Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

Marta Rivera de la Cruz

La vida después

***

© Marta Rivera de la Cruz, 2011

A Susana y Paco, mis hermanos, mis amigos A Félix Bayón, mi amigo, mi hermano

La vida sería maravillosa si supiésemos qué hacer con ella

Greta Garbo

No se pueden librar todas las batallas

ni enjugar todas las lágrimas.

Robertson Davies,

A merced de la tempestad

1. NUEVA YORK-MADRID

El vestido era horrible. Victoria se movió sin ganas delante del espejo intentando encontrarse favorecida con aquella especie de saco que parecía cortado por alguien que abominaba del sexo femenino y quería cobrarse la venganza en forma de trajecito espantoso. Era de algodón, o al menos eso ponía en la etiqueta, pero a Victoria empezaba a picarle como si estuviese hecho de arpillera. Tenía un recatadísimo escote en pico de solterona vocacional -una especie de quiero y no puedo- y el largo anodino que aprobaría la superiora de un colegio de monjas de hace cincuenta años: seis dedos por debajo de la rodilla. Las mangas llegaban casi hasta el codo, en un intento fallido de afrancesar el conjunto, y el talle alto acababa de rematar el efecto perverso. El vestido -que, decididamente, picaba más de lo tolerable- era un verdadero antídoto contra la lujuria.

Junto a Victoria, con una sonrisa profesional, la dependienta intentaba ver la botella medio llena.

– Es su talla. No hay que hacerle ni un arreglo…

No, claro que no. Aquel vestido horrible se ajustaba a su cuerpo como lo hubiese hecho un guante lleno de agujeros y de mugre a la mano de la reina de Inglaterra. La vendedora, que era tan consciente de la fealdad de la prenda como la propia Victoria, se justificaba por no poder enseñarle nada más.

– En negro es lo único que nos queda… en verano… Bueno, ya sabe, no suelen enviar gran cosa en colores oscuros. A principio de temporada hubiésemos podido encontrar algo, pero a estas alturas…

Victoria la dejó hablar frunciendo el ceño y sin apartar los ojos de su propia silueta -una talla 38, que cualquiera consideraría dignísima teniendo en cuenta que acababa de cumplir los cuarenta y seis-, embutida a la fuerza en aquel engendro que se le antojaba más y más espantoso.

– ¿Está segura de que no quiere ver algún modelo en otro tono? En la 38 nos quedan dos que son preciosos. Cualquiera le sentará muy bien. Este es original, pero un poco… no sé…

«¿Feo? ¿Ridículo?»

Ni siquiera la esperanza de una comisión por la venta animaba a aquella buena chica a endosarle semejante adefesio. Victoria movió la cabeza como quien se ha resignado a lo inevitable.

– Me temo que lo necesito en negro.

Eso era lo malo, que no se trataba tanto de elegir un vestido como de encontrar algo de ese maldito color que en verano parece no existir. Habría sido más fácil en invierno, claro, cuando las tiendas se atiborran de los archifamosos petites robes noire y, en el peor de los casos, uno puede apañarse con un jersey de cuello vuelto y una falda cualquiera. Victoria recordó con disgusto las dos prendas que había dejado en su armario, a siete horas de avión: un vestido de seda plisada y un sastre de corte lápiz, elegante y sobrio, en negro los dos. Cualquiera hubiese servido para la ocasión. Pero hacer una maleta en estado de shock no es demasiado fácil, y menos cuando se tiene el tiempo justo para salir hacia el aeropuerto a tomar un avión, en el que, por cierto, sólo quedan libres dos milagrosas y carísimas plazas. No quiso ni saber lo que habían costado, como tampoco ahora quería recordar qué demonios había metido exactamente en su maleta de piel. Sólo estaba segura de que los dos vestidos que hubiera podido ponerse estaban a buen recaudo en su apartamento de Manhattan.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que había dejado funcionando el aire acondicionado. Quizá Herder se hubiese acordado de apagarlo, pero él no solía preocuparse de esas cosas. Si no tomaba cartas en el asunto, a su regreso iba a encontrar su bonito piso convertido en una nevera, amén de una estratosférica factura de luz. Suspiró antes de mirar a la vendedora con aire de súplica.

– ¿Me permite un momento? Tengo que hacer una llamada.

– Desde luego.

Aquella chica tan agradable se alejó unos metros, convencida de que estaba buscando una especie de moratoria para decidirse o no por aquel vestido horrendo cuya sisa le estaba provocando un sarpullido. Se rascó con disimulo mientras buscaba el móvil en el bolso.

– Mmm… Hi…

La voz pastosa de Herder indicaba que dormía. Presumía de no sufrir los efectos del jet lag, pero cuando llegaban de viaje siempre necesitaba echarse durante diez horas para ponerse a tono con el nuevo horario. «Si eso no es jet lag que venga Dios y lo vea», pensó Victoria.

– ¿Vicky? ¿Eres tú?

– Sí. Oye, siento despertarte, pero creo que nos hemos dejado encendido el aire acondicionado. Habría que llamar al portero para que subiese a apagarlo.

Hubo unos segundos de silencio. Herder debía de estar intentando regresar al planeta Tierra desde el feliz mundo de los sueños.

– No te preocupes. Estoy seguro de que lo desconecté al salir.

Milagro, milagro. Herder asumiendo un compromiso doméstico. Deberían apuntar la fecha para conmemorarla anualmente. Y hacer camisetas y gorras alusivas al acontecimiento.

– ¿Dónde demonios estás?

– En una tienda. Necesitaba un vestido.

– ¿Un vestido? ¿Ahora? Vicky, por Dios… Hemos aterrizado de madrugada ¿y tú te vas de compras a las… a las diez menos cuarto de la mañana?

Victoria tragó saliva. Sin saber por qué, aquella voz desabrida había multiplicado por mil el cansancio y la tristeza infinita que había acumulado durante las últimas quince horas.

– Necesito un vestido negro -dijo, y colgó.

Luego, como si la conversación la hubiese dejado sin fuerza, se sentó en la butaca que había en el probador. El espejo le devolvió su imagen desmadejada, tan poco atractiva gracias a las circunstancias, el agotamiento… Y, por supuesto, al vestido espeluznante que llevaba puesto. Miró la etiqueta: costaba trescientos euros. Se le escapó un silbido adolescente. Trescientos euros. Casi cuatrocientos dólares en un trapo feísimo que sólo iba a ponerse una vez. A Jan le daría un ataque si supiese que había gastado aquel dineral en una prenda que ni siquiera le gustaba.

Jan…

La falta de sueño, la diferencia horaria, la tristeza, la soledad, el cansancio y el desaliento se le vinieron encima como un alud. Se sintió arrastrada hacia la tierra prometida de las lágrimas y dejó de oponer resistencia. Apoyó la cabeza en las manos y se echó a llorar.

¿Qué diría Jan si la viese en aquel estado, sollozando a solas en una butaca de terciopelo color melocotón dentro del probador de la única tienda de la calle de Serrano que estaba abierta a las nueve y media de la mañana un sábado del mes de agosto?

Probablemente le diría «ya era hora, chica». Porque aquél era un llanto que había estado aplazando sin necesidad. No había llorado al hablar con Marga, ni al colgar el teléfono, ni había llorado al hacer la maleta en un estado cercano a la catatonía, ni mientras iban en un taxi hacia el aeropuerto, ni durante las siete horas de viaje en avión, que invirtió en ver dos películas y seis episodios de «Frasier» en la pantalla privada de su asiento de bussiness mientras comía compulsivamente aperitivos japoneses, ni al aterrizar en Madrid después de tres años de ausencia.

Sí, chica, ya era hora de que te concedieses un respiro. Llora todo lo que te dé la gana.

– Oh, perdóneme… no sabía…

La dependienta había entrado en el probador sujetando tres perchas de las que pendían otros tantos vestidos. Victoria los miró a través de las lágrimas. El primero era precioso y tenía un suave color café con leche, un tono que siempre le había sentado bien.

– Le he traído estos otros… Pensé que ya habría acabado de hablar. -Colocó las prendas en los ganchos de las paredes y la miró con una expresión desolada-. Lo siento mucho, no debería haber entrado sin pedir permiso.

– No se preocupe, es culpa mía.

– Tenga, coja uno… -La chica le tendió una caja de kleenex que había sobre la mesita. Victoria pensó que había visto pañuelos de papel en las consultas de los psiquiatras, pero nunca en una tienda de ropa.

– ¿Les pasa a menudo? Que las clientas se echen a llorar, quiero decir. Como están tan bien preparados…

– ¿Qué? Ah, no… Es por el maquillaje, para proteger las prendas… Algunas señoras se pintan como puertas y tienen muy poco cuidado al ponerse y quitarse la ropa, así que usamos esto.

Agitó la caja en un gesto infantil. Qué agradable resultaba aquella dependienta. Era muy joven, casi una adolescente. Victoria pensó que no era una buena idea tener a una chica de esa edad en una tienda de señoras. A partir de los treinta y cinco, ver unas piernas perfectamente torneadas, una cintura estrecha y un cutis luminoso y libre de arrugas produce cierto desánimo. Se preguntó cuántas dientas se habrían marchado de la tienda sin comprar sintiéndose difusamente insultadas por la juventud de aquella muchacha tan servicial y tan amable.

– Quiero que vea éstos, por si decide cambiar de opinión. -Ladeó la cabeza-. Son muy bonitos, y tienen un buen descuento.

Victoria echó una mirada a aquellos trajes. Eran preciosos, en efecto. El de color café con leche marcaba ciento ochenta euros. La muchacha le dirigió una sonrisa cómplice cuando vio que miraba la etiqueta.

– Costaba quinientos a principio de temporada. Lino cien por cien. Es el único que queda. ¿Por qué no se lo prueba?

Sí, eso: ¿por qué no? Victoria se dio cuenta de que la llantina le había inyectado una pequeña dosis de ánimo, así que se despojó encantada del colgajo negro y se puso el otro vestido, que parecía hecho para ella.

– Es como si lo hubiesen cosido encima de usted. Fíjese en los hombros. Y en la cintura. El negro le ajustaba bien, pero éste es mucho más elegante… y más barato.

El vestido negro esperaba, como desmayado, encima de la butaca de terciopelo. Victoria le dirigió una última mirada de desprecio. Trescientos euros por aquella basura. Jan la maldeciría eternamente si se gastaba tanto dinero en semejante birria. A él le hubiese encantado el otro vestido. Un vestido que le sentaba bien, un vestido bonito que la hacía parecer más delgada y resaltaba el bronceado de su piel. Y pensar que había estado a punto de llevarse aquel despojo que parecía hecho con los restos de un saco, a juzgar por cómo rascaba…

– Me lo quedo. Y búsqueme unos zapatos que le vayan bien. Del 39, por favor.

– ¿Herder?

– ¿Se puede saber dónde estabas? Te he llamado veinte veces.

– Ya te lo dije, haciendo unas compras.

Herder se puso de pie y meneó la cabeza con un ademán paciente que hubiese envidiado el mismísimo santo Job, como diciendo «he aquí a la loca de mi mujer, que se escapa de la cama para ir de tiendas». En ausencia de Victoria había pedido el desayuno y sobre la bandeja descansaban los restos del festín de bollos, huevos revueltos y pan con mantequilla. Al ver las sobras descubrió que estaba hambrienta, y picoteó con cierta avidez las migas del cruasán y las cortezas de las tostadas. Quiso servirse un café, pero la jarra estaba vacía

– Si quieres pedimos algo más.

– Déjalo, no vamos muy bien de tiempo. ¿Todavía no te has duchado? No puedo creer que…

Pero Herder cortó en seco los consiguientes reproches sobre su pachorra.

– Vicky, no empieces. Te largaste sin decir nada, luego me colgaste el teléfono y lo apagaste, así que llevo un buen rato preguntándome dónde diantres está mi mujer. Incluso pensé que te había pasado algo.

– Por favor… ¿Qué iba a pasarme? Estamos en el centro de Madrid, no en un suburbio de Caracas.

– Ya. Bueno, a ver… ¿Qué has comprado?

– Unos zapatos y un vestido.

– Negro…

– No. Marrón.

Sacó el vestido y lo extendió en la cama deshecha. Herder miró la prenda y luego la miró a ella de arriba abajo, como si no pudiese dar crédito: se había lanzado a la calle después de un agotador viaje porque necesitaba imperiosamente un vestido negro, y ahora volvía con algo que no era ni remotamente parecido a lo que había ido a buscar. Victoria se preparó para el contraataque, pero Herder estaba cansado y, en el fondo, le daba exactamente igual el color de la ropa de su mujer.

– Voy a darme una ducha.

Herder… Llevaban casados cinco años, y Victoria empezaba a reconocer ante sí misma que le habían sobrado por lo menos los dos últimos. Herder van Halen, profesor de Lengua y Literatura Hispánicas en la muy prestigiosa Universidad de Columbia. Políglota, gran docente, investigador destacado. Un tipo estupendo a decir de los que le conocían. «Un imbécil», pensaba su mujer, un ególatra con mayúsculas incapaz de preocuparse por nadie que no fuese él mismo. Un memo integral que la ignoraba y hasta la despreciaba, o al menos eso había llegado a creer en los últimos tiempos. Bueno, tal vez exageraba en lo del desprecio, pero, sea como fuere, el querido Herder había demostrado con creces que era un completo cretino lleno de manías, de prejuicios y de ideas absurdas. Alguien demasiado centrado en mirarse el ombligo como para dedicar siquiera unos segundos a ponerse en el pellejo de otros, no digamos ya en el de su mujer. Un superficial, un cínico de libro, que, además de tener una elevadísima opinión de su persona, consideraba que el resto de la humanidad no estaba en absoluto a su altura, lo cual se traducía en una perenne actitud suficiente que sacaba de quicio a quienes la detectaban, que dicho sea de paso eran muy pocos.

Casi todo el mundo consideraba al profesor Van Halen como un milagro de la naturaleza, una prodigiosa conjunción de virtudes intelectuales y físicas, un crisol de bondad, inteligencia, belleza y talento. Pero, bajo esa gruesa capa de felices atributos, Herder era un tipo muy difícil de soportar. Lo malo -o tal vez lo bueno- era que casi nadie se daba cuenta.

No siempre había sido así, se repetía Victoria, aunque cada vez con menos convicción. Cuando empezó el desencanto -es decir, cuando comenzó a entender cómo era en realidad el hombre del que se había enamorado y con quien se había casado-, le gustaba recordar que había habido una época en la que Herder van Halen parecía una persona divertida, alegre, afectuosa y entregada. Al ir descubriendo al hombre malencarado, egoísta e impaciente que era en realidad su marido, intentó definir en qué momento había empezado a gestarse aquella amarga metamorfosis -la mariposa convertida en oruga-, o quién había lanzado la maldición capaz de convertir en sapo al príncipe encantador. Intentó culpar al entorno de Herder, a su insoportable familia de Nueva Inglaterra, a los compañeros de trabajo en la universidad, incluso a su legión de amigos -una cohorte de aduladores que parecían estar en el mundo con el propósito de besar por donde pisaba Herder y, básicamente, para lamerle el culo a todas horas- y al final tuvo que rendirse ante la evidencia: Herder van Halen había sido siempre la misma persona arrogante y vanidosa que ahora se le antojaba insufrible. Lo que pasaba era que, por alguna misteriosa razón que no lograba comprender, se había enamorado de él. Y desde tiempo inmemorial se sabe que el amor es capaz de cubrir con una pátina de virtudes imaginarias cada uno de los defectos del otro.

Lo que le había ocurrido no era nada original, desde luego: el mundo estaba lleno de personas que se habían casado con alguien que era en realidad una especie de amable monstruo de Frankenstein hecho de cosas buenas tomadas de aquí y de allá. Lo malo es que aquella criatura era parte de un hechizo con fecha de caducidad: la misma que tiene la pasión en estado puro o la soberana estupidez del amor verdadero. Luego, el personaje se desmorona y queda sólo un bicho sin alma. El moderno Prometeo encantado de hacer trizas un cuento de hadas que había surgido en la cabeza de alguien desesperado por encontrar al príncipe azul o a la princesa dormida. Pero, aunque Victoria se consolaba pensando que a otros les había pasado antes que a ella, cuando se despertaba por las mañanas y veía a su lado a Herder van Halen se detestaba a sí misma por haber caído en la trampa perversa del romanticismo. No es que el tipo adorable y tierno con el que se había casado se hubiese transmutado en un imbécil. Es que, simplemente, aquel hombre maravilloso no había existido nunca fuera de su cabeza flechada por un repelente angelito. Casi seis años después de la boda, Victoria, que se creía inmune a los cantos de sirena y presumía de ser capaz de detectar de un vistazo a los lobos con piel de cordero, tenía que reconocer que Herder van Halen se la había dado con queso.

Los problemas no empezaron enseguida, aunque Victoria era incapaz de precisar un punto en el mapa vital de ambos para indicar el lugar o el momento en que las cosas empezaron a torcerse. Quizá las primeras señales de alarma llegaron de la mano del sexo: la frecuencia de sus relaciones de cama empezó a disminuir de manera alarmante sin ninguna razón objetiva, y casi al mismo tiempo la calidad de aquellos encuentros empezó a dejar también mucho que desear. Como centenares de personas antes que ella, Victoria creó para sí misma media docena de buenas excusas para justificar lo evidente: que sus relaciones sexuales habían entrado en barrena. Al principio se consolaba pensando que de pronto el sexo no era bueno, pero tampoco era malo, y un buen día se encontró pensando que no era malo, pero tampoco era bueno. Fue también entonces cuando empezó a molestarle que Herder se retrasase a las horas de las comidas, que descuartizase el periódico para leerlo por secciones, que fuese capaz de hablar durante una hora de la reunión del claustro pero no disimulase su aburrimiento cuando ella pretendía comentar con él un artículo que estaba escribiendo, que pretendiese hacerla culpable de todos los pequeños desastres domésticos que se abatían sobre el apartamento -desde la baja del portero a las bombillas fundidas- o sus tendencias manirrotas. Oh, sí, al principio de su relación había confundido con generosidad chispeante esa afición de Herder por pagar las cuentas del restaurante, invitar a rondas en el bar del club a todos los gorrones que lo saludaban y enviar regalos a diestro y siniestro. Con el paso del tiempo se daba cuenta de que lo que había considerado una costumbre apreciable era otra de las estrategias de Herder para subrayar también su superioridad material: soy rico, chicos, y puedo ocuparme de vuestros gastos. Si años atrás la propia Victoria sonreía satisfecha cuando Herder se hacía cargo de la factura del almuerzo de un grupo de seis desconocidos, ahora le entraban ganas de estrangular a su marido cada vez que agasajaba a personas que, con toda seguridad, sólo esperaban a que se diese la vuelta para criticarlo por su gesto dispendioso. Cuando el profesor Van Halen enviaba un ramo de flores de trescientos dólares a la anfitriona de una cena, Victoria ya no pensaba que se había casado con un perfecto caballero, sino con un gilipollas ostentoso con maneras de jeque árabe.

Bien es verdad que nadie la obligaba a seguir con Herder. Era mayorcita para tomar sus propias decisiones, no tenían hijos y su escasísima familia no ejercía ninguna influencia sobre ella, por no decir que les importaba muy poco lo que Victoria hiciera o dejara de hacer. Así pues, no podía achacar su situación de mujer desencantada a las presiones del entorno o al chantaje sentimental de terceros. El problema era que, aunque lo llevaba bien escondido bajo una perfecta capa de seguridad en sí misma y de ansias de independencia, en los últimos años Victoria había acabado por desarrollar un miedo cerval a la soledad y necesitaba una pareja para sentir que su vida estaba completa. Se avergonzaba de esa necesidad como otros se avergüenzan de contraer una gonorrea. Aquel sentimiento era tan poco coherente con el resto de su forma de pensar, con su modo de vida, que le resultaba bochornosamente absurdo, incluso patético: en pleno siglo XXI, una mujer aún atractiva, económicamente independiente, que había bruñido a conciencia su propio brillo social y profesional, aterrada ante la idea de un divorcio… Aquello era demasiado estúpido para comentarlo con nadie, y ella, por supuesto, no lo había hecho. Ni siquiera lo había hablado con Jan.

Jan había sido el único de sus amigos a quien Herder no había logrado engatusar. Lo había conocido tres meses antes de la boda, cuando Victoria había organizado unas pequeñas vacaciones en España para presentar a los suyos al hombre con el que iba a casarse, aunque luego se dijo que la idea de reunir a su prometido y a sus amigos en una aparatosa fiesta en una terraza de Madrid -un remedo de las ridiculas celebraciones de compromiso que organizaban las familias pudientes de la Costa Este- había sido completamente inapropiada. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiado alcohol, demasiada música y demasiada expectación por conocer al futuro marido de la escurridiza Victoria, que había esperado a llegar a la frontera de los cuarenta para dar el sí quiero. Cuando vio juntas a todas aquellas personas -muchas de las cuales, dicho sea de paso, ni siquiera eran verdaderos amigos-, cuando empezaron a asediar a Herder para presentarse y hacerle contar, una y otra vez, cómo la había conocido, cuando comprobó que muchos de los invitados cuchicheaban con falso disimulo seguramente preguntándose cómo demonios había conseguido Victoria conquistar a un atractivo e inteligente millonario americano, se dio cuenta de que hubiese sido mucho mejor organizar una cena íntima con Herder y las tres o cuatro personas que la querían de veras… o, quizá, solamente con Herder y Jan. Porque, en el fondo, Jan era el único al que de verdad deseaba presentar a su prometido. Prometido… Cielos, qué rematadamente cursi sonaba aquello. Pero cuando uno ya casi peina canas decir novio suena igualmente ridículo.

– Así que Herder van Halen… Tiene nombre de fiordo noruego.

Jan se acercó en cuanto la vio sola por primera vez en toda la noche, tras sufrir los envites de amigas y antiguas compañeras que la felicitaban efusivamente por la pieza cobrada.

– ¿Noruego? No, señor listillo. Su familia proviene de Holanda.

– Peor me lo pones. ¿Qué pasa, que teniendo ese apellido no podían facilitarle las cosas llamándole Troy, o John, o Michael? Herder van Halen… ¡Por todos los santos, si parece un personaje de Edith Wharton!

– No seas repelente…

– No lo soy. Sólo tengo olfato para los malos nombres, y éste se lleva la palma. A ver, enséñame el anillo.

Con un mohín de hastío, alargó la mano sin ningún entusiasmo para que Jan pudiese admirar cómodamente la sortija de Tiffany's con un diamante montado en oro blanco. Victoria se había sentido un poco incómoda al ver aquel pedrusco desproporcionadamente grande -no le interesaban las joyas y, desde luego, no esperaba un anillo de compromiso digno de una princesa rusa- y su desconcierto creció al saber que lo había comprado la madre de Herder. Entonces recordó que su casi marido ya había estado casado antes, y seguramente su primera esposa habría recibido un regalo parecido. Es posible que Eunice van Halen no quisiese que su futura nuera se sintiese víctima de agravios comparativos… o tal vez era una costumbre de familia abrumar a la novia con regalos caros para que supiese qué significaba ingresar en la aristocrática tribu de los Van Halen de Holanda. El caso es que allí estaba ella, exhibiendo un diamante de dos quilates y medio en el dedo anular de su mano derecha.

– Parece una pista de patinaje. -Jan la miró y frunció el ceño-. Pensé que no te gustaban las piedras preciosas.

– ¿Por qué tienes que ser tan desagradable? ¿No puedes alegrarte por mí?

– Perdona… claro que me alegro. -La abrazó y la besó en el pelo-. El anillo es precioso y el señor del nombre raro tiene muy buena pinta. Pero, si quieres que te diga la verdad, esta boda no me hace ninguna gracia.

– ¿Por qué…?

– Pues porque ahora sí que ya no vas a volver a Madrid más que de visita.

– No pensaba hacerlo, ni con boda ni sin ella. Tengo una plaza fija en la Universidad de Grace, y me va bastante bien en Nueva York.

– Ya. Sea como sea, míster Fiordo acaba de matar mis últimas esperanzas de que regreses a casa. Estoy condenado a verte de siglo en siglo y a mandarte mails cuando quiera saber de ti. Confieso que siempre pensé que lo de Nueva York sería algo pasajero, pero el señor comosellame me ha aguado la fiesta. Por eso le odio con toda mi alma. A él y a sus enormes diamantes. Pero te veo contenta… y, además, estás muy guapa. Así que claro que me alegro por ti. No pongas esa cara, chica. Venga, vamos a tomar una copa.

Victoria había recordado muchas veces las palabras que Jan había dedicado a Herder. «Le odio con toda mi alma», había dicho, con la misma pasión burlona que imprimía a todas sus declaraciones. Siempre pensó que aquella deliberada exageración, aquella frase extrema pronunciada con un deje frivolo, escondía algo mucho más profundo que el rencor hacia el hombre que cortaba definitivamente sus amarras con Madrid. No, Jan era demasiado generoso, demasiado bueno, la quería demasiado como para pensar en sí mismo al evaluar la decisión que Victoria había tomado.

Supo que había algo que Jan no le estaba diciendo, algo que ni siquiera él era capaz de explicar. Quizá fue el único que, con sólo un apretón de manos, descubrió al estúpido que vivía dentro de Herder van Halen. Mientras el resto de conocidos y amigos caían rendidos bajo su influjo de americano guapo y distinguido -parece el Gran Gatsby, le había dicho alguien-, Jan había visto en Herder algo que no le gustaba. Exactamente lo mismo que Victoria había tardado años en descubrir. Ahora que lo había hecho, ahora que conocía al verdadero Herder, se preguntaba qué demonios venía a continuación, qué se hace cuando tu marido ya no te gusta y no te atreves a volver a empezar llevando sobre los hombros la conciencia de una relación fracasada, y sobre todo, cuando eres incapaz de enfrentar la incomodidad que supone un nuevo cambio de vida.

Sí, eso era: el matrimonio la hacía sentir muy cómoda. Había algo confortable en el hecho de ser una mujer casada -y podía decirlo bien alto, porque durante casi cuarenta años había sido soltera- y no estaba dispuesta a volver a convertirse en una cuarentona solitaria con un divorcio a sus espaldas y un futuro incierto delante de las narices. Sería distinto si se hubiese casado con Herder a los veintiocho años, y estuviese considerando la posibilidad de un divorcio desde la cómoda atalaya de los treinta y tantos. Entonces podría plantearse el asunto con más o menos tranquilidad. Pero cuando la próxima década es la de los cincuenta lanzarse de cabeza a lo desconocido evidencia una notable falta de sesera. Y Victoria no era lo que se dice una estúpida.

Por eso llevaba más tiempo del recomendable cocinándose a conciencia en su propio rencor, en una rabia sorda que con el paso de los meses iba haciéndose más y más ingobernable. A veces se preguntaba hasta dónde podía llegar aquella sensación de hastío, de pura incomodidad, que le provocaba la sola presencia de Herder. Y ése era el principal problema: la profunda antipatía que su marido despertaba en ella. Desalentada, se decía que había algo muy infantil en ese sentimiento tan primario. A veces hubiese preferido odiar a aquel hombre, detestarlo con cada una de las fibras de su cuerpo, que experimentar hacia él lo que podía ser una pura pulsión de desgana. No es que abominase de Herder. Simplemente, le caía fatal.

Victoria estaba segura de que Herder van Halen no tenía la menor idea de lo que ella sentía. En realidad, a Herder le preocupaba muy poco todo lo que no estuviese directamente relacionado consigo mismo: sus clases en la universidad, sus publicaciones, sus conferencias y sus veleidades arribistas. Quería entrar en política, y había empezado a preparar el desembarco multiplicando su actividad académica y su presencia en foros más bien populistas con acceso a los lobbies que crecían en Nueva York como las setas en otoño. Herder van Halen, descendiente de uno de los cuatrocientos de la señora Astor, caucasiano, rico por su casa y eminente profesor universitario, llevaba meses en feliz chalaneo con asociaciones de hispanos de la Costa Este, participando en campañas cívicas y promoviendo iniciativas vanguardistas -la última, conseguir que una marca de cereales pagase unas clases de inglés para inmigrantes adultos que seguían sin conocer la lengua de su patria adoptiva-, convencido de que si Chicago había sido capaz de lanzar a la Casa Blanca a un tipo negro, la población del estado de Nueva York bien podía dejarse conquistar por un aspirante a senador rubio y de ojos azules que abrazaba a líderes hispanos tras hablarles con soltura en su propia lengua, contaminada sólo por su ligero y musical acento de Nueva Inglaterra.

Herder pensaba presentarse a las siguientes elecciones al Senado con las bendiciones de su distinguida familia, que se había declarado dispuesta a apoquinar la pasta necesaria para conseguir la nominación. Los Van Halen estaban convencidos de que las ambiciones de Herder acabarían haciendo de ellos los próximos Kennedy, así que no importaba lo que tuviesen que invertir si el apellido Van Halen iba camino de convertirse en parte de la historia de la Gran Nación Americana. El jefe de campaña de Herder repetía media docena de veces al día que el aspirante a senador Van Halen era un candidato de ensueño: rubio, alto, guapo y atlético -más de lo que JFK había sido nunca, con sus eternos problemas de espalda y sus alergias a media docena de cosas-, cultísimo y millonario. Que además fuese profesor en una de las mejores universidades del país y hablase tres lenguas aparte de la suya añadía más puntos al marcador. Su paso por el ejército hubiese sido la guinda del pastel -ya se sabe lo mucho que encandila a los americanos la historia del héroe-, pero Herder nunca manifestó interés por la vida militar, y hasta había escrito artículos incendiarios en contra de la política de Bush en Iraq, así que nada había que hacer en ese sentido. Por fortuna, la Era Obama había inaugurado una nueva etapa en la que el antimilitarismo podía despertar la simpatía de los votantes, y a eso se agarraba Herder. Por lo demás, el cuadro de sus virtudes lo completaba una hermana homosexual con pareja estable -Victoria hubiese pagado cinco mil dólares por estar presente el día en que Berenice van Halen confesó a sus exquisitos papás que le iban las chicas-, la superación de una leucemia durante su primera juventud… y su esposa española. Victoria Suárez de Castro, con su sonoro apellido, su procedencia europea -sí, los americanos tenían claro por fin que España no limita con México- y su atractivo aspecto mediterráneo.

«Su esposa es una Jackie Bouvier del siglo XXI», había dicho a Herder uno de sus asesores para justificar lo esencial que sería la implicación de Victoria en la campaña. Ella había accedido a pedir un año de excedencia en la universidad de Grace -donde daba clase de Relaciones Internacionales- para ayudar a su marido a obtener la nominación. Todos aquellos tipos -publicistas, jefes de prensa y demás parafernalia preelectoral- decían que si Herder van Halen era el candidato perfecto, su esposa no se quedaba atrás: aquella distinguida morena de largas piernas, profesora en una universidad de menor prestigio que la de su marido que colaboraba como analista de temas internacionales en dos o tres publicaciones importantes, resultaría mucho menos agresiva para el votante medio que una abogada correosa o una barracuda de Wall Street que ganase más que Herder -durante la campaña de Obama, fue un problema publicar que el sueldo de Michelle era mejor que el de su marido-. Por otra parte, el modelo «matrona adorable entregada a su familia» había finiquitado con la mujer de George Bush, así que a nadie le preocupaba mucho que los Van Halen no tuvieran hijos. Herder sí los tenía: dos chicos y una chica de su primer matrimonio. Sólo habría que llamarlos de vez en cuando para las sesiones de fotos y sacarlos en alguno de los mítines de fin de campaña si su ex mujer no tenía inconveniente. Y, desde luego, mientras Herder fuese tan generoso con la pensión que le pasaba, no es fácil que la antigua señora Van Halen pusiese problemas a la hora de exhibir a su ejemplar descendencia.

A Victoria le importaba un bledo tener un marido senador. De hecho, le importaba un bledo a qué se dedicara Herder. La relación entre ambos había pasado de ser tensa a no ser. Cada uno tenía su vida, y su existencia común se limitaba al intercambio de palabras más o menos amables cuando coincidían, de milagro, en alguna de las siete habitaciones de su apartamento de la calle Setenta y dos. Victoria se sentía como un verdadero gusano cuando se enfrentaba al hecho de que aquel apartamento constituía otra razón para no divorciarse de Herder. Era el lugar más maravilloso del mundo, o al menos eso pensaba ella, con sus vistas a Central Park, su luminoso salón con chimenea y la terraza de veinte metros cuadrados con la pequeña fuente de piedra y las enredaderas frondosas que le daban el aire equívoco de un patio romano. Hubiese sido capaz de matar por aquella terraza, un jardín en miniatura en el Upper East Side. No, ni todos los Herder van Halen del mundo conseguirían que renunciase a aquel paraíso urbano. Además, gracias al ingente trabajo de precampaña, Herder estaba en casa mucho menos que antes, aunque ahora sus ausencias había que atribuirlas a las ansias de nominación y no a la amante de turno. De todos modos, pensaba Victoria, el señor Van Halen tendría que revisar su conducta sexual si pretendía zambullirse en las aguas procelosas y pacatas de la política norteamericana, donde las infidelidades y el puterío, por fino que sea, no están lo que se dice bien vistos. Por lo demás, para ella no había problema en seguir adelante con el pacto de no agresión que habían firmado hacía tiempo, e incluso estaba dispuesta a hacer su parte de trabajo, que hasta ahora se había limitado a unas cuantas meriendas con señoras, cenas con posibles donantes y dos o tres apariciones públicas en actos benéficos, donde entraba agarradita de la mano de Herder. Una mano, por cierto, que siempre estaba helada.

Herder salió de la ducha envuelto en una toalla, y Victoria tuvo que admitir que seguía siendo un hombre atractivo, aunque era incapaz de sentir por él ni una sombra de lo que pudiera confundirse con deseo físico. Por primera vez desde que salieran de Nueva York, se preguntó por qué demonios había insistido en acompañarla a Madrid. No era capaz de recordar la última vez que habían pasado juntos más de veinticuatro horas seguidas -y veinticuatro horas junto a Herder no eran fáciles de olvidar- y sin embargo se había empeñado en emprender con ella un largo y pesado viaje trasatlántico. Victoria estaba segura de que había gato encerrado tras tanta amabilidad, pero ahora no tenía tiempo ni ganas de investigar los motivos del lobo. Le había venido muy bien que la secretaria de Herder se ocupase de comprar los pasajes, pedir un coche para el aeropuerto y reservar un hotel en Madrid, así que eso era lo que ya había sacado de la compañía del profesor Van Halen: la perfecta logística de aquel viaje inesperado. Quizá debería haber pedido a esa Brittany, o comoquiera que se llamase, que le hiciera también el equipaje. Seguro que ella no se hubiese olvidado de meter en la maleta la ropa apropiada, pensó, e instintivamente miró el vestido que acababa de comprarse.

– Me voy a duchar.

– ¿A qué hora es eso?

Victoria cerró sin contestar la puerta del baño. Ése era el profesor Herder van Halen: un tipo capaz de llamar «eso» al funeral por la persona a la que más había querido su mujer en sus cuarenta y seis años de vida.

Llegaron al tanatorio al filo de las doce. Para sorpresa de Victoria, Herder la tomó de la mano al bajar del coche. Ella se dijo que era la costumbre: debía de creerse que estaban en alguno de sus dichosos actos de campaña. Se dio cuenta de que alguna gente los miraba y pensó desapasionadamente que formaban una pareja atractiva: Herder van Halen, alto y bien plantado, impecable en su traje oscuro, llevando de la mano a una mujer sofisticada y esbelta, que protegía el rostro bronceado detrás de unas enormes gafas de sol. Hubiesen quedado bien en una revista, se dijo amargamente Victoria.

– ¿Dónde es?

– En la sala cuarenta y dos. Escucha, Herder… eh… ¿Te importa si entro sola?

– Pero ¿por qué?

Herder parecía decepcionado, como si no quisiera renunciar a su parte del pastel. Como si ejercer de marido de Victoria fuese en esa ocasión un triunfo social. Victoria pensó que iba a tener que defender con uñas y dientes el deseo de prescindir de su compañía, pero Herder van Halen debió de recordar de pronto que allí no había nadie a quien pedir el voto, ni tampoco fotógrafos ante los que hacer el paripé de matrimonio perfecto.

– Si es lo que prefieres… Debe de haber una cafetería por alguna parte, ¿no?

Ella se sintió vagamente agradecida. Notó un atisbo de ternura hacia él, y le besó en la mejilla.

– Seguro que sí. El funeral empieza en media hora. Te espero dentro.

Para su sorpresa, cuando Herder se alejó, notó algo parecido al pánico. Incluso tuvo la tentación de llamarlo, pero sabía que hubiese sido una claudicación. Después de todo, se dijo, incluso muerto Jan era cosa suya y no tenía nada que ver con Herder, ni con su matrimonio deficiente, ni con su soledad. Eran ella y Jan. «Yo sola, a partir de ahora», pensó, y notó un dolor agudo en el centro del pecho.

Avanzó hacia la sala. Vio algunas caras conocidas pero, afortunadamente, nadie pareció reparar en ella. Sí, era preferible haber dejado a Herder a buen recaudo: yendo con él no era fácil pasar desapercibida, y a Victoria no le apetecía pararse a saludar, ni intercambiar cortesías sociales en semejante escenario. Qué espantoso invento eran los tanatorios, pensó. Qué forma maquiavélica de colectivizar el dolor, de convertir la muerte en algo seriado. Por otro lado, aquella eficiente organización de los decesos -salas numeradas, pantallas que informaban de la ubicación de los cuerpos- podían entenderse como una forma de quitar hierro al drama, como si cada uno de los fallecidos y su corte de duelo fuesen parte de una cadena de montaje.

– ¡Victoria! ¡Oh, no sabes cuánto me alegro de verte!

Chloe. Rubia, alta, francesa, de ojos glaucos y piel traslúcida. Delgadísima, por supuesto. Victoria no pudo evitar echar un vistazo a su cintura de avispa ni a sus bien torneados brazos. Chloe siempre presumía de no necesitar gran cosa para conservar la línea de una veinteañera: «Es cuestión de comer equilibradamente y sentirse bien con una misma.» Victoria se había prometido estrangular a Chloe si alguna vez repetía en su presencia aquel puñetero mantra del bienestar interior como clave para estar estupenda. A partir de los cuarenta, la única forma de conservar la línea es matarse en el gimnasio, alimentarse de ensaladas sin aliñar y pasar las cenas a base de té verde con sacarina o, si hay suerte, un yogur desnatado. Además, sabía por Solange que Chloe se había sometido a dos o tres operaciones de estética que nada tenían que ver con la armonía interior, a no ser que el budismo diga algo del levantamiento quirúrgico de glúteos y la reducción de cartucheras mediante bisturí. Sea como fuere, allí estaba, espléndida desde su uno setenta y cinco sin tacones, luciendo un pantalón de lino crudo y una blusa negra de seda que era exactamente la indumentaria perfecta para su dudoso papel en aquella función indeseable: el de madre de la hija del muerto. Se había maquillado muy ligeramente, apenas un poco de base y algo de colorete sobre los pómulos marcados a cincel, y su cabello dorado tenía tan buen aspecto que parecía recién salida de un salón de belleza.

– Querida… Menos mal que has llegado. Solange no hacía más que preguntar por ti.

¡Oh, su irresistible acento francés! Hacía tanto tiempo que no hablaba con Chloe que había olvidado el toque final para todo su atractivo conjunto. No era de extrañar que volviese locos a los hombres. No era de extrañar que hubiese vuelto loco a Jan, aunque fuese por un corto espacio de tiempo. Chloe Deschamps, con su porte aristocrático, su hablar argénteo y aquellas piernas kilométricas que aún ahora, casi dieciocho años después, reclamaban un lugar de privilegio en el último capítulo de la vida de su mejor amigo.

– Es terrible, ¿verdad?

«Teguible, ¿vegdad?»

– Por fortuna, estaba en París cuando Solange me llamó. Se encontraba tan trastornada, la pobre… Me costó trabajo entender lo que decía. Tomé el primer avión, claro. Tuve que dejar una sesión a medias…

«Qué considerado por tu parte. Ve a pedir que te den una medalla por ocuparte de tu única hija.»

– No sabes el trabajo que dan las colecciones de otoño. Prefiero no imaginar lo que me espera cuando vuelva. Jean Claude se puso como una fiera cuando le dije que me marchaba, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Oh, me alegro tanto de verte. Deberías venir a visitarme cuando pase todo este lío. Podrías quedarte en casa, por supuesto. Hay sitio de sobra en el nuevo apartamento.

«¿Todo este lío? ¿El nuevo apartamento? ¿Y quién demonios era el tal Jean Claude que tanto se había enfadado cuando supo que Chloe acudía a consolar a su hija huérfana?» No era la primera vez que Victoria se preguntaba qué podía haber visto Jan en semejante descerebrada aparte de su figura de maniquí y su perfecto rostro de estatua griega.

Se habían conocido en Barcelona, en el verano del 92. Ella era fotógrafa y estaba trabajando para París Match durante las Olimpiadas. Es fácil adivinar que Jan cayó rendido a los pies de aquella deidad francesa -después de todo, si Chloe resultaba espectacular a los cuarenta y dos, a los veintipocos era una verdadera belleza- y cuando acabó el verano la siguió a París como un perrito faldero. Se vieron durante meses en un ir y venir complicado que culminó con la mudanza de Jan a la capital del Sena. La cosa no duró mucho: Jan tenía su carácter, y el que Chloe se considerase una especie de Nefertiti reencarnada no debió de ayudar demasiado a la convivencia. No había pasado más que medio año cuando Jan estaba de regreso en Madrid, cabreado como una mona y renegando del tiempo perdido junto a aquella preciosidad caprichosa y desconsiderada. Un mes después recibió una llamada llorosa desde la buhardilla que Chloe ocupaba en algún bonito edificio de Le Marais. Estaba embarazada, le dijo, y pensaba tener al niño.

A Jan le costó asimilarlo. Él, que no quería hijos todavía, iba a ser padre del bebé de una mujer a la que había llegado a detestar después de unos cuantos miserables meses de relación. Le dijo a Chloe que podía contar con él para todo, pero que ni en un millón de años iba a volver a su lado, así diese a luz a una carnada de cinco francesitos. Chloe le contestó que no tenía el menor interés en retomar la relación donde la habían dejado y Jan se ahorró dar detalles del tono displicente que imprimió a su voz para hacer esa declaración: «¿Qué te crees, muchacho, que eres el premio gordo de la lotería?» A pesar de todo, Chloe necesitaba saber que su hijo iba a tener un padre. Un padre y una pensión, para ser más exactos. Jan no puso objeciones: le daría la ayuda económica que necesitara. Ni siquiera se planteó -como sí habían hecho su familia y sus amigos- que el bebé que esperaba Chloe fuese en realidad hijo de otro tipo y ella hubiese preferido cargarle el muerto a él, pues a buen seguro era el menos indecente de todos los hombres con los que se había acostado en los últimos tiempos. Pero a Jan no se le ocurrió pedir una prueba de paternidad, y nadie se atrevió a sugerírselo, aunque Victoria tuvo la cuestión media docena de veces en la punta de la lengua. Jan era demasiado honesto como para elucubrar acerca de la mezquindad ajena, así que se limitó a echar cuentas con el fin de averiguar cuánto dinero necesitaba un niño para vivir holgadamente en el París de los años noventa.

Si Jan pensó que iba a solventar aquel cambio en el guión de su vida con una mensualidad generosa, se equivocó de medio a medio. Porque lo que nadie había previsto -y él menos que cualquiera- fue que iba a enamorarse de aquella criatura pringosa salida de las entrañas escuálidas de Chloe. Durante el resto de su vida, Jan contó a todo el que quiso oírlo que había empezado a amar a aquella niña en el preciso instante en que la vio, chiquita y amoratada, cubierta aún de restos de placenta y gritando como un becerro para anunciar al mundo que ya estaba allí y que había llegado para quedarse. Victoria decía que, de haberse atrevido, Jan habría agarrado a aquella ranita envuelta en gasas y se la hubiese llevado con él para pasar el resto de su vida escondido de todo aquel que pretendiera separarlo de su pequeño y precioso milagro.

Quizá hubiera sido mejor así. Si desde el primer momento Jan hubiese manifestado su interés por hacerse cargo de la niña, Chloe habría cedido sin grandes aspavientos. No tenía el más mínimo sentimiento maternal, y de la misma forma en que Jan se prendó del bebé nada más verlo, ella sintió nacer en su interior una rara corriente de rechazo hacia aquel bichejo ajeno. Para Chloe, la cría era sólo un engorro, una carga de tres escasos kilos de peso que le impediría llevar la vida envidiable de la que había gozado hasta entonces. Era algo en lo que no había pensado cuando decidió seguir adelante con el embarazo: no ya en la interminable lista de grandes renuncias que implicaba un hijo, sino también en cada una de las pequeñas dificultades que trae consigo convertirse en madre.

Chloe había decidido tener al bebé no porque la maternidad le interesara, sino por lo mucho que le atraía el cliché de la madre soltera: le pareció divertido convertirse en la mujer coraje, capaz de sacar adelante sola a la personita que se había creado en su vientre. Bastó una noche sin dormir escuchando los berridos de la pequeña Solange, el primer pañal manchado de heces líquidas y un doloroso pellizco en el pezón cuando intentaba darle de mamar, para que Chloe se sintiese prematuramente harta de aquel renacuajo insomne y voraz, que olía a leche agria y tenía cera en el ralo cabello oscuro. No tardó ni veinticuatro horas en arrepentirse de su decisión de tener el bebé. Si al menos hubiese albergado algún interés en conservar a Jan, podría haberle servido para atornillarlo de por vida, pero aquel español guapo había sido para Chloe sólo un entretenimiento de temporada. Así que, se mirase por donde se mirase, todo aquello había sido un mal negocio. Un gigantesco error.

Fue una pena, pensaba Victoria, que uno y otro no hubiesen optado por poner las cartas boca arriba desde el primer momento. De haber dicho Chloe «no tengo ningún interés en quedarme con la niña» y de haber contestado Jan «perfecto, entonces me la llevo yo», se hubiesen ahorrado el caos extraordinario en que se convirtió la vida de todos en los meses siguientes. Porque el padre primerizo -que estaba más dispuesto a separarse del brazo derecho que de su niña del alma- regresó a París y se instaló en un apartamento diminuto no lejano de la buhardilla de Chloe, y allí se convirtió en una especie de canguro de guardia que estaba disponible las veinticuatro horas. Chloe lo llamaba no ya cuando tenía sesiones de fotos o le surgía un viaje inesperado, sino también cuando la invitaban a una fiesta, quería ir de compras o le apetecía tirarse al novio de turno libre de la presencia poco alentadora de un bebé llorón.

A Jan no le importaba. Adoraba a Solange, y consideraba una bendición cada minuto pasado junto a ella, pero inevitablemente su trabajo se resintió. Había conseguido la corresponsalía de un periódico y colaboraba también con dos revistas y una cadena de radio, pero no es fácil mantener cierto nivel de actividad cuando el teléfono suena a las siete de la mañana y en media hora te han dejado en la puerta a una cría de cinco meses a la que le está saliendo un diente o llora sin parar porque tiene cólicos. Jan se las veía y se las deseaba para hacer a la vez de periodista y de padre, de avezado corresponsal y de niñera, y un día se sorprendió a sí mismo en una rueda de prensa llevando en su mochila no una cámara de fotos ni media docena de cuadernos, sino a una dormida Solange que acababa de conciliar el sueño después de una noche infernal.

Nunca pensó que aquella situación no podía dilatarse eternamente, ni siquiera cuando prescindieron de su colaboración en el periódico y dejaron de hacerle encargos en una de las revistas, tras un rosario de informalidades inauditas en el siempre puntilloso Javier Alonso Nance. Fue Victoria, que tuvo noticias de su despido en el diario gracias a un amigo común, la que puso las cosas en su sitio. Tomó un avión a París en un día del mes de mayo, y aterrizó en el Charles de Gaulle para darse de bruces con una lluvia tenaz y la temperatura desabrida de la falsa primavera parisina. Ni siquiera perdió el tiempo buscando una chaqueta en el desastre de su bolsa de viajera desordenada. Tiritando en una camisa de manga corta, empapados los mocasines de piel en el primer charco que pisó a la salida del aeropuerto, tomó un taxi y se fue directamente al apartamento de Jan. Allí encontró exactamente lo que esperaba: el paradigma de una revolución doméstica -ropa tendida aquí y allá, platos sucios por todas partes, un fregadero atascado y un horno que no funcionaba- y a Jan intentando inducir al sueño a una Solange especialmente llorona.

– Le está saliendo otro diente -dijo en susurros y a modo de saludo. Victoria agradeció que no le preguntase qué estaba haciendo allí. Eso facilitaba las cosas, pensó, y le arrancó a Solange de los brazos.

– Trae. ¿Cuánto tiempo llevas acunándola?

– Ni idea, pero tengo medio dormido el brazo derecho -la besó en la mejilla-. ¿Quieres café?

En aquel momento, Victoria ya estaba embobada con la carita de Solange, que empezaba a relajarse después de la rabieta

– ¡Qué linda es!

– Mírala bien. ¿No encuentras que tiene la misma nariz que yo?

Victoria no contestó. Siempre le había parecido del género tonto buscar parecidos a los bebés. En ese momento, se dio cuenta de que Solange se había dormido. Dejó a la niña en la cuna -cuyas sábanas estaban sólo pasablemente limpias- y se volvió hacia Jan.

– Tenemos que hablar

– Me lo temía. Deja que me tome el café primero, ¿vale? No me he metido nada en el estómago desde ayer. La niña no ha pegado ojo y me he pasado horas paseando por el piso con ella en brazos.

– ¿Y Chloe?

– Haciendo fotos.

– ¿Desde ayer por la noche?

– Vic…

Se oyó el pitido de la cafetera. Había llegado el momento de una pequeña tregua. Jan sirvió las tazas, abrió una lata de galletas danesas y se comió media docena. Victoria se dijo que parecía un náufrago, con la barba de tres días, las ojeras y aquella avidez por unos dulces de supermercado.

– Jan… no he venido para tomar café contigo. Esto no puede seguir así. Ha llegado el momento de que te conviertas en un padre a tiempo parcial. Vuelve a Madrid y visita a tu hija un fin de semana de cada dos, en Navidad y en verano, como hacen miles de tipos del mundo entero.

– ¿A Madrid? Ni lo sueñes. No me fío de Chloe. Dejaría sola a la niña para irse de compras, o se largaría días enteros dejándole abierto un suministro de potitos. Si no estuviese yo cerca, Solange acabaría metiendo los dedos en un enchufe o bebiéndose una botella de lejía.

Era un argumento indiscutible con el que Victoria ya contaba.

– Bueno, pues hagámoslo al revés. Vente con ella a España. A Chloe le parecerá de perlas, te lo digo yo.

– ¿Y crees que eso cambiará las cosas? La niña no va a necesitarme menos allí que aquí.

– Jan, aquí estás más solo que la una. En Madrid estoy yo. Y están otros amigos. Por no hablar de tu madre.

– Olvídala. No me habla desde que le dije que no pensaba casarme con Chloe. Ni siquiera ha venido a conocer a la niña.

– ¿De verdad te dejas impresionar por esos golpes de efecto? Tu madre sólo está cabreada. En cuanto te vea entrar por la puerta con esta monada entre los brazos, se le derretirá el corazón y te pedirá disculpas llorando a lágrima viva. En serio, Jan… esto está durando demasiado. No creo que puedas aguantar mucho más. Tu vida laboral está a punto de saltar por los aires. Otro artículo más entregado fuera de tiempo, otra excusa barata para saltarte una rueda de prensa en el Elíseo y no habrá quien quiera darte trabajo ni para cortar teletipos. Y ya no tienes edad de ser becario.

Por la forma en que Jan se puso de pie y se pasó la mano por el pelo -demasiado largo y demasiado grasiento-, Victoria supo que había empezado a ganar la partida.

– Habla con Chloe. Apuesto a que para ella no va a ser un problema que te lleves a Solange contigo.

Hacía frío en el apartamento. Hacía frío en París. Jan vio que Victoria se estremecía en su camiseta sin mangas y le frotó los brazos.

– Voy a buscarte un jersey.

Dos días más tarde, Jan y Victoria volaban rumbo a Madrid. En el aeropuerto, Chloe había derramado algunas lágrimas de cocodrilo -después de todo, era lo menos que podía hacer-, pero, aparte de eso, repitió media docena de veces que le parecía muy legítimo que el querido Jan recuperase su vida, su trabajo y sus amigos sin renunciar a su hija, y que ella había sido muy egoísta al haberlo retenido en París tanto tiempo. Mientras gorjeaba con su delicioso acento de Saint-Germain-des-Prés, acariciaba la cabecita de la pequeña Solange con el mismo interés desapasionado que hubiese puesto al tocar el morro de un caballo de carreras. Prometió ir a Madrid «en dos o tres semanas». Victoria apostó contra sí misma que pasarían más de seis meses. Se equivocó en cuestión de días.

Desde entonces, Solange vivía con Jan. No había sido fácil, pero en conjunto ambos lo habían hecho bastante bien. En cuanto a Chloe, limitó sus responsabilidades maternas a unas cuantas visitas intempestivas -generalmente, cuando acababa de romper con su último amante o si había alguna apetecible sesión de fotos que disparar en Madrid- y se ocupó de las vacaciones de la niña del mismo modo desordenado que lo hacía todo. Un año se la quiso llevar a un largo viaje por las islas griegas, y sólo dos días antes de partir anuló el crucero pretextando unas anginas. Una vez, cuando Solange tenía ocho años, le propuso pasar con ella toda la Semana Santa, y elaboró un atractivo plan de excursiones a Eurodisney, paseos en bateau mouche y meriendas en Versalles. La cría sólo estuvo en París dos días: hubo que mandarla de vuelta a España en un avión con el cartelito de «niño a bordo» colgado del pescuezo porque a su madre le había salido un trabajo en Isla Mauricio y sólo tuvo tiempo para dejarla en manos de una azafata que a duras penas pudo disimular su indignación ante la chiquilla llorosa que clamaba por sus fotos soñadas con la Bella Durmiente.

Hubo una época en que a Chloe debió de remorderle la conciencia y propuso a Jan compartir la custodia de Solange. La niña viviría en París durante el curso, y él la tendría durante las vacaciones escolares. Por fortuna, no hubo que discutir aquel plan descabellado -que, con los antecedentes de Chloe, estaba destinado a acabar como el rosario de la aurora-, porque para entonces Solange era ya una terca preadolescente de doce años que había heredado parte del carácter de ambos, lo que se traducía en una tozudez a prueba de bala (regalo de bienvenida de Jan) y nada desdeñables dosis de egoísmo (aportadas por mamá). Solange puso el grito en el cielo al enterarse de los planes de su madre, y declaró que necesitarían a un ejército bien entrenado para llevársela a París. Si Chloe quería verla -jamás la llamaba mamá-, que tomase un avión o que se la llevase en verano a la Riviera con el novio de turno. Jan conocía demasiado bien a su hija como para no tomar en serio su determinación, así que habló con Chloe y le explicó que «de momento» Solange no tenía muchas ganas de mudarse. Chloe hizo pucheros -lo mismo que cada vez que alguien le llevaba la contraria- y luego lo superó, diciéndose quizá que sería mejor así. Solange y ella hubiesen chocado a las primeras de cambio. Aquella hija suya no era lo que se dice una jovencita dócil.

Victoria sospechaba que era precisamente su carácter indómito lo que más gustaba a Jan de su chiquilla. Quizá de haber sido una criatura manejable y dulce, no hubiese sentido por ella semejante pasión. ¿A quién se parecía en ese aspecto? No a Jan, desde luego, que era más bien conciliador y obsequioso. En cuanto a Chloe, la madre de la criatura era la diplomacia en persona, y no podía acusársela de envenenar los genes de su hija con algún instinto rebelde ni con el espíritu desabrido tan propio de Solange. Victoria no quería pensarlo, pero alguna vez se le había pasado por la cabeza que, mucho más que a sus padres biológicos, aquella niña se parecía a ella cuando tenía su edad. Lo cual venía a demostrar que la genética no es una ciencia exacta. Y, al fin y al cabo, echando cuentas estrictas, posiblemente Solange había pasado con ella mucho más tiempo que con la propia Chloe.

– ¡Tía Vi!

Solange apareció como un ciclón para echarse a llorar en los brazos de Victoria, que tuvo la sensación de que aquella niña había estado esperando su llegada para dar rienda suelta a toda su legítima pena. Conocía bien a Solange. Probablemente había estado haciéndose la fuerte delante de Chloe y de los otros. Pero la persona que sollozaba en su hombro tenía sólo dieciséis años, y era una niña. Una niña sin padre, posiblemente destrozada, posiblemente muerta de miedo, triste como nunca en su vida, desorientada. Y muy sola. Victoria no sabía qué decirle, así que la dejó llorar sobre el lino color café con leche de su vestido nuevo mientras le acariciaba el pelo, hasta que fue ella quien se separó.

Victoria pudo verla entonces por primera vez en dos años, y a punto estuvo de lanzar un grito. La niña a la que había despedido en el JFK con un aparato corrector en los dientes, la piel moteada por el acné y la espalda encorvada de patito feo había regresado envuelta en lágrimas, pero también convertida en una belleza deslumbrante. Tenía la misma piel transparente de su madre, y el pelo lacio, heredado de Jan, enmarcaba una prodigiosa mezcla de las atractivas facciones de ambos. Tenía los ojos grises y los labios gruesos, el cuello digno de una reina masái y unos pómulos por los que hubiese matado cualquier fabricante de cosméticos. Su figura espigada y quebradiza -había crecido mucho y estaba delgada como un junco- hacía recordar a aquellas modelos del heroin chic, tan en boga durante los primeros noventa, pero, a pesar incluso de su aspecto demacrado por la tristeza, había en el rostro de Solange algo saludable y fresco. Podía ser lo que en ella quedaba de la niña que había sido… o tal vez, quizá, la marca indeleble de su padre, que era uno de esos hombres que, pase lo que pase, conservan un aura de limpieza, como si siempre acabasen de salir de la ducha.

– Menos mal que has llegado -dijo-. Ya no podía más.

Se echó a llorar otra vez. Victoria hubiese preferido no oír aquellas palabras. Estaba sucediendo lo que más se temía: que esperasen de ella mucho más de lo que podía dar. Después de todo, ¿qué iba a resolver con su presencia en Madrid? No podía cambiar lo inevitable. Jan había muerto. Notó que algo se retorcía dentro de ella. Era el dolor en estado puro. Un dolor palpable, físico, asombrosamente real.

– ¿Dónde está Marga? -preguntó, reprochándose no haberse interesado antes por ella.

– La han llevado a tomar el aire. Se mareó -Victoria advirtió un mohín de burla en la cara perfecta de Solange.

– Hace mucho calor aquí.

– Hace mucho calor en todas partes. Mírala, ahí viene.

Había un matiz de desprecio en su tono de voz. Una alarma saltó en el interior de Victoria, pero prefirió no hacerle caso. Apretó la mano de Solange antes de soltarla, y la joven se alejó sin mirar siquiera a Marga. Las alarmas volvieron a sonar, y esta vez se escuchaban sorprendentemente cerca.

– Ay, Victoria…

La voz de Marga se ahogó en un gemido y no pudo decir nada más. Se abrazó a ella del mismo modo que Solange, como buscando un refugio, pero Marga parecía mucho más pequeña y más indefensa. Victoria tuvo la sensación de que estaba sosteniendo a una persona diminuta, toda piel y huesos, próxima a desvanecerse o a desaparecer convertida en polvo. Era como sujetar a un náufrago a punto de hundirse. Victoria se preguntó si era ella la más adecuada para hacerlo. Si de verdad estaba en condiciones de impedir que la corriente de la desgracia se llevase para siempre a aquella mujer que balbuceaba su nombre entre sollozos que le agitaban el pecho.

– No sé qué voy a hacer sin él.

A Victoria le hubiera gustado contestar «yo tampoco», pero sabía que no hubiera sido justo. Apartó a Marga suavemente y le pasó la mano por la cara.

– Ya lo supongo. Pero no tienes que pensar en eso ahora.

Se arrepintió de inmediato de aquella frase dicha con una voz que ni siquiera le pareció suya. Eso era lo peor: que a Marga le quedaba mucho tiempo para hacerse aquella pregunta.

– ¿Quieres entrar a verlo?

Al escuchar el ofrecimiento, Victoria sintió que algo se encogía en su interior. ¿Entrar a verlo? ¿A ver qué? ¿Una caja? ¿Un cuerpo yacente, una cara cerúlea, unas manos sin vida? No, muchas gracias. Para ella, Jan ya no estaba allí.

– No, Marga.

No quiso explicar más. Quizá debió decir aquella frase manida de «prefiero recordarlo vivo». En realidad, era algo más complicado. Para Victoria, lo que quiera que hubiese allí dentro era una funda. El mero recipiente de algo que ya no existía. De buena gana hubiese reñido a Marga por exhibir los restos de Jan a la curiosidad ajena. A él le hubiese espantado la sola idea de su cuerpo en exposición, sometido a las miradas de terceros, algunos de los cuales a lo mejor ni siquiera habían sido amigos suyos. Victoria se dijo que aquello parecía una feria: había gente entrando y saliendo de la cámara mortuoria, charlando, fumando, saludándose incluso con sonrisas y abrazos -uno no puede evitar alegrarse al encontrar a un amigo-, hablando por el móvil. Victoria se felicitó una vez más por haber obviado el vestido negro que tan importante se le había antojado al aterrizar en Madrid. Aparecer en el tanatorio vestida de luto hubiese sido una forma de participar voluntariamente en aquel vodevil detestable. Ahora encontraba absurdas sus prisas por llegar al funeral, la veloz carrera en dirección al aeropuerto de Nueva York, el avión tomado casi al vuelo. ¿A qué venían las urgencias? ¿Qué importancia tenía estar presente o no en una ceremonia estúpida cuyo paso lo marcaban las reglas sociales? Le quedaba toda la vida para llorar por Jan, así que no tenía mucho sentido hacerlo allí. Debería marcharse, se dijo, escapar de aquel circo. Sería lo que Jan hubiese hecho: largarse. Ahí os quedáis todos. Que os aproveche la fiesta.

Jan…

Alguien tomó a Marga del brazo.

– Tienes que entrar. Van a cerrar la caja -le dijo en un susurro. Ella bajó la cabeza, como rindiéndose, y se dejó conducir hacia dentro. De pronto se dio la vuelta y cogió a Victoria de la mano.

– Vendrás luego a casa, ¿verdad?

Victoria hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se quedó allí, de pie, viendo cómo una mujer a la que no conocía se llevaba a Marga. Pensó que sería una de esas personas que aparecen como por sorpresa en los momentos de crisis y dirigen con diabólica eficacia toda la orquesta del dolor. Alguien lo suficientemente ajeno al drama como para tomar decisiones útiles, desde redactar una necrológica a pedir un coche fúnebre. Victoria se dijo que posiblemente aquella mujer ni siquiera conocía a Jan, y eso le daba un puñado de puntos de ventaja a la hora de resultar eficiente. Pensó que era una suerte vivir en el otro extremo del mundo: de lo contrario, Marga hubiese delegado en ella la miserable burocracia que sucede a una muerte. Confiaba demasiado en su buen juicio. En realidad, Victoria no hubiese resultado demasiado útil en una circunstancia así. Resulta sencillo ser eficaz cuando puedes aislarte del drama, vivir la tragedia desde la periferia y evaluarla a distancia. Pero no era el caso, no señor. De ninguna forma quería comparar su pérdida con la de Marga, ni por supuesto con la de Solange… pero la muerte de Jan también le dolía.

Le dolía más de lo que era capaz de explicar. Mucho más de lo que nadie sería capaz de comprender. Sólo Jan lo hubiese entendido. Pero Jan estaba muerto.

Volvió a sentir otra sacudida. Si Jan ya no estaba para comprenderlo todo, para ponderarlo todo, ¿qué iba a hacer ella a partir de entonces? La idea de saber que Jan se encontraba al otro lado del teléfono, conectado a su correo electrónico, presente siempre a muchas millas de distancia, a siete horas de avión era suficiente para hacerla sentir protegida y segura. Jan hubiese sido capaz de salir corriendo desde el último rincón del mundo de habérselo pedido Victoria. Habría atendido sus llamadas en mitad de la noche, y dejado cualquier cosa empantanada para acudir en su ayuda. Es cierto que nunca había necesitado tal cosa, que siempre telefoneaba a Jan a horas civilizadas, que nunca había reclamado su presencia urgente al otro lado del charco. Sin embargo, le bastaba con saber que él estaba allí incondicionalmente, a su eterna disposición, a su servicio. Por eso se sentía capaz de hacer frente a cualquier catástrofe: cuando los malos tiempos llegasen iba a vivirlos de la mano de Jan. Pero ahora él se había ido a un lugar donde no había móviles, ni cuentas de correo electrónico. A un lugar del que no se regresa ni siquiera para ayudar a una amiga. ¿Qué iba a hacer a partir de entonces? ¿Qué iba a hacer sin Jan?

– Dicen que va a empezar el oficio…

Herder apareció como por arte de magia. Victoria tuvo que reconocer que tenía una pinta estupenda. Ni siquiera sudaba dentro de su sobrio traje oscuro. Debía de ser el único: a su alrededor había una docena de tipos con humedad en el labio superior y las pecheras de las camisas empapadas. Cogió el brazo que él le ofreció y, como le pasaba siempre, se sintió vagamente protegida por la contundente presencia del profesor Van Halen.

Entraron en la capilla, pero se quedaron detrás. Todos los asientos estaban ocupados por parientes y amigos llorosos, y Victoria prefirió no mezclarse con ellos. Después de todo, el suyo era un caso aparte. Reconoció que, quizá de forma inconsciente, estaba tan convencida de la exclusividad de su relación con Jan que rechazaba la idea de mezclarse con el duelo oficial. Así que dejó que los supuestos lugares de privilegio los ocuparan otros. Delante, separadas entre sí por alguien a quien no supo identificar, se sentaron Solange y Marga.

Marga… Aun ahora, doce años después, Victoria no podía creer que había sido culpa suya que Jan la conociera. Fue por casualidad, como suceden casi todas las cosas importantes. Ella y Jan estaban esperando mesa en la barra de un restaurante, y una joven se le acercó para felicitarla por una conferencia que había dado en la Universidad. Era algo sobre Gadafi, aunque ya no lo recordaba muy bien. Victoria la atendió con aquella amable displicencia con la que estaba convencida de que había que tratar a los desconocidos. Fue simpática pero distante. Agradeció los comentarios y los elogios sin perder la sonrisa, pero evitó dibujar un gesto que diese a entender que tenía algún interés en profundizar en la charla, menos aún en alargarla. Muchos admiraban su habilidad para mostrarse encantadora y al mismo tiempo no ceder ni un centímetro de su territorio. Sabía medir los tiempos, y detectar cuándo había llegado el momento de precipitar una despedida con una frase que no admitiese réplica. Con aquella chica había llegado el momento de hacerlo, y ya estaba buscando las palabras precisas cuando la pelmaza inoportuna pareció reparar en Jan.

– Perdone… ¿Es usted Javier Alonso?

Coincidencia por coincidencia, resultaba que aquella apasionada de los dictadores libios trabajaba como correctora en la editorial que estaba a punto de publicar un libro de Jan, y lo había reconocido por la foto de la cubierta.

– Es increíble… -Le estrechó la mano con el fanatismo de una groupie-. No suelo tener oportunidad de saludar a los autores, ¿sabe? Creo que su libro es estupendo.

– ¿Te interesa la cuestión de Chechenia?

Victoria estaba convencida de que Jan sólo pretendía ser cortés, pero era un error dar cuerda a aquella pesada.

– Bueno, me interesa la política internacional…

Genial. Les estaba estropeando el aperitivo una pardilla con ínfulas culturetas que saltaba ágilmente de Muamar el Gadafi al conflicto de las repúblicas ex soviéticas mientras corregía pruebas de imprenta.

– Me llamo Marga Solano. -Volvió a estrecharle la mano-. Perdonen, no quería interrumpirlos. Ya me voy. Me ha encantado el libro… Y la conferencia, claro. Enhorabuena. A los dos…

– Muchas gracias. Hasta la vista.

Victoria ni siquiera comentó con Jan la interrupción. Muchos años después se atrevería a reconocer que había olvidado a aquella chica en el mismo momento en que se despidió de ellos para alejarse en dirección a una mesa, donde daría cuenta en soledad del menú del día. Si se la hubiese encontrado en la calle al día siguiente, ni siquiera habría sido capaz de recordarla. Y, desde luego, nunca pensó que Jan pudiera haberse fijado en ella. Era tan evidentemente vulgar que la descartó de inmediato de los gustos de su amigo, que siempre se había inclinado por mujeres de fuste, altas, delgadas, llamativas. Mujeres bellas, mujeres que despiertan la envidia de otras mujeres y la admiración de todos los hombres, especialmente si es otro quien las lleva al lado. Mujeres interesantes, seductoras, deseables, diferentes. Marga no era así. Su mediocridad resultaba tan notable que hasta la novia más celosa hubiese permitido a su pareja emprender junto a ella un largo viaje alrededor del mundo. No parecía alguien que se debiera tener en cuenta, o eso fue lo que Victoria pensó. Y se equivocó, claro. De medio a medio. Porque aquella veinteañera insignificante, tan escasamente atractiva, que no era alta ni baja, delgada ni gruesa, rubia ni morena, que no era lista, ni chispeante, ni simpática, ni tenía una personalidad arrolladora ni una inteligencia fuera de lo común, consiguió lo que ninguna mujer había logrado en treinta y tantos años: que Jan se enamorara de ella.

Volvieron a verse unas semanas después de aquel encuentro casual, en la presentación del libro que Jan había escrito y que Marga Solano había corregido diligentemente hasta liberarlo de erratas y comas mal puestas. Cuando la reconoció -después de que Marga la saludase efusivamente-, Victoria tuvo un arranque de maldad, y se preguntó desde cuándo las editoriales invitaban a las presentaciones al personal subordinado. Se arrepintió de inmediato de su propia crueldad, y se impuso la penitencia de ofrecer a Marga un sitio a su lado. Ella la siguió como un perrito faldero, o como una chiquilla feúcha a quien ha convocado a una fiesta la más popular del instituto.

– Muchas gracias, de verdad. Me siento un poco fuera de lugar aquí. Como no conozco a nadie… Me enteré de la presentación por el periódico, y como el señor Alonso fue tan amable conmigo el otro día, pensé ¿y por qué no? Cualquier momento es bueno para aprender algo nuevo, ¿no le parece?

– Trátame de tú -le dijo, más que nada para esquivar la pregunta absurda que acababa de hacerle-. No soy tan vieja.

– Oh, no, desde luego que no… No es por eso… es que… No sé cómo decirlo, las personas como usted, bueno, como tú… me imponen respeto, ¿sabes? Viajan por el mundo contando lo que saben, la gente las escucha y todo eso. Entiende que es muy difícil no sentirse un poco intimidado cuando se es alguien como yo.

«Alguien como yo.» Eso había dicho. Aquella declaración de humildad -o, para ser más exactos, de voluntaria humillación- provocó en Victoria una rara mezcla de ternura y desprecio. Quizá eso es la compasión, pensó, y se sintió profundamente mezquina porque, al fin y al cabo, lo que Marga Solano pensaba de sí misma era a grandes rasgos lo mismo que pensaba ella. Sintiéndose magnánima, cambió de tema y le contó alguna frivolidad sobre el presentador del libro -un ex ministro reciclado en analista político e impuesto por la editorial (era igual de malo como analista que como ministro)-, que Marga escuchó con los ojos muy abiertos y la sonrisa incrédula del que ha sido transportado muy cerca del nirvana de las revelaciones y los chismes del mundo intelectual. Fue la propia Victoria quien insistió en que se quedara al cóctel posterior: «Así podrás saludar a Jan», dijo, y Marga obedeció agradecida, y compró un ejemplar del libro para pedir que se lo firmara.

Tomaron juntas una copa de un vino áspero y barato -Victoria tuvo que recordarse que, después de todo, Jan no era un autor de bestseller-, y a Marga se le soltó un poco la lengua. Era licenciada en Filología Inglesa, y llevaba años saltando de un empleo precario a otro esperando la convocatoria de unas oposiciones que no llegaban nunca. Daba clases de inglés a domicilio, corregía textos para las editoriales y los fines de semana hacía turnos de doce horas en una librería. Victoria volvió a sentir una ráfaga de vergüenza al recordar su poca piedad catalogando a aquella chica. Cuando llegó Jan, le dio la mano con menos energía que la otra vez, y le tendió tímidamente el libro con intención evidente mientras susurraba su nombre, «Marga», dando por hecho que no había motivo para que lo recordara. Alguien reclamó a Jan antes de que pudiese rubricar la primera página, y Victoria volvió a quedarse sola con ella.

– ¿Hace mucho que estáis juntos? -preguntó.

– ¿Quiénes? Jan y yo? No estamos juntos… Bueno, no en ese sentido. Somos amigos desde hace siglos.

– Ah. Oh. Lo siento…

– ¿El qué? ¿Qué no estemos juntos?

– No -se rió-. Haberlo preguntado. Es una impertinencia. Y, además, tampoco es asunto mío.

«Tienes razón, no lo es», fue la respuesta que tuvo Victoria en la punta de la lengua, pero luego recordó los fines de semana haciendo horas extras en una librería y las correcciones mal pagadas.

– No te preocupes. Le pasa a mucha gente.

Era verdad. Victoria, igual que el propio Jan, llevaba años respondiendo a ese tipo de inquisiciones. A pesar de todo, no se había acostumbrado a ellas, y todavía le molestaban, pero la pobre chica no tenía la culpa. Volvió a imaginarla dejándose los ojos sobre galeradas llenas de erratas para completar su magro sueldo de vendedora de libros, y decidió que al menos aquel día la señorita Marga Solano iba a tener un lugar de privilegio en el espectáculo que se había resignado a ver de lejos. Pasó la siguiente media hora paseando con ella de grupo en grupo, presentándole a un crítico de cine, a una actriz, al conductor de un informativo de televisión, a dos o tres escritores en el umbral de la fama… Definitivamente, la chica estaba pasando una tarde memorable, y Victoria se sintió bien consigo misma por habérsela proporcionado. Después de todo, era bastante simpática y menos simple de lo que le había parecido la primera vez.

– Ya estoy de vuelta. -Jan cogió una cerveza prácticamente al vuelo.

– A saber por cuánto tiempo. Marga, que te firme el libro antes de que alguien vuelva a llevárselo.

– Victoria, Victoria, Victoria… Sabía que iba a verte por aquí.

Era Jaime Alguero, director de un periódico de tirada nacional, y últimamente perejil de todas las salsas que se cocinaban en Madrid. Victoria siempre se preguntaba de dónde sacaba el tiempo para participar en una tertulia radiofónica, escribir dos artículos semanales, intervenir en programas de televisión y de paso dirigir un diario. Aquel tipo no le caía bien, pero era una de esas personas con las que es mejor mantener una relación cordial, así que le dedicó una sonrisa y un apretón en el brazo.

– Cuánto tiempo, Jaime.

– Vamos a tomar una copa. El hombre del día está bien acompañado, y yo tengo que hablar contigo.

Y, con las mismas, se la llevó a una esquina. Mientras sorbía sin ningún interés la segunda copa de aquel vino horrible y escuchaba la proposición de Alguero para escribir una columna en las páginas de opinión, pudo ver a Marga riéndose de algo que Jan había dicho. Tenía una risa preciosa, sonora y frágil. Una risa de cristal. De pronto le pareció mucho menos vulgar. Aquellas carcajadas nada escandalosas habían obrado una especie de prodigio. Jan seguía hablando, como si pretendiese azuzar el grato concierto de buen humor, y Marga le miraba con la expresión radiante de una quinceañera que acaba de aceptar una primera cita con el guapo de la clase. Victoria no supo por qué se notaba tan rara. De pronto, Marga le recordó a aquella Eva Harrington de la película de Cukor, y se avergonzó al reconocer que empezaba a sentirse como la mismísima Margo Channing.

Después de aquella tarde, y durante mucho tiempo, Victoria se preguntó cómo habrían sido las cosas de no haberse empeñado en pagar con amabilidad una absurda penitencia por su actitud supuestamente arrogante. Si hubiese contenido sus instintos piadosos, si no se hubiera empeñado en jugar al hada madrina. Si aquella tarde se hubiese limitado a saludar a Marga Solano en lugar de pasearse con ella por la fiesta, introduciéndola en todos los grupos como si se tratase de su mejor amiga o de su hermana menor de vacaciones en la ciudad. Llevaba siglos sin pensar en ello, pero ahora volvió a hacerlo, y se preguntó una vez más qué grado de responsabilidad tenía en el nacimiento de un romance sin pies ni cabeza. Porque aquella tarde el querido Javier Alonso Nance, famoso periodista y reputado politólogo, se colgó de una mujercita insignificante que ni siquiera estaba en su misma órbita. De alguien que, de haber seguido girando el mundo en la dirección adecuada, se hubiese contentado con suspirar por él desde la otra orilla de la contraportada de un libro. Y de pronto allí estaba Jan, telefoneando a Marga, invitando a Marga, yendo a buscar a Marga a la puerta de la librería mientras sus compañeras vigilaban entre risitas la llegada de aquella conquista de primer nivel. Y lo peor es que Victoria no se dio cuenta de lo que ocurría hasta que el propio Jan le confesó que iba a pedirle a Marga que se casara con él. A la inexistente, a la gris Marga Solano. Victoria prefería no darle demasiadas vueltas, pero íntimamente la elección de Jan había provocado en ella algo parecido a la decepción, y le dieron ganas de decirle: ¿y para esto has esperado tanto?

De todas formas, se alegró. Oh, claro que lo hizo. Por Jan. Y, sobre todo, por Solange. La niña se estaba criando en un afectuoso desorden de padre solícito, abuela amorosa y amiga bien predispuesta, pero no estaría de más que tuviese cerca algo parecido a una madre -ya que no se podía contar con Chloe para llevar con soltura semejante título-, y ésa era una necesidad que iría creciendo a medida que Solange lo hiciera. Sólo por eso, la noticia de la boda de Jan era ya algo digno de ser celebrado. Por otro lado, pensaba Victoria, un alto porcentaje de mujeres hubiesen considerado amenazante la presencia de una niñita de cinco años que iba en el lote del Príncipe Azul.

Sabía bien lo que significaba aquello, pues en su momento había sido una pequeña cenicienta cuando su padre viudo se casó por segunda vez. Es cierto que su madrastra no era la del cuento -jamás la obligó a levantarse al amanecer para fregar los suelos, ni a comer las sobras de la cocina-, pero siempre se las arregló para hacerle saber que estaba de más. La llegada al hogar de los gemelos -dos príncipes guapos y rubios que hubiesen complacido la imaginación del propio Andersen- la relegó definitivamente a un segundo plano. Fue entonces cuando la situación se complicó. La Reina Mala sugirió que, ya que los niños daban tanto trabajo y le absorbían todo el tiempo que no pasaba preguntando al espejo quién era la más hermosa del reino, ¿no sería preferible enviar a Victoria a un internado donde pudiera completar su educación? (Su educación. ¡Ja! Si estaba en mitad de la EGB, por el amor de Dios.) El caso es que el Rey Padre pasó por el aro. Superado el primer disgusto, Victoria se dijo que había tenido suerte: a otra huerfanita menos afortunada la habían enviado al bosque para que se la cargara un cazador, y acabó haciendo de criada para siete enanos mineros. Al menos, a ella la habían facturado a un distinguido colegio de Cornualles.

Volvía a casa de su padre tres veces al año: en Navidad, durante las vacaciones de Pascua y quince días en verano (el resto lo aprovechaba para aprender francés en Normandía). Las visitas a aquella casa se le antojaban a Victoria demasiado largas. Por supuesto que no había discusiones, ni malas caras ni escenas desagradables, pero ella se sentía como un bicho raro, y le costaba trabajo recordar que tres de aquellos seres compartían su ADN. No llevaba ni una hora en la casa familiar cuando ya estaba preguntándose qué demonios pintaba allí mientras su madrastra acababa de poner la mesa sin aceptar su ayuda y sus hermanos le enseñaban sus juguetes. En cuanto a su padre, le ofrecía refrescos y bombones con la solicitud obsequiosa que la gente bien educada reserva a los extraños. Si hubiese sido una invitada ajena a toda aquella grey compacta -el papá, la mamá, los dos guapos pequeñajos-, el trato que le dispensaban no hubiese sido muy distinto. Todos eran tan amables que Victoria recordaba a cada segundo que estaba allí de prestado. Por eso, cuando acabó los estudios secundarios, se matriculó en la universidad que quiso y se buscó una plaza en un colegio mayor sin consultar la opinión de nadie. Aquellos años le habían servido para aprender inglés, francés… y a apañárselas sola.

Ahora mantenía con todos una civilizada relación en la distancia. Su padre y su madrastra pasaban su jubilación en Mallorca. Sus dos medio hermanos vivían en Barcelona, pero hacía seis o siete años que no se veían. Tiempo atrás, cuando acababa de casarse, uno de ellos la había llamado porque pensaba viajar a Nueva York y necesitaba alojamiento. Victoria le facilitó el nombre de tres hoteles, pero en ningún momento le ofreció su casa y ni siquiera se sintió mal por ello. No creía en la voz de la sangre, y por eso le daba exactamente igual que alguien que llevase la suya se viese obligado a dormir bajo el puente de Brooklyn.

Cuando Jan empezó a salir con Marga, Victoria se conjuró consigo misma para evitar que Solange pudiese vivir una situación ni remotamente parecida a la suya. Era difícil imaginar que la historia se repitiera -Jan no tenía nada que ver con el calzonazos insensible que había demostrado ser su padre-, pero por si acaso decidió estar alerta ante cualquier signo sospechoso. Por fortuna, tardó poco en darse cuenta de que no había nada de qué preocuparse: Marga se rindió a Solange de la misma forma apasionada y sin condiciones con que se había rendido al propio Jan. Su amor por la niña no era parte de una estrategia de seducción ni una forma de trágala. La quería de verdad, sin fisuras de ningún tipo, y estaba dispuesta a cuidarla, a protegerla y a amarla de la misma forma que lo hubiera hecho con sus propios hijos de haberlos tenido. Claro que eso no sucedió. Jan decía que ninguno de los dos deseaba descendencia, pero Victoria siempre sospechó que aquélla era una verdad a medias. Hubiese apostado la mano derecha a que la buena de Marga había sublimado sus deseos de maternidad en beneficio de la aversión de Jan a aumentar la familia.

Una vez, cuando llevaba un tiempo casado, Jan habló del asunto con Victoria. No quería más hijos, dijo. Se sentía incapaz de multiplicar voluntariamente el inmenso caudal de preocupaciones, inestabilidades y miedos que había sentido al criar a Solange. Amaba a aquella niña mil veces más que a su propia vida, y aquel amor traía de la mano una insoportable fuente de inquietudes, de responsabilidades ante el presente y el futuro. Le contó que tras nacer la pequeña había desarrollado un miedo cerval a viajar en avión, porque por primera vez en su vida tenía motivos para temer a la muerte, y cuando superó aquella fobia se sorprendió a sí mismo levantándose media docena de veces cada noche para comprobar que la niña seguía respirando. Cuando iba con ella por la calle se le pasaban por la cabeza todo tipo de horrendas eventualidades -un perro rabioso que la mordiera, un coche fuera de control que se la llevara por delante, un ladrillo desprendido que le abriese la cabeza-, así que tardó siglos en dar con Solange un paseo mínimamente relajado. Aunque había ido sobrellevando y hasta venciendo toda aquella legión de paranoias, aún experimentaba una indeseable inquietud cuando se separaba de Solange más de unas horas. Se angustiaba cuando tenía fiebre, pensaba que podía sufrir de meningitis si vomitaba y cada vez que la chiquilla decía estar cansada empezaba a ver la amenaza de un ELA o una esclerosis múltiple. La había llevado a urgencias tantas veces que en el Hospital del Niño Jesús Jan era una especie de leyenda urbana entre los médicos de guardia, los enfermeros y hasta los celadores: el padre pirado que llegaba al borde del colapso nervioso cuando su hija tosía tres veces seguidas. No, en modo alguno sería capaz de pasar por lo mismo con otra criatura.

– Así que, básicamente, el problema es que eres un neurótico.

– Llámalo como quieras. No pienso tener más hijos y se acabó.

– ¿Y qué dice Marga?

– Marga está de acuerdo. Nunca le hizo ilusión ser madre y además, desde el punto de vista práctico, es como si Solange fuese suya, pero sin haber tenido que pasar por el embarazo, el parto y todo eso de las estrías.

Victoria se encogió de hombros. Tampoco era la más indicada para hablar de las bondades de la familia -ella sí que no tenía ningún interés en aumentar la población mundial-, pero pensó que Jan no había considerado la cuestión desde todos los ángulos. En su opinión, su amigo adoptaba la postura más cómoda al no analizar detenidamente la aquiescencia de Marga, que a buen seguro era consecuencia de su docilidad y sus deseos de besar el suelo que Jan pisaba. Si Jan no quería hijos, no habría hijos. Pero las cosas no eran tan sencillas. Nunca lo son, y menos en ese tipo de asuntos.

Para Victoria, la adoración que Marga sentía por Jan era toda un arma de doble filo. Por un lado, la tranquilizaba saber que su amigo iba a pasarse la vida al lado de una mujer cuyo único objetivo era hacerle sentir el rey del universo. Alguien dispuesto a cuidarlo, mimarlo, quererlo sin ambages, entenderlo hasta en sus mayores rarezas. Lo de Marga con Jan era idolatría en estado puro. Pero, por otra parte, Victoria no podía evitar sentir una sombra de desprecio hacia una mujer tan dispuesta a renunciar voluntariamente a sí misma en beneficio de otro, ni siquiera aunque el otro fuera Jan. Y eso complicó sutilmente la relación de ambas.

A Victoria nunca se le ocultó que él hubiese dado la mitad de su reino a cambio de que entre ella y Marga naciese esa lúcida amistad que surge a veces entre las mujeres (Jan siempre insistía en que, pese a la leyenda negra de rivalidades y celos, cuando alcanzaban la madurez, resultaban mucho mejores amigas que los hombres), y sabiendo lo importante que era para Jan, Victoria lo intentó con toda el alma. Pero no dio resultado, y bien sabe Dios que no por culpa de Marga, que seguro que ponía toda la carne en el asador para alcanzar el objetivo soñado. Pero no era una cuestión de buena voluntad, sino de algo más difícil.

En el fondo, a Victoria, Marga nunca le gustó del todo. Le molestaba el evidente sentimiento de inseguridad que transmitía, esa sensación que emanaba de estar de más en todas partes, incluso aquel embobamiento infantil que demostraba con respecto a Jan. Y, por supuesto, su conciencia de ser inferior a cualquier persona que se cruzase en su camino. En cuanto pudo conocerla mejor, catalogó a Marga como una de esas mujeres desconfiadas que nunca encuentran nada bueno en las rebajas, pues creen que cualquier prenda de saldo oculta una tara, que todos los descuentos están ahí para disfrazar botones rotos, bolsillos descosidos y mangas contrahechas. Las personas así piensan que sólo los candidatos al timo pueden pretender comprar algo con un descuento del setenta por ciento, y se pierden las gangas de la misma forma que se pierden muchas otras cosas, por estar siempre buscando tres pies al gato. Jamás se lo dijo a Jan, pero Victoria estaba segura de que, en lo más profundo de su corazón, Marga no se fiaba de ella, de la misma forma que no se fiaba de las ofertas de los grandes almacenes.

Así que aquella amistad con la que Jan había soñado quedó transformada en una especie de sucedáneo del cariño, en un afecto superficial que era preferible no poner a prueba. Por suerte, tanto Marga como Victoria habían aprendido a disimular. A ojos de un tercero, cualquiera hubiese podido pensar que eran las mejores amigas del mundo, y quizá ambas estaban orgullosas de haber sabido construir esa fachada de cartón piedra. Un decorado endeble de amor simulado que podría venirse abajo en cualquier momento de no estar allí Jan para reforzarlo de forma constante. Fue entonces cuando Victoria recordó que Jan ya no estaría nunca más, y se preguntó qué pasaría entre ellas a partir de entonces. Aunque, sin Jan, ¿qué más daba ya lo que pudiese pasar con Marga?

Victoria soportó el funeral sorprendentemente bien. De hecho, lo pasó casi sin enterarse, ensimismada como estaba en sus propias elucubraciones. Se fijó en que Solange y Marga tenían los ojos clavados en el féretro. Ella ni siquiera miró la caja. Jan se había marchado, y su cuerpo no estaba en ningún sitio. Al acabar la ceremonia, salió sólidamente protegida por Herder. Todo el que lo viera junto a ella, seguro y firme, grave y entero, pensaría a buen seguro que aquel hombre era algo así como una sólida roca, una playa avistada en medio de un naufragio, un saliente al que aferrarse para evitar una caída. No supo explicarlo, pero se alegró de pensar que juntos provocaban esa sensación. Quizá ése era su principal problema: lo mucho que en el fondo le importaba la opinión de los demás. Saber que todos la consideraban afortunada por llevar al lado a Herder van Halen no le dejaba tiempo para reconocer que quizá sería mejor estar sola.

Se escabulló buscando un taxi antes de que alguien la reconociera entre la gente. Por fortuna, los amigos más cercanos habían entrado en la capilla, y sólo quienes estaban en el tanatorio por puro compromiso habían consentido ocupar la última fila. Allí no había ningún rostro familiar, y Victoria se sintió aliviada. No le apetecía hablar con nadie.

Se acomodó en el taxi junto a Herder, que dio al conductor la dirección del hotel. Recordó la invitación de Marga para reunirse con ella y con Solange en la casa familiar, pero dudó unos segundos sobre la conveniencia de ir. De hecho, a esas alturas estaba ya solemnemente arrepentida de haber cedido al impulso de viajar a España. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿De qué servía su presencia en una ceremonia absurda a la que el propio Jan había sido ajeno? ¿Por qué había tenido que montar el numerito de la fiel amiga que pierde el bofe por acudir a un funeral? Jan ya estaba muerto así que… ¿Qué más daba que ella estuviese en Madrid o en Kuala Lumpur? Se quitó las gafas negras y se secó el sudor de las aletas de la nariz.

– Tengo que ir a la embajada.

La voz de Herder la sacó de sus cavilaciones.

– ¿Por qué?

– Hay un nuevo embajador. Le conozco, fuimos compañeros en un seminario en Brown. Quiere saludarme. Me ha invitado a comer.

Así que era eso. La solicitud de Herder, su atenta gestión de la crisis, su disponibilidad, escondían simplemente una ocasión de mantener un encuentro con un diplomático en un país extranjero.

– No creo que se alargue mucho. Espérame en el hotel. Duerme una siesta o… o date un baño.

«Qué considerado de tu parte organizarme la agenda.»

– De acuerdo. Que el taxi te deje en la embajada, nos queda de camino. Luego sigo yo al hotel. Te espero allí… o tal vez salga a comer fuera, ya veremos.

– ¿Qué tal estás?

Ella no contestó. Hizo con los hombros un gesto que podía entenderse como de resignación, aunque alguien más interesado en el comportamiento ajeno que el aspirante a senador Herder van Halen lo hubiese interpretado de otra forma. Lo que Victoria quería darle a entender es que no pensaba perder el tiempo en explicarle cómo se sentía, entre otras cosas porque tampoco lo iba a entender. Si en siete años había sido incapaz de comprender su relación con Jan, ¿cómo iba a hacerse una idea de lo que para ella significaba su desaparición definitiva?

El coche se detuvo frente a la puerta de la embajada. Un edificio horrible, pensó Victoria, y sintió cierto placer al compartir su impresión con su marido patriota y chauvinista.

– Debe de ser la embajada más fea de todo Madrid -le dijo al despedirse.

– Es por seguridad. -La besó levemente en los labios-. Procura descansar. Luego te veo.

El aire ardiente del mes de agosto entró por la puerta abierta. Victoria se reclinó en el asiento buscando la protección del aire acondicionado.

– ¿En qué hotel me dijo que se alojaban? -preguntó el taxista.

Victoria lo pensó un momento. Era lo más sensato que podía hacer: regresar a su habitación climatizada, pedir un almuerzo rápido al servicio de habitaciones, dormir una larga siesta, meterse en el jacuzzi. Luego, hacer el equipaje, llamar a la secretaria de Herder y pedirle que reservase dos pasajes de vuelta en el primer avión que saliese al día siguiente con destino a cualquier lugar de Estados Unidos. Poner tierra de por medio entre ella y los restos del desastre. Alejarse de Madrid, de su pasado, de su vida anterior. De todo lo que quedaba de Jan, y que, al no estar él, debería dejar de tener sentido cuanto antes.

Tomó aire unos segundos.

¿A quién quería engañar?

– En realidad, no voy a ir al hotel. Lléveme a la calle Recoletos. Me están esperando allí.

La casa de Jan. También era la de Marga, por supuesto, y obviamente la de Solange, pero había sido de Jan antes que de nadie, y a Victoria le gustaba pensar que también era un poco suya. Después de todo, ella le había ayudado a encontrarla, igual que ayudó a hacer la reforma, y a comprar los muebles y a dar de alta la luz, y el agua, y el teléfono. Era un piso precioso. Ciento ochenta metros cuadrados en pleno centro de Madrid, cinco balcones a la calle Recoletos, un salón inmenso y una cocina llena de luz. Había sido una ocasión de oro. Noventa millones de pesetas en 1996. Eso sí, estaba hecho una pena y hubo que gastar un disparate en arreglarlo. Pero por aquel entonces Jan estaba obsesionado con la idea de que necesitaba comprar una casa después de vivir durante toda la vida en distintos apartamentos de alquiler que habían pasado por todos los grados de habitabilidad que oscilan entre el lujo y la cochambre, siempre en función de la fase económica que atravesara. Sus trabajos irregulares le obligaban a adaptarse a las circunstancias, así que no le parecía ningún drama vivir en un apartamento de diseño y tener que dejarlo para instalarse en un estudio que hubiese podido ser calificado de pocilga. Pero luego llegó Solange, y en un par de años Jan asumió que no podía someter a una criatura a aquel ir y venir demencial. Era el momento de elegir un hogar definitivo, de decorar una habitación con nubecitas azules y lunares de color rosa.

Desde el punto de vista económico, era el mejor momento para dar el salto a la categoría de propietario. En aquella época Jan había empezado a jugar en Bolsa -a Victoria le daba miedo aquella forma de referirse al ejercicio bursátil, jugar, como si las subidas y bajadas fuesen en el fondo una partida de póquer-, y se le habían dado bien las inversiones. Era un tipo con suerte, reconocía él, aunque tampoco ocultaba a nadie que dedicaba dos horas al día a estudiar los movimientos precisos de aquel particular ajedrez. No se había hecho rico, por supuesto, pero sí ganado lo suficiente como para comprar aquella casa y convertirla en un lugar para vivir, lo cual no había sido nada fácil. Vic y Jan pasaron horas hablando con proveedores, lidiando con obreros informales, con vendedores de azulejos, instaladores de parquet y demás fauna y flora del acondicionamiento de viviendas.

Todos pensaban que eran un matrimonio, y la mayoría de las veces no se preocupaban por sacar a ninguno de su error. Al fin y al cabo, no era fácil que volviesen a ver al fontanero, al carpintero o a los pintores y, como Jan se encargaba de recordar, todos serían más escrupulosos en el trabajo si estaban convencidos de que había una mujer al mando de la flota. Así que jugaron a ser esposo y esposa delante de aquellos desconocidos, y Victoria encontraba secretamente divertido ejercer de adusta señora de la casa y protestar por la altura del rodapié o llamar la atención sobre una puerta mal lijada. Luego, cuando Jan se casó, Victoria supo que se había quedado sin derecho alguno sobre aquella casa que había considerado una posesión lejana, y le fastidió sentirse levemente rabiosa. Las broncas con los obreros, los presupuestos retocados, las informalidades del calefactor, toda la pequeña colección de miserias que trae consigo una casa nueva deberían haber sido cosa de Marga, que iba a comerse toda la miel sin recibir previamente ni el amago del aguijonazo de una de las abejas.

Fue Solange quien le abrió la puerta.

– ¿Dónde te habías metido? Te busqué a la salida del funeral. Pensé que te habías marchado… yo…

Se echó a llorar otra vez. Victoria le pasó la mano por el cabello, un cabello algo aceitoso, tan parecido al de Jan, aunque tal vez el exceso de grasa fuese cosa de la adolescencia

– Herder tenía prisa. -Le encantaba echarle la culpa de todo.

Besó a Solange en la frente y volvió a mirarla. Estaba guapísima incluso así, con la cara hinchada de tanto llorar. Llevaba puestos unos pantalones pitillo de color gris oscuro, unas bailarinas negras y una camiseta de algodón larga hasta las rodillas y estampada con una enorme calavera. Una camiseta horrible que sólo alguien como Solange podía llevar encima y seguir pareciendo lista para ocupar la portada de una publicación de moda para adolescentes.

– ¿Hay mucha gente ahí dentro?

Solange negó con la cabeza. Iba a hacer la enumeración, pero Chloe apareció por el pasillo. Dichosa Chloe, que parecía tener el don de la ubicuidad.

– Hola de nuevo, Victoria. Me alegro de que hayas llegado. Ahí dentro todos preguntan por ti. No sabían que habías venido desde América.

Estupendo. Así que ahora iba a convertirse en la estrella invitada. Detectó cierto retintín en la declaración de Chloe. A lo mejor pensaba que aquel papel le correspondía a ella y que iba a serle usurpado. Le dieron ganas de decirle que no tenía ninguna intención de relegarla al puesto de segunda vedette. «Quédate con los aplausos, Chloe. Quédate con la atención del público, quédate con todo lo que tú quieras.»

– Solange, querida, descansa un poco. -Se volvió hacia Victoria como buscando una aliada-. Lleva casi dos días sin dormir. Yo creo que debería echarse.

«Yo cgeo que debeguía echagse.» Vic decidió que en aquella ocasión era preferible ponerse del lado del más fuerte.

– Tu madre tiene razón. Duerme un rato. Te… te veré luego y hablaremos.

Error. No debería haberse comprometido a esa futura charla. Además, ¿de qué se suponía que iban a hablar? Con esas promesas, parecía estar dejando una puerta abierta a las expectativas de los otros. «Menos mal que has venido.» «Gracias a Dios que estás aquí.» Como si ella pudiese ser la panacea de todos los males. Como si su caro bolso de piel llevase oculta una varita mágica capaz de resolver los problemas. Quizá en una época había sido así, pero ya no. Tenía otra vida lejos de Madrid. Lejos de Solange, de Marga. Lejos de Jan. Más lejos que nunca, a partir de ahora.

– Está bien. -Solange la besó, y luego se volvió hacia su madre-: Tú te vas ya, ¿no?

– Sí. Mi vuelo sale dentro de dos horas. Estaré un rato con Marga, y luego tomaré un taxi para el aeropuerto.

Aquella mujer era increíble. Iba a largarse así, dejando a su hija huérfana. Claro que ése era el modus operandi de Chloe: salir pitando de todas partes donde hubiese un atisbo de conflicto. Besó a su hija y la abrazó teatralmente con sus hermosos y blancos remos de cuarentona sofisticada.

– Sé fuerte, mi amor. Te llamaré esta noche, ¿de acuerdo?

Solange ni siquiera contestó. Se alejó por el pasillo, dando pasos rápidos con sus elegantes zapatos de ballet. Chloe no se movió del vestíbulo. Dedicó a Victoria una mirada de resignación, y ella supo que había llegado el momento de las confidencias. O, al menos, del remedo de ellas.

«Vamos, Chloe, juguemos a ser amigas. Cuéntame algo que no sepa. Pídeme un consejo, ayuda, consuelo… Es lo que toca, ¿verdad?»

– ¿Qué me dices de la camiseta? ¿Tú crees que se puede andar por ahí con esa cosa larga y estirada? Le dije que se pusiera una blusa con los leggins grises, pero ni caso. Es testaruda como ella sola.

Victoria sólo pudo componer una mueca desmayada. Lo último que esperaba era que Chloe sacase a colación el asunto de la indumentaria de su hija. Por fortuna, enseguida cambió el tercio para meterse en la piel de la madre preocupada.

– Está destrozada, la pobre. Adoraba a Javier… Pero eso tú ya lo sabes. Más adelante me gustaría que se viniese conmigo a París. Cuando acabe todo este lío de las colecciones. Diciembre es un buen mes, aunque hace tanto frío…

Estupendo. Chloe iba a aplazar cuatro o cinco meses la visita de su hija sin padre. ¿De qué demonios estaba hecha por dentro aquella mujer?

– La verdad es que Solange y yo no nos conocemos mucho. -Había un tono desapasionado en su confesión-. Yo era tan joven cuando nació… Supongo que no me ocupé mucho de ella. Y luego estaba Javier, claro. Me lo puso demasiado fácil llevándosela enseguida.

Así que ahora la culpa de que Chloe fuese una madre horrible era sólo de Jan. Victoria sintió deseos de pegarle. ¿Y si lo hiciera? ¿Se sentiría mejor si fuese capaz de dar una bofetada a Chloe? Una bofetada sonora, con la mano abierta y el factor sorpresa multiplicando su efecto humillante. Cualquier cosa antes de seguir allí de pie, en el recibidor, escuchando obviedades.

– Victoria… Me dijeron que estabas aquí.

Tardó unos segundos en reconocer la voz de Santiago Lema. Llevaban seis o siete años sin verse, y le sorprendió encontrarlo distinto, aunque no era capaz de explicar en qué había cambiado. Estaba más delgado, sí. Y a lo mejor también tenía menos pelo. En definitiva, el tiempo también había pasado para él. Como para todos. Santiago le tendió la mano, y a ella le pareció absurda la formalidad del gesto, así que lo besó en las mejillas. Junto a ellos, Chloe no perdía ripio. Victoria sospechaba que se sabía la historia. O, al menos, una parte. Quizá Jan se la había contado.

– Chloe, ¿nos dejas un momento?

Santiago, tan poco amigo de formalidades y ceremonias. Tan directo, tan escasamente diplomático cuando era necesario.

– Oh, claro que sí. Tendréis cosas de que hablar.

«Tendgeis cosas de que hablag.» Maldito Jan. Nunca había sabido cerrar la boca. Por fortuna, Chloe se alejó meneando su privilegiado esqueleto, su culo respingón protegido por un pantalón de diseño.

– ¿Cómo estás?

Qué pregunta tan torpe, pensó Victoria. Sonrió y se encogió de hombros.

– Intentando hacerme a la idea, supongo. -Se dio cuenta de pronto de que hacía mucho calor en aquel vestíbulo-. Oye, ¿qué pasó exactamente? Marga no me explicó nada. Y tampoco iba a preguntarle a ella, o a Solange.

– No hay mucho que contar. Fue un infarto. Se desplomó en la calle. Llegó muerto al hospital. Ni siquiera se dio cuenta.

«Y tú qué sabes. Qué sabemos nosotros de lo que pasa en esos segundos previos a la muerte. Cuánta conciencia, cuánta lucidez hay en ese último instante.»

– No estaba seguro de que fueras a venir. Marga no se enteró muy bien de lo que le contestaste.

– Si te digo la verdad, yo tampoco sé lo que le dije… ni lo que me dijo ella. Me vine casi a ciegas, fíjate.

– ¿Por qué no me llamaste?

Eso, ¿por qué?

– No tengo tu número. -Era una forma elegante de responder «porque llevo siglos sin hablar contigo y no eras la persona con la que me apetecía comunicarme en ese momento».

– El caso es que yo sí iba a llamarte porque… Bueno, hay algo de lo que deberíamos hablar. Se trata de Jan.

Un pinchazo en el estómago. Victoria se preguntó si, de ahora en adelante, iba a sentirse así cada vez que oyese aquel nombre.

– Tú dirás…

– Ahora no, Victoria. Es largo de explicar y no estamos en el sitio más adecuado. Éste es el número de mi despacho. Llámame mañana, a la hora que tú quieras, y nos vemos un momento.

Guardó la tarjeta justo cuando Marga apareció por el vestíbulo.

– Victoria… Te estamos esperando para comer algo. Ven tú también, Santiago.

– No, gracias, tengo que marcharme. -La besó tras estrecharla unos segundos en un abrazo-. Te llamo después, ¿vale? Y no te preocupes por nada. Yo me encargo de lo que haga falta.

Santiago Lema, el eficiente abogado. Qué amable de su parte ofrecerse para todo. Victoria pensó si también iba a abrazarla a ella para despedirse, pero no lo hizo.

– Hasta mañana, Vic.

En el salón, alguien había dispuesto una mesa de bufé tan bien surtida que parecía un bodegón de Arcimboldo.

Victoria se dio cuenta de que tenía hambre. Llevaba casi un día sin comer, a excepción de los aperitivos del avión y las sobras de los bollos en el hotel. De buena gana se hubiese colocado en el mejor sitio junto a la comida para dar cuenta de la tortilla de patata, las empanadas chilenas y la fuente de embutidos, pero, como bien había advertido Marga, había demasiada gente esperando por ella. La noticia de su presencia había corrido como la pólvora entre los asistentes al funeral. Victoria está aquí. Victoria. Sí, la que vive en América, la que se casó con un ricachón. La amiga de Jan. La amiga de Jan. La amiga de Jan. Y, a continuación, las dobles miradas, las sonrisas maliciosas, las mismas expresiones irónicas que le resultaban tan familiares desde hacía casi treinta años. ¿Y si se marchaba ahora, antes de dar a las fieras su diaria ración de carnaza? ¿Y si los dejaba a todos con un palmo de narices, hurtándoles la oportunidad de escrutarla, de analizarla, de hacer elucubraciones malignas sobre su estado de ánimo? Debían de estar encantados con el espectáculo: ella y Marga bajo el mismo techo, listas para echar de menos a Jan, consolándose mutuamente, compitiendo quizá en el dolor por la pérdida.

Conocía a la mayoría de la gente -aunque había olvidado casi todos sus nombres-, pero también había personas extrañas a las que un alma caritativa habría puesto en antecedentes de la situación. Victoria comprobó, consternada, que unos y otros tenían intención de ofrecerle sus condolencias, de convertirla en merecedora de una atención especial. Los mismos que habían dado el pésame a Solange y a Marga pretendían otorgarle el mismo tratamiento supuestamente afectuoso que a la viuda y a la hija de Jan. Y se propuso firmemente hacerles fracasar. Supo poner distancia. Dar a aquellos abrazos, a aquellos besos, la frialdad recíproca de un saludo social. No lloró, no se le quebró la voz, y por supuesto no dio las gracias a los que querían confortarla. Cuando alguien le decía «lo siento mucho», ella contestaba «yo también», colocando así al otro al mismo nivel de pesar. Tras terminar los saludos se sintió agotada. Hubiese sido capaz de dormirse allí mismo, sentada en la silla incómoda que alguien le había ofrecido, y que rechazó para acercarse a hablar un rato con Marga. Asumiendo que no habría fuegos artificiales, decepcionados tal vez por la insultante normalidad que se respiraba allí, los asistentes se dedicaron a la comida. Victoria se sirvió un emparedado. Marga dijo que no tenía apetito.

– Lo siento, pero no me entra nada en el cuerpo. ¿Ya has visto a Solange? -preguntó.

– Sí. Chloe la mandó a echarse un rato. Le vendrá bien descansar. ¿Cómo está?

– No lo sé. -Dibujó una sonrisa desangelada-. Ni siquiera sé cómo estoy yo. Ha sido tan inesperado que…

– Pero ¿Jan estaba mal? ¿Tenía problemas de corazón?

Victoria no conocía de nada a la mujer que acababa de plantarse entre ambas con la pregunta impertinente, pero de muy buena gana le hubiese propinado un empujón. ¿Por qué tenía la gente esa manía de investigar en las razones de una muerte? Y, sobre todo, ¿no habría nadie mejor a quien preguntar que a una viuda?

– No. No que yo sepa -balbuceó Marga.

Victoria supo que iba a echarse a llorar otra vez e, instintivamente, le pasó la mano por encima de los hombros y la atrajo hacia sí. Todas las miradas se volvieron hacia ellas. «Qué gran momento», pensó Victoria.

Por fortuna, Chloe entró en ese instante.

– Bueno, yo tengo que irme.

– ¿Tan… tan pronto? Solange se llevará un disgusto al saber que no vas a quedarte. ¿No puedes retrasar el regreso un par de días?

– Ah, no… Estoy hasta arriba de trabajo. Ya ha sido una locura dejar París en este momento. Acabo de hablar con Jean Claude y dice que no puede prescindir de mí ni un día más.

«Y dale con el dichoso Jean Claude.»

– Pero es que la pobre Solange… No sé, creo que para ella sería de mucha ayuda que estuvieses por aquí.

Victoria notó que le sudaban las palmas de las manos. La insistencia de Marga empezaba a incomodar a Chloe, no porque le importase mucho lo que le estaba diciendo, sino porque gracias a sus súplicas había una veintena de personas pensando al mismo tiempo que era una pésima madre.

– Mira, Marga, ya hablaré con Solange por teléfono. Esta misma noche la llamaré desde casa… Pero no puedo quedarme en Madrid de ninguna de las maneras.

Marga se echó a llorar otra vez, y el gesto de fastidio de Chloe se convirtió en una mueca de desprecio. Suspiró poniendo los ojos en blanco, y luego cambió con Victoria una mirada que quería ser de complicidad, aunque no encontró respuesta. Le dedicó una sonrisa seca antes de abrazarla.

– Siempre le decía que hubiera hecho mejor casándose contigo -susurró, a modo de despedida.

Victoria sólo pudo desear que nadie más hubiese oído aquellas palabras que, como todo lo que venía de Chloe, estaban cargadas del peor de los venenos.

Herder se había empeñado en almorzar con un antiguo compañero de hermandad. Siempre que viajaban, aparecía algún viejo colega del Lambda Kappa Omega (o algo por el estilo) con el que había que comer mientras se recordaban batallitas que tenían como escenario las verdes praderas de la Universidad de Brown. Victoria se preguntaba cuántos miembros tendría la dichosa fraternity de su marido (cientos, a juzgar por su facilidad para materializarse en cualquier sitio), y si éstos andaban diseminados por el mundo como una secta de pelmas empeñados en recordar su alegre pasado universitario delante de terceros. Porque, claro, para la sesión rememorativa los simpáticos muchachos de Lambdaloquefuera necesitaban público. Así que Victoria se había convertido en una experta en el arte de escuchar con una sonrisa mientras pensaba en sus propios asuntos todo el repertorio de las tontas barrabasadas que un puñado de gamberros hijos de papá perpetraban con el fin de divertirse. Le ayudaba pensar que al menos no estaba sola en el suplicio, pues todos los miembros de la fraternidad que había conocido estaban casados, de forma que entre sus mujeres solía establecerse cierta complicidad resignada que resultaba un consuelo mínimo. Mal de muchos… Pero, en aquella ocasión, las cosas se torcieron. Porque Lauren, la esposa de Frank Wilson, no podía ser, como ella, una simple espectadora del show. También era miembro de una fraternidad femenina de Brown -la muy enrollada Alpha Pi-, y había conocido a su marido y al propio Herder en aquella época de desenfreno postadolescente. De modo que Victoria se quedó sola ante el peligro mientras aquellos tres se acordaban de la noche en que habían asaltado la piscina del campus para darse un baño desnudos o de aquel estudiante húngaro que se partió la crisma intentando entrar por un balcón en el cuarto de su novia americana. La conversación no fue más allá del profuso intercambio de anécdotas -la mayoría de ellas ya rememoradas en otras reuniones- y Victoria nunca supo qué demonios estaban haciendo en Madrid los señores Wilson.

Por fortuna, la reunión se disolvió temprano. A las cuatro. Y sin demasiadas contemplaciones, Frank Wilson declaró que tenía que descansar un poco.

– ¿Cuándo volvéis a Nueva York?

Herder miró brevemente a Victoria.

– Mañana por la tarde.

Ella se sintió confortada. Así que ya había fecha para el regreso. Se alegró. No le quedaba nada que hacer en Madrid. Sólo ver a Santiago y escuchar lo que tuviera que decirle. Y eso ocurriría en cuestión de una hora. Se despidió de Frank y de su mujer -a él, por cierto, se le empezaban a cerrar los ojos-, y escuchó cómo Herder y Lauren hacían votos por no perder el contacto antes de arrancarse a cantar por lo bajini una bochornosa cancioncita de su época dorada. Frank no les siguió al estribillo. Se había quedado dormido en su cómodo sillón de mimbre y ni siquiera aquella muestra de nostalgia en versión musical fue capaz de despertarlo.

Cuando se bajó del taxi, Victoria pudo sentir en el rostro una ráfaga de calor seco, y aquella sensación sirvió para acentuar su desánimo. Se había dado cuenta de que no tenía ganas de ver a Santiago. Incluso habría preferido regresar junto a los señores Wilson para seguir escuchando historietas de hermandad, siempre y cuando Frank hubiese vuelto ya del mundo de los sueños. Además, le resultaba difícil pensar que ella y Santi tuviesen algo que decirse después de tantos años y de tantas cosas que habían pasado. «Se trata de Jan», le había dicho, pero Victoria pensó que podría ser una argucia para proponer una cita que, en otro caso, ella probablemente no hubiera aceptado.

Habían quedado en una pastelería de la calle Serrano. Fue ella quien propuso el sitio, aduciendo que estaba cerca de su hotel, pero en realidad lo eligió porque se le antojaba un lugar impersonal y vacío de todo significado. El mejor territorio para reencontrarse con un tipo al que había amado desesperadamente durante más tiempo del que quería reconocer.

– Hola, Vic.

– Hola…

Le dio un beso en la cara, y una vez más se preguntó cómo era posible que Santiago pudiese provocar en ella semejante indiferencia si hubo un tiempo en que temblaba como una hoja sólo con que la mirase durante más de un segundo. Claro que de eso hacía más de un siglo.

– ¿Qué quieres tomar?

– Un té. Con hielo y limón.

Pidió lo mismo para él, y luego se sentó.

– Tengo que darte una cosa…

– ¿A mí?

– Sí. Es de Jan.

Perfecto. Santiago la había llevado a aquella cita en tierra de nadie para entregarle alguna tontería que había pertenecido a su amigo. Era el numerito sentimental que le faltaba para completar el cuadro. Se preguntó qué demonios le iba a dar. ¿Una corbata vieja? ¿Una de aquellas largas y feas bufandas de lana que a Jan le gustaba usar? ¿La pulsera de cuero que llevó durante algún tiempo? ¡Oh, qué absurda esa manía de convertir los objetos en símbolo de los buenos recuerdos, de los tiempos perdidos! Jan no era el tipo de persona que hace eso. Santiago sí. De él habría sido la absurda idea de convertirla en emocionada depositaría de algún cachivache mugriento que Jan ni siquiera recordaría.

– Toma.

No era un pañuelo usado, ni un mechero, ni ninguna otra cosa que hubiera podido imaginarse. Era un sobre sin abrir.

– ¿Qué es?

– ¿A ti qué te parece? Es una carta, Victoria. Una carta de Jan.

Parecía incómodo. Dejó el sobre encima de la mesa, y durante unos segundos Victoria pensó que iba a marcharse. No lo hizo. Se reacomodó en la silla y la miró de frente antes de seguir hablando.

Fue hace unas semanas. Llegó al despacho y me dijo que te diese esto si a él le pasaba algo.

– Pero ¿qué pensaba que le podía pasar?

– Pues eso le pregunté yo, pero ya sabes cómo era Jan cuando no quería dar explicaciones: «Tú guarda la carta y punto, y si dentro de cincuenta años no me he muerto, puedes usarla para limpiarte el culo». Eso fue lo que me dijo.

Cogió el sobre de la mesa. Victoria ni siquiera lo había tocado, pero de vez en cuando lo miraba de reojo, como si temiese que se pudiera evaporar. Santiago se dio cuenta de que tenía los labios tan blancos como el papel. En realidad, toda la piel de Victoria tenía la palidez cenicienta que deja la tristeza. Hubiese querido tomarla de la mano, pero no se atrevió. En lugar de eso le tendió la carta.

– Mira, reconozco que esto tiene un punto morboso. Pero sea lo que sea lo que hay dentro de este sobre, Jan quería que lo tuvieses tú.

– Oh, por favor…

La voz de Victoria se entrecortó en un sollozo. Santi no se sorprendió. De hecho, pensaba que había tardado demasiado en echarse a llorar. Pero no lo hizo. Se pasó la mano por los ojos y los clavó en él con cierta fiereza.

– ¿Y no insististe para que Jan te explicara a qué venía tanto misterio?

– Pues no, Victoria. Sabes mejor que nadie que Jan tenía sus rarezas, y pensé que ésta era una de ellas. Metí la carta en un cajón… Y, para ser sincero, no volví a acordarme de ella.

Victoria se dijo que aún no había acabado con Santiago.

– ¿Por qué no me la diste antes?

– ¿Antes? ¿Antes de qué?

– Antes… No sé… Llevo en Madrid dos días. Pudiste llamarme para decir que tenías la carta y entregármela en cuanto llegué. Antes del funeral… O justo después. ¿Por qué esperaste tanto? Yo no…

– Victoria, por todos los… No empieces con tus cosas, ¿vale?

– ¿Con mis cosas? ¿Qué quieres decir?

– Que estás deseando poder enfadarte con alguien. Si Jan hubiese tenido un accidente de tráfico, dirigirías tus iras hacia el conductor del otro coche o hacia los dueños de la BMW. Si se hubiese caído por la terraza, echarías sapos y culebras contra Marga por no asegurar los barrotes del balcón, y si le hubiese abierto la cabeza una maldita teja mientras paseaba por la calle, arremeterías contra el alcalde o… o contra el Ministerio de Fomento. Pero resulta que Jan se murió de un infarto que lo dejó en el sitio, y como no puedes echarle la culpa a nadie, andas buscando a cualquiera que haya hecho algo para empeorar lo que ha ocurrido, como si no fuese ya suficientemente malo.

Victoria miró a Santiago intentando parecer ofendida, pero en realidad había dado en el clavo. Desde que supo que Jan había muerto había estado buscando a quien responsabilizar para poder diluir la tristeza en cualquiera de las múltiples formas del rencor. Aunque a regañadientes, reconocía como natural ese comportamiento suyo, pues desde niña, y ante cualquier contratiempo, se sentía mucho mejor desplegando su rabia contra cualquiera que tuviese algo que ver en el asunto. Si en un examen caía un tema que no había estudiado, parte de la culpa la tenía el imbécil al que había pedido los apuntes y que no lo había incluido en el temario. Si la lluvia arruinaba sus vacaciones, el responsable era Herder por haber elegido la costa mexicana en lugar de los Hamptons. Si se le quemaba una hornada de galletas, era a causa de la llamada telefónica de un colega que la había distraído de su quehacer en la cocina. Una vez, cuando tenía catorce años, se rompió un dedo del pie al tropezar con una silla, y no paró hasta averiguar cuál de sus hermanos había sido el último en sentarse en ella y dejarla mal colocada. Aún ahora, treinta años después, recordaba perfectamente la diatriba feroz que había dedicado a Sergio, a quien hizo sentirse como un verdadero criminal por no haber arrimado la silla unos centímetros más hacia el oeste. Lo más curioso de todo, pensaba, es que a pesar del dedo roto y el dolor sordo que le martilleaba desde la uña, aquello la hizo sentirse un poco mejor. Y, sí, Santi tenía razón al decir que estaba buscando algún culpable, por lejano que fuese, del desconsuelo que había venido a invadir su vida.

– No quería decir eso… Es que estoy sorprendida, nada más.

Antes muerta que reconocer una debilidad de carácter, un defecto innegable, un borrón en su expediente de persona perfecta. Por fortuna, Santiago no tenía intención de hurgar en la herida. Tomó el sobre de la mesa y se lo tendió. Victoria tardó unos segundos en cogerlo, y cuando lo hizo lo guardó en el bolso con la rapidez del rayo.

– Tengo que marcharme -le dijo Santiago-. Hay una reunión en el despacho y ya llego tarde.

– Vaya. Siento haberte entretenido.

– No pasa nada. ¿Cuándo vuelves a Nueva York?

– Mañana. La verdad es que ya no me queda gran cosa que hacer en Madrid.

Santiago la miró largamente, y Victoria tuvo la sensación de que iba a decirle algo, pero no fue así.

– ¿Tienes que ir a algún sitio? Puedo llevarte a donde quieras, tengo el coche ahí mismo. La única ventaja del verano en Madrid es que puedes aparcar en donde te venga mejor.

– No. Creo que voy a quedarme un rato. No estoy lo que se dice muy ocupada y me ha entrado un poco de hambre. Ya nos veremos.

– Lo veo difícil, si te vas mañana -le dio un beso rápido-. Hasta cuando sea.

– ¿Quiere algo más?

Victoria decidió no buscar señales de retintín en la pregunta supuestamente servicial de la camarera. Delante de sí tenía los restos de un cruasán relleno de chocolate, una magdalena de arándanos y una crepe con dulce de leche coronada con nata montada. Había acompañado la mezcla con una cocacola light, no como una forma de pitorreo hacia sí misma sino porque se había acostumbrado a los refrescos sin calorías. Frente a ella, la camarera contemplaba los restos del naufragio -virutas de chocolate derretidas que se habían pegado al fondo del plato, un puñado de migas amoratadas, nata deshecha y mezclada con el dulce de leche-, preguntándose seguramente qué clase de enferma era capaz de atracarse de esa manera y en qué momento aquella mujer iba a salir disparada a vomitar en el cuarto de baño para aliviar a la vez su estómago y su mala conciencia.

– Sí, gracias. Tráigame un té verde. Con sacarina, por favor.

Pedir edulcorante después de aquel festín constituía una última provocación. Nunca tomaba azúcar con el té, pero quería remachar la opinión que la camarera debía de haberse formado: era una completa chiflada que sufría ataques alternos de gula y sobriedad alimentaria.

Aquella chica, por lo demás tan profesional como escasamente simpática, no podía adivinar que desde tiempos inmemoriales Victoria necesitaba atiborrarse de cosas dulces antes de enfrentar una situación complicada. Cuando estaba en la universidad solía engullir tres bollos grasientos de la cafetería de la facul antes de mirar las notas de los exámenes de fin de curso, y veinte años después aún se daba un atracón de pasteles cuando iba a recoger los resultados de su chequeo anual a la consulta del ginecólogo. Y, desde luego, leer la carta postuma de Jan era algo mucho peor que enterarse de los pormenores de una citología o las calificaciones de una prueba. Se bebió el té a sorbitos, con la vaga esperanza de que la infusión pudiese absorber una pequeña parte del exceso de mantequilla del cruasán y del bollo con fruta, y luego tomó la decisión de leer la carta allí mismo, en la pastelería, donde posiblemente la camarera habría dado ya la voz de alarma y el resto del personal estaría pendiente de la bulímica de la mesa cuatro que se había zampado tres meriendas completas.

Se entretuvo unos segundos en mirar el sobre antes de abrirlo. Era blanco, de tamaño cuartilla, con su nombre escrito a máquina (Jan siempre había desconfiado en exceso de su caligrafía) y ninguna señal en el remite.

«¿A qué viene esto, Jan? ¿Qué sorpresa me has preparado?»

Dejar una carta postuma no era propio de Jan, no señor. Y por eso Victoria estaba aterrada. Porque sabía que cualquier cosa que contuviera aquel sobre tenía que ser más que importante. Estaba segura de que no iba a encontrar allí dentro una cálida declaración de amistad, ni una innecesaria revelación de afecto eterno más allá de la muerte. Jan jamás le hubiese legado nada parecido. Y por eso tenía miedo. Porque, sin ninguna duda, lo que había allí dentro iba a impedir que al día siguiente durmiese a pierna suelta en su asiento de primera clase de camino a Nueva York.

«¿A qué estás esperando, chica? Empieza de una vez.»

A Victoria le pareció escuchar la voz de Jan justo antes de rasgar con cuidado el lateral del sobre. Dentro había unos folios mecanografiados. Al verlos, ni siquiera se dio cuenta de que la camarera había dejado frente a ella un puñado de sobres de sacarina.

Vic:

Cuando leas esta carta creerás que tienes motivos para enfadarte conmigo. Así pues, empiezo suplicándote clemencia, y te pido que recuerdes que, después de todo, si estas páginas han llegado a tus manos es porque estoy muerto. Eso debería ser suficiente como para que me perdonases casi cualquier cosa.

Ayer estuve en el cardiólogo. Llevaba días sintiéndome raro, y ya imaginarás que para vencer la antipatía que tengo a los hospitales debí de encontrarme bastante mal, así que te ahorraré los detalles. Pedí una cita con el médico, que prescribió una batería de pruebas hasta acabar en un especialista. El caso es que aquel tipo de bata blanca me cobró un dineral por decir que voy a morirme en cuestión de meses. Al parecer, tengo una lesión incurable en no sé qué válvula del corazón. La cosa es grave, tanto que me han apuntado en la lista de trasplantes, pero ese médico tan caro me ha advertido de que no hay muchas posibilidades de encontrar un donante compatible conmigo. Mi grupo sanguíneo complica las cosas. Así que, después de dos horas y muchas pruebas, salí de la consulta con seis mil euros menos y la sentencia de muerte debajo del brazo. Todo un negocio, chica. ¿ Ves como tengo razón cuando digo que es preferible no ir al médico?

Después de pensarlo, he decidido no hablar del asunto a Marga, mucho menos a Solange. De hecho, no pienso contarle esto a nadie. Y eso, querida, te incluye a ti, que sabes de mí más que cualquiera. Espero que me perdones por no compartir contigo este secreto. Y ahí empieza, supongo, tu primer enfado. Antes de que crezca y se convierta en algo parecido a la cólera de los dioses, deja que me justifique: no vale de nada que tú sepas lo que me ocurre. No puedes ayudarme y, de todas formas, la única manera de guardar un secreto es no compartirlo con nadie. Así que tienes que entenderlo, porque no te queda otra. Y permite que vuelva a recordarte que estoy muerto.

Si las predicciones del matasanos atracabolsillos se cumplen al pie de la letra, todavía me quedan unas semanas para poner en orden algunas cosas materiales, que son las que están en mi mano. Aunque no voy a ocultar que la idea de morirme no me hace ninguna gracia, mi familia es en este momento mi mayor preocupación. Por supuesto, quiero que no les falte de nada, que puedan seguir viviendo más o menos como hasta ahora, y estoy haciendo lo posible para conseguirlo. Pero no es eso lo que me quita el sueño.

Vic, hace unos meses que Solange no se lleva bien con Marga. Siempre pensé que la actitud de mi hija en los últimos tiempos era cosa de la edad. A mí ya se me ha olvidado lo que es ser adolescente -quizá a ti no, siempre tuviste buena memoria- pero, en cualquier caso, recuerdo que puede ser una etapa complicada. Hasta ahora no había dado importancia a los constantes enfados de Solange con mi mujer. Estaba seguro de que con el tiempo las aguas volverían a su cauce y, en cualquier caso, ahí estaba yo para reconducir la situación y evitar que la sangre llegara al río. Siempre se me dio bien hacer de árbitro. Pero el destino ha hecho de las suyas, chica. Y yo ya no podré poner paz entre las dos.

Sería estupendo poder recurrir a Chloe. La madre de una cría de dieciséis años debería ser la persona más indicada para cuidarla y llevarla por el buen camino. Pero ¿ qué te voy a contar a ti de ella? No conoce a su hija, y, lo que es peor, eso es algo que no le importa. Hasta ahora me alegré. Alguien como Chloe no es la mejor influencia para una chica, así que estaba encantado de que siempre se hubiese mantenido al margen de Solange. Ahora pienso que todo sería más fácil si Chloe fuese una verdadera madre o, simplemente, una buena persona a la que se pudiese recurrir en un momento de crisis. Pero no es ni lo uno ni lo otro.

Una madre desconsiderada, una madrastra a la que no respeta, un padre muerto. Mi hija se queda sola en el mundo, Vic. La única forma de que salga adelante es que aprenda a entender a Marga. Que vuelva a quererla como la quería antes. Que la aprecie en lo que vale, que la escuche, que le permita ocuparse de ella. Que la respete, porque ahora no lo hace. Y es ahí donde entras tú.

Me ahorro las disculpas previas, porque sé que no te gustan y a mí no me salen, por eso no voy a escribir que no tengo ningún derecho a hacerte esto, etc., etc. Victoria, cuando haya muerto, necesito que tomes las riendas de mi familia. Que estés alerta para que la distancia que existe entre Marga y Solange no crezca hasta convertirse en insalvable. Que las vigiles a las dos, que medies, que intercedas. Solange te quiere con locura. En cuanto a Marga, te respeta demasiado como para no tener en cuenta cualquier cosa que propongas. Aceptará tu papel de rey Salomón, y escuchará tus opiniones como si vinieran de mí.

Siempre he creído que tú y ella no habéis llegado a conoceros bien, y la culpa es sólo mía por no haber sabido fomentar vuestro acercamiento. Siempre miraste a Marga como mi pareja. En cuanto a ella, desde el primer momento vio en ti a la mujer que había establecido conmigo una relación cuyo entendimiento se le escapaba. Así las cosas, ¿cómo ibais a crear vuestro propio territorio? Más de una vez, cuando el mundo estaba en su sitio y yo ni siquiera había pensado que podía morirme antes de cumplir los cincuenta, había dado vueltas a la forma de resolver esta situación. Y lo siento, chica, pero no se me ocurrió nada. A lo mejor es que siempre dejé el tema para más adelante. O es posible que la diplomacia no se me dé tan bien como yo creo. Pero ahora, Vic, Marga y tú estáis condenadas a entenderos, siempre y cuando aceptes cumplir mi última voluntad (qué horrible suena eso) o, más sencillamente, que me hagas el favor que voy a pedirte.

Sé que se avecina el tercer enfado: te estarás preguntando cómo demonios te las vas a ingeniar para cumplir con mis exigencias. La respuesta, Vic, no la tengo yo. Sé que sabrás arreglártelas. Siempre lo has hecho. Como cuando te las ingeniabas para conseguir los resúmenes del temario de una asignatura tres días antes del examen final. O como cuando fuiste capaz de salir adelante estando más sola que la una. Lo hiciste muy bien contigo misma, chica, así que no veo por qué no vas a ser capaz de repetir la jugada con mi gente. Te pido, te suplico, que impidas que mi familia salte por los aires, que me temo que es lo que puede ocurrir cuando yo no esté.

Vic, querida, estoy asustado. Saber que te tengo de mi parte es la única cosa que alivia un poco este miedo. Ojalá pudiese coger el teléfono ahora mismo, cuando deben de ser las cinco de la madrugada en la Costa Este, para despertarte en mitad de la noche y contarte lo que me está pasando. Pero, a pesar de lo mucho que me aliviaría compartir este secreto, a la larga sería peor. Y, perdona, pero no me refiero a ti, sino a mí. Necesito que nadie sepa lo que me ocurre para vivir lo que me queda con cierta normalidad, y poder hacerme la ilusión de que todo es como antes. Eso sería imposible si Marga y Solange estuviesen al tanto de mi enfermedad. Así pues, me aguanto las ganas de escuchar tu voz -y de provocar la indignación de Herder por no respetar la diferencia de horarios-y decido mantenerme en silencio. Sé que lo vas a entender, aunque de momento sólo tengas ganas de matarme. Pero, claro, no puedes… y no hace falta que te recuerde por qué.

Si tú y yo fuésemos de otra manera, habría llegado el momento de dedicarte unas líneas de despedida, unas frases sentimentales y con un punto cursi para recordar lo que significas en mi vida. Pero los dos somos como somos, y ni yo quiero escribir esas palabras ni tú querrías leerlas. Hace mucho tiempo que está todo dicho entre tú y yo, y no pienso estropearlo con sensiblerías que no nos van a ninguno de los dos.

Gracias por todo, chica.

– Por todos los…

El primer impulso de Victoria fue romper la carta. Hacer trizas aquellas tres páginas le hubiese sentado de maravilla porque, como Jan había predicho, se sentía fundamentalmente enfadada. Ni conmovida, ni emocionada, ni enternecida, sólo cabreada hasta la médula. Si hubiese tenido a Jan allí delante, habría sido un placer arrancarle la cabeza después de soltar a grito pelado una completa colección de insultos. Estar gravemente enfermo y no contárselo a nadie. Mejor dicho, estar enfermo y no contárselo a ella, porque le traía al fresco lo que Jan hiciera con los demás. Y luego, cuando ya estaba muerto, mandarle una cartita desde el más allá pidiéndole, exigiéndole más bien -porque así solicitaba Jan las cosas, con esa mansedumbre que en realidad encubría una férrea petición a la que no había forma de negarse- que se ocupase de una hija malcriada y una mujer inútil. Y se lo pedía precisamente a ella, Victoria, que vivía tan feliz a seis mil kilómetros de distancia. Bueno, tal vez no vivía feliz. Pero sí tranquila, y lejísimos. ¿En qué estaba pensando Jan cuando la eligió para dejar caer frente a ella semejante regalito?

La respuesta se le ocurrió en el mismo momento de formular la pregunta. ¿Y en quién iba a pensar? ¿Había alguien en la vida de Jan capaz de hacerse cargo de semejante embolado? Sólo Vic, claro.

«Lo siento mucho, chica, pero no tenía elección.»

Eso es lo que Jan diría si pudiese decir algo. Con esa frase se disculparía por ponerle sobre los hombros una carga tan grande como frágil. «Aquí, querida Vic, tienes la nutrida cristalería de Bohemia que dejo al morir. Hazte cargo de ella, por favor, y procura que todas las piezas lleguen sanas y salvas.» Y luego, adiós muy buenas. Un infarto, y punto final. Victoria se dijo que Jan había tenido buena puntería. Morirse cuando tu hogar empieza a parecerse a un polvorín es una de las cosas más inteligentes que puede hacerse.

Y luego, claro, el asunto de su dichoso corazón. ¿Se había cuidado Jan lo suficiente? La respuesta es no. La carta hablaba de una lesión cardiaca incurable, pero vete tú a saber. Seguro que, tras detectarle el problema, había seguido comiendo a dos carrillos, tomando las mismas copas y fumándose dos paquetes de cigarros cada tres días. Claro que de eso también tenía la culpa Marga, que jamás se metió en nada, que nunca quiso controlar sus comidas ni aconsejarle que redujese el consumo de alcohol, ni le daba la tabarra para que dejase de fumar. Estúpida Marga. «Quizá Jan hubiese vivido un poco más si tú no hubieses decidido respetar tanto sus malas costumbres. A lo mejor tu marido hubiese tardado un par de años en morir si, como hacen otras mujeres, hubieses impuesto en tu casa una mínima disciplina de vida sana. Pero no, claro, tú no eres de ésas. Es más cómodo hacerse la loca con respecto a los hábitos perniciosos. Disfrazar de respeto los gustos ajenos, lo que no es más que incapacidad para imponerse. Cobardía en estado puro. Dichosa imbécil.»

Y luego estaba Solange, joven e inexperta. Maleducada, egoísta, caprichosa. Un tesorito malcriado por Jan y por la inefable Marga, que había entrado en la edad de causar problemas. Por no hablar de la despreciable Chloe, con su culo operado y esa piel de nena, instalada en París y viviendo la vie en rose ajena a cuanto sucediese a su alrededor. Muerta por regresar al hogar dulce hogar soltándole un «ahí te pudras» a su hija huérfana. En eso tenía que haber pensado Jan, en ella cuando se atracaba de carne roja y se servía el cuarto single malt. Cuando fumaba como un carretero. En que tenía una hija que todavía era una niña y que iba a necesitarle durante muchos años. Pero, obviamente para Jan, era más fácil enterrar la cabeza en cualquier sitio, hacer lo que le pedía el cuerpo y dejar el muerto a la tía Vic, la amiga americana, la tonta del bote, la chica para todo.

«Maldito seas Jan. Tú, tu hija del alma y la boba de tu mujer. Por no hablar de la madre de la criatura, que es para echarle de comer aparte.»

Jan… La hija de Jan. La dulce, la hermosa Solange, a la que siempre habían tratado como a una princesa. Y eso es lo que parecía: una princesita adorable, tan guapa, con su pelo rubio y esos grandes ojos grises, siempre contemplada, adulada hasta el extremo por todos los que la rodeaban. Por todos menos por la propia Victoria. Con ella era distinto. Solange nunca supo a qué atenerse en lo que respecta a la mujer a la que siempre llamó «tía Vi». La niña era lista, y no se le escapaba que, a diferencia de los otros, Victoria no tenía ninguna obligación de quererla. Las carantoñas y los mimos llegarían en tanto en cuanto se los ganase, igual que los regalitos y las bolsas de caramelos. A Marga o a Jan supo siempre tenerlos en un puño. Sólo tenía que mirarlos con cara de pena y perdían el oremus por complacerla. Pero los pucheros y las sonrisas seductoras no valían de mucho cuando se trataba de tía Vi. A ella no le gustaban los niños, y Solange lo intuía. Estaba convencida de tener que pelear a pulso cada gesto de afecto. Por eso, cuando Victoria estaba delante, se obraba en Solange una metamorfosis milagrosa. Olvidaba su carácter dominante y sus modales despóticos para convertirse en una criatura dócil y bien educada. En presencia de Victoria no había pataleos, ni malas contestaciones, ni esos arrebatos de mal genio que tan bien toleraba Jan. Adorar a todo el que les demuestra indiferencia es propio de los niños excesivamente mimados, y Solange no fue una excepción. Por eso Victoria se esforzó en que no se le notase nunca lo mucho que la quería. Era mejor para las dos que la niña se convenciese de que la tía Vi era inmune al hechizo capaz de rendir al resto de los mortales, y que de nada iba a servir con ella todo el repertorio de monadas que constituían su inmenso poder de seducción. Para meterse en el bolsillo a la tía Vi, Solange no desplegaba su encanto, sino su capacidad para la obediencia y el buen comportamiento.

«Ay, Solange… Siempre supe que me traerías problemas.»

Volvió a leer la carta antes de guardarla. Pensó en pedir un pedazo de tarta de manzana, pero ni siquiera la perspectiva de una nueva ración de dulce fue capaz de distraer su preocupación, que en realidad era lo que buscaba al atracarse de pasteles.

Y ahora, ¿qué?

El móvil sonó justo en aquel momento. Era Herder. El futuro senador Van Halen, que debía de necesitarla para reunirse con otro miembro de su hermandad a la hora de la cena.

Victoria se había fijado en Jan en el primer día de clase. Hubiera sido imposible no hacerlo. Era demasiado guapo como para pasar desapercibido. Tenía el pelo castaño y mal peinado, los ojos grises, y una nariz y una boca tan bien proporcionadas que parecían fruto de un preciso cálculo geométrico. Era más alto que el resto de los chicos, y a diferencia de los otros, que arrastraban aún la torpeza de la adolescencia, él se sentaba erguido, en una postura propia de alguien mayor. Se había acomodado en una silla -uno de esos pupitres con escritorio incorporado que parecen un curioso híbrido de material escolar e instrumento de tortura-, y leía un periódico deportivo, indiferente al jaleo a su alrededor.

El curso en la Facultad de Políticas empezaba aquella misma mañana, y el aula estaba llena de chicos imberbes y alumnas recién salidas de la pubertad, que miraban en torno a ellos con un fondo de susto en los ojos inquietos. Se sabían en el tramo inicial de la vida adulta y, de una forma o de otra, estaban nerviosos. Todos, menos el chico de largas piernas y pelo revuelto, que no parecía dispuesto a dejarse intimidar por las novedades, las chanzas de los veteranos ni la inminente presencia del catedrático que iba a darles la primera clase universitaria de sus vidas. Mucho tiempo después, Victoria se dijo que, más que su sonrisa y su raro color de ojos, lo que le llamó la atención de Jan fue que en dos segundos había sido capaz de conquistar su propio espacio en un lugar donde los demás tenían la sensación de estar de prestado.

Aquella mañana, Victoria se descartó como el tipo de chica que hubiese podido interesar a alguien como Jan. Estaba convencida de que las personas atractivas tienen cierto instinto gregario, así que lo normal es que se agrupen entre ellas. De la misma forma que los gansos no suelen reclamar un sitio en las bandadas de cisnes, ella no pintaba nada junto al estudiante más guapo de la clase. Por aquel entonces, Victoria era una morena flacucha de pelo largo y pésimamente cortado, que se vestía sin ninguna gracia y llevaba unas horrendas gafas de concha que mermaban su único atractivo: unos profundos ojos pardos que a la luz adquirían un tono verdoso, como si la naturaleza hubiese querido darle ese premio de consolación. Pero, ay, una mirada más o menos bonita no es bastante. Victoria se sabía una chica del montón hacia abajo, y consecuentemente prefería apartarse del camino de quienes eran sus superiores en el triste escalafón de la belleza física. Según el orden natural de las cosas, aquel chico de ojos claros estaba destinado a convertirse en alguien a quien admirar desde la distancia y, con un poco de suerte, en un compañero que le desearía un feliz verano antes de empezar las vacaciones sin saber siquiera cómo se llamaba.

La primera vez que cruzaron una palabra más allá del saludo fue el día en que Victoria se olvidó en la residencia un ensayo que tenían que entregar al profesor de sociología. Cuando el catedrático se negó a ampliar el plazo de recogida -«llevo quince años dando clase, señorita, y la del despiste es la excusa menos original para justificar un retraso»-, Jan se ofreció a llevarla en coche a su colegio mayor para que pudiese recuperar el trabajo. Al salir de la facultad, iba estrujándose la cabeza para comprender qué desorden cósmico había incitado a aquel chico a salvar el pellejo a una compañera a la que ni siquiera conocía. Podría entenderlo si se hubiese tratado de uno de aquellos siniestros que pululaban por el campus intentando procurarse compañía femenina con cualquier excusa -ofrecer unos apuntes, un cigarro o cambio para la máquina de chocolatinas-, o si ella misma fuese una sirena curvilínea capaz de volver loco al otro sexo con un simple aleteo de pestañas. Pero ni Victoria era un ejemplar de belleza universitaria ni aquel chico un colgado con necesidad de ganar puntos entre las estudiantes.

Estaba tan preocupada por saber dónde estaba el truco que no se le ocurrió pensar que quizá no lo había. Jan era una de esas personas que hacen las cosas siguiendo los dictados de un particular sentido de la justicia. Echar un capote a aquella desconocida feúcha que acababa de caerse con todo el equipo delante de las barbas de uno de los profesores menos indulgentes de la facultad era una forma de dictar al mundo sus propias reglas. Mucho tiempo después, cuando ya eran amigos, Victoria comprendió que Jan no la había ayudado tanto por el placer de ejercer de buen samaritano como por el de dejar al catedrático con un palmo de narices: «Creías que ibas a suspender a esta pobre chica, ¿verdad? Pues te equivocaste, gilipollas.»

Victoria quiso dar las gracias a Jan invitándolo a comer. De aquel encuentro recordaba sobre todo la intensidad de la conversación, aunque no exactamente de qué habían hablado, y la mirada incrédula de dos compañeras del colegio mayor que entraron en la pizzería y la habían visto en animada charla con un chico que evidentemente pertenecía a un planeta distinto. Aquella noche, durante la cena, no se hablaba de otra cosa en la residencia: Victoria, que no era la más popular de las novatas, había sido avistada almorzando con uno de los guapos oficiales de la ciudad universitaria. Era difícil de entender. «Muy bien, desembucha -le había dicho su compañera de cuarto-, ¿cómo te las has apañado? ¿Es tu hermanito, o algo así?» Victoria se había limitado a encogerse de hombros. Quiso quitar importancia al encuentro delante de las otras chicas y, desde luego, no comentó con ninguna que aquella mañana, frente a una pizza familiar, había disfrutado de la mejor charla de toda su vida, hasta el punto de que había llegado a olvidar las cualidades físicas de su acompañante.

Al día siguiente, ella y Jan se sentaron juntos en clase, y compartieron mesa en la cafetería a la hora de comer. Fueron al cine ese mismo fin de semana, y el lunes siguiente, cuando el profesor de Estadística dijo que debían emparejase para hacer un trabajo, nadie en el aula dudó de que la compañera de Jan iba a ser aquella chica con gafas de culo de vaso a quien, a juzgar por su aspecto, debía de comprarle la ropa su abuela nonagenaria.

El desequilibrio físico entre Jan y Vic había sido una ventaja, sobre todo al principio de su amistad. Cuando alguien los veía juntos, nadie pensaba en dos estudiantes pelando la pava, sino en un guaperas dando conversación a su prima del pueblo o camelándose a una condiscípula birriosa para conseguir los apuntes del próximo parcial. Victoria se decía que su falta de atractivo era más bien un cómodo parapeto: le servía para saber que Jan no quería nada con ella y, sobre todo, para recordar continuamente que no tenía nada que hacer con Jan. Si él hubiese sido un chico menos guapo, o ella una muchacha un poco más interesante, es posible que uno u otro hubiesen empezado a llevar su amistad a la deriva. Pero era imposible que a Jan pudiese atraerle una insignificancia como Victoria, y no menos imposible que la inteligente Victoria se fuese a enamorar de alguien tan fuera de alcance.

– Te romperá el corazón. -Solé compartía habitación con ella, y eso le daba carta blanca para cantarle las verdades. Era canaria, tenía una maravillosa piel del color del caramelo y un sobrepeso que se negaba a combatir.- No quiero ser desagradable, pero no creo que ese Jan sea de la clase de tío que sale con chicas como nosotras.

A Victoria le hacía gracia la franqueza de Solé, y estuvo a punto de replicarle que tal vez, si dejara de atracarse de golosinas a todas horas, «sí» podría ser de la clase de chicas que salen con tipos como Jan.

– No compliques las cosas. A Jan le caigo bien y ya está.

– ¿Y vas a acostarte con él sólo por eso?

Victoria dio un respingo. ¿De qué demonios estaba hablando?

– ¿Por qué crees que quiere acostarse conmigo?

– Porque es lo que quieren todos. Contigo, con la del cuarto de al lado… Incluso conmigo. Así sobrevive la especie. Gracias a que los tíos están dispuestos a acostarse con cualquiera, las chicas como yo no nos morimos siendo vírgenes.

A juzgar por sus palabras, Solé se tenía por una especie de monstruo repulsivo. Sintió ganas de arrancarle de un manotazo la bolsa de galletas de la que se servía generosamente y llevarla a la fuerza ante el espejo: «¡Mírate! Eres guapísima. Si no te empeñaras en comer guarradas a todas horas, no tendrías la sensación de que sólo la biología te salva de la abstinencia.»

– Quiere acostarse contigo -Solé seguía a lo suyo-, y cuando lo haga te colgarás de él y él pasará de ti, porque una cosa es un rollo y otra ir en serio. Y conste que no digo que no le caigas bien. Eres supersimpática, y bastante lista, pero tenemos dieciocho años. Los chicos andan por ahí con las hormonas despendoladas, y no creo que el tal Jan sea una excepción.

Ella se echó a reír.

– Bueno, no me he preocupado nunca de las hormonas de Jan. Pero apostaría a que en mi presencia permanecen bastante tranquilas.

– Vale. ¿Y tú? ¿Qué hay de tus hormonas? Te pasas la vida con un tío que parece un modelo. ¿De verdad nunca piensas en…?

Hizo una señal explícita con los dedos. Solé sabía cómo resultar desagradable.

– No. Como bien has dicho, está fuera de mi alcance.

– Con cuatro copas encima, incluso yo puedo parecer un bombón.

Victoria meneó la cabeza. No se trataba de eso. Por supuesto que tener una aventura con alguien tan guapo constituiría una agradable experiencia, pero en aquel momento había cosas de Jan que le interesaban bastante más que apaciguar sus instintos. Lo pasaba bien con él, eso era todo. Nunca había estado tan a gusto hablando con alguien. Y eso era lo único que quería de Jan. Mantener con él una charla infinita. Tendría que estar completamente loca para poner en peligro sus planes por una noche de apetecible desahogo. Era algo que no podía explicar a Solé. Algo que sólo el propio Jan podría entender.

En su afán por protegerla de lo que consideraba una influencia perniciosa, Solé había llegado a dibujar el cataclismo que se abatiría sobre Victoria «cuando tu gran amigo tenga un rollo y te deje tirada». A ella le dio la risa. Desde que se conocían, Jan siempre estaba saliendo con alguien. Su amigo gustaba a las chicas -cómo no-, y se encontraba muy cómodo en el papel de seductor. Ligaba con unas y con otras, simultaneaba dos o tres romances al mismo tiempo, entraba y salía con sorprendente facilidad de las vidas de las jóvenes más guapas del campus. Victoria había llegado a conocer a más de una, y le divertía ser testigo del recelo con el que se le acercaban -hartas quizá de que Jan empezase todas las frases con «mi amiga Victoria dice»-, y su alegría al comprobar que no era en absoluto alguien de quien debieran preocuparse. Qué belleza en sus cabales vería una rival en una pobre chica desgarbada, que llevaba aquellas gafas enormes y ni siquiera era capaz de comprar con acierto unos pantalones vaqueros: todos se le escurrían a la altura de las nalgas. Cuando entendían que Victoria era una criatura inofensiva, cambiaban de estrategia y se acercaban a ella con la intención de agarrar al santo por la peana. Intentaban hacerse amigas suyas, la llamaban por teléfono, le proponían meriendas en el Vips y tardes de compras. Cualquier cosa con tal de poner de su parte a la persona que ocupaba un lugar preferente en la vida de Jan. Luego, cuando se producía la consabida ruptura -Jan no era capaz de mantener una relación mucho más allá de quince días-, aquellas preciosidades con el corazón destrozado llamaban a Victoria suplicando complicidad para recuperar al amor perdido, e incluso a veces pidiendo las explicaciones que jan no había sido capaz de darles para justificar el fin del romance. Ella había aprendido a consolarlas utilizando frases hechas -«es posible que sea lo mejor», «las cosas siempre pasan por algo», «quizá no estaba hecho para ti»-, y normalmente aquellas pobres chiquillas despechadas se quedaban casi satisfechas después de desahogarse con la amiga del pérfido Casanova. Sólo hubo una insensible a sus buenos consejos, que antes de colgar se revolvió diciéndole: «¿Y tú qué sabes? No conoces a Jan de esta manera.» Victoria se había quedado pensativa, con el teléfono en la mano, diciéndose que aquella chica tenía razón. No, «de esa manera» no conocía a Jan en absoluto. Y estaba segura de que era mucho mejor así.

Jan vivía con su madre y no tenía padre, o eso era lo que a él le gustaba decir. Al principio, Victoria pensó que el tipo se habría esfumado al saber que iba a tener un niño, pero luego, cuando conoció a la madre de Jan, se dijo que no tenía pinta de ser una de esas mujeres a las que un hombre abandona. No era sólo por su aspecto -era alta, delgada, distinguida, y tenía unos increíbles ojos cuyo color esquivo había legado generosamente a su único heredero-, sino porque poseía un carácter muy particular que no casaba en absoluto con el de la pobre novia repudiada. Fue la primera mujer interesante que había conocido Victoria, y la primera persona a la que hubiera querido parecerse. Jan la adoraba, y reconocía que la ausencia de un padre había servido para multiplicar aquel afecto. Estaban muy unidos pero, a pesar de ello, en cuanto Jan acabó la universidad y encontró su primer trabajo -un puesto como becario en la sección internacional de una agencia de noticias, que pese a lo sugerente de su nomenclatura era una condena a galeras para cortar teletipos durante nueve horas al día-, su madre prácticamente le obligó a marcharse de casa. Con el tiempo, Victoria entendió que aquella expulsión del vástago era más bien una generosa forma de renuncia: la madre de Jan acababa de cumplir sesenta y tres años, y no quería seguir envejeciendo junto a su hijo, pues a medida que pasase el tiempo él se sentiría más culpable por abandonarla. Así que buscó para su niño un pequeño estudio amueblado en una calle cercana a la que ella vivía y le cerró la puerta en las narices. Había llegado el momento de volar fuera del nido.

Victoria recordaba con nostalgia aquella primera etapa de independencia: acababan de licenciarse en Políticas, Jan a trancas y barrancas -a pesar de su inteligencia, era algo perezoso y tendía a dispersarse-, y Victoria con un Premio Extraordinario, que le valió una beca de investigación para doctorarse en Relaciones Internacionales. Dejó el colegio mayor y alquiló un apartamento en el mismo edificio que el de Jan, así que comenzó para ellos un feliz intercambio de idas y venidas entre un piso y otro, de puertas que se cerraban y se abrían a cualquier hora del día o de la noche, de experimentos culinarios con éxito discutible, de comida a domicilio encargada por teléfono y conversaciones hasta la madrugada. Su simbiosis degeneró en desorden. Los libros de uno aparecían en el apartamento del otro, lo mismo que los discos y las revistas de cine que compraban a medias. Decidieron compartir algunos útiles domésticos (¿para qué iban a tener dos tablas de planchar, dos tendederos, dos cubos con su correspondiente fregona?), y pagaron juntos los doce plazos de una lavadora que instalaron en el apartamento de Victoria, por ser algo más grande. Gracias a eso, la colada semanal se convirtió en un pequeño caos, y la ropa interior de Victoria se mezclaba con la de él mientras las camisas de Jan permanecían en el armario de su amiga mientras él las buscaba. Aquel amago de convivencia, que hubiese podido hacer saltar su amistad por los aires, sirvió para dar una nueva capa de cemento a una relación que, para entonces, era ya indestructible.

Quienes conocían a Jan y a Victoria contaban su historia a los extraños como quien relata una leyenda urbana: «Conozco a un tío y a una tía que llevan toda la vida siendo amigos y nunca se han acostado.» Algunos que escuchaban hablar de ellos por primera vez formulaban toda una batería de preguntas para llegar a entender el fenómeno. «¿Él es gay?» era la que más se repetía. La mayoría, sin embargo, se negaban a creer en aquella relación pura y limpia: aquellos dos estaban liados y, simplemente, no querían contárselo a nadie. No eran los extraños los únicos que desconfiaban, incluso personas que presumían de conocer a Jan y a Vic y que apreciaban a ambos sentían a veces la sensación de estar siendo víctimas de una monumental tomadura de pelo: los supuestos colegas eran en realidad apasionados amantes que preferían vivir lo suyo en una cómoda clandestinidad, quizá para echar pimienta al asunto.

Y es que los años y los cambios complicaban la teoría de la amistad cristalina. Resultaba más fácil creerse el cuento cuando Victoria era el callo malayo de los tiempos de la universidad. Pero el paso del tiempo había obrado el prodigio, y el torpe y tímido ganso del primer curso de carrera había llegado a convertirse en algo bien parecido a un cisne. Nadie sabía a ciencia cierta a qué o a quién se debía aquella milagrosa transformación (ahora sería fácil pensar que Vic había pasado por el quirófano, pero en los primeros noventa la cirugía estética inspiraba un miedo cerval a casi todo el mundo, y sólo se recurría a ella para tratar deformidades y complejos). La chiquilla esmirriada que arrastraba al andar unas eternas zapatillas de deporte y se dejaba cortar el pelo por algún enemigo dio paso a una mujer bien asentada que permitía augurar una madurez espléndida. Ya no llevaba gafas, sino unas lentillas que acentuaban el tono de sus ojos. Se había aclarado un poco el pelo, que había dejado de caer de cualquier forma por su espalda, y no usaba deportivas, sino elegantes zapatos a juego con su ropa. Había desterrado la costumbre de cargar los hombros al andar y de fijar la mirada en el suelo, se depilaba las cejas y se arreglaba las manos -unas manos recias y largas que siempre había considerado muy poco femeninas- en el mismo salón de belleza donde se ocupaban de cuidar su bonita melena cobriza. Así que la pobre Vic, la patosa Vic, la insignificante y prescindible Vic, aquella chica a la que nadie echaba de menos si se marchaba de la fiesta, había desaparecido para siempre dejando en su lugar a una apetecible mujer de veintitantos años.

Victoria reconoció siempre que el culpable de aquella oportuna metamorfosis había sido Santiago Lema y el deseo desesperado de convertirse por él -o más bien para él- en alguien a quien fuese difícil no desear. Por él empezó a usar ropa interior con encajes, por él se acostumbró a los zapatos con algo de tacón, por él se compró ropa nueva, por él se obligó a caminar erguida. Y, si no en otra cosa, al menos en eso había salido ganando. Desde entonces, cuando entraba con Jan en un restaurante, ya nadie se preguntaba qué demonios hacía aquel tipo acompañado de la fea de cuatro ojos. Ahora, quienes los veían juntos sólo pensaban en que la naturaleza hace bien las cosas al emparejar a los iguales para impulsar la mejora de la especie.

Una vez alcanzada una medida similar en la particular escala de Richter del atractivo físico, quizá había llegado el momento de que Victoria y Jan respondiesen a la expectativa de quienes los rodeaban y cayesen, por fin, el uno en brazos del otro. Pero era demasiado tarde para ambos: estaban tan acostumbrados a ignorarse físicamente que Jan fue el último en percibir que Victoria se había convertido en una mujer preciosa, de la misma forma que ella no sabía ya si Jan era guapo o era feo. Ya ninguno de los dos se le pasó por la cabeza cambiar las reglas que habían servido para hacerlos felices durante tantos años.

Vic leyó su tesis al mismo tiempo que Jan daba el salto definitivo en su vida profesional: la suerte quiso que estuviera en Moscú en el mes de agosto del 91, cuando se produjo el intento de golpe de Estado, y uno de los reportajes que envió desde allí obtuvo un premio que lo catapultó a algo muy parecido al estrellato. Victoria recordaría siempre aquel texto que sirvió a Jan para tocar la gloria. Ante la imposibilidad de acceder a un fax, él se lo había dictado por teléfono desde un hotel, y ella misma lo había llevado en mano a la agencia de noticias. Recordaba que hacía mucho calor en Madrid, que era de madrugada cuando llegó a la agencia y que desde la portería alguien avisó al redactor jefe de que estaba allí «la novia de Alonso Nance». Ella ni siquiera corrigió el error. Empezaba a darle igual lo que los demás pensaran, y ya no tenía tanta necesidad de deshacer el entuerto.

En aquella época, Jan acababa de romper con su última conquista: una pelirroja de origen americano que siempre guardó un rencor sordo a Victoria, a quien culpaba del abrupto final que había tenido su noviazgo. Si en la época universitaria las novias de Jan intentaban ganarse las simpatías de aquella muchacha sin sustancia y atraerla hacia su equipo para ganar puntos, las tornas cambiaron en cuanto Victoria también lo hizo. Cuando las mujeres que salían con Jan descubrían que su amiga era una mujer de ojos rasgados y el pelo del color del cobre antiguo, una real hembra alta y delgada, de cintura estrecha y piernas larguísimas (las mismas que durante su primera juventud la hacían parecer un ave zancuda), inmediatamente se ponían en guardia, seguras de que aquella víbora de ojos verdosos sólo jugaba las cartas de la amistad para saltar encima de su presa en el momento menos pensado.

Casi todas las parejas de Jan detestaron a Victoria más o menos abiertamente. En el fondo, a ella le hacía mucha gracia la animadversión que despertaba entre aquellas chicas desconcertadas, incapaces todas de aceptar que no tenían nada que temer de ella. Además, Victoria había decidido no interferir nunca en las relaciones de Jan, y ni siquiera demostraba sentimientos encontrados hacia aquellas mujeres que, por la razón que fuese, despertaban su antipatía. Como Chloe. Cuando Jan se la presentó, supo de inmediato que aquella francesa estirada iba a convertirse en un quebradero de cabeza para su amigo. Pero tuvo el buen gusto de guardar para sí sus reticencias. Si mademoiselle Deschamps era la chica del momento, mejor para ella. Jan era mayorcito, y tendría tiempo de sobra para arrepentirse de su error. Yvaya si lo hizo.

Pero si las otras chicas desaparecían del mapa en cuanto comprobaban que no había nada que hacer con Jan, Chloe dejó tras de sí algo tan pequeño como importante: a la pequeña Solange. Aquella niña de ojos de agua y sonrisa radiante, angelical y dulce, que se convirtió en la razón última de la vida de Jan, pero también en una rémora indudable para su trabajo. En cuanto se instaló en Madrid con ella, fue renunciando a los viajes, a las visitas a lugares de conflicto, a la cobertura de las reuniones al otro lado del mundo. El reportero intrépido se convirtió en un reposado analista de la actualidad internacional. Le ofrecieron un puesto como comentarista en un programa de televisión y otro en una tertulia de radio, y también empezó a escribir libros. Victoria pensaba, divertida, que quizá buena parte de aquellos ejemplares se vendían gracias a la foto de contraportada de Jan, quien, en el inicio de la madurez, había pasado de ser un chico guapo a convertirse en un hombre terriblemente interesante. Y, en consecuencia, incluso siendo padre soltero y arrastrando el estigma de una personita -circunstancia que no suele ayudar en el terreno de las relaciones sentimentales-, Jan continuó aumentando su lista de conquistas.

Victoria llegó a perder la cuenta de las mujeres a las que Jan le presentaba, siempre entusiasmado como un niño, siempre bajo el influjo de la serotonina del flechazo. Tardaba en desencantarse casi tan poco como en rendirse a los pies de aquellas mujeres que pasaban por su vida con la esperanza de ser las últimas en la cada vez más larga lista de víctimas del señor Alonso Nance. Eran todas muy parecidas entre sí: bellas, sofisticadas, seguras de sí mismas. Mujeres que van por el mundo pisando fuerte, siempre listas para matar. Cuando Jan acabó casándose con Marga -uno sesenta de estatura, cincuenta y cinco kilos que la dejaban al borde del sobrepeso, pacífica y vulgar como ella sola-, una corriente de incredulidad debió de recorrer aquel colectivo de ex novias despechadas. Todas pensaban que, si Jan había ido abandonándolas, era para dar la campanada emparejándose con alguien espectacular. Y resulta que el muy cretino se dejaba llevar ante el juez por una… una albondiguilla sin conversación ni estilo propio, que leía bestsellers y ganaba una miseria, que no tenía amistades, ni contactos, ni nada, y cuya vida social se reducía a tomar café con cuatro panolis mal vestidas como ella. Era para matarlo. Si al menos hubiese acabado con aquella dichosa Victoria Suárez, con su melena de vampiresa y sus piernas de infarto… Eso era lo que pensaban todas, que tarde o temprano Jan y su amiga se cansarían de jugar al gato y al ratón, y acabarían juntos. Lo curioso es que, para muchas de las mujeres que un día habían detestado a Vic, que Jan se hubiese casado con una librera del tres al cuarto era también un premio de consolación: a buen seguro la repelente Victoria se habría quedado con un palmo de narices al ver cómo una jugadora en comprobable inferioridad de condiciones había conseguido llevarse a casa el trofeo por el que llevaban años luchando una cantidad indeterminada de mujeres.

En contra de lo que todos imaginaban, la relación de Vic y Jan no varió de forma sustancial tras casarse él y mudarse ella a Nueva York. Cambiaron las charlas en cafés por largas conversaciones telefónicas, y la popularización del email facilitó las cosas. Se escribían media docena de veces al día -en ocasiones sólo intercambiaban preguntas o comentarios fugaces que no hubiesen tenido sentido en una carta tradicional- y también intentaban verse de vez en cuando. A pesar de que después de unirse a Marga Jan había renunciado definitivamente a los viajes largos, siempre encontraba el momento y la excusa para trasladarse unos días a Nueva York. En cuanto a Victoria, su trabajo estaba lo suficientemente bien pagado como para poder comprar un billete de avión cuando le venía en gana, como aquella vez que se presentó por sorpresa en Madrid para visitar a Jan, que había sido víctima de un ataque de ciática y llevaba días postrado en la cama, quejándose como un crío y de un humor de perros para el que la presencia de su mejor amiga se reveló como la única medicina.

Los cambios llegaron tras casarse Victoria. Para Herder no era tan fácil alejarse de la ciudad cuando le venía en gana, y en los primeros tiempos Vic prefería no viajar sin él. Cuando lo hacía, Herder se quedaba visiblemente mustio en su magnífico apartamento del Upper East Side, y ella se sentía vagamente culpable por abandonar su hogar y a su marido. Por su parte, Jan también redujo sus excursiones neoyorquinas. Herder no le caía especialmente bien, y no se le ocultaba que la falta de sintonía era mutua. Así que decidió no complicar las cosas, y limitó su contacto con Victoria a emails más largos y más frecuentes y prolongadas conversaciones telefónicas. Cuando las cosas con Herder empezaron a ir a peor, cuando a Victoria ya le daba exactamente igual la cara que él pusiera cuando se quedaba solo, no encontró la forma de volver a su rutina de viajes transoceánicos sin dar explicaciones sobre su tambaleante relación, así que siguió sin cruzar el charco a pesar de que se moría de ganas de hacerlo. De irse a Madrid, llamar a Jan y contarle que su matrimonio era una mierda y que no se atrevía a romperlo porque no quería ser una divorciada, ni abandonar para siempre su castillo encantado de la calle 72.

Así las cosas, cuando Jan murió, él y su amiga del alma llevaban casi dos años sin verse. Y eso era algo que Victoria no podía perdonarse: haber permitido que el tiempo pasara de aquella forma, sin pararse a pensar que ella y Jan tenían tan contadas sus horas juntos.

«Qué mala pata, chica. Pero no es culpa tuya, ¿eh? ¿Quién lo iba a decir?»

– ¿Que te quedas en Madrid? ¿Por qué?

Herder daba vueltas por la habitación llevando sólo un calzoncillo y una camisa blanca que acababan de traerle de la lavandería del hotel. Siempre enviaba todas sus prendas a planchar cuando estaba de viaje. La verdad, daba gusto verle, con la camisa de lino y sus bonitas piernas discretamente bronceadas. Cualquier otro hombre hubiese resultado ridículo con aquel atuendo -a medio vestir, a medio desnudar-, pero el señor Van Halen se las arreglaba para parecer siempre un residente de Martha's Vineyard.

– Ya te lo he dicho, Herder. Marga y Solange tienen algunas cosas que arreglar, y me gustaría echarles una mano…

– Muy bien. Pues tomémonos un par de días más. Le diré a Madison que cambie los billetes.

«¿Madison? Siempre había creído que la secretaria de Herder se llamaba Brittany…»

– Escucha, no sé si van a ser un par de días… A lo mejor necesito más tiempo y no creo que tenga sentido retenerte a ti. Tienes cosas que hacer en Nueva York. Apuesto a que el equipo de campaña estará subiéndose por las paredes mientras esperan a que vuelvas.

– Sí, Vicky, exactamente así es como están. Y cuando sepan que mi esposa se ha quedado en España tendrán que buscar un muro muy alto para trepar por él. Dentro de poco empezará el baile, y te necesitan en Nueva York.

– Herder… No saquemos las cosas de quicio. No hay actos de campaña hasta entrado septiembre, y estamos a seis de agosto. Así que bien podéis pasar sin mí unos y otros. Además, no es algo que podamos discutir. La familia de Jan me necesita.

– ¿Y qué hay de tu familia?

La estatua clásica de impecable camisa sin arrugas y piernas con la justa cantidad de vello se había plantado de frente, con los brazos cruzados sobre el pecho.

«Yo no tengo familia», pensaba Victoria, pero en lugar de eso sonrió y dio a su marido un beso en la mejilla.

– No exageres, Herder. Estaré de vuelta en unas semanas. En cuanto al equipo de campaña, si crees que es imprescindible, puedes decirles que tu abnegada esposa permanece en Europa cuidando de dos amigas que acaban de ser golpeadas por una desdicha. Quizá eso haga aumentar su consideración sobre mí. Y, en cualquier caso, esto es lo que hay. Me quedo en Madrid y volveré cuando haya arreglado un par de asuntos, pero ni un minuto antes.

Bueno, podía tachar la primera línea de la lista: hablar con Herder para participarle la feliz noticia: la mujer del candidato acababa de hacer un alegre corte de mangas a sus planes de campaña para las semanas siguientes. No había sido difícil, se dijo. A lo mejor es que Herder no era tan mal tipo, después de todo. Se había marchado un par de horas después, fresco y recién afeitado, con sus pantalones comprados en Sacks y su maleta de cuero oscuro. Cuando le vio salir -por fortuna, había rechazado su insincera oferta de acompañarlo al aeropuerto-, se sintió infinitamente triste, pero no por la marcha de Herder, sino precisamente porque no le importaba nada de lo que él hiciese, que llegara, que se fuera, que se quedara. Agradecía lo deportivamente que había encajado su decisión de no acompañarle, pero era por pura comodidad. Si Herder se hubiese puesto como una fiera al saber que no regresaba con él, le hubiese dado exactamente igual. Lo que pasara con Herder van Halen había dejado de dolerle, de preocuparle, de molestarle. Eso debe de ser lo que ocurre cuando ya no queda nada entre dos personas. Cuando el tiempo, o lo que sea, se lleva en un mal viento los últimos rastros de lo que un día fue cariño. O amor, incluso, aunque a Victoria cada vez se le antojaba más cursi aquella palabra.

A Herder lo había conocido cinco años después de su llegada a Nueva York. Fue el primer hombre con el que compartió una casa. Antes de él había habido una interminable legión de relaciones de irregular duración e intensidad, unas más apasionadas, otras más frivolas, excitantes, aburridas, peligrosas. Había salido con hombres de todo tipo, de su edad, algo mayores, incluso más jóvenes -aunque, desde luego, no pescaba amantes entre sus alumnos-, de cuatro religiones diferentes y de tres razas distintas… o quizá cuatro. Porque no recordaba muy bien cómo había acabado lo del chico indio. Estaba como una cuba cuando se fueron a casa, y él se había marchado antes de que Victoria se despertase con la peor resaca de su vida. Resumiendo, había sido una promiscua de libro, y no sentía el mínimo atisbo de culpabilidad. Lo pasaba bomba. Era feliz así. Y no hacía daño a nadie.

En realidad, y antes de Herder, Victoria sólo había estado enamorada una vez. Aquello había durado tanto -y, lo que era peor, había acabado tan mal- que necesitó muchos años y muchos amantes para reponerse de la primera y más dolorosa decepción de su vida. Conoció a Santiago Lema unos días después de cumplir los diecinueve años. Fue Jan quien los presentó -«debo de quererte mucho si te sigo hablando después de eso», decía ella-, y tuvo muchas ocasiones de arrepentirse, pero en aquel momento era imposible prever el cataclismo que se avecinaba. Antes de llegar a la universidad, Vic no sabía nada del sexo opuesto. El único hombre ajeno a su familia al que había conocido hasta entonces era el señor Langley, el profesor de música, que tenía sesenta años, la barba descuidada y un apestoso aliento a jerez barato. Su experiencia con los chicos se limitaba a unos cuantos escarceos en las fiestas universitarias y algunas citas que no acabaron de cuajar. Con Santiago fue distinto. Y catastrófico.

«Aléjate de él, Victoria. Te lo digo muy en serio.» La advertencia de Jan llegaba tarde. Bebió los vientos por aquel chico siete años enteros, durante los cuales Santiago Lema estuvo entrando y saliendo de su vida a voluntad, alternando épocas de calma con estrepitosas rupturas, reconciliaciones con infidelidades, peleas, abrazos, juramentos, traiciones… A Victoria le tocó la peor parte: ella estaba enamorada. Y mientras vivía pendiente de cada uno de sus movimientos, Santiago entraba y salía de su vida, desaparecía durante meses, aseguraba haberse enamorado de otras mujeres, y justo cuando Vic empezaba a pasar aquella página, y como si tuviese un radar para detectar la mínima señal del olvido, regresaba a su lado, le pedía una nueva oportunidad, y vuelta a empezar.

Jan recordaba como una pesadilla aquellos tiempos demenciales, con una Victoria eternamente triste, nerviosa y resentida, que había perdido completamente el control, que pasaba de la desesperación a la euforia tras recibir una miserable llamada de teléfono, que se ilusionaba como una niña ante la perspectiva de una cena a solas, para hundirse después en la tristeza absoluta cuando Santi telefoneaba a última hora para anular la cita. Jan perdió la cuenta de las veces que había tenido que acudir a consolar a Victoria, a animar a Victoria, a enfadarse con Victoria por no ser capaz de dar el cerrojazo definitivo a una historia que no le traía más que lágrimas y malos ratos a cambio de unas migajas de algo que, desde luego, no se parecía al amor. Vic recordaba todas aquellas noches que había pasado sollozando en los brazos pacientes de Jan, que le secaba las lágrimas mientras le recordaba que era ella la principal culpable de aquel desastre. Nunca se enfadó con Santiago. Nunca arremetió contra él. Estaba convencido de que cada cual es responsable de sus actos: si Victoria había querido rendirse a un conquistador como Santiago Lema, era problema suyo. Él estaba dispuesto a secarle las lágrimas, pero nada más. Santi era su amigo de la infancia, y Victoria una mujer adulta capaz de tomar sus propias decisiones.

Un día, sin saber por qué, Victoria se dijo que ya era suficiente. No fue por nada en especial: se levantó después de una noche casi en vela, se miró en el espejo y se asustó ante su propia imagen desfigurada por el llanto. Tenía veintiséis años y había pasado siete llorando por el mismo hombre. En aquel mismo momento decidió que se había acabado. Cogió el teléfono y llamó a Jan para decírselo. Y él la creyó.

De aquella relación descabellada a Victoria le quedó sólo una perenne desconfianza hacia el otro sexo, la voluntad de no volver a caer en los errores que la habían precipitado al vacío y un sordo rencor hacia Santiago, al que consideraba responsable de todos sus males. Una vez que superó su propia insensatez -pues eso era lo que había sido, una pobre insensata presta a fiarse del primero en llegar-, descartó la idea del amor eterno y se entregó alegremente a una irresponsable serie de romances sin consecuencias. Algunos, por supuesto, se prolongaban en el tiempo -salió durante más de un año con un cirujano muy atractivo, y tuvo una larga relación con un profesor de la Escuela Diplomática con el que acabó rompiendo-, pero por lo general Victoria encadenaba una relación con otra. Al llegar a Nueva York, se dio cuenta de que otra de las ventajas de la gran manzana era la deliciosa diversidad de sus habitantes. Además, las posibilidades de anonimato se multiplicaban, y nadie tenía por qué sospechar que la eficiente miss Suárez de Castro era una moderna versión de Mesalina. Jan estaba al tanto de sus aventuras, y a veces se las reprochaba por pura costumbre, pero en su fuero interno le tranquilizaba que su amiga hubiese encontrado la vacuna para un virus que la había infectado durante años. Aquellos hombres que pasaban por su vida y por su cama la mantenían lejos del único tipo por el que había perdido la cabeza. Y, desde luego, Jan prefería que Victoria se acostase con todos los funcionarios de Naciones Unidas antes de que volviese a hacerlo con Santiago.

Luego apareció Herder, guapo, atlético, distinguido, seguro de sí mismo, obsequioso, encantador, simpático: un crisol de todas las virtudes masculinas. Se habían conocido en una conferencia en la universidad de él. Victoria le había echado el ojo encima nada más entrar en el salón de actos, y cuando él se acercó a presentarse en la pausa para el café no tuvo ninguna duda de que iba a convertirse en su próximo entretenimiento. Pero las cosas no fueron como ella esperaba. En lugar de un amante apasionado se encontró con un caballero a la antigua usanza que le enviaba flores al trabajo y quería presentarle a su familia. Después de un par de meses de citas idílicas, cenas a la luz de las velas y un caudal de regalos románticos que iban de las rosas rojas a una docena de galletas decoradas con su nombre, Herder le propuso mudarse a su apartamento de la calle 72. Victoria estuvo a punto de darle largas, pero entonces recordó las vistas al parque, la fuente de la terraza y el portero con librea del vestíbulo, y se dijo ¿por qué no? Unos meses más tarde, Herder apareció con el anillo. A ella no se le ocurrió una forma mejor de pasar los próximos cincuenta años. Para entonces, hacía mucho tiempo que ni siquiera recordaba a Santiago Lema. Herder van Halen lo había borrado todo. Quizá sólo por eso, y a pesar de todo, ya había merecido la pena que se cruzara en su camino.

– ¡Victoria!

La propia Marga le abrió la puerta. No parecía haber nadie más en la casa, que flotaba en un silencio opresivo. Aquella paz ingrata, aquella ausencia de ruido, subrayaba definitivamente la ausencia de Jan, y Victoria la recibió con unas acuciantes ganas de huir.

– ¿Estás sola?

Muy mal. Esa frase no se le dice a una viuda reciente. De hecho, mejor no se le dice a nadie. Victoria abominó de su propia torpeza.

– Sí. Les… les he pedido a todos que se fueran. Tengo que empezar a acostumbrarme, ¿no?

Las lágrimas se le subieron a los ojos. Victoria le dio un abrazo breve y la empujó suavemente hacia el salón.

– Anda, vamos. No hemos tenido mucho tiempo de hablar…

– Claro. Me… me alegro de verte. No estaba segura de que estuvieses aún en Madrid. No sé ni lo que dijiste el otro día, pero me pareció entender que se trataba de un viaje relámpago.

En aquel momento se dio cuenta de que debería haber preparado mejor aquella escena. Qué error, qué gran error presentarse así en la casa de Marga sin llevar en la cabeza toda una batería de explicaciones que justificasen su permanencia en España. ¿Qué iba a decirle ahora? Pero ¿cómo podía ser tan estúpida? «Ay, Jan, buena la has hecho confiando en mí… ¡Y tú que pensabas que tu amiga era muy lista!»

– ¿Dónde está Herder?

«Bueno, pues nada, de cabeza a la piscina.»

– Se ha marchado hace tres horas.

– ¿A Nueva York?

«No. A las Bahamas, a pasar el resto del verano. Pero mira que es tonta esta pobre chica.» -Aja.

– ¿Y tú?

– Me quedo. Unos días. Para… para haceros compañía a Solange y a ti.

Marga enarcó las cejas. «Cuidado, Vic: no es tan estúpida.» ¿Hacerle compañía a ella cuando Jan acababa de morir? ¿Dejar partir solo a su marido para entretener a una persona que tampoco era lo que se dice su amiga del alma? Menudo desastre. Iba ya a calificar de fracaso total la primera parte de su misión cuando se le encendió una lucecita.

– No es sólo por eso… se trata de Herder.

– ¿Qué le pasa?

– Las cosas no marchan entre nosotros. Necesitamos algo de tiempo… Por eso he decidido quedarme en Madrid. Nos vendrá bien pasar unos días separados, y, por otro lado, me gustaría ayudarte un poco con Solange.

«Bueno, esto está mejor.» Una buena mentira es aquella que se parece mucho a la verdad, y no había nada falso en lo que acababa de decir a Marga.

– Pero Herder y tú… No sé, hacéis tan buena pareja…

«Ya estamos con la tontería de las parejas buenas y malas. La vida, querida Marga, no es una alfombra roja donde lo que de verdad importa es que dos personas que caminan juntas entre los flashes formen un conjunto ideal.»

– Ya, ya, pero… Bueno, las cosas no son tan fáciles… Y ahora, con todo lo de su campaña, Herder está muy susceptible.

Mentira cochina. Si alguna ventaja tenía el ingreso en política de Herder es que le quedaba más bien poco tiempo para meterle a ella el dedo en el ojo.

– En fin, que me vendrán bien unos días lejos de él, y qué mejor sitio que Madrid para… para reflexionar.

Marga la miró con simpatía antes de tomarla de la mano.

– Si eso es lo que has decidido, adelante. Espero que todo se arregle. Dicen que la primera crisis de pareja llega a los siete años. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos Herder y tú?

«Por favor. La puñetera teoría de los siete años…»

– Pues… no sé, seis y medio, más o menos. Pero, con un poco de suerte, arreglaremos las cosas. -Forzó una sonrisa.

– ¿Dónde vas a quedarte?

Mierda. Ni siquiera había pensado en eso…

– En el hotel, supongo.

– Pero eso es un disparate… Quiero decir que te va a costar una fortuna. -Se le iluminó la cara-. Oye, ¿por qué no te instalas aquí? Hay habitaciones libres, no tengo que decirte lo grande que es la casa.

– Oh, no, de ninguna manera. -«Ni muerta, vamos. En la casa de Jan, sin estar Jan, con Marga echando el moco por las esquinas y Solange peleándose con ella.»

– ¡Marga!

La voz cantarína de Solange tocada por un deje de aspereza, que Victoria intuyó era el que usaba hacía tiempo para dirigirse a su madrastra.

– ¡Sol, querida! Está aquí tu tía Victoria.

Solange entró como una centella y la abrazó.

– ¡Tía Vi! ¡Pensé que te habías ido!

– Hay novedades: va a quedarse en Madrid durante unos días. ¿Qué te parece? ¿A que es una gran noticia? ¿Estás contenta?

En ese momento, Victoria sintió un arrebato de piedad hacia Marga, que estaba dispuesta a cualquier cosa para ganarse a aquella cría. Solange ni siquiera miró a su madrastra en busca de una confirmación.

– Tía Vi… ¿Es cierto?

– Sí… Estoy de año sabático, y puedo tomarme unas semanas libres. Herder se ha ido esta mañana.

– Y aún hay más… Estoy convenciendo a Victoria para que se quede en casa.

Solange abrió mucho sus grandes ojos azules.

– ¿Aquí? ¿Con nosotras?

– Bueno, todavía no está decidido… -la voz de Victoria sonaba tan débil, tan poco convincente, que ella misma se dio cuenta de que había perdido aquella guerra sin empezar a librarla.

– Oh, tía Vi, por favor, por favor, por favor… Me gustaría tanto tenerte cerca… Estoy tan triste sin papá…

Dos lágrimas como garbanzos rodaron por aquel rostro blanquísimo. Solange ni siquiera hizo el ademán de enjugárselas. La pequeña manipuladora sabía sacar partido incluso de las desdichas.

– Bueno… No quiero molestarte, Marga.

– Pero si no es ninguna molestia. Hay sitio de sobra, ya lo sabes. -Marga le dio unas palmaditas en el brazo, y el gesto se le antojó propio de una anciana tía abuela-. ¿Qué ibas a hacer sola en un hotel, además de gastar dinero?

Era evidente que Marga pertenecía a ese nutrido grupo de personas que consideran terrible instalarse en un hotel, seguramente porque son incapaces de ver ventajas a las sábanas limpias, las toallas esponjosas y el orden artificial que llega de la mano de una camarera de planta. ¡Ay, esas habitaciones arrasadas por la mañana que al regresar a mediodía se encuentran en perfecto estado de revista! ¡Esos desayunos abundantes donde dar rienda suelta a los caprichos de la gula! ¡La posibilidad de pedir una taza de caldo a las tres de la madrugada, la pulcritud del servicio de tintorería, la eficiencia del conserje tomando los recados! Por lo visto, Marga le estaba ofreciendo su casa como una alternativa al infierno… En fin, después de todo quizá la misión sería más sencilla si llegaba a convivir con los dos elementos de la discordia.

«La misión… Jan, querido, me debes una.»

Claro que ya había perdido la cuenta de todas las que ella le debía a Jan.

– Entonces, decidido. Te instalas con nosotras. ¿A que será divertido, Sol?

– Sí, Marga, será muy divertido. Pero me llamo Solange. No sé qué manía te ha entrado con eso de acortarme el nombre, pero no me gusta un pelo. Tengo que salir otra vez. Tía Vi, me alegro de que te quedes. Me alegro mucho, mucho, mucho…

Le dio un achuchón, y Victoria estuvo segura de que el gesto afectuoso era una formar de subrayar su frialdad con la buena de Marga.

– ¿A qué hora vas a volver?

– Ya veremos.

– ¿Para la cena?

– Marga… ¿Qué parte del «ya veremos» no has entendido? He quedado con mis amigas y vendré en cuanto pueda. Y, por favor, no me llames al móvil media docena de veces. Necesito espacio ¿vale?

Impertinencia en estado puro. Victoria tuvo que morderse la lengua para no intervenir, pero se recordó a sí misma que no estaba allí para poner de manifiesto la torpeza de Marga, que debería haber parado los pies al caudal de insolencia de aquella adolescente.

– Es siempre así -confesó, cuando se oyó a lo lejos el crujido de la puerta al cerrarse-. Al menos conmigo. Está llena de pinchos, como un cactus. A veces pienso que me odia.

– No digas tonterías. Está en una edad horrible.

– Lo sé. Pero contigo es distinto.

Victoria se envalentonó.

– La mimasteis demasiado… Me refiero a Jan y a ti.

El nombre de Jan provocó en las dos un latigazo de dolor, como si escucharlo fuese una forma de hacer más presente su ausencia.

– Ya lo sé. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? La primera vez que la vi tenía cinco años. Era una pobre niña sin madre, y tan bonita… Perdí la cabeza por ella, Victoria. Me he pasado la vida queriéndola, cuidándola, consintiéndola… Creo que, en el fondo, quería hacerme perdonar que no fuese hija mía.

Victoria se sorprendió. Aquella frase era lo más inteligente que le había escuchado a Marga desde que se conocían. Pero no quería que su primera conversación se convirtiese en un rosario de disculpas, en un ejercicio de arrepentimiento por parte de Marga con respecto a la educación de su hija postiza. Había cosas más importantes que ventilar.

– Bueno, supongo que es normal. Sea como sea, Solange tiene un carácter fuerte, y la adolescencia no va a servir para facilitar las cosas. Por no hablar de la nueva situación.

Menudo eufemismo. «La nueva situación.»

– ¿Sabes, Victoria? Me temo que, ahora que su padre ha muerto, Solange no está dispuesta a quedarse conmigo.

– Pero…

– Me lo insinuó ayer. Se le ha metido en la cabeza ser diseñadora de moda y marcharse a París a vivir con su madre. Dice que aprendería mucho con ella. Está convencida de que Chloe es una especie de universidad del buen gusto.

Vaya. ¿Era una nota de sarcasmo lo que acababa de percibir? Caramba con Marga, estaba ganando algunos puntos.

– ¿Y tú qué opinas? ¿Quieres que Solange se vaya?

Se pasó la mano por los ojos y su voz sonó cansada.

– No. Ahora que Javier no está, se me parte el corazón sólo de pensar en perderla también a ella… Pero si es lo que quiere, no veo cómo voy a poder impedirlo. Por mucho que no ejerza, Chloe es su madre. Si Solange desea pasar un tiempo a su lado, adelante. Por mucha pena que me dé, quizá sea bueno para todos.

Muy razonable, sí señor. Sacar a Solange de escena durante un tiempo. Que disfrutase de su madre, de los encantos de París y del charme de la plaza Vendóme. Que le diese el aire de los Campos Elíseos, que tomase clases de dibujo y que asistiese junto a la sofisticada Chloe a los desfiles de alta costura. Ahora sólo había que convencer a la madre de la criatura de la conveniencia de abrirle las puertas de su casa y de su vida.

– ¿Has hablado con Chloe?

– ¿Estás de broma? Ni siquiera iba a escucharme. Lo mejor es que sea Solange quien le diga que desea vivir en París. A ella no se atreverá a decirle que no.

«Pero ¿qué clase de serrín tiene esta mujer en la cabeza? Retiro lo dicho: es completamente idiota. No me extraña que jan necesitase enviarle una niñera desde el más allá.»

– Marga… No creo que, siendo Chloe como es, le suponga algún problema desengañar a su hija. Imagina cómo se sentiría Solange oyendo decir a su madre que no la quiere con ella. Digas lo que digas, si existe alguna posibilidad de que las cosas salgan bien, es planteando esto con cierta frialdad, como… como si fuese una negociación.

Marga miraba a Victoria con los ojos enrojecidos por el llanto y una cierta expresión de interés.

– Es posible que tengas razón. -Suspiró brevemente-. Ay, Victoria, menos mal que estás tú… Al menos a ti Chloe te respeta. Hasta creo que le caes bien. ¿Por qué no la llamas ahora mismo? Cuanto antes sepamos a qué atenernos, mejor para todos. Además, si accede al traslado, será un aliciente para Solange. Seguro que estará de mejor humor sabiendo que el curso que viene vivirá en París con su madre.

Victoria iba a protestar, pero se dijo que no valdría de nada. Ella sólita se había metido en la boca del lobo. Además, si el plan funcionaba, su trabajo en Madrid habría acabado antes de lo previsto: con Solange en Francia, ya no habría paz que buscar entre la niña y su madrastra. Y apostaba cualquier cosa a que, después de pasar una temporada con su mamaíta, Solange iba a regresar más suave que la seda. Al fin y al cabo, para que una persona empiece a valorar a otra, puede venir bien una época de distanciamiento.

– Muy bien. Voy al otro cuarto a llamar a Chloe. Cruza los dedos, ¿quieres?

– Aló!

– Chloe… Soy Victoria.

– Ah, Victoria, querida. ¿Ya estás en Nueva York? Pensaba llamarte, voy a la ciudad dentro de unos días. Tengo que disparar allí una sesión estupenda…

La cortó antes de que se extendiese en detalles sobre el viaje y el fabuloso trabajo que iba a hacer con el fondo de los rascacielos.

– No, aún estoy en Madrid. No sé cuándo volveré. Estoy de año sabático en la universidad.

– Qué suerte tenéis los profesores, con tantas vacaciones.

«Un día de éstos, Chloe, voy a matarte.»

– Ya. Mira, necesito hablar contigo. Se trata de Solange.

– ¿Qué le pasa? ¿Está mal?

– No, no, está… está bastante bien, dadas las circunstancias. He estado cambiando impresiones con ella acerca de… de su futuro. -Pero qué condenadamente difícil era todo aquello, maldito Jan, maldito, maldito-. Y… bueno, no sé si te lo ha contado, pero dice que quiere estudiar diseño de moda.

– ¡Qué bien!

Victoria captó en el comentario el mismo entusiasmo que si le hubiese revelado que su hija quería ser astronauta o dueña de una gasolinera.

– Sí, bueno, a ver, porque los chicos, ya sabes, cambian de opinión y eso… Pero por lo pronto ella cree que… eh… que quizá no le vendría mal pasar una temporada en París. Ya sabes, la meca de la elegancia, el chic parisino, el glamour… Para… empaparse de buen gusto.

Pero qué estúpido le sonaba todo aquello, por Dios. Menudo argumentario: el chic, el glamour… sólo le faltaba nombrar a Cocó Chanel y Christian Dior para darse de bruces contra el tópico de supermercado. Por fortuna, la muy egotista Chloe se las había apañado para quedarse exclusivamente con la esencia de la conversación.

– ¿Una temporada? ¿En París?

– Sí… Está pensando en estudiar allí el próximo curso. Solange empieza este año el bachillerato español, y supongo que es el mejor momento para hacer un cambio de expediente.

– Pero, Victoria, ¿dónde va a quedarse?

«Bajo el puente del Alma. O en una banlieu, en alguna casa donde haya okupas españoles que la ayuden al principio. Eso si no puedes convencer a Carla Bruni para que le monte un apartamento en el Elíseo.»

– Chloe… Lo más lógico sería que viviese contigo.

– Ah, mais non… Eso es imposible. Estoy todo el día viajando de aquí para allá, y no paso en casa ni un minuto. ¿Cómo voy a ocuparme de ella?

– Bueno, Chloe, Solange ya no necesita a alguien que la cuide las veinticuatro horas. Es una chica lista y bastante independiente, así que tampoco va a hacer falta que tú…

– Lo mejor sería buscarle un buen colegio. Un internado, una casa de estudiantes. Claro que puede pasar conmigo algún fin de semana, cuando yo esté en París.

– Ya, pero ella quiere vivir con su madre.

– Pues, querida, yo no estoy en condiciones de vivir con mi hija. Pero le encontraré un buen sitio, un pensionado agradable, donde pueda conocer gente y sentirse como en un hogar.

Había llegado el momento de poner las cartas boca arriba. Victoria notó cómo se le aceleraba el ritmo cardiaco, y tuvo que reconocer que llevaba muchos años esperando el momento para atacar a Chloe con toda la artillería.

– Chloe, si quisiese enviar a Solange a un pensionado, a una residencia de señoritas o a un reformatorio no te habría llamado a ti. Acaba de perder a su padre, y por muy difícil que me resulte entenderlo, quiere vivir contigo durante un tiempo. No creo que sea tan terrible compartir tu casa durante un curso con una cría que da la casualidad de que es tu hija, y que hasta ahora no puede decirse que te haya dado demasiados problemas.

Hubo un silencio. En un alarde de ingenuidad impropio de ella, Victoria se dijo que a lo mejor Chloe estaba reflexionando. ¿De verdad iba a reconsiderar su postura?

– Victoria, querida… -su voz sonaba ahora lejana y dulce-, las cosas no son tan fáciles, ¿sabes? Hace… hace unos meses que salgo con alguien. Es un buen tipo. Más joven que yo. Me ha costado mucho trabajo convencerle de que debíamos vivir juntos. ¿Cómo crees que reaccionará si le digo que mi hija adolescente va a trasladarse a mi casa? ¿Piensas que se va a poner muy contento de poder jugar a las familias? ¿O crees, como yo, que no tardará ni un segundo en coger sus cosas y largarse? Me hago mayor, Victoria. Tú también, pero supongo que no le das tantas vueltas porque estás casada con un hombre rico y guapo. El asunto es que no quiero quedarme sola y ésta puede ser mi última oportunidad.

Ahora fue Victoria quien no supo qué decir. Con esto no contabas, chica. Chloe siguió hablando.

– Sé que no te gusto. Oh, no te molestes en negarlo. Siempre has pensado lo peor de mí, y supongo que tienes motivos. Soy una persona muy egoísta, sobre todo si se me compara contigo, con Jan o con esa santurrona que se casó con él y crió a mi hija. Marga me parece una idiota, pero sé que tengo muchas cosas que agradecerle. Ha hecho un buen trabajo con Solange. Y, si yo fuese como ella, o incluso como tú, entendería que es mi turno y traería a mi hija a vivir conmigo. Pero no lo soy, Victoria. Si no me sacrifiqué por Solange cuando tenía veintitantos años y toda la vida por delante, ¿cómo voy a hacerlo ahora, que tengo cuarenta y dos y empiezo a sentirme vieja? Lo siento, pero soy así. Y me sorprende que tú, siendo tan lista, no te hayas dado cuenta.

Desde el otro lado de la línea, Victoria seguía paralizada por aquel brutal ataque de sinceridad… o de cinismo en estado puro. Sí, conocía perfectamente a Chloe. Sí, sabía qué esperar de ella -la naturaleza del escorpión, no lo olvidemos-, pero, aunque había previsto una negativa, no esperaba escuchar semejante declaración de principios. Se sentía profundamente tonta. Intentó recuperar un poco del terreno perdido.

– Había imaginado que dirías que no. Pero Solange está tan empeñada en vivir contigo que no quería negarle la posibilidad sin que hablásemos de ello. No te preocupes, tu hija se quedará en Madrid.

– Recuerda que puedo encontrarle una plaza en un buen internado…

– Déjate de gilipolleces, Chloe -le pareció que soltar una grosería era una forma de volver a tomar la delantera-. Meter a la niña en una residencia cuando su madre vive en la misma ciudad sería como restregarle por las narices el hecho evidente de que es una molestia. No creo que sea una buena idea que se entere de que su madre pasa de ella justo después de quedarse huérfana. Que acabe el bachillerato español, y cuando empiece la universidad ya veremos qué quiere hacer con su vida.

¿Por qué estaba dando tantas explicaciones si estaba claro que a Chloe no le importaba nada el futuro de Solante? En el fondo, se dijo abochornada, le encantaba demostrar al mundo que tenía todo bajo control, que era capaz de enderezar el rumbo de cualquier cosa en el último momento. «No tienes remedio, Vic…»

– Una cosa, Victoria… Deberíamos hablar de dinero.

– ¿Cómo dices?

– Sí. No sé si lo sabes, pero Jan se ocupaba enteramente de las necesidades de Solange. Ahora que él ha muerto, no es justo que sea Marga quien cargue con todo. Las cosas me han ido bien en los últimos años, y estoy en condiciones de colaborar en los gastos de mi hija.

Otra sorpresa. Chloe sacando a pasear su pequeñísimo sentido de la equidad.

– Había pensado en enviar mil euros al mes.

– Háblalo con Marga.

– Oh, no, no, no. Esa tonta testaruda querrá que las cosas continúen como cuando Jan vivía y rechazará el dinero, sin caer en la cuenta de que todo ha cambiado mucho. No sé cuál es su situación, pero apostaría a que Jan no ha dejado precisamente una fortuna, y no creo que ese negocio que tiene sea un pozo de petróleo. Voy a abrir una cuenta a nombre de Solange en un banco español. Te incluiré a ti como firma autorizada e ingresaré el dinero todos los meses. Úsalo como quieras: para comprar ropa, para pagar sus matrículas y sus libros, para que pueda hacer un viaje…

Una vez más, Victoria no sabía qué decir. Tenía que reconocer que la propuesta era sensata. Era posible que Marga tuviese algunos problemas económicos a partir de entonces Y, en el mejor de los casos, ese dinero podría servir más adelante para financiar los estudios universitarios de Solange, así que «de lo perdido, saca lo que puedas».

– Muy bien. Te mandaré un correo con mis datos para que puedas hacer el papeleo.

– Gracias por todo, Victoria. Te lo digo de corazón.

«Te lo digo de corazón.»

– Ya. Adiós, Chloe.

Colgó, y se quedó un buen rato mirando a la pared.

«Estupendo. Todo un éxito, sí señor.»

Marga recibió la noticia como Victoria esperaba, con un nuevo acceso de llanto. Ni siquiera sabía por qué lloraba, por Solange o por ella misma. Aunque, seguramente, llorase por Jan, y todas las pequeñas calamidades que se abatían sobre ella no hacían sino avivar la única razón para el llanto: Jan no estaba.

Victoria se ofreció a hablar con Solange para hacerle saber que su viaje a París quedaba cancelado. Marga, cómo no, se lo agradeció llorando. Así, al menos, no podría adjudicarle a ella el papel de aguafiestas. Victoria tuvo que reconocer que eso era precisamente lo que Solange hubiese hecho de ser la buena de Marga la portadora de las malas nuevas. Aquella misma noche, antes de cenar, pidió a Solange que la acompañara al hotel para recoger sus cosas, aunque no tenía nada más que una maleta medio vacía, y tras recomponer el magro equipaje le propuso tomar un refresco en el bar del vestíbulo.

– Bueno, tú dirás…

– ¿Cómo?

– Tía Vi… Que no soy tonta… Me has traído hasta aquí para hablar conmigo lejos de Marga. Así que dime lo que quieras. Te escucho.

He aquí una adolescente que sobrevalora su inteligencia: no sólo se cree muy lista, sino que está convencida de que todos los demás son idiotas. Esa desenvoltura, esa suficiencia, ese tono de superioridad… Victoria sonrió con indulgencia. Ella había sido igual, y tuvo sobradas ocasiones para corregirse. Ya te darás de bruces con la dura realidad, querida niña.

– Muy bien. Pues entonces, vayamos al grano. Antes de entrar en materia, una petición. Me gustaría que corrigieses tu modo de tratar a Marga.

– ¿Y cómo la trato?

– Solange… Lo sabes muy bien. Me temo que tu forma de dirigirte a ella sólo puede calificarse de grosera. Y eso no me gusta. Al margen de que no creo que Marga lo merezca.

Solange dio un sorbito a su cocacola light antes de atusarse la melena y seguir hablando.

– Mira, ya sé que vas a empezar con lo de que Marga es un ángel y todas esas cosas. Y yo no digo que sea mala, que conste. Entre otras cosas porque para eso hay que ser bastante más lista de lo que ella es…

Crueldad adolescente. Victoria supuso que la tristeza de Solange estaba multiplicando sus efectos.

– … pero, a pesar de que sea una santa, no la soporto. Cuando papá vivía era distinto, ¿sabes? Me limitaba a no hacerle mucho caso. Pero ahora… En fin, qué te voy a contar. La voy a tener siempre encima, mirándome, vigilándome. A veces me recuerda a un búho.

– Te quiere mucho…

– Pues peor para ella. Además, no estoy diciendo que no la quiera. Pero no me apetece vivir a su lado. No sin estar papá. Quiero irme a París, con Chloe. Me he dado cuenta de que apenas conozco a mi madre…

«¡Ay, Solange! Me temo que tu madre no tiene gran interés en que la conozcas. Y, además, si llegaras a hacerlo, no creo que te gustara mucho.»

– No me parece lógico que te marches ahora. Tienes dieciséis años. No es la mejor edad para cambios radicales, teniendo en cuenta además que atraviesas un momento delicado.

– Pues precisamente por eso me quiero marchar. Me… me estoy haciendo adulta, y no quiero crecer junto a Marga.

– ¿Por qué?

– Porque no.

A Victoria le gustó la respuesta infantil. Abría una nueva vía de ataque. Lo malo era que Solange ya estaba embalada.

– Además, ¿qué va a aportarme ella? ¿Crees que puede enseñarme algo? Es una persona tan gris… Siempre está triste, siempre está asustada, como si tuviese miedo de su propia sombra. Y luego, su abandono personal. ¿No te has fijado en cómo se peina? ¿En cómo se viste?

Solange no se dio cuenta de que Victoria había fruncido el ceño y, además, le temblaba la barbilla. Ante esos síntomas, Jan hubiese interrumpido la conversación para reconducirla, pero Solange no conocía a Victoria, y de todos modos estaba demasiado enredada en su diatriba como para reparar en cualquier otra cosa.

– Cualquiera con un poco de sentido la tomaría por una homeless. ¿Por qué no puede vestirse como tú? ¿O como Chloe? Quiero ser diseñadora, tía Vi… Tengo que convivir con alguien de quien pueda asimilar cierto buen gusto. Si paso mucho más tiempo con Marga, acabaré convirtiéndome en una hortera. Con mi madre no…

– ¡Se acabó!

Los ojos acuosos de Solange se agrandaron un poco. El palmetazo que había dado Victoria sobre la mesa tuvo el efecto deseado para subrayar el grito de interrupción.

– Pero, tía Vi…

– Ni tía Vi ni nada. ¿De verdad te has escuchado? ¿Quién te has creído que eres, Solange? ¿París Hilton? Porque lo que estás diciendo parece sacado de un libro de estilo para descerebradas. Pensaba que eras una buena chica, pero veo que te has convertido en una mocosa egoísta… una chiquilla malcriada sin consideración ni respeto. ¿Cómo puedes hablar así de Marga? ¿Despreciar de esa forma a una mujer que te ha tratado siempre como si fueses su hija?

– Vi, pero es que ella no es mi madre…

– Oh, claro que no lo es. Por eso tiene más mérito todo lo que ha hecho por ti. Todo lo que está dispuesta a hacer a partir de ahora. Me decepcionas, Solange. Y si pudiera escucharte ahora, también tu padre se sentiría decepcionado.

Aquella frase tuvo un efecto inmediato. Solange se echó a llorar. Victoria sintió la tentación de abrazarla. Después de todo, era sólo una pobre niña confundida. Una niña sin padre que aún no había aprendido a dirigir sus afectos en la dirección correcta. Pero no era el momento de prodigarle gestos de cariño. Tenía que darse cuenta, siquiera por unos segundos, de lo terrible que es llorar sin que nadie te consuele, que era lo que acabaría haciendo si dejaba a Marga. Supo que era el momento de entrar a matar. Solange estaba ya contra las cuerdas, y nada de lo que le dijera iba a hacer que se sintiese peor.

– Sol… lo siento, pero tienes que madurar. No puedes irte a París. Ni instalarte con tu madre, que tiene una vida de locos y no está en condiciones de ocuparse de ti.

– Esto es cosa de Marga, ¿verdad?

– No, Solange. Te doy mi palabra. Ella estaba dispuesta a dejarte marchar. Pero tu madre y yo tuvimos una larga conversación esta tarde, y hemos decidido que lo mejor es que permanezcas en Madrid hasta acabar el bachillerato. Luego, cuando llegue el momento de ingresar en la universidad, podrás decidir lo que prefieres hacer, dónde quieres vivir y cómo quieres organizarte. Entretanto, tu sitio está aquí.

– Así que no puedo elegir.

– Eso me temo -le dedicó una sonrisa-. Si te sirve de consuelo, es lo que pasa a tu edad: siempre hay alguien que escoge por ti.

– Es que echo tanto de menos a papá que me parece imposible vivir en esa casa sin él… y con Marga…

«No eres la única.»

– Solange… Marga puede tener muchos defectos, pero es una persona honesta que te quiere mucho. Tardarás en darte cuenta, pero lo que ahora necesitas es tener cerca a alguien como ella, generosa, amable, y buena hasta decir basta. No me digas que no hay cosas que aprender de alguien así. Y, además, también estoy yo… Te conozco desde que naciste, así que puedo servirte de ayuda en caso de emergencia.

– Júralo.

«Como si hiciese falta que te lo jurase a ti, querida. Como si tu padre no se te hubiese adelantado exigiendo compromisos postumos.»

– Lo juro. Y ahora, deja de gimotear y ve a lavarte la cara. No quiero que Marga te vea así. Bastante tiene ella con lo que tiene. ¿Estamos? Recuerda que no eres la única que lo está pasando mal. Volvamos a casa. Es tardísimo…

Las recibió un suave olor a mantequilla derretida. Desde la cocina llegaba un confuso concierto de chisporroteos y cacerolas que chocaban. Solange puso los ojos en blanco.

– Ya estamos…

– ¿Qué pasa?

– Le ha dado por guisar con mantequilla.

– ¿Desde cuándo?

– Yo qué sé. Un par de meses, creo. Fue a un curso de gastronomía francesa o algo así.

– Bueno, no te quejes. Marga cocina de miedo…

– Sí, gracias a Dios. Si voy a ponerme como una vaca, al menos que sea por comer cosas ricas. Pero preferiría que volviese al aceite de oliva. Ahí está.

Marga se acercaba envuelta en un enorme delantal de rayas azules y blancas que le llegaba hasta los pies. Se había recogido el pelo bajo un gorrito elástico y llevaba en la mano una cuchara de madera. Muy a su pesar, Victoria reconoció que ofrecía un aspecto más bien ridículo.

– La cena estará en unos minutos.

– Ah… Qué bien… ¿Quieres que ponga la mesa?

– Ya lo he hecho yo.

Solange buscó refugio en su cuarto, y Victoria siguió a Marga a la cocina. Allí reinaba un desorden de considerables proporciones y el olor a mantequilla se volvía casi insoportable. Victoria tragó saliva, pensando angustiada en la inminencia del festín. Tres años antes había tomado la decisión de no cenar para conservar la línea, y hacía muy raras excepciones a aquella regla de oro: a partir de las ocho de la tarde, sólo una ensalada o un yogur. Pero no parecía que fuera eso lo que Marga iba a servirles.

– Bueno, ¿cómo ha ido?

Ya había repensado en edulcorar la charla, así que no le costó ningún trabajo.

– Bastante bien. Le he dicho que cuando acabe el bachillerato podrá hacer lo que le apetezca, pero que mientras tanto tiene que quedarse en Madrid.

– ¿Y se ha disgustado? ¿Está enfadada conmigo?

– Marga… No le des más vueltas. Solange se queda, y no está enfadada con nadie. No podemos dar tanta trascendencia a cada cosa que haga o diga una quinceañera. Bueno, ¿qué has preparado para cenar?

– Ya lo verás… Vamos a sentarnos. Llama a Solange.

Al entrar en el comedor, Victoria no pudo evitar una sonrisa conmovida, pues Marga había dispuesto la mesa como si fuesen a celebrar una cena de gala. Jan solía meterse con su mujer diciéndole que en su anterior reencarnación debía de haber sido una aristócrata polaca… o el mayordomo de Los restos del día, a juzgar por su obsesión en materia de menaje y lencería de casa. Había comprado dos cristalerías completas, tres vajillas preciosas y otras tantas cuberterías muy diferentes entre sí (aquella noche había elegido una de inspiración colonial cuyos cubiertos tenían el mango de asta rematado por una fina línea de bronce), y tantas mantelerías como podían albergar los armarios de la casa. Jan estaba encantado, pues tenía un gusto exquisito y le hacía feliz rodearse de cosas bellas, pero también era desordenado y con cierta tendencia al caos, así que compraba aquello que le gustaba sin orden ni concierto: una sopera antigua, un mantel de hilo al que le faltaban las servilletas, un juego de café que era una ganga porque la mitad de los platillos estaban rotos… Además, le aburría ir de compras. Una cosa era encontrar piezas raras en el rastro, y otra pasarse la tarde en un almacén de loza o una tienda de tejidos.

En ese sentido, Marga le vino como anillo al dedo. Empezó a corregir las compras, a hacer adquisiciones sensatas, a proveerse de todo lo que necesitaban realmente para dar rienda suelta al hedonismo de Jan, a quien hacía feliz la visión de una mesa bien puesta como anticipo al placer de la comida. Marga colocaba los salvamanteles de pizarra, llenaba de flores frescas las jarras de plata, encontraba un primoroso pañuelo de encaje para la panera, un extraño juego de pinzas para el marisco, una salsera de porcelana para la mayonesa… Victoria suponía que también de esa forma había conquistado a Jan: rodeando su vida de exquisiteces tan gratas como prescindibles, y se preguntaba si Marga era también así, si realmente valoraba los manteles bordados y las copas de cristal checo, o participaba en el juego sólo para complacer a Jan. A veces tenía la sensación de que aquella mujercita hubiese sido igualmente feliz con un mantel de hule y un juego de vasos de Duralex, y sólo por Jan había aprendido a convertir su comedor en una pieza digna de cualquier novela de Henry James. Victoria miró con nostalgia el primoroso servicio para la sal y la pimienta -dos guerreros orientales con los escudos invertidos-, las blancas servilletas almidonadas y los bajoplatos rematados en oro y se dijo que Jan hubiese aprobado todo aquel despliegue de buen gusto, aunque estuviese destinado a tres mujeres tristes.

Como se temía Victoria, Marga había preparado un pequeño festín: primero, un aperitivo de bruschetta -de ahí el olor a mantequilla frita- y anchoas en salmuera. Luego, una sopera de ajoblanco. El plato fuerte era un salmón relleno de marisco y hecho en el horno bajo una costrada crujiente de hojaldre tostado. Victoria miró con desmayo la empanada de salmón y a la anfitriona. Para ella, la bruschettay la sopa constituían ya una cena contundente.

– Te has pasado, Marga… No era necesario este despliegue…

– Claro que sí. Hay que celebrar que estés con nosotras, ¿verdad, Solange?

Solange contestó con una media sonrisa y un gruñido que podría querer decir cualquier cosa.

– … además, tampoco es para tanto. Tenía el pescado en el congelador, así que sólo tuve que ponerlo a calentar con el hojaldre. Y el ajoblanco es muy fácil de hacer.

– Tendremos comida para varios días -dijo Solange, y Victoria no supo precisar si aquella frase escondía alguna crítica o era sólo una forma de encontrar ventajas a la laboriosidad de Marga. Decidió no darle más vueltas, tenía que relajarse un poco. Después de todo, para ser el primer día, no había ido tan mal.

La cena fue tranquila, y la conversación insustancial, lo mejor que podría pasar dadas las circunstancias. Eran las once cuando Solange dijo que estaba cansada y se fue a su habitación, aunque a buen seguro no tenía ninguna intención de acostarse; tal vez encendería el ordenador para conectarse a alguna de esas redes sociales que hacen furor entre los adolescentes. Cuando oía hablar de ellas, Victoria se alegraba de no tener hijos por los que angustiarse ante los múltiples peligros de Facebook, Tuenti y demás inventos 2.0. Los chicos y las chicas competían por el número de amigos que lograban incluir en sus listas de contactos, sin sospechar que aquellos perfiles inocentes podían ocultar a desaprensivos, estafadores y delincuentes sexuales. Y a ver cómo se para eso, se decía. A ver cómo le explicas a tu hijo de dieciséis años que no puede tener una cuenta en Twitter o comoquiera que se llame esa mandanga que sustituye a la plaza del pueblo o al patio del recreo en el inmenso páramo del tiempo libre de los jóvenes del siglo XXI. Ella y Jan habían hablado de eso la última vez, pues su amigo acababa de claudicar en su campaña en contra de las redes. Así que, después de muchos ruegos y muchas súplicas, Solange se había salido con la suya y tenía su hermoso perfil a merced del mundo entero.

– ¿No estás cansada? -la voz de Marga la devolvió al mundo. Había estado ayudándola a recoger los restos de la cena y a poner a buen recaudo lo que había sobrado.

– Un poco… ¿Y tú?

– Agotada… Pero no tengo sueño. Me siento como si me hubiesen dado una paliza, pero no soy capaz de dormir. Y eso me da pánico, ¿sabes? Meterme en la cama y quedarme despierta durante horas mirando al techo.

Se le saltaron las lágrimas.

– Es normal. Deberías tomar algo que te ayudara…

– Eso dicen todos. Pero las pastillas no me sientan bien. Parece que tengo la cabeza llena de corcho. -Se secó las lágrimas con un trozo de papel de cocina y metió en un recipiente los restos del ajoblanco-. Acuéstate si quieres, Victoria… Ya acabo yo con esto.

Qué tentación. Estar sola un rato. Pensar en lo que le apeteciese sin interrumpir sus divagaciones. Llorar por Jan, si le apetecía. Añorar su casa, su ciudad. El tráfico de Nueva York. La vista sobre el parque. Su vida, tal como era hasta que una llamada en plena noche había interrumpido la placidez de su rutina. Oh, sí, la suya podía ser una existencia mediocre, pero era la que ella había elegido.

– No. Prefiero esperar un poco. Si me duermo ahora, estaré despierta a las seis de la mañana. Deja eso, ¿quieres? -Detestaba el trabajo doméstico, por nimio que fuera, pero no hubiera estado bien escaquearse si Marga seguía de fregoteo-. Charlemos un poco. Voy a preparar unas infusiones.

– ¿Qué crees que tengo que hacer?

Marga sorbía sin ganas su menta con limón.

– ¿A qué te refieres?

– A todo, Victoria. A esta casa. Al negocio… Sin Javier estoy completamente perdida.

Al referirse a Jan, Marga siempre le llamaba por su nombre de pila. Victoria entendía el gesto como una modesta claudicación: no aspiraba a formar parte de esa vida en la que Jan era Jan, ni tampoco pedía un lugar en ese particular universo. Aunque también podría verse de otro modo. Quizá el renunciar voluntariamente al nombre que Victoria le daba era para Marga una forma de marcar distancias: puedes quedarte con Jan. Es Javier quien me interesa.

– Necesitas unos días para aterrizar… En cualquier caso, lo mejor es que no tomes ninguna decisión hasta que haya pasado algo de tiempo. ¿Qué tal va la librería?

– Como siempre. Aguantando el tirón. Pero no me quejo. Hay negocios que marchan peor. Tengo mi clientela fija. Y septiembre es una buena época. Los libros de texto y eso…

– Estupendo. -Victoria dio a Marga un pellizco que quería ser amistoso, pero el gesto le salió algo torpe y le pareció que pegaba un respingo. Se dio cuenta de que, a diferencia de Marga, que estaba siempre toqueteando, dando palmaditas, achuchones y caricias breves, ella solía eludir cualquier contacto físico. Quiso desviar la atención-. ¿Cómo te has apañado estos días? ¿Tienes a alguien en la tienda o…?

– No. Hace tiempo que estoy sola. Para reducir gastos. Javier me ayudaba a veces -la voz se le quebró un poco, pero se rehízo-. Ahora había cerrado hasta finales de agosto. El barrio está desierto, así que…

– Ya.

– ¿Sabes qué? Me angustia la idea de abrir otra vez. De que la librería se llene de gente que quiera darme el pésame, o me pregunte por Javier… No sé cómo voy a soportarlo.

Victoria no dijo nada, pero pensó que esas cosas -las condolencias, todas las meteduras de pata de aquellos que entrarían en la tienda creyendo que Jan aún estaba vivo- eran sólo un mísero atrezo de la verdadera tragedia. «Lo malo, Marga, es que Jan está muerto, no que un cliente te pregunte por él.»

– Bueno, en eso puedo echarte una mano. Sí… si quieres, iré contigo el día que abras. Tú te quedas en la trastienda organizando cosas, y yo atenderé a la gente y daré todas las explicaciones que haga falta.

– Ya veremos. En cualquier caso, y aunque no abra al público, tengo que ir por allí cuanto antes. La sección de cine va a darme mucho trabajo.

– ¿La qué?

– Fue una idea de Javier. Dijo que el futuro de las pequeñas librerías estaba en la especialización, y que no había forma de encontrar libros de cine en un kilómetro a la redonda. Yo estaba algo preocupada. Es un tema del que no tengo ni idea, así que ya me dirás cómo iba a seleccionar títulos… Pero Javier me prometió que él se encargaría de todo. Compró algunos libros de importación y de segunda mano, y un par de carteles de películas antiguas. Ninotchka, Metrópolis… las que a él le gustaban.

Ahora, las lágrimas corrían libremente por el rostro de Marga, y Victoria tuvo que hacer un esfuerzo supremo por contener sus propias ganas de llorar. Necesitaba bloquear la evocación común de Jan colocando aquellos carteles en las paredes de la librería, embelesado ante la imagen de Greta Garbo. Intentó desviar la atención.

– ¿Y qué tal han ido las ventas? En lo del cine, digo.

– Bueno, es que pensaba empezar en septiembre. A Javier se le ocurrió hace cosa de un mes. Eso sí, en dos días había preparado el catálogo y contactado con los distribuidores. Le hacía mucha ilusión. Como le gustaba tanto el cine… Incluso compró por eBay unos cuantos cachivaches para dar ambiente. Decía que más adelante podríamos incluir una videoteca con títulos clásicos. Ya sabes cómo era cuando se le metía algo en la cabeza. -Se pasó la mano por la frente y tomó aire-. ¿Te fijas? Ya estoy hablando de él en pasado. Es increíble que pueda hacerlo tan pronto. Me pregunto si le ocurrirá igual a todos los que pierden a un ser querido…

Pero Victoria había dejado de escuchar a Marga. Jan había puesto en marcha la sección de cine cuando ya sabía que iba a morir… Entonces, ¿a qué venía aquel empeño en echar a andar algo que Marga no estaba en condiciones de sostener? ¿O es que la dichosa sección cinematográfica formaba parte de la herencia que Jan había tenido a bien dejarle a ella, puesto que ambos compartían la cinefilia y el amor por Jean Renoir y por Fritz Lang? No, Jan no sería capaz de semejante exceso. Una cosa era pedirle que velase por la paz familiar y otra muy distinta cargarla con el muerto de una fracción del negocio. Entonces, ¿a qué había venido esa locura de hacer cambios en la librería cuando ya tenía en el bolsillo su sentencia de muerte? Intentó retomar la conversación, pero no pudo quitarse de la cabeza aquella pregunta durante el resto de la noche. Al final, cuando se retiró, rendida a su propio cansancio, se dijo que sin duda Marga estaba haciéndose un lío con las fechas. Jan no era tan descerebrado como para haber organizado semejante follón a unas semanas de su muerte sólo para vender unos cuantos libros baratos y media docena de viejos fotogramas. Y pensando en eso se quedó relativamente tranquila y entró en el mundo de los sueños.

– ¿Qué tal has dormido?

– Regular. Pero al menos he descansado un poco.

– Hay café en esa jarra. He hecho tostadas, aunque no encuentro la mantequilla.

– Seguro que se acabó ayer con la bruschetta. -Solange acababa de entrar en la cocina-. Tenía suficiente grasa como para embotar las arterias de todo el edificio.

– Y, hablando de la bruschetta, ¿qué queréis comer hoy? Había pensado en pasar por el mercado y comprar alguna cosa. Quizá una aleta de carne para rellenar.

Victoria y Solange cambiaron una mirada de auxilio mutuo. Otro despliegue de pitanza no, por favor.

– Marga, precisamente de eso quería hablarte. -Victoria decidió adelantarse a la futura impertinencia de Solange-. Prefiero que no te compliques tanto. Yo… bueno, no estoy acostumbrada a comer de esa manera. Las sobras de ayer son más que suficientes. Si mal no recuerdo, el salmón ni se tocó.

– Ah. -Parecía decepcionada-. Bueno, creí que después de tanto tiempo en América tendrías ganas de comida casera

Comida casera… Paradójicamente, no era algo que Victoria añorase. Todo el mundo estaba empeñado en que debía de sentir nostalgia al recordar la fabada, la paella y la tortilla de patata, pero nunca le había dado por ahí. Además, le encantaba lo que comía la gente en Nueva York: las hamburguesas grasientas, la pizza recalentada, los pretzels que vendían por la calle, los perritos calientes… Y, por supuesto, toda la legión de golosinas que constituían la principal tentación de su dieta estricta: los brownies con helado, las galletas de nueces, la tarta de chocolate y el pastel de queso de Dean and Deluca. Aunque de ordinario seguía unas pautas alimentarias más bien saludables -verduras hervidas, carne magra a la plancha, ensaladas y nada de fritos-, había decidido recompensar su fuerza de voluntad tomándose al mes un día libre de control alimentario. Durante esa jornada -que solía hacer coincidir con un sábado-, las horas se convertían en una orgía feliz de gofres con nata, magdalenas de colores y tortitas bañadas en sirope de arce. Durante todo el día no comía nada que no fuese dulce, y por la noche, cuando se metía en la cama en medio del subidón de azúcar, se sentía colmada y dichosa y dispuesta a regresar a la alimentación espartana que constituía el pan nuestro de cada día y el precio que pagaba por seguir conservando la figura. ¿Y ahora Marga pretendía dinamitar su disciplina cocinando carne en rollo con puré de patatas y cremas de marisco rebosantes de nata? Ni de broma.

– Aunque te sorprenda, la comida americana me gusta bastante. Y, de todos modos, intento comer lo justo para sobrevivir. Eso significa que me alimento de ensaladas y pescado hervido. Lo de ayer fue una excepción, pero prefiero que no se repita con demasiada frecuencia. No te preocupes por mí. Me arreglo con cualquier cosa.

– De acuerdo. -Parecía levemente ofendida. «Oh, Marga, vete a la mierda, no puedo andar de puntillas sobre todos vuestros caprichos»-. ¿Solange?

– Me apunto a lo del pescado hervido -Victoria abrió mucho los ojos. «No te pases»-. Es broma, Marga. Pero creo que deberíamos acabar con las sobras antes de que cocines nada más. Necesitaremos una nevera industrial si sigues guisando a ese ritmo.

– El caso es que me relaja mucho… Cuando estoy metida en la cocina, dejo la mente en blanco.

– Prueba con el yoga. También tranquiliza y no hay peligro de que nos pongamos como focas.

Solange había resistido demasiado sin lanzar una pulla. Por fortuna, el timbre de la puerta sonó antes de que Marga pudiese acusar el golpe.

– ¿Quién será a estas horas?

– El de correos con más telegramas…

Pero no era el cartero precisamente sino, como se dijo Victoria en cuanto abrió la puerta, una nueva fuente de problemas.

– ¡Sorpresa!

– ¡Señora Solano!

– ¡Shirley!

– ¡Mamá!

Victoria habría dado cualquier cosa por saber a ciencia cierta qué había pensado de Shirley la madre de Jan la primera vez que se vieron. Ella y Mischa se parecían tanto como un huevo a una castaña. Si una era excesiva, la otra pecaba de prudente. El mal gusto de una era sofisticación en la otra. Mischa era callada y discreta, Shirley hablaba por los codos y un par de tonos más alto de lo deseable. Si Shirley usaba jerséis apretados, faldas ceñidas y una cien de sujetador, Mischa parecía volar en sus lánguidos vestidos de seda, y tenía las caderas estrechas, el vientre liso y el pecho plano. Shirley, ama de casa y mamá gallina. Mischa, actriz frustrada y madre moderna, que hablaba de tú a tú con su hijo sin padre. Shirley y Mischa. Según Jan, se habían llevado estupendamente, pero a buen seguro fue porque ambas amaban tanto a sus criaturas respectivas que se sabían condenadas a entenderse. Si se hubiesen conocido en cualquier otra circunstancia, habrían estado encantadas de ignorarse, cuando no de despedazarse vivas.

La adorable Mischa. Su verdadero nombre era Micaela, pero un representante la convenció de que debía cambiarlo, y la rebautizó como Mischa Laurentin. Había intentado abrirse camino en España. Había hecho dos películas que nunca llegaron a estrenarse y tuvo una fugaz aparición en un filme de Sáenz de Heredia. Alguien le dijo que el futuro estaba en Francia, así que se fue a vivir a París a los veintisiete años, llevando bajo el brazo un montón de promesas difusas y diez mil pesetas que le había dado su padre para consolarse pensando que, al menos, la niña no se moriría de hambre. Allí llegó un nuevo nombre más adecuado para los carteles, y un remedo de la vida con que la recién nacida Mischa había soñado: compañías de teatro independiente, papeles mínimos en aburridas películas de la nouvelle vague, fugaces encuentros con directores famosos que le hablaban de un futuro brillante que no llegaba nunca, y muchas decepciones que echaban por tierra el castillo de naipes que Mischa Laurentin levantaba cada día.

Cuando regresó a Madrid, sin haber conseguido triunfar en el teatro y embarazada de un tipo cuya identidad no quiso revelar, se quedó con su nombre artístico como único recuerdo de aquella vida pasada. Tenía treinta y nueve años y la ingrata sensación de que el tiempo pasa mucho más rápido de lo que a cualquiera le gustaría. Sus padres -a los que aún les costaba superar la vergüenza de tener una hija titiritera con el nombre cambiado- la recibieron con la misma sorpresa con que la habían visto marchar doce años atrás, resignados ante su estado de gravidez y aliviados por saberla sana y salva después de haber pasado por el lugar de perdición que era el París de hace medio siglo. Cuando nació Jan -que fue Javier durante mucho tiempo-, cuidaron a ambos con el mismo amor y la misma entrega, sin recordar jamás a Mischa que tenía cuarenta años, un hijo sin padre y ningún futuro.

A pesar de todo, salió adelante. Olvidó sus veleidades de actriz y encontró trabajo en una perfumería. Pasó de vivir en la bohemia a recomendar fragancias a las señoras bien del barrio de Salamanca, y aseguraba que la estancia en París le había servido al menos para pronunciar como nadie los nombres de los productos de Chanel, de Dior y de Madame Rochas. Se instaló en la casa de sus padres, y luego, cuando ellos murieron, alquiló un pequeño apartamento para ella y para el niño, que tenía once años y ya había empezado a llamarse Jan. Fue entonces cuando empezó a sentir nostalgia de la escena, y quizá para combatirla comenzó a escribir piezas teatrales. Tras acabar su primera comedia, la envió a un antiguo amigo que seguía en el negocio y, como la suerte tiene sus propias reglas, la obra llegó a manos de un empresario que la encontró brillante y quiso producirla. Y Mischa Laurentin, actriz fracasada, madre soltera y vendedora sin vocación obtuvo un discreto éxito como autora teatral. Un año más tarde dejó definitivamente la perfumería para dedicarse a escribir.

Mischa no era una mujer hermosa, pero todo el mundo la encontraba deslumbrante. Tenía la piel delicada, los ojos tristes bajo las pestañas más largas del mundo y la figura de una maniquí de alta costura. Su imagen lánguida y esquiva, aquellos huesos largos, los ojos grises -tan parecidos, ay, a los ojos de Solange- le habían servido para apuntalar su personaje de escritora, siempre vestida de negro y gris, con accesorios imposibles comprados en las tiendas del rastro y que sobre su cuerpo parecían las joyas de una reina egipcia. Había en ella algo lejano que la envolvía en un aura de misterio. Era eso lo que volvía locos a los hombres que se la encontraban en las tertulias del Comercial o del Gijón, fumando aquellos cigarros finísimos que habían acabado por dar a su voz un tono grave y severo. Mischa se había convertido en una figura indispensable para la vida social de un Madrid que se había propuesto dar cerrojazo a los años olvidables de la dictadura. En aquellos años recibió media docena de proposiciones de matrimonio, pero no aceptó ninguna. No necesitaba a nadie. Ya tenía a Jan.

Para Mischa, lo más importante de su nueva vida era la estabilidad económica que había llegado para ella y su hijo. Nunca le había preocupado pasar penurias mientras estaba sola -en la etapa de París había cumplido fielmente todos los tópicos de la artista maldita-, pero un niño era harina de otro costal. La bonanza que trajo consigo su nueva vida de dramaturga le importó sólo en tanto en cuanto le permitió rodear a Jan de todas las cosas materiales que consideraba importantes. El resto -el amor, el cariño, la confianza en los demás- eran cosa de ella, y se las había proporcionado desde su primer aliento en el mundo.

Le había dado todo a aquel niño, a aquel adolescente, a aquel muchacho. Sólo le negó el nombre de su padre. Nunca quiso compartir con nadie su secreto. Durante muchos años, Jan la había bombardeado con preguntas directas que no encontraban respuesta. Luego decidió indagar por su cuenta, sin entender que ciertos episodios del pasado de su madre estaban metidos en una caja blindada. Una vez, cuando Jan tenía quince años, Mischa lo descubrió mirando y remirando sus fotos antiguas, escudriñando cada rostro de sus compañeros de entonces para encontrar las huellas lejanas de un parecido -la forma de las manos, la mirada, la mínima expresión-, y quiso frenar cuanto antes cualquier esperanza.

– No lo busques. No está ahí.

No dijo nada más. Y, de alguna forma, Jan entendió por fin que aquél era un misterio que jamás iba a serle revelado. Hizo caso a Mischa y dejó de investigar, intuyendo que si su madre no le confesaba el nombre de su padre era, a lo mejor, porque tampoco ella lo sabía. Intentó no volver a pensar en ello, y casi lo consiguió. Cuando conoció a Victoria tenía tan bien asimilada su condición de hijo de padre desconocido que casi le sorprendía que la mayoría de sus amigos tuviesen en el libro de familia el nombre de dos personas distintas.

Mischa adoraba a Victoria, a quien tenía fascinada con su chic intemporal, sus clavículas ejemplares y aquellos ojos espléndidos. La acogió en su casa y le dio el mismo afecto que prodigaba a su hijo. Cocinaba para aquella chica -bastante mal, por cierto, guisar no era lo suyo-, la acompañaba a comprar zapatos, le arreglaba los bajos de los vestidos. Fue Mischa quien convenció a Victoria de que debía ponerse lentillas para desterrar de por vida aquellas gafas espantosas, quien le enseñó a vestirse, quien corrigió sus andares de pato. La muchacha solitaria e insegura encontró en ella una especie de sucedáneo maternal: Victoria, que no tenía familia, había hallado en Mischa a una curiosa mezcla de amiga, madre y abuela.

Como tantos otros, Mischa había deseado ardientemente que la amistad de Victoria y Jan se metamorfoseara en algo que -sí, ella también- consideraba más sólido y más importante que el sentimiento amistoso. Hubo una época en la que no se resignó a ver en ellos a dos camaradas. De las indirectas pasó a los consejos, de la insinuación a la pura injerencia. Victoria ignoró sus comentarios, pero Jan le paró los pies sin muchos miramientos.

– No te metas.

– Nunca lo hago. Pero estáis cometiendo el peor error de vuestras vidas al dejar pasar la ocasión…

– ¿La ocasión? ¿De qué?

– De comprometeros. De actuar como un hombre y una mujer que se quieren. Ahora no os dais cuenta, porque sois muy jóvenes. Pero pasará el tiempo y os haréis falta. Y a saber dónde estaréis los dos. O con quién…

Fue la única ocasión en la que Mischa Laurentin hizo algo fuera de lugar. El resto de su vida fue un ejemplo de corrección, de prudencia, de saber estar en su sitio. Victoria la recordaría eternamente como la primera vez que la vio, a los cincuenta y ocho años, con la figura de una adolescente, siempre con sus jerséis de cuello vuelto, sus faldas largas, sus zapatos planos de profesora de ballet y sus largos colgantes. Mischa y su hermoso pelo de plata cortado a la altura de las mejillas, sus bien llevadas arrugas, sus hombros de estatua. Querida, querida Mischa… Había muerto cinco años antes. Ahora, Victoria se alegraba de que se hubiese ido a tiempo, porque aquella madre no hubiese soportado sobrevivir a Jan. Mischa, que amaba a su hijo por encima de todas las cosas. Mischa, que desde que Jan había nacido no había vuelto a pensar en otra cosa que en la felicidad de su niño. Mischa, que al andar flotaba un par de centímetros por encima del suelo. Se le antojaba imposible hacerla encajar con Shirley, quien siempre parecía arrastrar sus pies hinchados sobre la pura y dura realidad. Y sin embargo lo habían hecho. Y ésa, pensaba Victoria, tenía que ser otra demostración de amor por parte de aquellas madres tan distintas que sólo tenían en común la desmedida devoción por sus dos niños. Si éstos habían decidido unir sus destinos -en mala hora, pensaban secretamente ambas-, lo único que podían hacer ellas era adaptarse a la nueva situación y no pensar jamás en que, si las circunstancias hubiesen sido otras, habrían disfrutado detestándose.

Shirley Saunders observaba a las tres mujeres desde el quicio de la puerta con una media sonrisa, evidentemente satisfecha del efecto que había provocado su llegada. Era una persona de tendencias teatrales, y le encantaba sentirse protagonista de cada pequeño acontecimiento. Paseó su mirada de una a otra con un aleteo de pestañas, preparada para recibir el aplauso final. De pronto, como si hubiese recordado bruscamente para qué estaba allí, su sonrisa se convirtió en una mueca contrita y se lanzó a los brazos de Marga.

– Mi niña… Mi pequeña… Tendría que haber llegado antes para poder despedir a Javier… Tendría que haber estado contigo, querida mía.

Victoria y Solange se miraron incómodas. Hubiesen preferido ahorrarse la condición de testigos de aquella escandalosa exhibición de afecto materno, pero Marga y Shirley bloqueaban la puerta de la cocina y el único recurso habría sido salir al descansillo de la escalera, lo cual tampoco tenía demasiado sentido. Así que se quedaron allí, de pie, fingiendo que no estaban enterándose de nada mientras Shirley besuqueaba a su hija.

– Mama. -A Vic le pareció que Marga estaba deseando desasirse del abrazo materno-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿Que qué estoy haciendo aquí? ¿Te parece una buena pregunta? ¿Tienes una ligera idea de lo que me ha costado subirme a ese avión? Y, además, permite que te diga que sólo quedaban billetes en primera clase. He pagado setecientas libras por el pasaje. Ochocientos euros por un gin-tonic con cacahuetes. Es un escándalo, pero ¿qué voy a hacer si mi hija me necesita?

Imprimió a la pregunta un dramatismo innecesario, pero nadie se sorprendió porque Shirley adoraba el drama, y qué mejor circunstancia que aquélla para dar rienda suelta a sus instintos. Victoria se dijo que había sido una tonta pensando que Shirley iba a renunciar a la fastuosa oportunidad que se le presentaba, pero -igual que su propia hija- creyó que su fobia a volar y el hecho de que viviera en una isla era suficiente para ponerlas a salvo de su presencia.

– Quería venir desde el primer momento, querida, y espero que lo sepas. Pero no ha sido fácil, no señor. Por eso he tardado tanto. Tuve que hacer un trabajo intensivo con mi terapeuta, y convencer al psiquiatra para que me diera una receta de sus pildoras mágicas… que, dicho sea de paso, son una verdadera maravilla. Lo importante es que ya estoy aquí contigo, para cuidarte y ocuparme de todo.

– Mamá… -Marga se pasó una mano por la cabeza en un gesto que cualquiera menos Shirley hubiese identificado con la desesperación en estado puro-. Te agradezco mucho tu esfuerzo y todo eso, pero no era necesario que te sometieses a… a tanta presión… Lo de tu miedo a volar y tal. Estoy perfectamente, de verdad… Solange y Victoria me ayudan en todo. Y, para ser sincera, no hay mucho que nadie pueda hacer con respecto a lo que realmente me tiene hecha polvo. Javier está muerto y eso no hay quien lo arregle.

Victoria pensó que iba a añadir «y mucho menos tú», pero no lo hizo. Shirley la miró de arriba abajo con los brazos en jarras.

– Bueno, éste sí que es un gran recibimiento para una neurótica que se ha pasado dos horas y media en una verdadera celda de tortura empastillada hasta las cejas. He venido para ocuparme de ti, y voy a hacerlo tanto si te gusta como si no.

La frase no sonó a oferta generosa, sino a amenaza en toda regla. Al verla allí plantada, con aquel ademán tan poco amistoso, Victoria pensó -y no era la primera vez- que Shirley era un verdadero personaje de película. La había visto en tres o cuatro ocasiones, y siempre se le había antojado una mujer maravillosamente rara. Se preguntó qué edad tendría, pero estaba segura de que no mucho más de sesenta y cinco años: Jan le había dicho que Marga había nacido cuando su madre era muy joven. Trató de imaginar a Shirley con cuarenta años menos, pero desistió. Imposible concebir semejante caudal de energía multiplicado por la propia de la juventud. En aquella época, Shirley hubiera podido encender bombillas a su paso. Es posible que fuese eso lo que enamorara al padre de Marga, que a decir de Jan era muy parecido a su hija: reposado, taciturno incluso, discreto y nada vehemente. Lo más emocionante que había hecho en la vida era casarse con una inglesita chiflada a la que había conocido en un verano mientras ella hacía un curso de español.

Shirley. Se había instalado en España con su esposo, había tenido a su hija y se había consagrado a su familia -o eso aseguraba ella, aunque a Victoria le costaba imaginar a Shirley consagrada a nadie-, y luego, al morir su marido, decidió regresar a Bournemough para pasar allí su viudedad.

A Marga le pareció de perlas que su madre pusiese un mar entre ambas. Shirley era una persona tan intensa que resultaba difícil establecer con ella una convivencia en términos razonables. Cuando un buen día su madre la llamó para confesarle que, tras decenas de viajes entre varios países, había desarrollado un contumaz miedo a los aviones, se sintió en la gloria. A partir de entonces, estaría en su mano el verla. Y, para ser franca, no era algo que necesitase hacer muy a menudo. Shirley podía volver tarumba a cualquiera, pero especialmente a su única hija. Así que ésta la llamaba un par de veces por semana y tranquilizaba su conciencia escribiéndole casi a diario largos correos electrónicos. Desde el traslado de Shirley al sur de Inglaterra, sólo había ido a verla en dos ocasiones. Y había sido más que suficiente.

En una sola palabra, Shirley era demasiado. Demasiado todo. Demasiado habladora, demasiado activa, demasiado alegre, demasiado exigente, demasiado implacable.

Juzgaba sin piedad todo lo que se le ponía por delante -ya fuese la calidad de las chuletas en la carnicería o la política económica del gobierno de turno-, y, sobre todo, no daba un respiro a su hija, a la que había llegado a asfixiar a fuerza de adorarla. Creía que el mundo entero era poco para ella. Su marido, su trabajo, su casa, su rutina constituían sólo una pequeña porción de lo que Marga merecía y, aunque en los últimos años se había guardado muy mucho de gritarlo a los cuatro vientos, seguía íntimamente convencida de que su hija se había ganado mucho más que lo que la vida le había puesto en bandeja. Un marido guapo, un piso en el centro de Madrid, un pequeño negocio eran sólo una ínfima parte de lo que la niña debería haber tenido si el mundo fuese un lugar medianamente justo.

La propia Marga se preguntaba si alguna vez su madre había intentado quitarse aquella enojosa venda, aquel filtro de color de rosa que le hacía ver a su hija como no había sido nunca. Hubiese estado bien que en algún momento se enfrentase a la realidad: había engendrado a una mujer corriente y moliente, simplemente vulgar, que debería darse con un canto en los dientes por disfrutar del destino que le había tocado en suerte. Eso era lo que Marga hacía: dar gracias a diario por las cartas magistrales que le habían salido en la partida. Pero Shirley no. Estaba demasiado ocupada lamentando que su hija no llevase de mano los cuatro ases como para apreciar cualquier otra forma de triunfo.

Según el Particular Ideario de Shirley, Marga había tenido muy poca fortuna casándose con Jan, un tipo sin un trabajo estable que, encima de no tener una nómina, llevaba adosada una hija pequeña. Ahí es nada. La querida Marga unida a un padre soltero que soportaba sobre los hombros el peso invencible de una criaturita. Shirley nunca se preocupó mucho de disimular que detestaba a Jan, a quien consideraba, con toda razón, culpable último de no poder disfrutar de sus propios nietos: como ya tenía a la niña de sus ojos, para qué traer al mundo más renacuajos. Al principio, él lo intentó todo para ganarse el afecto de su suegra, pero al comprobar que Shirley era raramente invulnerable a su encanto, aprendió a ignorarla. Esa fue la única forma de llegar con ella a una entente cordiale. Si Jan no hubiese adoptado esa actitud casi zen, habría acabado por responder a alguna de sus provocaciones, y ahí se hubiese generado el verdadero conflicto. Pero incluso para Shirley resultaba difícil armar gresca con alguien que actuaba como si no existiera.

En cuanto a Solange, Shirley también la odiaba. Aquella mocosa mimada, tan sonriente y tan linda, le recordaba a diario que su hija no era madre, y la culpaba a ella de la renuncia de Marga a tener su propia prole. Había intentado compartir con Marga sus negros pensamientos, pero ella había puesto coto a toda forma de diatriba. «No voy a consentir esto, mamá. Si vuelves a nombrar a Solange para algo que no sea alabar su color de pelo, seré yo quien no vuelva a hablarte.» Shirley sabía que era muy capaz. La desalmada de su hija, tan dócil con el dichoso Javier y su niña consentida, se revolvía como una gata furiosa contra su propia madre. Así pues, aprendió a morderse la lengua y se guardaba para sí sus opiniones acerca de la pésima educación de Solange, los modales de Solange o las manías de Solange. La cual, por cierto, encontraba simpatiquísima a la madre de Marga: el espíritu de contradicción que la poseía y la obligaba a venerar a quienes no le profesaban consideración la lanzó de bruces contra aquel torbellino llamado Shirley Saunders. Enseguida la catalogó como una persona diferente a todas. La creía original, divertida, única, con aquella ropa apretada, el pelo cardado y los labios pintados de rojo, y el falso lunar que a veces se dibujaba sobre el labio superior. Sí, Solange hubiese hecho cualquier cosa por camelarse a la madre de Marga… pero ella no estaba por la labor.

En la lista de antipatías de la señora Saunders también estaba Victoria. Ella lo entendía. Al fin y al cabo, Shirley venía de una generación donde la amistad entre un hombre y una mujer era algo oscuro y hasta sucio, una caja cerrada que escondía terribles secretos. Nunca se creyó que entre los dos no hubiese nada más que afecto puro y duro, y se encendía como una vela cada vez que veía a Victoria cerca de la familia de su hija. Las escasas veces que coincidían, Shirley dedicaba a Victoria torvas miradas que hubiesen podido fulminarla.

Vic evaluó rápidamente la situación. Allí estaban las cuatro: Shirley, que la odiaba a ella y odiaba a Solange, pero amaba a Marga; Solange, que adoraba a su tía y admiraba a la loca de Shirley, pero a Marga no la podía ni ver; la buena de Marga, que llevaba casi cuarenta años intentando querer a todo el mundo; y ella, que de buena gana hubiese cogido la puerta y las hubiese dejado a las tres bien provistas de cuchillos para que resolviesen sus diferencias con acero y sangre. Porque si la situación en la casa era ya lo suficientemente tensa, la llegada de Shirley iba a multiplicar los problemas. ¿Por qué demonios no podría haberse quedado en Bournemouth, alimentando sus paranoias y su miedo a volar? «Jan, cabronazo, al hacerme el encarguito, ¿no pensaste que tu suegra podía aparecer en escena para acabar de complicarlo todo?»

Vic miró a Shirley con disimulo mientras ésta se servía un café poniendo cara de mártir y mascullaba algo sobre las hijas desagradecidas incapaces de valorar el amor de las madres. Había engordado desde la última vez que la viera, hacía ya cuatro o cinco años, en el entierro de la madre de Jan, y su pelo castaño había adquirido una extraña tonalidad a medio camino entre el rubio ceniciento y el gris platino. Llevaba las manos llenas de sortijas y… ¿qué era aquello que se había puesto en el tobillo? Dios santo, eran dos pulseras, una metálica y cargada de colgantes, y otra de cuerda, una de esas pulseritas de colores rematadas en una cruz. Vic no pudo evitar sonreír al imaginarse el paso de Shirley por el detector de metales del aeropuerto. Seguro que había armado un buen jaleo. Shirley, con el ceño fruncido para evidenciar su enfado, se afanaba en untar de mermelada una magdalena mientras mantenía su expresión de suprema dignidad. Una vez más, Vic se dijo que aquella mujer le gustaba bastante más de lo que quería reconocer. Le gustaba porque iba a su aire, porque era apasionada y vitalista, dramática y extrema, y sobre todo le gustaba por el amor que sentía por su hija y la forma absurda en que intentaba protegerla de todos los males. Vic, que por haber perdido a su madre siendo una niña no había sabido nunca lo que es ese amor descontrolado, envidiaba la devoción sin fisuras que Shirley profesaba a su hija, y la conmovía la forma en que el sentimiento maternal convertía a la frágil Marga en una supermujer ante los ojos inquietos de su extravagante madre.

– Bueno, cuéntame… -Shirley la emprendió con la segunda magdalena embadurnada de jalea de fresa. Unas cuantas migas se derramaron generosamente por su camiseta, de un tono rosa oscuro.

– No hay mucho que contar, mamá… Javier tuvo un infarto, llegó muerto al hospital y lo enterramos hace dos días.

– Sí, eso ya me lo dijiste por teléfono. -De pronto, pareció reparar en Victoria por primera vez-: Perdona, ¿tú no vives en Nueva York?

– Sí… Vine al entierro y me quedo unos días en Madrid.

– Bueno, es que siempre que visito a mi hija te encuentro por aquí… Debe de ser una casualidad.

Marga se vio en la necesidad de intervenir.

– No, madre, no es una casualidad. Victoria es como de la familia. Si Javier hubiese tenido una hermana, también te la encontrarías continuamente cerca de nosotros.

Una buena respuesta, sí señor. Vic dirigió a Marga lo que quería ser una mirada de gratitud, pero ella tenía los ojos fieramente puestos en su madre. Shirley, por su parte, sí miró a Victoria de arriba abajo.

– Una hermana… ya… No sé qué tal te hubiese sentado tener una cuñada. Yo me llevaba fatal con las mías.

– ¿Por qué no me sorprende en absoluto? -Marga cerró el bote de la mermelada y lo guardó en la nevera, como si privar a su madre del dulce fuese una tímida forma de triunfo.

– ¿Qué quieres decir?

– Que se te da muy bien llevarte mal con la gente.

– Tú, sin embargo, eres la paloma de la paz…

Y dirigió a Victoria otra mirada de reprobación. En una esquina, Solange asistía divertida al intercambio de frases lapidarias. Esta vez, Marga no contestó. Recogió los restos del desayuno y fregó las tazas con cierta ferocidad.

– Victoria, ¿puedes acompañarme a la librería?

– Claro. ¿Estás segura de que quieres abrir hoy?

Ella tardó unos segundos en contestar.

– Sí. De todas formas, va a ser horrible, así que cuanto antes mejor.

– Pero Marga… ¿No crees que es demasiado pronto? -Shirley se colocaba la camiseta por dentro de los pantalones y se limpiaba de la generosa pechera los restos del bollito. Victoria se fijó en que llevaba las uñas pintadas de un luminoso color azul.

– No, mamá. Además, me dará un ataque si me quedo un minuto más en esta casa…

«… contigo», así acaba la frase, pensó Victoria.

– Bueno, yo puedo acompañarte si quieres.

– No. Tú descansa un poco. Estoy segura de que esas pastillas mágicas acabarán por pasarte factura. Puedes usar a habitación del fondo. Victoria duerme en la otra.

– ¿En la otra?

– Sí, mamá. Está viviendo aquí. Voy a darme una ducha. Tú échate una siesta hasta la hora de la comida… o haz o que quieras. Yo tengo muchas cosas de que ocuparme.

Jan y Marga habían abierto la librería dos o tres años después de su boda. Jan decía que siempre había soñado con tener un negocio de ese tipo, y Victoria dio por buena la explicación, aunque sabía que la verdad era otra: lo que su amigo quería era proporcionar a Marga un trabajo fijo. A pesar de todo, los dos estaban igualmente ilusionados con la aventura, en la que invirtieron todos los ahorros de él. Victoria sospechaba que Marga no había llegado a saber que Jan había recurrido a ella cuando los gastos de acondicionamiento del local se dispararon diez mil euros por encima del presupuesto. Para Vic fue un placer enviar a su amigo la transferencia que iba a salvarle de un problema después de que el banco les cerrara el grifo. Jan le había devuelto la cantidad con tanto celo como si le hubiese pedido prestado al mismísimo señor Scrooge, y jamás hablaron de aquel dinero delante de Marga. La librería se llamaba La tempestad. Todo el mundo pensaba que era un homenaje a la obra de Shakespeare, pero el nombre estaba tomado de parte del título de una novela de Robertson Davies que Victoria había regalado a Jan en su veinte cumpleaños. Así que el pequeño refugio de libros y material de oficina encerraba en realidad un par de secretos compartidos entre su amigo y ella. Y eso era suficiente para que, a pesar de no haberla visitado más allá de unas cuantas veces, Victoria amase también aquella librería.

Intentó no pensar en ello cuando la verja que protegía el escaparate se abrió con un chirrido ingrato. Marga y Victoria entraron sin hablar y tragando saliva. Había algo de polvo en el ambiente, y Vic sintió ganas de estornudar. Se preguntó quién diría la primera palabra, y miró a Marga, que paseaba por entre las mesas de libros mirándolo todo como si fuese la primera vez que estaba allí. Y así era, después de todo. Nunca antes se había adentrado en la librería sabiendo que Jan había muerto, y esa certeza convertía el mundo en un lugar inhóspito. Aquella tienda de libros, aquellas estanterías cuidadosamente organizadas, la enorme escalera para llegar a las baldas más altas, el mostrador, la caja registradora -un modelo antiguo comprado en un anticuario-, los expositores de material de oficina y artículos de escritorio eran sólo una pequeña parte de la vida después de Jan. Marga dirigió su mirada hacia una esquina: dos estanterías metalizadas -bien distintas del resto, que estaban hechas de madera oscura- parecían definir la frontera hacia otro espacio. Del techo, armados en un cartón pluma, pendían un cartel de Metrópolis y otro de Greta Garbo convertida en Ninotchka. En la pared, un enorme fotograma de Testigo de cargo con los ojos velados de Marlene Dietrich compartía espacio con la silueta inconfundible de Alfred Hitchcock rodeado por media docena de pájaros amenazantes. Sobre la estantería descansaban algunas figuras de papel maché que representaban a Humphrey Bogart en El sueño eterno, La Reina de Africa y Casablanca, y una colección de troquelados de Grace Kelly vestida con trajes largos y vaporosos. Un Fellini de cartón a tamaño natural lo miraba todo desde el suelo. Aunque era lo último que deseaba, Victoria imaginó a Jan colocando aquellas figuritas, haciendo descender desde el techo los carteles de las películas, intentando prestar equilibrio a un director de cine gordo y genial. Tenía que decir algo inmediatamente. Algo que normalizase aquella escena, que ayudase a desvanecer el recuerdo de Jan, que por primera vez en aquellos días se le antojaba palpable y presente. Notó que la garganta se le atenazaba, pero hizo un esfuerzo sobrehumano para que su voz sonara cordial y tranquila.

– Vaya… Pues ha quedado muy bien… ¿De dónde habéis sacado esa figura, la de Fellini? Hace siglos quise comprar una igual -mintió- y no hubo forma de encontrarla…

Marga quiso contestar, pero las palabras se le quebraron en un sollozo. Victoria pensó que nunca había sentido tanta piedad por nadie, y se acercó a ella.

– Vamos, Marga… Marga, por favor…

La abrazó, y no pudo evitar que se le escaparan las lágrimas a ella también. De pronto se dio cuenta de que por primera vez desde que recibiera aquella llamada en mitad de la noche no estaba llorando por Jan, ni siquiera por sí misma.

Estaba llorando por Marga.

Hubiesen estado así mucho tiempo de no haber notado la campanilla de la entrada. Victoria estuvo a punto de aullar «¡está cerrado!», pero se dio cuenta de que no era un cliente quien esperaba en la puerta sino un hombrecillo vestido con el mono de una empresa de transportes que llevaba en la mano un paquete casi más grande que él.

– Perdonen -la voz hacía juego con su aspecto esmirriado-, es que tengo una entrega… Y es la tercera vez que vengo… ¿Alguna de ustedes es la dueña?

Marga se limpió las lágrimas y trató de componer una sonrisa. Evidentemente, sólo le salió una mueca más bien rara, pero al menos había dejado de llorar.

– Soy yo. Es que hemos tenido la tienda cerrada durante estos días.

– Ah. Bueno. Pues… nada, que aquí le dejo esto.

– ¿Tengo que pagar algo?

– No, no, está abonado en origen. Espere, yo la ayudo.

Dejó el bulto en el mostrador y tendió a Marga una libreta.

– Si me firma aquí… Eso es, muchas gracias… Buenos días y que lo suyo no sea nada, ¿eh?

Al escuchar aquella despedida, Victoria estuvo a punto de echarse a reír. Por fortuna, Marga no pareció darse cuenta. La puerta volvió a cerrarse.

– ¿Qué será?

– A lo mejor más libros…

– No, no lo creo. Qué raro, no viene dirección del remitente…

Era un paquete grande y compacto, de aspecto informe, cuyo interior había sido protegido por un montón de papel de embalar. Tuvieron que separar varias capas hasta que descubrieron lo que había dentro: dos latas para guardar películas, grandes y roñosas, como si quisiesen evidenciar su procedencia de otra época.

– ¿Y esto?

– Ya… ya sé. Javier dijo algo de que había encontrado en eBay unos estuches antiguos… Decía que eran perfectos para acabar de decorar la sección.

– ¿Estas dos birrias? Pues no veo yo que vayan a dar mucho ambiente. Tienen óxido como para parar un tren. El que se las vendió debía de ser un sinvergüenza o uno de esos que llama antigüedad a cualquier cosa vieja que encuentre por su casa. -Victoria toqueteaba las cajas de lata, sin dejar de pensar que a Jan le hubiesen encantado aun teniendo tan mal aspecto-. Y una pesa bastante…

Por puro instinto manipuló el cierre, evidentemente corroído, que desprendió un poco de cardenillo antes de ceder. Dentro de aquel estuche había un rollo de película.

– ¿Qué es?

– Yo creo que está claro.

Sacaron la cinta con cuidado, tocándola apenas. Intentaron volver hacia la luz el extremo de la bobina para distinguir alguna figura en los fotogramas, pero no se veía nada. Sólo el bosquejo de algunas figuras sobre el gris propio del nitrato de plata, difuminado por una pátina de polvo.

– Bueno, esto sí que tiene gracia… Resulta que la lata tenía una sorpresa.

Marga esbozó una sonrisa triste.

– Podemos colgar la cinta en trozos desde el techo… como si fueran serpentinas.

«Serpentinas. Pero mira que es cursi.»

– ¿No piensas que habría que echarle un vistazo a la película antes de hacerla trizas?

Marga la miró con el habitual aire de desamparo, ahora acentuado por la sorpresa.

– ¿Crees que puede tener algo que merezca la pena?

Victoria se encogió de hombros y cerró la caja.

– Sinceramente, no. Lo más probable es que esté completamente quemada.

El resto de la mañana transcurrió con cierta tranquilidad. Los temores de Marga resultaron infundados: nadie preguntó por Jan. En la librería entraron sólo tres o cuatro desconocidos que se limitaron a echar un vistazo, comprar lo que querían y marcharse. A las dos en punto echaron el cierre y regresaron a casa bajo la canícula del mediodía.

Shirley las recibió con la mesa puesta en la cocina. Si alguna vez supo que su hija detestaba comer allí, lo olvidó o decidió ignorarlo. Había colocado un feo mantel de hule, destinado en realidad a proteger la mesa, y servido la crema de puerros en el mismo recipiente de plástico en el que Marga lo había guardado la noche anterior. «Excelente, Shirley. Si quieres que tu hija se enfade, vas por muy buen camino.»

– Hola, hola, hola. Ya está aquí mi chica -Victoria tuvo ganas de agitar la mano para recordar su presencia-. Sentaos, ya sirvo yo. ¡Solange! A la mesa. Vamos a comer.

Solange hizo su aparición luciendo unos vaqueros desgastados y una camiseta lencera con el inequívoco aspecto de una prenda interior. Shirley la miró de arriba abajo.

– ¿Qué es eso que llevas puesto?

La sorpresa de Solange fue legítima. No sabía a qué se refería. Shirley debió de notarlo.

– Es que, nena, esa especie de… de combinación… No sé… Mi madre tenía una parecidísima… Claro que ella se la ponía por debajo del vestido.

– Mamá, la abuela Maggie pesaba casi cien kilos y no me la puedo imaginar llevando nada parecido a la blusa de Solange, entre otras cosas porque no creo que en los cincuenta fabricasen lencería fina de su talla.

– Bueno, bueno, no te creas… En aquella época, el mercado de ropa interior había evolucionado en Inglaterra mucho más que en España.

– Ya. Pues, de todas formas, lo que lleva Solange no es ropa interior, ¿estamos?

«Oh, por Dios, otra bronca madre-hija no. ¿De verdad piensan pelearse cada dos por tres?» Victoria decidió intervenir para cambiar de tema.

– ¿Sabéis lo que han traído hoy a la librería? Unas latas de película. Jan las había comprado para adornar la sección de cine, pero resulta que una de las cajas contenía una cinta. Nos hemos quedado de piedra.

– ¿Por qué?

Como siempre, Shirley la miraba con muy poca simpatía. Victoria hubiese querido no despertar sentimientos tan poco agradables en aquella mujer, pero estaba harta de intentarlo, así que ni siquiera la miró para responder, aunque se aseguró de imprimir a su voz un tono pausado que dijese: «Shirley, tu sarcasmo me importa una mierda.»

– Porque no es una cinta virgen. Tiene algo filmado.

– Pues sólo faltaría que fuese una película porno. -Shirley se levantó bruscamente y abrió la puerta del horno para sacar la empanada de salmón, que dejó sobre la mesa con muy poco cuidado.

– Sería estupendo si se tratase de una de las de Alfonso XIII.

– ¿Cómo? -Solange parecía interesada.

– Bueno, al parecer el hombre era aficionado a la pornografía, y se llegaron a filmar algunas cintas especialmente para él -explicó Victoria.

– Me parece algo de muy mal gusto -apostilló Shirley.

– A mí también. -Esta vez, la mirada fulminante partió de la propia Victoria-. No me interesa ese tipo de cine. Pero es historia.

Marga, que no había abierto la boca salvo para dar mordisquitos ridículos a la costrada de pescado, tomó aire y miró a Shirley.

– Mamá… ¿Querrías venir conmigo al salón para ayudarme?

Shirley enarcó las cejas perfectamente delineadas.

– Pero…

– Ahora. Por favor.

Solange miró a Victoria como diciendo «se va a armar». Parecía divertida. Las dos mujeres salieron de la cocina, Marga marcando el paso, Shirley insistiendo en que no veía la necesidad de levantarse de la mesa cuando estaban empezando a comer. Se perdieron por algún rincón de la casa. Afortunadamente, Jan había tenido el buen juicio de comprar un piso grande. Las discusiones en los apartamentos modernos suelen ser menos discretas. Victoria y Solange siguieron comiendo en silencio. Victoria porque no tenía ganas de hablar, Solange con la esperanza evidente de oír algo de la conversación que tenía lugar en el otro extremo de la casa. La entrevista no duró demasiado. Marga volvió a entrar en la cocina seguida por su madre que, con las mejillas enrojecidas y la cabeza gacha, parecía haber perdido buena parte de su aplomo.

– Victoria… Solange… Os pido perdón a ambas si de verdad he estado tan impertinente como dice mi hija. En mi descargo, tened en cuenta que todo esto también es muy difícil para mí. -Parpadeó, y sus espesas pestañas evidenciaron la presencia de un rímel cuidadosamente aplicado-. Y que, a mi manera por supuesto, también estoy sufriendo.

Victoria estaba a punto de soltar una carcajada. Tuvo que vencer los deseos de dar un abrazo a Shirley. Aquella mujer era formidable, incluso en su exhibición de caradura. La miró sonriendo, como quien no quiere dar mucha importancia a lo que acaba de oír. En cuanto a Solange, se encogió de hombros.

– No sé de qué va esto, pero a mí no me has molestado para nada.

– Muy buena la empanada, Marga. -Victoria no quería volver al punto de partida-. En serio, me recordó a una que probé una vez en un restaurante ruso.

El semblante de Marga pareció animarse levemente.

– Gracias… Es la primera vez que la hago.

– Mi hija es una gran cocinera -remachó Shirley, sin dirigirse a nadie en particular.

Marga sirvió algo de fruta y recogió la mesa.

– ¿Hago café?

– No… Espera un poco. Va a venir Santiago a tomarlo con nosotros y prefiero prepararlo cuando esté aquí.

Santiago. Otra vez. Victoria se dio cuenta de que su expresión se había ensombrecido, y se enfadó consigo misma por seguir sintiéndose incómoda nada más oír aquel nombre. Hacía muchísimo tiempo que ella había pasado página sobre lo que quiera que hubiese ocurrido entre Santi y ella. Entonces, ¿por qué reaccionaba tan mal? ¿Por qué torcía al gesto cuando alguien mencionaba a un hombre al que estaba más que segura de haber olvidado? ¿Era rencor, torpeza, vulnerabilidad en estado puro? Fuese lo que fuese, no le gustaba. No le gustaba nada. Porque la señalaba a ella como la persona débil que se preciaba de no ser. De todas formas, ¿por qué demonios había tenido Marga que invitar a Santi sin decírselo primero?

La ecuación se despejó en unos minutos, justo cuando llegó Santiago llevando dos carpetas enormes y una expresión de disgusto que Victoria no tardó en reconocer. Así que aquélla no era una visita social. Santiago se sorprendió al verla allí. Estaba convencido de que había vuelto a Nueva York.

– Al final me quedo unos días -explicó, adelantándose a cualquier pregunta.

– Eso pensé cuando te vi…

«¿Quiere hacerse el gracioso o es que simplemente es más idiota de lo que yo recuerdo?»

– Vamos al salón, ¿te parece? Así podemos hablar de negocios.

Era evidente que Solange, no digamos ya Shirley, estaban tácitamente excluidas de aquella entrevista. Victoria tampoco hizo ademán de seguirles: aquello no era asunto suyo. Desafortunadamente, Marga pensaba de otro modo.

– Vic, ven con nosotros.

– Esto… Marga… No creo que…

– Por favor…

Se rindió, por supuesto. Total, poco importaba ya un engorro más o menos. Estaba viviendo en una casa que no era la suya con una adolescente desbocada, una viuda reciente y su madre histérica, ejerciendo de dependienta a tiempo parcial en un negocio que no le pertenecía y ahora además tenía que hacer tertulia con el tipo que le había destrozado el corazón hacía un cuarto de siglo. Una delicia…

Se instalaron en el salón, y Marga trajo café en un precioso juego de tazas de porcelana. Colocó las servilletas de lino, un plato con tejas de almendra («¿Ahora también hace tejas? Increíble»), otro con bombones, la jarrita con leche tibia, azúcar, sacarina… Victoria se sentía vagamente desbordada ante aquella exhibición -tan natural en Marga, por otra parte- de la perfecta ama de casa. Se preguntó cuánto iba a durar aquello ahora que Jan ya no estaba.

– Bueno, vamos a ver… Llevo un par de días mirando papeles. Había que estudiarlo todo, claro.

O Santiago había cambiado mucho o estaba dando rodeos para llegar a un sitio al que no quería ir. Victoria notó cómo se le tensaba la mandíbula. En cuanto a Marga, se había sentado en la punta de la silla, con las manos en el regazo y los pies muy juntos, como intentando aparentar tranquilidad.

– Ya sabes que la casa no tiene hipoteca. Jan la compró prácticamente al contado. Eso es bueno. Pero, claro, hay otros gastos. La comunidad… el préstamo del coche… el de la librería… -Volvió a mirar en su libreta, pero Victoria tuvo la impresión de que en realidad no estaba buscando ningún dato, sino que pretendía escapar de la mirada de Marga-. El problema, Marga, es que Javier no tenía una nómina. Ni siquiera un contrato de trabajo. Ya sabes que las tertulias de la radio y las colaboraciones en la televisión están reguladas por contratos de obra. Cobras por lo que trabajas. Me temo que Javier sólo tenía su seguro de autónomos. Te quedará una pensión, claro, aunque nada del otro mundo. También Solange percibirá una cantidad. No es mucho, pero menos da una piedra, ¿no?

Forzó una sonrisa, que Marga intentó devolver.

– ¿Y el seguro de vida? Javier se había hecho uno hace años. Un compañero de promoción que trabajaba en una aseguradora vino por aquí y lo convenció… Siempre protestaba cuando llegaban los recibos.

Otra vez la vista en la libreta.

– Marga… Precisamente de eso quería hablarte. Verás, hace un par de años Jan rescató la póliza.

– ¿Cómo?

– Este seguro permitía recuperar una parte de lo invertido. No es nada raro. Es una forma de incentivar a los reticentes a este tipo de productos. Se les explica que el seguro se convierte en una forma de ahorro, y que, en caso de necesitar liquidez, se asume una penalización y se retira lo ingresado.

– ¿Y Javier hizo eso?

– Me temo que sí.

Marga se quedó callada. Cogió una pasta y la mordisqueó, con la intención evidente de ganar un poco de tiempo. Por su parte, Victoria habría deseado comerse de una sentada todas las galletitas de almendra, emprenderla con los bombones y no dejar ni uno. Cualquier cosa para aplacar aquella ansiedad, aquella sensación de que el desastre era inminente.

– ¿Entonces…?

– Entonces, Marga, tu situación es…, digamos que un poco complicada. Sin los ingresos de Jan, lo único que te queda es una pensión que no llega a los seiscientos euros, y los ingresos de la librería. Hay… hay una cuenta con diez mil euros… y unas acciones que Jan compró hace tiempo… pero que no valen gran cosa. Dejó las inversiones en Bolsa hace tiempo y…

– Sé que dejó lo de la Bolsa, gracias… Y también el dinero que hay en la cuenta. Sé que Javier no tenía una nómina, y lo que es un contrato de obra. ¿Qué es lo que te crees, Santiago? ¿Qué soy una mema que está en la inopia? ¿Me consideras una inútil?

Santiago y Victoria intercambiaron una mirada de sorpresa. Lo último que esperaban era una reacción así de la dulce y dócil Marga.

– No, claro que no…

– Pues no es lo que parece… ¿Sabes lo único que no entiendo? Lo de la cancelación de la póliza del seguro. ¿En qué estaba pensando Javier? ¿Por qué no me lo dijo?

Ahora parecía estar enfadándose con Jan. Victoria se vio obligada a intervenir.

– Marga… tal vez necesitaba el dinero para algo en concreto… Algún gasto inesperado al que no pudieseis hacer frente. Tal vez Jan no quería preocuparte…

Marga se volvió hacia Victoria con los ojos vidriosos y una indefinible expresión en la boca. No hacía falta ser muy listo para adivinar que estaba hecha una furia, que la olla a presión que llevaba días calentándose estaba a punto de estallar.

– Oh, bueno, lo que faltaba… Victoria, la defensora de causas perdidas. ¿No puedes escuchar una crítica a Javier sin sacar la cara por él? ¿Qué demonios sabes tú de nuestras finanzas, o de qué narices hizo mi marido con el dinero del seguro?

Victoria bajó la cabeza. En realidad, lo sabía. En ese momento debería haberse callado. Quizá encogerse de hombros, quizá marcharse de la sala haciéndose la ofendida, segura de lo que ocurriría a continuación: Marga saldría trotando tras ella para implorar clemencia. Pero la espita de su propia olla exprés también necesitaba aligerarse. Victoria había perdido a su mejor amigo, y además estaba renunciando voluntariamente a su casa y a su vida para meterse en un poco apetecible berenjenal. Por eso fue incapaz de cerrar el pico. Porque tras lidiar con Solange y con Chloe, de aguantar las impertinencias de Shirley y las llantinas de Marga, había llegado al límite de su buena voluntad.

– Pues resulta que lo sé todo, Marga. Jan me lo contó en su momento. ¿Recuerdas el viaje alrededor del mundo que querías hacer para celebrar vuestro aniversario de bodas? Un mes y medio dando saltos por ocho países distintos. Jan esperaba un anticipo por su nuevo libro, y a última hora los editores lo redujeron a la mitad. El viaje iba a pagarse con ese adelanto y él no quiso decepcionarte suspendiéndolo, así que echó mano del seguro.

Justo cuando acabó de hablar, Victoria hubiese dado un par de años de vida por poder manejar el tiempo y retrasar un miserable minuto las manecillas del reloj. Con eso habría bastado para no compartir con Marga aquel secreto absurdo. ¿Qué más daba que pensase que Jan había usado aquel dinero para… para jugar en un casino… o para comprar un quintal de pastillas de turrón? ¿Por qué tenía que haberle referido con pelos y señales lo que era algo privado que Jan había querido confiarle a ella? En ese instante se sintió obligada a mirar dentro de sí misma: muy en el fondo, le había contado la verdad a Marga porque necesitaba subrayar su lealtad hacia Jan… y también dejar patente que éste le contaba absolutamente todo. Eso era lo que había hecho, recordar a la viuda de su amigo -o más bien restregarle por las narices- el grado de confianza que había habido entre ellos dos.

– Así que te lo contó -la voz de Marga sonaba muy rara, como un poco más grave de lo habitual-. Cogió un dinero que estaba guardado para otra cosa y te lo contó a ti y no a mí.

«¿Era esto lo que querías, pedazo de bruja? Pues nada, ahí lo tienes. Disfruta del desastre. Eres un bicho, Victoria Suárez.»

– Bueno, no tiene tanta importancia -Victoria intentó, sin ningún éxito, que su voz sonase incluso cordial, como si estuviese ventilando asuntos sin trascendencia-. Mira, yo creo que Jan se dio cuenta de que había hecho una tontería, y me lo contó a mí para… para que lo animara. Ya sabes que siempre he sido una cabeza de chorlito en lo que se refiere al dinero. Seguro que necesitaba que alguien como yo le dijese que un viaje maravilloso merecía mucho más la pena que un seguro de vida. Y, por cierto, eso fue lo que hice. (Mentira cochina. Pese a su tendencia manirrota y su nulo sentido del ahorro, Victoria le había dicho a Jan que consideraba una majadería rescatar una póliza para comprar dos billetes de primera clase al otro extremo del mundo.)

– Ehhh… Marga, Vic… Eso son cosas vuestras… -Sin saberlo, Santiago acababa de remachar el clavo: cosas vuestras. A ver qué tal le sentaba a Marga eso de que Jan fuese cosa de alguien más que de ella-. Tenemos que hablar de asuntos prácticos.

– A mí no me queda nada de qué hablar. Creo que por hoy he tenido bastante pragmatismo.

Y salió de la habitación, blanca como el papel y extrañamente erguida, como si se hubiese propuesto mantener cierta apostura digna frente a lo que consideraba una humillación en toda regla. La puerta se cerró tras ella -suavemente, por supuesto: Marga no era de las que dan portazos-, y el ruido leve de sus pasos se perdió por la casa.

Victoria volvió a sentir la pulsión de meterse en la boca a puñados todo el plato de chocolatinas que, por cierto, nadie había tocado, pero hasta ella se daba cuenta de que no era el mejor momento para comer bombones.

– Vaya por Dios -dijo al fin.

– Sí, eso. La verdad es que no has tenido mucho tacto…

Victoria pensó que quizá había llegado el momento de que todas las personas de aquella casa tuviesen ocasión de reventar. ¿La estaba pinchando Santiago para producir otro estallido?

– ¿A qué venía decirle en qué se había gastado Jan el dinero del seguro?

– Pues porque de no saber la verdad, nuestra amiga iba a pensar cosas muy raras. Treinta mil euros no se evaporan así como así… Tú deja la cuestión en el aire, y verás como en menos que canta un gallo Marga empieza a sospechar que Jan usó el dinero para ponerle un piso a algún ligue. Al menos lo utilizó para una buena causa.

– Vic… Tú y yo sabemos perfectamente que lo que hizo Jan fue una estupidez. Y Marga también lo sabe. La idea de que él compartiese contigo su falta de sesera no va a ayudarla a sentirse mejor.

– ¿Por qué?

– ¡Deja de hacerte la tonta! Esta mujer se ha quedado sin marido y sin recursos, y encima tiene enfrente a una listilla diciendo «oh, Marga, pero yo ya lo sabía… ya sabía que el inconsciente de tu marido había malgastado en un viaje a todo tren vuestros ahorros para el futuro, y me parece muy bien, Marga, porque Jan y yo somos así de despreocupados».

Victoria sintió que el rubor se le subía a la cara. Quiso defenderse aclarando que «en realidad» no había animado a Jan a vaciar la hucha, pero Santiago no parecía tener interés en escucharla.

– No puedes refregarle a Marga cada dos por tres tu espléndida relación con Jan, la confianza que tenías con Jan, la libertad con la que te hablaba Jan… No puedes recordarle continuamente que te lo contaba todo ni que hay una parte de él que sólo conoces tú, no puedes remachar día sí día también lo mucho que os queríais y lo perfecto que era todo entre vosotros… Y menos ahora, Vic, menos ahora que Jan está muerto.

Qué terrible es que te recuerden lo que ya sabes, que te consideres una miserable y alguien diga en voz alta que está de acuerdo contigo. Para desconcierto de Santiago, Victoria no dijo nada. Ni siquiera intentó justificarse, mucho menos llevarle la contraria. De pronto no era una mujer de mundo, la reputada politóloga, la esposa del millonario con ínfulas políticas, sino aquella cría asustada que había conocido hacía un siglo, cuando ni él ni Victoria, ni mucho menos Jan, podían siquiera presentir todas las trampas amargas que les tenía reservadas la suerte. Allí estaban, casi treinta años después, tristes como niños obligados a entrar en una nueva etapa vital, cuando creían que su futuro se había encauzado. Cuando, en un ridículo alarde de inocencia, pensaban que ya todo estaba hecho, que sus vidas estaban ordenadas, que todo funcionaba como debía. La muerte de Jan había venido a recordarles que no había nada escrito, que el destino podía lanzarles al paso algunas sorpresas indeseables. Sin dejar de fruncir el ceño, Victoria miró a Santiago y por primera vez en aquellos días se dio cuenta de que él también iba a echar mucho de menos a Jan.

– Vic, a lo mejor ahora soy yo el que se ha pasado. Olvida lo que te he dicho, ¿vale? Estoy preocupado, nervioso… Y bastante cabreado con Jan, que se ha muerto dejando a su mujer y a su hija en una situación económica delicada. Esto es serio, Victoria. Pueden perderlo todo.

– No lo entiendo…

– Es muy sencillo. Los ingresos de la librería apenas bastan para contener los gastos. Hay una póliza de crédito de la que se ha echado mano en los últimos meses, y los intereses están creciendo. Estoy preocupado, Vic. Mucho. -Recogió su libreta y la guardó en un maletín-. En fin, ya veremos cómo se resuelve esto. De momento, Marga y Solange tienen que firmar unos papeles en la notaría. Diles que vengan a mi despacho mañana a las nueve y las acompañaré.

Se marchó. Victoria se quedó sola en el salón, mirando el primoroso juego de café, las servilletas de lino y las bandejas de golosinas. Se comió seis bombones y la mitad de las tejas de almendra mientras daba vueltas a lo que acababa de suceder. Qué escena tan lamentable. Qué innecesario era lo que había ocurrido… Quiso pensar que Marga había exagerado un poco, pero tuvo que rendirse a la evidencia: ella había estado completamente inoportuna.

¿Por qué lo había hecho? ¿Había algún motivo que la impulsase a molestar a Marga en un momento en que lo que necesitaba eran sólo demostraciones de afecto? Estaba allí para cuidar de la familia de Jan, y todo lo que hacía era meter el dedo en el ojo a su viuda. De acuerdo, se había portado muy bien quedándose en Madrid para arreglar las cosas con Solange y ofreciéndose a ayudar en la librería, pero eso no le daba derecho a aprovechar cualquier oportunidad para incordiar a Marga.

De pronto se dio cuenta de que pinchar a la esposa de Jan era algo que hubiese querido hacer durante todos aquellos años. No se trataba de hacerle daño, de lastimarla en lo más hondo, sólo quería hacerla saltar. Después de todo, aquella mujercita era la culpable de que Jan hubiese dado un giro a su vida, a la vida que ella y su mejor amigo habían imaginado juntos, no como pareja, por supuesto, sino como compañeros, colegas y cómplices.

Cuando Jan conoció a Marga, estaban a punto de incorporarse a un proyecto de investigación que auspiciaba la Universidad de Nueva York y que financiaba generosamente un banco de inversiones. En realidad, era a Victoria a quien habían hecho la oferta -era ya profesora titular en la Complutense, y había formado parte de varios grupos de trabajo en foros internacionales-, pero ella había puesto como condición que Jan se uniese al equipo. No hubo problema: el perfil de un periodista experto en relaciones internacionales y autor de tres monografías sobre conflictos era más que bienvenido. La universidad pretendía elaborar un estudio superlativo sobre conexiones entre grupos terroristas internacionales, y quería contar con expertos de una docena de países. El presupuesto era estratosférico y había dinero a espuertas. Dinero para sueldos, dinero para contratar ayudantes, dinero para hacer viajes… Posibilidades infinitas para recorrer los puntos calientes del globo, de Líbano a Cachemira, de las sierras de Colombia a Chechenia, de Irlanda del Norte al País Vasco. El sueño dorado de cualquier politólogo. Y, por si fuera poco, el centro de operaciones de todo aquel tinglado iba a ser una pequeña isla superpoblada de la Costa Este americana. ¿Quién podría pedir más?

Por supuesto, los dos conocían Nueva York -según Jan, era algo que había que hacer antes de cumplir los treinta-, pero la oportunidad de vivir allí durante dos años se les antojaba un regalo. Era el momento perfecto. Victoria podía pedir una excedencia en la universidad y el trabajo nómada de Jan le permitía pasar largas temporadas en cualquier sitio. Además, Solange tenía cuatro años. A esa edad, uno puede adaptarse a todos los lugares del mundo, y la inmersión en un nuevo idioma es inmediata. Sería bueno para todos. La niña aprendería inglés, ellos tendrían aventuras con personas nacidas en Belice, en Surinam y en Nueva Caledonia. Desayunarían bagels con crema de queso, cruzarían en bicicleta el puente de Brooklyn y mirarían con generosa compasión a los pobres mortales que hacen cola para subir al Empire Estate, declarando así su estatus de turistas. Aquella estancia les pondría para siempre a salvo de la condición de viajeros accidentales. Incluso después de dejar la ciudad seguirían siendo neoyorquinos en excedencia, y podrían iniciar las conversaciones diciendo «cuando yo vivía en Manhattan…». Ahora, Victoria sonreía al recordar aquellos planes. Llevaba diez años en Nueva York y jamás había montado en bici por el puente. En cuanto a la crema de queso para desayunar, le daba bastante asco.

Marga había aparecido en la vida de ambos sólo unos meses antes de que se materializara el proyecto neoyorquino. Cuando Jan empezó a hablar demasiado a menudo de la chica de la librería, cuando Victoria supo que se multiplicaban sus encuentros y sus citas, una lucecita de alarma se encendió en su interior, pero intentó apaciguar los malos augurios pensando en los rascacielos, los cafés del Village y las posibilidades de viajar a la sierra peruana en busca de las huellas de Sendero Luminoso. ¿Quién iba a cambiar semejante perspectiva por una correctora de erratas que vendía libros los fines de semana? Pese a todo, aquella luz siguió parpadeando. Quizá gracias a eso el día que Jan llegó diciendo que quería casarse con Marga, Victoria no se sorprendió. «¿Y el proyecto?», le dijo, como si sus planes para los próximos dos años fuesen un detalle que Jan hubiese olvidado involuntariamente. Él se encogió de hombros como el niño que intenta disculparse tras haber perdido la cazadora en el patio del colegio. Ella sonrió: «Una oportunidad así sólo vas a tenerla una vez en la vida.» Y él la abrazó: «Por eso lo hago.» Victoria estuvo a punto de echarse a llorar: por primera vez en muchos años, ella y su mejor amigo habían empezado a hablar de cosas distintas.

Victoria se fue a Nueva York tres meses más tarde, dos días después de la boda de Jan. Habían fijado la fecha de la ceremonia en función de la de su partida -lo cual fue el germen de la feroz antipatía de la madre de la novia hacia la amiga de su yerno, que no pudo entender a qué venían tantas consideraciones -, y, como si se tratara de una broma, Jan partió de viaje de novios el mismo día que Vic volaba hacia Manhattan. Hablaron por teléfono aquella misma mañana. Victoria no le dijo que le entristecía la idea de emprender sola la aventura imaginada para ambos. Simplemente se mofó sin disimulo del destino elegido para la luna de miel, un resort de lujo en la Riviera Maya, que por supuesto era una concesión a los gustos pequeñoburgueses de la bobalicona de Marga. Luego hablaron de cosas prácticas, del apartamento que Victoria había alquilado, de su horario de trabajo y de la generosidad del patrocinador del proyecto, que le había enviado un billete en primera clase. Ninguno de los dos se puso sentimental. Se despidieron como si fuesen a encontrarse en un par de días. Sólo que aquella vez las cosas eran distintas. Por primera vez en casi veinte años, Jan y Victoria no tenían la menor idea de cuándo iban a volver a verse.

Aquella mañana de 2001, rodeada de maletas y con el pasaporte sobre la mesa, Victoria se dio cuenta de que Marga había cambiado para siempre la vida de Jan. No se trataba sólo de renunciar a la etapa neoyorquina y a un trabajo fabuloso, sino que su presencia condenaba a Jan a tener un futuro bien distinto al que él había soñado. Aquella chica destilaba mediocridad por todos sus poros. Y, por mucho que le doliera pensarlo, su mediocridad terminaría por alcanzar a Jan. Se habían acabado los viajes intempestivos, los proyectos delirantes que trazaban juntos aun sabiendo que no podían llevarse a cabo. Jan se había casado y su matrimonio con alguien tan dolorosamente vulgar como Marga iba a llevarlo de la mano por una carretera distinta. En aquel momento, sin ser del todo consciente, en un rincón del alma de Victoria nació algo parecido a una sorda declaración de guerra hacia quien ya era la esposa de su mejor amigo. Pero iniciar abiertamente las hostilidades justo cuando él acababa de morirse era una repugnante forma de mezquindad.

– ¿Puedo pasar?

Abrió la puerta sin esperar su contestación. Marga estaba sentada en una esquina de la cama -al menos no se la había encontrado llorando con la cabeza bajo la almohada- y no la miró cuando entró. Victoria se dio cuenta de que no tenía ninguna intención de allanarle el camino. Me lo tengo merecido, se dijo.

Sin decir nada, paseó la mirada por la habitación: era el dormitorio de Jan, pero no recordaba haber estado allí más de media docena de veces, aunque hubiera jurado que al principio la decoración era otra. A buen seguro Marga había tenido mucho que ver en la elección del estampado toile de Jouy para el papel de la pared, las pesadas cortinas de brocado azul y aquel precioso escritorio antiguo, por no hablar del aguamanil colocado junto a la cama. A Jan no se le hubiese ocurrido comprar una cosa así ni en un millón de años, y a Victoria se le escapó una sonrisa al imaginar la cara de su amigo cuando Marga instaló en el cuarto de ambos una jarra con una palangana de loza incrustada en un armazón de madera oscura.

– Oye… No sé qué es lo que te ha molestado exactamente, pero…

Marga se volvió hacia ella y la miró con una dureza que le era impropia.

– ¿No sabes lo que me ha molestado? ¿De verdad, Victoria? Pues eres menos lista de lo que yo pensaba. O a lo mejor es que yo no soy tan tonta como tú te crees. Llevo años tragando sapos contigo… Sí, Victoria, no pongas esa cara. Sapos enormes, ya ves. Y en cantidades industriales. Ya sé, ya, que tú y Javier erais los mejores amigos del mundo, que os queríais mucho, que jamás os fallasteis el uno al otro. Sé que fuiste muy buena para él. Que siempre estuviste a su lado, igual que él siempre estuvo al tuyo. Que os ayudabais, que os lo contabais todo…

– Si te refieres a lo del dinero, yo…

– No, Vic, no me refiero a lo del maldito dinero. Pero no te voy a negar que ha sido la gota que ha llenado el vaso… no, el cubo… de todos estos años de hacerme la sueca ante vuestra relación.

Victoria sintió que ahora era ella quien tenía derecho a indignarse, y tuvo ganas de gritar: «¿Tú también, Marga? ¿Tú también desconfiabas de Jan, desconfiabas de mí? ¿Creías de verdad que te engañábamos, que había algo sucio entre tú marido y yo?» La idea de que Marga, la bondadosa, la apocada, la conciliadora, perteneciese al grupo de personas que emponzoñaban mentalmente su relación con Jan resultaba especialmente dolorosa. «¿Tú también? ¿Tú también?»

Pero la cosa no iba por ahí. Volvió a apartar la mirada, pero siguió hablando.

– Sé que tuvisteis una relación perfecta. Una relación envidiable, sin malas historias, sin malos recuerdos. Una delicia. Pero lo vuestro fue muy fácil, Victoria. Lo difícil fue lo mío.

Era lo último que Victoria esperaba escuchar. Se sentó en una butaca de cuero marrón, sin poder apartar los ojos de Marga, que había abierto de una patada la caja de los truenos y no parecía dispuesta a cerrarla. Es muy sencillo llevarse bien con alguien que puede coger la puerta y marcharse en cualquier momento, le dijo. Lo complicado son las relaciones a tiempo completo. La convivencia, en una palabra. ¿Cuántas parejas resistirían el espionaje permanente de una cámara instalada en alguno de los núcleos del hogar: en el salón, en la cocina, en el dormitorio, incluso en el cuarto de baño? Quizá aquella puñetera familia de la casa de la pradera. Hacer frente a la intimidad con mayúsculas… ése es el verdadero reto. Esquivar a diario las trampas de la convivencia y la rutina. Ah, claro, Victoria y Javier nunca se habían peleado… ni siquiera habían cruzado una palabra más alta que la otra. Pero es que ellos dos no habían compartido el inmenso montón de miserias cotidianas a las que tiene que enfrentarse a diario cualquier matrimonio.

Es fácil no discutir cuando no hay ropa sucia en el cesto, platos en el fregadero, luces encendidas a deshora, colillas mal apagadas, tubos abiertos de pasta de dientes o tapones de champú desenroscados. Cuando no hay hijos que educar, familias políticas que presionan, deudas que asumir, futuro que encarar. ¿Cuál era el universo común de ellos dos, los perfectos amigos? Un montón de libros, algunos viajes caros, intereses comunes, botellas de whisky o copas de dry martini, cotilleos, planes de trabajo… Las preocupaciones severas de uno jamás repercutían directamente en el otro, de forma que era muy sencillo convertirse en un hombro sólido en el que llorar cada vez que alguno de los dos lo necesitaba. Cuando a Javier lo despidieron inesperadamente del programa de radio en el que ejercía como comentarista, Victoria no tuvo que hacer equilibrios para que la pérdida de un sueldo fijo no diera al traste con la economía doméstica, así que se limitó a soltar barbaridades contra los dueños de la cadena sin angustiarse por la inminente llegada de un nuevo plazo de la derrama del edificio. Cuando la madre de Jan enfermó, Victoria mandaba flores y llamaba por teléfono al hospital dos veces por semana, mientras que ella tenía que participar de una logística demencial para que Mischa estuviese siempre acompañada. Y mientras desatendía su trabajo en la librería, ignoraba a sus amigas y dormía en un sillón para que su suegra no pasase sola las larguísimas noches de hospital, alguien decía en su presencia que había que ver qué excelente amiga era Victoria, que telefoneaba desde el otro lado del mundo y mandaba por Interflora hermosos ramos de lirios y de los tulipanes blancos que sabía que eran los favoritos de la enferma. Cuando Mischa murió, hizo un viaje de cuarenta y ocho horas para asistir al entierro y se convirtió en una especie de heroína para Jan y Solange, como si hubiese venido a nado desde la isla de Ellis. Luego, durante los días de duelo, llamaba a Javier todas las noches, y cada vez que él veía aparecer el número de Victoria en la pantalla de su móvil abandonaba el aire taciturno y el gesto contrito para sobreponerse y asegurarle que se encontraba «un poco mejor, gracias», y hablaban de nimiedades, de cine, de libros, del otoño en Nueva York y de la llegada de la nieve que tanto complicaba la vida en la ciudad, de estrenos teatrales, de amigos comunes que aparecían y desaparecían del mapa vital de ambos. Durante aquellos intercambios telefónicos, Jan hacía esfuerzos por mostrarse jovial e interesarse por algo distinto a su propio dolor. Él nunca supo hasta qué punto sus charlas con Victoria herían a su mujer en lo más hondo. Porque luego, cuando colgaba el teléfono, Jan se entregaba otra vez a su depresión y a su apatía, a la amargura y al ceño fruncido, sin dedicarle a ella la caridad de una sonrisa, o una mínima broma lejanamente parecida a las que se gastaba con su amiga adorada, que se hallaba a salvo de la desolación de la orfandad que cubría la casa como una niebla que casi podía tocarse. ¿Dónde estaba Victoria cuando Javier había sufrido aquella ciática descomunal que lo tuvo dos meses en la cama? Pues gastándole bromas por Internet o tomándose a pitorreo su invalidez forzosa. No era ella quien lo escuchaba quejarse, quien dormía en otra habitación para no perturbar el sueño del doliente, quien se acordaba del orden de las pastillas que tenía que tomar y de llamar al practicante para que viniese a poner las inyecciones intravenosas. Y luego, el día que Victoria apareció en la casa para hacerle una visita sorpresa, él se vistió por primera vez en semanas y hasta consintió en hacer el esfuerzo supremo de salir a la calle para tomar una cerveza aguantando el dolor que le martilleaba la espalda. Victoria no merecía menos, claro que no…

Aunque seguía escuchándola, Victoria ya no miraba a Marga. Había bajado la cabeza y observaba el bonito suelo de madera pulida mientras reflexionaba acerca de las grandes ventajas que presentan los universos paralelos de los amigos: por mucho que dos personas se quieran, siempre hay un terreno virgen en el que pisar cuando para alguna llegan los malos tiempos. Cada vez que Jan o ella tenían un problema, el otro estaba siempre a la suficiente distancia para contemplarlo desde la perspectiva adecuada. Marga tenía razón: para ellos dos, las cosas habían sido extraordinariamente sencillas. Y, en efecto, acertaba al decir que ella se había llevado la peor parte. En eso estaba pensando cuando se levantó y buscó sitio a su lado, en el extremo de la cama. Le echó el brazo por encima de los hombros y le dio un beso en el pelo. Marga no dijo nada, pero no evitó el abrazo. Victoria tuvo la sensación de que, por primera vez en tantos años, las cosas entre las dos estaban completamente claras. Tal vez, pensó, todo sería un poco más sencillo a partir de entonces.

Por fortuna, Shirley y Solange nunca se enteraron de la pequeña batalla que se había librado aquella tarde. Solange se había marchado a la piscina de una amiga nada más acabar de comer, y Shirley se había rendido a una de esas siestas suyas que duraban tres horas. Vic dio gracias a la diosa Fortuna, que había decidido mantener al margen del drama a las otras dos mujeres de la casa, porque si la madre de Marga o la hija de Jan hubiesen estado por allí, posiblemente habría sido mucho más difícil reconducir la situación. Sólo Santi había sido un testigo incómodo de una parte de la función, pero, después de todo, se encontraba allí como abogado de la familia, así que entre sus obligaciones profesionales debía de estar olvidarse de lo que había escuchado.

Mucho tiempo después, Victoria recordaría la escena del dormitorio como una de esas crisis que es necesario atravesar para reconducir las relaciones bilaterales. Ni ella ni Marga volvieron a hablar nunca de aquel encuentro privado, ni retomaron las cuestiones allí tratadas, ni dieron más vueltas a la noria. Pero las dos estuvieron secretamente de acuerdo en que aquella tarde había resultado providencial para apuntalar el difícil equilibrio entre ambas. Tras salir de la habitación, sin decir nada, recogieron juntas los restos de los dulces y el café que habían quedado en el salón, y cuando Solange regresó y Shirley se despertó de su siesta -quejándose, por supuesto, de no haber logrado dormir «más que cinco minutos»-, no encontraron nada distinto a dos mujeres que compartían pacíficamente las obligaciones domésticas.

Solange estaba preciosa, a través incluso de su tristeza y de aquellas lágrimas que se le asomaban a los ojos cada dos por tres. Tenía las mejillas sonrosadas por el sol, el pelo hecho un puro nudo y la nariz moteada de pecas. Apareció en el salón mostrando un bonito bronceado, con su camiseta de tirantes y los pantalones cortos y descosidos. Victoria se dijo que a pesar de los vaqueros viejos y del cabello recogido de cualquier forma sobre la cabeza, la chica conservaba una elegancia milagrosa en una adolescente.

– Bueno, ¿qué? ¿Qué ha contado Santiago? ¿Tenía papá una fortuna en un paraíso fiscal y acabamos de enterarnos?

Victoria y Marga intercambiaron una sonrisa breve, y Victoria se sintió reconfortada. Era como si estuviesen otra vez en el mismo equipo.

– Me temo que no, Solange… De hecho, creo que ahora que Javier no está la vida se nos puede complicar un poco.

Solange dejó a medio camino la lata de refresco que iba a llevarse a la boca.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que, aunque suene duro, esta familia ha perdido su principal fuente de ingresos.

Caramba con Marga. Daba gusto pensar que, de vez en cuando, era capaz de hablar sin rodeos. Solange apuró su bebida y se encogió de hombros.

– Bueno, nos apañaremos. -Y, para sorpresa de todas, le dio a Marga lo que parecía ser un breve abrazo-. Me voy a duchar. ¿Podemos cenar ensalada? He debido de comerme un kilo de helado en casa de Isabel.

Shirley tuvo el detalle de esperar a que Solange estuviese a una distancia prudencial para abrir la boca.

– Ya me estás explicando a qué viene eso de que se os va a complicar la vida…

– No hay mucho que contar, mamá. Javier ganaba bastante dinero, pero es evidente que no está en condiciones de seguir haciéndolo. Así que tendrán que cambiar algunas cosas. Mañana iré al notario, y sabremos a qué atenernos. Y entretanto, preferiría no hablar más del asunto. Estoy un poco saturada de cuestiones prácticas.

Sólo Victoria supo a qué se refería.

Marga no quiso que Victoria abriese la librería mientras ella y Solange arreglaban los papeles en el despacho del notario.

– Santiago ha dicho que será cosa de un momento. Estaremos de vuelta en una hora, y luego podemos ir juntas.

En realidad, Victoria hubiese preferido pasar la mañana en la tienda a compartir tiempo y espacio con Shirley.

Aunque le molestaba admitirlo, aquella mujer despertaba en ella cierta inquietud. Acostumbrada a caer bien a todo el mundo, a seducir a cualquiera con su don de gentes, Victoria sentía que Shirley era una especie de piedrecita que se le había colado en el zapato. Por eso le habría apetecido hacer cualquier cosa antes que quedarse a solas con ella. Cuando Solange y Marga se marcharon, pensó en dejar la casa con el pretexto de dar un paseo, pero eso hubiese sido como reconocer que Shirley le daba miedo. ¿A dónde iba a ir a las nueve de la mañana y en pleno mes de agosto? Así que se quedó en la cocina, recogiendo los cacharros del desayuno y diciéndose que, con un poco de suerte, Shirley iría encerrarse en su habitación para cardarse el pelo o arrancarse las canas hasta que su hija volviera.

Pero la madre de Marga parecía tener otros planes. Se quedó sentada, observándola mientras enjuagaba las tazas. A Victoria le pareció notar sus ojos en la nuca, y se preguntó hasta qué punto era consciente aquella mujer de lo nerviosa que la estaba poniendo. Le dieron ganas de volverse golpe y arrojarle a la cabeza uno de los platillos de loza, y luego salir corriendo.

– Bueno, pues esto ya está.

– Estupendo. Siéntate un rato. Nunca tenemos ocasión de charlar tú y yo.

Victoria obedeció. Pero ¿qué demonios tenía Shirley que era capaz de convertirla en un ser milagrosamente dócil?

– Mira, cariño, yo no soy de esas personas que van por detrás. -Victoria recordó que Jan hablaba siempre del excelente dominio del español coloquial que tenía su suegra-. Me gustan las cosas transparentes y dichas a la cara. Claro que de eso ya te habrás dado cuenta…

Victoria no pudo por menos que sonreír. Por desagradable que fuese lo que dijera, Shirley tenía siempre cierta gracia para expresarlo.

– El caso es, Victoria, que no tengo ni idea de qué haces aquí.

La miraba severamente, como una profesora a un alumno poco aplicado. Aquella mirada suya, que recordaba la de un ave rapaz, parecía querer decir «a mí no me vengas con cuentos, jovencita». Victoria respiró hondo.

– Intento ayudar, Shirley. A tu hija. A Solange…

– ¿Tú? ¿Ayudar? Eso tiene gracia.

Victoria puso los ojos en blanco. «Ten paciencia, chica. Es una señora mayor. Una puñetera vieja chiflada que se atiborra de pastillas para meterse en un avión. Ni se te ocurra entrar al trapo. Paz, hermana.»

– Si tú lo dices… -contestó, mientras buscaba el depósito de la tostadora del pan para vaciar las migas. Si Shirley seguía buscándole las cosquillas, acabaría dejando la cocina como los chorros del oro.

– No se trata de lo que yo diga. ¿De qué sirve que estés todo el día en el medio?

Había una minúscula salpicadura de mantequilla en la puerta de la nevera. A saber cómo había llegado hasta allí. Victoria se empleó con la bayeta y se encomendó al santo del día, a Buda y al dios Krishna. Cualquier cosa antes que perder la paciencia delante de la madre de Marga.

– Creo que a Solange le viene bien.

– Lo que le vendría bien a esa cría son unos buenos azotes.

– Mira, en eso estamos de acuerdo. Yo se los hubiera dado con gusto hace mucho tiempo. Pero ahora es un poco tarde.

Shirley parecía perpleja. Lo último que esperaba al meterse con Solange era que Victoria le diese la razón. Tal vez daba por hecho que saldría a defender a la niña con uñas y dientes. Era el momento de aprovechar su desconcierto.

– Shirley… Tu hija tiene que adaptarse a la nueva situación. Lo creas o no, necesita el apoyo de alguien.

– Pero no el de la amante de su marido.

Victoria se dio la vuelta con la bayeta en la mano, conteniendo unas ganas más que intensas de golpear con ella la cara de Shirley. Pero al verla allí, sentada en la silla, pálida y despeinada, intentando contener su exuberancia en una bata ridicula y con aquellas feas chinelas de raso que le quedaban pequeñas, sintió algo parecido a la ternura. No era la mujer terrible que pretendía parecer. Sólo una madre hiperprotectora con muy poca mano izquierda. Notó cómo la furia desaparecía. Se sentó frente a Shirley y la miró a los ojos.

– Shirley… Escúchame bien. Te juro que no fui la amante de Jan. Ni hace dos años, ni hace veinte ni nunca. Quise a tu yerno… Le quise muchísimo… Más que a nadie en el mundo, pero no de la forma que tú te imaginas. Tienes que creerme.

Por una vez, Shirley no dijo nada. Ladeó la cabeza y miró a Victoria, como si estuviese calibrándola. Como si estuviese buscando una señal capaz de advertir cuánto había de verdad en lo que intentaba hacerle creer.

– Admite que es muy raro -dijo al fin.

– ¿El qué?

– ¿Qué va a ser? Tú y Javier. Si es cierto lo que dices, entonces ya no entiendo nada. Quiero decir que era más sencillo cuando pensaba que… que teníais una aventura… Eso podía comprenderlo. Pero lo de quererse, sin más…

A Victoria le dio la risa.

– Ay, Shirley… ¿Estás diciendo que preferirías que estuviésemos liados?

– ¡No! Pero… es muy raro -repitió-. Es raro de verdad. He escuchado a Javier hablar de ti, lo he visto contigo tres o cuatro veces, y se transformaba. Los dos lo hacíais. Te diré una cosa: el día de la boda de mi hija sentí deseos de sacudirte como a una estera cuando os vi charlando en una esquina.

– Pero ¿qué tiene de particular? Mi mejor amigo acababa de casarse, yo me marchaba de España al día siguiente… Teníamos cosas que contarnos… ¿Qué hay de malo en que dos personas estén juntas un rato?

– ¡No se trata de eso! Era… era vuestra forma de hablar… de aislaros del mundo. Por el amor de Dios, allí había ciento cincuenta invitados, una orquesta y una chica vestida de blanco… Pero para vosotros no parecía existir nada. Siempre era así cuando estabais juntos, Victoria. Parecía… parecía que acabaseis de hacer el amor. Nunca entendí que Marga te aceptase en su vida. Que te sentase a su mesa en Navidad. Que fueses la estrella invitada de los acontecimientos familiares… Pensar que se mostraba tan amistosa con la mujer que se iba a la cama con su marido era algo que me sublevaba más de lo que puedo explicar… Aunque, claro, tú no pudieras imaginarlo…

«Lo que hay que oír. Esta mujer lleva años sacando las uñas en mi presencia, y ahora pretende haber llevado con discreción su odio africano.»

– Shirley, digamos que me olía algo. Pero intenté no darle vueltas. Eras la madre de Marga, la suegra de Jan y una especie de abuelastra de Solange… ¿Se dice así?

– ¿Te parece que tengo pinta de abuela?

«Ah, no, Shirley. No voy a empezar a decirte que estás estupenda para tu edad.»

– Da igual. Sea como sea, es el momento de dejar las cosas claras de una vez por todas. No me acosté con Jan. Nunca. Jamás de los jamases. Y, aunque no tendría por qué darte tantas explicaciones, abundaré en el caso: él y yo ni siquiera llegamos a besarnos. Palabra.

– ¿Lo dices en serio? -Los ojos de Shirley se abrieron desmesuradamente. Llevaba mucho rímel, y las largas pestañas se le habían pegado-. Bueno, de qué cosas se entera una… Para que luego digan que está mal hacer preguntas.

Victoria se encogió de hombros. Quizá Shirley tenía razón. Quizá todo hubiese sido más sencillo entre ella y Jan si dos o tres personas con derecho a hacerlo les hubiesen mirado a los ojos para preguntarles si se lo habían montado alguna vez en lugar de sacar sus propias conclusiones. Claro que había gente que lo hacía pero nunca nadie a quien de verdad importaba lo que había habido entre ellos dos. Ni Solange, ni Mischa, ni Santiago, ni Chloe habían puesto jamás el dedo en la llaga. De hecho, ni siquiera le constaba que lo hubiese hecho Marga. Se limitaban a suponer. A intuir. Y a callarse.

– En fin, Shirley… Ahora que sabes que nunca me acosté con el marido de tu hija, ¿podrías contemplar la posibilidad de no pincharme media docena de veces al día? Creo que a Marga le vendría muy bien tener un poco de tranquilidad alrededor, cosa bastante difícil si te pasas la vida buscando jaleo conmigo.

– Por supuesto. Aclaradas las cosas, no tengo ningún interés en fastidiarte. De hecho, hasta podríamos llegar a ser amigas. Aunque eso de que Javier y tú ni siquiera os besasteis es algo que no acabo de creerme. Mi yerno era un hombre muy guapo… Si yo hubiese tenido cerca un tipo así, no creo que hubiese podido resistirme a…

La puerta de la calle se abrió en ese momento, y Solange entró como una bala.

– De verdad que no tienes remedio, Marga… No tienes remedio, y punto…

Solange estaba claramente alterada. Sus ojos grises echaban chispas, y traía el rostro sonrosado por la ira. Junto a ella, cariacontecida, Marga murmuraba lo que parecía ser una explicación.

– Yo esto no lo llevo bien, ¿eh? ¡A ver si es que no voy a poder ir contigo por la calle!

– ¡Cuidado con el tono, jovencita! ¿No te han enseñado que no se habla así a las personas mayores?

Shirley miraba a Solange con verdadera furia.

– Pero ¿qué ha pasado?

– ¡Que te lo cuente ella!

Marga dejó sobre la mesa de la cocina los papeles que llevaba y se volvió hacia Victoria como suplicando ayuda.

– Solange tiene razón al enfadarse… Es que… Bueno, íbamos en el metro y entraron dos chicos magrebíes.

– ¡Ah, qué bien, ahora son magrebíes! Hace un momento estabas hablando de unos moros.

– Solange, cierra el pico. Sigue, Marga.

– Bueno, es que llevaban mochilas… unas mochilas grandísimas. Luego entró otro más, pero ése no llevaba mochila sino una bolsa a rayas. Empezaron a hablar entre ellos en árabe mientras miraban a todo el mundo… y me puse nerviosa.

– ¿Te pusiste nerviosa? Vaya, es una forma muy curiosa de describir lo que ha pasado. -Se volvió hacia Victoria, sabiendo que no podía contar con el apoyo de Shirley-. Tía Vi, no hacía más que mirar hacia ellos y revolverse en el asiento. Luego empezó a decirme que nos bajábamos en la siguiente parada, y yo allí, flipando, porque al principio no entendía de qué iba la cosa. Pero cuando el vagón se detuvo empezó a tirar de mí hacia la puerta.

Marga parecía a punto de echarse a llorar.

– Solange, ya sé que me pasé de la raya…

– ¿Qué te pasaste de la raya? Y una mierda. Hiciste el ridículo delante de todo el mundo. Y yo contigo. Tardaré años en olvidarme de la escena. Todo el vagón mirándonos, tía Vi… Treinta personas partiéndose de risa al ver a una loca arrastrándome hacia la salida sin quitar el ojo de aquellos pobres chavales, que seguro que venían de deslomarse en una obra.

– ¡Ah, bueno, es estupendo que tengas tanta información! -Como era de esperar, Shirley había salido en ayuda de Marga-. Te han bastado cinco segundos para saber incluso a qué se dedicaban aquellos moritos…

– No, Shirley, es tu hija la que lo sabe todo sobre ellos: está segura de que eran terroristas y llevaban una bomba… ¡Por favor! Desde hace diez años, el mundo entero está lleno de locos como ella que desconfían de cada desdichado con aspecto árabe que se cruza en la calle. ¿Sabes que desde hace algún tiempo los moritos, como tú los llamas, tienen más dificultades que los occidentales para encontrar un piso de alquiler? ¿Que hay gente que confiesa que no los quiere como vecinos? Y ahora me entero de que vivo con alguien a quien le asusta compartir un cochino vagón de metro con tres tipos del norte de África.

Victoria suspiró. Era la situación perfecta: Solange cargando contra Marga asistida por la piedra de toque de la corrección política. Lo cierto es que no había mucha defensa, y la chica tenía motivos para enfadarse. Cuando se tienen dieciséis años, lo último que quieres es que tu madrastra te monte un número en público, que es precisamente lo que Marga había hecho perdiendo los papeles en el tren. Buscó algo que decir, pero no fue lo suficientemente rápida y Shirley se le adelantó. Para su sorpresa, la voz le sonaba pausada y tranquila. Victoria se dijo que su tono era el mismo que debían de utilizar los celadores para comunicarse con los chiflados de un frenopático, el de un cuerdo razonando con un pobre loco.

– Solange, querida, aclaremos un par de cosas. Antes que nada, deja que te diga que no soy en absoluto racista. Nunca lo he sido. Para que lo sepas, hace años tengo una asistenta dominicana y me he hecho muy amiga de una mujer muy agradable que vive en el segundo y que es completamente mulata. El otro día le presté azúcar. Y de haber vivido en Estados Unidos hubiese votado por Obama, pese a que su mujer no me gusta lo más mínimo. No sé por qué, pero no me fío de ella, y sé que en algún momento dará problemas. Volviendo a lo nuestro, quiero aclarar que me encanta la diversidad. Es estimulante… y enriquecedora. Creo que es bonito lo de tender puentes entre las razas. La multiculturalidad y todo eso. Me encanta la palabra. Multiculturalidad. Suena a multicolor.

Llegado ese punto, las tres miraban a Shirley con la boca abierta. ¿A dónde demonios quería llegar? Ella les dirigió una amistosa y satisfecha mirada circular, como si estuviese en una tribuna de Naciones Unidas y hubiese conseguido captar la atención del auditorio con los prolegómenos del discurso.

– Pero hablemos claro -continuó-. ¿Quiénes secuestraron los aviones del once de septiembre? ¿Quiénes pusieron aquellas horribles bombas en los trenes de Atocha? Y lo de Londres, ¿quién lo hizo? A mí los árabes no me molestan lo más mínimo, pero si el World Trade Center lo hubiesen volado unos suecos, entendería que controlasen a todos los tipos llegados de Estocolmo. Y de haberlo hecho una pandilla de viejas pelirrojas, entendería que Marga se hubiese puesto tensa al ver entrar en un vagón de metro a Ginny y Ruth.

Hubo un silencio que rompió Solange.

– Shirley… ¿Quiénes son Ginny y Ruth?

Shirley sonrió con suficiencia, como si aquél fuese un detalle menor.

– Mis primas de Edimburgo. Les llamábamos las Hermanas Zanahoria. Imagínate por qué. Ahora que lo pienso, debería telefonearlas un día de éstos. Hace siglos que no tengo noticias suyas. Quizá hayan muerto, son muy mayores.

La imagen bosquejada por Shirley de una banda de ancianas con el pelo en llamas secuestrando un avión comercial pasó por la cabeza de las tres, y disipó por unos segundos algunos pensamientos amargos que parecían haber echado raíces en el ánimo de todas durante los últimos días. De pronto, Solange estalló en una carcajada, que contagió misteriosa y felizmente a Marga y a Vic. Shirley todavía farfullaba algo intentando subrayar su ecuanimidad racial, pero ya ninguna de las tres la escuchaba. Estaban riéndose a gritos. Victoria no era capaz de recordar la última vez que lo había hecho. Pero empezaba a necesitarlo… y le estaba sentando condenadamente bien.

Se fueron a la librería a instancias de Victoria. Hay que aprovechar la mañana, le dijo a Marga, y salieron juntas. Fue en la tienda donde Marga le contó hasta qué punto su situación económica era preocupante. Con lo que le quedaba al mes tras la muerte de Jan y los magros beneficios de la librería, apenas llegaría para cubrir los gastos corrientes de Solange y de ella. La casa tenía una comunidad disparatada. La niña iba a un colegio privado y, por lo tanto, nada barato. Las facturas se acumulaban cada mes: el gas, la luz, el agua, la calefacción, el teléfono…

– ¿Y los derechos de autor de Jan?

– Ay, Victoria… Esto es España. El año pasado le ingresaron cuatro mil euros por seis libros. Pagamos el doble de esa cantidad por el colegio de Solange.

Victoria se dijo que había llegado el momento de contar a Marga que Chloe quería colaborar en los gastos de su hija.

– Quiere pasarle mil euros al mes. Al menos será suficiente para la matrícula de la escuela.

– Javier no lo hubiese consentido.

Victoria ladeó la cabeza.

– Claro que no. Pero él ya no está. Y es justo que Chloe te ayude económicamente, ya que no se puede contar con ella para mucho más.

Era un argumento irrebatible, y Marga no se sentía con fuerzas para presentar batalla.

– Ya. Tienes razón. Y, además, no estoy en condiciones de rechazar la oferta. Si no sucede un milagro, voy a pasar verdaderos apuros a partir de ahora. Me tranquiliza saber que al menos las necesidades de Solange estarán cubiertas. En cuanto al resto… No lo sé. Tal vez podría vender la casa.

Un latigazo en la espalda de Victoria. Aquel precioso piso que habían encontrado juntos Jan y ella, dejar que otra persona pisase el pulido suelo de madera oscura, que un desconocido disfrutase del sol que entraba a raudales por los balcones del salón, que alguien encendiese la chimenea del despacho, que admirase las molduras legítimas y el ajedrezado del suelo de la entrada… Notó en el pecho una tristeza que intentó aplacar por considerarla injusta, porque, después de todo, aquél no era su hogar. La idea de deshacerse del piso debería de doler mil veces más a Solange o a Marga.

– ¿Quieres saber algo? Hasta ahora no me había parado a pensar en que el dinero podía ser un problema. -Marga apoyó la espalda en el mostrador-. Dirás que soy una inconsciente, pero ni se me había pasado por la cabeza que era Javier quien nos mantenía. Y cuando él murió, sólo pensaba en que le había perdido… Pero ahora podría tener preocupaciones incluso más graves que la de estar sola. Supongo que soy una miserable por pensar así. Mi marido lleva sólo tres días muerto, y yo ya estoy dando vueltas a mi situación material.

– Lo cual demuestra, Marga, que tienes dos dedos de frente. -Buscó un sitio a su lado e imitó su postura. Se estaba bien así, con la espalda protegida-. Ya sé que hay quien dice que el dinero es el menor de los problemas, pero eso sólo ocurre cuando se tiene. Mira, no dejes que esto te agobie más de lo necesario. -Se aclaró la voz y miró a Marga-: Sabes que puedo colaborar…

– Por favor…

– Lo digo en serio. Me casé con un multimillonario. ¿De qué serviría si no pudiese echar un cable a dos amigas en apuros?

Marga soltó una risa breve.

– Mil gracias, pero no sería capaz de aceptar tu ayuda. No quiero que te ofendas, pero el dinero del que hablas es de tu marido, no tuyo. Ya nos arreglaremos.

Transcurrió una semana más bien intensa. Morirse no es tan fácil, Jan, pensaba Victoria mientras se afanaba en ayudar a Marga en todo el papeleo indeseable que sucede a la desaparición del cabeza de familia. Había facturas que cambiar de nombre, seguros que dar de baja, certificados que solicitar, cuentas que supervisar. Mil y un detalles engorrosos a los que había que enfrentarse y para los que Vic, con su sentido práctico, suponía la mejor de las ayudas. Ella, Marga y Santiago se sentaron dos o tres veces para hacer y rehacer las cuentas, buscando soluciones que no había para evitar la inminencia de la ruina. La necesidad de vender la casa gravitaba sobre el día a día, y mientras Vic se devanaba los sesos intentando encontrar un milagro que hiciese cuadrar los números, Marga hacía lo posible por empezar a distanciarse emocionalmente del que había sido su hogar durante tantos años.

Solange, por su parte, reaccionó con una madurez sorprendente cuando, al borde de las lágrimas, Marga le explicó que tendrían que dejar la casa. Se quedó un rato callada, como masticando la noticia, y luego encogió sus hombros perfectos:

– Me he quedado sin padre, Marga… Me importa una mierda vivir aquí o en cualquier otro sitio si de todos modos ya no puedo vivir con él.

Al escuchar aquella declaración Marga se echó a llorar, por supuesto, pero Victoria se sintió secretamente aliviada. La serenidad de la joven Solange no haría sino facilitar las cosas. Si deshacerse de la casa iba a ser doloroso, más lo habría sido que una adolescente decidiese complicar la operación con números sentimentales.

Shirley, por supuesto, se había tomado el asunto como algo personal. «Mi hija va a quedarse sin casa», repetía, llorando a lágrima viva, mientras los ojos se le emborronaban con la máscara de pestañas. Ni Vic ni Marga le hicieron mucho caso, a pesar de que, a juzgar por su disgusto, parecía que la familia iba a tener que trasladarse a vivir en un asentamiento chabolista.

Herder telefoneaba casi todos los días, y no sólo al móvil de Victoria, sino que de vez en cuando llamaba directamente a Marga, o a Solange, y a decir de éstas se mostraba la mar de atento. En aquellas conversaciones, en todas y cada una de aquellas llamadas, Vic distinguía a Herder van Halen en estado puro: tan correcto, tan bien educado, tan pendiente de todo. Un irreprochable producto de los colegios caros de Nueva Inglaterra. Pero, a pesar de que Marga, Sol y hasta la propia Shirley no dejaban de poner por las nubes su delicadeza y su preocupación, a Victoria no le conmovían en absoluto: sólo estaba representando su papel, igual que cada vez que le preguntaba a ella cuándo iba a volver a casa. Sólo lo hacía porque eso es lo que se espera de un marido al uso. Quería tenerla en Nueva York porque era ahí donde debía estar, no porque la echara de menos ni porque necesitase su presencia.

En cuanto a la librería, volvió a su actividad paulatinamente. Algunos de los clientes que entraban preguntaban por Jan, otros daban el pésame más o menos discretamente y escudriñaban a su viuda para comprobar si la desgracia la había afectado también físicamente, y otros (los menos) tenían la delicadeza de no hacer comentarios y dejar caer algún signo de empatia, como un apretón de manos al recibir el cambio, una sonrisa más amable de lo normal. Por fortuna, y después de un par de días más o menos difíciles, Marga ya no se derrumbaba cada vez que recibía el saludo de algún cliente habitual o el abrazo amistoso de los vecinos que se pasaban por la librería. Habían pasado dos semanas, y empezaba a acostumbrarse a la vida tal y como iba a ser. El tiempo, pensaba Victoria, sabe hacer su trabajo.

Aquella mañana habían ido las dos a la librería, pero no había entrado un solo cliente. Herder llamó a eso de las doce. Habló brevemente con Victoria y luego quiso charlar con Marga para contarle algunos detalles de la campaña.

– Tienes que reconocer que tu marido es un hombre encantador. -Victoria recibió el cumplido con una sonrisa muy poco expresiva-. Y, por cierto, ¿cómo va lo vuestro?

«Mierda.» A veces olvidaba que había esgrimido supuestas desavenencias para justificar su estancia en Madrid.

– No va.

– Si no quieres contármelo…

– No, no es eso. Es que no hay mucho que decir.

– ¿Habéis hablado de vosotros estos días?

Victoria fingió estar muy interesada en un expositor de libros de bolsillo.

– Un par de veces. Pero no te preocupes, que estamos en el buen camino. -Buscó la forma de cambiar de tema y se fijó en las dos latas de película, de las que no había vuelto a acordarse-. Oye… ¿Has pensado qué vas a hacer con esto? Porque creo que estaría bien echarle un vistazo a la cinta.

– Ya, pero… ¿dónde vamos a encontrar un proyector para semejante antigualla?

Marga había sacado de la lata la enorme bobina. Extrajo un buen trozo de la película. Volvieron a ponerla al trasluz. Desde luego, tenía algo grabado encima. Soltaron un poco más. No, no era una cinta virgen. Sólo el primer metro parecía estar quemado.

– Hace dos o tres años conocí en el Cervantes de Nueva York a un tipo que trabajaba en la Filmoteca. Nos cambiamos un par de correos. Creo que podré localizarlo. Tengo la buena costumbre de guardar todos los mails. Herder dice que es una pérdida de tiempo. Pero Herder es completamente idiota… Para algunas cosas, quiero decir.

Roberto Vidal estaba a punto de jubilarse de su puesto en la Filmoteca. Por eso no había tomado vacaciones en el mes de agosto: quería acumular jornadas de trabajo para así retirarse cuanto antes. No es que no le gustase lo que hacía, pero acababa de cumplir los sesenta y cuatro y, básicamente, estaba harto. Aún no había decidido en qué iba a emplear los años dorados de la jubilación. A veces pensaba en viajar, aunque no le gustaban mucho los aviones -¿y eso qué importa?, ¿acaso no hay barcos, y trenes, y coches?- y otras soñaba con dedicarse a la jardinería y cultivar incluso sus propios tomates. Lo único que tenía claro es que no pensaba ver una película nunca más en su vida. Llevaba treinta años sin hacer otra cosa, y había tenido bastante. El mundo estaba lleno de oportunidades, pero él había dedicado más de la mitad de sus días al visionado de cintas de todo pelaje. Tenía una verdadera sobredosis de cine, que acabaría en unos meses, y en eso estaba pensando cuando sonó el teléfono.

– Hola, Roberto… Soy Victoria Suárez, de la Universidad de Grace. Nos conocimos en Nueva York. Tal vez no me recuerdes.

Por supuesto que no la recordaba -al menos así, a bote pronto-, pero no se atrevió a reconocerlo. Hacía meses que le fallaba la memoria, y no quería que aquella fuese otra señal de aviso de la inminente senectud. Así que, mientras intercambiaba saludos con aquella mujer desconocida, se estrujaba el magín para encontrar su rostro en algún lugar de sus recuerdos o, al menos, una pequeña pista que pudiese conducirle a ella. Había estado tres veces en Nueva York. De pronto se le heló la sangre.

Santo cielo. Quizá era aquella mujer que había conocido en el festival de cine. Aquella veinteañera exuberante con la que se había acostado dos veces y que luego había desaparecido, como si se hubiese propuesto hacer realidad el sueño de cualquier hombre: una jovencita apasionada y llena de curvas que se mete en tu cama y luego se larga… Por favor, por favor, que no fuera ella… ¿Qué iba a decirle a Lola? ¿Que una mujer a la que se había tirado hacía dos décadas, seis mil kilómetros y varios husos horarios había regresado para complicarles la vida? ¿Cómo había dicho que se llamaba? ¿Victoria? No podía ser, aquella chica era de un sitio raro. Finlandia o algo así. Y no hablaba español… o al menos eso le parecía recordar. Hacía tanto tiempo de aquello… Veinte años, más o menos. La maldita menoría…

– ¿Sigues en la Filmoteca? Es que necesito que me hagas un favor. A lo mejor estoy abusando, pero no puedo recurrir a nadie más… Y recuerdo que me dijiste que te llamara si alguna vez me hacía falta algo de historia del cine.

Historia del cine: una buena pista. Estaba casi seguro de que a aquel bombón escandinavo la historia del cine no e interesaba en absoluto. Seguramente quería ser actriz. Sí, eso era. Una de esas aspirantes a estrella que van a los festivales y son pieza fácil de cualquier tipo bien trajeado con pinta de productor. Sintió una punzada de optimismo. La mujer que hablaba al otro lado de la línea no tenía nada que ver con su desliz. El único en casi cuarenta años de feliz matrimonio Y, además, ¿la tal Victoria no había dicho algo de una universidad? Apostaría el brazo izquierdo a que su ligue neoyorquino no había ido a la Universidad ni de visita. Una chica así hubiera causado una notable revolución en cualquier campus, pensó melancólicamente, y evocó su cintura de avispa y la generosa talla de sujetador, que parecían inmunes a la erosión de la memoria.

– El caso es que tengo una cinta, una película viejísima que he comprado por eBay, y me gustaría saber qué es exactamente. Me pregunto si podrías echarme una mano.

– No entiendo…

– Me hace falta un proyector. Uno antiguo, supongo.

¿Un proyector antiguo? ¿Una mujer a quien no recordaba -o, al menos, ésa era su esperanza- le estaba pidiendo un proyector para ver Dios sabe qué? Roberto Vidal sopesó la posibilidad de que se tratase de una broma. Sí. Quizá era cosa de sus compañeros. A lo mejor habían contratado a… a una stripper como regalo de jubilación. Tal vez, si le seguía la corriente, aquella mujer se presentaría en la filmoteca con una enorme película de plástico debajo del brazo, una gabardina y un tanga minúsculo, y la intención de montar un numerito en la sala de proyección. La frente se le perló de sudor… ni en sus peores pesadillas…

– Eh… mira… Eh, Victoria… es que esto está cerrado… en agosto no hay nadie por aquí. A mí me pillas de milagro.

– Sí, ya me imagino. Es una suerte que te haya localizado. Comprendo que lo que te estoy pidiendo se sale de lo normal, pero, al fin y al cabo…

Al fin y al cabo, ¿qué? ¿Con quién se creía que estaba hablando? Definitivamente, tenía que tratarse de una broma.

– Soy profesora en una universidad que tiene programas de colaboración con el Instituto Cervantes de Nueva York. Ya sé que la Filmoteca depende de Cultura, no de Exteriores, pero…

Una luz se encendió al final del túnel. Una luz minúscula que iba cobrando intensidad… la visita al Cervantes… el ciclo de cine de Buñuel que habían presentado en Manhattan… la Universidad de Grace, que patrocinaba la muestra… y aquella profesora tan guapa que los había invitado a todos a cenar en un coqueto restaurante del SoHo…

Victoria Suárez, morena, elegante, muy simpática. Parecía la típica neoyorquina sofisticada y rica. Y era cierto que le había dicho que podía contar con él si necesitaba algo de Madrid. De pronto lo recordaba todo… Aquellas chicas americanas gritando histéricas cuando la navaja se acercaba al ojo, las tres botellas de vino de California que se bebieron, las velitas sobre la mesa, Nueva York en otoño… Su memoria iba abriendo nuevas ventanas por las que entraba a raudales toda la información acumulada durante aquellos días en Manhattan. No estaba viejo, no estaba gagá, se jubilaba porque le daba la gana, no porque tuviera que hacerlo. Se jubilaba porque estaba hasta el mismo gorro de ver películas que no le interesaban, porque quería viajar y tener un huerto, y pasear del brazo de su mujer los lunes por la mañana sin volver a pensar en que le había puesto los cuernos con una putilla vikinga. Qué felicidad, qué alivio… Oh, gracias, gracias, gracias… De pronto, Roberto Vidal se sintió en la necesidad de ponerse en paz con el mundo entero.

– ¿Tienes la cinta contigo? ¿Sí? Pues pásate por aquí en una hora. Te espero en la puerta. Me apañaré una sala de proyección, ¿eh? Te debo una después de aquella cena tan estupenda que organizaste. ¿Sigue abierto aquel restaurante del SoHo? ¿Cómo se llamaba? Tal vez vaya a Nueva York con mi mujer dentro de poco. Me jubilo en tres meses, ¿qué te parece…? De verdad que me alegro de que hayas llamado… No, no, no es ninguna molestia, aquí te espero… Adiós, adiós.

Era la una y media cuando llegaron al edificio de la Filmoteca. Hacía un calor infame, pensó Victoria, un calor de otro mundo, que reblandecía el asfalto y las ideas y propiciaba el desánimo. Al menos no era el bochorno húmedo de Manhattan, se dijo para consolarse, que ponía en pie de guerra la sudoración y pintaba horribles rodetes debajo de los brazos.

Roberto Vidal las esperaba en la puerta. Era un hombre agradablemente feo, de vivos ojos azules y un cabello espeso que raleaba en la coronilla. Llevaba pantalones vaqueros, un polo desgastado y unas zapatillas de deporte. Las hizo pasar a una oficina desordenada y oscura donde, gracias a Dios, funcionaba un aparato de aire acondicionado.

– Bueno, bueno, bueno… Me alegro mucho de verte, Victoria, cuánto tiempo, ¿eh?

– Cuatro años, creo… Mira, ella es Marga. La película de la que te hablé es suya.

– Vamos a echarle un vistazo…

Marga había metido el rollo en una bolsa de la librería, pero en lugar de cogerla por las asas la llevaba apretada contra el pecho. Victoria tuvo la sensación de que había hecho un gesto de recelo al entregar la bobina a Roberto. El no pareció darse cuenta. De pronto, toda su atención parecía estar fijada en la película. Tenía un aspecto curioso, con aquella expresión reconcentrada y las gafitas al borde de la nariz. Extrajo un poco de cinta de la bobina con un cuidado exquisito, apenas agarrándola con la punta de los dedos, como si estuviese manipulando un material precioso.

– Es, en efecto, una cinta muy antigua. Podría tener ochenta años, tal vez algunos más… Pero, desde luego, está grabada, y no parece en muy mal estado. Creo que podremos verla.

Victoria y Marga se acomodaron en una pequeña sala de proyección mientras Roberto instalaba la película en el proyector.

– Dirás que soy tonta, pero estoy nerviosa.

– Yo también. Pero no nos hagamos ilusiones. Probablemente, aparecerá un niño jugando con un perro o… o tal vez unas imágenes del NODO… En cualquier caso, esto es divertido. Deberíamos haber avisado a tu madre y a Solange.

– Mira que si es una porno del año del diluvio, como decías ayer…

Se rieron las dos. Victoria pensó que estaba algo más inquieta de lo que quería reconocer. Le sudaban las palmas de las manos y notaba el hambre feroz que tan bien conocía. De camino a la Filmoteca habían visto una tienda de dulces. Tal vez debería haber comprado un paquete de chucherías, una de esas enormes bolsas llenas de ositos de goma, regaliz de colores y caramelos recubiertos de polvos pica pica… Eso hubiese sido suficiente para calmar su ansiedad. Ojalá hubiese sido más previsora. Unas cuantas gominolas hubiesen bastado para…

– Esto ya está. Voy a apagar las luces, ¿de acuerdo? Imaginaos el rugido de un león para entrar en ambiente… Allá vamos.

La sala quedó a oscuras hasta que un haz de luz blanca se fijó en la pantalla mientras el cinematógrafo empezaba a repiquetear su letanía. Victoria pensó en lo mucho que le gustaba aquel murmullo, que le recordaba al crepitar del fuego. Aparecieron las primeras imágenes, en blanco y negro y de una calidad dudosa: el interior de una casa palaciega de altos techos y molduras en las puertas, y dos doncellas de uniforme enfrascadas en la limpieza de una enorme mesa de comedor. Las criadas se marchaban cuando entraba en la pieza un hombre de larga barba blanca y gesto airado. Tras él trotaba un guapo adolescente de aire contrito. El hombre parecía enfadado con el chico, y le decía algo mientras gesticulaba ostensiblemente. La cámara iba del rostro de uno al del otro para evidenciar la actitud colérica del primero y la dócil defensa de su oponente, que se llevaba las manos al pecho como implorando clemencia. La conversación terminaba de manera abrupta cuando el hombre salía de la habitación, y el joven quedaba solo con la cara oculta entre las manos. En ese momento, alguien entraba en la pieza y avanzaba sonriendo tristemente hacia aquel chico que tan desesperado parecía. Era una bella muchacha de su edad, que ladeaba la cabeza antes de apartar de la cara del otro las manos que la protegían. Cuando el joven veía a la muchacha, se ponía de pie y la abrazaba desesperado.

En aquel momento, Victoria tuvo que ahogar un grito. Fue Roberto, que hacía segundos que había perdido el color, quien encendió las luces de la sala. También Marga estaba blanca como el papel.

Se miraron unos a otros con la boca abierta.

No había ninguna duda: la joven de la cinta, la muchacha dulce y triste, era Greta Garbo.

– No es posible…

Llevaban una hora en la sala de proyección. La cinta duraba doce minutos, pero la habían visto tres veces, la primera con la respiración contenida, luego con una particular mezcla de inquietud y euforia.

– ¿De dónde ha sacado esto?

– No estoy segura -Marga tenía sólo un hilo de voz-. Mi marido la encontró en eBay…

– Pues llámelo ahora mismo para darle la enhorabuena. A menos que haya pagado una fortuna, ha hecho el negocio del siglo.

Marga miró a Victoria y bajó la cabeza.

– Esto… Roberto… Jan, el marido de Marga, murió hace dos semanas. Ella ni siquiera sabía que había comprado la cinta.

– Lo único que sé es que no le costó gran cosa -Marga intervino con una sonrisa breve-. No estamos en condiciones de comprar artículos de museo.

Roberto Vidal se pasó la mano por la cara. Aquello era lo más extraordinario que le había ocurrido en su vida profesional… No, se corrigió: era lo más extraordinario que le había ocurrido en toda su vida.

– A ver… ¿Sabéis lo que hay aquí? -Ninguna de las dos contestó-. Pues doce minutos de una película inédita protagonizada por Greta Garbo…

– ¿Inédita? -Marga, por no variar, parecía muerta de miedo. Victoria no, sólo estaba excitada. Había dado por supuesto que aquella cinta era el fragmento de cualquier película rodada por la Garbo en el año catapún, pero lo que no se le había pasado por la cabeza es que pudiera tratarse de material desconocido.

– ¿Cómo estás tan seguro?

– Porque he visto hasta la última de las películas en las que salió la Garbo… Todas, ¿entiendes? Desde un anuncio que rodó cuando era una adolescente, hasta otras en las que sólo aparece de refilón y ni siquiera la nombran en los créditos… Y no es ninguna de ellas. Estoy completamente seguro. Esta cinta no está catalogada. A efectos prácticos, es como si no existiera. Sólo me gustaría saber dónde demonios ha estado escondida durante los últimos noventa años.

– Pero ¿por qué sólo hay unos minutos?

– ¡Y yo qué sé! Seguramente se les acabó el dinero cuando estaban empezando el montaje… -Se volvió hacia Victoria y le plantó dos sonoros besos-. Qué momento más maravilloso. No se me ocurre una forma mejor de terminar mi carrera en la Filmoteca… Soy una de las primeras personas que ve una película perdida protagonizada por Greta Garbo… Ahora sí que puedo jubilarme, no, espera, ¡incluso puedo morirme tranquilo! Gracias, gracias a las dos por…

Roberto seguía desgranando agradecimientos, pero Victoria ya no le escuchaba. Estaba enviando un mensaje a Santiago. «Consigue urgentemente una caja de seguridad. Tenemos algo que poner a salvo. Y deja de preocuparte por Marga. Creo que va a convertirse en una viuda muy rica.»

– ¿Y de qué va?

– Qué sé yo… Un rollo lacrimógeno de un tipo rico que no permite a su hijo casarse con su novia pobre o algo así… Sin sonido, y en doce minutos, no se me ocurre mucho más…

Victoria intentaba compartir con Solange y Shirley todos los detalles de la aventura. Junto a ella, Marga parecía en estado de shock. Antes de volver a casa, habían pasado por el despacho de Santiago para dejar la película en la caja fuerte del bufete. El abogado había escuchado la historia con la boca abierta y el temor a que Marga y Victoria se hubiesen vuelto locas al mismo tiempo. Luego abrazó a la primera: «Querida, tus problemas materiales van a resolverse de un plumazo -le dijo-. No te lo tomes a mal, pero eres una chica con suerte.»

No era el comentario más apropiado, pero Victoria estaba de acuerdo. Llevaban semanas temiendo por la seguridad económica de la familia de Jan, y de pronto tenían en las manos algo cien veces mejor que un billete de lotería premiado. Se avecinaban días muy intensos, pensó. Habría que poner la cinta a la venta, averiguar el modo de obtener por ella la mayor cantidad de dinero, la historia llegaría a los medios de comunicación, mil veces amplificada por Internet y sus devastadoras criaturas… Estaban en verano y no había noticias. Todo el mundo querría saber algo más de aquella cinta misteriosa. Eso está bien, se dijo. Después de todo, a Marga no le vendría mal un poco de acción. En cuanto a Solange, parecía más interesada en el descubrimiento en sí que en el rendimiento que se le pudiera sacar a aquella película caída del cielo.

– No puedo creer que apareciera Greta Garbo… Debió de daros un ataque, ¿a qué sí? ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué edad crees que…?

– ¿Cuánto puede valer?

La pregunta, cómo no, la había hecho Shirley, que parecía muy poco interesada por el fantasma de la señorita Gustafsson. Bueno, después de todo era una cuestión que había que plantearse tarde o temprano.

– No tengo ni idea…

– Y tu amigo, ése de la filmoteca, el que os dejó el proyector… ¿no puede saberlo?

Victoria meneó la cabeza.

– No es tan fácil, Shirley… Una cinta inédita de Greta Garbo no es algo que circule por el mercado. Habrá que tomarse esto con calma, escuchar distintas ofertas… Quizá lo mejor sea sacar la película a subasta.

– Espero que la compre alguien a quien le guste el cine -dijo Marga-. A Javier no le hubiera hecho gracia que algo así fuese a parar a las manos equivocadas.

Bueno, ahí estaba Marga, en su mundo feliz de bondad e inocencia. Pensándolo bien, sus comentarios naíf tenían cierto encanto, así que ¿para qué llevarle la contraria? Victoria miró a Solange como diciendo «ni se te ocurra discutir», pero en aquel momento la chica era un alegre manojo de nervios y ni siquiera pensó en que no merecía la pena contestar.

– Oh, Marga, no me vengas con rollos sentimentales… si paga bien, por mí como si la compra un jeque árabe para enterrarla en el desierto, o un pirado como aquel japonés que quería quemar un cuadro de Van Gogh.

– Estoy de acuerdo -Shirley miraba a su hija con desdén-. ¿A ti qué más te da? Lo importante, Marga, es que el que se quede con la película pague mucho por ella, y que eso sirva para, que puedas tener una vida tranquila. Así que no empieces con esa historia de que quieres que la compre un amante del cine en blanco y negro o un carcamal enamorado de la Garbo… ¡Dinero, dinero! Dinero contante y sonante. Y cuanto más mejor. ¿A que sí, Sol, preciosa?

Y, para sorpresa de todos, la madre de Marga tomó amistosamente del brazo a la hija de su yerno difunto. A Victoria se le escapó un suspiro de satisfacción. Las piezas empezaban a encajar. Si las cosas seguían así, podría volver a Nueva York enseguida, y hacerlo con la satisfacción del deber cumplido.

Herder, que no podía entender qué pintaba Victoria consolando a la viuda de su mejor amigo, comprendió sin embargo que la aparición inesperada de una joya de cinéfilo retrasase un poco más el regreso a casa de su mujer. Para entonces -y como preveía la propia Victoria-, la noticia del hallazgo de la cinta había saltado a las páginas de los periódicos, a las ediciones digitales, a los informativos de televisión, a los blogs de cine. La película se hallaba a buen recaudo en una caja de seguridad del Banco de España. A Shirley le había parecido «un verdadero escándalo» lo que hubo que pagar para alquilarla, y, para vergüenza de Marga, así se lo dijo al funcionario de turno cuando fueron a hacer la entrega. Aparte de alguna salida de tono de ese tipo, llevaba unos días más suave que un guante. Vic no sabía si la conversación que habían tenido había influido en su nueva conducta, o si su buen humor era exclusivamente fruto del hallazgo del tesoro, pero le daba igual. Había paz en la casa, y eso era lo que importaba.

Marga estaba bastante tranquila. A pesar de que Santiago había intentado que no se filtrase el nombre de la propietaria de la cinta, no era un secreto fácil de mantener, y recibían a diario docenas de llamadas de medios de comunicación y, por supuesto, de coleccionistas que querían hacerse con la película. La propia Victoria atendió alguna de esas llamadas, cuando la expresión de desmayo de Marga le suplicaba que aceptase el relevo, y pudo hablar con media docena de chiflados que sólo tenían una cosa en común: esperaban conseguir la cinta a cambio de nada, invocando sólo el amor al cine, el respeto a la historia oculta del séptimo arte o la eterna reverencia a la divina Greta. Shirley y Solange se indignaban con aquella legión de caraduras, pero a Marga le enternecía comprobar que en el mundo quedan todavía personas tan inocentes. En cuanto a Victoria, sólo quería zanjar la aventura de una vez por todas y regresar a casa.

Su misión estaba más que cumplida. Echaba de menos Nueva York, su vida allí, el apartamento del Upper East Side, a sus amistades de Manhattan, las conferencias del Met. Añoraba la biblioteca de la calle 42, los gofres con fruta y crema que se consentía una vez al mes, su pequeño despacho en la universidad, su rutina. En cuanto a Herder, y a pesar de que no era precisamente añoranza lo que despertaba en ella, también era parte de su vida. No es que no estuviese encantada de pasar unos días lejos de él, pero una cosa era prescindir felizmente de su marido para pasar unas semanas en Madrid, y otra muy distinta renunciar a ser su costilla en la jungla de Nueva York. Con toda su autosuficiencia, sus tópicos de ex alumno de universidad privada, su apellido sonoro y su egoísmo de nacimiento, Herder era el mejor prototipo de esposo para vivir -y sobrevivir- en la capital del mundo. ¿Qué más podía querer una atractiva profesora universitaria de origen europeo que un hombre rico, guapo, ambicioso y muy ocupado? El aspirante a senador Van Halen era un buen complemento, como los bolsos de las tiendas de lujo de la avenida Madison o los zapatos planos de Roger Vivier. Es cierto que no aguantaba a su marido, pero Nueva York -y, en general, todo el mundo civilizado- está lleno de mujeres a las que les ocurre lo mismo. Así que, habiendo llegado a un pacto de buena voluntad, no había nada que no pudiesen arreglar un par de semanas de vacaciones por separado tres o cuatro veces al año y quizá, por qué no, alguna aventura esporádica. No había tenido un amante desde su boda. Quizá era el momento de retomar las buenas costumbres del pasado. Claro que ahora, con Herder metido en política, habría que tener cuidado. Pero una profesora universitaria tiene muchas oportunidades de hacer ciertas cosas con discreción. Hay congresos fuera del país. Hay seminarios, conferencias, simposios, estancias académicas con un mar de por medio. Profesores visitantes que van y vienen, oradores invitados… todo un vivero de ocasiones, una feliz reserva de especies interesantes, un coto de caza privado. No se trataba de volver al desenfreno de ocho años atrás, pero una cana al aire de vez en cuando le vendría de perlas para llevar mejor su vida junto a Herder. Había sido una idiota al descartar la posibilidad de conocer a otros hombres durante los últimos años. Victoria se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba de buen humor. Se puso como frontera para el regreso zanjar la venta de la película. En un par de semanas, como mucho, estaría de vuelta en su mundo. Un mundo que, con un poco de suerte, podría volver a ser un lugar interesante.

Las ofertas serias por la película no llegaban al teléfono de la casa, sino al despacho de Santi, que se había convertido en eficaz director de pista de aquel circo inesperado. Aunque en un principio habían barajado la idea de sacar la película a subasta -la casa Sotheby's se había ofrecido a gestionarlo todo-, Marga dijo que prefería vender inmediatamente.

– Sacarás mucho menos -le advirtió Santiago.

– Ya, pero acabaré con el asunto bastante antes. La idea de estar más tiempo recibiendo proposiciones extrañas no me seduce nada, por no hablar de que no quiero hacer equilibrios para llegar a fin de mes teniendo un cheque al portador en la caja de seguridad del banco. Además, las subastas comportan un riesgo, muchas veces no aparecen postores, y las piezas se acaban malvendiendo.

– Sí, Marga, pero lo que tú tienes no es un grabado de un pintor ni una porcelana vieja…

– Y, además, la casa de subastas se queda con un porcentaje… Al final iba a ser lo comido por lo servido, más la preocupación añadida. Mira, a mí me educaron en eso del «más vale pájaro en mano». Los de Sotheby's han pedido seis meses para organizar la puja. Yo no quiero esperar tanto tiempo. Estoy al borde de la ruina, tú mismo me lo dijiste.

De nada valieron los intentos de Santiago por hacerla cambiar de opinión. Incluso Victoria intervino para defender la idea de la subasta. Pero Marga se había enrocado. No se trataba de aceptar una miseria, por supuesto, pero habían recibido ya un par de ofertas interesantes. Aceptarían la mejor, cobrarían y luego brindarían con champán auténtico a la salud de la señorita Greta Lovisa Gustafsson.

Si Herder van Halen no hubiese sido el tipo insensible y presuntuoso que Victoria tenía suficientemente calado, hubiese hecho las cosas de forma muy distinta. Pero Herder era Herder y actuaba como le venía en gana, sin pensar en nada más que en su propia conveniencia. Por eso, en lugar de hablar primero con Victoria, llamó a la propia Marga para informarle de que quería comprar la película. Oh, no es que la Garbo le interesara particularmente. En realidad, le gustaba más Marlene Dietrich, pero quería hacer un regalo singular al Instituto de Filmografía de Nueva York. En Estados Unidos, la aparición de una cinta perdida protagonizada por una leyenda de la historia del cine había causado una sensación considerable, y «alguien» -es decir, como hubiera interpretado Victoria, alguno de los capullos de su oficina de campaña- había filtrado a la prensa que la esposa del aspirante a senador estaba implicada en el hallazgo. Hacerse con la película y donarla generosamente a una institución oficial sería una inmejorable manera de arrancar su campaña política.

– Dame tu mejor oferta y la aumentaré un diez por ciento… Y me haré cargo de los impuestos. Es un buen negocio, Marga. Para todos. Y, por supuesto, también para mí.

Si Victoria hubiese podido conocer el contenido de la conversación, posiblemente hubiese tomado el primer vuelo para plantarse en Nueva York con el único propósito de romperle la crisma al candidato Van Halen por su falta de tacto. Pero Marga era demasiado buena, demasiado conciliadora y demasiado poco amiga de enredar las cosas. Por eso maquilló un poco la historia y nunca dijo a nadie que la llamada de Herder se había producido unas horas antes de que ella decidiese no subastar la película. Ni Santiago, ni Shirley, ni Solange, ni por supuesto Victoria supieron nunca que Marga no había dado calabazas a Sotheby's por simplificar las cosas, sino porque el profesor Van Halen la había presionado nada sutilmente: «¿Una subasta? Oh, Marga, no me hagas eso… No puedo esperar meses a comprar la película… la necesito ahora, como golpe de efecto para el inicio de campaña… Te estaré eternamente agradecido… y Victoria también…»

En su bendita simpleza, Marga había considerado que probablemente aquella operación serviría para limar asperezas entre Vic y su marido… Si se hacía con la película, Herder estaría más predispuesto a iniciar una etapa de bonanza, mientras negarse a venderla sería como poner más piedras en el camino a la reconciliación. Después de todo, la oferta de Herder no era nada mala. Le había dicho que podía hacerle llegar la mitad del dinero de forma inmediata, y el resto en cuanto se materializara la venta. Marga sintió un escalofrío de alivio al pensar en la tan anhelada liquidez. «Deja que lo piense», le dijo al despedirse. Pero la decisión ya estaba tomada. Aquella misma tarde le dijo a Santiago que telefonease a Sotheby's y pidiese disculpas en su nombre por todas las molestias que les había causado.

– Tengo una sorpresa…

– ¿Otra? No sé si me interesa, Marga. Llevo demasiadas en los últimos días.

– No seas tonta. Se trata de Herder. Quiere quedarse con la película.

Victoria se quitó las gafas que usaba para leer y miró a Marga con una expresión de extrañeza tan exagerada que ésta se echó a reír.

– No pongas esa cara… ni que te hubiese dicho que tu marido va a comprar un submarino.

– Pero ¿para qué demonios quiere una película antigua? Si ni siquiera va al cine…

– Bueno, no es para él. Piensa donar la cinta a una institución. Para la campaña, y todo eso. Dice que es una buena inversión en publicidad. Al parecer, allí se ha armado mucho revuelo con el asunto, y todo el mundo está pendiente del destino de la dichosa peli. Herder me llamó y me hizo una oferta.

– ¿Y por qué no habló conmigo?

– Como estáis así, así… y, además… no sé, parece más serio llamarme a mí, ¿no?, como más profesional.

«Marga, por Dios. Tú no conoces a Herder. La seriedad le importa más bien poco. Sólo está pensando en lo que es mejor para él.»

– Ya. Pero, a ver, ¿qué te ofrece? Porque no creo que pretenda un trato especial sólo porque es amigo tuyo… Sería el colmo, vamos…

«Y muy típico de él.»

– Oh, nada de eso. De hecho, se ha portado muy generosamente. Aumentará un diez por ciento la mejor oferta que me hagan.

Victoria no pudo reprimir un gesto de aprobación. Vaya con Herder. Así que a veces podía comportarse como un ser humano…

– No está mal -concedió.

– Eso sí, hay que darse prisa. Los asesores de Herder…

«Maldita cuadrilla de hijos de puta.»

– … dicen que habría que anunciar la adquisición inmediatamente, antes de que se esfume la novedad. Al parecer, todo el mundo habla de la película… en la tele, en los periódicos… -sonrió-. ¿No te parece emocionante haberla visto antes que nadie?

– Sí, muy emocionante. -Victoria no era tan sensible a la sensación de primicia, o al menos ya se le había pasado el efecto de la sorpresa-. Entonces… ¿qué es lo que Herder propone?

– Quiere que le dé una cifra. Me hará una transferencia por la mitad, y entregará el resto cuando recoja la cinta.

Peligro a la vista.

– ¿Cuando la recoja? ¿Qué quieres decir?

– Pues… que, como es normal, Herder quiere rentabilizar el dinero que va a gastarse. Vendrá a Madrid a materializar la compra en un acto público, con su jefe de campaña, y el director de no sé qué instituto, y unos cuantos fotógrafos, o algo así. Todo muy americano. Hasta me dijo que podíamos organizar la ceremonia en la embajada de Estados Unidos…

«¿La ceremonia? ¿La embajada? Ay, Dios.»

– No sé, pero me parece que se está pasando. Hemos encontrado una filmación de Greta Garbo, no los restos de la Atlántida.

– Ya lo sé, pero… ¿a mí qué más me da? Si tu marido y sus amigos americanos quieren venir aquí con banda de música, allá ellos. Lo que me apetece es acabar con esta aventura y volver a la vida normal. Aunque, si quieres que sea sincera, todo el lío de la película ha servido para distraerme un poco. No sé si me dará el bajón cuando Herder se la lleve debajo del brazo…

Pero Victoria ya casi no escuchaba. Sin saber por qué, acababa de recordar la primera vez que había visto Ninotchka. Había sido en el cine de un colegio mayor. Y, por supuesto, junto a Jan.

El precio de la película se fijó en un millón de dólares. La última oferta presentada -y que venía del mismísimo Ministerio de Cultura sueco- ascendía a casi setecientos mil euros, que Herder redondeó hasta llegar a la cifra mágica. Marga no daba crédito: según sus cuentas -«Vete tú a saber cómo las echó», se dijo Victoria, convencida de que la viuda de Jan vivía fuera del mundo-, la película no le reportaría más allá de unas decenas de miles. Aquel precioso montón de dinero iba a servirle para cancelar el préstamo que flotaba sobre la librería como una afilada espada de Damocles, para prescindir de una vez para siempre de la amenaza de la línea de crédito y para asegurar el futuro de Solange.

– Un millón de dólares… es muchísimo dinero, Victoria… ¿No… no te importa que Herder lo emplee en esto?

El gesto de Victoria fue de una indiferencia sincera.

– Por mí, como si compra pipas. Va a gastarse bastante más en su condenada campaña al Senado. Al fin y al cabo, conseguirá mucha publicidad gratis. Todo bicho viviente hablará durante días del generoso gesto del aspirante Van Halen. Además, como tú bien dijiste una vez, el dinero es suyo. Y tiene mucho, por cierto.

Solange, Shirley, Victoria y Marga cenaron juntas esa noche en un restaurante. Fue Marga quien hizo la elección: una tratoría de moda donde cobraban treinta euros por un plato de pasta y servían el moscatto en unas copas tan finas que daban ganas de intentar romperlas con un grito. Shirley estaba exultante. Se había puesto un vestido imposible de color verde oliva que le permitía lucir su generosa delantera y unos zapatos de tacón alto. Con el cabello lustroso y los largos pendientes de perlas, parecía una estrella de cine en declive. Victoria la miró con disimulo. A pesar de su interminable legión de defectos, su falta de discreción y sus salidas de tono, había algo irresistible en aquella mujer. A su lado, Solange, que llevaba un vestido sin forma combinado con unas botas militares y el pelo recogido en un moño gracias a un largo alfiler de asta, parecía la consagración de la primavera. Vic se dijo que al lado de aquellos dos ejemplares tan interesantes como distintos, ella y Marga eran la viva imagen de dos pobres mujeres vulgares. Cuando entraron en el restaurante -Shirley contoneándose como si pisara una alfombra roja, Solange displicentemente ajena a su belleza-, la gente no vio a nadie más. Marga pidió vino de Abruzzo (era el preferido de Jan, aunque quizá Marga lo había escogido porque era el único que le sonaba de toda la carta) y una cantidad desproporcionada de entremeses calientes. Vic encontró entrañable aquel afán derrochador que parecía haberle entrado ahora que el dinero había dejado de ser un problema grave. Se sintió confortada, casi feliz: estaban juntas, estaban en paz, las cuitas monetarias habían desaparecido, Shirley parecía vivir bajo los efectos de un eterno sedante… Y en cuando a Solange, había cambiado tanto su actitud en los últimos días que no parecía la misma.

«¿Era esto lo que querías, Jan? Pues aquí lo tienes. Misión cumplida. No te quejarás, ¿eh? Esto es mucho más de lo que hubieras deseado. Más de lo que yo habría creído poder conseguir hace veinte días.»

Marga se aclaró la garganta.

– Quiero hacer un brindis.

Vaya por Dios. Llegaba la hora de ponerse tiernas. Victoria detestaba los discursos. En realidad, detestaba cualquier forma de sentimentalismo. En eso era igualita que Jan. Se resignó a lo inevitable y cogió su copa.

– Deberíamos brindar por Javier… por Jan… por tu padre, Solange, que es la razón por la que estamos hoy aquí… Se fue sin que lo esperásemos, y sin saber que… que había hecho las cosas de forma que…

La voz se le quebró, y dos lágrimas enormes le rodaron por las mejillas. Menos mal que Marga no se maquillaba, o el desastre hubiese estado servido. Deseosa de acabar cuanto antes con el pequeño drama, y para evitar que Solange se contagiase de la emoción, le apretó la mano y tomó el relevo.

– Creo que todas sabemos lo que quieres decir. Vamos a beber por Jan… y, sobre todo, por el futuro que os espera. Quien diga que el dinero no da la felicidad es porque nunca ha vivido sin tenerlo.

– ¡Eso es! Y, si me lo permitís, quisiera añadir algo. -La luz del restaurante se reflejaba en las perlas en forma de pera que Shirley llevaba puestas. Vic se preguntó si serían falsas. No sabía gran cosa de joyas, así que era fácil darle gato por liebre-. Quiero brindar por vosotras tres, que sois fantásticas cada una a vuestra manera, y por Javier, obviamente, y por tu amigo de la Filmoteca, y por la buena suerte… y, sobre todo, por el pobre idiota que colgó en Internet una lata vieja sin sospechar que valía una fortuna.

Solange y Vic se echaron a reír, secundadas por Shirley, que recogía los frutos de su alarde de ingenio. Marga también forzó una sonrisa. Pero fue una sonrisa extraña. La alarma interior de Victoria lanzó unas pequeñísimas señales, pero la llegada de los entrantes distrajo la atención general y acalló aquel lejano pitido que, de cualquier manera, podía ser sólo cosa de su imaginación.

– ¿No habías pensado en lo que dijo mi madre?

Acababan de llegar a casa. Solange se había encerrado en su cuarto para perderse en la oscura maraña de las redes sociales, y Shirley -que había abusado del amaretto y hecho el camino de regreso trastabillando sobre sus tacones- se fue a la cama casi sin despedirse. Victoria hubiera deseado hacer lo mismo, pero quería aprovechar la celebración para comunicar su marcha a Marga. En diez días, Herder iba a viajar a Madrid para recoger la película con toda pompa y circunstancia -a saber la absurda fanfarria que tenían preparada sus colaboradores-, y pensaba regresar a Nueva York con él. Iba a decirle que aquel tiempo alejada de su marido le había sentado estupendamente, y que quería darse una nueva oportunidad. A Marga iba a encantarle la historia y su final feliz.

– ¿En qué exactamente? Porque, después del segundo amaretto, contó algunas cosas…

– No, no me refiero a eso. Estoy hablando del tipo que puso las cajas en eBay sin saber lo que tenían dentro. Alguien vendió por unos euros una cosa que vale un millón de dólares.

Victoria arrugó la nariz. La verdad era que había pensado en aquel incauto dos o tres veces, entre otras cosas porque no podía creer que no hubiese dado señales de vida en cuanto saltó la noticia de la aparición de la película. Posiblemente fuese alguien tan ignorante que ni siquiera se le había ocurrido relacionar el hallazgo con la antigualla que había vendido, o bien una de esas personas que están fuera del mundo y ni siquiera ven la televisión o compran un periódico. Pero, desde luego, nunca se le ocurrió compadecer a aquel desconocido.

– Pues… Marga… yo qué sé. Supongo que es una faena vender una joya por un par de pavos, pero son cosas que pasan continuamente. Leí una historia de una viejecita de Milwaukee que montó un mercadillo en el jardín de su casa y vendió un jarrón de no sé qué dinastía china por tres dólares. Y en otra ocasión…

– Ya. -Marga no solía interrumpir, así que estaba claro que no le interesaban las anécdotas con las que Victoria pretendía distraer su atención-. Pero yo no hablo de una vieja de Milwaukee, sino de mí. Voy a hacerme rica gracias a que alguien muy despistado se deshizo de algo extraordinariamente valioso que ni siquiera sabía que tenía.

«Ay, por favor… ¿No se cansa nunca? Ni la madre Teresa de Calcuta era tan considerada con el prójimo.»

– Marga… entiendo lo que dices, y créeme, te honra pensar así… pero no empieces a dar vueltas a la noria. Vale, Jan compró unas latas viejas y dentro de una había un tesoro. Mejor para ti. Esas cajas podrían haber acabado en un basurero. Su dueño, en vez de tirarlas, decidió sacar algo de tajada en eBay… Pues si se hubiese preocupado de ver la película, como hicimos nosotras, ahora estaría a punto de ganar una pasta. No lo hizo y dejó la pelota en tu tejado. No te sientas culpable. Es como encontrar en la calle un billete de diez euros.

– Pero yo no me he encontrado un billete, sino un maletín con un millón de dólares. ¿Tú te lo quedarías sin más, Victoria? ¿O intentarías encontrar a su dueño?

– No es lo mismo

– Pero es muy parecido.

«Claro. Ha sido todo demasiado fácil. El cuento de hadas a punto de finiquitar estupendamente, pero aquí está la reencarnación de… de Mahatma Gandhi… para plantear problemas morales y mandarlo todo a hacer puñetas. Joder, Jan. El mundo está lleno de mujeres. ¿Tenías que casarte precisamente con la única cuya conciencia podría medirse por arrobas?»

– ¿En qué estás pensando exactamente, Marga? Porque si me dices que, en tu situación, quieres devolver la película al capullo que te la vendió, soy capaz de estrangularte… Eso, por no hablar de lo que te harán Solange y Shirley…

Marga se rió. Victoria siempre pensaba que, siendo como era una mujer sin grandes atractivos, su risa compensaba los kilos de más y sus rasgos más bien vulgares.

– No, querida… no soy tan buena persona. Pero creo que la cosa no puede quedar así. Verás, voy a hacer unas pequeñas variaciones en el reparto del botín.

– ¿Reparto? ¿Cómo que reparto?

– ¡No pensarás que iba a quedarme con todo el dinero de la venta! La mitad de lo obtenido será para Solange. Lo pondré en un fondo para sus estudios y para que, cuando acabe su carrera, pueda independizarse. Con medio millón de dólares podrá comprarse un apartamento, abrir un negocio o… lo que prefiera. Eso es cosa suya. En cuanto a mi mitad, voy a hacer lo correcto: repartirla con quienquiera que sea el que se deshizo de la cinta.

«Ésta sí que es buena. Le va a regalar doscientos cincuenta mil dólares a alguien que ni siquiera conoce… A una persona que a lo mejor encontró la película en el desván de su abuela muerta a la que ni siquiera visitaba, a un tiparraco que puede ser un ladrón, un traficante de droga o un asesino en serie… Un cuarto de millón de dólares…»

– Doscientos mil euros es mucho dinero, Victoria. Teniendo resuelta la vida de Solange, me basta y me sobra para ir tirando. Debo noventa mil euros del préstamo de la librería, y otros cuarenta mil de la línea de crédito. Liquidadas las deudas, aún me quedarán unos miles para tener ahorrados. La casa está pagada, y, libre de cargas, la librería puede ser un negocio rentable… Oh, por favor, no me mires así…

– No te miro de ninguna manera…

– Sí, sí que lo haces -sonreía al decirlo-. Pero, si estuvieses en mi lugar, acabarías actuando como yo… y otro tanto haría Javier.

Vaya por Dios. Había dado en la diana. Jan. Su sentido de la rectitud, de la equidad. Su puntillosa visión de lo que es justo. Su ética particular, su conciencia. Su moral, más propia de un caballero de la tabla redonda que de un superviviente del siglo XXI. Jan. «Maldita sea, Marga. En el fondo, tú y él no erais tan distintos.»

– Muy bien, si lo tienes decidido, no perderé el tiempo. Pero creo que estás haciendo el canelo. Y deja que te diga que tu madre y Solange se van a poner como locas. Por cierto, ¿cómo vas a localizar al tontaina que colgó la cinta en eBay?

– Pues… no sé… no lo había pensado.

«No lo había pensado. Muy propio de Marga.»

– ¿A ti se te ocurre algo?

Victoria resopló con los ojos en blanco, como diciendo «ya lo sabía yo». No veía el momento de abandonar su puesto como ángel de la guarda de Marga.

– No sé. Podemos rastrear la cuenta de eBay de Jan… Si conoces las claves, claro.

Marga meneó la cabeza. «Era mucho pedir», pensó Victoria, y frunció el ceño para ayudarse a pensar.

– La compañía de transportes… Eso es. Ahí tiene que haber un registro de envíos.

– Iré mañana por la mañana. ¿Podrías…?

Victoria trató de recordar que en un par de semanas estaría de vuelta en su ático neoyorquino con vistas al parque. «New York state of mind.» Paciencia, chica. Ya no queda mucho.

– Sí, Marga. Te acompañaré. Y si el tipo de la mensajería no quiere ayudarnos, lloraremos juntas hasta convencerle.

Victoria recordaría siempre que, de haber encontrado en la oficina de envíos a alguien un poco más espabilado que el hombre que las había atendido, posiblemente el final de aquella aventura hubiese sido completamente distinto. Desde luego, no habrían ocurrido las cosas increíbles que vinieron a continuación. A Jan le gustaba repetir que uno nunca sabía dónde estaba la suerte. Pues bien, en este caso en concreto la suerte estaba en un muchacho atontolinado que les había facilitado sin saberlo una serie de datos que se suponen confidenciales. En contra de lo que Victoria suponía, no hubo que rogar ni suplicar, pues en cuanto le dijeron que necesitaban ponerse en contacto con el emisor de un envío al que tenían que devolverle un dinero, la base de datos del ordenador escupió alegremente un nombre con una dirección de Londres. Fue una sorpresa comprobar que el señor Douglas Faraday vivía en Brook Street. Victoria conocía la calle, pues allí, en el corazón de Mayfair, estaba el hotel Claridge, el favorito de Herder cuando viajaba a la ciudad. Como no todo iba a ser tan sencillo, no hubo manera humana de hacerse con el teléfono de míster Faraday. Llamaron a tres compañías de teléfonos británicas y todo cuanto consiguieron fue saber que se trataba de un número de acceso restringido y que no podían facilitarlo. «Estupendo. Así que estamos a punto de entrar en contacto con un raro. Uno de esos misántropos que no quieren que nadie les dé la tabarra.» A Vic se le ocurrió buscar el nombre en Internet cruzándolo con la dirección. Apareció entonces el nombre de lo que parecía ser una tienda de antigüedades: «Faraday's Things».

– Aquí lo tienes.

– ¿Puedes… puedes llamar tú? Te explicas mejor que yo… y tu inglés…

– Tu madre es inglesa, Marga… No me vengas con cuentos.

– Por favor… me estoy poniendo histérica.

«La tarta de queso. Los dry martini del Algonquin. El brunch en el Meatpacking. Las tiendas de West Broadway… Qué cerca está todo, Victoria. Aguanta un poco más.»

– Vale. A ver… -Marcó el número y enseguida oyó la señal típica de los teléfonos en Gran Bretaña. Le recordó a un novio inglés que había tenido durante tres meses en el 94. Tenía uno de esos nombres pretenciosos, Algernon, o Ebenezer…

– Hello…

Una voz de mujer. Victoria había esperado la de un hombre, y aquello la descolocó.

– Eh… Hola… Es una llamada desde Madrid.

– Dígame.

El tono dejaba claro que a su interlocutora no le importaba demasiado desde dónde llamasen.

– Querría hablar con el señor Faraday…

– El señor Faraday no atiende llamadas en este número. Yo soy su ayudante.

– Muy bien, pues si me puede dar el número del señor Faraday, yo…

– Me temo que no me he explicado bien. Si quiere algo del señor Faraday, tiene que hablar conmigo.

¿Y ahora? ¿Le explicaba toda la historia a aquella mujer? No parecía lo más aconsejable. Después de todo, a saber quién era ella en realidad.

– Mire, me llamo Victoria Suárez, y tengo que localizar al señor Faraday para hablar de un asunto personal. Un asunto importante, de mucho interés para él…

– Muy bien. Deje que tome nota de su nombre y su número, y nos pondremos en contacto con usted lo antes posible. ¿Victoria Suárez, me ha dicho? ¿De Madrid? Perfecto. La llamaremos, no se preocupe. Adiós, señorita.

Marga no parecía muy satisfecha.

– No ha querido pasármelo.

– ¡Tampoco es que tú hayas estado muy convincente! «Tengo que hablar con el señor Faraday de un asunto de gran interés para él.» No te ofendas, pero parecías una de esas vendedoras a domicilio que te dicen que eres idiota si no cambias de compañía de teléfono.

– ¿Y qué querías que le dijese? ¿Que una amiga mía a quien no ha visto nunca quiere regalarle doscientos cincuenta mil dólares? No sabemos quién demonios es la mujer que me ha cogido el teléfono… Mira, a lo mejor no he estado muy fina, pero coincidirás conmigo en que no es fácil explicar ciertas cosas.

Marga pareció acobardarse.

– Tienes razón. Perdona. Es que… no sé, me da la sensación de que no van a contestar…

– Pues entonces llamaremos otra vez… No creo que…

El teléfono sonó, y las dos se miraron: no habían pasado ni tres minutos. Victoria estaba tan segura de que quien llamaba era el señor Faraday que respondió en inglés, y le decepcionó volver a oír la voz algo ronca de la mujer con la que acababa de hablar.

– ¿Señora Suárez?

«En realidad, soy la señora Van Halen. Debería empezar a acostumbrarme a ese nombre. La esposa de un senador no debe emperrarse en usar su apellido de soltera.»

– Sí.

– Le habla Phyllida Starck, la ayudante del señor Faraday. Acabo de darle su mensaje. Me dice que, sintiéndolo mucho, no la conoce, y que no cree que haya nada de lo que ustedes tengan que hablar. Lamento no poder decirle otra cosa. Buenos días.

Colgó. Ni siquiera tuvo tiempo a protestar.

– No quiere ponerse. El tal Douglas Faraday debe de ser un raro de narices.

– Y ahora ¿qué hacemos?

– Yo qué sé… Quizá puedes mandarle una carta… o un telegrama. Sí, eso es. Un telegrama pidiéndole que se ponga en contacto contigo. Y si pasa del asunto, te quedas con el dinero y santas pascuas.

– ¡Vic!

– En serio, ahora al menos ya sabes que no se trata de un desdichado que está vendiendo los últimos restos de las pertenencias familiares… Ese tío tiene una tienda en la calle Brook, y te puedo asegurar que los propietarios de negocios en Mayfair no son precisamente unos muertos de hambre. En serio, Marga, quizá la dificultad para contactar con Faraday sea una señal… una señal de que no deberías repartir el dinero con él.

A la propia Victoria le pareció tan solemne su parlamento que se echó a reír. Marga la secundó.

– No seas pesada, ya está decidido.

– Muy bien, haz lo que quieras. Y, por cierto, te recuerdo que aún tienes que comunicárselo a Solange y a Shirley. Va a ser divertido. Tanto que no sé si irme de casa para no estar delante cuando lo hagas, o prepararme unas palomitas para disfrutar más del espectáculo.

– No seas agorera…

– Ja. Espera a ver la cara de tu madre cuando sepa que vas a regalar un cuarto de millón de dólares a un desconocido que vive en la mejor zona del West End. Le va a encantar, en serio.

– ¿Cómo dices? ¿Que vas a hacer qué…?

Era Shirley quien hablaba. Solange sólo tenía la boca abierta.

– Repítemelo. Repítemelo, porque confío en haber entendido mal. Confío en no haber echado al mundo a una loca de remate que va por ahí regalando un dinero que necesita para sobrevivir y para asegurar el futuro de una pobre niña huérfana.

– Alto, mamá. El futuro de Solange, como tú dices, está más que asegurado. Ya os he dicho que la mitad del dinero de Jan será para ella cuando acabe su carrera.

– ¿Tengo que esperar a licenciarme? Caramba, Marga, eso es una eternidad… Hagamos una cosa, renuncio al medio millón si me das ahora mismo cincuenta mil euros.

– No cambies de conversación, querida… Mi hija está a punto de cavar su propia tumba delante de nuestras narices.

– Es su dinero, ¿no? Puede hacer lo que quiera, hasta dárselo a un capullo al que no conoce. Venga, Marga, te estoy haciendo una oferta estupenda. No quiero esperar seis años para ser rica. El diez por ciento por adelantado, y el resto te lo puedes quedar.

Desde una esquina, con una cerveza en la mano, Victoria observaba el numerito. Aquella escena era más divertida de lo que había previsto. Marga, Solange y Shirley quitándose la palabra las unas a las otras, cada una a su aire… Las iba a echar de menos cuando se fuese.

– Se acabó. -Marga dio una ligera palmada en la mesa-. Madre, lo del reparto del dinero está decidido. En cuanto a ti, Solange, olvídate de ver ni un céntimo hasta que seas mayor. Eso sí, te regalaré una tarjeta con quinientos euros para que pases una tarde de compras. Ahora, si tenéis la bondad de dejarme hablar, os daré una buena noticia a todas. Y esto, Victoria, te incluye a ti.

«Ay, ay, ay…»

– Nos vamos a Londres. Las cuatro. Voy a hablar con el señor Faraday, le guste a él o no. Y, por otra parte, ahora que podemos permitírnoslo, nos vendrán bien unas pequeñas vacaciones.

Se hizo el silencio. Ni siquiera Victoria protestó. Las cosas se estaban desmadrando tanto que ya le daba igual estar en un sitio o en otro. Solange le dio un abrazo a Marga: con dieciséis años, no se concibe nada mejor que un viaje inesperado. En cuanto a Shirley, dirigió a su hija una sonrisa trémula.

– Creo que aún me quedan un par de pastillas mágicas de las que me dio el doctor Sawyer.

2. MADRID-LONDRES

Aunque Marga insistió en correr con todos los gastos, fue Victoria quien se ocupó de buscar los billetes de avión y de hacer una reserva de dos habitaciones en un hotel agradable y modesto de Tottenham Court Road, el Court Lodge. No se lo dijo a las otras, pero ella ya había estado allí. Jan la había llevado en un viaje sorpresa tras una de sus primeras rupturas con Santiago. Ninguno de los dos conocía Londres, y lo vieron juntos por primera vez, ella llorosa y triste, Jan galvanizado por el entusiasmo que provoca a los veinte años la conciencia de estar descubriendo el mundo. Aparte de las actividades turísticas obligadas -del cambio de guardia a las burlas a los guardianes inmóviles de Downing Street-, de aquellos cinco días recordaba los sándwiches de atún, que habían constituido su dieta básica, la sorpresa del anciano recepcionista cuando insistieron en ocupar una habitación con dos camas y el afternoon tea del Savoy, pues a pesar de su escaso presupuesto Jan había insistido en gastar treinta libras en la merienda en un hotel de lujo. Victoria había protestado, pero luego, cuando entró en el vestíbulo del Savoy hundiendo los zapatos en las alfombras y fue formalmente conducida a su mesa por un camarero de frac, entendió la insistencia de Jan en aquel dispendio: quería que los dos tuviesen ocasión de asomarse a un universo que no era el suyo, quizá para recordarle a ella cuánto les quedaba por descubrir aunque en ese momento no le importase nada más que su fracaso amoroso y la sensación de que el mundo zozobraba a su paso.

Al entrar en la recepción del Court Lodge, se dio cuenta de que habían cambiado muchas cosas desde su paso por allí veinticinco años antes. El recepcionista ya no estaba -quizá había muerto, pensó Victoria, y notó un pellizco en el estómago- y del vestíbulo había sido retirada una pequeña fuente artificial que derramaba agua aceitosa sobre una ninfa dormida. La moqueta polvorienta había sido sustituida por un suelo de parquet -más fácil de limpiar pero despojado de todo encanto- y los sillones despeluchados de la recepción dejaban sitio a unos sofás de aspecto más bien incómodo. Victoria se reprochó no haber buscado otro alojamiento, pero estaba empeñada en darse un chapuzón de nostalgia. Y había errado el tiro.

Vic iba a dormir con Solange. Llevaba años sin compartir habitación con una mujer, pero no se había atrevido a reservar un cuarto para ella sola, pues, por mucha herencia inesperada y muchos miles de euros que tuviera en el banco, Marga seguiría conservando siempre su conciencia austera, y hubiese encontrado absurdo pagar por un alojamiento individual. Así que se preparó para incluir en su intimidad a una adolescente sobreexcitada por tantas novedades: su madrastra era rica, ella lo sería en un futuro -un futuro muy lejano, pensaba refunfuñando- y estaba en Londres. Ahora se afanaba en colocar su ropa en el armario mientras canturreaba una canción.

– Tía Vic, gracias por dormir conmigo… Será muy divertido, ¿verdad? No puedo creer que estemos aquí. Papá había prometido traerme a Inglaterra al acabar el colegio. Ya sé que no será lo mismo sin él, pero…

– Lo pasaremos muy bien -Victoria se apresuró a atajar cualquier sentimentalismo-. A ver si hay suerte y Marga arregla pronto sus asuntos con ese Faraday…

– Hay que ver lo bien que te portas con ella…

Victoria sonrió.

– No es para tanto. Marga tiene sus cosas, como todo el mundo, pero es una persona estupenda… y, sobre todo, era la mujer de tu padre.

– Pues por eso lo digo. Yo en tu lugar no podría verla ni en pintura.

Pero ¿de qué demonios estaba hablando aquella niña? Para su sorpresa, Solange tomó a Victoria de la mano y la miró con sus enormes ojos grises -aquellos ojos tan parecidos a los ojos de Jan- ladeando la cabeza como un pájaro.

– Tía Vi… Sé que siempre estuviste enamorada de mi padre.

Victoria se echó a reír. Hasta alguien tan inexperto como Solange se daba cuenta de que sus carcajadas no podían ser más sinceras.

– Ay, Solange… ¿De dónde has sacado semejante cosa?

– Chloe me lo dijo.

«Haber empezado por ahí. Chloe. Con su acento francés, su cintura estrecha y su lengua viperina. Chloe Deschamps, capaz de convertir en mierda todo lo que tocaba. Detestable francesa de culo operado. Maldita Chloe…»

– ¿Qué te contó exactamente?

Solange frunció el ceño en un gesto algo teatral, como si tuviese que hacer esfuerzos para recordar.

– A ver… Pues que estabas loca por papá… que ya lo estabas antes de que yo naciera, pero que él pasaba de ti, y que estabas tan colgada de él que cuando yo nací te fuiste a París para convencerle de que volviese a España, y le ayudaste a cuidarme durante mucho tiempo… Y luego apareció Marga y se casó con ella y tú eras tan tonta, eso lo dijo Chloe, ¿eh?, que ni siquiera intentaste quitárselo, y en lugar de eso te largaste a Nueva York para poner tierra de por medio, y allí te casaste con Herder porque tu gran amor ya estaba con otra mujer.

«Chloe, Chloe, Chloe. Deberían encerrarte en algún lugar del que no pudieras volver para hacer daño a la gente… tal vez en una sima profundísima… o en lo alto de una cumbre inaccesible…»

– Sol… tu madre no sabe nada de relaciones humanas. -No añadió que porque era un ser abyecto incapaz de preocuparse por los sentimientos ajenos-. Y aún menos de Jan y de mí. Yo no estaba enamorada de tu padre. Y sí, fui a París a buscarle, pero no porque estuviese colgada de él, como tú dices, sino porque su vida allí era un desastre. En cuanto a lo de Nueva York, me marché porque tenía una buena oferta de trabajo, no porque quisiese alejarme de nadie, y menos de mi mejor amigo.

– Pero… ¿en serio que nunca pensaste en que papá y tú… bueno, podíais estar juntos de verdad y todo eso?

– Solange… ya estábamos juntos. Y de una forma muy especial: sin obligaciones, sin compromisos, sin nada. Supongo que por eso nos fue tan bien. Porque nunca intentamos ser uno, que es lo que acabas deseando cuando te enamoras de alguien. Siento que tu madre te confundiera, y también que no hablases del asunto con Jan o conmigo para aclarar las cosas.

Solange hizo un puchero, suspiró y luego se puso de pie para colocar bien en el perchero una chaqueta que estaba torcida.

– ¿Sabes? Yo llegué a odiar a Marga… la odié de verdad, porque pensé que ella había impedido que tú y papá fueseis pareja.

Victoria iba a contestar que eso era exactamente lo que buscaba Chloe: una eterna hostilidad entre Solange y la mujer de su padre. Pero se mordió la lengua a tiempo. La hija de Jan tenía toda la vida por delante para descubrir quién era su madre, y no había ningún motivo para acelerar el proceso.

– Anda, acaba de arreglar tu ropa. Yo voy a acompañar a Marga en su visita al dichoso señor Faraday. Espero que me caiga bien. Me pongo mala sólo de pensar que va a regalar doscientos mil euros a un rarito que ni siquiera contesta al teléfono.

«Faraday's Things» era exactamente como Victoria había imaginado: un precioso establecimiento del siglo XIX con escaparate de cristal y madera, al que a buen seguro se había asomado alguna vez el propio Charles Dickens. La mercancía no parecía precisamente propia del local de un chamarilero, sino que estaba integrada por delicados objetos de plata antigua, porcelanas ligeras como el aire, piezas de cristal, figuras de bronce y joyas de esmalte exhibidas sobre un fondo de seda de un amarillo tostado. Se demoraron un rato antes de entrar, mientras observaban en silencio aquella exquisita colocación de tesoros.

– Por última vez, Marga -Victoria se dio cuenta de que estaba hablando en susurros-, el dueño de esta tienda no tiene pinta de necesitar un cuarto de millón de dólares. Aún estamos a tiempo. Podemos darnos la vuelta y llevar a Solange de paseo por Hyde Park…

– Déjalo ya, ¿quieres? Está decidido. Vamos adentro. Y… y esta vez hablaré yo.

Increíble. Así que el ratoncito sacaba pecho. Pues venga, adelante. A ver cuánto tiempo tardaba en echarse a llorar. Un bufido del señor Faraday bastaría para poner a Marga en fuga. Una simple mirada, seguramente, sería suficiente para desinflar su arrojo.

No había clientes en la tienda. Una mujer alta y corpulenta -a buen seguro, la gélida señorita Starck- estaba afanada en la limpieza de un candelabro. Victoria se dijo que, si se dirigían a ella, les aseguraría que Faraday no estaba. Y fue entonces cuando, desde la trastienda, entró aquel hombre.

No parecía tener mucho más de sesenta años. Era alto, enjuto, de rasgos aristocráticos ocultos a medias por una finísima barba gris, igual que el cabello espeso e impecablemente peinado. Llevaba una chaqueta de tweed sobre la camisa blanca, y los ojos protegidos tras unas gafas de montura de alambre. Victoria se fijó en que tenía las manos delicadas de un concertista de arpa, quizá la señal de haber pasado toda una vida tratando cosas valiosas. Lo observó de reojo fingiéndose muy interesada en una silla de estilo Chippendale que costaba seis mil libras mientras se preguntaba qué hacer a continuación. Contuvo el aliento cuando la ayudante saludó al recién llegado con un «Buenas tardes, señor Faraday». Marga estaba pálida como la muerte. Se dio cuenta de que había apretado los puños antes de evitar un elegante escritorio estilo Imperio para dirigirse al recién llegado.

– ¿El señor Faraday?

Su voz había bajado una octava.

– Sí…

– Soy Margarita Solano. He venido a verle a usted…

Victoria se había quedado un par de pasos atrás, y tuvo la sensación de que algo, al menos fugazmente, había cambiado en la expresión de aquel desconocido al oír el nombre de Marga.

– Muy bien, ¿en qué puedo ayudarle?

– Verá… hace unas semanas vendió usted en eBay una película antigua. Fue mi marido quien la compró, pero cuando llegó el envío él ya había muerto… y ahora resulta que esa cinta que costó cinco euros vale una fortuna.

Los ojos del señor Faraday se abrieron detrás de las gafas bifocales. Sonrió brevemente con una boca de labios muy pálidos que debían de ser más que capaces de componer muecas severas si llegaba la ocasión. Tardó unos segundos en hablar, como si tuviese que elegir bien las palabras.

– Señora Solano, tal vez usted y yo debamos de hablar en un sitio mejor que éste… La invitaría a pasar a mi despacho, pero acaba de llegar un envío y tiene el aspecto de una trinchera. -Su sonrisa, que ahora alcanzaba los ojos, se hizo un poco más cálida-. ¿Conoce usted el restaurante Wolseley, en Picadilly Street? ¿Puedo verla allí en, digamos, veinte minutos?

A aquella hora, el Wolseley estaba lleno de gente. El local, de techos altísimos y hermosos espejos que decoraban las paredes, tenía un cómodo servicio de comidas, y era posible pedir desde un desayuno inglés con huevos y tomates fritos hasta un solomillo a la bearnesa a última hora de la tarde. En aquel momento la mayoría de la parroquia tomaba el té. Victoria y Marga, que habían hecho sin hablar los escasos siete minutos de camino desde la tienda del señor Faraday, ocuparon la única mesa libre que quedaba. A Victoria se le iban los ojos detrás de los bollos cubiertos de crema, las porciones de tarta y las bandejas de pasteles franceses, pero no hubiese sido buena idea esperar al señor Faraday atracándose de golosinas.

Llegó diez minutos después. Se había cambiado la chaqueta de tweed por una americana de algodón oscuro. Debía de ser un habitual, porque los camareros lo saludaron con deferencia. Les dirigió desde la entrada una leve inclinación de cabeza y se acercó hacia la mesa con una sonrisa. Tenía los dientes blancos e iguales bajo aquellos labios tan finos. Al verlo, el que parecía ser el maitre se dirigió a él.

– Señor Faraday, otra vez por aquí… Disculpe una pregunta: ¿Ha tomado usted hoy haricots verts en la guarnición?

– No, James. He tomado patata hervida.

– Pues no sabe cuánto me alegro. Algunos clientes se han quejado. Estamos investigando en la cocina. Disculpe la interrupción, pero tenemos que cerciorarnos de que todo está bien. Dígame qué puedo servirle.

– Tráigame lo mismo que a las señoras. -Esperó a que se marchase el encargado y miró a Victoria-: Y usted es…

– Victoria Suárez. Le llamé el otro día y no quiso hablar conmigo.

El señor Faraday lanzó una carcajada breve y se sentó.

– Me temo que la señorita Starck sufre frecuentes ataques de exceso de celo. Me dijo que pretendía usted venderme un seguro de vida. En fin, es otra cosa lo que les ha traído aquí. La película, ¿no? Greta Garbo en carne juvenil. Un regalo para un cinéfilo, e incluso para cualquier amante de las curiosidades. No, no pongan esa cara. He seguido la historia por los periódicos. Cuando empezaron a hablar de una cinta vendida en un portal de Internet y comprada al azar por alguien que vivía en Madrid, no tardé en darme cuenta de que había hecho el peor negocio de mi vida. Lo que no entiendo, y disculpen, es qué es lo que quieren ustedes de mí. Comprenderán que no tengo información adicional sobre la cinta, o no me hubiese desprendido de ella tan alegremente.

– No es eso… Verá, he conseguido hacer una buena venta.

– No me cabe duda.

– Ya. El caso es que me parece justo compartir con usted lo que me han pagado. La mitad del dinero es para mi hijastra, la hija de Javier, mi marido. Pero había pensado que usted y yo deberíamos repartirnos la otra mitad.

El camarero acababa de traer un nuevo servicio de té, pero el señor Faraday ni siquiera lo había mirado. Estaba demasiado ocupado sorprendiéndose.

– Espere… ¿Tengo que entender que ha venido usted desde Madrid para… para compensarme?

– Más o menos… Sí, supongo…

El señor Faraday miró a Marga con una expresión que sólo podría entender quien lo conociera bien. Victoria se dijo que parecía a punto de echarse a llorar, pero eso no tenía mucho sentido.

– Es usted asombrosa, señora… eh…

– Llámeme Marga.

– De acuerdo. Pues, Marga, esto es lo más increíble que me ha pasado en más de cuarenta años de ejercicio profesional. Soy responsable de una mala venta y el comprador se ofrece a hacer justicia. Es verdaderamente interesante. Si algún día escribo mis memorias, le aseguro que dedicaré un capítulo entero a este extraordinario episodio.

Se sirvió el té y la leche, y disolvió un azucarillo en la taza.

– Pero, y a pesar de lo mucho que me impresiona su oferta, no puedo aceptarla. No, no diga nada. Mire, ya sé que vendí una joya por unas cuantas libras. Mala suerte, querida. Son cosas que pasan constantemente en esta profesión. Hace cinco años compré una buhardilla entera a los herederos de su propietaria, una mujer que vivía sola y casi en la indigencia. ¿Saben qué había entre todos aquellos trastos? Un huevo Fabergé auténtico. ¿Creen que corrí a avisar a los vendedores de lo que había encontrado? Por supuesto que no. Cuando uno se dedica a este negocio, tiene que actuar como una especie de salteador de caminos. Yo siempre espero comprar las cosas por la mitad de lo que valen para luego venderlas al doble de lo que pagué por ellas. A veces me sale bien, a veces no… Y créanme si les digo que es parte del encanto de este juego. En unas ocasiones ganas, y en otras, como en ésta, la suerte se vuelve en tu contra. Yo sólo puedo felicitarla. Lamento… lamento que el hallazgo de la película se haya producido en circunstancias tan poco agradables. Creo haberle entendido que su marido ha muerto…

– Así es… Sufrió un ataque al corazón.

– Lo siento.

– ¿De dónde sacó la cinta? -Victoria, que no había abierto la boca hasta entonces, rompía conscientemente el clima emotivo de la conversación. Marga empezaba a pestañear demasiado rápido, y eso era lo que hacía siempre cuando iba a echarse a llorar.

– Estaba en casa de mis tíos, en un trastero.

– ¿No se le ocurrió verla antes de deshacerse de ella?

El señor Faraday miró a Victoria con cierta severidad, como si le molestase tener que dar tantos detalles.

– No, señora, no se me ocurrió. Mis tíos no eran aficionados al cine, ni tampoco a las antigüedades. Nunca pensé que algo que estuviese en su casa pudiese valer más que unos cuantos peniques.

– ¿Cómo se le ocurrió venderla en la red?

Esta vez, el señor Faraday se echó a reír.

– Oh, bueno, eso sí tiene una explicación curiosa. Verán, uno de mis amigos está empeñado en que el comercio electrónico obligará a cerrar todas las tiendas tradicionales en menos de diez años, incluidos los anticuarios. Yo no soy de esa opinión, así que cruzamos una apuesta. Coloqué en eBay un montón de cacharros sin valor y aposté cien libras a que no sería capaz de deshacerme de ellos -al hablar miraba a Marga, como suponiendo que estaba mejor predispuesta que Victoria a apreciar la anécdota-, pero me equivoqué: lo vendí todo en menos de cuarenta y ocho horas. Bien es verdad que no saqué gran cosa, pero el éxito me ha sorprendido.

– Pues no tiene usted mucha suerte últimamente: en dos días ha perdido cien libras y un millón de dólares.

Marga miró a Vic con el ceño fruncido. ¿A qué venía tanta aspereza? ¿Por qué estaba siendo tan desagradable con aquel hombre, el simpático señor Faraday, todo un caballero inglés que aceptaba su derrota con tanta elegancia? Por fortuna, él no pareció inmutarse.

– Ya se lo dije, el juego es así. -Hizo una seña para llamar al camarero-. Anote esto en mi cuenta, por favor. Ahora, si me disculpan, tengo que volver a la tienda. Ha sido un placer conocerlas. Marga, deseo de corazón que disfrute del dinero. Y gracias por haber provocado esta situación tan agradable. No suelo hacer muchos tratos con personas como usted. Hasta siempre, señoras.

Y se fue. Visto de espaldas, con el paso elástico y su espeso pelo gris, el señor Faraday parecía veinte años más joven. Vic y Marga estuvieron mirándole hasta que salió al tráfico alborotado de Picadilly Street en dirección a su pequeña isla del tesoro. Victoria llamó al camarero.

– Tráigame dos scones con crema… y una porción de pastel de cerezas, por favor. ¿Tú no quieres nada?

– No… Bueno, sí, otra taza de té.

– … y té para dos. Gracias.

Victoria se volvió hacia Marga.

– Bien, pues asunto zanjado. El señor Faraday no quiere tu dinero. Sólo había en el mundo alguien más estúpido que tú, y era el vendedor de la película. Estamos de suerte. Marga, eres doscientos cincuenta mil dólares más rica que hace treinta minutos, y yo voy a celebrarlo con una sobredosis de azúcar. Debería haber pedido dos raciones de tarta, ¿no?

– No lo sé… todavía estoy un poco… Vamos, que no me hago a la idea de lo que ha pasado. Qué hombre más increíble, ¿verdad?

– Sí. Muuuuuy increíble. -Ni siquiera miró al camarero que le puso delante los scones cubiertos por una espesa capa de nata batida y bañados en mermelada. La emprendió con los dulces con la voracidad de un náufrago-. Está riquísimo… ¿De verdad no quieres un poco?

– No tengo hambre… Por cierto, ¿no has estado más bien arisca con Faraday?

Vic dejó los cubiertos en la mesa y ladeó la cabeza como si acabase de hacer un descubrimiento.

– Un poco, a lo mejor. Era un momento muy raro… y, además, los tipos tan estirados como él me ponen un poco nerviosa.

– No es estirado.

– Oh, sí que lo es. No te preocupes, apostaría a que ni se ha dado cuenta. Estaba tan subyugado por tu generosidad que no creo que fuese capaz de reparar en otra cosa.

– Puede ser… Debería llamar a mi madre y a Solange para quedar con ellas. Se van a quedar de piedra cuando les contemos lo que ha pasado.

– Claro. Llama, llama. Y habrá que hacer planes para estos días, ¿eh? Ya que estamos aquí, que Solange lo vea todo. La Torre, la abadía, los parques y hasta ese horrible invento de Madame Tussauds. -Probó el pastel de cereza-. Vaya, hacía siglos que no comía una tarta tan buena. A lo mejor pido otro trozo, si no te importa… o unas lionesas.

– Lo que quieras. No sé cómo puedes comer tanto dulce y no pesar cien kilos.

Pero Victoria no pensaba en la posibilidad de engordar. Necesitaba más y más azúcar mientras notaba cómo el corazón -su pobre corazón, que llevaba tanto tiempo dolorido- amenazaba con escapársele del pecho, como un pájaro asustado.

Solange, Marga y Shirley esperaban a Victoria en la recepción, las tres en zapatillas de deporte, armada la primera con una cámara digital, para iniciar una visita a la ciudad. Victoria, que conocía Londres perfectamente, había elaborado un completo plan de actividades para aquella semana de vacaciones. Verían las casas del Parlamento, la catedral de San Pablo, las momias del Museo Británico y los Van Gogh de la National Gallery. Harían un picnic en Green Park, cruzarían el puente del Millenium y subirían a la noria gigante. Curiosamente, era Shirley la que parecía más excitada en dura competencia con Solange, pues, a pesar de haber crecido en Inglaterra, sólo había estado en Londres un par de veces y nunca había tenido ocasión de hacer las cosas que hacen los turistas.

– ¿Dónde está Victoria? Vamos a llegar tarde.

– Madre, nadie nos espera en ningún sitio. Tenemos siete días por delante, así que tómatelo con calma. Mira, ahí viene.

El rostro de Victoria reflejaba una notable contrariedad.

– ¿Qué pasa?

– Cambio de planes. He llamado a Linda Sommer, una antigua colega que está dando un seminario de verano en la London School of Economics, y se ha empeñado en que nos veamos hoy.

– ¿Y no puedes quedar con ella en otro momento?

– Supongo que sí… pero de esta forma me quito el compromiso de encima y quedo libre el resto de la semana. Os acompañaré en el paseo por Westminster y luego me reuniré con Linda para comer con ella. No sé cuánto me entretendrá, hace siglos que no nos vemos. En marcha, ¿eh? No perdamos el tiempo.

– Pues eso estaba yo diciendo… pero mi hija se toma la vida con tanta calma que…

Victoria se marchó a las once y media. Dijo que se había citado con su compañera en un pequeño restaurante de Pall Mall, pero al llegar allí caminó en dirección a Picadilly Circus y luego siguió subiendo por Picadilly Street hasta llegar al número 160. Allí estaba el Wolseley. Respiró hondo, entró y se sentó a esperar.

Douglas Faraday apareció a las doce y cuarto. Victoria lo vio llegar, con el cabello gris protegido por un gorro impermeable de la lluvia tenaz que había empezado a caer a media mañana. Llevaba una gabardina clara, y unos zapatos de gamuza que comenzaban a estropearse por culpa del agua. Un camarero lo condujo hasta la que debía de ser su mesa habitual, y le entregó el menú, al que apenas echó un vistazo antes de pedir: probablemente se sabía la carta de memoria. Le sirvieron agua y una copa de vino blanco. Victoria lo observó durante algún tiempo. Lo vio colocarse la servilleta sobre las piernas, beber distraídamente un sorbo de vino, probar sin mucho interés la sopa de tomate y cortar pedacitos del pudding de ríñones antes de llevárselo a la boca. Faraday comía despacio y sin mucho apetito. A Victoria le pareció que estaba triste -los ojos, el gesto lejanamente contrito-, pero ni siquiera pensó en compadecerse de él. Estaba demasiado ocupada escrutándolo, observando sus gestos menores, estudiando libremente cada uno de los correctos rasgos de su rostro de lord inglés, la piel blanca respetada por los largos días sin sol, aquella barba tan bien recortada, la nariz definitiva, la frente limpia y surcada por las arrugas algo camufladas por el cabello espeso. Se fijó en sus muñecas estrechas, en el correcto dibujo de sus hombros, en su postura al sentarse a la mesa -el tronco erguido, los antebrazos firmemente apoyados, la cabeza alta-, aplaudidos, a buen seguro, a su paso por un internado caro como el que había servido para educarla a ella. Le vio limpiarse cuidadosamente los labios antes y después de beber, aprobar con un gesto casi inperceptible las idas y venidas del servicio, sonreír a un niño pequeño que tropezó con su silla. En apenas treinta minutos supo de Douglas Faraday todo lo que necesitaba. Esperó a que le sirvieran el postre -una bola de helado de vainilla- para acercarse a su mesa.

– Hola, señor Faraday.

La sorpresa de él, si es que llegó a sentirla, no duró más allá de un par de segundos. Se puso de pie para tenderle la mano.

– Señorita Suárez…

– En realidad, soy la señora Van Halen.

– Claro. ¿Quiere sentarse conmigo?

Faraday la ayudó a acomodarse y luego volvió a su sitio, Hubo unos segundos de silencio en los que sólo se miraron. Victoria supo que era su turno.

– ¿Quién es usted?

– Un anticuario muy despistado que pierde pequeñas fortunas por no hacer bien las cosas.

Ella no supo si aquel hombre estaba jugando o bien intentaba gastar a la desesperada sus últimos cartuchos.

– Ya. Por favor, no me cuente otra vez la aventura del huevo Fabergé. Y en cuanto a lo de esa historia absurda de las ventas online… ¿De verdad piensa que voy a tragármela?

Faraday apartó la copa de helado, que empezaba a derretirse, y tamborileó los dedos sobre el mantel blanco.

– ¿Quién cree que soy, señora Van Halen?

– Dígamelo usted. No es a mí a quien le gustan las apuestas…

El la miró unos segundos. Victoria tuvo que contener el impulso inexplicable de agarrar aquellas manos tan bonitas y apretarlas muy fuerte para comprobar que ya las conocía, que eran apéndices hasta cierto punto familiares, unas manos a las que ya se había aferrado, que le habían acariciado el pelo, que habían servido para secarle las lágrimas tantas y tantas veces.

– Supongo que ya lo imagina. Sí, señora Van Halen. Soy el padre de Jan.

Douglas Faraday pidió dos copas de brandy, incapaz de adivinar que a Victoria le hubiese confortado más una ración de tarta de chocolate o unos profiteroles rellenos de crema. Al camarero le sorprendió la brusca ruptura de la rutina del señor Faraday: siempre comía solo, no bebía más alcohol que una copa de vino y empleaba alrededor de cuarenta minutos en el almuerzo.

– Permítame un momento. -Sacó un teléfono móvil del bolsillo. Aquel artilugio de última generación no casaba mucho con su imagen de anticuario de novela-. Señorita Starck… anule mis citas de esta tarde. Ha surgido algo importante… No, no se preocupe, estoy perfectamente. Gracias por todo… Sí, adiós.

Guardó otra vez el teléfono y dio un sorbo corto a la copa de licor.

– ¿Sabe lo que me dijo Jan? «Si Victoria te ve, se dará cuenta de todo.» Pensé que era una exageración por su parte. Nadie puede ser tan perspicaz… Pero luego, cuando la conocí ayer, entendí la preocupación de mi hijo. Es usted una de esas personas que parecen tener rayos x en los ojos. Consiguió ponerme nervioso, ¿sabe?

Victoria no tocó el coñac. De pronto, el techo abovedado y los espejos que desde las paredes multiplicaban el interior diáfano del restaurante amenazaban con venírsele encima.

«Necesito salir de aquí.»

– Señor Faraday. ¿Podemos… podemos dar un paseo?

– Claro. -Hizo una señal familiar al camarero y se puso de pie-. Vamos. ¿Ha traído paraguas? ¿No? No se preocupe, aquí pueden prestarme uno.

Salieron y se encontraron con el mundo en ebullición. El aire de Londres, pesado y gris. El cielo bajo. El tráfico de Picadilly Street, los autobuses rojos y los taxis negros y brillantes, como enormes insectos. Y gente, mucha gente, arriba y abajo, unos llenos de prisa, otros disfrutando del paseo, parándose frente a los escaparates de las tiendas, entrando y saliendo de las cafeterías, sorbiendo bebidas en vasos de plástico, solos, en grupo, en pareja: la fauna idéntica de todas las grandes urbes del mundo. Pero estaban en Londres. Calle abajo, en el Circus, se adivinaban los neones -muchos sustituidos ya por pantallas de led- y los carteles de los musicales del West End. Un entorno demasiado intenso, demasiado urbano, demasiado caótico. Por suerte, muy cerca se extendían las verdes praderas de Creen Park. A Jan le encantaban los parques de Londres, con sus alfombras de césped jugoso y bien cortado que crujían bajo la escarcha en invierno, y en verano conservaban intacta la frescura artificial, el verde forzado de la campiña urbana.

Jan. Con él había descubierto Londres -y tantas otras cosas- hacía veinticinco años. Pero Jan había muerto, y de pronto se encontraba paseando junto a un hombre que decía ser su padre.

Un hombre que se parecía dolorosamente a él.

Echaron a andar bajo un enorme paraguas negro. Victoria pudo sentir que el señor Faraday olía a una mezcla de loción de afeitado y tabaco de pipa. Pensó que le gustaría agarrarse de su brazo, pero no se atrevió. Caminaron un rato sin hablar. Green Park estaba lleno de turistas que desafiaban el mal tiempo. Después de todo, estaban en Londres… ¿Quién iba a esperar una radiante tarde de agosto?

– Gracias -murmuró-. No sé qué me ha pasado ahí dentro… Era como si me faltase el aire, creí que iba a desmayarme delante de todo el mundo. Habría sido una escena lamentable… No hubiese podido usted volver por el Wolseley en mucho tiempo.

– Bueno, tal vez ha llegado la hora de cambiar de restaurante. Llevo cinco años almorzando en el mismo sitio. ¿Se encuentra mejor, señora Van Halen?

– ¡Oh, por favor! -De pronto le irritaba tanto autodominio, tanta templanza-. Vamos a dejarnos de cortesías. Es usted el padre de mi mejor amigo… Llámeme Victoria, ¿quiere?

– Douglas.

– De acuerdo, Douglas. Y ahora, por favor, cuéntemelo todo o… o volveré al restaurante y armaré un escándalo, y entonces no tendrá más remedio que buscarse otro sitio para comer.

El chaparrón dio una tregua y Faraday cerró el paraguas. «Ahora tendremos sol», dijo. A Victoria le maravillaba la habilidad con que los ingleses aprendían la disciplina de la lluvia, y cómo eran capaces de adivinar la duración de cada aguacero. Posiblemente, Faraday sólo estaba ganando tiempo, pero sacudió suavemente el mango de asta y las últimas gotas se desprendieron de la tela impermeable. Luego se volvió hacia ella.

– Supongo que nunca oyó hablar del padre de su amigo Jan. Pues deje que le diga que yo tampoco sabía que tenía un hijo… Verá, hace un mes y medio, alguien me llamó desde España. Dijo ser un amigo de Mischa Laurentin. -Aseguró el paraguas con el corchete y volvió a ponerle la funda-. Mischa… Hacía cuarenta y siete años que no oía ese nombre. La conocí en París. Yo acababa de cumplir dieciocho años. Mis padres me habían enviado allí a perfeccionar el francés durante un curso antes de empezar mi carrera en Oxford. Obviamente, apenas iba a clase. Me dedicaba a vagar por las calles, pasaba las mañanas en los museos, las tardes en los cafés, las noches donde podía. Fueron los meses más felices de toda mi vida. Imagínese el París de los años sesenta, y a un joven con dinero en el bolsillo, ninguna responsabilidad y todo el tiempo del mundo. Una ciudad preciosa y la vida por delante. El paraíso, ¿no? Fue entonces cuando conocí a Mischa. Ella trabajaba en una obra que estaban representando en una sala de aficionados cerca del mercado de Montorgueil. Entonces el teatro no me interesaba mucho, pero recuerdo perfectamente que programaban El malentendido, de Camus. Un amigo mío bebía los vientos por una actriz muy guapa que actuaba en la obra, así que me convenció para que le acompañase a una función. Mischa hacía el papel de la Madre. ¿Conoce el texto? La mujer cruel que urde un plan para asesinar a un hombre que resulta ser su hijo. Un personaje terrible. No es que me impresionara la actuación, pero tampoco era un experto. Al acabar, invitamos a cenar a aquella joven que tanto gustaba a mi compañero, y para despejar sus recelos le dijimos que se trajese a una amiga. Y lo hizo. Vino con Mischa. Cuando la vi, sin el maquillaje exagerado que llevaba en escena, con el pelo tan bonito y sus grandes ojos grises, y aquella forma de andar, como si flotase…

A Victoria no le costó mucho imaginar el cuadro: el inglesito inexperto deslumbrado por una madura desconocida que caminaba igual que una bailarina de ballet. Se le escapó una sonrisa que Faraday interpretó mal.

– Pensará usted que, para aquel joven, la conquista de una mujer que le doblaba la edad constituía el colmo de la sofisticación, el mejor fin de fiesta para una temporada en París, el golpe de gracia de un amour fou. Tiene razón, fue así. Pero sólo al principio. Porque me enamoré de Mischa. Usted la conoció, ¿verdad? Pues intente imaginarla con muchos años menos. Era la persona más fascinante del mundo. Y yo era joven… y muy impresionable. Me volví loco por ella. Llegué a decir a mis padres que quería quedarme en París, que no volvería a Londres, que podían hacer lo que quisiesen con sus planes para mí y su maldita tienda de antigüedades en Mayfair. Sólo pensaba en mi vida con Mischa, en mi futuro con Mischa. Les dije que nada me impediría quedarme en París. Pero un día Mischa desapareció. Fui a recogerla al teatro y me dijeron que se había marchado. Nadie sabía a dónde, ni si pensaba volver. La patrona de la pensión en la que se alojaba aseguró que había recogido todas sus cosas y pagado la cuenta. La busqué durante días. Pregunté en los hospitales, a la policía… Un gendarme se apiadó de mí: «Vayase a casa, muchacho. Su novia volverá cuando le dé la gana… o no volverá nunca. Ya aprenderá que así hacen las cosas las mujeres.» Pensé en viajar a España y buscarla, pero para entonces mi padre ya había organizado todo para que volviera a Londres, y del modo más expeditivo: dejó de enviarme dinero. Así que regresé a casa. Pasé unos meses muy duros. Cuando se tienen dieciocho años, no hay enfermedad peor que el mal de amores. Luego… ya sabe, el tiempo hace bien las cosas. Fui a la universidad, me hice cargo de la tienda de mi familia, me enamoré de otras muchachas y me casé con una de ellas. Ya sé que esta historia sería mucho más romántica si le dijese que pasé toda mi vida intentando encontrar a la mujer a la que había amado en París, pero Mischa se convirtió en otro buen recuerdo de aquella época. La olvidé. O eso pensaba yo hasta que recibí la llamada de alguien que decía conocerla.

– ¿Era… era Jan?

– Efectivamente. Ya le he dicho que se presentó como un amigo de Mischa. Dijo que no esperaba que me acordase de ella después de tanto tiempo, pero en cuanto oí su nombre, aquellos días en París me vinieron a la cabeza sin ninguna dificultad. Su amigo me contó que tenía que venir a Londres por negocios y propuso que nos viéramos.

Como Faraday había predicho, el sol empezaba a abrirse camino entre las nubes. Victoria sacó del bolso unas gafas negras.

– Victoria, usted no me conoce, pero no soy la clase de persona a la que le gustan las adivinanzas. En condiciones normales me hubiese negado a fijar una cita con un desconocido cuya carta de presentación era una mujer que había pasado por mi vida hacía casi medio siglo. Pero había algo en aquella voz… o tal vez fue un sexto sentido, no lo sé. El caso es que le dije a Jan que estaría encantado de que nos viésemos si pasaba por Londres. Dos días más tarde, su amigo tomaba un vuelo en Madrid a las nueve de la mañana, y a las doce y media estaba en mi tienda. ¿Sabe qué? Nunca había estado tan próximo a sufrir un colapso como cuando vi a Jan. Porque aquel hombre era exactamente igual que yo cuando tenía cuarenta años… Pero de eso usted ya se ha dado cuenta.

– ¿Qué quiere que le diga, Douglas? El parecido es evidente. El corte de la cara, la expresión de los ojos, la nariz… e incluso el pelo, aunque Jan aún lo tenía castaño. Y la forma de mover las manos. Cuando hace un rato le vi colocarse la servilleta en el restaurante, estuve a punto de gritar.

Faraday sonrió abiertamente por primera vez en toda la tarde, y Victoria sintió que se le empañaban las gafas negras. Las arrugas en las comisuras de la boca, el labio superior levemente levantado… y la expresión de los ojos, avivada de pronto por aquella sonrisa. «Qué cosa tan rara es la genética.»

– Jan me contó que poco antes de morir Mischa le había dado un sobre… Le dijo que dentro estaba el nombre de su padre y los datos necesarios para encontrarlo. Jan lo conservó sin abrir durante cinco años.

– ¿Y por qué hizo eso?

Faraday meneó la cabeza.

– No lo sé. Era usted quien conocía a Jan…

«Sí, señor Faraday, conocía a su hijo. Pero me estoy dando cuenta de que no tan bien como yo pensaba.»

– En aquel sobre entregado por Mischa estaba mi nombre completo, unas cuantas fotografías y algunas cartas que yo le había enviado durante los meses que estuvimos juntos. Jan me las dio, pero no quise volver a leerlas. Las cartas de amor resisten muy mal el paso del tiempo, y uno siempre acaba encontrándolas ridiculas. También había algunos datos sobre mí: la edad que debía de tener, y el nombre de la tienda de antigüedades de mi padre, que antes había sido de mi abuelo. Jan no tuvo ninguna dificultad para encontrarme. Esas páginas web del diablo han acabado con toda esperanza de anonimato.

Pasaron junto a un ruidoso grupo de estudiantes que se sacaban fotos con los móviles. Sin saber por qué, Victoria sintió nostalgia de esa época: los dieciocho, los veinte años, cuando uno se obsesiona por inmortalizar todos los buenos momentos, como si eso fuese a servir para hacerlos durar para siempre.

– Jan me dijo que había querido localizarme porque sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida.

«Así que le contaste lo de tu enfermedad a un tipo al que, en el fondo, no conocías de nada, a un hombre que podía ser un imbécil o… o un hijo de puta. Compartiste tu drama con un extraño y no me dijiste nada a mí… Maldito seas mil veces, Jan. Si te tuviese delante ahora mismo te… te…»

– Fue como si se me hundiese la tierra debajo de los pies. Acababa de enterarme de que tenía un hijo y lo primero que sabía de él es que estaba a punto de morir. Parecía una broma. De muy mal gusto, sí, pero una broma…

– ¿Tiene usted más hijos?

– No. Mi primera mujer murió muy pronto, y mi segunda esposa tenía cuatro chicos de un matrimonio anterior, así que no quiso saber nada de aumentar la familia. No, no tuve hijos. Y ni siquiera había pensado en lo que debe de significar ser padre hasta que apareció Jan. Pasamos juntos el día entero. Incluso le acompañé a tomar el avión de regreso a Madrid. Fueron las ocho horas más extrañas de toda mi vida.

– ¿Por qué cree que le buscó después de tanto tiempo?

«Que yo tenga que estar haciendo estas preguntas… que tenga que especular sobre el comportamiento de alguien a quien presumía de conocer como la palma de mi mano… Ésta no te la perdono, Jan, así me lo pidas de rodillas. No te la perdono en la vida…»

– Necesitaba ayuda. Ayuda económica. Fue muy sincero al respecto. Me explicó su situación: el trabajo eventual, las deudas del negocio de su esposa, la educación de la chiquilla… Solange, ¿no?

Por primera vez en mucho tiempo, Victoria caminaba con la cabeza gacha. Tenía la sensación de que algo muy pesado había encontrado acomodo sobre sus hombros.

– Naturalmente, me ofrecí a ayudarle. Ante todo, Jan me pidió discreción. No quería hablar de mí a su familia después de tanto tiempo. Sospechaba que su mujer no iba a aceptar la ayuda de alguien a quien, en el fondo, sólo le unía, ¿cómo decirlo?, una casualidad biológica.

– Y se les ocurrió lo de la película.

– Exactamente. -Dibujó una sonrisa breve-. Un anticuario siempre tiene algún cachivache del que deshacerse cuando necesita dinero.

– Pero… ¿y si Marga no hubiese descubierto que la compra de Jan era algo valioso? ¿Sabe que quería cortar la cinta en trocitos para colgarla del techo de su librería?

Faraday palideció y abrió mucho los ojos. Y aquél era también un gesto típico de Jan.

– Dios nos asista -dijo, entre dientes-. No sé, Victoria. Quizá todo se precipitó… Quizá Jan creyó que iba a vivir lo suficiente como para ocuparse él mismo de la venta de la película…

Volvieron a caminar en silencio.

– ¿Cómo fue? Su muerte, quiero decir. Perdone que le pregunte, pero…

– Se desplomó en la calle. -Victoria notó cómo le temblaba la voz-. Los médicos dicen que ni siquiera se enteró.

– Mejor.

– No lo sé, Douglas… Yo también me repito que lo prefiero así, un infarto fulminante y se acabó. Pero a veces me gustaría que… que Jan hubiese esperado un poco para morirse, que hubiese estado unas cuantas horas conectado a una máquina y tener así tiempo de despedirme. De darle un abrazo, de acariciarle la cara, de haber hablado con él un par de minutos… Pero se murió de golpe, y lo único que pude hacer fue subir a un avión para ir a su maldito entierro. Jan iba a morirse, y yo estaba a seis mil kilómetros… A mi mejor amigo le quedaban semanas en el mundo y no me dio la oportunidad de pasar con él algo de ese tiempo que se le escapaba. ¿Sabe lo que no me quito de la cabeza? Pensar que mi vida seguía siendo la de siempre mientras a Jan se le escapaba la suya… Él se moría y yo daba clase, iba de compras, paseaba por el parque, comía con mis amigas… desperdiciaba miserablemente un tiempo que hubiese podido pasar con él de haber sabido lo que iba a ocurrir… Y me pregunto si Jan pudo ocultarme su estado porque no tenía la necesidad de verme por última vez. No soporto pensar en eso, Douglas… No soporto pensar que a lo mejor su hijo no me quería tanto como yo creía.

Por fin lo había dicho en voz alta. Por fin se había atrevido a poner sobre el tapete algo que le daba miedo reconocer ante sí misma: por primera vez en más de veinticinco años, tenía motivos para dudar del afecto de Jan. Victoria se sentó en un banco y se echó a llorar. La madera estaba mojada por el chaparrón, y pudo sentir cómo se le calaba el ligero pantalón de lino oscuro que llevaba puesto. Se tapó la cara y se rindió al llanto sin importarle los turistas, ni los paseantes, ni los policías a caballo, ni, por supuesto, el atribulado señor Faraday, que debía de estar deseando poner pies en polvorosa para escapar de aquella desconocida que lloraba como si fuese una niña abandonada. Pero, para sorpresa de Victoria, Douglas Faraday no tenía la menor intención de huir. En lugar de marcharse, se sentó a su lado en el banco húmedo. Victoria seguía ocultando el rostro, pero podía distinguir entre los sollozos el olor a lavanda y a tabaco fresco. Faraday no dijo una palabra. La dejó llorar. Eso mismo hubiera hecho Jan, pensó ella mientras apartaba las manos de los ojos para mirar a aquel hombre a través de las lágrimas.

– Tenga. -Le ofreció un pañuelo de tela, blanco y bien planchado.

«¿Qué era lo que te habías creído, chica? ¿Qué usaba kleenex?»

Victoria… Su amigo y yo no tuvimos mucho tiempo, apenas un día. Ocho horas para intentar conocernos. Lo curioso es que fue suficiente para darme cuenta de que Jan era exactamente la persona en la que hubiese querido que se convirtiera un hijo mío.

– Ya. Pues mire, en este momento no tengo muchas ganas de darle la razón. Su hijo y yo éramos uña y carne, pero no le dio la gana de compartir conmigo dos pequeñeces: que sabía el nombre de su padre y que estaba a punto de morirse. Eso sí, me dejó una carta postuma para pedirme que me ocupase de su familia. Así que no ponga usted a Jan por las nubes. Ahora mismo no soy precisamente la presidenta de su club de fans.

Faraday no dijo nada. «Más le vale. Como se le ocurra salir en defensa de su hijo soy capaz de…»

– Jan me habló de usted.

– Qué detalle…

– ¿Quiere saber qué me dijo?

– Me lo va a contar de todos modos, ¿no?

– Aseguró que era usted la única persona en la que confiaba de verdad. Que le tranquilizaba pensar que, cuando él faltase, su amiga Victoria tomaría el mando. Que, en su ausencia, sabría llevar las cosas por el camino correcto y que no permitiría que todo lo que había construido saltase por los aires. No se enfade con Jan, Victoria. Él la quería mucho… y los hombres tendemos a abusar de todo aquello a lo que amamos. Creemos, quizá, que el cariño que ponemos en determinadas personas nos da derecho a esperar todo de ellas. Las mujeres son distintas, claro, por eso les resulta tan difícil entender algunos comportamientos nuestros.

Lo que faltaba. Faraday recurriendo a la guerra de sexos para echar tierra sobre su disgusto… Jan hubiese podido hacer algo parecido. Sonrió sin quererlo.

– Y ahora, Victoria, soy yo quien va a pedirle algo.

– Dispare. Estoy acostumbrada. Debe de ser cosa de su familia.

Faraday se rió. Al echar la cabeza hacia atrás, Victoria volvió a ver a Jan: él también reía así cuando algo le divertía de verdad.

– Necesito saber algunas cosas de mi hijo. Cosas que no puedo preguntar a nadie. -Buscó otra vez la mirada de Victoria-. ¿Va a quedarse muchos días en Londres?

– Una semana…

– Concédame un poco de su tiempo para hablar de Jan. Cuando quiera, donde quiera y a la hora que le venga mejor.

Victoria tardó unos segundos en contestar. Se quedó mirando a Faraday, que aguantó bien la contundencia de sus ojos verdosos, y volvió a hacerse evidente el milagroso parecido de Jan con aquel inglés estirado. En ese momento decidió hacerse un regalo cruel: imaginó que Jan no había muerto, sino que habían pasado veinte años y estaban los dos en Londres, sentados en un banco de Green Park, hablando como siempre, compartiendo las cosas que forman los verdaderos andamios de la vida. Sintió un dolor extraño. Un dolor inexplicable, difícil de localizar, y que sin embargo la hizo sentirse extraordinariamente viva.

– Está bien. Deme un teléfono donde pueda llamarle. Y espero que no conteste la señorita Starck.

Aquella noche cenaron las cuatro en un ruidoso restaurante de Chinatown que olía sospechosamente a grasa frita. Cuando vio frente a ella un montón de trozos de pollo nadando en una extraña crema líquida y un bol de arroz pegoteado, Victoria pensó melancólicamente en el pato y la salsa de ostras que servían en el chino que Herder y ella frecuentaban en Nueva York. Por suerte, antes de reunirse con las demás había parado en un café para darse un homenaje de tarta de frambuesas y merengue, intentando disolver en azúcar las sorpresas de aquel día.

En eso pensaba mientras daba cuenta del pastel blanco y rojo. Jan tenía un padre. Un padre que se parecía furiosamente a él. Un padre al que no sólo había tardado cinco años en localizar, sino que había buscado con el único propósito de pedirle dinero para dejar bien situada a su prole. Jan, a quien molestaba solicitar un crédito a un banco, que había recelado de aceptar un triste préstamo de su mejor amiga, tomando un avión para asaltar a mano armada a un buen hombre que no había tenido noticias de su existencia en cuarenta y tantos años. Victoria no daba crédito a la desvergüenza de Jan… Claro que, posiblemente, la inminencia de la muerte vuelve ridículo el pudor o cualquier otra forma de prudencia. Jan estaba enfermo y lo único que quería era dejar las cosas arregladas. Por eso visitó al señor Faraday y aceptó que le regalase algo que valía un millón de dólares, por eso le dejó a ella la carta de marras haciéndola responsable de la paz familiar…

Pero ¿por qué demonios no había compartido con Victoria la existencia de un padre? ¿Cuántas veces había ayudado a Jan a especular sobre la identidad paterna? Aquellas elucubraciones llegaron a convertirse en un juego, y el padre imaginario podía ser un banquero suizo, un ladrón de guante blanco, un mafioso calabrés o un pobre clochard alcoholizado que vagaba por los puentes del Sena. Hubo una época en que les dio por construir una rocambolesca historia en la que el padre misterioso era un célebre director de cine. Atando cabos y reconstruyendo fechas, adjudicaron el título sucesivamente a Jean-Luc Godard, Roberto Rossellini y Vittorio De Sica. En los sesenta, Mischa era hermosa y París, una fiesta. ¿Por qué no podía haber tenido una aventura con cualquiera de aquellos hombres? La férrea resistencia de la madre de Jan a desvelar la verdad los obligaba a ellos a ejercitar la imaginación, a construir un castillo de naipes, aunque fuese con el único propósito de pasar un buen rato. Y resulta que, casi en su lecho de muerte, Mischa había decidido hablar… No obstante, Jan prefirió seguir ignorando lo que durante años había intentado saber. «Oh, Jan, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué no me llamaste enseguida para hablarme de ese sobre que te había dado tu madre? ¿Por qué no lo abrimos juntos, por qué no me permitiste ir contigo en busca de tu padre? ¿Por qué no quisiste que participase de algo así?» Y, como había hecho varias veces en los últimos días, Victoria volvió a enfadarse con su amigo, y tuvo que aplacar su cólera con una copa de mousse de chocolate. «Te odio, Jan. Por tu culpa acabaré siendo una de esas cuarentonas gordas en las que juré no convertirme.»

Jan… y su padre desconocido, el aristocrático Douglas Faraday, anticuario de profesión y perfecto caballero inglés, que usaba pañuelos de tela y no se alteraba por nada. Todo un cliché, el señor Faraday. Hubiese podido trabajar como extra en cualquier película de James Ivory. Claro que Jan también. El parecido entre los dos era alarmante. Sin embargo, Victoria no comprendía cómo Faraday había dado por buena la noticia de su paternidad sin exigir pruebas fehacientes. Y de inmediato recordó que Jan había hecho exactamente lo mismo cuando Chloe le comunicó que estaba embarazada. Ya sabía a quién había salido el biempensante, el incauto Jan. De tal palo, tal astilla. Digno heredero el uno del otro. Jan asumió casi a ciegas la tutela de una criatura que bien podía ser de otro, y Faraday acababa de desprenderse de un objeto que valía un millón de dólares para asegurar el futuro de una descendencia que aceptaba como suya sin otro indicio que la buena voluntad.

Vaya par de filántropos, cada uno a su manera. No había duda, también en eso eran iguales. Faraday hubiese tenido derecho a exigir certezas absolutas antes de hacer regalos carísimos. Dieciséis años atrás también habría sido justo que Jan dudase… y, sin embargo, no lo hizo y se llevó a Solange con la misma ligereza con la que Faraday había renunciado a una fortuna.

Un tipo singular, el señor Faraday. Y lleno de buena voluntad. Victoria se sintió turbada al recordar que se había desmoronado delante de él. ¿Cómo había podido permitirse semejante desliz? Ella era una persona contenida, llena de sobriedad emocional. Alguien capaz de controlar sus propias reacciones, de apretar los dientes y aguantar el chaparrón, tragándose las lágrimas o la bilis, según el caso. Jamás perdía las formas, mucho menos los nervios. Ni siquiera Herder la había visto nunca fuera de sí. Sólo Jan lo había hecho. Y ahora, Douglas Faraday, el hombre a quien dos días antes ni siquiera conocía, acababa de unirse al selecto y restringido club de espectadores del Hundimiento de Victoria Suárez de Castro. «Ahora pensará que soy una de esas blandengues que van por ahí buscando un hombro en el que llorar. Alguien como Marga. Como Shirley. Incluso como Chloe, a la que le encanta montar el número.»

Claro que, después de todo, ¿qué le importaba a ella lo que pudiese creer un hombre que vivía a ocho horas de avión de Nueva York, que estaba fuera de su lista de amistades, de sus conocidos, fuera de su mundo? Había accedido a citarse con Faraday al día siguiente, pero después… después entonaría aquello de «si te he visto no me acuerdo». Daría cerrojazo al asunto de la película en cuanto se formalizase la venta (aquella transacción carnavalesca organizada por Herder y en la cual prefería no pensar), y olvidaría para siempre al padre de Jan y las extraordinarias circunstancias en las que le había conocido. Olvidaría, incluso, que había llorado delante de él y -Dios mío- que hasta le había hecho confidencias. ¿De verdad le había contado que la atormentaba el hecho de no haber podido despedirse de Jan? ¿Que hubiese querido verlo por última vez, incluso agonizando? ¿Que empezaba a dudar de su afecto? Si ella misma se avergonzaba de aquellos pensamientos, ¿cómo se había atrevido a exhibirlos delante de una persona de la que no sabía nada? Y sin embargo, aquella confesión le había resultado… liberadora. Sí, ésa era la palabra. Compartir con Faraday una verdad dolorosa había sido como soltar un poco de lastre. Posiblemente, Jan se sintió igual cuando le dijo que estaba a punto de morir…

– ¿No quieres tallarines, Victoria?

Marga le tendía un bol de pasta de un dudoso color amarillo.

– No… no tengo mucha hambre.

– Comes como un pajarito -aseveró Shirley. Victoria sólo pudo sonreír. Debería haberla visto media hora antes, hinchándose de pastel de frutos rojos.

– ¿Qué tal tu compañera?

– Ah… bien… -«¿Qué dices, idiota? ¿Quieres cargarte tu coartada?»-. Bueno, bien, bien no… regular.

– ¿Y eso?

– Pues… -«Piensa en algo bueno, ya que no lo has hecho antes, mientras te forrabas a tarta y espuma de chocolate»-. Tiene problemas con las clases. Está preparando unos seminarios y la ha pillado el toro.

Bien. No era fácil que Shirley, Marga o Solange quisiesen más detalles sobre las actividades de la London School of Economics.

– Por eso he tardado un poco más. Estuve echándole una mano para organizar la documentación… Y es posible que mañana me necesite otra vez. Solange, por favor, pásame las gambas. Tienen muy buena pinta…

Las gambas tenían un aspecto más bien miserable, pero era una forma como otra cualquiera de cambiar de tercio.

– ¡Tía Vi! Has venido a Londres para estar con nosotras y ahora te vas a pasar todo el tiempo con una amiga…

El gesto contrito. El mohín de la boca y los ojos implorantes. La voz quejumbrosa. Solange estaba desplegando toda la artillería de pobre niña abandonada.

– Solange, haz el favor. -Sorpresa, sorpresa: Marga se había adelantado a cualquier reacción-. Victoria ya ha estado demasiado disponible para ti y para mí en los últimos días. Si quiere citarse con una amiga, no creo que tenga que pedirnos permiso.

¿De verdad era Marga quien había hablado así? ¿Era suyo ese tono cortante, esa mirada definitiva que puso en su sitio a la adolescente caprichosa sin necesidad de levantar la voz? ¿Qué había pasado? ¿Era el aire de Londres, o es que -después de once años- Marga estaba aprendiendo por fin a tratar a su hijastra?

– ¿Alguien quiere más rollitos? Porque yo voy a pedir otro.

E incluso Victoria, que seguía notando en el estómago el peso del merengue con frambuesas, se apuntó a otra ronda de pringosas especialidades chinas.

El Garrick estaba situado en el corazón del West End. Era uno de esos clubes de caballeros que habían servido de inspiración a Julio Verne para retratar el hábitat de Phileas Fogg. Que Faraday fuese socio de uno de aquellos reductos de otra época parecía una forma de apuntalar su imagen: un rico y elegante anticuario que sale de casa por las noches para ir al club. Aquel hombre hubiese encajado a la perfección en una novela de Elizabeth Gaskell, y en eso pensaba Victoria mientras un portero la acompañaba al salón.

Douglas Faraday la estaba esperando y se puso en pie al verla entrar. Llevaba un traje de lana marrón oscuro, y una corbata discreta sobre la camisa blanca. A Victoria le pareció algo más joven que la otra tarde, y automáticamente calculó su edad: si contaba dieciocho, tal vez diecinueve, al nacer Jan, ahora debía de rondar los sesenta y dos años. No tenía mal aspecto, considerando que estaba al borde de la jubilación. Un camarero le ofreció una bebida. Victoria pidió lo mismo que estaba tomando su anfitrión: una tónica con ginebra.

– Me alegro de que haya venido. ¿Qué tal les ha ido el día?

– Bien. Haciendo turismo desde las nueve de la mañana.

Habían pasado la jornada explorando la City, desde la catedral de San Pablo hasta el centro Barbican. Habían visto el Museo de la Ciudad y cruzado a la otra orilla por el puente, y llegado a pie hasta la Torre, donde hicieron el consabido tour del tesoro y la obligada visita a las jaulas de los cuervos.

– Estará cansada…

– No se preocupe. Hemos vuelto pronto y he podido echarme.

– Me alegro. Londres puede resultar agotador cuando se pretende ver todo en pocos días.

¿A qué venían tantos rodeos, tanto interés por su estado? «¿Lo han pasado bien? ¿Qué les ha parecido la catedral? ¿Le duelen los pies después de tanto andar?» Victoria se preguntó si acaso el ambiente del club servía para envarar aún más a Faraday y lo obligaba a desplegar un cúmulo de cortesías innecesarias. Sintió un descenso en su estado de ánimo, y se arrepintió de haber aceptado aquella invitación a cenar. Le había parecido muy buena idea reunirse con Faraday a última hora de la tarde, para así poder aprovechar el día junto a Solange y las demás, pero ahora encontraba absurda aquella cita, y le angustiaba un poco la perspectiva de pasar dos horas junto a un desconocido. Miró a su alrededor, como para interrumpir el intercambio de formalidades.

– Es bonito… el club, quiero decir.

– Soy socio desde hace siglos. Mi padre y mi abuelo ya lo eran. El Garrick se fundó en 1831. Un grupo de aficionados al teatro decidieron crear un lugar donde reunirse antes y después de las representaciones. Casi todos los hombres de letras de la época se hicieron miembros. Dickens, Thackeray… y, por supuesto, muchos actores.

– Así que por eso lo eligió para vernos… para cerrar el círculo…

El rostro de Faraday expresaba una sincera perplejidad.

– No entiendo…

– Mischa… Era actriz cuando la conoció…

Sonrió. Otra vez -¡Dios mío!- la sonrisa de Jan.

– Siento decepcionarla, Victoria. Soy un hombre sin imaginación. Propuse el Garrick porque es un lugar agradable, y porque pensé que estaríamos cómodos. A las siete no queda casi nadie en los salones: los socios y sus invitados cenan pronto para poder ir al teatro, así que estaremos solos en el comedor. Debo reconocer que al elegir el club no tuve en cuenta a Mischa.

Lo dijo como pidiendo perdón. Como si se sintiese culpable de no haber tenido presente a una mujer que había desaparecido de su vida hacía casi medio siglo. De pronto Faraday se le antojó un hombre indefenso, vulnerable. Torpe incluso. Y muy solo…

– Bueno, digamos entonces que ha sido una casualidad agradable. ¿Sabe que Mischa acabó convirtiéndose en autora teatral?

– Jan me lo dijo.

– Ya ve, de haber vivido en Londres, probablemente se hubiese hecho socia de este club. ¿Le habría gustado volver a verla?

Victoria se arrepintió de la pregunta nada más formularla. No era asunto suyo. Y, además, estaban allí para hablar de Jan. Pero a Faraday no pareció molestarle la inquisición. Se quedó pensando, con el ceño levemente fruncido.

No lo sé… Mischa tiene un lugar muy concreto en el pasado… tan concreto que no sabría cómo hacerle un sitio en otro momento de mi vida. Mischa fue París, el fin de la adolescencia, la despreocupación, los descubrimientos, así que… ¿encontrarla veinte, treinta años después, cuando ya ni ella ni yo éramos ni remotamente jóvenes, cuando los dos teníamos otras vidas? No, Victoria, creo que no. Cada cosa en su momento. Es como releer a los cuarenta años un libro que nos fascinó a los quince. La mayor parte de las veces lo encontramos insulso, y somos incapaces de entender por qué nos gustó tanto la primera vez. Es mejor dejar los recuerdos donde están. Especialmente los buenos.

Un camarero les interrumpió: la mesa del señor Faraday estaba lista. Pasaron a un salón contiguo donde, como él había pronosticado, no había nadie más. Pidieron una cena ligera: consomé y rosbif frío con ensalada verde. Victoria no tenía apetito. Buena señal, pensó, eso quería decir que empezaba a encontrarse a gusto en presencia de Faraday.

– ¿Cómo conoció a Jan?

Así que la función había comenzado por fin. Victoria habló de la aventura del trabajo olvidado, de la corriente de mutua simpatía que se generó entre ella y Jan, de cómo, sin darse cuenta, empezaron a compartirlo todo: sus preocupaciones, sus anhelos, sus secretos. Cómo, un buen día, se dieron cuenta de que eran capaces de leer el uno en el otro.

– Suena a tópico, pero muchas veces Jan sabía lo que yo iba a contestar cuando alguien me hacía una pregunta. Y a mí me pasaba igual con él. Con sólo echar un vistazo a su cara podía adivinar lo que pensaba, incluso lo que sentía. Es difícil de explicar. Hubo una época, creo que fue en tercero de carrera, en que nos dio por contar a la gente una historia disparatada diciendo que éramos hermanos gemelos separados al nacer… Claro, todo el mundo miraba a su hijo y me miraba a mí y no daban crédito… Supongo que pensaban que yo debería demandar a nuestros misteriosos padres en protesta por el desigual reparto de dones. En aquella época, señor Faraday, su hijo era el tipo más guapo de la facultad, y yo una de las chicas menos atractivas. Luego, cuando mejoré un poco, la historia dejó de ser tan graciosa y ya no la contamos más.

Douglas Faraday había pedido una botella de Burdeos. Victoria le dijo que a Jan le gustaba el vino tinto.

– Yo prefiero el blanco -contestó él-, pero supuse que usted no. ¿Qué más cosas le gustaban a mi hijo? Él me contó lo más elemental: me habló de su madre, de su hija, de su mujer. Me habló de usted, de su carrera, de su trabajo. Pero todos los detalles se nos quedaron en el camino por falta de tiempo… Sé que es una tontería, pero son cosas que me gustaría saber.

No, no era una tontería. Los pequeños caprichos, las simpatías cotidianas, las manías, las debilidades, forman también parte del mapa vital de una persona. Y nadie como ella para trazar el de Jan. Victoria entornó los ojos, como si eso fuese de ayuda para recordar mejor, y desgranó ante Douglas Faraday toda la relación de datos menores que podían ayudarle a saber quién era el hijo al que tuvo que renunciar ocho horas después de verlo por primera vez. Fue un placer hablar así de Jan, de forma desordenada y arbitraria, sin organizar la información, sin establecer un criterio de prioridades. Ante Douglas Faraday, todo se había vuelto esencial, y cada pequeña anécdota tenía el peso que cobra aquello que hemos perdido para siempre.

A Jan le encantaba viajar en tren. Decía que la mañana era el mejor momento del día, aunque solía trabajar de noche. Fumaba. Bebía un poco más de lo aconsejable. Comía de todo, pero le encantaba la carne y los guisos pesados. Era mujeriego y apasionado, y poco tenaz en sus romances, hasta que llegó Marga y lo cambió todo. Nunca tomaba postre. Y le daba miedo el mar, aunque no quería reconocerlo. Sabía tocar un poco la guitarra. Entendía de música y de arte moderno. Le apasionaba la arquitectura. Tenía una letra horrenda que con la edad había ido haciéndose más y más ininteligible. Odiaba ponerse corbata, aunque Victoria nunca había conocido a ningún hombre a quien sentase tan bien un traje. Hablaba inglés correctamente, pero no tenía facilidad para los idiomas, y compensaba sus carencias con una dosis extra de cara dura («Tendría que haberlo escuchado cuando fuimos a Florencia, y se manejaba hablando en español pero con acento italiano. Hace falta tener rostro…»). Era una nulidad haciendo bricolaje. Jugaba a las cartas como un tahúr del Misisipi, pero se negaba a apostar dinero («Decía que era demasiado difícil ganarlo como para arriesgarse a perderlo por una mala mano»). Era generoso, y que otros no lo fueran le molestaba de una manera casi infantil. Se entendía bien con los niños pequeños, y le encantaban los animales, pero se negaba tozudamente a tener una mascota («Ni siquiera su hija fue capaz de convencerlo para comprar un perrito. Y eso que Solange hacía de él lo que quería»). Sabía construir cometas («Qué raro, ¿verdad? No conozco a nadie más que lo haga»), y hubo una época en que le dio por jugar al tenis, pero se hizo daño en la rodilla y lo dejó («No sabe el partido que le sacó a aquella lesión… Con las mujeres, quiero decir. Si le hubiesen herido en la guerra, no le habría echado más cuento»). Le encantaba vestir bien, pero fingía que la ropa no le importaba («Hasta a mí quería hacerme creer que aquellos jerséis tan bonitos y las americanas que llevaba le habían caído encima por pura casualidad»). Era presumido a su manera. Solía llevar una barba de tres días, pero cualquiera que se fijase un poco podía ver que estaba perfectamente cortada. Madrugar le costaba un triunfo, pero por la noche tenía una vitalidad desbordante («Era el último en irse de todas las fiestas. Como si le diesen cuerda a partir de las doce»). Le salían ojeras si dormía mal, y sus resacas eran espantosas. Cuando se enfadaba lo hacía siempre por cosas insignificantes, aunque luego era capaz de pasar por alto otras mucho más graves («Tenía una asombrosa capacidad para olvidar las ofensas. No sabía lo que era el rencor»). Se portaba con altivez delante de sus jefes, pero sus subordinados le adoraban. Aunque intentaba disimularlo, le impacientaba la gente torpe («Se le daba mal trabajar en equipo: él iba a su ritmo, y era incapaz de ajustarlo al de los demás»). Podía resultar impertinente si se lo proponía. Era tierno a ratos, colérico en muy contadas ocasiones, impulsivo a veces, casi siempre optimista hasta la insensatez. Era inconstante en algunas cosas, pero no había habido nadie más fiel a los verdaderos afectos.

– Era una buena persona, Douglas. Su hijo era la mejor persona del mundo…

Faraday, que había escuchado a Victoria sin interrumpir, bebió un sorbo de agua y luego sonrió de una forma muy rara, como si acabase de despertar de un sueño feliz o de algo parecido a un hechizo. Por fortuna, los camareros del Garrick habían tenido el buen sentido de no acercarse a la mesa ni siquiera para servir más vino, y Faraday se dijo que aquella noche se habían ganado una propina más generosa que de costumbre. Apenas habían tocado el rosbif, y ambos comieron en silencio un par de bocados. Victoria encontró la carne un poco seca. De todos modos, seguía sin tener hambre.

– ¿A qué se dedica, Victoria? Creo que Jan no me lo dijo.

Así que de nuevo era el turno de las preguntas de cortesía. Victoria, a quien no le gustaba nada hablar de sí misma, hubiese querido seguir conversando de cualquier otra cosa.

– Soy profesora. De Relaciones Internacionales. Doy clase en la Universidad de Grace, en Nueva York. Probablemente no le sonará, no es un centro importante. Mi marido es profesor en Columbia -sonrió-, y ahora es cuando usted dice «ah, sí, Columbia, una gran universidad». Llevo oyendo esa frase desde que me casé. ¿Y… y usted? ¿Siempre se dedicó a las antigüedades?

– No me quedó más remedio. Como le dije, Faraday's Things es un negocio familiar. Lo fundó mi abuelo, más tarde mi padre tomó el mando, y siendo yo hijo único no tenía muchas más alternativas.

– ¿Le gusta el trabajo?

– Supongo que sí. Claro que para estar seguro hubiese tenido que hacer otras cosas. Pero no pudo ser. Toda mi vida estuve preparándome para heredar la tienda. A veces creo que mis padres no tuvieron un hijo, sino un anticuario en miniatura. Incluso la estancia en París estaba relacionada con el negocio: parte de nuestros proveedores y algunos de nuestros mejores clientes vivían en Francia, y mi familia pensó que sería bueno para la empresa que alguien pudiese hablarles en su lengua. Luego me enviaron a Oxford, y allí estudié Historia del Arte. Al licenciarme hice prácticas en Christie's y me familiaricé con el mecanismo de las subastas. Y en cuanto mi padre decidió que estaba listo, imprimieron unas tarjetas con mi nombre y me pusieron detrás del mostrador. No, Victoria, no tuve alternativa. Creo que es la primera vez que a alguien le interesa si me gusta o no lo que hago. Ni siquiera yo me lo había preguntado. -Se quedó pensando unos segundos, como si quisiese llegar a una conclusión-. Nunca fui una persona muy feliz, sino más bien alguien resignado a su suerte.

– Bueno, no todo el mundo está en disposición de escoger. Mi caso es el contrario. A nadie le importaba lo que yo hiciera… así que actué siempre como me vino en gana. No crea que eso es necesariamente una ventaja. No sabe cuántas veces deseé que alguien eligiese por mí. Pero, ya que estaba sola, capeé el temporal como buenamente pude.

A su hijo le hacía mucha gracia comprobar que al final acababa saliendo adelante. «Ya te las apañarás», me decía. Y me las apañaba. Tenía una gran ventaja: no había presiones. Todo lo que hacía lo hacía por mí, sin miedo a decepcionar a otros ni a que me pidieran cuentas.

– ¿No tenía usted familia?

Victoria se dijo que no le apetecía contar la historia de la pobre huerfanita y la malvada madrastra.

– Algo así…

Un camarero alto y de piel sorprendentemente blanca se acercó y propuso servirles el café en el salón. A Victoria le llamaron la atención sus ojos, que eran verdes como los de un duende. Se levantaron de la mesa y entraron en una sala contigua, de paredes enteladas y sillones demasiado bajos para resultar cómodos. Les sirvieron café en un juego de porcelana.

– Así que usted y Jan eran amigos desde hace…

– Veintisiete años. Toda una vida.

Douglas Faraday pareció calibrar aquel lapso de tiempo mientras miraba fijamente a Victoria.

– Ha debido de ser duro para usted.

Victoria sintió cómo se le tensaban los huesos de la espalda. Sin darse cuenta cerró los puños sobre las palmas, y se clavó levemente las uñas en el pulpejo de la mano. Era la primera vez en casi tres semanas que alguien se acordaba de sentir por ella una compasión sincera. Estaban todos tan pendientes de Solange y de Marga que nadie se había acordado del dolor de Victoria, que era único, personal y tenía su propia intensidad. Cuando Faraday lo mencionó, Victoria estuvo a punto de contestar con una frase hecha y pasar página sobre el asunto, pero de pronto se dijo que quizá había llegado su turno. Que ella también tenía derecho a reclamar su parte.

– Muy duro, sí. Más de lo que nadie se imagina. Cuando muere una persona todo el mundo tiene presente a su familia: a su viuda, a sus hijos, a sus padres si los conserva, a sus hermanos… Pero nadie piensa en los amigos. Al contrario. Se supone que son ellos quienes deben ocuparse de quienes lo están pasando mal. Es como si un amigo no tuviese su cuota de pena. Perder a Jan ha sido lo peor que me ha pasado en la vida. Ya le dije que no tengo familia… y, sin embargo, la primera vez que me he sentido verdaderamente sola fue tras morir su hijo. No es que nos viésemos demasiado… Sobre todo últimamente. Vivo en Nueva York y él estaba en Madrid. Pero, pese a eso, nos sentíamos cerca el uno del otro. No pasaba una semana sin que hablásemos por teléfono… Teníamos muchas conversaciones, ¿sabe? Casi todas intrascendentes. Una noche Jan me llamó a las doce y media porque no era capaz de recordar el nombre de un color: «Escucha, Victoria, cómo se dice cuando el azul es oscuro, pero intenso, no ese azul casi negro, sino un poco brillante, como el petróleo pero bastante más claro». Y yo, que estaba medio dormida, le contesté sin abrir los ojos: «Cian». «Claro, menos mal… me estaba volviendo loco.» Me dio las gracias y colgó. Eso era, Douglas. Siempre estábamos ahí, al otro lado del mundo, a vuelta de correo electrónico, en la otra línea. Y no para cosas importantes, sino para preguntar una estupidez en mitad de la noche. Eso es lo que echo de menos. Que nadie más va a despertarme porque ha olvidado el nombre de un color.

Faraday había bajado los ojos y se servía otra cucharada de azúcar. Fingió concentrarse en la operación, pero sólo buscaba algo que contestar.

– Lo único que puedo decirle, Victoria, es que mi hijo tuvo mucha suerte en la vida. Y él lo sabía. El día que nos vimos me dijo algo que me impresionó profundamente: «Voy a morir demasiado pronto, y sin embargo sigo pensando que he sido un hombre muy afortunado.»

Victoria suspiró e intentó acomodarse en la butaca.

– Jan estuvo siempre rodeado de afecto. Mischa lo adoraba. Su mujer… en fin… Ya vio usted a Marga. Es buena con todo el mundo. Imagine cómo sería con su marido, estando enamorada de él hasta la misma médula. Yo hice lo que pude: quererle tanto como él me quiso a mí. En cuanto a Solange… Esa cría es irresistible. Jan estaba loco con su niña.

– Me enseñó una foto. Es muy guapa…

– Una mezcla curiosa de la familia paterna y de su madre, Chloe… una auténtica belleza francesa.

– Jan no me contó nada de ella.

Victoria se echó a reír.

– Bueno, cuanto menos sepa de Chloe, mejor. Es alguien a quien mantener a raya, créame. Por fortuna, Solange va a vivir con Marga. No sé qué hubiese sido de ella de haber caído en las redes de Chloe. Oiga, Douglas… ¿no le gustaría conocerla? Quiero decir, a Solange. Después de todo, es su nieta…

El señor Faraday describió un gesto de resignación.

– Claro. Pero di a Jan mi palabra de que no lo haría. Luego me arrepentí. Es humano que quiera conocer a alguien que lleva mi sangre… Lo malo es que uno no puede pasar por alto ciertos compromisos, sobre todo si los adquiere con un hombre que sabe que va a morir. Mi hijo fue muy claro: «Mi mujer y mi hija no deben saber nunca quién eres. Prométeme que nunca les dirás que eres mi padre.» Eso fue lo que me pidió. Y le dije que sí… Además, reconozco que en aquel momento tampoco me seducía mucho la idea de enfrentarme a una familia que ni siquiera sabía que tenía. Es ahora cuando empiezo a pensar de otra forma. Entonces creí que había hecho lo suficiente asegurando su futuro con la película.

– ¿De dónde la sacó?

– Es una historia muy larga…

– Oh, vamos, Douglas, no se haga de rogar. Arderé en el infierno por todas las mentiras que tendré que contar el resto de mi vida para encubrirles a usted y a su hijo… Concédame un capricho al menos.

Faraday se echó a reír. Tenía una risa curiosa, solemne y ronca, una risa breve que seguro que no prodigaba demasiado.

– Jan acertó al prevenirme contra usted…

– ¿Hizo eso?

– Más o menos… Me dijo que era demasiado lista, y que no resultaba fácil engañarla. -Se limpió la boca con la servilleta y tocó el timbre para llamar al camarero-. Se ha hecho tarde, y el club cierra en diez minutos. Le propongo algo: veámonos mañana. ¿Tiene tiempo a mediodía?

A mediodía… Por la mañana había planeado ir con Solange al mercado de Spitalfields para que pudiese hacer unas compras… Pero ¿por qué no iba a poder citarse después con Faraday? No iba a tener otra oportunidad de conocer el misterio que rodeaba aquella cinta. Un inédito de Greta Garbo. Habría que ser una estúpida para perder una ocasión así. En su lugar, Jan no lo hubiese dudado.

– Puedo verle a partir de la una y media… ¿Le viene bien?

– Perfecto. La esperaré en Faraday's Things, y le enseñaré la tienda. Cerramos de dos a cuatro, así que podrá curiosear todo lo que quiera. Hay algunas piezas que merecen la pena, aunque creo que la historia que voy a contarle es mucho más interesante que cualquier cosa que tenga allí.

A Victoria se le escapó una sonrisa… Douglas Faraday podía ser muy misterioso cuando quería.

3. LONDRES-BERLÍN-LONDRES… Y ALREDEDORES

Por las mañanas, el mercado de Spitalfields estaba abarrotado. Victoria no podía creer que aquel territorio más bien feo y en estado de abandono que había conocido años atrás hubiera podido convertirse en un hervidero de tiendas de moda y sofisticados puestos ambulantes donde se vendían desde sombreros dignos de Ascot hasta galletas ecológicas. Solange se había agarrado de su brazo -ella, que incluso de niña quería caminar sin que nadie la sujetase- y lo miraba todo, excitada y feliz.

– Ay, tía Vi… esto era, precisamente, lo que yo quería encontrar en Londres… Llevamos tres días viendo pedruscos del año catapún, y empezaba a aburrirme.

Ella y Solange habían salido solas aquella mañana. Shirley quería citarse con una amiga que acababa de mudarse a la ciudad e insistió para que Marga la acompañara: «¿Qué tiene de extraño que quiera presentar a mi única hija? Hace siglos que conozco a Tessa y nunca te ha visto el pelo… Mis amigas van a empezar a pensar que no existes, que soy una loca que se inventa que tiene una hija en Madrid…» Marga pensó, muy sabiamente, que era mejor no hacer pasar a Solange por aquel trance -tomar café con una sexagenaria inglesa amiga de Shirley podía no ser el plan más apetecible para una adolescente- y pidió a Victoria que se ocupase de ella. Para Vic fue una ocasión de purgar sus pecados, pues se sentía vagamente culpable por abandonar a diario los planes colectivos y, sobre todo, por ocultar a la familia de Jan la existencia de una figura patriarcal.

¿Qué dirían Solange y Marga si supiesen quién era en realidad el señor Faraday? Marga se echaría a llorar, por supuesto, y luego se sentiría confusa y empezaría a dar la tabarra otra vez con lo de la película. Querría devolvérsela a Faraday en un alarde de dignidad suprema, y eso provocaría más conflictos. No, definitivamente era preferible que siguiese en la inopia. ¿Y Solange? Probablemente, estaría encantada de tener un abuelo. Contaba diez años cuando Mischa murió. En cuanto a los padres de Chloe, estaban vivos y coleando, pero eran dignos antecesores de su hija, y como nieta lo único que Solange obtenía de ellos era un cheque por Navidad. Sí, para la niña sería estupendo poder desplegar todas sus dotes de conquistadora delante de Douglas Faraday. ¿Y Shirley? Bueno, a ella sí que habría que atarla corto. El anticuario era todavía un hombre atractivo. Shirley, que había confesado una vez que estaba más que harta de ser viuda, intentaría echarle el lazo. Faraday tenía una pinta estupenda y debía de ser más o menos rico. Claro que estaba casado… ¿No había dicho algo de «su segunda mujer»? Aunque eso no tenía por qué ser un obstáculo para Shirley Saunders. Victoria se la imaginó, rizándose las pestañas y afilando el lápiz para marcar bien la raya del ojo, buscando un suéter capaz de realzar sus curvas y cardándose el pelo para causar buena impresión a su posible víctima…

– ¿De qué te ríes?

– ¿Yo? De nada.

– Anda que no. Te estabas riendo. Estás muy rara desde que llegamos a Londres.

– No me digas…

– Sí, sí te digo. Te he estado observando, tía Vi, y no pareces la de siempre.

«Vaya por Dios. Ahora resulta que quiere ejercer de psicóloga. No te pases de lista, Solange.»

– Si tú lo dices…

– ¿Quién es tu amiga, la que te tiene tan ocupada?

– ¿Linda? Ya te lo dije. Una antigua compañera de la Universidad de Grace que ahora vive en la ciudad.

– ¿Por qué?

– Supongo que por lo mismo que otros once millones de personas. ¿Qué es esto, Solange? ¿Un interrogatorio?

Se habían detenido junto a un puesto de bizcochos caseros y otro de bufandas de seda. Olía a una mezcla de canela y vainilla.

– Tía Vi. -Solange respiró profundamente y adoptó esa expresión de ratasabia que le era tan habitual-. No estás viendo a una amiga… Y tampoco me creo ese rollo del seminario en no-sé-dónde.

– Ya. ¿Y qué es lo que piensas, entonces?

– Que… que te estás citando con un hombre.

Victoria tuvo que morderse la punta de la lengua para mantener una expresión de gravedad suprema. Era un método infalible que había aprendido en el colegio inglés, y gracias al cual había evitado algunos castigos por reírse a destiempo. Nunca pensó que tendría que volver a echar mano del truco para despistar a una adolescente que jugaba a querer saberlo todo. «Querida Solange, cuántas sorpresas vas a llevarte, cuántas cosas que no sospechas te están esperando… Cosas buenas y malas, Solange, cosas que ni siquiera te imaginas… Tú que, como me pasaba a mí a los quince años, estás convencida de saberlo todo… Voy a concederte un pequeño triunfo, un motivo para creerte mucho más lista de lo que eres.»

– Está bien. Me has cogido.

Solange le dio un abrazo alborozado. A los dieciséis años, es maravilloso creer que se tiene razón. «Disfruta del éxito, querida.»

– Lo sabía, tía Vi. Lo sabía desde el primer momento. No te preocupes, no le diré nada a Marga… ni a Shirley, claro… Tu secreto está a salvo conmigo. Qué emocionante… tienes un ligue inglés.

– Lo que tengo es un marido americano, Solange.

– Bueno, ya lo sé… Pero estas cosas pasan, ¿no? Además, Herder no me gusta demasiado. Y a ti tampoco…

Esta vez sólo Victoria se paró en seco. Estaban delante de la tienda de Dr. Martens, pero ni siquiera se fijó en las botas por las que había suspirado cuando era joven.

– ¿Qué quieres decir?

– Que pasas de tu marido, tía Vi. Apenas le has llamado desde que estás con nosotras, y cuando hablas con él es como si lo hicieses con el director del banco. A mí no me la das…

«Por supuesto que no. ¿Quién lo intentaría con una mujer experta como tú? Claro que esta vez, Solange, has dado en el clavo. Como bien dices, mi marido no me gusta lo más mínimo.»

– Mira, Sol, Herder y yo tenemos algunos problemas… La… la convivencia no es fácil.

– Oh, no, no te estoy pidiendo explicaciones…

«Cuánta consideración por tu parte. Estoy conmovida.»

– … pero, en cualquier caso, entiendo que te hayas buscado una distracción. Yo, en tu lugar, haría lo mismo. Tranquila. Seré muuuy discreta…

Victoria no sabía si reírse o abroncar a Solange por sus intenciones disolutas. Así que eso era lo que estaba enseñando a aquella mocosa, que el antídoto contra un matrimonio poco interesante es tener una aventura… Lo peor de todo es que era la conclusión a la que ella misma había llegado, sólo que treinta años más tarde que la joven hija de Jan. Los chicos de ahora aprenden muy deprisa, pensó. Bueno, al menos se había buscado la mejor coartada con Solange, que dejaría de hacer preguntas y de protestar por su ausencia. Miró, distraída, hacia el interior de la tienda de botas. Cuando era joven hubiese dado cualquier cosa por unas Doc M de color rojo, pero entonces no se las podía permitir. Y ahora… «Demasiado tarde, chica… ya no tienes edad».

– Solange… ¿te gustan esas botas?

– ¿Cuáles?

– Las color burdeos… las de caña alta y cordones negros.

– ¿Estás de broma? Claro que me gustan. Pero son carísimas…

– Yo te las regalo. Puedes tomarlo como un soborno, si quieres. Por tener la boca cerrada.

Quizá ése era el destino de los deseos contrariados, pensó Victoria. Ver cómo se cumplen en otros. Y mientras Solange se probaba, radiante, las mismas botas que no había podido hacer suyas en su momento, deseó para aquella niña un matrimonio feliz y duradero, del que no hiciese falta escapar por medio de la traición, el fingimiento y el engaño.

A pesar de la insistencia del señor Faraday, Victoria no había querido pedir nada para almorzar. Ella y Solange habían comido unos sándwiches en uno de los puestos de Spitalfields -pollo al curry en un gomoso pan de semillas de amapola que crujía al masticarlo- y no tenía hambre. Douglas había pedido unos huevos con tostadas: cuando se quedaba en la tienda al mediodía, un pub cercano le llevaba alguna cosa para picar -un poco de sopa, una ensalada- y malcomía en el despacho antes de volver al trabajo.

– Ya sé que a mi edad debería vigilar la alimentación…

– ¿Nunca come en casa?

– No… ¿Para qué? De hecho, intento estar allí lo menos posible. Cuando tengo tiempo almuerzo en el Wolseley, y de noche voy al club o a algún restaurante.

A Victoria se le vino a la cabeza la imagen de Douglas Faraday solo, frente a una enorme mesa perfectamente dispuesta, sorbiendo sin ganas una sopa de tomate y bebiendo imperceptibles sorbos de vino de una copa de cristal tallado.

«Pero qué tonta eres, chica.»

– A Jan también le gustaba salir a cenar y a comer fuera -le pareció haber encontrado una buena salida-. La cosa cambió cuando se casó con Marga… Es una gran cocinera, y empezaron a quedarse en casa.

– Pues en eso fue más afortunado que yo. La pobre Jenny no sabía ni freír un huevo. Y Deirdre… en fin. Si un juez hubiese probado aquellas empanadas de perdiz que se empeñaba en preparar los domingos y que tenía que comerme para que no se ofendiera, tal vez el divorcio no me hubiese salido tan condenadamente caro.

– ¿Está divorciado?

– Sí, gracias a Dios. Hace cinco años. Mi ex mujer se las arregló para quitarme hasta la camisa, pero doy cada penique por bien empleado si sirvió para librarme de ella. Hubiese estado dispuesto a vivir bajo el Puente de Londres… o en una casa abandonada de Whitechapel… cualquier cosa con tal de tenerla bien lejos. Que Dios me asista, pero no creo que haya en todo el mundo una persona con peor carácter. Tardé mucho en darme cuenta, pero uno suele necesitar tiempo para aprender determinadas cosas. En cuestiones de matrimonio, alguien debería inventar un sistema de votos renovables. Sería muy útil. Los reticentes no tardarían tanto en decidirse si pudiesen dar marcha atrás, y los incautos como yo encontrarían una vía de escape cuando se equivocaran. Bah, no me haga caso, hablar de Deirdre me pone de muy mal humor. Venga por aquí, voy a enseñarle algunas cosas.

La tienda de Faraday era mucho más que un almacén de antigüedades. En ella no había sólo objetos ennoblecidos por el paso del tiempo, sino caprichos de coleccionista y curiosidades para los amantes de los fetiches. Junto a un cuadro de la escuela de Murillo, un tapiz del siglo XVIII milagrosamente conservado y un samovar de la época de los zares, Douglas le mostró un abrecartas que había pertenecido a Winston Churchill y un abanico negro y delicado, como las alas de una libélula siniestra.

– ¿Le gusta?

– Es extraño… nunca había visto uno de este color.

– Es un abanico de luto. Data de 1930 y se hizo confeccionar especialmente para la duquesa de Hershey, que quedó viuda muy joven. Pero no llegó a usarlo nunca…

– ¿Por qué?

– Volvió a casarse enseguida. Lo compré a buen precio en un taller de Bath y me gustó tanto que decidí no ponerlo a la venta.

Faraday le tendió el abanico. Victoria lo abrió y lo cerró dos veces. Las varillas, delgadísimas, apenas sostenían una tela tan fina como el papel.

– Es una historia muy bonita, pero ¿cómo puede estar seguro de que es cierta?

– Oh, es que no lo estoy… Pero a veces hace falta un poco de fe. Y eso me recuerda que usted no ha venido aquí a ver cosas raras. Le interesa la película y cómo llegó a mi poder. Venga al despacho, estaremos más cómodos. ¿Quiere una taza de té?

El despacho del anticuario era una pieza acogedora, y espaciosa, dividida en dos partes con el aspecto de pequeños salones. Había una pesada mesa de trabajo con una escribanía de plata, un sillón de cuero y dos butacas frente a una mesita. Faraday invitó a Victoria a sentarse, y luego él mismo preparó el té. Por fortuna, no había ni rastro de la señorita Starck. A Victoria no le hubiese hecho mucha gracia tenerla rondando por allí, con su mirada de halcón y aquel gesto que parecía anunciar la inminencia de un reproche.

– Muy bien. Vamos allá… Espero resultar un buen narrador. Al menos, el material merece la pena…

Según la historia que contó Douglas Faraday, el propietario legítimo de la película que Jan había comprado se llamaba Arvid Soderman. Era hijo de un hombre de negocios sueco que poseía una pequeña compañía naviera y se había casado con una mujer muy rica de origen alemán. La familia vivía en Estocolmo, en una casa llena de objetos exquisitos, cada uno de los cuales había sido un regalo de bodas hecho a la pareja por los amigos de los padres de ella. Vanda Soderman tenía un gusto extraordinario, y fue quien se encargó de convertir su hogar en el más lujoso y confortable de Estocolmo. Muchos aseguraban que los salones de la Casa Soderman podían competir en esplendor con muchas de las estancias del Palacio Real. Vanda y su esposo, Fredrik, decían que la comparación era exagerada, pero estaban secretamente convencidos de que el ambiente en que vivían podía medirse al que rodeaba a los propios reyes de Suecia.

Su hijo, Arvid, nació después de seis embarazos fallidos y cuando ya los Soderman empezaban a asumir que no tendrían descendencia. Aquel bebé escuálido y de piel transparente fue recibido como un milagro, y Vanda se encargó de convertir su habitación en los aposentos de un príncipe: hizo que un artesano confeccionase la cuna que cubrió con encaje de Brujas, se trajo de Holanda las sábanas bordadas, encargó a un pintor que decorase el techo de la estancia con un fresco de nubes y amorcillos, y colocó en el suelo una alfombra tan mullida que el niño hubiese podido caer de cabeza en ella como quien aterriza en un colchón.

Arvid tenía mala salud, así que lo educaron en casa. Creció rodeado de mimos y de cosas hermosas, tanto que se habituó a la belleza y llegó a desarrollar un cierto rechazo por todo lo mínimamente feo. Su mundo estaba lleno de equilibrio, de armonía. Al parecer, hasta los criados de la casa Soderman eran seleccionados en función de su aspecto físico. Las doncellas, el mayordomo, el chófer de uniforme, incluso el jardinero, que no salía del pequeño parque que rodeaba la mansión, y la cocinera, que veía reducido su universo al mundo aparte de los fogones, eran mucho más atractivos que los sirvientes de otras familias.

Hasta cumplir los dieciséis años, Arvid tuvo un contacto escaso con el mundo real. No iba a la escuela más que para rendir los exámenes oficiales de fin de curso, y cuando lo hacía se sorprendía de la sobriedad del liceo donde se efectuaban las pruebas, de las paredes desnudas y grises, de los muebles oscuros y simples, de la rudeza de sus compañeros y de la pobre vestimenta de los profesores. Él, que se sentaba en butacas tapizadas en seda, miraba con una mezcla de compasión y asombro los recios bancos de madera, las puertas sin lacar y las feas botas de cordones de los otros chicos.

Por otra parte, los alumnos que acudían para examinarse veían a Arvid como a un bicho de una extraña especie, y de año en año aguardaban su aparición en el aula, pálido y ojeroso por la falta de aire fresco, vestido como un viejo, con chaleco y levita y zapatos de tafilete brillando al sol de junio. Todos estaban convencidos de que el joven Soderman venía de otro planeta, y en cierto modo así era: de un planeta clausurado a la fealdad, preservado a la fuerza de cualquier maligna influencia del exterior.

Es imposible saber qué habría sido de Arvid de no haberse vuelto la suerte en contra de los suyos. Tenía dieciocho años cuando uno de los barcos de la naviera de su padre naufragó cerca de las Hébridas. La carga se perdió, por supuesto, y toda la tripulación murió ahogada o víctima de la congelación. El escándalo estalló cuando se supo que ninguna aseguradora había cubierto el viaje del mercante. Ni la carga, ni mucho menos los hombres, viajaban protegidos por póliza alguna. Fredrik Soderman se apresuró a decir que cubriría con su patrimonio personal las indemnizaciones a las familias de los sesenta marineros muertos.

– A pesar de la buena voluntad de Soderman, su naviera pasaba por un mal momento así que tuvo que recurrir a los bancos. Pero, como ocurre a todos los hombres afortunados, Fredrik tenía muchos enemigos, que vieron la ocasión de ponerle contra las cuerdas. Consiguieron bloquear los préstamos que había solicitado, y cuando llegó el momento de hacer frente a las compensaciones a las viudas y los huérfanos, no contaba con suficiente liquidez. Y, a la desesperada, acudió a un antiguo socio, que traspasó a su cuenta el dinero que necesitaba… a un interés escandaloso.

– ¿Y no pudo pedir ayuda a su mujer? Dijo que era rica…

– Así hubiese actuado alguien más sensato. Pero Soderman intentó arreglar las cosas por sí solo. Una vez que cumplió con las familias de sus hombres, se encontró con una deuda monstruosa que no podía asumir. Cuando su esposa se enteró de lo que había ocurrido, echó mano de su herencia, pero ni siquiera la jugosa renta de Vanda Soderman era capaz de tapar el agujero de las finanzas familiares. Fredrik malvendió su naviera, liquidó sus acciones e hipotecó su casa. De la noche a la mañana, la familia se arruinó.

Se quedaron sin nada, siguió explicando Faraday. La mansión, con todo lo que tenía dentro, pasó a manos de un grosero comerciante de tejidos, cuya esposa, tan vulgar como él, no tardó en renovar de arriba abajo aquella vivienda de ensueño para convertirla en un monumento al mal gusto. Los criados -aquel ejército de hermosas criaturas- fueron despedidos entre lágrimas. Los Soderman se trasladaron a vivir a una casita que formaba parte de las posesiones de Vanda, donde ella trató de reproducir el ambiente de exquisitez que había rodeado hasta entonces las vidas de todos. Se pasaba horas intentando recolocar los muebles, volviendo del revés las cortinas, tratando de dar a las paredes una nobleza que no tenían cubriéndolas con tapices sin valor y cuadros de dudosa factura. Recorría casi a diario los locales de anticuarios y decoradores para encontrar gangas que no existían, y se enredaba en bochornosas sesiones de regateo intentando convencer a los vendedores de que le dejaran llevarse por la mitad de su precio este o aquel objeto del que se había encaprichado, sin pararse a pensar que tampoco así podría pagarlo: su bolsillo estaba completamente vacío. Su hijo, Arvid, había decidido acompañar a la madre en aquellas excursiones delirantes. Con ella visitaba las tiendas de tejidos, las fábricas de loza, los comercios de cristal, donde Vanda intentaba recuperar la mujer que había sido una vez, aquella que pagaba sin discutir jamás el precio que le pedían, aquella que era recibida con reverencias y finuras que habían pasado a la historia. Ahora, cuando los tenderos veían llegar a la señora Soderman, no podían sino reprimir la risa ante sus ofertas desquiciadas, sin recordar jamás a su antigua clienta, que había sido durante años el paradigma de la elegancia y el buen gusto.

Todo aquello la trastornó. Bastaron unos meses para que Arvid y su padre se diesen cuenta de que Vanda se había vuelto loca. Aun así, uno y otro continuaron siguiéndole la corriente cuando hablaba de cambiar colgaduras o de comprar una nueva alfombra persa para el vestíbulo. Arvid intensificó su papel de cancerbero en las visitas de su madre a las tiendas de Estocolmo, oficialmente para evitar que se metiese en líos o que las burlas de los comerciantes fueran a más. En realidad, Arvid entraba y salía de los comercios de lujo con la sensación de haber hecho pequeñas inmersiones en el universo de cosas bellas del que había sido expulsado. Porque eso eran para él aquellas visitas: mínimas zambullidas en un elemento en el que se había acostumbrado a vivir y que le habían arrebatado bruscamente. Por eso, cuando lograba abstraerse por unos segundos de los delirios de la madre, cuando conseguía no escuchar su salmodia de quejas sobre el alza de los precios y la escasa caballerosidad de los vendedores que se negaban a dar crédito a una dama como ella, Arvid perdía la mirada y la conciencia en las lámparas de Bohemia, los jarrones de porcelana legítima, las figuras pintadas con azul de Delft y los muebles que llegaban desde algún rincón del Lejano Oriente. Y aquello servía para calmar, siquiera por unos momentos, la añoranza de aquel mundo en el que había vivido sin pararse a pensar en que podía haber otro.

Como Arvid y su padre se temían, Vanda acabó por enloquecer del todo. Fue necesario internarla en un sanatorio. Cuando se vio allí, rodeada de dementes, asediada por la fealdad de la que había estado escapando durante cuarenta y cinco años de vida, no pudo soportarlo y en un descuido de sus carceleros saltó por una ventana. Todos dijeron que había querido suicidarse, pero su marido y su hijo sabían que no era cierto: la desdichada Vanda sólo pretendía escapar de un mundo de pesadilla en el que no había sitio para ella. Carcomido por los remordimientos, considerándose culpable primero y último de cada desgracia que se había abatido sobre su familia, Fredrik Soderman se fue apagando poco a poco y murió en el invierno de 1919. El médico dijo que había sido una neumonía, pero Arvid estaba convencido de que había muerto de pena.

Arvid se quedó solo. Acababa de cumplir dieciocho años y no tenía gran cosa: la casita de Estocolmo y una pequeña cantidad de dinero que su madre había dejado al morir. Vanda tenía parientes en Berlín, pero lo único que Arvid recibió de ellos fue un escueto telegrama de pésame sin una señal que indicase el menor interés por ponerse a su disposición. Tendría que salir adelante solo.

No estaba mal armado para la vida. Había conseguido acabar los estudios en el instituto, hablaba inglés y alemán con bastante corrección, estaba sano y era joven, así que debió de decirse que no necesitaba mucho más para abrirse camino. Consiguió trabajo en Bergstróm, unos grandes almacenes de Estocolmo, donde pensaron que aquel muchacho refinado podía resultar perfecto para llevar a domicilio los pedidos de las mejores clientas. Arvid conservaba el buen gusto en el vestir que le había inculcado su madre -aunque condicionado ahora por su escasez de recursos- y el aura de otra época que tanto llamaba la atención a sus contemporáneos del liceo. A las damas les encantaba aquel chiquillo menudo de modales perfectos que les seguía llevando las compras y que, al llegar a sus casas, alababa con criterio el buen gusto en la decoración, los damascos de la tapicería o la calidad de los muebles. Nadie pensó que el chico de los recados de los almacenes pudiera ser en realidad el hijo de Fredrik y Vanda Soderman, aunque muchas de aquellas mujeres habían estado más de una vez en la mansión familiar.

En unos meses, Arvid se hizo indispensable. El jefe de personal se dio cuenta de que estaba malgastando su potencial en tareas subordinadas, y decidió dedicarlo a la venta de telas en la sección de señoras. Pronto se convirtió en el mejor dependiente de Bergstróm, hasta el punto de que muchas dientas preferían volver en otra ocasión si Arvid no estaba para aconsejarlas sobre la elección de una seda o el corte para un abrigo.

Fuese por su carácter, o por toda su colección de rarezas -su peculiar forma de vestir, sus modales algo anticuados, su gusto extremo por las cosas bonitas-, Arvid se convirtió en un personaje muy popular entre sus compañeros. Era sociable en extremo -lo cual, teniendo en cuenta que había vivido aislado durante dieciocho años, podía considerarse un milagro-, y según decían todos resultaba un tipo simpático y divertido en sus excentricidades, amable con todo el mundo y dueño de un singular sentido del humor. Tenía amigos en cada uno de los departamentos, y, paradójicamente, contaba con las mismas adhesiones entre los jefes que entre los empleados más humildes. Seis meses después de entrar a trabajar en Bergstróm, todo el mundo sabía quién era Arvid Soderman. «Es una suerte que sea un chico pacífico -dijo una vez uno de los directores del establecimiento-. Si quisiese encabezar una rebelión, todos le seguirían como las ratas al flautista de Hamelin.» Pero Arvid no pensaba en motines: a sus diecinueve años, y después de haber pasado toda una vida al margen del mundo por su mala salud y su frágil condición de hijo único, estaba disfrutando de su aterrizaje en la vida social. Se dio cuenta de que le gustaba tener una rutina, un trabajo, almorzar con sus compañeros en el comedor de empleados, fumar cigarrillos a escondidas de los jefes de sección, hablar con las clientas, curiosear entre las mercancías, participar de los cotilleos y los rumores que zumbaban entre los miembros del personal, compartir una cerveza en la taberna al acabar la jornada. Por primera vez en su vida, y aunque le dolía reconocerlo, Arvid se sentía un chico normal y no el ejemplar de una especie en vías de extinción. Acababa de descubrir a la gente, y, lo mejor de todo, la gente parecía haberle descubierto a él. A este respecto, empezaba a considerar perdidos los años pasados entre las cuatro paredes de la mansión familiar, por mucho que hubiesen servido para refinarle el gusto.

Fue en Bergstróm donde conoció a Greta. Ella tenía quince años y, como Arvid, había llegado a los grandes almacenes perseguida por la necesidad: su padre había muerto, su familia pasaba apuros y había tenido que buscar un empleo. Como el resto de los hombres, Arvid quedó fascinado en cuanto la vio por primera vez, con aquel privilegiado esqueleto y el rostro perfecto en el que apenas se insinuaba una sonrisa. Arvid, que había crecido entre objetos y personas hermosas, se dijo que nunca en su vida había visto nada tan bello como la señorita Greta Lovisa Gustafsson.

De la misma forma que el resto de los trabajadores de Bergstróm, Arvid buscó la amistad de Greta. Fue el único que tuvo éxito en su empresa, pues, como bien adivinó la joven Gustafsson, el dependiente de la sección de señoras tenía intenciones distintas a las de sus contendientes. A diferencia de los otros, que querían ofrecerle una aventura, un largo noviazgo o incluso un matrimonio para toda la vida, lo único que a Arvid le interesaba era tenerla cerca para poder verla bien desde todos los lados, aunque siempre a una distancia prudencial. Quizá fue Greta la primera persona que se dio cuenta de que al chico Soderman no le interesaban las mujeres.

La amistad incipiente entre Arvid y Greta causó sensación entre el personal de la tienda. Cuando veían a aquella beldad dejándose acompañar por un chiquillo imberbe de piel pálida y ojos apagados, todos los que habían fallado en la conquista sólo podían preguntarse qué era lo que había visto en él. Ninguno adivinó que la señorita Gustafsson no necesitaba un amante, ni un marido, ni un novio: necesitaba un amigo. Y eso era, precisamente, lo que Arvid quería brindarle, una sana y abundante dosis de afecto. Por su parte, no precisaba nada más que poder admirarla como quien contempla un cuadro. Calibrar los ángulos precisos de su rostro, la total simetría de su nariz, la perfección de su dentadura y los reflejos rojizos de su pelo oscuro. A menudo, Arvid Soderman pensaba que si su madre hubiese conocido a aquella chica la hubiese encerrado eternamente en la mansión familiar para estudiar hasta el último milímetro de su cara y cada una de las aristas de su cuerpo elástico.

Fue Arvid quien convenció a Greta de que aceptase la oferta de un publicitario de Bergstróm para convertirse en modelo de una campaña de promoción de los almacenes. Tímida como era, a aquella adolescente recelosa le daba verdadero pavor la sola idea de ponerse delante de una cámara, pero Arvid desbarató sus argumentos señalando aquellas fotos como una posibilidad de prosperar en la empresa.

– ¿De verdad quieres pasar el resto de tu vida doblando camisas?

Greta enarcó sus cejas perfectas, contrajo la boca en un amago de sonrisa y cedió a la propuesta. Un mes más tarde, el rostro labrado a cincel de la adorable señorita Gustafsson cautivaba a todos los hombres de Estocolmo desde una valla publicitaria. Entre ellos estaba el señor Erich A. Petschler, que iniciaba su carrera como productor de cine y pensó que aquella chica tan guapa bien podría dar el tipo como actriz de reparto en una película que iba a empezar a rodarse en breve. Se enteró de que trabajaba en Bergstróm, y le dejó su tarjeta: si tenía interés en el cine, podía hacerle una visita en las oficinas de la compañía.

Greta suplicó a Arvid que la acompañase a su encuentro con el productor: estaba completamente aterrada ante la perspectiva de someterse al examen de un completo desconocido, y, además, se escuchaban toda clase de historias espantosas sobre jovencitas incautas que caían en las redes de falsos tiburones de una industria que empezaba a dar sus primeros pasos. Así que Arvid aprovechó la hora de la comida para servir de escudero a su amiga. El encuentro fue muy distinto de lo que los dos habían imaginado: Greta tuvo que rellenar una ficha con sus datos personales, una mujer antipática la midió, y luego le dijeron que iban a tomarle una foto. Antes de que la cámara pudiese hacer su trabajo y sin consultar a nadie, Arvid sacó un peine de su bolsillo y repasó la melena de Greta, le aconsejó que se quitase el abrigo, le desabotonó la chaqueta y le untó los labios con vaselina. A Petschler, que andaba por allí, le hizo gracia aquel chico tan poco convencional, y le ofreció un trabajo en la producción de la película. Necesitaban a una especie de ayudante para todo, y él parecía espabilado y bien dispuesto. Arvid no necesitó pensárselo mucho: tampoco él quería pasarse la vida vendiendo abrigos a las señoras. El negocio del cine parecía tener futuro, así que aceptó el empleo y se despidió de su trabajo en Bergstróm.

Arvid y Greta llegaron juntos el primer día de rodaje. Les habían convocado a las cinco y media de la mañana. Atendiendo instrucciones, se dirigieron a un encargado de producción, que envió a Greta a vestirse y a Arvid a preparar café para cincuenta personas como preludio de una interminable lista de tareas que le hicieron perder incluso la noción del tiempo. Cuando se dio cuenta era la hora de almorzar y se reencontró con Greta en el comedor improvisado donde descansaban, en feliz desorden, actores y miembros del equipo técnico.

– ¿Qué tal te ha ido?

Ella respondió encogiéndose de hombros: no había hecho nada en toda la mañana, le dijo. La habían vestido, le habían cubierto la cara de una sustancia dudosa que pretendía ser maquillaje y le habían dicho que ya la llamarían. Desde entonces nadie le había hecho el menor caso. Estaba cansada. Llevaba puesto un traje de chaqueta mal cortado que la hacía parecer mayor, un sombrero gris y unos feos zapatos de tacón ancho.

– No te preocupes -le dijo, para consolarla-. Por la tarde te irá mejor.

Pero en aquella jornada de rodaje, Greta no hizo otra cosa que esperar sentada en un banco, con la piel en carne viva bajo la espesa capa de maquillaje y los pies hinchados dentro de sus zapatos de solterona. Al día siguiente la vistieron de doncella con delantal y cofia y se puso por primera vez bajo los focos, pero el director no estaba conforme con la escena y, después de filmar durante dos horas, gritó: «¡No vale!» Al tercer día volvió a ponerse el traje oscuro de la primera vez, y la hicieron pasear arriba y abajo por una calle de cartón piedra enlazada a otras dos chicas con la instrucción de que fingiesen estar divirtiéndose mucho. Así que Greta rió, y rió, y rió sin ganas ni motivo hasta que oyó la palabra «corten». Esa tarde le dijeron que lo había hecho muy bien, le pagaron su salario y le comunicaron que no hacía falta que volviera más.

Su disgusto fue mayúsculo. Le habían advertido de que el suyo era un papel de figurante, pero no podía imaginar que iba a reducirse a tan poca cosa. Arvid intentó animarla, pero su amiga estaba hecha un mar de lágrimas: se había permitido fantasear con ser actriz, y todo lo que había obtenido del invento del cine eran tres días usando zapatos incómodos y una estúpida escena de paseo.

– No te lo tomes así. Ya tendrás otra oportunidad.

Pero ella no lo creía. Por fortuna, habían vuelto a llamarla para hacer un anuncio. De lo contrario tendría que regresar a Bergstróm con el rabo entre las piernas para suplicar que le devolviesen su antiguo empleo en la sección de moda.

Si Greta no había tenido mucho éxito en su primer contacto en el cine, Arvid había caído con mucho mejor pie. Los jefes parecían encantados con su diligencia en las tareas que le encargaban, y su don de gentes le había ayudado a meterse en el bolsillo a buena parte de los miembros del equipo de rodaje. La peluquera se ofreció a cortarle el pelo, el encargado de cocina le guardaba las mejores raciones, el responsable del vestuario distrajo para él un abrigo de paño negro que le quedaba pequeño al protagonista… El joven Soderman era el personaje más popular de aquella familia que se mantendría unida en tanto no acabara la filmación de la película.

A pesar de estar reducido a tareas subordinadas, Arvid estaba encantado con su incursión en el mundo del séptimo arte. Le fascinaba el jaleo que reinaba en el plato, y cómo el caos se tornaba en orden cuando el director daba uno de sus gritos, el silencio sepulcral que se adueñaba de todo mientras duraba una toma, el haz de luz que parecía envolver a los actores, el olor levemente quemado de la película, el ruido inconfundible de la cámara cuando se estaba rodando. En su afán de curiosear, Arvid consiguió que algunos técnicos le enseñaran los rudimentos de su trabajo. André, un operador de origen francés que había conocido a los hermanos Lumiére, le explicó el funcionamiento de las cámaras. El jefe de iluminadores -Olof, un vejete simpático que renqueaba al andar sin que nadie supiese si era culpa de un defecto físico o de su afición al alcohol- le enseñó algunos trucos del manejo de los focos y cómo un correcto empleo de la luz era capaz de multiplicar el atractivo de una persona. El encargado de la escenografía le explicó que moviendo los muebles podía uno cambiar el aspecto de una estancia, y Arvid recordó a su pobre madre, que pensaba lo mismo. Su afán de observación, una rara inteligencia natural y la intuición hicieron el resto: quince días después de empezar el rodaje, Arvid Soderman estaba convencido de conocer al dedillo buena parte de los secretos del oficio de cineasta.

De vez en cuando, Arvid se citaba con Greta y le hablaba de la marcha de la película. Ella le escuchaba con una rara mezcla de melancolía y envidia: en tres días como simple figurante había caído víctima del veneno del cine, pero tenía que resignarse a anunciar sombreros, jabones de olor o galletas para perros.

– Habrá más películas -la consolaba Arvid.

– Ya. Y volverán a ponerme un vestido horrible y a hacer que pasee riéndome como una loca. No, muchas gracias. Ya me han humillado bastante.

El joven Soderman no podía compartir el pesimismo de su amiga, pues consideraba a Greta la más perfecta de cuantas criaturas habitaban la faz de la tierra, y era cuestión de tiempo que un director decidiese convertirla en primera actriz. Desde luego, la protagonista de la película no era tan guapa como Greta, se movía con mucha menos distinción y su mirada no era ni la mitad de profunda que la de la señorita Gustafsson. Y la cabeza de Arvid Soderman empezó a dar vueltas para encontrar la forma de dar un leve empujón al destino.

Una mañana, el director informó al equipo de que las jornadas de rodaje se trasladaban a un palacete del centro de Estocolmo. Aquella casa -una construcción decimonónica con un bonito jardín en la parte trasera, invernadero y grandes ventanales- le recordó a Arvid la que había sido su hogar unos años atrás. Se sorprendió de lo lejano que se le antojaba ya todo aquello, pero en cuanto pisó las alfombras mullidas, en cuanto se vio reflejado en un gran espejo veneciano y oyó el tintineo de cristal de las lámparas que iluminaban las habitaciones, sintió algo parecido a la nostalgia. Aquél era su mundo perdido, y se sintió dichoso por volver a rodearse, siquiera durante unos días, de algunas de las cosas bellas con las que había convivido durante la infancia.

Pero aquella casa hizo algo más: estimular su imaginación para urdir un plan perfecto que serviría de ayuda a Greta. Rodaría otra película aprovechando el decorado y el material de producción. Una película distinta, en la que Greta fuese la verdadera estrella. Luego mostrarían la cinta terminada a un director, o a un productor, para que pudiesen comprobar que el talento de Greta merecía algo más que un triste papel de extra. Y si en Suecia no había nadie capaz de entender su potencial, enviarían la cinta a América… Allí habría alguien sensible a la belleza, al encanto y al talento de una muchacha como ella.

En cuanto lo hubo madurado, Arvid explicó su proyecto a su grupo de incondicionales: no necesitaban gran cosa, les dijo. Filmarían por las noches, cuando ya todos se hubiesen marchado a casa. Gustav, el encargado de los decorados, les abriría la puerta del palacio. André, el camerógrafo, se ocuparía de rodar. Una de las maquilladoras, que estaba secretamente enamorada del francés, se avino a peinar y componer a los actores postizos y a representar un pequeño papel. Otros dos extras accedieron, entusiasmados, a encarar su primera aventura como protagonistas. Olof no vio ningún problema en accionar los focos… En cuanto a Greta, estaba tan asustada por la propuesta como emocionada ante la posibilidad de trabajar como una auténtica actriz. Y así comenzó un rodaje delirante que se iniciaba cada día a las doce de la noche. El equipo entraba en el palacio como una estrafalaria banda de ladrones, y filmaban durante un par de horas utilizando material que se suponía a buen recaudo y que habían sustraído gracias a la buena disposición del encargado del almacén. Arvid, que había ideado una historia cursilona de amores entre un rico heredero y una muchacha pobre, hacía de director. Cada noche de trabajo era una fiesta: lejos de los gritos del realizador de verdad, libres de la presencia amenazadora del productor, aquel puñado de inconscientes lo pasaban en grande jugando a hacer cine. De todos, era Greta la más entusiasmada, la más entregada, la más feliz. Sin ella saberlo, acababa de iniciar una historia de amor con la cámara que estaba destinada a convertirse en leyenda.

Como es lógico, aquello no podía durar. El rumor de que una docena de trabajadores de la productora dedicaba las noches a rodar un filme pirata acabó llegando a oídos de los jerarcas del equipo. Si bien estaban convencidos de que aquella historia tenía que ser una patraña, exigieron a Petschler que averiguase si había algo de verdad en lo que se contaba. Y la noche siguiente, el productor apareció en el plato y encontró una escena que no olvidaría nunca.

Ataviado con un frac procedente de los baúles de vestuario y sentado en una silla de director, el chico de los recados daba órdenes impostando la voz a tres actorzuelos cuyo nombre ni siquiera conocía. Un anciano medio cojo manejaba un foco con total seriedad… y completamente borracho. Aquella estúpida que estaba a cargo del maquillaje canturreaba al oído del franchute, a quien habían dado trabajo por caridad como operador de cámara. De buena gana Petschler la hubiese emprendido a bastonazos con aquella particular corte de los milagros, pero el director de pega acababa de gritar «acción», y pudo más la curiosidad que el deseo de dar su merecido a aquella pandilla de mequetrefes.

– Muy bien, Greta… El hombre al que amas está frente a ti, y acabas de saber que nunca podrás casarte con él… Es el amor de tu vida, pero su familia lo desheredará si seguís juntos… serás su ruina si no le abandonas… Vamos, Greta querida… demuéstranos lo que sabes hacer.

Y Greta lo hizo. En unos segundos rompió con el hombre de sus sueños, le vio marchar con una mueca de dolor que le crispaba la cara, y luego se abandonó a un llanto desgarrado tras derrumbarse en un sillón. Todo el mundo estaba en silencio. Petschler también. Porque aquella descarada que participaba de semejante burla al equipo, a los productores, a la industria del cine sueco y a todo el séptimo arte era la mejor actriz a la que había visto trabajar en su vida… Pero ¿de dónde demonios la habían sacado? ¿Cómo nadie se había fijado en ella hasta entonces?

– ¡Corten! Estupendo, Greta, querida… ¿Te ha valido, André? Perfecto, entonces vamos a rodar la siguiente escena.

– ¡Alto! -la voz de trueno de Petschler llenó todo el set de rodaje. Arvid se dijo que el mismo Thor envidiaría la potencia vocal del recién llegado-. ¿Qué… qué creen que están haciendo? ¿Se dan cuenta de que esto es… esto es un delito? Voy a llamar a la policía… al ejército… Por los clavos de Cristo, voy a hablar con el mismísimo rey Gustavo y haré que todos ustedes terminen en la cárcel, maldita sea.

Era el fin de la fiesta. De pronto, como si acabasen de despertar del más agradable de los sueños, todos aquellos chalados cayeron en la cuenta de lo que habían estado haciendo. Uno a uno, abandonaron sus puestos con la cabeza baja mientras el productor seguía desgranando todo un rosario de horrores por venir… Y entonces, para desconcierto de todos, Greta se echó a reír. No es que la situación le hiciese ninguna gracia: tenía dieciséis años y estaba terriblemente asustada. Pero todo aquello le pareció tan ridículo, tan irreal, tan absurdo, que algo se agitó dentro de ella y la obligó a romper en carcajadas. Nadie dijo nada. Tampoco Petschler, que no pudo por más que avanzar hacia aquella chiquilla risueña que parecía víctima de un misterioso ataque de buen humor.

– ¡No… se… ría…! ¡No se ría ni una sola vez más! ¡No vuelva a reírse en toda su vida, por todos los demonios!

Muchos años después, Eric A. Petschler juraría que al pronunciar esas palabras no pensó en que pudiesen convertirse en una maldición, y menos aún que fuese necesaria la presencia del propio Ernst Lubitsch para romper el misterioso hechizo.

La noticia de que parte de un equipo de trabajo se había embarcado en el rodaje de una película clandestina corrió como la pólvora entre la industria sueca. Por supuesto, los autores del desaguisado fueron despedidos fulminantemente… Todos, menos Greta Gustafsson, que en lugar de la patada en el trasero de los demás recibió una oferta de contrato para rodar una película como protagonista. Años más tarde, un productor sugirió a aquella joven actriz que nunca se reía que cambiase su nombre, demasiado complicado para triunfar en América, por el más comercial de Greta Garbo.

En cuanto a Arvid, se tomó su despido con bastante filosofía. Lo único que de verdad lamentaba era no haber podido acabar la película. En su casa, a buen recaudo, guardaba tres rollos de material sin positivar. Fue casi lo único que eligió llevarse cuando decidió que era el momento de cambiar de aires. Después del escándalo no iba a resultarle fácil encontrar un nuevo empleo en el cine y, aunque posiblemente hubiese podido reincorporarse a su trabajo en los almacenes Bergstróm, tampoco le apetecía mucho volver por allí. Así que dejó Estocolmo para probar fortuna en otro sitio: recordó a los parientes berlineses de su madre, y se dijo que un traslado a Alemania podía no estar tan mal. Vendió la casita familiar con todo lo que tenía dentro, compró un pasaje en un barco que hacía escala en el puerto de Rostock y se marchó a Berlín con una maleta y los rollos de película que había conseguido rodar antes de que se descubriera el pastel. Era todo lo que necesitaba de su vida anterior.

Rudolf Meyer se había criado con la madre de Vanda, pues eran primos carnales y tenían la misma edad. Estuvieron muy unidos hasta que, a los veinte años, ella se enamoró de aquel naviero sueco que la arrastró hacia Estocolmo y a la ruina. La familia Meyer nunca había visto con muy buenos ojos aquella boda, pues Vanda, con su belleza y su renta, podría haber aspirado a un partido mejor. Eso fue lo primero que el primo Rudolf le hizo saber a Arvid cuando le recibió en su casa berlinesa, en una pequeña calle cercana a la Alexanderplatz. Los padres de Vanda habían muerto muy disgustados con su hija, remachó.

– Y en buena hora. Porque se podrá usted imaginar lo que hubiesen sufrido de haber conocido el triste final de mi pobre prima.

Arvid sólo pudo menear la cabeza en un gesto que podía indicar resignación, aquiescencia o simple hartazgo. No había tardado ni cinco minutos en arrepentirse de haber aceptado aquella invitación a comer con todos los Meyer: Rudolf, su esposa Hannelore y sus dos primos, Elke y Markus, que dedicaron al recién llegado una mirada insidiosa y después de los saludos de rigor no volvieron a abrir la boca en la eterna hora y media que duró el almuerzo, aunque de vez en cuando el joven Meyer observaba disimuladamente al recién llegado con una mueca de disgusto en los labios crueles.

– ¿Y cuáles son sus planes, señor Soderman? -era el primo Rudolf quien preguntaba-. ¿Piensa quedarse mucho tiempo en Berlín?

– Bueno, eso es algo que aún tengo que decidir. Pero la ciudad me gusta, así que ¿por qué no?

– ¿A qué se dedicaba en Estocolmo?

No le tembló ni un músculo al contestar.

– A la industria del cine.

Muy a su pesar, los ojos de Elke expresaron cierto interés, pero una mirada de su padre frenó en seco cualquier pregunta que hubiera podido hacer.

– ¡Qué bonito! -la voz monótona de la señora Meyer dejaba claro que hubiese hecho la misma observación aunque su invitado hubiese sido empleado de correos o jefe del servicio de basuras.

– No sabe hasta qué punto, señora Meyer. Es un mundo fascinante.

– El cine no me gusta -intervino el primo Rudolf- ni entiendo que haya tanto loco en las salas viendo esas estúpidas películas. La gente es capaz de cualquier cosa para trabajar menos. El cinematógrafo es un invento del demonio…

Arvid no discutió. Nunca había sido una persona muy beligerante y, además, intuía que el señor Meyer no era de esos hombres con los que resulta enriquecedor mantener un debate.

– En fin -continuó-, supongo que, ahora que ha venido, se hará cargo de una vez de la Colección Meyer.

Soderman no pestañeó. No tenía ni idea de lo que le estaban hablando, pero un sexto sentido le dijo que era preferible que no lo demostrase.

– Ésa es mi intención, sí.

– La verdad, señor Soderman, me extrañó que no lo hiciese a la muerte de su madre.

– Entienda que estaba demasiado trastornado. Luego falleció mi padre, y mi estado de ánimo no me permitía pensar en nada importante. Después, los negocios requerían mi presencia en Estocolmo…

Arvid era consciente de estar hablando como un viejo.

Los cuatro miembros de la familia Meyer lo miraron de arriba abajo… Pero ¿cuántos años tenía aquel jovenzuelo que hablaba con la suficiencia de un magnate?

– Creía… en fin, creíamos que la naviera de su padre les había llevado a ustedes a la ruina…

– Oh, bueno, las cosas nunca son tan malas como parecen al principio. Mi padre tenía buenos amigos que me fueron de gran ayuda para salir adelante. -Arvid trató de no pensar en los días de soledad y de incertidumbre que habían sucedido a la muerte del cabeza de familia-. En fin, las cosas me fueron bastante bien… Pero soy muy joven para quedarme siempre en el mismo sitio, ¿no les parece? Y, después de todo, tengo sangre alemana… Me dije que quizá era el momento de buscar mis raíces.

Se volvió hacia Elke y le guiñó un ojo. La chica, azorada, bajó la cabeza.

– En cuanto a la Colección Meyer…

– Oh, sí, perdone… Como bien decía usted, ya es hora de que me haga cargo de ella.

– Ya, pero es que nosotros pensábamos… En fin… ha pasado tanto tiempo… -Hannelore Meyer retorcía nerviosamente un bonito colgante que llevaba sobre el pecho-. Entenderá que creyésemos que no tenía usted interés en…

Arvid se limpió la boca y ladeó la cabeza, fingiendo pensar muy detenidamente en las palabras de su anfitriona.

– Lo comprendo muy bien. Pero ya ve que no tenía usted de qué preocuparse. Aquí estoy, desde las heladas tierras escandinavas, listo para asumir mis obligaciones. Es lo que mi madre hubiese deseado.

– ¡Su madre de usted nunca se interesó por la Colección!

Arvid hubiese dado un dedo de la mano derecha por saber qué era exactamente la maldita Colección Meyer, pero sabía que no podía hacer preguntas. Sólo le quedaba la opción de huir hacia delante.

– Querida tía, como usted sabrá, mi madre era una mujer muy reservada y poco amiga de manifestar emociones. Pero puedo asegurarle que la Colección Meyer era uno de los motores de su vida. Hablaba constantemente de ella, con mi padre, conmigo y con todo el que tuviese paciencia para escucharla cuando se entusiasmaba con el asunto. -Miró su reloj-. Y ahora, me temo que tengo que marcharme. Tío Rudolf, me pondré en contacto con usted en cuanto me haya instalado. Nos veremos, espero.

Fue su tía quien lo acompañó a la salida. Por la puerta entreabierta, Arvid Soderman pudo escuchar perfectamente el comentario del joven Meyer.

– ¡Es completamente marica!

Arvid se puso el sombrero sin descomponer el gesto. Sí, probablemente lo era. Lo curioso es que, hasta entonces, nadie lo había dicho en voz alta. O, al menos, no delante de él.

Muy a su pesar -o eso le pareció a Arvid-, Rudolf Meyer le puso en contacto con el señor Berr, un abogado que llevaba desde hace años los asuntos de la familia. A Arvid le costó decidirse a hablar con él, y fue retrasando la cita con el pretexto de obligaciones inexistentes que supuestamente lo mantenían muy ocupado. Pero el chico Soderman no tenía nada que hacer en Berlín, salvo pasear admirando las bellezas arquitectónicas de la ciudad y dar vueltas a la cabeza en su habitación de hotel, intentando decidir si el señor Berr era o no una persona de la que fiarse. Cuando al fin lo conoció, lamentó todo el tiempo que había perdido en elucubraciones, pues Berr era alguien con quien parecía posible hablar como se habla a un confesor. Arvid decidió sincerarse: no sabía nada de la colección Meyer, de la que nunca había oído hablar hasta que llegó a casa de su primo Rudolf.

– No me sorprende -contestó el abogado, y se puso unos lentes gruesos que alteraron bruscamente su fisonomía: aquellos espejuelos convertían al grueso y alegre señor Berr en una especie de ratoncito indefenso-. Verá, su bisabuelo, el señor Franz Meyer, era un infatigable viajero y un amante de las curiosidades. A lo largo de su vida reunió una buena cantidad de objetos procedentes de los cuatro puntos cardinales, todos ellos interesantes aunque ninguno especialmente valioso. Cuando otorgó testamento quiso donar su colección al museo de la ciudad, pero el consejo de la institución rechazó el legado.

– ¿Por qué?

– Como le he dicho, la colección de su bisabuelo estaba llena de cachivaches sentimentales, pero no tenían ningún valor desde el punto de vista artístico. El museo no consideró necesario hacer sitio en sus salas a un montón de objetos superfluos. Franz Meyer se disgustó muchísimo, por supuesto, y dispuso que a su muerte la colección fuese repartida entre sus dos hijos. El abuelo del señor Meyer y el suyo obtuvieron su parte, que legaron a la vez a sus descendientes: Rudolf Meyer y su hermana se hicieron con la mitad de la colección. Vanda Meyer, su madre, que era hija única, recibió la otra mitad.

– Nunca me habló de ello -murmuró Arvid.

– No. Porque su madre, como el resto de la familia, estaba convencida de que la herencia del abuelito era sólo un montón de naderías que no valía ni el trabajo que costaba limpiarlas. Usted debía de ser muy joven cuando su abuelo falleció y su madre supo que la mitad de la colección era entonces de su propiedad.

– Señor Berr, mi madre… Bueno, estuvo enferma los últimos años de su vida…

– Estoy al tanto, señor Soderman. -Arvid agradeció que Berr no le hubiese obligado a entrar en detalles-. Y, además, eso no viene al caso. La cuestión es que en los últimos tiempos el valor del legado de su madre se ha multiplicado. Al parecer, su bisabuelo tenía mejor gusto de lo que él mismo creía, y el tiempo ha hecho el resto…

– ¿Qué quiere decir?

– Pues que, como el ser humano es esencialmente estúpido, lo que en 1850 no interesaba a nadie, en 1920 puede ser considerado una antigüedad. -Los ojos de Arvid se abrieron como platos-. No, señor Soderman, no se emocione… No es que esté usted en posesión de un tesoro. Pero los artículos de la colección Meyer han incrementado notablemente su valor. No tanto como para ser exhibidos en un museo, por supuesto, pero sí para suscitar interés y proporcionarle a usted una suma respetable si decide venderlos. Podrá tomar posesión de su herencia en cuanto lo considere oportuno. De momento, échele usted un vistazo. Su parte está depositada en una habitación de esta casa.

Como Arvid había previsto a tenor de las advertencias del señor Berr, la colección Meyer resultó ser un encantador emporio de objetos hermosos e inútiles, desde una silla de montar comprada en Mongolia hasta un tintero chino, un portador de documentos procedente de Birmania o un jarrón de porcelana de Sajonia con las iniciales de su propietario grabadas en oro. Cuando Arvid entró en aquella habitación repleta de pequeños tesoros le pareció estar de visita en la cueva de Alí Babá. De inmediato pensó en su madre: Vanda Soderman hubiese disfrutado lo indecible rodeada de aquella cuidada selección de preciosidades de cuya existencia nunca llegó a ser consciente del todo. Arvid recordó su triste vagabundeo por las tiendas de Estocolmo intentando hacerse con un retazo de la belleza perdida, mientras a muchos kilómetros de allí, en la casa del señor Berr, la esperaba una porción del paraíso.

– ¿Y bien? ¿Qué le parece?

– Que mi bisabuelo era un hombre de muy buen gusto. -Había cogido una cajita de rapé de terciopelo con una escena de caza pintada en la tapa-. No puedo creer que todo esto sea mío.

– Señor Soderman… Celebro que esté contento, pero ya le dije que no debe crearse grandes expectativas económicas…

– No lo hago, créame. ¿Puedo ser sincero con usted? Qué pregunta más estúpida, claro que puedo, es mi abogado… No sé lo que le habrá dicho mi tío, pero no tengo dinero. Le he hecho creer a él que sí… Ese hombre no me gusta, y me pareció divertido tomarle el pelo. He vendido mi casa de Estocolmo, y no poseo nada más que lo obtenido por la venta. En estas circunstancias, mi herencia será de gran ayuda por poco que valga. Aunque -miró a su alrededor y se fijó en un pequeño klim turco de nudo finísimo- confieso que me dará pena desprenderme de todas estas cosas tan bonitas. Pero si puede usted ayudarme a encontrar un comprador, le estaré agradecido.

El señor Berr no dijo nada, pero parecía claro que estaba pensando.

– Señor, ¿ha pensado usted en encargarse personalmente de la venta?

– ¿Cómo?

– Verá, por supuesto, podría localizar a alguien que comprase todo el lote que ha heredado. Así procedió su primo. Pero ese tipo de transacciones no hacen sino disminuir el valor de cada objeto. Sin embargo, si usted vendiese cada artículo por separado… ¿Tiene alguna experiencia comercial?

– Fui dependiente en Estocolmo durante dos años.

Berr describió una amplia sonrisa, la primera en toda la tarde.

– Eso bastará. Joven Soderman, va a abrir usted una tienda de antigüedades.

Tan sólo un mes después, Arvid Soderman inauguraba su negocio en el centro de Berlín. El señor Berr le había ayudado a encontrar un pequeño local en Charlottenstrasse, y allí trasladó todo el arsenal de curiosidades de la colección Meyer. Para Soderman, abrir aquella tienda fue una forma de tocar el cielo con las manos: de pronto, y después de mucho tiempo, volvía a vivir rodeado de todos los objetos casi perfectos que habían marcado su vida hasta que los vientos de la mala suerte hicieron naufragar el destino de los suyos.

Aconsejado por Berr, y una vez que las mejores piezas de su herencia fueron a parar a manos de los compradores, Arvid Soderman empezó a buscar otras existencias para su almacén de curiosidades. Comenzó visitando las buhardillas de Berlín, los sótanos, los trasteros, donde bajo la humedad y la polilla sobrevivían en silencio objetos prodigiosos víctimas de la ignorancia de sus dueños. Tras tantos años en aquella suerte de ley marcial impuesta por su madre, que había alejado de su vista todo aquello que pudiese resultar lejanamente ingrato, Arvid Soderman poseía una especie de radar para hallar cualquier vestigio de belleza por escondido que estuviese. Entraba en las bodegas, en los desvanes, en las habitaciones clausuradas, y un instinto milagroso le llevaba hacia un jarrón de Bohemia desaparecido a medias bajo una costra de polvo, o a un abrecartas con un siglo de antigüedad, o a una mesa de laca china con doscientos años de historia. Soderman compraba a bajo precio, se arriesgaba con las piezas dudosas, intuía la perfección donde sólo había pura roña. Una vez adquirió por una miseria una cubertería florecida por efecto de la mugre, y tras limpiarla descubrió que era en realidad un primor firmado por Peter Behrens, que revendió por una cantidad que multiplicaba por cien a la que había pagado por lo que parecía chatarra.

Fue así como conoció a Henry Faraday, un anticuario londinense que estaba en Alemania en un viaje de placer, aunque su indignada esposa Mavis aseguraba que aquellas vacaciones habían sido en realidad una mera excusa para bucear entre toda cuanta tienda de antigüedades se extendía por territorio germano. Faraday entró por casualidad en el establecimiento de Charlottenstrasse una mañana en que la cosa estaba tranquila, y Soderman tenía tiempo y ganas de charla. Pasaron un par de horas intercambiando anécdotas de sus respectivos negocios, y era casi mediodía cuando Henry recordó que había quedado con su esposa hacía bastante rato. Soderman le propuso acompañarlo a la cita para aplacar el enfado de la señora Faraday, y el inglés aceptó, no tanto porque aquélla le pareciese la mejor solución como porque le pareció de mal gusto rechazar la oferta.

Al final, resultó ser una buena idea. Mavis Faraday simpatizó enseguida con aquel joven delicado de exquisitos modales, levemente afeminado en sus gestos y poseedor de un particular don de gentes. Arvid le indicó cuáles eran las mejores tiendas de sombreros de la ciudad, dónde hacían los guantes de gamuza más finos, qué lugar era el más indicado para encontrar joyas originales o bolsos de piel. La llevó a un almacén de tejidos y consiguió que le vendiesen a precio de coste un fastuoso corte de seda azul, y luego encontró para ella unos zapatos a juego con la tela. Mavis Faraday estaba tan encantada con el querido Herr Soderman que casi olvidó que su esposo la había engañado prometiéndole un viaje de placer cuando lo único que pretendía era visitar anticuarios.

A consecuencia de aquella estancia en Berlín, entre los Faraday y Arvid Soderman surgió una agradable amistad que pronto derivó en colaboración comercial. Una vez al año, Arvid visitaba a sus amigos en Londres y pasaba unos días recorriendo con Henry Faraday pequeños pueblos de la campiña inglesa en busca de trasteros cuyo botín repartirse, y unos meses más tarde era Soderman el anfitrión del anticuario inglés, al que acompañaba en fructíferas excursiones por zonas rurales de Alemania donde hubiese alguna buhardilla que inspeccionar.

Entretanto, Arvid había encontrado su propio sitio en el rutilante Berlín de los años veinte. La ciudad era un hervidero social, un crisol artístico, una maravillosa amalgama de tendencias, gustos y descubrimientos. La vida latía en las calles, en los locales, en las galerías de arte, en los cafés, en los bares y en los restaurantes. Los clubes nocturnos tenían tanta fama como los de París, y los cabarets berlineses eran epítome de la frivolidad y la alegría. Arvid, que en Estocolmo no hacía demasiada vida nocturna -entre otras cosas, porque no podía permitírselo-, descubrió en la noche una particular forma de hedonismo. Aprendió a beber hasta la madrugada, a volver a casa con las primeras luces del alba, a dormirse cuando el día estaba en su apogeo. Su simpatía, su elegancia, su buen humor lo convirtieron en un personaje dentro de la variada fauna noctámbula del Berlín de los locos veinte. Tenía amigos de todo tipo, y era cliente asiduo de cada uno de los locales de moda, desde los clubes más lujosos de la zona del Ku'Damm hasta los sórdidos garitos de Friedrichstrasse y Nollendorfplatz.

Tuvo un puñado de discretos romances con hombres. En el Berlín de la época, la homosexualidad era una especie de pecado venial ante el que se hacía la vista gorda. Arvid no era precisamente enamoradizo, ni tampoco estaba demasiado interesado en los placeres de la carne, pero consideraba que dar rienda suelta a su tímido instinto era casi un paso obligado en aquella época de descubrimientos. El sexo no era algo que le preocupase excesivamente, pero, en caso de necesidad, prefería entenderse con los hombres que con las mujeres. Y pasó de unos brazos a otros hasta que conoció al guapo Erich Kohl.

La culpa, como a ambos les gustaba recordar, la había tenido Greta. Una tarde de 1930, estando Arvid frente a la marquesina de un cine, vio cómo un operario colocaba en la entrada el cartel de Orquídea salvaje, la película que Garbo acababa de estrenar bajo la dirección de Sidney Franklin. Habían pasado tres años desde su llegada a América, y ya empezaban a referirse a ella como «La Divina». Arvid Soderman se quedó mirando el cartel con cierta nostalgia. Junto a él, un hombre alto y moreno imitó su gesto.

– Es guapa, ¿eh?

– Mucho…

– Pues debería verla sin maquillaje. Tiene una piel casi transparente. Parece un milagro.

El desconocido enarcó una ceja

– ¿Conoce usted a Greta Garbo?

– Ya lo creo. Fuimos compañeros de trabajo, y buenos amigos -se interrumpió con una sonrisa-. Vaya, por la cara que pone está claro que piensa que le estoy tomando el pelo.

– Perdone… es que… -Volvió la mirada hacia el cartel.

A Arvid Soderman le daba igual si aquel tipo le creía o no, así que se encogió de hombros.

– Bueno, no le culpo si desconfía. Posiblemente yo haría lo mismo en su lugar. -Le dirigió un saludo con el sombrero e hizo ademán de darse la vuelta.

– ¡Espere un momento! -Le tendió la mano-. Me…

me llamo Erich Kohl. Trabajo en la industria. Soy montador en la UFA. ¿De verdad conoció a Greta Garbo?

Erich Kohl tenía treinta y cuatro años, y había dedicado al cine casi la mitad de su vida. Había trabajado con Murnau, con Wiene y con Fritz Lang, y asistido al auge y al declive de la industria cinematográfica alemana, que, acogotada por la reciente crisis económica, veía emigrar a Hollywood a buena parte de sus mayores talentos. En aquel momento, el señor Kohl estaba inmerso en el montaje de una película dirigida por Sternberg y protagonizada por Marlene Dietrich.

– Dietrich es maravillosa, pero Greta Garbo… -Miró al cielo y emitió un silbido expresivo-. Bueno, no admite comparación. ¿Aún sigue en contacto con ella?

– Nos escribimos de vez en cuando. Recibí una postal suya hace dos o tres meses. Dice que me llamará si viene a Berlín, pero, si quiere que sea sincero, no espero que lo haga. Ahora es una estrella -suspiró- y no es bueno que los dioses se mezclen con los mortales.

Erich Kohl se estrujaba la cabeza intentando alargar un poco aquella conversación. De pronto no tenía ningún interés en perder de vista a aquel al que en un principio había tomado por un cretino mentiroso.

– ¿A qué se dedica usted?

– Tengo una tienda de antigüedades. -Sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio-. Venga a verla un día, si quiere. Buenas tardes, señor Kohl. Y suerte con la película. Marlene Dietrich es fantástica también.

Meses después, convertidos ya en una pareja sólida, Erich confesaría que Arvid sólo le había llamado la atención por su amistad con la Garbo, y Soderman le correspondía diciendo que lo único que de él le interesaba era su condición de experto en montajes de material cinematográfico. Al hablar con él, Arvid había recordado las tres bobinas grabadas con imágenes de Greta que había sacado de Estocolmo y que llevaban ocho años durmiendo el sueño de los justos en un baúl de su casa. Sea como fuere, Erich Kohl visitó la tienda de antigüedades, y Arvid se extralimitó en sus deberes de anfitrión invitándolo a comer. Dos meses más tarde, Erich y Arvid se colaban de tapadillo en los estudios de la UFA para ver juntos, por primera vez, el material grabado por Soderman once años antes en un plato de Estocolmo.

– ¿Qué te parece? -preguntó Arvid.

– ¿Parecerme? Es Greta Garbo, amigo mío. Con eso basta.

Se rieron los dos. Ni uno ni otro habían previsto que podían enamorarse y ser felices al mismo tiempo que en su ciudad, en su país, empezaban a cocinarse acontecimientos que cambiarían para siempre el curso de su historia y de la historia del mundo.

En el verano de 1932, un año y medio después de su primer encuentro frente a un cine, Arvid Soderman alquiló un piso en el mismo edificio de la Opernplatz en el que Erich Kohl poseía un pequeño apartamento amueblado. No se atrevieron a mucho más: cada vez quedaba menos de aquel Berlín permisivo y biempensante de los años veinte, y ninguno de los dos tenía la menor intención de enfrentarse a un escándalo. Así que Arvid se instaló una planta por encima de Erich. Era lo más parecido a vivir juntos que podían permitirse sin renunciar a la discreción.

Fue en aquella época cuando Arvid empezó a decir a menudo que era una pena no hacer algo con la película que había filmado en 1920.

– Tengo dos horas de material…

– Casi todo inservible, perdona que te lo recuerde.

– Sí, pero como alguien dijo una vez, es Greta Garbo y con eso basta. ¿Recuerdas quién fue?

Erich nunca había sido muy firme en sus negativas, así que acabó cediendo al capricho de Arvid y alquiló en secreto un costoso estudio de montaje. Una noche en que iban a cenar fuera, dio al taxi una dirección en el extrarradio.

– Pensé que habías reservado en Konnope…

– Pues te equivocaste. -Le señaló una bolsa que llevaba en la mano-. Aquí está nuestra cena.

Eran un montón de sándwiches de queso y embutido. Aquella noche, bajo la dirección de Arvid, Erich convirtió las dos horas de material en bruto grabadas cuando Greta Garbo era una desconocida en doce minutos y medio de algo que podía ser el inicio de una película. Cuando acabaron era ya de día. Al salir de los estudios les dio en la cara un sol magnífico que se filtraba a través de los árboles de un parque cercano. Arvid llevaba bajo el brazo la película montada, e iba pensando que no era posible ser más feliz.

La conversión de Hitler en Führer y el advenimiento del Tercer Reich los cogió a los dos por sorpresa. Ni a Erich ni a Arvid les interesaba la política. Como ciudadano sueco, Arvid se sentía legitimado para ignorar los avatares de su patria adoptiva. En cuanto a Erich, ni siquiera había votado en las elecciones de 1930. Vivían en su isla particular, casi al margen de cuanto acontecía, convencidos de que los vaivenes del poder no eran cosa suya. Cuando el 30 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado canciller, algunos de sus amigos manifestaron una abierta inquietud por el ascenso de aquel tipo tan escasamente atractivo, que ellos dos conocían a través de las soflamas incendiarias que lanzaba y que proyectaban antes de las películas en las salas de cine. Arvid empezó a fijarse en que, al margen del contenido de sus discursos apocalípticos, había algo terrible en él. Fuese o no cosa de Hitler, Berlín había cambiado, y también el país.

Lo comentó con Erich, que frunció el ceño y se quedó pensando.

– Quizá debería haber ido a votar hace tres años. -Le pasó la mano por el brazo y dibujó una sonrisa clara en su rostro, que conservaba un aire infantil-. Oh, venga, no pongas esa cara. Hitler no me gusta lo más mínimo, pero ¿qué nos importa a nosotros lo que pueda hacer?

Años después, Arvid recordaría aquellas palabras, preguntándose cuántos como Erich las habían pronunciado.

– ¿Qué demonios pasa ahí?

Desde la Opernplatz llegaba un griterío espeluznante. Arvid y Erich se asomaron a la ventana. En la plaza, cientos de jóvenes habían encendido una hoguera y arrojaban libros a las llamas en medio de alegres cánticos, aplausos y risas. La noche de mayo, templada y azul, se tiñó de humo y del olor acre del papel quemado mientras hordas de estudiantes de la Universidad Von Humboldt saludaban con himnos el holocausto de los libros. Erich se apartó de la ventana, pero Arvid se quedó allí, de pie, mirando las llamas y sintiendo una difusa sensación de bochorno, como si, a su manera, todos hubiesen ayudado a prender aquella lumbre. Las noticias del asalto y el saqueo del Instituto de Ciencia Sexual habían llegado sólo cuatro días antes, pero incluso ante aquella evidencia había preferido creer que no había nada grave de qué preocuparse: «No puede ser para tanto, esto es cosa de unos cuantos exaltados». Y en aquel momento, frente a su casa, bajo su ventana, Arvid Soderman intuyó que la hoguera amenazante en la que ardían los libros se había convertido en símbolo del futuro terrible que esperaba al país en el que había aprendido a vivir, a sentir y a amar.

La vida seguía, pero Berlín y la rutina de Erich y de Arvid sobrevivía en una especie de inquietud continua, en la calma insoportable que hace presagiar la inminencia de un desastre. Y, en contra de lo que ellos habían creído, también su pequeño mundo se volvió del revés. Un día supieron que Eldorado, un famoso club de clientela homosexual que habían frecuentado tiempo atrás, había sido clausurado indefinidamente. Semanas después cerraron la revista Die Freundschaft, en la que Erich colaboraba haciendo críticas de cine. A la nueva Alemania no le gustaban los hombres que amaban a otros hombres y obstaculizaban la dispersión de la gloriosa raza aria. Algunos amigos de la pareja habían manifestado su intención de abandonar la ciudad, tal vez incluso el país.

– ¿Y a dónde vamos a ir? -contestó Erich cuando Arvid le planteó la posibilidad de emigrar-. Yo no hablo más idioma que el mío. Tú tienes tu negocio… No somos ricos, Ar, ¿de qué viviríamos? Tal vez otros puedan salir de Alemania y mantenerse con sus rentas… pero nosotros no. Vamos a esperar. Quizá… quizá las cosas se calmen un poco a partir de ahora. Y muchas de esas historias horribles que circulan por ahí… Bueno, quizá son sólo rumores…

– ¿Rumores? ¿Te pareció un rumor lo de la quema de libros? Lo viste igual que yo, Erich… Esto no tiene buena pinta.

– De acuerdo, no la tiene… pero… pero vamos a esperar un poco, ¿de acuerdo? Este país ha vivido momentos muy difíciles… todo el mundo está nervioso. Y es posible que al nuevo gobierno se le estén yendo las cosas de las manos. Démonos unos meses, Arvid… Si la situación no mejora, te prometo que hablaremos en serio de marcharnos. Pero no ahora. Por favor…

Arvid cedió. Y lo hizo por Erich. De no haber estado él, hubiese liquidado de cualquier manera las existencias del negocio para largarse de aquella ciudad, a la que de pronto le costaba reconocer.

Pasaron los meses, y como Erich había augurado, las cosas se sosegaron. Pero era sólo en apariencia. Berlín, como el resto del territorio, flotaba en una paz superficial e inquietante. Cada día llegaban noticias contadas en susurros que hablaban de detenciones, de arrestos, de personas que desaparecían sin dejar rastro e iban a parar a los campos de trabajo. A Arvid le dijeron que el gobierno de Hitler empezaba a concentrar su atención y sus iras en la población judía, a cuyos miembros consideraba enemigos de la nación germana. Ahora dejará de preocuparse por nosotros, pensó, y se sintió un completo miserable por encontrar cierta paz en la angustia de otros.

Una tarde, cuando estaba a punto de cerrar la tienda, Arvid Soderman recibió la visita de Otto Berr. Hacía casi diez años que no veía a su antiguo abogado, así que se sorprendió al verle entrar. Estaba muy cambiado, aunque no tanto como para no haberle reconocido a la primera. Había perdido casi todo el pelo y buena parte de los kilos que le sobraban, y los espejuelos que se ponía para leer parecían haberse vuelto indispensables. Por lo demás, conservaba su aspecto afable, aunque las arrugas de la frente le habían hecho perder parte de aquella expresión beatífica de otros tiempos.

– ¡Señor Berr! ¡Qué sorpresa más agradable!

– No me dé la mano, señor Soderman. Ésta no es una visita de cortesía. Enséñeme una pieza, la que sea. Si alguien nos ve, debe pensar que soy un cliente.

A pesar de su perplejidad, Arvid obedeció de inmediato. Tomó de un estante una lámpara votiva y la puso sobre el mostrador. Berr empezó a hablar sin mirarle, como si toda su atención estuviese concentrada en la pieza.

– No tengo mucho tiempo, señor. Escúcheme con atención: debe usted salir de Berlín cuanto antes…

– ¿De Berlín? ¿Yo?

– Usted y su amigo Kohl. Hace tiempo que les están vigilando…

Berr dio la vuelta a la lámpara con tan poco cuidado que Arvid sintió ganas de reconvenirle por su escasa delicadeza.

– ¿A nosotros…? Pero… ¿quién?

– La Gestapo… Tal vez no lo sepa, pero el Reich ha creado una oficina para combatir la homosexualidad. Por favor, controle su sorpresa… sólo soy un cliente que está buscando un regalo de bodas.

Arvid sintió que le costaba tragar. Se dio la vuelta y cogió otra pieza, esta vez la figura en bronce de un guerrero japonés. La colocó delante de Berr, que fingió examinarla.

– Al frente de la oficina está un tipo despreciable, Josef Meisinger… Es amigo de alguien a quien usted conoce bien. Su primo, Markus Meyer, suele ser su compañero de correrías. Es él quien le ha puesto sobre su pista.

El primo Markus… Arvid tenía que hacer esfuerzos para evocar a aquel muchacho rubicundo y fornido, de piel lechosa y ojos muy claros, al que jamás había vuelto a ver después de aquel almuerzo tan poco amistoso en casa de sus padres. De él le quedaba, como una broma triste, el recuerdo de la frase definitiva con la que lo había calificado sin esperar siquiera a que estuviese en la calle. «Es completamente marica.» Por lo visto, el joven Markus había grabado aquellas palabras con sangre y fuego en el mejor lugar de su memoria.

– Tienen que marcharse de la ciudad… háganlo discretamente. No lleve equipajes aparatosos, finja que se va sólo por unos días, que le ha surgido un viaje de trabajo… o alguna obligación familiar en el extranjero. ¿Dispone de dinero en metálico?

– Tengo algunos miles en casa, en una caja fuerte… y en mi cuenta bancaria hay…

– Olvídese del banco. Si retira una cantidad importante, despertará sospechas. La Gestapo tiene gente en todas partes. Coja lo que tenga a mano e intente recuperar lo que pueda una vez esté en el extranjero.

Levantó la figura como para calibrar el peso, y sus ojos miopes se encontraron con los ojos azulísimos de Arvid Soderman. Tenía las pupilas húmedas de miedo.

– Siento traerle tan malas noticias, señor Soderman.

– No… Se lo agradezco infinitamente… Supongo que me está salvando la vida.

– Eso no lo sabemos ni usted ni yo. Pero me quedo tranquilo si dice que va a hacerme caso.

– Claro… me… nos iremos mañana mismo. Hay un tren a París que sale a las diez y media. Iré ahora mismo a la estación y compraré los billetes… Ya volveremos cuando todo se tranquilice.

– Es una buena decisión.

A Arvid se le ocurrió entonces una idea.

– Señor Berr, quiero que se lleve la lámpara… Es usted un cliente, ¿recuerda? Después de pasar aquí más de media hora, será mejor que no salga con las manos vacías.

El otro asintió con una sonrisa, y arrugó aún más sus ojillos de ratón alarmado. Arvid se reprochó haber dejado pasar tanto tiempo sin recordar a aquel hombre. Envolvió la lámpara con un cuidado exquisito y se la entregó al abogado.

– Aquí tiene, señor… No, por favor, no la pague… La apuntaré en su cuenta, ¿eh?

Fue la última vez que Arvid Soderman vio con vida al señor Berr. Unas semanas más tarde la Gestapo lo detuvo en su propia casa y lo trasladó a un campo de trabajo acusado de colaborar en contra del Reich. Su pista se perdió para siempre en 1938.

Aquel día, Arvid Soderman cerró su tienda un poco más tarde de lo habitual. Recogió su despacho con cuidado, retiró de la caja todo el dinero que había e, intentando creer que estaba exagerando, quemó en la chimenea un montón de notas personales, algunas fotos vagamente comprometidas y cualquier documento del que se pudiesen extraer conclusiones equivocadas o no. Luego tomó el tranvía y se dirigió a la estación central, donde compró dos billetes de tren a París.

– ¿Que nos vamos mañana? Pero ¿por qué?

– Erich, estoy intentando explicártelo… Me ha llegado una información fiable de que en los próximos días las cosas en la ciudad pueden ponerse feas, así que no estaría de más tomarse unas vacaciones.

Había decidido no decir a Erich toda la verdad hasta estar seguros en Francia.

– Pero ¿y la tienda? ¿Y mi empleo?

Arvid no dijo nada, pero Erich pudo leer en sus ojos una compasión que le resultó profundamente humillante. Hacía meses que apenas tenía trabajo. Los estudios habían reducido su actividad, y llevaba semanas sin ser requerido para ningún montaje. A pesar de todo, había decidido mantener la ficción de que seguía estando muy ocupado, tal vez para no enfrentarse a las razones por las que ya nadie contaba con él.

– Bueno, todo el mundo tiene derecho a descansar durante unos días, ¿no? -Se acercó a él y lo tomó del brazo-. Además, hace siglos que queremos conocer París. Este momento es tan bueno como cualquier otro. No me digas que no te apetece salir de la ciudad una temporada… En cuanto a la tienda, me temo que últimamente las ventas han bajado tanto que da igual que abra o que cierre.

El rostro de Erich pareció relajarse un poco.

– Serán sólo un par de semanas… Necesito poner un poco de distancia con todo esto. Llevo unos meses con los nervios de punta. Y París debe de estar precioso. Vamos, Erich, hazlo por mí… Me sentará muy bien, nos sentará bien a los dos. Visitaremos el Barrio Latino, la Madeleine y el Louvre. Iremos en barco por el Sena, beberemos vino de Burdeos y comeremos pato todos los días. Y luego volveremos con un montón de recuerdos que harán que nuestros amigos se mueran de envidia.

Erich sonrió por fin y Arvid supo que la batalla estaba ganada.

– Está bien.

– No hace falta que lleves mucho equipaje. El tren sale a las diez y media. Tomaremos un taxi desde aquí…

– No, prefiero encontrarte en la estación. Si me marcho quiero ir primero a despedirme de mis padres. Haré el equipaje ahora y dormiré en su casa esta noche.

Arvid hubiese querido protestar alegremente diciendo que no merecía la pena despedirse de la familia para pasar unas semanas en el extranjero, pero el corazón no le dio para tanto. Quizá no pudiesen regresar a Berlín en mucho tiempo… Él era un pobre tipo sin familia, pero los padres y los hermanos de Erich tenían derecho a verle aquella noche, quizá por última vez en una larga temporada. Le dirigió una sonrisa satisfecha que ocultaba una inquietud que iba creciendo por momentos.

Arvid Soderman durmió poco y mal. Antes de acostarse, llenó una maleta no muy grande con un poco de ropa, recuperó todo el dinero en metálico que había desperdigado por los cajones de la casa, y a última hora decidió añadir a su equipaje la película que había rodado con Greta y que Erich y él habían terminado, intuyendo que aquel material sería por mucho tiempo el más feliz de los recuerdos de la vida en Berlín. Luego, cuando al fin amaneció, hizo un corto recorrido por el bonito apartamento que había sido su hogar durante los últimos años. Había sido muy dichoso en aquella casa y, sin embargo, ya sólo podía recordar la escena espantosa que había presenciado desde el balcón la noche de la quema de libros. Aquellas llamas, aquel humo espeso, el crepitar del papel ardiendo se habían llevado de un plumazo otras imágenes memorables de quince años de vida feliz. Su Berlín, su Alemania, ya no existían, y en su lugar quedaba una hoguera hecha de libros y un demente que daba alaridos alucinados y al que jaleaba un pueblo galvanizado por la violencia. Eso era todo. A pesar de la incertidumbre, del miedo que le inspiraba la certeza de estar renunciando una vez más a lo que había sido su vida, de saber que se iba con las manos vacías y que dejaba atrás muchas cosas buenas, Arvid Soderman reconoció ante sí mismo que estaba contento de marcharse.

Erich no llegó a la estación. Soderman empezó a ponerse nervioso enseguida, primero repitiéndose que no había motivos para preocuparse -«Aún falta una hora, aún faltan cincuenta minutos, aún faltan cuarenta y cinco, queda tiempo de sobra»-, luego desde la inquietud -«Pero dónde se ha metido este muchacho, qué manía con esperar hasta el final, vamos a perder el tren por su culpa»- y finalmente al borde de la angustia -«No puede ser, tiene que haber ocurrido algo, Erich no se retrasaría tanto sin un motivo»-. Estaba a punto de dirigirse a las taquillas para intentar cambiar los billetes para un tren posterior cuando vio a Frieda Kohl avanzando hacia él.

Frieda era la hermana mayor de Erich, una mujer hermosa y delicada, muy diferente a su robusto hermano pequeño. Arvid sólo la había visto media docena de veces: la familia de Erich toleraba su relación, pero no estaba lo que se dice satisfecha de que el benjamín de la familia compartiese su vida con otro hombre. Así pues, Arvid se sabía tácitamente excluido de las fiestas y reuniones del numeroso clan Kohl. Por eso, cuando vio a Frida supo que había ocurrido algo.

Estaba muy pálida y saltaba a la vista que había llorado. Se dirigió a él con una expresión en la cara que Arvid Soderman supo que iba a ser incapaz de olvidar.

– No espere a mi hermano, señor Soderman…

– Frieda… ¿Qué…?

– Le han matado -la voz se le quebró, y las lágrimas rodaron por su rostro, pero mantuvo la calma-. Ayer vino a cenar con nosotros. Nos contó sus planes para salir de Berlín. Luego dijo que iba a dar una vuelta antes de acostarse. No volvió. Mi padre lo encontró esta madrugada en la puerta de casa. Le habían dado una paliza…

No pudo seguir. Arvid Soderman sintió que un agujero negro se le abría en la mitad del alma. Notó un dolor agudo en alguna parte, aunque no supo precisar dónde, y se sujetó la cabeza con ambas manos en un gesto incomprensible, como si tuviese miedo de que se le pudiese desprender del resto del cuerpo.

– Señor Soderman, tiene que irse -Frieda hablaba muy bajo, con determinación pero sin dureza-. Debe salir de Berlín en este tren. Los que mataron a mi hermano sabían perfectamente lo que hacían. He cruzado la ciudad para decírselo, señor. Sé que usted nunca se hubiese ido sin Erich…

Frieda Kohl buscó las manos de Arvid Soderman y las sujetó. El se dio cuenta de que, hasta entonces, su contacto físico se había limitado a un saludo forzoso en el que la piel apenas se rozaba. Pero esta vez las manos de Frieda habían tomado las suyas y las retenían con firmeza. Se dijo que a Erich le hubiese hecho muy feliz verles así.

– Mi hermano le quería a usted -ahora su voz era un susurro- y… y seguro que usted también a él… Perdone si no le di muestras de entenderlo, señor… Comprenda que es difícil… no nos guarde rencor, ni a mí ni a mis padres… Fueron ellos los que me pidieron que viniese a advertirle… Están desolados, señor… Le desean suerte…

– No me puedo marchar así… ¿Dónde está Erich? Tengo que verle… tengo…

– Le pido por favor que se vaya… Arvid… márchese ahora mismo a París, a donde sea… Mi hermano hubiese querido que al menos usted pudiese escapar… Tal vez no haya otra oportunidad. Tenga… -Le tendió un maletín de cuero, muy gastado-. Son las cosas de Erich… el equipaje que llevaba para reunirse con usted… Quédeselo… Tal vez haya ahí algo que quiera conservar.

El tren silbó, y el mozo de estación señaló cinco minutos para la partida. Arvid y Frieda se miraron durante unos segundos antes de caer llorando el uno en brazos del otro. Ninguno de los otros pasajeros dudó de que estaban asistiendo a una dolorosa despedida entre dos amantes que se decían adiós tal vez para siempre.

– En cuanto llegó a París, Arvid Soderman cablegrafió a mi abuelo. No sé qué decía aquel telegrama, pero fue lo suficientemente explícito como para que los Faraday no sólo insistiesen en que se trasladase a Inglaterra de inmediato, sino que incluso se empeñaron en recogerle en el puerto de Cherburgo para acompañarle en su llegada a Londres. Mi padre, que era entonces un adolescente, me dijo que nunca había visto a un ser que pareciese tan desdichado como Arvid Soderman cuando fue a recibirle a la Estación Victoria. Tenía la piel casi transparente y los ojos hundidos, la boca deformada por una expresión amarga y el aire ausente de quien parece incapaz de reconciliarse con la vida. Al comprar su billete a París, ya había aceptado que el Reich iba a arrebatarle su negocio, su casa y su futuro. Pero nunca, ni en el peor de sus sueños, podía imaginar el pobre Soderman que iban a quitarle también a Erich.

Los Faraday alojaron a Arvid en su casa de Londres, y Henry Faraday hizo algunas gestiones con bancos amigos para que pudiese recuperar el dinero que tenía depositado en dos o tres cuentas en entidades alemanas. No fue posible: habían sido bloqueadas hasta nuevo aviso. Soderman sólo podía disponer de lo que llevaba encima: unos marcos alemanes que, reducidos a libras esterlinas, se convertían en una cantidad risible. Tardó un poco en ser consciente de su delicada situación, y los Faraday no hicieron nada para obligarle a tomar tierra. Llevaba una semana encerrado en casa, sin querer salir ni siquiera a dar los cortos paseos por Hyde Park con los que Mavis Faraday salía a oxigenarse todas las mañanas. Sólo por cortesía hacia sus anfitriones se levantaba de la cama y se vestía, pero luego pasaba la jornada en estado de shock, sin comer apenas y hablando sólo cuando le interpelaban directamente. Sus amigos ingleses decidieron respetar su forma de enfrentarse al dolor. A un dolor cuya naturaleza ellos ni siquiera podían imaginar. Con el paso de los días, y tal y como los Faraday habían previsto, Arvid fue saliendo poco a poco de la nube negra en la que se había instalado. Una mañana espléndida, muy poco habitual en el desapacible otoño londinense, se ofreció a acompañar a Mavis en su caminata diaria por el parque. Ella aceptó, y dio junto a Soderman un corto paseo, sin hablarle, sin hacerle preguntas, sin intentar saber cómo se encontraba ni qué tenía en la cabeza cada vez que se encerraba en su cuarto o buscaba asiento en una silla y miraba al frente en silencio durante horas. Cuando estaban a punto de volver a casa, él se sentó en un banco y se echó a llorar. Mavis Faraday supo entonces que había empezado a curarse.

Cuando el dolor de Arvid comenzó a hacer sitio a la necesidad de seguir viviendo, surgieron los problemas materiales, menos elegantes que la tristeza, mucho más zafios que el desconsuelo, pero completamente ineludibles. Estaba en una ciudad y en un país extraños, sin recursos ni medio de vida. Por mucho que Henry Faraday intentó aplazar aquella conversación, Soderman insistió en tenerla. Necesitaba encontrar un trabajo y, desde luego, una vivienda: no podía abusar por más tiempo de la hospitalidad de sus amigos.

– Mi abuelo hizo entonces lo único que estaba a su alcance para ayudar a Soderman: ofrecerle un empleo como ayudante suyo en Faraday's Things. Arvid decía siempre que fue a la abuela a quien se le ocurrió que, ya que no quería seguir viviendo en su casa, podían habilitarle un pequeño apartamento en la trastienda. Mire a su alrededor, Victoria. Arvid Soderman vivió aquí durante… deje que haga memoria… durante cuatro años. En ese tiempo se convirtió en alguien indispensable para la buena marcha del negocio. El abuelo Henry era un gran vendedor, y contaba con una clientela fiel entre la sociedad de Londres, pero estaba muy limitado en lo tocante a encontrar mercancía. Tenía sus proveedores, sus contactos, por lo general gente ajena al negocio que le avisaban de que en tal o cual pueblo un aristócrata medio arruinado había muerto sin dejar descendencia, o que los herederos de un coleccionista que no quiso otorgar testamento estaban a punto de matarse en el reparto de su legado. Henry sabía sacar partido de las disputas y las casas medio abandonadas, pero ahí acababa todo. Arvid Soderman, sin embargo, era un verdadero sabueso. Se ofreció a encontrar para él objetos de valor, y el abuelo tuvo el buen juicio de darle carta blanca para moverse libremente siguiendo su instinto. Así que Arvid empezó a actuar…

La historia de cómo Soderman proveyó la tienda de antigüedades de las mejores piezas fue, durante años, tema de conversación en las reuniones familiares de los Faraday. Empezó haciendo un reconocimiento exhaustivo de las mejores casas de la zona de Mayfair, Knightsbridge y St. James's Park, y elaboró un listado de ancianos que vivían solos con sus sirvientes. Empezó concentrando su atención en las señoras, a las que abordaba echando mano de su encanto natural, sus modales distinguidos y sus maneras delicadas, y su triste historia de huérfano arruinado al que la vida había convertido en simple dependiente de comercio tras una vida regalada de esplendor y lujo en la lejana Estocolmo. Luego escuchaba con paciencia mineral las historias que aquellas mujeres ya no tenían a quien contarle, y descartaba de sus planes automáticamente a todas las que hablaban con pasión de sobrinos y nietos -por mucho que pasasen temporadas enteras sin verles el pelo-, para dedicarse a las que renegaban de una parentela descastada que ignoraba a la pobre tía anciana y solitaria.

Todas aquellas charlas solían acabar en una invitación a tomar el té en el domicilio de la interesada. Arvid llegaba siempre armado de cajitas de chocolatinas, bouquets de flores o tarros de mermelada de Fortnum & Masón, y aprovechaba la visita para someter la casa y su contenido a un discreto examen, durante el cual demostraba su exquisito gusto elogiando oportunamente las piezas más valiosas de todas las que componían la decoración de los salones. Aquellas mujeres a las que nadie hacía mucho caso y que estaban hartas de que los jóvenes de su familia no apreciasen en su justa medida los muebles de caoba o el servicio de té de plata se rendían ante aquel muchacho menudo y triste, tan bien educado y tan serio, capaz de fijarse en las diminutas incrustaciones de nácar de un joyero de sándalo, en las borlas de terciopelo de un cortinaje o en la pasamanería que adornaba un mantel. Cuando ya no había dudas sobre su buen gusto, Soderman fijaba su atención sobre determinados objetos, los más bonitos, los más valiosos: «Nada me gustaría más que poseer esta figura, señora Connors… Si esta fuente de bronce fuese mía, me consideraría el hombre más afortunado del mundo… ¿De verdad sus sobrinos no están enamorados de esta vajilla de Capodimonte, señora Balliol? Me sorprende usted…» Y era entonces cuando, como si acabase de recibir un soplo de inspiración divina, Soderman hacía una propuesta inverosímil: comprar por anticipado este o aquel objeto para, una vez producido el deceso de su propietaria -«Para el cual, lady Bushmill, espero que falten muchos años»-, hacerse cargo de ella. Por supuesto, pagaría al contado. No siempre la oferta era bien recibida. Algunas la rechazaban, más o menos ofendidas, y hubo una dama que hasta echó a Arvid de su casa con la misma violenta indignación con que Jesucristo había expulsado del templo a los mercaderes que lo profanaban. Pero muchas de aquellas mujeres dieron vueltas a la extraña oportunidad que se les ofrecía para ganar algún dinero sin renunciar por ello a sus objetos más queridos.

Era, Arvid lo había advertido, una inversión a largo plazo. Pero el paso inexorable del tiempo, los fríos inviernos londinenses y hasta la mala suerte fueron llevándose de este mundo a algunas de aquellas damas que habían tenido a bien legar al señor Soderman parte de sus objetos más queridos. Sus parientes, indignados, no podían entender por qué la querida tía Jane o la dulce abuela Rose habían dejado a un desconocido un juego de té de la Compañía de las Indias, la colección de abanicos, el ajedrez de ébano y marfil, el ejército de guerreros de jade. Cuando, en presencia del abogado que daba fe de las últimas voluntades de la finada, los sobrinos, los nietos o los hijos insinuaban que había algo raro en aquel ataque de generosidad con un extraño, un imperturbable Arvid Soderman les mostraba el comprobante de la compra del objeto en cuestión: lo que estaba recibiendo no era un legado, sino el fruto de una transacción completamente legal.

La historia de que un correcto caballero sueco compraba piezas de arte y consentía que siguiesen perteneciendo a sus dueños legítimos hasta el momento del deceso de éstos corrió como la pólvora por los salones londinenses, y muy pronto Arvid Soderman no daba abasto a las invitaciones para visitar casas y husmear, con toda libertad, entre los recuerdos de un montón de ancianos que no tenían reparos en cercenar la herencia de los parientes que los ignoraban, en una oportuna venta preventiva. Tres años después de la llegada a Londres de Arvid Soderman, Faraday's Things había aumentado su catálogo de piezas en venta, y multiplicado sus clientes y sus ganancias.

– Soderman se adaptó bien a la vida en Londres. Hizo amigos enseguida. Mis abuelos temían que la pérdida de Erich pudiera convertirlo en un ser solitario, pero no fue así. Recuperó el gusto por la vida social. Iba al teatro, a cenar, a algunas fiestas… Conocía a todo el mundo y todo el mundo parecía conocerle a él. Mi padre decía que había en Soderman algo irresistible, una especie de simpatía sobrenatural que fascinaba a quien lo trataba. Así que, igual que en su etapa sueca, lo mismo que en Berlín, encontró otra vez su lugar en el mundo. Y entonces Alemania invadió Polonia, y los ingleses entraron en guerra contra Hitler. Soderman lo celebró como si las tropas de su majestad estuviesen cobrándose su propia venganza sobre el Tercer Reich. El bueno de Arvid estaba seguro de que Inglaterra iba a aplastar como a una nuez a los soldados del Führer.

Los Faraday estaban convencidos de que la guerra no iba a afectar excesivamente a su vida diaria. Henry Faraday era demasiado mayor para ser movilizado. En cuanto a su hijo veinteañero, tenía un defecto congénito en la vista que lo incapacitaba para servir en el ejército. Posiblemente, las ventas de la tienda se resentirían… pero en cambio podría ser el momento de hacer buenas compras. Arvid intensificó su actividad de captación de nuevos proveedores, y se encontró con que muchas personas estaban dispuestas a desprenderse de sus posesiones, pues pensaban que la guerra iba a durar eternamente y que el dinero en metálico valía más que todas las exquisiteces del mundo. Los más pesimistas estaban seguros de que las tropas de Hitler acabarían llegando hasta el mismo Londres, así que era preferible vender de cualquier forma las alfombras persas y las arañas de cristal antes de que acabasen adornando el salón de algún oficial de las SS. Cuando en el verano de 1940 la aviación alemana empezó a bombardear la ciudad, Arvid Soderman prácticamente tuvo que correr entre los proyectiles para poner a buen recaudo los centenares de objetos valiosos que había comprado a bajo precio en menos de dos días.

– Cuando los bombardeos se intensificaron, mi abuelo decidió dejar Londres y trasladarse a Oxford. Los Faraday procedemos de esa zona, tenían una casa en la ciudad y además mi padre estaba estudiando en Christ Church College. La tienda se cerraría durante un tiempo, y eso fue lo que debió de decidir a Soderman a acompañarles. ¿Sabe que se empeñó en trasladar parte del almacén a su nueva residencia? Él mismo condujo los ciento veinte kilómetros que separan las dos ciudades a bordo de un camión donde viajaban un montón de cajas que contenían las piezas más valiosas de Faraday's Things.

Los Faraday se instalaron en la casa que poseían en Banbury Road, y convencieron a Soderman para que ocupase la buhardilla del edificio, que tenía una entrada independiente y podía utilizarse como pequeño apartamento. Arvid decoró su nueva vivienda con parte de los objetos que había insistido en poner a salvo de las bombas alemanas. Aquel desván -un dormitorio, un pequeño salón, un cuarto de baño mínimo y una cocina diminuta- se convirtió para Soderman en un remedo en miniatura de su casa natal de Estocolmo, con aquella abigarrada profusión de piezas primorosas que impedían poner la mirada en algo que no fuese indiscutiblemente bello. Así pasaron más de cinco años. Luego, cuando acabó la guerra y los Faraday decidieron volver a Londres para reabrir la tienda y recuperar sus vidas, Soderman sorprendió a todos comunicando que había decidido permanecer en Oxford. Por supuesto que viajaría a Londres un par de veces por semana, pero prefería establecerse allí, en el corazón de la ciudad universitaria, y recuperar cierta independencia. Además, o mucho se equivocaba o las cercanas colinas de los Cotswolds estaban salpicadas de casitas que merecería la pena inspeccionar ahora que la guerra había cambiado el sentido de muchas cosas.

– Siempre pensé que Arvid había decidido quedarse en Oxford para facilitar la incorporación de mi padre a su puesto en Faraday's Things. En 1945 tenía veintiséis años, había acabado sus estudios y planeaba casarse con la que luego sería mi madre. Así que el señor Soderman permaneció en su buhardilla de Oxford, a una distancia prudencial de Londres y de la tienda.

Douglas Faraday buscó su taza de té y apuró su contenido, que debía de estar helado. Victoria pensó que estaba dando por terminada su narración.

– Pero ¿y la película?

– ¡Cuánta impaciencia, Victoria! Quería ponerla en situación, pero veo que no le interesan los detalles.

Ella lo miró enarcando una ceja.

– No me fastidie… Claro que me interesan, pero no…

Alguien llamó tres veces a la puerta, y un segundo después de que el señor Faraday dijese «adelante», la cabeza de la señorita Starck se introdujo en el despacho.

– Ah, está aquí… Pensé que no iba a venir esta tarde.

Ni siquiera miró a Victoria, que se enfadó consigo misma al reconocerse vagamente incómoda. «¿Qué me importa a mí esta mujer?», pensó, aunque enseguida se dijo que lo que le molestaba era que hubiese interrumpido el relato del señor Faraday.

– Buenas tardes, señorita Starck. No sé si recuerda usted a la señora Van Halen… Estuvo aquí el otro día.

La recién llegada dedicó a Victoria un seco movimiento de cabeza y una mirada que hubiese podido helar la mitad de la corteza terrestre. Ella no se dio por aludida y le dedicó una sonrisa radiante. Era algo que se le daba muy bien cuando quería: desconcertar al contrario con una dosis extra de amabilidad. La señorita Starck frunció el ceño y se volvió hacia Faraday.

– La señora Coleman va a venir a buscar un regalo… Se casa su nieta. Quería que usted la ayudase a escoger algo bonito.

Victoria no conocía de nada a la nieta de la señora Coleman, pero apostó cualquier cosa a que a la novia le gustaría mucho más que su abuela le entregase un sobre lleno de libras esterlinas que cualquier chirimbolo de una tienda de antigüedades. Qué manía tiene la gente de regalar las cosas que les gustan a ellos, pensó, y de inmediato notó una corriente de antipatía hacia aquella abuela desconsideraba que, por lo visto, iba a interrumpir su charla con Faraday. Iba a ponerse de pie y a despedirse, pero el anticuario no se movió.

– Señorita Starck, seguro que usted puede atender a la señora Coleman tan bien como yo. Tengo la intención de tomarme la tarde libre…

– Bueno, pensé que estando usted aquí…

– La señora Van Halen y yo estábamos a punto de marcharnos. -Dirigió a Victoria una sonrisa, y ella tuvo que morderse la punta de la lengua para mantener una expresión de indiferencia-. ¿Salimos ya? Se nos hará tarde…

¿Tarde? ¿Tarde para qué? Victoria se sorprendió pensando que le daba exactamente igual. Pensar que la señorita Starck no había conseguido interrumpir la fiesta provocó en ella un pinchazo de alegría. Era una sensación extraña… como la de la adolescente que de pronto se entera de que le han levantado el castigo y le permiten ir al baile.

«Menudas tonterías se te ocurren últimamente, chica.»

Recordó la película, y a Greta Garbo. Para eso había ido allí, para eso se había citado con Douglas Faraday. No podía marcharse sin conocer el final de la historia, por mucho que la señorita Starck se empeñase en aguarle la diversión. Salieron de la tienda taladrados por los ojos gélidos de la ayudante.

«Ya mí qué me importa.»

– Puede decir lo que está pensando. Cuando quiere, la señorita Starck es extremadamente antipática.

– ¿De dónde la ha sacado, Douglas? Parece tan… gótica…

– Regalo postumo de mi ex mujer. Era amiga suya, y cuando aún estábamos casados insistió para que le diese un empleo. No me arrepiento, que conste. Es la persona más eficiente que pueda imaginarse. Pero le gusta tenerlo todo bajo control.

«Incluso a sus amistades», iba a decir Victoria, pero se calló. Además estaba de excelente humor.

– Bueno, y ahora… ¿a dónde vamos?

– Al Garrick, si le parece bien. He quedado allí con unos amigos para ir al teatro, pero aún tenemos un par de horas. Ah, mire, ese taxi está libre.

«Ha quedado con unos amigos.» Había colocado a Douglas Faraday la etiqueta de hombre solitario, y la idea de verlo formar parte de un grupo la desconcertaba un poco. Se sintió muy tonta… ¿Por qué no iba a tener el padre de Jan una vida social? No era tan mayor. Era una persona agradable, de eso no cabía duda… Muy educado, buen conversador, incluso simpático. Y se conservaba más que bien. A buen seguro, todo un enjambre de atractivas solteras, divorciadas y viudas revoloteaban a diario alrededor de él igual que en otro tiempo lo habían hecho en torno a su hijo… ¿Sería Douglas un Casanova entrado en años, como lo hubiera sido Jan de no haberse casado?

«No serás capaz de preguntarle eso, Victoria Suárez…»

Se instalaron en uno de los bares del club. A aquella hora, las cuatro de la tarde, el Garrick estaba bastante más animado que la noche anterior.

– Voy a pedir un té completo… ¿Le apetece?

En un segundo, ante los ojos de Victoria se organizó un admirable despliegue de sándwiches de pepino y de salmón, pastelillos franceses, bollos de pasas, crema y mermelada de fresa, y un aromático earl grey que sirvió el propio Faraday.

– Muy bien… Le estaba contando que Soderman decidió quedarse en Oxford y usted insistía en saber qué pasó con la película. Verá, en los años siguientes, la vida de Soderman cambió bastante. Para sorpresa de todos, tomó la decisión de matricularse en la universidad para seguir la carrera de Letras. Sus amigos no daban crédito. Iba camino de los cincuenta años, y no parecía la mejor edad para empezar a estudiar, pero se tomó el asunto muy en serio y debió de convertirse en un excelente alumno, pues acabó su licenciatura y con buenas notas. Dedicaba la semana a las clases, y el sábado y el domingo recorría en su coche los pueblos de los alrededores para encontrar gangas con las que nutrir el catálogo de la tienda de la que seguía siendo socio. Venía a Londres un par de veces al mes para entregar al abuelo y a mi padre sus nuevas adquisiciones, pero por lo que ellos me contaron apenas se quedaba en la ciudad más de dos o tres horas. Un día dijo al abuelo que quería comprar la buhardilla que ocupaba. Supongo que él se enfadó: no necesitaban aquel desván, en realidad no necesitaban la casa de Oxford, puesto que casi nunca iban por allí, pero él insistió y el abuelo acabó por ceder, entendiendo quizá que Arvid Soderman quería sentirse completamente independiente, y eso implicaba dejar de vivir de prestado. Pasó el tiempo. El abuelo Faraday murió en 1954, cinco años después de que yo naciera. El día de su funeral fue la primera vez que tomé conciencia de la existencia de Arvid Soderman. Mi madre dijo siempre que no era posible, pero le aseguro que recuerdo el momento exacto en el que entró en nuestra casa y abrazó llorando a la abuela Mavis. Era un hombre delgado y no muy alto, enteramente vestido de negro, con el pelo de un blanco deslustrado, y la piel tan clara que se le transparentaban las venas. Llevaba una corbata de luto sobre la camisa almidonada, un bastón en la mano que no necesitaba para caminar y un anillo de oro en la mano izquierda. Sí, Victoria, aquella tarde lo conocí, y fue también esa tarde cuando entendí que no era verdad eso que me habían dicho de que los hombres no lloran. En contraste con la sobria tristeza de mi padre y los parientes del abuelo, Arvid Soderman sollozaba abiertamente por la desaparición de su amigo. Aquella fue toda una lección para mí.

Aunque posiblemente al niño Faraday le hubiese gustado cultivar su trato, en los años siguientes apenas vio a Arvid Soderman, que se convirtió en una especie de pariente lejano que le enviaba generosos regalos por Navidad y por sus cumpleaños y del que se contaban historias sorprendentes que formaban parte de los recuerdos familiares: su amistad con el abuelo Henry, las tardes de compras en Berlín junto a la abuela Mavis, su huida de Alemania, las mil y una argucias de las que echaba mano para proveer de las mejores piezas a Faraday's Things… Tras la muerte de Henry Faraday, las visitas de Soderman a Londres se espaciaron mucho más, y al final era ya su hijo Michael quien se trasladaba a Oxford de vez en cuando para recoger el fruto de sus siempre ventajosas transacciones.

Pasó el tiempo. Douglas Faraday se convirtió en un muchacho destinado a heredar el negocio de la familia, y fue enviado a París al acabar la escuela secundaria para perfeccionar el idioma francés que hablaba sólo a trancas y barrancas. Allí se enamoró por primera vez y de la mujer menos indicada, y sus padres tuvieron que obligarle a volver a Inglaterra. Tres meses más tarde empezaría los estudios superiores en Christ Church College, en la Universidad de Oxford, donde su padre y su abuelo habían sido alumnos destacados en una época que era cada vez más lejana.

Fue Mavis Faraday quien informó a Arvid Soderman de que el nieto de Henry estaba a punto de trasladarse a la ciudad. A él le costó creer que el tiempo pudiese pasar tan deprisa, y de inmediato se puso a disposición de los Faraday para cualquier cosa que el joven Douglas pudiese necesitar durante su estancia en la universidad.

– Yo no tenía el menor interés en citarme con Soderman ni con nadie que perteneciese a la órbita de mi familia. En aquel momento los odiaba a todos. Me sentía víctima de la incomprensión, la injusticia, el destino y demás zarandajas. Estaba en plena convalecencia del abandono de Mischa y tenía la sensación de que el mundo entero se había puesto en mi contra. Pero la abuela Mavis me había dado instrucciones precisas: el señor Soderman me esperaba el día de mi llegada a las cuatro en punto para tomar el té en el Hotel Randolph. Y allí me fui, mustio y de un pésimo humor, preparado para soportar a un vejestorio que seguramente tenía la intención de sermonearme como ya habían hecho mi padre, mi madre y mi abuela.

Pero no lo hizo. Arvid Soderman había sido juzgado tantas veces que se declaraba incapaz de convertirse en la conciencia de nadie, y en lugar de un anciano cascarrabias desgranando reproches acerca de su mala cabeza y su escaso sentido de la responsabilidad, Douglas Faraday encontró a un adulto afectuoso y compasivo que se compadeció del dolor de su corazón en lugar de quitarle importancia. «Ah, Douglas… es terrible. No hay pena más grande que la que nace del amor perdido. Y te lo digo por experiencia.»

– Era exactamente lo que necesitaba escuchar. Llevaba días enteros oyendo a adultos que me tachaban de estúpido por haberme enamorado de quien no debía, y de pronto allí estaba aquel hombre mayor que no sólo se apiadaba de mí sino que decía entender y respetar mi sufrimiento. Como puede imaginarse, le abrí el corazón. Le hablé de Mischa, y de lo que sentía por ella, y hasta le confesé que me había abandonado. Él dijo entonces que sabía perfectamente lo que es esperar a una persona que no va a llegar nunca, y me contó su propia historia: me habló de Erich, de aquella triste mañana en Berlín, de Frieda Kohl, que le dio la noticia más terrible de su vida mientras un mozo de estación anunciaba la salida del tren. Fue así como supe que Arvid Soderman era homosexual. Aún ahora me sorprende la naturalidad con la que, a mis dieciocho años, asumí que los protagonistas de aquella historia de amor eran dos hombres. Tal vez era mucho más maduro de lo que mi familia pensaba. Tal vez me habían educado mejor de lo que yo creía. O tal vez es que la desdicha nos vuelve más sabios, más comprensivos… y también más buenos.

A partir de entonces, entre Arvid Soderman y el único nieto de Henry Faraday se inició una curiosa amistad que duró hasta la muerte del primero. Durante la semana, el joven Faraday iba a sus clases, estudiaba, redactaba sus trabajos y se reunía con su tutor de Christ Church. El viernes y el sábado participaba de la vida universitaria en los pubs y en los colleges vecinos, entrenaba con el equipo de remo de la universidad e intentaba olvidar a Mischa en sus primeros escarceos con otras estudiantes. Pero en las mañanas de domingo, indefectiblemente, Douglas Faraday se unía al señor Soderman en sus excursiones por la campiña, que tenían como objetivo localizar nuevas remesas de material para la tienda. Por lo general comían juntos en algún pub de los pueblos vecinos y luego, antes del té dominical, regresaban a la ciudad. Para Soderman, aquellos paseos fueron al principio una forma de vaciar de amargura el corazón herido, pues cada vez que intentaba contar a sus contemporáneos su historia de amor con Mischa, éstos pretendían sólo obtener detalles procaces de la iniciación en los misterios del sexo de mano de una mujer madura, y nunca se mostraron muy interesados por lo que el episodio había tenido de hecatombe sentimental. Arvid Soderman sí. Mientras los chicos de Christ Church y los compañeros en el equipo de remo querían saber cómo tenía las nalgas Mischa Laurentin, Soderman se interesaba por el color exacto de sus ojos. Cuando sus amigos le preguntaban si su patrona en París no ponía problemas a la hora de subir a una mujer a la habitación, el sueco prefería enterarse de si habían paseado juntos por la Isla de San Luis o si habían escuchado a los músicos callejeros en los puentes del Sena. Arvid Soderman se quedaba en silencio cuando Douglas, al borde de las lágrimas, recordaba su peregrinaje por París en busca de una pista de Mischa. Sus colegas, sus compañeros, le decían que había tenido mucha suerte al librarse de ella tras la aventura: «Imagínate cómo sería tu vida si hubieses seguido con ella y un día te dieses cuenta de que estabas viviendo con una verdadera momia.» Por frases como ésa dejó Faraday de hablar de Mischa delante de la gente de la universidad, y reservó para Arvid Soderman las lamentaciones y los buenos recuerdos.

Pasaron las semanas, y una noche, después de haber participado en una fiesta y bailado con media docena de muchachas en flor, Douglas se dio cuenta de que hacía muchas horas que no pensaba en Mischa. Cuando se lo comentó a Soderman, él sonrió.

– Por eso sobrevivimos. Porque un día empezamos a olvidar. Y eso es lo que nos salva, Doug. Espero que no cometas el error de sentirte culpable por eso. El ser humano nace con el derecho a ser feliz, y ese derecho implica también una obligación. La felicidad es también una cuestión de voluntad, de perseverancia. Recuerda siempre que no hay nada de malo en querer estar vivo.

Él lo estaba. Posiblemente, no se había librado del todo del recuerdo de Erich, pero desde hacía tiempo mantenía una relación con un profesor de Historia Moderna que era miembro del Trinity College. No vivían juntos -Austin Peters tenía sus habitaciones en el college-, pero se veían casi a diario, y el profesor solía llevar a Arvid como acompañante en las celebraciones académicas.

Douglas no tuvo mucha ocasión de tratar a Peters. Era un hombre serio y callado, aparentemente tímido, de expresión algo triste. Cuando Soderman los reunió una tarde frente a la mesa del té en el apartamento de Banbury Road, Peters estuvo muy correcto, pero trató al invitado de Arvid con esa amabilidad distante que ejercitan con maestría los buenos ingleses. Estuvo irreprochable, pero gélido. Correcto, pero en absoluto simpático. Hizo a Douglas media docena de preguntas cuya respuesta estaba claro que no le interesaba, emitió algunos comentarios corteses sobre la excelencia de Christ Church College y elogió sin pasión alguna el programa de estudios que había elegido. No se ofreció a ayudarle si necesitaba algo en su carrera, apenas tocó el té y se marchó exactamente una hora después de haber llegado. Arvid Soderman no volvió a hacerlos coincidir nunca más.

– Tardé mucho en entender que Peters estaba celoso. Sí, eso fue lo que ocurrió: aquel hombre de sesenta años veía a un joven junto a la persona a la que amaba y se sentía inseguro y vulnerable. En aquel momento hasta me hizo gracia… ahora me doy cuenta de que no hay nada divertido en el sufrimiento de otra persona. Y supongo que, aun sin quererlo, causé algún daño a Austin Peters.

Victoria hubiese querido decirle que lo entendía. Que, a lo largo de los años, las amantes, las novias, incluso la esposa de Jan, habían tenido que pagar la cuota de dolor provocada por aquella amistad que sólo para ellos dos era pura, era limpia y no tenía matices ni dobleces. La idea de que ella y Douglas Faraday pudiesen estar unidos por el destino común de la incomprensión y -sí, por qué no admitirlo- un cierto sentimiento de culpa le provocó una sensación muy rara.

«Sí, señor Faraday, tenemos en común algo más que una pérdida dolorosa. Algo más que a Jan.»

– El profesor Peters no fue el único en desconfiar de Soderman y de mí. Mi amistad con un hombre mayor y solitario que vivía en una buhardilla y recorría las colinas mercadeando con chismes antiguos dio para más de una conversación a la salida de las clases. Cuando lo supe no me afectó, ni mucho ni poco. Ahora me sorprendo al recordar la naturalidad con la que pasé por encima de todos aquellos comentarios venenosos, lo poco que me importaba ser objeto de rumores malintencionados. ¿Sabe? Creo que, a los dieciocho años, yo era un muchacho bastante interesante.

Igual que Jan, pensó Victoria. Jan, que tenía sus propias normas para todo, que hacía oídos sordos a las opiniones ajenas, que vivió siempre como quiso, que siempre tomó la decisión correcta, la más justa, aunque a veces no fuese la más sencilla… En ese momento, el recuerdo de Jan se volvió tan intenso que Victoria sintió una especie de sacudida.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí, claro… Es que… hace un poco de calor aquí…

Faraday le tendió un vaso de agua, que Victoria apuró pese a no tener sed.

– ¿Mejor?

– Sí. Continúe…

– Mi amistad con Soderman duró toda la vida. Fue una especie de abuelo de repuesto, un familiar postizo… o un ángel de la guarda, según se mire. En los años de Oxford se convirtió en mi confidente, mi aliado o mi defensor, en función de lo que yo necesitara. Fue él quien me acompañó a Londres para justificar ante mi padre los dos primeros suspensos de mi vida, fruto, seguramente, del despiste del inicio de la vida universitaria. Él me enseñó a conducir y luego me regaló mi primer coche. Arvid dio el visto bueno a mi primera novia -una preciosa pelirroja de Edimburgo- y él también me aconsejó que la dejase cuando le confesé que empezaba a aburrirme con ella pero no quería romperle el corazón. Cuando acabé el segundo curso me regaló un billete de avión a Roma, y cuando conocí a Jenny fue la primera persona que se dio cuenta de que no debía dejarla escapar. Durante años, estuvo presente en todos los momentos importantes de mi vida… pero también en los más insignificantes. Eso es la amistad, supongo.

Douglas Faraday acababa de cumplir treinta años cuando Arvid Soderman enfermó. Se tomó su sentencia de muerte con una serenidad envidiable: «Soy casi octogenario y me han pasado tantas cosas que puede decirse que he tenido bastante -dijo, mientras Faraday intentaba asimilar la noticia-. El mundo no es tan grande, querido Douglas. Hay que ir haciendo sitio a los que vienen. Y aún tengo tiempo para dejar bien arregladas algunas cosas.»

– Fue entonces cuando me habló de la película. No sé si alguien supo de su existencia antes que yo. Quizá el abuelo Faraday compartió el secreto, pero ni siquiera estoy seguro. Para Arvid, aquella filmación de Greta Garbo era mucho más que una curiosidad valiosa, y es posible que quisiese evitar que alguien bienintencionado intentase convencerlo de que debía venderla.

Una tarde de otoño en que Faraday había acudido a visitar a su amigo enfermo -ya estaba casado, y vivía en Londres con su esposa-, Arvid Soderman le dijo que había algo que quería enseñarle. Ante la sorpresa de Douglas, montó un proyector de cine con la rapidez de un prestidigitador, y colocó en la bobina una cinta enorme. Apagó las luces, y en la única pared blanca de la sala -las otras prácticamente desaparecían bajo cuadros, tapices, esmaltes y relojes antiguos- se proyectó brevemente una historia inconclusa protagonizada por la inconfundible Greta Garbo.

– Nunca antes me había hablado de su amistad con Greta, ni de su extraña infancia en Estocolmo o de su trabajo como dependiente en unos grandes almacenes. Hasta entonces, Arvid había actuado como si su vida hubiese empezado en una tienda de antigüedades berlinesa y junto a Erich Kohl. La historia de cada persona tiene muchos capítulos, y Soderman se había guardado aquél para su particular canto del cisne. Me dijo que a su muerte quería legarme todas sus pertenencias. No le pregunté por Peters, aunque luego me enteré de que habían roto poco después de diagnosticarle su enfermedad. Nunca supe si fue el profesor quien le abandonó a él, o si fue Arvid el que eligió pasar solo los últimos meses de su vida. En cualquier caso, Soderman quería hacerme su heredero. El pequeño apartamento que había pertenecido a mis abuelos, cada uno de los objetos que había atesorado en los últimos años, su participación en Faraday's Things… todo sería mío cuando él muriese. No le pregunté por qué. Tal vez lo encontraba obvio: Arvid no tenía familia, así que… ¿qué mejor que poner sus posesiones en manos de un amigo? Me dijo que podía hacer con todo aquello lo que mejor me pareciera. Sólo me pedía un favor: que no vendiese la película y, un día, la legase a mi hijo. Eso fue lo que hice, Victoria. Le di a Jan la posesión más preciada del mejor amigo que tuve.

Victoria no dijo nada. Miró a Faraday y luego sonrió. Jan aseguraba que, cuando Victoria sonreía así -cosa que ocurría en ocasiones muy contadas-, era capaz de iluminar una habitación. Douglas Faraday, que no lo sabía, estaba pensando lo mismo.

– Es una historia increíble… No podía imaginar que…

– ¡Douglas!

Una mujer de edad mediana se acercó a ellos. Lucía un elegante vestido malva y una cartera de piel de cocodrilo. A Victoria le llamó la atención el extraordinario color plateado de su pelo, que llevaba cortado a la altura de las mejillas, como las flapper de los años veinte. O como Mischa…

– ¡Emma! ¿Ya son las seis? Qué rápido pasa el tiempo.

Acércate, ven… Te presento a Victoria van Halen, una amiga española…

La recién llegada le tendió la mano y ladeó la cabeza como para verla mejor. Sin saber por qué, a Victoria le molestó aquella curiosidad tan mal disimulada.

– ¿Van Halen? Suena muy poco latino…

– En realidad es el nombre de mi marido. -Se volvió hacia Douglas-. Bueno, gracias por su tiempo. Debería…

Justo en ese momento, un grupo entró en el salón y se dirigió hacia donde estaban. Él hizo las presentaciones: eran dos matrimonios amigos. Todos saludaron a Victoria con cierta efusividad, pero aunque fueron algo más discretas que la tal Emma las mujeres también escudriñaron disimuladamente a aquella extraña que se había colado de rondón en lo que consideraban su terreno. «Quizá estas tres cacatúas hayan estado marcando con orina el perímetro en torno al Garrick», pensó Victoria, y se le escapó una sonrisa al pensar que, por primera vez en mucho tiempo, era ella el espíritu inexperto, la nota discordante por anacrónica, el verso suelto de una reunión, y se sintió estúpidamente joven.

– Vamos al Hampstead -dijo uno de aquellos hombres, un tal Lockwood-. ¿Le gusta Harold Pinter? Tenemos entradas para Silence.

– La crítica no ha dicho cosas muy buenas.

– La crítica no tiene ni idea. -«He aquí a un fanático de Pinter», pensó Victoria-. ¿Le gustaría venir con nosotros, señora Van Halen? Hemos comprado un palco y nos sobran dos asientos.

Se hizo un silencio que sólo duró un segundo pero que bastó para que aquellas tres mujeres fulminasen con la mirada al autor de la invitación. Estaba claro que no querían compañía. El instinto batallador de Victoria surgió de algún lugar: «¿Y si digo que sí? La señora Lockwood no hablará con su marido hasta el día de Navidad, por lo menos…»

– Es muy amable, señor Lockwood, pero ya había hecho planes para esta noche. -Se volvió hacia Faraday y le tendió la mano-. Douglas, gracias por todo. Ha sido una tarde estupenda.

Acompañó la declaración con un aleteo de pestañas muy poco casual y se sintió perversa: «Si no queréis caldo…»

– La acompaño a tomar un taxi.

No hablaron hasta llegar a la calle.

– No sé quiénes son sus amigas, pero creo me detestan…

– No… ellas no…

– ¡Oh, vamos, es una broma! En serio, Douglas, mil gracias por contarme la historia entera. Ha sido estupendo escucharle. Y es usted un gran narrador… Mischa le habría fichado para uno de sus personajes en el teatro. Debería probar suerte como actor.

– Lo pensaré. Tal vez cuando me jubile…

Se rieron brevemente.

– Jan hubiese disfrutado con la conversación de esta tarde. De hecho, estoy convencida de que le habría hecho muy feliz haber tenido ocasión de conocerle a usted de verdad.

Le pareció que la mirada de Douglas Faraday se nublaba un poco y se arrepintió de haberse puesto tan trascendente.

– ¿Cuándo se marcha?

– Pasado mañana. Es hora de volver a la vida real, ¿no le parece?

Él no contestó.

– Me gustaría despedirme de usted…

Se quedaron en silencio.

«No me gustan las despedidas. No me gusta decir adiós. No me gustan las escenas de película.»

– Le haré una visita en la tienda. -Le estrechó la mano otra vez-. Ha sido un placer, Douglas.

Un taxi pasó justo en aquel momento, y Victoria entró tan deprisa como pudo. Tuvo la sensación de que Douglas Faraday se quedaba mirando el coche mientras se alejaba, pero prefirió no volverse para comprobarlo.

«Pues esto es todo, chica.»

– ¡Tía Vi!

– ¡Victoria! ¡Aquí!

Shirley y Solange estaban en el vestíbulo del hotel, pero ella ni siquiera las había visto al entrar.

– Pareces en las nubes, querida…

– No, yo… estoy cansada… Llevo todo el día trabajando.

– Espero que tu amiga te haga un buen regalo. Te has pasado las vacaciones ayudándola… No me parece muy considerado por su parte, la verdad. Pero eso no es cosa mía, así que no diré nada. Ah, mira, ahí está Margaret.

Marga agitó la mano en dirección al grupo. Victoria la encontró más guapa: había perdido peso en las últimas semanas -es la única ventaja de los disgustos, pensó, que al final siempre adelgazan- y llevaba un vestido de color azul oscuro que le sentaba muy bien.

– Hola, Victoria. ¿Cómo te ha ido hoy?

– Estupendamente. Creo… creo que hemos terminado.

En los ojos de Solange se dibujó un interrogante tan mal disimulado que Victoria se puso nerviosa.

– Qué bien. Así tendrás libre el último día. ¿Cenas con nosotras?

Victoria no tenía ganas de cenar con nadie. Lo que de verdad le apetecía era comprarse una tarta de chocolate gigante y tal vez un kilo de helado de crema, y comérselo de una sentada mientras veía alguna serie intrascendente en la televisión por cable. Pero no se atrevió a tanto.

– Claro. ¿A dónde pensabais ir?

– A un steak house que nos han recomendado.

«Genial. Uno de esos reductos que apestan a barbacoa y salsas grasientas donde sirven solomillo requemado a precio de buey de Kobe.»

– Muy bien. Me apetece comer carne. Dadme cinco minutos, ¿de acuerdo? Los zapatos empiezan a hacerme daño.

– Espera, tía Vi… te acompaño arriba, tengo que coger una cosa.

Solange no dijo nada hasta llegar al ascensor.

– No me digas que habéis roto…

A Victoria debería haberle hecho gracia la preocupación de la adolescente, pero se sentía algo cansada para seguir con la broma que ella misma había iniciado. No pensaba fabricar una nueva ficción a la medida de una chiquilla con la cabeza llena de pájaros que estaba convencida de que tenía un amante londinense.

– Algo así…

La expresión de Solange era ahora absolutamente contrita.

– ¿Estás bien?

– Sí… son cosas que pasan… Ya sabes, esto no podía durar…

Solange se quedó en silencio y la abrazó.

– Ya sabes que puedes contar conmigo, tía Vi… Estoy de tu parte.

«Pobre niña. No puedo explicarte que no necesito contar con nadie, que no ha pasado nada.»

Nada de nada.

Entonces, ¿por qué abrazaba a Solange como si de pronto necesitara aferrarse a algo?

Como Victoria había previsto, el steak house era incómodo y extremadamente ruidoso. Los asientos de falso terciopelo estaban desgastados por el uso, y la luz era tan intensa y tan blanca que parecía perfecta para dar el golpe de gracia a alguien con dolor de cabeza. En las mesas había familias con niños, grupos de veinteañeros devorando T-bones y alguna pareja despistada que acababa de darse cuenta de que aquél era el lugar menos romántico del mundo. Victoria se compadeció de ellos, y esperó que no se tratase de una primera cita, pues aquel local inhóspito era capaz de aniquilar cualquier perspectiva de romance.

– Aros de cebolla, alitas con salsa barbacoa y fingers de queso… ¿Algo más para empezar?

– Mamá… Eso es una bomba de grasa…

– No empieces otra vez, Marga. Me quedan dos días de vacaciones y me trae sin cuidado la salud. Cuando llegue a casa empezaré a cuidarme, comeré ensaladas y pescado a la plancha y haré ejercicio todos los días. Vivo a cinco minutos de la playa, así que prometo recorrerla un par de veces cada mañana.

A Victoria le faltaba algún dato para entender los buenos propósitos de la madre de Marga.

– ¿La playa? Pero, Shirley…

– No volveré a Madrid, Victoria. Me quedo en Inglaterra. Cuando os vayáis vosotras tomaré un autobús a Bournemouth y me libraré de otro viaje en avión… ¿No lo sabías? Bueno, claro, es que estos días casi no te hemos visto el pelo…

Marga dedicó a su madre una mirada definitiva: «Cá-lla-te.»

– Ha sido estupendo pasar esta temporada a vuestro lado… en Londres, y también en Madrid. Y voy a haceros una confesión. -Se volvió hacia Victoria-: Aunque al principio me costó trabajo, has acabado por caerme bastante bien… Tú y esta señorita tan guapa que espero que venga a visitarme a Bournemouth…

Shirley… con su pelo cardado, su generoso escote de mamma italiana, sus uñas pintadas de colores imposibles, su pronto invencible y aquella tierna vulgaridad suya que acababa despertando simpatía. Había tomado la mano de Solange y la apretaba sin que la chica hiciese nada por desasirse. Había una calidez nada artificiosa en aquel momento, pensó Victoria, y se dijo que a Jan le hubiese gustado ser testigo de la escena. Shirley ofreciendo a diestro y siniestro la pipa de la paz, y Solange aceptando sin el menor reparo una profunda calada. Parpadeó. «No se te ocurra emocionarte ahora, chica.» No en aquel momento y menos aún en un lugar horrible que apestaba a chuletón achicharrado y patatas de bolsa.

– Bueno, Shirley, tú tampoco estás tan mal cuando se te conoce -para Victoria, hablar era el único modo de huir del sentimentalismo-. De hecho, estás bastante bien. Y, si tu amigo el psiquiatra accede a recetarte alguna más de esas pildoras maravillosas, quiero que sepas que serás muy bienvenida en mi apartamento de Nueva York.

Ahora le tocaba emocionarse a Shirley, pero ella no lo disimuló, sino que disfrutó del momento y buscó un pañuelo de papel para secarse los ojos en un gesto deliberadamente teatral.

– Muchas gracias, querida… No te prometo nada, pero agradezco la oferta… Es muy bonito por tu parte.

– Creo que voy a vomitar -dijo Solange-. No soporto tanta cursilería junta. Creo que me caíais mejor cuando os llevabais mal.

Se rieron las cuatro.

– Esto se parece un poco al final de una película, ¿verdad? -Marga, cómo no, insistiendo en el momento emotivo-. Han pasado tantas cosas desde que Javier murió…

– Y lo que te queda, Marga… En cuanto regresemos a Madrid tendrás que participar en la entrega pública de la película. ¿Ya sabes qué significa eso? -Había que evitar a toda costa que siguiese hablando de Jan, pues iría derecha al pozo de las lágrimas-. Significa fotos, entrevistas, cámaras de televisión y toda la fanfarria que vuelve locos a los americanos.

– ¿Tú crees?

– No conoces a Herder, ni a sus asesores. Montarán un show al más puro estilo Hollywood con el que salir en todos los informativos de costa a costa. No pongas esa cara. Serán sólo unas horas, y cuando todo acabe serás un poco más rica y podrás olvidarte de las preocupaciones económicas.

El camarero llegó con los entrantes: aros de cebolla crujientes y aceitosos, alitas cubiertas por una salsa marrón capaz de subir el colesterol sólo con olerla, barras de mozzarella fundida y una ensalada César con la que aliviar la mala conciencia del exceso. «Pues nada, de algo habrá que morirse.»

– ¿Y tú, Victoria? ¿Qué vas a hacer?

– Volveré con Herder a Nueva York en cuanto acabemos con el paripé de la entrega de la película. Tengo trabajo allí. Se supone que debo hacer lo posible por convertirme en la perfecta esposa de un senador. Ayudaré a recaudar dinero, pediré el voto para mi marido, aguantaré a un montón de pelmas y a lo mejor hasta inauguraré supermercados.

– ¿No te da pena?

Era Solange quien preguntaba, pero quizá sólo ella y la propia Victoria entendían el significado de la pregunta. No te da pena vivir con un hombre al que ya no quieres, no te da pena tirar la toalla, no te da pena renunciar a ponerte el mundo por montera y enfrentarte a todo, empezando por ti misma… Victoria se obligó a sonreír.

– Claro que no. Será una experiencia. A lo mejor hasta me divierto. Quién sabe, quizá mi marido llegue a presidente. ¿No os parece que yo sería una primera dama estupenda?

Sólo Marga se dio cuenta de que la voz de Victoria no era la de siempre. Se miraron las dos, y Vic recordó a Jan. Él hubiese sabido perfectamente lo que estaba pensando. Pero su mujer, la bondadosa Marga, solamente podía intuir que algo no iba bien. Hubo unos segundos de silencio.

– Buenísima. -Shirley parecía estar evaluando sus posibilidades-. Eres guapa y tienes buen tipo, y un gusto increíble para la ropa. Que conste que lo pensaba incluso cuando me caías mal. Esa Michelle no te llega ni a la suela del zapato. Sigo sin fiarme de ella, ya os lo dije. Victoria quedaría estupendamente en la Casa Blanca. Sería como Jackie… Bueno, mucho mejor que Jackie, porque ella tenía un padre borracho y no sé si sabéis que su hermana era un poco ligera de cascos… ¿Tú no tienes hermanas así, verdad?

Volvieron a reírse, pero sólo Shirley y Solange eran sinceras. Justo en ese momento, como si se tratase de un milagro, el móvil de Victoria empezó a sonar.

– Es un número de Londres… Perdonadme.

Salió fuera, para escapar del estruendo de las conversaciones y los platos.

– Hola.

– Victoria… Espero no molestarla.

Era la voz de Douglas Faraday. Algo -pero ¿qué exactamente?- cambió de sitio dentro de Victoria.

– No, claro que no… ¿Qué tal Pinter?

– Terrible. Esta vez, Lockwood va a tener muy difícil su defensa.

Victoria se rió. No es que Faraday hubiese dicho nada muy divertido, pero su risa era sincera.

– Escuche, voy a hacerle una propuesta… ¿Le gustaría acompañarme a Oxford mañana?

Un silencio. Victoria se dio cuenta de pronto de que también en la calle había ruido: coches que pasaban, charlas en voz alta, música de un guitarrista callejero, el repiqueteo de una máquina de palomitas… Sin saber por qué agradeció toda aquella banda sonora de la ciudad.

– Verá, me avisaron cuando usted se marchó… Mañana tengo que visitar a una dienta… La señora Coleman.

La señora Coleman… aquella abuela desalmada que iba a comprar a su nieta una antigualla como regalo de bodas.

– Ya.

– Se ha empeñado en hablar conmigo antes de decidir lo que va a comprar. Vive en Bourton. Está muy cerca de Oxford, y he pensado que tal vez a usted le gustaría acompañarme a la ciudad y conocer la casa de Arvid Soderman. Allí… allí hay algo que creo que le gustaría ver.

– Y, naturalmente, no puede anticiparme nada…

– Claro que no. Ya sé que sólo su curiosidad va a librarme de hacer el viaje solo.

– Me tiene bien calada, ¿eh?

– Vamos, anímese. Le enseñaré la ciudad. Podemos almorzar por allí, si quiere. El pub de CS Lewis sirve buenas comidas. Y, usando mis privilegios de antiguo alumno, la llevaré a visitar Christ Church College…

– No siga. Parece que quiere venderme algo.

«¿Y qué dirán sus amigas, Douglas? ¿Qué opinará Emma cuando sepa que está tentándome para pasar el día conmigo?»

La máquina de palomitas lanzó al aire una nueva remesa de rosetas de maíz, y el chisporroteo recordó a Victoria los fuegos artificiales.

– Me encantaría, Douglas. Nunca he estado en Oxford.

– Entonces, decidido. Nos veremos a las nueve en el andén de la estación de Paddington.

– ¿No puede contar nada de lo que va a enseñarme? ¿Ni una pista?

– No. Y menos ahora, que ya la he convencido. Hasta mañana.

Cuando Victoria regresó al comedor, Marga y Solange se dijeron que acababa de recibir una buena noticia. Shirley no. Estaba demasiado ocupada mojando en kétchup aquellos aros de cebolla blandengues y pringosos, y pensando aún en la posibilidad de relacionarse, en un futuro lejano, con el presidente de Estados Unidos.

Victoria llevaba despierta desde las siete de la mañana. Había desayunado ferozmente ante la incredulidad de Solange -«Tía Vi… ¿dónde lo metes?»- y tardado más de lo habitual en decidir qué ponerse. La hija de Jan -«Dios mío, la nieta de Douglas»- la observaba, divertida.

– Entonces, ¿te ha llamado otra vez? Vi, es una historia preciosa… Está intentando recuperarte, ¿no lo entiendes? ¿Cómo es? ¿Es guapo? Oh, daría cualquier cosa por poder vigilaros por un agujerito…

«Solange, si supieses lo nerviosa que me estás poniendo…»

– Afortunadamente, eso está fuera de tu alcance. -Recogió el monedero y un pañuelo para el cuello-. No digas más bobadas y aprovecha el último día en la ciudad. Os veré esta noche en la cena. Pásalo bien. Adiós.

Cuando Victoria llegó a la estación de Paddington, Faraday ya estaba allí. Lo observó durante unos segundos desde lejos. El cabello abundante, el rostro anguloso, aquella nariz perfectamente definida, los labios finos, la silueta precisa… Era exactamente igual que jan. Sin embargo, el corazón de Victoria jamás se había acelerado al acudir a una cita con su amigo, y aquella mañana le parecía llevar en el pecho la aldaba de una puerta que se negaba a abrirse. Se concedió unos segundos más para observar a Douglas sin ser vista. Quería ser testigo de su impaciencia, verle mirar el reloj, pasear nerviosamente por el andén. Cuánto tiempo, pensó, cuánto tiempo hacía que no le importaba a ella cómo la aguardasen. Cuánto tiempo que no se le alborotaba el pulso al saber que alguien la esperaba.

«Jan… Si pudiera contarte… si pudiese hablar contigo sólo unos segundos…»

Douglas acababa de descubrirla. Levantó la mano en un saludo discreto, y ella apuró el paso.

– Buenos días, Victoria.

– Buenos días… ¿Llego tarde?

– No… Mire, ahí viene nuestro tren.

Faraday había sacado los billetes. Se acomodaron en los asientos. El tren era moderno y no excesivamente confortable. «Con lo bien que hubiese quedado hacer el viaje en el Orient Express.»

– ¿Qué compró al final?

– ¿Cómo?

– Su clienta, la señora Coleman… Buscaba un regalo para su nieta…

– Un reloj de sobremesa. No, no ponga esa cara. Pienso exactamente lo mismo… La novia tiene veinticinco años. Imagine cómo se habría quedado usted de haber recibido semejante regalo de bodas.

– Bueno, un tío de mi marido me envió un collar para perros hecho de piel de cocodrilo… y ni siquiera tenemos mascota. Toda la familia de Herder me hizo llegar cosas muy sorprendentes…

– ¿Por ejemplo?

– A ver, déjeme recordar… Una peluca confeccionada con pelo de una anciana tía fallecida… Un penacho de plumas que había pertenecido a un jefe indio auténtico… Un «detente, bala» de la guerra civil americana.

Los ojos de Douglas se abrieron desmesuradamente.

– ¡Me está tomando el pelo!

Victoria se echó a reír.

– Por supuesto. Pero lo del collar para perros es verdad, se lo juro. -Pareció quedarse pensando-. No es para tanto. Tenía cuarenta años cuando me casé. A esa edad, los regalos de boda no importan mucho… De hecho, ni siquiera las bodas importan…

– Eso suena muy cínico.

– Pero completamente real. -Pareció que dudaba antes de hacer la pregunta-: ¿Y qué hay de usted?

– ¿Quiere saber qué me regalaron en mi boda? En mi primer matrimonio, muchas cosas prácticas: vajillas, cuberterías, juegos de sábanas… las cosas que necesita una pareja joven.

– Se llamaba… ¿Jenny?

– Sí. Estaba loco por ella. Fui el novio más feliz de la historia. Aquello no duró mucho, por desgracia. Tuvo un accidente de coche tres días antes de nuestro quinto aniversario de boda.

– ¿Y… su segunda mujer… Deirdre?

– No pronuncie ese nombre sin comprobar que hay cerca una ristra de ajos… o una estaca de madera.

– Caramba, Douglas… ¿Y por qué se casó?

– Porque me sentía solo. Fue Deirdre como podía haber sido otra. Una gran lección, por otra parte: aprendí a la fuerza que una compañía equivocada es mucho peor que cualquier variante del aislamiento.

«Un tipo práctico. Alguien capaz de enmendar sus errores con toda naturalidad. Es usted un ejemplo, señor Faraday.»

– ¿Y usted, Victoria? ¿Por qué sigue casada?

El rostro de Victoria reflejó un profundo desconcierto al tiempo que se teñía de un rubor indomable. «¿Cómo demonios sabe…?»

– Perdone… Jan… Bueno, Jan me dijo… Oh, por Dios, no puedo creer que le haya preguntado eso…

Victoria se rió. La tribulación del señor Faraday le pareció más divertida que cualquier sentimiento provocado por la sorpresa que acababa de llevarse. Él seguía disculpándose, pero la risa de Victoria sirvió para desdramatizar el momento.

– Acabo de traicionar todo lo que soy, Victoria, mi buena educación… mis principios… Incluso a mi ADN. Un verdadero inglés jamás se hubiese atrevido a mostrar interés por algo tan privado…

– Quizá no es usted un verdadero inglés…

– Espere, tiene razón… Cuando era pequeño tenía miedo de ser un niño adoptado… Quizá mis padres me trajeron de cualquier otro lugar… de alguna isla perdida poblada por seres indiscretos y maleducados.

Victoria volvió a reírse. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Y era un alivio saber que las cartas estaban boca arriba. Le pareció oír la voz de Jan: «¿Desde cuándo eres tan transparente, chica?»

«Oh, al cuerno con todo…»

– ¿De verdad Jan le habló de mi matrimonio?

– Sí. Me dijo que no estaba usted contenta.

Se quedó un rato pensando, con la mirada fija en las suaves colinas que se adivinaban a lo lejos.

– Pues, Douglas, su hijo tenía razón.

Londres había quedado atrás, y el tren empezaba a aventurarse por los primeros paisajes de la campiña. Para cambiar de tema, Douglas se sintió en la obligación de glosar las bellezas del campo inglés. Le habló de los pueblos de Surrey, de las aldeas idílicas de la zona de Oxfordshire que Arvid Soderman recorría en busca de antigüedades a precio de ganga. Victoria escuchaba, sonriendo. La mención de Arvid parecía haberle devuelto el buen humor.

– ¿No tiene una fotografía? De Soderman, quiero decir… Lo ha descrito tan bien que me gustaría ver alguna imagen suya.

Douglas Faraday dibujó una sonrisa exactamente igual a la de Jan.

– No estropee la sorpresa… Le dije que el viaje merecería la pena. No le haría perder la jornada en Londres sólo para comer en un pub y visitar un colegio. -Consultó su reloj-. Ya falta poco. Llegaremos a Oxford en veinte minutos.

Tomaron un taxi para ir al centro. En verano, Oxford es un hervidero de turistas y estudiantes de idiomas que, durante un par de meses, juegan a ser miembros de una universidad mítica. Pero el Oxford del mes de agosto es sólo un mal remedo de la ciudad durante el curso académico, con sus clases magistrales, los seminarios en la Institución Tayloriana, las tardes en la Biblioteca Bodleian, los conciertos del Sheldonian, los recitales en las capillas, las conferencias de premios Nobel y aquella fauna particular de profesores togados y alumnos henchidos de orgullo, que se pasean por las calles soñando con el futuro -mezclados sólo a medias con el pueblo: «The town and the gown» -mientras dan gracias al destino, que les permite formar parte de una comunidad académica legendaria.

– Bueno, ¿por dónde empezamos? ¿No tenía usted que ir a algún lugar a ver a su clienta?

– Así era. Pero la señora Coleman llamó esta mañana para anular la cita. -Faraday hizo su declaración mirando hacia el suelo.

– Pero entonces…

– No me pareció un motivo para suspender el viaje… Hubiese sido una pena que se marchase de Londres sin ver lo que quiero mostrarle…

– Por no hablar de su College…

La risa bailó en los ojos de Faraday.

– Por supuesto… Y, ya que lo ha mencionado, ¿le parece que empecemos por allí y dejemos lo mejor para el final?

Justo en ese momento las campanas de una iglesia sonaron para marcar las once de la mañana. Fue como si aquel tañido hubiese llenado de gozo la ciudad entera.

– Las campanas de la Magdalena -dijo Faraday-. Recuerdo la primera vez que las escuché con atención. Llevaba ya dos meses en Oxford, pero había estado demasiado ocupado para caer en la cuenta de que vivía en un lugar muy hermoso. Había pasado el día estudiando en la biblioteca Tayloriana, y salí de allí cuando las campanas daban las tres de la tarde. Justo en ese momento empezó a nevar… No había nadie por la calle, estaba yo solo, con toda la ciudad para mí, las campanas sonando, la nieve empezando a cuajar… Miré a mi alrededor, y por primera vez desde que estaba en Oxford fui consciente de la belleza de los edificios, de esta iglesia, de los colegios… Fue… fue como una revelación. Han pasado cuarenta y tantos años y recuerdo perfectamente lo que sentí en aquel momento. Una verdadera epifanía. Ríase, ya sé que suena tonto.

– ¡No! Me encanta cómo cuenta las cosas… Jan era exactamente igual que usted, un chico capaz de emocionarse con las campanas de una iglesia. Nadie en sus cabales se reiría de algo así. -Pareció dudar antes de seguir hablando-. No sabe cuánto me alegro de haber venido.

Y, para rubricar sus palabras, siguiendo una repentina inspiración cuyo recuerdo le haría temblar las rodillas durante mucho tiempo, Victoria enredó con su brazo el brazo de Douglas Faraday y así, enlazados, llegaron a las verdes praderas del Christ Church.

Si Victoria había esperado que el padre de Jan fuese uno de esos ex alumnos corporativistas que salen al mundo como si estuviesen obligados a difundir eternamente las bondades de su antigua alma máter, se equivocó. Douglas Faraday le mostró el colegio bajo la óptica de un observador imparcial, capaz de señalar a la vez la delicadeza de la fuente de Mercurio y la extrema frialdad de los corredores, que era una tortura recorrer en invierno. Hablaba sin nostalgia de su etapa de estudiante, de la que recordaba con la misma intensidad el bello espectáculo de la catedral bajo la helada que las tristes colaciones servidas en el inmenso comedor presidido por los dibujos de Alicia y el espíritu de Lewis Carroll. No parecía particularmente emocionado al recorrer otra vez los escenarios de su juventud, el marco en el que había vivido durante una época perdida que no podía recuperarse. Aquel colegio había sido su residencia, no su hogar, y lo mostraba con el escaso orgullo con el que un cocinero sirve un plato que ha guisado otro: como si toda aquella belleza no tuviese nada que ver con él. Esa forma de distanciarse de las cosas materiales era también muy propia de Jan, pensó Victoria, y se dijo que ni siquiera habiendo crecido junto a él hubiese podido parecerse más a su padre.

– Venga por aquí.

Había un cartel en el que se prohibía el paso muy claramente. Aquel pequeño jardín de césped liso y bien cortado -ni un trébol, ni una margarita, ni una mala hierba- separaba la zona privada del colegio de la abierta a los turistas que peregrinaban al Christ Church durante el verano en busca de las huellas de sus huéspedes más ilustres.

– ¿Privilegios de antiguo alumno?

– Algo así. Un viejo amigo es miembro del college y le he dicho que le haríamos una visita. Nos espera en su despacho.

Faraday hizo sonar dos veces un antiguo llamador de bronce. La puerta de madera se abrió con un chirrido, y Victoria se sintió partícipe de un fugaz regreso en el tiempo. Desde las sombras de un despacho se erguía, amistosa, la figura de Lyndon O'Rourke, profesor de Lengua y Literatura Inglesa y fellow de Christ Church College.

– ¡Douglas Faraday! Ya me explicarás qué buen viento te trae a Oxford. Llevo siglos sin verte por aquí. -Se volvió hacia Victoria-: Ignora las cenas de antiguos colegiales, desprecia las competiciones de veteranos… Ni siquiera asiste a la Oxford Cambridge… Como ex alumno es un verdadero fracaso.

Esperó a acabar su corta lista de reproches para tender la mano a Victoria.

– Soy Lyndon. Y usted es Victoria van Halen.

– Encantada.

– Soy yo quien está encantado, si ha conseguido arrastrar a Douglas hasta Christ Church. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez, Doug? ¿Cinco años?

– No tanto

– Que sean cuatro y medio. -Se volvió a Victoria-: Me llamó ayer porque quería enseñarle a usted el colegio, y las habitaciones privadas de los profesores son parte del espectáculo.

– Lyndon…

– Y yo también, Victoria. Soy un arquetipo: un profesor viejo y solitario en una rancia universidad inglesa que vive entre libros intentando inculcar un poco de sabiduría a unos jóvenes cada vez menos interesados por cualquier cosa que pueda enseñarles. Vamos, pasad. Tomaremos un jerez, ¿eh? Nunca bebo cuando estoy solo, y a lo mejor por eso me gusta tanto recibir visitas. Esto está muy aburrido durante el verano. Sólo malditos turistas y cientos de zoquetes intentando aprender inglés. Por lo demás, Oxford es un erial. Hasta las bibliotecas están cerradas. Pero poneos cómodos.

El despacho olía a cuero y a ceniza. A papel mojado. Olía a humo de cigarro y a jerez seco, a té con leche, a tinta de pluma, a madera, a alfombra vieja. Olía a muchos años de trabajo, de lecturas, de exámenes corregidos, de reuniones tutoriales con alumnos. El escritorio casi desaparecía bajo una gruesa capa de libros abiertos y papeles garabateados.

– Soy muy desordenado -confesó el profesor Rourke.

– Yo también -lo consoló Victoria-. Y, por principio, desconfío de las mesas de trabajo en las que no hay papeles.

La cara de Rourke se iluminó con una sonrisa.

– Me gusta tu amiga, Doug. Me ha dicho que da clase en Estados Unidos. Es española, ¿no? Tengo tres alumnos españoles. Buenos chicos. Eh, Doug… ¿Cómo está Deirdre?

– Lyndon, nos separamos hace años.

El se dio una palmada en la frente y se volvió hacia Victoria.

– ¿Ve como hace siglos que no nos vemos? Por cierto, enhorabuena, muchacho… Tu mujer… ajá… tu ex mujer… era una verdadera bruja. Vamos a brindar por ella, ¿eh? Que le queden muchos años por delante para amargar la vida de algún otro pobre idiota. No te ofendas, Doug. Lo digo con respeto, ya lo sabes…

Pasaron con Lyndon Rourke una hora delirante. El profesor era un personaje extraordinario, que en unos minutos puso a su invitada al tanto de todos los detalles del funcionamiento de la universidad y su trabajo en el Departamento de Literatura, pero también le habló del Douglas Faraday que él había conocido y de los años que habían pasado juntos tras los muros del college. Habló de aventuras galantes, de inofensivas borracheras, de campeonatos de remo… Rourke hilaba unas historias con otras y ponía la mímica al servicio de la narración en un alarde de expresividad inconcebible en un inglés. Victoria no pudo evitar comparar aquel divertido ejercicio de nostalgia con las aburridas conversaciones que mantenían los antiguos condiscípulos de Herder en Brown.

«¿Y eso qué tiene que ver? ¿Por qué te acuerdas de Herder precisamente ahora?»

El profesor Rourke se despidió de ellos pasadas las doce.

– Tengo una absurda comida familiar… Mi hermano y mi cuñada están convencidos de que soy un pobre desdichado y me invitan a almorzar cada dos por tres. Creen que no tener familia es como padecer algún tipo de invalidez… Ah, con lo bien que estaría yo en mi casa con un bocadillo… O yéndome a comer con vosotros por ahí.

– Llame a su cuñada y póngale una excusa. Pensaré algo si quiere, soy muy buena en eso.

– Gracias, Victoria, pero entonces tendría que ir a cenar, y a partir de las nueve prefiero no existir para nadie. -Le tomó la mano y se inclinó para amagar un beso caballeresco-. Me ha gustado mucho conocerla. ¿Volveremos a vernos?

El despiste de Lyndon Rourke no le permitió darse cuenta de la mirada fugaz que intercambiaron Douglas y Victoria.

– No lo creo, profesor. Me marcho mañana. Pero le dejaré mis señas por si alguna vez viene a Nueva York. Ha sido un placer.

Salieron. Hacía uno de esos extraños y preciosos mediodías del verano inglés en que la lluvia ha renunciado a aguar la fiesta y el sol brilla con una rara plenitud. Empezaba a hacer calor y el cielo azul marcaba una hermosa frontera con el verde intenso de los árboles.

– ¿Qué le ha parecido?

– Un hombre encantador. Y tan divertido…

– Me alegro de que lo haya pasado bien. Y ahora, vámonos a comer al pub antes de que se llene de turistas. Ayer reservé la mesa, no quería acabar comiendo en la barra.

Una mesa reservada. La vista al colegio, la copa de jerez en el despacho de un profesor… Douglas Faraday había preparado aquella excursión con tanto esmero que más bien parecía una cita.

«Ni se te ocurra pensar cosas raras. Ni se te ocurra, Victoria. Y recuerda siempre que te vas mañana.»

Pero, entretanto… ¿Qué había de malo en pasarlo bien?

Porque era eso lo que estaba haciendo. Divirtiéndose como llevaba siglos sin hacer.

El Eagle and Child estaba lleno de gente, pero gracias a la previsión de Douglas Faraday tenían una mesa cerca de la salida al jardín trasero.

– ¿Le gusta?

– Mucho.

– Lo habrá visto en media docena de películas. Ahora, en agosto, está un poco descafeinado, pero debería verlo en invierno, con menos parroquianos y la chimenea encendida, mientras hace frío fuera. Cuando llueve, es una bendición refugiarse aquí. Los pubs pierden encanto con el buen tiempo. Dígame qué le apetece tomar.

– Cualquier cosa. No tengo mucha hambre.

– La sopa de almejas está buena… ¿Quiere cerveza o prefiere vino?

– Pídame una stout. Hace años que no bebo una.

Les trajeron dos pintas de cerveza cubiertas de una espuma amarga y cremosa. Victoria levantó la suya con un guiño.

– Salud. Por Arvid Soderman, que no tenía ni idea de cuántas cosas iba a arreglar.

– Por Arvid Soderman. Y, en general, por todos los buenos amigos.

Bebieron. En torno a ellos zumbaban media docena de idiomas, y en las mesas vecinas los turistas consumían enormes pedazos de pastel de carne, pudding de Yorkshire y salchichas con puré de patata. Victoria se alegró de haberse decidido por la sopa.

– Douglas… ¿Qué fue lo que Jan le contó?

– ¿Cómo dice?

– Sobre mí y sobre Herder.

– Oiga, ha sido una torpeza hablar de ese asunto. Nunca debí…

– Por favor. Me interesa más de lo que cree…

Le dio un trago a la cerveza.

– Pues no puedo recordar las palabras exactas… Comprenda que estaba recibiendo demasiada información al mismo tiempo… Pero Jan se reconocía preocupado por usted. Me dijo algo así como… como que estaba atrapada en un matrimonio infeliz.

Victoria se rió.

– Una frase digna de una película de Greta Garbo, ¿eh? Su hijo sabía ponerse dramático cuando quería. De acuerdo, no diga más. Es que… ¿sabe una cosa? Yo nunca hablé a Jan de lo mal que iban las cosas con Herder.

La sopa de almejas llegó en ese momento. Tenía un olor picante y un bonito color rojo. Faraday ayudó a hacer sitio en la mesa, y esperó a que el camarero se marchase para volver a hablar.

– Pensé que usted y mi hijo se lo contaban todo.

«Te ha pillado.»

– Y así era, pero en los últimos años… Bueno… no había tanta ocasión para charlar largo y tendido. Además, a él no le gustaba Herder, así que… yo no le hablaba de él, y Jan no preguntaba nada que estuviese relacionado con mi marido.

– Ya veo.

– ¿Sabe? Creo que nunca reconocí delante de Jan que había dejado de ser feliz con Herder porque sabía lo que iba a pasar a continuación. Su hijo no se habría limitado a escucharme y dejarlo estar. Me hubiese obligado a actuar, a tomar decisiones. A cambiar. Y eso es algo que no quiero hacer. Y, para que no tenga que preguntar por qué, se lo diré yo: me asusta la idea de estar sola.

«Enhorabuena, chica. Por fin lo has dicho en voz alta.»

Douglas Faraday meneó la cabeza.

– Me resulta difícil imaginarla a usted asustada…

– Ya. No es el único. Le sorprendería saber cuántas cosas me dan miedo. Lo que pasa es que no pienso mucho en ellas. -Meneó suavemente la cabeza-. Así que Jan lo sabía… sabía que lo de Herder no iba bien… y nunca me dijo nada.

– Tal vez estaba esperando que llegara la ocasión…

Se miraron con tristeza y pensando lo mismo: que uno nunca sabe si esa ocasión que esperamos nos va a ser arrebatada por algo más fuerte que nosotros. Hubo un silencio, y Victoria notó que las manos se le quedaban frías.

«Diga algo, por favor. Lo que sea.»

– ¿Ve esa esquina? Tolkien se sentaba allí. Una vez estuve bebiendo cerveza con él.

– ¡¡No!!

– Sucedió en mi segundo año en la universidad. Mis compañeros y yo entramos en el pub. El estaba solo, leyendo… Era ya bastante mayor. Recuerdo que me pareció una tortuga… una vieja tortuga con cara de pocos amigos. De pronto, uno de los chicos empezó a cantar una de esas canciones idiotas que tanta gracia nos hacen cuando somos jóvenes. Entonces, Tolkien nos miró… Tardamos un poco en darnos cuenta de quién era. Sólo vimos a un anciano que nos dirigía una mirada terrible con aquellos ojos arrugados…

Los turistas que esperaban una mesa perdieron toda esperanza de hacerse con la que ocupaban Faraday y Victoria. Él seguía contando cómo Tolkien pidió silencio para seguir leyendo, justo cuando Victoria acababa de darse cuenta de que el aire que llegaba de la terraza traía un suave olor a flores.

Tomaron café en el Randolph, donde Soderman y Douglas Faraday habían iniciado su particular historia de amistad. El salón estaba lleno de ancianos apacibles y silenciosos que parecían haber encontrado en el hotel su particular burbuja.

– Victoria… entre usted y mi hijo nunca hubo… en fin…

«¿Tú también, Bruto?»

– No. Jamás de los jamases. Palabra de honor.

Él frunció el ceño. Victoria notó una sensación de desmayo pensando que quizá iba a tener que enredarse una vez más en la defensa numantina de la amistad entre hombres y mujeres. Se sintió algo decepcionada: Faraday no parecía pertenecer a la casta de los suspicaces, de los desconfiados, de los incrédulos.

«¿Y por qué no, chica? ¿Tan segura estás de que es distinto al resto de las personas que te has encontrado?»

– No debería haber preguntado.

Victoria se encogió de hombros.

– Es igual. He estado casi treinta años respondiendo a esa misma cuestión. Dando explicaciones a todo el mundo. Ya ni siquiera me acuerdo de cuándo empecé a contestar sin ningún interés, sin importarme un bledo el que me creyeran o no.

– Bueno, es que no es importante. Después de todo, ¿qué más da? ¿Cambiaría algo el que Jan y usted hubiesen sido amantes?

Victoria se quedó con la taza a medio camino de la boca. Es verdad: ¿habría cambiado algo si ella y Jan…?

«Quizá todo habría sido igual. O a lo mejor no. A lo mejor todo habría sido distinto.»

– No me conteste si no quiere… Es una especie de… de curiosidad científica… ¿No se arrepintió nunca?

– ¿De qué?

– De que las cosas entre usted y Jan no hubiesen tomado otra dirección.

– Oiga, Douglas… ¿Se arrepintió usted de no haber tenido un lío con Arvid Soderman?

Victoria hubiese podido jurar que la piel inglesa de Douglas Faraday había enrojecido un poco.

– ¡Por supuesto que no!

– Muy bien. Pues aplique el mismo cuento para mí y para Jan.

– Pero es que a mí… En fin… no me gustan los hombres…

– Ya. Y a mí no me gustaba Jan, ni a Jan le gustaba yo. No sé por qué es tan difícil de entender.

Para Victoria, aquellas explicaciones eran una completa obviedad, pero Douglas escuchaba con tanta atención que parecía próximo a sacar un papel y un lápiz y empezar a tomar notas.

– Dígame… ¿Y si uno de los dos se hubiese sentido atraído por el otro?

Victoria, que hasta entonces había adoptado una actitud divertida, casi burlona -en el fondo, le encantaba desmontar los argumentos de los escépticos-, se puso deliberadamente seria para contestar.

– Entonces, Douglas, todo habría saltado por los aires.

– O tal vez no… Quizá la amistad hubiese podido evolucionar hacia algo mejor.

«Ya estamos. El amor convertido en una cosa necesariamente más sólida, más valiosa, más firme.»

– ¿Algo mejor? Mire, Douglas, yo estuve enamorada dos veces en mi vida. La primera me rompieron el corazón en trozos tan pequeños que hubiese hecho falta un microscopio para encontrarlos. Ahora veo a aquel hombre al que quise con tanta desesperación, y no entiendo cómo pude volverme loca por él. La segunda fue de Herder. La misma persona cuya compañía soporto cada vez con más dificultad. Sin embargo, lo que sentí por su hijo duró toda la vida… y se hizo mejor con el paso del tiempo. Así que no insinúe que me perdí algo por no enamorarme de él…

– No quería decir eso…

– Ya. Da igual. ¿Sabe qué? Si Jan y yo hubiésemos tenido una relación sentimental, si nos hubiésemos casado, habría acabado todo como el rosario de la aurora. Su hijo era estupendo, pero de haber sido su mujer le hubiese estrangulado media docena de veces. Marga tiene una paciencia infinita de la que yo carezco. Y Jan podía ser una pareja muy difícil. Si me hubiese casado con él, posiblemente ya estaríamos separados, y usted sería… mmm… sería mi ex suegro. No sé si esa idea me hace mucha gracia, la verdad.

A Victoria le alivió comprobar que Douglas recibía la broma con una carcajada. Así, riéndose, era como más se parecía a Jan. Además, la conversación se estaba volviendo demasiado trascendente.

«Quién nos lo iba a decir, ¿verdad? Yo, aquí, con tu padre. Con tu padre, al que no llegaste a conocer bien. Con tu padre, del que te lo perdiste todo.»

Le pareció ver la sonrisa de Jan acompañando su frase lapidaria: «Pues que no te pase lo mismo, chica.»

Miró disimuladamente el reloj de pared cuyo péndulo marcaba el paso con la precisión de un metrónomo. Eran sólo las cuatro, y Victoria se sorprendió al sentir algo parecido al alivio. Todavía había tiempo, pensó. Aún quedaban unas horas antes de tomar el último tren. Le dedicó una de sus sonrisas. Cuando Faraday correspondió a ella, Victoria tuvo una sensación que no pudo identificar: era como si algo le oprimiese suavemente el pecho…

«O, a lo mejor, directamente el corazón.»

– Bueno, ha llegado el momento… Nos espera la casa de Arvid Soderman. Vamos allá, Victoria…

Banbury Road no estaba lejos. La casa de los Faraday era exactamente como Victoria la había imaginado: un cottage encantador con un tejado rojizo y un ventanal a pie de calle protegido por pesadas cortinas de la curiosidad de los paseantes.

– Venga por aquí. Entraremos por detrás.

Una escalera exterior daba acceso a lo que parecía ser la buhardilla. Faraday abrió una puerta de intenso color verde y cedió el paso a Victoria.

– Adelante…

Entraron en silencio. El vestíbulo daba paso a un salón lleno de la luz que se colaba por dos claraboyas y una mansarda. Todas las paredes menos una estaban enteladas, y el suelo de madera desaparecía bajo una exquisita alfombra de arabescos. Había pocos muebles: un gastado sillón tipo Chéster, una butaca de concha pegada a la ventana, una bonita mesa y dos sillas Biedermeier, una estantería llena de libros antiguos y una consola de ébano sobre la que descansaba una bandeja de bronce de inspiración art déco.

– Está todo como Arvid lo dejó. Fíjese en ese reloj: fue un regalo de mi abuelo. Y entre los libros hay una edición ilustrada de La Divina Comedia de finales del XVIII. La lámpara la compró a la viuda de un hombre que había tenido una fábrica en Murano, y los elefantes de marfil, a un miembro del ejército británico que vivió media vida en la India y regresó al proclamarse la independencia.

Victoria miraba cada objeto señalado por Douglas Faraday, el candelabro de plata del siglo XIX, el reloj de pared que atrasaba seis minutos pese a los esfuerzos de su dueño por equilibrarlo, el mapa enmarcado que señalaba Escocia como un territorio independiente… Todas aquellas cosas conformaban un mundo impreciso y desdibujado, un mundo sin época ni tiempo, suspendido en algún lugar de la historia. El mundo privado de Arvid Soderman.

– ¿Qué le parece?

– Es la casa que esperaba encontrar…

– Bueno, hay algo más.

– ¿Qué?

– Siéntese, por favor, y deme unos minutos…

El sillón de cuero era algo incómodo, pero Victoria ni siquiera lo notó. Douglas había entrado en otra pieza contigua, y se le oía trastear. Sintió que le latía el corazón. Sin saber por qué, deseó que se prolongara por algunos instantes más aquel momento de espera: estaba experimentando la deliciosa sensación que precede a la sorpresa, la inquietud amable del niño a quien han tapado los ojos antes de entregarle un regalo.

– Ya está. Dígame, Victoria, cuando le conté la historia de Arvid y de Erich… ¿no echó en falta algún detalle?

– ¿Qué quiere decir?

– Haga memoria. La escena de la estación.

Victoria se permitió recrear el momento en un fotograma en blanco y negro.

«Berlín, 1936. Estación de tren, interior, día. La gente va y viene. Se escuchan silbatos, los resoplidos de las máquinas, murmullos de conversaciones, golpes de maletas que caen sobre el andén. Un hombre (Arvid Soderman) mira, nervioso, su reloj de pulsera. Parece que está esperando a alguien. Una mujer (Frieda Kohl) se le acerca. Está pálida y triste. Ha atravesado la ciudad para avisarle de que Erich, el amor de Soderman, no acudirá a la cita…»

– No sé… ¿Un detalle? Me lo ha contado todo.

– No. Me guardé un as en la manga… Recuerde, Frieda entregó a Soderman una maleta… la que, supuestamente, contenía el equipaje de Erich Kohl.

– ¿Y?

– Nunca le dije lo que había dentro de ella.

Desapareció de nuevo en el interior de la habitación, y salió con un trípode y un proyector antiguo. Luego, ante la mirada de Victoria, cerró las pesadas cortinas de la mansarda y clausuró las claraboyas con un velux opaco antes de encender el cinematógrafo, que ronroneó en su lenguaje de otro tiempo mientras una cinta comenzaba a girar y en la única pared pintada de blanco empezaban a aparecer imágenes. Era Greta Garbo, junto a los otros actores de la película. Greta equivocándose, Greta riendo, Greta escuchando. La voz de Douglas surgió desde la oscuridad.

– Son los totales que Arvid Soderman había sacado de Estocolmo, y cuyos restos conservó Erich Kohl después de haber montado la película que ya conoce. Cuando los descubrió, en el fondo de aquel viejo maletín, Arvid comprendió que Erich sabía tan bien como él que iban a marcharse de Berlín para siempre, y por eso deseaba llevarse aquellos trozos de cinta. El hombre al que quería estaba dispuesto a irse con él, no un par de semanas, sino toda la vida. Arvid me dijo siempre que estos fotogramas se convirtieron en algo esencial… eran, sobre todo, una prueba de amor.

Se sentó junto a Victoria, que no apartaba los ojos de la pantalla. Greta aparecía dejándose maquillar, trazando pasos de baile, haciendo muecas a la cámara junto con el resto del equipo. Había escenas que se repetian, pues se habían rodado varias veces. Otras se interrumpían por la risa de uno de los actores, por un tropezón inesperado, o simplemente por alguna orden del director invisible.

De pronto, apareció en escena un muchacho bajo y flacucho, vestido con algo que parecía un frac dos tallas mayor, y se dirigió a la actriz.

– Victoria… le presento a Arvid Soderman.

Aquel muchacho hablaba con Greta y con los otros actores, como dándoles instrucciones. De pronto, se volvió hacia la cámara e hizo una reverencia teatral que los otros aplaudieron. Victoria veía por fin a aquel hombre ajeno, a aquel personaje extraordinario que sin saberlo había cambiado la vida de un puñado de personas de las que nada conocía. Allí estaba Arvid Soderman, burlando las reglas, tomando el timón de su destino, Soderman, el hombre que había creído siempre que la vida está al servicio de las personas y no al revés.

Al tiempo que miraba la pantalla, Victoria sentía cerca de ella la presencia de Douglas Faraday, el suave olor a lavanda de su ropa, su respiración acompasada al susurro de la bobina. Hubiese querido volverse hacia él, pero no se atrevió. Podía intuir su perfil a través de las sombras, adivinar su piel marchita, el tacto de aquel cabello espeso. Estaban tan cerca… tan cerca… Y Arvid Soderman, que miraba hacia la cámara como si la mirase también a ella, recordándole que la felicidad era un derecho… que era una obligación.

Soderman redoblaba sus saludos, lanzaba flores imaginarias y besos de aire y se llevaba las manos al pecho, fingiéndose conmovido por lo que parecía ser una ovación de gala. De pronto, hacía un gesto, como reclamando la presencia del resto del elenco, y poco a poco se apiñaron en escena la maquilladora enamorada, el utilero inconsciente y el iluminador cojitranco y borrachín deseoso de participar del minuto de gloria. Arvid los abrazó a todos, y luego, antes de fundir a negro sobre el saludo final, él y Greta se besaron.

Victoria y Douglas se quedaron en silencio, inmóviles los dos, mientras la cinta suelta carraspeaba en el proyector. Victoria se dio cuenta de que necesitaba prolongar un poco más aquel instante, con la habitación a oscuras, la película aún girando y el recuerdo de Arvid Soderman instalado entre ellos. Pero Douglas encendió la luz, y abrió de golpe las cortinas y las claraboyas, como si quisiese obligarla a regresar.

«De acuerdo, señor Faraday. He recibido el mensaje.»

– ¿Qué le ha parecido?

– Ha sido increíble… todo un lujo… Después de lo que me ha contado, ha sido una suerte ver a Soderman de cerca… Bueno, relativamente de cerca, ¿eh?

Victoria se dio cuenta de que su voz sonaba falsa, de que su entusiasmo se notaba impostado. Pero ¿cómo iba a explicar a Douglas Faraday que lo que estaba sintiendo iba mucho más allá del descubrimiento de un personaje excepcional? ¿Que, mientras estaban allí, con la luz apagada, sólo estaba pensando en deslizar su mano hacia la mano de él, y apretársela fuerte, para pedirle así que no la dejase marchar? ¿Por qué demonios había encendido la luz con tanta prisa? Unos segundos antes, a oscuras, viendo juntos aquel remedo de película muda, Victoria creía estar reuniendo el suficiente valor para… para hacer algo… Quizá él se había dado cuenta. Quizá el propio Faraday intuyó que todo aquello estaba a punto de complicarse lo indecible. La oscuridad, la película. Y Arvid Soderman, como cómplice de algo que no tenía ni pies ni cabeza. Pero la luz había vuelto, y con ella, la cordura.

Bien hecho, Douglas.

Es mucho mejor así.

El la miró como si quisiese darle la razón, con una sonrisa desapasionada y vulgar. La sonrisa que las personas correctas dirigen a los desconocidos.

– Bueno, pues esto es todo. Me temo que se me han acabado las sorpresas. -Miró el reloj-. Deberíamos darnos prisa, el tren sale a las seis menos cuarto. Nos quedan veinte minutos.

Apenas hablaron en el camino de regreso. Douglas refirió alguna anécdota relacionada con el profesor Rourke, y Victoria intentó parecer interesada, pero la conversación resultó más bien un fracaso.

«Qué lástima acabar así el día, chica.»

– No le he dado las gracias -dijo Victoria.

– Sí lo ha hecho. Pero no hace ninguna falta. En realidad, soy yo quien le agradece que haya querido venir. Me he divertido mucho.

«Ojalá pudiésemos volver a esa buhardilla, Douglas. Ojalá yo pudiera ser esa persona en la que estuve a punto de convertirme allí.» Después de un rato, con la vista fija en alguna parte, él la miró antes de seguir hablando. Victoria notó heladas las puntas de los dedos.

– ¿Qué va a hacer a partir de ahora?

– Ya se lo he dicho. Regresamos a Madrid mañana por la mañana. Luego, mi marido vendrá a recogerme y volveré con él a Nueva York.

– ¿Por qué?

– Porque ésa es mi vida, Douglas. Porque todo lo que me pertenece está allí. Porque tengo cuarenta y tantos años y no sabría cómo empezar otra vez.

«Ayúdeme, Douglas. Deme una razón para armarme de valor. No puedo hacer esto yo sola. Dígame que tengo motivos para romper con todas esas cosas que en realidad no me importan nada.»

– Ya veo. Es lógico. Perdone la pregunta, ha estado fuera de lugar.

– No, yo…

– He cometido varias impertinencias con usted. No es propio de mí. -Forzó una sonrisa-. Me temo que se alegrará de perderme de vista.

Ella quiso decir algo agradable que pudiese suavizar el momento, pero apenas logró componer con titubeos una frase que sonaba vagamente correcta. De todas formas, ya nada importaba. El tren acababa de detenerse, y estaban de vuelta en Londres.

Hizo parar el taxi a unos metros del hotel. Le faltaba muy poco para echarse a llorar, y no podía arriesgarse a que Solange la descubriese sollozando sobre la cama, como una adolescente en plena crisis sentimental. La idea de vagar por las calles le resultaba patética, así que entró en un café que le pareció lo suficientemente ruidoso y atestado como para que nadie reparase en ella. Se sentó en la única mesa que había libre.

– ¿Qué le sirvo?

– Tarta de manzana. Y uno de esos brownies. Con nata y helado, por favor… y una porción de bizcocho, del de frutas.

La camarera anotó la comanda.

– ¿Espera a alguien?

Victoria tomó aire.

– No. Pero estoy a punto de perder el control sobre mí misma y confío en que toda esa cantidad de dulce sea capaz de dejarme fuera de combate.

Aquella chica la miró con el ceño fruncido. Sin duda estaba tratando con una loca… Pero ella no era de esas que se achican, no señor. Si aquella vieja tragona creía que iba a desconcertarla, estaba lista.

– Muy bien. Lo decía por traerle otro cubierto. ¿No quiere nada para beber? ¿Chocolate caliente? ¿Capuchino? ¿Un batido de fresa?

– Cocacola zero.

Un gesto inalterable.

– Ahora se lo sirvo. Que disfrute su cena… o lo que sea…

Los dulces llegaron todos al mismo tiempo, y Victoria empezó a picotear de uno y de otro, untando de nata los pedazos de pastel, embadurnando de helado las porciones de brownie mientras las lágrimas empezaban a caer sobre el plato.

«Ahora sí que se acabó.»

Y después de todo, ¿de verdad había algo que lamentar? Volvería a Nueva York en una semana. Allí la esperaban sus amistades neoyorquinas -un delicioso y bien formado ejército de profesores universitarios, cazadores de tendencias, periodistas influyentes, analistas de mercados, colaboradores de revistas de moda, interioristas, directores de teatro y de cine, guionistas de televisión… el non plus ultra, vamos-, su ático con vistas al parque, sus tiendas preferidas, su marido.

Su marido…

Sí, su marido. Qué pasa. Herder van Halen, futuro senador, quizá futuro gobernador. Tal vez incluso, como Shirley aventuraba… imaginarse en la escalera de la Casa Blanca no sirvió esta vez para hacerla sonreír. De pronto, encontraba que la idea parecía bastante idiota incluso como broma.

Volver al lado de Herder para vivir durante semanas codo con codo hasta conseguir la dichosa nominación (aunque, según él, estaba cantada), y luego la agotadora carrera electoral al Senado. Notó una sensación de desmayo al pensar en lo que se avecinaba. Y, sin saber por qué, todas las compensaciones que antes se le antojaban suficientes -su posición, su privilegiado lugar en la sociedad, su apartamento- empezaban a parecerle pequeñas y mezquinas.

Rebañó las migas del pastel mezclándolas con la nata con la rabia del que se está cobrando una venganza.

«Anda, traga. Ponte morada, chica. Está bastante bueno. Este banquete es tu premio de consolación.»

– ¡Victoria!

Era Marga, que la miraba como si no diese crédito. Al parecer, la había visto desde la calle, y ahora paseaba la mirada por los platos medio vacíos que no podían disimular haber contenido generosas porciones de golosinas.

«Por favor, no digas nada. Es lo único que me falta.»

– Hola.

– Vaya, sí que tienes apetito. ¿Puedo sentarme?

Pero no esperó a obtener el permiso. Ocupó el asiento de enfrente y se quedó observándola.

– ¿Y… las demás?

– Solange quería ver Mamma Mia! y Shirley la acompañó. Mi madre es incapaz de resistirse a la posibilidad de bailar en público. ¿Qué tal tu día?

– Bien… Linda me llevó a conocer su casa de Hampstead.

Marga se apartó de la cara el pelo oscuro y no muy bien cortado.

– A otro perro con ese hueso, Victoria. No has estado con Linda hoy. Es más, apostaría a que tu amiga ni siquiera existe.

«Solange… ¿No habrás sido capaz?»

– Este mediodía me pasé por Faraday's Things. Quería despedirme del señor Faraday, darle las gracias otra vez y dejarle mis señas por si un día pasaba por Madrid. Pero no estaba. La señorita Starck me informó muy amablemente de que se había ido a Oxford con su amiga española, y luego añadió que desde que estabas en Londres su jefe apenas ponía el pie en la tienda. Por cierto, se puso muy contenta cuando le dije que nos marchábamos mañana.

Victoria no supo qué contestar. Por toda respuesta, rebañó el cuenco de helado y se tragó hasta la última gota de vainilla derretida.

– Marga, yo…

– Ni una palabra, Vic. Es mejor que no me digas nada. Me has contado tantas mentiras en estos días que creo que prefiero no escuchar ni una más. No sé lo que has hecho esta semana, y ya no quiero enterarme. ¿Estamos?

Su tono era más bien conciliador. Victoria le dirigió lo que quería ser una sonrisa, como diciendo «gracias por dejarlo así». Se quedaron calladas, mirándose, y Marga tomó aire.

– Yo nunca te gusté…

– ¿Cómo?

– No disimules, Vic. Siempre te parecí poco para Jan.

Era la primera vez que le llamaba así, al menos delante de Victoria, y eso la convenció de que lo que Marga iba a contarle tenía su peso específico.

– Pensabas que tu amigo merecía algo más que yo, ¿no es cierto? Oh, no te esfuerces en negarlo. Además, tenías razón. Yo también lo pensaba. ¿Tienes idea de cuántas veces me pregunté qué demonios hacía alguien como Jan con una chica tan insignificante? Cuando empezamos a salir, cada vez que teníamos una cita yo pensaba que sería la última. «Ya está, ahora se le caerá la venda, hoy se dará cuenta de que no valgo nada, esta tarde empezará a preguntarse por qué está perdiendo el tiempo conmigo.» Y ¿sabes qué? Un día dejé de torturarme y decidí aceptar lo que me estaba pasando: por alguna razón misteriosa, un hombre inteligente y guapo me quería a su lado. No merecía la pena devanarse los sesos intentando averiguar por qué. Y decidí ser feliz junto a Jan. Era tan consciente de que algún día podría acabarse todo que exprimí cada uno de los minutos que pasé con él. Cada segundo, Victoria. Cada instante. No me perdí absolutamente nada. Una vez, cuando era una niña, leí una frase que me pareció terrible: «Era feliz y no lo sabía.» Me juré que no iba a pasarme nunca nada así. Yo siempre supe que era feliz. Eso es lo que me llevo por delante. Viví casi once años con Jan y disfruté cada hora que pasamos juntos. Esos casi once años son mucho más de lo que hubiera podido pedir. Muchísimo más de lo que pensé que iba a durar.

Era un parlamento muy largo para Marga, que volvió a quedarse callada mientras, por puro instinto, Victoria buscaba refugio en las briznas de tarta, en las míseras migajas de bizcocho que quedaban esparcidas por el plato.

– ¿Por qué me cuentas esto? -dijo, casi en susurros.

– No lo sé. Bueno, sí. Porque quería que supieses que, en el fondo, sí fui digna de tu Jan. Creo… creo que le hice feliz… seguramente porque yo también lo era.

– Lo sé. -Se sintió aliviada al reconocer que aquella declaración era sincera-. Te juro que lo sé. Se… se le notaba tan contento desde que os conocisteis… nunca lo vi así con nadie.

– Entonces, Victoria, ¿qué te pasó conmigo? ¿Por qué no era suficiente? Yo… yo quería gustarte… y que me aceptaras… pero estabas siempre distante, y eso me obligaba a mí a ponerme a la defensiva… ¿No te bastaba con saber que Javier estaba bien conmigo? ¿No era motivo de sobra para que nos acercásemos tú y yo?

«Verdades como puños, chica. Menudo fin de fiesta, ¿eh?»

Quizá había llegado el momento de pensar en voz alta. Tomó aire antes de hablar.

– Estaba celosa de ti. Sí, Marga. Celosa. Los celos no sólo existen cuando se ama a una persona. Apareciste en la vida de Jan y lo llenaste todo… y eso me obligó a ceder terreno. El dejó de estar disponible…

– Pero tú sabías que si te hacía falta cualquier cosa… si pasaba algo, él…

– ¡Y qué! No quería a un amigo para consolarme en una desgracia ni nada parecido. Ya sé que si me hubiese atropellado un camión él hubiese estado ahí… ¡pero yo no necesitaba a Jan para que empujase mi silla de ruedas! ¡Quería irme con él al cine los viernes por la noche, y tú lo estropeaste todo!

Se miraron las dos, y luego fue Victoria la primera en reírse. Marga la siguió. La risa de Marga, pensó Victoria. Aquella risa de cristal que había enamorado a Jan y había vuelto del revés su mundo… el mundo de los dos. Aquella risa, sí, había servido para llevar sus caminos en direcciones diferentes. Para sembrar su mutuo afecto de pequeñas renuncias. Y a pesar de todo habían seguido queriéndose igual… tal vez ésa era la prueba definitiva que necesitaba su amistad, pensó Victoria. Quizá Jan y ella necesitaban un verdadero obstáculo para comprobar que el cariño que se profesaban era de verdad indestructible, aunque hubiesen dejado de ir juntos a ver películas en blanco y negro, aunque Jan no pudiera acompañarla en su larga aventura americana. Hasta entonces lo habían tenido muy fácil. La prueba, la verdadera prueba para los dos, había sido aquella separación. Y la habían superado. De una forma mecánica, Victoria buscó la mano de Marga. Ella tardó unos segundos en apretarla tímidamente, con el cuidado con el que hacía todas las cosas.

– Necesito un trozo de tarta de chocolate -dijo Victoria.

– Pide dos raciones, anda.

La camarera trajo dos porciones de un pastel pringoso y excesivamente dulce, con un chorro de nata montada en una esquina y una bola de helado.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– No cenar, desde luego. Toda esta cantidad de azúcar me está sentando como una patada.

– No me refiero a eso, Victoria. Ya sé que no vas a contarme qué demonios te ha pasado estos días, pero te he pillado cebándote mientras llorabas.

– ¡No lloraba!

– Sí lo hacías. Te vi desde la calle.

Había apartado su ración de tarta. La verdad es que estaba bastante mala, como si la hubiesen hecho hace ya días.

– No puedo contarte nada, créeme.

– Ya te dije que no quiero que lo hagas. Además, no soy curiosa. Sólo te pregunto qué va a pasar en el futuro.

– Nada nuevo. Me voy a Nueva York, con Herder, y colorín colorado.

Marga torció el gesto, y luego -qué raro, sin pedir permiso- dio un trago a los restos de cocacola, aguada por el exceso de hielo.

– ¿Por qué?

– Vaya pregunta. Porque es mi marido. Y porque tengo una vida allí.

– Ojalá yo fuese Javier -dijo Marga, después de unos segundos en los que se retorció sin piedad un mechón de pelo-. Tu querido Jan hubiese sabido qué contestar a eso. Pero yo soy una patosa, así que supongo que voy a decir las cosas con muy poca mano izquierda. No te enfades, ¿vale?… Mira, Victoria, está claro que no eres feliz… Te has pasado casi un mes alejada de tu marido y, aunque te agradezco mucho que lo hayas hecho, no me pareció que echases de menos a Herder durante estas semanas. Y ahora que estás a punto de volver con él, te encuentro llorando encima de media docena de tartas… que, dicho sea de paso, te van a perforar el estómago…

Victoria sintió que las lágrimas volvían a subírsele a los ojos. «A ver si ahora va a resultar que te has vuelto una blandengue.»

– Ay, Marga… es que…

– No me interrumpas, por lo que más quieras. Creo que es la primera vez en la vida que me atrevo a dar un consejo a alguien, y no sé cuánto me va a durar el arranque… Mira, no sé qué es lo que pasa entre Herder y tú. Nunca me has hablado con franqueza, y no tienes por qué hacerlo. Yo no soy Jan -sonrió- y entiendo que prefieras no contarme tus cosas. Pero tengo ojos en la cara, y en estas semanas te veía… no sé, triste no es la palabra…

«Amargada, Marga. Así es como estoy. Soy una cuarentona amargada que va por ahí comiendo pasteles porque no se atreve a hacer un corte de mangas a su vida de color de rosa.»

– … resignada. Sí, eso es.

Victoria le dirigió una sonrisa afectuosa. «Eso suena más caritativo.»

– Pues has dado en el clavo. Sí, Marga, así es precisamente como me siento: resignada. He decidido conformarme con lo que tengo. A veces es lo más inteligente que se puede hacer.

Volvió a meterse en la boca un trozo de aquel pastel amazacotado. «La verdad es que está asqueroso», pensó mientras lo tragaba. Marga torció el gesto.

– El caso, Victoria, es que en estos últimos días estabas distinta. Te cambió la cara. Y, mira, no sé qué habrá tenido que ver en esto el tal señor Faraday… pero no eres la misma persona que llegó a Londres. Sí, ya sé que estás pensando que suena cursi… lo soy un poco. Pero ni en un millón de años me harías creer que esta semana no te ha pasado algo, aunque no quieras explicarme qué…

Victoria sentía la cabeza como una olla a presión. Dos lágrimas enormes se le escaparon de los ojos, y ni siquiera se las secó. Marga se sentó a su lado y la atrajo hacia sí. En contra de lo que era habitual en ella, no se escabulló, sino que buscó refugio en aquel abrazo.

– Marga… es que es muy difícil… es que no sé ni por dónde empezar… ojalá supiese cómo hacerlo… ojalá…

Ella le acarició el pelo.

– Ya se nos ocurrirá algo, ¿eh? Eres una persona excepcional, Victoria… única entre un millón… Y no lo digo porque lo pensara Javier. Yo también lo pienso. No te conformes, Victoria… No se te ocurra conformarte. Sea lo que sea, te mereces algo más que vivir a medias los próximos años.

De pronto a Victoria dejó de importarle estar llorando. Llevaba semanas pensando que Jan la había obligado a cuidar de su mujer, y de repente se daba cuenta de que quizá era al revés.

Quizá Jan había pensado que era ella quien más necesitaba de alguien que la cuidase.

– Pero ¿qué hora es?

– Las nueve y media. No te preocupes, vamos bien de tiempo…

– Bueno, eso es mucho decir. Tú no sabes lo que se tarda en los controles de Heathrow… Pero ¿dónde demonios se ha metido mi hija?

– Dijo que tenía que hacer un recado… No te preocupes, Shirley, el taxi no está aquí todavía.

– Pero vendrá en cinco minutos. ¿Y Victoria?

– Está cerrando su maleta.

– ¿Se encontraba mejor?

– Creo que sí. Marga estuvo con ella toda la noche. Por lo visto se le cortó la digestión.

– Lo que tendríamos que haber hecho era llamar al médico del hotel. En lugar de eso, le tocó a la pobre Marga hacer de enfermera. Mi hija siempre acaba llevándose la peor parte.

– De eso nada, Shirley. La peor parte me la llevé yo, que tuve que irme a dormir contigo. Roncas como un serrucho, que lo sepas.

– ¿Yo? Imposible. No he roncado en mi vida. Lo habrás soñado, Solange. Ay, por Dios, me estoy poniendo mala. ¿Tienes hecho tu equipaje? Y recuerda lo que me has prometido.

– Que sí… El día que se entregue la película te pondré mensajes para contártelo todo en directo.

– Pues que no se te olvide. No sabes cómo lamento perdérmelo. Me encantan esas cosas: los flashes, las cámaras… Pero ¿dónde demonios se habrá metido Margaret? Si viene el taxi, me tendré que marchar sin despedirme. Y a saber cuándo volveré a verla… ¿Qué diantres tenía que hacer precisamente hoy? ¿No podría haber dejado todo listo ayer por la tarde?

Los desayunos del Wolseley eran variados y deliciosos. Las mesas estaban cubiertas de gofres con sirope, cestas de bollos daneses, platos de huevos con salchichas, lonchas de beicon crujiente, tomates fritos, judías sobre tostadas, tarritos de jalea y cuencos de mantequilla rizada. Pero Douglas Faraday sólo desayunaba café americano y un zumo de naranja, casi siempre leyendo el Times. Aquella mañana, sin embargo, no llevaba el periódico debajo del brazo, y sorbía el café con mucha menos gana que otras veces. Un buen observador habría dicho que estaba triste, pero los ingleses se precian de no escrutar el estado de ánimo ajeno. Estaba tan absorto en lo que quiera que estuviese pensando, que no vio a aquella mujer hasta que ella se sentó a su mesa provocándole un pequeño sobresalto.

– Señor Faraday… ¿Se acuerda de mí? Soy Marga Solano. Siento molestarle pero tengo… tengo que hablar con usted.

4. LONDRES-MADRID

A las doce menos cuarto, cuarenta y cinco minutos antes de que empezara la rueda de prensa, había un pequeño caos en la embajada americana. El avión que traía a Madrid a Herder van Halen y a todo su séquito -ayudantes, publicitarios, periodistas- se había retrasado más de cuatro horas, y ahora se enfrentaban al dilema de retrasar la rueda de prensa o bien traer directamente a los americanos desde el aeropuerto sin hacerles pasar antes por el hotel para que pudieran descansar. Alguien dijo que posponer el encuentro con la prensa no era muy buena idea: los representantes de los medios españoles podrían marcharse para no volver, y los que venían desde Estados Unidos, relajarse demasiado y caer en brazos de Morfeo. Era preferible no dar oportunidades a la mala suerte, así que cumplirían con el horario previsto. Una flotilla de coches recogería a los recién llegados nada más bajar del avión y los trasladaría al edificio de la embajada.

– Qué demonios, ya dormirán cuando se mueran.

La frase, cómo no, era de uno de los colaboradores de Herder, que llevaba dos días en Madrid organizando el acto y, básicamente, volviendo locos a todos con sus ocurrencias.

Habían hecho las cosas a la manera americana: la mesa de los protagonistas estaría en un pequeño escenario, adornado con banderas de barras y estrellas intercaladas con la enseña española. En la mesa, además de Herder van Halen y Margarita Solano, como propietaria de la cinta, estaría el embajador americano y, por supuesto, Victoria. Ésta había sido una pequeña fuente de conflicto, pues la esposa del aspirante no acababa de comprender la necesidad de su presencia en la mesa principal.

– Señora Van Halen, es usted la esposa del candidato. La compra de esta película simboliza el arranque de la campaña para la nominación. ¿De verdad cree que su presencia es prescindible? ¿Qué cree que dirían los votantes del profesor Van Halen si su mujer no estuviese a su lado en el momento más… ehhh… más emotivo de la carrera electoral?

Y Victoria cedió. No tenía ganas de discutir con los asesores de Herder. En realidad, no tenía ganas de discutir con nadie. Todo lo que quería era que la dejasen en paz. Meterse en la cama y dormir mucho tiempo seguido -tal vez cien años, como la princesa del cuento-, y despertarse sin recordar nada de su vida anterior. Oh, sí, eso hubiera sido maravilloso.

Habían regresado de Inglaterra dos días antes y con el tiempo justo para recibir las últimas instrucciones acerca de la dichosa rueda de prensa. Desde entonces había dormido poco y mal -ella, que era un lirón- y ni siquiera tenía apetito. Era la primera vez en su vida que no le apetecía trasegar pasteles en un mal momento, y quiso interpretarlo como una señal. Tal vez había llegado el momento de cambiar muchas cosas. Para eso sirven las crisis, se dijo. Para volver a empezar. No le faltaba tanto para cumplir cincuenta años, y quizá aquélla era la ocasión de encarar la madurez con serenidad, inteligencia y la actitud más correcta ante la vida. La vida después de Jan. Y después, cómo no, de conocer a Douglas Faraday.

Victoria se había prohibido volver a pensar en él nunca más. Aquel inglés que había revolucionado por unos días su ordenada conciencia debía pasar a formar parte de las cosas imposibles, de toda la legión de renuncias a las que nos obliga el sentido común. Pero, a pesar de todo, media docena de veces al día le asaltaba el recuerdo de aquel hombre que tanto se parecía a Jan, y entonces era imposible no preguntarse si las cosas podrían haber sido de otro modo.

«Claro que no, chica. Esto no es una película, ni tú una actriz de cine mudo.»

Por supuesto que no. Era la guapa y respetable esposa de un futuro senador por Nueva York, profesora universitaria y experta en Relaciones Internacionales. Es decir, alguien que no tenía nada en común con un anticuario inglés con edad suficiente como para ser su padre.

Un tipo que, de hecho, era el padre de su mejor amigo.

Y entonces, si había hecho lo correcto, ¿por qué demonios se sentía tan mal? ¿Por qué el recuerdo de Faraday la asaltaba cada dos por tres, antes de dormirse, justo al despertar? ¿Por qué andaba mustia y triste, arrastrando los pies como un alma en pena, sonriendo sin ganas y cediendo dócilmente a las genialidades del equipo de Herder?

«Pero si hasta has dejado que te escojan el vestido.»

Pues sí, allí estaba ella, luciendo un traje sastre de cheviot que le daba un calor espantoso, encaramada en unos zapatos de cocodrilo que no sabía de dónde habían salido.

«Por lo menos son de tu número. Consuélate, chica.»

– Señora Van Halen… su marido llegará en unos minutos… Tal vez sería mejor que usted y la señora Solano ocupasen ya su puesto en la mesa junto al embajador. Así todo el mundo estará colocado cuando el señor Van Halen entre por la puerta lateral. Encenderemos las luces en ese momento…

«Las luces… Ay, Dios…»

Junto a ella, Marga se mordía las uñas sin compasión.

Llevaba un vestido gris bastante bonito, y había ido a la peluquería aquella mañana. Parecía más pequeña y frágil que nunca, y a Victoria le dieron ganas de abrazarla.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

– Muy nerviosa. Afortunadamente, pude convencerles de que no era buena idea que hablase yo.

– Claro que no. -Le frotó un hombro-. Eso déjaselo a Herder. Se le da de miedo. Y no te preocupes. En cuestión de un rato todo habrá acabado.

– ¿Cómo estás tú?

Victoria le dirigió una sonrisa más bien poco entusiasta.

– Ahí vamos. Pero, como te he dicho, esto está a punto de acabar también para mí. Volvemos a Nueva York esta misma noche.

Marga miró nerviosamente hacia los lados.

– Nunca se sabe, Victoria… Yo ya he aprendido a no hacer planes… siempre puede haber sorpresas…

– ¿Qué quieres decir…?

– Mira, ya sé que no soy Jan… pero también soy tu amiga, ¿de acuerdo? Y… no soy tan tonta como puedo parecer- te… A veces la solución a los problemas es mucho más sencilla de lo que nos creemos… Basta con llamar a las cosas por su nombre… ser transparente, vamos…

«Pero ¿de qué diantres está hablando Marga? ¿Y qué quiere decir con eso de llamar a las cosas por su nombre?»

– Marga… ¿Se puede saber…?

– Señoras, por favor. -Un tipo con un pinganillo se les acercaba-. Entren en la sala. El señor Van Halen está llegando al edificio. Tenemos un minuto…

Se sentaron junto al embajador, que las saludó a las dos y habló brevemente con Victoria sobre el «formidable muchacho» que era Herder van Halen. El candidato a senador entró en ese momento, y alguien inició un aplauso que otros -¿quiénes?- correspondieron, con lo cual la banda sonora fue la más adecuada para la puesta en escena. Los fotógrafos empezaron a hacer su trabajo mientras Herder saludaba al embajador y a Marga, y abrazaba efusivamente a su esposa antes de besarla en los labios. Los flashes arreciaron. Victoria hubiese querido salir corriendo.

«Demasiado tarde, chica.»

El embajador dio la bienvenida a todo el mundo y cedió la palabra a Herder.

– Gracias por haber venido. Gracias, sobre todo, a quienes se han desplazado desde Estados Unidos. Gracias a la embajada americana y a mi buen amigo Gordon Bridgewater por habernos brindado su hospitalidad. Gracias a Margarita Solano, que ha hecho posible este momento, y gracias sobre todo a mi esposa, Victoria, por estar siempre a mi lado. -Se volvió hacia ella y le apretó la mano. Victoria se dijo que para Herder debió de ser como espachurrar un pez muerto-. Dejen que les cuente una historia: desde mi juventud, he sentido una indomable fascinación por Greta Garbo…

Mientras Herder desgranaba los detalles de su loco amor por la divina, una música comenzó a sonar, y una pantalla de cine estratégicamente colocada empezó a regalar imágenes de películas de la señorita Garbo. Allí estaba la reina Cristina de Suecia, y estaba Mata Hari, y Ninotchka… estaban los personajes del cine mudo, y los primeros mitos del sonoro, pero, mientras miraba la pantalla -que era una forma de no tener que mirar a Herder-, Victoria se dijo que para ella Greta Garbo ya no sería la diva intocable convertida en leyenda, sino una chiquilla de quince años que sólo buscaba divertirse junto a su mejor amigo. Junto a Arvid Soderman, que había pasado por el mundo ignorando las reglas, incluso aquellas que le marcó el destino. Para él no habían existido fronteras ni normas: se las había saltado todas en su camino hacia una particular forma de felicidad. Eso es el valor, pensó Victoria. El mismo valor que a ella le había faltado para aprovechar la gran ocasión de su vida. Se sintió pequeña y triste, y el corazón se le agarrotó en dos deseos imposibles: abrazar a Jan y entrar en el túnel del tiempo para regresar al instante en que desperdició su oportunidad junto al hombre al que podía haber querido más que a cualquier otra cosa en el mundo.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que alguien más acababa de entrar en la sala. Alguien que no miraba a la pantalla, sino que la miraba a ella. Victoria se tapó la boca con la mano para no gritar, porque allí, en aquella sala llena de gente que nada sabía de ella, ni de Jan, ni de Arvid Soderman, ni de todos los hilos que había tenido que mover la suerte para cambiarle la vida, estaba Douglas Faraday.

Él sonreía. Los ojos de Victoria se llenaron de unas lágrimas en las que estaba el recuerdo de Jan, pero también todas las esperanzas depositadas en la vida después de aquel momento. Se miraron durante unos segundos y Victoria tuvo la sensación de que todo su destino estaba contenido en ese instante. La música arreció y en la pantalla aparecieron, como punto final, las escenas rodadas por Arvid Soderman, que provocaron una nueva oleada de aplausos. Victoria prefirió pensar que aquellas palmas acompasadas no sonaban sólo en honor a Greta Garbo, sino que eran un tributo secreto a todo el valor que Douglas Faraday había tenido que reunir para estar allí, mirándola, con aquella sonrisa tan parecida a la sonrisa de Jan. Le recordó a él, por supuesto, y deseó más que nunca que estuviese vivo. Recordó Londres, y Oxford, y recordó a Arvid Soderman, que había pasado por el mundo reivindicando la obligación de ser feliz en cualquier circunstancia. Tomó aire y se volvió hacia Herder van Halen para susurrarle al oído.

– Querido… hay algo que tengo que decirte… no voy a volver a Nueva York.

Mezclada entre el público, frunciendo el ceño, Solange hablaba en susurros por su móvil.

– Shirley… oye… No sé qué está pasando aquí, pero Herder está poniendo una cara muy rara… y la tía Vi no quita ojo a un viejales muy guapo… un tipo que acaba de entrar… y que, por cierto, se parece bastante a papá…

Marta Rivera de la Cruz

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