XVI. La deuda pública

XVI. LA DEUDA PÚBLICA

SON DOS las formas principales en que un Estado financia sus gastos: impuestos o deuda. De manera general, el impuesto es una solución infinitamente preferible, tanto en términos de justicia como de eficiencia. El problema de la deuda es que con mucha frecuencia tiene que reembolsarse, de modo que favorece sobre todo a quienes tienen los medios para prestarle al gobierno, y a quienes hubiera sido preferible hacerles pagar impuestos. Sin embargo, son muchas las razones, buenas y malas, por las que los gobiernos en ocasiones tienen que recurrir al crédito y a la acumulación de la deuda, o bien a heredar deudas importantes de gobiernos anteriores. En este inicio del siglo XXI, los países ricos parecen atrapados en una interminable crisis de deuda. Sin duda, en la historia se pueden encontrar niveles de endeudamiento público aún más elevados, como vimos en la segunda parte de este libro. Tal es el caso del Reino Unido, donde la deuda pública ha sido superior al doble del ingreso nacional en dos ocasiones, una vez después de las guerras napoleónicas y nuevamente después de la segunda Guerra Mundial. El hecho es que con una deuda pública cercana a un año de ingreso nacional (más o menos 90% del PIB) en promedio en los países ricos, el mundo desarrollado se encuentra hoy con un nivel de endeudamiento que no se había visto desde 1945. El mundo emergente, a pesar de ser más pobre que el mundo rico, tanto en ingresos como en capital, tiene una deuda pública mucho más moderada (en promedio, cerca de 30% del PIB). Esto muestra hasta qué punto la deuda pública tiene que ver con la distribución de la riqueza, en particular entre actores públicos y privados, y que no es un asunto del nivel absoluto de riqueza. El mundo rico es rico; son sus gobiernos los que son pobres. El caso más extremo es el de Europa, que es a la vez el continente con los patrimonios privados más grandes del mundo y al que le cuesta más trabajo resolver su crisis de deuda pública. Extraña paradoja.

Empezaremos por examinar las diferentes formas de salir de un nivel elevado de deuda pública. Esto nos llevará al análisis de las diferentes funciones que en la práctica desempeñan los bancos centrales para regular y redistribuir el capital, y los problemas a los que conduce una unificación europea excesivamente centrada en la moneda, ignorando demasiado abiertamente los impuestos y la deuda. Estudiaremos, por último, la acumulación óptima de capital público y su articulación con el capital privado en el siglo XXI, en un contexto caracterizado por un escaso crecimiento y una posible degradación del capital natural.

REDUCIR LA DEUDA PÚBLICA: IMPUESTO SOBRE EL CAPITAL, INFLACIÓN O AUSTERIDAD

¿Qué hacer para reducir significativamente una deuda pública importante, como la deuda europea actual? Son tres los principales métodos, que se pueden combinar en diferentes proporciones: impuesto sobre el capital, inflación y austeridad. El impuesto excepcional sobre el capital privado es la solución más justa y la más eficiente. En su defecto, la inflación puede desempeñar un papel muy útil: es así como gran parte de las deudas públicas importantes se reabsorbieron en la historia. La peor solución, tanto en términos de justicia como de eficiencia, es una dosis prolongada de austeridad. Es esta solución, sin embargo, la que se aplica actualmente en Europa.

Empecemos por recordar la estructura agregada de la riqueza nacional en Europa en estos primeros años del siglo XXI. Como vimos en la segunda parte de este libro, la riqueza nacional se acerca actualmente a los seis años de ingreso en la mayor parte de los países europeos, y casi en su totalidad está en manos de agentes privados (es decir, de los hogares). El valor total de los activos públicos es del mismo orden que las deudas públicas (en torno a un año de ingreso nacional), de modo que el patrimonio público neto es casi nulo[1]. La riqueza privada se divide en dos partes casi iguales: activos inmobiliarios y activos financieros (libres de deudas privadas). La posición patrimonial oficial de Europa frente al resto del mundo está, en promedio, bastante cerca del equilibrio, lo cual significa que las empresas europeas, como las deudas públicas europeas, están en promedio en manos de los hogares europeos (o, más precisamente, lo que posee el resto del mundo es compensado por lo que los europeos poseen en el resto del mundo). Esta realidad la oscurecen la complejidad del sistema de intermediación financiera (los ahorros se colocan en la banca, en una cuenta de ahorros o en un producto financiero, y después la banca los coloca en otra parte) y la amplitud de las participaciones cruzadas entre países, pero no por eso deja de ser realidad: los hogares europeos (o, cuando menos, los que poseen algo: no olvidemos que la riqueza está siempre muy concentrada, con más de 60% del total para 10% de los más ricos) poseen el equivalente de todo lo que hay para poseer en Europa, incluidas, evidentemente, las deudas públicas[2].

¿Qué hacer en estas condiciones para reducir la deuda pública a cero? Una primera solución sería privatizar todos los activos públicos. Según las cuentas nacionales establecidas en los diferentes países europeos, el producto de la venta de todos los edificios públicos, escuelas, institutos, universidades, hospitales, cuarteles, infraestructura diversa, etc.,[3] permitiría reembolsar más o menos las deudas públicas. En lugar de poseer la deuda pública a través de sus inversiones financieras, los hogares europeos mejor dotados en cuanto a patrimonio se convertirían directamente en propietarios de escuelas, hospitales, cuarteles, etc. Entonces sería necesario pagarles una renta para poder utilizar esos activos y seguir prestando los servicios públicos correspondientes. Me parece que esta solución, a veces evocada con toda la seriedad del mundo, tendría que ser rechazada de forma absoluta. Para que el Estado social europeo pueda cumplir correctamente y de forma perdurable sus misiones, en particular en el campo de la educación, la salud y la seguridad, parece indispensable que siga poseyendo los activos públicos correspondientes. Sin embargo, es importante entender que la situación actual, en la que todos los años se tienen que pagar pesados intereses por la deuda pública (y no alquileres), no es tan diferente, pues esos intereses también pesan mucho en los presupuestos públicos.

Por mucho, la solución más satisfactoria para reducir la deuda pública consiste en cobrar un impuesto excepcional sobre el capital privado. Por ejemplo, un impuesto proporcional de 15% sobre todos los patrimonios privados reportaría aproximadamente un año de ingreso nacional y permitiría reembolsar de inmediato todas las deudas públicas. El Estado seguiría teniendo sus activos públicos, pero el valor de sus deudas se reduciría a cero y, por tanto, no tendría que pagar intereses[4]. Esta solución equivale a un repudio total de la deuda pública, pero con dos diferencias esenciales[5].

Primero, siempre es difícil prever la incidencia final de un repudio, incluso parcial. Esas medidas de incumplimiento total o parcial de la deuda pública son utilizadas a menudo en situaciones de crisis extrema de sobreendeudamiento público, por ejemplo en Grecia, en 2011-2012, en forma de un recorte de amplitud variable (o haircut, según una expresión coloquial), que disminuye en 10 o 20% (o más) el valor de los títulos de deuda pública en poder de los bancos y de los diferentes acreedores. El problema es que, si se aplica este tipo de medida a gran escala, por ejemplo, a escala de Europa, y no sólo de Grecia (que representa apenas 2% del PIB europeo), es muy probable que desencadene movimientos de pánico bancario y quiebras en cadena. Según la identidad de los bancos que poseen una determinada categoría de títulos, la estructura de su balance, la identidad de los establecimientos que les han prestado dinero, los hogares que colocaron sus ahorros en esas instituciones, en qué forma, etc., se pueden encontrar incidencias finales totalmente diferentes que es imposible prever con precisión. Además, es muy posible que los poseedores de patrimonios muy importantes lleguen a reestructurar a tiempo su cartera y a escapar casi totalmente del haircut. Uno se imagina a menudo que el recorte permite contribuir a los que más han arriesgado. Nada más falso: habida cuenta de las transacciones incesantes que caracterizan a los mercados financieros y la selección de cartera, nada garantiza que quienes efectivamente contribuirán sean los que deben ser. La ventaja del impuesto excepcional sobre el capital, que parece un haircut fiscal, es precisamente que esta solución permite organizar las cosas de forma más civilizada. Se asegura que cada persona contribuirá con el esfuerzo demandado, y se evitan sobre todo las quiebras bancarias, pues son los poseedores finales de la riqueza (las personas físicas) y no los establecimientos financieros los que contribuyen. Para ello es obviamente indispensable que las autoridades públicas dispongan permanentemente de la transmisión automática de información bancaria sobre el conjunto de los activos financieros en poder de unos y otros. Sin catastro financiero, todas las políticas aplicadas son aventuradas.

Además, y sobre todo, la ventaja de la solución fiscal es que permite modular el efecto exigido en función del nivel del patrimonio de cada quien. En concreto, no tendría mucho sentido cobrar un impuesto excepcional proporcional de 15% sobre todos los patrimonios privados europeos. Más vale aplicar un esquema progresivo, con el objetivo de proteger los patrimonios más modestos y exigir más a los más grandes, lo que en cierta forma hacen ya las leyes bancarias europeas, pues en caso de quiebra garantizan generalmente los depósitos de menos de 100 000 euros. El impuesto progresivo sobre el capital es una generalización de esta lógica, pues permite graduar mucho más finamente el esfuerzo exigido mediante el establecimiento de diversos grupos (garantía completa hasta 100 000 euros, garantía parcial de 100 000 a 500 000, etc., con tantos segmentos como sea necesario). Por otra parte, este instrumento puede aplicarse al conjunto de los activos (incluidas las acciones que cotizan en bolsa y las que no), y no sólo a los depósitos bancarios. Este último aspecto es absolutamente esencial si en realidad se desea hacer contribuir a los poseedores de las riquezas más importantes, cuyos ahorros en raras ocasiones se encuentran en cuentas de cheques.

Por otra parte, sin duda sería excesivo tratar de reducir a cero de una sola vez las deudas públicas. De forma más realista, supongamos, por ejemplo, que se trata de reducir las deudas de los Estados europeos en 20% del PIB, lo cual permitiría pasar de aproximadamente 90 a 70% del PIB actual, es decir, a un nivel cercano a la meta de endeudamiento máximo de 60% del PIB que determinan los tratados europeos actuales[6]. Como se señaló en el capítulo precedente, un impuesto progresivo sobre el capital que grave con 0% los patrimonios netos de menos de un millón de euros, 1% sobre la fracción del patrimonio comprendida entre uno y cinco millones de euros y 2% sobre la fracción superior a cinco millones de euros, reportaría más o menos el equivalente a 2% del PIB europeo. Para obtener de una sola vez 20% del PIB en ingresos, basta, pues, con aplicar un impuesto excepcional con tasas 10 veces más elevadas: 0% hasta un millón de euros; 10% entre uno y cinco millones, y 20% más allá de cinco millones de euros[7]. Es interesante observar que el cobro excepcional sobre el capital aplicado en Francia en 1945, cuyo objetivo era sobre todo reducir de forma importante el endeudamiento público, tenía un esquema progresivo que ascendía gradualmente de 0 a 25% para las riquezas más abundantes[8].

El mismo resultado se puede obtener aplicando durante 10 años el impuesto progresivo con tasas de 0, 1 y 2%, y adscribiendo los ingresos recaudados al desendeudamiento, por ejemplo, a través de un «fondo de redención», como el propuesto en 2011 por un consejo de economistas vinculado con el gobierno alemán. Esta propuesta, que tiende a mutualizar todas las deudas públicas de los países de la zona euro que rebasen el 60% del PIB (en particular las de Alemania, Francia, Italia y España), y después a reducir progresivamente ese fondo a cero, dista de ser perfecta: le falta sobre todo la gobernanza democrática sin la cual no funcionaría la mutualización de las deudas europeas, como veremos después; pero al menos es una propuesta concreta y perfectamente se puede conjugar con un cobro excepcional o decenal sobre el capital[9].

¿LA INFLACIÓN PERMITE REDISTRIBUIR LA RIQUEZA?

Retomemos nuestra argumentación. Hemos observado que el impuesto excepcional sobre el capital es la mejor forma de reducir una deuda pública importante y es, por mucho, el método más transparente, justo y eficiente. En su defecto, se puede recurrir a la inflación. En concreto, como la deuda pública es un activo nominal (es decir, uno cuyo precio se fija de antemano y no depende de la inflación), y no un activo real (es decir, uno cuyo precio evoluciona según la situación económica, en general cuando menos a la misma velocidad que la inflación, como es el caso de los activos inmobiliarios o bursátiles), basta con un poco más de inflación para reducir mucho el valor real de la deuda pública. Por ejemplo, con una inflación de 5% anual —en lugar de una de 2%—, al cabo de cinco años el valor real de la deuda, expresada en porcentaje del PIB, se reducirá en un 15% adicional (mientras que todo lo demás se mantenga igual), lo cual es considerable.

Tal solución es extremadamente tentadora, y así se ha reducido en la historia la mayor parte de las deudas públicas importantes de los países europeos en conjunto, sobre todo en el siglo XX. Por ejemplo, de 1913 a 1950, en Francia y Alemania la inflación fue, respectivamente, de 13 y 17%, en promedio anual, lo que permitió que esos dos países se lanzaran a su reconstrucción con una deuda pública insignificante en los primeros años de la década de 1950. En particular, Alemania es comparativamente el país que ha recurrido en mayor medida a la inflación (y también simple y sencillamente a la anulación de créditos) para deshacerse de deudas públicas a lo largo de su historia[10]. Dejando de lado el Banco Central Europeo (BCE), que hoy es claramente el más reticente a esa solución, no es casualidad que todos los grandes bancos centrales del planeta, trátese de la Reserva Federal estadunidense, el Banco de Japón o el Banco de Inglaterra, intenten eliminar su objetivo de inflación más o menos explícitamente, y experimenten para ello con diversas políticas «no convencionales» (volveremos a esto). Si lo lograran y si, por ejemplo, su nivel de inflación llegara a 5% anual, en lugar de 2% (lo que no es seguro que ocurra), esos países de hecho conseguirían salir del sobreendeudamiento mucho más rápidamente que los países de la zona euro, cuyas perspectivas económicas parecen seriamente amenazadas por la falta de resultados visibles frente a la crisis de la deuda y por la ausencia, en los diferentes países, de una visión clara a largo plazo sobre la unión europea en los ámbitos fiscal y presupuestario.

De hecho, es importante entender que, sin un gravamen excepcional sobre el capital y sin una inflación adicional, tendrían que pasar varias décadas para salir de un nivel de endeudamiento público tan elevado como el que impera actualmente. Tomemos un caso extremo: suponiendo una inflación rigurosamente nula, un crecimiento anual del PIB de 2% (que no está garantizado en el contexto europeo actual, pues el rigor presupuestal ejerce un impacto recesivo evidente, cuando menos a corto plazo) y un déficit presupuestal limitado a 1% del PIB (que en la práctica implica un excedente primario importante, habida cuenta de los intereses de la deuda), por definición se necesitarían 20 años para reducir en 20 puntos el endeudamiento público (expresado en porcentaje del PIB)[11]. Si en ocasiones el crecimiento es menor de 2% y el déficit superior a 1%, entonces tal vez se requerirían 30 o 40 años. Se necesitan décadas para acumular capital; también se precisa mucho tiempo para reducir una deuda.

El ejemplo histórico más interesante de una dosis prolongada de austeridad es el del Reino Unido en el siglo XIX. Como indicamos en la segunda parte de este libro (capítulo III), se hubiera requerido un siglo de excedentes primarios (aproximadamente de dos a tres puntos del PIB por año, en promedio, de 1815 a 1914) para deshacerse de la enorme deuda pública derivada de las deudas napoleónicas. En total, en ese periodo los contribuyentes británicos dedicaron más recursos a los intereses de la deuda que a sus gastos totales en educación. Sin duda es una opción a favor de los tenedores de títulos de deuda, pero es poco probable que esa opción favoreciera el interés general del país. Nada impide pensar que el retraso educativo británico contribuyó al declive del Reino Unido en el curso de las décadas siguientes. Se trataba ciertamente de una deuda superior a 200% del PIB (y no de apenas 100%, como hoy), y la inflación en el siglo XIX era casi nula (mientras que todo el mundo acepta hoy una meta de 2% anual). Así, se puede esperar que la austeridad europea dure 10 o 20 años (cuando menos), y no un siglo, aunque de todos modos sería demasiado tiempo. Legítimamente se puede considerar que a Europa le conviene más preparar su futuro en la economía global del siglo XXI que dedicar anualmente varios puntos del PIB de excedente primario a su deuda pública, cuando en general dedica menos de un punto del PIB a sus universidades[12].

Una vez planteado esto, se debe insistir igualmente en que la inflación no es sino un sustituto muy imperfecto del impuesto progresivo sobre el capital que puede traer consigo cierto número de efectos secundarios poco atractivos. El primer problema de la inflación es el riesgo de desbocamiento: no es seguro que se pueda detener en 5% al año. Una vez que la espiral inflacionaria empieza, cada persona quiere que su salario y los precios que la afectan evolucionen como le conviene, y resulta muy difícil detener un mecanismo de esa naturaleza. En Francia, la inflación fue superior a 50% anual de 1945 a 1948, durante cuatro años consecutivos. La deuda pública se redujo a casi nada, mucho más radicalmente que por el gravamen excepcional sobre la riqueza aplicado en 1945. Sin embargo, la inflación arruinó definitivamente a millones de pequeños ahorradores, contribuyendo así a agravar la pobreza endémica de la tercera edad en la década de 1950[13]. En Alemania, los precios se multiplicaron por cientos de millones entre el principio y el final de 1923. La sociedad y la economía acabaron traumatizadas durante mucho tiempo por este episodio, que sin duda sigue influyendo en la forma en que los alemanes perciben la inflación. El segundo problema es que la inflación pierde una buena parte del efecto deseado cuando se torna permanente y anticipada (en particular, los que prestan al Estado exigen una tasa de interés más elevada).

Es cierto que hay un argumento más en favor de la inflación. Comparada con el impuesto sobre el capital, que, como todos los impuestos, conduce inevitablemente a la sustracción de recursos a personas que se aprestan a gastarlos de forma útil (para consumo o inversión), la inflación, en su versión idealizada, tiene el mérito de penalizar principalmente a quienes no saben qué hacer con su dinero, es decir, a los que mantienen demasiada liquidez en sus cuentas bancarias, en cuentas e inversiones poco dinámicas, o bajo el colchón. Se salvan quienes ya se gastaron todo, los que han invertido todo en activos económicos reales (inmobiliarios o empresariales), o mejor aún, quienes se han endeudado (la inflación reduce su deuda nominal, lo que les permite retomar más rápidamente nuevos proyectos de inversión). Según esta visión ideal, la inflación sería en cierta forma un impuesto sobre el capital ocioso y un aliciente para el capital dinámico. Este punto de vista tiene algo de verdad y no debe dejarse de lado totalmente[14], pero, como ya se vio al estudiar la desigualdad de los rendimientos en función del capital inicial, la inflación no impide que los patrimonios importantes y bien diversificados obtengan un muy buen rendimiento, sin importar las implicaciones personales, simplemente por su magnitud[15].

Finalmente, la verdad es que la inflación es un instrumento relativamente tosco e impreciso en sus objetivos. En ocasiones, la redistribución inducida de la riqueza va en el sentido correcto y, en otras, en el incorrecto. Es cierto que si hay que elegir entre un poco más de inflación o un poco más de austeridad, sin duda es preferible un poco más de inflación. Sin embargo, es excesivamente ingenua y fantasiosa la visión a menudo expresada en Francia, según la cual la inflación sería un instrumento casi ideal de redistribución (tal opinión con frecuencia se formula como sigue: la inflación es una forma de tomar dinero del «rentista alemán» y de forzar a una población envejecida, que prospera del otro lado del Rin, a dar pruebas de mayor solidaridad). Una gran ola inflacionista europea tendría en la práctica todo tipo de consecuencias indeseables en la distribución de la riqueza, en particular en detrimento de las personas más modestas en Francia, en Alemania y en todos los países. Por el contrario, los poseedores de patrimonios inmobiliarios y bursátiles importantes estarían, en gran medida, protegidos a ambos lados del Rin y en cualquier otro lugar[16]. Trátese de reducir las desigualdades patrimoniales sobre una base permanente, o bien de reducir una deuda pública excepcionalmente elevada, el impuesto progresivo sobre el capital es, por regla general, un instrumento mucho mejor que la inflación.

¿Q HACEN LOS BANCOS CENTRALES?

Con el fin de entender mejor el papel de la inflación y, de manera más general, el de los bancos centrales en la regulación y redistribución del capital, conviene salirse un poco del marco de la crisis actual y observar de nuevo estas cuestiones desde una perspectiva histórica más amplia. En la época en que el patrón oro era la norma en todos los países, es decir, hasta la primera Guerra Mundial, la función de los bancos centrales era mucho más reducida que hoy, y sobre todo su poder para crear dinero estaba muy limitado en ese tipo de sistema por la magnitud de las reservas de oro y plata. Una de las dificultades evidentes era precisamente que la evolución general de los precios dependía principalmente del azar de los descubrimientos auríferos y argentíferos. Si la reserva mundial de oro era estacionaria y la producción mundial crecía mucho, entonces el nivel de los precios debía bajar continuamente (una misma masa monetaria servía para adquirir una producción más importante), lo cual, en la práctica, causaba problemas importantes[17]. Si repentinamente se hacían grandes descubrimientos —en la América hispánica de los siglos XVI y XVII, o en California a mediados del siglo XIX—, los precios podían subir con rapidez y dar lugar a otro tipo de problemas, incluso a enriquecimientos indebidos[18]. Esta situación no era nada satisfactoria para la época y es muy improbable que algún día se vuelva a un régimen de tales características («reliquia bárbara», llamaba Keynes al oro).

No obstante, a partir del momento en que se suprime toda referencia a un patrón metálico, queda claro que el poder de creación de dinero de los bancos centrales se convierte en potencialmente infinito y, por lo tanto, debe regularse seriamente. Éste es el debate sobre la independencia de los bancos centrales, del cual surgen numerosos malentendidos. Repasemos brevemente sus etapas. Al principio de la crisis de la década de 1930, los bancos centrales de los países industrializados adoptaron una política extremadamente conservadora: apenas salidos del patrón oro, se negaron a crear la liquidez necesaria para salvar a las instituciones financieras en problemas, de ahí las quiebras bancarias en serie, que agravaron terriblemente la crisis y lanzaron al mundo al abismo. Es importante entender la magnitud del traumatismo causado por esta dramática experiencia histórica. Desde esa fecha, todo el mundo considera que la función principal de los bancos centrales es la de garantizar la estabilidad del sistema financiero, lo cual, en caso de pánico absoluto, implica adoptar el papel de «prestador de última instancia», que consiste en crear la liquidez necesaria para evitar el colapso generalizado de los establecimientos financieros. Es esencial darse cuenta de que desde la crisis de los años treinta esta convicción es compartida por todos los observadores, sin importar su postura respecto de la política del New Deal o de las diversas formas del Estado social instituido en los Estados Unidos y Europa después de las crisis de 1930-1940. En ocasiones, la fe en el papel estabilizador del banco central incluso parece inversamente proporcional a la que se tiene en las políticas sociales y fiscales surgidas en ese mismo periodo.

Esto es particularmente obvio en la monumental A Monetary History of the United States publicada en 1963 por Milton Friedman. En esta obra considerada como fundacional, el líder de los economistas monetaristas dedicó gran atención a los movimientos de la política monetaria de la Reserva Federal, estudiados sobre todo a través de los archivos y las minutas de sus diferentes comités de 1857 a 1960[19]. No sorprende que el elemento central de la investigación se refiriera a los sombríos años de la crisis de 1929. Para Friedman, no cabía la menor duda: la política burdamente restrictiva de la Reserva Federal fue la que en realidad transformó el colapso bursátil en una crisis del crédito, sumiendo a la economía en la deflación y en una recesión de inusitada magnitud. La crisis fue antes que nada monetaria lo mismo que su solución. De este erudito análisis, Friedman extrajo conclusiones políticas transparentes: para garantizar un crecimiento tranquilo y sin sobresaltos en el marco de las economías capitalistas, es necesario y suficiente seguir una política monetaria apropiada que permita garantizar un crecimiento estable del nivel de precios. Según la doctrina monetarista, el New Deal y su florilegio de empleos públicos y transferencias sociales promovidas por Roosevelt y los demócratas, como consecuencia de la crisis de la década de 1930 y de la segunda Guerra Mundial, no eran más que una gigantesca farsa, costosa e inútil. Para salvar al capitalismo no hacía falta un welfare state ni un gobierno tentacular: bastaba con un buen banco central. En los Estados Unidos de la década de 1960-1970, donde una parte de los demócratas soñaba con enterrar el New Deal, y una parte de la opinión pública empezaba a inquietarse por el declive relativo de su país respecto de una Europa en pleno crecimiento, este mensaje político, sencillo y enérgico, produjo el efecto de una bomba. Los trabajos de Friedman y de la escuela de Chicago contribuyeron, sin duda, a crear un clima de desconfianza frente a la extensión indefinida del Estado y a forjar el contexto intelectual que llevó a la revolución conservadora de 1979-1980.

Evidentemente, estos mismos acontecimientos pueden reinterpretarse en el sentido de que nada impide complementar un buen banco central con un buen Estado social y una buena fiscalidad progresiva. Es obvio que estas diferentes instituciones son más complementarias que sustitutas. A diferencia de lo que la doctrina monetarista intenta sugerir, el hecho de que la Reserva Federal haya sido burdamente restrictiva en los primeros años de la década de 1930 (como los bancos centrales de otros países ricos) no dice nada del mérito y los límites de las demás instituciones. Sin embargo, no es eso lo que nos interesa aquí. El hecho es que desde hace décadas todos los economistas, monetaristas, keynesianos o neoclásicos, y todos los observadores, sin importar su tendencia política, convienen en que los bancos centrales deben desempeñar el papel de prestadores de última instancia y tomar todas las medidas necesarias para evitar el colapso financiero y una espiral deflacionaria.

Este relativo consenso histórico explica por qué todos los bancos centrales del planeta, tanto en los Estados Unidos como en Europa y Japón, reaccionaron a la manifiesta crisis de 2007-2008 adoptando el papel de prestador y estabilizador. Con excepción del caso de Lehman Brothers, en septiembre de 2008, el número de quiebras bancarias fue relativamente limitado. Esto no implica, sin embargo, que haya consenso sobre la naturaleza exacta de las políticas monetarias «no convencionales» que deben aplicarse en tales circunstancias.

CREACIÓN MONETARIA Y CAPITAL NACIONAL

En concreto, ¿qué hacen los bancos centrales? En el marco de nuestra investigación es de primordial importancia precisar que los bancos centrales no crean riqueza como tal, sino que la redistribuyen. Más exactamente, cuando la Reserva Federal o el Banco Central Europeo (BCE) deciden crear 1000 millones de dólares o de euros suplementarios, sería un error imaginar que el capital nacional estadunidense o europeo se incrementa en esa misma cantidad. En realidad, el capital nacional no cambia ni un dólar ni un euro, pues las operaciones efectuadas por los bancos centrales son siempre operaciones de préstamo. Por definición, estas instituciones llevan a la creación de activos y pasivos financieros que se compensan exactamente en el momento en que son introducidos. Por ejemplo, la Reserva Federal presta 1000 millones de dólares a Lehman Brothers o a General Motors (o al gobierno estadunidense), endeudados por esa misma cantidad. Ni el patrimonio neto de la Reserva Federal ni, en consecuencia, el de los Estados Unidos o el del planeta se modifican un ápice por esta operación. Por lo demás, sorprendería mucho que los bancos centrales pudieran con un simple registro contable aumentar el capital nacional de su país, y del universo entero, al mismo tiempo.

Después, todo depende del impacto de esta política monetaria en la economía real. Si el préstamo del banco central permite a la empresa en cuestión salir de una situación desventajosa y evitar la quiebra definitiva (quiebra que quizás hubiera llevado a una reducción del patrimonio nacional), entonces, una vez estabilizada la situación y reembolsado el préstamo, se puede considerar que el préstamo del banco central permitió incrementar el patrimonio nacional (o cuando menos no disminuirlo). Y a la inversa, si el préstamo sólo demoró la quiebra inevitable de la empresa y si incluso impidió el surgimiento de un competidor viable (que bien puede suceder), se debe considerar que el efecto final de esta política fue el de disminuir el patrimonio nacional. Los dos ejemplos son posibles y sin duda están presentes en distintas proporciones en todas las políticas monetarias. En la medida en que los bancos centrales han permitido limitar el alcance de la recesión de 2008-2009, se puede considerar que, en promedio, contribuyeron a aumentar el PIB, la inversión y, por tanto, el capital de los países ricos y del mundo. Sin embargo, es evidente que una evaluación dinámica de este tipo siempre resultará incierta y será objeto de controversia. De lo que no hay duda es de que en el momento en que los bancos centrales aumentan la masa monetaria al hacer un préstamo a una institución financiera o no financiera, o bien a un gobierno, no se produce un impacto inmediato en el capital nacional ni, por cierto, en el capital público o privado[20].

¿En qué consisten las políticas monetarias «no convencionales» experimentadas desde la crisis de 2007-2008? En tiempos de calma, los bancos centrales se contentan con garantizar que la masa monetaria crezca al mismo ritmo que la actividad económica para asegurar de este modo una inflación baja, del orden de 1 o 2% anual. En concreto, introducen el dinero nuevo prestándolo a los bancos a plazos extremadamente cortos, en ocasiones por unos cuantos días. Estos préstamos permiten garantizar la solvencia del conjunto del sistema financiero. Los enormes flujos de depósitos y retiros efectuados a diario por hogares y empresas nunca cuadran perfectamente al día en cada uno de los bancos. Desde 2008, la novedad principal radica en la duración de los préstamos otorgados a los bancos privados. En lugar de prestar a un horizonte de varios días, la Reseva Federal y el BCE ahora prestan a plazos de tres, incluso seis meses —de ahí el gran aumento de los volúmenes correspondientes al último trimestre de 2008 y a principios de 2009—. También empezaron a prestar por esos mismos plazos a instituciones no financieras, sobre todo en los Estados Unidos, con préstamos al sector bancario hasta por 9 o 12 meses y con adquisiciones directas de bonos de plazo relativamente largo. A partir de 2011-2012, los bancos centrales ampliaron nuevamente la gama de sus intervenciones. Las compras de bonos del Tesoro y de diversas obligaciones públicas, practicadas desde que se iniciara la crisis por la Reserva Federal, el Banco de Japón y el Banco de Inglaterra, fueron también realizadas por el BCE, conforme la crisis de la deuda pública se agravaba en el sur de Europa.

Respecto de estas políticas se deben precisar varios aspectos. Para empezar, los bancos centrales tienen el poder de evitar la quiebra de un banco o una institución no financiera prestándoles el dinero necesario para pagar los salarios y a los proveedores, pero no tienen el poder para obligar a las empresas a invertir, a los hogares a consumir y a la economía a reanudar el crecimiento. Tampoco tienen el poder de decidir sobre la tasa de inflación. La liquidez creada por los bancos centrales puede haber contribuido a evitar la depresión y la deflación, pero el clima económico sigue sombrío en los países ricos en los primeros años de la década de 2010, particularmente en Europa, donde la crisis de la zona euro influye negativamente en la confianza. El hecho de que los gobiernos de los principales países ricos (Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido) se encuentren pidiendo prestado a tasas excepcionalmente bajas en 2012-2013 —apenas 1%— da fe de la importancia de las políticas estabilizadoras de los bancos centrales. Sin embargo, esto demuestra sobre todo que los inversionistas privados no saben muy bien qué hacer con el dinero líquido prestado a tasas nulas o casi nulas por las autoridades monetarias, así que prefieren prestarlo de nuevo, por un rendimiento irrisorio, a los gobiernos considerados más seguros. Estas tasas de interés, tan bajas para ciertos países y mucho más elevadas para otros, son indicio de una situación económica febril y anómala[21].

La fuerza de los bancos centrales radica en que pueden redistribuir la riqueza muy rápidamente, y en principio en proporciones infinitas. Si fuera necesario, un banco central puede, en el lapso de un segundo, crear tantos miles de millones como desee y depositarlos en la cuenta de una institución o de un gobierno. En caso de urgencia absoluta (pánico financiero, guerra, catástrofe natural), esta inmediatez y carencia de límites para la creación de dinero son dos de sus ventajas irremplazables. En particular, ninguna autoridad fiscal podría actuar tan rápidamente para recaudar un impuesto: tiene que definir una base, tasas, promulgar una ley, recaudar el impuesto, prever las posibilidades de reclamación, etc. Si hubiera que proceder de esa forma para resolver una crisis financiera, ya habrían quebrado todos los bancos. Esta rapidez de ejecución es la principal fuerza de las autoridades monetarias.

La debilidad de los bancos centrales radica en que su capacidad para decidir a quién otorgar préstamos, por qué monto y durante cuánto tiempo, así como para gestionar la cartera financiera correspondiente, es evidentemente muy limitada. La primera consecuencia es que el tamaño de su balance no puede rebasar ciertos límites. En concreto, con todas las nuevas gamas de préstamos y de intervenciones en los mercados financieros introducidas desde 2008, los balances de los bancos centrales prácticamente han duplicado su tamaño. La totalidad de los activos y pasivos financieros pasó de aproximadamente 10 a más de 20% del PIB para la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra, y de más o menos 15 a cerca de 30% del PIB para el Banco Central Europeo. Es, sin duda, una evolución espectacular, pero al mismo tiempo se ve que estos montos siguen siendo relativamente modestos comparados con la totalidad de los patrimonios privados netos que ascienden a 500 o 600% del PIB, o lo rebasan, en la mayor parte los países ricos[22].

En teoría, sin duda se podría imaginar montos mucho más importantes. Los bancos centrales podrían decidir comprar todas las empresas de un país, todos los bienes inmobiliarios, financiar la transición energética, invertir en las universidades, dirigir la economía en su conjunto. El único problema, obviamente, es que los bancos centrales no tienen una administración provista para ello, y sobre todo carecen de la legitimidad democrática para emprender tales acciones. Las redistribuciones operadas por los bancos centrales son inmediatas y potencialmente infinitas, pero también pueden estar infinitamente mal dirigidas (como ocurre con los efectos de la inflación en la desigualdad); por eso es preferible que no sobrepasen cierta magnitud. Por ello, los bancos centrales operan en el marco de un mandato estricto, centrado en torno a la estabilidad del sistema financiero. En la práctica, cuando el poder público decide acudir en ayuda de ciertos sectores industriales, como con General Motors en los Estados Unidos en 2009-2010, es el gobierno y no el banco central el que directamente se ocupa de los préstamos, las participaciones y las diversas convenciones de objetivos con la empresa en cuestión. Lo mismo pasa en Europa: la política industrial o universitaria depende de los gobiernos, no del banco central. No es una cuestión de imposibilidad técnica; se trata de un problema de gobernanza democrática. Si los impuestos y los presupuestos públicos requieren tiempo para votarse y aplicarse, no es por mera casualidad: cuando se desplazan fracciones importantes de la riqueza nacional, más vale no equivocarse.

Entre las múltiples controversias relativas a los límites de la función de los bancos centrales, dos aspectos conciernen particularmente a nuestra investigación y merecen un análisis en profundidad. Se trata, por una parte, de la complementariedad entre la regulación bancaria y el impuesto sobre el capital (cuestión que ilustra a la perfección el reciente ejemplo de la crisis chipriota) y, por la otra, de los límites cada vez más evidentes de la arquitectura institucional vigente en la actualidad de Europa (donde se está experimentando con una construcción inédita en la historia, cuando menos a esta escala: una moneda sin Estado).

LA CRISIS CHIPRIOTA: CUANDO EL IMPUESTO SOBRE EL CAPITAL SE ENCUENTRA CON LA REGULACIÓN BANCARIA

El primer papel de los bancos centrales, irremplazable, es el de garantizar la estabilidad del sistema financiero; tienen la situación más idónea para asegurar día a día la posición de los diferentes bancos, para refinanciarlos, dado el caso, y para controlar que el sistema de pagos funcione normalmente. En ocasiones se apoyan en autoridades y estructuras encargadas específicamente de la regulación bancaria, por ejemplo, para otorgar licencias de operación a establecimientos financieros (no se puede abrir un banco en un taller mecánico) o para verificar que se respeten los índices de prudencia vigentes (es decir, los volúmenes de reservas y activos considerados como de poco riesgo que deben tener los bancos para poder prestar o invertir determinados montos en activos de mayor riesgo). En todos los países, los bancos centrales y las autoridades de regulación bancaria (que a menudo están muy vinculados) trabajan concertadamente. En el proyecto en curso sobre la creación de una unión bancaria europea, se supone que el BCE tendrá el papel más importante. En la solución de ciertas crisis bancarias consideradas como particularmente importantes, los bancos centrales también trabajan de común acuerdo con las estructuras internacionales creadas para este efecto, empezando por el Fondo Monetario Internacional. Es el caso, sobre todo, de la ya famosa «Troika», en que se agrupan la Comisión Europea, el BCE y el FMI, y que desde 2009-2010 intenta neutralizar la crisis financiera europea, que incluye una crisis de deuda pública y una crisis bancaria, sobre todo en el sur de Europa. En efecto, la recesión de 2008-2009 llevó a una agravación del endeudamiento público, que ya era muy elevado en vísperas de la crisis en la mayor parte de los países (sobre todo en Grecia e Italia), y a un acelerado deterioro de los balances bancarios, sobre todo en los países afectados por el estallido de la burbuja inmobiliaria (empezando por España). En última instancia, ambas crisis están inextricablemente vinculadas. Los bancos poseen títulos de deuda pública de los que nadie sabe exactamente su valor (el haircut fue masivo en Grecia, y aunque se afirmó que esta solución única no se repetiría, la verdad es que resulta muy difícil prever de modo objetivo cuál será el siguiente episodio en tales circunstancias), y las finanzas públicas de los gobiernos sólo pueden continuar degradándose mientras se prolongue el marasmo económico, dependiente en gran medida del bloqueo del sistema financiero y crediticio.

Una de las dificultades es que ni la Troika ni las autoridades públicas de los diferentes países afectados disponen de transmisión automática de información bancaria internacional ni de un «catastro financiero» que les permitiría repartir de forma transparente y eficaz las pérdidas y los esfuerzos. En el capítulo anterior mencionamos el caso de Italia y España y sus dificultades para instaurar, de forma aislada, un impuesto progresivo sobre el capital con el objetivo de restablecer sus finanzas públicas. El caso de Grecia es aún más extremo; todo el mundo le exige que haga que sus residentes más acomodados paguen impuestos, lo cual es sin duda una excelente idea. El problema es que, sin la cooperación internacional adecuada, Grecia carece evidentemente de los medios suficientes para imponer una tributación justa y eficiente, más aún cuando el desplazamiento de fondos al extranjero (a menudo a otros países europeos) es una tarea tan fácil para sus ciudadanos más ricos. Ahora bien, las autoridades europeas e internacionales no han tomado en ningún momento las medidas que permitan ofrecer un marco regulador y jurídico de esas características[23]. En consecuencia, a falta de recursos fiscales adecuados, Grecia, como los demás países afectados por la crisis, a menudo se ve obligada a generar ingresos deshaciéndose de los activos públicos que le quedan, con frecuencia a bajo precio, lo que para los compradores —griegos o europeos de diversas nacionalidades— es sin duda más atractivo que pagar impuestos.

Un caso particularmente interesante es el de la crisis chipriota de marzo de 2013. Chipre es una isla de un millón de habitantes; su entrada en la Unión Europea se produjo en 2004, y en 2008 en la zona euro. Su sector bancario está hipertrofiado, aparentemente por importantes depósitos bancarios extranjeros, sobre todo rusos, atraídos por la baja tributación y la poca atención de las autoridades locales. Según las declaraciones de los responsables de la Troika, parecería que esos depósitos rusos incluyen enormes sumas individuales, así que es posible imaginar oligarcas cuyos haberes se cifran en decenas de millones de euros, incluso miles de millones de euros, a juzgar por las clasificaciones de las fortunas publicadas por las revistas. El problema es que ni las autoridades europeas ni el FMI han publicado estadísticas, por burdas y aproximadas que sean. Lo más probable es que estas instituciones no sepan gran cosa, por la sencilla razón de que nunca se han tomado el trabajo de avanzar en este sentido, a pesar de su importancia. Tal opacidad no facilita un arreglo pacífico y racional de este tipo de conflictos. El problema, en efecto, es que los bancos chipriotas ya no tienen el dinero que figura en sus balances. Al parecer, los montos se invirtieron en títulos griegos hoy devaluados y en inversiones inmobiliarias en parte ilusorias. Con toda razón, las autoridades europeas dudan de utilizar el dinero de los contribuyentes europeos para sacar a flote los bancos chipriotas sin contrapartida, sobre todo si en última instancia se trata de sacar a flote a millonarios rusos.

Tras meses de reflexión, los miembros de la Troika tuvieron la desastrosa idea de proponer un impuesto excepcional para todos los depósitos bancarios: 6.75% para depósitos de hasta 100 000 euros y 9.9% para aquellos por encima de esa cantidad. La idea se antoja interesante, en la medida en que parece un impuesto progresivo sobre el capital, pero con dos matices importantes. Primero, la ligerísima progresividad es evidentemente ilusoria. Para cualquiera es claro que se trata de gravar casi con la misma tasa al pequeño ahorrador chipriota que tiene 10 000 euros en su cuenta de cheques y al oligarca ruso que posee 10 millones de euros. Segundo, la base impositiva nunca fue definida con claridad por las autoridades europeas e internacionales encargadas del expediente. Daba la impresión de que sólo los depósitos bancarios en sentido estricto resultaban afectados, y que para salvarse bastaba con transferir los haberes a títulos en acciones o bonos, o a otros activos financieros o inmobiliarios. En otras palabras, si ese impuesto se hubiera aplicado, habría sido sin duda brutalmente regresivo, habida cuenta de la composición y de las posibilidades de reasignación de las carteras más importantes. El impuesto se propuso en marzo de 2013, tras haber sido aprobado unánimemente por los miembros de la Troika y los 17 ministros de Finanzas en representación de los países de la zona euro; a continuación fue violentamente rechazado por la población. Finalmente se adoptó una nueva solución, consistente sobre todo en exentar los depósitos de menos de 100 000 euros (que es, en principio, el nivel de la garantía prevista en el proyecto de unión bancaria europea en proceso de aplicación). Sin embargo, las modalidades exactas siguen siendo relativamente imprecisas. Parece estarse aplicando un enfoque individualizado, banco por banco, sin que se conozcan con exactitud las tasas de retención y las bases tributarias utilizadas.

Este episodio es interesante, pues ilustra los límites de los bancos centrales y de las autoridades financieras; su fuerza y su rapidez para actuar, su debilidad y su capacidad limitada para enfocar correctamente las redistribuciones que operan. La conclusión es que el impuesto progresivo sobre el capital no sólo es útil como impuesto permanente, sino que también puede desempeñar un papel central como gravamen excepcional (con tasas en ocasiones bastante altas) en el marco de los arreglos de crisis bancarias importantes. En el caso chipriota, no es necesariamente inconveniente pedir a los ahorradores que hagan un esfuerzo, en la medida en que el país en su conjunto tiene una responsabilidad en la estrategia de desarrollo elegida por su gobierno. Por el contrario, lo que sí es profundamente chocante es que ni siquiera se busquen los medios para llegar a un reparto justo, transparente y progresivo de los esfuerzos. La buena nueva es que esta situación tal vez lleve a las autoridades internacionales a darse cuenta de los límites de los instrumentos de que disponen. Si se pregunta a los responsables por qué la propuesta del impuesto chipriota era tan poco progresiva y su base tan reducida, la respuesta inmediata es que nadie disponía de la información bancaria necesaria para aplicar un esquema mucho más progresivo[24]. La mala noticia es la falta de diligencia de las autoridades en cuestión para solucionar el problema, aun cuando la solución técnica está al alcance de la mano. No hay que excluir que el impuesto progresivo sobre el capital suscite bloqueos puramente ideológicos y que todavía falte mucho para lograr superarlos.

EL EURO: ¿MONEDA SIN ESTADO PARA EL SIGLO XXI?

Más allá de las diferentes crisis bancarias del sur de Europa, se ve que esos episodios ponen sobre la mesa un tema más amplio: el de la arquitectura general de la Unión Europea. ¿Cómo llegó a crearse, por primera vez en la historia, a tal escala, una moneda sin Estado? En la medida en que el PIB de la Unión Europea representaba en 2013 casi la cuarta parte del PIB mundial, el asunto es de interés general y va más allá de los habitantes de la zona.

La respuesta que suele darse a esta pregunta es que la creación del euro, decidida en 1992 por el tratado de Maastricht, en medio de la caída del muro de Berlín y de la unificación alemana, y cuya entrada en vigor para los distribuidores de billetes se produjo el 1.º de enero de 2002, no era más que una etapa de un largo proceso. La unión monetaria conduce naturalmente a una unión política, fiscal, presupuestaria; una unión que no deja de estrecharse. Basta con tener paciencia y no saltarse etapas. Y en parte es cierto. Sin embargo, me parece que, a fuerza de no querer anticiparse al camino, a fuerza de posponer una y otra vez el debate sobre el itinerario preciso, las etapas y la meta, en ocasiones se corre el riesgo de salirse del camino. Si en 1992 Europa decidió crear una moneda sin Estado no fue sólo por pragmatismo, sino también porque este acuerdo institucional se concibió en los últimos años de la década de 1980 y los primeros de la de 1990, en un momento en que se pensaba que la única función de los bancos centrales era ver pasar los trenes, es decir, asegurarse de que la inflación no subiera. Después de la estanflación de los años setenta, los gobiernos y la opinión pública se dejaron convencer de que primeramente los bancos centrales debían ser independientes del poder público y tener, como objetivo único, una inflación baja. Así se llegó a la creación de una moneda sin Estado y de un banco central sin gobierno. Esta visión inerte de los bancos centrales se hizo añicos después de la crisis de 2008, cuando todo el mundo redescubrió el papel crucial que desempeñan estas instituciones en caso de crisis graves y el carácter totalmente inadecuado del arreglo institucional europeo.

Entiéndaseme bien. Habida cuenta del poder infinito de creación monetaria de los bancos centrales, es perfectamente legítimo restringirlos con estatutos rígidos y misiones claramente definidas. Así como nadie desea dar a un jefe de gobierno el poder de cambiar a su gusto a los rectores o los profesores universitarios (y no se diga el contenido de su enseñanza), nada tiene de chocante que las relaciones entre el poder político y las autoridades monetarias estén regidas por drásticas restricciones. Además, se tienen que precisar los límites de esa independencia. No conozco a nadie que en las últimas décadas haya propuesto que se devuelva a los bancos centrales el estatuto privado de que gozaban en muchos países hasta la primera Guerra Mundial, incluso hasta 1945[25]. De hecho, que los bancos centrales sean instituciones públicas tiene como consecuencia que sus dirigentes sean nombrados por los gobiernos y, en ocasiones, por los parlamentos. A menudo el mandato es irrevocable mientras dura (en general, cinco o seis años), pero de todas formas esto se traduce en que pueden ser remplazados durante ese lapso si su política se considera inadecuada, posibilidad nada despreciable. En la práctica, los dirigentes de la Reserva Federal, del Banco de Japón o del Banco de Inglaterra deben trabajar en concierto con los gobiernos democráticamente elegidos y legítimos. Particularmente en cada uno de esos países el banco central ha desempeñado un papel clave en la estabilización de la tasa de interés de la deuda pública en un nivel bajo y previsible.

En el caso del Banco Central Europeo se han afrontado dificultades particulares. Para empezar, sus estatutos son más restrictivos que los otros: el objetivo de baja inflación ganó la delantera al objetivo de empleo pleno y crecimiento, fenómeno que refleja el contexto ideológico en que fue creado. Es aún más importante que sus estatutos impidan al BCE ser acreedor de los préstamos públicos en el momento en que se emiten: primero debe dejar que los bancos privados presten dinero a los gobiernos miembros de la zona euro (en ocasiones a una tasa más elevada que aquella con la que el BCE presta a los bancos privados) y después comprar los títulos en el mercado secundario; esto es lo que ha acabado por hacer en el caso de los países del sur de Europa, después de mucho dudarlo[26]. En general, es evidente que el principal problema es que el BCE se enfrenta a 17 diferentes deudas públicas nacionales y 17 gobiernos nacionales, y que le es muy difícil desempeñar su papel de estabilizador en tal contexto. Si la Reserva Federal tuviera que escoger cada mañana entre la deuda de Wyoming, la de California y la de Nueva York, y decidir tasas y cantidades según la tensión que percibiera en cada mercado específico, bajo la presión de las diferentes regiones, le costaría mucho trabajo aplicar con serenidad una política monetaria.

Desde la introducción del euro en 2002 y hasta 2007-2008, las tasas de interés fueron rigurosamente las mismas para los diferentes países. Nadie anticipaba una posible salida del euro, de modo que todo parecía marchar bien. Sin embargo, una vez que la crisis financiera mundial empezó, empezaron también las divergencias de las tasas. Se debe medir muy bien la magnitud de las consecuencias en los presupuestos públicos. Cuando una deuda pública se acerca a un año de PIB, una diferencia de unos cuantos puntos base en la tasa de interés tiene consecuencias importantes. Es casi imposible organizar un debate democrático sereno sobre los esfuerzos necesarios y sobre las indispensables reformas del Estado social frente a tal incertidumbre. Para los países del sur de Europa, verdaderamente se trata de la peor de las combinaciones. Antes de la creación del euro, se podía devaluar la propia moneda para, cuando menos, recuperar competitividad y relanzar la actividad económica. La especulación sobre las tasas de interés nacionales es, en cierta forma, aún más desestabilizadora que las especulaciones de antaño sobre los tipos de cambio intraeuropeos, en la medida en que los balances bancarios internacionales son de tal alcance, que basta con un movimiento de pánico en un puñado de operadores de mercado para crear movimientos de gran amplitud en el ámbito de un país como Grecia, Portugal o Irlanda, e incluso como España o Italia. Lógicamente, la contraparte de la pérdida de soberanía monetaria debería ser el acceso a una deuda pública segura y a tasas bajas y previsibles.

EL TEMA DE LA UNIFICACIÓN EUROPEA

Sólo mancomunar las deudas públicas de la zona euro, o cuando menos las de aquellos países que la integran y que lo deseen, permitiría acabar con estas contradicciones. La propuesta alemana de «fondos de redención» mencionada antes es un buen punto de partida, pero le falta el lado político[27]. En concreto, es imposible decidir con 20 años de anticipación cuál será el ritmo exacto de la «redención», es decir, el ritmo que se imprimirá al conjunto de la deuda común para llegar a la meta deseada. Todo dependerá de múltiples parámetros, empezando por la coyuntura económica. Para decidir el ritmo del desendeudamiento común, es decir, del déficit público de la zona euro, se debe crear un verdadero parlamento presupuestario de la zona euro. La mejor solución sería constituirlo a partir de los diputados de los parlamentos nacionales, con el objetivo de construir una soberanía parlamentaria europea partiendo de legitimidades democráticas nacionales[28]. Como todos los parlamentos, esta cámara tomaría decisiones por mayoría, tras debates públicos y plurales. Se verían coaliciones sobre bases parcialmente políticas y parcialmente nacionales; las decisiones que se tomaran no serían perfectas, pero cuando menos se sabría qué se decidió y por qué, lo que ya es algo. Esto parece una evolución más prometedora que la de recurrir al actual Parlamento Europeo, que tiene el inconveniente de apoyarse en 27 países (de los cuales muchos no son miembros de la zona euro y en este momento no desean proseguir con la integración europea) y de esquivar demasiado abiertamente las soberanías parlamentarias nacionales, lo cual resulta problemático, tratándose de decisiones sobre los déficits presupuestales nacionales. Esto explica sin duda que la transferencia de competencias hacia el Parlamento Europeo haya sido siempre muy limitada y que vaya a seguir siéndolo durante mucho tiempo. Es el momento de tomar nota y de contar, por fin, con una cámara parlamentaria adaptada a la voluntad de unificación expresada por los países de la zona euro (de lo cual el ejemplo más claro es el abandono de la soberanía monetaria, por poco que se hayan medido las consecuencias).

Es posible hacer otros arreglos institucionales complementarios. En la primavera de 2013, las autoridades italianas hicieron suya la propuesta lanzada varios años antes por los responsables políticos alemanes sobre la elección por sufragio universal de un presidente de la Unión Europea, propuesta que lógicamente debería ir acompañada de una extensión de sus poderes. A partir del momento en que un parlamento presupuestal vota por el déficit de la zona euro, parece evidente que un ministro europeo de finanzas debe ser responsable ante tal cámara y someterle su proyecto de presupuesto y de déficit. Una cosa es segura: la zona euro no puede prescindir de un verdadero recinto parlamentario para decidir pública, democrática y soberanamente sus opciones de estrategia presupuestal y, de forma más general, cómo pretende salir de la crisis bancaria y financiera en la que está sumida. Los consejos de jefes de Estado o de los ministros de finanzas no pueden de ninguna manera actuar como tal: estas reuniones son secretas, no dan lugar a debates públicos plurales y rutinariamente desembocan en triunfales comunicados nocturnos que anuncian la salvación de Europa, mientras que los propios participantes no siempre parecen saber muy bien lo que decidieron. El caso de la decisión sobre el impuesto chipriota es emblemático: oficialmente se decidió por unanimidad, pero nadie quiso asumirlo de modo público[29]. Tal situación es digna de la Europa del Congreso de Viena (1815), pero por supuesto no va con el siglo XXI. Las propuestas alemanas e italianas mencionadas antes muestran que es posible avanzar, pero de todas formas sorprende atestiguar hasta qué punto Francia, dispuesta, sin embargo, a dar lecciones de solidaridad europea, en particular sobre la mutualización de las deudas (cuando menos en el ámbito de la retórica)[30], está ausente de este debate, independientemente del partido político en el poder[31].

A falta de una evolución de esta naturaleza, es muy difícil imaginar una solución duradera a la crisis de la zona euro. Aparte de mancomunar la deuda y el déficit, hay otros instrumentos presupuestales y fiscales que cada país ya no puede verdaderamente asumir de forma individual y que sería lógico mutualizar. El primer ejemplo que nos viene a la mente es, por supuesto, el impuesto progresivo sobre el capital, analizado en el capítulo anterior.

Un ejemplo aún más evidente es el impuesto sobre las utilidades de las empresas, el cual es sin duda la causa de la competencia fiscal entre Estados europeos y la más feroz desde principios de los años noventa. En particular, varios países pequeños, primero Irlanda, después en el antiguo bloque soviético de la Europa del Este, han hecho de una tasa impositiva baja sobre los beneficios de las empresas uno de los ejes principales de su estrategia de desarrollo y de su actividad internacional. En principio, en un sistema fiscal ideal basado en intercambios automáticos de información bancaria perfectamente confiables, el papel del impuesto sobre las empresas sería limitado: no sería sino una retención anticipada del impuesto sobre el ingreso (o el impuesto sobre el capital) que deben pagar los accionistas o los acreedores individuales[32]. En la práctica, el problema es que esta retención anticipada suele ser lo único que se paga, en el sentido de que buena parte de la base fiscal declarada en el nivel de los beneficios gravables de las sociedades no forma parte del ingreso gravable individual; de ahí la importancia de cobrar una tasa significativa en el origen, es decir, en el nivel del impuesto sobre las empresas.

Una buena solución sería tener una declaración única de beneficios para el ámbito europeo y después repartir los ingresos en función de un criterio menos manipulable de lo que actualmente son los beneficios por filial. De hecho, el problema del sistema actual es que las sociedades multinacionales a veces pagan montos insignificantes del impuesto sobre las empresas si, por ejemplo, localizan de forma totalmente ficticia sus utilidades en una microfilial ubicada en un territorio o país donde el impuesto es bajo, con toda impunidad, y a menudo con la conciencia tranquila[33]. Sin duda es más razonable abandonar la idea de poder localizar las utilidades en este o aquel territorio, y repartir los ingresos sobre la base de las ventas o los salarios.

Un problema similar se plantea para el impuesto sobre el capital individual. El principio general sobre el que se basa la mayor parte de las convenciones fiscales es el principio de residencia: cada país grava el ingreso y el patrimonio de las personas que residen en su territorio más de seis meses por año. Este principio práctico es cada vez más difícil de aplicar en Europa, sobre todo en las zonas fronterizas (por ejemplo, entre Francia y Bélgica). Además, el patrimonio siempre se ha gravado en parte según la ubicación del activo, no del poseedor. Por ejemplo, el impuesto predial francés se paga sobre un inmueble parisino, incluso si su poseedor reside al otro lado del mundo y sin importar su nacionalidad. El mismo principio se aplica para el impuesto sobre la fortuna, pero únicamente sobre los bienes inmuebles. Nada impediría aplicarlo también sobre los activos financieros, según la ubicación de la actividad económica de la empresa respectiva. Esto sirve también para los títulos de la deuda pública. Tal extensión del principio de «residencia del capital» a los activos financieros (y no de residencia del poseedor) exige, por supuesto, una transmisión automática de información bancaria que permita seguir las complejas estructuras del accionariado. Estos impuestos plantean además la cuestión de la multinacionalidad[34]. Al respecto, es muy evidente que las respuestas adecuadas pueden provenir únicamente del ámbito europeo (incluso mundial). La solución correcta sería, pues, confiar al parlamento presupuestal de la zona euro la creación de esos instrumentos.

¿Es una utopía? No más que pretender crear una moneda sin Estado. Desde el momento en que los países renunciaron a su soberanía monetaria, parece indispensable devolverles una soberanía fiscal sobre temas que escapan ya a los Estados-nación, como la tasa de interés sobre la deuda pública, el impuesto progresivo sobre el capital o los gravámenes a las utilidades de las compañías multinacionales. Para los países europeos, hoy la prioridad debería ser la construcción de un gobierno continental capaz de retomar el control del capitalismo patrimonial y de los intereses privados, así como de defender el modelo social europeo en el siglo XXI; las pequeñas desavenencias entre modelos nacionales son relativamente secundarias; tanto es así que de lo que aquí se trata es de la supervivencia del modelo común[35].

Cabe subrayar también que, a falta de una unión política europea de ese tipo, es muy posible que las fuerzas de la competencia fiscal sigan haciendo sentir sus efectos. Sería erróneo pensar que ya se le ve el fin a la competencia fiscal. En particular, las próximas etapas de la carrera de persecución a la baja del impuesto sobre las empresas ya están listas, con los proyectos de tipo «ACE», que en poco tiempo podría llevar a una pura y simple supresión del impuesto sobre las empresas[36]. Sin tratar de dramatizar a toda costa, me parece importante percatarse de que el curso normal de la competencia fiscal es conducir hacia un predominio del impuesto sobre el consumo, es decir, hacia un sistema fiscal del siglo XIX, que no permite progresividad y favorece, en la práctica, a las personas que pueden ahorrar, o mudarse, o mejor aún, ambas cosas[37]. De todas formas se puede indicar que ciertos tipos de cooperación fiscal avanzan a veces más rápido de lo que hubiera podido pensarse a priori, como lo demuestra el proyecto del impuesto sobre las transacciones financieras, tal vez uno de los primeros impuestos verdaderamente europeos. Incluso si la importancia de tal impuesto parece mucho menor que la del impuesto sobre el capital o sobre los beneficios (a la vez en términos de ingresos y de impacto distributivo), esta evolución reciente demuestra que nada está escrito de antemano[38]. La historia política y fiscal inventa siempre sus propios caminos.

GOBIERNO Y ACUMULACIÓN DEL CAPITAL EN EL SIGLO XXI

Tomemos ahora un poco de distancia respecto de lo que está en juego en la construcción de Europa y planteemos la siguiente pregunta: en una sociedad ideal, ¿cuál sería el nivel de deuda pública deseable? Así, de entrada, no hay certeza absoluta al respecto, y sólo la deliberación democrática puede permitir dar respuesta a esta pregunta, en función de los objetivos de una sociedad y de los retos específicos a los que se enfrenta. Lo cierto es que resulta imposible dar una respuesta sensata si al mismo tiempo no se plantea una pregunta más amplia: ¿cuál es el nivel deseable de capital público y cuál el nivel ideal de capital nacional en su conjunto?

En el marco de este libro, hemos estudiado detalladamente la evolución de la relación entre capital e ingreso, β, a través de países y siglos. También analizamos cómo la relación β de largo plazo era determinada por las tasas de ahorro y crecimiento del país en cuestión, mediante la ley β = s·g. Sin embargo, todavía no nos preguntamos sobre la relación β deseable. En una sociedad ideal, ¿debería disponerse de cinco años de ingreso nacional en acervo de capital, o de 10, o incluso de 20? ¿Cómo reflexionar sobre este tema? No es posible dar una respuesta exacta, pero, según ciertas hipótesis, podemos fijar un límite máximo a la cantidad de capital que se puede considerar, a priori, como acumulable. Ese nivel máximo consiste en acumular tanto capital como para que la tasa de rendimiento del capital r, supuestamente igual a su productividad marginal, caiga al nivel de la tasa de crecimiento g. Tomada al pie de la letra, esta regla r = g, bautizada como «regla de oro de la acumulación del capital» por Edmund Phelps en 1961, implicaría un acervo de capital mucho más elevado que los observados a todo lo largo de la historia, pues, como ya vimos, la tasa de rendimiento siempre ha sido claramente superior a la tasa de crecimiento. La desigualdad r > g fue muy considerable hasta el siglo XIX (con rendimientos del orden de 4 a 5% y un crecimiento inferior a 1%) y probablemente lo sea de nuevo durante el siglo XXI (con igual rendimiento promedio, de 4 a 5%, y un crecimiento sin duda un poco superior a 1.5%, a largo plazo)[39]. Es muy difícil decir cuánto capital habría que acumular para que la tasa de rendimiento bajara a 1 o 1.5%. Es cierto que serían necesarios más de los seis o siete años de ingreso nacional observados actualmente en los países más intensivos en capital: tal vez sería necesario acumular el equivalente de 10 a 15 años de ingreso nacional en capital, quizá más. Para que la tasa de rendimiento baje a las tasas de crecimiento minúsculo observado antes del siglo XVIII (menos de 0.2%), es difícil imaginar lo que eso podría representar en términos de la relación capital/ingreso. Tal vez se tendrían que acumular 20 o 30 años de ingreso nacional en capital para que cada quien dispusiera de tantos inmuebles y casas, equipos y máquinas, y herramientas de todo tipo, para que una unidad suplementaria de capital reportara menos de 0.2% en producción suplementaria anual.

A decir verdad, la pregunta así planteada es sin duda demasiado abstracta, y la respuesta de la regla de oro no es muy útil en la práctica. Es probable que ninguna sociedad humana acumule jamás tanto capital, pero no por ello deja de tener interés la lógica subyacente a la regla. Resumiendo[40]: si se cumple con la regla de oro r = g, por definición eso significa que a largo plazo la parte del capital en el ingreso nacional es exactamente igual a la tasa de ahorro de la economía, α = s. De modo inverso, mientras se verifique la desigualdad r > g, a largo plazo la parte del capital será superior a la tasa de ahorro: α > s[41]. Dicho de otra manera, para que se cumpla la regla de oro se tiene que haber acumulado tanto capital que éste ya no produzca nada. O más precisamente, se tiene que haber acumulado tanto capital que el simple hecho de mantener ese acervo de capital en el mismo nivel (en proporción al ingreso nacional) exija reinvertir cada año todo lo que reporta ese capital. Es exactamente lo que significa la igualdad α = s: la totalidad de los ingresos del capital debe ahorrarse cada año y agregarse al acervo de capital. A la inversa, mientras se cumpla la desigualdad r > g, en el largo plazo el capital reportará algo, en el sentido de que no es necesario reinvertir la totalidad de los ingresos del capital para mantener en el mismo nivel la relación capital/ingreso.

Vemos, pues, que la regla de oro es semejante a una estrategia de «saturación del capital». Se acumula tanto capital que los rentistas ya no tienen nada que consumir, pues necesitan reinvertir todo si desean que su capital crezca al mismo ritmo que la economía, y así conservar su estatus social respecto del promedio de la sociedad. A la inversa, mientras r > g, basta con reinvertir cada año la fracción del rendimiento correspondiente a la tasa de crecimiento (g) y consumir el resto (r − g). La desigualdad r > g es la base de las sociedades rentistas. Así, acumular suficiente capital para que el rendimiento baje al nivel del crecimiento puede poner fin al reino de los rentistas.

¿Pero estamos seguros de que es el mejor método? ¿Por qué los poseedores del capital, y por qué una sociedad en su conjunto, escogerían acumular tanto capital? En realidad, no debe olvidarse que el razonamiento que lleva a la regla de oro permite únicamente fijar un límite máximo, pero de ninguna manera justifica, en general, que se vaya tan lejos[42]. En la práctica hay dos formas mucho más sencillas y eficaces para combatir a los rentistas, sobre todo por la vía fiscal: no hay necesidad de acumular decenas de años de ingreso nacional en reservas de capital, lo cual tal vez exigiría privaciones durante generaciones[43]. En un nivel puramente teórico, todo depende, en principio, de los orígenes del crecimiento. Si la productividad no crece y si el crecimiento proviene sólo de la población, dirigirse hacia la regla de oro puede tener sentido. Por ejemplo, si se toma como dato el hecho de que la población crecerá eternamente al 1% anual, y si uno es infinitamente paciente y altruista respecto de las generaciones futuras, entonces la manera correcta de maximizar el consumo por habitante a largo plazo es en efecto acumular tal cantidad de capital que el rendimiento caiga a 1%. Sin embargo, de inmediato se ven los límites del razonamiento. Para empezar, es un poco extraño tomar como dato un crecimiento demográfico eterno: después de todo, depende de las opciones de fecundidad de las generaciones futuras, y las generaciones actuales no son responsables de ello (excepto si se imagina una tecnología anticonceptiva particularmente desarrollada). Además, si el crecimiento demográfico también es igual a cero, habría que acumular una cantidad infinita de capital: mientras el rendimiento sea ligeramente positivo, siempre será en interés de las generaciones futuras que las generaciones actuales no consuman nada y acumulen más. Según Marx, que supone implícitamente un crecimiento nulo tanto de la población como de la productividad, es en lo que habría tenido que desembocar el deseo de acumulación infinita de los capitalistas, de ahí su caída definitiva, para dar lugar a la apropiación colectiva de los medios de producción, de modo que fuera el Estado soviético el que se hiciera cargo, por el bien común, de la acumulación sin límite de capital industrial y de máquinas, cada vez más numerosas, sin que, por otra parte, se sepa muy bien dónde deben detenerse las autoridades encargadas de la planificación[44].

Cuando el crecimiento de la productividad es positivo, el proceso de acumulación del capital se equilibra merced a la ley β = s·g. El problema del óptimo social se torna entonces más difícil de resolver. Si se sabe de antemano que la productividad crecerá eternamente al 1% anual, ello implica que las generaciones futuras serán mucho más productivas y prósperas que las actuales. En esas condiciones, ¿es razonable sacrificar nuestro consumo actual para acumular cantidades inusitadas de capital? Dependiendo de la forma que elijamos para comparar y ponderar el bienestar de las diferentes generaciones, se puede llegar a todas las conclusiones posibles: concluir que lo más sabio es no dejarles nada (quizá nada más nuestra contaminación) o llegar hasta la regla de oro, o a algún punto entre esos dos extremos. Aquí se ve hasta qué punto es limitada la utilidad práctica de la regla de oro[45].

A decir verdad, el sentido común debería haber sido suficiente para concluir que no hay fórmula matemática que nos permita zanjar el eminentemente complejo problema de determinar qué dejar a las generaciones futuras. Si de todas formas me pareció necesario presentar estos debates conceptuales en torno a la regla de oro fue porque en estos primeros años del siglo XXI tienen cierto impacto en el debate público, por una parte respecto del tema de los déficits europeos y, por otra, en el marco de las controversias sobre las consecuencias del cambio climático.

LEGALISMO Y POLÍTICA

En un principio, la noción de regla de oro se utilizó en el marco del debate europeo en torno a los déficits públicos, pero en un sentido completamente diferente[46]. En 1992, en el momento de la creación del euro, el tratado de Maastricht había previsto que el déficit presupuestal no sobrepasara el 3% del PIB y que la deuda pública total fuera menor de 60% del PIB[47]. La lógica económica precisa tras la decisión de estas cifras no ha sido aclarada explícitamente[48]. A decir verdad, si no se toman en cuenta los activos públicos y, más generalmente, el conjunto del capital nacional, es muy difícil justificar racionalmente un nivel determinado de deuda pública. La verdadera razón subyacente a estos criterios apremiantes, nunca antes vistos (por ejemplo, ni el parlamento estadunidense, ni el británico, ni el japonés, se han impuesto nunca tales reglas), ya se mencionó antes: se deriva casi inevitablemente del hecho de que se haya decidido crear una moneda común sin Estado y, en particular, sin crear una deuda común y sin unificar la determinación del nivel del déficit. En principio, estos criterios serían inútiles si la determinación del déficit común fuera responsabilidad de un parlamento presupuestal de la zona euro. Se trataría, entonces, de una decisión soberana y democrática, pero no hay una razón convincente para imponer, a priori, tales elecciones, y mucho menos, para incluir esas reglas en las constituciones. Tomando en consideración que esta unión presupuestal en construcción todavía es joven, se puede sin duda imaginar que la confianza común exige reglas específicas, por ejemplo, a manera de supermayorías parlamentarias para sobrepasar cierto nivel de deuda. Sin embargo, no se justificaría fijar para siempre un objetivo intangible de déficit y de deuda, sin tener en cuenta las mayorías políticas europeas del futuro.

Entiéndase bien: no tengo ninguna preferencia personal por la deuda pública, de la que varias veces he dicho que a menudo favorece la redistribución al revés, de los más modestos hacia los que tienen medios para prestar al gobierno (a los que, de manera general, sería obviamente preferible hacerles pagar impuestos). Desde mediados del siglo XX y desde el gran repudio de las deudas públicas de la posguerra (o más bien, de su eliminación por inflación), se han desarrollado muchas fantasías peligrosas sobre la deuda pública y las posibilidades de redistribución social que ofrece, que me parece urgente disipar.

Sin embargo, varias razones hacen pensar que no es acertado fijar criterios presupuestales por la vía jurídica o constitucional. Para empezar, la experiencia de la historia sugiere que en caso de crisis grave suele ser necesario tomar decisiones de urgencia sobre el presupuesto de una magnitud imposible de imaginar antes de la crisis. Dejar a un juez constitucional (o a comités de expertos) la tarea de decidir caso por caso sobre la oportunidad de tales decisiones sería una forma de regresión democrática. Además, implicaría riesgos. De hecho, la historia demuestra la lamentable tendencia de los jueces constitucionales a embarcarse en largas y aventuradas interpretaciones —y, en general, muy conservadoras— de los textos jurídicos sobre asuntos fiscales y presupuestarios[49]. Este conservadurismo jurídico es particularmente peligroso hoy en Europa, donde suele verse una tendencia a favorecer el derecho absoluto a la libre circulación de personas, bienes y capitales antes que el de los gobiernos a promover el interés general, lo que incluye el derecho a cobrar impuestos.

Antes que nada conviene insistir en que el nivel del déficit o de la deuda no se puede apreciar correctamente sin tomar en cuenta muchos otros parámetros que afectan la riqueza nacional. En este caso, si se considera el conjunto de datos disponibles, lo que más sorprende es que el patrimonio nacional nunca ha sido tan elevado en Europa. El patrimonio público neto es desde luego casi nulo, habida cuenta de la magnitud de las deudas públicas, pero el patrimonio privado neto es igualmente elevado desde hace un siglo. Por tanto, la idea de que estaríamos a punto de dejar deudas escandalosas a nuestros hijos y nietos, y que deberíamos cubrirnos la cabeza de cenizas para que nos perdonen, no tiene sentido. Desde el punto de vista de la verdadera regla de oro, que trata de la acumulación total del capital nacional, la verdad obliga a decir que los países europeos nunca han estado tan cerca de ella. Por el contrario, lo que es exacto y, en buena lógica, escandaloso es que el capital nacional está exageradamente mal repartido, con una riqueza privada apoyada en la pobreza pública. Su consecuencia principal es que actualmente gastamos mucho más en intereses de la deuda de lo que invertimos, por ejemplo, en enseñanza superior. Esto, además, es una realidad muy antigua: teniendo en cuenta el crecimiento relativamente lento desde 1970-1980, estamos en un periodo histórico en que la deuda cuesta mucho a las finanzas públicas en todo el mundo[50]. Es ésa la razón principal de que se tenga que reducir dicha deuda lo más rápido posible, idealmente a través de un gravamen progresivo y excepcional sobre el capital privado y, en su defecto, mediante la inflación. En todos los casos, estas decisiones deben depender de un parlamento soberano y del debate democrático[51].

CAMBIO CLIMÁTICO Y CAPITAL PÚBLICO

La regla de oro tiene también un impacto importante sobre una segunda cuestión esencial: el cambio climático y, de manera más general, el posible deterioro del capital natural a lo largo del siglo XXI. Si se adopta una visión global del capital nacional y mundial, ésta será sin duda la principal inquietud a largo plazo. El informe Stern, publicado en 2006, impresionó a la opinión pública con su cálculo de que los posibles daños al medio ambiente de aquí a que termine el siglo podían calcularse, según ciertas proyecciones, en decenas de puntos del PIB mundial anual. Entre los economistas, la controversia sobre el informe Stern ha girado principalmente en torno a la tasa a la cual habría que descontar esos estragos futuros. Para el británico Nick Stern, sería necesario utilizar una tasa de descuento relativamente baja, del orden de la tasa de crecimiento (1 a 1.5% anual), en cuyo caso dichos daños parecen ya muy elevados desde el punto de vista de las generaciones presentes. La conclusión del informe es, pues, la necesidad de actuar de forma intensiva e inmediata. Para el estadunidense William Nordhaus, habría que utilizar, por el contrario, una tasa de descuento más próxima a la tasa de rendimiento promedio del capital (4 a 5% anual), con lo cual las catástrofes futuras se ven mucho menos inquietantes. Dicho de otra manera, ambos autores aceptan la misma evaluación de los estragos futuros (evidentemente, muy inciertos), pero sacan conclusiones muy diferentes. Para Stern, la pérdida de bienestar mundial para la humanidad es tal, que desde ahora se justifica gastar el equivalente a cuando menos cinco puntos del PIB mundial cada año para tratar de limitar el cambio climático futuro. Para Nordhaus, sería totalmente injustificado, pues las generaciones futuras serán más ricas y productivas que nosotros y encontrarán la forma de resolverlo, con el riesgo de consumir menos, lo cual en todo caso será mucho menos costoso para el bienestar universal que hacer tales esfuerzos ahora. En esencia, tal es la conclusión de tan eruditos cálculos.

Puestos a escoger, las conclusiones de Stern me parecen más razonables que las de Nordhaus, que muestran en efecto un optimismo agradable y muy oportuno —por su coincidencia con la estrategia estadunidense de emisiones de carbono sin reservas—, pero, en última instancia, poco convincente[52]. Me parece, sin embargo, que este debate relativamente abstracto sobre la tasa de descuento no presta atención al asunto central. En la práctica, cada vez con más frecuencia se trata de introducir en el debate público, sobre todo en Europa pero también en China o los Estados Unidos, la necesidad de una gran ola de inversiones tendientes a descubrir nuevas tecnologías no contaminantes y formas de energía renovables suficientemente abundantes para prescindir de los hidrocarburos. Este debate sobre la «recuperación ecológica» está muy presente en Europa, pues se ve en él una forma viable de salir del marasmo económico actual. Tal estrategia es tanto más tentadora cuanto que la tasa de interés, en cuyo nombre los Estados piden prestado, es hoy muy baja. Si los inversionistas privados no saben cómo gastar e invertir, ¿por qué el gobierno debería privarse de invertir para el futuro, evitando así una probable degradación del capital natural[53]?

Se trata de uno de los principales debates del porvenir. Más que inquietarse por la deuda pública (que es muy inferior a los patrimonios privados y que, en el fondo, puede ser fácilmente suprimida), sería más urgente la preocupación por aumentar nuestro capital educativo y evitar que se degrade nuestro capital natural. De otro modo es una pregunta más seria y difícil, pues el efecto invernadero no desaparece de un plumazo (o con un impuesto sobre el capital, que es lo mismo). En la práctica, la pregunta central es la siguiente. Supongamos que Stern tenga más o menos razón y que se justifique gastar cada año el equivalente a 5% del PIB mundial para evitar la catástrofe: ¿estamos seguros de saber qué inversiones hacer y cómo organizarlas? Si se trata de inversiones públicas, es importante entender que están en juego cantidades considerables, mucho más, por ejemplo, que todas las inversiones públicas que se realizan en los países ricos hoy en día[54]. Si se trata de inversión privada, se deben precisar las modalidades de financiamiento público y la naturaleza de los derechos de propiedad sobre las tecnologías y patentes que se derivarán. Por otra parte, ¿conviene apostar todo a investigaciones de punta con el fin de avanzar rápidamente en energías renovables, o imponernos de inmediato reducciones importantes en el consumo de hidrocarburos? Sin duda es inteligente recurrir a una estrategia equilibrada que se apoye en todos los instrumentos disponibles[55]. Pero más allá de esta observación de sentido común, es forzoso subrayar que hoy nadie sabe cómo se enfrentarán esos desafíos ni qué papel desempeñará exactamente el gobierno para evitar esta posible degradación del capital natural en el siglo XXI.

TRANSPARENCIA ECONÓMICA Y CONTROL DEMOCRÁTICO DEL CAPITAL

De manera más general, para concluir me parece importante insistir en que una de las grandes apuestas para el futuro es, sin duda, la creación de nuevas formas de propiedad y control democrático del capital. La frontera entre capital público y capital privado está lejos de ser tan clara como se ha imaginado después de la caída del muro. Como hemos indicado, de hoy en adelante habrá numerosos sectores de actividad, en la educación, la salud, la cultura, los medios de comunicación, en que las formas dominantes de organización y propiedad no tienen mucho que ver con los paradigmas polares del capital puramente privado (como el modelo de la sociedad por acciones, totalmente en manos de sus accionistas) o del capital puramente público (con una lógica igualmente top down, en cuyo caso el gobierno decide soberanamente qué inversión hacer). Evidentemente, hay numerosos modos de organización intermedia que permiten utilizar de modo conveniente la información y las competencias de cada persona. El mercado y el voto no son más que dos formas polares de organizar las decisiones colectivas: tendrán que inventarse nuevas formas de participación y de gobernanza[56].

El elemento esencial es que estas diferentes formas de control democrático del capital dependen, en gran medida, del grado de información económica al alcance de cada individuo. La transparencia económica y financiera no es únicamente una apuesta fiscal; también es, y quizás esto sea más importante, una apuesta de gobernanza democrática y de participación en las decisiones. Desde este punto de vista, la apuesta no es tanto la transparencia financiera respecto de los patrimonios y los ingresos individuales, que realmente carece en sí de interés, excepto tal vez en circunstancias muy particulares, como para los responsables políticos[57], o en un contexto en el que la falta de confianza no pueda corregirse de otra manera[58]. Como regla general, la apuesta más importante para la acción colectiva se refiere a la publicación de las cuentas detalladas de las empresas privadas (como, por lo demás, de las agencias gubernamentales), que en su forma pública actual son totalmente insuficientes para que los asalariados, o cualquier ciudadano, se formen una opinión sobre lo realizado y puedan intervenir en las decisiones. Para citar, por ejemplo, un caso práctico que nos remite al principio de esta obra, las cuentas publicadas por la empresa Lonmin, poseedora de la mina gigante de platino de Marikana, donde murieron a balazos 34 huelguistas en agosto de 2012, no permitían siquiera calcular con exactitud la distribución de la riqueza producida entre utilidades y sueldos. Se trata, por otra parte, de una característica general de las contabilidades públicas de las empresas en todo el mundo: los datos se agrupan en categorías estadísticas muy amplias que permiten decir lo menos posible sobre lo que realmente está en juego, o bien reservar la verdadera información para los inversionistas[59]. Luego, es fácil decir que los asalariados y sus representantes no están bien al tanto de las realidades económicas de la empresa. Sin verdadera transparencia contable y financiera, sin información compartida, no puede haber democracia económica. Y al contrario, sin derechos reales de intervención en las decisiones (como derecho de voto para los asalariados en los consejos de administración), la transparencia no sirve de mucho. La información debe nutrir a las instituciones fiscales y democráticas; no es un objetivo en sí. Para que la democracia llegue un día a retomar el control del capitalismo, se debe partir del principio de que las formas concretas de la democracia y del capital siempre tienen que estarse reinventando[60].