Cuando pasé a ver a Sally, le mostré el párrafo publicado en Westwich Evening News.
—¿Qué piensas de esto? —le pregunté.
Lo leyó, de pie y con un rasgo de impaciencia en su bonito rostro.
—No lo creo —dijo, al final.
Los principios de creencia e incredulidad de Sally son algo sobre lo que nunca he podido formarme una idea clara. No sé cómo una mujer puede despreciar un montón de pruebas sólidas como si se trataran de vapor procedente de una cafetera, para ir después a caer en algún anuncio que suena a falso desde la primera palabra, considerándolo como si se tratara de una sagrada escritura… Pero, de todos modos, ella es así.
Ese párrafo decía:
MÚSICA CON AGITACIÓN
Los que asistieron la pasada noche al concierto celebrado en Adams Hall quedaron asombrados al ver un par de piernas que se descolgaron del techo, hasta la altura de las rodillas, durante la interpretación de una de las obras. Todos los espectadores las vieron, y todos los informes se muestran de acuerdo en que se trataba de piernas desnudas, con alguna especie de sandalias en los pies. Permanecieron visibles durante unos tres o cuatro minutos, y en este espacio de tiempo se movieron varias veces hacia deIante y hacia atrás a lo largo del techo. Finalmente, tras realizar un movimiento agitado, desaparecieron hacia arriba y no se las volvió a ver más. El examen posterior del techo no puso de manifiesto ninguna señal y los propietarios del Adams Hall no saben cómo explicar el fenómeno.
—Sólo es un detalle más —dije.
—De todos modos, ¿eso qué prueba? —preguntó Sally, olvidándose, al parecer, de que no se lo creía.
—Eso todavía no lo sé —admití.
—Bueno, entonces estás en blanco.
A veces, tengo la impresión de que Sally no siente ningún verdadero respeto por la lógica.
Sin embargo, la mayor parte de la gente pensaba como Sally, porque les gusta que las cosas sigan siendo bonitas y normales. Pero a mí ya me estaba empezando a parecer que estaban sucediendo cosas que debían ser conjuntadas y relacionadas para formar un todo.
El primero que se lanzó de cabeza contra la cuestión —o, por lo menos, el primero que yo pude encontrar en los informes— fue un tal policía Walsh. Puede que, antes que él, otros vieran cosas y terminaran por rechazarlas como si se tratara de una nueva especie de elefante rosa. Pero la idea del policía Walsh sobre una fiesta de alto rango era una taza de té muy fuerte con mucho azúcar; así es que, cuando se encontró con una cabeza sobre el pavimento, erguida sobre lo que quedaba de su cuello, dejó de mirarla y echó a correr. Lo que más le desconcertó, según el informe, fue que al volverse, después de haber recorrido medio kilómetro hacia la estación, cuando se detuvo para hablar atropelladamente, la cabeza se había vuelto y le estaba mirando.
Nunca es bueno encontrarse con una cabeza sobre el pavimento, pero, de algún modo, a las dos de la madrugada es peor. En cuanto al resto, bueno, uno puede recibir miradas de reproche de un bacalao si es que la mente está pensando en alguna otra cosa. Pero el guardia Walsh no se detuvo aquí, no, señor. Además, informó que aquella cosa había abierto la boca como si tratara de decir algo. Si lo consiguió decir, él no lo mencionó. Esto, naturalmente, hizo pensar en los elefantes de color rosa. Sin embargo, él mantuvo férreamente su versión, así es que, después de haberle examinado, le volvieron a enviar al mismo lugar donde había encontrado aquella cosa, aunque, en esta ocasión, acompañado por otro hombre. Claro está que, cuando llegaron, allí ya no había ninguna cabeza, ni sangre, ni signo alguno de que se hubiera limpiado el lugar. Y eso fue, aproximadamente, en todo lo que quedó el incidente… a excepción, sin duda alguna, de unas pocas observaciones breves que se incluyeron en el expediente del guardia Walsh y que no dejarían de afectar a su futura carrera.
Pero el guardia no permaneció tranquilo por mucho tiempo. Dos noches más tarde, un bloque de pisos se vio conmocionado por los punzantes gritos de una tal señora Rourke, que vivía en el número 35 y, al mismo tiempo, por los de la señorita Farrell, que vivía en el piso de arriba. Cuando acudieron los vecinos, la señora Rourke estaba histérica y decía que había visto un par de piernas agitándose desde el techo de su dormitorio, mientras que la señorita Farrell dijo lo mismo sobre un brazo y un hombro que se habían extendido desde debajo de su cama. Sin embargo, nada se pudo ver colgando del techo y en cuanto a la cama de la señorita Farrell, debajo de ella sólo se encontró una vergonzosa cantidad de polvo.
Y también se produjo toda una serie de incidentes diversos.
Quien primero me llamó la atención sobre ellos fue Jimmy Lindlen, que trabaja, si es que ésta no es una palabra demasiado fuerte para designar lo que hace, en el despacho contiguo al mío. Jimmy colecciona hechos. Para él un hecho es todo aquello que es impreso en un periódico… ¡pobre hombre! No le importa en absoluto el tema del que traten los hechos que él colecciona, siempre y cuando se trate de cosas extrañas. Sospecho que alguna vez oyó decir a alguien que la verdad nunca es simple y de ello dedujo que todo aquello que no es simple tiene que ser verdad a la fuerza.
Estaba acostumbrado a que acudiera a mi despacho, lleno de inspiración, y no le prestaba mucha atención, así es que, cuando me trajo su primera colección de recortes de periódicos sobre el guardia Walsh y lo demás, no me entusiasmé mucho.
Pero, al cabo de unos días, me trajo más cosas. Quedé un poco sorprendido por el hecho de que la misma clase de fenómeno se hubiera repetido dos veces, de modo que le presté un poco más de atención.
—¿Lo ve? Brazos, cabezas, piernas, torsos, todo apareciendo por ahí. Es una especie de epidemia. Detrás de esto tiene que haber algo. ¡Algo está sucediendo! —dijo, expresándose con gran fuerza.
Cuando hube leído unos cuantos recortes, tuve que admitir que, en aquella ocasión, había obtenido algo en lo que el elemento de extrañeza y singularidad resultaba ser una constante.
Un conductor de autobús había visto la mitad superior de un cuerpo colocado verticalmente, en la carretera, ante su vehículo… pero lo vio un poco demasiado tarde. Cuando frenó y bajó del vehículo, dispuesto a examinar al accidentado, se encontró con que allí no había nada. Una mujer, que estaba asomada a la ventana, observando la calle, vio una cabeza debajo de ella, pero ésta sobresalía del enladrillado sólido del edificio. Después, hubo un par de brazos, que surgieron del suelo de una carnicería y que parecieron andar buscando algo; al cabo de un minuto o dos se habían retirado, atravesando el cemento sólido sin dejar tras de sí la menor huella… a menos que se considerara como tal el detrimento sufrido por el honrado comercio del carnicero. Hubo también un hombre que trabajaba en un edificio en construcción y que se dio cuenta de que, cerca de él, había una figura extrañamente vestida, pero suspensa en el aire… después de lo cual, sus compañeros tuvieron que ayudarle a bajar y enviarlo a casa a descansar. También se vio otra figura entre los raíles cuando se acercaba un pesado tren de mercancías, pero cuando el tren pasó sobre ella, se descubrió que la figura en cuestión se había desvanecido.
Mientras echaba un vistazo a éstos y otros recortes, Jimmy permaneció allí, de pie, esperando, como un sifón de soda. No tuve que decir más que:
—¡Vaya!
—¿Lo ves? —dijo él—. Algo está sucediendo.
—Supongamos que es así —admití, no sin ciertas precauciones—. En tal caso, ¿qué es?
—La zona de las manifestaciones es ilimitada —me dijo Jimmy con un tono de voz impresionante, mientras sacaba un mapa de la ciudad—. Si observa los lugares en los que he marcado donde han ocurrido los incidentes, ver que están agrupados. En alguna parte de ese círculo se encuentra el foco de perturbación. —En aquella ocasión, se las arregló para dar énfasis a la última parte de la frase, y esperó a que yo percibiera la extrañeza.
—¿De veras? —pregunté—. ¿Perturbación, de qué?
Evitó contestar directamente a mi pregunta.
—Tengo una idea muy buena al respecto —me dijo.
Aquello era normal, aunque, al cabo de una hora, podría tratarse de una idea completamente diferente.
—Te la compro —le dije.
—¡Teletransporte! —anunció—. Eso es lo que es. Tenía que llegar antes o después. Ahora, alguien anda detrás del asunto.
—Hummmm.
—Tiene que ser eso —dijo, inclinándose hacia delante, muy serio—. ¿De qué otro modo lo explicarías?
—Bueno, si puede haber teletransporte o teletraslado, o como se le quiera llamar, no cabe la menor duda de que tiene que existir algún transmisor y alguna especie de estación de recuperación —señalé—. No puedes esperar que una persona o cualquier objeto sea algo que puede ser transmitido así para recuperarse después en cualquier parte.
—Pero eso no lo sabes —dijo él—. Además, eso formaría parte de lo que yo denomino foco. Puede que el transmisor esté en alguna otra parte, pero está enfocado hacia esta zona.
—Si es así —dije—, parece que sus niveles y posiciones se han ido al infierno. ¿Me pregunto qué le puede suceder a un tipo que es recuperado con la mitad de su cuerpo fuera de una pared de ladrillo y la otra mitad dentro?
Son esos detalles los que ponen impaciente a Jimmy.
—Evidentemente, la cosa se encuentra aún en sus primeras fases. Es algo experimental —dijo.
De todos modos, siguió pareciéndome algo incómodo, estuviera o no en sus primeras fases. Pero no insistí sobre el tema.
Aquella noche fue la primera vez que se lo mencioné a Sally y, considerado en su totalidad, fue un verdadero error. Después de haber dejado muy claro que no creía en nada de todo aquello, siguió diciendo que, si era verdad, se trataría de otro invento más.
—¿Qué quieres decir con eso de otro invento más? ¡Seria algo revolucionario! —exclamé.
—La clase errónea de revolución, según y como lo utilizáramos.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
Sally se encontraba en uno de sus aplastantes estados de humor. Volviéndose, dijo con un desilusionado tono de voz:
—Disponemos de dos formas de utilizar los inventos —dijo—. Una de ellas es para matar a más gente con mayor facilidad. La otra es la de permitir a los grandes industriales ganar más dinero con mayor rapidez a través de los consumidores. Quizás haya unas pocas excepciones, como los rayos X, pero no son muchas. ¡Inventos! Lo que hacemos con el producto del genio es reducirlo, antes que nada, al mínimo denominador común y multiplicarlo después por la fracción más vulgar posible. ¡Qué siglo! ¡Qué mundo éste! Cuando pienso en lo que otros siglos van a decir sobre el nuestro, me pongo enferma.
—Yo no me preocuparía por eso —le dije—. De todos modos, no vas a escuchar lo que digan.
Sus ojos implacables cayeron sobre mí.
—Tendría que haberme dado cuenta. Ésa es una observación típica del siglo veinte.
—Eres muy graciosa —le dije—. Quiero decir que tu forma de pensar puede ser alocada, pero es muy peculiar. Para la mayor parte de las mujeres el futuro está nublado más allá del sombrero de la próxima temporada o del bebé del año que viene. Aparte de todo eso, no les importa lo más mínimo que todo pueda estallar en mil pedazos… tienen profundamente arraigada la reconfortante sensación de que nada va a cambiar mucho, o que no llegará a ocurrir nada.
—Sabes tú mucho sobre lo que piensan la mayor parte de las mujeres —observó Sally.
—Eso es lo que estaba tratando de decirte. ¿Cómo puedo saberlo? —dije.
Ella pareció concentrar su mente contra todo aquello durante el resto de la noche, y lo hizo con tal firmeza que terminé por dejarlo.
Un par de días más tarde, Jimmy volvió a mi despacho.
—Lo ha dejado —me dijo.
—¿Quién ha dejado qué?
—Ese tipo del teletransporte. No ha vuelto a aparecer un solo informe más desde el martes. Quizá sepa que alguien le está siguiendo la pista.
—¿Te refieres a ti mismo? —pregunté.
—Quizás.
—¿Y es así?
—He empezado —contestó, frunciendo el ceño—. He trasladado los lugares sobre el mapa y el punto fijo indica hacia la iglesia de Todos los Santos. Le eché un vistazo al lugar, pero no encontré nada. Sin embargo, tengo que estar muy cerca… ¿por qué otra razón iba a dejarlo ahora?
Eso, no se lo pude decir. Como tampoco se lo podía decir a nadie. Pero aquella misma noche se publicó una noticia sobre un brazo y una pierna que una mujer había visto desplazarse a lo largo de la pared de su cocina. Le mostré la noticia a Sally.
—Pensé que al final resultaría alguna especie de nuevo tipo de anuncio —dijo.
—¿Una especie de anuncio en secreto? —pregunté y al ver la mirada implacable, me apresuré a añadir—: ¿Qué te parece si vamos a ver una película? —pregunté.
El cielo estaba encapotado cuando entramos en el cine y llovía fuerte cuando salimos. Apenas si había un kilómetro de distancia hasta donde ella vivía y parecía que todos los taxis de la ciudad estaban ocupados, por tanto decidimos caminar. Sally se puso la caperuza de su impermeable, enlazó su brazo con el mío y comenzamos a caminar bajo la lluvia. Durante un rato, nadie dijo nada.
—Querida —dije al final—, sé que puedo ser considerado como una persona frívola con niveles éticos muy bajos, pero ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez todo lo que con ello se ofrece para ser reformado?
—Si —me contestó con decisión, pero sin utilizar el tono adecuado.
—Lo que quiero decir —añadí pacientemente— es que, si alguien está buscando un buen trabajo al que dedicar toda su vida, ¿qué podría encontrar mejor que intentar alcanzar el conocimiento de un carácter así? El desafío es tremendo, pero…
—¿Se trata de algún tipo de proposición? —preguntó Sally.
—¡Algún tipo! Quisiera que supieras… ¡Dios mío! —exclamé, interrumpiéndome.
Estábamos en la calle Tyler. Era una calle pequeña, estaba mojada por la lluvia, y no había nadie en ella, a excepción de nosotros mismos. Lo que me detuvo fue la repentina aparición de cierto vehículo, delante de nosotros. No lo pude distinguir muy bien debido a la lluvia, pero tuve la impresión de que era un camión pequeño en el que había varias personas vestidas con ropas ligeras, que atravesó la calle Tyler con rapidez, desvaneciéndose. Aquello no habría resultado nada extraño si la calle Tyler hubiera tenido algún cruce, pero no lo había; el vehículo había aparecido por un lado de los muros, y desaparecido por el otro.
—¿Has visto lo mismo que yo? —pregunté.
—¿Pero cómo es posible…? —empezó a decir ella.
Andamos un poco más hasta que llegamos al lugar donde aquella cosa había cruzado la calle de parte a parte y observamos con atención la sólida pared de ladrillos, tanto a un lado como al otro.
—Tienes que haberte equivocado —dijo Sally.
—Muy bien… ¡tengo que haberme equivocado!
—Pero, es que es algo que no puede suceder, ¿verdad?
—Mira, querida, escúchame… —empecé a decirle.
Pero en ese instante una chica surgió del ladrillo sólido, a unos tres metros de donde nos encontrábamos. Nos detuvimos, mirándola fijamente, boquiabiertos.
No sé si el cabello era suyo realmente, porque, en estos tiempos, el arte y la ciencia juntas pueden hacer mucho por una mujer, pero lo llevaba de una forma verdaderamente extraordinaria: se parecía a un gran crisantemo dorado de casi medio metro y, un poco desplazado hacia la izquierda, llevaba un ramillete de flores rojas. Parecía tener un aspecto muy pesado. Vestía una especie de corta túnica rosada, quizá de seda, y mucho más apropiada para uno de esos espectáculos a los que acuden caballeros de cierta edad, que para andar por la calle Tyler en una noche terriblemente húmeda. Pero lo que la convertía en algo extraordinario era una especie de bordados. Nunca había podido imaginar que ninguna mujer pudiera… ¡Oh, bueno! De todos modos, allí estaba ella y allí estábamos nosotros…
Cuando digo que ella «estaba», es porque no cabe la menor duda de que era así aunque, de algún modo, se las arreglaba para estar unos quince centímetros por encima del nivel del suelo. Nos miró a los dos y después se fijó en Sally con la misma dureza con que Sally la estaba mirando a ella. Tuvieron que pasar algunos segundos antes de que alguno de nosotros se moviera. La mujer abrió la boca como si estuviera hablando, pero no oímos ningún sonido. Después, sacudió la cabeza, hizo un gesto como dando a entender que nos olvidáramos de todo, se volvió y se metió de nuevo por la pared, desapareciendo.
Sally no se movió. Con la lluvia brillando sobre su impermeable, parecía una estatua negra. Cuando se volvió lo suficiente como para que yo pudiera verle la cara bajo la capucha, tenía una expresión que no le había visto nunca. La rodeé con un brazo y me di cuenta de que estaba temblando.
—Estoy asustada, Jerry —dijo.
—No necesitas estarlo, Sal. Tiene que haber alguna explicación sencilla —le dije, mintiendo.
—Pero es algo más que eso, Jerry. ¿No le viste el rostro? ¡Era exactamente como yo misma!
—Si, se parecía bastante… —concedí.
—Jerry, era exactamente igual… Estoy… estoy asustada.
—Tiene que haberse tratado de algún engañoso efecto de la luz. En cualquier caso, ahora ya se ha marchado —dije.
Pero era igual. Sally tenía razón. Aquella mujer era la imagen exacta de ella misma. Desde entonces, me he estado haciendo bastantes preguntas sobre el asunto…
Al día siguiente, Jimmy me trajo una copia del periódico de la mañana. Incluía una sección breve y chistosa sobre el número de ciudadanos locales que habían estado viendo cosas últimamente.
—Por fin empiezan a darse por enterados —proclamó.
—¿Qué tal marchan tus investigaciones? —le pregunté.
—Me temo que no todo lo bien que yo me esperaba ——me contestó, frunciendo el ceño—. Reconozco que todo está en su fase experimental, pero el transmisor puede que no esté en esta zona. Puede que ésta sólo sea la zona elegida para llevar a cabo las pruebas.
—¿Pero por qué aquí?
—¿Y cómo lo voy a saber? Tiene que ser en alguna parte… y el propio transmisor también puede estar en cualquier otra parte —se detuvo entonces, conmocionado por un pensamiento portentoso—. Puede que se trate de algo realmente serio. Suponte que los rusos disponen de un transmisor que pudiera proyectar a la gente… o bombas… hasta aquí, por medio del teletransporte…
—¿Y por qué aquí? —volví a preguntar—. En tal caso, yo habría pensado en Harwell o en un arsenal real…
—Por el momento sólo es experimental —me recordó.
—¡Oh! —exclamé, avergonzado.
Le dije entonces lo que Sally y yo habíamos visto la noche anterior y añadí:
—Me parece que aquella mujer no tenía aspecto de ser rusa.
—Puede que sólo sea camuflaje —dijo Jimmy, sacudiendo la cabeza—. Después de todo, allá deben hacerse una idea del aspecto que tienen nuestras mujeres, por las revistas y las fotografías —señaló.
Al día siguiente, el News abandonó el comentario chistoso, después de que el setenta y cinco por ciento de sus lectores hubieran escrito para contar algo sobre las cosas «tan divertidas» que habían visto. Al cabo de otros dos días el tema se había convertido en motivo de disensión, dividiendo estrictamente a la gente entre lo que se podría considerar como campo clásico y campo moderno. En este último, los grupos cismáticos argumentaban que el teletransporte iba en contra de la proyección tridimensional, o exponían alguna teoría sobre el reajuste molecular espontáneo. En el campo clásico, las opiniones iban desde creencias en una invasión de fantasmas, o una visibilidad adquirida repentinamente sobre los espíritus que deambulaban habitualmente de un lado a otro, hasta la inminencia del Día del Juicio Final. En el calor del debate no tardó mucho en ser bastante difícil saber quién había visto cuánto de qué, y quién estaba tratando de mejorar su argumentación a expensas de los hechos más verídicos y concretos.
Sally y yo nos encontramos el sábado para comer. Después, fuimos con el coche a un pequeño lugar en las colinas, que me parecía ideal para hacerle una proposición de matrimonio. Pero cuando estábamos en el cruce principal de la High Street, el hombre que iba delante de nosotros frenó de pronto. También lo hice yo, y el conductor que venía detrás de mí. Pero el que seguía a continuación ya no tuvo tiempo. Al otro lado del cruce también se produjo un interesante crujido de metales, cuando los coches se abalanzaron unos sobre los otros. Me levanté para ver qué había sucedido y Sally se vino conmigo.
—Ya empezamos otra vez —le dije—. ¡Mira!
Justo sobre el centro del cruce había un vehículo —bueno, apenas si se le podía llamar vehículo—; era más bien un carretón aplanado o como una plataforma, suspendido en el aire, a unos treinta centímetros sobre el suelo. Y cuando digo sobre, quiero decir justamente eso. Nada de ruedas, ni de patas. Estaba suspendido allí sin nada que lo sustentara. Encima de él, vestidos con unas cosas de colores vivos que parecían camisas largas o blusas, había media docena de hombres que miraban con gran interés a su alrededor. A lo largo del borde de la plataforma se podía leer: LAS MIRILLAS DE PAWLEY; uno de los hombres le estaba señalando a otro la iglesia de Todos los Santos; el resto prestaba mayor atención a los coches y a la gente. El policía de servicio miraba la escena, con los ojos muy abiertos, desde el borde de su plataforma de control de tráfico. Después, se recuperó. Gritó, hizo sonar su silbato y volvió a gritar. Los hombres de la plataforma no se dieron por enterados. El policía se bajó de la plataforma y cruzó la calle, con el aspecto de un volcán que ha visto un lugar muy adecuado para entrar en erupción.
—¡Eh! —gritó hacia ellos.
Pero aquello no pareció preocuparles lo más mínimo. Cuando el policía se encontraba a un metro o dos de distancia, parecieron darse cuenta de su presencia, y se dieron codazos los unos a los otros y sonrieron burlonamente. El rostro del policía tenía un color purpúreo. Se dirigió a ellos de una forma llamativa, pero ellos siguieron observándole con un divertido interés. El policía sacó una porra de su cinto y se acercó más. Extendió la mano para agarrar a un tipo que llevaba una camisa amarilla… y su brazo traspasó la imagen.
El policía retrocedió. Se le podían ver las aletas de la nariz, abriéndose y cerrándose, como si fuera un caballo jadeante. Después, agarró la porra con más firmeza y lanzó un fuerte golpe en sentido circular, hacia todos ellos. Pero ellos siguieron mirándole y sonriéndole, mientras la porra atravesaba limpiamente sus imágenes.
Confieso que he de quitarme el sombrero ante la actitud de aquel policía, porque no echó a correr. Se les quedó mirando fijamente por un momento, con una expresión muy extraña en el rostro; después, se dio media vuelta y echó a andar hacia su plataforma de dirección de tráfico con deliberada parsimonia; una vez arriba y con la misma serenidad señaló paso abierto al tráfico que iba en dirección norte—sur. El hombre que se encontraba delante de mi ya estaba preparado. Condujo directamente hacia y a través de la plataforma. Yo empecé a moverme, pero en el último momento aquello escapó. Sally, mirando hacia atrás, me dijo que se deslizó, apartándose del lugar y trazando una curva, para terminar desapareciendo a través de la puerta principal del Penny Savings Bank.
Cuando llegamos al lugar elegido, decidí mentalmente que el tiempo había convertido el sitio en un lugar triste y poco propicio, así es que permanecí un rato por allí y después nos fuimos a un pequeño y tranquilo restaurante situado junto a la carretera, en las afueras de Westwich. Estaba llevando la conversación hacia el tema que deseaba, cuando, cruzando el local, se dirigió hacia nosotros nada menos que el propio Jimmy.
—¡Me alegro de veros! —saludó—. ¿Habéis oído lo que ha sucedido en el cruce esta misma tarde, Jerry?
—Estábamos allí —le contesté.
—¿Sabes una cosa, Jerry? Esto es algo mucho más grande de lo que habíamos pensado en un principio… algo mucho más grande. Esa especie de plataforma. Esa gente está mucho más avanzada que nosotros desde el punto de vista técnico. ¿Sabes lo que me parece que son?
—¿Marcianos? —le sugerí.
Se me quedó mirando fijamente, desarbolado.
—¡Vaya! ¿Cómo diablos has podido suponer eso? —me preguntó extrañado.
—Pensé que tendría que llegar —admití, y añadí—: Pero tengo la impresión de que los marcianos no van a poner un cartel que diga Las mirillas de Pawley.
—¿Llevaban ese cartel? Nadie me había dicho eso —dijo Jimmy.
Se marchó, malhumorado, pero, por el solo hecho de presentarse allí mismo, ya había roto la atmósfera intima que yo había estado tratando de crear.
El lunes por la mañana, nuestra mecanógrafa, Anna, llegó aún más asustada de lo habitual.
—Me ha sucedido algo de lo más terrible —nos dijo en cuanto cruzó la puerta—. ¡Oh! ¡Y me ruboricé toda yo!
—¿Toda? —preguntó Jimmy, interesado.
Ella le miró con desprecio.
—Estaba en el baño y cuando se me ocurrió mirar hacia arriba, vi allí a un hombre que llevaba puesta una camisa verde y que me estaba observando. Naturalmente, empecé a gritar en seguida.
—Claro —repitió Jimmy—. Es lo más lógico. ¿Y qué sucedió después? ¿O prefieres que no nos…?
—Sólo permanecí allí —dijo Anna—. Después, se echó a reír con disimulo y se marchó a través de la pared. ¡Quedé tan avergonzada!
—Sí, un tipo que ríe disimuladamente es algo que avergüenza mucho —comentó Jimmy.
Anna explicó que no fue precisamente aquella risa lo que la avergonzó.
—Lo que quiero decir —añadió—, es que no se debería permitir que sucedieran cosas como ésa. Si un hombre puede entrar en el baño de una mujer atravesando la pared, ¿dónde se va a detener?
Aquello pareció ser una pregunta bastante acertada.
En aquel momento llegó el jefe. Le seguí a su despacho. No parecía sentirse muy feliz.
—¿Qué demonios está sucediendo en esta condenada ciudad, Jerry? —me preguntó—. Ayer, mi esposa llega a casa. Encuentra a dos mujeres increíbles en la sala de estar. Cree que eso tiene algo que ver conmigo. Y se produce la primera discusión colérica en veinte años. Y cuando estamos en medio de la discusión, las mujeres desaparecen —dijo, sucintamente.
No pude hacer más que decirle un par de frases de sentimiento y consolación.
Aquella noche, cuando fui a ver a Sally, me la encontré sentada en las escaleras de la casa, bajo la ligera llovizna.
—¿Pero qué diablos…? —empecé a preguntar.
Ella me lanzó una mirada nada prometedora.
—Dos de ellos han penetrado en mi habitación. Un hombre y una mujer. No se marchan de allí. Sólo han estado riéndose de mí. Después, empezaron a comportarse como si yo no estuviera allí. Y la cosa… bueno, el caso es que no me pude quedar, Jerry.
Siguió manteniendo un aspecto triste y, de pronto, comenzó a llorar.
A partir de entonces, todo empezó a suceder más deprisa. A la mañana siguiente se produjo un breve incidente en la High Street, aunque sólo por parte unilateral. La señorita Dotherby, que procede de una de las más respetadas familias de Westwich, se sintió atropellada en cada uno de los principios mantenidos durante toda su vida, ante la aparición de cuatro mujeres con un cabello que más bien parecía una pelambrera y que estaban riéndose sofocadamente en la esquina de Northgatec Una vez replegados los ojos y recuperada la respiración, supo cuál era su deber. Cogió el paraguas, como si se tratara de la espada de su abuelo, y avanzó hacia ellas. Las atravesó con el paraguas, revolviéndolo luego a derecha e izquierda… y cuando se volvió, las mujeres estaban riéndose de ella. Volvió a atravesarlas con furia salvaje y ellas siguieron riéndose. Después, la pobre señorita Dotherby comenzó a balbucir cosas incoherentes, de modo que alguien llamó a una ambulancia para que se la llevaran.
Al final de aquel mismo día la ciudad estaba llena de madres que gritaban avergonzadas y de hombres que parecían asustados, y el secretario del ayuntamiento y la policía se vieron abrumados con tantas peticiones de que alguien hiciera algo al respecto.
El problema parecía ser mucho más grave en el distrito que Jimmy había marcado originalmente. Se les podía encontrar en cualquier parte, pero en aquella zona no podía uno evitar el verles en grupos, los hombres con camisas de colores y las mujeres con aquel extraño peinado y adornos mucho más extraños en sus camisas, surgiendo de las paredes y deambulando con indiferencia a través de coches y hasta de la misma gente. Se detenían en cualquier parte para señalarse cosas entre ellos y se echaban a reír silenciosamente. Lo que más les divertía era que la gente se encolerizara con ellos. Se ponían a hacer gestos y burlas ante la persona enojada, hasta que casi la volvían loca de rabia… y cuanto más loca se ponía, tanto más divertido para ellos. Iban de un lado a otro dejándose guiar por sus caprichos, a través de tiendas y bancos, de despachos y hogares, sin preocuparse lo más mínimo por los rabiosos ocupantes. Todo el mundo empezó a colocar inscripciones de ¡Fuera!; pero eso también pareció divertirles mucho.
Tenía uno la impresión de que no se podía ver libre de ellos en ninguna parte de la zona central, aunque parecían estar operando en niveles que no siempre resultaban ser los mismos que los nuestros. En algunas partes, tenían aspecto de caminar sobre el suelo, pero en otras se mantenían a varios centímetros sobre él, mientras que en otras se les encontraba avanzando como si estuvieran vadeando la superficie sólida. Pronto quedó claro que ni ellos podían escucharnos a nosotros, ni nosotros a ellos, de modo que no valía la pena llamarles o amenazarles, y ninguno de los avisos que puso la gente pareció ejercer otro efecto que el de excitar su curiosidad.
Al cabo de tres días de mantenerse esta situación, reinaba un verdadero caos. En las partes más afectadas de la ciudad ya no quedaba ninguna intimidad. En los momentos más íntimos de una persona, podían aparecer a través de cualquier cosa burlándose y riéndose visiblemente. Fue inútil que la policía anunciara que no había ningún peligro, que los visitantes parecían ser incapaces de causar ningún daño, y que lo mejor que se podía hacer era ignorarlos. Hay momentos y lugares en que los grupos de jóvenes burlones de ambos sexos exigen más capacidad de ignorancia de lo que es capaz una persona de tipo medio. Aquello podía poner frenético hasta a una persona tan plácida como yo, y las ligas de esto y lo otro, y los comités de vigilancia vivían en un estado de constante tensión.
Las noticias habían empezado a extenderse, pero aquello tampoco ayudó en nada. Los coleccionistas de toda clase llegaron en una verdadera oleada que superpobló el lugar. Las calles se vieron llenas de hilos eléctricos que conducían hacia las cámaras de cine, de televisión y hacia los micrófonos mientras los fotógrafos de prensa hacían las mejores fotos de sus vidas y, siendo todo esto sólido, resultaba incluso más irritante que los propios visitantes.
Pero no habíamos llegado todavía al punto álgido del asunto. Dio la casualidad de que Jimmy y yo estábamos presentes en el momento en que se inició la siguiente fase. Íbamos a comer, haciendo todo lo que podíamos por ignorar a los visitantes, como se nos había dicho, y caminando a través de ellos. Jimmy se sentía sojuzgado. Había tenido que abandonar teorías porque los hechos terminaron por superarle. Poco antes de tomar el café, nos apercibimos de que se estaba produciendo una cierta confusión en la parte alta de High Street: se trataba de algo que, al parecer, se dirigía hacia nosotros, de modo que lo esperamos. Al cabo de un rato apareció a través de una maraña de coches detenidos, aproximándose a una velocidad cercana a los diez o doce kilómetros por hora. Se trataba esencialmente de una plataforma similar a la que Sally y yo habíamos visto en el cruce de calles el sábado anterior, pero ésta era un modelo de lujo. Sus lados, brillantes como si estuvieran recién pintados, eran de color rojo, amarillo y azul. Contenía hileras de cuatro asientos. La mayor parte de los pasajeros eran jóvenes, aunque también había un pequeño grupo de hombres y mujeres de edades medias, vestidos con una versión algo más sobria de la misma moda. Detrás de la primera plataforma seguían otra media docena. Leímos los letreros que llevaban en los lados y en la parte posterior cuando pasaron ante nosotros:
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La mayor parte de la gente sentada en los vehículos giraban sus cabezas de un lado para otro, con los ojos llenos de admiración, y, de vez en cuando, mostraban expresiones burlonas. Algunos de los más jóvenes nos saludaron con las manos y pronunciaron observaciones sarcásticas y silenciosas que hicieron reír inaudiblemente a todos sus compañeros. Otros, permanecieron cómodamente reclinados, comiendo frutas grandes y amarillas. Lanzaban miradas ocasionales hacia el escenario, pero se reservaban la mayor parte de su atención para las mujeres, cuyas cinturas abrazaban. En el penúltimo de los vehículos, pudimos leer:
¿ERA SU TATARABUELA TAN BUENA COMO APARECÍA EN LA FOTO?
VEA LAS COSAS DE SU HISTORIA FAMILIAR QUE NUNCA LE CONTARON
Y en el último vehículo ponía:
DISTINGA A LOS FAMOSOS ANTES DE QUE LO FUERAN — ¡LA VERDADERA INFORMACIÓN PUEDE HACERLE GANAR UN GRAN PREMIO!
Cuando la procesión se fue alejando, quedamos mirándonos los unos a los otros, como si no supiéramos qué decir. En realidad, parecía que nadie tenía nada que decir.
El espectáculo tuvo que haber sido algo muy parecido a un verdadero estreno, pues a partir de entonces uno podía encontrarse en cualquier parte de la ciudad con una plataforma de aquéllas, con letreros como:
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O bien:
CONOZCA LO QUE QUIERE SABER SOBRE SUS ANTEPASADOS
Y todos aquellos vehículos iban completamente llenos, aunque nunca volví a oír hablar de que se produjera otra procesión.
En las oficinas del ayuntamiento se estaban arrancando los pocos cabellos que les quedaban y no hacían más que poner letreros a izquierda, derecha y centro sobre lo que no estaba permitido a los turistas —dándoles más motivos para reír—; pero la cuestión se hizo cada vez más embarazosa. Los turistas que llegaban a pie tomaron la costumbre de acercarse a uno y mirarle directamente a la cara, comparándolo con algún libro o trozo de papel que llevaban… después de lo cual parecían sentirse desilusionados y enfadados con uno, y a continuación se dirigían hacia alguna otra persona. Llegué a la conclusión de que no había ningún premio concedido por encontrarme a mí.
Bueno, el trabajo tenía que salir adelante; no pudimos pensar en ninguna forma de enfrentarnos con aquella situación, así es que tuvimos que seguir soportándola. Un número bastante elevado de familias se marcharon de la ciudad, en busca de intimidad y para impedir que sus hijas copiaran las nuevas ideas sobre el vestido y todo lo demás, pero la mayor parte de nosotros tuvimos que continuar lo mejor que pudimos. Casi todas las personas con las que nos encontrábamos por aquellos días parecían aturdidas o malhumoradas… excepto, claro está, los turistas.
Una noche, aproximadamente unos quince días después de la procesión de plataformas, fui a ver a Sally. Cuando salimos de la casa observamos un gran alboroto calle abajo. Un par de mujeres con cabezas que parecían globos de cestería entrelazada, estaban arañándose una a la otra. Uno de los tipos que estaba cerca parecía sentirse muy orgulloso de sí mismo, mientras que el resto del grupo no hacía otra cosa que lanzar alaridos de alegría. Dimos media vuelta y seguimos por otro camino.
—Ésta ya no es nuestra ciudad —dijo Sally—. Ni siquiera nuestras casas nos pertenecen. ¿Por qué no se pueden marchar todos y dejarnos en paz? ¡Oh, malditos sean! ¡Malditos sean todos ellos! ¡Les odio!
Pero justo al borde del parque encontramos una pequeña cabeza de crisantemo, sentada al parecer sobre nada, y llorando amargamente. Sally se ablandó un poco.
—Quizás algunos de ellos sean humanos. ¿Pero qué derecho tienen a convertir nuestra ciudad en una horrible feria de diversión?
Encontramos un banco, nos sentamos, y permanecimos mirando la puesta de sol. Yo quería sacarla de aquel lugar.
—Me agradaría estar ahora en las colinas —dije.
—Sería maravilloso estar allí, Jerry —dijo ella, suspirando.
La tomé de la mano y ella no la apartó.
—Sally, querida… —empecé a decir.
Y entonces, antes de que pudiera continuar, dos turistas, un hombre y una mujer, pasaron por allí y se quedaron quietos frente a nosotros. En aquella ocasión me enojé. Uno podía esperar ver las plataformas en cualquier parte, pero al menos yo confiaba en librarme de los turistas peatones en el parque, donde no había nada de interés para ellos… o no debería haberlo habido. Sin embargo, aquellos dos parecían haber encontrado algo. Se trataba de Sally, porque se la quedaron mirando fijamente, sin la menor vergüenza. Ella apartó su mano de la mía. Los otros dos hablaron entre sí. El hombre abrió una carpeta que llevaba y de ella extrajo un trozo de papel. Los dos miraron el papel, después a Sally y después nuevamente el papel. Era demasiado para ignorarlo. Me levanté y caminé a través de ellos para ver qué era aquel papel. Y entonces me llevé una buena sorpresa. Era un recorte del Westwich Evening News, tomado, evidentemente, de una copia muy antigua. Tenía un color amarronado y, para evitar que se deshiciera en pedazos, había sido montado en el interior de una especie de plástico muy fino y transparente. Hubiera deseado ver la fecha, pero, con bastante naturalidad, miré hacia donde ellos estaban mirando… y el rostro de Sally me miró sonriente desde una fotografía. Tenía un bebé en cada uno de los brazos. Sólo tuve el tiempo suficiente para poder leer el titular: «Gemelos para la esposa del concejal», porque ellos metieron el papel en la carpeta y echaron a correr por el camino. Supongo que estarían ansiosos por cobrar uno de sus malditos premios… y yo esperaba que el premio se volviera contra ellos y les mordiera.
Regresé hacia donde estaba Sally y me senté a su lado. Aquella imagen, sin duda alguna, echó a perder las cosas…
¡Esposa del concejal! Naturalmente, ella quiso saber lo que yo había visto en el papel, y tuve que inventarme unas cuantas mentiras para conseguir salir del paso.
Permanecimos sentados un rato, tristes y en silencio.
Una plataforma pasó ante nosotros. Llevaba unos carteles que decían:
CULTURA LIBRE DE PROBLEMAS - EDUQUESE CON LA MÁS MODERNA COMODIDAD
La vimos brillar, mientras se alejaba a través del enrejado del parque y se metía por entre el tráfico.
—Creo que ya es hora de marcharnos —sugerí.
—Sí —contestó Sally con tristeza.
Echamos a andar hacia su casa, mientras yo seguía deseando haber podido observar la fecha de aquel recorte de periódico.
—¿Tú no conoces a ningún concejal, verdad? —le pregunté distraídamente.
Ella pareció sorprenderse ante la pregunta.
—Bueno… está el señor Falmer —contestó, con bastante indecisión.
—¿Crees que es… un hombre joven? —le pregunté de improviso.
—¡Cómo! ¡Oh, no! Es muy viejo… En realidad, es a su esposa a la que conozco.
—¡Ah! —exclamé—. ¿Y no conoces a ninguno de los más jóvenes?
—Me temo que no. ¿Por qué?
Le dije algo así como que en una situación como ésta se necesitaban hombres jóvenes con ideas.
—Los hombres jóvenes con ideas no tienen por qué ser concejales —observó ella, mirándome.
Como ya he dicho, quizás ella no cree mucho en la lógica, pero tiene su propia forma de hacer que uno se sienta mejor. Sin embargo, me habría sentido mucho mejor si hubiera conseguido tener alguna idea más precisa.
Al día siguiente la indignación pública volvió a subir de tono. Al parecer, se celebró un oficio religioso en la iglesia de Todos los Santos. El vicario subió al púlpito y apenas había comenzado a respirar, disponiéndose a pronunciar un breve sermón, cuando a través de la pared norte de la iglesia surgió flotando una de aquellas plataformas con un cartel que decía:
¿ERA SU RETATARABUELO UNO DE LOS CHICOS?
NUESTRO VIAJE DE 1 £ PUEDE MOSTRARSELO
La plataforma se deslizó hasta detenerse frente al atril. El vicario se la quedó mirando durante unos segundos, en silencio, y después dejó caer su puño sobre el atril.
—¡Esto —rugió— …esto es intolerable! Esperaremos hasta que este objeto se marche de aquí.
Permaneció inmóvil, mirándolo con los ojos muy brillantes. Los fieles lo miraron también con ojos brillantes.
Los turistas de la plataforma parecían estar dispuestos a esperar que comenzara la ceremonia. Al rato, como nada sucedía, empezaron a pasarse entre ellos botellas y frutas para matar el tiempo. El vicario mantuvo su pétrea mirada. Los turistas empezaron a aburrirse. Los jóvenes acariciaron a las chicas, y éstas empezaron a reír. Algunos de ellos parecieron dar prisa al hombre que se encontraba en el extremo frontal de su vehículo. Al cabo de otro rato, éste asintió por fin y la plataforma se deslizó, marchándose por la pared del sur.
Fue éste el primer punto que conseguimos anotarnos. El vicario elevó las cejas, se aclaró la garganta y después pronunció el sermón de su vida, sobre el tema Las ciudades de la Llanura.
Pero no importa lo favorables que fueran los vientos que estaban soplando, seguíamos sin poder hacer nada con respecto a la situación. Había algunos planes, desde luego. Jimmy tenía uno: se trataba de un emisor de frecuencias ultraelevadas o ultrabajas cuyo propósito sería el de conmocionar las proyecciones, de los turistas, hasta hacerlas pedazos. Quizás, algún día, podríamos haber dispuesto de algo similar que funcionara, pero lo que estábamos necesitando todos era un remedio mucho más rápido; y resulta condenadamente difícil saber lo que uno puede hacer contra algo que no es otra cosa que una película tridimensional; sólo se puede pensar en algo capaz de engañar su transmisión. Todas sus funciones no se desarrollan donde uno las ve, sino en un lugar desconocido, que es donde se encuentra el origen de todo, pero… ¿cómo consigue uno llegar hasta allí? Lo que uno está viendo no siente, ni come, ni respira, ni duerme… Fue precisamente mientras consideraba lo que aquellos turistas estaban haciendo realmente cuando se me ocurrió una idea. Se me ocurrió así, de repente… con sencillez. Cogí mi sombrero y me encaminé hacia el ayuntamiento.
Para entonces, las procesiones diarias de ciudadanos implacables, amenazadores y maniáticos, que aportaban toda clase de ideas absurdas, les había hecho adoptar una actitud muy precavida, pero, al final, conseguí abrirme paso hasta un hombre que se interesó por mi idea, si bien se mostró algo escéptico.
—A nadie le va a gustar eso —dijo.
—No se trata de que le guste a nadie. La cuestión es que no ser peor que esto… y también puede contribuir a fomentar el comercio local —señalé.
Su rostro se iluminó un poco ante aquellas palabras, y yo seguí presionando:
—Después de todo, el alcalde tiene sus restaurantes y todos los locales se llenarán.
—En eso sí que acaba de señalar algo válido —admití—. Muy bien, lo propondremos. Vamos.
Durante tres días enteros estuvimos trabajando duramente en el plan. Al cuarto día, pasamos a la acción. Poco después del amanecer ya había grupos por todas las calles, fijando barreras en los límites municipales y, una vez terminada esta tarea, fueron colocados grandes carteles blancos con letras rojas:
WESTWICH
LA CIUDAD QUE MIRA HACIA EL FUTURO
VENGA Y VEA
ESTÁ MUCHO MÁS ALLÁ DEL MOMENTO - MÁS NUEVO QUE MAÑANA
VEA
LA MARAVILLOSA CIUDAD DE LA ERA
ENTRADA (No Residentes) 20 peniques
Aquella misma mañana se renunció al permiso de la televisión y se publicaron grandes anuncios en todos los periódicos nacionales:
¡COLOSAL! ¡ÚNICO! ¡EDUCATIVO!
WESTWICH
Presenta el único espectáculo
futuromático auténtico
SI QUIERE SABER:
¿QUÉ LLEVARÁ PUESTO SU RETATARANIETA? ¿QUÉ ASPECTO TENDRÁ SU
RETATARANIETO? ¿CUALES SERÁN LAS MODAS DEL PRÓXIMO SIGLO?
VENGA A WESTWICH Y VEALO USTED MISMO
LA OFERTA DEL SIGLO
EL FUTURO POR SOLO 20 PENIQUES
Estuvimos de acuerdo en que, teniendo en cuenta la publicidad que ya se había hecho del asunto, no había necesidad de dar mayores detalles que aquéllos, aunque en los diarios gráficos pusimos unos anuncios algo más especializados:
WESTWICH
¡CHICAS! ¡CHICAS! ¡CHICAS!
VEAN LOS MODELOS DEL FUTURO
SABROSAS MODAS, GRACIOSOS ESTILOS
ASOMBROSO, AUTÉNTICO, SIN CENSURA
BELLEZAS EN ABUNDANCIA POR SÓLO 20 PENIQUES
etc. Compramos espacio suficiente como para que aquello apareciera en las columnas de noticias, con objeto de ayudar a quienes les gusta pensar que hacen las cosas por razones sociológicas, psicológicas y otras razones de tipo intelectual.
Y vinieron.
Ya antes habían venido unos cuantos a mirar las vistas, pero ahora se enteraron de que era algo por lo que valía la pena pagar, y las cifras no tardaron en aumentar; y cuanto más aumentaban tanto más triste se ponía el tesorero del ayuntamiento por no haber puesto la tarifa a veinticinco, e incluso a cincuenta céntimos. Al cabo de un par de días, tuvimos que hacernos carga de todos los terrenos vacantes y de algunos campos más alejados para destinarlos a aparcamientos, y la gente tenía que aparcar lo bastante lejos como para necesitar un servicio de autobuses especial que los trajera a la ciudad. Las calles se llenaron tanto de gente yendo de un lado a otro, saludando a cualquiera de las plataformas de Pawley y a los turistas, con silbatos, risas y silbidos, que los ciudadanos locales se limitaron a quedarse en sus casa para consumir allí dentro su furia.
Entonces el tesorero empezó a preocuparse por saber si podríamos imponer un impuesto de entretenimiento. La lista de protestas dirigidas al alcalde se hicieron cada vez más largas, pero él estaba tan ocupado controlando los convoyes especiales de comida y cerveza para sus restaurantes, que le quedaba muy poco tiempo para ocuparse de quejas. A pesar de todo, al cabo de unos días, empecé a preguntarme si, después de todo, Pawley no iba a ganarnos la partida. Se podía ver con claridad que a los turistas todo aquello no les importaba mucho; aunque la nueva situación tuvo que haber interferido mucho en sus obtenciones de premios, ello no les impidió ir de un lado a otro por toda la ciudad, y teníamos que contar además con los miles de excursionistas lanzando alaridos de alegría durante la mayor parte de la noche, convirtiendo la ciudad en un verdadero pandemonium. Los estados de ánimo se estaban poniendo tan tensos, que los problemas podían comenzar en cualquier momento.
Entonces, durante la sexta noche, cuando algunos de nosotros empezábamos a preguntarnos si no sería mejor marcharnos de Westwich durante algún tiempo, se puso de manifiesto la primera fisura…; un hombre del ayuntamiento me llamó por teléfono para decirme que había visto varias plataformas con asientos vacíos.
A la noche siguiente, yo mismo seguí una de sus rutas regulares para cerciorarme. Encontré allí una gran multitud, intercambiando chistes y bromas, pero no tuvimos que esperar mucho tiempo. Desde uno de los ángulos del café de la Coronación y atravesando la pared, apareció una plataforma cuyo cartel decía:
ENCANTO Y ROMANTICISMO DEL SIGLO XX
75 PENIQUES
Y, a pesar de eso, había media docena de asientos vacíos.
La llegada de la plataforma trajo consigo un bien fomentado ruido de gritos y silbidos. El conductor permaneció indiferente mientras hacía pasar el vehículo directamente a través de la multitud. Pero los pasajeros parecieron sentirse menos seguros de sí mismos. Algunos de ellos hicieron lo que pudieron por seguir el juego; se rieron, silbaron, hicieron movimientos que indicaban la devolución de tortazos e hicieron muecas ante las muecas de la multitud. Posiblemente las mujeres turistas no pudieron escuchar las cosas que la multitud les estaba diciendo, pero algunos de los gestos eran lo bastante claros y expresivos. Para ellas no debió ser nada divertido dirigirse precisamente hacia los hombres que estaban gesticulando, atravesando sus cuerpos. Cuando la plataforma se libró de la multitud y desapareció a través de la puerta frontal del Bon Marché todos los turistas habían dejado de aparentar que lo eran; algunos de ellos incluso parecían sentirse un poco enfermos. Por la expresión de ciertos rostros, pensé que en alguna parte Pawley iba a tener que pasar por momentos difíciles explicando el aspecto cultural de toda la situación ante alguna delegación investigadora.
A la noche siguiente ya había más asientos vacíos que llenos, y algunas personas me informaron que el precio había descendido ya a cincuenta céntimos.
La otra noche no apareció nadie y nosotros tuvimos mucho trabajo devolviendo el dinero de las entradas y rechazando las reclamaciones por la gasolina gastada en el viaje.
Y a la otra noche tampoco aparecieron; ni a la siguiente. Así pues, todo lo que teníamos que hacer era ponernos a limpiar la ciudad para que el asunto quedara prácticamente terminado, aparte de dedicarnos a ir reduciendo la reputación que había adquirido últimamente el lugar.
Finalmente, decidimos que ya todo ha pasado. Jimmy, sin embargo, dice que ése es sólo nuestro punto de vista. Según él, todo lo que ellos tuvieron que hacer fue modificar el factor de visibilidad que estaba causando el problema, de modo que es posible que sigan deambulando por aquí… y por otros lugares. Bueno, supongo que puede tener razón. Quizás ese Pawley, sea quien sea, tiene una cadena de ferias de diversión funcionando por todo el mundo y a través de toda la historia en cada momento. Pero eso es algo que no sabemos… y mientras él mantenga a los turistas fuera de nuestra vista, creo que tampoco nos preocupará mucho.
Nos hemos enfrentado con éxito a Pawley en lo que a nosotros concierne. Su caso exigió la adopción de medidas desesperadas; hasta el vicario de Todos los Santos se dio cuenta de ello; y, sin duda alguna, tuvo algo que decir cuando comenzó su sermón de acción de gracias diciendo:
—Paradójicamente, amigos míos, lo paradójico puede ser el resultado de la vulgaridad…
Una vez solucionado el asunto pude disponer de nuevo de tiempo para ver a Sally. La encontré con un aspecto más alegre del que la había visto en varias semanas, y mucho más encantadora, claro. A ella también pareció gustarle el verme.
—¡Hola, Jerry! —me saludó—. Acabo de leer en el periódico cómo organizaste el plan para desembarazarte de ellos. Creo que fue algo maravilloso por tu parte.
Tiempo atrás, habría considerado aquellas palabras como una insinuación, pero en ese momento no fue ningún estimulante. Seguía viéndola con los mellizos en los brazos, y seguía preguntándome dolorosamente cómo habían llegado hasta allí.
—No tiene gran mérito, querida —le dije con modestia—. A cualquiera se le podría haber ocurrido la idea.
—Puede que sea así… pero hubo muchísima gente a quien no se le ocurrió. Y te voy a decir otra de las cosas que he oído decir hoy. Te van a preguntar si quieres formar parte del consejo municipal, Jerry…
—¿Yo, en el consejo municipal? Eso haría reír… —empecé a decir, pero me detuve de repente—. Si… quiero decir… ¿eso significaría que me llamarían concejal? —le pregunté.
—¡Pues claro! Supongo que sí —me contestó, mirándome extrañada.
Todo resplandeció un poco.
—Entonces… Sally, querida… bueno, ¿sabes? es que… hay algo que… bueno, que he estado intentando decirte desde hace algún tiempo… —empecé diciendo.