Esperando una oportunidad
Rowyn Oliver
«Corre Elianor, ¡corre!».
Con las faldas por encima de las rodillas, dejando expuestas sus medias de seda y esquivando los grandes charcos que había dejado la lluvia de la noche anterior, Elianor Wicoth no perdió tiempo en pensar en el decoro o en que alguien pudiera verla durante aquella carrera frenética tan poco apropiada para una dama. Tenía un objetivo.
Sus grandes ojos almendrados estaban llenos de lágrimas, sin duda provocadas por la vergüenza de haberse dejado llevar por un impulso incontrolable la tarde anterior.
—Pero… ¿En qué demonios estabas pensando, Eli? —Se preguntó a sí misma.
Su acto irreflexivo la había mortificado toda la noche. Pero no fue hasta después de que saliera el sol que tomó la decisión de enmendar el error cometido.
Ella era una mujer sensata, de fuertes valores y con miedo al ridículo. ¿Cómo era posible que no pensara en el bochorno que sentiría cuando él descubriera quién le mandaba la nota? Quizás fuera porque cuando estaba haciendo aquellas deliciosas galletas solo tenía una idea en mente: la sonrisa encantadora que pocas veces prodigaba ese hombre tan parco en palabras. Y es que, para su desgracia, algo no andaba bien en su cabeza cuando se trataba de Thomas Holt, de eso estaba segura.
Si el vizconde no fuera tan guapo, inteligente y tuviera esos ojos negros que le hacían perder el mundo de vista cuando la miraban, quizás pudiera comportarse con él como hacía con todo el mundo, con total corrección. Pero no, era imposible ante el vizconde y su maldita mirada oscura.
Para mayor mortificación, debía admitir que él apenas se había percatado de su existencia, así que el bochorno sería mayor si no lograba impedir que se diera cuenta de que la mujer que le había hecho semejante presente el día de San Valentín era ella.
Siguió sorteando charcos y de nuevo la visión del vizconde se formó en su mente. Él jamás sería suyo, no podía haber sido tan tonta como para pensar lo contrario. Y es que él no podía encontrar nada atractivo en una solterona de veinticuatro años recién cumplidos, ¿no? Seguro que no, se decía Elionor y tal convicción hacía que su vergüenza fuera aún mayor cuando su corazón aleteaba ante la visión de Thomas Holt.
—¡Oooooh! —Gritó frustrada—. No deberías haber hecho eso, Elionor. —Aunque en aquel camino desierto, que separaba la propiedad de su padre del pueblo, no había nadie para escucharla. Eli hablaba en voz alta consigo misma, presa de la frustración que sentía al no saber si llegaría a tiempo para que su error no tuviera consecuencias.
Los pulmones le ardieron provocándole un dolor agudo en la garganta y el pecho, pero eso no importaba. Siguió corriendo hasta que por fin divisó su objetivo.
—¡Señor Heint! —Gritó de manera poco femenina, mientras alzaba una mano y la agitaba vivamente. Aquello hizo que el pobre cartero alzara una ceja y la mirara con total desconcierto—. Señor Heint. —Volvió a decir, tomando aliento al detenerse a su lado.
—¡Señorita Wicoth! —El tono de alarma se debía a que la pobre muchacha llevaba los bajos de las faldas enlodadas, al igual que su anodino abrigo marrón. Su aspecto lucía desaliñado, algo inaudito en aquella joven que era toda pulcritud y decoro—. ¿Qué le sucede? —preguntó con preocupación sincera. Pues estaba claro que si algo había alterado de aquel modo a la serena Elianor Wicoth debía ser una auténtica tragedia.
—¿Ha llevado el correo a Waterfall Manor?
El cartero parpadeó sorprendido por la pregunta.
—Sí, señorita.
Lo que el bueno del señor Heint no le explicó es que había sido la primera casa en visitar aquella mañana, pues era San Valentín y precisamente por eso se había levantado temprano, para ver a su prometida y devorar los dulces que esta le regaló para desayunar.
Al darse cuenta que el mal ya estaba hecho, Elionor casi se echó a llorar. Sin embargo no lo hizo, aguantó el torrente de lágrimas que se agolparon en sus ojos y totalmente hundida y sin nada más que añadir, dio media vuelta bajo la mirada de estupefacción del señor Heint y deshizo el camino andado.
Ni siquiera fue consciente de que se había marchado sin despedirse. Refunfuñó entre dientes mientras avanzaba de nuevo hacia casa, esta vez con la cabeza gacha y casi arrastrando los pies.
Siguiendo el camino, a lo lejos vio las impresionantes torres de la gran casa señorial del Señor Thomas Holt, vizconde y propietario de aquella mole que llevaba cerrada más de dos años antes de que él, el heredero, se atreviera a aparecer para instalarse. La casa había sido habitada por la vizcondesa viuda, cuya relación con su hijo era inexistente desde que era un adolescente, de ahí que jamás se hubiera visto al joven señor por esas tierras antes del fallecimiento de su madre.
Muchos pensaban que era un hombre horrible, sin sentimientos ni compasión. Y muchos seguían pensando así. Pero ella no. Elionor se había dado cuenta que tras la máscara de indiferencia había un hombre que sufría, que jamás había recibido una palabra amable de sus progenitores y que no confiaba en nadie más que en sí mismo por motivos que achacó a una infancia infeliz, al verse privado del afecto de sus fríos padres.
Sí, ella como maestra había visto sufrir profundamente a niños por culpa de la falta de cariño. Quizás por ese motivo, al ver el mismo dolor en los ojos del vizconde se enamoró de él.
Era cierto que en las reuniones sociales parecía un hombre frío que apenas sonreía, pero cuando lo hacía… Casi se le llenan los ojos de lágrimas al recordarlo. Como si se diera cuenta de la cara de borrego degollado que estaba poniendo, pateó el suelo.
¡Maldito fuera ese día en que lo vio por primera vez y maldito el día en que se dio cuenta de que no habría jamás otro hombre para ella!
Elionor se llevó las manos a la sien y masculló algo que se pareció mucho a la palabra «estúpida».
Esa misma mañana, Thomas Holt entró como siempre en su despacho para atender el papeleo que conllevaba poseer una propiedad como aquella. Sin duda Waterfall Manor no era su propiedad más importante, pero la administraba él y la tranquilidad que le daba aquel lugar no la había encontrado en ninguna otra parte. Se había enamorado de aquellas tierras, de su paisaje y de la sencillez de sus gentes. Allí nadie le juzgaba por ser un hombre de pocas palabras ni se burlaban de él de manera cruel, como había hecho su madre, ni le negaban la palabra por no lograr triplicar su patrimonio como había hecho su padre. Sí, el viejo vizconde murió solo, lejos de su esposa e hijo porque jamás quiso a nadie más que a sí mismo.
Puede que a simple vista se pareciera a su padre, pero él daría lo que fuera por una palabra amable, por una muestra de afecto sincero y desinteresado. Desgraciadamente, la gente con la que se había topado en Londres y en cualquier lugar donde había vivido, era interesada y traicionera. Solo allí había encontrado un poco de paz y allí pensaba quedarse por mucho tiempo.
Y aunque se repetía constantemente que no era como su padre, compartía su mismo destino: estar solo.
Mientras se disponía a trabajar, algo llamó su atención.
Vio el correo sobre el robusto escritorio al tiempo que se sentaba. Enarcó una ceja cuando sus ojos negros se posaron sobre una cajita envuelta en un tosco papel marrón. Llevaba su nombre con letras bien trazadas y floridas. Intrigado, la cogió y sacudió entre sus dedos mientras se la llevaba al oído.
—Mmmmm. —Entrecerró los ojos extrañado.
No estaba acostumbrado a recibir paquetes por sorpresa, y al examinar la caja se dio cuenta de que no había remitente.
Era raro.
Al desenvolverlo, bajo el burdo papel encontró otro, este mucho más bonito, delicado, femenino. Frunció el ceño con desconfianza ¿Qué significaba aquello? Con más cuidado todavía, quitó el papel de flores y vio una hermosa caja con galletas de chocolate en forma de corazón, con pequeñas pepitas y azúcar que le daban un aspecto delicioso.
Parpadeó vivamente y aturdido, hasta estiró los brazos para apartarlas de él, como si fueran algo a lo que temer. Sin embargo, una sonrisa se dibujó en sus labios.
Como si fuera un niño pillado en una falta, miró a ambos lados inconscientemente, para asegurarse que no hubiera nadie.
Acompañando los dulces había una felicitación de caligrafía delicada y pulcra. Ante todo aquello soltó una sonora carcajada y meneó la cabeza sorprendido.
Extrañado por su reacción, tosió recuperando la compostura y deseando que nadie hubiera escuchado su risa espontánea de asombro y —por qué no decirlo— de placer, que había soltado sin poder evitarlo. Se puso serio. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que alguien le había hecho reír? No lo sabía y eso le entristeció.
Abrió la felicitación y la leyó. Y después de hacerlo volvió a leerla, y otra vez mientras se comía el delicioso presente que había resultado ser digno del mejor pastelero.
Cuando acabó de memorizar aquellas palabras tan dulces como las galletas que lo acompañaban, guardó la felicitación cerca del corazón para releerla más tarde. Le habían llegado al alma. Era increíble, había alguien capaz de interpretarlo como un libro abierto.
Tocó la carta y sonrió tímidamente.
Era lo más hermoso que le habían dicho en la vida y la propietaria de esa carta se merecía recibir los mismos halagos. Sin duda, él estaría más que dispuesto a decírselos si supiera quién era la muchacha que le había escrito aquellas líneas. Se puso cómodo en su silla y sonrió consciente de que nadie podía verlo. No importaba cuánto tiempo tardara en descubrir su nombre, pero una cosa estaba clara: iba a averiguarlo.
Elionor, días después, seguía mortificada por sus acciones.
No estaba preparada para que su madre invitara a la distinguida aristocracia local y le exigiera estar presente como correspondía. Había sido un calvario verle llegar y más aún tenerlo tan cerca durante la comida. Ahora, entrada la tarde, seguía tan callada como siempre que el vizconde se encontraba en el mismo salón que ella.
Quiso fundirse con la cortina y el papel de pared que adornaban aquel rinconcito de salón y desaparecer. Pero mientras lo intentaba, no dejó de mirar al vizconde. Thomas estaba impresionante con su traje negro a escasos metros de ella, hablando con su padre que no paraba de reír mientras, sin duda, le estaba contando detalles de algún asunto intrascendente que había captado su atención. Su madre hacía de perfecta anfitriona, yendo de un lado a otro y hablando con todos los presentes. Su hermana Lidia, hermosa como siempre, paseaba frente a la mesa que a aquellas horas volvía a estar repleta de comida: chocolates, pastas y dulces de todo tipo, mientras esperaban que se sirviera el té. Con su belleza intentaba, como de costumbre, captar la atención de todos. ¡Oh! Si ella fuera tan hermosa como su hermana, pensó apesadumbrada, entonces sí que no se sentiría tan inferior frente al vizconde.
Lidia era una muchacha llena de energía, hermosa y consciente de serlo. Seis años menor que Elionor, a punto de cumplir los dieciocho, esa misma primavera la presentarían en sociedad. Temía ese momento, no habría nadie que pudiera domarla. Lástima que su belleza fuera proporcional a su egoísmo y a su falta de sentido común. Pero estaba totalmente de acuerdo en que debutara antes de que ella, la hermana mayor, lograra casarse.
Que ella fuera una solterona no debía privar a Lidia de los placeres del Londres. Su hermana adoraba la ciudad, en cambio ella de solo pensar en la gran urbe le daban mareos. Eli era feliz ayudando en la parroquia y enseñando de vez en cuando a los niños del pueblo a leer y a escribir. Una actividad que su madre aborrecía porque la encontraba indigna de una hija suya, pero que su padre aprobaba y aplaudía, pues creía que era un gesto noble y se enorgullecía de tener una hija con tanta caridad cristiana. Al ver cómo su padre la defendía por ese motivo, a veces se sentía culpable, en parte porque aquella obra de caridad no era más que otra excusa para acercarse a Waterfall Manor. Allí, a hurtadillas espiaba por la ventana en la que sabía encontraría al vizconde trabajando en sus asuntos.
Era tan guapo, tan imponente, de un perfil tan increíblemente atractivo… Lo miró de reojo y sintió arder sus mejillas. Sí, sin duda cada día que pasaba se volvía más enigmático, más atrayente. La mayoría de las muchachas le tenían miedo, pero ella… Lo que daría por sentir que la miraba por un solo instante como algo más que la hija mayor de un terrateniente vecino.
Elionor parpadeó y apartó la mirada temerosa de ser pillada, pero solo un instante, pues su curiosidad por lo que hacía o decía ese hombre era demasiado fuerte.
Thomas Holt sostenía delicadamente una copa entre los dedos, aguantando con estoicismo la cháchara interminable de su buen amigo el señor Wicoth. Le creía simpático porque de él podía decir sin equivocarse que era la única persona sincera que había conocido en mucho tiempo. Era de carácter afable y espontáneo, por eso no lograba entender cómo podía llevarse tan bien con una mujer tan manipuladora como la señora Wicoth.
A pesar de que la conversación no era para nada aburrida y sentía cómo la comisura de sus labios se tensaba para esbozar una ligera sonrisa ante las ocurrencias de su amigo, Thomas se distraía a cada rato evocando la imagen de una mujer que ni siquiera conocía.
Se sonrojó ligeramente al recordar las palabras que ella había escrito en aquella nota. Instintivamente se llevó una mano al corazón, para apartarla de inmediato como si ese gesto no tuviera importancia, cuando él sabía que no era así.
Se sintió avergonzado. Parecía un chiquillo de quince años pero es que no podía olvidar sus palabras. Ella le había dicho que su apostura no le era indiferente, algo muy atrevido para decirle a un hombre, pero que había captado su interés, además de dejar claro que le encantaba su inteligencia y su humor cínico que había heredado de su tía Georgina, una maravillosa mujer que era el único pariente vivo que le quedaba. Y aunque él no sonreía nunca, ella aseguraba haber visto su sonrisa dibujada en su rostro el día de Navidad, cuando un niño estaba intentando recitar a trompicones una poesía sin demasiado éxito, para vergüenza del pobre muchacho.
Había resultado ser una estampa encantadora.
Sus dedos se tensaron sobre la copa al recordar la tarjeta que había recibido. Sus palabras bailaron en su mente. «Su sonrisa, que ese niño le arrancó con su poesía el día de Navidad, hace que la anhele, que deseé volver a verla y, por qué no, ser la causante de ella. Atesoro ese recuerdo como si fuera lo más hermoso que hubieran visto mis ojos. No importa que no consiga hacerla aparecer nunca, usted para mí siempre será perfecto».
Se acordaba de ese niño, por lo tanto, nada le hacía pensar que todo lo que decía no fuera también verdad.
«No es lo que aparenta, estoy convencida de ello. Es usted un hombre bueno, justo y compasivo. No veo en usted tara alguna, su modo de gruñir, su gesto huraño denota carácter y quizás sea porque nadie se ha molestado en demostrarle cariño. Y si no sonríe, quizás sea porque no haya tenido demasiados motivos en la vida para hacerlo».
Se emocionó, no podía describirlo de otra manera. Esa mujer le había tocado el corazón y él iba a encontrarla para recompensarla y tocarle también el suyo.
Se frotó el pecho sin darse cuenta.
Thomas había intentado averiguar quién era la dama en cuestión, esperando que el señor Heint, el cartero, supiera algo del tema pero o no lo sabía o no quería decirlo. Nadie había visto el modo en que había llegado el misterioso paquete y lo único que podía hacer era seguir las pistas que ella misma le había dado.
Recordaba al niño que le arrancó la sonrisa y también que fue el día de Navidad en la fastuosa comida de la señora Wicoth. Ahora Thomas se encontraba en la misma casa, con las mismas personas. Así pues, sólo debía empezar a descartar.
Deslizó su mirada para observar a los presentes hasta que algo captó toda su atención.
—¡Mi sobrino quedó encantado con unos chocolates que recibió el día de San Valentín! Él lo niega, pero estoy segura de que no puede dejar de pensar en quien será la muchacha que se ha declarado de una manera tan romántica —dijo Georgina Holt.
Thomas palideció.
—¡Tía Georgina! —exclamó él anonadado.
A Thomas se le abrieron los ojos como platos, olvidándose por un momento de mantener la compostura.
El señor Wicoth, un hombre risueño como pocos, estalló en carcajadas al ver cómo el pobre vizconde acababa de proclamar que aquello que decía su tía era totalmente cierto.
—Es usted un hombre muy apuesto —dijo el señor Wicoth—, lo que me extraña es que no haya recibido más. —Mientras no paraba de reírse, tocó con el bastón la pierna de su esposa que se había acercado hasta ellos para seguir mejor la conversación. Clarise Wicoth hizo un mohín de disgusto ante el gesto tan poco refinado de su esposo y seguidamente le prestó toda su atención al vizconde.
—¿Y ya sabe quién es esa dama? —preguntó la señora Wicoth a la expectativa.
Tenía toda la intención de casar a su hija Lidia con el vizconde y aquella broma pesada no iba a arruinarle los planes.
—¡No! —exclamó tía Georgina desde su cómoda silla, antes de que Thomas pudiera contestar—. Y eso le quita el sueño. Va de un lado a otro como alma en pena, incluso cuando está en su sacrosanta biblioteca trabajando le he sorprendido con la mirada perdida y su cabeza muy lejos de donde debería estar.
Thomas cerró los ojos pidiendo paciencia. Adoraba a su tía, pero a veces le causaba un dolor de cabeza insoportable. Se exasperó al verla reír a carcajadas aunque, como siempre, se esforzó por permanecer con el rostro impasible.
—¡Qué juego tan maravilloso! ¿No sería divertido que nos dedicáramos a descubrir quién es esa dama enamorada? —Ante las palabras de la coqueta señorita Lidia Wicoth, él tensó la mandíbula.
Thomas se horrorizó ante la idea. ¡Por supuesto que no sería divertido! Pero se dedicó a respirar hondo y a poner su espalda recta, esperando que su tía y el bonachón del señor Wicoth descartaran esa idea. No hubo suerte.
—Sería una excelente idea. —A su tía Georgina se le iluminó la mirada.
En ese mismo salón, la cara de Elionor se puso lívida. Estaba más horrorizada que Thomas. ¿Qué estaba pasando? ¿Quería decir que ahora no solo tendría que rezar para que el vizconde no averiguara quién era ella, sino que además debería hacerlo para que no lo hicieran toda su familia y conocidos? Se llevó las manos a la cara y quiso que se la tragara la tierra.
Sería el hazmerreír de todos. ¿Cómo un hombre como el vizconde iba a fijarse en un ratoncito asustado como ella? Qué vergüenza. ¿En qué estaría pensando cuando decidió declararle su amor? Por suerte no había puesto su nombre o ahora mismo, en lugar de querer morirse, lo habría hecho de verdad.
—Una mujer declarándose a un hombre —dijo Lidia con su voz cantarina—. Es un poco vulgar, muy… americano.
El comentario arrancó un par de carcajadas a los presentes.
Thomas la miró sin mudar su expresión, pero con cierto disgusto. La muchacha que le había enviado la felicitación no era nada vulgar, de eso estaba seguro. Era una mujer sensible y afectuosa que merecía todo su respeto. Quiso defenderla, pero alguien lo interrumpió nada más abrir la boca: Su tía.
—¡Oh, sería un juego de lo más entretenido averiguar quién es! —Como no podía ser de otra manera, estaba mirando al señor Wicoth que no paraba de reírse.
—¡Averigüémoslo!
Dios mío, eso iba a ser una pesadilla.
Una hora después, a los presentes en el salón se les había unido el grupo que pululaba por los jardines. Una docena de personas habían empezado a prodigar en voz alta el nombre de sus candidatas. Las muchachas que estaban presentes rieron con ganas, incluso hubo alguna que lo hizo a carcajadas poniéndose roja como un tomate. Pero a pesar de las bromas que le habían puesto de muy mal humor, Thomas se fijó en cada una de ellas con la esperanza de averiguar quién era su anónima enamorada.
Entonces la vio. Ella no reía, no hablaba, simplemente iba de un lado a otro con su taza de té en las manos, respirando a veces con dificultad y otras sonrojándose ante algún comentario inapropiado.
A Thomas el corazón se le saltó un latido.
En ese preciso instante su tía lo distrajo:
—Para poder ayudarte, creo que deberías enseñarnos la tarjeta, quizás allí encontremos alguna pista.
Todos miraron al vizconde y él enarcó una ceja.
—Entonces no tienen nada que hacer, puesto que jamás la leerán. —A pesar de que lo dijo de manera cortante, el señor Wicoth y su tía rieron con ganas y, para bochorno de la señora Wicoth y sus hijas, no pararon de reír hasta que se les saltaron las lágrimas.
—¿Ese afán por defender a la muchacha quiere decir que sabes quién es? —preguntó su tía.
Disimuladamente Thomas estuvo atento a la reacción de la señorita Elionor Wicoth a quien abandonó todo color.
Pálida se levantó de la silla.
No podía saberlo, se dijo ella. Ni sospecharlo siquiera. Lo miró por el rabillo del ojo y no notó que mudara su expresión ni un ápice.
—Es posible que lo sepa. —Escuchó ella que decía Thomas Holt a su lado.
Casi se le para el corazón e instintivamente se llevó una mano a la frente intentando ocultar toda su vergüenza. Las mejillas le ardieron y le faltó el aire. Cuando reunió el valor suficiente para mirarle de nuevo, soltó un jadeo involuntario. Él la estaba mirando. No supo si era por casualidad o porque realmente sabía quién era la mujer misteriosa. No iba a quedarse para averiguarlo. Abrió una de las puertas que daban al jardín y salió rezando para no desmayarse, dejando al vizconde perplejo tras de sí.
«Nota mental, Elionor: córtate los dedos antes de volver a escribir carta alguna que te pueda causar semejante bochorno».
No corrió para alejarse de la casa, pero era consciente de que debía salir de allí. Menuda vergüenza. El aire frío le golpeó las mejillas pero no sirvió para quitar su sonrojo.
Su paso pronto se volvió vigoroso al subir la loma que conducía al viejo roble que tanto le gustaba visitar. Se recostó en él y sintió cómo poco a poco sus mejillas iban perdiendo el calor que se había apoderado de ellas instantes antes. Se llevó las manos a la cara y gimió presa de la vergüenza. Fue una suerte que Elionor no se pusiera a hablar sola como de costumbre o de lo contrario podría haber dicho algo inconveniente en presencia del caballero que la siguió hasta allí. Thomas Holt salió de detrás del árbol y la contempló con una mirada intensa y una sonrisa sincera en los labios.
—¡Milord! —Jadeó aturdida.
De repente Elionor parpadeó. ¿Eso que podía verse en la cara del vizconde era una sonrisa? No era posible. Irremediablemente dio un paso hacia él para verlo mejor. El sol brillaba con intensidad ese hermoso día pero, bajo la sombra del árbol, sus ojos del color del chocolate se habían vuelto más oscuros, más atrayentes.
—Señorita Wicoth. —Escuchó la dulzura de sus palabras y casi se derritió.
Elionor tragó saliva, aún con la esperanza de que él no supiera que aquella muchacha insensata que le había mandado una felicitación tan reveladora, era ella. De hecho, era imposible que él supiera que ella había mandado aquella carta con sus galletas, ¿o no? No, seguro que no.
Del todo imposible.
—Ha sido un hermoso día.
—Sí —contestó ella intentando juntar las manos para que no le temblaran—. ¿Se lo ha pasado bien?
—Sí, mucho.
Entre ellos se formó un incómodo silencio, pero tampoco hacía falta decir mucho, pues sus ojos hablaban por sí solos.
—Siento que mi padre se riera tan impertinentemente del asunto… —a ella le costó continuar cuando lo vio enarcar una ceja.
—¿De la nota que recibí?
Ella asintió, cohibida, y a pesar de agachar la cabeza, no dejó de mirarle un solo instante.
—Sí —dijo ella algo recelosa.
—Estoy acostumbrado a ciertos comentarios. No me ha molestado demasiado, señorita Wicoth.
Thomas estaba encantado, quizás aquella muchacha creyera que ocultaba muy bien sus sentimientos, pero en realidad era como un libro abierto. Él se acercó aún más a ella y le cogió una mano para total asombro de Elionor.
—Milord —jadeó abriendo los ojos desmesuradamente.
Él volvió a sonreír.
Oh Dios mío, le estaba sonriendo a ella.
—Quiero decirle…
—¡Oh, está aquí! —dijo Lidia risueña.
¡Noooo! Quiso gritar Elionor, pero se contuvo cuando vio cómo el vizconde retrocedía un paso y le soltaba la mano.
Ajena a todo, Lidia les sonrió abiertamente y continuó hablando como si nada hubiera pasado.
—Mi madre quiere saber si le apetecería cenar con la familia el viernes, señor Holt.
Thomas no agradeció la interrupción. Todo rastro de ternura había desaparecido de su mirada y volvía a ser el hombre frío y distante de siempre. Su espalda estaba recta y sus brazos habían vuelto a entrar en tensión. Eli lo miró detenidamente. Era tan diferente al hombre con el que había intercambiado unas palabras hacia escasos momentos. Él debía de notarlo. Puso sus ojos sobre ella, pero ninguno de los dos dijo nada.
—Será un placer cenar con ustedes, señorita Lidia.
—Se lo diré a mamá. —Acompañó sus palabras con una sonrisa radiante.
El silencio se hizo incómodo cuando vieron que Lidia no tenía intención de marcharse. Así que Thomas anunció su intención de retirarse.
—Si me disculpan.
Elionor no pudo hacer otra cosa que mirar cómo se iba, dejándola sola con su hermana. Sintió ganas de llorar, hasta que Lidia soltó un gritito de júbilo, captando toda su atención.
—¿No te parece guapo? Es maravilloso, ¿no crees? —Eli asintió mientras su hermana la arrastraba tras ella de vuelta a la casa. El vizconde estaba lejos y no podría escucharlas aunque quisiera—. Mamá dice que será un buen marido.
Elionor se paró en seco.
—¿Marido?
—Sí —dijo ella coqueta—, quiere casarme con él. ¿Te imaginas? Yo vizcondesa, casada con el señor Holt.
No, no se lo quería imaginar.
Y su corazón tampoco.
Desde hacía dos semanas, los únicos pensamientos del vizconde, estaban dirigidos a la señorita Wicoth.
Se había pasado aquellos quince días intentando ser invitado a la casa de los Wicoth, y ciertamente lo conseguía, pero con resultados frustrantes. «La señorita Wicoth está indispuesta». «Hoy ha ido a cenar con su amiga Margareth». «Está en la parroquia». ¿Cuántas excusas podía poner una mujer para no verle? Por lo que estaba demostrando Elionor, muchas, demasiadas para no acabar con su paciencia.
La gota que colmó el vaso había llegado la tarde anterior. Thomas Holt recibió una nota, y cuando su mayordomo se la entregó ni siquiera tuvo que preguntarse quién se la enviaba. Nada más ver la caligrafía y la nota sin firmar, supo la respuesta.
«Querido señor,
Lamento el desagradable asunto de la tarjeta de felicitación, no era mi intención que usted fuera objeto de burlas. Igualmente, siento muchísimo la intromisión en su vida privada. Le pido que me perdone y deseo que pronto se olvide todo esto.
Por favor, no intente averiguar mi nombre, ahora sé que fue un error.»
—Un poco tarde Elionor.
Sonrió meneando la cabeza ante la táctica desesperada de esa pobre muchacha. Había dejado claro que le rehuía, así que si quería hablar con ella debería empezar a utilizar otros métodos, sin duda más efectivos, aunque quizás menos caballerosos. Su plan era sencillo: simplemente no iba a avisar de su llegada. Y por eso se encontraba allí, después de que un sorprendido lacayo le abriera la puerta de la entrada y le hiciera pasar.
Estaba seguro que de pillándola desprevenida, Elionor difícilmente podría subir las escaleras y refugiarse en su habitación. Frunció el ceño pensándolo mejor. ¿A quién pretendía engañar? No estaba del todo seguro que aquella mujer reaccionara tal y como él esperaba, ¿acaso no era toda una caja de sorpresas?
Después de anunciarlo, el joven abrió más la puerta del saloncito privado y le cedió el paso. Thomas no estaba preparado para que volver a verla le afectara tanto. Ella se había puesto de pie de un salto, dejando caer al suelo el libro que estaba leyendo tranquilamente mientras disfrutaba del calor de la chimenea.
—Señor Holt, qué sorpresa, no le esperábamos. —Por la cara de pánico que puso Elionor eso era más que evidente.
Sin proponérselo siquiera, Thomas les dedicó una agradable sonrisa que desconcertó a ambos Wicoth. A Eli se le aflojaron las rodillas y tuvo que agarrarse al respaldo del sillón orejero para permanecer erguida.
—Sin duda hará el honor de tomar el té con nosotros. —Las palabras del señor Wicoth le animaron a relajarse.
—Por supuesto.
—Avisaré a mi mujer, le encantará que nos haya visitado. —Hizo ademán de dirigirse hacia la entrada mientras le hablaba a su hija—. ¡Oh! Querida, entretén a nuestro querido vizconde mientras voy a anunciar su llegada, no tardaré.
Eli lo miró alarmada. ¿Qué le entretuviera? ¿Iba a dejarla sola con él? Eso sin duda era muy poco apropiado.
Cuando el señor Wicoth cerró la puerta tras de sí, una radiante sonrisa invadió su rostro. Ahora solo tenía que entretener un poco a su mujer para que no molestara a los tortolitos. A la encantadora señora Georgina le iba a gustar la idea de juntar a esos dos.
Thomas parpadeó ante la precipitada salida. Ella, simplemente se quedó muda. ¿De qué hablan dos personas que lo único de lo que quieren hablar es de un tema tabú que no sería correcto mencionar?
—Ha hecho un día precioso, ¿no cree? —preguntó ella con las mejillas sonrosadas.
—Sin duda, hemos sido bendecidos con un tiempo típico inglés.
Miró por los grandes ventanales. Estaba empezando a llover a mares. Eli enrojeció un poco más por su estupidez.
Thomas la miró cogiendo aire.
—Señorita Wicoth. —Se acercó a ella y contempló sus grandes ojos almendraros. Un par de tirabuzones le caían formando una hermosa cascada sobre el hombro derecho. Lucía un sencillo vestido beige con florecitas salpicando toda la tela. En el cuello llevaba un delicado pañuelo blanco que realzaba el rubor de sus mejillas. ¿Por qué antes no se había dado cuenta de tanta belleza?
—¿Cómo es posible que no la haya visto hasta hoy? —Thomas hablaba más para sí mismo que para ella. Resultaba curioso que no se hubiera fijado antes en ella. Era hermosa, pero no solo por eso debería haber sido digna de su atención ¿acaso no era una mujer piadosa a la que todos los niños del pueblo adoraban y los adultos admiraban?
—He estado ocupada, por eso…
Él se acercó todavía más, apartándola de sus pensamientos e impidiendo que salieran palabras coherentes de su boca. Cuando volvió a reinar el silencio entre ambos, él la cogió de la mano.
—Tengo que confesarle una cosa —le dijo llevándose la mano de ella a los labios.
«Que la amo», quiso decir, pero una vez más las mujeres Wicoth se lo impidieron.
El corazón de Eli latía con fuerza y casi suelta un grito cuando su madre entró en tromba en el salón que habitualmente usaba su marido para descansar.
Eli, vio verdadero horror en el rostro de su madre cuando posó su mirada en la mano que el vizconde sostenía. Ante aquella expresión, Thomas se alejó un paso. Aunque enseguida volvió a mirarla para dejarle claro que aquello solo era una pequeña tregua.
—Milord, —dijo Clarise sonriendo forzadamente— qué inesperada sorpresa.
Su esposo, que la seguía de cerca con gesto de fastidio, entró en la habitación. No había podido detenerla, el lacayo fue a avisarle de que el vizconde estaba en casa y había salido como un zorro a la caza del conejo. Tras él apareció Lidia con las mejillas sonrosadas a causa de la carrera. En conjunto, una estampa digna de ser recordada.
Una hora más tarde, después de tomar el té, la conversación había decaído y el señor Wicoth le animó a elegir un volumen de su modesta biblioteca, mientras él se disponía a cerrar los ojos un momento. Había confianza suficiente para hacerlo. Mientras, Elionor fingía leer. No podía dejar de mirar al señor Holt disimuladamente, no podía apartar la mirada de aquellos ojos, unos ojos del color del chocolate, de aquel chocolate oscuro y espeso, de aquel que era dulce pero amargo a la vez. «¡Dios mío Elionor, estás salivando!». Entonces se apresuró a tragar pero, antes de poder hacerlo, Thomas apartó la mirada de la estantería y la posó sobre ella. Abochornada, el libro se le cayó al suelo y su madre le llamó la atención.
—Elionor, ¿qué haces?
—Parece que últimamente algo perturba a la señorita Wicoth —dijo el vizconde con una sonrisa ladeada.
¿Una sonrisa? ¿Otra? ¿Qué le pasaba a ese hombre? ¿Desde cuándo era tan pródigo con sus sonrisas? ¿Acaso lo hacía a propósito porque le había dicho en su nota…? No, imposible. Él no sabía que ella había mandado aquella nota y si lo supiera… «Eli, no eres tan importante», se reprendió.
Cuando Eli se sentó y todo volvió a quedar en silencio, Lidia se acercó a él con un plato de galletas en la mano. Eran unas hermosas galletas en forma de corazón, de chocolate, las mismas que él había recibido por San Valentín. Estúpidamente, Elionor las había vuelto a hacer sin apenas darse cuenta, pensando en él, como siempre.
Thomas las reconoció de inmediato y sus ojos se clavaron en Eli que lo miró abochornada.
—¿Le apetece probar una, señor Holt? —preguntó Lidia pestañeando vivamente—. Las he hecho yo.
Elionor se quedó helada, pero nada fue comparable con la expresión totalmente anonadada del vizconde.
—¿Cómo dice? ¿Usted ha hecho estas galletas? —preguntó levantando un poco la voz.
—Así es. —Vaciló un poco y miró a su madre que le sonrió con aprobación.
Eli se levantó del sillón.
¡Aquello era el colmo! Su hermana no había hecho aquellas galletas. ¡Las había hecho ella!
Thomas, cogió una y se la llevó a la boca, pensando que Lidia era una manipuladora de primera. Se dio cuenta de inmediato de las miradas que le lanzaba a su madre. Pero si pensaban que entre Lidia y él podría haber algo estaban muy equivocadas. Londres estaba lleno de mujeres como ella y él no quería eso, quería una mujer distinta, quería… miró a Elionor y le sonrió intentando dedicarle un cumplido.
—Están deliciosas. Son las mejores galletas que he probado en la vida.
Eso fue demasiado para Eli. ¿En serio le había dicho eso a su hermana? ¿A caso no intuía que era ella y no Lidia quien había hecho aquellas galletas? Se levantó de nuevo hecha una furia y tiró el libro al suelo dejándolos a todos boquiabiertos. Nunca jamás había dado muestras de mal carácter pero es que todo tenía un límite.
—¡Elionor! —Su madre no daba crédito a su comportamiento.
—¿Qué pasa? —preguntó su padre despertándose en el acto.
—Tú hija está siendo muy grosera con nuestro invitado.
El señor Wicoth frunció el ceño. Aquello no podía ser cierto.
A Eli se le llenaron los ojos de lágrimas. Sin decir más murmuró una disculpa y salió de allí. Thomas se la quedó mirando, sintiéndose culpable por haberla hecho llorar. No podía dejar las cosas así, que creyera que… Carraspeó.
—Si me disculpan.
El vizconde se dirigió hacia la puerta dejándolas totalmente sorprendidas.
—Señor Holt —le llamó Lidia que intentó ir tras él.
—¡Quédate donde estás! —El tono severo del señor Wicoth dejó a la madre y la hija completamente desconcertadas y, por una vez en la vida, sin habla.
Era una estúpida. ¡Estúpida! No por creer acertadamente que el vizconde no iba a fijarse jamás en ella, sino por creer que jamás se fijaría en Lidia. ¿Cómo no iba a fijarse en su hermana? ¡Todo el mundo se fijaba en ella!
Con grandes zancadas subió de nuevo la colina que llevaba a su árbol. Necesitaba estar sola, lejos de su hermana, de su madre y de él.
Lloró un momento abrazada al gran roble.
De acuerdo, podía sobrevivir a aquello. Sí, podría hacerlo, ella era fuerte y lo lograría.
—Señorita Wicoth.
¡Lo haría siempre que no volviera a escuchar esa voz pronunciando su nombre como si realmente le importara!
Se volvió como un rayo y le espetó:
—¿Qué hace aquí? —Sin duda tuvo que correr para alcanzarla, pero permanecía frente a ella, tan impecable como siempre.
Thomas frunció el ceño, pero le contestó acto seguido con una sonrisa.
—He venido a buscarla.
¿Y ya está? ¿He venido a buscarla? ¡Pues vaya!
—¿Piensa casarse con mi hermana? —Hasta ella misma se sorprendió de sus palabras. «Muy bien Eli, pierde toda compostura y decoro y compórtate como una mujer celosa y sin cerebro».
—Bueno… antes que nada —dijo el vizconde carraspeando—, creo que deberíamos hablar. Hace unas semanas recibí una tarjeta con unas galletas deliciosas. —Ella bufó imperceptiblemente—. Desde ese día no he hecho más que pensar en aquellas palabras. Tengo que decir que me enamoré de la mujer que las escribió. Yo…
Elionor se dio la vuelta mirando el horizonte. Si seguía contemplándolo iba a explotar. Estaba claro que él creía que la mujer que le había regalado aquellas galletas había sido su hermana. ¡Pero no era así! Las lágrimas le abrasaron los ojos y parpadeó vivamente para quitárselas.
—Señorita Wicoth… —él se acercó por detrás y puso sus manos sobre los hombros de ella, apretándolos con dulzura.
Ya está, iba a decirle que se casaría con su hermana Lidia. Entonces empezó a llorar de verdad. Iba a quedarse allí, iba a asistir a la boda de su hermana con el hombre al que ella amaba y sería testigo de su felicidad.
¡Ah, no! ¡Eso si que no! ¿Que ella…? Se puso furiosa. Puede que no hubiera estado muy acertada declarándose de aquella manera y que no fuera digno de ella, pero Lidia no iba mentir respecto a su tarjeta y sus galletas. Apretó fuertemente los labios. Hasta que por fin cedió al impulso.
—No fue ella. ¡Fui yo! —gritó a pleno pulmón.
Thomas parpadeó desconcertado, soltándola en el acto.
—¿Cómo dices? —dijo olvidando los formalismos.
—Las galletas, la carta…
Thomas retrocedió un paso cuando la vio volverse tan enojada.
—Señorita Wicoth, yo ya… —Iba a decirle que ya sabía que ella era quien le había mandado la tarjeta de San Valentín, pero no tuvo ocasión.
—¡No! Diga que se ha enamorado de mi hermana porque es bonita, delicada o porque toca bien el piano, pero no diga que… —se atragantó—. No puede haberse enamorado de ella por sus palabras. No lo diga, porque fui yo quien se las escribió.
Antes de seguir avergonzándose más, Elionor empezó a correr.
Salió huyendo de allí y él, estupefacto, no se vio con fuerzas para seguirla.
Casi una semana después Elionor seguía furiosa. Ese hombre insufrible. «Enamorado de Lidia por sus palabras». ¡Bah! Ni que Lidia fuera tan elocuente y pudiera hablar de algo más que sombreros y vestidos. Dejó caer la cabeza hacia delante «Qué horrible eres, Eli, ¿cómo puedes pensar algo tan feo?». Pero no podía evitarlo. ¿Por qué siempre se esperaba de ella que fuera la buena y sacrificada? ¿Acaso la gente no veía que también tenía sentimientos?
Arreó el faetón para que su caballo la llevara a la parroquia.
La vida era muy injusta. Si fuera justa ella no se hubiera enamorado de un hombre tan insufrible como el vizconde. Sí, insufrible. Había decidido que no le gustaba lo más mínimo. Respiró hondo mientras azuzaba a su caballo por el camino enlodado. La noche anterior cayó un diluvio y aunque ahora lucía un sol radiante, algunos tramos aún permanecían inundados. Estaba tan concentrada en sus propios pensamientos acerca del vizconde que no vio que parte de la carretera aún permanecía medio sepultada por la riada. Aminoró la marcha demasiado tarde y, para su consternación, observó cómo la rueda trasera se hundía hasta quedar cubierta casi por completo por el barro.
—Oh, por favor, no. —Eli no sabía si estaba clamándole al cielo o hablando con su caballo.
Se quedó sentada en el faetón, medio ladeado y con las riendas inútiles entre las manos. Soltó un bufido muy poco femenino. A cada lado del vehículo había por lo menos tres palmos de agua y lodo. Imposible salir de allí si no era hundiéndose hasta las rodillas.
—Buenos días señorita Wicoth. ¿Necesita mi ayuda?
Elionor puso recta su espalda al escuchar la voz ronca del vizconde. Miró por encima del hombro. Llevaba un oscuro traje de montar y ella jamás lo había visto tan guapo. Enfurruñada le contestó.
—No, no necesito su ayuda milord, pero gracias por el ofrecimiento.
—¿Ah no? —Una sonrisa juguetona bailó en los labios de Thomas y Eli frunció el ceño. ¿Sonreía? ¿Otra vez? ¿Por qué? A pesar del calor que sintió en su estómago se dispuso a ignorarlo. Intentó permanecer indiferente. Con mucho esfuerzo se sintió lo suficientemente serena como para volver a mirarle. Con su hermoso caballo, Thomas se acercó al faetón, su proximidad la hizo estremecer.
—¿Hacia dónde se dirige? ¿Quiere que la lleve a alguna parte? —miró los labios de ella que seguían fuertemente apretados—. ¿O tal vez que vaya a por ayuda?
—No —dijo tajante—. Yo sola puedo arreglármelas.
Él enarcó una ceja. Vaya si era testaruda.
—Entonces me voy.
Cuando lo escuchó alejarse resopló exasperada. El muy vil la iba a abandonar. «No importa, Eli. Tú eres fuerte, no necesitas a nadie». Se levantó y permaneció erguida. Pero el vizconde no se marchaba, simplemente había rodeado el vehículo para observar a su ocupante desde otro ángulo.
—Señorita…
De reojo, Elionor vio cómo Thomas le tendía la mano.
—¿No se iba? —preguntó ella con el ceño fruncido. Eso ensanchó la sonrisa de Thomas. En respuesta, ella respiró hondo por la nariz y alzó el mentón—. No necesito su ayuda.
—Yo creo que sí.
Elionor lo fulminó con la mirada.
—Pues, usted se equivoca.
Sin darle tiempo a reaccionar se dio la vuelta y descendió por el otro lado del faetón. Thomas abrió los ojos como platos al ver que ella se hundía hasta las rodillas en el fango.
—¿Ve? —dijo mientras avanzaba hacia el lado del camino que estaba más seco, aunque para eso todavía faltaban un par de metros.
—¡Señorita Wicoth! —Se exasperó y fue en su busca.
Él le cerró el paso con su caballo y le tendió la mano. Eli se la quedó mirando pero no hizo ademán de cogerla. Él, testarudo, volvió a tendérsela.
—No sea cabezota. Suba o cogerá una pulmonía.
—He dicho que no necesit…
Thomas no estaba dispuesto a seguir discutiendo. Se inclinó hacia un lado y la agarró por la cintura. Con los ojos como platos, ella se resistió. Thomas no lo esperaba, y mucho menos esperaba que ella tirara de las solapas de su chaqueta con tanta fuerza.
¡Chof!
Cuando el vizconde aterrizó en medio del agua y el lodo salpicándola, Elionor se llevó las manos a la boca ahogando un grito de sorpresa. En realidad no pensaba que ella tuviera tanta fuerza como para arrastrarle al suelo.
—Lo siento —balbuceó de manera ininteligible.
Thomas no podía creérselo.
—¡Elionor! —Ella escuchó su nombre de pila y lo miró a los ojos. Sin duda él no estaba preparado para escuchar semejante sonido saliendo de la recatada señorita Wicoth.
Estalló en carcajadas. No estaba bien que una dama se riera de un caballero y mucho menos si este lo único que quería era ayudarla, pero no pudo evitarlo.
—No le veo la gracia.
—¿No? —dijo mientras recogía sus faldas y avanzaba por el camino hasta que salió del agua. Pero no fue muy lejos. Thomas le dio alcance. La volvió, agarrándola del brazo y ella abrió los ojos desmesuradamente al ver cómo él la estrechaba entre sus brazos.
—Señorita Wicoth, ¿no cree que me debe una disculpa?
—Yo creo que no le debo nada —dijo ella intentando librarse de él sin conseguirlo.
—Entonces quizás sea yo quien deba agradecerle algo.
Ella pensó en su tarjeta, en sus galletas y entonces vio cómo los labios del vizconde descendían hacia los suyos. Dejó de forcejear en cuanto Thomas la besó. ¿Cuánto tiempo llevaba deseando aquello? Su pequeño cuerpo se relajó por completo contra el pecho de él. Le quería, claro que le quería. Un calor desconocido arrancó desde su vientre hasta esparcirse por todo su cuerpo. Su querido Señor Holt… Pasó sus brazos tras el cuello del vizconde y le devolvió el beso con ansia.
Su boca era perfecta para la del vizconde, había nacido para besar sus labios.
—Eli. —Ella se estremeció al escuchar su nombre pronunciado de aquella manera tan cálida—. ¿Era verdad lo que dijiste en aquella carta? ¿Realmente me conoces tan bien como dices?
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.
—Y qué importa —dijo ella—. ¿No vas a casarte con mi hermana?
Thomas soltó una carcajada y ella lloró con más intensidad.
—No. ¿Cómo voy a casarme con tu hermana si a la única mujer que amo es a ti?
Ella sonrió y le besó de nuevo.
—¿Lo sabías? ¿Sabías…?
Él asintió y la abrazó con más fuerza empapándole el vestido. La besó con ternura, sintiendo que con ella jamás volvería a estar solo.