El sendero subía por la montaña, dando vueltas y vueltas. Cuando llegaba al paso de Amagi, descargó de pronto un fuerte aguacero que envolvió el frondoso bosque de cedros en un velo gris pálido.
Yo tenía veinte años, llevaba la gorra de una Escuela Superior y, encima del kimono estampado azul oscuro, una túnica-pantalón hakama. Colgaba de mi hombro, suspendida de una ancha correa, la bolsa de lona de estudiante. Hacía cuatro días que había emprendido aquel viaje a Izu. Dormí una noche en Baños de Shurenji y las dos noches siguientes en Baños de Yugashima, y ahora, calzando altos zancos de madera, trepaba hacia el Amagi. Estaba maravillado por el esplendoroso colorido que el otoño había extendido sobre las montañas, los solitarios bosques y los profundos valles de los manantiales. Caminaba animado por el delicioso sentimiento de haber satisfecho al fin un antiguo anhelo. Cuando empezaron a caer aquellas gruesas y pesadas gotas, eché a correr cuesta arriba y entré en la casa de té situada en lo alto del paso. Contento de haber escapado de la lluvia, lancé un suspiro de alivio, pero en el mismo instante me detuve en el umbral, como petrificado. ¡Oh, allí estaban otra vez los músicos ambulantes!
Apenas me reconoció, la pequeña bailarina cogió el almohadón sobre el que estaba arrodillada, le dio la vuelta cortésmente y lo empujó hacia mí.
—¡Ah! —me limité a exclamar.
Había subido la montaña demasiado deprisa y estaba todavía sin aliento; además, aquel súbito encuentro me había conmovido profundamente, por lo que la palabra «gracias» se me quedó encallada en la garganta. Desconcertado, saqué un paquete de cigarrillos de la manga de mi kimono. Al momento, la pequeña bailarina cogió el cenicero que tenía delante y lo puso cerca de mí. Pero yo seguía callado. Aquella muchacha tendría diecisiete años.
Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza, peinado en una forma que yo nunca había visto. Su lindo rostro quedaba empequeñecido, pero aquel peinado le sentaba maravillosamente. Su cabellera era abundante, como la de esas ideales doncellas de los cuentos. Con ella había una mujer como de cuarenta años, otras dos muchachas y un hombre de unos veinticinco años, sobre cuya bata azul de trabajo se destacaba, pintado en caracteres blancos, el nombre de una hostería de Baños de Nagaoka.
¡Conque había vuelto a encontrar a mi pequeña bailarina! La vi por primera vez cuando iba yo camino de Yugashima, en las cercanías de Yugawabashi, y ella se dirigía a Baños de Shuzenji. Iban entonces tres mujeres, y la bailarina llevaba a la espalda un enorme tambor. Me volví a mirarla una y otra vez, oprimido por una comprensible melancolía. En la noche de mi segundo día de viaje, la vi de nuevo en una hostería de Yugashima. Sentado en los peldaños de una escalera, con el corazón ardiente, contemplé la danza que, con indescriptible gracia, ejecutaba en la plaza. El día anterior en Shuzenji, aquella noche en Yugashami… Entonces deduje que al día siguiente cruzaría por el Sur el paso de Amagi para dirigirse a Baños de Yugano, por lo que me sería fácil darle alcance durante las siete millas de senda de montaña que conducen al Amagi. ¡Y ahora estaba sentado frente a ella en la casa de té que a todos nos cobijaba de la lluvia! Parecía que, de la alegría, iba a estallarme el corazón.
A los pocos minutos, la dueña me llevó a una salita reservada que no debía de utilizarse mucho, pues sus ventanas no tenían hojas correderas. Me asomé y contemplé el hermoso valle. Tiritaba de frío y me castañeteaban los dientes.
—¡Qué frío hace hoy! —dije, volviéndome hacia la dueña, que estaba sirviéndome el té.
—¡Oh, señor, qué mojado está! Pase un momento a nuestra habitación y séquese.
Me cogió de la mano con maternal solicitud y me condujo a su cuarto de estar.
Sobre la estera, en el centro de la pieza, había un brasero cuadrado y al abrir la puerta sentí una bocanada de calor. Me quedé en el umbral, vacilante. Junto al fuego, se hallaba sentado, con las piernas cruzadas debajo del cuerpo, un hombre enjuto, de piel casi verdosa, que me miraba fijamente con ojos amarillos e inquietantes. A su lado había una verdadera montaña de cartas y cajitas de cartón que parecía que iba a sepultarle. Me quedé mirándolo desconcertado, inmóvil, como un espíritu de las montañas.
—Perdone, pero no tenga cuidado, es el dueño de la casa. No puede moverse. Le suplico que sea indulgente con nosotros.
La mujer me explicó que el anciano estaba impedido y no podía levantarse de allí. La montaña de papel estaba formada por cartas procedentes de todos los puntos del país, en las que se indicaban remedios contra la parálisis. Las cajitas contenían medicamentos. Y es que el anciano solía pedir a todos los viajeros que cruzaban el paso los remedios que conocieran para curar su mal. Leía también atentamente todos los anuncios de medicinas que aparecían en los periódicos y se hacía enviar todos los preparados de que tenía noticia.
Nunca tiraba una carta ni un paquete, sino que iba amontonándolos a su lado y vivía con ellos, sin dejar de contemplarlos. De manera que, con los años, había levantado un verdadero parapeto de papel viejo.
Yo buscaba en vano palabras con las que sostener una conversación y permanecía con los ojos fijos en el brasero. Un coche que cruzaba el paso hizo retumbar la casa. Me preguntaba por qué no abandonaría el viejo la montaña, a donde tan pronto llegaban los fríos del otoño, y el invierno sepultaba en la nieve todo el paisaje, y se trasladaba a las templadas tierras del llano. Mis ropas húmedas despedían vapor. El calor era tan intenso que empecé a sentir dolor de cabeza. De pronto, la hostelera se levantó y se fue a la sala contigua, donde se puso a charlar con los músicos.
—¡Hay que ver! ¡Cómo ha crecido esa muchacha! ¡Y qué linda! Sí, sí, las niñas se desarrollan con rapidez…
Apenas habría transcurrido una hora cuando, por el ruido, comprendí que los músicos se disponían a partir. ¿Cómo podía yo permanecer allí tranquilamente? El corazón me latía con fuerza. Pero no tuve valor para levantarme y unirme a ellos. Pensé que, aunque estuvieran acostumbradas a caminar, al fin y al cabo eran mujeres y, aunque me llevaran uno o dos kilómetros de ventaja, podría alcanzarlas fácilmente. Y entonces en el momento en que la pequeña bailarina se alejaba, mi imaginación empezó una danza loca y desenfrenada.
Pregunté a la hostelera que, después de despedir a sus clientes, había vuelto a entrar en la habitación donde yo estaba:
—¿Dónde pasará la noche esa gente?
—¡Ay, mi joven señor, eso nadie lo sabe! Donde haya viajeros allí se quedarán. Imposible precisar su paradero con mayor exactitud.
Había mucho desdén en las palabras de la mujer, pero de improviso se me ocurrió pensar que, en tal caso, la pequeña bailarina bien podría pasar la noche en mi habitación. Y este pensamiento me llenó de agitación.
La lluvia, que no había cesado de caer, era ya más suave.
Por las cumbres, empezaba a aclarar. Seguramente, antes de diez minutos volvería a brillar el sol. Aunque trataba de dominarme, no podía seguir allí sentado tranquilamente.
—¡Quedad en paz! ¡Y que haya salud! Pronto llegará el invierno —dije cordialmente al viejo que estaba sentado entre los papeles.
Él movió despaciosamente sus ojos amarillentos y me saludó con una leve inclinación de cabeza.
—¡Señor! ¡Señor! —La dueña se acercó a mí, excitada—. No debe darme tanto dinero. ¡No sabría cómo agradecérselo!
Se apoderó rápidamente de mi cartera y no hubo forma de disuadirla de acompañarme durante un trecho. Por más que yo le rogué que no se molestara, ella insistió en llevármela. Mientras me seguía con gran esfuerzo, no cesaba de repetir:
—Debo rogarle que me disculpe. Espero que nuestra casa le haya gustado, aunque sólo sea un poquito. Guardaré buen recuerdo de su rostro y, si algún día vuelve, esté seguro de que he de demostrarle mi agradecimiento. Sí, debe usted volver a visitarnos. ¡Yo nunca lo olvidaré!
Yo sólo le había dado un billete de cincuenta yenes, pero aquello le había sorprendido de tal modo que se le saltaban las lágrimas. Pero ahora mi más ferviente deseo era alcanzar cuanto antes a la pequeña bailarina, y la vieja, aunque caminaba con pasito presuroso, me obligaba a demorarme y me llenaba de impaciencia.
Así que, al llegar al túnel del paso, le dije:
—Le agradezco sinceramente que haya querido acompañarme. Pero le ruego que vuelva ya a su casa. No debe dejar solo al caballero.
Ella se decidió por fin a soltar mi cartera, se despidió cortésmente y volvió sobre sus pasos.
Cuando entré en el oscuro túnel, sentí caer en mi cabeza frías gotas de agua. A lo lejos, divisaba el resplandor de la salida que conducía a Izu del Sur.
Al final del túnel, se extendía un sinuoso y estrecho sendero, marcado por una valla pintada de blanco. Al llegar al primer recodo, percibí a los músicos, a quienes di alcance unos centenares de metros más allá. Pero entonces no me atreví a aminorar el paso bruscamente, por lo que pasé junto a las mujeres afectando indiferencia. Cuando alcancé al hombre, que iba unos veinte metros delante de ellas, éste me reconoció y se detuvo.
—¡Ah, señor, tiene usted los pies ligeros! ¡Qué suerte que el tiempo haya aclarado!
Al oír estas palabras, suspiré involuntariamente y empecé a caminar a su lado. Él era muy locuaz. Cuando las mujeres nos vieron conversar tan animadamente, apretaron el paso y se acercaron.
El hombre llevaba a la espalda un cesto de mimbre, la mujer sostenía en brazos a un perrito, la mayor de las muchachas acarreaba un enorme fardo, la segunda un cesto y la pequeña bailarina un gran tambor, con su soporte. De manera que cada cual tenía su carga. Al poco rato, la mujer, la que aparentaba unos cuarenta años, entabló conversación conmigo.
—Es un estudiante de una Escuela Superior —cuchicheó a mi espalda la mayor de las muchachas, dirigiéndose a la pequeña bailarina. Yo me volví, sonriendo amistosamente.
—Sí —dije.
—Ya me había dado cuenta —replicó la bailarina a su compañera—. A nuestra isla van muchos estudiantes.
Aquellas gentes eran de Habuminato, en la isla de Oshima. Por lo que pude deducir, habían salido de su pueblo en primavera para viajar por todo el país dando representaciones, pero como ya empezaba a hacer frío y no llevaban ropa de invierno, pensaban regresar a su isla, después de permanecer diez días en Shimoda, pasando por Baños de Izu. Cuando oí el nombre de Oshima se conmovió mi corazón como si hubiera escuchado un verso, y contemplé el hermoso y abundante cabello de la pequeña bailarina.
—Muchos estudiantes van a nadar a nuestra isla durante todo el año —dijo a su acompañante.
—¡Pero no en invierno! —repuso ésta.
—¡Sí! ¡También en invierno! —insistió con suavidad.
Y cuando me volví, la pequeña se sonrojó.
—¿Ah, sí? ¿En invierno? —pregunté.
Pero ella se limitó a mirar a su compañera, riendo.
—¿Se puede nadar allí también en invierno? —pregunté de nuevo.
Entonces su carita volvió a teñirse de un ligero rubor y ella asintió levemente.
—¡Qué tontita! —rió la mujer mayor.
Juntos recorrimos tres millas por la ribera del río Kawazu. El paso quedaba ya muy atrás, y aquellas montañas y aquel radiante cielo azul me hacían pensar en las cálidas tierras del Sur. Charlando alegremente, cruzamos las aldeas de Oginori y Nashimoto y de pronto vimos aparecer a lo lejos los tejados de paja de Yugano. En aquel momento, decidí ir hasta Shimoda con los músicos. Cuando se lo comuniqué a mi acompañante, su rostro se iluminó con una sonrisa.
Al llegar a la puerta de un albergue de Yugano, la mujer se volvió hacia mí para despedirse. Cuando el joven le dijo que yo les acompañaría hasta Shimoda ella replicó con presteza y un poco cohibida:
—¿Ah, sí? Me alegro mucho. Si desea compartir nuestro humilde alojamiento, tenga la bondad de entrar y póngase cómodo.
Las tres muchachas me miraron con asombro un momento, pero enseguida asumieron una expresión de forzada indiferencia.
Subí con ellos al primer piso del albergue, donde dejé mi cartera. Las esteras y las puertas correderas de la habitación que me asignaron eran muy viejas y estaban bastante sucias. La pequeña nos subió té caliente de la cocina. Cuando se arrodilló delante de mí para servirme el té, enrojeció vivamente, la taza resbaló sobre el platillo y el té se derramó. Yo estaba profundamente conmovido ante tan encantadora timidez.
—¿Qué? ¡Es increíble! ¿Se ha enamorado la niña? ¡Ja, ja, ja…! —exclamó la mujer, con gran indignación y, frunciendo el ceño, arrojó un trapo.
La bailarina lo cogió y, muy apenada, secó con él la estera.
Aquellas palabras me hicieron ver claro y aquel sueño que acariciara en el paso de la montaña, mientras hablaba con la vieja, se convirtió bruscamente en cenizas.
Inesperadamente, la mujer se volvió de nuevo hacia mí:
—Ese kimono azul y blanco es muy bonito —dijo, mirándome fijamente a los ojos—. Tiene el mismo dibujo que el de mi Tamiji. Sí, idéntico —añadió, mirando a las muchachas que estaban a su lado, como si esperase que ellas corroboraran sus palabras, y luego aclaró—: Tamiji es mi hijo, al que dejé en casa. Su kimono me ha hecho pensar en él. Sí, sí, la misma tela y el mismo dibujo. Últimamente, esas telas azul oscuro se han puesto muy caras. ¡Es una verdadera lástima!
—¿A qué clase va su hijo?
—Está en el quinto año de la Escuela Primaria.
—Ya…, la quinta clase.
—Va a la escuela de Kofu. Aunque vive en Oshima desde hace tiempo, nació en Kofu.
Después de descansar un rato, el joven me acompañó a la casa de baños. Salimos a la calle, tomamos por un camino empedrado, subimos unas escaleras que se encontraban unos cien metros más arriba, cruzamos un puentecito tendido sobre un arroyo y entramos en el jardín de la casa de baños.
Yo estaba ya chapoteando en el agua cuando entró el hombre. Me dijo sin preámbulos que tenía veinticinco años y que su esposa había sufrido dos abortos; bueno, en realidad, un aborto y un parto prematuro. Yo no le pregunté, pero por los signos que había en sus ropas deduje que vivía en Nagaoka. Sus rasgos faciales y su forma de hablar denotaban inteligencia y educación, y pensé que tal vez se dedicara al oficio de porteador, por curiosidad o porque estaba enamorado de alguna de las artistas. Después del baño nos fuimos a comer. Eran ya las tres cuando terminamos. Habíamos salido de Yugashima a las ocho de la mañana.
Yo estaba otra vez sentado junto a mi ventana cuando el joven se acercó por el jardín y me saludó.
—Si lo desea, puede comprarse fruta de caqui con esto. Perdone que se lo arroje desde aquí —le grité, tirándole unas monedas envueltas en un papel, para darle una pequeña muestra de afecto.
Él lo rechazó con un ademán, pero el papel cayó sobre el césped, a su espalda, y él se volvió y lo recogió.
—No, por favor, no haga eso —dijo, devolviéndome el paquetito, que quedó prendido en el tejado de paja.
Yo lo cogí rápidamente y volví a echárselo, riendo. Esta vez lo tomó y se fue.
Mientras anochecía lentamente, empezó a llover con fuerza. Las montañas parecían alejarse, del suelo se elevaban blancas nubes de niebla, y el arroyo que corría junto a la casa se tiñó de amarillo y sus aguas bajaban con más ímpetu y ruido. Comprendí que con aquel tiempo la pequeña bailarina tardaría en regresar de las hosterías. De pronto, me resultó terriblemente difícil quedarme allí sentado tranquilamente. Así que de vez en cuando me levantaba y me iba al baño caliente. Mi habitación estaba oscura. En el papel de la puerta corredera que comunicaba con la habitación contigua había un agujero cuadrado en la parte de arriba, y desde el quicio de la puerta penetraba la luz de una mortecina lámpara eléctrica que de este modo iluminaba dos habitaciones.
Ron-ton-ton… Con el rumor de la lluvia que caía furiosamente, se mezclaba el sordo retumbar de un tambor. Corrí precipitadamente la hoja de madera de la ventana y me asomé. El repiqueteo del tambor parecía acercarse por momentos. Una ráfaga de viento proyectó la lluvia sobre mi cabeza. Cerré los ojos y escuché atentamente, tratando de adivinar en qué dirección se movía el tambor y si se aproximaba a mi hostería. Pero pronto percibí claramente el sonido del samisén y el canto de una voz de mujer. Hasta mis oídos llegaban ruidos y risas. Descubrí entonces que mis amigos habían sido llamados a la hostería de enfrente. Distinguí las voces de tres o cuatro mujeres y de dos o tres hombres. Puesto que estaban ya tan cerca, supuse que no tardarían en volver y decidí esperar. Pero allá enfrente el alboroto iba en aumento y sobrepasaba ya la medida de lo corriente para convertirse en un estúpido griterío. Las chillonas voces de las mujeres hendían la noche como rayos. Sentí que mis nervios se contraían dolorosamente. De todos modos, por nada del mundo me hubiera apartado de aquella ventana. Cada vez que se oía el sordo y monótono repicar del tambor, se despertaba en mi corazón un eco alegre y luminoso, «¡oh, mi pequeña bailarina sigue tocando!».
Pero cuando súbitamente cesó la música, sentí una congoja insoportable. Me quedé escuchando el melancólico murmullo de la lluvia nocturna. ¿Estaban jugando a la captura o bailaban? Se oía un estrépito de pisadas. Luego, bruscamente, se hizo el silencio. Creo que debían de brillarme los ojos de excitación. Miraba fijamente la noche, como si a toda costa quisiera taladrar la hostil oscuridad y descubrir qué significaba aquel alarmante silencio repentino. Me desesperaba pensar que unas sucias manos pudieran ofender a mi pequeña bailarina.
Por fin, cerré la ventana y me acosté, pero temblaba en mi corazón una angustia insoportable. Me levanté, me fui otra vez al baño y me zambullí como un loco en el agua todavía tibia. Entretanto, la lluvia había cesado y asomaba ya la luz plateada de la luna. El cielo de la noche de otoño, lavado por la lluvia, iba adquiriendo nitidez y transparencia. Descalzo, salí de la casa de baños. Eran las dos de la madrugada cuando me tendí bajo la manta.
A la mañana siguiente, hacia las nueve, entró en mi habitación el hombre. Yo acababa de levantarme, pero le invité a acompañarme otra vez a la casa de baños. Era un día claro y soleado de otoño. El sol brillaba cálido y resplandeciente sobre el crecido arroyo que discurría ante la casa de baños. De pronto, las angustias de la noche anterior se me aparecieron como una lejana pesadilla. Y dije con ligereza a mi acompañante:
—¡Qué larga y ruidosa fue la fiesta de anoche!
—¿Cómo? ¿La oyó usted?
—Por supuesto que la oí.
—En fin, así es la gente de por aquí. Cuando se alegran meten un ruido de mil demonios. No es muy divertido para mí presenciar esas cosas.
Hablaba como si para él la ocasión no hubiera tenido absolutamente nada de particular, de manera que yo tampoco hice más comentarios.
De pronto, exclamó:
—¡Mire! ¡Allí están! Parecen habernos reconocido. Están haciéndonos señas y se ríen.
Miré hacia donde él me señalaba con el dedo y, al otro lado del río, difuminadas por el vapor, vi las siluetas de siete u ocho personas desnudas.
Cuando contemplé la escena más atentamente, vi surgir de la sombra de la casa de baños la figura de una muchacha desnuda. Ella levantó los brazos y me llamó. ¡Oh, era la pequeña bailarina! Vi su hermoso cuerpo, esbelto como un joven arbolito, y me pareció que en mi corazón empezaba a cantar una fuente de plata. Respiré profundamente y luego me eché a reír con alegría. ¡Oh, qué niña era! La alegría de habernos descubierto le hizo olvidar que no estaba vestida y salió corriendo a la luz del sol. Una niña inocente. Yo reía feliz, reía y reía. Mi cabeza estaba ligera y despejada y no podía reprimir mi júbilo.
Después del baño, volví a mi habitación con el joven y me senté junto a la ventana. Al poco rato, la mayor de las muchachas salió al jardín del albergue y empezó a pasear lentamente entre los crisantemos. Luego, salió también la pequeña bailarina, quien, desde el centro del puente, levantó la mirada hacia mi ventana. Pero cuando apareció la mujer de cuarenta años, para vigilar a las dos muchachas, la pequeña encogió los hombros, asustada, y se rió, como queriendo decir: «Hay que marcharse, antes de que pueda reñirme», y se alejó rápidamente. La mujer llegó hasta el centro del puente y me gritó:
—Entre después a vernos, si tiene tiempo.
Y también la mayor de las muchachas exclamó:
—¡Sí, venga, por favor!
Y ambas se retiraron.
El joven se quedó conmigo hasta la tarde.
Por la noche, cuando estaba jugando go con un comerciante en papeles, oí de pronto sonar el tambor en el jardín del albergue. Fui a levantarme inmediatamente.
—¡Ah, ahí están!
—¡Bah, qué tontería! Ahora juega usted. Yo acabo de tirar.
El papelero, inclinado sobre el tablero de go, estaba absorto en el juego. Yo, por el contrario, no conseguía dominar mi impaciencia. Ya distinguía claramente las voces de los músicos que volvían de dar su representación. El joven gritó:
—¡Buenas noches!
Yo me precipité al porche y les hice vivos ademanes con la mano. El grupo se quedó abajo unos momentos, cuchicheando. Luego subieron.
—¡Buenas noches!
Las muchachas saludaron una tras otra, tendiendo las manos hacia abajo y haciendo una profunda reverencia, como las geishas.
Cuando observé que a la primera ojeada habían descubierto que yo estaba perdiendo, dije a mi contrincante:
—Está bien. No puedo hacer ya nada más. Me rindo.
—¿Cómo? ¡No, no! ¡Qué ocurrencia! Me parece que mi situación es peor que la suya. De todos modos, el juego no está decidido, ni mucho menos.
El papelero ni siquiera se dignó mirar a los músicos. Movía sus fichas con asombrosa habilidad y siguió jugando cuidadosamente. Las muchachas dejaron sus instrumentos en un rincón, sacaron un tablero de ajedrez e iniciaron por su cuenta una partida de cinco fichas.
Entretanto, yo había perdido todas mis fichas, incluso las que ganara al comienzo del juego. La partida había terminado. Pero el papelero insistía, impertérrito:
—¿Jugamos otra? Yo lo celebraría.
Él porfiaba con ahínco, pero yo me eché a reír de tan buena gana que el hombre, resignado, se levantó y se fue.
Las tres muchachas se acercaron entonces al tablero de go y una de ellas dijo al joven:
—¿Vamos a salir otra vez esta noche?
Él se quedó pensativo un momento y luego respondió:
—Hum…, ¿qué hacemos? Creo que será mejor que por hoy lo dejemos ya y descansemos un poco.
—¡Oh, qué bien, qué bien! ¡Maravilloso!
—Pero ¿no nos reñirá nuestra madre?
—¡Bah! De todos modos, no hay clientes.
De manera que nos pusimos a jugar todos al juego de las cinco fichas y estuvimos divirtiéndonos hasta mucho después de medianoche.
Cuando, por fin, las muchachas se despidieron y me acosté, el sueño no quería acudir. Mi cabeza estaba despierta, muy despierta. Salí al corredor y grité:
—¡Señor papelero! ¡Señor papelero!
El hombre, que tendría casi sesenta años, salió de un brinco de su habitación. Se detuvo ante mí, con los pies separados, ansioso de diversión, y me dijo:
—¿Sí? ¿Sí?
Y yo grité:
—¡Vamos a pasar la noche en vela! ¡Jugando, jugando!
Yo tenía ganas de pelea. Habíamos convenido que a la mañana siguiente saldríamos de Yugano a las ocho. Poco antes, me calé una gorra de deporte que había comprado en un tenderete situado a la puerta de los baños familiares, guardé en la cartera mi gorra de estudiante y me dirigí a la posada en la que se alojaban los músicos. Cuando subí las escaleras, las puertas del primer piso estaban ya descorridas, pero todos seguían aún acostados. Me detuve en el umbral, desconcertado.
En la estera que había a mis pies, la pequeña bailarina, muy sofocada, se cubría la cara con las manos. Dormía con la mediana de las muchachas. Aún llevaba en las mejillas el carmín de la noche anterior; sólo la pintura de los labios había palidecido. Al verla allí tendida, recién salida del sueño, sentí que el corazón empezaba a latirme con fuerza. Pero de pronto la muchacha dio media vuelta, como si algo la hubiera deslumbrado, salió ágilmente de debajo de la manta y, sin apartar las manos de su rostro, se arrodilló en el umbral para saludarme.
—Mil gracias por su amabilidad de anoche —dijo, inclinándose profundamente con indescriptible gracia.
Me resultaba incómodo permanecer de pie delante de ella, con toda mi estatura.
El joven yacía bajo la misma manta que la mayor de las muchachas. ¡Jamás hubiera soñado que estuvieran casados!
De pronto, la mujer se levantó de su lecho y me dijo:
—Mil perdones. Habíamos convenido en partir hoy, pero como esta noche va a haber una reunión en la que tenemos que actuar, nos vemos obligados a aplazar la marcha un día. De todos modos, si usted prefiere partir hoy, nos encontraremos en Shimoda. Allí nos alojaremos en la hostería de Koshuya, de modo que le será fácil dar con nosotros.
Me pareció que con ello me despedían sin rodeos. Pero el joven añadió cordialmente:
—¿O prefiere esperar con nosotros hasta mañana? Nadie tendrá inconveniente. Todos somos buena gente. Sería muy hermoso poder volver a viajar juntos.
La mujer apoyó entonces sus palabras y dijo con entusiasmo:
—¡Sí! ¡Eso es! Ya somos buenos amigos y, por lo tanto, debe ser indulgente con nosotros. Saldremos mañana sin falta. ¡Aunque lluevan dardos! Además, pasado mañana se cumplirán cuarenta y nueve días de la muerte de mi hijito, que se nos murió durante el viaje. Desearía pasar ese día de luto dedicada a la meditación en Shimoda, y en realidad si nos hemos apresurado tanto durante el viaje es para estar en Shimoda ese día. Perdone que le hable de esto, pero ya que nuestro encuentro me parece cosa del destino, ¿no querría ir a orar con nosotros mañana? Se lo ruego.
Yo me mostré conforme en demorar mi partida y bajé al vestíbulo a esperarles. Cuando estaba charlando con un criado del albergue, junto al sucio mostrador, bajó el joven y me invitó a dar un paseo. Nos encaminamos hacia el Sur hasta llegar a un hermoso puente, en cuya barandilla nos apoyamos. Durante unos momentos, contemplamos en silencio el paisaje que nos rodeaba; luego, el hombre empezó a hablarme de sí mismo. Con anterioridad, había pertenecido a la compañía de teatro Shimpa de Tokio, y en la actualidad aún trabaja alguna que otra vez en el teatro del puerto de Oshima. Entonces recordé que del fardo que llevaba a la espalda vi asomar una larga espada, y él me confió que aun durante sus actuaciones como cantante se sentía, sobre todo, actor. En los restantes cestos no había, según él, más que objetos de uso doméstico, vestidos, cacerolas, escudillas para el arroz y cosas así.
—He echado a perder mi vida. Mi hermano mayor, que vive en Koshu, es el que continúa la rama principal de la familia, en tanto que yo… ¡Bah! Yo ya no hago falta —dijo con amargura.
—¿Ah, sí? Creí que era usted de Baños de Nagaoka.
—Oh, no. La mayor de las muchachas es mi esposa. Es un año más joven que usted. Desgraciadamente, durante este viaje tuvo un parto prematuro y al cabo de una semana el niño expiró. Ella no está aún del todo restablecida. La mujer es su madre y la pequeña bailarina es mi hermana menor.
—¿Y quién es la hermana de catorce años de quien antes me habló?
—Es ella, la bailarina. En un principio, quería que por lo menos mi hermana no se viera obligada a ganarse el sustento, pero por desgracia existen otras razones…
Me dijo también que se llamaba Eikichi, su mujer Chiyoko y su hermana, Kaoru. La otra muchacha se llamaba Yuriko, tenía diecisiete años, era de Oshima y viajaba con ellos en calidad de sirvienta. Él se mostraba muy conmovido al contarme estas cosas, y mientras contemplaba el río brillaban las lágrimas en sus ojos.
Luego emprendimos el regreso. En el borde del camino, encontramos a la pequeña bailarina, que ya se había quitado del rostro todo el maquillaje de la víspera y estaba arrodillada acariciando cariñosamente a un perro.
Yo le hablé.
—Ahora vamos a casa. ¿No querría hacerme una visita?
—Pero ¿sola…?
—Sola no, con su hermano mayor.
—Sí; enseguida iremos —respondió el joven por ella.
Pero, al cabo de un rato, Eikichi se presentó en mi habitación, solo.
—¿Y las muchachas?
—La madre es muy severa con ellas —respondió él, compungido.
Estuvimos jugando al juego de las cinco fichas durante un rato. De pronto, vi que las tres mujeres cruzaban el puente. Poco después subían a mi habitación. Me saludaron con una profunda y ceremoniosa reverencia y se arrodillaron en el pasillo, sin decidirse a entrar. Fue Chiyoko la primera en levantarse cuando yo les dije:
—Sí, ésta es mi habitación. Por favor, entren. Sin cumplidos.
Charlamos durante más de una hora. Después, las mujeres se dirigieron al baño de mi hostería. Me invitaron a acompañarlas, pero yo rehusé. Me bañaría después, cuando ellas hubieran salido.
La primera en volver a subir a mi habitación fue la pequeña bailarina, quien me traía un recado de Chiyoko:
—Dice mi hermana que puede usted ir al baño.
Pero yo no bajé al baño. Preferí quedarme con ella, jugando al juego de las cinco fichas.
La pequeña jugaba con asombrosa habilidad.
Al principio, cada vez que movía las fichas, alargaba el brazo con timidez, pero poco a poco fue olvidándose de mí para concentrarse por completo en el juego, profundamente inclinada sobre el tablero de go. Su precioso cabello negro casi me rozaba el pecho. De pronto, enrojeció.
—Perdone. Tengo que irme.
Tiró las fichas y salió corriendo. A la puerta del baño estaba la madre, mirándonos. Pero antes de que Chiyoko y Yuriko pudieran subir a buscarla, la pequeña ya había desaparecido.
También aquel día Eikichi estuvo en mi hostería, desde la mañana hasta la noche, charlando conmigo. La posadera, mujer amable y virtuosa, me decía continuamente que era una lástima obsequiar a gente de aquella clase, pero yo no me dejaba engañar. Nos habíamos hecho buenos amigos.
Aquella noche, cuando fui al albergue donde se alojaban los músicos, la bailarina estaba aprendiendo a tocar el samisén. Su madre le enseñaba. Al verme, la muchacha se interrumpió, pero, siguiendo una indicación de su madre, y tras una leve vacilación, volvió a coger el instrumento.
Cada vez que levantaba excesivamente la voz, su madre la reprendía:
—No tan alto. ¿Cuántas veces he de decírtelo?
Entretanto, unos clientes del primer piso de la hostería de enfrente habían llamado a Eikichi. Ahora se le oía cantar con voz grave y ronca. Desde donde estábamos, se distinguía claramente su silueta.
—¿Qué está cantando?
—¡Una balada!
—Suena un tanto cómica esa balada —dije a la mujer, sonriendo.
Pero en aquel momento un hombre como de cuarenta años, comerciante en volatería, abrió la puerta corredera y nos dijo que había alquilado la habitación contigua, que estaba preparando un plato de ave y deseaba invitar a las dos muchachas.
La bailarina y Yuriko cogieron sus palillos y entraron en la habitación del vecino. El comerciante en volatería hasta rebañó las cacerolas, relamiéndose. Cuando las muchachas regresaron, el anfitrión dio una palmadita en un hombro a la pequeña bailarina, en señal de despedida. Pero la madre volvió inmediatamente hacia él un rostro encendido por la ira y le gritó:
—¿Qué se ha creído? No se atreva a volver a tocar a la muchacha. Es una niña pura e inocente.
La pequeña bailarina confirmó estas palabras, murmurando con una leve sonrisa:
—¡Sí, sí!
Y le pidió que le leyera el Diario de los viajes de Mito-Komon. El hombre se cansó pronto, se levantó y se fue.
Como la niña no se atrevía a rogarme directamente que siguiera yo la lectura, instó a su madre para que me lo pidiera. Yo tomé entonces el libro, con cierto nerviosismo y curiosidad. La pequeña bailarina se acercó a mí, y mientras yo leía su cara llegaba casi a rozar mi hombro. Escuchaba con una total entrega y sus ojos brillaban de emoción y alegría. Me miraba fijamente, olvidándose de sí misma, y durante todo el tiempo ni siquiera pestañeó. Pero, por lo visto, ésta era su forma de escuchar cuando alguien le leía en voz alta. Antes, cuando leía el comerciante en volatería, también acercó su rostro al del hombre. Yo bien lo advertí. Sus grandes ojos negros y brillantes eran lo más hermoso en ella, y su risa era como el abrirse de las flores. Se me ocurrió la expresión de «risa florida» y comprendí que sólo para ella era adecuada.
Al poco rato, vino la criada de la posada de enfrente a buscar a la bailarina para que divirtiera a los clientes. Ella se arregló rápidamente el kimono y me dijo:
—Enseguida vuelvo. Por favor, espere un poco y después siga leyendo para mí. Se lo ruego.
Salió al corredor e hizo una profunda reverencia, con los brazos extendidos hacia abajo, mientras decía:
—Hasta pronto.
—Espero que no te pidan que cantes —dijo la mujer con gesto de preocupación, pero la pequeña ya había cogido con presteza su tambor y nos saludaba con una leve inclinación de cabeza—. Está cambiando la voz —se creyó obligada a explicar la madre.
Desde donde estábamos, la vimos acomodarse sobre la alfombra, en actitud rígida y ceremoniosa, y empezar a tocar el tambor. A cada percusión, mi corazón daba un angustiado vuelco.
—El dulce sonido del tambor anima esa reunión —comenté, por decir algo.
Pero la madre sólo lanzó una rápida ojeada a la sala de enfrente.
Al poco rato, también Chiyoko y Yuriko se encaminaron hacia la posada, y al cabo de una hora los cuatro estaban ya de vuelta.
—¡Esto es todo!
Con expresión iracunda, la pequeña bailarina arrojó un billete de cincuenta yenes, que la madre recogió. Pero al poco yo estaba otra vez leyendo las aventuras de Mito-Komon. Después, las mujeres volvieron a hablarme del niño que se les había muerto durante el viaje. Según me dijeron, la criatura era transparente como el agua y ni para llorar tenía fuerzas. Sin embargo, resistió una semana entera.
Mi natural cordialidad, que no estaba alimentada por la curiosidad ni encerraba la menor condescendencia y que les hacía olvidar que no eran más que unos pobres músicos ambulantes, había causado en ellos honda impresión. De improviso, quedó decidido que debía instalarme en su casa de la isla de Oshima.
—La casita del abuelo es muy indicada. Es también muy grande. Llevaremos al abuelo a algún otro sitio, de modo que pueda usted estar completamente tranquilo. Quédese todo el tiempo que desee. Allí podrá trabajar a gusto.
Al parecer, habían hablado ya del asunto entre ellos y ahora me lo comunicaban con caras radiantes.
—En Oshima tenemos dos casas. La de la montaña es preciosa, clara y ventilada…
En enero, con mi ayuda, pondrían en escena una obra de teatro en Habuminato.
El continuo viajar no había endurecido sus corazones, como yo esperara en un principio. Ahora podía darme cuenta de que habían conservado su natural lozanía y había en ellos una alegre despreocupación. Advertí también que todos, madre y hermanos, unidos como estaban por los lazos familiares, se encontraban también unidos en su afecto hacia mí. Sólo Yuriko, la criada, me trataba invariablemente con rigurosa reserva. Pero tal vez fuera por timidez.
Era más de medianoche cuando salí del albergue. Las muchachas me acompañaron hasta la puerta, donde la bailarina me ayudó a calzarme las sandalias. Luego asomó la cabeza y contempló el claro cielo del Sur.
—¡Oh, la luna! ¡Y mañana estaremos en Shimoda! ¡Qué contenta estoy! Es el cuadragésimo nono día de la muerte de nuestro pequeño. Le pediré a mi madre que me compre un peine. ¡Oh, y las muchas cosas nuevas que me esperan aún!
El puerto de Shimoda era para aquellos músicos trashumantes que recorrían los baños de las regiones de Izu y Shagami, la querida y añorada estrella que, en el cielo de su infatigable peregrinar, señalaba el camino del hogar. Cada cual llevaba el mismo equipaje que cuando cruzaron el paso de Amagi. El perrito, con su cara habituada a las penalidades del camino, se apoyaba en el pecho de la mujer, con las patas delanteras en el codo de ella. Muy pronto dejamos atrás a Yugano y nos adentramos en las montañas. Sobre el mar brillaba el sol de la mañana, caldeando hasta lo más profundo de los valles. Todos lo contemplamos con silenciosa admiración. En dirección al río Kawazu, hacia el que nos encaminábamos, se extendían las blancas playas de Kawazu.
—¡Y allí está Oshima! —dijo la bailarina, volviéndose hacia mí—. ¡Fíjese qué grande es nuestra isla! Tiene que ir a vernos —añadió luego.
El cielo de otoño tenía ya una diáfana claridad y el mar brillaba uniformemente, como cubierto de una plateada niebla primaveral. Nos quedaban apenas quince millas hasta Shimoda. Durante un trecho, perdimos de vista el mar. Chiyoko, llena de una alegría incontenible, empezó a cantar una canción.
Para llegar a Shimoda lo antes posible, dejamos, a instancias mías, el camino principal, más cómodo pero también más largo, y tomamos por un atajo que cruzaba la montaña.
Era un sendero empinado, alfombrado de hojas de vivos colores. Pronto me faltó el aliento, de manera que apreté el paso y empecé a trepar apoyando las manos en las rodillas. Los otros quedaron rezagados y no tardé en perderlos de vista. La única que me seguía, a unos dos metros de distancia, era la bailarina, que se había subido ligeramente el borde del kimono para poder andar con más rapidez. En ningún momento aumentaba ni disminuía la distancia. Una vez me volví y le grité algo. Ella se detuvo, con una sonrisa asustada, y me contestó desde donde se hallaba. Naturalmente, yo le había hablado con el propósito de que ella me alcanzara. El camino, cada vez más escarpado, serpenteaba interminablemente por la montaña. Yo aceleraba el paso cada vez más y la bailarina trepaba infatigablemente detrás de mí, pero siempre a dos metros de distancia. Reinaba en la montaña una paz prodigiosa. Los músicos habían quedado muy atrás. Ya ni oíamos sus voces.
—¿Dónde vive en Tokio? —me preguntó.
—En el albergue de mi escuela.
—Yo también conozco Tokio. Fui una vez, para ver los cerezos en flor; pero era todavía muy pequeña y no lo recuerdo bien.
Y luego volvía a empezar:
—¿Vive su padre todavía?
O:
—¿Ha estado alguna vez en Kofu?
Me hacía las más diversas preguntas y, poco a poco, íbamos acercándonos el uno al otro.
Me dijo también que cuando llegase a Shimoda quería ver una película, y luego volvió a hablarme largamente de la muerte del niño. Por fin llegamos a la cima de la montaña. La bailarina dejó el tambor en el suelo, para sentarse, y se secó el sudor de la frente con un pañuelito. Luego se limpió el polvo de los pies. Pero, de pronto, se arrodilló delante de mí, y realmente, me sacudió el polvo de los bajos de mi túnica hakama. Instintivamente, di un paso atrás, pero ella se arrastró sobre las rodillas y golpeó el borde de mi hakama. Luego lo soltó, suspiró y me dijo:
—Ahora siéntese, por favor.
Pasó cerca de nosotros una bandada de pajarillos. Las resecas hojas de la rama en que se posaron crujieron levemente; luego, volvió a hacerse el silencio en torno a nosotros.
—¿Por qué andaba tan aprisa? —me preguntó.
Parecía muy acalorada. Confuso, golpeé suavemente el tambor con los dedos, con lo que asusté a los pájaros, que alzaron el vuelo.
—Sería magnífico si tuviéramos algo que beber —dije.
—Veré si encuentro una fuente.
Pero a los pocos minutos volvió, después de una infructuosa búsqueda.
—¿A qué se dedica en Oshima? —le pregunté.
Entonces me enumeró varios nombres de muchachas y empezó a contarme algo cuyo significado no llegué a comprender del todo. Pero parecía referirse más a Kofu que a Oshima. Era la historia de amigas del colegio al que había ido hasta la tercera clase.
La contaba desordenadamente, según se le iba ocurriendo.
Esperamos unos diez minutos. Entonces aparecieron las otras dos muchachas y, con ellas, el hombre. Al cabo de otros diez minutos, llegó la madre.
En el descenso, Eikichi y yo nos retrasamos deliberadamente, para poder charlar a gusto. No habíamos andado mucho cuando la bailarina volvió apresuradamente sobre sus pasos.
—¡Abajo hay una fuente! ¡Vengan, deprisa! Les espero para beber.
Apenas oí la palabra «fuente», eché a correr cuesta abajo. Efectivamente, a la sombra de unos árboles, entre unas peñas, brotaba un hilo de agua fresca y transparente. Alrededor, estaban las tres muchachas y la mujer.
—¡Beba usted primero! Cuando hayamos hundido nuestras manos en el agua, quedará sucia. Después de beber nosotras, las mujeres, el agua no estará ya lo bastante limpia para usted —me dijo la madre.
Yo tomé ávidamente con mis manos calientes aquella agua fría y bebí. Después saciaron su sed las mujeres.
Seguimos bajando la montaña y salimos al camino de Shimoda. No lejos de la carretera, en muchos lugares, se elevaban columnas de humo. Eran sin duda hornos de carbón vegetal. Nos sentamos en grandes troncos de madera que yacían junto al camino. La bailarina se arrodilló delante de nosotros y con su peine color melocotón empezó a peinar el hirsuto pelo del perro que descansaba en los brazos de la mujer.
—¡Vas a romper las púas! —le reconvino su madre.
Pero ella respondió alegremente:
—Mañana me comprarás uno en Shimoda.
Desde Yugano tenía yo el propósito de pedirle, cuando nos despidiéramos, aquel peine que tan magníficamente lucía en su espléndida cabellera, por lo que resultaba amargo para mí verla peinar con él al perro.
Luego, reanudamos la marcha. En una ocasión, ella volvió sobre sus pasos para darme una hermosa vara de bambú, para hacerme más cómodo el camino y, poco después, cuando Eikichi y yo nos adelantábamos, la oí hablar de mí con Chiyoko.
—Es una buena persona.
—Sí, ciertamente.
—¡Buena en verdad!
Estas sencillas palabras de confianza me conmovieron profundamente. En su voz de niña vibraba la sinceridad de sus sentimientos. De manera que a partir de entonces yo podía considerarme como una buena persona. Abrí bien los ojos y miré las soleadas montañas. Sentía un ligero escozor bajo mis párpados.
A pesar de mis veinte años, hacía ya mucho tiempo que vivía atormentado por mi carácter retraído y solitario hasta que, cuando ya no pude seguir soportando la opresión de mi melancolía, me decidí a emprender aquel viaje a Izu. De manera que me pareció que la divina Providencia me otorgaba un inefable consuelo al permitirme escuchar cómo alguien me llamaba buena persona en el sentido corriente y humano de la palabra.
La creciente claridad que envolvía las montañas se debía a que estábamos acercándonos a la costa de Shimoda. Agité violentamente la vara de bambú que me había dado la pequeña bailarina, y azoté la hierba que crecía al borde del camino.
En varios de los pueblos que encontramos a nuestro paso había un letrero en el que se leía: «Prohibida la entrada en el pueblo a mendigos ambulantes».
El albergue Koshuya estaba muy cerca de la entrada norte de Shimoda. Subí con los músicos al primer piso, que más parecía una buhardilla. Carecía de cielo raso, y cuando fui a asomarme a la ventana me golpeé la cabeza con las inclinadas vigas.
—¿No te duele el hombro? —preguntó a la bailarina la madre, solícita—. ¿Ni tampoco la mano?
La bailarina esbozó un movimiento elegante, como si tocara el tambor.
—No, no duele. Puedo tocar. Está muy bien.
Yo traté de levantar el tambor.
—¡Cómo pesa!
—Sí, sí pesa. Más de lo que usted creía. ¡Y más que su cartera!
Y se echó a reír.
Luego, los músicos saludaron con profundas reverencias a los restantes huéspedes del albergue. No eran sino músicos como ellos, trashumantes, pequeños comerciantes de tenderete y gentes de esta especie. El puerto de Shimoda parecía ser un nido de semejantes aves de paso. La bailarina repartió unas monedas entre los hijos del dueño del albergue, que entraron en tropel en la habitación. Cuando me dispuse a salir de la casa, en busca de alojamiento para mí, ella se apresuró a seguirme y amistosamente me ayudó a calzarme las sandalias.
—¿Me llevará al cine? —preguntó en voz baja, como si hablara consigo misma.
Un hombre de aspecto desastrado y no muy tranquilizador nos indicó el camino y, en compañía de Eikichi, llegué a la posada cuyo propietario había sido alcalde de la ciudad. Entré en el baño y, luego, para cenar, consumimos un par de pescados frescos.
Cuando me despedí de Eikichi, le entregué un poco de dinero envuelto en un papel.
—Por favor, compre unas flores para el funeral de mañana.
Al día siguiente, debía regresar a Tokio sin falta, pues había agotado el dinero que llevaba para el viaje. Dije a mis acompañantes que tenía que volver a casa porque las vacaciones habían terminado, de manera que no pudieron detenerme.
Tres horas después de la comida, había cenado ya y, en solitario, crucé el puente en dirección a la parte norte de Shimoda. Subí a la montaña Shimoda-Fuji y contemplé a mis pies la ciudad y el puerto. A mi regreso, entré de nuevo en el albergue de Koshuya, donde encontré a los músicos cenando. Tenían ante sí una única cacerola.
—Tome algo con nosotros. Tal vez no esté muy limpio, pues las mujeres hemos metido ya los palillos, pero con un poco de buena voluntad podrá pasarlo por alto.
La madre sacó de la cesta una escudilla y unos palillos y los dio a Yuriko para que los lavara y me los pasara.
Como el día siguiente era el siete veces siete de la muerte del niño, todos trataron de convencerme para que retrasara el viaje, pero yo, lamentándolo muy de veras, tuve que rehusar, invocando las exigencias de mi escuela. Entonces la madre me dijo cordialmente:
—Está bien; pero cuando lleguen las vacaciones de invierno, esperamos recibirle en el puerto de Oshima. Escríbanos para decirnos la fecha exacta de su llegada. Le esperaremos. Y en modo alguno consentiremos que se aloje en un albergue. Vivirá con nosotros. Sí, puede estar seguro de que iremos todos a buscarle.
Invité a Chiyoko y Yuriko a que nos acompañaran al cine a Kaoru y a mí. Pero Chiyoko rehusó. Muy pálida y con aspecto fatigado, me dijo:
—No me encuentro bien. Estoy agotada de tanto andar.
Y Yuriko tenía la mirada fija en el suelo. Busqué a mi pequeña bailarina y la vi jugando con los chiquillos del albergue al pie de la escalera. Al verme, se colgó del brazo de su madre y con ojos suplicantes le pidió que la dejara ir al cine conmigo. Pero al poco rato me seguía muy pálida y, en silencio, me preparaba los zuecos en la puerta.
—¿Cómo? ¿Y qué hay de malo en que vayan los dos solos? —terció el hombre.
Pero la madre se mostró inflexible. Yo no alcanzaba a comprender por qué la niña no podía ir al cine conmigo. Cuando salí de la casa, la bailarina acariciaba la cabeza del perro. Pasé junto a ella erguido y reservado. Tenía la impresión de haber sido objeto de una severa censura. Ella mantuvo la cabecita inclinada sobre el perro, como si no tuviera fuerzas para mirarme.
De modo que me fui al cine solo. Una mujer leía las explicaciones a la luz de un pequeño quinqué. Me aburría y me marché pronto. Al volver al hotel, me acodé en el alféizar de la ventana y me quedé contemplando las luces de la ciudad. Me parecía oír a lo lejos el suave sonido de un tambor, y casi sin darme cuenta dejé caer unas lágrimas.
A la mañana siguiente, a eso de las siete, mientras me desayunaba, Eikichi me llamó desde la calle. Llevaba una negra túnica de fiesta con el emblema de la familia. Cuando subió a mi habitación no mencionó a las mujeres y yo sentí en mi corazón una abrasadora sensación de soledad. Él dijo:
—Queríamos haberle acompañado todos al barco, pero desgraciadamente nos hemos dormido. Discúlpenos, por favor, pero en nombre de todos debo decirle que le esperamos el próximo invierno.
Soplaba en la ciudad una fresca brisa de otoño. Como regalo de despedida. Eikichi me compró cuatro paquetes de cigarrillos «Shikishima», fruta de caqui y unos caramelos refrescantes llamados Kaoru («Aroma»).
—Porque Kaoru es también el nombre de mi hermana —dijo con una leve sonrisa—. Las mandarinas que venden en el barco no son muy buenas. Además, el caqui es bueno para prevenir el mareo.
—¡Y yo, como regalo de despedida, quisiera darle esto! —dije, poniéndole mi gorra de deporte.
Saqué de la cartera mi arrugada gorra de estudiante y traté de alisarla.
Los dos nos echamos a reír, un poco cohibidos.
Cuando nos acercábamos al muelle, mi corazón se alegró súbitamente. Junto al agua, en cuclillas, descubrí la silueta de la bailarina. Estaba inmóvil, y cuando llegué a su lado y le hablé ella siguió callada y bajó suavemente la cabeza. Su rostro, cubierto todavía con el carmín de la víspera, me conmovió profundamente. El rojo de los labios le daba una expresión casi huraña, amarga.
—¿Vienen ya las demás? —preguntó Eikichi en voz baja.
Ella negó tristemente con la cabeza.
—¿Duermen todavía?
Asintió en silencio.
Mientras Eikichi compraba mi pasaje, yo traté de entrar en conversación con la muchacha; pero ella mantenía los ojos fijos en una mancha oscura, donde el canal desemboca en el mar, y no pronunció una sola palabra. Sólo movía la cabeza afirmativamente una y otra vez antes de que yo pudiera terminar lo que estaba diciendo.
De pronto, alguien gritó a mi lado.
—Madre, hablaremos con ese joven.
Y un hombre, que por su aspecto parecía un peón caminero, me dijo:
—¡Un estudiante! ¿Va a Tokio? Quisiera pedirle un gran favor. ¿Podría acompañar a esta anciana hasta Tokio? Es una pobre mujer digna de compasión. Su hijo, que trabajaba en las minas de plata de Rendaiji, y su nuera han muerto de una epidemia, dejándole a esos tres niños. Son sus nietos. Yo le tengo afecto a la anciana y quisiera enviarla a su casa, en Mito. Por favor, acompáñela hasta el tren de Ueno. Ella no sabe orientarse. Es una tarea difícil y pesada, pero yo se lo suplico, señor. ¡Tenga piedad!
La anciana, que parecía estar completamente alelada, llevaba un niño de pocos meses atado a la espalda y dos niñas, de unos tres y cinco años, cogidas de la mano. De un sucio hatillo asomaba un cestito de arroz y unas cuantas ciruelas secas. Otros cinco o seis peones la rodeaban y trataban de animarla. Yo me hice cargo de ella sin vacilar.
—De acuerdo. Con mucho gusto.
—¡Oh, gracias! Debía acompañarla yo mismo, pero me es totalmente imposible.
Y, uno tras otro, los trabajadores fueron saludándome con una profunda reverencia.
La lancha se balanceaba violentamente. La bailarina, con los labios apretados, tenía los ojos fijos en un punto. Al extender la mano hacia la escala de cuerda, me volví ligeramente para decir adiós, pero sólo pude saludar con un movimiento de cabeza. Luego, la lancha nos llevó al barco y volvió al muelle. Eikichi agitaba incesantemente la gorra que yo le había regalado.
Entonces, a lo lejos, la pequeña bailarina empezó también a agitar algo blanco.
Hasta que el vapor salió de la bahía de Shimoda y dobló la punta sur de la península de Izu, permanecí apoyado en la borda, sin dejar de mirar la isla de Oshima, que se alzaba en el inmenso mar. De pronto, tuve la sensación de que hacía ya mucho tiempo que me había despedido de mi pequeña amiga. Luego, entré en el camarote, para atender a la anciana. La encontré rodeada de personas que le hablaban, en tono amistoso y consolador.
Tranquilizado, me fui al camarote contiguo. En el tempestuoso mar de Sagami había fuerte oleaje que nos zarandeaba violentamente a derecha e izquierda. Me tendí en la colchoneta, con la cabeza apoyada en la cartera. Sentía un extraño vacío en la cabeza. Lentamente, resbalaron por mis mejillas unas lágrimas, que cayeron en la cartera. Sentí un escalofrío, y di la vuelta a la cartera.
Cerca de mí viajaba un muchacho, hijo de un fabricante de Kawazu, que iba a Tokio para examinarse de ingreso. Mi gorra de la Primera Escuela Superior pareció infundirle respeto y me habló con gran cortesía:
—¿Ha sufrido alguna desgracia?
—No, no. Sólo fue una despedida —respondí con franqueza.
Me tenía sin cuidado que me vieran llorar.
No pensaba en nada. Pero sentía qué las lágrimas me devolvían la paz de espíritu.
De improviso, empezó a anochecer en el mar. Brillaban a lo lejos las luces de Baños de Amishiro y Baños de Atami. Sentí frío y mi estómago, acuciado por el hambre, se rebelaba. Fue una suerte que el joven abriera su atadijo de corteza de bambú y me lo tendiera con una sonrisa. Yo lo tomé sin más, como si hubiera olvidado que le pertenecía, y me comí todo el arroz de pescado, envuelto en algas secas. Luego, me envolví en el abrigo de estudiante del joven. Me invadió un profundo bienestar al aceptar, con la mayor naturalidad, aquellas amabilidades, como también me parecía perfectamente natural que a la mañana siguiente tuviera que acompañar a la anciana hasta la estación de Ueno y comprarle su billete hasta Mito. Una dulce armonía reinaba en mi corazón.
Las luces del camarote se apagaron. Se hacía cada vez más penetrante el olor del pescado fresco que transportaba el barco y el aroma del mar. En la oscuridad, al calor de la proximidad del joven, dejé correr las lágrimas que repentinamente brotaron de mis ojos. Me parecía que toda mi cabeza se diluía en agua clara, que iba goteando lentamente dejando tras de sí la dulzura de una dicha incomparable.
* * *