El almendro de las flores rosadas
Nieves Hidalgo
UNO
Coral cerró la novela que acababa de terminar y le faltó tiempo para colocarla en la estantería que, de cuando en cuando, volvía a vaciar para donar los ejemplares a la biblioteca. Era adicta a la lectura, compraba compulsivamente, pero se negaba a tener en su apartamento libros que nunca volvería a leer. Y la historia que acababa de finalizar entraba en ese lote. Lo cierto es que a ella las novelas de amor la dejaban fría, y se preguntaba por qué había hecho caso a su amiga Carmela cuando se la recomendó tan fervientemente.
Carmela era una soñadora empedernida. Ella, no. Ella era, en palabras de su padre, demasiado realista. Fantasear con un amor a imagen del que reflejaban las novelas románticas, era una utopía.
Mecánicamente, pasó los dedos por la cadena del colgante que llevaba al cuello desde que su madre se lo entregase dos años antes, el 14 de Febrero, en su décimo octavo cumpleaños.
—Eres el fiel reflejo de tu tatarabuela, Coral —le había dicho muy seria—. Prometí que sería tuyo cuando cumplieses la mayoría de edad, siguiendo la tradición familiar, y así lo hago. Llévalo siempre contigo, cariño, porque estás destinada a encontrarte con él.
Coral no había querido incomodar a su madre desestimando el regalo, aunque la leyenda de ese colgante, que había ido pasando de mano en mano durante cinco generaciones, le parecía una completa estupidez. ¿Quién, con un mínimo de formación, podía dar crédito a fábula semejante? Y es que, desde muy niña, había escuchado de labios de su madre y su abuela la historia de su antepasada, de la que decían era su viva imagen, lo que ella misma había constatado ante el óleo que colgaba sobre la chimenea. El mismo pelo, los mismos ojos, idéntico lunar sobre el labio… También era cierto que había demostrado un dominio del piano increíble a la edad de cinco años. Como su tatarabuela. Y que tenía la manía de pelar la fruta con la mano izquierda, también como ella. Además, en homenaje a su memoria, le habían puesto el nombre de Coral.
En varias ocasiones amagó con guardar el colgante y olvidarse de él. Pero apenas desprenderse del mismo, la invadía cierta sensación de vacío y retornaba a colgárselo de nuevo, rememorando la historia de su antepasada.
Le habían contado hasta la saciedad que ella conoció al amor de su vida cuando su padre, diplomático de profesión, hubo de trasladarse con su familia a Italia. Allí, en Roma, en la Basílica de San Pietro in Vincoli, frente a la esplendorosa imagen del Moisés que esculpiera Miguel Ángel, se habían visto por primera vez.
Él se llamaba Xoel. Rubio como el oro, de inmensos ojos azules, alto y delgado, a la muchacha le pareció un arcángel. No se hablaron, solo se cruzaron miradas a hurtadillas, ambos conscientes de la atención del otro. Pero ella acudió de nuevo a la basílica la tarde siguiente, con la esperanza de volver a verle. Y allí estaba él. Entonces sí, intercambiaron algún comentario sobre la obra del escultor y luego se despidieron con reticencia.
—¿Vendrás mañana? —había preguntado Xoel, ya en la salida, atreviéndose a rozar la mano de la joven.
—Vendré —prometió ella.
Así había sido. Cada tarde, al terminar sus clases, Coral se encontraba con él frente a la estatua de Moisés. Nada pudo evitar que se enamoraran perdidamente, que se prometieran amor eterno.
La pequeña buhardilla de un amigo de Xoel, en Vía in Selci, había sido testigo de su pasión juvenil. Un refugio en el que eran ellos mismos, donde se evadían del mundo exterior y fueron afianzando su relación.
Pero Xoel era tan solo el hijo de un emigrante que había recalado en Roma buscando un futuro mejor para los suyos. Un simple operario. Lejos, muy lejos de la familia de buena posición que el padre de Coral exigía para ella. Por más que clamara por su amor, de nada sirvieron las súplicas de la joven o la intervención de su madre, suavizando la obstinación de su marido. Ignacio Narria ya había elegido a su yerno: un muchacho con un magnífico porvenir en la diplomacia, hijo de una de las familias con más abolengo de Barcelona.
El último día de su estancia en Roma, antes de regresar a España, Coral consiguió eludir la vigilancia de su padre, en connivencia con su madre. Era un 14 de Febrero. Un día que no olvidaría jamás porque cumplía 18 años, con la expectativa del regalo más amargo: alejarse de su amor. Tenía que despedirse de Xoel, verlo una vez más, declararle de nuevo lo que sentía por él, aunque luego cayera sobre ella el más severo castigo paterno.
Xoel se negaba a aceptar que arrancaran a Coral de su lado. No imaginaba la vida sin ella. Antes de entrar en el templo, se paró frente al tenderete de una anciana que proclamaba colgantes para el amor. Compró dos y esperó, nervioso, a que ella apareciese.
Coral, nada más verlo, corrió hacia él, se echó en sus brazos y rompió a llorar. Él, con el corazón desgarrado, se tragó las lágrimas. Apenas tenían tiempo para decirse adiós. Antes de despedirse definitivamente, le mostró los colgantes: dos medallas de plata con el grabado de un almendro de flores rosadas. Colocó uno al cuello de su amada y se colgó el otro.
—Feliz cumpleaños, mi amor. La mujer que me los vendió asegura que están bendecidos por San Valentín. Representan el árbol que Julia, hija de un oficial romano, plantó junto a la tumba del santo, agradecida porque este le devolviera milagrosamente la vista.
—Lo llevaré siempre conmigo —dijo ella, suspirando y enjuagándose las lágrimas—. Siempre.
—No llores, mi vida. Porque aunque ahora nos separen, volveremos a estar juntos. Puede que no en esta vida, pero nos esperaremos en la vida eterna.
Coral le miró como si él hubiera enloquecido. ¿En otra vida? Ella era creyente, pero no deseaba encontrarse con Xoel en el Más Allá, sino tenerlo junto a ella mientras estuviera en la Tierra. ¿Qué le importaba la Eternidad, cuando iba a significar un infierno perderlo? Así se lo dijo:
—Te amo. No amaré nunca a otro hombre. Quiero pasar todo el tiempo a tu lado, Xoel. Y quiero que sea en esta vida.
Él movió la cabeza, sonriendo con tristeza, y le acarició la mejilla.
—No puede ser, tesoro. Debes acatar los mandatos de tu padre. Te casarás y formarás una familia, ya verás. Sé feliz, pero no me olvides nunca. No nos veremos más, pero nuestras almas estarán unidas por medio de este colgante. Entrega el tuyo a tu primera hija cuando cumpla 18 años. Y que ella se lo regale a la suya, y esta a la suya… Siempre en esta fecha —le pidió—. El tiempo es un sueño, Coral. No existe. Tardemos lo que tardemos, volveremos a encontrarnos y permaneceremos unidos para siempre. Ellas harán que nos reconozcamos —aseguró, acariciando la cadena de su medalla—. Te esperaré aquí mismo, frente al Moisés, un día como hoy, 14 de Febrero.
Así se dijeron adiós dos corazones enamorados, zarandeados por el estrépito de una pena que anegaba sus almas.
DOS
—¡Es la historia más romántica que he oído nunca! —exclamó Carmela, con los ojos haciéndole chirivitas de emoción—. ¿Por qué no me la habías contado hasta ahora?
—Porque es una tontería.
—Tú siempre tan realista.
—Una simple leyenda sin más base que el juego de los sentimientos.
—¡Odio tu maldita vena racionalista! ¿Cuándo vas a aprender a soñar, Coral?
Enojada ante el carácter pragmático de su vecina de apartamento y amiga, Carmela se perdió en la cocina. Regresó al cabo de un momento con una Coca-Cola de litro, dos vasos y una botella de Chivas, depositando todo en la mesa. El murmullo apagado del televisor con el noticiario habitual de los desastres y penurias mundiales, acabó por irritarla. Lo apagó y se sentó frente a Coral. Sirvió dos generosas cantidades de whisky, echó un chorrito de refresco en cada vaso, removió el líquido con un dedo y entregó uno a su amiga. Coral lo probó y arrugó la nariz.
—¡Puaj! Lo has cargado demasiado.
—Bebe y calla. Tal vez borracha te olvides de tus puñeteras clases de ciencias y te vuelvas más humana.
—Si, para ti, humanizarse es creer en patrañas o en novelitas rosa, lo llevas claro.
Carmela dio un buen trago de su bebida, se recostó en el sillón y se quedó mirándola. ¡Qué distintas eran! Coral tenía una figura espléndida, un cabello oscuro largo y sedoso, unos ojos almendrados que quitaban el aliento; era una empollona, tocaba el piano, le gustaba el cine de autor, la música clásica y la buena comida. Ella, por el contrario, iba sobrada de kilos, llevaba el cabello rubio muy corto y escondía sus ojos tras unas gafas con montura de pasta; dedicaba a los libros el tiempo justo, le encantaban las películas de acción y las de fantasía, adoraba a Michael Jackson y se moría por una buena hamburguesa. Sí, sí, uno de esos días se pondría a dieta, lo prometía.
En resumen: cualquiera que las conociera se preguntaría si era posible que dos almas tan opuestas pudiesen congeniar. Sin embargo, así había sido desde el primer momento.
Su encuentro había sido fortuito además de aparatoso: en los jardines que rodeaban la universidad, un tal César, que insistía en piropear a Coral cada vez que se cruzaban por los pasillos, se había atrevido a invadir una parte de su anatomía más lujuriosa. Es decir, que le había tocado el culo. Coral había reaccionado volviéndose y soltándole un certero palmetazo en plena cara. A consecuencia del golpe, el pobre infeliz retrocedió, resbaló, braceó para guardar el equilibrio… y la bebida que llevaba en la mano acabó en la mejor camisa de Carmela. El segundo sopapo fue por cuenta suya. Se miraron ambas y después dedicaron su atención al muchacho, rojo como la grana y despatarrado en el suelo, y estallaron en carcajadas.
Aquello había sucedido un año antes y desde entonces eran inseparables. Tanto es así, que Carmela se había trasladado a un apartamento en alquiler justo al lado del de Coral.
¡Ah, no! Nada de vivir juntas, aunque significase ahorrarse unos buenos euros. Hubieran acabado tirándose los trastos a la cabeza si una se empeñaba en estudiar con el concierto de Brandenburgo de fondo, y la otra con Thriller, de Michael Jackson. Eso sin contar la guerra que podía haberse organizado por el control del mando del televisor, en que una optaría por documentales de la 2 y la otra por ver otra vez El Señor de los Anillos.
Cada una en su casa y Dios en la de todos, como solía decirse.
Carmela se acabó la bebida y se sirvió su segunda consumición sin dejar de observar a su amiga. Coral estaba concentrada repasando y poniendo apuntes al margen derecho en el trabajo que ella tenía que presentar en un par de días. Pero, inconscientemente, no dejaba de acariciar la cadena del dichoso colgante con la mano izquierda.
—Así pues, según esos relatos, el espíritu de tu tatarabuela y el de Xoel volverán a encontrarse tarde o temprano.
—Ajá —contestó Coral, sin dejar de aplicarse a sus anotaciones.
—¿Nadie sabe cuándo será?
—Huuuum.
—¿Y si la leyenda estuviera a punto de cumplirse?
—Un día de estos, seguro. Serán felices por siempre jamás y comerán perdices a todas horas, como en el cuento de La Cenicienta.
A Carmela le fastidiaba, sobre todas las cosas, que su amiga le respondiera mecánicamente, pero sin conseguir su atención. Así que aplicó una línea más directa.
—¡Vaya asco de escrito, guapa! —Coral levantó la vista de los folios—. No has dejado una frase viva.
—Es que no hay una frase que se entienda.
—Se supone que estudio medicina, ricura, y no para escritora. Tengo que entrenarme, ¿no? Los médicos no escriben, graban galimatías.
—Si quieres no te digo nada, lo presentas así y apechugas con un suspenso de campeonato.
—¡Vale, vale, vale! Olvídalo, Doña Borde. Sigue destrozando mis esfuerzos de noches enteras mientras te bebes mi whisky.
Coral se dio por aludida. Se pasó un dedo por los párpados para aliviarlos, suspiró y olvidó los papeles.
—Anda, suelta la lengua. Estás rabiando por decirme algo.
Los ojos de su amiga brillaron de anticipación.
—Quería proponerte que hiciéramos juntas un viaje.
—Por mí, está bien. Ya te dije que en Agosto no iré de vacaciones con mis padres a Galicia.
—Bueno… No en Agosto, sino el mes que viene.
—¿En pleno curso? Estamos en Enero.
—¡Qué más da! Pondremos la excusa de que se nos ha muerto un familiar. Mata al que tengas más manía. Solo serán unos días. Una semana, te lo prometo. Tú obtendrás un sobresaliente hagas lo que hagas, y a mí me van a regalar un camión de calabazas por mucho que me esfuerce.
—A ti te falta un tornillo, ¿no? —dijo sonriendo con picardía, porque también ella estaba harta de pasarse los días dejándose los ojos en los libros. Apenas había salido a divertirse desde que comenzase el curso y necesitaba un descanso. Total, una semana no representaba nada y Carmela estaba en lo cierto. Bien podrían darse el gusto y complacer a su amiga—. De acuerdo, de acuerdo, no me pongas morritos. Y dime, ¿has pensado en el destino de estas dos fugitivas?
—Roma.
TRES
Aterrizaron con una hora de retraso en el aeropuerto de Fuimicino, también conocido como Leonardo da Vinci.
A Carmela, que era la primera vez que visitaba Roma, le faltaba dar saltos mortales ante la perspectiva de encontrarse frente al Coliseo, arrojar monedas a la Fontana de Trevi, callejear por el bohemio barrio de Trastevere, caminar por las Termas de Caracalla o fotografiarse en la Bocca de la Veritá. Dicho sea de paso, no pensaba meter la mano allí, no fuese que se quedara sin ella, por llevar engañada a su amiga a ese viaje. Porque le había mentido a Coral, sí: con premeditación, alevosía y nocturnidad, como se decía en las salas de tribunales en las viejas películas en blanco y negro.
Ella soñaba con conocer Roma, en eso no había adulterado la verdad, pero lo que su espíritu fantasioso perseguía realmente era comprobar hasta dónde una leyenda podía hacerse realidad. Y no una cualquiera, sino la que las mujeres de la familia de Coral habían mantenido viva durante generaciones, pasando la posesión del colgante de madres a hijas, siempre el 14 de Febrero, a la espera de que las almas de Coral y Xoel volviesen a encontrarse. Se le aceleraba el corazón de solo pensarlo. ¿Y si resultaba ser cierto? ¿Y si los espíritus de aquellos dos amantes podían volver a reencontrarse? Era una romántica empedernida, no podía remediarlo.
Desde que planeó el viaje, haciendo acopio de guías por aquí y por allá, solo le rondaba una idea por la cabeza: conseguir que Coral accediera a acompañarla a la basílica de San Pietro in Vincoli. No sería fácil y lo sabía, porque su amiga, tozuda como era y que además ya había estado en la Ciudad Eterna con anterioridad, le había confesado que siempre se negó a visitar dicho templo, reacia a dejarse arrastrar por supersticiones y entelequias.
Aunque tuviera que suplicárselo de rodillas, entrarían en la basílica. ¡Vaya si entrarían!
—Me apetece volver al Vaticano —le confesó Coral mientras firmaban el registro en el hotel concertado, cerca de Plaza Bologna—. Te va a encantar la Capilla Sixtina.
Carmela asintió, aunque la visita a los dominios papales no era su aliciente principal. Pero su amiga acababa de poner en bandeja el objetivo de su propósito y debía aprovecharlo.
—Tú eliges una visita y yo otra, así no nos pelearemos. ¿Estás de acuerdo?
—Vale.
—¿Lo prometes? Mira que te conozco. Eres capaz de pasearme por esos lugares estrafalarios que tanto atraen a los espíritus sensibles como el tuyo, y perderme otros más clásicos propios de gente normal como yo.
—¡La Capilla Sixtina es el summun del arte!
—Sí, un tanto recargada, pero sí. —Coral puso los ojos en blanco—. ¿Lo prometes?
—Prometido.
CUATRO
Su último día en Roma.
A la mañana siguiente tomarían el vuelo que les llevaría de regreso a España y a la rutina de los estudios.
Era la última oportunidad para que Carmela pusiera a prueba si lo que le decía su corazón —y su desbordante imaginación—, conseguía materializarse en algo real.
Coral, ¡cómo no!, se había mostrado reticente a visitar San Pietro in Vincoli. Pero si algo la caracterizaba en grado sumo era su fidelidad a la palabra dada, y lo pactado con su amiga, aunque fuera a regañadientes, iba a misa. Armándose por tanto de paciencia, tomaron un autobús y hacia allá se dirigieron.
Eran las cinco y media de la tarde, estaban a punto de cerrar y a Carmela, el corazón se le salía por la boca. Evitaba exteriorizar el nerviosismo que la invadía, pero tenía el vello de punta, le sudaban las manos a pesar del frío, y miraba a cada muchacho con el que se cruzaban por la calle como si quisiera advertir en alguno de ellos un signo delator que confirmara su expectativa.
El interior del templo las recibió con un silencio conmovedor. Apenas había visitantes ya, excepto un grupito disperso entre los que hacían fotos y los que comentaban, absortos, la majestuosidad hierática que emanaba del Moisés, tan impresionados todos como ellas.
—Acerquémonos un poco más.
Coral no dio ni un paso. Se había quedado pálida y afianzaba entre sus dedos la cadena de su colgante que, súbitamente, irradiaba un brillo intenso.
—Están a punto de cerrar, deberíamos ir saliendo ya.
Del rostro de Coral pareció apropiarse una fijación.
Así que su amiga no era tan indiferente a determinadas situaciones como quería demostrar, se dijo Carmela.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—¿De qué tienes miedo?
—No lo sé. No lo sé, pero está ocurriendo algo muy extraño —contestó sin disimular el escalofrío que la recorrió desde la cabeza a los pies—. Fíjate en la medalla.
—Reluce —se admiró—. Es como si…
—¡Como si nada! —exclamó, haciendo que alguno de los visitantes siseara reclamando silencio—. ¡Vámonos!
—No hasta que compruebe una cosa.
—¡Maldita sea, Carmela! ¿Qué quieres verificar? ¿Si hay margen para las leyendas? Pues entérate: no existen.
—¿Quién lo dice? ¿Tu espíritu analítico? ¿Por qué estás tan afectada entonces?
—Quédate si es tu deseo, pero yo me marcho —seguía aferrando con mano temblorosa la cadena del colgante—. Esto es una locura.
Nada pudo hacer Carmela antes de que diese la vuelta enfilando hacia la salida.
Pero entonces se detuvo sin más y se giró. Se acercó Carmela a su lado y se asustó al ver el semblante de su amiga, más pálido aún si cabía, con sus mejillas bañadas por las lágrimas. Siguió con la mirada la línea imaginaria desde los ojos de su amiga hasta un joven que, de espaldas al Moisés, miraba intensamente hacia donde ellas se encontraban: rubio como el oro, de inmensos ojos azules, alto y delgado, parecía un arcángel.
A Carmela le flaquearon las piernas. Porque una cosa era fantasear y otra tener la sensación de encontrarse frente a un espejismo. Cuidado con lo que deseas, puede llegar a cumplirse. No había vuelta atrás. Ahora no podía obviar lo que estaba sucediendo y salir a escape por mucho que su corazón palpitase a mil por hora.
Tomó la mano de su amiga, fría como el hielo, y tiró de una Coral absorta, a punto de desmayarse, para acercarse a él, que les dedicaba una sonrisa que hubiera derretido el Polo Norte. Y ella supo entonces, sin lugar a dudas, que los sueños podían hacerse realidad.
—Gracias —le dijo el muchacho, pero con la mirada fija en Coral.
Carmela, sin saber bien si echarse a llorar o reír a carcajadas, con el corazón henchido de satisfacción y la sensación de haber activado el cerrojo que abría la puerta del Tiempo ante ella, se apartó un par de pasos de la pareja.
Coral tampoco podía dar crédito a lo que le estaba pasando. El joven que tenía delante era tal y como le habían descrito tantas veces su madre y su abuela, basándose en la leyenda familiar. Además, la impresión de que ya le conocía, aunque nunca le había visto antes, la conmocionaba. ¡No podía ser! Sin duda se estaba volviendo loca. Los cuentos eran cosa de niños, simples fábulas para activar la imaginación de los pequeños. ¿Estaría delirando? Pero él no dejaba de mirarla y ella reconocía aquellos ojos que destilaban amor, le parecía recordar el tacto de ese cabello rubio entre sus dedos, el olor de su piel… Se pasó la punta de la lengua por los labios notando el sabor de sus lágrimas. Y solo entonces reconoció, en su fuero interno, que por mucho que se hubiese negado durante toda su vida a creer en espejismos, había soñado con ese sublime momento.
Se rindió a lo evidente y alargó una mano temblorosa hacia él.
Y allí, aquel 14 de Febrero, ante un Moisés soberbio que Miguel Ángel cincelara para la eternidad, Carmela, que también lloraba sin disimulo, fue testigo de un rito del pasado que se reproducía ante ella y que, tal vez, algún día, contaría estremecida a sus nietas.
—¿Xoel? —preguntó Coral con voz trémula.
—¿Coral? —quiso saber él, aprisionando la mano de la joven entre las suyas mientras ella asentía—. Siempre supe que te encontraría. Me lo decía el corazón.
—Xoel —repetía ella, sin creerse del todo la realidad presente.
—¡Qué larga se me ha hecho la espera, mi amor…!