Autor: Buchanan, Col
© 2012, Minotauro
ISBN: 9788445000229
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Para mis hermanos
El hombre bueno y el hombre malo son un solo hombre, que se yergue como la sombra entre el día y la noche.
ZEZIKÉ
Aún de duelo por el asesinato de su hijo, la Santa Matriarca de Mann se pone al mando de sus tropas y se prepara para atacar los Puertos Libres mercianos y conquistar la ciudad de Barkhos, cuyas murallas se le han resistido durante diez largos años. Pero Ash tiene sus propios planes para la Santa Matriarca. El viejo guerrero Roshun está decidido a vengar los crímenes de la sacerdotisa.
La batalla por Barkhos se recrudece y más vidas se ven arrastradas al sangriento conflicto: Bahn, el soldado asediado al borde de la locura; Bull, el asesino que busca una segunda oportunidad, y Curl, una joven prostituta que está decidida a buscar la venganza en el campo de batalla. Parece que todo se decidirá en el combate. Pero no será la fuerza la que gane la batalla, sino la atormentada determinación de un hombre que busca redimirse.
LA SENDA LUMINOSA
La pradera que se extendía hasta el horizonte y más allá evocaba el mar. El cielo les inundaba los ojos allí donde posaran la mirada, y las lunas gemelas colgaban solitarias en lo alto, bañadas por la luz lechosa del día; la más pequeña, de un apagado color blanco; la mayor, de un azul pálido. Ambas con el penumbroso contorno de su nítida forma circular recordando a cualquier observador consciente o dotado de imaginación que el mundo de Eres también era una esfera monstruosa dando tumbos en el vacío; y que ellos giraban con él.
—¡Gracias al Necio que hoy no hace viento! —exclamó Kosh, sentado con elegancia en la silla de su zel de batalla—. No habría soportado otra ventolera abrasadora.
—Ni yo —replicó Ash, que arrancó la mirada de las lunas remotas y pestañeó como si regresara tanto en sí como al mundo de los mortales.
El día era bochornoso; el aire titilaba sobre la hierba corta y gruesa que separaba ambos ejércitos y las ondas de calor daban una sensación de proximidad irreal al macizo negruzco y resplandeciente formado por la caballería enemiga.
Ash chasqueó la lengua cuando su zel volvió a sacudir la cabeza con nerviosismo. Él no era tan buen jinete como Kosh; además, su montura era joven y todavía no había sido puesta a prueba. Ash ni siquiera la había bautizado. Su zel anterior, el viejo Asa, había caído con el corazón desgarrado durante la última escaramuza al este de Car. Aquel día el olor a carne chamuscada había flotado pesado sobre el campo de batalla, alimentado por los cuerpos de los yashi enemigos quemados vivos en el incendio que Ash y sus camaradas habían provocado en sus filas y que el viento se había encargado de propagar. Después, con el rostro tiznado surcado de lágrimas, había llorado la muerte de su zel con la misma pena con la que había llorado la de sus camaradas caídos ese día.
Ash se inclinó y frotó el cuello del joven zel con la mano enguantada. «Mira a esos dos —intentó decir telepáticamente al animal, mirando de reojo la figura inmóvil que componían Kosh y su montura—. Mira lo orgullosos que se les ve.»
El zel se alzó sobre las patas traseras.
—Tranquilo, chico —dijo Ash, acariciándole el cuello musculoso, aplanándole el hirsuto pelaje negro azabache con vetas blancas.
El zel por fin paró quieto, expulsó el miedo con una serie de resoplidos y se calmó.
La silla de cuero crujió debajo de Ash cuando éste se enderezó. A su lado, Kosh descorchó un odre y le dio un trago largo; soltó un grito ahogado y se secó la boca.
—No me vendría mal algo más fuerte —refunfuñó.
En un gesto revelador, en vez de ofrecer el odre a Ash, lo arrojó a su hijo, su escudero, que estaba descalzo en el suelo detrás de él.
—¿Todavía estás dolido? —le preguntó Ash.
—Lo único que digo es que podrías haberme dejado un poco.
Ash gruñó entre dientes; se inclinó entre ambas monturas y escupió al suelo. Las briznas secas de hierba se dilataron y crujieron mientras absorbían la repentina fuente de hidratación. El mismo ruido de fondo constante se oía por toda la llanura, como si estuviera cayendo una lluvia de granos de arroz crudos sobre las tejas de un tejado, como si ambos ejércitos hubieran formado un coro para hacer eso mismo: escupir sobre la hierba que se extendía bajo sus pies.
Se volvió a su derecha y llevó la mirada más allá de la cabeza de Lin, su hijo y escudero, que permanecía sumido en su habitual ensimismamiento. A lo largo de la línea, otras monturas hacían cabriolas agitadas por la tensión mientras recibían las atenciones de sus jinetes. Los zels advertían el olor que despedían —y que llegaba arrastrado por las intermitentes ráfagas de brisa— las panteras de batalla enemigas, aunque sus jinetes las mantenían a raya en las lejanas filas que desplegaban frente a ellos en aquel paraje sin nombre del Mar de Viento y Hierba.
Ese día el Ejército Popular Revolucionario era inferior en número. Pero siempre era inferior en número, y ello no les había impedido aprender a derrotar a un enemigo que confiaba demasiado en los reclutas malhumorados y en las formas jerarquizadas de hacer la guerra recogidas en el ancestral Venerable tratado de la guerra. Ese día, la confianza en sí mismos de los viejos contendientes era evidente mientras aguardaban el comienzo de la lucha. Todos sabían que la suerte ya estaba echada; todo lo que habían podido reunir ambos ejércitos se hallaba allí para el enfrentamiento final.
Un grito se alzó y se propagó por las filas de soldados. El general Osho, líder de la Senda Luminosa, emergió a medio galope a lomos de su zel azabache de entre los hombres que ese día fijarían el extremo del flanco izquierdo de la formación principal. Empuñaba una lanza en la que, por encima del remolino de polvo que levantaban los cascos de su montura, ondeaba una bandera roja con una imagen bordada: una ninshi de un solo ojo, patrona de los desposeídos. La bandera se agitaba y crepitaba como una llama.
Osho cabalgaba con el garbo de quien sale a primera hora de la mañana para dar un paseo por mero placer, con la misma confianza en sí mismo que el resto de los veteranos que componían el ala de la formación. La estrategia que iban a seguir era de lo más sensato, y había sido propuesta por el mismísimo general Nisan, comandante en jefe del ejército y héroe militar de la revolución. Una mayoría abrumadora había votado a favor del plan durante la asamblea general del ejército que se había celebrado la noche anterior.
El grueso de las fuerzas actuaba como cebo para las huestes enemigas de los Pulsos, infinitamente superiores en número. Con los amagos en los flancos se pretendía enredar el predecible Ala de Cisne de los caudillos para que el verdadero golpe mortal fuera asestado por la nutrida caballería del ala del general Shin, los Estrellas Negras, que permanecían agazapados en las hierbas altas al sudoeste, inmediatamente detrás de la posición de la Senda Luminosa. Una vez que todas las alas de la formación enemiga se hallaran inmersas en la acción, los Estrellas Negras acometerían un ataque relámpago y se apoderarían del núcleo del ejercito rival desde la retaguardia aprovechando la confusión, con la esperanza de provocar la desbandada de las fuerzas enemigas tal como había ocurrido en incontables ocasiones durante los últimos tiempos.
—¡Hoy es el día, hermanos! —bramó con arrebato el general Osho—. ¡Hoy es el día!
A su paso, los hombres enarbolaban sus lanzas y rugían. Incluso Ash, poco dado a mostrar abiertamente su entusiasmo, sintió una oleada de orgullo viendo a los hombres gritar con pasión y alzar los puños en respuesta a su general, su hijo entre ellos.
Una nube de polvo envolvió al general cuando detuvo su zel de batalla. La montura giró dando unos pasos de baile para encarar las lejanas filas enemigas, y nada más posar su mirada en ellas, el zel resopló y sacudió la cola. Osho y Chancer esperaron a que se hiciera el silencio.
—Por las pelotas del Necio, espero que no se equivoque —gruñó Kosh dirigiendo una mueca a su carismático líder—. Ya es hora de enviar a esos chicos de vuelta a casa junto a sus madres, ¿no te parece?
Era una pregunta que no requería respuesta.
A su alrededor retumbaban las fustas con las que los daojos golpeaban las grupas de los zels mientras bramaban a sus hombres que se apretaran más y mantuvieran la formación, y les repetían las órdenes y las instrucciones básicas para la lucha.
—He oído que los caudillos han ofrecido un cofre lleno de diamantes a los generales de nuestro ejército que estén dispuestos a poner pies en polvorosa.
Ash espantó una mosca que se le había posado en la mejilla.
—¡Uf! ¿Y cuándo no han intentado comprarnos? Hoy no iba a ser diferente.
—¡Ah! Pero hoy es el día.
Ambos rieron entre dientes. Tenían la garganta irritada por el humo de las pipas y de las hogueras de la noche anterior.
Las palabras de Ash eran ciertas. Durante los primeros días de la revolución, cuando el Ejército Popular Revolucionario apenas si era un batiburrillo de guerreros con escasa cohesión y confianza en sus posibilidades que todavía no contaba en su haber con victorias reseñables, los caudillos habían ofrecido a cada uno de los soldados que formaban el ejército una pequeña fortuna en diamantes para que desertaran y cambiaran de bando.
Algunos —muchos, a decir verdad— se habían pasado a las filas de los caudillos. Pero aquellos que habían rechazado la oferta, que se habían quedado para luchar a pesar del repentino giro que había dado su situación, habían encontrado unas fuerzas inesperadas en el rechazo común a venderse a quienes deseaban poseerlos y explotarlos. Entre los soldados, cuya moral se había visto mermada por el hambre, las cuantiosas bajas y la amenaza constante de caer prisioneros o muertos, cundió un ánimo renovado, un sentimiento de unidad fraternal que supuso el auténtico inicio de su causa. A partir de ese momento, con paso lento pero firme, las tornas empezaron a girar.
—Da la impresión de que estuviéramos acercándonos al final, ¿no te parece? —señaló Kosh.
—Para bien o para mal —replicó Ash, bajando la mirada hacia su hijo.
Lin permanecía ajeno a los ojos escrutadores de su padre, sujetando el haz de lanzas de repuesto con las puntas hacia arriba y con el escudo de mimbre de recambio terciado a la espalda. Tenía los ojos completamente abiertos, con el gesto de asombro propio de un muchacho de catorce años; en sus pupilas oscuras se reflejaban los rayos del sol, y el blanco de sus ojos estaba inyectado de sangre debido al abundante alcohol ingerido la noche anterior. El muchacho se había quedado hasta tarde junto a una de las hogueras del campamento, bromeando y cantando con voz gutural en compañía de los escuderos veteranos del ala.
Ash pensó para sí que Lin era un chico muy distinto del pilluelo que se había presentado titubeando en el campamento base hacía dos años, después de haberse escapado para reunirse con su padre y servirle como escudero. El niño había aparecido descalzo y con los pies destrozados tras una caminata que no habrían osado emprender la mayoría de los hombres hechos y derechos.
¿Y todo ello por qué? Pues por amor y respeto a un padre que no había soportado tenerlo ante sus ojos.
Ash sintió una repentina opresión en el pecho, una abrumadora sensación de lástima, y le sobrevino la necesidad imperiosa de tocar a su hijo, de posar en él una mano tranquilizadora tal como había hecho con su zel unos momentos antes. Levantó la mano enguantada de la perilla de la silla de montar y la alargó hacia el muchacho.
Lin levantó la mirada, y Ash contempló las cejas tupidas y la nariz respingona que siempre le evocaban el recuerdo de la madre del chico y su familia, a quienes había acabado despreciando profundamente. Aquellos rasgos no tenían nada que ver con los suyos.
La mano de Ash se detuvo a medio camino y ambos se quedaron mirándola durante unos instantes, suspendida en el aire, como si simbolizara todo aquello que se había interpuesto entre ellos.
—Agua —masculló Ash, a pesar de que no tenía sed.
El muchacho levantó el odre hinchado hacia él sin decir palabra.
Ash tomó un sorbo del agua tibia y de mal sabor, se enjuagó la boca, tragó una pizca y escupió el resto. La hierba extremadamente seca que recibió el agua soltó un susurro sibilante y crepitó. Ash devolvió el odre a Lin y se enderezó sobre la silla, furioso consigo mismo.
—Ya vienen —anunció Kosh.
—Ya lo veo.
Una alfombra de polvo empezó a levantarse en el aire delante de todo el frente enemigo. Los yashi se adelantaron al trote sin perder la formación, con sus estandartes prendidos de la espalda de los jinetes, ondeando en lo alto con los colores de cada ala, en dirección a los emplazamientos asignados. Sonaron los cuernos, y el aullido de los remolinos de aire resonó como una llamada para los muertos; el ruido se extendió lenta y cadenciosamente entre las filas del Ejército Popular Revolucionario. El zel de Ash volvió a agitarse con un bufido.
Sólo en ese flanco, las fuerzas de los caudillos sumaban al menos veinte mil unidades y formaban un macizo que se extendía hacia la derecha en dirección al lejano centro de la línea de batalla. El sol bañaba las armaduras negras de los soldados, de cuyos yelmos sobresalían altos penachos. Miles de puntas metálicas destellaban bajo los rayos del sol en medio de la nube de polvo que levantaba el ejército al avanzar y, a su paso, los zels desintegraban con sus cascos aquella hierba extremadamente seca y la convertían en algo similar a polvos de talco.
De la hierba que se extendía delante de los yashi surgieron nubes de mariposas, de moscas y de pájaros que súbitamente se elevaban chillando y aleteando sobre las cabezas del Ejército Popular Revolucionario, en tal número que la temperatura del aire descendió momentáneamente bajo su sombra.
Debajo, los zels resoplaron y pusieron los ojos en blanco mientras una lluvia de plumas sueltas y de pegotes de guano se precipitaba sobre ellos. Lin se cubrió la cabeza con el escudo de mimbre; otros siguieron su ejemplo a lo largo de la línea, de tal modo que dio la impresión de que estaban cobijándose de una súbita lluvia de proyectiles. Los veteranos soltaron burlas, e incluso risotadas, algo insólito de escuchar dada la proximidad de la batalla.
Ash se pasó la mano por la frente y escudriñó a los curtidos hombres que formaban la Senda Luminosa, el ala del ejército en la que él luchaba desde hacía ya más de cuatro años; él mismo, a sus treinta y cuatro años, ya era todo un veterano. El ala estaba compuesta por seis mil unidades de infantería montada; los soldados llevaban puestos unos sencillos casquetes de piel atados en torno a las orejas, unos pañuelos de caballería blancos anudados alrededor de sus rostros negros y unas gafas de madera que les protegían los ojos del sol. La mayoría de ellos habían pintado hacía tiempo en las capas protectoras franjas blancas a imagen y semejanza de los zels con los que convivían y sobre los que luchaban, y las habían adornado con piezas dentales del enemigo a modo de amuleto. Ash entornó los ojos y llevó la mirada más allá de aquellos hombres, hacia la línea curva que trazaba el resto del ejército, la amalgama multitudinaria de las distintas alas.
Ash se preguntó cuántos de aquellos hombres regresarían junto a sus familias y retomarían sus vidas si ese día se alzaban con la victoria. Con el paso de los años, la revolución se había convertido en una forma de vida, sangrienta y cruel, para todos ellos, y el Ejército Popular en su hogar y su familia. ¿Cómo llevarían el hecho de bajarse de la silla de montar y de romper los lazos que se habían creado entre ellos, de renunciar a la adrenalina que les proporcionaba la lucha cuando retornaran a sus granjas y a sus existencias ordinarias y prosaicas cargados de pesadillas y de largas miradas de despedida?
Supuso que averiguaría la respuesta por sí mismo. Si ese día ganaban, y él y Lin sobrevivían, regresaría con su hijo a su hogar en Asa, en las cumbres de las montañas del norte, junto a la esposa que no veía desde hacía años; ambos intentarían olvidar las cosas horribles que habían visto y hecho en el nombre de su causa. Sin embargo, también echaría de menos aquella vida. Estaba convencido de que aquello se le daba mejor que representar el papel de cabeza de familia.
Notaba el cinturón con la plegaria ceñido al abdomen como si fuera un vendaje de lino, y la oración escrita con tinta apretada contra su piel sudada. Sujeta entre las correas llevaba una carta de su esposa que le habían entregado la semana anterior. Sus palabras, grabadas en un delgado pergamino, le rogaban una vez más que la perdonara.
—Padre —le reclamó su hijo, situado junto a él, mientras el enemigo seguía acercándose. El muchacho, con el rostro bañado en sudor, sujetaba en alto una de las lanzas.
Ash la cogió, así como el escudo. A su lado, el hijo de Kosh lo imitó.
—¿Estás preparado? —le preguntó Ash con un amago de ternura.
Sin embargo, el joven frunció el ceño y se inclinó para escupir del mismo modo que a veces hacía su padre.
—Daré la cara, si eso es lo que pregunta —aseveró dando una muestra de madurez, si bien todavía conservaba su voz de niño; su tono revelaba cierta rabia como respuesta a la insinuación velada de que fuera a salir huyendo, tal como había hecho durante su primera batalla de verdad superado por las circunstancias.
—Lo sé. Sólo quería saber si estabas preparado.
El muchacho torció el gesto, y su mirada se suavizó justo antes de que la desviara hacia la distancia.
—Permanece retrasado, junto al chico de Kosh. No acudas a mi lado a menos que yo te lo indique, ¿me has oído?
—Sí, padre —respondió Lin, que aguardó con los ojos fijos en Ash, como a la espera de más instrucciones.
Ash notaba la carta de su esposa fría contra su estómago.
—Me alegro de que estés aquí, hijo —se oyó decir Ash, aunque su garganta parecía negarse a dejar salir las palabras—. Es decir... a mi lado.
Lin lo obsequió con una sonrisa.
—Entiendo, padre.
El joven dio media vuelta y se alejó con parsimonia. Ash se lo quedó mirando mientras se producía el goteo de escuderos que abandonaban la línea para retroceder a la retaguardia. El hijo de Kosh se arrimó a Lin y le propinó una palmada en la espalda: un gesto de broma copiado de su padre.
Los yashi emprendieron la carga.
Ash se cubrió los ojos con las gafas y el rostro con el pañuelo. Notaba por todo el cuerpo las vibraciones del suelo, que se propagaban por los huesos y los músculos de su zel hasta llegar a él. Como el resto de los hombres que componían la formación, lanzó una mirada al general Osho, pero éste todavía no se decidía a hacer ningún movimiento.
—Valor —dijo Ash en dirección a Kosh.
Kosh se embozó el rostro con su pañuelo. Por algún extraño motivo evitó que su mirada alcanzara a Ash. Probablemente jamás volverían a luchar codo con codo como estaban a punto de hacer ese día: como camaradas, como hermanos, como chiflados defensores de la revolución.
—Valor, hermano —replicó Kosh con su voz atenuada por el pañuelo.
Ambos asieron con fuerza las riendas de sus zels cuando el general Osho apuntó con la ojiva de su arma al enemigo, cada vez más próximo. Ash enarboló su lanza y su montura arrancó al galope.
Todos los hombres que formaban la Senda Luminosa salieron tras él rugiendo al unísono.
BAJO LA MIRADA DE NINSHI
Ash soltó un gruñido al despertar y se encontró empapado en sudor frío y temblando bajo el cielo estrellado.
Escudriñó la oscuridad preguntándose dónde estaba y quién era durante un instante de delicada afinidad con el Todo.
Y entonces divisó una mancha de luz en lo más alto del cielo: una aeronave que iba dejando una estela de fuego azul que cruzaba la Capucha de Ninshi, cuyo único ojo despedía un resplandor rojo mientras observaba la nave, a Ash y el resto del mundo que giraban debajo de ella.
«Q’os —recordó Ash con una repentina sensación de náuseas—. Estoy en Q’os, al otro lado del océano, en los confines de los Vientos Sedosos. Treinta años de exilio.»
Los residuos de sus sueños se desvanecieron como polvo arrastrado por una ráfaga de viento, y él no hizo nada para evitar que los sabores y los ecos de Honshu desaparecieran. Se trataba de una pérdida irremplazable, pero era mejor así; era mejor no pensar demasiado en esas cosas mientras estuviera despierto.
La luz de la aeronave fue empequeñeciéndose a medida que se deslizaba lentamente en dirección al horizonte, y se hizo difícil de distinguir cuando alcanzó el cielo neblinoso de la ciudad; de vez en cuando, desaparecía detrás de la figura oscura e imponente de una torre en forma de aguja. Ash contempló a la luz de las estrellas el vaho arremolinado que despedía su boca al respirar.
«Maldita sea —se dijo mientras se ceñía la capa alrededor del cuello—. Otra vez tengo que mear.»
Ya se había despertado dos veces esa noche. La primera, con la vejiga a punto de reventar; y la segunda, sin motivo aparente, a causa quizá de un grito distante procedente de las calles que se extendían debajo, o de un espasmo de su espalda maltrecha, o de una racha de aire frío, o tal vez simplemente por culpa de la tos. A su edad cualquier cosa le despertaba a menos que se atiborrara de alcohol antes de echarse a dormir.
El anciano asesino roshun echó la capa a un lado y, con un gruñido, se levantó como buenamente pudo; la ausencia de brisa en la azotea amplificó el chirrido de sus articulaciones. El suelo de la azotea estaba cubierto de arenilla, de modo que los granos se le clavaban en las plantas de los pies. Tumbado, la sensación no era más agradable por mucho que extendiera debajo la capa. Se volvió y observó la elevada mole de hormigón que se alzaba en el centro de la azotea alumbrada por las estrellas: una gigantesca mano de hormigón con el dedo índice apuntando al cielo. Se frotó la cara, se estiró y volvió a gruñir.
No utilizó la canaleta que recorría por abajo el pretil de la azotea ni los pequeños desagües cubiertos de algas situados en cada uno de los rincones, pues no deseaba revelar su presencia a quienquiera que estuviera en las calles de debajo. Por el contrario, enfiló hacia la vertiente sur de la azotea mientras a su alrededor el silencio reinaba en la ciudad de Q’os, dado que el toque de queda seguía vigente desde la muerte del único hijo de la Santa Matriarca, y sintió una punzada de dolor en la vejiga mientras la vaciaba sobre la azotea adyacente. El tejado contiguo también era plano e impermeabilizado, aunque estaba jalonado por los altos tragaluces triangulares de los lujosos apartamentos que albergaba; todos ellos, salvo el más cercano a Ash, permanecían completamente a oscuras.
«Otra noche que la viuda no puede dormir», pensó Ash.
El roshun continuó aliviándose en su lugar habitual mientras escudriñaba el apartamento iluminado con velas que tenía debajo. Al otro lado del vidrió tiznado vio a la dama ataviada con un camisón de lana de color crema, sentada a la mesa del comedor, con la melena cana recogida en un moño. Sus manos delicadas y arrugadas sostenían el cuchillo y el tenedor sobre un plato de comida mientras ella masticaba con un esmero reflexivo.
Ash llevaba cuatro días vigilando desde aquella azotea, y todas las noches había observado a aquella mujer comiendo sola, sin criados a la vista, sentada a las horas más intempestivas junto a la cabeza sin ocupar de la mesa, con la mirada fija en las llamas de las velas situadas frente a ella mientras comía; y su cuchillo o su tenedor hacían de vez en cuando un ruido chirriante en el plato que a Ash, por alguna razón, le sonaba a soledad.
Llevado por su curiosidad, Ash había inventado una historia para aquella ave nocturna: imaginaba que en otro tiempo había sido una muchacha de clase privilegiada y de gran belleza, a la que habían casado con un hombre bien situado. Sin embargo, no habían tenido hijos; o si los habían tenido ya hacía tiempo que habían volado del nido. En cuanto al marido, el señor de la casa, una enfermedad se lo había llevado tal vez en la flor de la vida, y había dejado a su viuda únicamente los recuerdos y una amarga ausencia de apetito que sólo remitía cuando los recuerdos del pasado la sacaban de su ensimismamiento.
«O tal vez la vejiga», pensó Ash, que gruñó y se dijo que era un viejo idiota.
Un tintineo contra el cristal lo alertó de que se había dejado llevar en exceso por su curiosidad y de que estaba salpicando una esquina del tragaluz. El flujo de orina cesó de repente en cuanto la mujer levantó los ojos.
Ash contuvo la respiración y permaneció inmóvil. Estaba prácticamente seguro de que la mujer no podía verle con aquella luz, aunque por un momento casi deseó que no fuera así.
La mujer devolvió la mirada a la mesa y depositó de nuevo su atención en su exigua comida. Ash sacudió las últimas gotas y se limpió las manos en la túnica. Dirigió un silencioso gesto de buenas noches con la cabeza a la mujer y dio media vuelta para volver sobre sus pasos.
Pero justo entonces un parpadeo de la luz de las velas le llamó la atención. Una palomilla incandescente empezó a revolotear alrededor de la llama de la vela como si estuviera cortejándola, y ésta osciló agitada por el más leve de los roces. Ash y la viuda se quedaron paralizados cuando la criatura cayó presa de la llama. Un ala de la palomilla se quedó rápidamente adherida a la cera derretida y empezó a arrugarse y a crepitar mientras ardía; entretanto, la palomilla sacudía la otra ala mientras el fuego se extendía por todo su cuerpo y la reducía a una figura que bregaba para no morir quemada en una minúscula pira crepitante.
Ash apartó la mirada con un resabio amargo en la boca. No fue capaz de volver a echar un vistazo a la escena. Trepó por la pared de obra tan rápido como pudo, como si quisiera huir de las repentinas imágenes no deseadas que asomaban en el rabillo de su ojo.
Sin embargo, las imágenes aparecieron, y, mientras superaba el pretil, por un instante lo único que vio fue a un muchacho bregando por escapar de otra pira: su aprendiz, el joven Nico.
Ash inspiró una bocanada de aire como haría quien recibe un golpe duro e inesperado, y su mirada se dirigió hacia el Templo de los Suspiros, cuya sombra alargada estaba recubierta de hileras de ventanas iluminadas. La matriarca estaba allí dentro, en algún lugar, llorando su propia pérdida; muy probablemente en la Cámara de las Tormentas, situada en la cúspide del edificio y ahora profusamente iluminada. Llevaba así las últimas cuatro noches, las mismas que Ash llevaba vigilando.
Se echó el aliento en las manos y se las frotó para calentárselas. Siempre le afectaba más el frío en días así. Se percató de que le temblaba la mano izquierda; la derecha permanecía firme. Apretó el puño izquierdo como si quisiera ocultarse el temblor.
Se sentó sobre lo que usaba como cama y se puso cómodo delante del catalejo montado sobre el trípode y dirigido invariablemente hacia la Cámara de las Tormentas. Agarró el odre de fuego de Cheem, lo descorchó y le dio un pequeño trago. «Para el frío —se dijo—.Y para ayudarme a dormir.» Arrojó el odre junto a la espada, que permanecía de pie apoyada contra la mano de hormigón, y la pequeña ballesta a la que había quitado las cuerdas dobles para que no sufrieran las inclemencias del tiempo. Entrecerró un ojo para mirar a través del catalejo y vio pasar brevemente una silueta por los amplios ventanales de la Cámara de las Tormentas.
Ash se preguntó hasta cuándo tendría que seguir esperando en aquellas condiciones, cobijado en las alturas de una ciudad de dos millones de extraños en el corazón mismo del imperio de Mann. Paciencia era lo único de lo que no carecía; había pasado la mayor parte de su vida sentado esperando un suceso, una oportunidad para aparecer. Después de todo, ésa era la ocupación principal de los roshuns cuando no estaban arriesgando su vida en la fase final de una vendetta.
No obstante, esta espera se le hacía en cierto modo distinta. Al fin y al cabo no formaba parte de una vendetta roshun. Estaba solo, no contaba con apoyos; ni siquiera tenía un hogar a donde regresar en el caso de que viera la culminación de aquella venganza personal. Y era evidente que su salud estaba deteriorándose.
Había recibido con sorpresa la sensación de soledad que se había abierto paso entre la tristeza profunda y el sentimiento de culpa que lo asolaban. Había ocurrido la primera noche que se había encontrado solo en la ciudad de Q’os, después de que Baracha, Aléas y Sèrese hubieran emprendido el regreso al monasterio roshun de Cheem tras cumplir la vendetta contra el hijo de la matriarca, cuyas órdenes expresas habían significado la muerte del aprendiz de Ash. Esa noche se le había hecho eterna, envuelto en su capa y acurrucado en la posición elevada más segura que había podido encontrar para vigilar el templo, en la azotea de aquel teatro, embargado por una funesta desolación.
Se tumbó sobre la espalda y tiró de la capa para taparse el cuerpo aterido. Posó la cabeza sobre una bota y entrecruzó los dedos encima del estómago, bajo la tela basta de la capa. Era la primera noche con el cielo despejado desde que había establecido la vigilancia. Las lunas gemelas ya se habían puesto en el oeste, mientras que la Gran Rueda avanzaba como siempre, con la misma lentitud y la naturalidad de una marea. A la derecha, baja en el cielo, la constelación del Gran Necio, con sus pies sabios sostenidos en el aire, rozando la superficie. Encima, un poco más a la derecha, la Capucha de Ninshi continuaba velando por todo.
Ash se dio cuenta de que estaba mirando intensamente las estrellas que formaban el rostro debajo de la capucha. Tenía la mirada fija sobre todo en el único ojo, que brillaba con una gran intensidad, despidiendo una luz como de rubí: el Ojo de Ninshi. Esa estrella era distinta de todas las demás. A veces desaparecía por completo mientras sus compañeras seguían brillando y reaparecía horas después, recuperando lentamente su fulgor anterior.
Según afirmaban los antiguos hechiceros de Honshu, cuando alguien presenciaba el «guiño» del ojo de Ninshi quedaba absuelto de sus peores fechorías.
Ash contempló el Ojo sin pestañear. Siguió contemplándolo largo rato, imperturbable, hasta que los ojos empezaron a escocerle y le hicieron chiribitas; aun así, no apartó la mirada, con la esperanza de ver desaparecer la estrella, y no se dio cuenta de que su mano derecha se movía hasta el frasquito de arcilla lleno de ceniza que colgaba de su cuello y de que lo apretaba con fuerza.
CHÉ
El hogar familiar, los amigos, los allegados... no son más que la renuncia colectiva de los débiles en respuesta a la verdad fundamental de nuestra existencia: que cada uno de nosotros no es más que un esclavo de los impulsos en interés propio.
»He ahí, pues, el porqué de que los débiles aborrezcan las acusaciones de egoísmo. El porqué de que siempre ofrezcan caridad y buena voluntad cuando les conviene. El porqué de que hablen con inmensa convicción del espíritu de una sociedad justa.
»Entonces elegid a uno. Decidle que podría salvarse si matara a un prójimo. Ofrecedle una hoja de acero.
»Observad cómo toma el cuchillo de vuestra mano y comete el acto.»
El diplomático Ché se llevó una mano a la boca para contener un bostezo de aburrimiento, y las palabras del Libro de las mentiras fueron sonando cada vez más lejanas en sus oídos hasta desaparecer. La acólita que tenía más próxima le lanzó una mirada a través de los orificios de la máscara, y él se la sostuvo con frialdad, sin pestañear, hasta que ella acabó apartando los ojos.
Ché paseó entonces perezosamente la mirada en derredor, por la amplia cámara sin ventanas atestada de humo y generosamente iluminada por las lámparas de gas, y levantó los ojos hacia el invisible techo abovedado que se elevaba decenas de metros sobre sus cabezas, de tal modo que tuvo la impresión de hallarse en el fondo de un pozo. Finalmente depositó su atención en el mar de cabezas afeitadas congregadas allí la víspera del día de Augere el Mann, pertenecientes a los centenares de oficiantes sacerdotales del Caucus que escuchaban atentamente las palabras sagradas de Nihilis, el primer patriarca de Mann.
Ché no podía afirmar que siguiera creyendo en aquellas enseñanzas, ni siquiera que siguiera respetando el concepto de «creencia» en sí, pues, en el fondo, ¿qué significaba aparte de representar una especie de permiso para ver el mundo como realmente querías verlo, a través de la experiencia personal, las inclinaciones y las opiniones propias? Rara vez parecía acercarte a la verdad, a no ser que fuera por casualidad o acarreando el cumplimiento de sus propias profecías; más bien era un camino que conducía a los reinos de la desilusión, de un fanatismo de miras estrechas.
Ché, por el contrario, disfrutaba recordando la frase inicial de la sátira prohibida de Chunaski Los gitanos del mar: «Las creencias son como el culo, todos tenemos uno.»
Se cruzó de brazos y apoyó la espalda contra el frío mosaico de la pared, dejando que todo el peso de su cuerpo recayera en sus pies. El día había sido largo y su final todavía parecía lejano. Lo que más deseaba era que terminara de una vez para poder volver a su apartamento y relajarse en soledad.
Buscó el rostro al que debía prestar atención esa noche. La asamblea de sacerdotes colmaba la cámara repartida en siete delgadas cuñas de bancos: cinco reservados para las ciudades de Lanstrada —en el interior de Mann—, con Q’os en el centro, y otros dos para las regiones de Markesh y Ghazni y los territorios de los márgenes. El hombre a quien Ché debía vigilar, Deajit, estaba sentado entre los representantes de la ciudad interior de Skul, varias hileras por detrás de la única silla situada en el ápice de la composición, de cara al estrado central y ocupada por el sumo sacerdote de Skul, Du Chulane, que guardaba un silencio solitario. Ché perdió de vista momentáneamente al sumo sacerdote, pero entonces un sacerdote ladeó la cabeza para susurrar algo al oído de su vecino y Ché volvió a verlo fugazmente. El joven sacerdote tenía los ojos clavados en el suelo y ocultos bajo la capucha, como si estuviera dormido o inmerso en una profunda meditación.
Ché suspiró y adoptó una postura todavía más cómoda. Prácticamente estaba más fuera que dentro del escenario, y contemplaba la situación desde los límites de la cámara, donde los sacerdotes de menor rango se entremezclaban con los escasos miembros del cuerpo de guardia de los acólitos, o iban y venían por las puertas que había al fondo. Todos los años se celebraba allí el Caucus durante la semana del Augere. Los asistentes pasaban en vela la noche como muestra de respeto a las viejas tradiciones de Mann, que databan de cuando no había sido más que una secta urbana secreta que tramaba el derrocamiento de la dinastía Q’osian. El acto se prolongaba hasta el amanecer.
Centenares de pies patearon el suelo con un estruendo trepidante, como de tormenta inminente, cuando el sermón llegó a su fin y los oficiantes aprovecharon la oportunidad para abandonar sus asientos y relajarse un poco. Algunos regresaron apresuradamente. Deajit permaneció sentado mientras el nuevo orador subía al estrado, un hombre que se presentó como oficiante de impuestos de Skansk. Deajit se incorporó en la silla como si se le hubiera despertado un interés repentino.
En nuevo orador se entregó a un discurso apasionado acerca del hundimiento de las cosechas en Ghazni. Los años del boom agrícola y del riego desmesurado de los campos en la región oriental habían acabado provocando un desplome en la productividad. Para mantener el nivel de ingresos, insistió el orador, se necesitaría incrementar los impuestos a partir del nuevo año y reducir en la medida de lo posible los gastos públicos. Aquello bastó para desencadenar una nueva tormenta de pies en estampida.
Ché se percató de que otra vez estaba rascándose distraídamente el cuello, justo debajo de la oreja derecha, donde todavía le palpitaba un pulso acelerado que no se correspondía con el suyo. Se trataba de la glándula pulsátil que le habían implantado debajo de la piel y que respondía a la acción de una glándula idéntica que habían implantado a uno de sus colegas diplomáticos presente en la cámara. Ya había examinado los rostros de varios sacerdotes intentando descubrir quién de ellos sería, o si de hecho habría más de uno. Sin embargo, no había modo de averiguarlo a menos que se acercara uno por uno a todos los presentes en la sala. Por lo tanto, dejó de rascarse y trató de olvidar el tema, si bien su mirada continuó errando por la cámara.
Su mente había iniciado un viaje interior, y sus pensamientos se sucedían mientras el tiempo pasaba.
Pensó en el nuevo y lujoso apartamento en el distrito al sur del Templo que le habían entregado recientemente tras su regreso de la misión en Cheem; al parecer una recompensa de la Sección por sus muestras de lealtad. Pensó también en las dos muchachas, Perl y Shale, a quienes había estado cortejando durante los últimos meses en busca de sexo y de compañía grata. Ché, como un gato jugando con el extremo de un cordón, caviló sobre a cuál de las dos llamaría la próxima vez que quisiera pasar una noche de diversión.
Un movimiento atrajo su mirada. Se trataba de Deajit, que se levantaba de su asiento tras una eternidad. Ché lo observó sin mover la cabeza mientras el joven sacerdote enfilaba tranquilamente hacia las puertas del fondo de la cámara.
Ché tomó impulso para separarse de la pared y salió con paso decidido detrás de él.
En medio del bullicio del pasillo principal, los latidos de la glándula pulsátil de Ché apenas si se advertían. El diplomático divisó a Deajit en la distancia, sirviéndose una copa de vino junto a una de las mesas para el banquete dispuestas a ambos lados de la estancia. Había criados repartidos a lo largo de las mesas que explicaban qué ingredientes componían los exóticos platos expuestos en ellas. Deajit probó una cucharadita de carne de langosta y luego degustó el gelatinoso tuétano del mamut de las nieves, mientras hacía gestos de aprobación con la cabeza.
Ché se detuvo y buscó cobijo en una estancia que contenía una estatua de bronce de tamaño natural de Nihilis. Vigilado por las facciones extraordinariamente adustas del primer patriarca —unas facciones más célebres ahora que cuando gozaba de vida—, Ché sacó un frasquito de un bolsillo de su túnica, desenroscó la tapa y lo puso del revés con el dedo índice taponando el orificio; luego volvió a cerrarlo con sumo cuidado y se pasó el dedo humedecido por los labios. Durante un instante notó un leve aroma tóxico asaltándole las fosas nasales.
Deajit estaba deambulando por una de las salas secundarias que jalonaban el pasillo principal, todavía con la copa en la mano. Ché también cogió una copa al paso junto a una de las mesas y siguió al joven sacerdote al interior de la sala.
Una galería que se asomaba al espacio inferior recorría la mitad superior de la sala. Ché se detuvo junto a la barandilla, desde donde podía observar a Deajit con el rabillo del ojo, y luego fijó su mirada en una reunión poco nutrida que estaba teniendo lugar debajo y que congregaba a un par de docenas de sacerdotes, la mayoría exultantemente jóvenes, que escuchaban con el gesto ávido a un hombre que hablaba frente al alto mosaico que representaba el mapa del imperio. El sacerdote parecía estar explicando la teoría de gobierno de las dos manos.
Deajit daba sorbos a su copa de vino y escuchaba lo que se decía abajo. Por la galería deambulaba otro puñado de sacerdotes que observaban o hablaban entre sí en susurros. Ché recordó la misión que lo había llevado hasta allí y puso cuidado en no tocar su vino ni lamerse los labios.
Sus ojos se entretuvieron inconscientemente en los detalles del mapa, pues era un enamorado de ellos.
Ché se fijó en la preponderancia del color blanco que representaba las naciones bajo dominio de Mann; una blancura que se había extendido por la mayor parte del mundo conocido como un manto de hielo. Luego observó las motas de un color rosa más cálido de quienes todavía oponían resistencia: la Liga de los Puertos Libres, en la costa sur del Midères, aislada y sola. Zanzahar y el Califato alhazií en el este, únicos proveedores de pólvora procedente de las misteriosas e ignotas tierras de las Islas del Cielo: los diminutos y primitivos reinos montañosos de los Aradères y del Alto Pash.
Ché sabía que muy pronto estaría adentrándose en una de esas naciones de color carne, formando parte de una fuerza invasora con la misión de derrotar a un pueblo al que el imperio había catalogado como uno de sus enemigos más peligrosos. Sin embargo, Ché sospechaba que el asunto tenía más que ver con la riqueza mineral y agrícola del lugar que con la amenaza real que pudiera suponer, por no mencionar la arrogancia de la que hacían gala sus habitantes con su desafío a la ideología de Mann. Aun así significaba una ocasión para escapar del confinamiento en Q’os, de todo el fanatismo, la paranoia y las luchas por el poder que constituían una parte esencial de la vida en la capital imperial, así como de los asesinatos menores que se habían convertido en habituales.
Se volvió hacia la ventana que había en la pared de enfrente, a la altura de la galería, y su mirada recorrió la zona norte de la metrópoli dormida de Q’os. Un par de aeronaves aparecían en el cuadro, estriando el cielo estrellado con las estelas de fuego y humo que despedían los tubos de sus propulsores. Bajo ellas se extendía la isla ciudad, como la huella descomunal de una mano cubierta de luces brillantes, una costa transformada por el hombre a los pies del edredón negro del mar.
Ché trazó con el dedo el perfil de la isla con forma de mano hasta que su atención se detuvo en el Primer Puerto, en la ensenada que se extendía entre los dedos pulgar e índice de la isla y donde los faroles de la flota que lo llevaría a la guerra en cuanto se diera la orden brillaban en la oscuridad.
—Tal como nos enseña Nihilis —dijo el orador debajo—, y como hemos practicado y perfeccionado a lo largo de todos estos años de conquistas, un gobierno total es un gobierno que emplea con fuerza una mano y con tacto la otra. El pueblo debe ser cómplice de su sumisión a Mann; debe llegar a entender que ofrece el mejor modo, y el único verdadero, de vivir.
»Por eso, cuando la orden se apoderó de Q’os durante la Noche más Larga, se deshizo de la joven reina y de los viejos partidos políticos compuestos por los nobles, si bien mantuvo la asamblea democrática. Y por eso los ciudadanos del interior del Imperio Medio votan al sumo sacerdote de su ciudad y a los administradores menores de sus distritos en lo que supone un acto de lo que llamamos la «mano cómplice», la mano que concede al pueblo una participación mínima en el gobierno de sus vidas, o al menos la apariencia de que es así. Ése es el secreto de nuestro éxito, aunque no pueda afirmarse que sea un secreto. Es lo que nos permite gobernar con tanta eficacia.
Ché frunció los labios al oír aquello. Sabía que se necesitaba algo más que los preceptos de las dos manos de Mann para subyugar el mundo conocido. Después de todo, él era un diplomático, formaba parte de la tercera mano, de la mano oculta. Como también la orden Élash: los espías, chantajistas e intrigantes que urdían ataques y contraataques. Y los reguladores —la policía secreta—, que vigilaban a las masas en busca de indicios de disidencia o de organización y que denunciaban todos los delitos que atentaban contra la ley de Mann.
Ché se percató de que Deajit también se sonreía mientras escuchaba, y por un momento sintió que compartían un estrecho vínculo. Tal vez Deajit también tuviera relación con la tercera mano, y se preguntó por vez primera qué habría hecho aquel hombre para merecer un destino como el que le aguardaba, pues su superior no le había proporcionado más datos aparte del nombre del objetivo.
Entonces Deajit dio media vuelta y enfiló hacia la puerta. Había llegado el momento.
Ché dio un paso adelante para provocar el roce del sacerdote con su brazo y, en un abrir y cerrar de ojos, el diplomático lo agarró de la muñeca y lo giró para ponerlo cara a cara con él. El sacerdote torció el gesto con estupefacción, y Ché, sin mediar palabra, apretó los labios contra los de Deajit y le plantó un beso intenso.
El sacerdote, enfurecido, dio un brinco hacia atrás con un gruñido y se quedó mirando fijamente a Ché y luego la muñeca que éste mantenía agarrada. Un escalofrío recorrió la espalda del diplomático.
—No debería traicionar la confianza de sus amigos tan a la ligera —aseveró Ché, tal como le habían ordenado, en un tono pausado, y soltó la muñeca del sacerdote. Notaba el corazón aporreándole el pecho.
Deajit se limpió los labios con el dorso de la mano y abandonó la sala echando antes un último vistazo atrás en dirección a Ché.
El diplomático esperó unos segundos. A su alrededor, la gente, visiblemente nerviosa, evitaba cruzar la mirada con él. Al cabo, Ché les dio la espalda, sacó otro frasquito del bolsillo y vació parte del líquido negro en el cuenco que había formado flexionando la palma de la mano; se limpió con él los labios y luego se frotó las manos, y con lo que quedaba se enjuagó la boca y escupió el líquido al suelo.
Fuera, en el pasillo, Deajit se había esfumado.
Del mismo modo también Ché borró de un plumazo al sacerdote de su mente, como si el joven miembro de la orden ya hubiera muerto.
¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!
El acólito dejó caer el puño enguantado con el que había aporreado la enorme puerta de hierro de la Cámara de las Tormentas y dio un paso atrás para dejar solo a Ché cuando la puerta se abrió.
Frente a él apareció un sacerdote que el diplomático no reconoció. Había oído que el anterior conserje había sido ejecutado por equivocarse y permitir la entrada en la Cámara de las Tormentas a los roshuns durante su reciente asalto a la torre. Se decía que su destino había sido la larga travesía por el Cocodrilo y luego la lenta agonía de la Montaña de Hierro.
Ché vaciló un instante antes de cruzar el umbral de la puerta y entrar en la cámara.
La Cámara de las Tormentas estaba igual que la última vez que había sido convocado allí, de lo que ya hacía, ¿cuánto?, ¿un mes?, ¿dos?... No consiguió recordarlo. Se dio cuenta de que en su memoria reinaba un extraño desorden desde su regreso de la misión diplomática contra los roshuns, como si se negara a recordar los sucesos de su vida cotidiana. Esa noche la cámara estaba vacía, si bien todas las lámparas permanecían encendidas y sus llamas crepitaban encerradas en un vidrio verdoso.
—La Santa Matriarca le atenderá enseguida —declaró el anciano sacerdote antes de hacer una reverencia y retirarse a una estancia que había junto a la puerta de entrada.
Ché cruzó los brazos escondiendo las manos en las bocamangas de su túnica y se dispuso a esperar.
El ritmo de la glándula pulsátil había aminorado hasta acompasarse con el de su propio corazón.
A través de los ventanales que envolvían la estancia circular vio a la Santa Matriarca Sasheen, que se encontraba en la terraza acompañada por un puñado de sacerdotes. La matriarca, de gran estatura, llevaba puesta una vulgar y discreta túnica blanca y contemplaba el cielo negro de Q’os desde la balaustrada mientras sus acompañantes conversaban, con sus voces convertidas en meros murmullos a causa del grosor del cristal.
Dentro, el carbón crepitaba en la chimenea de piedra situada en el centro de la cámara, y el humo ascendía por un conducto de hierro que desaparecía por el suelo de los dormitorios del piso superior. Junto a la chimenea había otro mapa del imperio, de hecho el mismo que había visto en su anterior visita: una hoja de papel fijada a un caballete de madera que mostraba un dibujo hecho con tinta negra, todavía con los garabatos que señalaban los movimientos de las flotas para la inminente invasión a los Puertos Libres mercianos. Delante de ese acogedor espacio había un semicírculo de sillones de piel y, desperdigados por el resto de la estancia, otras butacas y largos bancos de madera con cubrecamas de pieles y mesitas con cuencos llenos de fruta, con incienso encendido y botes con narcóticos líquidos.
«Se presentaron aquí —pensó de pronto Ché—. Los roshuns llegaron hasta aquí en su segunda intentona. Justo hasta Kirkus, su hijo.»
Apenas si era capaz de imaginar la escena. Los roshuns, uno de ellos sin duda un extranjero de tierras remotas, se habrían internado con paso decidido en esa misma estancia buscando a su víctima, dejando a su paso una estela de muertos y heridos desde los bajos del Templo de los Suspiros. Puso en duda que el mismísimo Shebec hubiera sido capaz de llegar tan lejos... Shebec, su viejo maestro roshun, el más hábil de todos, salvo una excepción.
«Ash —pensó, seguro de su intuición—. Sólo pudo ser Ash.»
Pero entonces ahondó en ese pensamiento. ¿Era posible? En el caso de que siguiera vivo, Ash ya debía de rondar los sesenta años. ¿Era posible que a su edad hubiera hecho algo tan extraordinario?
Ché no podía menos que admirar a quienquiera que hubiera sido en realidad. Siempre le habían atraído las empresas arriesgadas y audaces, y se percató de que una sonrisa artera se le instalaba en los labios. El Templo de los Suspiros asaltado por un ejército de ratas, nada menos, y tres roshuns resueltos a cumplir su vendetta.
Empezó a sufrir sin previo aviso unas convulsiones en el pecho causadas por el nacimiento de unas carcajadas involuntarias, y sólo consiguió detenerlas mordiéndose la parte interior de la mejilla hasta que la sensación desapareció. Se aclaró la garganta y recuperó la compostura.
El mapa colocado en el caballete capturó su atención.
En él estaba reflejada la promesa de otra empresa audaz: la invasión por mar de Khos, nada menos. Ché lanzó otro vistazo a los sacerdotes congregados al otro lado de los ventanales y a continuación se acercó distraídamente al mapa para examinarlo de cerca.
Se habían realizado varias modificaciones desde la última vez que lo había visto, aunque se mantenían los aspectos principales del plan. Dos flechas cruzaban hacia el sudeste el mar Midères recorriendo las islas de los Puertos Libres: dos flotas de recreo que habían partido la semana anterior para encontrarse con las naves de los Puertos Libres, con la esperanza de atraer las escuadras defensoras y alejarlas de Khos. Junto a ellas, escritos con un lápiz de punta fina, estaban anotados el tamaño de las flotas, la duración de las travesías y otros datos. Abundaban los signos de interrogación.
Una tercera flecha partía desde la capital de Q’os y atravesaba el mar hasta la más lejana isla de Lagos, en el extremo oriental, con más números y signos de interrogación garabateados a lo largo de ella. Y, por último, una cuarta flecha con origen en Lagos llegaba hasta Khos: la I Fuerza Expedicionaria, la invasión de Khos en sí.
Ché estaba tan absorto en el examen de los pormenores anotados en el mapa que se sobresaltó al percatarse de que no estaba solo en el interior de la cámara. Volvió la mirada hacia un sillón que estaba tan tapado y era tan hondo que no le había permitido advertir a la persona que lo ocupaba. Se trataba de Kira, la madre de la Santa Matriarca. La vieja bruja parecía dormida, con sus manos marchitas entrelazadas sobre la tela blanca de la túnica.
Ché suspiró y escudriñó a la anciana; un resplandor irradiaba de las rendijas de sus párpados. ¿Estaría observándolo? ¿Habría sido testigo de sus carcajadas contenidas? Sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Estaba tan pasmado por el hecho de que la vieja hubiera pasado desapercibida como por la posibilidad de que hubiera estado observándolo con su mirada ladina.
Kira dul Dubois: una de las personas que, hacía cincuenta años, había participado en la Noche más Larga. Se rumoreaba que había sido amante del mismísimo Nihilis; y los rumores incluso llegaban a involucrarla en la muerte de éste cuando se cumplía el sexto año de su reinado como Santo Patriarca. Para Ché era como estar frente a una culebra.
El diplomático retrocedió lentamente alejándose del mapa con la esperanza de desaparecer también del campo de visión de la anciana. Carraspeó cuando regresó a su posición anterior y evitó desviar de nuevo la mirada hacia la madre de la matriarca.
Al fin las puertas de cristal correderas de la terraza se abrieron y empezó el desfile de sacerdotes al interior de la cámara. Un par de ellos arrojaron a Ché una mirada furtiva según iban abandonando la estancia, y éste reconoció a uno de los presentes como miembro de una secta de comercio, la Frelasé. A la cola del grupo marchaba Bushrali en persona. Ché se sorprendió de que siguiera vivo después de su fracaso a la hora de descubrir a los roshuns que se habían infiltrado en la ciudad. Y sin embargo, allí estaba, vivito y coleando y al mando de los reguladores gracias a sus astutas maniobras políticas para salvar el pellejo. Tal vez en este caso eran ciertos los rumores y poseía un dossier comprometedor de todos y cada uno de los sumos sacerdotes de Q’os.
Aun así, Ché pudo observar cuando pasó junto a él que Bushrali no había salido totalmente impune, pues le habían colocado el Collar de Q’os, un grillete de hierro alrededor del cuello del que partía un tramo de cadena con una pequeña bala de cañón prendida en el extremo y que el regulador sostenía apoyada contra el pecho. Tendría que cargar con ella el resto de su vida.
Fuera permanecieron únicamente Sasheen y un miembro de su escolta. La Santa Matriarca parecía profundamente sumida en sus pensamientos. Ché sintió en la mejilla la caricia de una ráfaga de aire procedente de la puerta abierta. Apenas si oía el ruido de la ciudad, en la que reinaba un silencio insólito desde que se había decretado el duelo oficial hacía varias semanas.
Sasheen se dio la vuelta y entró en la Cámara de las Tormentas apretándose el caballete de la nariz con los dedos pulgar e índice en un gesto revelador de que sufría un terrible dolor de cabeza. Su escolta permaneció en el exterior haciendo guardia, deambulando pausadamente por la terraza. La matriarca se acercó a una mesita con cuencos humeantes, se inclinó para inhalar los vapores de uno de ellos y volvió a erguirse con un grito ahogado y las mejillas encendidas. Cuando vio al diplomático esperándola sus ojos echaron chispas. Al cabo enfiló hacia la chimenea con las manos extendidas para recibir el calor de la hoguera.
—¿Misión cumplida?
—Así es, matriarca.
—En ese caso, siéntate. Entra en calor.
Ché no tenía frío, aun así obedeció y optó por tomar asiento en un banco de piel enfrente del fuego. Se sentó con la espalda recta y las manos entrelazadas, y respiró hondo mientras trataba de reprimir el impulso de rascarse el cuello. Casi a continuación, la Santa Matriarca se separó del carbón crepitante y se sentó a su lado, lo suficientemente cerca como para que sus rodillas se tocaran.
Ché advirtió el olor a vino caliente y aromatizado con especias en su aliento y notó que estaba bebida.
Sasheen cruzó las piernas y la piel del banco crujió; su túnica se abrió y dejó al descubierto su muslo, de un suave color crema. Comparada con cómo acostumbraba a vestir la matriarca, en esa ocasión llevaba puesta una túnica muy sencilla, aunque una talla más pequeña de la que le habría correspondido, de modo que la tela de algodón se ceñía ostensiblemente a sus curvas. Por debajo del dobladillo asomaban sus pies descalzos, con las uñas pintadas de un vivo color rojo.
—Bushrali me ha dicho que no vendrán a por mí aunque haya matado a su aprendiz.
—¿Los roshuns? —inquirió Ché.
Sasheen entornó los ojos irritada. «No te andes con rodeos conmigo.»
Ché hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Es poco probable. El aprendiz no llevaba ningún sello. Sólo emprenden una vendetta por quien posee un sello.
La matriarca meditó la respuesta del diplomático y lanzó una mirada en dirección a la figura dormida de su madre. Ché descubrió unos verdugones colorados a ambos lados de su cuello, que continuaban bajo el cuello de la túnica. Parecían las marcas rojas que dejaba una purga.
—Sin embargo, lo tomarán como un asunto personal —apuntó la matriarca—. Como una humillación pública. Como el asesinato de uno de sus cachorros.
«Y lo piensa ahora —dijo Ché para sus adentros—; cuando ya está hecho.»
—No, no actúan según esa lógica. Tienen una especie de código. Para ellos la vendetta es un asunto de justicia natural, o al menos una simple cuestión de causa-efecto. Sin embargo, aborrecen el sentimiento de venganza. Emprender una vendetta por motivos personales iría en contra de su credo desde todos los puntos de vista.
—Entiendo —repuso Sasheen en un tono de alivio, tal vez divertida por la idea de tales principios—. Bushrali me dijo lo mismo. Quería oírlo de tu boca. Después de todo, conviviste con ellos y fuiste uno de los suyos.
Ché no pudo evitar apartar la mirada a pesar de que el gesto delataba su repentina incomodidad, y casi dio un brinco cuando notó las palmadas de la matriarca en la pierna. Miró directamente a los ojos de color chocolate de Sasheen y esta vez vio algo distinto en ellos, algo cercano a una muestra de ternura.
Sasheen sonrió.
—¡Guanaro! —gritó hacia el interior de la cámara—. ¿Todavía no es la hora del desayuno?
El anciano sacerdote del servicio emergió de la cámara secundaria situada junto a la puerta, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y regresó dentro. Alguien empezó a dar órdenes bruscas, y hasta los oídos de Ché llegó el repiqueteo de tablas de picar y de puertas de armarios que se abrían y se cerraban.
—¿Qué tal unos langostinos con mantequilla? —gritó Sasheen.
La matriarca dejó caer la espalda contra el respaldo y contempló el fuego que ardía frente a ambos, mientras acariciaba nerviosamente el brazo de cuero del banco.
—Todavía no te he dado las gracias —dijo con suavidad.
—¿Por qué, matriarca?
—Prestaste un servicio extraordinario guiándonos hasta el hogar de los roshuns. Demostraste tu lealtad hacia mí y hacia la orden. Por eso he pedido que seas mi diplomático personal en el asunto que estamos planteando. —Sacudió la mano en dirección al mapa—. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Ché meneó la cabeza y la matriarca volvió a fijar su mirada en él.
—Vamos a empezar una guerra con una de las tácticas más arriesgadas que hemos emprendido jamás. Cuando abandone este lugar protegido seré tan vulnerable como cualquiera. No sólo he de andarme con ojo con el enemigo, también con los nuestros; con el general Romano, por ejemplo. Aprovecharía la mínima oportunidad para sacarme los ojos. Así pues —añadió con una nueva sonrisa fugaz y apretando los labios, como si estuviera haciendo una confesión—, necesitaré rodearme de gente a la que pueda confiar mi vida y que obedezca a rajatabla mis instrucciones. Personas dispuestas a cumplir un trabajo sin reparo.
—Entiendo —dijo Ché.
Sin embargo, la matriarca no parecía del todo satisfecha por su respuesta, y se volvió para coger un cigarrillo de hazii de una mesa que había junto al banco.
—Ya he dado la orden final. Partiremos con la flota con destino a Lagos pasado mañana por la mañana para reunirnos allí con el VI Ejército.
Ché sintió en el estómago el hormigueo producido por la emoción y miró a la matriarca con los ojos fríos de un asesino mientras, por un momento, resonaba en su cabeza la voz bronca de uno de sus superiores diciéndole lo que debería hacer en el caso de que la matriarca mostrara síntomas de debilidad o corriera el riesgo de ser capturada durante la campaña.
—Vais a perderos el Augere —señaló el diplomático.
—Lo sé —aseveró Sasheen mientras buscaba una cerilla—. Todas esas horas tediosas desfilando.
Ché se levantó con soltura y se acercó a la chimenea, consciente de que los ojos de la matriarca lo seguían. Prendió en el fuego uno de los juncos contenidos en un tarro de arcilla y tendió el extremo encendido hacia Sasheen, quien lo observó con franco interés.
La matriarca posó sus dedos en la mano del diplomático para estabilizar la punta del junco, y sus ojos, maquillados con una capa de kohl, pestañearon y se encontraron con los de Ché. La boca de Sasheen se frunció suavemente alrededor de la punta del cigarrillo de hazii, y Ché sintió una contracción en los muslos, más bien en la entrepierna.
«Para, idiota. Ya sabes que siempre actúa así, que utiliza sus encantos con la gente en la que debe confiar.»
Ché volvió a sentarse envuelta por una nube de humo de hazii. Sasheen se volvió hacia la puerta de la habitación secundaria, quizá atraída por el aroma de la mantequilla en el fuego.
—¿Tienes hambre? —le preguntó—. No te había preguntado.
La idea de compartir un desayuno con ella, allí, en aquella cámara en la cima del mundo, le provocó una repentina sensación de incomodidad.
—No, gracias. Ya he desayunado.
Sasheen lo escudriñó unos segundos y se miró la pierna descubierta antes de clavar de nuevo la mirada en él. La mano que tenía apoyada sobre el brazo del banco se quedó quieta y luego dio una suave palmada contra la piel del tapizado.
—Supongo que te habrás enterado de que por fin hemos recuperado a Lucian. Los élash lo sacaron de la corte del príncipe Suneed en Ta’if.
—Sí.
Sasheen se levantó con un leve susurro de su túnica y avanzó sigilosamente por la alfombra hasta otra mesita que había junto al fuego. Sobre ella sólo había un tarro de cristal casi lleno a rebosar de un líquido blanco. A continuación, se oyó el característico chirrido del roce del vidrio mientras desenroscaba cuidadosamente la tapa. La matriarca se arremangó la manga derecha hasta el codo, se inclinó hacia delante e inhaló la sustancia contenida en el tarro.
—Leche Real —explicó, sin apartar los ojos del bote.
Ché miró perplejo. Nunca había visto la Leche, únicamente conocía su existencia. Se trataba de las excreciones de una tal reina Cree de los confines del Gran Silencio, célebres por sus poderes revitalizadores.
Toda la riqueza de un minúsculo reino estaba contenida en aquel único tarro.
Hasta Ché llegó el hedor de la sustancia líquida imponiéndose al aroma dulzón de la mantequilla y los langostinos en el fuego. Era un olor desagradable, como a bilis. Sasheen sumergió con sumo cuidado la mano en el líquido blanco, agarró algo del fondo y tiró de ello. Era una mata de pelo.
«Una cabellera», pensó Ché... pero entonces fue apareciendo todo lo demás: una frente, un par de ojos cerrados, una nariz, una boca congelada en una mueca, una barbilla chorreando y un cuello cercenado irregularmente. La matriarca sostuvo la cabeza sobre el tarro mientras la sustancia líquida se deslizaba por ella y por su propia mano como si fuera mercurio.
Mientras la Leche resbalaba por la cabeza decapitada, Ché pudo constatar que pertenecía a un hombre de mediana edad, con el pelo negro salvo por las canas en las sienes, la boca grande, la nariz larga y los pómulos y las cejas afilados.
Cuando la última gota cayó de la cabeza, Sasheen la balanceó encima de la mesa y la depositó apoyada sobre el cuello en la superficie oscura de madera de tiq.
El rostro hizo una mueca de dolor o de sorpresa. Ché se quedó petrificado y clavó sus ojos, abiertos como platos, en la cosa puesta delante de él. La matriarca retrocedió. Los párpados de la cabeza temblaron hasta que finalmente se abrieron y mostró sus ojos inyectados en sangre, que expresaban un gran sufrimiento. Pestañeó para aclararse la vista y cuando vio a Sasheen le lanzó una mirada fulminante, mientras la Leche blanca continuaba corriendo por la comisura de sus labios.
—Hola, Lucian —dijo la matriarca.
La cabeza apretó los labios y gesticuló como si tomara una bocanada de aire.
—Sasheen... —gruñó en un tono extraño, áspero, casi como eructando el nombre.
La mirada de Ché saltó de la cabeza a la matriarca y regresó a la cabeza. Era nada más y nada menos que Lucian, el antaño célebre amante y general de la matriarca, uno de los primeros nobles de Lagos que se unió a las filas de Mann cuando la isla cayó en poder del imperio. Después, había traicionado a Sasheen y había encabezado la sublevación de Lagos por la independencia.
Ché había visto con sus propios ojos los restos de su cadáver descuartizado exhibido en La plaza de la Libertad, rodeado por los soldados destinados allí con la orden de espantar a los cuervos hambrientos. En aquel momento Ché creyó que ése había sido el destino final del traidor. Sin embargo, según parecía, Sasheen tenía ya entonces otros planes para su antiguo amante.
La Santa Matriarca dio la espalda a la cabeza y dirigió una sonrisa a Ché con un repentino brillo travieso en los ojos. Se llevó la mano derecha a la boca y se relamió los dedos uno a uno. Mientras la observaba, Ché sintió un escalofrío bajo la piel y notó como se le dilataban las pupilas. La matriarca dio por finalizada la acción con un chasquido con los labios.
—No hay nada en el mundo que pueda compararse —dijo jadeante, y dio un paso en dirección a Ché, con expresión de avidez.
El diplomático sintió una vez más el impulso absurdo de echarse a reír. La sensación no hizo más que agudizarse hasta convertirse en un dolor lacerante en el pecho cuando Sasheen se inclinó hacia él, posó la mano en su mejilla y apretó fuerte la boca contra la suya. La lengua de la matriarca se abrió camino entre sus labios.
Habría sido tan fácil matarla, pensó Ché, justo allí, en ese preciso momento, si sus labios todavía hubieran estado impregnados de veneno.
El sabor de la Leche Real no tenía nada que ver con ninguna de las cosas que había probado a lo largo de su vida. No era dulce ni agrio, ni amargo ni salado. Empezó a escocerle la lengua hasta quedar entumecida mientras Sasheen prolongaba el beso.
—Zorra —dijo la voz ronca de Lucian detrás de la matriarca.
Y entonces la sustancia le hizo efecto: Ché sintió una llamarada circulando por sus venas, que lo arrancó de su cansancio con una sacudida. Su ritmo cardíaco se aceleró y lo embargó una sensación de ligereza etérea, sutil, y en su interior brotaron los primeros atisbos reales de lujuria.
Sasheen separó su boca con un gemido, bajó la mirada con todo el descaro del mundo hacia la entrepierna del diplomático y se dio media vuelta con una sonrisa de satisfacción en los labios.
Ché soltó un grito ahogado, a punto de perder la cabeza por completo, y se acomodó de nuevo en el banco, despatarrado, como si se hubiera caído.
«Tengo dos pulsos en el cuello —pensó distraídamente—. Dos pulsos.»
—¡Ah, el desayuno! —exclamó la matriarca cuando el anciano sacerdote entró en la cámara portando una bandeja con comida.
Ché intentó moverse, pero enseguida cambió de opinión y se aferró al banco como si tuviera miedo de salir volando de él en cualquier momento, mientras el ruido de los preparativos de Sasheen antes de ponerse a comer llegaba lejano de algún lugar a su espalda.
—¿Qué es esto? —espetó la matriarca—. Pero si me cuesta verlos de tan pequeños como son.
—Los langostinos siempre son pequeños en esta época del año, matriarca. Todavía son crías.
—¿Cómo? ¿Y no los pueden cebar un poco? ¿Y esto qué es? Hay manchas por todas partes. Supongo que los miembros del personal de cocina también son aún unos críos en esta época del año y son incapaces de mantener la cubertería limpia.
—Ruego que me disculpéis, matriarca. Todavía estoy aleccionando a los nuevos empleados sobre la manera correcta de trabajar. No volverá a ocurrir, os lo aseguro. Puedo prepararos otra cosa si así lo deseáis.
—¿Y esperar otra eternidad? No. Puedes retirarte.
Ché se volvió hacia el rostro endurecido de Lucian, quien a su vez le dirigía una mirada fulminante con sus ojos enloquecidos. Luego ladeó la cabeza para mirar a su derecha, hacia la anciana Kira, que seguía sentada inmóvil.
Ya no había duda de que entre sus pestañas se apreciaba un resplandor continuo, y la mirada que arrojaban sus ojos felinos cruzaba toda la cámara en dirección a Ché, como si pudiera ver a través de él.
El diplomático cerró los ojos y su mente echó a volar.
SIN ALAS
«¡Ufff!», pensó Coya cuando una ráfaga de viento zarandeó la figura suspendida entre las dos aeronaves y ésta empezó a oscilar como el péndulo de un reloj.
—¡Parad! —gritó el espantado oficial de la cubierta, haciendo una indicación con la mano abierta hacia los miembros de la tripulación que tiraban en la hilera secundaria.
Los hombres dejaron de tirar a la vez y permanecieron inmóviles como estatuas en sus puestos observando la figura que se balanceaba, con la incertidumbre de quienes nunca habían intentado aquella hazaña y sólo sabían de la posibilidad de llevarla a cabo por lo que habían oído contar a otros.
Allí en medio, suspendida en la bolsa de aire que formaban las dos naves, balanceándose colgada de la cuerda tendida entre ambas, la figura sentada en la silla de madera abrió la boca para gritar:
—¡Cuando gusten, caballeros!
Coya esbozó una sonrisa a pesar de la zozobra que lo embargaba.
—¡Subidlo, Seday, rápido! —ordenó inmediatamente al oficial de la cubierta.
Aunque Coya aparentaba menos edad de los veintisiete años que tenía —a pesar de que iba con el cuerpo encorvado sobre un bastón—, los hombres le hablaban con el respeto y la seriedad que un hijo reserva para dirigirse a su padre, y reanudaron la labor de tirar de la cuerda.
Justo entonces otra ráfaga de viento, en esta ocasión más fuerte que la anterior, golpeó a la figura sentada en la silla, que de nuevo empezó a hacer piruetas en el aire. Coya oyó cómo el viento inflaba la bolsa de seda encima de sus cabezas y vio que las dos naves se desplazaban de sus posiciones. Los tubos laterales de los propulsores para maniobras escupieron fuego siguiendo las instrucciones de los capitanes. Aun así, las aeronaves se separaron ligeramente y el cabo se agitó en la lejana cubierta khosiana. La cuerda se destensó, y el hombre colgado de ella empezó a oscilar de un modo más peligroso. Coya inspiró hondo, se inclinó hacia delante apoyando todo su peso en el bastón y agarró con todas sus fuerzas la empuñadura de ébano.
La pérdida de aquel hombre podía significar perfectamente la derrota definitiva de la guerra.
—¡Rápido! —azuzó a sus hombres sin apartar la mirada de la carga.
La figura había traspasado de largo la marca central, y por fin se acercaba a la nave. Parecía más tranquilo el hombre colgado de la cuerda que Coya mirándolo desde la cubierta. Los pies de la figura oscilaban sobre un abismo de varios cientos de metros por encima del mar picado. El tipo se volvió para admirar la accidentada costa de Minos y la bahía sobre la que descansaba, como una perla resplandeciente, la ciudad de Al-Minos. Cuando lo tuvo más cerca, Coya distinguió su larga cabellera negra alrededor del rostro enrojecido por el viento y la pesada piel de oso que envolvía su voluminoso cuerpo.
De repente, Coya sintió que se le aceleraba el corazón por la emoción ante la mera presencia del Señor Protector.
—Más despacio, chicos —bramó el general Creed mientras tiraban de él para subirlo a bordo.
Y de repente allí estaba, con su figura alzándose sobre todos ellos, fingiendo una afectación relajada cuando en realidad Coya sólo veía socarronería en sus ojos.
Los miembros de la tripulación liberaron al general de sus arneses de seguridad, mientras éste palmeaba algunas espaldas en señal de felicitación por el trabajo realizado. Al cabo, se acercó a Coya para estrechar la mano que éste le tendía.
A Coya le asaltó el olor a pelo grasiento y a ese queso especiado de cabra tan apreciado por los khosianos.
—Pensé que bromeabas cuando sugeriste un transbordo en marcha —señaló el viejo general—. ¿No podíamos habernos reunido en tierra firme?
Coya echó un vistazo a Marsh, su guardaespaldas personal, antes de responder. El guardaespaldas lanzó una mirada de pocos amigos al grupo de tripulantes que seguían apelotonándose para ver mejor a aquella leyenda viva de Bar-Khos y los envió sin miramientos junto al resto de la tripulación congregada en el lado opuesto de la cubierta.
—Demasiado peligroso —dijo Coya cuando ya nadie podía oírles.
Marsh se colocó a su lado, desde donde vigilaba a todas las personas presentes en la cubierta por sus refractores tintados. A través de las lentes que llevaba en la nuca se veían reflejados sus ojos.
—¿Ha caído alguien más?
—Anoche en Al-Minos. La delegada de la Liga procedente de Salina tuvo la mala fortuna de morir estrangulada mientras dormía. Con el suyo son ocho los asesinatos cometidos en las últimas dos semanas. Lo que hace pensar que el círculo de diplomáticos se ha desplegado por toda la ciudad.
El Señor Protector asintió sin mudar el semblante, reservándose su opinión.
Ambos contemplaron cómo recogían la cuerda de transbordo desde la aeronave khosiana que había trasladado a Creed desde Bar-Khos. La nave arrojó fuego por sus tubos de propulsión para mantener la vigilancia alrededor de la nave minosiana en la que se encontraban. Coya estudió en silencio el perfil del general, intentando evaluar su estado físico. Creed había envejecido notablemente desde la última vez que se habían visto hacía un año y medio. Los reflejos grises que le habían poblado las sienes se habían convertido en vetas plateadas, y las arrugas en torno a sus ojos se habían hecho más hondas. Por los informes que había oído, Coya sabía que todo se debía al profundo dolor que lo atormentaba.
—Pero, dime, ¿cómo estás? —preguntó al Señor Protector—. Espero que hayas tenido un viaje tranquilo.
—Tranquilísimo. Sólo lamento que nuestro encuentro deba ser tan breve.
—Ya —respondió Coya—. El Consejo khosiano debe ponerse de los nervios cuando te ausentas tanto tiempo del Escudo.
Ambos sonrieron, pues sabían que era cierto. Cuando sus ojos se encontraron, en el silencio que los unía flotaba la pregunta de qué estaba haciendo Creed allí después de todo.
—Además, me alegro de que por lo menos podamos vernos este rato —añadió Coya—. En el camarote del capitán están preparándonos una comida. Si quieres podemos trasladarnos a un lugar más cómodo y a resguardo de este viento.
Creed le respondió con una mirada que delataba que apenas si estaba acostumbrado a pensar en su propia comodidad. Echó un vistazo hacia Marsh y el resto de la tripulación, que seguía observándolos, incluido el capitán de la nave.
—Soy demasiado viejo para estar escondiéndome de un puñado de asesinos, si eso es lo que te preocupa —repuso Creed—. Disfrutemos del aire fresco mientras hablamos y luego ya comeremos. —Recorrió con la mirada a Coya, observando su cuerpo encorvado y bien abrigado para combatir el frío—. A menos, claro, que para ti sea mejor que... entremos.
—Estoy bien aquí fuera, gracias —respondió resueltamente Coya, e inclinó cortésmente la cabeza.
El gesto le causó una punzada de dolor, como siempre que hacía algún movimiento. A pesar de su relativa juventud, Coya tenía los huesos artríticos de un anciano.
—Permíteme, por favor, que por lo menos te ofrezca un poco de chee mientras hablamos.
Creed aceptó de buena gana la invitación.
En cuestión de segundos, el joven pinche de la cocina de la nave se plantó boquiabierto delante de Marsh con dos tazones de piel humeantes llenos de chee. Su mirada saltaba de la figura imponente del Señor Protector al espectáculo de Marsh metiendo un goyum en el chee para probarlo. La bolsa, del tamaño de un puño y con un solitario zarcillo colgando de ella, conservó su neutro color marrón grisáceo. Satisfecho, Marsh dio su visto bueno para que los tazones pasaran a las manos de sus destinatarios, que los recibieron agradecidos.
—¿Cómo está esa belleza que tienes por esposa? —preguntó Creed desde el otro lado de la columna de vapor.
—Está bien. Te manda recuerdos.
«Qué generoso por su parte preguntar por mi esposa cuando todavía está llorando la pérdida de la suya», pensó Coya.
—Nunca me has contado cómo la pescaste. Supongo que tuviste que recurrir al chantaje, ¿me equivoco?
—No fue necesario. Está loca por mí. Y yo la amo.
—Así que se trata de amor. En ese caso me apiado de vosotros.
La ocurrencia sarcástica de Creed arrancó media sonrisa a Coya.
—Deberías pasar una temporada con nosotros cuando las circunstancias lo permitan. Te gustaría el lugar. Rechelle se toma muchas molestias en que la casa siempre esté a rebosar de vida y de niños.
Coya temió por un momento haber hablado demasiado. Sin embargo, la respuesta afable de Creed despejó su miedo.
—Me encantaría.
Dieron sorbos a sus respectivos tazones de chee mientras contemplaban desde la barandilla el mar y la tierra que se extendían a sus pies, la costa de Minos que se deslizaba lentamente ante sus ojos según cabeceaba la nave mecida por el viento.
La ciudad de Al-Minos, el mayor Puerto Libre de las Islas Mercianas, resplandecía a la luz del sol vespertino. Alrededor de ella se extendían los brazos de la bahía, con sus playas repletas de gente y cubiertas por las nubes de cometas rojas que surcaban el cielo. La ciudad estaba de fiesta esa semana, y ni siquiera la presencia de la I Flota en su puerto, pertrechada para la batalla, había conseguido minar el espíritu festivo de la población. La esposa de Coya estaba en algún lugar allí abajo, en las calles bulliciosas, con los padres de él y la numerosa y revoltosa prole de sus hermanas; o tal vez a esas horas estarían viendo el caballo agitado en la playa de Uttico, escribiendo promesas en papelitos y devorando huevos en las mesas de banquetes comunitarias.
Coya lamentó no poder acompañarles ese día. Nada le habría gustado más que pasar la jornada con su familia y olvidarse de todo, aunque sólo fuera por un momento.
—El día del Zeziké —dijo de pronto Creed, como si acabara de fijarse en las cometas y en las playas a rebosar—. Lo había olvidado por completo.
Coya se encogió de hombros.
—Es normal. Eres khosiano.
—También lo honramos, ya lo sabes, aunque no con el mismo fervor que vosotros, los fanáticos del oeste —dijo en un tono desapasionado, aunque observaba las lejanas celebraciones con una expresión indescifrable en el rostro; con una especie de nostalgia, quizá.
Coya sólo podía hacerse una idea de cómo debían sentirse Creed y el resto de las gentes de Bar-Khos, hacinados detrás de unas murallas que eran objeto de bombardeos y de asedios permanentes, viviendo siempre al borde de la desaparición.
—Sólo estoy reprendiéndote, Marsalas. Es como si no tuvieras suficiente con lo que tienes en el plato.
El general se enderezó y se aclaró la garganta. Cuando se topó con la mirada de Coya, ambos se miraron con una expresión de extrema soledad.
—También debe de ser duro para ti. Tu pueblo debe de esperar mucho de ti, del descendiente del gran filósofo.
—Hay cargas peores.
Coya estaba ansioso por cambiar de tema, pues no se sentía cómodo hablando de su célebre antepasado con el padre espiritual de los démocras. Contempló los numerosos barcos de guerra fondeados en el puerto y volvió a pensar, aunque no necesitaba que nadie se lo recordara, en las flotas mannianas que se dirigían a su encuentro.
—Este año se cumplen los ciento diez años de la revolución —dijo Coya—. Ciento diez años desde que derrocamos al Rey Supremo y a los nobles que creían que podrían conquistarnos. Sin embargo, a veces me pregunto, cuando me siento solo y sin esperanza, si nuestro sueño sobrevivirá mucho más tiempo.
—Los Puertos Libres todavía permanecen prácticamente intactos.
—Vamos, Marsalas, eso está a punto de cambiar. Pendemos de un hilo. Los mannianos ahogan nuestras rutas comerciales con el mundo exterior, de modo que estamos condenados a morir de hambre. Zanzahar es lo único que nos mantiene vivos, así que se aprovecha para explotarnos y sacarnos todos los recursos que puede. Bar-Khos apenas aguanta en el frente oriental. Las flotas de la Liga apenas pueden mantener sus posiciones en el mar. Y nuestra resistencia colectiva nos convierte con el paso de los días en una amenaza mayor para el dominio del imperio. Por nuestra culpa el mundo se despierta todas las mañanas con el conocimiento de que hay modos de vida alternativos al impuesto por Mann. Por eso el imperio nos detesta con tanta ferocidad. Por eso no cejará hasta derrotarnos o morir en el intento... y no da la impresión de que Mann esté al borde de la desaparición.
—La historia se repite. Los grandes imperios siempre han encontrado resistencia y al final eso se ha vuelto contra ellos. Puede volver a ocurrir.
—Sí, claro. Pero incluso en ese caso, si llega a darse... me pregunto si los ideales de los démocras pervivirán, o si por el contrario será excesivo el precio que habremos de pagar por la victoria. Temo que cojamos gusto a la guerra y cultivemos la necesidad de vengarnos.
—Después de la Edad de las Espadas restablecimos la paz. Podemos volver a hacerlo.
—Restablecimos la paz porque nuestra victoria fue en sí misma un desagravio. Nuestra hambre de venganza quedó saciada porque derrocamos a los nobles. E incluso entonces la fundación de los démocras fue muy discutida. Las épocas de transición siempre están plagadas de riesgos, Marsalas.
Creed escuchaba con el semblante inexpresivo.
—Echaba de menos nuestras conversaciones —aseveró de repente.
Coya no pudo menos que compartir su sentimiento. Dio un sorbo al tazón de chee y se solazó con el suave y relajante balanceo de la nave.
—¿Qué has oído? —preguntó Creed—. ¿Sabes si ha habido movimientos en Q’os?
Coya soltó una bocanada de aliento cálido.
—Nuestros agentes no consiguen averiguar la fecha ni el lugar de la invasión. En estos momentos parece el secreto mejor guardado del imperio. Lo único que sabemos es lo que ven con sus propios ojos, que la flota para la invasión permanece anclada en el puerto de Q’os. Los buques que habían abandonado el puerto ya han sido localizados por nuestros exploradores aéreos. Ya no hay lugar a dudas: se dirigen hacia la costa occidental de los Puertos Libres. Esta mañana ha llegado otro informe que sugiere que una segunda flota podría estar acercándose por el noreste.
—Mmm...
—Sí, ésa fue también mi reacción.
El general posó en la barandilla el tazón sin soltarlo.
—Necesitamos refuerzos de la Liga, Coya. Reconozco una jugarreta en cuanto la veo. Si la flota invasora desembarca en Khos será imprescindible que tengamos los fuertes costeros guarnecidos. Tal como están ahora, no resistirían ni un soplo de viento.
—Tu delegado en la Liga sostiene lo contrario... lo sabes, ¿no? Afirma que contáis con hombres suficientes.
—¡Bah! ¿Qué esperabas de Chaskari? Es un Michinè. Ya sabes el miedo que profesan a cualquier cambio en el statu quo. Fíjate en cómo me tienen atado de manos y nos obligan a mantenernos encogidos detrás del Escudo con la esperanza de que el IV Ejército simplemente se evapore. Lo mismo ocurre con todos los Voluntarios que la Liga nos ha estado enviando estos últimos años. Los soldados viven mezclados con nuestro pueblo. La gente ve cómo son; no tienen superiores a los que rendir cuentas, no se someten a ninguna autoridad. Se pasan la vida recordando a los ciudadanos de Khos que son miembros de la Liga y que como démocras tienen los mismos derechos que todo el mundo. No dejan de repetir que los Michinè sólo están donde están porque a ellos se les ha antojado, y que son líderes con la responsabilidad de liderar, no de mandar. No debería sorprenderte que el consejo khosiano rechace mi petición de más Voluntarios. Por eso te lo pido personalmente, como un favor: envíamelos de todos modos.
—Pero, Marsalas, ¿qué más puedo hacer? Estoy atado de pies y manos por la Constitución, ya lo sabes.
—Envíamelos de todos modos. Ya nos preocuparemos de las consecuencias cuando estalle la tormenta.
—General, créeme, nada me gustaría más que enviarte ahora mismo hasta el último voluntario. A todos nos encantaría. Khos es nuestro escudo, y todos y cada uno de los ciudadanos de la Liga lo sabe, pero la Liga no puede entrometerse en los asuntos de un socio démocra, menos aún a petición de un único individuo... aunque ese individuo resulte ser nada menos que el mismísimo Señor Protector de Khos. Sólo podemos enviar refuerzos si nos lo solicita vuestro delegado. Es responsabilidad tuya hacer cambiar de opinión sobre esta materia a tu consejo.
—Ya lo he intentado, ¡maldita sea!
—Insiste entonces.
Creed clavó la mirada en el tazón que sostenía en la mano.
—¿Y qué me dices de tu gente? No sería la primera vez que interferiríais en los asuntos khosianos. Podríais volver a hacerlo.
Coya frunció el ceño.
—Eso ocurrió antes de mí, Marsalas. Y no deberíamos hablar de ello aquí. Lo siento. Ni la Liga ni nadie puede hacer más por ti en estos momentos. Debemos esperar acontecimientos.
Las palabras de Coya pusieron el punto y final a la conversación. Creed inspiró ruidosamente por la nariz y miró a Coya con una voluntad férrea. Coya le sostuvo la mirada sin pestañear; notaba cómo la tensión le agarrotaba el cuerpo y el corazón le aporreaba el pecho. El general Creed era como una flecha en pleno vuelo, y si alguien se interponía en su camino sentía físicamente la fuerza del impacto.
El Señor Protector masculló algo y apretó el puño alrededor de la barandilla. Coya se compadeció de él, aunque tuvo la sensación de que Creed estaba eludiendo el tema principal de su entrevista, el verdadero motivo que lo había llevado allí.
—Podríamos haber tratado este asunto por correspondencia —señaló Coya—. No hacía falta que hicieras este viaje personalmente.
—Ya.
Permanecieron en silencio, sacudidos por el viento. «Déjale calmarse un poco», se dijo Coya.
La aeronave giró en la dirección del viento, arrastrando consigo el mundo que los rodeaba, de modo que Minos desapareció a su izquierda y el hermoso azul cobalto del mar les inundó los ojos. En la lejanía, al este, Coya vislumbró una cadena de islas que parecían poco más que montículos rocosos y que se extendía hacia el sureste en dirección a Salina. Evocó el conjunto disperso de islas que se prolongaban más allá de Salina hasta la lejana Khos, cuya punta más occidental distaba más de seiscientos laqs de donde ahora se encontraban, el archipiélago de los Puertos Libres y de los démocras: el pueblo sin gobernantes.
Si alguien se tomaba la molestia de viajar por las Islas Mercianas a lo largo de los participos igualitarios de Minos, Coros y Salina, podía toparse con islas que habían elegido sus consejos por sorteo y que no creían en la posesión personal, o que estaban administradas por matriarcados según las viejas tradiciones, con sencillas industrias agrícolas y aranceles férreamente controlados, o con enclaves como Coraxa, donde reinaba la anarquía y personas extremadamente individualistas vivían en tribus sin reglas y en comunidades dispersas. A pesar de su lejanía, la poderosa Khos contaba con representación en la Liga, donde el último vestigio de la nobleza merciana, los Michinè, se las había arreglado para encaramarse al poder tras los convulsos años de la revolución acontecida hacía un siglo, si bien es cierto que ayudado por numerosas concesiones al pueblo y por incontables siglos de asedios e invasiones que habían creado una dependencia mutua entre los khosianos como nación y aquellos que pagaban y mantenían buena parte de sus defensas.
La variopinta fauna compuesta por los démocras de los Puertos Libres cuya entidad se fundamentaba en los sueños de un preso político fallecido hacía siglos, un filósofo cuya sangre corría por las venas de Coya sólo compartía los ideales de la constitución de la Liga; al menos los principios, si bien había diferencias a la hora de ponerlos en práctica. Además, todos formaban parte de ese experimento único del poder del pueblo. Se trataba de una especie de utopía. La perfección no existía; aun así, habían luchado por un modo de vida libre y justo, donde no tenían cabida la esclavitud ni la explotación del prójimo, y en la mayoría de las islas habían logrado aproximarse a una plasmación de esos ideales que funcionaba.
Y ahora estas especulaciones sobre una invasión retumbaban en su cabeza día y noche, una retahíla discordante y deshilvanada de preocupaciones y esperanzas que se tambaleaban. Se hacía difícil pensar en otra cosa. La misma noche anterior una pesadilla aterradora lo había despertado temblando y empapado en sudor.
En su sueño, Q’os, la capital imperial, se le aparecía convertida en un ser monstruoso que se agitaba en las entrañas de Mann. Tenía unos zarcillos que se extendían por el mundo de los humanos y se introducían hasta las profundidades de la mente de las personas dormidas, y con más ferocidad aún cuando despertaban. Desde todas partes llegaban susurros que afirmaban que la vida no era más que una competición atroz y que el valor de la existencia humana radicaba en el estatus y las posesiones materiales, ya fueran ganados o heredados; que el hombre debía alimentarse de otros hombres; que aquellos que eran libres debían ser los primeros en ser esclavizados. En su sueño, los susurros se habían propagado hasta que las personas no habían tenido más opción que creer en lo que decían y acatarlo, y lo mismo sus vecinos, y los vecinos de sus vecinos... de modo que las necesidades del monstruo palpitaban en el interior de todos ellos, y se inflaban con el poder que les conferían y se transformaban en las palabras, y así convertían en realidad lo que promulgaban... y durante ese proceso, el monstruo gorgoteaba y el mundo enloquecía y se convertía en un páramo.
Coya había despreciado y temido la tiranía de Mann durante toda su vida, y ahora esa invasión frustrante, estas flotas mannianas dirigiéndose hacia los ciudadanos de la Liga con sus intenciones de conquista le provocaban pesadillas en las horas más frías de la noche.
—Hay otro asunto del que debo hablar contigo —declaró Creed, despertando de su propio ensimismamiento—. Un asunto que sólo puedo tratar en persona.
—Dime
—Si estoy en lo correcto y los mannianos acaban invadiendo Khos en vez de Minos, la ley marcial y todo el poder que otorga caerán en mis manos. Quiero que tu pueblo en Few sepa que sólo emplearé ese poder para sus fines genuinos, para la defensa de Khos.
—En serio, Marsalas, no hablemos de ello aquí.
—¿Entonces dónde? No hay tiempo. Necesito que en Few sepan que no albergo intenciones de convertirme en un dictador.
Coya meneó la cabeza.
—Nunca se me habría pasado por la cabeza una idea así. No obstante... —Coya vaciló, con la boca abierta.
La mirada de Marsh se cruzó con la suya. La postura de su guardaespaldas había cambiado, y había adoptado un estado de alerta que le habría pasado desapercibido si no hubiera llevado con él toda la vida.
—Estoy seguro de que tus palabras serán bien recibidas —continuó mientras Creed desviaba la mirada en la dirección de su interlocutor. Ambos miraron a Marsh, cuyas manos se introducían bajo el largo abrigo marrón de piel para coger algo que llevaba en la parte baja de la espalda—. No tienes por qué preocuparte por nosotros, créeme. Eres lo suficientemente inteligente como para no permitir que el poder te corrompa... Además, conoces perfectamente las consecuencias que acarrearía...
Coya parpadeó sorprendido cuando vio que Marsh levantaba la pistola y apuntaba hacia la tripulación.
El restallido del disparo retiñó en sus oídos y se quedó mirando estupefacto a su guardaespaldas, que permanecía inmóvil, como un duelista, con la pierna derecha adelantada afirmada en el suelo y con la otra mano todavía oculta bajo el abrigo mientras el viento disipaba la columna de humo que salía de la boca del cañón. Coya siguió la trayectoria que había trazado el disparo y su mirada se posó en un hombre que se tambaleaba hacia atrás por la cubierta mientras los miembros de la tripulación que lo rodeaban daban gritos de sorpresa o se lanzaban en busca de resguardo. La víctima era un monje, uno de los dos que habían subido a bordo para bendecir el venerable acontecimiento del encuentro entre Coya y Creed.
Otro disparo sonó en las proximidades, lo suficientemente atronador como para que le diera un vuelco el corazón. Creed gritó algo mientras pasaban fragmentos de escombros silbando por su lado.
Una nube de humo negro atravesó el tramo de barandilla junto al que estaban ambos. Pero antes de que la humareda los envolviera por completo, Coya tuvo tiempo de ver que otro monje se abalanzaba sobre ellos con un objeto esférico y negro en la mano, y que Marsh sacaba otra pistola de debajo del abrigo y disparaba. A continuación, Coya se encontró despatarrado sobre la cubierta, con la sensación de que un peso descomunal lo apretaba contra el suelo, y entonces otra explosión intentó extraerle los órganos.
Cuando el humo se disipó, Marsh seguía en el mismo sitio, ahora empuñando únicamente un cuchillo, y se volvió para seguir con la mirada el salto mortal que realizó el monje por encima de la barandilla.
Coya jadeaba mientras el monje desaparecía de su vista.
—¿Estás bien? —preguntó Creed, dándole unas palmaditas antes de ayudarle a levantarse.
—Sí —respondió cuando recobró la voz—. Estoy bien, creo —añadió, encorvándose torpemente para recuperar el bastón—. ¿Y tú? —inquirió, apoyándose en el bastón y levantando la mirada hacia el general—. Estás sangrando por la cabeza.
Creed se frotó el rasguño carmesí. Arrugó la frente y se asomó por la barandilla. Coya también sintió curiosidad.
Debajo, a una considerable distancia, una bóveda blanca descendía hacia la superficie del mar. El viento la empujó en dirección a la costa y Coya pudo distinguir suspendido de ella al monje, con su inconfundible atuendo de un vivo color naranja.
Creed meneó la cabeza en un gesto evidente de fascinación.
—Estos diplomáticos... Cada vez están más locos.
LA CASA DE LA CALLE TEMPO
Yacían despatarrados sobre el lecho empapado como un par de mártires, sudados y jadeantes, todavía con los gritos retiñendo en sus oídos y con los cuerpos brillantes alcanzados por la luz que se colaba por las viejas cortinas de encaje de la ventana abierta.
Bahn parpadeó para ver mejor. Las motas de polvo ejecutaban una especie de coreografía en el aire encima de la cama, zarandeadas por la agitación frenética de la última hora.
—Hacemos demasiado ruido —masculló ella a su lado, aunque su tono que no revelaba excesiva preocupación.
En ese mismo momento, el llanto de un niño traspasaba los delgados listones de madera del suelo y un murmullo de voces llegaba desde el otro lado de la aún más delgada pared que se levantaba detrás de sus cabezas.
Bahn sólo era capaz de jadear mientras esperaba a que el corazón dejara de martillearle el pecho. Estaba asándose, y con los pies se liberó de la sábana que se le había enrollado a los tobillos. Se secó la cara, cubierta por una barba de tres días, y cayó en la cuenta de que había olvidado afeitarse aquella mañana.
La habitación no era mayor que un armario, con un techo abuhardillado con vigas demasiado bajo para que un hombre pudiera estar completamente erguido. Apestaba a humedad, a sexo y al humo especiado que despedía un incensario colocado bajo la ventana abierta. En Bar-Khos ese tipo de áticos recibían el nombre de «perchas»; refugio de prostitutas y de chulos o de quienes se escondían de la ley.
Bahn se volvió hacia la muchacha, que giraba pegada a su costado y posaba una mano sobre su barriga; tenía la piel suave como la seda y los pechos menudos enrojecidos como la tez, y Bahn permaneció disfrutando de la sensación de tenerlos apretados contra el torso mientras el suave hilito de su voz cantarina remoloneaba en sus oídos.
—En realidad eres tú quien hace demasiado ruido —le reprendió ella con su acento lagosiano, y su mano descendió hasta más allá del vientre de Bahn y le acarició el pubis velloso con las uñas pintadas.
—Pues tú tampoco eres muda —replicó él, mientras sentía cómo se le endurecía el escroto bajo la exploración exhaustiva de sus uñas. ¡Por todos los santos, se estaba excitando otra vez! No se cansaba de aquella chica.
Bahn se preguntó distraídamente si no llevaría esos últimos días y semanas poseído por un espíritu; uno de esos demonios que se apoderaban de las vidas y las abocaban de cabeza a la tragedia con sus apetitos insaciables.
«Ojalá creyera en esas cosas», concluyó con su habitual lógica. Sabía que sólo podía culparse a sí mismo de aquella debilidad. Pensó en Marlee, su esposa, y empezó a sentir el acostumbrado hormigueo de culpabilidad en el estómago, unas náuseas que lo acompañarían el resto del día. Suspiró hondo.
La muchacha que yacía a su lado ya conocía el significado de aquel suspiro y retiró la mano para no importunarle. Acurrucó la cabeza contra su hombro y fijó sus ojos azules en las vigas inclinadas del techo. Bahn contempló las puntas del pelo teñido del color de la miel de la muchacha que se erizaban al contacto con su piel.
—Me costó reconocerte —dijo Bahn.
La muchacha levantó esos ojos que todavía le resultaban cautivadores.
—Por el pelo —explicó Bahn, sacudiendo la cabeza hacia la cresta de pelo erecto que le recorría el centro de la cabeza como el penacho de reclamo de un ave de la jungla. El olor de la cera que lo embadurnaba y lo mantenía tieso le asaltaba la nariz—. Pareces uno de esos tuchonis nómadas.
—¿No te gusta? Es obra de Meqa. Es medio tuchoni, o al menos eso dice ella.
—No me disgusta. No se puede negar que es... exótico.
Sin embargo, Bahn no pudo evitar recordar la primera vez que había puesto sus ojos en ella, cuando la había visto en una esquina con el resto de las mujeres de la calle del barrio de los Barberos, bajo una lluvia fina que le había aplastado los mechones cortos y los tirabuzones contra el cuero cabelludo.
—Es sólo que como lo llevabas antes me parecía que quedaba bien con tu nombre.
—Conservo los rizos —ronroneó ella, retorciéndose un mechón con el dedo y lanzándole una mirada a través de las pestañas.
—Basta —espetó Bahn.
—¿Qué pasa?
Bahn permaneció en silencio unos segundos.
—¿Por qué no nos quedamos tumbados un rato como dos personas que simplemente comparten una habitación? Te pagaré igual.
Ella sonrió, ofreciéndole la primera sonrisa franca desde que se conocían.
—Eso es fácil —aseveró la muchacha.
La joven se apretó contra el brazo de Bahn, frunció la boca, sopló a una partícula brillante de polvo para alejarla de su cara y la siguió con la mirada. Bahn la imitó inconscientemente, y siguió el viaje de la partícula por la nube de motitas que poblaban el aire de la habitación.
La mota sobrevoló una pila de ropa doblada y encajada entre la cama y la pared, hasta que finalmente desapareció entre las hojas de una jubba que había en un tiesto de madera astillada y que exhibía una solitaria flor tardía. Poner plantas en macetas y meterlas en casa era una costumbre lagosiana que había proliferado en la ciudad desde que había empezado el flujo constante de refugiados procedentes de Lagos. Incluso Marlee había empezado a hacerlo.
Un cuervo pasó batiendo las alas y emitiendo sus espantosos graznidos por delante de la ventana. Bahn permaneció largo rato con la mirada perdida a través de las cortinas de encaje, contemplando la exigua vista que ofrecía la ventana, con los edificios residenciales en construcción al otro lado de los patios y de las áreas verdes comunes y las grúas y los andamios asomando bajo la losa azul del cielo. Volvió a oírse la voz del otro lado de la pared de papel; era Meqa, discutiendo la tarifa con un cliente. El niño del piso inferior no dejaba de chillar.
Los quince niños formaban una tribu gobernada únicamente por su madre, Rosa, la dueña de la casa, que en realidad sólo era la madre de dos de ellos. El caso era que Rosa era una viuda de mediana edad y de buen corazón que no podía evitar hacerse cargo de todos los niños famélicos que se encontraba. Los niños no parecían enterarse de que había hombres subiendo por las viejas escaleras traseras a todas horas. Bahn había ido allí un puñado de veces y los niños únicamente le habían dirigido un par de miradas fugaces, pues estaban demasiado ocupados chillando en el estercolero del patio trasero, peleándose con los gusanos y dando gritos de júbilo cada vez que partían a uno por la mitad.
Eso bastó para que Bahn pensara en su hijo y en su niñita; sin embargo, los desterró de su mente rápidamente, antes de que pudieran ganar consistencia.
—No se oye nada —dijo la muchacha.
Se refería a los cañones del Escudo, situado a medio laq al sur.
Bahn asintió. Los cañones mannianos llevaban más de una semana callados. Se decía que se había declarado un período de duelo en todo el imperio por la muerte del hijo de la matriarca. Los cañones de Bar-Khos habían seguido su ejemplo, aunque en su caso por pura necesidad de ahorro de pólvora.
—Ocurrió lo mismo hace diez años —dijo en un tono nostálgico—, antes del asedio y de la guerra. Forman parte del ruido cotidiano de la ciudad. —Bahn suspiró de nuevo—. Me pregunto si alguna vez volverá a ser lo mismo.
—Pareces preocupado —dijo la muchacha, mirándolo con los ojos entornados—. ¿Sabes algo?
Bahn sintió una breve opresión en el pecho que le agarrotó los músculos alrededor del corazón. En su mente apareció un resplandor lejano de fuego, como de ciudades ardiendo.
—No —mintió—.Y si lo supiera no podría contártelo. —Bahn le estrujó el hombro y trató de aligerar la opresión del pecho respirando hondo—.Tengo demasiadas cosas en la cabeza. Eso es todo.
Ella no insistió y posó la cabeza sobre su pecho palpitante.
—No deberías preocuparte tanto —masculló ella.
—¿Por qué lo dices?
—Porque siempre andas preocupado como una vieja. Piensas demasiado.
Ella levantó la cabeza de su torso para darle un par de golpecitos en la sien izquierda.
Una sonrisa forzada apareció en los labios de Bahn.
—Mi madre es igual. Siempre está preocupada por algo.
Ella asintió comprensiva.
Bahn contempló de arriba abajo el cuerpo relajado de la muchacha apretado contra el suyo; tenía una ligera sombra carmesí alrededor de los orificios de la nariz, causada por la inhalación de escoria, y un moratón en el cuello exactamente del mismo tamaño que los labios de él. Había vuelto a ser brusco con ella.
Se preguntó cuándo le habría dado un mordisco lascivo como aquel a Marlee, y se respondió que antes de que naciera el niño; antes de la guerra, cuando eran unos jóvenes despreocupados.
Recorrió con un dedo la piel suave del hombro de la muchacha. «De todas maneras seguirá atormentándome este sentimiento de culpa», se dijo, y sin previo aviso se colocó encima de ella.
La muchacha lo miró con un brillo de sorpresa en los ojos que se esfumó sustituido por una expresión indescifrable en cuanto él se inclinó para besarla en el cuello.
«Está perdiendo la cabeza», se dijo Curl para sus adentros cuando Bahn se fue y el retumbo de sus botas desapareció al final de las escaleras. Ya lo había visto en otros soldados de la ciudad traumatizados por el asedio: hombres a punto de estallar y de arrasar con la gente que los rodeaba, que buscaban una salida en medio de aquel baño de sangre y de gritos. Había comprobado que siempre les ocurría a los más bruscos. Aun así Bahn no era malo con ella, si acaso exhibía una pasión animal, como si en esas breves horas sólo necesitara evadirse de las circunstancias que rodeaban su vida cotidiana.
Un suicida en potencia, quizá; un simple caso de locura.
Sin embargo, no le había gustado el miedo que había detectado en su voz cuando había hablado sobre el silencio de los cañones. Se había comportado como si estuviera condenado; como si todos lo estuvieran. Ella no tenía ninguna necesidad de oír ese tipo de cosas; que compartiera esas preocupaciones con su esposa, cuyo nombre seguía gritando en los momentos más tórridos.
Se levantó y deslizó el dinero en el monedero, escondido en la maceta de la jubba. En él guardaba un puñado de monedas de plata y unas cuantas más de cobre. No era demasiado para todo lo que trabajaba. La escasez de comida en la ciudad seguía creciendo, y los precios no dejaban de subir, de modo que Rosa se veía obligada a aumentar la contribución para la comida, y ella tenía problemas para reunir incluso esa pequeña suma semanal.
Vertió agua de una jarra en una palangana de arcilla y permaneció de pie, desnuda sobre una toalla de algodón que extendió sobre el escaso espacio libre que había en el suelo delante del perchero, y se lavó con una pastilla de jabón con aroma a manzana. El humo del incensario se arremolinaba alrededor de su cuerpo y ocultaba el tufo que había quedado en la habitación tras la visita de Bahn. Aun así el ambiente seguía cargado, y la tristeza y el ánimo alicaído de Bahn perduraban en el silencio.
Canturreó algo de su infancia y recuperó la posesión de su habitación.
Una brisa fría entró por la ventana abierta y se le puso la carne de gallina. Se secó rápidamente y se echó un poco de zumo de limón sobre las piernas, que continuaban sufriendo las picaduras de las pulgas. Se arregló el pelo frente al espejo de plata roto apoyado contra el lavamanos y se enfundó la túnica de algodón que se ponía cuando no trabajaba. Luego, sin dejar de canturrear, volvió a colocarse el amuleto de madera alrededor del cuello y escuchó los gritos de Rosa, que perseguía a los niños por la cocina.
Rosa alquilaba las habitaciones de los pisos superiores para poder alimentar y vestir a su tribu de golfillos caprichosos. Cuando menos era curiosa aquella combinación: aquel mundo infantil, con sus travesuras y sus berrinches, y las sórdidas sesiones de las mujeres que trabajaban en las diminutas habitaciones de los pisos superiores, las vidas fantasmagóricas de los adictos a la escoria y la leve locura de los ermitaños urbanos y de los artistas de voluntad inquebrantable. Sin embargo, por algún motivo funcionaba, tal vez porque no había más remedio. Rosa mantenía la renta lo más baja que podía y se esforzaba por que todo el mundo se sintiera parte de una gran familia. En contra de todas las expectativas, en la casa se convivía en una ambiente cordial, se respiraba un aroma a hogar.
LAS RECOMPENSAS DE LA VIDA
Esa mañana sentía que la cabeza le iba a estallar y mascaba una hoja de stevia mientras deambulaba entre los prósperos puestos de la plaza del mercado de Q’os, escudriñando entre los pliegues de la capucha húmeda bajo aquella llovizna tan fina que caía variando continuamente de dirección.
Las campanas de los templos vecinos anunciaban el cambio de hora con sus tañidos estridentes, que sonaban amplificados por las varias semanas de letargo que habían vivido. Desde la cercana Serpentina llegaban los cantos matinales de los peregrinos que se dirigían en masa hacia La plaza de la Libertad, en un acto de conmemoración del primer día de las celebraciones retrasadas del Augere el Mann una vez que había finalizado el período de duelo.
Ash todavía no sabía qué estaba haciendo allí, arriesgando el pellejo a plena luz del día por un trozo de pan. Simplemente había sentido el impulso de salir al ver las calles tan atiborradas de gente, y nada le había hecho desistir de esa idea inicial; así que allí estaba, abriéndose paso entre la aglomeración de vendedores, con la cara cubierta con un pañuelo y la capucha justo por encima de los ojos, guiado por el aroma del puesto de pan más cercano.
Las tripas le rugían mientras hacía cola en el concurrido tenderete de un panadero. La lluvia seguía cayendo del cielo plomizo, y el agua goteaba del toldo y tamborileaba en su espalda. Ash paseó la mirada por las fachadas que rodeaban la plaza del mercado y se detuvo para examinar las entradas situadas en cada lado y a la pareja de auxiliares que recorría con paso resuelto los puestos, girando sus bastones y buscando una excusa para utilizarlos.
«No debería estar aquí a plena luz del día —dijo para sus adentros dirigiéndose a su estómago—. Es una temeridad incluso para mí.»
Se abrió un hueco delante de él y Ash se apresuró a ocuparlo con el monedero en la mano.
—¿Sí? —le preguntó uno de los muchachos con delantal desde el otro lado del mostrador.
—Tres con semillas. Los más grandes. Y algo para llevarlos.
El muchacho metió los panes en una bolsa de rejilla de cáñamo y la tendió hacia Ash.
—Una maravilla y media. Más un cuarto por la bolsa. En total, una y tres cuartos.
El precio era desorbitado, sin duda como consecuencia de las celebraciones y de la afluencia de peregrinos. No obstante, Ash le dio dos maravillas y agarró la bolsa que le ofrecía.
—Eso sumará un cuarto de maravilla extra.
—¿Por qué?
—Por necesitar cambio.
Ash sintió en la espalda los empujones de la gente que intentaba llegar al mostrador y, sin volverse, devolvió los empellones para recuperar el centímetro de espacio que había perdido.
—¿Estás diciéndome que tengo que pagarte un cuarto para que me des mi cuarto de cambio?
—Yo no invento las reglas —replicó el muchacho con impaciencia, con la atención puesta ya en el siguiente cliente.
Ash suspiró hondo. Hizo un gesto desdeñoso con la mano y se abrió paso para alejarse del puesto antes de perder por completo los estribos. Emprendió el camino de regreso por donde había venido, pero divisó a dos auxiliares que se acercaban en su dirección y dio media vuelta para enfilar hacia la entrada que había en el lado opuesto de la plaza, con el solo deseo de estar ya en su aislada azotea, donde podría disfrutar del desayuno con la única compañía de sí mismo.
«¡Ken-dai! —oyó Ash que gritaba alguien y se detuvo en seco—. ¡Ho, ken-dai!»
Se volvió con brusquedad y al punto divisó un rostro de color que sobresalía del mar de cabezas de la gente apenas a una docena de pasos de él. Era un compatriota de Honshu.
El hombre lo miraba desde la atalaya del palanquín que portaban dos esclavos musculosos. Estaba sentado y llevaba un pañuelo perfumado apretado contra la nariz como si fuera una flor blanca. Cuando sus miradas se encontraron, el hombre lo saludó con la mano. Ash miró a su alrededor y se alzó el pañuelo por encima de la nariz sin apartar la mirada del hombre, que descendía del palanquín. Los dos hombres que formaban su escolta ya le despejaban el camino a base de empujones.
—¡Ken-dai! —repitió el hombre en la lengua nativa de Honshu.
Los portadores abrieron una sombrilla que sostuvieron sobre su cabeza.
Ash le respondió con un gesto seco con la cabeza.
—Hace bien moviéndose así por la ciudad. Están arrestando a muchos compatriotas para interrogarlos.
Ash permaneció callado y se produjo un instante de silencio incómodo entre ambos. El desconocido era de una edad parecida a la de Ash e iba ataviado con delicadas ropas de seda de Honshu. Tenía algo de sobrepeso, y Ash no pudo evitar fijarse en los numerosos anillos de oro y diamantes que adornaban sus dedos. Debía de tratarse de un comerciante de seda que había llegado al Midères atraído por la moda de la seda mucho tiempo atrás. O tal vez era un refugiado político.
—¿Cómo van las cosas por nuestra vieja patria? —preguntó el comerciante con la esperanza evidente de que Ash lo supiera.
—No podría decirle —confesó Ash—. Hace muchos años que no pongo el pie allí.
El comerciante hizo un gesto de asentimiento harto significativo.
—Sí, un viaje así sólo puede hacerse una vez en la vida. No entiendo cómo lo hacen esos marineros, yendo y viniendo continuamente, jugándose la vida de esa manera.
Olisqueó el aire bajo el paraguas y volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. Ash se fijó entonces en el tatuaje que llevaba en la muñeca izquierda: un círculo con un ojo en el interior.
—¿Estuvo en el Ejército Popular? —espetó Ash.
El comerciante se percató del objeto de atención de Ash y dejó caer la mano como llevado por un sentimiento de culpa.
—¿Qué interés puede tener usted en eso?
Ash repasó la espléndida ropa y las joyas que lucía el comerciante. Miró después al esclavo que sujetaba el paraguas, con el pelo lacio por la lluvia, y al otro portador, que se había quedado junto al palanquín y permanecía con los ojos clavados en el suelo. Finalmente examinó a los dos matones armados, dispuestos a hacer lo que al comerciante se le antojara a cambio de su dinero.
—Sí que ha caído bajo —gruñó Ash arrastrando las palabras.
—¡Apresadle! —bramó el comerciante.
Sin embargo, Ash ya había salido corriendo, abriéndose paso entre la multitud en dirección a la salida. «¡Traédmelo!», oyó gritar al hombre, pero para entonces ya enfilaba disparado por un espacio despejado entre los puestos, con la bolsa del pan oscilando en su mano y dejando una estela de gente increpándolo.
Fue aminorando la carrera a medida que se acercaba a la salida, y se detuvo por completo cuando se encontró atrapado por el Peaje del Ladrón que la bloqueaba: una hilera de torniquetes metidos en una especie de jaulas y con ranuras para monedas de un cuarto.
Ash se peleaba con su monedero cuando uno de los guardaespaldas intentó agarrarlo a través de los barrotes que lo mantenían encerrado, pero el tipo no lo alcanzó y se puso a sacudir los barrotes furioso e impotente.
El otro matón se metió en el torniquete de al lado y se hurgó frenéticamente en la ropa buscando una moneda. Entretanto, la mano de su colega culebreaba a través de la verja con la intención de apresar la capucha de Ash.
Ash introdujo una moneda de una maravilla en la ranura y no se sorprendió de que se la aceptara. Por fin libre, pasó el torniquete y se adentró en la Serpentina.
Hasta donde alcanzaba la vista, la vía estaba atestada de procesiones de peregrinos ataviados con túnicas rojas. Al otro lado de la calle empezaba el barrio antiguo del distrito, con su laberinto de callejones y sus sólidos edificios inclinados de piedra. Ash se zambulló de cabeza en las procesiones y fue zigzagueando entre los peregrinos para tratar de llegar al otro lado. Vio de refilón a un hombre y a una mujer con los ojos llorosos que se fustigaban la espalda y el pecho con frenesí; otros, que exhibían las mejillas ensartadas con unos pinchos, salmodiaban con una expresión enajenada y de éxtasis en el rostro.
Por fin consiguió llegar al otro lado y se introdujo corriendo en un angosto callejón justo cuando el par de matones emergía de la procesión pisándole los talones.
—¡Abran paso! —gritó apresurándose.
Se deslizó entre ciudadanos y turistas peregrinos que regateaban con los vendedores de baratijas y las putas mientras trataba de escabullirse por la red de pasadizos y placitas que componía las entrañas del distrito antiguo.
Los tipos que lo perseguían eran rápidos, e incluso con sus botas y sus petos de piel le seguían el ritmo por las losas del suelo y los pasadizos, rozando los muros con los hombros y respirando de un modo que daba a entender que, llegado el caso, podían seguir así todo el día.
Ash estaba planteándose acelerar un poco más el ritmo cuando vio ante sí la entrada despejada de un callejón y se decidió por una opción menos exigente.
Se llevó la mano a la espada que escondía bajo la capa y la desenfundó en cuanto salió del pasadizo.
Dos pasos después se había detenido y había girado sobre la parte anterior de la planta de un pie, había afirmado el otro delante —de modo que el cuerpo le quedaba inclinado— y apuntaba con la espada al frente, con el brazo estirado.
En el último momento corrigió una pizca la posición de la punta y entonces el primer guardaespaldas emergió corriendo del callejón y se ensartó en la hoja. Ash retrocedió un paso impelido por la fuerza del impacto. Ambos gruñeron. En ese preciso momento el segundo matón embistió al primero, y su cuerpo también quedó atravesado por la hoja que sobresalía de la espalda de su compañero.
Ash se enderezó sin aflojar la mano de la empuñadura. Sus perseguidores torcieron el gesto sudoroso y trataron de sacar el cuerpo de la espada mientras Ash examinaba sus heridas. El primer matón lo miró y luego bajó los ojos al acero hundido en su costado.
—He evitado los órganos vitales —les dijo—. Limpiaos las heridas y sobreviviréis.
Sacó la hoja sin previo aviso y los matones se derrumbaron sobre las rodillas, apretándose el costado con las manos. La gente de alrededor miraba asombrada la escena.
Ash limpió la sangre de la hoja en la espalda de uno de los guardaespaldas, recogió la bolsa de pan y se alejó a media carrera.
Ché regresó a su casa con paso resuelto, embargado por una sensación de ligereza y con el regusto de la Leche Real todavía en la lengua. El cuerpo le palpitaba con la energía de un manantial.
Su nuevo y exclusivo apartamento estaba ubicado en la zona sur del distrito Templo, que se extendía alrededor del Templo de los Suspiros, cuyas torres puntiagudas sobresalían entre las mansiones sacerdotales, los bloques de apartamentos y los recargados edificios de los negocios de entretenimiento.
El diplomático caminaba bajo la lluvia constante, escuchando el canto de los pájaros en los parques y los jardines de las azoteas, mientras se preguntaba si estarían celebrando el regreso de la vida a las calles de la ciudad coincidiendo con el primer día del Augere. Los niños observaban el trajín de peregrinos con túnicas rojas que recorrían las calles salmodiando en procesión, y contemplaban con los ojos abiertos como platos el crisol de razas que convivían en el imperio, pues de todas ellas habían acudido infinidad de representantes para la celebración del quincuagésimo aniversario del ascenso al poder de los mannianos.
Cuando Ché llegó al apartamento ya estaba allí Bigotes, limpiando las habitaciones vacías con su habitual meticulosidad. A Ché le asaltó un sentimiento momentáneo de afecto cuando vio a la mujer. En unas pocas semanas se había convertido en un agradecido elemento de estabilidad en su dispersa vida.
—Parto mañana por la mañana —anunció a la esclava, a pesar de que no podía oírle, ya que la habían dejado sorda con aceite hirviendo en algún momento de su cautividad—. Bigotes —añadió, agitando una mano para capturar su atención—, todo eso que estás haciendo es innecesario.
La mujer, sin embargo, continuó limpiando la estantería sin hacerle caso.
Ché bajó la mirada hacia la pizarra que colgaba del pecho de la criada y que oscilaba junto con un trozo de tiza atado a un cordel cuando Bigotes se inclinaba hacia delante.
Había renunciado a utilizar la pizarra para comunicarse con ella, sobre todo porque la misma Bigotes se negaba a usarla, como si prefiriera llevarla colgando inútilmente como si se tratara de una prueba acusatoria de todos los tormentos que le habían infligido. Ché prefería hablar con ella, y no abandonaba la esperanza de establecer algún tipo de comunicación entre ambos.
Además, a Ché le gustaba oír alguna voz que rompiera el silencio habitual que reinaba en su apartamento, aunque fuera la suya propia.
Enfiló hacia su dormitorio y se quedó mirando la cama doble con la colcha de seda granate, elegida con gusto exquisito para que combinara con los pálidos tonos dorados del papel de la pared. Todavía estaba demasiado alterado por la Leche Real y los acontecimientos de la noche anterior como para echarse a dormir, así que se cambió la túnica por una más holgada, se puso unos pantalones y unos zapatos de piel dúctil y se ató fuerte los cordones.
—¡Voy a salir a correr! —gritó de camino a la puerta.
Ché enfiló por la amplia avenida arbolada de la Serpentina. Corría con los ritmos de la ciudad palpitándole en los oídos: los cuernos que hacían sonar los sacerdotes locales desde lo alto de sus templos, los gritos de los comerciantes ambulantes y de los vendedores callejeros que pregonaban sus mercancías, y las canciones lúgubres de los esclavos. La gente se volvía para mirarlo a su paso o se apartaba para dejarle libre el camino, hechizados por el simple espectáculo de ver a un hombre corriendo por las calles. Llevaba la piel cubierta de gotas de sudor y de lluvia. Con cada zancada notaba cómo se le despejaba la mente y desaparecían todos los pensamientos que no le habían dado un momento de respiro últimamente; una clarividencia que buscaba ahora aún con más ahínco. Continuó esquivando carros y gente, con los pies ligeros y una sensación de libertad.
Su ruta habitual consistía en un circuito por las calles al este de su apartamento, una zona embellecida por el verdor de los parques. Giró a la izquierda del teatro Getti y siguió por un bulevar junto a los Jardines del Ahogado, donde las frondas verdes de los árboles y de los arbustos que vislumbraba a través de la reja de hierro contrastaban con las túnicas rojas de los peregrinos que se encontraban en su interior. En la calle, los ojos se le escapaban hacia los retratos de la Santa Matriarca, que ocupaban fachadas enteras de los edificios, y hacia los anuncios de restaurantes, urbanizaciones, bebidas alcohólicas y comida. Ché trató de no prestar atención a sus sencillos mensajes; las imágenes, sin embargo —rostros satisfechos que rebosaban felicidad y lucían dentaduras blanquísimas—, se sucedían y quedaban grabadas en su retina.
Al final del bulevar empezaba la calle de la Alegría, y junto a ella se encontraba el templo de Sentiate de su madre. Ché había evitado pensar en ella últimamente, pues se sentía incapaz de acercarse a visitarla. No quería que le recordaran lo que ella representaba en su vida ni el papel que desempeñaba su progenitora en la orden. Cuando vio la torre del templo alzándose imponente frente a él, con sus banderas escarlata izadas para informar de que el negocio estaba abierto, su ánimo empezó a decaer junto con el ritmo de su carrera.
Antes de llegar a la calle de la Alegría torció y entró en los Jardines del Ahogado.
Siguió por una senda pavimentada que atravesaba el césped cuidadosamente cortado. Los días más cálidos del verano corría por aquel parque de estanques cristalinos y sombras quebradas para huir del calor bochornoso de las calles. Ese día, sin embargo, se dio cuenta de que había sido un error acercarse allí, pues los peregrinos se habían tomado al pie de la letra lo del «ahogado».
Ché pasó junto a los estanques con las orillas atestadas de peregrinos arrodillados y con la cabeza sumergida en el agua. De vez en cuando estallaba una burbuja en la superficie, y algunos peregrinos agitaban los brazos frenéticamente mientras se obligaban a permanecer con la cabeza metida en el agua; los que ponían más empeño se habían atado las manos a la espalda con cinturones de piel. Esquivó a un grupo de sacerdotes de la orden Selarus; estaban arrodillados sobre unos cuerpos tendidos: les bombeaban el agua de los pulmones, les hacían la respiración boca a boca y los abofeteaban para reanimarlos. Un par de sacerdotes retiraba en ese momento el cuerpo tieso de un peregrino.
Apretó la marcha y su respiración se aceleró. Delante de él había una congregación de peregrinos bailando, tan compacta que no vio la manera de pasar a través de ellos. Y tampoco estaba de humor para detenerse.
Con una sonrisa feroz en los labios, agachó la cabeza y cargó contra la multitud a toda velocidad, haciéndose un hueco entre los hombres y las mujeres a base de empujones. Se abrió paso como un toro, embistiendo a la masa de peregrinos, que daban con sus huesos en el suelo o salían tras él increpándole montados en cólera.
Emergió sin aire por el otro lado de la muchedumbre. Tenía la frente empapada, y cuando se pasó la mano por ella los dedos se le tiñeron de rojo.
Siguió corriendo. La lluvia le limpiaba la sangre, cuyo sabor se mezclaba en su boca con el resabio de la Leche Real.
Cuando regresó a casa se dio cuenta de que había olvidado coger monedas para entrar en el edificio. Maldijo su mala memoria y empujó las puertas en vano, pero entonces se abrieron desde dentro —un vecino que salía— y Ché se escabulló dentro.
Subió a la carrera la escalera y entró en su apartamento. Bigotes estaba cruzando la estancia en ese momento y le lanzó una mirada con su gesto adusto. Se oía un silbido detrás de ella.
—Justo a tiempo —dijo, pasando junto a la mujer.
Se desnudó de camino al cuarto de baño, de donde surgía aquella cantinela estridente.
Bigotes lo adelantó apresuradamente y cuando Ché entró en el cuarto de baño atestado de vapor, ella ya estaba apagando las llamas de gas bajo una gran olla de cobre con una tapa ajustada herméticamente. De la válvula de la tapa salía disparado un chorro de vapor, que rápidamente perdió fuerza cuando Bigotes abrió una espita situada en la parte inferior de la olla y el agua caliente comenzó a caer en la bañera de azulejos.
Desnudo, todavía eufórico, Ché le pellizcó las caderas mientras se movía a su alrededor y respondió con una sonrisa fugaz al gesto ceñudo que ella le dedicó con su rostro bigotudo.
—No te merezco —aseveró, mientras se introducía en los escasos centímetros de agua de la bañera, que se iba llenando lentamente. Se tumbó y suspiró.
Bigotes lo miró con desdén.
Ché cerró los ojos mientras su cuerpo iba ganando en ligereza sumergido en el agua. La agradable sensación de calor se propagaba por su piel. Oyó que la mujer se arremangaba y se arrodillaba a su lado. Ché exhaló un largo suspiro mientras ella le frotaba el cuerpo con una áspera manopla de zapa de tiburón y le aplicaba el bálsamo que su madre había insistido en que se llevara para su piel maltrecha. Bigotes se detenía metódicamente en los sarpullidos que le cubrían el cuerpo, y él respondía con un gruñido a aquella sensación rayana en el placer sexual que le provocaba el alivio de sus constantes picores.
«Esta vida tiene sus recompensas», pensó Ché distraídamente. Y una de ellas era un baño caliente a diario si así lo deseaba; no era moco de pavo en un mundo en el que la gente podía dar gracias por lavarse con una palangana con agua fría y resina de copal como jabón.
«Estás ablandándote», se reprendió, y se preguntó si Shebec, su viejo maestro roshun, estaría pensando en él, si aún seguiría vivo para poder verlo.
Bigotes le limpió el diminuto corte en la frente sin dirigirle un gesto o una mirada inquisitiva y, cuando acabó, se enjuagó las manos y le dejó que disfrutara de su baño en soledad. Ché conservaba la serenidad que le había proporcionado el ejercicio. Se apretó la manopla empapada contra la cara y respiró a través de ella, vencido por un cansancio repentino. Los efectos de la Leche Real finalmente habían desaparecido; tal vez expulsados de su organismo a través del sudor.
Bostezó. Sabía que no tardaría en dormirse. Su mente erraba como el vaho por el espacio del cuarto de baño, y Ché le permitió demorarse en los sucesos insólitos de la noche que llegaba a su fin y en las conjeturas de lo que le aguardaba a la mañana siguiente.
«Mañana parto hacia la guerra —concluyó con una sobriedad súbita—. Hacia la guerra.»
Había una carta esperándolo sobre la mesa enfrente de la puerta cuando salió de la bañera. Bigotes ya se había marchado de regreso a los aposentos de los esclavos, situados en el sótano del edificio.
Ché tenía aversión a las cartas; sólo portaban malas noticias o eran un mero instrumento para recordarle sus responsabilidades. Aun así, la cogió y la abrió.
Espero que te vaya bien el nuevo ungüento. Ven a verme, hijo. Te echo de menos. Por favor, ven.
Su madre: la correa que utilizaban para asegurarse su lealtad a la orden.
Ché sostuvo un rato la carta en las manos sin saber muy bien qué hacer con ella. Al cabo abrió el cajón de la mesa, sacó una hoja de papel en blanco, la pluma y el tintero, y escribió poniendo suma atención en la caligrafía:
Querida madre:
Por la mañana he de partir con la flota. No, no sé cuánto tiempo pasaré fuera. Pensaré en ti, como siempre.
Tu hijo.
Sopló la tinta hasta secarla, dobló la hoja con cuidado y garabateó las instrucciones para que fuera entregada a su madre en el templo de Sentiate. Luego la dejó donde sabía que Bigotes la vería.
Se le pasó por la cabeza enviar una invitación a Perl o a Shale, o incluso a las dos, pero ambas acudirían con ganas de consumir drogas del placer y de que él se les uniera en sus vicios, y a Ché no le apetecía tomar drogas esa noche; en realidad casi nunca le apetecía tomarlas, pues no le gustaba visitar los lugares donde solía transportarle su mente en esos estados alterados de la conciencia.
No. Mejor se quedaría en casa para estar fresco y despejado por la mañana. Además, un poco de tranquilidad era un lujo en sí, de modo que más le valía disfrutar de ella mientras tuviera ocasión.
Desempolvó la mochila de piel y se puso a hacer la maleta para el viaje con la esperanza de acabar pronto y poder relajarse. Metió algo de ropa sin prestar demasiada atención a lo que se llevaba, aunque cuando se acercó a la biblioteca se sentó y se tomó su tiempo para elegir las lecturas.
Parte de su trabajo consistía en saber sobre el mundo tanto como le fuera posible. De ahí que los estantes de su librería albergaran numerosos libros de viajes, diarios, atlas y volúmenes sobre religiones e historia. Ché sospechaba que su saber era el verdadero motivo de la desconfianza que a veces notaba que suscitaba entre sus superiores; en definitiva, sus conocimientos sobre otras culturas e ideologías que se oponían a Mann.
Al final se decidió por una obra de Slavo, una descripción de los viajes markhesianos —imaginarios la mayoría de ellos— a los confines del mundo y de los pueblos que descubrió. Ya hacía tiempo que lo había leído.
En el último momento volvió a su copia de la Escritura, que guardaba en la parte superior de la librería y que sólo había leído entero una vez desde su regreso al seno de Mann. Había formado parte de su proceso de reeducación tras los años que había vivido como aprendiz de roshun en las montañas de Cheem, cuando los sacerdotes espías de la Élash lo habían reintegrado poco a poco en las costumbres de la carne divina antes de informarle de que habría de convertirse en diplomático al servicio de la Sección.
Cogió el delgado volumen y lo guardó en la mochila no sin cierta reticencia.
Llegada la noche, Ché contemplaba la calle sentado en su sillón, en el salón iluminado por las lámparas de gas, vestido con una túnica blanca limpia y abstraído en sus pensamientos, con el estómago lleno y una copita de vino seratiano en la mano.
Ya no quedaba ni rastro de su animación anterior; ahora, listo el equipaje y sin nada más que hacer que esperar el amanecer, la conciencia de la realidad de lo que le aguardaba lo había sumido en una leve depresión. Su condición de diplomático le permitía vivir relativamente al margen de sus colegas, lo que era de agradecer. A partir de entonces, sin embargo, tendría que convivir durante semanas enteras con sus camaradas sacerdotes y con la matriarca y su séquito de aduladores. Tendría que controlar sus movimientos, sus palabras. Y no le resultaría sencillo; sobre todo ahora que su mente discurría cada vez con más frecuencia en sentido opuesto a como lo hacía el mundo que lo rodeaba.
Un sentimiento de ira bullía en su interior desde el episodio de Cheem y de la traición a los roshuns, y Ché notaba su virulencia cuando se le agriaba el humor por una docena de menudencias a lo largo de un día cualquiera, o cuando hacía comentarios impropios, o cuando provocaba a las personas con autoridad con su aparente arrogancia, que en realidad no era más que una muestra de indiferencia, de falta de interés. Era como si buscara que le recriminaran su comportamiento, como si quisiera decir cuatro verdades a los sacerdotes despreciando las probables consecuencias. Tal vez sólo era una especie de pulsión de muerte que crecía lentamente en su interior.
Dio otro sorbo a la copa y se deleitó con la suave aspereza amarga del vino contra el paladar, un acompañamiento perfecto para el conejo de la cena, cuyo sabor aún perduraba en su boca. De la cocina llegaba el ruido que hacía Bigotes limpiando las ollas y la vajilla.
Por fin había dejado de llover y la gente salía a la calle para divertirse. Ché observó un rato a un chulo que se pavoneaba y se acicalaba bajo la luz de las farolas mientras gestionaba su imperio desde la esquina de la calle. Cuando se cansó de él desvió la atención hacia un grupo de jóvenes sentados sobre un muro bajo, debajo de la parada del tranvía, que se pasaban cigarrillos de hazii mientras charlaban y reían, confortándose en la compañía mutua. No parecían mucho más jóvenes que Ché y, sin embargo, él los observaba con ojos de viejo.
En un primer momento no se percató de que Bigotes había entrado en el salón y esperaba a que le diera permiso para retirarse a dormir. La criada carraspeó y Ché se volvió y se quedó mirando con gesto sorprendido su rostro ajado y cansado.
Ché no tenía ni idea de cómo se llamaba la criada en realidad. Por ley, los esclavos condenados a serlo durante toda la vida no tenían derecho a un nombre distinto del que sus amos les pusieran. Él le había puesto el apodo cuando le entregaron las llaves del apartamento y sus ojos se posaron en la esclava incluida en el paquete, aquella mujer de mediana edad con el rostro cubierto por una pelusa rubia y con un par de penetrantes ojos azules. Ché había llegado a la conclusión, por el color de su pelo y el tatuaje azul que le había visto una vez en la parte superior del brazo, de que Bigotes pertenecía a los pueblos de las tribus septentrionales.
A menudo pensaba que aquello no era vida. Bigotes estaba los siete días de la semana a su entera disposición, y sólo disfrutaba de unas pocas horas para sí ya entrada la noche; y aun entonces sólo si su amo no requería sus servicios en la cama. Ché imaginó que sus amos anteriores habían hecho buen uso de ella en ese sentido, pues era una mujer muy femenina, y fantaseó un instante con esa idea; aunque acabó diciéndose que en esa materia prefería a alguien que accediera a satisfacerlo por voluntad propia.
A la espalda de Bigotes, por todo el apartamento, pendían los velos de sombra que se movían agitados por las lámparas de gas y que ocultaban el reloj —con su solitario tictac sobre la mesa lejana—, los montones de materiales de referencia apilados contra la pared y el globo terráqueo lacado, que había girado tantas veces sobre su eje que necesitaba que lo engrasaran. Por lo demás, poco más había salvo el vacío, las paredes desnudas y los sonidos procedentes del mundo exterior.
—Quédate un poco más —se oyó decir Ché, acompañando sus palabras con un gesto con las manos abiertas.
Ella debió entenderlo mal, pues sus facciones pálidas se sonrojaron.
Le asaltó la sospecha, y no era la primera vez, de que tal vez Bigotes podía leer los labios; era algo que ocurría con frecuencia entre los esclavos que habían sido privados del sentido del oído. Aunque desconocía las razones por las que Bigotes lo guardaba en secreto.
—No, no me refería a... —Meneó la cabeza y apartó la mirada. Entonces reparó en el tablero de ylang que había en la mesita que tenía al lado y, señalándolo, añadió—: ¿Te apetece jugar una partida conmigo?
Bigotes bajó la mirada hacia el tablero y luego la fijó de nuevo en los ojos de su amo. Por un instante fugaz, Ché lo vio claro, y se preguntó qué despertaría en la criada tales sentimientos hacia él. Bigotes permaneció inmóvil.
—¿Quieres vino? —preguntó, sosteniendo en el aire la botella sobre una copa vacía.
Cuando levantó la mirada se encontró con la figura de un animal que se acercaba cautamente a él.
Bigotes se sentó en una silla enfrente de Ché, con la pizarra apoyada contra el pecho, y dobló delicadamente las manos sobre el regazo. Ché no apartó la mirada de ella mientras le llenaba la copa de vino.
Jugaron en silencio. Los gritos y las risas de la calle llegaban amortiguados por los gruesos vidrios de las ventanas. Bigotes demostró que sabía jugar, al menos lo suficiente como para empezar la partida sin explicaciones de por medio. De todos modos, Ché se lo tomó con calma, pues deseaba alargar la partida. Ella le seguía el juego, a decir por las miradas cómplices que de vez en cuando le lanzaba desde debajo de sus pobladas cejas.
Cada vez que Bigotes iba a realizar un movimiento se sujetaba la pizarra contra el pecho para que no le entorpeciera el gesto de inclinarse hacia el tablero. Al cabo, Ché se dio cuenta de ello y, mirándola a los ojos, le dijo:
—Por favor, quítate eso.
Ella lo miró sorprendida.
Le señaló la pizarra e imitó el gesto de sacárselo por encima de la cabeza.
Ella bajó la mirada a la pizarra y la examinó un momento. Luego se la sacó con un movimiento tosco y apresurado y la dejó apoyada contra la pata de la mesa.
—¿Por qué no te quitas también la ropa?
Ché la miró detenidamente. Ella tampoco apartaba los ojos de él. ¿Estaba sonrojándose de nuevo? ¿Era eso un leve rubor?
La curiosidad de Ché seguía creciendo.
Bigotes tomó un sorbo de vino y desplegó tres guijarros para rodear una ficha de Ché que a continuación cogió con sus manos llenas de callos y depositó junto al resto de piedrecitas capturadas.
—Me marcho por la mañana —dijo el diplomático, acercando sus ojos a los de la criada—. Con la flota. Vamos a combatir contra los infieles.
Bigotes permaneció impasible.
Ché acercó sin la debida atención sus piedras negras a las blancas de ella, que se protegían mutuamente arrinconadas en un cuadrante del tablero. Cometió un par de errores más hasta que su ofensiva se atascó y Bigotes arrasó con la suya. La criada no se pensaba demasiado los movimientos de sus fichas, como si tampoco estuviera tomándose el juego demasiado en serio; parecía más interesada en el vino.
Ché volvió a llenarle la copa y esperó a que la apurara. Entonces la miró a los ojos.
—Mi superior me ha pedido que asesine a la Santa Matriarca —aseveró, y sus palabras sonaron amplificadas por el silencio penumbroso del apartamento.
Bigotes se lo quedó mirando con gesto distraído, y Ché sintió la repentina pesadez del aire que mediaba entre ellos.
—Es decir, si trata de huir del campo de batalla. O si se da la posibilidad de que sea capturada. Al parecer no están dispuestos a permitir que eso ocurra. Debe vencer o morir. No hay más opciones.
Depositó un guijarro en el tablero y cogió otro para ponerlo junto al primero. Una tercera ficha quedaba protegida por las primeras.
—Ahora más que nunca me pregunto quiénes son en realidad mis superiores. Después de tanto tiempo me pregunto para quiénes estoy trabajando realmente, si tienen potestad para ordenar la muerte de la matriarca.
Bigotes sacudió la cabeza en su dirección.
—¡Silencio! —le espetó con una voz irregular y de un tono ligeramente apagado. Se agarró fuertemente a los costados del tablero.
Ché se llevó tal sorpresa que se quedó mudo por un momento y simplemente tragó saliva.
—¿Cómo? —inquirió en voz baja. Y añadió, haciendo un gesto de desdén con la mano—: ¿Crees que alguien está escuchándonos?
Bigotes levantó la mirada de la boca de Ché. Su pecho se hinchaba y se deshinchaba a marchas forzadas, como si jadeara en silencio.
—Si sigue hablando así los dos acabaremos muy mal. ¿Por qué me cuenta esas cosas?
La criada había acercado el rostro tanto al suyo que Ché notaba su aliento cálido chocando contra el que exhalaba él.
—Porque creía que no me entendías —repuso pausadamente—. Has estado fingiendo desde que llegué. Me has hecho creer que no sabías leerme los labios —le espetó clavándole una mirada fulminante.
—No estoy obligada a serle leal —replicó ella con su extraño tono de voz—. No soy su esposa. No tiene por qué contarme sus penas. Ni tampoco soy su madre.
Ché se sintió de repente cegado por la ira, como si se hubieran apagado las luces.
—¡Sé perfectamente lo que eres! —rugió el diplomático, y sus ojos se clavaron inconscientemente en el collar de esclava que le envolvía el cuello.
Bigotes enarcó las cejas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué soy? ¿Acaso no soy más que la esclava de un esclavo? —Acribilló el apartamento con miradas iracundas—. ¡La única diferencia es que a ustedes les conceden una jaula más bonita que a nosotros!
Ché inclinó lentamente el tablero de ylang y los guijarros se deslizaron uno a uno sobre el suelo de madera, donde rebotaron y salieron rodando mientras los dos jugadores mantenían su duelo de miradas. Cuando la última ficha se detuvo y el silencio regresó al salón, Ché estampó el borde del tablero contra la mesa.
Bigotes se echó hacia atrás temblando.
—¿Trabajas para ellos? —inquirió—. ¿Les informas sobre mí?
—¿A quiénes? —replicó la mujer sin comprender.
Ché exhaló un largo suspiro y permaneció con la mirada clavada en la criada, abatido por una mezcla de ira y de angustia.
—¡Vete! —espetó a la esclava—. ¡Lárgate!
Bigotes se levantó y en el mismo movimiento cogió la pizarra. Enfiló en silencio hacia la puerta.
—¡Ten! —gruñó Ché cuando ella se volvió para mirarlo una última vez. Puso el corcho a la botella medio vacía y se la lanzó.
Bigotes lo miró estupefacta un instante, pero enseguida recuperó la compostura y cerró la puerta a su espalda tras abandonar la sala con la botella en las manos.
Ché se dejó caer contra el respaldo del sillón y descubrió con sorpresa que estaba contemplando los guijarros esparcidos por el suelo; en concreto la figura que componían uno detrás del otro y que era incapaz de descifrar.
LOS BASTARDOS DE SAN CHARLOS
El orondo centinela de guardia en la parte superior de la escalera se derrumbó entre sus brazos con un gruñido de sorpresa. Ella se tambaleó vencida por su peso como una esposa novata lidiando con un marido borracho, pero luego le ayudó a doblar el cuerpo y a tenderse sobre el rellano sin hacer ruido.
Swan sacudió el cuchillo y, sin darse cuenta, roció de sangre la pared húmeda. Se quedó mirando las salpicaduras y halló interesante el contraste de las gotas carmesíes con el yeso amarillento.
—¿Qué haces? —le preguntó Guan deteniéndose a su lado—. ¿Estás colocada?
—Un poco. Deja de preocuparte, hermano. Me agudiza los sentidos.
La pareja de sacerdotes pasó por encima del cadáver y se detuvo frente a la puerta. Del otro lado llegaba un barullo de voces estridentes. Swan oyó también a un bebé que lloraba sin demasiado entusiasmo.
—¡Por favor, de uno en uno! Milan, he visto que tú has levantado primero la mano.
—Sólo quería decir que si abortamos el plan debería ser por razones de peso, no sólo por temor a las represalias.
—Pero, Milan —dijo otra voz—. ¿Durante la semana del Augere? Nos matarán sin miramientos si alteramos de ese modo el desarrollo de la semana sagrada.
—¿Y quién trabajará en las factorías de hilo y en las acererías a lo largo y a lo ancho del Matadero? —replicó una mujer—. ¿O es que crees que renunciarán de buena gana a los beneficios mientras adiestran a una nueva cuadrilla de trabajadores?
—¡Bah! —exclamó otro de los asistentes—. En las factorías podrían tener una nueva cuadrilla trabajando en cuestión de semanas. No se trata de eso. De lo que se trata es de que durante el Augere son vulnerables. Esas masas de peregrinos llegados de todos los rincones del imperio, todos esos representantes del Caucus... En teoría, esta semana todo el mundo debería estar celebrando la unidad de Mann. El imperio feliz. Y todos deberíamos estar agitando banderas y sintiéndonos parte de él como buenos aprendices de borregos. Y entretanto, de puertas para dentro, ellos urden sus planes para exprimirnos aún más. Os digo que se llevarán un buen disgusto cuando nos vean tomando las calles. Pero si quieren sofocar la revuelta rápidamente sin convertirla en un baño de sangre ante la mirada de todos, tendrán que tomar en consideración nuestras condiciones.
—No hemos venido para debatir sobre una revolución, Chops. ¿Y si esperan a que los peregrinos regresen a sus casas y luego nos queman vivos en el Shay Madi por pura diversión, como a los mendigos, y luego llenan las factorías con esas pobres almas con los auténticos esclavos?
—En ese caso tendremos en nuestras manos un verdadero alzamiento. Como en los tiempos de nuestros padres, cuando los sacerdotes pensaron que podían quitar el pan de la boca a los trabajadores. Es justo que vivamos nuestra vida como queramos. Incluso los sacerdotes conceden ese derecho.
»Además, si hemos llegado a este punto es por el miedo a lo que podemos perder. Deberíamos haber permanecido unidos siempre y no lo hicimos. Y todo porque nos amenazaban con reemplazarnos por esclavos o con trasladar las fábricas. Paso más horas trabajando en la prensa que en casa. Y lo mismo les ocurre a mi esposa y a mis hijos mayores. Y aun así, apenas podemos permitirnos comprar ropa y comida, por no hablar ya de pagar el alquiler, o los medicamentos cuando los niños caen enfermos. ¡Tenemos que hacer algo, por el amor de Kush!
Swan se sonrió; pero no por lo que oía, sino por la inscripción pueril que vio grabada en el dintel de la puerta:
«Más provechoso es encender una vela que maldecir la oscuridad.»
Su hermano se desentumeció los músculos del cuello y le señaló algo oculto en las sombras que se extendían sobre la inscripción. Se trataba de un símbolo grabado en la pared que consistía en dos manos estrechadas y envueltas por un alambre de púas.
—Se llaman a sí mismos los Bastardos de San Charlos.
—¿San Charlos? Nunca he oído hablar de él.
—No tendrías por qué —respondió Guan—. Su nombre fue vetado veinticinco años antes de que naciéramos tú y yo. Fue un sacerdote de la religión antigua, de cuando la ciudad todavía era una monarquía. Vivió y trabajó en el Matadero de la ribera oriental. Donó todo su dinero a los pobres y se dedicó a la labor de poner en funcionamiento estas casas de reposo. Lo recuerdan como un santo por ello.
—¿Ves? Por eso me gusta tanto que seas mi hermano listo. De lo contrario tendría que leer todos esos libros aburridos. Ilumíname con tu sabiduría pues, ¿por qué estos esclavos se llaman a sí mismos «bastardos»?
—Charlos tenía debilidad por las mujeres. Se decía que la mitad de los niños del distrito eran hijos ilegítimos suyos.
Swan se echó a reír con una estridencia injustificada mientras su hermano la observaba con gesto de desconcierto.
Las voces del otro lado de la puerta fueron apagándose hasta que se hizo un silencio sepulcral.
—¿Ya? —preguntó Swan.
—Después de ti —respondió su hermano.
Una cincuentena de rostros se volvieron hacia la puerta cuando Swan irrumpió por ella, y el centenar de ojos se pusieron como platos cuando repararon en la túnica sacerdotal y la cabeza afeitada que lucía la recién llegada; incluso el bebé que lloraba en el regazo de su madre se la quedó mirando por entre las lágrimas con cara de sorpresa.
Swan chasqueó los dedos y el niño dio una sacudida y dejó de llorar.
La estancia estaba atestada de pared a pared de hombres y mujeres sentados, y el aire estaba cargado del sudor de tantos cuerpos hacinados en un espacio demasiado pequeño.
«¿Cómo pueden aguantar sentados al lado de personas que despiden este hedor?»
—Buscamos a Grant —declaró su hermano a voz en grito—. Por favor, que se acerque Grant.
Nadie movió un músculo. El hombre que había más cerca de la puerta se estrujaba las manos con consternación.
—¿Es usted Grant? —le interrogó Swan.
El hombre miró a los demás en busca de apoyo, y Swan se percató de que un par de hombres situados en los márgenes de la habitación hurgaban en sus abrigos en busca de armas.
—¿Quién quiere saberlo? —espetó un hombre corpulento que estaba con los brazos cruzados junto a la ventana cerrada. Sostenía una pipa entre los labios y llevaba ladeada una gorra con visera que le ocultaba un ojo.
—Yo.
—¿Y usted es...?
—Puede llamarme Swan.
—Bueno, Swan, a mí me llaman Grant. Y estamos celebrando una reunión pacífica. No estamos haciendo nada malo.
—Yo diría que planear una revuelta con sus camaradas esclavos es algo realmente malo —gruñó el hermano de Swan.
Las sillas empezaron a rechinar contra el suelo. La gente se levantaba y retrocedía hacia las paredes. Un puñado de hombres tomó posiciones alrededor de los recién llegados.
—De acuerdo. No hay problema —repuso Swan, haciendo un gesto con las palmas de las manos abiertas hacia arriba. Dirigió una sacudida de cabeza a Grant y añadió—: Sigan disfrutando de la velada, o de lo que queda de ella.
Lentamente, con cautela, los mellizos retrocedieron para salir de la habitación una vez habían cumplido su cometido. Swan lanzó una última mirada al gesto cargado de curiosidad de Grant y luego cerró la puerta.
Acto seguido, su hermano partió en dos un bastoncito adherente y lo utilizó para sellar la puerta fundiendo los bordes con el marco. El picaporte de la puerta vibró manipulado por alguien que quería abrirla.
De nuevo estalló en el interior un barullo de voces.
Swan y su hermano bajaron a toda prisa por el hueco de la escalera compitiendo entre sí en una carrera. La casa de reposo era un edificio alto con numerosas plantas y estancias. Tal vez había sido un hostal en otro tiempo, o uno de los célebres burdeles del distrito. En todo caso, sus ocupantes habían desaparecido de la escalera y de los rellanos cuando habían visto subir a la pareja, y ahora llegaban cuchicheos y gemidos amortiguados de niños desde el otro lado de las puertas cerradas. Swan partió por la mitad su bastoncito adherente y ayudó a Guan a sellar las entradas de cada rellano a medida que bajaban.
Su hermano no la miró a los ojos en todo ese rato.
Cuando salieron a la calle adoquinada, una brisa pestilente barría el angosto Accenine —el único río en la isla de Q’os— y se introducía por las diabólicamente tortuosas calles que componían la barriada del Matadero. Swan notó en la garganta irritada por los gases que despedían las acererías cercanas, cuyas chimeneas oscuras arrojaban humo en abundancia al cielo nocturno. Guan se apresuró a sellar la puerta principal del edificio mientras Swan canturreaba entre dientes y observaba las figuras que se escabullían en cuanto reparaban en sus túnicas. Luego examinó detenidamente el Templo de los Suspiros que sobresalía en el perfil de la ciudad: una torre plateada, alta y puntiaguda que se elevaba por encima de otras torres más bajas. Swan sabía que la segunda noche del Caucus ya debía haber empezado, y se sintió aliviada por haberse librado de estar allí.
Mucho más cerca, al otro lado de las rápidas aguas del río, se levantaba la fortaleza de la familia Lefall, iluminada por focos de gas dirigidos hacia ella. Los soldados estaban embarcando en las lanchas amarradas en el muelle; sin duda las tropas privadas del general Romano, que se dirigirían a la flota fondeada en el puerto para zarpar al día siguiente. Swan recordó que todavía tenía que preparar el equipaje y ocuparse de que a su nueva esclava le quedaran absolutamente claro los cuidados que requerían sus mascotas.
Guan le dio un codazo en el costado y Swan regresó al asunto que tenían entre manos.
Mientras su hermano hacía guardia pistola en mano, ella cogió una de las antorchas que no habían encendido y que habían dejado apoyada contra la pared, apuntó con su arma y disparó.
El madero empapado en aceite se prendió, y la llama, de un azulado color naranja, chisporroteó avivada por la brisa. Swan recorrió rápidamente la pared con la antorcha, dejando una estela de fuego que se propagó hacia arriba siguiendo el rastro del aceite con el que habían rociado el edificio. La muchacha dio una vuelta alrededor de la construcción, pasando por las dos puertas que habían sellado, mientras su hermano permanecía en el mismo sitio. Cuando regresó a su lado, toda la estructura estaba envuelta en llamas.
La gente aporreaba la puerta principal. Quería salir.
—Recuérdamelo otra vez: ¿por qué no se han encargado de esto los reguladores?
—Porque, hermana mía, la familia de la matriarca posee la mitad de las factorías de hilo del Matadero. Sin duda quería asegurarse de que el trabajo se hacía bien.
Los gritos de pánico empezaban a competir con el rugido de las llamas. Saltaban los postigos de las ventanas repartidas por la fachada, y la gente salía despedida por ellas junto con las nubes de humo.
—¿Crees que servirá de algo?
—Al menos a lo mejor dejan de dar la lata con sus estúpidos derechos por una temporada. Al oírles se diría que ya poseían toda una serie de derechos adquiridos al nacer.
Se oyó un chillido seguido por el golpe seco que hizo un cuerpo humeante al estrellarse contra los adoquines del suelo. La lluvia de gente era continua; «crac, crac, crac» era el ruido que hacían sus piernas al romperse.
Swan retrocedió de un brinco cuando el contenido de un cráneo se esparció por la calle, y se quedó mirando fascinada el revoltijo sanguinolento.
El llanto de un bebé sonaba cercano. Swan lo divisó entre los cuerpos temblorosos, todavía acunado entre los brazos de su madre descuajaringada, y supuso que se trataba del mismo niño que había visto arriba.
—Eres un bebé con suerte —le dijo cuando se agachó a su lado para examinarlo de cerca. Y, dirigiéndose a su hermano, añadió—: ¿Te has dado cuenta de que los niños de esta gente lloran en voz baja?
—No —respondió Guan en medio del griterío y del rugido de las llamas—. Vámonos.
Swan asintió con la cabeza y dejó al bebé berreando; no era problema suyo.
Pedero echó un vistazo atrás mientras llamaba a la puerta de madera maciza de tiq. Dejó caer la mano temblorosa y notó en las axilas el sudor, que había formado unos cercos oscuros en la túnica sacerdotal blanca.
El pavor que sentía se cebaba en su estómago con tanta virulencia que pensó que iba a vomitar.
«Domínate», se ordenó el sacerdote espía. Inspiró hondo, espiró y apretó con fuerza los puños.
Un acólito vestido con sencillez le abrió la puerta y lo cacheó con brusquedad mientras lo observaba con expresión de desagrado.
—Espere aquí —le ordenó el acólito, que cruzó la amplia estancia en dirección a la caseta de madera que estaba pegada a la pared opuesta.
Junto al hueco de la puerta de la caseta había un esclavo que sostenía un cuenco lleno de esponjas.
Pedero trató de tranquilizarse mientras esperaba frente al voluminoso escritorio. Igual que su propio despacho en la otra ala del edificio, aquella estancia estaba abarrotada de cajas de archivos todavía pendientes de ser abiertas, como consecuencia del traslado anual de la orden Élash a su nueva sede secreta. Entre los documentos apilados en el escritorio de su superior había un desayuno empezado. Pedero se fijó en el pesado baúl de viaje que había en la estancia al otro lado de la puerta, detrás del escritorio, cerrado con una correa de cuero y con un trozo de cuerda hirsuta atada alrededor.
—¡Vaya al grano! —bramó la voz de Alarum desde su retrete privado—.Tengo que salir hacia el puerto enseguida.
Pedero sacudió la cabeza sobresaltado por la manifestación repentina del jefe de la orden de los espías.
—Le traigo un informe, señor. Creo... Creo que debería leerlo.
—¿Es usted, Pedero?
—Sí, soy yo.
—Bueno, ¿no puede esperar?
Pedero bajó la mirada al informe que aferraba en la mano. La tinta de su letra menuda y limpia se había corrido en algunos tramos por culpa del sudor que rezumaban sus dedos.
—Creo que no. Procede de una de nuestras unidades de escucha. Tiene relación con un diplomático llamado Ché. Tengo entendido que acompañará a la Santa Matriarca durante la campaña.
Una mano emergió del hueco de la puerta.
Pedero se dirigió hacia allí y entregó el documento a la mano tendida mirando hacia otro lado. A continuación hizo una reverencia, retrocedió hasta una distancia respetable y entrelazó las manos a la espalda.
—¿Esto dijo? ¿A su maldita esclava? —espetó la voz unos momentos después.
—Así es, señor.
Acto seguido se oyó un murmullo de maledicencias. Alarum no era por naturaleza un hombre de mal genio. Sin embargo, desde que se anunció que acompañaría a la Santa Matriarca como su consejero personal para asuntos de espionaje se comportaba como una auténtica bestia con la gente que lo rodeaba.
—El informe tiene fecha de anoche. ¿Por qué estoy enterándome ahora?
Pedero tosió y cogió aire.
—Se produjo una confusión en la oficina que afectó al papeleo —respondió temblando.
—¿Está diciéndome que esto ha permanecido olvidado encima de su mesa y no se ha molestado en leerlo hasta hace unos minutos?
Pedero no podía negarlo. Abajo ya había intentado concebir un modo para exculparse del error, pero las garras del terror se habían apoderado de él desde el primer momento, cuando sentado a su escritorio sostenía el informe entre las manos temblorosas y su cabeza caía presa del pánico por lo que acababa de leer, dándose cuenta con horror de que se había contagiado de su fatalidad, de que no podía desleer aquellas palabras y librarse así del destino que seguramente le auguraban. «Rómpelo en mil pedazos y quémalo», le había aconsejado su mente nublada por un arrebato de histeria. Incluso se había levantado y había ido hacia la puerta con esa intención, pero entonces había visto a Curzon clavado detrás de su escritorio en el otro extremo de la habitación, observándolo por encima de sus anteojos. Curzon, el metomentodo.
«Haz tu trabajo —había decidido Pedero, como en un ensueño, en la soledad ingrata del momento—. Niégalo descaradamente como siempre haces.»
Había sido un momento de demencia pasajera, pensó ahora que se enfrentaba a la realidad de su decisión. Alzó la cabeza como ofreciendo su cuello para el sacrificio.
—Me temo que así es, señor —respondió—. Con esto del traslado, ya sabe... Todavía andamos un poco perdidos.
—¡Excusas, Pedero! Tendría que encerrarlo en la celda del dolor durante una semana por esto. Debería agradecerme mi indulgencia.
—Sí, señor.
Se oyó un suspiro de hartazgo. Era el sonido más tranquilizador que cabía esperar de aquel hombre.
—Dígame, ¿por cuántas manos ha pasado este informe?
Aquella pregunta dejó lívido a Pedero, que notó el repentino descenso de temperatura que experimentaba su cuerpo, como si ya estuviera muerto. Se volvió al acólito y al esclavo, pero éstos evitaron cruzar sus miradas con la suya.
—La unidad de escucha y yo mismo.
—¿Quién es la unidad de escucha? Aquí no lo pone.
—Ul Mecharo.
—¿Y la esclava?
—Su número consta en el informe. Arriba a la izquierda.
—Ya veo.
Se produjo un ruido extraño en la caseta, y Pedero comprendió que era el tableteo de dientes de su superior, quien tenía esa manía cuando trataba de desenterrar algún dato de su memoria.
—Conozco a este joven —masculló desde el otro lado de la pared de la caseta—. Al menos conocía a su madre. La traté en mi juventud. Entonces ella pertenecía a los Sentiate, creo recordar. No tenía nada que ver con estas muchachas de ojos cadavéricos que se encuentran hoy en día. No. Esta era todo fuego y garras. Sin embargo, tuve que dejar de verla cuando se quedó embarazada. Yo no soportaba el sabor de su...
—Eso refuerza el interrogante en cuanto a la salud mental de este diplomático —sugirió Pedero—. Cuando la Sección reciba el informe habrá firmado su sentencia de muerte con sus comentarios.
—Yo sospecho, Pedero, que su sentencia de muerte más bien fue firmada cuando le revelaron los detalles de su cometido. Y él ya lo sabe. No me cabe duda de que la Sección hará que lo maten de uno u otro modo en cuanto finalice su misión.
Pedero se mordió el labio inferior mientras rumiaba la manera de sacar más información a su superior. Se conocían desde hacía años. Alarum siempre había exigido a sus subordinados una comunicación sincera, sobre todo debido a su propia franqueza, brutal en ocasiones; consideraba esta cualidad imprescindible para el trabajo que realizaban si querían ir por la vida con la cabeza alta.
Pedero echó un vistazo al acólito y después al esclavo, pero ambos parecían consumir sus vidas observando el suelo con la mirada perdida. Dio un paso hacia la caseta, de modo que quedó prácticamente pegado a ella.
—¿Es cierto? —preguntó a su superior en poco más que un susurro—. Me refiero a lo que dijo.
—¡Dejadnos solos! —bramó Alarum de repente.
El acólito y el esclavo miraron por fin a Pedero y enfilaron hacia la puerta.
—¿Le gustaría saberlo en el caso de que fuera cierto? —preguntó a Pedero cuando se quedaron solos.
—De todos modos ya noto la soga alrededor del cuello.
—¡Ah! ¿Y qué pasa conmigo? ¿Acaso ahora no he leído yo también el informe?
—Usted podría ser parte implicada del asunto —respondió con arrojo Pedero, consciente de que había traspasado de largo los límites de la prudencia.
Un suave resuello que Pedero identificó como una risa llegó desde el interior de la caseta.
«¿De qué se reirá? ¿Qué mínimo detalle puede encontrar divertido en todo este asunto?»
—Mis superiores, tal vez —dijo al cabo la voz—. Los superiores del diplomático dentro de la Sección, sin duda.
Pedero se enjugó los labios húmedos. Al parecer se había quedado sin respiración. Sólo entonces se acordó de la hierba de hazii que estaba esperándole en sus aposentos privados del distrito Templo y de la larga noche de placer que se había prometido con su recientemente adquirida esclava sexual. Se preguntó si llegaría vivo a casa.
El informe salió disparado por la puerta de la caseta y se estrelló contra el suelo. Pedero frunció el ceño.
—Entiérrelo entre los archivos antiguos, y no hable de él con nadie. ¿Queda claro?
De repente se sintió tan extraordinariamente agradecido que se habría tirado a los pies de Alarum allí mismo; la sensación de alivio que lo embargaba era comparable a un orgasmo.
—Por supuesto, señor —aseveró Pedero, inclinándose precipitadamente y recogiendo la hoja de papel del suelo.
—Y... Pedero...
—¿Sí, señor? —respondió sin aliento.
—¿Qué aspecto tiene el diplomático?
—Creo que hay una descripción física de él en su archivo personal.
—Tráigamelo.
EL ASESINO
En un primer momento Ash no se percató de que los lejanos puntitos que moteaban la neblina que cubría la ciudad eran una bandada de murciélagos que se dirigía hacia él.
Bajo el reconfortante cielo matinal, el roshun realizaba una serie de ejercicios de estiramiento que lo ayudaban a desentumecer los músculos y a aliviar el dolor de rodillas y de espalda en previsión de lo que le esperaba, pues sabía que por fin ese día, tras la larga espera, la matriarca saldría de su nido de cuervos.
Ash tenía puestos los cinco sentidos en sus movimientos y en el sonido de su respiración abdominal profunda. Apenas si prestaba atención al cielo, y mucho menos a las bulliciosas calles de debajo pese a que estaban abarrotadas de gente. La luz matinal parecía excesiva para sus ojos, y Ash sabía que esa molestia sólo era el preámbulo de uno de sus dolores de cabeza. Deseó con todas sus fuerzas que no se tratara de uno de los fuertes.
Cuando se puso en cuclillas para estirar las piernas y los músculos de la espalda divisó la bandada de murciélagos que se deslizaba a ras de las azoteas en dirección al distrito Templo, en una formación que abarcaba medio laq. Ash se mantuvo agachado cuando uno de ellos se lanzó en picado encima de él. El animal pasó rozándolo, y Ash vislumbró al jinete colgado del ala y oyó el ruido de metal y de arneses que dejó a su paso. La corriente de aire que provocó el vuelo del murciélago obligó a Ash a entornar los ojos.
Con el rabillo del ojo vio un destello blanco a su izquierda, en el edificio que se levantaba frente a la fachada occidental del teatro. Se agachó un poco más y enfiló hasta el pretil, levantó lentamente la cabeza y echó un vistazo.
Un acólito con un rifle colgado del hombro deambulaba con paso firme por la azotea del edificio y de vez en cuando se asomaba a las calles de debajo. Ash se dio la vuelta y examinó los tejados de los edificios vecinos del otro lado del teatro. En muchos de ellos, donde había azoteas, divisó individuos con las mismas túnicas blancas emergiendo al exterior.
La puerta de la azotea de Ash empezó a chirriar.
El roshun se quedó helado.
La puerta de la azotea del teatro estaba en la enorme mano de hormigón situada en el centro de la explanada, en el lado opuesto de donde él se encontraba agachado. Ash desvió la mirada hacia la capa de repuesto con la que había envuelto sus armas.
Un acólito con una túnica blanca apareció de espaldas a Ash por detrás de la mano. En una mano llevaba un rifle dotado de una mira telescópica y en la otra, una pistola. El tipo hizo el ademán de darse la vuelta.
Ash no se lo pensó dos veces y se arrojó por encima del pretil. Una sensación de vértigo lo recorrió mientras colgaba del edificio cogido por las yemas de los dedos. Sus piernas oscilaban sobre el vacío que lo separaba del tejado más bajo del teatro original y de los millares de cabezas que recorrían las calles. Ahora el bullicio de la multitud sonaba atronador en sus oídos, como un océano privado de todo sentido para la armonía agitado y entrechocando sus aguas.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó mientras se aferraba con todas sus fuerzas al rugoso borde de hormigón del pretil.
De arriba le llegó un ruido de pasos y levantó la cabeza. El acólito lo miraba asomado desde el otro lado del pretil. Ash sólo podía verle los ojos detrás de la careta. La brisa agitaba los bordes de su capa, cuyos extraños dibujos bordados con hilo de seda brillaban alcanzados por la luz del sol. Ash visualizó de nuevo la pira llameante y a los acólitos con sus túnicas blancas congregados a su alrededor, contemplando cómo ardía Nico.
—Dame la mano —espetó al acólito en la lengua franca en un tono que dejaba claro que no se trataba de una petición, sino de una orden, y soltó la mano izquierda del preciado asidero para tenderla hacia él.
El acólito vaciló un momento y miró la mano que le tendía Ash.
El roshun empezaba a notar un dolor abrasador en los dedos de la otra mano; sabía que no tardarían en fallarle y volvió a sacudir la mano libre en dirección al acólito.
—¡Vamos! ¡Rápido!
El acólito soltó el rifle, aunque no bajó la pistola mientras alargaba el brazo para asir la mano de Ash. El roshun fingió que no podía estirar más su mano y el acólito se inclinó para acercar la suya.
Sus manos se encontraron y se entrelazaron. Ash soltó un gruñido, tiró de la mano con todas sus fuerzas e hizo perder el equilibrio al acólito, que se tambaleó hacia delante y se precipitó por encima del pretil.
Ash oyó un grito cuando el acólito lo rebasó en su caída libre y a continuación se instaló el silencio.
El roshun se impulsó para saltar por encima del pretil y regresar a suelo firme. Examinó las azoteas de los alrededores mientras se ponía de pie. No había acólitos mirando en su dirección. Respiró hondo y se asomó por el pretil. El acólito yacía despatarrado sobre la rejilla de un canalón entre dos tejados del teatro.
—¡Uf! —exclamó.
Se zambulló en el caos de la Serpentina con medio rostro oculto bajo la capucha. El amplio bulevar y las calles adyacentes eran el escenario de una gran fiesta. En su mayor parte, la muchedumbre ya daba muestras de embriaguez, y la gente hacía ondear banderas con la mano roja de Mann o las guirnaldas de flores blancas y rojas que compraban a los numerosos vendedores de flores que habían aparecido como por generación espontánea en todas y cada una de las esquinas, al lado de los vendedores de comida caliente, de alcohol y de sustancias narcóticas. Los soldados despejaban la calzada y empujaban a la gente hacia las aceras. Ash sabía lo que eso significaba; y conocía también el porqué de que los murciélagos sobrevolaran el distrito y de que se inspeccionaran a conciencia las azoteas.
Se abrió paso a empellones entre la multitud, con el fardo con sus pertenencias bajo el brazo. Divisó un espacio libre en una puerta en forma de arco junto a un puesto de venta de comida caliente. Compró un poco de chee hirviendo —que le entregaron en un vaso de papel— y un rollito de carne de cerdo y pimientos, y disfrutó de su comida rápida mientras los niños chillaban emocionados a su alrededor.
Un viejo perro sarnoso se sentó frente a él y se quedó mirando su comida con la lengua colgándole de la boca jadeante.
—¡Ten! —dijo al perro, lanzándole a la boca el último tercio del rollito.
El chucho barrió el suelo con su cola y devoró la comida en un par de bocados. Inmediatamente, sin dejar de sacudir la cola, levantó la cabeza y miró a Ash como suplicándole más.
El roshun se limpió las manos grasientas y las tendió abiertas y vacías hacia el perro para que pudiera examinarlas.
—Ya no hay más —dijo entre dientes.
El perro se tumbó en el suelo. Ash hizo un esfuerzo por no prestarle atención y se reclinó contra la pared para aliviar sus pies del peso de su cuerpo. Y en esa postura bajo la puerta en arco esperó, recorriendo con la mirada el desfiladero sinuoso que era la Serpentina en dirección a La plaza de la Libertad y más allá, donde el Templo de los Suspiros se alzaba por encima de un bosque de tejados y chimeneas. Se rascó la barba descuidada y cazó al vuelo fragmentos de las conversaciones que se sucedían a su alrededor. La gente hablaba de las naves destinadas a la invasión que, fondeadas en el puerto, estaban preparándose para levar anclas y de la partida de la matriarca rumbo a la guerra. Las preguntas sobre cuál sería el destino de la flota eran abundantes.
Al mediodía se oyó un grito de batalla ensordecedor procedente de la plaza y, minutos después, fue seguido por los vítores que se vociferaban a lo largo de toda la Serpentina. Ash divisó por encima del mar de cabezas la procesión que recorría la avenida. Manos pintadas de rojo flameaban prendidas de lo alto de mástiles delicadamente tallados, y debajo de ellas desfilaban, balanceándose al mismo ritmo, los sacerdotes con sus túnicas blancas y sus caretas reflectantes de plata bruñida.
Ash dio la espalda a la calle y se encorvó sobre el fardo con sus pertenencias. El perro lo miró extrañado y observó el movimiento de sus manos mientras Ash desenvolvía la ballesta y montaba el brazo del arma. El roshun echó un par de vistazos por encima del hombro para comprobar que nadie lo miraba. Tensó las dos cuerdas y cargó un proyectil y luego el otro. El olor a grasa le invadía las fosas nasales.
Tuvo una sensación efímera de wani, de estar reviviendo un episodio anterior.
Cuando se enderezó con la ballesta armada oculta bajo la capa, la vanguardia de la procesión ya estaba pasando por delante de él. Examinó los balcones que se asomaban a la calle atiborrados de familias que disfrutaban del espectáculo. Más arriba, los acólitos habían tomado posiciones en varias azoteas y ahora vigilaban el desfile a través de las miras de sus rifles.
El rugido de la multitud se propagaba como una ola en dirección al roshun al ritmo del alto palanquín que se deslizaba lentamente por la avenida, prácticamente oculto por las nubes de pétalos rojos y blancos que la gente arrojaba desde las aceras y los balcones. Ash vislumbró la figura de Sasheen.
Los soldados se empleaban a fondo para contener a la muchedumbre, que se apelotonaba para ver de cerca a la Santa Matriarca o, mejor aún, para que ella posara sus ojos en ellos.
Sasheen estaba radiante. Iba subida a un enorme y rutilante palanquín en forma de delfín con incrustaciones de piedras preciosas, con unas riendas descomunales que partían de la boca del cetáceo y llegaban hasta una barandilla en la que la matriarca apoyaba una mano para mantener el equilibrio. Dos docenas de esclavos portaban el palanquín sobre sus espaldas, y Sasheen se balanceaba ligeramente al ritmo del vaivén del movimiento. La matriarca iba enfundada en una armadura blanca de curvas femeninas y llevaba puesta una careta en la que se habían esculpido sus facciones. Además empuñaba una lanza dorada corta y gruesa.
El clamor de la multitud se disparaba allí hacia donde la matriarca volvía su rostro enmascarado. La gente se dejaba caer de rodillas vencida por el fervor, y Ash asistió incluso al desmayo de varios peregrinos.
La ballesta vibraba en su mano temblorosa cuando la levantó y apuntó a la cabeza de la matriarca.
Toda la espera, la vigilancia interminable en la azotea, le parecía ahora un simple parpadeo. Por fin se le ofrecía la oportunidad, la ocasión de que todo el tormento del chico desapareciera de una vez de su interior. Ash intentó mantener firme la ballesta, terriblemente consciente de que estaba a punto de emprender una acción que ya no tendría vuelta atrás. A partir de entonces dejaría de ser un roshun. A pesar de que ya había renunciado de palabra a esa condición, lo que iba a hacer significaría el verdadero punto final.
«Pues que así sea. De todos modos estoy muriéndome.»
Envolvió el gatillo con el dedo y siguió el paso de Sasheen justo por delante de él.
Pero algo falló. Un rayo de sol se reflejó fugazmente en el espacio que rodeaba a la matriarca y Ash vaciló. Pestañeó. Y vio que Sasheen estaba encerrada en una urna de un cristal extraordinariamente delgado. Ash supo al punto de qué se trataba. Era el exótico vidrio endurecido de Zanzahar, traído directamente de las Islas del Cielo. Sólo los explosivos podían atravesarlo.
Bajó la ballesta exasperado y rápidamente volvió a esconderla bajo la capa. Se puso de puntillas y reparó con sorpresa en que se le había acelerado el corazón. Observó aturdido cómo la matriarca pasaba de largo, indemne, mientras él apretaba la mano alrededor de la ballesta con impotencia y frustración.
El perro tendido a su lado lanzó un gemido, y eso puso en marcha al roshun. Desarmó apresuradamente la ballesta y la guardó junto con la mira y la espada en el atillo hecho con la capa. Echó un vistazo a la Santa Matriarca, que proseguía su avance por la Serpentina, sabedor de que no debía perderla de vista, de que debía seguirla hasta que se le presentara una nueva oportunidad. Levantó con más esfuerzo del que habría querido el fardo y emprendió la persecución.
El roshun se abrió camino entre la multitud, seguido por la mirada atenta del perro que dejaba atrás.
Ash advirtió el aroma a salitre mientras seguía la procesión a su paso por la tortuosa avenida de la Serpentina, y se dio cuenta de que estaban acercándose al Primer Puerto. A lo largo de las aceras la muchedumbre era tan abigarrada que Ash tenía dificultades para mantener el ritmo, pese a su lentitud, del avance del palanquín de la matriarca. Era como una pesadilla infantil, como intentar atravesar un campo de bambúes rígidos en medio de una tormenta descomunal.
Perdió de vista a la matriarca y, con un gruñido, se abalanzó sobre un grupo de hombres para alcanzar un tramo de calle más despejado. Desde allí optó por una ruta alternativa con destino al puerto.
Cuando salió a los muelles se detuvo y estudió al detalle la flota fondeada. Parecía menos numerosa que la última vez que la había visto, el día que se había despedido de Baracha y de los demás cuando éstos emprendieron el regreso a casa. La mayoría de los buques de guerra que entonces estaban anclados allí habían desaparecido, y únicamente permanecían un par de escuadras. El resto eran pesadas naves de transporte, rodeadas por decenas de botes de remos que hacían traslados de última hora de suministros y de personal desde los muelles. En medio de todos ellos, empequeñeciéndolos, aparecía el casco imponente del buque insignia del imperio.
Ash se quedó mirando impotente cómo los esclavos porteadores conducían el palanquín de Sasheen por una pasarela y lo embarcaban en una gabarra enorme que estaba esperándolos. El resto del séquito de la matriarca siguió a Sasheen. Inmediatamente se subió la pasarela a bordo y aparecieron unas largas aspas que alejaron la gabarra del embarcadero. Luego la fuerza de los remos impulsó la embarcación en dirección al buque insignia.
La gente adelantaba a Ash empujándolo, aunque él apenas si notaba el contacto. No se movió ni apartó los ojos de la gabarra que enfilaba hacia las aguas profundas del puerto. A lo largo del muelle, las multitudes se despedían de su Santa Matriarca y le agradecían a gritos la victoria con la que sin duda regresaría. Ash miró a su alrededor con ansiedad buscando una manera de seguirla, un bote de remos vacío que pudiera procurarse, tal vez, o un sitio libre en alguna de las embarcaciones que realizaban las continuas travesías entre la flota y el muelle.
Sabía que era una temeridad insensata nacida de su desesperación.
«Tranquilo —se dijo—. Cálmate.»
Una vez más, Ash se abrió paso entre la aglomeración de gente cargado con su fardo de armas y encontró un sitió más tranquilo junto a la pared de ladrillo de un almacén. Paseó la mirada por el mar con la esperanza de recibir un soplo de inspiración.
La multitud fue dispersándose poco a poco hasta que sólo quedaron las personas atareadas en la carga de las naves. El sol se había alzado alto en el cielo, y la brisa que jugueteaba con el agua soplaba cálida. Los barcos que formaban parte de la flota iban completando las tareas de carga y partían hacia mar abierto de uno en uno o en parejas, empleando sus propias aspas o arrastrados por los remolcadores de remos.
También el buque insignia se puso en marcha, arrastrado hacia la bocana del puerto por su propia flotilla de remolcadores. Ash se obligó a permanecer sentado.
Estuvo un rato estudiando buena parte de las naves que seguían ancladas y le llamó la atención la ausencia de movimiento en la mayoría de las cubiertas. Después se fijó en el caos que todavía reinaba en el muelle. Los nervios estaban a flor de piel; varios capitanes junto con sus tripulaciones discutían con los intendentes para conseguir los suministros que todavía necesitaban.
A ese paso, pensó Ash, muchas de esas naves zarparían cuando ya hubiera anochecido. Se recostó contra la pared y se bajó una pizca más la capucha. Cruzó los brazos y cerró los ojos.
La tarde otoñal continuó avanzando lentamente hacia el crepúsculo.
Existía una historia sobre el Gran Necio —el sabio del Dao de Honshu que había despreciado todos los dogmas y que, paradójicamente, se había convertido en una religión después de su muerte— que se contaba a todos los aprendices de roshun durante su entrenamiento.
Se decía que mientras caminaban por las montañas siguiendo las fuentes del río Perfume, la discípula más reciente del Gran Necio, la mujer marcada Miri, le preguntó:
—¿Cómo se consigue mantener la quietud, gran maestro?
Como respuesta, el Gran Necio arrojó un palo al torrente turbulento y pidió a sus discípulos que observaran cómo flotaba arrastrado por la corriente.
—Pero yo no soy un palo —le replicó Miri con frustración—. ¿Cómo puedo dejarme llevar por el torrente de un modo tan natural?
El Gran Necio le dio un toquecito suave en la frente.
—Permitiendo a tu mente detenerse.
La parábola había impresionado a Ash la primera vez que la había oído, cuando era un aprendiz de roshun, pues por aquel entonces necesitaba encontrar a un salvador tanto como el comer. Condenado al exilio junto con sus camaradas, habiendo perdido a su familia y sin esperanzas de regresar jamás a su hogar, necesitaba desesperadamente algo que le permitiera dominar la congoja que se había instalado en su corazón y las ganas de huir que animaban sus pensamientos y le incitaban a poner fin a una vida que ya no merecía ser vivida. En esas circunstancias había abrazado el concepto roshun de quietud, y eso lo había salvado.
Había otra historia que el propio Gran Necio utilizaba para instruir a sus discípulos y que Ash también conoció en aquella época.
Por lo que podía recordar, había un loco que deambulaba de un lado al otro dentro de una jaula, trazando círculos alrededor de un tigre, igual que los trazaba el animal alrededor de él, gruñendo hambriento. El loco esquivaba los ataques ciegos del animal, o permanecía quieto y en silencio observando desde un rincón las vueltas que daba el tigre, sin despegarse de los barrotes. El animal nunca interrumpía su deambular, pues su avidez era poderosísima.
Un día, el loco comprendió que no podía seguir de esa manera y se detuvo en seco. Dio la espalda al tigre y se sentó a esperar la muerte.
Se durmió, o creyó dormirse, pues cuando volvió a abrir los ojos todo era diferente.
La puerta de la jaula oscilaba abierta. Tras aquella larga espera, se le había concedido la libertad.
El loco salió de la jaula. Vio que en aquel lugar de luz cegadora todo era continuo y que los barrotes de la jaula donde había vivido confinado todo aquel tiempo sólo le permitían ver la realidad dividida en estrechas franjas verticales. Miró al tigre deambulando dentro de la jaula. Se dio cuenta de que le había puesto un nombre, de que para él tenía una identidad y de que compartían una historia. Comprendió también lo inmaduro y travieso, lo fuerte y noble que era el tigre en realidad.
En ese momento el hombre decidió regresar a la jaula con su temible compañero. El animal no había perdido las ganas de devorarlo y al hombre seguía preocupándole su supervivencia.
Sin embargo, el tigre no hizo daño al hombre, pues en ese redil él era su amo.
El hombre había recuperado la cordura.
En este sentido precisamente Ash dudaba de sí mismo. Ya no sabía si estaba fluyendo hábilmente con el Dao en pos de un propósito claro e imparcial o si, por el contrario, tal vez la pena le había hecho perder el Camino.
¿Cómo saberlo? ¿Cómo discernir el buen camino del malo ahora que todo le parece igual de oscuro y confuso?
«Sólo tienes que respirar y continuar», le habrían dicho los monjes Chan del Dao. Por tanto, Ash inspiró el aire frío nocturno hasta llenarse los pulmones y espiró lentamente, dejando salir toda la presión y la confusión que se acumulaban en su interior; rompiendo su quietud, se levantó de un brinco, como si estuviera envuelto en llamas, y salió disparado por el suelo pavimentado del muelle en dirección a la pasarela de madera de un embarcadero, con el corazón aporreándole el pecho todo el camino hasta que llegó al borde. Una vez allí cogió aire y, de un salto, se zambulló de cabeza en el mar.
LA BRECHA
La procesión de hombres nube desfilaba por la calle de adoquines. El viento sacudía sus túnicas negras, mientras avanzaban entonando en voz alta las palabras solemnes del rito de la muerte. De vez en cuando se oía el tintineo de una moneda que aterrizaba en sus platillos de limosnas. El incienso dejaba una estela de humo gris y acre que envolvía sus cabezas afeitadas. Un aeslo de madera tableteaba como dos hileras de dientes en las manos del monje más anciano, que marchaba en la cola de la procesión marcando el ritmo lento y constante que sacudía los sentidos cada vez que sonaba.
Bahn no les dio nada cuando pasaron por su lado. No porque rechazara la idea de ofrecerles una limosna; simplemente no podía despabilarse lo suficiente para realizar esa sencilla acción. Se sentía como sepultado en lo más recóndito de su propio cuerpo, observando el mundo exterior a través de una maraña de pensamientos susurrados, vencido por un agotamiento que ya se había convertido en algo familiar para él.
Lo único que deseaba en ese momento era saltarse sus obligaciones esa tarde y coger una calesa tirada por un hombre para volver a su casa, en el norte de la ciudad, arrastrarse hasta la cama, esconder la cabeza debajo de las mantas y abstraerse del mundo hasta la mañana siguiente.
Llevaba una semana anulado por aquella somnolencia. Siempre había tenido problemas para conciliar el sueño por la noche, pues su cabeza era un hervidero de reflexiones y preocupaciones. Ahora, sin embargo, daba igual el tiempo que dedicara a dormir —ya fueran tres horas dando vueltas en la cama o diez de sueño profundo—, siempre se despertaba falto de vitalidad y agotado.
Lo único que podía hacer era observar en un silencio sepulcral el paso de los monjes, acompañados por el susurro de sus capas agitadas por el viento, entre las filas de espectadores que les mostraban su respeto. Detrás marchaban los dolientes lívidos, entre los que se encontraba un muchacho que llevaba entre sus brazos, como acunándolo, un tarro lleno de cenizas. Le acompañaba su esposa, aún más joven que él, que apenas podía caminar sola.
Bahn necesitaba andar, aunque sólo fuera para despejar sus sentidos aletargados. Para evitar un gesto irrespetuoso con los dolientes adelantándolos a toda prisa, decidió caminar detrás de ellos un rato, haciendo un esfuerzo para no bostezar mientras observaba su dolor desde la cola de la procesión.
Se dirigió al sur atravesando el bullicioso barrio de los Barberos, el distrito en el que él y sus dos hermanos habían nacido y crecido. Desde allí se veía el Monte de la Verdad, que se elevaba suavemente al oeste por encima de los tejados. En la cima chata de la colina había un parque y un edificio blanco que era la sede del Ministerio de la Guerra, donde Bahn presentaba informes casi todos los días a su superior, el general Creed.
Sin embargo, ese día no sería así. El general había aprovechado la oportunidad que le brindaba la tregua para volar a Minos en una misión diplomática personal, o al menos eso se había dignado a responder cuando Bahn había expresado en voz alta su curiosidad. Bahn esperaba que el general no demorara en exceso su regreso. Se había convertido en su tarea diaria sortear las continuas misivas procedentes del consejo de Michinè en las que solicitaba información sobre la fecha de regreso del Señor Protector y exigía explicaciones sobre por qué no había pedido su consentimiento para ausentarse de Bar-Khos y del Escudo por un período de tiempo tan prolongado.
Bahn había empezado a responder todas las cartas con la misma respuesta tipo: simplemente copiaba una y otra vez lo que había redactado cuidadosamente en una página que guardaba en el escritorio.
Pasó junto a una larga hilera de refugiados y de vecinos del barrio que esperaban para recoger su ración de pan de una de las panaderías subvencionadas por el consejo. Eso le hizo pensar que quizá debería comprar algo para comer, aunque sólo fuera para recuperar fuerzas. Llevaba algún tiempo comiendo menos, y a menudo dejaba su parte de los escasos víveres que tenían a Marlee y a los niños. Cuando entró en la plaza del Halconero, sin embargo, los puestos de comida del pequeño bazar estaban prácticamente vacíos, y los pocos productos que se exhibían mostraban unos precios que suponían un derroche difícil de justificar considerando las escasas monedas que tenía. Le pareció más sensato comprar un poco de pan y unas judías en un comedor cuando se le presentara la oportunidad.
Se detuvo cuando emergió en la avenida del Alto Rey, la calle más larga de Bar-Khos, que cruzaba toda la ciudad de este a oeste siguiendo la costa. La avenida del Alto Rey atravesaba la boca del istmo de Lans, el angosto brazo de tierra que se extendía hacia el sur hasta el distante continente y sobre el que se levantaban las lejanas filas de murallas del Escudo. Desde la avenida también se veía Todos los Necios, el distrito más cercano al Escudo y la única zona civil que se podía encontrar en el istmo propiamente dicho; ahora lleno a reventar por la afluencia de refugiados. Más allá de la franja de tierra se encontraba el canal que cortaba el istmo de Lans para conectar ambos puertos, y más allá aún, las obras de una nueva muralla en construcción, empequeñecida por la muralla de Tyrill, que se levantaba escarpada y alta como un auténtico acantilado, y de cuya magnitud daban idea los puntitos que de vez en cuando aparecían entre las almenas y que no eran otra cosa que miembros de la Guardia Roja patrullando.
Muy a su pesar, Bahn puso rumbo a ella.
La tierra de nadie entre las distintas murallas eran extensiones de terreno yermo cubierto de pasarelas y de tiendas de campaña combadas, limitados por el mar a los lados y por las murallas más sólidas del Escudo delante y detrás, de modo que el espacio que quedaba en medio compartía la acústica y la luz de la profunda depresión de un valle. El caos de la vida urbana quedaba sustituido allí por la disciplina metódica y el humor seco de los hombres que luchaban todos los días encaramados a las murallas y debajo de ellas.
Un ejército al completo formaba la guarnición de aquel espacio entre las dos murallas más alejadas del Escudo.
Cuando Bahn emergió de la portezuela de la penúltima muralla se encontró en el principal campamento militar de la guerra. Delante se levantaba la muralla de Kharnost, el único obstáculo que se interponía entre él y el IV Ejército Imperial desplegado al otro lado.
Una chartassa de infantería pesada hacía ejercicios de instrucción bajo el inclemente sol del mediodía, siguiendo las instrucciones que los sargentos bramaban para dirigir unas maniobras que los soldados realizaban con la fluidez de unos expertos. Mientras Bahn los observaba, los hombres que formaban la falange se detuvieron en seco con una patada en el suelo, y las filas delanteras bajaron las puntas resplandecientes de las lanzas que llamaban «chartas» y lanzaron un grito al unísono. Los soldados de la Guardia Roja y de los Voluntarios de la Liga desfilaban entre las tiendas. Los Especiales, por su parte, permanecían cerca de las torres situadas al pie de las bocas de los túneles que se extendían debajo de la muralla de Kharnost, donde los ingenieros de asedio llevaban a cabo sus trabajos en la tierra oscura y ellos luchaban cuando la situación lo requería.
No muy lejos del montón de tiendas, un grupo de los Chaquetas Grises y otro de Voluntarios con los torsos desnudos estaba jugando un partido de cruz. Entre el público se encontraba el coronel Halahan; fumando su pipa y enfundado en su sencillo uniforme gris, de vez en cuando lanzaba algún que otro bramido a los hombres de su brigada, todos ellos de otras nacionalidades: nathaleses, pathianos, tilanianos y de más lejos aún. En el lado opuesto, el homólogo de Halahan en el equipo de los Voluntarios Libres parecía haber optado por la táctica de animar a sus hombres mofándose de sus errores.
El cuerpo de los Voluntarios estaba formado por guerreros de Minos y de las demás islas démocras, y no se quedaban atrás gesticulando e increpando a su oficial, que no hacía más que burlarse de ellos. Un comportamiento que nunca dejaba de sorprender a Bahn. Tal informalidad era totalmente intolerable en la rígida jerarquía del ejército khosiano. De igual modo que los Chaquetas Grises con los que competían, aquellos hombres no tenían más superior que las personas a las que respetaban; incluso podían mandar a paseo y sustituir a sus oficiales cuando les perdían ese respeto.
Halahan levantó la mano cuando vio a Bahn, quien respondió al viejo nathalese con un gesto con la cabeza.
—¡Coronel Halahan! —le gritó a modo de saludo—. ¡Tiene buen aspecto!
—¡Es usted un mentiroso patético, Bahn! —replicó el anciano veterano justo cuando uno de sus hombres cayó despatarrado en el suelo a sus pies, derribado por un contrario. Y acto seguido, el coronel empezó a lanzar gruñidos a diestro y siniestro, lo que desencadenó una pelea.
La sombra que proyectaba la muralla de Kharnost engulló a Bahn mucho antes de que éste llegara a la fortificación. Los cañones dispuestos a lo largo de las almenas permanecían mudos, pero los francotiradores seguían probando suerte.
El motivo de la visita de Bahn aquella tarde era la inspección de la brecha en la muralla de Kharnost. Los soldados imperiales habían socavado la defensa provocando el derrumbe de un tramo de la muralla el mes anterior, y el agujero había sido el escenario de una lucha encarnizada que se había prolongado una semana, hasta que las tropas defensoras consiguieron taparlo con escombros.
Bahn se dirigió allí y se topó con un burdo amasijo de cascotes en forma de cuña que rellenaba una porción del colosal muro. Antes de llegar ya había concluido que sólo se trataba de una solución provisional. Los hombres y los zels se afanaban en levantar los bloques con los que construían una delgada cortina de piedra para tapiar el relleno de escombros. A pesar del trabajo, los expertos afirmaban que la muralla había quedado debilitada para siempre en ese tramo.
Bahn se dio cuenta de que hacía mucho tiempo desde la última vez que había subido a lo alto de la muralla de Kharnost para asomarse al otro lado. No era frecuente que los cañones estuvieran inactivos ni el cielo tan despejado de proyectiles, de modo que decidió echar un vistazo.
Notó el sudor en la frente cuando completó la ascensión por los largos escalones que conducían a la parte superior de la defensa. Era culpa de la armadura; nunca había acabado de encontrar el modo de acarrear debidamente su peso. Llegado al pretil más alto, posó la mano en una almena y se inclinó hacia atrás el yelmo para enjugarse la frente. Una pareja de soldados de la Guardia Roja le lanzaron una mirada fugaz y luego retomaron su partida de rash. El teniente apostado arriba estaba tan absorto en la observación del istmo que no se percató de su llegada.
Bahn también llevó la mirada al otro lado de las almenas y vio oscuras hileras de terraplenes y los cañones de asedio, todavía cubiertos por las fundas de paja y de lona untada de grasa que les ponían por la noche. Aquí y allá se vislumbraban figuras blancas en movimiento, y la solitaria columna de humo del arma de un francotirador trepaba por el aire.
Más allá se extendía, como una ciudad somnolienta y brumosa, el vasto campamento del IV Ejército Imperial.
«Deberíamos preguntarles si les apetece jugar un partido de cruz —pensó Bahn—. Podríamos resolver definitivamente la guerra aquí y ahora y continuar con nuestras vidas.»
Debajo, en el lado de los khosianos, el partido de cruz estaba llegando a su fin, y Bahn vio que Halahan enfilaba cojeando hacia la escalera, aparentemente, con la intención de subir. Bahn no tenía ganas de hablar con él —ni con nadie— en ese preciso momento.
Avanzó por la explanada de la muralla con el cuerpo encogido por puro instinto en dirección al lugar de la brecha. Se sentía desamparado cada vez que recibía un golpe de aire cuando cruzaba el hueco que mediaba entre dos almenas y los espacios totalmente expuestos al enemigo a causa del derrumbe de todo un tramo de almenas. Sin embargo, nadie más se movía por la muralla encorvado, ni mostraba el menor indicio de preocupación por el disparo que acababan de realizar desde las filas enemigas. Bahn se obligó a ponerse derecho y a caminar de un modo más apropiado para un oficial.
Se detuvo donde toda una sección de almenas se había desplomado; el tramo de muralla de la zona socavada aparecía como recortado, y Bahn se quedó mirando boquiabierto la brecha rellenada ya con escombros.
El agujero tapado con piedras y tierra abarcaba algo más de la mitad de la anchura de la muralla. El relleno había sido apisonado y tapado con tablas sueltas, y se había montado una rudimentaria barricada con bloques de piedra a modo de parapeto, aunque en esos momentos no había nadie allí. La brecha en sí ya no era visible desde el lado manniano del Escudo, ya que enfrente se levantaba la misma colina de tierra —la única defensa que habían encontrado que podía resistir los constantes cañonazos— que protegía el resto de la muralla.
Aun así, desde la posición de Bahn era imposible no verla, y él no fue capaz de apartar la mirada de ella. Contempló el tramo derruido de la muralla como si escudriñara las profundidades de su alma, y sintió una especie de afinidad con aquella masa de piedras sepultadas.
Recordó entonces la nota enviada desde el servicio de inteligencia de Minos la semana anterior, en la que se sugería la posibilidad de una invasión inminente de Khos. Su deber lo obligaba a mantener la información en secreto; después de todo, sólo era una hipótesis sobre los planes del enemigo. Incluso se lo había ocultado a Marlee para evitarle preocupaciones innecesarias. No obstante, su esposa había notado que le pasaba algo raro y se había percatado del abatimiento que acompañaba a Bahn esos últimos días. Y para colmo, los cañones del lado manniano permanecían mudos, debido supuestamente al período de duelo decretado por la matriarca del imperio. Bahn, sin embargo, tenía la impresión de que simplemente estaban cogiendo aire para la masacre que estaba a punto de desencadenarse.
Se quitó el yelmo y lo depositó con un chirrido sobre una de las almenas que se mantenían en pie. En aquel tramo de la muralla se había construido una cisterna entre las almenas que se llenaba con el agua de la lluvia, y dio un par de sorbos a la taza enganchada de ella con una cadena. Una vez saciada su sed, se apoyó en una almena y contempló el istmo de Lans mientras se sumía en sus pensamientos.
Una tormenta aún lejana arrastraba cortinas de lluvia desde el otro extremo del istmo y la cadena de colinas que se extendía más allá: la punta del continente meridional y las tierras de Pathia, diez años ya bajo el yugo de Mann. La brisa le agitaba el cabello y, en la lejanía, los pájaros surcaban el cielo sin rumbo fijo.
Un cañonazo hizo temblar la muralla y Bahn se encorvó. Se volvió hacia el lugar del impacto y vio a Halahan de pie y con la pierna mala afirmada sobre los escombros de la almena derruida; tenía una mano apoyada sobre la rodilla levantada y con la otra sujetaba la pipa de arcilla, que le colgaba de la comisura de los labios mientras examinaba, con el gesto impertérrito, una nube de polvo que se levantaba desde las piedras que tenía junto a la bota.
El veterano nathalés se inclinó hacia delante y escupió al montón de trizas como si quisiera apagar una llama.
—¿Dándole vueltas a un polvo? —preguntó a Bahn sin volverse hacia él.
Bahn lo miró perplejo. No entendía qué quería decir Halahan.
—Hace un momento parecía totalmente ensimismado. Pensé que estaría pensando en alguna mujerzuela.
Bahn se puso derecho. Se pasó la mano por el pelo y volvió a colocarse el yelmo en la cabeza. En todo momento puso mucho cuidado en permanecer escudado por las almenas.
—Se mueve con la tranquilidad de un león de las montañas —replicó antes de pensar lo que estaba diciendo.
Halahan tuvo la gentileza de no bajar la mirada a la prótesis metálica con bisagras que envolvía buena parte de su pierna y se limitó a volverse hacia Bahn. Había en sus retinas un matiz de humor negro que brillaba con el deslumbrante azul oscuro de un cielo crepuscular. A Bahn siempre le había gustado el comandante nathalés de la brigada de Chaquetas Grises; siempre había respetado su forma de ser y su aversión a las tonterías, su humildad y su ausencia de malicia. Unos rasgos muy distintos de los del resto de los oficiales que conocía.
En el pasado había sido sacerdote. Al menos eso había oído Bahn; aunque se le hacía difícil vislumbrar en el oficial actual algún vestigio del antiguo hombre religioso. Más bien al contrario, pues en su carácter había algo de persona de vuelta de todo, de anárquico.
—Estaba pensando en la flota fondeada en Q’os —confesó Bahn—. Me preguntaba si zarpará pronto y, en ese caso, con qué rumbo.
—Estaba preguntándose si vendrá aquí.
—Claro, ¿usted no?
Halahan parecía estar riendo únicamente con los ojos.
—¿Ya ha regresado el viejo?
«¡Ah!», pensó Bahn.
—No. Y el consejo no deja de acosarme con esa cuestión.
—Me lo imagino. No les da buena espina que el Señor Protector vaya personalmente a solicitar refuerzos a la Liga.
—¿Cree que eso es lo que está haciendo?
—Sin duda. Entre otras cosas. ¿Qué, si no? El consejo preferiría esconder la cabeza en la arena. A decir de los rumores que circulan, están rezando por que los mannianos se decidan por invadir Minos en vez de venir aquí.
Bahn se encogió de hombros, pero el gesto quedó oculto bajo las hombreras de su armadura.
—Tal vez sus deseos estén fundados. Minos sería un objetivo lógico. Mientras usted y yo hablamos, está sufriendo severos ataques.
—Lo sé. Leo los informes. Los diplomáticos imperiales están causando estragos en Al-Minos y la II Flota está combatiendo contra formaciones enemigas considerables —dijo Halahan en un tono escéptico—.Y la III Flota partió de nuestras aguas para apoyarla. Muy práctico. Sobre todo si se quiere que una flota invasora llegue aquí desde Lagos sin sufrir percance alguno.
Halahan dio una calada a su pipa. El viento le despeinaba el pelo cano contra la cara. Nadie habría pensado que estaban hablando sobre su posible aniquilación. Bahn se sorprendía a menudo de esos hombres que vivían la guerra como si fuera una circunstancia más de la vida cotidiana; que tenían la capacidad de desconectar los mecanismos de la imaginación que concebían los peores destinos; que pasaban por la vida con la misma actitud tanto en períodos de guerra como de paz.
Sentía envidia de cualquiera que mostrara esos rasgos. Él parecía permanentemente aterrado por el futuro y por la guerra; y de ningún modo pasaba por la vida como si nada. Siempre se movía con sigilo, mirando a izquierda y a derecha, temeroso de dar un paso en falso o de decir algo incorrecto. Tal vez debía desarrollar más el gusto por la bebida que mostraban tantos colegas oficiales. O por el hazii, que Halahan parecía fumar a todas horas. Precisamente en ese mismo momento le llegaba el aroma de la hierba arrastrado por una ráfaga de viento.
Un grupo de aeronaves sobrevolaba la ciudad, muy por encima de los globos aerostáticos de los mercaderes amarrados a sus torres, más alto incluso que las bandadas de pájaros. Bahn había soñado la noche anterior que su familia y él viajaban a bordo de una de esas magníficas naves voladoras en dirección al sol de levante, en busca de un refugio.
—Lo sabe, ¿verdad? Todos ellos tienen una nave privada amarrada en el puerto occidental. Veloces balandros con la tripulación a bordo y lista para partir en cualquier momento, en el caso de que el Escudo sucumba.
Bahn asintió con aire ausente. Estaba escuchando el viento, que le acariciaba las orejas.
—Aun así —dijo al cabo con un hilo de voz a punto de quebrarse—, nosotros podríamos ser la distracción, ¿no cree? Y Minos el objetivo real.
Halahan escrutó su rostro unos instantes. Todo rastro de buen humor se había esfumado de sus ojos. Posó una mano en el hombro de Bahn.
—Más le vale sacarse esas ideas de la cabeza, hijo —dijo suavemente—.Vienen a por nosotros.
EN COMPAÑÍA DE LAS RATAS
El barco se deslizaba raudo rumbo sureste, con las velas hinchadas por el viento y la proa cabeceando al ritmo del oleaje. Ché estaba junto a la barandilla, y recibía la lluvia de agua salada que salía rociada del casco mientras la nave escindía el mar en su travesía por el Corazón del Mundo.
Para el resto de la gente de a bordo, Ché sólo estaba respirando un poco de aire fresco marino como cualquier otro día de su viaje hacia el este. Para él, sin embargo, aquello era una especie de ejercicio de meditación, y se concentraba en su respiración y en los sentidos de su cuerpo. Era tal el placer que sentía en esos momentos que una sonrisa asomaba inconscientemente a las comisuras de sus labios.
No se atrevía a realizar otros ejercicios parecidos. No allí, en presencia de sus colegas. Sentarse en cuclillas en la cubierta principal para adoptar la postura habitual de los monjes daoistas o, en el fondo, de los roshuns —con las rodillas en el suelo y la espalda recta, dejando la mente en blanco—, supondría una auténtica provocación. Proliferarían los comentarios. Alguno de los monbarris se dirigiría a él con alguna amenaza disfrazada de pregunta audaz con doble sentido.
Ché observó la timonera, que se elevaba alta en el centro de la nave, y la legión de banderas con señales que ondeaba encima de ella mientras sus pies, firmes en el suelo, se mecían con la suave cadencia del cabeceo del barco. A su espalda, en la popa, se elevaba el alcázar de tres pisos de alto donde se encontraban los majestuosos camarotes de la Santa Matriarca y de sus dos generales. Allí estaba Sasheen en ese momento, sobre la cubierta superior, disfrutando del aire marino igual que Ché, si bien ella estaba sentada en una honda butaca de mimbre y arropada con una gruesa capa de pieles que la protegía del viento. A su alrededor se habían dispuesto unas pantallas blancas que guarnecían su posición. Entre las pantallas se vislumbraba, sentados a cada lado de la matriarca, al archigeneral Sparus y al joven Romano, enfrascados en una conversación y con sus necesidades atendidas por los esclavos. La matriarca no miraba en ningún momento a sus generales, y tenía los ojos clavados en la aeronave que los sobrevolaba en ese momento, uno de los pájaros de guerra que custodiaban la flota invasora: un conjunto de naves que se prolongaba por proa y por popa hasta más allá de donde abarcaba la vista.
Ché notó más que oyó una presencia a su espalda.
—No le des demasiadas vueltas —dijo quedamente una voz masculina—. Siempre es peor de lo que uno es capaz de imaginar.
Ché sintió una punzada de irritación, y cuando se volvió se topó de cara con Guan, el joven de la secta Mortarus que había subido a bordo con su hermana melliza formando parte del séquito de Sasheen. La figura del sacerdote aparecía empequeñecida por los enormes palos y velas de la nave que ocultaban medio cielo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Ché con sequedad.
—A la invasión. Nunca has participado en una guerra, ¿verdad?
Ché se limitó a hacer un gesto de negación con la cabeza.
—Yo estuve con mi hermana en la última invasión de los Puertos Libres. No fue agradable de ver.
—¿Estuvisteis en Coros? Pareces más joven.
—Estar, estuvimos. Nuestro padre era el comandante de la LV de los Luces. Llevarnos con él era su idea de la «educación». Y aprendimos, ya lo creo. Aprendimos qué efectos puede tener la punta de una lanza para la integridad de una cabeza.
«Su padre», pensó Ché. Era raro oír hablar de su padre a un sacerdote; y aún lo era más que supiera quién era su progenitor.
Ché se dio cuenta de que Guan estaba esperando que siguiera interrogándolo, así que no abrió la boca. Lo único que quería era estar solo.
Sin embargo, fue Guan quien rompió el silencio.
—No sabes de lo que hablo, ¿verdad?
—No tengo la menor idea.
—No eres el único. La gente a bordo de este barco parece ignorar por completo dónde está metiéndose. No vamos a invadir a un par de tribus del norte ni a sofocar la rebelión de un puñado de militares de Lagos. Nos enfrentaremos a los khosianos, los más diestros en el manejo de la charta de todos los Puertos Libres. Han repelido más intentos de invasión que todas las naciones del sur juntas.
Ché no estaba de humor ese día para escuchar historias espeluznantes sobre la guerra. Aquel tipo sólo quería alradear, situarse por encima de él.
—Entiendo. Son un pueblo al que hay que temer.
Guan miró fijamente a Ché y éste clavó sus ojos en el mar.
—¿Qué pasa? ¿Hace tiempo que no echas un polvo, Ché? Pareces un poco tenso —espetó Guan, que rápidamente esbozó una sonrisa, como si eso le permitiera hablarle de esa manera—. ¿O no será que la matriarca ya satisface tus necesidades?
Ché lo fulminó con la mirada.
—Tú eres idiota o estás loco, Guan. Me parece que tu entrenamiento como Mortarus está conduciéndote peligrosamente hacia la adoración de la muerte.
Guan se encogió de hombros despreocupadamente. Sin duda era idiota, concluyó Ché.
—Veo que no lo niegas.
Ché, reacio a dejarse arrastrar por aquella conversación, apartó la mirada de Guan. Se preguntó, y no era la primera vez, si él y su hermana no serían en realidad reguladores de incógnito y si Guan no estaría jugando simplemente a ser un idiota despreocupado. De hecho, Ché había recibido con sorpresa la insistencia que exhibía en hacerse amigo suyo, y sospechaba que le hubieran asignado la tarea de vigilarlo durante el largo viaje a Khos.
Guan suspiró como exhalando toda la frustración que se había acumulando en su interior.
—¿Ya has comido?
—No tengo hambre.
—Pues comeremos más tarde. Podríamos beber algo y echar otra partida de cartas. Te toca a ti perder, si mal no recuerdo.
—Quizá —respondió Ché, que esperó hasta que oyó que su compañero se alejaba y entonces volvió a relajarse.
A menudo el trato con sus colegas transcurría de esa manera. Incluso un par de minutos de charla sobre las cosas más nimias podía llegar a parecer una discusión de lo más absurda. ¿Y por qué no iba a ser así? Los habían educado poniendo el énfasis en tres principios: el engreimiento, la libertad para saciar cualquier deseo y la necesidad voraz de derrotar al prójimo. Siempre buscarían fórmulas para mejorarlo, para manipularlo; al final acababa siendo agotador. Lo único que quería era un poco de compañía franca; y eso lo convertía en un ser tan hostil como lo eran los demás.
El precio que se pagaba, por supuesto, era el de la alienación, pero Ché había encontrado una alternativa aún peor: la alienación del verdadero yo. Se sentía perdido cuando pasaba tiempo rodeado de esa gente; notaba que sus convicciones se debilitaban.
Guan se equivocaba en una cosa: los hombres y las mujeres a bordo no ignoraban a lo que se enfrentaban. Él lo percibía a su alrededor, en la tensión que flotaba en el aire, en la extraña quietud que reinaba.
Ché levantó distraídamente la mirada hacia la matriarca, que seguía escuchando la cháchara de sus dos generales. Romano era un ingrediente peligroso en aquella expedición. El joven general era el más claro aspirante al trono de Sasheen. Por lo tanto, Ché sospechaba que la matriarca había optado por sufrir su presencia durante la campaña por temor a las actividades perjudiciales para sus intereses que pudiera instigar durante su ausencia de la capital. Sin embargo, también era digno de temer allí, pues con él venía su contribución a las fuerzas de invasión: su ejército privado compuesto por dieciséis mil hombres. Llegado el momento, esos soldados se mantendrían leales a la mano que los alimentaba —Romano y su familia—, por encima incluso de la Santa Matriarca.
Ese estado de cosas podía provocar tensiones en un viaje tan largo como aquél. En el mejor de los casos, Sasheen y Romano se despreciaban mutuamente, y eso se notaba incluso cuando conversaban con aparente cortesía. Ché se preguntó cuánto tardarían en lanzarse a la yugular del otro y él en verse arrastrado por los acontecimientos.
Intentó sacarse todas esas tonterías de la cabeza y regresar al estado de paz anterior, pero le resultó imposible; la quietud que había disfrutado minutos antes se había echado a perder.
Se abrió paso entonces entre los marineros, los infantes de marina y los sacerdotes dispersos por la cubierta superior y se dirigió a la escotilla de proa. Por el camino se encontró con un grupo de acólitos desnudos que entrenaban con dedicación bajo el sol; la mayoría hombres y mujeres de una edad muy similar a la suya, aunque entre ellos se divisaba algún veterano mayor. Peleaban cuerpo a cuerpo por turnos, y los que esperaban la vez aprovechaban para calentar los músculos.
—¡Cuidado! —espetó uno de los acólitos, que estaba retrocediendo y embistió al diplomático.
A Ché se le pasó fugazmente por la cabeza la idea de agarrarle el brazo y rompérselo.
—Vete a cagar —le soltó el acólito sin aflojar el paso.
Antes de bajar por la escalera, Ché se dio cuenta de que Sasheen estaba observándolo desde su atalaya. La matriarca levantó una copa de vino a modo de brindis y él le correspondió inclinando respetuosamente la cabeza antes de desaparecer rápidamente por la escotilla.
Una oscuridad impenetrable asfixiaba a Ash día y noche mientras yacía en el pantoque del voluminoso barco de transporte. Se había subido a bordo de él como polizón cuando la flota ya zarpaba del puerto de Q’os. La oscuridad total y el aire cargado, tan pestilente que casi parecía más recomendable no respirarlo, lo envolvían. Y luego estaba ese ruido de golpes constante: el lastre de arena y grava que aporreaba el barco, los rechinos y los crujidos del casco, el chapoteo de las ratas en la oscuridad... Todos los elementos se habían conjurado para desquiciarlo.
Había encontrado un espacio por encima del nivel del agua donde tumbarse, un saliente de madera cerca de la popa del pantoque de casi un metro de ancho donde permanecía apretujado con su espada. Vivía como una rata más del barco, y aunque no podía ver la salida ni la puesta del sol, sabía que amanecía cuando oía encima el estrépito de pisadas que señalaba el relevo de los turnos; y que anochecía por el sonido estentóreo de las carcajadas y las canciones.
Bien entrada la noche salía sigilosamente como una bestia carroñera en busca de agua y de restos de comida para alimentarse, y se deslizaba en silencio por los espacios oscuros de la nave mientras el grueso de la tripulación dormía. A su regreso de esas incursiones se sentaba en su estrecho madero y comía, y con lo que le sobraba alimentaba a la pequeña colonia de ratas que convivía con él allí abajo mientras les hablaba en susurros, arropado por la oscuridad. Los roedores no tardaron en dejar de morderle mientras dormía, y algunos incluso empezaron a coger la costumbre de subirse al madero y calentarse acurrucados contra su cuerpo.
Los dolores de cabeza que solían asolar a Ash disminuyeron, tal vez por la ausencia de sol. Era una bendición, pues ya casi se le habían agotado las preciadas hojas de stevia. Sin embargo, temblaba constantemente por culpa de la humedad, y sabía que pronto le afectaría al pecho. Cada vez le costaba más respirar, y lo hacía de un modo superficial. Tenía miedo de desarrollar una neumonía.
Se imaginó que moría en aquel agujero negro y que su cadáver quedaba flotando a la deriva sobre el agua rancia del pantoque; las ratas darían buena cuenta de él hasta que no fuera más que un montón de huesos enganchados al lastre. Intentó varias veces secar la ropa —los leotardos forrados de algodón y la guerrera sin mangas—, estrujándolos primero y luego extendiéndolos sobre la pared del casco. Pero, como ocurría con las botas, se negaban a secarse. Una noche decidió arriesgarse y tuvo la buena suerte de agenciarse la capa tratada con grasa de un tripulante que estaba dormido. De vuelta en su agujero se envolvió con ella y rezó para que fuera la solución a sus problemas.
De vez en cuando se preguntaba hacia dónde se dirigiría la flota. Recordó haber visto un mapa en la Cámara de las Tormentas cuando él y Aléas habían irrumpido en ella. En él había anotados movimientos de flotas. Sin embargo, no lo había mirado con atención, y por mucho que lo intentaba ahora no lograba visualizar los detalles.
La mayoría de las veces simplemente se preguntaba cuándo pisaría tierra firme. No confiaba en poder aguantar demasiado en aquel pantoque que se había convertido en su particular cámara de las torturas.
Ya tenía sesenta y dos años. Había sobrepasado de largo la expectativa de vida de un roshun en activo. Sin duda, los años no habían pasado en balde para él, y se notaba el cuerpo acartonado y tirante. La artritis le consumía las articulaciones, y sus músculos solían quejarse cuando hacía movimientos bruscos o les exigía demasiado. Sus heridas tardaban cada vez más en cicatrizar; sin ir más lejos, un pequeño rasguño que le habían hecho en la pierna con un cuchillo durante la última vendetta todavía supuraba, de modo que todos los días tenía que extraerle la pus y limpiarla con agua del mar.
En cierta manera, a Ash no le importaba seguir confinado en aquel pozo negro al que había ido a parar. En el fondo sentía que se lo merecía, que sería capaz de pasar una eternidad sepultado en aquella desolación si ello significara traer a Nico de vuelta con los vivos. Bajo la capa tratada con grasa, notaba el frasquito de arcilla con sus cenizas frío contra el pecho.
UN ASUNTO DIPLOMÁTICO
—La Santa Matriarca requiere tu presencia —dijo en un arrullo Guan, acompañado por su hermana melliza.
Ambos lo observaban con sus ojos arrogantes y de párpados caídos.
Ché se agarró con más fuerza a la puerta abierta del camarote. Los tres se balanceaban empujados por el cabeceo violento del barco. El buque insignia gruñía a su alrededor y se quejaba del severo zarandeo al que lo sometía el mar. La hermana de Guan miraba detenidamente a Ché, quien a su vez examinó su rostro, tan afilado y enjuto como el de su hermano y con los labios ligeramente despegados en la comisura de un lado.
Ché hizo un gesto levantando el dedo índice: «Un momento.» Cerró el volumen de El libro de las mentiras que sostenía en una mano asegurándose de que los hermanos vieran el título y lo dejó a la vista sobre su catre perfectamente arreglado. A continuación, salió al pasillo y siguió a los mellizos.
Recibió con agrado la oportunidad para estirar las piernas a pesar de la habitual aprensión que le provocaba tener que acudir junto a la matriarca. No había salido demasiado durante los últimos días, dado que el mal tiempo que les acompañaba no invitaba a deambular al aire libre. Ese día estaba siendo el peor de todos. La nave se escoraba tanto que tenían que caminar apoyándose en las paredes del pasillo para no perder el equilibrio.
Fueron emergiendo a la cubierta principal de uno en uno y encorvando el cuerpo bajo las acometidas del viento. Una ráfaga impelió a la melliza, que salió despedida tambaleándose con los brazos abiertos y su hermano tuvo que agarrarla de la manga para recuperarla. Una ola rompió contra el casco y una catarata de agua espumosa se precipitó sobre la cubierta y derribó a un puñado de marineros, que salieron rodando por el suelo resbaladizo.
El trío de sacerdotes se enjugó los rostros, se dirigió en fila india hacia la escalera zigzagueante que conducía hasta el flanco del alcázar y trepó por ella.
—¡El mar está hoy un poco picado! —dijo Swan, volviéndose a Ché.
Guan también se volvió hacia él con una expresión gélida en el rostro.
El mellizo llevaba días sin dirigirle la palabra. Tal vez hubiera comprendido que prefería la soledad.
Sin embargo, en los ojos de Guan se vislumbraba algo, una especie de herida interior que no tenía nada que ver con la reacción que Ché habría esperado de unos reguladores de incógnito. Después de todo, quizá estaba un poco paranoico.
«Por eso no tengo amigos», pensó.
Pasaron junto a la puerta del camarote del general Romano, flanqueada por dos acólitos que se cobijaban como buenamente podían debajo del diminuto saledizo. A pesar del estrépito del vendaval y de las olas, dentro se oía la voz retumbante de Romano alzándose sobre las risas de sus acompañantes. El joven general, como muchos otros a bordo, había estado deleitándose con el alcohol y los narcóticos desde que la inclemencia de los elementos los había confinado en sus cámaras.
Cuando llegaron a la puerta de los aposentos privados de Sasheen en el piso superior, se detuvieron y los centinelas los cachearon en busca de armas. La melliza fue la última en ser registrada, y mientras los soldados palpaban cuidadosamente su ropa, Ché se fijó en que su hermano observaba la operación con el ceño fruncido. Ella, sin embargo, en vez de prestar atención al escrutinio al que la sometía Guan, miraba a Ché con las facciones suavizadas por una delicada sonrisa.
«No está mal» pensó Ché, y repasó su cuerpo con la mirada sin andarse con sutilezas. La chica tenía la túnica pegada a la piel.
—Correcto —dijo uno de los acólitos cuando terminó la inspección.
Su compañero llamó a la puerta.
Heelas, el médico personal de Sasheen, los invitó a entrar en la estancia. Dentro se hallaban los sacerdotes del séquito de la matriarca, instalados en un silencio contenido. Heelas condujo al trío hasta el camarote privado de Sasheen; golpeó suavemente la puerta con un nudillo, la abrió y entró sin esperar una respuesta.
Ché advirtió la atmósfera preñada de ira que flotaba en la habitación en cuanto puso los pies en ella. Sasheen estaba sentada en una enorme butaca en el fondo de la amplia estancia, con un abrigo de pieles encima de una sencilla túnica; su pecho se hinchaba y se deshinchaba a un ritmo acelerado. Ché reparó en los restos de una copa de cristal hecha añicos en el suelo, a un palmo de la pared, y en el reguero de vino tinto que se deslizaba cambiando de dirección al ritmo del balanceo del barco.
La Santa Matriarca estaba rodeada por las personas que formaban su círculo más íntimo, entre ellas su vieja amiga Sool, que estaba sentada en un taburete con el asiento acolchado junto a ella, ligeramente ladeada para poder contemplar a través de la ventana el mar embravecido y las nubes. Klint, el médico, se tiraba distraídamente de uno de los ornamentos que le perforaban la cara, tan colorada como siempre. Alarum, a quien Ché conocía sólo de vista y del que sabía que era un espía perteneciente a la orden Élash, los recibió con una afable inclinación de cabeza sin desviar su mirada atenta del joven diplomático. Y para acabar, el archigeneral Sparus, el Aguilucho, que estaba plantado en el centro del camarote como si acabara de interrumpir abruptamente su deambular por la estancia, taladró a Ché con el ojo que no llevaba oculto bajo el parche.
Ché no le hizo caso y recorrió el camarote con la mirada. Durante su rápida inspección ocular, descubrió un tarro de Leche Real encajado en un soporte sobre una mesa detrás de Sasheen. Luego se fijó en la pareja de centinelas apostados en el balcón, con los cuerpos encogidos bajo sus capas con capucha.
—Diplomático —espetó Sasheen haciendo un mohín compungido con los labios fruncidos—, tengo una tarea para ti.
Ché enseguida notó que estaba drogada, aunque sólo sus mejillas y su nariz rojas delataban su estado, pues hablaba con voz firme.
—Matriarca —respondió Ché con una calma impostada, haciendo una reverencia.
—Quiero que entregues cuanto antes un mensaje al general Romano.
Ché reprimió el nacimiento de una sonrisa. «Y aquí empieza todo.»
—¿Y cuál es el tono del mensaje, matriarca?
—Sólo una advertencia —apuntó con su voz retumbante el archigeneral Sparus, mirando de soslayo a Sasheen—. Su amante catamita debería ser suficiente.
—Conviértelo en un ejemplo para los demás —añadió Sasheen arrastrando las palabras—. En un ejemplo claro. ¿Me has oído?
Ché asintió inclinando de nuevo la cabeza.
—¿Es todo?
Sasheen se pellizcó el caballete de la nariz en silencio.
—Puedes marcharte —dijo Sool en su lugar.
Los sacerdotes mellizos acompañaron a Ché fuera. Éste vaciló un instante bajo el saledizo de la puerta. Se volvió a Guan para decirle algo, pero en el último momento cambió de opinión y optó por dirigirse a su hermana.
—¿Alguna idea sobre de qué va todo esto?
A Swan pareció hacerle gracia la franqueza de Ché. Guan se revolvió al lado de su hermana y echó un vistazo a la pareja de centinelas que tenían detrás.
—Romano ha estado calumniando a la Santa Matriarca —respondió el mellizo adelantándose a su hermana—. En sus aposentos, con su séquito, bajo los efectos de los narcóticos.
—¿En qué sentido?
Swan se inclinó hacia él. El agua se deslizaba por los ornamentos que le perforaban el rostro.
—Habla sobre su hijo —respondió la melliza en un susurro—. Ha estado calumniando a su hijo.
Ché dejó ir un suspiro de exasperación. Ahora lo entendía todo.
Esa tarde divisaron por primera vez Lagos, la isla maldita de los muertos.
El temporal por fin amainó, como si el tiempo deseara tocar un acorde más solemne para la ocasión. En realidad, lo que había ocurrido era que habían entrado en las aguas de la isla, que quedaban más resguardadas. El buque insignia de la matriarca, rodeado de cerca por el resto de la flota, enfiló hacia el sur con destino al puerto de Chir. La costa estaba formada por acantilados blancos y colinas verdes salpicadas de manchitas grises: las famosas cabras de pelo largo lagosianas.
Daba la impresión de que el millar de almas que viajaban a bordo del buque insignia se había agolpado en las barandillas. Ché observó a la matriarca, que contemplaba el paisaje desde la cubierta de proa flanqueada por sus dos generales y sus respectivos séquitos.
El diplomático estudió detenidamente al trío mientras se preguntaba cómo debían de sentirse al posar sus miradas en la verde Lagos, la isla de la insurrección, cuya población había sido en su totalidad quemada viva en un episodio célebre de la historia. El VI Ejército —que seguía emplazado allí y ahora debería incorporarse a la fuerza expedicionaria— había aplastado la rebelión bajo el mando del archigeneral Sparus. Y había sido Sasheen en persona quien había dado la orden de matar a la mayoría de los habitantes de la isla como castigo por el apoyo que habían prestado a los rebeldes a pesar de las numerosas voces de protesta que alzaron, desde el mismo seno de la orden de Mann, los miembros horrorizados por la renuncia a los cuantiosos beneficios que podían obtenerse convirtiéndolos en esclavos.
Con esta decisión, la matriarca había estampado una prueba de su autoridad en los anales de la historia, y gracias a ese genocidio su nombre ya nunca caería en el olvido.
Ahora, sin embargo, con la vista puesta por primera vez en Lagos, Sasheen no mostraba nada más que una formalidad obstinada junto a la barandilla de la nave, mientras a su alrededor los sacerdotes que formaban su séquito parecían más orgullosos que otra cosa de haber recuperado la más preciada de las posesiones.
En Q’os, los boletines de noticias estaban plagados de relatos sobre la «pacificación» de Lagos y de anuncios que informaban de que la isla estaba abierta para la recepción de inmigrantes de todos los rincones del imperio. Se minimizaba el verdadero alcance de la matanza perpetrada contra los lagosianos, y cuando se mencionaban las quemas y las masacres se culpaba de ellas a los propios habitantes de la isla y al origen de su revuelta: una protesta surgida de la nobleza lagosiana, que no había podido soportar la sangría de tierras arrendadas que pasaban a manos de sus nuevos señores mannianos.
Un único detalle delataba el estado anímico que Sasheen escondía para sí: había plantado la cabeza viviente de Lucian sobre la barandilla, a su lado. Era la primera vez que mostraba a Lucian en público en ese estado. La matriarca apoyaba la mano sobre el cuero cabelludo de la cabeza para impedir que se moviera, de tal modo que el líder de la insurgencia tuviera que contemplar con sus propios ojos, en un silencio insondable, la desolación de su tierra natal.
Sonaron los cuernos en las naves adelantadas de la flota. Por fin estaban llegando al puerto de Chir, una de las más extraordinarias maravillas del mundo conocido. Enseguida, a medida que bordeaban una punta rocosa, Ché pudo contemplar boquiabierto el legendario Oreos que se elevaba hasta una altura inverosímil enfrente de él: el arco colosal que se extendía de punta a punta de la ensenada de entrada al puerto de Chir y bajo cuya estructura se deslizaban los bancos de bruma.
La ciudad portuaria de Chir, en otro tiempo próspera gracias al comercio de lana y de carne en salazón con Zanzahar y capital de la civilización lagosiana, se extendía descontroladamente por una bahía escabrosa que constituía el puerto natural más grande del Midères. La ciudad había construido el Oreos que cruzaba la entrada al puerto como una declaración de su esplendor al resto del mundo. Hecho de hierro, el puente recordaba la hoja curva de una cuchilla cuya parte plana cortaba en dos el viento; y la pintura blanca que lo cubría resplandecía bajo el cielo, en el que finalmente se habían dispersado las nubes y ahora lucía el sol.
Ché nunca había viajado a Lagos ni a su puerto, si bien había leído mucho sobre ellos y sobre la destreza de sus habitantes en los campos del arte y de la ingeniería, cuyas pruebas estaba contemplando ahora con sus propios ojos. La bruma se formaba con el agua salada que salía pulveriza en el aire al romper las olas contra el puente y filtrarse por los innumerables orificios que perforaban la parte inferior de la estructura.
Había días en los que el arco neblinoso del Oreos aparecía ribeteado de colores, y era frecuente ver cuatro, cinco o incluso seis arco iris simultáneamente en la llovizna del agua rociada o reflejados en la superficie del mar. El «Cazador de arco iris» era el nombre con el que solía referirse al puente el pueblo de Lagos... o con el que se había referido a él cuando todavía habitaba la isla.
Ahora Ché contemplaba un arco iris de colores vibrantes que se desplegaba como un segundo puente, y detrás de él, matizadas por sus tonalidades, la ciudad, que se extendía desordenadamente alrededor del puerto y las naves imperiales fondeadas en él. Hizo visera con una mano y observó con los ojos entornados la parte superior del Oreos, moteada por las figuras diminutas y con túnicas blancas de los sacerdotes congregados junto al pretil, que disfrutaban de las vistas de la ciudad portuaria desde su atalaya.
Ché habría seguido observando la escena de no ser porque advirtió un movimiento en la cubierta de proa. El catamita de Romano, Topo, enfiló a trancos hacia el general y la mujer recostada en su regazo y se produjo un intercambio acalorado de palabras. Acto seguido, Topo dio media vuelta y salió hecho una furia hacia la escalera.
Ché lanzó una última mirada al Oreos, se impulsó hacia atrás con las manos apoyadas en la baranda y siguió al muchacho, que regresó solo y con la cara colorada al camarote de Romano y apartó de mala manera a los guardias apostados en la puerta para entrar. Ché esperó unos minutos para asegurarse de que nadie se reunía con él en el camarote y procedió a entregar el mensaje.
El diplomático entró sigilosamente por el balcón trasero mientras arriba todo el mundo, incluidos los guardias, se había colocado en el costado del barco más cercano a tierra para contemplar las vistas del puerto.
Una vez dentro del camarote, Ché acabó con un guardaespaldas de un tajo en la garganta, mientras del cuarto de baño le llegaba el ruido del agua agitada. Dio un paso atrás para permitir que el soldado se desplomara sobre la alfombra.
—¿Hola? —dijo una voz desde el cuarto de baño.
Ché permaneció inmóvil mientras el guardaespaldas gargareaba a sus pies con la boca llena de sangre, prestando atención a los sonidos procedentes del cuarto de baño, hasta que oyó de nuevo la caída de un chorro de agua y enfiló hacía allí con una soga colgándole de la mano. Entreabrió suavemente la puerta. Su cabeza afeitada despedía vaho.
Se asomó por la puerta y vio a su víctima tumbado en una bañera de madera, musitando para sí y con los ojos cerrados. Ché se deslizó dentro y se plantó detrás de Topo, con la soga asida con ambas manos. Contempló al joven amante de Romano. Su cuerpo pálido y enjuto exhibía cicatrices de heridas recientes, costras del tamaño de mordeduras.
Ché se fijó además en la enorme olla de bronce del calentador de agua sobre la estufa a los pies de la bañera. Había llegado el momento.
El muchacho dio una sacudida y abrió los ojos de golpe cuando Ché le rodeó el cuello con la soga y tiró con fuerza de las asas de corcho.
El diplomático reparó en los ojos marrones del chico, que parecía que se le iban a salir de las órbitas, y dentro de ellos, en las pupilas vidriosas, advirtió la presencia de una sombra: el mismo Ché con su cuerpo agigantado por el efecto óptico. El muchacho gruñía y resollaba tratando de respirar; se le estaba hinchando la cara. Intentó tirar de la soga que le constreñía la garganta. Agitaba las piernas y el agua removida rebasaba el borde de la bañera y se precipitaba sobre las sandalias de Ché, quien no aflojó la soga. El diplomático mantenía la mente en blanco mientras ejecutaba su misión, si bien, por algún extraño motivo, empezó a sentir una ira cada vez más intensa.
Al cabo, Topo dejó de oponer resistencia y su cuerpo inmóvil y flácido quedó sumergido en el agua, que empezó a recuperar su quietud. Ché continuó apretando la soga unos segundos y finalmente la soltó con un gemido.
Abrió de una patada, jadeando, la puerta de la estufa sobre la que estaba la olla del calentador de agua y empezó a echar trozos de madera del balde con leña que había a su lado, hasta que ya no cupieron más. A continuación, desabrochó las correas que ataban la tapa de la olla y la levantó. Sacó rápidamente el cuerpo de la bañera; las manos le resbalaban sobre la piel mojada del cadáver. Ché era un hombre fuerte a pesar de su modesta constitución; aun así, tuvo que hacer un sobreesfuerzo para levantar el cuerpo sin vida de Topo, arrojarlo al interior de la olla y colocarlo de manera que pudiera poner de nuevo la tapa y atar las correas. El nivel del agua dentro del recipiente había aumentado considerablemente a causa del volumen del cuerpo.
Cuando Ché acabó la operación, las llamas de la estufa empezaban a rugir. Ché se imaginó el humo saliendo por el extremo superior del conducto de ventilación y esperó que eso no hiciera acudir a Romano. Salió del cuarto de baño y aguzó el oído para distinguir el posible sonido de pasos.
Desde la enorme olla de bronce del calentador de agua a su espalda le llegó un ruido seco. Ché se detuvo.
Se oyó otro retumbo en el interior del recipiente.
«Sigue vivo.»
Ché vaciló un momento, por una vez presa de la duda. Echó un vistazo atrás y luchó contra el impulso de regresar al cuarto de baño, desatar las correas, levantar la tapa y sacar al muchacho. Pero consiguió reprimirlo. De todos modos ya había pasado demasiado tiempo.
El diplomático atravesó el camarote hasta la ventana abierta perseguido por una retahíla de gritos que sonaban lejanos. Algo se removió en su interior; las manos le temblaban mientras trepaba hasta el balcón reprendiéndose por su negligencia.
Los alaridos procedentes del cuarto de baño fueron subiendo el tono hasta que acabaron fundiéndose con la estridente bocanada de vapor que salió despedida de repente de una sirena.
Ché esperaba en la cola frente al castillete abarrotado por la muchedumbre, impaciente por desembarcar y conocer de primera mano algunos de los atractivos de la antiquísima ciudad portuaria. El puerto de Chir era un hervidero de actividad en las primeras horas de la noche.
Al otro lado del castillete, el muelle estaba lleno de esclavos que cargaban a pulso suministros en los barcos atracados y de legiones de inmigrantes recién llegados desde otras regiones del imperio, atraídos por la oportunidad de conseguir tierras abandonadas por sus antiguos propietarios. Entre toda esa masa de gente, se deslizaban las columnas disciplinadas y adustas de las tropas del VI Ejército, que embarcaban en las naves que zarparían al amanecer como parte del nuevo contingente que se dirigiría a Khos.
Ché comprendió que algo iba mal cuando oyó el inconfundible grito que alguien lanzaba hacia el alcázar de la nave. El diplomático se volvió instintivamente hacia los aposentos de Sasheen y vio que la puerta estaba abierta y que no había ni rastro de su guardia de honor.
Ché maldijo entre dientes y enfiló a trancos hacia la escalera y la puerta abierta. Pasó junto a los mellizos Guan y Swan, que estaban en lo alto de la escalera con una expresión inescrutable en el rostro.
Dentro, los guardias forcejeaban con un grupo de sacerdotes que intentaba contener a la desesperada al general Romano. Éste estaba fuera de sí y escupía en dirección a la Santa Matriarca, que observaba con una sonrisa de suficiencia el ataque de ira de Romano desde su butaca, flanqueada por sus dos escoltas personales. A Ché se le pusieron los ojos como platos cuando vio el destello de una cuchilla blandida por el joven general. Un sacerdote lanzó un grito y trató de arrebatársela. Más allá se encontraba la cabeza cercenada de Lucian, que contemplaba el espectáculo desde una mesa con una expresión demencial de júbilo en el rostro.
Un ruido de pisadas precedió la aparición en la sala del archigeneral Sparus, que con una mirada pausada con su ojo sano recorrió la escena y reparó en la presencia de Ché.
—¡Os mataré! —bramó Romano—. ¡No dije nada que no os hubiera dicho a la cara! Vuestro hijo era un cobarde... y vos sois... sois la...
Uno de los sacerdotes de su bando le mandó callar y le tapó la boca con la mano. Romano intentó zafarse, pero otro sacerdote ya había puesto otra mano encima de la primera.
Ché se echó a un lado cuando los guardias empujaron el grupo que trataban de dominar para sacarlo de la sala. El archigeneral Sparus se quedó mirando a Romano con el gesto impávido mientras lo arrastraban fuera. Finalmente la puerta se cerró.
Se oyeron golpes e improperios en la escalera, y poco a poco fue instalándose el silencio en el camarote.
—No piensa lo que dice —dijo en un tono suplicante un anciano sacerdote arrodillado frente a la matriarca—. Está trastornado por los efectos de los narcóticos y por el dolor. Ha perdido la cabeza momentáneamente. No tiene mayor trascendencia.
Sasheen miró fugazmente a Heelas, su médico.
—Fuera —espetó Heelas al sacerdote postrado de rodillas.
Lo levantó tirando de su túnica y lo arrojó detrás de su amo, fuera del camarote.
La cabeza cercenada apoyada sobre la mesa soltó un gruñido pastoso que pretendía ser una carcajada.
—Y tú —bramó Heelas cruzando la estancia—, vas a volver a tu tarro, hombrecito.
El médico alzó la cabeza con ambas manos y la dejó caer en el recipiente de Leche Real.
Transcurrieron unos segundos de silencio sepulcral. Todas las miradas se dirigieron a Sasheen, que tenía los ojos clavados en la puerta por la que acababa de salir Romano, ya sin la sonrisa en los labios. La matriarca lanzó una mirada a Ché y le dedicó un gesto cordial inclinando la cabeza. Luego se volvió al resto de los sacerdotes que seguían en el camarote.
—Tengo motivos más que suficientes, y de ello sois testigos, para ejecutarlo inmediatamente sin que se me acuse de injusta.
—Matriarca —dijo Sool inclinándose hacia ella—, no tardará en recuperar la calma y comprender su situación. Eso pondrá el punto final a este episodio, si permitís que sea así. Entenderá el mensaje que le habéis transmitido. Se someterá a vuestra voluntad.
—De lo contrario, cuando su familia en Q’os y los hombres leales a él en la flota se enteren, se desencadenará una guerra civil —apuntó el archigeneral Sparus—. Una tercera parte de la fuerza expedicionaria podría volverse contra nosotros.
Sasheen acarició con las uñas los extremos de los brazos de su butaca.
—No olvidaré sus palabras —aseveró con dureza—. Nunca olvidaré lo que me ha soltado a la cara sobre mi hijo.
Las ratas correteaban en medio de la oscuridad más absoluta alrededor de Ash, que no les prestaba atención y estaba pendiente de los ruidos procedentes de arriba. Todos aquellos pasos tenían un significado desconocido para él.
Se cumplían veintiún días de su confinamiento en aquel pantoque pestilente, al menos según sus cuentas. Durante las horas previas había oído la caída estruendosa del ancla y el estremecimiento de la madera del casco del barco. Por primera vez en toda la travesía había sentido la necesidad imperiosa de salir de su agujero y abrirse paso hasta la cubierta superior para averiguar dónde había fondeado la flota y si podía abandonar la nave de una vez.
Sin embargo, había conseguido controlar el impulso, pues sabía que debía esperar hasta que el silencio de la tripulación anunciara la caída de la noche para emprender su incursión al exterior y echar un vistazo que resolviera todas sus dudas.
Entrada la noche, cuando el silencio se instaló arriba, Ash decidió que ya había llegado el momento propicio para moverse por el barco de un modo seguro. Se puso encima toda la ropa que llevaba consigo, abandonó sigilosamente el pantoque espada en mano y se deslizó con sumo cuidado por las entrañas del barco.
La cubierta superior era el lugar más peligroso, y Ash recorrió en cuclillas el último tramo hasta llegar a ella sin perder de vista la posición de los marineros que hacían guardia en la proa y en la popa. Inspiró una bocanada de aire fresco y a punto estuvo de escapársele un gruñido. Las nubes ocultaban buena parte de las estrellas en el firmamento, pero en los palos y en las velas plegadas había un brillo tenue.
Paseó la mirada en derredor y se detuvo en las luces de la ciudad portuaria, cuyo fulgor se divisaba entre la maraña de palos de las naves de la flota. Cuando dio la espalda al puerto, sus ojos se abrieron con asombro al toparse con el extraordinario arco que se asentaba sobre las puntas de la entrada de la bahía y con los bancos de bruma apenas visibles que se extendían debajo de él.
Ash enseguida reconoció el Oreos y supo que se hallaban en Chir, en Lagos, en la isla de los muertos.
Por lo tanto, el objetivo de los mannianos era Khos. No había otra razón para que la flota invasora se hubiera trasladado tan al este a menos que planearan un ataque insensato contra el Califato alhazií, con el riesgo consiguiente de perder los suministros de pólvora. No. Habían hecho escala en Chir para hacer acopio de hombres antes de continuar hasta la tierra natal de Nico y de su madre.
Ash dejó caer la cabeza y permaneció inmóvil unos instantes.
LA VIEJA PATRIA
El barco afrontaba otra jornada de temporal.
Ash tenía las piernas hundidas en las aguas revueltas del pantoque, que arrastraban de un lado a otro a las ratas mientras el casco crujía y gemía de un modo alarmante.
El roshun permanecía tumbado en la oscuridad fuera del tiempo y del espacio reales. Su mente discurría como si alguien estuviera pronunciando sus pensamientos en voz alta.
Estaba manteniendo una conversación con su aprendiz fallecido.
«No entiendo —insistió Nico—. Una vez me dijo que los roshuns no creen en la venganza personal; que va en contra de su código.»
«Lo sé, Nico.»
«Y sin embargo, aquí está usted.»
«Aquí estoy.»
«Entonces, ¿ya no es un roshun?»
Ash eludió la pregunta. Lo último que le apetecía hacer en ese momento era pensar sobre esa cuestión.
«Yo no regresaré, lo sabe, ¿verdad? —dijo Nico—. Aunque la mate. Yo seguiré muerto.»
—Lo sé, chico —respondió Ash en voz alta hacia la negritud resonante del pantoque, mientras espantaba a las ratas que tenía encima.
Nico permaneció en silencio unos segundos. Ash se balanceó arrastrado por el violento cabeceo del barco y se acurrucó hecho un ovillo para intentar calmarse.
«Dígame, maestro —dijo de nuevo la voz de Nico—. ¿Qué hacía antes de convertirse en roshun?»
«¿Que qué hacía?»
«Sí.»
«Era soldado. Un revolucionario.»
«¿Nunca quiso seguir otro camino? Ser granjero, por ejemplo. O el propietario borrachín de una taberna de pueblo.»
«Por supuesto», respondió Ash.
«¿Por supuesto qué?»
«Estoy cansado, Nico. Estás haciéndome demasiadas preguntas.»
«Sólo es porque sé muy pocas cosas de usted.»
El barco se escoró repentinamente y la fuerza presionó a Ash contra el casco, aunque el roshun apenas si se apercibió. Escupió el agua salada que le había entrado en la boca, se secó la cara y dejó que su mirada volviera a perderse en la oscuridad.
«Antes de ser soldado crié perros de caza durante una temporada. Mi esposa, mi hijo y yo vivíamos en una casita en el campo. Intenté ser un buen marido y un buen padre. Eso es todo.»
«¿Y lo fue?»
Ash soltó un gruñido.
«Ni de cerca. Fui mejor soldado de lo que había sido jamás marido y padre. Se me daba bien matar. Y hacer que otros mataran.»
«Es usted demasiado duro consigo mismo. El Ash que yo conocí era mucho más que un asesino. Tiene buen corazón.»
—Tú no me conoces, chaval —espetó Ash—. No puedes decirme eso. No precisamente ahora. No puedes.
Ash recibió otra ducha de agua gélida que lo llevó de vuelta al presente. Agitó las extremidades mientras trataba de respirar. Se asió al madero sobre el que yacía y escuchó los chillidos aterrorizados de las ratas. Continuó un rato jadeando tumbado de esa guisa.
Se preguntó si Nico seguiría con él.
—Chico —lo llamó con un graznido.
Podía oírse en la oscuridad el ruido de las bombas de mano que extraían el agua del pantoque hasta las cubiertas superiores. Era difícil hablar en medio de aquel barullo.
—¡Nico! —gritó Ash.
«Sigo aquí, sigo aquí.»
—Dime algo, lo que sea... Oblígame a pensar en otras cosas.
«¿Qué quiere que le cuente?»
—Cualquier cosa. Explícame qué querías ser antes de convertirte en mi aprendiz.
«¿Yo? Supongo que soldado, como mi padre. Aunque durante una temporada soñé con ser actor y viajar por las islas y ganarme la vida con las representaciones.»
Ash se incorporó y trató de pegarse más al casco, que se balanceaba constantemente.
—No lo sabía —confesó el roshun.
«Ya. Nunca me lo preguntó.»
El agua del pantoque había formado olas que rompían contra las paredes interiores del casco del barco. Los chillidos de las ratas seguían creciendo.
—Deberías haberte ido, Nico... Me refiero a cuando estábamos en Q’os —gritó Ash mientras se enjugaba el agua del rostro—. Cuando volviste aquella noche y me confesaste tus dudas. ¡Deberías haberme abandonado!
«Lo sé —respondió Nico—. Pero no pude hacerlo.»
—¿Por qué no?
Se produjo un momento de silencio reflexivo, tras el cual una voz respondió en un susurro que Ash oyó claramente en medio del estrépito:
«Porque usted me necesitaba.»
Era una tormenta, y de las malas. El casco cabeceaba con los impactos violentos del agua y crujía y gemía cuando la proa se alzaba; después perdía el contacto con las crestas de las olas para volver a caer con un estremecimiento sobre los profundos senos del mar. El agua salada se filtraba en el pantoque a través de los orificios en las tablas de madera que Ash tenía encima de la cabeza. Sus botas y su ropa estaban empapadas, y llevaba la capa y la espada ceñidas a la cintura.
Le dolían los oídos del fragor de la tormenta. Sin embargo, oyó a los hombres que corrían y gritaban por las cubiertas superiores presas del pánico.
Ash intentó aferrarse a la pared del casco, pero fue inútil, y no tardó en verse zarandeado junto con las ratas y sumergido en el agua del pantoque, que ahora le llegaba hasta la cintura.
Se dio cuenta de lo desesperada que era la situación cuando oyó que las ratas intentaban trepar por las paredes para escapar del pantoque. Quizá él debería haber seguido su ejemplo, pero no era una rata, de modo que difícilmente habría pasado desapercibido. Por lo tanto, optó por asirse a las paredes cuando le fuera posible y dejarse arrastrar en el resto de los casos; entretanto vomitaba por el ajetreo horrible y el agua salada que no podía evitar tragar. El nivel del agua seguía creciendo lentamente, como en una pesadilla, y ya le cubría hasta el pecho. Llegó un momento en el que ya no pudo soportarlo y trató de alcanzar la escalera.
El final resultó mucho más violento de lo que había esperado.
La nave se estremeció con una sacudida, como si hubiera chocado contra algo, y Ash salió disparado y cayó sobre el agua revuelta; agitó brazos y piernas para mantenerse a flote, y entonces, encima de su cabeza sonó el crujido paralizante de una madera partiéndose en dos y un estrépito ensordecedor, como de una cascada, que se aproximaba a él rugiendo. Ash sintió un miedo atroz durante ese instante inicial que precedió a la apertura abrupta de la escotilla y la entrada del raudal de agua. El chorro espumoso arrojó a Ash hasta el fondo del pantoque. El roshun se golpeó la cabeza contra el casco. Le costaba respirar. Sacudía las manos en el aire mientras sus pies trataban de encontrar un lugar de apoyo. Al fin consiguió estabilizarse y trató de llegar a la escalera. Sin embargo, sus esfuerzos eran en vano. La masa de agua lo empujaba hacia atrás y lo apretaba contra el casco con tanta fuerza que lo único que podía hacer era jadear para intentar que entrara aire seco en sus pulmones.
La madera del barco empezó a crujir con un tono distinto y la proa se elevó en el aire al tiempo que se escoraba.
La nave estaba yéndose a pique.
Ash inspiró una bocanada de aire en los escasos centímetros que mediaban entre la superficie agitada del agua y las tablas, cada vez más cercanas a su cabeza. El agua estaba helada, y era como si le absorbiera la fuerza de los músculos. Muy a su pesar, Ash empezó a hiperventilar, de modo que tragaba aire y agua a la vez. Esperó a que el fugaz momento de pánico revitalizara su cuerpo y, a continuación, lo extirpó con una experimentada acción de su fuerza de voluntad.
Se golpeó la cabeza contra la madera del techo. La masa de agua era como un bloque de piedra presionándolo, así que tendría que esperar a que el barco se hundiera para salir nadando por la escotilla.
No era una noticia fácil de digerir, sobre todo cuando el agua finalmente lo cubrió por completo.
Incluso debajo del agua oía los quejidos del casco del barco. Ash confió en el preciado aire que le llenaba los pulmones y sacudió los pies para impulsarse en dirección a la escotilla.
La presión en sus oídos crecía. Sabía que el barco había zozobrado y ahora estaba hundiéndose hacia el fondo marino. Comenzó a tocar, cada vez más ansioso, las tablas de madera buscando la escotilla. Estuvo palpando en la madera durante una eternidad, incapaz de encontrar la salida. El pánico volvió a apoderarse de él.
Sus manos dieron con el hueco de la escotilla y se deslizó por ella. Notó un contacto contra su cuerpo y apartó lo que fuera de un manotazo: un hombre, ya ahogado.
Siguió buceando hacia donde pensaba que estaba el techo. Pasaban objetos rozándolo: los sacos y las piezas de carne que habían estado colgados en aquella parte del barco. Se abrió paso entre ellos y sus manos se agarraron a una escalera; atravesó otra escotilla que, si no le fallaba la memoria, lo situaba en el pasillo de la cocina, al final del cual había una escalera que conducía a la cubierta superior. Buceó con todas sus fuerzas; sentía un dolor punzante en los oídos provocado por la presión, que seguía aumentando y lo envolvía como una segunda piel de plomo. Los pulmones le ardían. Tuvo que apartar un cuerpo que se cruzó en su camino, pero esta vez el hombre se movía y alargó sus manos con desesperación para aferrarse a él como si fuera su última oportunidad de supervivencia. Todavía había gente viva allí abajo.
Ash se soltó del hombre y tendió la mano hacía él; tanteó una cara con los labios carnosos, una nariz, unas pestañas hirsutas, el cabello... Lo agarró del pelo y se impulsó con fuerza con los pies. Se le hizo eterno el recorrido hasta el final del pasillo arrastrando al marinero, que agitaba frenéticamente las extremidades. Por fin llegó a la escalera, y en cuanto puso la mano en ella supo que había acertado.
Pegó una última coz contra el agua y él y el marinero salieron del barco, que continuó su descenso hacia el fondo.
Abrió una pizca los ojos, a pesar del escozor que le provocaba el agua salada del mar, y ante ellos apareció una oscuridad impenetrable; era como mirar la muerte.
No tenía forma de orientarse, pues la luz y la fuerza de la gravedad brillaban por su ausencia. Tuvo que apretar los dientes para reprimir el impulso de abrir la boca para coger aire. Una sensación abrasadora le consumía el pecho.
«Es el fin —pensó fugazmente—. ¡Es el fin!»
De pronto vio un destello en la distancia y, sin pensárselo dos veces, se volvió hacia él.
Otro destello lo hizo estremecerse, aunque había sido tan breve que en realidad sólo había visto el resplandor que le había quedado grabado en la retina. Estaba muy lejos.
Ash se dirigió hacia él empleando las fuerzas que le quedaban para impulsarse con las piernas.
Emergió a la superficie con los pulmones a punto de estallar, y tomó una bocanada de aire antes de que el peso del marinero volviera a sumergirlo. Regresó a la superficie y peleó para mantenerse a flote.
Era de noche, y la lluvia y las olas lo azotaban con furia. Tiró del marinero para acercarlo hasta él, pero el tipo ya estaba muerto. Un rayo resquebrajó el cielo negro y Ash vislumbró su rostro contemplando plácidamente el firmamento; le cerró los ojos y lo soltó para que el mar se encargara de él.
Una ola levantó a Ash, que vio brevemente el escenario que se desplegaba ante sus ojos: una costa de acantilados blancos, calas oscuras, un par de playas pálidas, una hoguera en lo alto de una colina... y la flota desplegada desordenadamente por culpa de la agitación del mar. Las naves se dirigían a la bahía para refugiarse del temporal, pero algunas embarcaciones habían errado la trayectoria y parecían bregar para no estamparse contra las lejanas rocas.
A pesar de que estaba agotado, Ash intentó nadar hasta la playa. Sin embargo, tuvo que detenerse después de dar una docena de brazadas, jadeando; estaba demasiado cansado para continuar. Se le hundió la cabeza.
A su alrededor flotaban los restos de la nave. Ash estiró el brazo hacia un taburete vuelto del revés; apenas le restaban fuerzas para agarrarse a él. Una ola volvió a alzarlo y Ash echó la vista atrás para mirar el oleaje.
Sabía que sólo tenía una oportunidad.
Soltó el taburete y empezó a nadar mientras escuchaba el rugido de la siguiente ola que llegaba por detrás. Por un momento pensó que no iba lo suficientemente rápido como para cogerla, pero entonces notó que su cuerpo se elevaba y, con las escasas fuerzas que le quedaban, dio un par más de brazadas desesperadas.
La ola lo embistió y le alzó las piernas hacia atrás. Ash estiró los brazos hacia delante y levantó la barbilla para sacarla del agua mientras la ola se afilaba, se encrespaba y lo arrastraba hacia la orilla.
Ash se dejó llevar por la ola con el rostro escindido por una mueca de júbilo y embargado por una sensación de euforia.
La ola lo depositó jadeando en la arena húmeda y retrocedió con un ruido sibilante para fundirse de nuevo con el mar. Ash tosió y vació el agua de los pulmones.
Había sobrevivido.
El capitán Jute, comandante del fuerte costero Pashereme, escudriñaba desde las almenas a través de la cortina de lluvia, mientras esperaba que otro rayo iluminara el mar.
—¿Está seguro? —volvió a preguntar a su segundo al mando, el sargento Boson, un pillo holgazán del que Jute desconfiaba siempre que no estuviera en juego también su propio pellejo.
—Tan seguro como que existen el día y la noche. Están aquí. Más nos valdría largarnos bien rapidito.
Un trueno estalló en el cielo y un rayo impactó en las aguas agitadas de la bahía. El capitán se encorvó enjugándose los ojos y sintió una opresión en el pecho cuando divisó las naves, cientos de ellas, cabeceando sobre las olas en dirección a las playas.
—Apiádate de nosotros, Gran Necio —masculló, y se sujetó a la almena para no caerse. «Una invasión —pensó, afectado por un mareo repentino—. ¡Una invasión con todas las de la ley!»
—¿Capitán? —dijo Boso.
La voz del sargento se filtró por la neblina que le turbaba la mente.
El capitán asintió con la cabeza mientras intentaba pensar con claridad. Se volvió a su sargento.
—Enciendan la hoguera —ordenó sin poder evitar que le temblara la voz—, y liberen un ave mensajera. No disponemos de demasiado tiempo.
—Con este temporal podría ser que no vieran la señal, capitán. Sería mejor que nos dirigiéramos al fuerte de Olson y transmitiéramos personalmente el mensaje.
—¡Cumpla la orden! —espetó el capitán Jute.
Se volvió hacia las aguas de la bahía Blanca, una ensenada más pequeña dentro de la propia bahía de la Perla. A esa hora de la noche, las casas del pueblo pesquero que se levantaba sobre las colinas de la orilla opuesta permanecían oscuras. Jute rezó porque alguien del pueblo viera la señal de fuego y evacuara a la población a tiempo.
Otro rayo permitió al capitán ver las embarcaciones que ya habían arribado a la playa que se extendía debajo y las figuras oscuras que se deslizaban por las dunas, en dirección a la colina sobre la que se erigía el fuerte.
«Apiádate de nosotros —pensó para sí—. Son demasiados. Todo este tiempo pidiendo más hombres para el fuerte, y ahora ya es tarde.»
—No hay manera de que podamos contener un enemigo tan numeroso —señaló el sargento Boson a su regreso tras transmitir las órdenes al resto de los hombres.
Jute se lo quedó mirando, por una vez interesado en lo que pudiera decirle.
—Tenemos que evacuar el fuerte, capitán, o quedaremos sitiados y no habrá forma de aguantar la posición. Ya sabe lo que hacen con los prisioneros, ¿verdad?
Jute se volvió con los ojos desorbitados hacia sus hombres, que habían cogido hierros candentes de la chimenea del cuarto de guardia y estaban encendiendo la hoguera de alerta en la bandeja de hierro dispuesta sobre las almenas. La madera regada con alcohol prendió enseguida a pesar del viento y de la lluvia, y en cuestión de segundos las llamas se elevaron altas en el cielo.
—¿Ya se ha liberado el ave mensajera?
—Ahora mismo.
—¿Y los troncos? Hay que echarlos a la hoguera.
—Ya están ardiendo, capitán.
—Perfecto —repuso Jute, y echó un último vistazo a las figuras que proseguían su avance a los pies del fuerte. Vio que eran comandos con los rostros pintados de negro para acometer sus operaciones nocturnas—. Larguémonos de una maldita vez de aquí, ¿no le parece?
Pero cuando el capitán se dio la vuelta para marcharse, tanto el sargento como el resto de los hombres ya habían desaparecido.
—Cabrones irresponsables —masculló para sí, y salió disparado detrás de ellos.
Cuando Ash volvió en sí seguía tendido en la playa, con el rostro y los labios rebozados de los finos cristalitos de arena. Al parecer había perdido momentáneamente el conocimiento. La tormenta continuaba con toda su virulencia y el mar lamía las piernas del roshun.
Su cuerpo era un objeto sin vida tirado en la arena; agarrotado, ajeno a su voluntad, temblando de frío y de miedo. Tenía la garganta irritada por culpa del agua salada que había tragado, y levantó la boca abierta para atrapar unas gotas de lluvia que le aliviaran la sensación de escozor.
Poco a poco fue tomando una ligera conciencia de que moriría de frío si permanecía tumbado allí, de modo que se puso de rodillas con un gruñido. Levantarse era una acción que debía realizarse lentamente, y movió un músculo y después otro hasta que consiguió ponerse en pie, tambaleándose. Le flaqueaban las piernas; en cualquier momento podían cederle las rodillas.
«Cuando las piernas ya no pueden más, debemos usar la voluntad para caminar», recitó mentalmente con la visión nublada por las lucecitas producidas por el agotamiento. Y echó a andar renqueando.
Había otros supervivientes del naufragio repartidos por la playa —tanto marineros como soldados y civiles— que deambulaban como perdidos en medio de un banco de niebla, dejando un rastro de pisadas confuso y serpenteante en la arena. Los alaridos de dolor se sumaban al rugido agudo de la tormenta. Nada los protegía del viento ni de la lluvia, que los fustigaban con tanta violencia que Ash tenía la misma sensación de estar respirando agua que en el mar.
El roshun se secó el rostro con la mano y entrecerró los ojos para tratar de ver mejor. A su derecha, en las dunas, los supervivientes se acurrucaban unos contra otros. Delante, la gente desfilaba en dirección a la bahía.
Volvió a limpiarse la lluvia de los ojos. Las lucecitas se expandían y creaban una especie de túnel en su visión. Era consciente de que estaba adentrándose con sus andares vacilantes en las dunas con el objetivo de buscar un lugar donde acostarse protegido del viento. Los rayos escindían constantemente el cielo y, más allá de sus pies manchados de lluvia, Ash vio la ladera de arena que ascendía.
Al grito iracundo de una mujer se unieron en coro los aullidos de otras personas. Un chillido. Risas masculinas. El viento soplaba y se llevaba los sonidos. Ash olfateó el aire y advirtió el olor a humo de madera quemada.
«¡Fuego!»
Ascendió renqueante a cuatro patas la ladera de una duna, jadeando como un perro, y cuando llegó a la cima se puso de pie. Entornó los ojos y contempló la escena que se desplegaba debajo: un grupo de hombres empuñando unas destellantes hojas cortas estaba atacando a un grupo de mujeres delante de una hoguera.
La esperanza de calor y abrigo reanimó momentáneamente a Ash. Se concentró en lo que estaba viendo y distinguió a una mujer mayor con el pelo alborotado y con un gesto desafiante en el rostro que gritaba a los hombres y los amenazaba con un palo arrastrado hasta la playa por el oleaje. Los hombres —marineros, supuso Ash— parecían estar divirtiéndose más que otra cosa con ella.
—¡Eh! —gritó el roshun.
Todos los rostros se volvieron hacia él.
Otro rayo iluminó el cielo, y Ash consideró que era el momento adecuado para desenfundar su espada.
Los marineros se miraron con un nerviosismo repentino y se apartaron de las féminas. La mujer mayor soltó el trozo de madera y reunió a las chicas a su alrededor.
«Salid corriendo, cabrones. No tengo fuerzas para esto.»
Los marineros, sin embargo, permanecieron a la expectativa de lo que decidiera hacer el desconocido. Ash dio un paso adelante para emprender el descenso de la duna y no recibió con sorpresa que le flaquearan las piernas. No obstante adelantó el otro pie a tiempo para transformar su caída en algo cercano a un descenso vertiginoso por la ladera de la duna, enarbolando la espada para mantener el equilibrio mientras se precipitaba por la arena.
Cuando aterrizó delante de la hoguera vio con alivio las espaldas de los marineros engullidas por la oscuridad. Temblaba terriblemente. Una racha de viento aplanó las llamas y las brasas brillaron con un fulgor intenso, y cuando el viento cesó, el fuego crepitó con un vigor renovado. El alma de Ash empezó a entrar en calor.
—¡Eh! —gruñó el roshun a la mujer mayor—. ¿Tienen agua?
La mujer no hizo caso de Ash, que se incorporó y se quedó sentado mientras ella se ocupaba del bienestar de las chicas y las cobijaba debajo de un trozo de lona. Eran cinco muchachas en total, y la mujer les hablaba de un modo cortante, con seriedad, como si fuera la tía de todas ellas. Cuando le pareció que las chicas ya estaban bien, se envolvió los hombros y la cabeza con un chal y acudió junto al roshun. Ash vio que llevaba una cantimplora en la mano. La mujer se la ofreció de buen grado y se fijó en el color de su piel.
—Sólo rhulika —dijo la mujer, sentándose a su lado y componiéndose el vestido—. Va bien para encender hogueras y calentar el estómago. Beba, viejo extranjero de tierras remotas. Es lo mínimo que puedo ofrecerle.
En ese momento habría preferido un poco de agua fresca, pero bebió de todos modos, y le rechinaron los dientes contra la boca de madera de la cantimplora mientras apuraba el contenido de un trago; el alcohol llameó en su estómago y envió zarcillos de calor por sus extremidades agarrotadas.
Se le resbaló la cantimplora de los dedos entumecidos. El vigor que le insuflaba el alcohol se estrellaba contra el muro del agotamiento.
Las facciones del rostro pálido de la mujer que tenía a su lado se difuminaban y se hacían más claras alternativamente, y su boca se movía atropelladamente mientras decía algo que Ash no alcanzaba a oír.
El anciano roshun soltó un gemido y se desplomó de bruces contra el suelo.
RECUERDOS PINTADOS
El eco de las pisadas de Bahn resonaba delante de él mientras recorría como un torbellino los pasillos interminables del Ministerio de la Guerra. Sus botas con tachuelas no eran muy adecuadas para los deslizantes suelos de mármol, y Bahn resbaló desmañadamente al doblar una esquina; recuperó el equilibrio y enfiló con paso brioso hacia las puertas del despacho del general, ya sin el aire necesario para gritar que se aparataran a los guardias apostados en la puerta.
Los solados advirtieron el rostro rubicundo de Bahn y los gestos que les dedicaba con las manos para que se quitaran de en medio, y supusieron que el asesor del general no tenía intención de detenerse —o que cuando menos ya había perdido la oportunidad de hacerlo a tiempo—, así que se echaron a un lado con elegancia para dejarle franco el paso.
Bahn se abalanzó sobre las puertas macizas de roble y las abrió con una contundencia cargada de dramatismo.
—¡Han desembarcado! —anunció a la vastedad de la sala.
El sol bañaba la figura del general Creed, que estaba de pie junto al ventanal opuesto a la puerta, de cara a un caballete sobre el que su mano sostenía un pincel. Creed inclinó ligeramente la cabeza, pero no dijo nada.
—General —insistió Bahn—. Han...
Pero el pincel iba de un lado al otro del lienzo; una, dos, tres veces, y Bahn vaciló.
Creed examinó detenidamente el resultado de las pinceladas; asintió con satisfacción y soltó el pincel. Se volvió a Bahn, y una ojeada a su subordinado le bastó para comprender la gravedad de la situación.
—¿Dónde? —preguntó con su voz retumbante, y cogió un trapo con el que empezó a limpiarse las manos.
Justo cuando le pedían que hablara, Bahn sintió que las palabras se le quedaban atoradas a la garganta.
—Aquí —logró decir al fin—. En la bahía de la Perla.
—¿Cuándo?
—Anoche. Las primeras aves mensajeras procedentes de los fuertes han empezado a llegar.
—Cifras.
Bahn meneó la cabeza.
—De momento son contradictorias. Todavía están desembarcando. Pero por las dimensiones de la flota debe de rondar los cuarenta mil soldados.
—¿Acólitos?
—Sí. Y, general, la matriarca en persona los encabeza. Varios exploradores han visto su estandarte ondeando del palo del buque insignia. También han informado del avistamiento del estandarte del archigeneral Sparus en la playa.
El general Creed tiró el trapo ennegrecido sobre el escritorio y se sentó en el sillón de cuero; se inclinó hacia atrás y apoyó las botas sobre la superficie barnizada de la mesa, con sus largas piernas cruzadas y las manos entrelazadas despreocupadamente en la barriga, con los dedos pulgares jugueteando el uno con el otro y un gesto impenetrable en el rostro.
«Se lo ha tomado bien», pensó Bahn, que todavía tenía el estómago revuelto.
Él siempre había supuesto que la compostura era una cualidad excelente en un líder. Sin embargo, en ese preciso momento, la compostura precisamente le hacía sentir como un chaval aterrorizado.
—Quizá la muerte de su hijo la ha vuelto imprudente —sugirió Creed.
Pero Bahn se mantuvo en silencio, pues el general sólo estaba reflexionando en voz alta. El cuerpo, sin embargo, le exigía movimiento, ponerse en acción, y dirigió la mirada con impaciencia y nerviosismo hacia la ventana que había detrás del general. Por ella se veían el istmo de Lans y el Escudo; incluso podía ver el campamento del IV Ejército Imperial montado ordenadamente a lo ancho de la lengua de tierra.
Ahora cobraba sentido la tregua que se había vivido en el asedio del Escudo. No sólo se había debido al período de luto por la muerte del hijo de la matriarca, el ejercito destacado allí también había estado aguardando la llegada de las tropas invasoras: el martillo para su yunque, y atrapada en medio, Bar-Khos. Bahn se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que reanudaran los ataques contra las murallas con todos los medios a su alcance.
Mientras le daba vueltas a la batalla que estaba por llegar, su mirada se desvió hacia el caballete y el lienzo junto a la ventana, y se maravilló de la sensación de paz capturada en aquella pintura. Era una obra de estilo minimalista, propio de las tierras remotas, que tanto agradaba al general Creed. En vez de copiar el paisaje que se veía desde la ventana, el general había trasladado un recuerdo al lienzo, y colinas suaves cubiertas de viñas se elevaban hacia las montañas distantes.
Bahn recordó entonces otro motivo de dolor, otra pérdida; la mujer cuyo espíritu el general, pintando aquellas escenas una y otra vez, esperaba capturar por encima de todo. El general Creed llevaba treinta y un años casado cuando él se puso a su servicio como asesor subalterno. Bahn sólo había visto una vez a su esposa, Rose, durante una recepción en el ministerio. Era una mujer menuda, de porte elegante y de voz dulce. Habían mantenido una conversación breve en la que ella le había hablado de sus viñedos en las colinas de las estribaciones de los Alapolas y de sus deseos de que su marido fuera a visitarla más a menudo. Parecía sentirse sola y fuera de lugar en aquella recepción sin demasiada importancia en el salón del ministerio. Bahn había permanecido a su lado hasta que consiguió sacarle una sonrisa tímida, y luego le había presentado a su esposa para que lo relevara en su compañía. Ambas mujeres habían congeniado como dos viejas amigas.
Bahn retiró la mirada del cuadro y descubrió que el general estaba mirándolo con sus penetrantes ojos azules. Creed le hizo un gesto señalándole una silla con los ojos y Bahn enfiló hacia ella y se sentó.
—¡Gollanse! —bramó Creed.
El anciano conserje del general apareció por el hueco de las puertas todavía abiertas.
—Organice una reunión del estado mayor. Quiero a todo el mundo aquí dentro de una hora.
—Sí, señor —respondió en un tono cortante el anciano.
El general se volvió a Bahn.
—¿Ya se ha informado al consejo?
—Se ha enviado un mensajero —respondió Bahn.
—¿Y a la Liga?
—Todavía no.
Creed regresó a Gollanse.
—Envíe el skud más veloz a Minos. Y también aves mensajeras. Adviértales de que las acciones recientes de la flota imperial han sido un divertimento estratégico. El ataque real está produciéndose aquí, en Khos. Necesitaremos todos los Voluntarios que puedan enviarnos.
—Sí, señor. ¿Es todo?
—Sí. Y vaya rápido; no se entretenga con las galletitas y el chee.
El anciano enarcó una ceja, pero abandonó el despacho en silencio y arrastrando los pies.
El general Creed dejó caer la cabeza hacia atrás mientras calculaba mentalmente.
—La bahía de la Perla. Eso está a no menos de ciento cuarenta laqs de Bar-Khos. El primer tercio del trayecto transcurre por un terreno accidentado, hasta que se baja a la Cuenca. Necesitarán tomar Tume; no pueden dejarla atrás intacta. Apretarán la marcha. En trece o catorce días empezaremos a ver aquí la avanzada de sus fuerzas. Eso apenas nos deja tiempo para la llegada de los refuerzos de la Liga.
«Trece días. Tengo tiempo de sobras para enviar a Marlee y a los niños bien lejos de Khos.»
—También cabe esperar que se reanuden los ataques contra las murallas. Nos acosarán desde todos los frentes con la esperanza de aislarnos.
—General... —empezó a decir Bahn, buscando las palabras adecuadas—. ¿Qué podemos hacer?
Creed descruzó las piernas y los brazos, posó las palmas de las manos sobre el escritorio y se levantó. Su figura imponente se alzó por encima de Bahn y recorrió el despacho con la mirada.
—¿Hacer? Tenemos que movilizar hasta el último hombre que podamos, y cuanto antes. Hasta el último hombre que esté en condiciones de caminar y de luchar.
—¿Quiere enfrentarse a los mannianos en el campo de batalla?
—¿Cómo? Supongo que usted preferiría que cerráramos las puertas y esperásemos su llegada agazapados detrás de las murallas.
En efecto; eso mismo habría hecho Bahn. Incluso las murallas menores de la ciudad les proporcionaban al menos cierta ventaja contra el ejército imperial que estaba de camino. Sin embargo, se trataba de una estrategia que obedecía a una consideración estrecha de miras, y Bahn la desechó al tiempo que la concebía. Sólo estaba teniendo en cuenta la seguridad de su familia. «Por eso yo sería un desastre como líder», concluyó.
—Las murallas menores no son el Escudo, Bahn —aseveró el general como si le hubiera leído el pensamiento.
Bahn asintió y se rascó la nuca.
—Entretanto, arrasarán y quemarán Khos. Si nos quedamos esperándolos de brazos cruzados no dejarán nada que deba ser protegido salvo esta ciudad.
—Pero, señor, ¿cómo haremos para derrotar a un ejército tan numeroso en el campo de batalla? —espetó Bahn.
—No es necesario derrotarlos, Bahn. Lo único que debemos hacer es conseguir un poco más de tiempo.
Bahn se masajeó los ojos cansados. Se sentía como si estuviera hablando en otro idioma con su superior.
—Pero, general —insistió cuando Creed empezó a deambular de un lado al otro enfrente de él—, aunque movilizáramos a todos los khosianos de la reserva e hiciéramos acopio de todos nuestros recursos, sólo podríamos presentarnos en el campo de batalla con seis o siete mil escudos... Nuestras reservas de pólvora se han destinado a la marina y a la defensa de las murallas... Disponemos de escasos cañones de campaña... Ni siquiera tenemos las suficientes armas de fuego para plantarles cara, por no hablar ya de los hombres de que disponemos.
El general se detuvo frente a los ventanales con las manos a la espalda. Su cabello bañado por los rayos del sol resplandecía con un lustre cercano al color azul.
Bahn no podía discernir si estaba contemplando su cuadro o las murallas silenciosas del Escudo.
—Nos han asestado un golpe terrible. Eso se lo garantizo. Me cuesta creer que la matriarca posea una inventiva tan rica. Y se trata de una acción demasiado arriesgada para que haya sido concebida por Sparus. Tal vez el viejo Mokabi haya regresado de su retiro. Detecto su estilo.
Creed inclinó la cabeza hacia la ventana. En el mismo instante en que había pronunciado el nombre del archigeneral retirado —el hombre que había conducido el IV Ejército Imperial hasta las murallas de Bar-Khos—, se oyó una explosión atronadora procedente de las murallas.
Un segundo estallido siguió al primero, y luego un tercero, y las ventanas del despacho empezaron a vibrar alcanzadas por la onda expansiva.
Los cañones mannianos habían reanudado su bombardeo contra el Escudo.
LA CABEZA DE PLAYA
La mujer sostenía una taza de chee a su lado cuando Ash se despertó, avanzada la mañana del siguiente día. El roshun se incorporó a duras penas; sentía una fuerte opresión y un dolor lacerante en el pecho. Rompió a toser repetidamente y con fuerza con el puño pegado a la boca, y del rostro se le desprendieron los granitos de arena que se le habían adherido a la mejilla. Los ojos se le llenaron de lágrimas del dolor que le provocaban las convulsiones.
Comprobó que la tormenta había amainado durante la noche, si bien todavía soplaba un fuerte viento procedente del mar que le había secado la ropa y la piel, al menos en las partes sobre las que no había estado tendido. También notó el calor que le llegaba desde la pequeña hoguera que ardía a su lado.
Cuando la tos le concedió una tregua y pudo dar un sorbo vacilante a la humeante taza de chee, sintió que recuperaba el ánimo.
—Muchas gracias por ayudarnos —dijo la mujer sentada en la arena junto a él—. Apareció en el momento preciso. —Tendió una mano hacia el roshun—. Me llamo Cheer.
Ash le estrechó la mano. La mujer se la apretó con una contundencia masculina. El aire que mediaba entre ellos se convirtió por un momento en una cortina de humo y Ash examinó detenidamente las facciones de la mujer bajo su espesa mata de pelo negro. De toda la gente que conocía le recordó, nada menos, que a la madre de su esposa, Anisa, poseedora de ese extraño atractivo que parecía aumentar con la edad y la estatura.
Entonces se dispersó el humo y Ash reparó en una vieja cicatriz curva que le escindía el labio superior como si fuera un mechón de pelo que ascendía por su cara y le atravesaba el ojo izquierdo.
—Yo soy Ash —repuso, en cierta manera todavía alterado por el aspecto de la mujer.
Ella frunció los labios para esbozar una sonrisa.
—Encantada —dijo en un tono que sonó sincero.
A su espalda, las muchachas que había protegido la noche anterior estaban desvalijando unos baúles llenos de ropa, y daba la impresión de que estaban conjuntando las prendas que iban a ponerse ese día.
La señora Cheer se subió la falda sobre los tobillos y con un suspiro estiró los pies, descalzos salvo por la medias, hacia el fuego.
—Vaya desastre de desembarco —dijo sacudiendo la cabeza en dirección a la bahía.
—¿Dónde estamos? —preguntó Ash por encima del borde de la taza.
—En Khos. En un lugar llamado la bahía de la Perla.
Por lo tanto Ash no se había equivocado. Sin duda, el ejército se dirigiría a Bar-Khos para tratar de apoderarse de la ciudad desde la retaguardia. Recordó que la madre del chico vivía cerca de allí.
Se guardó sus pensamientos para sí mientras se tomaba el chee. La maravillosa sensación de calor en el estómago le hizo darse cuenta de que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una comida ni de una bebida caliente. La señora Cheer observaba con un gesto de perplejidad el color oscuro de su piel.
—¿Qué es usted? ¿Mercenario? Parece un poco mayor para el trabajo, ¿no cree?
Ash respondió lo primero que le vino a la cabeza.
—Soy guardaespaldas.
—¡Ah! ¿Y dónde está su jefe?
Ash hizo un gesto con la cabeza en dirección al mar.
La mujer pestañeó repetidamente mientras asimilaba su respuesta.
—Entonces sólo puedo decir que es usted un golpe de buena suerte de lo más oportuno. Tampoco nuestro jefe sabía nadar, aunque no le pareció importante mencionarlo hasta que estuvimos con el agua hasta el cuello. Mis chicas necesitan protección, como ya ha podido comprobar.
Ambos se volvieron hacia las chicas de las que hablaba la señora Cheer. Ash vislumbró sus figuras vistiéndose detrás de las llamas; entrevió fragmentos de sus tersos muslos y pantorrillas; el balanceo de sus pesados pechos; sus labios mientras se los pintaban; y un par de ojos maquillados con kohl que se cruzaron con los suyos.
Ash desvió la mirada y se aclaró la garganta.
Comprendió que se trataba de prostitutas que acompañaban al ejército durante la campaña y se sintió un estúpido. Tomó un sorbo de chee y consideró la oferta.
Sabía que le llevaría algún tiempo aprender a desenvolverse en aquel entorno y descubrir la manera de llegar hasta la matriarca; en el mejor de los casos, varios días. Y entretanto tendría que convivir con el ejército.
Ash sabía reconocer un regalo del destino cuando le pasaba por delante.
—¿Cuál es la paga? —preguntó únicamente para mantener las apariencias.
—¡Oh! El dinero no es problema. Puedo pagarle un sueldo de campaña de diez maravillas al día, además de la comida cuando regresemos.
—Quince —replicó, de nuevo actuando como se esperaría de alguien como él.
—Trato hecho —aseveró la mujer, haciendo un brusco gesto de conformidad con la cabeza—.Y gracias otra vez. De verdad. Intervenir en nuestra ayuda teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba fue una acción valerosa por su parte.
—En realidad lo que me interesaba era su hoguera —confesó el roshun.
La señora Cheer sonrió como si se lo tomara a broma.
Ash dejó las botas empapadas junto al fuego y, mientras esperaba a que las muchachas acabaran de prepararse, fue a darse un baño para lavarse y despabilarse por completo.
La playa parecía mucho más desolada a la luz del día. Los restos del naufragio se acumulaban entre cabos deshilachados y algas; también los cadáveres, y los cangrejos más madrugadores trepaban por los cuerpos pálidos. Los pájaros chillaban en el cielo y peleaban por las sobras en la arena. Ash caminó por la playa para desentumecer los músculos de las piernas y se fijó en que la costa torcía hacia dentro, hacia la bahía propiamente dicha, en cuyas aguas agitadas había echado el ancla la flota, apenas menguada en su número a pesar de la violencia de la tempestad.
Ash divisó lanchas y demás embarcaciones transportando hombres y suministros a tierra firme; de las bordas incluso sobresalían las figuras de los cañones.
El roshun se quedó paralizado al constatar la magnitud de la fuerza invasora. El ejército imperial había establecido una cabeza de playa en las arenas blancas y el sistema de dunas que se extendía más allá. El humo ascendía por el cielo procedente de millares de hogueras de campamento, y la superficie estaba atestada de hombres hasta las primeras praderas, que se extendían en pendiente entre las colinas pardas. Sobre la cresta de una colina desde donde se dominaba la orilla opuesta de la bahía yacían los restos carbonizados de un pueblo, que contrastaban de un modo funesto con el fuerte que ardía al otro lado de la cabeza de playa.
Ash buscó algún indicio de Sasheen, y casi de inmediato divisó un estandarte militar con un cuervo negro sobre un fondo blanco ondeando en medio de muchos otros. Sin embargo, fueron infructuosos sus intentos de localizar a la matriarca entre tanta gente.
«Todo a su debido tiempo», se dijo.
Deambuló hasta llegar al agua entre los supervivientes que recuperaban lo que podían del naufragio; se desnudó y se metió en el mar. Las olas rompían contra sus muslos y los envolvían con su espuma. Mientras se frotaba el cuerpo fue descubriendo los moratones de los brazos y las marcas negras que le había dejado con sus dedos el marinero que se había aferrado a él durante el hundimiento del barco.
Al fin se zambulló en el mar y nadó un rato para relajar la tensión de sus músculos. Sin embargo, no podía evitar mirar una y otra vez hacia la cabeza de playa y el estandarte de Sasheen, tratando de encontrar alguna señal de la matriarca.
La matriarca cabalgaba con los ojos entrecerrados y convertidos en dos minúsculas rendijas mientras a su alrededor el viento silbaba y fustigaba la arena seca de las dunas. Su escolta marchaba por delante, abriendo el paso entre la masa soldados y civiles, mientras que por detrás la seguían sus asesores de campaña, ascendiendo por las pendientes de los montículos y descendiendo hasta el fondo de las dunas en una larga hilera de túnicas blanquísimas que se extendía como una procesión hasta la caótica playa.
«Ahora no —se dijo irritado el archigeneral Sparus—. No tengo tiempo para esto.»
Sparus veía a la matriarca acercándose hasta su posición en la cima de una duna, donde permanecía sentado en una silla de campaña reunido con sus oficiales más afines. El resto de los hombres, sentados en cuclillas formando un círculo irregular a su alrededor, iban vestidos como él, con la armadura imperial lisa de cuero curtido y con las marcas del grado tatuadas visiblemente en las sienes. Un toldo de lona se sacudía violentamente a algo menos de un metro sobre la cabeza del archigeneral, mientras que en el suelo había desplegado un mapa de la isla de Khos que recibía los arañazos de la arena arrastrada por el viento.
—Una última cosa —dijo dirigiéndose a sus hombres, apresurándose para terminar antes de que llegara la matriarca—. Conocemos a nuestro enemigo. Sabemos que Creed es un guerrero nato, célebre por su agresividad, por lanzarse directo a la yugular de su rival. Y sabemos que sólo el consejo khosiano de Michinè ha conseguido refrenar a lo largo de los años esa cualidad temeraria del general. Sin embargo, las circunstancias han cambiado. Nuestra presencia en su territorio confiere plenos poderes a Creed en beneficio de su título de Señor Protector. Por lo tanto, podemos inferir que se lanzará contra nosotros con todas las fuerzas que pueda reunir. De hecho, esperamos que ocurra así. En ese caso podríamos alzarnos con la victoria de la campaña antes incluso de llegar a Bar-Khos.
Sus oficiales hicieron un gesto de conformidad con la cabeza. No era la primera vez que oían aquello, pero eran conscientes de la importancia de repetirlo y hacer hincapié en ello.
Sparus se puso en pie para recibir a Sasheen mientras sus oficiales se levantaban y se encorvaban como un grupo de ancianos vencidos por la edad bajo el toldo tremolante que los cobijaba.
El archigeneral no tuvo más remedio que admitir que la armadura blanca le sentaba bien; la lucía como una veterana. Y mientras la observaba a la espera de que llegara a su posición, Sparus tuvo que recordarse que aquella era la primera campaña en la que la matriarca participaba personalmente, y la primera vez también que encabezaba el ejército. Sin duda, la influencia de su madre había dado sus frutos, pues la anciana Kira había insistido en que Sasheen fuera aleccionada en las artes de la guerra. Gracias a Kush que la vieja arpía no los había acompañado. De lo contrario, Kira habría sometido a su hija con esos modales socarrones de los que hacía gala justo en un momento en el que necesitaban a su matriarca en toda su plenitud de fuerzas. Aun peor, las campañas eran un asunto privado entre los oficiales y los líderes de un ejército, y la gente que rodeaba a Sasheen podría haber descubierto la verdad sobre su Sasheen: que su madre albergaba más deseos aún de convertirse en matriarca que ella misma.
El veterano general notó que su fastidio inicial se atenuaba a medida que rumiaba sobre ese asunto y sobre esa mujer por la que sentía un cariño especial; una mujer que vivía una vida para la que la habían estado modelando desde su más tierna infancia y que a veces, sin embargo, no parecía hecha para ella.
Sasheen le obsequió con una amplia sonrisa mientras avanzaba pesadamente hasta su posición.
—¿Cómo está, Sparus? —preguntó jadeando en un tono que rezumaba entusiasmo y que resultó audible a pesar del viento.
El archigeneral notó que, por una vez, la matriarca parecía sobria. En sus ojos no había ni rastro de los efectos del alcohol ni de los narcóticos, a pesar de que le brillaban con un fulgor cristalino. Daba la impresión de que Sasheen estaba disfrutando de aquella incursión en territorio enemigo pese a llevar el brazo izquierdo en cabestrillo.
—Por favor —repuso Sparus, adelantándose con una mano auxiliadora tendida—. Sentaos. ¿Qué os ha ocurrido?
—No es más que un brazo roto, Sparus —reprendió al archigeneral por su tono alarmista, aunque aceptó de buen grado la silla vacía—.Y no puede decirse que haya sido el único después de lo de anoche.
—Ya. Ojalá unos huesos rotos fueran la peor de las consecuencias.
Sparus se mantuvo encorvado mientras la matriarca se volvía para examinar las colinas verdes que ascendían desde las dunas que tenían a su espalda. El fuerte de la cima seguía ardiendo. Los comandos de Hanno lo habían asaltado durante la noche y lo habían incendiado. En la cumbre de otra colina, al otro lado de la pequeña bahía donde se había llevado a cabo el desembarco, las ruinas de un pueblo también despedían nubes de humo negro. En este caso por obra de los veteranos guerrilleros del Ghazni oriental. Los acólitos estaban construyendo debajo del pueblo una empalizada que cercaría el campamento donde la matriarca pasaría la noche.
Cuando Sasheen se volvió de nuevo a Sparus, éste volvió a sentarse en cuclillas junto a ella e, inmediatamente, sus oficiales lo imitaron.
—¿Hasta qué punto es preocupante la situación? —preguntó la matriarca al archigeneral.
Sparus empleó la ramita que sostenía en la mano para señalar el mapa.
—Al parecer hemos desembarcado a una docena de laqs más o menos de nuestro objetivo inicial. Creemos que estamos aquí, en la bahía Afilada. Las rutas de aproximación tierra adentro son más escabrosas desde esta posición. Si queremos mantener el programa establecido tendremos que apretar la marcha del ejército un poco más de lo que habíamos planeado.
—Pero, ¿qué ocurre con las bajas que hemos sufrido?
Sparus se pasó una mano por la calva y se rascó la nuca.
—Desde anoche echamos en falta por lo menos treinta naves, y una de ellas iba cargada con pólvora. Lo que significa que hemos perdido un tercio de la pólvora con la que contábamos. De todos modos, ésa no es la peor noticia. La mayoría de nuestra caballería ha desaparecido; si es en el fondo del mar o alejada del rumbo por el viento, todavía no lo sabemos. También hemos perdido cuatro naves que transportaban tropas de infantería auxiliares.
Una repentina racha de viento barrió la colina y todos giraron la cabeza para protegerse la cara de la arena. Sparus esperó con el ojo cerrado a que amainara antes de continuar:
—También estamos esperando todavía a que aparezca el apoyo aéreo. Sin embargo, después de la tormenta no hay manera de saber si se presentará alguna aeronave.
Sasheen se recostó en la silla y chasqueó la lengua; un sonido que sonó de lo más inapropiado dado el tono que empleó para hablar:
—Habla como si ya estuviéramos condenados a la derrota, Sparus. Y sin embargo, mire a su alrededor, por favor. Aquí nos tiene, sentados en una playa khosiana, con un ejército a nuestra espalda y una nación que aguarda su aniquilación.
Sparus se la quedó mirando con perplejidad. No estaba acostumbrado a ver el lado positivo de las cosas; lo contrario nunca ayudaba. De modo que se guardó para sí lo que pensaba.
Además, el desastre de Coros estaba ese día fresco en su memoria. Ya habían pasado nueve años desde que había pisado por última vez suelo merciano y, sin embargo, los recuerdos seguían vivos en su cabeza: las chartassas de los Puertos Libres se habían arrojado contra las fuerzas imperiales, a pesar de que éstas las doblaban en número. Y a pesar de los estragos que causaban en sus filas el fuego de metralla, las granadas y demás proyectiles, no se detuvieron hasta que escindieron el ejército imperial en dos y lo desbarataron.
Entonces Sparus no era más que un vulgar general entre tantos otros. Y también Creed, quien había liderado el reducido contingente de las temidas chartassas khosianas. Las islas de los démocras se habían alzado con la victoria ese día, y Sparus no estaba dispuesto a permitir que se repitiera un desastre igual. Una segunda derrota sería imperdonable; Sparus antes prefería hundirse un cuchillo en el corazón. Ahora era archigeneral, y Creed, el Señor Protector. La derrota de Creed en Khos fijaría la reputación de Sparus como el general más extraordinario de su época.
Obtendría la victoria en aquella campaña cuyo mando había rechazado tomar repetidamente, pero no lo haría con una autocomplacencia optimista, sino mediante la supremacía de su logística y de su poderío militar. En esta ocasión disponía de un ejército lo suficientemente numeroso como para completar la tarea que se le había encomendado, un ejército de soldados aguerridos, no de reclutas inexpertos con los nervios a flor de piel. Además él era más maduro, más sabio, mucho mejor general. Había aprendido de sus errores. A instancia suya la infantería pesada imperial había desarrollado sus propias falanges de lanceros, capacitadas para plantar cara a las poderosas chartassas, o eso esperaba.
Sin embargo, consideraba que la pérdida que habían sufrido de un número ingente de zels de batalla durante la tormenta suponía un duro golpe para el éxito de la campaña; y además se había producido antes de su inicio propiamente dicho.
—Siempre es la misma historia. No cabe duda —dijo mirando a sus oficiales, si bien sus palabras iban dirigidas en realidad a Sasheen—. Los planes que se elaboran a conciencia se hacen añicos en cuanto se confrontan con la realidad. Por eso nos preparamos para lo peor. Así que tendremos que arreglárnoslas con lo que disponemos. Como siempre.
Sasheen entornó sus ojos perfilados con kohl.
—Estoy segura de que también debe haber buenas noticias, ¿no? Algo que levante el ánimo de nuestras tropas.
Sparus se volvió un instante para contemplar la larga playa blanca que se extendía detrás de las dunas. En ella reinaba el caos. Los zels galopaban enloquecidos entre la multitud con los arneses sueltos, saltaban por encima de las cajas con el equipo desperdigadas por la arena y dispersaban a los hombres que se interponían en su camino; pelotones de infantería erraban por la orilla buscando a sus oficiales; y por la costa continuaba el goteo de rezagados que avanzaban tambaleantes por la arena como si estuvieran ciegos. Sparus nunca había visto una cabeza de playa tan desorganizada.
Y sin embargo, podría haber sido mucho peor.
—¿Buenas noticias? —se oyó decir a los demás, y tiró la ramita contra el viento mientras añadía—: Seguimos vivos, ¿no?
UNA EMBOSCADA
La reunión del estado mayor del general había finalizado hacía escasamente media hora. Creed llevaba la cuenta de los minutos con su preciado reloj de agua mientras daba sorbos a su taza de leche tibia. Las puertas se abrieron entonces por segunda vez esa mañana y los Michinè entraron montados en cólera, y con razón. El tintineo de sus joyas de oro y diamantes acallaba el ruido que producía el roce de sus ropas de seda.
Chonas y Sinese aparecieron a la cabeza del grupo, y sus rostros pálidos por el maquillaje contrastaban con el furor que despedían sus ojos. Cuando Sinese reparó en el general Creed sentado a su escritorio con una taza de leche en la mano, dio rienda suelta a su ira.
—¡No puede hacer esto! —espetó el ministro de Defensa desde el otro lado de la mesa y agitó su bastón como con intención de golpear a Creed con él.
El general dejó la taza sobre el escritorio e hizo una indicación con la mano a los guardias apostados en la puerta para que se marcharan.
—Puedo y lo he hecho —respondió con firmeza, y mantuvo sus ojos clavados y sin pestañear en la mirada arrebatada de Sinese.
Chonas, el primer ministro, se adelantó y dio un toquecito en el brazo a Sinese, que se volvió a él y lo fulminó con la mirada. Luego bajó el bastón y retrocedió resollando enfurecido.
—General —dijo Chonas sentándose en una de las sillas que había enfrente del escritorio de Creed.
Los hombres que lo acompañaban hicieron una mueca de perplejidad, pues estaba fuera de lugar que un Michinè se sentara enfrente de un vulgar mortal, por mucho que se tratara del Señor Protector de Khos. Tampoco a Creed se le pasó por alto la acción de Chonas, y dirigió un gesto cordial inclinando la cabeza al anciano sentado delante de él, un hombre sereno a quien conocía desde hacía veinte años y que respetaba a pesar de las divergencias de opinión que existían entre ambos.
—Tal como acaba de explicar gentilmente el ministro Sinese, no puede proseguir su plan. Hemos venido para revocar sus instrucciones de manera inmediata.
—¿Con qué autoridad?
—¡Con la autoridad que nos concede el consejo! —espetó Sinese, adelantándose de nuevo hacia Creed—. ¿O es que ha olvidado cuál es su lugar, humano?
Creed recibió aquellas palabras como un bofetón en la cara y notó cómo le subía la sangre a las mejillas. El resto de los Michinè mantenían la compostura y contemplaban impertérritos al general. De repente, Creed fue consciente de la violencia latente en aquella reunión.
«Vaya —pensó irónicamente—. Así que por fin nos quitamos los guantes.»
Se dejó caer contra el respaldo de la silla y abrió un cajón del escritorio. Dentro guardaba una pistola, cargada y lista para ponerle el cebo.
—Por si acaso no se han dado cuenta —dijo dirigiéndose a todos los Michinè mientras las ventanas vibraban con las explosiones de los cañones del Escudo—, nos ha invadido un ejército imperial de Mann. Mientras nosotros estamos aquí discutiendo, hay fuerzas extranjeras en suelo khosiano. Según los términos de la Concordancia, como Señor Protector de Khos estoy al mando de las defensas de la isla. —Ahora clavó la mirada ceñuda en Sinese—. Incluso por encima de usted, señor ministro. Así lo dicta la ley marcial.
—Entiendo —repuso en tono burlón el ministro de Defensa—. Así que ahora quiere jugar a ser rey. ¿Se trata de eso?
Creed apretó los dientes conteniendo su ira.
—Me parece que es usted quien no sabe cuál es su lugar, ministro.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Por favor —intervino Chonas, alzando una mano apaciguadora.
Creed mantenía la mirada fija en Sinese.
—Ahora no está en la cámara del consejo —aseveró el general—. Está en mi despacho, y le recomendaría que mostrara un poco de educación. De lo contrario me veré obligado a ordenar que lo escolten hasta la puerta del edificio.
Los Michinè reaccionaron indignados.
—¡Caballeros! —bramó Chonas elevando la voz por encima de las repentinas expresiones coléricas de sus pares—. ¡Por favor! Un poco de orden. Marsalas, usted y yo nos conocemos desde hace muchos años. Siento un hondo respeto por usted, aunque puede ser que nunca se lo haya confesado hasta ahora. Goza del respeto de toda Khos. Todos los días la gente da gracias al destino por habernos obsequiado con un general tan capaz en unos tiempos tan aciagos como los que nos han tocado vivir. Le hablo como camarada, además de como primer ministro, cuando le pido que, por favor, nos escuche. No puede salir y enfrentarse a ellos en el campo de batalla. Las fuerzas del enemigo deben de ser seis veces superiores a las suyas; por no mencionar ya su ventaja en el número de piezas de artillería. Lo harán picadillo.
Creed suspiró.
—Siempre ha pensado sólo en los números, viejo amigo. Ése es su problema. El de todos ustedes. Creen que se trata de una mera cuestión de recursos y de dónde colocarlos para sacarles el mayor rendimiento. Sin embargo, olvidan lo que somos, lo que tenemos.
—¿Cree que sólo con la chartassa puede salvarnos? —inquirió Chonas—. Eso es lo que quiere decir, ¿no? Está refiriéndose a la célebre chartassa khosiana, temida y respetada por nuestros enemigos. El «Gigante asesino», la llamaban los pathianos. «Derrota» fue el nombre que las tropas imperiales le pusieron en Coros. —Chonas meneó la cabeza con abatimiento—. No, Marsalas, es usted quien se equivoca. Tal vez yo sea un viejo político cansado y sea cierto que nuestro espíritu de lucha tenga más fuerza de la que creo, pero no se puede despreciar la cuestión de los números en un gesto jactancioso de desafío. Sí. La chartassa tal vez intimide en el campo de batalla. Pero luego su efecto desaparecerá. Todos los hombres desaparecerán. Y perderemos Khos para siempre.
—¿Qué opción nos queda? —espetó Creed—. ¿Les dejamos que violen y esclavicen a los habitantes del resto de las ciudades de Khos mientras nosotros nos agazapamos detrás de las murallas? ¿Quiere que hagamos eso?
—No, Marsalas. Si tuviéramos otras alternativas viables no se lo pediría. Pero precisamente eso es lo terrible de la situación en la que nos encontramos. Ahora mismo el IV Ejército Imperial está congregándose en el lado pathiano del Escudo para acometer un ataque total contra las murallas. ¡Escuche los cañones! ¡Escúchelos! ¿Había oído algún bombardeo de tal virulencia en todos estos años de asedio? Asaltarán las murallas con todos los medios a su disposición, y esta vez no se detendrán... Y mientras tanto, usted se habrá llevado a la mitad de los hombres al campo de batalla para emprender una lucha temeraria y suicida.
—El general Tanserine, uno de los estrategas más capacitados de los Puertos Libres, se quedará aquí, al mando de la defensa. Y con hombres suficientes para proteger la posición hasta nuestro regreso.
—¿Y qué pasará si usted no regresa?
—Entonces tendrán que aguantar la posición hasta que lleguen más Voluntarios de la Liga.
—¿Y cómo lo haremos sin las tropas de reserva que se lleva consigo? No. Permaneceremos todos en Bar-Khos. Y todo aquello de lo que podamos prescindir será empleado en la fortificación y la defensa de Tume. Nos quedaremos aquí dentro y esperaremos ayuda.
Creed torció el gesto.
—Si nos quedamos dentro tal vez todos muramos antes de que lleguen los refuerzos. Si salimos a su encuentro, en cambio, al menos ganaríamos algo de tiempo. ¡Por favor, hombre! ¡Pero si hasta la matriarca ha venido a Khos! ¿No se da cuenta de la oportunidad que se nos ha presentado?
Chonas dejó caer la cabeza como si hubiera dejado de escucharlo. Del grupo de Michinè emergió un hombre que se adelantó hasta el escritorio de Creed. Lucía el atuendo blanco acartonado de los profesionales de la ciudad.
—General Creed —dijo el profesional—, le pido que escuche con atención el artículo cuarenta y tres de la Concordancia: «En todo momento la defensa del Escudo es primordial cuando se tome en consideración la aportación de medios en operaciones ofensivas o defensivas.»
—¿Quién es este hombre?
—Un abogado —respondió Chonas—. Pensamos que podría arrojar algo de luz sobre nuestras diferencias en el caso de que las hubiera.
—Lo que quiere decir el abogado es lo siguiente: podemos negarnos a entregarle la pólvora para los cañones que quiera llevarse al campo de batalla. Así consta en los artículos de la ley marcial.
Creed se quedó mudo unos instantes.
—¿Permitirían que saliéramos a su encuentro sin cañones?
—Más bien tenemos la esperanza de que el hecho de no disponer de ellos lo convenza para no salir.
El primer ministro observó a Creed con sus ojos hundidos bajo sus cejas pobladas y se inclinó hacia delante.
—Lo conozco, Marsalas. Ya se ha hartado de estar ahí sentado sin hacer nada detrás del Escudo. Está ansioso por asestarles el golpe que merecen por todo lo que nos han hecho sufrir, por las vidas que nos han arrebatado, por la memoria de su propio padre, que murió luchando contra ellos lejos de nuestra patria. Siente que esta es la última oportunidad que tendrá para enfrentarse a ellos en el escenario abierto de una guerra y derrotarlos. Pero lo que se propone es una auténtica locura. Le ruego que lo reconsidere.
El general Creed se dejó caer contra el respaldo de la silla. Estaba indefenso contra la verdad que subyacía en las palabras del primer ministro.
No era una persona propensa a dudar de sus decisiones, pero por un momento contempló la posibilidad de que realmente fuera él quien estaba equivocado y de que Chonas tuviera razón y estuviera conduciéndolos a la aniquilación total. Desde que había recibido la noticia de la invasión sólo unas horas antes, y mientras todo el mundo a su alrededor parecía a punto de sufrir un ataque de nervios, él se había sentido excitado por el repentino nuevo rumbo que tomaba la guerra y la oportunidad de entrar en acción.
Los Michinè lo miraban fijamente mientras él paseaba la mirada por sus rostros uno a uno.
Empezó a pensar que la hostilidad que de pronto exhibían contra él no estaba causada por sus propios temores. Él era el primer Señor Protector en cuarenta años que adquiría los plenos poderes de su cargo bajo los términos de la Concordancia, el acuerdo forjado un siglo atrás entre los gobernantes Michinè y el comandante en jefe de su ejército. Ahora la balanza se había inclinado súbitamente hacia un lado. Con las tropas invasoras en suelo khosianos, Creed podía hacer lo que se le antojara con el ejército sin necesidad de escuchar lo que tuvieran que decir al respecto los Michinè. Como era de prever, aquellos nobles se mostraban intolerantes con el vuelco que habían dado los acontecimientos y que los había situado como colectivo un escalón por debajo en la jerarquía del poder. Por lo tanto, allí estaban ahora, dispuestos a disuadirlo de esas ideas antes de que se le presentara la oportunidad de hacer uso de los nuevos poderes adquiridos.
Creed recordó todas las veces que le habían echado abajo sus ambiciones, que le habían impedido enfrentarse cara a cara con el enemigo, más preocupados por mantener el estatus quo que por acabar con el asedio. Miró a Chonas, en cuya expresión de impaciencia destacaban sus cejas prominentes.
Sí, tal vez el primer ministro fuera un buen hombre, pero seguía siendo uno de ellos.
Creed se levantó lentamente. Era un hombre más grande que los Michinè que tenía delante, no por su estatura, pero sí por su complexión y su capacidad para la acción.
—No me quedaré de brazos cruzados mientras pasan al pueblo por el acero. Mis órdenes se mantienen. Partiremos mañana.
Alzó una mano para acallar a los Michinè, y experimentó una efímera sensación de satisfacción cuando éstos cerraron la boca a la vez.
—¡Gollanse! —gritó.
El anciano ordenanza pasó por delante del grupo de los Michinè arrastrando los pies acompañado por un hombre que también lucía el atuendo de los profesionales de la ciudad. El desconocido llevaba una cartera de piel debajo del brazo y unas gafas en su rostro anodino, de facciones afiladas y aire inteligente.
—Señores ministros, les presento a mi abogado, Charson Fay. Si desean tratar algún asunto legal relacionado con mis disposiciones, por favor, diríjanse a él. El señor Fray elaborará la documentación necesaria para que presentemos nuestro caso en una sesión abierta del tribunal a mi regreso.
El general cerró el cajón donde guardaba la pistola y salió de detrás del escritorio.
—Ahora, si me disculpan, tengo que preparar un ejército que ha de partir hacia el campo de batalla. Les deseo a todos que pasen un buen día.
Creed abandonó a trancos el despacho con el murmullo de descontento de los Michinè sonando en sus oídos como música celestial.
—¿Es cierto? —gritó una voz hacia Bahn cuando éste atravesó las puertas del Ministerio de la Guerra y se adentró entre la muchedumbre congregada fuera.
Desde el Estadio de Armas los cuernos convocaban con sus notas a los soldados, y sus aullidos apagados se confundían con las descargas de los cañones lejanos. Todos los perros de la ciudad parecían haberse puesto a ladrar.
—¿Nos han invadido, Bahn? —preguntó la misma voz mientras Bahn se abría paso entre la multitud.
El ayudante del general Creed vio que era Koolas, el corresponsal de guerra, quien lo interrogaba. Sin embargo, lo apartó de su camino con el brazo sin responderle. Koolas, no obstante, salió tras Bahn, que enfiló hacia el camino que bajaba a la ciudad desde el Monte de la Verdad. El corresponsal de guerra sudaba a pesar de la brisa fresca que llegaba desde el mar, pues le sobraban algunos kilos para llegar sin esfuerzo a la cima del monte. Su enorme panza daba botes debajo de la camisa mientras trataba de mantener el paso que llevaba Bahn. Pese a ello, Koolas todavía tenía fuerzas suficientes para reír con incredulidad mientras caminaban y para apartarse de la cara los mechones rizados de su pelo negro, empapado como si estuviera lloviendo.
—¡Entonces es cierto!
Bahn lo miró con cara de pocos amigos pero no le respondió. Koolas se ganaba la vida redactando noticias sobre la guerra para las imprentas de la ciudad y para los declamadores de las torres de los lamentos de los bazares. Bahn sabía que en menos de una hora la noticia se propagaría como un incendio descontrolado por toda la ciudad. Sin embargo, pensó que en fondo eso daba igual.
Dejaron atrás la colina y se adentraron en la avenida de las Mentiras. Los cuernos anunciaban la llamada a las armas. Todo el mundo podía oírlo, y en las calles ya se respiraba un ambiente rayano en el pánico. Los ciudadanos se gritaban unos a otros mientras regresaban apresuradamente a sus casas o a las tabernas locales; las madres arrancaban a sus hijos de las calles; y por todas partes se veía a miembros de la Guardia Roja dirigiéndose a toda velocidad al Estadio de Armas; también los veteranos retirados, los molaris, enfilaban hacia el estadio empuñando escudos polvorientos y largas chartas envueltas en fundas de lona tratadas con grasa.
—Venga, hombre —le dijo Koolas en un tono cordial—.Todo el mundo sabe ya que estamos en peligro. Lo único que quiero son algunos detalles para que su imaginación no los haga enloquecer. ¿A qué nos enfrentamos? ¿Es una mera incursión enemiga o se trata de una invasión total?
Bahn hizo señas al porteador de una calesa de dos ruedas para que se detuviera. Sin embargo, el hombre pasó de largo a toda velocidad y sin pasajeros en el vehículo. Bahn maldijo entre dientes y buscó otro por los alrededores hasta que logró por fin que uno se detuviera para recogerlo.
—Avenida Olson —dijo rápidamente al porteador, y justo antes de subirse al asiento cometió el grave error de volverse un momento hacia Koolas.
—¡Por las pelotas del Necio! —exclamó el corresponsal cuando captó la mirada de Bahn—. ¿Tan grave es?
Koolas parecía realmente horrorizado, y Bahn recordó por un instante que era algo más que un simple corresponsal persiguiendo una noticia. También era khosiano, nacido y crecido en la ciudad, y con familia y amigos por los que preocuparse. Bahn se encorvó embutido en la armadura.
—Espere un momento —dijo al porteador de la calesa, y se acercó a Koolas.
—Se trata de una invasión. Eso es todo lo que sabemos de momento.
—¿Cuántos hombres? ¿Qué ejército?
—Los informes afirman que se trata del VI Ejército, procedente de Lagos, más tropas auxiliares llegadas de Q’os.
Koolas se puso derecho.
—¿Cuántos hombres? —insistió.
Bahn se dio la vuelta como si fuera a marcharse, pero entonces se detuvo.
—Lo único que puedo decir es que estamos llamando a todos los hombres. Estamos vaciando las cárceles y las prisiones militares de veteranos. Incluso el Ojos.
—¿Cómo? ¿También a esos asesinos y psicópatas?
—A cualquiera que pueda empuñar un escudo. Sí.
—¿Y el consejo? ¿Cuál es su posición? Acababa de ver entrar una delegación en el ministerio.
—¿Acaso eso importa? Nos han invadido. El asunto ya no está en nuestras manos.
Koolas se frotó la cara atribulado.
—Sí. Y estoy convencido de que Creed se lo ha dejado más claro que el agua. Si conozco a alguien resentido es a él.
Bahn frunció el ceño y se marchó antes de que el corresponsal pudiera preguntarle más. Trepó a la calesa y se despidió de Koolas con una inclinación de la cabeza cuando el porteador lo rebasó.
Bahn ofreció al porteador una propina de cinco monedas de cobre si apretaba el paso y se hundió en el respaldo de la calesa para intentar recuperar la calma mientras el vehículo se abría paso entre el ajetreo y el tráfico de las calles.
La calesa se detuvo en una pequeña avenida del norte de la ciudad, flanqueada por cerezos teñidos de bronce por el otoño. Bahn bajó del vehículo, dio las gracias al porteador y entró en la casa que había sido el hogar de su familia durante los últimos siete años.
Dentro hacía frío y reinaba la quietud. El aroma a incienso seguía flotando en el aire procedente del pequeño altar consagrado a Miri, la Gran Discípula que había llevado el Dao y las enseñanzas del Gran Necio al Midères.
Su hijo Juno debía de estar en la escuela. Oyó que en el piso de arriba su hija empezaba a llorar.
Encontró a Marlee en el patio trasero, removiendo la tierra de su pequeño huerto, obviamente ajena al sonido distante de los cuernos, si bien sus movimientos eran apresurados y cargados de frustración.
—Hola —dijo Bahn, rodeando con sus brazos la cintura de su esposa por la espalda. Marlee se enderezó. Estaba tensa—. ¿No la oyes?
—Claro que la oigo. Es la dentición.
—¿Necesitamos algo?
—No. Todavía queda un poco del aceite de madre. De todos modos no me atrevo a darle más. —Marlee se volvió y lo miró a los ojos. Su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué pasa, Bahn? ¿A qué se deben las alarmas?
Bahn oyó el suspiro que se le escapaba por entre los labios.
—No tengo mucho tiempo. Ya debería estar en el estadio ayudando en los preparativos.
—¿Que preparativos?
Bahn le apretó el brazo. No podía hablar.
—Oh, Bahn —dijo Marlee, y sus ojos se humedecieron—. ¿Han desembarcado aquí?
Bahn asintió con el gesto rígido.
El llanto de Ariale empezó a sonar más alto. Ambos se habían quedado sin palabras. Marlee clavó la mirada en el suelo y respiró hondo. Luego volvió a alzar los ojos.
—Entraré para calmarla —dijo atropelladamente—. Luego podrás hablarme de la gravedad real de la situación.
Bahn alargó el brazo para detenerla.
—Iré yo —dijo con un rictus de amargura, y enfiló hacia el interior de la casa para consolar a su pequeña.
EL ALISTAMIENTO
Todavía era una niña —debía de tener cuatro años— cuando su madre había muerto al dar a luz a su hermana menor, Annalese. De hecho, era tan pequeña que ahora apenas recordaba el episodio, ni si había ocurrido de noche o de día, en verano o en invierno, si había sido una muerte rápida o lenta; ni siquiera se acordaba de quién se encontraba presente ni de quién no.
Curl sólo recordaba de verdad los instantes finales, y éstos se mantenían tan frescos en su memoria que todavía se le aceleraba el corazón de la emoción cuando los evocaba.
Su madre, pálida como la luz de la luna, consumida y ensangrentada en el lecho donde acababa de dar a luz, con la mirada perdida fija en el techo. Los rizos negros pegados alrededor de su cutis. Su pecho hinchándose apenas pese a sus esfuerzos por respirar a un ritmo ya prácticamente imperceptible. Sus pezones, oscuros y duros en sus pechos atravesados pos las estrías y abultados por la leche, con el amuleto —un delfín tallado en madera de jupe sin tratar— colgado entre ellos. La recién nacida chillando en la habitación contigua.
Al final su madre parecía no ser consciente de que Curl le agarraba la mano y vertía sus lágrimas sobre su cuerpo marchito y tendido boca abajo. Sólo una vez sus ojos se habían encontrado, y por un momento su madre había mirado a su hija como si la reconociera. Había apretado la manita de Curl hasta que a ésta le empezó a doler y la había mirado como si tratara de transmitirle algo trascendental durante sus últimos instantes en este mundo.
«Disfruta de la vida, hija mía —parecía aconsejarle para los años venideros con sus ojos—. ¡No sigas más camino que el tuyo propio!»
Y entonces se había dormido, y había muerto, y la habían enterrado.
También los años siguientes permanecían borrosos en la memoria de Curl, como si una especie de manto de olvido hubiera cubierto su mundo. Sólo recordaba algunos fragmentos inconexos de su vida.
Su padre, silencioso y consumido por el rencor, ya no era el hombre que había sido y se había refugiado en su trabajo como médico local. Una casa sin alegría ni felicidad ni risas. Aún parecía oír el crujido de las pisadas en el suelo de madera; todo el mundo se movía con sigilo. Y más allá de los confines de la tristeza familiar, los soldados que estaban de paso en el pueblo; los sacerdotes de Mann declamando a voz en grito sus sermones y censurando la fe antigua; rumores de guerra y de rebelión como truenos distantes.
Cuando Curl cumplió trece años, su tía y sus hermanas pequeñas celebraron su paso a la adultez.
Fue su tía, que siempre hablaba en susurros, que era sabia y hermosa de un modo sutil, quien les explicó el desarrollo de los ciclos de la luna en su organismo, quien les habló de todos los cambios que experimentarían para convertirse en mujeres. Durante esa noche de celebración, su tía regaló a Curl un simple trozo de madera y le explicó que era un nudo de un sauce caído.
—Tállalo esta noche —le dijo—, cuando estés sola. Acábalo antes de irte a dormir.
—¿Y qué tallo? —preguntó Curl sorprendida.
—Lo que quieras, sobrina mía. Aquello que te reconforte el corazón.
Cuando el resto de la familia se acostó, Curl se sentó en la alfombra tupida frente a la chimenea, un poco achispada por la sidra que le habían permitido probar por primera vez, y armada con la cuchilla de tallar de su padre y una piedra de pulir, empezó a tallar el trozo de madera del modo que le pareció más apropiado. Las horas pasaron volando; el fuego de la chimenea fue apagándose hasta que sólo quedaron unas cenizas brillantes que conservaban el recuerdo del calor.
Curl se despertó en el mismo lugar donde había caído dormida enfrente de la chimenea. Todavía era de noche. Su tía la había cogido en brazos, la había envuelto con una manta y la llevaba a la cama. En el otro catre se oía el ruido que hacían profundamente dormidas sus dos hermanas.
—¿Qué has tallado? —le preguntó su tía en un susurro mientras la metía debajo de las mantas.
Curl abrió la mano para mostrarle lo que había hecho.
En la palma de la mano sostenía una sencilla figurita del tamaño de su dedo pulgar que representaba una mujer de curvas excesivas. Apenas había un par de detalles distinguibles en la estatuita, por lo demás vagamente definida: los pechos grandes y la barriga abultada.
Su tía sonrió y le dio un beso en la frente.
—A tu madre le habría gustado —le dijo—.Te has buscado una buena aliada. Ahora asegúrate de llevarla siempre encima, y quizá te proteja cuando más lo necesites.
Curl se durmió consciente de que recordaría aquel día por el resto de su vida.
Más adelante, en las noches más frías de lo más riguroso del invierno, su padre empezó a visitar a Curl mientras sus hermanas pequeñas fingían dormir en el otro lado del dormitorio.
Y de ese modo su mundo volvió a cambiar.
Para Curl fue un invierno de pesadillas y de tinieblas, plagado de más pérdidas, de las que la menos importante no fue la de su padre.
Durante la primavera siguiente lo encontraron ahorcado: se había colgado de las vigas de la sala donde ahumaban los alimentos. Las tres hermanas se quedaron mirando el cuerpo que giraba suavemente, vestido con su ajado y elegante traje de boda, con los zapatos recién abrillantados y el pelo cuidadosamente peinado hacia un lado para cubrir su calvicie incipiente.
Sobre el pecho le colgaba el amuleto de madera en forma de delfín que su madre había tallado y llevado en el pasado.
La mañana que aparecieron los soldados, Curl se encontraba fuera, recogiendo seiscampanas en los campos que se extendían por encima de la ciudad de Hart, adonde su tía se las había llevado a vivir tras el fallecimiento de su padre.
Curl tenía la esperanza de evitar quedar en cinta con la menuda hierba azul, pues por entonces estaba viéndose en secreto con un hombre de la ciudad, un carretero casado que le sacaba más del doble de años. Esa mañana se alejó más de lo acostumbrado, y deambuló por las colinas buscando las hierbas; las horas pasaban tranquilamente mientras ella se llenaba el bolsillo de seiscampanas.
Sólo a su regresó se percató del humo que cubría el cielo como si fueran nubarrones. Se cogió el borde de la falda, salió corriendo por la cresta de la última colina y soltó un gritito ahogado preñado de incomprensión por lo que veía frente a ella.
La ciudad estaba envuelta por las llamas. A su alrededor se extendía la línea de motas blancas de los soldados, que se adentraban en las calles.
Los gritos de la gente fluctuaban como los reclamos de los pájaros arrastrados por el viento.
Curl pensó entonces en su tía y en sus hermanas, que se encontraban allí abajo. Pensó en sus rostros mientras veía cómo los soldados y las llamas se aproximaban a ellas. Se dobló en dos y sintió náuseas.
Permaneció todo el día escondida entre la hierba, escuchando los gritos agónicos de los habitantes de la ciudad tapándose los oídos con las manos. En ocasiones, el peso de su sentimiento de culpa la vencía e intentaba levantarse con la intención de bajar y ayudar a sus vecinos. Pero siempre se quedaba paralizada, incapaz de moverse. Lloró y lloró hasta agotar las lágrimas, y entonces se le agarrotaron los músculos y se calló.
Los soldados se marcharon con el crepúsculo, con los carros cargados a rebosar con el botín. A su espalda, la ciudad yacía como un páramo humeante.
Curl esperó otra hora antes de reunir el valor suficiente para bajar a las ruinas de la ciudad.
Cegada por las lágrimas y ahogada por la pena, fue incapaz de encontrar a su familia entre la pila carbonizada que había sido su hogar.
Su existencia transcurrió de un modo salvaje desde entonces, deambulando sin rumbo entre las piras y las ruinas de su ciudad. Para entonces había empezado a desvariar un poco, y el tiempo se había transformado para ella en un instante eterno.
Un día Curl estaba caminando por la playa cuando divisó a un hombre delante de ella. Era corpulento y lucía una barba espesa. Curl conservaba el suficiente sentido común como para tirarse de bruces al suelo y esconderse.
Sin embargo, resultó ser demasiado tarde. El hombre corrió hacia donde ella yacía con la cara apretada contra los hierbajos ásperos de las dunas.
—No tengas miedo —dijo el hombre en un tono cordial—. No voy a hacerte daño, muchacha.
Curl levantó la cabeza y posó sus ojos en un rostro cansado y curtido por los elementos. Tenía una voz extraña, aunque esa sensación sólo se debía a que hacía mucho tiempo que no oía otra voz humana.
—Acompáñame —dijo el hombre, tendiéndole la mano—. Debemos marcharnos.
Curl se levantó y se dio la vuelta con la intención de salir corriendo.
«Acompáñale.»
Por primera vez vaciló.
—No tengas miedo —repitió el desconocido, cogiéndola delicadamente del brazo—. Acompáñame. Tenemos que marcharnos de aquí.
El hombre la condujo hasta una pequeña playa de guijarros. Una barca de pescadores cabeceaba en el mar, y había hombres y mujeres caminando por el agua con la intención de subirse a ella.
El hombre la metió en el agua, y Curl se estremeció con el repentino contacto del mar en sus muslos.
—¡Una más! —gritó el desconocido a alguien que ya estaba a bordo.
Un puñado de cabezas se volvieron hacia ella. Curl vio a hombres y mujeres con los ojos rojos, el pelo alborotado y una mueca de derrota en el rostro. Nadie abrió la boca mientras la ayudaban a subir a la barca. Curl encontró un espacio libre entre los fardos y se sentó con las rodillas flexionadas apoyadas contra el pecho.
—¿Estamos todos? —preguntó el hombre.
—Sí, patrón —respondió otro—. Larguémonos de una maldita vez de aquí ahora que podemos.
Dos hombres remaron y la barca se deslizó por las olas suaves de la cala hasta adentrarse en el oleaje más bravo del mar abierto. Desplegaron la vela, que soltó una sacudida al recibir el viento de terral. Poco después surcaban el mar agitado con las miradas vueltas hacia la lejana isla que dejaban atrás.
—Ese maldito Lucian y sus rebeldes —espetó un hombre menudo y calvo, echando un vistazo a su alrededor con sus ojos negros—. Ha sido la perdición para todos, y maldigo su alma por ello. ¡Yo maldigo tu alma, Lucian! —bramó, sacudiendo el puño en el aire.
El resto del grupo permanecía sentado en silencio, con la mirada perdida en sus hogares, que iban menguando en la distancia.
El viejo patrón gritó una orden, y el muchacho que llevaba el timón viró la barca para dejar el sol a la espalda.
El hombre calvo fue calmándose poco a poco, y sus murmullos entre dientes fueron disminuyendo gradualmente hasta que se calló por completo y empezó a sollozar, y el resto de los hombres evitó mirarlo por respeto. Una tras otra, también las mujeres se pusieron a llorar. Curl, sin embargo, se limitó a mirar por encima de la borda, todavía conmocionada.
—Has tenido suerte de encontrarte con nosotros —dijo el hombre calvo, que se acercó para sentarse a su lado ya con los ojos secos—. Tal vez tu aliado ha estado cuidando de ti, ¿eh? —dijo, y chasqueó la lengua para sí en tono burlón.
—Deja en paz a la chica —espetó el viejo patrón.
El calvo frunció el ceño, pero ya no volvió a molestar a Curl.
Ella oía a las mujeres que charlaban a su lado.
—¿A dónde vamos? —preguntó la más joven.
—A los Puertos Libres —respondió la mayor—. Son libres, todavía. Y no son tan hostiles con los refugiados como en Zanzahar.
«Refugiados.» Curl intentó pronunciar la palabra. Así que eso era ahora. Pensó que era una palabra muy corta para el significado inmenso que contenía.
Curl echó otro vistazo a la isla de Lagos, ya una mera mancha en el horizonte. En la mano apretaba a su aliada de madera y la acariciaba con la yema del dedo pulgar, mientras el viento cortante le atravesaba el cuerpo y le perforaba el corazón.
—Ya basta. No quiero que te oigan los niños —espetó Rosa en un susurro alterado. Salió como un torbellino hacia la puerta de la cocina para cerrarla y regresó a la mesa para seguir doblando la ropa de los críos.
—¿Cómo? —exclamó Curl, que estaba sentada al otro lado de la mesa y observaba cómo trabajaba su casera.
Exasperada, lanzó una mirada por la ventana abierta hacia los golfillos medio salvajes que estaban jugando a simular robos callejeros en el patio trasero.
Los movimientos de Rosa eran rígidos y coléricos, y la mesa daba una sacudida cada vez que apoyaba algo de peso en ella, de tal modo que las patas traqueteaban contra el suelo de madera y transmitían la sensación de urgencia de su frustración. Estaban solas en la cocina. Hacía rato que se había servido el desayuno, poco antes del amanecer, y la variopinta colección de inquilinos había engullido su escueta ración de gachas con el estruendo de los cañones en el vecino istmo de Lans punteando su conversación sobre la invasión y la guerra.
Incluso entonces, al otro lado de la sala, la mesa principal parecía arrojarle una silenciosa mirada acusadora. La muchacha se la quedó mirando con una mueca de asco. Sobre ella yacía el hule sucio que nunca se retiraba, ni siquiera cuando comían, los cuencos con los restos de comida y los platos y los cubiertos de los inquilinos. Esa mañana le tocaba a ella lavar todo aquello. Pero por mucho que lo intentaba se sentía incapaz de levantarse para acometer la tarea.
—Sólo estoy contándote lo que he oído.
—Bueno, que lo sepamos o no, no va a cambiar las cosas. Ya nos enteraremos a su debido tiempo si esos monstruos derriban las murallas y vienen a por nosotros. Hasta entonces, por favor, olvida el tema. Vivamos en paz mientras podamos.
Curl tiró de un hilo suelto de su blusa de lino y se mordió la lengua. Sin embargo, no resultaba sencillo, pues estaba muy alterada y no deseaba otra cosa en el mundo más que seguir parloteando.
—Tengo medio decidido presentarme voluntaria.
Rosa se echó a reír estridentemente.
—¡Ah, Curl! Tú sí que sabes hacerme reír.
Curl se ruborizó.
—¿Eh? No me refiero a luchar. Necesitan gente para otro tipo de labores. Cocinar y... bueno, cosas así.
Rosa dejó de reír. Arrojó una camisa de dormir doblada en la cesta que tenía en el suelo y cogió la última camisa de dormir recién lavada que quedaba por doblar. Respiraba con dificultad.
—No sé qué te ha dado hoy, jovencita. Pero más te vale no ir diciendo ese tipo de cosas a los niños. De lo contrario, te daré una buena leche; te lo prometo. No quiero que les metas el miedo en el cuerpo.
La puerta de la cocina se abrió de golpe y Misha y Neese entraron corriendo.
—¡Fuera! ¡Fuera! —rugió Rosa—. ¡Estáis ensuciando la cocina!
No obstante, las niñas eran lo suficientemente valientes como para hacer caso omiso de sus reprimendas en su fase inicial, y se detuvieron enfrente de Curl, abrieron los ojos en una mueca de sorpresa fingida y estallaron en un coro de gritos mientras contemplaban su cabello encrespado.
—¡Largo de aquí! —bramó Rosa cuando las niñas ya se iban corriendo y chillando.
—¡Qué niñas más graciosas! —les gritó Curl.
Pea estaba plantada en el hueco de la puerta, sorbiéndose los mocos y con el dedo pulgar metido en la boca. Era nueva en la casa y todavía no había aprendido a no tomarse en serio los berridos de Rosa.
—Tengo hambre —dijo la niña llevándose una mano a la barriga.
—Pues tendrás que esperar —respondió Rosa—. Ahora vete, pequeñaja.
La niña se marchó con la cabeza gacha.
Rosa suspiró y se pasó el dorso de la mano por la frente. Su figura, con la otra mano apoyada en la cadera, quedaba encuadrada por la luz que entraba por la ventana mientras miraba a los niños que jugaban en el patio con una expresión de ternura y de consternación en el rostro.
A Curl se le ablandó el corazón al verla así. Había llegado a encariñarse de verdad de aquella mujer. Sabía que había tenido mucha suerte cuando meses atrás había llegado a la ciudad de Bar-Khos, había visto el letrero en la puerta y había llamado buscando alojamiento. Esperó plantada delante de la puerta vestida con la ropa usada que le habían dado los voluntarios del campamento de refugiados, embargada por el sentimiento de soledad que le producía una ciudad tan grande, y sin la menor idea de cómo iba a mantenerse. Y entonces la puerta se había abierto de repente y había aparecido Rosa con sus ojos amables y cansados.
Ahora, como una pesadilla que se convertía en realidad, los mannianos los acechaban para destruir su mundo una vez más.
—Es sólo que... —empezó a decir—. Necesito sentir que estoy haciendo algo.
Rosa se volvió y la miró un momento con un gesto cargado de compasión.
—Si quieres, ahora mismo podrías hacer algo que me resultaría muy útil, jovencita.
—¿Qué?
Rosa sacudió la cabeza en dirección a la mesa con los platos sucios y una sonrisa ladina asomó a sus labios.
Curl se llevó ambas manos abiertas a las mejillas y soltó un suspiro de exasperación.
Las contraventanas estaban abiertas, de modo que Curl distinguía entre el rugido de los cañones los bramidos atenuados de las órdenes de los oficiales y el débil estrépito de multitud de pisadas. Estaba sentada en la cama con su cajita en el regazo, con la escoria a medio desenvolver sobre la tapa abierta. El ruido de fuera, sin embargo, la llevó a dejar todo lo que tenía sobre la falda a un lado y acercarse a la ventana.
No había nada que ver salvo las casas de enfrente, un carrito empujado por la calle por un anciano harapiento y un puñado de niños que lo adelantaban corriendo en silencio. No se veía a chicas de la calle por ningún lado. Muy probablemente estaban en la avenida de las Mentiras, haciendo negocios apresurados con los soldados que salían de la ciudad en dirección a los centros de reunión al otro lado de las murallas septentrionales.
Curl se sintió aliviada por no tener que volver a hacer la calle. No estaba orgullosa de la facilidad con la que había asumido su profesión, ni de la popularidad de la que gozaba entre la clientela que visitaba de vez en cuando la zona. No obstante, en sólo un par de meses de trabajo había conseguido un número estable de clientes de confianza, así que podía citarlos directamente en su cuarto y además cobrarles un poco más por ello.
Recordó que tenía una cita esa noche con ese viejo verde de Bostani: el aliento le apestaba a grindela y a alcohol y la piel a sudor rancio, y tenía unos ojos de cerdito que parecían ajenos a todo, incluso al placer. Curl había tomado por costumbre no pensar en ese tipo de cosas durante su tiempo libre. Regresó a la cama, volvió a ponerse la caja abierta sobre el regazo y la observó atentamente y sin pestañear.
El polvo gris era algo de lo que tampoco se enorgullecía. También se había aficionado a él con demasiada facilidad, pues la ayudaba a sobrellevar los largos días y las aún más interminables noches. «Una prostituta adicta a la escoria», pensó. A su tía y a sus hermanas se les rompería el corazón si pudieran ver en qué se había convertido. En cuanto a su madre, su aliada...
Curl apartó la mirada de la cajita de escoria con un brillo repentino en los ojos.
Se preguntó por qué había acabado en Bar-Khos. La ciudad portuaria de Al-Khos estaba más cerca del campamento de refugiados del norte. Sin embargo, un impulso la había llevado a recorrer a pie y haciendo autostop todo el camino desde el sur de la isla, descalza y sola, a menudo esquivando los problemas gracias a un golpe de suerte o a la amabilidad de los extraños.
Desconocía el motivo, pero había una parte de ella que necesitaba ir a Bar-Khos y al Escudo; la ciudad eternamente sitiada cuyos habitantes habían aguantado firmes contra las fuerzas de Mann, y así seguirían, incluso entonces, mientras un ejército imperial se congregaba en la costa oriental con la intención de conquistarlos.
Había llegado a apreciar a los khosianos y sus costumbres. Al principio había desconfiado de la ayuda que habían prestado a sus compañeros refugiados, recién llegados con ella en la barca desde Lagos. Pero enseguida se había dado cuenta de que ese espíritu de generosidad era un rasgo que honraba al pueblo khosiano, y también su humildad, aunque resultara paradójico dados su orgullo y su severidad.
Como pueblo parecían propensos a la melancolía; aunque también eran románticos. Hasta tal punto que incluso los soldados podían ser poetas y amantes con la misma facilidad que borrachos con tendencias suicidas. Disfrutaban de su libertad, pero también cultivaban la cooperación y la colectividad. Su prioridad era la familia y la vida sencilla y pacífica por encima de cualquier otra cosa. De los que disfrutaban de riquezas y de poder, como los nobles Michinè, a menudo se hablaba con una especie de compasión amarga, como si los hombres y las mujeres de rostros maquillados sufrieran una enfermedad del espíritu, alterado por sus deseos de tratar a los demás con prepotencia.
De sus conversaciones con otros refugiados que vivían en la zona y que habían viajado por las Islas Mercianas y las conocían bien, Curl había aprendido que ocurría lo mismo —si no de una manera más acusada— con toda la gente de los Puertos Libres, en los que no existía la nobleza.
Curl miró de nuevo la escoria que tenía en el regazo. Durante el desayuno, otro inquilino había dicho que los invasores imperiales pertenecían al VI Ejército, el mismo que había arrasado Lagos.
Pensó en un una ciudad envuelta en llamas y en un cielo pálido oculto por el humo. Los gritos de su familia se fundían con los de muchas otras víctimas. Le resbalaron las lágrimas por las mejillas y continuó sentada en la cama largo rato, temblando y con un dolor lacerante en el corazón, tapándose la cara ardiente con una mano.
Cuando un sollozo se abrió paso desde su pecho hasta el exterior, Curl se puso derecha y meneó la cabeza como reprendiéndose. Se sorbió los mocos y se pasó una mano por la mejilla como si estuviera quitándose una telaraña de la cara. Se volvió hacia su minúsculo altar dedicado a Oreos y sintió cómo arraigaba en su interior una decisión.
—Mierda.
El interior del Estadio de Armas era mucho más vasto de la idea que Curl se había formado a partir de la fachada de columnas y de muros ondulados.
Contempló el caos apenas contenido que reinaba en el lugar desde la entrada principal, pegada a un lado para no entorpecer el paso apresurado de los soldados en ambos sentidos. Había cientos de hombres repartidos por el suelo de arena del anfiteatro donde todos los días del Necio se celebraban las carreras de zels y el resto de los días hacían maniobras los reclutas.
Había fuerzas de la Guardia Roja, de los Chaquetas Grises y de los Voluntarios Libres. La mayoría de los hombres de edad avanzada lucían ropa de civil. Incluso había quien iba vestido con harapos sucios y a quienes estaban retirando los grilletes de los tobillos. Diseminados entre ellos se veía a soldados encorvados por el peso de los equipos que iban apilando en montones dispersos a lo largo y a lo ancho del estadio. Parecía reinar el más absoluto desorden. Sin embargo, había hombres vociferando órdenes como si conocieran el terreno que estaban pisando.
Curl se pegó un poco más a la pared cuando una compañía de la Guardia Roja se puso en marcha; algunos hombres le soltaron piropos y le silbaron cuando pasaron por su lado con su paso marcial, a pesar de que iba vestida con las mismas insulsas prendas masculinas que había llevado puestas a su llegada a la ciudad. Curl agachó la cabeza y enfiló rápidamente por la amplia arcada que se extendía debajo de las gradas.
Un zel que un grupo de hombres intentaba enganchar a un carro se había parado a dos patas bajo los arcos, y sus cascos chacolotearon contra el suelo de piedra. Los herreros descargaban sus martillos sobre espadas y puntas de lanza. Y los soldados pasaban rozándola sin prestarle atención o pidiéndole de mala manera que se apartara. Curl notó que la sangre le empezaba a hervir en medio de la confusión reinante. Detuvo a un muchacho con una sonrisa improvisada en los labios y le preguntó dónde podía encontrar la oficina de reclutamiento.
El joven pensó en un primer momento que estaba tomándole el pelo, pero Curl se lo quedó mirando con cara de pocos amigos hasta que el chico se la tomó en serio.
—A la derecha —respondió, recorriendo el cuerpo de Curl con la mirada y sacudiendo con desgana una mano—. Ve por aquella puerta y luego continúa hasta la segunda de la izquierda.
Curl siguió las indicaciones del muchacho y recorrió un pasillo muy animado que desembocaba en las letrinas, donde a lo largo de una pequeña depresión se desplegaba una hilera de soldados enfundados en armaduras que charlaban mientras orinaban. En un abrir y cerrar de ojos, una docena de rostros se pusieron a gritarle desde los confines claustrofóbicos de la hedionda habitación y se propusieron reventarle los tímpanos con sus chiflidos. Curl hizo caso omiso de sus insinuaciones, y se limitó a enarcar una ceja y marcharse mascullando una retahíla de improperios.
Cuando por fin llegó a la puerta de la oficina de reclutamiento estaba sudando y aturullada. La oficina resultó estar más concurrida que cualquiera de los lugares por los que había pasado. Curl se deslizó junto a un hombre que salía precipitadamente por la puerta y fue abriéndose paso hasta el centro de la sala, donde había un escritorio atiborrado de montones de papeles. Detrás de la mesa había un hombre sentado que tenía toda la pinta de estar sufriendo un auténtico ataque al corazón, y que tenía el rostro más rojo que Curl había visto jamás, con el sudor resbalando a raudales por su tez.
—¡Me da igual! —espetó con la voz ronca y ahogada a otro hombre inclinado a su lado que parecía muy nervioso—. ¡Si pueden caminar, irán!
—Pero tienen el equipo dañado por las inclemencias del tiempo —repuso el hombre, nervioso—.Todo el equipo.
—¡Me da igual! ¡Haga lo que sea necesario para que se pongan en marcha!
Curl esperó a que el hombre recuperara el aliento antes de acercarse a él.
—Disculpe —dijo la muchacha, que se inclinó para que el hombre la oyera mejor, posando las manos sobre el escritorio con cuidado de no desbaratar los papeles ni tocar la pluma ni el tintero—. Disculpe —repitió alzando la voz.
El oficial levantó sus ojos redondos y Curl vio como giraban en las órbitas trazando un ocho en el aire.
—¿Y ahora qué pasa? —gruñó—. ¿Quieres darle un beso de despedida a tu novio?
Las manos diminutas de Curl se cerraron y se apretaron en un puño sobre el escritorio.
—He venido para alistarme.
El oficial abrió la boca y ya no la cerró. Un silencio fue propagándose a su alrededor hasta que la sala al completo enmudeció y todos los hombres se volvieron hacia ella.
—Vuelve a casa, jovencita —replicó el oficial haciéndole un gesto despectivo con la mano—. Créeme, ya no necesitamos más putas en el campamento. Te lo aseguro.
Curl no se lo pensó dos veces: agarró el tintero y lo lanzó contra el oficial, y vio cómo rebotaba en su frente al tiempo que iba tomando conciencia de lo que acababa de hacer.
—¡Maldita zorra! —espetó estupefacto el oficial llevándose la mano a la frente.
Curl cogió también el bote donde estaba la pluma y levantó el brazo con la intención de acabar lo que había empezado.
Pero entonces le agarraron la mano por detrás y le arrancaron de ella la pluma.
Curl se dio media vuelta hecha una furia y se topó con la figura imponente de un hombre enfundado en una armadura de piel negra y con el cuello y la cara barbada plagados de cicatrices.
—Eres una chica mala —dijo el hombre—. Has estado a punto de sacarle un ojo.
—Eso pretendía —respondió jadeando Curl.
El hombre se echó a reír e, inmediatamente, el resto de las personas que se encontraban en la oficina también rió entre dientes.
—¿Decías en serio que querías alistarte?
—Esto es la oficina de reclutamiento, ¿no?
El hombre se volvió al oficial sentado al escritorio y luego miró detenidamente a Curl un momento.
—¿Sabes coser heridas?
Curl recordó entonces a su padre, médico, y la herida en la cabeza que había tenido que coserle una vez; y recordó también que su padre le hablaba mientras ella daba puntadas con los dedos temblorosos.
—Lo suficiente —respondió—. También sé algo sobre medicamentos tradicionales caseros... Hierbas y ungüentos.
—Dale tus datos a Hooch. Tal vez puedas ser de alguna utilidad a nuestros médicos. Por cierto, soy el mayor Bolt.
Curl sonrió y abrió la boca para darle las gracias, pero el mayor se le adelantó.
—No, no me des las gracias, muchacha —dijo Bolt levantando una de sus poderosas manos—. Puedes maldecirme si quieres cuando llegue el momento... pero, por favor, no me des las malditas gracias.
EL OJOS
La gente apenas si recordaba el nombre original con el que había sido bautizado el viejo fuerte de la colina, y todo el mundo lo llamaba el «Ojos», un nombre que hacía referencia a los rostros mugrientos que podían verse a todas horas apretados contra los sólidos barrotes de las ventanas, y cuyas miradas preñadas de desesperación contemplaban un mundo que transcurría ajeno a su confinamiento.
Hacía tiempo que el Ojos había dejado de funcionar como fuerte. Estaba situado en la cima de una colina del distrito Barbecho, y se alzaba como una figura inquietante desde donde se dominaban la muralla oriental y las casas y los talleres de la zona. En el presente se utilizaba únicamente como residencia para los veteranos de guerra, muchas veces tan traumatizados por las experiencias del asedio que se habían convertido en un peligro para sí mismos y para los demás. Sobre todo, los miembros del cuerpo de los Especiales, al menos aquellos que habían luchado en los túneles que se extendían debajo de las murallas.
A veces, habitualmente cuando en la ciudad reinaba una atmósfera de tensión, los internos gritaban a los soldados de la Guardia Roja apostados en la muralla oriental y se mofaban de ellos o les soltaban obscenidades, o interpelaban a los vecinos del distrito, personas comunes preocupadas por sus asuntos y demasiado educadas como para levantar la mirada hacia los locos de la colina.
Esa noche, Bahn no fue capaz de discernir si todos los internos gritaban agolpados en las ventanas, pues el grupo de soldados de la Guardia Roja estaba armando un barullo ensordecedor junto a las puertas de barrotes de hierro de la institución, de modo que no se oía nada más que sus gritos. Se abrió paso entre la muchedumbre y cuando llegó a las puertas descubrió que éstas permanecían cerradas. Al otro lado había un grupo de carceleros vestidos con gruesos mandiles de cuero y armados con porras que respondían a sus gritos con la misma vehemencia.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —espetó Bahn al teniente del pelotón de la Guardia Roja que lo rodeaba.
—¡El director de la institución ha ordenado que se nos impida la entrada! —respondió a voz en grito el oficial, haciendo bocina con una mano en la oreja de Bahn.
—¿Saben a lo que han venido?
—¡Claro que lo saben! Por eso mismo no quiere que entremos.
—Está bien. Diga a sus hombres que se tomen un descanso.
Bahn se volvió hacia los carceleros. El barullo a su alrededor empezó a debilitarse.
—Soy el asesor del general Creed y sus instrucciones son claras. Abran ahora mismo la puerta y échense a un lado.
Bahn advirtió movimiento entre los hombres, y un par de carceleros se apartaron para que un hombre con el pelo cano pasara entre ellos y se plantara enfrente de él.
—Yo soy Plais, el director —aseveró—, y por la autoridad que me ha concedido el consejo, soy el responsable de esta institución. Le repito lo que ya le he dicho a su colega oficial. Entre estos muros no hay un solo hombre en condiciones de luchar. De haberlo, le aseguro que no estaría aquí dentro.
—Señor director —dijo Bahn arrimándose un poco más a la puerta—, ahora mismo hay un ejército compuesto por cuarenta mil mannianos en la bahía de la Perla. Usted mismo puede oír cómo el IV Ejército bombardea el Escudo como preámbulo para un asalto a gran escala. Necesitamos a todos los hombres que puedan luchar, independientemente de los crímenes que hayan cometido y de su salud mental.
—¡Pero estos hombres son unos desequilibrados! ¡Son un peligro!
—Aun así, las instrucciones son esas. Ahora abra las puertas.
Todo el mundo permaneció inmóvil unos segundos.
—¡Ábralas! —gritó Bahn, pues se le había acabado la paciencia.
Paseó la mirada por los carceleros congregados al otro lado de la verja hasta que uno dio un paso al frente que rápidamente fue secundado por los demás.
Las puertas se abrieron, y Bahn y la Guardia Roja entraron en el patio central perseguidos por el director de la institución y sus protestas.
—¡El consejo se enterará de esto! —bramó el director.
Pero Bahn dio media vuelta y lo adelantó de camino a la entrada del edificio.
—No me cabe la menor duda —replicó por encima del hombro.
Se llegaba a la celda a través de un largo pasadizo dividido en tramos por una serie de puertas oxidadas, que soltaban partículas de herrumbre cada vez que las cerraban con llave. Las paredes rezumaban humedad en aquel silencioso sótano, iluminado únicamente por la lámpara de aceite que llevaba uno de los carceleros.
—Pero si es un psicópata —insistió el director de la institución con su irritante voz.
—Lo conozco perfectamente. Luché a su lado durante los primeros años del asedio.
—Pero es un asesino, un torturador... ¡Es más probable que lo mate a usted que al enemigo! ¿Es que ha perdido la cabeza?
—Es el único hombre con el que todavía no he hablado. Al menos intercambiaré un par de palabras con él.
La oscuridad los acechaba desde todos lados y parecía perseguir a su tenue haz de luz mientras caminaban en silencio por el pasillo, donde sólo se oía el goteo del agua y el roce de sus pies en el suelo de piedra.
Les acompañaban cuatro carceleros vestidos con mandiles de cuero y con unos guantes que les cubrían los brazos hasta las axilas, armados con unas duras porras que oscilaban despreocupadamente en sus manos. No abrían la boca y mantenían la mirada fija al frente. Parecían estar mentalizándose durante los momentos previos a una pelea.
Bahn seguía a los carceleros. No le gustaba la sensación de claustrofobia que le provocaba aquel lugar recóndito. Era incapaz de imaginarse encarcelado allí; en menos de una hora se pondría a escarbar en los muros para escapar.
La puerta de la celda estaba construida con una pieza de madera de tiq maciza endurecida al fuego y recubierta con planchas de hierro. Uno de los carceleros se adelantó y abrió una ventanita que había en la puerta.
Bahn se inclinó para echar un vistazo dentro.
En el centro de la celda con el techo abovedado había una vela encendida que despedía un halo cálido. La llama alumbraba el cuerpo desnudo de un hombre corpulento encadenado por el cuello a la pared frente a la que estaba sentado. Tenía una pierna estirada y la otra flexionada, con una mano apoyada en la rodilla; su rostro aparecía como una sombra difuminada, y sus ojos miraban con un brillo manifiestamente hostil a los ojos asomados a la ventanita de la puerta.
«Toro —pensó Bahn—. ¿Por qué siempre supe que acabarías así?»
Bahn retrocedió y dos carceleros abrieron la puerta, que giró sobre los goznes con un chirrido quejumbroso.
—Manténgase fuera del radio de la cadena —le aconsejó el carcelero con la lámpara—. Dejó ciego a un compañero hace un par de meses. Con los pulgares.
El carcelero se agachó para entrar en la celda con la porra presta. Bahn lo siguió dentro y sus tobillos chocaron con una cadena que atravesaba flácida el diminuto espacio de la celda. Se colocó el yelmo debajo del brazo y trató de ponerse derecho enfundado en la armadura y con la capa roja colgada a la espalda.
El prisionero se llevó las manos a la pieza de hierro que le envolvía el cuello y se puso en pie, haciendo alarde de su imponente cuerpo desnudo, con la colección de cicatrices que se apreciaba en su torso musculoso. Se apoyó un tramo de cadena en el brazo para repartir el peso en un gesto que resultó de lo más curioso, pues dio la impresión de que estuviera componiéndose una delicada túnica de oficial.
«Has envejecido», pensó Bahn cuando reparó en los estragos que había sufrido su rostro y en las entradas en las sienes, donde tenía tatuados un par de cuernos.
Bahn había luchado al lado de aquel hombre durante los primeros y desesperados años de la guerra, antes de que Toro fuera seleccionado para formar parte de la infantería pesada de la chartassa. Ya entonces Toro estaba como una cabra; tenía una personalidad violenta e imprevisible, y disfrutaba luchando más que cualquier otro hombre que Bahn hubiera conocido jamás. De modo que no le sorprendió que acabara perdiendo los estribos con la persona equivocada: su oficial superior. Casi lo había matado de un solo tortazo, y todo porque el tipo había cometido el error de llamarlo por su verdadero nombre.
Lo condenaron a pasar dos años en la prisión militar y lo expulsaron del ejército. Desde entonces, Bahn apenas si había seguido su ascenso a los laureles como campeón de lucha de foso. Se decía que era uno de los mejores de toda Khos.
Y entonces llegó el día que Bahn y toda la ciudad se despertaron con la noticia de la muerte de Adrianos, el héroe de la incursión en Nomarl, el último comandante que había liderado una ofensiva victoriosa contra el IV Ejército Imperial. El héroe nacional había sido encontrado descuartizado en su lujoso apartamento de los aledaños del Gran Bazar. Había sido amordazado, golpeado y torturado, y se había hallado partes desolladas de su cuerpo.
Toro había sido encontrado sentado junto al cadáver con el cuerpo cubierto únicamente por la sangre de su víctima.
—Hola, hermano —dijo Bahn en un susurro.
Toro dio un paso hacia él.
—¿Bahn? —preguntó con incredulidad.
—Sí.
Toro se acercó un poco más. La cadena se tensó a su espalda y se le desenredó del brazo. El carcelero que estaba al lado de Bahn se movió con inquietud y cerró el puño alrededor de la porra. Toro no le prestó atención y centró su interés en Bahn. Tenía uno de sus poderosos brazos apoyados contra el estómago, con los nudillos de la mano desfigurados por las hinchazones, pelados y ensangrentados.
—Dime, ¿qué te trae por aquí? ¿Te has perdido? —dijo con una voz áspera, como si hiciera mucho que no hablaba con nadie—. Explícate —gruñó—. Dudo que se trate de una visita de cortesía. ¿A qué se debe?
De pronto, mientras escuchaba el tono cantarín que había adquirido la voz de Toro y contemplaba sus ojos oscuros sobre aquellos pómulos afilados, Bahn recordó un episodio de los primeros días de la guerra: él estaba agazapado detrás de un parapeto mientras Toro exhibía una sonrisa de oreja a oreja y le palmeaba la espalda para que dejara de toser y disfrutara del momento, el cabrón chalado machacador de cortezas.
—Los mannianos han desembarcado en la bahía de la Perla.
Toro entornó los ojos y estiró el cuello para escrutar de cerca el rostro de Bahn.
—He venido a examinar a los veteranos y determinar si alguno está en condiciones de incorporarse a la tropa.
—Vaya, otro juicio —espetó Toro, poniéndose de perfil respecto a Bahn.
—¿Qué quieres decir? ¿Crees que no tuviste un juicio justo?
La cadena se tensó por completo cuando Toro se encaró con él. Bahn reprimió el impulso de retroceder.
—Tranquilo —dijo el carcelero dando unos golpecitos con la porra a Toro en el torso desnudo.
Toro seguía con la mirada clavada en Bahn y sin prestar atención al carcelero.
—No, supongo que no puedo quejarme de eso. Pero tampoco Adrianos. ¿Entiendes a qué me refiero? Cuando yo lo juzgué.
—Te llaman «el Asesino», ¿lo sabías? Un monstruo cuyo único destino posible es pasar el resto de su vida encadenado en un agujero.
El gesto de Toro no variaba, y seguía expresando curiosidad y cólera a partes iguales.
—¿Lucharás con nosotros? ¿Pelearás por tus compatriotas?
—¿Mis compatriotas? —preguntó con incredulidad.
—Eso es. Por la gente de Bar-Khos, como tu padre. Y por los compatriotas de tu madre de la Racha de Viento.
Una sonrisa como el tajo de un cuchillo escindió de pronto su rostro. Bahn se fijó en que le faltaban dos dientes de delante; el resto parecían picados.
—Yo no debo lealtad a nadie, y menos aún al pueblo de BarKhos.
—¿Lucharás por nosotros?
—¿Qué estás ofreciéndome a cambio? ¿El indulto?
—Sí, si ése es el precio que pides.
—¿Y lo único que tengo que hacer es matar a un puñado de mannianos en nombre de mis compatriotas? ¿Lo estoy entendiendo bien? ¿Meterás al asesino entre tus soldados, a pesar de que es un cabrón machacador de cortezas y un asesino despiadado? ¿Es eso lo que no me estás diciendo, Bahn?
Bahn meció unos instantes el cuerpo embutido en la armadura. Se sentía exhausto y totalmente fuera de lugar.
—Créeme, Toro —dijo a su viejo camarada sin andarse con rodeos—. Donde vamos necesitaremos como el comer hombres como tú.
UN NEGOCIO LIBRE
Definitivamente la señora Cheer era una mujer que sabía buscarse las habichuelas. En el transcurso de un solo día, en medio de la confusión y la tensión que reinaban en la cabeza de playa, había conseguido para su uso particular un carromato y una mula, una carreta cargada con provisiones y todas las comodidades necesarias para montar un pequeño campamento para ella y sus chicas en la vertiente de las dunas que daba al mar.
Cuando cayó la noche ya se habían desplegado unos toldos desde dos lados del carromato hasta la arena cubierta de matas enrevesadas de hierba. Había taburetes donde sentarse y una hoguera despedía humo bajo una tetera y una olla, en las que estaban calentando agua y preparando un estofado. La señora Cheer incluso se había procurado tres tiendas de campaña que pidió a Ash que montara no demasiado lejos del carro pero sí lo suficiente para que gozaran de cierta intimidad.
Las chicas por fin se relajaron, y se acicalaban a la vista de los hombres desplegados alrededor del campamento. Y cuando su madama no podía oírlas reñían entre sí. Un par de ellas flirtearon despreocupadamente con Ash, bromeando sobre el color de su piel y la firmeza de su cuerpo pese a su edad. Él reía y les seguía el juego.
El roshun había oído de refilón que el nombre exacto de donde se hallaban era la bahía Afilada, una extensa cala dentro de la más amplia bahía de la Perla, en la costa oriental de Khos. Era un sitio bonito, con colinas al oeste, altas cumbres al norte y al sur y un islote rocoso y cubierto de gaviotas en el centro de la bahía. En muchos aspectos le recordaba el norte de Honshu, aunque la candidez del paisaje se echaba a perder en cierta manera por el barullo del ejército desplegado en la cabeza de playa y la masa formada por los millares de civiles que acompañaban a la fuerza invasora hasta Khos —como la misma señora Cheer— con la esperanza de sacar algún provecho.
La flota estaba fondeada en las aguas cristalinas más allá del bajío de la cala. Las naves arfaban en formación cerrada. Incluso desde la costa se apreciaba los estragos que había causado el temporal, pues se notaba que en los barcos faltaban palos, que se habían perdido o quedado partidos sobre montones de velas. Algunas naves se escoraban demasiado. La intensidad del trabajo no decaía con la llegada del crepúsculo, y daba la impresión de que todavía quedaba mucho por hacer y por desembarcar antes de que el ejército pudiera emprender la marcha por la mañana.
Ash descansó cuanto pudo. Ese día su tos había empeorado. Y sus extremidades se agitaban continuamente, como afectadas por un frío que nacía en su interior, a pesar de que por un bendito día tenía la ropa seca y llevaba la capa tratada con grasa ceñida al cuerpo. Además, se negaba a alejarse demasiado tiempo del calor del fuego.
La señora Cheer le dirigía de vez en cuando una de sus miradas mordaces y él se levantaba rezongando para sus adentros y deambulaba por el campamento con la espada enfundada bien visible en la mano, arrojando miradas desafiantes a los soldados y a los civiles que merodeaban por su pequeño oasis de perfumes, medias y risas femeninas.
Cuando por fin anocheció, la señora Cheer puso a las chicas a trabajar con unas sonoras palmadas y vociferándoles palabras de ánimo. No eran ni mucho menos las únicas prostitutas en la playa, aun así enseguida se formó una larga cola de soldados que esperaban su turno, borrachos y bulliciosos en aquella playa lejos de su hogar. Ash se encargaba de mantener el orden dentro del campamento mientras las chicas se turnaban para entrar con los clientes en las tiendas, donde no pasaban demasiado tiempo.
El roshun, sin embargo, tenía otras cosas en la cabeza mientras realizaba su trabajo. Al sur, donde el terreno se empinaba hacia las ruinas del pueblo carbonizado, divisó la empalizada y las tiendas del campamento de la matriarca, con su estandarte ondeando en lo alto como si quisiera reclamar su atención constantemente.
Apenas hubo de intervenir para controlar a los hombres esa noche. Ya era tarde cuando las voces de las chicas exigiendo un descanso se alzaron lo suficiente para que la señora Cheer hiciera caso de ellas y declarara concluida la jornada. Todavía había un buen número de soldados borrachos esperando turno, pero sus quejas se cortaron de cuajo en cuanto la señora Cheer se volvió hacia el adusto y silencioso extranjero de tierras remotas plantado a su lado.
En vez de prepararse para irse a dormir, las chicas montaron una pequeña fiesta.
Ash estaba agotado tras el largo día. Se disculpó y se alejó a regañadientes del calor del fuego. Encontró un lugar desde donde podía ver a las chicas al tiempo que disfrutaba de su soledad en la cima de una duna cercana, y se tendió acurrucado con la capa extendida encima y la espada al lado.
Observó las luces del lejano campamento de la matriarca y estudió el terreno que lo rodeaba, iluminado por las lunas. Buscó movimiento entre las numerosas hogueras que la distancia convertía en meros puntos brillantes y se lamentó por no tener consigo su catalejo, ni un par de ojos más jóvenes que los suyos.
Volvió a toser. Escupió la flema y se limpió los labios. En el cielo estaban congregándose lentamente nubes densas llegadas del norte. Tal vez empezara a llover otra vez. Los nubarrones ocultarían las lunas de cera y la oscuridad reinaría en el suelo.
«Una noche ideal para que sea así», pensó Ash.
—¿Se ve algo interesante desde ahí arriba?
Ash olió su perfume con olor a almizcle antes incluso de que se sentara en la arena y se ciñera el vestido a las piernas mientras las gruesas algas quedaban aplastadas debajo de la prenda. Ash miró a la señora Cheer mientras ésta le ponía en las manos una botella de rhulika.
Él le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y tomó un trago largo para entrar en calor.
—Poco a poco. Es la última botella.
Ash le devolvió la botella con una sonrisa fugaz en los labios.
—Gracias. Hacía mucho tiempo que no bebía algo decente.
A su espalda, en la pequeña depresión rodeada de dunas e iluminada por la hoguera donde habían montado su campamento, se oían las riñas y las risas de las chicas. La brisa jugueteaba con las puntas del cabello de la señora Cheer, que se apretó un poco más el chal alrededor de la cabeza.
—Cuénteme otra vez a qué se dedicaba su anterior jefe.
Ash dio unos golpecitos con la uña en el tapón de la botella que la señora Cheer sostenía en la manos.
—¿Al alcohol?
—Embarcó una pequeña fortuna en bebida en la flota. Aunque a mí apenas me dejó probarla.
Ash pensó que era una mentira un poco burda, y dudó que la señora Cheer lo creyera.
La mujer desvió la mirada hacia el horizonte y las llamas de las hogueras de los campamentos centellearon en sus ojos. La brisa traía consigo canciones y risas procedentes de otros rincones de las dunas donde la gente disfrutaba animada de la noche.
Por encima de todo ese ruido se oía el oleaje cadencioso del mar.
—Estamos muy lejos de casa —dijo la señora Cheer en un tono nostálgico.
Ash asintió lentamente con la cabeza.
Ella se volvió de nuevo hacia el roshun.
—Algunos más que otros, supongo. ¿Nunca lo echa de menos? Me refiero a Honshu.
—Sí. A veces.
—Claro que lo echa de menos —repuso la señora Cheer como reprendiéndose por la pregunta—. Claro que lo echa de menos.
Ash se fijó en que la masa de nubes estaba acercándose a las lunas. Muy pronto caería un manto de oscuridad sobre la playa, suficiente para emprender una excursión furtiva.
—¿Sabe? Tiene la mirada más triste que he visto jamás. Y le aseguro que he visto unas cuantas a lo largo de mi vida.
Ash frunció el ceño. Sintió la necesidad de levantarse y alejarse de aquella mujer y de sus preguntas indiscretas. Pero entonces ella se acercó un poco más a él para apretarse contra su costado en busca de calor, y Ash decidió que la sensación que le producía el contacto con ella le gustaba lo suficiente para quedarse.
La señora Cheer lo miró a los ojos como esperando que dijera algo. Sin embargo Ash no tenía nada que decirle.
—Bueno, la cama está llamándome. Ya es hora también de que las chicas descansen un poco. —La señora Cheer se levantó y se sacudió la arena del vestido—. ¿Usted no está cansado?
Ash advirtió la afabilidad de sus palabras, la oferta velada que contenían, y recorrió con la mirada las curvas de su cuerpo oculto bajo el vestido. Nada le hubiera gustado más que estar en condiciones de aceptar la oferta.
—Creo que me quedaré levantado un rato más vigilando el campamento.
La señora Cheer ocultó su decepción clavando la mirada en la arena.
—Es por la cicatriz, ¿verdad?
—En absoluto —respondió Ash—. De verdad. Sólo estoy demasiado cansado.
Ella asintió, aunque no lo creyó.
—Buenas noches, entonces —dijo la señora Cheer, que dio media vuelta y descendió con dificultad por la pendiente de la duna.
Ash espero otra hora para asegurarse de que las chicas y la señora Cheer dormían profundamente. Algunas hogueras seguían ardiendo entre las dunas, y pequeños grupos de gente charlaban mientras las chispas se elevaban por el aire junto con el humo. En la playa, las cuadrillas de trabajadores seguían descargando suministros en la orilla.
Suponía un riesgo dejar desprotegidas a las chicas, pero tenía que correrlo. Se quitó la pesada capa, cogió la espada y se internó sigilosamente en la noche.
RÍNDETE Y SERÁS LIBRE
—Tengo que ir —dijo Bahn a su esposa mientras ataba el último elemento de su equipo a la silla de montar.
Marlee asintió con frialdad. A su espalda, envuelto por las sombras nocturnas, un hombre con muletas y con un trozo de pellejo colgando de donde había tenido el pie pasaba renqueando por la calle, por lo demás desierta. El hombre tenía prisa, como si lo persiguiera el ruido de los cuernos que aullaban por toda la ciudad desde las torres anunciando la partida del último contingente de tropas.
—Recuerda lo que te he dicho. Envía un mensaje a Reese. Dile que puede venir y quedarse contigo. Dile que siento no haber podido esperarla para vernos. —Bahn se pasó atropelladamente los dedos por la cabellera mientras recordaba la última vez que había visto a su cuñada, cuando le había contado en un hilo de voz que su hijo se había marchado de la ciudad—. Maldita sea, ni siquiera podré preguntarle por Nico. ¿Cuánto tiempo hace que se marchó?
—No te preocupes —le dijo en un tono tranquilizador su mujer a su espalda—.Yo se lo explicaré. Reese lo entenderá.
Sus palabras, sin embargo, no consiguieron apaciguarlo. Bahn se sentía en cierta manera responsable de Reese y de su hijo desde que su hermano Cole los había abandonado.
Ajustó la cincha de cuero con un último tirón brusco en el que volcó toda su frustración. Examinó el resultado y respiró hondo antes de volverse a su mujer.
—Ha llegado el momento de partir.
Marlee asintió con el gesto inmutable. Se esforzaba en mantener la compostura por el bien de ambos.
Durante las últimas semanas se había sentido incómodo en compañía de su mujer. Su presencia solía despertarle un sentimiento de culpa que le hacía pensar en Curl, y eso lo violentaba, como si temiera que de algún modo su esposa pudiera leerle el pensamiento.
La miró fijamente a los ojos, sin pestañear. Marlee entrelazó las manos alrededor de su cuello mientras él la cogía por su cintura de avispa.
—Te quiero —dijo él.
—Y yo a ti, amor.
Los ojos de Marlee brillaban con las lágrimas incipientes.
Bahn la abrazó más fuerte, aplastándola contra la armadura. No podía soltarla.
«No la merezco», pensó con amargura.
Los niños ya estaban durmiendo en casa. Bahn había besado en la frente a su hijita dormida y había intercambiado un par de palabras con su hijo con los ojos empañados de lágrimas arropado en la cama.
No podía sacarse de la cabeza lo que había visto en las calles durante su regreso apresurado a casa. La gente se agolpaba para vitorear a las columnas de soldados y de veteranos molaris que marchaban hacia las puertas del norte. Los transeúntes les ponían en las manos amuletos, paquetes de comida y botellas de licor. Había quien lloraba sólo de verlos, incluso ancianos, emocionados por la expresión de determinación que exhibían los hombres y que se sumaba al conocimiento del destino hacia el que marchaban.
«¡Podemos conseguirlo! —había pensado Bahn contagiado aquel espíritu colectivo—. ¡Si nos mantenemos unidos, podemos salir de ésta!»
Pero entonces, cuando había atajado por calles secundarias para avanzar más rápido, se había cruzado con un número incontable de personas que se dirigían al puerto a toda prisa cargadas con sus pertenencias con la esperanza de conseguir un billete que los sacara de la isla, y él las había mirado pasar con un atisbo de envidia en el corazón.
En las paredes habían aparecido pintadas que parecían hechas con sangre y que rezaban: «La carne es fuerte» o «Ríndete y serás libre». Sin duda obra de los agitadores simpatizantes de los mannianos que volvían a asomar la cabeza justo cuando la ciudad era realmente vulnerable y el grueso de las tropas destinadas en ella la abandonaba.
Ahora que tenía a Marlee rodeada con sus brazos, Bahn volvió a sentir el impulso de agarrar a su esposa, zarandearla y decirle: «¡Por lo que más quieras, coge a los niños y busca la manera de salir de aquí!» Pero esas palabras sólo las escuchaba él, pues nunca hallaba el valor para pronunciarlas en voz alta. No a Marlee, su pilar, la mujer cuyo padre había muerto el primer día del asedio durante la defensa de la ciudad. Ella le respondería que no, un no rotundo, y luego lo despreciaría como marido y como hombre.
—Cuida de ellos —fue todo lo que pudo decir con la boca hundida en la sedosa espesura de su cabello.
—Claro —suspiró ella—.Y tú prométeme que tendrás cuidado.
—Lo tendré.
Y, a pesar de las palabras tranquilizadoras que se habían dicho, se fundieron en un beso largo, intenso y desesperado, como si supieran que jamás volverían a verse.
Ash se hallaba en lo alto de la colina que seguía ardiendo, entre las cenizas y los escombros que componían los restos de un pequeño pueblo pesquero, contemplando una hilera de penes dispuestos en la penumbra como si fueran las piezas olvidadas de un juego infantil.
No muy lejos de allí, sobre los escombros de un establo derrumbado, yacían los cuerpos carbonizados y descoyuntados de sus dueños. Ash había atisbado cuerpos de menor tamaño entre ellos, de niños e incluso de bebés.
De las mujeres no había ni rastro.
Ash se sobrecogió una vez más ante la constatación de que la muerte olía igual con independencia de que se tratara del cadáver de un hombre, de un zel o de un perro. Había visto ese tipo de atrocidades durante sus años en el Ejército Popular Revolucionario. La larga guerra había acabado por consumir la capacidad de compasión de muchos hombres. Amigos suyos habían terminado desquiciados por una pérdida o simplemente se habían insensibilizado y endurecido, como había sido su caso; mientras que los hombres dotados de una crueldad innata habían dado rienda suelta a sus instintos en un paisaje devastado por la guerra donde los límites de la decencia no tenían vigencia.
Su corazón se había hecho añicos la primera vez que había visto una atrocidad semejante, y había sentido una angustia similar a la de un corazón roto por la infidelidad de la persona amada. O quizá más devastadora aún; como si una gran mentira sepultada en el núcleo del mundo saliera de repente a la luz por medio de una vivisección horripilante.
—Ésta no es tu guerra —masculló Ash para sí fundido con la oscuridad de la noche.
No le hubiera extrañado oír la voz de Nico reprendiéndolo. Esa gente tirada en los escombros del establo era khosiana. Todo el país, incluida la familia del chico, se enfrentaba a la esclavitud o a un final similar al de esos cadáveres.
Sin embargo, Ash no recibió ninguna visita. No oyó la voz de su conciencia ni la de un espíritu incorpóreo. Únicamente tuvo la sensación inquietante de que él formaba parte de aquello como el que más, tanto si elegía tomar partido como si no.
El efímero claro que se había abierto entre las nubes volvió a cerrarse y la oscuridad lo envolvió. Ash, con la espada enfundada en la mano y con el rostro y las manos pintados con hollín, dio la espalda a las brutalidades que yacían en la penumbra.
Se apretó un dedo contra el ala de la nariz congestionada y se sonó los mocos. A continuación se alejó de las ruinas en dirección al borde de la colina, donde se tumbó boca abajo aplastando la hierba para observar las tiendas de campaña brillantes del campamento de la matriarca, que se extendía debajo.
Las tiendas eran visibles gracias a las lámparas que alumbraban el interior. El campamento estaba montado sobre una elevación del terreno amplia y llana, y rodeado por una empalizada de estacas afiladas y ligeramente inclinadas hacia fuera. La línea negra correspondiente a la zanja circundaba el campamento. Al otro lado de las estacas hacían guardia los centinelas con túnicas blancas, separados entre sí media docena de pasos. A su espalda, en un claro entre las tiendas, crepitaba una hoguera cuyas llamas iluminaban la bandera de la matriarca, que ondeaba alta.
Ash recorrió con la mirada los alrededores del campamento estudiando el otro asentamiento, mucho mayor, que se extendía alrededor de la empalizada del de la matriarca y que debía de albergar a cerca de un millar de acólitos. Ese campamento estaba rodeado a su vez por una franja oscura, y Ash forzó la vista para tratar de distinguir la doble línea de piquetes que sabía que estaban apostados fuera de la zona iluminada. No obstante, no conseguía verla, y sólo divisaba la luz oscilante de las hogueras, mucho más lejanas, siguiendo la línea de dunas, del campamento del grueso del ejército, que se extendía hasta perderse en la distancia.
Devolvió la atención al recinto imperial. Al parecer, la entrada principal se encontraba en el lado oeste de la empalizada, pero no la veía bien desde su posición, de modo que tendría que bajar si quería confirmar sus suposiciones.
Durante el transcurso de la siguiente media hora, Ash descendió hasta el perímetro exterior del campamento dando un pequeño rodeo. Se detuvo una vez para beber de un arroyo que manaba de una hendidura en la colina, y volvió a hacerlo cuando pisó suelo llano al oeste del campamento y calculó que estaba acercándose a la primera línea de centinelas, los piquetes que no había sido capaz de distinguir en la penumbra desde arriba.
Ash esperó hasta formarse una idea de lo que se desplegaba frente a él. Había un cordón de centinelas apostados en un amplio perímetro exterior. Podía olerlos; advertía su olor a sudor y a ajo. También los oía; hasta sus oídos llegó un carraspeo y el ruido del roce de una capa que alguien se ceñía con más fuerza para combatir el frío nocturno.
Cuando le pareció tener clara la posición exacta de los dos guardias más cercanos, Ash se arrastró sigilosamente por el espacio que mediaba entre ellos. Así de simple.
Delante se encontraba la línea interior de piquetes. Ash veía claramente sus siluetas recortadas en el fuego de las numerosas hogueras. Los guardias estaban apostados cada quince pasos. La experiencia le decía que era una distancia excesiva; y el hecho de estar en la penumbra a contraluz los hacía más vulnerables, pues se les distinguía claramente y ellos apenas veían.
En el centro del campamento se levantaba el complejo de la matriarca. Entre las estacas de la empalizada se había tendido en espiral un alambre con pinchos. La zanja que se extendía debajo no era visible desde su posición, pero lo más probable era que estuviera llena de abrojos para que se clavaran en las plantas de los pies de los incautos. Ash al menos tenía una mejor vista de la entrada del campamento de la matriarca, que estaba cerrada con una puerta de tablas de madera. Mientras la observaba, vio cómo la abrían hacia un lado para permitir la entrada de un acólito.
Había que tomar una decisión sobre si estaba acometiendo un simple reconocimiento o un intento real de llegar hasta Sasheen. Ya había visto bastante para comprender que sólo había una manera de entrar en el complejo de campaña de la matriarca.
Permaneció tumbado en la hierba fría y apoyó la barbilla sobre las manos. Intentó que la respuesta fluyera en su interior. Tenía una oportunidad delante de los ojos, si bien era arriesgado. Además no había manera de saber, al menos desde su posición, qué protocolo seguían los que los guardias apostados en la entrada con quien pretendía entrar.
«Vamos a averiguarlo», se dijo.
Eligió al centinela que tenía más cerca, una figura solitaria que en ese momento estaba bebiendo de una cantimplora. Estudió la complexión del soldado y le pareció adecuada.
Durante otra media hora, Ash estuvo deslizándose a rastras, oculto en la negritud de la noche, en dirección a la figura. La tarea de mover las extremidades una fracción minúscula cada vez sin hacer ruido resultaba ardua y le exigía una concentración absoluta. Llegó un momento en el que empezó a sentir un dolor abrasador en el pecho por el esfuerzo que le suponía respirar superficialmente.
Cuando lo separaban menos de dos metros del centinela se quedó paralizado al oír una tos cercana que rompía el silencio y que despertó en él las ganas de toser. Su pecho empezó a sufrir convulsiones. Se llevó una mano a la boca y trató de sofocar la necesidad hasta que se le pasó. Vio que el acólito se volvía en su dirección.
Ash apretó el cuerpo contra la hierba y prácticamente contuvo la respiración. Cerró los ojos.
Pasó una eternidad, al menos el tiempo suficiente para que un mosquito se posara sobre su mejilla tiznada. Ash notó su presencia, pero permaneció completamente inmóvil y el insecto desapareció volando sin picarle.
Entreabrió los ojos y vio a través de las pestañas que el acólito miraba ahora hacia otro lado. Ash reanudó su avance. Como un gato al acecho de su presa, levantaba y bajaba los brazos con una lentitud concienzuda, recortando la distancia con su objetivo centímetro a centímetro. Cuando lo tuvo al alcance de la mano, las cuentas de sudor habían proliferado en su piel.
Estaba tumbado a los pies mismos del acólito.
El soldado olfateó el aire y miró en derredor. Advertía el olor a sudor de Ash.
El roshun se levantó como un resorte y hundió los pulgares en el cuello del centinela, que empezó a jadear intentando emitir un sonido y lanzó un zarpazo a la cara de Ash. Éste apretó los dedos sin apartar la mirada del destello blanco de los ojos de su víctima a través de la máscara.
Ash acompañó la caída del cuerpo flácido del soldado, sin relajar la presión que le ejercía en la garganta hasta que estuvo seguro de que estaba muerto.
—¿Cuno? —exclamó una voz desde la penumbra, a su izquierda.
Ash se quedó petrificado, todavía con las manos alrededor del cuello del acólito. El olor del alcohol que se había derramado de la cantimplora del soldado le asaltó la nariz. Tragó aire y forzó un eructo.
—¿Sí? —dijo en la lengua franca, y esperó el inevitable grito de alarma.
—Nada —respondió la voz sin rostro—. Me pareció haber oído algo.
Ash se apresuró. Su víctima era más corpulenta de lo que le había parecido en un principio, y Ash tuvo que reconocer que la armadura y la túnica le iban demasiado grandes.
Entonces comprendió que en realidad era él quien había menguado. Había perdido peso durante el viaje.
Se echó la capa por encima de la armadura con la esperanza de que eso fuera suficiente para disimular la holgura del atuendo en su cuerpo y la forma curva de su espada.
Acto seguido se puso la máscara, que también le cubría el cuero cabelludo como si fuera un yelmo. Sólo una vez miró la cara contraída que había permanecido oculta debajo de ella hasta entonces; era un hombre de mediana edad con la cabeza afeitada y con la parte inferior de los carrillos protuberante en un rostro duro. Ash se inclinó sobre el cadáver y le cerró los ojos.
A esa hora reinaba el silencio en el campamento. La mayoría de los acólitos ya dormían. Si bien se oían risas y música procedentes de la tienda la matriarca, de mayores dimensiones y más iluminada. El campamento se había montado ordenadamente en parcelas cuadradas, y Ash enfiló a trancos como uno más por las sendas que se extendían entre las tiendas y las hogueras que empezaban a perder intensidad, sin prestar atención a los acólitos que se cruzaba o que estaban agachados junto a las llamas.
Según se acercaba al complejo de la matriarca los ruidos ganaban en volumen. Oyó un chillido estridente de placer y luego el tañido de una campaña.
Delante de Ash, un acólito se acercaba a la empalizada acompañado por un explorador con ropa de camuflaje que caminaba renqueante. Ambos se detuvieron frente a la puerta de madera y alambre de la entrada. Ash apretó una pizca el paso y se dirigió a la entrada ensayando mentalmente unas palabras.
Pero entonces el corazón le dio un vuelco. El acólito se había detenido en la entrada y había mostrado el muñón de su dedo meñique amputado a los guardas apostados al otro lado de la puerta de tablas.
Ash maldijo entre dientes y aminoró el paso mientras veía cómo deslizaban la puerta para que el acólito y el explorador entraran.
Si echaba a correr en ese momento podría colarse dentro antes de que volvieran a cerrarla.
¿Y luego qué? ¿Abrirse paso con la espada por una masa compuesta por un centenar de hombres?
Sintió una convulsión en el pecho y sufrió un acceso de tos bajo la máscara. Se detuvo por completo y se dobló en dos. Vio que los guardias de la entrada se volvían para mirarlo mientras deslizaban la puerta.
Ash se puso derecho y se alejó de la entrada consciente de que debía tener un aspecto sospechoso a los ojos de los centinelas. Habría salido corriendo; sin embargo continuó caminando con calma y manteniendo un paso constante, a la espera de que lo abordaran en cualquier momento.
—¡Eh! —espetó una voz masculina.
Ché levantó la mirada cuando oyó que gritaban su nombre.
Era Sasheen, que lo llamaba desde el sofá sobre el que estaba tendida, completamente desnuda, salvo por el yeso grisáceo que le envolvía el brazo roto. Sin embargo, la matriarca ya había devuelto su atención a la muchacha que estaba postrada de rodillas frente a ella en una de las alfombras de pieles y le lamía los voluminosos pechos. La matriarca acariciaba la cabeza afeitada de la joven y le susurraba algo mientras sostenía un pequeño cuenco con sustancias narcóticas debajo de la nariz de la muchacha.
El doctor Klint deambulaba por los márgenes de la tienda con una campanita de la felicidad en una mano y una botella de vino en la otra. Cada vez que oía un grito de placer proferido por una de las figuras que se contorsionaban debajo de sus pies y que iba pisando cuidadosamente, tañía arrebatadamente la campanita sin interrumpir su salmodia de juramentos de devoción. Se detuvo frente a una de las hornacinas que había en la pared de la tienda, donde la cabeza de Lucian permanecía encima de un pedestal. La cabeza le devolvió la mirada pestañeando débilmente y Klint le agitó la campanita en la cara.
—¡Libérate y obtendrás todos tus deseos! —le espetó con una sonrisa de oreja a oreja.
Sasheen se echó a reír incitando al médico a continuar. Esa noche la matriarca estaba eufórica. Todos lo estaban. La I Fuerza Expedicionaria por fin había desembarcado tras el largo viaje, y estaban vivos, y ahora lo celebraban a lo grande.
Un chillido desgarró el aire cargado de humo de la amplísima tienda. En un rincón de la estancia, unos cuantos sacerdotes estaban dando cuenta de una de las esclavas recién capturadas —su primer bocado de Khos—, y uno de ellos soltó un grito mientras se echaba un trapo sobre el hombro y se dejaba caer encima de la mujer.
Ché se frotó los ojos. Estaba sentado en una butaca encajada en una hornacina. Se preguntó cuándo le daría permiso la matriarca para retirase e irse a dormir. Nunca había sido uno de los pasionistas de la orden. Quedaba expuesto de un modo que iba mucho más allá de lo puramente físico y que lo obligaba a bajar la guardia en presencia de sus colegas sacerdotes.
El suelo que se extendía delante de él parecía un mar de cuerpos fundidos. La atmósfera estaba tan cargada de narcóticos que le costaba concentrarse. Escuchaba el rasgueo de voces y de respiraciones y veía brazos y piernas entrelazados embadurnados de aceite, el destello fugaz de las miradas, lenguas de color rosa, dientes, sonrisas y ceños fruncidos, labios articulando palabras, genitales.
«Todo en el nombre de la divinidad de la carne», pensó con acritud.
Todos los que pertenecían al círculo íntimo y el séquito de Sasheen se encontraban allí. Los dos generales, que se miraban como perros de pelea mientras acariciaban a sendas esclavas y compartían frutos secos y vino; el médico de Sasheen, Heelas, chupándosela a uno de sus jóvenes sementales; Alarum, el jefe de los espías, rodeado de admiradores, entre los que se encontraba Sool.
Alrededor de esas figuras centrales había repartidos otros sacerdotes, individuos de menor rango que competían por escalar posiciones y que se encontraban en el último escalafón de la corte de Sasheen. Y en el último lugar dentro de este grupo estaban los asesores y los acoplados. También los mellizos Guan y Swan se hallaban en la tienda de la matriarca, retozando separados por el cuerpo de otra mujer.
Alrededor de todos ellos, la guardia de honor de Sasheen vigilaba con sus guantes con pinchos enfundados, ligeramente relajados y con los brazos cruzados en el pecho y los ojos ocultos tras unas gafas como de vidrios ahumados.
«¿Y quién vigila a los vigilantes?», se preguntó distraídamente Ché, y miró detenidamente a los sacerdotes que estaban sentados como él en las hornacinas de los márgenes de la tienda y que conversaban o contemplaban el espectáculo sin perderse detalle, algunos demasiado mayores, demasiado cansados o aburridos para participar. Tres sacerdotes de la orden Monbarri, los más fanáticos de Mann, estaban sentados en una hornacina enfrente de él. El más corpulento de los tres, que ocupaba la posición central, tenía el rostro plagado de cicatrices y le faltaban los labios; su piel lucía las marcas del ácido en lo que resultaba una declaración de intenciones extrema incluso para un inquisidor monbarri.
El sacerdote estaba observando a Ché desde el otro lado de la tienda.
Ché miró despreocupadamente al hombre sin rostro. Una pareja de cuerpos entrelazados a sus pies seguía acercándose a él, mientras respiraban agitadamente. Una de las cabezas le rozó la bota. Ché posó la suela de su zapato en el cráneo terso y empujó hasta que los cuerpos se alejaron rodando. En ese mismo momento vio de refilón a Swan y descubrió que la muchacha estaba mirándolo desde la distancia.
Ché le dedicó un saludo con la cabeza y ella le respondió con una sonrisa. Ese momento de conexión animó a Ché, que sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.
El mombarri seguía observándolo desde el otro lado de la tienda.
Ché decidió que necesitaba despejarse un poco y se puso en pie. Se detuvo un momento para cruzar su mirada con la de Swan con el deseo de que lo siguiera, y luego se dio la vuelta y enfiló con paso firme hacia la entrada. El mombarri no apartaba sus ojos de él.
El diplomático salió de la tienda y aspiró una bocanada de aire limpio. Los centinelas no le prestaron atención; después de todo sólo era otro sacerdote del séquito de Sasheen. Ché miró a su izquierda, donde las llamas de una hoguera trepaban altas en el cielo nocturno. Dos acólitos estaban arrojando al fuego otra caja vacía de vino, una de tantas que los sacerdotes ya habían agotado.
Era de esperar, supuso Ché, que la matriarca y su estado mayor quisieran liberar tensiones tras el éxito de la travesía y de haber salvado tantas naves después de la tormenta de la noche anterior. Al observarles esa noche, mientras se daban aquel festín y se atiborraban de toda clase de delicias, Ché había comprendido que nadie había creído sin reservas en las posibilidades de la empresa hasta que no hubieron pisado tierra firme con el grueso de sus tropas intacto.
Ché se alejó un poco más del jaleo de la tienda. Mientras aguardaba esperanzado a que Swan emergiera del recinto, una suave brisa barría el valle con una muestra del invierno que aún estaba por llegar. Deberían darse prisa si querían apoderarse de Bar-Khos antes de que cayeran las primeras nieves.
Un acólito apareció por la entrada de la empalizada escoltando a un explorador, un purdah exhausto de mediana edad, cubierto de barro y que cojeaba. No se veía su perro lobo por ningún lado. Ché entrecerró los ojos. Otro acólito había enfilado resueltamente detrás del mensajero y del explorador hacia la entrada de la empalizada, y se había detenido de repente para doblarse en dos abatido por un ataque de tos cuando los centinelas habían empezado a deslizar la puerta de tablas. Luego, una vez recuperado, había reemprendido la marcha en una dirección completamente diferente.
«Qué raro», pensó Ché.
—¡Eh! —espetó el diplomático hacia los guardias de la puerta, que se volvieron para ver quién estaba gritándoles.
Otro chillido desgarró la noche y recordó a Ché el sonido de un grito procedente de un calentador de agua con agua hirviendo y el pitido que lo había sepultado.
Los ojos de Ché siguieron al acólito que se alejaba.
—No pasa nada —dijo a los guardias.
Se volvió hacia la puerta de la tienda. Swan no había salido para reunirse con él. De modo que echó a andar solo en dirección a su tienda.
ANTIGUOS DESEOS
Ash se despertó por los golpecitos que le propinaba una bota con la punta de hierro en las costillas.
Abrió los ojos, empañados por las escasas horas de sueño que había podido arañar a la noche, y sintió un cuerpo caliente apretado contra el suyo.
Se levantó la manta de la cara y se quedó mirando atónito el rostro ceñudo de un soldado imperial.
—En pie, abuelo.
Ash gruñó y volvió a esconder la cabeza debajo de la manta. La bota le dio unas pataditas más fuertes.
Ash refunfuñó y se levantó con la espada en la mano.
—¿Qué pasa? —espetó, ganando un segundo precioso para evaluar la situación.
Tres soldados lo rodeaban. Otros miembros del ejército imperial estaban despertando a la gente repartida por las dunas para interrogarlos. Ash se relajó una pizca. No sabían a quién estaban buscando, o al menos desconocían su aspecto.
Aun así, el trío de soldados que estaban con él habían advertido la confianza con la que sujetaba la espada y habían apoyado la mano sobre el pomo de su acero.
—¡Capitán Sanson! —gritó el hombre con la simpática bota con la punta de hierro.
Otro soldado enfiló hacia ellos, miró de arriba abajo al anciano extranjero de tierras remotas y entrecerró los ojos.
—¿Te gusta pasear de noche, abuelo?
—¿Es una invitación?
El capitán tensó los músculos. Ash vio por el rabillo del ojo que otros soldados se llevaban a rastras a un hombre que debían de considerar sospechoso.
—Está conmigo —dijo una voz a su espalda.
Los soldados bajaron simultáneamente la mirada y vieron aparecer a la señora Cheer de debajo de la manta y limpiarse la arena de las caderas mientras se levantaba embutida en su pesado camisón.
El capitán Sanson lanzó una mirada gélida a la mujer.
—¿En calidad de qué, señora?
—Es mi guardaespaldas —respondió, rodeando el brazo de Ash con el suyo—. ¿Qué había imaginado ya?
—¿Cuándo lo contrató?
La señora Cheer se volvió fugazmente al roshun.
—Hace dos años. No sé por qué le puede interesar eso. ¿Qué significa todo esto, por cierto?
El capitán Sanson desvió su atención de la señora Cheer un momento y lanzó otra mirada escrutadora a Ash antes de volverse hacia las tiendas donde las chicas seguían durmiendo.
—Le pido disculpas —dijo dirigiéndose de nuevo a la señora Cheer e inclinando la cabeza—. Es posible que anoche hubiera exploradores enemigos por la zona. Estamos realizando una batida de seguridad por la playa. Eso es todo.
Se alejó a trancos e hizo un gesto fugaz con la mano para que el trío de soldados lo siguiera.
—Gracias —dijo Ash cuando ya no podían oírle.
La señora Cheer empezó a temblar con la fría brisa matinal y se soltó del brazo del roshun.
—Pago mis deudas, eso es todo. ¿Hay algo que quiera contarme, Ash?
—Ya ha oído lo que ha dicho el capitán: exploradores enemigos.
La señora Cheer desvió la mirada un instante y luego clavó sus ojos en los de Ash.
—Sé que estuvo fuera casi toda la noche, antes de que yo viniera y me metiera debajo de su manta.
Ash apretó los labios y bajó la mirada a la arena que le rodeaba.
La noche anterior, cuando por fin había regresado de su chapucera misión, se había desplomado por el agotamiento junto a las cenizas de la hoguera del pequeño campamento de la señora Cheer y las chicas. Un rato después se había despertado ligeramente, confundido y todavía medio en sueños, y había descubierto que tenía una manta encima y el cuerpo blando de la señora Cheer apretado contra el suyo.
—Si así es como quiere que se hagan las cosas... —dijo la señora Cheer en un tono cortante. Su cólera era evidente. Se alejó unos pasos antes de volverse a Ash—. Me da igual que estuviera robando o haciendo cualquier cosa peor anoche. Pero no puedo tener un guardaespaldas que no está donde debe estar cuando se le necesita. Ni tampoco un embustero cuyos secretos desconozco. Ya he saldado mi deuda con usted. Sírvase comida caliente cuando se levanten las chicas y después le pagaré lo que le debo. Da igual la simpatía que le tenga, Ash, si es que ése es su verdadero nombre, creo que lo mejor será que se marche después de desayunar.
Ash se dio cuenta de que había perdido su confianza. La señora Cheer era una mujer que tenía muy en cuenta las viejas traiciones.
El anciano roshun repasó mentalmente las primeras horas de la mañana; los largos besos que se habían dado bajo la manta, las nubes en el firmamento, su tierna y lenta pasión. Había sido la primera mujer con la que Ash se había acostado en varios años, y le había servido para darse cuenta de lo mucho que lo echaba de menos; las relaciones íntimas, el librarse por un rato de su soledad.
Consciente de que ella no cambiaría de opinión, inclinó la cabeza.
—Usted y las chicas... ¿estarán seguras?
—No tengo ninguna duda de que encontraremos otra espada hambrienta a la que contratar en esta playa en el culo del mundo. Estaremos bien.
Ash inclinó de nuevo la cabeza y le plantó por sorpresa un beso apasionado en la boca. El contacto con el labio con la cicatriz resultaba extraño, pero vibraba pegado a los suyos.
—Buena suerte, extraño anciano de Hoshu —se despidió la señora Cheer alejándose de Ash.
Ché regresó de la letrina con la sensación de que no había descansado lo suficiente después de la velada de la noche anterior, que se había prolongado hasta la madrugada. Sin embargo, agradeció no tener resaca como muchos de los hombres y mujeres con los ojos inyectados en sangre y los rostros lívidos con los que se cruzaba en el campamento.
El día había amanecido ventoso, y el viento en la cara le producía una sensación refrescante y revitalizadora. En la cabeza notaba el roce de la capucha de la túnica con el cabello incipiente. Ché había decidido no afeitarse la cabeza mientras estuviera en Khos con vistas a la misión que pudieran encomendarle, por si lo obligara a mezclarse con la población autóctona. La sensación de volver a tener pelo le resultaba agradable.
Alarum, el jefe de los espías, estaba atando un saco de dormir a la silla de montar de un zel en la explanada despejada que se extendía delante de la tienda de la matriarca.
—¿Sale a dar un paseo? —preguntó Ché cuando se detuvo junto al jefe de los espías.
Esa mañana Alarum tenía el aspecto de un vulgar bandido local. Iba vestido con ropas sencillas de civil: unos pantalones de montar con adornos de piel, una chaqueta de lana verde y un pañuelo atado que le cubría la cabeza afeitada. Se había quitado los ornamentos faciales y los había sustituido por una anilla de oro en la oreja derecha. Dos largas cuchillas curvas sobresalían de su ancho cinturón de piel.
El sacerdote se volvió a Ché con un pie en el estribo. Dio unos saltitos para tomar impulso, pasó la otra pierna por encima de la silla y se puso derecho mientras el zel resoplaba y daba un paso atrás.
—Sacerdote Ché —dijo, tirando de las riendas con sus manos enguantadas. A su espalda tenía atada otra pareja de zels cargados con equipo y suministros—. En efecto, un poco de trabajo de campo —dijo respirando con un poco de dificultad, algo alterado por la emoción.
—¿Solo?
—Créame, lo prefiero así. Es mucho más seguro.
El zel se tranquilizó y Alarum posó las manos sobre la perilla de la silla y miró largamente a Ché con una extraña expresión escrutadora.
—Dígame, Ché, ¿su madre le ha hablado alguna vez de mí, por casualidad?
—Me ha hablado de muchos hombres. Ya he perdido la cuenta.
Alarum reflexionó un segundo.
—Es sólo que... yo conocí a su madre hace mucho tiempo, antes de que usted naciera.
—¿Sí?
—Sí. Y es una buena mujer. En una ocasión me ayudó cuando estaba en apuros. La próxima vez que la vea dígale que pregunté por ella con cariño.
Ché asintió sin realizar comentario alguno. Le incomodaba aquella conversación sobre su madre, y como le ocurría siempre que se sentía incómodo su mano empezó a rascar inconscientemente uno de sus sarpullidos.
—Ese problema dermatológico que tiene —dijo Alarum—. Debería venir a verme cuando regrese. Tengo uno ungüentos que podrían serle de ayuda.
—Se lo agradezco, pero yo también tengo alguno. —Soltó una palmada en la ijada del zel y retrocedió—. Le deseo buen viaje.
Alarum levantó una mano y espoleó el zel hasta ponerlo al trote, seguido por el resto de las monturas que llevaba atadas con una cuerda. Ché se quedó unos instantes mirándolo mientras se alejaba y después se volvió de nuevo con el viento golpeándole la cara.
De vuelta en su minúscula tienda, Ché devolvió el manojo de hojas de raf que llevaba en la mano a la mochila abierta que estaba en el suelo, y luego miró el catre de campaña pegado a una pared, y el taburete, y la sencilla palangana.
Permaneció de pie sin hacer nada un momento. Había algo que lo perturbaba.
Recorrió la tienda con la mirada y escrutó uno a uno los elementos que se hallaban en ella hasta que sus ojos se detuvieron en su copia de El libro de las mentiras. No estaba en el mismo lugar sobre la cama en el que la había dejado; se encontraba casi en el mismo sitio, pero no exactamente, tal vez uno o dos centímetros más allá.
Ché abrió el volumen forrado de piel y lo ojeó rápidamente. Un trozo de papel cayó de él y aterrizó a sus pies.
El diplomático echó una ojeada por encima del hombro antes de agacharse para recogerlo.
«SABES DEMASIADO, AMIGO.»
No reconoció la letra y el mensaje no iba firmado. Ché hizo una bola con la nota y se asomó fuera. Luego regresó a su catre, se sentó con el trozo de papel aplastado en el puño y se puso a pensar.
Al cabo se metió la nota en la boca y empezó a masticar.
Esa mañana la I Fuerza Expedicionaria partió hacia la guerra.
Atrás dejaba un contingente de soldados, comerciantes y esclavos porteadores que permaneció en las sucias arenas de la cabeza de playa con la tarea de desembarcar y transportar el resto de los suministros hasta el ejército. Luego la flota zarparía con destino a Lagos, un enclave mucho más seguro. Sin las escuadras adecuadas de buques de guerra era demasiado peligroso permanecer allí, y los puertos naturales más cercanos en el sur eran una opción demasiado arriesgada mientras los convoyes mercianos siguieran realizando las travesías de ida y vuelta entre Zanzahar y las islas que resultaban vitales para su supervivencia. Al menos el ejército contaba con algo de apoyo aéreo, ya que tres pájaros de guerra imperiales habían conseguido reunirse con ellos. El resto seguía desaparecido.
Para la mayor parte de los integrantes de la fuerza expedicionaria desmantelar los campamentos fue lento, y les llevó casi toda la mañana conseguir que todo el mundo, incluidos los civiles que acompañaban al ejército, se pusiera por fin en marcha. Los animales de tiro debían ser enganchados a los carros y había que convencerlos para que avanzaran por un terreno sin caminos. Además, también había que guiar el ganado y las manadas de zels por el vasto suelo del valle.
En la vanguardia, la caballería ligera recorría los campos buscando contingentes enemigos y objetivos civiles que quemar y saquear. La tarea era sencilla, ya que las tierras altas del este de Khos apenas si estaban habitadas y sus defensas eran pobres; además, la mayoría de la gente que vivía en ellas se había escondido en los refugios rocosos de la región. Tierra adentro, los exploradores de élite purdah deambulaban acompañados de sus enormes perros lobo y empleaban sus técnicas habituales de ocultación para evitar ser detectados. Los purdah estaban explorando la ruta que debería seguir el ejército a través de las tierras altas para llegar a la Caída y al río Canela, y después seguir hasta la Cuenca.
Desde el cuerpo principal de la fuerza expedicionaria las compañías de refriegas se desplegaron por los flancos para formar un escudo que protegiera a las tropas que avanzaban lentamente en columnas. La infantería ligera, la pedrasa, marchaba en la vanguardia de la procesión; se trataba de un cuerpo internacional formado por soldados procedentes de todos los rincones del imperio, que destacaban por sus capas brillantes y sus armaduras de piel. Además llevaban los escudos y los yelmos terciados a la espalda mientras iban abriendo camino apisonando las hierbas y el brezo que crecían libremente. Detrás de ellos marchaban los predoré, la infantería pesada, el núcleo del ejército, la mayoría de cuyos integrantes exhibía los rostros blanquecinos de los oriundos de Q’os y del istmo de Lans. Ellos llevaban los carros cargados con picas envueltas en fundas de lona tratadas con grasa. A continuación iban los acólitos, salmodiando en voz baja mientras caminaban; sus millares de voces añadían un curioso componente armónico a las pisadas de tantos miles de pies, marcando un ritmo acompasado con el balanceo del palanquín que transportaba a la matriarca en el centro de la formación.
En la cola de la columna, bajo el barro pisoteado, el tren de suministros formado por los carros y los civiles se extendía bulliciosa y caóticamente: herreros con forjas portátiles, cazadores de las tierras interiores con el pelo alborotado, pastores con sus rebaños, rancheros, pistoleros a lomos de sus veloces ponis de zel, mercaderes cárnicos y carniceros, comerciantes de esclavos y esclavos porteadores, bordadores, carpinteros, comerciantes a la búsqueda de oportunidades, compañías privadas de militares, curanderos, cirujanos, carroñeros profesionales, poetas, prostitutas, astrólogos, historiadores... todo cuanto pudiera imaginarse que seguiría a un ejército imperial que se proponía una conquista.
De modo que cuando la inercia lenta y pesada de una fuerza tan poderosa se puso en funcionamiento, se mantuvo tenazmente en marcha durante los siguientes tres días, y el ejército se adentró en las escarpadas tierras del este de Khos siguiendo los rastros que los purdah les iban dejando.
La fuerza expedicionaria acampaba en los parajes elegidos por los exploradores al empezar el día. Los soldados montaban las tiendas y encendían hogueras con la leña que encontraban. Los acólitos levantaban las tiendas de mayores dimensiones del campamento de la matriarca y después las cercaban con las estacas de la empalizada que transportaban en pesados carros. Los civiles se las arreglaban con lo que tenían o encontraban.
En las tierras altas la temperatura bajaba drásticamente durante la noche, y Ash se acurrucaba debajo de la capa privado del lujo de una hoguera, pues la poca leña que se hallaba en los estériles bosques de pino amarillo solía ser recogida a primera hora para satisfacer las necesidades del ejército. Para conseguir comida, el roshun utilizaba las monedas que le había dado la señora Cheer como paga —una suma más que generosa por el trabajo que había realizado para ella—, y adquiría todo lo que necesitaba de los vendedores de comida que acompañaban al ejército. Los precios eran exorbitados, por supuesto, y Ash no tardó en recurrir al monedero que llevaba colgado por dentro de los leotardos de piel.
De todos modos habría protestado más si no hubiera visto que los comerciantes se aprovechaban en la misma medida de los soldados del ejército, que al igual que Ash tenían que comprar comida con el dinero de sus pagas. Lo mismo hacían los comerciantes del tren de suministros que andaban a la caza de oportunidades, o los innumerables vendedores de alimentos que revoloteaban a su alrededor a la hora de la comida como moscas carroñeras.
Ash se sorprendió de que el ejército no alimentara a sus propios hombres, y estuvo preguntándose cómo era posible eso hasta que oyó de pasada una conversación entre un soldado y una prostituta aburrida en la que el hombre intentaba pagarle con manzanas podridas. Su paga no le llegaba para mantenerse durante la marcha, le explicó, y ya tenía deudas contraídas con su oficial superior. Cuando saquearan un pueblo o ganaran una batalla se recuperaría, pues los botines y los esclavos se repartían entre los hombres después de que cada oficial hubiera recibido su parte.
Ash comprendió que el beneficio propio era lo que empujaba a marchar a muchos de aquellos hombres. Y lo mismo ocurría con los civiles que los acompañaban, pues los pocos con los que Ash había intercambiado alguna palabra le habían contado historias parecidas sobre deudas astronómicas con terratenientes y prestamistas, y sobre la imposibilidad de encontrar trabajos que no fueran temporales en las regiones donde abundaban los esclavos. Estaban desesperados, y en su desesperación habían vendido lo que les quedaba y habían comprado su pasaje para acudir allí en manada.
Ash solía caminar solo durante las largas jornadas de marcha por las colinas. Continuó con la historia inicial del guardaespaldas cuyo jefe se había ahogado durante la tempestad. No obstante, apenas si tenía que recurrir a ella. La mayor parte de las veces iba y venía a su aire por el tren de suministros, siempre poniendo cuidado en mantener las distancias con la señora Cheer y las chicas; una tarea que no era difícil dada la multitud de gente, y sólo las vio una vez durante los primeros días de la marcha. La señora Cheer había contratado a un hombre nuevo, un joven larguirucho y delgado que llevaba una capa de lana marrón y utilizaba la espada para cortar leña.
Ash mantenía una actitud reservada; eran pocos a los que hablaba y muchos a los que escuchaba. Siempre con sus ojos ávidos por atisbar a Sasheen.
LA BALSA DE JUNO
El asentamiento de la Balsa de Juno se encontraba al sur de la Racha de Viento, el bosque mitológico que se extendía por la región central de Khos. Durante los meses de verano, el cálido asago que soplaba de levante arrastrando la arena del lejano desierto alhazií mecía las frondas de sus árboles; y durante las estaciones más frías los ramajes se sacudían estrepitosamente por alguna que otra tormenta del shoné, que barría todo el Midères desde el continente septentrional y que, según se decía, era un viento que provocaba depresión y locura a quienes habitaban los parajes situados en su trayectoria.
Al este, el bosque de la Racha de Viento encontraba su límite natural en el caudaloso Chilos, el río sagrado de Khos, célebre tanto por sus propiedades de purificación de la mente y del espíritu como porque sus aguas nunca se helaban, ni en los días más severos del invierno. El río tenía sus fuentes en los manantiales de agua caliente del lago Hirviente, sede de la antiquísima ciudad flotante de Tume, y sus aguas se deslizaban serpenteando lentamente hacia el sur hasta la bahía de las Borrascas, y durante su curso su temperatura apenas si descendía unos grados.
El asentamiento de la Balsa de Juno se levantaba dividido en dos por el Chilos en las riberas de un ensanchamiento del río. En la orilla occidental se encontraban el fuerte y el campamento de las tropas de reserva de élite khosianas, los Hoo —llamados así por su característico grito de batalla—, que sumaban un total de dos mil unidades de infantería pesada. Junto a ellos se alzaban los complejos de los templos, con sus zonas de baño construidas en piedra y sus campanas de bronce, que daban la hora con unos graves tañidos que se propagaban por las aguas mansas del río. Entre los templos se habían establecido numerosos campamentos, y miles de devotos lavaban sus pecados en las aguas caudalosas.
La orilla oriental era todo lo contrario; un lugar repleto de tabernas, de comerciantes de zels y de tiendas ambulantes; una escala para los viajeros y las caravanas de mercaderes, un centro comercial. Era allí, en la orilla oriental, donde el ejército khosiano había acampado para pasar la noche, en los límites del asentamiento civil. Las barcazas no paraban de transportar hombres y suministros de una orilla a la otra del río en medio de la oscuridad.
Como la mayoría de los hombres, Toro estaba metido en el río, desnudo y con el agua hasta la cintura. Se le hundían los pies en el lecho arenoso mientras se lavaba. A su alrededor los hombres renegaban del agua fría, aunque estaba más o menos a la temperatura que le correspondía en aquella época del año. Un puñado de monjes que acompañaba al ejército se lavaba aparte, en un silencio abnegado. Eran los silenciosos hombres nube de Dao, que los bendecirían antes de la batalla en el nombre del Gran Necio. Toro se echó agua en el pecho con la mano y observó cómo salía repelida de su piel convertida en diminutas chispas azules. Allí donde el agua caía rociada sobre la superficie quieta del río, la espuma ardía fugazmente con la misma luz fantasmagórica. El efecto era conocido como las Lágrimas de Callhale, una figura legendaria del lago Hirviente, a la que no sólo debía la alta temperatura de sus aguas, sino también esas fabulosas e inquietantes propiedades.
Toro había estado en aquel río en una ocasión anterior, de muchacho. Su padre lo había llevado junto con su hermano pequeño a instancias de su madre. Entonces como ahora, Toro había experimentado una sensación vigorizante en las aguas purificantes del río sagrado, pero nada más. Tal vez sus propiedades espirituales eran una tontería; o tal vez lo que fuera que contaminaba su espíritu estaba demasiado arraigado en su ser como para purgarlo con la poca fe que poseía.
Al norte, al otro lado del río, el bosque aparecía como una muralla de árboles que se erguía negra e inmóvil bajo las estrellas. Del interior de la arboleda llegaba el ruido estridente de golpes, como si unos pájaros gigantes estuvieran perforando los troncos. En realidad, se trataba de la señal de alarma de los contrarè, los cazadores recolectores de espíritu libre y ocasionales bandoleros del bosque. Toro se los imaginó observándolos cautelosamente, con sus rostros afilados y vestidos con sus ropas confeccionadas con corteza de árbol.
Su propia madre había sido una contrarè antes de casarse con su padre, un comerciante de pieles de Bar-Khos, y mudarse con él a la ciudad para formar una familia. La madre de Toro apenas si le había hablado sobre su pueblo, salvo por las historias que le contaba en la cama antes de dormir y las canciones que le cantaba cuando lo bañaba; además de las pequeñas supersticiones que su madre había adquirido durante su vida anterior en el bosque, como la señal que hacía cuando el cielo tronaba y refulgía con los rayos. Aun así Toro hablaba con un acento que había heredado algunas de las peculiaridades de la voz de su madre; además tenía un color de piel más moreno de lo habitual, y unos ojos rasgados que destacaban sobre sus pómulos prominentes. De niño la gente sabía qué era —un machacador de cortezas—, y muchas veces lo habían tratado como a un perro por eso.
Recordó esos días duros y amargos de su infancia, mientras veía que los soldados evitaban entrar en contacto con el curso del río que bajaba directamente desde su posición. Ahora no era porque fuera un sucio machacador de cortezas, sino porque era un asesino, el asesino de su héroe Adrianos.
A Toro eso le daba igual, o al menos eso decía para sus adentros. Desde una edad muy temprana había reaccionado violentamente contra las burlas y la cruel indiferencia de sus iguales. Había peleado con uñas y dientes para ganarse el respeto de esos khosianos, primero como camorrista callejero y después como soldado de la Guardia Roja. Al menos ahora no lo miraban por encima del hombro. No. Ahora lo temían.
Además, por fin era libre, y eso era lo único que le importaba en ese momento. A decir verdad había aceptado que iba a perder la cabeza en los confines sepultados de aquella celda. Y sin embargo, allí estaba, metido hasta la cintura en el Chilos, con las estrellas rielando en la superficie del agua y rodeado por el fulgor de las Lágrimas de Calhalee mientras los aromas del denso bosque flotaban pesados en el aire. Si resultaba que estaba disfrutando de sus últimos días de vida, difícilmente podía pedir algo más.
Se echó otro poco de agua en la cara y sacudió las manos para secarlas. Sus nudillos desfigurados, destrozados tras tantos años como luchador, crujieron fuerte. Paseó de nuevo la mirada por el bosque lejano. Toro nunca se había aventurado más allá de los centros comerciales dispersos a lo largo de los límites del bosque, a pesar de que éste formaba parte de su esencia. Lo llevaba en la sangre.
«¿Qué te detiene?», se preguntó Toro. Pero no logró dar con la respuesta.
Sus compañeros de fila en la chartassa charlaban sentados alrededor del fuego mientras se pasaban un odre de vino. Toro no abrió la boca, pues ya sabía que le harían el vacío. De hecho, cuando se plantó delante del fuego para calentarse y se frotó el cuerpo con las manos para secárselo, los soldados callaron por completo y evitaron mirarlo.
Toro frunció el ceño y enfiló hacia uno de los carromatos vecinos, con el fardo con su equipo debajo del brazo y la mochila a la espalda, y se vistió atropelladamente, lejos del calor y de la luz del fuego, aunque dejó la armadura apoyada contra el carromato, así como la espada corta enfundada. Se echó la capa por encima y se sentó con la espalda afirmada contra una rueda; hurgó en su mochila hasta que dio con su frasquito de aceite de madre. Vertió una pizca en su dedo y se frotó con él las encías alrededor de la muela, que estaba torturándolo de nuevo, sin apartar la mirada de los hombres acurrucados en torno a la hoguera.
«Están aterrorizados —se dijo Toro—. Saben que están marchando hacia el matadero.»
Pensó en la batalla que los aguardaba al final de la marcha y también él sintió miedo. La sensación agitó su interior y le hizo sentirse vivo.
Sacó su espada nueva de la funda y examinó las filigranas que recorrían el acero reluciente de la hoja. Estaba hecha de acero de Sharric fundido allí, en Khos, el de mejor calidad de todo el Midères, y Toro se puso a afilarla con una piedra de afilar.
A la luz de una hoguera cercana vio pasar al general Creed conversando con el coronel de los Chaquetas Grises. Bahn los seguía unos pasos por detrás, con el mismo gesto pensativo que le había visto cuando se habían conocido muchos años atrás, en las ciénagas que se extendían entre las murallas, cuando las dos primeras defensas del Escudo ya habían caído y la tercera estaba a punto de hacerlo. Los hombres andaban desperdigados y con la moral más baja que nunca.
Bahn reparó en él y le dirigió un escueto saludo con la cabeza, aunque Toro se fijó en que no se detenía a intercambiar unas palabras con él.
El ex luchador se quedó mirando fijamente a Bahn, mientras éste desaparecía en la oscuridad que se extendía más allá del cerco de luz de la hoguera.
El joven Wicks apareció caminando a trompicones en dirección a Toro desde detrás de las figuras engullidas por la penumbra, bebiendo vino de un odre flácido. El muchacho trastabilló y cayó rodando por la hierba, y después se levantó haciendo como si nada hubiera ocurrido. También estaba solo, aunque en su caso parecía que era por elección más que por otra cosa.
Divisó a Toro en la oscuridad y se dejó caer como un peso muerto a su lado.
—¡Eh, campeón! —dijo jadeando mientras ofrecía el odre a Toro.
Toro meneó la cabeza. El alcohol lo transformaba de tal manera que no podía confiar en sí mismo. No desde que el día que se había presentado en casa de Adrianos y lo había troceado como a un ciervo.
Wicks se acomodó junto a él con un cuidado exagerado, con la espada apoyada contra la rueda del carromato.
—Esta maldita expedición... —masculló mientras se masajeaba un pie—. Los pies están matándome.
—Esto no es nada. Tienes suerte de que no apretemos la marcha.
Pero mientras hablaba, Toro sentía el dolor de sus propios pies y de su espalda, y sabía que antes de mejorar empeoraría. Después de un año metido en la celda su condición física era un asco, a pesar de que se había esforzado por mantenerse en forma.
—«Nada», dice. Y yo con los pies destrozados.
Toro oyó por segunda vez unos rugidos humanos en la distancia.
—¿Qué demonios es eso? ¿Hay una pelea?
—Sí. Ya han empezado otra vez. Los Grises contra los Voluntarios. En esta ocasión dos campeones de lucha de manos desnudas.
Wicks paseó la mirada en derredor con el brillo de la hoguera reflejado en sus grandes ojos.
Toro comprendió que el chico estaba aburrido, y eso le recordó su propio aburrimiento y la impaciencia que lo acompañaba. Suspiró, arrebató al muchacho el odre de vino, y le dio un trago largo que le supo a gloria antes de devolvérselo.
—¿Sabes? Te vi luchar una vez. En la pelea que te convirtió en el campeón de Bar-Khos.
—Espero que apostaras por mí.
—Ojalá lo hubiera hecho, pero pensé que eras un aspirante más. Me costaste toda una bolsa de monedas robadas. Aunque he de reconocer que valió la pena sólo por ver cómo peleabas. Pensé que al final ibas a matarlo.
—Y lo iba a hacer, pero me detuvieron.
—No me puedo creer que seas tú. El auténtico, aquí a mi lado. El mejor luchador de toda Khos. Es increíble.
Toro pasó la piedra de afilar por el filo de la espada sin prestar atención al muchacho. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un desconocido le confesaba su admiración. En otro tiempo había disfrutado de ese tipo de alabanzas, se había sentido importante recibiendo los halagos de la gente.
Ahora sólo era una prueba de lo volubles que eran la mayoría de las personas.
—Están hablando de nosotros otra vez —dijo Wicks con cierta indiferencia sacudiendo la cabeza hacia la hoguera.
Los hombres repantigados alrededor del fuego cuchicheaban entre sí. El viejo Russo, veterano de Coros, se volvió con su único ojo en su dirección, y su mirada acusadora hizo que Toro volviera a apretar los dientes llenos de caries.
—¿Todavía no has encontrado una puta?
—No —respondió Toro—. Ninguna querrá tocarme.
—Probablemente pensarán que vas a estrangularlas en la cama.
A Wicks se le escapó una risita de beodo imaginándose la escena.
—No te rías de mí, muchacho. Te sacaré los ojos como lo hagas.
El joven pareció recuperar súbitamente la sobriedad por un momento y su sonrisa se esfumó. Se tumbó desmañadamente y soltó un eructo del que él mismo se sorprendió.
—No aguantas una broma, campeón. Ése es tu problema.
Toro se sintió en un principio herido por las palabras del chico, pero sabía que en el fondo tenía razón.
No pudo evitar sentir simpatía por aquel mocoso que le recordaba a su hermano pequeño: irresponsable y sin miedo a nadie. Había sido uno de los pocos que se habían acercado a él y le había hablado durante la marcha. Le había confesado que no era más que un vulgar ladrón jugando a ser soldado mientras le mostraba la cicatriz del hierro de marcar en la muñeca. Le había explicado que lo habían soltado de una prisión militar el día que se había reunido el ejército en las afueras de Bar-Khos.
—Pensaba que estabas pelado —dijo Toro con los ojos fijos en el odre de vino que sostenía el muchacho—. ¿Has estado robando otra vez?
—Salí a nadar —respondió Wicks—. Por los alrededores de los templos. Si vas cuando el sol todavía está alto puedes ver monedas en el fondo del río.
—Idiota —gruñó Toro—. Trae mala suerte robar las ofrendas de los demás. ¿Quieres que alguien te eche mal de ojo?
—¿Y qué más da? —espetó el muchacho haciendo un gesto despectivo con la mano—. Tiran las monedas y ya no las vuelven a ver.
No tenía sentido intentar explicárselo. Simplemente desconocía los conceptos de la tradición y de la fe.
Toro se levantó pesadamente.
—¿Adónde vas? —le preguntó Wicks con un interés repentino.
—A pelear un rato —respondió dejando caer la capa—. ¿Te vienes?
—Espera un momento —repuso Wicks, que intentó en vano ponerse en pie. Al final Toro tuvo que ayudarlo—. Deberíamos hacer un fondo común con las monedas que tenemos. Apostaré por ti.
—Wicks —dijo Toro con una sonrisa de oreja a oreja que se esfumó de repente—, ¿en serio crees que alguien va a apostar contra mí?
Bahn caminaba con más soltura esa noche. El dolor que le causaba en las pantorrillas y en la espalda pasar todo el día a lomos de su zel ya no era tan espantoso como en las noches previas desde que habían forzado la marcha, pues ya había vuelto a habituarse a la silla. Con el paso que llevaban estaban cubriendo veinte laqs al día. Era lo máximo que el general Creed se atrevía a exigir al ejército, pues todavía les quedaban varias jornadas de viaje por delante. El Señor Protector quería que los hombres estuvieran en buen estado físico cuando llegara el momento de luchar.
El general y Halahan caminaban juntos a trancos por delante de él. Esa noche estaban de buen humor, dado que habían llegado a la Balsa de Juno en la fecha prevista. Allí se habían reunido con el par de millares de hombres de los hoo. También los hombres parecían estar con el ánimo especialmente alto. Habían vadeado el Chilos y ahora afrontaban la marcha por las tierras de la Cuenca para aproximarse al enemigo. Esa noche la realidad de la situación empezaba a mostrarse con toda su crudeza, de modo que necesitaban distraerse un poco.
Bahn olía la hierba de hazii que se consumía en la pipa de Halahan mientras caminaban. Él normalmente no la fumaba, pero esa noche habría dado de buen grado unas caladas a un cigarrillo de hazii. Ahora que había cruzado el Chilos, también él experimentaba la fría sensación de la realidad recorriéndole el cuerpo.
—Según nuestros exploradores, están llegando a la ciudad de Aguja siguiendo el Canela, tal como esperábamos —dijo Creed—. Dentro de uno o dos días entrarán en el Valle Silencioso. Los esperaremos allí, antes de que alcancen Tume. Si las cosas se nos tuercen podemos replegarnos y reagruparnos en Tume.
—Vanichios se alegrará de verte —dijo arrastrando las palabras Halahan, que con su comentario se ganó una mirada fulminante de Creed.
Bahn desenterró de su memoria aquel nombre. Entre el general y el principari de Tume existía cierta tirantez, aunque no recordaba bien el motivo. Algo sobre un duelo.
—¿Cuándo se supone que las reservas de Al-Khos alcanzarán Tume? —inquirió Halahan, torciendo el gesto bajo el ala ancha de su sombrero de paja.
Su pierna ortopédica estaba provocándole una cojera más marcada de lo habitual esa noche porque, según había explicado, su rodilla estaba quejándose de la caída en picado de la temperatura.
—Si han imprimido la velocidad necesaria en la marcha ya deberían haber cubierto la mitad del camino. Eso, claro está, siempre y cuando ese idiota de Kincheko no se haya relajado.
—¿Crees que lo hará?
Creed meneó la cabeza.
—Se puede esperar cualquier cosa de ese idiota. Es capaz de perder un par de días sólo por demostrar su desprecio a mis instrucciones.
—El mayor idiota de todos fue quien lo nombró principari de Al-Khos.
—Sí, bueno. La sangre Michinè es más densa que el vino.
Los especialistas de un pelotón que acababa de llegar en una barcaza inclinaron la cabeza a modo de saludo cuando se cruzaron con el general. Los soldados caminaban pesadamente, cargados con sus mochilas y sus armas, repartidos en una hilera irregular. Uno de ellos era un conocido de Bahn, un viejo amigo de su hermano Cole, que sorprendió al lugarteniente del general con su abrazo afectuoso y sus deseos de buena suerte antes de salir corriendo para reincorporarse al pelotón.
—¿Qué ocurre ahí?
El general se había detenido y observaba a un grupo de hombres congregados en un claro entre los álamos en la orilla del río. Los hombres eran en su mayor parte miembros de los Chaquetas Grises y de los Voluntarios. Gritaban con entusiasmo y contemplaban entre empeñones cómo peleaban dos hombres con los torsos desnudos.
Un destacamento de la Guardia Roja comandado por un oficial montado en un zel intentaba disuadirlos, aunque los Voluntarios estaban increpando al oficial para que se marchara, abucheándolo a él y espantando a su montura agitando frenéticamente los brazos. El animal retrocedió y a punto estuvo de tirar al jinete de la silla. Otros Voluntarios se interponían para tratar de ocultar la escena. Bahn se fijó en que el general entrecerraba los ojos.
—Míralos, siempre aprovechando la menor oportunidad para despreciar la disciplina. Por eso los khosianos tienen la mejor chartassa de los Puertos Libres.
Halahan soltó una risita entre dientes.
—Sólo están divirtiéndose mientras aún pueden hacerlo.
—¿Divirtiéndose? No es diversión lo que necesitan, coronel. Somos el ejército, no una pandilla de granujas.
—Venga, no te lo tomes así. Cuando amanezca reanudaremos la marcha y serán mansos como unos gatitos.
Creed refunfuñó.
Continuaron su paseo. El general se dejó ver entre los hombres para comprobar con sus propios ojos cómo les iba. Habló con un par de cuidadores de zels en los corrales donde guardaban las monturas de batalla, y con el oficial de intendencia, que estaba nervioso por los suministros que estaban siendo trasladados de una orilla a la otra del río. Incluso se detuvieron en una de las aeronaves que había aterrizado para pasar la noche en tierra, y habían preguntado a la tripulación si necesitaban algo, poniendo mucho cuidado en no revelar su frustración por las pocas aeroanaves que acompañaban al ejército: sólo tres, más un puñado de skuds. Un número claramente insuficiente para controlar los cielos.
Creed divisó a Nidemes, el coronel que había luchado con él y con Tanserine en Coros, entre los Hoo, la elite de la chartassa.
El general conversó un rato en privado con el menudo y tranquilo oficial. Entretanto, Halahan charló con algunos de los hombres, veteranos todos ellos, mientras seguía fumando su pipa, con todo el peso de su cuerpo apoyado sobre la pierna buena. Bahn observó asombrado a los hombres, plagados de cicatrices y con las miradas endurecidas, que permanecían sentados al otro lado de la hoguera, envueltos en sus capas púrpura y en un silencio absoluto.
—Está preocupado —informó Creed a Halahan cuando se alejaron de los Hoo—. Quería conocer nuestro plan de ataque.
—¿Y qué le has dicho?
—La verdad. Que todavía estoy pensando en ello.
Halahan dejó escapar una risita seca entre dientes y, por algún motivo, el repentino sonido irritó sobremanera a Bahn.
—Estos hombres van a enfrentarse a un ejército de cuarenta mil soldados —dijo Bahn—, ¿y ustedes se ríen de que todavía no tienen un plan?
Halahan se quitó la pipa de la boca y miró a Bahn con sus ojos burlones.
—Y yo estaré allí con ellos, ¿no es cierto?
Bahn apretó los labios exasperado.
—¿Qué le preocupa, Bahn? —Preguntó el general—. Hable. Escúpalo, hombre.
—Es sólo que me da la impresión, general —repuso Bahn rebajando el tono de su voz—, de que estamos marchando hacia una derrota segura y ustedes parecen felices por ello.
Creed reemprendió la marcha, esta vez con más brío, y sus dos acompañantes se apresuraron a seguirlo.
—No hay nada seguro, Bahn —espetó Creed por encima del hombro.
—No, pero siempre hay que considerar qué alternativas se tienen.
—¡Uf! ¿Alternativas? Nosotros nos quedamos sin alternativas hace mucho tiempo.
Bahn renunció a insistir en el tema. Después de todo lo que había dicho y hecho, todavía conservaba una fe inquebrantable en aquel hombre.
A fin de cuentas, Bahn había luchado en el Escudo durante los primeros años de la guerra. Entonces el general Forias todavía era el Señor Protector de Khos; un decrépito noble que había conseguido el puesto gracias a los contactos de su familia. Antes incluso de que empezara el asedio, cuando los mannianos acababan de tomar Pathia al sur y los refugiados habían empezado a llegar en manada a Bar-Khos, había sido el general Creed, y no el vacilante Forias, quien había ordenado que se abrieran las puertas para que pudieran refugiarse dentro de la ciudad.
Durante el primer año del asedio, Forias había comandado la defensa de la ciudad y los khosianos habían estado retrocediendo a medida que las murallas iban cayendo una a una. El viejo Forias, sin embargo, no había sido un inepto absoluto como Señor Protector; él había ordenado que se levantaran las colinas de tierra pegadas a las murallas para proteger las defensas todavía en pie de los constantes cañonazos. A veces incluso había luchado en las mismas murallas junto a los hombres, arriesgando el pellejo con ellos. Aun así carecía del carisma y de la bravuconería necesarios, más que cualquier otra cosa, durante aquellos días funestos en los que la moral estaba por los suelos. Simplemente no había sido un líder que insuflara un sentimiento de esperanza en su pueblo en tiempos de guerra. Proliferaron las protestas públicas contra él. Las masas exigían su dimisión. Sin embargo, el viejo Forias, apoyado por el consejo de los Michinè, se negaba a abandonar el puesto.
Cuando llegó la noticia de que las fuerzas imperiales habían invadido también la lejana Coros con la intención de abrir un segundo frente contra los Puertos Libres, los Michinè accedieron a hacer un gesto de buena voluntad en la defensa desesperada de la isla por parte de la Liga. El general Creed, todavía visto con malos ojos por haber dado la orden de abrir las puertas a los refugiados —y sin duda considerado por entonces una figura prescindible—, fue enviado allí a la cabeza de un reducido contingente de chartassa khosiana. Durante su ausencia, y en un momento en que el asedio a Bar-Khos había perdido mucha intensidad, el Señor Protector Forias se retiró a su mansión privada con la excusa de que se encontraba enfermo y se quitó la vida, o murió mientras dormía, dependiendo de a quién se quisiera creer.
El espíritu derrotista se había extendido entonces sobre la ciudad como un manto de niebla.
Creed, sin embargo, cambió todo eso.
Había regresado de su victoria inesperada en Coros la misma semana que se celebraban los funerales de Forias. Fue recibido como un héroe y muchos lo vieron como el único salvador posible. Los ciudadanos salieron a las calles para exigir que fuera nombrado nuevo Señor Protector. Al final, el consejo de los Michinè no había tenido más remedio que contentar a las masas.
Y de ese modo Creed se puso manos a la obra para dar un vuelco a lo que, hasta el momento, parecía el curso natural de la guerra. Lanzó atrevidos contraataques contra el ejército imperial; desarrolló una nueva red de túneles debajo de las murallas para acabar con las socavas enemigas; alimentó las esperanzas de los soldados y del pueblo poniéndose a sí mismo como ejemplo. Poco a poco lograron contener las ofensivas enemigas, y el asedio se estancó durante años gracias a una resistencia que nadie se habría atrevido a pensar siquiera que fuera posible.
Ahora Bahn y el resto de los hombres aguardaban con esperanza otro milagro del general.
—¡General!
Creed y sus acompañantes se volvieron justo cuando ya llegaban a la tienda de mando. Dos exploradores de la caballería khosiana se les acercaron flanqueando a un jinete civil, un hombre con la cabeza cubierta con un pañuelo y una anilla de oro prendida de la oreja. Se detuvieron delante de Creed. Sus zels resollaban y despedían unas tenues nubes de vaho por los orificios del hocico.
—Es un emisario manniano, general —anunció uno de los exploradores—. Desea hablar con usted. Ya lo hemos registrado en busca de armas.
El trío formado por el general, Halahan y Bahn escrutó al civil con aire de bandolero sentado de mala manera sobre su silla de montar.
—Me han dado recuerdos para usted, Piel de Oso —dijo el emisario con una sonrisita compungida.
—¡Vamos! ¡Continúa!
—¡Déjalo ya! Me da vergüenza.
Curl reía junto con el resto de los hombres y mujeres que había en la tienda de la enfermería. Estaban sentados alrededor de la mesa de operaciones, cada uno con sus cartas y sus monedas enfrente. Sus rostros pálidos brillaban con la luz de la única lámpara que colgaba del techo.
Andolson estaba tocando su jitar en el fondo de la sala y cantando con voz suave algo obsceno y ridículo sobre el rey destronado de Pathia. Kris, por su parte, estaba de pie junto a una mesa auxiliar, delante de una colección de botellas de vino y de jarras de cuero, añadiendo con sumo cuidado unas gotitas del frasco de semilla de san. En cuanto al resto del personal médico, la mayoría charlaba y agitaba las manos encima de la mesa achispados por el alcohol, escindiendo las densas volutas de humo que despedía el hazii y que llenaban la tienda.
El joven Coop salió disparado y trastabillado una vez más para vomitar.
—¡Vaya desperdicio de buen vino! —gritó Milos a su espalda.
Aquellos sanitarios de las Operaciones Especiales con los que Curl había ido a parar formaban una pandilla extraña. La mayoría de ellos se había pintado símbolos y palabras en sus atuendos negros de piel: el símbolo daoista de la unidad, o citas procedente de toda clase de fuentes, algunas incluso mannianas. Algunos llevaban el pelo largo y otros corto, y todos exhibían cicatrices en el rostro. Eran de sangre caliente y hacían gala de un humor impredecible. Habituados a trabajar en los sistemas de túneles bajo las murallas del Escudo, componían un grupo de individuos alocado e inquieto, y Curl enseguida había congeniado con ellos.
Kris estaba preparando otra ronda de bebidas, haciendo alarde de su inventiva a la hora de crear brebajes.
—¿Un poco más, señora?
—Gracias —dijo Curl, que aceptó la jarra y le dio un buen trago.
El vino era fuerte, aun así Curl fue capaz de apreciar la presencia de semilla de san, una droga líquida que se empleaba habitualmente como analgésico con los heridos.
—¡Si hubiera sabido que podía conseguir esta mercancía gratis me habría alistado mucho antes! —exclamó Curl.
—Por eso mismo se alistó el viejo Jonsol —dijo bromando Milos—. ¿No es cierto, Jonsol?
El canoso Jonsol miraba con lascivia a Curl desde el otro lado de la mesa. No obstante, Jonsol miraba con lascivia a todas las mujeres que se le ponían a tiro, y el gesto ceñudo de Curl era de guasa. Jonsol se inclinó hacia atrás y aulló hacia el techo de lona como un perro abandonado.
Curl había tenido suerte desde el primer momento gracias a que le precedía la historia sobre su arrebato en la oficina de reclutamiento. El cuerpo sanitario de los Especiales había supuesto que se trataba de una zorra con malas pulgas con la que más valía no meterse, y ella no había encontrado ningún motivo para sacarlos de su error.
—Voy —dijo voz en grito Jonsol, y arrojó un par de monedas de cobre.
Sólo quedaban él y Curl jugando esa mano, y la última carta yacía boca arriba en la mesa. Un Rey Supremo.
Curl desplegó boca arriba sobre la mesa las tres cartas que tenía en la mano, y otra oleada de risas estalló cuando los jugadores descubrieron que había vuelto a ganar. Curl agradeció sus muestras de admiración y sus abucheos mientras arrastraba hacia sí el montoncito de monedas.
—Eres idiota, Jonsol. Has vuelto a caer.
—Será todo lo cría que queráis, pero sabe jugar. Eso es indudable.
Era cierto. Curl sabía jugar decentemente a las cartas. Si bien esa noche en realidad estaba haciendo trampas por puro placer. Cada vez que le tocaba repartir las cartas utilizaba uno de los innumerables trucos para barajar que su ex novio le había enseñado para arreglar la baraja de un modo que le fuera favorable. Y estaba saliéndole bien. De hecho sólo uno de los presentes parecía haberse percatado de ello, Kris, y ella simplemente observaba la partida con la expresión divertida en los ojos de quien ha descubierto algo que los demás ignoran.
Todos levantaron la mirada cuando la puerta de la tienda se abrió y Koolas, el corresponsal de guerra, entró.
—¿Os importa si me uno a la fiesta? —resopló.
Un abucheo general exageradamente estridente estalló en la tienda.
—Esta noche deben de estar jugándose un centenar de partidas de rash por todo el campamento —dijo alegremente Milos—, y tú tienes que venir a la nuestra.
—Bueno, verás —respondió Koolas mientras buscaba una silla libre alrededor de la mesa—, eso es porque los médicos tenéis las mejores drogas.
Las burlas y las rechiflas envolvieron al corresponsal. Kris le obsequió con una reverencia y se puso a prepararle un cóctel de vino y de semilla de san. Andolson cambió de canción, improvisando la letra a medida que cantaba con voz suave la historia de un gordo corresponsal de guerra que estaba tan enamorado de la batalla que cabalgaba hasta ella sólo para contemplarla.
—Además —añadió Koolas—, estoy pensando en escribir una historia basada en vosotros, el personal sanitario. Los héroes anónimos que se pasean solos por el campo de exterminio buscando personas a las que salvar, o a las que robarles las joyas si ya no tienen salvación.
—¡Más bien chalados anónimos! —gritó Milos en medio del abucheo general.
—Bueno, como sea. Si las imprentas me pidieran la verdad escribiría sobre ello —dijo—. Gracias —añadió cuando Kris le plantó delante la jarra.
Koolas estaba recibiendo una nueva lluvia de rechiflas cuando el mayor Bolt apareció en la tienda.
—Sí que somos populares esta noche —masculló Milos cuando se hizo el silencio dentro de la tienda.
Kris escondió el frasco de semilla de san detrás de la espalda.
—Relájense —dijo Bolt—. Sólo he venido a ver cómo estaban. A preguntarles si necesitan algo.
—Estamos bien, mayor. Estamos bien —respondió lánguidamente Andolson con el jitar en las manos.
Bolt recorrió con la mirada uno a uno los rostros de todos, y sus ojos se detuvieron un momento en Kris, que escondía las manos en la espalda.
—En ese caso continúen.
Cuando dio media vuelta para marcharse, miró de soslayó a Curl y le hizo una indicación sacudiendo la cabeza.
La muchacha hizo oídos sordos a los comentarios que brotaron a su alrededor y siguió al mayor fuera de la tienda.
En el exterior hacía frío, y Curl experimentó un extraño momento de transición. De repente había regresado al campamento militar, y el recuerdo de lo que estaban haciendo allí y la conciencia de lo que aún les aguardaba fueron ganando presencia gradualmente en su interior. En algún lugar allí fuera estaba el ejército imperial.
Un escalofrío le recorrió la espalda y se le puso la carne de gallina. Se apretó un brazo contra el pecho.
—¿Cómo estás? —preguntó Bolt—. Parece que has encajado bastante bien.
—Son buena gente —respondió Curl, levantando fugazmente la mirada hacia el mayor.
Siempre se sentía nerviosa en compañía de aquel hombre, pues nunca alcanzaba a discernir lo que estaba pasándole por la cabeza.
—Ten —dijo Bolt ofreciéndole algo.
Curl bajó la mirada y vio en su mano tendida un puñado de hojas de graf envueltas.
—Me he fijado en tus marcas —dijo mirando su nariz, que estaba mucho menos enrojecida desde que habían dejado la ciudad y su suministrador de escoria había huido—. Sólo es un poco de muscado, pero te ayudará a calmarte.
—Estoy bien —repuso Curl—. De verdad.
—Cógelo —insistió Bolt, y Curl obedeció y deslizó las hojas dobladas a un bolsillo—. Agradecerás tenerlo cuando entremos en acción, y estamos empezando a quedarnos escasos de esos frascos de semilla de san.
Curl lo miró a los ojos grises.
—Gracias.
Bolt se la quedó mirando fijamente.
—Será mejor que vuelva —dijo la muchacha.
El mayor Bolt no asintió inmediatamente. Tenía una expresión inescrutable en el rostro. Al cabo, sin añadir más, dio media vuelta y se alejó a trancos.
Se reunieron de la tienda de mando, cuyo interior se mantenía caliente gracias a una estufa negra de hierro instalada en un rincón y de la que partía un conducto de ventilación que desaparecía en el techo. En el centro de la tienda había una sencilla mesa cuadrada atestada de mapas desplegados y anotaciones sobre la marcha del contingente. Bahn los retiró apresuradamente para que el emisario manniano no tuviera la oportunidad de verlos. Creed, por su parte, liberó al pie de su peso sentándose es su silla de mimbre. Halahan se sentó en el borde de la mesa y su pierna ortopédica crujió. Era evidente que el coronel nathalés estaba haciendo un esfuerzo para contener su ira.
Momentos después se permitió la entrada del embajador manninano. Los guardias lo habían desnudado antes de examinar los orificios de su cuerpo. El manniano no se había afeitado desde hacía varios días, y ocultó su desnudez envolviéndose en una capa roja que le dejaron y con la que adquirió un aspecto de mendigo harapiento. Sin embargo, eso sólo era una apariencia, pues en todo momento mantuvo una actitud de confianza en sí mismo; apenas si parecía preocupado por hallarse en el corazón del campamento enemigo.
—Al parecer, nuestros espías estaban en lo correcto —dijo con un acento marcadamente q’osiano—. Aunque me cuesta creerlo. Aquí no deben de tener ni diez mil hombres.
Creed se llevó la mano a la barbilla y desvió fugazmente la mirada hacia Halahan.
—Exponga el motivo de su visita, embajador —dijo Halahan en un tono abiertamente hostil, quitándose el sombrero de la cabeza y dejándolo sobre la mesa.
—Por favor, llámenme Alarum. —Y, dirigiéndose a Creed, preguntó—: ¿Les importa si me siento?
El general alzó una mano para darle su consentimiento.
El manniano se sentó en una silla y dejó escapar un largo suspiro de cansancio.
—La cabalgada ha sido dura. Tal vez podríamos compartir un poco de comida y de vino mientras hablamos, ¿no les parece?
La silla de Creed crujió estridentemente cuando el general se incorporó.
—¿A qué ha venido, fanático?
Alarum inclinó la cabeza y escudriñó al general con sus ojos oscuros.
—Me envía la Santa Matriarca para ofrecerle un acuerdo.
—¿Quiere rendirse?
Una sonrisa fugaz asomó a los labios del manniano.
—Todavía están a tiempo, lo saben, ¿no? Incluso ahora, después de todos estos años, podemos resolver nuestras diferencias de otro modo.
—Ya —espetó Halahan—. Pueden recoger sus ejércitos y volver a casa.
—Vamos... —repuso el hombre—. Ustedes saben tan bien como yo que eso supondría un conflicto de reputaciones. No podemos retirarnos sin más. Lo que sí podemos hacer es lo siguiente: ofrecerles las vidas de sus compatriotas a cambio de que nos entreguen Khos y acepten convertirse en un estado dependiente de Mann.
—¿Cómo? ¿Abrirles las puertas como Serat, para que puedan diezmar a la población con sus purgas y esclavizar al resto? —Halahan estaba hecho una furia, y Bahn veía como iba poniéndose cada vez más rojo—. ¿Ha hecho todo este viaje para esto?
—Si no aceptan mataremos hasta el último hombre, mujer y niño de Bar-Khos. Y es una promesa que no les hago a la ligera.
Halahan se puso en pie con los puños apretados, y Creed levantó la mano para tratar de apaciguarlo sin apartar la mirada de los ojos del embajador.
—Todavía tienen que vencernos —le recordó en un tono comedido.
—He dejado atrás cuarenta mil soldados, general.
—Sí. Y esos hombres están lejos de casa. Su flota se ha marchado. Sus suministros se limitan a lo que han traído consigo y a lo que obtengan de los saqueos. Si no se dan prisa llegará el invierno y quedarán atrapados sin los alimentos necesarios ni el refugio adecuado. Yo no aseguraría que gozan de una posición ventajosa, embajador. De lo contrario, ahora no estaría usted aquí.
Alarum respondió levantándose lentamente de la silla con la capa colgándole holgada sobre el cuerpo. Lanzó una mirada a Halahan cuando el coronel dio un paso hacia él. Bahn notó cómo repentinamente aumentaba la tensión en la atmósfera de la tienda y cerró inconscientemente el puño alrededor del pomo de su espada.
—Si me permiten —dijo Alarum con una sonrisa afable y prudente en los labios—, la Santa Matriarca me ha hecho traerles un obsequio por si acaso fallaba el sentido común.
Creed hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y uno de los guardias de la entrada entró portando en las manos un objeto que entregó a Bahn, la persona que se hallaba más cercana a él.
Bahn examinó la daga enfundada que tenía entre las manos. Era una hoja curva no más larga que su dedo pulgar; la funda estaba profusamente decorada con oro y diamantes y contaba con un cordón que permitía colgársela del cuello.
—¿Qué es? —preguntó el asesor del general, y levantó la mirada del objeto justo cuando Halahan asestaba un puñetazo brutal en la cara al embajador, que se desplomó de espaldas encima de la silla, y la emprendía a patadas con su cabeza mientras el manniano intentaba levantarse.
—¿Con qué derecho? ¿Con qué derecho exigís a los demás que se postren ante vosotros si no quieren morir?
—¡Coronel! —bramó Creed—. ¡Halahan!
El coronel retrocedió al fin, jadeando. Nada en el mundo habría podido arrancarle la mirada de Alarum mientras éste se levantaba vacilante y con el labio ensangrentado.
El emisario se subió la túnica para cubrir su repentina desnudez y lanzó una mirada fulminante a Halahan mientras se frotaba la boca con un pliegue de la túnica
—¿Con qué derecho? Con el derecho que nos otorga la ley natural. ¿Con cuál, si no? ¿Es que tengo que explicárselo como si fueran una panda de niños? ¿Cuál es la naturaleza del hombre, si no ejercer el poder siempre que tenga ocasión? Los fuertes hacen lo que les place. Los débiles deben aguantar lo que les toque aguantar. No nos culpen a los seguidores de Mann de que la vida sea así. Culpen a su Madre Mundo. Culpen a su Dao.
Creed apoyó las manos a ambos lados de su silla y se levantó lentamente para encararse con el embajador.
—En los Puertos Libres tenemos una máxima, embajador. Una máxima que dice que el poder siempre debe fluir hacia fuera, sobre todo en el caso de aquellos que más lo ostentan. La idea proviene de Zeziké. Supongo que los mannianos no leen demasiado a nuestro célebre filósofo, ¿me equivoco?
Alarum se limitó a ladear la cabeza sin abrir la boca.
—Seré sincero con usted. Yo no siempre estoy de acuerdo con él, pero hizo algunas apreciaciones interesantes, especialmente en aquellos puntos que coincide con la filosofía de los mannianos. Si la memoria no me falla, Zeziké afirmó que el comportamiento humano es resultado tanto del entorno como de la sangre que corre por las venas del individuo. Y ese entorno a su vez es el resultado de nuestra decisión sobre cómo queremos ser. Y eso es tan cierto como que la Tierra y el cielo giran.
Creed se inclinó hacia delante con los ojos clavados en el rostro del embajador.
—¿Será que no le gusta la idea? Los seguidores de Mann quieren modelar el mundo a su imagen y semejanza. ¿Por qué? Yo le responderé. Porque conocen esa verdad tan bien como lo hizo Zeziké. Saben que para gobernar de una manera absoluta deben controlar esas elecciones de las vidas de la gente que permiten modelar a cada uno el entorno a su gusto. ¿No es cierto?
La respiración de Alarum se había calmado. Volvió a frotarse el labio con la túnica y miró la sangre que teñía la tela.
—Está hablando de ideales, general —replicó el embajador—. Palabras huecas sobre esto y lo otro. Yo hablo de algo mucho más real. Hablo del poder, que al final no necesita nada que lo defienda. El poder siempre habla por sí mismo; siempre someterá lo débil. No importa lo que crea o deje de creer usted.
—Ya lo sé. La vieja historia del dominio. Y del asesinato. Y de la violación. Y del robo. Cosas que la gente decente desprecia y veta en sus vidas cuando se les da la opción de hacerlo. Porque elige creer en la capacidad del hombre para ser mejor.
Se miraron y pestañearon como si estuvieran separados por un abismo. Bahn apenas si advertía en las facciones impávidas del general la cólera que lo consumía por dentro. No había duda de que Creed sabía ocultarla muy bien.
—Ahora, embajador, si es tan amable de perderse de mi vista... —gruñó Creed.
Alarum aceptó la invitación a marcharse con una reverencia cortés, y pareció ligeramente satisfecho cuando los guardias lo echaron con brusquedad de la tienda.
—No entiendo —dijo al cabo Bahn mientras examinaba de nuevo la daga que sujetaba en las manos.
Creed no le prestó atención y continuó con la mandíbula apretada y los ojos clavados en la puerta de lona de la tienda, que seguía ondeando.
—La daga es una hoja para las ceremonias de Mann —explicó Halahan.
—¿Y para qué la utilizan?
—Para quitarse la vida.
LA CIUDAD DE AGUJA EN LLAMAS
Cuando se cumplía el quinto día de la marcha, la fuerza expedicionaria imperial descendió hasta el paraje conocido como Las Ruinas, donde se toparon con las aguas turbulentas del río Canela procedentes del deshielo.
Al norte se elevaban altísimas montañas negras, sus picos cubiertos de nieve se recortaban en el cielo pálido. Al oeste, el territorio de Las Ruinas se extendía hacia el horizonte, y más allá se divisaban arrozales, huertos y viñedos, que continuaban sinuosamente por la Racha de Viento y se adentraban en la mitad llana de la isla, donde se acumulaba la mayor parte de su población y donde los trigales se extendían ondulantes hasta el mar Sargassi.
El ejército se dirigió hacia el suroeste siguiendo el Canela; su objetivo era llegar al Valle Silencioso y las tierras de la Cuenca, y una vez allí, poner rumbo a la ancestral ciudad de Tume. Probablemente, la ciudad flotante ya debía estar fuertemente guarnecida. Todo el mundo sabía que era un escollo ineludible antes de continuar hacia Bar-Khos, al sur.
Fue allí, siguiendo el cauce del Canela, donde las ansiosas fuerzas imperiales se cruzaron con la primera ciudad khosiana. Los exploradores informaron de que se trataba de Aguja, y cuando el ejército puso sus ojos en ella nadie hubo de preguntar por el motivo. La ciudad se asentaba sobre un afloramiento rocoso que sobresalía de las tierras llanas del valle del Canela. Estaba cercada por una muralla y formada por edificios encalados, con multitud de agujas de granito pálido que se erguían como lanzas petrificadas.
Al anochecer, las puertas de la ciudad ya exhibían las brechas abiertas por los cañonazos, y la infantería imperial penetró por ellas y se adentró por el laberinto de calles como una marea. Las tropas defensoras —en su mayoría soldados del principari de la ciudad, aunque también había civiles entre ellos— no se daban por vencidas, y arrojaban piedras desde las azoteas o plantaban cara a los invasores parapetadas en las barricadas que bloqueaban las calles. La mayor parte de la población ya había huido hacia el oeste, acosada por las unidades de refriega imperiales.
Una aeronave khosiana se aventuró a sobrevolar un rato la ciudad durante el saqueo, e incluso intentó aterrizar entre los chapiteles de la ciudadela para evacuar a los defensores, pero las tres pesadas aeronaves imperiales la hicieron desistir rápidamente.
Ché desmontó de su zel, a la luz pálida del anochecer, a las puertas de la tienda de mando de Sasheen, quien estaba cómodamente sentada en una silla de campaña junto al archigeneral Sparus. A su alrededor había miembros del séquito de la matriarca repantigados, comiendo fruta robada de los huertos que cubrían la superficie del valle al sureste de la ciudad. Sus rostros brillaban con el reflejo de las llamas que quemaban la ciudad y que se elevaban en el cielo crepuscular.
Junto a Sasheen había una silla de campaña vacía. Según se acercaba, Ché vislumbró la cabeza de Lucian apoyada en ella: una imagen grotesca, casi cómica en aquellas circunstancias.
Sasheen esbozó una sonrisa cuando vio acercarse a Ché.
—¿Has visto algo interesante durante tu excursión?
Ché había cabalgado alrededor de la peña sobre la que ardía la ciudad de Aguja buscando un poco de soledad. Había recorrido la ruta que conducía a las puertas cerca de ellas, pero se había detenido ante los montones de cuerpos empalados colocados justo al otro lado de las puertas destrozadas y había olido el tufo a muerte y había oído los gritos y los alaridos que seguían retumbando más allá de las puertas.
Entonces había decidido dar media vuelta y se había cruzado con Romano. El joven general y su círculo llegaban dispuestos a disfrutar de la ciudad a su modo.
—Han salvado los graneros, creo —respondió a la matriarca—. Los carromatos están saliendo ahora.
Sparus asintió con satisfacción a su lado. El grano extra podía ser de gran ayuda para un general al mando de un ejército de aquellas proporciones.
—Siéntate —le dijo Sasheen—. Pareces agotado.
La matriarca se volvió a uno de sus asesores, que inmediatamente le dejó libre la silla.
Ché se sentó a regañadientes. Lo único que quería era volver a su tienda con sus libros. El calor que desprendía la ciudad llegaba incluso hasta allí. Sool y los tres inquisidores monbarris se encontraban entre el séquito presente, así como los mellizos Guan y Swan, si bien ninguno a los dos lo miró. Guan estaba contemplado la ciudad de Aguja, articulando con la boca una plegaria. En la mano sostenía una esfera de los devotos —una esfera con púas— que apretaba con todas sus fuerzas. Detrás de él, su hermana acariciaba un cachorrito acostado en su regazo.
Ché reparó en que esa noche no se servía vino. Por una vez el ambiente era sombrío, como si todos hubieran quedado hipnotizados por la visión de la ciudad en llamas.
De repente se oyó un gemido procedente de una silla cercana. Había sido Lucian, que fruncía la frente como en un rictus de dolor o de angustia.
—¿Dónde... estamos? —escupió lentamente. En sus ojos refulgía el reflejo de las llamas.
—Ya te lo he dicho —espetó Sasheen como si estuviera hablando con un niño—. Estamos en Khos. En una colina. En la ciudad de Aguja.
—Entonces. Lagos. No.
Sasheen rió entre dientes, un ruido que en ese momento sonó molesto en los oídos de Ché.
—Lagos ha desaparecido, Lucian. Tú te encargaste de que así fuera, ¿acaso no lo recuerdas?
La cabeza farfulló algo ininteligible, y Ché desvió la mirada.
Un jinete llegaba tirando de un segundo zel cargado con algo largo y envuelto en una lona. Según se acercó, Ché distinguió a Alarum, cuyo rostro enjuto aparecía sombreado por una barba incipiente. El jefe de los espías se detuvo y les dedicó un saludo con una mano alzada.
—Veo que han estado ocupados por aquí —dijo lanzando una mirada a la ciudad. Tenía un lado de la cara amoratado y la costra de una herida en el labio.
—Al parecer, usted también —señaló Sparus—. Así pues, ¿ha transmitido las condiciones del acuerdo?
Alarum asintió. Desmontó con cuidado de la silla y se puso derecho cuando sus piernas asumieron el peso de su cuerpo.
—¿A Creed personalmente?
—Por supuesto. Y, en efecto, su respuesta no fue ninguna sorpresa.
—¿Eso se lo ha hecho él? —inquirió Sasheen, todavía repantigada en su silla.
—No. Fue Halahan, de los Chaquetas Grises. Los provoqué hasta donde me pareció oportuno. Su humor adquirió un tono... —Movió una mano en el aire mientras intentaba dar con la palabra adecuada—... diáfano.
—¿Y? —preguntó Sparus.
—Primero un trago. Ha sido un viaje largo y agotador, y no he parado durante horas.
—Después. Antes quiero que me explique la entrevista.
Alarum enarcó las cejas y luego pasó cansinamente un brazo por encima de la silla de montar.
—Creed confía en sus posibilidades. No me preguntéis por qué, pues su ejército es tan reducido como decían los informes de los exploradores. De hecho, me atrevería a afirmar que está deseando enfrentarse con nosotros en el campo de batalla.
Sparus escuchaba con una atención absoluta cada palabra que decía el espía.
—¿Cómo está de salud? —inquirió el archigeneral.
—Parecía en forma. Listo para la batalla.
—¿Y qué me dice de mi regalo? —preguntó Sasheen—. ¿Cómo se lo tomó?
Alarum se sonrió, aunque más bien pareció un gesto de estremecimiento.
—¡Ah! Se lo tomó bien. Primero me golpearon un poco y luego me dieron una clase magistral sobre todos nuestros errores. Creed me dio esto como respuesta.
Alarum se acercó al segundo zel caminando como si tuviera las piernas de madera y desató el paquete alargado que el animal llevaba atado a las ijadas.
El jefe de los espías desenvolvió el objeto sobre la hierba enfrente de la matriarca. Ché lo miraba atentamente igual que todos.
Era una charta, la famosa lanza de las chartassas mercianas.
Todo el mundo guardó un instante de silencio. Sasheen y Sparus se limitaron a mirarlo con una expresión impertérrita en el rostro.
Sonó una especie de tos cerca. Era otra vez Lucian, que continuó haciendo ese ruidito hasta que adquirió cierta apariencia de risa.
—He tardado lo mío en realizar el viaje de vuelta —dijo Alarum—. Estas cosas no están hechas para cargarlas en un zel.
Sparus no lo escuchaba. Había apartado la mirada de la charta como si ésta le resultara repugnante. Lucian prosiguió con su extraña risa hasta que Sasheen, con la cara roja de la ira, se volvió a su antiguo amante y dio una patada a la silla sobre la que yacía, de modo que la cabeza cayó rodando unos metros por la hierba hasta detenerse boca arriba y con una hoja parda pegada a la mejilla.
—Lleváoslo de vuelta a su sitio —ordenó sin dirigirse a nadie en particular.
Ché aprovechó la oportunidad para levantase. Pasó por encima de la charta, se detuvo junto a la cabeza y la asió del pelo. Pesaba más de lo que esperaba. Atravesó las colgaduras de la entrada de la tienda y se adentró en la penumbra del interior, directo al fondo, donde estaba la hornacina en la que se guardaba el tarro de Leche Real. Depositó con cuidado la cabeza sobre el pedestal y desenroscó la tapa del tarro.
A continuación levantó la cabeza de modo que sus miradas se encontraran. Los ojos de Lucian tenían un ligero tono amarillento.
—¿Cómo está? —preguntó Ché.
Lucian fijó la mirada en su rostro.
—Cansado —respondió—. No. Puedo. Dormir.
—Quizá ya esté dormido. Quizá esto sólo sea una pesadilla.
La cabeza parpadeó como si recuperara la mitad de la capacidad de sus sentidos.
—Acabar. Mi. Humillación.
Ché suspiró y frunció el ceño, pero no se inmutó.
—Te. Suplico.
Ché alargó una mano y le quitó la hoja adherida a la mejilla. Su piel estaba fría. Con sumo cuidado metió la cabeza en el tarro de Leche Real. Lucian continuaba mirándolo mientras se sumergía en el líquido.
Ché permaneció unos instantes allí, contemplando el puñado de burbujas que ascendían hasta la superficie. Se lamió lentamente las yemas de los dedos, saboreando la Leche, y empezó a agitarse repentinamente mientras una oleada de vitalidad le recorría el cuerpo.
Dio media vuelta y dejó allí el tarro, sepultado en las sombras. Era de noche y Ash estaba sentado solo, recorriendo con la mirada las tiendas del tren de suministros y el campamento del ejército imperial a los pies de las ruinas de la ciudad de Aguja, que seguía ardiendo.
Los hombres del ejército estaban armando un buen barullo esa noche, embriagados por la acción acometida durante el día y por el botín del saqueo. Ya estaban intercambiando los productos adquiridos con las prostitutas y los comerciantes del tren de suministros; y las personas que habían apresado eran conducidas en hileras silenciosas hasta los comerciantes de esclavos y sus carromatos con jaulas.
Ash meditaba sobre la actitud desafiante de la ciudad. No le encontraba sentido, pues era evidente que no tenían ninguna posibilidad contra los cañones del ejército imperial. Aun así, el reducido contingente de soldados de la ciudad había guarnecido las murallas y luchado mientras había podido.
Tal vez su única intención era retrasar el avance de los invasores un par de días. Tal vez con su muerte habían ganado algo de tiempo para los demás; para que los civiles huyeran al oeste; para el ejército khosiano, del que se rumoreaba que ya había emprendido la marcha para enfrentarse a los mannianos en el campo de batalla.
Las ciudades de la Revolución Popular habían hecho lo mismo en el pasado, al menos algunas de ellas. Habían intentado retrasar el avance de las fuerzas del cacique mientras el Ejército Revolucionario reunía sus unidades para la batalla definitiva en el Mar de Viento y Hierba. Al final, sin embargo, su sacrificio, su larga guerra de resistencia, había sido en vano.
—En vano —gruñó Ash en voz alta, agitando su vasija hacia la ciudad arrasada.
Le rechinaron los dientes por el alcohol ingerido y se volvió a sentar. Estaba temblando. Cerca de allí las oscuras aguas nocturnas de un arroyo se precipitaban entre las rocas. Las Hermanas de la Pérdida y la Añoranza estaban en plenilunio y colgaban henchidas de sangre en el cielo sobre la ciudad en llamas. Un mal augurio, pensó Ash.
El roshun sentía una profunda admiración por lo que se había conseguido en los Puertos Libres. Se había superado de largo lo que la gente de Honshu había soñado lograr jamás. Si bien una parte de él siempre había sabido que antes o después llegaría un día como aquél. Era plenamente consciente de la auténtica fragilidad de la libertad, que no era más que una llama solitaria protegida por las manos de un niño en un mundo donde las tinieblas se alimentaban de luz.
Apresó el dolor terrible que le asolaba la cabeza con un gruñido. Los dolores habían regresado con el saqueo de la ciudad, y junto con ellos, el temblor de sus manos. Antes de haberse retirado a la ribera cubierta de hierba del arroyo, Ash había pagado una pequeña fortuna por una botella de fuego de Cheem con al intención de mantenerse caliente y calmar los dolores.
Tomó otro largo trago del brebaje y contempló las estrellas de las constelaciones, cuyo brillo había perdido intensidad por culpa de las hogueras de los campamentos repartidos por el valle. El Ojo de Ninshi refulgía implacable y rojo bajo su capucha, sin pestañear.
Se acordó de Nico, de una noche como ésa en las estribaciones de Cheem. Recordó cuando se emborracharon junto a una hoguera.
Y tomó otro trago de la botella.
EL VALLE SILENCIOSO
Ché se había levantado temprano y se aplicaba, acurrucado en su tienda, el ungüento de camomila que le había dado su madre en las costras del brazo. No había dormido bien —tenía demasiadas cosas en la cabeza— y había pasado toda la noche con el cuello estirado, mirando por la puerta de lona de la tienda abierta, deseando ver aparecer de una vez la luz vaporosa del alba y el valle cubierto por un manto de nieve.
No había prisa. Con el tiempo que hacía, el ejército y los civiles que lo acompañaban tardarían una eternidad en estar listos para reanudar la marcha esa mañana. Fuera, un viento glacial agitaba las tiendas de campaña de lona del campamento. Hojas caídas y basura revoloteaban en el aire. Los zels estaban nerviosos, y se apretaban en los corrales buscando un sitio en las cálidas y protegidas posiciones centrales de las reducidas manadas. Un puñado de personas caminaba con pasos amortiguados en dirección a las letrinas, con las cabezas cubiertas con gorros o capuchas.
Ché divisó por la puerta abierta a los mellizos Swan y Guan, que pasaron a trancos por delante de su tienda. Guan le lanzó una mirada inexpresiva, fría. Swan, sin embargo, le obsequió con una sonrisa fugaz.
Ché dejó el tarro del ungüento en la cama, se bajó las mangas arremangadas y se quedó meditando unos instantes.
Comprobó que el cuchillo enfundado que llevaba asido al tobillo continuaba en su sitio y se levantó para salir. Una vez fuera vio que los mellizos entraban en uno de los corrales. Su tienda no estaba demasiado alejada de la de Ché, y éste enfiló hacia ella y se deslizó dentro.
Examinó el espacio ordenado y se abalanzó sobre las mochilas apoyadas contra los catres. En la primera bolsa encontró un fardo prensado de ropa de civil atado con un cordel, una copia de El libro de las mentiras con infinidad de anotaciones, un diario con dibujos y observaciones de Khos y, en el fondo, una minúscula cajita de madera con equipo para envenenamientos idéntica a la suya y cuyo descubrimiento lo dejó helado.
El diplomático echó un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que seguía solo en la tienda y rápidamente hurgó en la otra mochila. Sacó una bolsa de lona en cuyo interior encontró un frasquito diminuto. Lo cogió y lo examinó a la luz del sol. Contenía un denso líquido dorado. Le quitó el tapón y lo olfateó con cautela.
Acto seguido apretó el puño alrededor del frasquito y abandonó escopeteado la tienda.
Los mellizos seguían en el corral, cepillando el lomo de los zels con manojos de hierba, cuando Ché fue a encararse con ellos. Guan masculló algo a su hermana cuando vio que el diplomático se les acercaba, y ella esbozó una sonrisita e inmediatamente recuperó el gesto serio.
—¡Sé lo que sois! —espetó Ché, plantando el frasquito en la mano de Guan.
Guan se quedó mirando el frasquito y luego se volvió a su hermana.
Ella se echó a reír, se agarró a un mechón de la crin de su zel y se encaramó al lomo de la montura. Un segundo después, Guan hacía lo mismo.
—Ven a dar un paseo con nosotros —dijo Swan.
Y antes de que Ché pudiera responder, ella espoleó su zel, salió al galope y salvó la valla del corral de un salto con su hermano en su estela.
Ché soltó un gruñido prolongado. Se agarró a la crin del zel más cercano y se subió de un brinco a su lomo; lo espoleó y saltó la valla del corral a toda velocidad para emprender la persecución de los mellizos, que abandonaron el terreno cercado por la empalizada y enfilaron por el campamento de los acólitos. De los cascos de sus monturas salían despedidos terrones de nieve que revoloteaban en el aire como una bandada de pájaros dispersándose en su estela.
El terreno más allá del campamento era idóneo para cabalgar, si bien el viento soplaba con fuerza y le arrancaba lágrimas de los ojos. Medio cegado y con la cabeza agachada, azuzó al zel para que corriera más mientras los mellizos se internaban en un pequeño bosque. Le cayó la capucha sobre la espalda y le quedó la cabeza expuesta. Se encorvó un poco más mientras se deslizaba serpenteando entre los troncos retorcidos de los árboles y notaba en la cara los arañazos de las hojas y de las ramas. Delante, los mellizos saltaron por encima de un arroyo y torcieron para continuar en paralelo a él. Ché viró para atajar, obligó a su montura a saltar el riachuelo y se colocó detrás de ellos, al galope.
Un dolor abrasador le recorría los muslos cuando por fin alcanzó a Swan. Ella lo fustigó con una ramita y rompió a reír de nuevo cuando vio que Ché intentaba esquivar los golpes con el brazo.
Entonces apareció Guan por su izquierda, enarbolando una rama con la intención de descargarla contra su cabeza. Ché se encogió y notó en el cuero cabelludo la ráfaga de viento producida por la rama, que cortó el aire encima de su cabeza.
Tiró con fuera de la crin del zel hasta que la montura frenó, dio un par de pasos vacilantes y se detuvo por completo, despidiendo nubes de vaho por los orificios del hocico. Ché permaneció inmóvil sentado sobre el lomo del animal mientras los mellizos daban media vuelta y enfilaban de nuevo hacia él, trazando órbitas separadas para mantenerse en los flancos del diplomático.
Ché se limitó esperar, mirando primero a uno y luego al otro.
Al cabo los mellizos llegaron juntos y se detuvieron delante de él. En medio de un silencio inquietante, los zels dejaron caer la cabeza y se pusieron a mordisquear la hierba que sobresalía de la nieve.
—Jugo de árbol salvaje para controlar los reflejos de una glándula pulsátil —dijo Ché sacudiendo la cabeza hacia Guan.
Sus palabras sólo provocaron una expresión de regocijo en los mellizos.
—Vamos, hombre —replicó Swan tomando la palabra en nombre de su hermano—. ¿Creías que eras el único diplomático en todo el contingente?
—Eso me hicieron creer —respondió Ché con acritud—. ¿La matriarca está al tanto?
—¡Por supuesto! —gruñó Guan.
—¿Y cuáles son vuestras disposiciones?
Hubo un momento de silencio. El viento silbaba en sus oídos.
—Hemos venido como unidad de apoyo. Eso es todo —respondió Guan.
Swan lanzó una mirada inescrutable a su hermano.
Ché se puso derecho sobre el zel y miró a primero a uno de los mellizos y luego al otro. Intentó respirar hondo y despejar la mente.
«No me han preguntado por mi misión.»
—Conocéis la tarea que me han encomendado —concluyó en voz alta.
Guan abrió la boca para hablar, pero Swan espoleó su montura, que dio unos pasos hacia delante apartando a la de su hermano.
—Pareces preocupado por tu tarea, Ché —apuntó la melliza—. ¿Te mantiene en vela durante la noche, dando vueltas en la cama?
Ché escudriñó el rostro de Swan y se percató de que las hermosas facciones de la muchacha habían desaparecido en aquel paraje azotado por el viento sustituidas por una expresión de implacable desprecio.
—Seguimos las instrucciones que nos han dado —insistió Swan—.Te iría bien hacer lo mismo.
—¿Cómo? ¿Estás poniendo en duda que cumpla mis órdenes llegado el momento? ¿Es eso?
—Se te ve dubitativo. ¿Tú que opinas, Guan?
—Tal vez su devoción flaquea un poco. Tal vez ya no la siente en el corazón —respondió su hermano, masticando algo en la boca.
—¡He demostrado mi lealtad! —espetó acaloradamente Ché, arrepintiéndose de sus palabras mientras las pronunciaba.
—¡Oh, por favor! —exclamó Swan—. Como si la Sección confiara alguna vez en la lealtad. Tendrías que saber tan bien como cualquiera lo que ocurre cuando un diplomático se desvía de su misión. Tu madre es una sentiate, ¿no es cierto? Bueno, pues no hay nada más fácil que hacer desaparecer a una puta.
Ché parpadeó, el único gesto que exteriorizaba la ira que clamaba por emerger de su interior. La intensidad de su cólera le insufló fuerzas y le agudizó la capacidad de concentración.
El diplomático se inclinó hacia Swan con los ojos convertidos en dos finas grietas.
—Si venís por mí —dijo sin andarse con rodeos—, tú serás la primera en probar mi acero.
Esa mañana el sol se alzó sobre una llanura blanca y desolada. La gente emergía de sus refugios cubiertos de nieve como un ejército de muertos vivientes levantándose del suelo helado.
Ash veía su propio aliento en el aire antes de que el viento lo dispersara. Se encorvó para protegerse de las rachas gélidas y pensó: «Aún es jodidamente pronto para la nieve.»
Los dolores de cabeza se habían atenuado por fin y ahora sólo sentía una molestia punzante, aunque todavía persistía la resaca de la noche anterior. Regresó tranquilamente al campamento y distinguió unos alaridos de dolor mezclados con los ruidos habituales de la mañana. Habían muerto algunas personas durante la noche, en su mayoría civiles que acompañaban al ejército, ancianos y gente que arrastraba enfermedades desde hacía algún tiempo. Algunos hombres cavaban con gran esfuerzo sepulturas en el suelo endurecido.
Ash se compró un desayuno compuesto de pasta de hígado, pan duro y una taza de chee en un puesto de comida que regentaban un matrimonio. El puesto consistía en un carromato en cuya parte trasera almacenaban los productos y un toldo bajo el que cocinaban.
El río se había helado parcialmente durante la noche, y alrededor del roshun la gente comentaba en murmullos el cambio repentino del tiempo. Estaban preocupados por que fuera algo más que una ola de frío pasajera; por que tal vez el invierno se hubiera adelantado.
Al ejército le llevó más tiempo de lo normal aprestarse para reemprender la marcha.
Los primeros en salir fueron las unidades de refriega de la caballería ligera, que partieron mientras el resto del ejército seguía congregándose. De una en una, las compañías de infantería enfilaron por la carretera que cruzaba el valle del Canela, dejando un rastro de nieve pisoteada como prueba de su paso. La Santa Matriarca y sus acólitos salieron a continuación, protegidos por más escuadrones de caballería ligera. Cuando el tren de suministros por fin se puso en marcha, la columna del contingente se estiraba como en una delgada y larguísima hilera bajo los nubarrones que amenazaban con más nieve.
Siguiendo la carretera llegaron al fin al Valle Silencioso, que los condujo hacia el oeste en dirección a la ciudad de Tume y las ciénagas de la Cuenca. El valle alcanzaba una anchura máxima de cinco laqs, y las colinas y las montañas al sur apenas se distinguían más allá de la llanura plagada de tierras cultivadas y de granjas abandonadas atravesada por el Canela, con sus meandros y sus ensanchamientos. En el valle reinaba el silencio al que hacía referencia su nombre, únicamente roto por las ráfagas de viento que conferían al lugar un aspecto solitario, de vastedad inabarcable.
Entrada la tarde, la procesión empezó a ganar en densidad, pues los que marchaban en la retaguardia alcanzaron a los de la cabeza de la columna. Enseguida se propagaron hacia la cola los rumores de que delante se había avistado al ejército khoshiano.
La I Fuerza Expedicionaria se preparó para la batalla.
Un puñado de rancheros recibieron permiso para abandonar sus manadas y se adelantaron al galope para averiguar qué estaba ocurriendo en la parte delantera de la columna. Los jinetes espoleaban sus monturas agarrándose los sombreros de ala ancha y lanzando chiflidos.
El resto de los integrantes del tren de suministros se desplegó en un amplio círculo trazado con los carromatos. La gente se pertrechaba con todo lo que tenía a su alcance, y en menos de media hora el precio de las armas y de las municiones se había multiplicado por cinco. La tensión iba en aumento.
Los rancheros regresaron poco después y se detuvieron ante una masa compacta de gente ansiosa por conocer las noticias. Se trataba de un ejército, en efecto, pero dadas sus dimensiones no había motivos para inquietarse.
Un barullo de voces entusiasmadas se alzó del grupo de civiles.
—¿Cuándo empezará la lucha? —quiso saber alguien.
—Mañana por la mañana —respondió unos de los rancheros.
Esa noche descansarían y se prepararían para la batalla, y atacarían con la primera luz del alba.
—¿Y si ellos nos atacan primero? —preguntó con su voz gélida Ash desde las últimas filas de la muchedumbre.
Todo el mundo se echó a reír, pues se tomaron la pregunta como un chiste.
Los nervios se calmaron a medida que se propagó la información sobre la situación, y las conversaciones de los civiles comenzaron a girar en torno a los posibles beneficios, pues un campo de batalla después de la lucha podía ser un lugar de lucrativas ganancias. Y con los ojos ávidos, los integrantes del tren de suministros se sentaron a esperar alrededor del fuego.
LA PIEL DE OSO
—Más bien muchos —apuntó despreocupadamente Halahan, dando una calada a su pipa bajo el sombrero de paja.
No parecía que el general Creed estuviera escuchándole. Situado en aquella atalaya desde donde se dominaba el valle y con su larga cabellera suelta sobre los hombros de su abrigo de piel, mantenía los ojos fijos en el lejano campamento imperial, donde ya brillaban centenares de hogueras.
Bahn y el resto de los oficiales aguardaban en silencio mientras los colores del día se apagaban lentamente. Las primeras estrellas ya titilaban en los escasos claros que abrían las nubes, que habían empezado a dispersarse durante la última hora sin arrojar más nieve.
El ejército imperial se había instalado para pasar la noche en un tramo de la carretera alrededor de una aldea llamada CheyWes. Hasta donde alcanzaba la vista, el campamento se extendía por la carretera y por la llanura del valle hasta el Canela y el lago Hermetes al norte; y al sur, hasta una delgada franja elevada de tierra, una de tantas que se sucedían en la depresión del valle como la columna vertebral de una ballena.
—No hay terraplenes alrededor de la fuerza principal —señaló Halahan, levantando una rama sobre la que se había estado apoyando para señalar el campamento enemigo. Unos copos de nieve se desprendieron de la punta—. Confían en su superioridad numérica.
Bahn escuchaba los comentarios del coronel en silencio. Estaba temblando, y no le importaba reconocer que se debía a algo más que a su fría armadura. Desvió la mirada de la visión aterradora de la fuerza invasora y se volvió hacia el sol poniente para solazarse largamente en él, como si lo hiciera por última vez. El ejército khosiano estaba montando su propio campamento a la luz menguante del anochecer, lo suficientemente reducido como para mantenerse oculto detrás de la elevación del terreno sobre la que ahora estaban los oficiales. Más allá del campamento, Bahn sólo atisbaba el brillo de los reflejos del lago Hirviente en la ciudad de Tume.
Los oficiales estaban esperando que Creed diera alguna instrucción, pero el general permanecía absorto en sus pensamientos, con los músculos de la mandíbula temblándole mientras apretaba los dientes profundamente concentrado.
Bahn, como asesor de Creed, conocía a todos aquellos hombres, y con el rabillo del ojo fue escrutando sus rostros uno a uno: el general Nidemes, de los Hoo, y su viejo rival el general Reveres, de la Guardia Roja, dos veteranos de cabellera plateada que perfectamente podrían haber sido hermanos dada la similitud de sus facciones; el coronel Choi, del cuerpo de Voluntarios Libres, coraxiano de nacimiento; el mayor Bolt, comandante de las Operaciones Especiales para el ejército de campaña; el coronel Mandalay, del cuerpo de los Lanceros, el contingente de caballería de las fuerzas khosianas; y Halahan, más cercano a Creed que todos los demás.
De los cuellos de todos ellos colgaban unos anteojos búhos, unos artilugios valiosísimos fabricados con lentes procedentes de las Islas del Cielo. Todos lucían la capa ceñida alrededor de la armadura con las manchas inevitables por las jornadas de marcha apresurada. Nadie sentía nada remotamente parecido a la felicidad por estar allí, excepto Halahan.
—Nosotros somos seis mil, hermanos —declaró Creed dando la espalda al ejército imperial—. Nos enfrentamos a un ejército que multiplica por seis nuestras unidades. En este momento les puedo decir, por la información que hemos obtenido de exploradores capturados, que el grueso de sus fuerzas son veteranos de las campañas de Lagos y del Alto Pash. Otros dos mil son acólitos mannianos. En cuanto a la caballería, las cifras son poco claras; creemos que han perdido un buen número de zels durante la travesía. Además poseen un contingente considerable de arqueros y de tiradores. A todo ello, claro está, hay que añadir la artillería. Cuentan con diez piezas pesadas por cada una de las nuestras. ¿Alguien tiene alguna sugerencia?
El general Reveres, de la Guardia Roja, se aclaró la garganta y fue el primero en hablar:
—Nos quedamos aquí y emprendemos una acción de contención. Es casi imposible que podamos derrotarlos en una batalla abierta con tantos cañones apuntándonos.
—Para eso podríamos habernos quedado en Bar-Khos —repuso bromeando el general Nidemes.
—¿No está de acuerdo? —inquirió Creed.
—En absoluto —respondió Nidemes con su mirada afilada e inmutable—. Deberíamos atacar al amanecer. Sería lo último que esperarían de nosotros. Con un poco de suerte los pillaremos antes de que tengan preparadas las baterías.
—Eso sigue dejándonos un rival compuesto por cuarenta mil hombres —replicó Reveres.
Nidemes no parecía impresionado.
—¿Y? También en Coros nos superaban en número.
El general Creed se ciñó un poco más el pesado abrigo de piel de oso que llevaba puesto encima de la armadura.
—Estoy de acuerdo con Reveres —aseveró Choi, el barbado coronel rubio de los Voluntarios—. Deberíamos quedarnos aquí y contener su avance cuanto nos sea posible. Usted mismo dijo que nuestra intención era ganar tiempo.
—¿Coronel Halahan? —inquirió Creed a su viejo amigo.
—Usted ya sabe lo que yo haría, general —respondió el coronel con una sonrisa rapaz en los labios.
Creed volvió a sumirse en su reflexión silenciosa.
Bahn esperó observando al general. Aún creía que Creed podía salvarlos.
—¿Saben cómo maté a este oso? —preguntó de repente el general con la mirada perdida, abriéndose el abrigo para mostrarlo a sus oficiales.
—Me atacó mientras inspeccionaba unas trampas para peces que mi padre había colocado en un arroyo —continuó Creed—.Yo era un crío, y llevaba conmigo un cuchillo de destripar, una hoja diminuta, dos veces del tamaño de ésta.
Bajó la mirada hacia la daga curva que le colgaba sobre el pecho, la hoja para ceremonias manniana que llevaba consigo por un motivo que sólo él conocía.
—No necesito decirles que estaba muerto de miedo. Me había quedado petrificado. Pero cuando mi corazón empezó a latir de nuevo y vi que el oso avanzaba destrozando las trampas, entendí que me aterrorizaba más pensar en la reacción de mi padre cuando se enterara de que no había hecho nada para impedirlo. De modo que me abalancé sobre él y traté de espantarlo. Supongo que pueden hacerse una idea de la situación. Probablemente sea lo más estúpido que he hecho en toda mi vida. Entonces el oso me apresó el brazo con los dientes y trató de arrancármelo. Yo todavía tenía el cuchillo en mi poder y me defendí con él. Lo siguiente que recuerdo es que me encontraba tirado en el suelo perdiendo sangre y que el oso había desaparecido.
»Llegué arrastrándome a la granja. Allí me salvaron el brazo. Y al día siguiente mi padre buscó el rastro del oso en las colinas y lo encontró muerto a un par de laqs de las trampas destrozadas. Se había desangrado por las heridas que le había infligido en el cuello. Oí la noticia con pena. Pero también con orgullo.
Creed dejó caer la cabeza hacia atrás y paseó la mirada por sus oficiales.
—Y eso es lo que haremos nosotros con estos invasores —afirmó—. Nos acercaremos a ellos y nos lanzaremos a su yugular mientras ellos intentan arrebatarnos la vida.
—¿Señor? —dijo Bolt desconcertado.
—Atacaremos. Atacaremos esta noche mientras ellos esperan la salida del sol acurrucados en sus tiendas.
Los oficiales se movieron nerviosos alrededor de Bahn, quien de pronto sintió que se le revolvía el estómago.
—¡Coronel Mandalay!
El oficial de caballería se cuadró.
—¡Señor!
—Sus hombres formarán la avanzada hasta la posición enemiga. En cuanto los descubran carguen contra el campamento, ¿entendido?
—Sí, general —repuso Mandalay tras un momento de silencio.
—No se entretengan. Atraviesen el campamento directamente hasta el tren de suministros. Una vez allí causen todos los estragos que puedan. Busquen en especial los carros con la pólvora. El intendente le proveerá con bombas incendiarias. Y, si puede, disperse también las manadas de zels.
Bahn consideró que la orden era muy extensa. La tez de Mandalay se había tensado.
—Mayor Bolt, los Especiales irán inmediatamente detrás de la caballería cuando ésta cargue. El enemigo ya estará alertado cuando ustedes lleguen al campamento. Esperemos que todavía no hayan salido de su confusión. Su tarea consistirá en mantener viva esa confusión y poner trabas a sus intentos de formar filas hasta que el grueso de la infantería pueda asestar su golpe.
Bolt asintió con una expresión impasible en el rostro.
«No está mal para un hombre a quien acaban de encomendarle una misión suicida», pensó Bahn.
—Me gustaría dejar a mi equipo de médicos con la fuerza principal —solicitó Bolt. No hacía falta que explicara el porqué.
Creed aceptó su petición.
—Nidemes. Reveres
Los generales nombrados aguardaron expectantes sus instrucciones.
—El grueso del ejército cargará inmediatamente después en una formación de ojiva. General Nidemes, si le parece bien, me gustaría que los Hoo ocuparan la posición central. General Reveres, la chartassa de la Guardia Roja se situará en los flancos. Atravesaremos sus líneas e iremos directos hacia el estandarte imperial; da igual dónde esté ondeando. Es la yugular que debemos rajar. Nuestro objetivo es la matriarca.
—Coronel Halahan... tenemos informes sobre líneas de morteros apostadas en la cresta de la loma que se extiende a lo largo de su flanco sur. Usted y una compañía de sus Chaquetas Grises se lanzarán por la retaguardia de las líneas imperiales. Apodérese de esa cresta y manténgala a toda costa. Repito, a toda costa. Debemos quedarnos con las posiciones elevadas.
El general Creed, Señor Protector de Khos, miró a sus oficiales a los ojos con una intensidad sombría. La historia que les había contado sobre el oso era lo más parecido que les ofrecería a un discurso vehemente previo a la batalla. No era del tipo de hombres que lo echaría a perder en ese momento con un puñado de palabras insustanciales sobre la victoria y el deber; no cuando acababa de pedir a sus hombres que se jugaran la vida con sus instrucciones.
—¿Preguntas?
Bahn esperó para ver si alguien más hablaba antes de intervenir.
—¿Qué pasa con nuestro cañón? —inquirió al fin, con la lengua seca convertida en un bloque de piedra dentro de su boca.
—No nos servirá de nada cuando la batalla se convierta en una lucha cuerpo a cuerpo. Aquí únicamente lo arriesgaríamos en vano. Lo mejor será que lo enviemos a Tume junto con el resto del material. ¿Algo más?
Nadie abrió la boca.
Halahan contemplaba con cierto regocijo el tenso silencio desde su posición junto al general. Se encorvó ligeramente sobre la rama que le servía de apoyo y la punta se hundió en la nieve. A continuación ladeó un poco la cabeza.
—General —dijo el coronel, soltando una bocanada de humo alrededor de su pipa, donde por una vez sólo había grindela—, me preguntaba por qué lleva esa maldita daga colgada del cuelo. Eso es todo.
—¿Por qué? —replicó Creed con un destello en los ojos—. Porque, coronel, si llegamos hasta la matriarca tengo la intención de rebanarle la garganta con ella.
LA BATALLA
Ash se despertó con la oreja pegada al suelo vibrante y al momento reconoció el sonido.
El viejo roshun se levantó como un resorte con la espada enfundada en la mano y escudriñó el círculo de carromatos. Los jinetes estaban cargando en mitad de la noche y dejaban a su paso una estela de gritos de alarma.
Un zel saltó el yugo de un carromato y aterrizó levantando terrones de nieve con los cascos antes de recuperar el equilibrio. El jinete tiró fuerte de las riendas, y Ash vislumbró en su mano un objeto con una mecha humeante que el hombre arrojó al interior del vehículo de transporte, que quedó envuelto por las llamas inmediatamente.
Un grito resquebrajó la noche. Más jinetes cargaban contra el campamento del tren de suministros y lanzaban bombas incendiarias en todos los carromatos que hallaban a su paso. La gente chillaba y corría en busca de refugio. Pero los jinetes los abatían con sus aceros.
«Es mi oportunidad», se dijo Ash.
El roshun echó un vistazo al norte, donde las tiendas del campamento de la matriarca brillaban iluminadas desde dentro, y echó a correr hacia allí.
Hacía un tiempo de mil demonios para estar volando. Allí arriba el aire era tan frío que en la pequeña aeronave todo estaba cubierto por una película de hielo. La envoltura de seda sobre sus cabezas, las paletas situadas en los flancos para controlar la dirección... todo emitía un inmaculado brillo blanco. Por su parte, los helados palos de madera de tiq y las jarcias que fijaban la bolsa de gas al casco de madera estaban cubiertos de diamantes de hielo. Aun peor era que ni siquiera había luz, ya que la superficie nevada del valle se oscurecía cada vez que una nube ocultaba las lunas pálidas y la visibilidad se reducía hasta prácticamente anularla. Para Halahan, sin embargo, todo eso sólo añadía emoción a la experiencia.
—¡Una noche fría para andar haciendo estas cosas! —dijo dirigiéndose al sargento del estado mayor, elevando la voz por encima del ruido de los propulsores.
El sargento se acurrucaba entre el resto de los hombres en el centro exacto de la estrecha cubierta, tan alejado como le era posible de las barandillas. El sargento del estado mayor Jay, un veterano nathalés, se limitó a esbozar una sonrisa descorazonada antes de cerrar de nuevo los ojos y retomar la oración que musitaba entre dientes.
Halahan mordisqueaba su pipa apagada con despreocupación mientras supervisaba a sus camaradas Chaquetas Grises, que sostenían en alto sus rifles y temblaban debajo de los abrigos, con el blanco de sus ojos refulgiendo en la oscuridad. Un par pasaba al resto cantimploras con alcohol, si bien ninguno de ellos alzaba la voz más allá de algún susurro ocasional. Todos ellos eran luchadores aguerridos. Halahan lo sabía. Hombres en los que podía confiar; exiliados de una tierra invadida.
Más allá de sus cabezas, el coronel divisó las luces distantes del ejército imperial y mordisqueó la pipa con mayor insistencia.
Su propia patria, Nathal, había caído años atrás, después de que él se pasara media vida como predicador de Eres, enseñando la unidad del todo. Ahora Nathal era una colonia más de Mann, y sus gentes sufrían una explotación y una opresión mayores de las que habían vivido jamás bajo el yugo de la propia nobleza nathalesa.
Halahan se masajeó la pierna mala, que le dolía por el frío, o quizá por esos viejos recuerdos. Tenía que agradecer la herida al IV Ejército Imperial que había invadido su patria, una calamidad que había provocado que dejara a un lado sus labores como predicador y —en lo que ya era la mayor de las ironías— luchara al lado de la reina Hano y sus fuerzas. Durante la penúltima batalla de la guerra a orillas del río Toin, una bala de cañón le había destrozado la pierna. Su compañía lo había abandonado a su suerte cuando había tenido que huir en retirada. Halahan había conseguido moverse arrastrándose en la oscuridad, y sólo la amabilidad de una habitante del bosque lo había salvado.
Con el país definitivamente ocupado por las fuerzas mannianas, lo último que Halahan había perdido era la fe.
El coronel movió la pierna y apretó los ojos vencido por el dolor.
Echó un vistazo al piloto situado detrás del timón, envuelto en ropa de piel, con un pañuelo alrededor del cuello y las habituales gafas de vuelo en los ojos. El tipo tiraba de unas palancas que había junto al timón para arrojar breves descargas de fuego por los propulsores colocados a ambos lados del casco. Entretanto, otro miembro de la tripulación se encaramaba por las jarcias heladas y se afanaba para abrir la tapa congelada de una válvula sobre la misma envoltura de seda, ya que era imprescindible liberar aire de una de las cámaras de los lastres para que no se disparara el volumen del ruido. Otras dos personas formaban la tripulación de aquella pequeña aeronave que pertenecía a la clase conocida vulgarmente como «skud». Un hombre estaba sentado inmóvil como una piedra detrás del cañón giratorio, y a su lado se encontraba la vigía, que, dotado con unos búhos, guiaba al piloto mediante silenciosas indicaciones con la mano.
El coronel observó el fantasmagórico brillo azul del guante de la vigía en la penumbra. El guante estaba impregnado de una tintura que se extraía de las hierbas del lago del lago Hirviente. A cada indicación de la vigía le seguía una respuesta en forma de descarga de los propulsores o un crujido de cabos que indicaba que se estaba ajustando la posición de una de las espadillas.
Halahan palmeó al sargento en la espalda y continuó su camino por entre la masa que formaban sus hombres. Ninguno de los tripulantes apostados en la proa lo saludó cuando se detuvo junto a ellos. Ambos estaban mirando por encima de la barandilla con una concentración máxima. Apestaban a sudor, pero eso les ocurriría a todos a bordo, incluido el propio Halahan. Pero peor eran las ventosidades que escapaban de sus intestinos descompuestos.
«Nos descubrirán por el olfato antes de vernos», pensó irónicamente el coronel.
Las luces del campamento imperial brillaban cada vez con más intensidad delante del skud. Hasta los oídos de Halahan llegaron unos gritos que expresaban sorpresa o pánico. Un estrépito sordo anunció la carga de la caballería khosiana.
El skud fue perdiendo altura rápidamente a medida que se aproximaba a las posiciones enemigas y ganando velocidad en el descenso. Halahan se dio la vuelta y miró hacia el lado opuesto adonde se encontraban sus hombres en la cubierta. Más allá de la popa de la nave divisó el solitario fogonazo de luz en el cielo nocturno de uno de los otros skuds, que estaba realizando una maniobra para mantenerse en la trayectoria de su estela. Siete pelotones de Chaquetas Grises en total, diez hombres en cada uno de ellos. Halahan esperaba que fuera suficiente para apoderarse de la cresta y mantener la posición.
El pilotó dejó escapar brevemente otra llamarada de los propulsores, pero entonces la vigía levantó la mano y la cerró en un puño.
El piloto apagó los propulsores y descendieron en silencio.
Ya sobrevolaban los límites del campamento. Halahan distinguió a su izquierda la carretera cubierta por la nieve pisoteada y las posadas para los viajeros y las casas de campo alrededor de ella, con todas las ventanas iluminadas, además de los incontables destellos del campamento a lo largo y a lo ancho del valle. En el campo se vislumbraba el revoloteo de unas sombras: los Especiales, corriendo hacia las líneas enemigas en sus característicos pelotones de cuatro unidades.
Una nube descubrió la luna, que de nuevo alumbró la superficie del valle. Las riostras chirriaban mientras el artillero inspeccionaba el cielo encima de la aeronave, buscando pájaros de guerra mannianos. El hielo crujía al tensarse los cabos. La brisa escoraba ligeramente la nave durante su descenso, y el piloto entornó los ojos tratando de atisbar el guante luminoso de la vigía, pero ésta no lo movía y continuaba con el puño firme.
Ahí estaba. La cresta de una loma que se extendía por el flanco sur del campamento imperial, con las laderas moteadas por árboles dispersos y escuálidos. El skud se aproximaba siguiendo una trayectoria oblicua que los conducía hacia el punto más occidental de la loma, donde se elevaba como un escabroso risco desarbolado. En el suelo, directamente debajo de la nave, había movimiento de tropas. Los mannianos estaban levantándose y haciendo acopio de armas, aunque parecía que tenían los cinco sentidos depositados en los ataques que estaba sufriendo el campamento principal.
El skud proseguía su descenso. La copa de un árbol rozó la parte inferior del casco. Halahan se asomó por un costado de la nave relamiéndose ante la perspectiva de lo que lo aguardaba abajo.
«Un minuto», anunció con sus indicaciones la vigía.
Los Chaquetas Grises de Halahan se agolparon en las barandillas, junto a las escaleras de cuerda todavía recogidas. El morro de la nave se niveló y el skud empezó a aminorar la velocidad. No obstante, la brisa continuaba escorando la aeronave. Halahan atisbó varios rostros vueltos hacia él, pero sus gritos se perdían en el fragor de la confusión. El skud se deslizó por encima del arroyo helado y entonces la nieve que cubría el suelo se quebró en montones irregulares, y placas blanquecinas de hielo quedaron al descubierto entre las frondas de la vegetación de la ciénaga que se extendía hasta la base del risco. No había nadie en los alrededores.
Se produjo un destello en lo alto del risco: un disparo pasó rozando el casco del skud seguido inmediatamente por otro.
La vigía se volvió a los hombres de la cubierta con los ojos ocultos tras los búhos e hizo un gesto con el dedo pulgar hacia abajo.
Todos a una, los Chaquetas Grises arrojaron las escaleras de cuerda por la borda de la nave y emprendieron el desembarco. El sargento Jay fue el primero en pisar tierra firme. Halahan se compuso el sombrero y bajó detrás de él. La cuerda se balanceaba debajo de sus botas.
El coronel aterrizó sobre una delgada placa de hielo que se rompió bajo su peso, y los pies se le hundieron en el agua hasta los tobillos.
«Genial —dijo para sus adentros—. Ahora tendré los pies mojados toda la noche.»
Con las lunas ocultas detrás de la elevación del terreno, allí la oscuridad era más acentuada. Halahan oía a su alrededor el ruido de los disparos impactando contra el agua. Se agachó entre las frondas mientras sus hombres se desplegaban en una línea de escaramuza y empezaban a responder al fuego enemigo.
El skud se elevó bruscamente liberado del peso de la carga, y un par de hombres de los Chaquetas Grises tuvo que saltar al suelo desde el extremo de las escaleras. Una segunda aeronave llegaba en ese momento, y otra partida de los Chaquetas Grises desembarcó por las escaleras de cuerda. Halahan divisó el tercer skud sobrevolando el arroyo. Desde la cima del risco, los tiradores estaban disparando a los skuds, y uno de los disparos trazó una estela fulgurante, como el destello que aún ve el ojo después de que una luz intensa se apague.
—¡Tiradores! —bramó el sargento Jay sujetándose el yelmo con una mano—. ¡Esperaba que sólo nos encontráramos arqueros!
Los primeros skuds exprimieron la potencia de sus propulsores y remontaron el vuelo por la derecha, con sus cañones giratorios escupiendo llamas y metralla contra las tropas defensivas de la cresta.
Halahan vio cómo un pino amarillo de la colina se desplomaba partido en dos y algunos fragmentos de madera salían volando por los aires. El coronel esperó hasta que la tercera aeronave hubo desembarcado a todos los hombres, consciente de que no había tiempo para esperar a los demás, y entonces dio la señal para que el segundo y el tercer pelotón avanzaran hacia el risco, mientras el primero les proporcionaba fuego de cobertura durante la operación de aproximación.
Halahan echó un vistazo atrás, en dirección al arroyo. Las tropas imperiales estaban congregándose y enfilaban hacia su posición. El resto de las aeronaves llegaba a toda máquina, con sus propulsores dejando estelas de fuego. Los Chaquetas Grises a bordo disparaban desde las barandillas a los mannianos que se dirigían hacia sus camaradas.
El sargento Jay se volvió a Halahan mientras los pelotones de asalto pasaban junto a él con el equipo tintineando, con los rifles a la espalda y blandiendo espadas cortas; unos pocos además iban armados con pistolas o pequeñas ballestas. Sus botas chapoteaban en el lodo de camino que conducía la cresta, entre el ruido de los disparos.
—¡Nos vemos en la cima! —gritó Jay en dirección al coronel.
El sargento desenfundó la espada y salió detrás de los hombres.
Halahan le deseó suerte.
—¡Date prisa, hombre! —gruñó Sparus cuando su ayuda salió corriendo de la tienda del archigeneral, seguido por dos esclavos cargados con las piezas de su armadura.
Sparus aguardaba en paños menores sin sentir apenas el frío mientras contemplaba el caos que se había desatado en el campamento de abajo.
La caballería khosiana estaba arrasando el tren de suministros. Momentos antes había irrumpido desde la penumbra como una hueste fantasmagórica, mientras el grueso de la fuerza expedicionaria dormía en sus tiendas o se levantaba demasiado estupefacta como para reaccionar. Aunque el ataque hubiera acabado ahí, el desastre ya habría sido considerable. Sin embargo, seguían propagando el infierno por el campamento estrecho y alargado que se extendía entre el lago y la lejana loma, de modo que ahora las llamas consumían los carromatos del círculo desprotegido del tren de suministros.
Fuerzas de refriega khosianas llegaban en la estela de la caballería y luchaban dentro de los límites mismos del campamento. Eran buenos, quienesquiera que fueran, y Sparus observó cómo grupos de figuras luchaban entre sus tropas sorprendidas, evitando aquellos oasis de orden donde sus oficiales bramaban a sus hombres y los animaban a adoptar algún tipo de formación.
—¿Es una incursión? —preguntó el joven sacerdote que se detuvo medio adormilado a su lado. Se trataba de Ché, el diplomático personal de Sasheen.
—No —respondió Sparus, y dirigió la mirada hacia el oeste, donde el destello de unas puntas de lanza destacaba en el valle a la luz de las lunas.
El diplomático siguió la trayectoria de su mirada y se quedó mirando los brillos sin hacer ningún comentario.
—¿Está despierta la matriarca? —preguntó Sparus a uno de los criados que estaba ayudándolo a ponerse la armadura.
—Más o menos —respondió atribulado el criado—. Había tomado una pócima que le ayudara a conciliar el sueño. Muy fuerte, según dicen.
—¿Y Romano?
El criado estaba a punto de responder cuando estalló un rugido dentro de la tienda de Romano; y cuando todas las miradas se volvieron hacia ella, un acólito salió volando de su interior y aterrizó sobre la nieve. A continuación emergió él, desnudo y con la mirada enardecida, empuñando una espada corta. El joven general dio un par de pasos vacilantes por la nieve hasta que por fin se puso derecho y vio a Sparus, que estaba abrochándose las correas de su coraza.
—¿Esta noche? —bramó en dirección al archigeneral—. ¡Dígame que estoy soñándolo, por favor!
—Está soñándolo —dijo Sparus arrastrando las palabras—. Todos estamos soñándolo.
Romano se frotó un ojo y maldijo entre dientes.
—¿Dónde está mi armadura? —rugió, y regresó dando tumbos al interior de su tienda.
El general Sparus se ajustó la última correa de su coraza y cogió uno de los guanteletes que sostenía el criado. Echó otro vistazo al campamento; las llamas se reflejaban intensas en su ojo.
«Nos atacan —reflexionó en silencio—.Y de noche.»
—Estos khosianos tienen pelotas —dijo el diplomático a su lado como si leyera el pensamiento del archigeneral, sin apartar la mirada de la chartassa que avanzaba hacia el campamento.
El panorama al que se enfrentaba el coronel Halahan mientras ascendía hacia la cima del risco era descorazonador. Allí arriba habían sido apostados tiradores y soldados de la infantería imperial para custodiar los morteros, y lo cierto era que estaban dando guerra.
Un soldado imperial salió de la oscuridad y se lanzó corriendo hacia el coronel, gritando arrebatadamente. Halahan sacó una pistola de la bandolera, tiró del percutor que perforaría el cartucho de agua y de pólvora, y apuntó al hombre a los ojos. Apretó el gatillo y vio por entre la nube de humo que el manniano caía de espadas sin la mitad de la cabeza.
Abrió distraídamente la pistola para sacar el cartucho gastado y sustituirlo por uno nuevo, y la volvió a cerrar.
Divisó a otro soldado corriendo desde su izquierda, donde los Chaquetas Grises se habían enzarzado en un tumultuoso cuerpo a cuerpo, y disparó de nuevo. Tampoco falló esta vez.
El coronel evaluó el progreso de la lucha y consideró que todavía era demasiado pronto para pedir refuerzos. A su espalda, a los pies del risco, los pelotones de la retaguardia disparaban contra las fuerzas imperiales que cruzaban el arroyo y enfilaban hacia ellos. Sin la más mínima muestra de preocupación, Halahan se volvió entonces hacia la llanura nevada que se extendía al oeste, y distinguió el resplandor de los aceros alrededor de un núcleo poco nutrido de antorchas titilantes: la chartassa khosiana avanzaba para entablar batalla con el ejército imperial.
Recargó la misma pistola, a pesar de que tenía otras cuatro ceñidas a la bandolera, y esperó donde estaba; y aún tuvo tiempo para sentirse orgulloso de los hombres que comandaba en medio de la atrocidad de la lucha. La ira que acumulaban se notaba en cómo peleaban. Para ellos se trataba de un asunto personal: tenían deudas que cobrarse, familias que vengar, recuerdos que extirpar de su memoria con la punta afilada de una hoja.
Las tornas empezaban a volverse en su favor. Halahan lo vio en cuanto ocurrió, y mientras esperaba a que todo concluyera no sentía alivio ni sorpresa, sino simplemente impaciencia.
Mientras daban buena cuenta del último puñado de soldados imperiales, Halahan emergió a trancos de entre los Chaquetas Grises con la vista puesta en los médicos que acudían para auxiliar a los heridos. Un hombre maldecía a viva voz y se frotaba los ojos cegados mientras sus camaradas intentaban mantenerlo tendido en el suelo. Otro había perdido una mano y miraba torvamente la parte amputada de su brazo, tirada en la nieve pisoteada, como si se tratara de una esposa que lo hubiera abandonado por otro.
Dos hermanos pathianos se ensañaban aparte con sus cuchillos con un soldado imperial. Estaban divirtiéndose con él, arrancándole sollozos de los labios. Halahan no se lo impidió.
Por el contrario, sacó una cerilla y se encendió la pipa.
La cresta era suya.
Ahora lo único que tenían que hacer era conservarla.
Unas llamas altísimas rugían en su escalada por el cielo. Un jinete derribó a Ash golpeándolo con la vara de una lanza. El roshun no se lo pensó dos veces y con un tajo de abajo arriba partió la lanza en dos. El jinete viró su montura y se alejó hasta perderse en las profundidades del tren de suministros.
Ash siguió corriendo hacia los carromatos que ardían en el perímetro, pero se topó con el camino bloqueado por un grupo de civiles que habían sido testigos de su destreza con la espada. La gente se apelotonó a su alrededor empuñando sus propios cuchillos y porras improvisadas, claramente decididos a permanecer tan cerca de él como les fuera posible. Ash forcejeó para librarse de aquella muchedumbre y se abrió paso gruñendo y apartando a la gente con la parte plana de la hoja de la espada.
—¡Atrás! —les gritó, pues veía que sus opciones de llegar hasta Sasheen mermaban por momentos.
El roshun soltó un puñetazo en la nariz a un hombre que no necesitó más para dar con sus huesos en el suelo. A otro le asestó una patada en la rótula, y Ash oyó el crujido de la articulación incluso en medio del fragor que lo rodeaba. La multitud retrocedió atónita.
Miró a los hombres tendidos boca arriba en el suelo mientras trataba de recobrar el aliento y vio la sangre oscura sobre la nieve medio derretida. Ambos tenían las manos levantadas en actitud defensiva para tratar de rechazar otro ataque.
Ash notó que su ira remitía y se convertía en vergüenza.
«No tengo tiempo para esto.»
La multitud se escindió en dos y el roshun salió corriendo entre las dos mitades sin volver la vista atrás.
EN UN APURO
La línea de la chartassa emergió de la oscuridad con las puntas de las lanzas levantadas y los escudos entrelazados. Los soldados exhibían sus ojos y sus dientes resplandecientes enmarcados por el contorno curvilíneo de los yelmos con penacho, profiriendo gritos al ritmo de los tambores que los ayudaban a mantener el paso.
Los Hoo marchaban con sus capas púrpura a la cabeza del ejército khosiano, formando la chartassa en la punta misma de la formación de ojiva, mientras que la Guardia Roja formaba los flancos en la cola. En las dos primeras filas de cada chartassa, los hombres blandían cuchillas de apuñalar con los aceros en forma de hoja de árbol, diseñadas especialmente para la escabechina de distancias cortas propia de la primera línea. En las filas posteriores las espadas iban enfundadas, y los hombres empuñaban unas larguísimas chartas que se elevaban alto en el cielo, prestos para calarlas en cuanto el enemigo estuviera lo suficientemente cerca.
Detrás de la línea de falanges, y en los espacios que mediaban entre ellas y que recibían el nombre de «canaletas», los sargentos de paso corrían arriba y abajo blandiendo unos bastones y abroncando a quienes perdían el paso general de la formación; y fustigaban con el bastón a las secciones de hombres que se adelantaban y rompían la cohesión de su chartassa. Del mar de cabezas sobresalían las banderas de mando, y por toda la formación sonaban silbidos estridentes.
El hirsuto bosque de lanzas cayó con un «hoo» colectivo.
Los gritos de pánico resonaban entre los soldados mannianos que se dispersaban delante de la chartassa khosiana, que se abrió paso por el campamento imperial con el mismo ímpetu firme e incontenible de una nave escindiendo las aguas del mar.
El tiempo tenía una importancia crucial, y todos lo sabían. Cada paso que avanzaba la chartassa los adentraba un poco más en el caótico campamento dejando un manto de muertos y heridos en su estela. Si concedían tiempo a los mannianos, éstos serían capaces de organizarse y la predoré imperial cargaría contra los flancos de la chartassa. En las primeras líneas ya había comenzado la acción. Entretanto, las banderas de batalla imperiales empezaban a asomar por todas partes y los hombres formaban en filas y columnas.
Bahn marchaba detrás de la chartassa de reserva central, sin separarse del capitán de la formación ni del general Creed. Se enjugó el sudor de los ojos y observó las tres aeronaves que se deslizaban por el cielo arrojando granadas sobre las tropas imperiales congregadas debajo. Todo el cuerpo —desde la cabeza hasta el dedo gordo del pie— le temblaba debajo de la armadura. Era su reacción habitual a las situaciones de violencia. Sus movimientos eran poco elegantes, torpes incluso. Adentrándose en el campamento imperial se sentía como dentro de un sueño, como si estuviera introduciéndose en el mar hasta que sus pies perdían el contacto con el fondo y él quedara a merced de la corriente; demasiado tarde para dar media vuelta y escapar.
Al menos el general Creed se encontraba en su elemento. El Señor Protector estaba rodeado por su escolta personal, que avanzaba con los escudos levantados para protegerlo de las flechas que pudieran caer sobre él. No obstante, Creed no les facilitaba la tarea. Llevaba un par de búhos en los ojos, como el resto de los oficiales del ejército, y se movía de un lado al otro de la chartassa para asomarse por las canaletas entre las formaciones y examinar el terreno que se extendía delante.
—¿Qué pasa con los Especiales? —preguntó Bahn cuando el general regresó a su posición.
Los ojos de Creed abandonaron la lucha intensa que se libraba delante y se posaron en su lugarteniente.
—¿Qué? —gritó en medio del barullo.
—Los Especiales, señor —repitió Bahn, que a punto estuvo de tropezarse con algo... el cuerpo de un soldado imperial—.Ya deberían estar dirigiéndose a la retaguardia.
—No hay rastro de ellos —respondió distraído el general. Estaba buscando algo entre las masas imperiales.
—¡Nidemes! —gritó al comandante de los Hoo.
El viejo general, que estaba correteando de un lado al otro de la línea de la chartassa de un modo muy parecido a como lo hacían Bahn y Creed, se volvió al oír su nombre.
El general Creed hizo un gesto como cortando el aire para indicarle que llevara a sus hombres hacia la izquierda. Nidemes asintió con la cabeza y bramó las instrucciones. Los portaestandartes indicaron con las banderas el cambio de dirección en nombre de sus capitanes, y en cuestión de segundos los silbidos para informar a los hombres se extendieron por la chartassa. Toda la línea empezó a girar.
Bahn echó un vistazo delante y vio hacia dónde se encaminaban. Había una pequeña elevación del terreno iluminada; eran los diminutos destellos de las tiendas de campaña sobre las que ondeaba el estandarte personal de la matriarca: un cuervo negro sobre fondo blanco.
El general estaba conduciendo al ejército directamente hasta la matriarca Sasheen.
Ché vio que sobre la llanura de Chey-Wes la fuerza expedicionaria por fin empezaba a formar ordenadamente gracias a la llegada del archigeneral Sparus. Mientras la formación khosiana se abría paso por el campamento como una ojiva resplandeciente, las formaciones cuadradas predoré los acosaban por todos los flancos, obligándola a estirarse y presionándola para desbaratarla. A pesar de que estaban rodeados, la khosianos persistían en su avance hacia la posición de la matriarca, pues era evidente que era allí adonde pretendían llegar y que era a Sasheen en persona a quien deseaban enfrentarse.
—Dejadme —dijo la voz somnolienta de Sasheen en medio de un ruido de chapoteos.
Los criados la sacaron a la fuerza de la bañera de madera que habían llenado con nieve derretida.
—Matriarca —insistió Sool—. ¡Nos están atacando!
—Sí, ya te he oído la primera vez —farfulló Sasheen.
La matriarca estaba desnuda sobre la alfombra, con el yeso que le envolvía el brazo húmedo. Se tambaleó todavía medio dormida mientras la secaban bruscamente con toallas en un intento desesperado por espabilarla.
—Aceite de junco —dijo dirigiéndose a Heelas, su médico—. Tráeme aceite de junco.
Heelas ya tenía un bote de aceite de junco en la mano. Lo abrió y se lo dio a la matriarca. Sasheen se frotó los labios con la crema blanca con el rostro torcido en una mueca.
Ché estaba delante de la entrada de la enorme tienda de la matriarca, con la espada ceñida al cinturón, así como un cuchillo largo y una pistola que ya había cargado para efectuar un disparo envenenado.
En el exterior, los acólitos y los sacerdotes corrían de un lado a otro por el campamento de la matriarca. Su guardia de honor, presta para la batalla, ya se había reunido con sus monturas. Uno de ellos sujetaba las riendas del zel blanco de batalla de Sasheen. El animal piafaba con impaciencia.
—Por mi hijo —oyó decir Ché a la matriarca. Su voz sonaba un poco más firme—. Dedicaré esta victoria a mi hijo.
Alarum llegó con paso brioso a la tienda, envuelto en una pesada capa de lana, y dio un golpecito afable a Ché en el brazo, como si de verdad se alegrara de verlo.
—Han tenido que elegir esta noche, ¿eh? —dijo mientras pateaba el suelo para sacudirse la nieve de las botas.
Ché se lo quedó mirando mientras el jefe de los espías entraba para hablar con la matriarca y luego devolvió su atención a la llanura. Observaba con atención la acción que se desarrollaba en la lejanía, aunque con indiferencia, debido a la distancia y a su carencia de emociones. Se sentía como un espectador en el Shay Madi asistiendo a un combate entre dos gladiadores que compiten por la victoria y la vida. Lo que lo tenía fascinado era la destreza y la disciplina evidentes de los khosianos. Él tenía ciertas nociones sobre lo que suponía mover a tantos hombres al unísono y hacerlos luchar al mismo tiempo, y más difícil aún debía ser hacerlos cambiar de dirección durante la batalla.
Se había quedado boquiabierto y el pulso se le había acelerado cuando poco antes los había visto gruñir y variar la trayectoria de la marcha. Nunca había creído que algo así fuera posible.
«Me da igual quién gane esta batalla», pensó Ché con un sobresalto. Y entonces comprendió sobrecogido que eso era mentira. Tenía un favorito.
El único problema era que se había equivocado de bando.
Algo rebotó en el yelmo de Toro, y cuando echó un vistazo por encima del escudo vio que el hombre de su izquierda caía en la oscuridad y desaparecía bajo la apretada masa de hombres que componían el vientre de la chartassa.
Toro meneó la cabeza para sacudirse el sudor de los ojos. Otro hombre se adelantó para ocupar el lugar dejado por el camarada caído y tropezó con éste mientras apoyaba el escudo contra el soldado de la Guardia Roja que tenía enfrente; se inclinó sobre su espalda y empezó a empujar. El amplio escudo de Toro lo cubría en parte, y cuando el soldado se volvió al ex luchador y lo reconoció, se lo quedó mirando con gesto de sorpresa y esbozó una sonrisa arrebatada mostrando los dientes.
Toro hizo un gesto inclinando la cabeza a modo de saludo.
Él también empujaba el escudo contra la espalda del joven Wicks mientras los pies se le deslizaban por el denso barro. Los proyectiles estallaban a su alrededor, y el muchacho se encogía como si una granizada lo hubiera sorprendido desnudo en la calle, de modo que ofrecía poca protección a Toro, que era casi medio metro más alto que el chico.
Su estatura siempre había sido un problema en las filas interiores de la formación. Tenía que agacharse mucho para cobijarse convenientemente en el escudo del hombre que tenía al lado, así que la espalda estaba doliéndole terriblemente. No como en los viejos tiempos, pensó con amargura. En aquel entonces había gozado de la confianza necesaria de sus superiores para que éstos lo colocaran como punta de lanza: el hombre que marchaba al frente de todos y de quien no se dudaba que aguantaría y lucharía hasta el final. Incluso al final lo habían empleado como controlador de columnas: el líder de la columna que permanecía en la cola y se encargaba de mantener el orden de la formación.
Al menos ahora su posición ventajosa le permitía ver lo que estaba ocurriendo en el frente, si bien en ese momento un banco de nubes estaba ocultando a las Hermanas de la Pérdida y la Añoranza y su visión se veía reducida. Durante los últimos minutos la lucha había ganado en fiereza.
Por encima del borde de bronce de su escudo, Toro sólo distinguía a los tres hombres que lo antecedían en la columna. Wicks asestaba tajos con su charta a ciegas a diestro y siniestro, por encima de los hombros de los compañeros que tenía delante, con tanto peligro para sus camaradas como para la infantería enemiga. El hombre que había delante de Wicks empleaba la charta con más criterio, como si ya fuera un veterano en esas lides. Y el hombre de la primera fila, únicamente una figura imprecisa en la oscuridad, se había encaramado al guardia cuyo hueco había ocupado, y su yelmo y su espada brillaban con el reflejo de las llamas lejanas mientras lanzaba tajos y golpes de los que dependía su vida.
Toro apenas si vislumbraba algo de la masa de infantería enemiga que se extendía más allá, salvo las puntas de las lanzas con las que aguijoneaban y atizaban a los hombres que los rodeaban. Aun así, por encima del fragor de la batalla podían oírse los gruñidos y los enfrentamientos que estaban teniendo lugar más adelante. El enemigo, quienquiera que fuera, estaba causando estragos. Pasó por encima de tres hombres en una rápida sucesión, todos ellos muertos y con los yelmos y los escudos en el suelo, con los rostros triturados y los brazos tiesos como ramas. Lo mismo ocurría en las columnas que tenía a ambos lados. Las filas iban adelantándose a un ritmo mayor incluso del movimiento general de la chartassa.
La luz de las lunas se filtró momentáneamente por un claro que se abrió entre las nubes. «¡Oh! Gracias», pensó Toro mientras atisbaba una figura demasiado alta para ser real y que sólo fue visible un instante fugaz antes de que volviera a engullirlo la oscuridad.
Y de nuevo la columna se adelantó bajo la presión de Toro, y una vez más tuvo que esquivar un cuerpo tirado en el suelo; esta vez un hombre de la Guardia Roja con una abolladura en el yelmo del tamaño de su cabeza.
El joven Wicks echó un vistazo por encima del hombro con la boca completamente abierta. Sólo un soldados se interponía entre el muchacho y el enemigo. Toro caló la charta por encima del hombro del chico y aguardó un momento a que la punta se estabilizara con el contrapeso de la punta de la base que se conocía como el «prendedor del dedo». El soldado de la Guardia Roja a la espalda de Toro hizo lo mismo.
Ahora pudo verlos. Eran tres gigantes —no había una palabra mejor para describirlos—, tres hombres codo con codo que casi alcanzaban los dos metros y medio de estatura. Las crestas rubias que lucían reforzaban aquella sensación de que eran extraordinariamente altos. Toro comprendió que se trataba de hombres de las tribus del norte al ver las pinturas de guerra en sus rostros. Se decía que algunos alcanzaban aquel tamaño.
A Toro le ocurrió algo que no le sucedía desde que era un joven recluta en el ejército: se quedó paralizado por lo que veía. Con la boca seca contempló cómo un gran martillo de guerra se alzaba en el aire, se precipitaba como un árbol y el hombre al que iba dirigido desaparecía debajo de él.
La punta de la charta del hombre que Toro tenía a su espalda desgarró la mejilla de Wicks cuando el muchacho empujó hacia atrás a Toro. Wicks había perdido su arma y se cobijaba bajo su escudo mientras el gigante enarbolaba su martillo por encima de la cabeza.
Toro embistió con su charta al gigante en una acción desesperada. La punta de la lanza rebotó en su enorme escudo rectangular y Toro volvió a coger impulso para asestarle otro golpe.
Otras chartas trataron de alcanzar al gigante. «Vamos... Que alguien le abra un maldito tajo.»
Toro intentó hallar un hueco donde hundirle la lanza al otro lado del enorme escudo, pero un hombre a su derecha lo empujó y desvió su acometida.
Wicks cayó al suelo con grito ahogado y un estrepitoso ruido metálico.
Toro se adelantó, pasando por encima del muchacho, e embistiendo con su charta mientras avanzaba para proteger a Wicks. Toro era el hombre más alto de toda la chartassa, y sin embargo al lado de aquellos tres gigantes del norte —que parecían hermanos— su figura se empequeñecía. Se tomó un momento para recuperar el aliento y vio que una silueta negra se encaraba con él y le mostraba los dientes en una sonrisa de oreja a oreja.
Un hombre se derrumbó contra su costado izquierdo y Toro estuvo a punto de perder el equilibrio. Levantó el escudo y soltó un tajo a ciegas. La punta de su lanza atravesó el escudo del gigante y le arañó la armadura. El gigante levantó su martillo y lo descargó sobre la charta de Toro; la partió en dos y arrancó de la mano de Toro el trozo con el que se había quedado. El ex luchador notó un movimiento entre sus piernas. Wicks seguía vivo allí abajo.
Toro desenfundó la espada y afirmó los pies en el barro.
—¡Corre, chico! —gritó escupiendo saliva dirigiéndose a Wicks—. ¡Corre!
Curl seguía a Kris por el suelo helado con la bolsa del botiquín golpeteándole la cadera, atravesando a la carrera la masa de Voluntarios y de infantería ligera de la Guardia Roja que protegía los flancos y la retaguardia de la formación mientras ésta progresaba lentamente. Los soldados situados en esas formaciones menos densas, alejadas de la protección que procuraba el cuerpo principal, estaban más expuestos al enemigo, y las bajas crecían vertiginosamente.
Kris señaló a un herido y siguió corriendo sin volverse atrás para comprobar si Curl se había percatado del gesto o no.
Una bengala surcó el cielo nocturno haciendo su ruido característico justo cuando Curl se agachaba junto al voluntario herido. El escenario quedó iluminado durante unos segundos con crudas tonalidades de verde. El soldado tenía los ojos en blanco y la sangre manaba de su cadera justo por debajo del borde de su coraza. Curl fue incapaz de adivinar qué había causado la herida. Por lo que sabía, el soldado podía tener una bala alojada allí.
—¡Kris! —bramó Curl.
Pero su compañera ya había desaparecido entre los grupos de hombres que proseguían la lucha.
«Esto es una locura —pensó con los ojos clavados en la herida—. No sé qué hacer con esto. Aún no estoy preparada para esto.»
Permaneció agachada junto al herido, petrificada en medio del caos, con los alaridos agónicos de los hombres resonando en sus oídos y rodeada de violencia por todas partes. Odió esa violencia con toda su alma; odió esa necesidad de los hombres de luchar y de conquistar, de partir el mundo en dos para saciar sus deseos pueriles.
El soldado herido gimió de dolor y masculló algo con los labios secos. Curl se lo quedó mirando. Era un hombre de mediana edad con el rostro cubierto por la barba. Debía de ser padre. Debía de ser esposo. Curl recordó de pronto lo que se esperaba de ella.
Le tomó el pulso y comprobó que el corazón todavía le latía con fuerza. Hurgó apresuradamente en su bolsa médica buscando el bote de semilla de san. Forzó al herido a abrir la boca y dejó caer sobre su lengua unas gotitas con el cuentagotas.
El soldado volvió a gemir, y ella le vertió en la boca un poco de agua de su cantimplora.
—Gracias —dijo jadeando el herido, y trató de girar el cuerpo para ponerse de costado.
—No te muevas —dijo Curl, que sacó un vendaje y lo apretó contra la herida.
A su alrededor, la infantería ligera se veía obligada a retroceder ante la llegada de una formación de soldados imperiales. Los hombres disparaban dardos, granadas y flechas al enemigo. Los pelotones pasaban a toda velocidad por su lado con la intención de rodear la masa de mannianos que se aproximaba. Una explosión desgarró la noche, y un hombre se desplomó de bruces a una decena de pasos de Curl.
—¡Aprieta fuerte! —gritó al voluntario herido cogiéndole la mano velluda y presionándosela contra el vendaje.
El soldado volvió a poner los ojos en blanco y luego los fijó en ella.
—¡Aprieta! —repitió Curl.
El herido parpadeó una vez para confirmarle que la había entendido.
Curl cogió una de las varillas de madera que llevaba en la aljaba colgada a la espalda. Escarbó un poco en la nieve y hundió la varilla en el suelo hasta que aguantó firme. Luego desplegó la banderita blanca prendida en la punta para que a los camilleros resultara más sencillo dar con el herido.
A continuación, paseó la mirada por el resto de los heridos que yacían en los alrededores y salió corriendo hacia ellos con la mano apretada contra la cabeza.
—¡General! —bramó Bahn mientras avanzaban en la primera línea de la chartassa—. ¡El general Reveres solicita refuerzos en el flanco izquierdo! Dice que la VII Chartassa se ha perdido y que la sexta está retrocediendo.
—¿Perdido?
—Por algún motivo desconocido se escindió de la fuerza principal. El general no sabe con seguridad dónde está.
Creed enfiló hecho una furia hacia Bahn seguido por su escolta. Su larga cabellera colgaba empapada sobre los hombros de su abrigo de piel de oso. La ira agrandaba su figura de un modo impensable.
—¡Malditos estúpidos! ¿A qué están jugando allí?
Bahn no tenía una respuesta.
Creed se puso derecho con un gruñido y se entrelazó las manos en la espalda. Echó la vista atrás, hacia los arqueros y los lanzadores de hondas situados en el largo pasillo que se extendía entre la formación apretada del ejército. Se trataba de unidades que carecían de escudos para protegerse del fuego enemigo, de modo que estaban sufriendo numerosas bajas. Detrás de ellos, más allá del personal médico y de los camilleros que corrían de un lado a otro, la oscuridad y la distancia eran excesivas para atisbar la infantería ligera que protegía la retaguardia de la formación, caminando hacia atrás al ritmo que marcaban los tambores. El general volvió a escudriñar la primera línea del frente.
Un dardo se hundió en uno de los escudos que lo protegían. El miembro de la escolta que lo blandía miró con escepticismo la punta que sobresalía de la cara interna de su escudo, el tercero que recibía hasta el momento. Los proyectiles habían empezado a caer como una lluvia torrencial.
A no más de media docena de pasos de Bahn, una lanza cayó del cielo y ensartó a un miembro del personal médico contra el suelo. El joven sanitario agitó los brazos y las piernas, gritando, con una espuma rosácea manando a borbotones de su herida.
Bahn jadeaba estupefacto por todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El progreso de la chartassa se había ralentizado considerablemente. Todavía avanzaban, aunque de una manera inapreciable, y, al parecer, las fuerzas imperiales estaban obligándolos a retroceder con su presión en el flanco izquierdo. Peor aún, todo el ejército estaba rodeado y sin esperanza de escapar.
Los capitanes y los sargentos de paso vilipendiaban a sus chartassas y bramaban que siguieran empujando. Pegado a su izquierda, Bahn vio que un capitán empujaba literalmente a sus hombres y les gritaba obscenidades.
—¡Envíe un mensajero a Ocien, de la novena! —gritó Creed al oído de Bahn. Y, sacudiendo la cabeza hacia las diezmadas tropas de reserva de la chartassa que apenas se vislumbraba a su derecha, añadió—: ¡Dígale que envíe una chartassa para reforzar el flanco izquierdo!
Bahn se maravilló por enésima vez de la capacidad del general para recordar los nombres de todos y cada uno de los oficiales a su mando.
—¡Y, Bahn! —agregó Creed a voz en grito cuando su lugarteniente ya daba media vuelta para salir en busca de un mensajero—. ¡Informe al general Reveres de que si continúa cediendo terreno, iré personalmente a resolver sus asuntos!
—Sí, señor.
Bahn envió a un mensajero con las instrucciones para Ocien y se frotó la cara con la mano temblorosa. Una explosión cercana lo sobresaltó.
Nada podía preparar a un hombre para el fragor de una batalla en su momento álgido. Bahn recordó la primera vez que había oído algo así: el primer día del asalto de los mannianos al Escudo. Sus intestinos se habían diluido y su cerebro se había enfangado. Había sido como estar en medio de una tormenta: temblando hasta los huesos y con un dolor en los oídos peor aún que el de la garganta, que gritaba hasta los límites de su capacidad para hacerse oír.
El fragor procedente de las primeras líneas había alcanzado unas cotas inimaginables. Allí sólo había muertes atroces, y él veía la acción sólo cuando las consecuencias eran cuerpos que caían bajo las botas de las líneas que avanzaban. También el hedor era insoportable. La sangre impregnaba el suelo enlodado y se mezclaba con el resto de las sustancias que liberaban los cuerpos en ese tipo de situaciones; una masa apestosa y resbaladiza sobre la que ya había resbalado más de una vez.
En el espacio abierto en el centro de la formación del ejército se apilaban los cuerpos de los muertos y los heridos. Los camilleros corrían de un lado al otro sobrepasados por el número de bajas, y trataban de trasladarlos a todos al mismo ritmo con que luchaba el ejército. Los monjes echaban una mano donde podían. El personal médico libraba sus propias batallas intentando mantener juntos a los hombres. Las heridas eran una visión espantosa para los ojos; incluso para los de Bahn, que habían visto su buena ración de vísceras en las murallas. Las heridas abiertas sangraban abundantemente, y la carne expuesta tenía un espantoso aspecto de ente vivo. En ocasiones, los pies resbalaban sobre intestinos grisáceos desperdigados sobre el barro. O trozos de piel ondeaban desprendidos del resto del cuerpo. Había órbitas oculares vacías. Y cuerpos mutilados que arrojaban chorros de sangre.
También había en el suelo hombres que parecían estar en perfectas condiciones y que simplemente sollozaban o tenían la mirada perdida. Un soldado estaba intentando quitarse la armadura. Llevaba así varios minutos y todavía no había conseguido completar la sencilla tarea de quitarse el peto. La peor parte se la llevaban aquéllos que no podían caminar. Algunos eran abandonados mientras la formación de ojiva avanzaba al unísono y sus cuerpos eran pisoteados por la retaguardia.
Bahn desvió la mirada de ese infierno y buscó la figura tranquilizadora y fornida del general Creed. Vio que Koolas, el corresponsal de guerra, se inclinaba junto al general para hablarle al oído.
—Parece que nos hemos estancado —dijo Koolas.
—¿Qué?
—¡He dicho que parece que nos hemos estancado! ¿Qué se puede hacer?
—¿Que qué se puede hacer? —respondió el general—. Si se pudiera hacer algo ya estaríamos haciéndolo.
Koolas torció el gesto como si hubiera esperado una respuesta más inspirada. Se volvió hacia Bahn y éste vio que el corresponsal estaba temblando ostensiblemente.
—Todavía contamos con una ventaja —declaró el general, y tanto Koolas como Bahn se inclinaron hacia él para oírlo mejor—. Dado que estamos rodeados, nuestros hombres no pueden escapar. En cualquier caso no huiremos de la batalla.
Bahn se lo quedó mirando atónito, y Creed le dio una palmada en el brazo que a punto estuvo de enviarlo al suelo de la fuerza que le imprimió.
—¡Ya tenemos agarrado al oso! Ahora debemos aguantar sus ataques mientras nos abrimos paso hasta su cuello.
Koolas tenía fresca en la memoria la historia del general a pesar de las circunstancias.
—¿Y si huye, general? Me refiero a la matriarca. ¿Qué haremos entonces?
—Entonces su propia gente acabará con ella por nosotros. Estos mannianos son muy exigentes con el valor de su líder.
—¿Y usted cree que si la matamos los mannianos abandonarán?
—Quizá. O quizá Sparus consiga mantenerlos unidos. Quién sabe.
Creed mostró fugazmente los dientes con una sonrisa. Un gesto insólito en el general. Quizá sólo lo había hecho pensando en quién era su interlocutor y en su pluma. Luego dio media vuelta y se puso a bramar otra retahíla de órdenes.
A pesar de las afirmaciones que acababa de realizar el general, los hombres habían empezado a desertar de las filas de la izquierda. Los oficiales derribaban a los soldados que trataban de huir o los reincorporaban a la formación a empellones y gritándoles a la cara.
«¿A dónde corréis? —imaginó Bahn que debían de gritar los oficiales—. ¿Es que creéis que hay algún lugar donde ir, idiotas?»
Koolas hacía gala de cierto saber estar, a pesar del temblor que le recorría todo el cuerpo. Bahn sintió en ese momento una pizca de compasión por el corresponsal y le dirigió un gesto de comprensión con la cabeza. Koolas se ciñó un poco más la capa sobre la barriga y salió a grandes zancadas hacia las apuradas filas.
Un mensajero llegó corriendo hasta Bahn desde la primera chartassa y se cuadró delante de él. Su pecho se hinchaba y se deshinchaba agitadamente mientras trataba de recobrar el aliento con las mejillas encendidas.
—La III Chartassa... Un nuevo ataque... ha frenado su avance. Hablan de acólitos.
La III Chartassa, pensó Bahn con el estómago repentinamente encogido. Se trataba de un pelotón de Hoo en la vanguardia de la formación, justo en el centro. Eran sus mejores hombres.
¡Por Dao! Pero si ya ni siquiera estaban avanzando.
Respiró hondo antes de acercarse al general con la noticia.
—Acólitos —espetó Creed. Y buscó la inspiración en algún punto del firmamento nocturno, con los brazos en jarras y las piernas bien separadas.
LA CRESTA
Un pelotón de la infantería imperial enfilaba por la cresta de la loma, con sus escudos entrelazados y empuñando espadas cortas: soldados profesionales de Gahazni, a decir por los penachos que sobresalían de sus yelmos.
—¡Aguanten firmes! —bramó Halahan a las dos líneas de los Chaquetas Grises dispuestas en el centro de la cresta; la primera cubriendo la retaguardia con escudos prestados del enemigo. Halahan no dudaba de que sus hombres aguantarían firmes. Únicamente había querido recordarles que él estaba allí, que no estaban solos.
Los Chaquetas Grises se enfrentaban a la primera contraofensiva ordenada desde que se habían apoderado de la posición en lo alto de la loma, desde donde se dominaba el campamento imperial. En las laderas cubiertas por magros pinos amarillos, los cuerpos retorcidos de los soldados imperiales que habían acometido los primeros intentos desorganizados de recuperar la cresta yacían allí donde habían caído. Desde entonces, las fuerzas imperiales se habían limitado a arrojarles proyectiles, dispararles con los rifles, los arcos y las ballestas y lanzarles alguna que otra granada.
Una parte de los hombres de Halahan se había desplegado en una delgada línea defensiva alrededor de la punta más occidental de la cresta, y estaban respondiendo al fuego manniano parapetados tras los cadáveres y los escudos afirmados en el suelo.
Otro grupo de los Chaquetas Grises manejaba los morteros que habían arrebatado al enemigo en el centro de la cresta. Los hombres manipulaban los proyectiles con sumo cuidado y concentración, y les retiraban los envoltorios impermeables como si fueran unos bebés recién nacidos. La munición de los morteros parecía cartuchos de rifle gigantes, aunque de su parte superior abierta, de papel grueso, sobresalía una mecha corta. Los artilleros empapaban la mecha con el agua de sus cantimploras y rápidamente dejaban caer el proyectil por el cañón ancho y corto del mortero, tras lo cual se cobijaban detrás de unas pantallas de mimbre colocadas allí con ese objeto. Un instante después, la carga era perforada por un percutor colocado en el fondo del tubo del cañón, la pólvora prendía por la repentina exposición a la humedad y el proyectil —simplemente una granada de mayor tamaño— salía disparado con un bramido seco, tan rápido que la vista no podía seguirlo.
Halahan observó a los artilleros un rato. Sin embargo, tenía asuntos más apremiantes de los que ocuparse en ese momento: el asalto enemigo a la cresta de la loma, por ejemplo.
—¡Fuego! —espetó el sargento del estado mayor Jay a los hombres apostados en el centro de la cresta.
La descarga de los soldados impactó en la primera línea de la infantería que progresaba en su dirección, y media docena de los soldados profesionales de Ghazni cayeron. Los que venían por detrás pasaron por encima de sus cuerpos, y los huecos que habían dejado en la formación enseguida fueron cubiertos.
Los oficiales imperiales bramaban órdenes para mantener el orden de la línea y continuar con el avance.
Otra descarga de los rifles de los Chaquetas Grises provocó una nueva oleada de caídas de hombres ensangrentados. Sin embargo, los soldados imperiales seguían acortando la distancia.
Cuando sólo les separaban tres metros de los chaquetas grises, la infantería asaltante cargó contra ellos con un rugido ensordecedor, y las dos líneas de hombres y escudos chocaron. Halahan observaba la escena a través de la nube de humo que despedía su pipa.
La impresión de una colisión así habría bastado para conmocionar a algunos hombres y dejarlos petrificados meándose en los pantalones o algo peor. A veces, cuando los reclutas estaban muy verdes, incluso podían tirar las armas, levantar las manos hacia los asaltantes y gritarles que se detuvieran, que tuvieran un poco de cordura, o suplicarles una tregua.
Dos soldados inexpertos reaccionaron así: primero se quedaron inmóviles por el espanto y luego se desmoronaron. Enseguida fueron tres. Y después, cuatro.
Halahan no parecía excesivamente preocupado mientras observaba al personal médico acudiendo rápidamente junto a ellos para ayudarlos. Al principio siempre ocurría lo mismo. En cuanto a los hombres que habían caído de verdad, esos que no se recuperarían, que dejarían seres queridos llorando... Halahan no tenía tiempo para ese tipo de sentimentalismos. Había que dejarlos para el final. Dejarlos para la botella.
Un quinto hombre cayó. Tenía un muñón en el brazo del que salía la sangre a borbotones. La línea se combó hacia dentro.
—¡Sargento Jay...! ¡Ordene que la mitad del primer pelotón refuerce al segundo!
El sargento del estado mayor Jay, recorrió encorvado y toda velocidad, la línea de los Chaquetas Grises situada en el borde sur de la cresta y fue dando palmadas en la espalda uno a uno a los hombres. A medida que recibían la indicación del sargento, se ponían en pie, desenfundaban la espada y corrían para incorporarse a la lucha.
La línea había estado a punto de quebrarse, pero consiguió mantenerse firme con la oportuna llegada de los refuerzos y lentamente logró enderezarse.
Halahan enfiló a trancos hacia el borde de la cresta donde los tiradores de los Chaquetas Grises continuaban disparando tumbados bocabajo. Los proyectiles cortaban el aire silbando o impactaban en las rocas de la cresta con un chasquido. Halahan no hizo caso de ellos; era demasiado orgulloso y testarudo como para obrar de otro modo.
Una bengala trepó por el cielo, emitiendo un ruido estridente como de fuegos artificiales mientras se elevaba por encima del humo de su estela, y arrojó un manto de luz de tonos verdosos sobre la batalla arrebatada. También iluminó un lejano pájaro de guerra al este del campamento. Otra aeronave lo perseguía, disparando su cañón de proa contra la envoltura de la nave manniana.
La cresta de la loma se extendía de este a oeste a lo largo del campamento imperial y ofrecía una vista panorámica del campo de batalla. Halahan pudo comprobar que allí abajo las cosas pintaban mal. La formación khosiana se estiraba ante sus ojos y se desplegaba en una línea delgada y larga, rodeada por una masa oscura de formaciones cuadradas enemigas integradas por miles de hombres y en las que brillaban centenares de antorchas. En algunos tramos la línea khosiana estaba combándose hacia dentro o directamente escindiéndose. Halahan vio que a su derecha, las primeras líneas de la formación habían frenado en seco su avance. A ese ritmo el ejército no duraría otra media hora.
El coronel dudó que pudiera aguantar en la cresta la mitad de ese tiempo.
Entornó los ojos mientras calculaba la distancia que debía haber entre la cresta y la formación khosiana y llamó al cabo del pelotón que manejaba los morteros.
—Curtz —dijo cuando el cabo larguirucho se detuvo a su lado—, ¿cree que los morteros podrían alcanzar desde aquí aquellas líneas enemigas que acosan a nuestra chartassa? —preguntó señalando la primera línea de batalla entre los khosianos y los mannianos.
El hombre calculó la distancia a ojo y luego alzó la nariz para recabar información sobre la brisa. Curtz había sido sargento de artillería en el ejército pathiano, y sabía hacer su trabajo.
—Eh... Creo que sí, coronel. Aunque tendremos que andarnos con mucho ojo.
—En ese caso transmita las instrucciones. Apunte los morteros a las líneas mannianas desplegadas delante de nuestra chartassa.
La orden fue transmitida. Curtz se encargó personalmente de efectuar el primer disparo, ajustando la elevación del mortero y anotando los datos de la posición. Empapó las mechas y dejó caer el proyectil por el tubo del cañón, y permaneció agachado allí mientras sus hombres retrocedían para cobijarse detrás de la pantalla más cercana.
El proyectil salió disparado con un estruendo seco, y Curtz se quedó mirando la llanura, esperando. Después de unos largos instantes apareció el brillo de las llamas entre la masa oscura de la predoré, a escasa distancia de la primera línea khosiana. Un disparo extraordinario.
Curtz se volvió hacia Halahan.
—No puedo hacerlo mejor.
Halahan mordisqueó la boquilla de la pipa.
—¡Sigan disparando!
Cuando Ash llegó por fin al campamento de la matriarca, éste estaba prácticamente desierto, de modo que decidió seguir a una columna de túnicas blancas que marchaba bajo el estandarte imperial en dirección al escenario de la batalla. Delante de ellos también ondeaba el estandarte del cuervo de Sasheen.
Ash se detuvo cuando llegó a un puesto médico profusamente iluminado dentro del campamento principal. El flujo de camilleros que llegaban era constante, y los cadáveres se exponían en la nieve detrás de la tienda principal. No había centinelas a la vista.
Ash enfiló con todo el descaro del mundo hacia el cadáver de un acólito y le quitó la túnica y la máscara. Vio de refilón a un cirujano en plena faena dentro de la tienda, cosiendo la herida de una extremidad mientras el paciente farfullaba presa del delirio.
El roshun no se entretuvo y siguió a la matriarca en su camino hacia la batalla.
Las bajas empezaban a ser considerables. El mismo Bahn estaba herido. Una flecha le había atravesado el antebrazo y —según pensó, puesto que no podía cerrar por completo el puño izquierdo— desgarrado los tendones. Sentía un dolor abrasador, y seguía al general Creed con los dientes apretados y sin abrir la boca ni una sola vez para quejarse mientras un miembro del equipo médico le trataba apresuradamente la herida.
No todo estaba perdido, pues volvían a avanzar. Al parecer, los hombres de Halahan apostados en la cresta estaban disparando fuego de mortero contra las primeras líneas imperiales. Los proyectiles habían mermado su número, así que la chartassa había podido reanudar su progreso. Creed estaba eufórico por la evolución de la situación, como si sus plegarias al cielo hubieran recibido respuesta. El general contemplaba la lucha de la chartassa ansioso por avanzar.
—¡No mueva el brazo! —gritó la sanitaria a Bahn mientras le limpiaba la herida con alcohol.
Transido de dolor, Bahn miró a la joven vestida con la ropa de cuero de los Especiales y advirtió, a pesar de las circunstancias, que no era más que una muchacha; y también que era guapa, de una manera sutil y frágil. La lengua le asomaba por la comisura de los labios mientras se aplicaba en limpiarle la herida, y tenía el cabello del color de la miel manchado y hecho un revoltijo aplastado.
En un principio no la reconoció. No allí. No en aquel lugar.
—¿Curl? —farfulló con sorpresa—. ¿Eres tú, Curl?
Sus miradas se encontraron fugazmente antes de que ella devolviera la suya a la tarea que tenía entre manos.
—No sabía si me reconocerías —dijo Curl respirando agitadamente.
—¿Qué estás haciendo aquí, por el amor del Necio?
—Curándote el brazo para que no te mueras desangrado.
—¿Estás bien?
Curl dejó por un momento lo que estaba haciendo y levantó la mirada.
—No —respondió meneando la cabeza, y sacó un vendaje de su bolsa—. ¿Lo estás tú?
Bahn vio que estaba lívida del terror y tenía una mirada ausente, como si hubiera visto cosas que se había prometido no volver a ver.
Bahn recordó que era lagosiana y que había sobrevivido a todos los crímenes que los mannianos habían perpetrado contra su pueblo. En ese momento, y con toda la intensidad del mundo, pensó: «Estos cabrones mannianos... si hay justicia en este mundo, de algún modo ganaremos esta batalla y aplastaremos a este ejército, y colgaremos a su Santa Matriarca de su cuello estirado.»
Se toparon con un cuerpo —muerto sin lugar a dudas— en su camino y ambos pasaron por encima de él sin detenerse. Curl apretó un vendaje contra la herida.
—Sujétalo un momento —dijo, y volvió a hurgar en su bolsa. Sacó otro vendaje y empezó a envolverle el brazo con él—. Ya puedes soltarlo.
Bahn alargó la mano hacia la cantimplora, le sacó el tapón de corcho con los dientes, se lo puso en la misma mano con la que sujetaba la cantimplora y tomó un trago corto de agua fresca. Estaba empezando a perder la noción del tiempo. ¿Cuánto tiempo llevaban luchando?
—¿Quieres agua? —preguntó a Curl.
La muchacha abrió la boca y dejó que Bahn le vertiera un poco de agua. Cuando acabó de atarle el vendaje arrebató a Bahn el corcho de la mano, tapó la cantimplora y se la colgó del hombro por la correa.
—Yo la necesito más que tú. Para los heridos.
Bahn no tuvo la oportunidad de replicar. Creed había divisado algo delante y se adelantaba a trancos para escudriñar por entre el bosque de lanzas de las primeras líneas de la chartassa.
Bahn siguió la trayectoria de la mirada del general y no pudo creer lo que vio: el estandarte de la matriarca ondeaba justo delante de ellos. Sasheen se había sumado a la batalla.
«Por Dao, si aún conseguiremos llegar hasta ella.»
Los proyectiles de los morteros continuaban cayendo delante de sus líneas y sembrando la confusión entre los soldados enemigos. En Bahn volvió a renacer la esperanza.
«Ojalá Halahan consiga mantener la cresta.»
—¡Coronel Halahan!
—Ya lo veo, sargento.
Los mannianos se disponían a atacar por la otra vertiente de la cresta, al sur del campo de batalla. Doce hombres de los Chaquetas Grises estaban apostados en esa posición, agazapados tras un muro bajo de nieve sobre el que habían amontonado todo lo que habían encontrado en el suelo. Apuntaban sus armas y las disparaban contra las tropas enemigas, que trepaban hacia ellos por la ladera de la loma.
Se oyó el crujido de los rifles que respondían al fuego de los khosianos y un soldado de los Chaquetas Grises se derrumbó de espaldas. Los defensores consiguieron disparar otra descarga antes de desenfundar las espadas cortas para encarar el ataque.
En el resto de la cresta estaba viviéndose una escena similar, y los mannianos estaban presionando por todos los lados.
Los Chaquetas Grises que aún aguantaban en el flanco oriental formaban dos filas y soltaban tajos y empujaban a un número que parecía infinito de soldados profesionales de Ghazni. Estaban agotados y se veían obligados a retroceder paso a paso.
En el lado norte, la mayoría de los Chaquetas Grises luchaban cuerpo a cuerpo contra la infantería que ascendía a la loma. Detrás de ellos, en el centro de la cresta, las cuadrillas de morteros seguían disparando a toda velocidad, si bien las reservas de proyectiles menguaban rápidamente.
«Cuidado.»
Un manniano apareció por el flanco sur, por donde habían lanzado la última ofensiva, y el general Creed acabó con él de un tiro en el pecho. Recargó la pistola mientras estudiaba las líneas combadas buscando zonas de tensión y de debilidad, evaluando la elasticidad, los puntos de rotura, los nudos de fuerza, como un artesano examinaría su material de trabajo.
Las líneas eran jodidamenente delgadas. Otro par de soldados imperiales irrumpió en la cresta por el flanco sur. El coronel disparó la pistola y cogió otra con la otra mano, la amartilló y también la disparó. En cualquier momento se romperían las formaciones, y entonces la línea de los hombres apostados en el centro de la cresta se plegaría, y el resto sería historia.
—¡Sargento Jay! Ordene que cinco hombres de los morteros refuercen a los soldados apostados en el centro de la cresta. ¡Otros cinco a los del sur!
Era todo lo que podía hacer. Si relevaba más hombres de las cuadrillas de morteros, el daño que causarían en las líneas mannianas sería mínimo.
Halahan apoyó el peso sobre su pierna buena mientras encendía la pipa. Se preguntó si sería la última vez que disfrutaría del sencillo placer de fumar. Esperaba que no, pues estaba dejándole un resabio amargo en la boca.
Los resortes de su humor eran extraños.
Gruñó entre dientes. Parecía que estaba condenado a no derrotar jamás a aquella gente.
El sargento Jay estaba gritando algo desde el lado norte de la cresta. Halahan se volvió y vio que tropas imperiales estaban irrumpiendo por toda la línea. El sargento del estado mayor arremetía contra ellas a diestro y siniestro con su sable nathalés mientras gritaba hacia el coronel por encima del hombro.
Halahan apuntó y disparó, y el soldado enemigo que había al lado del sargento cayó rodando por el suelo. Se volvió por puro instinto al tiempo que sacaba otra pistola, la amartillaba y apuntaba por encima del hombro a otro soldado manniano que corría hacia él enarbolando una espada. Apretó el gatillo.
El arma produjo un ruido seco, pero no ocurrió nada.
Halahan era demasiado mayor como para quedarse petrificado por el hecho, de modo que esquivó una acometida brutal de la espada del manniano y hundió el cañón de la pistola en el cuello de su atacante. Si bien vio cómo caía éste, su mente ya estaba pendiente de la línea del sur.
También ésa estaba cediendo.
—¡Aguanten! —bramó con la boquilla de la pipa apretada entre los dientes, conteniendo el impulso de salir corriendo en auxilio de sus hombres. Descargó la quinta pistola en un soldado que atacaba a las cuadrillas de los morteros. La tiró a un lado y sacó la última pistola.
«Así que éste es el final —dijo con gravedad para sus adentros—. Al menos por una vez les hemos atacado nosotros a estos cabrones.»
—¡Coronel!
El sargento del estado mayor Jay estaba jadeando exhausto en el flanco norte. Todos los hombres que estaban junto a él jadeaban. Sus cuerpos despedían columnas de vaho y sus espadas goteaban sangre mientras ellos miraban fijamente la ladera de la loma. De algún modo habían conseguido repeler el ataque.
Halahan se olvidó del tumulto desesperado que había estado presenciando y enfiló hacia ellos.
En la ladera, entre los árboles, unas figuras vestidas de negro se abrían paso hacia la cima abatiendo los restos de las tropas imperiales que ascendían por ella. Eran Especiales.
Halahan sintió un atisbo de verdadera sorpresa.
Los Chaquetas Grises alargaron las manos para ayudarlos a coronar la cresta de la loma. Los rostros de los Especiales emergieron de la oscuridad de la noche, mugrientos, adustos y con los ojos completamente abiertos. En total debían de sumar una cuarentena; muchos de ellos estaban heridos.
—Me alegro de veros por aquí —dijo Halahan ayudando a una mujer a poner el pie en lo alto de la loma.
—Y nosotros de haber llegado —respondió sin aliento la especial.
—¿Algún oficial?
—Todos muertos.
Típico de los Especiales, ya que sus oficiales siempre lideraban a sus hombres desde la cabeza de la unidad. Halahan se volvió a los recién llegados.
—Ahora hay que darse prisa. Los que puedan luchar que se desplieguen por las líneas para reforzarlas. Tenemos instrucciones de conservar esta cresta el tiempo que nos esa posible.
Todos los Especiales se deslizaron hacia las posiciones defensivas, y en cuestión de segundos las líneas se estabilizaron y se repelieron los ataques que aún no habían sido neutralizados, salvo la ofensiva permanente contra el centro de la cresta. Al menos ahora estaban manteniendo las posiciones.
De todos los lados de la cresta se llevaban cuerpos rodando por el suelo para levantar unas murallas improvisadas que apuntalaran las defensas.
—Bien hecho, sargento.
—Gracias —dijo el viejo herrero, toqueteándose un corte que tenía en la frente.
—Conceda unos minutos de descanso a los hombres que lo necesiten. Eche una ojeada a los heridos y reparta un poco de agua.
El sargento asintió mientras observaba a los Especiales que se desplegaban entre los Chaquetas Grises y luego se inclinó hacia el coronel.
—Ya sabe que si nos vuelven a atacar seguimos estando escasos de medios, ¿verdad? —susurró.
—Sí. Pero eso que quede entre usted y yo, ¿eh?
Ahora que Curl se hallaba relativamente protegida en las entrañas del grueso de la fuerza khosiana y tenía tiempo para sí, para pensar y sentir, notó que el pánico empezaba a apoderarse de ella.
Ya no era por la locura ni la violencia, ni porque estaba arriesgando su vida. No. Era por la proximidad de esos soldados de Mann desplegados al otro lado de la chartassa; algunos incluso estaban causando estragos en el seno mismo de la formación. Eran los mismos hombres que habían masacrado a sus compatriotas y habían reducido a cenizas su tierra.
Curl se avergonzaba del terror que le infundían. Era algo irracional, algo primario, como el temor a la oscuridad. Resultaba patético que todavía la dominaran con esa fuerza.
Colocó apresuradamente el cabestrillo para el brazo herido de Bahn. Se sentía bien a su lado; era reconfortante encontrar una cara conocida en medio de la tormenta. Él también estaba aterrorizado; lo notaba.
—Gracias —dijo Bahn examinando el cabestrillo.
—Ve a que te lo mire un médico cuando puedas.
Se miraron un momento y se dijeron cosas sin hablarse. Bahn abrió la boca para decir algo, pero entonces sus ojos se desviaron hacia un lado y ella también lo vio: un pelotón de soldados imperiales estaba detrás de sus líneas y uno de ellos lanzó una granada en su dirección. Alguien dio la voz de alarma. Bahn se abalanzó sobre Curl y la envolvió con sus brazos. Entonces una explosión descomunal anuló los sentidos de la muchacha y una ráfaga de viento gélido la embistió, seguida inmediatamente por un chorro de aire abrasador.
Estaba tendida boca arriba en el suelo con el viento rozándole el cuerpo y Bahn apretado contra ella.
—Estoy bien —dijo—. Estoy bien.
Bahn, sin embargo, tenía los ojos cerrados, y ella no notaba su respiración.
Curl se lo quitó de encima de un empujón y lo tumbó de espaldas en el suelo. Bahn tenía la mejilla izquierda en carne viva, y la sangre se deslizaba del oído de ese lado. Había otro hombre tendido cerca de ellos con los ojos abiertos y la mirada fija en el cielo nocturno.
—¡Bahn! —gritó Curl mientras le tomaba el pulso. Le costó encontrarlo, pero ahí estaba. Su corazón latía débilmente.
Curl estaba hurgando en su bolsa cuando se le acercó a trancos el general Creed en persona seguido por su escolta, que se las veía y se las deseaba para mantenerle el paso.
—¿Está vivo?
—¡Por los pelos! —respondió Curl.
El general se volvió hacia un oficial que estaba gritando su nombre y rápidamente devolvió su atención al cuerpo de Bahn, despatarrado en el suelo.
—¡Cuida de él! ¿Me has oído?
Curl asintió con la cabeza.
Creed miró una última vez a Bahn y salió a grandes zancadas hacia el oficial.
—¡Cuida de él! ¿Me has oído?
—Matriarca —dijo el capitán de su guardia de honor—. Deberíamos retroceder hasta una posición más segura.
El capitán tenía razón. Sasheen se hallaba en una posición muy adelantada de las líneas imperiales; una decisión para la que tenía una razón de peso.
—Capitán, cuando gane esta batalla no quiero que me digan que me quedé sentada en la retaguardia contemplando la lucha. Sois mi escolta. Protegedme.
Ché escuchaba la conversación con interés. Se encontraban en un claro entre la multitud de formaciones que continuaban inmersas en la lucha, y las que tenían justo delante ya estaban participando en la acción.
Los khosianos estaban acercándose peligrosamente.
Hacía unos minutos que Sasheen había requerido la presencia del archigeneral Sparus, y éste apareció en ese momento caminando, seguido por su séquito de oficiales.
—¿No puede detenerlos, archigeneral? —inquirió Sasheen, sentada a horcajadas en su zel mientras contemplaba la escena que se desarrollaba frente a ella—. Tenía entendido que estaba a punto de aplastarlos.
Sparus levantó la mirada hacia la matriarca con los ojos inyectados en sangre, como un hombre que llevara horas preparado para meterse en la cama.
—Y lo estoy, matriarca. Pero tienen cuadrillas de morteros en una posición elevada en la cresta de la loma al sur. —Señaló hacia allí—. Están disparando sobre nuestras líneas y eso les permite avanzar.
—Entonces, recupere la cresta de la loma y acabemos de una vez.
—Eso intentamos, matriarca —respondió, ocultando perfectamente su fastidio—. No tardaremos en recuperarla.
Sasheen le ordenó que se retirara con un ademán despectivo y Sparus inclinó levemente la cabeza.
Ché dio la espalda a la escena. Detrás de ellos, la infantería esperaba con impaciencia que le llegara el turno de unirse a la lucha. También parecían ansiosos por poner fin de una vez a aquel asunto. Debían de tener frío con esas armaduras en aquel valle glacial. Muchos parecían estar sufriendo los estragos de la resaca, o al menos todavía estaban faltos de descanso después de haber visto su sueño interrumpido con tanta brusquedad.
Como roshun, y luego como diplomático, Ché había sido entrenado para fijarse primero en los detalles importantes. Y en ese momento algo atrapó su atención. Entornó los ojos para escudriñar al hombre que emergía de entre las formaciones de acólitos y enfilaba hacia la posición de la matriarca.
Ché sólo tardó un instante en darse cuenta de lo que fallaba en esa imagen: el acólito llevaba unas medias debajo de la túnica.
La mano del diplomático se deslizó hasta la empuñadura de su espada.
Ash estaba cerca.
Veía a la matriarca con una máscara dorada cubriéndole la cara sentada a horcajadas sobre su zel blanco, rodeada por túnicas blancas y su escolta montada. Su estandarte ondeaba sobre todos ellos.
El roshun entrecerró los ojos.
Enfiló por delante de una formación en cuadrado de hombres. Había tiendas pisoteadas y objetos del equipo de campaña diseminados por el suelo removido, que se había convertido en una papilla asquerosa. Atravesó los vestigios de una hoguera y, a su paso, levantó nubes de ceniza y esparció brasas todavía candentes. Apretó el puño alrededor de la empuñadura de su espada según se acercaba a la fila más externa de acólitos congregados alrededor de la matriarca.
Detrás de Sasheen, separado del resto de túnicas blancas, un joven acólito miraba fijamente a Ash.
El roshun se detuvo.
El acólito desenfundó su espada y se adelantó para encararse con él.
Mientras los khosianos proseguían su avance hacia la posición de la matriarca, la infantería ligera imperial de la LXXXI Predasa —tropas auxiliares recién llegadas de realizar labores de guarnición en las tierras del norte, con todos sus integrantes ya sobrios y agotados, que estaban luchando en primera línea junto a unos acólitos fanáticos— decidió que perder la mitad de sus unidades por fuego de mortero y granadas —incluidos la mayoría de sus oficiales— era algo intolerable para una sola noche y resolvió retroceder hasta una posición más segura.
De hecho, se retiró cuando el miembro más grande y más fiero de sus filas, Cunnse, de las tribus del norte —que estaba allí por dinero y poco más—, tiró el escudo y la espada y se abrió paso por entre sus compañeros gritando que ya estaba harto y que era el momento de que otros se ocuparan de la carnicería. Los demás no tardaron ni un segundo en seguir su ejemplo.
En un abrir y cerrar de ojos estaban corriendo en desbandada hacia las líneas más retrasadas, directamente hacia la posición de la matriarca. Otros mannianos de la primera línea del frente se les unieron y huyeron de los proyectiles que arrojaban los morteros desde la cresta de la loma.
Aquella marca de soldados embistió repentinamente a Ché por la espalda justo cuando se disponía a adelantarse. Cayó rodando por el barro, aunque recuperó rápidamente su espada. Cuando se puso de nuevo en pie vio una riada de hombres pasando alrededor de la matriarca. Sus acólitos y su escolta montada se afanaban por apartarlos o enviarlos de vuelta a la batalla. Las espadas surcaron el aire y abatieron a algunos de los soldados: muertos mejor que desertores.
Ché ya no veía al impostor en medio de aquella repentina muchedumbre.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó.
Tenía asuntos más importantes de los que ocuparse. Los khosianos estaban acercándose rápidamente a la posición de la matriarca, que no salía de su asombro a lomos de su inquieto zel blanco con la cola teñida de un precioso color negro.
Ché quitó de en medio de un empujón a uno de los soldados, sacó la pistola con la bala envenenada y esperó a ver qué hacía Sasheen.
Bahn volvió en sí con un gemido y se encontró con que un soldado barbado lo llevaba arrastrando por el suelo.
Una mujer lo colmaba de atenciones.
—¿Marlee? —farfulló.
Sin embargo, se trataba de Curl, no de su esposa. La muchacha estaba inclinada sobre él y en la mano sostenía un frasquito con sales aromáticas. Parecía sorprendida de que hubiera despertado, e incluso consiguió hacer un gesto nervioso con los labios fruncidos.
—No te muevas dijo la muchacha—. Puedes tener una conmoción.
Bahn levantó la mirada hacia el rostro lleno de moratones y ensangrentado del soldado, que le hizo un gesto inclinando la cabeza y continuó arrastrándolo.
Bahn no recordaba cómo había llegado allí. Curl estaba curándole la herida del brazo cuando... oscuridad.
—¿Qué ha pasado? —masculló.
—Estás bien —le tranquilizó Curl—.Vas a ponerte bien.
—¿Me han dado?
—Te alcanzó la onda expansiva. Tienes suerte de continuar de una pieza.
Bahn se miró el cuerpo y comprobó que todo seguía en su sitio.
A su alrededor todavía rugía la batalla. La formación al completo seguía perseverando en su avance.
—Ayúdame a levantarme —dijo tendiéndole débilmente la mano.
Curl frunció el ceño, le agarró de la mano y ella y el soldado tiraron de él hasta levantarlo. Bahn se sentía sin fuerzas y con ganas de vomitar.
—Así que seguimos aquí —dijo Bahn.
—Sí —respondió el soldado con su voz áspera—. Me temo que sí.
CONTACTO
No era propio de él estar pensando con tanta fluidez en el curso de la acción. Ash era totalmente incapaz de encontrar la quietud mental en aquel campo helado.
El acólito que había estado a punto de desafiarlo había desaparecido en la confusión de la desbandada de soldados. Lo único que Ash sentía mientras se acercaba a la posición de Sasheen era una cólera fría.
De ella brotaban recuerdos que salían a la superficie como cadáveres, hinchados y horripilantes.
Recordó a Nico al otro lado de las rejas de la cárcel de BarKhos donde se habían conocido. El chico estaba asustado y con los ojos rojos de haber llorado con su madre, Reese, una mujer decidida a salvar a su hijo ese día. Él le había hecho un juramento; la promesa de cuidar del chico incluso aunque eso significara arriesgar su propia vida.
Vio a Nico en la pira del coliseo de Q’os exhalando su último suspiro, dejando caer la cabeza mientras unas llamas feroces trepaban por su cuerpo.
Nunca había sentido una cólera como aquélla. Se abrió paso por entre las tropas en desbandada apartándolas de su camino a empellones y, sin detenerse, se deslizó hasta el cordón de acólitos que rodeaba a la matriarca y a su escolta montada.
Los guardaespaldas a lomos de los zels de batalla aguantaban firmes el embate de la marea de soldados y los desviaban para que pasaran por los flancos de sus monturas, que despedían vaho por las ijadas. Ash se detuvo cuando un guardaespaldas viró su zel para bloquearle el paso.
El roshun hundió la espada en el costado del escolta atravesándole la cota de malla sin apartar los ojos de Sasheen, que se encontraba a tres pasos de él. Extrajo la hoja del guardaespaldas justo cuando éste enarbolaba la suya. Una bengala se alzó entonces por el cielo encima del manniano e iluminó una nube.
Medio cegado, Ash se agachó cuando el guardaespaldas descargó la espada inclinándose sobre la silla para alcanzarlo.
El roshun entornó los ojos todavía deslumbrado y volvió a atacar al escolta con su acero. Notó cómo la punta de su espada atravesaba el corazón de su rival.
Rodeó el zel mientras el jinete caía desplomado al suelo. Rodeada por el resto de su escolta, Sasheen intentaba girar su zel para abandonar la posición.
Se abrió un espacio detrás de la montura de la matriarca y Ash dio un salto hacia delante con la espada empuñada.
Los khosianos cantaban mientras empujaban. El estandarte de la matriarca había empezado a ser acribillado por las flechas. El archigeneral Sparus, no muy lejos de Sasheen, estaba exhortando a sus oficiales para que mantuvieran la línea, en un intento por restablecer la solidaridad en un ejército que se tambaleaba sobre el peligroso filo del individualismo y la desbandada total.
Ché miró hacia la posición de la matriarca, peligrosamente cerca del avance khosiano y de las explosiones de los proyectiles de los morteros, que parecían estar caminando hacia ella. Sasheen estaba tratando de retroceder pese a las instrucciones de Sparus de mantenerse firmes.
De modo que así estaban las cosas.
Ché estaba en parte sobrecogido por la posibilidad que se le presentaba. Tenía la pistola en la mano. Matar a la Santa Matriarca; derrocar su imperio con un solo tiro en la cabeza... Se le secó la boca nada más pensarlo. Su rostro parecía una máscara por la rigidez de sus facciones.
«No es distinto de toda la gente que has matado para satisfacer sus caprichos», trató de convencerse.
Se humedeció los labios y miró en derredor buscando a Swan y a Guan, pero fue incapaz de encontrar a los hermanos diplomáticos en medio del caos. Estaba seguro de que tenían órdenes de matarlo cuando terminara la campaña. La nota que le habían dejado dentro de su volumen de la Escritura estaba cargada de verdad. Sabía demasiado.
«Entonces no te quedes. Márchate ahora y mantén la esperanza de que reconsideren su decisión de quererte entre los muertos. ¿Qué te espera aquí si no más dolor y angustia?»
Sabía que la respuesta era su madre. Sin embargo, ya la había perdido. Y ella a él; cuando muchos años atrás lo habían enviado a Cheem para convertirlo en un roshun. La orden de Mann no le había dejado nada, nada salvo la complejidad hueca de una vida que nunca había deseado, que no había elegido.
Ché elegía ahora levantar la pistola, empuñada con firmeza por su mano.
La sujetó también con la otra mano para que no se moviera e intentó apuntar a la matriarca mientras esperaba que se abriera un hueco entre la escolta montada que la rodeaba. Una bengala surcó el cielo, y una muchedumbre de hombres iluminados por la luz temblorosa de la bengala se abrió paso empujándolo y haciéndole perder el blanco.
Ché trató de mantenerse firme. Vislumbró fugazmente a Sasheen tirando de las riendas de su zel para girarlo, pero enseguida desapareció oculta por los rígidos escudos de sus guardaespaldas. En cuestión de segundos se habría marchado.
«Maldición», dijo para sus adentros.
No conseguía tenerla a tiro.
De repente, uno de los guardaespaldas giró bruscamente con su zel y levantó alta la espada con la intención de descargarla sobre alguien que estaba con los pies en el suelo. Y en el mismo movimiento para asestar el golpe, el guardaespaldas se dobló en dos sobre su silla.
De nuevo Sasheen apareció ante los ojos de Ché.
La pistola del diplomático soltó un destello y la bala salió disparada.
Ash vio que Sasheen se tambaleaba hacia atrás sobre la silla cuando se acercaba a ella. El zel blanco de la matriarca soltó un chillido, se levantó sobre las patas traseras y dio un par de pasos hacia atrás directamente hacia él. Los jinetes empujaban y gritaban a su alrededor.
Vio a un jinete con armadura tirado junto a su zel blanco.
Era Sasheen, despatarrada en el lodo con su vida escapándosele por el cuello. Su escolta estaba congregándose alrededor de su cuerpo, con los escudos levantados para protegerla y moviéndose sin ton ni son como unos niños asustados.
Ash soltó un grito como si le hubieran robado un premio que le correspondía, mientras se levantaba como buenamente podía, con la espada colgándole de la mano como un objeto olvidado.
La matriarca estaba muerta, o agonizando; y Ash se consoló pensando que eso era lo importante.
Apenas se percató de que los jinetes de la escolta montada se movían en círculo a su alrededor. Mientras mantenía la mirada fija en el bulto inmóvil de la Santa Matriarca de Mann, vio por el rabillo del ojo que un guardaespaldas alzaba su espada.
Ash era la quietud.
La espada cortó el aire desde el cielo.
UNA RETIRADA POR LAS ARMAS
Ché guardó la pistola en el cinturón y se abrió paso a empellones por entre la infantería apelotonada en dirección a Sasheen. Atisbó su cuerpo inmóvil tirado en el barro. Alguien le había retirado la máscara, y una herida en el cuelo le sangraba abundantemente.
No muy lejos de la escena, un acólito yacía despatarrado en el suelo. Tenía la túnica abierta, dejando al descubierto unas medias de piel. Ché le arrancó la máscara, soltó un grito ahogado y retrocedió atónito.
«¡Ash!», exclamó para sus adentros cuando reparó en la piel oscura del viejo extranjero de tierras remotas. ¿Qué se le había perdido allí a un roshun?
Ché se tambaleó. La sangre manaba de un bulto amoratado en la cabeza del anciano. Por lo tanto, seguía vivo.
El diplomático paseó la mirada en derredor, por las máscaras y los rostros severos de los extraños. Se arrodilló y dio unos cachetes en la cara a Ash, cuyos párpados temblaron y finalmente se abrieron, aunque inmediatamente volvieron a cerrarse. Ché lo levantó y se lo echó al hombro. No pesaba nada; parecía todo piel y huesos. Cogió las riendas de un zel suelto y colocó el cuerpo del anciano encima de la silla. El animal intentó salir corriendo cuando Ché se agachó para recoger la espada de Ash tirada en el suelo, pero el diplomático tiró de las riendas para volver a acercarlo y se encaramó a él detrás de Ash.
Espoleó la montura hasta ponerla al trote.
La batalla estuvo en el aire durante un rato.
Tal vez si el ejército imperial no hubiera aprendido nada después de cincuenta años de guerra... o si los quinientos acólitos de Sparus no se hubieran posicionado bloqueando el avance de la chartassa o no hubieran aguantado firmes... o si algún hombre más de las filas mannianas hubiera gritado aterrorizado por la posibilidad de perder la vida... entonces la I Fuerza Expedicionaria podría haberse resquebrajado.
Pero no lo hizo. Por el contrario, recuperó la formación con las fuerzas renovadas y contraatacó. Y de la manera en la que se hacen ese tipo de cosas: la vergüenza colectiva por haber rozado la derrota insufló un nuevo ímpetu a los esfuerzos del ejército, y los mannianos cayeron sobre los flancos khosianos como una avalancha.
El ejército khosiano retrocedió.
—Ha caído, señor. Lo he visto con mis propios ojos.
El capitán de la Guardia Roja hablaba ligeramente encorvado. Tenía una mano ensangrentada apretada contra la barriga.
—De acuerdo —repuso el general Creed—. Ahora vaya a buscar a un médico.
El oficial apretó los dientes —tal vez en un intento de sonreír— y levantó su charta antes de regresar a las líneas del flanco derecho, que estaban desintegrándose de un modo muy similar a como estaba haciéndolo el resto de la formación.
Bahn no prestó atención a la noticia sobre la posible muerte de la matriarca, ni tampoco a la aniquilación del ejército que estaba teniendo lugar a su alrededor. Se sentía algo mareado mientras intentaba contener sus náuseas. La sangre seguía manando de su oído, del que se había quedado sordo.
—¡Eso hacen cuatro testigos, Bahn! —bramó el general Creed a su lado.
Los gritos del general lo sacaron de su ensimismamiento.
Bahn se lo quedó mirando con cara de bobo.
El general tenía las manos entrelazadas en la espalda mientras observaba la carnicería que estaba produciéndose en todos los flancos.
—Han recuperado la formación bastante bien, ¿no le parece?
—Como los khosianos, señor —respondió al fin Bahn, aturdido.
Creed escudriñó a su lugarteniente. El general tenía ojeras del agotamiento.
—Ya hemos conseguido cuanto podíamos conseguir aquí. Creo que ha llegado el momento de marcharse, ¿no le parece?
—¿General?
—¿Preferiría que nos quedáramos un poco más?
Bahn intentó hacer un gesto de negación con la cabeza, pero eso sólo consiguió empeorar las náuseas que lo asaltaban.
—No. Ni un minuto más —respondió Bahn.
Creed se volvió hacia un miembro de su escolta.
—Envíe un mensajero a buscar al general Reveres.
—Reveres ha muerto, señor —contestó el miembro de la escolta.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—No estoy seguro, señor.
—¡Entonces a Nidemes!
Pasaron algunos minutos hasta que el general Nidemes emergió cojeando de la oscuridad y se acercó a ellos. Había perdido el yelmo y su pelo plateado apelmazado contra su cabeza parecía un nido de pájaros.
—Nidemes. Nos marchamos. Daremos media vuelta y nos dirigiremos al lago lo más rápido posible.
Con una evidente expresión de alivio en el rostro, el general se alejó rápidamente para transmitir la orden.
—¿Al lago? —preguntó Bahn.
El aliento del general Creed formó una nube que trepó por el aire.
—Estoy convencido de que para cuando lleguemos habrá entendido el motivo.
—Se dirigen hacia el lago —anunció el sargento Jay.
Halahan también lo veía. Lo que quedaba del ejército había dado media vuelta y estrechado los flancos y ahora enfilaba hacia el lago, al norte del campo de batalla.
—Justo a tiempo —masculló el coronel para sí.
Se volvió hacia los restos de su reducido contingente. Habían abandonado los morteros imperiales. Tres piezas habían acabado fundiéndose, demasiado calientes para seguir disparando; otra había explotado, aunque sólo la carga —milagrosamente—, y no el explosivo en sí. Las cuadrillas daban tragos de unas pequeñas cantimploras llenas de licor; los hombres tenían aspecto de haber sobrevivido a una partida a vida o muerte del duelo del ciego.
Los tiradores que defendían el perímetro también se habían quedado sin municiones. Estaban exhaustos y contemplaban con nerviosismo cómo se reagrupaban las tropas imperiales en la cresta y a los pies de la loma. Todos sabían que un asalto más significaría su final.
El coronel Halahan inspiró hondo.
—¡Que alguien lance una bengala informativa! ¡Nos largamos!
Los hombres se espabilaron, y unas breves oleadas de energía reanimaron sus cuerpos agotados.
—¡Y destruyamos los morteros que quedan! ¿De acuerdo?
Halahan paseó la mirada por la sangrienta carnicería de la cresta. Tendrían que dejar los cadáveres donde estaban. Encendió una cerilla para prender la pipa. Mientras soltaba una bocanada de humo recogió sus preciadas pistolas, que había ido arrojando al suelo. Cuando estuvo junto al sargento, la bengala informativa se elevó por el aire y estalló con un fulgor amarillo antes de regresar al suelo.
Más allá de la luz de la bengala, los cañones de las aeronaves escupían llamaradas.
—Recemos porque nuestros skuds sigan ahí arriba —dijo el sargento Jay, y ambos escudriñaron esperanzados y en silencio el cielo negro.
Ché detuvo el zel enfrente de la tienda de los mellizos, saltó de la montura y dejó a Ash tendido sobre la silla de montar. Luego se deslizó al interior de la tienda sin esperar a ver si alguien podía verlo.
Las mochilas de Guan y de Swan estaban en el suelo junto a sus catres. Ché hurgó en ellas hasta que encontró el frasquito de jugo de árbol salvaje y regresó fuera rápidamente con él en la mano.
A continuación condujo el zel hasta su tienda y entró para coger su mochila. Metió los libros y los aplastó al lado del fardo con ropa de civil que había llevado consigo. Dejó su copia de El libro de las mentiras bocabajo sobre el catre.
—¿Cómo van las cosas por allí?
Una silueta ocupaba toda la entrada de la tienda. Un sacerdote.
Ché se levantó lentamente con los puños apretados alrededor de las correas de la mochila.
La silueta se llevó la mano a la boca y mordió algo. Ché percibió el dulce aroma narcótico de una pieza de parmadio.
—No sabría decirle —respondió al jefe de los espías—. No soy un experto en cuestiones militares.
Alarum llevaba una manta alrededor de los hombros. Ché miró de soslayo la otra mano del jefe de los espías, que le colgaba flácida junto a la cadera, muy cerca de la daga enfundada ceñida al cinturón. Ché sabía que aquel hombre era peligroso.
—Por un momento pensé que nos habían derrotado. Por la forma en la que entraste como un vendaval en el campamento. —Señaló la mochila en las manos de Ché—. ¿Vas a algún lado?
Sin previo aviso, Ché arrojó la mochila contra la cara de Alarum. Sólo estaba a un paso de él y le propinó un puñetazo en el estómago que dejó sin aire al jefe de los espías, que se dobló en dos con un grito ahogado. Le apresó el cuello con un brazo, se apoderó de su daga y lo arrastró dentro, lejos de la entrada de la tienda, amenazándole con la hoja apretada contra la garganta.
—¡Espera! —siseó Alarum entre dientes.
El jefe de los espías se revolvió. Era fuerte para su complexión delgada, y agarró a Ché por la muñeca para impedir que el diplomático le rebanara la garganta. Alarum soltó una patada y uno de los catres saltó por el aire.
—¡Espera un momento! —farfulló en un susurro jadeante, escupiendo saliva.
El hombre forcejeó para arremangarse y mostró el brazo desnudo a Ché, que se quedó mirando las ronchas de piel descamada que lo recorrían. El diplomático relajó una pizca el brazo alrededor del cuello de Alarum.
—Quizá compartamos la misma sangre enferma —dijo con la voz ahogada—. ¡Yo podría ser tu padre!
Ché lo soltó y Alarum jadeó recuperando el aire con una mano en el cuello.
—Mi madre se ha acostado con muchos hombres —dijo el diplomático—. Eso no prueba nada.
—No. Ya lo sé. No es definitivo. Aun así, ¿no tienes la duda?
Ché tiró el cuchillo, que rebotó en el suelo.
—Usted me dejó la nota en la Escritura —dijo comprendiéndolo todo en ese momento—. Fue usted.
—Veo que estás haciéndole caso. Genial. Si te quedas te matarán. Haré lo que pueda por tu madre, por poco que sea.
—¿Puede ayudarla?
—Quizá. Si me doy prisa.
Ché vaciló. Se sentía atrapado entre unas repentinas emociones encontradas. Miró a Alarum, su rostro descarnado y sus ojos oscuros e intensos, preguntándose si podría ser verdad.
Un puñado de sacerdotes pasó por delante de la puerta de la tienda. Se oyeron gritos lejanos.
—¡Espera! —espetó Alarum cuando Ché salió corriendo, dejándolo allí solo, en el centro de la tienda junto al catre vuelto del revés.
En la cabeza de Ché se agolpaban las dudas mientras regresaba al zel.
—Vámonos de aquí, abuelo —dijo mientras se subía a la silla de montar dirigiéndose a Ash, que seguía inconsciente.
Ché inclinó ligeramente la cabeza hacia el jefe de los espías cuando éste emergió de la tienda. Alarum parecía estar haciendo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas.
Ché sacudió las riendas del zel y abandonó al galope el campamento, seguido por las miradas de Alarum y de los acólitos apostados en la entrada.
Un miembro de la escolta se agachó detrás del escudo cuando un objeto pasó silbando por su lado. Por una vez, Bahn aguantó firme y sin estremecerse.
—Nuestros exploradores lo probaron antes de que lanzáramos el ataque —explicó Creed a Koolas—. Debería aguantar... siempre y cuando vayamos con cuidado.
La superficie del lago estaba helada. Resultaba extraño encontrarse en el silencio de la vasta extensión de hielo con el fragor de la batalla todavía retumbando en los oídos.
—Con un poco de suerte, la caballería de Mandalay habrá dispersado sus zels. Debería llevarles algún tiempo organizar una persecución.
Creed y los demás se encontraban en una lengua de tierra que se adentraba treinta metros o más en el lago. Los restos del ejército, tanto infantería ligera como pesada, llegaban con cuentagotas hasta aquel entrante de tierra. Los hombres, siguiendo las instrucciones de sus oficiales, se desprendían de los escudos y los yelmos y se quitaban las pesadas armaduras antes de internarse en el lago. Se desplegaban de manera que el peso quedara distribuido equitativamente. Los camilleros acarreaban tantos heridos como les era posible. La capa de hielo, todavía relativamente delgada, crujía bajos sus pies, pero aguantaba.
El ejército se volatilizaba.
Bahn apenas vislumbraba la retaguardia, apostada más allá de la masa de hombres que todavía no habían llegado a la lengua de tierra. Los soldados de la retaguardia habían formado una chartassa y se habían quedado para contener a los perseguidores del ejército imperial. La chartassa estaba integrada por miembros de los Hoo y de la Guardia Roja, muchos de ellos con heridas severas y todos voluntarios para la misión.
A Bahn le costaba mirarlos.
Lo que más deseaba en el mundo en ese momento era volver a Bar-Khos y refugiarse en casa con Marlee y los niños. No le costaba nada imaginárselo: fuera llovía; dentro de casa la chimenea estaba encendida, y Marlee tostaba dulces en las llamas mientras su hijo Juno jugaba con sus barcos bajo la mirada de la pequeña Ariale. Él estaba sentado en su sillón, radiante de felicidad.
El general Nidemes se acercó flanqueado por el coronel Barklee, uno de sus oficiales de la Guardia Roja, que llevaba un escudo que sostenía en alto para proteger a ambos de los proyectiles que seguían cayendo.
—Es hora de marcharse —dijo Nidemes a Creed.
Los ojos del general brillaron en la penumbra.
—¿Ha recogido todas las cadenas de la retaguardia?
—Sí —respondió Barklee levantando una capa convertida en un fardo que tintineó con todas las cadenas identificadoras que contenía.
—Habrá que buscar la manera de hacerles pagar por esto —aseveró Creed.
Koolas escuchaba detrás del general.
Bahn dirigió de nuevo la vista hacia la retaguardia, que retrocedía paso a paso empujada por el ímpetu de los mannianos.
Una vez más él se quedaba al margen y contemplaba desde la distancia la valentía de los hombres que sacrificaban sus vidas por los demás. Por alguna razón, no sentía ningún miedo desde que se había despertado tras la explosión, como si se hubiera desprendido de una capa pesada que había olvidado que llevaba puesta. Ahora entendía mejor que nunca por qué él estaba allí y por qué lo estaban los hombres de la retaguardia, renunciando a sus vidas por la salvación de sus compatriotas.
—Me quedo —dijo al general cuando éste se dio la vuelta para enfilar hacia el lago.
Creed se lo quedó mirando con cara de sorpresa.
—¿Qué ha dicho?
—Que me quedo —repitió quitándose la cadena del cuello—. Con el resto de los hombres de la retaguardia. —Arrojó la cadena a Barklee.
Creed frunció el ceño y le lanzó una mirada inquisitiva.
—Sufre usted una conmoción, Bahn —diagnosticó el general—. No sabe lo que dice. ¡Hemos ganado, maldita sea! Aunque quizá ahora no lo parezca, ¡hoy hemos cosechado una victoria!
—Conserve Bar-Khos por encima de todo, general —repuso Bahn—. Ésa es la única manera de hacerles pagar por lo que han hecho.
El lugarteniente del general dio media vuelta y echó a andar antes de que Creed pudiera replicar.
—¡Bahn! —gritó el general a su espalda—. ¡Bahn! —espetó como si fuera una orden.
Pero media docena de pasos después, Bahn se había perdido entre la masa desordenada de hombres.
TUME
La tranquilidad reinaba en aquellas colinas al sur del Valle Silencioso, y la luz pálida de la mañana emitía un brillo lánguido bajo la capa de nubes. Todavía había nieve acumulada en los recovecos sombríos entre la hierba amarillenta, que se mecía y susurraba alcanzada por la brisa que peinaba la cara del valle en la que habían acampado.
«Así que esto es Khos», pensó Ché para sus adentros, como si sólo entonces, en una soledad relativa, lejos de las exigencias y la compañía de Mann, pudiera apreciar el paisaje de la isla.
Se sentó en el suelo húmedo con la espalda apoyada contra las alforjas. Se había quitado el adorno que le perforaba la ceja e iba vestido con ropa cómoda: unos sencillos pantalones de lana y una gruesa camisa de algodón que tenía cosidas unas conchas de cauri a lo largo de las mangas. Encima llevaba puesta la capa, que en buena medida lo protegía del viento. Durante la noche se había abrochado el cinturón con la munición —y con la pistola y el cuchillo guardados en sus respectivas fundas— alrededor de la cintura. Había pasado la noche en vela, con los ojos abiertos y el oído atento a cualquier señal que revelara que los seguían.
Ahora, con la primera luz del día, Ché contempló un halcón que mantenía el equilibrio con delicados movimientos de las puntas de las alas sobre la ladera opuesta del pequeño valle, sosteniéndose silencioso en el aire, al acecho por si aparecía una presa. Delante de sus piernas estiradas echaba humo y crepitaba una hoguera de ramitas rodeada por un círculo de piedras. Las escuálidas llamas sólo eran un alivio para la mente.
El halcón se lanzó en picado con las alas pegadas al cuerpo. Desapareció detrás de una hilera de hierbas y reapareció con las garras vacías. «Debe de ser joven —pensó Ché—. Todavía tiene que aprender a matar.»
«Inténtalo otra vez.»
El fuego chisporroteó y Ché se quedó mirando cómo ardían las dos ramas que acababa de depositar sobre las brasas y cuyos vientres despedían un brillo rojo. De vez en cuando brotaba una llama que se agitaba fugazmente en el aire antes de volver a morir. Ché entrecerró los ojos; le pesaban los párpados.
El viejo roshun roncaba al otro lado de la hoguera. El extranjero de tierras remotas padecía del pecho, y su respiración era irregular y superficial. De hecho, justo en ese momento tosió y se revolvió bajo la capa que Ché había extendido encima de él a modo de manta.
Ash levantó la cabeza y abrió sus ojos grises llenos de legañas. Miró largamente al joven que estaba frente a él y torció el gesto con sorpresa cuando lo reconoció.
—Ché —dijo con aspereza.
—Tranquilo —respondió Ché mientras el anciano se llevaba la mano a la cabeza y hacía un sobreesfuerzo para incorporarse—. Creo que ha sufrido una conmoción. He intentado mantenerlo despierto toda la noche.
Ash se sentó con cuidado y se palpó el bulto de la cabeza y los puntos recientes.
—Eso explicaría por qué me siento como si estuviera muerto —gruñó el extranjero, posándose delicadamente una mano en la cabeza.
Ché le lanzó una cantimplora con agua. El viejo roshun tomó largos tragos de ella. Soltó un gritito ahogado; estiró primero el cuello para mirar el cielo y luego lo giró para echar un vistazo a las laderas que se extendían por debajo de su campamento. Tomó otro trago. Chasqueó los labios y se quedó mirando unos segundos la cantimplora que sostenía entre las piernas.
Al cabo levantó la cabeza con la visión algo mejorada.
—¿Qué ha pasado con la batalla? —preguntó.
Ché hizo un leve gesto encogiendo los hombros.
—La fuerza expedicionaria arrasó con todo. La última vez que vi a los khosianos estaban huyendo por un lago helado.
—¿Y Sasheen? ¿Ha muerto?
—Eso espero. Recibió un disparo en el cuello. Sin embargo siento curiosidad por saber qué hacía usted allí con la intención de matarla.
Ash se hurgaba la chaqueta buscando algo. Finalmente sacó una bolsa e introdujo los dedos en ella, pero no encontró nada. Furioso, arrojó la bolsa a la hoguera. Volvió a toser de una manera persistente y seca; apretó los ojos a causa del dolor y acabó escupiendo un pegote de flema al fuego, donde se consumió chisporroteando mientras Ash dejaba que su cabeza colgara como un peso muerto entre sus rodillas.
—¿El chico era suyo, verdad? Me refiero al aprendiz que quemaron vivo en Q’os.
—Sí, era mío —respondió con la voz ronca.
—Pero no llevaba ningún sello.
—No.
Después de todo, pensó Ché, el viejo extranjero era humano.
Escudriñó al anciano a la luz pálida de la mañana. Ash había envejecido desde la última vez que lo había visto en Cheem hacía ya muchos años. Estaba más delgado de lo que lo recordaba. Los huesos de su cara eran afilados y pronunciados bajo la capa de piel oscura, que a su vez estaba surcada de arrugas y parecía fina como una hoja de papel. La barba que formaba una cuña en su rostro había crecido descuidadamente. En cuanto a los ojos, tenía las órbitas hundidas y mostraban un ligero tono amarillento.
Parecía un hombre más cerca de los muertos que de los vivos.
—¿Qué hago aquí? —preguntó Ash—. No soy capaz de dar con una respuesta por mí mismo.
—Yo también llevó tiempo sentado aquí preguntándome lo mismo.
Ash levantó la cabeza y examinó detenidamente a Ché. Se detuvo en los muñones de sus meñiques. Se estremeció.
—¿Qué haces aquí, Ché? ¿Eres uno de ellos?
Ché apartó la mirada.
—¿Ché?
Ché notaba que la suspicacia del anciano crecía a medida que pasaba el tiempo.
—Te marchaste de Sato sin avisarnos —le reprendió Ash.
Ché volvió a mirar el ave y vio cómo se lanzaba en picado de nuevo. Había una parte de él que quería confesar allí mismo todo al anciano, contarle el papel que había desempeñado en la destrucción de la orden de los roshuns. Pero se sintió incapaz de hacerlo.
No obstante, el viejo roshun empezaba a comprender.
—Siempre estuviste de parte del imperio, ¿no? ¿Cómo es posible? El Vidente lo habría visto en tu alma. —Ash se puso recto pese a los dolores que eso le suponía—. Ché... ¿Qué eres? ¿Qué has hecho?
—Soy un diplomático que sólo tuvo la opción de sobrevivir —espetó Ché—.Y lo que he hecho, abuelo, ha sido salvarle la vida.
Ché trató de tranquilizarse mientras el viejo roshun lo miraba con incredulidad. Las emociones se acumulaban en su interior.
«En ese caso, es el fin», le había dicho entristecido el viejo Vidente mientras ambos contemplaban sentados cómo ardía el monasterio en la noche de Cheem. Todas las personas que había conocido durante los años que había vivido allí, la gente que lo había tratado con afecto, que había sido como una familia para él, habían muerto o agonizaban pasto de las llamas.
«Mátame, Ché —le había dicho el anciano Vidente—. Ahora. Pues prefiero morir a tus manos que a las de un desconocido.»
Ché tragó saliva. Miró a Ash a través de la escuálida hoguera mientras pensaba que el viejo roshun era uno de los últimos miembros que quedaban de su orden y que él ni siquiera lo sabía.
Ese conocimiento era como guardar un secreto sucio en la cabeza.
—Saben que los roshuns están en Cheem —dijo Ash al cabo, y levantó los ojos con un repentino brillo de rabia para lanzarle una mirada acusadora.
Ché prefirió guardar silencio.
El viejo roshun lanzó a un lado la capa y se levantó decidido a embestir a Ché, pero se desplomó en el suelo antes de llegar a él. Ché siguió callado, observando cómo el anciano intentaba en vano levantarse.
Finalmente, Ché se puso en pie, arrastró a Ash hasta el lugar en el que había permanecido acostado y volvió a cubrirle el cuerpo tembloroso con la capa. El extranjero contemplaba las nubes mientras su pecho se hinchaba y se deshinchaba aceleradamente. Ché se conmovió lo suficiente para hablar, para compartir con el anciano el dolor de sus propias pérdidas, pero en el último momento, cuando ya abría la boca, cambió de idea.
El roshun reía entre dientes, y el sonido irregular de su risa estaba cargado de amargura.
—Todo está perdido —dijo para sí Ash con la voz quebrada.
Ché ladeó la cabeza con curiosidad y vio cómo la sonrisa se esfumaba del rostro del extranjero de tierras remotas, que recuperaba la sobriedad.
—Supongo que quiere matarme.
El viejo roshun se lo quedó mirando fijamente.
—Lo haré cuando recupere las fuerzas.
Ash desvió la mirada y vio que un halcón joven se elevaba en el aire desde el otro lado del valle con las poderosas batidas de sus alas; llevaba una presa en las garras, una figura que se revolvía para soltarse.
El roshun volvió a tumbarse y cerró los ojos.
Toro observaba a la luz tenue del amanecer a los soldados imperiales que batían el campo de batalla en busca de supervivientes. Marchaban en parejas, y cuando encontraban a uno de los suyos que todavía respiraba avisaban a gritos a los camilleros. En el caso de que se toparan con un khosiano herido, primero comprobaban que no se tratara de un oficial y luego le hundían las lanzas hasta matarlo.
Una pareja de esa cuadrilla de limpieza se había detenido a escasa distancia de donde yacía Toro. Estaban examinando a un soldado herido de la Guardia Roja cuya mano sobresalía del campo de cadáveres que lo rodeaba. Uno de los soldados imperiales le propinó una patada en la mano y le aplastó el brazo con el pie para impedirle que volviera a levantarlo. Entretanto, su compañero le clavó dos veces la lanza, con los ojos en blanco como el cielo ceniciento que se extendía sobre sus cabezas.
Toro apartó la mirada, exhausto y ya sin esperanza.
Llevaba toda la noche atrapado bajo el peso descomunal de un hombre de las tribus del norte. El vapor que había despedido la sangre del gigantón al contacto con el aire fresco le había calentado el torso mientras el moribundo agonizaba, de modo que no tenía frío, únicamente estaba asfixiándose bajo la presión de su propia coraza partida, lo que bastaba para tenerlo aprisionado y convertir la respiración en una acción ardua que tenía que obligarse a realizar.
Para derribar a aquel gigantón en el caos de la batalla Toro había tenido que emplearse con la espada como nunca en su vida. Habían luchado como dos auténticos guerreros, sin rehuir al adversario ni escatimar esfuerzos. Toro se había llevado los peores golpes. Sabía que sólo tendría una oportunidad mínima de imponerse en la lucha... y la había aprovechado audazmente, a pesar de que las piernas estaban dejando de responderle. Un tajo en el muslo del norteño en el momento preciso, cortándole los ligamentos de la corva, le había permitido disfrutar del breve sabor de la victoria justo antes de que el hombretón lo embistiera y lo derribara con todo el peso de su cuerpo y Toro quedara atrapado donde yacía.
Una capa de sangre seca y agrietada cubría la zona del pómulo que parecía fracturada. Era incapaz de abrir el ojo derecho ni de mover la mano izquierda. A pesar de haberse empleado con todas sus fuerzas no había podido quitarse de encima el cuerpo del norteño.
«Bonito panorama», había pensado para sí, y había pasado la noche contemplando el cielo, escuchando cómo se iba debilitando el sonido del choque de aceros, consciente de que estaba solo.
Diseminados a su alrededor yacían los muertos y los heridos con los cuerpos cada vez más fríos. Un hombre sollozaba, con el cuerpo destrozado; otros lloraban del dolor y la conmoción que les provocaba la ausencia de alguna extremidad. Un muchacho llamaba a gritos a su madre, sin sentir vergüenza alguna por ello, y luego chillaba que no estaba preparado para morir. Se oían voces ahogadas y oraciones farfulladas; no sólo de khosionos, también de los soldados imperiales mezclados con ellos. Alguien con acento norteño hablaba con su esposa; le decía que pronto regresaría con ella, que la amaba, que sentía haberla traicionado. Otro llamaba a camaradas que ya no estaban en el campo de batalla o que yacían muertos a escasa distancia, pero nadie le respondía.
En un momento dado, el norteño descomunal se había despertado con una sacudida. Había escupido sangre y mirado a su alrededor como buenamente había podido, con los labios temblorosos. Entonces había intentado mover su enorme cuerpo sin éxito y había notado la presencia de Toro respirando debajo de él, todavía vivo.
En la lengua franca le había preguntado con voz bronca cuánto tiempo quedaba hasta el amanecer.
Charlaron un rato.
Dijo que se llamaba Ersha. Era un mercenario procedente de una tribu sengetti de la gélida estepa septentrional.
El hombre había vuelto a perder el conocimiento cuando había empezado a nevar de nuevo en mitad de la larga noche. Los copos se habían posado sobre los cuerpos retorcidos como una manta extendida por la maravillosa Madre del Mundo.
Ahora, a la luz cada vez más brillante de la mañana, Ersha soltó un gruñido; una bocanada de aire que escapó de sus labios como si hubiera estado conteniendo la respiración durante una eternidad. A lo largo de la noche, ambos cuerpos habían acabado fundiéndose en una amalgama de sangre seca y músculos entumecidos. El norteño, como en la ocasión anterior, hizo un esfuerzo descomunal con el brazo para intentar levantarse, pero de nuevo fracasó y a punto estuvo de aplastar a Toro cuando volvió a dejar caer el cuerpo con un suspiro.
—Los khosianos no valéis nada como cama —dijo en su rudimentaria lengua franca.
—Lo mismo podría decirse de vosotros los norteños como edredones —gruñó Toro.
El mercenario hizo un ruido parecido a un resuello, algo que quería ser una carcajada.
Toro torció el gesto acosado por las vibraciones que la risa provocó en el cuerpo que presionaba su armadura rota.
Ambos permanecieron en silencio un rato. El norteño también parecía tener dificultades para respirar.
La inquietud y no otra cosa acabó por animar a Toro a hablar de nuevo, aunque sólo fuera por distraer la mente.
—Dime, ¿es cierto que vuestras mujeres se ponen joyas en sus partes íntimas?
Ersha levantó la cabeza y volvió su rostro barbado hacia la figura que tenía debajo. Tenía los dientes afilados y puntiagudos.
—Sí. Es cierto. Ya formaba parte de nuestra tradición cuando los q’osianos empezaron a hacerlo.
—Vuestras mujeres deben de ser unas compañeras de cama interesantes.
—No sigas por ahí —resolló el norteño—. Conseguirás que me ponga a pensar en mis esposas y dudo que quieras que tenga una erección en estos momentos.
Toro hizo un esfuerzo para que no se le escapara una risa amarga.
—Voy a decirte algo: ya la tienes.
—Me tomas el pelo.
—Ojalá fuera así.
Hubo un momento de silencio.
—Uno pensaría que si se pasa la noche desangrándose es imposible que ocurra algo así —apuntó el norteño con su voz apagada.
—Sería lo lógico.
—Por cierto, felicidades por el tajo que me hiciste en la pierna.
Era la segunda vez que el norteño lo halagaba.
—La dejaste desprotegida. Tu defensa de la zona inferior es deficiente.
—Es por culpa de mi peso. Tú debes de tener el mismo problema.
—Sí.
Las nubes resplandecían en el cielo sobre sus cabezas. Se movían de un modo casi imperceptible, aunque cuanto más se concentraba en mirarlas más intensa era la sensación que tenía Toro de que eran él y el resto del mundo que yacía bajo su cuerpo los que se movían.
Otra voz distante quedó interrumpida en mitad de un alarido.
—Deberías alegrarte, Toro. ¿Qué es mejor, morir así, en tu patria arrasada, o pudrirte en una celda encerrado por el resto de tus días?
—Este final aquí, clavado al suelo por una erección, no tiene nada de glorioso.
—No sigas por ahí —le advirtió el norteño con una risita—. Me duele horrores cuando río.
Toro se estremeció por las sacudidas de la mole que tenía encima.
—No me has contado qué hiciste para merecer un castigo como éste.
Toro se humedeció los labios secos. Tenía tanta sed que le ardía la garganta.
—Maté a un hombre —respondió—. A un héroe de Bar-Khos.
—¿A un héroe? ¿Y qué te había hecho ese héroe?
—Se aprovechó de mi hermano pequeño. Y luego le rompió el corazón.
—Ah, ahora entiendo.
Toro estuvo escuchando un rato la respiración de Erhsa, cada vez más superficial. El norteño se esforzaba por mantenerse despierto.
Toro había coincidido en una ocasión con Adrianos, el héroe del asalto a Nomarl. Había sido dos años antes, cuando las multitudes habían acudido para presenciar el enfrentamiento de Toro contra el campeón de Al-Khos. Le había caído bien y le había gustado su ingenio, incluso había sentido cierta admiración por sus logros en sus enfrentamientos con las fuerzas imperiales.
El hermano menor de Toro había sentido la misma admiración por Adrianos cuando se convirtió en un miembro de los Especiales a sus órdenes. El año anterior, con sólo veinticuatro años, había muerto en una pelea de taberna que había iniciado él cuando un grupo de amigos de Adrianos había aparecido pregonando las virtudes del héroe. Toro había quedado trastornado por la muerte de su hermano pequeño; y su estado empeoró cuando descubrió el motivo de la pelea y por la repentina animadversión que sintió hacia Adrianos.
Sintió que la sangre empezaba a hervirle sólo de recordarlo. Dejó caer la cabeza a un lado y esperó a que el recuerdo escapara de su interior. A través de las lágrimas no veía más que cuerpos, una alfombra de hombres que se extendía en cualquier direcciones que mirara. Deseó que Wicks se encontrara bien. Deseó que el muchacho no se encontrara tirado en cualquier lugar entre el resto de los caídos.
Un par de botas entraron en su campo visual. Toro parpadeó para aclararse la visión, y cuando levantó la mirada vio a dos soldados apoyados en sus lanzas mirándolo.
—Aquí hay uno —dijo el de menor estatura de los dos, que levantó su arma y apuntó con el acero ensangrentado al cuello de Toro.
Toro se resistió a estremecerse. Esperó con los ojos abiertos con el único deseo de que fuera rápido.
—No —gruñó Ersha, que giró el cuello para volverse a los soldados—. Éste... éste es mío.
Los soldados repararon en el estado del gigantón y lo miraron con gesto de sorpresa.
—Son órdenes —repuso el de menor estatura—. No se hacen prisioneros. Hay que matar a todos excepto a los oficiales.
—Me importan una mierda las órdenes —bramó el norteño—. Éste es mío, ¿me habéis oído?
—¿Tuyo? Tendrás suerte si llegas a la noche.
El norteño hizo un esfuerzo para llevarse la mano al costado. Maldijo y al cabo sacó algo. De la mano le colgaba un cordón negro.
A continuación, resollando, pasó el collar por la cabeza de Toro y tiró de él hasta que se lo colocó alrededor del cuello. El cordón llevaba una piedra con una marca.
—Es mío —espetó con los dientes apretados.
Ché y Ash apenas hablaron durante su viaje a través de las colinas de las tierras bajas que flanqueaban el Valle Silencioso. Se habían propuesto alejarse del escenario de la batalla bordeándolo por el oeste, siguiendo el desarrollo natural del valle. Al sur dejaban las cimas más altas que precedían las montañas con los picos delgaduchos cubiertos de hielo; podían vislumbrarlas entre las frondas de los árboles mientras cruzaban barrancos y valles invadidos de salvia.
Ambos se habían puesto del revés las capas, de modo que el forro gris los hacía pasar inadvertidos. Ché dirigía el zel a pie mientras Ash iba sentado en la silla. El extranjero todavía estaba débil y a menudo pedía que se detuvieran para vomitar envuelto por las nubes de su propio aliento.
No tenían nada para comer. Ché cogía bayas por el camino, aunque Ash las rechazaba afirmando que se sentía incapaz de mantenerlas en el estómago. No había duda de que Ash había sufrido una conmoción, y Ché sabía que lo último que debía hacer era mover al anciano de aquella manera. Sin embargo, otra noche al raso con aquel frío gélido podía tener consecuencias peores y lo más probable era que Ash no sobreviviera a ella.
Entrada la tarde se detuvieron en la cresta de una colina de gran altura y otearon, con los ojos entrecerrados por el viento cortante, la llanura empantanada conocida como la Cuenca. La fértil extensión de tierra aparecía espolvoreada de nieve y escarcha, y las granjas y los pueblos moteaban los campos y los bosques de abedules, pino amarillo y tiq. De los campos con los cultivos todavía verdes para la cosecha se elevaban columnas de humo, y las familias tiraban de carros y guiaban el ganado por los caminos de tierra dejando atrás sus hogares.
El aire estaba sorprendentemente limpio, y Ché vislumbraba el lago Hirviente a diez laqs o más al noroeste, donde la ciudad de Tume flotaba como una mancha pálida de cuyo centro sobresalía una astilla negra; la ciudadela antigua, supuso Ché. Al norte, el cauce del río Canela, con sus aguas heladas, serpenteaba hasta el lago acompañado por la línea más recta de la carretera principal, en ese momento obstruida por hombres que avanzaban por ella con andares penosos: el ejército khosiano en retirada.
—Se dirigen a Tume —aseveró Ché.
El diplomático parpadeó y examinó de nuevo el gran lago y después la ciudad isla. Un puntito negro sobrevolaba la ciudadela: una aeronave. Levantó la mirada hacia las nubes cada vez más negras y sospechó que no tardaría en ponerse a nevar otra vez. Luego se volvió a Ash con la esperanza de que el viejo roshun sugiriera algo. Sin embargo, el extranjero cabeceaba vencido por el agotamiento.
—Sparus y el ejército no tardarán en llegar aquí —masculló Ché, casi para sí. Luego, más alto para que Ash lo oyera, añadió—: Las posibilidades son nulas.
Y tiró del zel para emprender la marcha con destino a la ciudad.
—¡Qué tortura! —exclamó Kris, acomodándose la mochila con el botiquín que llevaba colgada de la espalda—. Creo que estoy a punto de quedarme sin pies.
Curl se volvió hacia ella, pero no tuvo fuerzas para responder. También ella tenía los pies molidos, y el dolor no hacía más que crecer ahora que caminaban por las duras tablas del puente colgante que desembocaba en Tume.
Estaban rodeadas por los soldados heridos y maltrechos que cojeaban, arrastraban los pies y se ayudaban mutuamente hasta donde su estado se lo permitía. Como en el caso de Curl, los hombres estaban demasiado agotados para hablar. Sus semblantes derrotados estaban cubiertos de mugre y sangre salvo en las zonas protegidas por los cascos. Sus ojos parecían a punto de saltarles de las órbitas, como si hubieran pasado toda la noche mirando fijamente las llamas de un horno. Curl había desarrollado un sentimiento profundo de camaradería con aquellos guerreros. Habían realizado la travesía por el infierno juntos, y ese día se había dado cuenta de que ya no se sentía una civil, sino uno más de ellos.
En sentido contrario a la marea de soldados, otro flujo con un aspecto mucho más presentable compuesto por ciudadanos de Tume acarreaba sus pertenencias en su intento de huir de la ciudad. Cuando se cruzaban con los soldados les lanzaban miradas nerviosas que revelaban que los veían no como a unos salvadores sino como el presagio de una derrota. Curl no podía asegurar que se equivocaran.
Se ciñó la capa para protegerse del aguanieve. Tenía el pelo empapado pegado al cuero cabelludo, y las orejas le ardían del frío. Deseaba con todas sus fuerzas una capucha. Se limpió la cara y mantuvo la mirada fija en la espalda del soldado que la precedía. El hombre estaba temblando; no llevaba capa y marchaba con los brazos cruzados apretados fuertemente contra los costados. Su aliento se elevaba por encima del vendaje ensangrentado que le envolvía la cabeza.
Delante de él, siguiendo la extensa fila de hombres renqueantes, al final del puente, se divisaba una torre fortificada con las puertas abiertas, y al otro lado, la ciudad de Tume, que se extendía desordenadamente a ambos lados de la torre.
Sólo la ciudadela estaba construida sobre suelo firme. Las murallas y las torres se levantaban desde un montículo rocoso que se elevaba alto sobre los tejados. El resto de los edificios de la ciudad, todos ellos construidos de la misma madera que el puente, flotaban sobre amplias plataformas de lo que Kris llamaba simplemente hierbas del lago; una variedad de vegetación autóctona del lago que filtraba el agua para adquirir minerales y nutrientes y la mantenía limpia como un lago de montaña. Curl podía ver claramente la tierra del fondo del lago, las rocas cubiertas de algas depositadas en él y la vegetación. Más próximos a la superficie entrevió bancos de peces que mordisqueaban los zarcillos sueltos de las hierbas flotantes.
Ahora entendía el porqué del nombre del lago, pues en algunas partes borboteaba, sobre todo a lo largo de la orilla sur, donde el agua se arremolinaba, borbollaba y arrojaba ráfagas de vapor al aire frío.
—Si te acercas a aquella orilla, cavas un hoyo y esperas a que el agua lo inunde, puedes prepararte el desayuno —le dijo Kris cuando advirtió el interés de Curl.
Curl hizo un esfuerzo para asentir con la cabeza y se preguntó cómo era posible que alguien se planteara si quiera comer en ese entorno, con ese hedor pestilente a huevos podridos.
De pronto reparó en que delante de ella algunos hombres estaban mirando hacia el este, en dirección a la lejana orilla del lago. El paso continuo de civiles le impedía ver lo que miraban.
—Escucha —le dijo Kris, y eso hizo.
Arrastrados por la brisa que peinaba el agua llegaron los rugidos apagados de disparos.
—Ya vienen —dijo Kris.
Los ciudadanos de Tume también los oían. Un murmullo se propagó por la columna de civiles y luego estallaron los gritos de alarma. Algunos dieron media vuelta para refugiarse en la ciudad. Otros apretaron el paso ansiosos por desaparecer de allí.
Los soldados continuaron su marcha con la única idea en la cabeza de conseguir un techo y un plato de comida caliente.
LA QUEMA DE PUENTES
Se decía que la tortuga tenía trescientos años de edad, tantos como la ciudadela que había sido su único hogar. En su larga y lenta vida, la criatura había pasado por épocas de hambruna y de prosperidad, de paz y de guerra, incluso de revolución. Sus ojos habían visto envejecer y morir entre aquellos muros húmedos, generación tras generación, a los miembros de la familia gobernante de Tume. Había presenciado el nacimiento bañado de sangre de niños, los espléndidos bailes y banquetes, las discusiones enconadas, las enemistades, las aventuras amorosas, las enfermedades mortales, hasta convertirse en historia viva, en un vínculo con los antepasados desaparecidos y los descendientes aún por nacer.
La tortuga no parecía dar importancia a su prestigio mientras hacía equilibrios torpemente con las patas traseras apoyadas en una mesita baja y estiraba el cuello largo y áspero para alcanzar una manzana verde que se encontraba en un frutero, sin prestar atención a los soldados que buscaban un espacio libre alrededor de las paredes del gran salón.
Era tan tranquila que ni siquiera se inmutó cuando un par de guanteletes se estrellaron en la mesa junto al frutero ni dio muestras de interés por el hombre que pasó junto a la mesa sin atemperar sus andares briosos. La tortuga tiró la manzana al suelo y empezó a masticarla mientras el tipo se dirigía a grandes zancadas hacia la gente congregada alrededor del fuego que ardía en la chimenea central.
La figura del hombre aparecía agrandada por la ira que rezumaba y la gruesa piel de oso que llevaba encima.
—¿Dónde están mis malditos refuerzos? —espetó el general Creed al principari de Tume. Su voz retumbó bajo el techo abovedado del salón—. ¿Dónde están las tropas de reserva de AlKhos? —añadió a voz en grito cuando el hombre que miraba el fuego se dio la vuelta para encararlo.
Vanichios abrió los ojos una pizca más bajo el ala de su sombrero de terciopelo azul. En su rostro no había rastro del maquillaje que solían utilizar los Michinè.
El principari hizo un gesto con la cabeza para que los hombres que tenía a su alrededor, todos ellos vestidos con el atuendo verde de consejero, se marcharan. Entrelazó las manos en la espalda y esperó la llegada de Creed, que ya se había encaminado hacia él. El brillo de los diamantes que llevaba puestos destacaba en su lustrosa túnica de seda.
Creed se detuvo frente a él. Estaba sin aliento, y se llevó una sorpresa cuando Vanichios le tendió las manos y le dio un beso en cada mejilla como si todavía fueran amigos. El principari olía ligeramente a bayas de sauco y a jabón.
—General —dijo Vanichios con su voz melosa, evaluando con preocupación el estado de Creed—.Vamos, tenemos que hablar.
Sin esperar una respuesta, el principari enfiló hacia una alcoba donde no había soldados y donde su esposa, Carine, supervisaba los trabajos de un grupo de criados que estaban retirando cuadros y libros valiosos de las estanterías.
—Carine —dijo suavemente Vanichios dirigiéndose a su esposa—, por favor, déjalo. Los niños y tú debéis prepararos.
Carine se apartó el pelo cano del rostro y miró fijamente a Creed mientras su marido los presentaba.
—Bienvenido, general —dijo Carine—. Por favor, siéntase en su casa. Debe de estar agotado.
En su voz no había atisbo de rencor, únicamente educación, y Creed, allí de pie, embutido en su armadura pestilente y con sus hombres a su alrededor comportándose como si estuvieran en su casa, se sintió inmediatamente abochornado por los gritos que acababa de proferir. Se había quedado sin palabras, así que optó por inclinar cortésmente la cabeza.
La verdad era que había esperado un recibimiento mucho más frío en aquel salón del principari, el hombre que en el pasado había sido su amigo, cuando eran un par de oficiales solteros en las filas de la Guardia Roja. Llevaban quince años sin hablarse; desde el día en que se habían batido en duelo y Creed había contraído matrimonio con la mujer que lo había ocasionado.
Mientras Vanichios —con la cicatriz del duelo todavía visible en la mejilla derecha de su rostro, con la tez tensa por la falta de sueño y las preocupaciones— pedía a su mujer que los dejara solos, Creed se dio cuenta de que lo pasado, pasado estaba. Había irrumpido de mala manera en el hogar de un hombre que ya no le deseaba ningún mal, el hogar de una familia acuciada de pronto por la llegada de la guerra.
Cuando Carine dio media vuelta para marcharse, Creed observó las miradas que intercambiaban marido y mujer y pudo ver el vínculo que los unía. Sintió una punzada de deseo nostálgico, pero no por aquella mujer, sino por la suya.
—Las tropas de reserva —apuntó Marsalas, ahora en un tono reposado, mientras Vanichios le señalaba una silla y él mismo se dejaba caer en la de enfrente—. ¿Por qué no están aquí?
—Porque todavía están a cuatro días de marcha forzada —respondió el principari, acomodándose en la silla y se colocaba el dobladillo de la túnica sobre el regazo—. Ayer mismo partieron de Al-Khos.
—¿Cómo? —exclamó Creed.
—Al parecer, Kincheko ha estado protestando la decisión de cedernos sus tropas de reserva.
Creed se apretó la frente como si sufriera un fuerte dolor de cabeza. Intentó serenarse mientras asimilaba el alcance de la noticia.
—¡Le arrancaré la cabeza!
—No si lo puedo hacer yo antes —repuso Vanichios.
Creed pudo ver la irritación genuina que el principari escondía tras su gesto impertérrito. Se incorporó en la silla y la armadura y la piel avejentada del asiento crujieron.
—No podemos defender la ciudad —aseveró con la mirada clavada en Vanichios—. No sin la artillería pesada que se suponía que iban a traer.
Vanichios también mantenía la mirada firme, e hizo un gesto de asentimiento prácticamente imperceptible con la cabeza.
—Tenemos los cañones que nos enviaste.
—Esos cañones de campaña no servirán de nada contra el asedio que se nos avecina. Mi única intención era mantenerlos lejos de las manos de los mannianos.
Creed se daba cuenta de que estaba diciendo algo que Vanichios ya sabía. Suspiró frustrado y paseó la mirada por la cámara. Luego siguió la columna de humo que salía del fuego y trepaba hasta el techo abovedado, donde se filtraba por las rendijas del círculo de huecos tiznados o era devuelto en ráfagas de aguanieve. Allí arriba estaban creciendo árboles, solanos de hojas moradas que brotaban de las mismas paredes y colgaban sobre la cámara. Debajo de las frondas, sus hombres descansaban sentados o tumbados desparramados por el suelo, y seguían entrando más, que caían desplomados en cualquier espacio vacío que encontraban para echar una cabezada.
—Llegarán cuatro días tarde —reflexionó en voz alta sin mirar a Vanichios—. ¿Qué lo ha convencido al final?
—Amenacé a Kincheko con retarle a un duelo si no los enviaba.
—¡Ah! —exclamó Creed—. Entonces debe de ser peor que tú con la espada.
Ambos esbozaron una sonrisa que se abrió paso entre la multitud de preocupaciones que los acuciaban. Vanichios incluso se tocó la cicatriz de la mejilla e hizo una mueca de indignación. Se echaron a reír estruendosamente y atrajeron la atención de los hombres que atiborraban la cámara.
—Me alegra ver que estás bien y de una pieza —dijo Vanichios en un tono afectuoso—. Te lo digo en serio. Hemos dejado pasar demasiado tiempo para esta reunión, y ahora... —Hizo un gesto cortando el aire con la mano—. Ahora estamos con el agua al cuello y sin tiempo de ponernos al día.
Creed se limpió una lágrima que le había brotado en el ojo de la risa. Sí, se sentía feliz de estar allí, pensó, de volver a hablar con Vanichios.
La guerra podía tener un montón de cosas odiosas, pero no podía negarse que tenía una capacidad incomparable para acabar de un plumazo con las estupideces de la vida cotidiana. Creed no pudo más que volver a sentir admiración por el hombre que tenía enfrente, su humanidad con los menos afortunados en las ocasiones en las que él mismo no veía más que desdicha. Creed siempre había pensado que ello se debía a que Vanichios había crecido como el menor de cuatro hermanos, la posición más baja en la jerarquía tradicional de una familia Michinè.
Vanichios había sobrevivido a su padre y a sus hermanos, y se había encontrado de pronto siendo el señor de Tume, y Creed sabía que eso era lo último en lo que habría deseado convertirse. Sin embargo, cumplía a la perfección con su responsabilidad, pensó Creed. Parecía haber nacido para ello.
Vanichios se inclinó hacia delante y estrechó la distancia que los separaba.
—Te envié mis condolencias —dijo en un hilo de voz—. Espero que las recibieras a tiempo.
—Sí —respondió Creed con sorpresa—. Tus palabras me llegaron al corazón.
Recordó entonces la carta que había llegado tras el funeral de su esposa. Asolado por la pena, no le había prestado atención, y por unas cosas o por otras, con el paso del tiempo había acabado extraviándose.
—Lloré cuando me enteré de su fallecimiento —confesó Vanichios sin rubor, y desvió repentinamente la mirada, como si quisiera evitar continuar hablando. También él había estado profundamente enamorado de Rose.
Creed dio unas palmaditas en el brazo de su silla. No sabía qué decir. Nunca se le habían dado bien esas situaciones.
Debajo de su silla estaba formándose un charco con el agua derretida del aguanieve que poblaba su sobretodo. Las gotitas seguían cayendo ruidosamente en él.
—Los traíamos pisándonos los talones, viejo amigo —dijo al fin—.Tenemos que quemar el puente antes de que lo asalten.
Vanichios juntó las manos bajo la barbilla y repitió el leve gesto de asentimiento con los labios fruncidos.
—Eso los mantendrá alejados un par de días como máximo, hasta que construyan uno nuevo. Después... —Creed meneó la cabeza, ponderando rápidamente sus opciones. La rapidez de pensamiento era el talento en el que más confiaba—. Debemos iniciar la evacuación de la ciudad —aseveró—. Ahora.
El principari entornó el ojo izquierdo.
—¿De verdad crees que nuestra situación es tan crítica? Me han llegado rumores de que la matriarca ha muerto.
—Sólo son rumores. Todavía no lo sabemos a ciencia cierta. De todos modos, querrán apoderarse de Tume antes de proseguir hasta Bar-Khos. Sería un riesgo enorme dejarnos intactos en su retaguardia.
Vanichios tomó aire y se llenó los pulmones.
—Esta ciudadela lleva en pie más de trescientos años, Marsalas. Quinientos hombres componen mi guardia; hombres aguerridos que lucharán a muerte.
—Esta ciudadela fue construida para otros tiempos. Pensada para ejércitos con balistas y demagogos. Con los cañones del imperio tirarán abajo las puertas en cuestión de horas. Ya lo sabes, viejo amigo.
—Ésa no es la cuestión —replicó el principari—. Tume ha sido el hogar de mi familia durante nueve generaciones, Marsalas. No puedo abandonarla sin más.
—Si no lo haces, morirás aquí.
Un silencio tenso se instaló entre ellos.
—No debería haber permitido que se llevaran los cañones de la ciudad —aseveró Vanichios—. Ahora no estaríamos en este aprieto, ojalá me hubiera negado.
—Entonces el Escudo habría caído. No es el momento para lamentarse por lo que se pudo o no se pudo haber hecho.
—El Escudo todavía no se ha salvado. Sigue siendo objeto de ataques despiadados. El general Tanserine está haciendo frente a una gran presión para defender la muralla de Kharnost.
Había llegado el turno de Creed de estremecerse. Tanserine era el más bravo general que tenían. Si él estaba teniendo dificultades para mantener su posición, debía de tratarse del ataque más brutal que habían recibido jamás.
Las puertas del salón se abrieron y una ráfaga de aguanieve se coló dentro. Creed sintió la caricia de la brisa en la nuca.
Los hombres maldijeron y bramaron que se cerrara las puertas. Por un momento, mientras los recién llegados bregaban con ellas para cerrarlas, pudo oírse el lejano sonido de los cañones. El puñado lastimoso de piezas de artillería del ejército estaba disparando hacia la orilla.
—No hay tiempo que perder —dijo Creed, aunque él mismo era incapaz de reunir las fuerzas para levantarse.
—Lo sé —afirmó Vanichios sin inmutarse.
Creed miró a su alrededor con la intención de requerir la presencia de Bahn, pero entonces recordó que esta vez no estaba a su lado, que había muerto.
Se frotó la cara y los ojos como abstrayéndose del mundo por unos instantes impagables. El dolor por los hombres que había perdido seguía instalado en su alma, pero también halló un motivo de consuelo: su plan había funcionado. Milagrosamente, de algún modo, había conseguido llevarlos a la batalla y sacarlos de ella sin perderlos a todos.
La emoción que había despertado en su interior se hizo tan intensa que le empezaron a temblar los dedos y a escocer los ojos.
—¿Te encuentras bien, Marsalas?
—Sólo estoy cansado —respondió Creed. De repente se sintió perdido. Viejo.
—La guerra es para los jóvenes y para los fanáticos vanidosos ansiosos por conquistar el mundo —dijo Vanichios.
—Cierto.
—¡Bueno, a la mierda con ellos! —exclamó el principari, y sus ojos brillaron una repentina ferocidad preñada de orgullo.
Esa mirada hizo retroceder a Creed quince años en su memoria. Se le hizo un nudo en la garganta y sintió un arrebato de afecto en el corazón.
Acababa de comprender que su amigo estaba preparándose para la muerte.
Ash se tapó la cabeza con la capa a pesar de que le molestaba el roce con la hinchazón de la herida cosida. Hacía un sobreesfuerzo para no toser y evitar el dolor que de lo contrario le causaba. El zel avanzaba con paso lento y cansino por el suelo entarimado del paseo junto al lago de Tume, y Ash, en su duermevela, se dejaba mecer por su cadencia y advertía todo lo que sucedía a su alrededor como si se tratara de un sueño inconexo.
El diplomático marchaba delante con las riendas cogidas en una mano enguantada. A su alrededor, el paseo estaba atiborrado de gente que, cargada con todo lo que podía, se dirigía al canal que se extendía en paralelo a la vía principal. Embarcaciones de todos los tamaños partían de la orilla para adentrarse en el lago o se hundían un poco más en el agua a medida que iban llenándose de gente y de todo tipo de objetos. Desde la cercana ciudadela llegaba el sonido continuo de un cuerno y el tañido de las campanas de los templos, que sólo conseguían acentuar la sensación de urgencia.
Ash nunca se había sentido tan exhausto en su vida. Su vista se fijó en un niño de cuatro o cinco años que estaba solo en mitad de la calle, con las mejillas rojas estriadas por las lágrimas, estremecido por el miedo del abandono. El anciano roshun intentó hablarle cuando pasó dando bandazos por su lado, pero tenía la boca seca y entumecida, y sólo pudo toser un par de veces mientras echaba la vista atrás y veía la figura diminuta engullida por un pelotón de soldados que intentaba establecer algo cercano al orden.
—Se marchan —le gritó Ché—. ¡Se marchan!
Ash se limitó a mirar al diplomático. Inspiró una bocanada de aire seco y volvió a toser en la mano que se había llevado a la boca. El sonido de su tos era áspero y ronco.
—Está bien —dijo Ché—. Lo que diga usted.
Torcieron para entrar en una calle lateral y atravesaron un distrito de edificios de pisos de madera oscura. El zel avanzaba con cautela por una estrecha pasarela entarimada flanqueada por matorrales marrones de hierbas del lago. Examinada de cerca, aquella vegetación tenía aspecto de algas; constaba de unas hojas planas con unos furúnculos rellenos de aire a lo largo de ellas. La gente atajaba por las superficies resbaladizas haciendo equilibrio con los brazos extendidos.
Cruzaron canales más estrechos y calles hasta que llegaron a las inmediaciones de la costa occidental de la isla y entraron en una zona de casas más elegantes, en su mayoría mansiones de tres plantas rodeadas por unos muros que cercaban la propiedad. Todas tenían las puertas cerradas a cal y canto; también las ventanas estaban cerradas. Y en ninguna de ellas se veía luz en el interior. La calle estaba desierta, pero al fondo se veía una amplia vía que se extendía de norte a sur. Y detrás de ella, bajo la cortina de aguanieve, se vislumbraban marañas de hierbas del lago que, como playas grasientas, se internaban en el lago Hirviente, cuya superficie, en ese momento mate por la acción de la luz crepuscular, se extendía hasta la orilla brumosa de oscuras arboledas.
Ché empezó a inquietarse junto a la puerta cerrada de una casa mientras Ash contemplaba las embarcaciones que se alejaban de la isla sin preguntarse demasiado qué significaría eso.
El diplomático maldijo su suerte y sacudió las manos para hacerlas entrar en calor. Echó un vistazo a Ash, pero no se atrevió a comentar nada. El roshun levantó la mirada hacia la casa que se elevaba delante de ellos y se preguntó si estaría soñando. Se trataba de una elegante casa de campo khosiana, con cristales de primera calidad en las ventanas y el tejado en forma de campana; los aleros sobresalían considerablemente de la estructura y luego se combaban en los bordes para formar intrincados canalones. Debajo de cada una de las esquinas había una cisterna que recogía el agua de la lluvia.
Las puertas se abrieron con un chirrido y Ché los condujo por el interior de los terrenos de la casa. Dejó el zel parado y se acercó a la puerta principal. Una ráfaga de viento golpeó a Ash en la cara y le devolvió algo de vida al maltrecho anciano, que vio cómo Ché abría la puerta de la vivienda y dejaba al descubierto el interior penumbroso.
El roshun intentó desmontar, pero el cuerpo no le respondía y se derrumbó en el suelo, donde permaneció jadeando. Ché lo levantó por las axilas y murmuró algo sobre los lamentables ancianos extranjeros de tierras remotas mientras lo arrastraba al interior de la casa.
—Allí —exclamó Halahan mirando a través del catalejo—. A la derecha. En el hombro.
Hoon escudriñó por la mira de su rifle entrecerrando el ojo. Apuntaba hacia el extremo del puente a través de una cortina de viento a la luz crepuscular. Por las tablas de madera se arrastraba lentamente una hilera de escudos para asedio empujados por comandos imperiales, parapetados detrás de ellos.
Hoon desvió ligeramente la mira.
—Lo tengo —dijo. Espiró y apretó el gatillo.
En otro tiempo, el estallido ensordecedor del rifle habría estado retiñendo en los oídos de Halahan durante días, pero ahora apenas advirtió el estruendo, pues sus oídos estaban «habituados a los disparos», como solía decirse. Observó la imagen ampliada a través del catalejo, que tremolaba levemente por el temblor de sus manos ateridas, y vio cómo aparecía una nubecita de humo oscuro en el hombro del comando cobijado detrás del escudo de la derecha antes de que el guerrero desapareciera de su vista.
—Confirmado —masculló, envuelto todavía por el persistente tufo a pólvora.
Hoon abrió la recámara del rifle, sacó el cartucho disparado y lo guardó en su bolsa para la munición gastada. Luego sopló en el hueco por pura superstición y extrajo uno nuevo de la cartuchera.
Estaban arrodillados en el balcón de la torrecilla de la derecha de la torre de entrada a la ciudadela de Tume. Sus hombres estaban cansados, aunque aquellos que habían estado a su lado en la cresta de la colina habían podido arañar unas horas al sueño después de que los skuds los hubieran dejado en la ciudad. Halahan había ordenado que se les proporcionara aceite de junco para que se mantuvieran alerta y se había asegurado de que comían bien.
Encima de ellos, en la azotea de la torre de entrada, uno de los cañones de campaña disparó una ráfaga de metralla dirigida al extremo opuesto del puente. Las cadenas fustigaron y arañaron las tablas de madera y arrancaron la barandilla antes de caer sin fuerza en el agua.
Halahan no quitaba el ojo del catalejo y seguía con la mirada clavada en los escudos de asedio que habían interrumpido su avance por el puente y ahora eran utilizados como parapeto por los francotiradores. Brotaron nubes de humo y un instante después se oyó el chasquido de las detonaciones. Halahan lo observaba todo con una sensación de lejanía, que no lo abandonó ni siquiera cuando una bala atravesó la almena revestida de piedra que lo protegía a él y a sus hombres y el joven Cyril cayó muerto con un agujero del tamaño de una moneda en la frente. Los Chaquetas Grises continuaron arrodillados, repartidos por el pretil sin prestar atención al muchacho muerto, disparando al enemigo con la cabeza agachada y sin perder los nervios.
—Rápido —farfulló Halahan mientras enfocaba la lente para escrutar una escena que estaba desarrollándose mucho más cerca: la Guardia de la Casa de Tume, con sus soldados, envueltos en sus capas de color habano, estaba desplegando sus propios escudos de asedio en una línea irregular por el puente.
Ya habían recorrido la mitad del puente, y continuaron avanzando bajo el fuego sostenido del muro de escudos opuesto y de los francotiradores de la segunda línea posicionados en la orilla. En su progreso, la Guardia de Tume iba dejando una estela de muertos y heridos. Otro grupo de soldados empujaba tinajas llenas de aceite montadas sobre carretones que iban arrastrando a su paso los cuerpos desparramados por el puente.
Halahan observó que el muro de escudos de las tropas defensoras se detenía y los hombres que los habían empujado desenfundaban las espadas y anclaban las flechas a la cuerda de los arcos.
Dirigió el catalejo hacia los escudos de asedio enemigos y enfocó la lente.
Había movimiento. Los comandos salían en tropel del cobijo de los parapetos y enfilaban por el extenso tramo de puente que mediaba entre ellos y la Guardia de Tume. Halahan contó cuatro escuadrones según iban distribuyéndose en pelotones más o menos dispersos que buscaban resguardo en las barandillas.
Uno de ellos cayó cuando los francotiradores apostados en la torrecilla izquierda abrieron fuego. Los hombres congregados en su balcón los imitaron y empezaron a disparar. Encima, los cañones daban sacudidas y arrojaban sus balas. Los comandos avanzaban bajo los disparos con una determinación inquebrantable.
Halahan volvió a enfocar con su anteojo a la Guardia de Tume. Uno de los sargentos se había dado la vuelta y hacía señas a los hombres que acarreaban las tinajas de aceite. Todavía lo separaba una distancia considerable del que tenía más cerca; aun así, el soldado se detuvo y echó un vistazo hacia sus compañeros, que avanzaban en fila india detrás de él. El sargento gritó algo. El soldado desenfundó la espada y partió de un tajo la boca de la tinaja; y el aceite se desparramó por el puente.
—Todavía no, idiotas —dijo entre dientes Halahan, y entonces vio que el resto de los soldados también sacaba las espadas y partía las tinajas. Y mientras mordisqueaba la boquilla de su pipa apagada, el peor de sus presagios se desplegaba ante sus ojos.
Una granada cayó delante de los escudos de asedio de las tropas defensivas, y los hombres se agacharon envueltos por una humareda.
El sargento emergió dando tumbos de la nube de humo, insistiendo en las señas que hacía con las manos y en los gritos. Un arquero probó fortuna y disparó una flecha contra los comandos mientras los soldados de la Guardia de Tume se posicionaban a empellones detrás de los escudos.
Se produjo otra explosión, en esta ocasión detrás del muro de escudos, y salieron hombres disparados en todas direcciones. En ese mismo momento, un objeto llameante se dirigió rodando hacia el más adelantado de los soldados que estaban vaciando las tinajas. El hombre se quedó boquiabierto mirando el objeto que cruzaba el charco de aceite botando y le prendía fuego. Las lenguas azules de las llamas se tornaron rápidamente furiosas llamaradas rojas y amarillas que se propagaron por las maderas del puente. El soldado dio media vuelta para huir, pero el fuego ya se había adueñado de su cuerpo, así que echó a correr como una antorcha humana hacia la barandilla y se arrojó en picado al agua cristalina, agitando los brazos como un poseso.
Halahan siguió mordisqueando su pipa mientras observaba cómo una sandalia llameante se quedaba flotando en la superficie mientras su dueño se hundía hacia las profundidades del lago.
—Por el amor del Necio —entonó Hoon, enderezándose para levantar la vista de la mira de su fusil.
Halahan bajó su preciado catalejo y examinó el puente directamente con los ojos. La construcción estaba en llamas, al menos la mitad más cercana a la ciudadela; y los hombres chillaban y se arrojaban al agua convertidos en bolas de fuego. Los soldados de la Guardia de Tume apostados tras los escudos se empleaban a fondo para contener a los comandos, acuciados por su ataque y por las llamas que rugían a su espalda.
—Medio puente —refunfuñó Halahan, olfateando el tufo a aceite y a hierba chamuscada mientras las llamas le calentaban el rostro.
Sus hombres se lo quedaron mirando cuando se dio la vuelta y enfiló con paso firme hacia la escalera.
—¡Medio puente de mierda!
Klint, su médico personal, le había explicado en su habitual tono tranquilizador que era por su propio bien. Si movía un solo músculo del cuello podía morir. De modo que Sasheen yacía en la cama con un aparato ortopédico de madera ceñido a la cabeza y a los hombros, inmovilizada, con fiebre y débil, sintiéndose un poco ridícula.
Klint la había informado de que le habían disparado. La bala se había fragmentado al atravesarle la armadura que le protegía el cuello y, si bien buena parte de los trozos habían vuelto a salir limpiamente, había tenido que extraerle una esquirla que se había quedado alojada en su cuerpo. Aparte de aplicarle coagulantes y unos remedios para evitar la infección de la sangre, el médico no podía hacer nada más con los medios con los que contaba.
«¿Sobreviviré?», le había preguntado Sasheen en un susurro tras escuchar su explicación.
Klint había posado una mano en su brazo que ella apenas si había notado y le había contestado: «Quizá. Necesitaremos un milagro.» Y después le había sonreído y pedido permiso para obrar, y le había explicado qué iba a hacer.
Minutos después, el médico había regresado con un frasquito de Leche Real en las manos. Le había retirado los vendajes del cuello con sumo cuidado y, mientras los asesores de la matriarca la sujetaban contra la cama, él le había vertido unas gotitas del mejunje en la herida.
Ahora, en el interior de su tienda, con la lona agitándose y chasqueando azotada por el fuerte viento, la matriarca, todavía con la Leche Real circulando por su organismo, se sentía relajada y con las fuerzas recuperadas mientras sus sacerdotes y generales discutían a su alrededor a voz en grito. El tema de la discusión giraba en torno a qué hacer con ella y con el avance del ejército. Sasheen apenas si les prestaba atención, y estuvo un rato contemplando las llamas de un brasero, avivadas y sofocadas alternativamente por las corrientes de aire. El humo se mantenía suspendido contra el techo y luego se escurría por un conducto de ventilación. Sasheen se abstraía en el recuerdo de Q’os y del hijo que acababa de perder. Sin embargo, la discusión siguió acalorándose y el tumulto de voces acabó convirtiéndose en una algarabía insoportable en su cabeza.
—¡Basta! —ordenó con una voz bronca que la cogió por sorpresa. Aun así, logró hacerlos callar.
—Matriarca —dijo su vieja amiga Sool, acudiendo presta junto a la cama de Sasheen—. Por favor, no os conviene hablar.
—No hables tú —replicó Sasheen—. Hablar es lo único que puedo hacer ahora mismo.
Sool vaciló un instante antes de hacer una reverencia y retroceder un par de pasos. Sasheen pidió agua y Heelas, la persona responsable de sus cuidados, le vertió unas gotitas entre los labios.
—¿Hemos ganado? —preguntó en un susurro a Heelas.
El anciano sacerdote hizo un gesto afirmativo con la cabeza, si bien sus ojos revelaban inquietud.
—Archigeneral —dijo como buenamente pudo dirigiéndose a Sparus, quien sostenía el yelmo bajo el brazo cara a cara con el joven Romano. Ambos se volvieron a ella con los rostros rubicundos—. Infórmeme de la situación.
—Matriarca —empezó a decir Sparus inclinando respetuosamente la cabeza—. Creed se ha refugiado en Tume. Está evacuando a los civiles y ha quemado el puente, aunque hemos conseguido mantener intacta la mitad de la construcción. Empezaremos las labores de reconstrucción con la primera luz del día. Mientras hablamos ahora, nuestra caballería ligera y nuestros piquetes de avanzadilla están rodeando el Lago Hirviente. La artillería está trasladándose hasta sus posiciones. La caída de la ciudad es sólo cuestión de tiempo.
—Entonces, ¿a qué se debe esta discusión?
Sparus clavó la mirada en el suelo y apretó los labios.
—¿General Romano?
El joven oficial se puso recto y miró a la matriarca como un lobo a su presa herida. Sasheen se percató de que no le dedicaba una reverencia, y en un abrir y cerrar de ojos toda la aversión que sentía por él volvió a salir a la superficie.
—Matriarca.
—Diga lo que está pensando.
—No tenemos ni idea de lo que tardará Tume en caer. Según la información que nos han facilitado nuestros guías locales, el invierno podría estar al llegar en las islas. Eso supondrá un obstáculo terrible para nuestros intereses. Tal vez no estemos a tiempo de apoderarnos de Bar-Khos antes de la entrada del invierno.
—¿Y?
—Podemos coger la mitad del ejército y dirigirnos a Bar-Khos. Ya no hay ningún obstáculo en nuestro camino.
—¿Archigeneral?
Sparus seguía evitando mirar a la matriarca a los ojos.
—No podemos moveros en vuestro estado —dijo Klint, el médico, con la cara roja como un tomate—. Un bache en la carretera todavía podría mataros.
Sasheen se lo quedó mirando incrédula y luego se volvió a Romano.
—Ahora entiendo —dijo, cayendo en la cuenta del aprieto en el que se encontraba.
Romano quería continuar el avance hasta Bar-Khos para su propia gloria, consciente de que ello reforzaría su figura como aspirante al trono. Si, por el contrario, encomendaba la misión a Sparus, ella se quedaría sola a merced de Romano y rodeada de hombres leales al joven general.
«Estoy retrasando nuestros planes», comprendió, y paseó la mirada por la tienda, reparando en las cabezas gachas de sus súbditos, que evitaban mirarla a los ojos. Entendió que debía tener un aspecto lamentable, ella, la líder divina del Santo Imperio, inmovilizada en el lecho y con el médico deambulando inquieto a su alrededor.
Agarró con fuerza las sábanas y trató de levantarse.
Sool acudió rápidamente y la obligó a acostarse de nuevo.
—¡Ya está bien! —farfulló su vieja amiga.
Sasheen trató de resistirse, pero eso no tardó en agotar las pocas fuerzas que le quedaban; se dio por vencida y se dejó caer sobre el colchón, con la respiración acelerada. Una sensación de desamparo se apoderó de ella y sintió ganas de vomitar.
El suspiro que exhaló resquebrajó el silencio incómodo e inquietante que se había instalado en la tienda. Nunca tenía tiempo para tomarse un respiro, reflexionó la matriarca. Incluso allí, en plena campaña, debía seguir luchando para mantener su posición. Y mientras estaba sumida en estas cavilaciones, de repente sintió un peso enorme sobre la espalda, como si todas las cargas que había ido acumulando durante el puñado de años que llevaba en el poder se hubieran aliado para aplastarla.
Tal vez la Leche Real estuviera dejando de hacerle efecto.
—Debemos permanecer juntos —aseveró con su voz ronca—. Al menos hasta que tomemos Tume.
Sus palabras hicieron que Romano frunciera el ceño. Sparus, por el contrario, le respondió con una reverencia que el resto de los presentes imitaron.
Sasheen cerró brevemente los ojos y dejó que su mente discurriera libremente.
—Matriarca —dijo una voz que sonó lejana.
Sasheen abrió los ojos y miró a su alrededor con la sensación de que había pasado mucho tiempo.
—Ahora dejadme —ordenó a media voz, pero entonces reparó en que todos se habían marchado ya a excepción de Klint, que estaba calentándose las manos en el brasero, y de los gemelos Swan y Guan, que se habían arrimado a su cama.
—Mtriarca —repitió Guan. Tenía el rostro mojado y se pasó una mano por la cabeza afeitada para limpiarse el agua—. Hay algo que debéis saber. Vuestro diplomático ha desertado.
—¿Ché?
Guan asintió con la cabeza y unas gotitas de agua se precipitaron de su barbilla.
—No puede ser. Estás equivocado.
—Lo vieron abandonar el campamento cuando caísteis —repuso Swan.
Sasheen estaba demasiado cansada como para aceptar la noticia.
—No puede ser —dijo en un hilo de voz—. Me ha demostrado en multitud de ocasiones su lealtad.
—Santa Matriarca, se ha ido, simple y llanamente.
Klint se asomó entre los hermanos diplomáticos, aunque estos no le prestaron atención y continuaron con la mirada clavada en Sasheen.
La matriarca no era capaz de comprender el alcance real de la noticia, y se quedó mirando el techo de lona de la tienda, que el viento sacudía violentamente con una mezcla de desolación e ira.
—Haced lo que debáis hacer —dijo en un susurro, y cerró los ojos.
UNA PARTIDA DE RASH
Ash se despertó tosiendo en una habitación oscura. Trató de recordar dónde se encontraba mientras acariciaba las suaves sábanas.
—Tranquilo —dijo una voz.
Ash se volvió en su dirección, con la respiración estertórea. Una figura se levantó junto a la ventana en penumbras y se acercó a su cama con algo asido en la mano.
Ash se impulsó contra las almohadas mullidas para incorporarse y aceptó el recipiente de madera que le ofrecieron. Tomó un sorbo de la balsámica agua fresca y tosió una vez más; luego volvió a beber con avidez.
—Gracias —farfulló mientras Ché regresaba a su silla junto a la ventana.
A continuación posó con mucho cuidado los pies en el suelo frío de madera. La cabeza le daba vueltas y sentía náuseas, y el chichón le dolía levemente. En absoluto se sentía con las fuerzas recuperadas tras las horas de descanso.
—¿Dónde estamos? —consiguió decir tras respirar de un modo superficial un par de veces.
La silueta de Ché se volvió hacia él.
—Escondidos en una ciudad que todo el mundo desea abandonar desesperadamente —respondió el diplomático antes de devolver la mirada a la ventana.
Ash se levantó y estiró la espalda mientras aguardaba a que se le asentara la cabeza. Le crujieron los huesos. En la lejanía se oían disparos y en el aire flotaba un olor a quemado. Enfiló hacia la ventana arrastrando los pies y gruñendo para echar un vistazo fuera. La llovizna había cesado al fin, y el viento abría las nubes y de vez en cuando se filtraba entre ellas algún que otro rayo de sol; luz más que suficiente para hacer visible el manto de humo que se extendía alto y delgado desde la ciudad.
Ash se fijó en la flota de embarcaciones que se dirigía hacia el oeste dejando una serie de estelas con un extraño y desasosegante fulgor azul.
—Nuestras opciones de marcharnos se reducen con cada embarcación que se adentra en el lago —dijo Ché.
Ash posó la palma de la mano en el marco de la ventana y apoyó en ella todo el peso de su cuerpo. El pecho le ardía cada vez que respiraba, aunque el aire, cargado del penetrante tufillo a sulfuro, parecía aliviarlo ligeramente.
Entornó los ojos y escudriñó la costa difuminada del lago, moteada por los numerosos puntitos de luz de las antorchas lejanas que poblaban el margen de norte a sur. También podía verse el fuego que quemaba los edificios y que escindía la noche con sus llamas. Ash descubrió, mientras las observaba, la dirección del movimiento de las antorchas, que iban arrastrándose lentamente por la costa occidental, junto a los límites del bosque de la Racha de Viento.
—Un lago presumiblemente rodeado por el enemigo.
Ash, que todavía tenía dificultades para coordinar sus movimientos, arrastró desde la otra punta de la habitación una silla; ésta golpeó la pata de la cama y produjo un estruendo amplificado por el espacio vacío del cuarto. Se sentó junto a la ventana con el vaso de madera en la mano y contempló la noche en compañía de Ché, tomando sorbos de agua de vez en cuando.
—Márchate si quieres —dijo hacia la figura oscura que tenía enfrente. A pesar de la penumbra pudo ver la mirada gélida que le dirigía Ché.
—No quiero privarle de la oportunidad de administrarme el castigo que merezco.
Ash le arrojó el recipiente en el regazo. Ché se lo quedó mirando perplejo y puso derecho el vaso. El agua caía al suelo desde su regazo.
—¿Crees que porque me has sacado de un aprieto ya has pagado por todo lo que has hecho? —gruñó Ash—. Estás muy equivocado, Ché. Y no bromees sobre nuestras cuentas pendientes. Yo no le veo la gracia.
Ché desvió de nuevo la mirada hacia la ventana.
—Haga lo que tenga que hacer, abuelo —suspiró.
El diplomático se rascó perezosamente el cuello y Ash recordó entonces al muchacho que había estado como aprendiz de roshun en Sato; un renacuajo de ojos atribulados y una risa que podía estallar en cualquier momento como una bandada de pájaros asustados echando a volar.
—Eras uno de los nuestros —le recriminó Ash.
—Yo también lo creía.
—Nos abandonaste por Mann.
Ché esbozó una sonrisa amarga con sus finos labios.
—Siempre pertenecí a Mann —reflexionó en voz alta—. Sólo que entonces no lo sabía.
—Explícate.
El joven diplomático se rascó con más fuerza, de un modo casi inconsciente.
Ash se inclinó delicadamente hacia él, le agarró la muñeca sobresaltado por el repentino contacto que se establecía entre ambos. Ché retiró entonces la mano lentamente del cuello. Ash notaba su pulso acelerado en la mano con la que lo asía.
—¿Ché?
El diplomático cerró los ojos un momento, y cuando los abrió habló como un hombre que recita sin apego la historia de otra persona.
—La orden manniana cuenta con métodos para jugar con la mente de las personas, Ash, y eso hicieron conmigo de niño. Me hicieron creer que yo era otro y me enviaron a interpretar el papel de roshun. De verdad, yo no quería engañar a nadie. Yo pensaba que no era más que un inocente aprendiz. Sin embargo, cuando cumplí los veintiuno, los recuerdos de mi verdadera personalidad empezaron a salir a la superficie, tal como mis maestros habían planeado, y vi claramente cuál era mi misión.
»Ahora suélteme el brazo, abuelo, antes de que tenga que hacerlo yo.
Ash le soltó la muñeca y, algo desconcertado, dejó caer la espalda contra el respaldo de la silla.
—Condenaste a la muerte a todos los habitantes de Sato.
El joven diplomático era una mera sombra en su silla. El blanco de sus ojos resplandecía mientras contemplaba el lago.
—Actué como debía para proteger la vida de mi madre. Para que no le hicieran daño. No tenía alternativa, ¿entiende?
—No tenías alternativa...
—No.
—¿Y qué pasará con tu madre ahora, Ché? ¿No le harán daño por haber desertado?
Apareció un brillo en los ojos de Ché.
Ash se arrepintió al instante de sus palabras, aunque antes de poder añadir nada rompió a toser de nuevo.
Ché le tendió el vaso de madera con agua. Ash se inclinó y escupió al suelo. Tomó un sorbo del preciado líquido para aliviar el escozor de la garganta, y entonces Ché alargó una mano, cogió algo y se lo tiró en el regazo. Era una hogaza de pan duro envuelto en papel y de la que ya se habían comido la mitad. Ash oyó cómo le rugían las tripas mientras devoraba el pan con los ojos.
Mientras comía, en su interior se aplacaba la ira que le despertaba el joven diplomático, y la rabia que sentía por su traición remitía poco a poco. Masticó el último trozo de pan y después de tragarlo permaneció un rato sentado inmóvil, sin saber muy bien qué decir. Las bandadas de pájaros estriaban el cielo nocturno, pasaban chillándose unos a otros, asustados por los cañonazos que sonaban como meros fuegos de artificio. En la calle, un hombre gritaba con desesperación el nombre de alguien.
—Llegado el momento, podríamos nadar hasta la orilla —dijo al cabo Ash.
Ché lo miró de arriba abajo.
—¿Con este tiempo? Tiene usted pinta de que un chapuzón en agua fría lo mataría, Ash, así que no hablemos ya de atravesar el lago a nado.
—Dame un par de días, ya verás. Además, aquí el agua no está tan fría.
—¿Y qué hará después si lo conseguimos?
Ash siguió con la mirada la hilera de antorchas que se extendía por la costa occidental y, pasados unos segundos, dejó escapar un suspiro largo y contenido.
—Alertaré a mi gente, Ché. Eso haré.
Notó el peso del frasquito de arcilla que llevaba colgado alrededor del cuello y que tiraba de su conciencia.
—Pero antes tengo que ver a una madre para hablarle sobre su hijo.
Había un truco para conciliar el sueño por la noche, y Ché lo había practicado hacía tiempo. En el pasado no había tenido más que posar la cabeza sobre la almohada y relajarse concentrándose en la respiración cada vez más profunda, y enseguida se había sumido en una reconfortante inconsciencia.
Pero entonces, cuando le enseñaron el truco, era más joven y vivía preocupado únicamente por el presente, como todos los muchachos, en vez de pensar en los días pasados o en los que están por venir. Todavía no conocía las inquietudes que asolan la mente del adulto. Ahora, sin embargo, en su cabeza se libraba una pugna dialéctica que se acrecentaba en el silencio de la cama, de modo que dormirse se había convertido en una cuestión de fuerza de voluntad más que de relajación, en una batalla más que en un acto de sumisión, y el simple hecho de intentarlo lo alejaba aún más de su propósito.
Así pues, pese a que se sentía exhausto, Ché daba vueltas en la cama, inquieto, mientras transcurrían las largas horas de la noche sin apenas pegar ojo. No podía dejar de pensar en su madre en Q’os, y se le aparecían unos fantasmas con garrotes que se cernían sobre ella mientras dormía. Su memoria también lo trasladaba a su infancia, transcurrida en los confines embriagadores del templo Sentiate, rodeado de soledad y jugando sin la compañía de otros niños, asistiendo aburrido a las interminables clases sobre Mann y con el espíritu curtido por las purgas ocasionales.
Pero sobre todo pensaba que ni siquiera ahora se hallaba libre de la orden, pues sabía que ésta nunca permitiría que un diplomático se saliera del rebaño y viviera para contarlo.
Sasheen enviaría a los gemelos en su busca. Era muy posible que ya estuvieran de camino.
En un momento dado, entrada la noche, oyó que Ash daba unos golpecitos a un objeto en la habitación contigua y siguió los pasos del anciano extranjero descendiendo la escalera. A continuación advirtió un ruido de cacharros y de golpes en la cocina y luego los pasos de regreso y el chirrido de la puerta cerrándose de nuevo.
El roshun sólo era una preocupación más de las que se acumulaban en su cabeza.
Al final renunció a cualquier posibilidad de dormir; se levantó de la cama con un gruñido y se frotó el rostro para espabilarse.
Ash dormía envuelto en mantas en la habitación de al lado, respirando trabajosamente. Junto a su cama había una botella de vino vacía y un tarro con una sustancia que olía a miel. El extranjero de tierras remotas tosió un par de veces y se rascó debajo de la manta, pero no se despertó.
Ché volvió por la manta que había estado utilizando y la desplegó encima del roshun. Luego desvalijó la mochila que había sobre su propia mesita de noche hasta que encontró el paquete con el frasquito con jugo de árbol salvaje. Trató de recordar la dosis que debía tomar para apaciguar su glándula pulsátil, pues era la primera vez que recurría a la sustancia. Por lo menos sabía que era muy fácil excederse en la cantidad; y, por tanto, activar el impulso suicida que de otro modo sólo obedecía a la voluntad.
Dejó caer una gotita en la lengua, volvió a guardar el frasquito en la mochila y la empujó debajo de la mesa, donde estaría a buen recaudo. El jugo de árbol salvaje tenía un sabor amargo y asqueroso.
Comprobó que su pistola estuviera cargada y la guardó en la funda. Todavía tenía la capa empapada. Echó un vistazo a través de la ventana y vio sin esfuerzo las estrellas entre las nubes dispersas que se deslizaban por el cielo. Abrió la ventana y puso a secar la capa, colgándola del alféizar.
El jugo le hacía cosquillas en la lengua mientras descendía por la escalera hasta la planta baja de la casona vacía y salía por la puerta principal en dirección a la entrada a la propiedad. Se detuvo un momento en la acera de la calle y prestó atención al intercambio de cañonazos en el este.
Dio la espalda a la batalla y divisó las aguas cercanas del lago, un manto negro que aparecía entre dos hileras de casas. Atraído por ellas, recorrió la calle, cruzó la ancha avenida, bajó a la orilla resbaladiza llena de hierbas del lago y se detuvo a un palmo del agua.
Frente a él, las llamas de las hogueras se retorcían a lo largo de las orillas lejanas. Todavía había botes surcando el lago que debían de dirigirse a las desembocaduras del Chilos y del Sorbo con la esperanza de arribar sin contratiempos a un lugar seguro.
«Debería estar a bordo de uno de esos botes —pensó Ché con amargura—. Debería irme lo más lejos posible de este lugar.»
A regañadientes, se dio la vuelta y contempló las luces y escuchó el fragor del centro de la ciudad mientras se preguntaba cuánto tiempo le quedaría hasta que cayeran sobre él.
La anciana se agachó en la orilla de la isla flotante, con el agua por los tobillos y la falda recogida y atada alrededor de los muslos; cortó con un cuchillo un tallo de hierba del lago y lo arrojó a la cesta que tenía al lado.
Los cañones dejaron de disparar momentáneamente desde el puente crepitante. La anciana oyó el ruido leve que hacía un objeto al impactar contra la superficie del lago, no muy lejos de donde estaba ella, y a continuación el murmullo repentino de agua chorreando.
La mujer dejó lo que estaba haciendo y levantó la mirada, sujetándose a la cesta con la mano libre para o perder el equilibrio.
—¿Quién anda ahí? —inquirió con la voz temblorosa por la edad.
No obtuvo respuesta, pero la anciana podía sentir una presencia cercana y su mirada. Se puso derecha con el cuchillo en la mano. Se oyó otro impacto contra el agua y el mismo murmullo de agua cayendo sobre la masa líquida del lago.
—¡He preguntado que quién anda ahí! —espetó de nuevo, y retrocedió un par de pasos hasta salir completamente del agua.
—Soy yo, madre, tu hija —respondió una voz femenina, joven, cercana.
La anciana se sobresaltó llena de desconfianza.
—¿Cómo? Yo no tengo hijos. ¿Quién eres?
Notó en los dedos de los pies la caricia del agua agitada y advirtió cerca de su boca un aliento que olía a especias.
—Deja de jugar con ella. ¿No ves que es ciega? —dijo en voz baja una voz masculina—. Swan, ayúdame con la ropa antes de que muramos congelados.
—Ciega o no, sigue siendo una testigo.
El corazón de la anciana se detuvo en cuanto sintió en la garganta la presión del filo gélido de una hoja. No se atrevió a moverse, y sus ojos inútiles se movían de un lado a otro por propia iniciativa.
—Una anciana sin hijos —dijo en tono de censura la voz femenina.
—¡Swan!
Un dolor abrasador le atravesó el cuello. Tosió con la boca llena de una mezcla de sangre y saliva. Mientras se ahogaba, se agarró el cuello con la mano y el líquido caliente se deslizó entre sus dedos. Le cedieron las rodillas y se derrumbó sobre las hierbas del lago, con una mano hundida en el agua a merced de la corriente, respirando entrecortadamente como un pez fuera del agua.
«Tendría que agradecérmelo», fue lo último que oyó.
Cientos de personas colapsaban las calles y se arremolinaban en las inmediaciones del gran Canal Central, compitiendo por ocupar las plazas disponibles en el puñado de embarcaciones que ultimaban los preparativos para la partida.
Ché veía gente tan desesperada como para meter a familias enteras en botes improvisados, hechos con puertas de madera acopladas a haces de hierbas del lago; había mujeres con bebés en brazos, niños cargados con cestas, tarros o sujetando las correas de perros que no paraban de ladrar; los abuelos mascullaban oraciones.
El ejército khosiano había pernoctado en la ciudadela —en el centro de la ciudad flotante— y en las calles y los edificios adyacentes. La Guardia de la Casa de Tume se esforzaba por mantener algún tipo de orden, mientras que los soldados del ejército daban tumbos por la ciudad borrachos y agotados, o meaban en los callejones, o chapoteaban como niños en los tanques públicos de agua, o fornicaban con las prostitutas, lo suficientemente desesperadas como para aceptar pasar un rato con ellos a cambio de una moneda. Ché pasó por encima de un miembro de la Guardia Roja que roncaba en medio de la acera y bajo el toldo de una tienda. En su interior, Ché vio de refilón que estaba produciéndose una pelea entre dos grupos de hombres y que uno de los contendientes retrocedía con un cuchillo sobresaliéndole del muslo.
«Las secuelas de la batalla», pensó Ché. Hombres como él, exhaustos hasta decir basta, pero que tras salir vivos de la contienda están demasiado alterados como para simplemente descansar. Apenas si se parecían a los hombres que le habían causado en conjunto una honda impresión la noche anterior.
Una puerta se abrió de golpe cuando pasaba por delante de la boca de un callejón y una pareja salió tambaleándose envuelta por una nube de humo, seguida por un torrente de música y de risas. Ché se detuvo para mirar el letrero colgado encima de la puerta y en el que podía leerse «El reposo de Calhalee» sobre la imagen de una mujer con el cabello alborotado y con un pez colgándole de la boca.
Había visto aquel nombre antes, en algún lugar. Calhelee. La Madre Fundadora de Tume, cuyos veinte hijos hambrientos se convirtieron en los progenitores de las familias más importantes de la ciudad.
Ché enfiló hacia la puerta abierta y entró. Bajó un tramo de escalones de madera y se topó con un sótano alargado y de una anchura que apenas si permitía contener el par de centenares de soldados que lo copaban. Los hombres estaban completamente borrachos, y competían entre sí para ver quién conseguía alzar la voz por encima del ruido de la banda que estaba tocando en el escenario. Ché advertía la humedad que flotaba en el aire impregnado de sudor, entre el humo del hazii y de la grandiela que se arremolinaba en columnas densas como nubes.
Apenas podía oír sus propios pensamientos, y más bien se alegró de ello. Se dirigió hacia la barra que se extendía a lo largo de la pared izquierda del local. Allí se habían congregado los oficiales, repantigados en los taburetes o apoyados en ellos, entremezclados con una legión de prostitutas. Resbaló, y cuando bajó la mirada al suelo vio un charco oscuro y descubrió que estaba caminando por un tramo de cristal que cubría un pozo cuyas paredes de madera se abrían paso hacia las profundidades cortando las hierbas del lago que poblaban el fondo. Entre el bosque de botas vislumbró en el agua unos destellos de luz fantasmagórica.
Su instinto de jugador lo empujó a abrirse paso hasta el fondo del sótano, donde encontró una gran mesa ovalada en la que se desarrollaba una partida de rash. Los hombres estaban concentrados en sus cartas, de modo que el ambiente era más tranquilo en ese extremo del local.
Observó el desarrollo de la partida unos minutos. Dos jugadores estaban pugnando por la puesta: un hombre vestido con una túnica púrpura de Hoo y una chica con el pelo corto y el atuendo negro de cuero propio de los Especiales. Todas las sillas alrededor de la mesa estaban ocupadas, si bien uno de los jugadores dormía estruendosamente con la cabeza caída hacia atrás y la boca abierta. Ché lo empujó con el dedo sutilmente en el hombro hasta que el tipo cayó de costado al suelo, y se oyeron algunas risitas entre dientes cuando se deslizó para ocupar su lugar como un jinete acoplándose a su silla de montar.
Se mostraron las cartas, y la muchacha con el traje de piel se quedó mirando cómo su contrincante arrastraba hacia sí sus monedas desde el centro de la mesa.
—¿Cuál es el límite? —preguntó Ché a los jugadores de su alrededor.
—El alma —masculló una voz a su lado.
El tipo que le había respondido llevaba ropa de civil y lucía una barriga prominente. Frente a él tenía una jarra de vino y un plato con brochetas de carne, y estaba lamiéndose los labios grasientos cuando Ché se volvió hacia él para hacerle un gesto cortés con la cabeza.
—Se juega fuerte —repuso el diplomático, sacando su monedero del bolsillo.
Volcó un puñado de monedas en la palma de la mano y las depositó formando una columna en la mesa. Eran moneda local, la mayoría de plata, aunque también había alguna que otra de oro: todos sus ahorros para casos de emergencia.
Mientras se repartían las cartas, cada uno de los jugadores lanzó una moneda al montón de la puesta. Ché echó un vistazo a la chica que tenía sentada enfrente, ahora con los ojos cerrados, pero cuando el viejo soldado a su derecha miró sus cartas y las desechó con una mueca de fastidio, los abrió una pizca para estudiar sus propias cartas, haciendo un mohín con los labios.
«Un poco joven para ser una especial», pensó Ché antes de percatarse de la banda que la identificaba como personal sanitario y que llevaba alrededor del brazo.
La chica cogió lentamente una moneda y la lanzó al montón de la puesta.
El hombre de su izquierda la miró con gesto interrogativo y tiró sus cartas sobre la mesa. Las salidas del juego se sucedieron alrededor de la mesa. Cuando llegó el turno del hombre orondo, éste igualó la apuesta y luego garabateó algo en un cuaderno que tenía delante.
La chica buscó la mirada de Ché con sus enormes y embriagados ojos azules.
—¿Juegas o sólo quieres mirar?
—Un poco ambas cosas —respondió el diplomático, y luego bajó la mirada para estudiar sus dos cartas: un monje negro de tres brazos y un forastero blanco.
Ché consideró su situación. Esa noche no le importaba no ganar. Se conformaba con estar sentado en un ambiente que le resultaba familiar, alrededor de la mesa de juego, y olvidarse de todo lo demás por un rato. Se le antojó igualar la apuesta de la chica y además la subió arrojando otras dos monedas de plata por la mera curiosidad de observar su reacción.
La chica entrecerró de nuevo los ojos y se dejó caer contra el respaldo de la silla mientras esperaba su turno.
—Su acento... No es usted de Khos, ¿verdad? —preguntó el tipo gordo, dando un sorbo a su jarra de vino.
—Soy de todas partes —respondió Ché despreocupadamente.
El hombre se limpió la mano en la túnica de lana y se la tendió.
—Koolas.
—Ché.
Se estrecharon las manos y Ché se preguntó si aquel tipo no estaría simplemente tomándole la medida.
—¿Qué lo trae por aquí, amigo?
—Asuntos particulares —respondió el diplomático—. ¿Y a usted?
—¿A mí? Corresponsal de guerra... cuando no estoy plasmando mis propias impresiones sobre el papel.
—¿Koolas? —exclamó Ché sorprendido—. ¿El mismo Koolas que escribió El primero y el último?
El corresponsal esbozó una sonrisa orgullosa.
—El mismo. Es un lector empedernido, ¿eh? No hicieron demasiadas copias de la obra.
Ché hizo un gesto de modestia ladeando levemente la cabeza.
El tipo que repartía las cartas puso cuatro naipes más sobre la mesa, boca arriba. Ché se fijó en un forastero rojo antes de mirar las demás. Había otras dos cartas rojas.
La chica apostó de nuevo en primer lugar, esta vez con más convicción, y arrojó cinco monedas de plata que cayeron tintineando sobre el resto de la puesta.
Ché se acomodó en la silla y trató de desentrañar las intenciones de la especial. «Calma», se dijo. La chica no parecía ir de farol. Había muchas posibilidades de que tuviera una buena mano, incluso una flor.
Esperó a que Koolas hiciera su jugada. El hombretón estudiaba sus cartas y las que había encima de la mesa. El ojo izquierdo le temblaba. Lanzó una mirada a la chica.
—No voy —dijo al fin, dejando a un lado sus cartas.
Ché estaba divirtiéndose. Sabía que posiblemente tenía la mano perdida; sin embargo, jugueteó con sus monedas un momento, escuchando el repiqueteo de unas contra otras. La chica fingía que no se daba cuenta de que estaba mirándola, y él aprovechó la ocasión para repasarle el busto, y las curvas comprimidas por el cuero.
«No puedes engañarla», concluyó al cabo, y estiró hacia delante el brazo arrastrando por la mesa sus dos cartas bocabajo.
—Para ti —dijo señalando la puesta.
La chica recogió las ganancias con el semblante impertérrito. Sólo una vez echó una ojeada a Ché, y una sonrisa tímida le estiró la comisura de los labios.
El diplomático comprendió al instante que se había echado un farol. La muy zorra los había engañado a todos.
Ché se echó hacia atrás y rompió a reír escandalosamente. En aquel ambiente sus carcajadas no estaban fuera de lugar, pues se perdían en el barullo de la multitud. Además, cuando acabó de reír se sentía mejor; y ya estaba repartiéndose otra mano. Aprovechó que su mirada se cruzaba con la de una de las camareras y le pidió a gritos que le llevara un poco de agua y vino bueno.
El vino que le dejó en la mesa era pasable, pero el agua sabía como si la hubieran recogido del lago.
—¿Cómo marcha la evacuación? —preguntó Koolas.
—¿No debería estar presenciándola con sus propios ojos, señor corresponsal?
—Ya he visto bastante, gracias —respondió quedamente Koolas.
Ché renunció a apostar en las siguientes manos, pues no valían ni para ir de farol, y prefirió seguir el desarrollo de la partida y el estilo de juego de los demás antes de entrar en faena.
Junto a la barra empezó una pelea. Había un hombre encaramado a ella con la polla fuera, agitándosela en los morros a sus amigos. Una mesa se estrelló contra el suelo y todas las bebidas que había encima se desparramaron. Los tambores de la banda cambiaron de ritmo y enlazaron dos canciones sin que mediara una interrupción; la cantante se puso a berrear de un modo arrebatado y apasionado, ululando en el más puro estilo khosiano antiguo, alcanzando en algunas ocasiones los tonos alhazií. Ché se volvió para mirar con atención su actuación.
La cantante llevaba puesto un vestido negro de satén ceñido, y tenía el cabello recogido con unos bastoncitos de madera lacada. Se había maquillado los ojos con kohl, y mientras cantaba movía los labios de tal modo que atrapaba las miradas de los hombres presentes en el local, y también de las mujeres. Todos la observaban embelesados y deseaban poseerla, o bien ser ella. Ella les mantenía las miradas, con la cabeza acunada entre los brazos, mientras se abría paso contorsionándose entre las volutas de humo.
—¡Calhalee!
Ché devolvió la atención a la mesa.
—¿Qué? —respondió a la chica.
—¡Calhalee! —repitió, elevando la voz por encima de la algarabía general—. Dicen que es la dueña del local.
Ché advirtió el marcado acento lagosiano de la chica.
—Es buena —dijo el diplomático.
Enseguida se dio cuenta de que el vino le había subido rápidamente a la cabeza. Se inclinó sobre la mesa y tendió la mano hacia la especial.
—Ché.
—Ya lo he oído —repuso ella, y examinó su rostro un momento antes de alargar su mano y estrechársela—. Curl.
Y cuando sus pieles entraron en contacto, Ché sintió cómo su pulso se aceleraba mientras contemplaba sus labios separándose levemente. Le apretó fuerte la mano, con deseo.
DESEOS
—General Creed, tenemos un problema en el sector occidental —anunció el cabo Bere, sujetando las riendas de su zel sudoroso.
El oficial acababa de regresar tras entregar un mensaje al capitán Ashtan, quien guarnecía la orilla occidental de la isla junto con las unidades de la Guardia Roja.
—¿Un problema? ¿Con quién?
—Con algunos civiles que, presas del pánico, han decidido hacer caso omiso de nuestras advertencias respecto al Sorbo y al Chilos. Todavía están convencidos de que pueden llegar con los botes.
Creed se quedó mirando al cabo a la luz perlada del amanecer. Bere tenía un aspecto deplorable, como todos los demás. Había perdido el yelmo y llevaba el pelo revuelto y apelmazado, y su túnica roja caía hecha jirones sobre su armadura. Y aun así, allí estaba, con la espalda recta y la mirada atenta... Al parecer era un hombre que sabía estar a la altura cuando la presión lo acuciaba.
Creed recordó que necesitaba un nuevo primer ayuda de campo. Pero eso implicaba aceptar que Bahn yacía muerto en Chey-Wes y el Bahn que siempre había conocido continuaba más vivo que nunca en su cabeza.
—¿Qué sugiere, cabo?
Bere pareció sorprendido porque le pidieran su opinión.
—No sé, general. Quizá habría que enviar más hombres para contenerlos.
Creed consideró un momento sus palabras.
—Todavía son gente libre —dijo a modo de conclusión—. Si quieren correr el riesgo, que lo hagan.
El cabo asintió con la cabeza y trepó de nuevo a su zel. La escolta del general se abrió para dejarle el paso franco y el cabo espoleó su montura para ponerla al galope. Los soldados congregados en las aceras de la ciudad se dispersaron a su paso.
Creed se encontraba en el centro del puente que cruzaba el Canal Central. Dejó caer sus enormes manos sobre el pretil y contempló inmutable el caos que se desplegaba frente a él. Una aeronave estaba elevándose desde el tejado de un almacén cercano, sobrecargado de soldados heridos y civiles.
Los civiles que permanecían en la ciudad se sentían cada vez más desesperados a medida que avanzaba el nuevo día y tomaban conciencia de que seguían atrapados allí. Había llegado un momento en el que estaban dispuestos a recurrir a todos los medios para escapar. Sin embargo, el Chilos y el Sorbo estaban tomados por las tropas imperiales, de modo que cualquiera que se aventurara por sus desembocaduras tendría que soportar la lluvia de proyectiles arrojados desde ambas orillas. Una hora antes, el capitán Trench, de la aeronave Falcon, había informado de que las aguas del Chilo discurrían teñidas de rojo y plagadas de cadáveres.
«Han perdido la fe en nuestra capacidad para protegerlos», pensó Creed mientras recorría con al mirada el pandemonio que rodeaba el canal.
No podía culparles. El ejército había entrado tambaleante en Tume, descompuesto y acosado por el enemigo. Su aspecto no permitía albergar la más mínima esperanza de que fueran capaces de defender un puente, así que no hablemos ya de una ciudad, y sin artillería pesada no era probable que lo consiguieran.
Una brisa fría le acarició el cabello con sus dedos. Inclinó hacia atrás la cabeza y distinguió, mezclado con el resto de los olores de la ciudad, el tufo a putrefacción y a humedad de la hierba del lago. Siempre le había gustado Tume; guardaba un buen recuerdo de los tiempos en los que la había visitado con su viejo camarada Vanichios, ambos oficiales del ejército solteros, para putañear, jugar y beber, con todos los lujos al alcance del hijo del principari.
Más allá del Canal Central se encontraba la ciudadela, una fortaleza antiquísima en el centro de la pedregosa isla. Un foso rodeaba la base del islote como si fuera un canal. Vanichios había evacuado a su familia y a su personal civil la noche anterior, de modo que ya no quedaba ninguna embarcación para él.
Su amigo se había cerrado en banda y había resultado imposible disuadirlo de su decisión de permanecer en la ciudad y luchar. En ese preciso momento, lo que quedaba de la Guardia de Tume tiraba de carros cargados con suministros con destino al interior de la ciudadela, en previsión del inminente asedio. Entretanto, en los parapetos estaban retirándose las fundas de lona que cubrían las balistas y las catapultas. A pesar de que Vanichios no quería creerlo, durante la noche se habían producido deserciones en manada de la Guardia de Tume, de modo que la defensa de la ciudad había quedado en manos de la mitad de los hombres. Vanichios se había puesto hecho una furia y había llamado «cobardes» y «perros» a los desertores. Luego, con los ojos vidriosos, había exhortado a Creed para que no evacuara al ejército de Tume y se quedara a defender la ciudad a su lado.
Creed se había dejado arrastrar en un primer momento por el arrebato de su viejo amigo. Le daba rabia huir una vez más de las fuerzas imperiales. Sin embargo, había recuperado el sentido común cuando ya era demasiado tarde.
Tume era una tumba a la espera de sus huéspedes. La defensa de la ciudad se realizaría a costa de las vidas de los hombres que habían sobrevivido a la batalla, pues las reservas de Al-Khos con la artillería pesada todavía estaban a tres días de viaje; demasiado como para tenerlas en cuenta. Mientras tanto, desde la torre de entrada acababa de llegar la noticia de que las tropas imperiales estaban iniciando las labores de reconstrucción de la mitad derrumbada del puente, a pesar de que las fuerzas defensoras continuaban hostigándolas con sus disparos. El enemigo podría tener acabada la obra a lo largo del día si apretaba un poco y no se relajaba. Y Creed no tenía ninguna duda de que sería así.
Entonces, una vez que cruzaran al otro lado del puente, la lucha se convertiría en una batalla callejera, y no había manera de saber el tiempo que las fuerzas defensoras se mantendrían cohesionadas hasta que cada hombre hiciera la guerra por su cuenta. Su ejército se desintegraría a su alrededor.
No. No iba a permitir que ocurriera algo así.
Bajó la mirada hacia las aguas del Canal Central y los transbordadores amarrados que acababan de regresar de sus últimas travesías.
Las embarcaciones, de gran altura, estaban atiborradas de cuadrillas de tripulantes armados de martillos y sierras para colocar tablones de blindaje y guarnecer así las barandillas y los cobertizos. El coronel Barklee de la Guardia Roja se paseaba con paso firme entre ellos, saltando de un barco a otro para inspeccionar los agujeros que estaban abriendo en la madera a modo de tronera. Barklee era el único oficial de la marina experimentado con el que contaban.
Las embarcaciones necesitaban todos los elementos de defensa que pudieran proporcionarles. Cuando los civiles que quedaban en la ciudad y los heridos se marcharan, todavía quedaba pendiente la cuestión de evacuar al resto del ejército. Algunos podían hacerlo a bordo de los skuds y de las aeronaves. Los demás tendrían que subirse a los transbordadores y aventurarse por la peligrosa desembocadura del río Chilos, con la esperanza de salir airosos y enfilar hacia el sur siguiendo la corriente hasta la Balsa de Juno, donde Creed había decidido congregar a sus hombres y armar una línea defensiva.
Al menos tenían suerte en un aspecto, pues el control del cielo seguía en su poder. Los pájaros de guerra imperiales se habían retirado tras las escaramuzas iniciales. Sin embargo, nadie podía predecir el tiempo que eso duraría.
Creed estaba decidido a que todo el mundo hubiera sido evacuado al amanecer, antes de que los soldados imperiales acabaran de reparar el puente.
Cualquiera que siguiera después en Tume tendría que arreglárselas solo.
A Curl le gustaba aquel tipo. Tenía un aire de alma solitaria, de desarraigado, de corazón herido, aunque sabía cuidar de sí mismo. Sus ojos miraban con una especie de desesperación desafiante, y su risa franca era contagiosa.
«¿Quién eres?», se preguntaba mientras observaba a Ché durante la partida. No parecía khosiano. Curl no pasó por alto el rastrojo rubio en su cabeza, afeitada casi como la de un militar. Tenía unos ojos oscuros y vivos bajo unas cejas delgadas, un rostro cuadrado y hermoso y unas manos delicadas.
Curl sintió por una vez la necesidad de compañía masculina. O al menos eso le había ocurrido horas antes esa misma noche, cuando se había despertado en el suelo frío del almacén donde los habían metido con los heridos. Los fantasmas de las pesadillas se le habían aparecido durante el sueño con los rostros de muchachos pidiéndole a gritos que los salvara. Mientras algunos voluntarios y monjes de la ciudad atendían a los heridos, Kris había continuado durmiendo a pierna suelta, roncando, y también Andolson, a quien habían encontrado una vez dentro de Tume, con su jitar. Él les había dicho que Milos y el joven Coop habían muerto, y que el resto del personal médico que habían conocido probablemente se había dispersado mezclado entre los soldados.
Esa misma noche había oído a un joven acosado por pesadillas relacionadas con la batalla gritando en sueños en otro rincón del almacén.
Curl se había levantado sigilosamente y había salido sola en busca de alguna distracción. Había comprado una dosis de escoria envuelta en una hoja de graf a un vendedor callejero, y la había ingerido antes de ponerse a deambular por las calles siguiendo la música.
Se había sentado a la mesa de juego nada más entrar en el Reposo de Calhalee, y había estado jugando con la mitad de la atención puesta en la partida de rash y la otra mitad en los hombres que iban apareciendo a su alrededor, en los jóvenes y guapos y en los veteranos desbordantes de vida.
Había colocado a Ché en la primera categoría en cuanto el diplomático se había sentado a la mesa justo enfrente de ella y había esbozado su sonrisa triunfal, y de vez en cuando había pensado: «Éste.» Al tipo se le daban bien las cartas; ganaba más dinero del que perdía, a pesar de que jugaba de una manera despreocupada, y poco a poco ella misma había entrado en su juego. Jugaba con él y con el resto de los jugadores, con sus cartas y sus monedas, dejándose llevar del mismo modo que habría hecho en la cama con un hombre, cada vez más borracha del amargo keratch que compraba en la barra.
Al amanecer la partida de rash se había convertido en una competición de resistencia. La tranquilidad había ido instalándose en el sótano a medida que las necesidades de los soldados habían derivado hacia la comida y el sueño. Los pocos empleados que continuaban en el local habían empezado a servir comida caliente, entre ellos Calhalee, la dueña, que se negaba a cobrar. Se rellenaron las lámparas, aunque el brillo de la luz natural que entraba por el suelo de cristal proyectaba reflejos azules que oscilaban en el techo y en las paredes.
Algunos hombres abandonaban la mesa y otros ocupaban sus lugares. Sin embargo, había un núcleo permanente de jugadores, entre los que se encontraban el orondo corresponsal de guerra Koolas y Ché, que parecía estar embarcado en una misión de ebriedad y distracción parecida a la de ella, pues no paraba de beber.
El ánimo de Curl mudaba lenta y lánguidamente mientras conversaba con Ché y con los demás jugadores y hacía bromas que eran recibidas con carcajadas. Sin embargo, una parte de ella, aterrorizada y perpleja, seguía en el campo nocturno de Chey-Wes rodeada por hombres que se asestaban tajos y golpes hasta matarse.
—Dígame —dijo dirigiéndose a Koolas—. ¿Qué carencia cree que tienen esos mannianos para desear conquistar el mundo entero?
El corresponsal estaba garabateando algo en su cuaderno mientras jugaba y levantó la mirada repentinamente.
—Pelo —sugirió sin más antes de regresar a sus anotaciones.
—En Lagos tenemos una historia —prosiguió Curl—. La historia de Canosos sobre el final de una era. Cuenta que llegará un día en el que las mentiras serán tomadas por verdades y la verdad será despreciada. Un día en el que una hueste de almas muertas gobernará el mundo a su imagen y semejanza. Un día en el que sólo un puñado de hombres y mujeres permanecerá para plantarles cara.
Koolas asintió sin prestar demasiada atención.
—Me parece que la conozco. Lagos acaba ahogándose en su propio llanto, ¿no?
Curl recordó también esa parte de la historia, y empezó a hervirle la sangre, a pesar de que Koolas levantó rápidamente la mirada.
—Lo siento, no era mi intención... —dijo arrastrando las palabras, sintiéndose de repente tremendamente incómodo.
—En el Alto Pash se cuenta una historia similar —interrumpió Ché, con la voz gangosa por culpa el alcohol. Todavía tenía entre las manos el odre de keratch que Curl le había cedido para que lo probara—. Habla de un Codicioso Extraordinario que vuelve a la humanidad en contra del mundo. Al final Eres los engulle a todos excepto a aquellos que se habían resistido a su influjo.
—Ojalá se cumpla —dijo Curl, que advirtió, sorprendida por su virulencia, la ira que rezumaba su propia voz—. Ojalá que hasta el último de ellos sea expulsado a patadas de este mundo.
Ché la observó de un modo extraño, con un ojo entrecerrado.
—Debería haber imaginado que te encontraría aquí.
Curl levantó la mirada y se topó con Kris, con una taza de algo en la mano.
—Kris, siéntate con nosotros.
La mujer meneó la cabeza.
—Eso no va conmigo. Sólo estoy haciendo una ronda para localizar a todo el mundo.
Curl alargó la mano y arrebató a Ché el odre de keratch.
—¿Alguna noticia sobre cuándo nos sacarán de aquí?
—Bolt acaba de decirme que mañana por la mañana. Necesita que una parte del personal sanitario se quede en la ciudad hasta que partan las últimas embarcaciones. —Y añadió viendo que Curl daba un trago largo al odre—: Más te vale moderarte con eso. Ahí fuera empieza a reinar el caos.
—Kris, se trata de elegir entre esto o ponerme a gritar como una posesa durante una hora.
—Aun así ándate con ojo. No te pasees sola por ahí.
—No lo haré —respondió Curl obedientemente.
Kris miró un instante a Ché antes de devolver su atención a la chica.
—Te veo luego.
—¡Hoon! ¡Agacha la maldita cabeza, hombre! —espetó Halahan justo cuando otra bala de cañón impactaba en las almenas y provocaba una tormenta de polvo y cascotes.
Milagrosamente, Hoon no estaba herido cuando emergió rodando y tosiendo de la nube de polvo junto con un puñado de miembros de los Chaquetas Grises. Halahan los empujó contra el suelo como estuvieran disparándoles.
Otro proyectil chocó contra la gruesa fachada de la torre de entrada. Sus cañones seguían respondiendo al fuego enemigo arrojando unos proyectiles que parecían de juguete y que sobrevolaban el puente parcialmente destruido para aterrizar a los pies de las baterías de artillería de la orilla opuesta. Los francotiradores imperiales habían incrementado el ritmo de sus disparos. Se hacía difícil respirar con todo el polvo de piedra pulverizada que caía sobre el balcón. A Halahan le pitaban los oídos hasta el punto de dolerle.
La escena que estaba viviéndose en la posición del balcón parecía calcada del Escudo durante los primeros días de la guerra. Los hombres se acurrucaban hasta límites insospechados sobre los escombros que cubrían el suelo de piedra mientras limpiaban los cañones de sus armas o las recargaban. Un médico apretaba el costado ensangrentado de un soldado de los Chaquetas Grises; otros tres hombres yacían muertos y todavía con los ojos abiertos en la parte posterior del balcón. Halahan se acercó caminando en cuclillas al sargento del estado mayor Jay, que permanecía agachado apoyado contra la balaustrada, observando el puente y la orilla opuesta a través del catalejo de Halahan.
El sargento pareció percibir de la llegada de Halahan, pues se volvió justo cuando el sargento se inclinó a su lado.
—¡Se han puesto serios! —gritó Halahan al oído del sargento sin más preámbulos.
Halahan aceptó el catalejo que le ofreció el sargento y buscó el cañón enorme que escupía humo desde una posición algo retrasada al otro lado del puente. El ejército imperial había dispuesto tres baterías de artillería con unos cañones de grandes dimensiones que alcanzaban unas distancias mayores que sus pequeños cañones de campaña.
Halahan devolvió el catalejo al sargento y miró el puente con sus propios ojos. La mitad quemada, la más cercana a la ciudad, yacía en el agua convertida en una larga franja de madera carbonizada. Buena parte de las hierbas del lago sobre las que descansaba se habían hundido, y allí donde volvían a emerger a la superficie se extendía una hilera de escudos de asedio mannianos que proporcionaba protección a los francotiradores y a las cuadrillas de operarios que trabajaban detrás de ellos. Alrededor del muro de escudos se divisaban unas figuras que salían disparadas acarreando brazadas de hierbas del lago y troncos. Arrojaban su carga sobre los restos del puente derrumbado y luego corrían de regreso para ponerse a cubierto.
Eran esclavos; khosianos a juzgar por su aspecto. Al principio los Chaquetas Grises se habían negado a disparar a aquellas figuras que corrían de un lado a otro; sin embargo, Halahan había apretado los dientes y dado la orden, y sus tropas plurinacionales se habían puesto en posición y habían emprendido la tarea funesta de acabar con ellas bajo la mirada perpleja y silenciosa de los soldados khosianos. Los esclavos caían como muñecos de trapo, pero parecía que nunca se acababan, y poco a poco la parte destruida del puente iba reconstruyéndose.
El suelo vibró bajo los pies de Halahan. Otro cañonazo. Un tramo de la balaustrada se derrumbó a su izquierda, y también parte del suelo, de modo que Hoon y sus compañeros francotiradores tuvieron que pegar un brinco hacia atrás para ponerse a salvo.
A través del orificio que atravesaba la torre de entrada, Halahan echó un vistazo al balcón de la izquierda, donde el capitán Hull, su segundo al mando lagosiano, estaba apostado, al igual que él, con un pelotón, todos ellos encogidos para no ser alcanzados por la repentina descarga de los cañones enemigos.
—Oh, no... —dijo alguien mientras asistían al lento desmoronamiento del otro balcón bajo los pies de sus camaradas.
—¡Salid de ahí! —gritó otro hombre, haciendo bocina con las manos.
Pero ya era tarde. Un tramo exterior de la balaustrada semicircular fue lo primero en ceder. Los hombres se arrojaron por encima de las almenas que habían empezado a resquebrajarse. Halahan vio al capitán Hull con su pañuelo blanco haciendo señas al resto de sus hombres para que retrocedieran hacia la escalera... Pero entonces todo el balcón se fue abajo con un rugido ensordecedor y arrastrando con él a Hull y a sus hombres.
En la otra orilla se alzó el grito de júbilo de los soldados imperiales que aullaban victoriosos.
Halahan cerró un instante los ojos y lentamente se limpió con las manos ateridas el rostro cubierto por una barba de tres días. Llevaba dos noches sin dormir. Dio la espalda a la escena macabra con un gruñido y trató de hallar una pizca de lucidez entre la fatiga y la ira que lo consumían. El resto de los hombres lo miraban expectantes, listos para echar a correr en cuanto diera la orden.
Halahan hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Los Chaquetas Grises agarraron su equipo y salieron disparados hacia la escalera.
Debajo, en la calle, los disparos de rifle cortaban silbando el aire o mellaban los muros de la torre de entrada. Los hombres de Halahan se dispersaron hacia las posiciones secundarias en los edificios de los alrededores. Todavía había tropas de la Guardia Roja controlando las calles que se extendían detrás de los parapetos improvisados.
Halahan se topó con el sargento Jay, que salía a la carrera por la puerta.
—Nos replegamos hacia las posiciones secundarias —gritó hacia el sargento.
—¿Alguna noticia sobre cuándo nos evacuarán?
Ambos saltaron para sortear una barrera de escombros, Halahan sujetándose el sombrero de paja.
—Nuestras instrucciones siguen siendo las mismas, sargento. Tenemos que defender la posición hasta mañana por la mañana.
El sargento le lanzó una mirada de soslayo.
—Lo sé, viejo veterano —dijo Halahan—. Lo sé.
UNA REUNIÓN DE DIPLOMÁTICOS
Ché ya estaba tan borracho que había olvidado que se hallaba inmerso en una partida de rash.
Era culpa de la chica de la cara bonita, Curl, que conversaba de vez en cuando con él mientras jugaba o se echaba a reír con los chistes que contaba; pero que sobre todo compartía con él su enorme odre de keratch mientras fingía que no estaba interesada en él como hombre. Ché bebió hasta que el barullo de la taberna se convirtió en un ruido amortiguado, distante, irreal, y él se sumió aún más en su ensimismamiento.
Llegados a un punto, Koolas y el resto de los jugadores se dieron por vencidos y dejaron de intentar devolverlo al mundo real a base de mofas. Lo levantaron, silla incluida y se lo llevaron en volandas para que otro pudiera relevarlo en la mesa de juego.
—Largaos —les espetó arrastrando las palabras, pero no le hicieron caso.
Ché sentía que la cabeza le iba a estallar. No recordaba otra ocasión en la que hubiera bebido tanto. Durante un rato se limitó a permanecer sentado en la silla con la impresión de que algo estaba intentando arrancarle la cabeza del cuello. Sacudió la mano para espantar ese algo, pero la sensación persistía.
Al parecer lo habían dejado sentado a una mesa vacía. Vio una jarra llena de agua delante de él y la vació de un trago gustosamente.
Se dio cuenta de que estaba inclinado hacia un lado, como si su sentido del equilibrio se hubiera reajustado para un mundo oblicuo. Un hombro impedía su caída. Pertenecía a la chica, que se había sentado junto a él.
—Vente conmigo —se oyó susurrarle en el oído.
—¿Y por qué iba a hacerlo? —le respondió la chica en un tono provocativo.
Ché intentó concentrarse en las palabras que quería decir.
—Porque... me gustaría que vinieras.
El diplomático notó que una rodilla se apretaba contra la suya.
—Podemos pedir una habitación aquí —sugirió la chica—. Decir que nos suban algo de comer. Tienes aspecto de que te sentaría bien comer algo.
La chica lo ayudó a levantarse y Ché se tambaleó cuando ella lo dejó solo un momento. Curl regresó con una sonrisa en los labios.
—Vamos... por aquí —dijo conduciéndolo hacia un tramo de escalones iluminado por una única lámpara con una llama oscilante.
Alguien silbó a su espalda y le gritó palabras de ánimo. Ché echó la vista atrás, pero no supo quién había sido.
Tampoco advirtió que dos personas entraban en la taberna. Eran un hombre y una mujer. Vestidos con ropa de civil y con las cabezas afeitadas cubiertas por sombreros de fieltro, ambos clavaron en él la mirada.
El archigeneral Sparus observó a través de su catalejo un par de aeronaves despegando del centro de Tume y a los soldados de la Guardia Roja a bordo de ellas, repartidos por las barandillas y con sus capas infladas por la brisa mientras las naves se alzaban pesadamente por el cielo. Cerró el catalejo con un golpe seco y se lo entregó al oficial que tenía más a mano, el capitán Skayid. De modo que era cierto: Creed estaba evacuando a los soldados de Tume.
Sparus sabía que el Señor Protector sería de los últimos en abandonar la ciudad flotante, y con esa idea en la cabeza había apremiado a los hombres encargados de los trabajos de reconstrucción del puente.
Se resistía a permitir que Creed volviera a escapar. Lo quería vivo; ansiaba ponerlo a disposición de sus mejores hombres. Ellos lo destrozarían —como hacían con todo el mundo— a base de sustancias narcóticas y juegos mentales, y poco a poco irían introduciendo el dolor, hasta que Creed no fuera más que la sombra de un hombre, un títere que obedecería todas sus órdenes...
Esa fantasía se había convertido en su favorita desde la batalla y la huida afortunada de los khosianos: el Señor Protector metido en una jaula, engrilletado y desnudo, renunciando en voz alta a todo lo que había estado defendiendo, mientras él lo paseaba por delante de las murallas de Bar-Khos para que los khosianos vieran con sus propios ojos el destino que había tenido su gran líder militar.
Tal vez podría hacer de Creed otro Lucian y convertirlo en un trofeo viviente más. «Sería de lo más adecuado», pensó Sparus. La insurgencia lagosiana había demostrado en la derrota no ser más que otra pandilla de chiflados imprudentes. Muy pronto también quedaría demostrado que el desafío lanzado por Khos y los Puertos Libres sólo era una falacia. Las batallas de Coros, de Chey-Wes y del Escudo pasarían a los anales de la historia como los momentos esplendorosos de un pueblo anclado tercamente en el pasado, como intentos vanos de rechazar el nuevo orden mundial.
Sparus no tenía duda de que sería eso lo que ocurriría. Lo había visto repetirse una y otra vez. Si bien a los eruditos les gustaba bromear sobre las victorias en los libros de historia, Sparus sabía que la realidad era mucho más compleja. La victoria en sí era el cincel que moldeaba la historia en la mente de la gente, la prueba de la legitimidad de la causa de los vencidos y de lo erróneo de las creencias de los derrotados. La victoria otorgaba poder, mientras que la derrota... la derrota no era más que una cáscara que se desecha cuando se le ha sacado el grano que contiene: la esperanza de futuros triunfos.
Cuando Mann conquistara por fin los Puertos Libres, y a continuación las tierras de los alhazií, se pondría punto final al conflicto de las eras, al conflicto de las fes. Y la victoria demostraría la vigencia de Mann.
Sin embargo, Sparus tenía que saldar antes una cuenta pendiente personal con Creed, el Señor Protector que le había hecho parecer un memo dos veces, primero con su ataque nocturno y luego con su huída inesperada del campo de batalla. Y Sparus sabía perfectamente cómo se cobraría esa deuda.
—Coronel Kunse —bramó.
El coronel se cuadró. Los oficiales que tenía a su alrededor lo imitaron inmediatamente.
—Prepare los comandos para un ataque nocturno —ordenó Sparus—. Hágales construir unos botes con los que cruzar el lago hasta la otra orilla. Cuando empiece a anochecer redoble los esfuerzos en el puente. Ofrezca oro para tentar a los voluntarios si es necesario. Lo quiero acabado esta noche, no mañana, ¿entendido?
Se volvió hacia el oeste y contempló con su único ojo la artillería pesada imperial que bombardeaba la ciudad desde la costa sur. Otra aeronave khosiana estaba atravesando el lago en su viaje de regreso.
—Y haga algo con esas aeronaves, ¿me oye? Deberíamos estar pugnando por el control del cielo en vez de cedérselo a los khosianos para que evacuen la ciudad en perfecto orden.
—Pero nuestros pájaros todavía están siendo reparados, archigeneral.
—Me da igual, coronel. Si pueden volar, mándelos allí arriba.
Sparus estaba pidiendo algo imposible, pero no le importaba.
—Tomaremos la ciudad esta noche y atraparemos a Creed mientras evacua a sus hombres.
Un par de hombres se sonrieron al reparar en la ironía.
«Bueno —pensó Sparus—. A ver qué cara ponen los khosianos cuando les demos a probar su propia medicina.»
Un traqueteo de platos de madera arrancó a Ché de su sopor etílico.
Vio que habían dejado comida sobre una pequeña mesa de comedor, y que él y Curl estaban sentados en un cuarto en el que no había nadie más. Pegada a una pared había una cama hecha. Un par de cortinas de terciopelo ocultaban la ventana que tenían detrás, y sobre el suelo había extendida una alfombra de felpa. Pese a la limpieza evidente del cuarto, en el aire flotaba un tufillo a humedad y a moho.
Un murmullo de carcajadas llegaba a través de la puerta cerrada desde el pasillo y el salón de la taberna al final de la escalera. Ché se quedó mirando detenidamente la comida mientras el mundo giraba lentamente a su alrededor. Por un momento olvidó quién era la chica sentada junto a él. Sin embargo, tenían las piernas pegadas, y a ella eso no parecía molestarla, de modo que debía haber algo entre ambos a pesar de que era incapaz de recordar el qué. Entre los dedos de una mano sujetaba un cigarrillo humeante de hazii. Se lo llevó a los labios con las manos temblorosas, le dio una calada y notó cómo hasta la última fracción de hierba de hazii le raspaba la garganta a su paso.
—Expúlsalo, idiota —dijo la chica, quitándole el cigarrillo y con las mejillas abultadas por la comida que tenía en la boca.
Ché se había quedado embobado, con el humo en los pulmones, mirando la llama parpadeante de la vela situada en el centro de la mesa. Por fin expulsó el humo, se dejó caer contra el respaldo de la silla y se volvió a Curl.
—Qué guapa eres —dijo el diplomático.
Curl esbozó una sonrisa educada, como si hubiera oído aquellas palabras cientos de veces, y luego se concentró de nuevo en la comida.
—Deberías comer. Te irá bien.
Ché no podía pensar en comida. Sentía un dolor lacerante en el cuello, y empezó a plantearse que pudiera tratarse de algo más serio que un simple dolor de cabeza. «¿Cuánto tiempo hará que me tomé el jugo de árbol salvaje?», se preguntó de repente.
—Vienen a por mí —masculló mientras trataba de ponerse en pie, aunque las palabras salieron por su boca trituradas por su lengua entumecida.
—Vienen a por todos —oyó que replicaba Curl.
Se le resbaló la mano de la mesa y volvió a desplomarse sobre la silla. No podía sentarse recto. Se inclinó hacia delante para posar la cabeza en la superficie fría de la mesa y luego giró el cuello para apoyar la mejilla. Por la comisura del labio se le escapaba un hilo de baba.
Reparó en que todavía tenía el odre en el regazo y decidió que lo que necesitaba era más alcohol, de modo que se puso derecho con un gruñido y emprendió la ardua tarea de verterse keratch en la boca.
Antes de que pudiera tragar dio un respingo sobresaltado por el violento codazo que le asestó Curl en el costado.
Con la visión borrosa, Ché advirtió una figura delante de la mesa y otra más retrasada que estaba cerrando la puerta.
Debajo de sus finas capas iban vestidos con ropa de civil. Abrieron las capas a la altura de la cintura y sacaron unas pistolas con las que apuntaron directamente al corazón de Ché.
De repente el diplomático estaba sentado en su silla con la espalda recta.
—¿Os importa si nos sentamos? —preguntó Guan, que cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa.
Su hermana hizo lo mismo, y luego examinó brevemente la comida que había sobre la mesa antes de coger un pastelito y metérselo en la boca.
Curl se había quedado paralizada. Swan clavó sus ojos oscuros en la chica.
—¿Quién es tu hermosa amiga? —preguntó con acritud.
Y Ché se preguntó cómo era posible que alguna vez hubiera encontrado atractiva a aquella mujer. No respondió. Guan lo taladraba con la mirada.
—Si yo fuera tú me sacaría de la cabeza la idea de intentar coger esa pistola —dijo el hermano de Swan—. Estoy a un pelo de apretar el gatillo.
Ché alejó la mano de la empuñadura de madera de la pistola que llevaba en el cinturón.
—Las manos sobre la mesa —ordenó Guan.
Ché soltó el odre y posó las manos a ambos lados del recipiente de piel.
—Tú también —dijo Guan dirigiéndose a la chica.
Ché tenía dificultades para que no se le difuminara la cara del diplomático, que parecía mirarlo con lascivia a la luz tenue de la vela. Las sombras convertían sus ojos en dos pozos y sus labios en un tajo irregular. Echó un vistazo fugaz a las manos de Curl sobre la mesa. Estaban temblando. Parpadeó tratando de ver con claridad el rostro de Guan.
—Bueno, di algo, ¿no? —espetó Guan—. ¿Por qué no nos explicas los motivos que te han empujado a convertirte en un traidor?
Ché se dio cuenta de que su silencio estaba alimentando la ira de Guan y frunció ligeramente la comisura de los labios con la intención de provocarlo.
Guan se volvió a su hermana. Ella se encogió de hombros, cogió otro pastelito y levantó la pistola para apuntar a la cara de Ché.
Swan se limpió los labios, engulló el último pastelito y se levantó. Enfiló hacia la puerta, todavía con la pistola desenfundada, y esperó allí. Al cabo hizo un gesto de asentimiento a su hermano.
Ché levantó entonces un dedo. Pedía un momento. Guan vaciló. Ché observó el cañón del arma a la luz trémula de la vela y se inclinó hacia Guan, frunció la boca y... sopló.
El keratch que tenía en la boca salió disparado a través de la llama, que se convirtió en una enorme bola de fuego crepitante que alcanzó al diplomático. La pistola cayó al suelo con un estruendo seco y Guan dio un brinco hacia atrás, con la ropa en llamas.
Ché volcó entonces de un empujón la mesa y la tumbó frente a él apoyada sobre el borde. Se levantó titubeante y dio un par de pasos en falso antes de recuperar el equilibrio. Enfiló hacia la ventana. El humo le provocaba arcadas. Abrió las cortinas y trató de abrir las contraventanas, pero éstas se negaban a moverse.
Swan estaba arrodillada junto a su hermano, intentando sofocar las llamas.
Ché agarró a Curl por la muñeca. La chica observaba la escena bloqueada por el pánico y forcejeó con Ché, que tiraba de ella para llevarla a la ventana, hasta que logró soltarse.
—¡Te matarán! —le espetó. Luego se dio la vuelta y embistió la ventana y las contraventanas con el hombro por delante.
La ventana no opuso tanta resistencia como Ché había previsto, y el diplomático salió volando por ella y aterrizó de espaldas sobre un montón mullido de hierbas del lago. Curl cayó encima de él, y ambos rodaron a trompicones hasta la orilla. Consiguieron detenerse justo a tiempo y se ayudaron mutuamente a levantarse. Ché hizo visera con la mano para proteger sus ojos de la luz cegadora de la mañana.
Les dispararon desde la ventana, pero no fueron capaces de determinar la dirección de la bala.
—¿Quiénes eran ésos? —inquirió Curl—. ¡No entiendo nada!
—Por aquí —dijo Ché, y salió trotando hacia la acera más cercana.
Las calles estaban desiertas de civiles. Ché y Curl corrieron con todas sus fuerzas, pero el diplomático seguía dando tumbos, como si el suelo oscilara bajo sus pies, de modo que la chica tenía que mantenerlo derecho. No pararon de correr ni cuando se quedaron sin aliento. Por un momento, Ché tuvo la impresión de que el pulso del cuello se le ralentizaba ligeramente, pero entonces se aceleró de nuevo y supo que los hermanos diplomáticos los seguían.
—¿A dónde vamos? —quiso saber Curl, ahora más enfadada que asustada.
Ché, sin embargo, no tenía respuesta. Estaba demasiado ocupado vomitando mientras corría renqueando por la acera, metiéndose un dedo hasta el fondo de la garganta para vaciar el estómago.
—¡Deberíamos buscar ayuda! —gritó Curl. La chica le rodeaba el cuello con un brazo. Sus pies eran más fiables que los de Ché—. ¡Acudir a los guardias!
—Nada de soldados —gruñó Ché, con el aliento escaldado por la bilis.
El joven diplomático siguió corriendo y condujo a la chica hasta el distrito occidental de la ciudad. Intentó cargar la pistola sin detenerse, pero no era capaz de encajar el cartucho en la recámara. Curl le arrebató el arma despotricando y la cargó echando la mirada atrás repetidamente.
—Ya vienen —dijo entre jadeos.
Ché miró atrás. Sólo veía un revoltijo nauseabundo de colores y formas. Entrecerró los ojos tratando de ver con claridad y divisó a Swan en el lado izquierdo de la calle y a Guan en el derecho, pegados a las fachadas de las casas y empuñando las pistolas. La parte superior del atuendo de Guan estaba quemada y hecha jirones. Swan señaló hacia el otro lado de la calle y Guan le respondió asintiendo con la cabeza y desapareció por una calle lateral.
Ché calculó que ya debían de estar cerca de la casa, pues aquella calle le resultaba familiar. Para evitar que Guan los flanqueara, torció a la derecha y se introdujeron en un callejón, que recorrieron a la carrera antes de volver a girar a la izquierda para retomar el rumbo hacia el oeste. Ché se dio la vuelta y apuntó con la pistola justo cuando Swan aparecía por la esquina de un edificio y rápidamente escondía la cabeza. Ché esperó apuntando con el arma, pero la diplomática no volvió a sacar la cabeza.
—¡Vamos! —dijo, y continuaron corriendo arrimados a las paredes de paja que se extendían a lo largo del lado izquierdo de la calle ocultando los jardines traseros de las casas.
Ché, todavía medio ciego, se dio otra vez la vuelta y apuntó a Swan, que se agachó y se tiró a un lado justo cuando le disparaba.
De pronto apareció un pelotón de soldados de la Guardia Roja que se volvieron al oír el disparo. Curl salió dando tumbos hacia ellos antes de que Ché pudiera detenerla, y él se acercó hasta el grupo mientras ella les hablaba y señalaba hacia sus perseguidores. Los soldados vieron a Swan y se desplegaron alrededor de Curl.
Ché tiró de la manga de la chica y le hizo un gesto con la cabeza indicándole que lo siguiera.
Reemprendieron la carrera por la calle, aunque ya no tan rápido, pues ambos estaban agotados. Ché no dejaba de mirar a un lado y al otro buscando alguna señal de Guan o de la casa.
De repente vio agitarse algo golpeado por una ráfaga de viento.
Era su capa, que ondeaba en la ventana del piso superior de una casa, justo donde la había colgado para ponerla a secar.
Saltaron la pared de paja del jardín trasero y Ché aterrizó rodando sobre una alfombra de astillas. Curl lo ayudó a levantarse y ambos cruzaron el jardín y rodearon la casa para llegar a la puerta principal.
—Es aquí —dijo Ché, con el cuello palpitándole.
Entraron y cerraron la puerta. Ché echó el pestillo. La casa estaba tal como la había dejado. El diplomático subió a trancos la escalera y entró en su habitación, sacó la mochila de debajo de la cama, hurgó en ella buscando el frasquito de jugo de árbol salvaje y se echó una gotita del brebaje en la lengua. La chica se había quedado observándolo desde el hueco de la puerta.
Ché se arrimó a la ventana y echó un vistazo fuera sin asomar la cabeza.
Nadie a la vista.
Recogió discretamente la capa. Parecía seca.
Metió a Curl en la habitación y también cerró esa puerta. Luego se sentó en la cama con la pistola y trató de cargarla con sus manos torpes. Introdujo el cartucho con un golpe seco y se quedó así, esperando, con la pistola en las manos. Desde la habitación contigua llegaban unos ronquidos estruendosos.
El ritmo de la glándula pulsátil parecía disminuir. Al principio desconfió, pero entonces, transcurrido lo que le pareció una eternidad, se convenció de que estaba ocurriendo realmente.
Por fin suspiró aliviado.
—Se han ido —dijo, y se dejó caer de espaldas sobre la cama con un gruñido. Todavía le daba vueltas la cabeza.
—¿Estás seguro?
Ché asintió.
—¿Vas a decirme quiénes eran ésos?
—Unos viejos amigos. Les debo dinero.
—¿Qué eres? ¿Un ladrón?
Ché se levantó desmañadamente y volvió a la ventana, pero todavía no veía nada. Cuando se dio la vuelta para acercarse a la chica, ésta estaba intentando abrir la puerta para marcharse.
Cruzó la habitación con tres zancadas. Curl soltó un gritito ahogado cuando él la agarró de la muñeca.
Ché estaba a punto de decir: «Espera.» Pero antes de darse cuenta sus cuerpos estaban apretados contra la puerta y cada uno recibía en el rostro el aliento cálido del otro.
Y luego estaban besándose y arrancándose la ropa mutuamente, y todo lo que no fuera pasión y necesidad quedó desterrado de sus mentes.
LA EMBOSCADA
Un hombre de los Chaquetas Grises se desplomó en la oscuridad, muerto antes de dar con sus huesos en el suelo, justo cuando Halahan lo rebasaba corriendo. El coronel se abrió paso escarbando en los escombros de un almacén derrumbado y se detuvo junto al sargento Jay, que estaba en cuclillas detrás de un carro volcado. Los arqueros apostados a ambos lados de ellos disparaban sin tregua desde la barricada que se extendía a lo ancho de la calle. Halahan echó un vistazo por encima del carro y vio los destellos fulgurantes de los cañones y los surcos que abrían los proyectiles en su vuelo nocturno.
Las sombras de unas figuras que corrían agachadas revoloteaban entre los escombros de la torre de entrada. Detrás de ellos se vislumbraba, a través de los escudos de asedio instalados sobre el puente reparado a marchas forzadas, otro tropel de figuras que se congregaban para formar la segunda oleada del asalto.
—¿Dónde está? ¿Ha enviado a otro mensajero? —gritó Halahan al oído de Jay.
El sargento del estado mayor asintió y se asomó por un agujero que había en la madera, por donde observó con el gesto compungido las hordas de soldados imperiales que estaban cruzando el puente.
Una explosión hizo tambalearse al sargento. Estaban arrojando granadas como preámbulo al asalto.
Halahan paseó la mirada por los edificios adyacentes. Los soldados armados con rifles y arcos ya estaban dándolo todo. En el cielo nocturno que se extendía sobre el lago los cañones rugían con los disparos que intercambiaban las aeronaves de ambos bandos.
Las posiciones de tiro en los edificios ruinosos a ambos lados de la torre de entrada habían acabado cayendo, y ahora llegaban informes sobre unidades enemigas intentando flanquear la segunda línea defensiva. Halahan sospechaba que habían intervenido comandos que habrían llegado sigilosamente a nado desde sus posiciones en el puente o incluso desde la otra orilla. Al parecer, a juzgar por el estallido de disparos procedente de allí, estaban atacando la costa sur de la isla.
Halahan frunció la frente cuando vio que los soldados de la Guardia Roja y los Especiales retrocedían hacia su posición desde una calle lateral que habían estado defendiendo. Un arquero que Halahan tenía al lado se levantó y disparó a un soldado imperial que estaba trepando por el otro lado del carro. Otros guerreros trataban de encaramarse a él aullando como perros salvajes, y el vehículo vibraba bajo su peso. Miembros de la Guardia Roja a ambos lados de Halahan pasaron a la ofensiva embistiéndolos con sus chartas. Un hombre con el rostro desencajado se quedó mirando a Halahan antes de derrumbarse de espaldas y desaparecer detrás del carro.
El coronel se volvió con una maldición en los labios para echar un vistazo hacia la calle que se extendía a su espalda, pero entonces divisó la mole oscura de Creed enfilando a trancos directamente hacia él, seguido por los miembros de su escolta, que caminaban a trompicones intentando mantener el paso del general. Halahan corrió a su encuentro.
—¡Están atacando toda la costa sur con botes y nadadores! —bramó el general con el rostro encendido por la tensión del momento—. ¿Cuánto tiempo puede seguir aguantando la posición?
—¿Aguantándola? ¿Tiene pinta de que estamos aguantándola?
—Todavía quedan dos mil hombres en la ciudad, coronel. Debe darnos tiempo para evacuarlos a todos.
—Soy consciente de sus problemas, general. Sólo le digo que no podemos seguir aguantando esta posición.
Creed levantó la mirada, igual que todos, hacia la onda expansiva de una explosión que se produjo en el cielo, al este. Una aeronave estaba desintegrándose en fulgurantes fragmentos llameantes.
—Está bien —espetó Creed—. Repliéguense en orden, pero contenga al enemigo todo lo que pueda. Habrá un barco esperándolos.
—¿Me lo promete, general?
Se miraron intensamente un momento, ambos llenos de odio, ansiosos por ponerse a gritar al otro en la cara sin más motivo que la necesidad común de dar rienda suelta a sus frustraciones. Pero entonces el gesto de Creed se suavizó y el general tendió la mano a Halahan. El coronel se la estrechó y la sacudió con fuerza.
—Allí nos veremos —dijo Halahan.
Era evidente que el principari Vanichios sabía lo que iba a decirle antes de oírlo.
—Ahora o nunca, viejo amigo —dijo de todas formas Creed—. Debemos marcharnos.
El Michinè apoyó la mano en la balaustrada y oteó el sur de la ciudad. Desde la atalaya de la torre más alta de la ciudadela podía ver Tume en toda su extensión. Desde el sur llegaba el estruendo de los cañones. Un puñado de edificios estaban, envueltos en llamas, y la brisa que soplaba de levante hacía ondear estandartes de fuego en el cielo. Bandadas de soldados se retiraban en perfecto desorden en dirección al Canal Central, donde los últimos transbordadores ultimaban los preparativos para la partida.
—¿Te dará tiempo a evacuar a todos tus hombres? —preguntó Vanichios.
—No —admitió Creed con pesar—. Algunos han quedado atrapados en el suroeste. No podremos sacarlos a tiempo.
—¿Y el resto? ¿Tienes sitio para todos?
—Vamos improvisando. Todavía queda sitio para ti y tus hombres si quieres.
Vanichios apartó la mirada del general. Las llamas se reflejaban en sus ojos. No tenía nada más que añadir sobre el asunto.
Creed se planteó por un momento envolver al principari con sus poderosos brazos y sacarlo a la fuerza de su vetusto hogar; pero eso habría sido una acción indigna, sobre todo con aquel hombre. Era un Michinè: sin dignidad no era nada.
En el este continuaba librándose la cruenta batalla aérea, y Creed veía las bolas de fuego que salían despedidas de los cascos de las aeronaves, que se hostigaban unas a otras con toda su artillería.
—Nunca pensé que estaría tan asustado —confesó en un susurro Vanichios.
Creed se estremeció. Abandonarlo en esas circunstancias le hacía sentirse un villano.
—Adiós —dijo al cabo, y posó una mano en el hombro de su viejo amigo.
Vanichios evitó mirar al general mientras éste se marchaba.
Ash estaba temblando debajo de las sábanas. Tenía los ojos empañados y sólo veía formas fantasmagóricas de diversos colores. A pesar de que había corrido las cortinas de la ventana del dormitorio, la luz de la luna que se colaba por los bordes resultaba demasiado intensa para sus ojos, de modo que se había tapado la cabeza mientras tosía y carraspeaba acosado por la fiebre. Se sentía como si la cama no parara de dar vueltas.
En su cabeza, los disparos lejanos no eran más que cáscaras de maíz chisporroteando en el fuego. Estaba medio soñando con la taberna de su pueblo natal, Asa, con su salón calentado por el fuego que ardía en la chimenea y sobre el que Teeki preparaba el maíz, que crepitaba dentro de la olla e inundaba con su aroma la taberna con la atmósfera cargada de humo. Él estaba sentado en un rincón, solo, observando con un sentimiento de odio cada vez más intenso al tío de su esposa, sentado en el lado opuesto de la taberna.
Ash había permanecido sentado allí toda la noche, emborrachándose silenciosamente como los viejos parroquianos de la taberna, meditando delante del vino de arroz que le proporcionaba su tregua nocturna. La carga que pesaba sobre su conciencia, sin embargo, se negaba a darle un respiro. No quería regresar a casa junto a su esposa y su hijo y todas las responsabilidades que éstos representaban.
Esa misma mañana habían perdido otro perro de cría por culpa de la fiebre, y Ash no sabía de dónde iba a sacar el dinero para reemplazarlo, ni siquiera cómo pagarían las deudas que ya tenían contraídas.
A medida que bebía ganaba fuerza en su cabeza la idea de huir y abandonarlo todo. La vida que llevaba no tenía nada que ver con lo que había imaginado para sí en su niñez, cuando en la granja familiar veía a sus padres trabajando de sol a sol para intentar pagar unas deudas y unos impuestos que no dejaban de crecer. Ash había soñado con largarse cuando tuviera edad suficiente y ganarse la vida como soldado, marinero o cualquier otra cosa distinta de aquello.
Pero entonces se había enamorado —nada menos— y se había casado, y había fundado un hogar... Así que en un abrir y cerrar de ojos, o al menos esa era la impresión que él tenía, allí se encontraba ahora, intentando ahogar sus penas en el alcohol como había hecho su padre antes que él.
Miró al tío de su esposa, que estaba en lado opuesto de la taberna, rumiando. Lokai era el representante del gobierno en una docena de pueblos repartidos por las estribaciones de las montañas Shale, un recaudador de impuestos con ropa elegante designado a dedo para el cargo por un oficial del cacique KengiNan. Compaginaba ese trabajo con el de prestamista local, y prestaba dinero con unos intereses desorbitados a la gente de los pueblos.
En otras circunstancias, Ash habría pensado que era útil tener a una persona como él en la familia. Sin embargo, el tío de su esposa estaba obsesionado con incrementar su riqueza, y encima con hacerlo aprovechándose de los poderes que otros le habían concedido. Cuando se trataba de dinero, Lokai no mostraba demasiada consideración por los lazos de sangre.
Esa noche Lokai estaba divirtiéndose. Mientras reía y bromeaba rodeado por sus secuaces, se dignó a corresponder a la mirada penetrante que le dirigía Ash y se lo quedó mirando con la pipa colgada de la comisura de los labios, con la cabeza inclinada hacia atrás lo justo para poder ver por debajo de la nariz. A pesar incluso de la distancia que los separaba y del humo que inundaba la sala, sus ojos parecían estar riéndose de él.
Ash no supo por qué estalló en ese preciso momento. La intuición del borracho, quizá. Tuvo la sensación de que en aquellos ojos que estaban burlándose de él subyacía el convencimiento de que él iba a reaccionar así, por mucho que Ash todavía la ignorara.
Ash se percató de que el tío de su esposa abría completamente los ojos cuando él se puso de pie tambaleándose y cruzó la taberna en dirección a él.
Cuando llegó hasta Lokai dijo algo arrastrando las palabras que ni siquiera él entendió, mientras el tío de su esposa se levantaba desmañadamente secundado por los secuaces que lo acompañaban.
Una mesa quedó hecha trizas y las bebidas se desparramaron. Lokai rodó por el suelo y apareció un reguero de sangre en su rostro.
Ash descargó con un gruñido los nudillos contra la figura despatarrada en el suelo.
Los hombres lo agarraron por la espalda. Él forcejeó con ellos hasta que le faltó el aire y se quedó quieto entre sus brazos. Así permaneció, recuperando el aliento y con la mirada clavada en Lokai.
—¿Te crees especial? —espetó el tío de su esposa desde el suelo, tapándose la nariz ensangrentada con una mano—. ¿Crees que porque te casaste con mi preciosa sobrina, porque gracias a ella entraste en una familia mejor que la tuya, eres alguien? —Espantó con un manotazo las manos que le tendían sus secuaces para ayudarlo a levantarse y trató de ponerse en pie tambaleándose—. No eres más que un idiota —espetó—.Y tu propia esposa te convierte en el mayor idiota del mundo.
Se hizo el silencio en la sala. El comentario estaba tan fuera de lugar que Ash tardó unos segundos en desentrañar su significado.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Ash con su voz pastosa.
Para entonces Lokai ya se mantenía en pie sin problemas.
—¿Qué crees que quiero decir? Aquella vez que necesitaste dinero, el mismo año que te casaste, para comprar tus malditos perros, ¿acaso crees que te lo presté a cambio de nada? Me la cepillé como pago de la cuota. —Hizo una pausa para pasear la mirada por el resto de los hombres que escuchaban boquiabiertos—.Ya lo creo que lo hice, y ninguno de vosotros se atreverá a decir una maldita palabra sobre el tema.
Lokai tomó aire para seguir hablando.
Ash se dio cuenta de que todavía agarraba en la mano izquierda la frágil jarra de la que había estado bebiendo y que ahora estaba vacía y, de improviso, se abalanzó sobre Lokai liberándose de los brazos que lo sujetaban y lo golpeó con todas sus fuerzas y toda la ira que lo devoraba.
Cuando levantaron a Ash, el tío de su esposa yacía en el suelo, con la cara hundida como si fuera un cuenco con un agujero en el fondo por el que salía la sangre a borbotones; su pie izquierdo dio unas sacudidas leves contra las tablas del suelo, y entonces Lokai soltó un último grito ahogado y murió ante la mirada de los presentes.
—Ha matado al representante del gobierno —masculló alguien.
Ash huyó amparado por la oscuridad de la noche.
Ahora Ash levantó la mirada y se sorprendió contemplando un recuadro de cruda luz de luna.
Era la ventana del dormitorio, sobre la que colgaban las cortinas vaporosas.
Sentada en la silla se apreciaba la silueta de una figura que daba golpecitos en uno de los brazos de madera.
—¿Ché?
La figura se incorporó en la silla. Ash oyó el crujido de la madera.
—Debe de haber sido duro oír esas noticias sobre su hijo.
Nico.
Ash sintió un estremecimiento extraño en el estómago, como de miedo a una caída. Se dio cuenta de que no podía hablar.
—Lo siento —dijo Nico—. No era mi intención entrometerme.
Ash apoyó la cabeza en el cabecero de la cama y se fijó en que la almohada estaba húmeda allí donde había estado en contacto con su cara.
El recuerdo anterior se fue difuminando en su cabeza, pero aún perduraba en su nariz el aroma del maíz crepitante.
—No tan duro como perderlo —dijo con la voz rasposa, y la sangre le bombeó en la garganta.
—Lo echa de menos.
—Pienso en Lin todos los días. También en ti.
—¿Y qué piensa?
—¿De ti o de mi hijo?
—De su hijo.
—¡Ay! —exclamó Ash con pesar.
Sintió la necesidad acuciante de tomarse un trago, y recordó que ya se había acabado el vino que había encontrado en la cocina.
—Pienso en sus ojos, idénticos a los de su madre. Pienso en cómo compartía el pan con sus amigos durante los días de mayor escasez. Me lo imagino persiguiendo a las chicas antes incluso de saber por qué las perseguía. Pienso... —Se detuvo cuando ya iba a decir una imprudencia—. Pienso en su muerte —añadió en un susurro.
Entonces Ash lo vio como si estuviera en el Mar del Viento y de la Hierba. Vio la hierba seca pulverizada envolviendo la batalla. El ala Pesada del general Shin emergiendo de detrás de las líneas de la Senda Luminosa, traicionándolos a todos por una fortuna en diamantes. Vio al jinete que embestía a su hijo y lo derribaba de un solo golpe, y luego los cascos de las monturas pisoteando su cuerpo como si no fuera más que un saco abandonado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nico rompiendo el silencio.
Ash se cogió de las sábanas que le cubrían las manos como si necesitara algo a lo que asirse.
—¿Aún quiere ocultarme cosas?
«No —respondió mentalmente Ash—. Quiero ocultármelas a mí.»
Miró hacia la forma sombría de su aprendiz sentado en el otro lado del dormitorio.
—No sentí amor por él —dijo con la voz quebrada—. Durante algún tiempo creí que no lo amaba como a un hijo.
—¿Pensaba que no era suyo?
Ash se agarró más fuerte a las sábanas. Pensó que eliminar de su cabeza los recuerdos sobre cómo se había comportado con el chico tampoco iba a cambiar nada. Él seguiría allí, viviendo siempre con esa pena a cuestas.
—Después de oír lo que dijo el tío de mi esposa traté mal a Lin.
«Mal», se repitió mientras se escuchaba asqueado.
«Mal» no era la palabra. Se había comportado como un verdadero cabrón con el chico. Y durante el par de años que habían pasado juntos luchando por la causa antes de que Lin muriera, Ash lo había tratado con una frialdad y una indiferencia arrogantes.
—Te pido perdón, Nico.
—¿Por qué?
—Por si alguna vez te traté mal. Por si tuviste la impresión de que no me preocupaba por ti. A veces no se me dan bien... esas cosas.
La figura observaba a Ash en silencio.
—Ahora, si me disculpas, estoy cansado.
Ash se tumbó de nuevo, se tapó lentamente la cabeza con la sábana y esperó hasta que tuvo la certeza de que Nico se había ido.
Los transbordadores se aproximaban a la desembocadura del Chilo en fila de a uno, impulsados por la fuerte corriente del lago y las hileras de remos que se hundían en las aguas oscuras. Los tambores marcaban el ritmo lento y constante que ayudaba a los remeros que se afanaban en incrementar la velocidad de las embarcaciones.
Halahan se encontraba en la timonera blindada situada en la popa del barco junto al general Creed, quien observaba a través de un orificio del revestimiento de madera que envolvía el espacio penumbroso. Detrás de él, otros oficiales se balanceaban empujados por el cabeceo del barco; todos apestaban a sudor y hablaban más bien poco. Koolas, el corresponsal de guerra, estaba apretujado en uno de los rincones del fondo. La capitana de la embarcación, una mujer de mediana edad con una pipa en la boca igual que Halahan, manejaba el timón y también escudriñaba con los ojos entornados por el hueco que tenía enfrente. La tensión se respiraba en el ambiente. Nadie sabía si lo conseguirían.
La capitana giró con fuerza el timón y el barco viró lentamente, sobrecargado por el peso de tantos hombres en sus cubiertas superior e inferior.
—Allá vamos —masculló cuando se adentraron por la desembocadura del río, y golpeó tres veces el suelo con el talón de la bota.
Alguien gritó una orden desde abajo y el ritmo de los tambores se aceleró. Los remos empezaron a moverse más rápido. Halahan oyó cómo impactaba la primera ráfaga de disparos contra el revestimiento de madera que los rodeaba.
Una bengala se elevó por el cielo e iluminó el barco y los alrededores como si se tratase del sol del mediodía.
Cayó otra lluvia de disparos. Las flechas cortaban el aire en dirección al barco. Los tiradores apostados en la cubierta respondieron con sus rifles; entre los Chaquetas Grises y los soldados de carrera también había arqueros.
Halahan se acercó a la parte del revestimiento que había en el lado izquierdo de la timonera y estiró el cuello para ver lo que ocurría detrás de ellos. El resto de los transbordadores arfaban sobre la estela espumosa de su barco; las aguas agitadas del Chilos resplandecían con un fuego azul. Cada una de las naves remolcaba una hilera de botes improvisados, cargados de hombres encogidos detrás de cualquier cosa que pudieran utilizar como parapeto. Los pasajeros de estas balsas ya estaban cayendo por los disparos de los francotiradores.
«¡El miedo es el Gran Destructor!», salmodió alguien alzando la voz por encima del estruendo de los disparos.
La luz brillante de una bengala se filtró por las rendijas del revestimiento y permitió ver a Halahan que se trataba de Koolas. Estaba recitando la plegaria de la Misericordia del Destino.
«La necesitarán», pensó el coronel cuando vislumbró las formas oscuras de los cañones en la orilla occidental del río y a las cuadrillas de hombres maniobrando para apuntarlos hacia las embarcaciones.
«No os lamentéis como la paja con el vendaval.»
Halahan se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y echó un vistazo a Creed para ver cómo le iba a él. El general estaba observando atentamente el tramo de río que tenían delante con el rostro contraído en una mueca; parecía como si quisiera destrozar algo, y mantenía apretado el puño izquierdo.
Ahora estaban deslizándose por la entrada del cañón.
«Sed como el balde vacío bajo la lluvia.»
Halahan esperaba que en cualquier momento abrieran fuego contra ellos. Trató de no pensar en los hombres hacinados en la cubierta inferior; en lo que les ocurriría si abrían un boquete en el casco y el barco se iba a pique.
Los tiradores de la cubierta superior no se tomaban un respiro respondiendo a los proyectiles llegados desde la orilla. Los estallidos de los disparos fueron creciendo hasta que se fundieron en un único estruendo ensordecedor.
«Sed como el arroyo que no se sale de su cauce.»
Ya habían pasado el cañón. Halahan soltó el aire de los pulmones y se tambaleó hacia atrás. Le dolían los pies. Echó otro vistazo hacia el resto de las embarcaciones.
El segundo transbordador no había tenido tanta fortuna y por el costado de babor estaba despidiendo un chorro de agua espumosa que se precipitaba sobre el río como una cascada estridente. El barco se escoró hasta prácticamente tumbarse sobre el agua y empezaron a oírse gritos procedentes de las cubiertas.
Los hombres caían rodando de los botes y se sujetaban a lo que podían mientras trataban de mantenerse ocultos en el agua.
Los disparos desde la cubierta superior empezaron a ser cada vez más esporádicos. Halahan vio que ellos habían superado la emboscada mientras escuchaba los cañonazos que reanudaban sus descargas detrás de su embarcación.
Las orillas estaban despejadas en ese tramo del río, y tomadas por la oscuridad hasta que otra bengala surcó el cielo.
En la estela de su transbordador había cadáveres flotando.
—Les haré pagar por esto —masculló Creed para sí—. A Kincheko y a los demás. Pagarán por esto.
El general se agarró el brazo izquierdo como afectado por un dolor repentino y apretó los dientes consumido por una ira silenciosa.
DESPERTAR EN TUME
Ash se despertó sintiéndose mejor que en las últimas semanas. Le parecía que la opresión en el pecho había remitido, y podía respirar hondo y llenarse los pulmones de aire sin sentir la necesidad inmediata de toser.
Se llevó la mano a la cabeza afeitada y se estremeció de dolor al tocarse el bulto.
«Tume —pensó—. Estoy en Tume.»
Tenía la vejiga a punto de explotar. «Arriba», se dijo, y se levantó con agilidad de la cama. Sus pies aterrizaron con un ruido seco en los listones fríos del suelo. Miró debajo de la cama, sacó el orinal y se sentó para hacer sus necesidades mientras se rascaba la axila y bostezaba.
Recordó que en la cocina había visto un bote con chee seco. Se levantó y se tambaleó un momento, todavía algo mareado. Se sentía débil como un gatito.
Se acercó trotando a la ventana con el orinal en la mano y descorrió las cortinas. La repentina avalancha de luz le obligó a cerrar los ojos, y, medio ciego, tanteó el pasador de la ventana hasta que consiguió abrirlo. Una ráfaga de aire fresco entró en la habitación, frío y con olor a huevos. Ash respiró hondo y al instante notó que la congestión de la nariz desaparecía. Bostezó otra vez y su boca abierta escindió su rostro en dos. Todavía desnudo frente a la ventana, estiró los músculos y los huesos le crujieron.
Cuando volvió a abrir los ojos advirtió un movimiento en la calle de abajo. Un soldado manniano estaba deambulando tranquilamente cerca de la casa, rebuscando entre los macizos de hierba del lago.
Ash se agazapó inmediatamente pegado contra la pared de la ventana y contó hasta cuatro antes de echar otro vistazo fuera. El hombre había desaparecido.
Entonces el roshun salió corriendo hacia la puerta.
—¡Eh! —exclamó Ché cuando Ash sobrevoló su cama con un salto.
El roshun miró por un hueco que había en las cortinas del dormitorio de Ché.
Un pelotón de soldados imperiales marchaba por la calle con las ballestas colgadas del hombro. Un poco más adelante se veían más soldados saqueando las casas del vecindario, apilando suministros en los carros y destrozando todo lo demás. Por toda la ciudad se divisaban columnas torcidas de humo que trepaban por el cielo.
—Así que sigue vivo —dijo Ché con la voz pastosa desde la cama.
Ash se volvió hacia él. A su lado había acostada una chica desnuda que se incorporó y se frotó los ojos legañosos. El rostro de Ché tenía el tono pálido de quien está a punto de vomitar.
—¿Tienes algo que contarme, Ché?
—¿Algo como qué?
—Algo como por qué hay tropas imperiales paseándose por las calles.
Ché se levantó como un resorte y corrió hacia la ventana para echar un vistazo. Se puso aún más pálido.
—No te has enterado de que la ciudad ha caído. Estabas demasiado ocupado divirtiéndote.
El diplomático se pasó la mano por el pelo cortísimo de la cabeza.
—Me emborraché —se defendió. Se llevó una mano al estómago y eructó—.Y veo que a usted le ha pillado durmiendo.
Ash le ofreció el orinal justo a tiempo y Ché vomitó estrepitosamente sosteniendo el balde cerca de la boca. Escupió y se quedó mirando el objeto que estaba utilizando, y entonces sintió más náuseas y salió disparado hacia la puerta todavía con él en las manos.
Sus arcadas se perdieron escalera abajo.
La chica de la cama observaba a Ash con los ojos inyectados en sangre, impresionada con su cuerpo, y el roshun pensó que tal vez nunca había tenido enfrente a un hombre negro desnudo.
—Buenos días —dijo Ash, acompañando las palabras con una leve inclinación de la cabeza, y salió del dormitorio con paso firme para ir a buscar su ropa.
—No me lo puedo creer —farfulló Curl mientras buscaba una de sus botas debajo de la cama—. Tengo que averiguar qué está pasando ahí fuera. ¡Bendito Kush! —exclamó levantando la cabeza y con la bota en una mano—. ¿Qué haremos si ya se han marchado todos?
Ambos se vistieron apresuradamente sin dejar de mirarse. Ché se dio cuenta de repente de que probablemente nunca más volvería a verla. Era una verdadera pena, pues habían conectado perfectamente. A pesar de que apenas la conocía, Ché se había sentido lo suficientemente cómodo en su compañía como para bajar una pizca la guardia y mostrar un poco más su verdadera personalidad. La risa había acudido con entusiasmo a sus labios y la ternura a sus caricias, y por primera vez en su vida había estado más preocupado por dar placer que por recibirlo.
Curl era sorprendente, y él quería más de ella.
—Anoche... —dijo Ché cuando ella ya enfilaba hacia la puerta.
Curl se paró; estaba sin aliento. Se volvió hacia él.
—Anoche... —repitió, pero entonces vaciló y no fue capaz de encontrar las palabras adecuadas. Meneó ligeramente la cabeza—. Gracias.
Ella se llevó una mano a la cara.
—No hay de qué. Fue divertido.
—¡Espera! —gritó él cuando Curl ya había traspasado la puerta.
Ché agarró la mochila del suelo. Algo le rozó el pie, pero no le prestó atención y salió corriendo detrás de ella. La resaca todavía hacía que la cabeza le diera vueltas.
Curl ya estaba frente a la puerta principal cuando Ché apareció renqueando por la escalera.
—¡Espera, Curl! Estás precipitándote. Tu gente ya debe haberse ido.
—Eso no lo sabes —replicó ella ya con la mano en el picaporte—. Podrían estar escondidos en la ciudadela. Al menos tengo que averiguarlo.
Ché apretó la palma de la mano contra la puerta para mantenerla cerrada.
—Si aún estuvieran defendiendo la ciudadela oiríamos disparos.
Curl no le prestó atención y tiró tozudamente del picaporte mientras Ché impedía que se abriera. Entonces se puso a insultarle. Parecía que iba a echarse a llorar.
—¡Es culpa tuya! —dijo con los dientes apretados y los puños cerrados.
—¿Culpa mía? Me atrevería a decir que si no me hubieras obligado a beber tanto me habría dado cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—¿Yo? ¿Que yo te obligué a beber? ¿Estás...?
—¡Chsss! —exclamó Ash, que apareció bajando a saltitos la escalera y empuñando la espada.
Ché oyó de pronto el chirrido que hacía la puerta de la verja al abrirse.
Curl se lo quedó mirando alarmada.
Ché tiró en silencio de ella para llevársela a la cocina. El anciano extranjero ya tenía medio cuerpo en el otro lado de la ventana abierta. Ché empujó a Curl detrás de Ash. La muchacha todavía estaba lo suficientemente enfadada como para aporrear cargada de indignación las manos de Ché para quitárselas de encima.
El diplomático salió detrás de ellos y notó en la mano las vibraciones del marco de la ventana cuando la puerta principal de la casa se abrió de golpe.
Los tres permanecieron agachados en el jardín trasero y escucharon pisadas de botas en el interior de la casa y el sonido irregular de unos cañonazos al sur.
—Ya te lo dije —masculló Curl—. La lucha continúa en algún rincón de la ciudad.
Ché no hizo caso a la chica y cargó su pistola. Ash les hizo una indicación con la mano y luego enfiló hacia la puerta trasera. Ché y Curl lo siguieron.
Un pelotón de soldados de la infantería imperial estaba forzando la puerta de una casa situada en el extremo oeste de la calle. En medio de la acera había un carro tirado por un zel; había un soldado apoyado en él, fumando un puro. Un puñado de civiles capturados permanecían atados detrás del carro; todos ellos eran hombres jóvenes, con las cabezas caídas con resignación sobre el pecho.
Ash esperó a que el soldado mirara hacia otro lado y luego condujo a Ché y a Curl en el sentido contrario, se parapetó contra una valla y echó un vistazo a la siguiente calle, que se extendía hacia el norte. A continuación dio media vuelta y enfiló en esa dirección.
Curl no siguió al roshun; por el contrario, salió en dirección sur, hacia el fragor de la lucha.
—¡Curl! —masculló Ché, pero la chica no volvió la vista atrás, ni mucho menos se detuvo—. ¡Curl! —repitió.
Tal vez fuera por la preocupación implícita en el tono de la voz de Ché, pero Curl se volvió y les hizo un gesto con la mano para que la siguieran.
Ash se limitó a encogerse de hombros cuando el diplomático lo miró y ambos salieron detrás de la muchacha.
—Vosotros los diplomáticos sois más blandos de lo que imaginaba —comentó Ash mientras caminaba al lado de Ché.
Curl era toda una velocista, y cuando la alcanzaron, Ché volvía a sentir náuseas y Ash se había quedado sin aire. Siguieron corriendo a lo largo de una hilera de viviendas residenciales: enormes bloques de edificios de madera separados por estrechos callejones. Un pelotón de soldados imperiales cruzó a la carrera la bocacalle sin mirar en su dirección.
Cuando llegaron al final de un callejón se agazaparon en la acera y oyeron varios disparos. Un miembro de la Guardia Roja los rebasó como un rayo. Curl hizo el ademán de llamarlo, pero Ché le tapó la boca con la mano. La muchacha se la quitó de encima furiosa, y ya se disponía a insultarlo cuando un trío de soldados imperiales pasó junto a ellos persiguiendo al primero.
—Mirad —musitó Ash.
Al otro lado de la calle, a su derecha, en un pequeño grupo de árboles que rodeaba una cisterna de piedra, una figura salía sigilosamente de las sombras: un especial con el rostro tiznado. El soldado siguió con la mirada al trío de soldados imperiales, echó a correr en el sentido opuesto y pasó por delante de su posición.
En esta ocasión Ché estuvo lento.
—¡Eh! —gritó Curl antes de que el diplomático pudiera impedírselo.
El especial miró a su alrededor alarmado, pero bajó el cuchillo cuando Curl agitó la mano en su dirección y él vio la ropa de cuero de la muchacha. Entonces se dirigió corriendo hacia ellos y se puso en cuclillas al lado de Curl; parecía tranquilo mientras examinaba uno a uno a los integrantes del grupo. Tenía el cuello y las manos ennegrecidos cubiertos de sangre. Ché pensó que no debía de ser suya.
El especial sobre todo prestó una atención al anciano extranjero de tierras remotas.
—Buenos días —dijo Ash, acompañando sus palabras con una leve inclinación de la cabeza.
El especial sacudió la cabeza a modo de respuesta.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Curl de sopetón—. ¿Cómo es posible que la ciudad haya caído tan rápido?
El especial echó un nuevo vistazo a Ché y a Ash antes de contestar a Curl.
—No te preguntaré por qué no lo sabes.
Curl se lo quedó mirando con el ceño fruncido.
—Terminaron el puente anoche —explicó el especial—, mientras todavía estábamos evacuando a la gente. También enviaron comandos que cruzaron desde la otra orilla a nado.
—¿Cuántos se han marchado ya?
—¿Del ejército? La mayoría. También Creed. Tengo la sensación de que los únicos que continuamos en la ciudad somos los que hemos quedado atrapados aquí, en el suroeste.
—¿Hay algún plan para salir? —preguntó Ché.
El especial se inclinó para escupir en la acera y luego lo miró con los ojos entornados.
—Nos llegó un mensaje cuando perdimos las posiciones de tiro en el sur. Se intentará una operación de rescate esta noche. A medianoche. Con aeronaves.
—¿Desde dónde?
—Hay un puerto en el extremo suroeste de la isla. Se nos ha dicho que nos reunamos en la azotea de uno de los almacenes. Allí es adonde estoy intentando llegar.
—¿A plena luz del día? —preguntó Ash con su serenidad habitual.
—Creo que si voy con cuidado lo conseguiré. ¿Tenéis agua?
Ché le pasó su cantimplora.
—Gracias —dijo el especial, secándose los labios. Hizo un gesto de despedida con la cabeza antes de añadir—: Os deseo buena suerte.
Devolvió la cantimplora a Ché. Echó un vistazo a la calle y, sin añadir más, salió corriendo por ella.
Curl se levantó con la intención de salir detrás de él, pero Ché la agarró de la muñeca y la retuvo.
—Ya le has oído —dijo la muchacha—. Tenemos que llegar al puerto.
—¿Crees que juntos lo conseguiremos a plena luz del día sin ser vistos? —dijo Ash, poniendo un poco de sentido común en el hacer impetuoso de Curl—. Ha dicho que la operación se realizará a medianoche. Tendremos más probabilidades de lograrlo si esperamos a que anochezca.
—Tiene razón —dijo Ché.
Curl dejó de forcejear con la mano que le aferraba la muñeca. Ché se la soltó.
—¿Quién diablos es usted? —soltó Curl de pronto dirigiéndose a Ash.
Al no recibir respuesta del roshun, la muchacha se volvió a Ché.
—Es una larga historia —respondió el joven diplomático—. Ahora debemos ponernos en marcha.
Ash asomó la cabeza por la puerta de un edifico de viviendas y echó una ojeada dentro. Curl y Ché llegaron corriendo hasta él.
Entraron y enfilaron por una escalera hasta la tercera y última planta. Ash se introdujo entonces en un apartamento diminuto por el hueco de una puerta abierta. Examinó el techo de cada una de las tres pequeñas estancias mientras sus compañeros esperaban en el pasillo haciendo guardia. El anciano extranjero de tierras remotas regresó junto a ellos y recorrió a trancos el pasillo sin dejar de inspeccionar el techo.
Finalmente, se detuvo al lado de una ventana y la abrió; echó un vistazo fuera y se encaramó de un salto al alféizar. Bajo la mirada atenta de los chicos, Ash dio otro salto para agarrarse al alero del tejado y trató de impulsarse para subir, pero empezó a resoplar sin lograr su objetivo.
—Echadme una mano —dijo con su cuerpo oscilando en el aire delante de la ventana.
Ché se ciñó la pistola al cinturón y le ofreció las manos entrelazadas a modo de estribo. Ash soltó un gruñido y se encaramó al tejado.
—Ahora tú —dijo Ché dirigiéndose a Curl, y la ayudó a subir antes de hacerlo él mismo.
Una vez sobre la superficie inclinada del tejado, Ash se dedicó a arrancar tejas de madera y a amontonarlas en un lado mientras Ché examinaba las calles que rodeaban el edificio.
Cuando el diplomático se volvió hacia Ash, éste había desaparecido y en su lugar había un agujero en el tejado. Ché se agachó para asomarse por el hueco y descubrió que debajo del alero había un espacio oscuro que parecía un pequeño desván. Dejó caer la mochila en las manos de Ash y ayudó a bajar a Curl antes de descender él. Apoyó con mucho cuidado un pie en una de las vigas de madera que cruzaban por encima los techos de yeso, entre las planchas de paja vieja prensada que rellenaba los amplios espacios intermedios.
Ché se presionó la nariz para sofocar un estornudo.
—Nada de trampillas en los techos. Ningún acceso... Me gusta su forma de pensar, Ash.
—Pásame las tejas —dijo el viejo roshun.
Ash fue colocando las tejas sobre dos vigas, de modo que tuvieran un lugar donde sentarse.
Permanecieron sentados en silencio mientras las briznas de paja bailoteaban en el aire a la luz brillante del día. Se repartieron a partes iguales el agua que les quedaba. Ninguno llevaba nada para comer.
Ché apoyó la cabeza sobre las manos y se compadeció de sí mismo. La resaca iba a peor, si es que eso era posible. Se sentía como si fuera a morirse.
—Si todavía tiene intención de matarme, abuelo, le aconsejo que aproveche ahora la oportunidad.
Ché recibió con sorpresa la sonrisa que el extranjero de tierras remotas le ofreció como respuesta.
—¿Qué bebiste? ¿keratch?
Ché asintió con la cabeza.
—Me obligaron.
—Eras tú el que no paraba de pedir más —espetó Curl.
Ash chasqueó la lengua como si estuviera reprendiendo a un par de chiquillos.
—Me dijeron una vez que en khosiano antiguo keratch significa “fuerte dolor de cabeza”.
—Sí —repuso Ché—. Es muy posible que sea cierto.
Ash escrutó a Curl bajo los haces de luz.
—Pareces un poco joven para esto.
—Tengo diecisiete años —respondió resueltamente la muchacha—. Es edad suficiente para casi todo, ¿no le parece?
Ash parecía de acuerdo con su afirmación.
—Bueno, Curl. Me llamo Ash.
El extranjero tendió la mano hacia la chica, que se la estrechó tímidamente.
Ash se puso en pie y asomó la cabeza por el hueco en el techo, con los brazos apoyados sobre el borde. Debajo, Ché hurgó en su mochila hasta que dio con su cepillo de dientes, vertió encima de él lo que le quedaba del agua que le correspondía y se cepilló los dientes en la penumbra.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó a la muchacha mientras se lavaba los dientes con la esperanza de derribar el muro que Curl había levantado entre ambos.
—Me vendría bien que me dejaras el cepillo cuando acabes.
—Si no te importa compartirlo... —repuso el diplomático. Se volvió a Ash—. ¿Algo interesante ahí fuera, abuelo?
Ash no respondió. Parecía concentrado en algo que veía en la distancia.
Ché escupió y ofreció el cepillo a Curl. Luego se acercó renqueante a Ash y sacó la cabeza. Siguió la línea de la mirada del roshun a través de las columnas de humo y llegó hasta la ciudadela que se erguía en el centro.
—Dime qué ves —le pidió Ash.
—Una bandera ondeando de la ciudadela.
—¿Qué clase de bandera?
Ché entornó los ojos. Era un día luminoso; el cielo azul resplandecía en lo alto. El diplomático no daba crédito a sus ojos.
—Creía que me habías dicho que estaba muerta —dijo Ash con sequedad.
Ché echó un vistazo abajo para comprobar si Curl estaba escuchándoles. Se mordió el labio y afirmó los pies en las vigas mientras reflexionaba un momento.
—Podría tratarse de algún tipo de artimaña —respondió en voz baja—. Quizá quieren retrasar el anuncio de su fallecimiento. O tal vez está agonizando.
Ché meneó la cabeza.
El roshun gruñó entre dientes, con la mirada fija en la bandera —un cuervo negro estampado sobre fondo blanco— que flameaba desafiante en lo alto de la lejana ciudadela.
PRISIONEROS DE GUERRA
El pozo tenía una profundidad de tres metros y estaba tapado con una trampilla de barrotes de madera. Desde el fondo mugriento del agujero, el cielo se veía como un círculo brillante surcado de tanto en tanto por algún ave arrastrada por un viento que a ellos no les rozaba. Los hombres contemplaban aquel círculo azul con el cuello estirado. No tenían otra cosa que mirar allí abajo salvo a los compañeros y sus cuerpos destrozados, y eso sólo servía para recordarles dónde se encontraban y el grado de su tormento.
Llevaban tres días en cautividad. Todos iban vestidos con sucios trajes de una pieza delicadamente confeccionados en algodón y que contaban con unos faldones con botones que podían desabrocharse cuando necesitaban aliviarse. Estaban atados de pies y manos y todos exhibían moratones y cortes y sufrían heridas internas.
Toro acababa de escupir al suelo el agua de la boca y se había quedado mirando la muela picada que se había arrancado.
—Ten —dijo, y entregó el odre con agua a su viejo camarada de armas.
Bahn tardó en reaccionar. Tenía la mirada perdida clavada en la pared de tierra opuesta. Su rostro estaba cubierto de mugre salvo en los ojos rojos y en la hinchazón amoratada que tenía en la mejilla, donde había recibido un tajo que se le había inflamado. Tenía una mano apoyada sobre una pierna extendida y temblaba terriblemente. Con la otra mano se apretaba el estómago quejumbroso. Todos estaban desnutridos y hambrientos.
Se había quejado de que no oía por el oído derecho, así que Toro le dio un empujoncito y Bahn giró la cabeza lentamente, miró el odre antes de levantar los ojos hacia su camarada y volver a clavarlos en la pared.
Toro estaba tan débil que sentía náuseas. Arrojó el odre con agua hacia Chilanos, el sargento del estado mayor, que tampoco abrió la boca y le agradeció el gesto con un leve parpadeo. El hombre que había al lado del sargento cogió el odre cuando éste hubo bebido. Aquella agua tibia era todo con lo que contaban, y la tomaban a sorbitos como si fuera el más delicioso de los vinos.
El reducido grupo llevaba tres días sin poder satisfacer las necesidades más esenciales. No se permitía hablar a los soldados, aunque lo hacían de todos modos, furtivamente, cuando el aburrimiento acababa superando el miedo. Tampoco les dejaban dormir, y los guardias que los vigilaban les tiraban piedrecitas cuando cerraban los ojos. Por la noche los soldados se meaban encima de ellos cuando se acurrucaban vencidos por el cansancio.
Toro estuvo un tiempo buscando entre los soldados que solían merodear cerca del pozo al hombretón de la tribu del norte que le había salvado la vida. Se moría de ganas de gritarle: «¡Mira! ¡Mira para qué me salvaste!» Sin embargo no había ni rastro de él, y Toro estaba seguro de que había muerto por las heridas recibidas.
A menudo, un pelotón de fornidos soldados imperiales bajaba al agujero por una escalera y elegía arbitrariamente a alguno de los prisioneros para apalearlo con sus bastones de madera. Al principio los cautivos se quejaron de aquellas acciones, pero cada vez que protestaban la emprendían contra todos con la misma brutalidad, hasta que Toro ya no pudo soportarlo y al resto le pareció que era más sensato quedarse sentado y limitarse a escuchar las palizas.
En los momentos más aciagos, Toro empleaba el humor para hacer más llevadera la situación a sus compañeros, cuando alguno se arrastraba a gatas por el suelo después de ser apaleado o cuando otro meaba sangre en el balde.
Después de tres días sufriendo esos tormentos parecía como si el mundo estuviera envuelto por una extraña película transparente y Toro pudiera atravesarla con los dedos para penetrar en una realidad alternativa. El hedor dentro del pozo se había vuelto insoportable, ya que compartían un único balde donde aliviar sus necesidades fisiológicas y sólo lo vaciaban por la mañana. Bahn lo sobrellevaba mejor que otros hombres. Después de todo, estaba acostumbrado a las privaciones de la cautividad. Se había convertido en el faro en medio de un mar castigado por la tempestad.
Oyeron un traqueteo sobre sus cabezas y Toro levantó la mirada hacia la oscura reja de madera que cubría la boca del pozo. Los rostros mugrientos del resto de los prisioneros se volvieron hacia él en busca de un gesto tranquilizador.
Los guardias estaban desatando la puerta del agujero. La levantaron y soltaron la escalera.
Toro decidió que esta vez, si era él el elegido para recibir la paliza, se rebelaría.
Cuatro soldados bajaron armados con sus bastones y pasearon la mirada por los hombres tirados en el suelo. El mayor de los cuatro se fijó en Bahn, que miraba fijamente la pared, y lo señaló con su porra.
—¡Arriba! —espetó.
Bahn hizo caso omiso a la orden.
Los otros soldados agarraron al khosiano y lo levantaron a la fuerza. Las cadenas tintinearon. Le cubrieron rápidamente la cabeza con un saco y lo arrastraron hasta la escalera.
Toro hizo un esfuerzo para levantarse deslizando la espalda por la pared de piedra.
—¿A dónde lo lleváis? —preguntó con su voz rasposa.
—¡Está prohibido hablar! —gritó el soldado mayor, y descargó el bastón contra Toro.
El ex luchador lo agarró con sus manos encadenadas y se las ingenió para asestarle un golpe en la cabeza con la frente. Se sintió satisfecho al ver la sangre manando de la herida del manniano y se conformó con que los acontecimientos siguieran su curso natural mientras lo apaleaban. Toro escuchó el ruido sordo de los golpes. Se negaba a irse al suelo, como si eso tuviera alguna importancia, como si hubiera viajado en el tiempo hasta sus días como luchador, acorralado contra la pared privado de todo tipo de medios para presentar una defensa decente.
Sin embargo, al final acabó con sus huesos en el suelo. Cayó desplomado y mostró su amplia sonrisa a los soldados mannianos mientras éstos cargaban con Bahn por la escalera. Éste no movió un músculo mientras lo sacaban del agujero como un saco de patatas.
Chilanos abrió la boca y empezó a cantar cuando los soldados cerraron el pozo. Había elegido La canción de los olvidados, y los célebres versos sonaron altos y sacudieron las profundidades del agujero.
Toro se puso de rodillas como buenamente pudo acompañado por el tintineo de sus cadenas.
—¡Diles lo que quieran saber! —gritó—. ¿Me has oído, Bahn? ¡Responde todas sus preguntas!
Sparus era un hombre abatido mientras descendía por la escalera de caracol hacia las entrañas del peñón sobre el que se erigía la ciudadela.
Creed había escapado. Ya no cabía duda. Se lo había confirmado el principari de Tume, que se había mofado de él al darle la noticia, a pesar de estar agonizando por las heridas recibidas.
Y ahora encima le decían que la salud de la matriarca estaba empeorando.
Sparus podía notar cómo empezaba a descomponerse todo a su alrededor; esta invasión estúpida inspirada en los planes de su predecesor Mokabi. Ni siquiera la caída de Tume tenía importancia dentro de sus parámetros para juzgar el éxito de la expedición. A menos que marcharan sobre Bar-Khos ya mismo, el resultado podía acabar siendo desastroso para sus fuerzas... y para él.
Deseó más que nunca haber rechazado el mando de la expedición. Todos esos años pasados en polvorientas campañas en el extranjero, trepando los peldaños resbaladizos de la jerarquía militar para conseguir lo que había pensado que era imposible: el grado de archigeneral de Mann. Y ahora esta campaña temeraria de la invasión de Khos y la reputación de toda una vida pendiendo de su resultado. ¿Cómo sería recordado en los documentos y en los libros de historia si fracasaba?
Sólo pensarlo le hacía hervir la sangre.
El Palacio Sumergido, situado en las profundidades de la ciudadela, consistía en un complejo de cámaras amplias profusamente iluminadas por faroles de cristal que colgaban de un número incontable de candelabros. Las paredes exteriores eran unos grandes ventanales de vidrio grueso donde la guardia de honor de Sasheen permanecía en posición de firmes. Detrás de ellos resplandecían las aguas cristalinas del lago, ensombrecidas por las plataformas construidas con hierbas del lago de la ciudad que se extendía encima, por entre cuyos canales abiertos se desparramaba la luz. Desde todas las ventanas se veía bancos de peces que se deslizaban de un lado a otro pasando de las zonas en penumbra a las soleadas. Del fondo oscuro del lago brotaban burbujas; algunas estallaban en la superficie, otras rodaban y erraban por debajo de las plataformas.
—¡Ah! Archigeneral, tengo que hablar con usted, si tiene un momento —dijo Klint deteniéndose junto a Sparus.
—¿Qué ocurre, doctor? —preguntó en un tono de impaciencia.
Klint lo condujo hasta una cámara vacía, un salón con asientos reclinables y viejos retratos colgados de las paredes. El hombre se humedeció los labios y paseó la mirada en derredor para asegurarse de que estaban solos.
—Creo que la Santa Matriarca ha sido envenenada —dijo en un susurro apresurado.
—¿Envenenada? ¿Cómo?
—A través de la herida. Creo que la bala contenía una toxina.
—¿Está seguro?
—Lo revela el olor de la herida, si se tiene el olfato adiestrado para ese tipo de cosas. Además está el tema de los síntomas... Al principio pensé que la sangre estaba contaminada. Ahora... —Meneó la cabeza—. He comprobado que hay algo más. Parece una espora de pie negro.
Sparus cerró el ojo y lo mantuvo así unos segundos. «Aquí lo tienes —pensó—. El desastre que sabías que llegaría.»
—Creía que los khosianos no empleaban esas cosas —dijo Sparus, cuyas fosas nasales recibieron el olor nauseabundo del perfume de Klint cuando éste se acercó un poco más a él.
—Y no lo hacen. Sólo la orden Élash produce ese tipo de toxinas. Y sólo nuestros diplomáticos la utilizan.
El archigeneral Sparus entornó su ojo sano y escrutó detenidamente el rostro de su interlocutor.
—¿Está sugiriendo que uno de los nuestros le ha hecho eso?
Klint hizo un gesto preciso encogiendo los hombros.
—Yo sólo soy médico. Y sólo puedo informar de mis descubrimientos.
Sparus se frotó el caballete de la nariz con los dedos mugrientos. No encontraba el sentido a lo que Klint estaba contándole.
—¿Puede salvarla?
El médico bajó la mirada y la clavó en sus pies.
—Es difícil asegurarlo. Estoy tratándola con Leche Real, pero la Leche... Nuestra única fuente es el tarro que contiene la cabeza de Lucian, y la matriarca monta en cólera si la utilizo.
—No piense en ese idiota de Lucian. Use toda la que sea necesaria. Tiene mi permiso expreso.
—Se lo agradezco, pero aun así, la Leche ya no es fresca, se ha reutilizado demasiadas veces, y conserva pocas cualidades aparte de la de la preservación. Necesitamos una nueva partida, y aun en ese caso... Verá, los diplomáticos utilizan el pie negro precisamente porque la Leche Real no puede emplearse como antídoto con seguridad. No por otra cosa lo llaman «el desvelo del rey».
Sparus sintió que el médico estaba tratándolo con condescendencia porque lo suponía un ignorante en la materia. Aun así contuvo su irritación y se concentró en el problema que estaban tratando.
—¿Y si consiguiera una partida nueva de Leche?
Klint meneó desesperanzado la cabeza.
—Supongo que podríamos enviar una aeronave a Zanzahar, o a Bairat. Pero me temo que no tenemos tiempo para eso. Los efectos de la toxina están acelerándose.
—¿Le ha contado algo de esto a la matriarca?
—No. Creo que de momento es mejor no intranquilizarla y dejar que descanse.
—Doctor, si está muriéndose debería saberlo.
—Lo sé, pero quizá sea mejor no contarle la causa.
Sparus asintió. Compartía la postura del médico.
—Tengo que verla.
—Sí, claro. Sin embargo, deberá tomar algunas medidas de precaución.
Klint condujo al general hacia las cámaras reales. Se cruzaron con la sacerdotisa Sool, que parecía perdida en las entrañas del peñón. Una vez en la antecámara, el médico entregó a Sparus una máscara de seda para que se cubriera la boca y la nariz. La máscara olía a menta, aunque también despedía un olor más penetrante aún.
—¿Es contagioso? —preguntó Sparus a través de la máscara.
—En principio sí. Sobre todo cuando se ha instalado en el organismo. Con este tipo de cosas es mejor ser precavido.
El doctor le dio un par de mitones hechos con tripa de oveja.
Sasheen yacía en la cama del dormitorio principal, con las sábanas arrugadas cubriéndole el cuerpo tembloroso. La habitación estaba iluminada únicamente por el brillo azul parpadeante del lago que penetraba por la ventana curvada. La matriarca tenía fiebre y respiraba fatigosamente. Las cuentas de sudor refulgían en su cara, por otro lado hinchada; también los brazos y las manos lo estaban. Un fuerte olor a bilis impregnaba el aire del dormitorio.
—Matriarca —dijo Sparus cuando se detuvo junto al lecho.
Sasheen parpadeó, momentáneamente confundida, y apenas si pudo fijar su atención en el archigeneral.
—Sparus —dijo en un jadeo, e intentó moverse, aunque renunció a ello tras realizar un esfuerzo mínimo inicial—. Me han dicho que no debo tocar a nadie. Tengo miedo de coger algo dada la precariedad de mi salud.
Sparus vaciló, pero finalmente posó una mano sobre el dorso de la de la matriarca y notó el calor que desprendía a través del guante de tripa de oveja. Las sábanas tenían manchas amarillentas a la altura del cuello de Sasheen.
El doctor trajinaba alrededor de la cama. Tomó el pulso de la matriarca con sus manos enguantadas y examinó las lesiones de su cuerpo. Cuando retiró las sábanas por completo, Sparus vio el color negro que habían adquirido sus pies.
«Por el amor de...», se dijo atónito cuando comprendió lo lejos que se hallaba ya Sasheen.
—¿Tiene algún informe para mí, general?
Sparus carraspeó con la boca embozada con la máscara.
—Todavía estamos encontrando algunos focos de resistencia en el suroeste de la ciudad. Pero a estas horas ya deben de haber sido eliminados.
—¿Y Romano?
—Se queja de que todavía no se le haya permitido entrar en la ciudad con sus hombres.
—¿Sigue quejándose? —farfulló la matriarca.
Sparus se percató de la cólera que empezaba a apoderarse de Sasheen pese su estado. La matriarca jadeó un par de veces para aspirar el aire que necesitaba para seguir hablando.
—Deje que se queje. No correré el riesgo de permitirle la entrada en Tume con sus hombres. Sabe lo vulnerable que es mi situación. Eso sólo sería la invitación para un golpe de Estado.
Sparus inclinó la cabeza y se reservó su opinión. Le costaba mirar a la matriarca. En su cabeza ya estaba haciendo conjeturas sobre las posibles consecuencias que tendría para él el nuevo rumbo que iba a tomar la situación. Romano, con el respaldo de su familia, era el contendiente más fuerte en la pelea por el Patriarcado de Mann. Si Sasheen no se recuperaba, si moría allí mismo, en Tume, Romano se autoproclamaría Santo Patriarca independientemente del sucesor que nombrara ella. Exigiría liderar personalmente la fuerza expedicionaria y se llevaría la gloria de la conquista de Bar-Khos.
No le importaba que se quedara con todo el mérito, decidió Sparus, si eso significaba que él pudiera regresar a Q’os con su reputación intacta. Pero dudaba de que ni siquiera eso fuera posible. Romano reclamaría otra purga, y el nombre de Sparus perfectamente podría ser el primero de la lista.
«Podría acercarme a él y prometerle ahora mi lealtad», pensó, y se preguntó a quién podría encomendar una misión así.
Sasheen lo escrutaba detenidamente, recorriéndole el rostro con los ojos.
—Estoy muriéndome, ¿verdad, Sparus? —dijo con una voz débil y quebrada que parecía pertenecer a una niña pequeña.
«Mírame. Yo estoy urdiendo un plan para mi supervivencia mientras ella yace en la cama luchando por respirar.»
—Todavía hay esperanza —respondió Sparus—. Vamos a ir a por una nueva partida de Leche Real.
Sasheen dejó que la cabeza se le hundiera en los almohadones.
—En ese caso no se demore. Noto cómo empeora cada vez que respiro.
La matriarca ladeó la cabeza y observó al doctor Klint, que estaba desenroscando la tapa del tarro que contenía la cabeza de Lucian. El volumen de Leche había descendido tanto que el cuero cabelludo de Lucian sobresalía del líquido.
—Sólo lo imprescindible —dijo Sasheen mientras el médico introducía un pequeño cucharón en el bote.
Klint se acercó a ella y vertió una parte del contenido del cucharón en su boca abierta. De pronto sus labios perdieron palidez y su tez recuperó algo de color.
—Sácala —ordenó la matriarca—. Ponla a mi lado.
Klint miró a Sparus como si éste tuviera voz y voto en el asunto antes de extraer la cabeza del tarro y posarla sobre la mesita de noche junto a Sasheen. Lucian tenía los ojos cerrados y le temblaban los párpados como si estuviera soñando.
—Ya hablaremos luego —dijo suavemente Sasheen cerrando también ella los ojos.
—Entendido, matriarca —respondió el general.
Sparus dio media vuelta y abandonó el dormitorio seguido por el médico. Se sintió aliviado de salir de allí.
—No hable con nadie sobre su estado —ordenó a Klint mientras se quitaban las máscaras y los guantes—.Tampoco mencione lo del veneno.
El general enfiló con la cabeza hecha un lío hacia la escalera que lo conduciría arriba, donde sería recibido por la luz del sol.
—Está muriéndose. Es cuestión de días.
—¿Está seguro? —inquirió Romano.
El doctor Klint trató de disimular su irritación.
—Por supuesto. Han ido a buscar más Leche Real, pero dudo que la traigan a tiempo.
El general Romano digirió la noticia con un estremecimiento de excitación. Su tío había acertado en todo cuando le había dicho, que sólo había que ser paciente y dejar pasar el tiempo para acabar obteniendo lo que se ansiaba.
Miró al médico rubicundo que tenía enfrente.
—Su ayuda será recompensada.
—Gracias —respondió Klint, inclinando cortésmente la cabeza—. Ahora debo regresar antes de que me echen en falta.
—Váyase, pues —repuso Romano arrastrando las palabras.
Observó al médico mientras éste trepaba a su zel y espoleaba al animal con dureza hasta que enfiló a medio galope de regreso al puente de Tume.
Junto a Romano, su segundo al mando exhibía en el rostro su habitual expresión sombría.
—Así que por fin ha llegado el momento —dijo Scalp con su voz bronca.
—Eso parece. —Romano esbozó una sonrisa atroz que dejaba al descubierto su dentadura—. Espero que esa zorra sufra hasta el último momento.
La tienda estaba abierta por un costado, y mientras contemplaba —con la molesta brisa azotándole la cara— a sus hombres, el lago y la isla que flotaba sobre su superficie, Romano se sintió recuperado en todos los aspectos y notó cómo se disipaban sus dudas como si fueran una vulgar cháchara sin importancia. ¡Qué extraña podía llegar a ser la vida a veces! En Q’os le había resultado imposible encontrar la oportunidad de usurpar el poder de la matriarca, y sin embargo ahora estaba en Khos, nada menos, en el momento preciso en el que Sasheen iba a perder el trono.
—¿Y qué pasa con el archigeneral? —preguntó Scalp.
—Sparus no es idiota. Ahora mismo estará considerando sus opciones. Cuando ella muera le exigiré que me prometa su lealtad y la de la fuerza expedicionaria. Con el ejército en mi poder puedo tomar Bar-Khos. Nadie podrá discutirme entonces mi derecho a convertirme en Santo Patriarca.
—Si esperamos demasiado podríamos perder la ocasión de apoderarnos de la ciudad.
—¡Chsss! —exclamó Romano—. No me bajes de la nube aún. Déjame disfrutar un poco del momento.
—Debemos actuar rápido —insistió Scalp.
—No puedo pedir ayuda. Ya te lo he dicho. Estamos jugando a un juego a gran escala, aunque tu cerebro de mosquito no te permita entenderlo.
«Romano, Santo Patriarca de Mann», pensó deleitándose en el título.
—Al menos podríamos empezar con los preparativos.
Romano suspiró. Lo único que deseaba en ese momento era que le libraran de aquel tipo para poder celebrar la noticia como se merecía con su séquito.
—De acuerdo. Reúne al capitán y al resto de los oficiales de menor grado y ofréceles un ascenso por unirse a nosotros. Toma nota para la purga de todo aquel que se niegue a darte una respuesta inmediata.
CAMINOS DIVERGENTES
Pasaron buena parte del día durmiendo por culpa de la resaca, y sólo se despertaron con los cañonazos que de vez en cuando tronaban en la distancia. Curl estaba tendida sobre las tejas que habían colocado en las vigas del desván. Ché se había apretado contra su espalda y le había pasado un brazo alrededor para ayudarla a entrar en calor.
El viejo extranjero de tierras remotas permanecía fuera, en el tejado inclinado, y observaba la ciudadela y las calles de debajo agazapado bajo la sombra de una chimenea.
Curl estaba hambrienta y sedienta, pues se les había acabado el agua. Sin embargo, abandonar el escondite no entraba en sus planes. Ya había tenido su buena ración de pánico cuando habían oído ruidos en las habitaciones de debajo: una puerta que se cerraba, el tintineo de cristales. Ella se había quedado paralizada, como una rata en su madriguera.
Ché se frotó contra ella a la luz tenue que se filtraba por el agujero en el tejado.
—¿Tienes pulgas? —le preguntó.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque siempre estás rascándote.
Ché se quedó quieto. Curl notaba su aliento en la nuca.
—Ya debe de quedar poco para largarnos —le susurró al oído.
Curl asintió. Había intentado no pensar en ello. Se sentía segura en aquel escondite, al menos todo lo segura que era posible dadas las circunstancias.
—Tengo miedo —confesó la muchacha.
Ché la abrazó más fuerte, aunque no era eso precisamente lo que necesitaba en ese momento. Habría preferido un poco de polvo para esnifar y una bebida fuerte con la que acompañarlo.
—¿Tú no tienes miedo? —preguntó girando ligeramente la cabeza.
—No —respondió Ché.
«Qué raro», pensó Curl.
—Todavía no me has contado nada sobre ti. Según recuerdo, anoche la única que habló fui yo.
—Entre otras muchas cosas. Y no. No soy demasiado hablador.
—No quieres contarme nada, ¿es eso?
Ché respiró hondo.
—Es lo mejor, créeme.
Curl se giró y se tumbó boca arriba. El hueso de la cadera le dolía de tenerlo apoyado sobre las tejas duras. Por el agujero del tejado divisó una estrella destellando en el cielo crepuscular. Se volvió con sus ojos cansados a Ché.
—Dime, ¿todavía piensas que soy guapa?
—¿Perdón?
—Cuando anoche estabas borracho me dijiste que era guapa.
—Bueno, considero que en lo que acabas de decir la palabra importante sería «borracho».
Curl fingió ofenderse y volvió a girarse para darle la espalda. Al punto notó la mano de Ché en el hombro y que ésta tiraba suavemente de ella para volverla hacia él.
—Curl, si tuviera enfrente un millar de mujeres guapas desnudas, tú serías la primera que elegirían mis ojos.
—¿Eh?
—¿Eh?
—Así que eso es lo único que te importa, una cara bonita y unas carnes prietas, ¿no?
En esta ocasión le tocó a Ché torcer el gesto. Sin embargo, su expresión se relajó y una sonrisa asomó a sus labios.
—No —respondió—. Contigo no.
Parecía sincero.
En el tejado sonó un chirrido y el rostro del viejo extranjero de tierras remotas apareció enmarcado por el agujero.
—Ché, tengo que hablar un momento contigo.
Curl se quedó mirando a Ché mientras éste se levantaba y salía al tejado para hablar con Ash, y luego se incorporó y se sacudió el polvo del cuerpo. De repente se puso a pensar en un baño caliente y en un plato de comida también caliente.
Los dos hombres empezaron a discutir en voz baja. Curl esperó observando una telaraña que se extendía en la penumbra de las vigas y en cuyo centro se apreciaba una araña gorda que sacudía las patas en el aire intentando cazar moscas.
—A lo mejor está ya agonizando —dijo Ché alzando la voz—, viejo loco. Va a conseguir que lo maten, ¿y para qué?
—Porque es mi deber —cuchicheó el anciano.
Ambos guardaron silencio unos segundos. Parecían muy enfadados. Ché echó un vistazo abajo y Curl fingió estar mirando en otra dirección.
El diplomático tendió la mano hacia el anciano roshun, que vaciló un instante antes de estrechársela. Cuando Ash fue a retirarla, Ché le agarró de pronto de la muñeca.
—En cuanto a usted y yo, ¿estamos en paz?
El viejo escudriñó el rostro de Ché.
—Creo que por lo menos no somos enemigos —respondió.
—Eso me basta —repuso Ché soltándole la mano.
Ash lanzó una mirada a Curl y luego se volvió hacia el crepúsculo.
Cuando la muchacha salió al tejado y se acercó a Ché, vio que el extranjero de tierras remotas avanzaba sigilosamente por el tejado con la espada en la mano. Un par de soldados imperiales estaban bebiendo de una cisterna en la calle de debajo, y cuando los hombres continuaron su camino Ash los siguió sin perderlos de vista.
El roshun se detuvo en el filo del tejado y se asomó a una calle que ni ella ni Ché podían ver. Ash dejó con sumo cuidado la espada y cogió una teja suelta en cada mano.
Estiró las manos por el borde del tejado todo lo que pudo y fue juntándolas lentamente con gesto de estar calculando algo. A continuación lanzó un chiflido hacia la calle y soltó las tejas a la vez.
Casi al mismo tiempo tanteó la superficie del tejado buscando un asidero.
—¡Ash! —gritó Ché.
El extranjero de tierras remotas se detuvo y se volvió hacia él.
—¿Qué?
—Ojalá encuentre su paz, abuelo.
Ash se dejó caer del borde del tejado y desapareció. —¿Quién demonios eres? —inquirió el anciano sacerdote a dos centímetros de su cara.
Era la enésima vez que el responsable del interrogatorio repetía la misma pregunta a Bahn. Y por enésima vez le dijo quién era.
—Bahn —jadeó con la mirada fija en el suelo—. Bahn Calvone.
—¿Y cuál es su grado?
Bahn notó que le tiraban del pelo para que pudiera verle la cara el anciano sacerdote, quien tenía la tez surcada por profundas arrugas, aunque también mostraba las cicatrices del acné que debía de haber sufrido de adolescente.
—Teniente de la Guardia Roja koshiana.
—Ya —repuso parsimoniosamente el sacerdote acariciándose el rostro.
Su aliento apestoso le provocaba náuseas a Bahn y la necesidad acuciante de girar la cabeza.
—Pero, ¿quién eres realmente?
Hacía calor en el espacio cerrado de la tienda. Un brasero despedía humo junto a la pared opuesta. Bahn tenía la frente perlada de sudor.
—No entiendo qué quiere decir —respondió el khosiano entre sollozos.
El sacerdote esbozó una sonrisa y se volvió fugazmente a los acólitos apostados detrás de la silla a la que Bahn estaba atado. El soldado que lo agarraba del pelo lo soltó y la cabeza de Bahn volvió a precipitarse sobre su pecho, con los ojos clavados en el suelo de tierra.
Por entre las pestañas vio que el sacerdote le daba la espalda y alargaba sus manos arrugadas hacia una mesita donde había unos frasquitos, papeles doblados y cuchillas.
—¿Eres un traidor? —preguntó el sacerdote sin volverse.
Bahn sintió una punzada abrasadora en el estómago, y pensó que iba a vomitar allí mismo, sobre sus pies.
—¿Eres un traidor? —repitió el anciano.
Bahn recibió un puñetazo en la nuca.
Bahn intentó aclararse la visión. El sudor que le empapaba ahora la cara se mezclaba con la sangre.
—No —farfulló—. No soy un traidor.
—¡Vaya! Entonces nunca traicionarías a tus compatriotas, ¿verdad?
—¡Claro que no!
El sacerdote se dio la vuelta. En una mano sujetaba un papelito doblado, y en la otra, una delicada hoja curva.
—Sin embargo, todos los hombres son traidores.
Se inclinó hacia el rostro de Bahn y desplegó el trocito de papel con el dedo pulgar. Bahn echó la cabeza hacia atrás aguantando la respiración y vio que el sacerdote fruncía los labios y soplaba la superficie del papelito. Un fino polvo blanco envolvió la cara de Bahn, que respiró vencido por el pánico el aire repleto de partículas de polvo y, de inmediato, notó que se le dormía la lengua.
En los bordes de su campo de visión empezaron a bailar unas lucecitas de colores. Una luz blanca titilaba, rodeada por una oscuridad cada vez más abrumadora.
Bahn dejó caer la cabeza hacia atrás mientras le abandonaban las fuerzas. Unas manos lo sostuvieron por la espalda.
—Vamos —dijo la voz lejana del sacerdote—. Repítemelo. ¿Quién eres?
Ché levantó la mirada hacia el agujero en el tejado. Ya anochecía y el cielo había adquirido un tono violeta que se oscurecía gradualmente. Densas nubes de humo trepaban por él mientras la ciudad seguía ardiendo alrededor. El aire parecía cada vez más cargado de humo, y empezaban a escocerle los ojos.
Los diplomáticos estaban ahí fuera, en algún lugar, merodeando por la zona. Notaba su presencia como un leve cosquilleo de la glándula pulsátil; un tipo de picor que no se aliviaba rascándose. Había comenzado y ya no se había interrumpido desde que había empezado a ponerse el sol, si bien no se había agudizado en ningún momento.
«¿Qué estarán esperando?», se preguntó Ché.
—Esas llamas están acercándose —comentó.
Curl asintió mirándole la mano y evitando sus ojos. Ché estaba jugueteando con sus dedos sentado frente a ella, y Curl con los de él.
Ché la miró con afecto. Detrás de toda su mordacidad y su resolución se escondía una muchacha vulnerable.
—Deberíamos irnos ya —dijo Ché, y tiró de la mano de Curl.
Por fin la chica alzó la mirada hacia sus ojos y él vio cómo se armaba de valor para encarar la tarea que los aguardaba, las dificultades que habrían de sortear por las calles de la ciudad hasta llegar a un lugar seguro. Ché la ayudó a levantarse. Curl se llevó una mano a la boca y tosió. El humo era cada vez más denso.
Toda una hilera de edificios estaba ardiendo unas calles más al norte; las llamas crepitaban y chisporroteaban y crecían en el cielo a medida que devoraban cuanto encontraban a su paso, cada vez más cerca de ellos. A su izquierda se repetía la escena. Era como si ambos estuvieran en el centro de un infierno que convergía hacia ellos.
—No lo entiendo —dijo Curl moviendo la cabeza con incredulidad.
Ché trepó por el agujero del techo y se deslizó a cuatro pies por el tejado. Tosió y se tapó la boca mientras oteaba el sur de la ciudad con las llamas reflejadas en sus ojos.
—Tenemos que llegar al agua —gritó hacia Curl—. ¡Cuanto antes!
Vio que no estaba lejos. Lo vislumbró a través del humo cuando doblaron la esquina.
—Por aquí —dijo Ché con la boca embozada, y salió disparado hacia el balneario lanzando miradas a izquierda y derecha. No necesitaba echar un vistazo atrás para saber que Curl lo seguía.
Atravesaron una plaza con mesas largas y bancos con un entramado de madera del que colgaban lámparas de papel, todas despidiendo un brillo tenue que no era más que el reflejo de los edificios que ardían detrás. Sus botas hacían un ruido estrepitoso contra las tablas del suelo. Delante, la fachada redondeada del balneario público aparecía empequeñecida por el telón de fondo del fuego, y de su parte superior descubierta salía humo como si también estuviera ardiendo. Ché divisó movimiento en la calle que se extendía detrás, entre las cortinas de fuego que cubrían los edificios.
—¡Oye! —protestó Curl cuando Ché la agarró y tiró de ella para agacharla detrás de una de las mesas.
El diplomático la soltó para echar un vistazo por encima de la mesa. Ya estaba despejado. No había rastro de la figura que acababa de ver. Paseó la mirada en derredor: observó las columnas de humo y el chisporroteo de las llamas que los perseguían, y trató de no sucumbir al pánico.
—¡Vamos! —espetó.
Se levantó y echó a correr de nuevo, esta vez empuñando la pistola.
Se produjo una explosión y una de las lámparas desapareció.
Ché maldijo para sí y siguió corriendo al tiempo que buscaba el origen del ruido. Se oyó otra explosión y una mesa saltó por los aires justo cuando la rebasaban. Giró a la derecha y dejaron atrás la plaza embistiendo una sábana tendida que se interponía en su camino. Ante sus ojos apareció la parte trasera del balneario, donde había una serie de cabañas achaparradas que despedían vapor.
—¡Creo que alguien está disparándonos! —exclamó Curl mientras Ché le hacía entrar en la oscuridad húmeda de una de las cabañas.
El diplomático cerró la puerta enclenque de un portazo y en el tramo de pared que quedó al descubierto detrás de ella apareció, a la altura de la cabeza, un agujero del tamaño de un puño.
Ché se tiró al suelo inmediatamente.
—¡Agacha la cabeza! —espetó obligando a la muchacha a agacharse.
Al segundo siguiente la cabaña se sacudió con la violencia de una tormenta, y una lluvia de astillas procedentes de las paredes se precipitó en la oscuridad.
—¡Haz algo, joder! —le recriminó Curl encogida en posición fetal en el suelo.
—¡Ya estoy haciéndolo! —respondió con el rostro escondido entre los brazos.
Notó cómo se le hundían las astillas en la carne. Su cuerpo había tomado el control de su voluntad siguiendo su instinto de conservación a expensas de los brazos y de las piernas.
Por un momento dejaron de acosarlos con tanta violencia y se oyeron gritos en el exterior.
Ché gateó hasta uno de los agujeros en la pared y escudriñó fuera. Una docena de figuras enfilaba hacia la cabaña. Iban vestidas con pesados trajes ignífugos, con la cabeza totalmente cubierta y los ojos protegidos por unos cristales. En ese momento los desconocidos estaban encorvados recargando con movimientos torpes unas pesadas armas que, por su tamaño, debían de ser cañones de mano.
Ché se enjugó el sudor de la frente y olfateó el aire, que apestaba a sulfuro, aunque distinguió otro olor que le resultaba familiar. Echó un vistazo atrás. En el fondo de la cabaña penumbrosa vislumbró un cesto de lavandería y se puso a examinar a tientas el tramo de suelo que se extendía entre él y el cesto.
Quienesquiera que fueran los de ahí fuera volvieron a abrir fuego. Curl se puso a chillar y Ché se deslizó por el suelo hasta un tirador y abrió una trampilla. Al otro lado apareció un agujero cuadrado perforado en las hierbas del lago, por el que bajaba transversalmente una tabla de madera estriada para lavar la ropa. Ché sintió una punzada de dolor en el oído, y otra en la espalda. Los gritos de Curl eran cada vez más estridentes.
—¡Curl!
—¿Qué?
—¿Estás herida?
—¿Qué?
—¡Nos largamos!
La muchacha contempló la burbujeante agua negra del lago y se volvió a él con los ojos en blanco.
—¿Tú estás loco?
Ché ya estaba quitándose la mochila. Se sumergió en el agua, caldeada como la de un baño.
—Tú simplemente agárrate a mí y nada con los pies todo lo que puedas. Creo que hay un canal al sur. No puede estar lejos.
A Ché no se le escapaba que Curl estaba aterrada, y de repente se dio cuenta de que también él debía estarlo.
La muchacha se zambulló en el agua y asomó la cabeza.
—¿Hacia el sur? —farfulló—. ¿Cómo sabes dónde está el sur?
—Pura intuición —respondió Ché—. ¿Preparada? Coge aire. ¡Allá vamos!
El anciano sacerdote Heelas se quitó la máscara de tela de la boca y aspiró una bocanada del aire nocturno de Tume.
«Menuda peste», dijo para sus adentros. Aquel olor le recordaba al que asolaba Q’os en pleno verano, cuando la hedionda neblina de Baal cubría a veces la ciudad. Aunque había que reconocer que este olor era mucho peor.
Por lo menos no estaba en los aposentos privados de Sasheen en las profundidades de la ciudadela, donde flotaba un pestilente olor a muerte. Heelas siempre había detestado la cercanía de la enfermedad con la misma intensidad con la que temía los espacios cerrados. Lo que más miedo le daba eran los fríos túneles del hipermorum, donde sepultaban a los muertos para su descanso eterno. Y su peor pesadilla era morir y ser enterrado allí para la eternidad.
«Está muriéndose —se repitió mientras atravesaba el puente de la ciudadela y se adentraba en la plaza central—. Sasheen está muriéndose.»
Acababa de dejar a la matriarca en su cámara, sola, salvo por la presencia truculenta de Lucian junto a su lecho. Menuda pareja formaban, había pensado mientras cerraba la puerta al abandonar aliviado la cámara. Costaba imaginárselos cómo habían sido en el pasado: dos amantes encandilados el uno con el otro. Durante algún tiempo, la matriarca y su gallardo general de Lagos fueron inseparables. Sasheen había llegado a hablar de tener hijos con él, de construir un retiro familiar en Brulé.
Heelas caminaba con la cabeza gacha y las manos sepultadas en las bocamangas, haciendo caso omiso a las reverencias de los sacerdotes que pasaban por su lado, todos ellos mujeres y hombres sin ninguna posición de privilegio.
Se detuvo junto al canal y contempló las plataformas de hierbas del lago y los trozos de madera que flotaban en sus aguas. Atisbó ajetreo en el agua, aunque no alcanzó a ver el pez que lo había provocado; únicamente la luz fantasmagórica en su estela.
Los sacerdotes rasos no volverían a saludarlo con una reverencia cuando ella muriera, reflexionó con el ánimo taciturno. Tendría suerte si Romano se limitaba a «marcarlo», arrancarle la nariz y expulsarlo. La historia siempre se repetía cuando un gobernante sustituía a otro: se limpiaba el viejo círculo íntimo para dejar sitio al nuevo. Toda su vida, todo por lo que había trabajado, se había esfumado.
—Disculpe —dijo alguien que chocó con él.
Heelas se volvió enfurecido y al punto sintió la presión de un objeto punzante en la túnica, a la altura del estómago. Ya era perro viejo para preguntarse si se trataría de un cuchillo.
El rostro enmascarado de un acólito se cernió sobre el suyo.
—¿Dónde está? —inquirió una voz profunda desde el otro lado de la máscara.
—¿Quién? —preguntó Heelas en un intento por ganar tiempo.
—Sasheen. ¿Dónde está?
—¿Cómo voy a saberlo yo? —exclamó el sacerdote levantando las manos—. No soy un mensajero.
—¡Baja las manos! —espetó el hombre entre dientes—. Ya sé que intentas hacer pavoneándote, sacerdote. Ahora deja ya de mentirme y responde mi pregunta. De lo contrario te mataré aquí mismo. Ahora.
Heelas se puso derecho. «De modo que así acaba todo —pensó—. Con un cuchillo en la barriga y esta peste a huevos podridos en la nariz.»
—¿Crees que me asustas? —replicó—. Te veo los ojos, extranjero de tierras remotas. Tienes intención de matarme de todos modos. Hazlo, pues. —Se dio unas palmadas fuertes en el pecho—. Estoy listo.
Una mano salió disparada hacia su barriga y él se quedó paralizado tras el espasmo inicial. El cuchillo perforó la túnica y se hundió en su estómago; y un buen tramo de la hoja se quedó ahí alojado mientras Heelas notaba cómo un reguero de sangre que se deslizaba por su vello púbico y después por sus muslos.
Heelas había tenido su buena ración de purgas personales a lo largo de los años, de modo que ya sabía cómo lidiar con el dolor. Y eso hizo. Reunió toda su fuerza de voluntad y se obligó a relajarse mientras recibía sus ráfagas.
—Si grito, una docena de hombres acudirán al momento.
—Entonces, grita.
Heelas miró a su alrededor. Sacerdotes y acólitos iban y venían por el espacio iluminado por las farolas. Un pelotón de tiradores estaba fusilando a un puñado de supervivientes de la Guardia de la Casa de Tume en una pared a cierta distancia. Otro grupo de soldados se arremolinaba en uno de los almacenes próximos, descargando un carro de municiones y transportando cajas de granadas y de explosivos. Podría gritarles, es cierto, pero eso sólo adelantaría su muerte.
«¿Qué más da? De todos modos la matriarca está muriéndose.»
—No podrás llegar hasta ella —dijo Heelas—. Está en el Palacio Sumergido. En las entrañas del peñón.
—Descríbemelo.
Así hizo Heelas, y entretanto se maravillaba de lo que la mente y el cuerpo eran capaces de hacer para aferrarse a la vida un preciado instante más.
«La carne es fuerte», concluyó.
En cuanto terminó su descripción, el extranjero de tierras remotas le propinó otros tres tajos con la rapidez de una serpiente atacando a su presa y se alejó de Heelas mientras éste se derrumbaba sobre las rodillas agarrándose con las manos el estómago desgarrado y ensangrentado.
—Ayuda —jadeó.
Pero nadie lo oyó.
Ya nadie podía ayudarlo, y se desplomó de costado.
Siguió jadeando mientras contemplaba las piedrecitas dispersas como las rocas de un desierto sobre el suelo donde yacía su cabeza.
Una hormiga avanzaba por ese paisaje, y Heelas observó que se detenía un instante, dirigía brevemente las antenas en su dirección mientras él agonizaba tirado en el suelo, y luego reanudaba su camino.
Ché creyó que estaba muerta cuando sacó a rastras su cuerpo del canal y lo tendió sobre las hierbas del lago. Sin embargo, Curl emitió unos ruiditos entrecortados por la boca cuando presionó su estómago; luego giró para ponerse de lado y tosió.
—¿Estás bien? —preguntó el diplomático.
Curl se limpió la boca y se tomó unos segundos para encontrar la voz.
—Creo que sí.
Al otro lado del canal la calle era un infierno atronador. Curl se sentó temblando mientras lo contemplaba, y Ché la abrazó hasta que sus temblores remitieron.
El picor en el cuello de Ché se había convertido en una sensación constante de punzada, y el diplomático miró a su alrededor, hacia los edificios de esa orilla del lago, que resplandecían con el reflejo de las llamas. La calle angosta estaba atestada de los testimonios del saqueo.
«Andan cerca.»
—Ahora tienes que irte —dijo dirigiéndose a Curl mientras la ayudaba con sus manos temblorosas a levantarse.
El agua chorreaba de la ropa de la chica.
—¿Y tú, qué?
—Tengo que acabar algo antes de reunirme contigo.
Curl echó un vistazo hacia la calle vacía con la frente fruncida.
—No te pasará nada —la tranquilizó—. Sólo ten cuidado.
Antes de que sus palabras acabaran de salir por su boca, Ché ya sentía remordimientos por dejarla marchar así.
—Ten —añadió poniéndole la pistola en la mano.
—No he usado una pistola en mi vida.
—Y no tendrás que hacerlo. Está llena de agua. Hay que desmontarla y engrasarla. Si te metes en algún lío utilízala como recurso intimidatorio. Ten esto también. —Se quitó el cinturón de la munición de la cintura y se lo puso a Curl bajo la mirada atenta de ésta—. Con esto serás más convincente. Recuerda, utilízalo para intimidar. No intentes disparar, ¿me has entendido?
—Claro. No soy idiota.
—Entonces, vete —le dijo en un susurro.
Curl permaneció inmóvil, superada por los acontecimientos y temblando. Ché le recorrió la mejilla con un dedo y cuando llegó a la barbilla le alzó la cabeza para mirarla a los ojos.
Ella le cogió el dedo y lo sostuvo en el aire a escasos centímetros de su cara.
—Cuídate, Ché. ¿Me has oído?
A Ché le gustó cómo pronunciaba su nombre.
—Sí.
Se dieron un beso breve, que resultaba raro entre dos extraños que separaban sus caminos.
Curl se alejó caminando de espaldas y luego desapareció engullida por la noche.
Ché volvía a quedarse solo.
La hermana de Guan contemplaba boquiabierta el infierno de llamas que se desataba ante sus ojos. Su cuerpo se mecía ligeramente, como al ritmo de una música interior.
El disparo de un rifle sonó en la distancia. Un oficial salió de la línea de soldados y fue a investigar.
—¿Dónde estará? —preguntó Guan con impaciencia mientras escudriñaba la hilera de tiendas que componían la única sección que no habían incendiado.
—Ten paciencia. Nuestros hombres lo obligarán a salir.
—Eso si no han quedado atrapados dentro. Insisto en que ya deberíamos haber visto algo.
Guan empezaba a albergar serias dudas sobre la eficacia del plan. Era demasiado aparatoso, más espectacular que práctico. Habría sido mejor entrar allí solos para resolver sus asuntos con Ché. Sin embargo, como solía ocurrir, había permitido que su hermana lo convenciera de lo contrario.
Estaban cogidos de la mano, como solían hacer; como habían hecho desde niños. Ella le apretaba la suya como si quisiera tranquilizarlo.
A lo largo de la calle se desplegaba una línea de soldados con los rostros embozados con pañuelos idénticos a los que llevaban los mellizos, y todos escudriñaban a través de las tiendas vacías las llamas y el humo que trepaban por el cielo nocturno. En las calles de detrás había apostado un segundo cordón de soldados que esperaban agazapados.
—¿Crees que se merece todo lo que le estamos haciendo? —preguntó Guan a su hermana.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Es uno de los nuestros.
Guan notó la palma de la mano fría cuando Swan se la soltó.
—¿Ahora me planteas esas dudas? ¿Ahora que ha desertado? ¿Ahora que ha demostrado que no nos equivocamos cuando prácticamente lo acusamos de ser un traidor?
Guan sabía que era inútil discutir con ella. Además, algunas verdades poseían la fuerza suficiente para mantenerse en pie por sí mismas.
—Crees que harán lo mismo con nosotros cuando todo esto haya acabado, ¿no?
—¿Y por qué no iban a hacerlo? Nosotros sabemos tanto como él.
—Sí, pero nosotros estamos demostrando con este asunto que somos dignos de confianza. Esto es bueno para nosotros, Guan, lo presiento. Necesitan gente como tú y como yo para hacerles el trabajo sucio. Quienesquiera que sean.
—Esperemos que estés en lo cierto.
La visibilidad era reducida con el humo que flotaba en el aire.
Una figura emergió corriendo de los puestos con una capa de llamas a la espalda. Los soldados más próximos a ella levantaron sus ballestas y las dispararon.
No era más que un perro ardiendo, que aullaba y lanzaba dentelladas a las llamas según corría. Y cuando las flechas impactaron en él, dio unas sacudidas y rodó por el suelo, muerto.
Swan maldijo entre dientes.
—Esta gente abandona a sus perros y los deja morir —aseveró con acritud.
Guan miró a su hermana con algo cercano al asombro por los mecanismos de su mente. Y no era la primera vez. Por muy mellizos que fueran y por mucho que a veces uno acabara la frase que había empezado el otro o se leyeran el pensamiento, había un rasgo que parecían no compartir.
Guan se disponía a recordarle amablemente que no debería tener remordimientos por quemar perros si no los tenía por quemar a personas cuando sintió una punzada en el cuello, seguida por otra mucho más intensa.
Se llevó un dedo al cuello al tiempo que también lo hacía Swan.
—Prepárense —dijo el mellizo dirigiéndose a los soldados desplegados delante de ambos—. Está a punto de salir.
Los soldados apuntaron sus ballestas y Swan sacó la pistola. Los minutos pasaron y el humo siguió filtrándose por entre los puestos ambulantes. El ritmo de las pulsaciones en el cuello de Guan seguía creciendo.
—Ya deberíamos haberlo visto —dijo Swan levantando la pistola hacia las tiendas.
Guan permanecía inmóvil. Algo no iba bien. Ya deberían tener a Ché encima.
—¿No crees que...?
Guan se dio la vuelta y su hermana lo imitó casi de inmediato. Escudriñaron la calle en ambos sentidos, las casas que se levantaban enfrente y las ventanas oscuras.
Guan sacó su pistola y dio un paso hacia un lado.
—Swan —dijo.
Y los hermanos retrocedieron y se sumergieron hasta donde pudieron en la sombra de una pared.
EL ARTE DEL CALI
Ché sabía que nunca abandonarían la persecución. A menos que él mismo se encargara de ellos, así que se aproximó a los mellizos por los tejados. Los hermanos se habían agazapado bajo la sombra de una pared.
Habían alertado a los soldados de su presencia, de modo que éstos reconocían las inmediaciones acompañando con sus armas los movimientos de sus miradas. Ché se mantuvo agachado en el lado oscuro de los tejados inclinados, poniendo mucho cuidado en que su silueta no sobresaliera recortada en el cielo. El destello de una hoja y una tos esporádica le revelaron que otro grupo de soldados merodeaba por las casas y los jardines a su izquierda. Sólo le restaba confiar en que no lo vieran.
Swan y Guan estaban retirándose hacia un templo que había al final de la calle. Más allá de él se distinguía el lago. Resultaba evidente que no les hacía gracia la idea de convertirse en el blanco de un francotirador.
Era una pena que no tuviera consigo una pistola que funcionara.
El templo se alzaba al final de una hilera de tejados. Anexo a él había una vivienda de dos plantas que permanecía en penumbra y donde no se observaba movimiento. Los mellizos se detuvieron para hablar con un pelotón de soldados y, a continuación, los hombres se desplegaron a lo largo de las casas. Ché oyó las patadas en las puertas y cómo registraban con estrépito las viviendas.
Se puso en cuclillas y vio que los hermanos diplomáticos se volvían para examinar las calles, las ventanas y los tejados antes de entrar en el templo y dejar la puerta abierta.
Ché se colgó del borde de un tejado y se dejó caer en el callejón que se extendía entre las casas y el templo. Echó una ojeada a ambos lados y bordeó el edificio para dirigirse a la parte trasera, donde terminaba el anexo y comenzaba un pequeño jardín. Se escondió detrás de un muro bajo. En la ventana apareció el brillo oscilante de una vela encendida dentro.
El diplomático continuó sigilosamente hasta el otro lado de la vivienda dejando atrás el ruido de los soldados. Las hierbas del lago eran una superficie mullida y resbaladiza debajo de sus pies. El ruido de los cañonazos al sur se había intensificado desde la última vez que le había prestado atención. Curl debía estar allí, o eso esperaba él, acudiendo al punto de encuentro.
Pensó en lo extraño de la situación: se hallaba en Tume, en aquel lago de aguas hirvientes, intentando matar a dos de los suyos; y encima albergaba la esperanza de que un enemigo saliera indemne de la ciudad.
Se dio cuenta de lo mal que le sonaba la palabra «enemigo». Parecía una cosa infantil.
Otra bengala estalló encima del lago. Ché cerró los ojos para no desacostumbrarlos de la visión nocturna y esperó a que la bengala regresara al suelo. Vio una ventana en la planta superior hasta la que llegaba un árbol inclinado.
Sacó el cuchillo y lo afirmó entre los dientes mientras la oscuridad regresaba, trepó por la corteza áspera del árbol y se colgó de una rama que llegaba hasta la ventana. Dentro no vio nada más que una ventana vacía y una puerta abierta; allí donde torcía el pasillo que había a continuación de la puerta brillaba una luz tenue.
Ché decidió que no había tiempo para sutilezas. Había que eliminarlos de una manera certera y rápida. Y esperó ser él quien quedara al final. Su viejo contrincante en los entrenamientos en Q’os había tenido razón, pensaba mientras enfilaba hacia la ventana abierta. La técnica roshun del cali formaba parte de él, tanto si le gustaba la idea como si no. Avanzar y atacar era su credo. Descaro, velocidad e imprudencia.
«Ojalá llevara una espada», se dijo Ché; una pistola que funcionara ya era pedir demasiado. Sin embargo, lo único que tenía era un simple cuchillo.
«Improvisa», se animó. Balanceó el cuerpo, se arrojó hacia la ventana abierta y aterrizó con la agilidad de un gato.
Recuperó el cuchillo de los dientes.
Vio una silla; la cogió y la lanzó con fuerza contra la pared. El estruendo que produjo bastaba para despertar a los muertos.
Ché rebuscó entre los pedazos de la silla y agarró una pata que tenía un extremo astillado e irregular, y mientras enfilaba hacia la puerta de la habitación perfeccionó la punta con un par de cortes con el cuchillo.
Estaban esperándolo cuando asomó la cabeza: dos figuras con las pistolas apuntando en su dirección, agazapadas en los huecos de dos puertas una enfrente de la otra.
Ché volvió a esconder la cabeza justo cuando una bala salía rebotada de la pared. Dio un último tajo a la pata de la silla para afilarle la punta y entonces asomó medio cuerpo y la arrojó con todas sus fuerzas hacia la figura que todavía estaba apuntándole.
La pistola escupió su proyectil y Ché sintió una repentina punzada de dolor en el muslo. El diplomático apoyó el peso en la otra pierna, tambaleándose, y se dejó caer contra la pared para no perder el equilibrio. Entretanto, la figura destinataria de su improvisado proyectil se derrumbó en el pasillo. Era Guan. Pateaba el suelo a tientas en busca de un lugar de apoyo, con la pata de la silla sobresaliéndole de la mejilla izquierda.
Ché vio entonces una sombra que cruzaba revoloteando el tramo de suelo iluminado. Se cambió el cuchillo de mano para aferrarlo con la derecha y lo lanzó hacia Swan cuando ésta se asomó al pasillo desde el hueco de la puerta para volver a dispararle.
Ché cayó de espaldas. Sentía un dolor abrasador en uno de los costados de la cabeza, que parecía a punto de estallarle. También Swan estaba tirada en el suelo, sujetando la empuñadura del cuchillo hundido en su muslo. La chica se arrastró hasta su hermano.
—¡Oh, no! —exclamó jadeando.
Puesto que aún respiraba, Ché no prestó atención a la herida de la cabeza y se centró en la de la pierna, que examinó con las manos temblorosas. La bala había atravesado limpiamente el lado externo del muslo. No había alcanzado el hueso, y la sangre manaba de un modo espantoso del agujero. Ché apenas podía mover la extremidad entumecida.
Era la primera vez que le disparaban. Había esperado que el dolor fuera menos soportable.
Arrancó una de las mangas de su túnica y la utilizó para hacerse un torniquete en la parte superior del muslo. Intentó levantarse y se le escapó un alarido de dolor entre los dientes. Las náuseas le nublaban la visión.
La diplomática estaba arrastrando a su hermano hacia la puerta por la que había salido ella. Se detuvo y alargó el brazo hacia la pistola descargada que yacía en el suelo. Ché consiguió dar un paso hacia los mellizos, lo que convenció a Swan de renunciar al arma y esconderse en la habitación con su hermano.
Ché se paró enseguida; le faltaba el aire. Swan cerró la puerta de una patada.
Con una resolución inquebrantable, Ché avanzó dando tumbos y trató de agacharse para recuperar el cuchillo ensangrentado del suelo. La cabeza le daba vueltas y la sangre resbalaba por su rostro. También la bota estaba llenándosele de sangre. Se arrancó la otra manga y la utilizó para vendarse la herida. Apretó fuerte el trozo de tela. Por un momento temió desmayarse.
—¡Sal! —espetó, empuñando con firmeza el cuchillo.
Del otro lado de la puerta llegaban gruñidos y murmullos.
Ché se puso derecho y empujó la puerta con una mano viscosa.
En la habitación no había más que una vela chisporroteando sobre la repisa de la chimenea. Ché se asomó. Había otra puerta abierta dentro de la habitación y el rastro de sangre que se extendía por el suelo continuaba a través de ella. El diplomático entró; apoyó la espalda contra la pared y se deslizó hasta la otra puerta. Se trataba de un dormitorio. Guan yacía muerto en el suelo con los brazos y las piernas abiertos. El trozo de madera sobresalía de su cara como un objeto extraño, apuntando al techo.
Ché oyó un crujido a su espalda y fue lo suficientemente rápido para asir el alambre interponiendo una manos entre éste y su cuello. El alambre se incrustó en los bordes de la palma de su mano. Ché empujó hacia atrás con todas sus fuerzas y obligó a Swan a retroceder por la habitación mientras él iba dando saltitos con la pierna buena. La diplomática chocó contra algo: un pesado armario cuyas perchas y puertas abiertas se sacudieron estruendosamente con el traqueteo mientras ambos forcejeaban aplastados contra su estructura de madera.
El aliento cálido de Swan llegaba hasta su oído en forma de jadeo preñado de ira.
Ché tiró el cuchillo al aire para agarrarlo del revés y asestó una puñalada a la diplomática en el costado. Y luego otra. Hasta que Swan se revolvió y lo lanzó a un lado. El diplomático cayó y se estrelló junto con Swan sobre una mesa que hicieron añicos.
La melliza consiguió cogerle la mano que blandía el cuchillo mientras rodaban por el suelo sin aflojar la presión del alambre con la otra mano, que se hundió en la mano y a ambos lados del cuello de Ché. La sangre salía despedida en todas las direcciones.
—¿Esto es lo que quieres? —cuchicheó Swan cegada por el odio—. ¿Esto es lo que querías, Kush?
La mano de Ché era un objeto inerte atrapado entre su resuello entrecortado y la presión cada vez más intensa del alambre. El diplomático apenas veía ya; apenas respiraba.
Tiró hacia atrás la mano libre y estrujó el rostro de Swan con los dedos. Le hundió brutalmente el dedo pulgar en el ojo. La presión del alambre se relajó ligeramente.
Entonces Ché empujó con la mano emitiendo un gruñido y soportó el dolor abrasador con el fin de separarse el alambre del cuello.
Ambos se levantaron tambaleándose; Swan valiéndose de una silla astillada para apoyarse y luego de la repisa de la chimenea. Ché se volvió justo cuando la diplomática le lanzaba un latigazo con el alambre, que se enrolló en la empuñadura del cuchillo de Ché, de tal forma que se lo arrancó de las manos. Para Ché las cosas estaban poniéndose feas. Swan estaba haciéndolo un poco mejor, a pesar de que su ojo era un revoltijo negruzco del que manaba sangre.
Ché quedó aturdido por un golpe que recibió en la mejilla. Sacudió la cabeza para volver en sí y repelió otro puñetazo, y luego otro. Se colocó en posición de atacar y buscó un objetivo, pero Swan ya se había puesto derecha con el cuchillo en la mano.
Ché retrocedió a la pata coja perseguido por Swan, quien a su vez caminaba arrastrando su pierna herida por el suelo. Ella tenía el cuchillo: un trozo de acero plateado que brillaba a la luz de la vela pero con el que todavía no podía alcanzarle el estómago. Ché sacudió la cabeza para aclararse la visión, cada vez más borrosa, y salieron disparados goterones de sudor.
Retrocedió hacia la puerta del dormitorio con Swan acortando lentamente la distancia. La diplomática se abalanzó sobre él de repente y Ché sólo tuvo tiempo para desviar el cuchillo de un manotazo. Tropezó con el cuerpo tendido boca arriba de Guan y cayó de espaldas, empujando al mismo tiempo a Swan hacia un lado.
Jadeando, Ché tomó impulso para levantarse a la vez que Swan y consiguió apoyar su peso en una rodilla; sacudió la mano a tientas hasta que logró agarrarse a la cama. De nuevo en pie, resoplando y herniado por el esfuerzo, vio el cuerpo de Guan. Siguió perdiendo visión hasta que se tambaleó sumido en la oscuridad de su propia cabeza. Hizo un esfuerzo en el que puso toda su concentración y vio aparecer una grieta de luz como el hueco de una puerta.
Lo atravesó y vio que Swan se cernía sobre él con el cuchillo en la mano.
Dio un paso lateral a la desesperada. Intentó coger el brazo de la diplomática, pero la mano le resbaló por él, y le lanzó una patada. Ambos cayeron al suelo chillando, con Ché montado sobre ella, aplastándola con todo el peso de su cuerpo.
El palo de madera atravesó la garganta de Swan con un crujido de dientes y de huesos. La diplomática sufrió un espasmo, como si fuera la reacción retardada a un susto, y luego quedó tendida en el suelo, absolutamente inmóvil.
Una suave ráfaga de aire escapó de sus pulmones cuando su cuerpo se desinfló.
Ché tomó aire resollando y se dejó caer a un lado. Permaneció un rato quieto; las pocas fuerzas que le quedaban parecían abandonarse y su cabeza no era capaz de albergar pensamientos ni razonar.
Cuando reunió las fuerzas necesarias para levantarse estaba temblequeando. Miró al par de diplomáticos. Swan yacía despatarrada con la cabeza pegada a la de su hermano; los cuerpos de ambos estaban tendidos en sentidos opuestos. Parecían dos amantes besándose.
—¡Aquí estoy! —les espetó Ché palmeándose fuerte el pecho.
Ash ultimó los preparativos oculto en la penumbra de un canal secundario mientras oía el ruido distante de jolgorio. Observó las altas mansiones de la otra orilla del canal, por cuyas ventanas iluminadas aparecían y desaparecían las figuras de los sacerdotes que se habían apropiado de las suites abandonadas. El peñón de la ciudadela sobresalía de los tejados de las elegantes viviendas alto en el cielo. La bandera de Sasheen todavía ondeaba sobre él.
Se abrió una ventana y una mujer arrojó al agua el contenido de un orinal. Alguien estaba cantando en la habitación. Ash se mantuvo inmóvil, confiado en que la oscuridad lo ocultaba, hasta que la mujer cerró la ventana y la canción se cortó en mitad del estribillo.
Ash se desnudó rápidamente y apiló la ropa perfectamente doblada junto a sus armas. Junto a ellas había un barrilete de pólvora: una mina que había afanado de un carro manniano con municiones.
Las caricias del aire frío le pusieron la piel de gallina y se frotó los brazos y las piernas para entrar en calor. Su aliento era visible bajo el haz de luz que las farolas lanzaban sobre la superficie negra del canal.
En aquel tramo se habían arrancado las hierbas del lago para hacer verticales las paredes del canal, afirmadas por unos pilotes de madera. Ash se sentó el borde del entarimado y se metió lentamente en el agua tibia. Se solazó en la sensación agradable que le produjo la relajación de los músculos y el contacto del agua con las abrasiones en su piel. Y así permaneció un rato, en un estado casi de delirio provocado por la sensación de alivio. Bajo sus pies, en las profundidades del agua cristalina, vislumbró el destello lejano de luces. Mientras observaba su fulgor entre los dedos de los pies batía las piernas para no hundirse.
Cuando se sintió preparado, se levantó, cogió la mina y la tiró al agua, donde cayó con gran estrépito. Sacudió la cabeza y comprobó la mecha que colgaba de un orificio del barrilete que cabeceaba en el canal. La mecha se extendía flotando por la superficie y llegaba hasta la plataforma, donde estaba atada a su peto de armadura de acólito y luego a una pesada bobina —con el resto de la mecha enrollada— fijada al entarimado con un cuchillo.
Tiró de la mecha hasta que la armadura se zambulló con otra estrepitosa explosión de agua. El peto se hundió de inmediato y enseguida arrastró la mina hacia el fondo. Ash se ató la mecha a la muñeca mientras tomaba breves y rápidas bocanadas de aire. Entonces notó en la mano el tirón de la mecha y se sumergió dejándose llevar hacia las profundidades, mientras la bobina fija en la superficie iba soltando mecha.
A pesar de que le escocían los ojos, Ash parpadeaba y se obligaba a mantenerlos abiertos. Sintió una opresión en el pecho a medida que se sumergía en dirección al peñón. Más abajo, la luz salía de las ventanas de gruesos vidrios cavadas en las paredes inclinadas de la roca sobre la que se levantaba la ciudadela. Ash nadó para dirigirse hacia ellas según descendía, tirando de la mecha tanto como la mecha lo hacia de él. Sabía que tenía una oportunidad que no podía desaprovechar.
Espantó un banco de peces a su paso y entonces notó por fin que el peso dejaba de tirarle de la muñeca al posarse la armadura en el alféizar de una ventana. La mina giraba lentamente cerca del cristal. Ash se desenrolló la mecha de la muñeca y descendió un poco más. Echó un vistazo dentro y vio una cámara profusamente iluminada con sofás y candelabros, un sacerdote hablando con otro y un par de acólitos apostados en una puerta.
Ash empleó toda su maña para apartar la armadura y la mina atada a ella y reducir así las probabilidades de que fueran descubiertas.
Ahora sentía que su pecho iba a reventar. Aleteó con las piernas para regresar a la superficie. Los ojos le hacían chiribitas. El ascenso era más lento, y recordó el pánico que había sentido durante el hundimiento de la nave; la presión de toda el agua del mundo empujándolo hacia el fondo.
Cuando emergió a la superficie sacudió piernas y brazos para mantenerse a flote, jadeando y con la sensación de que sus pulmones todavía no se habían recuperado del todo. El ruido de la ciudad regresó a sus oídos taponados. Miró a su alrededor y respiró aliviado al comprobar que la calle seguía desierta.
Trató en vano de salir del agua. Le resultaba imposible. Era incapaz de aspirar el aire suficiente para recuperar las fuerzas, así que permaneció en el canal hasta que su respiración se calmó, y volvió a intentarlo. Rodó por la plataforma resollando. Se sentó con los brazos apoyados en las rodillas y dejó que la cabeza le colgara entre ellos. Observó ensimismado los charcos que formaba a su alrededor el agua que chorreaba de su cuerpo.
Un hombre maldijo a no excesiva distancia de él y Ash vislumbró unas figuras en el lado penumbroso de la calle; alguien estaba aliviando la vejiga mientras sus compañeros esperaban inmersos en una charla de borrachos.
Ash se volvió hacia el tramo de mecha suspendido sobre el agua. Sólo tenía que cortarla, tirarla al agua y salir corriendo.
De pronto el cuchillo con la punta hundida en el entarimado atrapó su atención; tenía la hoja oscurecida por la sangre del sacerdote que había matado hacía una hora.
¿Cuánta gente había matado ya para cumplir su venganza?, se preguntó con un sobresalto.
Le resultaba imposible recordarlo. Había perdido la cuenta en algún momento durante el transcurso de su misión. Había convertido a sus víctimas en poco más que gente sin rostro y sin valor. Los dos civiles a los que había pegado durante la batalla simplemente para quitárselos de encima ahora sólo eran una imagen borrosa unida al crujido de una rótula en su memoria.
Había ido demasiado lejos. Su venganza lo había hecho escalar hasta una elevada cumbre recortada en un cielo enrarecido. Por el camino había renunciado a la orden Roshun: el único hogar que le quedaba, el único modo de vida donde su ira había permanecido controlada por el código y por las virtudes de su propia personalidad.
Se sentía como si durante todo ese tiempo hubiera estado escalando sin detenerse para echar un vistazo atrás; y ahora, cuando se volvía para observar lo que iba dejando a su espalda, sólo veía cadáveres amontonados a lo largo del camino empinado que había estado siguiendo. Había pasado de largo junto a todos ellos: Nico, con su risa juvenil y una madre que sentía un amor visceral por él; y un poco más allá de su aprendiz, casi en el lejano comienzo del camino, su hijo Lin, cantando a voz en grito con otros escuderos; y muy cerca de él, una granja con las paredes encaladas bañadas por el sol, donde su esposa aguardaba a un marido y a un hijo que nunca regresarán.
Ya casi había coronado la cumbre. Lo único que tenía que hacer era cortar la mecha.
Sasheen merecía morir. Todos los de su calaña merecían morir.
Ash alargó los dedos temblorosos hacia el cuchillo y lo extrajo del suelo de la plataforma.
Cuando Sasheen despertó, lo primero que vio fue que Lucian estaba mirándola fijamente. Y durante un momento fugaz pensó que volvían a ser amantes, con sus cuerpos rodeados por los brazos del otro.
Pero entonces se dio cuenta de que Lucian sólo era una cabeza cercenada apoyada sobre la mesita de noche. Recordó el modo en el que la había traicionado y la coraza de su corazón se derrumbó.
—Sabes que nunca quise esto, ¿verdad?
Los labios de Lucian se separaron y un reguero de Leche Real resbaló por su barbilla. Sin embargo no dijo nada; se limitó a mirarla.
—Ni siquiera quise jamás ser matriarca. Era el deseo de mi madre, no el mío.
—Lo sé —eructó Lucian. Sus ojos desbordaban odio.
¿Cómo hacerle entender? El dolor que le había causado, la pérdida de la fe en la persona en la que creía que por fin podía confiar. Sasheen lo había amado como no había amado a nadie más.
—Me muero, Lucian —dijo.
Él pareció complacido por la noticia, pues sonrió.
Incluso en esas condiciones tenía la capacidad de herirla.
—¿Recuerdas los días que pasamos en Brulé?
—No.
—Claro que los recuerdas. No parabas de hablar de ellos. Decías que teníamos que retirarnos allí. Cultivar olivos como simples campesinos.
—Yo. Era. Un. Imbécil.
—No eras ningún imbécil, Lucian. Ésa era una de las cosas que más me atraían de ti. —Y añadió con añoranza—: Tú y yo hacíamos una buena pareja.
Sasheen pensaba en ese momento cómo podría haber sido su vida si hubiera encontrado el valor para oponerse a los deseos de su madre, para renunciar a su posición como matriarca, para vivir una vida sencilla junto al hombre que amaba. ¿Qué había sacado ella de todo aquello? Sólo una muerte solitaria en las entrañas húmedas de una roca; cuatro líneas en la historia de Mann.
—Ojalá... Ojalá... —Cerró los ojos y se notó las mejillas húmedas, y una opresión en el pecho, como si todo el horrible mundo se apoyará sobre él.
Hizo un sobreesfuerzo para respirar, resollando fatigosamente hasta que el sudor le perló la piel. Entornó los ojos jadeando para ver con claridad a Lucian. Detrás de él, al otro lado del cristal de la ventana, las aguas del lago eran un abismo negro aguardando para engullirla.
—¿Qué hago? —se preguntó jadeando—. No sé qué hacer.
La mirada de Lucian poseía toda la fuerza de un golpe letal.
—Muérete.
Una bengala iluminó repentinamente el cielo nocturno sobre la cabeza de Ash, cuyos ojos se movieron por voluntad propia atraídos por el suelo bañado de luz.
Ash vio que su cuerpo acababa en una sombra que partía desde la base de sus pies. Vaciló.
Durante unos segundos que parecieron una eternidad continuó con la mirada fija en el cuchillo y en la mecha que sujetaba en sus manos temblorosas. «Un tipo raro», oyó en su cabeza. Nico había dicho eso mismo refiriéndose al Vidente roshun.
¿Por qué ahora le venía a la cabeza ese comentario?
El Vidente les había leído los tallos de carrizo antes de que partieran para cumplir la vendetta en Q’os. Había hablado del contratiempo inesperado que lo aguardaba y de los caminos que se le presentarían después.
«Después de ese contratiempo se presentarán ante vosotros dos caminos. Si seguís uno de ellos, fracasaréis en vuestro cometido, aunque con el honor intacto y todavía con un futuro por delante lleno de oportunidades... Si tomáis el otro, saldréis victoriosos, pero invadidos por la abyección y con un futuro aciago.»
«Invadido por la abyección —se repitió Ash—.Y con un futuro aciago.»
Cerró los párpados. Le escocían los ojos por las lágrimas. Dejó caer la mano y el cuchillo rebotó en el suelo.
La luz de la bengala se atenuó y la sombra desapareció.
EL PUNTO DE ENCUENTRO
Curl aguardaba en la azotea del almacén mientras los hombres trepaban por la escalera de cuerda hasta la aeronave, que mostraba serios daños en su casco chamuscado y unas jarcias deshilachadas. Otra nave ya remontaba el vuelo lentamente con la cubierta atestada de soldados, trazando una curva abierta para enfilar hacia el sur.
Era el segundo viaje que realizaban las aeronaves desde que había llegado ella. Los Chaquetas Grises y los arqueros mantenían el orden en los bordes de la azotea y abatían a todas las unidades imperiales que se acercaban a la posición. Al puerto seguían llegando más fuerzas enemigas. Era evidente que sería el último viaje antes de que el edificio fuera invadido por los mannianos.
—¿A quién esperas? —le preguntó un voluntario pasando a su lado, un hombre tan demacrado que lo mismo podía tener veinte como cuarenta años.
—¡A un amigo! —gritó para que se le oyera por encima de los disparos.
—Muchacha, tenemos que irnos ya... no podemos esperar más.
El soldado intentó empujarla hacia la nave.
—¡Déjeme! —le espetó a la cara, soltándose de él.
El soldado la miró atónito unos segundos. Pero entonces se dio por vencido y corrió hacia la nave.
Curl escudriñó el cielo y no vio rastro alguno de naves enemigas. Se acercó un poco más al borde de la azotea para echar un vistazo a las calles de los alrededores, al puerto y a los soldados imperiales cada vez más próximos. Todavía seguía el goteo de tropas khosianas que llegaban al almacén, muchas a la carrera, otras agrupadas en pelotones que se batían en retirada.
«¿Dónde estás, idiota?»
Curl no sabía cómo encajar en su vida a aquel hombre. Lo acababa de conocer, sí, pero había tocado todas las teclas correctas con ella. El sexo con él había sido memorable durante las largas horas que habían pasado juntos, despreocupado y travieso cuando no de una pasión desenfrenada. Aparte de eso, ¿quién era?
Era un misterio; y presentía que peligroso.
Curl tenía muy presentes las dos veces que se había enamorado de hombres así, y empezaba a sospechar que era un rasgo de su personalidad que la persona amada no le convenía demasiado, ya que en ambos casos la experiencia había demostrado que se trataba de unos cabrones egoístas.
Sin embargo, ahora estaban en la guerra y pensaba que era cierto lo que los soldados decían: la guerra crea circunstancias excepcionales. Se siente la responsabilidad de vivir de una manera temeraria y plena, pues se es consciente de que quizá no se vea el siguiente amanecer.
Como si viniera a confirmarle esas afirmaciones, Curl identificó un rostro en el borde de la azotea y a una voluntaria ayudando a caminar a Ché. Le dio un vuelco el corazón.
—¡Ché! —gritó corriendo a su encuentro.
El diplomático estaba empapado de sangre y apenas si se mantenía consciente.
—¡Ché!
Ché levantó la cabeza y trató de fijar la mirada en ella.
La expresión de su cara parecía decir: «Sácame de aquí.»
Curl se pasó el brazo que Ché tenía libre por los hombros y ayudó a la voluntaria a arrastrarlo hacia la aeronave.
Uno de los diminutos skuds despegó de la azotea. Otro ya arrojaba fuego por los propulsores y maniobraba para ocupar el vacío que dejaba la nave anterior. Los hombres retrocedieron para dejarle sitio para maniobrar.
—¿Alguna noticia del viejo extranjero? —preguntó Ché con un gruñido.
Curl hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Dondequiera que esté, más le vale darse prisa si quiere salir de esta isla.
El muchacho resolló como si intentara reír.
—¿Ese viejo cabrón? Encontrará la manera de salir de aquí. Lo más probable es que ya se haya ido.
Ash cargó con el zel de batalla directamente contra la puerta principal de la casa, fustigándolo fuerte con la espada enfundada, y se encogió sobre la silla cuando la montura embistió la puerta y enfiló chacoloteando por el suelo de madera de un pasillo.
Oyó los gritos de sus perseguidores a su espalda cuando el zel volvió a salir por una puerta trasera.
El animal resolló y atravesó un patio abierto en tres zancadas. Ash lo espoleó con fuerza y el zel salvó una valla de un salto, aterrizó en el otro lado y se tambaleó un momento antes de recuperar el equilibrio y bordear una plaza desierta con los proyectiles de las ballestas cortando el aire a su espalda.
Ash echó un vistazo atrás y vio un tropel de hombres salvando la valla y más jinetes emergiendo de las calles laterales.
Los cañonazos sonaban más cercanos. Ya no estaba lejos.
El zel tenía las ijadas empapadas de sudor y su cuello vibraba con su respiración estertorosa. Ash se sentía eufórico por estar cabalgando de nuevo con el viento en los ojos y la temeridad por bandera, como en sus años jóvenes.
—¡Vamos! —azuzó a su montura cuando ésta se elevó por encima de un montón de cestos esparcidos por el suelo y continuó por una calle que enfilaba desde el otro lado de la plaza con sus cascos tronando contra el suelo.
El puerto apareció ante sus ojos, al final de la calle, con sus muelles alargados totalmente vacíos de embarcaciones y sobre los que se elevaban unos soportes de madera con farolas encendidas.
El estruendo de un cañonazo retumbó por toda la calle.
Ash y su montura emergieron de la calle y se toparon de frente con un pelotón de la infantería imperial. El zel lo embistió sin aminorar el paso. El roshun divisó un almacén que se extendía por el lado derecho del puerto, sobre cuya vasta azotea había suspendida una aeronave que destellaba con los cañonazos.
Por la azotea corrían hombres en dirección a la nave y trepaban por las escaleras de cuerda que oscilaban colgadas de su casco. A Ash le resultó familiar aquella aeronave. Entornó los ojos y distinguió el mascarón de proa de madera: un halcón con las alas desplegadas.
«No puedo creerlo.»
Tiró de las riendas y enfiló hacia el edificio del almacén espoleando su montura. Con el zel al galope, Ash lanzó una mirada hacia el skud que sobrevolaba en círculo el puerto, disparando ráfagas de metralla. El agua cercana se agitó en leves ondas sucesivas y salpicaba el entarimado del muelle mientras Ash y el animal lo recorrían al galope. El roshun se sacudió el agua la cabeza y buscó la manera de llegar hasta la azotea. Divisó una escalera en un lado por la que todavía estaban subiendo un puñado de hombres. Se preguntó si Ché y la chica habrían conseguido llegar.
De repente el zel soltó un relincho y se derrumbó de bruces.
Ash salió disparado de la silla y rodó por el entarimado sin soltar la espada que aferraba en la mano. Se levantó de un brinco y volvió la vista atrás hacia el animal encabritado que yacía de costado en el suelo, manando sangre por una herida en la ijada. Entonces vio que los soldados imperiales corrían hacia él.
El roshun dio media vuelta y echó a correr para salvar la vida.
La aeronave empezó a moverse cargada hasta los topes de hombres evacuados, con los tubos de propulsión dispuestos a lo largo de su casco tronando cada vez con más intensidad.
Todavía había hombres colgados de las escaleras de cuerda. Uno de ellos cayó y aterrizó entre un grupo de tropas imperiales. Lo acuchillaron y lo descuartizaron con una saña frenética. Los soldados khosianos, por su parte, gritaban y tendían las manos a los camaradas que se asían con desesperación a los cabos y daban patadas al aire.
Ché estaba sentado con la espalda apoyada contra la barandilla de estribor mientras un médico le curaba la pierna. Curl estaba en cuclillas a su lado, rodeándolo con un brazo, y parecía ajena a los proyectiles y las balas esporádicos que sacudían el casco. Ché se sentía reconfortado por el contacto cálido e intenso con la muchacha. No quería volver a mirar la azotea que dejaban abajo.
—¡Mira! —exclamó Curl de repente, señalando hacia la azotea.
Ché se volvió para mirar qué señalaba.
Era Ash, que se detuvo en seco mientras la nave se alejaba cautamente.
—¡Trench! —gritó el viejo roshun.
Ché se levantó como pudo y apartó al médico que maldecía y trataba de sujetarlo sentado.
—¡No podemos abandonarlo sin más! —espetó Ché, y buscó en derredor a alguien a quien gritar, a quien decirle que dieran media vuelta. Pero apenas si podía ver más allá de las cabezas de la gente que se agolpaba a su alrededor y sabía en lo más hondo de su corazón que era inútil.
Se volvió para asomarse por la barandilla, derrotado por la impotencia.
Ya estaban lo suficientemente alto como para que sus ojos abarcaran toda la azotea. Las calles que circundaban el almacén estaban plagadas de acólitos y soldados, y la azotea misma era como una isla inundada de ellos.
En el centro, la piel negra del extranjero de tierras remotas contrastaba marcadamente con el blanco de las túnicas.
Ché atisbó el resplandor plateado de la hoja del roshun avanzando en la oscuridad por los espacios que Ash abría a base de tajos entre la masa.
—Ten piedad, madre —dijo Curl asiendo el colgante de madera que le colgaba del cuello.
Ché apenas oyó a la muchacha por encima del rugido de los propulsores. La nave se ladeó para fijar el rumbo hacia la lejana orilla y la figura solitaria de Ash fue menguando hasta convertirse en un puntito negro que acabó desapareciendo.
Ash se dejó llevar por su instinto. Durante un rato estuvo tan concentrado en lo que hacía que ni un milímetro de su ser era consciente de su individualidad en medio de la carnicería. No conocía el miedo, ni la conciencia, ni siquiera el rencor mientras se movía libremente sin distinción entre cuerpo, mente y espada, que actuaban como uno solo, tejiendo sus patrones mientras él se agachaba y embestía y mataba en su avance progresivo hacia el borde de la azotea.
Sus oponentes se desplomaban a su alrededor convertidos en surtidores de sangre; sin pies, sin manos o sin brazos. Se desplomaban sin cabeza. Se desplomaban con los intestinos extendidos sobre sus manos. Se desplomaban en silencio como si se hubieran dormido. Se desplomaban quejándose voz en grito.
Y continuaron desplomándose.
—¡Atrás! —gruñó Ash cuando se dio la vuelta sobre el borde de la azotea. Sus pies se tambalearon peligrosamente sobre el filo.
—¡Atrás! —espetó de nuevo blandiendo la espada, que despidió chorros de sangre.
Los soldados obedecieron; o al menos hasta el punto de vacilar, de detenerse. Ash engulló aire mientras los hombres se apelotonaban armados con ballestas y unas cuantas pistolas. Se limpió la sangre de la cara y la escupió de la boca. Hasta el último centímetro de su cuerpo estaba embadurnado de ella.
Los mannianos jadeaban y observaban a aquella figura fantasmagórica bañada en sangre con un sentimiento cercano al sobrecogimiento.
Un soldado se abrió paso rápidamente hasta emerger de la primera fila. Era un oficial, a decir por los tatuajes que adornaban su rostro.
—¿Quién eres? —inquirió el oficial.
El manniano parecía albergar una curiosidad sincera.
Ash paseó la mirada por la masa harapienta congregada a su alrededor, que lo apuntaba con sus ballestas y sus pistolas. La mayoría de ellos parecían asustados. Asustados y cansados.
—¡Baja el arma! —ordenó el oficial—. Hazlo o morirás.
Ash meditó la amenaza un momento y a continuación abandonó su postura de ataque y bajó la espada. Los chillidos de una bandada de gansos llegaban desde algún lugar del cielo nocturno. Ash levantó la mirada, pero el cielo estaba demasiado encapotado y no vio a las aves. Sintió que la brisa que le acariciaba el rostro era como una bocanada de aliento de la Madre Mundo. Sus facciones se relajaron.
—Debería saber que antes me quitaría la vida yo mismo —aseveró, clavando la mirada en el oficial mientras enfundaba la espada.
A continuación, con las pistolas y las ballestas apuntándolo directamente al pecho, Ash hizo lo único que podía hacer: saltar.
FINALES SOLITARIOS
El agua lo salvó. No sólo a la hora de amortiguar la caída; también a la de brindarle una vía de escape.
Ash continuó buceando, alentado por el éxito de la zambullida desde la azotea del almacén, hasta que empezaron a arderle los pulmones por la falta de oxígeno. Cuando emergió a la superficie, las tropas imperiales le disparaban un poco al azar, pero el roshun no hizo caso de los tiros y volvió a sumergirse, impulsándose con el aleteo apresurado de sus piernas.
Siguió buceando hasta que se alejó del puerto y continuó a lo largo de la costa poblada de hierbas del lago, hasta que dejó atrás las figuras y las voces de sus cazadores. La oscuridad iba creciendo a medida que las nubes se congregaban más densamente encima de su cabeza. Dejó de nadar un rato y se tumbó flotando boca arriba a esperar que remitieran las náuseas provocadas por el agotamiento.
Las bengalas seguían trepando y cayendo por el cielo que se extendía sobre el lago. Era demasiado arriesgado aventurarse hasta la lejana orilla, ya que seguramente había francotiradores vigilando la superficie del agua en busca de señales de khosianos intentando escapar.
«¿Por qué te preocupas? —se preguntó—. En tu estado lo más probable es que te ahogues antes de llegar siquiera.»
Ash recuperó la posición vertical dentro del agua y respiró pausadamente hasta que se sintió preparado. Lanzó una mirada atrás en dirección a la ciudad isla y luego se volvió hacia la lejana orilla que se extendía al sur. Empezó a nadar hacia allí.
Estaba lloviendo y los goterones se estrellaban contra la superficie a su alrededor formando un coro ensordecedor que le impedía oír nada más. Las gotas de lluvia parecían despedir un resplandor allí donde caían.
Ash escupió y echó un vistazo delante. Las últimas brazadas lo habían llevado hasta más allá de la desembocadura penumbrosa del Chilos, cuya corriente había intentado atraerlo hacia su cauce. Vio hogueras a ambos lados de la desembocadura y faroles colgados a lo largo de las orillas, arrojando su luz a las aguas del río. También había hombres vigilando la corriente, sentados en cuclillas agarrados al rifle como si éste fuera un bastón.
Ash batió las piernas y siguió nadando. Hacía rato que había rebasado los límites de su resistencia, y sólo su fuerza de voluntad le permitía continuar.
Allí la orilla era una ciénaga llana y desarbolada. Ash escudriñó a través de la cortina de lluvia y atisbó el resplandor de las llamas rodeadas por la lona brillante de una tienda de campaña. Había otras tiendas de campaña apiñadas por toda la ciénaga, y jinetes que iban y venían tranquilamente en la oscuridad, encorvados sobre las sillas y envueltos en sus capas durante su ronda por las riberas del río.
Ash empezaba a sentir unos calambres atroces en las extremidades, y el dolor abrasador de los pulmones apenas si le permitía respirar. Sabía que se ahogaría si seguía mucho más tiempo en el agua, de modo que se dirigió hacia la orilla nadando como un perro, con el cuerpo entumecido y convertido en un trasto inútil. La lluvia enmascaraba el ruido que pudiera hacer. Notó el contacto con el lodo y continuó arrastrándose por él a la desesperada, embargado por una sensación de alivio. Salió gateando del agua y se dejó caer sobre la orilla cubierta de barro, donde permaneció un rato recuperando el aliento.
Al fin se levantó con las rodillas hincadas en el suelo y echó un vistazo por la orilla a izquierda y a derecha. Enfrente tenía un terraplén coronado por un manto de hierbajos que crecían desordenadamente. La pared del terraplén mostraba unos túneles profundos cavados en la tierra por donde manaba agua.
Ash oyó un tintineo en la oscuridad y se tumbó en el barro reprimiendo las ganas de toser.
Un soldado se detuvo sobre el terraplén y paseó la mirada por el agua y la orilla. Ash se apretó un poco más contra el lodo y esperó a que el hombre diera media vuelta y desapareciera en la oscuridad dando voces a alguien.
Ash salió disparado gateando hacia uno de los túneles y se asomó a él, pero no vio más que negrura. Sintió el agua fría precipitándose sobre sus manos.
Se deslizó por el pasadizo con el barro salpicándole en la boca, la nariz y los ojos. El lodo fue cubriéndolo por fuera e introduciéndose en su cuerpo hasta que el barro y Ash fueron uno solo, una criatura de tierra, una criatura que seguía viva, que todavía luchaba porque desconocía otra manera de vivir.
Estaba muriéndose, y el hedor de su cuerpo envenenado bastaba para que le brotaran las lágrimas de los ojos.
A pesar de que Sparus llevaba puesta la máscara, el olor le hacía salivar y sentía unas ganas terribles de escupir. Paseó la mirada por la figura anhelante de Sasheen, por sus facciones amoratadas y sus labios azules, y se volvió hacia la cabeza silenciosa de Lucian, apoyada sobre la mesita, con el tarro ya vacío de Leche Real.
—Matriarca —dijo en un susurro el archigeneral.
Sasheen se revolvió y sus párpados temblaron antes de abrirse. Un resuello escapó por su boca abierta.
Sparus concedió unos momentos a la matriarca para que tuviera tiempo de concentrar su atención en él.
—Tenemos problemas —aseveró Sparus sin rodeos.
—¿Romano? —inquirió Sasheen con un suspiro.
—Ha empezado a moverse. Su gente se ha acercado a los oficiales de menor grado del ejército para ofrecerles un ascenso si apoyan su candidatura como patriarca.
Los ojos de Sasheen desprendieron un brillo súbito de ira.
—Ni siquiera he muerto aún.
«Tampoco lo había hecho el patriarca Anslan cuando le rebanaste la garganta en su dormitorio», recordó.
Sacudió una mano en el aire para indicar a Sparus que se acercara. La ira que la consumía estaba robándole el oxígeno.
—¿Y a usted, Sparus? —preguntó en un hilo de voz—. ¿Ya se le ha acercado?
El archigeneral vaciló, sorprendido por su franqueza. Supuso que no tenía tiempo para andarse con sutilezas.
—Sí —confesó agachando la cabeza—. Me ha pedido mi apoyo.
Sasheen desvió la mirada hacia la cabeza de Lucian, quien tenía los ojos cerrados. Sparus, sin embargo, tenía la sensación de que estaba escuchando todo lo que decían.
—Ve que es su oportunidad —añadió Sparus—. Todavía no habéis nombrado a un sucesor.
—Me da igual... quién me sustituya. Pero no debe ser Romano ni nadie de su clan.
—Santa Matriarca —dijo Sparus, utilizando su título intencionadamente—, si nos oponemos a su candidatura la fuerza expedicionaria quedará escindida en dos bandos. Nos quedaremos estancados en Tume luchando entre nosotros. Hay que resolver este asunto por el bien de la campaña.
—Se pierde usted, Sparus. Hay mucho más en juego que esta campaña en Khos. Escúcheme. Mate a Romano si se le presenta la oportunidad, pero no ceda a sus demandas.
—Ya estaría muerto si eso fuera posible. Sin embargo, nuestros diplomáticos siguen desaparecidos.
—¡Sparus! —espetó la matriarca, y su mano salió disparada para asirlo de la muñeca.
El general notó a través del mitón el calor abrasador que despedía su cuerpo.
—¡No le entregue el ejército! Es una orden. Usted se ha mantenido leal a mi familia. Hemos sido amigos, ¿no? ¿Acaso no lo encumbré yo hasta el puesto de archigeneral? Ahora le pido este último favor.
«Guerra civil», pensó Sparus con un pánico repentino. Ya habían pasado quince años desde el último conflicto real en el seno de Mann. Sparus había perdido a su padre en él, y a su hermano. Ambos habían muerto a sus propias manos.
Ahora Sasheen pretendía embarcarlos en otra.
Sus palabras, sin embargo, le habían tocado la fibra. Había sido ella y nadie más quien lo había ascendido a archigeneral, y su familia lo había ayudado a progresar en su carrera desde mucho tiempo antes. Y lo único que le habían pedido en compensación era su lealtad. Ésa era la promesa más importante que podía exigirse a un general.
Sparus inclinó solemnemente la cabeza.
—Como deseéis —respondió en un susurro.
La matriarca le soltó la mano y se dejó caer de nuevo sobre los almohadones como si considerara que el trabajo ya estaba hecho. Sasheen sabía que su final ya estaba cerca. Los ojos le fallaban. Veía el mundo como un movimiento borroso de luces artificiales y de sombras, a menos que los entornara e hiciera un esfuerzo consciente para concentrarse en lo que miraba. Sus pulmones luchaban por cada partícula de oxígeno que conseguía atrapar con sus resuellos superficiales. Ella misma notaba el olor a descomposición que despedía su cuerpo putrefacto. No le quedaba mucho tiempo, pensaba.
«Mi hijo», oyó que decía una voz bronca, pero entonces se dio cuenta de que era la suya propia.
Estaba viendo a Kirkus, que le hacía un mohín irritado por la norma que dictaba que los criados debían afeitarle la cabeza todas las mañanas. «Pero entonces no podía hacer esto», le dijo Sasheen, y le besó en la cabeza reluciente. Él se estremeció y fingió que se enfadaba.
—Mi hijo —repitió Sasheen.
Su respiración se interrumpió un momento y Sasheen sufrió una parálisis. Pero entonces sus pulmones absorbieron otro hilito de aire y ella recuperó la visión nítida como por arte de magia. Vio el dormitorio del Palacio Sumergido, y vio que estaba completamente sola.
«Todo el mundo me ha abandonado en mis momentos de debilidad —dijo para sus adentros—. Ya están intrigando para situarse en el nuevo orden.»
Sólo la cabeza de Lucian permanecía a su lado. Estaba mirándola en silencio con una expresión de éxtasis en los ojos.
Sasheen intentó hablar. Tuvo que toser y arrancarse las palabras que se atoraban en su boca de un modo muy parecido a como le ocurría a Lucian.
—Así que morimos juntos.
La penumbra empezaba a inundar el dormitorio y Sasheen se sumió en un breve ensimismamiento.
—Descansa, Lucian —musitó—.Te he echado de menos.
Lucian no respondió. Pero sus ojos adquirieron un brillo repentino a la luz cálida de las lámparas de cristal.
SURCOS EN LA TIERRA
Las lámparas de bronce de los templos anunciaron el cambio de hora mientras Creed se vertía con la mano agua del Chilos sobre el cuerpo dolorido. Escuchó cómo caían las gotitas de agua de regreso a la corriente mansa y luego se tapó la nariz con los dedos y se sumergió por completo.
«Dong... Dong... Dong...», oyó Creed cuando volvió a emerger con un grito ahogado.
El general se encontraba en una de las zonas de baño construidas a lo largo de la ribera occidental del río, donde los templos se elevaban sobre la orilla. Río abajo estaban el fuerte y el campamento permanente de los Hoo —que había multiplicado por siete sus dimensiones una vez que él ejército había regresado de Tume—, junto con los numerosos refugiados que habían ido a parar allí. La gente estaba lavándose a lo largo de ambas orillas del río, si bien Creed estaba solo. Ese día necesitaba dedicarse un poco de tiempo.
Se sentía mejor que durante la noche anterior, cuando había encontrado dificultades para respirar y sufrido mareos y náuseas. Su malestar había sido lo suficientemente intenso como para que la gente que lo rodeaba lo notara. Habían llamado a los médicos, que lo habían auscultado y tomado el pulso con preocupación por lo que oían y advertían.
«Descanse —le habían dicho con toda la severidad con la que se habían atrevido a hablarle—. Ha cometido demasiados excesos.»
«Ojalá pudiera permitirme descansar», pensó Creed. Tenía una defensa que organizar antes de que los mannianos reanudaran la marcha. Dado que llegaban tarde para salvar Tume, las tropas de reserva de Al-Khos se habían establecido al norte del lago Hirviente, en las fuentes del Sorbo, con la esperanza de evitar cualquier incursión más allá de sus líneas. El grueso de sus fuerzas, sin embargo, estaba dirigiéndose al sur en dirección a Bar-Khos. Querrían evitar la barrera física de la Racha de Viento, lo que significaba que tenían que pasar por allí, por la Balsa de Juno. Y ya debían de estar al caer.
Entretanto deberían reforzarse las defensas del Escudo con todos los hombres de los que él pudiera prescindir.
Además todavía estaba pendiente el asunto con los Michinè.
Creed notó cómo empezaba a hervirle la sangre sólo de pensar en los nobles y en sus caras pintadas. Por culpa de sus objeciones había perdido Tume; habían muerto hombres. Al menos por culpa del principari de Al-Khos, y sin duda también por la de su hermano Sinese, el ministro de defensa, que había montado en cólera por los poderes que la ley marcial otorgaba a Creed.
El general decidió que empezaría con este último. Tenía la potestad de arrestar a cualquier persona de Khos bajo la acusación de traición. Enviaría a un pelotón de guardias a los aposentos del ministro de defensa para que lo detuvieran; por la fuerza, si era necesario. Le importaba poco la reacción de los demás Michinè ante el hecho de que su par se pudriera en una celda con el techo abovedado y se presentaran los cargos contra él y contra su hermano, y contra cualquiera que estuviera implicado en el retraso de la llegada de las tropas auxiliares de Al-Khos a Tume.
Había llegado el momento. Creed lo sabía. Había llegado el momento para un juicio.
«Olvídalo —dijo para sus adentros, suspirando—. Céntrate en mantener la paz mientras te sea posible. Tienen razón y lo sabes. Te exiges demasiado.»
Era una verdad que a veces necesitaba recordarse: todavía era humano.
De vez en cuando pensaba que resultaba muy extraño que una persona tuviera que recordarse algo así. Sin embargo, ahora no era el caso. Después de todo, Creed era el célebre Señor Protector de Khos, un hombre fuerte como un oso, el general que había aguantado firme durante casi una década en el istmo de Lans, batallando con los mannianos por cada centímetro de tierra. ¿Cómo no sucumbir a su reputación cada vez más notoria cuando la gente que se cruzaba con él en la calle lo trataba con una especie de sobrecogimiento, cuando el pueblo necesitaba su orgullo para aplacar sus propios miedos? Creed se comportaba como un rey guerrero a la vieja usanza porque así era como se sentía.
Sin embargo, en el fondo, debajo de todos sus aires y su bravuconería, seguía siendo Marsalas Creed, del Alto Tell. Todo lo demás eran oropeles. Era un viejo que se teñía el pelo para conservar su lustre azabache; que rara vez dudaba de sí mismo porque lo contrario suponía revelar las costuras de su carácter; que apretaba los dientes con tanta fuerza durante el sueño que se veía obligado a utilizar una protección de resina de tiq para no perderlos.
Si era el salvador de su pueblo se debía únicamente a que se le daba bien lo que hacía.
Por un momento notó la presencia del espectro del viejo Forias mirándolo desde arriba: el anterior Señor Protector de Khos, el anciano Michinè que había vacilado y había actuado tarde mientras los mannianos asaltaban en un número cada vez mayor el Escudo. Forias había fallecido mientras dormía con un veneno de acción lenta que había ido propagándose por sus venas, asesinado por un agente de la Few.
«Fue por tu bien —dijo ahora al anciano—. ¿De qué otro modo podíamos salvar la ciudad?»
Creed sintió la acusación silenciosa que recibía como respuesta y se encogió de hombros como si fuera una discusión interminable.
Se echó un poco más de agua del río por el torso fornido y se lavó la piel en el místico Chilos. Esa mañana era simplemente para vivirla, para disfrutar de ella. Creed se tumbó de espaldas y se dejó llevar por la corriente mientras contemplaba las nubes en el cielo y hasta sus oídos llegaban risas distantes.
Pero entonces oyó el roce de una bota contra las piedras de la orilla y se volvió sumergido en el agua hasta el cuello. Halahan estaba en la orilla con una expresión adusta en el rostro.
—¿Qué ocurre? —suspiró Creed.
—Un despacho urgente procedente de Bar-Khos. Del general Tanserine. He pensado que querrías enterarte cuanto antes.
Creed sintió un cosquilleo en el brazo. Un presagio de malas noticias.
Afirmó los pies en el fondo y notó cómo el lodo se filtraba entre sus dedos.
—La muralla de Kharnost está a punto de caer. Tanserine solicita que le enviemos todos los refuerzos que podamos.
Creed tuvo de repente dificultades para respirar. Se llevó la mano al pecho, donde sentía que estaba posándose un peso descomunal. Quiso hablar, pero tuvo que interrumpir sus intentos un momento.
—¿Alguna noticia... de los refuerzos de la Liga? —consiguió decir al fin.
—Siguen retrasándose. Marsalas, ¿te encuentras bien?
—Estoy bien —gruñó el general, y dirigió un gesto despectivo con la mano a Halahan, que ya estaba desabrochándose el cinturón con la espada como con la intención de ir a ayudarlo.
Creed se sentía como tuviera alfileres corriéndole por las venas y sabía que, desde luego, no estaba bien. Se le doblaron las rodillas y se desplomó sobre el agua, apenas consciente de las manos que lo agarraban ni de los gritos de preocupación que le llegaban amortiguados desde el otro lado de aquella especie de útero que formaba el agua que lo envolvía. Notó el roce de las burbujas que correteaban por su cara mientras toda una vida se condensaba en un único instante de dolor agudo. De lo que ocurrió después ya nunca supo nada.
Aceptaron negociar en territorio neutral la mañana siguiente a la muerte de Sasheen, en una tienda montada apresuradamente no demasiado lejos del puente que conducía a Tume. Solos y desarmados, Sparus y Romano se encontraron a la luz del día.
Romano estaba exultante; Sparus lo veía en sus ojos. El archigeneral, por el contrario, sentía una tristeza inconsolable.
—¿Qué hará con su cuerpo? —preguntó Romano con una sonrisita.
Sparus no permitió que su rostro revelara su ira. Había demasiado en juego como para convertirlo en un asunto personal. De modo que respiró hondo antes de contestar:
—Los mortarus se encargarán de la conservación del cadáver y después lo trasladaremos por aire a Q’os.
—Tal vez usted también debería ir a bordo de esa nave.
El archigeneral Sparus se quitó el yelmo y lo sostuvo pegado contra la cintura.
—No va a quedarse con el ejército, Romano.
Una expresión de franco desconcierto asomó a las facciones ansiosas del joven oficial.
—Y eso, ¿por qué?
—Porque fueron las últimas instrucciones que me dio la matriarca.
—Ah —respondió Romano, que empezó a deambular enfrente de Sparus—. Sabía que trataría de echar por tierra mis opciones. Sin embargo, no estaba seguro de que usted fuera a seguir sus órdenes, dado que ella ya no está con nosotros y sus disposiciones han perdido toda su importancia. —Miró entonces a Sparus y dejó el asunto en sus manos—. En ese caso habrá una guerra civil.
—Romano, si lo que desea es autoproclamarse patriarca, hágalo. Yo no me interpondré. Regrese a Q’os con sus hombres y apodérese de la capital si puede. Entretanto, yo marcharé sobre Bar-Khos y la conquistaré para nosotros.
Dio la impresión de que Romano ya había meditado sobre el tema.
—Mis aspiraciones tendrán más fuerza si regreso con BarKhos convertida en ruinas. Necesito la fuerza expedicionaria, Sparus. La necesito para mí.
—Entonces será la guerra —repuso el archigeneral sin rodeos—. A menos que encontremos otra salida.
Romano enarcó una ceja y se detuvo delante de Sparus, a un par de pasos de él.
El archigeneral se puso tenso al advertir un cambio repentino en la atmósfera que había rodeado la conversación. Miró a Romano a los ojos y lo descubrió al instante: pretendía matarlo allí mismo.
Fueron sus reflejos de soldado los que llevaron a Sparus a levantar el yelmo y golpear a Romano cuando el joven general lo embistió con el brazo estirado. Sparus dio un salto atrás y su yelmo se estrelló contra la cabeza de Romano mientras los dedos de éste escarbaban en su rostro.
«¡Veneno!», se dijo Sparus, saltando de nuevo hacia atrás y llevándose una mano a la mejilla. Había tenido suerte. Las uñas de su oponente no le habían atravesado la piel.
—¡Guardias! —espetó Sparus saliendo de la tienda caminando de espaldas y fulminando con la mirada al joven general—. Esto lo pagará con la vida —prometió.
—Ya veremos —replicó Romano, que dio media vuelta y huyó.
UNA CENA CON LOS NATIVOS
Cuando la familia de contrarès lo vio aparecer caminando por la ribera del río en dirección a su casa, rebozado de los pies a la cabeza de barro seco, con una mirada furibunda en los ojos y empuñando una espada, abandonaron lo que estaban haciendo y se lo quedaron mirando boquiabiertos como si se tratara de un monstruo de la ciénaga que pretendiera saquearlos. Y en cuestión de segundos habían huido al bosque.
Ash no podía culparlos, pues se hacía una idea de la pinta que debía de tener. Mientras enfilaba por la ribera del Chilos empezó a silbar una vieja canción para que por lo menos supieran que era humano. Cuando llegó al pequeño claro a los pies de la cabaña de troncos y hojas se detuvo delante del fuego humeante sobre el que colgaba la olla donde bullía el estofado de pescado, se sentó con un gruñido de agotamiento y se sirvió un poco de comida.
La gente del bosque no volvió a aparecer, si bien sabía que estaban observándolo agazapados en la maleza. Oyó un golpeteo insistente contra un tronco, e instantes después el mensaje era respondido desde las profundidades del bosque.
Para tranquilizarlos antes de que el asunto se pusiera feo, Ash se hurgó en los pantalones mugrientos y toqueteó con los dedos torpes el cordón que cerraba su monedero. Al cabo sacó una moneda —toda un águila de oro— y sostuvo en alto la pequeña fortuna para que todos la vieran.
—¡Es vuestra! —gritó, y la depositó lentamente sobre un tajo de madera que tenía cerca—. ¡No me quedaré demasiado tiempo! ¡Sólo estoy de paso!
Consideró que con eso bastaba para comprar también algo de tiempo. Se acercó a la orilla, se quitó la ropa acartonada y se frotó el cuerpo con puñados de hojas, utilizando sus dorsos rugosos mientras tarareaba una melodía de Honshu. Luego lavó la ropa —para entonces ya convertida en meros jirones—, la puso a secar a la brisa y se sentó en la orilla a contemplar las aves acuáticas que cloqueaban y se arreglaban las plumas con el pico.
Había allí dos canoas amarradas. Cuando estuvo de nuevo vestido y listo para reanudar la marcha se subió con mucho cuidado a una, dejó la espada y cogió una pala. Se sentó y empujó la embarcación hacia la corriente.
—¡Gracias! —gritó hacia la gente con una mano alzada.
La brisa jugueteaba susurrante entre los arbustos. Los árboles crujían en lo alto.
Se despertaron a la vez y continuaron acostados debajo de la manta, mirándose embelesados con los ojos empañados y sucios, envueltos por el ruido del campamento.
—Buenos días —dijo Ché con una sonrisa.
Curl le respondió con otra sonrisa.
Ché contempló a la muchacha mientras ésta se giraba para tumbarse boca arriba y estirarse. Curl se incorporó y echó un vistazo a su alrededor. Olisqueó su ropa de cuero y arrugó la nariz.
—Necesito un baño —dijo al cabo.
Ché bajó cojeando al río apoyándose en Curl. Le habían limpiado y cosido la herida la noche anterior, pero los dolores todavía lo tenían condenado a una respiración anhelante. Se lavaron juntos desnudos en el río. Curl atrajo las miradas de los hombres —tanto de soldados como de civiles— hasta que Ché los miró con cara de pocos amigos y ellos comenzaron a disimular su interés.
Ché había oído hablar sobre las propiedades espirituales del Chilos y, a pesar de que él no daba demasiada credibilidad a ese tipo de cosas, se sumergió en sus aguas y trató de convencerse de que eran ciertas. No dejaba de dar vueltas en la cabeza al asunto de qué iba a hacer a partir de ese momento, incluso a qué estaba haciendo con aquella chica de la que se había encariñado de la noche a la mañana.
Después del baño fueron a buscar el desayuno a una de las tiendas comedor del ejército que se habían montado repartidas por el campamento. Ché se fijó en que Curl miraba a su alrededor buscando caras conocidas. Habló con un par de personas y preguntó por varias otras, y se llevó una alegría cuando que la gente por la que se interesaba seguía viva.
Ché y Curl salieron de la tienda con sus platos de madera y se sentaron en un montículo forrado de hierba a comer sus sencillos platos de carne con verdura y alubias.
—¿Qué es eso? —preguntó Ché cuando la vio toquetearse distraídamente el amuleto de madera que llevaba colgado del cuello.
—¿Esto? —dijo percatándose en ese momento de que estaba jugando con él—. Mi aliada.
—¿Ah, sí?
—Cuida de mí —explicó.
Ché ladeó la cabeza. Los lagosianos tenían unas ideas muy raras, pensó. Pero no dejaba de tener gracia que él pensara eso teniendo en cuenta que era un manniano.
—¿Lo echas de menos? —preguntó.
—¿El qué?
—Tu hogar.
Curl se lo quedó mirando por encima del plato con el ceño fruncido.
—Perdona —se disculpó Ché—. Soy un estúpido.
El diplomático se sorprendió de que la palabra hubiera salido con tanta facilidad de sus labios; era incapaz de recordar cuándo se había disculpado por última vez.
Lo cierto era que ese día Ché se sentía diferente. Lo embargaba una extraña sensación de satisfacción, como si por primera vez en su vida estuviera en el sitio adecuado y la armonía reinara en el mundo. Había soñado con su madre la noche anterior, y ésta le había hablado de muchas cosas que ahora él no conseguía recordar; sin embargo, sí recordaba las sonrisas de su madre y la calidez que desprendía, como si fuera un rayo de sol. Ché se había sentido henchido de felicidad por ello y había pensado: «Qué feo es el mundo sin estos vínculos entre las personas.»
Entonces se había despertado con Curl mirándolo embelesada a su lado.
—Y tú, ¿qué? ¿Lo echas de menos? —Su tono delataba que aún no se le había pasado el enfado.
—¿Mi hogar?
—Sí.
Ché meneó la cabeza y se dio cuenta de que realmente no le importaba si no volvía a poner el pie en Q’os.
—¿Dónde está tu hogar, Ché?
El diplomático vaciló, y entonces la mentira que había cobrado forma se enredó de algún modo en su lengua, así que no respondió. Estaba harto de los secretos y de las cargas que arrastraba por su culpa. Aquél era el día señalado para un nuevo comienzo.
—¿Ché?
Ché dejó el plato en el suelo y se limpió las manos en las rodillas.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no puedes explicármelo?
—Es que...
Sus miradas se encontraron. Curl parecía poder ver su interior, pues sus facciones se endurecieron.
—No —espetó meneando la cabeza—. ¡Tú, no!
Aun así, Ché seguía siendo incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Hizo una mueca angustiado. Cuando Curl volvió a hablar su voz sonó como si una criatura invisible estuviera intentando estrangularla.
—¿Eres uno de ellos? ¿Eres un manniano?
Ché echó un vistazo en derredor preocupado por que alguien la hubiera oído, y cuando su mirada regresó a Curl, sintió el océano que de repente los separaba, la súbita pérdida de los vínculos entre ambos, como si se hubiera apagado la llama de una vela.
«¿Qué he hecho?»
El plato de Curl se estrelló contra el suelo y la muchacha enfiló a trancos hacia la tienda del comedor.
—¡Espera! —gritó de pronto Ché—. ¡Deja que te explique!
Curl entró en la tienda y Ché observó con el estómago encogido cómo un grupo de los Especiales emergía a toda velocidad de ella seguidos por Curl caminando.
—¡Levántate! —ordenó uno de los Especiales.
Ché sólo tenía ojos para Curl. Sabía que todavía podía hacer que lo entendiera, pero era imprescindible que lo mirara.
—¡Levántate, manniano! —bramó otro especial, atrayendo la atención de la gente que había en las proximidades.
El especial le propinó una patada en las costillas y Ché cayó sobre la hierba. Vio de refilón a Curl, que le daba la espalda y se alejaba con el rostro tapado con una mano.
Y entonces descargaron toda su furia en él.
EL CORAJE DE LOS MUERTOS
Toro soñó con su hermano pequeño Kurtez, si bien en el sueño éste aparecía como el muchacho que había sido una vez —desgarbado, tímido y extremadamente sensible al mundo— y Toro como el hombre maduro y autoritario del presente.
Estaban en las barriadas laberínticas de la Bar-Khos de su infancia —donde Toro había aprendido a luchar y a disfrutar de las peleas—, y los perseguía una banda de tipejos invisibles bramando y profiriendo gritos de batalla. En el sueño, Toro decía a su hermano que siguiera corriendo mientras él se detenía y se daba la vuelta para enfrentarse a la bulliciosa banda, interponiendo su corpachón plagado de cicatrices para salvar a su hermano.
Cuando despertó sobresaltado se encontró con el cuerpo hecho un ovillo sobre la paja húmeda del suelo del pozo, temblando de frío y empapado de la lluvia que se precipitaba desde el cielo. Junto al borde del pozo había un soldado que sostenía una larga pica; la hacía oscilar a través de los barrotes de madera de la trampilla del pozo y se la clavaba a Toro en las costillas para despertarlo.
—No se puede dormir —espetó el soldado en un tono que parecía denotar que le fastidiaba tener que recordarle esa trascendental regla de la vida.
Toro se levantó a duras penas y apoyó la espalda contra la pared de tierra, donde la lluvia había formado regueros de agua que se deslizaban hasta el suelo del pozo. El soldado deambuló por el borde del agujero aguijoneando uno a uno a los prisioneros. En la oscuridad se oían gruñidos y resoplidos de sorpresa.
Toro no podía sacarse el sueño de la cabeza, ni el rostro de su hermano.
Kurtez había dejado una nota cuando se colgó de las vigas de su cuarto con su cinturón. El rechazo de Adrianos y verlo pavonearse con su nuevo amante le hacía insoportable seguir viviendo, había escrito.
Toro le había metido esa misma nota en la boca a Adrianos mientras agonizaba. En el juicio nunca se mencionó. Tal vez la familia la había hecho desaparecer para ocultar su propio sentimiento de vergüenza.
Otro golpe en el hombro le hizo levantar la mirada. El centinela había dado la vuelta completa a la boca del pozo y ahora volvía a tomarla con él.
—No se puede dormir.
Toro seguía engrilletado y su cuerpo acalambrado y maltrecho era una colección de tonos de morado. Sin embargo, algo le hizo perder la paciencia; agarró el extremo de la pica y la arrancó de las manos del sorprendido manniano. La empuñó con la otra mano y la empujó hacia arriba con fuerza, de modo que la hundió en la boca del centinela; y siguió arremetiendo con ella una y otra vez contra su cara.
El manniano resbaló con las piedras sueltas del borde del pozo y cayó de bruces sobre los barrotes que mantenían aprisionados a los khosianos. La madera crujió bajo su peso. Toro se limpió la lluvia de la cara, apuntó cuidadosamente con la pica que se bamboleaba en su mano y le asestó en la sien el golpe definitivo que le hizo perder el conocimiento.
—¡Chilanos! —espetó entre dientes en medio de la oscuridad y bajo la lluvia mientras ponía todo su empeño en levantarse—. Échame una mano, hombre.
Pero Chilanos permaneció callado, y Toro recordó entonces que el tipo había perdido el habla después de su último interrogatorio con los sacerdotes.
—¡Bahn! —masculló, aunque no sabía muy bien por qué, pues Bahn estaba tan destrozado como los demás—. ¡Calvone!
Un tintineo de cadenas sonó a su lado.
—¡Ayúdame, maldita sea!
Toro vio con sorpresa que una mano se alargaba hacia él, se aferraba a su abrigo y Bahn se levantaba del suelo.
«Buen chico —pensó Toro—. ¡Buen chico!»
Apenas si podía ver a su viejo camarada en la penumbra, sólo vagamente su figura. Bahn se agachó y le agarró el pie, Toro lo levantó y lo afirmó en el estribo que formaba Bahn con sus manos.
—Ahora —musitó Toro, y se impulsó con el otro pie mientras Bahn empleaba todas su fuerzas y gruñía para elevar el enorme corpachón del ex luchador.
Bahn consiguió levantarlo algo más de un metro. Le temblaban los brazos y su espalda se empotró contra la pared. Toro dio un saltito para agarrarse a uno de los barrotes de madera, pero fracasó y cayó al suelo cuando a Bahn se le agotaron las fuerzas. Arriba, el soldado empezaba a dar muestras de que no tardaría en volver en sí.
—Una vez más —dijo Toro—. ¡Vamos, cabrón!
Volvieron a intentarlo, y esta vez Toro consiguió agarrarse a uno de los resbaladizos barrotes. La madera crujió y se combó ligeramente con el peso del khosiano, cegado por las gotas de lluvia.
—Mantén el equilibrio —siseó hacia Bahn, y se puso a toquetear las correas de cuero que mantenían cerrada la puerta, entornando los ojos para poder ver algo mientras el rostro del soldado, a menos de un metro, miraba con los ojos en blanco en su dirección. Las correas resbalaban entre sus dedos, y Toro maldijo entre dientes; tiró de ellas y trató de arrancarlas.
Se desprendió un trozo de cuero y entonces, antes de que él se percatara del hecho, el resto de la correa anudada se desenredó de debajo de los barrotes. Toro tiró de ella y la dejó caer al fondo del pozo.
Toro empujó la trampilla y ésta se abrió. Se quedó quieto el tiempo imprescindible para recuperar el aliento. El agua chorreaba por su cuerpo. Estaba sin fuerzas.
—Empuja —dijo dirigiéndose a Bahn—. ¡Por lo que más quieras, empuja!
Estaba soñando; Bahn estaba seguro de que estaba soñando.
Atravesaban el campamento de la fuerza expedicionaria imperial bajo un chaparrón helado. Toro marchaba ligeramente renqueante a la cabeza del grupo ataviado con la armadura de un soldado manniano. Los demás lo seguían arrastrando los pies y sosteniéndose unos a otros, sin apartar los ojos recelosos de las tiendas de campaña dispuestas en ordenadas hileras que iban dejando atrás, ni de los soldados agachados dentro de ellas.
A su espalda dejaban el lago Hirviente y la isla de Tume, cuya ciudad brillaba con intensidad esa noche. El campamento se extendía alrededor de la orilla, a no mucha distancia de donde el puente contactaba con tierra firme. Bahn se fijó en los terraplenes que había cerca del puente. Habían oído el fragor de la lucha esos últimos días, cañonazos y jinetes pasando al galope. Al principio había esperado y rezado por que se tratara de una misión de rescate, pero no había aparecido nadie en su busca.
A juzgar por lo que había oído murmurar a sus captores, parecía ser que los mannianos estaban luchando entre sí. Eso al menos ofrecía a los prisioneros una tregua en sus tormentos. Las palizas habían desaparecido, y también los habituales interrogatorios y las drogas que les administraban; como si se hubieran olvidado de ellos.
Para Bahn había supuesto un período inquietante, un tiempo para tomar conciencia de que ya estaba muerto en aquel pozo de pesadilla y que únicamente estaba aguardando a ser enterrado. Eso le había servido para encontrar una pizca de paz en medio de la desesperación de su situación. Descubrió que era posible enfrentarse a una muerte inminente y llegar a un acuerdo con ella, recibirla casi con alegría porque suponía el final de todos los insignificantes problemas terrenales.
Y ahora esto; este sueño de andar dando tumbos en la cola de una cadena humana, cegado por las cortinas de lluvia y con los grilletes clavándosele en las heridas abiertas.
Caminaron y caminaron precedidos por el hedor de su suciedad, atravesando el campamento sin oposición, arrastrando los pies y tintineando ante los ojos brillantes de los soldados que observan a Toro encabezándolos; soldados que tenían un aspecto miserable y una expresión de indiferencia en el rostro, y que estaban exhaustos.
Delante de Bahn, un hombre llamado Gadeon profirió un extraño ruido gutural parecido a un maullido y empezó a arrastrarse en otra dirección. Bahn lo agarró, y resbaló en el barro con los pies descalzos cuando tiró de él para reincorporarlo a la fila.
—Quédate con nosotros, hermano —le dijo en un susurro—. Quédate con nosotros.
—Deberíamos volver —respondió el hombre de un modo arrebatado—. Nos castigarán cuando descubran que nos hemos ido. Volverán a llamarnos traidores, o algo peor.
Bahn sintió vergüenza al ver tan devastado a aquel hombre; y luego vergüenza de sí mismo porque también él debería estar así.
«¿Qué nos han hecho? —se preguntó mientras escuchaba al hombre farfullar de puro terror—. ¿Qué han hecho con nuestras cabezas?»
Gadeon se detuvo de repente, se volvió hacia Bahn y lo cogió con sus garras.
—¿Dejan que nos marchemos? —preguntó en voz alta, casi gritando—. ¿Es eso?
Alguien los mandó callar con un siseo.
—¡Dime, Bahn! —espetó—. No puedo seguir si...
Bahn le tapó la boca y la nariz con la mano. Gadeon forcejeó con él; estaba ahogándose.
Por un momento, Bahn apretó con todas sus fuerzas con el único deseo de que se callara y muriera.
Pero otra mano le tiró de la suya para que soltara a Gadeon. Pertenecía a Chilanos, que empujó a Gadeon para ponerlo delante de él en la columna y salió detrás de él con un brazo sobre su hombro.
Bahn continuó a trompicones detrás de ellos.
«Sí —dijo para sus adentros—, están jugando con nuestras mentes. Esta noche quieren hacernos soñar, y cuando me despierte estaré en aquel agujero, esperando la muerte.»
Echó un vistazo a su alrededor y descubrió que habían dejado atrás el campamento y que desfilaban a trompicones por una llanura abierta. Allí la oscuridad los recibió con un abrazo.
Bahn chocó con la espalda de Chilanos, que se había detenido en seco. Levantó la mirada y vio a través de la lluvia que también Gadeon se había parado, y también el hombre que lo precedía. Bahn los rebasó renqueando; él no quería parar. Vio la figura enorme de Toro con la mano levantada pidiendo silencio. La cabeza del guerrero gigantón escudriñaba lentamente el paisaje de izquierda a derecha.
—¡Alto! —espetó una voz que atravesó la oscuridad desde una posición más avanzada que la suya. A continuación se oyeron pasos chapoteando en el lodo—. ¡Identifíquense!
Se oyó el tajo del acero en el cuero y Toro desapareció en la oscuridad.
Dos hojas entrechocaban. Por la izquierda llegó otro grito:
—¡Informe!
Unas pisadas se dirigían hacia ellos.
—¡Informe, he dicho!
«Esto es real —se dijo Bahn—. No es una fantasía.»
—¡Corred! —gritó Bahn a sus camaradas, víctima de un repentino ataque de pánico. Agarró a un hombre y lo empujó hacia la oscuridad—. ¡Corred! —repitió.
El grupo al completo salió corriendo, arrastrando los pies y jadeando.
Rebasaron a Toro en la oscuridad. El ex luchador escapó como una exhalación de alguien y les hizo una señal para que siguieran corriendo.
—¡Haga sonar la alarma! —gritó un hombre—. ¡Haga sonar la alarma!
Los hombres resollaban mientras atravesaban chapoteando el cauce de un arroyo. Se ayudaron mutuamente a levantarse y a trepar hasta la orilla opuesta. Bahn se cayó y tragó agua llena de lodo. La lluvia acribillaba la superficie del arroyo. Se levantó haciendo arcadas y trepó a gatas hasta la otra orilla.
Se volvió buscando a Toro. Su silueta aparecía recortada en la orilla opuesta del arroyo por el fuego de las hogueras del campamento. Estaba de espaldas a él y empuñaba una espada desenfundada.
Alguien tiró de Bahn para que no se detuviera. Bahn se dio la vuelta y salió a la carrera dando torpes saltitos. Corrieron hasta que sintieron que el corazón les iba a estallar, y entonces siguieron corriendo y se dispersaron en la noche como fantasmas.
UNA MADRE
Salía humo de la chimenea de la casita de campo y del tejado de una choza ruinosa situada en la parte trasera. Contra la pared de la casita se levantaba un cobertizo hecho con tablas de madera podrida y con el suelo cubierto de heno, que se había desparramado hasta el corral enlodado donde las gallinas picoteaban el maíz esparcido por el suelo.
Un zel viejo deambulaba perezosamente por el borde del cercado, masticando con satisfacción y meneando la cola para espantar a las moscas de las postrimerías del otoño. Mucho más allá, al sur, las montañas se levantaban con las faldas matizadas por las cascadas plateadas que resplandecían alcanzadas por el sol.
La madre de Nico salió apresuradamente por la puerta de la cocina y escogió unos troncos pequeños de un montón de leña apilada contra la pared encalada de la casa. Luego fue a echar un vistazo a la choza, arrastrando por el suelo sucio el dobladillo de la falda. Esa mañana llevaba la cabellera pelirroja recogida detrás, y su pelo brillaba con un lustre intenso.
Ash la vio mientras enfilaba por el empinado camino de tierra y se detuvo como si hubiera chocado contra una pared. Su corazón empezó a aporrearle con fuerza el pecho.
El roshun se encontró con ella cuando volvía de la choza limpiándose las manos vacías.
—¡Oh! —exclamó Reese, estrujándose el pecho asustada, y sólo se relajó cuando reconoció a Ash. Lanzó entonces una mirada detrás de él buscando a Nico y torció el gesto cuando no lo vio.
—Señor Ash —dijo con la voz titubeante.
—Señora Calvone.
Ash se percató de que la mujer se fijaba en su aspecto descuidado y harapiento. La tensión fue apoderándose lentamente de sus bonitas facciones.
—¿Dónde está mi hijo?
Los ojos de Ash se cerraron por voluntad propia para evitarle el trance de presenciar la angustia de la señora Calvone. El roshun agachó la cabeza avergonzado.
—No —musitó la madre de Nico comprendiéndolo todo.
¿Cómo encontrar las palabras para explicarle lo que tenía que decir? Ash se obligó a mirarla a los ojos.
—El chico... —empezó, y necesitó hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para continuar—: Señora Calvone, lo siento. Está muerto.
—No —repitió ella meneando la cabeza y agarrándose el cuello con una mano. Su piel había adquirido un vivo color carmesí.
Ash toqueteó el frasquito de arcilla con las cenizas que llevaba colgado del cuello hasta que finalmente tendió la mano para ofrecérselo. Se daba cuenta de lo patético del objeto. Más patético aún que la urna con cenizas que había entregado a Baracha para que se lo guardara. Pero era todo lo que podía ofrecerle, y en ese momento él simplemente sentía la necesidad de devolverle algo de su hijo.
—Yo... yo... lo siento mucho.
Reese se quedó mirando horrorizada el frasquito diminuto, como si Ash estuviera mostrándole un feto todavía vivo que sostenía en la mano. En ese momento el roshun se odiaba intensamente a sí mismo.
La señora Calvone le arrancó el frasquito de un manotazo y el minúsculo recipiente cruzó el patio girando en el aire, se estrelló contra la pared de la casa y se hizo añicos. Reese se abalanzó sobre Ash y le asestó un puñetazo en la cara; un golpe que lo alcanzó de lleno y lo hizo tambalearse. Y a continuación, Reese dio rienda suelta a su ira y la emprendió a puñetazos y a patadas con el roshun.
—¡Me lo prometió! —gritaba una y otra vez—. ¡Me prometió que lo protegería!
Ash no hizo nada para detenerla, ni siquiera cuando ella cogió una pala sin pensar lo que hacía y le golpeó con ella. El roshun cayó al suelo cubriéndose la cara con las manos. Sólo era vagamente consciente del raudal de palabras que salía por la boca de la señora Calvone, palabras acusadoras, todas ellas justificadas, todas ellas ciertas.
La sangre que manaba de sus ojos apenas le permitía ver. Oyó los gritos que profería una voz masculina y sintió que unas manos fuertes lo agarraban. Ash parpadeó para aclararse la visión y vio el rostro de Los cerniéndose encima de él y mirándolo fijamente.
Reese estaba sentada en el suelo, rodeada por su falda, sollozando inconsolablemente mientras golpeaba la tierra con la mano y la arrancaba a puñados con las yemas de los dedos.
—Será mejor que se vaya, abuelo —le advirtió Los mientras lo ayudaba a levantarse.
El roshun se tambaleó un momento. Quería decir algo a la madre de Nico, intentar aliviar de algún modo su pena. Pero sabía que no había nada en el mundo capaz de consolarla.
Cuando se marchó, Ash dejó a una mujer tan destrozada como el frasquito de arcilla hecho trizas en la tierra.
Las nubes se congregaban en el cielo y oscurecían el cielo otoñal con la promesa de más lluvia. En la carretera Ash se cruzó con carros cargados con objetos o con familias, viajeros solitarios con la mochila a la espalda y ganado guiado por vaqueros adustos que fumaban en pipa. A primera hora de la tarde alcanzó la cumbre de una pequeña elevación de terreno y divisó la bahía de la Borrasca y la ciudad de Bar-Khos, que se extendía frente a ella.
Se sentía como si hubieran pasado siglos desde su última visita a la ciudad sitiada de los Puertos Libres. Y sin embargo, sólo hacía uno meses desde que se había detenido allí con el Halcón para que sometieran a la aeronave a las muy necesarias reparaciones y desde que se había producido su fatídico primer encuentro con Nico.
Una brisa constante barría la accidentada costa que daba paso a las aguas agitadas y espumosas de la bahía. Desde su posición, Ash también veía la lengua de tierra del istmo de Lans, que se adentraba en la bahía con las murallas oscuras del Escudo cubiertas por una humareda en la que destellaban fugazmente los disparos de los cañonazos.
«De todas las ciudades a las que podía volver... —pensó Ash—. Tendría que ser Nico quien regresara, con un par de cicatrices y una docena de historias que contar, no yo.»
Ash emprendió el descenso caminando lenta y pesadamente por la concurrida carretera, en dirección a la puerta oriental. A su derecha se encontraba el puerto aéreo de la ciudad, con sus mangas de viento ondeando y sus almacenes repartidos por el paisaje. Media docena de aeronaves permanecían atracadas en el suelo con las envolturas desinfladas, rodeadas por cuadrillas de mecánicos.
Según se acercaba a la entrada de la ciudad, Ash oyó por encima del ruido del tráfico unos sonidos diferentes: el fragor lejano de la batalla en el Escudo. Todo el mundo lo oía; todo el mundo trataba de avanzar por el embotellamiento que se producía en las puertas abiertas de Bar-Khos, donde todos los carros eran examinados por un soldado antes de permitírseles el paso.
Ash se vio arrastrado por el trajín de la entrada y emergió en las calles de Bar-Khos sin haber sido inspeccionado.
Empezó a llover mientras enfilaba hacia el centro de la ciudad. La vida parecía transcurrir con normalidad a pesar del estruendo lejano del fuego de artillería, si bien la tensión que flotaba en el ambiente era más palpable que durante su visita anterior; la agitación era mayor y en varias ocasiones se cruzó con personas que chillaban a voz en grito.
Compró un cuenco de cartón con arroz a un vendedor callejero que pagó con dinero de su monedero y se puso a devorarlo en cuanto cayó en sus manos. Siguió caminando por el barrio de los Gremios y luego por el de los Barberos hasta que desembocó en la amplia avenida de las Mentiras. La vía estaba menos concurrida de lo habitual. La gente iba de aquí para allá bajo los paraguas de papel o se resguardaban debajo de los aleros chorreantes de los edificios, desde donde observaban con gesto compungido los carromatos que pasaban frente a ellos cargados con soldados heridos y muertos.
Ash compró en un pequeño bazar una gabardina tratada con grasa y un sombrero de paja de ala ancha que se combaba en la parte delantera y caía hasta la altura de los ojos. Una vez vestido adecuadamente para el tiempo que hacía, buscó una farmacia, ya que la presión había subido a causa de las nubes y, como consecuencia, el volvía a sufrir dolores de cabeza. Ash reparó en el tono aliviado de su propia voz cuando pidió hojas de stevia —interrumpiendo una riña— a la pareja de hermanos que regentaban una tienda en una estrecha calle lateral. Nada más salir de la farmacia se metió una hoja en la boca y notó el sabor amargo que desprendía al mascarla. Se metió un par más, pero el dolor se negaba a remitir; y tuvo que tomar otras cuatro hojas antes de notar una sensación de ligereza en la cabeza sin pensar demasiado en lo que eso podría significar.
Delante de él, entre la neblina de la lluvia, Ash divisó el Monte de la Verdad descollando sobre las azoteas de los edificios de la ciudad. Le dio la espalda y enfiló por los callejones del Bardello, el diminuto enclave de los músicos, poetas y artistas. Se detuvo frente a un edificio de madera terriblemente inclinado sobre la calle de adoquines, con las ventanas cerradas y penumbrosas. En la puerta había un soporte metálico del que debía haber colgado un letrero de madera con el dibujo de un sello prendido de un collar.
Ash miró a su alrededor para asegurarse de que se encontraba en la calle correcta. Intentó abrir la puerta y se encontró con que estaba cerrada con llave.
—¡Hermes! —gritó aporreando la puerta.
Unos instantes después oyó caminar a alguien arrastrando los pies y luego abrir unos pestillos. La puerta se entreabrió y el agente Hermes asomó la cabeza y lo miró a través de unos gruesos anteojos.
—¡Ash! —exclamó el diminuto hombre abriendo completamente los ojos con gesto de sorpresa—. ¡Viejo perro! ¿De verdad eres tú?
Hermes abrió un poco más la puerta y lo invitó a entrar.
—Lo que queda de mí —respondió Ash.
El roshun entró en el espacio penumbroso y polvoriento de una habitación con un puñado de sillas dispuestas a lo largo de las paredes, de las que colgaban unos cuantos dibujos de la bahía. De las habitaciones vecinas llegaba el graznido estridente de unos pájaros.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tienes cerrada la sede?
El hombre lo miró como si acabara de recibir una bofetada, con las mejillas redondeadas encendidas y con los ojos entornados y humedecidos detrás de los vidrios de las gafas. Se aclaró la garganta y se apartó un mechón de pelo rizado de la frente.
—¿Estás diciéndome... que no lo sabes?
—¿Que no sé el qué?
Hermes se retorció las manos compungido. A Ash no le gustaba un pelo la mirada que le dirigía, como si estuviera contemplado el fantasma de un hombre muerto a quien todavía no le han dicho que lo está.
—Ven —dijo Hermes con delicadeza—, y cogió a Ash del brazo y lo condujo hacia una puerta que había en el interior de la habitación—. Será mejor que te sientes. Vayamos a sentarnos junto al fuego, ¿te parece bien?
A Hermes le gustaban más los pájaros que la gente, y todas las habitaciones de la casa parecían repletas de jaulas con criaturas que graznaban y batían las alas. Ash estornudó más de una vez mientras escuchaba el relato del agente, agarrándose cada vez con más fuerza a los brazos del sillón según progresaba su narración. Hermes estaba sentado enfrente de él, en el sillón que había mandado construir expresamente para su cuerpo diminuto, bañado por la luz del fuego. A pesar del calor, Ash estaba helado hasta los huesos.
No daba crédito a lo que escuchaba.
—Al principio no sabía muy bien qué estaba ocurriendo —dijo el agente—. Estaba esperando una remesa de sellos nuevos, pero nunca llegaron. Nada de sellos, nada de aves mensajeras, nada de cartas... Transcurrido un tiempo, yo mismo envié una misiva a Cheem a través de uno de los contrabandistas con los que trabajamos habitualmente. Sin embargo, seguía sin tener noticias de Sato. Entonces empecé a preocuparme de verdad.
Hizo una pausa para quitarse las gafas y enjugarse los ojos.
«Todo ha desaparecido —dijo para sus adentros Ash—.Todo.»
—La semana pasada por fin recibí una carta. Me la enviaba Baracha. Me pidió que cerrara la sede hasta nueva orden. En su escrito me explicaba que Sato había sufrido el ataque de las tropas imperiales, que lo habían quemado, que habían matado a cuanto ser viviente habían encontrado. Al parecer él no estaba allí cuando ocurrió, y al regresar se encontró todo en ruinas. Eso ponía exactamente en la carta, Ash. Esas mismas palabras utilizó: «en ruinas».
—¿Encontraron algún superviviente? —se oyó preguntar Ash con una voz distante, increíblemente tranquila.
—No me decía nada en la carta al respecto. Pero no lo creo. Osho, sin embargo... decía que Osho había muerto durante la lucha.
Ash cerró los ojos mientas los pájaros chillaban y brincaban en sus jaulas.
«Ché —pensó—. Utilizaron sus conocimientos para encontrarnos.»
Durante una eternidad no pudo moverse; ni tan siquiera hablar.
CIUDAD PANTOQUE
El bosque era un mundo dentro del mundo, le había gustado decir a su madre contrarè.
Mientras se internaba por la línea de árboles que marcaban su inicio, chorreando tras vadear el río y con la ropa colgándole del cuerpo convertida en jirones, advirtió que el aire era diferente, al igual que los olores que llegaban hasta su nariz; también vio cómo la luz que se filtraba por entre las altas copas de los árboles, y comprendió que la afirmación de su madre era cierta.
Continuó avanzando hacia las profundidades del bosque de la Racha de Viento hasta que sus piernas dijeron basta. Se desplomó sobre el suelo mullido, cubierto de hojas secas y de tierra, y se sumió en un sueño profundo y sin imágenes.
Cuando despertó, Toro sabía que no podría dar otro paso sin antes recuperar las fuerzas. Montó un campamento no muy lejos de los regueros que escapaban de un arroyo ancho y poco profundo; encendió una hoguera con ramas húmedas que despedían una gran humareda y acercó hasta ella un tronco enorme para sentarse. Comió bayas y lo que pudo pescar con una rama cuya punta afiló; incluso se arriesgó con las setas que resultaban familiares a sus ojos de hombre de ciudad. También había en abundancia frutos secos de todo tipo, aunque no le sentaban bien si los comía en exceso.
Cuando se quedaba dormido esas primeras noches sobre la alfombra mullida de musgo, con las estrellas titilando entre las hojas encima de su cabeza y rodeado por los árboles que se erguían como las paredes de una casa, se daba cuenta de que el mundo que había fuera del bosque estaba difuminándose en su memoria y que los problemas y los conflictos que lo asolaban estaban dejando de ser los suyos. Por fin había hallado la paz consigo mismo en aquel lugar silencioso y solitario del pueblo de su madre. Deseaba no abandonarlo nunca.
La mañana del cuarto día de su convalecencia, Toro se despertó con una punzada de dolor en el costado. Se incorporó y se encontró rodeado por un grupo de hombres contrarès que lo miraban boquiabiertos. Toro juzgó que eran guerreros por las pinturas que les cubrían los rostros en franjas verdes y negras de oreja a oreja y las plumas de cuervo que adornaban sus largas melenas negras.
—¡Chushon! ¡Tekanari! —espetó uno de ellos atizándole de nuevo con su lanza.
El guerrero parecía el más joven del grupo.
Toro agarró el asta de la lanza y se la arrancó de las manos.
En un abrir y cerrar de ojos tuvo una docena de puntas de lanza apretadas contra el cuerpo.
—¡Vale! ¡Vale! —exclamó Toro levantando una mano, y dejó caer la lanza de vuelta sobre la mano del guerrero azorado.
—Tranquilos... Soy un de los vuestros, ¿veis?
Toro se señaló la cara como si su afirmación fuera obvia.
Los guerreros lanzaron una mirada al más joven. Toro se daba cuenta de que querían matarlo allí mismo.
El guerrero joven, sin embargo, plantó con movimientos ágiles la punta de la lanza en la tierra, se arremangó los pantalones hasta las rodillas y se agachó frente a él. Le sujetó el rostro precavidamente con ambas manos y lo movió a un lado y al otro. Examinó la forma afilada de sus pómulos y el tono moreno de su tez. Miró detenidamente los cuernos tatuados en sus sienes e hizo un gesto de conformidad con la cabeza.
—En ese caso, bienvenido a casa, hermano de las tribus —dijo el joven guerrero en una rudimentaria lengua franca, y lo ayudó a levantarse.
Ash deambulaba perdido y sin rumbo bajo la lluvia. Estaba desolado, y se abandonó a la sensación que le producían los duros adoquines redondeados en las suelas de las botas. Ellos lo llevarían dondequiera que fueran.
Hermes le había ofrecido un cuarto donde podía quedarse el tiempo que necesitara. Ash, todavía aturdido, se lo había agradecido, pero había rechazado la invitación y dejado al agente en la puerta principal con sus pájaros chillando dentro.
«No sé qué hacer ahora, Ash. Entonces, ¿se ha acabado todo? ¿Ya está?»
Ash se había despedido con un simple gesto silencioso con la mano.
No se había dado cuenta de que estaba caminando hacia el sur, en dirección al Escudo, hasta que advirtió el olor a pescado, a algas y a salitre y levantó la mirada bajo el ala de su sombrero, de la que caían regueros de agua. Delante vio el mar Sargassi y las aguas más tranquilas del puerto oriental. Las incontables embarcaciones que se refugiaban en él cabeceaban y se mecían al ritmo del suave oleaje, mientras las gaviotas surcaban el cielo lluvioso de un lado a otro, chillando con desesperación y hambrientas. A lo largo del muelle había hombres sentados sobre taburetes, armados con cañas de pescar y cubiertos con ponchos con capucha para protegerse de las inclemencias del tiempo. Sus figuras rezumaban tranquilidad y paciencia mientras masticaban hojas de grindelia o fumaban en pipas de arcilla.
Ash pensó que parecían las personas más satisfechas del mundo.
Desde allí se veía el Escudo sobre la confusión de Todos los Necios. El istmo de Lans sobre el que se erguía se extendía por el mar hasta desaparecer en una oscuridad mate. Poco podía ver Ash de la lucha que estaba librándose allí; únicamente columnas de humo que se elevaban desde la muralla más externa y el fulgor esporádico de las llamas. La escena se desarrollaba en silencio, pues la brisa marina arrastraba el fragor de la batalla hacia otras partes de la ciudad.
Un poco más adelante, Ash llegó a un cruce concurrido dominado por las tabernas y los almacenes de los comerciantes. El cruce era el centro de un mercado callejero. Lujosos carruajes trataban de abrirse paso entre la multitud, que en su mayor parte estaba compuesta por vendedores ambulantes, prostitutas descaradas y alguna que otra pandilla de golfillos vagabundos. Una colina se levantaba abruptamente delante de él, con barrios residenciales y altas mansiones de mármol revestidas con coronadas con piezas puntiagudas; sin duda un enclave de los Michinè y de la gente común rica. Allí arriba se encontraba, según recordó Ash, el Congreso del Consejo.
El roshun encontró poco sentido en seguir en esa dirección, de modo que continuó por el paseo marítimo y la carretera, que hacía un meandro internándose en el mar bordeando la base de la colina. Tras una sucesión de tabernas bulliciosas y hosterías, la carretera finalmente se estrechaba, con la colina y sus acantilados de piedra caliza a la izquierda.
Allí la costa era una angosta franja de piedra azotada por el viento entre los acantilados y el mar. Se habían construido chabolas entre las charcas de agua salobre, que resplandecían acribilladas por la lluvia. Ash deambuló entre las casuchas eludiendo algún que otro cangrejo o montón de algas. Las endebles casas estaban apuntaladas con piedras planas y muchas de ellas estaban interconectadas con tablas de madera.
Había oído hablar de ese distrito durante sus viajes previos a la ciudad, si bien nunca lo había visitado, el Bajío, lo llamaba la gente, debido a que la marea lo anegaba en momentos de fuertes temporales. Se decía que era el distrito más pobre de Bar-Khos, el lugar adonde la gente iba a parar cuando ya no podía caer más bajo. Muchos marineros sin blanca acudían allí y aguardaban la noticia de que una nave estaba contratando gente. Ellos tenían su propio nombre para el lugar. Lo llamaban Ciudad Pantoque.
Una sonrisa amarga asomó a los labios de Ash, asombrado por las ironías de su vida.
La zona apestaba a aguas residuales y pescado podrido. Ash enfiló por las rocas y corrió el riesgo de estirar el cuello para tratar de ver la cima del acantilado. Las aves marinas trazaban círculos en el cielo empujadas por las corrientes de aire más allá de las mansiones Michinè, donde los huertos se extendían por unos salientes de las paredes de piedra caliza. Allí arriba habían vivido reyes. Durante un milenio habían vivido en el Palacio Pálido, junto con sus familias y sus cortes, desde donde habían gobernado toda Khos.
El talón de Ash resbaló al pisar algo, pero el roshun reaccionó a tiempo para no caer. Bajó la mirada y vio una manzana ácida, aplastada y de color marrón, que había caído de uno de los árboles de los huertos que sobresalían del acantilado. Una racha de viento empujó la lluvia contra su rostro. Estaba temblando.
Enfiló hacia la pared del acantilado, donde la orilla rocosa se elevaba abruptamente y las chabolas se apiñaban dejando entre sí menos espacio aún que las casuchas de abajo. Los caminos de guijarros serpenteaban entre las viviendas minúsculas y castigadas por la severidad de los elementos, apoyadas unas contra otras y aferradas a las pendientes del acantilado. En el acantilado en sí, en las depresiones de la pared calcárea, se habían construido estructuras que a simple vista parecían imposibles. Encima de ellos se habían excavado cuevas que estaban conectadas con escaleras y castilletes que se mecían con el viento.
Recorrió, poniendo mucho cuidado en dónde pisaba, un sendero con continuas subidas y bajadas que discurría entre las chabolas y alguna que otra estructura de dos plantas. Había mujeres tendiendo la ropa debajo de unos rudimentarios toldos de lona, con los hombros y la cabeza cubiertos con pañuelos y los rostros enrojecidos por el viento. En el interior de las viviendas lloraban bebés. Los niños perseguían perros o saltaban al ritmo de canciones o luchaban con odres llenos de agua en lo alto de las pendientes. Ash se fijó en que parecía haber menos hombres que mujeres.
Estaba volviéndole el dolor de cabeza a pesar de las hojas que seguía mascando. En sus ojos flotaba una especie de neblina, y Ash los cerró los para tratar de aclararse la visión. Se metió más hojas de stevia en la boca y permaneció donde estaba hasta que empezó a ver con algo más de claridad, aunque el dolor no lo abandonaba y sentía punzadas en la frente al ritmo de su corazón. Empezó a sentir náuseas.
Detuvo a un vecino del poblado —un anciano famélico y con el pelo cano que llevaba un paraguas de paja— y le preguntó dónde podía encontrar una habitación y un plato de comida. El hombre se lo quedó mirando con curiosidad, pero lo ayudó, y Ash continuó ascendiendo por el sendero siguiendo sus indicaciones.
La Atalaya era un establecimiento destartalado erigido sobre un saliente llano en la pared del acantilado. Encima de la puerta y zarandeado por el viento, crujía el letrero, tan viejo y decrépito como el resto del edificio alargado y estrecho. La imagen descascarillada que tenía pintada mostraba una rata aterrorizada con la cola entre los dientes y tumbada sobre un barril que flotaba a la deriva en el mar.
La chimenea principal de la taberna despedía humo, y del interior del local llegaba el sonido de risas.
Ash empujó la puerta y apareció en el bar. La racha de lluvia que lo siguió cuando entró provocó que la llama de la lámpara que iluminaba el espacio penumbroso y lleno de humo se inclinara hacia la pared. Un par de cabezas se volvieron para evaluar al recién llegado.
—¡Cierre la puerta! —bramó un hombre gordo y calvo desde el otro lado de la barra—. ¡Está dejando pasar el frío!
Ash cerró la puerta, alabeada y que no encajaba en el marco, y sacudió la gabardina para secarla mientras a sus pies se formaba un charco de agua que se filtraba por los juncos que cubrían el suelo. Hacía calor en la angosta sala. Un tronco crepitaba de un modo irregular en la chimenea. Ash se quitó el sombrero y enfiló hacia la barra dejando un reguero de agua.
El propietario del local estaba jugando una partida de ylang con una mujer sentada en un taburete y con cara de aburrimiento. El hombre deslizó por el tablero uno de sus guijarros negros y levantó la mirada hacia Ash antes de que éste llegara.
—¿Qué le pongo?
—Fuego de Cheem, si tiene.
Al hombre se le iluminó la mirada.
—¡Está de suerte! Probablemente tenga la última caja de toda la ciudad.
Las botellas permanecían ocultas debajo de la barra, en una caja fuerte encadenada al suelo. El propietario buscó en un llavero que le colgaba del cinturón, abrió la caja fuerte y sacó una botella con un mimo sobreactuado. El corcho chirrió cuando lo arrancó con los dientes. Removió el contenido de la botella mientras el aroma ascendía hasta los orificios dilatados y peludos de su nariz.
—Aquí sólo servimos productos de la mejor calidad —dijo en un arrullo mientras servía la más diminuta de las cantidades en un vaso de cristal desportillado pero razonablemente limpio.
Estaba a punto de añadir un poco de agua cuando Ash tapó el vaso con la mano.
—Y deje la botella.
La suspicacia del propietario afloró de repente.
—Una botella de esto cuesta media águila. Todavía no está aguado... Sabe lo que quiero decir, ¿no?
La moneda se deslizó por la barra atrayendo la mirada de todos y cada uno de los presentes.
El propietario se relamió, cogió el águila de oro y la sopesó. Sacó la lengua le dio unos toquecitos con ella.
—Perfecto —dijo con satisfacción.
Dejó la botella donde estaba y sacó un cincel y un mazo de debajo de la barra. El águila —como todas las águilas— estaba acuñada con dos profundas líneas cruzadas en el rostro que lo dividían en cuatro partes. El propietario de la taberna alineó el cincel con uno de los surcos y le dio un golpe seco con el mazo. La moneda se partió en dos; él se quedó una mitad y devolvió la otra a Ash.
Ash removió el contenido del vaso, lo olfateó y lo apuró de un trago.
La mujer de tez morena examinaba a Ash con sus ojos perfilados con khol. Al roshun le pareció que debía de ser alhazií. Sus ojos revelaban que se sentía fascinada por el color de su piel.
—¿Qué le ha traído a Ciudad Pantoque? —preguntó la mujer.
Su voz era profunda y melodiosa, y evocó en Ash un anochecer.
—Los pies —respondió el roshun, que dejó caer el licor abrasador directamente por la garganta y rellenó el vaso hasta el borde.
Ash alquiló un cuarto para pasar la noche; un cubículo deprimente en la planta superior donde únicamente cabía un camastro polvoriento, sobre el que sólo dejó su espada. Luego regresó abajo, se sentó en un rincón del bar con su botella de fuego de Cheem y emprendió la lenta pero atractiva tarea de emborracharse hasta perder el conocimiento.
No habló con nadie durante toda esa larga noche; su aspecto dejaba claro que convenía dejarlo en paz. El fuego de Cheem le alivió el dolor de cabeza, pero sobre todo le había permitido tratarse con indiferencia. Cuando el propietario finalmente anunció la hora de cerrar, Ash todavía no quería arrastrarse hasta su cuarto vacío. La bebida lo había sumido en un estado de melancolía. Sabía que le costaría conciliar el sueño, y que cuando lo hiciera soñaría con cosas con las que no quería soñar.
Acabó el contenido de su vaso y lo estampó contra la mesa. Agarró la botella mientras cogía la gabardina del perchero, se puso el sombrero y abrió la puerta.
Fuera, la lluvia se había tornado aguanieve. El viento la arrastraba, de modo que le abrasaba la piel cuando impactaba contra su rostro. Hacía un frío insoportable incluso con la gabardina ceñida al cuerpo y abrochada y el cordón del sombrero ajustado a la cabeza. La marea empezaba a subir con el fuerte oleaje, y en buena parte de las zonas más bajas del Bajío las casas estaban sumergidas casi medio metro en las aguas revueltas. Ash aferró la botella de fuego de Cheem y enfiló hacia allí dando tumbos por el penumbroso camino de guijarros.
Siguió por el borde del mar, rodeando las casuchas que iba encontrándose a su paso. Trastabilló un par de veces, pero consiguió estabilizarse antes de caer al agua. Continuó caminado hasta que dejó atrás el poblado de chabolas y la pendiente terminó en un risco que descendía y se introducía en el mar.
Se sentó en la superficie plana de una roca con las piernas colgando sobre las olas. En las nalgas sentía el contacto terso y frío de la piedra. Contempló el mar embravecido y el aguanieve que parecía caer de ningún lugar. En la lejanía oscura, el istmo de Lans se extendía hacia el continente y las murallas del Escudo se alzaban altas y negras. De vez en cuando titilaba el resplandor de las explosiones, cuyos profundos quejidos llegaban a sus oídos unos segundos después.
Ash se preguntó cuánto tiempo les quedaría aún. Tenía la impresión de que había llegado el final; pero quizá lo que sentía sólo era su propio final.
«En ruinas, Ash. En ruinas.»
No podía dejar de pensar en Sato y en todos aquellos que habían sido asesinados en el asalto de los mannianos; sobre todo en el puñado de camaradas de la Revolución Popular que aún seguían vivos, hombres que habían compartido su destino como exiliado.
Debería estar sintiendo ira y, sin embargo, lo que sentía en realidad era desesperación y soledad; unas emociones que se intensificaban mientras asistía al bombardeo incesante de las murallas. Cuando esa ciudad sucumbiera como lo había hecho Sato, también la isla entera caería. Y a continuación se obligaría al resto de los Puertos Libres a rendirse a causa del hambre. La oscuridad finalmente habría conquistado la luz.
Se dijo que era extraño que sólo entonces sintiera ese vínculo de solidaridad con aquellas gentes, ahora que lo habían perdido todo a manos de Mann, ahora que miraban a la muerte a los ojos. Pero entonces pensó que quizá no era tan extraño. Le había ocurrido lo mismo con Nico. No había sido capaz de abrirse al chico, de comprometerse con lo que no estaba preparado para volver a perder. Como todo lo que le había importado en la vida desde que había sido expulsado de su vieja patria.
Vio el modo terrible en el que había desperdiciado su vida y apenas si pudo soportarlo.
«Tendríamos que habernos unido a los Few desde que empezamos a escribir a Osh.»
«Tendríamos que haber elegido un bando.»
Ash dedicó un brindis a los valientes ciudadanos de BarKhos y tomó un trago largo.
El viejo roshun entonó canciones tristes de Honshu mientras vaciaba la botella. cada vez estaba más cansado, más borracho y tenía más frío, y sobre todo se sentía más desanimado por ello. Al cabo, la botella vertió una única gota sobre su lengua.
Ash se apretó la botella contra el pecho y se puso a hablarle por la boca.
—Hola —dijo con una voz socarrona que ganó en profundidad al resonar en su interior—. Estoy varado. No tengo a dónde ir. Enviadme ayuda. Más alcohol.
Tras unos minutos de concentración consiguió ponerle de nuevo el tapón, la levantó y la lanzó tan lejos como pudo.
Se le cerraron los párpados. Estaba cansado. Era hora de irse a la cama.
Ash se tumbó sobre la roca, se hizo un ovillo y empezó a roncar.
El aguanieve arreció.
En su sueño, Ash ascendía por el valle en dirección al monasterio de Sato por un terreno que se empinaba un poco más a cada zancada.
Ash apretó el paso. Tenía prisa. Estaba ansioso por vislumbrar su hogar entre los malis mecidos por el viento.
Al principio no lo veía; ni siquiera a medida que iba acercándose. El pánico lo desbordaba mientras atravesaba a la carrera la arboleda. Y entonces se detuvo ante una montaña de ceniza humeante.
No lo comprendía. Es decir, no entendía lo que estaba viendo.
«Debe tratarse de un error —pensó—. La edad me ha hecho equivocarme de valle.»
Notaba la lluvia de ceniza en el rostro, extrañamente fría; y en los labios, insípida como el hielo.
Ash entornó los ojos y escudriñó las ruinas.
En el centro mismo de la montaña de ceniza crecía un mali joven. Sus hojas del color del bronce se agitaban sacudidas por una racha de viento que él ya no sentía. El viento ya estaba dispersando la ceniza alrededor de Ash y la montaña humeante desaparecía.
Una figura avanzaba bajo el aguanieve con las manos cargadas de troncos arrastrados hasta la costa por el oleaje. De vez en cuando se agachaba para coger otra rama o una tabla partida que las olas habían arrojado a tierra firme. La figura se detuvo cuando se topó con el cuerpo encogido que tiritaba y gemía en sueños tendido sobre la roca.
—Eh —dijo Meer, y le dio un empujoncito con la punta del pie.
El hombre dormido gruñó y se movió sin despertarse.
—Un viejo extranjero de tierras remotas chiflado —masculló Meer—. Se morirá de frío si se queda durmiendo aquí una noche como ésta.
Meer suspiró, soltó los troncos, levantó con un gruñido al viejo de la roca donde dormía y se lo echó al hombro. Equilibró el peso y luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, dejando atrás el saliente rocoso y el poblado de chabolas.
Ash se dijo que tenía que dejar de despertarse así: con tortícolis y en un lugar inesperado.
Era temprano por la mañana, a juzgar por la luz pálida que se filtraba desde detrás de él y que teñía de un verde azulado el humo del pequeño fuego que ardía rodeado por un círculo de piedras redondas.
Ash estaba acostado sobre una esterilla de carrizo, tapado con su gabardina y con la cabeza apoyada sobre una de sus botas. El lugar era una cueva con aspecto de haber sido excavada por el hombre. Las paredes curvas estaban recubiertas con yeso de color azul celeste, aunque la humedad había penetrado en él, de modo que en algunos tramos se había desprendido revelando la roca desnuda que se escondía detrás.
«Un santuario —pensó Ash—. Parece un santuario.»
En la pared de enfrente había varios enseres apilados: un platillo de mendigar de madera, una bolsa de lona, un palo lleno de nudos, una manta cuidadosamente doblada, un haz de pergaminos atados juntos demasiado fuerte con una tira de lona, un bote de tinta, algunas velas y una taza grande.
Ash gateó hasta la taza y miró dentro.
«Agua.»
Se bebió la mitad del contenido de la taza de un trago y casi se vertió más por encima de la guerrera. Soltó un gruñido cuando el agua gélida se estrelló contra su estómago e intentó volver a emerger al exterior.
Oyó un ruido pasos y lanzó una mirada por encima del hombro.
—Vaya, así que está vivo.
Las palabras retumbaron en su cabeza con todas sus sílabas y Ash se estremeció.
Quien las había pronunciado era, al parecer, un monje, ya que llevaba la cabeza afeitada, vestía una túnica negra y llevaba los pies calzados con sandalias. Ash le echó unos cuarenta años, pero sus ojos mostraban el brillo y la fascinación de los de un muchacho.
El monje soltó una brazada de leña junto al fuego, se levantó la túnica y dejó al descubierto unas piernas blancas y fuertes antes de sentarse a los pies de la hoguera para atizar el fuego con una rama.
Ash gateó hasta la entrada de la cueva con los ojos entrecerrados para protegerlos de la luz del sol. Se encontraba en una posición elevada sobre la pared del acantilado, y paseó la mirada por la masa gris con crestas blancas del mar. Se asomó abajo y vio una escalera que descendía hasta un estrecho camino que se extendía por la parte inferior del acantilado.
Aspiró una bocanada del aire que llegaba del mar y trató de despabilarse.
—¿Cómo he llegado aquí? —preguntó empleando el volumen de voz más bajo que pudo.
—¿Eh? Pero si llegó volando anoche, como una hoja arrastrada por el viento. He de decirle que me llevé un buen susto.
En otras circunstancias, Ash probablemente habría apreciado el sentido del humor de aquel hombre. Sin embargo, en ese momento lo pasó por alto, se sentó y emprendió el arduo y lento proceso de ponerse las botas mojadas.
—¿Qué es este sitio? ¿Un santuario?
Ash recuperó el aliento. Por delante todavía le quedaba el desafío de ponerse la otra bota.
—Sí —respondió el hombre paseando la mirada por el lúgubre espacio de la cueva—. Creo que es muy antiguo. Me contaron que en otro tiempo hubo aquí una estatua en bronce del Gran Necio. Estaba colocada aquí mismo, donde el fuego. —El monje se frotó las manos y las tendió con las palmas abiertas hacia la hoguera—. La gente de aquí dice que solían depositar ofrendas y plegarias escritas en papel de arroz. Pero, entonces, un día robaron la estatua, y tardaron mucho tiempo en recaudar el dinero para reemplazarla. Encadenaron la nueva al suelo, pero también se la llevaron los ladrones.
El monje se puso de rodillas en el suelo con la espalda recta y la mano derecha apoyada sobre la izquierda: la posición chachen de meditación.
—Cuando me instalé aquí el invierno pasado ocupé el lugar de la estatua. Y aquí espero todos los días a que vengan a robarme.
Ash gruñó y consiguió ponerse la otra bota con un esfuerzo final. Suspiró aliviado, aunque las botas estaban frías y húmedas y resultaban más bien un fastidio. Entonces se quedó mirando los finos cordones y le pareció una tarea demasiado compleja en ese momento. Torció el gesto con consternación y decidió que se quedaban así.
—Mi nombre es Meer, por cierto.
Ash apenas lo escuchaba. Los recuerdos se entremezclaban en su cabeza. Se acordaba de haber estado cantando sentado en una roca, de haber tirado una botella vacía al mar y de haberse tumbado hecho un ovillo a dormir. Había caído una buena tormenta de aguanieve la noche anterior.
—Gracias por haberme traído anoche.
Meer asintió con una sonrisa en los ojos.
—Usted es de Honshu, ¿verdad?
Ash hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Reparó en que el hombre había utilizado en nombre real de su tierra.
—En ese caso me encantaría que me contara cosas de su país. Nunca he estado allí, aunque me gustaría verlo con mis propios ojos. Soy un trotamundos, ¿sabe?
—Sí, claro. Cuando disponga de un poco de tiempo.
—¿Es que tiene que ir a algún sitio?
Ash levantó la mirada de las llamas sorprendido por la pregunta. No estaba seguro de la respuesta. ¿Qué le quedaba en Cheem ahora que el monasterio había desaparecido junto con Osho, Kosh y todos los demás?
—No lo sé —respondió en voz alta—. Pensaba regresar a Cheem, a mi casa de allí si encontraba un barco que me llevara. Ahora, sin embargo... —Meneó la cabeza.
El monje lo miraba detenidamente a través del humo con una súbita expresión de entusiasmo en el rostro.
—¿Ha dicho Cheem?
—Sí. ¿Por qué?
Meer esbozó una sonrisa cohibida.
—No. Por nada —respondió, meneando la cabeza—. Aunque debería decírselo. Esta mañana estaban hablando de usted en La Atalaya cuando pasé por allí haciendo mi ronda con el platillo. Decían que un rico extranjero de tierras remotas con una espada había estado allí ahogando sus penas en el alcohol. Pensaban que se había tirado al mar anoche.
—Siento decepcionarlos.
—Su preocupación por usted sólo era una fachada. Aquí la gente es así. ¿Sabe? Al principio pensé que era la resaca por la bebida. Pero ahora que lo he visto bien, creo que está usted realmente mal. ¿Le aflige algo, amigo mío?
—Sí. La curiosidad ajena.
—Lo siento —se disculpó Meer—. No era mi intención entrometerme.
Ash se sintió culpable por su reacción. Era consciente de que estaba siendo muy descortés con su anfitrión. De no haber sido por la generosidad de aquel desconocido podría haber muerto de frío.
—Estoy enfermo —explicó—. Mi padre murió de la misma enfermedad después de que los dolores de cabeza fueran tan agudos que lo dejaran ciego. Mis dolores de cabeza son cada vez más fuertes.
—Entiendo. Tal vez yo pueda ayudarlo con esos dolores de cabeza. Conozco unos cuantos remedios. Podría prepararle un brebaje especial a base de chee. Si quiere, claro.
Ash asintió sin demasiado convencimiento.
—Aun así, hay algo más, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Algo que afecta a su espíritu, creo.
Ash intentó frenar la aceleración de su corazón.
—Es difícil hablar de ello, ¿verdad?
Ash sólo pudo inclinar la cabeza para asentir. En su interior estaba formándose algo, algo que debía sacar al exterior.
Tuvo que respirar hondo antes de poder hablar.
—He perdido a una persona —dijo al fin—. A una persona muy cercana.
Meer hizo un gesto de comprensión con la cabeza que evocó en Ash el recuerdo de Pau-sin, el monje menudo de su pueblo de Honshu que escuchaba los problemas de los vecinos sin juzgarlos; únicamente con compasión. También tenía el don de arrancar las palabras del corazón.
—¿Y? —preguntó el monje, dándole pie para que continuara.
—Ahora lo único que queda del muchacho son unas cenizas dispersas por un corral de gallinas y en un tarro que entregué a otra persona para que cuidara de ellas. Lo más probable es que el tarro esté ahora tirado sobre el montón de escombros de lo que en otro tiempo fue mi hogar.
Meer meditaba en silencio, y Ash no tenía ni la más vaga idea de lo que estaba pensando.
—Entiendo. Cree que no puede continuar viviendo con tanto dolor acumulado dentro. Cree que la vida no vale la pena si siempre va a transcurrir de este modo terrible.
Ash no pudo desviar la mirada de los ojos que el monje mantenía fijos en él.
—Por eso quería beber hasta matarse.
El roshun se preguntó si el monje no sería un vidente. Había gente que poseía el don y no necesitaba ejercitarlo. Siguió al monje con la mirada cuando éste enfiló hacia la entrada de la cueva y se sentó a su lado con las piernas colgándole del borde. El viento agitaba los pliegues de su túnica negra.
—¿Ve esas olas de ahí abajo?
Ash se aclaró la garganta.
—Todavía no estoy ciego.
—A veces, cuando oigo cosas como las que me ha contado, pienso en lo mucho que nos parecemos a las olas. La única diferencia es que ellas tienen una vida mucho más corta. Contemplo cómo se precipitan hacia la orilla y me cautiva ver que se comportan igual en la creación que en la destrucción. Y veo que es la fuerza del viento cabalgando sobre ellas lo que las mantiene vivas. El viento toma prestadas esas olas al mar para poder emplear su fuerza con ellas. Y entonces me pregunto: ¿Cuántos laqs? ¿Qué distancia han recorrido desde la lejana tormenta hasta llegar aquí?
Ash lo escuchaba con atención. Su resaca había quedado en un segundo plano. Los ojos del monje habían adquirido un oscuro color verde por el brillo apagado del mar y ahora se volvían a él.
—¿Le apetece escucharme? ¿No estoy aburriéndolo?
Ash hizo un gesto de negación con la cabeza.
Meer devolvió la mirada al mar.
—Verá, observo cómo rompen contra la costa y luego desaparecen. El final de su viaje; el final de su existencia. Y entonces, en esos momentos, se me aparece claro que ese final es lo que las completa. Es lo que las dota de significado, lo que da sentido a sus vidas. ¿Qué serían si no, si simplemente estuvieran errando por los océanos del mundo por toda la eternidad? ¿Qué es la creación sin la destrucción? Algo anodino, uniforme e inmutable. Algo realmente sin vida.
Meer se inclinó hacia atrás y respiró hondo, como si estuviera volviendo en sí. Se volvió de nuevo a Ash con sus ojos vibrantes y escudriñó la expresión de su rostro para discernir hasta qué punto el roshun lo había comprendido.
Al parecer llegó a la conclusión de que no lo suficiente.
—Le diré algo —dijo Meer—. Al final, la muerte sólo es un regalo de la vida. Lo sé, es difícil apreciarlo cuando se pierde a alguien por quien se sentía tanto amor. Pero sin la muerte no estaríamos vivos. Aquéllos a quienes usted ha perdido nunca habrían vivido.
Ash fue a sentarse en cuclillas frente a la hoguera, de espaldas al monje. Las palabras de Meer estaban cargadas de buenos sentimientos. Sin embargo, sólo eran eso: palabras e ideas. No aliviaban el sufrimiento.
—Le diré otra cosa. Tómelo como un adelanto por todo lo que usted me contará sobre Honshu. Cuando visité las Islas del Cielo vi como vivía la gente allí. Son prácticamente inmortales, ¿lo sabía? Tienen medios para preservar la vida, incluso para engañar a la muerte. Pero pensé que, en última instancia, su longevidad era una fuente de sufrimiento. No me parecían humanos. A pesar de todas las maravillas y los milagros, vivían sumidos en el aburrimiento y la apatía más profundos. Peor aun, mucho peor, estaban tan encerrados en sí mismos que habían perdido la capacidad de percibir la poesía del mundo que los rodeaba.
Ash se volvió lentamente con una ceja enarcada en un gesto de incredulidad.
—¿Las Islas del Cielo?
—Se lo prometo.
—Creía que sólo los mercaderes de larga distancia de Zanzahar conocían el camino hasta ellas.
Meer se encogió de hombros.
—Tal vez cuando usted me hable de Honshu yo le contaré alguna historia más sobre mí. ¿Qué le parece?
Ash abrió la boca y la volvió a cerrar haciendo chocar los dientes.
Meer estaba equivocado en lo de compartir las aflicciones. Ahora se sentía peor que unos minutos antes. Se levantó con un gruñido y se echó la gabardina sobre los hombros.
—Gracias de nuevo —dijo el roshun, y se marchó en busca de la comodidad de su cuarto y de un buen rato con el cuerpo en remojo en la bañera.
Los soldados profesionales estaban hablando de la guerra cuando Ash por fin se levantó de la cama la tarde del día siguiente y bajó al bar para tomar un trago.
Se sentó en un taburete apoyado en la barra con una botella de fuego de Cheem medio vacía y jugó una partida de ylang con Samanda, la mujer alhazií de piel morena que había visto la noche que había llegado a la taberna y que resultó ser la esposa del propietario. Lars, el propietario, parecía mucho más encaprichado con su esposa que ella con él, y rara vez se quejaba de que se negara a realizar ningún trabajo en la taberna.
—Me acuesto contigo. Eso ya es suficiente trabajo —replicó la única vez que él rozó la crítica.
Y Lars agachó la cabeza y se alejó mascullando.
Ash se rascaba las picaduras de las chinches y escuchaba los chismorreos de los hombres repartidos por la sala. Estaban comentando el último rumor: al parecer, la matriarca había muerto por las heridas que había sufrido durante la batalla de Chey-Wes.
Ash suspiró por que fuera cierto. Apenas prestó atención ya cuando continuaron parloteando sobre los invasores imperiales y su guerra interna; sobre lo terrible de la situación en la defensa del Escudo y la caída inminente de la muralla de Kharnost.
Ash ya tenía la cabeza en otra parte y perdió la partida de ylang. Borracho y necesitado de un paseo, se excusó y salió de la taberna acompañado de su botella. Los caminos estaban cubiertos por una alfombra de hojas secas, que además se apilaban contra las paredes de las casas convirtiendo el acto de caminar en una aventura arriesgada. El viento soplaba frío ese día, y daba la impresión de que el invierno estaba a la vuelta de la esquina.
Ash divisó al monje Meer cerca de los límites del Bajío, junto a las olas, sentado rodeado por un grupo de niños bajo un cobertizo que había cerca del mar. El roshun se detuvo y bajó la botella de fuego de Cheem para observarlo.
El monje sujetaba una pizarra y un trozo de tiza. Estaba enseñando a los niños a leer y ellos se lo tomaban como un juego y reían.
Ash sintió algo cercano a la paz interior mientras contemplaba la escena. Se adentró unos pasos más en las rocas y se agachó con la botella en la mano, todavía lo suficientemente cerca como para oír al grupo pero lo bastante lejos como para que le molestara el estruendo de las olas rompiendo contra la costa.
A pesar del fuerte oleaje, en el mar se veía un barco pesquero que luchaba contra los elementos con el objetivo de ponerse a resguardo en el puerto. Las velas flameaban hechas jirones y la tripulación se afanaba en los remos para avanzar a contracorriente. Un asunto peliagudo, pensó Ash.
El roshun se abstrajo en sus propios pensamientos, que revoloteaban en su cabeza como la hojarasca y aparecían para enseguida volver a desaparecer.
Un copo de nieve quedó atrapado entre sus pestañas. Ash lo liberó con un parpadeo y levantó la mirada hacia las nubes. Estaban cayendo más copos de nieve.
—¡Mirad, niños, nieve! —oyó exclamar al monje detrás de él.
Los niños enseguida se olvidaron de la clase y pasaron corriendo junto a él por las rocas, entusiasmados por los copos que caían flotando del cielo.
Ash notó el viento frío en los dientes cuando sonrió.
El monje se acercó a él con una larga caña de pescar en la mano cuando ya anochecía.
—Parece hambriento, mi triste amigo.
El estómago de Ash respondió con un ruido audible.
—Sígame. Pescaremos algo y disfrutaremos de una cena juntos.
Ash aceptó la invitación y encontraron un lugar llano junto al mar agitado cuando las estrellas empezaban a asomar y poco a poco iban poblando el firmamento nocturno con sus guijarros de luz. Meer lanzó el hilo con todas sus fuerzas y luego se puso a tararear mientras esperaban.
—Creía que los monjes de Kosh no comían pescado —dijo Ash después de un rato, retirando la mirada del cielo de levante, por donde emergían las estrellas.
Meer recogió lentamente el hilo y lanzó de nuevo el anzuelo, el plomo y el flotador al agua. Volvió a sentarse.
Pasó un minuto hasta que habló:
—He de confesarle una cosa. En realidad no soy monje.
Ash vio que estaba hablando en serio.
—¿Había oído hablar de los monjes impostores?
—Claro. Sólo los monjes pueden mendigar desde la guerra.
El monje que no era monje resopló.
—Lo considero una manera útil de vivir mientras esté aquí. Es lo que me conviene.
—Entonces, ¿por qué me lo cuenta?
—Porque no es un secreto. Si alguien me lo pregunta directamente se lo digo. Y aquí a la mayoría de la gente no le importa lo que seas. Les he ayudado cuando he podido, a diferencia de muchos monjes que encontrará en la isla y que viven recluidos en sus santuarios. Debo decírselo. En los pocos meses que pasé en el monasterio me encontré con que eran más los preocupados por el dogma y la política que por la Senda.
Meer lanzó entonces una mirada de soslayo a Ash, como si quisiera examinar su reacción.
—Además, en cuanto llegue la primavera volveré a marcharme a otra tierra.
—Pero en La Atalaya he oído decir que guarda la vigilia todas las noches en el santuario y que las pasa sumido en profundas meditaciones.
—¡Bah! Ellos le ponen el nombre que les da la gana. En el santuario yo simplemente me siento a mirar cómo gira el mundo.
Ash vio la ironía del comentario. En su lengua nativa de Honshu, el acto meditativo del chachen significaba simplemente «sentarse y permanecer quieto».
Observó a su compañero y se puso a cavilar.
—Iba a ir a visitarlo más tarde —confesó Meer—. He estado hablando con un par de amigos en la ciudad respecto a su situación.
—¿Que ha estado haciendo qué?
—Puedo llevarlo a Cheem, si eso es lo que quiere hacer.
—¿Eh? Y supongo que lo haremos volando como una hoja llevada por el viento.
Meer esbozó una de sus sonrisas instantáneas, juveniles.
—Tengo un amigo con una nave.
La expresión de Ash lo decía todo.
—Es cierto —dijo alegremente.
—Y, dígame. ¿Por qué se tomaría tantas molestias para ayudar a un simple viejo extranjero de tierras remotas como yo?
—Porque nos gustaría acompañarlo. Hasta Sato.
Ash alargó la mano hacia la espada, pero no encontró nada. Se había dejado el arma en su cuarto de la taberna.
—¿Quién es usted? —preguntó fríamente—. ¿De qué conoce Sato?
El hombre se encogió de hombros y abrió las manos con las palmas hacia arriba en un gesto de franqueza absoluta.
—Soy quien digo ser. Y un poco más. Lo único que necesita saber aquí y ahora es que soy amigo suyo, Ash. Y que tengo ciertas amistades. Gente que desea fervientemente intercambiar unas palabras con la orden Roshun.
—La orden Roshun ya no existe.
—¿Por qué no? ¿Porque las tropas imperiales la atacaron? Sí, ya hemos hablado con varios de sus agentes en los Puertos Libres. Todos dicen lo mismo que usted. Sin embargo, podrían quedar supervivientes en Cheem. Y si los hay, nos gustaría hacerles una oferta.
Ash se había levantado, aunque no recordaba haberlo hecho.
—¿Está con la Few?
Meer hizo un tímido gesto con la cabeza.
—Créame... Sólo queremos hablar con su gente. A cambio, yo podría estar dispuesto a ayudarlo.
—¿Ayudarme? ¿Con qué?
Meer se acercó a él para posar una mano sobre su hombro. Lo miró directamente a los ojos.
—Con su pérdida, amigo mío.
EL BÚNKER
La anciana Kira, madre de Sasheen, salió de un ascensor en las profundidades del Templo de los Suspiros, enfiló por un túnel alumbrado por lámparas de gas y vio que todos los carruajes menos uno habían partido.
Rodeó el vehículo que permanecía allí, con sus ruedas montadas sobre los raíles, un conductor que evitaba mirarla a los ojos y un tiro de zels que olisqueaba el aire y bufaba con impaciencia.
Kira tiró con fuerza del cordón, que hizo tañer la campana, y el conductor, un esclavo con la tez pálida por la nula exposición al sol, descargó el látigo contra el lomo de los zels, que se pusieron en marcha.
En lo más profundo del corazón de Kira ardía un fuego atroz cuyas llamas avivaba con el recuerdo de su hija, y también de su nieto —el joven Kirkus—, ambos muertos. A ambos lados se sucedían las insulsas paredes de hormigón y la crudeza de las luces instaladas a intervalos regulares.
Había sido Kira quien, en calidad de superiora dentro de la Sección, había dado las instrucciones al diplomático Ché en lo relativo a lo que debía hacerse en el caso de que Sasheen fuera capturada o tratara de huir de la batalla. Unas instrucciones que habían de darse, como siempre se había hecho cuando una matriarca o un patriarca acudía al campo de batalla; una orden que le habían ordenado transmitir personalmente.
Y ahora había ocurrido. Su hija yacía muerta, envenenada por la bala del diplomático.
«Oh, Sasheen», se lamentó Kira, y no pudo soportar que el dolor se apoderara de su cuerpo menudo.
Su linaje directo desaparecería cuando ella muriera. Otros dentro de la familia Dubois, su hermanastra Velma y sus hijos bastardos tomarían el timón de la menguante fortuna familiar.
Sus pensamientos se centraron en el diplomático que seguía suelto en Khos, quien sin lugar a dudas había disparado a su hija. Ché, el joven con métodos de roshun. Un desertor, si es que el informe poco preciso de los mellizos se ajustaba en algo a la realidad.
Kira se preguntó cómo podría destruirlo por completo.
Le parecía que llevaba horas balanceándose dentro del carruaje que se deslizaba por aquellas vías interminables, siempre cuesta abajo en dirección al invariable punto de fuga. Tenía tiempo para reflexionar, para permitir que sus emociones la fueran consumiendo poco a poco hasta sumirla en el aturdimiento y que su mente se convirtiera en un contenedor de pensamientos que aparecían al azar.
Se sobresaltó cuando el carruaje se detuvo y vio que habían llegado a su destino. El aire olía a rancio en las profundidades bajo las catacumbas del hipermorum.
Kira bajó del vehículo y enfiló caminando hasta la pesada puerta de hierro que había en la pared. Antes de que llegara, un sacerdote emergió de un cubículo para abrirla y le dedicó una honda reverencia cuando subió el escalón del umbral y se adentró en la diminuta cámara cilíndrica, cuyas paredes eran tan lisas y vítreas que se sentía como si estuviera dentro de una botella. El fondo de la estancia había puerta combada.
La luz fue desapareciendo lentamente hasta que sólo hubo oscuridad. Se oyó un siseo mientras Kira recibía una ducha de un líquido pulverizado con aroma a pino y mar.
—Código, por favor —dijo una voz procedente de todas las direcciones.
—Ocho, seis, cero, cuatro, nueve, nueve, uno.
La puerta interior se abrió con un chirrido y Kira cruzó a la luz que brillaba al otro lado.
El búnker era una tumba para todos los que habían sido enterrados vivos allí; las puertas de hierro estaban allí tanto para impedirles salir como para que evitar que otros entraran.
Los sacerdotes y los esclavos que vivían allí abajo nunca volverían a ver el cielo. Algunos se habían ofrecido voluntarios para esa existencia incompleta, pero la mayoría no estaban allí por elección. En el aire seco, filtrado, que corría por las habitaciones, flotaba una atmósfera de esperanzas truncadas y de deseos reprimidos para siempre. Un suave cuchicheo llegaba desde las piscinas, los salones y las jaulas del harén. De las bibliotecas y de las salas de mapas sólo llegaba silencio. Incluso se oía a alguien cantando, un muchacho desnudo encaramado a un pedestal en un pasillo de mármol entonaba una canción que celebraba los celos de los amantes.
Kira se detuvo bajo las franjas iluminadas por las lámparas de gas que arrojaban una luz intensa que creaba la sensación de día, rodeada de los frisos de las paredes revestidas de piel con escenas de cacería. En la cámara de espera apestaba a humedad y a putrefacción a pesar de los desodorantes que acababan de administrarle en la piel y la ropa.
En la sala había otras cuatro personas que esperaban en distintas posturas, entre ellas, Octas Lefall, célebre tío de Romano, inclinado contra la repisa de una chimenea decorativa, que la miraba con cierta expresión de satisfacción por la noticia de la muerte de la matriarca. Los demás estaban en el bar, conversando tranquilamente en susurros.
Kira respondió a Octas con una mirada igual de gélida. Ese día no estaba dispuesta a concederle la pequeña victoria de expresar abiertamente sus emociones.
El silencio se instaló en la cámara cuando la puerta de doble hoja se abrió con un traqueteo, y rápidamente todos los presentes formaron una fila y se arrodillaron con las cabezas agachadas.
La silla de ruedas con el respaldo alto chirrió empujada por un sacerdote corpulento. El hombre que iba sentado en ella tenía los ojos cerrados detrás de un par de gafas doradas. Debajo de la túnica de seda medio abierta no llevaba nada, y su piel arrugada de anciano estaba cubierta por las manchas propias de la vejez y algún que otro pelo blanco hirsuto. Su cabeza calva se meció ligeramente cuando la silla se detuvo frente a ellos. El sacerdote que había empujado la silla se retiró por donde había llegado y cerró la puerta.
Nihilis abrió los párpados bruscamente.
Sus ojos vidriosos aparecían agrandados y arrojaban una mirada maliciosa a través de los gruesos cristales de los anteojos.
—Kira —espetó, y su voz sonó con la fragilidad y la aspereza propias de sus ciento treinta y un años—. Tu hija ha muerto en Khos. Recibe mis condolencias por su desgracia. Espero que sea recordada por sus demostraciones de fuerza y no por las de su debilidad.
Kira agachó aún más la cabeza en su postura reverencial, aunque en el fondo sólo lo hiciera para ocultar un repentino ataque de ira.
Nihilis hizo sonar la campanita que tenía en el regazo. Las yemas de sus dedos estaban negras como el carbón.
Entró otro sacerdote que en silencio cruzó a trancos la alfombra de felpa para entregarle un vaso de cristal lleno de Leche Real. Nihilis le dio un sorbo y se relamió. Su rostro recuperó el color y él se puso derecho. La túnica se abrió un poco más y reveló las agujas plateadas en sus pezones y la colección de ornamentos prendidos de sus genitales.
Kira lo miró por entre las pestañas. Aborrecía a aquel hombre con la misma intensidad con la que lo temía.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer ahora? Al parecer tenemos un trono vacío a la espera de un ocupante.
Octas Lefall carraspeó. Lefall tenía la edad de Kira, de modo que también había estado presente en la Noche más Larga y el subsiguiente ascenso al poder de Mann.
—Mi sobrino pretende presentar su candidatura una vez que se haya hecho con el control de la fuerza expedicionaria desplegada en Khos. Es el aspirante más fuerte, y todos los aquí presentes lo sabemos. Deberíamos notificar al archigeneral que le ceda el mando del ejército. Hagamos que la transición sea lo más fluida posible. Facilitémosles las cosas en la conquista de Bar-Khos.
—Una postura predecible, Octas. Como siempre. ¿Qué pensáis los demás?
—Yo apoyo la moción —respondió Chishara, de los Bonne—. Cuanto más se alargue la guerra, más cara nos saldrá.
Hart, del rico clan Chirt dedicado a la industria del carbón, se volvió hacia Chishara sorprendido.
—Podría ser —apuntó en voz alta—. Pero hay más gente con la intención de presentar su candidatura legítima al trono. Mi hijo entre ellos. Deberíamos concederles una oportunidad.
Lefall soltó un resoplido desdeñoso que sofocó colocándose un dedo debajo de su larga nariz.
—Quieres que dé mi visto bueno al brioso Romano —dijo Nihilis dirigiéndose a Lefall—. Sin embargo, eso no se ajustaría a nuestras tradiciones, ¿no? Antes tenemos que cerciorarnos de que reúne las cualidades adecuadas para gobernar. Si se alza con la victoria en Khos tal vez podría lograr mi aprobación. De lo contrario habremos de aguardar a ver quién sale vencedor de la pugna en Q’os, y entonces decidiré si esa persona es apta o no.
—Pero, señor —dijo Chishara—. Si dejamos que afloren los nervios podríamos perder nuestras opciones en Bar-Khos.
—¡Oh! Los Puertos Libres acabarán cayendo, eso no lo dudes, Chishara.
Kira se dio cuenta de que estaba distrayéndose. Tenía los puños apretados en los costados y sentía cómo se le clavaban las uñas en las palmas de las manos. Una amargura insoportable se había apoderado de ella, una sensación de vergüenza, incluso, ante cómo estaba siendo despreciada su hija; ante cómo estaba siendo despreciada ella misma.
«Mira el daño que has causado a nuestra familia —dijo mentalmente dirigiéndose a su hija—. Ahora somos unos perdedores. Nuestra estrella cae y nuestras fuerzas menguan. ¡Habías nacido para ser una ganadora, hija mía! ¡Habías nacido para ser una conquistadora!»
Detrás de ella, en el mundo real, Chishara miraba de soslayo a Lefall mientras expresaba su opinión:
—No sólo es eso, mi señor. También hay que considerar el precio que pagaremos. Mis analíticos me informaron la semana pasada de que si la guerra se prolonga otro año tendremos más gastos de lo que podamos recaudar de las islas durante las dos primeras décadas de ocupación.
Nihilis agitó un dedo apuntando hacia ella, como si estuviera reprendiendo a una niña insolente. De hecho era la más joven del grupo; apenas acababa de cumplir los cincuenta.
—La derrota de los Puertos Libres significa mucho más para nosotros que los meros beneficios que podamos obtener con su trigo y sus minerales. —Hizo una pausa para tomar otro sorbo de Leche y se solazó un momento en el regusto que le dejaba en la boca—. Sí, ya veo que todos tenéis intereses. Kira, explícales ese plan tuyo tan astuto.
Los rostros se volvieron a ella con una expresión hostil, con miradas que la acusaban de gozar del favoritismo de su señor sólo porque en otro tiempo había sido su amante ocasional.
—Por supuesto —respondió Kira con su voz ronca, mirando directamente a los ojos a Nihilis. Empezaban a dolerle las rodillas de estar postrada—. Un plan, he de añadir, que fue refrendado en un primer momento por mí misma y por mi hija.
Hizo un sutil gesto con la cabeza y una sonrisa con los labios apretados estiró sus facciones arrugadas.
—Pronosticamos que los Puertos Libres habrán caído en menos de un año —dijo dirigiéndose a los demás—, una vez que hayamos cerrado el asunto de Bar-Khos. Cuando caigan tendremos libertad para concentrarnos en el problema de Zanzahar y del Califato.
Lefall puso los ojos en blanco. Kira prefirió obviarlo.
—A esas alturas nos habremos convertido en su único comprador de pólvora. Con la guerra concluida reduciremos nuestras compras de pólvora hasta prácticamente nada. Actuaremos así disfrazándolo de una consolidación temporal de nuestras cuentas. Al mismo tiempo provocaremos la hambruna en Pathia u otra isla cualquiera del sur, de modo que el precio de nuestro trigo se disparará. Entonces nos veremos obligados, o eso parecerá, a subir las tarifas en el trigo que vendemos a Zanzahar y del que dependen.
»En menos de un año, como consecuencia de esos dos golpes a su economía, Zanzahar se sumirá en una profunda crisis, y las condiciones favorecerán un golpe de Estado contra la Casa de Sharat. Nos aseguraremos de que sea así. Nosotros mismos organizaremos ese golpe de Estado con nuestros propios títeres, a quienes proporcionaremos la asistencia de los diplomáticos. Zanzahar y el Califato caerán sin la necesidad de una sola batalla. Y más importante aún, su monopolio en el comercio con las Islas del Cielo pasará a nuestras manos. Y con él, la única fuente conocida de pólvora.
Se la quedaron mirando como si estuviera hablando en otro idioma.
—¿Estás hablando en serio? —inquirió Chishara olvidando las formas en el acaloramiento de la discusión—. ¿Estamos a punto de cerrar el asunto de los Puertos Libres y ya estás pensando en jugar con todo lo que habremos ganado? ¿Y si el Califato descubre nuestras verdaderas intenciones? Podrían establecer un embargo. Nos cortarían el suministro de pólvora al tiempo que se la proporcionarían a cualquier grupo de insurgentes que apareciera dentro del imperio.
—Tienes miedo de lo que se podría perder —repuso Nihilis levantando de nuevo el dedo—. Ése ha sido siempre tu punto débil, Chishara. Más te valdría valorar todo lo que podríamos ganar si saliera bien.
—De modo que estaba decidido de antemano, ¿no? —dijo Lefall—.Vamos a seguir adelante con ese plan, ¿verdad?
Nihilis inclinó la cabeza hacia atrás como para escrutar el rostro de Lefall. Kira se fijó en la sorprendente rojez de los labios de su señor, de la punta de su lengua y de los bordes carnosos de sus párpados.
—¿Tienes suficientes bienes, Lefall? Es decir, ¿estás satisfecho con lo que tienes?
Lefall esbozó una sonrisa sutil.
—Nunca están de más, mi señor.
—Ahí tienes tu respuesta.
AMIGOS CON NAVES
No existía un ruido comparable al rugido de los quemadores de una aeronave; inundaba el espacio y ocultaba el resto de los sonidos, de modo que durante un rato, cuando el oído se acostumbraba a él, se convertía en una especie de silencio.
Ash se apretó contra la barandilla cuando la nave empezó a circunvalar lentamente los terrenos del monasterio, y se aferró con más fuerza a ella mientras contemplaba el bosquecillo de malis, con las copas cubiertas de nieve, que contrastaba con el rectángulo negro de las ruinas que yacían en el centro como la huella digital de una deidad iracunda.
En las inmediaciones del magro bosquecillo se extendían desordenadamente varias tiendas de campaña que despedían humo por conductos metálicos que sobresalían del techo.
—«Todo ha desaparecido», dijiste —señaló el monje Meer—. ¿Lo recuerdas?
Ash sólo podía seguir mirando sin salir de su asombro.
Oyó el golpeteo de un bastón contra el suelo de la cubierta y Coya se unió a ellos.
—Ver que hay supervivientes me sube la moral —dijo con alegría Coya, y se volvió hacia el capitán de la nave, que estaba en el alcázar discutiendo el lugar del aterrizaje con el piloto.
Golpeó con fuerza la madera del suelo con su bastón para hacerse oír por encima de los quemadores.
—¡Dese prisa, Ronson! ¡Vamos, bájenos de una vez!
Ash saltó a tierra firme antes incluso de que la aeronave hubiera rozado la superficie nevada y un segundo antes de que los chicos de la nave brincaran hasta el suelo, con el cabello y la ropa ondeando al viento, para amarrarla con estacas y cabos.
A su alrededor, el elevado valle montañoso yacía bajo una alfombra blanca. Una urraca emitía su canto de reclamo desde algún lugar, cacareándose a sí misma como si estuviera contando un chiste. Ash permaneció unos segundos contemplando el perfil de las lejanas tiendas sacudidas por el viento, acariciando con el dedo pulgar la empuñadura de la espada enfundada.
Tras unos primeros pasos vacilantes, Ash enfiló a trancos hacia ellas con el corazón en un puño.
Mientras se acercaba a la tienda más próxima, con el techo abombado por la nieve, oyó voces que se elevaban repentinamente de gente discutiendo. Bordeó la tienda para dirigirse a la entrada y justo en ese momento Baracha emergió por la puerta con el ceño fruncido en su rostro cubierto de tatuajes.
El grandullón alhazií se quedó paralizado, y una curiosa serie de expresiones se sucedieron en su rostro: sorpresa, ira, confusión y, finalmente... alivio.
—¡Viejo cabrón! —exclamó, y agarró a Ash por los hombros y lo zarandeó sin darle tiempo para responder.
Detrás de Baracha vio a Serèse y a Aléas sentados en unos rudimentarios catres dentro de la tienda, con naipes en las manos y boquiabiertos.
—¡Ash! —exclamaron a coro, y salieron disparados para recibirlo.
Ash sintió cómo su cuerpo entraba en calor envuelto por sus abrazos. Al cabo se desembarazó de ellos, incomodado por aquella abierta demostración de cariño.
—¿Ha curado bien? —preguntó Ash, sacudiendo la cabeza hacia el muñón en el brazo izquierdo de Baracha.
—Sí, bueno, bastante bien. Aunque me pica a rabiar.
«Claro», pensó Ash, y recordó a Osho y su pierna mutilada, y cómo se rascaba una pata de palo que en su memoria todavía era de carne y huesos.
Enseguida la conversación se animó. Ash daba largas a sus preguntas.
—Decidme —dijo, incapaz de seguir conteniéndose—. La urna que os di, ¿todavía está en buenas condiciones?
—¡Claro! —espetó Baracha—. Se la entregué a Aléas para que cuidara de ella.
Aléas fue a buscarla y sacó la urna con las cenizas de debajo de su camastro.
La sensación de alivio que inundó a Ash hizo que por un momento su cuerpo temblequeara.
—¡Vamos! —dijo Baracha—. ¡Te llevaremos con los demás!
—Entonces estás al tanto de lo que ocurrió, ¿no? —preguntó Baracha por encima del hombro desde la cabeza del grupo.
—Nuestro agente de Khos me lo contó.
—Perdimos a la mitad de los nuestros en el ataque. Cuando Osho comprendió que la situación era desesperada mandó a todo el mundo que se metiera en la cámara de vigilancia. Los mannianos se marcharon sin saber que se escondían allí.
Ash se detuvo con las botas hundidas en la nieve. Notó las partículas de ceniza en los orificios de la nariz.
—Osho... ¿murió?
Baracha se tomó unos momentos antes de volverse para mirarlo a la cara.
—Lo encontramos en las puertas, junto con los otros. Se quedaron para entablar una última batalla que permitiera a los demás llegar abajo.
—¿Y Kosh?
—Está más delgado de lo normal. Y le da a la botella más que nunca.
—¿Está vivo?
—Ven y verás.
Ash vio superadas sus esperanzas. Llegaron a otra tienda de la que salía humo y encontraron a Kosh sentado en su catre hablando con un grupo de aprendices.
El viejo camarada de Ash abrió completamente la boca y corrió al encuentro del viejo roshun con los ojos brillantes.
—¡Estás vivo! —jadeó en la lengua de Honshu, y alargó una mano para tocarlo como si quisiera confirmar su existencia.
—Me alegra verte, viejo amigo —dijo Ash cuando se fundieron en un abrazo—. No os imagináis lo que me alegra veros a todos.
El resto de los roshuns se congregaron con una excitación bulliciosa en la tienda de campaña de mayores dimensiones. Incluso el Vidente bajó de su choza para unirse a ellos y saludó afablemente a Ash.
En total sumaban veinticuatro supervivientes, la mayoría aprendices o los roshuns más jóvenes de la orden. En buena medida habían sido las manos más ancianas las que se habían quedado en la entrada del monasterio y luchado para ganar algo de tiempo para su salvación. Ash vio a Stretch, de las Islas Verdes, entre el grupo, y al artero Hull, y a los dos hermanos Nevares sentados juntos como siempre.
Azuzaron el fuego de la hoguera central y las llamas se elevaron altas mientras el viento aullaba fuera. El alcohol y la comida eran lo suficientemente abundantes como para considerarlo un banquete. Al parecer, las provisiones no escaseaban. Baracha le explicó que habían estado transportando suministros desde Puerto Cheem mientras esperaban el regreso de los roshuns que seguían embarcados en sus misiones para decidir el siguiente paso. Las opiniones seguían divididas. Los más jóvenes deseaban declarar una vendetta contra el imperio de Mann pasando por encima del código roshun que prohibía una acción así. Otros, como el mismo Baracha, afirmaban que podían reconstruir el monasterio en cualquier otro lugar y seguir adelante con sus vidas si encontraban un lugar seguro.
Ash se preguntó cuántos quedarían todavía por convencer.
Cuando Meer y Coya llegaron al fin, Ash se levantó rápidamente para presentarlos. Meer esbozó una sonrisa, mientras que Coya se encorvó sobre su bastón e inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Son nuestros amigos —dijo Ash dirigiéndose al auditorio—. Han venido para hacernos una oferta.
Los roshuns repartidos por la tienda se revolvieron con nerviosismo.
—¿Y qué oferta es ésa? —inquirió Aléas.
Cuando Coya abrió la boca para responder, Ash se le adelantó y le hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Aquí no.
Ash abandonó entonces la tienda a sabiendas de que todos lo seguirían.
Ash se detuvo frente a las ruinas, aturdido por la cantidad de sentimientos que afloraban en su interior. Permaneció un rato contemplando aquellos escombros que formaban el túmulo mortuorio de su hogar, de sus amigos.
A su espalda oía cómo se concentraban los roshuns.
—¡Contádselo! —bramó Ash por encima del hombro.
Él no escuchó a Coya mientras éste se dirigía a los roshuns. Por el contrario se agachó y examinó las partículas de ceniza que danzaban y se deslizaban impulsadas por la brisa. Cerró los ojos un momento, y cuando volvió a abrirlos hundió los dedos estirados en la superficie de ceniza y escombros y volvió a extraerlos lentamente.
Se recorrió la cabeza con los dedos y continuó por la cara hasta llegar a la base del cuello. Sólo entonces se volvió hacia la asamblea.
—¿Dónde tienen su base? —preguntó Baracha a Coya—. ¿Desde dónde trabajan?
—Desde los Puertos Libres, principalmente.
—Entonces son mercianos, ¿no?
—La mayoría. Pero no todos.
—Explíquenoslo otra vez. ¿Qué hacen exactamente?
Coya dejó caer a un lado la cabeza y miró a Meer.
—Luchamos contra... —empezó a decir el monje, y entonces abrió los brazos en un repentino gesto de incomodidad y volvió a cerrarlos con una palmada—....las concentraciones de poder. Supongo que podríamos denominarlo así.
—¿Y contra los mannianos? —preguntó sagazmente Aléas—. ¿También luchan contra ellos?
—Por supuesto.
—Entonces, lo que quieren es que les acompañemos y trabajemos para ustedes, ¿no? —dijo Kosh.
Meer olfateo el aire y levantó un momento la mirada hacia el cielo que se desplegaba sobre ellos.
—No —respondió—. Queremos preguntarles si están preparados para elegir un bando.
—Se ha equivocado con nosotros —señaló el anciano Vidente con su hilo de voz—. Los roshuns no eligen bandos.
—En ese caso quizá haya llegado el momento de que se transformen en algo distinto —respondió Coya—. En algo nuevo. A fin de cuentas, todo cambia, ¿no?
Ash observó detenidamente a los roshuns. El viento les alborotaba el pelo y les sacudía las túnicas. Las copas de los árboles se mecían a su alrededor arrojando la nieve instalada en ellas. Los roshuns tenían la sensación de que Ash estaba esperando su turno para hablar, y uno a uno fueron volviéndose hacia él para prestarle toda su atención.
—Sato fue erigido por exiliados que huían de una derrota —declaró Ash hacia los roshuns—. Ahora nos enfrentamos a un nuevo exilio.
Se adelantó para colocarse en el centro del grupo y miró fijamente al Vidente a los ojos.
—¿Volvemos a huir y a escondernos? —preguntó a la asamblea—. ¿O preferís honrar a los que perdimos en estas tierras luchando por una causa que vale la pena? ¿Aunque eso suponga elegir un bando? ¿Incluso aunque suponga dejar de ser roshuns? Bueno, dejadme deciros que yo sé lo que haría si la decisión dependiera de mí.
Una racha de viento espolvoreó una ráfaga de ceniza sobre la nieve pisoteada alrededor de los pies de los roshuns. Ash vio cómo sus camaradas se volvían hacia las ruinas de Sato y al momento supo de qué lado caería la decisión.
Ash abandonó entonces la reunión, pues sabía que lo demás ya sólo sería palabrería.
Esa noche, los roshuns se sentaron alrededor del fuego en la misma tienda. Las paredes de lona se sacudían con el viento para celebrar el reencuentro de los viejos amigos. Los roshuns charlaban bulliciosamente mientras Ash y Kosh contemplaban juntos las llamas.
Kosh sacó una botella de fuego de Cheem, que arrancó un gruñido de sorpresa de la garganta de Ash.
—La compré con la esperanza de que volverías —dijo en la lengua de Honshu. Tomemos un trago por los viejos tiempos.
A Kosh todavía le brillaban los ojos, y seguía dándole de vez en cuando golpecitos con la mano. Sin embargo, parecía un hombre distinto de aquél con el que Ash había hablado por última vez; lo notaba en la flacidez de sus carnes; las arrugas de su piel eran más profundas; su mirada, menos intensa; y su voz, apagada. Algo dentro de Khos se había quebrado de un modo muy sutil.
La temperatura no dejaba de subir dentro de la tienda con tantos cuerpos hacinados y con los troncos llameando en la hoguera. Ash se entregó a la atmósfera tórrida y se relajó como si estuviera disfrutando de un baño caliente.
—Dime —dijo Kosh—. En cuanto a la matriarca. ¿Tú...?
Ash meneó la cabeza.
—Perfecto. En ese caso no hay por qué seguir hablando del tema. Dime, ¿confías en estos mercianos?
—Son buena gente. Y su oficial es un hombre sensato. Podemos echar una mano en los Puertos Libres.
—Creía que ya habíamos asistido a la última causa perdida —repuso Kosh con sequedad, y se volvió hacia Coya y el monje, que reía a mandíbula batiente, olvidando por un momento su bebida.
«Dale tiempo», pensó Ash, que conocía como nadie a su viejo amigo.
—Deberías oír las historias que cuenta el monje —comentó con la mirada fija también en Meer—. Ha viajado a lugares muy lejanos.
—¿Más lejanos que los que hemos visitado nosotros? ¡Eso es imposible!
—Me ha dicho que ha estado en las Islas del Cielo.
—¿Hasta allí ha llegado? —inquirió Kosh con una envidia evidente.
—El viejo Vidente es una historia en sí —dijo Kosh—. ¿Te acuerdas de Ché, nuestro misterioso aprendiz desaparecido? El Vidente dice que fue a buscarlo la noche del ataque; que lo escondió y le salvó la vida.
Ash le lanzó una mirada asustada.
—Qué extraño —respondió.
Ash tomó un trago largo y sintió cómo el licor le abrasaba el estómago. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento el joven diplomático, si todavía seguiría vivo.
Descubrió con sorpresa que le deseaba lo mejor. Después de mucho tiempo, el muchacho tenía la mente clara y el corazón abierto.
Ash paseó la mirada por los roshuns congregados, reparando en las ausencias dentro del grupo, aquellos a quienes habían perdido, hombres con los que había compartido media vida en las frías montañas de Cheem.
—Pensaba que habíais desaparecido todos —confesó Ash.
—Sí, bueno. Tuvimos más suerte de la podíamos esperar. Por cierto, lo siento. Oí con pena lo de tu pérdida. El chico merecía un final mejor.
Ash dio otro trago largo a su jarra.
—Todavía no ha terminado —aseveró, y se inclinó hacia Kosh para que éste lo oyera en medio de la algarabía de la celebración—. Podría haber un modo de remediarlo, amigo mío.
—¿Remediarlo?
—De traer de vuelta a Nico.
Kosh se lo quedó mirando fijamente buscando algún indicio de enfermedad, y torció el gesto con perplejidad sin saber muy bien qué hacer con las palabras de Ash.
—No entiendo.
—Meer conoce una manera de hacerlo. Si acepto unirme a ellos me la enseñará.
—¿Y tú en serio crees que es posible hacer algo así?
—Aquí no. Pero en las Islas del Cielo...
—¿Una manera de reanimar a los muertos? ¡Por favor!
Sabía cómo debía sonar a los oídos de su viejo amigo y esbozó media sonrisa.
—Entonces vuelves a dejarnos —dijo Kosh, de repente comprendiéndolo todo—. Después de la charla que nos has dado sobre lo de ayudar a los Puertos Libres, nos dejas otra vez.
—Sólo por un tiempo. Pero ahora que sé que por lo menos hay un lugar adonde volver, será más sencillo.
Kosh le sirvió otro trago mientras meditaba el asunto. Sacudió violentamente la cabeza como si quisiera ahuyentar todos los pensamientos que se acumulaban en ella. Luego levantó su jarra y la chocó con la que sujetaba Ash. Algo de fuego de Cheem se derramó sobre sus manos.
—¡Con el corazón! —declaró Kosh.
Ambos se recostaron y disfrutaron con satisfacción de la compañía mutua en silencio.
Meer estaba relatando sus historias junto al fuego en compañía de Coya y del Vidente. Los tres estaban ya borrachos. Todos estaban borrachos.
Baracha estaba sentado al lado de su hija hablando animadamente con ella. Aléas se echaba a reír por algo con la boca completamente abierta intentando convencer al joven aprendiz Florés de que compartiera su entusiasmo.
Ash se incorporó de nuevo con la mirada fija en las llamas. Por un momento le pareció oír la risa de otro muchacho, o al menos el recuerdo de ella, y ladeó la cabeza con la esperanza de volver a oírla.
Fin
Título original: Stands a Shadow
© Col Buchanan, 2011
© Editorial Planeta, S. A., 2012
ISBN: 978-84-450-0022-9