—Algo me dice que no es usted de Apex V...
—¿Por qué? —Lo interrumpio el joven, tragando saliva.
—Ah, se reconocer a la gente —La sonrisa de Rugolo se distendió levemente. Iba por el buen camino—. Me llamo Maynard Rugolo. Soy mercader. ¿Puedo saber su nombre?
—Mm, Calliden. Pelor Calliden.
—Deseo hacerle una proposición. ¿Hablamos aquí o fuera?
—¿Una proposición?
—Si, de carácter profesional.
La mirada de terror que provocó esa observación hizo pensar a Rugolo que su sospecha era cierta. Había encontrado un navegante. Un navegante que por algún motivo, quería pasar inadvertido.
En el futuro de pesadilla de WARHAMMER 40.000, la humanidad se encuentra al borde de la extinción, debido a los ataques de los Poderes del Caos. Mientras las flotas de combate del Imperio se disponen a desencadenar una cruzada en el corazón mismo del Caos, el mercader interestelar Maynard Rugolo busca poder y riqueza en las fronteras de ese aterrador y demencial reino.
Capítulo 1
El grito del psíquico.
—Es él?—preguntó el Bibliotecario Marine Espacial.
—Es él, lexicanium —respondió el guardia tecnómata en tono coloquial y amable—. Fue traído hace treinta días, enviado por la Schola Psykana.
El Epistolario perdonó mentalmente al guardia por responder a preguntas que no le habían sido formuladas. Un tecnómata tenía una personalidad rudimentaria. Le habían lavado el cerebro por alguna infracción cometida o, posiblemente, había crecido en una cuba para servir a los fines del Administratum, sólo conocía una función y no podía desempeñar ninguna otra. Sin duda, era incapaz de captar los matices del protocolo y de observarlos al dirigirse a una persona de rango superior.
El Bibliotecario podía ver el interior de la celda en una pantalla vacilante que había junto a la puerta. El pálido joven que la ocupaba estaba acurrucado sobre un banco. Estaba vestido con una sola prenda muy sencilla de piel curtida, guarnecida con flecos en los puños y en el bajo, con toda probabilidad, la vestimenta del mundo primitivo de donde lo habían sacado.
Incluso desde donde estaba, el Bibliotecario pudo percibir su miedo casi incontrolable.
—Sácalo de ahí.
Los ojos protegidos del guardia se oscurecieron, pasando a la modalidad de infrarrojos que usaba para escoltar a los prisioneros. La pesada puerta de hierro forjado se abrió con un chirrido metálico, y el fornido tecnómata entró pesadamente en la celda, obligando al joven a levantarse y a salir al pasillo.
El Bibliotecario vestido de negro y el primitivo vestido de cuero se miraron, el uno con curiosidad distante y el otro con aprensión. El Bibliotecario sabía que el joven también podía sondear su mente, y eso era lo que más lo asustaba. No sabía por qué había sido llevado allí. No sabía quién o qué era el Bibliotecario. No sabía qué le tenían reservado. No tenía sentido tratar de tranquilizarlo. De saberlo, lo más probable era que el terror paralizara su corazón.
—Ven —el Bibliotecario se volvió y empezó a andar por el largo corredor, seguido por el guardia que de tanto en tanto ayudaba al prisionero, cuyas rodillas amenazaban eon desfallecer.
Una característica de Marte, patria del Adeptus Mecánicus, es que no había un nivel normalizado de tecnología. Las artes más evolucionadas, es decir, las más prehistóricas, convivían con las más burdas improvisaciones modernas. Los escáneres visuales para vigilar el interior de las celdas habían sido fabricados por jóvenes preiniciados como ejercicio experimental, y utilizaban discos giratorios cargados en lugar de pantallas eléctricas de exploración. Al final del largo corredor, en cuyas paredes de hierro brotaba la humedad produciendo un moho verdoso, y detrás de cuyas hileras de puertas de hierro languidecía más de un silencioso cautivo del Adeptus, había un montacargas con puertas de bronce plegables que se abrieron de golpe con gran estrépito metálico. Los tres hombres de orígenes tan diversos entraron en el montacargas. El tecnómata cerró las puertas y tiró de una pesada palanca. Se produjo un ruido y una sacudida, y se oyó el roce tirante de los cables que hacían subir el montacargas.
Arriba, arriba, arriba, en un ascenso interminable.
En lo alto de la torre más elevada de esta parte de Marte, las gruesas ventanas deterioradas por la intemperie permitían contemplar una vista panorámica de miles de kilómetros del que todavía se conocía como Planeta Rojo. En general, su tonalidad rojiza no se debía, como había sucedido en épocas anteriores, a sus desiertos color ocre, sino al óxido. Lo que había al pie de la torre se parecía más bien a una selva descontrolada en descomposición, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pero la selva no era natural. Estaba formada por maquinaria gigantesca, tanto nueva como abandonada; por ciudades abigarradas, tanto de reciente construcción como abandonadas; por colosales obras de ingeniería, algunas de ellas retorcidas y hundidas y rodeadas por un halo aceitoso de contaminación. En realidad, era el resultado de los casi cuarenta siglos del Culto al Dios-Máquina, de la adoración de la máquina. Porque había sido aquí, y sólo aquí, donde las artes científicas se habían preservado para la especie humana durante los largos siglos oscuros de anarquía que habían sumido a la Tierra en la barbarie. Durante ese tiempo, los adeptos de Marte apenas se habían molestado en eliminar los desechos y limpiar las zonas de almacenamiento de chatarra. Dedicados como estaban a la sagrada tarea de fabricar cosas nuevas, los tecnosacerdotes del Dios-Máquina consideraban reliquias sagradas las obras de épocas pasadas. Por ello, la maquinaria de Marte se extendió como un cáncer, apilándose sobre la superficie del planeta.
Aquí y allí se veían todavía retazos del desierto original. Cuando se levantaba viento, la antigua arena era arrastrada hasta las obras del hombre, acumulándose y erosionando su herrumbrosa superficie y dejando una pátina de rojo polvo marciano en la superficie metálica. Pero en cuanto volvía la calma, el triste sol brillaba imperturbable en el cielo rosado, un cielo en el que podían verse objetos alargados, centelleantes, moviéndose a sus anchas de una parte a otra del horizonte, siguiéndose unos a otros en una procesión ininterrumpida. Eran los muelles y fábricas orbitales que también formaban parte de la monolítica industria marciana, y de los que salían las naves de la Flota de Combate Solar y otras construcciones especializadas que necesitaban gravedad cero.
Tras abandonar el montacargas, los tres hombres fueron conducidos por un secretario lexómata a la oficina del Tecnomago Ipsissimus.
El tecnomago tenía una edad venerable. Eran pocos los que sabían con exactitud cuántos años había vivido, sólo el reducido grupo de sus tecnosacerdotes personales y el Mago Biologis que se ocupaba de las alteraciones de su cuerpo. Su rostro envejecido, surcado por las arrugas, tenía una expresión de dolorosa ansiedad mientras, vestido con su túnica escarlata y sentado ante una mesa de electrum tachonada de zafiros, mantenía una conferencia con un visitante que era el emisario del Representante Inquisitorial, uno de los Altos Señores de la Tierra. Dio la impresión de que la entrada del prisionero le había pasado casi desapercibida.
El emisario, ataviado con un espléndido tabardo azul y una capa a juego, escuchaba con atención las palabras del tecnomago.
—Hace ciento setenta y ocho años —decía Ipsissimus— que la Inquisición envió una nave invisible al Ojo del Terror. El motivo es simple. De las aproximadamente veinte naves espía enviadas, ninguna volvió ni consiguió enviar información útil.
—El Ojo es un lugar muy peligroso —señaló con serenidad el emisario del Representante Inquisitorial—. Hay quienes piensan que es mejor dejarlo como está.
—¡Ja! —Ipsissimus levantó las manos con gesto exasperado—. ¿Dejarlo como está? ¿Y que cause todos los estragos que pueda? Sí, ya lo sé, la gente tiene opiniones diferentes sobre los peligros que representa... no se divulga todo. Pero sin duda ustedes, los de la Inquisición, saben mejor que nadie que es el mayor peligro al que puede enfrentarse la especie humana. Vamos, no frunza el ceño. No pretendo ser irrespetuoso con la Inquisición... No tiene ningún sentido enviar naves y hombres a una destrucción segura sin un objetivo. Pero el problema subsiste. Me ha preocupado y llevo unos cuantos años pensando en ello. He estado trabajando en un nuevo tipo de nave invisible. Tiene diez veces más capacidad de camuflaje que el modelo antiguo. ¡Podría recorrer el Ojo de un extremo a otro sin ser detectada! Va mejor armada y es mucho más grande, de manera que puede transportar más tropas de combate por si es detectada. ¡Mis esfuerzos han valido la pena!
El emisario ignoró cortésmente semejante presunción por parte del tecnomago. La edad tiene sus privilegios.
—¿Es viable una nave de tales características? —preguntó pensativo—. ¿Es posible siquiera? Recuerdo las dificultades que tuvimos con las antiguas naves invisibles. Fueron más un acto de desesperación que otra cosa, y estábamos convencidos de que eran las mejores que podían construirse.
—Eso puede achacarse a la ingenuidad de los adeptos, y en especial a la mía propia. Nos incomoda nuestra incapacidad para resolver un problema, ya que pone en tela de juicio nuestra devoción al Dios-Máquina.
El prisionero vestido de cuero profirió un gemido. Hasta ese momento había permanecido en silencio, de pie a un lado de la estancia, sostenido por el brazo experto del guardia, casi sin atreverse a mirar por las gruesas ventanas de glasita, indiferente a la conversación que allí tenía lugar. El hecho de ser transportado de las profundidades de una olvidada mazmorra hasta la cima de esta torre que desde su altura de tres millas imperiales dominaba la superficie del planeta, de ser expuesto a la auténtica luz solar y al panorama que se extendía allí abajo, lo había dejado atónito, más que cualquier otra experiencia que hubiese vivido jamás. Se encogió cuando todos los rostros se volvieron hacia él y empezaron a flotar a su alrededor palabras desconocidas, intimidatorias, en dialecto gótico.
—Este joven estuvo a punto de ser quemado por brujo en algún planeta abandonado de la mano del Emperador —dijo el Tecnomago Ipsissimus—, cuando fue recogido por agentes del Adeptus Astra Telepática. Es un psíquico muy poderoso, realmente muy poderoso, uno de los más poderosos que he conocido en muchos aspectos. Se consideró que se extinguiría demasiado pronto como para que valiese la pena formarlo como astrópata, de modo que fue enviado a servir en el Astronomicón. Pero incluso allí fue rechazado por su inestabilidad... parece ser que hasta el Astronomicón tiene sus exigencias. Fue devuelto a la Schola Psykana para una revisión, y hubiera sido sacrificado al Emperador como cualquier psíquico incontrolable de no haber sido por ciertas visiones que comunicó. Como esas visiones están relacionadas con mi proyecto de nave invisible, ordené que lo trajeran aquí.
—Pues para alguien nacido con una incapacidad tan manifiesta, parece que tuvo una suerte increíble al conseguir escapar de la muerte con tanta insistencia —dijo el emisario con una sonrisa algo forzada.
—Huram. Puede que no sea exactamente así —murmuró el tecnomago—. ¿Qué piensas de él, lexicanium?
—Al parecer no ha caído bajo el influjo de ningún tipo de posesión demoníaca —respondió el Bibliotecario, mirando de nuevo al psíquico primitivo—, lo cual es poco habitual en alguien de talento tan avanzado... puede que haya sido su «suerte» una vez más. Sufre una terrible tortura, y se encuentra en una situación muy inestable, debido sobre todo al hecho de vivir dominado por un terror constante.
—Terror, sí terror. Haz que nos hable sobre el Ojo del Terror.
A la sola mención de esa frase, que no había conseguido oír antes cuando su mente estaba absorta en el paisaje de abajo, el psíquico profirió un prolongado aullido:
—¡La Puerta! ¡La Puerta! ¡Huyamos! ¡Se está abriendo la Puerta!
—La Puerta, así es como llama al Ojo del Terror —dijo Ipsissimus con tono grave al emisario—. Una especie de metáfora. Una puerta cósmica sobre la disformidad. Sus visiones son fragmentarias, pero la Schola Psykana está plenamente convencida de que ha visto algo importante que está sucediendo allí, algo de lo que debemos enterarnos. Por lo tanto, propongo que enviemos la nueva nave invisible al Ojo del Terror. Es probable que así consiga averiguarlo.
»Permítame que le presente al Bibliotecario Merschturmer, del Capítulo de las Estrellas Purpúreas del Adeptus Astartes —añadió el tecnomago, haciendo un gesto de asentimiento—. Si da su aprobación, él acompañará a la misión y actuará como astrópata, por si fuera necesario tratar de enviar un mensaje al exterior del Ojo.
La voz vacilante del astromago hizo una pausa. El emisario miró al Bibliotecario por primera vez y le dedicó una leve inclinación de cabeza con frío pero genuino respeto. Cualquier Marine Espacial, por su antigua, aunque indirecta, vinculación con el Emperador, era objeto de cierta admiración, al margen de sus cualidades casi sobrehumanas.
En ese momento, el psíquico descontrolado, con un movimiento convulsivo, se liberó de la sujeción del guardia y cayendo de rodillas ante los ancianos tecnomagos habló con voz ahogada, desesperada, pronunciando las vocales con el extraño acento de su planeta de origen.
—¡Nobles señores, os lo ruego, no me matéis!
—¿Matarte? —exclamó el mago enarcando sus pobladas cejas—. No estábamos pensando en matarte.
—¿Qué te gustaría que hiciéramos contigo, joven? —preguntó el emisario del Representante Inquisitorial, mirando altivamente al suplicante cautivo y dedicándole un gesto despectivo.
—¡Podéis dejarme inconsciente, como un vegetal, y mantenerme vivo para siempre! ¡No me dejéis vivir, pero tampoco morir! ¡Si muero, mi alma irá a parar al otro lado de la Puerta!
—Quiere decira la disformidad, señores —explicó el Bibliotecario—. Ha visto en el interior de la disformidad y tiene miedo de lo que ha visto.
—Anímate —dijo el venerable tecnomago, avanzando con paso vacilante hacia el psíquico, al que cogió suavemente por un brazo e hizo que se pusiera de pie—. Estás llamado a prestar un gran servicio al Imperio. Tendrás valientes compañeros. Vas a ir al interior del Ojo del Terror, el lugar al que tú llamas la Puerta. Allí tu talento nos será muy útil. Junto con otros como tú, si el Emperador da su aprobación, descubrirás lo que está sucediendo allí.
Al escuchar estas palabras, el cuerpo aterrorizado del psíquico se puso rígido y sus ojos se desorbitaron.
Con un grito sofocado, el Epistolario Merschturmer retrocedió vacilante y se llevó las manos a la cabeza como si le hubieran dado un golpe. El emisario del Representante Inquisitorial y el tecnomago también retrocedieron, porque no había emitido un solo sonido, el psíquico había lanzado un grito mental, es decir, un grito psíquico que atravesó todas las conciencias vivas que lo rodeaban. Un discordante, desgarrador aullido mental de un horror inmenso, absoluto, un grito de terror y desesperación.
Capítulo 2
Una misión espeluznante
A simple vista, el gran remolino de abigarradas estrellas al que el Imperio denominaba Ojo del Terror parecía exactamente lo que su nombre indicaba: un ojo siniestro, resplandeciente, enfocado hacia el espacio, engarzado como una joya maligna en el noroeste de la galaxia. Para muchos era sólo eso. Entre los billones de habitantes del Imperio eran pocos los qué tenían conocimientos de historia, y ninguno de los tecnosacerdotes cuyos grandes motores impulsaban sus enormes naves interestelares de una estrella a otra se había ocupado jamás de explicarles la auténtica naturaleza de ese otro reino, el universo alternativo, insustancial, al que llamaban Immaterium, o simplemente la disformidad. Y no es que se ocultaran esos conocimientos, aunque oficialmente se habría negado su existencia, sino que su difusión era restringida. De ahí que muchos de los más cultos consideraran que la idea de la disformidad como un reino de Caos, habitado por espíritus, monstruos y demonios, era una muestra de ignorancia o la fuente de la que se alimentaban mitos y leyendas, o pura y simple superstición. Es cierto, el Ojo del Terror —conocido también por muchos otros nombres en las regiones que lo rodeaban— era considerado un lugar peligroso. Los tripulantes de la Navis Nobilite procuraban evitarlo. Era una tormenta de disformidad, la mayor de la galaxia, e introducirse en ella suponía tirar la propia vida por la borda.
Para los interesados en las cuestiones académicas de algunos planetas, ni siquiera el Culto del Emperador, la religión oficial del Imperio, debía tomarse al pie de la letra. Si no existían los espíritus, sostenían algunos, era evidente que el Emperador no podía ser lo que se decía que era, y lo que en realidad era, es decir, el más grande entre los dioses.
Ciertamente, podía haber una razón para semejante falta de conocimiento. A lo mejor lo que sucedía era que la ignorancia era lo que convenía al Administratum. Ya había demasiados seres humanos psíquicamente sensibles a la disformidad, y algunos, a menudo inadvertidamente, abrían una vía para que las criaturas de la disformidad accediesen al mundo material. Las consecuencias de ello eran terribles no sólo para sí mismos y para quienes los rodeaban, sino también, en muchos casos, para planetas enteros.
Sucedía así que incluso gentes que vivían en la medialuna de mundos que bordeaban el Ojo del Terror no sabían que hasta los rumores más disparatados se quedaban cortos, porque en el corazón del Ojo había lo que algunos llamaban el Byssos, un agujero en la materia espacial por el que se vertía la energía bruta de la disformidad, mutando y corrompiendo todo lo que tocaba.
Además, alrededor de esa hendidura abierta en la realidad, justo sobre los confines de la terrible tormenta que hacía miles de años que existía y no daba señales de extinguirse, había mundos innúmeros bajo el corrupto dominio del Caos, de los demonios y de guerreros poseídos por el Caos, todos ellos enemigos mortales del Imperio.
Un grupo de personas que no se engañaban sobre su naturaleza eran los tripulantes de la innombrada nave invisible del Imperio, construida en el más absoluto de los secretos. Transportada por una nave espacial desde el planeta Marte hasta una luna sin atmósfera, bajo el control coordinado del Adeptus y de la Inquisición, fue sometida a las pruebas finales. A continuación, con el camuflaje psíquico programado en su valor máximo, puso rumbo a través de la Puerta de Cadia, la única vía navegable para introducirse en el Ojo. Una vez dentro del torbellino estelar, estaba fuera del Imperio. Se encontraba entre los mundos infernales, surcando el vertiginoso mar de la trémula energía celestial, donde la disformidad y el espacio real se superponían.
El exterior de la nave invisible era una jungla de altavoces, torretas y antenas. El Adeptus Mecánicus se jactaba de que la nave era invisible para cualquier sonda psíquica o material que los mundos del Caos pudieran lanzar contra ella. Dentro del estrecho casco, la única iluminación era el amortiguado resplandor verdoso de los instrumentos y de las runas fosforescentes, y lo único que se oía era un murmullo de voces sobre el zumbido de fondo de los motores. A bordo de la nave se encontraban los tecnosacerdotes que habían ayudado a construir la nave invisible, dos navegantes, tres inquisidores, uno de los cuales capitaneaba la nave, medio escuadrón de Marines Espaciales de las Estrellas Purpúreas, incluido el Epistolario Merschturmer, y un equipo especialmente entrenado de psíquicos, cuya tarea consistiría en espiar los reinos ocultos dentro del Ojo.
Y también, atado en un asiento envolvente, medio loco, con la boca crispada por el terror al sentirse rodeado por la energía liberada de la disformidad estaba el desventurado joven cuyos poderes psíquicos descontrolados lo habían sumido en la miseria, el que de algún modo había echado una mirada mental al Ojo y había visto que algo ocurría en su interior, algo peligroso para el Imperio, y que sería el guía de la expedición.
El Bibliotecario Marine Espacial se arrodilló junto al joven y le inyectó un calmante. La mandíbula del psíquico se aflojó y su cabeza cayó sobre el pecho mientras Merschturmer le hablaba en voz queda.
—¿Por dónde?
No era necesario que el prisionero hablara. El equipo entero de psíquicos estaba sintonizado con su mente. No había dos de ellos que vieran exactamente lo mismo, ya que sus propios sistemas nerviosos interpretaban lo que percibía el tembloroso joven, pero también temblaban con él. Ninguno de ellos había tenido antes la experiencia de sentir una energía psíquica con un alcance de años luz en todas direcciones, penetrando en el espacio mismo que ellos ocupaban, mezclándose con el aire que respiraban. Para los psíquicos era como ahogarse en una espuma electrizada. No todos eran capaces de describir lo que sentían, pero para la mayoría era como ver una vasta extensión multicolor en la que se formaban y se disolvían formas abstractas, bloques, cubos y esferas que giraban vertiginosamente.
—La Puerta —musitó el psíquico descontrolado, cerrando los ojos—. Van a abrir la Puerta.
Vieron hacia dónde tendía su mente y dieron instrucciones.
Los dos navegantes consultaron, reunidos en la apretada cabina situada en el morro de la nave invisible, y uno de ellos se dirigió hacia el capitán inquisidor.
—Tal como está, el Astronomicón es apenas perceptible, señor. En esa dirección lo perderemos del todo.
—Pues perdámoslo. No hemos venido aquí para volar con seguridad.
Ambos asintieron, preguntándose por qué se habrían molestado siquiera en informar al comandante de la nave de su inquietud. En parte, era un simple reflejo. Sin el Astronomicón, el inmenso faro de navegación psíquica dispuesto por el Emperador y que extraía la potencia de diez mil psíquicos jóvenes, el Imperio no podría mantenerse. Viajar por la disformidad a más de unos cuantos años luz era imposible sin ella. Para un navegante era una presencia constante de la cual había tenido conciencia desde su nacimiento. Cuando les encomendaron esta misión, ambos supieron que, por primera vez en su vida, podrían perderla de vista. Por primera vez podrían tener que adivinar por dónde iban.
Dieron vuelta a la nave y se sumergieron en la disformidad.
El Astronomicón se debilitó y desapareció. Navegaban sin rumbo.
No obstante, podrían volver. Esa irritante tormenta de disformidad que era el Ojo del Terror sólo difería de otras tempestades cósmicas similares en que era más grande, mucho más grande. El Astronomicón todavía podría brillar a través de ella, pero entrecortadamente, mientras las corrientes del Immaterium rugían y se arremolinaban. Los navegantes trataron de dominar su pánico, conduciendo la nave guiados sólo por las extravagantes configuraciones que se formaban y se desvanecían dentro del Ojo.
Los mundos pasaban a su lado a velocidad de vértigo. No eran mundos normales como los que habrían encontrado en regiones más tranquilas de la galaxia. Eran mundos extraños, de pesadilla, mundos que ni la astrofísica ni la percepción mental eran capaces de explicar. Era como si el interior oscurecido, abigarrado, de la nave invisible fuera una bala metálica de racionalidad en un universo descabellado. Como si no tuviera derecho a estar allí.
A decir verdad, no tenía derecho a estar allí. A pesar de su fortaleza adamantina, el casco de la nave crujía a medida que penetraba en el Ojo, como un submarino que se hubiera sumergido a excesiva profundidad y se encontrara sometido a una presión inaguantable. Sólo que en este caso la presión no era física, sino psíquica. Los protectores gruñían al intentar sortear el foco de la tormenta.
«Aquí. Éste fue el lugar que vi.»
El pensamiento surgió del psíquico descontrolado como una advertencia, como el grito de un niño llamando a su madre. Se acercaba el momento de máximo peligro. Para que el equipo espía pudiera sondear con claridad, era necesario desactivar el camuflaje durante un breve instante, dejando la nave expuesta a los ojos de algún demonio o algún psíquico renegado que pudiera estar mirando en esa dirección.
La posición actual de la nave era demasiado peligrosa. En caso de descubrirse en medio de un torrente disforme demasiado violento, las mentes de todos los tripulantes podrían saltar en pedazos. La nave invisible derivó, dejando que la corriente la llevara hacia un remanso reparador. Allí emergió de la disformidad en la medida en que esto era posible en este reino mixto en que se superponían disformidad y espacio real.
Se desactivó el camuflaje.
Para los psíquicos fue como si alguien hubiera limpiado una ventana cubierta de barro y grasa. Pudieron ver claramente a una distancia de cincuenta años luz. En un planeta reluciente tras otro, mentes del tipo más extraño, más pervertido, quedaron expuestas a su mirada. Pero eso no era todo. Las obras de esas mentes también se les revelaron. Las obras de mentes, de manos y de máquinas maníacas, distorsionadas.
Un panorama sorprendente se abrió a la percepción de los psíquicos. Vieron astilleros de naves de guerra interestelares en un continente tras otro, un planeta tras otro, y para las naves de guerra cuyo tamaño hacía imposible despegar de un planeta por otros medios que no fueran mágicos, astilleros en órbita o, en lo que parecía un magma, flotando en alguna extraña región que no existía en ninguna parte.
¡Naves de combate! ¡Cientos de naves de combate, demasiadas para ser contadas, una panoplia de potencia militar para la que sólo podía haber una razón: desafiar a la Flota Imperial!
Se estaba preparando una armada, una gran flota de combate invasora.
—¡Es imposible!
El capitán inquisidor hizo un gesto de incredulidad cuando le comunicaron la terrible noticia. Era comprensible. Los mundos del Caos nunca habían sido capaces de organizarse a gran escala, la única gran debilidad del reino del Caos era ser caótico. Dentro del Ojo, la guerra era constante. Por mucho que odiaran al Imperio humano, ni los Dioses del Caos ni sus adoradores eran capaces de cooperar unos con otros. Casi nunca construían nuevas naves de guerra en gran número. Por lo general, las legiones de traidores seguían usando las mismas naves en las que se habían internado en el Ojo miles de años atrás.
Los protectores psíquicos sólo habían estado desactivados un breve instante, pero en los últimos segundos, los psíquicos sintieron la aterradora mirada de alguna inteligencia malévola. Una voz sarcástica, resonante, se repitió como un eco en sus conciencias. Dio la impresión de que hasta el mismísimo adamantium del casco de la nave invisible se estremecía.
—¡OS SALUDO, PEQUEÑOS MÍOS!
—¡Salgamos de aquí! —vociferó el capitán inquisidor. Hasta él había sentido que el demoníaco dueño de la aterradora voz se insinuaba en su mente. Los navegantes no se lo hicieron repetir. Otra vez saltaron a la disformidad. La nave invisible estaba en marcha de nuevo, moviéndose entre las corrientes inmateriales como un pez llevado por la marea.
—No podemos ver el Astronomicón, capitán.
—Limitémonos a salir de aquí, a alejarnos todo lo posible, hasta que lo encontremos.
—Sí, señor.
El desconocimiento del camino de salida les producía una sensación sofocante, aterradora. Tratando de pasar por alto todos los horrores que los acechaban, los navegantes lanzaron la nave espía hacia las profundidades insondables.
¡No! ¡Seguramente no era el camino correcto! Se estaban hundiendo. La disformidad se hacía más densa, cada vez resultaba más difícil ver a través de ella. Muchos navegantes habían aprendido el truco de ver en más de tres dimensiones, de entender las formas y los laberintos en cuatro, cinco o incluso seis dimensiones, pero esto era diferente. Un intrincado laberinto se extendía alrededor, pero era un laberinto de por lo menos cien dimensiones, imposible de desentrañar para cualquier mente humana.
«¿Por dónde? ¿Por dónde?»
—¡Que alguien amordace a ese idiota! —rugió el capitán inquisidor, señalando al psíquico descontrolado, que había perdido los últimos vestigios de cordura que le quedaban. El joven se sacudía en la butaca a la que estaba atado, babeando, con los ojos cerrados, gimiendo sin cesar con la boca abierta. Los navegantes consultaron brevemente. Ambos coincidieron en que no había ninguna opción sensata. Todo dependía de la casualidad.
Hicieron que la nave invisible entrara en barrena, eligieron una dirección al azar y siguieron adelante.
El Epistolario Merschturmer tapó la boca del psíquico descontrolado con un trapo que sujetó con la mano. La fatigosa respiración del hombre predominaba sobre los demás sonidos. La presencia del demonio se había desvanecido. ¿A qué distancia habría estado el ser del Caos cuando los había llamado? A años luz de ellos, tal vez en el espacio real. Probablemente junto a ellos en la disformidad. El tiempo y la distancia no tenían el mismo significado aquí, en el Ojo del Terror.
Por fin el remolino multidimensional se enderezó. Las descabelladas dimensiones extraordinarias desaparecieron plegándose como un cósmico castillo de naipes. En aquel momento, al unísono, los dos navegantes suspiraron aliviados. Desde muy lejos en su visión de la disformidad llegó un leve resplandor perlado, la luz pura de un faro sagrado. ¡La luz del Emperador! Entonando mentalmente sinceras plegarias de agradecimiento, los navegantes volvieron otra vez el morro de la nave, buscando el camino de regreso a la Puerta de Cadia.
En aquel instante, y sin previo aviso, la nave invisible abandonó espontáneamente la disformidad.
Estaba en el espacio real, o lo que se entendía como espacio real en esta región infernal de la galaxia. Aceleraron a fondo los dos motores de disformidad sin resultado. La nave se negaba tozudamente a hacer la transición al reino del Immaterium.
Después de inspeccionar los instrumentos, los tripulantes intercambiaron una mirada interrogante. ¿Sería ésta alguna característica no registrada de la disformidad? ¿Podría haberles ocurrido esto a las otras naves invisibles? ¿Acaso habrían quedado varadas en el espacio? ¿O tal vez se debía a la acción del enemigo?
—Nave desconocida acercándose —dijo una voz trémula, surgiendo de las tinieblas circundantes.
Una pálida fosforescencia iluminó sus rostros al inclinarse sobre las pantallas del escáner. La que se aproximaba era una nave del Caos, sin duda, y estaba cerca. Desde esta distancia era posible calcular sus dimensiones. Aunque no era grande —no mucho más que la propia nave invisible—, provocó una expresión de admiración en el rostro de quienes la observaban.
—Qué extraño... A pesar de todos los adornos, por llamarlos de alguna manera, reconozco el diseño —dijo un tecnosacerdote—. Fue construida en los astilleros orbitales de Marte hace unos diez milenios. El modelo dejó de fabricarse después de la Herejía de Horus, y sin embargo, parece nueva. Salvo por los adornos, por supuesto...
Los adornos, como él los llamaba, eran bastante grotescos. Era como si el pequeño crucero espacial hubiera contraído un cáncer o sufrido una mutación y estuviera lleno de excrecencias carnosas. En algunos puntos parecía aplastado y en otros, hinchado. De su parte frontal sobresalía un par de gigantescas garras de color coral. Frondas, espiras y aletas de brillantes colores verde, lavanda y escarlata daban al casco principal el aspecto de un pez exótico.
El navegante aceleró el motor de espacio real, pero sin éxito. El crucero del Caos igualó fácilmente su velocidad y siguió acercándose. La nave invisible carecía de armamento externo, pero la que se aproximaba tampoco daba muestras de utilizar el suyo. Se abalanzaba sobre ellos con sus grandes garras extendidas.
—¡Preparados para rechazar el abordaje! —ordenó el capitán inquisidor.
Ya había adivinado lo que estaba a punto de suceder, a pesar de que parecía imposible. La nave del Caos se expandió y llenó toda la videopantalla, como si le hubieran aplicado un cristal de aumento. Se produjo un estruendo ensordecedor acompañado de pequeños chasquidos y seguido por el silbido del aire que se escapaba mientras la pared curvada de la larga y estrecha cabina se hundía hacia adentro.
¡Las garras del crucero enemigo estaban haciendo mella en el adamantium puro del casco!
Todos, excepto los Astartes, se pusieron las mascarillas de oxígeno. Los Marines Espaciales no las necesitaban, podían sobrevivir sin protección en el vacío absoluto. En este caso nadie las necesitó de todos modos, ya que el crucero del Caos se acopló a la nave invisible, apresándola con sus poderosas garras, abrió una brecha en su casco y selló los bordes del agujero, evitando que siguiera perdiendo el aire.
Una voluminosa figura vestida con una servoarmadura de color carmesí se abrió paso pesadamente a través de la brecha. Al igual que la nave de la que había salido, la armadura parecía haber sufrido una especie de mutación ya que estaba llena de grotescas excrecencias de colores resplandecientes. El extraño ofrecía un llamativo contraste con los Marines Espaciales, cuyas servoarmaduras, aunque casi tan voluminosas, eran de líneas puras y brillantes.
El intruso parecía haber previsto lo que se iba a encontrar. Apuntó al pecho del Marine Espacial que iba a la cabeza con un lanzallamas sibilante, que abrió instantáneamente una brecha en su cota de malla y en el caparazón negro que aumentaba su caja torácica, carbonizándole el corazón y los pulmones. No había terminado de caer todavía, cuando otro Marine vengó a su camarada atravesando espectacularmente la armadura decorada del atacante con la espada sierra que llevaba en una mano y partiéndolo en dos con el hacha de energía que llevaba en la otra.
Los Estrellas Purpúreas no sacaron sus pistolas bolter porque sus disparos hubieran rebotado en las paredes de adamantium, matando por igual a camaradas y enemigos. Sus armas eran las espadas sierra y las hachas de energía, y con gritos salvajes acudieron al lugar del abordaje donde otros invasores bestiales trataban de introducirse a través de la brecha abierta. Al fondo de ésta podía verse un rojo resplandor, del cual, como surgidos de las llamas de un horno, salían más guerreros del Caos con armaduras similares a las del primero. Merschturmer se dio cuenta de que no podía identificar, por los intrincados diseños, a cuál de los Poderes Ruinosos servían, si es que servían a alguno, ya que no todos los renegados del Caos habían comprometido su alianza con alguna deidad repugnante. Sin embargo, detrás de ellos aparecían unas criaturas que podrían haber sido humanas en otra época y que iban completamente desnudas. Tenían unas largas pinzas en lugar de brazos, cascos en lugar de pies y piernas de cabra y caras de bestias astadas. No llevaban armas, pero sus pinzas cortaban como cuchillas y un golpe de sus cascos podía destrozar un miembro a cualquiera o partirle la espalda, como pronto quedó demostrado.
Los intrusos no tenían el menor reparo en disparar sus lanzallamas y sus bolters en la estrecha cavidad de la cabina, y armaban un jaleo enorme. El equipo de psíquicos se retrajo mientras los Marines combatían mano a mano con los guerreros armados, que prácticamente los doblaban en número, en un despliegue de desenfrenada ferocidad. Haciendo gala de gran valentía, los tecnosacerdotes se sumaron rápidamente a la refriega, procurando enfrentarse a los que iban armados de hacha y espada para que los Estrellas Purpúreas tuvieran libertad de acción. No estaban a la altura de los monstruos del Caos. Hubo una carnicería de brazos y piernas cortados mientras aquellas bestias proferían aullidos de alegría al ver cómo caían los sacerdotes con gritos y ríos de sangre.
Los intrusos del Caos vestidos con armadura también aullaban mientras combatían con ardor y decisión en medio de los disparos de las pistolas bolter, de los golpes de las hachas de energía y del zumbido de las espadas sierra y de las llamaradas bisbiseantes que recorrían sin piedad la nave invisible. Al parecer, para ellos la lucha a muerte sólo era un juego. El espacio cerrado de la nave se llenó de un vaho sanguinolento.
Entonces, una criatura diferente saltó de la nave del Caos, una criatura cuya forma era imposible discernir, pero que chisporroteaba y chasqueaba con una energía azul mientras avanzaba ruidosamente por la cabina sembrando la muerte a su paso.
El Epistolario Merschturmer sabía que esa cosa horrorosa era una materialización de la disformidad, y apartando de sí la forma ahora crispada de una de las bestias armadas con pinzas, concentró su mente y descargó toda su potencia espiritual en un disparo de pura energía psíquica. La criatura de la disformidad estalló como un relámpago y se desvaneció.
De repente, volvió a reinar el silencio, interrumpido sólo por los estertores de agonía de los moribundos. Todos los Marines Espaciales excepto él estaban muertos, lo mismo que nueve o diez renegados del Caos y una docena de monstruos desnudos provistos de pinzas. También yacían muertos todos los tecnosacerdotes. El propio Merschturmer estaba malherido al haber recibido en pleno abdomen una llamarada de una pistola lanzallamas.
La nave del Caos se estaba desacoplando, soltando sus garras. Se produjo una explosión al despresurizarse parcialmente la cabina y penetrar el aire en el vacío antes de que el sellador de emergencia de la nave invisible ocupara su lugar bloqueando el orificio abierto con una especie de pegote de barro. El oxígeno empezó a salir con un silbido, y se restableció la presión normal.
Resultaba extraño ver a aliados y enemigos apilados en un espacio tan reducido, y su sangre mezclarse y coagularse como si fuera una sola. El hedor de la sangre derramada y la carne chamuscada era asfixiante. Merschturmer luchó para mantenerse consciente y paseó su mirada por la cabina, buscando a alguien que siguiera con vida y tuviera capacidad de acción. Delante de sí, en el morro de la nave, vio a uno de los dos navegantes con la cabeza destrozada. En aquel momento, el segundo navegante, con un brazo convertido en una masa sanguinolenta, levantó la cabeza, con la cara contraída por el dolor y miró al Bibliotecario con expresión desesperada.
Mirando a la pantalla externa de visualización, el Epistolario Merschturmer vio que la nave del Caos se retiraba.
—Prueba el motor de disformidad —dijo jadeante.
El navegante obedeció, arrastrándose hasta el puesto de mando. Con el brazo sano tiró de una palanca de control mientras entonaba una plegaria, aunque las palabras salían con dificultad de entre sus dientes apretados.
La nave cayó en la disformidad.
—Salgamos de aquí —ordenó Merschturmer con voz de ultratumba—. Volvamos a Cadia.
No sabía si el navegante podría permanecer consciente el tiempo necesario para cumplir su función, ni siquiera si viviría hasta conseguirlo. Los escasos estertores que aún se oían fueron apagándose a medida que la vida abandonaba a los que todavía podían sentir dolor.
Entre ellos se encontraba el psíquico descontrolado, el pobre desgraciado que se había salvado de ser quemado por brujo en su primitivo planeta de origen, que había escapado de las manos del Adeptus Astra Telepática y de ser sacrificado al Emperador como un trozo de carne psíquica. Aquel joven cuyo nombre ni siquiera se habían molestado en preguntar y que ahora se enfrentaba al destino que más temía, mientras la sangre vital se escurría de su aplastada cavidad torácica y emitía un último sollozo de desesperación al sentir que su alma se sumía en el infierno.
—¡Se avecina una Cruzada Negra!
—¡Imposible! Hace un milenio y medio que no se ha organizado ninguna.
—Nunca se ha organizado una como ésta.
La oficina privada del Comandante General Militar del Segmentum Obscurus de la Flota Imperial era un santuario de calma y silencio. Los paneles de madera que recubrían las paredes estaban tallados con escenas del glorioso pasado de la flota, batallas libradas, mundos conquistados, planetas destruidos, naves de socorro aniquiladas en condiciones aparentemente imposibles. También estaban allí grabadas las tristes imágenes de comandantes de otra época con sus uniformes de gala y sus pechos cubiertos de medallas, que contemplaban desde la madera veteada como recordando torvamente al funcionario actual la seriedad de su cargo.
Sentados con el comandante en torno a una mesa de caoba con incrustaciones de platino estaban todos sus almirantes con sus chaquetas de cuello alto. Acaba de darles toda la información que había traído la nave invisible enviada al Ojo del Terror por la Inquisición, con la asistencia del Adeptus Mecánicus. Un solo hombre había regresado vivo a bordo de la desvencijada nave espía cuyo interior semejaba un osario. Había sido el único navegante superviviente que la había guiado de regreso a Cadia. Por fortuna, el Bibliotecario que había acompañado a la misión de los Estrellas Purpúreas, Merschturmer, había grabado un informe completo antes de morir a causa de las heridas recibidas. En un acto final de heroísmo había conseguido incluso retirar las glándulas progenoides de los cuerpos destrozados de sus camaradas caídos para su reimplantación.
Todavía se estaba estudiando y evaluando exhaustivamente el informe del Bibliotecario, pero correspondía al comandante general del Segmentum Obscurus, el Comandante General Militar Drang, tomar una decisión. El Ojo del Terror pertenecía a Obscurus, uno de los seis segmentum en que estaba dividido el Imperio. Y aquí, en Cypra Mundi, tenía su base la Flota de Combate Obscurus, la fuerza que tendría que actuar en caso de iniciarse una acción.
A juzgar por el informe que tenían ante sí, tendría que haber acción, y pronto.
Nadie sabía cuántos mundos habitados por humanos había dentro del Ojo del Terror. Era probable que hubiera tantos como los que había en el propio Imperio humano. Y también era probable que esos mundos tuvieran la misma densidad de población. A veces se llamaba Imperio del Caos al Ojo aunque existía la posibilidad de que fuera un nombre de fantasía ya que no era en absoluto un imperio, sino más bien una mezcla desorganizada. Si los poderes del Caos habían aprendido por fin a organizarse, la perspectiva realmente era terrible. El propio Imperio se vería amenazado de aniquilación. La prueba de tortura a la que se había sometido el propio Emperador, para preservar a la humanidad de los horrores del Caos, habría sido inútil.
—Caballeros —dijo el Comandante Drang con voz serena—, no es difícil adivinar la intención del enemigo. No es ésta la primera vez que ha salido del Ojo en una cruzada para conquistar los sistemas planetarios circundantes. En el pasado, todas esas cruzadas fueron contenidas y derrotadas. Pero la que ahora se nos ha revelado es de una escala diferente. El enemigo está construyendo una flota de combate capaz de ocupar Cadia, guardián de la Puerta de Cadia, desde donde podrá invadir todos los mundos que lindan con el Ojo al sur de la galaxia. Estos mundos le proporcionarán una base desde la cual lanzar una guerra de grandes proporciones, tanto en el Segmentum Obscurus como más allá.
»Por supuesto que perderán esa guerra —prosiguió el Comandante—. De verdad no creo que vayan a segregarse del segmentum. Pero nuestro deber es evitar que esa guerra se produzca. Caballeros, debemos definir una estrategia.
Drang hizo una pausa, elevó su cáliz y aspiró profundamente el humo que desprendía la mezcla de hierbas dulces que ardían en su interior. Los demás, siguiendo su ejemplo, aspiraron de las copas que tenían ante sí.
El más joven de sus almirantes, que tal vez no había aprendido todavía que no debía cuestionar nada de lo que dijera el comandante, aprovechó la oportunidad para hablar.
—Mi señor, ¿podemos confiar en la fiabilidad de esta observación? Jamás se ha organizado antes una Cruzada Negra, y todo lo que tenemos son informes de los psíquicos, ninguna prueba material.
—Después de ese informe se envió otra nave invisible del modelo antiguo al interior del Ojo, aunque sin Marines Espaciales a bordo —respondió Drang—. Jamás regresó. Sin embargo, los psíquicos más poderosos del Imperio han dirigido sus poderes hacia el interior del Ojo y confirman que algo se está fraguando allí, algo sin precedentes y muy peligroso.
Exhalando pausadamente el humo de las hierbas por sus fosas nasales, Drang pasó revista a los almirantes con su único ojo normal y con el monóculo implantado que sobresalía sus buenos cinco centímetros de su cuenca derecha. Los almirantes soportaron con estoicismo su pétrea mirada y la mantuvieron. Ninguno se atrevió a parpadear ni a bajar la vista. El juego de los monóculos ampliadores de la visión era una especie de tradición en la flota de Obscurus, pero el que llevaba el comandante imperial era diferente: era un implante, no un aparato auxiliar. Todos conocían la historia de cómo había perdido el ojo derecho cuando era un joven capitán de flota, en un encuentro con incursores orkos. Podría haberse hecho implantar un ojo natural, pero había preferido esta prótesis ocular. Se decía que era única e irreemplazable. Incluso circulaban algunos rumores sombríos sobre ese monóculo. Había quienes decían que había sido hecho por un tecnosacerdote genial a quien Drang había ordenado matar después de la implantación para asegurarse de que fuera irrepetible. Según otra versión, el monóculo había sido obtenido en otro planeta que Drang había ordenado exterminar para satisfacer su anhelo de poseer algo exclusivo.
Fuera cual fuese la historia real, lo cierto es que Drang presumía de que, desde la cubierta superior de una nave de combate en el vacío absoluto, era capaz de detectar una nave de guerra enemiga a medio año luz de distancia.
—He aquí mi propuesta, caballeros —dijo lord Drang—. Prestaremos un servicio al Emperador eliminando la amenaza en su mismo origen. Será una maniobra que jamás se ha llevado a cabo con anterioridad. Una incursión masiva de fuerzas navales al Ojo, cuya objetivo será aniquilar la flota de invasión mientras se encuentra en los astilleros de construcción. Entraremos por la Puerta de Cadia y los atacaremos antes de que se enteren de lo que está sucediendo, y nos retiraremos de inmediato —se encogió de hombros—. Es una pena que no podamos desembarcar fuerzas de tierra y fortificar unos cuantos planetas, pero una acción de tal naturaleza ha sido descartada al más alto nivel. Como todos ustedes saben, el Ojo del Terror es un lugar muy extraño. El Adeptus Terra cree que el riesgo de contaminación mental es demasiado grande como para dejar que fuerzas imperiales pasen allí algún tiempo.
Cuando Drang hacía lina propuesta, todos los presentes sabían que se trataba de una orden. Éste era un plan que rayaba en la locura, pero no se discutía con el Comandante General Militar. La discusión quedaría restringida a las formas y medios de llevar a cabo lo que Drang había expuesto.
—Naves de combate de clase gótica, respaldadas por cruceros pesados de clase Estigia y Hades constituirán el grueso de la fuerza de ataque —continuó—. Participarán en el ataque todos los integrantes de la Flota de Combate Obscurus, a excepción de los que deban quedar en reserva. Y una vez que haya consultado con mi buen amigo, el Comandante General Militar Invisticone, estoy seguro de que podemos confiar en que se nos unan fuerzas importantes de la Flota de Combate Pacificus —Drang esbozó una sonrisa amarga—. No creo que Invisticone quiera dejarme a mí toda la gloria.
Los servidores trajeron más hierbas para rellenar los cálices de oro. La conferencia de los almirantes adquirió una inflexible determinación. Se siguió hablando de la planificación hasta bien entrada la noche y la conversación se prolongó hasta después del amanecer.
Capítulo 3
El terror de la disformidad
El mercader interestelar Maynard Rugolo hubiera deseado no aber puesto jamás sus pies en la miserable ciudad de Gendova. En realidad, hubiera deseado no haber puesto rumbo al planeta maldito que se autodenominaba Apex V, por ser el quinto mundo de la estrella oscura que arde sin llama, designada con el nombre de Apex sin ninguna razón que lo justificara en el mapa de estrellas. El sol, el planeta y también la ciudad estaban aquejados de la misma torva monotonía que hacía que Rugolo se sintiera tentado de meter la cabeza dentro de su chaqueta como una tortuga que se retira al interior de su caparazón. Hasta los rayos enrojecidos del lúgubre sol, cuando conseguían filtrarse a través del cielo cubierto de humo, tenían el aspecto de los barrotes de una prisión.
Todo esto no era propio de los mundos marginales situados en las proximidades de la gran tormenta de disformidad que algunos llamaban el Ojo del Terror. El dominio del Imperio no era aquí muy firme ya que el Ojo constituía un peligro para la navegación y, por lo general, prevalecía una atmósfera fronteriza. Rugolo había oído historias de oscuros incursores que salían del Ojo para practicar el pillaje y la destrucción, apresando esclavos para llevarlos a sus guaridas diabólicas, aunque en realidad jamás había conocido a nadie que hubiera presenciado o conocido una de estas incursiones.
Fueran o no ciertas estas historias, el gobernante de Apex V procedía de la lejana Tierra y era de una ortodoxia inflexible. Había impuesto su propia versión autoritaria del Culto Imperial en todo el planeta. Había vigilantes públicos por doquier, y velaban por la observancia de una uniformidad estricta en el vestir y en la conducta. Rugolo pensó con tristeza que cualquiera podía ser encarcelado sólo por cortar el viento.
Estaba sentado en un café, casi el único lugar de reunión que había en Gendova. Servían café de Folia, una infusión dulce, viscosa, bastante nauseabunda, que era lo más parecido a una bebida estimulante cuyo consumo estaba autorizado en la ciudad, aunque para lo único que servía era para mantenerlo a uno despierto cuando quería dormir. En una tarima elevada, situada en una esquina, estaba sentado el vigilante del local, que mediante su batería de micrófonos podía escuchar lo que se decía en todo el salón.
Rugolo hablaba con el navegante de su nave estelar, Dean Abrutu. Los dos formaban una extraña pareja. Rugolo tenía el rostro curtido de quien ha estado bajo muchos soles, lo que bastaba para identificarlo como mercader independiente o como vagabundo aventurero, dos tipos demasiado comunes en los mundos marginales y no demasiado bien vistos en Apex V Su perilla negra y sus ojos inexpresivos le daban un leve aspecto de pirata, mientras que su jubón castaño con galones escarlata y los pantalones bombachos de color verde lima con hebillas plateadas eran como una baliza llameante en medio de la vestimenta negra y marrón típica de los gendovanos.
Abrutu, en cambio, huía de la luz solar, fuera de la intensidad o el color que fuese —aunque, en cualquier caso, nada hubiera logrado atenuar la palidez del navegante—, y como la mayor parte de los de su clase iba vestido con colores tenues. Tenía la vista baja mientras escuchaba las palabras de Rugolo, y el pañuelo rojo que llevaba atado alrededor de la cabeza ocultaba su ojo de disformidad.
—Todo irá mejor, lo prometo.
Con una expresión pesarosa en su ancha cara, Abrutu sacudía la cabeza educada pero firmemente.
—Lo siento, capitán. Ya ha dicho eso muchas veces. Todo lo que usted toca se convierte en polvo. Lleva casi un año sin pagarme.
—¡Te pagaré todo lo que te debo! ¡En cuanto consiga el próximo contrato! ¡Aunque me quede sin nada!
—También eso lo ha dicho demasiadas veces. En ocasiones pienso que no me paga a propósito para tenerme amarrado. Pero ahora voy a cortar por lo sano. El trabajo que me ofrecen me viene como anillo al dedo.
—En una insignificante línea comercial. ¿Con una licencia heredada? ¿Bajo el mando de un capitán que no puede cambiar de itinerario aunque quiera? ¿Qué ha sido de tu sentido de la aventura?
—No lo tengo —afirmó Abrutu con voz severa—. Es usted el que tiene sentido de la aventura. Y si me permite decirlo, es el único sentido que tiene.
Rugolo gruñó algo para sus adentros. Todo se estaba yendo al garete. ¡No podía ir a ninguna parte sin un navegante! Todo lo que le quedaba era su nave, la Estrella Errante, hacia la que sentía gran apego, más por su antigüedad que por ella misma. Eso y la licencia comercial, por supuesto, la Patente de Corso...
Sacudió la cabeza como para ahuyentar una mosca. No valía de nada pensar demasiado en ello.
Daba la impresión de que tampoco conservaría la Estrella Errante mucho tiempo más. Gracias a la deserción de Abrutu, ahora estaba varada. Además, un mercader gendovano había presentado una solicitud de embargo contra ella como compensación por un cargamento estropeado de manzanas-melocotones, una fruta exótica muy cara que se pudría en unos minutos a menos que se mantuviera a la temperatura exacta de dieciocho grados y medio. ¿Cómo iba a saber Rugolo que estaba averiado el regulador de temperatura de la nave? ¡Maldito gobernador de Apex V y maldita su estricta legalidad!
Rugolo levantó la vista con expresión culpable. El vigilante se había puesto de pie y se aproximaba con arrogancia a la mesa de Rugolo. Con su solideo y su envarado uniforme negro tenía un aspecto siniestro mientras se inclinaba sobre los dos hombres con expresión airada.
—¡Vosotros dos lleváis veinte minutos hablando en este café —dijo con voz tonante—, y en ese tiempo no os he oído alabar al Emperador ni una sola vez!
—Ah, bueno, está siempre tan presente en nuestras mentes, señor, que todas las palabras que pronunciamos son de agradecimiento para él —sonrió Rugolo tratando de congraciarse—. En realidad, es la fuente de todo lo que hay de bueno y de valioso en nuestras vidas.
—No me tomes por tonto, forastero. En el futuro medid vuestras palabras, los dos.
Abrutu se puso de pie con un movimiento lento, estudiado, y se volvió para dirigirse al vigilante.
—Permítame que le exprese mi agradecimiento, señor, por la corrección de sus maneras. Puesto que tengo intención de establecer mi hogar en Gendova, yo, por mi parte, tendré en cuenta sus recomendaciones.
Con una leve sonrisa, hizo un gesto de despedida a Rugolo y a continuación abandonó el café. Después de dirigirle una última mirada despectiva, el vigilante volvió a su puesto.
Rugolo se quedó solo. Pensativo, repasó con la mirada a los parroquianos. Formaban un grupo aburrido, como correspondía a una ciudad tan aburrida. Sus monótonas vestimentas lo cubrían todo menos la cara. En algunos casos, incluso llevaban guantes, como si fuera indecente mostrar las manos. ¡Vaya lugar para quedarse varado en él!
Entonces detuvo bruscamente su mirada en un joven larguirucho que estaba sentado al otro extremo del salón, jugando nerviosamente con su taza de café. Tenía un aspecto introvertido, un aspecto que Rugolo conocía muy bien. ¡El aspecto de un navegante!
Cierto, no había la menor señal de un ojo de disformidad. El joven no llevaba pañuelo y la piel de su frente era completamente lisa, pero Rugolo no se dejó engañar por eso. No sería el primer navegante que conocía que se había cubierto el tercer ojo con piel sintética en un intento de disfrazarse y ocultar su identidad.
Rugolo estudió al extraño a hurtadillas. Su ropa sencilla no destacaba demasiado de la indumentaria local, pero los navegantes nunca vestían de forma llamativa. Lo único que llamaba la atención era el aspecto andrajoso de su traje. Los lugareños trabajaban mucho y llevaban ropa de calidad aunque sin estilo. Era evidente que este joven no tenía mucho dinero. Eso lo distinguía de los habitantes de este planeta.
Tras dirigir una mirada calculadora al vigilante, Rugolo se puso de pie y se acercó a la mesa del muchacho.
—¡Alabado sea el Emperador! —dijo en voz lo bastante alta como para que el vigilante lo oyera incluso sin micrófono. Luego, en voz más baja, preguntó—: ¿Puedo sentarme con usted?
—Alabado sea.
Rugolo se sentó rápidamente, sin darle ocasión de expresar su evidente deseo de estar solo. El joven evitó su mirada y se removió incómodo, pasando por alto la sonrisa forzada de Rugolo.
—Algo me dice que no es usted de Apex V..
—¿Porqué?—lo interrumpió el joven, tragando saliva.
—Ah, sé reconocer a la gente —la sonrisa de Rugolo se distendió levemente. Iba por el buen camino—. Me llamo Maynard Rugolo. Soy mercader. ¿Puedo saber su nombre?
—Mm, Calliden. Pelor Calliden.
Rugolo se preguntó si sería ése su verdadero nombre. Se inclinó hacia adelante para poder examinar más de cerca al joven en medio de la penumbra reinante. Le pareció ver una leve protuberancia en el centro de su frente que podía corresponder a su ojo de la disformidad.
—Deseo hacerle una proposición. ¿Hablamos aquí o afuera?
—¿Una proposición?
—Sí. De carácter profesional.
La mirada de terror que provocó esta observación hizo pensar a Rugolo que su sospecha era cierta. Había encontrado un navegante. Un navegante que, por algún motivo, quería pasar inadvertido.
—El Emperador es la fuente de toda mi fortuna —respondió Calliden con voz temblorosa—. No tengo nada que ocultar y no veo en qué puedo serle útil.
—También lo es de la mía Rugolo se inclinó hacia él y habló con tono de conspiración. Si a Calliden no le importaba lo que pudiera oír el vigilante, a él tampoco—. Soy mercader y tengo una nave atracada en el puerto espacial, la Estrella Errante, mi orgullo y mi alegría. Necesito un navegante y puedo pagarle bien.
El joven volvió a tragar saliva. Parecía a punto de ser presa del pánico. Miró a todos los lados como si buscara una posible vía de escape.
—No sé cómo puedo ayudarle. No conozco a ningún navegante. Vaya a la oficina naval.
Si Rugolo hubiera podido contratar a un navegante por canales oficiales, no estaría allí sentado.
—Prefiero un trato más informal. No nos andemos con rodeos. Para mí es evidente lo que es usted.
—Se equivoca. No tengo experiencia en vuelos espaciales, salvo como pasajero.
Una mirada al vigilante le permitió a Rugolo ver que estaba sentado en su tarima con vista baja. Le pareció que estaba escuchando la conversación con interés.
El Emperador es la fuente de toda verdad y sabiduría —dijo con énfasis—. ¿Qué sería de nosotros sin su guía y su protección? Por ello, todos debemos esforzarnos por ser sinceros, ¿no es cierto? —hizo una pausa para agregar luego con tono esperanzado—: ¿Le interesaría un solo viaje? Sean cuales fuesen sus circunstancias actuales, eso no le ocuparía demasiado tiempo —echó una mirada significativa al atuendo de su interlocutor—. Estoy seguro de que la paga le vendría bien.
El nerviosismo de Calliden no desapareció. Su voz frágil se transformó casi en un grito, que hizo que los clientes se volvieran a mirarlo con curiosidad.
—¡No soy navegante y pongo al Emperador por testigo! ¡Déjeme en paz!
Se puso de pie, tirando casi la mesa por la brusquedad, y salió corriendo del café.
Rugolo también se puso de pie, con una sonrisa torva dibujada en sus labios.
—Sólo necesitas que te convenzan, amigo mío —dijo para sí, y salió tras él.
El crepúsculo se cernía ya sobre Gendova, sumiendo a los sombríos edificios en una niebla fuliginosa. No era prudente permanecer afuera mucho tiempo más. Los arbitradores de la ciudad exigían que todos los que no tenían un permiso especial se retiraran una hora después de que se hiciera de noche, y estuvieran acostados media hora después.
Aquella misma tarde Rugolo se había aventurado a dar un paseo por el parque central de Gendova, donde un predicador del Adeptus Ministorum, o de la Eclesiarquía —que era el otro título con que se conocía al Adeptus—, estaba arengando a la multitud. Teniendo en cuenta que el gobernador planetario era un fanático del Ministorum y que exigía que todos tuvieran una fe ciega en que el Emperador era el señor y salvador de la especie humana, ningún viandante gendovano se hubiera atrevido a pasar de largo. De todos modos, a Rugolo le había sorprendido el silencio y el respeto de la multitud, que se limitaba a aplaudir educadamente a cada pausa del orador. Entendió perfectamente por qué entre el clero parroquial no había confesores, es decir, esos maestros de la emoción popular cuyos sermones terminaban casi siempre en linchamientos histéricos a la menor sospecha de herejía. Tal comportamiento estaba fuera de lugar en un pueblo tan bien educado como el de Gendova.
Mientras escuchaba las tonterías que decía el predicador, Rugolo también se había dado cuenta, por primera vez, de cuánto desentonaba su indumentaria en medio de aquellas gentes, por más que, según su criterio, era muy discreta. Sin embargo, con tanto vigilante infiltrado entre la multitud no le había parecido prudente seguir su impulso de escabullirse, ¡y se había quedado casi una hora!
Ahora la calle estaba llena de personas que se dirigían rápidamente a sus casas. Miró a un lado y a otro, y vio una figura oscura que desaparecía apresuradamente a la vuelta de una esquina. Tenía que ser el navegante disfrazado, al que no había conseguido encontrar. Rugolo lo siguió presuroso, pero sin llegar a correr, y de pronto se encontró en un callejón sin salida completamente vacío. No había ni rastro de Calliden.
Corrió hasta el final de la oscura calle y se encontró con un callejón que salía en línea recta, paralelo a la calle principal. Su hombre seguramente lo había utilizado como vía de escape, lo cual significaba que había temido que Rugolo fuera tras él. Mientras iba a buen paso callejón arriba, Rugolo se preguntaba cuál sería la razón de la extraña conducta del joven. ¿Sería tal vez un proscrito? ¿Alguien expulsado de la Navis Nobilite por algún delito o por mala conducta? ¿Tal vez alguien a quien se le hubiera prohibido ejercer la profesión? ¡Aleluya! ¡Un navegante solitario, abandonado, expulsado del Cuerpo, sin medios para ganarse la vida! ¡Justo lo que necesitaba!
Con esa brusquedad a la que ya se había acostumbrado después de los dos o tres días que llevaba en el planeta, cayó la noche. Los últimos rayos melancólicos de la luz de Apex eran incapaces de perforar ese cielo cubierto por la contaminación. En su lugar aparecieron las más mortecinas de cuantas luces agonizantes se puedan imaginar, aunque ni de lejos comparables con la lobreguez anterior. Sin embargo, en una hora incluso esas luces se apagarían.
Rugolo llegó al extremo del callejón y vio que se bifurcaba en dos. Profirió un juramento. Había perdido al navegante.
En aquel preciso instante, de algún punto a la derecha llegó un ruido sofocado. Vaciló, debatiéndose entre la necesidad y el instinto de supervivencia. Sacó una pequeña pistola de plástico de una estrecha pistolera que llevaba pegada al abdomen —en Gendova era ilegal llevar cualquier clase de armas— y se lanzó hacia adelante, manteniéndose pegado a la pared.
Bajo el débil brillo ambarino de una farola forcejeaban cuatro hombres. Uno de ellos era el joven que se hacía llamar Pelor Calliden. La piel sintética de su frente había sido arrancada y su tercer ojo, el ojo de disformidad, era inexpresivo.
Para asombro de Rugolo, sus tres atacantes parecían gendovanos. Al igual que Calliden, eran jóvenes. Tal vez habían pensado que su atuendo era demasiado atrevido, incluso subversivo. Llevaban la sombría vestimenta oscura convencional, pero con uno o dos diminutos parches de otro color, marrón rojizo o azul oscuro. No era extraño que esos rebeldes estuvieran relegados a los oscuros callejones.
Dos de ellos sujetaban a Calliden por los brazos, mientras el tercero le gritaba a la cara.
—¡Eres uno de ellos! ¡Ya lo sospechábamos y te hemos estado vigilando!
—No —respondió Calliden con voz ronca.
—¡Sí! ¡Y vas a llevarnos al interior del Ojo!
—Vamos, saquémoslo de aquí.
Por lo que Rugolo podía ver, los matones iban desarmados. Haciendo gala de gran aplomo, se puso bajo la luz, escondiendo la diminuta pistola en la palma de la mano.
—¡Vaya modales! Y yo que creía que en Apex V todos eran unos perfectos caballeros. Esperen a que se lo cuente a los vigilantes.
Calliden se desplomó mientras sus atacantes miraban incrédulos a Rugolo, que no les dio ocasión de que sacaran ningún arma que pudieran llevar oculta. Extendió el brazo derecho y disparó dos veces su pistola de plástico produciendo dos detonaciones. La primera bala dio en el pecho del que había increpado a Calliden. La otra se alojó en el abdomen de uno de los que habían mantenido sujeto al prisionero. Con los ojos desorbitados por la sorpresa, los dos retrocedieron por el impacto y cayeron al suelo. Rugolo se hizo a un lado buscando una línea de fuego que le permitiera deshacerse del tercer asaltante de la misma manera, pero no fue necesario porque salió corriendo.
Una vez recuperado el equilibrio que había perdido al caer uno de los gendovanos, Calliden temblaba.
—¡Gra... cias! —dijo con voz entrecortada.
Rugolo examinó con interés el ojo de disformidad que el joven navegante tenía en medio de la frente. La pupila era grande y negra, casi púrpura, con un suave brillo. Evidentemente, eso se debía a su juventud y al hecho de que no la había usado demasiado. Cuanto mayor y más experimentado era el navegante, más se agrandaba la pupila. En sus años en el espacio, Rugolo había visto algunos ojos en los que la esclerótica prácticamente había desaparecido. Se decía que era peligroso estar cerca de uno de esos navegantes porque podían matar a una persona con una simple mirada.
Fuera como fuese, el tercer ojo de Calliden le produjo la misma impresión que los ojos de disformidad de todos los navegantes: una mirada extraña, fija. No se parecía en nada a un órgano normal, sino que más bien daba la impresión de algo artificial implantado en la frente.
—Con que no eres navegante, ¿eh? —dijo Rugolo con sorna mientras observaba a Calliden.
Con gesto culpable, el joven se llevó la mano al tercer ojo, palpando la piel sintética desgarrada. Luego sacó de su bolsillo un pañuelo con el que se apresuró a cubrirse la frente.
—¡No estoy mintiendo! —replicó Calliden con voz temblorosa—. ¡No soy navegante!
—¿Qué sentido tiene seguir mintiendo, cuando te he pillado con las manos en la masa?
—¡No soy navegante!
—Por supuesto que no —dijo Rugolo, esbozando una sonrisa cínica—. Sólo te has disfrazado de navegante, y luego disfrazaste el disfraz. Vamos, es mejor que nos pongamos en marcha. Pronto empezará el toque de queda.
—¿Y éstos? —preguntó Calliden, mirando a los dos cuerpos tendidos en el suelo.
—¿Qué pasa con ellos?
—¡Los ha matado! ¿Se lo merecían?
—Ah, por supuesto que se lo merecían. Pero no están muertos —Rugolo abrió la mano derecha y le mostró la pequeña pistola que destacaba netamente en la palma—. Esta pistola dispara proyectiles de baja velocidad y punta ancha. Si matan a alguien, es pura mala suerte. No atraviesan la piel, sólo inyectan una droga que lo deja a uno sin sentido. Estos individuos se despertarán dentro de unas veinte horas con numerosas contusiones internas. Es posible que estén en pie otra vez dentro de un par de semanas.
—¡No puedo soportar la violencia!
—Pues te has dado de bruces con ella, navegante.
—No soy...
—Ya sé, no eres navegante.
—De todos modos, ¿qué hace con ella? —preguntó Calliden sin apartar la vista del arma—. En Gendova están prohibidas las armas. No se pueden pasar por el puerto espacial.
—Es de plástico blando —respondió Rugolo, asombrado por la ingenuidad del joven—. Los dispositivos del puerto espacial no pueden detectarla.
Introdujo el arma en la cartuchera y le indicó con una seña que lo siguiera hasta la calle principal. Las calles empezaban a vaciarse y ya tenían un aspecto desértico a la luz mortecina de las farolas.
—¿Qué querían de ti esos tipos? —preguntó al joven, volviéndose hacia él.
—Como usted, piensan que soy navegante. ¿Conoce la gran tormenta de disformidad? ¿Esa a la que llaman el Ojo del Terror? En estos parajes circulan rumores de que hay fabulosos tesoros en los mundos de su interior. Algunos dementes piensan ir en busca de esos tesoros. Querían que yo los introdujera en el Ojo.
Rugolo miró al cielo con expresión reflexiva. En esta parte de la galaxia, el Ojo del Terror u Ocularis Terribus (recibía también otros nombres: Vorágine del Infierno, Ciclón del Caos, etc.) podía verse a simple vista como un gran torbellino de estrellas, como una galaxia en miniatura. No estaba seguro de que este hemisferio de Apex V estuviera frente a ella a esta hora del día, y de todos modos, el cielo nocturno estaba oscurecido por las nubes, pero la idea de un tesoro cósmico suspendido sobre sus cabezas resultaba tentadora.
—Yo creía que la tormenta de disformidad impedía entrar en el Ojo.
—Siempre es posible entrar. Salir es otra cosa, aunque también puede hacerse —la voz de Calliden se transformó en un murmullo—. Debo agradecerle que viniera en mi ayuda. Ahora es mejor que me vaya a mi alojamiento, no quiero que me sorprendan fuera.
Rugolo observó con satisfacción que Calliden hablaba como un navegante.
—No es de los vigilantes de quienes tienes que preocuparte —dijo—. Los que esperaban ser tus compañeros de viaje, y que intentaron secuestrarte, sin duda tendrán amigos que sabrán dónde te hospedas. No puedes volver allí.
A decir verdad, Rugolo consideraba poco probable que el joven siguiera corriendo algún peligro. Había resultado demasiado fácil deshacerse de ellos. Eran aficionados a los que el asunto les iba grande. Su principal objetivo era conseguir que Calliden lo acompañara a la Estrella Errante, donde podría intentar convencerlo de que aceptara el trabajo.
—Será mejor que me acompañes —dijo Rugolo al ver que Calliden vacilaba con una expresión de preocupación dibujada en su rostro.
—Bueno, sólo hasta mañana. Entonces veré si puedo encontrar una nave que me saque de aquí.
«Me pregunto si tendrá dinero para el viaje», dijo para sí Rugolo, rogando que no lo tuviera. El desolado navegante parecía en trance mientras se dirigía junto a él al puerto espacial.
Las calles de Gendova, ahora casi vacías, eran estrechas, los edificios estaban apiñados y tenían unos tejados muy empinados para que resbalara fácilmente la frecuente lluvia. La ciudad, insular, carente de luz y de colorido, presentaba un aspecto similar a sus habitantes. Los vigilantes se habían retirado y habían ocupado su lugar los arbitradores, las fuerzas policiales que patrullaban por las noches. Se aproximaba un coche patrulla, y al pasar junto a ellos redujo la marcha, mientras uno de sus ocupantes, que llevaba casco, los examinaba escrutadoramente. A pesar de la hora de gracia que se daba después de hacerse de noche, a los arbitradores no les gustaba ver a nadie por las calles cuando empezaban su servicio.
Tal vez fue su aspecto extranjero lo que los salvó de ser amonestados. Pasaron bajo un espacioso arco que marcaba los límites de la ciudad y conducía a las pesadas puertas de hierro del puerto espacial, que se abrieron cuando Rugolo mostró al guardia su permiso. Antes de que pudieran acceder al puerto espacial propiamente dicho, tenían que pasar por la máquina detectora para comprobar que no llevaban contrabando. Rugolo guiñó un ojo a Calliden al ver que, una vez más, no detectaba su arma de plástico.
En el puerto espacial nadie se molestó en pedir las credenciales de Calliden. Por su pañuelo y su aspecto pálido y cansado, pensaron que era el navegante de Rugolo.
La luz chillona de las torres iluminaba el puerto espacial de Gendova. Parecía un extraño y gigantesco depósito de chatarra lleno de formas voluminosas, almenadas, que tenían el aspecto de enormes castillos de metal. Eran naves de carga de diversos tipos. Esas formas complicadas, llenas de circunvoluciones, eran completamente inverosímiles desde el punto de vista aerodinámico, aunque eso poco importaba, las naves espaciales eran impulsadas fuera de la atmósfera por la fuerza bruta. Aquellas torres intrincadas, el decorado barroco y las gárgolas que miraban de soslayo formaban parte de la secreta tecnomagia del Imperio.
La más grande de estas naves tenía un tamaño modesto en comparación con las naves espaciales; las auténticas naves de carga, las que transportaban mercancía voluminosa y no eran capaces de aterrizar —por lo que recogían y entregaban su carga en órbitas de aparcamiento—, ni siquiera se molestarían en ir a un planeta como Apex V Mezcladas entre las naves circulaban algunas grúas —indispensables para cargar la mercancía en las bodegas— que aún eran más altas, y más lejos, casi perdidos en la penumbra, estaban los astilleros de reparación.
Cruzaron el campo cubierto de cemento envueltos en vapor y humo de olor acre. Con una mezcla de orgullo y pudor, Rugolo señaló por fin su nave, la Estrella Errante.
—¡Ahí está! —dijo, procurando dar a su voz un tono alegre—. ¡En casa por fin!
Calliden escrutó con mirada crítica la nave de carga de Rugolo. Era un bloque achaparrado y destartalado al que hacían sombra todas las naves circundantes y cuya antigüedad era manifiesta. Tenía el casco rayado y picado de viruela, además de parecer carcomido por el óxido, y las columnas aflautadas que cubrían los respiraderos del motor estaban llenas de golpes e incisiones. Sus líneas eran más netas y aerodinámicas que las de cualquier otra nave del campo. Esa sencillez era una señal evidente de la reducción de costes que se había aplicado en su construcción. Las caras de las gárgolas que tenía en sus cuatro lados estaban tan desgastadas que apenas eran visibles. Se suponía que servían para ahuyentar a los demonios dentro de la disformidad, pero Rugolo no creía mucho en su eficacia y jamás se había molestado en repararlas y mucho menos en limpiarlas.
La Estrella Errante no tenía más de treinta metros de altura. Para un ciudadano de Gendova eso era una enormidad, ya que superaba a casi todos los edificios de la ciudad, pero para Rugolo, como para cualquier otro viajero espacial, era pequeña. Había visto naves armadas de exploración casi tan grandes como ésta. De haber tenido una nave más grande, tal vez la vida le hubiera resultado más llevadera. En estas circunstancias se veía obligado a transportar cargamentos de poco volumen y de gran valor, que implicaban dos problemas: o bien tenía que comprar la mercancía, y no siempre disponía del dinero necesario, o tenía que encontrar un mercader que confiara en él y le encomendara su transporte, lo cual no siempre era fácil. A menudo tenía que transportar cargas que apenas le permitían cubrir los costes. Como aquellas malditas manzanas-melocotones, dijo para sus adentros con amargura.
A instancia suya subieron la escalerilla de acceso, atravesaron la puerta y se encontraron en la pequeña bodega, que ocupaba casi todo el interior de la nave, y a continuación, por una escotilla, llegaron a la zona de alojamiento de la tripulación, situada en el morro de la nave. Comprendía el camarote del navegante y un espacio apenas mayor para zona de estar.
Calliden vaciló y se estremeció al ver el espacio de la cabina de control tan atestado que producía claustrofobia. El pánico estuvo a punto de apoderarse de él antes de que Rugolo lo introdujera en ella con suavidad. De los tres electrolúmenes que se suponía debían dar luz, sólo uno funcionaba, y los accesorios de bronce, deslustrados por años de incuria, despedían un brillo muy mortecino. El techo era cóncavo, estriado por los arcos de sostén, estaba lleno de tubos de conducción y era tan bajo que apenas se podía estar de pie. El aire estaba impregnado de un sofocante olor a humedad. Las runas y los indicadores que rodeaban los asientos de los dos navegantes, y que en teoría debían infundir tranquilidad, produjeron el efecto contrario en Calliden. Se sintió completamente aislado del mundo, como si ya estuvieran en el espacio disforme o —lo que sería casi tan malo— como si estuvieran en una de esas naves peculiares de las que había oído hablar pero nunca había visto que se sumergían varias millas bajo el mar o excavaban túneles muy por debajo de la superficie de un planeta. Ni siquiera había aquí el aroma reconfortante del incienso Ministorum, que casi todos los capitanes espaciales quemaban para propiciar el beneplácito del Emperador.
Hacía tiempo que Rugolo había cedido la zona de estar a su navegante, Abrutu, y había reservado para sí, con carácter permanente, la cabina de control. Por eso estaba atestada; hasta los controles de vuelo estaban cubiertos de objetos domésticos, como un cepillo de zapatos y un cortauñas. Dormía en una estrecha litera, y se las había ingeniado para poner una pequeña mesa y dos sillas de respaldo recto.
Indicó a Calliden que se sentara en una de ellas y, tras rebuscar en una alacena, sacó una jarra y dos vasos de cristal tallado que se había quedado de un cargamento y los puso sobre la mesa.
—¡Esperemos que ninguno de esos pesados aguafiestas adoradores del Emperador nos pueda espiar aquí! —dijo jovialmente, sirviendo un licor verdoso que era ilegal en Gendova y pasándole un vaso a Calliden. El joven bebió un sorbo con cautela, mientras que Rugolo se bebía su vaso de una sentada y lo volvía a llenar.
—Ahora —dijo con el tono de un interrogador—, dime por qué simulas no ser navegante.
—¡Porque no lo soy! —respondió Calliden con acritud.
—No seas tonto, por supuesto que lo eres. Vamos, ¿qué sentido tiene ser navegante si no ejerces tu profesión? Tiene que haber una razón. ¿Acaso tienes problemas con tu Casa? Puedes contármelo. Yo soy un hombre comprensivo.
El pobre y atormentado Pelor Calliden suspiró y se relajó un poco, removiéndose en su silla.
—No soy navegante —dijo lentamente— por la sencilla razón de que no puedo pilotar.
—¿No puedes pilotar? —Rugolo lo miró perplejo—. ¿No puedes pilotar?
Frunció los labios. ¿Acaso el gen navegante había fallado en este joven? ¿Sería una mutación invertida? ¿Un retroceso? ¿Habría nacido navegante, pero sin la capacidad para ver en el espacio disforme?
En ese caso no era de extrañar que lo hubieran expulsado de su Familia... pero no... era imposible. Lo más probable era que lo hubieran suprimido calladamente, en lugar de echarlo fuera para que se las arreglara por su cuenta. Un hijo no navegante de una Casa de navegantes sería una publicidad negativa para toda la Navis Nobilite, una rama del Imperio muy celosa de su reputación.
—¿Eres... ciego a la disformidad? —preguntó Rugolo con tono amable.
—No, no, en absoluto. Todo lo contrario. Veo demasiado bien, y ése es el problema.
Eso fue todo lo que Rugolo consiguió sacarle. Calliden invirtió los papeles y preguntó con insolencia por qué el mercader necesitaba un navegante, y por qué había perdido al anterior.
Rugolo se encogió de hombros y respondió con una evasiva.
—Ah, era un tipo aburrido al que no le gustaba viajar de un lado a otro. Aceptó otro trabajo con una carta de navegación heredada.
Había cierto resquemor en sus palabras. Echando una mirada a la cabina mal pertrechada y con olor a humedad, Calliden esbozó una sonrisa y, evidentemente, la respuesta no le convenció.
Rugolo hubo de esperar bastante tiempo, hasta que consiguió hacerle beber varios vasos de licor verdoso, para que Calliden contara su historia.
—Es cierto que estudié para navegante —admitió por primera vez—, pero soy la deshonra de mi Casa. Me han retirado la licencia, no puedo ejercer, aunque tampoco podría si me lo permitieran.
Se cogió la cabeza entre las manos y permaneció callado algún tiempo. Luego, con voz apesadumbrada continuó.
—La instrucción de un navegante es larga. No se trata sólo de ver las corrientes del espacio disforme. Saber encontrar un camino a través de ellas y usarlas para llegar a un destino lejano es, al mismo tiempo, una ciencia y un arte. Al cumplir los treinta años, que dicho sea de paso son pocos para un navegante ya que vivimos más tiempo que ustedes, que carecen del gen del navegante, iba a hacer mi primer vuelo completo acompañado de mi instructor, que se limitaría a ser un simple observador.
»Fue apenas tres días después de... de la muerte de mi madre —prosiguió el joven—. Yo estaba muy unido a ella y su muerte me afectó mucho. Después de casarse con mi padre, ella había dejado de trabajar como navegante, por lo que no tenía mucha experiencia de la disformidad. De todos modos, poco después de saltar al espacio disf...
Calliden volvió a esconder la cara entre las manos. Su voz era angustiada.
—¡La vi! ¡Viami madre! ¡Fuera de la nave, en el espacio disforme! ¡Se agarraba al casco intentando entrar, rogándome que la ayudara!
»Me volví loco —murmuró—. Abandoné el asiento del navegante e intenté llegar a la escotilla exterior para abrirla y dejarla entrar. Tuvieron que impedírmelo por la fuerza. Mi instructor tomó inmediatamente el control de la nave, y me llevó de vuelta a mi Casa bajo vigilancia. Estaba completamente conmocionado. Allí fui sometido a un examen y me declararon no apto para el puesto de navegante o para las funciones de navegación. Después de un tiempo mi padre me permitió abandonar la Casa, y desde entonces he estado vagando de un lado para otro. La mayor parte del tiempo ni siquiera sé dónde estoy, pero desde entonces jamás he usado mi ojo de disformidad. La sola idea...
Se interrumpió un momento.
—Ya ve, no puede contratarme como navegante. Es imposible, además violaría las leyes del Imperio.
Rugolo comprendió que se había topado con un alma extraviada. El pobre muchacho vivía en un estado de terror patológico, al que se había de sumar el horror que, sin duda, le inspiraba pensar en los tormentos que afligían al alma de su madre.
—¿Se te ha pasado por la cabeza que el dolor por la muerte de tu madre podría ser la causa de lo que creíste ver? —preguntó con la mayor amabilidad posible—. No creerás que era realmente tu madre lo que viste, ¿verdad?
—Eso fue lo que trataron de demostrarme los boticarios —replicó Calliden—. Pero eran unos mentirosos o unos tontos. Era ella. Su alma, no su cuerpo, por supuesto. Cualquiera que sepa algo del Immaterium, sabe que esas cosas son posibles.
Era evidente que nada de lo que dijera podría liberar a Calliden de su alucinación, pensó Rugolo. Porque, evidentemente, era una alucinación...
—Pero cada vez que viajas de un mundo a otro tienes que atravesar el espacio disforme, a menos, claro está, que te mantengas dentro del mismo sistema solar —dijo Rugolo—. ¿No te asusta viajar por la disformidad como pasajero?
—No —respondió Calliden tras una agobiante pausa—. Las protecciones de las naves son suficientes, de lo contrario no podrían realizarse vuelos por el espacio disforme. No pienso en ello, del mismo modo que un pasajero de un barco oceánico no piensa en las profundidades sobre las que flota —el rostro de Calliden adoptó un aire pensativo—. En la escuela de vuelo se describe como una paradoja: un objeto material desplazándose por el Immaterium... ¡Todo por la gracia de Su Divinidad, el Emperador! —añadió con pasión repentina.
—¿Realmente crees que el Emperador es un dios? —preguntó Rugolo con curiosidad.
Calliden parecía haber recuperado el autocontrol y se manifestaba en toda su desdichada naturaleza.
—Por supuesto. ¿Usted no?
—Sólo cuando hay un predicador a la vista —respondió Rugolo, soltando una carcajada sarcástica—. Tampoco me preocupa. Por lo que a mí respecta podría ser un dios, pero para creer en ello tendría que empezar a creer también en todas aquellas historias sobre los dioses del enemigo y todo eso de los demonios. No creo en los demonios. Al menos no creo hacerlo.
—Sí —dijo Calliden con expresión grave—. Ya veo que no cree, basta con mirar el estado del casco exterior de su nave. Si quiere seguir mi consejo, más le vale limpiar las imágenes protectoras y hacerlas consagrar nuevamente. No están ahí por nada, sea o no usted creyente. En cuanto al Emperador—prosiguió—, no le quepa duda de que es un dios. Cualquier navegante puede decírselo, incluso uno como yo al que le hayan retirado la licencia.
Rugolo decidió que ya era hora de cambiar de tema. Con aire pensativo se acarició la perilla, recordando lo que había dicho Calliden sobre el Ojo del Terror. Nadie le había dicho jamás que uno podía hacerse rico yendo allí. Sobre todo se decía que era la morada de los demonios. Como ya había dicho antes, Rugolo no creía en los demonios, pero tampoco estaba dispuesto a creerse así, sin más, esas leyendas sobre fabulosas oportunidades comerciales. Sin duda, había mundos habitados dentro del Ojo, fuera del alcance del Imperio por la tormenta, pero probablemente se tratara de pueblos primitivos y de una pobreza extrema.
Pero por otra parte...
—Esa escoria de la que te rescaté... —observó de pasada—; me sorprende encontrar delincuentes de poca monta en un lugar tan rígidamente controlado como Gendova.
—Apex V no ha sido siempre así. Sólo disfruta de las ventajas del orden desde que se hizo cargo el actual Comandante. Todavía hay algunos renegados sueltos al acecho, aunque casi siempre mantienen la cabeza baja.
—Lo que dijiste sobre el Ojo del Terror... ¿Hay algo de cierto en ello?
—Da la impresión de que usted no sabe mucho sobre esa región —respondió Calliden, dirigiéndole una mirada precavida—. ¿Lleva mucho tiempo en el Segmentum Obscuras? ¿Cuánto hace que se dedica al comercio independiente?
A aquellas alturas Rugolo había bebido bastante. Era ya muy avanzada la noche y llevaba mediada la segunda botella de Masteuse, el denso licor verde que evidentemente le gustaba. Hipó, se puso de pie con dificultad y habló con toda la dignidad de que fue capaz.
—No soy un mercader independiente. Soy un Corsario.
—¿Es usted un Corsario? —inquirió Calliden parpadeando. Luego echó la cabeza atrás y rió con ganas—. Al parecer no soy yo el único que viaja de incógnito. ¿Dónde está su flota de naves? ¿Su ejército privado? ¿Sus especialistas y sus técnicos? Si necesita un navegante, ¿por qué no se dirige al comandante de este planeta con su licencia, su patente de corso y le pide que le proporcione uno?
El escepticismo de Calliden estaba plenamente justificado. Un Corsario era una persona de categoría, alguien que había ascendido alto en la escala del Adeptus Terra y a quien se le habían confiado recursos considerables. Estaba fuera del alcance del sacerdocio. Actuaba en las lindes del Imperio o fuera de ellas, explorando, comerciando, luchando, entrando en contacto con razas desconocidas. Era su propia ley. En suma, en nada se parecía al mercader pretencioso, pero evidentemente poco próspero, que tenía ante sí.
—Me pregunto si es siquiera un mercader independiente —prosiguió Calliden con sarcasmo—. Si no me equivoco, es usted un pirata sin licencia, que va arañando algo de dinero aquí y allá, comprando y vendiendo lo que puede y donde puede.
—¿Conque es eso lo que piensas, eh?
Furioso al ver que dudaba de su palabra, Rugolo se puso de pie de un salto y se dirigió vacilante hacia un arcón de madera sujeto al suelo de la cabina. Después de abrir la tapa rebuscó entre todo tipo de objetos extraños: piezas de ropa, baratijas y pequeños instrumentos de lo más variopintos. Después anduvo de un lado a otro de la cabina buscando afanosamente hasta que encontró un rollo de vitela atado con cintas de seda que arrojó a su acusador.
—¡He aquí mi Patente de Corso!
Calliden recogió el rollo del suelo, donde había caído, desató los nudos de seda, lo desenrolló y lo estudió minuciosamente. Era un documento realmente impresionante, manuscrito con tinta de tres colores: oro, plata y púrpura. La escritura era de estilo antiguo, elegante y, suponiendo que no fuera falsificado, tenía todo el aspecto de ser la licencia de un Corso, llena de docenas de cláusulas de habilitación.
Sólo había algo que no concordaba. Calliden miró a Rugolo y luego de nuevo al documento.
—Esto no está a su nombre, sino a nombre de un tal Hansard Rugolo. Usted me dijo que su nombre era Maynard Rugolo. Además, tiene fecha de hace cincuenta años y sospecho que entonces usted no había nacido.
—Bueno, a veces funciona —dijo Rugolo profiriendo un profundo suspiro y asintiendo, con la mirada baja.
—Entonces, ¿quién es Hansard Rugolo?
—Mi padre —respondió Rugolo con desgana—. El era un Corsano. Un hombre realmente impresionante. Cuando yo era niño, lo acompañaba en sus expediciones. ¡Era una vida fantástica! Yo era joven cuando lo mataron en uno de sus viajes, y entonces ya estaba tan acostumbrado a esa vida que no quise renunciar a ella. De modo que... intenté ocupar su lugar. Me convertí en un impostor, haciéndome pasar por él cada vez que me comunicaba con el Administratum. Trabajé durante algún tiempo. Los hombres de mi padre cooperaron por lealtad hacia él. Pero yo no tenía su instinto, y las cosas empezaron a ir mal. Al cabo de unos años, toda mi gente me había abandonado, llevándose la mayor parte de las naves para trabajar por su cuenta. Al final sólo me quedó una y con cuatro tripulantes apenas, y hasta ellos querían dejarme. Era demasiado grande para manejarla yo solo, de modo que la cambié por la Estrella Errante.
Rugolo esbozó una sonrisa desafiante.
—Ya ves, fui un Corsario, en cierto sentido, o más bien lo fue mi padre. Algunas capitanías son hereditarias, ¿no es cierto? ¿Por qué no habría de serlo ésta? Que yo sepa, la patente jamás ha sido revocada ya que no he comunicado la muerte de mi padre, de modo que, por lo que a mí respecta, todavía soy un Corsario.
—Entonces es lo que yo pensaba —dijo Calliden en voz baja—. Está operando sin licencia.
—Bueno, eso depende de cómo se mire —respondió Rugolo, resoplando.
Calliden se preguntaba por qué Rugolo no había llevado la impostura hasta sus últimas consecuencias, adoptando el nombre de su padre y aparentando más edad. Entonces se dio cuenta de que era un hombre demasiado escurridizo como para dejarse encasillar de esa manera. No tenía aspecto de Corsario. Eso implicaría un riesgo excesivo, en cuyo caso no tendría escapatoria.
—Al parecer, ambos somos un fraude —dijo Rugolo tragando el resto del Masteuse—. Durmamos un poco.
El ex navegante tuvo que afirmarse sobre sus pies cuando Rugolo le señaló el camarote del fondo y la cama. A continuación, Rugolo se dirigió a la cabina del navegante y se echó en su litera.
Cuando se despertó, levantó la cabeza e intentó fijar sus vidriosos ojos en el visor exterior que había dejado conectado. Las luces del aeropuerto espacial empezaban a diluirse por obra de una débil iluminación del cielo oscuro y sin estrellas. Luego, de repente, aparecieron unos rayos de luz a través de la fuliginosa capa de nubes que lo cubría todo. Había amanecido.
Rugolo se obligó a ponerse de pie y sintió que la cabeza le daba vueltas. A tumbos se dirigió hacia un arcón, lo abrió y sacó un desvencijado líber encuadernado con la piel moteada de algún animal sin nombre. Era un libro de plegarias y encantamientos. Pasó rápidamente las páginas hasta que llegó al socorrido ritual para curar la resaca y leyó las antiguas palabras, aunque las sabía casi de memoria.
A punto estuvo de olvidar la nota al pie. Úsese en conjunción con aceite de serpiente de Saturno. Volvió a colocar el grimario en su arcón y, tambaleante llegó a la alacena donde estuvo revolviendo hasta encontrar un frasco. Con una mueca de disgusto tomó un pequeño sorbo de aquel jarabe nauseabundo. Ya fuera el encantamiento o el aceite de serpiente, o ambas cosas, empezó a sentirse mejor. Se echó agua en la cara y se peinó el pelo con los dedos.
—¿Qué iba a hacer con Calliden? Tenía que haber alguna manera de devolverle la confianza.
Estaba a punto de buscar algo para comer, cuando observó un movimiento en el aeropuerto espacial que ahora se veía en toda su extensión. El día llegaba a Apex V con la misma velocidad con que caía la noche. Pasaba lo mismo en todos los mundos de Apex, lo cual se debía al pequeño tamaño de su sol.
La pesada puerta de hierro del aeropuerto espacial se había abierto y un grupo de hombres con trajes y sombreros negros caminaba con aire decidido hacia la Estrella Errante. Conectando el aumento, Rugolo reconoció de inmediato a uno de ellos. El mercader Fustog debía de haberse levantado muy temprano aquel día y había salido a la calle en el segundo exacto en que era legal hacerlo, y lo mismo habían hecho los alguaciles que le acompañaban, uno de los cuales traía un fajo de documentos bajo el brazo.
¡Iban a incautarse de la nave!
—¡Por el Emperador! —Rugolo miró a su alrededor sin saber qué hacer. A continuación se abalanzó sobre el asiento del navegante y puso en marcha el procedimiento de chequeo prelanzamiento, pulsando botones y repasando con la vista una runa detrás de otra, presa del pánico.
Por mil millones de infiernos, no había tiempo para eso. ¡Tenía que partir ya! Rugolo paró el chequeo. Era una suerte que hubiera gastado todo el dinero que le quedaba en masa de reacción. Subió la potencia. Antes de lo que era aconsejable por razones de seguridad, abrió los conductos sin apartar la mirada del visor exterior. Algo que parecía vapor empezó a salir por los respiraderos de la base de la nave adquiriendo muy pronto una tonalidad luminiscente al ponerse blanco por el calor. El grupo de Fustog levantó los brazos en señal de alarma y corrió a ponerse a cubierto.
Con un sonido atronador, la Estrella Errante levantó vuelo; balanceándose en el aire porque la mano de Rugolo sobre los controles era poco firme, y se alejó acelerando.
En unos minutos la nave estaba fuera de la atmósfera. Apex, pequeño, blanco y brillante, resplandecía en medio de la negrura, rodeado de estrellas. Mirando en determinada dirección, Rugolo pudo distinguir una nebulosa difusa, una mancha grande, vaga, de luz: el Ojo del Terror.
Le echó una rápida mirada, recordando las leyendas que había oído sobre él. Luego empezó a preguntarse qué debía hacer a continuación. Todavía tenía que establecer una órbita alrededor de Apex V, aunque pensaba que era improbable que saliesen en su persecución. ¡Las fuerzas defensivas del planeta no se movilizarían para ejecutar el aval de Fustog! Se encontraba en una trayectoria parabólica que, de no corregirse, lo llevaría de vuelta haciendo que se estrellara contra la superficie.
Si alguna vez volvía a aterrizar en Apex V, lo arrestarían de inmediato, y era el único planeta habitado de todo el sistema Apex,
un sistema del que no podía salir porque no tenía un navegante del espacio disforme. ¿O lo tenía?
Dejó que la Estrella Errante siguiera navegando sin motor hasta llegar al apogeo de su trayectoria. Poco a poco fue afirmándose en su decisión.
En su primera época había navegado sin navegante, pero entonces comerciaba entre los tres planetas habitados del mismo sistema. Los navegantes no eran necesarios, a menos que uno quisiera ir de una estrella a otra. En realidad, uno no podía saltar a la disformidad, salvo que estuviese fuera de la «isla de disformidad» de una estrella, a una distancia de algunas decenas de millones de millas, dependiendo del tamaño de la estrella. Así se había acostumbrado a pilotar solo en el espacio real. En realidad era fácil. El equipo de la nave hacía todos los cálculos. Todo lo que había que hacer era introducir las coordenadas del destino y hacer algunos ajustes al final del vuelo.
Además de aterrizar y despegar, por supuesto. En este caso era la simplicidad personificada. Sólo tenía que ponerse a cierta distancia de Apex, y tampoco a mucha distancia. Apex era una estrella pequeña.
Rugolo se puso a trabajar, eligiendo una dirección al azar con el único requisito de que fuera lejos del sol, y puso en marcha el motor de espacio real. La Estrella Errante se alejó de Apex V. Se levantó y con cautela abrió la puerta de la cabina y echó una mirada a la zona de estar. Calliden seguía dormido. Ni siquiera lo había despertado el despegue, sin duda gracias al buen señor Masteuse, pensó Rugolo con satisfacción.
También él se sentía cansado. Se echó y dormitó un poco. Se despertó tres horas más tarde. El motor de espacio real se había desconectado y la nave se había colocado en una órbita de estacionamiento en torno a Apex.
La puerta de la cabina se abrió lentamente, y entró Calliden que echó una mirada alrededor con el rostro aún más pálido que antes. Sus ojos se detuvieron en el visor exterior, donde sólo vio una pantalla de estrellas. Su expresión fue primero de curiosidad y de alarma después.
—¿Dónde estamos?
—A unos veinte millones de millas de Apex. ¿Por qué?
—¿Qué cree que está haciendo? —gritó Calliden.
Mientras hablaba, Rugolo se había dirigido de la litera al panel de control. Sonrió confiado a Calliden y, pasando el brazo por encima del asiento del navegante, cogió la palanca deslizante que había a la derecha del panel y tiró de ella hacia abajo.
Ambos sintieron un vacío en el estómago y se oyó un zumbido cuando el motor de espacio disforme empezó a desplazar la nave de carga por el Immaterium.
Con gesto complaciente, Rugolo señaló a Calliden el asiento del navegante y soltó la cápsula del timonel, que se hinchó extrañamente como si estuviera esperando un ocupante al que tragarse. Calliden se quedó paralizado, mirando con ojos desorbitados.
—¡Párelo, sáquenos del espacio disforme!
—Ya es demasiado tarde —dijo Rugolo—. Ya estamos en camino. Sólo los dioses saben a dónde iremos a parar. A años luz de cualquier parte. Tal vez justo en medio del Ojo. Estamos irremisiblemente perdidos sin un navegante.
—¡Sáquenos de aquí!
Calliden se abalanzó sobre los controles tratando de apoderarse de la palanca de disformidad, pero Rugolo se interpuso en su camino. Los dos forcejaron un momento, pero el delgaducho navegante no era rival para el pesado mercader. Pronto Rugolo estuvo sentado sobre su pecho.
—¡Depende de ti! —gritó—. ¡Estamos muertos si no haces tu trabajo!
. Lentamente se apartó de Calliden, permitiéndole que se pusiera de pie. Los dos se midieron con la mirada.
Entonces Calliden volvió a mirar al turbulento visor y empezó a gritar en voz alta, histérico, cerrando los ojos y tapándose los oídos con las manos, mientras Rugolo seguía reprendiéndole.
A Rugolo se le agotó la paciencia. Cogió a Calliden, le arrancó el pañuelo y lo empujó hacia el asiento del navegante con su envolvente cápsula.
—¡Navega! ¡Mira al espacio disforme o estamos muertos!
Calliden dejó de gritar y empezó a sollozar.
—¡Mira al espacio disforme! —repitió Rugolo, esta vez con voz firme y conminativa. Sintió que el cuerpo del joven se ponía rígido bajo sus dedos.
Como en trance, Pelor Calliden evocó su energía psíquica, la dirigió hacia su tercer ojo y miró...
No miraba al visor externo. Eso no le hubiera revelado nada. Para su mirada de disformidad, la materia no existía. Miró directamente a través del casco de la nave penetrando el mar de inexistencia por el que se deslizaba la Estrella Errante como un fantasma. Rugolo no sabía exactamente qué era lo que veía. Todos los navegantes veían el espacio disforme de una manera diferente mientras su cerebro iba encontrando sentido a lo que esencialmente no lo tenía.
—Estamos perdidos —farfulló—. Hemos estado a la deriva, sin guía.
—Muy bien. Para eso te pago. Hazte cargo de la situación.
—No puedo —volvió a protestar Calliden, pero se dirigió tambaleante hacia el asiento del navegante y desarmó la cápsula—. No quiero eso. Hace que me sienta atrapado.
Rugolo guardó silencio. La cápsula era una sujeción. A veces los navegantes empezaban a removerse por lo que veían en el espacio disforme, pero si Calliden quería prescindir de él, era cosa suya.
Las manos de Calliden temblaban al intentar hacerse con los controles de disformidad. Rugolo esperaba que realmente supiera lo que estaba haciendo. No tenía ninguna seguridad de que la expulsión de Calliden de su Casa de Navegantes se hubiera producido sólo por inestabilidad mental, y no por incompetencia para la navegación. Había una placa plana en el tablero de control, en la que los símbolos parpadeaban a medida que la nave se desplazaba por el espacio disforme. Sólo los navegantes sabían interpretarla. Sin embargo, Calliden apenas la miraba. Casi todos los navegantes hacían lo mismo, se fiaban más de su visión de la disformidad.
Calliden miraba todo a su alrededor, no sólo hacia adelante, sino también a los lados, hacia arriba y hacia abajo. De repente profirió un grito desgarrador y se puso de pie de un salto, señalando a la pared de la cabina con el rostro distorsionado.
—¡MADRE!
Rugolo siguió la dirección de su mirada pero no vio nada.
—¡Ahí está! ¡Madre! ¡Madre! ¡Debemos ayudarla!
—Ahí no hay nada, Pelor. Sea lo que fuere lo que estás viendo, no es tu madre.
—¡Sí, sí que lo es! Está intentando entrar. Nos está llamando. ¡Rápido, debemos ayudarla!
Calliden forcejeaba como un loco con Rugolo para abrirse paso hasta la escotilla. Rugolo no sabía lo que podía pasar si se interrumpía la estanqueidad de una nave en el espacio disforme. Era algo tan descabellado que nunca se le había ocurrido pensar en ello, pero tampoco tenía la menor intención de averiguarlo. Por un momento, Calliden logró desasirse. En lugar de ir tras él, el mercader se abalanzó sobre el tablero de control y agarró la palanca de salto a la disformidad. Con el decreciente ronroneo del motor al pararse, la nave cayó del Immaterium.
Tal vez fuera el vacío que sintió en el estómago al realizarse la transición, pero el hecho es que Calliden se detuvo de repente y se dio la vuelta.
—Ha desaparecido.
—Nunca ha estado allí.
—Estaba. Yo la he visto.
—Tu madre está muerta. Sólo es una alucinación.
—¿Una alucinación? No, usted no lo entiende... —Calliden parecía desconcertado—. ¿Dónde estamos?
—Dímelo tú —respondió Rugolo—. Tú eres el navegante.
Como un sonámbulo, Calliden se acercó al tablero de control y estudió las pantallas, comparando los mapas con las estrellas que tenía a la vista. Sacudió la cabeza con desánimo.
—Estamos varados en el espacio abierto. A años luz de todas partes.
—Por supuesto, hemos saltado a ciegas. Hemos tenido suerte de no estrellarnos contra uno de esos asteroides que vagan a la deriva por el espacio interestelar. Tendrás que sacarnos de aquí.
—Pero no puedo.
—Muy bien, nos sentaremos a esperar a que se acabe el aire.
Calliden hundió el rostro entre las manos. Durante un buen rato ninguno de los dos habló.
—Era ella y usted lo sabe —dijo al fin en tono acusador.
—¿Cómo lo sabes? No estás en condiciones de juzgar. Lo más probable es que fuese una alucinación. O tal vez era algo real, pero no tu madre. A lo mejor era uno de esos demonios de los que hablan que te hizo creer que era ella.
Rugolo no creía en lo que estaba diciendo: los demonios no existen, ni en el espacio disforme ni en ninguna parte, pero tenía que decir algo que liberara a Calliden de su miedo.
Daba la impresión de que el navegante se estaba tomando en serio sus palabras. Tenía el ceño fruncido.
—Un demonio... No había pensado en eso.
—Sí, y cuanto más pienses que es tu madre, tanto más seguro puedes estar de que es un demonio. Se está introduciendo en tu mente y manipulando tus emociones —dio tiempo a que sus palabras produjeran su efecto—. Vamos, pongamos un planeta bajo nuestros pies.
Calliden cerró los puños. Su expresión era de desdicha absoluta. Lentamente se sentó ante el tablero de control, retiró con cuidado el cepillo para calzado, el cortauñas y una o dos prendas de ropa que Rugolo había dejado encima, y empezó a estudiarlo, desplazando sus manos por encima de una manera insegura.
Rugolo se retiró al fondo de la cabina para no estorbarlo. Tenía que superar el mareo por sí mismo.
Calliden se sobrepuso. Sus manos se hicieron con los controles y se abrió su visión de la disformidad. Otra vez sintió el vacío en el estómago, como al bajar en un ascensor superrápido. La nave volvió gradualmente al espacio disforme.
Cada navegante ve el espacio disforme de una manera diferente. Para algunos se parece a un paisaje gris interminable, sembrado de prados y bosques y salpicado de lagos, en el que pueden verse, aquí y allá, algunos palacios de altas torres. Otros lo ven como una selva de vigas de acero, como una infinita ciudad tridimensional. Y los hay también que ven las jerarquías de los cielos y los infiernos surgiendo con sus contrahechos habitantes. Sin embargo, para muchos el espacio disforme es una pesadilla de colores increíbles y formas abstractas, no siempre en tres dimensiones, sino a veces en dos y otras en cuatro, cinco o seis. No obstante, dentro de esta diversidad de percepciones hay dos características constantes: la primera es que todo está en continuo movimiento, elevándose, girando, respondiendo al paso de las corrientes de disformidad; la segunda es el Astronomicón, una luz blanca de gran pureza surgida de un faro distante y que lo penetra todo.
Para Pelor Calliden, el espacio disforme era una lujuriante jungla tropical. No tenía fondo ni cima ni límites. Guiada por él, la nave iba abriéndose camino en medio del follaje, introduciéndose entre enormes troncos y espesas plantas trepadoras. En esta jungla también había habitantes. Caras acechantes, humanas unas, animales otras y algunas de aspecto demoníaco, apostadas entre los pétalos carnosos de las voluptuosas orquídeas, que se apartaban ante el avance majestuoso de la Estrella Errante.
Pero nada de esto tapaba el Astronomicón. Era como una luminiscencia universal que se filtraba a través de todo dejando ver su fuente, la luz divina que alimentaba la fe profunda de los navegantes.
Por supuesto, Maynard Rugolo no tenía ni idea de ello. Sólo sabía que Pelor Calliden estaba mirando como en trance, y que sus manos se aplicaban con arte a los controles de vuelo. De repente, Calliden habló, aunque esta vez se mantuvo firme en el asiento del piloto.
—Allí está.
—No es ella, Pelor.
—Está allí. Quiere entrar.
—No le hagas caso. Realmente no está allí.
—Me está implorando. Dice que puedo salvarla si realmente lo deseo.
—Es un demonio que lo que quiere es que desactives las defensas para poder arrastrarnos hacia el espacio disforme.
A sabiendas del mortal peligro que correrían en caso de que Calliden volviera a perder la compostura, Rugolo casi empezaba a creerse lo que se había inventado. Veía en el cuerpo del navegante la tensión que reflejaba su lucha interior.
—Se ha desprendido del casco. Se va quedando atrás con los brazos tendidos, implorándome... —dijo Calliden, y su voz se quebró en un sollozo.
—Sigue adelante.
Esta vez, Calliden obedeció, a pesar de las lágrimas que caían a raudales por su rostro. Buscaba una mancha oscura. En el espacio disforme eso siempre indicaba la proximidad de una estrella.
El tiempo pasaba. Casi nunca era posible predecir lo que duraría un viaje por el espacio disforme. Eso dependía de lo raudas que fueran las corrientes de disformidad que se encontraran, y también de la habilidad y la experiencia del navegante que las supiera aprovechar. Rugolo sabía muy bien que Calliden carecía de experiencia. Permaneció sentado en su asiento de respaldo recto sin decir una sola palabra.
—Vaya, estamos en alguna parte —dijo el navegante, rompiendo el silencio—. ¿Quiere que salgamos?
—Podríamos.
Calliden empujó la palanca deslizante. Se produjo un salto desazonador. El sonido del motor de disformidad cesó. En el visor principal aparecieron estrellas. Eran diferentes de las de antes, y la vaga nebulosa, el torbellino brumoso que se veía por encima de la atmósfera de Apex V parecía mucho más grande y brillante.
Haciendo girar el asiento del piloto, Calliden se dio la vuelta para mirar a su secuestrador.
—Muy bien, he hecho el trabajo para usted.
—Y yo lo he hecho para ti —replicó Rugolo—. Te he curado de tu fobia. ¿No vas a darme las gracias?
—Gracias, ¿por qué? ¿Por obligarme a abandonar a mi madre?
—¿Todavía sigues con eso? —respondió Rugolo, haciendo un gesto de impotencia—, ¡Ya te lo he explicado! No era tu madre. Era un demonio del espacio disforme o alguna otra imagen surgida de tu mente. Tienes que olvidarla.
—Es posible, pero sigo creyendo que era mi madre, aunque se haya ido para siempre ahora que la he abandonado —Calliden tenía una expresión alucinada—. ¿Se da cuenta de lo que significa eso? Al morir todos vamos al espacio disforme —se estremeció, y las palabras que pronunció a continuación reflejaron su desesperanza—. ¿Para qué vivir si eso es lo que nos espera?
—Lo superarás —dijo Rugolo con impaciencia—. Llegarás a verlo como yo. Y, dicho sea de paso, ¿dónde estamos?
—Junto a la estrella más próxima que pude encontrar —Calliden miró a los instrumentos que tenía a su espalda—. Estamos más cerca del Ojo que antes. A decir verdad, justo en su límite. Este sistema tiene quince planetas, uno de ellos habitado, aunque su población es muy escasa. Pertenece al Imperio, pero no tiene un comandante. Se llama Calígula y es un mundo fronterizo.
—Suena interesante. Vamos allá.
Obediente, Calliden volvió al tablero. Rugolo sonreía para sus adentros. Había encontrado un navegante.
Calliden marcó un rumbo. Con un sonido ahogado y un rugido, el motor de espacio real cobró vida y emprendieron la marcha hacia el planeta Calígula.
Capítulo 4
Una extraña mercancía
El aterrizaje en Calígula, quinto planeta de una estrella desigada sólo con un número en los mapas imperiales, hubiera parecido insólito a cualquier persona versada en las costumbres del Imperio. No había vestigios de defensas planetarias. No llegó ninguna voz a través del comunicador exigiendo su identificación o poniendo en duda su derecho a aterrizar, ni siquiera advirtiéndolos de que había un cañón láser apuntando a la nave. Tampoco se oyó el clarín personal del Comandante Imperial, extraña omisión sin duda. Era como si el mundo de allí abajo, con su brillante nube blanca acariciada por la luz de su brillante sol, fuera un mundo virgen, jamás hollado por los seres humanos.
No era exactamente así, aunque el planeta distaba mucho de estar densamente poblado. Sólo cuando Pelor Calliden introdujo a la Estrella Errante en la atmósfera y se deslizaron por encima del paisaje, pudieron distinguir algunas ciudades de medianas dimensiones.
—Busca la más grande —dijo Rugolo.
Aterrizaron a las afueras de una población dispersa, situada a orillas de un océano agitado por las tempestades. Ni siquiera tenía un puerto espacial, apenas una gran extensión de tierra batida y chamuscada por los motores de propulsión de las naves que habían aterrizado antes que ellos. Algunas de ellas todavía estaban aparcadas en el campo, vapuleadas y llenas de rayones, con sus patas de aterrizaje bien asentadas sobre la tierra. Había algunas que, evidentemente, nunca volverían a despegar. Estaban volcadas, medio aplastadas y habían sido arrastradas hasta las lindes del campo y abandonadas a su suerte. Calliden esbozó una sonrisa irónica al verlas.
—Los pilotos están acostumbrados a aterrizar sobre adamantium, o al menos sobre cemento endurecido —dijo—. Este campo ni siquiera está nivelado, es como aterrizar en la ladera de una colina. Parece como si algunos no supieran muy bien lo que hacen.
—Tal vez estén demasiado bebidos —observó Rugolo, y con tristeza recordó las veces que él mismo se había visto obligado a aterrizar sobre una superficie desigual y había estado a punto de estrellarse.
No había aduanas ni nada parecido a edificios administrativos, sólo una pista destartalada que llevaba a la ciudad. Calliden profirió un suspiro y sacudió la cabeza.
—¿No les importa quién pueda venir?
—Es obvio que no. ¡Justo la clase de lugar que a mí me gusta! Salgamos y echemos un vistazo.
Gateando llegaron a la escotilla principal que Rugolo cerró de un golpe. Aseguró con un cuidado especial las cerraduras. Allí no había guardias y, por lo tanto, ninguna protección contra los ladrones o, peor aún, contra los secuestradores espaciales. Luego bajó por la escalerilla y se reunió con Calliden que lo esperaba en tierra.
—No, no. ¡Por lo más sagrado! ¡Hace falta algo más que eso! —exclamó el navegante, mirando horrorizado cómo se alejaba el mercader.
A punto estuvo de arrojar a un lado a su compañero en su prisa por echar mano de la matrícula de runas que había al pie de la escotilla y colocar la palma de la mano derecha sobre el sello de protección que llevaba incorporado. Cerrando los ojos, entonó una plegaria mientras Rugolo lo miraba con una sonrisa cínica en los labios.
—¡No es extraño que sea usted un desastre! ¡No hace nada por propiciar la buena suerte! —dijo el navegante, una vez terminado el rito, volviéndose hacia el mercader.
Rugolo hizo un gesto de indiferencia.
Los dos miraron en derredor. El cielo, azul claro, estaba cruzado por una nube blanca a gran altura. Soplaba un viento ligero y el aire era cálido y fragante, impregnado con un olor a resina.
Por una vez, la Estrella Errante no parecía fuera de lugar. La mayor parte de las naves del puerto espacial presentaban un aspecto improvisado, como si las hubieran construido con restos de otras naves, lo cual no era imposible. Lo que quedaba de la decoración y los adornos tradicionales estaba golpeado y distorsionado, las gárgolas protectoras, en algunos casos, brillaban por su ausencia. Indudablemente, todo hablaba a las claras de los confines del Imperio, de la frontera. Y, sin embargo, estaba dentro del Segmentum Obscurus, uno de los cinco Segmentum Mayores en que estaba dividido el Imperio. El Ojo del Terror era en sí mismo una frontera.
Entonces Rugolo reparó en una nave situada cerca del límite exterior del campo, que no se parecía a ninguna otra que hubiese visto en su vida. Lo primero que llamaba la atención era su color. No tenía el aspecto monótono ni la mezcla de gris y negro de las restantes naves que viajaban por el espacio, sino que era de color gris perlado, iridiscente, con tonalidades cambiantes. Era como si hubiera pasado a través de un arco iris y se le hubiesen contagiado sus colores. Resultaba difícil entender cómo semejante variedad podía soportar los rigores del espacio.
La segunda novedad era su forma. No tenía los pesados remaches ni los adornos almenados de otras naves espaciales. Era lisa, como si hubiera salido de un molde, y alargada. Parecía algún elegante animal volador a punto de levantar el vuelo.
—¡Esa no puede ser una nave del Imperio! —dijo Calliden, tras seguir la dirección de la mirada del mercader, poniéndose tenso y hablando en un susurro—. Debe ser... alienígena. ¡Hay extranjeros aquí! Maynard, tal vez debiéramos marcharnos.
Rugolo volvió a sonreír. Cuando apenas acababa de superar el peor de sus miedos, Calliden estaba dispuesto a salir otra vez al espacio disforme con tal de no enfrentarse con una forma de vida extraña. Es cierto, para el común de los mortales la perspectiva era aterradora. Los alienígenas —todos ellos— eran enemigos declarados de la especie humana.
—¡Ánimo, amigo! Yo he hablado con alienígenas y he sobrevivido.
Miraron hacia la población. Frente a ellos se alzaba una serie de desmañadas estructuras metálicas levantadas a toda prisa y de grandes tiendas cuyas telas se agitaban con la brisa.
Era una ciudad destartalada, a la que los condujo una única calle llena de suciedad. Calliden se detuvo y tuvo que animarlo a seguir adelante cuando echó la primera ojeada a los viandantes, hombres rudos, ásperos, de mirada torva, vestidos de la forma más variopinta, provistos de armas no enfundadas sino llevadas directamente en la mano o asomando por los bolsillos para ser usadas a la menor provocación. Daba la impresión de que en aquel lugar no existían ni ley ni arbitradores ni policía. Si había un Comandante Imperial, lo más probable era que residiese en otro planeta y que se ocupara bien poco del mundo sin ley del que era gobernador nominal. Era un planeta abandonado en manos de los aventureros, los cazadores, los mineros por cuenta propia... y tal vez, los piratas.
A Rugolo el lugar le causaba una buena impresión. Tenía el presentimiento de que podría hacer buenos negocios, aunque en realidad no tenía gran cosa con que comerciar.
Calliden había cubierto de nuevo su ojo de disformidad con piel sintética. No quería que lo identificaran como un navegante. Se encogió nerviosamente mientras avanzaban por el polvoriento camino. Esto no era como la ordenada y más o menos segura ciudad de Gendova a la que se había acostumbrado.
Rugolo echó una mirada a las planchas de metal remachadas o corrugadas que habían sido utilizadas para unir las chozas. Observó que algunas de ellas provenían de los mundos industrializados del Imperio; eso era evidente porque los forjadores de metal del Imperio no solían resistirse a estampar alguna imagen sobre cualquier plancha de metal: dibujos barrocos, banderines, banderas, relieves de adeptus con capirotes o de extrañas bestias o de runas propiciatorias. A los que habían construido las chozas, fueran quienes fuesen, les importaba muy poco todo aquello. A veces la decoración estaba patas arriba o de lado, lo que provocó una mirada de desaprobación de Calliden.
—¡Bueno, todavía no he visto ningún alienígena! —dijo Rugolo, intentando animarlo.
Llegaron hasta la sombra de una marquesina. Sobre ella había un letrero con la leyenda: BEBIDAS-TABACOS-OBJETOS VARIOS.
Era la entrada de una triste tienda roja de campaña. De dentro llegaba el murmullo de la conversación. Una mirada al interior mostró a Rugolo un espacio semejante al de una catedral modesta del Culto del Emperador. Partes de la tienda roja que lo cubría todo habían sido abiertas para dejar entrar el aire y la luz del sol. En el interior había dispuestas mesas y sillas. En el extremo más apartado habían hecho una barra con toneles vacíos.
La tienda estaba llena de hombres y mujeres que bebían, fumaban hierbas de diversos tipos o simplemente hablaban. Como en la sucia calle de afuera, la gente iba vestida de tal modo que hubiera sido arrestada en otras partes del Imperio. Hombres de aspecto duro, vestidos con prendas pesadas y resistentes, muchas de ellas rotas o cubiertas de barro, parecían mineros o exploradores. Otros, en su mayoría mujeres, llevaban ropas indecentes y provocativas, y también los había que sólo iban cubiertos con andrajos.
—Éste parece el lugar indicado para enterarse de lo que pasa por aquí —dijo Rugolo a su compañero, tocándole en el brazo.
Entraron. En el bar sintieron cierto alivio al comprobar que aceptaban casi cualquier moneda. Rugolo había estado en algunos lugares donde al gobernante imperial local, saltándose la legalidad, había establecido que todos los intercambios se hicieran con moneda local. Rugolo pidió dos jarras de una cerveza aguada, de olor espantoso, que llevó a la mesa. Por su sabor a jengibre supuso que estaba hecha de alguna raíz vegetal. Calliden dio un sorbo a la suya con desagrado y se puso a jugar nerviosamente con la jarra. Era evidente que se sentía intimidado por quienes los rodeaban.
Rugolo había dejado en la nave la pistola de plástico y en su lugar llevaba una mortífera pistola de agujas y la pequeña pistola láser ocultas bajo la ropa. Había llegado a la conclusión de que era mejor no llevar armas a la vista. Hacía que desconfiaran de él en cuanto se enteraban de que era un mercader. Estaba muy extendida la idea de que un mercader debía ir armado.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Calliden con voz quejumbrosa.
, —Aquel asunto en Apex V me dejó casi sin mercancía y sin dinero. Necesito levantar mi negocio, sin interferencias, informalmente por así decirlo, para obtener recursos que me permitan realizar transacciones normales. A veces se pueden encontrar cosas valiosas por muy poco dinero en un lugar como éste.
Mientras hablaban, Calliden paseaba su inexpresiva mirada por el bar. De repente se detuvo, boquiabierto.
—¡Por lo más alto! ¿Qué es aquello?
Estaba mirando a una figura apoyada con aire displicente en la barra, que pasaba revista a cuanto la rodeaba con ojos brillantes. De mayor estatura que la mayoría de los hombres y de complexión más delgada, la figura tenía una cabeza que era en parte ovoide y en parte angular, como moldeada por un escultor extravagante, y lucía una expresión fija, altanera. Era humanoide, pero no humana. Ni siquiera era orgánica. Era una máquina, pero no una máquina fabricada por la mano humana. Llevaba un capote de color azul eléctrico, bajo el cual podía verse un brillo de tonalidad gris perlada.
—Un robot —dijo Calliden mirándolo descaradamente.
—Pero no ha sido construido por manos humanas —respondió Rugolo lentamente.
Calliden se dio cuenta de que tenía razón. Las criaturas mecánicas del sagrado Adeptus Mecánicus eran bestias torpes, chirriantes, muy corpulentas pero poco inteligentes, a las que se solía usar como carne de cañón o para transportar bombas. Esta criatura-máquina, en cambio, se caracterizaba por su gracia y su belleza, y todo en ella reflejaba seguridad.
—Parece que después de todo sí hay alienígenas —dijo con voz trémula.
Pero Rugolo ya se había levantado de la mesa y se dirigía a la barra, hacia donde estaba el robot. Pudo ver enseguida que el caparazón de su cuerpo no era ni metálico ni plástico, sino que estaba hecho de algún otro material reluciente. Lo recorrió un estremecimiento de emoción. ¡Cuánto podría valer este robot en mundos más civilizados!
Tuvo que mirar al misterioso autómata para hablar con él.
—¿A quién perteneces? —preguntó con voz tranquila pero autoritaria.
Después de una pausa le llegó la respuesta en una voz distante, fantasmagórica, como la de una persona que hablara en sueños.
—Perteneceré a quien sea capaz de vencerme. A nadie más.
Era una respuesta más inteligente que la que hubiera podido esperar de un robot construido por humanos. En el mundo humano, ningún cerebro artificial hubiera sido capaz de elaborar frases tan enigmáticas.
Volvió a la mesa.
—Es de origen alienígena, sin duda —dijo a Calliden.
—¿Qué clase de alienígena?
—No lo sé, pero... —Rugolo tragó saliva y miró a su alrededor como si estuviera buscando a uno de ellos, fueran lo que fuesen—. ¿Has oído hablar de los «eldar»?
—¿Tienen algo que ver con los orkos?
Rugolo hizo un gesto de negación. Para la mayoría, un alienígena era sólo un alienígena. Si se preguntaba a la gente por el nombre de una raza alienígena, lo más probable es que la respuesta fuera «orkos», suponiendo que contestaran algo.
Mirando de vez en cuando al robot, empezó su explicación apresuradamente y en voz baja.
—En realidad no sé si son seres reales o míticos, pero se dice que los eldar son una raza no humana antigua, experta en la construcción de robots. Por lo que he oído, todos los eldar llevan una piedra preciosa especial sobre el corazón. Es una piedra espiritual que absorbe las experiencias de quien la lleva. Cuando el eldar muere, la piedra contiene su espíritu y puede implantarse en una máquina o en un robot y tiene capacidad para animarlos. De esa manera, el eldar vuelve a la vida, por lo general para luchar en una batalla o algo así.
Se detuvo buscando algo en su mente.
—Hay una palabra para designar a los robots de combate animados por un espíritu: guardia espectral —señaló con la cabeza a la figura del bar—. Creo que ése podría ser un guardia espectral.
Calliden miró hacia la máquina humanoide y una expresión de repugnancia cubrió sus pálidas facciones.
—Artes alienígenas. ¡Qué asco! ¡Incluso tiene un aspecto maligno, lo mismo que aquella nave del puerto espacial! ¿No ve lo diferente que es del sagrado trabajo de nuestros tecnosacerdotes, imbuido como está de la luz sagrada del Emperador. ¡Apostaría cualquier cosa a que esos alienígenas tienen que invocar a los demonios para hacer funcionar esas cosas!
—Sí, supongo que sí —respondió Rugolo con aire ausente. Tuvo que admitir que tanto el robot como la colorida nave espacial tenían un aspecto extraño, incluso siniestro, pero ya antes se había topado con tecnoartes y no estaba dispuesto a considerarlo desde el punto de vista religioso.
Fuera como fuese no estaba seguro ni mucho menos de su propia explicación. El guardia espectral, si realmente era eso, no llevaba armadura ni iba armado. Además no llevaba ningún distintivo, y él había oído que la sociedad eldar tenía un colorido muy elaborado. En cualquier caso, ¿qué hacía en un mundo humano? Recordó otra cosa que había oído: el espíritu implantado en un guardia espectral vivía como en un sueño, llevaba una existencia casi sonámbula. Era posible que de alguna manera se hubiera apartado del lugar al que pertenecía, que se hubiera perdido o hubiera sido abandonado.
No creía lo que había dicho el robot de que no pertenecía a nadie. Cómo había ido a parar a Calígula era todo un misterio, pero no hubiera podido sobrevivir entre humanos sin estar esclavizado. Alguien tenía que controlarlo.
En aquel momento alguien se acercó al guardia espectral, susurró algo a su oído y permaneció junto a él en actitud dominante, dirigiendo una mirada inquisitiva a Rugolo. Era un humano de escasa estatura y edad mediana con una cara redonda y bondadosa, una expresión de permanente ansiedad y una mirada azul muy afable. Su indumentaria era sencilla: una camiseta color cereza, un jubón azul y una boina verde que terminaba en un pico por delante.
Rugolo se puso de pie una vez más para acercarse al extraño y le habló cortésmente, pero con el tono de quien está acostumbrado a que le respondan.
—¿Es usted el propietario de esta máquina?
El aludido esbozó una sonrisa y señaló el extremo más apartado del largo bar. Allí, invisible hasta que un grupo de gente se apartó, había otra figura extraordinaria, apoyada sobre la barra con la misma postura que el voluntarioso guardia espectral. Eso fue lo único que llamó la atención a Rugolo. Los robots eran pura imitación, y lo más probable era que la máquina eldar fuera una copia fiel de su amo.
Rugolo lo miró fijamente. Tenía más o menos la misma altura que el robot, pero ahí terminaba el parecido. El hombre era de una delgadez enfermiza. El pelo negro y rígido salía disparado de su cráneo estrecho como el trigo de un trigal. Iba vestido de negro, pero su ropa se veía ajada y arrugada, y se pegaba a su escuálida estructura como si llevara años sin sacársela de encima. En cuanto a su cara, tenía una expresión salvaje: los ojos saltones, la huesuda nariz sobresalía entre sus mejillas cetrinas, las orejas se abrían hacia los lados de su cabeza como si un olvido hubiera hecho que las pegaran allí en el último momento.
Mucho más llamativa que su aspecto era su conducta. Daba la impresión de que estaba arengando a los que estaban a su alrededor, aunque no le prestaban la menor atención. Gesticulaba espasmódicamente, inclinando su cuerpo angular hacia uno y otro lado como si estuviera loco, lo cual tal vez fuera cierto. Rugolo se levantó y se dirigió hacia él atravesando la tienda. Al acercarse oyó entre el murmullo general las palabras del hombre pronunciadas en un tono estridente como si no las dirigiera a quienes lo rodeaban, sino que estuviera absorto en un monólogo interior.
—¿Acaso no he descubierto yo la raíz de mi deseo? Vosotros que me oís, ¿no veis que todo se reduce a un plato de dolor y a una nada? No, porque no habéis estado donde yo he estado. ¡No habéis visto la raíz de mi deseo! No habéis visto... no habéis visto.
Hizo una pausa para echar un buen trago de una jarra que había estado zarandeando con la mano derecha. Dio la impresión de que la cerveza desaparecía con extraordinaria rapidez en la estrechez de su boca y en el interior de su estómago sin que tuviera necesidad de tragar. Eructó y continuó con su perorata sin sentido.
—¡Nadie puede conocer la raíz de mi deseo! ¡Nadie que no haya estado allí! ¿No es así, amor de mis amores? ¡Háblale de las raíces!
Extendió un brazo mientras hablaba y señaló a una joven solitaria que estaba sentada cerca, con los brazos apoyados sobre una mesa. La muchacha levantó la vista hacia Rugolo y se pasó la lengua por los labios.
En cuanto posó sus ojos en ella, Rugolo tuvo la impresión de que irradiaba un desenfreno seductor de naturaleza casi vampírica. Tenía la cara redonda, tersa, y, a pesar de su belleza, le recordaba a algún animal felino. Tenía el pelo negro azabache y lacio, y unos ojos verdes y almendrados que casi nunca pestañeaban, lo que daba a su mirada una expresión hipnótica. Su vestimenta se reducía a un ajustado jubón azul oscuro que marcaba su figura y sus formas voluptuosas. Cuando se inclinó sobre la mesa, Rugolo pudo apreciar en toda plenitud su generoso trasero que sobresalía del asiento.
Retrocedió, sorprendido. La chica se levantó y se dirigió hacia él. Sus movimientos eran flexibles. Sin dejar de sonreír, levantó una mano y pasó una uña por uno de los lados del cuello del hombre. La sensación hizo que una oleada de placer recorriera todo su cuerpo. Se sintió incapaz de sostener aquella mirada fija y rehuyó su contacto.
—Me llamo Aegelica —dijo con una estremecedora voz de contralto—. ¿Y tú?
—Maynard Rugolo —respondió a regañadientes. Luego se volvió hacia el hombre alto vestido de negro, cuyo rostro, visto de cerca, era escamoso y espiralado, como si sufriera una afección de la piel.
—Según me dicen, es usted el dueño de ese robot que está de piejuntoalabarra.
—¡Ah, el guardia espectral! —respondió el extranjero volviéndose y dirigiendo a Rugolo una mirada desconcertada—. Mi amigo y colega Kwyler le dio, sin duda, esa información, y sin cobrar siquiera por ello. ¡Siempre tan generoso! ¡Siempre tan suelto de lengua!
De modo que realmente era un guardia espectral. A Rugolo le decepcionó que el hombre conociera el origen de la máquina. Había confiado en hacerse con él por un precio muy inferior a su verdadero valor, aunque en realidad todavía no renunciaba a ello.
—Ya he visto antes otros como éste —dijo displicentemente—. Por lo general no valen mucho. Como sirvientes no sirven para nada. Además suelen sufrir muchos desperfectos y en el Imperio no hay quien pueda repararlos. Son de fabricación eldar. Pero, sé dónde puedo venderlo como curiosidad y me gustaría liberarlo de él.
—¡Ah! ¡Pretende usted embaucar a un honrado mercader! ¡Por las raíces de mi deseo! Debería exprimir sus entrañas y hacer vino con sus restos. ¿No es un hombre desleal y traicionero, mi querida Aegelica, aplacadora de mis más profundos deseos?
Los ojos verdes de Aegelica estaban fijos en Rugolo, como si quisiera atravesarlo con la mirada.
—Es un cúmulo de mentiras, maquinaciones y manipulaciones, mi querido Gundrum. Las veo escritas en su mente como un mapa del mal. Cree que somos unos palurdos porque estamos lejos de las grandes ciudades y mundos donde los hombres pululan como hormigas. Cree que por unas cuantas monedas, por unas baratijas, por unas palabras zalameras, puede sacarnos este guardia espectral y todos los tesoros que tanto trabajo nos costó reunir. En realidad, no podría reunir el valor del guardia espectral ni vendiendo todo lo que posee y entregando además su alma como parte del trato. Claro que un alma es algo tan insignificante, tiene menos valor que un guijarro en una playa.
Mientras duró la perorata pronunciada con su encantadora voz, Aegelica no dejó de sonreír a Rugolo como si lo amara y sólo deseara complacerlo. Al principio, Rugolo estaba fascinado, pero luego se sacudió y rió.
—¡Veo que he topado con un adversario de mi altura! —se felicitó, y volviéndose a Gundrum añadió—: ¿De modo que también usted es un mercader?
—No venderíamos al guardia espectral aunque nos ofreciera lo que vale —respondió Gundrum en tono más amistoso—. Está destinado al palacio del Comandante Imperial, que lo adoptará como una de sus mascotas. Su hobby es tener animales exóticos y hermosos deambulando libremente por sus espaciosos salones. El guardia espectral no desentonará entre ellos.
—Ya veo. Confieso que tengo curiosidad por saber de dónde lo ha sacado.
—Es natural.
Gundrum estaba mirando por encima del hombro de Rugolo. Al volverse Maynard vio lo que había llamado su atención. Tres hombres se habían acercado a Pelor Calliden y habían rodeado su mesa, inclinándose hacia él para decirle algo. Uno de ellos era fornido, tenía un cuello grueso como el de un toro, llevaba una pesada pistola al cinto y el velludo pecho descubierto. Sus dos acompañantes eran más pequeños y tenían aspecto de chulos, como los que Rugolo había visto en muchos planetas y que solían ganarse la vida como ladrones o como asesinos. Calliden estaba aterrorizado, sobre todo cuando uno de sus agresores le sujetó la cabeza por el pelo y acercó el filo de un cuchillo a su garganta.
Gundrum alzó repentinamente la voz y gritó algo en un idioma que Rugolo no conocía.
—¡H k cuwhaiole! Aeilreowth shuwele-ha!
Con la agilidad de un reptil de algún mundo extinguido, el guardia espectral eldar entró en acción. Echó hacia atrás su capa de color azul eléctrico como si fueran las alas de un águila y saltó sobre la mesa, dejando al descubierto la radiante belleza de sus formas desnudas. Lo primero que hizo fue coger con una mano la muñeca que sostenía el cuchillo con el que amenazaban a Calliden. Se oyó claramente un crujido al quebrarse los huesos del antebrazo, tanto el cúbito como el radio, y a continuación el grito de dolor del rufián al caer hacia atrás, con la mano colgando, y dejar caer el cuchillo.
El jefe de pecho descubierto del trío no era lento. Sacó del cinto su arma, una pistola y se las ingenió para dispararla. La pesada bala de metal rebotó contra el caparazón perlado del robot sin hacer mella en él. Para entonces ya se había apoderado de la pistola el guardia espectral que cerró el puño reduciéndola a añicos que cayeron con ruido metálico sobre la mesa. Moviéndose como un bailarín, la máquina eldar cogió al dueño del arma, lo puso patas para arriba y lo arrojó de cabeza, con fuerza, contra el suelo de piedra.
El tercer asaltante ya había huido junto con su amigo herido. Sin inmutarse, el guardia espectral volvió a la barra, donde se apoyó en la misma postura que antes paseando su mirada por la escena. El hombre al que Gundrum había llamado Kwyler había desaparecido.
Rugolo se había abierto camino entre la multitud hasta reunirse con Calliden, que no dejaba de temblar y no apartaba la vista del cuerpo que yacía inerte en el suelo.
—¿Qué querían?
—Simplemente se les había acabado el dinero para comprar bebida —respondió, haciendo un gesto de resignación.
Gundrum se acercó y observó mientras el cuerpo era arrastrado por el suelo y tirado en medio de la sucia calle. Nadie se molestó en comprobar si el hombre del pecho descubierto aún estaba con vida.
Rugolo observó entonces unas definidas líneas circulares en torno a las muñecas del guardia espectral. Se dio cuenta de que sus manos eran desmontables, probablemente para poder reemplazarlas por armas.
—Sin duda pedirá una precio muy alto por él —dijo Rugolo, volviéndose hacia el navegante—. No sólo es peculiar por su aspecto, sino también un excelente guardaespaldas.
—Por las cosas raras siempre se obtiene un buen precio. ¿No es ése el primer principio de quienes se dedican a la compraventa? —lo desafió Gundrum—. No obstante, amigo mío, en esta región lo raro, lo especial, no siempre es tan raro ni tan especial como podría pensar. Supongo que usted viene de regiones de orden o no hubiera dejado a su compañero indefenso.
—Bueno, sí... ¿Dónde adquirió usted el guardia espectral?
No esperaba recibir respuesta, pero Gundrum le señaló una cortina de tela que había cerca del extremo de la barra.
—¿Quiere hacer negocios? Hay un lugar más privado...
Con un gesto al hombre de la barra, éste los condujo al otro lado de la cortina, a un pequeño compartimiento hecho de una lona tan gruesa que ni la luz del sol la atravesaba, de modo que estaba iluminado por una lámpara colgada de un gancho. Empujando a Calliden por delante de él, Rugolo miró hacia atrás y vio que la chica de rostro felino los seguía.
Le sujetó la cortina y sintió el roce de su pecho al pasar.
En cuanto estuvieron sentados, el extraño mercader habló sin rodeos.
—¿Tiene usted una nave?
Rugolo respondió con un gesto de asentimiento.
—¿Quiere comprar?
—Depende de lo que tenga.
—Oh, sin duda querrá lo que tenemos. Pero ¿con qué lo va a pagar?
Rugolo pensó en las escasas mercancías que tenía para canjear. Unas cuantas armas, algunos ornamentos y algunas otras cosillas. Pensó también en su reducido capital. Hacía ya algún tiempo que no disponía de un verdadero capital operativo. Eso se debía a que había estado trabajando, en efecto, como un mercader de poca monta, transportando mercancías para otros por una modesta cantidad, un humillante declive que había acabado con su aterrizaje en Gendova con una carga de melocotones-manzana podridos. De todos modos, tenía la sensación de que en aquel momento se le presentaba una seductora oportunidad.
Por ello las siguientes palabras de Gundrum sonaron como música en sus oídos.
—Es posible que podamos ayudarnos mutuamente. Usted me considera un hombre de frontera rudo e inculto, ¿no es cierto? Pues no, el ignorante e inculto es usted. ¡Usted es quien viene de la barbarie, desde el Imperio profundo donde todo está adocenado por leyes, leyes y más leyes! ¡A partir de aquí, uno es libre! A partir de aquí, uno viaja al margen de los mapas imperiales hasta lugares remotos, extraños. Allí encontré la raíz de mi deseo. Allí cambié. ¡Todo cambia allí! —se inclinó para acercarse más a Rugolo, y su voz adoptó un tono confidencial, de conspiración—. Incluso el espacio es diferente.
—El espacio no puede ser diferente —repuso Rugolo, intrigado, frunciendo el entrecejo—. El espacio es igual en todas partes —su ceño se despejó—. ¿Se refiere usted a la gran tormenta de disformidad? ¿Al Ojo del Terror? No es el espacio lo que es diferente. Es el Immaterium que forma una sima enorme.
Se recordó a sí mismo que Gundrum estaba medio loco, que no distinguía entre el espacio real y el espacio disforme. A lo mejor había interpretado mal algunas observaciones de su navegante.
Navegante. ¿Dónde había conseguido un navegante una persona tan desquiciada como parecía estarlo Gundrum?
Dejó que el pensamiento saliera de su mente. Aegelica no se había sentado con ellos a la mesa. Permanecía de pie detrás de Rugolo. En ese momento apoyó las manos en sus hombros y empezó a masajeárselos suavemente. Una sensación de puro placer invadió su cuerpo y cayó en una especie de trance. Por un momento tuvo la sensación de que giraba en el interior de un túnel y de quedaba privado de su voluntad. Luego, jadeando, se apartó de ella y su silla cayó al suelo.
Miró primero a la chica y luego a Gundrum. Se dio cuenta de que Calliden tenía una mirada inexpresiva.
—¿También ella es del Ojo? —preguntó Rugolo.
—¿Aegelica? Es mi verdadera y querida hermana, que me acompaña en todos los viajes. Ella pilota la nave espacial. También mi querida hermana Aegelica ha cambiado.
—¿Ella es su piloto? —preguntó Calliden, desconcertado—. Pero no es un navegante.
Por toda respuesta se produjo un embarazoso silencio, hasta que, después de una larga pausa, Aegelica rompió en una risa estridente.
—¿Por qué desea hacer negocios con un extraño al que acaba de conocer? —preguntó Rugolo con desconfianza.
—¡Un hombre sin recursos que trata de comprar un guardia espectral tiene que ser un buen mercader! —respondió Gundrum, esbozando una sonrisa—. Además, usted parece un hombre dispuesto a correr riesgos. Veamos ahora lo que apostamos. Mi Aegelica conoce una ruta de acceso al Ojo. Pero no se gana mucho sacando mercancías de allí y vendiéndolas en los mundos marginales. En otras partes se venderían a mejor precio. En estos momentos, yo no puedo internarme más en el Imperio para comerciar. No estoy familiarizado con él. Hay demasiadas reglas y yo carezco de patente. Además... —retorció su peculiar estructura en un remedo de encogimiento de hombros— hay demasiados sacerdotes, predicadores y arbitradores. Cualquiera que tenga un aspecto un poco extraño les llama la atención, según me han dicho. Usted, en cambio...
Rugolo se estaba entusiasmando. ¡Vaya golpe de suerte! Su natural optimismo empezó a remontar vuelo como un pájaro.
«Ya sabía yo que las aguas volverían a su cauce», se dijo.
—Todo eso está muy bien —dijo con voz serena, ocultando sus sentimientos—. Pero ¿de qué mercancía se trata?
—Vayamos al grano. Por las raíces de mi deseo que es buena. Por el Byssos, por los Grandes Dioses, por el mayor torbellino de maravillas que haya visto jamás la galaxia, pasando por los arrecifes, atravesando tormentas, retorciéndose y girando, se llega al universo de las maravillas que los dioses han dispuesto, y allí está nuestra casa de los tesoros. Dentro del Ojo hay más mundos de los que pueda nombrarse. ¡En esos mundos hay artesanos, artistas, destiladores de licores, todos ellos maestros consumados, ingeniosos, milagrosos! ¿Qué no pagarían por ellos los expertos de los ricos mundos del Imperio? Estoy cansado de abastecer de juguetes a nuestro Comandante Imperial. Un comandante imperial no es más rico que los planetas que gobierna y, por lo tanto, el nuestro está empobrecido ya que sus súbditos no son más que picaros y vagabundos.
Aegelica se movió hacia un lado, y al pasar hizo a Rugolo una caricia que le produjo un estremecimiento.
—Permítame que le muestre algunas baratijas para que se haga una idea de lo que estoy hablando —dijo Gundrum.
Con un movimiento sacó algo de sus hombros. Rugolo se sorprendió de no haber advertido que llevara una mochila, tan negra como las ajadas prendas que vestía. Pero se adaptaba tan bien a su cuerpo, que parecía casi invisible. Luego, al colocarla sobre la mesa, le pareció que aumentaba varias veces de tamaño.
El mercader del Ojo del Terror introdujo una mano en la bolsa y sacó una caja del tamaño de un libro grande. Estaba hecha de una madera rojiza que despedía un leve perfume. La puso sobre la mesa y Rugolo advirtió que estaba decorada con tallas en relieve de lo que supuso eran bestias imaginarias o habitantes de algún fabuloso planeta desconocido para él. Sin embargo, las tallas eran muy tenues, parecía que desaparecían y reaparecían a cada movimiento de la caja.
Con decisión, Gundrum abrió la tapa de la caja. Del interior pareció salir un resplandor rosáceo del que surgió una criatura grande, parecida a una polilla, roja y anaranjada. La polilla empezó a revolotear por el recinto, dejando un rastro de luz dorada en el aire. Poco a poco, el espacio fue llenándose con un zigzag de líneas luminosas. Al mismo tiempo, como la luz de una vela, empezó a crecer en el pecho de Rugolo una sensación reconfortante. Tenía la sensación de que podría observar a la aleteante polilla eternamente y podría esperar a que toda la habitación fuera una masa de líneas resplandecientes en la que quedara atrapado. ¿Y entonces qué?
En los ojos de Calliden vio una expresión que le indicó que sentía lo mismo. Pero en el caso de Aegelica era distinto. Ella se movía y se retorcía, se pasaba la lengua por los labios y parecía embelesada. Evidentemente sentía un placer diferente, más estimulante.
La cara de Gundrum no revelaba nada. Permanecía completamente impasible. Con un chasquido, cerró de golpe la caja. La criatura parecida a una polilla y la malla de oro que estaba creando desaparecieron de inmediato.
—¿Bonita, verdad? —dijo Gundrum, intentando despertar entusiasmo—. Un entretenimiento ideal para ofrecer después de la cena a alguna dama de alta cuna. Por desgracia, los artesanos del Ojo trabajan manualmente y se cansan de producir el mismo artículo una y otra vez. Por eso la peculiaridad es lo habitual. Ahora miren esto.
Volvió a guardar la caja en la bolsa y rebuscó un poco antes de sacar otro objeto que también puso sobre la mesa. Tenía la forma de una pagoda muy ornamentada, de elegantes proporciones, y adornada con oropeles y metales multicolores que despedían destellos a la luz de la lámpara. Era bastante más grande que la caja de la polilla. Rugolo se preguntó cómo se las habría ingeniado para esconder las dos cosas en la mochila negra.
Al advertir un movimiento en el interior de la pagoda, Rugolo y Calliden se acercaron y se inclinaron hacia ella. Realmente estaba sucediendo algo dentro, pero la estructura de la pagoda era de cristal esmerilado y no se podía ver con claridad. Rugolo observó entonces que entre lo intrincado de la decoración había una rampa que rodeaba toda la torre de arriba abajo, y terminaba en una puerta cuya forma era la de una boca entreabierta con colmillos.
Aquello era un tobogán de juguete. Mientras observaba, un muñeco diminuto salió de la plataforma que rodeaba el pináculo de la torre como el ala de un sombrero. Parecía de verdad un ser humano en miniatura, un hombre vestido con un traje en el que se mezclaban abigarradamente el rojo y el verde. Rugolo se maravilló ante la maestría con que se había hecho la figurita, a menos que fuera una proyección holográfica, lo que, por cierto, no parecía. Casi de inmediato empezó a deslizarse por el tobogán, moviendo brazos y piernas, mirando hacia arriba con las facciones distorsionadas por el pánico. Daba la impresión de que estaba gritando.
En cuanto llegó abajo, fue tragado por la boca provista de colmillos. Su lugar fue ocupado por una figura femenina que también se deslizó por el tobogán. Esta iba vestida de amarillo y gritaba, pataleaba y levantaba los brazos implorante, gritando y haciendo gestos como el primero. Le siguieron otras figuritas: hombres, mujeres, niños, todos ellos debatiéndose, gritando, retorciéndose mientras se deslizaban uno tras otro por el tobogán en una sucesión interminable.
—El juguete viene acompañado por un cuento —dijo Gundrum—. Un cuento espantoso para contárselo a los niños.
—A lo mejor en otro momento —musitó Rugolo, horrorizado.
De mala gana, Gundrum guardó la pagoda. De alguna extraña manera apenas si abultaba bajo los pliegues de la tela negra.
—¿Les apetece probar este licor? Los hombres son capaces de vender a sus hijas por una botella de él.
Esta vez sacó de la bolsa un pequeño frasco de cristal tallado con forma de tonel y cuatro copas diminutas, apenas más grandes que unas bellotas. Los dispuso sobre la mesa y con muchísimo cuidado vertió cantidades medidas en las copas. El líquido era espeso como un jarabe y parecía reacio a abandonar la botella. Casi parecía vivo, eléctrico, y despedía destellos y una efervescencia al fluir, primero ámbar, luego escarlata, pasando por una sucesión de colores siempre cambiantes. Incluso una vez asentado en las pequeñas copas, siguió borbotando y cambiando de color.
Gundrum se llevó la copa a los delgados labios y la vació de un trago antes de volver a depositarla sobre la mesa. Aegelica hizo lo mismo. Ninguno de los dos mostró la menor reacción. Rugolo y, un poco más renuente, Calliden siguieron su ejemplo.
Rugolo intentó beber un pequeño sorbo, pero sin saber cómo, el contenido de la copa resbaló hasta su boca como una gruesa gota. Fue como si una bomba de sabor estallase lentamente sobre su lengua. Vertiginosamente, volvió a sentir todos los sabores que había degustado en su vida, haciéndole evocar una ronda delirante de recuerdos del pasado. Primero, el sabor de todos los licores que había bebido, luego otras bebidas, después refrescos deliciosos, confituras glaseadas, delicados bocados, alimentos caros.
Todo pasó en un momento. No recordaba haber tragado nada. El licor parecía haber pasado por su garganta por propia iniciativa, como si estuviera ansioso por llegar a su estómago. Luego se sintió sacudido por un espasmo, como si fuera una corriente eléctrica, y provocó en él una alegría que lo recorrió como un viento huracanado. Se quedó completamente rígido y de pronto todo había terminado. Rugolo se relajó exhalando un suspiro de éxtasis.
—¡Es maravilloso! —dijo entre dientes.
Calliden aún estaba más pálido que antes.
En aquel momento, la cortina se abrió de golpe. Un hombre corpulento entró en la habitación, haciéndose cargo de la escena inmediatamente. Parecía enfadado y daba la impresión de reprimir su ira. Como muchos habitantes de Calígula, su indumentaria estaba rota y sucia, como si vestirse fuera una ocurrencia tardía. Su pelo rubio estaba cortado casi al cero, mostrando la piel entre los pelos.
Miró la botella con forma de tonel y las copas diminutas y la mochila negra.
—¿Qué estás haciendo, Gundrum'? ¿Por qué no se me ha informado de esto? —preguntó, mostrando al hablar unos grandes dientes serrados.
Encorvado sobre la mesa, Gundrum levantó la vista hacia el intruso, doblando su cuerpo en lugares aparentemente imposibles.
—¡Haciendo contactos, Foafoa! ¡Haciendo contactos! ¿Por qué te inquietas?
El hombre grande se agachó, mirando con descortesía a Rugolo a la cara y luego a Calliden. Rugolo experimentó la misma sensación incómoda que le había producido Aegelica, es decir, la de que estuvieran estudiando su carácter de una manera que no podía hacer una persona normal.
Entonces un puño enorme se agitó delante de su nariz.
—¡Anda usted en busca de nuestros secretos! ¡Quiere entrar en el Ojo! ¡Quiere apoderarse de nuestro negocio!
—¿Y de qué le serviría eso, Foafoa? —intervino Aegelica, chasqueando la lengua—. ¿A cuantos mercaderes aventureros se ha tragado el Ojo? Muchos consiguieron entrar, pero ¿cuántos han conseguido salir? Sólo Gundrum y yo.
»Por supuesto —añadió en tono provocador—, yo misma podría ofrecerle mis servicios. ¿Qué sería entonces de Gundrum y de ti?
—Manténte alejado del Ojo, ¿me oyes? —gruñó Foafoa, volviéndose de nuevo hacia Rugolo—. Eso son asuntos nuestros.
—No tengo la menor intención de ir allí —dijo Rugolo, intentando resultar convincente—. ¿Acaso es posible navegar por él?
Tan pronto como las palabras salieron de su boca, se arrepintió. Sin pensarlo, había revelado sus verdaderos pensamientos. Gundrum y Aegelica habían conseguido entrar y volver a salir. Por lo tanto, era posible. Y lo que había hecho una persona podía conseguirlo otra. ¡Y qué mercancía tan deliciosa podía conseguirse allí! Probablemente por muy poco dinero, aunque Gundrum no había revelado el medio de pago que utilizaba. Sería preferible conseguirlas en la fuente, siempre que fuera posible. Si se limitaba a actuar como intermediario de Gundrum, sólo obtendría una mínima parte de su valor.
Intentó con todas sus fuerzas dejar esa línea de razonamiento. Gundrum no era tonto. Cualquier mercader que se precie es capaz de adivinar lo que piensa otro. Sólo podía esperar que tanto él como su hermana estuvieran tan seguros de su ruta secreta que pensasen que nadie más podía encontrarla ni usarla.
—Debería matarte ahora mismo —dijo Foafoa en tono amenazador, aunque un poco aplacado por las últimas palabras de Aegelica.
Se volvió para marcharse y fue entonces cuando sucedió. Rugolo vio cómo la parte de atrás de su cabeza se alisaba y desaparecía el pelo crespo. La piel se redondeó y formó una segunda cara, una fea cara de enano, con labios prominentes y nariz tuberosa, que lo miraba desde el cráneo de Foafoa y hacía a Rugolo una mueca para llamar su atención. Una voz chillona salió de su boca, una voz aguda y presa del pánico.
—¡No, no, no! ¡No te vayas! ¡No, no, no te vayas!
Seguía chillando todavía cuando Foafoa levantó la cortina y la cerró tras de sí. Nadie más pareció haber visto la aparición ni haber oído la voz. Rugolo sacudió la cabeza, intentando aclarar sus ideas. No podía creer lo que había visto. Zanjó la cuestión pensando que había sido una alucinación provocada por el licor. Una poción potente, sin duda.
Gundrum recogió la botella y las copas y las guardó en la bolsa.
—Es innecesario decir —señaló Rugolo pausadamente sin poder contenerse—, que la bolsa que usted lleva no es lo suficientemente grande como para contener lo que ha sacado de ella, o lo que ha vuelto a guardar.
—¿Esta? —Gundrum levantó la bolsa. El sedoso material de que estaba hecha se contrajo plegándose sobre sí hasta quedar reducida a un trozo de tela más pequeño que un pañuelo, que guardó en un bolsillo lateral.
—En el Ojo del Terror también hay sabios tejedores —dijo, frunciendo su pequeña boca como si quisiera dibujar una sonrisa—. Veamos, aquí tengo algo más para usted.
Tras hurgar en el mismo bolsillo, desplegó en la palma de la mano algunos pequeños cristales o piedras preciosas. Eran de color azul pálido, translúcidas, pero no tenían nada de extraordinario. Rugolo levantó una y la examinó. No era una amatista ni ninguna piedra que hubiera visto antes.
—¿Tienen algún valor?
—No como piedras preciosas. Son joyas del sueño. Basta con colocar una debajo de la almohada por la noche y lo que uno sueña puede convertirse en realidad.
—¿Eso es todo? ¿Un amuleto de buena suerte? —inquirió Rugolo, decepcionado.
—No, no. No me ha entendido. Realmente hacen que se materialicen objetos salidos de los sueños. Es un objeto extraordinario para regalárselo a un niño. Podría soñar con algún juguete o sueño o con cualquier cosa maravillosa que deseara y se lo encontraría al pie de la cama por la mañana. ¿No es milagroso?
—Sin duda, si fuera verdad —dijo Rugolo incrédulo. Intentaba imaginar qué clase de arte técnico podría hacer posible semejante cosa.
—Haga la prueba. Llévese una.
Gundrum hizo un gesto a su hermana, y los dos abandonaron en silencio la habitación.
Levantando la gema hacia la luz, Rugolo la examinó más de cerca. Le seguía pareciendo una piedra cualquiera. La luz se filtraba a través de ella como podría hacerlo a través de cualquier piedra preciosa en bruto o de un trozo de cristal. Puede que tuviera dos o tres sombras que normalmente hubiera considerado defectos. La guardó en la bolsa que llevaba en su jubón.
Los dos volvieron a salir al bar. Gundrum y Aegelica habían desaparecido junto con el guardia espectral eldar. Foafoa intentaba pasar desapercibido en el otro extremo del bar, hablando con Kwyler.
Rugolo envió a Calliden al bar a por otras dos jarras de aquella espantosa cerveza. Antes de que el navegante hubiera tenido tiempo de regresar advirtió que alguien se sentaba furtivamente en la silla de al lado. Volvió la vista y vio a un hombre de bastante edad cuyo rostro estaba medio oculto por una banda de tela que le cubría la cabeza como un turbante de los utilizados por los habitantes de los abrasadores desiertos.
—No viaje más allá de lo que aparece en los mapas —dijo el hombre, sin disculparse por su presencia—. Lo lamentará sin duda.
—¿Quién le ha dicho que voy a hacerlo?
—Hace mucho tiempo que vivo aquí. Estoy acostumbrado a ver hombres como usted, ansiosos por hacerse ricos. Los he visto caer en la tentación. Si se interna usted en el remolino galáctico, perderá su alma. Los mundos del Ojo están infestados de demonios. No se dirija a ellos.
—¿Ha estado usted allí? preguntó Rugolo.
Sin molestarse en responder, el hombre se puso de pie rápidamente, como si hubiera temido recibir esa pregunta, y se alejó.
Calliden volvió con las jarras y Rugolo bebió la suya con expresión pensativa.
Capítulo 5
La piedra de los sueños
—Entonces, ¿qué te parece, Pelor?
Habían regresado a la Estrella Errante. Rugolo hacía rodar la piedra azul por la palma de su mano y sonreía.
—¡Voy a soñar con una esclava!
—¿No estará pensando en probarla? —preguntó Calliden, sorprendido.
—Claro que sí. Tenemos que probar nuestra mercadería, ¿no te parece? —Acercó la piedra a la luz y la examinó atentamente—. Esta piedra no es única. Gundrum tenía muchas de ésta. Tal vez podríamos comprarlas a granel. ¡Somos afortunados, Pelor! ¡Huelo la fortuna!
—¡No juegue con los poderes ocultos!
—Oh, no te preocupes —lo tranquilizó Rugolo—. En caso de que funcione, lo más probable es que sólo consiga hacer que los sueños sean más vividos o que haga que uno vuelva a tener el mismo sueño dos veces, pero más intenso la segunda vez. Eso sería como hacer que un sueño se convierta en realidad, ¿verdad?
—Debería ser más prudente —le advirtió Calliden con expresión sombría—. Yo huelo la magia. En cuanto a la fortuna, no creo que un personaje tan peculiar como Gundrum nos vaya a dejar mucho margen de beneficio. Su hermana me pone nervioso. ¿No observó su interés por usted?
Rugolo tuvo que admitir que las atenciones de Aegelica lo habían desasosegado. Había estado jugando con él, no le cabía duda. Tenía la sensación de ser una infortunada presa hipnotizada por un depredador. No estaba seguro de poder resistir rnu-
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cho tiempo sus embates, por muy extraño que lo hicieran sentir. Sin embargo, no tenía intención de permitir que las cosas llegaran a ese punto.
—Conseguiremos nuestros propios márgenes de beneficio —dijo confiado—. ¿Puedes seguir a una nave por el espacio disforme, Pelor?
—No estará pensando en seguir a Gundrum.
—¿Por qué no? Hay una ruta comercial por descubrir.
—El Astronomicón tiene poca potencia allí. Podríamos perdernos. O, lo que es peor, salir volando del espacio para nuestro mal. Esa ruta comercial, como usted la llama, es el secreto de esa gente. Ya ha visto lo empeñados que están en mantenerla en secreto.
—Ése es un riesgo que deberemos correr.
—No me gusta. Y no creo que deba usar esa joya.
—Bueno, por la mañana te diré si ha pasado algo —respondió Rugolo, tirando la piedra al aire y volviendo a cogerla.
Al parecer, Calliden no podía hacer nada. Salió de la cabina y se retiró a su camarote.
Rugolo se preparó para dormir. Se quedó en ropa interior, se echó en el suelo, sobre la litera y se cubrió con una manta acolchada. Había colocado la piedra debajo de la almohada.
No esperaba que pasara nada notable. Sin embargo, se quedó dormido sin darse cuenta, y en algún momento de la noche empezó a soñar.
Por lo general, los sueños de Rugolo eran confusos y vagos, y al despertarse casi nunca recordaba nada. Pero esta vez fueron vividos y llenos de deseos de que se hicieran realidad. Estaba sobre el puente de la que había sido la nave insignia de su padre, que era ahora la suya. Escalonadas en torno a la nave insignia estaban todas las naves de la ilota, con toda su tripulación y perfectamente equipadas. Era una Corsario de éxito, con una gran reputación y más de treinta años de experiencia. En esta ocasión, como tantas veces en el pasado, había sobrepasado el alcance del Astronomicón, como los aventureros de aquellos tiempos alocados y vertiginosos de hacía muchos milenios cuando no había Astronomicón, que no tenían miedo y se atrevían a todo, empleando todo su ingenio, como un hombre del Imperio, contra todo lo que encontraban a su paso.
Un planeta apareció a sus pies, veteado y con unos colores que lo asemejaban a una fruta madura que brillaba a la luz del sol. Sus hombres habían descubierto —no era la primera vez— una civilización alienígena desconocida que estaba empezando a desarrollar la navegación espacial. En la superficie del planeta había misiles con cabezas nucleares apuntando al cielo. La pequeña flota de Rugolo estaba a punto de entrar en guerra con todo un mundo, a decir verdad, con toda una especie alienígena. Rugolo ganaría esta guerra, por supuesto, y saldría de allí con las bodegas de sus naves repletas de tesoros alienígenas, así como de datos sobre el mundo vencido por los cuales el Administratum le pagaría bien...
El sueño se disolvió en una confusión de imágenes, como suele suceder con los sueños. Rugolo era niño otra vez. Estaba visitando la casa de su amigo, el hijo de una noble y acaudalada familia. En su dormitorio abrió su cajón de juguetes y sacó un cofre profusamente adornado con un rico trabajo de orfebrería. En sus laterales estaban grabadas las palabras; ¡MATAD AL MUTANTE! ¡DESTRUID AL ALIENÍGENA!
Poniéndolo sobre una mesa, levantó la tapa para ver las cuatro figuras a escala que había dentro. Dos eran Marines Espaciales con servoarmadura completa, una carmesí y la otra color púrpura, blasonadas con los emblemas de su Capítulo. De los otros dos, uno era un humano con importantes mutaciones, con una cabeza tan grande que triplicaba su tamaño normal, y los ojos, la boca, la nariz y las orejas desplazados, lo mismo que los brazos y las piernas. El otro era una criatura monstruosa, con negros tentáculos y una garras segadoras relucientes en el extremo de cada miembro. Tanto el mutante como el alienígena eran feos, depravados y malvados.
Había también dos unidades de control para animar los modelos mecanizados enfrentándolos unos con otros. ¡Cuánto había envidiado Rugolo al chico malcriado por tener ese juguete tan caro! Y, por supuesto, su amigo siempre le hacía jugar con el mutante o el alienígena, y el juego estaba inteligentemente planteado para que, con dos jugadores de igual pericia, casi siempre ganaran los Marines Espaciales; cualquier otra fórmula hubiera sido contraproducente para la educación de un niño.
Ahora estaba jugando de nuevo con aquel juguete fantástico, pero en esta ocasión era suyo. Era él quien tenía el control del Marine Espacial en la palma de la mano, y la espada sierra del guerrero Adeptus Astartes de armadura carmesí estaba dando cuenta del mutante, cortándole los miembros y dispersándolos por doquier. En aquel preciso instante, con una repentina lucidez, tomó conciencia de que estaba soñando.
La tristeza se apoderó de él y tuvo una profunda sensación de pérdida. Cuando se despertase perdería su maravilloso tesoro.
¿Cómo conservarlo?
Tuvo una inspiración. Volvió a colocar las figuras en el cofre y a continuación deseó soñar que estaba en su cama. Colocó el cofre a los pies de la cama y se fue a dormir.
Maynard Rugolo abrió los ojos y vio que el cronopanel indicaba una hora temprana de la mañana en la longitud Calígula del lugar. Todavía estaba fresco en su mente el sueño de su niñez. Era algo raro en él, que no solía recordar sus sueños.
Retiró a un lado el cobertor, se sentó y se estiró, pensando en el día que tenía por delante. El mercader del Ojo, Gundrum, era una persona excéntrica. No estaba muy seguro de cómo debía tratarlo.
Estaba a punto de ponerse de pie cuando algo que había a los pies de su litera le llamó la atención. Era un cofre, ricamente adornado. En los laterales, talladas en relieve y pintadas de color plateado, se veían las palabras: ¡MATAD AL MUTANFE! ¡DESTRUID AL ALIENÍGENA!
—¡Pelor! —gritó ansioso—. ¡Pelor, ven aquí! ¡Rápido!
—¿Qué pasa? —preguntó Calliden, alarmado, entrando en la cabina.
—Dime con absoluta seriedad, ¿estoy soñando todavía?
—No, a menos que yo también lo esté —respondió el navegante, perplejo, mirándolo atónito.
—¡Mira esto! —Rugolo levantó la tapa del cofre dejando ver los modelos exóticos que contenía—. Esta noche he soñado con él y ahora está aquí, es real.
—¿Ha utilizado la joya?
—Sí, la he utilizado. ¡Funciona!
Calliden se adelantó y cogió con desconfianza uno de los Marines Espaciales que había en el cofre, como si tuviera miedo de quemarse. A modo de prueba, movió los brazos y las piernas del modelo.
—Un juguete infantil —dijo con voz inexpresiva—. ¿Está seguro de que no estaba aquí antes? ¿De que no formaba parte de su carga?
—Estoy seguro. No lo había visto desde que era niño.
Calliden volvió a poner la figura en su sitio y a continuación se pasó la mano por la ropa como si se la hubiera manchado.
—Es imposible —concluyó—. Tiene que ser cosa de brujería. La piedra nos hace ver y tocar cosas que no están ahí. ¡Deshágase de ella!
—Veamos —dijo Rugolo, resistiéndose a desprenderse de ella—. Vamos a ponerla a prueba. —El mercader fue hasta su litera y sacó la piedra de debajo de la almohada—. Saldré de la nave, me alejaré y la enterraré. Si lo que dices es verdad, el juguete deberá desaparecer. Supongo que el engaño de un mago no puede funcionar a gran distancia.
Se vistió rápidamente, salió de la cabina por la escotilla y bajó a tierra con la gema en el bolsillo. Apenas hacía media hora que había amanecido. De la musgosa planicie que rodeaba el aeropuerto espacial se desprendía vapor, un efecto matutino provocado por la fuerte luz solar sobre las plantas húmedas.
Miró a su alrededor, y sus ojos se detuvieron en la colorida nave espacial aparcada a cierta distancia. Ahora sabía que era la nave de Gundrum. Los había visto a él y a su grupo entrando en ella la noche anterior.
Alejándose de la Estrella Errante una distancia que consideró segura, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba antes de hundir el tacón de su bota en un trozo de terreno blando. Dejó caer la piedra en la depresión superficial, la cubrió con una piedra grande y regresó a la nave.
Entró en la cabina de control y vio a Calliden que había despejado una parte de la mesa y estaba manipulando al Marine Espacial de la armadura carmesí desde la unidad de control, haciéndolo mover la espada sierra y obligándolo a avanzar y retroceder. El navegante se sobresaltó al sentir a Rugolo, y dejó rápidamente la unidad.
—He escondido la gema a casi una milla de distancia —dijo Rugolo con indisimulada satisfacción—, y el juguete sigue aquí.
—¿Materializar objetos de los sueños? —Calliden sacudió la cabeza en un gesto de preocupación—. ¿Cómo es posible? Ni siquiera los tecnomagos de Marte pueden hacer eso.
—¿A quién le importa? —dijo Rugolo entusiasmado—. A lo mejor los magos de Marte sí pueden. Las personas que ocupan cargos importantes en el Adeptus Terra ocultan muchas cosas. O a lo mejor es un secreto conocido por los tecnosacerdotes alienígenas. Gundrum también encontró al guardia espectral en el Ojo, y eso es alienígena. Allí hay todo tipo de cosas. Es una casa de los tesoros, desconocida para el Imperio, y todo porque la Armada no tiene agallas para ir allí. ¡Por el Emperador! ¡Menudo hallazgo!
—No creo que ningún tecnosacerdote, ni humano ni alienígena, pueda hacerlo —dijo Calliden, preocupado—. Los demonios sí podrían hacerlo. Esto es lo único que se me ocurre. Deje esa piedra donde está, Maynard.
—¡Pelor, Pelor! ¡Los demonios no existen! ¡Son un invento para asustar a los ignorantes!
—Si me permite, ésa es una actitud estúpida —respondió Calliden, esbozando una sonrisa sarcástica—. Me parece que los comandantes de la Armada son más prudentes. El Ojo no sólo es una tormenta de disformidad, la mayor de la galaxia conocida donde es imposible la navegación, sino también un antro de misterio y del mal si es cierto todo lo que se dice de él —echó una mirada al cofre y al Marine Espacial—. Creo que podría haber demonios aquí.
—La gente de Calígula comercia con el Ojo. A lo mejor la tormenta se ha calmado un poco, o algo así. Para empezar, Gundrum y su hermana conocen una ruta para entrar y salir.
—No crea todo lo que dice Gundrum. Ni él ni su hermana son navegantes, a menos que haya una nueva estirpe ajena a las Casas, cosa que me resisto a admitir. Supongo que podrían recurrir a saltos de cuatro años luz sin usar un navegante, pero tampoco lo creo. Usted no puede ir a ninguna parte de esa manera.
—Saltos de cuatro años luz —Rugolo asintió pensativo. Los navegantes eran algo tan reconocido que a veces uno olvidaba que el gen del navegante no se daba entre las razas alienígenas, al menos por lo que él sabía. No tenían individuos capaces de escrutar el espacio disforme, y con ellos sólo eran posibles breves saltos de disformidad. Por lo tanto, no había nada que pudiera compararse con el vasto y glorioso Imperio de la especie humana.
Descartó la cuestión con un movimiento impaciente de la inano.
—¡Pensamientos negativos! ¡Así nadie se hace rico!
Después de su experiencia del día anterior, Calliden se mostraba reacio a volver a visitar la población, y Rugolo optó por ir solo.
Recuperó la piedra y abandonó el aeropuerto espacial. Por la sucia calle de la población circulaban carros tirados por bestias de carga de pelambre enmarañada y paso rápido. Los carros iban cargados de productos de granja que se canjeaban, supuso Rugolo, por dinero o por mercancías traídas de otras partes. ¿Del Ojo, tal vez?
Entró al mismo bar del día anterior y buscó con la vista a Gundrum. No había ni señales de él ni de su hermana, la encantadora Aegelica. Tampoco se veía por ninguna parte al guardia espectral, y pudo observar con satisfacción que tampoco estaban los tres que habían molestado a Calliden el día anterior.
—¿Dónde está Gundrum? —preguntó al encargado, acercándose a la barra.
El hombre de la barra respondió con un acento que no le resultó familiar, limpiándose las manos con un trapo.
—¿Pensar que yo saber el paradero de todos? Servir bebidas. Vender tabacos. ¿Tener tú dinero?
De mala gana, Rugolo se deshizo de unas cuantas monedas para una jarra de aquella cerveza abominable. Era probable que Gundrum estuviera en su nave, reflexionó, pero conociendo las costumbres de los mercaderes, no tenía sentido hacerle una visita allí. Se consideraría una falta de educación.
Por primera vez reparó en que, sentado ante una mesa vacía, estaba el hombrecillo de la camiseta color verde y cereza que le había señalado a Gundrum el día anterior. Después de un momento recordó su nombre: Kwyler.
Empezó a pasearse y se acercó a él distraídamente.
—¿Se acuerda de mí? Estoy buscando a Gundrum. Creo'que usted lo conoce.
—Por supuesto —sonrió de oreja a oreja—. Soy su socio.
—No sabía que tuviera un socio, salvo su hermana Aegelica —dijo Rugolo, enarcando las cejas—. ¿Cuál es exactamente la naturaleza de su sociedad?
Sabía que era una pregunta atrevida, pero el extraño no se mostró ofendido.
—Lo acompaño en sus viajes.
—¿De veras? Dígame, ¿tienen un navegante? Gundrum dijo que su hermana realiza esa función, pero no me parece posible.
—Sea o no posible, Aegelica lo hace —respondió el hombre, riendo.
—Ella no tiene un ojo de disformidad...
Rugolo se calló al darse cuenta de que había estado conjeturando. Sólo porque Aegelica no tenía el aspecto de un navegante había supuesto que no lo era, pero existía la posibilidad de que ocultara un ojo de disformidad, lo mismo que Calliden.
—Entonces... ¿dónde está ahora Gundrum?
—En algún lugar de la costa, entregando el robot eldar a los hombres del Comandante Imperial.
—¿Cómo consiguió esa nave alienígena que tiene, esa de colores?
—No es alienígena —sonrió Kwyler—. Hizo que se la pintaran en el Ojo. Por alguna razón, su forma también cambió. Allí puede cambiar casi todo. Es el lugar de las maravillas, o tal vez debería hablar de «lugares». Es enorme. Hay quienes dicen que es más grande que todo el universo. Claro que eso es una exageración.
A Rugolo le sorprendió que Kwyler estuviera tan dispuesto a hablar. ¿Acaso Gundrum no lo había criticado por eso? Pero, a pesar de su colorida descripción, la actitud animada de Kwyler parecía a punto de desaparecer. Parecía fatigado y sus palabras eran forzadas. Miró distraído hacia la barra y luego sacó una botella de colores de la mochila que llevaba, y en un vaso diminuto se sirvió un poco que vació de un trago echando la cabeza hacia atrás.
El éxtasis transformó sus facciones. Rugolo reconoció el licor que Gundrum le había dado a probar el día anterior. Esperó hasta que el hombre pareció recuperado antes de hablar otra vez.
—¿Sabe usted lo que son las piedras de los sueños? Estoy interesado en comprar algunas, a granel. ¿Pueden conseguirlas usted y Gundrum?
—Gundrum puede conseguirlas por barriles, supongo, pero ¿qué quiere hacer usted con ellas? No son tan fáciles de vender en el Imperio como usted pudiera pensar. Cosas como ésas pueden hacer que le caiga encima la Inquisición.
Rugolo sonrió para sus adentros. Lo que Kwyler había dicho era cierto, pero sólo en teoría, no en la práctica. En el Imperio había una gran demanda de contrabando alienígena, especialmente entre los miembros más poderosos del Administratum que se morían por lo exótico.
¿Cuánto estaría dispuesto a pagar el Adeptus Mecánicus por algo capaz de obtener materia de la nada? Ni Gundrum ni el hombre con el que estaba hablando daban la impresión de comprender lo que implicaban las piedras. Para ellos no pasaban de ser una simple curiosidad.
—¿Regresará hoy Gundrum?
—Gundrum es imprevisible. Cambia mucho de idea. Un día entrará en el Ojo y no regresará nunca, como los demás.
Una sombra se proyectó sobre la mesa. El hombre con la cara medio derretida estabajunto a ellos, con el turbante colgando sobre un hombro. Apuntó a Rugolo con un dedo acusador.
—¡Usted tiene intención de entrar en el Ojo! Puedo verlo en su mente. Es un necio.
Siguió su camino antes de que Rugolo tuviera tiempo de contestar. Kwyler se sirvió otro trago de licor y sonrió con amargura.
—Uno más de los ex socios insatisfechos de Gundrum —dijo—. Sin embargo, le está dando buenos consejos. Olvídese de hacer negocios con Gundrum. No le conviene hacer negocio con las piedras del sueño, y decididamente, es mejor que se olvide del Ojo. La muerte es una bendición comparada con lo que puede sucederle allí.
Levantó su vasito en un breve brindis.
—Pero ¿para qué sigo hablándole? Usted no me cree. Ya he visto antes la mirada anhelante de sus ojos. Demasiadas veces. En cuanto a mí, ya estoy cansado de todo este asunto.
—Entonces ¿por qué sigue en ello? —preguntó Rugolo.
—Al principio fue por buscar aventuras y una forma fácil de ganarme la vida. Pero ahora... —volvió a beber otra copa y pareció entrar en otra dimensión.
«Es adicto a ese licor», pensó Rugolo.
Eran demasiados los que le decían que no entrara en el Ojo. Rugolo tomaba todas las advertencias con escepticismo. Aquí nadie actuaba por motivos altruistas. Si intentaban asustarlo para que desistiera, quería decir que el Ojo era un lugar digno de visitarse y que era más fácil enfrentarse a él de lo que decían.
—Cuando Gundrum regrese, dígale que quiero hablar con él —dijo.
—No, no, usted no quiere ver a Gundrum —dijo Kwyler entre dientes—. Gundrum es malo. Ha cruzado el límite, lo mismo que Aegelica. ¿Ha mostrado interés por usted? Tenga cuidado. Eso está bien para ella y para su hermano, que son buenos para cerrar acuerdos. Otros acaban como Foafoa. Vuelva a donde se está seguro. A los Marines Espaciales, al Emperador, a la Inquisición.
Era evidente que el licor había ofuscado la mente del hombrecillo. Rugolo lo dejó intentando una vez más, bajo la mirada desconfiada del hombre de la barra, llenar el vaso con la botella clandestina.
Aquella noche Rugolo volvió a poner la piedra de los sueños debajo de su almohada. Sólo bromeaba cuando habló de una esclava, pero ahora que sabía que era posible, se obligó a soñar con una en cuanto sintió que el sueño lo vencía.
Como la vez anterior, los sueños fueron desusadamente vividos. Al principio soñó que estaba en un harén, donde mujeres semidesnudas bailaban y se movían al ritmo de la música. Durante un breve instante recordó que aquello sólo era un sueño y se dijo que una de las mujeres sería suya cuando despertara, pero todas desaparecieron.
Después estaba en un bazar que había visitado hacía muchos años. Era en un planeta muy caluroso donde sólo se podía vivir en cúpulas y soportales con aire acondicionado. Las corrientes de aire refrigerado hacían que se movieran las telas de las tiendas. De vez en cuando, una ráfaga de aire abrasador atravesaba el bazar al abrirse alguna puerta, haciendo que los equipos refrigeradores zumbaran a modo de protesta.
Una vez más, el sueño de Rugolo significó el cumplimiento de un deseo frustrado. Por accidente había dado con un retrato recordatorio con la forma de un gran broche esmaltado con marco damasquinado. Era una pieza rara, producto de algún arte extinguido, y pocas personas conocían su existencia. En este caso se trataba del retrato de alguna dama de alta cuna, aunque debía de haber vivido varios siglos antes porque el retrato tenía más o menos esa antigüedad. Estaba en la primavera de la vida. Tenía un rostro ovalado, enmarcado por unos rizos oscuros, y sus grandes ojos pardos contemplaban ardientemente a quien la miraba. Su turgente pecho estaba cubierto sensualmente por una diáfana seda de color melocotón. Mientras Rugolo miraba el retrato, los recuerdos afloraron a su mente. Tuvo un atisbo de lo que era la vida de la nobleza, de sus mansiones, su poder, su fortuna, su elegante vida social. Tuvo la sensación de que conocía a los amigos de la dama tan bien como ella. Le pareció recordar los orígenes, la niñez, a los padres y a los abuelos de la mujer del retrato. ¿Y el presente? ¿A quién amaba ahora? Evidentemente, que el artista que había pintado el retrato no podía revelar eso, pero había indicios, puertas cerradas en su memoria que parecían revelar más de lo que pretendían ocultar.
Por desgracia, el dueño de la tienda conocía el valor del broche. El intento de Rugolo de comprarlo a precio de ganga se topó con una paciente sonrisa. Rugolo ofreció más y más hasta que llegó a una suma mayor de la que podía disponer y, a pesar de ello, no fue suficiente. Se había visto obligado a renunciar y a irse hecho una furia, preguntándose si se atrevería a volver más tarde y robar el broche, pregunta que llevaba incluida la respuesta ya que el castigo que se aplicaba a un ladrón en este mundo áspero era demasiado horrible como para pensar siquiera en ello.
Ahora, tantos años después, se le presentaba una segunda oportunidad. Una vez más, el tendero pedía un precio que él no podía pagar, el mismo precio que él querría conseguir. De modo que apretó el retrato en la mano y pensó fervientemente: «Esto es lo que quiero».
—¡Maynard! ¡Despierte!
La voz de Pelor Calliden en su oído lo sacó del sueño con una sacudida. Abrió los oj os y se encontró en la cabina de la Estrella Errante. Automáticamente miró el cronopanel. Hacía tiempo que había amanecido y Calliden, ya vestido, gesticulaba con nerviosismo.
En la mano de Rugolo había algo pequeño, duro y metálico. Lo puso a la altura de sus ojos y lo miró con asombro. ¡Un marco damasquinado, una superficie esmaltada, rostro oval y ojos ardientes! En lo más profundo de su memoria empezaron a producirse los fogonazos de recuerdos transmitidos.
Totalmente despierto, profirió un profundo suspiro.
—¡Mira, Pelor, mira! ¡He soñado con él y se ha convertido en realidad, como el juego de los Marines Espaciales! —dijo Calliden, mostrándole el broche.
—Muy bonito —dijo con frialdad el navegante, echando una mirada al broche—, pero pensé que le interesaría saber que la nave de Gundrum se está preparando para despegar.
—¿Qué?
Rugolo retiró el cobertor y se dirigió al tablero principal. Calliden ya había activado el visor y había girado la pantalla hacia donde la nave iridiscente estaba calentando motores, desprendiendo un espiral de vapor por las escotillas de ventilación.
Kwyler había dicho que Gundrum era impredecible. Por supuesto que Rugolo no sabía con exactitud qué clase de relación mantenían aquellos dos personajes. Era de suponer que Gundrum y su tripulación se dirigían al interior del Ojo para conseguir más mercancía con la que negociar. Si esperaban comerciar con Rugolo al regresar a Calígula, se iban a llevar una sorpresa. ¿Por qué comprarles a ellos cuando podía adquirirlo en la fuente?
—Espera a que haya despegado —ordenó a Calliden—. Luego sigúela. ¿Puedes hacerlo sin que se den cuenta?
—No recuerdo haber aceptado su empleo —respondió Calliden serenamente.
Rugolo profirió un gruñido. Hubiera preferido no tener que pasar por esto.
—Has recuperado tu capacidad, tienes la obligación de usarla —dijo, confiando en parecer convincente—. Vuelves a ser un navegante. Sugiero que formemos un equipo.
—No —respondió Colliden con firmeza—. No, si eso significa entrar en el Ojo del Terror.
—Ya veo, estás dispuesto a dejarte asustar por rumores — lo zahirió Rugolo—. El Ojo no es algo sobrenatural, sino tan sólo un volumen enorme de espacio que ha sido azotado por una tormenta de disformidad. De todos modos, no creo que Gundrum se interne profundamente en el Ojo. Seguramente ha encontrado un planeta en sus márgenes, al que de alguna manera llegan las mercancías desde los mundos interiores. Un mundo que nadie más conoce. Ha dado con algo bueno, pero es demasiado obtuso para saberlo y no lo explota debidamente. ¡Le mostraré lo que puede hacer un auténtico profesional!
—Su problema es que ha cerrado su mente a las fuerzas del mal que existen en esta galaxia nuestra—replicó Calliden, pasando por alto el alarde—. Fundamentalmente, carece de imaginación.
—Escucha, he visto más que tú de esta galaxia —respondió el mercader, resoplando—. He visto alienígenas', he visitado mundos fuera del Imperio, pero ¡nunca he visto ningún demonio! Y no creo que existan.
—¿Ni siquiera el que dijo que se hacía pasar por mi madre?
—Bueno, eso fue sólo...
—¿Para engañarme?
Rugolo trató de disimular su embarazo encogiéndose de hombros.
—Mira, reconoceré que el Emperador es un dios si así lo quieres. Puedo aceptar eso, pero nada más —hizo una pausa—. De no haber sido por mí, no hubieras recuperado tu capacidad para navegar y todavía no puedes estar seguro de haberte curado completamente. Me necesitas y yo no estoy dispuesto a volver a mundos más civilizados. Allí no se me ha perdido nada. Soy el hijo de mi padre, un Corsario, si no de hecho, si de espíritu. Voto por seguir adelante.
Calliden se pasó la lengua por los labios. Sabía que Rugolo estaba jugando con su sentido del honor, que le estaba haciendo chantaje. El problema es que estaba surtiendo efecto. Era verdad lo que había dicho, tenía que obligarse a enfrentarse al fantasma de su madre... suponiendo que fuese su madre. Había hecho de él un navegante.
En el visor, la colorida nave espacial de repente apareció envuelta en llamas y en vapor candente. Un rugido resonó a través del casco de la Estrella Errante. La nave se separó del suelo, flotó unos momentos por encima del campo rotando indolentemente como movida por el viento y luego se lanzó directamente hacia el cielo con un ruido sordo.
¡Decídete, Pelor! —gritó Rugolo—. ¡O vamos en busca de los tesoros o volvemos a la miseria! —era como un niño nervioso ante la perspectiva de una excursión.
No había tiempo para reflexionar. Calliden podría seguir una estela por el espacio disforme si era reciente, pero seguir a una nave a través del espacio real hasta su punto de despegue era harina de otro costal. La radiación de un motor de espacio real se dispersaba rápidamente.
—Listo para despegar—dijo el navegante, levantando las manos al cielo en un gesto de resignación.
Rugolo sonrió. Mientras el mercader se ajustaba los cinturones de seguridad, Calliden ocupó el asiento del piloto y empezó a calentar el primer impulsor. Se produjo un rugido hueco y la nave fue sacudida por un leve estremecimiento.
Se elevaron hasta ponerse en órbita, ejecutando una espiral centrífuga que los alejó de la superficie del planeta. Había que dar tiempo a la nave pintada para alejarse, o Gundrum pronto se daría cuenta de que lo seguían como su sombra.
Poco después, los instrumentos detectaron la estela de iones, positrones y productos de desecho que revelaban el reciente paso de un motor de espacio real. Rugolo inclinó la cabeza hacia el prospector, explorando en la dirección de la estela. Un punto tenue, en movimiento, apareció en él destacándose sobre el fondo de estrellas y alejándose a toda velocidad.
—Ahí está. La nave de Gundrum.
—Esperaremos hasta que ya no aparezca —respondió Calliden, haciendo un gesto de asentimiento.
Ahora tenían la dirección de la otra nave. Seguía una leve curva en trayectoria hacia fuera del sistema, formando un ángulo respecto del plano de las órbitas planetarias. Calliden dio más potencia al impulsor. La Estrella Errante salió disparada tras ella.
Cinco horas después habían llegado al borde de la región donde la fuerza gravitatoria del sol de Calígula impedía la entrada en el espacio disforme. Calliden tiró hacia debajo de la cápsula que los navegantes usaban para pilotar a través del espacio disforme y dividió la potencia.
Con el estómago hecho un nudo se encontraron de pronto en el espacio disforme. El Immaterium. El Intersticio. Sus nombres eran incontables. «El Mar de las Almas Extraviadas» era el que no gustaba a Calliden.
En la selva tridimensional que era la forma en que su mente se representaba el espacio disforme, era como si la nave de Gundrum se hubiera abierto camino a través del follaje aplastándolo levemente. Sólo tenía que seguir esa pista antes de que el follaje recuperase su forma, era como circular por un túnel parcialmente relleno. No le sorprendió demasiado que este túnel fuera en la dirección del Ojo del Terror.
Las horas pasaban. Tal vez pasarían días antes de que la nave pintada llegara a su destino. Mientras tanto, los dos necesitaban dormir. Las naves de la Armada Imperial nunca salían con un solo navegante a bordo. Para los demás, para los mercaderes independientes que se ganaban la vida con naves espaciales más pequeñas, la cosa era diferente. Sólo podían permitirse —y a menudo encontrar— un piloto capaz de gobernar la nave a través de las corrientes del espacio disforme. Algunos navegantes tomaban drogas para mantenerse despiertos durante mucho tiempo, pero podían provocar alucinaciones si se tomaban con demasiada frecuencia. Más de una nave había tenido un triste final por culpa de eso. Otras veces, el navegante estacionaba su nave en un punto muerto de las corrientes mientras dormía, esperando que la deriva no lo alejara demasiado de su curso, o también podía dejarse llevar dormido sobre una corriente de aspecto tranquilo, confiando en no ser desviado sin remedio. Fuera como fuese, nunca se atrevían a dormir más de una hora o dos seguidas.
Para Pelor Calliden las corrientes del espacio disforme consistían en vientos que soplaban a través de la selva y removían el follaje. Si las corrientes eran violentas, la selva empezaría a moverse, daría la impresión de que los troncos y los enormes heléchos verdes eran arrancados y arrastrados a gran velocidad a través del Immaterium, junto con los rostros acechantes que aparecían de vez en cuando.
A Rugolo todo esto le pasaba desapercibido. No podía distinguir nada. Por fin dijo que estaba cansado y dejó a Calliden envuelto en su cápsula. Por razones de privacidad se retiró a la zona de estar propiamente dicha, cuyo uso había cedido a Calliden y se llevó consigo la piedra de los sueños.
Acomodó la cama y tras dejar la piedra debajo de la almohada se echó a dormir.
¿Acaso la piedra suscitaría sueños, además de hacerlos reales? Era cierto que las dos noches anteriores Rugolo, que generalmente dormía como un lirón, había tenido sueños más vividos que nunca. Ahora, minutos después de haberse quedado dormido, entró en una sucesión de sueños que parecían desencadenarse uno detrás de otro, como si se deslizaran por un tobogán, y todos ellos de brillante colorido. Al principio eran agradables. Soñó con amigos del pasado, de buenos tiempos vividos, de los viajes de juventud que había emprendido con su padre. Soñó con una mujer maravillosa que se había convertido en su amante, casi en su esclava. El sueño empezó a tomar un cariz siniestro cuando la mujer se convirtió en Aegelica, la hermana de Gundrum.
Luego soñó que ella sacaba un cuchillo y se cortaba los dos pechos. La sangre corría a raudales de su pecho mutilado mientras, con la cabeza echada hacia atrás, se reía y agitaba los brazos en el aire. Sus ojos verdes refulgían con un placer perverso. Luego desapareció. Rugolo se encontró sumergiéndose en una verde selva llena de monstruos y plantas desconocidas. No lo sabía, pero era la selva que veía Calliden cuando miraba al interior del espacio disforme. Unos rostros lo acechaban desde ella. Criaturas inverosímiles aparecían entre troncos que se estiraban y hojas que se estremecían.
Rugolo llegó a un claro. En aquel punto el sueño se transformó en una pesadilla. Allí lo estaba esperando una criatura, una criatura que jamás había imaginado, compuesta de las partes más terribles de todos los animales depredadores. El enorme pico de un ave de presa sobresalía de una cara estrecha y plana que lo miraba con ojos rapaces. Tenía cuatro patas con garras cortantes como cuchillas de afeitar aparentemente diseñadas para destripar de un solo golpe. También tenía otros miembros que eran una mezcla de brazos humanos y alas de ave, que desplegaban unas plumas que parecían metálicas y que despedían destellos rojos y dorados y terminaban en unas largas pinzas. Eso no era todo. La criatura tenía una cola que restallaba de lado a lado y tenía un aguijón del tamaño de una espada de energía, mientras que desde los hombros musculosos surgían largos tentáculos provistos de filas de ventosas. Pero lo peor de todo era que le hablaba.
—Ah, Maynard Rugolo —dijo—. ¿Cómo puedes ser tan tonto? Se cansa uno de alimentarse de carne muerta. Vamos, conviértete en un suculento bocado para mí. Deja que me alimente de ti mientras estás vivo. Permíteme que absorba las entrañas de tu abdomen y los pensamientos de tu cerebro.
Sus piernas le parecieron a Rugolo de plomo cuando intentó huir presa del pánico. Bajo sus pies había hongos que se aplastaban y estallaban lanzando al aire nubes de esporas que lo rodeaban como una niebla y le impedían ver. Al mirar hacia atrás vio al monstruo que sabía su nombre persiguiéndolo sin prisa y ganando terreno sin esfuerzo. El terror y la impotencia que sentía lo hacían temblar incontroladamente. Era como si no tuviera fuerza, como si estuviera moviéndose bajo el agua y sus débiles miembros no respondieran a las órdenes urgentes de su cerebro.
«Maynarrrrd...», decía aquella voz que surgía de la profundidad del pico. Era como si se lo estuviera diciendo al oído. Sintió que restregaba el pico en su cara, que un tentáculo le tocaba el hombro. Una pesada pinza le rozaba la cara y un aliento ácido y espeso le producía náuseas.
Cuando el pánico estaba llegando a su punto culminante, lo asaltó un pensamiento desesperado, un último rayo de esperanza en su desesperación:
«Podía ser un sueño, una pesadilla. Puedo escapar si consigo despertar, de lo contrario...»
Sus gritos habían cesado. El terror lo había dejado mudo. Intentó volver a gritar, pero sólo emitió un ruido ahogado. Volvió a intentarlo y, en lugar de su voz, oyó un gemido endeble repitiéndose como un eco a través de la niebla de esporas.
«¡despierta! ¡despierta! ¡despierta!»
Intentaba abrir los ojos, y notaba cómo se hinchaban por el esfuerzo dentro de lo que esperaba fuese una pesadilla. Fue en el momento en que el aguzado pico bajaba hasta su blando abdomen y lo acariciaba preparándose para el festín, cuando de repente recuperó la conciencia.
Abrió los ojos de golpe, sudando por todos los poros de su cuerpo. Yacía de espaldas sobre la litera adosada a una de las paredes de la zona de estar mirando al techo manchado.
—Gracias al Emperador —dij o j adeando—. ¡Era un sueño!
«Maynarrrd...»
Quedó paralizado sin atreverse a mirar. Sólo había encendida una electrovela en su nivel más bajo, y la mayor parte del recinto estaba sumida en la oscuridad. Desde la esquina llegaba un ruido metálico, chirriante. A su pesar, sus ojos se volvieron en esa dirección y vio la forma de un pico emerger de las sombras, lanzando destellos bajo la luz de la vela para desaparecer otra vez. Luego volvió a verlo, y junto con él apareció el resto de la monstruosa criatura de la selva. Su cabeza crestada rozaba el techo y su volumen detestable ocupaba todo el extremo de la zona de estar.
A aquellas alturas, Rugolo había perdido completamente la razón. Sus entrañas se habían vuelto de gelatina y todo él era presa de un temblor incontrolable. Era como un niño aterrorizado que se encogía y balbuceaba sonidos ininteligibles, mientras aquella cosa que sabía su nombre avanzaba hacia él.
Por el momento, la aparición estaba formada a medias y se desvanecía a veces casi hasta desaparecer, pero volvía a corporizarse para volverse transparente otra vez, como si no hubiera completado del todo la transición desde el mundo de los sueños en el que se había originado. Los brazos alados se extendieron como si quisiera envolverlo en un abrazo, mientras restallaba la cola de un lado a otro y bajaba el pico para comérselo.
De repente, la puerta se abrió y apareció Pelor Calliden en el rectángulo de luz que llegaba de la cabina de control, con el rosIro desencajado por el terror al presenciar la escena.
«¡Que el Emperador nos salve!»
Era tan grande su terror que, al igual que Rugolo, era incapaz ile moverse, y todo lo que salía de su boca era un sonido vacilante y quejumbroso. Como las de Rugolo, sus entrañas se retorcían de miedo, como recorridas por una corriente eléctrica.
Se le aflojaron las piernas, se le nubló la vista y estuvo a punto de perder el sentido. Luego se enderezó. Su ojo de disformidad pareció expandirse y volverse lustroso. Miró fijamente al monsI ruó y con una voz autoritaria que en nada se parecía a la frágil vocccilla que Rugolo estaba habituado a oír, arrojó contra la criatura sus palabras como si fueran armas.
iinnomine d e l i m p e r a t or i s! ¡tibi impero foede daemon, ne nos molestes iterum! ¡veni numquam ad mundum mortalium!
La increíble bestia retrocedió y avanzó hacia Calliden. La imagen vaciló y casi se desvaneció antes de resurgir con un incoherente rugido y una risa aguda.
Calliden repitió las autoritarias palabras de su exorcismo. El monstruo tembló, se sacudió y graznó. El pico inmenso dio una boqueada y exhaló un humo purpúreo y encendido acompañado de un hedor indescriptible, una combinación de carne quemada, corrompida, podrida, todo mezclado de una manera indefinible con los aromas más encantadores, de modo que no era posible discernir entre lo que repelía y lo que encantaba.
Entonces, en lo que quedaba del monstruo se fueron produciendo jirones a medida que se desintegraba. Con un chirrido se hundió hacia adentro, como si fuera absorbido por un punto central, y desapareció, dejando tras de sí un hedor insoportable y una sensación de calor intenso que fue disipándose gradualmente.
Con un estremecimiento, Calliden cerró sus tres ojos. Vaciló e intentó sujetarse al marco de la puerta, pero le fallaron las fuerzas y se fue deslizando hasta caer al suelo, donde empezó a sollozar con la mente obnubilada por un terror tan grande que le parecía imposible sentirlo y seguir con vida.
Rugolo seguía temblando y balbuciendo cosas incoherentes tendido en la cama. Debieron de haber pasado algunos minutos untes de que Calliden pudiera entrar en la cabina y descubrir que el mercader había perdido la razón.
«¡Ayúdame, ayúdame! ¡Divino Emperador, Potens Terribilitas, Salvador de la Especie Humana! ¡Ayúdame!»
Calliden se acercó y abofeteó a Rugolo. Luego lo obligó a salir de la cama y casi lo arrastró hacia la cabina de control, donde lo dejó caer sobre una de las dos sillas que había junto a la mesa, ocupando él la otra. Las histéricas plegarias de Rugolo se convirtieron en un balbuceo incoherente. En cuanto a Calliden, era como si sus fuerzas lo hubieran abandonado. Se sentía como una marioneta a la que le hubieran cortado las cuerdas.
—¿Qué... qué era? —logró articular Rugolo—. En nombre del Emperador, ¿qué era?
—¡Un demonio! —dijo Calliden con voz trémula—. ¡Era un demonio!
—Fue la joya —confesó Rugolo, presa aún de un temblor incontrolable—. Usé la piedra de los sueños. ¡Salió de mis sueños!
—Debemos destruirla. Vaya y tráigala.
—No puedo. No puedo. Estoy demasiado asustado.
—¿Dónde está?
—Debajo de la almohada.
Haciendo gala del escaso valor que le quedaba, Calliden se levantó y con paso vacilante se dirigió a la zona de estar. La unidad desodorizante, una pieza imprescindible en el equipo de cualquier nave espacial con un espacio cerrado, giraba vertiginosamente para eliminar el hedor espantoso que había dejado el objeto del espacio disforme. La cabina tenía un aire alucinatorio, una profundidad artificial que parecía mirarlo y en las paredes brillaba una luz mágica y propia, como si el demonio poseyese una intensidad de vida y de conciencia que superara con mucho a la de otras criaturas físicas y cuya aura perviviera.
Levantó la almohada. Donde había estado la piedra quedaba un montoncito de polvo azulado. Tal vez se había deshecho cuando hizo desaparecer al demonio.
Volvió a la cabina de control. Ni uno ni otro hablaron durante largo rato.
—Ya ves que es cierto —dijo por fin Calliden, adoptando un tono de serena amonestación—. Los demonios existen.
—He sido un necio —asintió Rugolo, completamente desolado.
—Sí, me temo que sí. No me extraña que Gundrum se marchara sin molestarse en volver a hablar con nosotros. ¿Lo entien-
(les? Te había ofrecido como sacrificio al demonio. Estuvo a punto de devorarte, en cuerpo y alma...
»La piedra de los sueños es un instrumento de conjuro. Su fin es permitir que los demonios se materialicen, que salgan del Immaterium.
La complexión normalmente rubicunda de Rugolo, que ya había adquirido una palidez semejante a la de Calliden, se volvió gris.
—¡Doy gracias al Divino Emperador de que supieras cómo deshacerte de él!
—Los navegantes tenemos poderes psíquicos, pero no son suficientes para exorcizar a los demonios —repuso Calliden, mirándolo—. Yo hacía lo mismo que tú, me limitaba a musitar plegarias presa del pánico. En este caso utilicé una fórmula de supresión que aprendí en los cursos de navegación. No debería haber funcionado. Creo que lo hizo porque el demonio no se había materializado por completo. Todavía era en parte una creación onírica.
«Probablemente estaba previsto que soñaras varias veces más antes de que el demonio pudiera manifestarse —prosiguió el navegante—. Pero el hecho de usar la gema estando en el espacio disforme hizo que se apareciese prematuramente.
Sin duda había más cosas que decir al respecto, pero Calliden se mostró reacio a exponer los conocimientos privados y secretos de un navegante. Había empleado el ritual de supresión por instinto. Estaba formulado con palabras oscuras de una antigua lengua, el pregótico, pero él conocía su significado:
¡En nombre del Dios-Emperador! ¡Te ordeno a ti, asqueroso demonio, que no nos importunes más! ¡Abandona este lugar y vuelve a aquél de donde vienes! ¡No vuelvas a presentarte en el mundo de los mortales!
Resultaba irónico que Rugolo, que se había declarado no creyente hasta ese momento, sin saberlo hubiese dicho la verdad sobre una cosa. Cuando había creído ver a su madre suplicándole fuera de la nave, sin duda había sido también un demonio simulador que de alguna manera había advertido su debilidad.
—Hay algo que debes saber —dijo Calliden—. Se lo oí decir u mi madre. La Inquisición mata a cualquier persona que haya visto un demonio o que sea siquiera sospechoso de haberlo visto. Así son de peligrosas las materializaciones, de modo que no hables con nadie de lo que acaba de suceder.
A Rugolo le castañeteaban los dientes. Por su mente pasaban locas ideas. ¿Volvería el demonio a presentarse en sus sueños cuando volviera a dormirse? ¿Qué se sentiría al ser comido por él en cuerpo y alma? Le parecía oír otra vez su voz, llamándolo con acentos seductores, tranquilizándolo, ofreciéndole riquezas. ¡Riquezas! ¡Poder! ¡Placeres incomparables!
El deleite supremo de todo ser destinado a ser devorado.
Se le ocurrió que tenía una razón para seguir persiguiendo a Gundrum. ¡Aquel malvado le había tendido una trampa y se vengaría robándole su negocio! El terror y la codicia libraban una batalla en su interior, retorciendo sus pensamientos de una manera irracional.
—¡Estamos en los dominios de la locura! —gritó con desesperación—. ¡Tienes razón, Pelor! ¡Debemos regresar! —se encontró repitiendo las palabras de Kwyler—: ¡Volver a la seguridad! ¡Al Imperio! ¡A los Marines Espaciales! ¡A la Inquisición!.
»¿Dónde estamos? —preguntó Rugolo, mirando atónito a su alrededor, como si despertara de repente.
—He detenido la nave en un punto muerto. Estaba dormido cuando oí tu grito.
—Entonces, regresemos.
Calliden hizo un gesto de asentimiento. Se dirigió al tablero de control y ocupó el asiento del primer piloto. Antes de tirar hacia abajo de la cápsula del navegante dirigió sus poderes psíquicos hacia el ojo de disformidad y dio un paso atrás conmocionado.
La compleja selva que habitualmente le servía para interpretar el espacio disforme había desaparecido. Ya no estaba, o más bien era una selva destrozada y engullida en un furioso tifón oceánico. Ramas desprendidas, hojas destrozadas, troncos y maleza estaban hechos trizas y mezclados; todos aparecían y se arremolinaban, mezclados con brillantes orquídeas y capullos aplastados, arrastrados de un lado para otro por las turbulencias de un torrente de disformidad al que era imposible resistirse.
La Estrella Errante formaba también parte de ese torrente. Calliden miraba con impotencia, sabiendo que no podía hacer nada. Como la madera que flota en un huracán, estaban siendo arrastrados directamente hacia el Ojo del Terror.
Capítulo 6
La primera sangre
La visita del Comandante General Militar Drang al Segmentum Pacifieus no se parecía en nada a conferenciar con sus propios almirantes. Aquí no era un Potens Maxinms, sino un hermano comandante del que se esperaba el puntilloso protocolo digno de un huésped al que se rinden honores. Su séquito, formado por doscientas personas —sin contar los servidores, los holómatas y los lexómatas, que le había asignado con carácter permanente el Adeptus Mecánicus—, fue transportado en una rápida gabarra espacial escoltada por una flotilla de cruceros.
Había aquí toda una batería de adeptos: un inquisidor del Ordo Malleus que se había pasado tres días en el casco convertido en osario de la nave invisible sondeando las resonancias psíquicas lodavía débilmente detectables en el revestimiento de adamantium; todo un equipo de analistas dirigidos por un Magos Logis, que había estudiado detenidamente cada palabra del informe del Epistolario Merschturmer, así como registros visuales y auditivos acumulados a bordo durante el ataque en el Ojo y, asimismo, un equipo de analistas militares que había evaluado tanto la amenaza como la forma de hacerle frente.
Como una misión diplomática, la flotilla descendió a través del interminable panorama de muelles e instalaciones situados en la órbita de Hidrafur, un montaje rematado como una catedral que hacía que el propio planeta, situado dos mil millas por debajo, pareciese pequeño en comparación. Se trataba de la base de la Flota de Combate Pacificus que, aunque no tenía la escala de la propia base de la Flota de Combate de Drang en Obs-
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curus, tenía unas dimensiones asombrosas. Era una de las inversiones más importantes del Imperio y se componía de un cinturón de acero y adamantium de miles de millones de toneladas de peso. La flotilla siguió avanzando, surgiendo del borde interior del titánico anillo y descendiendo sobre Hidrafur. Los cruceros flotaban fuera de la atmósfera, mientras la rápida barcaza de mando seguía sola y se internaba en la envoltura de aire. De repente se vio debajo la superficie del planeta, y la grandiosidad de la base se reveló en toda su magnitud. Continentes enteros sembrados completamente de edificios, enormes hangares de reparación, forjas, catedrales cuyas agujas intrincadamente decoradas se abrían camino entre las nubes, mientras que en los océanos flotaban también gigantescas bases para el servicio de la flota.
La barcaza atravesó la capa de nubes hasta llegar a una extensión de cemento reforzado con adamantium. Las planchas de adamantium se separaron como montañas en movimiento. Con suavidad, la barcaza de Drang descendió hasta el reducto planetario subterráneo de la flota de Drang.
El Comandante General Militar Invisticone había respondido a la visita reuniendo equipos analíticos propios que ahora participarían en el debate, cuando no encarnizada discusión, con los que había llevado consigo Drang. Vestido con el magnífico traje ceremonial completo, en el que no faltaban ni la resplandeciente diadema, ni el alto cuello rígido sobre el cual su cabeza parecía flotar, ni la túnica hasta la rodilla tachonada de banderas ¡cónicas y condecoraciones que se le habían concedido en nombre del Emperador, se mostró cordial una vez terminada la letanía ceremonial.
—Es un gran placer verlo, comandante. Esto me recuerda viejos tiempos.
—También lo es para mí, comandante —respondió Drang con una levísima sonrisa al captar el doble significado de las palabras de bienvenida de Invisticone.
El Comandante General Militar del Segmentum Pacificus no tenía el gesto adusto que daba a Drang su monóculo. Su rostro era risueño y afable. También estaba cruzado por cicatrices. Algunas las había pintado con tinte rojo, y la mayor de todas, un surco que atravesaba su mejilla izquierda, estaba destacada con diminutos rubíes.
Aquella cicatriz se la había hecho Drang cuando ambos eran oficiales. Las relaciones entre ellos no siempre habían sido amistosas.
—¿De modo que está convencido de la necesidad de una acción?
—Oh, sí —confirmó Invisticone—. Lo he estado desde el principio.
En la profundidad del reducto, los dos estaban sentados compartiendo un banquete con tres representantes del séquito de Drang y media docena de almirantes de Invisticone.
La mesa del banquete estaba situada en una galería bajo una bóveda de cañón que cubría la gran sala a la que daba la galería, lin aquella sala los equipos visitantes y residentes de asesores estaban sentados en grupos de dos, estudiando detenidamente los visores que parpadeaban levemente, y producían un murmullo bisbiseante de discusión. Esta era una de las salas más antiguas de la Base Pacificus, adornada con antiguos estandartes, bordeada por aflautadas columnas de piedra y pavimentada con losas desgastadas. Su antigüedad hacía que el propio aire estuviera cargado de humedad. Las lámparas parpadeaban, las válvulas envejecidas rechinaban y desde algún lugar llegaba el zumbido de los relés de energía.
Invisticone comía con fruición, mirando de reojo a Drang que rechazaba plato tras plato y consumía estoicamente una pequeña cantidad de comida apenas aderezada, que acompañaba con una copa diminuta de un licor tan exótico y costoso que una sola botella costaba lo que podía ganar un trabajador industrial en toda su vida. Era evidente que Drang no había modificado su austera naturaleza desde que Invisticone lo había conocido en su juventud. El único placer que se permitía, al parecer, era el cuenco de hierbas, cuya aromática fragancia inhalaba profundamente de vez en cuando. Lo más probable es que fuera adicto, se dijo Invisticone, aunque tal vez ni él mismo lo supiera.
—Sólo hay una cosa que me intriga, señor comandante —prosiguió Invisticone en un tono de cortés ironía—. Esta cuestión ¿tiene que ser sub rosal Tengo la impresión de que no ha informado a la Tierra de los hallazgos realizados por la nave invisible, ni de sus intenciones.
Drang dejó el cuenco de oro labrado en el que humeaban las hierbas y dirigió una furiosa mirada a su colega, despidiendo destellos con su monóculo de manufactura alienígena.
—¿Y por qué debería informar a la Tierra? —dijo desafiante—. ¿No está usted rabiando acaso por su cuota de gloria? ¿No estamos investidos de un poder incalculable? ¿Qué necesidad hay de molestar a los Altos Señores, y menos aún de humillarnos y rogar al Adeptus Terra como si entre los dos no pudiéramos ocuparnos de estos asuntos? No creo que nos lo agradecieran si lo hiciéramos, en realidad pondrían en duda nuestro valor y nuestra iniciativa. Oh, no, ésta es una cuestión de la Armada. ¿Lo que tengo previsto es un golpe quirúrgico, dirigido únicamente por nosotros. ¿Acaso los comandantes de la Guardia Imperial nos piden que hagamos su trabajo?
Hizo una pausa para tomar aliento. Había preparado este discurso en previsión de las dudas de Invisticone.
—Lo he invitado a participar en esta campaña movido por nuestra amistad, suponiendo que se sentiría honrado y ansioso por tomar parte en ella. Pero también, tras una evaluación realista de la amenaza. Pacificus y Obscurus son suficientes. Si se negara, Obscurus solo llevaría todo el peso de la operación y saldría victorioso.
—Ah, ya entiendo —respondió Invisticone con sarcasmo—. Quiere darse a conocer como el salvador del Imperio.
—Junto con usted, hermano comandante.
—Por supuesto. Actuar solo sería correr el riesgo de dejar exangües los recursos de Obscurus.
—Entonces compartimos los mismos intereses. Servimos al Imperio, servimos al todopoderoso Emperador y además conseguimos gloria.
Invisticone bebió un sorbo de su copa, consciente de que sus almirantes estaban escuchando con la máxima atención.
—Algunos dirían que es una traición mantener esto en secreto. ¿Ocultar algo al Emperador?
—No es un secreto y no ocultamos nada al Emperador —dijo Drang con tono resuelto—. El Emperador lo sabe todo, pero Él ya no habla. Lleva mucho tiempo sin hablar. Los Altos Señores de la Tierra no pueden solucionar todas las emergencias locales. Esperarlos sería pecar de debilidad, descuidar nuestro deber, y nuestro deber es actuar. ¡Debemos actuar! ¡Y debemos hacerlo ahora!
Un largo y embarazoso silencio siguió a estas palabras hasta que Drang volvió a romperlo en un tono diferente, más grave, que los sorprendió a todos.
—En cualquier caso, los tiránidos serán los que resuelvan todo en última instancia.
—¿Qué quiere decir con eso, hermano comandante? Los tiránidos son impresionantes, pero ya nos hemos ocupado antes de ellos.
—Sí, derrotamos a la Flota Enjambre Behemoth —concedió Drang—, pero no sin dificultad. Y luego apareció la Flota Enjambre Kraken. ¿Ha pensado en ello, comandante? Cada ilota enjambre tiránida consta de millones de naves. ¿Y si Behemoth y Kraken fueran sólo las primeras de una multitud de flotas que a su vez se contaran por millones y que incluso ahora estuvieran avanzando hacia nuestra galaxia? La prodigalidad de la naturaleza alcanza sus proporciones más monstruosas en lo tiránido. Nada de lo que el Imperio pueda hacer podría detener a una horda semejante. Arrasarían toda una galaxia y no dejarían el menor vestigio de vida. Hasta el reino del Caos desaparecería. El enjambre tiránido tiene mente, pero no alma. Carece de un complemento espiritual. Cuando una flota tiránida avanza por el espacio disforme, es como un muro que va arrasando todo lo que encuentra a su paso. Una superflota tiránida como la que acabo de describir bastaría para extinguir a los malditos Dioses del Caos y a todos sus súbditos.
—Está pintando un panorama muy desolador—murmuró Invisticone. Recordaba que el Capítulo de Ultramarines del Adeptas Astartes había capturado una nave tiránida de Behemoth intacta y de su estudio habían obtenido muchos datos. Era evidente que los tiránidos no eran de esta galaxia. Venían de lugares muy remotos y, por lo que se sabía, siempre habían estado migrando en el espacio. ¿Tal vez dejando un gran reguero de galaxias desprovistas de vida por dondequiera que pasaban?
¿Y quién podía decir que había sólo una superflota como la que Drang acabada de describir de forma tan gráfica? No era descabellado que hubiera un número extraordinario de ellas. Los tiránidos podrían ser la forma última de vida en el universo, dependiendo de la propia infinitud para sustentar su existencia eterna. Cada una de las galaxias destruidas que dejaban tras de sí podía recuperarse en algunos miles de millones de años y volver a producir vida, lista para ser segada por otra superflota tiránida.
Los propios tiránidos podían ser infinitos en número. Ante una visión como ésta, toda la especie humana, incluido el propio Emperador, estaba indefensa y era insignificante. ¡Esa idea era una traición, sin duda!
Invisticone esbozó una sonrisa. La profundidad del derrotismo de Drang sólo podía significar una cosa: que estaba perdiendo su dominio. La pesadilla que describía, aunque posible en teoría, sólo existía en su imaginación.
Además, expresar pensamientos tan derrotistas de manera tan abierta era como sellar su destino. El brazo de la Inquisición era largo, y tarde o temprano lo sabía todo. Cualquier día, el Comandante General Militar Drang se enfrentaría a la posibilidad de ser arrestado y ejecutado.
Nada tuvo de sorprendente, pues, que se recuperase de inmediato y arguyese el argumento contrario.
—Pero si esto fuera cierto, el Emperador lo sabría. Por lo tanto, podemos confiar plenamente en que no es cierto.
—Debemos ejercitar nuestras mentes y sopesarlo todo —concedió Invisticone, haciendo un gesto de asentimiento, dispuesto a echarle un cable a Drang—, aunque sólo sea para descartarlo por falso, como usted dice. Bueno, basta ya de eso, hermano comandante —echó una mirada al acalorado debate que tenía lugar en el salón—. Suponiendo que esos expertos a los que hemos reunido puedan llegar a un acuerdo, accederé a tomar parte en la campaña, pero sólo si informamos al Adeptus Terra de nuestras intenciones y esperamos la respuesta de los Altos Señores.
Estas palabras exasperaron a Drang. Había confiado en que su retórica hubiera convencido a Invisticone de lo contrario.
—¿Y si ellos se demoran, no están de acuerdo y ordenan una investigación más minuciosa? —Dio un bufido—. Debemos usar nuestra inteligencia, de lo contrario no somos dignos de nuestra jerarquía. Comandante, no puedo exigir y no suplicaré, pero...
—Entonces, zanjémoslo a la antigua usanza, amigo mío —lo interrumpió Invisticone, esbozando una sonrisa.
El Comandante General Militar Drang comprendió la verdadera razón de la objeción de su hermano comandante. Invisticone se acariciaba la cicatriz orlada de rubíes de su mejilla izquierda.
Después de tanto tiempo seguía esperando una oportunidad para el desquite.
Drang ya no lucía las cicatrices de sus duelos. Se las había hecho quitar y ahora su piel estaba completamente lisa y en perfecto estado. Consideraba que la exhibición de tales trofeos era una señal de inmadurez.
—Por supuesto, hermano comandante. Una excelente sugerencia —respondió Drang, poniéndose de pie y haciendo una ligera inclinación de cabeza.
Las altas botas de Invisticone golpearon el suelo de la sala de entrenamiento, situada en un nivel más profundo del recinto. Las pisadas de Drang lo seguían.
En su fuero interno, Drang no sabía a ciencia cierta qué era lo que se proponía el comandante de la Flota de Combate Pacificus. Entre los oficiales más jóvenes, los duelos habían cambiado en los últimos años. Ahora se hacía gala de una rivalidad más encarnizada que en la época de Drang e Invisticone, y eran más feroces. Los alfanjes tradicionales habían sido reemplazados por pistolas de diversos tipos. El perdedor pocas veces salía con vida.
Pensó que a lo mejor Invisticone quería matarlo, a pesar de que su antigua enemistad se había transformado en algo muy parecido a la amistad.
Pero Invisticone pasó de largo entre los armarios que contenían pistolas de todo tipo. En el otro extremo de la sala, las puertas de los armarios chirriaron, delatando su falta de uso. Dentro había gran variedad de alfanjes y escudos. Invisticone lo invitó a elegir su arma.
Drang raras veces sonreía, pero cuando tuvo en sus manos un pesado alfanje y probó su equilibrio, se sintió invadido por un olvidado placer y sus delgados labios se curvaron.
—Este servirá.
No había segundos; ningún subordinado estaba autorizado para juzgar a un comandante militar imperial. Drang e Invisticone estaba solos. Este sonrió al levantar un alfanje similar al de Drang y pasar el brazo entre las correas del escudo.
Los alfanjes eran vibroespadas, un tipo de arma obsoleta que, sin embargo, se seguía usando en los duelos. Drang esperaba que Invisticone conectara la energía de su alfanje y lo hiciera cantar. De esa manera, hasta el más leve roce podía resultar fatal. Pero no lo hizo.
¿O era posible que lo hiciera como un último acto traicionero?
—¿Está seguro de que eso no le da una ventaja desleal, hermano comandante? —dijo Invisticone, señalando el prominente monóculo de Drang.
—Sólo si estuviéramos luchando a una distancia de medio año luz, lo que espero que no suceda nunca —respondió Drang con ironía—. No puedo quitármelo, ya lo sabe, pero no se preocupe. Utilizaré la visión normal.
Ocuparon sus posiciones sobre las líneas blancas pintadas en el suelo. A pesar de ir vestidos con el uniforme completo, condecoraciones incluidas, y de no ser ya jóvenes, los dos hombres conservaban su agilidad. Invisticone empezó con una finta y trató de sorprender a Drang con una cuchillada contra su flanco izquierdo. El alfanje chocó con el escudo levantado de Drang, que lanzó una estocada por debajo del mismo, siendo contrarrestada a su vez. A continuación Drang retrocedió ante un furioso ataque lanzado por su adversario, cuyo alfanje centelleaba a derecha e izquierda, bloqueado por Drang a cada golpe. Era evidente que no había dejado de entrenarse.
Drang se recuperó y devolvió el asalto. Durante un momento los dos quedaron trabados, escudo con escudo, con los alfanjes alzados y enganchados por el guardamano. Con un empujón mutuo consiguieron separarse, pero sin perderse de vista ni un instante.
En aquel preciso instante Drang oyó un sonido sibilante. Invisticone había activado su espada.
Antes de que tuviera ocasión de responder, ya tenía encima al comandante de Pacificus que, con una risa salvaje, lanzaba ataque tras ataque contra el escudo de Drang, al parecer olvidado de su propia seguridad. El alfanje de energía cortaba y mordía el escudo de metal que, en cuestión de segundos, quedó hecho una ruina.
¡Era así como debía ser!
Drang retrocedió, dando gracias a que su adversario le hubiera dado un pequeño respiro para deshacerse del escudo, que ya no era más que un estorbo. Invisticone, en un gesto teatral, arrojó el suyo al suelo con estrépito, levantó su alfanje y lo desactivó.
—¡Es mejor así! ¡Como en los viejos tiempos!
Como era de rigor, Drang admitió que había juzgado mal a su colega. ¡Invisticone tenía razón! ¡Los escudos eran para quienes carecían de pericia con la espada! De las hojas saltaban chispas al entrechocar una con otra. Cada estocada se encontraba con su quite oportuno, a cada finta le respondía una contrafinta, en una coreografía vertiginosa de dos espadachines consumados en plena faena. Drang se vio obligado a retroceder, y más de una vez esquivó la afilada hoja de su adversario por un pelo. A menos que pudiera desviarse hacia un lado, no tardaría en encontrarse contra la pared, lo cual lo situaría en clara desventaja ante Invisticone.
En aquel momento, aunque tal vez sólo fuera una décima de segundo, encontró una apertura. Sus doloridos músculos impulsaron la pesada hoja como si fuera la lengua de una serpiente antes de que fuera desviada con un sonoro entrechocar de acero. En la mejilla derecha del Comandante Militar Imperial Invisticone apareció una línea color carmesí que hacía juego con cicatriz de la mejilla opuesta. Invisticone se quedó inmóvil, con su espada todavía trabada con la de Drang después de haberla desviado.
Luego se recompuso y levantó el alfanje verticalmente ante sí.
—La primera sangre es suya, hermano comandante —con una risa forzada arrojó a un lado el alfanje, que chocó con estrépito contra el suelo junto a su escudo—. El duelo ha quedado decidido.
—Me honra, hermano comandante —concluyó Drang, bajando también su arma.
—Al parecer, su destino es decorar permanentemente mi cara —fueran cuales fuesen los sentimientos íntimos de Invisticone al verse derrotado por Drang una vez más, su voz se mantuvo serena, aunque en el fondo se advertía cierta amargura. Por su mejilla corría la sangre y se la enjugó con un pañuelo de seda exótica antes de sacar un lápiz astringente de un bolsillo de su uniforme y pasarlo por la nueva herida, que dejó de sangrar instantáneamente.
Era increíble la simetría que la nueva herida guardaba con la anterior. Al examinarse más tarde, lo más probable es que Invisticone pensara que el comandante de Obscurus había conseguido el efecto deliberadamente, lo cual era sobrestimar la pericia actual de Drung con la espada. ¿Se sorprendería ante tamaña habilidad o guardaría resentimiento ante la idea de que Drang pudiera estar jugando con él?
Cualquiera de las dos reacciones tendría consecuencias cuando llegara el momento de establecer la estrategia de combate...
—Bueno, más trabajo para mi asesor de estética —prosiguió Invisticone—. Tengo algunas piedras nuevas bastante raras. Granates. Un tipo de piedras color sangre que imitarán a la perfección a las gotas de sangre fresca. Haré que me las cosan en la cicatriz. ¿O cree acaso que combinarán mejor unas piedras de otro color con su obra anterior? ¿Zafiros azules, tal vez?
Drang se cuidó muy mucho de expresar su desdén por la ostentación cosmética. Eso hubiera dado a Invisticone la ocasión de meterse con su monóculo alienígena.
Abandonaron la sala de entrenamiento. En la antesala los esperaba una delegación conjunta de los equipos mixtos de evaluación. Dos oficiales de evaluación, uno de los cuales lucía la insignia de Pacificus y el otro la de Obscurus, portando ambos videopantallas, se adelantaron separándose de un pequeño grupo de ayudantes.
—Estamos de acuerdo, señores comandantes —dijo con gravedad el oficial de Invisticone, haciendo una reverencia a uno y a otro sucesivamente—. Después de arduas discusiones hemos llegado a la misma proyección. Nuestras regiones están en peligro.
—No creo que el Comandante Drang hubiera venido hasta aquí de no haber sido así —respondió Invisticone con sequedad—. Ahora sólo nos queda coordinar nuestras operaciones.
—Esa es también nuestra conclusión, señores comandantes.
Invisticone respondió con una cortés inclinación de cabeza y se disponía a retirarse cuando el oficial volvió a hablar.
—Hay otra cuestión sobre la que estamos de acuerdo. Es preciso informar a la Tierra de lo que se avecina.
Los comandantes intercambiaron una mirada que se hizo glacial cuando se volvieron hacia el oficial. Tanto Drang como Invisticone habían mantenido al margen de los equipos de evaluación a los miembros del Administratum. Aparte de los especialistas que les había proporcionado el Adeptus Mecánicus, todos pertenecían al personal de la Armada, de ahí que los hombres que los habían saludado no llevaran los hábitos característicos de los prefectos del Adeptus Terra sino los uniformes con charreteras y los equipamientos variopintos de las flotas.
Ahora que Drang había obtenido la colaboración de Invisticone, estos equipos, incluidos los tecnosacerdotes, permanecerían bajo vigilancia y no tendrían contacto alguno ni con otros seres humanos ni con comunicadores. Lo mismo se haría con todos los que habían tomado parte en el proyecto de evaluación. En cuanto a la nave invisible, había sido recuperada secretamente por unidades de la Flota de Combate Obscurus, y tanto para el Adeptus Mecánicus como para la Inquisición había sido destruida en el Ojo del Terror. Ahora estaba oculta en una cavidad semejante a un poro en las profundidades de Cypra Mundi, el planeta base de la Flota de Combate Obscurus, y su paradero sólo era conocido por unos cuantos oficiales de probada lealtad personal a Drang, que habían jurado guardar el secreto. El navegante que heroicamente había traído la nave de regreso del Ojo del Terror había sido ejecutado discretamente.
Por lo que respecta a los cuerpos de los Marines Espaciales, incluido el del Epistolario Merschturmer, así como las glándulas progenoides que Merschturmer había recuperado, se los mantenía en estasis, una desconsideración que habría puesto furiosos a los respectivos capítulos del Adeptus Astartes de haber tenido conocimiento de ello. Drang todavía no había decidido si los devolvería a sus monasterios fortaleza.
Invisticone respondió a la opinión del oficial de estado mayor en un tono súbitamente irritado.
—¡Ésta es una cuestión de la Armada! ¡La Tierra tendrá conocimiento de los hechos tras la feliz conclusión de la campaña y no antes!
Las caras de los que tenía ante sí palidecieron y su expresión se tornó pétrea, mientras cada uno de los hombres trataba de discernir qué implicaciones personales tendrían para ellos aquellas palabras. Drang no pudo evitar sonreír y añadir un comentario de su propia cosecha.
—Por supuesto —dijo arrastrando las palabras—, en caso de que fracasemos... Bueno, si fracasáramos, la Tierra no tardaría en enterarse.
Capítulo 7
Un deleite mortal
Incluso en medio de un huracán, el deber de un timonel es hacer todo lo que está en sus manos. Pelor Calliden bajó la cápsula, apoyó las manos en los controles y enfocó toda su potencia psíquica hacia el ojo de disformidad.
—Imperator, adjuva me —rogó, pero no consiguió encontrar el sentido de nada. Sólo estaba aquel denso mar verde, encrespado, salpicado de brillantes colores, en el que no conseguía ver nada y en cuya corriente la Estrella Errante era arrastrada como los restos de un naufragio. Todo lo que podía hacer era tratar de mantener la nave estable mientras iba a la deriva. A pesar de que las corrientes de disformidad no eran materiales en un sentido real, había oído de naves que habían entrado en barrena y habían sido destruidas por su propia fuerza centrífuga.
Y, a decir verdad, el campo de integridad inercial de la Estrella Errante, necesario en toda nave espacial para proteger a la tripulación y a los pasajeros de acelerones y cambios de dirección letales, estaba teniendo dificultades. Rugolo, sujeto al asiento del copiloto con los cinturones de seguridad, gritaba de rabia al verse arrojado de un lado a otro.
Presa del pánico, Calliden optó por salir del espacio disforme. Instantáneamente se oyó un claro crujido en el exterior del casco, y ambos fijaron sus ojos en la videopantalla externa.
Lo único que se veía era una especie de bruma o niebla de la cual surgían vagos retazos de luz. Rugolo dirigió su mirada al fabulador estelar, el aparato de navegación que debería indicarles su posición. Pero también este dispositivo estaba confundido y era no incapaz de reconocer nada en aquellas tinieblas. Su placa de significadores pasaba, una detrás de otra, una sucesión de identificaciones fallidas.
Se habían materializado dentro de la espesa nube de polvo del borde del Ojo. Ésa era la causa del crujido que oían. La loca velocidad de disformidad que llevaban se había transformado en una velocidad de espacio real, que era una fracción sólida de la velocidad de la luz. El polvo impactaba contra el casco y azotaba a la nave como si estuviera atravesando una tormenta de arena, frotando el revestimiento de adamantium, desgastándolo. Eran como balas de polvo cargadas de masa extra como consecuencia del efecto relativista, que se abrían camino a través del blindaje exterior ya de por sí desgastado y debilitado por el tiempo y el uso.
Sin dilación, Calliden volvió a entrar en el espacio disforme, concentrando toda su atención en mantener la estabilidad de la nave. Y fue entonces cuando descubrió otro fenómeno conocido de los navegantes, un fenómeno del que había oído hablar pero que nunca había experimentado: el momento aterrador en que «la alegoría», como se había llamado al medio del que se vale la mente de cada navegante para interpretar la disformidad, se hacía trizas y era reemplazada por otra cosa.
Su subconsciente ya no podía ver el espacio disforme como una selva pintoresca. La tormenta de disformidad había acabado con aquella imagen. Por un momento se quedó sobrecogido, sin nada a que agarrarse, nada que le permitiera un mínimo control sobre los movimientos de la Estrella Errante. La integridad inercial temblaba. Rugolo gritaba mientras la nave daba incesantes volteretas, a un ritmo que probablemente era de cientos o incluso miles de veces por segundo.
Calliden no oía los gritos de su amigo y tampoco tenía una conciencia real de la sensación de barrena. Era la primera vez que experimentaba para qué servía la cápsula. En realidad no era necesaria para pilotar ni para navegar, ambas cosas podían hacerse perfectamente sin ella. La cápsula había sido concebida sólo para proteger al navegante. Mientras la mente de Calliden luchaba denodadamente por resolver lo imposible, su cuerpo sufría convulsiones y se sacudía sin control de un lado para otro. Entonces la cápsula se ceñía aún más a su cuerpo y lo sujetaba con suavidad para evitar que los terribles espasmos de sus músculos le rompieran los huesos.
Por fin sucedió algo. Algo surgió entre aquel tumulto inaprehensible, algo que le permitiría, al menos en parte, recuperar el dominio. Figuras. Rostros. Un mar tridimensional de rostros, millones de ellos, grotescos, gesticulantes, humanos unos, semihumanos otros, algunos en los que se combinaban rasgos de diversas bestias, caras de todos los tamaños, algunas más grandes que la propia Estrella Errante.
Las caras se arremolinaban y pasaban, delineando el flujo desordenado del borde de la gran tormenta de disformidad conocida como el Ojo del Terror. Las caras cambiaban, se transformaban en una ingente multitud que era siempre la misma cara: la cara de su madre.
Esa cara se repetía millones de veces y a las caras se sumó el cuerpo de su madre, vestido con los atuendos que había usado en vida, y también desnuda. ¡Le sorprendió ver a su madre desnuda, contoneándose, jugueteando, danzando, gesticulando como si intentara seducirlo! Y entre esas madres que se duplicaban hasta el infinito se fueron abriendo camino, como haciendo presión desde algún sustrato fluido, demonios de aspecto terrorí fico con los que su madre empezó a hacer innumerables gestos y actos obscenos mientras no dejaba de mirar a Calliden con gesto burlón.
Las entidades de la disformidad habían vuelvo a leer su mente. Una vez más estaban intentando aprovecharse de su inestabilidad emocional. Al principio funcionó. Durante un breve instante, Calliden cerró su ojo de disformidad angustiado, creyendo que realmente era su madre, multiplicada y reproducida en el infierno al que había sido condenada y en el que se vería obligada a copular con demonios por toda la eternidad. La nave entró otra vez en barrena y esto lo hizo reaccionar, darse cuenta de que lo que veía no eran más que imágenes surgidas de sus propias pesadillas. Se obligó a escrutar otra vez el espacio disforme, a hacer todo lo posible por estabilizar la nave.
Las innumerables figuras que se confundían unas con otras habían desaparecido. De repente, la turbulencia había cesado. La Estrella Errante seguía ahora una trayectoria estable. Calliden tuvo la sensación de que si saltaba del espacio disforme, se encontraría al otro lado del escudo de polvo que rodeaba a la tormenta de disformidad, transformando las estrellas que había en su interior tal como se veían a simple vista —por ejemplo, desde el planeta llamado Apex V— en una nebulosa.
Pero no lo hizo. Su subconsciente había renunciado a interpretar el espacio disforme mediante escenas alegóricas. La región descabellada contenida dentro del Ojo desafiaba esos ejercicios, En lugar de eso vio lo que le pareció un vasto universo de intrincadas curvas de cientos de colores que se entrelazaban por toda la negrura de la inmensidad. Pero esta inmensidad no se parecía en nada a lo que puede concebir una mente normal. Era una locura incomprensible.
Lanzó un penetrante chillido mientras su mente parecía a punto de estallar. Entonces, al borde ya de la desesperación, empezó a entender lo que le estaba pasando: ¡veía en ocho dimensiones!
Había sido sometido a ejercicios de entrenamiento como éste en la Schola Navigationis, a la expansión de la mente más allá del mundo tridimensional de la percepción sensorial ordinaria. Según se decía, sólo las personas con el gen del navegante podían conseguirlo, pero no en todos los casos.
Calliden estaba extasiado. Era como si su cerebro hubiera adoptado un nuevo modo de ver el reino espiritual, de ver el espacio disforme tal como es realmente. No se veían entidades de la disformidad. Todo era puramente abstracto. Una gran trama de fuerzas psíquico-espirituales.
Dispersas en la inmensidad, desvanecidas en distancias ingentes, había algo parecido a oscuras simas curvas, agujeros de existencia negativa. Comprendió que eran estrellas con sus sistemas planetarios, islas de materia rodeadas de pozos de gravedad, lugares a los cuales —al menos en la galaxia normal del exterior del Ojo del Terror— no llegaba la atracción del espacio disforme y los demonios no podían manifestarse directamente. Calliden no podía saber cómo eran aquí las cosas.
Torció la cabeza buscando otra cosa. Sí, allí estaba, filtrándose por el casos multidimensional, leve, levísima e intermitente, mucho más leve que las estrellas del Ojo vistas desde Apex V, pero visible al fin, tan sólo lo justo. Una luz blanca y pura, genuina y tranquilizadora, serena y santa. Allí estaba, incluso aquí... La luz sagrada del Emperador.
El Astronomicón. Calliden nunca había estado tan contento de verla. Mientras no la perdiese de vista, por leve que fuera su resplandor, no estaría perdido.
Luego, mirando al frente vio entre las curvas laberínticas un punto brillante de tonalidad perlada que viajaba delante de él. Conocía ese brillo. Era la señal emitida por los visores de disformidad vistos desde fuera. Casi con seguridad era la nave multicolor de Gundrum. Entusiasmado, transmitió a Rugolo la información.
—Esto nos da una oportunidad. Gundrum o su piloto deben saber cómo salir de aquí.
—¿Puedes retrasarte para que no nos vea? —preguntó Rugolo con voz ansiosa.
—No, somos impulsados hacia adelante.
Rugolo profirió un gruñido mientras miraba las pantallas. En ellas no se veía más que un vacío grisáceo. Para los escáneres, no había nada fuera de la nave, ni siquiera espacio.
—Es posible que no puedan vernos —murmuró—. Según Gundrum, no tiene un navegante. La que pilota es esa hermana suya.
—No me lo creo.
La nave de Gundrum parecía tan fuera de control como la Estrella Errante. Por lo general, era posible abandonar una corriente de disformidad y avanzar hacia un destino previsto. Que Calliden lo hubiera conseguido a los pocos días de recuperar su capacidad de navegación era algo para lo que difícilmente podía encontrar una explicación. Volvió a mirar aquellos trozos de inexistencia oscura que, en el espacio disforme, presagiaban la presencia de materia en el espacio real. Daba la impresión de que era posible viajar a cualquiera de ellos en línea recta, pero él sabía que esa impresión era ilusoria. En el espacio disforme no existía nada comparable a una «línea recta».
Por el momento, la Estrella Errante estaba apenas en el borde exterior de la gran tormenta de disformidad que era el gran Ojo del Terror, y era arrastrada por su periferia como una hoja atrapada en un torbellino. Y delante de ellos, la nave de Gundrum corría la misma suerte. Era probable que al adentrarse se encontraran más borrascas, más turbulencias irresistibles al cruzar de una corriente a otra. Pero Calliden no estaba pensando en eso. No quería aventurarse más adentro. Por el momento buscaba la forma, con o sin Astronomicón, de salir de allí.
Tenía que haber una manera, se decía una y otra vez. Gundrum lo había conseguido.
Frunció el ceño. Se veía surgir un pozo de inexistencia. Una isla de materialidad hacia la que los arrastraba la corriente. Pero algo iba mal. Mientras el gran resplandor de inexistencia los engullía... se desvaneció. En su lugar, apareció el resplandor de un sol blanco. Calliden miró las pantallas del detector: el entabulador de gravedad, el entabulador de radiación, la representación visual, todos ellos encuadrados en sus marcos ovales de bronce labrado. Se vislumbraba un sistema planetario. Cuatro mundos, uno próximo y otro acercándose. Calliden sacudió la cabeza. Con su ojo de disformidad aún podía seguir el rastro de la nave pintada. Era como si la corriente de disformidad fuera a aplastarla contra el planeta. ¡Y la Estrella Errante no tardaría en correr la misma suerte! No tenía sentido. La atracción del espacio disforme no debería funcionar tan adentro de un pozo de gravedad. Sin embargo, estaba claro que un torrente de disformidad tampoco debería fluir a través de él.
Rugolo no podía salir de su asombro.
—¿Seguimos dentro del espacio disforme o hemos salido de él? —preguntó a Calliden, volviéndose hacia él.
—Estamos y no estamos —musitó Calliden igualmente confundido—. No, no es así. ¡Estamos en el espacio disforme y también en el espacio real!
El pánico se hizo patente en la voz de Rugolo al captar las implicaciones de lo que estaba leyendo en los tabuladores.
—Si impactamos contra ese planeta... —dijo con voz ahogada—. ¡Salgamos de aquí, Pelor!
Calliden ya estaba luchando con los controles en un intento desesperado de modificar el curso, pero no servía de nada. Lo único que conseguiría sería lanzar la nave en una barrena que acabaría haciéndola trizas. Personalmente, prefería estrellarse contra el planeta a una velocidad que la convertiría instantáneamente, junto con sus tripulantes, en plasma. ¡Porque si se desintegraba antes la nave, los arrojaría vivos al espacio disforme y serían presa de los demonios!
—No puedo hacer nada —sollozó—. ¡Roguemos al Emperador! Reza por la salvación de tu alma.
Rugolo se desplomó presa de la desesperación. Calliden, por su parte, estaba demasiado desolado como para rezar. ¡Éste seria el final! Se maldijo por haber escuchado al Corsario, a alguien que llevaba estampada en la frente la señal del fracaso. Por miserable que hubiera sido su vida anterior, al menos estaba vivo.
Mientras estos pensamientos cruzaban su mente, notó que el entorno abierto a su ojo de disformidad empezaba a cambiar otra vez y se volvía aún más difícil de interpretar. ¡Se superponían el espacio disforme y el espacio real! ¡A las ocho dimensiones del espacio disforme se añadían las cuatro dimensiones —tres espaciales y una temporal— del espacio ordinario! ¡En total, doce dimensiones! ¡Imposible incluso para un navegante entrenado!
¿Podrían las entidades del espacio disforme entender un entorno semejante? De ser así, tenían poderes intelectuales muy superiores a los de los humanos. Era demasiado complicado como para que Calliden pudiera discernirlo. Gimoteó. Sus ojos giraban en las órbitas. Renunció a interpretarlo. El gran esquema semejante a una trama que lo rodeaba desapareció y en su lugar vio el sol blanco y abrasador que emitía sus rayos en un espacio extrañamente coloreado. Un oscuro espacio violáceo impactado por débiles franjas de luz se veía donde antes estaba el espacio negro como el ébano al que estaba acostumbrado y se hacía patente el planeta hacia el que se dirigían a velocidad de vértigo y que cada vez estaba más próximo.
¿Dónde estaba la nave de Gundrum? ¿Habría acabado ya todo para ella? ¡No, allí estaba! ¡Tan cerca que podrían haberla visto a simple vista! ¿Cómo habrían podido acortar la distancia que los separaba? ¿Cómo podría haber reducido la velocidad la otra nave, desafiando a la corriente de disformidad?
Calculó que les faltaba menos de un minuto para estrellarse contra el planeta y sólo se le ocurrió una cosa. Apagó el motor del espacio disforme en un intento de regresar al espacio real.
Una violenta sacudida los lanzó hacia adelante. A Rugolo se le cortó la respiración. Calliden rebotó dentro de su cápsula y sintió como un mazazo en la cabeza antes de perder el sentido.
Cuando volvió en sí, Rugolo estaba desplomado en su arnés, aturdido todavía. Un sonido sibilante e impetuoso llenaba la cabina, procedente del casco exterior. La Estrella Errante ya no estaba en el espacio. Navegaba por la atmósfera del planeta hacia el que había salido disparada, atravesando el aire sobre alas sólidas y estabilizada por el piloto automático.
Calliden estaba atónito. ¿Cómo podía haber desacelerado la nave hasta el punto de franquear la atmósfera en una distancia tan reducida? Debería de haber caído como un meteoro en llamas, impactando en la superficie en cuestión de segundos y creando un cráter de varias millas. Vio la nave de Gundrum navegando apaciblemente delante de ellos.
Calliden oyó algo que se removía a su lado. Rugolo empezaba a recuperarse. El mercader no tardó en comprender la nueva situación y ni siquiera se molestó en preguntar cómo había sucedido. Sus ojos chispearon al ver la nave multicolor de Gundrum.
—¡No los pierdas de vista! —dijo.
Calliden había desconectado el piloto automático y había vuelto a tomar los mandos. Redujo la velocidad al ver que la otra nave lo hacía. La nave de Gundrum bajó en picado y siguió planeando sobre el paisaje de tierra y mar que se veía a sus pies.
La atmósfera era curiosamente límpida. Casi no parecía aire, sino más bien un cristal transparente. No había nada parecido a una capa de nubes. La superficie brillante estaba completamente expuesta a la luz del sol.
Tanto la nave multicolor como la Estrella Errante volaban como naves atmosféricas en lugar de aterrizar directamente usando sus motores principales de espacio real. Ese era el procedimiento normal cuando una nave espacial de dimensiones moderadas entraba en una atmósfera planetaria en automático, como si el piloto estuviera inconsciente. Quienquiera que pilotara la nave de Gundrum, lo hacía de forma instintiva y entusiasta, casi imprudente. La nave serpenteaba y jugueteaba mientras se acercaba a la superficie. Calliden se preguntó si estaría tratando de burlar a sus perseguidores, pero no, eso sería imposible al no haber una capa de nubes. Él la siguió, con más cautela ya que, por extraño que parezca, tenía menos práctica en vuelo atmosférico que en navegación por el espacio disforme. Las dos naves se encontraron pronto sobrevolando a menos de media milla de altura de una superficie prácticamente plana. Daba la impresión de que el planeta carecía de montañas, colinas y valles. Era parcheado, agua y tierra se alternaban en franjas y arroyos. No había masas terrestres ni oceánicas definidas. Los colores eran pastel: azul, verde y rosa pálido. Desde aquí, a doscientas millas por debajo del manto de aire, el cielo se veía de un color azul profundo, difundiendo la luz del resplandeciente sol blanco. Todo presentaba un aspecto normal, un planeta habitable que podría haber despertado el interés del Imperio... si no estuviera dentro del Ojo del Terror.
A sus ojos se descubrió una extensa planicie tapizada por un manto verde. La nave de Gundrum había reducido la marcha hasta que sus alas apenas le proporcionaban sustentación suficiente para mantenerse en el aire. Un motor de maniobra despidió una luz blanca y caliente, tan brillante como la del sol que lucía sobre sus cabezas. Con una graciosa maniobra, la nave aterrizó.
No tenía sentido tratar de ser discreto. Era imposible ocultarse. Calliden realizó la misma maniobra y aterrizó apenas a medio kilómetro de distancia.
Ambos esperaron a ver lo que ocurría a continuación. Rugolo estaba tenso. Se sentía atrapado en su propia nave, donde un demonio se había introducido en sus sueños y había estado a punto de materializarse. Todavía le parecía oír su voz incitante llamándolo. No se le había pasado por alto que, a pesar de haber cambiado de idea, se seguía viendo obligado a continuar con su plan original de seguir a Gundrum, como arrastrado por el destino.
No se observaba ningún movimiento. Después de más de una hora, se abrió una escotilla en el casco de la nave multicolor y descolgaron una rampa.
Y eso fue todo. No salió nadie. Pasó otra hora y aparecieron dos carros, tirados por algún tipo de animales de carga, en el borde de la planicie, a la distancia, acompañados de una media docena de figuras humanoides. Mientras el grupo se iba aproximando lentamente a la nave pintada, pudieron ver que los carros iban cargados hasta los topes. A Rugolo se le iluminó la mirada.
—¡Mercancía! ¡Ésa debe ser la fuente de abastecimiento de Gundrum!
—¿Estás loco? —dijo Calliden enarcó las cejas en un gesto de incredulidad—. ¿Después de lo que te ha sucedido? ¿Cómo puedes pensar en otra cosa que no sea salir de aquí?
Rugolo no lo escuchaba. Conectó el amplificador de imagen, sobre todo para mirar el contenido de los carros, y luego desvió la vista sorprendido. Calliden siguió su mirada.
Los que avanzaban junto a los carros no eran... personas. Su forma era humanoide, pero no humana. La piel despedía destellos multicolores, como las escamas de los peces, y tenían unos miembros desmesuradamente cortos y fornidos. Sus rostros, si a algo se parecían, era a las ranas. No había en ellos nada, salvo que caminaban erectos y tenían cuatro miembros, que se pareciera, aunque sólo fuera vagamente, a los hombres.
—¡Alienígenas! —exclamó Calliden.
Rugolo pensó que tenía sentido. El Ojo del Terror databa sólo del vigésimo quinto milenio. Seguramente habría mundos habitados por alienígenas y también colonias humanas en la región cuando se desató la tormenta de disformidad. Y todavía estaban allí. Se mordió el labio inferior. Sin duda, Calliden era un ingenuo. Había sido educado en la idea de que los alienígenas eran malos, probablemente se habría sorprendido de haberse enterado de cuánta mercancía fabricada por alienígenas llevaban al Imperio los mercaderes independientes, eso por no hablar de los Corsarios.
—Bueno, una vez vendí una chuchería de origen alienígena a un inquisidor—admitió en voz alta—. Aunque no estoy muy seguro de que fuera un inquisidor.
Se levantó de su butaca.
—Quédate aquí —dijo saliendo de la cabina, y cuando volvió era evidente que había ido al armario de armas de la nave. Traía dos pequeñas pistolas láser, no de uso militar sino fabricadas para aplicaciones civiles, con empuñaduras de madreperla y cañones damasquinados. Le ofreció una a Calliden.
—Esconde ésta cerca de ti. Tiene una carga completa.
Calliden había salido de la cápsula del navegante y la había recogido. Miró el arma con empuñadura de madreperla sin tocarla.
—¿Qué estás planeando? ¿Matar a Gundrum para robarle su mercancía?
—No es mala idea, pero no es posible. ¿Qué pasaría si trataras de llevarnos de vuelta al Imperio?
i —Eso tiene fácil respuesta. Hay una corriente de disformidad que atraviesa este sistema planetario, y estamos varados en su mismo centro. Si intento salir de aquí, la nave se hará pedazos.
—Exacto, pero Gundrum debe de conocer la manera de salir, o al menos su hermana la conoce... digas lo que digas, debe de ser una navegante. Tenemos que alcanzar un acuerdo con él. No tenemos elección.
—Aegelica no puede ser una navegante y al mismo tiempo hermana de Gundrum —respondió Calliden—. De ser así, Gundrum también sería navegante. De todos modos ella no puede serlo o yo lo sabría —hizo una pausa—. ¿Cómo es posible que confíes en Gundrum después de lo que te hizo? ¿Después de enviarte un demonio para que acabara contigo? Es probable que haya usado algún artefacto alienígena para ello.
Se produjo un silencio.
—En realidad no sabemos si lo ha hecho —dijo Rugolo, conciliador—. Puede que haya sido culpa mía, por usar la piedra de los sueños en el espacio disforme, tal como tú dijiste, cuando había demonios cerca. Tal vez las piedras sean inofensivas en otras partes.
La mente de Rugolo era un torbellino. El ataque del demonio quedaba relegado en su memoria como si no hubiera sido más que una pesadilla. ¡Su plan original estaba a punto de dar sus frutos!
Calliden profirió un suspiro de desesperación.
Los carros alienígenas se habían detenido a cierta distancia de la nave de Gundrum. Un grupo de gente descendió por la rampa: Gundrum, Aegelica, Foafoa y Kwyler. Rugolo ofreció otra vez la pistola láser a Calliden.
—Toma, es para tu protección.
Calliden aceptó el arma sin dar muestra alguna de entusiasmo. La examinó brevemente y la guardó en un bolsillo. Era ligera, diseñada para pasar desapercibida.
Abandonaron la cabina, descendieron por la escotilla y permanecieron a la sombra de las voluminosas alas mirando hacia la nave multicolor. Calliden, que ya había realizado el ritual de cierre de protección en la base de la Estrella Errante, entonaba nervioso una plegaria tras otra para alejar al mal, una letanía del navegante.
Rugolo echó una mirada al manto verde que cubría la planicie y al que él había tomado por alguna variedad de hierba o musgo de las que son comunes en muchos mundos. Ahora, al volverse para hablar con su socio, observó algo extraño. El aire parecía reverberar al menor movimiento, como si fuera líquido. Algo lo hizo mirar hacia arriba. Numerosas criaturas plateadas planeaban sobre su cabeza. No eran criaturas aladas como las aves o los murciélagos, sino que, a todos los efectos, eran peces que se desplazaban con movimientos ágiles y sinuosos moviendo sus aletas semitransparentes. En otras palabras, nadaban.
¿Cómo era posible que un pez nadara en el aire? Rugolo respiró profundamente e hizo un movimiento ondulante con la mano. A pesar de su extraña cualidad reverberante, el aire no parecía más denso que el que normalmente respiraban los seres humanos.
Calliden incrementó el ritmo de sus encantamientos cuando Rugolo le hizo observar los peces aéreos, haciendo el Signo del Emperador que sólo estaba permitido a los navegantes, lnduda-
blemente estaba convencido de que el fenómeno no era natural. Rugolo buscó alguna explicación ajena a la magia. Pensó que, a lo mejor, las criaturas tenían vesículas llenas de un gas más ligero que el aire, que les permitiera flotar. Sin embargo, parecían demasiado pequeñas para que eso fuera posible y se movían con demasiada rapidez. Los pequeños movimientos que hacían sus aletas hubieran servido para impulsarlas en un medio líquido, pero no en la levedad del aire.
Estiró la mano para coger una que se acercaba, pero se escurrió y lo evitó describiendo un ángulo ascendente.
Volvió a centrar su atención en la escena que se desarrollaba junto a la nave de Gundrum. Las bestias de carga, animales de cuatro patas con rayas verdes y amarillas y con facciones semejantes a las de los gorilas, habían sido desenganchadas y los carros habían sido volcados sin ceremonia, derramando su contenido en el suelo formando dos montones. Los visitantes humanos habían empezado a elegir en las pilas de objetos, examinándolos uno tras otro.
Rugolo tocó a su compañero en el brazo para indicarle que lo siguiera. Al ver que se acercaban, Gundrum se enderezó.
—¡Por las raíces de mi deseo! ¡Mis buenos amigos, los mercaderes de los mundos conformes! ¡Sí, ya vimos que nos seguían! Pero ¿por qué? ¿Por qué? —Una extraña expresión airada se adueñó de sus facciones—. ¿Qué deseos irresistibles vienen dispuestos a satisfacer?
Todos los ojos, alienígenas y humanos, estaban ahora fijos en los dos intrusos. La mirada de Rugolo se paseó brevemente por los montones de mercancías que cubrían el manto verde del suelo. Casi nada de lo que allí había era reconocible.
—Así que ésta es la fuente de su mercancía —dijo.
—Oh, nooo... Nunca habíamos estado antes aquí. Nunca sabemos hacia donde vamos cuando nos internamos en el gran y glorioso Ojo del Placer... u Ojo del Terror, como lo llaman los cobardes. Vamos a donde nuestros señores nos guían.
—¿De modo que no saben cómo han llegado aquí? —preguntó Calliden, alarmado.
—Las raíces de mi deseo me trajeron hasta aquí. El delirante Señor de los Placeres fue quien me trajo hasta aquí. Los vientos del destino me trajeron hasta aquí. ¿No les he dicho que el espacio es diferente aquí, en la gran tormenta? Aquí no se vuela con instrumentos. No se vuela mirando lo que hay alrededor. Se guía uno por la fe. La fe en su deseo. Aquí, todo responde a eso. ¿No es así, mi pequeña y dulce hermana?
Gundrum rodeó con el brazo los hombros desnudos de Aegelica. Ella se estremeció con aparente placer, frunciendo la boca con coquetería.
—Oh sí, querido hermano —susurró con voz cálida.
Como si ella la hubiera provocado, una brisa cálida los rodeó, disipando el frío del aire. Calliden recordó el extraño comportamiento tanto de Gundrum como de la Estrella Errante, y un estremecimiento recorrió su cuerpo.
¿Era posible que algún poder extraño —tal vez la propia disformidad, en cierto modo— respondiese a las emociones y deseos de un piloto? ¿Qué se eligiese el destino respondiendo a los deseos, tal vez incluso a los subconscientes, y lo transportase hasta allí?
La idea era a un tiempo siniestra y atractiva. Trazó en el aire otra señal protectora que hizo reír a Gundrum. Los alienígenas con cara de rana parpadearon.
Sin embargo, las palabras de Gundrum seguían rondando en la cabeza de Rugolo.
—Usted hizo una promesa, Gundrum. Espero que la cumpla.
Aegelica estaba frotando la espalda de su hermano.
—Hizo una promesa, Gundrum... pero ¿a quién? Pregúntale si usó la piedra de los sueños —se dirigió a Calliden—. Y tal vez sea usted el que está en deuda...
La palidez de Calliden se acentuó aún más. Creyó entender lo que quería decir Aegelica. Sin embargo, Rugolo lo interpretó de otra manera y empezó a hablar con enfado.
—¡Sí! ¡Algo no funcionaba bien en esa maldita piedra que me dio! ¡Estuvo a punto de matarme! —bajó el tono—. ¿Supongo que sabrá cómo volver a Calígula?
—¡Yo viajo con las raíces de mi deseo! —exclamó Gundrum, riéndose estentóreamente—. ¡Me dejo llevar por el capricho de los dioses! Usted, en cambio, fue arrastrado en mi estela y ahora es como el resto de un naufragio. Su única esperanza es aceptar a los grandes Señores Oscuros, a los Poderes Ruinosos.
El horror sobrecogió a Rugolo y a Calliden. Éste agarró con fuerza el brazo de Rugolo.
—¡Éste es un mundo descabellado, y he aquí a un demente que nos insta a abandonar al Emperador!
Kwyler, vestido ahora con una especie de jubón amplio, había estado rebuscando entre los artículos alienígenas. En aquel momento los miró brevemente, para volver a lo que estaba haciendo. Foafoa, en cambio, daba muestras de evidente agitación. Tenía los puños apretados y no dejaba de ir de un lado a otro.
—¡Mátalos, Gundrum! ¡Quieren hacerse con nuestro negocio! ¿Por qué nos han seguido, si no? ¡Mátalos ahora! —y dirigiéndose a Rugolo—: ¿No te advertí que te alejaras? ¡Ya me he topado antes con personas como tú!
Rugolo acercó la mano con un gesto involuntario a donde tenía escondida la pistola láser. Mientras esto ocurría, no le pasó desapercibido el número creciente de criaturas pisciformes que se arremolinaba en el aire sobre ellos. Era casi como si aquella reunión de humanos y alienígenas se estuviera produciendo en el fondo del océano, entre cardúmenes que iban y venían.
—¡Cuidado con lo que haces, amigo! —dijo Foafoa, observando su movimiento involuntario y agarrándolo por el brazo.
Canturreando y riendo para sus adentros, Gundrum había empezado a bailar una danza desarticulada. Aegelica emitió una risa electrizante mientras se adelantaba grácilmente, haciendo a un lado a Foafoa con sólo pasar la mano por su bíceps.
—¡Eres demasiado rudo, Foafoa! ¿A qué viene eso de querer matar a la gente rompiéndole los huesos, acuchillándola o disparándole? —su voz era cálida y acariciadora, y la mirada de sus ojos verdes se volvió hipnotizadora al fijarla en Rugolo con afecto y admiración—. ¡Foafoa, no tienes maneras! Venga aquí, amigo mío, permítame darle una bienvenida más adecuada.
Calliden se sintió indefenso, abrumado por el terror. Estaba seguro de que a su amigo le ocurriría algo horrible. Como en trance, observó que Aegelica se detenía ante Rugolo. Se contoneaba levemente y el mercader parecía completamente abstraído mientras observaba los movimientos de su cuerpo cimbreante. Los ojos de la mujer se abrieron como platos y adquirieron una lonalidad de verde aún más profunda.
Entonces, los más horribles presentimientos se hicieron realidad. El cuerpo de Aegelica cambió como el de una monstruosa orquídea a la que de repente le salieran nuevos brotes. Donde antes estaban sus delicadas manos aparecieron unas garras dentadas, como las de un cangrejo. Sus pies también se alargaron y adquirieron el aspecto de las patas de un águila gigantesca. De su boca salió una lengua larga y tubular y, lo más grotesco de todo, de su trasero firme y carnoso salió una cola larga y flexible rematada en aguzadas púas.
Lo sorprendente es que a Rugolo todo esto no parecía repelerle. Temblaba de excitación. Calliden echó mano a su arma, pero Foafoa, que estaba detrás de él, le sujetó los brazos con sus manos poderosas. Calliden podía oír su risita sibilante. Aegelica dio un paso, pavoneándose como un ave. Tendió sus terribles garras y cogió a Rugolo como si fuera un trozo de comida que estuviera a punto de despedazar. Pero el contacto de aquellas garras quitinosas y cortantes como cuchillas sólo le provocó un delirio de placer. Gimió y tendió una mano temblorosa, anhelando tocar el pecho de la mujer, cuya lengua, que era como un zarcillo hueco, se estiraba hacia la boca de Rugolo. Sujetándolo con una sola garra, liberó la otra y la usó para acariciar y excitar su cuerpo, haciéndole perder el control y desplomarse, mientras sus ojos giraban en sus cuencas y gimoteaba de placer.
Resultaba espantoso ver hasta qué punto aquel espectro aterrador seguía siendo Aegelica. En su rostro se reflejó un deleite salvaje mientras levantaba un pie, que no era precisamente humano, con un movimiento rápido y apoyaba la gran garra contra el vientre de Rugolo. Calliden se dio cuenta de que con un solo movimiento podía arrancarle las entrañas, y de que lo más probable es que ésa fuera su intención. Procuró en vano librarse de Foafoa, que le impedía alcanzar el arma que tenía en el bolsillo interior.
—¡Maynard, despierta! ¡Es un demonio! ¡Usa tu arma!
No sirvió de nada. Rugolo estaba en otro mundo, el placer le había hecho perder el control. Calliden abrió el ojo de disformidad, aunque estaba tapado con un pañuelo que se había atado antes de abandonar la nave, y empezó a entonar la fórmula de exorcismo que ya había utilizado. Inmediatamente, Foafoa le tapó la boca con una mano, manteniéndolo sujeto contra su cuerpo con la otra, de modo que de sus labios sólo salió un balbuceo sofocado.
Negándose a ver lo que estaba a punto de suceder, bajó la vista, y entonces descubrió algo inesperado. El viscoso verdor sobre el que estaban se volvió vacilante y desapareció como si se hubiera producido una repentina transformación química. Fue reemplazado por una superficie plana y brillante, casi incolora, como la superficie de una masa de agua inmóvil.
Calliden descubrió demasiado tarde que era agua. De repente se hundió en ella, lo mismo que Foafoa y todo el tinglado. Rugolo y la monstruosa Aegelica, Gundrum con sus cabriolas, Kwyler, Calliden sujeto por Foafoa, la nave espacial multicolor, los alienígenas, sus carros y animales y los montones de mercancías, todo se hundió como un masa de desperdicios en un estanque.
El agua se cerró sobre sus cabezas. Calliden sintió que Foafoa lo soltaba e intentó nadar hacia la superficie, pero no pudo. El agua parecía demasiado leve como para responder a sus brazadas y al movimiento de sus piernas. Se hundía irremisiblemente. Al mirar hacia arriba vio la superficie del «océano» cada vez más lejos y sintió el paralizante pánico de quien está a punto de ahogarse. Entonces sus pies tocaron la superficie. Con el corazón a punto de estallar miró a su alrededor y vio que la escena anterior se repetía casi exactamente igual en el fondo del océano.
Rugolo y Aegelica se habían separado. Al igual que Calliden, Rugolo contenía la respiración y forcejeaba. Los alienígenas mantenían la misma actitud pasiva de antes, sin inmutarse por lo que estaba sucediendo. Gundrum y su grupo, aunque decían ser forasteros en aquel lugar, movían sus cuerpos con un ritmo ondulante, como si disfrutaran, y tenían una expresión extraña en sus rostros.
El impacto producido no había levantado arena. La superficie sobre la que se apoyaban era firme y estaba cubierta de un manto formado por una especie de juncos sobre el que descansaba una nave espacial pintada. También había peces deslizándose de un lado a otro. El agua era límpida y transparente y la luz del sol penetraba sin dificultad. Calliden no pudo contener por más tiempo la respiración y, resignado a lo peor, abrió la boca.
Pero no salieron burbujas de su boca.
Por instinto ensanchó los pulmones. Sintió que el líquido le llenaba la boca, corría por la garganta y se infiltraba en sus pulmones. El agua no estaba fría, sólo agradablemente fresca, incluso Iría. Ya no se sentía sofocado. Dejó salir el agua de sus pulmones, volvió a inhalar y se encontró respirando normalmente, respirando agua.
Calliden movió la mano en el agua. Aunque no tenía exactamente la densidad que hubiera esperado, todavía ofrecía la resistencia al movimiento propia de un líquido. Aegelica daba volteretas, reía, balanceaba la cola de un lado al otro, mientras Gundrum continuaba con su peculiar danza descoyuntada sin dejar de reír.
—¿No lo había dicho yo? ¡En este lugar nada puede darse por sentado! ¡Estamos en un planeta donde el agua y el aire son lo mismo!
Calliden miró a su alrededor en busca de la Estrella Errante. Sí, allí estaba, a cierta distancia, también sobre el lecho marino. Supuso que tal vez fuera posible respirar agua si ésta tenía un alto contenido de oxígeno disuelto, pero eso no explicaba el hecho de que los peces nadaran en el aire ni que Gundrum pudiera hablar bajo el agua de forma tan clara en lugar de que las palabras salieran como una serie de burbujas.
¡O que la tierra los hubiera traicionado convirtiéndose de golpe en océano!
¡La tierra, el aire y el agua eran intercambiables!
Con elegancia y delicadeza, Aegelica apoyó sus pies sobre los ondulantes juncos verdes. Apartó a un pez de gran tamaño cubierto de escamas rojas iridiscentes que se interpuso en su camino y volvió a posar su mirada en Rugolo. Su voz parecía aun más cálida transmitida por el líquido elemento.
—El placer y el dolor son lo mismo. El dolor es placer; el placer es dolor... Ven, querido mío, mi amado Maynard. Es mi deseo darte placer hasta la muerte...
De pie, con el agua entrando y saliendo de sus pulmones, Rugolo esperaba impaciente, anhelando las caricias mortales de las garras de Aegelica. Calliden también miraba, sin pensar ya en rescatar a su amigo. En lugar de eso esperaba fervientemente, que después de haber llevado a Rugolo a una muerte atroz y al éxtasis supremo, hiciera lo mismo con él.
Rugolo perdió por completo la voluntad cuando Aegelica se apoderó de él. Con la flotabilidad que permitía el agua, no le costó trabajo levantarlo con una sola garra. La larga lengua tubular empezó a juguetear con la cara, el cuello y las orejas de Rugolo, cuyos audibles gemidos resultaba embarazoso escuchar.
Con la garra izquierda lo había cogido por debajo del brazo y ahora, con la que le quedaba libre, lo había enganchado por el muslo izquierdo. Suave y retozonamente empezó a flexional" ambas garras, doblándolo un poco. Se disponía a arrancarle la pierna izquierda.
—¡No!
Calliden salió de su trance descabellado y erótico. Introdujo la mano bajo su túnica negra, advirtiendo entonces que estaba empapada, y sacó la pistola láser. Calliden no estaba acostumbrado a manejar armas. Le llevó un momento o dos sujetar la empuñadura, quitar el seguro, apuntar y disparar.
El vapor formó burbujas en toda la trayectoria del rayo láser, que atravesó sibilante el agua. Pero no alcanzó a Aegelica. En su lugar, impactó contra un pez que estaba a casi un metro de distancia y que en aquel momento se interpuso entre ambos. El pez explotó cuando el agua contenida en su cuerpo se transformó en vapor. Fragmentos de carne, piel y huesos se diseminaron por el lecho marino.
Foafoa rugió de indignación. Dio la impresión de que no se movía, pero de repente apareció un arma en su mano, haciendo un gran ruido. Era una versión más corta de una espada sierra, un cuchillo sierra, del largo de una cuchilla de carnicero, y Calliden tuvo la sensación de sus dientes despedazándole la carne. Estaba aterrorizado. Giró en redondo para apuntarlo con su pistola láser, pero no consiguió disparar. El cuchillo sierra atravesó la pequeña pistola separando el cañón de la recámara, y arrancando casi el pulgar de Calliden al mismo tiempo.
Foafoa rió, moviendo el cuchillo con movimiento zigzagueante, amenazador, ante la cara de Calliden.
—¡Eso merece una muerte lenta, navegante!
En aquel momento, Calliden oyó un largo, persistente grito de agonía. No era un grito de placer, sino de toma de conciencia. Aegelica había empezado a desmembrar a Rugolo. En cuanto sintió que se descoyuntaban sus articulaciones, el mercader volvió a la realidad, pero, extrañamente, su grito se transformó en un sonido de agradecimiento cuando los poderes alucinatorios de Aegelica se apoderaron de él una vez más.
—¡aegelica! ¡ya basta!
El grito surgió de detrás de ellos. Era la voz de Kwyler, que había dejado de rebuscar entre la mercancía alienígena y se había puesto de pie. De entre su ropa había sacado un arma mucho más voluminosa que la discreta pistolita de Calliden. El navegante no había visto nada igual. Tenía un cargador plano, un depósito cilindrico de combustible y una bandolera además de la empuñadura, aunque Kwyler lo pasaba por alto y la manejaba como si fuese un arma de mano corriente.
Arrojado a un lado por Aegelica, Rugolo yacía retorciéndose y gimiendo. Con expresión triunfante, Aegelica se volvió hacia Kwyler, con sus ojos como platos mirándolo fijamente y sus miembros transformados abiertos como en actitud de bienvenida. Calliden no estaba seguro de haber identificado correctamente el arma de Kwyler hasta que despidió un relámpago vivido y una brillante gota de energía, más brillante que cualquier arma, y el agua hirvió con tal furia que la escena casi se oscureció hasta que las burbujas subieron flotando hasta la superficie. Era un rifle de fusión, conocido también como parrilla, mucho más terrible que cualquier lanzallamas común, que lanzaba una ráfaga de energía térmica submolecular a corta distancia.
Aegelica recibió de lleno la ráfaga. Al ser envuelta por ella profirió un alarido de soprano que se prolongó en un aria interminable, una celebración de dolor y deleite, de conmoción y gratitud. No debería haber estado en condiciones de emitir sonido alguno. Debería haber quedado instantáneamente reducida a cieno fundido y vapor humeante, pero cuando la escena se despejó, Aegelica seguía allí, no en su versión demoníaca con garras y patas de águila, sino en la de la mujer irresistiblemente atractiva que había sido antes.
—¡Auggg! —de su pecho y de su vientre salía humo al dispersarse la energía del rifle de fusión—. ¡Hazlo otra vez Kwyler!
Pero Kwyler ya estaba apuntando el rifle en otra dirección.
—Tira el cuchillo, Foafoa.
Apuntó el rifle alternativamente contra Foafoa y Gundrum. Este dejó de bailar. Los dos miraron el cañón del arma de fusión con temor. Al menos eso le permitió a Calliden llegar a una conclusión, la de que, a diferencia de Aegelica, ninguno de ellos era un demonio.
Foafoa no obedeció al pie de la letra la orden de Kwyler, pero con un movimiento de su muñeca, el cuchillo sierra desapareció silenciosamente bajo su ropa.
—¿Por mis raíces, qué es lo que te aflige, Kwyler? —preguntó Gundrum con voz lúgubre.
—Esto ya es más de lo que puedo soportar, Gundrum —dijo Kwyler con voz fatigada—. Estáis cada vez peor. Os voy a dejar y me voy a volver con éstos. Subid a la nave y marchaos, todos.
—¡Traidor! —dijo Foafoa con una mueca acompañada de un rugido.
Entonces ocurrieron dos cosas. El agua en la que estaban sumergidos empezó a arremolinarse, empujando a los cardúmenes de peces, y la parte posterior de la cabeza de Foafoa se distorsionó, hasta que apareció una cara, la cara que Rugolo había visto en el bar de Calígula y había tomado por una alucinación producida por aquel licor peculiar que Gundrum le había servido.
Ahora supo que estaba equivocado: era real.
La cara de nariz bulbosa, vieja y joven al mismo tiempo, buscó a Rugolo donde estaba tirado entre los juncos marinos, y sonó su voz aguda, estridente.
—¡Te dije que no vinieras! ¡Te lo dije! ¡Ahora estás atrapado! ¡Ahora perteneces al Caos!
—¡Oh, Kwyler—dijo Gundrum en el mismo tono apesadumbrado de antes y haciendo caso omiso de la horrible transformación, como si fuera perfectamente normal—, has cortado las raíces de tu deseo! ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Cómo vas a encontrar tus deleites efervescentes sin nuestra guía? ¡Estás perdido! ¡No más limonada para tu alma!
Con un repentino chapoteo, el agua respirable en la que estaban sumergidos desapareció. Por magia espontánea, los juncos se transformaron en el mismo cieno verdoso sobre el que antes habían estado los viajeros del espacio.
Calliden se encontró respirando aire una vez más, pero los peces seguían nadando a su alrededor.
La planicie no era como había sido antes. Ahora se mezclaban en ella zonas secas con corrientes que formaban meandros. La Estrella Errante estaba cerca.
Foafoa dirigió a Kwyler una mirada llena de odio. Parecía no tener conciencia de la segunda personalidad que se manifestaba desde el envés de su cabeza. Las exhortaciones de la cara que miraba hacia atrás subieron de tono y la cabeza de Foafoa empezó a hincharse, mientras la otra forma trataba de salir con inmenso esfuerzo. Aparecieron unos hombros, luego se liberaron dos pequeños brazos que hicieron fuerza hacia atrás contra los bordes del orificio que ahora se veía en el cráneo de Foafoa. Estaba surgiendo una forma humana completa. Pronto quedaron fuera el abdomen y las piernas. Un individuo completo, muy parecido a un bebé de un año, pero con una cara de adulto como la de un enano se deslizó por la espalda de Foafoa hasta quedar de pie sobre los juncos.
No era completamente independiente. Un cordón umbilical iba desde el ombligo del hombrecillo hasta el orificio de la cabeza de Foafoa. Después de tan horrible «nacimiento», el bebé enano se dirigió con andar inseguro hacia Rugolo mientras el cordón se alargaba manteniendo la grotesca conexión. Pronto la criatura estaba tratando de ayudar a Rugolo a ponerse de pie.
—¿Estás bien? —preguntó con tono preocupado—. ¿Puedes ponerte de pie?
Foafoa seguía comportándose como si no tuviera la menor conciencia de esta repulsiva extensión de su ser. Miró inquisitivamente a Gundrum y alzó las manos al cielo.
—¡Ven, mi querida y deleitosa hermana! Ven, mi ardiente y fiel compañera de viaje. ¡Vámonos de aquí!
Se volvió y se dirigió a la nave multicolor andando a saltitos. Aegelica, que había estado haciendo gestos incitantes a Calliden, lanzó algunos besos al aire y lo siguió. Junto a ella iba Foafoa, mientras el cordón umbilical se estiraba tras de sí.
Entonces, los alienígenas que hasta aquel momento habían permanecido inmóviles, y hasta sus animales que estaban echados ante los carros vacíos, cobraron vida y fueron presas del pánico. Salieron corriendo detrás de Aegelica, con sus brazos en actitud implorante, llamándola con voces guturales. Aegelica se volvió a mirarlos con desprecio, hizo un gesto de desdén con la mano y se dirigió a la nave.
Si su partida fue estrafalaria, mucho más lo fue la de Foafoa. Cuando estaba a punto de subir la rampa hasta la escotilla de la nave, el cordón umbilical alcanzó a su máxima extensión y de repente se contrajo. Foafoa sólo trastabilló levemente, pero el efecto sobre el bebé enano fue mucho más espectacular. Salió despedido por el aire y se estrelló contra el cráneo de Foafoa en el que desapareció engullido en unos pocos segundos. El agujero de la cabeza de Foafoa se había cerrado antes incluso de haber llegado a la escotilla, quedando la piel perfectamente lisa y restaurado el pelo crespo, de modo que no quedaba ninguna huella de la figura del enano.
Rugolo se puso de rodillas y empezó a farfullar palabras incoherentes. Tenía los ojos vidriosos y la cordura parecía haberlo abandonado por completo. Había sido atacado por demonios dos veces en el mismo día y su mente estaba desquiciada. El espectáculo también despertó a Calliden, sacándolo de la inercia que se había apoderado de él.
—¡Por lo más sagrado, esto no puede ser real! ¡No puede ser! —exclamó el navegante, elevando las manos al cielo abierto.
—Es real —respondió Kwyler lacónicamente, colocando de nuevo el rifle de fusión en su arnés—. Apártese, a menos que quiera que nos coja la contracorriente.
Su advertencia ayudó a devolver el sentido al navegante. A Rugolo era imposible despertarlo, se había retirado a algún infierno particular. Calliden lo obligó a ponerse de pie y lo arrastró, alejándolo de allí. Si la nave de Gundrum hubiera sido simplemente una nave de las que viajan de un planeta a otro, con un solo motor de reacción, nada podría haberlos salvado de la contracorriente cuando despegó. Pero no lo era. Como todas las demás naves interestelares, su masa estaba reducida por campos inerciales controlados. Un impulso extrañamente leve era suficiente para hacer que levantara vuelo de un planeta del tamaño de la Tierra. Chapoteando sobre el terreno húmedo, sintieron que una oleada de calor los golpeaba, mientras surgía un resplandor blanco de los dos tubos de escape de la nave. Aceleró, se convirtió en un punto y luego desapareció.
A aquellas alturas, Rugolo había dejado de farfullar y ahora canturreaba. Atravesaron una laguna somera para llegar a la Estrella Errante. De pronto, un ruido hizo que Calliden se volviera. Tras el rechazo de Aegelica, las criaturas con cara de rana se amontonaban unas sobre otras, asiéndose fuertemente entre sí hasta que fueron una masa informe. Daba la impresión de que eran presas de un frenesí de apareamiento. También las bestias atadas a los carros se excitaron, y echando atrás las cabezas lanzaban sonoros resoplidos.
El navegante desvió la mirada, conteniendo su repulsión. El y Kwyler lograron con dificultad subir a Rugolo hasta la cabina de control, donde lo tendieron en la litera. Calliden le preguntó cómo se encontraba, pero no obtuvo respuesta. Daba la impresión de que no sabía dónde estaba.
—Esto es lo que tiene de espantoso —dijo Kwyler con voz neutra—. Algunas personas no se rehacen jamás. Pierden la razón y jamás la recuperan. Es una suerte que no le pasara a usted. Necesitamos un navegante.
—¿Por qué nos ha ayudado? —preguntó Calliden, volviéndose hacia él—. ¿Qué es lo que quiere?
—Quiero salir de este lugar, salir del Ojo, y espero que a eslas alturas, ustedes también —respondió Kwyler, mirándolo con amargura—. Serán unos tontos si no lo hacen. ¿Me llevarán con ustedes, verdad? Detesto quedarme varado en este lugar.
Hizo una pausa.
—En cuanto al motivo... debería haberme mantenido apartado de Gundrum desde el principio. Eso es todo.
Calliden le dirigió una mirada incrédula y luego fue hasta el armario, en el que estuvo rebuscando hasta que encontró el botiquín de Rugolo. No estaba muy bien provisto, pero encontró una pequeña caja de bálsamo calmante que, acompañado de las invocaciones adecuadas, a veces conseguía calmar el estrés mental. Aplicó una gruesa capa de crema sobre la frente de Rugolo y pronunció los conjuros apropiados. Pareció surtir algún efecto. Rugolo cerró los ojos y se sumió en un profundo sueño.
—¿Qué fue eso... esa cosa que salió de la cabeza de aquel individuo? —preguntó el navegante a Kwyler.
—No es una cosa, es una persona. Su nombre es Gidane. Al principio formaba parte del grupo. Foafoa se estaba metiendo siempre con él, siempre lo dominaba, hasta que al final Gidane fue absorbido totalmente por él —se estremeció—. Ese es el tipo de cosas que pueden pasar en el Ojo. Gidane era mi amigo —concluyó a modo de explicación.
A Calliden le pareció tan repulsiva la explicación de Kwyler que ni siquiera pudo reaccionar ante ella. Era demasiado para su imaginación.
—Cuénteme algo sobre Aegelica —lo presionó—. Sé que es un demonio, pero ¿por qué Gundrum la llama hermana y ella a él hermano?
—La Aegelica original era hermana de Gundrum —respondió Kwyler—. El demonio la poseyó, aunque ella no se resistió demasiado. Aegelica sigue existiendo, creo, pero su personalidad está sepultada, subordinada a la del demonio. Hay muchas clases de demonios, pero éste es del tipo de los conocidos como diablillas, una hija de Slaanesh. De ahí el nuevo nombre de Aegelica, una pequeña broma por su parte.
—¿Slaanesh? ¿Qué es eso?
—¿De veras quiere saberlo? —respondió Kwyler, torciendo la boca—. Slaanesh es uno de los Señores del Caos. Sí, realmente hay dioses del Caos. ¿Le complace saberlo? ¡No debería ser así! Este es el dios de la decadencia y el placer desenfrenado. Sea lo que fuere, lo cierto es que las criaturas de este planeta le rinden culto. El poder de Slaanesh debe de haber conducido a Gundrum hasta aquí, a través de Aegelica, por supuesto. Ella hace de piloto, aunque, como ya se habrá dado cuenta, no es un navegante. No necesita serlo, aquí, en el Ojo. El espacio disforme es su entorno natural.
—¿Qué querían de ella los alienígenas?
Kwyler suspiró, como si tuviera que explicar las cosas a un niño retrasado.
—El precio que iban a pagar por las mercancías que ofrecían era que Aegelica los hiciera morir de placer, lo que casi le pasó a su amigo. Son hedonistas irrecuperables.
—¿Cómo lo sabe? Gundrum dijo que jamás habían estado en este planeta.
' —Es obvio que son adoradores de Slaanesh —respondió Kwyler, molesto por la ignorancia de Calliden— y que saben que Aegelica es su diablilla. Una Fuente de Deleite Indescriptible. Una Fuente de Gozosa Degradación. Es posible que su amigo pueda entender esos títulos, después de lo que ha pasado.
—Pero los alienígenas ya sabían lo que quería Gundrum. Acudieron con sus carros cargados.
—Así es como funcionan las cosas en el Ojo la mayoría de las veces. Es inútil buscar explicaciones.
De la litera llegó un gemido. Rugolo se estaba despertando.
—¡Aegelica! ¡Aegelica!
—Todo está bien —dijo Calliden, acudiendo presuroso a su lado—. Se ha ido. No puede hacerte daño.
Rugolo levantó la cabeza de la cama. Tenía los ojos extraviados, como si estuviera luchando por volver a la realidad.
—¡Tú no lo entiendes! ¡Yo lo quería! ¡Quería que me hiciera aquello!
A Calliden se le revolvieron las tripas al recordar cómo, en contra de su voluntad, él mismo se había inflamado con el deseo de ser desmembrado por la mujer transformada en demonio.
Tirándose fuera de la litera, Rugolo les dio la espalda para ocultar su humillación. Al hacerlo, su mirada topó con la videopantalla del exterior. Los individuos con cara de rana habían terminado su acoplamiento masivo y permanecían entre las mercancías que habían quedado diseminadas por doquier. Entre ellas había docenas de cristales del tamaño aproximado de la cabeza de un hombre. Daba la impresión de que burbujeaban y chisporroteaban, como si estuvieran cargados de energía. Uno tras otro fueron estallando y desapareciendo con explosiones silenciosas, transformándose en un humo de color lechoso.
—Mercancías... podríamos sacar algo por ellas si las lleváramos de vuelta al Imperio —dijo Rugolo, reflejando la codicia en su mirada.
—Usted no tiene lo que los alienígenas quieren por ellas —respondió Kwyler lacónicamente.
—No hay que dar nada a los alienígenas, porque nada les debemos. Cogemos lo que queremos y ya está. Para eso tenemos armas —ésa era una lección que había aprendido en los viajes que había realizado con su padre, el Corsario.
—Olvídese de robarles —respondió Kwyler sin mostrarse impresionado—. Puede que no estén tan indefensos como parece, y ahora mismo se sienten frustrados y enfadados. Ahora nuestro problema es más acuciante: cómo salir del Ojo, y les aconsejo que pensemos en ello como algo urgente.
Rugolo ya no estaba seguro de querer abandonar el Ojo. Era un mundo fascinante, con placeres y nuevos modos de vida que ofrecer...
De repente, el borde de la franja de tierra donde estaban situados los alienígenas cedió. Los alienígenas, las mercancías y los carros se hundieron en el agua y desaparecieron de la vista.
—Bueno... podemos respirar bajo el agua...
—¡Despierta, Maynard! —gritó Calliden—. ¡No piensas cuerdamente! ¡Tienes la mente ofuscada!
—¡Pensar rectamente! —Rugolo sacudió la cabeza, como si quisiera apartar algo de su mente—. Olvidar a Aegelica. Demonios... —musitó para sí. Luego se volvió hacia Kwyler—. ¿Puede ayudarnos a salir?
—Para salir, utilizarán los mismos medios que para entrar —respondió Kwyler—. Ustedes entraron siguiendo a Gundrum, ¿no es así? Fueron arrastrados al espacio disforme por la estela de su nave, como él mismo dijo. Por lo general, eso no funciona en la disformidad, pero esto no es precisamente el Immaterium. Es también el Ojo, donde todo es movido por la fuerza del Caos.
»Por lo tanto, volveremos a hacer lo mismo. Seguir a Gundrum hasta que salga del Ojo. Aegelica siempre encuentra un camino de salida. Pueden arrastrarnos en su estela, como antes.
—¿Y si nos detectan? —preguntó Calliden.
—Gundrum no está interesado en usted. Para empezar, nunca tuvo intenciones de hacer negocios con usted. El hecho de darle aquella piedra fue lo que él llama una broma, y también una manera de ganarse el favor de sus amos, por supuesto, aunque eso es siempre algo incierto. Aparte de eso, no es especialmente vengativo.
—¿No es vengativo? —la voz de Rugolo era inexpresiva. Miró a Calliden—. No puedo tomar decisiones, Pelor. Estoy confundido. ¿Qué debemos hacer?
—En cualquier caso, tú no vas a tomar ninguna decisión, Maynard —respondió Calliden con firmeza—. No estás en condiciones de hacerlo. Nos vamos, nos vamos ahora mismo —echó una última mirada al paisaje de tierra y mar completamente llano. Un viento empezó a ondular la superficie de las aguas calmas que tenían debajo. Eso no le gustaba.
»Echate en la litera, Maynard —le ordenó—. El despegue puede resultarte un poco violento, pero podrás soportarlo.
Señaló a Kwyler el asiento del copiloto y él se puso ante los controles, desplegando la cápsula del navegante. Unos minutos después, una sibilante nube de vapor apareció donde había estado la laguna, condensándose y formando un banco de niebla, del cual, con los escapes todavía funcionando a tope, surgió la nave espacial y se elevó hacia el cielo.
Una vez fuera de la atmósfera, Calliden observó que el entorno seguía siendo tan extraño como antes. El espacio no era del todo negro. Tenía tonalidades azul oscuro, índigo, púrpura, violeta, que se movían como las aguas del océano cuando hay mar de fondo.
Los fabuladores no captaban el rastro de radiación de la nave multicolor. Calliden tiró de la palanca de disformidad. Se produjo la familiar sensación de sacudida al encenderse las pantallas, y la nave salió de la fase del espacio real... pero no se produjo una división propiamente dicha entre el espacio real y el espacio disforme del interior de la Gran Tormenta. La complejidad dodecadimensional de las dos esferas se extendía a su alrededor, confundiéndolo y llevándolo al borde de la locura. Sabía que tenía que simplificar su entorno mental para que el entramado cósmico se hiciera comprehensible. Al fin, gracias a un supremo acto de voluntad, consiguió «hacer caer» una dimensión tras otra hasta que, al menos hasta cierto punto, fue capaz de distinguir una dirección de otra.
Entonces pudo captar el rastro de la nave como una especie de barquilla alargada o túnel, un ángulo de las curvas abstractas que, en aquel momento, representaban para él el espacio disforme.
El torrente de disformidad ya se había apoderado de la Estrella Errante y la propulsaba a una velocidad enorme. La estrella que era el sol del mundo que acababan de abandonar ya había quedado muy atrás. Sólo tenía que dirigir la nave hacia la deformación en forma de túnel y así estaría seguro de mantenerse en la estela de Gundrum.
—¿Por qué es tan extraña la nave de Gundrum? —preguntó a Kwyler—. Esa forma tan rara, y sus colores. ¿También es de manufactura alienígena? ¿Eldar, tal vez?
Pensó que tenía la tersa terminación característica de los eldar, y además Gundrum había vendido un guardia espectral.
—No, es de fabricación imperial, por extraño que parezca, pero ha sufrido una profunda transformación. En su época presentaba un aspecto muy similar al de la suya, una chalana llena de óxido, si me permite la comparación. Hay que reconocer que su nave mercante no es precisamente el último modelo de fábrica. El Ojo es un lugar de cambios. La transformación de la nave de Gundrum se produjo en un par de minutos.
—¿Estaba usted allí? ¿Lo vio?
—Había por allí nubes iridiscentes —respondió Kwyler, haciendo un gesto de asentimiento—. No, no nubes exactamente, se parecían más a manchas de luces de colores. La nave atravesó una de ellas, y al salir estaba como la ve ahora. Por dentro también es preciosa, tiene el mobiliario totalmente modificado, pero mecánicamente no ha cambiado mucho.
A sus palabras les siguió un silencio reflexivo.
—En aquel momento ninguno de nosotros estaba a bordo —continuó—. Muchas veces me he preguntado qué habría sido de nosotros de haber estado dentro.
Se produjo otro silencio.
—Era un mundo Tzeentch —concluyó.
Nadie preguntó qué significaba Tzeentch.
Un punto reluciente apareció en la visión de disformidad de Calliden, la signatura de las pantallas de disformidad en acción. Era la nave sin nombre de Gundrum. Pensó en que si él podía verla, también Aegelica podía ver la Estrella Errante.
Luego, el punto desapareció. Segundos más tarde, sin advertencia alguna, se encontraron en medio de una turbulencia.
¡Había sido imposible evitarla! Rugolo y Kwyler gritaron cuando la nave entró en barrena, sobrepasando una vez más la capacidad de los estabilizadores inerciales. Calliden se sacudía en los arneses de su cápsula. Las señales incomprensibles y contradictorias que llegaban a su cerebro se traducían en ataques epilépticos, para eso estaba la cápsula.
¡Ni siquiera en los simuladores de entrenamiento había experimentado un caos de disformidad como aquél! Estaba deslumbrado, incapaz de hacer nada, atrapado en una especie de laberinto, jungla, madeja, sima, revoltijo, tumulto, fermento o pandemónium. ¡Un desorden total!
No sabía cuánto había durado. Nunca supo si había hecho algo para preservar la nave, o si había sobrevivido a la furiosa catarata por pura suerte. Lo cierto es que en algún momento la Estrella Errante salió disparada de la turbulencia como un pipa estrujada.
Antes de poder pasar revista, Caliiden tuvo que estabilizar la nave. La corrección de una barrena en doce dimensiones era un problema ingente. Calliden hizo caso omiso de todas las preguntas y requerimientos de sus compañeros de viaje.
Después de una hora tuvo la sensación de haber hecho todo lo que podía. Sólo entonces se atrevió a pasar a lo que se entendía por espacio real en la región, fuera lo que fuese. Todo lo que sabía era que ya no había ni rastro de la nave espacial pintada, y que se habían adentrado aún más en el Ojo, mucho más. Por supuesto, la nave todavía estaba a merced de la tormenta, arrastrada junto con el gran movimiento circular que abarcaba en su extensión miles de mundos, como una mano demoníaca que encerrase un universo de bolsillo.
Para orientarse, Calliden tiró hacia atrás de la palanca de disformidad.
Esta vez la transición fue más suave, el tirón más leve. Los tres ocupantes de la Estrella Errante miraron la escena a través del visor externo.
Ante sus ojos se desplegó un espectáculo espléndido.
Durante sus miles de años de existencia, la tormenta de disformidad no sólo había configurado toda la vida psíquica que había en su interior, sino que también había capturado a las propias estrellas y las había agrupado en nuevas formaciones. Se encontraron con un enorme espectáculo de galaxias y torrentes de estrellas intercalados con enormes nubes de polvo y de gas.
El propio espacio emitía destellos multicolores. ¡Los colores de la disformidad!
Calliden podía ver algo que no estaba al alcance de los demás. Aunque ahora miraba con sus ojos «normales», su ojo de disformidad seguía abierto. En el espacio real no hubiera añadido mucho a su percepción, pero aquí... caras. Caras que aparecían y desaparecían. Caras espantosas.
Se quedó perplejo. ¿Cómo podía haber caras a una distancia de decenas o centenas de años luz?
Con todo, no fue eso lo que más lo asustó, ni eso ni el hecho de haber perdido de vista a Gundrum. Salió con dificultad de su cápsula y, tras abandonar el asiento del piloto, tendió los brazos hacia Rugolo con una expresión de espanto en su cara.
—¡Maynard! ¡Estamos perdidos! ¡Nunca saldremos de aquí! ¡No puedo verlo! ¡No puedo ver el Astronomicón!
Capítulo 8
Hablan los Altos Señores
Drang visitó los cuerpos de los Marines Espaciales vencidos.
No podía hacer más de lo que hacía cada día. Abajo, en las excavaciones más profundas de la base planetaria del Segmentum Obscuras, transitando los túneles más profundos, despidiendo al personal de confianza, al más juramentado y al más restringido, llegando hasta las cámaras de almacenamiento de las sagradas reliquias de aquellos a quienes, en sus pensamientos más íntimos, admiraba más que a nadie: los Marines Espaciales.
Había visto Marines Espaciales con anterioridad, pero muy pocas veces, y en raras ocasiones los había visto en acción. Había pasado su vida en la Flota, que proporcionaba transporte a los miles de millones de miembros de la Guardia Imperial. Los Capítulos del Adeptus Astartes, verdadero nombre oficial de los Marines Espaciales, contaban con sus propias naves para viajar de un mundo a otro.
Lo poco que había visto de ellos lo había dejado fascinado para toda la vida. Todos eran superhombres, como si pertenecieran a una raza diferente. Estaban mejor dotados biológicamente, tenían órganos extra, eran mucho más altos que los humanos corrientes y su vida se medía por siglos, por eso al compararse con ellos Drang se sentía disminuido.
El Imperio estaba constituido por alrededor de un millón de mundos. Y en total, sólo había alrededor de un millón de Marines Espaciales, organizados en unos mil Capítulos de mil guerreros cada uno. Tocaba a un solo Marine por planeta, pero era suficiente.
La Guardia Imperial mantenia la unidad del Imperio, pero era el Adeptus Astartes quien lo defendía contra sus enemigos.
Echó una rápida mirada a través de la pared transparente de la cámara de estasis. Muchos de los cuerpos estaban demasiado quemados y destrozados para poder ser reconocidos. Otros parecían trasuntar aún poder y fuerza, incluso en la muerte, sobre todo el Bibliotecario, que había sobrevivido durante un momento al ataque del Ojo del Terror. Drang podía ver los negros caparazones soldados a la caja torácica, lo cual les permitía funcionar en el vacío del espacio.
No olvidaba que estos superhombres habían sido vencidos por otros Marines Espaciales, por los Marines Espaciales del Caos. Además, esos Marines habían pertenecido a las Primeras Fundaciones.
Efectivamente, se confundían con la historia más remota del Imperio, cosa que pocos sabían. Como Comandante General de un Segmentum, uno de los únicos cinco, Drang había tenido acceso a muchos secretos. La Primera Fundación había producido guerreros todavía más resistentes que los actuales, pues sus genes seminales provenían directamente de los Primarcas originales, los progenitores creados en el laboratorio que habían dado origen a los Marines Espaciales pasados y presentes.
Eso había ocurrido hacía diez mil años y, sin embargo, los Marines Espaciales de la Primera Fundación seguían vivos en el Ojo del Terror, protegidos del paso del tiempo por la locura del Caos y por su poder para sustraerse a las leyes físicas.
Drang observó sus caras en la cámara de estasis, las de aquellos que no la habían perdido por una explosión o porque les hubieran cercenado la cabeza. ¡Qué caras! ¡Qué adustez! ¡Qué resistencia! ¡Qué arrojo!
De la garganta de Drang se escapó un ronco suspiro. «¡Me hubiera conformado con haber sido uno de vosotros!»
Volvió a pensar en aquellos Marines de la Primera Fundación, y en todo lo que habían logrado. La razón de que los capítulos actuales estuviesen constituidos por un número limitado de Marines obedecía al deseo de evitar que se volvieran contra el propio Imperio. La Primera Fundación había sido mucho más numerosa y estaba organizada en legiones. Inevitablemente, esto había conducido a una espantosa guerra civil en la que unas legiones lucharon contra otras, y acabaron desgarrando el Imperio.
«¿De qué otro modo podría haber ocurrido», pensó Drang. El Imperio era el ejemplo más acabado de organización a gran escala que había visto jamás la galaxia, gracias al Emperador. ¿Cuál era el objetivo de semejante organización, sino darle alguna utilidad? ¿Para qué las flotas de barcos de guerra y destructores, para qué los gigantescos ejércitos, para qué el mayor arsenal de armas jamás reunido si luego no se hacía nada con ello? La necesidad de provocar un conflicto a gran escala debía de haber sido irresistible.
Del mismo modo que lo había sido para él. Cuando habían llegado noticias desde el Ocularis Terribus de las naves de guerra que se estaban construyendo, y que constituían una fuerza lo suficientemente importante como para desafiar al Imperio, Drang se había alegrado.
Ésa era la verdadera razón por la que había tomado medidas para evitar que estas noticias llegasen a la Tierra. A lo largo de una década había mandado la Flota de Combate Obscurus, una época frustrante y tediosa en la que había actuado como transportista de las variadas hordas de la Guardia Imperial, se había enzarzado en ocasionales escaramuzas con todo tipo de extranjeros y había castigado a algún que otro mundo rebelde. «Y todo eso cuando tenía en sus manos todas las armas necesarias para una guerra devastadora.»
Drang temía que los Altos Señores pudieran apartarlo de su aventura. Que adoptaran una actitud de cautela, o diseñaran planes tortuosos, o cursaran órdenes a otras flotas de combate y ordenaran al Segmentan Obscurus que permaneciese como reserva, o que simplemente se negaran a aceptar los hallazgos de la nave invisible.
Había sido una apuesta por su parte, que había perdido. Drang no esperaba vivir lo suficiente para poder llevar a su flota a la batalla. Apartó su mirada de la cámara de estasis y echó hacia atrás la cabeza, casi como si realmente pudiera ver a través del techo del geométrico corredor. Lo cual, en cierto modo, podía hacer.
Estaba mirando a través de su monóculo implantado. Conocía los numerosos rumores que corrían acerca de dicha prótesis, pero nadie se había atrevido a preguntarle por ella. El mismo había asegurado que podía ver medio año luz hacia atrás a través del monóculo, «en tiempo presente, sin tener en cuenta el paso de la propia luz», y era cierto. Pero eso no era todo.
La verdadera historia de cómo había conseguido el monóculo no era tan azarosa como aseguraban algunos rumores, pero sí bastante misteriosa. El propio Drang desconocía su origen; se lo había vendido un mercader independiente que aseguraba haberlo obtenido en un mundo alienígena fuera del alcance del Astronomicón. Drang había pagado un elevado precio por él, pero el coste había sido mayor para el mercader, porque Drang era posesivo y no quería que nadie más en el Imperio tuviese un artilugio semejante. Por eso ordenó matar al mercader, a su familia y a todos sus socios. Luego se valió de la Inteligencia Naval para averiguar los movimientos pasados del mercader, ordenando la muerte de todos los que habían tenido tratos con él. La pista había conducido, desde luego, a los límites del Imperio, pero luego, de manera inesperada, se internaba en el propio Segmentum Obscurus de Drang, donde había acabado perdiéndose.
Nunca había descubierto todos los poderes del monóculo, pero sabía que podía ver el futuro.
También sabía que estaba establecido, que alguien se le acercara, alguien a quien él no sería capaz de detener pese a todas las medidas de seguridad que había adoptado. Y para mayor indignidad suya, era una mujer. Podía verla ahora como una forma oscura y cimbreante, como si estuviera al fondo de un túnel.
Sabía, además, que no tardaría mucho en aparecer, incluso podía ser aquel mismo día. La mayor parte de la noche la había pasado dándole vueltas a su anunciada condena, buscando una salida, pero el monóculo no le ofreció ninguna. Todo aquello le había producido una fría frustración, pero también la firme determinación de alcanzar primero la gloria.
«¡No, que no sea hoy! ¡Poderoso Emperador, dame la victoria!»
Pero en cualquier caso... Echó una rápida mirada a las caras deformadas de los Marines Espaciales muertos.
—Ten valor, Drang—se dijo a si mismo—. ¡Muere como han muerto ellos!
Sus botas resonaron en el suelo de metal cuando volvió sobre sus pasos. Al final del pasillo levantó una rechinante puerta de bronce y entró en un vehículo tubular. El transporte lo llevó velozmente a través de las tripas de la Base de Obscurus.
Finalmente, salió a una galería que daba a un techo de cristal, bajo el cual estaban, en cubículos individuales, todos los que había encarcelado como parte de sus medidas secretas: miembros del Adeptus Mecánicus, especialistas psíquicos, ordenadores cibermodificados, así como el personal auxiliar, incluso los proveedores, que constituían el equipo de evaluación.
Había guardias en la galería, a intervalos de unos cuarenta metros. Drang saludó a uno que estaba a su lado y se subió al podio. Todo lo que dijera desde allí sería transmitido a los prisioneros. Apretó los puños.
—¿QUIÉN DE VOSOTROS FUE? —rugió Drang.
Todos miraron hacia arriba, algunos con miedo, otros con curiosidad y otros con resignada paciencia. Los servidores del Imperio estaban acostumbrados al trato brusco.
A decir verdad, era improbable que cualquiera de ellos hubiera conseguido sacar información de la base. Tendría que haber estado descuidado Invisticone. A menos, a menos que se tratase de alguien del entorno de Drang; y en su mente empezaron a fraguarse planes de venganza.
Con un gesto de disgusto abandonó el podio y regresó al vehículo tubular. Minutos más tarde estaba en su despacho, donde se sentó para reconsiderar la situación. Estaba inquieto, porque no sabía en qué momento podía aparecer la asesina. Esperaba que perteneciera al Templo Callidus, un especialista en secretos y astucias.
¿Y si lograra defenderse y matar a la asesina, por improbable que pudiera parecer? Después de todo, había sido prevenido, lo cual, sin duda, constituía una ventaja. ¿Se opondría el Oficio Asesinorum a enviar a otro de sus adeptos? El maestre del templo no consideraría que se podía prescindir de sus servicios.
No, sería incapaz de hacer eso. Si lo que había oído era cierto, los asesinatos eran ordenados directamente por los Altos Señores. Una orden procedente de ese nivel no se podía anular.
Se oyó un sonido profundo, que lo sobresaltó. Era el comünicador de la puerta que le anunciaba que alguien deseaba entrar. ¿Por qué iba el asesino a llamar cortésmente a la puerta y esperar a que le dieran permiso para entrar antes de cometer el asesinato? ¡Qué idea tan descabellada! Aceptando lo absurdo del caso, Drang franqueó la entrada. La puerta se abrió con un zumbido y le permitió comprobar que era su ayudante, el capitán Jesa, que le llevaba el parte diario.
—Está bien, Jesa, y sea rápido, porque hoy estoy muy impaciente.
La puerta volvió a cerrarse con un ruido sordo.
—Cada cosa necesita su tiempo, señor —respondió el capitán Jesa educadamente.
Era tan insólito que su ayudante dijera eso —en realidad resultaba inapropiado— que Drang se quedó helado. De pronto se dio cuenta de que estaba a solas con Jesa. Podía hacer que los de seguridad irrumpieran en tromba en el despacho con sólo dar un grito o apretar un botón, incluso podía llenar la habitación de gas soporífero, pero sabía que nada de eso lo salvaría. No si se trataba de un asesino de Callidus.
Se puso de pie lentamente y, mientras lo hacía, el impecable uniforme negro del capitán Jesa se onduló hasta desaparecer y su cara empezó a derretirse. Ante el comandante Drang apareció entonces una atractiva jovencita, vestida con un ajustado traje negro que resaltaba sus formas. Ceñía su cintura con un cíngulo de asesino y su cabello era una masa compacta de oscuros rizos. En su rostro oval destacaban los ojos negros y aterciopelados. Parecía imposible que su vida estuviera dedicada a sembrar la muerte de mil maneras diferentes.
«Polimorfina.» La palabra asomó espontáneamente a los labios de Drang. También ésa era una especialidad de los asesinos de Callidus, que les permitía modificar y moldear sus formas físicas. Había adoptado la forma de Jesa, incluido su uniforme...
No, eso no tenía sentido... Drang estaba enfadado consigo mismo al reconocer que sus pensamientos se habían vuelto confusos con sólo enfrentarse a una muerte inminente.
—No soy polimorfina, mi señor comandante, sino algo mucho más sencillo —dijo ella con voz musical—. Soy una imagen holográfica, eso es todo, pero suficiente para un disfraz temporal.
Dio un golpecilo sobre el diminuto medallón que colgaba de su cuello, que no era otra cosa que un proyector holográfico.
—¿Qué ha sido del capitán Jesa?
—A veces hay que despejar el camino hacia el blanco —respondió ella, dirigiéndole una mirada de disculpa.
«¡Condenada! ¿Ha matado al pobre Jesa?». Le gustaba aquel hombre. Era su favorito entre los ayudantes que lo habían servido.
—¿A qué viene entonces tanta palabrería? —replicó Drang—, ¡Acabemos de una vez con esto!
—Si yo hubiera sido de Venenum o de Eversor, habría usted muerto tan pronto como crucé la puerta —respondió ella, dedicán-
dolé una sonrisa que podría haberse considerado amistosa—. He sido enviada por el Templo Callidus porque tenemos una misión especial que cumplir: vengarnos de los traidores.
»Ninguno de sus instrumentos de vigilancia y registro funciona —prosiguió, señalando a su alrededor con un gesto grácil—. Ninguno de los dispositivos de alerta o solicitud de auxilio está activado. Todos han sido neutralizados.
»Hay algo más que debe saber del Templo Callidus —continuó, volviéndose hacia él, y su voz se hizo firme y sentenciosa—. Un asesino de Callidus sólo puede matar a un traidor después de haberle explicado sus errores y delitos. Usted ha cometido un doble delito, porque ha ocultado al Imperio una amenaza del Senatorum Imperialis, y ha planeado operaciones militares a gran escala sin relación con el Senatorum imperialis. Por ambas traiciones debe morir.
Drang siguió hablando con voz estridente. í —¡Sé muy bien lo que he hecho y lo que he planeado —respondió Drang, con voz estridente—, pero estos procedimientos son fatigosos, por eso debería hacer lo que le han encomendado que hiciera!
u —Lo acabo de hacer. Ahora debo darle el siguiente mensaje de los Altos Señores: en breve, su plan será aprobado y se ordenará el inicio de la campaña, pero no es el mejor momento para cambiar de comandantes. Por lo tanto usted. Comandante General Militar Drang, y el Comandante General Militar Invisticone saldrán hacia el Ocularis Terribus como comandantes de sus respectivas flotas. Sus respectivas ejecuciones quedan aplazadas hasta su regreso, y son asuntos suh rosa que sólo ustedes deben conocer.
¡Dirigir una expedición militar con una condena a muerte pendiente! Drang experimentó una sombría satisfacción al pensarlo. Sus finos labios dibujaron una sonrisa placentera. Su única preocupación era que la asesina de Callidus pudiera interpretar ese gesto como un signo de alivio.
Pero ella no había terminado aún. Sus ojos se volvieron hacia las tallas de los Señores Comandantes Militares del pasado que decoraban los paneles de madera que revestían la habitación como una procesión de predecesores de Drang.
—Una cosa más, mi Señor Comandante. Si cumple satisfactoriamente con su deber y vuelve a verme, morirá con honor, y su nombre y su cara se añadirán al registro de honor del Segmentum Obscurus. Nunca se sabrá que murió a manos del Oficio Asesinorum. Pero si falla y escapa, aunque su campaña en Ocularis tenga éxito, no se le concederá honor alguno. Su nombre y su persona se expurgarán para siempre del Registro Imperial y las generaciones futuras no sabrán que ha existido. Déjeme decirle, también, que no conseguirá ocultarse de mí porque soy de Callidus, la espada de la venganza, y lo encontraré.
Sus labios se volvieron rojos y carnosos y esbozaron una sonrisa sensual, mientras que un ligero brillo iluminaba sus ojos. Drang vio que ella estaba deseando matarlo: un hombre de fina estampa, de noble cuna, bien situado en el Imperio, obstinado y valiente. ¿Qué asesino podría tener éxito si no sintiera placer con su trabajo? Ella era como una amante que le estaba prometiendo una cita futura.
—Morirá a causa de una aguja envenenada. Durante unos tres segundos sentirá un dolor intenso y luego se habrá acabado todo. Tome esto y llévelo siempre consigo.
Ella alargó la mano y en sus dedos cubiertos por un guante negro había una carta del Tarot del Emperador: la carta del asesino. Una esbelta figura que patea, golpea, corta, dispara, apuñala, un torbellino giratorio cuyas armas cambian constantemente.
Tocó el medallón colgado de su cuello, y en un abrir y cerrar de ojos volvió a adoptar la apariencia del capitán Jesa.
—¡Gracias, mi señor! —dijo la mujer con voz de barítono del capitán.
La puerta se abrió de pronto para volverse a cerrar. Drang salió tras ella, escrutando el pasillo en ambas direcciones, pero estaba vacío.
Irrumpió en la oficina de al lado, la de su ayudante, y también estaba vacía.
Ella había matado en alguna parte al eficiente capitán Jesa. Si es que lo había matado realmente, como decía. Pero no era improbable que hubiera mentido, porque no tenía necesidad de hacerlo. Era fácil entender su modus operandi. El eficiente capitán había muerto simplemente para anular la posibilidad de que estuviera en dos lugares al mismo tiempo.
El Señor Comandante volvió a su despacho y llamó a los oficiales de seguridad.
—Habla Drang. ¿Ha habido un fallo en la seguridad de mi oficina?
—No, mi señor —respondió la voz del servidor de vigilancia a través del receptor, tras una breve pausa.
—¿Quién ha entrado en mi oficina en los últimos diez minutos?
—En ese período sólo usted ha entrado en su oficina, mi señor.
—Rebobine los últimos diez minutos.
Se sentó para mirar la grabación y comprobó que la cámara sólo lo había grabado a él, sentado solo ante su escritorio y estudiando un informe sobre las maniobras recientes de la flota. Ni un alma había entrado.
Así pues, la joven de Callidus había sido capaz de anular los dispositivos electrónicos de su oficina y dejar una grabación limpia.
No era extraño. Si Drang no hubiera sido un Señor Comandante Militar, nunca hubiese tenido conocimiento de la existencia de la Oficina de los Asesinos. En cualquier sistema político, los mejores equipos se destinan a los organismos secretos del Eslado y los mejores de todos iban a parar al Oficio Asesinorum.
La visita que el Comandante General Militar Invisticone recibió del Templo Callidus no tuvo el encanto y el romanticismo de la de Drang. La mañana de aquel día había presenciado el desfile de la nueva promoción de cadetes, emplumados oficiales, de la flota de Combate Pacificus, ninguno de los cuales tenía más de diecisiete años.
Por lo tanto, se sorprendió cuando uno de aquellos cadetes apareció aquella noche en sus habitaciones privadas, mientras veía por enésima vez «Imperium Commander», la obra más famosa del dramaturgo militar Willhelmis Swordkiller. Que el cadete hubiera atravesado su barrera de seguridad personal, con sus cinco niveles de profundidad, de aparatos y hombres, era baslante sorprendente, pero que el joven se hubiese presentado completamente desnudo, aún lo era mucho más.
Después de asegurarle que su visita no obedecía a motivos pasionales, el joven le transmitió el mismo mensaje que había recibido Drang. Al comparar al asesino de Callidus consigo mismo ii la misma edad, Invisticone no pudo por menos que quedar impresionado. Apenas era más que un niño, pero con un aplomo, un conocimiento y una capacidad que eran más propios de un hombre con muchos años de experiencia a sus espaldas. Una ligera sonrisa iluminaba permanentemente la redonda cara del joven. Sabía lo qué debía hacer en cada momento como correspondía a alguien entrenado por el Oficio Asesinorum.
«¡Maldición, había sido Drang quien lo había metido en esto!»
Pero no había escapatoria e Investicone lo sabía muy bien. ¿Qué podía decir a este sonriente y desnudo joven con la sangre fría de un Marine Espacial?
Bueno, había una cosa...
—¿Se me podría conceder un último deseo cuando volvamos, joven? ¿La oportunidad de pelear con el Comandante General Militar Drang? Es un viejo amigo mío y me encantaría tener una oportunidad más para ensartarlo con mi espada.
Capítulo 9
Batalla interestelar
—¡Preparados para el combate! ¡A la carga!
En las entrañas de la barcaza de combate, el sargento hermano Abdaziel Magron de los Angeles Oscuros gritó la orden a sus compañeros Marines Espaciales. Su compañía de cincuenta había esperado con paciencia, coreando una plegaria mientras se oían las ensordecedoras descargas de los grandes láseres, cuyas torretas erizaban toda la superficie exterior de la nave como si fueran verrugas.
La barcaza era un transporte convertido a toda prisa. Allí abajo, en la bodega, no había manera de enterarse de cómo iba el ataque, salvo cuando la nave trepidaba y su acero reforzado de adamantium aullaba como protesta al recibir el impacto del fuego contrario. En una ocasión se habían oído a lo lejos sordas explosiones, seguidas de un agudo silbido y de un chasquido de látigo, una repentina sensación de descompresión, y el estampido de los mamparos de emergencia al cerrarse para sellar una brecha en el casco. La orden dada por Magron podía significar que la barcaza estaba siendo abordada, y que ellos iban a abordar una nave espacial enemiga, o serían enviados al planetoide interestelar al que estaban atacando. Si ocurría esto, entonces el bombardeo con láser inicial había fracasado en el intento de destruir la base rebelde.
Ninguno de los corpulentos guerreros, genéticamente mejorados, portadores de la semilla primigenia de Primarca Lion El' Jonson, era tan indisciplinado como para hacer preguntas. Con la orden bastaba. Cada hombre entró en el cubículo donde guardaba su servoarmadura. Sólo necesitaban un minuto para ponérsela. Las conexiones neurales a la columna vertebral y al cerebro se ajustaron con un chasquido. En cuanto a movimientos, fuerza y percepción mejorada, vestir esa armadura era como tener un nuevo cuerpo de guerra, una extensión artificial de la fuerza sobrehumana de un Marine.
La compañía estaba contenta porque se trataba de los nuevos trajes modelo mklV o trajes «Imperial Maximus». Estaban muy mejorados respecto del modelo estándar mklll, gracias al uso de materiales más resistentes. Era la primera armadura de combate en la que el casco se movía realmente con la cabeza de quien lo llevaba puesto. El verde oscuro de la armadura, la librea de los Angeles Oscuros, parecía aún más oscura a la tenue electroluminiscencia cuando, montados los bolters, la compañía se reunió en la bodega, un ejército de gran corpulencia, pero un auténtico ejército, puesto que cincuenta Marines Espaciales equivalía a un regimiento de soldados comunes. Los distintivos de la compañía, las mochilas de campaña, así como el águila imperial de las corazas, todo refulgía con un brillante color amarillo cuando recibía el impacto de la luz.
El águila, símbolo de la lealtad al Emperador, era ahora un lazo más fuerte que antes, si eso era posible. Magron sabía que en los corazones de los hermanos Ángeles Oscuros reunidos en la bodega, como en el suyo propio, ardía la llama de la fe en el Emperador. Y además de eso, estaban rebosantes del mismo odio. Por un azar inexplicable habían sido llamados para combatir a los peores herejes blasfemos: ¡a los compañeros Astartes, Marines Espaciales que habían borrado el águila de sus armaduras, habían roto sus votos y se habían rebelado contra el DiosEmperador! Esta abominable traición era incomprensible para todos ellos, y su apostasía era un pecado imperdonable. La única respuesta posible era el odio implacable. El sargento Magron se sintió aliviado al saber que por lo menos ningún Ángel Oscuro cometería jamás una traición semejante. Los Ángeles Oscuros eran conocidos entre todos los Adeptus Astartes por su celo religioso. Era inconcebible que un hermano pudiera olvidar este sagrado deber.
Había ascensores tubulares para llevarlos a la nave de asalto sobre el puente, soldado de nuevo a la superficie exterior de la barcaza. Cuando estaban a punto de entrar en los ascensores, se produjo un choque repentino y una pérdida de humo caliente. La pared sobre la que estaban instalados los tubos se retorció dejándolos inservibles. Magron volvió a dar órdenes a grandes voces, que llegaban a los cascos de los hombres a través del enlace de comunicación. Los líderes de la tropa sabían lo que debían hacer. Armaron los bolters, y sus proyectiles explotaron contra un tabique metálico demoliéndolo y dejando al descubierto las salidas de emergencia. Se produjo una sacudida y un tirón cuando se despresurizó la bodega. Habían penetrado en la parte descomprimida de la nave.
Esta acción podía haber asfixiado a los miembros de la tripulación que todavía no se habían puesto el equipo espacial, pero ya no podían hacer nada por ellos. Los Angeles Oscuros se abrieron paso con sus enormes botas, que machacaban y pateaban todo lo que encontraban a su paso, y sus proyectiles, que volaban todos los obstáculos que se interponían entre ellos y el casco exterior, y la barquilla que contenía la nave de asalto, formada por unas plataformas abiertas propulsadas por cohetes.
Los estaba esperando su teniente, con la capa puesta sobre la armadura. Les hizo señas, mientras rascaba el riel de la plataforma más cercana.
El sargento Magron podía ver ahora por sus propios ojos por qué el teniente había dado la orden de despliegue. El había participado antes en combates espaciales, pero entonces había siempre un sol en el centro del sistema. Aquí la escena estaba iluminada por la luz procedente de las gigantescas estrellas de la galaxia, la más cercana de las cuales estaba a años luz. Un planetoide de tamaño aproximado al de la luna interior de Júpiter, lo, absorbía parte de esa luz. Nadie se había molestado en averiguar cómo había llegado hasta allí, si centrifugado de un sistema planetario hacía millones de años o configurado en el espacio interestelar de alguna manera anormal. Tenía un alto valor estratégico porque estaba más o menos equidistante de varios sistemas estelares colonizados, y también era el lugar ideal para establecer una base militar.
Mucho antes de la rebelión, la Legión Devoradores de Mundos había tomado posesión de este sombrío y helado planetoide y había excavado en él una profunda plaza fuerte. Pero ahora los Devoradores de Mundos formaban parte de los traidores blasfemos. Habían jurado su fidelidad a Horus, el renegado señor de la guerra y, por lo tanto, pesaba sobre ellos un anatema. El objetivo de los Ángeles Oscuros era tomar o destruir la base interestelar.
Un acorazado, tres cruceros y un número indeterminado de naves espaciales improvisadas habían formado un semicírculo escalonado en torno a la mitad del antiguo planetoide y disparaban fuego graneado de láser sobre su superficie cuarteándola. Ninguna otra cosa habría podido llevar a cabo esa tarea; el bombardeo termonuclear apenas podía morder el sombrío panorama. Sólo los láser de alta densidad tenían energía suficiente como para excavar la corteza del planeta y horadar el manto subyacente, perforando el pequeño mundo como si fuera un melón maduro.
El acorazado —llamado Venganza Imperial— situado en el centro del semicírculo, era una forma gigantesca semejante a una catedral recubierta de intrincadas y elaboradas torretas. La mayor parte de los láser defensivos del planetoide habían quedado fuera de combate tras el primer ataque; sólo algunos rayos brillantes seguían saliendo de sus blindadas profundidades, apuntando aquí y allá en busca de blancos. Pero daba lo mismo, el comandante de la improvisada flota había errado en sus cálculos, porque ya se estaba desmoronando el frente de batalla, a causa del ataque desde otro flanco. En la cara opuesta del planetoide, emergiendo de lo que debían de ser hangares secretamente excavados, había irrumpido una flota de naves herejes que los estrategas imperiales habían supuesto que estaba en otra parte.
Ahora ambas fuerzas estaban maniobrando. La Flota Imperial se veía obligada a defenderse al mismo tiempo que mantenía el bombardeo de los láser sobre el pequeño planeta. Las descargas de plasma hendían el éter, desgarrando las naves. La inmensa mole del Venganza Imperial permanecía quieta e inmutable, oscureciendo las estrellas, como un gargantúa acastillado que escupía plasma y rayos láser dirigidos contra el planeta, rodeado de pequeñas naves rebeldes como una ballena asediada por los tiburones, mientras a su sombra la barcaza de combate se veía apenas como un escarabajo.
El enfundado teniente permanecía ajeno a la mole refulgente del acorazado y los relámpagos de la batalla eran visibles en un radio de miles de kilómetros. Estaba señalando hacia el planetoide de los Devoradores de Mundos. El sargento hermano Magron conmutó a ampliación de visión y dirigió su mirada al mismo punto.
De la superficie del planetoide estaban despegando pequeñas naves de asalto, que aparecían como imágenes diminutas a pesar de la ampliación. Marines Espaciales Devoradores de Mundos, listos para abordar incluso un acorazado en cerrado orden de combate.
Esta demente valentía no sorprendió al sargento Magron. Los Devoradores de Mundos eran locos tristemente célebres, presentes en la primera línea de todas las campañas en la Gran Cruzada. Amaban las carnicerías, y la destrucción que causaban era excesiva incluso para los Marines Espaciales. Se decía que el propio Emperador había censurado su actuación salvaje, así como su práctica de convertir a los reclutas en asesinos psicópatas mediante cirugía cerebral. El odio que sentía el sargento Magron por los traidores estaba atemperado por el conocimiento de que también eran los adversarios de más valía con que se había enfrentado jamás.
—¡Hay que neutralizar esos transportes! —ordenó el teniente.
Magron bramó en el micrófono de su casco, seguro de que toda la compañía había oído la orden del teniente, y había visto lo mismo que su sargento.
|§ —¡Embarquemos y al ataque!
La respuesta fue un clamor de asentimiento de las cincuenta gargantas.
—¡así se hará, hermano!
Las plataformas propulsadas por cohetes salieron disparadas de las barquillas del puente, buscando las cápsulas de ataque que subían del planetoide y hostigaban al acorazado. Al detectar su aproximación, las cápsulas viraron bruscamente, cambiaron de rumbo y salieron a su encuentro. Los Devoradores de Mundos nunca rehuían un reto.
Cuando el gran acorazado desapareció de la vista, se produjo una sensación de frío y desolación, como si se encontrasen en una vasta e inexplorada caverna. Las lejanas estrellas parecían frías, indiferentes e inalcanzables. El sargento Magron tomó conciencia de esta desolación en el breve instante en que las naves de asalto se acercaron una a otra, y luego se desvaneció.
Eran tres para tres. Tres plataformas de cohetes y tres cápsulas ascendentes portadoras, capaces de vencer una débil gravedad como la que podría tener una luna o un asteroide. Como si se hubieran puesto de acuerdo, enfilaron unas hacia las otras. Se produjo el choque con un estentóreo crujido y salieron despedidas por el espacio mezcladas unas con otras.
Las cápsulas ascendentes se diferenciaban de las plataformas sólo por su motor más potente y por la cubierta protectora frontal. Con el bolter en una manopla y la espada sierra en la otra, tanto los Angeles Oscuros como los herejes traidores gateaban unos hacia los otros. Magron se sorprendió de la absoluta falta de sentido táctico de los Devoradores de Mundos. Algo les había ocurrido desde que habían cometido su traición; se habían transformado en una banda. Mientras que los Ángeles Oscuros luchaban disciplinadamente, coordinando sus esfuerzos y siguiendo las órdenes que vociferaba su sargento, entre los rebeldes la organización brillaba por su ausencia. Cada Marine Traidor luchaba por su cuenta, aparentemente consumido por ia excitación, y olvidaba todo el entrenamiento bélico por el que se habían hecho famosos los Devoradores de Mundos.
Desde el punto de vista teórico, esto debería haber dado ventaja a los Ángeles Oscuros. Sin embargo, los cogió por sorpresa verse enzarzados en una reyerta caótica. Ninguno de los dos bandos estaba equipado con trajes propulsados. Cada combatiente tenía que encontrar un apoyo para el pie entre los esparcidos restos de la nave de asalto portadora para no ser lanzado al espacio por la explosión o el rebote de un proyectil de bolter, y podía avanzar o retroceder sólo con mucho cuidado. Sin embargo, los Ángeles Oscuros conservaron una ventaja, ya que los Devoradores de Mundos estaban equipados con la vieja servoarmadura mkII, con más probabilidades de que la rompiera una ráfaga de bolter o de que una espada sierra la abriese por las juntas.
Entre los relámpagos de los distantes rayos láser, a la débil luz de las estrellas, los Marines disparaban, atacaban, chocaban. Algunos salían despedidos al espacio, en el que se iban alejando lentamente, intentando disparar un proyectil tras otro hacia el campo de batalla mientras daban vueltas sobre sí mismos. Las armaduras se resquebrajaron y se abrieron, permitiendo la entrada del siguiente disparo de bolter que acabaría convirtiendo la armadura en un contenedor de pulpa sanguinolenta. Las espadas sierra se enganchaban mientras los combatientes trataban de acometer, parar y encontrar el punto débil en el que la chapa se une con la plancha de ceramita.
Magron ya había dado cuenta de tres traidores cuando se en contró frente a frente con un Devorador de Mundos que, como él, lucía las insignias de sargento. Durante un instante, las descargas combinadas de toda una batería de cañones láser otorgó a la escena un vivido relieve. Magron vio que los odiados rebeldes también habían abandonado el águila imperial, recubriéndola con pintura. En su lugar, el Devorador de Mundos lucía en la coraza de su armadura, junto con los tradicionales colores blanco y azul del Capítulo, un extraño símbolo de color carmesí, una X que cortaba tres barras horizontales, de las cuales, la superior, estaba rota.
No tenía ni la menor idea de lo que representaba el símbolo, pero que alguien borrase o tapase el emblema del Emperador y de Su Glorioso Imperio lo enfurecía aún más. Cambió a fuego rápido y dirigió una descarga de artillería de los bolters contra la ofensiva ceramita adherida, a pesar de que era la parte más fuerte de la armadura del traidor. La cadena de explosiones fue tan coincidente que el sargento Devorador de Mundos salió despedido hacia atrás y perdió el enganche de su pie entre los hierros retorcidos de la cápsula de asalto. Pero antes de que pudiera ponerse fuera del alcance de cualquier objeto sólido recobró el equilibrio, agarrándose a una barra de sujeción.
La siguiente reacción fue completamente imprevisible. Magron no había podido ver la cara de su oponente, que quedaba oculta tras la visera del casco. El sargento rebelde levantó su espada sierra y utilizó dos dedos para abrir las sujeciones, se sacó el casco y lo tiró al suelo, donde se confundió con la chatarra. Con un resoplido, su armadura se vació de aire, congelándose instantáneamente en una lluvia de chispeantes cristales en la frialdad sombría del espacio.
Magron se encontró de pronto frente a frente con la cara del sargento de los Devoradores de Mundos, una cara bestial y feroz que mostraba los dientes, con una frente escarpada semioculta por las pobladísimas cejas, el auténtico rostro de un loco rabioso que gritaba inaudibles palabras de desafío.
El Angel Oscuro no podía comprender esa acción. Es cierto que un Marine Espacial podía sobrevivir durante unos instantes en el espacio, aunque con incomodidad, pero ¿quién expondría su cabeza al disparo de un bolter y a una chirriante espada sierra sin motivo alguno?
No sólo el sargento pareció volverse loco. Otros empezaron a seguir su ejemplo, y se despojaron de sus cascos para hacer muecas y gesticular con la boca en el puro vacío. Si no fuera por la ausencia de aire para transportarlo, un desafinado concierto de rudos gritos de guerra habría dado la bienvenida a los Angeles Oscuros.
¿Acaso los Devoradores de Mundos estaban tan sedientos de sangre que ofrecían la suya propia a sus enemigos? Los Angeles Oscuros avanzaron con confianza renovada, seguros de que la temeridad de los traidores los había sentenciado a muerte y que la refriega terminaría enseguida. Pero, por extraño que parezca, no fue así. Su imprudencia no sólo había aumentado la enloquecida rabia de los Devoradores de Mundos, sino que también parecía que una influencia mística embrujadora protegiese sus expuestas cabezas. Una y otra vez los cuerpos rotos de los Ángeles Oscuros salían despedidos y acababan flotando sin vida cerca de la nave de asalto, mientras los Devoradores de Mundos, desafiando a sus enemigos a que los matasen, esquivaban hábilmente las balas de los bolters y desviaban las espadas sierra.
Magron salió tras el sargento, decidido a rebanar el cuello a aquel loco rebelde. ¡Si sólo pudiese borrarle todos los genes del Primarca Angron! En burlona bienvenida, el sargento traidor levantó los brazos, gruñendo enloquecidamente y con ojos llameantes. Luego apuntó su bolter hacia arriba y disparó una ráfaga con desesperado placer, agitando su espada sierra con lentitud.
Magron se arriesgó y se impulsó desde la plataforma hacia el Devorador de Mundos, abandonando temporalmente el anclaje de su pie, mientras que descargaba una ráfaga dirigida al bolter del otro sargento. Para su satisfacción, rajó el guantelete del traidor y lo lanzó dando vueltas al espacio. Volvió a anclarse e introdujo su bota derecha en cuña bajo una barandilla retorcida. Se sacó el guantelete izquierdo para apuntar con su bolter a la cara descubierta del otro sargento. El Devorador de Mundos, en medio del sobrecogedor silencio, se volvió a reír en su cara incitándolo a disparar.
Magron desvió el bolter porque se había prometido a sí mismo usar la espada sierra.
El sargento rebelde pareció captar el desafío y avanzó, ahora con mayor cautela, llevando por delante el filo cortante de su propia arma, invisible por la velocidad. Con gran experiencia, clavó su mirada en la armadura modelo mklV de Magron. Podía ser un demente, pero no era tonto. En los últimos cinco minutos había probado las posibilidades del modelo mklV, y había aprendido mucho.
Fue en aquel momento cuando Magron advirtió que algo ocurría en el planetoide. De su superficie emanaba un resplandor que aumentaba su intensidad por momentos.
A pesar de la encarnizada batalla que se libraba allí, la fuerza operativa imperial había conseguido mantener la descarga de la artillería láser. Ahora se estaban apreciando los resultados, y lo que era más importante, eran superiores a lo planeado por sus jefes. Los rayos habían barrido la superficie del planetoide, habían perforado la corteza y habían profundizado en el manto buscando los hangares. Además, sin habérselo propuesto, habían llegado hasta el núcleo de metal líquido incandescente del planetoide.
El pequeño mundo no era como otros planetas y lunas. Estaba solo, carecía de un sol originario y de mundos hermanos que influyesen en él con fuerzas mareales gravitatorias. Por eso nunca había sido afectado por un entorno dinámico, ni había sido forzado a asentarse y enfriarse adquiriendo una estabilidad a largo plazo. Ahora estaba pagando el precio por su esencia inerte cifrada en eones. La fuerza contenida del núcleo, que había permanecido en calma durante tanto tiempo, encapsulada en su espesa cubierta de roca, despertó, entró en ebullición y se puso en movimiento porque ahora tenía mucha más energía que la suya propia. Los láser de alta densidad le habían infundido la suya, convirtiéndolo en una bomba.
Como ya estaba parcialmente desintegrado por el bombardeo, el planeta explotó.
Todo ocurrió con una increíble rapidez. El núcleo resplandeció intensamente y aumentó de volumen, iluminando la oscuridad, destrozando la corteza y el manto y lanzando sus fragmentos al espacio mezclados con cascadas de hierro fundido e inflamado, una vasta efusión de materia a gran velocidad y de destrucción total.
El visor del sargento Magron se oscureció temporalmente para protegerlo del deslumbramiento. Su ceguera momentánea lo dejó a merced del Devorador de Mundos, cuya chirriante y estrepitosa espada sierra chocó contra la armadura de ceramita de Magron, intentando serrar las uniones de las placas. El sargento levantó su propia espada sierra y, más por suerte que por pericia, desvió lateralmente los dientes de la espada del traidor, y sólo consiguió que éste alcanzara la funda de sus cables de energía.
Cuando se aclaró su visor, lo primero que Magron vio fue la ruda cara del sargento Devorador de Mundos, con la boca desmesuradamente abierta, como si se regocijara de la destrucción de su propia base. La escena se inundó de un fulgor rojo, procedente de la masa aún en expansión del planeta que explotaba bajo sus pies. Magron esquivó la siguiente arremetida del Devorador de Mundos, mientras miraba de reojo a su alrededor. Varios de sus hermanos habían muerto durante la repentina pérdida de visión, traicionados por su propio equipo. Sin embargo, algunos de los Marines Traidores habían soportado el fulgor sin protección alguna y estaban deslumhrados, incapaces de ver con claridad.
—¡Hermano sargento, hermanos Angeles, ha llegado nuestro fin! restalló la estridente voz del teniente en todos los intercomunicadores—. ¡Rezad por vuestras almas, implorad al Emperador!
La primera onda explosiva estaba a punto de alcanzarlos con su carga de diminutos fragmentos de grava, de diminutos añicos de roca, que había salido despedida a mayor velocidad que los trozos más grandes del desintegrado planetoide. Era un anticipo de la ingente oleada de piedras y metal que llegaría a continuación. Magron escuchó un traqueteo en el exterior de su armadura, pero ya era demasiado tarde y se dio cuenta de que se había distraído. Estaba a merced de la nueva acometida del sargento traidor.
Entonces, una roca del tamaño de su puño arrancó la cabeza del Devorador de Mundos.
Proyectiles similares cayeron en los transportes de asalto, destrozándolos por completo, lanzándolos contra el destino original de los Devoradores de Mundos, el Venganza Imperial. Los Marines de ambos Capítulos eran machacados por las rocas que los alcanzaban a alta velocidad y que destrozaban sus armaduras, lanzándolos al espacio rotos y agarrotados.
Incluso aquello no era más que un atisbo del diluvio que se acercaba, las masas destrozadas de la corteza y el manto del desaparecido planetoide, el núcleo desbordado todavía fundido, el terrible vapor incandescente, que ahora se cernía sobre la batalla espacial que seguía encarnizada, derrochando plasma y láser incluso a la vista de la catástrofe. Aterrorizado, el sargento Magron vio cómo una masa enorme de negro basalto, tan grande como el Venganza Imperial, golpeaba a la nave acorazada erizada de torretas de las fuerzas atacantes. El impacto las destrozó a ambas. El adamantium fracturado, el metal retorcido, las rocas pulverizadas y el vapor incandescente se perdieron en la oscuridad en un vertiginoso torbellir '.
Algo destrozó la nave de asalto y la empujó también a la oscuridad, fuera del gran torrente de escombros que redujo a la nada a ambas flotas espaciales. De no haber sido un Marine Espacial, el sargento Magron habría perecido instantáneamente por el primer impacto, pero era un Marine y su cuerpo estaba especialmente endurecido. Por eso sobrevivió, moviéndose durante un instante junto con los restos retorcidos hasta que su pie quedó desalojado de su anclaje y salió flotando, dando pequeños tumbos y vueltas de campana, aunque pareciera que eran las estrellas las que daban tumbos a su alrededor.
Durante mucho tiempo débiles resplandores —trozos de basalto, glóbulos de metal enfriado o fragmentos de las naves— ocuparon el campo de su visión ampliada, sobre un fondo de estrellas espiraladas. Finalmente fue la nada. Nada que indicase que alguna vez había habido allí un solitario planeta interestelar, ni una base excavada en sus entrañas, ni una fuerza de ataque, ni una batalla espacial. Ni una sola voz, ni amiga ni enemiga, ni leal ni traidora, se oía en su intercomunicador. Nadie más había sobrevivido para responder a sus llamadas. Estaba solo en el espacio, a diez años luz de cualquier otro ser humano.
Estaba completamente solo.
Capítulo 10
El Gran Inventor
—¡Skreaaak!
»¡Skreaa-aa-aawk!
»¡skreeaa-aaw-aaaw-kk!
»¡skreeaa-aaw-aaaw-kk!
El Chi'khami'tzann Tsunoi —o gran demonio de Tzeentch, o Señor Emplumado, o Vigilante Señor de la Transformación, para nombrar sólo algunos de sus innumerables títulos, por más que su nombre propio sólo lo conocían él y el más encumbrado y digno de los Dioses del Caos, Tzeentch, el de majestad e ingenio indescriptibles, fuente del nombre secreto del Señor Emplumado y también de su auténtico ser extendió sus alas y voló surcando los apretados cielos de la disformidad. Su forma delineada por las plumas resplandeció con un millón de colores, intensos y fulgurantes. Su largo cuello se estiraba a un lado y a otro mientras descendía atravesando los innumerables niveles del Immaterium. Sus ojos de mirada fija y profunda, cargada de sabiduría, revisaron gloria tras gloria, bañadas por una luz sobrenatural que habría cegado a cualquier criatura mortal, descubriendo los gozosos palacios, los conflictos implacables, los complots y contracomplots; todo ello aparecía desnudo a la mirada escrutadora del Vigilante Señor de la Transformación.
Pero todo este esplendor, mayor incluso que la galaxia que abarcaba, no era físico. Su sustancia era la del pensamiento, la emoción, la intención, la conciencia desencarnada. Los cuerpos de sus criaturas, de sus palacios almenados, de sus paraísos, de sus purgatorios, de sus lugares abominables, sólo eran apariencias. En realidad, allí sólo había energía psíquica.
\ El Señor Emplumado descendía ahora hacia otro reino, un reino aparentemente oscuro, el reino de la materia. El Immaterium no físico y el Materium físico tenían un hambre terrible el uno del otro. Todos los seres materiales añoraban la libertad y el éxtasis de los espíritus desencadenados. Todos los seres inmateriales ansiaban una existencia material para realizarse plenamente. Alguna ley cósmica los mantenía apartados, pero era posible —sería posible — para ellos, combinarse en algún nuevo ser monstruoso. Sólo la existencia en el reino físico de un dios tan poderoso como los Dioses del Caos les impedía esta gozosa victoria,
j? —¡Skreaaak!
»¡Skreaa-aa-aawk!
» ¡skreeaa-aaw-aaaw-kk!
» ¡skreeaa-aaw-aaaw-kk!
El sirviente de Tzeentch, el Gran Conspirador, abrió su cruel y curvado pico y volvió a dar rienda suelta a su frustración y a su alegría. Además de su nombre secreto, que podía dar poder sobre él a cualquiera que lo averiguase, el Señor Emplumado tenía, por supuesto, los nombres que le daban sus compañeros demonios. Había uno que odiaba, «Urdidor de Estratagemas que se Desmoronan». Pero de otros estaba muy orgulloso como era el caso de «El Descubridor de Caminos, El Gran Inventor».
¡El Gran Inventor! El Chi'khami'tzann Tsunoi era, efectivamente, inventor. Su fama viviría para siempre en el nuevo mundo que se avecinaba.
Se preparaban dos guerras. Una para derrotar al dios de la galaxia material que mantenía a los Poderes Ruinosos a raya, y otra, la más terrible, la Gran Guerra, para decidir cuál de los Dioses del Caos gobernaría el Materium.
Ese dios sería Tzeentch, el Maestro de la Fortuna, el Arquitecto del Destino.
¿Había algún otro gobernante justo además de él? Sólo Tzeentch tenía el don prometeico de la previsión. El gobierno de Nurgle haría caer a la galaxia en una ciénaga de enfermedad y descomposición. Slaanesh podía ver el futuro sólo para organizar excesos todavía mayores de depravación y corrupción. Khorne, el Dios de la Sangre, despreciaba la premonición, porque la prospección era para los cobardes. Vivía sólo para matar y masacrar, sin que le preocuparan las consecuencias, sólo por el ardor de la bata-
lia. De todos modos, necesitaba un aliado. Un aliado a quien traicionar una vez que dejase de serle útil.
El Señor Emplumado bajó en picado hacia lo que parecía ser un oscuro y accidentado muro o suelo. Era el reino del Materium, una vasta e informe masa cuando se veía desde afuera, un reino que sólo tenía tres o cuatro dimensiones, a diferencia de las muchas y variadas dimensiones de los cielos de la disformidad. Algunas veces, un demonio con fuerza suficiente podía echar una mirada a ese extraño y estrecho reino, pero por lo general tenía prohibido entrar en él. Sin embargo, el Chi'khami'tzann Tsunoi fue a posarse en un lugar donde la oscuridad era menos intensa. Se lo denominaba la Puerta y detrás de ella se extendía una limitada región en la que un demonio podía materializarse. Fuera de allí, sólo podía hacerlo con suma dificultad y con la ayuda de un mortal.
De pie cerca de la puerta, como si fuera a impedir el acceso, estaba un Khak'akaoz'khyshk'akami, un Devorador de Almas, un demonio mayor de Khorne. Su pelambre carmesí, chorreando eternamente la sangre de la matanza, sólo estaba parcialmente oculta por una escasa pero ricamente decorada armadura del Caos en negro y rojo, cuyas hombreras triangulares sobrealzadas tenían forma de calavera. Tenía plegadas a la espalda sus membranosas y peludas alas de demonio. Por encima de su cara de perro de brillantes colmillos, se alineaban dos cuernos negros como el hierro. En la mano izquierda, el gran demonio sostenía el mango de un trenzado látigo de gran longitud, y en la derecha el mango de hueso tallado de un hacha bendecida por Khorne, cuya negra hoja estaba grabada con una sola runa. El Chi'khami'tzann Tsunoi sabía bien que debía ser cauteloso con esa hacha, porque tenía aprisionado a otro gran demonio de Khorne.
—No podemos ser aliados si yo te puedo derrotar —dijo el Devorador de Almas con una voz semejante al ladrido de un perro.
El Señor Emplumado llevaba sólo una espada rúnica y ni siquiera la había desenvainado cuando se posó. Era una frágil arma contra el demonio del hacha. Además, su verdadera arma era la magia.
La energía de la disformidad resplandeció tenuemente cuando el Devorador de Almas movió su musculoso y ágil cuerpo, como si estuviera rodeado por un líquido fluorescente. El látigo restalló y se enroscó en una madeja anudada, intentando atrapar al Señor Emplumado para ponerlo al alcance del hacha negra. El Señor de la Transformación emitió un ronroneo y agitó una afilada garra. La energía disforme se congeló en una cinta de luz que se depositó sobre el enrollado látigo vuelta tras vuelta. Pareció que el látigo se reblandecía, se desenrollaba y quedaba lacio. La cinta de luz se desprendió sola y se enrolló alrededor del Devorador de Almas. Con un rugido de rabia, el demonio de Khorne empezó a descargar su hacha de guerra contra él. Un arma habitada por un demonio mayor tiene poder incluso para neutralizar la magia. La luz chisporroteó, se difuminó y desapareció.
—Ahora...
Haciendo restallar otra vez su látigo, el Devorador de Almas flexionó el cuerpo y blandió el hacha sobre su cabeza.
—¡Ojo de Tzeentch, conozco tu nombre!
La mentira estaba destinada a sobresaltar al Señor Emplumado, a atemorizarlo y dejarlo a merced de la acometida del Devorador de Almas, aunque sólo fuera durante un instante. El Chi'khami'tzann Tsunoi soltó una risotada divertida. ¡Qué simples eran estos servidores de Khorne! ¡Pensar que se podía engañar así a un Señor de la Transformación! Desgranó suaves sílabas, el equivalente etérico de las runas de conjuro. La siniestra hoja negra dirigida a su largo cuello avanzó con lentitud, como si tuviera que vencer la resistencia del espeso alquitrán. El demonio incrustado en ella, para sumar su fuerza a la del Devorador de Almas, gruñó audiblemente al tiempo que trataba de liberarse. Durante unos instantes el hacha flotó, sin avanzar ni retroceder.
De pronto, el demonio de Khorne retiró el arma y, lanzando su látigo, hizo el signo del honor de la sangre.
¡—Eres digno de respeto, Ojo de Tzeentch. Pero eso no nos convierte en «camaradas».
El Señor de la Transformación cloqueó y graznó. En la disformidad no existía la amistad. Aunque la emoción era el principal componente de la disformidad, se trataba de una emoción esencial y primitiva. Si la amistad tenía algún equivalente, ése era el sentido del compañerismo en la batalla de Khorne.
—Todavía no hemos terminado, Bebedor de Sangre. Llevaremos adelante la pelea. Si yo gano, me darás lo que quiero. Si ganas tú, podrás elegir una docena de mundos, y te los daré.
—¿Cómo puedo fiarme de un servidor del Gran Traidor?
El Chi'khami'tzann Tsunoi batió su pico y movió la cabeza de un lado al otro, estudiando la imagen de dios nórdico del Devora-
dor de Almas con su mirada pétrea. Era normal que los demonios mayores de los diferentes señores no comprendiesen sus respectivos motivos, a pesar de su gran inteligencia. La única excepción era un Señor Emplumado, avezado en el estudio de las esperanzas y los temores de las cosas vivientes, tanto de los reinos físicos como de los del Caos.
—Sí, vas a confiar en un servidor del Gran Traidor. Traicionar abiertamente es como desbaratar los propios planes; pero traicionar sin motivo es una locura.
El Portador de la Muerte de Khorne, acostumbrado a blandir su enorme hacha sobre sus propios seguidores, en su sed de sangre, en el caso de que el enemigo fuera masacrado antes de que se calmara su rabia incontenible, se revolvió amenazadoramente al oír estas palabras. Parecía que lo hubieran insultado.
—¡Avanza! —le gritó, con una voz que era todo un desafío—. ¡Vamos a competir!
Ambos desplegaron sus alas, emplumadas las de uno, membranosas las del otro.
Una de las ventajas de ser un gran demonio es que la cualidad del tamaño, la mayor de las restricciones que tienen los seres físicos, no significa nada. El tamaño es sólo una propiedad de la materia. La dispar pareja, aliados de conveniencia cuando las circunstancias lo exigían, cruzó volando la Puerta, el estrecho paso a través del cual las fuerzas del Caos habían tratado durante todo ese tiempo de vencer al Materium. Desplegado ante sus ojos estaba lo que, en comparación con la galaxia, no era más que una antesala. Sin embargo, podían volar allí, porque el espacio de la disformidad y el espacio del mundo físico se superponían en aquel punto, como el aceite que se extiende en espirales sobre el agua, produciendo los colores del arco iris. Esto era lo que algunos mortales llamaban el Ojo del Terror, y en cuanto a los colores del arco iris, había una suspensión y una disformidad de las leyes físicas que hacían posibles nuevos tipos de mundos. Los dos grandes demonios volaron entre formaciones de estrellas que de momento eran más pequeñas que ellos, que ajustaban su tamaño, reduciéndolo a medida que se acercaban a sus respectivos destinos. Cada uno eligió un planeta adecuado de su propio dominio. Y los dos sacaron dichos planetas de los sistemas solares que los calentaban, pero no hubo ningún problema porque los planetas no se enfriaban; la fricción calentaba sus atmósferas a medida que se desplazaban por la superposición espacio disforme-espacio real semejante al éter. Pusieron los planetas uno casi al lado del otro y tendieron una larga lengua o carretera de una a otra superficie para que se unieran y soldaran. Este, pues, iba a ser el campo de batalla: un verde puente entre dos mundos, alumbrado por un cielo intenso, azotado por vientos cálidos, cruzado por interminables relámpagos.
Y en cada uno de los dos mundos casi estaban reunidas las huestes guerreras. Mandados por los príncipes demonios, su estandarte delantero portaba el Ojo de Tzeentch, ondeando al viento todos los emblemas mágicos, heredados por los Paladines del Caos, media población del mundo perteneciente al Chi'khami'tzann Tsunoi, armada y entrenada, transformada en sus papeles de guerra, avanzaba hacia el puente de batalla.
Mandada por los príncipes demonios, su estandarte delantero luciendo el emblema de las barras cruzadas de Khorne, banderas colmadas de cráneos chorreando sangre, heredadas por los Paladines del Caos, la mitad de la población del mundo perteneciente al Khak'akaoz'khyshk'akami, armada y entrenada, mulada o incluso mutilada en sus papeles de batalla, avanzaba hacia el mismo puente.
A gran altura, sentados en tronos flotantes de oro y plata, los grandes demonios dirigían el juego, comunicando sucesivas tácticas a sus respectivos capitanes.
Los millones de combatientes se encontraron al fin. En el primer momento parecía que no hubiera estrategia alguna. Las fuerzas se enzarzaron entre sí, los de atrás empujando a los que iban delante, de tal modo que en el apretujamiento medio millón de cada lado quedaron aprisionados hasta morir por los de su mismo lado. La carnicería de los esclavos de Tzeentch fue enorme, porque los reclutas de Khorne, acostumbrados desde su nacimiento a ver el asesinato enloquecido en masa como la forma más elevada de la realización humana, se lanzaron sobre ellos con feroz saña, aun a riesgo de matar a uno de los suyos con cada contragolpe de un hacha o de una espada.
El hocico del Devorador de Almas se llenaba de espuma mientras observaba la gran matanza. ¡En una hora murieron tres millones de enemigos! Por el luminoso y abrasador aire se propagó un clamoroso rugido de victoria inminente, que se sumó al sangriento hedor que impregnaba la atmósfera.
¡sangre para el dios de la sangre!
Entonces se desplegó la estrategia del Señor Emplumado. Su maniobra de entrada no había sido otra cosa que un sacrificio con el que intentaba que su oponente bajara la guardia. Ahora había dado órdenes estrictas a sus príncipes. Había situado sus fuerzas más disciplinadas en la retaguardia. Una vez desplegadas de forma divergente sus columnas, inició la maniobra, abriéndose paso por entre las muchedumbres enloquecidas que lo destrozaban todo. Ahora, la magia empezó a prevalecer sobre la fuerza bruta de la voluntad, las armas protegidas por conjuros sobre los guerreros ansiosos por matar. Las hordas de Khorne se fragmentaron, formando pequeños grupos, añadiendo su sangre a la sangre de los que ya habían convertido el jugoso verdor del puente interplanetario en una pegajosa ciénaga roja.
El Khak'akaoz'kliyshk'akami desplegó sus alas, batiéndolas mientras sobrevolaba su trono y daba órdenes a sus mariscales. La rabia y la frustración lo habían convulsionado. El confuso clamor que le llegaba desde el campo de batalla era como un vino amargo que debía beber y que se le atragantaba. Si con ello no rompiera el acuerdo, se lanzaría a combatir y repartir golpes a diestro y siniestro aplastando a miles a los seres humanos, como monstruo titánico que era.
Su táctica de batalla surtió un efecto positivo. Las huestes del mundo Khorne —un luminoso y turbulento planeta, a diferencia de la brillante, deslumbrante y crepitante esfera bajo el dominio de Tzeentch— se recuperaron, consiguieron retirarse y de ese modo pudieron tomarse un respiro. Khorne también podía maniobrar, aunque con menos sutileza, en busca de sangre y calaveras blanquecinas si se veía amenazado por la derrota. Durante un momento, los dos ejércitos dieron vueltas uno alrededor del otro sobre la vasta planicie, como dos serpientes que se preparan para aparearse o para atacar. Después, con un alarido unánime, un rugido salvaje, las hordas de Khorne se lanzaron a la carga.
La acometida estaba diseñada para arrollar al enemigo de un solo golpe. El Señor Emplumado entreabrió el pico, y su larga y fina lengua quedó colgando, en un bostezo que no era de aburrimiento sino de pérdida de interés. Eso ya lo había previsto. Los seguidores y esclavos de Tzeentch estaban siendo presionados, cedían terreno, vertían sangre, perdían la carne a jirones y proferían roncos alaridos de agonía, mientras los huesos rotos y las armaduras salían disparadas en todas direcciones. Era imposible dar un paso sin tropezarse con miembros amputados y torsos cviscerados, por lo que los guerreros resbalaban y tropezaban con corazones arrancados e hígados y entrañas reventados.
Pero los cálculos del Señor Emplumado habían sido corréelos. Sus huestes habían absorbido el embate, y los dos ejércitos eran un revoltijo de combatientes que no hacía caso alguno ni a las órdenes de arriba, ni a las consignas que gritaban los generales del príncipe demonio. Podría pensarse que era la situación ideal para Khorne. Pero no era así; los preparativos de Chi'khami'tzann Tsunoi estaban completos. Las hordas de Khorne perdieron ímpetu, y no sólo eso, sino que en los primeros momentos de la segunda parte de la batalla, cuidadosamente elaborada por el Señor Emplumado, el Devorador de Almas había perdido más millones de los que había tenido noticia. Ahora estaba en inferioridad numérica. El Vigilante Señor de la Transformación se había aprovechado con éxito de la impetuosidad del otro.
Hasta aquel momento habían muerto unos cincuenta millones o más, de combatientes, dos tercios de los cuales correspondían a Khorne, y acabarían muriendo cien millones más. Lentamente, como una masa de amebas, el bamboleante y furioso conflicto avanzaba reptando hacia una de las cabeceras del puente interplanetario. No había manera de que se salvaran los que la habían alcanzado. Una vez que la masa en movimiento los empujó hasta el extremo, la gravedad que actuaba sobre el propio puente se desvaneció. Primero cayeron a miles al espacio y luego, a millones. Unos pocos, los que disponían de protección demoníaca, consiguieron permanecer vivos sin respirar; la inmensa mayoría se perdieron. Y antes o después, todos acabaron atraídos por uno u otro planeta, y convertidos en llamas al atravesar las respectivas atmósferas.
Pese a la aparente falta de control sobre la sangrienta lucha, la láctica del Señor Emplumado seguía dando sus frutos. El avance de la mortífera ciénaga había dado tal giro que ahora el mayor número de los que llegaban hasta el borde eran khornitas. Al fin, el KJiak'akaoz'khyshk'akami se dejó caer sobre su trono.
—Has ganado la partida —concedió con un estentóreo rugido—. Los infiernos armados son tuyos, y yo me uniré a ti en la que ahora será nuestra guerra.
»Deja que siga la matanza —prosiguió, señalando despectivamente hacia el puente planetario—. Mátalos a todos, que yo mismo castigaré a mis príncipes en nuestro reino del Caos por haber sido derrotados.
El Señor Emplumado emitió un suave graznido de satisfacción, en señal de asentimiento. Desde luego, no desveló su opinión de que la derrota de este Devorador de Sangre y Carne era un final anunciado. Con eso sólo hubiera logrado enfurecer al hijo de Khorne, cuyo rudo cerebro, en cualquier caso, habría sido incapaz de seguir semejante razonamiento indirecto.
El Devorador de Almas se había derrotado a sí mismo, sin saberlo. La perspectiva de una gran guerra contra el Imperio humano que, al fin, ganaría el Caos, había saboteado su estrategia en el juego de guerra. Había querido perder.
Una desfalleciente alegría se había apoderado del campo de batalla. En el curso de la lucha, los mundos enlazados habían rotado sobre su centro de gravedad común numerosas veces, y las huestes habían pasado varios días luchando ininterrumpidamente, sin dormir ni descansar. Los grandes demonios se fueron a través del espacio disforme, dejando el puente intacto. Los mundos enlazados girarían para siempre al unísono por el espacio infinito, como una mancuerna, calentados e iluminados mágicamente. Produciría el mismo efecto que colocar un palillo entre dos hormigueros. La mitad de la población de cada planeta seguía intacta. Mucho después de que hubiese concluido la batalla, aquellas poblaciones seguirían aventurándose a cruzar el puente para internarse unas en el territorio de otras, con lo cual se encontrarían la sed de guerra muy arraigada de Khorne con la magia y manejabilidad tradicionales de Tzeentch. Invasión y oposición a la invasión. La guerra sería permanente y no tendría fin.
Se alejaron volando a través de la región de la Puerta, batiendo sus alas sobre la disformidad. Encontraron su ruta, y se internaron profundamente en una omnipresente y tenebrosa oscuridad, un abismo estigio en el que los negros vapores tapaban la luz de todas las estrellas circundantes. Trazaron un círculo tras otro en una espiral envolvente, hasta que se hizo visible a lo lejos un débil resplandor rojizo. Los mundos forja infernales del Khak'akaoz'khyshk'akami se hicieron patentes. Eran mundos que, como muchos otros en la Puerta, o del Ojo del Terror, no habrían sido posibles en ninguna otra parte de la galaxia. Doce enormes pozos o embudos flotaban en el espacio, dispuestos radialmente como los radios de una rueda, con las bocas dirigidas hacia el centro. Cada pozo tenía el tamaño de un planeta: cinco mil millas de diámetro en la boca, quince mil millas de profundidad, extendido en la oscuridad. No los iluminaba ningún sol ni nebulosa alguna, pero no era necesario. La amarillenta boca de cada vasto pozo brillaba con un resplandor rojizo y lanzaba exhalaciones infernales, como humo en combustión.
Las escarpadas paredes exteriores de los pozos infernales parpadeaban débilmente en la oscuridad. Acércandose más a uno de los mundos infernales, se podía ver lo que parecían nubes de mosquitos o de polvo. Todavía más cerca, se veía que las bocas de los embudos exhalaban no precisamente humo espeso, sino armas. Miles de millones de armas, así como también armaduras. Espadas, martillos, lanzas, picas, guadañas de combate, carros blindados, vehículos blindados motorizados, bolters, lanzallamas, armas de plasma, artillería, naves espaciales, aeronaves de combate, todas las armas arcanas y semimágicas usadas dentro del Ojo del Terror, pistolas láser, puñales, misiles guiados por demonios, todos ellos volando a la deriva y esparciéndose en la oscuridad del espacio en tinieblas.
Eran los mundos forja del Khak'akaoz'khyshk'akami. Como correspondía a la crudeza del Devorador de Almas, producían, como si fueran salchichas, enormes cantidades de armamento sin mesura alguna, sin tener en cuenta las necesidades, la recogida ni la logística. Casi toda la producción salía al espacio y se perdía. Pero allí había mucho más en el caso de que hiciera falta.
El Khak'akaoz'khyshk'akami se agrandó y voló a cada uno de los doce embudos infernales que daban vueltas, golpeando su superficie con la parte plana de su espada y haciéndolos vibrar.
Vociferó un mensaje que se fue transmitiendo a través del espacio disforme, y su eco se repetía en cada interior semejante al Hades.
i — ¡esclavos! ¡condenados por toda la eternidad! ¡tenéis un nuevo amo! ¡soportad sus tormentos como habéis soportado los míos!
El Devorador de Almas estaba traspasando formalmente los mundos a su nuevo señor. Pero antes, el Gran Inventor tenía que inspeccionar su nueva propiedad. Ajustando su tamaño, voló hacia la boca del embudo más cercano.
En el interior se producía un estrechamiento y se reducía a lo lejos. Todo él estaba saturado por una cacofonía y un vivísimo resplandor, a los que se unía un hedor compuesto de humos sulfurosos y de sangre. Los millones de agotados trabajadores —o tal vez miles de millones, pues nadie los había contado nunca, ya que la persona no tenía valor alguno— trabajaban en la superficie interna entre humeantes mares y torrentes formados por sangre hirviente y sulfuro líquido. Los directores eran demonios y los conductores de esclavos, renegados del Caos. El Gran Inventor fue abordado por un príncipe demonio que se inclinó haciendo una gran reverencia, aunque era difícil que estuviera contento porque su señor y jefe lo hubiera abandonado y lo hubiera cedido al dominio de otro poder del Caos.
El príncipe se había despojado de su armadura del Caos. En este lugar no la necesitaba para luchar, y desnudo podía lucir mejor sus dones del Caos. Su grasienta y correosa piel relucía con el calor del horno. Su cabeza astada, en la que destacaban sus ojos tan rojos como la escena que le servía de fondo, lucía una nariz y una boca que se habían desarrollado simultáneamente en un único hocico, mientras que sus brazos, cada uno con dos codos para mayor agilidad, terminaban en zarpas como las de un oso, una de las cuales apretaba un látigo adornado con púas. Sus piernas eran de metal vivo, una auténtica mutación de adaptación para el supervisor de un mundo forja.
Abandonó el rostrum en el que se encontraba y mostró el camino hasta un carro aéreo.
—Permítame el honor, dignísimo señor, de mostrarle las instalaciones.
El Gran Inventor tuvo que encogerse todavía más para acomodarse en la adornada plataforma del carro, e incluso así hacía parecer pequeño al príncipe demonio que ordenó al vehículo —en un tiempo un ser vivo, ahora una máquina con forma de dragón— que se pusiera en movimiento. Volaron sobre el humeante paisaje, ignorando las zonas de trabajo repentinamente engullidas por ríos de lava, ignorando los gritos de los que se ahogaban en sulfuro líquido, o los desesperados aullidos de los que eran enviados a llenar tanques de metal licuado que recogían de los mares a altas temperaturas y que, en cambio, perdían el equilibrio y caían desde los promontorios que se desmoronaban, para acabar flotando en la destellante superficie como escoria carbonizada.
Descendieron al menos una docena de veces para mostrar al Señor Emplumado ejemplos de fundiciones, trenes de laminación,
fabricas y talleres. Los esclavos desnudos —porque no se les permitía llevar ropas ni protección alguna— obedecían aterrorizados cuando aparecía el gran demonio. A veces el Señor Emplumado no se sentía complacido y ordenaba que se quemasen continentes enteros. Embargado por la embriaguez que esto le producía, el príncipe supervisor del mundo infernal mostraba con orgullo los pozos de castigo, a los que se mandaba a quienes no eran capaces de cumplir con sus cuotas de producción y allí eran sometidos a tormentos sin fin en enormes mazmorras de tortura donde los quemaban, los estiraban en el potro o les cortaban poco a poco los órganos internos. Allí permanecían entre lamentos, espantosos gritos, aullidos de dolor que resonaban entre las paredes de piedra.
—A ningún esclavo renuente se le permite morir hasta haberle sacado hasta el último aliento de agonía, Gloriosísimo y Noble entre los Nobles —le aseguró el príncipe demonio en un tono a la vez servil y jactancioso.
El Señor Emplumado clavó su dura mirada sobre el supervisor.
—Tú no te imaginas la clase de mazmorras, de artiiugios y de instalaciones que tenemos en los cielos de Tzeentch para infligir tormentos sin fin a los que no nos sirven bien —dijo fríamente al príncipe demonio puesto a su disposición por Khorne.
Salió volando de la boca abierta del refulgente y rojizo pozo infernal y se metió en el siguiente, y así en todos los demás hasta terminar la inspección de los doce. Luego se reunió con el Khak'akaoz'khyshk'akami.
—Son adecuados; servirán. Y como vamos a ser compañeros de armas...
Éste era el momento que había estado esperando el Devorador de Almas. Miraba fijamente por debajo de sus pobladas cejas, intentando comprender conceptos que no le eran familiares, i —Dime por qué quieres estos mundos que me pertenecen. ¿Es cierto lo que me cuentas de que has encontrado una manera de crear materia?
—¡Es mi gran invención! ¿Acaso no soy el Gran Inventor?
El Chi'khami'tzann Tsunoi no pudo evitar mostrarse jactancioso. Se merecía bien el nombre que le habían dado sus compañeros demonios. Él, y sólo él, se iba a convertir en el favorito de los Dioses más encumbrados del Caos. El más favorecido de Tzeentch.
Su cuello estirado y su picuda cabeza adornada con la multicolor y vistosa cresta se movían a derecha e izquierda. Abrió el pico todo lo que pudo, levantándolo hacia los cielos. Su voz psíquica gritó lo suficiente como para que su eco atravesase la Puerta.
—¡puedo crear materia!
—Permíteme ver esa maravilla —dijo el Devorador de Almas, profiriendo un gruñido dubitativo.
El Señor Emplumado estiró una garra. Murmuró palabras de poder, de magia profunda. Su mente se quedó como el hielo, invocando los conjuros multiestratificados anidados e impresos en el espacio disforme, inasequibles a la comprensión de los mortales. Conjuros que se habían configurado a lo largo de miles de años.
—Cuando nos materializamos en el Materium, o incluso en la Puerta, debemos pedir materia prestada para hacerlo, y esto es duro —cloqueó suavemente—. Ahí están todas nuestras dificultades; por eso no podemos irrumpir en el Materium y moldearlo a nuestra voluntad. Pero la mía no es materia prestada; es algo nuevo.
En la garra del Señor Emplumado había aparecido una ondulada hoja dentada: una espada corta con uno de los sinuosos emblemas de Tzeentch estampado en su lateral. Brilló con un resplandor azulado con el impacto de la hiriente luz roja que provenía de los pozos infernales.
—Amanece una nueva era.
Retrajo su garra, dejando que el arma flotase en el espacio. El Devorador de Almas la cogió, la miró y la probó. En su cara lobuna apareció una mueca de asombro.
—Y ahora —prosiguió el Gran Inventor—. Me haré cargo de mis herramientas.
Hizo un signo envolvente y murmuró palabras de poder. Así ejerció su voluntad y los mundos forja infernales se subsumieron sin más en el espacio disforme.
Capítulo 11
El Byssos
El Registro Imperial no llevaba la cuenta de las naves invisiles que se habían enviado al interior del Ojo del Terror durante los últimos quince milenios, pero sin duda habían sido varios miles. Lo que sí figuraba allí era el número de las que habían regresado: sólo ciento noventa y ocho. Claro que ni siquiera ese número era exacto, ya que algunas de las expediciones, como la organizada recientemente por el tecnomago Ipsissimus, habían sido organizadas en el mayor de los secretos y jamás se habían inscrito en los archivos.
En todo ese tiempo, las sondas supervivientes sólo habían logrado realizar de forma incompleta la tarea que se les había encomendado, es decir, la de levantar el mapa de las formaciones estelares del Ojo que habían sido modificadas hasta límites irreconocibles desde el día en que el espacio disforme había estallado transformándose en espacio real. Los mapas incompletos que se habían trazado nunca se habían puesto a disposición de la Navis Nobilite. Sólo estaban disponibles para la rama más secreta de cazademonios de la Inquisición, completamente desconocida para la sociedad en general, y que se autodenominaba Ordo Malleus, y para las oficinas secretas de los Naval Segmentae.
Ésa fue la razón por la que, al pasear la vista por el Ojo del Terror, el navegante Pelor Calliden no vio nada reconocible. Ninguna de las constelaciones, ninguna de las formaciones estelares, ninguna de las formas y configuraciones familiares de polvo y gas resplandecientes que había llegado a conocer en años de estudio y memorización de las grandes cartas estelares que eran las sagradas escrituras de las Casas de Navegantes se presentaban a sus ojos. Las únicas cosas que le resultaban familiares —¡y de una familiaridad extraña!— eran las caras humanas que aparecían y desaparecían, y que por su aspecto medían cientos o miles de años luz. No estaba seguro de que fueran realmente humanas. Parecían... cambiadas. Tampoco estaba seguro de que no fueran sólo una ilusión, producto de su propia visión desconcertada, ya que después de unos cuantos minutos desaparecían.
Estuvo allí sentado, mudo, hasta que poco a poco el pánico fue apoderándose de él. Se volvió para mirar a Maynard Rugolo, que estaba acostado en su litera, sujeto con un cinturón de seguridad. Tenía los ojos vidriosos. No había respondido a los gritos furiosos de Calliden, era como si no los hubiera oído. O eso o que las noticias que transmitía habían sido la gota que había rebasado su copa de la locura, porque parecía haberse retirado a lo más profundo de sí mismo.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Calliden, volviéndose implorante hacia Kwyler, que ocupaba junto a él el asiento del segundo piloto—. No puedo ver el Astronomicón. Estoy perdido.
—¡Utilice la fe! —respondió el hombre de rostro afable, vestido con su camisa o jubón de rayas que era casi como una túnica, esbozando una sonrisa y palmeándole el brazo.
—¡No puedo! ¡El Emperador me ha abandonado! —exclamó Calliden dejando caer la cabeza y cubriéndose la cara con los brazos.
—¡No en el Emperador, estúpido! —dijo Kwyler, sonriendo con disimulo—. Él no puede ayudarle aquí. Sólo la fe.
Lentamente, Calliden se desembarazó de la cápsula. Se puso de pie, se alejó del panel de vuelo y fue a sentarse a la mesa, donde el techo de la cabina se arqueaba en la penumbra. Su ojo de disformidad parecía haber perdido su brillo y tenía los hombros hundidos.
—No tengo fe. Estamos acabados.
—Por supuesto que sí, es un navegante —replicó Kwyler—. ¿Cómo es posible que no tenga fe?
—¡Venero ai Emperador! —protestó Calliden—. ¡Usted quiere que rece a los demonios! No puedo hacerlo.
—No, no, usted no me entiende —repuso Kwyler, haciendo un gesto con la mano—. No fe en un dios. Sólo fe. Fe en que puede ir a donde quiera ir. Es la mejor forma de navegar en el Ojo. Responde a las fuerzas psíquicas.
If—El Emperador es la única luz —respondió Calliden, apesadumbrado, repitiendo la liturgia de la Navis Nobilite—. El Emperador es un sol sobre todos los soles.
b. —Vamos a ver —insistió Kwyler, esbozando una aviesa sonrisa—. Ahora está en el Ojo del Terror. Permítame que le ayude un poco.
Buscó en el interior de su amplia vestimenta, de donde antes había sacado el rifle de plasma, y sacó una pequeña botella panzuda de cristal acanalado y de color rojizo. Llevaba adherido un vasito diminuto, no mayor que una bellota.
Calliden observó que era idéntica a la botella de licor que había sacado Gundrum en el mundo fronterizo. La experiencia de entonces lo había asustado. Había sido inesperada, una invasión de su persona, una pérdida momentánea de control que no le había gustado. Se retrajo al ver que Kwyler destapaba la botella y la inclinaba cuidadosamente después de separar la pequeñísima copa. Un chorro de un licor chispeante, de textura semejante al jarabe, salió del cuello de la botella y llenó el recipiente hasta el borde.
Kwyler se lo ofreció e hizo una observación extraña.
—Introdúzcalo en su interior. Él le devolverá el valor.
A regañadientes, Calliden aceptó la copa y se quedó mirando la pequeña gota de líquido espeso de suaves pero cambiantes colores. Sentía como si las palabras de Kwyler lo obligaran a beber a su pesar. Se llevó a los labios la diminuta copa. Le dio la sensación de que el licor trepaba hasta su lengua por voluntad propia y volvió a sentir la desconcertante sucesión de sabores, como si todos los que había probado en su vida se repitieran ahora. Ni siquiera era consciente de haber tragado, pero el licor se deslizaba por su garganta. En cuanto llegó a su estómago, el violento choque eléctrico lo sacudió hasta la última fibra. Sus nervios ardían. Se sentía exultante, como si en su interior se hubiera despertado una nueva vida. Su sombría situación se había convertido en una confiada expectativa de futuro. Era como si la tristeza y la oscuridad hubieran sido reemplazados por una esperanza iridiscente.
Mientras Calliden experimentaba esta explosión lenta, irresistible, Kwyler tomaba un trago directamente de la botella. Cerró los ojos, como si estuviera escuchando a lo más hondo de sí mismo.
—Por el Emperador —balbució, como si hablara para sí—. Espero que encontremos pronto el lugar. Ésta es mi última botella; tengo que conseguir más. ¿Por qué he sido tan idiota?
Calliden no sabía que la sustancia produjera adicción. ¿Se lamentaba Kwyler de haber rescatado a Rugolo del hechizo de Aegelica? Eso parecía, y el saberlo aumentó la inquietud de Calliden.
Mientras enjugaba el cuello de la botella, Kwyler lo miraba, observando el efecto que el licor producía.
—Este licor sólo puede obtenerse en un lugar —dijo como al pasar—. Un planeta al que va Gundrum. Allí es donde consigue la mayor parte de su mercancía. No le haga caso cuando dice que tiene extensos contactos. Él depende de su hermana.
»Entonces, ¿ya sabe lo que tiene que hacer ahora? Haga lo que hace Aegelica. Vuele dejándose llevar por la fe. Siga su rastro. El que ella deja es muy marcado, se lo aseguro. No, no me refiero a un rastro de disformidad. Ni siquiera sé si eso puede funcionar aquí. Sígala. Ha estado haciéndolo todo el tiempo, aunque probablemente no lo supiera.
Pronunció estas últimas palabras esbozando una sonrisa forzada, luego cogió el vaso de la mano flácida de Calliden y lo puso a un lado.
—Será mejor darle también una gota a su amigo o nunca volverá en sí. Pero ésta es la última dosis que les doy hasta que renovemos las existencias.
Una decepción inesperada invadió a Calliden. La sensación eléctrica ya empezaba a desvanecerse, despertando el deseo de que Kwyler compartiera el resto de la botella y repitiese la experiencia. De todos modos se sentía lleno de vitalidad. Observó a Kwyler mientras levantaba la cabeza de Rugolo y aplicaba a sus labios la copita que había vuelto a llenar. Rugolo tragó y a continuación se puso rígido. Con un movimiento repentino se soltó el cinturón de seguridad y saltó de la litera con los ojos brillantes.
—¡Por la Divinidad! ¡No hemos terminado todavía!
—Por supuesto que no —murmuró Kwyler—. Por las divinidades —se volvió hacia Calliden, que tenía una nueva expresión en su ojo—. ¿A qué espera? ¡Siga a Aegelica! Necesito esencia.
Calliden se dirigió a su cápsula.
Soltando la palanca de disformidad, se dispuso a hacer lo que Kwyler le había pedido y a intentar navegar sin el Astronomicón.
Al principio, la Estrella Errante estaba presa de la misma corriente rápida de antes. Normalmente, Calliden hubiera quedado paralizado por el miedo. El que ahora no le sucediera, probablemente tenía algo que ver con el licor o esencia, como lo había llamado Kwyler. De repente descubrió que había algo de cierto en lo que Kwyler había dicho. La navegación en el espacio disforme era un acto de fe, incluso con el Astronomicón. Antes había asociado siempre esa fe con el Emperador, que era el credo de todo navegante. Pero había algo más. Algo interno, propio del individuo. Una especie de confianza en que podía conseguirlo.
Calliden miraba al frente y veía aquí y allá las áreas peculiares de oscuridad que denotaban la presencia de estrellas o de galaxias. No es que eso significara mucho. La línea visual apenas si era en la disformidad. Su otro don era la transadivinación, una percepción instintiva de cómo llegar de un lado a otro en el menor tiempo posible. Calliden pensaba que muchos se sorprenderían si supieran hasta qué punto el tráfico del poderoso Imperio dependía de ese instinto.
El torbellino de disformidad amainó levemente. Habían pasado la primera barrera, donde la turbulencia era más fuerte, y entonces sucedió algo increíble. Dejó de oírse el zumbido del motor y la palanca de embrague cambió de posición por sí misma. La nave había saltado espontáneamente del espacio disforme.
Calliden quedó atónito al contemplar de nuevo la enorme extensión del Ojo con sus rutilantes estrellas —la mayoría de ellas de colores desusados, reparó ahora— incrustadas en un espacio que, aunque oscuro, no era ni con mucho tan oscuro como el del resto de la galaxia, sino que reverberaba con colores cambiantes, como si se hubiera vertido una fina capa de petróleo sobre ébano y provocara la difracción de la luz de las estrellas. En realidad, ese espacio no era negro. Se aproximaba más al azul, como había observado antes.
—Algo pasa con la tracción —dijo en voz baja, temblorosa. La tracción de disformidad era la pieza más probada, de diseño más sólido, del equipamiento de una nave del Imperio. No se había registrado ni un solo fallo. Pero si se producía...
—No le ocurre nada a la tracción —dijo Kwyler desde el asiento del copiloto—. Simplemente no la necesita.
Lentamente, Calliden volvió la cabeza para mirar a Kwyler. Su ojo de disformidad brillaba con una expresión maliciosa. Lo que había dicho el hombrecillo no tenía sentido.
—Meta la tracción de espacio real —dijo Kwyler— y mantenga la aceleración máxima. Ya verá lo que quiero decir.
—Usted está loco. Se le ha atrofiado el cerebro. A velocidad de espacio real tardaríamos miles de años en llegar a la estrella más cercana.
—Haga la prueba —insistió Kwyler sonriendo y sin inmutarse por el insulto.
—Me niego a obedecer —respondió Calliden, retirando sus manos de los controles y recostándose en su asiento, donde la cápsula lo envolvía como una mortaja.
Detrás de él oyó unos pies que se arrastraban. Rugolo había abandonado su litera y, con paso vacilante, se había acercado al tablero de control, apoyando su mano en el respaldo del asiento de Calliden. Sus ojos tenían todavía una mirada ligeramente vidriosa, pero también excitada, como vislumbrando una nueva aventura. Parecía casi ebrio. Se quedó unos momentos mirando al visor exterior que mostraba el extraño panorama del Ojo perfectamente encuadrado en el marco ovalado de estilo rococó del visor.
—Haz lo que te dice, Pelor. Él conoce mejor que tú esta parte de la galaxia.
Tozudamente, Calliden se cruzó de brazos. En respuesta a su actitud, Rugolo hizo lo mismo que la noche de su primer encuentro. Estiró la mano por encima de Calliden y puso la tracción de espacio real.
Se puso en marcha con un rugido cascado, muy diferente del zumbido suave y casi espectral del motor de disformidad. Calliden intentó volver a apagarla, pero Rugolo se lo impidió manteniendo su mano grande y fuerte sobre la palanca de bronce del control. Rechinando los dientes de indignación, Calliden se vio obligado a hacerse cargo de los controles para no dejar a la nave sin guía en medio del espacio.
—Aceleración máxima—repitió Kwyler.
Ahora no sonreía. Tenía una expresión de feroz satisfacción, como si les estuviera demostrando algo increíble que ni él mismo entendía.
Y así era en realidad. No se percibió la aceleración en la pequeña cabina. El propio campo inercial de la nave podía manejar con facilidad fuerzas de espacio real de ese tipo. Los tres hombres mantenían fijos los ojos en el tabulador de velocidad. Tenía dos lecturas: una en millas por hora y la otra, que casi nunca se consultaba, en fracciones de velocidad de la luz.
En esta ocasión la consultaron. El comportamiento de la Estrella Errante fue increíble, superando con creces lo que habría conseguido la nave recién salida de fábrica. El primer dial zumbó hasta quedar empañado. Todos miraron entonces la segunda lectura.
—¡Capitán! —gritó Calliden reconociendo por primera vez el derecho de Rugolo a recibir ese nombre—. ¡Hemos superado la velocidad de la luz!
Perplejo, Rugolo retiró la mano de la palanca del motor.
El tabulador siguió subiendo.
—Estamos navegando a velocidad de disformidad en el espacio real —dijo con expresión de asombro.
I —No exactamente espacio real —replicó Kwyler—. Esto es el Ojo del Terror, donde el espacio disforme y el espacio real se superponen. No obstante, este fenómeno concreto es reciente, apareció hace aproximadamente un año. Estamos en una región del Ojo donde la superposición ha cambiado de naturaleza. En cierto modo, la disformidad y el espacio real se han soldado o pegado, se han fundido en lugar de superponerse. El resultado es que se puede viajar de una estrella a otra con una tracción ordinaria. Extraordinario, ¿verdad?—se encogió de hombros—. El Ojo está lleno de sorpresas. Pero no creo que dure mucho. Supongo que será temporal.
| —No se necesita un navegante —dijo Calliden con voz apagada. Cualquiera podría hacerlo.
—Yo no diría eso. Todavía se trata de la disformidad. Todavía se necesita la fe. Podría parecer que se puede ir de alfa a omega en línea recta, pero no siempre es así.
Daba lo mismo. Si toda la galaxia fuera así, la Navis Nobilite probablemente no existiría, reflexionó Calliden. Más aún, ni siquiera existiría el Imperio. Otras razas, desprovistas del gen del navegante, también podrían conducir sus naves a lo largo de grandes distancias interestelares. La ventaja de que disfrutaba la especie humana desaparecería.
El tabulador seguía superando cifras. Calliden no podía salir de su asombro. ¡La Estrella Errante viajaba a cientos de veces la velocidad de la luz! Era imposible. En el espacio real ninguna nave, ni aun provista de los motores más potentes, había logrado jamás acelerar más que a la mitad de la velocidad de la luz, e incluso en esos casos la fricción producida por el polvo y el gas —aunque increíblemente tenue como era la materia en el medio interestelar— había sido tan destructiva que había destruido la nave. ¡Sin embargo, la nave de carga de Rugolo, vapuleada como estaba, se movía suavemente sin dar señales de resistencia aerodinámica en el casco exterior!
—Tómeselo con calma —dijo Kwyler, interrumpiendo las divagaciones del piloto—. Recuerde que lo que tiene que hacer es seguir a Aegelica. Ella está por ahí, dejando una huella psíquica que puede seguir. Ella incluso quiere que la siga.
Calliden casi no lo oía. La Estrella Errante volaba echando chispas por el espacio, cada vez más deprisa. Podía oír la pesada respiración de Rugolo a sus espaldas. La experiencia de ver pasar las estrellas zumbando, como si fueran copos de nieve arrastrados por la ventisca, era tan apasionante que a duras penas podía contenerse.
—¡Reduzca la velocidad! —gritó Kwyler—. ¡Vamos demasiado deprisa! Vamos a...
Una violenta sacudida los lanzó hacia adelante, y Rugolo pasó por encima de Calliden, cayendo sobre el panel de control y golpeándose con los instrumentos y las palancas. La Estrella Errante resonó como un gong.
Lo que antes se veía en el visor externo desapareció. La pantalla se quedó en blanco. Estaban en el espacio disforme e, inexplicablemente, la tracción del espacio real se había desactivado y se volvió a oír el zumbido del motor del espacio disforme. En el tablero de control, del que Rugolo trataba de levantarse, las dos palancas se habían movido solas.
¿Cómo había ocurrido? ¿Se habían movido al chocar Calliden contra el panel? ¿O se debía a la repentina sacudida de la nave?
¿O acaso —Calliden casi ni se atrevía a pensarlo— había sido una respuesta de la propia nave como si fuera algo vivo?
El Ojo provocaba cambios. Kwyler lo había dicho. Y si era capaz de transformar un objeto inanimado como la Estrella Errante, ¿qué no podría hacer con Rugolo y con él mismo?
—¡Nos ha llevado más allá del límite! ¡Fuera de la región que le indiqué! ¡Vuelva! ¡Haga que regresemos! —gritaba Kwyler, intentando despertarlo.
Pero Calliden era incapaz de reconocer algo a su alrededor. Sin el Astronomicón, era como si estuviera en la más absoluta oscuridad. ¿Dónde estaban el norte, el sur, el este y el oeste galácticos? ¿Dónde estaban el cénit o el nadir? ¿Cómo podía volver, si no sabía a dónde dirigirse?
Cerró tanto su ojo de disformidad como sus ojos de espacio real. Durante un momento fue como si se hubiera desvanecido. Perdió la conciencia de la cabina y de sus dos compañeros. En su interior oía una voz le advertía, le urgía, le ordenaba: «Sal de aquí, Pelor. Sal de este lugar. ¡Vuelve al universo normal!».
¡Era la voz de su madre!
Pero ahora sabía que no era realmente su madre, ni tampoco un demonio engañoso. Era su subconsciente, que trataba de advertirle usando una voz a la que sabía que haría caso.
Volvió a abrir su ojo de disformidad. No había ni selva, ni curvas ni marañas de espacio multidimensional, no había nada que tuviera sentido, salvo un poderoso impulso que se había apoderado de la Estrella Errante y ia arrastraba hacia adelante. ¿Qué distancia habían recorrido? Era imposible saberlo. Tal vez miles de años luz. El motor de disformidad funcionaba en vacío, no tenía el menor efecto dentro del torrente del Caos. Kwyler seguía vociferando y golpeando su brazo, y Rugolo había regresado a la litera.
Calliden pensó que tenía que hacer algo para recuperar el control. No se veían estrellas, todo era una masa oscura, exasperante. Si pudiera ver estrellas en el espacio real, tal vez podría adivinar la dirección que habían seguido.
Empujó hacia adelante la palanca de disformidad.
La transición fue instantánea, pero seguía sin haber estrellas. De hecho, no estaba seguro de haber regresado al espacio real, no hasta que miró la videopantalla y vio la imagen. Kwyler también la vio y se quedó sin aliento.
—No... no...
Lo que mostraba la pantalla también podía verlo Calliden con su ojo de disformidad. Una mancha de espacio enorme, negro, hirviente, por el'cual se vertía un torrente de negrura aún más intensa, más negro de lo que jamás hubiera podido imaginar. No era la negrura ni la oscuridad proveniente de la ausencia de luz. Era algo positivo, como una sustancia sólida o una fuerza activa, voraz, delirante, anhelante de devorarlo todo. Por supuesto, no se oía el menor sonido, pero la imaginación de navegante de Calliden había creado uno, y oía la erupción cósmica como un estruendo, un bramido, un crujido, como si el universo estuviera próximo a su fin.
Era lo más enorme que había visto. La-impresión de infinitud que producía no se parecía a ninguna otra cosa. Por comparación, la Estrella Errante era apenas un átomo.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Kwyler, contemplando el fenómeno atónito y horrorizado—. ¡Por el Emperador! ¡Por Tzeentch! ¡Por Slaanesh! ¡Por Khorne y Nurgle, estamos perdidos! ¡Hemos recorrido cinco mil años luz! ¡Estamos en el Byssos!
Calliden casi ni reparó en la blasfemia en que había incurrido Kwyler al pronunciar el nombre del divino Emperador con otros nombres extraños, que jamás había oído.
—¿Qué ha dicho que es? —tartamudeó.
—¡El centro del ojo! ¡De aquí es de donde surge la energía del espacio disforme, más concentrada que cuantas haya podido ver! ¡Sáquenos de aquí si ama al Emperador! ¡Si eso nos toca, quién sabe lo que puede suceder!
¿Era éste el secreto del Ojo? ¿Un agujero hecho en la materialidad para que las fuerzas de la locura pudieran fluir por él? Kwyler tenía razón sobre los efectos de una concentración tan violenta del Caos. Distorsionaría la realidad más allá de todo lo imaginable, pero eso casi no tenía importancia ya que una energía de disformidad de tamaña furia haría trizas la nave.
Volvió a oír la voz de su madre resonando en su centro vital: «Sal de aquí, Pelor. ¡Sal ahora mismo!».
El Byssos, como Kwyler lo llamaba, le había dado al menos un punto de referencia. Volvió al espacio disforme. Curiosamente, al principio el Byssos no era visible. El torrente de disformidad que había estado arrastrando a la Estrella Errante —y que probablemente era uno de sus afluentes más importantes— lo había ocultado. Pero ahora, el torrente estaba perdiendo fuerza y se dividía al encontrarse con otras corrientes similares hasta formar un vórtice horrendo, y revelar por fin sus aterradoras fauces.
Calliden sabía que no bastaría con dar la vuelta a la nave y hacerla avanzar a contracorriente. La tracción de disformidad carecía de la potencia necesaria como para remontar una corriente tan fuerte.
Intentó una maniobra sinuosa, esquivando las borrascas que rodeaban al poderoso Byssos como una polilla que trata de sobre vivir a un vendaval enfurecido. La cabina se inclinaba a un lado y a otro, arrastrada por las violentas fuerzas.
«¡Huye! ¡Huye! ¡Huye!»
Al fin logró poner cierta distancia entre ellos y el agujero sobrenatural en el espacio, y entonces la nave pareció quedar presa en una de las corrientes rápidas producidas por el Byssos. Calliden sintió que un viento frío, diabólico, lo atravesaba, un viento del espacio disforme, algo que no era simplemente un espejo psíquico del universo inmaterial, sino una feroz fuerza invasora. Hizo todo lo que pudo para mantener el equilibrio mientras iban dejando atrás la pupila siniestra del Ojo del Terror.
¿A dónde irían a parar? Sólo cabía esperar que los volviera a depositar en la misma región de la que habían salido tan precipitadamente. Kwyler parecía aliviado, pero estaba tenso. Se pasaba la lengua por los labios y tenía la cara pálida.
—Piense en Aegelica — le aconsejó—. Represéntesela mentalmente. Sienta su presencia. Puede hacerlo, ¿verdad? —añadió con sarcasmo—. Estoy seguro de que le produjo una gran impresión.
A Calliden aquel consejo lo turbó. No le apetecía pensar en la hermana de Gundrum, poseída por un demonio, y mucho menos seguir su huella psíquica, como si fuera un cordón umbilical espectral, hacia donde quisiera conducirlo.
—¿Y si seguimos adelante? —dijo desafiante—. Estuvimos cerca del centro del Ojo. Si sigo adelante, tarde o temprano llegaríamos a la periferia. Tal vez consiguiéramos salir.
—Deje de soñar despierto, amigo mío —respondió Kwyler, soltando una risa sarcástica—. Sabe que no es así. Sabe que aquí no se puede viajar en línea recta. Está dentro de un huracán de disformidad. No haría más que dar vueltas en redondo. En cuanto a atravesar la frontera, tampoco lo conseguirá sin Aegelica, a menos que quiera intentarlo a través de la Puerta de Cadia, que no sólo es difícil de encontrar, sino que además está patrullada por naves del Caos. ¿Le gustaría encontrarse con ellas?
I —No.
—Entonces utilice sus sentidos de navegante. ¡Olvídese del Emperador y encuentre a Aegelica!
De la litera llegó un gemido. «Aegelica, Aegelica.» El nombre fue pronunciado con una mezcla de terror y anhelo. A Calliden se le erizó el vello de la piel. ¿Cómo podía llevar a Rugolo junto a ella? Volvió a preguntarse por qué Kwyler se había comportado como lo hizo, defendiéndolos de semejante horror, y ahora lo único que le interesaba era volver a la fuente de su adicción. Lo único que se le ocurrió era que la adicción le había nublado la razón, dejándolo a merced de sus impulsos.
Mirando a lo lejos vio trazas de disformidad que indicaban formaciones estelares, y algunas configuraciones que no reconoció, pero que correspondían a estructuras que no podían subsistir en el espacio normal. No tuvo ganas de investigar. Estaba haciendo lo que había dicho Kwyler, dejándose llevar por su instinto, haciendo lo que siempre había hecho, pero sin el Astronomicón, sin el Emperador, buscando la señal no de una estrella o de un grupo de estrellas, sino de una persona con características nada comunes.
El rápido torrente en el que se habían transportado se dispersó dentro de la sustancia del Ojo. Calliden redujo la velocidad de disformidad. Pasaron horas antes de que la Estrella Errante volviera a sufrir una violenta sacudida y la visión tumultuosa de la disformidad desapareció, siendo reemplazada por el azul profundo y transparente, salpicado de colores, que ya habían visto antes. La tracción de disformidad se detuvo poco a poco, mientras se volvía a oír el cascado zumbido del motor de espacio real, sin que Calliden hubiera hecho nada. Resultaba extraño pilotar una nave que parecía tener inteligencia propia.
—Tenemos que buscar el Sistema Planetario de la Rosa—dijo Kwyler, mirando a su alrededor y manipulando la videopantalla.
—¿Qué es eso?
—Créame, lo sabrá en cuanto lo vea.
Calliden no necesitaba la videopantalla. En esta parte del Ojo, su mirada de disformidad le daba una visión muy clara. Estaban viajando a mayor velocidad que la luz, pero se contuvo para no cometer el mismo error de antes. Nada le resultaba familiar. En la distancia vio lo que podría haber sido el equivalente físico de las extrañas figuras que había visto en el espacio disforme. Era difícil discernir lo que era, a menos que se tratase simplemente de nubes de polvo.
Empezó a perfilarse un sistema planetario. Reduciendo aún más la velocidad, se acercó para echarle una larga mirada. Su sol era enorme, pero no respondía a la idea que se tenía normalmente de un sol. No era esférico, sino un disco plano de un color verde resplandeciente. Tenía por lo menos veinte planetas, cada uno con su propio color —malva, rojizo, verde, magenta—, pero no guardaban la disposición normal de los planetas. En lugar de estar aproximadamente en el mismo plano, sus órbitas formaban un zigzag en todos los ángulos, como los electrones de un átomo, y a veces había más de un planeta en la misma órbita.
Entonces apareció algo que dejó a Calliden paralizado. Una figura volaba atravesando todo el sistema, y era más grande que los planetas, más grande incluso que el sol verdoso en forma de disco. Una figura vagamente humanoide pero de pelaje carmesí, con una cabeza como la de un cánido con feroces colmillos y ojos penetrantes inyectados en sangre debajo de unas cejas prominentes. La cabeza estaba coronada por grandes cuernos angulosos, además de un cuerno retorcido como el de un unicornio, que le salía directamente de la coronilla. La criatura pasaba volando, agitando sus alas membranosas que dejaban en la sombra a una docena de planetas cada vez que pasaba. Estaba cubierta hasta la cintura por una armadura breve pero muy ornamentada que despedía destellos rojos y negros, y muy ceñida a su cuerpo, salvo en los hombros, que estaban protegidos por piezas elevadas y extravagantemente trabajadas. El hacha de batalla de hoja curva, que sostenía con facilidad en una de sus manazas mientras volaba, era de bronce negro y más grande que cualquier arma de este tipo. Una energía sobrenatural parecía Huir y restallar por toda la increíble aparición, dándole un aspecto más sólido, más real que el de cualquier criatura natural.
f —¿Qué... qué...? —tartamudeó Calliden hasta que su mente encontró una explicación racional—. Es una alucinación. ¿Puede verlo, Kwyler?
—Es real —respondió Kwyler en voz baja con la boca seca. Aunque aterrado, no parecía tan sorprendido como el navegante—. Un demonio, uno de categoría.
Entonces ocurrió algo que dejó confundido a Calliden. La aparición dio la impresión de retirarse. Demasiado tarde se dio cuenta de que en realidad se estaba aproximando, aunque al mismo tiempo su tamaño iba menguando.
El.demonio parecía enfadado. Voló junto a la Estrella Errante, y ahora su tamaño apenas era veinte veces mayor que el de la nave. Miró hacia ella de soslayo con sus ojos ardientes y batiendo las alas majestuosamente.
—¿Cómo puede usar sus alas para volar en el espacio? —inquirió Calliden, histérico.
—Vuela sobre corrientes de disformidad. Tenga cuidado. No haga nada. Tal vez se vaya.
Calliden profirió un chillido y tiró de los controles cuando la entidad de disformidad, en un repentino ataque de furia, se dio la vuelta y descargó un golpe con el hacha de batalla, que era más grande que la Estrella Errante. La nave viró bruscamente, evitando a duras penas ser aplastada por el golpe, y luego huyó a toda velocidad.
El demonio no salió en su persecución. La nave espacial era demasiado insignificante como para merecer tamaño esfuerzo. La última vez que Calliden la miró, la inmensa criatura del Caos, que había recuperado su tamaño anterior, estaba liberando su frustración con uno de los mundos de colores, al que le dio con la parte plana del hacha de batalla un golpe de lado que lo hizo volar en pedazos hacia el sol en forma de disco.
Por primera vez, el navegante tuvo la sensación de entender plenamente de qué quería proteger el divino Emperador a la especie humana.
Por un instante se preguntó si el planeta machacado tendría población humana.
Muchos soles multicolores pasaron a toda velocidad, algunos deformes, otros en forma de anillo, unidos unos en complicadas configuraciones por filamentos de luz y fuego, rodeados otros por intrincadas decoraciones hechas de oro, plata y bronce. No había coherencia alguna, no había dos que fueran idénticos. Era un universo menor envuelto en una tormenta, un mundo donde las leyes naturales de la física no existían. La voluntad y la imaginación de los demonios era lo que contaba.
—El Sistema Planetario de la Rosa —insistía Kwyler—. Busque el Sistema Planetario de la Rosa.
Calliden lo encontró, llegó hasta él desde la oscuridad y la distancia y, a pesar de todo lo que había visto antes, se quedó mudo de asombro.
—¡Maynard! —gritó—. ¡Ven y mira esto!
El mercader avanzó con paso vacilante desde la litera donde había estado echado y miró con los ojos nublados. Tenía los brazos caídos y la mandíbula caída.
El Sistema Planetario de la Rosa era, como su nombre indica,
un gran conjunto de estrellas. Por lo general, los sistemas planetarios eran globulares y contenían miles, a veces decenas de miles de estrellas. En ese aspecto, el Sistema Planetario de la Rosa era como los demás.
Sin embargo, todas las estrellas eran de un arrebatador color rosado, y la galaxia en su conjunto tenía la forma de una rosa. Allí estaba todo: los pétalos curvos, de cientos de años luz de un lado a otro, recogidos en hojas de estrellas y gas resplandeciente, también de color rosa, con los pétalos imbricados unos en otros, dispuestos en capas hasta llegar al corazón de un suave resplandor. Algún poderoso demonio con sentido de la belleza le había dado forma. Calliden encendió el telescopio e hizo que su imagen apareciera en la videopantalla. Una de las estrellas que formaban la galaxia estaba frente a ellos. También tenía la forma de una rosa, con plasma radiante mágicamente suspendido formando capas idénticas de delicados pétalos.
—Cada uno de los soles que hay en su interior es lo mismo dijo Kwyler—. Y eso no es todo. Cada uno de los planetas también tiene la forma de una rosa. Miles y miles de ellos.
—¿Está Gundrum ahí?
—No, utilizamos esto para orientarnos —respondió Kwyler, haciendo un gesto de negación—. Pero están cerca. ¿Puede percibir a Aegelica? Su rastro ya debería ser perceptible.
Señaló un punto de luz pardo-rojiza a la izquierda del Sistema Planetario de la Rosa. Evidentemente, no formaba parte de la galaxia propiamente dicha, ya que había sido omitido por la magia del signo que fuera que había creado el milagro floral.
—Ésa es la estrella. Tiene un solo planeta. Ahí es a donde vamos a parar generalmente. Allí tiene Gundrum la base de su comercio.
—¿Cómo puede estar seguro de que están ahí?
—¡Porque usted nos ha traído hasta aquí, navegante! ¿Cómo cree que lo ha encontrado? —respondió Kwyler, soltando una breve y explosiva carcajada.
Aunque el propio Kwyler podría haberlo hecho con la misma facilidad, Calliden condujo a la Estrella Errante hacia aquel sol mediocre. Cuando se volvió visible, resultó ser una esfera caprichosa y turbulenta, airada, fangosa, atravesada por destellos rolos. No fue difícil encontrar su único planeta. Describía una órbita próxima a su estrella primaria, y cuando puso el tabulador a buscar planetas hermanos, no detectó ninguno. Un sol con un solo planeta era algo muy raro en el resto de la galaxia y, por lo general, era el resultado de algún accidente cósmico que había destruido el resto del sistema planetario. Al recordar cómo había visto a un demonio destruir sin más un planeta un momento antes, Calliden no pudo evitar pensar en lo que podía haber ocurrido aquí.
No sabía hasta qué punto podría deberse a una sugestión de Kwyler, pero le pareció sentir una presencia' insinuante en su mente. Aegelica, la de la cola con púas y largas garras en lugar de manos. Le dio la impresión de que le sonreía, de que se reía de él. El recuerdo de lo que había estado a punto de hacer a Rugolo volvió a su memoria e hizo que se sintiera sucio y depravado.
Fijó la nave en órbita y estudió el mundo que estaba allí abajo. Al igual que su sol, tenía un aspecto turbulento. Su superficie estaba oculta por nubes en ebullición atravesadas por relámpagos. Sin embargo, un rasgo más insólito llamó la atención de Calliden. Hasta doce torres puntiagudas sobresalían del planeta atravesando no sólo la capa de nubes, sino también la atmósfera. Esto daba al planeta un aspecto estrellado, como el de una semilla cubierta por una vaina erizada de espinas. Las agujas debían de tener mil millas de altura. De vez en cuando, de sus extremos surgían corrientes de energía, enlazando unas torres con otras en configuraciones transitorias.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Calliden a Kwyler, señalando las torres.
—Montañas.
—Es físicamente imposible que haya montañas de esa altura —respondió Calliden, haciendo un gesto de negación.
—Se olvida de dónde estamos.
Fascinado, Calliden se quedó mirando las descargas de aquellas torres increíbles. Pensó que no era correcto llamarlas montañas. Eran demasiado esbeltas. Delgadas columnas de roca de mil millas de altura...
—Bueno, piloto, aterricemos —dijo Kwyler, interrumpiendo sus cavilaciones—. Lo guiaré hasta el campamento de Gundrum.
—¿No le parece peligroso? —preguntó Calliden intrigado—. Nuestro plan es seguir a su nave espacial para salir del Ojo. Deberíamos permanecer ocultos. No creo que nos detecten si nos quedamos en órbita.
Por toda respuesta, Kwyler buscó entre sus ropas, sacó la botella de licor y la inclinó para mostrarle lo poco que quedaba.
—He venido para conseguir un poco de esto, ¿recuerda? I —¿Nos va a poner en peligro por eso? Sea razonable.
Los dedos de Kwyler rebuscaron otra vez entre sus ropas. Durante un momento, Calliden temió que sacara su rifle de fusión. Pero no, no podía ser tan tonto como para descargar su mortífera energía en la pequeña cabina. Eso los vaporizaría a todos. No, por supuesto, no creía que Kwyler los atacara así.
—Me lo deben —dijo Kwyler con gesto contrariado—. ¿Dónde estarían si no hubiera sido por mí? Bajemos. Ya se lo he dicho, Gundrum no les hará daño.
Rugolo también tenía la vista fija en el espinoso planeta. Calliden sintió que estaba librando una dura lucha con respecto a Aegelica. Sus ojos reflejaban avidez, pero su rostro estaba pálido de terror.
«Aegelica.»
Al navegante le pareció oír que Rugolo había susurrado su nombre, pero sus oídos no habían captado ningún sonido. Estaba detectando o adivinando de una manera subconsciente los pensamientos de Rugolo.
—Es demasiado arriesgado —dijo el mercader, saliendo súbitamente de su ensoñación—. Permaneceremos en órbita y luego seguiremos a la nave de Gundrum cuando despegue. Si quiere más licor, se lo compra a Gundrum cuando lleguemos a Calígula si es que lo tiene y quiere vendérselo. Eso es todo.
—Muy bien... capitán —concedió Kwyler con un gesto de desencanto.
—¿Cuánto tiempo suele quedarse Gundrum en este lugar? —preguntó Calliden.
—No mucho —respondió Kwyler, encogiéndose de hombros—. Tal vez un día o dos en tiempo imperial. Por supuesto que eso de que van a volver a Calígula es una suposición. Puede que por la bonita cabeza de Aegelica pase la idea de explorar un poco más el Ojo.
Rugolo recordó lo que Kwyler había dicho sobre que Gundrum tenía una fuente de abastecimiento. Era evidente que el adicto intentaba por todos los medios influir sobre su decisión.
Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Uno llegaba a acostumbrarse a esperar en una nave espacial.
—Programaremos el escáner de alta definición para que salte una alarma cuando detecte un objeto despegando del planeta. Mientras tanto vamos a comer algo.
Rugolo preparó una comida a base de vegetales deshidratados y frutos secos en la pequeña cocina. Kwyler, como había hecho todo el tiempo, tomaba sorbos furtivos de su botella acanalada.
La fatiga se apoderó de ellos. Rugolo se retiró al camarote. Calliden dio a Kwyler una manta y luego se tendió en la litera para dormir unas horas.
Debía de haber pasado una hora o dos cuando un movimiento oscilante hizo que se despertara poco a poco. La única iluminación que había en la cabina era la del electrolumen de emergencia que nunca se apagaba y que arrojaba una tenue luz azulada. Levantó la cabeza y miró a donde Kwyler se había acomodado junto al mamparo, pero no consiguió verlo en la penumbra.
Oyó un susurro, un rumor atenuado, el sonido de una atmósfera que se deslizaba bajo el casco de la nave. Lo más silenciosamente que pudo, se levantó de la litera y vio la luz de los instrumentos en el tablero de control. Recortada sobre ella se veía la figura encorvada de Kwyler.
Debía de haber sacado la nave de órbita con impulsos momentáneos, casi silenciosos, de los motores para maniobras de proximidad. En la pantalla del visor externo vio un espesa nube parda pasando por los sensores. Estaban volando por la atmósfera del planeta, como un avión.
Kwyler los estaba llevando hacia el planeta del Caos.
Capítulo 12
En el Sistema Planetario de la Rosa
El panorama del cielo desde Rhodonius 428571429, ya fuera e día o de noche, no tenía igual. Durante el día estaba dominado por el sol rosado de Rhodonius, envuelto en sus radiantes pétalos rosados, y las estrellas más cercanas del circundante Sistema Planetario de la Rosa lucían en un cielo de color malva pálido. El despliegue nocturno era aún más espectacular. Todo el sistema se dibujaba sobre un fondo de color púrpura, con estrellas y brillantes nubes de gas que se extendían, una capa tras otra, envolviendo al planeta con infinitas conchas de brillantes velos rosados. El panorama general era el mismo desde todos los planetas que pertenecían a la galaxia, todos los cuales eran designados con el nombre Rhodonius seguido de un número. Se decía que cada número representaba tan sólo una barba de una de las plumas del Gran Dios Tzeentch.
Por lo que respecta a Rhodonius 428571429, la configuración precisa del panorama dependía del lugar donde uno estuviera, puesto que no había una única línea del horizonte. Cada pétalo de la rosa planetaria configuraba un paisaje, y los pétalos se arqueaban unos sobre otros, permitiendo que la luz penetrara lo suficiente para enviar un brillo rosado a los niveles más bajos, y la roca rosada, similar al cuarzo de la que se componían, cantaba débilmente con una nota aguda, dulce, cristalina. |í El capitán Zhebdek Abaddas, antiguo miembro del Capítulo de los Angeles Oscuros, eterno enemigo del Emperador y de lodo lo que defendía el Imperio de la Humanidad, observó el magnífico panorama desde uno de los pétalos planetarios de la segunda capa, con un baldalquino de cuarzo cerniéndose sobre él. El sol se estaba poniendo en medio de un brillo rojizo y la rosa más grande de la galaxia brillaba en todo su esplendor. Este era el momento del día en que hacía una pausa para recordar a su amado Señor de la Guerra Horus, que debía haber reemplazado al Emperador y marcado el comienzo de una nueva era de gloria.
Recordaba, también, a su propio preceptor espiritual, el comandante Luther, supuestamente muerto en la gran batalla final en el mundo de origen de los Ángeles Oscuros, Caliban. Aunque corría el rumor de que todavía vivía, Abaddas nunca lo creyó. Si Luther hubiera sobrevivido, habría reunido a todos los Ángeles desperdigados bajo un solo estandarte, aquí, en el Imperio del Caos.
Finalizada su meditación diaria, el capitán Abaddas se dispuso a ponerse de nuevo su armadura. Este también era el momento del día en que podía despojarse de la armadura durante un rato, aunque cada vez le resultaba más difícil. Había llegado a considerar la armadura como parte de sí mismo. Cuando estaba sin ella le parecía estar desnudo. Ya no se consideraba a sí mismo como un cuerpo de carne y hueso.
Había cambiado mucho desde que la habían adaptado para él por primera vez. Los forjadores de armaduras del Adeptus Mecánicus que la habían creado apenas la reconocerían ahora como trabajo suyo. Todos los antiguos símbolos habían sido reemplazados, pero eso era lo de menos. El traje de energía, con una forma voluminosa y cuadrada, el tipo de armadura de Marine Espacial más aparatosa de su época, parecía haber estado sumergida durante siglos en algún baño químico y haber desarrollado excrecencias cristalinas de colores, transformando las antes limpias líneas de ceramita en retorcidas líneas curvas.
Tal explicación 110 estaba muy lejos de dar en el blanco. El traje de energía tenía diez mil años de antigüedad, aunque considerado desde otro punto de vista tan sólo tenía cien años, ya que el tiempo no transcurría linealmente en el reino del Caos. Realmente había sufrido una mutación como si fuera algo vivo, la armadura y su portador crecían juntos, cambiaban juntos, dirigiéndose hacia el punto en que al fin se convertirían en un solo ser. El capitán Abaddas sabía que llegaría un día en que ya no tendría voluntad para quitársela.
Una armadura del Caos.
Al ver que había terminado su meditación, sus esclavos de cámara se adelantaron a toda prisa y con la habilidad que da una larga práctica empezaron a acomodar su cuerpo marcadamente musculoso acompañado de un rostro adusto, tan acostumbrado ya a no expresar nada, dentro de la mole formada por metal modificado, ceramita y maquinaria. Ahora era tan difícil como hubiera podido serlo antes. Sin embargo, su cuerpo todavía conservaba todas las modificaciones de los Marines y casi no había sido alterado por los regalos del Caos, ya que no adoraba a ningún poder concreto del Caos. La señal del Caos era perceptible, sobre todo, en su fuerza de voluntad.
Abaddas se erguía en medio de un prado sembrado de rosas de todos los tamaños y colores. Su alojamiento era una cabaña excavada en el tronco de un rosal gigante. Su guardia personal se había acomodado en el bosque de rosas situado más abajo, en el espacio comprendido entre el pétalo planetario en el que él estaba y el pétalo superior. La propiedad del capitán de los Angeles —es decir, el territorio en el que todos lo temían y obedecían— consistía en estos dos pétalos y los pétalos situados a ambos lados, aunque podía ejercer su poder sobre una parte mayor del planeta cuando lo deseara, y de vez en cuando lo hacía.
Su bigotudo senescal se aproximó. Llevaba una armadura corporal formada por láminas talladas de feldespato azul y un casco de dura madera de rosal. Llevaba una alabarda. Todo ello indicó a Abaddas la naturaleza del mensaje que le traía.
—Señor, hemos localizado a los intrusos en el bosque —dijo el senescal, haciendo una reverencia.
A estas alturas los esclavos de cámara habían sujetado el casco de Abaddas, con su visor en forma de proa. Tenía acceso a todos sus sentidos agudizados por la armadura, que superaban con mucho a los de cualquier Marine Espacial del Imperio humano. Podía ver los sentimientos del senescal tan claramente como su rostro, jugueteando por su cuerpo como los colores cambiantes de un camaleón. El senescal se sentía animado, con plena confianza en su comandante, excitado ante las perspectivas de conflicto.
Pero además, como era de esperar, tan asustado ante la perspectiva de ser sacrificado en el plan de batalla de Abaddas, como de que el enemigo lo matara. Abaddas gruñó para sí. Un ser humano sin modificar era un mosaico de emociones, cualquiera de las cuales podía traicionarlo. Había sólo dos maneras de extirpar el miedo: neuroeirugia o recibir los regalos del Caos. Abaddas no había sentido miedo durante miles de años.
Su voz profunda salió de su casco como una explosión.
—¿Cuantas horas de marcha?
—Quizás dos, señor.
—Reúne al sargento Arquid y a sus tropas. Atacaremos esta noche.
—Sí, señor. —El senescal hizo una nueva reverencia y partió.
Los esclavos de cámara, terminada su tarea, retrocedieron con la mirada baja.
Abaddas empezó a revisar sus armas: espada sierra, bolter, pistola de rayos, un arma del Caos que no funcionaba fuera del Ojo del Terror, regalo de un príncipe demonio en agradecimiento por haber tomado parte en una campaña.
Cuando terminó, volvió a sumirse en sus pensamientos, quedándose tan quieto como una estatua tallada mientras el sol desaparecía y el Sistema Planetario de la Rosa tomaba posesión del cielo. Algunas veces el capitán Abaddas añoraba la compañía de los de su clase. Oh, había conocido a otros Marines traidores —había más o menos un cuarto de millón de ellos en el Ojo—, pero en ninguno de sus viajes se había encontrado con otro Ángel Oscuro. Por lo que él sabía, podía ser el único hermano de batalla que había sido arrojado a este lugar, en aquel terrible día en que todos habían sido arrastrados a través de la disformidad y esparcidos por toda la galaxia. En una ocasión había tenido noticias de otro, pero no había conseguido encontrarlo; con el paso del tiempo llegó a la conclusión de que lo que había oído sólo era una historia sobre sí mismo.
El capitán de los Ángeles Oscuros no había permanecido en el Sistema Planetario de la Rosa mucho tiempo. Había deambu lado por todo el Ojo del Terror, siempre solo, siendo testigo de innumerables maravillas y ofreciendo sus servicios a un príncipe tras otro. Las guerras eran constantes en el Ojo; su servoarmadura estaba quemada y marcada para siempre por la acción que había visto. Sin embargo, le había resultado fácil intimidar a los habitantes y labrarse un territorio propio. Un guerrero de verdad siempre debía tener esclavos.
Un poderoso demonio de Tzeentch había transformado la ga laxia original, imponiendo con magia el tema de la rosa sobre ella, pero la había dej ado más o menos abierta, por lo que atraía a todo tipo de renegados del Caos. En los últimos tiempos, una multitud de adoradores de Khorne había realizado incursiones en el sistema, siempre feroz, siempre destructiva, sólo para matar. Abaddas había oído que se estaba librando una guerra entre ei patrón de la Galaxia y un gran demonio de Tzeentch, por lo que consideraba un acto de cortesía el oponerse a los invasores, especialmente si amenazaban sus dominios.
El senescal volvió con el capitán Arquid, mientras más de dos mil hombres que había entrenado bajo la supervisión de Abaddas empezaron a introducirse desde el bosque de rosas situado en el límite del prado. Arquid, que no era nativo del Ojo, era un renegado del Caos que había luchado como mercenario en los márgenes del Imperio antes de ser arrojado a la tormenta de disformidad a bordo de una nave de guerra estropeada. La vida aquí se ajustaba perfectamente a su naturaleza aventurera. Una ráfaga de lanzallamas le había desfigurado un lado de la cara, y nunca había sido reparado; en el Ojo no existía la cirugía reparadora. Un penacho rojo reemplazaba el cabello, el único favor visible que había recibido del Caos hasta el momento. Llevaba una cota de malla y un peto metálico, pero prefería no llevar casco para que se viera su mutación. Colgando del cinturón, al estilo caballeresco, llevaba dos pistolas láser.
De los miembros del pequeño ejército de Abaddas, varios cientos eran aventureros como Arquid y el resto, reclutas locales, algunos de los cuales llevaban armaduras de feldespato azul como la del senescal —ya que no había minerales metálicos en la corteza de Rhodonius 428571429—, pero muchos iban vestidos con sus ropas habituales de fibra de madera de rosal trenzada. Había una gran variedad de armas, desde pistolas de metal, lanzallamas y pistolas láser hasta hachas de cuarzo, lanzas y picas.
Movidos por los gritos y los juramentos de los cabos, formaron en apretadas columnas, sosteniendo en alto sus estandartes decorados con llamativos diseños de color vermellón, morado y negro, en su mayor parte diseñados por Abaddas y que incorporaban o rediseñaban varios símbolos bien conocidos de los Poderes Oscuros. Muchos de los estandartes llevaban un retrato de Abaddas enfundado en su servoarmadura, con su visor afilado sobresaliendo hacia adelante, empuñando el bolter y la espada sierra, como si estuviera a punto de arrollar al espectador. En estos lugares, un Marine Espacial consagrado al Caos era una figura que infundía terror, y Abaddas lo explotaba convenientemente.
Ahora estaba de pie frente a ellos, con las piernas separadas y las enormes botas aplastando las rosas. Se dirigió a ellos brevemente, y su voz amplificada retumbó sobre toda la asamblea.
—Un enemigo terrible ha invadido nuestro hermoso reino y ha acampado en el bosque. Un enemigo que os arrebatará muchas más hijas y matará a muchos más de vuestros hijos, que yo. Ahora vamos a destruirlo y humillarlo, no para proteger a vuestras familias y vuestras granjas, no por miedo hacia mí, sino porque de esta manera complaceréis a los dioses. ¡Arrojaos sobre el enemigo! ¡Todo el que rehúya la lucha, se las verá con esto!
Alzó la espada sierra e hizo que zumbara durante unos segundos, agitándola en el aire. Cuando empezó a presionar a los lugareños para que hicieran el servicio militar, en algunas ocasiones mataba a todos los supervivientes de una batalla para levantar la moral. Así conseguía que los reclutas que los reemplazaban mostraran un poco más de firmeza como resultado.
Terminó su alocución con una ferviente oración:
—¡luther, guíanos! ¡horus, concédenos tus favores!
—¡Sargento Arquid! ¡Le doy el doble de tiempo! ¡Tiene una hora para atravesar el bosque!
Arquid gritó las órdenes. Después de replegar los estandartes para avanzar con más facilidad, la compañía marchó a la carrera a través del prado y penetró en el bosque, formando columnas que se movían con facilidad entre los troncos de los rosales gigantes. El crepúsculo dejó paso a la noche. A medida que bajaba la temperatura, la canción del cuarzo cambió de tono y subió de volumen, con una nota triste y seductora. La parte inferior del vasto pétalo planetario se cernía formando un arco muy arriba, sobre sus cabezas, como el techo de una cueva gigante, pero las capas de la magnífica rosa interestelar de la galaxia todavía se veían a través de la bruma, como si atravesaran una pantalla luminosa. El bosque de rosas, con sus enormes flores —que eran más grandes que un hombre, y que despedían fuerte y embriagador olor— no conocían la oscuridad, sólo un crepúsculo de color púrpura.
Abaddas no se molestó en preguntarse cómo un grupo de ataque de otro mundo había conseguido penetrar tan profundamente en los dos paisajes de los pétalos. Creía saberlo.
Casi una hora después ordenó reducir el paso y envió a varios exploradores por delante. Los informes que trajeron no eran sorprendentes. Con sus sentidos aumentados, podía oír dónde estaban las fuerzas de Khorne, acampadas en una hondonada, disfrutando de una ruidosa juerga. Incluso podía ver el brillo de sus hogueras, que se reflejaba en los brillantes tallos de los rosales.
Mandó hacer un alto y avanzó solo, moviéndose sigilosamente, a pesar de su gran volumen, con su andar motorizado. Los invasores, haciendo gala de su desprecio por la cautela, actitud típica de los seguidores de Khorne, no habían puesto centinelas. Se ocultó tras un arbusto de rosas y echó una ojeada al campamento.
La madera de rosal ardía alegremente, despidiendo una luz brillante. La hondonada era bastante grande, del tamaño de un anfiteatro, ya que habían cortado los rosales para hacer sitio y los habían arrojado a la hoguera del campamento. Abaddas calculó que debía haber un millar de guerreros alrededor de la misma. Aplicó sus sentidos más allá del campamento, y creyó ver los trazos de la nave de desembarco que los había llevado hasta allí. La nave espacial que los había transportado podía estar todavía en órbita, aunque era poco probable. A aquellas alturas, su impaciente capitán se habría marchado a otro lugar, prometiendo volver en otro momento.
Miró hacia arriba, paseando la mirada por la bóveda celeste. Allí estaba. Un hueco, a través del cual el Sistema Planetario de la Rosa brillaba con mayor claridad. Los adoradores de Khorne habían agujereado el pétalo planetario que estaba encima, y habían entrado en el planeta de la rosa como un gusano devorador.
Sabía muy bien cómo lo habían hecho. Habían utilizado un explosivo que combinaba el poder demoníaco y la fusión nuclear, apuntando en una dirección y haciendo un agujero limpio de un cuarto de milla de cuarzo sin producir el menor ruido. Lo había visto hacer antes, a pesar de que no era fácil encerrar a un demonio menor en una bomba de fusión.
Dirigió su atención al campamento. Un tótem resplandeciente y de aspecto furioso de Khorne había sido erigido a la luz de la hoguera, observando la escena cómo si tuviera plena conciencia de ello, lo cual probablemente era cierto. Vio que casi todos los guerreros eran renegados del Caos que habían recibido mutaciones. Eran comunes las cabezas de perro; los brazos mutados en espadas, las hachas de batalla o las porras con púas; las colas de escorpión; las lenguas que arrojaban dardos venenosos. Unos cien aproximadamente habían recibido juntos sus recompensas del Caos. Todos tenían caras de insecto, con mandíbulas transversales lo suficientemente fuertes —Abaddas había visto antes esta mutación— como para traspasar el acero.
Y entre ellos había algunos grandes paladines, bastante transformados, que tenían más de monstruo que de humano, y cada uno de sus pasos y de sus gestos irradiaban violencia.
Los adoradores de Khorne habían descubierto que había una fuerza enemiga en el bosque. Habían capturado a uno de los exploradores, y a varios de los habitantes del bosque. Tras despejar una zona alrededor del tótem, habían desnudado a los prisioneros y les habían dado espadas. Éste era el único tipo de deporte que les gustaba practicar a los adoradores de Khorne. Con el rostro ceniciento, los cautivos eran obligados a luchar por su vida contra los oponentes que la horda bestial elegía.
Pero todavía prevalecía el sentido del honor del Dios de la Sangre. Abaddas ajustó su oído y oyó, a través de los gruñidos y aullidos de celebración, cómo establecían las condiciones del combate. Los prisioneros podían golpear en cualquier parte del cuerpo, mientras que sus adversarios Khorne sólo podían destriparlos.
Había unos cincuenta prisioneros, pero el entretenimiento sólo duró unos minutos. Había intestinos desparramados en montones rojos sobre la tierra empapada de sangre, acompañados por estertores de muerte. No había piedad para aquéllos que, viendo el destino que los esperaba, se negaban a luchar o rogaban para que se les perdonara la vida. La única respuesta era un tajo que atravesaba su abdomen.
De la multitud salieron unas criaturas perturbadas, casi animales, que empezaron a lamer la sangre y a engullir las tripas humeantes. Habían sido humanos tiempo atrás, pero ahora estaban deformados de una forma indescriptible. Andaban a cuatro patas y podrían resultar cómicos en su ser grotesco si no fueran tan horribles. Eran engendros del Caos, paladines de Khorne cuyas carreras habían terminado en la peor de las degradaciones al haber disgustado a su señor de alguna manera. El conocimiento de este destino y de los regalos a que se exponía uno consagrándose a una deidad determinada era una de las razones por las que Abaddas había desistido de adoptar el culto de un poder concreto del Caos.
Volvió la cabeza hacia donde le esperaban sus tropas, amplificando la voz. Sus palabras rugieron a través del bosque púrpura, haciendo temblar los carnosos pétalos de las rosas.
—¡avanzad! —ordenó.
Y se precipitó de un salto hacia el campamento de los adoradores de Khome.
—¡Sangre para el Dios de la Sangre! —bramó, con el amplificador todavía a plena potencia. Su espada sierra diseminó sangre y jirones de carne por todo el campamento. Su bolter destruyó coraza tras coraza mientras arremetía contra el montón de cuerpos. Vio miradas de admiración en caras, que eran destruidas una décima de segundo después. Su armadura se hizo visible en un crescendo de láser y fuego de lanzallamas. Por su visor de ángulo reducido veía pasar un gran número de lanzas inútiles.
Los paladines del Caos lucharon unos contra otros por el honor de ser los primeros en enfrentarse a él, sólo para caer con roncos gritos de satisfacción, vencidos por un guerrero digno.
Con el sargento Arquid a la cabeza, el pequeño ejército de Abaddas irrumpió en el anfiteatro, con los estandartes desplegados. Normalmente no habrían sido adversario para los enloquecidos Khorne, además de que los doblaban en número, pero Abaddas ya había cambiado la marea a su favor. Blandiendo una pistola láser en cada mano, Arquid luchaba espalda contra espalda con Abaddas, acabando tranquilamente, uno tras otro, con los que los atacaban por los flancos, y observando divertido cómo los heridos de muerte mostraban orgullosos sus mutaciones sagradas en sus agonías finales, invocando a Khorne para que presenciara su final.
La matanza se hizo entonces más igualada. Los mutantes con cabeza de insecto, demostraron facilidad para arrancar a mordiscos caras, cabezas y extremidades. El ambiente fue invadido por un ruido confuso de aullidos y chirridos, ululatos y berridos, gruñidos y roncos gritos, e incluso relinchos de terror proferidos por los más débiles de los reclutas de Abaddas. En el límite de esta visión vio cómo algunos se escabullían. Tomó nota de ellos para ejecutarlos más tarde como medida ejemplarizante.
La barrera de fuego había agotado el cargador de su bolter, tras eliminar una tercera parte de las fuerzas de Khorne. En lugar de perder unos segundos para cambiar el cargador, metió el arma en su soporte y cogió su pistola de rayos con el guantelete.
No se parecía en nada a otras pistolas. La boca era una ranura cuya anchura era cinco veces superior a su altura, y estaba envuelta en una serpiente decorativa de brillante electrum. Tan pronto como cogió la empuñadura, sintió cómo la pistola se conectaba con su mente. Como muchas otras cosas fabricadas en el reino del Caos —sobre todo las armas— era en parte física y en parte psíquica. Sólo quienes tenían una gran fuerza de voluntad podían usar la pistola de rayos. Su empuñadura era capaz de hundir a un usuario de voluntad débil junto con el objetivo. El índice de Abaddas, cubierto por la armadura, se cerraba alrededor de un gatillo, que podría haber pertenecido a un arcabuz de carga por el cañón en la antigüedad remota.
Un rayo múltiple, semejante a una cinta de colores naranja, marrón y malva, que se iba estirando como un hilo de caramelo, salió culebreando de la ranura horizontal y rodeó el campamento con un fuerte zumbido. Parecía sentir atracción por las cabezas, fuera cual fuese su forma, y evitaba las de los hombres de Abaddas. Abaddas sintió el golpe de la conmoción cerebral en cada una de las mentes.
La pistola de rayos era un.arma terrible. No atacaba los cuerpos de los hombres, sino sus almas, obligándolos a recordar en un instante cada momento de su vida, haciendo al mismo tiempo que se odiaran a sí mismos. El alma huía del cuerpo horrorizada, para encontrarse de pronto en la disformidad y ser devorada por un demonio u otro ser en función de las necesidades.
El rayo psíquico elegía como blanco, en primer lugar, a los más mutados. Estos eran especialmente vulnerables, ya que eran obligados a verse a través de ojos nórmales, tal como eran antes de caer en las retorcidas visiones del Caos. El horror que sentían no conocía límites. Pálidos cuerpos se desplomaban sin vida en el bosque. Las armas, al chocar contra el suelo, producían un sonido metálico y un golpe sordo.
Un paladín de Khorne con colmillos, cara de lobo y pelaje de mamut lanudo, desnudo aparte de eso, despreciando cualquier protección y con un hacha de proporciones modestas en una garra y un puñal en la otra como únicas armas, profirió un rugido de rabia al ver los rayos que volaban de un lado a otro derribando a sus compañeros de armas.
—¡Deshonra, deshonra! ¡No hay sangre! ¡No hay sangre! ¡No hay honor sin sangre!
El principal regalo del Caos al desnudo paladín era un don de espiritualidad, el regalo de la valentía pura. Y en efecto, la pistola de rayos era un arma que ningún verdadero seguidor de Khorne utilizaría. Abaddas desvió el arma cuando el paladín se lanzó sobre él. Sentía un gran respeto por un paladín de Khorne, cuyo récord de batalla debía ser largo y glorioso.
Pero no se dejó engañar pensando en lo estúpido que era el paladín de Khorne al atacar a un Marine Espacial cubierto con su armadura con unas armas tan insignificantes. Si estaban consagradas por un demonio, podían atravesar la ceramita, la carne e incluso el hueso de un solo golpe. El traje de energía de Abaddas zumbaba mientras se movía de un lado a otro, repeliendo el hacha de la criatura con su espada sierra. De repente cargó hacia adelante, forzando al paladín peludo contra la multitud de cuerpos que luchaban a sus espaldas. Durante un momento, el servidor de Khorne perdió el equilibrio, y el hacha, tan afilada como una cuchilla, osciló en el aire. Abaddas intervino. La cabeza fue separada de los hombros y voló por los aires, goteando sangre por encima de los combatientes que estaban más abajo.
Abaddas tuvo tiempo para echar una mirada satisfecha a su alrededor. A pesar de haber tenido que reclutar a algunos elementos poco aptos —los habitantes de los planetas de la rosa no eran tan belicosos como él hubiera querido—, el entrenamiento forzado estaba dando resultados. Los invasores estaban siendo masacrados.
Entonces llegó un ruido de arriba, un zumbido, un relincho, un martilleo. Abaddas vio unas formas abultadas que descendían, tras entrar por el agujero excavado en el pétalo planetario superior.
Fue en aquel momento cuando comprendió su error. El campamento que había atacado no era más que la vanguardia de una invasión mayor. Probablemente, todo el Sistema Planetario de la Rosa estaba sufriendo la invasión de una horda de adoradores de Khorne provenientes del espacio.
En efecto, al tiempo que las recién llegadas naves de desembarco se desplomaban sobre el bosque de rosas, aplastando los capullos y haciendo que el dulce y fresco an«»ia de las rosas se mezclara con el del sudor animal y la sangre derramada, vio lo improvisado de su construcción, como si hubieran unido con soldadura —quizás incluso estaban unidas mediante la magia— placas de metal a las que apenas habían dado forma, desiguales y llenas de fallos, y a las que apenas habían dejado enfriar, dando la impresión del metal recién salido de la fundición. Las habían unido de cualquier modo en algún taller, quizás incluso en una nave espacial.
Y ni siquiera estaban diseñadas para volver a despegar. Quedaban destrozadas al aterrizar, sus cascos caían con estrépito al suelo y quedaban reducidas a chatarra. De sus interiores abultados fluían montones de hombres bestia que echaban espumarajos por la boca, cayéndose y tropezando unos con otros en su ansia por matar. Manaba sangre, incluso, del interior de la nave de desembarco desmantelada, y la multitud, al salir, arrastraba cuerpos mutilados. La lucha había empezado dentro de las naves durante el descenso, a pesar de su reducido espacio.
Un torrente interminable de cápsulas de desembarco parecía estar cayendo a través del crepúsculo purpúreo. Abaddas no profesaba gran lealtad a Tzeentch. En principio había pensado defender su pequeño territorio en honor al gran demonio que gobernaba el sistema planetario, como si fuera un tributo por sus tierras. Pero era poco probable que pudiera resistir una incursión de aquel calibre.
Al menos por el momento. Las cosas serían diferentes, se dijo para sus adentros, cuando la Gran Noche llegara. Y eso ocurriría dentro de poco.
Dio la orden de retirada. Unos cuantos, los poseídos por la sed de sangre, se mostraron reticentes, dispuestos a enfrentarse a una muerte segura en el fragor de la batalla, pero obedecieron. Lo que quedaba de sus fuerzas desapareció entre los rosales, un terreno que conocían mejor que los invasores, que seguían cayendo del claro y despejado cielo.
Era imposible saber a ciencia cierta el camino que seguirían los adoradores de Khorne, pero el hecho de que hubieran usado un artefacto de fusión demoníaca para abrirse camino hacia el planeta indicaba que tenían intención de adentrarse profundamente en él. En los espacios más estrechos entre los pétalos planetarios que estaban más juntos había tribus y reinos desconocidos, perspectivas de sangre y aventura que tanto gustaban al Dios de la Sangre y a sus secuaces.
Estaba a punto de amanecer cuando se reagruparon y volvieron a la hondonada donde el capitán Abaddas tenía su cabaña de ermitaño. Habían transportado a los heridos más graves a través del bosque. Los acostaron en camas improvisadas hechas de pétalos de rosa amontonados, y Abaddas encontró tiempo para atenderlos con hechizos curativos que había aprendido durante su estancia en el Ojo.
Mientras tanto el sargento Arquid hizo formar al resto, a la espera de las órdenes de su señor. La voz de Abaddas era más suave cuando se dirigió a ellos, alabó su coraje y disciplina y pronunció unas breves palabras en reconocimiento a los caídos. Había también una tarea más importante que atender. Algunos de los que habían huido habían vuelto, aturdidos y confusos. Otros, los que todavía tenían suficiente inteligencia como para recordar la advertencia de Abaddas, se habían ocultado en el bosque.
Bueno, los adoradores de Khorne pronto darían buena cuenta de ellos. Abaddas ordenó a los cobardes que formaran una fila, y les preguntó si comprendían el castigo. Sus ojos se abrieron como si lo hubieran olvidado, pero ninguno protestó, ninguno opuso resistencia, ni trató de escapar. De todos los miles de millones de seres humanos que vivían en el reino del Caos, había muy pocos que no entendieran la arbitrariedad y el absolutismo de sus soberanos. Inclinaron las cabezas en sumisa obediencia a medida que la espada sierra de Abaddas cortaba un cuello tras otro y un cuerpo tras otro se desplomaba sobre el suelo cubierto de rosas.
—Volved a vuestros pueblos —dijo a los espectadores silenciosos, algunos de los cuales acababan de ver a sus propios parientes ejecutados—. Pronto sabremos si volverán los invasores.
Se fueron. Los malheridos empezaban a dar gracias a medida que iban sintiendo el efecto de los hechizos curativos. Los esclavos de cámara de Abaddas avanzaron. Sabían que querría inspeccionar su armadura después de una batalla. Les permitió quitársela, examinó su exterior en busca de daños y probó todos sus sistemas cuidadosamente, inspeccionando las runas de diagnóstico una por una. Trajeron aceites aromáticos, todos con base de rosas, y toallas con las que se limpió los restos de sangre y suciedad. A continuación abrillantó cada placa, cada adorno, cada emblema hasta que todos brillaron como antes. Este era un trabajo que un Marine Espacial debía de hacer por sí mismo. Sería un insulto para su armadura, su Capítulo y su dios que lo hicieran los esclavos o los sirvientes.
El sol de la rosa estaba saliendo, el Sistema Planetario de la Rosa se desvanecía, mientras le colocaban otra vez el traje de energía. Despidió a los esclavos y rezó, dirigiéndose primero a Luther y después a Horus, para saber si había actuado con corrección, ahondando en las profundidades de su cerebro en busca de una respuesta.
Cuando se volvió hacia su cabaña, su mirada se detuvo en la cobriza nave zooforme asentada sobre su vientre a la sombra de los rosales, sostenida en parte sobre unas patas rechonchas de reptil, mutada su anterior forma de torpedo en una forma retorcida, nudosa, una mezcla entre un tronco de árbol caído y un reptil estriado, con el morro hacia arriba como si estuviera ansiosa por lanzarse al espacio. Era el medio para abandonar Rhodonius 428571429 en caso de necesidad.
Entró en su cabaña, y revisó y limpió sus armas. El único mueble que allí había era una enorme silla de madera de rosal, de respaldo recto, que ocupaba la mitad del espacio. Era en esta silla donde, con toda su armadura, el capitán Zhebdek Abaddas de los Angeles Oscuros pasaba gran parte de su tiempo. Comía, dormía y pensaba en ella. Se sentó, descansó un momento y después contempló el futuro.
Más o menos a media mañana aparecieron unos aldeanos buscando al senescal, que no se atrevió a molestar al adormecido Marine Espacial. Algunas horas más tarde apareció Abaddas. Había decidido revisar la nave zooforme.
—Señor, los aldeanos tienen noticias —dijo el senescal, haciendo una reverencia.
—¿Vienen los invasores?
—No, mi señor, no se trata de eso —el senescal hizo un gesto al grupo de cinco aldeanos, que vestían simples blusones tejidos, y les indicó que podían hablar.
Al principio guardaron silencio, hasta que el senescal los animó a que hablaran en un tono más severo.
—Lord Abaddas, hemos encontrado algo, tendido en el prado situado a las afueras de nuestra aldea.
Aunque él mismo la había propiciado, Abaddas sintió desprecio hacia su actitud servil.
—Bueno, ¿de qué se trata?
—No se mueve, señor. Creemos que está muerto.
—¿Muerto? ¿Quién está muerto?
De nuevo parecían reticentes, hasta que Abaddas levantó su brazo cubierto de ceramita, amenazando con partirles el cráneo.
—Un Marine Espacial, señor—dijo el más valiente de todos.
Capítulo 13
El largo sueño
Lo único que el sargento Abdaziel Magron podía oír encerrado en su traje de energía era el sonido de su propia respiración. Habían pasado muchas horas desde la destrucción conjunta de la base rebelde de los Devoradores de Mundos y la fuerza de ataque leal, incluido el acorazado Venganza Imperial.
Las estrellas se movían con lentitud a su alrededor. Giraba indefenso, consciente de que el rescate era imposible. Después de un buen rato se dio cuenta de que todavía asía su espada sierra con el guantelete, a pesar de que la debía de haber apagado en algún momento. La envainó con resignación.
En esta situación, era inevitable que un hombre de profundas convicciones religiosas reflexionara sobre el curso que había tomado su vida. La verdadera vida del sargento Magron había empezado cuando tenía siete años y se lo llevaron de su mundo natal, Duthovan, un mundo salvaje de mares revueltos, cielos tormentosos, archipiélagos montañosos y hombres de fuerte musculatura que habían aprendido a navegar por todo su planeta en endebles catamaranes. Los duthovanos eran famosos por su fuerza y arrojo. Esto era lo que había llevado a los reclutadores de los Angeles Oscuros hasta allí, en busca de futuros legionarios.
El entrenamiento de Abdaziel Magron había empezado de inmediato en el monasterio fortaleza de Caliban. Ni siquiera ahora podía recordar cuál había sido su nombre nativo. Por tradición, los novicios de los Ángeles Oscuros adoptaban nuevos nombres. Pero de ios trescientos muchachos de su promoción, sólo él había sobrevivido a los rigores de aquel primer entrenamiento. A continuación había servido veinte años en una compañía de exploradores, que pertenecía al Regimiento de Luther, un gran honor, ya que el Regimiento de Luther era el más respetado de los diecinueve regimientos del Capítulo de los Ángeles Oscuros.
En una compañía de exploradores era donde un futuro Marine Espacial probaba su auténtica valía, ya que a menudo se los enviaba al mismo frente de batalla protegidos tan sólo por una ligera armadura de escamas y se los mandaba a las misiones más peligrosas completamente solos. Era la prueba más dura que se le podía poner a un hombre, y la tasa de mortalidad era muy alta. Un millar de exploradores fueron iniciados junto con Magron, y sólo seis consiguieron sobrevivir, para después convertirse en Marines Espaciales.
El día que lo eligieron fue el más glorioso de su vida. Después habían empezado las mejoras biológicas; los órganos adicionales; las glándulas suplementarias para aumentar su peso, fuerza y estatura; los sentidos mejorados; los implantes que le permitían la conexión con su servoarmadura; y por encima de todo ello, la semilla genética que permitía que todo funcionara, tomada de su líder espiritual, el Primarca Lion El'Jonson.
Después le habían adaptado la servoarmadura. ¡Qué considerados habían sido con él los armadores que la habían ajustado! ¡Cuánto lo habían admirado! Ya era un Marine Espacial.
Allí fue cuando empezó el verdadero entrenamiento. Todo lo demás había sido un simple ensayo preliminar. Había durado diez años. A pesar de ello, desde el punto de vista de Magron, la parte más importante había sido la religiosa. Sin la religión, sin la absoluta devoción al Emperador, un Marine Espacial de los Ángeles Oscuros era algo inacabado.
Esto era lo que hacía tan incomprensible para él la deserción de legiones enteras de Marines Espaciales para unirse a Horus, el Señor de la Guerra, que otrora había sido el compañero y amigo de más confianza del Emperador y ahora era el peor de los traidores.
Una serie de recuerdos se agolpaban en la memoria del sargento Magron, como un panorama que hubiera acumulado de un extremo a otro durante los doscientos treinta años que había vivido. Las campañas en las que había servido, las batallas en las que había luchado, ¡de un extremo a otro de la galaxia! Incluso había tenido al legendario Luther, el segundo al mando de la legión,
como compañero de armas. Y había estado en presencia del bendito líder de la legión, ¡el Primarca Lion El'Jonson en persona!
Sin embargo, sus más preciados recuerdos eran los de las ceremonias religiosas y los escasos festivales a gran escala, todos dedicados a venerar al Divino Emperador. Tal veneración era la esencia del ser del hermano sargento Abdaziel Magron. Mientras vagaba en la soledad más absoluta, llevaba en la frente los distintivos de cada una de las campañas en las que había tomado parte, y lo que más lamentaba era que estaba fuera de la batalla, y que las legiones traidoras continuaban imbatidas.
Sus reflexiones terminaron. Todavía veía girar a las lejanas estrellas a través de su visor, como harían durante toda la eternidad, dejándolo con sólo un asunto pendiente.
La vida de un Marine Espacial no le pertenecía a él. Pertenecía al Emperador. No se habían escatimado esfuerzos para hacer de él lo que era. Por esta razón se esperaba de él que supiera cuidar de sí mismo, en todas las situaciones. Por ello, para el sargento Abdaziel Magron habría significado un grave incumplimiento de su deber no utilizar la única opción que le quedaba. Activó la membrana de suspensión de actividad vital de su cerebro.
De todos los órganos implantados que convertían a un Marine Espacial en algo más que un hombre, el órgano sus-av era quizás el menos utilizado, pero él recurrió a él. Apagó una tras otra todas sus funciones vitales y psíquicas. Su corazón se ralentizó paulatinamente hasta pararse. Su metabolismo se redujo a cero, y sus músculos se quedaron inactivos. Sus células nerviosas y sus neuronas suspendieron la actividad. Un campo de electricidad cubrió todo su cuerpo para matar cualquier bacteria que estuviera todavía viva y después se desactivó.
Un Marine Espacial podía sobrevivir cientos de años en este estado. En el caso de Magron, el período de supervivencia era indefinido. Su traje de energía respondió a la señal de la sus-av revisando su entorno físico. Descubrió que el entorno estaba vacío, lo cual era ideal para la conservación a largo plazo. Por ello organizó la evacuación de aire del traje. Desactivó todas sus funciones, permitiendo que la congelación casi total del espacio interestelar —lo más cercano al cero absoluto— cubriera el cuerpo de Abdaziel Magron. Ahora el Ángel Oscuro no era muy diferente de cualquier otro trozo de materia que vagaba por el espacio interestelar.
En algún otro lugar, la historia del Imperio continuaba. La guerra de la Herejía de Horus seguía su curso. El Capítulo de los Angeles Oscuros fue dividido por el conflicto —lo cual le habría parecido increíble al sargento Magron— y el indigno depositario de la confianza del Emperador, Luther, se había unido al Caos. El Emperador combatió cuerpo a cuerpo con el Señor de la Guerra Horus, poseído por un demonio, y lo venció, aunque el precio ñieron unas heridas tan graves que sólo un encierro eterno en el Trono Dorado podía mantenerlo con vida. A pesar de lo endurecido que estaba, Magron hubiera llorado de haber sabido lo que había pasado.
Pasaron siglos, que se convirtieron en milenios. La ardua tarea de reconstruir el Imperio siguió su lento avance. El Adeptus Astartes se reorganizó. Se limpiaron planetas, sacrificando a miles de millones en un esfuerzo sagrado por recuperar la pureza de la raza humana. Las horribles fuerzas del Caos fueron expulsadas, y pudieron refugiarse en el Ojo del Terror sólo porque las mermadas fuerzas leales no eran suficientes para erradicarlas por completo. Por lo que respecta al Emperador en su Trono Dorado, el palacio que lo rodeaba se expandió hasta cubrir un continente entero. El culto al Emperador se convirtió en el pilar religioso de la galaxia.
El Marine Espacial aletargado no sabía nada de esto. Su cuerpo inerte flotaba blandamente, sin destino. Cada varios siglos, respondiendo a alguna función residual, la membrana sus-av se activaba y empezaba a restituir la conciencia al cerebro congelado.
El sargento Magron empezaba a soñar. Incluso a veces se despertaba brevemente y veía las titilantes estrellas girando ante su visor como antes, y entraba en ensueños de evocación del pasado que parecían eternos, aunque de hecho sólo duraran uno o dos minutos cada vez, mientras la membrana y el traje, usando los últimos escasos ergios de energía que quedaban en la batería, comprobaban el entorno y decidían que el momento de despertar todavía no había llegado, si es que alguna vez llegaba, y lo volvían a sumir en su sueño de muerte.
De este modo, el sargento Magron volvía a ver toda su vida. Incluso recuperó recuerdos de su infancia en Duthovan. Rememoró su misión más peligrosa como explorador, en la que había marchado a través de un desierto para obtener información sobre un grupo de orcos. Lo capturaron, lo torturaron durante días y lo dieron por muerto, siendo más tarde reanimado por apotecarios del Capítulo con un tratamiento casi igual de doloroso.
Rememoró la batalla en los profundos túneles de un mundo sin atmósfera externa, habitado por alienígenas que habían conservado el aire que les quedaba y se habían refugiado bajo la corteza del planeta. Estar atrapado a diez millas de profundidad en los túneles medio derrumbados de una madriguera alienígena maldita era una pesadilla incluso para él. Había un sueño particularmente real, en el que él y uno de sus hermanos de batalla, un tal capitán Zhebdek Abaddas, habían sido los únicos supervivientes de una compañía entera desembarcada en un mundo de muerte en un intento por recuperar material de Plantillas de Construcción de Modelos Estándar de una nave estrellada de la Armada. ¡Un episodio horroroso! En aquel mundo había monstruos capaces de atravesar una armadura de Marine Espacial como si fuera una cáscara de huevo, y sobre los que casi no hacían mella ni el fuego de los bolters ni las demás armas. Otros miembros de la compañía habían sacrificado sus vidas para que él y Abaddas pudieran alcanzar la nave. Esto les había infundido nuevos ánimos contra fuerzas imposibles.
El sueño se desvaneció, para ser reemplazado, más tarde, por otro. No podía saber, por supuesto, que la sus-av lo había conservando durante miles de años. Le parecía que los períodos de sueño eran breves. Pero aunque él no lo sabía, algo estaba cambiando. A pesar de que las estrellas estaban a años luz de distancia, incluso a distancias tan inmensas se produjo una influencia gravitacional mínima.
Con el tiempo suficiente, un objeto pequeño empieza a seguir un curso entre ellas. La armadura modelo mklV, con su ocupante helado, atravesaba año luz tras año luz, ganando velocidad progresivamente.
Pasaron casi diez milenios, y al final de dicho tiempo la ya difunta armadura se perdió en medio de una enorme concha de gas y polvo que tenía el aspecto de una enorme nebulosa.
Oculto en la nebulosa, había un enorme remolino de estrellas y galaxias. Los caminos de la disformidad son realmente extraños. De alguna manera había influido en la deriva milenaria de Magron. De alguna manera había atraído su cuerpo inerte. Ahora era arrastrado a través del difuso envoltorio exterior del Ojo del Terror. Una vez dentro, empezó a moverse más deprisa, desafiando todas las leyes de la física. Pasaron más siglos durante los cuales la disformidad lo empujó hacia el movimiento en espiral de la tormenta. Parecía como si las almas de los hermanos Ángeles Oscuros lo estuvieran llamando, atrayéndolo. Oscilaba de un lado a otro. Después le dio la impresión de que se dirigía directamente hacia el interior, hasta que llegó a una formación de estrellas en particular, con una forma extraña.
Al estar en letargo, no podía ver aquella forma imposible, n¡las igualmente imposibles formas de las estrellas que la componían, ni tampoco, mientras iba acercándose a ellos, los planetas que rodeaban dichas estrellas.
Ahora se movía a la velocidad de una nave espacial. Sin embargo, sin ninguna causa externa aparente, redujo la velocidad. La luz de un sol extraño calentó el revestimiento de su armadura. De forma gradual, grado tras grado, su cuerpo emergió de una temperatura lo bastante baja como para licuar el helio.
Suavemente, llegó al borde de una atmósfera que pertenecía a un planeta que no era exactamente un planeta, sino que su superficie estaba laminada en grandes y curvadas marquesinas rosadas, formando cada una un continente. En aquel momento, el sargento Abdaziel Magron debería haber entrado en la atmósfera como un meteoro en llamas, quemándose juntos armadura y hombre. Pero no ocurrió tal cosa. Se deslizó suavemente hacia abajo, como si bajara en una cama de pétalos de rosa, y después de muchas horas fue a parar a una hermosa pradera. El sol imposible se alzaba en el cielo. Una brisa cálida, cargada de perfumes, acarició la armadura tendida boca arriba.
Entonces se activó la única función que quedaba en el cuerpo de Magron, una función que pertenecía a la misma membrana sus-av. Era capaz de percibir que el Ángel Oscuro estaba una ve/ más en un entorno favorable, o al menos uno en el que sería capaz de sobrevivir, y empezó el proceso de reanimación.
El proceso en sí duró bastante tiempo. El cuerpo humano, por sobrehumano que sea, no puede activarse en un instante. No es como arrancar un motor. Los músculos de Magron temblaban levemente mientras sus células estomáticas volvían a la vida. El hígado, los intestinos, los riñones, el bazo y el páncreas se pusieron en funcionamiento, al igual que todos los órganos suplemen tarios que le habían implantado hacía más de diez mil años. Las células nerviosas reanudaron su actividad. Al principio muy débilmente, sus dos corazones empezaron a latir, y su sangre de Marine Espacial, muchísimo más eficiente que la de un ser humano normal, comenzó a fluir por sus venas. Sus neuronas iniciaron su actividad, preparando el sistema reticular ascendente para despertar el córtex frontal. Esto no ocurrió inmediatamente. Durante algunos días Magron estuvo en coma, y varios días después tuvo los sueños más raros de su vida.
Entonces Magron se despertó. Estaba en medio de una absoluta oscuridad, y no se podía mover, por lo que al principio creyó que estaba muerto, y que era un espíritu sin cuerpo que navegaba en un mar de almas.
La razón de que no se pudiera mover era muy sencilla. La inactividad de Magron había sido tan larga que la batería de su traje había agotado la energía. Los sensores de su casco carecían de energía para seguir funcionando y permanecían inactivos, incapaces de enviar señales a su cerebro. Las bobinas y los cables que servían para mover el pesado traje estaban igualmente inactivos. Los estribos que había entre las placas de la armadura se habían endurecido, haciendo imposible el movimiento del traje a base de fuerza muscular.
Pero una cosa acabó convenciendo a Magron de que, a pesar de todo, estaba vivo. Respiraba y, por lo tanto, tenía una forma corpórea. Esto se debía a la visión de futuro de los diseñadores de la armadura, ya que la bomba que le debería haber suministrado oxígeno tampoco funcionaba, y en una armadura completamente sellada se hubiera asfixiado una vez se hubiera agotado el oxígeno almacenado en el hígado. Así pues, miles de años atrás, cuando la lectura de la batería bajó casi hasta cero, el traje había realizado la última pequeña acción con los últimos ergios que le quedaban. Había abierto un orificio al exterior, lo suficientemente grande para que Magron pudiera respirar si llegaba a una atmósfera con oxígeno.
Por supuesto, no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado. No sabía dónde estaba, ni cómo había llegado allí. No tenía esperanzas de ser reanimado, y como nadie se había puesto en comunicación con él ni lo había rescatado del traje sin energía, se preparó para morir de hambre poco a poco.
Sepultado como estaba, no podía oír ni ver lo que pasaba a su alrededor, aunque el aire que respiraba estaba agradablemente perfumado. Por eso no sabía qué habitantes del planeta reconstruido lo habían encontrado, lo habían rodeado y se habían retirado horrorizados al ver la odiada águila Imperial, aún claramente visible en su peto a pesar de la erosión causada por su largo viaje. Sabían que era un Marine Espacial, y un Marine Espacial enemigo. Al final, obedeciendo, y mostrando un respeto servil, llevaron la noticia a uno que llevaba los mismos colores, aunque no los mismos emblemas.
Al Ángel Caído le llevó su tiempo llegar al lugar. Observó con cuidado la figura yacente, leyendo todo lo que transmitían los emblemas y los sellos del traje, incluida la identidad del Ángel Oscuro. También reconoció el tipo de armadura que llevaba el Marine Espacial. Era de la misma época que la suya.
El capitán Abaddas no exteriorizó su sorpresa. Lo fantástico no era sorprendente en el Ojo del Terror.
Pero realmente estaba estupefacto. La cubierta exterior de la servoarmadura estaba extrañamente rayada y llena de pequeñas abolladuras, como si hubiera pasado largos siglos expuesta al espacio. Por lo demás estaba intacta, ofreciendo un notable contraste con la suya. Este no era un Marine Espacial del Caos.
Pudo oír la respiración del ocupante del traje.
—Ponedlo de pie —ordenó.
Fue una tarea ardua. Se necesitaron cuerdas. Pero poco a poco la abultada figura, un verdadero emblema del valor guerrero, fue puesta de pie. El traje de energía no se desplomó. La dureza de los estribos de sus placas era suficiente para mantenerlo erguido, como el capitán Abaddas había supuesto.
Caminó alrededor de la rígida figura. Al llegar a la parte de atrás, se dio cuenta de que los conversores solares de la parte posterior de las molduras del pesado hombro estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo que había sido atraída por la carga de energía de los paneles de silicio. Gritó algunas órdenes. Alguien trajo un paño suave y limpió la superficie hasta que brilló como el ébano.
Lentamente, un hilillo de energía recorrió los sensores. De forma muy vaga al principio, y con mayor claridad después, el sargento Abdaziel Magron empezó a ver.
El capitán Abaddas esperó pacientemente a que se llenara la carga de reserva antes de hablar.
—Sargento Magron, ¿me reconoce? —preguntó con su voz grave—. Soy el capitán Abaddas, del Tercer Regimiento.
Una voz ronca, débil, incrédula, amortiguada por el casco del Marine Espacial —no había suficiente energía aún para hacer funcionar el altavoz exterior— salió a través de las aberturas que había abierto el traje para respirar.
—Hermano capitán Abaddas... ¿Realmente es usted? ¿Qué le ha pasado?
—¿Me reconoce, hermano sargento? —repitió Abaddas.
—Lo reconozco, hermano capitán —susurró Magron débilmente.
!: —Entonces déjeme ayudarlo, hermano.
El capitán Abaddas puso su mano en el enchufe de carga de emergencia de la mochila del sargento. Se produjo un burbujeo y un resplandor a medida que descargaba energía en la batería agotada. Rechinando al principio, el traje recuperó la vida. | —Acompáñeme, sargento.
Y el sargento Abdaziel Magron de la Legión de los Angeles Oscuros caminó hacia su nuevo futuro.
Era como si los dos se hubieran encontrado completamente cubiertos por la armadura en un campo de batalla. Magron tuvo una retrospección. No pudo evitar el recuerdo del momento en el que Abaddas y él habían estado juntos en un mundo de muerte, sin la menor esperanza de ver Caliban ni de recibir la bendición en uno de los monasterios fortaleza.
Abaddas no tenía la misma armadura que entonces. Magron pudo reconocer su traje de energía como un mklll en origen, diseñado sobre todo para abordajes y lucha en los túneles; Magron lambién había llevado una, en las tripas del mundo alienígena sin atmósfera. El modelo mklll tenía una apariencia brutal, con su grueso casco en forma de cuña y sus placas frontales adicionales. Pero el traje que llevaba Abaddas había sufrido algunas transformaciones. Era como si el caparazón exterior se hubiera convertido en algo orgánico y le hubieran empezado a crecer tumores, en forma de excrecencias de colores. Una estructura en forma de ciervo coronaba el casco. El águila Imperial había desaparecido del peto, así como la insignia del regimiento del revestimiento del hombro derecho. Ambos habían sido reemplazados por curiosos diseños, desconocidos para él. Aún podía verse la insignia del Capítulo, pero había sido distorsionada y elaborada de forma extraña, así como la insignia que indicaba el rango de Abaddas.
Se detuvieron frente a una cabaña de madera que aparentemente era la base del capitán. Un Marine Espacial tenía una mentalidad fuerte, capaz de adaptarse a circunstancias cambiantes, pero éste era el sitio más extraño en el que Magron había estado jamás. El suelo estaba compuesto de una sustancia cristalina de color rosa que, sin embargo, estaba cubierta por una excrecencia musgosa, o cristalina, del mismo color y transparencia. También estaba sembrado de rosas que parecían crecer directamente de aquel suelo de cristal, sin ningún arbusto que las sustentara. No muy lejos estaba el límite de un bosque que también lucía rosas, pero de un tamaño enorme.
El panorama que se extendía sobre sus cabezas era realmente espectacular. La mitad del cielo estaba abierto y despejado. Evidentemente, Magron estaba en una formación de estrellas, ya que brillaban incluso de día. El cielo era de color malva pálido, casi blanco. En medio del horizonte brillaba un sol de color rosa.
Con forma de rosa.
La otra mitad del cielo... era como una marquesina, una estructura sólida, también rosa. Magron supuso que estaría hecha de la misma materia que el suelo. Pero casi no proyectaba sombra, aparentemente sin ofrecer resistencia a la luz del sol. Incluso se podían ver algunas estrellas a su alrededor, aunque débilmente.
En conjunto, aquél era un mundo de belleza mágica. El sargento Magron no tenía ni idea de cómo había llegado allí. Pero era su deber informar al capitán Abaddas, si es que realmente era él.
—Capitán, ¿Por qué lleva la armadura? ¿Hay algún combate? —preguntó.
—Lo haya o no, la sigo llevando puesta —fue su enigmática respuesta.
Magron dudó, antes de continuar hablando.
—Capitán, ¿puedo ver su cara?
Una risita sarcástica salió del yelmo de bordes afilados.
—¿Sospecha que finjo ser su hermano y oficial superior? ¿Que he robado su armadura? Muy bien, sargento Magron. Asegúrese.
Abaddas levantó los brazos, abrió los cierres del casco incrustado y se lo quitó. Su triste rostro de mandíbula cuadrada lo observó entre los gruesos hombros revestidos.
Magron estudió la cara atentamente. Era como la recordaba y no aparentaba mucha más edad, pero era más triste e impasible,
como si el oficial se hubiera olvidado de usar la expresión facial. Había también, a pesar de su parecido con una piedra, una vitalidad casi antinatural, una brillante sensación de fuerza de voluntad.
—¿Se acuerda de cuando estuvimos juntos en el mundo de muerte, hermano sargento, con toda una compañía perdida?
—Capitán —preguntó Magron de repente—, ¿por qué no lleva el águila Imperial?
—Se lo explicaré enseguida, hermano sargento, pero antes presénteme su informe. ¿Cómo ha llegado a este mundo?
—¿Puedo quitarme la armadura, capitán?
Abaddas guardó silencio un par de segundos, como si la petición lo hubiera sorprendido. Después volvió la cabeza y profirió un grito con voz profunda. De los límites del bosque surgieron sus esclavos de cámara, con las cabezas. Con voz seca les ordenó que asistieran a Magron. Se dirigieron cabizbajos hacia él como si fueran perros, ayudándolo a quitarse el traje de energía hasta que se irguió en la llanura de las rosas sólo con su túnica negra. Su actitud no se parecía en nada a la de los sirvientes de Cal iban. Magron se tambaleó ligeramente tras desprenderse del traje. Sus funciones corporales todavía luchaban por recuperar la normalidad después de la sus-av.
—Ahora, sargento. Su informe.
Magron le explicó todo lo que había pasado: la destrucción de la base interestelar de los Devoradores de Mundos junto con las fuerzas de ataque leales que habían sido enviadas para neutralizarlos, cómo se había perdido en el espacio y había puesto en marcha la sus-av. Sabía que habían pasado casi cien años imperiales estándar desde entonces, es decir, desde que el temporizador de su traje había dejado de funcionar, pero eso era todo, ni siquiera sabía cómo había llegado a este mundo que tenía un aspecto tan atractivo.
Abaddas no quedó muy satisfecho con la historia. Hubiera preferido que el sargento Magron hubiese llegado al Ojo del Terror por su propia voluntad, que fuera un renegado entregado por convicción al Caos. En lugar de eso, sus palabras reflejaban su devoción al Emperador y su odio a los rebeldes.
De todos modos, su llegada no podía deberse a un simple accidente. La llamada de la sirena del Caos, que se difundía a través de la disformidad y por todo el espacio-tiempo —especialmente en tiempos de rebelión— lo había llevado hasta allí. Y el hecho de que Magron y Abaddas, que posiblemente fueran los dos únicos Angeles Oscuros que había en el Ojo, se hubieran encontrado de esta manera, no podía ser una simple coincidencia.
Abaddas estaba convencido de que había sido su voluntad y su necesidad de contar con la compañía de otro Ángel Oscuro lo que había llevado allí al sargento.
—Dígame, hermano capitán —preguntó Magron—, ¿cuánto tiempo he estado en letargo? ¿Dónde estamos ahora?
El capitán Abaddas se tomó su tiempo antes de responder. Su mayor preocupación tenía que ser la salvación de su hermano Ángel Oscuro, llevarlo al camino recto y apartarlo de su poco afortunada lealtad. Esto iba a ser difícil. Mientras el sargento Magron estaba combatiendo a los renegados Devoradores de Mundos, el capitán Abaddas había estado en Caliban, escuchando las inspiradoras palabras de Luther, oyendo cómo el Primarca Lion El'Jonson los había traicionado y se había atribuido toda la gloria.
Abaddas no era Luther. No tenía su capacidad para convencer a los hombres de abandonar sus convicciones más profundas. Debía valerse de alguna argucia. Al fin y al cabo, ¿qué era verdad y qué mentira? En el dominio del Caos no siempre era posible saber qué era una cosa y cúal otra. Y por lo que respecta al tiempo, ¿que tiempo debía usar como respuesta, el suyo o el de Magron?
—El significado del tiempo no es el mismo que antes —dijo por fin—. Ya no es el tirano que solía ser. Podría decirse que los hechos de los que habla sucedieron hace unos doscientos años.
La sorprendente respuesta hizo que Magron frunciera el ceño. Volvió a mirar el artilugio alienígena que había en el peto del capitán, como si la sospecha de una espantosa posibilidad empezara a tomar cuerpo en su mente.
—Entonces hace mucho tiempo que fueron aplastados los malditos rebeldes —afirmó, como si desafiara a Abaddas a contradecirlo.
Entonces el capitán Abaddas tomó una decisión. Recordó el consejo que una vez le había dado un sabio adepto a Tzeentch.
«Di la verdad cuando no te sirva una mentira.»
—Hermano sargento —dijo con voz autoritaria—, déme su bolter y su espada sierra.
Magron dio un paso atrás. No le gustaba recibir esa orden de un hombre que, como el capitán Abaddas, no tenía en su armadura el águila Imperial. Abaddas le dirigió una furiosa mirada.
—Sargento —añadió en tono más conciliador—, usted está todavía bajo los efectos secundarios de la sus-av. No puede confiar en su juicio. Antes de que le explique su situación, ¿tiene algún inconveniente en rendirme sus armas? ¿O es que ha llegado a la situación de desobedecer a un oficial de rango superior?
Esta regañina surtió su efecto. Magron se agachó y desenvainó el bolter y la espada sierra, y los arrojó a los pies de Abaddas.
—Lo que tengo que decirle —dijo Abaddas en tono mesurado cuando se hubo despojado de sus armas— le resultará difícil de aceptar e incluso de comprender. Es preciso que se prepare. La rebelión encabezada por el Señor de la Guerra Horus consiguió triunfar. El Emperador está muerto, lo mató el propio Horus en combate singular, aunque también él murió a causa de las heridas recibidas. Lion El'Jonson está muerto. Ahora la galaxia está gobernada por los poderes del Caos, si sabe lo que es eso.
Un Marine Espacial puede ser sometido a torturas extremas, físicas y mentales, sin que ello le haga ni siquiera pestañear. Puede enfrentarse a horrores capaces de volver loco a un hombre normal. Pero cuando el sargento Abdaziel Magron oyó estas palabras, el mundo se oscureció ante sus ojos. Se dio cuenta de que estaba temblando. Se hubiera desplomado sin sentido si el capitán Abaddas, cuyas fibras de energía emitieron un leve zumbido, no se hubiera adelantado para sostenerlo con sus enormes guanteletes.
—Manténgase de pie, Marine Espacial. Debe soportar lo peor.
Magron gimió. Se maldijo por haber entrado en sus-av. ¡Ser reanimado en una galaxia sin el Emperador!
¡Horrible! ¡Increíble! ¡Insoportable!
—¿Dónde está ahora el Emperador? —preguntó conmocionado, mirando directamente a los ojos grises e inconmovibles de Abaddas.
—¿Qué necesidad tenemos de un Emperador? —vociferó Abaddas, reflejando en su rostro el primer destello de reacción emocional—. Tenemos a los Dioses del Caos.
Magron había oído hablar de ellos. Los capellanes del Capítulo les habían dado varias charlas sobre ellos cuando estalló la rebelión, la mayor amenaza a la que había tenido que enfrentarse jamás la especie humana. Inteligencias malévolas de fuera del universo físico, peores que los peores alienígenas, empeñadas en someter a la especie humana a las perversiones y degradaciones más abominables e inimaginables, y contra las cuales el Emperador era el único escudo.
—¿Y nuestro... Capítulo? —farfulló.
—Todavía existe, sargento. Seguimos siendo hermanos.
Hizo una pausa, como sopesando las palabras que estaba a punto de pronunciar.
—Yo también era fiel. Maté a muchos de mis hermanos que se habían consagrado al Señor de la Guerra. ¿Se da cuenta ahora de por qué le pedí sus armas, sargento? Si en otros tiempo yo hubiera oído lo que está oyendo usted ahora, me hubiera lanzado contra quien me decía tales cosas con lo que tuviera a mi alcance. Sólo al final, con el Emperador ya muerto, fui capaz de comprender la verdad. El Emperador se interponía entre la especie humana y su destino con el único objetivo de mantener su poder personal. El Señor de la Guerra Horus realizó el supremo sacrificio para liberarnos.
—¡Lo que está diciendo es una blasfemia, capitán!
—En otras épocas hubiera sido una blasfemia, pero hoy es un hecho histórico.
Abbadas señaló al brillante sol de la rosa y al dosel de color rosado que cubría la mitad del cielo.
—Mire a su alrededor. Mire lo que puede conseguir, ahora que nos hemos librado de las limitaciones del Emperador. ¡La posibilidad de configurar mundos! ¡De ascender a los cielos! ¡Los hombres pueden parecerse a los dioses si tienen el valor necesario para ello! Ahora no hay nada que no pueda conseguirse.
Abaddas estaba usando su don del Caos perceptor de emociones para observar atentamente a su hermano Ángel Oscuro. Las emociones pre-herejía de un Marine Espacial estaban siendo desmenuzadas y analizadas. En esencia, sólo eran dos: determinación y lealtad. Determinación de vencer a todos los enemigos, y lealtad al Emperador y a Su Imperio. El culto al Emperador había sido inculcado más profundamente en los Ángeles Oscuros que en cualquier otra legión. Abaddas podía ver, con tanta claridad como el prado de cuarzo salpicado de rosas que lo rodeaba, la negra desesperación que se adueñaba de Magron al enterarse de la muerte del Emperador y de la destrucción de su causa y que recorría todo su cuerpo como una nube oscura y ardiente.
Era inevitable que en algún momento descubriera que su capitán le había mentido. El objetivo de Abaddas era asegurarse de que para entonces hubiera aprobado las intenciones que subyacían tras esas mentiras. Era preciso reorientar la devoción de Magron. Necesitaba poderosas razones para llegar a odiar y repudiar al Emperador del Trono Dorado. Era preciso atraerlo al servicio de uno de los Poderes Ruinosos.
Abaddas ya sabía a cuál. Magron no aceptaría a ningún otro. Tenía que ser Khorne, el dios del combate, el dios del honor, el dios de la sangre.
Sintió una presencia y miró hacia arriba. El sargento Magron siguió su mirada y se estremeció, dudando de su salud mental. Durante un breve instante le pareció ver una cara que abarcaba todo el cielo, la de un perro o de un lobo con fulgurantes ojos rojos que llevaba en la cabeza un casco de tres cuernos, el del centro parecido al cuerno de un unicornio.
La visión hizo que se sintiera como una hormiga apresada en un bote mientras algún animal de proporciones enormes lo miraba desde arriba. Hubiera pensado que se trataba de una alucinación, de otro efecto secundario de la sus-av, de no haber advertido, que también el capitán Abaddas veía la aparición.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Magron.
—Un ser del Caos —respondió Abaddas sin cambiar de tono—. Un gran demonio. Son los únicos que pueden adoptar semejante tamaño. Este planeta está acabado. Es mejor que nos vayamos. ¡Encontrará muchas cosas satisfactorias en su nueva vida, sargento! ¡Vuelva a colocarse su servoarmadura y sígame!
—¿Me permite recordarle, capitán, que ha abjurado usted de sus votos al Emperador, votos que ambos hicimos? ¿Qué derecho tiene a mandarme? —replicó Magrón, mirándolo consternado.
—Puede hacer lo que le plazca, hermano sargento —respondió Abaddas. Por haberse puesto el casco, su voz sonó distinta, ya que ahora salía del altavoz exterior—, pero le aconsejo una retirada estratégica.
Se dirigió a la gran estructura metálica que Magron había visto caída en las lindes del bosque cercano. Magron miró otra vez hacia arriba y pudo apreciar unos destellos dispersos contra el fondo malva pálido. No necesitó que nadie le dijera lo que eran. Podía reconocer unas cápsulas de desembarco en acción.
Había vuelto a introducirse en la armadura recargada, esta vez sin necesidad de ayuda, cuando una de las cápsulas, de fabricación muy rudimentaria por cierto, chocó contra el suelo y se abrió. De sus entrañas salió una multitud de pesadilla que no se parecía a nada que Magron hubiera visto jamás. Al principio pensó que se trataba de una abigarrada colección de depravados alienígenas, algunos con armaduras de lo más extrañas, mucho más que la suya, otros desnudos, y los había también que iban cubiertos de tiras de piel entrecruzadas, de las cuales colgaban cabezas, miembros, corazones e hígados arrancados, y otros que se envolvían con entrañas ensangrentadas y se autoflagelaban como si quisieran disfrutar de la sangre mientras corrían. Entonces se dio cuenta de lo que eran.
Mutaciones. Probablemente, todos ellos habían sido humanos.
Mientras miraba a la mezcla de caras animales, quitinosas caras de insectos, cuerpos grotescos que corrían hacia él con paso torpe, empujándose unos a otros en su prisa, el sargento Magron sintió que el frío se apoderaba de su alma. El Emperador muerto. La galaxia en poder del Caos. Sí, había belleza en ello, el planeta en que estaba era una buena prueba, pero los capellanes también tenían razón: la obscenidad y la depravación lo invadían todo.
El capitán Abaddas se detuvo, se volvió y disparó una ráfaga de su bolter contra la precipitada multitud, produciendo una matanza. Otra cápsula de desembarco se estrelló un poco más allá haciéndose pedazos, y después otra. Magron echó mano a su bolter y a su espada sierra —aunque era probable que ésta hubiera agotado su energía— y, activando su armadura, siguió a su hermano de combate. Abaddas trepó por una abertura en lo que Magron había tomado por una estatua de bronce que representaba a alguna enorme y horrorosa bestia y le hizo señas de que lo siguiera.
Las balas provenientes de primitivas armas de desecho tamborileaban en su armadura, mientras se agarraba a los bordes de la abertura y se izaba hasta el interior. La entrada se selló cuando hubo pasado como si nunca hubiera existido, como si la piel de la estructura simplemente hubiera llenado el hueco.
Se encontró en un interior rugoso, granuloso. La forma animal parecía haber sido fundida en un molde de una sola pieza, pero de una manera tosca ya que en el interior quedaban restos del metal fundido. El espacio era alargado y estrecho, dejando apenas espacio para permanecer de pie. La luz procedía de unos parches situados en el techo que emitían un resplandor rojizo y de dos gruesas ventanas situadas en la parte delantera y que se corresponderían con los ojos del reptil.
De estas ventanas procedía la luz que iluminaba una especie de anaquel sobre el que había un rudimentario conjunto de controles formados por dos o tres manivelas de bronce rodeadas por una barandilla baja, semejante a la de una bandeja. Estos detalles confirmaron las sospechas de Magron de que se trataba de algún tipo de vehículo. Sin embargo, no había donde sentarse, ni siquiera ante los controles. Independientemente de la mayor o menor duración del viaje, había que ir de pie.
Mazas, ejes, garras y puños empezaron a golpear y arañar el casco, acompañados de alaridos de frustración y odio. Otros atacantes, que se las habían ingeniado para trepar por las patas delanteras, hacían muecas a través de las ventanillas delanteras, mientras intentaban romper el vidrio blindado —o sustancia similar— con armas de todo tipo y hasta con sus propias cabezas de facciones dislocadas. Como en las naves espaciales había simples ventanillas en lugar de las habituales videopantallas, Magron supuso que el extraño vehículo era una especie de aeronave capaz de volar sólo a través de la atmósfera. Estaba equivocado. De pie en el morro de la nave, Abaddas activó dos de los controles y la nave emitió un rugido. Magron se quedó perplejo al ver que el interior del casco se ñexionaba como si el metal fuera carne. A continuación se elevó en el aire, liberándose de los feroces invasores que se agarraban a su granulosa superficie.
A través de los ojos ventanilla situados delante de Abaddas, Magron vio cómo el pálido color malva del cielo se transformaba en un morado profundo, en el que resplandecían los delicados pétalos rosados del sol. Abaddas dio una vuelta con la nave, y Magron pudo ver el planeta que quedaba a sus pies. El sargento se quedó perplejo al ver la misma figura de una rosa destacada a la luz del sol-rosa. Además, a su alrededor se extendían grandes nubes de estrellas y de gas que, según le explicó Abaddas, formaban una rosa aún más vasta, el Sistema Planetario de la Rosa.
—¿Cómo es posible? —se preguntó Magron casi sin aliento, volviendo la mirada hacia el extraño espectáculo que ofrecía su otrora camarada de armas enfundado en su servoarmadura multicolor mutada por el Caos.
—Se lo dije. ¡Tenemos poder para dar forma a los mundos!
Probablemente a la inteligencia que creó esta maravilla le gustaban las rosas.
Magron se preguntó si quedaría algún segmentum del antiguo Imperio que le resultara reconocible. Puede que todo hubiera sido modificado e incluso que hubieran cambiado la disposición de las estrellas.
—¿Qué clase de inteligencia hizo esto? —preguntó—. ¿Un hombre o una... fuerza del Caos? ¿Un demonio, como dijo usted?
—¿Y dónde está la diferencia? —respondió Abaddas, soltando una risita sardónica—. Ya le dije, sargento, que los hombres ahora pueden parecerse a los dioses. ¡Todo es posible para nosotros! ¡Nuestra infancia ha quedado atrás!
Sacó las manos de los mandos y se volvió a mirar a Magron con la angulosa visera de su casco ligeramente desplazada hacia abajo, como para dedicarle una mirada de acero.
—Esto es lo que el Emperador nos negó, sargento. Él era como un padre dispuesto a no permitir que sus hijos ocuparan su lugar en el mundo por temor a lo que pudiera sucederles. Para justificar sus restricciones, exigía que le rindieran culto. ¡Pero los hijos estaban hechos de una materia más obstinada y se rebe laron para ser libres!
—¿Y esa proliferación de mutaciones que acabamos de dejar atrás?
Abaddas guardó silencio durante un breve instante, pensando en lo orgulloso que se sentiría Magron cuando recibiera las pri meras recompensas del Caos, por abominables y monstruosas que pudieran parecerle ahora.
—Usted está todavía en la guardería del Emperador, sargento —dijo suavizando un poco el tono—. Desea limitar la libertad a lo que el Emperador consideraría aceptable. Más adelante cam biará de parecer. Pero ya está bien de eso. Usted nació para la guerra, fue preparado y modificado para ser un guerrero; hasta el Emperador lo adaptó para la guerra y le ofreció honor y gloria. Aquí, en el reino del Caos, tendrá guerra.
A Abaddas le hubiera apetecido abandonar el Sistema Plane tario de la Rosa para buscar aventuras en otra parte, pero su inte rés por Magron lo retuvo. El Sistema estaba a punto de verse in volucrado en un conflicto. El camino de Magron quedaría muy allanado si alguien lo empujaba por él.
Apuntó el morro de la nave zooforme hacia el Sistema. Aquí no era necesario hacer cálculos minuciosos ni marcar el rumbo. Tzeentch era el señor de los caminos y las trayectorias. Magron oyó al capitán entonar palabras rimbombantes e ininteligibles del Conjuro Mágico de Destino. La nave zooforme emitió un rugido sordo, como el de un animal que advierte a sus enemigos que no entren en su territorio. Abaddas sacó las manos de los mandos. La nave encontraría ahora su camino, guiada por la propia disformidad.
Centró toda su atención en ayudar a su hermano Ángel Oscuro a revisar su servoarmadura después de su larga permanencia en el vacío. Necesitaba muchos ajustes. Era un milagro que estuviera tan poco deteriorada, tan intacta, después de tanto tiempo, mucho más del que había dicho a Magron.
No, se corrigió. Era un designio, no una casualidad. ¡El designio del Caos!
Esto mismo fue lo que le dijo a Magron.
—Hermano sargento, ha sido enviado hasta mí. ¿Cómo cree si no que apareció en el prado de Rhodonius? ¿Podía tener alguna esperanza de ser reanimado después de haber estado sus-av en el espacio interestelar? No, lo único que podía esperar era estar a la deriva en el vacío para siempre. Los Dioses del Caos le han ayudado y le han demostrado el respeto debido a un guerrero. No permita que su benevolencia caiga en saco roto. i —¡No puedo abjurar del Emperador! ¡Le he jurado lealtad!
—Todos los votos quedan sin efecto cuando está de por medio la muerte —le recordó Abaddas. Tendió la mano para que Magron le diera su espada sierra, recargó su batería de energía atómica y probó su eficacia. Todavía funcionaba, pero su temible zumbido sonaba ronco.
—Es necesario ajustar el motor —observó—. Buscaremos un tecnomago.
—Yo lo puedo ajustar —respondió Magron contrariado. Comprobó su bolter y su pistola bolter y vio que estaban bien, aunque la munición estaba degradada, por lo que aceptó cargadores frescos que le ofreció Abaddas.
—Ahora debe descansar, hermano sargento. Su cuerpo tiene que recuperarse de la sus-av y prepararse para las pruebas que deberá superar.
k —¿A dónde nos dirigimos, hermano capitán? i—Vamos a otra estrella del Sistema.
Le sorprendió que Abaddas llevara puesta su voluminosa servoarmadura de modelo mklll con todas las excrecencias del Caos, como si no se diera cuenta de cuánto limitaba sus movimientos. N i siquiera se había quitado el casco, cosa que los Marines Espaciales hacían a menudo, incluso en el fragor de la batalla.
Magron había amontonado su propio equipo en la parte trasera de la estrecha cavidad. Por lo que pudo ver, ocupaba casi la mitad de la longitud de la peculiar nave. De la parte trasera llegaba el sonido ronco del motor.
Magron se echó de espaldas sobre el suelo de metal y, aunque el consejo del capitán era bueno, decidió no entregarse al sueño propiamente dicho, sino usar, en cambio, el nodulo cataléptico implantado en su cerebro que le permitía que la mitad de su cerebro descansara mientras la otra mitad permanecía alerta.
Después de varias horas y sintiéndose ya descansado, aunque todavía desconcertado y apenado, se puso de pie. Abaddas permanecía en silencio en el morro de la nave, mirando al exterior. Todavía podía oírse el suave rugir de los motores. A través de las ventanas observó que las estrellas del sistema daban la impre sión de moverse visiblemente, cosa que no podía suceder a velocidades de espacio real.
—¿Cuándo entramos en la disformidad, capitán?
—No vamos a entrar en la disformidad —respondió Abaddas, volviéndo se pesadamente para mirarlo—. Ya estamo s viaj ando a mayor velocidad que la luz.
Magron volvió a mirar a las estrellas. Pasaban con un movimiento fluido, cambiando de color a su paso en una gradación del violeta al rojo.
—Sí, a usted le parece imposible —dijo Abaddas con voz ronca—. Contrario a las leyes de la naturaleza. ¿Qué le he dicho?
—¿Es así cómo se realizan ahora los viajes estelares por toda la galaxia? —preguntó Magron.
—No —admitió Abaddas, decidido a decir por una vez la verdad—, sólo en una región limitada, y eso desde hace poco. No sé exactamente por qué, pero creo que lo hizo uno de los grandes demonios para facilitar los viajes espaciales. Como puede ver, es mucho más fácil que viajar a través del espacio disforme.
Magron se preguntó cómo era posible ver siquiera las estrellas cuando uno viajaba a una velocidad superior a la de la luz que las hacía brillar. El intento de mirar dentro de la disformidad con el propio sentido físico de la vista —aunque pocos lo hubieran intentado jamás— no permitía ver nada, sólo negrura.
—Usted habla de demonios...
—No es más que el nombre que se da a las inteligencias que ayudan a los Dioses del Caos.
Una estrella surgió del campo de estrellas sumamente comprimidas que formaban apenas uno de los enormes pétalos de la rosa cósmica. Magron no tenía demasiada idea de cómo habían encontrado su camino hasta ella, ya que Abaddas daba la impresión de tener muy pocos conocimientos sobre navegación. Las paredes rugosas y llenas de burbujas del interior crujieron y se curvaron levemente. Magron se quedó atónito al observar que el anaquel de control de la nave no tenía instrumentos visibles, ni tabuladores estelares para indicar su posición, ni amplificador para examinar los mundos del sistema planetario. Era lo mismo que estar navegando en una balsa en medio de un grupo de islas sin contar siquiera con la ayuda de una brújula.
Se estaban aproximando a un planeta que aparentemente era idéntico al que acababan de dejar, con la superficie formada por relucientes pétalos, al menos en el lado iluminado por el sol. Abaddas dirigió la nave hacia el centro de la rosa, donde Magron descubrió algo nuevo. Al principio le pareció un diamante o una gota de rocío centelleante. Luego, al descender, vio que era una ciudad de enormes proporciones que atravesaba los cerrados pétalos de rosa con torres muy altas. A Magron le dio la impresión de estar mirando realmente una sencilla flor en cuyos pliegues habitaban diminutas civilizaciones.
La nave zooforme se introdujo entre las torres y entonces se reveló su auténtica estatura. Magron miró por los ojos ventanilla y quedó estupefacto muy a su pesar. No se parecía en nada a las lóbregas ciudades del Imperio que había conocido; era una ciudad de cuento de hadas, resplandeciente a la rosada luz del sol.
La nave zooforme aterrizó en una plaza enorme. El lateral del vehículo se abrió de golpe, dejando ver un amplio panorama. Había una muchedumbre en la plaza, pero al principio Magron casi no reparó en ella. Tenía la vista fija en la ciudad que se levantaba más allá, con sus gráciles torres, sus arcadas y bulevares, su piedra delicadamente trabajada y la solemnidad de sus templos.
—Debe tomar una decisión, hermano, como lo hice yo hace ya mucho tiempo —dijo Abaddas, sacándolo de su ensoñación—. La era que conoció ha terminado y nuestro Capítulo ha sobrevivido a la transformación en una nueva era, aunque muy disperso. Debe adaptarse al nuevo universo. Mire, vea lo que se avecina.
Señaló hacia el cielo con un guantelete. Muy en lo alto se veía el brillo de unas motas de metal que rápidamente fueron creciendo hasta quedar claro lo que eran.
Una flota de invasión estaba descendiendo, aunque sin guardar formación alguna. Podía verse una variopinta colección de cientos o incluso miles de naves, parecidas muchas de ellas a la nave zooforme pero más grandes, con formas metálicas retorcidas, nudosas, como salidas de un horno o de una forja, pero todas con signos de influencia sobrenatural que demostraba bien a las claras que no eran obra humana. Naves con patas monstruosas que pataleaban, con brazos y tentáculos que hacían movimientos, con caras animales que gesticulaban.
Naves que vomitaban sangre sobre la hermosa ciudad que sobrevolaban.
—Este sistema planetario está siendo invadido —dijo Abaddas a Magron—. Ahora voy a unirme con los encargados de la defensa de la ciudad. A usted le corresponde elegir. Le suplico que piense en nuestra hermandad. Recuerde a nuestro derrotado Emperador si quiere. Pero si recuerda estas cosas, ¡recuerde también que soy su capitán! ¡Póngase la armadura y sígame!
Las palabras de Abaddas despertaron recuerdos dormidos en el cerebro de Magron. Recordó cómo había admirado a este Marine Espacial austero, impasible. Recordó la aventura del mundo de la muerte, cuando él había aceptado que estaban sentenciados como el resto de la compañía, que la expedición había sido un fracaso, pero Abaddas se había negado a admitirlo. ¡El frío e intrépido capitán había encontrado no sólo la forma de sobrevivir, sino también de cumplir su misión!
A decir verdad, Abaddas no le había dado opción. Magron se apresuró a ponerse la armadura. Abaddas no lo esperó, sino que se puso en marcha.
Magron lo siguió rápidamente, comprobando una vez más sus armas sobre la marcha. Bolter, pistola bolter, espada sierra, espadín —la única arma que no había pensado en inspeccionar, pero cuyo filo examinó ahora—. Mientras sus botas blindadas pisaban la amplia explanada, Abaddas le pidió que le dejara el arma y la golpeó al pasar contra una estatua de mármol que representaba a una criatura alienígena alada.
La hoja se hizo añicos. Casi cien siglos de espacio interestelar a casi cero grados la habían debilitado, tal como había supuesto el Marine del Caos. Buscó en su bolsa y le entregó otra.
—Ésa no servía para nada. Tome ésta.
Magron aceptó el espadín. Era sinuoso y unas misteriosas tonalidades lo recorrían en toda su extensión. No se parecía a ninguna pieza que hubiera visto jamás en el equipo de un Marine. En ambas caras tenía runas grabadas que él no conocía, y el mango, con forma de serpiente, le produjo un estremecimiento que lo hizo dudar antes de cogerlo. Sin embargo, lo puso en su vaina.
Por primera vez examinó a la multitud reunida en la plaza. Eran caballeros, guerreros, hombres de armas, unos provistos de todo tipo de armaduras y otros sin ellas. Casi todos, observó Magron, presentaban algún tipo de anormalidad. Era evidente que la ciudad estaba aquejada de una enfermedad que provocaba deformidades congénitas. En el antiguo Imperio hubiera sido purificada. Sin embargo, había muchos que no llevaban armas y parecían normales y que corrían aterrorizados al ver descender las naves, para esconderse en los magníficos edificios que bordeaban la plaza.
—¿sigues atzeentch o a khorne? —gritó a Abaddas un caballero con una armadura de un azul escarabajo resplandeciente.
—¡Lucho por Tzeentch! —respondió el capitán Abaddas a voz en cuello.
A aquellas alturas era evidente que la flota invasora se disponía a aterrizar sobre un área muy extensa. Piezas de artillería disparaban ráfagas de láser y bolas de plasma intentando destruir a los invasores antes de que consiguieran aterrizar. Sólo una nave consiguió llegar a la plaza; era un edificio volador enorme, coronado con torres como una catedral y construido, al parecer, de brillante piedra blanca. Al posarse en el suelo, un murmullo salió de su interior y sus enormes puertas de madera se abrieron de golpe. Una congregación que había estado orando salió por ellas.
Al principio le pareció un desfile de estandartes, ya que cada uno de los componentes provisto de armadura llevaba un blasón por encima de la cabeza en el extremo de un palo sujeto a la parte trasera de la armadura, según la tradición del Adeptus Astartes. Magron no pudo examinar los estandartes, apenas tuvo tiempo para darse cuenta de que sus dibujos eran espeluznantes y de aspecto alienígena. Además, quienes los llevaban eran criaturas de aspecto monstruoso, todas ellas diferentes, montadas algunas en cabalgaduras igualmente monstruosas.
Pam, pam, pam. Los de las armaduras desembarcaron en for marión disciplinada. Atónito, Magron vio que sus armaduras se parecían a las de los Marines Espaciales, pero grotescamente modificadas como si fueran la obra de algún armero desquiciado, aún más que la del capitán Abaddas.
—¿Sigue odiando a los traidores, hermano sargento Magron? —lo desafió Abaddas—. ¡Entonces vénguese en ésos, porque son Marines de la Legión Alfa, los primeros en pasarse a las filas de Horus, el Maestro de la Guerra!
Magron los observó atentamente y pudo reconocer los colores de la Legión Alfa. También vio, en algunos estandartes, el emblema en forma de X con tres barras horizontales que había visto cuando combatió contra los Devoradores de Mundos.
La rabia se adueñó del corazón de Magron. Ahora los bolters rugían, produciendo una carnicería entre los caballeros y guerreros que salían a su encuentro, en un intento vano pero valeroso de contener a los invasores.
—¡por el emperador! —gritó.
¡Otra vez codo a codo con el capitán Abaddas! Aunque su grito pasó desapercibido en el creciente tumulto, Magron marchó hacia adelante, dejando oír el salvaje rugido de su bolter. El primer disparo rebotó contra el enemigo de estrafalaria armadura produciendo escaso daño. Tenía que acercarse más.
Lanzó una breve ráfaga. Oyó las explosiones, pero no consiguió ver nada. Los proyectiles habían desaparecido en una repentina oscuridad. Sintonizó los sentidos de su traje en otra longitud de onda, pero siguió sin ver nada.
La oscuridad se mantuvo durante un momento y el ruido de la batalla se desvaneció en ella. Luego recuperó la vista, pero ya no vio la clara luz rosada de antes. La escena parecía congelada, como si los guerreros armados hubieran quedado apresados en ámbar, inmovilizados bajo una luz cenagosa y pardusca que era ahora la única iluminación. El sargento Magron miró hacia arriba. El sol seguía allí, pero había cambiado. Ya no era de un maravilloso y resplandeciente color rosado; se había oscurecido y tenía un tono marrón quemado. Los pétalos de aspecto carnoso se estaban marchitando y no plegando, volviéndose casi negros y cada vez más borrosos. Esto debería haber revelado al Sistema Planetario de la Rosa en todo su esplendor, pero no era así. Sólo se veían al fondo las estrellas situadas más allá del sistema. De éste, no se veía nada.
Sobre la plaza se cernió una oscuridad casi total. El sargento Magron sintió que las losas que había bajo sus pies temblaban y se resquebrajaban. En la lejanía oyó un estrépito titánico. Al mirar a su alrededor consiguió ver que los pétalos planetarios que antes cercaban la espléndida ciudad se marchitaban y transformaban en cenizas.
—¡Qué está pasando, capitán! —preguntó a través de su intercomunicador.
—Se acerca la Gran Noche —respondió Abaddas con voz lúgubre.
Capítulo 14
La casa de los tesoros
Calliden se dio cuenta demasiado tarde de que se había olviado de realizar el ritual de sellado cuando cerró el panel de control. No había colocado la palma de su mano derecha sobre la runa de sellado ni pronunciado la fórmula de protección. Si lo hubiera hecho, cualquiera que hubiese intentado hacer pilotar la nave sin permiso se hubiera encontrado con trabas para su manejo. Pero Kwyler la estaba pilotando con la facilidad de un experto.
Se preguntó cómo podía haber sido tan descuidado, algo debía de haber obnubilado su mente para que se olvidara. Tal vez lo mismo —¡aterradora idea!— que lo había llevado hasta allí.
¿Qué podía hacer? En el interior de la Estrella Errante no se tenía sensación de movimiento a pesar del zarandeo que debía soportar en la atmósfera turbulenta. Sin embargo, tuvo la sensación de que podía ser peligroso forcejear con Kwyler para recuperar el control.
Se dirigió en silencio al camarote trasero y sacudió a Rugolo para despertarlo. El mercader gruñó mientras emergía de su sopor y se rascó la perilla.
—¿Qué pasa? —murmuró.
—¡Estamos aterrizando en el planeta! Kwyler ha jugado sucio.
Calliden no pudo ver la expresión de Rugolo a la luz del electrolumen de emergencia, pero lo oyó tragar aire angustiado. Luego su voz sonó aterrada.
—¡Deténlo, Pelor!
—Si lo intento, podemos estrellarnos.
Rugolo volvió a gruñir y se puso de pie de un salto. Fue dando bandazos hacia la cámara delantera y, al llegar, apoyó la mano en el panel de iluminación. De golpe, la luz iluminó toda la cabina.
—¿Qué está haciendo?
Kwyler lo miró furtivamente y luego cogió la pequeña botella acanalada que estaba sobre el panel de control. Se la llevó a los labios, tomó un trago y a continuación se la ofreció a Rugolo.
—Sólo queda un trago. Bébalo.
Automáticamente Rugolo aceptó la botella, luego se detuvo y miró el visor situado encima del panel de control. Las nubes pardas e hirvientes se abrieron, dejando a la vista la superficie del planeta, de una tonalidad sepia que rezumaba de la baja capa de nubes.
El planeta era una mezcolanza, un revoltijo de imágenes caídas. Chorros de fuego, cascadas relucientes, se derramaban desde las nubes turbulentas. Un extraño relámpago amarillento —si es que en realidad era un relámpago— atravesó zigzagueante el espacio entre las nubes y la superficie, creando en el paisaje la ilusión de gigantescas y acechantes figuras que tan pronto aparecían como desaparecían. ¿Eran reales o una ilusión óptica? Rugolo se inclinó por lo segundo, ya que Kwyler dirigió la nave sin titubear a través de una enorme figura barbada que había surgido del suelo hacia las nubes blandiendo una maza y se interponía en su trayectoria.
Pero Calliden sabía que era otra cosa. Durante el instante en que la nave de carga atravesó al gigante a la altura del diafragma había sentido un estremecimiento psíquico que no tenía nada de imaginario. El planeta producía seres efímeros, generados a partir de las descargas de energía de las nubes hacia la superficie.
—¡Cuidado! —gritó Rugolo.
Una mole rocosa había aparecido de golpe, y esta vez no era efímera, sino sólida y permanente. Era un enorme castillo, de varias millas de altura, cuyas murallas se fundían con las nubes. No había ninguna posibilidad de que Kwyler lo evitara.
Ni siquiera lo intentó. La Estrella Errante atravesó limpiamente la enorme estructura de piedra. Al pasar, pudieron entrever las estancias, salas y escaleras interiores antes de salir al otro lado.
«¡Un castillo fantasma!», pensó Calliden.
—¡Vuelva a subir! —ordenó Rugolo con voz firme, pero antes de darse cuenta, se había llevado la botella a los labios y había bebido su contenido. La pequeña cantidad de licor que quedabn trepó por su garganta, produciendo la maravillosa explosión quese difundió por cada una de las células de su ser.
«Aaah...»
Fue como renacer. El terror que había experimentado Rugolo al enterarse de lo que había hecho Kwyler —el terror de volver a encontrarse con Aegelica— se disipó, especialmente cuando se dio cuenta de que lo único que quería Kwyler era conseguir más brebaje cuanto antes. ¿Qué había de malo en eso?
Calliden se dirigió a la cabina, fijándose en la posición de las manos de Kwyler sobre los controles. Se sintió contrariado porque ya no quedara licor para él. ¿Acaso no tenía derecho?
Sacudió la cabeza, tratando de despejarla. La atmósfera estaba cargada de fuerzas psíquicas, podía sentirlas, y estaban afectando a su buen juicio. Sintió la necesidad de abrir el ojo de disformidad, pero desistió. Tenía miedo de lo que pudiera ver.
Volvió a prestar atención a las figuras fantasmagóricas que les salían al paso. La inmensa mole de una de las grandes monta ñas que atravesaban la atmósfera pasó junto a la nave. En la parle baja de sus laderas podían verse árboles auténticos y algo parecido a edificios. La luz intermitente de los relámpagos creaba un efecto estroboscópico que le producía un especie de náusea. Rugolo se abalanzó hacia adelante. Por un momento dio la impresión de que intentaría arrebatar los controles a Kwyler. Luego se apartó, como si se hubiera dado cuenta de la peligrosidad de su acción. Parecía un poco ebrio.
Habían reducido la velocidad y ahora estaban cerca del suelo, sobrevolando lo que parecía ser una zona industrial, con chimeneas y hornos humeantes que parpadeaban en la iluminación estroboscópica. En aquel momento ocurrió algo que aterrorizó a Calliden. El terreno se hinchó delante de ellos formando una enorme cabeza y unos hombros que pugnaban por salir del paisaje. Una enorme mano salió disparada y se apoderó de la nave.
A pesar de la parada en seco, los ocupantes se mantuvieron de pie. El control inercial que hacía posibles los viajes espaciales podía con las fuerzas que participaban en esto. Todavía podía oírse el sonido del motor y se encontraron mirando directamente a la cara de la... cosa... que los tenía atrapados.
¿Era un espíritu del propio planeta? De su cráneo desnudo salían protuberancias muy parecidas a las montañas que se veían desde el espacio. Su cara era la parodia de un ser humano, con ojos redondos y fijos, una boca marchita y desdentada y una nariz ganchuda. No se trataba de una simple aparición. Sujetaba con firmeza la nave en su enorme puño.
Aquella cosa abrió la boca —una abertura roja y cavernosa que terminaba en una profunda sima— con los ojos desorbitados de entusiasmo, y se llevó la nave a los labios expectantes.
En aquel momento, Kwyler hizo una maniobra brusca con las palancas de control, y liberó a la nave de la mano del gigante y siguieron su camino.
—Bah, no son tan peligrosos como parece —dijo sin darle importancia.
Rugolo estaba mudo de terror. No así Calliden.
—Llévenos otra vez hacia arriba, Kwyler. Ha estado a punto de engullirnos. ¡Vuelva a subir!
—Está bien. Ya casi hemos llegado.
—Esto es una locura —Calliden decidió que había llegado el momento de actuar. Kwyler no se había abrochado el cinturón de seguridad. Intentó empujarlo hacia un lado y apoderarse de los controles. Pero Calliden tenía poca fuerza y no estaba acostumbrado a pelear, mientras que Kwyler, a pesar de ser pequeño, tenía una fortaleza metálica. Se mantuvo en su puesto, aunque Calliden intentó desplazarlo con todas sus fuerzas mientras le gritaba que lo dejara. Estaba desesperado. Dio un tirón tratando de levantar el morro de la nave hacia el espacio, pero Kwyler tiró en dirección opuesta mientras Rugolo rugió alarmado y se sumó a la refriega.
El resultado de todo ello fue que Kwyler dio con la cabeza contra el tablero de control. Si alguien hubiera mirado a la videopantalla, habría visto que estaba borrosa. Oyeron un chirrido prolongado cuando la nave chocó contra el suelo y se arrastró un largo trecho, levantando montones de tierra antes de girar en redondo y detenerse finalmente con una nota cascada de protesta del motor.
Calliden extendió la mano y dio un golpe a la runa para desconectarlo, entonando silenciosa pero fervorosamente la Letanía de Control de Daños del Catecismo del Navegante.
Pero se dio cuenta de que había pronunciado la plegaria demasiado tarde cuando vio los indicadores relumbrantes del tablero. La Estrella Errante estaba vieja y su estructura no era muy sólida. Rugolo nunca había dispuesto de dinero para renovar el casco,
progresivamente deteriorado. El impacto del aterrizaje forzoso había producido numerosos daños.
La videopantalla estaba hecha trizas, pero eso no les impidió ver afuera. Justo debajo de la pantalla oval había un orificio que atravesaba las tres capas del casco. A través de él se veía la tierra y la vegetación de color ocre arrancada de raíz.
A Calliden se le cayó el alma a los pies al volver a pasar revista a los indicadores de daños. Rugolo tendría herramientas para reparar averías menores, pero no para ésta. El daño sufrido por el casco ya era bastante grave, pero los visores de disformidad también estaban rotos. Su reparación sólo podía hacerla un tecnoadepto.
Aunque consiguiera volver a despegar —cosa que Calliden ponía en duda— la Estrella Errante nunca conseguiría salir del Ojo del Terror.
—¡Mi nave! ¡Mi nave! ¡Era todo lo que tenía!
La aflicción de Maynard Rugolo era genuina. Calliden, Kwyler y él se encontraban sobre un montículo de color marrón oscuro que había levantado la Estrella Errante en su violento aterrizaje. La zanja que había abierto se extendía a lo lejos. En cuanto a la nave, sus álabes se habían desprendido y yacían rotos a los lados de la zanja. El casco que se perfilaba por encima de ellos, como un enorme monstruo marino varado, estaba abollado y arrugado, y ias gárgolas aplastadas.
Las nubes bajas resonaban, lanzando sus rayos relumbrantes. La energía que a modo de rayos cruzaba en zigzag el espacio comprendido entre las nubes y la tierra chisporroteaba y crepitaba, y las figuras espectrales que creaba danzaban sobre el paisaje y daba la impresión de que se burlaban de ellos.
Calliden pensaba que la sensibilidad de Rugolo estaba mal enfocada. El verdadero problema no residía en la pérdida de su propiedad, sino en que no podrían salir de aquel lugar de locura y pesadilla. Empezó pensar en Gundrum y en su nave espacial multicolor.
El aire no cesaba de soplar, castigándolos con ráfagas ardientes. Sin saber qué hacer, Rugolo miró a su alrededor.
—Este planeta está habitado, he visto edificios al aterrizar. Podrían ayudarnos a levantar la nave y reparar los daños...
—A menos que sepan reparar y sintonizar los visores de disformidad, olvídate —respondió Calliden haciendo un gesto de negación—. En realidad ya puedes ir olvidándote aunque sepan hacerlo. Dentro del Ojo, las cosas y los habitantes están tocados por el Caos. Yo no me internaré en el espacio disforme sin visores consagrados al Emperador.
Kwyler gruñó sacudiéndose la ropa. Calliden echó una mirada al riñe de fusión oculto bajo su jubón.
—Bueno, yo no tengo la culpa —dijo el hombrecillo—. Yo habría aterrizado de una pieza, con el morro hacia arriba. Vamos a ver a Gundrum.
—¿Ir a ver a Gundrum? —la respuesta de Rugolo fue un grito de incredulidad, una mezcla de miedo y de protesta—. ¡Aegelica está con él!
—¿Quiere pasarse aquí el resto de su vida? —dijo Kwyler, volviéndose hacia el mercader—. Tenemos que convencer a Gundrum de nos saque del Ojo.
La idea de un viaje en compañía de Aegelica, poseída por un demonio, hizo temblar incluso a Calliden.
—¡Todo esto es por tu culpa! — gritó Rugolo, descargando su furia contra el navegante—. ¡Todo ha ocurrido por haberte conocido! ¡Debería haberlo pensado dos veces antes de asociarme con un navegante psíquicamente inestable!
Se interrumpió en mitad de su ataque. Sabía que no debía culpar a Pelor. Su excesiva temeridad era la culpable. Pero en aquel momento deseó estar de vuelta en Gendova, aunque estuviese varado y sin navegante... y donde, recordó, también habría perdido a la Estrella Errante para pagar una deuda a un insignificante mercader local. ¡Qué ignominia!
Rugolo casi prefería la actual situación. Si no fuera por... Las intermitentes figuras gigantescas entrevistas, el retumbar constante, la luminosa luz sepia, lo estaban haciendo entraren trance. El retumbar formaba voces, gritaba algo al paisaje que se veía más abajo. Pero ¿qué? No podía descifrarlo. Sacudió la cabeza para despejar su cerebro.
Kwyler señaló algo. Al chocar, la Estrella Errante había ido a parar junto a una elevación del terreno. Habían aparecido tres figuras en la cima de la elevación y estaban mirándolos. Eran Gundrum, Aegelica y Foafoa.
La mirada de Foafoa era feroz. Aegelica, vestida todavía con su breve jubón, sonreía y no parecía amenazadora. El aspecto de Gundrum, en cambio, era más extraño, anguloso y gesticulador que antes. Daba la impresión de que ahora midiera una cuarta más, ¿o sería un efecto de la luz?
Empezaron a bajar la pendiente. Calliden vio que Rugolo se ponía verde y empezaba a sudar, temblando de terror. Kwyler lo retuvo para impedir que el pánico lo hiciera salir corriendo.
El trío se detuvo a pocos metros de distancia, sin dejar de mirar a la maltrecha nave de carga, a cuya sombra borrosa se encontraban ahora. Gundrum sonrió con callada satisfacción, casi sin mover sus labios pálidos. Aegelica, con su risa de contralto, parecía expresar placer y darles la bienvenida. Foafoa, en cambio, golpeó el suelo con los pies y los amenazó con sus puños, pero una vez terminada su actuación, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
—He venido para ofrecerte mis disculpas, Gundrum —dijo Kwyler, dando un paso adelante para salir a su encuentro.
—¿Y a atacar otra vez a mi hermana con el rifle de fusión que veo que todavía llevas contigo, Kwyler? —respondió Gundrum, enarcando las cejas hasta tal extremo que parecía físicamente imposible—. Por mis raíces, por mis palabras, por mis pensamientos retorcidos y mis simples e inocentes obras, ¿qué tenemos aquí? Una nave sobre las rocas y una tripulación en peligro.
Rugolo y Calliden se encogieron cuando detuvo su mirada en ellos. Era imposible saber qué estaba pasando por su mente desquiciada.
—¿Todavía lo quieres, hermanita? —preguntó a Aegelica, señalando con gesto negligente al mercader.
Rugolo sintió náuseas, se dobló y vomitó lo que había comido mientras estaban en órbita. Calliden, paralizado por el miedo, no pudo moverse para ayudarle, pero lo hizo Aegelica. Conmocionado y sorprendido vio cómo le rodeaba los hombros con su brazo, le secaba la boca con un pañuelo que había sacado de su escote y murmuraba palabras tranquilizadoras. Extrañamente, sus palabras parecieron calmarlo. Sonrió y le dio las gracias, un gesto que convenció a Calliden de que su socio había perdido el juicio. Ella retrocedió y siguió mirándolo con simpatía.
—Bueno, ¿qué es lo que quieres, viejo amigo? —preguntó Gundrum a Kwyler.
—¿Un trago de esencia por los viejos tiempos? —el tono de Kwyler era suplicante.
—¿Limonada para tu alma? ¿Necesitas alimento para tus raíces? Pues bien, adelante. ¡Olvidemos las viejas rencillas!
Se volvió y abrió la marcha. Con un gesto enérgico, Kwyler indicó a sus compañeros que debían seguirlo. Subieron el promontorio y se encontraron ante un ancho valle poco profundo, surcado por un estrecho río lleno de meandros que brillaba como metal bruñido bajo la tenue luz.
Río arriba se veía la fuente de donde surgía, una encendida catarata que bajaba desde las nubes y, por algún proceso alquímico, se transformaba en agua en cuanto tocaba el valle.
Allí estaba la nave espacial de Gundrum, con su superficie lustrosa y reluciente, tan diferente de cualquier otra nave del Imperio. Unos cientos de metros más allá se alzaba un grupo de edificios que bordeaban la orilla más cercana del río, construidos, al parecer, de bronce bruñido y de líneas vacilantes y curvas. Humo, vapor y bocanadas de polvo de colores salían de las chimeneas. Un edificio atravesaba el río. Era mucho más grande que los demás y tenía tres chimeneas, por las que salían una columna de humo y chispas rojizas.
La escena era típicamente industrial, y tenía el aspecto de ser un suburbio de una ciudad más grande que no se divisaba. Kwyler había dicho que Gundrum obtenía su mercancía fundamentalmente de un lugar. ¿Sería de un lugar tan pequeño? ¿Una sucesión de fábricas en lugar de todo un planeta? No dejaba de tener sentido. Tal vez Gundrum había dado por casualidad con este lugar en una de sus primeras incursiones y desde entonces había seguido la misma ruta. Eso explicaría por qué había conseguido sobrevivir en una parte tan peligrosa de la galaxia.
Descendieron al valle. Habían montado un pabellón de terciopelo bermellón entre la nave iridiscente y el río, y por primera vez Rugolo y Calliden vieron a otros seres humanos. Una fila de media docena de hombres eran conducidos por la orilla del río. Iban unidos por una cadena sujeta a unos collares de hierro y tenían las manos atadas a la espalda: eran esclavos. Los vigilaban cuatro guardias vestidos con simples tabardos de color ocre y polainas de un material parecido al cuero. Llevaban armas de color dorado y un tipo de rifle con boca rebordeada y dos culatas, una delantera para estabilizar el arma y otra con un disparador en la parte posterior, muy parecidas al rifle de fusión de Kwyler.
La indumentaria negra y marrón de los prisioneros le resultó familiar a Rugolo. Al acercarse, uno de ellos vio a Calliden y pareció reconocerlo. En su rostro pálido y desesperado hubo un repentino destello de esperanza.
—¡Ayuda, señores, por favor!
—¡Es de Gendova! —exclamó Calliden sorprendido—. ¿No te acuerdas? Uno de los que intentaron secuestrarme. ¿Cómo habrá llegado aquí?
—Todos son de Gendova —dijo Rugolo que había reconocido su forma de vestir—. Después de todo, parece que han conseguido llegar al Ojo.
Volvió a resonar la estridente risa de Aegelica. Los guardias apuraron el paso, obligando a los esclavos a avanzar hacia los edificios que se alzaban poco más allá.
—¡Venid amigos míos! —dijo Gundrum con voz tonante que se mezcló con el constante retumbar que llegaba desde arriba—. ¡Haremos un brindis!
Con un gesto complicado y extravagante los invitó a entrar en el pabellón. Calliden no podía explicarse por qué él y Rugolo aceptaban la invitación, dispuestos a compartir el interior con Aegelica. El episodio anterior parecía un sueño; ahora parecía completamente inofensiva. Dentro había una mesa redonda con tres patas curvas y tres sillas de respaldo recto dispuestas a su alrededor. Sobre la mesa había dos de las botellas en forma de tonel, una de un color marrón apagado y otra de una tonalidad naranja con un leve resplandor. Foafoa no quiso entrar en la tienda. Se dirigió a grandes zancadas hacia la nave espacial iridiscente. Kwyler, en cambio, casi corrió hacia el interior en penumbra. Se sentó a la mesa, cogió una botella y luego, como recordando cuál era su sitio, la volvió a dejar y se quedó mirando a la mesa con expresión tensa.
—Siempre supe que encontrarías la forma de volver a nosotros, Kwyler—dijo Gundrum con voz lúgubre, sirviendo el contenido de la botella anaranjada en un vaso diminuto.
—Sí, por supuesto que sí —admitió Kwyler.
—Bebamos por ello, entonces. Sólo una cosecha local, me temo.
—Mañana lo haremos mejor, ¿eh? —Kwyler cogió el vaso que le ofrecía Gundrum y dejó que el denso licor se deslizara por su garganta. Una mirada de alivio y éxtasis transformó su rostro. Se quedó allí sentado con los ojos cerrados, atento a lo más profundo de su ser.
Gundrum sirvió unas gotas, que cayeron pesadamente, a Rugolo y Calliden y a sí mismo. La suya dio la impresión de acceder a su boca antes de que el vaso le tocara los labios, como si actuara con voluntad propia.
—¿No resulta curioso —observó con satisfacción—, que quienes desean venir a comerciar en el Ojo acaben encontrando el camino a este pequeño lugar? ¿Cuál parece ser la causa?
—¿Cuál será realmente? —se preguntó Aegelica con su agradable voz de contralto. Alargó la mano, cogió la otra botella, la de color marrón, y la descorchó. No se molestó en coger un vaso. Levantó la botella por encima de su cabeza echada hacia atrás y dejó caer todo su contenido en la boca. El licor fluyó como un glaciar, como jarabe, por su garganta, sin que tuviera necesidad de tragar.
Rugolo recordó su larga lengua tubular tras su transformación en demonio. La imaginó metiéndola en la botella para aprovechar lo que quedaba del licor. Pero no lo hizo. Ahora parecía completamente normal. Arrojó la botella entre la áspera vegetación que formaba el suelo de la tienda.
Tenemos que conseguir algo mejor que esto, querido hermano —dijo con un suspiro.
—Así se hará, querida. ¡Por las raíces de mi deseo que así se hará!
Rugolo bebió su pequeña porción al ver que Calliden hacía lo mismo. Sintió el deleite eléctrico que ahora le resultaba familiar y cómo la energía recorría todo su ser, interrumpiendo sus pensamientos, haciendo girar sus sentimientos, llenando su conciencia interior de un colorido chispeante, haciendo que se sintiera inmortal e invencible.
—¿Cuánto se tarda en ser adicto a esto, como... dudó antes de seguir con la pregunta, pero finalmente la completó—... como Kwyler?
—Uno ya es adicto le aseguró Gundrum—. Uno ha tenido siempre esta adicción, no es algo que sea necesario adquirir. El licor es una esencia... la esencia de la vida. Le gusta estar vivo, ¿no es cierto?
Gundrum volvió a llenar los tres vasos y luego se dirigió a Kwyler.
—Esta botella no será suficiente. Ve a la destilería y pide lo que me deben. Ellos entenderán lo que quiero decir.
Kwyler apuró su esencia de la vida, con expresión codiciosa arrebató la botella a Gundrum y se sirvió dos vasos más que bebió rápidamente, uno después de otro. Luego hizo un gesto de asentimiento, se levantó y salió de la tienda.
El contenido de la botella descendió rápidamente y, al mismo tiempo, fueron desapareciendo la sensación de peligro y el miedo natural en Rugolo y el navegante. Aegelica daba la impresión de haberse adormecido tras beber toda la botella. Se echó, relajada y pareció quedarse dormida.
Gundrum la miró, con una expresión suavizada que en su cara áspera y angulosa resultaba cómica.
—Mi querida pequeña —dijo con voz ronca—. Mirad que expresión apacible. Sí, ya sé que han visto otro aspecto de ella que les infundió temor, pero mírenla ahora. Así era cuando era joven, antes de que aprendiéramos a disfrutar de los cambios de esta región. Una joven inocente e inofensiva.
No sabían si estaba celebrando o lamentando su posesión demoníaca. Rugolo pensó que a lo mejor el demonio la había dejado.
Ahora le importaba poco. No podía entender por qué había dejado que Calliden lo convenciera de la absoluta necesidad de abandonar el Ojo. Se sentía tan fuerte y ambicioso. La pérdida de la Estrella Errante era sólo un contratiempo. ¡Habían conseguido llegar al reino de la magia, con sus productos mágicos! Todo lo que tenía que hacer era encontrar una forma de obtener esos productos y luego un medio de transporte... Recordó que para ello necesitaba la colaboración de Gundrum, y eso era bastante incierto.
—He perdido mi nave —dijo—. ¿Querrá sacarnos del Ojo? Todavía puedo serle útil, cuando consiga otra. Creo recordar que teníamos un acuerdo.
Esto último lo dijo para inclinar finalmente la balanza. Si Kwyler decía la verdad, Gundrum nunca había hablado en serio.
Frunció el ceño. ¿No había algo más? ¿Algo sobre una joya? Curioso, la idea parecía rehuirlo, como si fuera algo que había soñado.
—Claro que lo llevaré —dijo Gundrum—. Los llevaré a los dos. Cuando salgamos de aquí, quiero decir. Tal vez vayamos antes a otra parte.
—¿Y qué puedo hacer yo por usted?
—Estoy seguro de que podrá pagarse el viaje.
A aquellas alturas, la botella de licor ya estaba vacía. La luz se iba haciendo más tenue dentro de la tienda. Gundrum se puso de pie y se inclinó sobre Rugolo, acercando su cara de piel apergaminada.
—Usted me ha complacido, aunque no lo sepa. Ha dado pruebas de la energía y el arrojo necesarios para entrar en el reino encantado. No hay muchos que sean capaces de hacer eso. Merece una recompensa.
Los dos viajeros se sintieron a un tiempo rechazados e hipnóticamente atraídos por la presencia de Gundrum y también por sus palabras, que parecían abrirles nuevas perspectivas. Rugolo se dio cuenta de que este pequeño mundo, raro como era, no podía ser la única fuente de abastecimiento de Gundrum. Para empezar, de alguna parte había sacado al guardia espectral eldar.
Tal vez fuera el licor —se habían bebido entre los dos casi un tercio de la botella—, pero les pareció estar viéndolo todo con ojos nuevos, con los ojos de otra persona. Era posible que el licor provocara leves alucinaciones, pensó Calliden. Muchos estimulantes y bebidas lo hacen.
—Los jóvenes que pasaron a nuestro lado deben de haber hecho lo mismo —señaló Calliden—. Da la casualidad de que sabemos de dónde vienen. ¿Por qué han sido hechos prisioneros?
—Es una triste historia —respondió Gundrum—. Criminales y tontos que no estaban a la altura de la empresa y fueron financiados por algún magnate de los negocios, que también les proporcionó un navegante secuestrado. Consiguieron seguir nuestra huella, como hicieron ustedes, pero fueron capturados como esclavos por los nativos de este planeta. No podría hacer nada por ellos aunque quisiera.
—¿Un navegante? ¿Dónde está? —preguntó Calliden, poniéndose de pie de un salto.
—Muerto, me temo. Todavía estaba a bordo de su nave cuando...
—¿Dónde está su nave? —preguntó Rugolo con impaciencia.
—Comida—dijo Gundrum tras una pausa—. En este planeta hay gigantes de tierra que surgen del suelo y devoran todo lo que se pone a su alcance, especialmente si es de metal. Pero no se preocupen, aquí estamos a salvo.
De afuera llegó un extraño sonido. Siguieron a Gundrum fuera de la tienda y vieron una hilera de nativos que se acercaban desde las fábricas y la destilería empujando trineos por encima de la hierba amarillenta. Del cielo seguían llegando el ruido retumbante y los relámpagos —aunque tal vez no fueran relámpagos, pensó Calliden, sino energía conectada de alguna manera con la energía que chisporroteaba de una a otra de las empinadas montañas—, pero la luz se había debilitado un poco. La noche tardaba mucho en caer en este planeta, ya que la luz del sol se difundía a través de la capa de nubes y más allá de la línea terminal. Probablemente, nunca oscureciera del todo. Las descargas de energía lo impedirían.
El que llevaba el primer trineo, vestido con el mismo tabardo de color austero y las mismas polainas que los guardias de los esclavos, saludó a Gundrum.
—He aquí el pago convenido.
«¿Pago por qué? —se preguntó Calliden—. ¿Por los esclavos?» Pero si era así, ¿cómo los había conseguido Gundrum? Su propia historia parecía más lógica.
Gundrum les indicó que se acercaran. Los seis primeros trineos estaban cargados con cientos de botellas de licor, productos de la destilería. Sacó cuatro y dio dos a Rugolo y otras dos a Calliden.
—El resto son para la exportación —dijo—. Si reafirmamos nuestro acuerdo, tal vez puedan ayudarme a distribuirlo, con gran beneficio para todos.
—Primero tendré que rehacer mi fortuna —respondió Rugolo casi para sus adentros.
Gundrum se había alejado para examinar los otros trineos. Calliden sujetó a Rugolo por el brazo y tiró de él hacia atrás.
—¿Qué estás haciendo? —le susurró al oído—. ¿Por qué has permitido que la chica te tocara? ¡Está poseída por un demonio! ¿No recuerdas lo que estuvo a punto de hacerte?
—¡No creo que siga siendo un demonio! ¡Ahora es muy simpática! —respondió Rugolo.
Calliden suspiró y se apartó. También él había sentido el magnetismo excitante de Aegelica, su encanto seductor. Pero otra parte de él se había retraído, como si se apartara de una serpiente venenosa, y eso había sido incluso antes de su transformación demoníaca en el primer planeta.
Rugolo obedeció de buen grado cuando Gundrum le indicó que se acercara a echar un vistazo a los otros trineos, ofreciéndose a enseñarle la producción de las fábricas alineadas a lo largo del río. A pesar de su embriaguez de esencia, Rugolo quedó decepcionado por el contenido del primer trineo que examinó. Gundrum desplegó con orgullo una variedad de platos y cuencos de metal, trinchadores, fuentes, todo ello ricamente ornamentado, a veces de formas excéntricas, pero corrientes en todo lo demás.
—¿Qué tiene de especial todo esto? —preguntó malhumorado—. ¡Pueden conseguirse cosas como éstas en cualquier bazar del Imperio!
—¡Eso es lo que parece! —respondió Gundrum, riendo con fruición—. Pero nada que pueda fabricar un artesano del Imperio puede compararse con lo que está viendo. ¡Cualquier cosa servida en estos recipientes resulta dos o tres veces más deliciosa!
Rugolo hizo un gesto de incredulidad.
—Ya veo que no me cree, amigo —dijo Gundrum transformando en sombrío su tono habitualmente exultante—. Esto lo entusiasmará más, ya que pretende ofrecer la mercancía a los curiosos y los amantes de lo exótico.
El segundo trineo estaba repleto de cajas de distintos tamaños. Gundrum abrió una de ellas. En su interior, descansando sobre un material blanco y suave, había un instrumentos cilindrico de ocho o nueve centímetros de largo, de color peltre y tenía una serie de registros. Gundrum lo levantó con cuidado y se lo entregó a Rugolo.
—Mire por él y dígame lo que ve.
En un extremo tenía un ocular. ¿Un telescopio? Rugolo se lo colocó en el ojo derecho y guiñó el otro para mirar dentro del cilindro.
No vio nada hasta que Gundrum manipuló con sus largos dedos la fila de registros. De repente apareció una escena: una vista aérea de una ciudad del Imperio. Era fácil reconocer la arquitectura ciclópea con su florida decoración, los grandes arbotantes que sostenían las estructuras descomunales, el aspecto sucio y lúgubre...
Movió el instrumento y apareció una vista panorámica de la superficie planetaria. En el lejano horizonte seguían viéndose la ciudad y sus excesos, pero mezclados con el espeso humo y las llamaradas de las fábricas y las forjas.
No pudo identificar la ciudad. Había un millón como ésa. Gundrum volvió a manipular los registros y la escena cambió. Se encontró mirando a través de una cúpula transparente que flotaba en el espacio. Gundrum giró un anillo pulido del aparato. Dio la impresión de que atravesaba la cúpula y veía la asombrosa estancia interior, cuya elegancia y belleza revelaban que no tenía nada que ver con el Imperio. Y las personas que la habitaban —bueno, no eran personas para ser precisos— eran demasiado altas y gráciles, y sus rostros tenían un aire alienígena...
—¿Recuerda al guardia espectral? —susurró Gundrum a su oído—. Fue hecho en un lugar como éste. Éstos son eldars.
Rugolo siguió mirando fascinado. Luego apartó el instrumento de su ojo e hizo un gesto de indiferencia.
—Interesante, pero no creo que valga la pena entrar en el Ojo del Terror por esto. No es más que un visor que tiene algunas escenas e imágenes grabadas.
—No, no hay nada grabado. Lo que ve está sucediendo ahora. Está mirando cosas muy lejanas a través del espacio disforme —advirtiendo el escepticismo de Rugolo, añadió—: Vuelva a mirar.
Rugolo sintió el instrumento caliente en sus manos. Volvió a acercarlo a su ojo.
Ahora estaba mirando el interior de lo que le pareció la catedral más grande que pueda imaginarse. El techo abovedado era tan alto que se veía borroso por el vapor de agua condensado: ¡nubes dentro de un edificio! Innumerables sacerdotes y acólitos iban y venían por la nave. Las naves laterales, flanqueadas de estandartes rotos, en jirones pero que conservaban todavía sus antiguos colores, tenían cientos de metros de altura. Una luz de tonalidades múltiples se filtraba e iluminaba unos murales que se movían lentamente representando una batalla tras otra.
En el enorme edificio bullía una actividad febril, nada que ver con la paz y el recogimiento propio de las oraciones. Ahora Rugolo giró el anillo de ampliación. Le dio la impresión de avanzar por la nave hacia la lejana cancillería. Guardando el santuario, uno a cada lado, con los puños levantados en actitud de saludo, había dos titanes, las mayores máquinas de guerra que podían usarse en la Tierra y que hasta ahora sólo había visto en la propaganda de la Guardia Imperial. Y más allá, en el santuario, un globo de oro resplandeciente rodeado por una jungla de cables y tubos tan numerosos que casi lo ocultaban a la vista, sujetos por generadores de campo, fuente y foco de toda emoción en el vasto...
Rugolo apartó precipitadamente el instrumento de su ojo.
¡No podía ser! ¡Era imposible! ¡No podía estar mirando la sala del trono del Emperador!
Desvió la vista y de repente se detuvo, mirando hacia arriba con el ceño fruncido. En la distancia, deslizándose a través de los relámpagos, avanzaban tres naves volando bajo. Se parecían más a barcos que a naves espaciales, ya que tenían proas curvas y carecían de cubierta de cristal, con lo cual sus cabinas estaban abiertas a la atmósfera. Tenían alas cortas, más parecidas a álabes, en marcado ángulo hacia atrás. Al acercarse, se vieron rostros mirando hacia abajo por los laterales. Las naves describieron dos círculos sobre el lugar, emitiendo un sonido muy parecido al zumbido de una sierra y escupiendo chispas por la cola, y luego se posaron suavemente sobre la hierba color ocre.
—¡Ah, más visitantes! —observó Gundrum con energía—. ¡Tantos visitantes! ¿Quién vendrá ahora?
Los mercaderes locales —¿o eran simplemente artesanos?— habían dejado de tirar de los trineos y miraban con desconfianza, mientras media docena de guerreros salían de cada embarcación, armados de forma desigual, vestidos con armaduras improvisadas hechas con placas de metal superpuestas sujetas con cintas y yelmos que más bien parecían solideos sujetos a la cabeza.
Todos los guerreros presentaban las mismas mutaciones. Tenían los ojos, que salían de las órbitas, en el extremo de unos pedúnculos que los hacían girar a un lado y a otro. Sus bocas, provistas de dientes que parecían lanzas, ocupaban las tres cuartas partes de la circunferencia de la cabeza, de modo que cuando las abrían daba la impresión de que sus cabezas estaban casi seccionadas por la mitad. Tenían brazos demasiado cortos, la mitad de los de un hombre normal, y su mayor parte correspondía a unos dedos largos y huesudos que se plegaban en torno a sus armas como tentáculos.
Su jefe, cuyo rango indicaban tres plantas amarillas y espumosas pegadas a su yelmo y sus ondeantes bombachos rojos, dirigió una breve mirada a la nave espacial iridiscente, saludó con familiaridad a Gundrum con una inclinación de cabeza y luego se dirigió al hombre que tiraba del primer trineo con una voz que más se parecía al sonido producido por un animal que hubiera aprendido a hablar.
—A nuestro señor, el alto y muy digno demonio Spittingbottom, le gustan vuestros licores y desea poseer vuestra destilería.
El obrero industrial del tabardo carmesí mantuvo la cabeza baja.
—Señor—respondió respetuosamente—, servimos al demonio Mouldergrime, que ya posee la destilería y a quien también le gustan nuestros productos.
—¡Puf! ¿Y cómo os trata ese gran Mouldergrime?
—Muy bien. Vivimos en paz y mantenemos a nuestras familias. Por supuesto, se hacen sacrificios durante los festivales. En el Festival del Ayuno quemamos vivos a nuestros hijos de cuatro años. Pero estos festivales sólo se celebran cada dos años, y es un sacrificio que hacemos con gusto a Mouldergrime por todos los favores recibidos de él.
—¡Bah! ¡Vuestro Mouldergrime es un tacaño! ¿Qué ha hecho por vosotros? Tenéis el mismo aspecto de siempre. Spittingbotton os permitirá conservar a vuestros hijos. ¡Todo lo que pide es comerse a vuestras mujeres! ¡Y si lo servís bien, llegaréis a pareceros a nosotros!
El hombre local bajó aún más la cabeza, lo mismo que todos sus compañeros.
—No podemos hablar en contra de Mouldergrime, señor.
—No importa. Como sabrás, en el otro extremo de este mundo Spittingbotton posee un continente y Mouldergrime el otro. Esta noche celebran una competición en la isla de Grossgrease para ver cuál de sus respectivos paladines puede comer la mayor cantidad de gusanos y expulsar la mayor cantidad de excrementos. Si gana Spittingbottom, se quedará con la destilería y con la ciudad. Sólo he venido a prepararos para el cambio de amos. ¡Tened dispuesta una gran cantidad de esencia!
Con un gesto feroz, el jefe del escuadrón ordenó a sus hombres que subieran a las embarcaciones aéreas y se fueron por donde habían venido.
Sin embargo, Gundrum seguía mirando hacia arriba.
—A menudo viene a continuación... Sí, aquí viene. Está cerca, volando bajo y acercándose. Síganme los dos —dijo a Rugolo y a Calliden—, y observen lo que sucede. Puede que les resulte provechoso.
Emprendió una carrera espasmódica, en la que sus brazos se bamboleaban como si no los tuviera bien sujetos al cuerpo, hacia una colina poco pronunciada del valle. El mercader y el navegante los siguieron a distancia. Entonces vieron lo que él había estado observando. Avanzando por el aire con porte majestuoso a través de los crepitantes zigzagueos de energía, se veía lo que a primera vista podía tomarse por una mancha de bruma multicolor. Gundrum hizo un alto en la cima de la elevación y esperó a que llegaran. Abajo estaba la maltrecha Estrella Errante.
—En una época, mi nave era una chalana corriente como la suya —les dijo—. La magia de este mundo fue lo que la cambió. Observen.
Fue como ver un arco iris que se hubiese convertido en una gigantesca ameba centelleante formando trompos en el aire. A medida que se acercaba se fue haciendo menos borrosa y más definida. Al acercarse a la nave de Rugolo, la forma amorfa y arrolladora que llenaba la mitad del espacio visual la rodeó completamente. A Rugolo empezó a latirle con fuerza el corazón. ¡Su nave sería restaurada por medios mágicos! El casco brilló y chispeó con todos los colores del arco iris... y a continuación cayó hecha trizas.
Se quedó boquiabierto. La nube iridiscente empezó a ascender otra vez hacia el cielo aprovechando la elevación del terreno y su borde inferior pasó a una buena distancia de ellos. Dejó tras de sí una masa informe de metal retorcido.
—Evidentemente, no debiera haber ocurrido eso —gruñó Gundrum.
Empezó a bajar la cuesta seguido de mala gana por Rugolo', mientras Calliden permanecía en la cima de la elevación. Gundrum recogió un trozo de metal del casco despedazado y se lo mostró. La nube iridiscente había hecho algo más que despedazar la nave. El metal tenía un brillo apagado, de colores aceitosos.
—Esta chatarra al menos vale algo le dijo Gundrum—. Todo lo que hay en los mundos del Ojo del Terror, incluso el metal, está impregnado de las fuerzas del Caos. El metal foráneo tiene valor como novedad. Está tocado por el Caos cuando se le da el tratamiento iridiscente, por supuesto, pero de una forma especialmente pura.
Esto era lo más sensato que Rugolo le había oído decir al mercader del Caos. Gundrum tiró el trozo de metal iridiscente.
—Mala suerte —dijo a Rugolo, mirándolo con simpatía—. Volvamos a la tienda. Me parece que le vendría bien un poco de esencia.
Rugolo no tuvo fuerzas para rechazarla. Volvieron hasta donde estaba Calliden, y después se dirigieron a la tienda.
Aegelica seguía durmiendo, ignorante de la visita de los siervos del demonio de! otro extremo del planeta. Los tres abrieron una botella de licor, y luego otra. Al parecer, cada botella contenía esencia de un color diferente. Fuera cual fuese el proceso de destilación, era muy desigual.
Gundrum parecía dispuesto a mostrar un rostro más humano. Describió algunos de sus viajes por el Ojo, aunque era evidente que omitía los detalles más extraños. Cuando casi habían terminado la segunda botella, Calliden le hizo una pregunta seria.
—¿Cree usted en el Emperador?
—Ah, nuestro amado Emperador —replicó Gundrum con tono jovial—, el que mantiene unida a la raza humana y se encarga de nuestras almas. Por supuesto.
—¿Y nunca tiene la sensación de que lo que hace está mal?
—¿Mal? —Gundrum hizo una mueca exagerada y volvió a su anterior modo de hablar—. ¡Oh, no, no, no! ¡Oh, no, no, no! ¡Por mi palabrería! ¡Oh, no! No me importa todo eso. Los sacerdotes dicen que todo es malo excepto el Emperador. Los alienígenas son malos. El Caos es malo...
»¿En qué son los alienígenas peores que nosotros? No son más que criaturas, lo mismo que nosotros. No, para mí todo es lo mismo. El Emperador no es el capitán de mi alma.
La cara habitualmente pálida de Calliden se puso aún más pálida. Hasta Rugolo, que había alcanzado casi el éxtasis por la cantidad de licor que había bebido, estaba completamente conmocionado. Jamás se había topado antes con un hombre tan amoral. Es cierto que había hecho negocios con los alienígenas, pero como todo el mundo sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, incluso le había divertido su pecado. Asesinos, ladrones, estafadores y herejes, todos reconocían al Emperador en su corazón. Le resultaba inconcebible un hombre que no tuviera siquiera esa moral rudimentaria.
Confundido, cambió de conversación.
—¿Qué le ha sucedido a Kwyler? No ha regresado con la mercancía.
—Supongo que no habrá podido despegarse de la destilería. —Gundrum lanzó un suspiro y luego un rugido—. ¡Hermana!
Aegelica se despertó y miró a su alrededor medio dormida. Tenía un aspecto infantil e inocente. Resultaba difícil creer que fuera la misma persona de su primer encuentro, o la que había atacado a Rugolo de una forma tan cruel.
—Vete a la ciudad, busca a Kwyler y tráelo.
Salió con aire obediente a la penumbra exterior y en poco menos de media hora estaba de regreso, sin Kwyler, pero con otra pequeña botella acanalada.
—Kwyler envía esto —dijo.
—¡Ahí —Gundrum pareció complacido. Le quitó la botella de la mano, la abrió y vertió su contenido en los vasos del tamaño de una bellota. El licor tenía un color amarillo brillante y se vertía con más facilidad de lo habitual, como si fuera menos denso. .
Gundrum lo olió, luego tomó un sorbo y lo paladeó antes de tragarlo.
—¡Humm! Un sabor nuevo. No le han dado tiempo de madurar. Es verde, pero refrescante. Una esencia muy pura, diría yo.
—Supongo que fue embotellado hace apenas algunas horas —dijo Aegelica con una risita.
Rugolo y Calliden también lo probaron. Como había dicho Gundrum, tenía un sabor verde. La invasión de sabores era más limitada, pero también más aguda. Al llegar a sus estómagos se produjo la explosión habitual, pero más excitante.
—¡Me gusta esto! —exclamó, esbozando una sonrisa inexpresiva y tomando otro poco.
A Calliden también le gustó. Alargó la mano hacia la botella.
Entonces observó que Aegelica había cambiado desde su visita a la destilería.
La inocencia recatada, levemente patética, había desaparecido. Era la Aegelica magnética, vampírica de antes. Sus ojos se habían agrandado y redondeado y eran más verdes. La piel que llevaba descubierta se había afirmado y tenía un brillo especial. Se había acercado a Rugolo y le acariciaba la perilla con una mano, mientras le pasaba las uñas de la otra por el cuello. Lo miraba con la ávida mirada de un depredador.
—Apártate de ella, Maynard —dijo Calliden con voz disonante, poniéndose de pie.
Y después de eso ya no se enteraron de nada.
Lo primero que notó Rugolo fueron los ruidos. Pasó un rato antes de que pudiera abrir los ojos. Oyó unos pies que se arrastraban y el murmullo de voces. También había otros sonidos: un silbido intermitente, como el de un pistón de acción retardada, y algo así como el borboteo y el fluir de un líquido.
Todo hacía eco, como dentro de un gran barracón de metal, lo cual resultó ser cierto cuando el mercader abrió los ojos. Estaba tendido de lado sobre un suelo duro, atado de pies y manos. Calliden estaba en la misma situación a unos pasos de él. A ambos les habían quitado sus pistolas láser.
Tomó conciencia de una cara que lo miraba desde arriba.
—Ah, aquí estamos, por fin.
El hombre llevaba uno mono azul hecho de un material áspero. Un obrero. Pero tenía un talante amable. Llamó a algunos otros que acudieron y ayudaron a Rugolo y a Calliden a sentarse, apoyados contra la pared del barracón. Les pareció que era el día siguiente. La luz parduzca del día entraba vacilante por las aberturas del tejado.
El barracón estaba abarrotado de instrumentos. Había un pequeño horno que estaban alimentando, y cuyo humo espeso iba a parar a una chimenea. El sonido sibilante y regular procedía de un artefacto en cuyo centro había un cilindro amarillo y grueso, en el que entraba un pistón a intervalos y del que salían ráfagas de vapor polvoriento. El artefacto estaba conectado a las válvulas de admisión de una fila de media docena de cubas alineadas sobre una pared, un cilindro por cuba. Rugolo se dio cuenta de que estaban en la destilería que cruzaba el río. Pero ¿por qué?
—Es agradable encontrar gente del exterior —dijo el obrero, dirigiéndose a él—. Es difícil conseguir buena materia prima, ¿sabe? Supongo que querrán saber cómo se hace, ¿verdad? Se empieza por un proceso de inmersión. Luego viene la extracción de la quintaesencia. Bueno, pueden verlo por sí mismos. Aquí están los que llegaron antes que ustedes.
—La última botella debía estar drogada —susurró Calliden al oído de Rugolo.
El mercader tomó conciencia de un olor acre. Provenía del vapor que salía de las cubas. Y entonces vio a «los que llegaron antes que ustedes», que eran conducidos encadenados. Los gendovanos. Miraron a su alrededor desorientados y empezaron a debatirse cuando les quitaron los collares de hierro y los colgaron por los pies, cabeza abajo, de una cinta deslizante provista de poleas y que recorría el barracón de un lado a otro. Cuando cada uno de ellos quedó suspendido encima de una cuba, empezaron los gritos pidiendo clemencia.
No sirvieron de nada. La cinta bajó y cada uno de los gendovanos, doblándose desesperadamente, desapareció dentro de su cuba. Medio minuto después volvieron a salir, farfullando y empapados, gimiendo sus protestas hasta que los volvieron a sumergir.
Poniéndose en cuclillas junto a Rugolo para hacerse oír, el obrero de la destilería siguió explicando el proceso en el mismo tono amistoso e informativo.
—La inmersión lleva algún tiempo, ¿ve? Es como hacer velas, pero al revés. En lugar de poner sebo sobre la mecha poco a poco, se va extrayendo el alma o, si prefiere, todo el contenido psíquico, que va a parar al líquido. ¡Oh, ese líquido es el secreto de este negocio! ¡Nadie más lo conoce, ni en este mundo ni en el otro! Bueno, no voy a decirles nada más. Es nuestro secreto industrial. ¿Cómo es? Bueno, no voy a decir que vayan a disfrutar con ello. Se siente como si a uno le extrajeran todo. Es bastante incómodo. Pero después de un tiempo, uno apenas sabe dónde está o quién es, eso es lo que dicen. Todo ha ido a parar a la solución. Luego, con la última inmersión lo dejan a uno allí y deja de respirar. Entonces empieza la extracción de la quintaesencia. Hay muchas sustancias químicas y hormonas y otras cosas, como moléculas de memoria en el cerebro, y todas esas cosas también van a parar a la infusión. Luego los sacamos fuera para clarificar. Después de eso pasa al alambique para la sublimación y, por último, a los barriles para madurar.
»Llevo en este trabajo toda la vida, desde que era un niño. Estoy orgulloso de mi trabajo, de verdad. ¡Son los mejores licores de toda la galaxia! Y eso se debe a que son esencias de seres humanos. ¿Podría haber algo mejor?
Después de haber manifestado lo orgulloso que se sentía por su trabajo, el obrero de la destilería se puso de pie y fue a ocuparse de sus quehaceres. En un momento dado, los gendovanos habían dejado de forcejear y los habían dejado una hora o dos totalmente sumergidos.
Rugolo y Calliden pudieron apreciar la traición de Kwyler en toda su magnitud. Para eso era para lo que los había llevado allí, para entregarlos y que los destilaran para el deleite de otros.
Pero ¿dónde estaba Kwyler? Tal vez había vuelto con Gun-
drum. Sólo había salido de la tienda —recordaron que por orden de Gundrum— para disponer la adquisición de esencia.
—Éste es el auténtico negocio de Gundrum —dijo Rugolo rechinando los dientes—. No negocia tanto con lo que saca del Ojo como con lo que trae al Ojo. ¡Trae personas humanas para que las transformen en licor!
—¿Por qué hace eso? Aquí también hay personas humanas.
Rugolo se quedó pensando en ello. Recordó lo que había dicho Gundrum sobre una cosecha local. Lo que había dicho sobre el valor del metal de afuera.
—Aquí todo está corrompido por el Caos, incluso las personas, sobre todo las personas. Las personas llegadas de fuera del Ojo del Terror, no corrompidas, no contaminadas, deben proporcionar un producto superior.
—Las personas como nosotros, quieres decir —añadió Calliden con voz lúgubre.
Rugolo observó que el navegante estaba mirando algo y siguió la dirección de su mirada. Debajo de una de las cubas, quizás empujada hacia allí por accidente, había un objeto que reconoció como el riñe de fusión de Kwyler.
Les había llegado su turno en las cubas.
—¡Podemos serles útiles! —gritó Rugolo con vehemencia al ver acercarse a los obreros—. ¡Soy un mercader! ¡Mi amigo es navegante! ¡Echen un vistazo a su ojo de disformidad! ¡Podemos proporcionarles mejor material que el que trae Gundrum! Sabemos dónde encontrar montones de personas. No les cobraremos mucho. ¡Dennos una oportunidad!
Nadie hizo el menor caso a sus balbuceos. Sus últimos ruegos se oyeron cuando se encontró mirando hacia la lóbrega y maloliente superficie de aquel brebaje que conseguía la absorción de un hombre, de su naturaleza, de la experiencia de toda su vida, de su mismísima alma.
Acompañados por el ruido metálico de una cadena, fueron introducidos en el líquido. Tenía un tacto aceitoso y se colaba poco a poco por sus ropas, pegándose a la piel. Rugolo contuvo la respiración, pero no pudo evitar que se le introdujera por la boca y las fosas nasales, produciéndole una sensación de ahogo. Le pareció que había estado allí una eternidad. Psíquicamente no sentía casi nada, tal vez apenas una sensación de derretirse en los bordes, pero ésta era sólo la primera inmersión.
Se volvió a oír el ruido de la cadena al sacarlos fuera del líquido. Calliden, más sensible que él, no había resistido tan bien. Salió boqueando y retorciéndose compulsivamente.
—¡No puedo soportar esto, Maynard! ¡No puedo! ¡No puedo soportarlo! —su voz se transformó en alarido cuando volvieron a bajarlos—. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Madre, ayúdame!
A diferencia de Rugolo, había sufrido más los efectos psíquicos del proceso de inmersión que los físicos. Era como si lo estuvieran rompiendo por dentro, como si el líquido, al absorberse, hiciera que su alma saliera de él, algo así como una osmosis. Le producía un dolor superior a todos los que había sufrido hasta entonces. Se debatió dentro de la cuba, intentando gritar con la boca llena de aquel líquido de sabor inmundo, sintiendo cómo penetraba en sus pulmones.
Entonces oyó una voz tranquila, serena.
«Voy a ayudarte, Pelor.»
¡Era la voz de su madre!
Pudo sentir su presencia dentro de la cuba, junto a él. Tenía los ojos cerrados pero podía ver su rostro con claridad, su querido rostro que intentaba consolarlo.
La cuerda que lo tenía atado a la cinta superior se rompió. Se dobló hacia arriba, retorciéndose en el fondo de la cuba. Las cuerdas que ataban sus manos y sus pies se habían ablandado y estaban resbalosas por el líquido aceitoso. Con un esfuerzo, consiguió soltarlas.
Estaba libre. Estiró la mano y se agarró al borde de la cuba.
Al salir de su segunda inmersión, Rugolo advirtió inmediatamente que algo había cambiado. Calliden ya no era su compañero de inmersión, ya no colgaba a su lado cabeza abajo; estaba en el suelo del barracón esgrimiendo el rifle de fusión. Su llama submolecular bramaba ante él, vaporizando a los hombres y achicharrando el barracón y la maquinaria, emitiendo una ola de calor que podía sentir incluso donde estaba.
Todo lo que se interponía en su camino lo dispersaba y lo hacía salir volando por las aberturas del otro lado. Calliden no perdió tiempo. Encontró la polea que hacía funcionar la cinta y bajó a Rugolo hasta el suelo. Después de no pocas dificultades, consiguió desatar las cuerdas.
Jadeando aliviado, Rugolo se limpió de la cara el líquido pegajoso y maloliente.
—¿Cómo lo has logrado, Pelor?
Calliden sollozó y se apoyó en el hombro de Rugolo.
—¡Era mi madre! —gimió—. ¡Ella me liberó! ¡Después de todo es real! ¡Mi madre está en el infierno, Maynard!
—Evidentemente —dijo Rugolo, apartándolo y dedicándole una mirada burlona—. Es una ventaja tener una madre en el infierno cuando uno está en el Ojo del Terror. —Le quitó de las manos el rifle de fusión—. Ahora vamos a ajustar cuentas con Gundrum. Después de todo, necesitamos su nave.
—Puedes matar a Gundrum y a Kwyler, pero no puedes matar a Aegelica con eso —respondió Calliden, saliendo tras él tambaleante—.Ya sabes lo que pasó antes. Además, no podemos salir del Ojo sin su ayuda.
Fuera del barracón, los hombres corrían. Pero no era por el rifle de fusión. Las embarcaciones aéreas había regresado, aterrizando más allá de la línea de fábricas. El jefe disparaba dos simples pistolas al aire, produciendo mucho ruido y humo, y ordenaba a sus hombres, extrañamente mutados, que avanzaran.
—¡Esta destilería y esta ciudad pertenecen ahora al demonio Spittingbottom! —rugió con aire triunfal—. ¡Su paladín defecó tanto como un megastegasaurio de cien toneladas! ¡Traed a vuestras esposas! ¡Spittingbottom está hambriento!
En eso vio a los evadidos chorreando, con las caras cubiertas de aceite.
—¿Qué estáis haciendo? ¡Sois forasteros! ¡Sois botellas de esencia! ¡Volvedallí!
Rugolo no sabía cuánto combustible quedaba en el depósito del rifle de fusión. Mostró el arma al rufián, esperando que supiera lo que era. En la cara del jefe de los soldados apareció una mirada calculadora. Los pedúnculos de sus ojos se movían de un lado a otro. Se volvió hacia sus hombres e hizo un movimiento envolvente con el brazo.
—¡Vamos, a la destilería!
Rugolo continuó la marcha lo más rápido que pudo siguiendo el río, seguido de Calliden, y descubrió que algunos mutantes se habían quedado atrás para apoderarse de la nave iridiscente. Estaban parapetados tras su embarcación aérea, lo mismo que Gundrum y Foafoa, agachados junto al pabellón escarlata, intercambiando láser por tiros de mosquete. No había ni rastro de Kwyler ni de Aegelica.
El camino más rápido hacia la nave era pasar por el medio, entre los dos grupos, atravesando la línea de fuego. Rugolo atrajo la atención de Calliden.
—Cuando yo lo diga, corre con todas tus fuerzas.
Aún no los habían visto y estaban fuera del alcance del rifle de fusión, pero no del láser de Gundrum, lo cual era preocupante. Rugolo respiró profundamente.
—¡Ahora!
Salió disparado. Cuando había cubierto la mitad de la distancia, Gundrum se volvió y lo miró con una ridicula expresión de sorpresa. Disparó con su láser sin apuntar. Rugolo respondió con una breve ráfaga del rifle de fusión, manteniendo la empuñadura apoyada sobre su hombro. Hubo un silbido al recalentar la ráfaga de energía submolecular el aire que atravesaba. Se retorció para lanzar otra ráfaga en la dirección de las embarcaciones aéreas. El rifle de fusión era un arma de corto alcance y todavía estaba demasiado lejos para causar daño, pero entre la reverberación que producía vio caer a Gundrum hacia atrás, levantando los brazos como para protegerse del calor. Foafoa, en cambio, aprovechó la oportunidad para cubrir la brecha que lo separaba de los mutantes. Sin proponérselo, Rugolo le había cubierto.
Él y Calliden atravesaron corriendo la nube borrosa del aire todavía caliente, sintiendo que les quemaba la piel. Unos segundos después habían superado el pequeño pabellón. Rugolo miró hacia atrás y vio a Foafoa cerca de las embarcaciones aéreas disparando a su alrededor con su pistola láser, lanzando el rayo brillante a un lado y a otro.
Un rayo azulado-blancuzco pasó silbando junto a la oreja de Rugolo. Se giró en redondo. Gundrum debía de haber rodeado el pabellón por el otro lado. Estaba de pie en la rampa de acceso a la nave espacial. El hombre y la máquina que se erigía tras él tenían el mismo aspecto anguloso y extraño. Rugolo esquivó otro disparo del láser y a continuación, apoyando la empuñadura de su rifle de fusión contra el hombro, avanzó amenazador hacia él. Ahora estaba lo suficientemente cerca como para vaporizar a Gundrum. Éste, al darse cuenta, apuntó con su pistola láser a Calliden.
Llegaron al pie de la rampa y se quedaron midiéndose mutuamente. Con una sonrisa reluciente, Gundrum miraba de reojo a Rugolo, desafiándolo a apretar el gatillo, sabiendo que su acto postrero sería atravesar el corazón del navegante. Su cara se iluminó de gozo, como si se le hubiera ocurrido una idea.
—Por mis raíces, por mis palabras, por mis deseos secretos, ¿qué va a hacer? Yo me habré ido, su navegante se habrá ido. ¡Tendrá que formar equipo con mi querida y enloquecida hermana!
Sus ojos se desviaron, mirando a las embarcaciones aéreas. Rugolo hizo lo mismo, pero sin perder de vista a Gundrum. La carga de su pistola estaba medio agotada tras haber matado a media docena de mutantes. Foafoa había arrojado su pistola y había sacado un corto sable curvo de una vaina que llevaba atado al muslo. En aquel momento, una bala de mosquete le dio en pleno pecho. Vaciló y cayó hacia atrás. Los mutantes se abalanzaron sobre él inmediatamente. Utilizaron su propio sable para cortar su torso en tiras.
Lo que vio a continuación hizo que Rugolo se pusiera enfermo. Mientras Foafoa, ya muerto, yacía en el suelo, la parte posterior de su cabeza se abrió y salió su contrahecho compañero Gidane. El enano del tamaño de un bebé se puso de pie y avanzó vacilante hacia la nave de colores, tendiendo los brazos en actitud implorante. El cordón umbilical que lo unía a Foafoa había sido cortado de un sablazo y lo arrastraba detrás de sí por la hierba, con el extremo sangrante.
Aquella figura grotesca no llegó lejos. Uno de los mutantes lo levantó hasta la altura de su cara, con la desmesurada boca entreabierta de gusto. Al parecer, pensaba que Gidane era un bebé. Empezó a besarlo y a lamerlo con su enorme lengua verde, mientras Gidane ponía cara de disgusto y farfullaba protestas.
—¿Puedo sugerir que subamos? —propuso Gundrum tranquilamente—. Creo que Gidane ha encontrado quien se ocupe de él.
A Rugolo le pareció bien. Sin dejar de apuntarse mutuamente con sus armas, subieron la rampa. Tras recibir un gesto de asentimiento de Rugolo, Gundrum pulsó un botón que hizo que la rampa subiera y se ocultara en el casco.
Estaban en un ascensor. Con un zumbido empezó a subir, deslizándose suavemente hasta que se detuvo y se abrió hacia el interior de la nave.
Lo primero que vio Rugolo fue a Aegelica. Estaba sentada en un asiento que no le resultaba familiar. No era una silla, sino una butaca que se balanceaba de un lado a otro en un pedestal, cosa que a ella evidentemente la complacía, porque no dejaba de moverse con aire juguetón de un lado a otro. Se enderezó al verlos y esbozó una provocadora sonrisa.
—¡Qué alegría verte otra vez! —le dijo a Rugolo—. Te llamas Maynard, ¿verdad?
Rugolo no recordaba haberle dicho su nombre. Tal vez el demonio que llevaba dentro lo había sacado del éter.
Habían entrado en lo que era una disposición corriente en una pequeña nave comercial, una sala de vuelo combinada con espacio de estar. Sin embargo, su estilo era algo completamente nuevo para él. En lugar de la falta de espacio, que era lo normal en el Imperio industrializado, tenía unas líneas despejadas, un aspecto aerodinámico, como las líneas exteriores de la propia nave. No había rincones ni grietas, ni protuberancias, ni complicadas decoraciones, y todo era de suave color pastel. Rugolo jamás podría haberse sentido cómodo en aquel lugar. Era una perversión. Un producto del Caos.
—¿Se da cuenta de que ha cometido un error? —dijo Gundrum con voz suave—. Ha puesto la ventaja de mi lado. Si ahora mato a su navegante, ¿va a disparar realmente el rifle de fusión en un espacio tan cerrado? Podríamos cocinarnos ambos y convertir en escoria esta sala de control.
—Eso me tiene sin cuidado —dijo Rugolo con voz firme—. Estoy dispuesto a hacerlo —sin embargo, no le pasó desapercibido que Gundrum había dejado a Aegelica de lado al describir los efectos del arma.
—¿Dónde está Kwyler?
—Está a bordo —respondió Aegelica con una risita.
Rugolo desplazó su mirada para encontrar el panel de vuelo. Aparte de la falta de runas y de la decoración compleja, era estándar.
—¡Pelor —ordenó— acércate y sácanos de este maldito planeta!
Gundrum siguió apuntando al navegante con su pistola láser mientras se sentaba ante el extrañamente despejado tablero de control siguiendo las órdenes de Rugolo. La videopantalla, con una forma cuadrada poco habitual, se encendió y el motor de la nave cobró vida con un suave rugido.
Se elevaron, atravesando los crepitantes relámpagos y las efímeras figuras virtuales, así como la capa de nubes parduzcas. Ca-
lliden colocó la nave en órbita estacionaria, dominando el erizado planeta que se rodeaba de una tracería de energía chispeante.
—Ya es hora de una tregua —dijo imperturbable Gundrum, guardando su pistola láser.
Rugolo no estaba dispuesto a imitarlo y guardar el rifle de fusión que mantuvo apuntado sobre el mercader del Caos.
—Traiga a Kwyler aquí —dijo—. Quiero recompensarlo por el licor drogado.
—No hubo ningún licor drogado. Fue Aegelica la que los hizo dormir. Puede volver a hacerlo ahora mismo, si quiere.
Rugolo tragó saliva.
Aegelica miró a Calliden bajando los párpados y éste se desplomó inconsciente, dando con la cabeza en el tablero de control. A continuación se recuperó, levantándose y mirando sorprendido a su alrededor.
Rugolo quedó atónito tras comprobar que estaba completamente inerme. Gundrum había estado jugando con él. Levantó su rifle de fusión.
—¿Qué intenta hacer? —preguntó.
—Volver a Calígula con nuestra carga, o seguir más allá.
También Rugolo había tenido intención de ir más allá de Calígula, si podía. Había planeado robar a Gundrum su nave y quedarse con sus mercancías.
—En cuanto a Kwyler —prosiguió Gundrum—, no lo culpe demasiado. Es cierto que los traicionó, pero no lo podía evitar. Recuerde que primero los rescató. Eso fue auténtico, pero el pobre Kwyler es una persona endeble, débil. Se dio cuenta de que no podía prescindir del licor, de modo que los trajo como pago.
—También usted nos traicionó —explicó Rugolo.
—¿Qué nosotros los traicionamos? —Gundrum repitió su desmesurado enarcamiento de cejas—. ¿Qué les debíamos nosotros? Le confesaré que en un momento tuve la idea de salvarlos de las cubas. Después de todo, los dos somos mercaderes. Si la nube iridiscente hubiera dejado su nave en condiciones de volar, les hubiera permitido seguir su camino. Pero —se alzó de hombros con un movimiento espasmódico— no y, después de todo, ustedes son valiosos por venir de fuera del Ojo. Los que llegan aquí por sus propios medios son mucho más valiosos que los demás. Son de la mejor calidad mucho mejores que los que son traídos como cautivos. Ésta es la razón de que Aegelica deje un rastro para que lo sigan.
Rugolo se quedó pensativo. ¿Les reservaban más trampas? ¿Estarían pensando en venderlos más adelante?
—¿Dónde está Kwyler?
Por toda respuesta Gundrum señaló una pequeña mesa redonda. Sobre ella había una botella tapada de color amarillento. Era la misma que Aegelica había traído de la destilería.
—¡Lo han estado bebiendo!
Rugolo y Calliden se miraron horrorizados.
—¿Eso es Kwyler?
—Al menos parte de él —respondió Aegelica con voz vibrante—. ¡El resto está en el casco, madurando!
—Nos había traicionado y abandonado —dijo Gundrum—. ¡No podíamos permitirlo, por mis raíces! Sin embargo, pienso que fue un final digno de él. Kwyler sabía que iba a terminar en la botella tarde o temprano, no me cabe la menor duda.
—Pongámonos en marcha, hermano —dijo Aegelica, levantándose—. Perdona a estos dos tontos y llevémoslos con nosotros.
—Como quieras, hermanita. Siempre has tenido buen corazón —respondió Gundrum.
La chica indicó a Calliden que dejara el asiento del piloto y ocupó su lugar, programando los controles para el viaje. Sus movimientos eran seguros. Evidentemente, era un piloto consumado. Rugolo empezó a sentir cierto alivio, aunque mezclado con desconfianza. Sin Aegelica nunca hubieran podido salir del Ojo, y aquí estaba ella ofreciéndose a llevarlos. Pero ¿era la mujer o el demonio quien les hacía la oferta?
De repente, Aegelica fijó la vista en la videopantalla e hizo un ajuste.
—¡Hermano, ven a ver esto!
Todos miraron a la pantalla. En ella se veía una gran mancha oscura, rodeada de estrellas y de polvo resplandeciente.
—¡El Sistema Planetario de la Rosa! ¡Ha desaparecido!
Gundrum se acercó más, inclinándose y mirando fijamente.
—No, sigue allí. Mira, tapa las estrellas que hay detrás. Sólo se ha oscurecido.
Rugolo miró el gran espacio negro y vacío, y le pareció ver un leve brillo vacilante.
¿Cómo era posible que todo un sistema planetario se apagara?
—Sí, ahí está —murmuró Aegelica—. Ya lo veo. El ciclo se ha invertido. Éste es un buen momento para irse, hermano.
Volvió a centrar su atención en los instrumentos del piloto. Estaba girando la nave, preparándola para partir. La turbulenta esfera roja y parda del sol del erizado planeta apareció en la pantalla.
Calliden y Rugolo quedaron paralizados por el terror. El sol se convulsionó. De él asomaron una cabeza de cara airada y unos hombros y, tras echar una breve mirada a su alrededor, volvieron a retraerse. Después de eso, el sol recuperó su aspecto de bola turbulenta de tonalidades rojas y pardas.
Si Gundrum y Aegelica habían advertido algo, no hicieron ningún comentario. Aegelica tiró de una palanca y la nave espacial salió disparada, dejando atrás el sol y su solitario planeta.
De repente, profirió un agudo grito.
—¡Hermano! ¡Estamos fuera de control! Algo se ha apoderado de nosotros. ¡No puedo controlar la nave!
En la videopantalla desaparecieron todas las estrellas. Sólo se veía una negrura vacilante. Estaban cayendo, pero no hacia el planeta erizado ni hacia su furioso sol. Estaban cayendo en picado hacia la profunda oscuridad que había sido antes el Sistema Planetario de la Rosa.
Capítulo 15
El gusano en la Rosa
Las grandes rosas se estaban marchitando en el tallo del Caos.
Los soles rosiformes, los planetas rosiformes se retorcían y ennegrecían, aquejados de un terrible cáncer. Las visiones de belleza y armonía estallaban por doquier en suciedad. Pálidas y parpadeantes figuras vermiformes aparecían entre los pétalos planetarios que ahora se pudrían, convirtiendo en cieno todo lo que tocaban. Los otrora encantadores paisajes se habían cubierto de masas palpitantes y deslizantes de asquerosas y repugnantes criaturas insectoides y reptantes. Los habitantes humanos, en otra época de naturaleza pacífica, se convirtieron en vociferantes animales obsesionados por el odio a todo ser viviente.
¡Era un ejemplo glorioso del cambio que había promovido Tzeentch! Todos los seguidores del Gran Dios proclamaron su aprobación.
Una profunda oscuridad lo había cubierto todo y el silencio era absoluto. El sargento Abdaziel Magron del Capítulo de los Angeles Oscuros, incapaz de ver en ninguna de las frecuencias de que disponía su casco, notó que el guantelete de su capitán se plantaba sobre su armadura, sujetándolo.
—Espere unos instantes, sargento.
Ahora su visor empezaba a transmitir algo a sus sentidos. No era luz exactamente; no, luz no. Era una oscuridad que se hacía visible. Una luz negra, una ausencia de luz, una nulidad que se manifestaba.
Magron miró hacia arriba y vio un sol de ébano engastado en un cielo negro como el azabache. Un sol que brillaba con oscuri-
dad absoluta, bañando el paisaje de luz negativa. ¿Cómo era posible semejante contradicción?
En aquella nada cimeria Magron pudo ver al capitán Abbadas, aunque no de la misma manera que lo había visto antes. Incluso podía ver los colores de su armadura como si fuera un esmalte cuyo brillo apagado llegara desde las negras profundidades. La ciudad que los rodeaba tenía un brillo feroz, pero también estaba cambiando. Los chispeantes minaretes y los elegantes palacios de recreo empezaban a agrietarse y derrumbarse, adoptando horribles formas grotescas en las que se veían cavernas que parecían cortadas a hachazos y pilotes de formas imposibles.
La oscuridad se apoderó del alma del sargento Magron. En la plaza, todos —desde los Marines Alfa invasores hasta la variopinta multitud de defensores— se habían detenido, como si estuvieran congelados, durante el hundimiento del Sistema Planetario de la Rosa en la oscuridad absoluta. Ahora empezaban a moverse de nuevo. Aunque Magron había invocado al Emperador en su grito de batalla, ahora se había olvidado incluso de eso. De no haber habido testigos, incluso podría haberse lanzado contra su capitán.
Los caballeros y guerreros de la ciudad, a pesar de estar mejor armados, no eran adversarios para los Marines de la Legión Alfa que en su imparable avance se veían ya cubiertos de sangre, de restos de armaduras destrozadas y de astillas de hueso. Ni siquiera intentaban usar los bolters que llevaban sujetos en sus pistoleras, sino que se limitaban a usar sus mazas y martillos de combate, formulando incesantemente su plegaria concertada a algún dios oscuro e inimaginable, un canto ascendente y descendente que se volvía más enardecido cuanto más encarnizada era la lucha.
Todo lo que Magron logró entender de este canto era que hablaba de sangre, de muerte, de cráneos machacados y de sacrificios al dios al que invocaban. Jamás hubiera pensado que eran Marines Espaciales de no haberlos identificado Abaddas, pero su sentido innato del honor lo llevó a renunciar a su vez al uso de su bolter. Se encontró ante una figura cuya armadura había sido metamorfoseada hasta quedar irreconocible. El casco se había transformado en la cabeza de un ave colérica de pico ganchudo, cubierta de espeso pelaje y rematada por dos enormes cuernos adornados y apuntando hacia adelante. La pieza principal de la armadura era una masa grabada en relieve, damasquinada, con escenas de matanzas y sacrificios sangrientos que, en cierto modo, parecían proyectarse hacia la oscuridad visible como un holograma. Con una porra de energía en una mano y un martillo de combate en la otra, el Marine del Caos retrocedió un paso, confundido, a la vista de una armadura que no había sufrido las mutaciones del Caos. Entonces su porra chocó con la espada sierra de Magron y su martillo se disparó contra el casco del otro. Magron levantó un brazo para desviar el golpe del martillo. La potencia del choque contra su avambrazo de ceramita lo sorprendió. Cargó contra su adversario, tratando de infligir algún daño con el filo de su zumbante espada sierra y se vio rechazado por una fuerza inesperada.
La voz del capitán Abaddas resonó en su oído.
—No invoque a su Emperador muerto, sargento, no puede ayudarle. Los Marines Alfa cuentan con la ayuda de los Dioses del Caos. ¡Invóquelos usted también! ¡Invoque al que Transforma las Cosas!
Las palabras de Abaddas deberían haber sonado casi incomprensibles para el sargento de los Ángeles Oscuros, pero por algún motivo no fue así. El sargento Magron sabía ahora que el Emperador estaba muerto, sabía que los altos Dioses del Caos gobernaban el universo... ¡y que era posible establecer un pacto con ellos! Era como si un zarcillo hubiera invadido su cerebro, como las pálidas formas vermiformes que, en el advenimiento de la siniestra noche del Sistema Planetario de la Rosa, surgían del fangoso paisaje.
Su rabia y su avidez de sangre cuajaron en una resolución frenética de evocar a cualquier poder, fuera lo que fuese, que lo ayudara a triunfar.
¡transformador de las formas! ¡1 nfúndeme fuerza!
—gritó a voz en cuello.
Fue algo más que un ritual sincero, fue un grito del alma. Sintió que una corriente de nueva fuerza lo recorría. Resolvió ver el rostro del Marine Alfa que había estado a punto de vencerlo con sus armas demoníacas. Sacó su bolter y disparó a quemarropa al casco con forma de pájaro. El Marine del Caos trastabilló, mientras el casco se resquebrajaba y caía en pedazos.
Magron se encontró ante un cráneo ensangrentado con ojos redondos, abultados e inyectados en sangre. No era una cara con apariencia humana, una cara a la que se le pudiera encontrar algún sentido, pero inexplicablemente Magron la encontró admirable e incluso envidiable. Disparó un único tiro que destrozó la cabeza sin piel. Una masa cerebral pútrida, de color verde, se esparció en todas direcciones, y lentamente, con la majestad de un coloso, la forma maciza del guerrero cayó desplomada.
El capitán Abaddas sonrió para sus adentros. El sargento Magron había dado el primer paso en su devoción al Caos cuando había llegado flotando, ileso, impulsado por alguna influencia misteriosa del espacio disforme, a la superficie de Rhodonius 428571429. Ahora acababa de dar el segundo paso hacia la corrupción.
Luchar en medio de la luz negra era algo extraño, como luchar en trance. Un tumulto borroso lo rodeaba. Girando en redondo, escudriñó la oscuridad en busca de otro adversario, de otro enemigo al que matar. Abaddas estaba luchando cuerpo a cuerpo con un Marine del Caos de la Legión Alfa; ambos intentaban impedir que el otro usara sus armas y sus servoarmaduras chirriaban y gemían. Magron se colocó detrás del Marine Alpha y aplicó su espada sierra en el punto en el que sabía que tendría su máxima eficacia, aquel donde el casco se unía con el cuerpo del traje de energía. La armadura del Caos no era diferente. Tras una pequeña resistencia, su espada sierra penetró profundamente y la asquerosa cabeza del Marine salió volando.
El capitán Abaddas levantó su guantelete en un gesto de saludo.
Magron estaba exultante. No importaba que la victoria estuviera del lado de los invasores, que ahora avanzaban hundidos hasta la rodilla entre la masa de cuerpos destrozados. ¡La batalla era gloriosa!
—Hemos hecho lo que hemos podido, hermano sargento —dijo el capitán Abaddas con voz serena e incisiva—. Nos superan en número. Retirémonos.
Magron no quería obedecer. Prefería seguir combatiendo hasta encontrar una muerte cierta a manos de los Marines Alfa con tal de llevarse por delante a unos cuantos de ellos, pero todavía conservaba la disciplina de un Ángel Oscuro. No podía desobedecer a un hermano oficial de rango superior.
Ambos llevaban los bolters en sus guanteletes y disparaban a discreción para cubrir su retirada. Magron observó con sorpresa que Abaddas no retrocedía hacia la nave zooforme. Se dirigía hacia el borde de la explanada y hacia los edificios derruidos y distorsionados, donde podrían refugiarse si eran perseguidos por la Legión Alfa.
A Magron le resultó extraño ver que la manipostería se había vuelto fluida y se había transformado en una especie de protoplasma incontrolablemente cancerígeno. Una vez estuvieron en una de las calles laterales, la luz negra se tornó más parecida a la oscuridad normal al quedar oculto a la vista por el momento el orbe de ébano del sol. Tendió su guantelete y lo pasó por una pared. Era dura pero áspera, como si se tratara de cemento en bruto.
Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, la luz negativa se desvaneció. Una luminosidad rojiza se cernió sobre la ciudad en ruinas. Al salir de las sombras vieron que el sol había vuelto a cambiar y era una esfera sangrienta y feroz.
Pero eso no era todo. Ese sol no era más que una pequeña bola flanqueada por dos figuras realmente enormes. Magron no daba crédito a sus ojos. No podía ser real. Tenía que ser una alucinación.
Lo único que tenían en común los dos seres enormes es que eran alados. El de la izquierda era una bestia vagamente humanoide con aspecto de ave, provista de cresta, pico y garras y un plumaje reluciente de tonalidades cambiantes. La de la derecha era una figura humanoide de aspecto majestuoso, terrible, con cara de lobo y tres cuernos, llevaba una breve armadura decorada con cráneos y blandía una gran hacha de combate y un látigo. La mirada de ambos, fija en el mundo que tenían a sus pies, era dura y centelleante, llena de astucia, sagacidad y poder.
Resultaba difícil calcular la medida de su enormidad. Si realmente estaban junto al sol, como parecía, seguramente tendrían una extensión de decenas de millones de millas. Pero también era posible que estuvieran cerca, tal vez inmediatamente por encima de la atmósfera, y, por tanto, midieran sólo algunos cientos de millas de altura.
Torpemente, el capitán Abaddas cayó de rodillas, como todos los Marines Alfa y los escasos defensores de la ciudad que habían sobrevivido, con los rostros levantados hacia la doble manifestación.
—¡De rodillas, sargento! —vociferó—. No es una visión. No es una proyección. ¡Es real!
Magron frunció el ceño. ¿Arrodillarse ante los poderes del Caos? ¡Qué hubiera pensado de él el Emperador!
—¡De rodillas! —insistió Abaddas con voz más bronca—. ¿No invocó usted al que Transforma las Cosas? ¡Vea con qué rapidez fue atendida su plegaria! ¡No insulte a los servidores de los dioses de la oscuridad!
El extinto Emperador pasó a segundo plano en la mente de Magron mientras miraba a aquellos ejemplares del nuevo universo. Se dio cuenta entonces de que lo que el capitán había tratado de decirle era cierto. Aquí había un poder con el que nunca había soñado.
Lentamente se hincó de rodillas, uniéndose al homenaje de Abaddas.
El pico del ave se abrió y una voz tonante retumbó sobre la superficie del planeta. Magron ni siquiera se preguntó cómo podía difundirse aquella voz en el vacío del espacio. Las preguntas racionales no tenían cabida en este mundo.
Las palabras del gran demonio transmitían una persuasión y una compulsión que no dejaba lugar a dudas.
tenemos ante nosotros un gran proyecto, un proyecto en el que mi amigo el k h a k ' a h a o z ' k h y s h s ' a k a m i y yo somos aliados. os necesitamos, mis subditos, mis pequeños, mis criaturas. ¡venid! ¡tenemos trabajo para vosotros!
El demonio hizo un leve gesto con su mano terminada en garra. Fue como si la gravedad se hubiera invertido para los habitantes comunes de la ciudad. Dando volteretas, las multitudes se vieron arrastradas hacia las alturas, debatiéndose, y a una distancia aproximada de un cuarto de milla, desaparecieron.
Y no sólo en la ciudad, aunque Magron y el resto de los presentes no podían saberlo. En todo el planeta, y en los incontables planetas del Sistema en los cuales los dos grandes demonios, sin las trabas de las leyes normales del espacio y del tiempo, aparecían simultáneamente, miles de millones se vieron arrastrados a servir en los infiernos forja de Chi'khami'tzann Tsunoi.
Pero no ocurrió lo mismo con los paladines del Caos, ni con los Marines traidores, ni con todos aquellos que habían recibido marcas de favor. Los dos demonios, amigos de conveniencia, revolotearon y se alejaron volando, desapareciendo gradualmente en el espacio. El capitán Abaddas se puso de pie y apuntó con uno de los dedos de su guantelete al espaldarón que cubría el hombro izquierdo de Magron.
Allí, brillando como el mercurio, había un signo sinuoso que antes no estaba. Además, el águila Imperial de su peto había desaparecido.
—¡Ha actuado correctamente, hermano! Esos signos significan que ha sido reconocido. Sirva al Caos de todo corazón y recibirá muchos dones.
Los Marines de la Legión Alfa, al encontrarse con una ciudad vacía, emprendieron la marcha, sin cesar en sus cánticos, hacia su nave catedral.
—Van a continuar su guerra en otra parte —le explicó Abaddas a Magron—. La están librando por todo el Sistema Planetario.
—Entonces los dos seres que vimos... ¿eran Dioses del Caos? —preguntó Magron, todavía atónito ante la magnificencia de lo que acababan de ver.
—No, eran grandes demonios, agente de Tzeentch uno y de Khorne el otro.
Magron recordó que el Marino Alfa había pronunciado esos dos nombres al desafiar a Abaddas.
—Si son aliados, ¿por qué sus adeptos luchan entre sí?
—Éste no es el mundo al que está acostumbrado, sargento —respondió el capitán, soltando una carcajada cortante y sarcástica—. Todo está dispuesto de una manera diferente. Cuando los demonios conversan, sus palabras forman un miasma que irrumpe en medio de la guerra que enfrenta a sus seguidores.
La nave catedral despegó y desapareció instantáneamente. En aquel momento, el planeta rosiforme empezaba a sufrir una transformación. En torno a la ciudad en ruinas, los restos abarquillados y ennegrecidos de los pétalos planetarios que todavía podían verse cuando se hizo la nueva luz, levantándose hacia el cielo, ahora se deshicieron y desaparecieron. También la ciudad distorsionada se vino abajo, dando la impresión de enterrarse en el suelo que antes la había sustentado. Pronto no quedó más que un paisaje desnudo, salpicado de volcanes que de repente entraron en erupción y de árboles de alguna extraña especie alienígena sacudidos por el viento, todo bajo el sangriento resplandor del sol rojo. Eso y los resultados de la reciente carnicería.
La influencia mágica de Chi'khami'tzann Tsunoi había abandonado al Sistema Planetario haciendo que volviera a su anterior estado natural, tal como había sido antes de que se desatara la tormenta de disformidad conocida como el Ojo del Terror. Excepto, por supuesto, para su población humana, que en algunos casos reemplazó a las poblaciones alienígenas que lo habían ocupado antes.
El capitán Abaddas miró a su alrededor sorprendido por el cambio.
—Sargento, lo traje aquí para que conociera a alguien —dijo Abaddas al fin—. Acompáñeme.
Se pusieron en camino, atravesando a pie el desolado paisaje. Mientras andaban, Abaddas empezó a hablar de los Poderes del Caos.
—Los principales Dioses del Caos son cuatro —explicó—. Con uno de ellos es mejor no tener nada que ver, me refiero a Slaanesh, un dios de sensualidad y perversión desatadas. Ni siquiera está conectado con la humanidad, sino con la raza alienígena de los eldars. Tzeentch es el de mayor sabiduría y que tiene un dominio insuperable de la magia. Luego está Khorne, el Dios Guerrero. Nurgle es quizás el más difícil de entender ya que difunde la enfermedad y el contagio, aunque a través de él se puede aprender a soportar cualquier infortunio.
»Cada uno de estos grandes señores tiene un número desconocido de grandes demonios, que son como dioses menores, y que les deben obediencia, así como filas de pequeños demonios y, por supuesto, paladines humanos que también pueden alcanzar en su momento la categoría de demonios. Los hombres pueden llegar a ser como dioses, inmortales y con poderes divinos.
Magron escuchaba fascinado su explicación del panteón.
—El delito del Emperador —prosiguió Abaddas con cautela— fue tratar de negar a la especie humana esta posibilidad de progreso y guardárselo para sí.
—¿A cuál de los cuatro poderes rinde culto usted, capitán? —preguntó Magron cuando logró asimilar su explicación.
—Yo no rindo culto a ningún señor en especial —respondió Abaddas—. No es necesario. Sin embargo, para usted la vinculación a un dios determinado es el camino más rápido hacia los goces y las glorias del Caos.
—¿A cuál...?
Abaddas guardó silencio un momento, como si estuviera meditando.
—Conozco sus cualidades, hermano sargento. Un guerrero de su valía debería prestar juramento a Khorne, el Dios de la Guerra. A su servicio encontrará una satisfacción sin límites.
Durante algún tiempo caminaron en silencio.
—Hermano capitán —dijo Magron—, os ruego que me habléis de los últimos días cuando, según decís, nuestro Capítulo fue aniquilado.
Abaddas dudó, no muy seguro de la conveniencia de atender su petición, pero se dio cuenta de que su reticencia despertaría sospechas en Magron y empezó a mezclar verdades y mentiras.
—Luchamos arduamente y hasta el final —dijo—. Por último, lo que quedaba de nuestro Capítulo se retiró hacia Caliban y tuvo que soportar el asedio de fuerzas rebeldes muy superiores en número. Para entonces, el Emperador ya había muerto —hizo una pausa, evocando genuinamente la titánica lucha—. Fue tal la ferocidad de la batalla que el propio Caliban quedó reducido a un fragmento que se mantenía unido sólo por las defensas del monasterio fortaleza central. Sin duda se sorprenderá, sargento, cuando le diga quiénes encabezaron el asedio.
Magron esperó un momento a que continuara.
—Los Portadores de la Palabra.
A pesar de que su punto de vista empezaba a cambiar, Magron quedó profundamente conmocionado. Los Portadores de la Palabra eran la única legión del Adeptus Astartes que posiblemente superaba a los Ángeles Oscuros en fervor religioso. Su solo nombre era sinónimo de pasión misional. En la Gran Cruzada habían llevado el culto al Emperador a todos los planetas que habían conquistado, erigiendo catedrales y monumentos en todas partes. Ésta era la primera noticia que tenía de su deserción. Las comunicaciones habían quedado interrumpidas durante la rebelión, y las noticias habían viajado con lentitud.
—Sí, los más fieles al Emperador fueron los primeros en abandonarlo —continuó Abaddas con tono sombrío—, una pérdida de fe que paradójicamente brotó de su fervor religioso. Los Portadores de la Palabra llegaron a darse cuenta de que el Emperador no merecía su veneración. No era más que un hombre, y además no era infalible. Ahora adoran a los Dioses del Caos con el mismo fervor con que otrora veneraron al Emperador, incondicionalmente.
Los dos Marines Espaciales, enfundados en sus armaduras,
siguieron caminando por el paisaje. Abaddas sabía que Magron estaba librando una batalla en su interior, pero el Caos lo estaba ayudando, indicándole el camino. Pronto recibiría más ayuda.
—Espero que esta historia le resulte instructiva —dijo después de un rato.
—¿Con quién nos vamos a reunir ahora? —preguntó Magron.
—Con un capellán de los Portadores de la Palabra.
De camino los sorprendió el regreso de la Gran Noche del Sistema Planetario de la Rosa. El sol se volvió negro, pero esta vez la luz negativa que emitía se mezcló con el fuerte resplandor de los numerosos volcanes. La mezcla de luces negra y roja era fantasmagórica. Evidentemente, el Chi'khami'tzann Tsunoi, el demonio de Tzeentch que había creado el Sistema Planetario de la Rosa, sólo había interrumpido el ciclo de la rosa para hacer su dramática aparición. Ahora, el ciclo volvía a imponerse a la naturaleza original del planeta.
Pasaron horas mientras se abrían camino por el poco grato paisaje. De vez en cuando se veían cruzar en la distancia unas borrosas figuras encorvadas que habían escapado del reclutamiento hecho por el gran demonio.
—El altar del capellán no está lejos —dijo el capitán Abaddas poco después.
Se detuvo. Una forma se alzaba ante ellos como una torre. Daba la impresión de ser una nave espacial, pero su diseño, inclinado y aerodinámico, era poco habitual. Sobre su superficie, a la luz negra, se veían algo así como vetas de colores sombríos. Y a los pies de tan extraña nave se desarrollaba una espantosa escena.
Capítulo 16
El acorazado Rectitud
Con la remachadora atada a su muslo y su cinturón cargado de herramientas, el Mecánico de Reparaciones de Tercera Gragsch se arrodilló junto al transformador secundario auxiliar, uno de una fila de cincuenta, que había intentado poner en servicio por todos los medios. Aplicó el oído a la carcasa y, tras escuchar con atención, sacudió la cabeza. Lo había ajustado todo, había reemplazado las piezas desgastadas, pero su funcionamiento no era uniforme.
El mundo de Gragsch era una caverna desordenada, una de las muchas que había en las entrañas del acorazado de clase Gótico Rectitud. Por todas partes había columnas claveteadas y ennegrecidas. La proliferación de tubos, cables y cintas de datos la convertían en una jungla. Tuberías cuyo diámetro variaba entre tres y treinta centímetros se abrían camino a través del espacio sombrío. A cada lado había una mezcolanza confusa de escotillas de bajada y bocas de túneles.
El suelo estaba resbaladizo por la presencia de aceite y de un líquido verdoso. La única iluminación era un resplandor rojizo de las lámparas del techo. El ruido era incesante. Silbidos, entrechocar de elementos metálicos, barrenas y martillazos, y el rugido persistente de los distantes motores de tracción que hacían que la caverna se sacudiera. Gragsch no había conocido otro mundo que éste. A los seis años, contraviniendo la normativa, lo habían llevado a bordo sus padres, que por entonces eran alféreces. Por alguna razón que desconocía, sus padres fueron ejecutados al día siguiente y el Rectitud se puso en marcha con el pe-
queño Gragsch a bordo. Los técnicos de la tripulación se hicieron cargo de él y le enseñaron el oficio cuando tuvo edad para ello. Habían pasado muchos años, y tenía la cara sucia y crispada. Nunca había salido del acorazado y ni siquiera sabía que era la nave insignia de la Flota de Combate Obscuras. Tenía escaso conocimiento de la galaxia exterior, y cuando las descargas de las poderosas armas del Rectitud resonaban a través de las cámaras más internas, casi nunca sabía si la nave estaba tomando parte en una batalla o si se trataba de un ejercicio o de pruebas de fuego real.
Su ignorancia no era nada inusual. Muchos de los tripulantes de menor rango habían olvidado cualquier otro entorno.
Recorrió el largo camino que lo separaba de su supervisor.
—Maestro, no puedo ajustar el Número Cinco. Será mejor que llame a un tecnoadepto.
El supervisor, que había estado observando sus esfuerzos desde la galería, se encogió de hombros, asintió con la cabeza y gritó algo por el tubo acústico. No tardó en aparecer un tecnoadepto vestido con uniforme de trabajo provisto de capucha y decorado con símbolos arcanos. Escuchó el informe de Gragsch, se inclinó para mirar la carcasa del transformador y a continuación echó mano de su maletín de trabajo y sacó un pequeño bote de pintura roja sagrada y un pincel. Cuidadosamente escribió sobre la carcasa nuevos signos contra los maleficios, recitando al mismo tiempo una fórmula religiosa en voz alta. Luego se apartó.
Muy pronto, el transformador empezó a emitir un zumbido regular. Gragsch aplicó su calibrador y sonrió con satisfacción. La máquina estaba curada.
Sin mediar una sola palabra más, el tecnoadepto se alejó por el resbaladizo suelo con andar digno, hasta llegar a una escotilla. Después de atravesarla, se limpió el aceite de las botas y entró en el ascensor para pasar a un nivel algo más ordenado, el de Coordinación y Control Técnico.
La desordenada selva de las salas de máquinas y talleres de reparación que acababa de visitar ocupaba una buena milla imperial, y eso sin contar los enormes motores de tracción, el de disformidad y el de espacio real, que ocupaban una milla y media a popa del acorazado Gótico. Coordinación y Control Técnico era una sección pequeña de techo bajo. En lugar de la cacofonía de las cubiertas inferiores, el zumbido de los purificadores de aire y el bisbiseo de los fabuladores se mezclaba con el dulzón aroma de incienso que salía de los cercanos altares. Aproximadamente cien tecnoadeptos, con tubos acústicos en la garganta, atendían la larga fila de pantallas de lectura enmarcadas en oro y electrum.
Un oficial de la flota estaba recogiendo el informe horario. A diferencia de aquellos que tenían que bajar a las entrañas del acorazado, estaba impecable en su abrigo azul de cuello alto y hombros cuadrados, sus botas altas de color negro, su faja negra y su pistolera del mismo color. Un medallón tachonado de estrellas que llevaba en la solapa demostraba que pertenecía a una de las Familias de Flota hereditarias. En su manga izquierda llevaba bordado su rango y su destino en la rama técnica. El alfanje de energía que llevaba envainado a la espalda indicaba claramente que el Rectitud estaba a punto de entrar en acción.
Tras recibir la pequeña tablilla de lectura, el oficial subió a un ascensor que lo transportó media milla hacia la cubierta superior. Recorrió un corredor vigilado por guardias de seguridad armados y entró en el puente de la nave insignia.
Incluso aquí se oía la multiplicidad de sonidos producidos por el funcionamiento del acorazado. El puente era una amplia medialuna mucho más misteriosa en muchos sentidos que las lúgubres secciones técnicas, especialmente ahora que las flotas de combate combinadas se preparaban para entrar en el Ojo del Terror. El Comandante General Militar Drang, imponente en su uniforme completo de combate, incluidos su gorra con visera susceptible de transformarse en un casco espacial y su destellante ojo protésico, se paseaba de un lado a otro. Un almirante esperaba tras él, frente a la videopantalla. Toda una batería de oficiales especialistas —armamento, táctica, evaluación— estaban sentados ante una línea ininterrumpida de escritorios.
La habitual maraña de tubos y cables se enrollaba y desenrollaba desde el techo. Los frisos habituales de runas y gárgolas de protección relucían en las paredes bajo la luz tenue y desigual. En el centro había cinco sillas que parecían tronos. Prácticamente integrados con ellas hasta el punto de desaparecer casi en su interior, había cinco navegantes venerables muy experimentados de cuyos cascos salían haces de tubos acanalados que conectaban a diversas piezas del equipo. A sus espaldas había cinco asientos más pequeños con arreos de sujeción. Los ocupaban psíquicos de primera línea de gran sensibilidad y completamente inmovilizados. Habían tenido grandes dificultades para conseguirlos ya que se los consideraba imprescindibles, al igual que a los navegantes. No era previsible que sobrevivieran a lo que pudieran encontrarse en el Ojo del Terror. Estaban atendidos por adeptos de la Schola Psykana, que controlaban las pociones que se introducían en su torrente sanguíneo y escrutaban indiscretamente sus temblorosas psiques.
La pared frontal curva del puente estaba cubierta de videopantallas de todo tipo, ovales unas, octogonales otras. En una de ellas se veía la cubierta principal del Rectitud, de cuatro millas imperiales de largo, y sobre ella, filas de destructores de clase Cobra, naves de ataque de la clase Devastadores y bombarderos Fuego de Muerte. También podían verse la superestructura y los anillos exteriores de la enorme nave, las torres almenadas, las casamatas con gárgolas y las barbetas reforzadas que sostenían las poderosas armas del acorazado.
Además de las naves alineadas en la cubierta de aterrizaje, había cruceros y fragatas pegados como lapas a los lados de la nave insignia, mientras que, moviéndose con energía propia, imponentes naves ariete y pesados cruceros de combate flanqueaban a la enorme nave en todas direcciones. El resto de las flotas combinadas hubieran sido invisibles a simple vista (aunque, por supuesto, no para el monóculo de Drang). No obstante, las pantallas acortaban la distancia y ponían a la vista la formación. Las naves insignia de Drang y de Invisticone eran las puntas de lanza de una vasta formación escalonada en forma de cono con la punta hacia adelante.
Las dos flotas habían salido de la disformidad para la formación. Viajando a velocidad inferior a la de la luz, se encontraban ahora a la entrada de la Puerta de Cadia, el punto de entrada al Ojo. El planeta Cadia quedaba detrás de ellos. La formación estaba lista para volver a la disformidad.
Drang ya estaba de pie en la cubierta abierta y usaba su monóculo para sondear el espacio que tenía delante. Naves del Caos vigilaban el otro extremo de la Puerta —siempre las había—, y probablemente los atacarían en el espacio disforme. Esto no solía salir bien. Por lo general, las naves tenían que emerger al espacio real para combatir.
No obstante, se alegró de que estuvieran allí. Darían la alerta a fuerzas más importantes del interior del Ojo. Los elementos de la flota que había ido a destruir tendrían ocasión de desplegarse y presentar batalla.
¡No había gloria sin batalla!
En su pantalla personal apareció la cara marcada y decorada de Invisticone, su igual en el mando, que sonreía con ironía.
—Todo está dispuesto, hermano comandante. ¿Queréis dar la señal?
—Por supuesto, hermano comandante.
Drang levantó un dedo. El almirante que estaba detrás de él dio una orden y una señal luminosa partió de la nave insignia.
La formación al completo saltó a la disformidad y atravesó la Puerta de Cadia.
Con un estrépito que hizo temblar el espacio, la flota de combate emergió en el Ojo del Terror, abandonando espontáneamente el espacio disforme. Todos los motores de disformidad se apagaron sin razón aparente. Los psíquicos gimieron. Los ingenieros intercambiaron miradas de sorpresa. Era un desastre totalmente imprevisto.
Sin embargo, la flota seguía acelerando a una velocidad parecida a la del espacio disforme. ¡Era imposible! Con la mirada fija en un vacío que no era precisamente el espacio que debía ser, que más que negro era azulado, valiéndose de toda su técnica y su instrumental, los adeptos no tardaron en dar con la respuesta.
—¡Venerado comandante, éste no es el espacio real como debería ser! ¡Aquí la velocidad de la luz es infinita! ¡Estamos viajando a una velocidad superior a la de la luz, sin la ventaja del espacio disforme!
Drang e Invisticone tenían la suficiente agilidad mental como para comprender la noticia.
—Una modificación del Caos —comentó Drang—. Fascinante.
«Podría ser muy útil para el Imperio dominar esta alteración de la realidad física.»
Las pequeñas naves del Caos estacionadas cerca de la Puerta de Cadia fueron eliminadas casi al pasar, borradas del espacio mientras la flota avanzaba a velocidad de vértigo hacia los cinco mundos donde, según el informe de la nave invisible, se estaba construyendo la flota de invasión del Caos. Iban a ser expulsadas de órbita y luego superadas por el medio millón de Guardias Imperiales que transportaba la flota y que había sido la aportación de los Altos Señores al plan de campaña original de Drang.
Los psíquicos, amordazados para amortiguar sus gritos, se debatían e intentaban hablar. Los adeptos de la Schola Psykana, que leían sus mentes —una protección de seguridad contra los terrores del Caos—, transmitieron un mensaje sorprendente.
No había astilleros en órbita alrededor de los mundos indicados, ni tampoco enormes talleres y fábricas en la superficie de los planetas. La Armada había ido a destruir algo que no existía. Los psíquicos que viajaban a bordo de la nave invisible habían sido engañados. Habían recogido imágenes mentales.
Drang se quedó atónito durante un momento. Tuvo la sensación de que sus sueños de gloria se desmoronaban.
Y sin embargo... sin embargo...
Desplazó su atención a su monóculo de fabricación alienígena. Hasta entonces nunca le había fallado. Sus vagos presentimientos sobre el futuro seguían allí. ¡Una enorme batalla!
Pero ¿con quién o con qué?
—¡Información sobre actividad demoníaca! —gritó.
La respuesta no se hizo esperar.
—Inferior a la que cabría esperar en esta región, comandante.
Esto ya era sospechoso de por sí. Los cinco mundos aparecían en la pantalla. Formaban un anillo, todos compartiendo la misma órbita, lo cual hubiera sido una negación de la dinámica celestial en el universo que quedaba más allá de la Puerta de Cadia. Cada mundo tiene una forma diferente. Uno es alargado como una cápsula, otro en forma de cubo con aristas redondeadas y el tercero, helicoidal como un sacacorchos...
Los psíquicos y los equipos que los atendían informaron de habitantes humanos y también de presencia demoníaca. Drang consultó con Invisticone y ambos tomaron una decisión. Después de un breve pero devastador bombardeo con láser, se ordenó el desembarco de la mitad de los regimientos de la Guardia Imperial, distribuido entre los cinco planetas. Drang tuvo un leve atisbo de conciencia al ver descender a los enjambres de tontos. Era la primera vez que un mundo del Ojo del Terror era invadido por el Imperio. La ocupación sería breve y los guardias estaban condenados, aunque no lo sabían. Era un ejercicio, un experimento. Todo el que volviese con la flota cuando ésta se retirase, primero sería examinado para detecto la contaminación del Caos y, a continuación, exterminado.
Esto de la fusión de la disformidad y el espacio real realizada por el Gran Inventor tenía una ventaja adicional. Al ser infinita la velocidad de la luz, la comunicación era instantánea. Los radares de gran alcance de la flota podían ver a muchos años luz. El grito procedió simultáneamente de los tecnoadeptos y de los adeptos de la Schola Psychana.
—¡Comandante! ¡Un acorazado enorme se aproxima!
—¡Adelante! —ordenó Drang enardecido.
Cuatrocientos acorazados clase Gótico abrieron el camino adentrándose en el Ojo a gran velocidad. Un acorazado Gótico estaba diseñado de tal modo que, visto de proa, parecía un blasón en la forma enrejada del águila Imperial, acelerando inexorablemente. Acompañando a los Góticos había miles de pesados cruceros de combate y otras tantas naves arietes. Los Cobras y los Fuego de Muerte despegaron de las cubiertas de los Góticos. Los cruceros se soltaron de los soportes de fijación.
Para responder al desafío, del Immaterium surgieron casi trescientos Juggernaut del Caos —construidos según un diseño propio del Gran Inventor como respuesta a los Góticos—, junto con miles de cruceros de las clases Iconoclasta, Idólatra e Infiel. Todos eran impulsados por la pura luz blanca enceguecedora del cielo, una forma de energía ante la que el plasma por goteo de las tracciones de la Armada era lento e ineficaz.
Era una ilusión. Ambas partes estaban igualadas en velocidad y capacidad de maniobra. El plan del Chi'khami'tzann Tsunoi funcionaba. En primer lugar, el camuflaje de los cinco planetas para atraer a las fuerzas del Imperio al reino del Caos. Luego, una flota forjada por su gran inventiva, materia de reciente creación, para poner a prueba la nueva estrategia y debilitar al mismo tiempo las fuerzas navales del Imperio.
Incluso habían creado el escenario para la batalla fusionando la disformidad y el espacio real, pero le había costado no poco esfuerzo preparar su flota de combate. Hacía apenas unas horas, calculadas en el tiempo lineal del Imperio, que había reclutado las fuerzas extra que necesitaba de los planetas de Rhodonius. Pero en la disformidad, donde el tiempo no significa nada, ellos y su progenie llevaban más de un siglo trabajando en los infiernos forja. Algunos de sus descendientes habían contribuido a dotar de tripulación los cruceros de combate del Caos, al servicio de sus amos demoníacos.
Mientras se iban acercando, las dos enormes flotas iban abriendo fuego a discreción con sus cañones láser. Las naves eran destruidas a gran distancia, arrojando fuera su contenido, que se esparcía como una bruma.
Cuando finalmente estuvieron frente a frente, empezaron a disparar con sus cañones y torpedos de plasma. La verdad es que el armamento de la flota del Imperio superaba ampliamente al del Caos. El Señor de la Transformación no había prestado tanta atención al armamento como a las propias naves, regodeándose en su tamaño como un niño que disfruta de un juguete nuevo: ¡la materia! Sin embargo, sabía algo que, por el momento, el Imperio ignoraba. Tenía una estrategia diferente: ¡embestir!
¡Juggernaut y Góticos! ¡Un millón de toneladas chocando con otro millón de toneladas a un millón de millas por segundo! El fogonazo producido por semejante aniquilación mutua iluminó todo el segmento del Ojo.
Después del primer impacto, que produjo docenas de llamaradas, las dos flotas redujeron su velocidad y se trabaron en un combate más convencional. De hecho, embestir formaba parte de la táctica tradicional —todas las naves de la Armada estaban provistas de ariete—, pero no a tal velocidad como para destruir también al atacante. ¡Láser, plasma y arietes!
APLASTAR MARTILLAR APLASTAR MARTILLAR
¡Crujido y rechinar de metal torturado, desgarros del blindaje de adamantium destrozado, millones de toneladas de chatarra incandescente explotando en el espacio! Las naves ariete Brute se arrojaban contra las Juggernaut como los perros que atacan a un venado, sumándose a los penetrantes cañones láser y al plasma vaporizado. Las naves del Caos también embestían siempre que podían, sin preocuparse de sus propios daños. Si conseguían abrir una brecha en un casco, hordas de hombres bestiales entraban por el agujero.
Cada vez que una nave del Caos era destruida o machacada, un miasma de entidades demoníacas inconscientes y farfullantes se esparcía por el espacio donde quedaba suspendido antes de desvanecerse otra vez en la disformidad, como si se desprendiera del propio metal de las naves.
El desarrollo de la batalla ya abarcaba años luz. A pesar de la colosal destrucción sufrida, la flota de la Armada llevaba las de ganar. Había mantenido la comunicación y todavía era capaz de desplegar su táctica, lo cual no sucedía con la flota del Caos. Sus capitanes paladines del Caos estaban consagrados a Tzeentch o a Khorne y tenían a menos colaborar entre sí. De modo que sólo su propia pericia y osadía permitió a un paladín de Tzeentch abrir una brecha con su Juggernaut en un costado del Rectitud, a pesar de que su nave había quedado inutilizada por una descarga masiva de fuego de láser y plasma lanzada desde la torreta y desde las barbetas laterales mientras se acercaba. Una brecha profunda se había abierto en el costado del acorazado Gótico. Las torres barrocas se desmoronaron unas sobre otras. Los contrafuertes aplastados explotaron. Las barbetas se retorcieron y se desprendieron. Secciones internas enteras se desintegraron y se precipitaron en el espacio con miles de tripulantes.
Entre ellos estaba el Mecánico de Reparaciones de Tercera Gragsch, que hasta aquel momento ignoraba que la nave había entrado en acción.
Las excrecencias del Juggernaut, semejantes al coral, también se desprendieron y cayeron en trozos que fueron tragados por el espacio. Con los motores parados, los gigantescos cascos iban a la deriva por el espacio, trabados y girando lentamente, mientras las dos tripulaciones se enzarzaban en una contienda salvaje. El Comandante General Militar Drang descubrió con consternación que las comunicaciones habían quedado interrumpidas. No podía establecer contacto con el resto de la flota, dejando el mando de la misma en manos del Comandante General Militar Invisticone.
Un silbido le hizo observar que el puente perdía aire. Drang miró el enorme destrozo que se veía en las pantallas y bajando la visera de su gorra la transformó en un casco espacial que lo protegía del inminente vacío. A continuación cogió su bolter y su alfanje, e indicando a sus oficiales que siguieran su ejemplo, abandonó el puente para enfrentarse al enemigo.
El cuarto día de la batalla espacial quedó al descubierto el secreto del Señor Emplumado.
Su técnica de crear materia a partir del Caos todavía no estaba perfeccionada. Era materia falsa, materia virtual. En esta parte del Ojo del Terror especialmente preparada, esa materia falsa podía mantenerse varios días antes de disolverse en el Immaterium. En otras partes del Ojo sólo podía durar unas cuantas horas y en el espacio-tiempo normal, apenas unos minutos.
La flota de combate del Caos, construida a costa de tanto trabajo y sufrimiento, había hecho todo lo que había podido. Las naves que quedaban, junto con los restos esparcidos, se desvanecieron en el lapso de un día aproximadamente, dejando a las tripulaciones humanas abandonadas a un fatal destino en el espacio. El Chi'khami'tzann Tsunoi estaba encantado con el experimento. Había demostrado que era capaz de crear materia y de engañar al poderoso Imperio, cosa que no podía conseguirse de ninguna otra manera. Perfeccionaría el método, conseguiría que la materia falsa fuera estable en cualquier condición.
Entonces todo sería posible: flotas de combate tan enormes que superarían al Imperio humano. Mundos completos sacados de la nada. Ese día, el Caos habría triunfado.
Aproximadamente la mitad de la flota, incluidos más de cien acorazados Góticos, estaban todavía en condiciones de ponerse en camino cuando el enemigo hubo desaparecido. A pesar de las enormes pérdidas, el Comandante Invisticone estaba satisfecho de los resultados. La flota de combate del Caos había sufrido una derrota decisiva y había quedado aniquilada en su mayor parte. Aunque hubiera estado presente todavía, ya no estaba en condiciones de representar una amenaza para ninguna parte del Imperio. Supuso que su desaparición gradual era un reconocimiento de su fracaso.
Tampoco le había pasado desapercibida otra característica de la actuación del enemigo. Algunas de las naves del Caos habían empezado a luchar entre sí, aparentemente disputándose determinados objetivos. El Caos había puesto al descubierto su punto más débil.
La flota se reagrupó. Se hicieron barridos en un intento de descubrir el paradero de las naves perdidas. Encontraron algunas y pudieron prestarles asistencia. La mayor parte estaba destruida o fuera de alcance y había un límite de tiempo para las operaciones de rescate. El Rectitud no apareció en ningún instrumento de barrido.
La flota se dispuso a abandonar el campo de batalla, aproximándose primero al anillo de cinco mundos que había sido el objetivo original. Desde una distancia de medio año luz, se intentó establecer contacto con las unidades de cada planeta.
De cuatro de ellos no se recibió respuesta. La que recibieron del quinto, el planeta en forma de sacacorchos, produjo tal alarma a los oficiales de comunicación que la transmitieron directamente al Comandante General Militar Invisticone.
El Comandante se encontró mirando a la cara de un comisario. El aspecto del hombre impresionó a Invisticone: llevaba torcida la gorra de visera y desabrochada y desaliñada su ajustada guerrera, tenía los ojos desorbitados y la cara cubierta de sudor.
—¡Socorro, señor comandante! ¡Ayúdenos por amor a la humanidad!
—¡Locos! ¡Todos los que no están muertos están locos! No es justo que los hombres mueran de esta manera...
Capítulo 17
«¡Sangre para el Dios de la Sangre!»
Calliden había empezado a sospechar que él y Rugolo habían empezado a perder la razón.
Ambos estaban inmersos en un fuga que más parecía una pesadilla, tratando de disfrazar la realidad, aunque el mundo al que se enfrentaban no tenía nada que ver con la realidad. Era una perversión disforme de todo lo que habían conocido en su vida. Aquí se encontraban en la sala de derrota de una nave estelar, pilotada por una mujer poseída por el demonio, que ya había tratado de destripar a uno de ellos... y, sin embargo, se comportaban como si no estuvieran en peligro.
Con la cabeza entre las manos, Calliden se atormentaba pensando en su madre. Rugolo había considerado disparatada su versión de que ella lo había ayudado a liberarse de las ataduras en la destilería. Según él, las cuerdas debían de haberse aflojado a causa del líquido de la cuba, quizá porque las habían atado mal.
Calliden sabía que no había sido así. Estaba seguro de que su madre estaba realmente en el espacio disforme, no le cabía ninguna duda. Consideró todas las posibilidades. Puede que hubiera sido su madre en un principio y que luego se hubiera adueñado de ella un demonio, pero al fin y al cabo...
—Tiene que haber un demonio mayor detrás de esto —dijo Aegelica, apartándose del tablero de control—. No puedo hacer nada. Estamos siendo arrastrados hacia el interior de la Galaxia por una fuerza irresistible.
—Todo está oscuro, queridísima hermana —observó Gun-
drum con voz entrecortada—. ¡Estrellas que antes eran un ascua de luz, ahora están apagadas!
: —Emiten luz oscura, hermano. Es una forma de resplandor del Caos.
Se unió a ellos sentándose a la elegante mesa que había en el centro de la sala y encima de la cual estaba la botella de licor con su lustrosa esencia amarilla.
Gundrum levantó la botella y le echó una mirada de aprobación. Sólo quedaba una pequeña cantidad de líquido.
—¡Ah, Kwyler! ¡Nuestro buen amigo Kwyler! Le tenía afecto. Y ¿qué mejor manera de recordarlo que...?
Calliden se quitó las manos de la cabeza y miró atónito a Gundrum, que destapó la botella y sirvió lo que quedaba del licor en cuatro vasos diminutos. El denso líquido se vertió con parsimonia, lanzando destellos bajo la luz.
Frunciendo los labios y con los ojos desorbitados, Gundrum bebió el contenido de su vaso.
—¡Ah, querido amigo! ¡Qué gusto reencontrarse contigo!
Se estremeció y miró con lúgubre sorpresa la expresión escandalizada de Rugolo y Calliden. Mientras tanto, Aegelica tomó un sorbo de licor sin darle la menor trascendencia.
—¡Beban! ¡Beban! ¿Acaso no han bebido antes de nuestro amigo Kwyler? ¡No le hagan ahora un desprecio!
Dirigieron sus ojos a las gotas de esencia vital que Gundrum les había servido, saboreando por anticipado el placer que les produciría.
Gundrum tenía razón, en un irónico gesto de despedida, levantaron los vasos a modo de saludo y se llevaron a los labios las últimas gotas que quedaban de Kwyler.
La nave espacial de colores entró en una trayectoria curva en el Sistema Planetario de la Rosa, en una especie de barrena hasta que, en un momento dado, redujo la velocidad y quedó a la deriva. Todas las estrellas tenían el mismo aspecto. Rugolo y Calliden las miraban boquiabiertos y fascinados, incapaces de entender por qué parecían tan luminosas cuando no emitían luz alguna. Las explicaciones de Gundrum y de Aegelica no tenían ningún sentido.
Aegelica volvió a tomar el mando de la nave, estudiando brevemente el tabulador. Estaban dentro de un sistema planetario cuyo sol parecía una brillante bola de obsidiana. Calliden pensaba que procuraría salir del Sistema Planetario de la Rosa con la esperanza de encontrar un camino que les permitiera salir del Ojo. Había olvidado que semejante rectitud iba en contra de su personal método de navegación. Ella se dejaba llevar por la fe, por las sensaciones, por la obediencia a las extrañas formas del Caos, y el Caos la había conducido al interior de la Galaxia. Sus ojos color esmeralda se empañaron.
Puso rumbo al planeta más próximo, que apareció como una masa de azabache o ébano recortada contra la luz del sol de obsidiana. A medida que la nave espacial iridiscente se deslizaba con sonido sibilante a través de su atmósfera, empezaron a verse unas manchas rojas y resplandecientes. La nave sobrevoló un paisaje nocturno lleno de volcanes en erupción que parecían antorchas.
Aegelica aterrizó suavemente. Calliden profirió un grito de alarma cuando tiró de la palanca para extender la rampa y abrir la escotilla sin comprobar primero la calidad del aire exterior, pero ni vapores venenosos ni esporas letales ascendieron por el hueco del ascensor invadiendo la nave, sólo un olor sulfuroso. Todos la siguieron con curiosidad. Ella se detuvo en lo alto de la rampa y observó el desolado paisaje.
—¡Estimulante! —dijo. Bajó por la rampa con curiosa animación y frotó los pies en el extraño suelo que tenía un tacto parecido al de la ceniza y del cual asomaban constantemente, para ocultarse a continuación, unos zarcillos retorcidos con apariencia de gusanos— ¡Este es el lugar! ¡Oh, hermano mío, entramos en la noche oscura del alma! ¡Oh, placer sin parangón!
Empezó a bailar, haciendo ondear los brazos en el aire. Los destellos espeluznantes de los volcanes distantes daban a su piel unos tintes rojizos bajo el negro azabache de la luz del sol. Su rostro había adquirido una nueva vitalidad y sus ojos esmeralda chispeaban. Rugolo apartó de un empujón a Calliden, que intentaba detenerlo, y bajó la rampa. Aegelica nunca había parecido más exótica, más magnética, con el suave balanceo de sus pechos y con su redondo trasero, que amenazaba con romper el jubón que la cubría. Rugolo tendió los brazos y avanzó hacia ella.
—¡No, Maynard! ¡No!
Calliden bajó corriendo la rampa, sujetó a Rugolo y lo apartó, pero Aegelica ni siquiera los miró.
—¡Es la luz negra, hermano! —gritó con voz estridente.
—¡Por las raíces de mi deseo! —estalló Gundrum.
Entonces la mujer profirió un alarido de placer y dio la impresión de trascender los límites de su naturaleza. Volvió a transformarse en una diablilla, en la hija de Slaanesh. Sus ojos verdes adoptaron una forma almendrada y se agrandaron. Matas de pelo verde le brotaron de la cabeza y de los hombros, mientras sus manos se transformaban en cortantes garras y sus pies en patas aguileñas de dos dedos.
Pero la transformación más sorprendente se produjo en su belleza. Era una belleza que provocaba el éxtasis en quien la miraba, una belleza irresistible y repugnante al mismo tiempo. Gundrum estaba de pie sobre la ceniza, en trance, mirando a su hermana. El aspecto de su rostro era extraordinario, incluso para él, como si ya hubiese dejado de ser humano y se hubiera convertido en una criatura extraterrestre con emociones de una naturaleza muy diferente.
Entonces Aegelica lo atacó. Con una de sus garras serradas cogió a su hermano por el cuello, mientras con la otra desgarraba su ropa de color oscuro y empezaba a juguetear con su piel desnuda acariciándolo, provocándolo, haciéndole cortes... despedazándolo. La sangre empezó a fluir. De un mordisco le despedazó las costillas y se las sacó, dejando al descubierto los pulmones y el corazón, en los que hundió juguetonamente sus garras. Gundrum no ofreció resistencia, lo único que hacía era sacudir los brazos en éxtasis. De su boca salía un sonido ululante de agonía y goce y de incitación.
—¿Es cierto, hermana, es cierto, es esto lo que tenía que llegar? ¡Por mis raaaaíces, hermanaa, por mis raaaaíces!
Calliden todavía llevaba encima el rifle de fusión. Lo sacó de repente, aunque recordaba el escaso efecto que había tenido sobre el demonio, con la intención de acabar al menos con el tormento de Gundrum, pero Rugolo forcejeó con él y apuntó la boca del arma hacia arriba. Su cara estaba encendida de pasión.
—¡Déjala! ¡Ahora me toca a mí!
La ráfaga de energía se esparció por el aire, enmarcando momentáneamente la escena en un resplandor blanco. En aquel momento, la demoníaca Aegelica levantó una de sus patas y con un sencillo movimiento desgarró el abdomen de su hermano y hurgó en sus intestinos como si estuviera metiendo los pies en el agua. Con cada nueva sensación de dolor, los gritos de Gundrum expresaban un mayor goce.
¡Era imposible que el dolor puro y duro pudiera provocar eso! ¿Qué increíbles deleites sumaba Aegelica a aquellas sensaciones insoportables?
De un tirón extrajo las tripas de Gundrum, convertidas en una madeja sanguinolenta, aplastó su corazón que todavía palpitaba y arrojó a un lado el cuerpo mutilado que se retorcía. Parecía satisfecha de sí misma.
—¡Ha sido entregado a Slaanesh! ¿Qué mejor regalo podía hacer una hermana a su hermano? —y añadió en un tono normal—. ¡Es el cumpleaños de Gundrum!
Se adelantó, tendiendo su garra manchada de sangre.
—Ahora... también te quiero a ti, Maynard...
Rugolo retrocedió un paso y luego, con un suspiro convulsivo, fue tambaleante a su encuentro. Cuando Calliden intentó detenerlo, empujó al navegante con un golpe de su hombro y lo tiró al suelo, haciendo gala de una fuerza insólita y sorprendente.
—Aegelica... —dijo con voz ronca.
Calliden no podía usar el rifle de fusión contra Aegelica sin quemar a Rugolo. Volvió a disparar al aire.
El resplandor le permitió ver de pie, a corta distancia, a dos figuras que en la oscuridad le habían pasado desapercibidas. Lo que estaba a punto de suceder entre Rugolo y Aegelica se interrumpió. Daba la impresión de que algo había cambiado en la actitud de la demoníaca mujer.
Las dos figuras eran enormes y macizas e iban vestidas con relucientes armaduras que brillaban incluso a la luz oscura y que los cubrían totalmente, como trajes espaciales, pero mucho más grandes. Calliden se puso de pie. Tardó unos minutos en darse cuenta de quiénes podían ser los recién llegados. Nunca había pensado que vería a semejantes héroes del Imperio, pero había visto la propaganda del Administratum donde se publicaban sus hazañas. ¡Marines Espaciales!
Al menos el de la izquierda tenía todo el aspecto de un Marine Espacial. El del otro, en cambio, le ofrecía serias dudas, era como si una armadura de Marine Espacial hubiera contraído el cáncer y le hubieran salido excrecencias incontroladas. Dos grandes cuernos salían de su casco, y espiras y extraños artilugios cubrían el resto de la coraza.
Calliden se dirigió al Marine que había identificado con certeza como un guerrero del Imperio. A decir verdad apenas podía distinguir el águila Imperial... Agitó su pañuelo para indicar que era un navegante.
—¡Socorro, señor! ¡Estamos perdidos y corremos peligro!
Ni uno ni otro se fijaron en él. Se apartaron uno del otro con su atención concentrada en Aegelica. Del casco del Marine deformado surgió una áspera voz de barítono.
—¡Ten cuidado! ¡Es tu enemiga, una hija de Slaanesh, una Fuente de Deleite Indescriptible, una Fuente de Gozosa Degradación! Te destripará a la menor oportunidad. Y no te dejes engañar porque no lleve armas. Tiene poderes de los que nosotros carecemos.
Aegelica dejó a un lado a Rugolo y avanzó hacia Magron extendiendo una de sus garras. Cuando habló, su voz tenía tintes malévolos.
—Aunque lleva el sello de Tzeentch, está consagrado a K borne. ¡No nos gusta Khorne!.
—No nos importunes, corrupta criatura—respondió el capitán, Abaddas, levantando su bolter—. He jurado ayudar a mi compañero de combate a encontrar su destino, y aunque sigo siendo humano, tengo algunos dones de más de un señor y no me rindo con facilidad, de modo que no enfades al Dios de la Sangre privándolo de un futuro príncipe.
—¡Ya no quiero este cuerpo! —exclamó Aegélica, y su cara se distorsionó de furia.
Se retorció y recuperó de repente su forma humana. Pero fue sólo un momento. El demonio reapareció, aunque pareció surgir de la mujer humana como una serpiente que se despoja de su piel. De pronto había dos criaturas, una mujer humana desnuda que se desplomó cayendo al suelo sin sentido, y la diablilla vestida con el jubón que le había pertenecido, de pie junto a ella, reluciente, llena de encanto fatal y de una belleza malévola.
A una señal de Abaddas, Magron también sacó el bolter de su arnés, pero la diablilla —ya no se la podía llamar Aegelica— no atacó. Levantó sus garras hacia el cielo.
—¡Ya sé quién me ha traído aquí! ¡Tengo un lugar a donde ir!
Se produjo una nueva convulsión, un destello en la oscuridad. De repente, dejando atónitos a todos menos a Abaddas, la diablilla apareció montada sobre una bestia que tenía dos patas como las de un avestruz y un cuerpo alargado semejante al de un reptil cubierto de una piel de color verde y lavanda. Tenía un hocico alargado y tubular, con una lengua que salía y entraba constantemente como la lengua de la propia diablilla, pero más larga.
—¡Adelante!
Respondiendo al grito, la cabalgadura salió a toda velocidad hacia la lejanía. Luego dio la impresión de subir una montaña invisible y se elevó hacia el cielo. Era imposible saber lo que había pasado, si jinete y montura se habían fundido con la negrura del cielo o simplemente se habían desvanecido.
—Es una cabalgadura de Slaanesh —explicó Abaddas a Magron—. Un pequeño demonio montado a menudo por seres perversos. Vamos, hermano, ya estamos cerca.
—¿No deberíamos socorrer a estos infortunados que nos han pedido ayuda?
Abaddas miró a la pareja de supervivientes. Era evidente que eran forasteros en el Ojo. A veces algún mercader lograba introducirse en él buscando hacer fortuna y, por lo general, se metía en líos, como sin duda les había ocurrido a éstos.
Era evidente que la mujer se había entregado a la diablilla, y ello le había permitido internarse fácilmente en la galaxia. No necesitaba un huésped humano en el Ojo del Terror, podía manifestarse directamente. Pero no podía explicárselo a Magron. Le había dado una versión diferente de las cosas.
—Que otros los ayuden. Nosotros seguimos el rumbo del destino. Vamos —siguió a grandes zancadas con Magron tras él.
Cuando se hubieron ido, Rugolo y Calliden se acercaron a Aegelica que yacía sobre el suelo ceniciento. Estaba inerte y bien muerta. Rugolo estaba estupefacto, recordando la incontrolable manía erótica que había despertado en él. La mujer que tenía ahora ante sí nunca podría haber despertado tales deseos. Ni siquiera era joven. Probablemente era mayor que Gundrum y donde antes había turgidez y firmeza, ahora sólo había piel flácida. También sus facciones eran diferentes, carentes por completo del magnetismo vampírico que la otra Aegelica habría conservado incluso después de muerta.
A Rugolo le pareció más una solterona decepcionada y entrada en años. No era extraño que se hubiera dejado poseer por un demonio del placer.
Retrocedieron, evitando mirar hacia lo que quedaba de Gundrum. Mortificado y avergonzado, Rugolo miró hacia la nave espacial. Sus tonalidades irisadas se habían transformado en diversos matices de negro: obsidiana, carbón, ébano, color alquitrán, entre los cuales podían atisbarse reminiscencias de colores amortiguados.
—Tenemos la nave —dijo—. ¡Y la mercancía de Gundrum! ¡Sólo los licores valen una fortuna! ¡Nadie más puede conseguirlos!
—¡No puedes venderlos! —exclamó Calliden, mirándolo perplejo—. ¡Están hechos de seres humanos asesinados!
Rugolo extendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y se encogió de hombros.
—¡Mira a tu alrededor! Es un universo hostil, Pelor. Su sacrificio no debe quedar estéril. Tienes que pilotar la nave de vuelta al Imperio.
—El Astronomicón no es visible desde aquí. No puedo encontrar el camino, precisamente por eso seguíamos a Aegelica.
—¡Por supuesto que puedes! —insistió Rugolo—. Recuerda lo que dijo Kwyler: tienes que tener fe. Aquí nadie puede ayudarnos.
—Deberíamos enterrar a estos dos —murmuró Calliden retrocediendo para apartarse de los cadáveres. Gundrum y su hermana Aegelica habían pagado su precio por entrar en el Ojo del Terror. Qué locura...
Se preguntó por qué estaba allí, qué aflicción lo había arrastrado hasta allí. A lo mejor tenía algo que ver con su madre. Ella había empezado pidiéndole una ayuda que él no había sido capaz de darle. Pero al fin había sido ella quien le había ayudado. Parecía que se hubiera cerrado un círculo. Esta idea lo tranquilizó un poco.
—Es posible que haya alguien capaz de ayudarnos —dijo mirando hacia dónde habían desaparecido los dos guerreros—. Ellos son Marines Espaciales, al menos uno lo es. Lleva el águila Imperial. Tiene que estar aquí por algún motivo. Tal vez tenga una nave con un navegante que conozca una ruta para salir de aquí.
—¿Y nuestras mercancías?
Pero Calliden ya había empezado a andar sobre las cenizas y, aunque de mala gana, Rugolo lo siguió.
Una nueva lengua de lava que salía de la rugiente cima de un volcán de reciente aparición formaba un cenagoso río rojo en la media distancia. Paradójicamente, su resplandor no hacía sino oscurecer la estructura que tenían ante sí los Marines Espaciales, cuando en circunstancias normales se hubiera destacado claramente contra la oscuridad.
Era una columnata semicircular en cuyo interior había dos grandes altares, coronado cada uno de ellos con un ídolo grotesco diferente y con símbolos de diversos tipos como telón de fondo. A un lado de la columnata se veía un pequeño edificio de piedra ante cuya puerta, sentada en un banco de madera, destacaba una voluminosa figura humana de cara circunspecta. Iba vestida con una simple sobrepelliz de cuatro colores: rojo, azul, amarillo y púrpura. Al aproximarse Abaddas, acompañado del ruido característico de su servoarmadura, se puso de pie y le impartió su bendición al reconocer en él al antiguo Ángel Oscuro.
—Os traigo a un suplicante, capellán. Consagradlo. Está destinado al Dios de la Sangre.
Magron a duras penas prestó atención a sus palabras. Estaba transfigurado, mirando a los altares, fascinado por el aura de majestad y poder que emanaba de la columnata en su conjunto. La figura de la izquierda brillaba con una belleza sobrenatural que le recordaba al cautivante demonio con el que acababan de encontrarse. Era bisexual, con un aspecto masculino y otro femenino. Entre su fluida cabellera asomaban dos pares de cuernos. El ídolo llevaba una cota de malla con una orla y sostenía en una mano un cetro de jade.
En el extremo derecho de la columnata se veía un ídolo completamente distinto. Una figura hinchada y deteriorada acuclillada sobre el altar, un montón de carne macilenta, con los ojos entrecerrados, una enorme boca y una expresión que le daba un aspecto sumamente repulsivo. De numerosas úlceras, pústulas y laceraciones gangrenosas, por las que asomaban sus órganos internos necrosados, fluía un pus verde y amarillento. La constante filtración hizo pensar a Magron en un primer momento que la estatua estaba viva, pero luego se dio cuenta de que estaba completamente inmóvil.
Volvió su atención al par de altares internos. Junto al ídolo aquejado por la enfermedad, que supuso sería Nurgle, Señor de la Pestilencia, había una figura que, en su estilo, le pareció también horripilante. Tenía una cara arrugada, unida, sin solución de continuidad a unos hombros robustos de los cuales salía una cornamenta curva. Algún poder mágico hacía que unas caras que cambiaban constantemente se desplazaran por la piel desnuda de la figura haciendo gestos burlones. Una vaga fantasmagoría sobrevolaba la cabeza del ídolo, una confusión de imágenes momentáneas.
Pero el que más llamó su atención fue el cuarto ídolo. Se destacaba entre los demás por su estatura y porque estaba sentado en un trono de bronce de aspecto sobrenatural, que descansaba a su vez sobre un montón de cráneos. Era una figura humanoide de vigorosa musculatura, vestida con una armadura de placas muy elaboradas y con la cara medio oculta por un yelmo alígero.
¡Y qué cara! Magron la podía ver bastante bien desde donde estaba. En ella se reflejaba una ferocidad bestial. Los ojos rojos lo miraban directamente exigiendo —y esperando— todo su coraje, todo su ardor marcial y su obediencia sin límites. ¡Era una cara como para conducirlo a uno a la guerra! De pronto sintió que toda su vida había sido una preparación para este momento.
El capellán de los Portadores de la Palabra estaba hablando al capitán Abaddas.
—Veo que me traes a un hermano Marine, pero...
—Acaba de llegar —lo interrumpió Abaddas, dándose cuenta de que el capellán reconocía la antigüedad casi intacta de la armadura de Magron. Levantó una de sus manos cubierta por el guantelete en señal de advertencia—. Pero no habléis más de eso o se desviará de la senda consagrada. Preparadlo para la consagración.
Magron observó al capellán. Vio que llevaba todas las marcas de un Marine Espacial: el notable aumento de peso y de estatura, el continente marcial, los distintivos de las campañas en la frente. Advirtió una sombra oscura bajo la sobrepelliz de seda que traicionaba la presencia del caparazón negro y de la coraza soldada.
Abaddas confió en que no percibiría los favores concedidos al capellán por el Caos en forma de tentáculos rematados con objetos de culto.
—Quítate el casco —le ordenó el capellán, poniéndose de pie—. El Dios de la Sangre querrá ver tu cara.
—Todavía mantengo cierta lealtad al Emperador —admitió Magron, renuente—, y el nuevo estado de cosas me parece desordenado y contrario a la razón.
El capellán de los Portadores de la Palabra respondió con una inclinación de cabeza, sin hacer mucho caso de las dudas de Magron.
—Es costumbre en este punto decir unas cuantas palabras sobre el paso que estás a punto de dar —señaló con un dedo la columnata—. He ahí los altares de las cuatro grandes Poderes del Caos. Los Portadores de la Palabra rinden culto al Caos en toda su integridad, lo mismo que su capitán Abaddas. Pero la mayoría de los hombres sirve a un señor, como debes hacerlo tú.
»Tú hablas de desorden y derramamiento innecesario de sangre. Es cierto que los seguidores del Caos cometen grandes excesos, pero son sólo un reflejo de la crudeza y la violencia que forma parte del ser humano. ¿No ves que los Dioses del Caos son creaciones de la conciencia humana? Todo forma parte de la evolución de la galaxia. Es un estadio por el que tiene que pasar la humanidad para alcanzar la madurez espiritual. Todo el que se abstenga, fracasará.
La homilía del Portador de la Palabra despejó las últimas dudas de Magron. Se quitó el casco. Los ojos rojos de Khorne se fijaron en él mientras el capellán lo conducía al altar. Aunque era sólo un ídolo, lo era en un mundo bendecido con las energías del Caos. La presencia de la propia deidad estaba en él, y Abdaziel Magron estaba frente a frente con el Dios de la Sangre.
El capellán empezó a recitar una letanía en una lengua desconocida para Magron, una lengua de largas vocales líquidas. A cada estrofa, el ídolo del Dios de la Sangre profería un rugido que helaba la sangre. A Magron se le inundó el cerebro de una bruma rojiza. ¡La promesa! ¡La promesa de gloria!
El capellán interrumpió sus plegarias y le habló suavemente.
—Por ahora no experimentarás ningún cambio físico, pero tu Señor indicará su voluntad de aceptarte mediante marcas en tu armadura.
Instantáneamente, Magron sintió como si le hubiera dado un golpe resonante, y le invadió una sensación de rabia. Del ídolo salió un trueno. Miró las placas de su armadura y vio que el emblema imperial había desaparecido. En su lugar estaba el emblema rojo sangre de Khorne, tras barras unidas por una cruz. Y de cada avambrazo habían brotado lo que a primera vista parecieron gotas de sangre coagulada, pero que en realidad eran unas garras como garfios que se apretaban y se aflojaban, ávidas de desgarrar la carne.
Apartándolo del altar, el capellán habló con voz estentórea en gótico imperial:
—¿renuncias al emperador de la humanidad y abjuras de él? ¿te consagras a khorne y te sometes a su benevolencia y a su castigo?
Numerosos sentimientos contradictorios se agolparon en el corazón del sargento Magron. Sabía que una vez pronunciados sus votos, habría dado la espalda a su antigua vida y sería de Khorne para siempre.
Algo en su interior seguía resistiéndose. Había un último reducto que prefería morir antes que cambiar. Rechazó esta suprema testarudez y abrió la boca para dar la respuesta exigida.
En aquel preciso instante lo distrajo un grito. Una figura delgada, vestida de negro había surgido de las tinieblas. Era el navegante al que había visto antes. En una de sus manos llevaba un rifle de fusión, y dando traspiés le seguía su compañero, el de la perilla, suplicándole que regresara.
En su confusión mental, Pelor Calliden había perdido la prudencia más elemental y el miedo a la muerte impulsado por la furia que le provocaba lo que había oído.
—¿Cómo puede tomar parte en esta blasfemia? —gritó a Magron a voz en cuello—. ¡Es un Marine Espacial! ¡Ha prestado juramento al Emperador! ¿Dónde está su lealtad? ¿Dónde está su honor?
—¡Es KHORNE el que ofrece honor! —respondió Magron con voz tonante, complacido por sentirse tan ofendido—. ¡Tonto, tu Emperador lleva dos siglos muerto, muerto por Horus el Señor de la Guerra!
El capitán Abaddas sacó su espadín y se adelantó, dispuesto a despachar sin más a los intrusos, pero Magron lo detuvo alzando un brazo.
—¿No es así, capitán?
—Así es, sin duda —respondió Abaddas con voz ronca—. ¡Estos entrometidos han profanado una ceremonia sagrada! Mátelos por su osadía, sargento. ¡Es una orden!
Ante el pánico que le produjeron estas palabras, Maynard Rugolo obligó a su cerebro a trabajar a marchas forzadas. No sabía mucho de historia imperial, pero a cualquiera que hubiera asistido alguna vez a la escuela le habían hablado de la gran guerra civil en la que los traidores encabezados por el infame Horus había tratado de usurpar el poder al Emperador. Miró rápidamente a uno y otro Marine, captó de dónde venía el engaño y señaló al Marine con la armadura extrañamente deformada.
—¡Está mintiendo! ¡Horus fue derrotado y el Emperador todavía vive! ¡Estamos en el cuadragésimo primer milenio!
—¡Mata al mentiroso! —gritó Abaddas, pero él no se movió.
Magron se volvió hacia él. Daba la impresión de que se le había caído el velo que tenía delante de los ojos. Al ver su expresión, Abaddas supo que la ilusión que tan minuciosamente había urdido para el sargento Magron se había desvanecido y que ya nada podía ayudar al Ángel Oscuro. Dejó su espadín y sacó su bolter.
Magron estaba recordando la santidad de sus años como Ángel Oscuro, y su inconmovible fe en el Emperador volvió a inundarlo. La escena que lo rodeaba, con sus cuatro ídolos del Caos, le pareció de pronto perversa y corrupta.
—¿Cuál es la verdad? —preguntó a Abaddas.
—La verdad —dijo Abaddas con aspereza— es que Khorne te ha llamado a su seno y tú has renunciado a la vida eterna.
En el momento en que el capitán Abaddas apuntó al sargento Magron con el bolter, acabó la lucha por su alma.
—¡Vivo o muerto, no abandonaré al Emperador! —gritó—. ¡Pero sabré la verdad!
Corrió hacia su capitán, desviando el cañón del bolter que entonaba su mortífera canción. Su carrera fue inesperada y desestabilizó a Abaddas. Los dos Marines cayeron al suelo y rodaron, aplastando las cenizas hasta quedar boca abajo, Magron encima de Abaddas. Los cables de energía producían su zumbido característico y las placas de ceramita crepitaban. Abaddas llevaba el Armorum Ferrum, como también se llamaba la armadura de modelo mklll, de gran fuerza, mayor que la mklV de Magron. El sargento no podría mantener al capitán bajo él mucho tiempo más, pero sabía dónde estaban los cables de energía. Magron echó mano a su bolter.
El capellán se acercó a ellos. Entonó unas palabras y levantó la mano trazando un signo mágico. Desde la elevación en que se encontraba, Calliden levantó su rifle de fusión y disparó rogando que todavía quedara combustible en su ya raquítico depósito. El capellán se volvió para enfrentarse a él, cuando la honda de calor abrasador lo envolvió, pero no se quemó y ni siquiera se cayó. Daba la impresión de que lo rodeara una burbuja protectora.
Calliden volvió a disparar inmediatamente, y después una vez más, pero no pasó nada. El depósito estaba vacío.
El capellán del Caos, una aterradora figura sobrehumana para Calliden y Rugolo, permaneció de pie mirando a su atacante con ojos vacíos antes de derrumbarse y quedar inmóvil. Ni siquiera su sobrepelliz estaba chamuscada.
Se oyeron luego disparos repetidos. El sargento Magron se incorporó ligeramente para que las explosiones del bolter sólo produjeran chamuscaduras superficiales en su armadura. Introduciéndose a través de las excrecencias, disparando entre los empalmes de las placas de la pesada armadura, los disparos seccionaron los cables de energía de la mklll, infligiendo graves heridas al cuerpo del curtido Marine al que protegía. Abaddas estaba ahora tan inmóvil como lo había estado Magron mientras flotaba a la deriva hacia el planeta Rhodonius.
A Magron le disgustaba tratar de aquella manera a un hermano Ángel Oscuro, pero no era la primera vez que mataba a Marines Espaciales y estaba dispuesto a volver a hacerlo si se rebelaban contra el Emperador. Abrió y retiró el casco cuneiforme del otro. El capitán Abaddas no intentó mirarlo. Su rostro estaba tan inexpresivo y frío como siempre en medio de su dolor y su impotencia.
—¡Perdóneme, hermano, pero tengo que saber la verdad!
Rugolo y Calliden presenciaron horrorizados lo que sucedió a continuación. El guantelete de energía del sargento Magron arrancó el cráneo del capitán Abaddas. Luego se inclinó sobre él, estirando su cuello y mordió la parte posterior del cerebro ensangrentado y vivo del capitán que había quedado al descubierto.
A ellos les pareció un espantoso rito obsceno o un acto de canibalismo. No podían saber que entre los órganos implantados a un Marine Espacial se contaba la homofágea que le permitía absorber los recuerdos de otra persona comiendo su tejido cerebral. El sargento Magron quería obtener información rápidamente, y para eso necesitaban comer ese tejido mientras el otro todavía estaba vivo, por cruel e inhumana que pareciera esa medida.
No se atrevieron a acercarse al escenario de tan horripilante banquete ni a dirigirle ningún reproche. Se limitaron a retroceder y alejarse arrastrándose.
El capitán Abaddas sabía lo que estaba ocurriendo, aunque, como el cerebro humano carece de nervios sensores, no recibía ninguna sensación. Sin embargo, no formuló la menor protesta mientras el sargento Magron devoraba su cerebelo. Pronto ya no estuvo en condiciones de formar una sola palabra. Bocado tras bocado, el sargento Magron masticó y tragó. A cada mordisco, Abaddas sentía que su personalidad se iba vaciando, hasta que sólo fue una vaga presencia sin memoria, un susurro furtivo del espacio disforme.
Y luego nada.
Magron apartó su boca ensangrentada del cráneo vacío y se levantó. La homofágea estaba extrayendo memoria a gran velocidad. Magron cayó en trance, y fue escogiendo entre el desfile que había sido la extraordinaria vida de Zhebdek Abaddas, prescindiendo de un montón de información confusa, hasta llegar al final a lo que necesitaba.
La Herejía de Horus. Entonces supo la verdad de los Ángeles Oscuros. Y la verdad era increíble. Incluso mientras la compañía de Magron participaba en el ataque a la base interestelar Luther de los Devoradores de Mundos, el lugarteniente de los Ángeles había convencido a la guarnición de Caliban, su mundo originario, de que se sumasen a la rebelión. Tras experimentar en sus propias carnes la seducción del Caos, Magron se daba cuenta de que sólo una infección espiritual semejante podía haber provocado una deslealtad de tal magnitud. Vivió como si los recuerdos fueran suyos el bombardeo de los ángeles leales y la posterior batalla que había convertido Caliban en una roca desnuda.
El capitán Abaddas estaba entre los traidores. Magron experimentó junto con él el hecho de ser rescatado por los Poderes Ruinosos, absorbido por la disformidad y ser depositado en otra parte. Había sido Horus quien había muerto y no el bendito Emperador. De la suerte que había corrido Lion El'Jonson, preceptor espiritual de Magron, Abaddas no sabía nada, pero la rebelión del Caos no había triunfado. La galaxia no había sido transformada en un reino del Caos. El Caos sólo dominaba algunas partes muy pequeñas de la misma, como aquella a la que Abaddas y el propio Magron habían sido atraídos. Sólo había unos cuantos Ángeles Oscuros, Ángeles Caídos como también se los llamaba, en el Ojo del Terror. La mayor parte habían sido dispersados por toda la galaxia.
Era una historia trágica que dejó consternado a Magron sobre todo cuando supo el tiempo que había transcurrido. Había estado diez mil años a la deriva en el espacio.
También supo por qué Abaddas se había tomado tantas molestias por él, engañándolo y embaucándolo para llevarlo al camino que él consideraba correcto. No había sido sólo porque los dos fueran Angeles Oscuros, sino porque eran Marines de diez mil años atrás. Despreciaba a los Marines Espaciales incorporados a filas a partir de entonces por considerarlos débiles e inferiores, a pesar de seguir siendo sobrehumanos.
Magron examinó al capellán de los Portadores de la Palabra que tan cerca había estado de consagrarlo al Caos. Parecía muerto, pero Magron pudo ver bajo su sobrepelliz los cuatro tentáculos rematados cada uno con una imagen diferente.
Miró a su alrededor buscando a los dos hombres que tan oportunamente lo habían salvado de la perdición espiritual. Se habían ido, pero necesitaba su nave y también al navegante para regresar a su Capítulo.
Recuperó su casco, arrebató al capitán Abaddas la munición que le quedaba y estaba a punto de ponerse en camino cuando percibió un movimiento. Avanzando hacia él en su peculiar y rápida cabalgadura vio a la mujer demonio con la que ya se había tropezado. Sacó su bolter y disparó una rápida ráfaga para advertirle que no se acercara demasiado. Ya había sentido una vez su terrible atracción.
Los disparos la alcanzaron en los pechos y en el vientre sin producirle el menor daño.
—Si estuviera de humor, sargento Magron, te complacería hasta matarte como he hecho con muchos otros —dijo la mujer, profiriendo una carcajada estridente—. Pero no he venido para eso.
Su voz de contralto era cálida y subyugante. ¿Cómo sabía su nombre? Las palabras que pronunció a continuación fueron una especie de explicación.
—He consultado con uno de categoría superior a la mía, un Guardián de Secretos que oye todo lo que se dice en todas partes, en cualquier dimensión. Hay una misión reservada para ti, sargento. Ponte el casco, porque no debes enseñar tu cara.
—Ven conmigo, Abdaziel —ordenó, desmontando y haciéndole una seña.
El empleo de su nombre de pila lo hizo desconfiar aún más, pero se puso el casco, más que nada para su propia protección. No podía despertar en él lascivia porque sus modificaciones lo habían hecho insensible a los encantos de las mujeres, pero, al ver las redondas nalgas y la cola con púas que le enseñó al volverse, sintió la misma fascinación que ya había experimentado antes. Sin duda era un demonio con poder para esclavizar las mentes de los hombres.
Apenas dio uno o dos pasos, la escena cambió de repente. El marchito planeta de la rosa había desaparecido. La luz negra ya no estaba allí. Frente a él se extendía una verde planicie y sobre ella, una multitud armada de millones de hombres. Vio a uno o dos Marines Traidores de armadura con burdas y coloridas modificaciones, pero en su mayoría eran guerreros de poco rango con extrañas mutaciones, vestidos con distintas tonalidades, que gritaban y hacían señas blandiendo sus armas y rugiendo de alegría.
Comprendió que en el espacio de un paso había sido transportado instantáneamente a algún otro lugar. Aproximadamente la mitad de los que veía llevaban el mismo emblema que ahora él lucía, el emblema de Khorne. El resto llevaba en los estandartes, las armaduras y las vestiduras diversas versiones del sello extrañamente curvado y sinuoso que había visto durante el ataque a la ciudad de la rosa y que Abaddas le había dicho que era el signo de Tzeentch.
Y de hecho, sobrevolando la planicie acechaban dos figuras demoníacas que habían aparecido entonces: una era una monstruosidad emplumada; la otra, un guerrero con cuernos y ojos rojos y cara de lobo, cubierto con una armadura negra y roja. Ahora, con los cascos y las garras plantados sobre la hierba, no medían más de diecisiete metros de altura.
Oyó al demonio emplumado que se dirigía a la multitud, llenando con su voz el campo de un extremo a otro.
—¡Hemos conseguido una victoria! ¡Hemos abortado el mayor intento del Imperio! ¡El camino está despejado para una victoria final en la Larga Guerra!
Un griterío enorme respondió a sus palabras. El demonio levantó una de sus garras pidiendo silencio y empezó a hablar de cosas que Magron a duras penas entendía. De materia salida de la disformidad con la cual se había construido una gran flota de combate, «materia virtual» la había llamado.
—Cuando mi invento haya sido perfeccionado y lijado —dijo— no tendremos ningún límite. Flotas de combate para superar al Imperio humano. Mundos creados de la nada, la duplicación de mundos que ya existen. ¿Y si conseguimos eliminar al Emperador y su palacio y reemplazarlos por una réplica controlada por nosotros?
Magron se esforzaba por entender. Siempre había creído que la disformidad y el mundo físico eran opuestos en todos los sentidos: Materium e Immaterium. ¡El demonio parecía alardear de una forma de producir la destrucción del mundo físico que Abaddas había descrito!
—Sin embargo —gruñó el demonio—, debemos ser pacientes. La paciencia es la madre de la estrategia. ¿Cómo lo hemos conseguido hasta ahora? ¡Gracias a nuestro pacto! ¡Al pacto entre mi hermano Devorador de Sangre y yo!
El otro demonio le dirigió una mirada furiosa, como si no le gustara ser llamado hermano por aquel ser del Caos con aspecto de águila. La mano que sostenía su gran hacha de combate se crispó.
Una ráfaga caleidoscópica se arremolinó en torno a la cabeza del demonio de Tzeentch. Si alguien hubiera podido leer aquel caleidoscopio, lo cual era imposible, se habría dado cuenta de que una parte importante del plan del Señor del Cambio consistía en establecer una alianza perdurable entre Tzeentch y Khorne. Unidos podrían aplastar a las otras dos potencias del Caos y, una vez estabilizada la materia virtual, lanzarse sobre el Imperio humano. Claro que cuando todo aquello se hubiera logrado ya no habría necesidad de Khorne...
Magron estaba empezando a comprender que el pacto del que hablaba el demonio era crucial. Pero, al parecer, no a todos les gustaba. Los devotos de Khorne, en especial, acogían con impaciencia, con desprecio, lo que consideraban una llamada a la inactividad.
—¿Se mantiene nuestro pacto, hermano? —preguntó con voz sonora el demonio Tzeentch a su socio.
—¡Sí! —respondió el Devorador de Almas. Su respuesta fue un gruñido bronco, en cuyo fondo parecía vislumbrarse un torvo resentimiento.
Se produjo un silencio. Todos levantaron la mirada hacia los dos demonios. Magron se dio cuenta de que éste era un momento decisivo. Si lo superaban sin incidentes, la alianza quedaría sellada, pero el equilibrio era muy precario.
Sin pensarlo dos veces sintonizó su altavoz externo a la máxima potencia y gritó a voz en cuello:
—¡sangre para el dios de la sangre!
Su voz fue repetida por el eco en el doloroso silencio, y pareció que hubiera puesto en marcha un motor, un motor de guerra. Oyó cómo las armaduras acumulaban energía, vio cómo se levantaban las armas y oyó su grito repetido en un círculo que se ampliaba progresivamente.
¡sangre para el dios de la sangre!
—¡sangre para el dios de la sangre!
—¡sangre para el dios de la sangre!
Las armas entrechocaron, rugieron y dispararon mientras los hombres de Khorne, enardecidos, incapaces de dominar ni un segundo más su avidez de sangre, se lanzaban contra sus enemigos tradicionales. El Devorador de Almas se estremeció y lanzó un zarpazo a su aliado.
—¡Al Emperador y todos sus vasallos con tus ingeniosos planes! ¡Khorne no espera por la sangre!
Los demonios empezaron a luchar, aplastando a cientos bajo sus patas a cada movimiento. El lugar de reunión se había transformado en un campo de batalla.
A pesar de las numerosas guerras que había vivido, Magron jamás había visto una sangría tan feroz. La hierba pronto quedó convertida en un cenagal de color carmesí. Tres paladines de Tzeentch se lanzaron sobre él, ansiosos de tener el honor de matar a un Marine Espacial de Khorne. Los detuvo con su espada sierra mientras retrocedía...
Una vez más se encontró en el terreno ceniciento bajo un sol negro. El clamor de la batalla se había disipado como por arte de magia. Oyó una bella voz de contralto que se dirigía a él. Se volvió y vio a la diablilla que todavía lo estaba esperando.
—Si el odiado Khorne hubiese conseguido la alianza de las potencias de Tzeentch, sería malo para nosotros, los de Slaanesh —le dijo—. El Guardián de Secretos me ha aconsejado bien. En cambio, tu intervención ha desatado otra guerra entre ellos, una guerra en la que se verá involucrado todo el reino del Caos si no me equivoco.
Se acercó lentamente y extendió una de sus garras con gesto insinuante.
—Slaanesh recompensa a quienes le sirven bien.
—¡No! —gritó Magron, apartándose con decisión.
—Entonces permite que tu recompensa sea la de seguir tu camino sin que nadie te importune. Marine Espacial.
A continuación, montó en su cabalgadura y rápidamente ganó la lejanía al galope de su bestia de largas patas.
Magron estaba ansioso de llegar a la nave espacial antes de que despegara sin él. Llegó a toda prisa al lugar y se encontró a Rugolo y a Calliden ocupados en cubrir con una tierra que parecía coque los cuerpos de Aegelica y Gundrum, después de haber cavado unas tumbas poco profundas valiéndose de fragmentos de roca.
Retrocedieron nerviosamente, asustados al ver a Magron, pero el Marine no estaba dispuesto a admitir ninguna discusión.
—Vamos. Debemos volver al Imperio.
—No puedo salir de aquí —protestó Calliden—. Esto es el Ojo del Terror, un reino del Caos.
—Si ha conseguido entrar, también conseguirá salir —respondió Magron tajante—. Tenga fe en el Emperador.
Desde su estatura dominante los condujo hacia la nave espacial.
Capítulo 18
A bordo de la nave zooforme
El sargento Magron sintió un profundo rechazo hacia la nave zooforme, tanto por su aspecto exterior como por su diseño y amoblamiento. No le sorprendió cuando le dijeron que había sido alterada por el Caos. Esas líneas netas, tan poco naturales, eran una afrenta.
Se había vuelto a quitar el casco, pero prefirió no despojarse de la armadura. El mercader y el navegante, asustados, percibían su presencia en el fondo de la cabina como algo amenazador. Era un Marine Espacial y no podían desobedecerle ni discutir con él, pero había cosas que tenían que explicar. Una era que, por el momento, no había posibilidad de saltar al espacio disforme ni necesidad de salirse del alcance del sol negro.
Magron pronto pudo apreciar el fenómeno por sí mismo mientras Calliden conducía la nave a través del Sistema Planetario de la Rosa. La misteriosa fuerza que los había atraído hacia ella ya no se dejaba sentir.
—Esta es una región peligrosa —le dijo a Rugolo—. Busque unos trajes espaciales para usted y para el navegante por si se produce un ataque.
Rugolo obedeció, y aprovechó la ocasión para inspeccionar la nave y en particular el contenido de la bodega.
Cuando regresó, encontró a Calliden nervioso. Se habían alejado del Sistema Planetario de la Rosa una distancia equivalente a varias veces su diámetro y había encontrado huellas espaciales, el equivalente de huellas de disformidad, muchas de las cuales seguían la misma dirección.
Magron recordó las palabras del demonio sobre una gran batalla espacial. ¿Había intentado realmente el Imperio invadir el Ojo?
—Sígalas —ordenó—. Pueden conducirnos al espacio normal.
Calliden obedeció. El Ojo, con su coloración anormal del espacio, sus formaciones de estrellas y sus nubes de gas, iba pasando junto a ellos. Se sentía incómodo por la falta de cápsula y de toda la iconografía habitual de una nave espacial. La nave pintada era casi una blasfemia, una negación de la santidad.
Una agradable campanilla musical sonaba en alguna parte de la pantalla, diferente de cualquier señal de advertencia estándar, confundiéndolos. Poco después, Calliden descubrió que su finalidad era atraer su atención hacia el tabulador de contacto. Una nave se aproximaba a gran velocidad.
—¡Póngase a su altura! —ordenó Magron cuando le comunicó la noticia. Mientras procuraban acercarse, Magron se acercó a la videopantalla. Pronto tuvieron la nave a la vista, primero en la pantalla de aumento y poco después junto a ellos, acechando a la pequeña nave iridiscente, mostrando su enorme tamaño.
Era una nave de guerra, un tipo de acorazado, pero no había salido de ningún astillero del Imperio. Sus torretas, obedeciendo a algún plan descontrolado y descabellado, sobresalían formando ángulos imposibles. Su proa era una masa enorme pensada para actuar como ariete, aunque en lugar de tener forma de cuña, estaba configurada como la cabeza de un martillo, como si la idea fuera que se destruyese junto con el enemigo, aunque podía haber aplastado a la nave pintada como si fuera una mosca. No cabía duda de que era una nave del Caos.
Rugolo y Calliden se quedaron paralizados y Magron musitó una plegaria al ver que apuntaban hacia ellos los cañones.
Sin embargo, no dispararon. En lugar de eso se produjo un espectáculo increíble. La inmensa nave de guerra empezó a desintegrarse. Empezaron a aparecer en ella enormes agujeros y las intrincadas torretas se fueron resquebrajando y deshaciéndose en fragmentos que se alejaron flotando por el espacio. Daba la impresión de que la nave se estaba disolviendo. En menos de un minuto quedó reducida a una carcasa que parecía haber sido despedazada por aves de rapiña. Fue un espectáculo horrible ver cómo se debatían sus tripulantes, que se contaban por miles, al ser arrojados al vacío desprotegidos.
Entonces, de una gran bodega situada en las entrañas de la gran nave de guerra, salió otra nave igual o un poco mayor que la nave espacial pintada. Daba la impresión de que estaba hecha de bronce bruñido, pero se parecía más a un animal que a una nave, como si fuera un cuerpo de metal vivo, capaz de flexionarse y de virar. De la sección correspondiente a la cabeza sobresalían unos ojos color púrpura semejantes a los de un insecto, que Calliden pensó que podía tratarse de escotillas de observación, y de su cuerpo o casco principal, unas robustas patas. Se lanzó contra la nave pintada.
—¡Acción evasiva! ¡Pónganse los cascos! —gritó Magron.
Era demasiado tarde. El ataque de la nave zooforme fue salvaje y rápido, pero no utilizaron arma alguna. Durante un breve instante vieron en la videopantalla su recubrimiento exterior. Daba la impresión de que fuera de metal vertido y dejado endurecer sin utilizar ningún molde. Luego se oyó un choque ensordecedor. El motor de tracción se detuvo con un chirrido. Todas las luces se apagaron y la cabina empezó a desmoronarse.
Calliden tuvo la impresión de que la nave del Caos estaba devorando su nave como si fuera una presa. Se produjo una fuerte convulsión, una gran confusión y luego un crujido y un frenazo antes de que todo quedara en silencio y volviera la luz.
Calliden se encontró tumbado sobre una superficie caliente y desigual. Rugolo y el Marine Espacial estaban junto a él en un largo espacio cavernoso con paredes de un color amarillo uniforme y llenas de rugosidades y protuberancias. Había fragmentos diseminados del interior de la nave iridiscente por todo el recinto: la cabina aplastada, restos achaparrados de la bodega de carga y de sus cajones y cofres formando una pila. No había la menor señal de la tripulación. Daba la impresión de que la nave zooforme hubiera actuado por propia iniciativa.
Calliden avanzó gateando hacia adelante y se encontró mirando por unas escotillas de color púrpura. Pudo ver los restos de la nave pintada: el casco aplastado, los álabes rotos, los motores convertidos en una masa informe.
Como un hambriento depredador, la nave zooforme había devorado las partes más aprovechables de su víctima, es decir, la cabina y la bodega, aunque Calliden no tenía la menor idea de cómo lo había hecho ya que no tenía boca visible. Al mirar hacia abajo vio una especie de tablero de control. Un pensamiento extraño lo asaltó. ¿Acaso la nave zooforme estaba buscando una tripulación?
Oyó un zumbido procedente de popa. Era el motor de tracción que funcionaba en vacío.
Rugolo reía histéricamente mientras examinaba la carga de la nave que había sido trasvasada junto con ellos.
—Navegante, ¿puede explicar lo que ha pasado? —preguntó Magron a Calliden, acercándose a él.
—En el lugar en que nos encontramos, nada tiene mucho sentido.
—¿Esto es una nave? ¿Puede pilotarla?
—Creo que sí.
Magron hizo un gesto de asentimiento. Ya había viajado antes en una nave zoomorfa.
—Entonces —dijo—, reemprendamos el viaje.
Calliden debía permanecer de pie, ya que la nave carecía de asientos.
Se hizo cargo de los controles. El motor rugió y la nave zoomorfa salió disparada hacia adelante.
La lucha a bordo del Rectitud se había acabado. Los cuerpos lacerados y destrozados de innumerables hombres-bruto eran expulsados al espacio, arrojados a través de los agujeros y aberturas producidos en el casco de la nave de guerra.
Inexplicablemente, la nave del Caos que había arrollado al Rectitud se había desvanecido. El fenómeno debería ser sometido a análisis más adelante. Por ahora, el objetivo principal era salir del Ojo del Terror.
El Comandante General Militar Drang, fatigado por el esfuerzo de la lucha cuerpo a cuerpo, había regresado al puente para descubrir que la lucha también había afectado a aquella zona. Sus almirantes y casi toda la tripulación del puente habían muerto defendiendo a los navegantes, sin los cuales no sería posible volver a casa. Uno de los tres había sobrevivido. Al parecer nadie se había ocupado de los psíquicos. Uno de ellos tenía el cráneo destrozado; los otros dos vivían, pero transformados en unos dementes babosos.
La nave del Caos había abierto un enorme agujero en el Rectitud. El Comandante Drag empezó a recibir informes. Los ingenieros calculaban que había quedado intacto el suficiente número de las rodas que transmitían fuerza a través de la estructura de la nave, pudiendo mantenerse de una pieza durante el vuelo siern-
pre y cuando se cortaran las secciones debilitadas. Los visores de disformidad podían repararse y ya habían conseguido restablecer la energía.
Lo más preocupante eran las tracciones. Durante tres días prosiguieron los trabajos. Por fin Drang recibió el informe que esperaba. Dos de las cuatro tracciones de espacio real y una de las cinco de espacio disforme no funcionaban.
Todos los navegantes que Drang había llevado consigo eran especiales. Sabían cómo encontrar la Puerta de Cadia.
El Rectitud, maltrecho pero no inutilizado, se puso en camino.
Calliden se dio cuenta de que la nave zooforme podía desarrollar la misma velocidad que la Estrella Errante en la fusión de disformidad-espacio real. Pero sin la enorme huella de la flota de combate del Imperio probablemente nunca hubiera encontrado el camino hacia la Puerta de Cadia. Tampoco se hubiera atrevido a atravesarla de no haber sido por la insistencia del Marine Espacial. Había supuesto que serían atacados por las naves del Caos, pero no ocurrió tal cosa, aunque no supo si se debió a que viajaban en una nave del Caos o a que la flota de combate —si Magron estaba en lo cierto y había realmente una flota de combate— había despejado el camino.
Había otra cosa que lo preocupaba. ¿Tendría la nave zoomorfa una tracción de disformidad? En el panel había una palanca que bien podía ser eso, pero Calliden no podía leer las escasas runas y sellos del tablero. No le resultaban familiares e incluso le era difícil distinguirlas. Eran runas del Caos.
La nave zoomorfa obedecía sus órdenes y avanzaba por el espacio azulado sin manifestar una voluntad propia.
Fue transcurriendo el tiempo. Rugolo dormía, pero Calliden y Magron se mantenían vigilantes. De repente, la nave empezó a trepidar. Rugolo se despertó, alarmado por la idea de que pudiera estar volviendo a la vida, pero no fue así. No había un tabulador que indicase a Calliden la velocidad pero supo instintivamente que estaban desacelerando progresivamente hacia la velocidad normal de la luz.
Tampoco había una videopantalla, tan sólo la visión directa a través de las escotillas. Se asomó a una de ellas. No era fácil saberlo porque los cristales tenían un tinte púrpura, pero le pareció que el leve azul del cielo empezaba a deslizarse de nuevo hacia el negro.
Otra trepidación, esta vez más violenta. Debían de estar saliendo de la zona de la fusión.
Era el momento de saltar al espacio disforme. Agarró la palanca con fuerza y tiró de ella. No sucedió nada. Al menos no lo que él esperaba. Al parecer, la palanca no producía ningún efecto. Si había una tracción de disformidad, no funcionaba.
Sintió que lo recorría un estremecimiento de terror. ¡Varados en el espacio interestelar sin una tracción de disformidad! Pero aún era peor. Rugolo profirió un grito ronco.
Se había apoyado en la pared de la nave zooforme para afirmarse y se había quedado con un trozo en la mano.
—¡Tiene la consistencia del papel!
En aquel mismo instante, las palancas de tracción en las que Calliden tenía puestas sus manos se desprendieron mientras él las miraba atónito. Miró a sus compañeros. La nave se estaba desintegrando.
—¡Pónganse los cascos! —gritó Magron antes de cerrar su casco blindado.
El proceso de disolución fue increíblemente rápido. Casi no había acabado de sujetar los cascos a los anillos de sujeción de los trajes que ya llevaban puestos, cuando unos agujeros desiguales aparecieron en las paredes de la nave. El aire salió por ellos. La materia de que estaba hecha la nave se curvaba y desaparecía como el papel en un incendio.
En apenas medio minuto la nave había desaparecido. Sus tres ocupantes junto, con unos cuantos fragmentos de la nave de Gundrum y la mayor parte de las mercancías, quedaron flotando en el espacio.
El reducido grupo se mantuvo unido. Nada amenazaba con dispersarlos de forma inminente. Permanecieron en silencio mirando el enorme remolino que era el aspecto que presentaba desde aquí la tormenta de disformidad del Ojo del Terror, la fuente de todas sus desventuras.
Para Magron no era nueva esta situación. ¿Sería arrastrado otra vez al reino del Caos? ¿Pero esta vez no entró en sus-av. Al menos todavía no.
Sin embargo, ése no era el fin. Transcurrió una hora y entonces una sombra móvil se recortó contra la luz de las estrellas. Por segunda vez apareció ante sus ojos una gigantesca nave de guerra.
Capítulo 19
Fines y estratagema
El Rectitud detectó la pequeña nave del Caos cuando atravesaba altrecho la Puerta de Cadia. El acorazado cambió inmediatamente su curso para acabar con ella antes de que pudiera llegar al Imperio, pero sólo asistieron a su desintegración espontánea como había sucedido con el Juggernaut del Caos.
Enviaron un grupo de cargadores provistos de garfios de abordaje para que recuperaran los restos de la nave. Dos de los supervivientes fueron arrastrados entre la confusión del maltrecho leviatán espacial, sembrado todavía de señales de la reciente matanza, para ser interrogados por Inteligencia Naval. Al principio fueron incapaces de explicarse, incluso cuando los colocaron en el potro de tortura. Sólo cuando les administraron sustancias narcotizantes para calmarlos y abrir sus mentes pudieron contar su increíble historia.
En cuanto al Marine Espacial, fue diferente. Todos lo miraron con asombro. El Comandante General Militar Drang acudió presuroso a verlo cuando le dijeron que había sido llevado a bordo. Cuando afirmó ser un Marine de la Primera Fundación de hacía más de diez mil años —afirmación apoyada por la armadura que llevaba puesta—, su asombro fue mayúsculo.
Pero la armadura llevaba también las marcas del Caos. Inteligencia Naval ni pensó en llevar a cabo un interrogatorio, y no había nadie de la Inquisición a bordo. El sargento Magron fue despojado de sus armas y de su armadura y encerrado en un calabozo construido especialmente, del que ni siquiera él podría evadirse. A su regreso sería entregado al Capítulo de los Ángeles Oscuros del Adeptus Astartes.
Una vez que hubieron comido y descansado, Rugolo y Calliden fueron llevados una vez más a presencia de un oficial perteneciente a Inteligencia Naval. No era ninguno de los oficiales que lo habían interrogado anteriormente. Evidentemente, también él había necesitado recuperarse. Llevaba un brazo en cabestrillo y la cabeza parcialmente cubierta con un vendaje. Andaba con rigidez, lo cual indicaba que tenía otras heridas, pero estaba impecablemente vestido con su túnica, sus pantalones de montar y sus botas de caña alta.
Habían oído que el acorazado llegaría pronto a la base de la Flota de Combate Obscuras. El oficial los hizo esperar en silencio mientras leía lentamente —y tuvieron la certeza de que no por primera vez— el informe del interrogatorio. Luego aventuró una opinión.
—Al parecer ambos se encuentran en una situación difícil.
—He perdido mi nave —respondió Rugolo, haciendo un gesto de asentimiento y reprimiendo un sollozo—. ¡He perdido todo lo que tenía! Por supuesto, si pudiera devolverme mi mercancía...
—¿Obtenida en el Ojo del Terror? —lo interrumpió el oficial con voz crispada—. ¿Conoce usted las penas por esta clase de tráfico?
Rugolo había albergado la esperanza de que a la Armada, por ser una organización puramente militar, no le interesaran las cuestiones legales.
—Bueno, eh, no exactamente...
—Y usted navegante Calliden, usted encontró, un camino para entrar en el Ojo, y consiguió volver a salir. Una hazaña impresionante.
Calliden no respondió. El oficial de inteligencia se reclinó en su silla y los contempló con una expresión enigmática.
—Es posible que la Armada esté dispuesta a darle una nueva nave —le dijo a Rugolo—, siempre y cuando Calliden siga siendo su socio.
—¿De verdad?
—Veámoslo de esta manera. Ustedes han vivido una experiencia que ha vuelto locos a muchos hombres. Sin embargo, aparte de un trauma psíquico reversible, ustedes han salido prácticamente indemnes. Tal vez porque...
No terminó lo que había empezado a decir. Para él, los dos habían conseguido sobrevivir porque no eran lo bastante inteligentes como para apreciar en toda su magnitud el horror por el que habían pasado.
—Inteligencia Naval necesita personas como ustedes, capaces de introducirse en el Ojo. En suma, necesitamos agentes. Vamos a enviarlos de vuelta allí.
—¡No! —gritaron los dos al unísono—. ¡No!
—La elección está en sus manos —dijo cortésmente el oficial—. Pero se trata de algo más que de traficar con mercancías ilegales. Cualquier persona que ha estado en contacto con... los de los Poderes Oscuros es entregado a la Inquisición y condenado a muerte. Pero tal vez ni siquiera eso sea necesario. Por negarse a los deseos del Emperador formulados por sus oficiales leales, serán condenados a una muerte aún peor.
Rugolo gruñó y Calliden se limitó a mirar al espacio.
El Comandante General Militar Drang sentía curiosidad. Un primer oficial le había informado de que no sólo tres individuos, sino también un cargamento de artefactos del Caos habían sido recuperados de la nave espacial en disolución.
Decidió examinar personalmente la mercancía. El primer oficial lo condujo al lugar donde se guardaba el botín, una cámara a la que acababan de restaurar la presurización. Sus botas resonaban sobre las cubiertas al andar. En torno a ellos, la nave estructuralmente debilitada crujía y gruñía de manera inquietante, mientras sus motores inestables la impulsaban a través de la disformidad.
De camino miró brevemente a través de su monóculo. Qué extraño. Su inminente encuentro con el asesino de Callidus, que durante tanto tiempo lo había entusiasmado, ya no estaba allí. En cambio había algo más, algo resplandeciente e inexplicable.
¿Podría haber sido anulado el edicto de asesinato en recompensa por su heroísmo?
—Espere aquí —ordenó al primer oficial al llegar a la puerta de la cámara.
Drang entró. La cámara estaba húmeda y mal iluminada. Había algunas cajas abiertas y toda una hilera de cajones. Se dirigió a una de las cajas que estaba llena de pequeñas botellas panzudas y acanaladas rellenas con líquidos de diversos colores. Levantó una y la examinó. Su monóculo emitió un breve fulgor ante la botella, mostrando algo que burbujeaba en su interior: una clase de bebida. Volvió a colocarla en su sitio con cuidado.
Encontró una palanqueta y abrió el primer cajón. Contenía varios objetos. Un tetraedro que cambió de forma al levantarlo y tras salir volando de su mano, repiqueteó en el suelo en el extremo opuesto de la cámara. Un tiovivo con luces de colores que empezó a girar en cuanto lo levantó y que llevaba figuras y cabalgaduras irreconocibles que cambiaban constantemente; le produjo un intenso disgusto y lo volvió a dejar.
Por fin dio con algo cuyo aspecto le resultaba familiar: un cilindro de filigrana que se parecía un poco a un telescopio. Lo cogió y al acercarlo a su ojo natural vio la enorme nave de una catedral, más grande que cualquiera que hubiera visto en su vida, tan enorme que contenía dos inmensos titanes. En ella había gran bullicio, y en el extremo más lejano...
De un manotazo, apartó el aparato de su cara.
«¡No! ¡No podía ser!»
Tardó un momento en darse cuenta de que el «telescopio» se había elevado de su mano. Sólo entonces le sorprendió ver cuánto se parecía a una versión ampliada de su monóculo, y cuando los dos se fusionaron, intentó desprenderlos, aunque para ello tuviera que arrancar el monóculo de su ojo, pero tuvo la impresión de que sus manos sólo encontraban algo líquido y blando.
Lo que pudo ver a través de la unión de los dos instrumentos lo llenó de un terror inenarrable.
Oyó una voz halagadora que le hablaba desde lo más profundo de su ser. «Era inevitable que llegaras a esto, comandante. Este es el resultado de tu afán de gloria. ¿Acaso tu madre no te advirtió nunca que no compraras nada de origen alienígena?»
Cómo hubiera deseado el Comandante General Militar Drang haber encontrado la muerte en las manos misericordiosas del asesino de Callidus. Vivo y completamente consciente fue arrastrado entre alaridos al espacio disforme.
El Comandante General Militar Invisticone estaba pensando en Drang desde su alojamiento de la Base Pacificus. Pensaba en que nunca había conseguido cumplir su deseo de aquel duelo final. No obstante, estaba seguro de que Drang había acabado como habría querido, con un sable de energía en la mano.
La Flota de Combate Pacificus había vuelto a su dársena varios días antes. Invisticone había presentado su informe a los Altos Señores y ahora esperaba su resolución final.
Cogió una botella que tenía guardada desde hacía diez años para volver a llenar su copa de vino. Al hacerlo vio de refilón un movimiento en el otro extremo de la estancia. Un hombre joven estaba allí, pero en esta ocasión no estaba desnudo.
—De modo que eres tú —murmuró Invisticone esbozando a continuación una sonrisa.
El Chi'khami'tzann Tsunoi, el Señor Emplumado, con las vestiduras hechas jirones tras su sangrienta pelea con el Devorador de Almas, se retorcía y daba coletazos de rabia mientras los demás Señores de la Transformación se arremolinaban a su alrededor, burlándose y mofándose.
—¡El Gran Inventor!
—¡El Urdidor de Estratagemas que se Desmoronan!
—¡Con un solo Marine Espacial, el Emperador ha echado por tierra tus planes!
—¡Hacedor de materia!
Uno se detuvo ante él.
—¿Creías que eras el primero en fabricar materia falsa? ¡Es imposible darle estabilidad! ¡No se altera tan fácilmente el equilibrio cósmico!
El Gran Inventor, el Urdidor de Estratagemas que se Desmoronan, era un joven gran demonio de Tzeentch que había pecado por exceso de confianza y por ello iba a ser castigado.
—¡Has disgustado al Gran Conspirador! Él nos ha dado poderes superiores a los tuyos. ¡Él ha revelado tu nombre secreto!
Y mientras se burlaban y entonaban las sílabas impronunciables que lo despojaban de su poder, el Señor Emplumado fue languideciendo y huyó a una región desértica, poblada sólo por demonios estúpidos que murmuraban incoherencias y que existían un momento para dejar de existir al siguiente.
Sólo podía haber un final para un Ángel Oscuro que se hubiese rendido al Caos, es decir, un Ángel Caído, cuando regresaba a su Capítulo. Tras haber sido trasladado a la fortaleza-monasterio de la Roca, lo único que quedaba de Caliban, el mundo originario de los Ángeles Oscuros, Abdaziel Magron pasó muchos meses en una mazmorra fría, interrogado por los capellanes y bibliotecarios del gran Capítulo. El interrogatorio fue exhaustivo. Se valieron de todos los medios disponibles para llegar a los recovecos donde sospechaban que Magron podía retener información o albergar pensamientos ocultos.
Magron realizó una confesión completa y se arrepintió de su pérdida de fe en el Emperador. Las torturas más brutales no consiguieron arrancar una sola queja de sus labios. No dijo nada para restar importancia a su pecado, y finalmente se le concedió la extremaunción, se le dieron las últimas bendiciones y una muerte rápida.
Hay secretos que no conoce siquiera el Círculo Interior de los Angeles Caídos, y un secreto último que no comparte con nadie el Dios-Emperador. En lo más profundo de la Roca, en el centro de lo que fue otrora el planeta Caliban, hay una cámara sellada, inaccesible. En ella yace dormido el Primarca del Capítulo, Lion El'Jonson, que fue llevado allí por los Guardianes en la Sombra aquel terrible día en que el Capítulo de los Angeles Oscuros se escindió.
Sólo el Dios-Emperador, y tal vez la mente inconsciente del Primarca por cuyo intermedio había actuado el Dios-Emperador, sabía lo que había empujado y guiado el cuerpo congelado del sargento Magron en su largo viaje hacia el Ojo del Terror, un arma secreta dirigida al corazón del Caos.
Sólo ellos, y tal vez otro más.
En un alto y apartado palacio, lejos, en el espacio disforme, un Chi'khami'tzann Tsunoi muy anciano, asentía y parpadeaba de admiración por el Emperador de la especie humana. El Chi'khami'tzann Tsunoi había sido uno de los primeros creados por el gran Señor de la Transformación, y muchos lo tenían por alguien casi tan sabio y tan astuto como el propio Tzeentch. Había sido él quien había manipulado al joven e inexperto Gran Inventor y luego se había deshecho de él. Reconoció que el Emperador era un dios por derecho propio, digno de ser un aliado del propio Tzeentch; tal alcance tenía su visión de futuro, tan sutil era su capacidad para detectar los elementos que, al más leve roce, podían cambiar el curso de los acontecimientos. Incluso se había valido de las fuerzas del Caos para colocar sus piezas.
Pero el juego continuaba, y continuaría durante milenios. El Emperador había manipulado al Caos, pero el gran demonio, a su vez, había manipulado al Emperador. Todo eran manipulaciones dentro de manipulaciones y el que no lograra verlas perdería.
El Emperador era un gran señor, pero estaba aprisionado por la envoltura de su forma material, mantenida con vida por los mortales que temían perder a su protector. Tarde o temprano sus esfuerzos fracasarían, la envoltura moriría y el Emperador llegaría sin trabas a los reinos celestiales.
En aquel momento empezaría la verdadera guerra. El Emperador se empeñaría en eliminar a los cuatro poderes del Caos e integrarlos en un todo coherente y armonioso, armonizando así la mente de la especie humana, pero los señores celestiales no querían ser absorbidos de esa manera. ¿Qué es la cordura comparada con la gloriosa locura de los Dioses del Caos separados, siempre en guerra unos con otros?
El anciano demonio era paciente, como deben serlo todos los estrategas. Su fin último era la muerte del Emperador. Para ello había puesto en marcha impulsos que sólo él y el mismísimo y bendito Tzeentch podían ver.
En su alto y apartado palacio, el Chi'khami'tzann Tsunoi observaba y esperaba.