Conclusión
CONCLUSIÓN
En esta obra he intentado presentar el estado actual de nuestros conocimientos históricos sobre la dinámica de la distribución de los ingresos y de la riqueza desde el siglo XVIII y examinar qué se puede aprender de ellos para este siglo que empieza.
Reiteremos: las fuentes reunidas en el marco de esta obra son más amplias que las de los autores precedentes, pero son imperfectas y están incompletas. Todas las conclusiones a las que llegué son, por su naturaleza, frágiles y merecen aún cuestionarse y debatirse. La vocación de la investigación en las ciencias sociales no es producir certezas matemáticas preconcebidas que sustituyan el debate público, democrático y plural.
LA CONTRADICCIÓN CENTRAL DEL CAPITALISMO: r > g
La lección general de mi investigación es que la evolución dinámica de una economía de mercado y de propiedad privada que es abandonada a sí misma contiene en su seno fuerzas de convergencia importantes, relacionadas sobre todo con la difusión del conocimiento y de calificaciones, pero también poderosas fuerzas de divergencia, potencialmente amenazadoras para nuestras sociedades democráticas y para los valores de justicia social en que están basadas.
La principal fuerza desestabilizadora se vincula con el hecho de que la tasa de rendimiento privado del capital r puede ser significativa y duraderamente más alta que la tasa de crecimiento del ingreso y la producción g.
La desigualdad r > g implica que la recapitalización de los patrimonios procedentes del pasado será más rápida que el ritmo de crecimiento de la producción y los salarios. Esta desigualdad expresa una contradicción lógica fundamental. El empresario tiende inevitablemente a transformarse en rentista y a dominar cada vez más a quienes sólo tienen su trabajo. Una vez constituido, el capital se reproduce solo, más rápidamente de lo que crece la producción. El pasado devora al porvenir.
Las consecuencias pueden ser temibles para la dinámica de la distribución de la riqueza a largo plazo, sobre todo si a esto se agrega la desigualdad del rendimiento, en función del tamaño del capital inicial, y si ese proceso de divergencia de las desigualdades patrimoniales tiene lugar a escala mundial.
El problema no es fácil de solucionar. Cierto que es posible alentar el crecimiento, invirtiendo en formación, conocimiento y tecnologías no contaminantes, pero no por eso el crecimiento aumentará a 4 o 5% anual. La experiencia histórica indica que sólo países en proceso de recuperación y alcance respecto de otros, como Europa durante los Treinta Gloriosos, o China y los países emergentes de hoy, pueden crecer a ese ritmo. Todo hace pensar que la tasa de crecimiento de los países que están a la vanguardia en desarrollo tecnológico mundial, y uno de estos días la del planeta en su conjunto, no podrá ser superior a 1-1.5% anual a largo plazo, sin importar qué políticas se apliquen[1].
Si el rendimiento promedio del capital es del orden de 4 a 5%, es probable que la desigualdad r > g vuelva a ser la norma en el siglo XXI, como lo ha sido siempre en la historia, y como lo fue en el siglo XIX y en vísperas de la primera Guerra Mundial. En el siglo XX fueron las guerras las que hicieron tabla rasa del pasado, reduciendo fuertemente el rendimiento del capital y dando la impresión de que se había superado estructuralmente el capitalismo y su contradicción fundamental.
Desde luego que se podrían imponer fuertes gravámenes al rendimiento del capital para llevar el rendimiento privado por debajo de la tasa de crecimiento; pero, si esa acción es muy intensa y uniforme, se corre el riesgo de apagar el motor del crecimiento y reducir un poco más la tasa de crecimiento. Los empresarios ni siquiera tendrían tiempo de convertirse en rentistas: ya no habría con qué.
La solución correcta es un impuesto progresivo anual sobre el capital; así sería posible evitar la interminable espiral de desigualdad y preservar las fuerzas de la competencia y los incentivos para que no deje de haber acumulaciones originarias. Por ejemplo, hemos mencionado la posibilidad de una lista de tasas impositivas al capital con tasas limitadas a 0.1 o 0.5% anual sobre los patrimonios de menos de un millón de euros, de 1% para fortunas entre uno y cinco millones de euros, de 2 a 5% para aquellas de entre cinco y diez millones de euros, o 10% anual para las fortunas de varios cientos o miles de millones de euros. Esto permitiría contener el crecimiento sin límite de las desigualdades patrimoniales mundiales que hoy en día crecen a un ritmo insostenible a largo plazo, algo que debería preocupar incluso a los fervientes defensores del mercado autorregulado. La experiencia histórica indica, además, que fortunas tan desmesuradamente desiguales tienen poco que ver con el espíritu empresarial y carecen de utilidad para el crecimiento. Retomando la bella expresión del artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, con la que empieza este libro, no son de utilidad común.
El problema es que esta solución, el impuesto progresivo sobre el capital, exige un muy alto grado de cooperación internacional y de integración política regional. No está al alcance de los Estados-nación en que se construyeron los compromisos sociales precedentes. A muchos les inquieta que, de seguirse este camino, en la Unión Europea por ejemplo, lo único que se conseguiría sería debilitar los logros existentes (empezando por el Estado social pacientemente construido en los países europeos después de los golpes del siglo XX), sin poder construir más que un gran mercado caracterizado por una competencia cada vez más pura y más perfecta. Ahora bien, esta competencia pura y perfecta no cambiará en nada la desigualdad r > g, que no se deriva de una «imperfección» del mercado o de la competencia, sino todo lo contrario. Ese riesgo existe, pero me parece que, para retomar el control del capitalismo, verdaderamente no hay más opción que apostar por la democracia hasta sus últimas consecuencias, sobre todo a escala europea. Otras comunidades políticas de mayor tamaño, en los Estados Unidos o en China, se enfrentan a opciones un poco más diversificadas, pero en el caso de los pequeños países europeos, que pronto serán minúsculos a escala de la economía globalizada, la vía del repliegue nacional no puede llevar sino a frustraciones y decepciones mayores incluso que la vía europea. El Estado-nación sigue siendo el escalón pertinente para modernizar profundamente muchas políticas sociales y fiscales y, hasta cierto punto, para desarrollar nuevas formas de gobernanza y propiedad compartida, a medio camino entre la propiedad pública y la privada, que es una de las grandes apuestas para el futuro. Sin embargo, sólo la integración política regional permite considerar una reglamentación eficaz del capitalismo patrimonial globalizado del siglo que empieza.
POR UNA ECONOMÍA POLÍTICA E HISTÓRICA
Permítaseme concluir aquí con algunas palabras sobre la economía y las ciencias sociales. Como ya lo precisé en la introducción, no concibo otro lugar para la economía que como una subdisciplina más de las ciencias sociales, al lado de la historia, la sociología, la antropología, las ciencias políticas y tantas otras. Espero que este libro haya ilustrado en parte lo que quiero dar a entender con esta postura. No me gusta mucho la expresión «ciencia económica»: me parece terriblemente arrogante y podría hacer creer que la economía ha logrado un estatuto científico superior, específico, distinto de las demás ciencias sociales. Prefiero sin duda la expresión «economía política», tal vez un poco anticuada, pero con el mérito de ilustrar lo que, a mi parecer, es la única especificidad aceptable de la economía dentro de las ciencias sociales, es decir, su intención política, normativa y moral.
Desde sus orígenes, la economía política ha intentado estudiar científicamente, o cuando menos racionalmente, y de forma sistemática y metódica, cuál debe ser el papel ideal del Estado en la organización económica y social de un país, cuáles son las instituciones y políticas públicas que más nos acercan a una sociedad ideal. Esta pretensión inverosímil de estudiar el bien y el mal, materia en la cual todo ciudadano es especialista, puede hacer sonreír y casi siempre es mal utilizada, o cuando menos exagerada. Sin embargo, al mismo tiempo es necesaria y hasta indispensable, pues es demasiado fácil que los investigadores en ciencias sociales salgan del debate público y la confrontación política y se contenten con jugar a ser comentaristas o simples deconstructores de todos los discursos y todas las estadísticas. Los investigadores en ciencias sociales, como, por otra parte, todos los intelectuales y principalmente todos los ciudadanos, deben participar en el debate público. Este compromiso no puede hacerse sólo en nombre de grandes principios abstractos (la justicia, la democracia, la paz en el mundo); debe encarnarse en opciones, en instituciones y políticas precisas, se trate del Estado social, de los impuestos o de la deuda. Todo el mundo hace política, en el lugar que le corresponde. No hay, por un lado, una fina élite de responsables políticos y, por otro, un ejército de comentaristas y espectadores, buenos nada más que para introducir la papeleta en la urna cada cierto número de años. La idea según la cual la ética del investigador y la del ciudadano son irreconciliables, y que el debate sobre los medios debe estar separado del de los fines, me parece una ilusión, comprensible, sí, pero en última instancia peligrosa.
Durante demasiado tiempo los economistas han tratado de definir su identidad a partir de sus supuestos métodos científicos. En realidad, esos métodos se basan sobre todo en un uso inmoderado de modelos matemáticos que a menudo no son más que una excusa para ocupar terreno y disimular la vacuidad del objetivo. Demasiada energía se ha gastado, y así es siempre, en meras especulaciones teóricas, sin que los hechos económicos que se ha tratado de explicar, o los problemas sociales o políticos que se ha intentado resolver, hayan sido claramente definidos. Hoy somos testigos del gran entusiasmo de los estudiosos de la economía por los métodos empíricos basados en experimentos controlados. Utilizados con moderación y discernimiento, estos métodos pueden ser muy útiles, y cuando menos han tenido el mérito de orientar a una parte de la profesión hacia asuntos concretos e investigaciones prácticas (ya era hora). Sin embargo, estos nuevos enfoques en ocasiones tampoco son libres de cierta ilusión cientificista. Por ejemplo, se puede pasar mucho tiempo demostrando la existencia indiscutible de una causalidad pura y verdadera y olvidar, de paso, que el asunto de que se trata es a veces de interés limitado. Estos métodos llevan con frecuencia a desatender las lecciones de la historia y a olvidar que la experiencia histórica sigue siendo nuestra principal fuente de conocimiento. No se puede repetir la historia del siglo XX haciendo como si nunca hubiera ocurrido la primera Guerra Mundial, o como si el impuesto sobre el ingreso y la jubilación por reparto no se hubieran inventado. No hay duda de que siempre es difícil establecer con certeza las causalidades históricas. ¿Hay la plena seguridad de que tal política surtió tal efecto, o quizás éste se debió también a alguna otra causa? Sin embargo, las lecciones imperfectas que aprendemos de la investigación histórica y, en particular, del estudio del siglo recién transcurrido tienen un valor inestimable e irremplazable que ninguna experiencia controlada podrá jamás igualar. Para tratar de ser útiles, me parece que los economistas deberían aprender sobre todo a ser más pragmáticos en sus opciones metodológicas, a no escatimar, en cierta forma, y acercarse así a otras disciplinas de las ciencias sociales.
Y a la inversa, los demás investigadores en ciencias sociales no deben dejar el estudio de los hechos económicos a los economistas y echarse a correr en cuanto ven un número; tampoco deben considerarlos una impostura, contentándose con decir que cada cifra es una construcción social, lo cual sin duda es siempre cierto, pero insuficiente. En el fondo, estas dos formas de renuncia resultan en lo mismo, porque ambas llevan a dejar el campo libre a otros.
EL JUEGO DE LOS MÁS POBRES
«Mientras los ingresos de las clases de la sociedad contemporánea sigan fuera del alcance de la investigación científica, será en vano querer emprender una historia económica y social de utilidad». Con esta bella frase empieza el libro que en 1965 publicaron Jean Bouvier, François Furet y Marcel Gillet: Mouvement du profit en France au XIXe siècle [El movimiento de los beneficios en Francia en el siglo XIX]. Este trabajo merece una relectura, por una parte, porque se trata de una de las obras características de la historia «serial» que prosperaba en Francia en el siglo XX (sobre todo entre 1930 y 1970), con sus cualidades y defectos, pero sobre todo por el recorrido intelectual de François Furet, que ilustra maravillosamente las buenas y las malas razones de la muerte de ese programa de investigación.
Cuando Furet inició su carrera, como joven y prometedor historiador, se dirigió a lo que le parecía el tema principal de investigación: «los ingresos de las clases de la sociedad contemporánea». El libro es riguroso, sin prejuicios, y trata sobre todo de reunir materiales y establecer hechos. Sin embargo, fue su primera y última obra sobre el tema. En Lire et écrire [Leer y escribir], magnífica obra publicada en 1977 con Jacques Ozouf, dedicada a «la alfabetización de los franceses, de Calvino a Jules Ferry», se encontraba la misma voluntad de establecer series, ya no sobre los beneficios industriales, sino sobre los índices de alfabetización, el número de profesores y los gastos en educación. Sin embargo, en esencia, Furet se hizo famoso por sus trabajos sobre la historia política y cultural de la Revolución francesa, en los que resulta difícil encontrar rastros de los «ingresos de las clases de la sociedad contemporánea» y en los que el gran historiador, muy preocupado por su lucha de los años setenta contra los historiadores marxistas de la Revolución francesa (en ese entonces particularmente dogmáticos y claramente dominantes, sobre todo en la Sorbona), parecía incluso negar toda forma de historia económica y social. Me parece una pena, en la medida en que —creo— es posible conciliar los diferentes enfoques. Evidentemente, la vida política y la vida de las ideas tienen su autonomía respecto de los cambios económicos y sociales. Las instituciones parlamentarias y el Estado de derecho no son las instituciones burguesas descritas por los intelectuales marxistas de antes de la caída del muro de Berlín. Sin embargo, al mismo tiempo es más que evidente que los sobresaltos de los precios y los salarios, de los ingresos y los patrimonios, contribuyen a forjar las percepciones y las actitudes políticas, y que a cambio estas representaciones engendran instituciones, reglas y políticas que acaban por modelar los cambios económicos y sociales. Es posible, e incluso indispensable, tener un enfoque a la vez económico y político, salarial y social, patrimonial y cultural. Ya dejamos atrás los combates bipolares de los años 1917-1989. Lejos de estimular las investigaciones sobre el capital y las desigualdades, los enfrentamientos en torno al capitalismo y el comunismo más bien contribuyeron a esterilizarlas, tanto entre los historiadores y los economistas como entre los filósofos[2]. Es el momento de dejar eso atrás, incluyendo la forma que adoptó la investigación histórica, que a mi parecer todavía lleva la marca de esos enfrentamientos pasados.
Como señalé en la introducción, sin duda también hay razones puramente técnicas que explican la muerte prematura de la historia serial. Los problemas materiales relacionados con la recolección y explotación de los datos explican obviamente la razón de que esos trabajos (incluido Mouvement du profit en France au XIXe siècle) concedan tan poco espacio a la interpretación histórica, lo cual en ocasiones hace que la lectura de esas obras sea relativamente árida. En particular, el análisis de los vínculos entre los cambios económicos observados y la historia política y social del periodo estudiado suele ser mínimo, pues se prefiere una descripción meticulosa de las fuentes y los datos brutos que, en nuestros días, encuentran naturalmente su lugar en cuadros de Excel y bases de datos disponibles en línea.
Me parece también que el fin de la historia serial está ligado al hecho de que ese programa de investigación murió antes de haber llegado al estudio del siglo XX. Cuando se estudian los siglos XVIII y XIX, es posible imaginar más o menos que la evolución de precios y salarios, ingresos y fortunas sigue una lógica económica autónoma e interactúa poco, o nada, con la lógica propiamente política y cultural. Cuando se estudia el siglo XX, esa ilusión se derrumba de inmediato. Basta con echar una rápida ojeada a las curvas de la desigualdad en los ingresos y los patrimonios, o a la relación entre capital e ingreso, para ver que la política permea todo, y que las evoluciones económica y política son indisociables y deben estudiarse conjuntamente. Esto obliga también a estudiar el Estado, los impuestos y la deuda en sus dimensiones concretas, y a salir de los esquemas simplistas y abstractos sobre la infraestructura económica y la superestructura política.
En efecto, un sano principio de especialización puede justificar perfectamente que no todo el mundo se ponga a establecer series estadísticas. Hay mil y una formas de hacer investigación en ciencias sociales, y generar series no siempre es indispensable —en absoluto—; tampoco es particularmente imaginativo (estoy de acuerdo). Sin embargo, me parece que los investigadores en ciencias sociales de todas las disciplinas, los periodistas y los comentaristas de cualquier medio, los militantes sindicales y políticos de todas las tendencias, pero principalmente todos los ciudadanos, deberían interesarse seriamente por el dinero, su comportamiento, los hechos y las evoluciones que lo rodean. Quienes tienen mucho nunca se olvidan de defender sus intereses. Negarse a usar cifras rara vez favorece a los más pobres.