora.
Percibía los celos de algunos de los demás jóvenes de mi edad, cuando me llamaban para cuidar al pájaro de la baronesa, o cuando, en la cacería, cabalgaba al lado del cazador principal con dos halcones listos sobre mis brazos. Kenan Sensterre se mostraba distante durante esos días, pero nadie podía negar mis habilidades a caballo y con los halcones, así que siguió distante pero aprobando mi presencia en la cacería.
En esos años, las supersticiones de los villanos aumentaban, y a medida que el pueblo crecía se construyó una pared de piedra entre el pueblo y el campo, separando además a las familias como la mía de las que eran de mejor clase, a pesar de la pobreza general del área.
No me gusta lo que recuerdo de mí. Me había vuelto de piedra para ganar favores, para construir una carrera que cualquier joven pudiera anhelar en ese terreno yermo donde uno podría ser ejecutado por robar un pedazo de pan. Antaño fui un chico lleno de amor y vida, el chico que quería a su abuelo cuentacuentos, que hablaba con pájaros y los amaba, y amaba el bosque. Me había convertido en un producto del servicio, de las paredes, de las habitaciones. Me había vuelto deshonesto del modo en que lo hacen los que siguen las reglas al pie de la letra. No me costaba nada acusar a los demás por pequeños errores, e inclinarme rápidamente frente a un superior para medrar. A veces me preocupaba que mi alma hubiese empezado a erosionarse a medida que intentaba escapar de mis orígenes. Empecé a olvidar que había llegado de los bosques y pantanos. No puedo juzgar mi juventud tan duramente, porque vivía en un mundo de ratas y piojos disfrazados de nobles y señoras, de sirvientes que no dudarían en cortarme en rodajas si así consiguieran una cama y un felpudo cerca del fuego. El chico llamado Aleric, el que yo había sido y en quien me había convertido al acercarme a la madurez, había cambiado la vida verde del bosque por la vida gris, marrón y muerta del castillo, un lugar infestado.
Aun así, me parecía muy bonito y maravilloso, ya que a veces casi llenaba la barriga, y disfrutaba de la compañía de los que vestían ropa fina y hablaban una lengua que no se había oído nunca en el mundo exterior.
Sólo cuando conocí a un chico llamado Ewen Glyndoin, dos años más joven que yo, recordé de dónde venía. Como yo, era del campo, pero se había convertido en pastor de la finca debido a las dificultades de su padre, que debía mucho dinero al barón. Era atractivo y fuerte, pero parecía necesitar protección desesperadamente. Una noche, Corentin comenzó a tratarlo como me había tratado a mí años atrás, y Ewen no podía defenderse.
Entonces me crucé con Corentin y le susurré al oído:
—Si le haces algo al chico, te cogeré una noche mientras duermas y te abriré en canal con las manos. Cuando me ejecuten por asesinato, estaré feliz por haber contemplado el dolor en tu cara.
Esa amenaza bastó para que Ewen quedase libre de la oscuridad de Corentin. No volvió a molestarlo, y el joven comenzó a seguirme a todas partes como si me debiese la vida, por más que le repitiese que no me debía nada. Pero así nos hicimos amigos rápidamente, y cuando le confesé mi deseo secreto por Alienora sonrió abiertamente, palmeándome el hombro y susurrando:
—No merece a uno tan bueno como tú.
Después del incidente del pájaro parlanchín, Alienora interrumpía mi trabajo continuamente para preguntarme acerca de pájaros, peces del Gran Bosque o acerca de por qué los pantanos huelen en verano. Me di cuenta de que las preguntas revelaban una chispa de interés por mí.
Pero todavía mantenía la distancia. Yo no me acercaba a ella para hablarle, sino que me limitaba a esperar que ella viniese. Se había vuelto tan piadosa como sus hermanas mayores, todas casadas con maridos que estaban en guerras. Raramente vista sin su Biblia, Alienora la leía en voz alta en latín por la mañana, en el patio, con sus hermanas mayores. Los que la veíamos y admirábamos comenzamos a hablar de su fe y su pureza bendita. Creo que ver su transformación de belleza a santidad cambió incluso a Corentin, que la observaba casi tan de cerca como yo. Supe por él que su piedad provenía de la muerte del hombre a quien había estado prometida. Había muerto en el norte, de camino a ver por primera vez a su futura mujer. Alienora tenía que casarse con él cuando tuviese catorce años, pero la fecha se aplazó debido a las guerras y a problemas allende nuestro pequeño país. Así que entonces, a sus dieciocho años, Alienora había decidido hacerse monja. Pronto tendría que despedirse del castillo para siempre, para dirigirse al convento que estaba al oeste del Gran Bosque, con sus capillas y habitaciones excavadas en el vientre de la propia tierra por una ermitaña que tuvo una visión de la Santa Madre en la roca.
Me parecía una tragedia que tal ángel se encerrase por propia voluntad. Cuando no estaba trabajando, quería estar cerca de ella constantemente. Comencé a ir con más frecuencia a la capilla para quedarme en la puerta y verla rezar bajo el altar y la estatua de María, así como de la de San Blas. La pureza de Alienora había terminado seduciéndome. El cielo de Dios se mostraba a través de su cara, y en sus ojos veía la luz de la eternidad.
No sentía pasión. No sentía deseo.
Sencillamente no quería vivir en un mundo donde no pudiese ver a Alienora rezar, recitar en latín o estar en pie en el pretil mirando al horizonte, como esperando ver a Dios en la puesta de sol.
Al cumplir los dieciocho, cometería una inmoralidad con esa bella joven, me enfrentaría a una terrible verdad, y sucedería lo peor que podría sucederle a alguien que ama. Ese año cambiaría el curso de mi vida y me llevaría por el camino destinado a la condenación de mi alma.
Con todo, el momento más terrible de mi juventud mortal sucedió cuando apenas tenía diecisiete años, cuando un oficial del pueblo arrestó a mi madre acusándola de brujería y entendimiento con el diablo.
La ciudad había crecido a pasos agigantados desde aquellos días en los que vivía bajo la generosa protección del barón. Caóticas construcciones se hacinaban hasta las empalizadas de tierra y madera de la puerta. Más allá, vigilando la ciudad, la abadía emergía amenazante como un castillo. La habitaban gran cantidad de monjes y sacerdotes que cuidaban de pobres y enfermos, y de ricos y poderosos. Con los años, el camino se había ensanchado, y nos visitaban peregrinos de otras regiones. Incluso el obispo de Toulouse vino a dar su bendición a la que ahora llamaban baronía de Whithors.
Las guerras seguían estando en boca de todos, dado que aún se libraban brutales batallas de norte a sur, y de este a oeste. No obstante, nuestra tierra no sufría un acoso severo en esa época. Los caballeros paseaban montados a caballo, o reposaban en el Gran Salón del Barón, y los jóvenes como yo hacíamos de soldados de a pie de los Héroes, como llamábamos a los señores acaudalados que luchaban contra sajones, vikingos o españoles, o contra la Herejía del Sur. Pero lo mío no era la lucha, sino la caza. A pesar de que había aprendido a manejar la espada, los pobres chicos como yo nunca empuñaríamos una. Quizá una lanza o un lazo. No sabía mucho acerca de la guerra, y mis únicas y auténticas armas eran una honda y una daga.
Cuando salía de los dominios del barón para llevarles cereales a mi madre y a mis hermanos pequeños —a los que casi ni conocía—, empecé a darme cuenta de que los comerciantes de Normandía y del sur empezaban a traer productos del extranjero. Sin embargo, en casa de mi madre no había nada así. Era una barraca de tierra, con un techo de paja soportado por unas maderas. Al entrar y ver la maloliente y oscura guarida de una rata, me entraron ganas de llevar a mis hermanos a trabajar con el barón. Pensar eso me hacía sentir muy feliz, e hice planes para ponerlos a trabajar en los dominios del castillo. Algunos de los niños de la familia que ya podían valerse por sí solos, ya habían creado la suya propia en la zona. Trabajando tierras que habían arrendado, y subsistían con un pequeño terreno del que, con su esfuerzo, obtenían sus propios productos. Y otros, como mi hermano Frey, un día desaparecieron en la noche para encontrar la fortuna en la guerra. Mi madre tuvo once hijos, y apenas vi en ella un atisbo de favoritismo hacia uno u otro.
Un día, mi padrastro dejó de regresar de sus viajes por el mar, y mi madre se convirtió en aquello en lo que, exactamente, yo temía que iba a convertirse. Bebía y dormía con muchos hombres. A menudo estaba enferma, y en sus ojos se podía ver que tendría una vida muy corta. Me decía que a menudo iba a visitar a Madre Morwenna para hacerse curas, porque sufría grandes fiebres y tenía un pie hinchado por culpa de una picadura de araña venenosa. Siento vergüenza al decir que no sentía un gran amor hacia ella, aunque sabía que tenía la obligación y el deber de consolarla en la medida de mis posibilidades. Hablé con el abad y el sacerdote sobre la posibilidad de llevar a mi madre a la orden de las monjas ermitañas del oeste, que vivían en las cavernas. Allí encontraría la paz, en los brazos del Señor, antes de morir. Pero los hombres de la Iglesia no se mostraron excesivamente comprensivos, y creían que el alma de mi madre ya se había perdido en la batalla de los justos. Esos hombres se tomaron la libertad de juzgar a mi madre, mostrándose piadosos mientras se negaban a ofrecerle la opción de ser salvada por la gracia de Dios.
Aconsejé a mi madre que no visitara con tanta frecuencia a las mujeres del bosque, que el mundo había cambiado desde su adolescencia, cuando las comadronas y las que enseñaban las propiedades curativas de las hierbas habitaban el poblado. Cuando oía hablar al sacerdote sobre el diablo en lo que él llamaba el «bosque malvado», veía que la marea iba a subir muy pronto. Aunque sus acusaciones no eran directas, decía que había oído a los hombres y mujeres del campo hablar de que la brujería empezaba a diezmar las cosechas, y de que el diablo había asesinado a un recién nacido que dormía en su cuna.
No me sorprendió en absoluto que una de las viejas brujas del bosque fuera arrestada por decir la buenaventura. Más bien, me sentí aliviado cuando supe que no se trataba de Madre Morwenna, sino de una vieja arpía a la que no tenía el gusto de conocer. Sí me asusté al ver la desmesurada reacción del abad, desterrando y arrojando al pantano a esa pobre mujer. Debido a su avanzada edad, su muerte estaba asegurada, porque era invierno y no llevaba abrigo alguno.
El arresto y acusación a mi madre me causó una tremenda conmoción. Una gran ira se apoderó de mí cuando lo supe.
—¿Cómo sabes que es verdad? —le pregunté a mi compañero, Ewen.
—Me lo dijo Corentin —respondió él—. Estaba en la abadía, ofreciendo como presente a los monjes los cachorros de la carnada del barón. Tu madre está allí contra su voluntad.
—La soltarán —repuse.
—Dicen que asesinó a un niño —añadió Ewen, con tanta compasión que casi me hizo saltar las lágrimas—. Siento ser el mensajero de una noticia como ésta, Halconero. No podía ocultártelo porque has sido mi amigo desde que llegué aquí. Pero si llego a saber que te iba a causar un sufrimiento así, quizá hubiese sido mejor callarme.
—No, te lo agradezco. Tú eres mi único y verdadero amigo —confesé, abrazándolo afectuosamente—. Tienes razón cuando dices que debo cambiar el curso de este tremendo despropósito.
Fui primero a ver a Corentin. Parecía estar sumido en un estado irreal, con cierto aire diabólico, mientras yo hacía el papel de protector de su maldad ante los demás. Mi maestro y el barón le tenían en gran estima. No me creía una palabra de lo que decía, pero necesitaba enfrentarme a él y descubrir exactamente lo que sabía antes de hablar con el maestro.
Lo encontré en las caballerizas, no precisamente trabajando, sino encima de una desventurada criada de piel blanca. Lo sujeté por el codo, y lo empujé contra las paredes de aquel lugar.
—¿Qué sabes de ese granuja?
Parecía un poco asustado, pero después empezó a reír. La chica huyó hacia el patio.
—¿Qué demonios? —dijo él.
Acto seguido espetó:
—¿Cómo osas tú, gallina, venir a verme?
Llevaba un cuchillo escondido en una pequeña funda que alguna señorita le habría regalado. Lo sacó y lo elevó ante mí.
—No te acerques o estropearé tu bonita cara.
—Mi madre ha sido acusada de brujería —anuncié—. ¿Qué sabes de ello?
Insultos y palabras malsonantes surgieron de lo más profundo de mi interior. Salieron de mi boca como saltamontes en el aire.
—Lo siento, gallina —se excusó Corentin sin una pizca de dolor en su voz—. Lo siento. Un destino así no es digno ni tan siquiera para ti. Tu madre y una comadrona del bosque están retenidas en la abadía, acusadas de brujería y asesinato.
—¿Has provocado tú que esto sucediera? —pregunté.
Sus ojos se abrieron como platos. Acercó su daga a mí, tan cerca que podía oler el metal y la mugre que llevaba incrustada en su mano, aunque no me tocó.
—Vete con tu madre, gallina. No malgastes tu tiempo con estupideces. Muy pronto se sabrá si es la criada del diablo, o por el contrario es inocente y divina.
Aguantó la daga ante mí hasta que di media vuelta y salí del establo.
No podía ir simplemente a la abadía y ver a mi madre. Antes debía tenerlo todo bien atado. Me dirigí a la pequeña capilla familiar para buscar el consuelo y encontrar respuestas mediante la plegaria. La capilla estaba oscura, iluminada por la luz de las velas.
Alienora se encontraba allí, arrodillada ante el altar, en piadosa oración. Cuando vio que encendía una vela y la ponía a los pies de la Virgen, se acercó hacia mí y puso su mano en mi hombro.
—Siento la presencia de Nuestra Santa Madre —me informó con voz suave—. ¿Por qué estás tan inquieto, Halconero?
Nunca antes había hablado con ella. Jamás habíamos estado tan cerca el uno del otro. Cuando le miré a los ojos, sentí ese calor materno de su ser. Su cara era como un arco de luz en mi oscuro mundo.
Le conté todos mis problemas, y sujetándome por el mentón con su suave y cálida mano, dijo:
—Ten fe. Si tu madre es como tú dices, su inocencia es clara ante los ojos del Señor. Nuestro sacerdote y abad sabe qué pertenece al cielo y qué al infierno.
—No lo entiendes —susurré—. No oso contarte nada más.
—Por favor —me rogó—. Cuéntamelo.
—¿Prometes no enfadarte conmigo por lo que voy a contarte?
Ella asintió con la cabeza.
—Por el Vientre Sagrado de la Santa Madre —dijo.
Acto seguido, besó la estatua de la Virgen, primero sus pies, y después su vientre, como era costumbre en las doncellas que buscaban su protección.
Nos arrodillamos en el duro suelo y nos preparamos para rezar cogidos de la mano.
—Dime, dime qué es lo que tiene a tu corazón atemorizado.
—Nunca te ha faltado nada —empecé—. Desde pequeña has tenido lo que has querido, todos te han querido. Te han curado cuando has estado enferma. Te han hecho estar alegre cuando te has sentido triste. Han cocinado carne para ti cuando lo has deseado. Te vistes con joyas y pieles, de forma tan ostentosa que puedes causar ofensa a alguien. No has conocido a nadie que cace al oso, que intercambie piedras preciosas, o que capture al jabalí, lo mate y lo vista para el banquete. Yo soy uno de ésos. No he conocido una forma de vida diferente. Cuando era niño, pasábamos mucha hambre. Largas noches de fiebres, en las que una hermana moría lentamente, sin nadie que la ayudara, excepto las viejas brujas del bosque. Aquí, donde tú vives, el invierno es cálido. Donde yo vivía, simplemente nos helábamos de frío. Dormíamos todos juntos con los perros para darnos calor, sobre lechos de paja helada. Mi madre envejeció antes de tiempo. Mi vida, en comparación con la suya, parece la de un príncipe, aunque sigo durmiendo en lugares que incluso no desearías ni para tus perros.
»Si te acusaran de brujería, tu padre pagaría un tributo a la abadía y serías liberada al momento. Pero mi madre no tiene un padre que la proteja, ni amigos poderosos. No conoce a nadie influyente en la ciudad, y se ha sentido marginada por la gente en muchas ocasiones. Siento decir esto ante la Virgen, pero es una furcia con muchos hijos a su cargo. No es alguien que, como tú, puede hablar con gente o sobornar a un carcelero. Tengo miedo de que muera.
Alienora se inclinó hacia mí y me besó suavemente en la mejilla, justo en el mismo lugar en que una lágrima mía había caído. Sus labios probaron su sabor porque cuando se incorporó brillaban; y sus mejillas, antes blancas como la nieve, se mostraban ahora sonrosadas.
—El amor que sientes por tu madre es fuerte —manifestó—. Te ayudaré. Y la ayudaré también a ella.
Se sacó el colgante que llevaba en el cuello y lo depositó en mis manos.
—Me lo dio el hombre con el que me iba a casar. Murió en las Santas Cruzadas, y este es el regalo que me envió antes de su muerte. Lo llaman escapulario.
Miré la imagen del medallón. Era la cara de la Virgen María, Madre de Dios. Sobre ella, a su derecha, había una paloma blanca. Tenía un baño de yeso y filamentos de oro incrustados en el metal. En la cara inversa, había una imagen, rodeada de oro, de Nuestro Señor sujetando la Biblia con la mano izquierda, y con la mano derecha alzada. Debajo de éste había una especie de dibujos extraños. Según Alienora se trataba de una plegaria de salvación y gloria.
—Debes llevarlo puesto por mí —me informó—. Nuestra Señora hablará con su hijo por ti y por tu madre, mientras cuida de todas las madres y de todos los hijos.
Me lo colgué del cuello, escondiéndolo bajo mi ropa. En mi pecho sentí el calor de Alienora en el metal.
—Alienora —dije, titubeando al recordar mi clase social—. Mi señora.
—Debo irme —anunció ella—. Te ayudaré. Tu madre te necesita más que yo en este momento. Eso que llevas contigo esta noche no es para ti, sino para quien te trajo al mundo.
Después, se inclinó hacia mí y besó con cariño mi frente.
Alienora volvió con sus hermanas, todas ellas doncellas devotas. Una vez obtuvo su apoyo, fueron a ver a su enferma madre. Después, visitaron a su padre y le rogaron que fuera piadoso y ayudara a la madre del Halconero en el juicio. En un acto de generosidad, el barón consultó a mi maestro, Kenan Sensterre, con quien yo mantenía, en el mejor de los casos, una fría relación. El cazador llegó a la hora y, de forma brusca, me dijo:
—Tu brujería la has aprendido del barón, Halconero. Estoy aquí para ofrecerte un caballo y una bolsa de monedas. Esta noche debes dirigirte hacia la abadía, y hablar con el abad en persona.
Al oír esto mi corazón dio un vuelco, y sentí un halo de esperanza en mi alma. Pero al levantarme para coger la bolsa de monedas, vi en el rostro de mi maestro cierto aire de arrogancia mostrándose sin disimulo.
—Señor, si se ha sentido ofendido por algo, le ruego que me perdone —me disculpé—. Durante toda mi vida únicamente he recibido cosas buenas de su parte, y si alguna vez sólo se ha visto compensado con mi dolor, me gustaría saberlo y exculpar mis pecados ante usted.
Sus ojos se abrieron, fríos y distantes. Murmuró algo que sonó como una palabra malsonante. Después, dijo en voz alta para que no se malinterpretaran sus palabras.
—El honesto Corentin me ha contado algo sobre tus travesuras. Durante mi juventud, conocí a tu madre, y ya sabía que sería una víctima del mundo. Pero tú, el fruto de su útero, eres de la peor calaña. Tu abuelo fue un gran hombre. Pero ¿cómo es posible que tu nombre haya caído en lo más bajo, en el mundo y en mi estima? Si el barón no me hubiese ordenado darte las monedas, te hubiera propinado una paliza y echado del castillo. Devuelves los favores con mentiras y malas artes. Y ahora, tu madre ha asesinado a un recién nacido, y esperas salvarla utilizando la buena fe del barón y la piedad de sus hijas. No pidas perdón donde no lo obtendrás. En mi cabeza tengo la imagen de una joven llamada Armaela, tu madre, una chica que rezumaba amor e inocencia, sujetando mi brazo para que no te lanzara al pantano. Por desgracia, nunca dejó de ser esa mujer perversa y demoníaca que caracterizaba su linaje. Tu abuelo, de joven, pudo haber sido piadoso, pero los de tu calaña siempre sobreviven.
Salí del castillo confundido y apenado. ¿Qué le había dicho Corentin a Kenan para que éste le llamara honesto, cuando era peor que un ladrón?
Incluso la respuesta a estas preguntas debía esperar. Mientras tanto me dirigí colina abajo hacia la abadía. Me sentía estimulado por la fe de Alienora, y por su presente, el escapulario que llevaba escondido bajo la camisa. Las monedas del barón, sin duda, no comprarían la seguridad de mi madre, si eso fuera posible. Aunque me reconfortaba pensar en las palabras de Alienora: Nuestra Señora estaba allí protegiendo a mi madre de su inocencia y de los cargos que le habían imputado.
Al caer la noche llegué a la abadía. Pedí ver al abad inmediatamente.
—No he sido enviado como un mero hijo obediente —informé al hermano que me recibió en la puerta—, sino como sirviente de su Señor, y de Nuestra Señora de las Penas.
El monje, un joven que se asustó al ver cómo me acercaba, se fue a toda prisa en busca del abad. De inmediato me llevaron a sus estancias y me sentaron con él a una mesa. Mientras hablábamos, me ofreció vino y caza para comer, pero yo solamente tenía espacio para pensar en mi madre y en su dolor.
Me habló de los cargos. Un funcionario de la ciudad visitó al abad para contarle una curiosa historia que había oído de una de las humildes, pero importantes, familias que vivían bajo el protectorado de la abadía. Al parecer, una tal Katarin Luhan, una buena y virtuosa mujer, que iba a dar a luz llamó a su hermana para que fuera a buscar a una comadrona. Quizá si hubiese llamado a una de las novias de Cristo, nada de esto hubiera pasado. Katarin sufrió mucho y, finalmente, no pudo dar a luz a su hijo. Una vieja mujer de origen desconocido, que decía ser Brewalen du Tertre, llegó poco después con mi madre. Se pasaron muchas horas intentando ayudar a Katarin, pero pronto se dieron cuenta de que uno de los dos podía morir. La hermana de Katarin oyó con claridad a las dos mujeres diciendo que la madre debía morir, a costa de su hijo, que había de ser sacrificado. En lengua antigua se dijeron otras cosas, que la hermana interpretó como una invocación a los demonios porque el niño, que había nacido muerto, llevaba otro bebé unido a su cabeza.
Así, Katarin y su hermana cargaron con las culpas en el pueblo, y luego llevaron a las dos mujeres a la abadía para examinarlas y determinar si era necesario un juicio.
Mientras hablaba, un terrible miedo se apoderó de mi corazón. Una gran fiebre empezaba a extenderse por el país. Se acercaba una nueva plaga por el este. Cuando estas plagas y miasmas llegaban, la figura del diablo también hacía acto de presencia, y las llamadas mujeres de la Antigua Religión eran consideradas las emisarias de Satán en la Tierra, o al menos eso era lo que se decía.
Debo añadir que por aquel entonces yo creía en el diablo, aunque mis creencias no fuesen excesivamente firmes, y esas noticias sobre mi madre me hacían dudar ahora de la existencia del Infierno y sus acólitos. Tenía a las mujeres del bosque por buenas personas, excelentes conocedoras de las propiedades de las hierbas, a las que no les gustaba mezclarse con la gente de la ciudad, y que nadie jamás había visto entrar en la abadía o en una iglesia o capilla.
Di al abad la bolsa con las monedas. La cogió con sumo placer.
—Por supuesto —dijo mientras las contaba—, si tu madre es amiga del barón, debemos tener cuidado con este caso. Nuestra Señora probará su inocencia, no tengo ninguna duda.
Le pedí verla. Me preguntó si podía quitarme la ropa para asegurarse de que no llevaba ninguna arma o veneno conmigo. Primero rechacé hacerlo, pero pronto me di cuenta de que si ése era el precio que tenía que pagar por ver a mi madre, no era tan grave. No era una cuestión de modestia masculina, como podía ocurrir en otros hombres, y no me importaba en absoluto quitarme mis pantalones, botas y túnica y quedarme desnudo ante él. Lo único que me dejé puesto fue el colgante. Me preguntó qué era. Me lo saqué y se lo mostré. Se acercó y me lo cogió de la mano. Lo pasó una y otra vez por entre sus dedos.
—Esto es la herejía del este —dijo.
—Es un regalo de su prometido, ahora en el cielo —le dije—. Aunque puede que provenga de Constantinopla, está claro que éstas son las imágenes de Nuestro Señor y de Nuestra Señora.
—Sí —afirmó alargando la «i»—. Lo guardaré mientras ves a tu madre. Como precaución. Después te lo devolveré.
Extendió la mano y, tocándome la cabeza, pronunció:
—Eres alguien inusual. Un joven rubio, cuando la mayoría de tus hermanos son más oscuros.
Asentí, y orgulloso le revelé:
—Mi padre venía de tierras lejanas.
—¿Un vikingo?
—Creo que era sajón —contesté—, pero no sé cuánto hay de cierto en ello.
Sus dedos se entretuvieron entre mis cabellos.
—Date la vuelta —me indicó.
Acaté su petición como si fuera una orden.
Cuando le volví a mirar tenía un brillo peculiar en uno de sus ojos. Me vestí. No cesó de mirarme todo el tiempo. Me hacía sentir sucio, y más abajo de mi clase social. No me gustaba estar ante ese hombre, ni sus ojos de pez.
Después llamó a un sirviente, que me escoltó hasta las estancias que había bajo la abadía, donde mi madre y su amiga se hallaban prisioneras.
Llamar «estancia» a aquello era incluso un término demasiado amable. Me encontraba en una especie de túnel excavado en la tierra, sin ventanas y con muy poca luz en el que las dos mujeres debían de estar enterradas vivas.
Tenía permiso para hablar con ellas en otra habitación que había más arriba. Sentí una inmensa alegría cuando vi el rostro de mi madre. Parecía llena de esperanza y voluntad, como jamás antes la había visto. Sujetándome la cara con sus manos, me dijo que no sufriera por ellas.
—El Señor nos ayudará. Estoy segura —me confesó.
Brewalen tenía menos fe. Empezó a hablar de Katarin y del bebé con dos cuerpos, y de cómo antiguamente eso no se hubiera visto como algo malo.
—Entonces, matasteis al bebé —pregunté sorprendido por su reacción.
Ella asintió, con esa cara grabada llena de odio.
—Como hubiese hecho cualquiera de esas Novias de Cristo. Si el bebé hubiese sobrevivido, ella hubiese muerto. Y lo hubiese hecho antes de su primera mañana de vida, después de la muerte de la madre. Tuvimos que hacerlo. Utilicé una hierba llamada la belladona. La puse en el mortero y la machaqué con jugo de raíz de mandrágora. Eso no es brujería, Aleric. Es una simple cura.
—Matar a un recién nacido no bautizado no es ninguna cura —repuse.
Me lanzó una mirada de desprecio.
—Te pareces demasiado al barón. Te conozco desde que eras un niño. Vi en ti un terrible futuro. En tu frente vi una marca, algo demasiado horrible para ser contemplado. Pero ahora lo veo más claro. Es la marca del traidor, Aleric. Debes deshacerte de ella.
Entonces puso ambas manos sobre mí, como si me agarrara para lanzarme lejos. La situación era algo cómica, teniendo en cuenta la flaca y frágil figura de aquella vieja, pero sentí una gran fuerza en sus manos cuando me agarró.
—Incluso las ermitañas, cuando paren, asfixian al recién nacido si sufre alguna deformación. No bautizan al bebé, por lo que el niño de Katarin no habría sido aceptado por tu Iglesia. Era una difícil elección. Pero no había otra. Si tuviera que hacerlo de nuevo, incluso sabiendo que esa mujer y su hermana volverían a inculparnos, la dejaría morir a ella y vivir al bebé, aunque éste moriría antes de la puesta de sol. Y si hiciera eso, y llevara al niño a la pila bautismal, nuestro sacerdote acabaría arrojando su cerebro contra las piedras. Ahora siento miedo. Me matarán, simplemente, porque hice lo que debía para proteger una vida humana.
Su elocuencia sorprendía por su simplicidad. Su rabia no provocó en ella malos pensamientos. Se apartó de mí y se dirigió a mi madre. Le puso los brazos a su alrededor.
—No llores, Armaela, hermana mía, no derrames una sola lágrima por la gente que te ha hecho esto.
—He venido para salvar a mi madre —le comuniqué a Brewalen—. Quizá también pueda salvarte a ti.
Brewalen sonrió, y asintió con la cabeza como si ya supiera que yo tenía mi pequeño corazón. Acto seguido, manifestó:
—Está escrito que debo morir, Aleric. Mi cuerpo tiene líquidos oscuros dentro. Me despierto ensangrentada y los dolores no me dejan dormir por la noche. No tengo miedo de perder mi vida porque sé que mi espíritu volverá al bosque y despertaré de este cuerpo un instante después de la muerte. Pero tu madre, que tiene hijos, tiene un cuerpo que aún no está preparado para morir, y necesita tu protección. Haz lo que debas.
Después se retiró a su celda, y me quedé solo con mi madre.
—Tus hermanos y hermanas te necesitan —empezó—. Te ruego que los ayudes. No sé qué están haciendo ahora. Ni lo que comerán…
—Me aseguraré de que tengan cuanto necesiten —contesté—. Y tú también.
—Hijo —dijo con un débil susurro—. Hay muchas cosas que debes saber. Tantas cosas que te he escondido. Y si lo he hecho así ha sido para protegerte, aunque en mi vida no haya sido ninguna santa. Todo lo que he hecho, ha sido para dar a mis hijos una vida mejor que la que yo he tenido. Estoy orgullosa de que estés aquí ahora, de que el Señor te haya dado las aptitudes y el talento necesario.
Su discurso me dejó helado. No era solamente mi habilidad con los pájaros, o cualquier otro talento natural lo que me permitía disfrutar de una vida placentera trabajando para al barón. Ella también me había ayudado a conseguirlo. Intenté no recordar la cantidad de hombres con los que se había acostado, pensando que todo lo había hecho por nosotros. ¿Se habría acostado más de una vez con Kenan, simplemente para asegurarse de que sus hijos tuvieran trabajo y comida? Recordé una frase de mi abuelo, «un terrible precio», el que tuvo que pagar. ¿Qué debió pasar? Quise preguntárselo a mi madre, pero aquél no era el momento.
Me cogió la cara como si aún fuera su pequeño.
—No debes estar cerca cuando muera. Debes guardar la distancia, porque si no, puedes perder tu posición si te muestras afectado. Eres el hijo de una mujer acusada de brujería. No necesitas perder todo lo que has conseguido para obtener mi bien.
—No me importa mi posición —repliqué mientras luchaba por no derramar las lágrimas—. No me importa. No soy uno de ellos. No importa hasta dónde quiera llegar. Somos diferentes. El abuelo decía que veníamos de los sacerdotes del bosque.
—Si dices eso —señaló casi murmurando—, un día te meterán en la hoguera a ti también. Olvida el pasado. Olvida nuestro hogar. Tienes hermanos y hermanas más jóvenes que alimentar. Aunque Annik y Margret se hagan cargo, y los otros ayuden, necesitarán el favor de su hermano mayor para sobrevivir en el castillo.
—Haré lo que pueda —respondí sin poder contener más las lágrimas.
También ella empezó a llorar, y acto seguido se cubrió la cara con las manos. Después de secarse las lágrimas, me cogió las manos.
—Me quemarán en la hoguera. O moriré ahogada. O me dejarán aquí encerrada en esta tumba bajo el suelo hasta que me mate la peste. No tengo miedo de morir. Sólo desearía poder cuidar de unos hijos que necesitan el cariño de una madre. He cambiado mi forma de vivir. Las brujas del bosque me enseñaron el arte de la partería y de las plantas curativas. Me han marginado del mundo, pero no del bosque. Si muero…
No quise oír más. Le prometí encontrar la manera de liberarla a ella, y si Dios quería, a Brewalen también.
—No —dijo en voz alta—. Por favor, Aleric, no quiero que hagas nada por mí. No debes correr ese riesgo. Si he hecho todo esto ha sido para que mis hijos no vuelvan a vivir en la miseria.
—Haré lo que tenga que hacer —concluí.
Después la besé y le pedí que rezara por mí, que la luz de Dios brillara y su gracia divina las acompañara a ella y a su compañera.
Esa noche dejé la abadía reconfortado, incluso sintiéndome victorioso. Estaba seguro de que el barón y su bella y piadosa hija pedirían la libertad de mi madre al abad antes de la primera luz del día.
Regresé a casa atravesando ciénagas y pantanos, mientras el reflejo de la luna me guiaba por el camino. Pero al llegar a la encrucijada que separaba el camino que venía del castillo y el que me llevaría a casa, divisé una extraña figura que parecía sostener algo en la mano. Creí que se trataba de un fantasma, con una larga capa, que le tapaba la cara, como si se tratara de una máscara. A su lado, otra criatura, no muy alta, también cubierta con una capa.
Mi primera reacción fue la de huir de allí lo antes posible, porque las encrucijadas eran lugares terribles, en los que se enterraba a los no bautizados y se conjuraba al diablo. Pero conforme me acercaba, oí una voz de mujer decir mi nombre.
Llegué hasta ella con mi caballo, despacio. La luz de la luna me permitía ver con claridad su cara. Era Madre Morwenna. A su lado, esa deforme figura, mitad niña, mitad engendro, quizá diez años mayor desde la última vez que la había visto, pegada a ella como un mono. Descabalgué mientras la bruja se me acercaba. La niña, vestida con un velo que le tapaba la figura de pies a cabeza, seguía pegada a las faldas de Madre Morwenna, como si tuviera miedo de que en un momento u otro la mordiera.
—Tu madre —dijo Madre Morwenna. Me abrazó, y yo me dejé caer entre sus frágiles brazos como si fuera un hermano de sangre. —Lo siento.
—He venido hasta aquí sólo para verla —anuncié—. Y a Brewalen. Aunque ahora los buenos espíritus las protegen, los cargos que les imputan son muy graves.
—Sí —afirmó Madre Morwenna—. Mi hija lo vio.
Miró hacia abajo dirigiéndose a la criatura del velo. Ésta aún se pegó más a la falda de su madre, como queriendo desaparecer dentro de ella.
—Ella tiene la Visión. Advirtió a Brewalen de los posibles problemas.
Miré primero a la criatura y después a la vieja bruja.
—¿Por qué Brewalen se llevó a mi madre para que la ayudase en el parto?
Madre Morwenna no respondió. Se apartó ligeramente de mí, y puso mi mano sobre ella, como había hecho muchas veces cuando yo era un niño. Le dio la vuelta, de manera que en la palma de mi mano se reflejaba la luz de la luna. Con el dedo índice, siguió las curvas de las líneas de mi mano, y presionó la zona entre mi dedo pulgar y el resto de dedos, lo que me causó cierto desasosiego.
—Puedo ver muchas cosas acerca de tu futuro. Pero es como las encrucijadas: sabemos adonde nos llevan, pero primero tenemos que escoger antes entre cientos de opciones. Aún eres el chico de los pájaros. Veo encrucijadas, más adelante, en las que resurgirás como un dragón. O quizá no, Aleric. Quizá debas casarte con la mujer que amas e irte a vivir muy lejos de aquí. Pero espera, veo en tu futuro algo totalmente diferente. Morirás a manos de una bella mujer. Tendrás un hijo. Un barón. No, una hija. Morirá. No, vivirá.
Me miró desde detrás del velo. Sus pequeños ojos parecían esconderse y brillar al mismo tiempo. Las arrugas de su frente, y las de alrededor de sus ojos, se dibujaban con claridad.
—¿Entiendes?
Asentí con la cabeza.
—La Visión te muestra las encrucijadas y el rumbo a seguir, pero no siempre te da el viaje que deseas.
—¿No se puede hacer nada? —pregunté.
La criatura del velo dio un paso hacia adelante, saliendo de la sombra que la luna creaba con Madre Morwenna, y dijo con una voz más adulta que la propia de su edad pero con un timbre infantil:
—Tú robaste una reliquia del gran roble. Tú trajiste al demonio alado y lo mataste. Tu destino es oscuro, Halconero, y el camino que debes recorrer será espinoso. Veo cientos de iras en estos pantanos. Oigo gritos de hombres y mujeres. Huelo la carne quemada, y el bosque convertirse en cenizas. Y cómo de ti llega el fuego.
Después de oír sus palabras empecé a temblar. Deseaba que mi madre hubiera nacido alejada de este bosque de brujas y de sus Antiguas Enseñanzas. No tenía el valor suficiente para volver a subir a mi caballo y esperar a ver qué me depararía mi viaje entre ciénagas y pantanos, donde los caminos se juntaban. Rápidamente, pregunté:
—¿Cuál es tu nombre, pequeña endemoniada?
—Se llama Calyx —respondió Madre Morwenna—, porque nació de su madre con una membrana amniótica cubriéndole el cuerpo, y dentro de su flor vivía una criatura que llevaba con ella la sabiduría de otro mundo.
—¿Ésa es la razón de su deformidad? —pregunté, mientras un gusto amargo a bilis subía por mi garganta—. ¿Quién es su madre?
—Su madre murió —contestó Madre Morwenna—. Dio su vida para que la criatura pudiera vivir. Nació del Velo y fue traída a este mundo para sujetar el cáliz de la diosa.
—No es un engendro —dije—. Es deforme. A muchos niños se les intenta asesinar al nacer, y a menudo sufren deformidades, según me explicó tu amiga Brewalen.
—Puede que sea deforme por fuera —protestó la criatura de la capa—, pero otros sufren deformidades por dentro. Algunos son como castillos, bonitos en la distancia, pero entre sus paredes alojan pestes y venenos. ¿En qué confías más, en la belleza exterior o en la interior? ¿Prefieres aquello que se corrompe con el tiempo, y aquello que esconde oscuridad, o lo que es eterno?
—Me decepcionas —le contesté, mirando también enfurecido a Madre Morwenna—. Tú y las de tu clase sois verdaderas brujas, amantes del diablo. ¿Cómo puede ser acusada mi madre de un crimen así si no es como vosotras? ¿Cuánta pobre gente habrá ido a buscar vuestra ayuda y curas medicinales y ha salido con la marca del diablo?
La rabia que me invadió, y que las culpaba del encarcelamiento de mi madre, se convirtió en un enorme fuego dentro de mí que necesitaba ser expulsado para poder respirar el aire de la noche, y no sentir la asfixiante carga de la impotencia. Me sentí como nunca me había sentido en años, a punto de llorar, aunque sin dejar caer ni una lágrima de mis ojos.
—Aun viviendo como la peor furcia de la Cristiandad, nunca mi madre merecería un juicio así, ni en este ni en un mundo futuro.
Madre Morwenna se apartó de mí, como si hubiera visto una víbora.
La criatura del velo llamada Calyx dio un paso hacia adelante, señalando de cerca mi cara con su dedo.
—Una vez viste a un demonio. Si lo viste es porque lo deseabas.
Madre Morwenna extendió la mano, y sujetando a la niña, la escondió bajo su capa.
—Si eres una bruja, haz un conjuro para liberar a mi madre de la prisión. ¡Ruega al diablo que la deje libre! —grité mientras volvía a montar en mi caballo.
—Lleva paz a tu madre —dijo Morwenna antes de que me fuera.
A mi regreso al castillo, Alienora se pasó toda la noche de vigilia en su pretil. Su belleza, reflejada gracias a la luz de la antorcha, me proporcionaba el cariño necesario para ahuyentar la furia de mí. Era la pureza. Era el amor.
En ella veía todo el bien de este mundo. Atrás había dejado el mundo del bosque, de brujas y demonios, y esperaba que la luz del amor más puro pudiera vencer la oscuridad.
Busqué primero a Corentin. Lo encontré bebiendo frente a la chimenea del Gran Salón, rodeado de perros. Salté sobre él, y le acerqué la cara al fuego. Sus ojos estaban rojos por el calor de las llamas, y su alma asustada.
—¿Qué has hecho? —le pregunté—. ¿Por qué has puesto al maestro en mi contra? ¿De qué crimen se me acusa?
—De sodomía, blasfemia, y robo —contestó, soltando una tremenda carcajada—. Si me matas ahora, se sabrá todo. Hazlo aquí, con el fuego, mientras bebo, así verán la clase de sabandija que eres, el monstruo que le he dicho a todos que eres. Eres un asesino, como tu madre. Lo llevas en la sangre, pájaro de los pantanos. Eso es lo que he dicho de ti. Pero no estés furioso conmigo, buen hombre, porque aunque yo diga esto, es tu maestro quien debe creerlo. Y es así, porque conoce tu verdadero origen. Sabe que naciste del pecado. Ahora sabe que la mancha que hay en tu frente te hace ser un alma malvada.
Arriesgué mi vida, pero corrí por el castillo, subiendo y bajando escaleras hasta llegar a la cámara de mi señor. Los desperté en su cama. Yacía con una mujer cuya desnudez iluminaba la oscuridad. Kenan se puso una bata y me empujó al pasillo. Luego cerró la puerta detrás de él.
—He oído las mentiras del propio Corentin. He oído el veneno que le ha metido en la cabeza. Escúcheme, señor. Escuche lo que Corentin me ha hecho sufrir. No hable, y cuando lo haga puede cortarme las manos si lo desea. Pero sólo después de que haya dicho mi parte.
Kenan, con furia en el rostro, aceptó con un gruñido.
—Llegué aquí, señor, como inocente. Recuérdelo. Usted me trajo a este lugar. Pensé que era un mundo mejor que mi propio hogar. Pensé que el pantano y el barro quedarían atrás cuando entrase en este castillo. No obstante, en realidad pronto me di cuenta de que el barro que no se limpia en el umbral entra dentro incluso en las mejores casas del país, porque a las dos semanas de vivir aquí, Corentin se me echó encima y abusó de mí. Quizá usted lo recuerde. Yo estaba débil y delgado. No he tenido la alimentación que Corentin, mayor y más fuerte, sí ha tenido desde su nacimiento. Tampoco tenía fuerza entonces. ¿Quién cree que podía ser la víctima? ¿El chico débil, pálido y andrajoso del pantano o el chico fuerte que cogía lo que quería y hacía lo que deseaba? Arriesgo mi vida y mi reputación al decírselo. Juré que nunca se lo diría a nadie por miedo a la vergüenza que tal revelación comportaría para mí. ¿Y robar? ¿He robado algo? ¿Ha desaparecido oro? ¿O plata? ¿Se ha desvanecido algún caballo en el establo? ¿O un cisne del corral? ¿Ha desaparecido carne sin que la haya arrebatado el zorro? Si se robase algo, yo miraría al propio Corentin primero, porque se ha comportado como un truhán conmigo muchas veces. ¿Y blasfemia? ¿Cómo se me puede acusar de eso? Voy a misa cada domingo. Acudo a la capilla para asistir a las oraciones de cada mañana cuando no se me llama para la caza.
A continuación me callé y lo miré. Observé que su mente intentaba entender todo eso en una hora tan tardía.
Entonces habló:
—Has pasado una noche muy larga. Vete a la cama, chico. Hay otros problemas en el mundo más importantes que los tuyos en este momento.
—Tiene que decírmelo, señor —insistí—. Tiene que hacerlo. ¿Qué he hecho mal a sus ojos? ¿Cómo puede ser que las palabras de un hombre, mentiras acerca de mí, cambien su buena opinión de ese chico que conoce? Corentin me dijo que es porque usted sabe quién era mi padre. Le pido que me lo diga.
—¿Me pides? ¿Me pides? —dijo acercándoseme con los puños.
Me cogió por el cuello, levantándome contra la pared, y entonces me golpeó fuerte en la mandíbula. Yo luchaba, pero él era más fuerte y agresivo, y me dejó caer al suelo. Me golpeó en las costillas.
Se quedó de pie.
Yo estaba en el suelo, tocándome el costado.
—Eres el bastardo de un hombre malo a quien conocí bien una vez. Un hombre que se deleitaba con perversiones y adoraba al propio diablo. Un hombre que se llevó a la mujer que yo amaba. Se la llevó. De mis brazos. Y la destruyó. Y de su unión naciste tú. Creí que podría amarte como una vez amé a tu madre. Como la vi antaño, bella, joven, feliz e inocente. Pensé que al salvarte de la miseria enmendaría lo que le hice en el pasado. Pero entonces tuviste que hacer daño a mi propio hijo. A mi propio hijo. Con los pecados y maldad de tu padre. Y ahora me mientes. Como a una serpiente en el campo, si ahora tuviese una espada te mataría aquí mismo.
—¿Señor? —gemí débilmente—. ¿Cómo? ¿Cómo? Yo no conozco a su hijo.
—Tengo muchos bastardos. Pero sólo a uno he criado y ayudado. Es tu hermano a quien cogí de los brazos de su madre cuando era un bebé, para salvarlo de ese horrible nido de ratas. Y es mi hijo. Se llama Corentin —me reveló mi señor.
Después se dio la vuelta y regresó a su cámara.
Lo ocurrido aquella noche me afectó tanto que no pude dormir en paz, no podía volver a la habitación donde seguramente me encontraría con Corentin, si no estaba en la cama de alguna doncella. Me sentía vapuleado y extenuado, y no sabía cuándo volvería mi alegría. Fui a la capilla, y le recé a la Virgen para que me guiara por aquellos tiempos oscuros. Encendí velas y fui a sentarme a los pies de la imagen. Coloqué una pequeña vela en la palma de Nuestra Señora, y se extinguió enseguida. La encendí de nuevo, y volví a ponerla en su mano de piedra, y lo repetí una vez más, pero su pequeña llama también se apagó. Empecé a preguntarme si estaba maldito, o si había perdido la batalla contra mi alma. En aquellos días, los sacerdotes nos decían que tanto los ángeles como los demonios competían por nuestras almas inmortales. Nosotros no podíamos controlar aquellas batallas, ni determinar el resultado. Estábamos en manos de agentes invisibles de Dios y del diablo, y aquella noche sentí que mi alma había sido predestinada al infierno.
Por las noches, algunas veces, quizá justo antes de acostarme, el único ángel que me había encontrado de camino a la capilla era Alienora. Ella, como yo, no podía dormir.
—Vi luz y pensé que nuestros guardias debían de estar rezando —dijo ella—. ¿Qué es lo que no te deja dormir?
—Le iba a preguntar lo mismo, mi señora.
—Tengo sueños —explicó ella mientras se arrodillaba a mi lado—. Sueños de los que no me atrevo a hablar.
Audazmente, le acaricié la mejilla con la mano. Sentí un calor febril en ella que estremeció mi corazón. La había imaginado casta y pura como un ángel, pero aquel fuego en su rostro era animal. Mi mano volvió a tocarla, y el calor subió de mi brazo a mis hombros y a mi garganta, y mi cuerpo entero fue como si un campo helado en pleno invierno ardiese por completo.
Miré dentro de sus ojos, y vi en ellos un deseo que no esperaba en alguien tan piadoso. Sus labios parecían resecos. Entonces me susurró algo, y yo no la entendí. Le miraba los labios mientras hablaba. La escuché de nuevo cuando pronunció:
—Sueño contigo.
Me incliné y apreté mis labios contra los suyos. Mis labios humedecieron los suyos, y sentí cómo su boca se relajaba mansamente, como si se abriera contra mi fuerte presión. Como una rosa floreciendo, sus labios se separaron. Mis manos subieron a su rostro, sosteniéndolo en aquel beso como si acercara un odre a mis labios, incapaz de parar de beber de él. Sentía la humedad de su lengua y mi lengua apretándose contra ella. Cuando sus labios se separaron de los míos, una brizna de ceniza de mi fuego infernal saltó a su boca. Sus brazos me rodearon el cuello, mis manos bajaron de su rostro por sus preciosos cabellos, y me retiré para recuperar el aliento mientras la contemplaba. Me pareció ver en ella la expresión del animal en celo. Sus ojos estaban borrosos y claros al mismo tiempo. Me miraba pero también miraba a través de mí. Parecía llevar una máscara, con una sonrisa furtiva en un rostro que aún mostraba temor y osadía. ¿Era tan casta como parecía? ¿Cómo podía saberlo? ¿Mandaría matarme por las libertades que me había tomado con ella?
Acaricié su garganta, besándola en el hombro y luego presionando mis labios contra su nuca. Olía a limón y a hierba y a hojas del bosque. Ella tomó mi mano y la llevó hasta su cuello, y después a sus pechos. Empecé a desnudarla, mi mente no me respondía, mi cuerpo ya no era el sirviente de mi alma sino del instinto animal que mueve a la gente en la chispa de la juventud. Sus pechos eran pequeños y perfectos, fluctuando con las sombras de las velas. Escuchando sus leves gemidos, metí cada uno de sus dos pezones en mi boca. La miré a la cara, que en ese instante parecía arder de deseo como nunca antes había visto en mujer, fuera virgen o puta. Tiró de mis ropas con las manos, rasgando lo que no podía quitarme. Al poco habíamos formado una montaña de ropa y ella había empezado a chuparme el pecho, presionando con su cara en el centro de mi torso como si quisiera encontrar mi corazón y besarlo. Mi miembro se erigió enorme, y me sentí poderoso cuando ella me susurró al oído que me quería, chupando esa parte de mi carne que era tan sensible al tacto de una mujer.
Apreté mi mano contra su vientre plano, y entonces me deslicé hasta esa mata de pelo que los hombres ordinarios llaman de tantas maneras cariñosas, pero que yo consideraba como la fuente del poder sobre los hombres. Mi mano sintió humedecerse en cuanto di con su centro, y escuché un leve ronroneo en su garganta y tiernos jadeos y gemidos mientras apretaba mis dedos entre sus muslos. Nos besamos durante largo rato mientras la sujetaba entre mis brazos y recorría su cuerpo con mis manos, y ella buscaba mi miembro con las suyas, acariciándolo, sintiendo su longitud, haciéndome eyacular entre sus dedos, jugando con él con un movimiento de leve balanceo.
No tenía duda alguna de que no era la virgen que parecía, y que al menos había estado con otro muchacho más de la casa, alguien desconocido para mí, o incluso el mismísimo aborrecido Corentin, que me había robado la infancia y que se había revelado como uno de los hijos que tuvo mi madre antes de que yo naciera. Pero esos pensamientos ya no me importunaban, porque su calor y el manoseo de mi falo erecto habían llevado mi alma hasta la oscuridad mientras que mi carne era recibida en su hogar natural.
Entonces fui yo el que gemí y jadeé, cuando ella se me introdujo en la boca, arrodillándose frente a mí como si fuera un santo, sólo que su culto era la lujuria y el placer. Busqué su espalda con mi mano izquierda y la apreté contra mi cuerpo, y con la derecha jugué con sus preciosos cabellos rojos. Después fui yo el que apreté sus piernas contra mi cara y besé y adoré aquello que ningún hombre había poseído aún, deseando reunir mi fuego con el suyo, deseando incitar su placer al borde de la lujuria salvaje, inimaginable, para desatar algo entre los dos, entre su boca y mi boca abiertas.
Entonces nos besamos y gozamos el uno del otro, en una comunión de pasión, y sus piernas se enroscaron alrededor de mis caderas, y me introduje en ella con el abandono de quien conoce la urgencia de una mujer, el momento en el que el vaso está a punto de colmarse, y cuando lo hice sentí una barrera dentro de ella. Incluso antes de comprender lo que estaba haciendo, sentí mi falo penetrándola, abriéndola, y escuché su grito. Le tapé la boca para silenciarla, y supe que antes de que yo hubiera entrado en aquel sagrado espacio ella era virgen.
En vez de quejarse del dolor o pedirme que me detuviese, como habían hecho algunas doncellas en mi juventud, sentí que sus caderas me empujaban contra ella, y susurró que continuase, que aumentara mi furia dentro de ella. Nunca había experimentado esto con una chica, y eso incitaba a mi cuerpo a subir hasta alturas que nunca antes había conocido. Sentía que me prolongaba dentro de ella, aunque fuese imposible, sentía cómo mi miembro crecía y engordaba en aquel pequeño y secreto espacio que tanto protegían las doncellas. Deslizó sus manos hasta mis nalgas y las apretó contra su propio cuerpo como si quisiera que yo me introdujese en ella por completo.
Y entonces sentí el instante supremo. Antes de las olas del placer. Antes de ese exultante segundo final de pérdida.
En aquel momento detuvimos el tiempo. Dentro de ella, yo me quedé inmóvil, y ella se quedó muy quieta.
Nuestra visión captó un sueño, juntos.
Helado.
Incesante.
En silencio.
Y entonces, llegó la descarga, y empecé a besarle la cara cuando me retiré y sentí cómo se rompía el hilo, el fluir entre nosotros, en ese momento en que la gata se vuelve y lame a su compañero, y el conejo lucha con su amante.
Y entonces ella me miró con horror en los ojos, y después miró al rostro de Nuestra Señora.
Se separó de mí, llorando.
No podía consolarla. Y, también, sentí esa frialdad animal que comporta todo apareamiento cuando finaliza. Era el reconocimiento de la muerte, creo, del hecho de que después de todo no éramos más que animales, y las ilusiones del mundo de los hombres no eran nada en el momento en que finalizaba la fornicación. Nosotros, en nuestro mundo, creíamos que habíamos sido creados a imagen de Dios, pero pertenecíamos al reino animal. Aquel maldito momento después de la ruptura del hilo que unía nuestros dos cuerpos nos hizo comprender que estábamos tan condenados como la oveja del prado, como el ciervo en el bosque cuando suena el cuerno del cazador y los perros empiezan a ladrar.
Nos separamos al alba, cansados por el esfuerzo, agotados, y aunque yo le dije que la amaba, ella no me devolvió las palabras. Pero cuando la noche cayó de nuevo, ella me buscó después de que acabase mi trabajo y me preguntó si podíamos hablar de nuestros sentimientos. Fue ella la que habló, y lo que yo escuché me llenó de ánimo y de pesar a un tiempo. Ella me amaba, me dijo, con todo el corazón.
—Pero soy la hija del barón —repuso—. Y tú trabajas en los campos y sirves en las partidas de caza. No me sentiría maldita aunque mi compromiso con un hombre no viera su fin ni a su muerte, pero me siento porque creo que hemos violado el santuario más sagrado de Nuestra Señora. Nos hemos olvidado de nosotros mismos, y nuestros cuerpos han ensuciado este lugar. Le he rezado a ella, que nunca entendió el pecado de la lujuria, y le he pedido su perdón. Ha respondido a mis plegarias expresándome el sacrificio que debo realizar para expiar las culpas, y yo haré lo que me ha indicado.
Mi corazón golpeó mi pecho, y quise abrazarla contra mí y rogarle que no hablara de pecado y expiación cuando mi amor por ella y mi desesperación por estar entre sus brazos y el aroma de hierba y limón de sus cabellos se habían convertido en algo irresistible.
—Voy a tomar los votos —anunció ella—. Las hermanas que viven en las cavernas de Laseur me recibirán bien, y yo le llevaré mi dote a Nuestra Señora. Éste es el único medio de expiar el pecado que he cometido. Debo convertirme en una novia de Nuestro Señor, y al hacerlo le rezaré a la Virgen por ti y por tu madre.
Yo estaba allí, aturdido, inmóvil, y no podía decirle nada para disuadirla. Se creía que el único modo de restaurar la virginidad de una doncella era tomar los votos de la Iglesia y servir a Nuestra Señora como monja. Las hermanas de las cavernas vivían una existencia ascética, con pocas comodidades, y algunas, las anacoretas, no habían visto la luz del día durante años. Corrían rumores de que las llamadas Vírgenes de las Rocas habían curado a leprosos, y que Nuestra Señora había sido vista unos cuantos años atrás, en el cielo, sobre la entrada de las cuevas de Laseur.
Su carne y su pureza me atormentarían muchos días y noches desde entonces.
Ewen vino conmigo a llevarles comida a mis hermanos y hermanas pequeñas, a los que aún no conocía. Una vecina, que había perdido a un hijo por las fiebres, acogió al bebé más pequeño y lo alimentó. Yo acordé con aquella buena mujer que le llevaría huevos y cereales, y ella me dijo que cuidaría del bebé hasta que llegara el momento en que mi madre estuviera libre para volver a casa. Yo me sentí alentado por las esperanzas que ella me dio. En lugar de dormir en la habitación con los demás chicos del campo, lo hacía en los establos, así evitaba a Corentin. No le dije nada a mi maestro, y hablé poco con los demás durante aquellos días de oscuridad. No podía visitar a mi madre en su calabozo, ni hablar con el abad o los sacerdotes mientras ella y su acompañante estuvieran bajo la inspección y los interrogatorios de un hombre venido de Toulouse que tenía experiencia en lo que se conocía como la Gran Herejía, la Vieja Religión que no había muerto completamente en el Gran Bosque.
Éramos un páramo muy pobre, y a muchos les sorprendió que un monje hubiese hecho todo aquel camino para lidiar con aquella cuestión de brujas y asesinatos. Yo había oído historias acerca de lo que le pasaba a aquellos que eran así acusados, y sentía una extraña preocupación por lo que ocurría.
Pasadas unas semanas, caí en cama, y me alimentaba sólo de caldo. Una jovencita me hizo de enfermera cuando me atacaron las fiebres, y yo me preguntaba si había recibido mi enfermedad de Nuestra Señora por haber cometido aquel pecado, haber arrebatado la virginidad a una doncella tan dulce como Alienora, aquella terrible y maravillosa noche en la capilla dedicada a la más sagrada de las vírgenes.
Y entonces, poco después, se escribió el destino de mi madre. Me desperté de mi fiebre, habiendo perdido peso, debilitado, y allí estaba Alienora, que todavía no se había marchado con las monjas, y que tenía un mensaje de ella para mí.
—Será quemada en los pantanos, junto a Brewalen del Bosque, por los crímenes de asesinato y brujería —me comunicó, pasándome un húmedo y caliente pedazo de tela por la frente.
—Tengo que ir con ella —reaccioné—. Tengo que detener esto. Ella no es una bruja.
Alienora juntó sus manos como si rezara.
—Amas mucho a tu madre, y por eso, los ángeles lloran, Halconero. Y ahora yo te amo con una compasión que nunca antes había conocido. Sólo deseo que la luz de Nuestra Señora guíe tus pasos. Pero tu madre ha confesado. Ha descrito sus encuentros con el diablo, y con sus emisarios. No sé más.
—Pero ¿será quemada por su confesión?
Yo sabía que si una bruja confesaba podía ser perdonada, aunque fuera encarcelada por su crimen. Y que en la prisión, una bruja confesa podía ser torturada hasta morir en su oscura y miserable celda. Pero viva, podía tener esperanzas, y yo aún podía rescatarla de su horrible destino.
Sentí una ola de fuerza en mis huesos. Al poco, fui a ver al barón, poniendo mi pasado en manos de sus guardias, que blandieron sus espadas contra mí. No me importaba si me atravesaban con ellas. Necesitaba la protección y la autoridad del barón, si quería ayudar a mi madre.
Éste escuchó con compasión mis súplicas, y se mantuvo en silencio hasta que hube acabado. Pero después me demostró que se había lavado las manos ante el asunto de mi madre como Roma lo hizo ante la crucifixión de Cristo.
—Es el asesinato el cargo que encomienda el cuerpo de tu madre al fuego y su alma al juicio de Dios —dijo él—. La brujería es un cargo menor, y su confesión podría haberle evitado el fuego, realmente. Pero en este caso fue asesinado un bebé. Y dos mujeres, parteras nada menos, ahogaron a un bebé en el mismo barril de agua en el que lavaron al primero. Reza por el alma de tu madre, muchacho. Pues eso es lo único que puedes hacer.
—Si tengo que hacerlo, llegaré hasta el mismo rey —vaticiné.
—Entonces pasarás las últimas horas de vida de tu madre cabalgando hacia su corte —intervino el barón—, porque ella ya ha sido sentenciada, y será quemada esta misma noche.
En aquellos días, la quema de brujas no era algo tan común como lo llegaría a ser años después. Aunque la ley eclesiástica permitía ejecutar a un hombre o a una mujer por lo que solía llamarse culto al diablo, raramente sucedía, y todavía no había empezado la tormenta de fuego que asolaría la Europa occidental al poco tiempo. De hecho, si mis recuerdos no han sido demasiado nublados por los siglos posteriores, la mayoría de las personas creía que la brujería no era una amenaza para nadie. Sin embargo, en los pueblos y en los monasterios se acusaba a la gente de un crimen, de culto al diablo y de hechicería, y eran quemados por su propia redención, en ocasiones a manos de una chusma hambrienta o diezmada por una plaga. Nunca antes lo había visto, pero había oído hablar de pueblos lejanos e ignorantes y de ciudades donde ocurría a menudo.
No pensé que sucedería en mi propio hogar. Las herejías de la gente de pueblo todavía no se veían como una amenaza para la Cristiandad, aunque los vientos cambiarían en los siguientes cien años y traerían consigo los tiempos de la hoguera para las brujas. No obstante, el crimen de mi madre era un caso aislado, y los lugareños sentían que si había habido un asesinato y se habían cometido actos de brujería, cualquier otra clase de ejecución que no fuese la hoguera pública no limpiaría a la comunidad de dicha maldad.
Mi madre y su amiga arderían ante una gran multitud, porque todo aquel que no asistiera a tal evento sería considerado un pecador más. Corría el rumor de que la víctima del asesinato había sido un bebé que poseía dos cuerpos, y de que el diablo y sus ángeles infernales se habían congregado alrededor, conjurados por las dos hechiceras al beber la sangre del infante en sus últimos instantes de vida. Katarin, la madre del niño muerto, pasó de ser una mujer vulgar y ordinaria a convertirse en poco menos que una doncella sagrada de Nuestra Señora de los Dolores, que lloraba cada noche por los bebés enviados al Limbo o al mismísimo infierno. Pero ninguno de aquellos rumores salvajes me importaba.
Vi a mi madre cuando la exhibieron por todo el pueblo, atada a la parte posterior de un caballo. Tenía que correr en el fango, pero iba demasiado despacio. Pude ver claramente las marcas que habían dejado en su cuerpo los interrogatorios, las cicatrices de la tortura, aunque no me detuve mucho en ello porque mi principal misión era rezarle al Omnipotente para que intercediese por ella. Cuando finalmente se cayó en el barro, fue mi propio ángel, Alienora, quien se acercó a ella con un pedazo de tela y una taza de agua, la levantó y le susurró oraciones al oído. Mi madre se apoyó brevemente en ella, hasta que un soldado la empujó lejos de nuevo. ¿Dónde estaba su compañera, Brewalen?, me pregunté. ¿Dónde estaba ella, que era aún más vieja y débil? No lo supe, ni se lo pregunté a nadie de aquella muchedumbre que permanecía expectante en aquel pabellón tan apresuradamente construido, levantando al aire cientos de antorchas.
En el pabellón, antes de que ardiera la pira que quemaría a mi madre, estaban el barón y los suyos, y también mis amigos, los pocos que tenía, entre ellos Ewen. Me reuní con él y me dijo:
—La otra, la que llaman Brewalen, murió a manos del abad. La gente cuenta que lo maldijo, y que maldijo a todos los sacerdotes y a toda la gente del pueblo. Maryn me ha explicado que la vieja bruja dijo que la propia abadía y sus monjes corruptos harían venir al único demonio que conocería la humanidad. No creas que soy tu enemigo por darte este mensaje, Halconero. Lo hago sólo porque era mejor que lo supieras por boca de un amigo.
—Seguimos siendo amigos —subrayé abrazándolo, dándole gracias a Nuestra Señora por tener un buen amigo entre la muchedumbre.
—No sé cómo puedes soportar esto, amigo mío —observó él—. Yo no creo que sea una bruja. Y sin embargo el bebé está muerto, y su sangre ha manchado sus manos.
Cuando escuché esas palabras, algo despertó en mí. Aún no me había recuperado totalmente pero sabía que tenía que hacer algo para detener aquel horrible evento de la noche. Miré a la muchedumbre, esperando encontrar un rostro simpático. Incluso miré a Alienora, con sus hermanas, al lado de su padre y de su madre. Tenía a otros en quien pensar además de en mí, había niños a los que mi madre había abandonado como huérfanos, sin unos padres que los protegiesen y cuidaran. En poco tiempo estarían trabajando prácticamente como esclavos, igual que la gente del pueblo, o serían enviados a limpiar los hornos, o a rebuscar en las madrigueras de los conejos para proporcionar comida a sus crueles amos y señoras. Y eso sólo si eran afortunados.
El otro camino que podrían tomar era el del Gran Bosque, porque era comúnmente aceptado que Nuestra Señora protegía a los inocentes, y la gente corriente de las aldeas no los aceptaba entre ellos. La inocencia podía vencer a la maldad, o eso dictaba esa creencia, y los niños que se habían quedado huérfanos podían ser bendecidos con la protección del Salvador. Todo eso era absurdo, y nadie creía realmente en ello. Pero en aquellos tiempos se aceptaba como justificación para evitar adoptar a aquellos niños que carecían de padre y madre. Yo resolví ayudarlos, mis mediohermanos y mediohermanas, y hacer todo lo posible por ellos, pero mi tiempo en el castillo llegaba a su fin, aunque entonces aún no lo supiera.
Luché contra mis lágrimas mientras permanecía de pie junto a mis vecinos, viendo cómo ataban a mi madre a la estaca.
Y entonces no pude más. Atravesé la multitud luchando contra los guardias. Sus manos me agarraron y sentí los golpes de alguna porra corta sobre mis hombros. Sin embargo, sentí una fuerza que nunca antes había experimentado en mí, y pude pasar entre ellos hasta llegar a la propia estaca.
Se oyó un rumor de sorpresa, pero yo era sordo a esos enemigos de mi madre. Llegué cuando aún no habían encendido la hoguera. El abad sostuvo el brazo del soldado que portaba la antorcha que daría comienzo a la ejecución. Rodeé a mi madre con mis brazos y ella lloró sobre mi hombro, y le pedí que me ayudara a soltarle las ataduras para luchar de algún modo contra esa terrible multitud.
Ella me susurró, tan cerca que pudo presionar su boca contra mi oreja:
—Vete de mí. Debes irte. No les muestres tu amor hacia mí. Soy una puta y una bruja, Aleric. Déjame, no te interpongas en el camino de este fuego. No quiero poner en peligro tu vida o la vida de mis niños, Aleric, mi amor, mi hijo. En la prisión ha crecido mi enfermedad. Gracias a Brewalen he sabido de otro mundo. Antes de morir me dio las raíces secas y retorcidas que ahora mantengo debajo de mi lengua. Me contó que si las muerdo en el momento anterior a la muerte, su jugo, que es muy poderoso, se adelantará a mis sentidos. Me transportará a cierto lugar, aunque no es el cielo del que nos han hablado los sacerdotes.
Besé su mejilla, y lloré sobre ella.
—Por favor, dime qué puedo hacer. No quiero que mueras.
—Existe un secreto que debes conocer —susurró ella—. Un secreto que concierne a tu verdadero padre. Él es…
Sentí una horquilla de hierro que tiraba de mis hombros. Me volví y vi al mismo monje que me había obligado a desvestirme ante él. Me arrastró lejos y yo me resistí todo lo que pude. Dos guardias se aproximaron presurosos hacia nosotros, y cada uno me aferró por un brazo alzándome mientras yo luchaba por volver al lado de mi madre, gritando, pidiendo justicia y clamando por su inocencia. Fueron necesarios cuatro hombres para reducirme, pero aun así seguí luchando contra ellos, sin hacer caso de lo que podía pasarme después. Los ataqué, los pateé y tiré de ellos, intentando liberar mis brazos, pero los demás hombres me agarraron y me arrastraron hacia atrás, entre el mar de caras que miraban a mi madre.
Ella me gritó que cuidara de mis hermanos y hermanas.
Un soldado encendió la mecha que la rodeaba, una corona de espinas a sus pies.
Sus labios se movieron, y en ese instante supe que había mordido la raíz de la que me habló. Puso los ojos en blanco. El humo empezó a subir desde las ramas, y rodeó su cuerpo. Los trapos en que la habían envuelto para que el fuego prendiera mejor empezaron a arder rápidamente, y aunque no pude mirar, oí los gritos de la muchedumbre. Abrí los ojos para ver su vientre abierto por el fuego, y sus entrañas saliendo de él.
Y sin embargo, en su rostro se dibujaba una sonrisa, o una mueca, y sus ojos miraban al cielo. Sólo puedo creer —y desear— que el jugo de aquella raíz la guiara en su viaje a la eternidad sin sentir el dolor al que su cuerpo estaba destinado.
Por mi parte, mis ojos estaban secos de lágrimas. El espectáculo de la columna de humo y fuego iluminaba la noche, y vi cómo los demás, gente junto a la que había trabajado, a los que había llamado enemigos pero también amigos, parecían extasiarse con el blanco de las cenizas que se elevaban al cielo, una hoguera humana, recordándome los cuentos de los sacrificios paganos a los dioses de la antigüedad.
Esa noche de terror y fuego me cambió para siempre. El amor que sentía por el mundo se fue con el humo negro de la carne y los huesos de mi madre, hacia las alturas, mecido por un viento amargo.
Se quemó todo lo bueno que había en mí, aunque luché por aferrarme a mi idea del amor, y maldije la locura de perder la infancia y la juventud deseando pertenecer al castillo cuando mi lugar estaba en el bosque.
Había traicionado a mi madre por no mover cielo y tierra para liberarla, incluso si eso significaba matar a los monjes que la custodiaban, tomando como rehén al mismísimo barón.
Me vi como un monstruo, tan malo como los que acusaron a mi madre. Armaela, la bruja. Y su hijo, el propio diablo.
Pensé en las palabras de mi abuelo, sobre lo bueno y lo malo de todas las cosas, de todas las personas.
Pero mientras estuve allí, aún joven, sólo conocí la maldad. Viendo aquella gente contemplar la hoguera donde ardía mi madre únicamente pude ver lo malo que había en ellos.
Aquella misma noche, la baronesa enfermó aún más, y después murió, aunque su familia no lo descubrió hasta que volvió a sus aposentos, al alba. Y aunque yo no lo presencié, corrió por los dominios del barón la historia de que en sus manos sostenía la jaula de un pajarillo llamado Luner. Estaba abierta, y antes de morir lo había dejado en libertad. Su doncella le dijo a las demás que había volado primero hasta las vigas del techo, y después, finalmente, salió por la ventana, a la luz púrpura de la mañana justo cuando la baronesa pronunciaba sus últimas palabras, «Soy libre».
Después, otros detalles que conocí dejaron huella en mí, poco después de que mi madre ardiera frente al barón, en sus dominios, y frente a la gente del pueblo y de las Hermanas Magdalenas y de los monjes de la abadía.
Parecía que una conspiración crecía contra mí, aunque en aquel momento no conocía la mano que hizo el primer gesto que buscaba mi muerte. Ciertamente, mi actuación contra la ejecución de mi madre desempeñó un papel importante, porque pareció que estaba confabulado con ella, aunque también hubo quien apreció mi devoción hacia su persona en los últimos momentos. Oí también palabras acerca de mi abuelo. Había sido un gran soldado en alguna guerra muchos años atrás, pero salieron de la boca de la gente del bosque, no de la Iglesia. Aun así, otras fuerzas estaban involucradas. Corentin estaba implicado, como mi amo, y su padre, el amante temprano de mi madre, Kenan, y quizá incluso el propio barón. Un pequeño colgante que me había dado Alienora como signo de nuestro amor, y que una vez perteneció a quien la traicionaría, fue la excusa para denunciar su robo de la casa del barón.
Supe que Alienora no había sido, pero sospeché que había confesado su amor por mí al sacerdote local. A pesar del secreto de confesión, cuando las palabras salieron de la hija de un noble capaz de cometer actos impuros bajo la imagen consagrada de Nuestra Señora, la Madre Virgen, a ojos de los santos y quizá del propio Salvador, probablemente llegaron a oídos del barón y de su esposa, a los de cualquier habitante de la casa que tuviera una particular confianza con el sacerdote o a los de alguno de los monjes de la abadía. La ridiculez de todo aquello parece ahora risible, pero en aquellos días, era una cuestión de gravedad extrema.
Además, habiendo abrazado a mi madre antes de su muerte, no había duda de que yo era visto como un personaje sospechoso y al que debía marginarse, porque nadie quería creer que un hijo piadoso podía amar a su madre aliada con los demonios, a menos que él mismo formase parte del aquelarre.
Todo lo que sé es que mi dulce amada, que me había dado su cuerpo y había ofrecido su alma al Omnipotente, vino a mí un amanecer para decirme que debía abandonar el castillo lo antes posible. Aunque le rogué que viniera conmigo, me dijo que su vida estaba en manos del Omnipotente. Entraría en el convento y tomaría los votos sagrados con las Magdalenas antes de Navidad.
—Mi amor por ti es fuerte —confesó—. Rezaré por tu seguridad. Dicen que si dos corazones que han estado unidos como uno solo beben de las aguas de la Fuente de Santa Gwynned, nunca más se separarán.
Fuimos juntos, bajo el manto de la oscuridad. Ella sobornó a sus doncellas y guardias, y como cuando la vi en aquella primera noche, montó a horcajadas sobre un semental como si lo hiciera desde niña. Era duro para mí creer que aquella joven se convertiría en una monja, porque parecía salvaje y alegre mientras cabalgaba a través de los pantanos, siguiendo la senda que nos llevaría hasta la Gruta de Santa Gwynned y su fuente.
Nos aproximamos a la entrada de la cueva donde las anacoretas vivían en su ascética oscuridad, rezando en habitaciones y capillas excavadas en la roca, iluminadas ocasionalmente por el sol y la luna allí donde la roca se abría al cielo. La Gruta de Santa Gwynned estaba cubierta del agua de una lluvia fina que reflejaba una luna llena que emergía de entre las nubes. Una luz azul metálica enmarcaba la boca de la cueva de la Magdalena —que parecía no tanto una caverna como una capilla de piedra—, resplandeciente con un arco iris nocturno blanco y púrpura. La hierba había crecido alrededor de la fuente, y nos tendimos como si fuéramos unos niños de excursión, al borde del agua. Me incliné para besar su mejilla, pero ella evitó mi gesto de amor.
No me permitiría tocarla, ni dejarme hablarle de mis planes de arrebatarla de su familia. Simplemente tomó agua entre sus manos y bebió de ella. Después, me incliné sobre sus manos y bebí lo que quedaba de aquella agua helada antes de que se escurriera por entre sus dedos.
—Si no viviéramos en este mundo —dije— te tomaría como mi prometida. Viajaríamos hacia el mar, a otras tierras bretonas, y viviríamos en libertad. Tendríamos hijos, y yo construiría una casa y mantendría encendido para siempre el fuego entre nosotros.
—Si no viviéramos en este mundo —repuso ella—, me iría contigo. Tomaría las joyas de mi madre para pagar nuestro viaje en barco hacia esa tierra de la que me hablas. Y allí, como los amantes de las leyendas, pasaríamos nuestras vidas oponiendo la felicidad y la libertad al dolor de nuestra existencia mortal. Puede que ocurra en nuestra otra vida, cuando abramos los ojos en el Día del Juicio.
Supe que ya la había perdido. La había perdido frente a un pretendiente contra el que no podía luchar, al que ni siquiera podía desafiar. La había perdido frente a Dios. O, por lo menos, eso era lo que sentía entonces. Aún la retuve un poco, con la esperanza de cambiar su decisión de dejar el mundo por el encierro en aquella roca. Pero sabía que por el momento tenía que dejarla marchar.
Cabalgamos de vuelta al castillo, yo con el corazón en un puño. Había enviado a Ewen Glyndon a casa de mi madre y con él el fruto de la caridad de la esposa del barón para mis hermanos y hermanas. Volvió diciéndome que algunos de mis hermanos se habían marchado. Sin embargo, la vecina había tomado al más pequeño bajo su tutela y había prometido criarlo como si fuera su propio hijo.
Ya no tenía familia, y pronto, tampoco tendría a mi amor.
Mi corazón ya no albergaba esperanzas, y la muerte de mi madre era un peso que mi alma a duras penas soportaba.
Acababa de cumplir dieciocho años, y sentía que la vida no era más que miseria. No podía ver más allá del dolor presente, a pesar de haber bebido de las sagradas aguas y de conocer la leyenda de los amantes unidos para siempre.
En el castillo fuimos sorprendidos por los guardias, que me hicieron prisionero y se llevaron lejos a Alienora, por mucho que intentó huir a lomos de su caballo. Me llamó a gritos, y yo a ella, pero ya era demasiado tarde para nosotros. Sabía que no le harían daño; simplemente la devolverían al cuidado de su padre, aunque yo sufría por su reputación y por su seguridad.
Fui conducido a una habitación que no había visto nunca antes. Estaba bajo tierra, y el hedor a estiércol y sangre era insoportable. En ella había instrumentos de tortura. Era la mazmorra. Tres guardias me sujetaron las muñecas y los tobillos con grilletes de hierro. Me ataron de manera que sólo podía permanecer incómodamente sentado en el suelo, con las piernas flexionadas, y con la cabeza y los hombros forzados hacia adelante, contra las rodillas. De ese modo inmovilizado, uno de los guardias me introdujo un trozo de tela en la boca para que guardase silencio.
El propio Corentin entró en la habitación. Vestía como un soldado, y supe de inmediato que se las había arreglado para medrar en la estima del barón y convertirse en miembro de la guardia o incluso en un soldado destinado a luchar en el ejército del duque. Era un honor para él, aunque a menudo ser enviado por el barón a las guerras en tierras extranjeras significase la muerte para muchos.
—Te he traído aquí, pájaro de los pantanos, porque el tiempo que te queda en esta tierra será corto. Has sido acusado de un crimen —dijo, aunque no me informó de qué crimen se trataba. Ni tampoco yo se lo pregunté—. Has envenenado el alma de una doncella con la obscenidad y la blasfemia. Debido al crimen de tu madre, el barón y los magistrados han tenido una cierta clemencia por ti, a pesar de que tu vida no tiene valor. Sin embargo, cuando le conté cómo habías enseñado a un pájaro a blasfemar ante la Sagrada Virgen repitiendo el avemaría —que estoy seguro de que ese animal era el mismísimo diablo— creyeron que debías ser despachado antes de que pasara una noche más. Has hecho cosas mucho peores que secuestrar a su hija y robar un caballo, pero tu maestro ha mediado por ti. Por razones que desconozco, ha intercedido en tu caso.
A medida que hablaba un pequeño rayo de esperanza empezó a iluminar la oscuridad de mi mente. Kenan, mi cazador, había hablado de mi bondad. Quizá me había salvado la vida. Sin embargo, en aquel momento, la vida no me importaba en absoluto. ¿Qué vida podían ofrecerme? Yo era realmente un pájaro de los pantanos. No tenía familia, ni esperanzas de albergar amor en mi corazón, y el infame Corentin, que había hecho todo lo que estaba en su mano para arruinar mi vida y destruir toda oportunidad de felicidad o dignidad, decidía en esos momentos los últimos días de mi existencia.
Se rió de mí con sus mentiras acerca de Alienora y de cómo intentaría quedarse con ella una vez que mi carne la había mancillado. Me atormentó con sus historias sobre la indecencia de mi madre, y después me golpeó muchas veces mientras, tendido, yo era incapaz de defenderme. Se tumbó en el suelo, a mi lado, y una mueca de maldad le desdibujó el rostro cuando me dijo:
—Tu vida está en mis manos, hermanito. Yo ya conocía nuestro parentesco cuando llegaste aquí, y no podía soportar ver a nuestra madre en tu cara. Y sigo sin poder soportarla, aunque ya no es más que cenizas en un campo. Pero la veo en tu cara, y también veo a tu padre.
Llegado a ese punto intenté escupir la mordaza que me tapaba la boca. Él vio lo que iba a hacer y reaccionó, presionando las frías palmas de sus manos contra mis labios para mantenerlos sellados.
—Tu padre era un infiel que se había ganado el favor del duque muchos años atrás. Poseía su propia clase de hechicería. Algunos lo conocían, pero a todos les dio pena nuestra madre, porque él la violó, y tú naciste de aquel acto infame. —Sonrió, casi con placer—. ¿No querías saberlo? Tu padre fue un monstruo. Abandonó a tu madre tan pronto como pudo, y me han dicho que fue entonces cuando ella perdió la cabeza de tristeza. A raíz de ese hecho se empezó a abrir de piernas a cambio de alimentos. Antes no era así. Él cambió, y desapareció antes de que tú nacieras. Todo el mundo lo sabe, pero alguien tenía que decírtelo. Mi padre intentó matarlo, pero no pudo. Organizó una partida para darle caza, pero él utilizó su hechicería para eludirlos. Todo el mundo se apiadó de tu madre, hasta que se convirtió en una bruja.
Lo miré con hostilidad, deseando gritarle que el monstruo era él, porque ella era también su madre.
Como si leyera mis pensamientos, confesó:
—Ella no me importa. Era una zorra que no paraba de traer al mundo niños miserables. Y yo fui uno de esos niños miserables.
Me escupió más veneno, hablándome de las tragedias que yo le había provocado a él, al barón, y a Alienora.
—Si por la mañana te encuentra alguien por aquí, serás arrestado por los cargos de robo y hechicería. Pedí pasar esta noche contigo para poder decirte que después de que abandones estas tierras, yo disfrutaré de los placeres carnales con Alienora. Y que pensaré en ti cuando la penetre. Me imaginaré cómo tus labios rozaban sus pezones, y los morderé. Yo me esforzaré con ella, y ella aceptará, porque le diré que tu vida está en juego, y que si no me complace de todas las maneras que yo le diga, tú morirás de inmediato. Y nunca sabrá que ni siquiera estás en mi poder, ni que no puedo herirte, hermanito. Dejaré que otros te asesinen o te esclavicen. Te imagino en cualquier prisión de Bizancio, viviendo entre ratas, violado cada noche por un turco mugriento. O en las lejanas tierras de Rus, un salvaje invierno perenne que te aprisionará en un abrazo de hielo. Y no podrás hacer nada más que pensar en el fuego del hogar, y en cómo doblegaré la voluntad de Alienora debido a la pureza de su amor por ti. Y cómo la penetraré, pensando en tu sufrimiento.
Quería librarme de mis grilletes y cortarle la garganta cuando se pusiera frente a mí, escupiendo la bilis de su interior maldito.
—Tú y yo fuimos niños del mismo útero —dijo—. Ves en mí todo lo que no eres, pero yo veo lo parecidos que somos. ¿Desprecias mi ambición aquí, en el castillo? Es la misma que tú posees. ¿Temes que te arrebate a tu amante y la haga sufrir? Es el mismo sufrimiento que tú le infligirías. No eres tan bueno como crees. Y yo no soy peor que tú, hermanito. Compartimos el mismo pecado.
Cuando hubo acabado sus palabras venenosas, llamó a un guardia y me cubrió la cabeza con un saco.
Sentí fuertes golpes en hombros y espalda, sus hombres me golpeaban con garrotes. Después, un golpe en la cabeza, y otro más.
Mi mente se sumió en la oscuridad, y pensé que estaba muriéndome.
El destino no me había arrebatado mi vida todavía, aunque asumía que lo haría en cualquier momento. Qué poco sabía de la vida y la muerte en esa vida mortal mientras lloraba por mi madre en la oscuridad. Rezaba por ver su rostro de nuevo, por ver a mis hermanas y hermanos, y sentir el abrazo de mi abuelo, con las alas de las palomas batiendo como las de los ángeles. Lloré por el recuerdo de Alienora, y por el destino al que yo la había condenado. Empecé a comprender cómo había provocado la destrucción de los que me rodeaban, cómo las palabras de Corentin les habían llevado al menos medias verdades. Cómo, por no cuidar de mi madre, la había dejado morir. Y Alienora, si realmente la amaba, ¿cómo podía haberme dejado arrastrar por los instintos animales en la capilla de Nuestra Señora? ¿Cómo pude arriesgar su reputación? Si la hubiera amado de verdad, no sólo amado como hija del barón, sino amado su alma genuinamente, ¿no pude haber vencido la tentación de poseerla? Todo mi dolor llegaba, sentí entonces, de no comprender mi lugar en la vida. Había creído, como mi abuelo me había enseñado, que yo estaba destinado a cosas más grandes que el pantano. Creí que era digno de la hija del barón tanto como puede serlo un príncipe. Creí que mi madre era peor que una perra. Había estado ciego frente a su bondad hasta que fue demasiado tarde. Sólo había visto lo malo que había en ella, y sentí la carga de su pérdida y la de mi propia vanidad. ¿Había algo de cielo en mí?
Moriría como el perro que había sido. Sufriría por mis muchos pecados, por la locura de mis sueños infantiles, por el modo en que no cuidé de mi familia lo suficiente, por no honrar a mi madre de modo alguno hasta que fue demasiado tarde para que importara. Recuerdo la bondad de mi abuelo, y cómo robé la pequeña piedra del roble, pensando que de alguna manera me brindaría fortuna, cuando debía permanecer dentro del árbol, en memoria de las generaciones pasadas de nuestro linaje. No podía culpar a Corentin de nada que me hubiese ocurrido en la vida: ahora se me antojaba una sucia sombra de mí mismo. Él era algo más que mi hermanastro; de algún modo inexplicable compartíamos la misma alma. Lo aborrecía de la misma forma que aborrecía una parte de mí, y deseaba poder tomar una daga y acabar de una vez por todas con mi existencia en este mundo de sombras.
Estaba en un lugar apestoso, estrecho y oscuro, magullado y apenas consciente, deseando la muerte, deseando venganza, deseando estar limpio de los pecados de mi pasado. Aunque después me dijeron que recobré la conciencia enseguida, mis recuerdos de aquel día son borrosos. Recuerdo que estaba metido en un barril minúsculo y oscuro, con los grilletes puestos y los labios resecos. Recuerdo algo de luz, pero fugazmente, y agua. Recuerdo que me respondía el cuerpo, o por lo menos que pude moverme un poco y comprobarlo.
No pregunté si aquello era el cielo o el infierno, pero supe que era el principio de un viaje que me llevaría lejos de mi hogar, lejos de aquella tierra terrible, lejos de mi amada. Sentía como si me hubieran encerrado en hielo, no sólo por estar en aquella atmósfera húmeda en la que me encontraba, sino también porque sentía que había llegado el invierno a mi corazón. Madre Morwenna me había dicho cuando era niño que el infierno sólo existía en la separación de tus seres queridos, y tenía razón: sólo pensaba en Alienora, la señora de Whithors, la doncella que en aquel momento podía estar sufriendo por el pecado al que yo la había empujado en mi lujuria por su cuerpo.
Intenté recordar su rostro, pensando en las aguas sagradas que habíamos compartido en nuestra última noche antes de la dolorosa y definitiva separación, esperando verla en mi mente, pero en cambio, conjuré a la oscuridad. Otro rostro vino a mí: el de mi madre en sus últimos momentos. Mi dulce madre, pisoteada por el mundo y obligada a sufrir el destino de los innobles y la maldición de la comunidad entera, de los que habitaban lo que una vez creí mi hogar.
El recuerdo del cuerpo de mi madre ardiendo en la estaca dejó ecos rojos y amarillos en el interior de mi alma, y creo que nunca podré lavar esa imagen en el río del olvido. Sus ojos, tan llenos del propio dolor de Nuestra Señora, que besé brevemente, antes de que fuera separado de ella, antes de que la antorcha de ejecución se acercara a las ramas que pusieron alrededor de sus pies. No había justicia en el mundo. No había honor. Quizá la hubiera para el barón y su familia, quizá incluso para serpientes traidoras como Corentin Falmouth pudiera existir la victoria y la conquista, pero la justicia era algo vedado a los pobres, que, como el barro y la paja de un tejado, carecían de valor y podían derretirse incluso en una suave tormenta. Esas imágenes y pensamientos me invadieron en mi estrecho calabozo, y me pregunté qué cruel destino me esperaba una vez fuese liberado, o si permanecería allí hasta la muerte.
Me desperté de un profundo pero inquieto sueño para ver de inmediato lo que creí una antorcha, pero que pronto descubrí era la luz de una lozana y hermosa mañana.
Habían abierto la tapa del barril, y algo tiró de mí hacia la fresca brisa marina: los robustos brazos de un hombre de tez morena y barba larga y espesa. Llevaba la barba trenzada, como solían tenerla los saqueadores del norte, y sus cejas eran tan espesas y su ceño tan fruncido que me recordó a un tejón. Déjame ahora pensar en él como el Emperador, porque su nombre extranjero sonaba de un modo parecido. Me quitó los grilletes, y me lanzó a un mar helado, cerca de la orilla.
¿Qué tierra era aquélla? Estaba seguro de que debía de ser mi país, sólo que el agua era más clara que la del Atlántico, y grandes rocas a lo largo de la costa se erguían frente a mí. Mis brazos habían estado demasiado tiempo quietos en mi oscura prisión, no podía nadar, y sentí que me ahogaba. El Emperador se lanzó al agua detrás de mí, como un enorme oso, y me arrastró a la orilla. Me quedé tendido de espaldas mirando al sol. Nunca antes lo había visto brillar tanto. El Emperador se rió de mis dolores, y me habló como si yo le entendiera. Después trajo agua y un pedazo de conejo que se puso a asar mientras yo reprimía mi deseo de arrebatarlo del fuego y engullirlo de tanta hambre que tenía.
No podía saber cuántos días había pasado dentro de aquella oscura prisión, pero se me antojaron una eternidad. También imaginé que alguien había cuidado de mí, incluso dentro del barril, porque ya no llevaba mi túnica y mis pantalones, sino que vestía como un pobre en su tumba, con apenas un trapo que me cubría el torso. Me trajeron ropa —no tan delicada como la que había tenido—, y una vez la hube lavado, otro sirviente me dio una túnica y unos zapatos de mi talla.
El Emperador no trataba mal a sus sirvientes, ni tampoco me vistió como alguien que fuera a trabajar para él. En cambio, señaló una gran nave anclada en el puerto. Por sus gestos y por palabras sueltas que logré entender, comprendí que me disponía a emprender un largo viaje.
Cuando recuperé algunas fuerzas, me puso grilletes en los tobillos y, aunque hubiera querido, estaba aún demasiado débil para oponerme. Acepté mi destino. Nunca más volvería a ver a Alienora. Nunca vería el castillo del barón elevarse sobre la ladera. O los pantanos que guardaban mi bosque querido. Ni podría ayudar a mis hermanos y hermanas menores. Todo estaba perdido.
Las cenizas de mi madre flotaron sobre mí como las nubes grises que el viento arrastra hacia Oriente.
Miré el barco, que ya estaba cargado y en cuya cubierta pude ver a otros como yo, jóvenes desdichados enviados a un destino desconocido.
A bordo de la nave, con el Emperador trabajando bajo las órdenes del oficial al mando, pronto me vi sumido en otra oscuridad, las bodegas del barco, abarrotadas por más jóvenes y hombres, muchos de los cuales hablaban mi misma lengua. Escuché historias que relataban el sufrimiento de jóvenes, enviados o raptados como yo, o reclutados cuando iban en busca de fortuna por el ancho mundo. Nos dirigíamos a Bizancio, o a Tierra Santa, o a países de más allá del fin del mundo, lugares con nombres que no podían ser pronunciados en nuestros idiomas. Lucharíamos por el Papa y por el rey y por la gloria de sir Ranulf, un rico caballero que anhelaba una Cruzada para aplastar una herejía en una ciudad del sur que aún no había sido ocupada. Pero no íbamos a ser cruzados, ni íbamos a enriquecernos, aunque eso era lo que creyeron muchos de mis compañeros durante nuestro largo y duro viaje hacia Oriente. El Emperador había sido, supe entonces, una suerte de pirata, pero había descubierto al Salvador en una isla de Grecia y había tomado la determinación de servirle de ese modo: esclavizando y raptando hombres para que entraran al servicio del Señor, y esos jóvenes que transportaba eran los que mejor le pagaban.
Aunque viví muchas aventuras dentro del barco, y vi cómo un muchacho de catorce años degollaba a un hombre de veinte, la mayor parte del viaje fue tedioso y sin un horizonte cercano que contemplar. Comíamos pan salado y duro, y bebíamos algo que sabía como el agua de las sentinas. Caí enfermo durante algunos días por el movimiento del mar, como muchos de mis compañeros. Un hombre se lanzó al agua, arrastrando a su compañero de grilletes con él, prefiriendo ahogarse a continuar el viaje. Pero yo me mantuve esperanzado, no por poner el pie en la tierra extranjera que me esperaba, sino porque mi amor por Alienora, y su amor por mí, nos consolaría a ambos, juntos o separados, de cualquier contratiempo que se nos presentara.
Cuando finalmente llegamos a puerto y nos quitaron los grilletes, yo ya había aceptado mi destino y ese nuevo mundo. Había empezado creyendo que sería un sirviente de la Sagrada Cruz, y que debería ganarme mi fortuna en aquella guerra interminable contra Oriente, para mostrarme digno frente a los demás, frente a Alienora. Yo no iba a ser un mercenario de la peor calaña, sino un soldado de infantería, de los llamados Insignia de Honor porque arrebataban tesoros y honras a voluntad; pero para nosotros la infantería significó, sin embargo, convertirnos en los esclavos impagados de una Guerra Santa.
No tendríamos armas a menos que se las arrebatáramos a los infieles muertos en los campos de batalla, y sólo obtendríamos agua y comida después de que los caballeros y los soldados se hartasen. Los hombres hablaban sin cesar de la remisión de los pecados y la muerte y el honor, como los guerreros peregrinos que eran, y había monjes muy bellos y llenos de vida —algunos tan jóvenes que no pasaban de los once o doce años— que nos contaban que lo que hacíamos era por el honor de Jerusalén, que era el centro de la Cristiandad, que los paganos de Satán habían blasfemado desde hacía demasiado tiempo.
Disponía de unos documentos del barón denominados de transmisión y emancipación, así como un pase de armadura. Eso no significaba que yo estuviese bien equipado, sino que iba a ser enviado a los Caballeros Hospitalarios, a los que había sido transferido por el barón. Nunca tendría la esperanza de pertenecer a aquella Santa Hermandad de Caballeros, pero sin duda, debería luchar bajo su mando como sirviente-soldado. En tanto que bastardo, mi vida dependería de la Gloria del Altísimo. Mi suerte en la vida estaba unida a la de otros siervos y jóvenes campesinos, nuestras vidas eran parte del pago del barón a algún rey. Otros jóvenes como yo habían sido enviados también allí, y me entusiasmé al ver a mi compañero Ewen Glyndon, el pastor, entre los de mi grupo.
Su tez era oscura, llena de tizne, y llevaba el pelo enredado como el nido de un pájaro, pero lo reconocí por su mirada, cuya calidez no había disminuido. No podía creer que habíamos hecho el mismo largo viaje y que habíamos estado tan cerca el uno del otro sin habernos encontrado. Lo abracé como si fuera un hermano menor. Lo sostuve en alto, deseando no perder su olor ni un instante en esa tierra extranjera y con aquellos extraños a nuestro alrededor.
Él se rió, y me dijo que le habían enviado a ese viaje porque así lo había pedido.
—Kenan Sensterre quería que me marchase, y yo le pedí ayuda a la hija del barón. Ella creía que tú habías muerto, pero cuando supo que habías sido enviado a Tierra Santa, me pidió que te besase en la mejilla para que tú sintieras su amor. Mi presencia aquí es como un mensaje de ella para ti. Nunca te olvidará, Halconero. Siempre buscará tu salvación y tu vuelta sano y salvo.
Entonces, Ewen puso sus labios en mi mejilla, leves como la caricia de un cabello.
—No temas por ella —susurró—. Me dijo que te haga saber que tiene una prenda de amor que nunca le permitirá olvidarte.
Pensé en Alienora, y me alegré de todo aquello. Sentí como si el destino nos sonriera, y que Ewen era el mensajero que me permitía saber que el amor entre Alienora y yo podía sobrevivir a la guerra o al exilio.
En aquel momento no aprecié el gran sacrificio que Ewen había hecho por mí, ni entendí la intensidad de su amistad, pero si alguna vez te han enviado a una tierra extranjera, a enfrentarte a una muerte segura, y has visto una cara familiar, seguro que también querrías tener a esa persona a tu lado en todo momento.
Cuando miraba a los demás jóvenes, también enviados a combatir, comprendía que todos los que éramos pobres o subordinados teníamos la mirada de los vencidos, no importaba la tierra de donde proviniésemos. Éramos el pago de una deuda de guerra. Comprendí que una gran parte de la seguridad de la humanidad y de su consuelo se construía con dichos pagos, y que la riqueza de algunas culturas se construía sobre los hombros de muchos como yo, enviados a luchar con las manos vacías, por la gloria de otros. Creía que tanto yo como Ewen teníamos suerte de haber sobrevivido al viaje sólo en el sentido de haber podido soportar el peso de la vida y la carga puesta sobre nuestros hombros para ayudar a cubrir de nuevo la tierra de la Cruz bajo la capa de la santa de la Cristiandad.
Mi corazón no se había perdido. El rostro de Alienora permanecía en mi recuerdo, y sentía que podría hablarle en mis sueños, y que ella me escucharía.
Tampoco perdí las esperanzas cuando atracamos y caminamos cientos de millas, y muchos de mis compañeros soldados cayeron muertos en las riberas del camino desecado por el sol, abatidos por la fiebre, la sed o el hambre. Tendríamos pocos alimentos hasta que alcanzáramos el campamento de los Sagrados Caballeros en las afueras del castillo llamado Kur-Nu. Muchos de mi compañía la llamaban la Ciudad del Milagro, porque, según las leyendas, contenía la tela que limpió el rostro del Señor cuando se dirigía a su crucifixión. Si alguien me hubiera dicho que estábamos lejos de Jerusalén, el centro de nuestro mundo de entonces, no hubiera sabido decir si era cierto o no. Nuestros comandantes nos habían dicho que trabajaríamos para el Señor y para el Papa y para los reyes de la Cristiandad. Viajábamos hacia el sur y el este. Algunos días, sobre el paso de las montañas, aún podía ver el azul distante del mar.
Sin embargo, yo era joven, y había creído más en Dios que en el diablo, a pesar de lo que le había pasado a mi madre, a pesar del negro corazón de Corentin, y a pesar de la traición de mi maestro, Kenan. Yo había perdido el sentido de la justicia, pero seguía creyendo que la bondad podía emerger de las sombras más oscuras. Después de una escaramuza en el camino, de la que obtuvimos camellos y alimentos de los infieles, y durante la cual nuestros comandantes mataron a todo enemigo con el que se toparon, me encontré con un arma. Alcé la espada que se me había ofrecido: un arma de doble filo que había pertenecido a uno de los recién abatidos infieles contra los que habíamos luchado.
Ewen y yo aprendimos rápidamente su manejo, así como el de la maza, que era un arma de los sarracenos, aunque los caballeros nunca la tocaban, ni tampoco los monjes sargentos. La mayoría de nosotros, la infantería, teníamos dagas, otro instrumento de batalla que los caballeros superiores despreciaban. Los caballeros utilizaban sus grandes espadas, con nombres legendarios, bendecidas por santos y por el Papa de Roma, transmitidas por generaciones de reyes y con propiedades cristianas mágicas. Aquellos de nosotros que luchábamos a pie simplemente teníamos armas ordinarias, pero yo había sido honrado con aquel sable, a pesar del hecho de que no se utilizaba en las cargas de los lanceros. No obstante aprendí a manejarlo, a golpear al enemigo, y mis músculos aumentaron rápidamente como si hubieran estado esperando durante años para empezar a crecer en mis huesudos brazos.
Mi cintura se estrechó y mi pecho aumentó de tamaño, y las largas marchas que hacíamos durante las campañas y los sitios incrementaron mi resistencia. Cuando los días eran ardientes, comía poco y deprisa y rezaba durante las travesías del desierto; pero cuando tomábamos un campamento enemigo o volvíamos al castillo de los Hospitalarios, comía mejor que nunca. Los Hospitalarios, nuestros amos, caballeros y monjes guerreros que eran nuestros maestros en todos los sentidos, nos prometieron que incluso entre nosotros, un siervo podía convertirse en sargento de la orden si demostrábamos nuestra valía en la batalla, y que morirse en aquella santa peregrinación significaba el perdón inmediato de todos nuestros pecados y la entrada en el cielo. Ewen y yo tomamos la determinación de utilizar aquella Santa Cruzada para hacer fortuna y tomar nuestro lugar en el mundo.
Yo, por fin, me había convertido en un hombre, y sentía la sangre de la vida en mi interior como nunca antes. El amor de mis hermanos, la infantería, nuestros condecorados comandantes, los monjes y los caballeros Hospitalarios, y el estandarte del duque de la Bretaña, que había ofrecido sus servicios a la Corona de Francia y a Roma para esta Cruzada contra el infiel de Bizancio y de Tierra Santa, me devolvieron el amor por la humanidad. Éramos uno solo, una fuerza luchadora, y vivíamos y moríamos juntos. Disfruté con nuestras pequeñas victorias, dándome cuenta de que las mujeres de las hordas extranjeras eran tan suaves y delicadas como las mujeres bretonas de mi hogar, aunque ninguna me hizo olvidar a mi amada, mi sangrado dolor de amor por Alienora de Whithors.
Ewen no era tan bueno en la batalla como yo, así que siempre me aseguraba de colocarme delante de él, y cuando marchábamos, lo mantenía a mi lado y un poco atrás, para que ningún golpe lo alcanzara desde ningún sitio. Si el silbido de las flechas se dirigía hacia nosotros, yo podría protegerlo. Yo era rápido con el escudo que me había apropiado, e incluso más rápido cuando paraba los golpes y me volvía para verlo mientras luchaba. Muchos de los chicos eran tan jóvenes que nunca habían luchado, pero el mundo es como es, y vi morir por el honor cristiano a muchos de los nuestros al lado de los infieles que nosotros matábamos. No me preguntes mucho acerca de nuestras campañas militares porque yo estaba en primera línea y recibía órdenes sin entender su naturaleza. Uno de los monjes guerreros nos habló de nuestro amor cristiano, y de cómo, matando al enemigo, éste recibía el amor de nuestro Salvador en su alma, y que al matar por causa sagrada, mandábamos a los infieles a los brazos de Dios.
Oímos de los monjes y caballeros Hospitalarios que por la noche debíamos mantener el fuego encendido en el campamento, porque las historias de demonios proliferaban. Venían en la oscuridad y corrían como lobos, portando a sus víctimas sujetas entre las mandíbulas, llevándoselas a sus guaridas antes de que nadie pudiese rescatarlos. Nos dijeron que nos quedáramos junto a los estandartes y a las grandes cruces que portaban los monjes, así como al lado de nuestros compañeros cuando se ponía el sol.
—Esos demonios son enviados por los infieles —nos advirtió un monje—, y debemos proteger a los enfermos y enterrar a los muertos antes del anochecer.
—¿Sólo se llevan a los moribundos? —le pregunté.
Me miró con interés, como si no esperara que nadie le preguntara nada.
—Un joven fuerte puede abatir a uno de ellos. Evitan a los vivos. Y me han dicho que el fuego y el hacha pueden con ellos. Yo vi arder a uno.
Su mención del fuego me dolió por una razón de la que no estaba seguro.
—Yo vi un demonio una vez —le dije—. En mi tierra. Yo era un niño, y acompañado de unos cuantos cazadores lo encontramos en las profundidades de un pozo. Tenía las alas de un dragón.
El monje sonrió.
—Yo nunca he visto eso. Éstos son demonios débiles, y los de aquí los llaman Ghul. Nuestros prisioneros temen que lleguen por las noches. Los demonios están por doquier en esta tierra, tengo miedo. Traemos la luz de Dios con nosotros para devolverlos a las sombras para siempre.
Pasadas unas semanas, ya había visto unas cuantas batallas y derramamientos de sangre. Los Hospitalarios tenían la reputación de cuidar a los enfermos, así que, tras las batallas, una de nuestras muchas tareas era buscar a aquellos de nuestros hombres que habían sobrevivido pero estaban seriamente heridos, y cargarlos hasta las tiendas montadas para cuidarlos. A menudo me sentaba para limpiarle el pecho de sangre a algún compatriota que había sido salvajemente desgarrado, o para sostener la lámpara de aceite para alumbrar a algún monje cuando intentaba contener el derrame de los fluidos vitales de algún soldado. A pesar de mi agotamiento, sentía una cierta excitación sobre la vida que nunca antes había experimentado. Yo estaba delgado y era musculoso, y llevaba casi diecinueve años en el mundo. Había empezado a demostrar que era digno de subir de grado, y había conseguido rescatar a Ewen de las garras de la muerte a manos de los impíos. Cuando terminó una batalla en particular, después de un día y una noche de ataques contra una ciudad amurallada, durante los cuales los caballeros Hospitalarios y los caballeros Teutones lanzaron conjuntamente sus infanterías contra la fortaleza infiel, yo eché un vistazo a través del terrible humo y del polvo amarillo. Aquel humo provenía de un fuego que nosotros habíamos provocado para quemar a los infieles en su lugar de culto.
Allí vi un rostro que se parecía mucho al mío. Estuve seguro de que lo que había visto no era un hombre, sino un fantasma.
¿Por qué un fantasma? Aún no he mencionado los mil cuentos de horror legendarios en esa tierra de polvo y sol. Era nuestra Tierra Santa, aunque también el lugar del diablo, que merodeaba por las antiguas ciudadelas abandonadas, como la famosa ciudad leprosa de Hedammu, llamaba también los Cuernos del demonio, que daba al mar del sur. Otros soldados de infantería la conocían como la Boca del infierno, ya que algunos cuentos relataban que en ella había demonios y tesoros. Nuestros comandantes hablaron de mandar una expedición hacia allí, sólo para ver qué tenía de verdad el rumor de un tesoro escondido. Antaño estuvo en poder de los caballeros del Temple, y luego de los caballeros Teutónicos, pero en aquella época ya era una ciudad dejada y sucia. Se decía que nuestros enemigos tenían el poder de llevarse espíritus de la batalla, y yo era tan susceptible a esa superstición como cualquiera de mis compañeros. Habíamos oído historias de criaturas llamadas Ghul, sobre las que algunos decían haberlas visto alimentarse de los muertos o de los enfermos justo antes del amanecer.
Así que cuando vi lo que yo pensaba que era un fantasma, el corazón se me aceleró por el miedo. Estábamos en el límite con el cielo o el infierno, y en cualquier momento podrían aparecer demonios para llevarse nuestras almas.
Esa extraña cara me aterrorizó al principio, pues pensé que podría ser una señal de mi propia locura o el truco de un demonio perverso. Nos habían hablado de la magia impía del enemigo, y de sus crímenes contra la Naturaleza y el cielo. Había oído hablar de extraños ritos funerarios en los que criaturas llamadas Ifrit, Ghuls y Djinn, los demonios de este mundo, atacaban a los viajeros. Estábamos muy asustados por todo eso, aunque nuestros monjes (muchos de los cuales empuñaban también una espada) nos dijeron que el Salvador y Nuestra Señora nos protegían y nos mandaban fuerzas del cielo para protegernos de esos demonios.
Así que, cuando vi su cara, tuve la impresión de estar viendo primero a un fantasma y luego un Jul, una artimaña del enemigo. Además, el hombre a quien miraba tampoco dejaba de mirarme. Pronto, a medida que el humo ennegrecía el aire, me moví hacia él pisando cuerpos de muertos y de malheridos. No tenía miedo, pero mi corazón estaba muy acelerado. El sonreía abiertamente, y en un instante nos reconocimos. Soltó un grito.
—¡El chico de los pájaros!
Grité y corrí hacia él, reconociéndolo más bien por la voz, y luego ya por la cara y la figura. Era mi hermano, Frey. Desde que lo había visto por última vez se había hecho alto y fuerte, pero sus ojos y su sonrisa eran los mismos que los de ese chico esquelético que yo recordaba de la última noche en casa antes de que partiera hacia el ancho mundo. Llevaba un pañuelo atado en la parte izquierda de la cara, el cual le cubría la cabeza y ocultaba las cicatrices que nuestra madre le había provocado al atacarlo con aceite. Nos abrazamos un buen rato, y sentí que me caían lágrimas, dado que aquel hecho no sólo significaba reunirme con mi hermano perdido. Era una señal de Dios, de que el bien podía venir tras algo malo, de que la felicidad podía existir en la oscuridad de la vida. Estaba rodeado de amigos, hermanos y camaradas de armas. Ése era el lugar al que yo verdaderamente pertenecía.
Mi hermano Frey olía a cebollas y polvo, pero era el perfume más fragante que podía imaginar. Hay algo de tus parientes que está indeleblemente marcado en ti, en tu sangre, en tu memoria, y su olor y contacto no pueden confundirse. Sentir sus brazos rodeándome era como estar en casa, y cuando nos soltamos para reír y hablar me sentía como si la vida me hubiese bendecido con ese destino en lugar de maldecirme, ya que donde estuviese mi hermano estaría mi fortuna.
Tras dejar las armas y la impedimenta, le dije a Ewen que se acercara a nosotros, y nos sentamos a hablar de nuestras aventuras. Le relaté con dolor la suerte de nuestra madre. Ewen añadió que tuvo una buena muerte, y que no había deshonrado a la familia a pesar de los cargos que tuvo en contra.
Frey siguió mirándome con cara severa, y cuando terminé con la injusticia de la abadía y del pueblo, me dijo:
—Nuestra madre tenía sus debilidades. Me echó de casa, aunque ya estuviera listo para irme. Si no lo hubiera hecho, no me habría convertido en un hombre, ya que he viajado mucho. Un monje me acogió. Me habló del pasado y de todo lo que se ha perdido. Amé a muchas mujeres, tuve dos hijos bastardos en Occitania y ahora soy un guerrero, cuando antes era un desgraciado. Guardo esto como recuerdo de nuestra querida madre —dijo apartando el pañuelo con que ocultaba el lado izquierdo de su frente, mejilla y oreja.
A la luz del fuego, vi las cicatrices provocadas por el líquido hirviente que mi madre le lanzó en un ataque de ira.
—Al principio, sentí que me había maldecido con aquel acto y comencé mi camino por la vida. Pero pronto se convirtió en mi protección contra los hombres que querían matarme, ya que en el camino me veían como a alguien protegido por Nuestra Señora. Los extranjeros con los que coincidí sentían el deber cristiano de darme pan y vino. Como he dicho, viví con monjes por un tiempo, y luego con vagabundos. Después, en una gran ciudad, me enteré de que había caballeros que buscaban soldados para batallar. Me convertí en aprendiz y aprendí a blandir una espada y un hacha, y a correr durante días portando mensajes. Mentí acerca de mi herencia y mi familia para que no descubriesen mis orígenes plebeyos y los usaran contra mí. He visto países que no puedes ni imaginar, y he estado con mujeres bonitas en islas que sólo puedes soñar. Y cuando descubrí mi talento para la guerra, me honraron como soldado, de manera que ahora llevo el estandarte para sir Ranulf le Bret. Con todo, durante estos años, hermano, me he sentido vacío, bebiera el vino que bebiera y comiera la carne y el pan que comiera. Y eso por nuestra casa. Pero ahora tú, mi casa, estás aquí. Elogiemos a nuestra madre muerta, y a nuestros muchos padres, y esperemos que haya encontrado la paz en el más allá.
Levantamos los pellejos y bebimos por ella con todo nuestro corazón. Como si tuviese siempre esa cuestión en la cabeza, le pregunté:
—¿Qué hay de mi padre? ¿Sabes algo de él?
Frey me contestó sin mirarme.
—Recuerdo a un hombre que era malo con tu madre.
—Corentin dijo que la tomó por la fuerza.
Me miró fijamente antes de contestar.
—¿Crees lo que te dijo? Él no podía recordar a tu padre. Ese canalla era poco más que un bebé cuando lo separaron de su madre.
—Háblame de mi padre.
—A duras penas recuerdo a ningún padre —confesó.
Entonces, con el rostro iluminado, añadió:
—Pero a ti, mi pequeño, y a nuestras hermanas os recuerdo bien. ¿Cómo están? Recuerdo a un bebé a quien llamamos la Hija del Pantano.
No podía hablar del destino de nuestros hermanos y hermanas, y pensar en ello me desconcertaba, pero no había nada que pudiese hacer por ellos entonces. Le hablé de mi vida desde su partida, y de mi amor por Alienora, la hija del barón.
Sacudió la cabeza, riéndose de mí mientras le hablaba de ella.
—Tienes que olvidarte de ella —dijo—. Eres joven y te llevarás a la cama a muchas mujeres, pero los de nuestra posición no se casarán nunca con una dama, la hija de un noble.
—Ella se casará sólo con Cristo —repliqué.
Recordando la curiosa secta de monjas de las cuevas, dijo:
—¿Es una Magdalena?
Asentí con la cabeza.
—Eso es lo que me han dicho.
—Son una orden muy fanática, con una conducta peculiar —repuso—. Nuestra madre me llevó una vez con ellas a suplicar el pan de las ofrendas de los peregrinos. Vi su guarida. Viven como eremitas, en la oscuridad, y raramente salen a la luz del día, a menos que sea para encontrarse con peregrinos que van a beber de las fuentes. Tienen una estatua de Santa María Magdalena, la Pecadora, que está tallada en piedra muy negra y cubierta de guirnaldas hechas con flores salvajes desecadas. De pequeño me asustaba más verlas que ver a Madre Morwenna con sus brujas. Desde entonces, he conocido a algunos que no creen que esta secta de las Magdalenas sea de la Iglesia verdadera. Me preocupa que ella esté allí con ellas.
—Bebimos juntos de las aguas de la gruta para estar siempre juntos —le expliqué con un romanticismo demasiado audaz para una tierra extranjera llena de polvo, sangre y gritos de heridos, que era todo menos amor entre un hombre y una mujer.
Volvió a reírse.
—Debes dejar a un lado el pasado, Aler, para disfrutar de lo que te quede. El pasado es la muerte misma. Dios y el diablo, y los ángeles y demonios que luchan por tu alma determinan el futuro. El presente es la única vida.
Pero saqué otro fantasma del pasado. Nuestro hermanastro, Corentin, a quien nunca vi en casa. Frey lo había conocido y lo recordaba bien.
—Era el peor de nosotros incluso cuando era un mocoso harapiento —admitió Frey con algo de amargura en la voz mientras se quedaba mirando las brasas—. Nuestra madre lo quería mucho. Su padre lo visitaba a menudo cuando yo aún era muy pequeño, y recuerdo muy bien a Kenan Sensterre. Era educado con nuestra madre y con todos los niños. Pero una vez se hubo llevado al pequeño, no lo volví a ver.
—Odio a ese hombre —manifesté—. Fue él quien me echó del castillo. Fue él quien creyó la palabra de Corentin Falmouth y no la mía.
—¿Falmouth? ¿Así es como se llama a sí mismo? —preguntó Frey echándose a reír.
Se había transformado en un joven tan alto y musculoso que su risa era como el bramido de un toro.
—Es un nombre demasiado bueno para un desgraciado como ése. Quintín Attheffeld se ha convertido en Corentin Falmouth. Pronto nos enteraremos de que lo han hecho caballero por su valentía. Por los clavos de Cristo, su padre ha protegido demasiado a ese bastardo.
—Si los bastardos como nosotros encontrásemos protección… —comenté riendo con mi hermano.
Ewen, sentado a mi lado, también se puso a reír, pero al poco comenzó a sollozar porque nuestra charla le había hecho añorar su casa. Incluso el soldado más valiente lloraría por su hogar y su tierra, y rezamos a Nuestra Señora para que guiase las manos de nuestros caballeros y hermanos en la Guerra Santa, y para que regresáramos algún día a la casa de nuestros padres.
Pero ahora debo contaros otro encuentro que tuvo lugar durante esa campaña. Era un muchacho llamado Thibaud Dustifot. Aunque a duras penas tenía once años, su alma era vieja y nos traía odres con agua durante el camino o en el campo de batalla. No sabía su nombre real, pero lo llamábamos Dustifot por la suciedad de sus pies, frecuentemente desnudos. La guerra lo aterraba, y me suplicaba que cuidase de él.
—Yo… Yo le traeré agua y compartiré con usted el pan que consiga —decía con un ligero temblor en la voz.
A medida que fui conociéndolo y viendo que ayudaba a los demás en el campo de batalla, entendí el miedo que sentía por los mayores que él, ya que muchos de los soldados lo trataban como a un perro, por más suave que fuese en el trato. Yo no podía resistirme a su sonrisa y a sus promesas de ayuda, y me recordaba a los niños que conocí cuando era un adolescente.
Los caballeros Hospitalarios consideraban a los chicos que servían en las filas como Santos Inocentes que traían buena suerte en la batalla, aunque frecuentemente se les castigara a golpes por robar un pedazo de pan o de carne seca. Además, Thibaud era de los Viejos de mi tierra natal, más puro de sangre que yo, y como ellos, más bajo y de tez morena. Su sangre era totalmente celta, y aunque se consideraba un bretón de nuestra patria, provenía de una familia de Cornwall. Lo menciono ahora porque, como de mi amigo Ewen, también me volví el protector de ese pequeño muchacho de enorme corazón y bondadoso espíritu.
Me hablaba en la vieja lengua, de la cual yo entendía algo. Mi gente reverenciaba a su raza porque era el vínculo con nuestro mundo antiguo, cuando la cultura bretona florecía, antes incluso de la llegada de los romanos. Aunque era cristiano, había oído hablar de las mujeres del bosque y de las leyendas de las Damas de los Arbustos. Había oído hablar incluso del venado sagrado de Cernunnos, el ciervo blanco que atraía a los cazadores hacia las Antiguas Enseñanzas, y de algo que raramente se mencionaba, la antigua ciénaga rodeada de espinas. Era el legendario pantano donde todo lo que era malo supuraba, y mirarlo representaba perder el alma. Thibaud nos entretenía con sus cuentos. De haberse quedado en casa, sin duda se habría convertido en el cuentacuentos del pueblo.
En campaña en el extranjero, lo mejor que tenía éramos nosotros, ya que los caballeros y comandantes no mostraban ningún interés en chicos bretones que hablasen tan libremente.
Tenía que salvarlo de que fuese severamente castigado por su señor, que se creía un caballero cuando, de hecho, no era mucho mejor que el resto de nosotros. Vi a ese hombre golpear con los puños la espalda y la cabeza del chico, mientras Thibaud se agazapaba tanto como podía para guarecerse de los golpes. Levanté al hombre mientras lo atacaba y lo lancé al suelo. Saqué la espada, pero no hizo falta: los hombres que atacan a los menos capaces parecen asustarse más que los demás, y así el antiguo señor de Thibaud echó a correr como el perro que era hacia sus compatriotas borrachos y hacia los pocos compañeros de armas que lo protegerían.
—Debes haberlo hecho enfadar mucho para merecer tal castigo —dije mientras lo llevaba a la lavandera, que le curaría las heridas mejor que los propios monjes Hospitalarios.
—Le he robado —confesó Thibaud.
Le pedí que me enseñase lo que era, y el chico sacó un minúsculo pedazo de carne, de un tamaño tan pequeño que no saciaría el hambre de un recién nacido.
—No es necesario que vuelvas a robar —le anuncié poniéndolo bajo mi protección—. Puedes comer de mi plato y beber de mi copa.
A pesar de que su señor vino a por él, cada vez que yo lo veía lo saludaba blandiendo la espada de tal manera que supiese que para que el chico volviese a su servicio, antes tendría que luchar conmigo. Nunca aceptó el desafío.
En las largas marchas, Thibaud Dustifot nos obsequiaba a Frey, Ewen y a mí mismo con cuentos de héroes antiguos, de Arturo, de Lancelot y de la Reina de las Hadas, que había construido un castillo sobre un lago de espejos en el corazón de nuestro Gran Bosque con los sueños de los moribundos. A pesar de ser un niño, tenía una habilidad asombrosa para convertir historias sin interés en narraciones magníficas. Yo dudaba de contar mis propias historias del bosque, pero sabía que algún día me sentaría con él y le explicaría los cuentos que nunca hubiese oído.
Estoy pintando un cuadro demasiado bonito de mis viajes con los soldados.
Batallábamos con frecuencia, y bueno era el día en que veía a menos de diez de mis compañeros de armas muertos.
El olor de la sangre en aquel tiempo es algo que nunca olvidaré. No era embriagador, sino un hedor a putrefacción y acidez que tenía una consistencia lechosa al estar mezclada con el polvo. Ver un campo de batalla de roca y polvo, cual alfombra tendida a Dios, tapizado con los cuerpos de mis compatriotas y compañeros hospitalarios, con los brazos cortados, las cabezas cercenadas…, ver a muchachos clavados en picas y lanzas, así como los cuerpos del enemigo infiel expuestos de forma similar, no me hacía desear otra batalla.
Los días de asedio eran largos y terribles. La sangre nos llegaba a los tobillos en los peores días, que parecían no tener fin. Recuerdo que había un hombre de unos veinticinco años que se me agarró a la pierna, y se mantuvo así incluso después de que lo partieran por la cintura. Pero eso era sólo un fogonazo dentro del humo ennegrecido de la guerra, ya que yo seguía adelante y continuaba blandiendo el hacha y la daga, aniquilando a los que se me acercaban para llevarme a la tumba.
Era un mundo de sangre, y lo que no era sangre era el humo del carbón negro del osario. Las cenizas de la muerte humana parecían mantener cerradas las puertas de la ciudad tanto como la horda. El lúgubre sonido de los cuernos resonaba en las almenas, así como los raros cánticos, sumamente extraños e impíos para los soldados cuyos comandantes habían planeado el día, la noche y el siguiente día, orquestando la muerte de muchos y la victoria de pocos.
Un pájaro se lanzó en picado desde uno de los grandes acantilados, extendiendo sus alas negras sobre el campo de soldados alineados en lo que casi era un anfiteatro de la guerra. El pájaro era un águila ratonera, el único vencedor de la batalla que se avecinaba.
Miré al oscuro cielo del amanecer y vi la majestuosa criatura de mal agüero. Recordé a mis halcones y palomas, y pensé no en mi propia muerte sino en la de los que yo mataría ese día en nombre de la rectitud. Ardía con la fuerza de la pasión por la guerra que había aprendido de mi hermano. Mi amor por mis compañeros, mi país y la dama que me esperaba en una tierra distante, conspiraba contra mi miedo natural por lo que tenía que venir. Sí, pensaba en Alienora, mi dulzura, que yació conmigo en la capilla y bebió aguas sagradas para crear tal lazo que nuestras almas estuviesen siempre unidas, incluso si el mundo nos mantenía separados. Veía su cara cuando las cosas se ponían tan mal que a duras penas podía aguantar. Veía su cara y sentía el calor de su mano en mi mejilla cuando la muerte se acercaba lo suficiente para quemarme con su helado aliento.
Respiraba el miedo de los que estaban a mi lado. Miré a Ewen y sentí la necesidad de asegurarme de que sobreviviría a otro día de guerra. También Thibaud, por más que estuviese frecuentemente en el campo durante lo peor de las batallas, dado que su talento era para curar y no para matar. Eso me daba fuerza. Me hacía sentir como si yo no fuese un simple soldado de diecinueve años. Tenía las manos grandes, acostumbradas al peso de la hoja. Me habían salido, como si fuesen alas, unos hombros fuertes y anchos, y era como mínimo una cabeza más alto que los demás.
Tenía el miedo en la boca como si fuese cobre en la lengua, esperando que eso me diese más fuerza ese día.
El olor que había en el aire era de polvo, sudor y de un perfume distante y desconocido, así como el hedor de los muertos no enterrados. El campo de batalla se extendía a lo largo de un páramo de rocas, torres y el mundo salvaje y extranjero de los Infieles de la inmensa fortaleza de Kur-Nu. Y Kur-Nu caería. Nosotros y otros como nosotros la habíamos estado acechando durante años con la precisión de la falange romana. Éramos una pequeña pieza en el gran mosaico bélico para tomar ese castillo de tesoros legendarios. Los muros se habían derrumbado, y los escombros estaban esparcidos como lava helada a lo largo del valle entre los acantilados dentados e imponentes. Caballos muertos y hombres se amontonaban cerca de los fosos con las cenizas de la destrucción. Aun así, el olor de flores aromáticas llegaba a través del aire venenoso, burlándose de mí mientras esperaba la primera señal de batalla. Los hombres que me rodeaban, algunos apenas adultos y otros demasiado viejos para combatir, estaban cubiertos con el polvo amarillo que había traído el viento de la noche anterior, incapaces de quitárselo del cuerpo, las túnicas y las armaduras. Era como si la tierra hubiese empezado a llevársenos a su matriz, al polvo en que pronto nos convertiríamos.
Era un juego entre los hombres y la Muerte, y sólo la Muerte ganaba en el juego. Pero yo sabía que no moriría.
Para Frey, más dotado para la guerra y más curtido en ella, todo era un juego. Llevaba mucho tiempo en esa guerra, y se había convertido en un hombre duro y fuerte. Sabía utilizar cinco cuchillos distintos, y había seccionado él solo las cabezas de los mayores enemigos. Si no fuese de baja cuna, sería sin duda un gran caballero y comandante. La noche anterior me había dicho que lo que más le gustaba de la guerra era la sensación de invencibilidad que surgía en su interior, el conocimiento de que, si muriese, le esperaría su recompensa en el cielo, y que no habría muerte para él hasta que hubiese liberado Tierra Santa.
Yo tenía menos facultades y seguridad. Para mí no era ni un juego ni una competición. Era un caos de gritos y tormentos, y la visión de cualquier infierno posible.
Estaba en tensión, esperando oír el grito en el campo. Me dolían los músculos, pero aguanté la respiración mientras elevaba una oración.
Entre el que marcaba el inicio de la batalla, grité a mi hermano por la victoria, y él me devolvió el grito. Eso nos alteró la sangre, e incluso Ewen se sumó al gran grito de guerra que salió de la infantería al comenzar el combate.
Levantando el hacha, mi hermano echó a correr hacia adelante mientras las primeras flechas volaban por encima de nuestras cabezas, y por encima de las hordas de los infieles que bajaban. Frey movía los brazos como las aspas de un molino, lanzándose sobre el enemigo, derribando a uno, luego a dos y luego a tres. Reía como un desquiciado. Yo le echaba el ojo cuando podía. Abatió a varios hombres más, como un león aniquilando a una manada, haciéndoles perder las lanzas y las espadas a medida que les rajaba la garganta o les cortaba a hachazos los brazos.
Las flechas de los arqueros alcanzaron la gran puerta frente a nosotros. Nuestros oficiales y las máquinas para el asedio, a las que llamábamos Mal Vecino, se habían puesto en posición y se lanzó la primera gran piedra contra la línea enemiga, a lo largo de las almenas. Llegaríamos a conocer esas puertas con el nombre de las Puertas del infierno, ya que era el enemigo más poderoso el que guardaba dentro de ellas las cámaras de tortura destinadas a otros de la Santa Cruzada; las historias de cómo asaban a los hombres, o los ataban juntos con cuerdas para dejarlos sin comida hasta que se devoraban unos a otros… los horrores no tenían nombre en ese lugar terrible, aunque nuestros hombres hubieran hecho cosas peores con el enemigo. No obstante, nosotros lo éramos todo, y ellos no eran nada. Así funciona la guerra. Era necesario que ese castillo y esa ciudad ardiesen y quedasen arrasadas bajo los pies de la Santa Cruzada.
El calor se acentuó mientras las llamas bailaban a través del cielo cubierto.
Sentía un poder tremendo mientras blandía la espada contra el enemigo. Nos rodeaba la brutalidad de la muerte violenta, pero yo me sentía por encima, o inspirado dentro de ella, al ver lo absurdo del dolor humano y del sufrimiento, al sentir como si estuviese participando en el juego de los dioses. Golpeé dos veces a un infiel que casi mata a Ewen. Lo agarré por la cintura y lo lancé hacia adelante para alejarlo del peligro. Ewen me devolvió el favor por triplicado, matando a hombres a medida que avanzaba, rajándolos, golpeándolos, apuñalándolos, recogiendo la maza de un enemigo caído y usándola para derribar a uno mucho mayor que él.
Cayeron muchos hombres alrededor de nosotros. Muchos chicos murieron a mis pies. La muerte viajaba, tocando a los soldados en hombros y cuellos, y casi la sentí en mí. Mi misión allí era matar o morir, avanzar a la señal de mis comandantes para que, al terminar la batalla, mis compañeros y yo todavía respirásemos y degustásemos el sabor de la vida.
La tormenta humana estaba desatada, provocando vientos de hombres contra hombres, cruces contra lunas crecientes, espada, lanza, hacha y flecha arremolinándose en el humo acre de la puerta ardiente de la fortaleza. La tierra estaba hendida con los escombros de las otras batallas, y nosotros le añadimos otra herida. Sabía que los ejércitos de la cruz iban a ganar. Notaba la gran oleada humana a medida que presionábamos hacia nuestro objetivo. Sabía que tomaríamos ese castillo y luego tendríamos paz. Lo creía de verdad.
Ni siquiera veía el fuego de la puerta, ya que los cuerpos de vivos y muertos y el polvo que levantaban impedían la visión más allá de unos cuantos metros. Perdí la visión de todo lo que no fuesen los infieles que se cruzaban en mi camino, y también de Ewen, que estaba luchando bien a cambio de pocas heridas.
Mi hermano montó en el caballo de un caballero o comandante. Estaba suelto y él lo cogió antes de que huyese al galope o lo matasen. Frey, a horcajadas, golpeaba y apartaba a la horda que lo rodeaba.
Un infiel saltó sobre el caballo con una hoja curva lista para degollar a mi hermano.
Cuando lo recuerdo se me hiela la sangre. En un momento, todo se desvaneció en un amarillo sulfuroso alrededor de la silueta de mi hermano y del chacal que tenía su vida en el brillante creciente del metal.
—¡No! —grité mientras mataba al infiel que tenía delante.
Moví la espada en un arco a través de la carne que se me echaba encima. Su doble filo, como caninos incisivos, penetró en la carne como si fuese un junco cortando el agua.
—¡Frey!
Frey se dio la vuelta al oír el grito. No estaba seguro de que me hubiese levantado la mano en señal de ayuda, ya que se le había desprendido la espada. Buscó con la mano el hacha o la daga.
No pude verle los ojos, pero recuerdo como si lo hubiese hecho. Recuerdo su mirada, como si no fuese un hombre sino un venado perseguido por un cazador en el bosque.
Salté por encima de los muertos, pero era como si me estuviese moviendo contra una fuerte corriente.
Los ojos de Frey se abrieron y abrió la boca en un grito de batalla. El enemigo le cortó la garganta, e inmediatamente derribó el cuerpo del caballo.
—¡Diablo infiel! —chillé, atacando al enemigo con lágrimas que se mezclaban con el sudor.
Rajé al hombre por la espalda de arriba abajo y lo atravesé. Con todas mis fuerzas, la saqué. Se me retorcieron los músculos al girar la hoja, y la clavé de nuevo. Metía y no sacaba totalmente el arma en mi enemigo, y al sacarla del todo por última vez, la sangre manó a borbotones de la herida.
El hombre que había matado a Frey cayó al suelo. El caballo que mi hermano había cabalgado saltó en la nube de humo. Saqué el hacha de mano y comencé a descuartizar al muerto hasta que la forma del cuerpo desapareció. Mi rabia no desaparecía ni siquiera mientras despedazaba el cuerpo del asesino.
Busqué entre los muertos y los moribundos que llenaban el suelo de piedra roja de sangre.
Frey yacía sobre el polvo. Me arrodillé a su lado, cogiéndole las manos.
—No mueras, hermano —sollozaba, abstraído de la batalla que se desarrollaba alrededor de mí.
Apreté mi cara en las manos de mi hermano mientras las sostenía juntas.
—No vas a morir, hermano. Por el poder de Dios y de todos los dioses.
Pero la herida de la garganta era profunda, y la sangre manaba como un río.
—Aleric —gritó Ewen corriendo hacia mí y apartándome del cuerpo de mi hermano—. Está muerto.
Me levanté con sabor amargo en la boca y furia en la sangre. Empujé a Ewen lejos de mí, y comencé a golpear una y otra vez a los enemigos que se me acercaban. Sentía que mis brazos eran poderosos y mi pecho albergaba una fuerza que me golpeaba la caja torácica como si hubiese un ave de presa intentando salir.
Algo chispeaba en mi alma como el pedernal contra la piedra. Con amplios golpes cortaba a los infieles que se me acercaban, y sólo el instinto por vivir me impidió caer en la desesperación.
Aquel día, mi espada sonó en el aire.
Atravesé carne y más carne, con la cara y el cuerpo manchados como si me hubiesen bautizado en un mar de sangre.
Me incliné a la izquierda, hundiendo la espada enrojecida en el costado de un hombre. Tenía una vaga conciencia de los que me rodeaban: Ewen y los otros soldados luchando con dagas y apaleando con bastones a los enemigos, los caballeros montados moviendo el mazo, la espada, la lanza y el hacha, y los arqueros en la retaguardia gritando cada vez que una nueva ducha de flechas partía de los arcos.
Sentí que me clavaban un cuchillo por detrás, justo debajo del omóplato. Me di la vuelta, ignorando el dolor, y clavé la espada en el hombro de otro de los infieles sin rostro.
Entonces todo terminó. Durante una hora o más, al final de ese día de lucha, hubo un silencio terrible en el campo, y las nubes de humo nos impedían ver la conquista o la victoria. El único sonido podría haber sido el silbido del viento, pero ese día el aire no se movía, y sólo se levantaba humo amarillo y negro, como si se llevase las almas al cielo.
—¡Aleric! ¡Halconero!
Era la voz de Ewen rompiendo el silencio. Levanté la mirada y éste blandió el hacha en señal de victoria. Su cara estaba llena de la sangre del enemigo, y el pelo negro y húmedo. Tenía un corte en el hombro izquierdo y cojeaba, pero su mirada era eufórica. Se había convertido en un hombre en la guerra, y yo veía en él la marca de la muerte con tanta claridad como si el Ángel de la Oscuridad estuviese detrás de él. Su felicidad al final de un día terrible de lucha me alegraba, pero no cambiaba nada.
Todos moriríamos allí.
Todos nos convertiríamos pronto en polvo y humo.
Como mi hermano.
El mundo devoraba a los hombres. Una y otra vez, y la única manera de vivir bien era rezar al cielo y rendirse al mundo.
Pero para mí no había oraciones y cielo.
Me alejé de él, dejando caer la espada al suelo. Me detuve para limpiarme la suciedad de la túnica. Sentía el picor de los piojos, comunes entre nosotros. La sangre que tenía en la piel y la ropa se había endurecido con el barro y el sudor, y las moscas comenzaban a rondar el campo de batalla y a mi alrededor. Por encima de nuestras cabezas, los buitres volaban en círculos en el aire ennegrecido. Toda vida era parasitaria. Todo se alimentaba de todo. Miré a la multitud de hombres y luego al cielo, como si pudiese proporcionarme respuestas.
El calor del sol me daba de lleno. Habíamos luchado durante horas, pero todavía no anochecía.
Uno de nuestros comandantes corrió por encima de los cuerpos de los vencidos con la espada en alto. La herida que su caballo tenía en el costado estaba ensangrentada con la vida de los infieles caídos. La coraza estaba abollada allí donde los golpes de las lanzas y las espadas del enemigo habían fallado. Con el casco todavía en la cabeza, ese gran caballero alzó las manos.
En una sostenía la espada.
En la otra, la cabeza recién cortada del jefe de nuestro enemigo.
Arrojando la cabeza a una pila de cadáveres, gritó de manera que todos lo oyesen y pudiesen contarlo:
—¡El cristianismo ha vencido a las Legiones del infierno!
Sentí una puñalada debajo del corazón. No era de un enemigo sino de mi interior. Estaba tan débil que caí de rodillas. La suciedad de los dedos parecía el sudario de mi propio cadáver. El recuerdo de la cara de mi hermano se alejaba como si fuese tan insustancial como el humo. La cara de mi madre también parecía un recuerdo de color amarillo encendido, y no poseía ninguna característica femenina que pudiese rememorar. Las caras de mis enemigos eran más poderosas en mis pensamientos: desde Corentin hasta el barón, hasta Kenan Sensterre, hasta los infieles. Incluso mis comandantes me parecían enemigos, ya que ellos nos habían llevado allí.
En mí sólo quedaba un recuerdo esperanzador, pero estaba casi muerto: la cara dulce y pura de Alienora, tal como la había visto cuando la besé en los labios. Pero nunca volvería a verme. Los que tenían el poder y mandaban sobre los demás (y sobre Dios y los dioses) habían ordenado que cualquier amor que guardase por ella en mi corazón se marchitase y muriese, como también todo mi amor por la humanidad.
Los sonidos de la tierra murieron durante un instante.
Odiaba a toda la humanidad. Odiaba sus obras. Odiaba haber nacido en ese tiempo y lugar, maldecido desde una urna que nos envió a mí, a mi hermano y a mi amigo a ese infierno en beneficio de los caballeros. De ésos como el barón, que observaría cómo ardía mi madre pero adiestraría a una paloma para su mujer enferma, que mantendría a Alienora lejos de mí. La rabia me consumía por ese mundo, el mundo que Dios había ordenado y que todos teníamos que aceptar. Odiaba el hecho de no poder esperar nada más de la vida, ni que la vida me ofreciese más. Odiaba incluso que en la otra vida los reyes, duques, barones y caballeros continuasen siendo poderosos, mientras que los de mi clase continuaran siendo sirvientes aun hasta el final de los días.
Sentí que me subía la fiebre por la rabia. Comencé a oír unas campanillas en los oídos que me aislaban de todos los demás sonidos. Parecía que el mundo se estuviese volviendo blanco como la nieve. Olía a roble quemado, como si estuviese en el Gran Bosque, al calor de una hoguera. ¿Me estaba quedando ciego? ¿Sordo? ¿Por qué oía sólo un tintineo distante como el de una campana tocando en un tono largo y grave? ¿Por qué la luz rasgaba mi visión del mundo? Entonces oí una voz extraña, casi como si estuviese susurrando dentro de mí. Y su volumen se incrementó. Era una mujer, no Alienora sino una extraña. Vuelve a casa, decía, y yo intentaba, sin éxito, recordar dónde había oído antes esa voz. Hablaba en la lengua antigua, pero no conseguía identificarla. Ese fantasma decía tres palabras en mi interior, una y otra vez: «vuelve a casa».
El instante se rompió. El olor de la muerte sangrienta, del sudor, del dolor humano, volvía a rodearme. El polvo todavía se levantaba, desdibujando las puertas de la ciudad. Una ciudad de supuestas riquezas. La multitud que había a mi alrededor aclamaba a sus héroes, gritando por la alegría de la batalla bien ganada.
El chico, Thibaud, me encontró por el estandarte rasgado que nuestros hombres habían alzado entre nuestros muertos. Allí yacían pilas de cuerpos, como para el festín de algún terrible demonio del infierno. El chico buscaba entre los muertos, y tras un rato trotó hacia mí, levantando un odre lleno de agua.
—¿Estás herido?
—En el hombro —dije.
Thibaud se acercó y me tocó los brazos y el hombro. Me rasgó el vestido y la túnica hasta que quedé con el pecho desnudo.
—No hay ningún corte aquí. No hay más que una vieja cicatriz.
«¿Qué magia pagana es ésa?», pensé al estar seguro de que tenía una herida de la batalla reciente. No recordaba ninguna vieja cicatriz, pero entonces, cuando tocó el borde de ella, recordé los golpes que di a Corentin en las manos antes de que el viaje a ese desierto infernal comenzase.
La vieja herida de esos golpes se había abierto de nuevo, y si yo viviese mucho marcaría cada año de mi vida.
Más tarde, cuando recuperé algo de fuerzas, me agarré de Thibaud Dustifot para sostenerme mientras estuviese en pie.
—Frey está muerto.
No me quedaban lágrimas, ni sentía nada en el cuerpo ni en la mente.
—¡No! —dijo comenzando a llorar de un modo que yo había olvidado por completo.
Lloró con la inocencia de su edad y su corazón, y en sus ojos vi todo lo que había perdido en mi viaje por el mundo.
No era capaz de confortarlo, ya que en mi alma había empezado el viaje hacia un lugar de hielo y fuego que estaba más allá de cualquier sentimiento humano.
Al establecer el campamento, dado que aún no habíamos abierto la gran puerta de Kur-Nu sino simplemente dañado las puertas exteriores de la fortaleza, me senté con Ewen y Thibaud y les susurré lo que pensaba hacer. Confieso ahora que todo lo que quería era estar muerto. No sentía amor por la vida, e incluso había comenzado a resistirme a la idea de volver a combatir. Sí, abandonaría a mis compatriotas y a los Hospitalarios, conociendo las consecuencias de ese acto. No me importaba. Había visto cómo el mundo se había llevado a mi familia y a mi único amor. No me quedaba fe.
—Antes del amanecer —les anuncié—, me iré. Estoy manchado por esta batalla.
—Si nuestro enemigo impío ha matado a tu hermano, ¿lo mejor no sería que vengases su muerte? —preguntó Ewen—. Al menos en nombre de tu tierra.
—No tengo tierra —repuse.
—¿Y qué hay de tu Señor? —me interrogó Thibaud.
—¿Recuerdas las Antiguas Enseñanzas? —repliqué, percibiendo el brillo de sus ojos—. ¿Qué hay de esos dioses y diosas? No tengo fe. Estoy perdido.
—Tienes la testarudez en la sangre —concluyó Ewen con más sabiduría que la propia de sus años—, como también la maldición. No puedes permitir que los fluidos te maten. No, Aleric. Te lo suplico.
Su cara había adoptado un tono rojo mientras hablaba, y sus palabras eran las más apasionadas que le había oído nunca. Pero aun así no significaban nada ni tenían ningún efecto sobre mí.
Sonreí abiertamente con algo que era más bien una mueca.
—Nunca volveré a ver mi tierra. Nunca volveré a ver a mi amada. Soy un hombre que traerá la desgracia a los que me lleven en su corazón. Lo mejor es que me dejéis solo, los dos, amigos.
El chico sacudió la cabeza.
—Soy tu sirviente. Voy a donde vayas.
—Como yo —dijo Ewen.
—A donde voy… —dudé cubriéndome la cara con las manos—. A donde voy, amigos, es al final de mis días. Cuando la fiesta comience esta noche, con las ostentaciones y los llamamientos, ya me habré ido.
—Pero los Ghul… —dijo Thibaud mientras su cara se ensombrecía—. Están ahí fuera, señor. Los he visto una vez.
—¿De verdad? —pregunté—. Quizá me encuentre con uno de esos Ghuls para que acabe rápido conmigo.
Desertar de los Hospitalarios significaba exponerse a la muerte de muchas formas. Primero, en caso de captura los desertores eran ejecutados a la vista de todos, como en cualquier otra orden militar. Además, dado que yo era parte de un pago del barón a los propios Hospitalarios, se me podría ejecutar incluso con tortura para persuadir de que me imitasen los futuros sirvientes y guerreros. Por más que nunca lo hubiese visto, todos habíamos oído las historias de los desertores y traidores a quienes quemaban en asadores mientras éstos suplicaban piedad. No pretendía saber si tales historias eran ciertas. Además, el enemigo podría capturarme en cualquier momento tras partir del campamento de los Hospitalarios, y sin duda estaría contento de encontrar a un soldado desprevenido vagando para degollarlo o, tal vez, para llevárselo a su ciudad para una muerte más lenta.
Pero peor que todo eso era la propia tierra. Era una tierra de colinas, peñascos, desierto, pedruscos e intenso calor de un sol que parecía salir cada día del infierno llevando con él azufre y fuego. Durante la marcha casi me había muerto de hambre, y el sol podía secar incluso el alma más húmeda. Sabía que me dirigía hacia una muerte segura, y la abracé. Si hubiese tenido un poco de auténtico valor, me habría cortado la garganta para terminar allí; sin embargo sentía como si necesitase hallar un lugar para morir, para alejarme de la humanidad y encontrar un lugar oculto entre las interminables cuevas y rocas del páramo, más allá de las ciudadelas.
No podía prohibir a mis amigos que me acompañasen ni me parecía bien que Thibaud arriesgase su joven vida por mí, pero él pensaba que me debía esa fidelidad. Ewen se había convertido más que nadie en un hermano, y cuando ambos se deslizaron conmigo fuera del campo, protegidos por la noche, sentí como si los hubiese cargado con mi dolor, mi odio y mi muerte segura. Tras unas horas de viaje por la vasta nada, me di la vuelta desenvainando la espada.
—Tenéis que volver al campamento —ordené—. Os mataré a los dos aquí mismo para ahorraros las privaciones de los próximos días. No formáis parte de mi odio. Debéis vivir y volver a casa con los que amáis para que no os atrapen los lobos en la oscuridad, como me pasará a mí.
Yo creía que el mundo era de verdad de lobos, no de hombres. Quería terminar con eso, y maldecía a Dios por la vida que me había dado.
Ewen me miró de reojo.
—Eres más que un hermano para mí, Halconero. Me has salvado más de una vez. No puedo abandonarte en la oscuridad en la que te encuentras.
—Tienes que hacerlo —objeté—. Si me quieres. Si te preocupa mi alma. Tienes que permitirme hacer este viaje solo.
—Rezo para que encuentres la paz y regreses —dijo Ewen.
Se me acercó y me abrazó. Noté la humedad de sus lágrimas en mi cuello. A pesar de que era ya adulto, todavía poseía el corazón de un chico, un chico de los campos de nuestra patria. Yo casi olía la dulzura de la hierba primaveral en él, y a pesar de que mi corazón me pesaba y las rocas parecían hundirme el alma en el agua, no podía hacer más que esperar que él encontrase un mundo mejor que el que yo había visto. Me dolía estar lejos de casa, del amor, de la felicidad, de un poco de paz. Pero mi hermano estaba muerto y mi madre quemada viva, así que no había nada más que cenizas y humo en mi mundo.
Ewen susurró al oído mientras me sujetaba:
—Perdiéndote, amigo mío, me siento tan mal como tú te sentiste al perder a tu hermano. No me hagas esto, ni al chico. Te lo suplico.
Cuando se echó hacia atrás, me dio la espalda y comenzó a caminar de vuelta al campo. No dijimos nada más.
Ewen se quedó mirándome, como intentando entender mi resolución. Finalmente dijo:
—Que vayan contigo el viento y los pájaros, para que encuentres el camino de vuelta.
Era un antiguo dicho de los bretones para los viajes al extranjero.
—Y contigo la tierra y el bosque —contesté.
Su partida me desgarró, pero entonces no era capaz de reconocer el amor y el afecto de nadie. Seguí mi camino, y quizá lo interrumpiría sólo por el curso de las batallas. Jamás volvería a ver a Alienora. Me sentía culpable tanto por la muerte de mi madre como por la de mi hermano. Entonces no entendía la incapacidad de la vida mortal frente a las fuerzas más grandes del mundo. Me culpaba de muchas cosas, y no veía ningún bien ni en la humanidad ni en mí mismo. Odiaba todo y desdeñaba lo poco que de amabilidad, amor y esperanza había quedado en mi corazón.
Sentía que ya había muerto antes de encontrar la muerte.
Había oído hablar de un lugar. Esperaba que no fuese una mentira, un espejismo creado por los soldados que soñaban con cuentos de oscuridad y cautiverio en ese lugar extranjero.
Me llevaría nueve días encontrar el lugar donde morir. Era un lugar acerca del cual había oído hablar en leyendas de soldados que habían estado en las guerras durante una década o más. Hablaban de la Ciudad de la Peste, la ciudad del propio diablo, llamada por algunos los Cuernos del diablo.
Ésta es la leyenda de ese lugar del diablo, la ciudad de muchas torres conocida también como Hedammu. Había sido una gran fortaleza de los infieles, pero la tomó una orden llamada los Caballeros de la Espada. Habían comenzado como una orden de monjes guerreros como los Hospitalarios y los Templarios.
Pero los Cuernos del diablo los cambiaron. Se decía que el encantamiento y la brujería vivían dentro de los muros. Se decía que dentro había una gran reliquia de poderes curativos y proféticos que parecía de santidad, pero que en realidad era la cabeza de Baphomet, el injuriado y pecaminoso.
El enemigo había vuelto a envenenar las fuentes y a enviar a prostitutas portadoras de múltiples enfermedades, con labios y pechos pintados con un elixir que olía a almendra y canela, pero que traía una muerte lenta y ardiente a los soldados que yacían con ellas. En poco tiempo murieron todos dentro de las torres, y la ciudadela permaneció inhabitable. El infiel arrasó la tierra con sal y especias que eran muy venenosas. Se decía que estaba maldita y que era la propia puerta al infierno. De ahí el nombre de los Cuernos del diablo. En los muchos años de guerra contra el infiel, más de una gran ciudad había terminado así. Se las conocía como los Lugares Insanos porque la enfermedad y la pestilencia eran su único legado.
Se convirtieron en lugares donde nosotros, los soldados de la cruz, teníamos prohibida la entrada bajo amenaza de condenación eterna.
Pero ¿qué fe me quedaba? Mi creencia en la eternidad había disminuido. Me habían robado todo mi amor. Toda esperanza. Me habían recordado mi baja cuna, mi bastardía, la vergüenza de la vida de mi madre y su ejecución, la decepción y traición de mi señor Sensterre y su hijo, mi hermanastro Corentin. Y justo cuando pensaba que en esa tierra extranjera de guerra santa había recuperado el sentido de la justicia y la piedad, había visto que degollaban a mi querido hermano. Me había puesto enfermo por todas las maquinaciones de la humanidad. Yo no era para ese mundo, así que necesitaba pasar al siguiente.
Y lo haría en la boca misma del infierno.
Conocía de vista el lugar, ya que las torres aparecían prístinas a la última luz del día, y las almenas perfectas por más que se derrumbasen en algunos puntos. Nadie lo había tocado, y era conocido como el símbolo de la ira de Dios sobre todos los que se dieron al vicio y libertinaje.
Sería mi última morada. No quería más que beber de sus venenos y probar su maldición.
Durante el primer amanecer, mientras vagaba por la elevación del sendero principal para que no me espiasen ni enemigos ni amigos, tuve la sensación de que alguien me seguía. Primero pensé que sería un enemigo, pero luego casi deseé que Ewen me estuviese siguiendo los pasos para dejar de sentir esa terrible soledad, ese solitario final de mis días que se acercaba, torturándome con recuerdos y miedo del mundo por venir.
Durante todo aquel día me fui deteniendo, subía corriendo a cualquier elevación o roca que estuviese a una distancia prudente y miraba atrás, al camino, pero no veía a nadie en los salientes sombríos de roca que había a lo largo de la cresta de las colinas. Al llegar la primera noche estuve más seguro de que había alguien, y me pregunté quién me estaría siguiendo hasta tan lejos, ya que con toda seguridad había recorrido demasiados kilómetros como para que valiese la pena localizarme y llevarme de vuelta al campo con grilletes.
Me agazapé entre unas rocas y esperé al espía que me acechaba. Cuando percibí movimiento, desenvainé la espada corta y salté desde arriba para atacar a mi perseguidor.
El que me seguía apareció a la luz de la luna, y casi caí hacia atrás para no atravesarlo. Era Thibaud, mi pequeño amigo, un hijo de la guerra.
—¿Tú? —grité quizá con excesiva dureza.
Saltó hacia adelante sacando su daga. Su cara reflejaba una furia que no había visto nunca sino en combate.
—¿Me has seguido para matarme? —pregunté riendo.
—Para servirte —contestó guardando la daga.
—¿Por qué me sigues? —pregunté frunciendo el ceño.
—¿No hay un tesoro a donde vas? —me interrogó con brillo en los ojos.
—Pequeño ladrón codicioso —dije—. El único tesoro delante de mí es la muerte.
—¿Es de oro? —preguntó.
—Sí —afirmé riendo—. Es la muerte dorada.
Alcé de nuevo la espada para asustarlo y hacerle volver por donde había venido.
A la luz de la luna, ese chico esquelético parecía incluso más pálido y hambriento. Me hice atrás por la pena de sus ojos. ¿Qué le había hecho el mundo a alguien tan joven? ¿Qué mundo era ése? Sin decir nada, sacó un pedazo de carne seca y me ofreció agua del odre que colgaba de sus estrechos hombros.
Cuando hubimos encendido el fuego para la noche nos sentamos, y le dije que debería regresar a la mañana siguiente.
—No —dijo.
Nos miramos un momento. Yo intentaba comprender qué lo había conducido al desierto, y él, sin duda, había decidido acompañarme en mi muerte.
—¿Y qué hay de ti? —pregunté—. No puedes rendirte tan joven. No lo permitiré. Tienes a un señor por encima de los caballeros.
—Un hombre terrible —apostilló mirando fijamente el fuego—. Mátame si tienes que hacerlo, pero no voy a volver.
—Debes hacerlo —insistí—. Te queda mucha vida por delante.
—Tú eres mi único señor —replicó—. Me salvaste.
No dijo nada más en toda la noche. Nos dormimos, él cubierto con mi capa mientras yo me sentaba a vigilar, incapaz de hacer nada más que dar una vuelta antes de que amaneciera.
Bastante antes de que saliese el sol, continuamos hacia los despeñaderos que daban al mar. Al llegar la tarde nos entró una terrible sed. Le di un poco de agua y yo pasé sin ella. Se detuvo y se dio la vuelta, como si escuchase algo.
—Temo que otros nos sigan.
—Si lo hacen los mataremos —dije—, y los asaremos para comer.
Rió por mi respuesta y se puso a correr a lo largo del sendero rocoso y estrecho que habíamos elegido. Llegó el crepúsculo y luego la noche, y al lado del fuego hablamos de nuestra tierra. A pesar de mi odio por algunos de los que allí vivían, no pude evitar recordar mi amor por el bosque, a mis hermanos y hermanas desconocidos, y a Alienora. Esa noche sentí una esperanza desafortunada mientras dormía. Nubló mi resolución y mi marcha hacia una muerte solitaria.
Al amanecer me sentía incluso más triste, ya que estar a varios días del campamento y haber desertado de nuestros caballeros significaba la muerte tanto si volvíamos con el ejército como si continuábamos hacia la ciudad envenenada. No tenía elección una vez comenzado el viaje a Hedammu.
El chico me acompañaba como el portador del palio en una procesión mortuoria, siguiéndome de cerca, y callado como si tuviese miedo de hablar de nuestro destino. Yo era demasiado egoísta para preocuparme de su suerte. Había visto a niños morir en la guerra. Los había visto morir de fiebre en mi casa. En el fondo, supongo que tenía la esperanza de que su inocencia obrara un milagro, aunque no estuviese tan esperanzado como para dejar que esa idea nublase mi resolución.
Me sentía como si ya conociese el final de ese viaje. Le daba la bienvenida. Daba la bienvenida a la puerta abierta del infierno, ya que no podría ser un lugar peor que aquella tierra.
Thibaud Dustifot llevaba el odre con agua, y había guardado un poco de carne salada de cabra en la mochila y en las diversas bolsas. Nos deteníamos para dormir, y tuvimos noches difíciles, ya que debimos hacer frente a tormentas que llegaban del mar a las pocas noches de viaje. Durante el día teníamos que asegurarnos de evitar a los Hospitalarios, puesto que había muchos vigías y guardias apostados a lo largo de las pequeñas colinas y de los valles desiertos. Pero además teníamos que evitar a los infieles, aunque no sabía por qué me preocupaba ser capturado. Lo que buscaba era la muerte, pero supongo que quería la muerte a mi modo y según mis condiciones. No quería estar a merced del enemigo, cuya variedad de torturas era casi tan conocida como la de mis compatriotas.
Racionábamos tan bien como podíamos la carne seca y el agua. El pan, que se volvía cada día más duro y seco, y, bien racionado, duraría como mucho unos pocos días más. Comencé a imaginar que alguien nos seguía de verdad, aunque nunca viera a nadie. El calor del sol era intenso de día, mientras que la noche era con frecuencia fría y tormentosa. Era un tiempo extraño, y mi naturaleza supersticiosa comenzó a imponerse. En los momentos de más debilidad imaginaba que el diablo estaba verdaderamente en ese camino, y que el castillo de su eminencia estaba realmente en nuestra dirección.
El cuidado que Thibaud tenía por mí era sorprendente, y cada noche le pedía que volviese al campamento.
—Eres suficientemente joven para que se te perdone esta deserción —decía—. ¿Quieres morir?
—Quiero servir a mi señor —contestaba el chico sacando un pedazo de pan para cenar.
En poco tiempo, la luz del sol desaparecería y la respiración de los seres vivos nublaría el aire. Según los otros soldados, se decía que los infieles creían que un gran dragón vivía en las cuevas de las colinas. Dejaba la guarida a través del mar de zafiros, se bebía el sol cada noche y defecaba uno nuevo a través de las entrañas de la tierra antes del amanecer. Pero allí no había ningún dragón ni el mar estaba lleno de joyas.
¡Hedammu, Fortaleza Mítica! Caída desde la cumbre como centro de comercio y educación, y de los antiguos secretos de las gentes de esa región. Una ciudad prostituta venenosa y pestilente, ya abandonada. Los Cuernos del diablo. Vi las torres desde lejos, y tal como me habían dicho, no había vigía ni guardia.
Era una ciudad dorada.
Era la ciudad de los muertos.
La vista desde la parte más alta mostraba el moribundo cielo de cobre mientras el sol se movía lánguidamente hacia el azul metálico del mar. Cuando soplaba el viento por las torres y colinas hacia el este parecía la explosión de un horno.
El chico y yo nos acercamos a las puertas abiertas.
En la puerta del norte, dibujada con sangre, estaba el símbolo de la cruz. Debajo, una palabra que no significaba nada para mí, pero que todavía recuerdo: anguis.
Bajo esa palabra, un dibujo de un círculo en espiral.
Sobre las puertas abiertas para dar la bienvenida a los que buscasen la muerte, estaban los garabatos paganos de los infieles, y algo más viejo, gárgolas de mujeres que tenían alas de águilas y patas de leones.
—Ahora tienes que volver —dije dirigiéndome al chico—. Ha sido un error por mi parte dejar que me siguieras hasta aquí. El enemigo te capturará o los lobos te destrozarán. Ni soy tu señor ni soy alguien que pueda cuidar de ti.
Incluso diciendo tales palabras me sentía desgarrado, con el corazón herido de alguien que había tomado la decisión de morir de un modo terrible pero comenzaba a arrepentirse. El chico me había salvado como yo lo había salvado una vez de la brutalidad de un señor.
En nuestro viaje me había enseñado, sólo con su silencio, que había razones para vivir. Razones para volver a la lucha, al deber, a la llamada de la humanidad. Un chico como ése era una razón suficiente. Veía en él todas las cosas que se me habían negado en mi infancia. Me recordaba, con sus maneras y devoción, la belleza de la vida, a pesar de la tormenta sobre el camino que toda vida debe recorrer.
Me cogió de la mano, sólo de dos dedos, y dijo:
—Soy tu sirviente, señor.
—No lo eres —repuse—. Te libero aquí y ahora.
—Entonces eres mi padre, porque no tengo ninguno —argumentó.
—No soy el padre de nadie. Ni el hijo de nadie. Ni el hermano de nadie —negué.
Alzó las pequeñas manos como para golpearme, aunque no se movió.
—¡Eres mi padre! —dijo balando como un cordero.
Esa súbita explosión de emotividad me conmovió, y cuando se lanzó sobre mí esperaba que me golpease con rabia. Pero en lugar de eso, me abrazó por la cintura y apretó la cara contra mí.
—Sé mi padre, por favor. Sé mi padre.
Su voz me recordó a mí mismo cuando era pequeño, con mi abuelo, y cómo deseé que nunca me dejase ni a mí ni a la familia. Pensaba que si lo abrazaba con fuerza o me quedaba con él no caería al suelo con el último temblor de la vida.
—No quiero que mueras.
Los ojos le brillaban con lágrimas mientras hablaba, mirándome.
—Creo que yo tampoco —manifesté al fin, soltando en el aire nocturno lo que me había estado guardando durante días.
Había ido para morir. No tenía previsto que un chico de mi propia tierra me enseñase nada acerca de la última gota de bondad en la copa de la vida. Que todo lo terrible del mundo podía dulcificarse con sólo un alma buena. No obstante, yo seguía en guerra contra mí mismo, dado que otra parte de mí sentía como si Thibaud Dustifot fuera un fantasma enviado por el diablo para mantenerme con vida y hacerme ver otros horrores desconocidos en el mundo de los hombres.
Thibaud y yo acampamos justo después de las puertas. Decidí que mi deber con el chico era más fuerte que mi deber hacia mi propia muerte, que llegaría de todos modos. Decidí que daría media vuelta y encontraría nuestro campamento en un duro viaje de regreso. Me entregaría como desertor, abandonándome a la piedad que pudiesen mostrar los comandantes. Sería la muerte de todos modos, pero más lenta, y yo confesaría haber secuestrado al chico con mi cuchillo, forzándolo a que me acompañase en la deserción.
Nunca supe si el plan habría funcionado o no, ya que al levantarme a la mañana siguiente Thibaud no estaba. En el polvo, sus pisadas pequeñas no terminaban lejos de mi capa, que él usaba como manta.
Era como si un pájaro de presa se lo hubiese llevado volando.
Al principio, no temía por él. Creía que me estaba gastando una broma, o que se había levantado más temprano y estaría dando una vuelta. Pero pronto me di cuenta de que algo espantoso se lo había llevado. Las leyendas de los Ghul y los demonios se disparaban en mi mente, y el calor intenso de los días venideros se añadía a mis ya febriles pensamientos. Empecé a escapar de esas ideas imaginando lo que le podía haber pasado al chico.
Recorrí toda la ciudad muerta llamándolo, agazapándome en las esquinas para observar los muros y las grietas donde un chico pudiese esconderse, o mirando a lo lejos, esperando verlo en alguna entrada y acercándome para encontrar sólo un recipiente grande y roto en lugar de un chico.
Pasé por lo que una vez fueron las cámaras de los vivos, pero allí no había ni rastro de él.
Descubrí un almacén con un gran tesoro (tanto armaduras como armas), con espadas de plata e incluso algunas de oro. Al ver todo eso me invadió un miedo inimaginable, ya que me preguntaba qué rey leproso podría haber habitado ese lugar, asesinando a soldados y caballeros y llevándose el botín de tales conquistas a esa enorme cámara. Me daba miedo incluso tocarlo. Sinceramente, era un lugar envenenado, ya que si no, ¿por qué nadie había robado antes todas esas riquezas? ¿Qué hombre podría resistirse, por no mencionar un ejército? Había oído decir que los Templarios eran los caballeros más ricos, y esa fortaleza que una vez fue suya era un ejemplo de ello.
En mi camino encontré otras maravillas, incluido un enorme y largo patio con un estanque. Sediento, me arrodillé a beber. Mientras lo hacía recordé historias de pozos envenenados, y me pregunté si moriría yo en el intento. Si Thibaud no hubiese desaparecido, yo no tendría miedo a la muerte, pero a medida que el día avanzaba me preocupé por él, por si no vivía lo suficiente para encontrarlo. Pero el agua parecía en buen estado, así que me sentí reconfortado.
Pasillos sinuosos conducían suavemente a habitaciones llenas de mosaicos que representaban tanto dramas religiosos de los impíos como de los Templarios y de los Caballeros Teutones. En las finas paredes de piedra amarilla unos locos habían garabateado, en diversas lenguas, palabras y frases que me resultaban indescifrables, aunque viese cruces una y otra vez, además de garabateos de espadas y demonios con alas, recordándome a aquella criatura nauseabunda que sacamos del pozo en el Gran Bosque cuando yo era pequeño.
Mientras inspeccionaba las salas, templos y habitaciones interiores, encontré una zona curiosa casi inaccesible. Eran catacumbas bajo las cuales, sin duda, se encontraría el Guardián de la fortaleza. Mientras controlaba los pasillos adyacentes, encontré la entrada a una serie de cámaras. Parecían tumbas o algún tipo de montículos, demasiado profundas para echar un vistazo desde donde yo me encontraba. No podía aventurarme a entrar en la cámara sinuosa sin correr el riesgo de no volver a salir nunca, ya que tenía una profundidad de cientos de metros, y yo lo observaba desde el borde de un corredor que terminaba como si fuera un acantilado.
Allí no había rastro del chico. El olor a muerte era inconfundible, por lo que me sentí contento cuando abandoné aquel lugar.
Medio muerto de hambre, me acurruqué en el suelo, esperando la muerte o el sueño. Mi conciencia me machacaba la cabeza porque en mi egoísta soledad había permitido a un chico acompañarme a ese lugar mortal. ¿Cómo iba a saber qué buitres o chacales acechaban tras los parapetos o dentro de las cámaras secretas? ¿Qué Ghul vivía allí? ¿Qué tipo de enemigo? ¿Qué tipo de demonios volaban los cielos en busca del perdido e indefenso?
Lo llamé, y el eco de mi voz retumbó en las paredes y las habitaciones lejanas, pero no oí a nadie contestarme. A medida que oscurecía con un viento polvoriento soplando entre las entradas vacías y las habitaciones abandonadas, me desesperé cada vez más, atemorizado de haber dado a la única cosa buena de este mundo un destino tan terrible.
En la oscuridad de la noche, lo oí gritar desde una de las muchas torres. Observando torre tras torre, divisé el titileo de una luz a cierta distancia. Llamándolo, seguí su débil voz que surgía de una de las grandes torres del sur de la ciudad, que daba al mar más allá de los acantilados.
Cuando llegué a la torre, entré empujando su carcomida puerta.
En la base de la torre, en una mesa baja de madera, había un cuenco grande y poco hondo. En él, un fuego verdoso quemaba sobre una superficie de aceite aromático. Una antorcha sin encender reposaba en una pila, como si alguien estuviese esperándome.
Oí el llanto de Thibaud, un grito estrepitoso y penetrante, seguido de un silencio.
Rápidamente, encendí la antorcha con el cuenco y comencé a subir los escalones sinuosos y estrechos de dos en dos. Parecía haber pasado una hora cuando llegué a la habitación que había al final de la escalera, y entonces casi me desmayé por un hedor insoportable.
Había visto la Muerte en personas: en los enfermos, en aquellos que dejaban el mundo para recibir su recompensa, en los hombres en plena batalla que, con extremidades desgarradas o partidas en dos, yacían en el suelo luchando por su último suspiro. Pero ese hedor era mucho más fuerte que todo eso. Era el hedor de la carne en un matadero.
Al entrar en la habitación no vi el cuerpo que casi esperaba encontrarme a causa del olor.
Allí, atada a unas gruesas cadenas, echada sobre paja y mugre, se encontraba la mujer más bella que jamás había visto.
Tenía el pelo del color del trigo y de la arena, con un corte más propio de una adolescente que de una doncella, peinado a un lado a la manera siria. Era la infiel más hermosa que había visto nunca, ya que comprendí a simple vista que no era compatriota ni cristiana. Tenía ojos oscuros y labios gruesos y finamente dibujados sobre unos dientes tan blancos como arena ardiente. Llevaba un vestido andrajoso y desgarrado que apenas le cubría el cuerpo.
Se retorció, atada, alejándose de la luz de la antorcha, para que no viese su carne desnuda. Se dio media vuelta y vi que la habían marcado con un hierro candente como el que sus compatriotas utilizaban para el ganado en su hombro izquierdo. La marca era una cruz con una palabra latina debajo.
—¿Quién te ha hecho esto? —pregunté.
Me quité la capa y le cubrí los hombros para que pudiera mirarme sin pudor por su desnudez.
Noté su dulce aliento en mi cara.
—Ayúdame, por favor —me suplicó—. Volverá por la noche, seguro, es un demonio.
—¿Tiene al chico? ¿A un chico? —pregunté.
Miró furtivamente a la izquierda y después a la derecha, atemorizada, como si entre las balas de paja pudiera haber alguien escondido.
—¿Un chico? —inquirió.
—Un niño.
—Sí. Un chico —confirmó sacudiendo con la cabeza.
La capa se deslizó hombros abajo. Vi la pálida carne de sus pechos. Volví a mirar a sus ojos. Sollozaba sin derramar lágrima alguna.
—Te lo ruego. Hambre. Sed.
Se movió hacia una esquina de la habitación. Miré hacia esa dirección y vi un cubo que le debía servir para su aseo.
—Te lo ruego, cuando vuelva me matará.
—¿Qué es esa cosa?
—Un demonio.
Extendió sus brazos, con las cadenas atadas a las muñecas.
Saqué mi espada corta, e intenté serrar y luego cortar las cadenas.
—Esto no servirá —objetó—. Puede volver. Debes cortar a la altura de la carne de las muñecas. Por favor. Viene de noche.
Se mordió el labio y no hizo más que un pequeño ruido cuando corté con la daga el lado en la muñeca, y recorté la carne de la mano izquierda hasta que pudo deslizaría fuera de la manilla.
—La sangre —advertí arrancando un trozo de mi capa y envolviéndole la muñeca, que sangraba.
Ella no cesaba de observarme.
Me clavó la mirada cuando le dije lo hermosa que era incluso en ese estado. Mi corazón empezó a latir velozmente. Nunca antes había visto a esa doncella extranjera, pero me hizo recordar a la propia Alienora, en su gloria y pureza. Sentí cómo me hervía la sangre con un calor envolvente mientras la contemplaba. Alcanzó a tocarme la mejilla, dejando su mano ahí y alargando uno de sus dedos para rozar mis labios. Olía a rosas y lavanda. Y a algo más, algo sensual con un toque de almizcle, como mirto debajo de esa fragancia. Quise acariciar su cara y envolverla con mi cuerpo. ¿Eres tú, Alienora? ¿Alienora?
Quizá si no hubiera pensado en Alienora, no habría apartado la mirada de esa doncella sin sentir un sentimiento de vergüenza. La furia que sentía por lo que me había deparado la vida me invadió por un momento. Vi algo en una de las balas de paja, justo detrás y a la derecha de la doncella que acababa de rescatar. Algo escondido entre la paja, nada más. Posiblemente se tratase de otro cubo volcado cubierto.
Entonces vi esa pequeña mano.
Mi mente no podía entender por qué la mano de un niño pequeño podía encontrarse en medio de la paja. Tampoco podía entender por qué había olvidado el motivo por el cual había subido a esa torre.
Aparté a la doncella hacia un lado, y me dirigí a ver lo que había entre la paja.
El cuerpo de Thibaud Dustifot yacía allí.
Mi niño.
En mi corazón se había convertido en mi hijo.
Le cogí en mis brazos y lloré. Presioné su cuerpecito roto contra el mío y mi lamento fue tal que sentí como si el mundo se resquebrajara alrededor de mí, como un cristal, como esa cosa tan frágil que era.
Tenía la garganta desgarrada, como si un lobo lo hubiese cogido entre sus mandíbulas y lo hubiera zarandeado hasta morir.
La damisela se dejó caer a mi espalda. Me tocó la nuca con los labios. Me clavó los dientes en la carne, como una hembra-lobo hace con su presa. Dejé caer el cuerpo de Thibaud y la ira me invadió de súbito.
Contra mi voluntad, sentí, después de la sorpresa inicial por los dientes clavándose en mi carne, que la sangre me hervía. Como si un león se hubiera abalanzado sobre mí, me dispuse a luchar contra mi enemigo, desenfundando mi espada. Pero me sentía muy débil. Sin fuerza. Ni tan sólo vitalidad. Me revolví, pero sus dientes se hundieron profundamente en mi carne, hasta que sentí que llegaban al hueso.
Finalmente, como un ciervo en plena cacería, caí, y ella continuó su ataque. Miré el rostro de Thibaud, ya sin vida. Había muerto. Había llegado hasta allí para encontrar la muerte, pero Thibaud la había encontrado antes que yo. Su mano reposaba ya en sus garras.
Cerré los ojos mientras el demonio me agarraba con fuerza.
Mi cuerpo no obedecía a mi mente, pero sus mordiscos me proporcionaban oleadas de éxtasis. Me sentí como si me estuviera acariciando íntimamente.
Mi cuerpo experimentó una horrorosa sensación mientras la excitación aumentaba, sintiendo el pulso de la sangre de mi herida en su boca, haciendo ruido como un cerdo. Intenté presentar oposición, pero mis músculos se habían relajado en exceso. Me sentía incapaz de dirigir mi propio cuerpo contra esa criatura del infierno.
Después de varias horas, se fue, llevándose al chico.
Debilitado, un recipiente vacío y seco de la mayor parte de mi sangre, cerré los ojos y recé por mi muerte.
Pero no vino ni durante el día ni durante la noche.
En cambio, ella sí, con comida y agua para mantenerme vivo. Me acariciaba y me daba mordiscos, con esa mirada famélica en el rostro, como una muerta de hambre que acabara de encontrar un pedazo de carne.
El cautiverio había resultado ser un juego de seducción para rescatarla y así poder disfrutar atacándome. A esta criatura le gustaba jugar, y cuando bebía de mí se reía y se mofaba por el modo en que tan fácilmente me había embaucado.
No sé cuántas noches pasaron.
Todos los pecados de mi vida parecían haber sido redimidos con el sufrimiento de mi cuerpo. Todos mis recuerdos, excepto uno, habían desaparecido de mi mente. Ya no pensaba en la guerra, ni en el cuerpo del pequeño yaciendo en la paja, ni en mi doncella amada, ni en los demás. Esa criatura se tragó todos esos detalles de mi vida. Se llevó mi sentido del yo mismo, del conocimiento de mi clase social, de mi mundo, incluso de mis tentaciones. No sentía ira; ni rabia; ni ninguna fuerza destructiva en mi interior. Ni sentía felicidad ni esperanza.
Todo lo que quedaba era placer.
El cielo que conocía se convirtió en el cielo de mi herida, de sus labios y de sus afilados dientes en mi carne, que cantaban con dolor. El cielo existía cuando bebía de mi sangre. Cuando sus labios se abrían, mi corazón latía rápido, y sentía mi cuerpo elevarse como si se alzara para saludar a un amigo. Si hubiera tenido la energía suficiente para suplicarle, lo habría hecho con toda seguridad.
Bebía sin parar, mordiendo mi cuello durante horas. Mi sangre se escurría como el caudal de un río, desde mi cuerpo hacia su boca. Mi sanguijuela, mi lamprea, mi parásito que no cesaba de chupar y chupar. Mientras ella sorbía, yo procuraba mantener mi mente en un lugar seguro, al que ella no pudiera llegar, por pena o por la memoria del cuerpo de Thibaud, tan vacío de sangre que cuando lo alcé con mis brazos, lo sentí ligero como un conejo.
Intenté evadirme y verme desde arriba. Mirando hacia abajo sólo veía a esa mujer, cuyo trabajo constante cesó al amanecer, cuando me dejó tendido en la paja.
Demasiado débil para levantarme, dormí todo el día hasta que se puso el sol, cuando ella apareció de nuevo.
La mujer-demonio trajo consigo trozos de carne cruda, y un cántaro lleno de agua. Comí y bebí con ganas, como un animal salvaje. Aunque no me reportó fuerza alguna, porque ella también cogió su parte, con sus pequeños y puntiagudos dientes, que parecían dagas gemelas hechas de afilados huesos blancos.
Presionó sus dulces y amargos labios contra mi carne. Sentí cómo un intenso placer recorría todo mi cuerpo, como si ya llevara horas allí, aunque sólo habían pasado unos minutos. Bebió lenta y deliberadamente, sorbiendo y lamiendo mi herida hasta que yo sentí oleadas de indescriptible placer. Mi cuerpo comenzó a sufrir convulsiones tanto de placer como de dolor, y el recuerdo que ahora tenía de ello es el mejor sentimiento que la vida me había ofrecido.
La deseaba pero la menospreciaba. Sentía repugnancia por ella, pero me había convertido en un adicto a sus mordiscos en la garganta. Ya no sentía dolor. Había perdido toda la sensibilidad, pero experimentaba un aturdimiento que provenía del calor que avivaba mi carne. No estaba enamorado de ese monstruo sino su esclavo hechizado. Me había esclavizado mediante ese embrujo.
Por la noche, cuando llegaba, me arrodillaba ante ella y le besaba los pies. Me sujetaba el mentón con la mano y lo levantaba a la altura de su cara. En su mirada podía apreciarse, al mismo tiempo, vida y muerte. Pero además veía esa droga que deseaba cada vez más, el dulce licor de su aliento que sentía cuando acercaba su boca a mi muñeca para sorber mi sangre, o a mi garganta, o incluso a mi pecho, cuando chupaba sangre de mis pezones, como la madre que alimenta al bebé con su leche. No tenía mucho miedo a morir. Sólo aquellos que siempre han vivido bajo el poder de una gran bebida embriagadora, estimulante, revitalizante podrían entenderlo.
Quizá tuviese ojeras, o los pulmones tan mal que respiraba con dificultad. Quizá hubiese perdido peso debido a tantos días y noches de cautiverio. El delicioso sentimiento de nuestra unión, de su boca en mi carne, chupando mi sangre, transportándola de mi garganta a la suya, era todo lo que le pedía a la vida. No había vida ni luz en mí, sobrevivía sencillamente para darle a ella lo que deseaba. Sería su mesa, su montura, su sirviente, su comida, su bebida, su cosa, un «algo» más bajo que un gusano para que me consumiera a placer. Me habría despellejado a mí mismo sólo para darle placer. Me habría cortado con miles de pequeños cuchillos si hubiera llevado sus labios a mis muslos, a mis tobillos, a mi espalda, bajo mi brazo, a la nuca. Ella lo era todo, y voluntariamente le permitía tragarse todo lo que tenía. Mi cuerpo no cesaba de producir sangre para ella. Era tan insaciable en su sed como yo ofreciéndole mi sangre.
Jugábamos a buscar nuevas zonas donde morder. Yo hacía bien mi papel. Encontré una zona interna de mi muslo de la que aún no había bebido. Le mostré el pulso de la sangre corriendo por la arteria que asomaba bajo la piel. Mis venas la sedujeron, y se hizo de rogar para que fuera yo quien le ofreciera la oportunidad de morderme en ese punto. Una noche nos acostamos juntos, con su cara bajo mi brazo, y su boca contra el poco vello que había en esa zona, presionando sus incisivos en la tierna carne. Se me bebió todo, o eso sentí, pero aún me mantenía con vida.
Casi no hablábamos, pero no importaba. Podía estar acostado con ella, con su boca incrustada en mi carne, una eternidad. El silencio exterior se rompía con la riqueza que experimentaba mi alma. Veía enormes ciudades de vastos reinos que nunca antes había conocido. Tenía visiones de criaturas que nadaban por el mar, bellas monstruosidades, y una mujer vestida con un manto oscuro y una máscara dorada en su cara. Veía a la mujer que estaba chupando toda mi sangre, pero unos siglos antes, en un templo al borde de un acantilado, sentada en un asiento de piedra bajo una tierra agrietada y una niebla gaseosa acercándose.
Con esas visiones supe su nombre. Se llamaba Pythia, y en mi mente la veía de otra manera mientras se bebía todo mi cuerpo. La veía rodeada de serpientes a sus pies, vistiendo una larga túnica que apenas le cubría el cuerpo, con los pechos desnudos, y oro alrededor del cuello y los brazos, que también tenía forma de serpiente. Detrás de ella, la estatua de un hombre con una diadema que parecía el mismo sol. Se trataba de un templo pagano, en el que ella era una especie de sacerdotisa. En la visión, empezaba a moverse como ejecutando un baile que nunca antes había visto. Era algo erótico, y después, a ratos, vulgar, y me preguntaba si, en esa visión, era la ramera del templo o la gran líder. No sabía decirlo. Pero el sentimiento que tuve mientras la observaba fue de auténtico éxtasis.
Y entonces, cuando mi señora había bebido suficiente para pasar la noche y sentí que llegaba el amanecer, las visiones y el extraordinario placer mermaron. Nos acostamos juntos, enredados, yo atado o atrapado entre las correas y las cuerdas, y ella con su fresca carne apretada contra mí, mi amante, mi asesina. Allí estaba yo, abrazándola mientras se hacía de día más allá de los muros de la torre.
Olvidé mi pasado, olvidé el fuego de mi madre, y el Gran Bosque de mi infancia. Olvidé al barón, e incluso a mi Alienora. Olvidé a mi hermano, y a mi querido Thibaud, y a mi compañero Ewen con quien había compartido muchas cosas durante mi juventud. Todos ellos se convirtieron en un sueño del que me habían hablado.
Todo lo que sabía era que toda mi vida había sido un esclavo de esa mujer llamada Pythia, desde mi nacimiento hasta ahora. Ella lo era todo, Yo no era nada. Era menos que nada. Estaba más allá del desprecio de la criatura más baja. Lo único que yo podía ofrecer era la sangre que corría por mis venas. Si eso le servía de sustento y le proporcionaba gozo, mi vida tenía razón de ser. Que yo le proporcionara placer era más de lo que podía esperar. La hora de dormir llegaba o no. A veces, tendido allí, el día se me hacía eterno, sin luz, aunque sabía que el sol brillaba fuera de esa torre prisionera.
La noche llegó lentamente. Me dolían las articulaciones, mientras deseaba tener su boca en mi garganta, o el calor de su saliva en mi antebrazo, y que sus afilados dientes se clavaran como una navaja en mi piel. Si no pudiese seguir sintiendo en ella su hambre de mí, preferiría morir. Durante el día, podía sentir asco, pero cuando llegaba la noche sólo la quería a ella, servirle y ser lo que ella quisiera que fuera. Ella era mi todo. Era mi razón de vivir.
Mi fuerza vital menguó, pero yo no quería nada de la vida.
—Es la sangre —me susurró mientras sorbía el dulce néctar de mi cuello sin afeitar y poblado por una barba de días.
Hablaba en el interior de mi cabeza, como si fuéramos espíritus unidos.
Me dijo: «Mientras vivas, eres mío; eres mi amor, la mugre de mi tumba, la carne que me hace de cama.»
Su presencia flotaba en mi mente, a través de mi memoria, deseando conocer cada una de las aventuras y pensamientos que alguna vez había tenido. Pero no parecía haber nada allí. Mis pensamientos eran sombras en una cueva oscura.
Sentí que me evaporaba entre su forma vibrante. Movía los dientes adelante y atrás, serrándome, probando la carne, recién convertida en sangre.
Y entonces, una noche, no volvió.
Me quedé allí, muriendo por ella, sabiendo que me había abandonado a la muerte. Deseaba morir. Estaba enfermo, tenía la peste. Yo mismo era veneno, sin sangre en mi cuerpo. Me había convertido en el depósito de un líquido mortal. Para ella yo era repugnante y me creía indigno al hartarse conmigo.
Me quedé allí, débil como un recién nacido o un hombre de novecientos años. Intenté soñar con su cara y sentirla sobre mí, utilizándome, pero no pude.
Me pasaba el día estirado, mirando las piedras de alrededor, vagando en mi propia tumba en mis últimos momentos de vida. Al caer la noche seguía vivo. Mientras sentía que se me escapaba la vida con la sequedad de garganta y el cuerpo dislocado, la vi ante mí. Una visión de belleza profana ¡Había vuelto! El alborozo y la esperanza por otra noche sangrante trajeron un destello de vida a mi pálida carne.
—Te estás muriendo —me murmuró al oído—. Pero te he amado casi durante toda una luna llena, y he probado en ti algo que no voy a enviar al Umbral. ¿Deseas vivir como un monstruo, o morir como un hombre?
Intenté hablar, pero no tenía palabras. Aunque sí oyó mis pensamientos.
—Sentirás el dolor de la muerte. Es como el de miles de agujas, y de cada pinchazo de sus puntas emergen miles más —anunció con la voz de una madre que susurra una nana a su hijo enfermo—. Parará tu corazón y tomará el viento de tu pecho. Sentirás el miedo que todo mortal siente al morir, y no pensarás que jamás volverás aquí o al mundo que hay más allá del Umbral. Pero no temas. Deja que la muerte se lleve la mortalidad de ti. Déjala hacer lo que debe. Lo que yo traeré a este mundo es un tercer ser, entre tú y yo, nuestro hijo, y estará en ti, serás tú. Serás el padre de ese hijo y el hijo al mismo tiempo, y él será tú, pero de hecho, no lo será. Dame tu aliento, y toma el mío.
En lugar de hincar sus dientes en mí, puso sus labios en los míos. Esperé notar las agujas de sus dientes, pero lo que hizo fue separarme los labios con su lengua, para insuflarme una ráfaga de aire. Una especie de viento cálido entró en mi boca y se adentró por mi garganta. Sentí como si arañas invisibles se colaran, cruzando mi lengua, por los húmedos tejidos de la parte posterior de mi garganta. No era una simple bocanada de aire, ya que había algo que me hizo verla con más claridad al entrar en mis pulmones. Era como un nuevo éter que ella poseía y que consiguió hacerme revivir. No podía aguantarlo y la quise apartar porque le tenía miedo, pero no tuve fuerza suficiente.
Mis ojos se abrieron como platos cuando empezaron a arderme los pulmones. Había prendido fuego dentro de mí. Me sentía aterrorizado al pensar que ese calor interior me abrasaría.
Me abrazó más fuerte que nunca, como si estuviera sometiendo a otro. Cerré los ojos metiéndome a ella, a su merced, y de repente tuve una visión, como un relámpago, de golpe, perfecta, que podía ver al detalle:
Un hombre vestido de sacerdote, que llevaba un bastón con unas serpientes entrelazadas en la mano. Detrás de él, un altar en el que Pythia yacía con real esplendor. Se trataba de un gran templo de alguna civilización primitiva. Había también otra mujer con la cara cubierta con una horrible máscara dorada, una máscara con la cara de una monstruosa criatura encima.
El sacerdote me decía «Alkemara».
Sentí cómo ardía, atado como mi madre debió estar, a la estaca, con el fuego tocando mis tobillos.
Las serpientes que se movían lentamente por el bastón se cerraron formando una parra de forma circular, y una pequeña flor azul púrpura brotó de una redonda hoja.
El sacerdote me echó una mirada comprometedora, como si hubiera encontrado en mí algo que buscaba desde hacía años. Era una criatura demacrada, de brillantes ojos oscuros. Su cabeza y cara estaban afeitados, y cubiertos de salvajes y crueles tatuajes. Llevaba aros en la nariz y orejas, y donde se le abría la toga vi también aros en el pecho. Sus uñas eran largas y notablemente curvadas, gruesas y amarillas. Su túnica era dorada, roja y negra, y bajo la luna llena brillaba con luz plateada en sus mangas.
Cuando hablaba, sus dientes se mostraban negros y brillantes, como tallados de alguna translúcida piedra negra, pegados a sus encías. Tenía los ojos oscuros como la noche, sin blanco ni color. Y a pesar de todo eso, tenía buena presencia, la de un hombre poderoso. Tenía el aspecto de un líder pagano, y cuando alzó el bastón supe de repente su nombre, como si en su madera hubiera algún tipo de magia.
Era el cayado de Nahhashim, y oí el susurrar de unas voces. Nahhashim, como si allí hubiera alguien más, repetía la palabra una y otra vez.
Mientras estaba ante mí en esa ardiente visión vi unas alas enormes, como las de un dragón, desplegarse por detrás de él. Con su gran envergadura tapaban el altar. Recordé el demonio que habíamos sacado del pozo en el Gran Bosque. El sacerdote tenía las mismas alas. Eran de una piel como la de la anguila, pero con unas grandes puntas afiladas hechas de huesos que sobresalían cuando las desplegaba totalmente. Cada dedo de las alas terminaba en una garra de hueso.
Veía sombras que susurraban la palabra «Nahhashim», y alrededor del sacerdote había otras figuras de hombres hechas absolutamente de oscuridad. Otra palabra que susurraban era «Maz-Sherah».
El sacerdote debía de ser el peor demonio del infierno, con sus amplias alas desplegadas y las terribles sombras de los muertos alrededor de él, susurrando. Yo todavía temblaba, pero no por verlo a él sino por las otras sombras que me provocaban un terror sin nombre.
El sacerdote habló en mi interior, no con palabras de un lenguaje extraño sino con la lengua de fuego que repetía sus palabras a través de mí, en la boca de la cual yo había olvidado su existencia.
—Los Myrrydanai te conocen por el aliento. Ellos quieren destruirlo todo. La propia madre oscura huele tu carne y sangre. Te perseguirá. Pero tienes que venir. Los Nahhashim esperan. Los Kamr esperan. Tienes que traer el vino y la flor para que te reconozca.
Los labios de Pythia se cerraron. Exhalé en ella y se apartó.
La visión desapareció. El sacerdote ya no ocupaba mis pensamientos. Pero era como si estuviese allí con nosotros dos, en la torre. Sus últimas palabras eran como fantasmas que me perseguían.
Pronuncié sus palabras en una lengua antigua que me era desconocida, y aunque entonces no entendí el significado, las palabras que recordaba eran «Alkemara», «Lemesharra», «Medhya», «Merod», «Myrrydanai» y «Nahhashim».
La mirada de Pythia era de horror. Era la primera vez que no veía en ella una mirada de poder o engaño.
En ese momento supe lo que ella sabía.
La visión había sido en su interior, y de algún modo, cuando me pasó el aliento a mí, me la llevé de su alma como si sacase agua de un pozo profundo.
El pavor de su rostro reflejaba algo en su interior. Ya no era mi madre, mi diosa, mi amante, mi hija ni mi señora.
Ella era un vampiro, uno de los nauseabundos demonios acerca de los cuales me habían advertido, y cayó de espaldas al oír las palabras.
—¡No! —chilló levantándose, todavía asustada.
Empezaron a salirle alas de dragón por la espalda. No se las había visto antes. Le salieron al arquearla, y de pronto las desplegó totalmente como las del sacerdote.
Se levantó del suelo despacio, batiendo las grandes alas lentamente en el aire quieto y fétido.
Supongo que quería matarme, pero algo le detenía la mano. Por primera vez, sentí todo lo que los vampiros sienten. Es la corriente, la conexión entre esas criaturas y su presa.
Comencé a tener la sensación de ser otro. Inhalando el aliento abrasador de Pythia había comenzado el viaje hacia la muerte.
Me tumbé, incapaz de defenderme si decidiese matarme allí mismo. Noté que un frío invernal invadía mi cuerpo. Entonces la sensación que tuve fue como si hubiese navajas de hielo cortándome la carne, de dentro afuera.
«Por fin», pensé. «Estoy muriendo. Voy a experimentar el fin de todo.» No me preocupaba si mi alma iba al cielo o al infierno. ¿Qué importaba si los ángeles o los demonios habían ganado la batalla por mi alma? Mejor estar en una eternidad de tortura con sentido que en la vida que había tenido. Los recuerdos de mi vida no retrocedían como yo. Intenté aferrarme a algo al sentir que mi fuerza vital abandonaba mi cuerpo. Intentaba recordar a los que había olvidado. Mi madre, ¿qué aspecto tenía? Recuerdo el olor de su fuego, pero no su cara. Mi hermano Frey, ¿qué fue lo último que me dijo? No lo recordaba. ¿Lo vería en la otra vida? ¿Encontraría allí a alguno de aquellos por quienes me preocupé? ¿Ardería en los fuegos eternos del infierno? Pero esos últimos pensamientos ya no tenían sentido cuando el invierno se apoderó de mi carne.
Al final, vi una fugaz chispa azul, como si se hubiese encendido una cerilla pero sin que llegase a prender la llama.
Una oscuridad pesada me engullía en un agujero, y todo lo que veía empezó a desvanecerse en el valle de la sombra de la Muerte. Olía algo que era como el recuerdo de una rosa. Era el viaje a través de la muerte. Las velas se apagaban como si estuviesen encendidas dentro de mí. Dejé de sentir hormigueo en los dedos mientras una pesadez convertía en piedra mis extremidades. Sentía una presión creciente en el pecho. Mi mente ya había comenzado a moverse con la rapidez de los halcones hacia una oscuridad tan profunda que empezó a volverse luz otra vez, pero sin ser luz ni oscuridad, noche ni día. Aparecieron mil colores mientras mi cuerpo se convertía en hielo.
Y entonces me extinguí con lo último de la llama.
Me desperté tres noches después.
Mi vida mortal acabó en aquella torre, con la criatura, el vampiro, bebiendo las últimas gotas de la sangre de mi vida, y dándome el aliento de la condenación inmortal. ¡Cuántos años y siglos han pasado desde entonces! La ciudad de mi renacimiento está sepultada bajo la arena, mientras otras ciudadelas se han construido y han caído como castillos de arena en una marea aplastante, construidas, destruidas, reconstruidas, deshechas. El propio tiempo ha cambiado con la primera resurrección, porque los días se han convertido en minutos, y los años en horas.
La mortalidad es el breve parpadeo de una lámpara en la corriente de aire de una habitación abierta. La existencia inmortal es el fuego que se extiende en el viento, a través de la hierba seca y los pueblos agonizantes. Destruye y seduce, es el horno de la eternidad en el interior de una criatura sola: el hombre que se levanta de la muerte.
El hambre y la sed han crecido al despertar.
La propia mente ha crecido, se ha expandido, y abarca más de lo que la mente mortal ha podido nunca. La empatía crece, así como un conocimiento monstruoso de la presa y del baile que debe realizar con el depredador.
Pero lo primero que siente un vampiro recién nacido es el choque del recuerdo del viaje a la muerte, al propio Umbral, y el retorno a la carne es un regreso mal recibido.
La muerte es un susurro, un eco, pero la vida es un llanto, un delirio estúpido que te encadena a la carne, a los músculos, a los nervios y al latido del corazón.
A la propia sangre.
Descanso en una tumba profunda, abierta.
Sobre mí, la oscuridad.
Recuperé la respiración como si emergiera del mar después de haber creído que me ahogaba bajo las aguas, y me agarré a lo que pude, a las rocas a mi lado, para sentarme y que el fuego de mis pulmones cesara y poder inhalar el aire profundamente. Me incliné hacia adelante, rodeando las rodillas con mis brazos y apretándolas contra mi pecho. Estaba desnudo. A mi lado, mi túnica, mi capa y mi espada.
Alguien me había llevado a ese lugar. De la torre a esa casa de muerte.
Mis labios estaban resecos. Me sentía mucho más viejo que lo que decía mi edad. Tenía sólo el ligero recuerdo de un sueño, y al ganar claridad en mi conciencia, comprendí que no era un sueño en absoluto, sino la visión que Pythia me había obligado a ver. La misma visión que tanto la había atemorizado, aunque entonces no supe por qué.
El sacerdote, con sus brillantes ojos oscuros de escarabajo, y las figuras vestidas de rojo y negro y amarillo que estaban pintadas en su cuero cabelludo afeitado, los pequeños anillos dorados que cubrían sus lóbulos y las aletas de la nariz.
—Los Myrrydanai te reconocen por la respiración —susurró el sacerdote—. Ahora ellos intentan destruir el Todo. La propia madre oscuridad huele tu carne y tu sangre. Ella te perseguirá. Ahora debes venir. Los Nahhashim esperan. Los Kamr esperan. Debes traerme el vino y la flor para que yo pueda reconocerte.
Abrí los ojos, y busqué.
Los cerré de nuevo, y vi al sacerdote de mi visión. Y escuché de nuevo las palabras que me susurró, «Nahhashim. Alkemara. Lemesharra. Merod».
Y entonces vi otra figura envuelta en las sombras, y supe que era una mujer, y ella extendió los brazos hacia mí y sentí un terrible hielo manar de su interior, y a su lado había sombras danzantes, y el sonido susurrante de un batir de alas como si se lanzaran a volar en la noche. La voz del sacerdote crecía cada vez más en mi cabeza:
—Ella sabe que estás cerca.
Abrí los ojos a la oscuridad. Los susurros en mi cabeza cesaron. Empecé a ver con claridad en ella. Un poco más allá, otro pasadizo. Había visto aquellas tumbas cuando vagué por Hedammu buscando a Thibaud. Entonces me había sentido como si estuviera al borde de un precipicio. Ahora estaba en el fondo. En una suerte de hogar de la muerte.
Sentí a alguien cerca de mí, aunque entonces no pudiera explicar cómo podía notar la presencia de otro. Ningún sonido llegó a mis oídos. Y no vi nada al mirar por encima de mí.
Intenté levantarme, pero mis piernas estaban demasiado débiles, y me derrumbé.
Entonces, la prisa del viento, aullando casi sobre mí, como si una puerta se hubiera abierto a una tormenta.
Susurrando por encima de mí.
Entonces, el sonido de un grito sordo.
Un gran bulto descendió hacia mí desde las alturas.
Yo di un salto atrás.
El bulto resultó ser una doncella, completamente atada de pies a cabeza.
Me miró fijamente, aterrorizada. Su rostro era blanco como la leche, y tenía heridas abiertas en su hombro y garganta, como si un lobo la hubiera atacado. ¿Realmente Pythia había bebido de ella? Mi corazón se aceleró, pensando en Pythia y en su modo de alimentarse de mi propia garganta.
Intenté levantar a la doncella, pero no para protegerla. No vi tanto en ella el rostro de una mujer como lo que corría bajo su piel, un oscuro y delicioso elixir, exquisito como el buen vino y puro como el agua, su sangre.
Ya no sería un hombre nunca más, te lo aseguro, era el monstruo nacido después de haber recibido el aliento de Pythia.
Me arrastré hacia ella. Y cuando estuve cerca, ella abrió la boca para gritar.
Me puse a su lado. Mis dedos rozaron suavemente su garganta herida. El calor que sentí en su piel me reconfortó. Encontré el pulso de una vena cerca de la blancura de su cuello. Si me hubieras dicho que la alcé y bebí de ella como si se tratase de un barril de cerveza me hubiera asombrado de semejante mentira. Quería a aquella doncella, y no deseaba hacerle daño alguno.
Le hablé con amabilidad, mi voz era tan débil como fuerte mi hambre. Simplemente le pregunté si quería desprenderse de una parte de sí misma, de un recuerdo de su existencia. Le prometí que después la dejaría marchar. La desataría, le dije. Ella podría volver a casa si me daba un recuerdo de ella, aquella flor roja de su garganta.
Un sentimiento monstruoso me embargó. Y luché contra él con todo mi empeño.
—Por favor —susurró ella. Lo había dicho en una lengua extranjera, pero algo dentro de mí tradujo sus palabras sin que yo supiese cómo. Ése no era el idioma de mi hogar, ni se parecía a otros que había oído antes. Sin embargo, tenía la recién adquirida habilidad de comprender otras lenguas.
—Por favor —rogó. Y entonces empezó a rezar.
Mi compasión por aquella doncella superó a mi sed.
Asentí, y la desaté, liberándola. La tumba donde yo estaba era demasiado profunda para que ella pudiera escalar sus paredes. Mi sed por su sangre crecía, porque ahora podía olerla bajo su piel, empapando sus órganos y su carne como un vino oloroso. La sangre me llamaba. Clamaba por mis dientes para que la bebiese de un gran trago.
Quizá era así porque yo era un recién converso a esa extraña tribu de los no muertos, pero retrocedí hasta el mugriento muro de mi tumba y la dejé libre.
—No te haré daño —gruñí. Estoy seguro de que mi rostro aterrorizó a la doncella cuando me acerqué a ella y la rodeé con mis brazos.
Una mujer de piel oscura con la cabeza parcialmente cubierta por un turbante amarillo azafrán, con el cuerpo oculto por una suave tela que envolvía su atlética figura, se deslizó dentro de mi tumba. Se mantuvo de pie, cerca de mí, olfateándome. Las aletas de su nariz se ensancharon y después se convirtieron en dos rendijas, y sentí un extraño calor cuando se me acercó. El calor se convirtió en una extraña sensación, como si diminutas y brillantes plumas me acariciaran el rostro y la garganta.
Ella no era bella al estilo de las mujeres de la Cristiandad, porque era alta y ancha de hombros, y de estrechas caderas, y llevaba la cara pintada de un modo que parecía demasiado exótico incluso para las rameras del ejército. Era bella y demasiado fuerte para ser una mujer, parecía un guerrero, y aunque había oído historias de mujeres guerreras, no me las había creído hasta entonces.
Cuando empezó a hablar, me sonó como una extraña lengua que nunca antes había oído. Sin embargo, el calor de mi rostro y la sensación de que me estaba tocando sin hacerlo realmente aumentaban a medida que hablaba. Sentí vibraciones en mis oídos y pude comprender cada palabra que dijo.
—Tómala. Bebe hasta saciarte. —Su voz sonó como la de un comandante dándole órdenes a un soldado.
—No, no puedo —repuse.
—Debes beber —ordenó ella—. Si no morirás.
—Pues que así sea —respondí.
—Piensas que ella es como tú. Pero tú no eres mortal. Ahora eres un vampiro, uno de los caídos de Medhya. Como yo. Eres uno de la tribu. Y ella no. Ella es un recipiente de sangre. Debes beber.
Mientras hablaba, la fuerza de sus palabras me golpeó. No era mortal. Vampiro.
—Moriré.
—Tu instinto te hará sobrevivir —gruñó ella con desprecio en su voz—. Estás débil. Acabas de ser resucitado. Estarás débil durante algunas noches, incluso bebiendo sangre. Si ahora te atase a ella, beberías de ella hasta que muriera. Pero si ahora bebes un poco, ella puede vivir.
—Incluso así —repuse—. No lo haré.
—Que así sea —concluyó ella.
Dos criaturas de la noche se deslizaron en la tumba, sobre sus barrigas, como serpientes. Verlas me produjo escalofríos, y pensé que yo era ahora una de ellas. Una de ellas, un hombre de unos cuarenta años aproximadamente, era muy musculoso, tenía el pecho como una coraza, una barba poblada y enredada, y los cabellos largos hasta casi la cintura. Estaba desnudo a excepción de unos pocos harapos que apenas le cubrían la espalda. La otra era un joven, parecía turco, con los pómulos altos y los ojos penetrantes de los bárbaros, pero con los cabellos de color rubio, como los escandinavos. Vestía una simple túnica, y cuando se levantó vi su boca abierta, tan llena de filas de colmillos que parecía imposible que le cupiesen allí dentro.
Aquellos monstruos se acercaron a la doncella, que se protegía detrás de mí, rezando a sus dioses. Los dos hombres le quitaron las cuerdas y la ataron a mi cuerpo, de modo que su garganta y mi boca quedaron pegadas.
—Debes alimentarte —dijo la hembra vampiro—. Si no lo haces, cortaré su garganta y verteré su vida dentro de tu boca. Nosotros no permitimos sufrir a uno de los nuestros durante mucho tiempo. La presa también sufre cuando el depredador se demora.
Entonces, más rápido de lo que yo pude comprender con mi mente, ella y los otros se deslizaron fuera de la tumba.
—No me dejéis —rogué con una voz seca.
La hembra se detuvo en el borde, su mirada era de hielo.
—Bebe de ella. Su sufrimiento será corto. El tuyo, sin sangre, será insufrible. Nosotros sentimos el dolor de los de nuestra tribu. Tu recién nacido dolor es también el de todos nosotros.
Entonces, por fin, desapareció.
Me quedé solo con la doncella.
Quizá pasé horas allí tendido, atado a la joven mujer.
Solo con ella, que había abandonado todo forcejeo, con mis labios tan cerca de su garganta, no pude resistirme.
—Perdóname —dije.
Sin ser consciente de que ya la había sentenciado, acerqué mi boca a su cuello. Mis dientes —que ahora, para mi horror, habían crecido— se hundieron en su carne. Sentí el estallido de su piel, y después la sangre golpeando contra mi garganta. Saqué los dientes en cuanto pude recuperarme de aquel incontrolable instinto.
Había tomado simplemente unas gotas, sólo un poco, pero la doncella se había desmayado, o de dolor o de pánico.
Mis primeras noches fueron borrones de pensamientos y recuerdos mezclados con el sabor de la sangre. No sé lo que le pasó a la doncella que fue mi primer recipiente, pero una noche desperté y ya no estaba, y las cuerdas que la ataban a mí habían sido cortadas y descansaban en el suelo, a mi lado. Yo todavía no había abandonado el útero de mi tumba, y aunque sentía fuerzas en mi cuerpo, aún no me había recuperado de mi primera muerte.
La hembra vampiro me trajo tres hombres más procedentes de una batalla cercana a donde nos encontrábamos, todos heridos y quizá a punto de morir, a causa del ataque de otros de nuestra tribu: con mordiscos y heridas en brazos, piernas y gargantas. Yo me sentía como en un sueño de vértigo y sed inextinguible. Sentía como si mis labios resecos tuvieran cientos de años. Incapaz de moverme deprisa, con las articulaciones agarrotadas, apenas pude arrastrarme sobre el primer hombre cuyo cuerpo y espíritu ya habían sido rotos por otros. No me detuve a considerar mi monstruosidad: mi sentido de la humanidad empezaba a erosionarse por mi hambre y la sensibilidad de mis sentidos se intensificaba.
Incluso ahora podría defender la idea de que todos los humanos tienen una criatura como ésa en su interior: ese depredador dentro de cada hombre y de cada mujer, el monstruo de su interior, si emergiese, podría alimentarse con la sangre del amigo o del amante. Luchamos en la guerra y herimos a nuestro enemigo. Había visto la injusticia enmascarada de justicia, y el asesinato bendecido por la religión. Había visto a mi propia madre arder por el placer y el sentido de justicia de otros.
El monstruo acechaba dentro de la humanidad, a nuestro alrededor, como una sombra que no se revelara hasta el crepúsculo, hasta que la inundase el deleite de la sed de sangre.
Es la naturaleza, después de todo, la que llama al halcón para desgarrar la tierna garganta del conejo, y a los galgos para que acorralen al cervatillo en el bosque. ¿Era el hombre diferente? ¿No fuimos hombres una vez, aquellos de nosotros que habíamos resucitado a esta nueva vida después de la muerte? ¿Quizá era esto el cielo? ¿El reino mismo de los dioses, porque todo lo natural y sobrenatural se alimentaba de la sangre del hombre? ¿Qué era lo que saboreábamos de los hombres? ¿No era sino la sangre de nuestro Señor? ¿Qué hacían las sanguijuelas que nos ponían los médicos en la carne sino beber de nosotros para sanarnos, librándonos de los fluidos del cuerpo? ¿Y qué placer recibimos al ofrecer nuestros brazos y piernas, y la sustancia del fruto de nuestros cuerpos a las sanguijuelas?
Todos somos monstruos. Toda la humanidad. Nosotros, miembros de esta tribu de la noche, salvajes y bárbaros, vivimos entre la muerte, bebemos de los débiles y agonizantes, somos chacales con forma humana. ¿No ignoramos las convenciones sociales de la amabilidad y la bondad y la falacia de diferenciar entre la carne y la sangre del ciervo y del hombre?
Seguí el instinto que crecía en mi alma como el fuego, un fuego que sólo podía contenerse vertiendo en él la sangre del sacrificio.
Cada noche, durante casi una semana, bebí de las gargantas de los soldados como un ternero recién nacido que chupase ávidamente de la vaca. Mis noches como monstruo acababan de empezar, pero incluso entonces sentía algo que iba más allá del asesinato y derramamiento de sangre. Cada vez que enviaba a la muerte a una víctima, sentía una profunda conexión dentro de mi alma.
Cuando has vuelto de la muerte, te das cuenta de las puertas que ésta abre. Tu mente crece en conocimiento, y el breve sufrimiento de la vida es un regalo para aquellos que viajarán al Umbral, y más allá, al destino del alma.
Mientras, tú, la criatura que bebe de los cuerpos, permaneces en la tumba, consciente, sabedor de todo aquello que has perdido, posees el conocimiento de que tu propia destrucción descansa dentro de ti, de que el precio de la inmortalidad es la muerte viviente que nunca acaba.
Los soldados se revelaban contra mí. Esos hombres que habían pasado sus jóvenes vidas en la guerra, como yo, aún estaban aterrorizados como niños en una pesadilla.
Mi instinto aumentaba y amaba la lucha de aquellos hombres en tanto que yo los vencía y bebía de ellos como de grandes jarros, sorbos de rojo elixir que me llenaban de fuerza y esperanza y amor renovado por el mundo. Mientras sostenía a algún soldado frente a mí, desgarrando su garganta, sentía una verdadera comunión con él, al que dejaría después, muerto, vaciado tan exhaustamente por mi sed, habiéndome revelado su secreto, la maravilla y el orgullo de su tesoro, sepultado en carne y en sus venas.
Yo me retiraba, saciado, y me sentía más vivo que nunca.
Durante aquella primera semana de noches bellas y largos sueños, aprendí de la tribu en la que había entrado al morir la primera vez. Los demás vampiros —había contado seis o siete vigilando a mi alrededor mientras yo bebía— no se aproximaron a mí durante aquel tiempo, excepto para mirarme cuando yacía en mi tumba, como si experimentaran una gran curiosidad.
Cuando me despertaba del sueño, que parecía la misma muerte porque era simplemente el vacío, sentía desasosiego, porque parecía como si me hubiera tendido en mi tumba sólo un instante antes. En aquellos momentos, los olores que me recibían eran de tierra y de éter fétido, como un animal recién muerto. Quizá ese animal había sido yo. Antes de abrir los ojos, sentía como si alguien estuviera mirándome. Sin embargo, tan pronto como miraba, a mi alrededor no había nada más que la tumba de mi renacimiento. Tenía de nuevo fuerzas, la sangre me la había proporcionado. Sentía una gran vitalidad en mi carne, y anhelaba abandonar mi lugar de descanso. Escalaba la pared de la tumba, y veía un nuevo mundo.
Enormes columnas amarillas enmarcaban la espaciosa cámara y se elevaban cientos de metros sobre mi cabeza. Las rendijas de las ventanas dejaban entrar la luz púrpura de los últimos rayos de luz, que se demoraba como una espada brillando sobre la oscuridad de mi tumba.
Mis ojos se adaptaban a la oscuridad: de nuevo todo se volvía luminoso para mi visión. Ahora veía como un gato, mejor cuanta menos luz hubiese. La tierra misma poseía luminosidad, y era maravilloso mirarla: era como si la débil humanidad no pudiera ver la luz que emanaba de la vida misma. El movimiento de los gusanos, de los piojos, de las más pequeñas hormigas, de los hongos más diminutos, creaba finos rayos de luz amarilla que yo sentía como antorchas encendidas en la tierra. Sentía mis ojos dilatarse, y pronto, podía ver más: las piedras del muro alejadas de mí más de cien metros, las demás tumbas a mi alrededor. Sentía que había en ellas otros como yo, también recién despertando a la noche.
Ese pensamiento me producía un ligero temor: yo era un monstruo entre monstruos.
Yo aún no me había vestido, y me sorprendió darme cuenta de que no tenía vergüenza alguna por mostrar mi desnudez como cuando era un hombre mortal. En vida, habría sentido vergüenza sin una túnica o alguna prenda de ropa, pero ahora, sentía como si la carne misma fuese vestido suficiente. Miraba mi cuerpo, se había vuelto blanco, parecía de alabastro. Extendía los brazos buscando la vida en mis muñecas, pero no había nada. Sin embargo, sentía la vida en mi interior. Sentía latir el corazón en mi pecho, la sangre bombeando. La vida existía, imposiblemente, en este cuerpo que ya nunca más estaría ni vivo ni muerto. Sentía el movimiento de la naturaleza misma, como cuando despertaba, y me preguntaba acerca de esta nueva existencia, de esta condenación: ¿por qué existiría si fuera verdaderamente malo? ¿Por qué me sentiría joven, e incluso feliz, después de que me arrebatara la muerte?
¿Qué clase de locura me poseía que me reía en cuanto me despertaba, y no deseaba nada más que la dulzura y el calor de la sangre?
Había temido ser el mismísimo demonio. Que mi necesidad de sangre humana pudiera volverse en mi contra. Pero ese amanecer en la tumba me proporcionaba un sentimiento de alegría total: sí, sabía que necesitaría beber de un hombre o de una mujer aquella noche. Sí, eso podía significar la muerte de esa persona. Pero ¿qué importaba? ¿Qué era la muerte, después de todo? Me había tomado, pero al mismo tiempo me había liberado. Experimentaba una sensación de libertad que ningún hombre vivo era capaz de sentir. Amaba la humanidad por eso.
Mi mente crecía cuando me desperezaba. ¿Podría tomar a un joven, como un león da caza a una gacela? ¿Haría que una joven me diese el regalo de su sangre en vez de una noche de pasión? ¿Apresaría a un joven —otro soldado, quizá— de fuertes músculos y risa desbordante? ¿Podría llevarles el conocimiento de su propia mortalidad, su vulnerabilidad, o les haría saber que su poder era la fuente de mi nueva vida?
Mi amor era muerte. Mi muerte era amor. Yo les llevaba la muerte a los mortales con mi nueva reencarnación, y cuando bebía de ellos sentía que eran un regalo para mí.
Si fuera un demonio, ¿por qué aún seguía rezándole a Dios? ¿Por qué había empezado a comprender que también otros dioses habitaban el mundo? ¿Por qué había cambiado mi modo de pensar, y por qué sentía que eso liberaba en mí el instinto de una bella fuerza que se le había negado a la humanidad?
¿Por qué sentía que valía la pena vivir la vida si no estuviera realmente vivo por primera vez desde hacía veinte años?
La muerte era un campo de batalla. Los cuerpos de mis hermanos se esparcían en un gran campo de sangre. Yo no estaba muerto, no en el sentido de la muerte, y sin embargo tampoco estaba vivo, pero sentía más vida en mí que nunca. Mi mente se recreó con aquel pensamiento: la muerte, la inútil muerte, era producto de la humanidad. La humanidad era una plaga contra sí misma. Yo era una criatura recién nacida entonces, amaba a los hombres y a las mujeres. Apreciaba lo que ofrecían, y quería tomarlo, con cariño, con bondad, como el amante que toma la castidad de la doncella y la mantiene cerca de sí. Quería sostener a un hombre en mis brazos mientras bebía su jugo rojo, besar el cuello de una mujer antes de notar el pulso en sus venas y desgarrarlo en busca de su exquisito licor.
No había locura en esos pensamientos. Sentía como si Dios no me hubiese abandonado, sino que, de algún modo, con mis fluidos vitales, me entrelazaba con Él. Había comido del fruto del árbol, no del conocimiento del bien y del mal, sino del conocimiento de la vida después de la muerte. No en algún reino oculto del espíritu, sino aquí, en esta tierra, en el verdadero corazón de la tierra de la muerte.
La sed me angustiaba temprano. Sentía como si no me hubiese alimentado nunca antes, y que si no encontraba sangre pronto, me secaría como la última brasa de un horno.
A mi alrededor, los demás también se levantaban, algunos lentamente, otros con rapidez. Sus figuras me parecían bellas, los hombres eran musculosos y poseían una belleza que yo nunca había apreciado en mi vida mortal. Las mujeres también tenían aquella belleza no muerta, ese glamour de la seducción que indudablemente se necesitaba para atraer a la presa. Bellos, malditos y llenos de una energía que era como un espejismo de aire alrededor de sus formas. No parecían cadáveres ni demonios, parecían dioses de la tierra, cuyos movimientos y superficie de su carne poseían la energía de la vida.
Yo anhelaba hablar con ellos, preguntarles sobre su existencia y sus viajes, pero ellos se movían con rapidez, a veces incluso más rápido que el ojo. No mostraban interés ni en mí ni en sus compañeros del reino demoníaco. De hecho, huían por los pasadizos al mundo de los mortales.
Se presentó una mujer de piel oscura y pelo trenzado. La primera que me habló de la necesidad de beber para vivir. Vestía una capa raída, y me miró brevemente. Sus ojos eran amarillentos, y sus labios resecos se abrieron, como si fuera a ponerse a hablar. Por un instante, creía que me hablaría, pero cuando abrió la boca, fue para mostrarme los colmillos de un lobo. Se cubrió el cabello con la tela, que se ató como un turbante. Entonces, se deslizó por una de las altas columnas hacia arriba, y se movió por el techo de aquel cementerio cubierto hasta que alcanzó la rendija de una de las ventanas. Se deslizó por ella, ya que su cintura y caderas eran muy estrechas, y se movía como un gato.
Yo me vestí, y entonces, sintiendo la necesidad de cazar, trepé hasta el pasadizo superior, moviéndome como una araña, mis dedos de manos y pies rozando levemente las piedras, y sin embargo, adhiriéndome de algún modo capaz de permitirme subir la pared vertical.
Las luces seguirían brillando mientras no fuese noche cerrada, pero esa falsa luz del día cambiaba los colores, y lo que era rojo parecía amarillo, lo que era azul parecía blanco. Cuando emerge al patio, la luna parecía una esfera de oscuridad, y el cielo estaba encendido incluso allí donde no había estrellas. Donde había estrellas, sin embargo, sólo se veían agujas negras.
El resto de mi tribu se había adentrado en la noche. Buscaban al viajero en el camino, o al soldado muerto en el campo de batalla, para beber de ellos. Yo, también dispuesto, olfateé el almizcle de los no muertos, siguiendo su sendero invisible.
A través de la noche encontré el rastro de mi tribu, y me desplacé a lo largo de aquella cálida e invisible corriente de aire: el torrente que los miembros de mi tribu sentían entre ellos. Mi mente se movía en ella, así como mi cuerpo, y pronto les di alcance. Cuatro o cinco de mis hermanos habían atrapado a un soldado agonizante que había acampado en la falda de una colina rocosa. Lo habían extraído de su armadura, y un demonio hembra levantaba su hacha celebrando su victoria, bailando junto al fuego donde el hombre había asado su última comida.
Me acerqué al soldado: el rico aroma de metálico de su sangre me subyugaba. Era como oler un jabalí asado al fuego durante muchas horas. Se me hacía la boca agua. Sentí el dolor de nuevo, mis incisivos habían empezado a crecer dolorosamente, sin dejar de hacerlo durante días. Pero era un dolor que podía aceptar, porque incrementaba mi sed. Aparté a los demás vampiros, deseoso de poder beber de aquel hombre desafortunado. Su garganta y cuello brillaban de sangre. Las bocas y rostros de mis hermanos, húmedas de vida, sus labios retraídos como los de los perros frente a la muerte de un ciervo. Sostuve al hombre por los hombros, listo para degustar la rica leche de su vida, pero cuando lo miré a los ojos, retrocedí.
Él me miraba con una tristeza absoluta. Aún no estaba muerto, pero poco le faltaba para estarlo. Supe instintivamente que matarlo sería un acto de bondad, aunque una muerte rápida no era propia de mi modo de actuar. El instinto dentro de mí sabía que beber de esos recipientes de carne era la consecución de mi deseo. Una muerte rápida no era lo que debía desear, porque el sabor era mejor cuando la vida aún se movía en la sangre.
Pero conocí a ese hombre. Amaba a ese hombre como a mi verdadero hermano.
Lo reconocí, como si un recuerdo largamente sepultado hubiese emergido a la superficie.
Era Ewen, mi amigo, mi compañero, y me entristecí por más que sintiera una distancia del mundo de los mortales que me impidiese sentir compasión. Me reconoció a la luz del fuego. Los ojos se le pusieron vidriosos, pero entonces volvieron a brillar como si estuviese luchando en su interior para aferrarse a la vida.
—Aleric —musitó—, Aleric. Llévame. Llévame. Llévame a donde vas.
—No puedo —dije susurrándole al oído—. Te quiero, amigo. Pero no puedes ir a ese lugar. Somos demonios. Ya no soy Aleric. Déjame beber lo que queda de ti y sacarte de este mundo.
—Por favor —imploró—. No quiero dejarte. No quiero ir. Quiero servirte para siempre. Te estaba buscando. He seguido tu camino.
Pero no podía permitirlo. Yo lloraba mientras bebía de él, con las lágrimas ambiguas de quien desea paz para un amigo, para sacarlo de la miseria del dolor de la muerte, para abrirle la puerta a lo que sea que venga después, pero también con la determinación de quien tiene que alimentarse. ¿Acaso el pastor no pone nombres a las ovejas de su rebaño aunque luego coja al cordero más joven para sacrificarlo? Cuando se sienta a comer, ¿no recuerda a ese cordero y la ternura de su juventud, incluso mientras degusta su muerte? Del mismo modo degusté a Ewen, con su rico aroma de café exótico del Este, como los vinos de mi tierra, con el hierro de su interior sabiendo a delicado metal en mi lengua, como el filo de una navaja roma, la dulzura del anís y de la carne que él había tomado ese día.
Esa noche conocí el recuerdo que viene con la sangre. No el recuerdo de los que nos bebemos sino el recuerdo de nuestra propia mortalidad, su riqueza, y también su pobreza. La inocencia de la infancia, las caricias de la madre, el amor por la carne y el odio por uno mismo. Todo eso regresa en un sorbo de sangre, bebido para saciar una sed insaciable.
La vida es la sangre. La salud es la sangre. Es la bebida de los dioses, y ninguno de los que la han probado para sobrevivir odia a aquellos de los cuales bebe, los recipientes de la humanidad.
Yo sentía amor entonces, e incluso ganas de cuidar de él.
No saqueaba a ese hombre. Lo raptaba.
Apreté los dientes alrededor de la carne desgarrada y succioné con fuerza esas tiras toscas de piel. Él se convirtió en el recipiente de mi vida. Yo era una forma del amor que los hombres nunca entenderán porque piensan en la vida y la muerte como opuestos, cuando en realidad la vida es la muerte, la muerte es la vida, el amor es la muerte, la muerte es el amor, la inmortalidad es el infierno y la muerte es el cielo. Todos esos pensamientos me atravesaron. Sentí su amor por mí en su sangre, de un modo en que ningún hombre se me había entregado antes.
Cuando me aparté, goteaba sangre de mi barbilla, cuello y garganta. Vi una mirada de estupor alrededor de mí. Los demás vampiros me miraban, y yo me preguntaba si era por mi codicia.
Pero al volver la vista hacia el rostro de Ewen, lo comprendí: todavía no había conseguido detener su corazón. Aún quedaba algo de vida en él, y observé una intensa belleza en ese último instante de su existencia. Él era más bello que cualquier doncella, incluso más que Alienora. Tenía la belleza de lo que más tarde sabría que era el Umbral. El Umbral era el portal entre los vivos y los muertos. Una vez atravesado, no había vuelta atrás. Lo miré y entonces me vino otro impulso: lo quería conmigo. Ewen ya había estado allí, y con toda seguridad había acampado porque me había seguido la pista con la intención de encontrarme. Él era mi vínculo con la vida mortal, y no podía dejarlo marchar. No podía dejarlo morir igual que al pequeño Thibaud, en manos de aquellas criaturas.
No podía.
Llamadlo egoísmo, miedo o soledad, pero yo lo quería otra vez para mí, para ser mi amigo.
El instinto se agitó en mi interior mientras recordaba los labios de Pythia contra los míos.
Lo introduciría en este mundo y lo convertiría en uno de nuestra tribu.
Acerqué su cabeza y le separé los labios con los dedos. Sus ojos abiertos se movían. Me miró como si estuviese drogado.
Me di cuenta de que me reconocía, y sentí que lo aceptaba.
Sin más dilación, apreté sus labios contra los míos, encajándolos como recordaba que Pythia lo había hecho.
Como un viaducto que lleva agua a un nuevo canal, exhalé en su tembloroso cuerpo. Otra fuerza se me dio a conocer, desde mis pulmones, un poder que no había conocido antes. Mi respiración. El tránsito ocurrió en la respiración misma. Le di la fuerza a Ewen, cuyos labios atraparon los míos con ternura.
Sentí que apoyaba su mano ligeramente en mi espalda, y luego en el pecho. Tenía la mano fría, pero se calentaba a medida que yo respiraba en sus pulmones. El flujo de corriente de mi boca a la suya se incrementó, y sentí como si no tuviese que detenerlo nunca, como si me perdiese en su boca, por su garganta, totalmente dentro de él, perdiendo mi cuerpo y espíritu para que pudiese respirar de nuevo. Me puso las manos en la espalda y me apretó contra él. Sentí que su deseo aumentaba, como un horno que empieza a ponerse incandescente. Percibí una presencia invisible con nosotros, susurrándome los secretos de la corriente, del flujo entre vampiro y humano, de transmitir la respiración y la muerte que era vida a otro.
Noté unas terribles palpitaciones en los oídos, y una debilidad suave en la espalda. Él no se limitaba a beber el aliento de mi boca: estaba engullendo mi esencia. Noté cómo disfrutaba robando mi fuerza, succionando de mi núcleo, de mi fundamento… de mi ser. Era ya mi niño, mi bebé, mi retoño en los no muertos. Percibí la tercera presencia, la creación de un nuevo ser dentro de él al darle mi aliento. Estaría para siempre conectado a mí a través de mi esencia.
Inhalaba ávidamente de mis labios como busca aire un hombre que se ha estado asfixiando, y la succión así creada comenzó a dolerme. Recordé a Pythia, cuando se echó atrás, rompiendo la conexión entre nosotros, saliendo del flujo sagrado que nos vinculaba. Sentía un dolor muy agudo mientras él rebuscaba con la lengua entre los bordes de mis dientes y lamía mis labios, al mismo tiempo que intentaba quedarse con el resto de lo que le ofrecía. Pero entonces usé toda la fuerza que me quedaba y me eché atrás, separándome de él.
Me vino algo más, otro recuerdo de cuando Pythia me daba la vida en la muerte: Vi la gran ciudad llamada Alkemara, que resplandecía a la luz de la luna, y al Sacerdote, con alas tan oleosas como la piel de una anguila, totalmente extendidas tras su cuerpo. En su mano estaba el cayado de Nahbasbim.
Detrás de él había una figura tendida en un altar de piedra.
Cuando Pythia fluyó dentro de mí, me enseñó un secreto, algo terrible que yo no supe interpretar.
Había allí una mujer desnuda, al lado de aquel Sacerdote rodeado por sus alas, con la cara cubierta por una máscara de oro. Desde sus grandes pechos hasta su cintura prieta, y más allá de sus redondas caderas hasta sus piernas delgadas pero musculosas, su cuerpo moreno por el sol estaba cubierto de sangre. La visión parecía un sueño, porque algunas partes se mostraban vivas mientras que otras parecían hechas a medias. Por un momento vi claramente la máscara de oro: tenía los rasgos de una mujer, con la boca ancha y la lengua fuera, y ojos salvajes y grandes. Tras las aberturas de la máscara, donde deberían haber estado los ojos de una mujer, vi oscuridad.
Algo me llevaba hacia ella. Mi visión se movía, como si tuviese alas, hacia la mujer enmascarada, que se hizo a un lado para mostrarme un altar. Me movía espontáneamente hacia éste sobre el que una joven yacía atada. Vestida como si fuese de la realeza, lucía una túnica de fina telaraña. Sobre los hombros llevaba un manto turquesa bordado con hilo dorado. En el pelo, una diadema con forma de halcón. Era la propia Pythia.
Entonces esa visión fluida de Pythia, que me inundó cuando ella me ofreció su boca abierta, su sangre y su aliento en los momentos entre la vida y la muerte, se desvaneció.
Las sombras rodearon el altar. Sombras ávidas por arrebatarle la diadema y la túnica, y sentí como si se volviesen a mirarme desde algún lugar distante y lejano. Los susurros de esas sombras parecían moscas en mi oído. «Nahhashim, Maz-Sherah, te conocemos.»
Y entonces, la visión de ese lugar estalló en una luz brillante.
Yo estaba de nuevo con Ewen, con mis pulmones ardiendo, y mi cuerpo frío y vacío.
Se sentó, con un extraño rictus en la cara, limpiándose lentamente la boca con la mano. Su rostro despedía un fulgor radiante que yo no había visto antes.
Me sentí débil, y caí de espaldas. Miré hacia arriba para ver a los demás vampiros que me observaban.
Por la expresión de sus rostros parecían asustados.
Uno de ellos se agazapó detrás de mí. Tenía una mirada canina, con la mandíbula larga y ancha, y con unos dientes de bordes demasiado afilados. Su pelo era negro y espeso y le llegaba más abajo de los hombros, con algunos cabellos cayéndole por la cara. Tatuajes de discos y símbolos extraños le rodeaban la garganta y los brazos musculosos. Su ropa era de un tipo que había visto en soldados de Bizancio, aunque quizá se la había robado a alguna de sus víctimas.
Agarró mi muñeca.
—¿Qué has hecho? —preguntó.
Sentí sus uñas amarillas y torcidas penetrando mi piel.
—¿Qué es eso? ¿Es amigo? —dijo—. Eso es imposible —continuó mirando con estupor a Ewen, cuyos ojos se volvieron para mostrar el blanco—. Sólo las hechiceras pueden traernos al redil.
—Le he hecho a él lo que ella me hizo a mí.
—No —repuso otra, la mujer oscura que llevaba turbante—. Ella es la única.
—Morirá —anunció otro mirando de cerca y detenidamente los ojos de Ewen. El último estremecimiento de vida se produjo en él—. Morirá y se pudrirá como todos los demás.
—Deberíamos beber lo último de él —propuso el vampiro tatuado—. No debería morir con sangre en el cuerpo.
Mientras se arrastraba hacia adelante, su forma de reptar me recordó a la de una serpiente. Sentí repulsión porque sabía que a medida que las noches pasasen, me parecería cada vez más a él y menos a Ewen. Me había convertido en un gusano negro, una plaga para el mundo.
Con todo, había una belleza armónica en sus movimientos. A medida que se acercaba al cuello desgarrado de Ewen, olfateaba con sus húmedas fosas nasales. Se volvió hacia mí. Entonces, mirando a la hembra del turbante, dijo:
—Eso no puede ser.
Ésta se puso encima de Ewen. Sentándose sobre su pecho, se inclinó hacia adelante para poner su boca cerca de la suya. Comenzó a husmear alrededor de su cara y garganta. Entonces me miró de forma sospechosa.
—¿Quién te ha enseñado eso?
—La que habéis llamado hechicera.
—¿Cómo? —inquirió el vampiro tatuado.
La hembra dio un salto, alejándose de Ewen, y vino hacia mí. Me tiró al suelo.
—¿Viste algo? ¿Viste la ciudad?
Al recordar el altar y al Sacerdote, contesté:
—Vi a un hombre y un altar.
La hembra miró a los demás, que se me acercaron mientras yo seguía bajo su peso.
—¿Aprendiste eso… el Beso Sagrado… de ella?
Antes de que respondiese, otra hembra vampiro dio un paso. Era delgada y pálida, y tenía una mirada de disgusto.
—Nunca deberíamos haberlo sacado de la torre.
—Rat-ash —murmuró el tatuado como si fuese un juramento terrible—. Ella nos abandonó.
La hembra del turbante que estaba sobre mí me tocó en la frente, y se inclinó hacia mí, husmeando de nuevo. Susurró:
—Estarías muerto si no fuese por nosotros, recién nacido. Tu hechicera te abandonó, de manera que no te alimentarías si te levantases de la primera muerte. Sabíamos de ti, y te encontramos en la torre.
La otra hembra escupió.
—La hechicera hizo bien al dejarlo aquí. Él nos trae el mal.
Los otros comenzaron a murmurar. Observé sus caras y vi rabia y confusión.
La que me presionaba en los hombros con las rodillas para mantenerme en el suelo soltó un grito desgarrador que hizo callar a los otros. Entonces, acercando su cara a la mía, dijo:
—¿Cómo te llaman?
—Aleric —respondí—. El Halconero.
Una sonrisa enigmática apareció en sus labios y enseñó los dientes.
—Pues bien, Halcón, háblame de lo que te enseñó la hechicera.
—Bebió de mí hasta que perdí casi toda la sangre. Apenas respiraba y no veía nada. Pero entonces apretó su boca contra la mía y respiró tanto la vida como la muerte dentro de mí. Y mientras introducía su flujo cálido en mi garganta, tuve la visión de una gran ciudad en un tiempo antiguo. Vi a una mujer de belleza madura que llevaba una horrible máscara de oro, y a su lado a un hombre santo con las alas de un dragón. En la mano tenía un bastón que parecía lleno de serpientes entrelazadas. Frente a ambos, un altar de piedra azul, y sobre él, la propia Pythia, como una prisionera esperando su propio sacrificio.
—Alkemara —dijo la hembra del turbante, mirando a los demás.
Sacudí la cabeza.
—La Ciudad de las Alkemaras, es lo que me dijo el Sacerdote. Y había sombras terribles que me susurraban. Las vi cuando introduje mi aliento en la boca de mi amigo.
—Los Myrrydanai. Vienen —informó uno de los que estaban cerca.
—No —repuso el tatuado—. Los percibiríamos en la corriente.
—Hay otras palabras extrañas que no entiendo —dijo—. Nahhashim. Maz-Sherah. No conozco el significado de la visión, pero Pythia se apartó de mí súbitamente. Me di cuenta de que ella no sabía cómo yo había compartido su visión de ese lugar y esa gente. Entonces gritó por eso, y vi que grandes alas le nacían de la espalda. Se fue volando entre la noche, chillando como si yo no tuviese que haber presenciado nada.
—Ella te dio la vida eterna —concedió la hembra del turbante—. La hechicera nos creó a todos para ver cómo nos extinguimos.
—Pero ¿qué pasa con esa visión, con esa gran ciudad?
—No es nada —contestó el vampiro tatuado—. Es un recuerdo del mundo antiguo, un instante de otra era. Hemos oído historias acerca de ella. Pero nadie… nadie ha tenido visiones en la que aparezca.
—Miente —dijo la hembra que estaba encima de mí—. Ella lo ha enviado para que nos aniquile. Lo dejó aquí. Ella sabía que percibiríamos su corriente y lo encontraríamos. Es una trampa.
—¿Y el Beso Sagrado? —preguntó la mujer del turbante—. Ninguno de nosotros es capaz de hacerlo.
—Todos lo hemos intentado —declaró otro vampiro, un hombre atractivo que estaba en pie con la espada de Ewen en la mano—. Hemos estado esperando para traer a nuestros amantes con nosotros. Y en cambio los hemos enviado más allá del Umbral.
—Él es el elegido —dijo la mujer con turbante mirando a los demás.
—¿Es posible? —interpeló otro.
—¡Callaos! No hay un «elegido» —gritó el vampiro tatuado—. No es más que una mentira.
—Todo son mentiras —proclamó la hembra que estaba de pie—. No existe Maz-Sherah. Alkemara es una fábula. Tampoco los dioses existen, nosotros los creamos para no temer la Extinción.
—Tú has oído la voz de la madre oscura —anunció la hembra que estaba sobre mí—. La que intenta aniquilarnos tras habernos dado la vida.
Los demás asintieron murmurando.
—Es nuestra maldición lo que nos habla —espetó el tatuado.
—Su voz es como un trueno, y sentimos su rayo en la propia corriente —participó otro.
—Nos envía al Exterminador —vaticinó la hembra—. Os aseguro que él es el elegido. Es como nos dijo Balaam.
Entonces ordenó a uno de los vampiros que fuese a buscar más bebida, dado que yo era débil. Ella me sostuvo en sus brazos, aunque yo mantuve los ojos en Ewen mientras me levantaba.
—Debes alimentarte de nuevo antes del amanecer —recomendó ella.
—Maz-Sherah —dijo uno de los vampiros con cierta estupefacción en la voz—. Balaam hablaba acerca de Maz-Sherah muy frecuentemente. Pero yo pensaba que era un sueño.
—Si él es el elegido —planteó el tatuado—, ¿por qué no tiene el conocimiento? ¿Por qué es débil? ¿Por qué no lo reconocemos?
—El sueño todavía no es carne. Él no se ha convertido todavía —anunció el vampiro del turbante—. El Sacerdote respira a través de él. Nuestra madre oscura, que desea el fin de los días, lo teme.
—Él nos traerá la desgracia —anticipó uno de los otros—. Traerá el odio sobre todos los que beben sangre.
La hembra que gruñía encima de mí se llamaba Yset; el de cabello largo y los tatuajes en el cuello era Yarilo; el joven con la espada, Vali. Tras nombrar a los que estaban alrededor de nosotros, dio a conocer que el vampiro del turbante era Kiya. En algún tiempo Yset fue la mujer de un mercader que viajaba por el mar. Pero hacía unos cien años que la hechicera la había transformado. La peste había tomado la ciudad de Hedammu, por más que no hubiese ninguna enfermedad. No era más que el hambre de la hechicera. El más viejo de los vampiros de Hedammu se llamaba Balaam.
—Pero su tiempo está cerca —me informó Kiya—. Se ha debilitado, y le traemos sangre porque ya no puede cazar. Te seguiré contando después. Ahora tienes que alimentarte y descansar.
Al poco me trajeron a una mujer de un campamento que estaba a varias millas en la ruta comercial. Temblaba mientras la ataban muy fuerte, y la despojaron de sus ropas lentamente, ofreciéndomela.
—Bebe de ella —ordenó Kiya—. Toma largos tragos, y no dudes de terminártela. Te dará fuerza y fortuna.
Comencé por su cuello. La víctima me apretaba contra su cuerpo mientras yo lo hacía porque, como ya sabía, no resultaba desagradable a nuestras víctimas. Me pegué a su cuello como la sanguijuela se pega a las piernas que vadean el pantano. Le provoqué poco dolor por más que la destrozara. Borracho, saciado, caí en los brazos de Kiya, y sentí que el antídoto de mi tormento corría de nuevo dentro de mí.
Horas antes del amanecer ya me sentía suficientemente fuerte para tenerme en pie, y sostuve a Ewen en mis brazos. Como una manada de lobos, retrocedimos por la tierra yerma hacia nuestra casa, Hedammu, la ciudadela envenenada que había permanecido inhabitable durante casi una centuria por todo el mundo menos por los que se habían convertido en una leyenda en esa región: los chacales del diablo.
Metí a Ewen en aquella zanja que era mi tumba y fui a ver a Kiya, que me llamaba por la corriente invisible que fluía y mantenía unidos a todos los seres vampíricos de la tribu.
—Quiero que conozcas al más anciano de nuestra tribu —me dijo.
Me condujo hasta un gran círculo de piedra que sellaba una habitación de techo bajo. Retiramos la piedra y nos agachamos para entrar.
—Hace tiempo fue un gran rey —susurró.
Allí, en un lecho de barro, yacía el cuerpo. La piel, parecida al cuero, estaba desgarrada en las articulaciones de los codos, mientras que el cuero cabelludo, más fino, estaba cubierto de ampollas y se le caía a mechones.
Se arrodilló frente al muerto. Cuando lo tocó, pareció que la mandíbula se le descolgaba, abriendo ligeramente los labios. Observé los largos colmillos de nuestro hermano de tribu. Kiya me miró.
—Era bello no hace tanto. Tenía el pelo largo, dorado, y un cuerpo fuerte como el tuyo.
Mientras decía eso, me tocó el pecho y me puso la mano en la garganta.
—¿Sientes su corriente?
Cerré los ojos mientras sus dedos descendían por mi espalda. Sentí el calor de la corriente de Kiya, pero nada más.
Y entonces se convirtió en una sensación suave y casi imperceptible, como la de un insecto pequeño arrastrándose por el reverso de mi mano.
—Él cuidó de mí como yo cuido de ti —dijo—. El rey de una tribu de hombres que ya no pueden ser asesinados, como lo serán tantos hombres. Como tú, él se ha convertido en un enemigo de esta tierra. Y como ella hizo contigo y conmigo, la hechicera bebió de él y llevó su vida dentro de él. Y como nos pasará un día a ti y a mí, yace en el polvo para no levantarse nunca más.
—Somos inmortales —repuse—. ¿Cómo…?
Pero no tuve valor para terminar la pregunta.
—Mientras somos jóvenes y fuertes no somos mejores que lobos o chacales. Cuando la fortaleza se desvanece y pasan los años, nuestro infierno está en la carne. No hay muerte para nosotros. Se nos denegó en el Umbral. Ése —declaró enjugándose las gotas de sudor rojo que se le habían acumulado en las cejas desgarradas—, ése es nuestro destino si no nos matan los hombres. Es la Extinción. Vivimos para siempre, permanezcan o no nuestras mentes. Nos volvemos débiles e impotentes. A algunos les llega rápidamente y se convierten pronto en polvo. A otros, como Balaam, les llega lentamente.
—¿Ha vivido muchas épocas?
—No muchas —repuso ella—. Vivimos más que los hombres, pero no vivimos para siempre como somos ahora.
Sus ojos brillaban mientras lo miraba. Se agazapó al lado de él, y le tomó la mano.
—Cógeme —me conminó ofreciéndome la mano libre.
La cogí, e inmediatamente experimenté una sensación de horror. Sentía como si mi mano se licuase en la suya y fluyese dentro de Balaam, mientras él yacía allí, apenas sin respirar. Sentí un escalofrío y una cierta sensación de movimiento, como si hubiese tocado la piel desprendida de una serpiente dormida.
Más que nada de lo que había experimentado en mi inmortalidad, aquello me golpeó en el corazón de una forma en que ninguna experiencia humana lo había hecho. Aunque había llorado por mi madre, por mi hermano, por mi abuelo y por la pérdida de Alienora, cuando sentí lo que Kiya me transmitía de ese vampiro mientras ella apretaba más fuerte su mano y la mía, no percibí el terror de la Extinción de un vampiro sino el dolor de una enorme disminución de luz. Fue como si la corriente entre nosotros tres, al despertarnos, hubiese hecho emerger algo de mi interior que había estado latente en mi existencia previa. Entendí la tristeza de un modo que no era destructivo, negativo ni vano, como había sido mi sensación mortal.
Éramos uno en la corriente. Su pérdida, la pérdida de aquellas habilidades que tenía la criatura, del poder, de la memoria, todo eso era también mi pérdida. Y de Kiya, y aunque entonces no entendiera por qué lloraba a un monstruo como nosotros, sentía todavía una gran pena por la pérdida de ese inmortal, por el terror al que se enfrentó, porque sin haberlo oído de los labios de Kiya, lo sabía. Lo sabía.
La Extinción era peor que el dolor de un centenar de muertes.
Era extinguirse en la eternidad, permanecer encerrado en una jaula, descomponiéndose y convirtiéndose en polvo.
—Los mortales viajan cuando la carne les falla —declaró ella suavemente—. Su carne es su capa, y cuando se despojan de ella sus almas viajan a través del Umbral. Nosotros no podemos abandonar nuestra carne una vez hemos resucitado. La carne, el hueso y la sangre, el cuerpo, es nuestro cielo y nuestro infierno.
Sentía su juventud e infancia, sus años como vampiro, la oscuridad y la luz de su existencia, el desgarramiento de tejido de la memoria tanto como el desgarramiento de los músculos.
Ésa es la maldición del vampiro: la atrofia del cuerpo, que a la larga llega cuando nos separamos de la fuente de la tribu. Y nosotros, en esa ciudad cementerio, estábamos separados de la matriz de nuestro ser.
—Él me hablaba de Maz-Sherah —susurró Kiya—. Cuando yo era joven me hablaba de vampiros que vivían miles de años. Miles de miles. Conocía las leyendas de otros que se habían convertido en polvo antes de mi resurrección. Yo no lo creía ni me preocupaba. Pero he sobrepasado en muchos años mi era. He visto a otros como Balaam. Los he visto pasar de la juventud y la belleza a cadáver, a muerte en vida. Y entonces, he visto cómo sus huesos se desmenuzan. Sus ojos se secan como pasas. Su garganta se retuerce y deforma de tal manera que ya no pueden beber, ni siquiera si se les vierte la sangre por ella.
—Somos monstruos —repuse—. Vivimos como demonios y merecemos el infierno.
Recordé al vampiro alado traído del pozo del Gran Bosque. Un vampiro, alejado de su tribu, en su Extinción, en el fondo de un pozo negro. Recordé que los hombres le cortaron la cabeza y lo quemaron. Recordé las cenizas negras mientras se elevaban hacia el cielo, cuando fui un niño y no conocía esa otra existencia. Me preguntaba si esa criatura continuaría existiendo dentro de las miles de partículas de ceniza que habían salido del fuego aquel día.
—Somos monstruos —repetí.
—No dirías eso si hubieses vivido tanto como él —replicó ella, apretándome la mano.
Mientras lo hacía, percibí que él disminuía por momentos, incluso al arrodillarme ante él.
—¿No lo sientes?
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Mis emociones salieron a flote al sentir su soledad, como un gorrión atrapado en un arbusto espinoso, con las alas golpeando contra el dolor y la mente acelerada por el miedo y la incapacidad de escapar, hasta que me venció y sentí que mi corazón se abría dentro de mí. De una manera como nunca me había sucedido cuando era mortal.
Nos vi de nuevo a nosotros tres como uno solo. Como un ser dividido sólo por la carne. Sentí la unión y el entendimiento, y también el miedo y el tormento. Algo crecía dentro de mí. Con la sencilla acción de coger la mano de Kiya, de sentir lo que ella sentía a través del vampiro que se extinguía poco a poco, se había plantado una semilla.
El terror no era nada.
Sentía fraternidad. Absoluta fraternidad. Un vínculo, una ligazón. Y al mirar los huesos del vampiro veía a mi otra mitad, como también sucedía con Kiya. O quizá no la mitad, sino mi totalidad dentro de ellos. La corriente me traía su dolor, sus miedos, sus amores, sus pérdidas, su monstruosidad, su humanidad.
Me había convertido como vampiro en más de lo que había sido nunca como hombre.
Sentía un peso, pero un peso que deseaba cargar.
La Providencia me había llevado allí. Me había llevado al reino de los malditos.
Me había llevado a la corte del propio diablo.
Y aun así, sabía que incluso allí, incluso entre las criaturas de la oscuridad y de la sangre, había luz. No entendía la luz, ni creía que fuese la luz de una llama sagrada o maldita. Todo lo que sabía entonces era que existía y centelleaba en la propia corriente. La corriente se intensificaba tanto que traía un sentido místico de voluntad y comunión a nuestra tribu. Era incapaz de resistirme a su empuje, y me abrió, abrió mi mente consciente, abrió las cavernas más profundas de mi ser para que empezase a sentir la perspectiva de un dios, condenado a sentir todo el sufrimiento, a comprender todo el dolor, y a ser llamado a él, arrastrado a él, al misterio de la propia existencia.
Estaba en la corriente con los ojos cerrados, y tuve una visión.
Durante un momento vi en mi mente una serpiente grande, una gran criatura que se enroscaba rodeando el propio árbol de la vida.
Y no era algo ni malo ni bueno, sino que era Todo.
Abrí los ojos, sintiendo al mismo tiempo pánico y el escalofrío del reconocimiento.
Kiya me cogió. Me dijo que todos los vampiros se extinguirían después de un siglo más o menos.
—Tú eres el Maz-Sherah —me susurró al oído—. Lo sé. No podrías dar el Beso Sagrado si no lo fueras. Eres el Mesías de nuestra tribu. Tienes que serlo.
La cogí y sentí la erosión de la carne del vampiro llamado Balaam.
Más tarde, volvimos a nuestros lugares de descanso. La ayudé a deshacer su turbante. Unas trenzas negras le cayeron sobre los hombros. Me tumbé a su lado, sobre la tierra.
Antes de que el sol saliese más allá de las columnas de nuestra tumba pregunté:
—¿Cuál es la ciudad de mi visión?
—Alkemara es sólo una leyenda —contestó—. Se la tragó la tierra y los dioses de todas las naciones la maldijeron, porque era el lugar donde el Sacerdote mandaba.
—¿Quién es el Sacerdote?
Sonrió con un gesto enigmático en los labios.
—Todo eso son cosas que no entendemos. Leyendas que pasaron de los vampiros ancianos a los jóvenes antes de que el más anciano se extinguiera. El Sacerdote es cierto tipo de rey. Se le llama el Sacerdote de la Sangre. Alkemara era una ciudad de bellas doncellas y guerreros valientes. Las alkemaras eran las hijas del Sacerdote. La hechicera era una de sus hijas, además de sacerdotisa de esa ciudad perdida.
—Tú dices que soy el elegido —musité husmeando el cobre de su pelo y el aceite perfumado de su piel.
—Sí, el Ungido. El Maz-Sherah en la lengua de los Kamrs. Todo lo que sabemos del Maz-Sherah es que vendrá como un gran pájaro para devorar a la serpiente y devolver el poder a nuestra raza.
—¿Cómo?
—Nadie lo sabe. Quizá lo sepa la hechicera, pero no nos lo dirá. Tiene el poder de cambiar de forma y de moverse a través del cielo nocturno como una columna de humo o como un dragón. Es un poder que ninguno de nosotros posee. Ella nos ha abandonado por ti, creo. Cuando sintió lo que tenías dentro. Tú eres el gran pájaro. Tú eres el propio halcón. Debe de haberlo sentido en la corriente. Quiere aniquilarte, incluso ahora. Estás en peligro porque tu presencia significará con toda seguridad el fin de su existencia. Ella tiene más de mil años. Ninguno de nosotros vive tanto tiempo. El más anciano entre nosotros no tiene mucho más de cien años, y hay veces en que los hombres nos cazan y nos matan fácilmente en nuestras tumbas. Y la Extinción…
—¿Qué es?
—Es un viaje que ninguno de nosotros desea hacer —respondió con tristeza en la voz.
—Pero ¿no es la muerte? Y además —dije recordando a Balaam— tampoco es la vida.
—La hechicera vive eternamente. En cambio, nosotros nacimos de ella sin el poder de la fuente de nuestra tribu. Nosotros somos jóvenes y fuertes por un tiempo. Pero la Extinción llega siempre. Nos convertimos en nada, ya que nuestros cuerpos se pudren pero aun así no podemos perder la vida. Incluso mientras se nos cae la piel, mientras los huesos se nos rompen y parten, existimos. Permanecemos prisioneros incluso mientras el polvo alcanza nuestros restos. Estamos… extinguidos… pero sin pensamiento, control o mente. Y aun así nuestra vida, en el polvo, continúa como un muerto viviente que no puede resucitar.
—La fuente es el Sacerdote —proclamé—. Me han dicho que nací de una estirpe de sacerdotes.
—Nos estamos muriendo, todos. Los hombres se hacen fuertes. Yo me hago débil. Ni siquiera puedo rebasar a algunos caballos, y si el amanecer está cerca estamos en nuestro punto más débil. Nos cazan como los cazamos. Así que tememos el sonido de los hombres y el rugido de las batallas que nos llegan. Si tú eres el elegido, puedes darnos la fuerza y el conocimiento que hemos perdido. Ése es el significado del sueño. El Sacerdote de la Sangre, de nuestra estirpe, duerme en Alkemara, pero es una necrópolis que nos asusta, y ninguno de nosotros se atreve a dejar el lugar de descanso para encontrarla.
—En la visión de la corriente —informé—. Sabía el nombre del Sacerdote. Se llamaba Merod. Sostenía un cayado de gran poder, y yo sabía el nombre. Tenía serpientes enroscadas y se llamaba el Nahhashim.
—Nahhashim —repitió ella mientras sus ojos se apagaban—. Las puertas, las puertas.
Incluso mientras ella hablaba sentí que la muerte de la noche venía y nacía el día. Cerré los ojos, escuchando la última de sus palabras, y recordé esas sombras terribles que susurraban mi aniquilación. «Nahhashim», musitaban, «Maz-Sherah, ahora te conocemos». Las figuras giraban alrededor de mí en sueños, y el día avanzó mientras yo dormía.
Cuando desperté, estaba solo.
Kiya se había ido de cacería nocturna.
Me incorporé, percibiendo que alguien se acercaba. Fui a echar un vistazo a mi cama de tierra y allí estaba Ewen. Rocé su mejilla, pero la vida en muerte no le había llegado todavía. Lo cubrí con un manto y me fui a cazar. Tras la fiesta de sangre, me senté con Yarilo y le pregunté más acerca de lo que había visto en mis visiones.
—Profecías de tiempos antiguos que no nos pueden abandonar más de lo que las razas de hombres olvidan el tiempo de sus antecesores en las cavernas del mundo —declaró—. Todo eso son cenizas de rata.
Se puso a reír cuando vio la confusión que me habían provocado sus palabras.
—¿No has visto nunca arder a una rata? —preguntó—. Esas leyendas son ceniza de rata. No significan nada. Nuestra raza duerme entre los muertos y bebe de los vivos y de los muertos para sobrevivir. El hombre nos caza porque somos su enemigo. Es nuestra maldición. No hay nada más.
—¿Crees que estamos malditos?
—Amigo mío —dijo con una mueca vulpina en la cara—, no soportamos la luz del sol. Los hombres pueden cortarnos la cabeza mientras dormimos de día, y así terminar con nosotros. O atravesarnos el corazón de tal modo que ya no podamos dejar nuestras tumbas. O pueden sacarnos fuera, a los rayos del sol de mediodía para que nos convirtamos en cenizas al instante. Incluso su plata nos mata. Nos sentimos poderosos porque los cazamos, pero el poder lo tienen ellos. No podemos escaparnos de ellos si son muchos en número. Me he sentado en las colinas, viendo a nuestra raza huir del amanecer mientras hombres a caballo atacaban desde el norte. He observado la Extinción de muchos. No quedamos ni treinta, cuando hace unas décadas éramos casi setenta en nuestra tribu. De ellos aprendí que existieron centenares antes de mí. Todos se han extinguido, pero antes los atormentaron y torturaron los mismos hombres que nos llamaban demonios. Cuando nos extinguimos, el tormento no cesa. Por eso soy feliz al beberme a sus hijos. Al levantar a un niño y beberlo delante de su madre, y luego llevármela a mi cama para una última copa, y sentir su miedo y el sufrimiento que padece antes de apurar hasta la última gota. Yo soy el demonio, y el monstruo. Aunque no tengamos mucho poder, ni podamos sobrevivir sin una fosa profunda o una tumba oculta, nos temen. A nosotros, que arrebatamos la vida sólo cuando la sed es fuerte. He visto a mil hombres morir en las manos de otros mil. Y aun así, no se alimentan de lo que matan sino que matan sin finalidad.
—Y tú fuiste como ellos una vez.
—De hecho —dijo asintiendo, con el pelo largo y espeso cayéndole sobre los hombros de modo que parecía un bárbaro—, yo quizá fuese el peor de ellos. Maté a mi propia familia para obtener lo que era mío por derecho. Esta misma ciudadela. Sí —corroboró riendo—, ésta era la ciudad de mi padre, que la ocupó cuando su ejército llegó de tierras lejanas. Fue mía cuando lo asesiné. Yo fui el último rey, y ahora soy el sirviente de su tumba.
—¿Por qué Kiya cree que soy el Maz-Sherah? —pregunté.
Me lanzó una mirada cargada de desprecio.
—Ella es una anciana. Pronto entrará en sus últimos días. Quizá yo tenga también una gran fe en el Maz-Sherah cuando se acerque mi Extinción. Quizá todos creemos en antiguas leyendas cuando no tenemos nada más para reconfortarnos.
Después de la cacería nocturna me senté al lado de Ewen. Él yacía sin vida a mi lado. Recordé nuestra tierra mientras le peinaba el pelo negro y enmarañado con los dedos. Recordé la primera vez que lo vi en la casa del barón, con su túnica tan fea y su permanente sonrisa; los días de trabajo a su lado, viéndolo como alguien que necesitaba de mi protección; nuestra creciente amistad, mientras lo veía pasar de niño a hombre en el campo de batalla. También me preocupaba que no regresara del Umbral y continuara el viaje hacia adelante. Me sentía desvalido al lado de su cadáver, y egoísta por no querer quedarme solo con esos vampiros. Quería a uno de mis amigos, a uno de mis compatriotas. Alguien que entendiera mi mirada. Alguien que me recordara todo lo que había amado y perdido en mis años de vida y muerte.
Antes de que saliese el sol, Kiya vino y se sentó a mi lado, acariciando a Ewen en el cuello y en los hombros como buscando un regreso a la vida. Pero no había nada.
—Perdemos mucho de eso —anunció mirándome con sus ojos oscuros que titilaban de sabiduría.
—¿De qué?
—De amor. De cuidado por la vida mortal —contestó sonriendo—. Lo sostienes como si fuese tu hermano. Tenía una hija cuando morí por primera vez, y no quería que fuese una de nuestra tribu. Pero aun así la cuidé y la mantuve cerca de mí. Aunque te olvidas muy pronto. Quizá pasen unos pocos años. Hace tanto de eso que no entiendo el paso del tiempo del mismo modo que antes. Empiezas a ver el pasado como el sueño de otro. Al principio pensé que yo no podía ser un monstruo que bebía la sangre de un inocente. Pero pronto comprendí que el instinto era más fuerte que la resistencia.
—¿Y tu hija?
—Olvidé quién era y no la reconocí cuando ya tenía dieciséis años. Había crecido muy hermosa, y vivía en el desierto con sus tíos. Pero cuando bajamos sobre ellos, la cogí a ella primero y bebí la preciosa sangre que le había dado al engendrarla. Luché contra otro por la última gota de su sangre, y sólo cuando me la hube bebido vi de nuevo la cara de la niña en la chica muerta que estaba en mis brazos. Incluso ahora, contándotelo, no me siento culpable de haberlo hecho. Era mi hija, pero la envié al Umbral intacta. Aunque probara su miedo, no fue más de una hora o dos hasta que cruzó, y en ese otro lugar, del cual nadie puede regresar sin el Beso Sagrado, es donde será más feliz de lo que podría serlo aquí.
Le concedí un momento para que reflexionase, pero su historia me hizo querer saber más acerca de los misterios que yo había empezado a vislumbrar en visiones y sueños.
—Cuéntame más acerca de la Ciudad de las Alkemaras.
La cara de Kiya se oscureció.
—Es nuestra patria perdida, donde la leyenda de nuestra raza hablaba de nuestro poder. Allí está el gran templo de Lemesharra, la forma de Medhya como diosa de la caza y la generosidad, donde mandaba el Sacerdote de la Sangre.
—Háblame de Lemesharra. De Medhya.
—Ella es la gran madre de Myrryd, un país que ya no existe pero que existió durante miles de años. Su historia se ha borrado de la historia de la Tierra. Tres reinos de sacerdotes y reyes se inclinaban ante ella. Sus descendientes la envidiaban, y le robaron la carne y la sangre, y la salud y los tesoros de sus minas, que la hacían poderosa frente a otras tierras. Como venganza, maldijo todo lo que le habían arrebatado, incluyendo a la Serpiente, su preferida. A los que le quitaron la carne los condenó a ser sombras como ella. Los que le robaron la sangre se convirtieron en nuestra tribu. Y maldijo a la Serpiente más que a los demás, por haber sido infiel. Los Sacerdotes de la Serpiente sufrieron el peor destino. Fueron los primeros seres en entrar en la Extinción. Pero Medhya tiene tres caras. Lemesharra y su hermana Datbathani. Ella es tres en una, y únicamente como Medhya nos puede aniquilar. Pero eso son sólo trozos de leyendas y sueños. Ni siquiera los que ya se han extinguido pudieron decirnos más.
—¿Por qué la hechicera no quiere hablarnos de esas historias?
—Está bajo la influencia de Medhya. Es un ser que se ha vuelto contra sí mismo. Quizá sufra una herida ancestral. Porque nos resucita para esta vida y luego nos ve morir muchos años después, como deleitándose por el final de sus propios hijos. Como hace Medhya.
—Pero podemos encontrar a Pythia. Podemos alcanzarla en la corriente.
—Pythia nos ha dejado. Eso es lo que siento en la corriente. Se ha ido a un país lejano. Te teme, Maz-Sherah. Halconero.
—Por la mañana, antes de que nos durmiéramos —expuse—, cuando te hablé de la visión, del cayado de Nahhashim, tú dijiste «puertas». ¿Qué querías decir?
—«Nahhash» es la palabra antigua para designar a la Serpiente, y hay una grieta entre dos grandes montañas más allá de las Llanuras de Vazg. Ese paso es inhabitable por hombres o vampiros. Se llama las Puertas de Nahhash, porque no es nada más que un nido de serpientes. Si bien hay un pozo para beber, está rodeado de víboras y ni siquiera las caravanas toman esa ruta.
Entonces buscó la pequeña mordedura en la base de mi garganta, que significaba afecto entre esa nueva raza de seres a la cual ya llamaba la mía. Su mano ardía sobre mi piel.
—Le robaste la corriente y viste la ciudad. Tienes el poder del Beso Sagrado. Eso no sucedería si fueses como el resto de nosotros.
—Pero no hay nada raro en vosotros. Yo soy igual.
—A la larga, ni siquiera la sangre nos da fuerza. Soy la siguiente en edad después de Balaam. ¿Cuánto más duraré?
Me sorprendí al mirarla mientras decía eso. Parecía una mujer de veinticinco años.
—He visto a otros llegar a eso e ir más allá, hasta que sólo pueden beber de los muertos, de una sangre que no ofrece fuerza. Antes de que vinieras había uno llamado Paolo, un monje a quien la hechicera había cogido y traído setenta años antes de que yo recibiera el Beso Sagrado. Lo conocí cuando todavía recordaba el pasado, y lo vi perder el vigor y las ganas de vivir. Lo vi convertirse en un verdadero chacal, succionando hasta la médula de los huesos, bebiendo de ratas y perros callejeros sólo para sobrevivir otra noche. A la larga perdió la memoria, las palabras se le atragantaban en la garganta y lentamente comenzó a marginarse. Se le cayó la piel y los ojos se le hundieron en las cuencas. Vi cómo la mandíbula, que se había vuelto larga y gruesa, se le cayó en el regazo mientras se hartaba de la sangre que le había traído. Se dice que vivimos incluso en motas de polvo. Piensa en el horror de eso. De una vida que no es vida, astillados y rotos como pedazos de cerámica, incapaces de movernos, incapaces de alimentarnos. De tener sed pero nada para apagarla. De tener que ser sin forma ni control.
—Es como la muerte —manifesté, y pensé en Balaam en su tumba.
—Te mostraré cómo es —me hizo saber.
Me introdujo en las profundidades de las habitaciones subterráneas, hasta que llegamos a un túnel bajo y repulsivo. La seguí hasta que finalmente llegamos al final a una cámara lúgubre como una tumba.
Los huesos y el polvo de los muertos se acumulaban. Uno de los cadáveres llevaba poco descomponiéndose. Otro se estaba convirtiendo en polvo a partir de huesos desencajados.
—Los traemos aquí cuando podemos —me informó—, cuando las cenizas no han volado por la arena. Cuando los mortales no han llevado a incinerar los cuerpos. Lo hacemos para que reposen juntos y permanezcan intactos. Ni siquiera Medhya puede encontrarlos aquí. Un día, Halconero, reposaré aquí, en este jardín de cenizas, entre nuestros ancestros de Hedammu. Si no vamos a las Puertas de Nahhash para despertar al Sacerdote de la Sangre, llegará el día en que tu amigo ponga tu cuerpo aquí y recuerdes todo lo que podrías haber hecho.
Sentí angustia porque no creía ser el Ungido que la tribu había esperado. Sabía que yo era un pobre chico crecido en un mundo oscuro, asesinado y llevado al vampirismo. No tenía sangre real. Ni tenía una leyenda pegada a mi historia. Yo no podía ser nada más que una criatura de la oscuridad, como lo era ella. Los ojos se me llenaron de lágrimas al contemplar la enormidad de ese lugar, de los hermanos vampiros que habían terminado en esa cámara, que yacían con algo de conciencia pero sin movimiento, fuerza ni habilidad.
Era el peor infierno que podía imaginar. Una vida interminable, pero una vida sin esperanza ni vitalidad.
Se agazapó entre el polvo, y lo tocó ligeramente con los dedos.
—Siento mi propia decadencia en la corriente. No tengo más que una luna llena antes de que empiece. Cuando llegue mi hora, yaceré entre ellos, y tomarás mi lugar. No pelearé por él.
—Una luna llena —dije—. ¿Cómo es posible?
Se volvió para mirarme.
—Balaam corría en una cacería pocas noches antes de que te encontráramos y te lleváramos a tu tumba. Cuando viene, es rápido. Cien años pasan en un momento. He visto mucho, bebido mucho, pero no quiero vivir eso. Sé qué me pasará.
Sentí una gran pesadez en la carne, como si la corriente hubiese cambiado entre nosotros. Como si su mirada afligida ejerciese en mí un gran peso. Me tocó el nacimiento de la garganta. Sentí su calor, su dolor.
—Tú eres el Maz-Sherah que se profetizó durante muchas generaciones. Eres la única esperanza que tengo. La única esperanza para nuestra tribu. Tenemos que encontrar Alkemara, Halconero.
—¿Es suficiente para sobrevivir —pregunté— si estamos destinados para este polvo viviente?
Descansó su rostro entre mis manos. Entonces se dio la vuelta.
—Tuviste la visión. Diste el Beso Sagrado a tu amigo. No puedes negar todo eso. Ni hacer como si no significara nada. Balaam me dijo más antes de perder la voz totalmente. Me dijo que la oscuridad de nuestra tribu tenía una luz sagrada dentro, aunque nadie pudiese verla.
—¿Una luz?
—Es el Maz-Sherah —proclamó—. Es quien se carga con la visión el que arde más luminosamente. Pero más que eso, Halconero, hay una oscuridad más profunda que la noche. Ella es nuestra madre. No la propia hechicera sino la que la creó a ella. Ella misma es oscuridad, y sus lobos se mueven como sombras. Intenta aniquilarnos, llevarnos a la Extinción, porque por cada uno de sus hijos convertidos en polvo, ella gana poder.
Me senté esa noche para oír las historias de mi tribu. Kiya me trajo toda la fuerza de mi visión de Alkemara, la ciudad perdida, y me habló de las Puertas de Nahhash, la grieta entre las montañas elevadas en una tierra que parecía estar en los confines del mundo. Los demás se reunieron con nosotros tras comer, y se sentaron formando un círculo.
—Debes tener cuidado con la plata —advirtió Vali.
—¿La plata? —pregunté.
—No nos refleja. La plata nos mata si nos penetra en la sangre bajo la forma de una espada. En su presencia estamos perdidos —expuso Kiya—. La leyenda…
Yarilo la interrumpió.
—Leyendas, fábulas, cuentos populares. No importa el origen. Sólo hay que tener en cuenta que es el único metal precioso que se puede usar fácilmente contra nosotros.
—Es nuestra maldición —concluyó Vali mirando a Yarilo como si esperase un desafío. No obtuvo ninguno—. Es una parte de la maldición de Medhya.
—Las minas —dije recordando a Medhya y la riqueza de su tierra.
—Sus sacerdotes le robaron la riqueza, y depositó su furia dentro de la plata para que nos dañase siempre —continuó Kiya sacudiendo la cabeza e ignorando los bruscos modales de Yarilo.
—Tan supersticioso como los adivinos —repuso Yarilo—. Algunos claman que es la maldición de Judas sobre la plata. O que la plata es como la luz del sol que nos daña. No obstante, no es más que un veneno para nosotros. Maldiciones o no, yo sostengo que es la luz reflejada por la plata. Nos daña la luz intensa.
—Es la maldición —concluyó Vali.
—Tú crees en la Gran Prohibición —dijo Yset a Yarilo, que gruñó asintiendo.
Ella me miró furtivamente y aclaró:
—Es beber la sangre de otro vampiro, porque no sólo mataría al que da la sangre, sino también al que la quita. Estamos conectados a través de la corriente. Nuestra sangre es también la de un curso. Beber de otro de nuestra raza nos pone enfermos a todos. Nos quema a través de la corriente y manda a muchos a la Extinción.
Supe más de Yset. En su vida mortal, fue esclava en un gran imperio, pero pronto bebió de los que la habían esclavizado.
Vali, el hombre hermoso, con la elegancia de un gato y los músculos de un león, había llegado del Este con un grupo de caballeros para perseguir a Hedammu. En lugar de eso, la hechicera lo capturó, quedándoselo durante muchas noches.
—Me desangró despacio, con pequeños cortes por todo el cuerpo —relató—. Disfrutamos el uno del otro durante casi dos lunas antes de que tomara mi vida y me diese el Beso Sagrado.
—Eran tus fuertes muslos lo que quería —puntualizó Yset riendo mientras le tocaba el pelo—. No dejaba pasar a hombres atractivos sin probarlos antes.
—La belleza es su perdición —sentenció Vali.
—La belleza es traición —repuso Kiya levantándose—. Tenemos que cazar.
Me quedé allí, sentado, con el cuerpo sin vida de Ewen, rezando a la oscuridad para que volviese a mí.
Habían pasado cinco noches desde que introduje en Ewen mi aliento y mi sangre. Me preguntaba si de verdad le había transmitido el Beso Sagrado. No me alimenté esa noche porque había bebido mucho en las dos anteriores. Esperé, escuchando, e intenté entender la nueva existencia y a los vampiros, mi tribu, ahora que había abandonado el mundo de los hombres y las mujeres.
Sentí la urgencia de su misión: habían estado esperando al «Elegido», y sus sueños ya tenían respuesta. ¿Era yo? ¿Era ése mi destino? ¿O sólo otra ilusión de la gran corriente que había entre nuestra raza?
«Maz-Sherah», susurraban las voces de mis sueños.
Vi claramente al Sacerdote de la Sangre cuando Pythia me dio el Beso Sagrado. En su aliento tomé un sorbo de la corriente que poseía y supe de su miedo por mí cuando ella descubrió quién sería yo.
Entonces, cuando habían pasado seis noches desde el Beso Sagrado, Ewen me miró. Sus bellos y cálidos ojos brillaron cuando regresó desde el Umbral. Me incliné sobre él para susurrarle lo que era ahora y cómo debía beber.
La sexta noche supe lo que tenía que hacer.
Pero antes tenía que llevar a Ewen a nuestro mundo. Se despertó con ese escalofrío lánguido que era común entre nosotros. No se levantó con el mismo miedo y confusión que yo. Su cuerpo brillaba con la vida en la muerte, y lo sostuve un momento mientras comenzaba a respirar lentamente, tomando aire una y otra vez como si esperase que fuese a detenerse. Le dije quiénes éramos y lo que significaba, al menos hasta donde llegaba mi conocimiento. Le informé que de Medhya sólo sabía que era nuestra madre, y que una criatura llamada Pythia o la hechicera me había llevado allí. Luego le hablé de los demás.
Le llevé a un joven de un pueblo lejano, con las manos atadas a los pies para que pudiese beber de él sin dificultades. Tras vaciar el recipiente, Kiya le proporcionó un ladrón rudo y bajo a quien habían capturado cuando intentaba entrar en Hedammu para robar su legendario tesoro. Ewen, sintiéndose fuerte, luchó con el hombre, rodando por el suelo y casi riéndose. Empezaba tan fácilmente su nueva existencia que me sorprendió, porque yo tuve que luchar con mis recuerdos de mortal hasta que se desarrolló el instinto. Ewen era un vampiro natural. Inmovilizó al ladrón en el suelo y apretó los dientes contra su clavícula, desgarrándole la carne. Cuando hubo bebido suficiente se echó atrás, arqueando la espalda y soltando un fuerte grito de alegría como si celebrase la victoria en una batalla. Tenía aspecto de estar delirando, y rió como un crío al verme a su lado.
Se levantó y empezó a bailar una de las danzas antiguas que los soldados ejecutaban cuando estaban al lado de una hoguera nocturna, después de que el alcohol y la alegría los hubiesen conquistado. Su cuerpo refulgía de sangre brillante. El resto de nuestra tribu lo rodeó, lamiéndolo como una perra lamería a su cachorro recién nacido. Al mismo tiempo, frunció el ceño de placer. Parecía tener más vitalidad de la que yo le había visto en su vida mortal.
Volví a recordar las palabras que me dijo Pythia, de cómo al otorgar el Beso Sagrado un tercer ser renacería de la corriente entre nosotros dos: el vampiro era el hijo del antiguo aliento y el nuevo cuerpo.
Una nueva encarnación.
Viéndolo ahora mientras abrazaba a los demás y aceptaba tan rápidamente este nuevo mundo y su modo de ser, lo envidié y lo amé todavía más. Cuando me vio observarlo con orgullo evidente, se alejó de los demás y se me acercó, rodeándome el cuello con los brazos. Puso la mejilla sobre mi garganta y susurró:
—Pensaba que te había perdido para siempre. No me dejes nunca más.
Continuamos hablando de todo lo que sabíamos. Kiya y Yarilo hablaron más del Maz-Sherah, y Vali y algunos de los demás pusieron a prueba a Ewen con juegos de velocidad para comprobar sus nuevas habilidades. Tenía mucha energía vampírica en el interior. Reptaba por las paredes hasta el techo con rapidez, y entonces caía, aterrizando como un gato ante mí.
—Me encanta este nuevo mundo al que me has traído —comentó—. Me encanta el escalofrío de mis labios sobre la garganta de un extraño y el sabor de la primera sangre en mi boca.
—¿Crees que somos demonios? —pregunté.
—Mejor ser un demonio surgido del infierno que alguien arrastrado al infierno —repuso—. La Iglesia no me quería, y no hubiese entrado en el cielo. Mi destino era el infierno, mi amigo, mi único amigo. He hecho tales cosas y me han hecho tales cosas que pensaba que no encontraría la redención. Pero ahora… ahora tengo el mundo. Tengo la noche. Lo tengo todo.
—Entonces perdóname.
—Te bendigo, Halconero —dijo—. Respiro con tu aliento. Soy tu sirviente. Tu voluntad es la mía. Tú eres el Maz-Sherah.
—Ah, no me hables de eso —repliqué—. No soy el salvador de esas criaturas.
—Lo eres —sentenció—. Eres la luz en la oscuridad. ¿No lo ves por ti mismo? Tu destino te ha traído aquí, al vampirismo, igual que el mío era seguirte, servirte y protegerte, como tú cuidaste de mí en mi mortalidad.
—¿Y si todo es una mentira?
Una sombra cruzó por su rostro, como si yo le hubiera herido de algún modo y no quisiera que lo viera en ese estado.
—Aquí somos recién nacidos. Somos hermanos, y estas criaturas son nuestra tribu. Lo percibo en la corriente, aunque quizá tú no puedas. La mortalidad era la mentira. Esto es la verdad.
—No —repuse al fin—. Yo también lo percibo. Percibo algo más terrible que la Extinción llegando a nuestra raza. Percibo un terror que nos conecta más allá de la corriente, amigo mío, por más que no conozca el origen de ese miedo.
Esa noche no hablé más con él acerca del terror que había empezado a sentir en mi corazón. Una pesada oscuridad inundaba mi mente, cierto punto ciego, y en él, mientras venía el amanecer, veía a Pythia presionándome en el pecho, con las garras alrededor de mi cuello para cortar totalmente mi respiración. Vi sombras donde no había, y sentí la presencia de espíritus cuando el sol empezó a salir. Sombras que no eran fantasmas ni demonios, aunque parecían estar cerca en el amanecer y el crepúsculo. Sin embargo, nadie percibió a esos seres en la corriente ni habló de ellos cuando pregunté si habían percibido sombras inusuales.
Lo que yo no sabía entonces era que esos seres eran agentes de otra oscuridad, otro mundo de pesadillas.
Debería escribir aquí acerca de otras manifestaciones, de los cambios que suceden tras levantarse del sueño de la muerte. Todas las constricciones y limitaciones del mundo de los hombres han desaparecido: uno puede reír, aullar, coger y poseer lo que desea. Las posesiones de la humanidad son los juguetes de mi raza. Toda carne es bella, e incluso mientras mi amigo me sostenía y yo reía, sentía crecer el amor que nos profesábamos mutuamente, y recordaba mi amor por Alienora. Todo amor era el mismo amor, tal como toda bebida era la misma bebida. Provocaba deseo, aunque no era el deseo de un hombre sino el deseo por la propia corriente.
Entrar en la corriente, vadearla y explorar sus profundidades es la unión conocida más grande de la carne. Más grande que el acto del amor físico, y con mayor placer. No tiene límites ni sensaciones, aunque esa corriente es más pequeña que un gorrión, y cuando te metes dentro con alguien la unión es inquebrantable. El acto sexual es una mera sombra de la propia corriente, es su eco distante y goteante, y cuando Ewen y yo entramos juntos en la corriente de la existencia del otro, supe que el vínculo que habíamos forjado no podría romperse. Me separé de él, alejándome de él, de esa sensación.
Las sensaciones residuales de la corriente eran como el brillo vergonzoso de la unión sexual.
Noté que me abría a otros en corriente, sin importar que fuesen vampiros o mortales. Mi toma de sangre me permitía fluir dentro de humanos. Sólo la cercanía de otro vampiro nos llevaba a las corrientes mutuas, a la conexión invisible de nuestra tribu, el uno al otro. El contacto entre vampiros estaba lleno de sensaciones que sobrepasaban cualquier placer sensorial, y calentaba la sangre de nuestros cuerpos mientras caían las barreras.
Todo amor se aceptaba, devoraba y manifestaba en la propia corriente. Olía la sangre de la reciente muerte en él, con el joven que se reía entre mis brazos, y nos acurrucábamos juntos en la tumba para dejar que la mañana nos llevase al olvido.
Escribiría más aquí acerca de la primera noche de Ewen, pero incluso entonces mi mente volvería a la visión del Sacerdote de la Sangre.
Quedaba poco tiempo. Cuando observaba a Kiya en la cacería nocturna, percibía su miedo hacia la Extinción. Lo sentía como si fuese el roce de las alas de un cuervo en mi hombro.
Con todo, lo que me empujaba a seguir buscando Alkemara y sus secretos eran los propios humanos.
Mortíferas bandas de invasores habían llegado a nuestra ciudad a lo largo de más de cien años. A pesar de que habían sembrado la tierra con sal y envenenado los manantiales, y de que las leyendas de cadáveres bebedores de sangre (como muchos nos conocían) o de los demonios (como los religiosos nos denominaban) estaban siempre en boca de las gentes ignorantes de los pueblos y ciudades incluso a varios centenares de millas, la humanidad todavía quería capturar esa fortaleza. Vi su tesoro cuando fui mortal, pero no pude visitarla más cuando me convertí en vampiro, porque la plata que había en ella resultaba muy peligrosa.
En la propia corriente, cuando bebía de un mortal, comencé a sentir algo más. Algo que había empezado a infectar a los habitantes de la zona. No sabía exactamente qué era esa plaga que afectaba a los mortales, pero algo los había impulsado a buscarnos. Supongo que también era por venganza, aunque no tenía entonces conciencia de ello (ya que en el vampirismo la conciencia se nutre de tu propia raza, no de la de los recipientes de los que bebes). Yarilo había capturado a un caballero con armadura pesada en un campo distante, y nos lo trajo medio muerto.
—¿Qué sabéis? —preguntó Kiya.
—Era el líder. Su comandante. Vienen a quemarnos —anunció Yarilo.
Levantando la cabeza del hombre hasta la suya, ordenó:
—Díselo. Dile lo que me has dicho.
Pero el hombre no hablaba.
«Entraré en su corriente» dijo, y se inclinó sobre él, llevándose el antebrazo a la boca. Separó los labios, mostrando unos dientes brillantes. Presionó los incisivos contra la muñeca. Un chorro de sangre, como el jugo de una granada, le manchó los labios y la cara. Él se quedó sin respiración y abrió la boca. Un gemido de placer salió de sus labios. Kiya mantenía la mirada en su cara, controlando la cantidad de sangre que bebía mientras sus gemidos aumentaban y luego decrecían hasta convertirse en lamentos y quejidos, como si ella le estuviese arrebatando a sus descendientes. Finalmente, lo vació mientras él emitía horribles chillidos que reverberaban contra los muros de nuestro sepulcro.
Ella dejó caer su brazo y vino hacia mí, con la boca todavía llena de sangre, y se inclinó hacia adelante para apretar su boca contra la mía en un beso. La sangre entró en mí y volvió a ella, y en su corriente y en la de ella percibí lo que el hombre sabía.
Vi a los que venían a aniquilarnos, con cruces, fuego y espadas. En esa visión de la corriente reconocí las sombras que susurraban, levantando espirales de polvo alrededor del ejército en marcha.
Luego, ella dijo:
—No importa si tú eres o no el Elegido. Tienes el poder del Beso Sagrado. Robaste la visión del sueño de Pythia. Te llaman el Halconero, y serás la gran ave que devorará a la Serpiente y nos llevará hasta nuestro libertador, el Dragón. La serpiente de Nahhash, el cayado que viste y conociste por su nombre. Y es un páramo de serpientes. Nuestra tribu no tiene por qué extinguirse bajo las armas de los mortales. Esas sombras de la oscuridad vienen con los hombres. Saben que estás aquí. Estás en peligro. No podemos perder ni un momento. Tenemos que seguir tu visión. Vayámonos a las Puertas de Nahhash.
Antes de marcharnos, Kiya y yo fuimos a despedirnos de Balaam. Nos arrodillamos ante su cuerpo y le tocamos la garganta, sintiendo las vibraciones en la corriente de su ser inmortal. Los huesos se le habían desprendido del cartílago y su piel era ya casi inexistente.
Al tocarlo con la mano sentí un fulgor durante un instante. Oí una voz extraña que viajó por la corriente desde mis dedos hasta mi brazo, para terminar en mi mente, donde entendí su lenguaje.
—Tú. Tú eres él —dijo el hombre en mi interior.
Para mí era suficiente.
Kiya me miró, con la cara iluminada como si también hubiese oído las voces.
Sentí una fuente de poder en mi interior.
—Seré lo que necesitéis de mí —determiné haciendo un voto sagrado.
Algunos vampiros no viajaron.
En realidad no quería a mi lado a ninguno de ellos, ya que aun siendo de mi raza y aun sintiéndolos en la corriente, temía que ese viaje fuese difícil. Prefería ir solo.
Incluso Kiya me dijo que iría y me mostraría las Puertas de Nahhash. Ewen, del cual yo sabía que me amaba como nadie más desde que Alienora se había hecho cargo de mí, también solicitó mi compañía para el viaje.
—Soy tu sirviente personal —expuso—. Ahora eres mi cielo. Mi luz. Nunca te dejaré.
De los varones, vinieron Yarilo y Vali, e Yset fue la única mujer que nos acompañó. Los demás no compartían esa visión ni esa esperanza. Aceptaron su destino como bebedores de sangre que podían moverse tan ágilmente como leones, con una fuerza superior a la de cualquier otro hombre, pero ni esperaban más ni pensaban en la Extinción que se acercaba.
Quizás haya dado la imagen de que nuestra tribu pensaba unánimemente, ya que la corriente creaba esa ilusión. No obstante, los flujos que corrían por la corriente a menudo revelaban un sentimiento sedicioso hacia el liderazgo de Kiya, o la sospecha por mi designación como Maz-Sherah, en quien algunos habían dejado de creer décadas antes. Y aun así éramos una manada y sentíamos crecer la corriente entre nosotros. Eso es lo que en mi opinión permite que los vampiros sobrevivan, porque si no formásemos una tribu, el mundo mortal fácilmente podría barrernos uno a uno de la tierra.
Los seis partimos al ponerse el sol. Nos detuvimos para aprovisionarnos en una caravana que acampaba en el paso montañoso más allá de nuestra casa. Primero bebimos hasta saciarnos de algunos de los chicos que cuidaban los caballos y camellos. Luego capturamos a dos hombres que parecían ser comerciantes (Kiya insistía en que eran turcos del Norte) y los atamos juntos. Vali los cargaba a la espalda, como ciervos muertos, y gruñía como un lobo cuando se movían. Les llenamos la boca de trapos para silenciar sus gritos. Cuando dormimos en cuevas usadas como refugios temporales, mantuvimos a los hombres atados y entre nosotros, para que si intentaban escapar despertaran a alguien y los detuviéramos. Racionamos su sangre, bebiendo lo menos posible cada noche. Además, teníamos que encontrarles comida para que se recuperasen a diario y produjesen más sangre para nosotros.
Eso me dio la idea de cómo mi tribu podría vivir. No teníamos que matar a nadie de quien bebiésemos, sino que podríamos guardarlos como recipientes y tener sangre para beber cada noche.
Kiya se rió de mí cuando se lo sugerí (acababa de lamer una herida abierta del antebrazo de uno de los hombres). Tenía la boca manchada del jugo, y me dijo que si lo hiciéramos desaparecería la emoción de la caza.
—No sería deportivo —opinó—, y lo que más disfruto de la bebida es su caza.
—Eres como un gato —le dije—. Juegas con el ratón antes de matarlo.
—Es un juego en el cual tanto el gato como el ratón desempeñan su papel. Víctima y vencedor son las dos caras del juego. Sin los dos, ¿dónde está el placer? —preguntó. Entonces levantó el antebrazo del hombre para que sorbiese.
De madrugada, cuando estuvimos un momento a solas antes de que la oscuridad cavernosa nos hiciese dormir, ella me susurró:
—Él es un devoto de ti.
Miré a Ewen, que ya estaba acostado cerca de algunas rocas, preparando mi cama en el suelo.
—Compartimos una patria y una guerra.
—Es bueno tener recuerdos.
Ewen olía a muerte reciente y amapolas. Acogí su cabeza bajo mi brazo. Kiya se tendió contra mi espalda con su rostro en mi cuello. Estaba en mi corriente, y percibía su olor mezclado con el mío y con el de Ewen. Éramos como una manada de lobos, supongo, juntos por la idea de que cualquiera de nosotros necesitaba sentir la corriente de otro para sentirse seguro y a salvo en nuestra tribu.
Cerré los ojos y tuve visiones de Alienora, rápidas y constantes, y era como si la observase desde el interior de un oscuro estanque de agua. Ella estaba allí mirando su propio reflejo, sin verme. Al comienzo del sueño le gritaba, le pedía que tocase el agua con la mano para que yo pudiese alzar la mía, cogerla y arrastrarla conmigo hacia la oscuridad.
Nos llegó el sueño cuando los rayos del amanecer llegaron a la umbría entrada de nuestra cueva recién descubierta.
Me desperté de noche, gritando.
Kiya se arrodilló a mi lado, apretando las manos contra mi frente como para leer mis pensamientos. Los demás vampiros se habían acercado a mí.
—He visto… —empecé a decir, y entonces intenté expresar con palabras el horror de mi sueño. Había sombras contra sombras, retorciéndose, viniendo hacia mí, y entre ellas una oscuridad más intensa que cualquier ausencia de luz, la forma de una criatura que gruñía, y brillaba como el faro del infierno.
—Medhya —dijo Kiya—. La has visto.
—La madre oscura —susurró Yarilo.
—Te habla en sueños —sentenció Kiya.
Sentí que la locura se apoderaba de mí como nunca antes.
—No podemos continuar este viaje —anuncié jadeando—. Lo que he visto, lo que sé…
—Un sueño —atajó Kiya.
—Un aviso —masculló Vali.
—No lo percibí como un sueño —negué sacudiendo la cabeza—. Sentí como si me sostuviese, y esas sombras como estanques de agua cubriendo mis tobillos como argollas. Mirarla me producía dolor.
—Ella es la oscuridad misma —murmuró Kiya.
—Ojos como ascuas ardiendo en la oscuridad —describí—. El pelo se le movía como si mil serpientes se retorcieran en su cabeza. Y aun así no tenía forma más allá de la sombra.
—Ella vive en sueños —repuso Kiya—. Balaam me dijo que algunos la vieron, pero nadie lo recuerda.
—Nosotros la oímos —me informó Yset—. A veces, como un trueno distante, la oímos, y sabemos que busca nuestra aniquilación.
—Tenemos que regresar —indiqué—. Ella está aquí. En algún lugar. Con nosotros. Dándonos caza.
—No —replicó Kiya poniendo su mano en mi corazón. Al tocarme noté su cálida corriente—. Ella te teme.
—Nos extinguiremos todos en las Puertas de Nahhash —vaticiné sintiendo la certeza—. Eso es lo que me mostró.
No podía decírselo todo, las visiones de nuestra tribu, la piel desgarrada de los cuerpos, la sangre manando, los huesos retorcidos, desgarrando la carne, mientras la vida, la inmortalidad sin fin, continuaba incluso en ese sufrimiento.
—Ella no se te acercaría en sueños si no creyese que eres el Maz-Sherah —opinó Kiya—. Sólo tiene poder en sueños. Si fuese capaz de matarnos ahora, ni siquiera estaríamos viajando.
Yo seguí inquieto, porque el sueño de Medhya parecía demasiado real. Ver a Ewen desollado, con los ojos desgarrados como si unos pájaros los hubiesen picoteado, con sombras succionándole la médula de los huesos… La visión no me dejó cuando continuamos avanzando.
Con todo, algo en el sueño me dio esperanzas, porque Kiya creía que el sueño era la señal de que mi destino estaba allí, con la tribu, y mi destino me llevaba con toda seguridad a ese lugar llamado Alkemara.
Viajamos durante casi una semana, corriendo velozmente por la noche, capturando a mortales a medida que nos los encontrábamos y bebiendo de ellos ávidamente.
Los mortales raramente hablan del placer de alimentar a un vampiro. La realidad es que para ellos es un placer. Les despierta el instinto vital, y eso, en cierto modo, les hace sentir un agradable bienestar y nuevos motivos para vivir.
Cuando uno de los recipientes capturados me miraba después de que yo hubiese bebido de un nuevo corte en la espalda, diría que lo hacía como a un dios que le proporcionaba una sensación de júbilo y utilidad. Aunque seguíamos manteniéndolos atados y amordazados, los cautivos habían comenzado a desear las sesiones nocturnas, y parecían enfadados si encontrábamos otras gargantas que cortar. Mantenerlos vivos era más fácil de lo que me esperaba, porque aunque desgarrábamos cuellos y gargantas, nuestra saliva tenía un cierto poder curativo, como una sanguijuela adherida a una herida. Los cortes cicatrizaban con rapidez, y el placer que nos proporcionaba perforar las heridas antiguas para probar la sangre era sólo comparable a la fuerte embriaguez del recipiente mortal que se entregaba para nuestros oficios. Kiya tenía razón. Nosotros somos el gato y ellos los ratones, y es un juego que requiere a una víctima y a un vencedor, a un depredador y a una presa. Durante ese viaje gané un enorme respeto por nuestras presas, por esos dos hombres que empezaron a vernos como a sus mesías, que sólo pedían un poco de alimento por la noche a cambio de sentir el escalofrío del fluir de la sangre y una conexión perdida con lo divino.
También tuvimos que evitar campamentos de hombres. Soldados, caballeros, ejércitos. Los vimos por las llanuras. Me preguntaba cuántos de mis antiguos compatriotas estarían allí, preparándose para la batalla, mientras los observábamos desde un risco o desde la boca de una cueva. No éramos rivales para grupos de hombres, especialmente los que llevaban armas o armaduras. Seguro que se exageraban las leyendas de nuestra raza, porque aunque podríamos vencer a una familia entera con bastante rapidez, si hubiera varias personas en un terreno abierto y suficientemente juntas, no estaba claro que pudiésemos con todos, y volviésemos a ver otra puesta de sol.
Finalmente, casi después de otra luna de viaje, Kiya se subió a un peñasco y miró al Este.
—¡Ahí! —gritó—. ¡Ahí! ¡Las Puertas de Nahhash! ¡Si la ciudad de tus visiones existe, estará entre aquellos grandes barrancos, Halconero!
Las Puertas de Nahhash eran dos despeñaderos escarpados que se alzaban como castillos gigantes a cada lado del angosto camino.
—Se vuelve más estrecho a medida que avanza —observó Yarilo—. El ejército de mi padre se aventuró por aquí muchas veces. Existían leyendas que hablaban de oro y marfil en lo más profundo de las cuevas.
—Incluso entonces se conocía Alkemara —añadió Vali—, aunque nadie la conocía por su nombre.
—Hay sitios donde la roca atrapa a los mortales —prosiguió Yarilo señalando el borde del despeñadero a muchas leguas sobre nosotros—. Se dice que los viejos dioses se sientan y empujan peñascos para matar a cualquiera que intente cruzar las puertas.
—¿Es allí adonde vamos? —preguntó Kiya.
—No hay un «donde» en ese lugar —contestó Yarilo—. El lado más alejado de este camino lleva a un desierto terrible, un viaje de muchos días.
—Si aquí es donde está Alkemara —aseguró Kiya mirando la pared de roca escarpada del despeñadero—, está bajo la tierra, no más allá de ella.
—Si esto es sagrado para los Nahhash —dedujo Yset corriendo hacia la base de la montaña—, entonces está en los nidos de serpientes, y si seguimos la senda encontraremos el reino.
—Es un nido de serpiente —anunció Yarilo metiendo la mano en una de las muchas aberturas a lo largo de la cresta de la colina—. Es estrecho. Demasiado estrecho.
Cuando sacó el brazo, cuerdas de áspides pequeñas y delgadas se habían desencajado la mandíbula hincando profundamente los colmillos en la carne de su muñeca. Las sacudió para hacerlas caer. Estaban todas muertas. El veneno de la sangre vampírica era más fuerte que el veneno de cualquier serpiente. Yarilo sonrió de forma burlona, con sus dientes afilados brillando en la oscuridad.
—Podemos cavar —dijo Kiya—. Está aquí. Bajo nuestros pies.
—¿Cómo lo sabes? —inquirí.
—¿Sientes la corriente?
Cerré los ojos y abrí al máximo las fosas nasales, intentando percibir las vibraciones de la vida. Sentí a los demás conmigo, e incluso los culebreos y torsiones de las serpientes que estaban bajo el suelo y entre las grietas de las cuevas. Sin embargo, no me vino ninguna otra corriente.
Iba a abrir los ojos cuando lo sentí. Un ligero movimiento. Como de una pesadez, de un tirón de la tierra. No era como la corriente que nos rodeaba. Me acuclillé y apreté las manos contra el polvo del suelo. Abrí los ojos, mirando a los demás.
—Es algo más que la corriente. Succiona la tierra. Es un vacío.
—¿Aquí debajo? —preguntó Ewen.
Yarilo se puso boca abajo y pegó una oreja al suelo.
—No siento nada. Ningún reino subterráneo. No hay vida.
—No hay vida —concluí mirando a Kiya—. Lo sientes.
Ella sacudió la cabeza.
—Es leve. Pero es como la succión de las arenas movedizas en un pantano. Quiere que lo encontremos.
Yarilo nos miró con atención, frunciendo las cejas.
—No podemos cavar a través del nido de serpientes para llegar allí.
Miré a través de las Puertas de Nahhash, los dos grandes despeñaderos altos y escarpados a cada lado de nosotros. Había marcas en la pared de la montaña, nidos de serpiente y estrechas entradas a cavernas a lo largo.
—En algún lugar de por aquí tiene que haber una entrada.
Eché una mirada atrás, a nuestros prisioneros, los dos turcos atados juntos. Nuestros odres para el viaje.
—Encontraremos la entrada al reino, estará donde las serpientes sean grandes y abundantes. Tráeme bebida.
Ewen fue a coger a los hombres, arrastrándolos hacia mí.
Sorbí del cuello de uno mientras Yarilo probaba de la muñeca del otro. Ahíto, me retiré de su garganta y sentí que la fuerza volvía. La tracción de la tierra me había quitado algo.
Fuera lo que fuese Alkemara, estuviera donde estuviese, era un vacío que robaría la fuerza y energía que tuviésemos. Ya habíamos empezado a notarlo. Me provocaba un pánico innombrable, porque si lo encontrábamos, necesitaríamos mucho poder para despertar al Sacerdote dormido.
—Ahora bebéoslo todo —ordené a los demás, que me estaban mirando—. Agotadlos. Necesitaréis fuerza.
—¿No deberíamos llevárnoslos con nosotros? —preguntó Vali—. ¿Qué pasará si nos quedamos atrapados? ¿No sería mejor mantenerlos a nuestro lado?
—Sea lo que sea aquello que habita en el reino caído, dejará pasar a los mortales —anuncié—. Bebed ahora y esperemos que nos dure para todo el viaje.
Los demás se reunieron alrededor de los dos mortales cogiendo cada uno una parte cercana a una vía de sangre, fuese el cuello, el corazón, la espalda, la muñeca o el muslo. Tras bebérselos, vimos dónde estaba la más grande de las serpientes. Durante todo el tiempo yo sentía como si alguien estuviese observándonos. Alguien que nos seguía, pero sin interrumpir la corriente lo suficiente como para que alguno de nosotros percibiese en su totalidad su forma acechadora. Lo percibí en el rostro de Kiya. Recorrió con la mirada el despeñadero esperando ver algo allí. Ewen me alcanzó mientras yo subía la pared escarpada, sintiendo como si tuviese los poderes de una araña. Él me tocó en el tobillo. Me di la vuelta y me dijo:
—Siento algo. Algo nos acecha.
Asentí con la cabeza, aunque no tenía ni idea de lo que nos amenazaba. Cuando ya había escalado al menos trescientos metros por el despeñadero, usando la miríada de nidos de serpiente para agarrarme sobre la marcha y la energía de la sangre recién bebida para moverme con rapidez, llegué a una abertura en la roca. Mientras la estudiaba, vi que era un verdadero portal, uno antiguo, porque tenía grabados de figuras extrañas a lo largo de los bordes, figuras de mujeres con alas y leones con cabeza de niño y cola de cocodrilo. Había unas palabras escritas sobre el portal, grabadas en la roca, en alguna lengua extinguida mucho tiempo atrás. ¿Eran palabras de aviso? ¿De bienvenida? No lo sabía.
Llamé a los demás para que me siguiesen. No se movían tan rápido como yo, y Vali cayó dos veces. Su agonía tras la segunda caída se sentía en la corriente que había entre nosotros, y la cabeza me dolía con su dolor. Kiya se apretó los lados de la cabeza, cerrando los ojos. Ésa era sólo la segunda vez que yo experimentaba el aspecto negativo de la corriente, que sentía que estábamos atados en esa inmortalidad, que nuestra tribu fluía en una corriente, como cogidos de las manos el uno con el otro.
Yarilo se dio prisa descendiendo por la pared con la facilidad de un cangrejo, agarró del brazo a Vali y se lo llevó de un tirón para que no volviese a caer.
—Lo percibo —dijo Kiya misteriosamente.
La observé hasta que llegó al umbral de la puerta en la roca. La tensión se dibujaba en su rostro.
—Algo —anunció—. Algo viene.
De pronto, entendí lo que quería decir.
Lo que nos había observado de lejos descendió por la pared de roca que estaba encima de mí, saliendo de las aberturas con un extraño siseo. Miré hacia lo alto del despeñadero y lo primero que vi fue un movimiento borroso, de blancura de huesos bajando hacia nosotros en una ola. Se hacía más discernible a medida que se acercaba.
Escorpiones.
Tan grandes como mi mano. Totalmente blancos, y con aguijones dobles por encima del dorso. Miles de ellos viniendo hacia nosotros. Miré abajo a Ewen, que luchaba para subir por la pared, moviéndose a duras penas lo suficientemente rápido para llegar al portal. Le pasarían por encima. Los escorpiones ya habían tapado el umbral, y habían comenzado a trepar sobre Kiya, quien se deshizo de ellos frenéticamente. Fui a ayudarla. Oí a Ewen gritar, y también a Vali.
Cuando miré por el borde, vi que las criaturas los habían cubierto y empezaban a empujarlos hacia abajo. Un aguijón me picó en el pie, y luego una pinza. Me picaron más aguijones. Sentí el dolor intenso tanto en mí como en los demás miembros de mi tribu cuando el sufrimiento penetró en la corriente. El veneno de esas criaturas me afectaba, y sentía náuseas mientras mi sangre luchaba contra esa extraña ponzoña, distinta de cualquier otra. Mi sangre se calentó, y después pareció hervir. Me libré de las criaturas, arrojándolas contra las rocas, golpeando dobles aguijones, y entonces fui a liberar a Kiya. Después descendí reptando por la roca, alcanzando primero a Yarilo, que tras haberle sacudido un escorpión inmenso de la cara, tuvo el valor de ayudar a Vali contra sus pequeños demonios. Y luego Ewen, al que sujeté con un brazo y sacudí con fuerza para que los monstruos cayesen al suelo, mucho más abajo.
Estaba muy mal, y cuando conseguí subirlo al portal se quedó inmóvil en mis brazos mientras le arrancaba un aguijón que le había penetrado profundamente en el cuello.
—¿Por qué no los percibimos? —preguntó Kiya cuando nos reunimos en la boca de la cueva.
—Quizá —expuse— sean como nosotros. Tal vez no estén vivos.
—¿Quién crearía semejantes criaturas?
—¿Quién nos crearía a nosotros? —pregunté.
Miré el cielo nocturno estampado con estrellas y el despeñadero frente a nosotros.
—Esas criaturas son un aviso. Si fuésemos humanos, el veneno nos habría matado. Quienquiera que las pusiese aquí no pensó que los que ya han estado en el Umbral vivirían para llegar aquí.
—¿La hechicera? —sugirió Vali. Su cara había vuelto al esplendor de alabastro tras desaparecer las ronchas y arañazos que la surcaban un momento antes.
—Tiene que ser alguien distinto —dijo Kiya—. Sabía que encontraríamos ese portal.
—¿Creéis que nos ha seguido? —preguntó Yarilo.
Vino hacia mí y se sentó a mi lado, acariciando suavemente el pelo de Ewen. Éste levantó la cabeza para mirarlo, y luego me miró a mí. Yo todavía sentía el dolor de su interior, aunque su sangre ya había detenido la furia en la carne.
—Ella no sigue a nadie —indiqué—. Si hubieses sentido lo mismo que yo cuando me daba el Beso Sagrado, sabrías que ahora está lejos de nosotros.
—Porque te teme —repuso Kiya moviendo la cabeza.
—Pero la otra —dije—, Medhya, es como si me mirase, incluso ahora.
Cuando empezamos a arrastrarnos por la oscuridad, vimos nidos de víboras a lo largo de las grietas de la roca y entre los hoyos profundos que había por el camino. Se deslizaban por nuestras espaldas y piernas a medida que avanzábamos. Notaba colmillos entrando en mi piel, y con cada mordedura una inyección de veneno. Una de las serpientes murió al beber el veneno de mi sangre. Los agujeros cruzaban de un lado a otro el túnel por donde nos movíamos. Poco después llegamos a una hondonada en la roca que se abría en un espacio más grande.
Era como un manantial gigante dentro de la montaña. Cuando levanté la cabeza, no había salida hacia arriba. Percibí agua muy por debajo de nosotros.
—Reptemos hacia abajo —sugirió Kiya.
—O saltemos.
Entonces también ella percibió el agua.
—Un mar —dijo jadeando—. ¿Cómo puede haber un mar dentro de la montaña?
—Un paso de agua subterránea —maticé—. Si la tierra se tragó la ciudad, ¿por qué no también el canal? Y, además, ¿no has visto ríos que fluyen bajo la tierra? Quizá esto sea lo mismo.
Ella sacudió la cabeza.
—Hemos hecho todo el camino. Pero… agua.
—Podemos retroceder —propuso Vali agazapándose en el borde y mirando abajo, hacia el vasto abismo que descendía a nuestros pies.
—Yo voy a seguir —anuncié.
—Agua —puntualizó ella.
—Quizá —dije levantando las cejas.
Kiya no dijo nada, pero Vali gritó:
—Nos debilitamos en el agua.
Yo casi me puse a reír.
—Plata. Agua. ¿Para qué servimos? ¿No tenemos fuerza dentro?
Kiya, enfadada por mis palabras, espetó:
—No te rías de lo que no entiendes, Halconero. El agua no nos daña. Lo que pasa es que perdemos la corriente en ella. Nos quita mucho.
Tomé aire cerrando los ojos. Una parte de mí deseaba coger a Ewen y huir de ese mundo, igual que deseaba huir del mundo de los mortales a través de la muerte. En lugar de eso, miré a Kiya y dije:
—Entonces no temas al agua. Yo seré tu fuerza.
Y grité a los demás:
—Yo seré la fuerza para todos, si tengo que llevar a cada uno en mi espalda a través de este río caudaloso lo haré.
Yarilo se puso a reír, pero Kiya continuaba enfadada. Intenté cogerla de la muñeca para comunicarle a través de la corriente mi respeto por ella, pero me rechazó.
Me incliné sobre el borde y rocé las curvas de la pared con la mano.
—Es suficiente para sostenerse. Podemos arrastrarnos hacia abajo. Mirad.
Señalé la pared circular, y allí abajo, tallada en los lados, había una pronunciada serie de peldaños, poco más que una repisa de piedra ligeramente levantada. Me pareció que un ingeniero había diseñado esa entrada, que no era casual ni los restos de algo que la tierra se hubiese tragado en un cataclismo, sino parte de un plan. Como si una gran civilización hubiese agujereado esa montaña, y luego se hubiese enterrado viva dentro.
Vernos debía de ser algo extraordinario. Seis vampiros, cabeza abajo, con los brazos y las piernas extendidos pero doblados, reptando por la pared hacia abajo, aferrándose a salientes y agujeros de la estructura, siguiendo el curso de las hendiduras y los estrechos rellanos que formaban los escalones.
Cerca del fondo se abría la entrada de una caverna, y una caída al suelo de unos seis metros. Aterricé como un gato y permanecí agazapado en el suelo mirando la maravilla que había ante mí. Arriba, la colorida caverna de roca brillaba con luminoso oro azul.
Justo delante de mí estaba la orilla de un río. Bajo mis manos y pies había guijarros y conchas. Bajo mis pies se distinguían también otras formas más sólidas, de algún tipo de yeso. Levanté un disco delgado, y al darle la vuelta vi que era un fragmento de alguna máscara blanca. Los ojos y los labios estaban acorazados. Mientras miraba el punto donde el agua se encuentra con la arena, vi otras máscaras rotas, y las estudié una a una. ¿Habían adornado alguna vez esculturas? ¿Las había llevado alguien? ¿Eran de alguna religión pagana o simplemente se usaban en obras de teatro? No lo sabía. Algo de ellas me molestaba, ya que parecían ajenas tanto a mí como a cualquier cosa humana que hubiese visto antes. Y aun así, no eran más que máscaras, la mayoría rotas en pedazos.
A lo lejos se veía más espacio cavernoso y puentes naturales de roca, tan bien construidos que debían de haber sido una vez las puertas externas del reino. Delante de mí, el agua cubría levemente la arena, aunque era agua blanca como la leche, brillando con pequeñas partículas de vida, como si miles de gambas o de minúsculos insectos blancos nadasen en su seno. Cuando introduje las manos haciendo un cuenco y saqué agua, era tan clara como la de cualquier lago. Así que eran esas diminutas criaturas, inofensivas, las que producían un color tan blanco. Cuando estuvimos todos en la orilla, exploramos el límite, y al poco rato Vali encontró a cierta distancia una barca atada, como si la hubiesen puesto allí para que diésemos con ella.
—¿Veis? —dijo Kiya—. No es necesario nadar.
Era poco más que una balsa hecha de madera, pero era suficientemente grande para acomodar a cuatro de nosotros. Vali e Yset se quedaron detrás, porque no podíamos arriesgarnos a que fuesen por el agua, ya que les agotaría la energía que les quedaba. Yset tocó mi corriente con la mano, y me dijo sin palabras que ella y Vali vigilarían la salida al mundo desde el centro de la montaña.
Subimos a la embarcación y nos impulsamos desde la orilla. Yarilo y Ewen manejaban el remo y el timón, alejándonos de las paredes de roca o golpeando la tierra que había en el fondo del agua para impulsarnos hacia adelante. El olor que venía del agua era de azufre, mezclado con un extraño tufo a rancio. Sentíamos un escalofrío a medida que nos alejábamos más y más de la orilla. En una de las cavernas, cuando pasamos por debajo de un techo de estalactitas cristalinas, Ewen me llamó la atención con un ligero movimiento de la mano. Fui hacia él, al extremo de la barca, y miré a lo largo de la superficie de agua blanca.
—Hay algo ahí.
—No lo percibo —confesé.
—El agua corta la corriente —dijo Yarilo.
Entonces, ligeramente asustado, señaló el otro lado de la barca.
—Allí.
Observamos que la superficie del agua se erizaba, y entonces aminoramos la marcha.
Kiya se puso a cuatro patas y miró en el agua.
—Veo… a alguien.
—¿A alguien?
—Es una alkemara —anunció sin quitar la vista del agua lechosa.
En pocos minutos los vimos a todos, al menos cuatro cuerpos bajo la superficie, tumbados boca arriba, flotando por debajo del agua. Había oído cuentos de sirenas, pero nunca hubiera esperado que tuviesen tales formas monstruosas. Mientras las caras de esas ninfas eran bellas y amables, y los hombros y pechos eran tan frescos y maduros como los de una chica joven, su carne pálida daba paso gradualmente a escamas y aletas. También tenían púas como las del barbo, mientras pequeñas lapas estaban adheridas a sus costados y vientres planos. Lo que serían los muslos se les juntaban en una larga cola como la de un cocodrilo.
—Nos observan —advirtió Kiya.
—Son hermosos —añadió Ewen.
—Son como nosotros —dije—. ¿Veis? Tienen nuestros dientes.
Y desde luego tenían una sonrisa afilada, y las puntas de los dientes eran como las de los tiburones.
—Quizá sean nuestros ancestros —sugerí.
—Parecen idiotas —opinó Yarilo—. Peces. Peces monstruosos. Me pregunto si su sangre sabe a mar…
—¿Peces? —preguntó Kiya—. ¿O serpientes? Fijaos en las colas. Son como anguilas. O cocodrilos. Son las hermanas que vigilan la entrada. No se las puede molestar.
Pero Yarilo no pudo resistirse a meter la mano en el agua para tocarle el pecho a una. Éste disfrutaba de su manoseo predatorio. Se lo había visto hacer a una chica en una cacería. El quiso seducirla con sus caricias, y es cierto que había bebido mucha sangre de mujeres encantadas por su belleza, cara salvaje y ojos que brillaban como los de un gato en la oscuridad.
La alkemara a quien acariciaba sonrió enseñando los dientes de tiburón. Subió para tocarlo y sacó la cara fuera del agua. Tenía los ojos blancos como la leche, con el centro de un amarillo casi como el de la yema de un huevo. Su piel parecía más negra que bajo el agua, y era transparente en algunas partes, de manera que se veía cómo circulaba la sangre y cómo los nervios iban de un lado a otro justo detrás del brillo de la sangre.
Ella habló con una voz nasal y aguda casi como un chillido. Se servía de un lenguaje que ninguno de nosotros había oído nunca, y al principio nuestros sentidos no podían descifrarlo. Kiya dijo a Yarilo que apartase su mano de ella, ya que la tenía frente a su cara.
—No me morderá —aseguró—. Somos primos, ¿no? Tú y yo.
Se inclinó hacia adelante y apretó sus labios contra sus párpados, besándola en los dos.
Entonces las hermanas sacaron la cabeza fuera del agua, y observé que eran de un color gris verdoso, como el de los cocodrilos de ríos fangosos. Las colas también, y con ellas batían suavemente la espuma blanca de la superficie. Tenían escamas y púas de carne gris verdosa propias de reptiles. No eran sirenas. Eran serpientes, como las de las cuevas de más arriba.
Mientras parloteaban y chillaban entre ellas, me di cuenta de que habían rodeado nuestra barca por completo. Eran nueve en total, y comencé a entender algo de la antigua lengua que hablaban, de manera que palabras como «Alkemarizshtan» comenzaron a significar algo para mí.
—Son salvajes —observé—. ¿No lo notáis? No son como nosotros.
—Son como nosotros —me contradijo Yarilo—. Ni vivas ni muertas. Ni humanas ni suficientemente monstruos. ¿Verdad, bonita?
Percibí su intención. Había visto la sangre y olido su vigor. Esas criaturas tenían sangre que podíamos ver, y le había vuelto la sed. Kiya tuvo que sentirlo también, ya que vi que le brillaban las fosas nasales. Pero yo no pensaba eso, y aunque esas criaturas no eran humanas, podían estar muertas como nosotros. La muerte no puede alimentarse de la muerte sin atraerla a su vez.
Aun así, percibí su fuerza vital. Mis terminaciones nerviosas chocaban con el deseo de beber de ellas.
Una de ellas subió a una roca pulida y llana que sobresalía del agua. Apretó las manos contra ella, meciendo la cola lentamente en el agua. Gritó algo, y capté unas cuantas palabras que mi mente era capaz de entender, algo acerca de «Damitra». Al oír ese nombre, otra hermana la miró, y miró luego a la que estaba más cerca de Yarilo. No me gustaba la forma que tenían de comunicarse, ni el hecho de que éste hubiese abandonado el timón ni que Ewen hubiese hincado el remo entre unas rocas para mantener la barca quieta. No era bueno detenerse. Estábamos en su territorio, y era un mundo peligroso que había quedado enterrado siglos atrás para que nadie pudiese encontrarlo.
Y entonces, supe quién había construido la barca y la había dejado allí. Allí para quien viniese. Las propias alkemaras. No eran criaturas estúpidas por alguna antigua maldición. Tenían la inteligencia de una araña tejiendo su tela, o de un cocodrilo que permanece inmóvil en el barro para engañar a la presa.
—Se llama Damitra —dijo Yarilo volviéndose hacia mí y sonriendo—. Me lo ha dicho. Ella controla la corriente aquí.
Yo no había percibido ninguna corriente entre ellas. ¿Él sí? ¿De verdad esa criatura monstruosa se estaba comunicando con él a través de una corriente desconocida para nosotros? ¿O no era más que un embrujo?
Miré a Yarilo con enfado.
—Déjala ir —susurré con tono áspero—. No está limpia.
Él sonrió todavía más, sin dejar de mirarla.
—Está muy limpia —me contradijo, riendo—. Mira qué adorable es.
Intenté coger a Yarilo para echarlo hacia atrás, pero era demasiado tarde. El líquido que ondulaba en el agua formaba remolinos y espirales con las olas, como el inicio del frenesí entre tiburones arrastrando a un león marino a las profundidades. Las otras alkemaras rodearon a su hermana Damitra, la que fascinaba a Yarilo, quien se inclinaba hacia su garganta, oliendo su sangre.
Entonces las alkemaras saltaron del agua, agarrando a Yarilo por la cintura y los hombros y arrastrándolo hacia el fondo sin apenas salpicar una sola gota.
La superficie del agua se quedó tan quieta que parecía un espejo.
Kiya lanzó una exclamación. Su voz resonó por las cavernas. Ewen vino a mí, asiéndome del brazo con fuerza. Me arrodillé y miré en el agua, intentando verlos, intentando ver qué le había sucedido a nuestro compañero.
—Ni siquiera lo siento en la corriente —se lamentó Kiya con sus sentidos estallando como los míos mientras intentábamos localizarlo usando el único método que conocíamos.
No podíamos meternos en el agua, tanto porque agotaría nuestra corriente como porque ninguno de nosotros sabía de lo que eran capaces esas criaturas.
No podía aguantarlo más. Habían pasado varios segundos y no se oía nada. Me sumergí en el agua. Cuando sentí el líquido alrededor de mí, sentí hielo tanto dentro como fuera. Me calaba hasta los huesos y no sólo me bloqueaba el sentido de la corriente sino que me agotaba a medida que nadaba.
En esas condiciones, no tenía más poder que el de un mortal ordinario, e incluso eso se agotaba. Nadé por el mar lechoso, menos tenebroso que en la superficie, y las vi nadar a lo lejos: llevaban a Yarilo entre sus dientes y lo zarandeaban como si pretendiesen descuartizarlo por las extremidades.
Ya no parecían mujeres, sino esas criaturas llamadas lampreas, a las cuales sólo había visto una vez antes en mi vida, cuando era un niño y mi padrastro trajo a casa una del mar. La boca como de sanguijuela, con los dientes en varias filas, y ese aspecto etéreo como si no se las hubiese podido crear ni de la tierra ni del cielo ni del propio infierno.
Lo sentimos todos a la vez: aquéllas no eran sólo hijas de la ciudad de Alkemara.
Estaban imbuidas del espíritu de la propia madre oscura.
Una de ellas ya le había arrancado la carne de la mano izquierda, dejando el hueso astillado, y otra se le había pegado a la ingle.
Nadé hasta ellos, e intenté apartar de él una de esas bestias miserables, pero lo tenía cogido en un abrazo obsceno, como si ella no fuese una entidad separada sino parte de su propia carne.
Me faltaba el aire. Salí a la superficie y respiré jadeando. Me había distanciado bastante de la barca.
Mientras Kiya remaba con el enorme remo. Ewen golpeaba a las alkemaras con el timón mientras movía la barca, sacándolo y volviéndolo a meter. Cuando llegué a ella, Kiya y Ewen me sacaron del agua mientras seguía jadeando.
De pronto, apareció la cara de Yarilo en la superficie, a cierta distancia. Reía, por más que le hubiesen desgarrado la carne hasta el hueso.
—¡Es maravilloso! —gritaba—. Son hermosas. Lo son más de lo que crees. Sí, me han enseñado todo. Toda su gloria. Fue un reino como ningún otro.
Cogí el timón con rapidez y dirigí la barca hacia donde se mantenía flotando. Volví a sentir una débil corriente entre nosotros. El vínculo de nuestra raza. Aún no se había extinguido. Pensé que podría sobrevivir si conseguía sacarlo del agua con rapidez. Mientras me acercaba, algo chocó contra la embarcación. Luego se produjo otro golpe. No podíamos conducirla hacia él. De hecho, comenzamos a alejarnos de él, como si voláramos sobre un cojín de aire.
Ewen gritó, señalando el agua que lindaba con nuestra embarcación. Las hermanas estaban allí, debajo de ella, alejándola. Por más que yo remase o hiciese fuerza, su fuerza era mayor.
Debajo de nosotros no había unas cuantas alkemaras, sino cientos.
Quizá las que habían mordido a Yarilo habían llamado su atención. De pronto, el agua comenzó a hervir de movimiento, y vimos a esas extrañas mujeres serpiente nadando por debajo del agua. Algunas tiraban de la barca, otras se deslizaban en grupo por debajo de la blancura, pero todas se dirigían hacia el lugar donde la sangre negra de nuestro amigo afloraba a la superficie, dejando una estela tras de él.
—Yarilo —grité.
Nos miró, sin ser consciente de que esas criaturas existían para mantener aislada la antigua ciudad caída. Sus ojos reflejaban un brillo placentero a pesar de los desgarros en la cabeza y en las mejillas. Dos de las mujeres reptiles sacaron la cabeza del agua y lo besaron por toda la cara. No tuve fuerzas para mirar cómo una de ellas saltaba por encima del agua, con las mandíbulas desencajadas como las de una serpiente, e hincaba sus dientes grises en lo más hondo de su carne. Al final, no eran como nosotros. No bebían sangre. Comían carne, y tanto la carne de los no muertos como la de los vivos satisfacían sus necesidades.
Era terrible ver morir a uno de nuestra tribu. Pero sentir la corriente, la Extinción en la corriente, era mil veces peor. Nosotros mismos sentíamos el dolor, en nuestro interior, desgarrándonos como los dientes de las alkemaras desgarraban la piel hasta que no quedaba más que hueso. Sabíamos que su vida todavía existía en los huesos y la carne, y que nunca más volvería a ser un ente. Nunca tendría la esencia de Yarilo.
Al final, esas criaturas tenían la cara cubierta con su sangre, y ya no parecían las mujeres hermosas que habíamos visto al principio. Su forma verdadera había regresado al alimentarse.
Eran monstruos desalmados con ojos vacíos y rojos, y tenían la mandíbula alargada como la de los cocodrilos que, sin duda, habían sido alguna vez sus tótems.
Ésas eran las malditas de Alkemara, las hijas del propio Sacerdote de la Sangre, princesas de un reino que ya no era más que una necrópolis enterrada, las descendientes hembras de ese mundo subterráneo. Centenares de serpientes de mar en ese mar.
Centenares de ellas, y ninguna con la conciencia del vampiro.
Los tres nos sentamos en la barca.
Tenía a Ewen cerca de mi pecho, y Kiya apretaba los labios contra mi garganta para consolarse. Habíamos percibido el final de nuestro compañero, y sabíamos que Yset y Vali, en la orilla de una caverna distante, también habían sentido el dolor y el marasmo de la Extinción de Yarilo. Nos llegó el conocimiento del fin. No del fin mortal, que significa un avance hacia el Umbral y el mundo del más allá. Para nosotros no había más allá. Cuando nos fuésemos, nos extinguiríamos y no habría dios ni diosa que reavivase la llama. Nuestras almas se extinguirían.
Todo eso lo sentimos con la marcha de Yarilo.
Kiya se puso a cantar la canción tribal que había aprendido de uno de los antiguos que se había ido cuando ella era joven. Estaba en el lenguaje de los caldeos, y traducido era así.
Cuando Medhya resucitó
y se encontró la piel rasgada
sus hijos lloraron y cogieron su propia carne
y se la ofrecieron a su madre
para que tapase su vergüenza.
Y cuando cogieron su sangre
que tenía el poder de la vida eterna,
sus hijos lloraron y pusieron sus corazones
en el inframundo, donde la sangre de la tierra fluía
para que su madre tuviese un sostén.
pero cuando le robaron a sus hijos,
Medhya lloró.
El Umbral les negó el paso.
Ella suplicó a los dioses carne y sangre
para vengar a sus hijos y a su reino
y se quedó en el Umbral, llorando,
porque no podían pasar a la tierra de los muertos.
Cuando ella volvió del Umbral,
dio su Beso Sagrado y su Maldición.
Y nosotros somos sus hijos, los caídos.
No podemos volver a cruzar el Umbral
una vez que hemos regresado de él.
¡Bendita sea Medhya por maldecirnos!
¡Bendita sea Medhya por su muerte en vida!
¡Bendita sea Medhya por nuestra tribu de la Sangre!
¡Benditos sean nuestros hermanos y hermanas cuya luz
se desvanece en la Extinción!
Medhya, nuestra madre y creadora,
Lemesharra, Datbathani,
quien bebe de nosotros porque hemos bebido de ella
cuando el crepúsculo cae sobre nosotros.
Tras oír aquellas palabras sentí una mayor unión con mi tribu, y entendí por qué Kiya las había recordado. Ella había visto a muchos vampiros caer en la nada eterna, y sabía que el momento se acercaba con más rapidez de lo que le gustaría. El canto era un modo de reconciliar a todos con el destino de nuestra raza.
Al final, el eco de la voz de Kiya reverberó por toda la caverna. Ewen puso suavemente la mano en la garganta de la hembra, sintiendo la fuente de su corriente. Dado que él era tan joven (ni siquiera tenía diecinueve años), y ella era tan vieja (su cuerpo tenía veinte, aunque ella tenía más de cien años), eran como madre e hijo, juntos en la empatía.
Entonces, con las alkemaras en lo profundo del agua, devolvimos la atención al viaje.
Nos dimos prisa, moviéndonos por las aguas en calma. Las alkemaras se habían alimentado. Habíamos perdido a uno de los nuestros a manos de criaturas con más fuerza y poder que nosotros.
¿Con qué más nos enfrentaríamos más allá de aquella orilla lejana?
Fuera tenía que estar amaneciendo. El ritmo del día y la noche se había detenido para nosotros dentro de esa montaña, debajo de capas de roca y tierra. También nos parecía que había cambiado el tiempo. A medida que flotábamos hacia adelante, vigilábamos los indicios de alkemaras. Quizá vagasen por debajo del agua, esperando una oportunidad para subir a por más.
Ewen intentaba dormir tumbado en la barca, pero se dio cuenta de que no podía. El suave movimiento de las olas se lo impedía. Mientras nos adentrábamos por un pasillo, vimos algo extraño. El agua empezaba a correr con fuerza, y elevándose por encima de nosotros, vimos estatuas tan altas como un hombre.
Más allá, apartadas como si flanqueasen la entrada de algún palacio, había cuatro estatuas de toros. Parecían estar hechas de basalto, y unas inscripciones decoraban sus cuerpos. Kiya alargó el brazo para tocar una, y sus dedos se cubrieron de un fino polvo. Me di cuenta de que en las patas y ancas de los toros había pequeños cangrejos blancos que casi parecían arañas, ya que tenían las patas y las pinzas largas y delgadas. El caparazón parecía una máscara humana. Sobre el último toro que vimos se montaban las piernas de un jinete, un niño, aunque la parte superior de la escultura había desaparecido.
Seguimos el curso del agua a través de una sucesión de cámaras de techo bajo, hasta que llegamos al final del canal. En lugar de orilla había una escalinata de piedra marrón que emergía del agua. Era larga y de escalones suspendidos. De la embarcación saltamos al primer escalón sobre el agua.
A lo largo de los bordes de los peldaños había una procesión pétrea de hombres en pie. Sin duda eran esclavos esculpidos en la roca. Sostenían guirnaldas de flores y vasijas con grano, y al lado de cada uno había una urna con figuras grabadas que seguramente representaban un lenguaje. Tenían serpientes a sus pies, enroscándose alrededor de los tobillos.
Eran las escaleras de un zigurat, y los anchos peldaños daban paso a otros más estrechos, hasta que nos encontramos subiendo los escalones de una pirámide inacabada. Pequeños lagartos corrían entre sus recovecos, lagartos de piel negra brillante y ojos que parecían demasiado pequeños para sus cabezas con forma de diamante. El corazón empezó a latir más rápido en mi pecho. Sentí como si estuviésemos más cerca de nuestro objetivo de lo que esperábamos. Teniendo en cuenta que habíamos sobrevivido a las alkemaras, por ahora estábamos a salvo.
Al llegar al rellano principal de la escalera, tras unos cuarenta peldaños, la caverna se abría a un espacio más grande. No era una pirámide, sino un vasto desierto plano bajo una bóveda montañosa más amplia. Era como el centro de la catedral más grande de lo que cualquier hombre pudiese imaginar. La montaña estaba totalmente vacía en ese punto. La grieta superior que dejaba pasar la luz del sol la cortaba en línea recta.
Una delgada columna de luz formaba una pared perfecta frente a nosotros, cuyos bordes tocaban la pared de roca.
No podríamos pasarla hasta que cayese la noche.
Con todo, más allá de ella, veíamos la imagen borrosa de la propia ciudad.
Me fallaba la visión. Todavía estaba recobrando fuerzas de mi inmersión en las aguas subterráneas, y la luz del sol, que nos cegaba, no mejoraba la situación. Ewen actuaba como mis ojos, tan bien como podía.
—Es una ciudad inmensa —describió—. No he visto nunca una fortaleza como ésa. Brilla como el oro y la rodean oscuras figuras gigantescas que custodian cada puerta. Hay otros aquí. Muertos. Hay huesos en el suelo. Como entre las zarzas del Gran Bosque. Hay una selva de huesos frente a nosotros. Algo se mueve en ella, pero no puedo verlo con claridad.
No pudo ver más que eso, ya que los ojos le escocían por la luz del sol.
Debido a su edad, tampoco los ojos de Kiya podían ver a través de la luz del sol, por más tenue que fuese.
Decidimos volver al borde de los peldaños, muy por encima del agua, para dormir hasta que llegase la noche. Al tumbarnos en la piedra húmeda y resbaladiza, noté sanguijuelas presionando contra la carne de las pantorrillas y de los pies. Miré hacia abajo. Tan pronto como probaron mi sangre, murieron. Ewen se durmió en los brazos de Kiya. Yo me mantuve despierto un rato para apartarles las sanguijuelas muertas antes de terminar sucumbiendo a la pequeña muerte de cada día.
Ese día soñé con la propia Pythia, quien me había creado y había traído un tercer ser a mi alma: el yo vampírico. Vi su cara en su gloria y poder, cuando apretaba mi boca contra su pezón. Mientras obtenía fuerza de su leche roja, me susurró que no debería creer lo que me mostrasen ni la visión ni las leyendas, porque la fuente de todo poder y de toda profecía no era lo que parecía. De nuevo niño en sus brazos, la miré a la cara. Ya no era un vampiro, sino la propia reina del cielo quien me sostenía, y no en carne y hueso sino como la estatua que era en la capilla del barón.
Y entonces vi a alguien más detrás de la hechicera.
La madre oscura de todos.
Medhya.
Sus ojos ardían.
—Verás a tus amigos atormentados hasta el final de los días —susurró.
Me desperté de noche.
El sol se acababa de poner más allá de la fina línea del cielo sobre la caverna abierta por encima de nosotros.
A medida que la oscuridad lo ocupaba todo, mi vista mejoraba, y pude ver la Necrópolis con mis propios ojos.
Al contemplar la luz de la luna que entraba por la grieta que había sobre nosotros y mandaba destellos de luz negra a lo largo de la ciudadela distante, me quedé sin aliento. Y no estaba solo en mi sobrecogimiento. Oí las expresiones de sorpresa de Ewen y Kiya cuando vieron ese nuevo inframundo.
Alkemara había sido con toda seguridad una gran ciudad, ya que se alzaba en la enormidad de la caverna, mayor que cualquier fortaleza que hubiese visto nunca. Pero aun así estaba en ruinas, dado que sus grandes columnas de mármol se habían caído, y las estatuas de los dioses y la parte alta de las murallas se habían desmoronado. La cabeza del dios chacal, tan grande como un barco, yacía al lado de sus propios pies de águila. La piedra que se había usado para esos dioses era quizá ónice negro, sólo que tenía la propiedad de reflejar la luz desde su interior. En el camino que mis compañeros y yo tomamos habían caído más escombros de la erosionada ciudad.
La senda estaba hecha de huesos humanos, con cajas torácicas amontonadas a izquierda y derecha, y fragmentos de cráneos aplastados contra el polvo bajo nuestros pies.
Antaño allí habían muerto miles, quizá tantos como habían ido a descubrir los secretos de ese lugar.
Entre los huesos crecía una extraña planta, y surgiendo de ella, como si fuese una flor de medianoche, pétalos pequeños y perfectos que se mostraban de color azul púrpura a mis ojos.
De forma todavía más extraña, al pasar al lado de la planta, percibí que se movía ligeramente (como experimentando un temblor) cuando uno de nosotros se acercaba a ella o a los huesos. La curiosidad pudo conmigo y me agaché para arrancar una.
Al hacerlo, una de las flores (tan pequeña como un escarabajo) se abrió totalmente. En el centro, una mancha de color rojo oscuro que crecía como las patas de una araña veteaba los pétalos interiores. No podía resistirme a su belleza y encanto. Toqué el centro del pétalo para sentir su terciopelo. Estaba húmedo y tenía una textura carnosa, y emanaba un suave perfume a almizcle.
Súbitamente, los pétalos se cerraron alrededor de mi dedo y sentí un aguijón afilado. Lo retiré rápidamente. No sentí mucho dolor, pero era como si me hubiese pinchado con una espina pequeña. Me salió una gota de sangre. Una fina capa de mi piel se había desprendido. Una partícula rasgada se había quedado dentro de la flor.
—Estas flores son vampiros —dije a Kiya, que ya caminaba por delante de mí.
Se la enseñé a los dos.
—Quiere beber de mí.
De nuevo recordé la visión en que Pythia exhalaba en mis pulmones. El Sacerdote de la Sangre dijo: «Debes traerme la planta y la flor para que te conozca.»
Arranqué la planta de la tierra y la enrollé sobre sí misma hasta convertirla en un pequeño manojo. A continuación la metí en mi bolsa. Miré los huesos que teníamos cerca, y levanté un fragmento. Era rasposo y redondeado, y parecía helado.
Estábamos en una tierra de bebedores de sangre, incluso las flores la bebían.
No podía imaginar qué dios o demonio había creado tal lugar.
A medida que avanzábamos, nos encontrábamos montones de calaveras y pequeños muros hechos de cajas torácicas. Más ejemplares de esas plantas crecían entre los huesos. La mayor parte de las flores estaba cerrada, pero cuando nos acercábamos empezaban a abrir los pétalos. Percibí el miedo de Ewen. Todos lo teníamos, pero él más. Quizá entre los hombres no estuviésemos tan asustados por la aniquilación, pero esa necrópolis era más poderosa que nosotros. Parecía que estuviésemos en el propio Umbral, y que si elegíamos el camino erróneo o tomábamos el sendero hacia una puerta que no fuese la grande, algo más terrible incluso que las alkemaras y su progenie podría estar esperándonos con sus fauces abiertas y sus afiladas garras.
Kiya me cogió de la muñeca para detenerme antes de que pisase un cadáver en descomposición. Miré hacia abajo. Era un ladrón que había ido a robar en la antigua tumba, sin duda. Las sanguijuelas lo habían desecado, ya que tenía sus pequeñas marcas por todo el cuerpo, y la piel estaba tensa, de manera que se marcaban los órganos y los huesos. Le faltaban los ojos y le habían arrancado los labios de la boca.
—Nadie que haya llegado hasta aquí ha regresado —afirmó.
—Hombres mortales —dije—. Nada más. Nuestra tribu no ha estado aquí antes.
Entonces pensé en Yarilo, cuando las alkemaras se lo llevaron entre espuma blanca, desgarrándole la piel con sus dientes. Esos seres ejercían poder sobre nosotros. Si tuviesen mil años, o cien mil, tendrían una magia que excedía de nuestras exiguas posibilidades. Fuera lo que fuese lo que existía dentro de la montaña, era más que simple vampirismo. Éste era el mundo de los dioses, no de los vivos y los no muertos.
Y entonces vi algo que me llenó de terror.
Esqueletos de hermanos nuestros colgaban boca abajo de mástiles. Los colmillos de las mandíbulas desencajadas apuntaban hacia arriba. En las cajas torácicas habían enterrado primitivas estacas de plata. Habían cortado la pierna izquierda de cada uno de ellos para metérsela entre las mandíbulas, una forma bárbara de evitar que los vampiros vuelvan del Umbral. Aquella planta extraña se había enrollado por las cuencas de los ojos, y trepaba por los huesos en plena floración girando alrededor de la pelvis y los huesos de la pierna derecha.
Extinguidos. Torturados incluso en esa nada de la Extinción.
Grabada en sus cráneos estaba la palabra «Maz-Sherah».
—Otros han venido aquí antes de nosotros para cumplir la profecía —observé.
Kiya se acercó a ellos y empezó a bajarlos, intentando no tocar las estacas de plata que se hundían en las costillas.
—Sólo hay un Maz-Sherah —afirmó ella—. Y eres tú.
—Quizá sea uno de muchos —reflexioné—. Quizá la madre oscura esté aquí. Quizás estos…
—Sólo uno es el verdadero Ungido —replicó ella—. Estos eran falsos.
Súbitamente, Kiya se encogió en el suelo como si las piernas le hubiesen fallado. Me agazapé, abrazándola para mantenerla firme.
Ella no tenía que decirlo. Yo ya lo sentía. Su corriente era demasiado débil.
Miraba fijamente los esqueletos colgados de nuestra tribu. Sabía lo que pensaba: estaba cerca de su Extinción. Había disimulado cuidadosamente los momentos de debilidad. Pero ya no podía.
—Puedo —dijo desembarazándose de mí para ponerse en pie.
—No tengas miedo.
—No temo nada —repuso con voz de acero—, Maz-Sherah.
Entonces siguió bajando a nuestro hermano tiempo atrás extinguido, y cuando los hubo dejado a todos en el suelo comenzó a entonar una oración medhyica para que sus almas encontrasen la paz incluso en la eternidad infinita a la cual se enfrentaban. Besó las calaveras y retiró los huesos de las mandíbulas.
Entonces se dirigió hacia la ciudad por delante de mí.
—¿Qué nos espera? —preguntó Ewen.
Vi terror en sus ojos, y sentí la necesidad de protegerlo.
—Ya te has encontrado con la muerte una vez —advertí—. No la temas más. Si es una profecía de verdad, veremos lo que hemos venido a ver.
—La profecía es para el Maz-Sherah —repuso—. Yarilo ha muerto. Quizá el resto de nosotros afrontemos destinos similares.
—Encontraremos lo que tenemos que encontrar —concluí.
Pero no añadí que lo que podríamos encontrar era nuestra Extinción. Que nuestra muerte llegase entre las fauces de las alkemaras, o en esa necrópolis venenosa, no importaba. Comencé a creer de verdad en mi destino. Quizá su lucha en la corriente, cuando se llevaron a Yarilo, había comenzado ese proceso. Las sanguijuelas, los lagartos y las flores tenían que ser suficientes para mantener alejados a depredadores humanos y ladrones. Pero quienquiera o lo que quiera que hubiese construido ese reino sabía también cómo debilitar a nuestra tribu.
Nos esperaba.
Pensé en las profecías y en la creencia de Kiya en que yo era el Ungido.
Pero fuera cual fuese la inteligencia y brujería que hubiese construido ese lugar, también sabía que el Maz-Sherah vendría, y sin duda quería que el Elegido estuviese solo, que no tuviese defensas, y quizá que se extinguiese en Alkemara.
Con las puertas caídas frente a nosotros, abrí camino entre los escombros del sendero tortuoso que pasaba a través del luminoso valle de huesos.
En la entrada, que estaba a varios kilómetros del gran campo de huesos al cual habíamos llegado, veíamos mejor la enormidad de la ciudad. Las puertas eran dos gigantes de piedra unidos por cerrojos y travesaños, cerrados desde fuera. Llevaban armaduras de antiguos guerreros como si de ropa se tratase, a excepción de casco, coraza en el pecho y escudo. Eran los centinelas, y a excepción de unos pocos boquetes en su base, no los habían tocado. Fuera lo que fuese lo que había sepultado esa ciudad dentro de la montaña, había venido de su interior y no de un enemigo más allá de los muros.
—Es una prisión —observó Kiya.
Al entrar a través de un gran boquete en la estructura de la puerta izquierda, sentimos un cambio general en la corriente. Experimentamos un oscurecimiento absoluto de la visión y un desenfoque de los bordes de las cosas, como si hubiese gas en el aire que distorsionara lo que veíamos. Se dibujaban sombras que no podían definirse como figuras o como las últimas paredes en pie de un edificio. Las características de las estatuas caídas a lo largo del paseo eran indiscernibles para nosotros porque nuestra visión estaba afectada.
Era como si estuviésemos bajo agua. Ver la ciudad era como mirar un naufragio bajo el mar, algunas de cuyas formas estuviesen desdibujadas mientras otras se apreciasen con perfecta nitidez. Grandes caras de piedra miraban hacia el cielo a través de la montaña hueca, y había manos de gigantes (algunas de mármol, otras de basalto y otras de oro) vueltas hacia arriba allí donde habían caído por el cataclismo que había destruido esa tierra.
A lo largo de las paredes un laberinto de sendas pasaba a través de cámaras pequeñas y grandes, llenas de más huesos y fragmentos, de más signos de la vida que se vivió. Algunas paredes estaban pintadas con frisos que decían algo de la historia del momento. Las imágenes representaban una familia, un burdel o ejercicios atléticos. Un hombre abrazaba a dos mujeres que le rodeaban la cintura con sus piernas; una matrona instruía a sus ayudantes en su trabajo; jóvenes bellos y musculosos practicaban juegos atléticos con discos, pelotas y lanzas.
Paredes sin techo ni entrada se mantenían en pie, como piezas perdidas de un puzzle. Por los suelos de tierra desnivelada se esparcían restos de cerámicas, aunque algunas estaban intactas. Mientras caminábamos hacia el centro de la ciudad por las amplias avenidas, vimos sombras impresas en las mismas paredes, sombras de hombres con los brazos levantados como si suplicaran, mujeres estrechando a sus hijos contra sí, de caballos y de perros, así como de hombres alados que parecían demonios. Fuera lo que fuese lo que había tomado Alkemara, lo hizo de muchas formas: desde inundaciones hasta terremotos, y hasta ese fogonazo de luz que había capturado las sombras de los muertos en el instante justo antes de su muerte.
Entonces, en medio de la ciudad laberíntica, en un círculo que resultó ser la confluencia de varias calles, como el sol despide sus rayos, llegamos a un templo enorme.
—Aquí está ella —anunció Kiya señalando hacia arriba—. Lemesharra.
Era el edificio más alto de la ciudad, hecho de mármol negro, con una cúpula en la parte más alta y un arco de entrada encima de columnas de un negro brillante.
La estatua de la propia Lemesharra se elevaba en la magnífica puerta. Llevaba una capa de águilas, y su rostro lucía una máscara dorada que le daba el aspecto de un chacal. Su diadema era una guirnalda de flores, hojas y frutas de la tierra. Sus pechos, grandes y maduros, aparecían expuestos por debajo de la capa. Tenía caderas anchas pero provocadoras, las caderas de la Madre Diosa, de la que seduce a los hombres para que se queden allí y generen una nueva vida en el mundo antes de destruirlo. Entrelazadas alrededor de sus pies calzados con sandalias y llegando hasta los muslos, había serpientes gemelas con los rostros de sus otras formas: Datbathani y Medhya, como Kiya señaló, ya que sabía cómo se había adorado a la diosa tripartita. Medhya estaba representada como la madre inmortal; Datbathani como la reina de las serpientes, y la propia Lemesharra como la que trae la vida desde la muerte y la muerte desde la vida. Un lenguaje escrito cuyos caracteres semejaban patas de pájaros, así como pinturas de animales y hombres, adornaban sus manos extendidas. En una mano había un niño pequeño; en la otra llevaba un cuchillo corto y curvo, parecido a una guadaña pero con el filo de su hoja dentado.
Pasamos por debajo de aquella estatua gigantesca. Miré hacia arriba, a la mujer que se elevaba y era la tercera forma del origen legendario de nuestra raza. Yo no veneraba estatuas de piedra, por más altas que fueran, ni creía que Medhya, Lemesharra o Datbathani estuviesen allí bajo ninguna de sus formas. Con todo, una parte de mí quería creer que una conciencia unitaria había creado a nuestra raza, una sola madre, una línea sanguínea pasada de boca a boca, de aliento a aliento, que nos llevaba a ella, nuestra fuente.
La misma madre que deseaba que sufriéramos.
La misma madre que me visitó en sueños y me susurró acerca del sufrimiento eterno.
Nos apresuramos a entrar en el templo, que al principio era un corredor largo de piedra amarilla que luego parecía convertirse en unas catacumbas, aunque sin huesos de muertos. Al final de uno de los corredores había una habitación central con techo en forma de cúpula.
Muchachas y jóvenes hermosos permanecían de pie formando un semicírculo frente a nosotros.
Caminé hacia ellos por el resbaladizo suelo de mármol.
Eran producto del arte de un taxidermista. Algún loco había creado a esas criaturas disecadas. Eran como estatuas, totalmente inmóviles. Toqué a uno de los jóvenes y su cara se desmoronó en mi mano como el polvo de una tela vieja. Entonces puse la mano en su hombro desnudo y el brazo se le desprendió y se hizo pedazos en el suelo.
Caminamos de una cámara a otra. Todas estaban adornadas con más ejemplares de esas repugnantes estatuas de una caza inimaginable. Una mujer bordaba en una cámara mientras una niña pequeña y un chico estaban sentados a sus pies. Un estudiante de alguna materia dictaba a un escriba, que escribía en un pergamino; dos jóvenes con armadura de cuero en los hombros y espadas negras en las manos estaban congelados en medio de una batalla; un hombre y una mujer copulaban; un joven danzaba con una señora mayor; otro rebanaba la garganta a otro con una pequeña hacha por lo que parecía ser una bolsa de monedas; en otra estancia, un lanzador de disco desnudo posaba para un escultor que tenía los utensilios para esculpir sobre un gran bloque de piedra. El cuadro de cada cámara provocaba un efecto singular.
Era para hechizarnos.
Para recordarnos nuestras vidas mortales.
Miré a Kiya para ver si su naturaleza vampírica había borrado cualquier pensamiento de ese tipo. Esperaba que se pusiese a reír con cada figura, pero en realidad expresaba una profunda pena con los ojos. Esos humanos no eran nuestra presa, y algo en su aspecto hizo que me preguntara por qué sentía tal empatía. Si yo podía coger fácilmente la vida de un joven o una chica y beber tanto como para secarlos y convertirlos en un capullo de carne como una araña lo haría con su mosca, entonces ¿por qué sentía algo por esas personas a quienes, siglos atrás, se asesinó, vació, rellenó y expuso?
Kiya fue la primera en decirlo.
—Son nuestros antepasados.
Fue un golpe oír su voz al decirlo, pero inmediatamente supe que era verdad. Se podía suponer que se había torturado y asesinado a esas estatuas antaño vivientes, para rellenarlas luego como a un águila o a un león, para decorar.
Un sentimiento de aflicción e incluso de pesar me impedía tragar saliva. Fue lo que me hizo mantener a Ewen más cerca de mí, y coger a Kiya cuando se detuvo en la entrada y vio la escena expuesta.
Eran vampiros, como también los huesos que colgaban. Quienquiera que hubiese hecho eso, los había aniquilado y había hecho una composición con sus cuerpos como trofeos en un obsceno santuario, como si fuese la casa de muñecas de un niño demente.
Más allá de esas cámaras se extendía otra gran sala. Tenía oscuras paredes translúcidas que llevaban a un corredor aún más estrecho que bajaba y subía de nuevo hasta una nueva habitación. Ésta estaba en el centro y tenía techo en forma de cúpula, donde los grabados y cincelados de la entrada estaban del todo ausentes.
La cúpula tan oscura como las paredes, tenía una forma extraña. En el interior había una espiral de piedras que sobresalían, curvadas hacia el techo. Y como el techo, las paredes de la habitación también estaban curvadas. Seis puertas daban salida a la estancia, y los caminos de cada una de ellas parecían conducir hacia arriba. Las puertas se abrían bajo arcos y estaban adornadas con seis serpientes, cada una con cara y forma claramente distinta. La primera parecía ser un áspid común, aunque la cola se le volvía de cocodrilo como la de las alkemaras, de modo que semejaba una serpiente de mar. La segunda tenía pequeñas extremidades, y sus colmillos gemelos estaban curvados hacia arriba como los caninos de un jabalí. Ésa era la legendaria salamandra de fuego.
La tercera serpiente tenía alas, y una cola que se enrollaba en sí misma hasta que se convertía en un punto. Era una serpiente del aire o dragón. La cuarta recordaba a una hidra, y sus múltiples cabezas parecían la cabellera de una mujer. Era la serpiente del inframundo. La quinta no tenía nada de especial, ya que parecía una serpiente como cualquier otra, excepto por su cola, que llevaba metida en la boca. La sexta mostraba la cabeza de un águila, las patas de un león y las alas de un dragón, y su lengua, que le sobresalía del pico, parecía estar ardiendo. Supuse que era la serpiente grifo, o quizá representaba a una deidad desconocida para mí. Lo más interesante de todas ellas era que cada serpiente parecía estar boca arriba, moviéndose al revés, por más que tuviesen la cabeza tan girada que mirasen como mínimo al mundo exterior.
—Cada uno por una —propuso Kiya.
La miré y vi una expresión de preocupación en su frente.
Entonces se explicó.
—Cada entrada es para cada uno y sólo uno de nosotros.
—Pero hay seis —repuso Ewen—. Y somos tres.
—Partimos seis en este viaje —dijo Kiya—. Quienquiera que construyese esto nos vio venir hace miles de años. Se nos esperaba en este lugar.
Miré de nuevo las entradas.
—Pero nadie sabía que no llegaríamos los seis aquí.
Recordé a Madre Morwenna, que me habló una vez de profecías, y de cómo no terminaban siempre como se esperaba. Ni siquiera esa profecía, que había anticipado que seis de nuestra tribu llegarían. Las guardianas de Alkemara, esas hermanas del agua lechosa, se llevaron a uno. Vali e Yset nos esperaban en la orilla lejana. Éramos tres los que habíamos llegado, pero había seis entradas para ese olvido.
—Las entradas son una trampa —sentencié.
Me encaramé a una pared, hasta el borde de la cúpula. Observé la habitación desde esa perspectiva, intentando encontrar alguna marca, algún símbolo que no viésemos claramente, que hubiésemos pasado por alto.
—No vamos a entrar en los pasillos. No tenemos por qué.
Ewen me miró. La inocencia de su cara me consoló, y pensé que no sabía nada de la oscuridad que me había invadido. Me recordaba la alegría y nuestra casa.
—Las entradas están hechas para separarnos. Pero no sé decir en qué camino está nuestra aniquilación. Quienquiera que construyese este templo, sabía que tomaríamos algún camino.
Me arrastré por las plataformas superiores que estaban por encima de las puertas, donde habían esculpido las serpientes.
—Esta cámara es la más importante. Estamos en el centro del templo.
Kiya, cuyo sentido del olfato y capacidad para detectar el calor estaban más desarrollados que los míos, comenzó a olisquear el aire. Se acercó a las entradas y tocó los grabados de piedra. Aproximó también su cara a ellos y dijo:
—Ha habido sangre en esta habitación. No sé cuándo, pero me ha despertado la sed. Es vieja y seca, pero ha habido mucha.
Ewen se arrodilló y examinó las piedras del suelo. Mientras lo hacía, me di cuenta de que las habían puesto en círculos concéntricos, en forma de espiral. Comencé a creer que nos habían llevado al centro de un gran laberinto. Cerré los ojos, intentando rememorar la visión que tuve cuando renací en el vampirismo.
El altar. El sacerdote. La mujer con la máscara dorada. Pythia en el altar para ser sacrificada.
Entonces lo comprendí.
Me lancé al suelo y, mientras daba vueltas al dibujo de piedra, dejé que mi instinto se encargara de todo.
—Aquí, era aquí.
—¿Cómo?
Kiya se me acercó, inclinándose y acuclillándose, apretando la mejilla contra el suelo para captar vibraciones y olores.
—Huelo a muerte —reveló—. Nada más. Un viejo rastro de sangre por todas partes. Estas piedras han sido lavadas con ella durante muchas generaciones. Pero nada más.
Señalé el suelo.
—El altar está debajo de nosotros.
Se sentó sobre las piernas y cruzó los brazos en el pecho como si tuviese frío. Sacó su daga y rozó las piedras. Se levantaron pedazos de polvo y fragmentos.
—Es sólido.
—Para llegar aquí hemos subido las escaleras desde las aguas lechosas. He seguido demasiado mi sueño. El templo está invertido. Éste es su nivel más bajo —señalé, moviendo la mano para indicar las entradas de las serpientes—. Éstas van hacia la tierra, aunque su trayectoria sea ascendente. Si seguimos el camino, sospecho que nos encontraremos con las aguas lechosas de nuevo. Hemos estado descendiendo desde que entramos en el templo.
A continuación di unos golpecitos en el suelo.
—Esto fue antaño un techo, y eso —dije apuntando hacia el techo en forma de cúpula— era una concavidad para recoger la sangre de los sacrificios. ¿Veis cómo bajan las piedras en la espiral de la cúpula? Había un desagüe en el extremo, pero lo sellaron.
—Entonces, ¿cómo bajamos al altar? —preguntó Ewen levantándose del suelo.
—Volvamos atrás —propuso Kiya con la voz temblando de miedo.
Tras unos segundos entendí por qué. Lo sentimos en la corriente. Algo tenía encantado ese lugar. Una presencia, pesada y sofocante. Era como si estuviésemos dentro de un cuerpo monstruoso, de una criatura viva que respiraba, hecha de piedra tallada, y llena de los huesos de otros. Nos mantuvimos cerca los unos de los otros. Percibí el olor que Kiya había mencionado. Era como de crisantemos secos y ámbar gris mezclados con cuerpos putrefactos. Cuanto más tiempo pasábamos bajo aquella cúpula, más intenso se volvía.
«Algo ha cambiado», deduje, y me pregunté si Kiya podía leer mis pensamientos.
No era nada más que la sensación de que algo había despertado en cuanto llegamos. El ser sensitivo de ese templo, al margen de qué lo alimentase, de qué estuviese dentro de él, sabía que estábamos allí y había llegado a un estado de vigilia furiosa. La presencia invisible se hizo palpable a nuestro alrededor, pero también intocable e incognoscible. Comencé a percibirlo como masculino. No puedo decir por qué, pero parecía masculino.
Ewen se dirigió hacia la pared por el camino por el que habíamos entrado, y puso las manos sobre ella como para trepar por su superficie. Pero, en cambio, pegó la oreja a ella.
—Es un acertijo —dijo—. Las serpientes. Las cámaras. Hay algo que hemos pasado por alto. Alguien está jugando con nosotros. Todas las piezas están aquí.
—Las estatuas de vampiros —concluyó Kiya leyéndome la mente.
Volvimos por el corredor estrecho a las cámaras con los trofeos rellenos y cosidos, habitación tras habitación. Encontré una daga fina hecha de un material que parecía ámbar. Estaba en el cinturón de un hombre que sostenía a una chica en brazos, penetrándola en una parodia de acto sexual.
Kiya cogió la aguja de coser y los ovillos de hilo de la mujer que estaba en una habitación y Ewen volvió con monedas en la mano. En el reverso aparecía la figura de un antiguo gobernante. Ninguno de nosotros podía identificar las palabras inscritas, pero sin duda las monedas eran de oro.
Encontramos más cosas, la mayoría pequeñas, hechas para caber en una bolsita; Kiya trajo el pergamino de la habitación del escriba y el estudiante; Ewen trajo los utensilios del escultor del cuarto del artista. En la cámara de la escena del guerrero encontré una enorme espada en su funda. La levanté. Tenía un peso y tamaño considerable. La desenfundé. Estaba tallada en una piedra negra translúcida. El filo inferior tenía dientes afilados y pinchaba al tacto. La levanté y me até la funda a la cintura, asegurándola con una correa en el hombro. Echaba en falta el contacto con una espada, y aunque no las encontrábamos útiles (porque podían resultar aparatosas en nuestros ataques a presas), no me resistía a dejar atrás ese tesoro.
Cuando comprobamos los hallazgos, dije:
—Algunos artesanos han reunido estos elementos. Como si fuesen para nosotros. Una prueba.
—Para jugar un juego —añadió Ewen.
—Hay que entender cada escena —dedujo Kiya—. La mujer que cose está haciendo un sudario. En la habitación donde está el escriba se transmite el conocimiento.
Sacó el pergamino que llevaba en la banda de los hombros. Cuando lo hubimos desenrollado, vi las pequeñas mechas de pelo del pergamino.
—Carne —anuncié.
Kiya asintió con un movimiento de la cabeza. Señaló el dibujo. Había imágenes de garzas y cocodrilos, así como de un chacal y una serpiente. Una y otra vez aparecía la imagen de Lemesharra. Llevaba la misma máscara de chacal que tenía la estatua frente al templo.
Tras hacer inventario, preguntándonos por la utilidad de las piezas, volvimos a la sala de entrada donde habíamos visto por primera vez los vampiros disecados.
Estaban en círculo, como antes. Kiya percibió algo en ellos.
—Todos están haciendo alguna cosa. Están esperando a alguien. Esperando a alguien.
—Son sirvientes del que está enterrado aquí —concluí—. Tienen que vigilar a quien entre. Deben asustarnos, avisarnos. Nuestra tribu. Ancestros. Se extinguieron, los despellejaron y los volvieron a poner en pie como espantapájaros.
—Como lo eran los de fuera —apuntó Kiya.
—El otro Maz-Sherah —añadí con un mal presentimiento.
Dibujé un círculo ancho con el pie en el borde de sus talones.
Bajo una fina capa de polvo, percibí dibujos entrelazados en el suelo.
—Un sello —anuncié, retirando mi espada de la funda.
Descubrí lo que yo pensaba que era una puerta, un reflejo perfectamente redondo de la cúpula que se alzaba sobre nosotros, y de la concavidad de la cúpula muy por debajo.
—Entre nosotros y la última cámara en la que entramos, hay otra. Tenemos que abrirla.
Progresamos poco durante las dos horas siguientes, usando un hacha, una daga, una espada y los utensilios del escultor, así como otros elementos recogidos de las cámaras. Necesitábamos descansar, y también beber, pero no sabíamos cómo podríamos hacerlo. ¿Habíamos llegado hasta allí para nada? ¿Habíamos llegado para encontrar una tumba que no significase nada, que no contuviese nada? ¿Una cámara llena de polvo espeso y vampiros muertos como parte de una macabra escenografía?
El olor de la muerte se había acentuado, y por más que no fuésemos criaturas vivientes en un sentido mortal, el olor de carne pudriéndose no nos resultaba agradable.
Cuando esa noche, agrupados en el suelo, por fin nos dormimos, protegidos por el anillo de estatuas de vampiros, no podía ni percibir la corriente alrededor de nosotros, aunque sabía que tenía que estar allí.
Más allá de ese templo, más allá de esa ciudad y de su montaña rocosa, salía el sol y la penetrante negrura del olvido me entretenía con su paz.
Me desperté de repente, notando como si mis sentidos se hubiesen agudizado de nuevo. Me incorporé. Kiya, que ya estaba levantada, miraba el sello circular del suelo. Ewen, a mi lado, tosía al despertarse como si no pudiese respirar.
—He soñado con cosas horribles —dijo cuando hubo recuperado el aliento.
—¿Con qué cosas? —pregunté.
—Con un mortal —contestó—. Uno como nunca he visto. Me observaba mientras yo dormía, y me tocaba el pelo. Me hacía pensar que terminaría como… como uno de ésos —relató, señalando las estatuas cerca de nosotros.
Al levantarme, vi las huellas de una mano en el polvo, cerca de donde había estado mi cabeza.
¿Era de Kiya? ¿De Ewen? Parecía más larga que las suyas. Me dejó perplejo: alguien más había estado allí. Mientras dormíamos. La enseñé a Kiya, y sacudió la cabeza.
—Hay un vigilante, pero no lo percibo.
—¿Quién nos observaría sin matarnos?
—El gato juega con el ratón antes de destriparlo —dijo ella.
Kiya se puso a gatas y utilizó la daga de ámbar para rascar en una combadura de la puerta sellada bajo nuestros pies. Señaló los bordes donde habíamos trabajado la noche anterior. Nuestro trabajo no había servido para nada, ya que era como si la puerta que estaba bajo nosotros se hubiese sellado de nuevo.
Quité mucho polvo de la puerta y vi que los grabados de la piedra tenían pequeñas formas redondas.
—Hay una clave para eso, estoy seguro —dije—. Pero ¿qué es la llave?
Kiya sacó el pergamino y lo desenrolló. Era tan largo como la propia puerta, pero ni mucho menos tan ancho. Sin embargo, cuando colocó el pergamino de manera que cortaba por la mitad el sello, el dibujo con escritos encajaba con algunos de los grabados del suelo, por más que muchos fuesen apenas visibles.
—Si al menos lo entendiésemos —anheló ella.
—Aún tenemos la espada —anunció Ewen señalando a la parte más baja de la izquierda del pergamino.
Tenía razón. La espada negra que había asegurado a mi cintura estaba pintada en el pergamino. Asimismo, vimos la aguja de coser hecha con hueso humano, y el hilo de pelo humano entre imágenes de chacales y pájaros. Después, distinguimos tres monedas de oro que estaban sobre tres hendiduras perfectamente redondas y pequeñas. En el pergamino también se representaba lo que podía ser el contorno de una mano humana, y debajo, una sutil forma muy similar en la puerta de piedra.
Entonces, mientras ponía los dedos sobre la calavera, me di cuenta de que cubriendo dos letras de ese extraño alfabeto podía descifrar algunas letras.
—Mira —se lo señalé a Kiya, ya que era la lectora que estaba por encima de nosotros.
—Aleph —dijo ella mirando la letra.
Se encogió de hombros. A continuación cubrió las siguientes cuatro letras y apareció otra letra. Luego otra y otra. Al final, las letras se agotaron. El resto del pergamino era ilegible, lleno de dibujos y curvas con forma de cuña.
—La única palabra que hay es un nombre —dijo ella—. Ar-tep. Artephius.
—¿Es un lugar?
—Una persona, un lugar —contestó Kiya—. O quizá el nombre indica algo más. No tiene importancia. Puede ser la firma del escriba que lo redactó.
—Dame las monedas —ordené mirando a Ewen.
Cuando las tuve en los dedos, saqué la calavera y coloqué tres de las monedas en las hendiduras redondas de la puerta del suelo. Entonces cogí la espada y la puse exactamente según el pergamino que correspondía con la puerta. Utilizamos todos los elementos.
—Es un mapa. Es un mapa para esta entrada —dije—. Sólo… sólo que no abrirá.
—La mano —dijo Kiya.
Puso la mano con la palma sobre la hendidura en la cual tenía que ir.
No sucedió nada. Ewen hizo lo mismo. Me miraron, y teniendo esa extraña sensación de ser «el elegido», puse la mano en la piedra, pero nada sucedió.
Entonces me levanté y me dirigí hacia los guardianes de ese lugar, las estatuas de los vampiros muertos.
Arranqué la mano de un joven, y me la llevé.
Puse la mano en la piedra hueca.
De pronto, oí el giro de un mecanismo, como el crujido de las ruedas y las cuerdas de un trabuquete. Era una entrada mecánica, y sólo al encajar todos los elementos se ponían en funcionamiento. A nuestro alrededor, cuencos de aceite se encendían con fuego, sin ayuda de encendedor ni pedernal, proyectando sombras por todas partes. Apreté con más fuerza la mano en la piedra.
De nuevo, el rechinar de ruedas y cuerdas. La entrada circular a nuestros pies comenzó a hundirse. Retiré el pergamino, y observamos cómo se hundía el sello cada vez más, casi un metro hacia abajo.
Entonces la propia habitación comenzó a vibrar como si hubiese un terremoto. Fragmentos de piedra grabada salieron de la puerta redonda, y mientras aparecían, se separaban del que tenían más cerca.
La propia cámara comenzó a moverse: las paredes se dividían y el suelo se abría como dirigido por un mecanismo.
Las paredes que nos rodeaban se desplazaron con un estridente sonido mecánico, y entonces encajaron unas con otras de tal manera que frente a nosotros aparecieron diferentes habitaciones, que en su conjunto formaban un vasto cañón que se extendía hacia abajo.
Dimos unos pasos hasta uno de los fragmentos de suelo. Parecía que los vampiros disecados ejecutaran una danza extraña. Aunque no movían ninguna extremidad, parecía que todo su cuerpo flotase en las grandes áreas dentadas del suelo, hasta que la mayor parte del suelo se hubo desplazado hacia las paredes. Nos quedamos allí como si mirásemos hacia abajo desde un acantilado. Comenzó a soplar un viento glacial desde la cámara inferior. Cerca estaba el borde de una placa recientemente movida. Era la plataforma en la cima de una escalera de piedra que llevaba hacia abajo, hasta el centro de ese foso recién formado a nuestros pies. Sólo teníamos que caminar de pieza a pieza de suelo para llegar, como cuando se saltan piedras para cruzar un arroyo.
Sujeté con fuerza la espada negra y entré el primero en las profundidades heladas de ese nuevo infierno.
Mientras entraba me mantuve alerta, ya que olía la muerte más intensamente. Había mortales allí, y carne, e incluso sangre. Era fuerte y horrible, y sin la habitual tentación de la sangre mortal, que era de una atracción casi erótica. La escarcha cubría los peldaños de tal manera que debíamos tener cuidado de no resbalar. Alguna máquina daba golpes y producía ruido, como un zumbido de mil abejas. Aunque sólo supe de tales cosas siglos después, era un congelador. Si natural o artificial, no lo supe entonces.
Una luz azul se intensificaba a medida que bajábamos. En ese momento vi algo que parecían ruedas blancas, engranajes y cerraduras moviéndose y chirriando en un mecanismo.
Había huesos humanos amontonados, interconectados: algunos formando ruedas redondeadas; otros, evocando su existencia anterior: fémures, pelvis y calaveras. Juntos, crujiendo y girando, movían la máquina de esa fosa.
¿Quién podría haber creado eso? Era una maravilla de la ingeniería, y funcionaba sin manos humanas empujando o tirando de ella. El chasquido de los huesos, el siseo de un vapor invisible (porque, ¿cómo podría haber vapor en un lugar tan frío?) y el leve chirrido de los engranajes giratorios acompañaban nuestro descenso. Sólo siglos después llegué a ver relojes parecidos a semejante maravilla: los de las grandes ciudades europeas que sobresalen por encima de todo lo demás, y cuyo mecanismo puede observar cualquiera que vaya con el relojero al interior de la torre que lo alberga en su seno. Pero ninguno estaba hecho de huesos como ése. Era como si fuese la maquinaria del propio demonio.
A medida que la luz azul brillaba más intensamente, vi formas y sombras a lo largo de la pared. Se volvían más claras mientras descendía y me acercaba a ellas.
Era una gran cámara llena de seres mortales. Había cuerdas de un extraño color rojo entre ellos y alrededor de ellos, como una tela de araña. Hombres, mujeres, niños y niñas colgaban suspendidos a lo largo de las paredes curvas, con máscaras de oro y plata en la cara. Colgaban como bestias en el matadero tras el sacrificio. Su carne se había enfriado tanto que era casi azul, con rastros de hielo en las extremidades.
A medida que me acercaba a esos mortales, vi que no estaban atados con cuerdas sino con cierto tipo de vidrio soplado, que formaba tubos que, curvándose, envolvían sus cuerpos. Se impulsaba sangre entre esos desafortunados. Más de veinte humanos colgaban como ganado, suspendidos así. En la espalda tenían una serie de gruesas hojas incrustadas en la espina dorsal que los mantenían fijos a la pared curva de la cámara.
El corazón se me disparó, porque tenía ganas de beber lo que me sostenía, como también mis compañeros. Aun así, ese terrible jardín colgante de carne y sangre en circulación estaba incluso más allá de nuestra monstruosa imaginación. Ewen fue el primero en ir a tocar a una de las chicas en la barriga.
—Es como hielo —declaró.
Seguí las líneas de los tubos de vidrio mientras descendían hasta un punto detrás de la escalera. Allí, en la base, había una caja de cristal larga y ancha, de un tosco diseño artesanal.
En su interior se veía la forma desdibujada de un hombre.
Desdibujada, porque estaba rodeado por una oscuridad o sombra que yo no podía terminar de comprender. Al tocar la tumba de cristal, oí a Kiya gritar desde los peldaños que había detrás de mí. La miré, y luego miré en la dirección hacia la cual se movía. Era Ewen, que ya había mordido a una chica para beber de ella.
La sed podía con él, a pesar del peligro que corríamos.
Kiya lo cogió por los hombros y lo tiró hacia atrás, pero él volvió hacia la chica y dijo:
—Ella es buena. La sangre es buena.
Una sangre oscurísima empapaba la cara de Ewen.
En mi mente apareció una imagen que era perversa y maravillosa al mismo tiempo.
Aquello era como una bodega de vino. Era donde guardaba su mejor cosecha.
O alguien se la mantenía. Un sirviente que no lo había abandonado en su tumba.
Porque ése tenía que ser el lugar de descanso del Sacerdote de la Sangre.
La red interconectada de tubos de vidrio se curvaba y envolvía los cuerpos, metida por la arteria del cuello, de las piernas o directamente en el área del corazón. Todos los tubos se juntaban y desembocaban en un crisol grande con forma de bulbo, como los que había visto calentar a cirujanos cuando curaban a señoras ancianas de enfermedades en la carne. La sangre se vertía allí, y no era más grande que un odre. De ese recipiente bajaba un solo tubo hacia la tumba de cristal del Sacerdote.
Ésa era la oscuridad de su interior.
Estaba lleno de sangre. El Sacerdote Rey dormía en ella.
Lo mantenía vivo pero sepultado.
¿Quién había sido el arquitecto de esa boca del infierno? ¿Había sido la propia diosa Lemesharra? ¿Sus formas de Datbathani y Medhya, las monstruosas diosas paganas de la fertilidad y la destrucción?
Pero ¿por qué haría eso un vampiro? ¿Por qué un dios? Todo eso era obra del hombre. Tenía que serlo. Sólo un mortal sería lo suficientemente diabólico para crear esos acertijos dentro de acertijos. Sólo un mortal mataría a vampiros por el placer de hacer estatuas. O los colgaría del revés e inscribiría la palabra «Maz-Sherah» en las calaveras para asustarnos.
Porque ésa tenía que ser la razón por la cual se había montado ese espectáculo. Para dejarnos fuera, o detenernos. Para jugar con nosotros.
Sólo un mortal cogería a sus hermanos, como los que colgaban a mi alrededor, y los depositaría en un almacén de invierno para alimentar a un vampiro más poderoso que todos los demás. Ningún vampiro lo haría. Eso le quitaría la caza. Sólo el hombre mortal atormenta durante largos períodos de tiempo a otros hombres.
Y la sangre no sería tan rica, ¿o sí? Esos cuerpos llevaban colgando años, mantenidos con vida como carne en un entorno helado, lo bastante para mantener esa sangre lenta en producción. Sus cuerpos suficientemente fríos para que el proceso de la muerte se ralentizase. Los tubos que discurrían entre ellos hacían que los unos vivieran de la sangre de los otros, en la medida de lo humanamente posible. Pero tales muertos vivientes no durarían mucho. Quien hubiese hecho eso tenía que rellenar los cuerpos cada varios años o arriesgarse a que la sangre se parase con toda seguridad. La sangre mortal no era inacabable. El corazón se detendría a la larga. El flujo se espesaría.
Alguien, algún alquimista del mundo, mantenía funcionando esa ingeniosa cámara. Algún mortal. ¿O una organización de mortales? ¿Algún tipo de cabala? Mientras habíamos dormido durante el día, ¿habían estado allí uno o más, estudiándonos, observándonos? ¿Quizá incluso robándonos? ¿Qué demonio presidía ese inframundo? No podía ser el que estaba en la tumba, ya que no podía salir de ella. De hecho, éramos sus rescatadores. Aun así, ¿por qué alguien que estuviese allí nos dejaría despertar por la noche? ¿Por qué un hombre mortal nos permitía sobrevivir las horas del día?
Kiya se me acercó mientras yo observaba la cámara y me preguntaba por sus orígenes.
—El observador —dije— es un ser humano o un grupo de mortales. Diría que todo esto es cosa de magia, pero parece que haya por encima una serie de ruedas giratorias hechas de hueso, y por debajo el laboratorio de un alquimista.
—La alquimia del infierno —añadió ella.
No había tiempo que perder. Sentía algo más que el escalofrío de ese lugar. Estábamos en una ratonera, y ahora el resorte pendía sobre nosotros. Podría descender en cualquier momento. Habíamos llegado para encontrar nuestro poder y nuestra fuente. Habíamos llegado para encontrar la antigua brujería de nuestra raza.
Nos habían seducido. Atraído como con imanes.
Los tres levantamos la tapa de la tumba de cristal.
Sangre negra se vertió por el borde.
Metí el brazo en la sangre congelada, que era como partículas diminutas de nieve roja. Saqué los restos esqueléticos del Sacerdote de la Sangre. Los brazos del cadáver sostenían contra el pecho un gran bastón de gemas y hueso.
Se oyó un sonido como el de una bandada de pájaros volando. Todos lo oímos mientras yo sacaba el cuerpo de la tumba de sangre. Al tender el cuerpo en el suelo, vi más claramente el bastón que sujetaba. Era el cayado de Nahhashim que conocía de mi visión. No sabía lo que significaba, pero sentía que debía de tener cierta importancia mágica. Fue eso lo primero que cogí de los restos, y para hacerlo tuve que cortar el grillete a la altura de las muñecas para luego separar los dedos huesudos del bastón. El cayado de Nahhashim era demasiado importante en la visión como para no cogerlo.
Sorprendentemente, era muy ligero y cálido al tacto.
El cuerpo del Sacerdote estaba amortajado con una tela magnífica. En los pedacitos que la sangre fría no había destruido vi una pequeña filigrana de oro y un dibujo azul brillante.
La calavera era extrañamente alargada, y las mandíbulas sobresalían como las de un lobo, con grandes incisivos casi como colmillos, mientras el resto de los dientes eran afilados y serrados como los de un tiburón. Mientras la sangre le caía por el cuerpo, observé que le habían cosido los ojos. Mi mente se iluminó con la imagen de la mujer vampiro cosiéndoselos con una aguja de hueso. Aunque la boca no había sido cosida igual, estaba sellada a su propia manera: le habían colocado una bisagra de hueso y una cerradura alrededor y a través de los dientes. Con el tiempo este sistema me resultaría familiar: era el que empleaban los humanos para detener la sed de un vampiro: bloqueaban la boca con un hueso que sujetaba la mandíbula. Le habían cortado la oreja izquierda, y la piel estaba quemada y llena de cicatrices. Tenía el cuero cabelludo plagado de tatuajes, y la oreja derecha se le había alargado a causa de un pendiente elaborado con pequeñas joyas y anillos.
Los hombros parecían muy huesudos, y cuando puse el cadáver de lado vi que tenía extraños bultos óseos, casi como astas de punta desde detrás de los omóplatos, conectados a su gruesa columna vertebral. Le habían cortado las alas. Las alas que vi que tenía Pythia. Él las tuvo antaño, pero quienquiera que lo encerrase en ese sueño de sangre se las había arrancado como un niño arrancaría las alas de una mosca.
Tenía el pecho hundido, y sobre el corazón había una pieza metálica de diseño extraño. Era una esfera pequeña del tamaño de mi puño. Saliendo de ella, una hoja pequeña y delgada que estaba incrustada en el área del corazón. Quise tocarla pero sentí una repulsión extraña, casi una vibración, que me mareó.
Tenía las piernas atadas entre sí con pedazos de pelo humano que se había trenzado una y otra vez para crear una cuerda resistente. Aun así, era fácil de cortar, ya que su finalidad era ceremonial.
Ewen se inclinó sobre el cuerpo, maravillado por los tatuajes que brillaban mientras enjugábamos la sangre del cuerpo. El cadáver brillaba de forma especial con ellos. Kiya leyó con rapidez la historia de los tatuajes en un lenguaje que entendía bien.
—Él es Merod Al-Kamr, y era el rey de Alkemara. Comenzó su vida como un esclavo del campo. Vivía en un valle fértil. Oyó por primera vez la voz de Medhya en el viento y vio que la carne de ella crecía como una mala hierba entre el grano. Pero fue la lectura de lo que aquí se llama las «palabras» y el robo de la «carne de Medhya» lo que lo llevó al reino de la inmortalidad.
—Si es inmortal, entonces por qué… —comenzó a decir Ewen mirando maravillado los dibujos de la piel.
—Está durmiendo —atajó Kiya—. La esfera lo sostiene, la sangre lo alimenta. Pero no puede despertar.
Entonces se volvió hacia mí.
—Tienes que abrirle las mandíbulas. Lo ataron por el corazón, la boca y los pies. Le cortaron las alas.
—¿Nuestra tribu tiene alas como ésas? —preguntó Ewen.
—Alas, y más. He oído que algunos podían convertirse en lobos, y otros en cuervos. Y otros podían entrar en un pueblo como la peste y diseminarse por la carne humana como el fuego, bebiendo la sangre de todos en una sola noche. Todos los poderes del infierno.
Kiya reía mientras decía eso, porque la frase del vampiro era que el cielo era el infierno y el infierno era el cielo.
Los ojos de Ewen brillaron con excitación.
—¿Y tendremos todo eso?
Vi algo de peligro en el ansia de Ewen para abrazar la antigua magia del vampirismo.
—El tesoro debe ser usado con prudencia —dije con precaución—. Lo que buscamos no puede nublar nuestro juicio acerca de él.
Kiya sonrió burlonamente, mostrando unos dientes pulidos.
—Eres la conciencia de nuestra raza, Halconero. Estoy tan hambrienta por ese conocimiento como una loba. Mi tiempo se acerca. Pero si podemos descubrir los secretos…
—El vigilante —señalé preocupado.
Ewen nos miró como si le hubiésemos ocultado un secreto importante.
—Hay alguien más aquí —advertí—. Ningún vampiro mataría a otros vampiros para mostrar los trofeos y las escenas de las cámaras superiores. Puede que Pythia supiese lo que pasaría en este reino y escapase. Pero hay otro ente detrás. Creo que esa persona o personas nos han observado mientras dormíamos.
—Entonces tenemos que darnos prisa —repuso él alarmado.
Alargó el brazo para coger la esfera de metal que estaba sobre el corazón del Sacerdote, pero sintió una punzada de dolor. Retiró la mano y soltó un breve grito.
Kiya se acercó a la esfera y la olió.
—Es mercurio.
—El hombre que hizo esa esfera conoce nuestra debilidad.
Se acercó tanto como pudo a ella, y dijo:
—Hay una hoja fina que va al corazón y vuelve. Le impide despertarse.
—Tenemos que quitarla —resolví.
Saqué la espada negra de la funda y golpeé la esfera.
—¡Ten cuidado! —dijo—. Si la hoja no sale limpia del corazón, lo matará.
Volví a enfundar la espada.
—La aguja —sugirió Ewen—. Usa la aguja de hueso. Y el hilo.
Kiya pensó un momento y luego sacó la aguja de la bolsita. El hilo de pelo no tenía más de unos centímetros de largo.
Lo enhebró entre las curvas metálicas de la esfera hasta que apareció por el otro lado.
Aunque parecía que el mercurio la pinchaba un poco, consiguió coger la punta del hilo y sacarlo. Cuando le hubo dado una vuelta, lo ató en su sitio. Ewen lo sostenía con los dedos. Luego se tumbó al lado del cadáver y presionó la aguja larga y fina en la herida casi curada en la cual habían puesto cuidadosamente la hoja. Kiya podía abrir la herida abierta, que estaba seca, sin que saliese sangre del cadáver.
Acto seguido, Ewen tiró con suavidad de la esfera. Cedió levemente. Miré a Kiya con tensión. Ewen tiró de nuevo. Kiya seguía trabajando con la aguja de hueso alrededor de la hoja.
Por fin, la hoja se levantó medio centímetro.
Y luego otro.
Y otro.
Al final de la esfera emergió una hoja larga y delgada que parecía de metal, pero que hacia su extremo inferior se convertía en un fino tubo de cristal con púas pequeñas a lo largo que contribuía a que se mantuviese fija en el cuerpo. El tubo estaba relleno de mercurio. Así, el ingeniero de ese artefacto había creado un sistema para mantener al Sacerdote en un estado de sueño constante, como la Extinción pero sin la destrucción del cuerpo, o sin la habilidad de despertarse e incorporarse.
A medida que el tubo de cristal salía, se desprendía gas de la herida.
Entonces se cerró, curándose sola.
Un hedor repulsivo salió por entre los dientes del vampiro. Rápidamente me dispuse a romper la cerradura de hueso. Para eso utilicé los utensilios del escultor que nos habíamos llevado de la cámara superior. Le di unos golpecitos, y finalmente cedió. La mandíbula inferior, que estaba rota, se le descolgaba hacia la garganta. Así que tan pronto como estuvo libre la encajé en la calavera.
Cogí con rapidez el cayado de Nahhashim. Al tocarlo, sentí un sobrecogimiento que recorrió todo mi brazo desde la punta de los dedos. Era como si sostuviese una serpiente viva, y aunque no fuese más que una ilusión, noté que el bastón se retorcía en mis manos, contorneándose como si intentase zafarse de mí. Pero lo sostuve con más fuerza. Los últimos restos de sangre cayeron de él, y vi que tenía por encima hueso blanco como el marfil, con inscripciones, además de incrustaciones de madera de árboles desconocidos para mí. Fragmentos de ámbar y piedras preciosas que parecían cristales estaban, asimismo, incrustados en toda su longitud. En la punta, una piedra roja como la sangre que parecía reflejar la oscuridad.
Yo había oído hablar de magos antiguos cuyos cayados poseían gran poder.
Aun así, no sabía cómo empuñarlo, o para qué servía.
Ni confiaba en el Sacerdote. Quería estar seguro de que si había poder en el cayado, lo tenía de mi lado.
Mientras, observábamos cómo el cuerpo se erizaba como si hubiese serpientes moviéndose por debajo de la piel. Entonces, el corazón impulsó sangre hacia fuera. El cuerpo se llenó e hinchó hasta tener ante nosotros a un hombre flaco pero vivo. La calavera crujió, chasqueó y se agitó, hasta que la cara era menos de lobo y más del vampiro que había visto en el altar de mi sueño.
Abrió los ojos.
El Sacerdote levantó los brazos y se frotó los ojos, que eran de un blanco lechoso.
Al principio parecía que no veía nada a su alrededor. Se frotó los ojos otra vez, y una tercera. Alargó la mano derecha para coger algo, como si viese una luz distante. Era su cayado. Lo veía, pero no estaba ahí.
Yo no quería entregar aún ese trofeo. Alargué la mano que tenía libre y lo así por la muñeca. La mano le temblaba, pero luego se relajó. Le di la mano para mostrar amistad y parentesco. Inmediatamente sentí un pinchazo y se la solté. Le habían salido pequeñas púas en la palma, las cuales se volvieron a esconder con rapidez bajo su piel parecida al cuero.
Lo cogí de nuevo por la muñeca. Al hacerlo, el extremo de su mano se convirtió en la cabeza de una serpiente con sombrerete, que me mordió en el reverso de la mía. Aunque sentí algo de dolor, sabía que el veneno no tendría efecto sobre mí, así que lo cogí con rapidez.
Como si se derritiese, la cobra volvió a transformarse en la mano con dedos largos de un hombre.
Abrió la boca y profirió con voz ronca unas palabras en un lenguaje extraño. Su aliento era como lo peor que la muerte podía ofrecer, y todos nos pusimos a toser. Entonces se suavizó un poco. Como imaginaba, los órganos vitales empezaron a funcionarle de nuevo. Nuestro entendimiento de su lenguaje aumentó y oí que decía en voz alta:
—¿Dónde está la progenie de la serpiente?
Entonces me di cuenta de que no había pronunciado esas palabras con la boca, sino de su mente a mi mente. Miré a los demás. ¿Lo habían oído? Por las miradas de Kiya y Ewen deduje que no.
Le hablé en voz alta.
—¿Qué es la progenie de la serpiente?
—Nahhashim —susurró en mi interior.
—¿El cayado?
No respondió.
—Lo tengo.
—¿Quién eres tú?
—No soy nadie.
—¿No hay nadie aquí? —preguntó—. ¿No existes?
—No estoy ni vivo ni muerto.
—Eres un hijo de Medhya. Uno de los caídos de la gran madre.
No respondí.
—Soy Merod Al-Kamr —dijo.
—El Sacerdote de la Sangre —apostillé.
—Y tú eres mi muerte —contestó.
Lo limpiamos en una hora, utilizando nuestras ropas para enjugar el resto de su cuerpo como lo haríamos con un recién nacido. Se levantó ante nosotros, desnudo, parecido al demonio. Era al menos treinta centímetros más alto que yo, y su cráneo parecía ligeramente alargado por la nuca, como si hubiese una diadema debajo de la piel. Aunque delgados, sus hombros eran anchos.
Mientras la piel se le reproducía y lo cubría, vimos que le crecían músculos como zarzas por debajo de la carne. Su delgadez se había convertido en nervio y fuerza. Los músculos de los muslos aumentaban visiblemente, mientras que los pies se le alargaban ligeramente con uñas como garras al final de los dedos. La oreja que le habían cortado le creció de nuevo, y mientras yo miraba, unas alas nacientes crujieron y le brotaron de la espalda.
Parecía que los dibujos y tatuajes de su cuerpo estuviesen en constante movimiento. Si miraba atentamente cualquiera de ellos veía moverse a las figuras que lo formaban.
El blanco lechoso de sus ojos, sin embargo, no había cambiado. Al erguirse frente a nosotros, volvió a frotárselos, y aun así seguía ciego.
—Dame carne de Medhya —dijo en mi mente.
—No conozco su carne.
—La huelo en ti —repuso gruñendo—. Dámela.
—No tengo más carne que la mía.
Me pareció oír una ligera risa. Entonces dijo:
—Es una flor. Crece entre los huesos de los que han sido sacrificados.
Recordando la flor carnívora púrpura, le comuniqué que había recogido una.
—Sí —afirmó—, tengo que comérmela.
Me alcanzó con la mano y me palpó la barbilla. Tanteé en la bolsa y encontré una de las flores aplastadas con su poco de vino. Se la di sin vacilación.
La cogió y apretó los pétalos contra cada uno de sus ojos hasta que goteó una gota de polen líquido. Agarrando aún la flor, bajó las manos de la cara.
La leche de sus ojos dio paso al amarillo, y luego éstos empezaron a tornarse oscuros, pero con el rojo de la sangre circulando tras ellos, brillando detrás del negro.
Veía de nuevo. Tan pronto como los ojos brillaron con su oscuridad roja y negra, sonrió. Era una sonrisa depravada y ancha que mostraba dientes enormes y curvados.
Nos miró a todos, con la mirada de un lobo acechando a ciervos en el bosque. Antes de que ninguno de nosotros reaccionase a la rapidez de sus movimientos, saltó sobre Kiya, mordiéndola en un hombro y desgarrándole la carne. Ella intentó revolverse contra él lo mejor que pudo para morderlo. No obstante, apenas le rozó la piel. Kiya pataleó con torpes movimientos mientras él, quieto y en tensión, bebía de ella.
Sangre negra manó de su boca al dejarla caer, antes de que Ewen y yo pudiésemos siquiera alcanzarla para salvarla.
Yacía en el suelo, la sangre le brotaba de la garganta y el hombro.
Con la boca negra por la esencia y todavía sonriendo, nos acorraló a mí y a Ewen.
—Bebo de quien quiero.
—Nos matarás a todos.
Echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír. Entonces oímos un zumbido extraño, y nubes de insectos voladores surgieron de entre sus labios y se dirigieron hacia un conducto de ventilación del techo en la cámara. Segundos después, se habían ido.
—Soy el primero que oyó las palabras de Medhya y bebió su sangre para entrar en la corriente. Puedo beber de todos. Soy vuestra fuente.
—¿Estás loco? ¡Te hemos rescatado, y ahora quieres eliminar a nuestra propia raza! —grité.
—La sangre de vampiro lleva consigo gran poder —dijo—. No podéis beber de ella, pero yo he mantenido la esencia de Medhya prisionera en mi cuerpo, la tengo secuestrada. No puede matarme, pero a ti sí si bebes de otro. Atrás, chacales. No sois dignos de ser vampiros.
Me levanté de nuevo, sosteniendo en alto el bastón.
—¡Soy el propietario del cayado de Nahhashim! —grité.
Sus ojos brillaban en la oscuridad mientras me miraba. Movió ligeramente el cuello de lado a lado, como si fuese una serpiente moviéndose hipnóticamente.
—Ni siquiera entiendes su poder, debilucho.
—Pero lo usaré como quiera.
Su sonrisa burlona apareció de nuevo. La sangre fluía por entre sus dientes.
—¿Es esto en lo que nuestra tribu se ha convertido? ¿En alguien como tú?
—Soy el Elegido —anuncié, inseguro de la veracidad de mi afirmación—. El Maz-Sherah.
—Ha habido varios Maz-Sherah que han venido siguiendo la visión. No hay elegido.
—Soy el único que te ha liberado de tu prisión.
—Si fueses el Maz-Sherah, no necesitarías hablar. Te llevarías de aquí lo que es tuyo, y harías lo que quisieras.
—Quiero aprender de ti —dije.
—Apenas eres más que un niño. Eres un aprendiz de la guerra, ni siquiera un gran guerrero. Tienes un corazón que late demasiado cerca del ritmo mortal. Cuando el Maz-Sherah venga, será más poderoso que tú.
—Pero ¿a quién han encerrado tanto tiempo? ¿A quién se derrocó? ¿Quién creó esa maquinaria de huesos, esa cosecha de humanos y mercurio para mantenerte en la jaula? —pregunté.
Mientras decía eso, Ewen alargó la mano, levantando la aguja enhebrada que tenía la esfera y el tubo de vidrio de mercurio. Lo sostuvo bien alto en la punta de una daga frente al Sacerdote, aunque le supuso algo de dolor hacerlo.
—Debes de tener tanto miedo del arquitecto de esta prisión como yo —dijo.
Levantó la mano izquierda como para hacer una señal. La esfera voló de la mano de Ewen y se hizo pedazos contra una pared. Ewen tiró la daga como si le hubiese quemado la mano.
—Ese alquimista me ha robado la esencia de la inmortalidad. Y hechizos burdos como el mercurio no me atemorizan.
—Fue más listo que tú, eso está claro —sentencié.
Luego miré a Kiya y le pregunté:
—¿Estás bien?
Se tocó la punta del hombro donde le había desgarrado carne.
—La hemorragia se ha detenido. Se está curando, pero lentamente.
—¿Está aquí el alquimista? —inquirió el Sacerdote.
Negué con la cabeza, suponiendo que ese alquimista era el mismo mortal cuya presencia impregnaba ese reino sin ni siquiera haberse dado a conocer.
—Es muy poderoso —dijo Merod.
Dejó de sonreír y extendió los brazos como Cristo, como si sintiese algo en el aire.
—Ahora está durmiendo. No te tiene miedo. Ni a mí. Puede que nos esté observando incluso ahora.
—O que haya abandonado este lugar —repuse—. Nos ha permitido entrar y vagar por él, aunque podría habernos extinguido durante el reposo diurno.
—Entonces quizá seas el Elegido. Porque tal vez pretenda que me encuentres. Permitirte que me despiertes para golpearnos a los dos de noche.
Dirigió unos pasos hacia mí, levantando las manos como si las estuviese calentando en un fuego.
—Eres un vampiro loco. No sabes qué podría hacerte. Qué podría hacer a tus amigos.
Yo sostenía el cayado en alto. No comprendía qué poder tenía, pero él sí, porque cuando lo moví frente a mí como si fuese una vara, se echó hacia atrás.
—Lo mataré, y si es necesario, también te mataré a ti —dije amenazándolo.
—Es imposible. Está muy protegido —me contradijo Merod.
En ese instante miró hacia arriba, como si esperase ver aparecer al alquimista.
—Para ser un sacerdote, no eres muy de fiar —sostuve.
—Pero tengo lo que buscas, ¿verdad? —preguntó sonriendo nuevamente.
De pronto, saltó como una rana a la pared donde colgaban los humanos. Rompió un tubo de vidrio y bebió sangre de él. Cuando hubo apagado la sed, miró hacia abajo y saltó, cayendo entre nosotros de cuclillas.
Mientras se levantaba, dijo:
—Mi lecho fue un trabajo genial del alquimista. El cristal puede aprisionarnos, porque se dice que tiene la dureza del agua, que debilita nuestros poderes. Llenó la tumba de cristal con sangre fría para que me torturase mientras yo estaba dentro, sintiéndola en la piel, con los poros intentando abrirse para beberla, pero por supuesto sin poder hacerlo. El mercurio me mantenía en estado de letargo, de manera que todos estos años me he dado cuenta de lo que ha sucedido en mi reino. De las torturas de mis hijas y de su transformación en esas criaturas del agua, de los inventos que hizo para transformar el altar en mi tumba y cambiar el templo de la gran Lemesharra, de los fogonazos de luz ardiente que mataron a los mortales de mi reino. Es un ser terrible, y ha robado el conocimiento que está más allá del Velo y que pertenece también a nuestra tribu. Medhya lo ama por todo eso, por su furia inagotable. Somos los hijos que desprecia, y él es quien se ha convertido en objeto de su afecto.
Se dirigió a Kiya de nuevo. Esa vez estábamos listos, e interpuse el bastón ente ellos. Él se detuvo y anunció:
—Quiero curarla totalmente.
—No le creas —dijo Ewen desafiante.
Kiya me miró, y luego miró al Sacerdote.
—He vivido para ver el final de muchos de mi tribu, Sacerdote —declaró Kiya—. Quisiera que me curara esta herida y nos enseñara lo que hemos pedido.
Me cogió el codo y bajé el cayado de Nahhashim para que ella pudiese verlo de cerca.
—Cuando bebí de tu esencia —relató el Sacerdote—, probé el fin de tus días como los restos de una copa de vino. Tu Extinción se acerca.
—Me quedan pocas noches —vaticinó.
—Si él es el Maz-Sherah, entonces tendrás muchas porque él traerá a la tribu el poder de la fuente.
—Si tú eres nuestro Sacerdote, ¿no harás eso por ti mismo?
—Mi tiempo casi se ha terminado, ya que he vivido en esta tierra casi cinco mil años, y aunque continúe en otro reino, ni me extinguiré ni pasaré del Umbral. De hecho, mi desaparición ya ha empezado: soy como el resto de humo de un fuego extinguido. El Nahhashim es suyo. Cuando él cumpla la profecía final que conozco, él será aquel a quien tendréis que preguntar.
—¿Qué es la profecía final? —preguntó ella.
—Es sólo para el Maz-Sherah —contestó acercándosele.
—Nos matará —advirtió Ewen con aspecto de estar a punto de saltar sobre Merod Al-Kamr.
—No lo hará —garantizó Kiya—. Es el Sacerdote de la Sangre. Puede darnos o quitarnos aliento. Si quisiera destruirnos, lo hubiese hecho en cuanto se liberó de la esfera.
El Sacerdote se puso a su lado y se inclinó sobre su hombro como si fuese a morderla. Pero en lugar de eso, escupió sobre la herida, la cual comenzó a transformarse rápidamente en carne sana. Donde la carne se alisaba se formaba un tatuaje rojo de una extraña forma curvada.
—Hemos venido para aprender la antigua magia —informó ella—. No podemos mutar formas, ni podemos correr como lobos ni volar como dragones. Y eso que tales cosas eran de tu reino.
—¿Cómo sabíais de mí? —le preguntó Merod.
—Oí hablar de ti a un viejo vampiro que se extinguió. Antes de que lo hiciese, me dijo que había oído la leyenda de tu encierro y del Reino de Alkemara de otra de nuestra tribu antes de que se extinguiese, y quizá así ha sido durante miles de años.
—Incluso más que eso —repuso el Sacerdote.
—Te vi en una visión —expuse—. De un altar, y de Pythia yaciendo sobre él para ser sacrificada. Y de una mujer oscura con una máscara de oro.
Observó mi cara un momento, y entonces miró a Ewen, que estaba muy enfadado sosteniendo un hacha con el puño cerrado como si fuese a saltar sobre Merod en caso de presentarse la oportunidad.
—Chico, ¿esperas atacarme con tus armas? ¿No es éste tu señor y amo? —preguntó señalándome—. ¿No es éste tu soberano a quien has prometido fidelidad?
Ewen me miró temerosamente, moviendo la cabeza.
—Podría partirte el cuello y alimentarme de tu calavera y cerebro, como ya he hecho con otros vampiros, y aunque mis poderes están al mínimo, son superiores al tuyo —amenazó el Sacerdote—. Podría sacarte las entrañas.
Levantó los brazos, con sus largas uñas amarillas, curvas y sucias, y profirió:
—Te las sacaría y te las metería por la garganta hasta que te ahogases y te extinguieses. Eres un chico débil. ¿Tienes ya los dieciocho? ¿Te afeitas?
—Cuando morí, tenía casi diecinueve —respondió Ewen.
El Sacerdote miró a Kiya y dijo:
—Me traes novicios. Jóvenes miembros de la tribu. ¿No hay más de tu edad?
—Los hay —contestó ella—. Pero éste, llamado Halconero, es el único que tuvo la visión.
—Cuando el vampiro llamado Pythia me dio su aliento a través del Beso Sagrado —dije—, vi todo esto y más. Vi a tus jóvenes. Vi tu templo. Vi a tus preciosas hijas como fueron antaño. Y Pythia se aterrorizó cuando miré en su alma, en su conocimiento.
—Sí, ella se aterrorizaría, sólo ella —convino el Sacerdote sacudiendo la cabeza con mirada grave en su rostro—. Pero ¿quién soy yo para creer que eres el Elegido?
—¿No hay ninguna prueba? —preguntó Kiya de pronto.
—Oh —exclamó—, una prueba. Hay una prueba. Pero la consecuencia es horrible. Es el bautismo de fuego, y el horno donde se entra no es tan placentero como los ríos del infierno. Si este Halconero no es el Elegido, arderá tan pronto como entre en ese reino. Si no es el elegido, todos vosotros moriréis aquí. Si es el Elegido, moriré yo. Ésa es la profecía. Dudo de que seas el Elegido, puesto que se vaticinó a seis suplicantes.
—Uno ha muerto a manos de tus hijas —le hice saber—, y dos nos esperan más allá del mar blanco. En total, hemos venido seis a este reino, y vivos o muertos ahora, seis han pasado al inframundo de las Puertas de Nahhash.
—Baz-ihiya-naai-lyat-nahh-ash —dijo el Sacerdote llevándose las manos a la cara para cubrírsela de vergüenza.
Se enjugó los ojos, como evocando un recuerdo. Señaló dibujos sobre su cuerpo.
—La historia de nuestra raza está escrita sobre mí. Soy el pergamino viviente.
De repente añadió:
—Mi tiempo se acaba. Tú eres el amo del cayado de Nahhashim. Eran los sacerdotes de Datbathani, una cara de Medhya, Reina de las Serpientes y de los secretos de la tierra.
—¿Y cuál es el poder de este bastón? —inquirí.
—El Nahhashim tiene muchos poderes de la Serpiente, y la Serpiente protege a su amo.
—Tú no estabas protegido —dijo Ewen.
—De no haber estado protegido me habría extinguido. Nahhashim me mantuvo en el sueño.
—¿Qué es la Serpiente? —pregunté—. Oigo hablar de la Serpiente, pero no sé nada de ella.
—La Serpiente es el padre de nuestra tribu, como Medhya es nuestra madre. La Serpiente nos otorgó la inmortalidad y se mueve ahora entre nosotros. La Serpiente te despierta cuando mueve la cola en la corriente.
—¿La Serpiente es un dios?
—Hay muchos dioses. Algunos falsos, otros verdaderos. La Serpiente, cuando muda la piel, da la vida a los propios dioses. Aun así, no es un dios. La Serpiente está más allá del significado de dios: la Serpiente rodea el mundo pero no pertenece al que conocemos. Siento que la Serpiente está cerca, ahora que ha llegado mi hora.
—¿Por qué tu tiempo es corto?
—Si eres el Elegido, tú eres la razón. En las profecías se te llamaba el Maz-Sherah. Eso es, de un viejo lenguaje, la palabra para el Ungido y el banquete ritual. Tú eres ese Maz-Sherah. Hace muchos miles de años, la sangre de Medhya profetizó al Elegido sobre la piel de sus sacerdotes. Oí esas profecías y las llevé conmigo en mi cuerpo, porque las palabras de Medhya están hechas de carne.
Entonces, se dio la vuelta y, bajo las alas encogidas, vi los tatuajes que tapizaban su torso. Cada uno sangraba en el siguiente con escenas de reinos y personas distantes.
—Busca el vampiro con cabeza de pájaro.
Vi en él un dibujo primitivo que representaba a un joven con una espada grande y una máscara como de águila. Frente a él estaba el propio Sacerdote con las alas desplegadas y el bastón alzado. En el siguiente dibujo, el joven había cortado la cabeza del Sacerdote y bebía su sangre. En el siguiente, al joven le habían crecido las alas y su máscara había adoptado la cara de un dragón serpiente. En el puño sostenía el Nahhashim.
—No puedo beber de ti, tu sangre sería la destrucción para nuestra tribu —advertí—. Ningún vampiro puede.
—Yo puedo, siendo el Sacerdote —dijo—. Y otro puede. El Maz-Sherah. Pero antes, tienes que pasar la prueba del Velo. Tenemos que darnos prisa. Es posible que el alquimista esté cerca. Puede estar vigilándonos.
—La magia nace de la Serpiente para nosotros —proclamó Merod Al-Kamr—. La salvación de nuestra tribu nace de la maldición de Medhya. Para conocerla, para traerla, tienes que rasgar el Velo. ¿Lo entiendes?
—Una vez oí a brujas del bosque hablar del Velo.
—Es el tapiz ondulante, más delgado que la tela de araña, que está más allá de la corriente y oculta el mundo de los dioses.
—¿Cómo voy a rasgar el Velo?
—Si fuese a rasgarlo uno cualquiera, los dioses de muchas bocas hambrientas lo desgarrarían inmediatamente o ardería bajo miles de soles. Pero tú tienes que entrar, Maz-Sherah, usando la Carne de Medhya.
—¿La flor?
—Su aguijón es mortal para los humanos, y manda el alma al reino de los dioses hambrientos. Pero su jugo nos permite ver más allá de este mundo. Y así sabrás si eres el Ungido o la criatura más maldita de todas.
—Ha sido su jugo lo que te ha devuelto la visión —señalé.
—No tengo visión —repuso el Sacerdote—. Todo lo que veo lo veo en mi mente, o en las formas de la corriente. Mi tiempo se acabará pronto. Cuando regreses tras rasgar el Velo, sabrás qué hacer. Si lo haces, deberás dejar atrás todo miedo. Tienes que ir a donde el cristal de dentro te lleve, para ver lo que no se puede ver, o si no, los monstruos devoradores de ese otro mundo te encontrarán.
Me cogió y me abrazó. Agarré rápidamente el cayado, porque por más fe que tuviese en nuestro Sacerdote, no quería que cogiese el Nahhashim, tenía miedo de que nos exterminase.
—Aléjate del miedo —advirtió—. De todo miedo. Déjalo pasar como agua.
A continuación susurró palabras de un ritual que no significaba nada para mí, ni traducía el significado en mi cabeza, porque parecían ser meros sonidos guturales de animales.
Se echó hacia atrás, pidiéndome que me pusiese la flor en la lengua y la mordiese. Lo hice, y sentí que éste me insuflaba un líquido espeso y amargo en la garganta. Entonces me la sacó de la boca como si fuese el acto contrario a recibir la hostia sagrada en la comunión.
—Primero descubrirás a través de la Visión lo que tu corazón desea. No te resistas. El Velo, cuando se rasga, te lleva a donde tu corazón quiere. No tengas miedo. No hables de las visiones que tengas. Y si hay algo terrible, algún horror rodeando a alguien que amas, tienes que permanecer callado y no intentar concretar la visión, porque provocaría un efecto en el mundo que no sería de tu agrado. Y ahora esto picará —dijo sosteniendo la pequeña flor cerca de mis ojos.
Me retorcía de dolor, pero el jugo de la flor que vertió sobre mi ojo izquierdo me calmó la irritación. Luego aplicó también unas gotas del líquido sobre mi ojo derecho. Esperaba dolor, pero el mundo se volvió de colores y formas diferentes.
Los bordes de mis párpados quemaban, como en contacto con hierros incandescentes justo debajo del límite de la piel. Conseguí limpiarme los ojos, pero parecían sellados, sin posibilidad de abrirse por más lágrimas que manasen de ellos. Sentí que la tierra había desaparecido bajo mis pies y un rayo de luz había cegado mi vista. Todo era blanco, y aunque ya no me encontraba en el templo, veía las sombras de sus estatuas y pilares a mi alrededor. Criaturas de carne tensa del tamaño de ratas se movían por el aire como escalando rocas invisibles. Las salas del templo, que ahora eran brillantes siluetas cristalinas como fuentes de luz, se extendían por el exterior formando un largo camino.
La voz de Merod me acompañaba, y sentía su mano en mi codo, aunque no pudiese verlo.
—Has rasgado el Velo, hijo mío. Ahora estás en Myrr, infierno y paraíso al mismo tiempo. No tengas miedo, aunque se te aparezcan criaturas con infinidad de bocas y extremidades. Verás dioses y semidioses, todos en las tinieblas del mundo. Verás espíritus e hijos de la tierra que se escondieron detrás del Velo cuando les llegó la hora. O quizá no veas nada más que un vasto desierto blanco. Es el reino de la Serpiente, y pase lo que pase debes proteger siempre su puerta. Rasgar el Velo significa desgarrarlo. Cada vez que lo traspasamos se generan monstruos en el mundo. Llegar hasta aquí tiene un alto precio. Una bestia aparece en algún lugar distante, o una plaga, porque no puedes rasgar el Velo sin que escape algo que tenía que estar encerrado. Cuando se creó nuestra especie, se rasgó el Velo y nuestra raza comenzó a existir. Incluso ahora, tu llegada aquí significa muerte para muchos en el mundo, aunque no pueda decirte de qué especie o naturaleza. He hecho esto por ti para que veas lo que deseas y conozcas tu destino.
Vi sombras pálidas, como palomas blancas atravesando el cielo blanco. Recordé las aguas lechosas de las alkemaras, y sus diminutos y apenas visibles insectos, y me pregunté si eran ellas las que sobrevolaban el aire a mi alrededor. Ésa tenía que ser la tierra natal de las alkemaras, porque, ¿cómo llegaron a existir tales criaturas? Yo pertenecía a ese mundo oculto, como mi sangre, mi sangre de vampiro. Por encima de mí, en el cielo infinito, escuché un gran chillido, como el de una bestia voladora enorme descendiendo, el de un halcón que se cierne sobre su presa. Pero no vi nada.
Sentí la voz de Merod en mi oído, como un mosquito zumbando:
—No luches contra el Cristal, o se romperá.
—¿El Cristal?
—Pertenece a un mundo que hubo aquí una vez y que ahora está muerto. Es grueso y está agrietado, pero muestra muchas cosas —dijo—. No podrás ver nada con claridad. Aunque debes creer lo que ves, o no.
De repente, vi un destello de oscuridad. Un humo negro cruzó la blanca niebla.
Divisé una mujer con el cabello suelto.
Alienora. Mi mortal amada.
La vi mientras Merod me hablaba. También ella parecía estar hablando, aunque no podía oír su voz. Llevaba un vestido suelto y una hermosa túnica que le caía por detrás de su figura. Vi que dos siluetas oscuras se le acercaban por detrás. Entonces reconocí el hábito y la diadema. Eran las ermitañas de la gruta, las hermanas Magdalenas. Una de ellas traía un vestido largo y oscuro para Alienora, y la otra una pequeña cruz de madera pegada a un rosario. Me di cuenta de que Alienora miraba un cuenco con agua mientras cogía la túnica y la cruz. El pelo le caía como si se hubiese inclinado hacia adelante para ver lo que había en el recipiente.
Alienora se había vestido con las ropas de la hermandad. ¡Había jurado los votos! A través del Cristal veía qué había hecho con sí misma. Había pasado más de un año desde que la había visto por última vez. Ella había intentado entrar en la orden poco después de mi partida, por lo que esa visión tenía que ser antigua. Era el pasado.
Alargué la mano para tocarla, pero lo único que sentí fue un aire denso, y su imagen desgranada.
—¡No rompas el Cristal! —me advirtió la voz de Merod.
—Quiero tocarla —repuse—. La quiero oír.
—Ahora puedes, pero debes tener cuidado porque os podéis hacer daño si una sola onda atraviesa la superficie del Cristal.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Esta visión es de hace horas, o estaciones?
—No soy un guardián del tiempo, Halconero. Pero huélela, inhálala.
Inhalé tan profundamente como pude, sin saber qué sucedería después. Casi rompo a llorar al sentir el aroma de su piel perfumada, de su cabello, de esa esencia delicada que se ponía detrás de las orejas, y del turbio aroma a almizcle y aceite que desprendía su cuerpo.
—¿Qué hueles?
—Todo lo que recuerdo de ella —contesté—. Todo lo que sé de ella.
—Entonces hace poco que te fuiste. Quizá pocos meses —dijo su voz mientras me ayudaba a moverme hacia el Cristal a través de la visión—. Sigue la visión hasta el final —añadió—. Pero no debes romperla. Es tan delicada como las alas de una mariposa, y a la vez tan atrayente como la tela de una araña. Incluso mientras te mueves a través de ella puedes quedar atrapado entre sus hilos. Y no podrías volver. Por último, cuando estés preparado para irte, debes romperla o de lo contrario te perderás en ella.
Me movía por mi campo de visión, en el cual sentía ya una corriente como nunca antes. Era sofocante y pesada, aunque de consistencia líquida. Reconocí, entre otras, la voz de Alienora. Escribiré todo lo que vi y oí, y reflejaré exactamente los mismos movimientos porque ya no puedo describir las sensaciones de entonces. Lo que recuerdo es que vi y oí una serie de sucesos de la vida de Alienora que abarcaban un período de un año o más, pero que en la visión duraban menos de una hora.
—Algo terrible ha ocurrido —anunció Alienora, despertándose bruscamente de un sueño.
Se sentó en una cama hecha de paja, cubierta solamente por una fina colcha. La luz de las velas se reflejaba por entre los recovecos de las rocas de la cueva de las Magdalenas. Nunca había estado allí antes, y quedé impresionado por su estado de conservación a lo largo de los años. Era un tipo de construcción austera, parecían catacumbas muy bien conservadas. Desde la puerta de la pequeña habitación de Alienora se veían otras habitaciones distribuidas a lo largo de un estrecho pasillo. El aire se volvía pesado y perfumado, asfixiante para mí. El olor resultaba, incluso, más abrumador que la visión.
Una de las Magdalenas se puso de cuclillas sobre un pequeño taburete junto a la cama de Alienora, y vertió agua bendita en un cuenco.
—Está muerto —dijo Alienora—. El hombre del que te hablé. Mi amado. Se ha ido.
—No debes hacer caso de esos sueños, hermana. No es Dios ni sus ángeles quienes lo envían. Me temo que sólo te provocan fiebre —suplicó la hermana, con unos ojos como platos. Por su cara pude suponer que los sueños eran para esa orden de religiosas algo de gran importancia.
—He cometido grandes pecados —prosiguió Alienora sacudiendo la cabeza—. Los demonios me castigan enviándome estos sueños. Pero son reales. No puedo ignorarlos porque hablan de aquel al que di mi corazón.
—No debes hablar de estas cosas —la amonestó la monja—. Vuelve los ojos a Nuestra Señora. Deja atrás esas blasfemias de juventud. ¿No has castigado ya suficiente tu alma con ello? Si está muerto, deja que el diablo se lo lleve. Sólo te ha traído dolor —añadió la hermana extendiendo la mano para coger la de Alienora—. Ahora empiezas una nueva vida. Deja a los ángeles que se lleven el pasado, y todo aquello que arruinó tu vida anterior. Como hija del barón, tu vida es la de la carne. Como Magdalena, tu vida es la del espíritu.
—Temo por su alma —murmuró Alienora apartando la mano de la de la monja—. Las sombras son demonios que me susurran. Los oigo desde que llegué. Me cuentan que tienen su alma secuestrada.
—Los sueños pueden anunciar profecías —dijo la hermana—. Pero todas juntas debemos rezar por las almas que el diablo se lleva.
—Ha estado luchando en la guerra durante cuatro meses —hizo saber Alienora, con el rostro pálido.
Apretó la pequeña cruz que llevaba alrededor de su cuello, la besó y dijo:
—Las sombras me muestran cosas.
—¿Ves? —dijo Merod en mi interior—. Las sombras la conocen. Se burlan de ella. La utilizan para encontrarte.
El aire líquido se arremolinó y se aposentó. El Cristal volvió a mostrarse claro. Alienora se arrodilló ante una gran estatua oscura que había al fondo de la cueva de las Magdalenas. Intuí que se trataba de María Magdalena, pero su cara no parecía la de una santa. Más bien, la estatua de piedra que vi mostraba a una Virgen oscura. Había oído hablar sobre ella, aunque para muchos no representaba nada malo. Y no era algo que aprobase la iglesia de Alienora, la veneración no de María, la Madre de Dios, sino la de la gemela del espejo. No podía decirse, precisamente, que esa fuese la imagen de María Magdalena, porque parecía que la mujer que había posado como modelo fuese la reina de algún país y no la humilde pecadora, la mujer apóstol de Dios. Aun así, Alienora rezó un avemaría ante ella y le besó los pies. Después escuché la plegaria en voz alta. Susurraba en mi mente:
—Amada Señora, nuestra Madre de la Oscuridad y de los más Recónditos Lugares, permíteme entender el sueño que me enviaste. Permite que entienda su significado. Tú sabes cuánto he pecado ante el Todopoderoso y los Ángeles, y cuánto he blasfemado en la capilla de Nuestra Señora en la casa de mi padre. Tú, Señora, conoces la oscuridad y la desesperación. Conoces mis pecados. Conoces las visiones de ángeles y demonios. Te ruego que me guíes y que bendigas a Aleric, que era el Halconero de la casa de mi padre. Bendice al padre de mi hijo —dijo tocándose el vientre.
Al oírle pronunciar esas palabras se me cortó la respiración durante un instante.
Un hijo.
Deseaba verla, ver su vientre, observar cuánto había crecido su barriga, pero mi visión seguía mostrándome a Alienora rezando ante la Virgen oscura. Su rostro tenía un aire tirano, y en sus manos sujetaba un pequeño cofre de madera. Alienora lo abrió, y en su interior pude ver un corazón humano desecado. Las reliquias de la Magdalena.
Alienora se inclinó para besar el corazón.
—Escucha mi plegaria. Salva a mi amado. Protege su alma. Tráelo de nuevo hasta mí. Líbrame de mis pecados.
Una nueva visión hizo presencia: Alienora, día y noche, a los pies de la Virgen oscura, rezando por el niño y por mi alma.
—Haré lo que sea para protegerlo —prometió—. Lo que sea. Por favor, bendícelo. Protégelo de las fuerzas del infierno. Tráemelo para que pueda ver a su hijo.
Su ombligo creció, y sus lágrimas se derramaron.
Después, presencié la noche del nacimiento de mi hijo.
En el exterior de la cueva de las Magdalenas, una enorme tormenta se cernía sobre los pantanos. Vi relámpagos entre los árboles, y un gran fuego se adivinaba por encima de los robles, cual centinelas de la gruta.
En la entrada de la cueva, la luz de las velas me permitía ver las enigmáticas figuras de las hermanas, cuidando a mi amada en esa noche de dolor y buena nueva. Mi corazón latía con fuerza y mi boca se quedó seca al ver la escena del nacimiento de mi hijo.
Alienora gritaba de dolor, mientras las monjas se inundaban de alegría al ver la cabeza del bebé.
Un gran relámpago me permitió ver la escena completa: varias monjas la rodeaban mientras ella las aferraba, gritando de dolor. Vi a un recién nacido cubierto de sangre en los brazos de una de las hermanas. Una de ellas advirtió:
—¡Todavía no lo ha hecho! ¡Todavía no!
Los quejidos de Alienora sonaban desgarradores en la noche.
La visión se difuminaba, mientras una nueva aparecía. Veía los árboles del Gran Bosque y un rayo de sol colándose por entre sus gruesas ramas, extendiendo su luz dorada sobre las flores silvestres amarillas y rojas que tapizaban un suelo plagado de helechos. Conocía ese lugar. La casa de Madre Morwenna se encontraba allí, junto a un arroyo.
Alienora, vestida de monja, cabalgaba con presteza por el bosque montada en uno de los caballos blancos de su padre. Mi visión la seguía en su carrera. Iba sola, sin ninguna criatura, lo que me hizo pensar, provocándome un gran dolor, que mi hijo no había sobrevivido a la noche en que nació.
Descabalgó cerca del verde camino que llevaba a la humilde morada de Madre Morwenna. Ató su caballo a un abedul que había justo a la entrada del camino. La casa, realmente una casucha, parecía estar metida en una de las ramas de un pequeño roble. Su techo, cubierto de muérdago, recordaba una corona.
Madre Morwenna, con la espalda encorvada y con el velo hacia atrás revelando a una mujer que parecía tener cien años o más, descansó sobre el bastón burdamente tallado en el que se apoyaba para caminar, de pie en la entrada cubierta con piel de ciervo.
—Te he visto, hija —dijo la anciana, retirándose los cabellos largos y grises de la frente—. Los pájaros me anunciaron tu llegada. ¿Por qué has venido sola?
—Necesito tu ayuda, Madre —contestó Alienora—. He dejado la orden. No podía soportarlas.
—¿Y me buscas porque puedes soportarme? Creía que tenías miedo de aquellos que practican las Antiguas Enseñanzas.
—No estaría aquí si así fuese. Eres la única que puede ayudarme.
—¿Ayudarte? ¿Cómo?
—Mis sueños —respondió Alienora—. Los he tenido durante meses. Incluso después del nacimiento de… después de todo lo sucedido. He visto a Aleric morir y resucitar de entre los muertos. Una oscuridad me susurra y no me deja dormir.
—Has venido hasta aquí por el Arte. Pero también piensas que somos viudas de demonios.
—No es cierto —replicó Alienora.
Cayó de rodillas ante la anciana. Asió su falda con las manos, sollozando.
—Empiezo a ver cosas a plena luz del día. Las hermanas no pueden ayudarme. He suplicado a Dios, pero no ha respondido a mis plegarias. He suplicado a la Virgen Oscura de las Cuevas, pero también permanece en silencio.
—Fue tu familia la que asesinó a mis amigos —proclamó Madre Morwenna—. ¿Cómo sé que esto no es una trampa?
—Tienes mi palabra —aseguró Alienora—. Mi padre me hubiese encarcelado por hablar contigo. No me arriesgaría a coger un caballo y cruzar el bosque sola si no pensara que eres la que tiene que guiar mi alma y la de mi amado. Tú también lo conoces. Sientes afecto por él.
—Ese chico fue como un nieto para mí, por más que viera el destino de las nubes en su cara incluso cuando era pequeño —confesó Madre Morwenna.
Cerró los ojos y tosió.
—Puedo sentirlo a veces, aunque se encuentre a miles de kilómetros de aquí. Su madre fue alguien muy especial para mí. Pertenecía a los antiguos clanes.
Abrió los ojos de nuevo, y me lanzó una áspera mirada.
—¿Qué necesitas?
—Quiero aprender las Antiguas Enseñanzas —anunció Alienora.
—Para tener poder —objetó Madre Morwenna con voz rota—. Tu padre quiere el poder para asesinar al prójimo, y tú eres como él. Lo llevas en la sangre. ¿Quieres convertirte en una de nosotras? ¿Para salvar su alma?
—Sé que el Dios cristiano no lo protegerá. Ni lo salvará. Pero tuve una cuidadora de pequeña. Se llamaba Nolwen. Era del bosque.
—La conocía.
—Ella me habló de la diosa. Y de Cerne también. Me enseñó cómo poner el grano debajo de una almohada para tener un hijo varón.
—Es una bendición que tu padre no la torturase —dijo Madre Morwenna—. Vete, Magdalena impostora. Vuelve a tu guarida, al amparo de tu padre. Tus sueños nunca podrán hacerse realidad.
La cara de Alienora se entristeció. Dio media vuelta y se alejó de la anciana. Pero se volvió de nuevo y alzó el puño al cielo maldiciendo a los dioses. Madre Morwenna la observaba.
—¡Otórgame lo que te pido! He visto sombras terribles en mis sueños, y no son producto de la fiebre.
Madre Morwenna irguió su cuerpo y, recta como una vara, se dirigió con violencia hacia Alienora.
—¿Te crees que puedes venir aquí y pedirme que te inicie en los ritos de la diosa? ¿Que puedes decidir de pronto que tus creencias no te proporcionan lo que quieres? ¿Que puedes utilizar la magia para cambiar el destino? Y si lo consigues, cuando hayas resuelto el problema, ¿qué te impedirá volver de nuevo con tu hermandad ignorante y llena de prejuicios, y seguir viviendo en una gruta sagrada que un día perteneció a un gran líder espiritual de nuestro pueblo y que fue usurpada por un Dios conquistador? ¿Crees que la estatua que adoras pertenece a tu religión? Es una imagen antigua, una piedra negra, y aunque creas en ella como si fuese otra de tus Vírgenes María, es algo completamente diferente. ¡Algo que te hará arrastrarte por los suelos, mi dulce y descarriada niña!
Alienora retrocedió unos pasos sobre la alta hierba, asustada por la furia de las palabras de la anciana arpía.
Pero alguien surgió de detrás de la puerta. Era la niña desafiante, Calyx, convertida ya en doncella, aquella a quien vi al apartar el velo de un bebé. Aún vestía un manto y un velo, y sólo se podían ver sus ojos. Cojeando ligeramente se acercó a Madre Morwenna.
—Abuela —dijo Calyx con voz madura—. Escúchala. Yo también tuve sueños como los suyos. Es una señal. La era de las sombras se acerca.
—Una señal de destrucción —vaticinó Madre Morwenna.
La chica ignoró a su abuela y se dirigió hacia Alienora. Le tomó la mano y la puso en su cara.
—Estás en el camino —declaró la chica—. ¿Sueñas con el Halconero?
Alienora asintió con la cabeza.
—Está perdido —anunció Calyx.
Entonces, dirigiéndose a Madre Morwenna, dispuso:
—Ella se quedará con nosotros. Es su viaje. Sabes que no puedes interrumpir lo que tiene que pasar, no importa cuánto lo desees, porque puede volverse contra ti como una gran venganza.
Su voz se volvió más dulce mientras dejaba la mano de Alienora. Ésta miró la palma de su propia mano, como si se hubiese ensuciado.
—Te unirás a nosotros en la que vosotros llamáis la Víspera de Lammas, aunque es la noche especial de Lug, el Señor de la Primera Cosecha. Alguien vendrá a buscarte a la arboleda que hay cerca de la gruta. Llevará puesta una máscara, y no le dirigirás la palabra. Te vendará los ojos y te llevará en su caballo hasta nosotros para celebrar nuestra fiesta.
Calyx extendió la mano y tocó la frente de Alienora. La mantuvo por un instante y, con los dedos, tocó su cabeza.
—Tus sueños te atormentan. Las sombras se ciernen sobre ti. Tenías que unirte a nosotros, muchacha. Tenías que seguir este camino. No crees en aquello para lo que fuiste educada. Tienes mucho miedo, aunque aún posees amor. Eso es bueno. Amor por los niños, por ti misma, por ese hombre llamado Halconero, amor por tu padre, hermano y hermanas, e incluso amor por las Magdalenas y su amarga oscuridad. Antes de que vuelvas, antes de que empieces a entender la sabiduría de las Antiguas Enseñanzas, debes abandonar todo lo que tanto amas. Si mantenemos el cariño sobre las cosas que pasan por nuestra vida y se acaban yendo, sólo obtendremos dolor infinito. Llegarás a entender lo que es la vida, y lo que hay más allá, en la Sabiduría.
Después, la doncella del velo retiró su mano. Allí quieta, me recordó, por un instante, a una estatua. ¿Dónde había visto esa estatua antes? Quizá alguna de esas pequeñas figuras de mi madre. Iba tapada de pies a cabeza, mostraba la palma de una de sus manos, y la otra también extendida, como cediendo el paso a alguien. Extendí la mía hacia el Cristal, sintiendo que podía tocar la visión, deseando sentir la piel de Alienora bajo mis dedos.
Había interrumpido la visión. Volvía a ondular y girar, y vi lo que le acontecía a Alienora.
La vi cuando ella aparecía ante una gran reunión de fieles de las Antiguas Enseñanzas. Algunos llevaban máscaras que tapaban sus rostros, otros no. En un claro del bosque, formaron un gran círculo. Estaban todos desnudos, y Madre Morwenna era su sacerdotisa. Vi que iniciaban a Alienora en las Antiguas Enseñanzas, y luego la seguí mientras trabajaba con comadronas y aprendía las tradiciones populares de los bosques y los campos. Todo sucedió en un muy poco tiempo.
Se acercaba el invierno, y la volví a ver, esta vez gritando a la nieta de Madre Morwenna.
—¡Me mentiste! ¡Tus diosas y tus dioses no pueden ayudarme! ¡Tu poder es inútil! ¡Estás tan condenada al infierno como cualquiera en la creación! ¡Mis plegarias no han sido respondidas y mis sueños persisten! ¡Vivo aún con las hermanas y finjo, vengo a vuestras reuniones y escucho las palabras secretas, pero tan en vano como con el Dios de la iglesia!
Su rostro tenía mal aspecto, parecía no haber dormido en semanas. Me pregunté dónde podía estar mi hijo, sin tener ninguna señal de él.
Cuando Alienora calmó su ira, Calyx cruzó las manos mostrándole las palmas.
—Has robado nuestros secretos. Estaba predicho que vendrías, pero no sabía qué te guiaba. Tú no quieres a tu descendiente, ni al hombre que has perdido. Has dejado que los sueños gobernaran tu vida, y tus miedos te dominan. Ése no es el camino, y no es la manera de actuar en nuestro bosque. Tu compromiso aquí es guardar los secretos de Bran y Cerne, y de las Antiguas Enseñanzas.
—Vosotras, las brujas, no tenéis ningún poder —profirió Alienora. Nunca la había visto tan furiosa ni tan amargada—. Eres débil, y sólo sabes hacer pociones, conjuros y rituales inútiles. Yo necesito más. Quiero más.
Entonces, el Cristal comenzó a aparecer y desaparecer, como el sol cuando las nubes pasan por delante de él. Sólo podía vislumbrar en un pequeño instante cosas, gente, y un niño o dos que debía de ser el hijo que nunca conocí, aunque en la visión no podía saberlo con seguridad.
El invierno llegó al Bosque, y allí estaba mi amada en pie, rodeada de hielo y nieve. Tenía la cara blanca, y el cabello le había crecido desmesuradamente. Estaba junto a una oscura ciénaga rodeada de zarzas y parras.
Hablaba dirigiéndose al agua como si alguien la escuchara. Poco a poco, mientras la observaba, su voz me llegó en susurros.
—Eres la más vieja del lugar —dijo a su reflejo en el agua—. Las sombras me llevaron hasta aquí para invocarte desde lo más profundo. Tú eres la de las sombras y la oscuridad, a quien contemplo entre las cuevas de la Magdalena. Tú eres la figura esculpida en piedra, y he oído en las grandes ceremonias que saliste derrotada y vives ahora en lugares oscuros. Se dice que un hombre vino una vez a suplicarte poder, y se lo concediste para que se llevara a los invasores de nuestra tierra. Yo te invoco ahora, aunque las Antiguas Enseñanzas me lo prohíban. Te invoco desde las profundidades, para que regreses de la oscuridad de tu morada. Te pido ayuda, porque en mi cabeza veo cosas terribles y no puedo deshacerme de ellas. Si existe el poder que salve a aquel que ha sido maldito, debo poseerlo porque no puedo vivir en esta tierra sin el seguro retorno de mi amado.
Después comenzó a cantar en otro lenguaje que no podía entender, aunque mi mente lo intentó y empezó a comprender las palabras. Era algún tipo de lenguaje secreto que resultaba indescifrable. Quizá lo había aprendido en los rituales de las Antiguas Enseñanzas. Quizá lo había conocido en algún otro lugar, porque siempre se había rumoreado que entre los ricos y los nobles había libros de magia y demonios.
De nuevo, la visión desapareció, y vino otra nueva.
Estaba en pie con el niño en sus brazos. Mi hijo. Un niño de apenas dos años. Alienora lloraba mientras lo sujetaba en lo alto, y entonces se lo llevó a la orilla de la ciénaga y entró en el agua. El niño se cogía fuertemente a su cuello, asustado. Las lágrimas de Alienora caían desde sus mejillas hasta la cabeza del niño.
En la mano izquierda sujetaba un pequeño cuchillo que parecía estar hecho de piedra translúcida. Un cuchillo ritual, o algo similar.
Lo levantó, y lo bajó.
La visión se tiñó de rojo.
Grité y alargué la mano para tocarla, pero me sentí sometido a una extraña fuerza invisible que tenía la consistencia de un espeso y frío barro.
Atravesé la visión, y se formó un remolino alrededor de mis brazos. Vi imágenes, criaturas que nunca antes había visto, algunas con cara de lobo y cuerpo de hermosa mujer; otras con cuerpos de orondos hombres con bocas que se abrían y se cerraban, con sus pechos y ombligos moviéndose arriba y abajo, con cabeza y cuernos de ciervo, y protuberantes falos; de nuevo, más imágenes, cada vez más fantásticas y terroríficas que las anteriores.
Y lo peor, sombras en la oscuridad, altas y vestidas con holgadas ropas de sacerdote, se paseaban ante mí, susurrándome las palabras «Maz-Sherah, te conocemos».
La imagen borrosa de esas criaturas se abalanzó sobre mí como si fuese un grupo de individuos o un bosque de ramas en movimiento. Sentí un tremendo golpe en la espalda, que me hubiese lanzado a través de la habitación si no hubiera estado dentro del Velo. Un fuego intenso me recorrió la espina dorsal hasta abrasarme los omóplatos. Me sentía como si mi propio volumen se expandiese hacia atrás a partir de los hombros. Por encima de la garganta sentía que me quedaba sin aliento, y después mis pulmones se volvían a llenar de aire y parecía que me elevaban hacia arriba.
Me di cuenta de que tenía alas incluso antes de verlas. Se desplegaron como un par de banderas en mi espalda. Eran de piel, como manchadas de aceite y de gran envergadura. Se abrieron por detrás de mí con un estallido de luz azul que inundó toda mi figura. Me elevé ligeramente por la blancura hacia la nada, erguido, con las alas abiertas y moviendo los brazos extendidos. Sentí que flotaba por encima del mundo, por encima de las nubes, pero aún se movían alrededor de mí las borrosas criaturas oscuras.
—Cuando tú, el Maz-Sherah, recibiste el Beso Sagrado, estas sombras salieron del manto de Medhya. Buscan todo lo que te proteja. Traen plagas y fiebre. No debes dejar que el deseo te ciegue.
El Sacerdote, en mi cabeza, susurraba que yo sería el Portador de la Luz para todos los oscuros, los caídos de Medhya, y que los dioses del Velo me daban su bendición porque yo era el Maz-Sherah.
—Tienes una tarea que llevar a cabo para completar el círculo de la Serpiente.
Sentí sus manos en mi garganta, como si quisiera estrangularme, aunque no podía verlo.
—Debes devorarme —susurró.
Entonces, el jugo de aquella extraña flor me quemó levemente.
Me volvió la visión.
La rasgadura del Velo se había cerrado dentro de una bruma blanca.
Me encontraba tendido en el suelo sobre la tumba de Merod Al-Kamr.
Un ataque de ira me hizo hervir la sangre, pero una ola de poder me lanzó de espaldas al suelo del templo. Miré al Sacerdote, que estaba sobre mí.
—He presenciado todo lo que tú has visto —me comunicó—. La mortal que tú amabas ha escogido el camino hacia el final de los días.
—¡Para salvarme! —grité sin darme cuenta de que Kiya y Ewen me observaban—. ¡Fue a Dios para salvarme! ¡Fue a la oscura boca del infierno para salvarme!
—Quizá —dijo asintiendo ligeramente con la cabeza—. Pero ella es mortal, y tú no.
Extendió el brazo y me ofreció su mano. La rechacé y me levanté sin ayuda de nadie. Mi cuerpo estaba aún excitado, y había regresado de la visión con las alas de Sacerdote. En mi mano aún llevaba el Nahhashim.
—Mató a nuestro hijo para salvarme —repliqué.
—Quizá —respondió.
Recordé a Madre Morwenna hablándome de la Visión, de lo poco que tenía que confiar en ella.
—Tal vez aún no haya sucedido.
—Pasará el Umbral cuando muera. No te entristezcas. Ninguna mortal puede amarte. Tu amor le traería la muerte. Su amor se oscurece. No debes ir hacia ella. Debes olvidarla. Y a cualquier niño que exista. Siento cómo las sombras que la rodean buscan a quien sostiene el corazón de Maz-Sherah.
—No puedo olvidarla. No después de haber visto todo esto. Y a mi hijo —dije como si hubiese olvidado una promesa sagrada de mi vida anterior. Y con ella, la atracción magnética de mi tierra natal, incluso aquí, en el infierno—. Debo protegerla de su destino.
—Debes pensar en los demás —me indicó en tono severo.
—¿En los demás?
—En los mortales y en los inmortales. No fui Sacerdote de vampiros, Halconero, sino Sacerdote de la raza humana. Realicé los ritos necesarios para que Medhya no pudiese escapar de la oscuridad. Beber la sangre de los hombres es algo sagrado, y no hay que abusar como si fuésemos lobos. Piensa en tu vida como hombre mortal. Corres con la caza, y acechas jabalís y ciervos. Pero ¿no los dejas en primavera y verano para que se apareen y perpetúen la especie? La raza humana también debe mantenerse y crecer. Los Myrrydanai, que son los sacerdotes…
—¿Otros sacerdotes?
—De Myrryd llegaron tres castas de sacerdotes. Yo soy uno de los sacerdotes de Kamr, que lo son de la sangre y cuyo aspecto Medhyic es el de Lemsharra. Lemesharra era conocida aquí como Lemsharra Medh-Kamr, que significa Madre de la Vista. El cayado es todo lo que conocemos de los sacerdotes Nahhashim, que son de la Serpiente y de Datbathani Medh-Nahhash, la madre de las serpientes. Ahora ocuparás tu lugar entre los Nahhashim y los Kamr ante mí. Pero los sacerdotes llamados Myrrydanai son aquellos cuya carne ha sido arrancada por Medhya, arrancada y devorada por puro placer. Y como Medhya, son sombras de buitres que persiguen su oscuridad. Los Myrrydanai son cinco en total, pero pueden multiplicarse como lo hacen las sombras con la luz del sol, porque viajan tanto de día como de noche. No beben sangre, sino almas. Son los peores, y sólo acatan órdenes de Medhya, su ama. Ella los liberó del Velo porque sabían que tú ibas a venir. Exploran la noche para buscar a aquellos que tienen que destruirte. Pero no debes permitirlo, porque, después de todo, la humanidad nos da la vida y de la vida humana nacimos nosotros. Muchos vampiros ven a los mortales como recipientes donde beber, pero tenemos que verlos como algo sagrado. ¿Lo entiendes?
—He percibido esa santidad —concedí—. Pero ¿hay alguna vida sagrada con nosotros?
—La vida es más sagrada que nosotros —respondió Merod—. Nos devuelve a nuestros cuerpos desde el Umbral no como destructores, aunque a veces quitemos vidas. Servimos a la vida y la tomamos cuando es necesario, pero sólo como un sacrificio. Por cada vida que tomamos, debemos preservar cien. Como hace el cazador con la cría de ciervo en el bosque después de cazar al adulto. Todos debemos ser sacerdotes de la sangre, Halconero, y aunque traemos el miedo a la raza humana, también la protegemos. Toda la sangre se bebe del cáliz del sacrificio. Por eso Pythia me destruyó ayudada por el alquimista.
—¿Quién es el alquimista?
—Un hombre con muchos nombres, aunque yo lo conocí como Artephius. Él hizo esclava a mi hija, la convirtió en su puta, y se hizo con los antiguos encantamientos de piedra y sangre que los mortales no deben poseer. Medhya lo bendijo y los Myrrydanai acatan su orden. Desea que las profecías se cumplan tanto como Medhya. Él construyó mi jaula y se llevó a mis hijas.
—Tú tienes mucho poder —repuse—. ¿Cómo pudo alguien superarte?
Tardó en contestarme, pero finalmente me dijo:
—Quizá algún día lo sepas. Por ahora, Halconero, tienes por delante un viaje que realizar. Debes conocer la última profecía de la Sangre de Medhya, porque necesitarás conocerla. Está escrita en mi sangre, en el recipiente de mi carne.
Esperando que volviese a hablar, sentí una ráfaga de viento por la espalda. Era algo más que viento. Un muro de presión invisible me atrapó, y sentí como si flotase hacia Merod Al-Kamr. Su magia era poderosa, incluso sin la ayuda del cayado de Nahhashim.
Al final, empujado hacia él, se inclinó para susurrarme al oído.
—Hay una profecía final que desconoces, Maz-Sherah. Y tenemos que quebrantarla. Habla sobre el final de toda vida mortal y sobre la destrucción del Velo y el Cristal, de una época de monstruos y locura. La única esperanza es levantar el Nahhashim. Y sólo quién posea el cayado puede hacerlo. Aunque será a costa de muchos otros. Se llevarán a cabo sacrificios. La magia quemará, el cielo se quemará. Muchos desaparecerán. Otros fracasarán. El cayado es la fuente. No debes permitir que nadie te lo quite. No puedes dejárselo a nadie. Manténlo siempre cerca de ti, porque dentro de él hay algo incluso más poderoso que el Velo, por más que no sepa lo que es. Tú eres el Elegido, y como tal, lo eres todo. Todo, uno. Uno, todo. Entiende lo que eso significa e iniciarás tu viaje. Medhya colecciona pieles de humanos, y sus Myrrydanai engullen almas. Han creado un ejército de espíritus utilizando el Velo para rescatar a sombras y demonios desterrados y crear un mundo plagado de monstruos. Incluso ahora susurran en las mentes de los hombres, y quieren destruir a todos aquellos que hayan tocado al Maz-Sherah. Están liberando a los Antiguos Dioses y a las bestias que han estado atrapadas por el Velo durante miles de años. Un día la guerra empezará, y tú debes guiar a nuestra tribu y proteger a la humanidad, por ellos y por ti mismo. Debes proteger a aquellos de quienes bebes vida, o la vida desaparecerá.
—Estoy perdiendo el tiempo aquí —concluí, apartándome de él—. Si lo que me ha sucedido ha envenenado a otros…
—Primero tienes que cumplir la profecía —advirtió Merod—. Estás aquí para llevar a cabo la Fiesta de la Transición.
Tengo que devorarte, pensé, como quieres. Tengo que cortarte en pedazos y comer tu carne para que todo lo que sabes y posees entre en mí. El Nahhashim y las alas son símbolos de poder. La resurrección de la espalda es otra señal de la fuente. Pero es tu esencia y tu carne lo que va a transformarme. Aunque tu sangre me destruya.
Susurró en mi mente: El Ungido de la Serpiente puede beber su propio veneno. Mi sangre será tu sangre. Tu esencia, mi esencia. Todo, uno. Mi carne conserva los recuerdos y las enseñanzas de Medhya. Si no me matas ahora, moriré fuera de estos muros durante la próxima luna llena. El Elegido ha llegado. El Maz-Sherah, el nuevo Sacerdote está aquí, y mi tiempo se ha acabado. No llores por mí, porque he pasado muchos años de muerte en vida, y estoy preparado para mi viaje.
Merod Al-Kamr, el Sacerdote de la Sangre, el Rey de las Alkemaras, me hizo una reverencia como humilde sirviente. Desenfundé la espada negra y de un solo movimiento, le rebané el cuello, separando su cabeza del cuerpo.
Una ráfaga de aire llenó mi garganta, y escuché su voz en mi mente:
Busca el conocimiento del Nahhashim. Cuando uno es todo, todo es uno.
Su cabeza rodó ante mis pies. Advertí a Kiya y Ewen que se mantuvieran alejados, porque no estaba seguro de qué tipo de veneno podía contener aún su sangre.
Alcé la cabeza de Merod, y empecé la tarea para la que había sido elegido. Con cada pedazo de su carne probaba la historia de los de nuestra especie y adquiría el fuego divino de la inmortalidad que nos había sido negado desde que el Sacerdote había sido traicionado por su propia hija y su amante, el llamado Artephius.
Cuando sólo quedaban los huesos del Sacerdote, empecé a sentir su pasado y su infancia, como también el momento en que trabajó como esclavo en los campos, cuando un fuerte viento sopló mientras la luna creciente se divisaba en el horizonte de aquel plano y fértil valle. Y mientras las hierbas se mecían en los dedos del viento, oí la voz de Medhya y las palabras de la Sangre que transformaría a Merod, y daría inicio a nuestra raza, a nuestra tribu.
Desde las sombras, Medhya me susurró:
—Sacerdote, eres mío.
Yo estaba allí, empapado en sangre, mientras Kiya se inclinaba ante mí, igual que Ewen.
Cuando les pedí que se alzaran, Kiya me dijo:
—El halcón ha devorado a la serpiente y nos ha traído la antigua brujería. Tú eres el rey de nuestra tribu. Incluso ahora sentimos un cambio en la corriente. Úngeme. Eres la fuente de nuestra fuerza.
Instintivamente, fui hacia ella y acerqué el Nahhashim a sus muslos, a sus pechos, a su cabello, y finalmente, a sus labios para que lo probara. Me dirigí también a Ewen y lo toqué con el Nahhashim en los centros de poder. Al hacerlo sentí la Serpiente dentro del bastón, moviéndose bajo mi mano, y un fuego brotó de él.
Ellos también sintieron la corriente fluir en ellos. Invadí las almas de sus cuerpos y quemé su debilidad, dándoles la luz de mi fuego interno, un fuego avivado por la carne y la sangre de Merod Al-Kamr y la fuente de Todo, la Serpiente.
Ellos también sintieron la ola de poder, la de los Antiguos Talentos de los Caídos de Medhya. Lo que antes fue mera leyenda era ya la historia de nuestra raza.
El cayado de Nahhashim parecía resplandecer en mi mano con fuego azul y rojo, como si los poderes viejos, reavivados, hubiesen extraído fuerza de nuestra tribu.
Y una vez se les restituyeron las habilidades de la transmogrificación, de transformarse en criaturas de la noche, de echar alas en los hombros para volar como dragones por encima de los árboles y de las ciudades, y de moverse tan sigilosamente como para desaparecer, ellos y yo loamos a la Serpiente por encima incluso de Medhya. Porque Medhya, nuestra madre, nos había maldecido, pero la Serpiente había concedido la bendición a los de nuestra especie para que predominase en ese mundo gobernado por la oscuridad. Pedimos a Lemesharra Medh-Kamr, y a Datbathani Medh-Nahhash, y al Sacerdote de la Sangre, Merod Al-Kamr, que no se había extinguido y aún corría por mi sangre, que fueran uno en mí.
Seríamos inmortales mucho más del siglo que Kiya temía. No debíamos menospreciar la plata, que ejercía un extraño poder sobre nosotros (que era el mineral de las minas del reino caído de Myrryd), ni derrotar al enemigo a plena luz del día, porque el sol aún podía destruirnos con una leve mirada.
Nuestra tribu había vuelto al lugar que le correspondía, entre los hijos de Medhya, y nuestro padre, la Serpiente, que se encontraba en nosotros, en nuestra propia sangre.
Estuvimos durante mucho tiempo en aquel lugar, pero cuando al fin emergimos en la noche, habiendo bebido hasta hartarnos de los cuerpos colgados de la tumba de Merod, Kiya anunció:
—Es demasiado tarde. Casi demasiado tarde.
Sabía lo que quería decir. Percibía un movimiento en la corriente, más intensa, empujándome hacia atrás. Era una llamada a través de la corriente, de regreso al Hedammu, porque nuestra tribu había empezado a sufrir mucho.
Parecía que la corriente estuviese ardiendo.
Alzando el cayado de Nahhashim, eché a volar desplegando las alas de los hombros a voluntad. Los otros me siguieron, y los tres salimos de la tumba y regresamos, volando a través de la ciudad de Alkemara, al mar lechoso. Los demás nos siguieron. La barca que habíamos abandonado no estaba allí, pero desplegando las alas (que nacieron primero en nuestro pensamiento y luego crecieron físicamente en nuestras espaldas, como alas de demonios) volamos sobre las rizadas ondas blancas, y aunque oímos que las alkemaras nos llamaban, ignoramos sus peticiones.
Al llegar a tierra firme, encontramos a Vali y Yset, que habían estado haciendo guardia durante todo este tiempo. Tenían muchas historias que contarnos de sus batallas contra las alkemaras, que habían intentado alcanzarlos en la costa. Después de ungirlos, despegamos rápidamente por los pasos de las montañas, que emergían en la entrada al abismo por donde nos internamos en la noche sin luna. Volábamos, sintiendo miedo y una increíble libertad al mismo tiempo, porque ahora éramos los dueños de los antiguos hechizos. Ewen volaba más alto, como un dragón por encima de mí, y Kiya estaba justo delante, mirando hacia abajo para comprobar si en la tierra aparecía alguna señal del enemigo. Notaba rayos de luz dentro de mí, como si la carne del Sacerdote fuese parte de mi propia carne. Merod no estaba muerto (no podía entrar en la Nada), sino que estaba en mí. Sentía su presencia conmigo, y su fuerza era como arena ardiendo en mi garganta.
Nos movíamos rápido, con las alas batiendo al viento, viajando muchas leguas en pocos minutos. Lo que a pie había sido un viaje de días, se había convertido en una noche de viaje volando. Tenía el recuerdo de la voz de Merod en mi cabeza: Medhya colecciona pieles de humanos, y sus Myrrydanai engullen almas. Han creado un ejército de espíritus utilizando el Velo para rescatar a sombras y demonios desterrados y crear un mundo plagado de monstruos. Incluso ahora susurran en las mentes de los hombres, y quieren destruir a todos aquellos que hayan tocado al Maz-Sherah.
Comenzamos a descender cuando tuvimos Hedammu a la vista, nuestra ciudad de nacimiento. Estaba iluminada por antorchas, y se oían gritos de hombres y vampiros. La corriente se sentía como agua que hierve en un agujero, y nos empujaba hacia tierra firme por un sendero de calor.
Una gran batalla se estaba librando.
Mientras los cinco descendíamos rápidamente en medio de la batalla, desenvainé la espada negra con una mano y sujeté el cayado de Nahhashim con la otra. Clavé la espada en la cabeza de un soldado que había atacado con un hacha a un vampiro, que yacía moribundo en el suelo.
No sabía quién había iniciado esa batalla, ni por qué los caballeros y comandantes de los Hospitalarios habían llegado hasta esa ciudad envenenada para encontrar y destruir la tribu de los no muertos. Pero con la luz de las antorchas y de los fuegos allí encendidos se veía a los Myrrydanai.
Eran sombras de hombres que vestían ropas largas hechas jirones y unas capuchas que cubrían sus cabezas. Se movían entre los mortales, susurrando mientras los hombres luchaban y morían. Sus susurros eran como langostas entre la batalla. Yo observaba a los de nuestra tribu, cuando no despedazaba a los soldados que nos atacaban. Vi a Kiya en plena matanza de humanos intrusos que habían llegado hasta allí por culpa de las odiosas Sombras. Ewen, siempre en mi campo de visión, cogía hombres a pares y los lanzaba sobre el campo de batalla, con la recientemente adquirida fuerza de la unción.
La luz de las antorchas parpadeantes me permitió ver a las sombras de los Myrrydanai aglutinarse alrededor de un hombre. Se trataba de un caballero, comandante de ese ejército, bien uniformado, que cortaba en pedazos a un vampiro ya sin brazos. Cuando acabó con él, un Myrrydanai le rodeó con su oscuridad. Ocupó su carne y alzó su espada, apuntándola hacia mí.
Volé hacia él, y convirtiéndome en lobo me lancé a su garganta, desgarrándole la piel, mientras hincaba mi espada entre sus costillas. Incluso desgarrado empezó a hablarme con la voz de las sombras.
—Maz-Sherah —musitó—, tu hijo será sacrificado ante el Velo, y de esta manera podremos multiplicarnos entre ti y la humanidad entera. Cuando llegue la guerra, Maz-Sherah, tú y tu tribu de ladrones de sangre dejaréis de existir.
Entonces, ya en mi forma humana, sujetándolo le pregunté:
—¿Qué quieres decir? Háblame de mi hijo.
—La sangre de tu hijo alimentará a la oscuridad, y tu hijo te destruirá —susurró la voz que salía de los labios del caballero—. Desespérate, oh Bendecido, porque has perdido la guerra antes de empezarla.
Acto seguido una voz de mujer dijo:
—¡Oh, mi Dios!, ¿dónde estás, Aleric? Ven a mí, te lo ruego. ¡Me están quemando!
Era la voz de Alienora.
Le cercené limpiamente su cabeza y la aparté de una patada. Los soldados que allí quedaban habían encendido una pira de vampiros con sus antorchas, pero la mayoría de los humanos estaban muertos, y pronto los que no lo estaban escaparon de los de nuestra tribu como perros de Hedammu, hacia la luz púrpura que rompía en el horizonte, anunciando la salida del sol.
Junto a la gran hoguera de cuerpos, observábamos cómo el humo subía en espiral, y la humeante oscuridad presenciaba las sombras de los Myrrydanai elevarse hacia el cielo y viajar con sus alas de buitre a través del mar.
Habían herido a Kiya, pero en poco tiempo estaría bien. Ewen bajó de una torre con la cara y el pecho cubiertos de sangre. Las heridas de batalla de Yset se habían curado; Yarilo gritaba como un loco, y clamaba por sus hermanos perdidos. Miramos a los hermanos caídos de nuestra tribu y a los mortales muertos, y nos quedamos sin palabras. Recogimos a cuantos hermanos pudimos y los dejamos en las profundas galerías que había bajo Hedammu.
Hallamos la temida cámara repleta de los destinados a la Extinción, y depositamos a nuestros compañeros entre la ceniza y los huesos. Les di mi bendición con el Nahhashim, e invoqué a Datbathani y Lemesharra para que los llevara hacia el Velo, aunque desconocía si el cayado tendría suficiente poder para responder a una plegaria así. Los cinco sellamos la cámara lo mejor que pudimos. De este modo, si los mortales nos encontraban durante el día, no podrían entrar antes de que hubiéramos despertado. Coloqué el cayado de Nahhashim en la cerradura de la puerta de entrada, tapando cualquier sombra.
Soñé con una gran serpiente que se movía en el agua sucia.
Con la caída de la noche, hablé a los otros cuatro de la tribu sobre la guerra que pronto llegaría, sobre nuestra madre, Medhya, que nos creó y que ahora nos destruiría.
Les hablé de nuestro objetivo como protectores de la humanidad, y de que teníamos que tomar solamente la sangre necesaria para sustentarnos, siempre como sacrificio de una criatura sagrada, de un hombre o de una mujer. Mientras hablaba, sentía cómo se resistían a hacer caso de aquello que les estaba diciendo, porque antes del viaje habían sido una manada de chacales.
¿Estarían preparados? ¿Me seguirían como Maz-Sherah, como el poseedor del poder para otorgar el Beso Sagrado? ¿Levantarían el ejército de nuestra tribu contra mí para destruirme? ¿Cómo podría ser el líder de unos vampiros que eran casi indestructibles?
Sabía que era hora de regresar a mi hogar para encontrar a Alienora y protegerla de las sombras que le susurraban al oído. Mi hijo podía estar aún vivo, y algo que me quemaba en mi interior me impulsaba a asegurarme de que los Myrrydanai no destruirían a nadie de mi pasado.
—Debes quedarte aquí, y juntar a todos los de nuestra tribu —le ordené a Kiya—. Cada uno de vosotros tendrá el poder de conceder el Beso Sagrado. Tú serás el líder de Hedammu, y debes encontrar a otros líderes que abanderen nuestra causa. Busca a guerreros y princesas, y a aquellos con talentos excepcionales. Encuentra a los eruditos y a aquellos que quieran servir al Nahhashim.
—Como tú desees —concedió Kiya.
—Hablaremos en la corriente —dije—. Cuando oigas mi llamada, ven a mí. Prepara un gran ejército, porque se acerca la noche en que nos tendremos que enfrentar a un terror mayor de lo que un hombre o un vampiro podrían imaginar.
Quise que Ewen me acompañara porque, francamente, no podía soportar viajar de noche sin él, y él también deseaba ver conmigo nuestra tierra natal.
Desplegamos nuestras alas y volamos más allá de la ciudad, y de los acantilados, cruzando el mar de medianoche. No quería ni tan sólo pensar en la posibilidad de una guerra entre el espíritu y la carne, pero sabía que algún día llegaría. Era consciente de que si la profecía del Maz-Sherah se cumplía, la profecía de la Última Guerra de Medhya también lo haría.
Ewen y yo dormimos ese amanecer en un antiguo cementerio de la isla de Creta. Allí sentimos la corriente de otros de nuestra tribu, pero no tuvimos tiempo de buscarlos. Bebimos la sangre de una doncella y su amante, pero los dejamos con vida, aunque muy débiles. Hablé con Ewen sobre la naturaleza de los mortales en el reino de la tribu. Se quedó junto a mí hasta el primer rayo de luz, y antes de dormirnos me susurró:
—Iría contigo al infierno si me lo pidieses.
Sus palabras me recordaron a las de Alienora, y soñé con ella, con nuestro sacrilegio al hacer el amor en la capilla de su padre, creando al hijo que nunca podré ver. El sueño me dolió y me dio esperanza, a partes iguales.
Cabalgábamos los vientos de la noche, y durante el día buscábamos tumbas, sepulturas o cavernas poco profundas. Seguíamos sintiendo muy de cerca a otros vampiros, desconocidos para nosotros, clanes dentro de la gran tribu, y eso nos daba esperanza, aunque no salíamos en su búsqueda. No podíamos entretenernos; sentía crecer la urgencia cuando sobrevolábamos antiguas y nuevas ciudades, bárbaras y de diseño sofisticado, hasta que finalmente, una noche de tormenta, intuimos que llegábamos a nuestro pueblo y al Gran Bosque, que se divisaba en el horizonte.
Por la noche, el castillo del barón se incendió. De nuevo, intuí la mano de los Myrrydanai. A pesar de la intensa lluvia, el fuego se avivó, y los relámpagos rompieron desde las negras nubes resonando en el cielo. Cerré los ojos mientras sobrevolaba una tierra que me era familiar, aferrando el Nahhashim para obtener sus poderes de búsqueda. Sentí a Alienora, y mi corazón empezó a latir con fuerza. Los recuerdos humanos invadieron mis sentidos, y la deseaba como nunca jamás lo había hecho. Todos los sentimientos de amor de juventud regresaron, y empecé a percibir su presencia entre las paredes del castillo.
Una extraña voz resonó en mi cabeza, una voz que ya había oído antes en el Velo y en la visión del Cristal, esa extraña doncella del velo llamada Calyx.
—Halconero, llegas demasiado tarde —dijo.
Ignoré la voz, ya que podía tratarse de una trampa de los Myrrydanai.
Seguí un sendero de aromas que me llevó por entre las habitaciones del castillo. Ewen lideraba el vuelo. Al pasar ese pasillo que me era tan familiar la desolación nos dio la bienvenida.
Ignoré todos los instintos que en ese momento tenía, incluso una sensación de frío helado que golpeaba mi pecho. Alienora estaba aquí, atrapada en algún lugar, encarcelada en su propia casa. Mi hijo. Le había visto en el Cristal. Podía estar vivo. Quizá la visión que tuve aún no hubiera pasado.
En la capilla. La capilla en la que engendramos a nuestro hijo.
Me posé en el suelo, de cuclillas, con Ewen a mi lado.
Alienora estaba allí, ante el altar, desnuda como una virgen que fuese a ser sacrificada por una religión bárbara.
Con sangre en los pechos.
En el altar, también estaba su hermano menor.
Alienora llevaba el corazón del hermano, aún latiendo, en la mano.
Se volvió hacia mí, con una mirada inescrutable. Su belleza era inconsciente. El brillo de una diosa de la carnicería.
Enseguida lo entendí.
Los Myrrydanai la dominaban.
Ahora era de ellos.
Las sombras de los muros se alargaban, y me era imposible extender las alas. Ni tan sólo sentía la fuente de poder en mi interior. Era como si me hubiesen atado a unas cuerdas.
Alcé el Nahhashim, pero algo tiraba de mi mano, y unos oscuros dedos lo cogieron. El Nahhashim voló de mi mano, y una de las sombras lo llevó hasta Alienora.
—El poder de la sangre de Medhya hace prisionero al Nahhashim —pronunció, mientras acercaba el corazón de su hermano a sus labios para beberse su sangre como si se tratara de una copa.
Entonces, las sombras de los Myrrydanai nos rodearon.
—Esto es magia desconocida —dije a Ewen a través de la corriente—. Le ha sido concedido un extraordinario poder. Ha olvidado su amor. Ha olvidado su alma.
Las sombras que nos rodeaban susurraban en un lenguaje que era difícil de entender. Parecía un canto, un ritual, un rito de encierro, porque la oscuridad empezaba a asfixiarme.
Sentí a los sacerdotes tomarme en sus brazos, cubriendo cada centímetro de mí con sus sombras.
Ya no tenía poder alguno. Era como si los Myrrydanai se lo hubiesen bebido del mismo modo que la tribu bebe la sangre.
Empecé a desvanecerme en la oscuridad, con miedo a que me llevasen hacia la Extinción.
Un grito estremecedor surgió de la corriente, y después la oscuridad me envolvió.
Cuando me desperté las sombras habían desaparecido. Miré con los ojos bien abiertos hacia el cielo. Pero no había cielo. Estábamos en el interior de una especie de pozo. En la entrada de éste, arriba, había unas antorchas encendidas, formando una corona de fuego encima de nosotros.
Y lodo bajo nuestros pies.
Yo estaba acostado junto a Ewen, desesperado, temiendo morirme de hambre. La sequedad de mi garganta me hizo pensar que debíamos llevar muchas noches en ese lugar. Me dirigí en voz baja a mi compañero, que parecía haber sido torturado.
—Debes ser fuerte. Ambos debemos serlo. Saldremos de aquí. Lo sé.
Casi no podía hablar, pero cuando lo hizo, me dijo que a él ya no le importaba irse con los Extinguidos.
—Si muero otra vez, no quiero volver a resucitar.
—No pienses eso —dije—. No liberé al Sacerdote de la Sangre de su esclavitud ni devoré su sagrado cuerpo para acabar en el útero del infierno. De niño, vi a otro vampiro, también víctima de una especie de traición sobrenatural. Ayudé a esa criatura a salir a la luz del día, donde nuestro antiguo maestro, Kenan Sensterre y su ayudante, le cortaron la cabeza y quemaron su cuerpo. Ésta no es nuestra tumba, Ewen. No nos extinguiremos aquí, te lo prometo.
No estaba seguro de creerme a mí mismo. Los ojos se me empañaron de lágrimas mientras ayudaba a Ewen, que temblaba sin parar. Éramos tan débiles como los mortales. Los Myrrydanai nos habían debilitado mucho, y además tenían en su poder el cayado de Nahhashim. Jamás supe utilizar su magia, pero estaba seguro de que ellos sí sabrían sacarle provecho.
Habían conseguido tenderme una trampa para que les entregara el cayado en mano.
Con el pensamiento, recurrí a la memoria de la sangre del Sacerdote, y a las palabras sagradas de la Serpiente. Todo, uno. Todo, uno. ¿Qué significaba eso?
El hambre me estaba volviendo loco. Abracé a Ewen. Pensé en su sangre, y en lo refrescante que podía resultar. La Serpiente puede beber su propio veneno. Pero, si lo hiciese, se extinguiría. No debía hacerlo. Sin duda, él debería estar pensando lo mismo. Podía ver en las sombras de su cara la aceptación de nuestra suerte.
Todo, uno. Uno es Todo.
La voz del Sacerdote, en mi sangre, surgió como una de mis peores fiebres. Oliendo la dulce garganta de Ewen, sabiendo que a pocos centímetros bajo su piel, mi lengua podía probar el oscuro y puro veneno de la Serpiente, la sangre que había corrido por las venas de nuestra especie durante miles de años desde la primera creación, cuando el propio Sacerdote, y también Pythia, nacieron de las gotas de sangre de Medhya mezcladas con el veneno de la amada de Datbathani.
Todo es Uno. Uno es Todo.
Todos nosotros somos Uno. El Uno está en Todo.
¿Quién es ese Uno?
¿Es la sangre de la Serpiente?
¿Es nuestra fuerza, que proviene de la Serpiente?
El veneno es la fuerza. El veneno vence a la sangre.
Soy yo.
Soy yo, lo sé. Soy el Uno que lo es Todo. El Maz-Sherah.
El Todo en Uno.
Había una cosa que no me podían robar, porque los Myrrydanai no sabían que yo la poseía.
La flor. Aplastada en una pequeña bolsa que llevaba en mi poder.
Llamada por algunos el Veneno de la Serpiente.
Metí la mano en ella y la saqué. Abrí los labios de Ewen e hice que mordiera con sus dientes aquella flor seca. Yo ya conocía su sabor. Ahora era él quien necesitaba su jugo.
Después, lo abracé feliz pero débilmente, debido al cansancio.
—Yo soy Todo. Yo soy Uno. Cuando Uno es Todo, Todo es Uno —le susurré—. Bebe de mí.
Me miró, boquiabierto y con los labios deshidratados. Cuando hablaba, su garganta estaba tan seca que las palabras que pronunciaba eran incoherentes.
—No, no lo haré. Moriría… moriría…
—Bebe de mí —le ordené mientras le ponía la mano en la nuca y le acercaba la cabeza a mi garganta—. Ahora tienes el veneno en ti. Mezclado con la sangre. Yo también tomaré. Podemos beber el uno del otro, porque el veneno de la Serpiente protege a la sangre. La Serpiente puede beber su propio veneno. Sentirás el Velo, pero no lo verás. No tengas miedo. Bebe de mí.
Ewen aún se resistía, aunque menos. Me sentía como una madre que daba de mamar a su hijo. Llevé sus labios a mi garganta, ejerciendo una ligera presión en su nuca. Sentí sus dientes sobre mi piel.
—Hazlo —exigí—. Hazlo ahora. No dudes.
Le forcé a que cerrase su boca en mi cuello y así poder oler la sangre, corriendo bajo mi piel, y su pulso.
—Mi cuerpo no contiene la sangre de un muerto, sino el veneno de la vida eterna. Estoy aquí, como Sacerdote elegido para devolver a nuestra especie la gloria de antaño. Mucho antes de las antiguas guerras de los dioses; antes de que el alquimista y la hechicera traicionaran a los ancestros de nuestra tribu. Cuando protegíamos a los hombres de ser devorados por los dioses a cambio del recipiente de su carne. Bebe de mí y vive. Coge fuerza. Después yo beberé de tu sangre.
—Nuestros hermanos… los otros… —me susurró a la garganta—. Si bebo de tu sangre arderán. Y nosotros también.
—Si bebes de mí, ni mil hombres ni mil soles nos quemarán —lo tranquilicé—. He estado en un horno crematorio y he sobrevivido. He cumplido la antigua profecía. Soy el Maz-Sherah. Soy el Elegido. Bebe ahora, Ewen, o dejarás de existir.
La palma de mi mano estaba completamente roja de presionar la nuca de Ewen. Sentía su palpitar. Sus labios separados. Sentí sus dientes crecer como dagas antes de clavarlos en mi piel.
Hincó los dientes en mí. Sentí un dolor muy intenso, como nunca jamás había experimentado. Como si me abriesen. Mi sangre salió a borbotones hacia su lengua. Estaba tan sediento que hacía ruido al sorber la sangre. Parecía estar apurando un cáliz.
Aguanté el dolor. Mientras me atravesaba, se convirtió en un placer que nunca había experimentado. Me eché hacia atrás, y él, agazapado ante mí, mantuvo los labios en la herida. Sus muslos rodeaban mi cintura, y empecé a oler un tierno aroma totalmente nuevo. Me levanté debilitado, pero lleno de placer.
Finalmente, un gemido salió de su boca mientras lo separaba de mí, asiéndole por su exuberante cabellera. Su cuerpo temblaba al contacto con el mío. Sentí la excitación de su carne cuando se dejó caer como un peso muerto encima de mi pecho. Hizo rechinar sus colmillos, intentando volver a morder mi garganta, que tenía desgarrada hasta la altura de mi pecho. Pero con mis últimas fuerzas lo empujé hacia atrás. Apareció una brillante penumbra a su alrededor, un halo de luz púrpura, mientras la vida de los de nuestra especie volvía a él.
Tenía fe en que esto no iba a ser nuestro fin, porque sentía la profecía muy viva dentro de mí.
Todo, uno.
Busqué la garganta de Ewen y lamí mi propia sangre que caía por su mentón y labios. Me dirigí a su nuca y clavé mis incisivos en él. En ese momento, después de entremezclar nuestra sangre, un fuerte vínculo que jamás se perdería me unió a él.
Éramos Uno. Éramos Todo.
Todo, uno. Oí la voz del Sacerdote en mi cabeza, el abuelo de nuestros abuelos, el mago de nuestra especie, el antiguo Rey-Sacerdote de la Tribu de los Resucitados.
Todo, uno.
El Origen se encuentra en el veneno que has bebido de la Serpiente. La sangre de Medhya es nuestra maldición, y el veneno nuestra salvación. Tú eres el Maz-Sherah, el consagrado de la Serpiente, del Nahhashim y del Kamr, que sirven al veneno.
Abrí la boca, inundada de la sangre de Ewen, y lo solté. Miré hacia la corona de antorchas, arriba en la boca del pozo.
Me sentía poderoso, como la chispa de luz que emerge al frotar la piedra para encender un fuego.
Soy el hijo de la Gran Serpiente. Yo y mi pariente vampiro somos los nuevos sacerdotes de esta sangre. Y la sangre es el vínculo que nos lleva de nuevo a nuestra Madre, la Virgen oscura, Medhya. Creamos a partir de nuestra ingestión de sangre una nueva raza de seres. No somos malditos, somos los dioses del mundo de los humanos.
Yo soy el Elegido. Yo soy Todo. Soy la encarnación de la Serpiente.
Mi cabeza se movió en otra dirección, como si mi conciencia hubiese sido disparada como una flecha desde un arco tenso hacia un destino desconocido.
La primera cara de este mundo que apareció en mi mente fue la de una mujer, una criatura con un rostro horrible, una máscara de perversión total, que llevaba en sus hombros esbeltos áspides que serpenteaban y se retorcían. Me encontraba inmerso en pleno trance, cuando se quitó la máscara dorada que ocultaba su cara. En ese momento, Ewen me agarró y se inclinó sobre mi garganta para volver a abrir mi recién cicatrizada herida y seguir bebiendo de mí.
En mi visión, la máscara dorada caía, dejando ver el rostro de la Madre de la Oscuridad, la Novia de las Sombras, la Virgen oscura.
Su cara parecía una noche sin luna. Clavó su mirada en mí, deseando destruirme.
Nuestra Señora de las Encrucijadas era la oscuridad de mi mente. No Medhya como figura guerrera, sino la Señora de las Serpientes, Datbathani Medh-Nahhashim, que era el mismo veneno de la Serpiente.
Me tumbé en el pozo sellado que parecía ser nuestra tumba eterna, y sentí la sangre correr por mis venas hacia los labios y garganta de Ewen.
Éste se desvaneció de placer por la sangre que estaba bebiendo. En ese momento, oí la voz de un hombre que provenía de arriba, de la boca del pozo.
Era Merod Al-Kamr, hablando en mi sangre. Lo llevaba dentro de mí y vivía en mi carne, con lo cual yo poseía sus conocimientos.
—Artephius está muy cerca —dijo—. No puedes descansar mucho tiempo.
* * *
Éste es el testamento de Aleric, hijo de Armaela de los Campos, la acusada y ejecutada bruja; el Maz-Sherah profetizado entre el Kamr, los Myrrydanai y el Nahhashim, que robó el manto de carne y bebió la sangre de la Gran Medhya.
Yo, el Halconero, el Devorador de Merod Al-Kamr, a quien llamaron el Sacerdote de la Sangre y que fue Rey de Alkemara; el dueño por derecho del cayado de Nahhashim y de los secretos de la excepcional flor llamada por el Sacerdote de la Carne de Medhya, que contiene el veneno de la Serpiente; Yo, Uno y Todo, el Ungido de los descendientes de la sangre robada de Medhya, cuya sangre y aliento es el alma de la raza de los vampiros, que da vida a los muertos y muerte a los vivos.
Douglas Clegg, nacido en Virginia en 1958, es un escritor dedicado a la fantasía oscura. Gran aficionado a los viajes y a la historia, comenzó a escribir desde muy joven.
Ha sido uno de los pioneros en la publicación de obras en Internet por parte de escritores profesionales y ha ganado el premio Bram Stoker y el International Horror Guild Award.
Actualmente vive en la costa de Nueva Inglaterra.
Nada parece presagiar el verdadero y oscuro sino de Aleric el Halconero. Su vida transcurre entre la miseria extrema y la brutalidad del mundo. Hijo de una mujer que se prostituye para mantener a su extensa prole y de padre desconocido, se cría en los bosques de la Bretaña francesa medieval y aprende a comunicarse con las grandes aves predadoras que los habitan. Gracias a ello logra entrar al servicio de un barón de la zona como halconero. Sin embargo, Aleric sobrepasa los límites de su condición social enamorándose de la hermosa hija del señor del castillo. La ira del celoso padre cae implacable sobre él y es forzado a partir como soldado a las cruzadas. En Tierra Santa, lejos de su patria e inmerso en una guerra cruel y sin sentido, Aleric el Halconero se verá empujado por la perversa Pythia hacia el verdadero destino para el cual nació.
1. The Priest of Blood (2005) / El halconero (2006)
2. The Lady of Serpents (2006)
3. The Queen of Wolves (2007)
Título original: The Priest of Blood
Traducción de Manuel Manzano
Primera edición: marzo de 2006
© Douglas Clegg, 2005
© Ediciones Minotauro, 2006
ISBN: 84-450-7588-8
Depósito legal: B. 6.787-2006
Fotocomposición: Zero pre impresión, S. L.
Impresión: A&M Gráfic, S. L.
Encuadernación: Lorac Port, S. L.
Impreso en España - Printed in Spain