El amor en tiempos de Facebook
Pilar Cabero
Es el día de San Valentín, el gran día, y Marta ha quedado con un amigo que ha descubierto en Facebook. Por fin lo va a conocer en persona. Sin embargo, cuando sale de la oficina dispuesta a reunirse con él, todo parece confabularse para que ese encuentro no se produzca. Desesperada, intentará cruzar la ciudad para conocerlo. Pero ¿Alberto se habrá presentado a la cita? Y si Marta consigue llegar, ¿aún estará esperándola?
—¡Oh, no!
El coche se niega a arrancar. Por más que le doy a la llave, es imposible. No quiero ponerme nerviosa, aún tengo tiempo, pero… ¡Lo había organizado tan bien! Insisto una vez más, con idéntico resultado. Es la batería; sí, lo sé: debería haberla cambiado. Sin embargo, no he tenido un momento para ir al taller y me ha dejado tirada cuando más la necesito.
—Si no hubieras pasado tanto tiempo conectada a Internet, podrías haberlo hecho —murmuro, mientras doy un golpe al volante, frustrada.
Vale, confieso que no me preocupo mucho por el coche.
A través de la ventanilla empañada no se ve a nadie. Está oscureciendo y el frío no invita a pasear precisamente. Mis compañeros de trabajo hace rato que se han marchado. Yo soy la última.
Debo olvidarme del coche y tomar un taxi o buscar un autobús que me lleve al centro. Abro la puerta, el aire frío me azota. Tiene pinta de que terminará nevando. No me importa, estoy demasiado contenta para que eso me afecte.
¡Hoy es el día D!
El teléfono empieza a sonar dentro de mi bolso. No quiero dármelas de sabihonda, pero imagino que es mi madre o mi hermana. No han dejado de torturarme con sus apocalípticos relatos de lo que podría sucederme si hoy me presentaba a la cita. No debería habérselo dicho a ninguna de las dos.
La pantalla muestra la cara sonriente de mi madre. ¿Qué os decía?
—Hola, mamá —contesto al tiempo que cierro la puerta del coche. Seguro que tengo para un rato y no es cuestión de enfriarme entre tanto.
—Marta, dime que has cambiado de idea. Que lo has pensado mejor —me suelta casi sin respirar—. No vas a ir, ¿verdad?
—Mamá, te lo he dicho hasta la saciedad: he quedado y voy a ir —repito con cansancio—. ¿Por qué no quieres entender que debo hacerlo?
—¡Ay! ¡Acabarás por darnos un disgusto! ¿No te he contado lo que le sucedió a la prima de la vecina del quinto?
—Sí, mamá. Al menos unas siete veces.
—¿Y aun así, quieres ir? ¡Mario! —llama a mi padre—. Mario, ven y dile algo a tu hija.
—Ya se lo estás diciendo tú todo. —Oigo que dice mi padre. Lo imagino enfrascado con un crucigrama—. Deja a la chica en paz. Ya es mayorcita.
—¡Gracias, papá! —grito, agradecida por tener al menos alguien de mi parte—. Mamá, no tengo tiempo para seguir hablando. No me arranca el coche y tengo que ir al centro.
—¡No debes ir! ¡Eso es una señal! —Mi madre ve señales por todos los lados. Lo peor de todo es que siempre termina encontrando una razón que justifique cada señal que cree haber visto—. Mario, se le ha estropeado el coche. ¡Es cosa del destino!
Escucho el arrastrar de una silla por el suelo de madera y un momento después la voz de mi padre al otro lado del teléfono.
—No seas agorera, cariño. Terminarás por asustar a tu hija —le dice—. Hola, cielo. No le hagas caso a tu madre. Ve demasiados programas de sucesos. —Mi padre siempre consigue hacerme sonreír—. ¿Qué le ha pasado a tu coche?
—Es la batería. Aún no la he cambiado…
—Ya sabes que te estaba avisando desde hacía días. —Le oigo suspirar—. ¿Quieres que vaya a buscarte, cariño?
—No, gracias, papá. Tiene pinta de ponerse a nevar de un momento a otro; no te molestes. —A mi padre le cuesta conducir cuando oscurece y no me gustaría que lo hiciera si además está lloviendo o nevando—. Dejaré el coche aquí y me iré al centro en autobús.
—Sería mejor que tomaras un taxi. ¿A qué hora has quedado?
—A las seis y media. Aún me quedan tres cuartos de hora. Tengo tiempo.
—En ese caso, no te entretengo, cielo. Anda, ve a esa cita y… ¡Mucha suerte!
—Gracias, papá. Eres un sol.
Colgamos y salgo del coche. Recuerdo que hay una parada al otro lado de la avenida, cerca de allí. Hace años que no voy en autobús; desde que me compré el coche no he vuelto a utilizar el transporte público. Quizá por eso me decido por él. ¡Hoy me siento aventurera!
Después de cerrar el coche, emprendo el camino hasta la parada. El cielo está encapotado y el viento sopla, frío como el Ártico. Me abrigo mejor el cuello con la bufanda y me pregunto si he hecho bien en ponerme vestido en lugar de pantalón.
—¡Es una cita! Debes mostrar lo mejor de ti —me digo. Sí, mis piernas son la parte de mi cuerpo que más destacaría y los vestidos o las faldas me sientan de cine. Espero que Alberto sepa valorar el esfuerzo.
¿Que aún no os he hablado de él? Qué fallo.
Alberto es un chico que he conocido por Internet. Hace casi un año me pidió amistad en el Facebook y yo lo acepté. Por aquel tiempo aceptaba a todo el mundo. Mi amiga Vanesa y yo teníamos una especie de competición por ver quién de las dos tenía más «amigos». ¡Vaya tontería!
Unos días más tarde coincidió que estábamos conectados a la vez y me saludó por el Chat. Mis padres me han enseñado a ser educada, así que le contesté y cuando nos quisimos dar cuenta llevábamos una hora chateando en el Facebook.
Es fácil hablar con él. Quizá debería decir teclear con él, pues nunca hemos hablado, ni siquiera por teléfono. No sé cómo es su voz, ni su aspecto. Él no ha colgado fotografías suyas en el muro, y la imagen de su perfil era la del pato Donald.
Hace varios meses le pedí que colgara una foto suya, para ponerle cara, pero se negó. Me dijo que no deseaba espantarme y cambió a Donald por el pato Lucas.
Durante mucho tiempo imaginé que estaba desfigurado, tullido, que era demasiado viejo o feo como el demonio… Luego decidí pensar que su aspecto no era importante. Y es cierto. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que sea como Gollum, que sea un gigante o un hobbit? ¿Más feo que Picio? Bueno, bueno, esperemos que no llegue a tanto.
Alberto M: ¿Tanto te importa mi aspecto?
Marta García: No, en realidad, no
Alberto M: Entonces, ¿por qué insistes en que ponga mi foto?
Marta García: Es para ponerte cara, pero si tanto te
incomoda…
Alberto M: No es eso. Dame tiempo. Temo que si me ves ahora, no querrás continuar con esta amistad.
El teléfono vuelve a sonar. Mi hermana, seguro. No falla.
La seria cara de mi hermana aparece en la pantalla de mi móvil. Esta foto se la hice uno de los días en los que no dejaba de darme la lata para que me llevara todas las cosas del armario que compartíamos mientras viví con mis padres. Vale, sí, hace dos años que me independicé y aún guardo la mitad de mi ropa allí. Ropa que seguro no volveré a ponerme y que debería haber seleccionado para reciclar.
Tenéis razón: soy un poco dejada.
—Dime, Lucía —contesto al tiempo que suena el aviso de que me queda poca batería.
—He hablado con mamá. Dice que no te arranca el coche y que vas a ir a esa cita. —Consigue que «cita» suene como si fuera una especie de bacanal—. De verdad, Marta, a veces pienso que eres una irresponsable.
—Bueno, a todo el mundo se le ha quedado el coche sin batería…
—No te hagas la tonta conmigo. Sabes a qué me refiero. Mamá está loca de preocupación. ¿Te has dado cuenta de que no sabes quién es ese Alberto? Podría ser un delincuente, un asesino en serie que…
—¡Por Dios, Lucía! —la corto, incapaz de seguir escuchando tantas tonterías—. Cada vez te pareces más a mamá con esas neuras que os gastáis. Creo que ya soy mayorcita para saber qué debo hacer. —Me detengo a la espera de que el semáforo se ponga verde—. Vale que no lo conozca en persona, pero hemos hablado durante casi un año cada día. Es un chico maravilloso, sensible y atento. No necesito haberlo visto para saberlo.
—¡Estás loca! Ha podido estar fingiendo todo ese tiempo para camelarte.
—No lo ha hecho —aseguro, aburrida y un poco mosqueada por tanta insistencia.
—Pero sigues sin saber cómo es. Puede que sea uno de esos hombres que no dejan de tocarse los genitales, como si se les fueran a caer por la pernera del pantalón.
No puedo evitar soltar una carcajada. Esa es una de las cosas que más me desagrada que hagan los hombres y… ¡Oh, sorpresa! Las dos estamos de acuerdo.
—Seguro que no lo hace.
—Pero no lo sabes con seguridad. Eres muy crédula y puedes estar metiéndote en un lío. ¿No escuchas las noticias? ¿No has visto los telediarios? Hay mucho perturbado por ahí a la espera de que llegue una inocente y…
—Joder, joder, ¡JODEEEER! —grito cuando un coche pasa demasiado cerca de la acera y me salpica la ropa con el agua sucia de un charco—. ¡Maldita sea!
—Cada vez estás más intratable, Marta —se queja mi santa hermana y yo solo quiero que me deje un rato en paz, llegar a la parada y secarme como pueda el abrigo, el vestido y las medias empapadas. Noto como un reguero de agua escurre rodilla abajo y se cuela por mis botas. Cruzo casi corriendo la avenida. A cincuenta metros está mi destino.
—No puedo hablar ahora, Lucía. Debo coger un autobús antes de que se haga tarde. Ya hablaremos.
—¡Marta! No te atrevas a col…
Cuelgo y en ese momento veo pasar, impotente, el autobús que debería tomar.
—¡Espere! ¡Espere! —grito, pero en vano. No hay nadie en la parada y no se detiene—. ¡Joder!
Llegados a este punto, quiero aclararos que no soy dada a decir tacos, pero hay momentos en los que pueden ser la diferencia entre enloquecer o mantener la cordura.
Camino hasta la dichosa parada. Tengo que llamar a un taxi. Saco pañuelos de papel del bolso y los paso por el abrigo para secarlo y retirar la suciedad que ha dejado el agua. La pelusilla de los pañuelos me deja blanquecinas las medias negras, como si fueran viejas. Casi es peor el remedio que la enfermedad, así que lo dejo para no empeorarlo. Total, el agua también ha penetrado en mis botas y noto los pies húmedos.
Busco en mi teléfono móvil el número de los taxis, pero no lo encuentro. Se nota que nunca he tenido necesidad de llamarlos y no soy una chica previsora. No importa, en la era de los móviles de última generación se puede buscar por Internet. ¡Viva San Google!
La pantalla se pone azul y me avisa que la batería está a punto de agotarse. No le hago caso y sigo buscando en Google. Al fin encuentro una compañía y trato de memorizar el número. Voy a marcarlo cuando se acerca un hombre mayor.
—Perdona, ¿sabes si ha pasado el 25? —me pregunta.
—¿El 25? Sí, acaba de pasar —le contesto, preparada para teclear el número de los taxis.
—¿Y el 37?
—¿Eh? ¿El 37? Pues no tengo ni idea. No suelo ir en bus —explico, marcando las primeras cifras del número, sin embargo, dudo al llegar a las dos finales. ¿Cuál era, 56 o 65? Me decido por la primera y marco.
—Diga —dice una temblorosa voz de mujer. El ruidito de la batería le hace los coros. Espero que me dé tiempo.
—¿Es la compañía de taxis?
—¿Taxis? No, no hemos pedido ningún taxi. —Vuelve a sonar el aviso de la batería—. ¡Dejen de intentar timar a las ancianas! ¡No somos tontas!
¡Por Dios, me ha tocado la abuelita paranoica!
—Lo siento. Me he equivocado.
Cuelgo y vuelvo a marcar, esta vez con la otra cifra. Claro que, a estas alturas, ya no estoy muy segura de que los cuatro primeros estén bien. Los números no son lo mío.
—¿Diga? —Es una voz infantil.
—¿Es la compañía de taxis? —pregunto, no muy segura.
—¡Papá! Es una señora.
Se oye a una pareja discutiendo y entre las voces llego a distinguir:
—Si la zorra de tu amante se ha atrevido a llamarte a casa, ¡te capo! ¡Dame el teléfono! —oigo que grita una mujer y me apresuro a colgar, asustada.
¡Ay, Dios! ¿Qué he hecho? Ahora creerá que ella le ha llamado…
Dudo si volver a llamar y aclarar el malentendido, pero apenas tengo batería y aún no he conseguido el taxi.
¡Si es que me pasan unas cosas!
Me meto en el Google para buscar otra vez el dichoso número, pero la maldita batería decide que ya ha trabajado lo suficiente y se apaga el teléfono.
—¡No puede ser! ¡NO ME LO PUEDO CREEERRR! —suelto, rabiosa y, si no fuera porque es un teléfono muy caro, lo hubiera lanzado al suelo para pisotearlo después. Me conformo con lanzarlo al fondo de mi bolso, de malas maneras.
El hombre mayor, espantado, se aleja de la marquesina a buen paso, echando miradas en mi dirección. Debo parecerle una desquiciada, aunque todo ha sido por su culpa. Él y sus preguntas sobre líneas de autobuses.
¿Y ahora qué hago? No puedo llamar a un taxi y el próximo autobús tardará bastante en pasar.
No soy una persona paciente. Soy incapaz de estar sentada sin hacer nada. A ver, no os imaginéis que soy una de esas mujeres obsesionadas con la limpieza, que nunca están tranquilas hasta que su casa no está preparada para una sesión fotográfica de El mueble, Nuevo estilo o Casa Jardín. Mi «hacer algo» se limita a leer, rellenar pasatiempos o navegar por Internet.
Por eso, quedarme sentada esperando a que pase el siguiente bus está completamente descartado. Además, con las medias mojadas, corro el riesgo de morir de hipotermia.
Echo a andar por la acera a buen paso.
Marta García: Acabo de llegar del trabajo y me he puesto a
bichear por el Face
Alberto M: Yo también acabo de llegar, pero no puedo estar mucho tiempo, tengo un montón de cosas que hacer.
Marta García: Alberto, ¿has pensado en contratar a alguien que te ayude? El Centro de Día puede que no sea suficiente.
Alberto M: Lo sé, pero mi sueldo ya no da para más
Marta García: Si necesitas algo… solo tienes que pedirlo.
Alberto M: Eres un encanto, Marta.
Marta García: No lo digo por decir. Hablo en serio.
Alberto M: Lo sé, y no sabes cuánto te lo agradezco.
Mi aliento se condensa como una nube blanca frente a mi cara. ¿El maquillaje durará más con el frío?
No me suelo maquillar mucho. Me limito a delinearme el párpado superior y brillo de labios. Alguna vez, si estoy de humor, una pasada de rimel. Pero hoy he tirado la casa por la ventana y me he preparado a conciencia. El resultado ha sido bueno, pues varias compañeras de trabajo me han dicho que estaba muy guapa y he visto las miradas apreciativas de mis compañeros. Tal vez debería molestarme en maquillarme más a menudo.
Los coches pasan al lado a buena velocidad, generando un viento helado que me hace castañetear los dientes. Se hace obligatorio tomar una decisión: ¿continúo por ahí, siguiendo la estela del autobús o acorto por entre calles?
No sé qué hacer. Lo ideal sería llegar a la siguiente parada y allí esperar al autobús, que ya no tardará en llegar.
Ante la duda, tomo ese plan. Creo que es lo mejor. Además, a lo lejos, veo la marquesina. Sigo caminando atenta a los ruidos de los motores, por si aparece el bus. Las botas de tacón que me he puesto esta mañana empiezan a resultar un poco incomodas. ¡No pensaba que iba a tener que darme semejante paseo!
No sirve de nada lamentarse y seguro que Alberto aprecia lo bien que me sientan.
¡Qué ganas tengo de verlo! Por mucho que he intentado no imaginármelo, no puedo evitar hacerlo ahora. Siempre me acuerdo de Tom Hanks en Tienes un e-mail. No es que yo me parezca a Meg Ryan. Somos como un huevo y una castaña. Donde Meg es alta, yo soy bajita; ella es rubia y mi pelo es de un aburrido tono castaño; sus ojos son verdes y los míos marrones. No sigo, pero vamos, que no nos parecemos en nada.
Claro que Alberto puede que sí se parezca a Tom…
Escucho el motor del autobús y miró a mi espalda.
—¡Mierda! —grito antes de echar a correr como una loca a la marquesina. Tengo que alcanzarla antes de que pase de largo. No puedo permitirme perderlo otra vez.
Tropiezo con una baldosa suelta y caigo. Caigo. Sigo cayendo lo que me parece una eternidad hasta que mis manos frenan la caída antes de que mis morros besen la acera. Me he quedado sin aire y casi sin fuerzas. No quiero pensar en el destrozo.
El ruido del motor no ha variado; ha pasado la marquesina de largo.
—¡No puede ser! ¡NOOOO!
Me levanto con torpeza y miro el aspecto que tiene mi ropa tras restregarse contra la acera. El abrigo no parece que se haya manchado más de lo que ya estaba con las salpicaduras, pero mis medias tienen dos agujeros a la altura de las rodillas. Dos agujeros imposibles de ocultar. Mi precioso atuendo ha quedado hecho un asco y voy a llegar tarde a la cita, si es que consigo llegar en algún momento del día.
Tengo ganas de gritar, pero con la suerte que estoy teniendo es posible que me arresten por escándalo público.
¿Por qué me tiene que pasar esto, precisamente hoy?
Maldiciendo entre dientes, y con la esperanza de encontrar un taxi libre que me acerque al centro antes de que me pasen más desgracias por el camino, me meto por la primera calle para acortar el trayecto. Ignoro las punzadas que me dan las rodillas. Me escuece la piel de las palmas de las manos y me he roto una uña. ¡Con lo que me costó pintármelas anoche!
Tranquila, aún puedo arreglarlo poniéndome una tirita. Él creerá que me he cortado la yema. No quiero empezar mintiendo en la primera cita, sin embargo… Bueno, cuando consiga el taxi lo pensaré.
Tuerzo a la izquierda en el primer cruce. Ya ha oscurecido; el suelo brilla por la humedad bajo la luz mortecina de las farolas. El frío ha espantado a la gente y las calles se ven vacías. No es que esta zona sea muy concurrida. Este es uno de esos barrios dormitorio donde los vecinos pasan el día fuera de aquí. Pese a que llevo cinco años trabajando en esta parte de la ciudad, nunca he paseado por ella. Me limito a llegar en coche y marcharme a mi propio barrio dormitorio. No tengo ni idea de qué comercios hay. Si encontrase una mercería para comprar unas medias de repuesto sería genial.
Se me ocurre que podría entrar en un bar y pedir un taxi desde el teléfono público. Claro que no hay muchos bares por aquí.
El primer copo de nieve me cae directamente en la punta de la nariz. Frente a mí los veo descender como plumón de pato; ligeros y blancos. Es bonito ver nevar. Relajante.
Me acuerdo del trabajo que me ha dado pasarme las planchas por el pelo para dejarlo liso como una tabla y ya no me agrada tanto la nieve. Si se me humedece el pelo, parecerá que llevo un estropajo viejo en la cabeza.
Como una sombra, intento pegarme a las fachadas para protegerme con los aleros de los tejados o los balcones, mientras acelero todo lo que puedo, taconeando con mis botas. El reloj de un poste de anuncios me avisa: son las seis y cuarto. Si tomara un taxi en estos momentos, aún podría llegar a tiempo a la cita, pero no se ven taxis por la calle. ¿Dónde están?
Me pregunto si Alberto esperará mucho rato una vez que pase la hora. ¡Con las ganas que tengo de conocerlo en persona!
Alberto M: Parece que hoy lo has pasado bien en la oficina
Marta García: Sí. Me gusta el ambiente que hay. Creo que nos llevamos bien. Y eso que somos muy diferentes.
Alberto M: Yo también estoy a gusto en mi oficina. Así se trabaja mejor.
Marta García: Hemos hecho «el amigo invisible» con los regalos de Navidad. Me han regalado una preciosa orquídea blanca. ¡No sé cómo han adivinado que era mi flor preferida!
Alberto M: Seguro que lo has dicho alguna vez, Marta. Yo lo
sabía
Marta García: Pero es que a ti te cuento muchas cosas
Lucía está equivocada, sin duda. No puede ser un delincuente. En estos meses, Alberto y yo, hemos hablado de todo un poco. Me ha dicho que trabaja en una oficina. Como yo. Ya tenemos algo en común. Como su madre ha estado enferma y él es hijo único, apenas ha tenido tiempo de salir y por eso ha entrado en las redes sociales como una vía de escape, pues sus amigos han ido casándose y se han distanciado de los solteros. Buscaba relacionarse con otras personas y restablecer la amistad con esos compañeros que se han ido alejando. Me dijo que le había gustado la fotografía que he colgado en mi perfil. Es una foto en la que salgo muy favorecida, cosa extraña en mí, sentada junto al mar. Que se había prendado de la mirada soñadora que tengo en ella. ¡Qué mono!
Yo tengo puesto mi nombre y mi apellido; él solo tiene su nombre y una inicial. Se nota que le gusta protegerse. Yo también lo hago. En realidad nunca cuelgo nada comprometedor. Ni doy demasiadas pistas sobre mí, salvo el nombre y el primer apellido, claro. Mis amigas se pasan el rato colgado fotografías, como si fueran modelos de pasarela y hacen una crónica de cada salida para ponerla en sus muros. Yo siempre me escondo cuando hacen fotos.
El otro día en la oficina estaban comentando que habían visto las imágenes de la última salida del becario. Le habían fotografiado un poco «perjudicado por el alcohol» y estaba que echaba pestes contra sus amigos.
—Hay que tener mucho cuidado con eso. Algunas empresas miran los perfiles de sus trabajadores en las redes sociales para enterarse de qué andan haciendo por ahí los fines de semana —había explicado Igor, alisándose las mangas de la camisa, como si estuvieran grabando sus movimientos para colgarlos en YouTube y quisiera estar presentable—. Yo no dejo que mis amigos me hagan fotos.
—Pero no puedes controlar que no te las hagan otros —le replicó Juan, para sorpresa de todos, pues no suele meterse en las conversaciones—. Hay gente con ganas de fastidiar. —Un poco cohibido por su arranque, siguió haciendo fotocopias.
—Sí, es cierto —añadió Berta, la de contabilidad; una cincuentona divorciada—. A una amiga le hicieron fotos en una despedida de soltera… Ahora con los móviles ya no te puedes desmadrar mucho y las despedidas ya no son lo que eran. Es un asco.
—Ya no puedes intentar meter mano al boy, ¿no, Berta? —rió Igor.
—Cuidado con la laca, Igor, daña el cerebro —replicó la contable, sin mucho encono—. ¿De ti han colgado alguna vez algo comprometido, Marta?
—No. Al menos, que yo sepa —aseguré, guiñando un ojo—. La verdad es que tampoco salgo mucho, no sé qué podrían sacar.
—¿Sigues enganchada al Facebook? —me preguntó Berta—. Me dan ganas de abrirme un perfil, a ver qué pasa. Chicos, ¿vosotros tenéis perfil ahí?
—Yo tengo en Twitter. El Face ya está pasado de moda.
—Yo sí.
—¿Estás en el Face, Juan? ¡No te he visto! —exclamé, completamente sorprendida.
—¿Me has buscado? —No sé quién de los dos estaba más sorprendido, si él o yo.
—Claro. Al principio, cuando entré. Esta noche te busco y te agrego a mi Facebook.
—¿Has conocido a alguien especial allí? —cortó Berta, antes de que Juan pudiera añadir algo—. Cada vez es más complicado conocer buenos hombres por ahí. Si están divorciados, solo quieren relaciones con muchachitas con la mitad de su edad. Si son solteros… bueno, por alguna cosa será. —Puso cara de desagrado.
—Bueno, yo… hace tiempo que chateo con un… —No supe qué decir, porque en realidad no sé qué edad tiene Alberto—. Un amigo. No lo conozco en persona, pero es muy agradable.
—¿Es guapo?
—No lo sé, Berta. No tiene foto en el perfil.
—En ese caso será un cardo borriquero, seguro —murmuró Igor—. Si estuviera seguro de su imagen, pondría su foto.
—No sé…
—Quizá quiera mantener el anonimato —volvió a cortarme Berta—. Será tímido.
—Eso creo yo. El caso es que me encanta charlar con él. Es tan atento y comprensivo… Tiene una vena sarcástica muy divertida.
Igor puso cara de aburrimiento y regresó a su escritorio. Juan siguió haciendo fotocopias.
—¿Y no quieres conocerle en persona?
—La verdad es que sí, pero aún no me lo ha propuesto.
—Pues hazlo tú, tontita. Se acerca San Valentín, sería un día perfecto.
—No sé… tampoco quiero que piense que… —Estaba aturullada. En realidad estoy chapada a la antigua y prefiero que sea él quien dé el primer paso.
La llegada del jefe cortó la conversación de raíz y las dos nos apresuramos a sentarnos en nuestros escritorios.
Al final no tuve que pedírselo yo, Alberto me propuso encontrarnos el día de los enamorados. Me hizo ilusión que dijera ese día. ¡Soy una tonta, lo sé!
Ahora, en el frío de la tarde noche, veo que esta cita nunca llegará a producirse.
Por un momento me viene a la mente la película Algo para recordar, con Meg y Tom. Supongo que a estas alturas os habréis imaginado que soy una romántica incurable y que me trago todas las comedias de ese género que puedo. Ellos no se encontraron en la primera ocasión, ni en la segunda… Claro que, al final, todo se resuelve y terminan juntos.
¿Eso puede suceder en la vida real? Quiero pensar que sí. ¿Soy una ilusa? Pues sí.
Alberto M: ¿Aún sigues queriendo que nos veamos?
Marta García: ¡Por supuesto que sí!
Alberto M: He pensado que podríamos quedar después de Navidad. ¿Qué prefieres, entre semana o el fin de semana?
Marta García: Me da igual ¿Qué prefieres tú?
Alberto M: ¿Si te dijera el 14 de Febrero, pensarías que soy
un ñoño?
Marta García: Ese día sería perfecto
Inspiro mientras continuó caminando por la calle desierta, soñando con un taxi que me lleve al punto de encuentro antes de que sea demasiado tarde.
«A veces lo bueno se hace esperar», me puso un día en mi muro.
¿Cuánto esperará en la cafetería? ¿Qué pensará cuando no aparezca?
Miro el reloj y me da un mal cuando descubro que ya es la hora. ¡Son las seis y media!
Siento ganas de llorar de impotencia. ¿Por qué no he hecho caso a mi padre y he pedido un taxi desde el principio? ¿Por qué he discutido tanto con mi madre y con mi hermana sabiendo que apenas tenía batería? ¿Por qué se ha averiado el coche precisamente hoy?
El suelo se ha cubierto con una fina capa de nieve. Los copos revolotean a mi alrededor y se pegan a mi abrigo. Como os podéis imaginar, no tengo paraguas. Si consigo llegar, que a estas horas lo dudo, pareceré una indigente que se ha olvidado el carrito en algún lado.
¡Con lo guapa que había salido!
Veo una librería abierta. El escaparate es toda una apología del día de los enamorados. Corazones por todos los lados y Cupidos desafiando al frío, ajenos a la nieve que sigue cayendo.
Dentro se está calentito y agradable. Enseguida se me acerca la librera sonriendo.
—¿Podría llamar a un taxi? —pregunto, tras pensarlo un instante.
Sin perder la sonrisa, la mujer me señala el otro lado del mostrador, donde un teléfono inalámbrico descansa en su base.
—Por supuesto que sí. Ya veo que has tenido un día accidentado. Siéntate, por favor. —Me presta una silla—. Yo misma llamaré, si quieres.
No puedo creer tanta amabilidad y casi se me saltan las lágrimas. Debo estar muy cansada o tanta profusión de corazones ha terminado por trastornarme.
La oigo mantener una conversación muy cordial por teléfono, pero casi no presto atención. Estar sentada después de haber recorrido cerca de un kilómetro y medio a toda prisa es una sensación de lo más placentera.
—Ya está. Enseguida vienen a buscarte —me dice con amabilidad.
Se me ha abierto el abrigo y mis rodillas despellejadas asoman por los agujeros de las medias. Mi vestido está manchado y yo me siento fatal.
¿Cómo me voy a presentar en la cafetería con estas pintas? Alberto se caería de culo al verme.
—Toma, seguro que no es para tanto. —Ante mis ojos veo un pañuelo borroso y me doy cuenta de que estoy llorando.
—Tenía una cita —consigo decir después de sonarme—. Hoy nos íbamos a ver por primera vez. Nos conocimos en el Facebook. El coche no arrancaba y he querido ir en autobús, pero he perdido dos y el móvil se ha quedado sin batería… Debería haber estado a las seis y media y…
No sé por qué le estoy contando todo esto a una desconocida, aunque esta librera tiene algo que invita a sincerarse con ella.
—Bueno, es posible que te esté esperando. Solo llevas diez minutos de retraso. Los hombres siempre cuentan con que nos retrasemos.
—Pero era nuestra primera cita… Será mejor que me vaya a mi casa.
—¿No vas a ir? ¡Es el día de San Valentín! ¡No puedes dejarle plantado! —Se escandaliza.
—¿Cómo me voy a presentar con estas pintas? Se sentirá avergonzado.
—¿Tú te sentirías avergonzada si él se presentase así?
Esta es la librera más rara que he conocido en mi vida. Parece mi conciencia y, como ella, me abochorna con sus preguntas.
—No, desde luego que…
Un claxon corta el resto de mi frase. El taxi ha llegado mucho más rápido de lo que esperaba.
—Anda, ve a esa cita. Seguro que todo sale bien.
—¿Te debo algo por la llamada?
—¡No! He llamado a mi primo que es taxista y así todo queda en casa. ¡Mucha suerte!
—¡Gracias, gracias por todo!
Salgo a la calle. Parece que aún hace más frío que antes. La librera y el conductor se saludan, agitando las manos sin dejar de sonreír. Con las luces del escaparate, la nieve, las farolas y los Cupidos que me miran desde la tienda, casi me siento como en una de esas comedias románticas que tanto me gustan: en el último momento, ella descubre que no puede vivir sin él y va a buscar al chico; una banda sonora con mucho ritmo suena de fondo. En serio, si ahora se escuchara una canción un poco movidita, pensaría que de verdad estoy en una película, porque lo que me ha pasado desde que salí del trabajo no es normal. ¿A vosotros os lo parecería?
Abro la puerta del coche y la canción Waterloo de Abba suena a todo volumen. Por un momento me quedo fuera, con la mano sujetando la manilla, dejando que la nieve me empape. ¿He cruzado a un mundo paralelo? ¡Esto es demasiado increíble! Ahí está la canción con mucho ritmo.
—¡Oye! ¡Que hace un frío que pela! ¿Entras o no? —me dice el taxista, mirándome muy serio.
—Sí-sí-sí, entro —me apresuro a subir al coche y cierro lo más deprisa que puedo.
—Muy bien, bonita. Y ahora ¿adónde vamos?
Le doy la dirección y él, satisfecho, arranca después de volver a agitar la mano en dirección a la librería. Yo me apresuro a hacer lo mismo. Y allí está la mujer, sonriendo, rodeada de corazones y Cupidos.
Marta García: Siento mucho lo de tu madre.
Alberto M: Eres muy amable, Marta. Ya estaba muy mal. Casi
siempre me confundía con mi padre; eso en el mejor de los casos.
Otras veces, se asustaba al verme en casa, creía que era un
ladrón
Marta García: Lo siento mucho. Esa enfermedad es un
asco
Dejamos esa calle y nos metemos en una de las arterias principales de la ciudad. Hay coches por todos los lados. Se ha formado un atasco y las luces rojas de freno dan color a la noche. El reloj del coche marca las siete menos cinco. ¡Casi media hora de retraso! Seguro que ya se ha marchado.
—Esto… señor… —empiezo. Los ojos del hombre me miran desde el espejo retrovisor, espera que siga hablando—. Yo… estoy pensando en ir a otro sitio.
—¿Ya no quiere ir al centro?
—Creo que no merece la pena. Hace casi media hora que debería estar allí y…
—¿Cree que él no estará esperando?
¿Qué les pasa a los miembros de esta familia, son adivinos?
—Para cuando llegue allí, ya se habrá ido. Cualquiera lo haría.
—Bueno, yo esperé. A mi mujer, digo. Había quedado con ella y el autobús en el que venía se averió a medio camino. Llegó con una hora de retraso y yo aún estaba en la estación.
Vaya, parece que los románticos aún existen. ¿Alberto será uno de ellos?
—¿Qué? ¿Quiere probar? —me reta.
Asiento con la cabeza y sus ojos sonríen a través del espejo.
Milagrosamente el atasco empieza a diluirse y las luces rojas se mueven y se atenúan conforme los coches se ponen en marcha y se alejan. Desde donde estamos el centro ya no queda muy lejos. Me paso las manos por las rodillas. Los agujeros de las medias muestran mi piel con desvergüenza. ¡Estoy loca! Cuando me vea, si es que aún sigue allí, pensará que estoy como una cabra. ¡Qué desastre de día!
Marta García: ¿Cómo te reconoceré?
Alberto M: No creo que tengas problema, pero si quieres
llevaré una orquídea blanca para que te sea más fácil
El semáforo se pone en verde y el taxi recorre los últimos metros hasta la cafetería. ¡He llegado! No puedo creerlo. Treinta y cinco minutos más tarde de la hora acordada, pero ya estoy aquí. Ahora lo más importante: ¿aún estará él?
—¡Que tenga suerte! —me grita el taxista, mientras arranca el coche.
¡Qué amable!
Me tiemblan las piernas y me cuesta andar. El cristal de los escaparates de la cafetería está empañado. Se adivina mucha gente dentro. Venga, tonta, ¿a qué esperas?
Abro la puerta y una bocanada de calor me acaricia la cara. La música se pelea con las múltiples conversaciones por hacerse oír, aunque no resulta desagradable en absoluto. Lo busco con la mirada. Hay varios hombres solos, sin embargo, ninguno lleva una orquídea en la mano, ni blanca ni de ningún otro color.
Siento que me desinflo; mi última esperanza desaparece. La puerta me da en la espalda y me doy cuenta de que me he quedado parada, obstaculizando el paso. ¿Qué hago, entro o me voy?
Debería haberle dicho al taxista que me esperase. ¿Por qué soy tan poco previsora? ¿Cuándo aprenderé?
—Oye, déjanos entrar —me dicen desde fuera y doy dos pasos al interior, al tiempo que veo una mesa vacía, al fondo. Me acerco; sobre ella hay una taza con restos de café y… ¡No lo puedo creer!
Me dejo caer en la silla. Agotada, confusa, rota y completamente destrozada, tomo el solitario pétalo de rosa blanca que descansa junto a la taza. Sé que es de él. Lo sé.
Pensaréis que estoy loca —yo también lo creo—, aun y todo, estoy convencida de que ese trocito huérfano es suyo. Después de todo lo que me ha ocurrido desde que salí de la oficina, ya no me extraña nada. Siento que estoy viviendo una pesadilla.
La suavidad del pétalo me rompe por dentro y noto que lloro. A estas alturas y tras una tarde llena de accidentes ya no me importa si me ven llorar. Creo que he llegado al límite de mi resistencia. ¿Vosotros hubierais aguantado más? ¿En serio? ¡Pues permitidme que lo dude!
Alberto M: Ahora que se acerca el día D, tengo miedo
Marta García: ¿Por qué?
Alberto M: Temo que cuando me veas…
Marta García: Alberto, no seas tonto. Ya me he hecho a la
idea de que eres como Gollum o como Tom Hanks
Alberto M: Bueno, hay muchas posibilidades entre medias
—No deberías llorar. Ya pareces un oso panda sin necesidad de más lágrimas —dice una voz a mi lado. Me resulta conocida y una tremenda vergüenza me cubre por entero como una manta. No me atrevo a mirar—. Me pregunto qué te ha pasado para que hayas terminado con este aspecto.
—No quieras saberlo, Juan. No me creerías —aseguro, tratando de sonreír. Busco un pañuelo en mi bolso para secarme las mejillas. Él se adelanta y me presta el suyo—. Eres la última persona que esperaba ver por aquí. —Ay, eso ha sonado muy mal—. Bueno, yo… quiero decir que como nunca… siempre te marchas directamente del trabajo y nunca… ¡Lo siento! No me hagas caso.
—Tranquila, sé lo que quieres decir. Durante mucho tiempo no he podido permitirme entretenerme con vosotros. Ahora ya puedo salir. ¿Me dejas que te acompañe? —Juan se sienta a la mesa, frente a mí y llama al camarero—. ¿Qué quieres tomar?
—Una infusión de menta —contesto. No sé por qué me siento más tranquila desde que él ha llegado.
—Una infusión de menta y un café con leche —le pide al camarero. Luego se vuelve hacia a mí y me sonríe. Es curioso, siempre me ha gustado su sonrisa.
Al principio de entrar en esta empresa me sentí muy atraída por Juan. No es que sea guapísimo; no obstante, es atractivo al estilo de Ryan Reynolds, el exmarido de Scarlett Johansson. El problema es que siempre parecía salir corriendo de la oficina cada vez que llegaba el final de la jornada. Nunca se quedaba con el resto a tomar una cerveza en el bar de la esquina y pocas veces participaba en nuestras conversaciones. De todos modos, últimamente parece mucho más sociable.
—¿Me vas a contar qué te ha puesto tan triste?
No sé si es por su modo de preguntarlo o por su mirada del color de la Coca-Cola, lo cierto es que me dan ganas de sincerarme y se lo cuento todo. Él me escucha, y en su honor debo decir que no se ríe de mí, al menos no a carcajada limpia. Se limita a esbozar una mueca a medio camino entre la risa y la conmiseración. Incluso después de mirar bajo la mesa para ver los agujeros de mis medias, aguanta sin reír. Me dan ganas de exagerar un poco la visita a la librería para ver si así le arranco una risotada. Lo hago y siento un cosquilleo en mi estómago cuando por fin le oigo desternillarse.
Alberto M: Eres lo mejor que me ha pasado. Cuando hablamos siempre me haces reír. ¿Sabes que hacía mucho tiempo que no me reía tanto?
Marta García: Bueno, soy un poco payasa. Es normal que te
rías conmigo
Alberto M: Eres una persona extraordinaria, Marta. No veo la hora de que llegue San Valentín. ¿Sabes que muchas noches sueño contigo?
Marta García: Uy, ¿qué tipo de sueños?
Alberto M: No lo quieras saber
—Dices que llevas casi un año chateando con él y crees conocerlo, ¿no? Entonces, ¿cómo puedes pensar que no te ha esperado?
—Es obvio: no está aquí. Y casi es mejor. Con la pinta que tengo le hubiera asustado.
—No creo que le importase. A mí no me importa.
—Ya, pero tú… tú eres un encanto, Juan —le digo con sinceridad.
—Quizá no haya venido —murmura.
—¿Qué sabes tú? —estallo, furiosa. Me duele que juzgue a Alberto sin conocerle. Pese a que me fastidia que no me haya esperado, no se lo reprocho. Ha pasado mucho tiempo y ha podido pensar que no iba a venir—. Ha venido. ¡Lo sé!
—¿Y cómo lo sabes?
—No seas odioso, Juan. Lo sé por esto. —Le muestro el pétalo blanco, triunfal—. Es de una rosa blanca.
—¿Cómo esta? —Como un prestidigitador saca una preciosa rosa blanca del interior de su cazadora—. Lo siento, no pude encontrar una orquídea.
Yo le miro sin comprender nada. ¿Me está diciendo que él es Alberto? No puede ser… Creo que estoy boqueando como un pez; me siento perdida. Claro que esa sensación solo dura un instante y la sangre se agolpa en mi cerebro como una candente marea roja.
—¡¿Me has engañado?! ¡Todo este tiempo has estado jugando conmigo! —grito, sin cortarme un pelo. Me pongo de pie. La furia me hace ver todo rojo. No me importa si me miran los que están alrededor—. Eres un capullo.
—No te he engañado —dice sin alzar la voz—. Es cierto que no te he dicho toda la verdad, pero todo lo que te he contado es cierto. Escúchame, por favor —me suplica y, de alguna manera, eso hace que me calme y no salga corriendo de la cafetería—. Desde que entraste a trabajar en la empresa he querido salir contigo, pero mis circunstancias lo hacían imposible. Con mi madre enferma, no tenía tiempo para esas cosas. Cuando un día dijiste que te habías abierto un perfil en Facebook pensé que esa podría ser la forma de estar contigo sin salir de casa. Mi nombre es Juan Alberto Martín, pero nadie me llama por el segundo nombre. Tampoco te he mentido en eso. No me atreví a poner Juan por miedo a que me rechazaras. Sé que en la oficina pensáis que soy un raro. No lo intentes negar. Lo sé y lo acepto. Mi comportamiento ha contribuido a ello.
—Creía que éramos amigos. Más que amigos… —murmuro, apenada, y vuelvo a sentarme.
—Lo somos, Marta. Pero conforme pasaban los meses me costaba más decirte quién era. Temía que me rechazaras. Durante estos años he vivido deseando llegar a la oficina y verte. Después, cuando empezamos a chatear, mi horizonte se ensanchó: te podía ver en la oficina y hablar en casa. Has alegrado cada uno de mis días este último año. Has hecho que cuidar de mi madre, que ya no me reconocía, fuera más llevadero. Has puesto una luz de esperanza en mi vida.
Arrastra la silla para ponerse casi a mi lado. Me toma de la mano y hace que me acerque a él.
—Eres la última persona en la que pienso antes de acostarme y la primera que viene a mi mente al despertar. Marta, te quiero más que a nada en el mundo.
En la cafetería suena When a Man Loves a Woman y vuelvo a sentirme en un mundo paralelo. ¿Estoy soñando? No puedo hablar.
—Marta, casi me he comido las uñas esperando a que vinieras. —Su mirada sincera me encandila—. Cuando he visto que pasaban las seis y media y no llegabas… ¡Dios! Pensaba que te habías echado atrás. He ido al baño para remojar a la pobre rosa, que empezaba a marchitarse y al volver… No podía creer que estuvieras sentada aquí. El aspecto también me ha asustado un poco, no creas…
—¿Tan mal estoy? —me atrevo a preguntar.
—Digamos que es una suerte que te conozca de la oficina. Espero que alguna vez me cuentes cómo has pasado de ser una chica fantástica a parecer la niña del exorcista. —Suelto un bufido mitad risa—. ¿Sigues enfadada? —me pregunta con ternura.
¡Por Dios! ¡Es tan… tan mono!
Niego con la cabeza, incapaz de hablar. Sus ojos se iluminan. Luego me mira y se acerca despacio. ¡Me va a besar! ¡Juan me va a besar! ¡No! ¡Es Alberto!
Debo estar loca, porque acorto la distancia y los dos nos fundimos en un abrazo. Cuando nuestros labios se tocan, siento flojera en las rodillas y me aferro a sus hombros. Siento que la cabeza me da vueltas. Nos separamos y al abrir los ojos, veo…
¡No puede ser! ¡No es verdad! ¡Mis padres y mi hermana están a la puerta de la cafetería!
Alberto M: ¿Se le ha pasado a tu madre?
Marta García: Sí. Ya está más tranquila. Se había hartado a llamarme, pero mi móvil no tenía batería.
Alberto M: Creí que me iba a linchar allí mismo.
Marta García: Pensaba que eras un pervertido
Alberto M: En el fondo lo soy. Me perviertes tú. No pienso en otra cosa que en cómo terminamos la noche de San Valentín en tu casa.
Marta García: Calla, me harás sonrojar.
Alberto M: Si esa alfombra hablara…