XV. Un impuesto mundial sobre el capital
XV. UN IMPUESTO MUNDIAL SOBRE EL CAPITAL
PARA regular el capitalismo patrimonial globalizado del siglo XXI no basta con repensar el modelo fiscal y social del siglo XX y adaptarlo al mundo de hoy. Sin duda, es indispensable una adecuada reactualización del programa social demócrata y fiscal liberal del siglo pasado, tal como intentamos demostrar en los dos capítulos precedentes, dedicados a dos instituciones fundamentales inventadas en el siglo XX y que deben seguir desempeñando un papel clave en el futuro: el Estado social y el impuesto progresivo sobre el ingreso. Sin embargo, para que la democracia pueda retomar el control del capitalismo financiero globalizado de este nuevo siglo, también se requiere inventar instrumentos nuevos, adecuados para los desafíos actuales. El instrumento ideal sería un impuesto mundial y progresivo sobre el capital, aunado a una enorme transparencia financiera internacional. Una institución de esa naturaleza permitiría evitar una interminable espiral de desigualdad y regular eficazmente la inquietante dinámica de la concentración mundial de la riqueza[1]. Poco importa qué instrumentos y reglamentos efectivamente se instauren, lo que importa realmente es evaluarlos con el rasero de ese sistema ideal. Empezaremos por analizar los diferentes aspectos prácticos relacionados con esta propuesta; después la pondremos en perspectiva dentro del marco más general de las reflexiones en torno a la regulación del capitalismo (desde la prohibición de la usura hasta la regulación del capital en China).
EL IMPUESTO MUNDIAL SOBRE EL CAPITAL: UTOPÍA ÚTIL
El impuesto mundial sobre el capital es una utopía: es difícil imaginar que a corto plazo todas las naciones del mundo se pusieran de acuerdo para instituirlo, que establecieran una escala impositiva aplicable a todas las fortunas del planeta y, por último, que repartieran armoniosamente los ingresos entre los países. Sin embargo, es una utopía útil, me parece, por varias razones. Para empezar, incluso si esta institución ideal no se crea en un futuro previsible, es importante tener presente ese punto de referencia con el fin de evaluar mejor lo que permiten y no permiten las soluciones alternativas. Veremos que a falta de una solución de este tipo, que en su forma completa exige un nivel muy elevado de cooperación internacional —sin duda poco realista a mediano plazo—, bien puede instituirse de forma gradual y progresiva en los países que así lo deseen (a condición de que sean suficientemente numerosos, por ejemplo, en el ámbito europeo), aunque sea probable que prevalezcan diversas formas de aislamiento nacional. Se presenciarán, por ejemplo, diferentes variantes de proteccionismo y de controles de capital, más o menos coordinados. Estas políticas llevarán, sin duda, a frustraciones, pues rara vez son muy eficaces, y a tensiones crecientes entre países. Tales instrumentos son, en verdad, sustitutos muy poco satisfactorios de la regulación ideal basada en un impuesto mundial sobre el capital, cuyo mérito es el de preservar la apertura económica y la globalización, al tiempo que las regula eficazmente porque reparte los beneficios de forma justa dentro y entre los países. Muchos rechazarán el impuesto sobre el capital por considerarlo una ilusión peligrosa, de la misma forma que se rechazó el impuesto sobre el ingreso hace poco más de un siglo. Sin embargo, evaluándola sosegadamente, esta solución es mucho menos peligrosa que las opciones alternativas.
Tal rechazo del impuesto sobre el capital sería todavía más lamentable en la medida en que es perfectamente posible avanzar por etapas hacia esa institución ideal, empezando por crearla a escala continental o regional y organizando la cooperación entre esos instrumentos regionales. En cierta forma, eso es lo que empieza a organizarse con los sistemas de transmisión automática de información sobre las cuentas bancarias, que son actualmente motivo de debate a escala internacional, sobre todo entre los Estados Unidos y los países de la Unión Europea. Por otra parte, ya hay diferentes formas parciales de impuestos sobre el capital en la mayoría de los países, en particular en América del Norte y Europa, y obviamente conviene partir de esta realidad. Las formas de los controles de capital que existen en China y en otras partes del mundo emergente también ofrecen lecciones útiles para todos. Sin embargo, hay diferencias importantes entre estas discusiones y los dispositivos existentes, por una parte, y el impuesto sobre el capital ideal, por la otra.
Para empezar, los proyectos de transmisión automática de información bancaria que actualmente se debaten están muy incompletos, especialmente en lo que se refiere a los activos cubiertos y las sanciones previstas, que son claramente insuficientes para esperar obtener los resultados deseados (incluso en el marco de la nueva ley estadunidense que ya se aplica y que de todas formas es más ambiciosa que los tímidos reglamentos europeos; volveremos más adelante a esta cuestión). Este debate apenas comienza y parece poco probable que llegue a resultados tangibles sin que se impongan sanciones relativamente fuertes a los bancos y principalmente a los países que viven de la opacidad financiera.
Ante todo, este asunto de la transparencia financiera y de la transmisión de información es inseparable de la reflexión sobre el impuesto ideal al capital. Si no se sabe muy bien lo que se quiere hacer con toda esa información, es probable que haya más problemas para concretar estos proyectos que cuando se sabe hacia dónde se quiere ir. En mi opinión, el objetivo debe ser un impuesto anual y progresivo que grave el capital de forma individual, es decir, el valor neto de los activos que cada persona controla. Para los más ricos del planeta, la base impositiva correspondería, pues, a las fortunas individuales estimadas por publicaciones del tipo de Forbes (suponiendo, evidentemente, que esas publicaciones tengan la información correcta —por cierto, sería la oportunidad de saberlo—). Para el resto de la población, la riqueza gravable también se determinaría igualmente en función del valor de mercado de todos los activos financieros (sobre todo depósitos y cuentas bancarias, acciones, obligaciones y participaciones de todo tipo en sociedades que cotizan, o no, en bolsa) y no financieros (en particular los inmobiliarios) que posea la persona en cuestión, después de descontar las deudas. En cuanto a la escala tributaria que se aplicaría a esta base gravable, se puede imaginar, por ejemplo, para dar una idea precisa, una tasa igual a 0% para patrimonios por debajo de un millón de euros, una tasa de 1% para patrimonios de entre uno y cinco millones de euros y de 2% para patrimonios de más de cinco millones de euros. También se podría optar, por otra parte, por un impuesto al capital mucho más progresivo sobre las fortunas más grandes (por ejemplo, con una tasa de 5 o 10% para patrimonios por arriba de los 1000 millones de euros). Sin embargo, tener una tasa mínima para los patrimonios modestos y medios (por ejemplo, de 0.1% para aquellos por debajo de los 200 000 euros y de 0.5% para los de entre 200 000 y un millón de euros) también puede resultar una ventaja.
Más adelante analizaremos estas cuestiones. En esta etapa, el aspecto importante que se debe tener presente es que el impuesto sobre el capital aquí tratado es un impuesto progresivo y anual sobre el patrimonio global: se trata de gravar más las riquezas más grandes y de tener en cuenta el conjunto de activos, sean éstos inmobiliarios, financieros o empresariales, sin excepción. Ello distingue con suficiente claridad el impuesto sobre el capital que se defiende en este libro de los impuestos sobre la riqueza que existen actualmente en diferentes países, incluso cuando hubiera cosas importantes que deben conservarse de los sistemas ya instaurados. En primer lugar, prácticamente en todos los países encontramos impuestos sobre el patrimonio inmobiliario; por ejemplo, los impuestos a la propiedad (property tax) de los países anglosajones o el impuesto predial (taxe foncière) de Francia. Estos impuestos tienen el inconveniente de descansar nada más en los activos inmobiliarios (se ignora por completo el patrimonio financiero y, en general, los préstamos no se pueden deducir del valor de los bienes, de tal forma que se grava a una persona muy endeudada de la misma manera que a una sin deudas), y con mucha frecuencia según una tasa proporcional o casi proporcional. Su mérito es que existen y que en la mayor parte de los países desarrollados se gravan cantidades significativas, sobre todo en los anglosajones (en general, de 1 a 2% del ingreso nacional). Además, en ciertos países se basan en sistemas relativamente sofisticados (sobre todo los Estados Unidos) de declaración previa (borrador), con datos incorporados por la agencia tributaria nacional y ajustados automáticamente al valor de mercado de los bienes respectivos, que ameritarían ampliarse y generalizarse a todos los activos. Por otra parte, en cierto número de países europeos (por ejemplo, en Francia, Suiza o España, y desde hace poco en Alemania y Suecia) ya existen impuestos progresivos sobre el patrimonio global. Examinados de modo superficial, se puede afirmar que estos impuestos son cercanos al impuesto sobre el capital ideal aquí planteado; en la práctica, sin embargo, suelen ser asfixiados por los regímenes de exención: numerosos activos están exentos y otros son valorados en función de bases catastrales o valores fiscales arbitrarios y sin relación con el valor de mercado, lo cual ha llevado a suprimirlos en ciertos países. Veremos que es necesario apoyarse en las lecciones aprendidas de todas estas experiencias para construir un impuesto al capital apropiado para el siglo XXI.
UN OBJETIVO DE TRANSPARENCIA DEMOCRÁTICA Y FINANCIERA
¿Qué escala tributaria se debe definir para el impuesto ideal al capital? ¿Qué ingresos pueden esperarse de esta tributación? Antes de intentar responder a estas preguntas, precisemos de entrada que el impuesto sobre el capital aquí tratado no tiene como objetivo sustituir todos los recursos fiscales existentes. En cuanto a los ingresos, siempre será sólo un complemento relativamente modesto dentro de la escala del Estado social moderno, apenas unos puntos del ingreso nacional (de tres a cuatro, como mucho, pero de todos modos nada despreciable)[2]. La función principal del impuesto sobre el capital no es financiar al Estado social, sino regular el capitalismo. Se trata, por una parte, de evitar una espiral de desigualdad sin fin y una divergencia sin límite de la desigualdad derivada de la riqueza y, por otra, de permitir una regulación eficaz de las crisis financieras y bancarias. Sin embargo, antes de poder desempeñar este doble papel, en primer lugar, el impuesto sobre el capital debe permitir alcanzar un objetivo de transparencia democrática y financiera sobre la riqueza y los activos que poseen unos y otros en el ámbito internacional.
Con el fin de ilustrar la importancia de este objetivo de transparencia como tal, empecemos por imaginar un impuesto mundial sobre el capital a una tasa muy baja, por ejemplo, de 0.1% sobre todas las riquezas, sea cual sea su monto. Observada su estructura, veríamos que los ingresos serían limitados: con una reserva de capital privado del orden de cinco años de producción mundial, reportaría más o menos 0.5% del ingreso mundial, con ligeras variantes según el país, en función del nivel de su relación capital-ingreso (suponiendo que los ingresos sean percibidos según la residencia de los poseedores del capital, y no de la localización del capital en sí, lo cual no debe darse por sentado; volveremos a ello). Sin embargo, este impuesto desempeñaría una función muy útil.
Para empezar, permitiría producir conocimiento e información sobre los patrimonios y las fortunas. Los organismos nacionales e internacionales, los institutos de estadística europeos, estadunidenses y mundiales, por fin, estarían en condiciones de producir informes fiables sobre la distribución de la riqueza y su evolución. En lugar de consultar publicaciones del tipo de Forbes o los informes publicados en papel satinado por los administradores de fortunas (fuentes que se alimentan del vacío estadístico oficial al respecto, pero cuyos límites conocimos en la tercera parte de este libro), los ciudadanos de los diferentes países podrían tener acceso a una información pública establecida a partir de obligaciones y métodos declarativos definidos con toda precisión. La apuesta democrática es considerable: es muy difícil debatir con serenidad sobre los grandes desafíos del mundo de hoy —el futuro del Estado social, la financiación de la transición energética, la construcción del Estado en los países en desarrollo, etc.— mientras reine tal opacidad sobre la distribución de la riqueza y las fortunas mundiales. Para algunos, los multimillonarios son tan ricos que bastaría con gravarlos a tasas minúsculas para resolver todos los problemas; para otros, son tan poco numerosos que nada sustancial se lograría por ese lado. Como ya vimos en la tercera parte, la verdad está en un punto intermedio. Probablemente sea necesario bajar a niveles de patrimonios menos extremos (10 o 100 millones de euros, y no 1000 millones) para que lo que esté en juego sea verdaderamente significativo desde el punto de vista macroeconómico. Por otra parte, hemos visto que las tendencias son objetivamente muy inquietantes: si no se instrumenta ninguna política de esta naturaleza, parece muy elevado el riesgo de un crecimiento sin límite de las fortunas más grandes de los ricos del mundo, perspectiva que a nadie puede dejar indiferente. En todo caso, el debate democrático no puede desarrollarse sin una base estadística confiable.
También la regulación financiera representa una apuesta considerable. Hoy en día, las organizaciones internacionales encargadas de regular y vigilar el sistema financiero mundial, empezando por el Fondo Monetario Internacional, tienen un conocimiento apenas aproximado del reparto mundial de los activos financieros y, en particular, de la importancia de los activos que están en los paraísos fiscales. Hemos visto que el balance mundial de los activos y pasivos financieros era sistemáticamente desequilibrado (la Tierra parece estar en poder del planeta Marte). No es serio pretender dirigir eficazmente una crisis financiera mundial en el marco de tal confusión estadística. Por ejemplo, en el caso de una quiebra bancaria, como la que sucedió en Chipre en 2013, el hecho de que las autoridades europeas y el FMI no supieran en realidad casi nada sobre la identidad de los poseedores de los activos financieros en la isla y especialmente sobre el monto exacto de las fortunas individuales en cuestión llevó a instrumentar soluciones burdas e ineficaces. En el próximo capítulo veremos que la transparencia respecto de los patrimonios permite no sólo crear un impuesto anual y permanente sobre el capital, sino también imaginar un reglamento a la vez más justo y eficaz para las crisis bancarias (como la chipriota), mediante gravámenes excepcionales progresivos y bien calculados, si fuera necesario.
Aplicado a una tasa de 0.1%, el impuesto sobre el capital parecería más un derecho de registro que un verdadero impuesto. En cierta forma se trataría de una especie de derecho para registrar títulos de propiedad y, de manera más general, el conjunto de los activos ante las autoridades financieras mundiales para poder ser reconocido como propietario oficial, con las ventajas e inconvenientes que ello conlleva. Como ya indicamos, éste es precisamente el papel que desempeñaron los derechos de registro y de catastro instituidos después de la Revolución francesa. El impuesto sobre el capital sería una especie de catastro financiero del mundo, actualmente inexistente[3]. Es importante entender bien que un impuesto es siempre más que un impuesto: constituye siempre una forma de endurecer las definiciones y las categorías, de crear normas y permitir la organización de la actividad económica en el respeto del derecho y de su marco jurídico. Siempre ha sido así, desde los tiempos más remotos, en particular para establecer el derecho de propiedad de la tierra[4]. En la época moderna, la creación del impuesto sobre los flujos de ingresos, salarios y utilidades en la época de la primera Guerra Mundial fue lo que obligó a definir con precisión estos conceptos. Esta innovación fiscal contribuyó en gran medida al desarrollo de una contabilidad empresarial regida por normas homogéneas que antes no existían. Una de las principales apuestas tras la creación de un impuesto moderno sobre la acumulación de capital es precisamente la de afinar las definiciones y las reglas de valoración de los activos, los pasivos y el patrimonio neto, que actualmente se fijan de forma imperfecta y a menudo imprecisa a través de las normas de contabilidad privada vigentes, lo cual ha contribuido a la multiplicación de los escándalos financieros desde los primeros años de la década de 2000-2010[5].
Por último, y más importante, el impuesto sobre el capital obliga a precisar y ampliar el contenido de los acuerdos internacionales sobre la transmisión automática de información bancaria. El principio debe ser sencillo: cada administración fiscal nacional debe recibir toda la información necesaria que le permita calcular el patrimonio neto de cada uno de sus residentes. En efecto, es imperativo que el impuesto sobre el capital funcione según la lógica de la declaración borrador o prellenada por la administración, sistema que ya está vigente en numerosos países para el impuesto sobre el ingreso (por ejemplo en Francia, donde cada contribuyente recibe una declaración en que se indican los salarios declarados por el patrón y los ingresos financieros declarados por los bancos). Las cosas deberían funcionar de la misma manera con la declaración borrador del patrimonio (que, por otra parte, podría hacerse en el mismo documento). Cada contribuyente recibe una declaración en que se indica el conjunto de activos y pasivos que tiene, tal como los conoce la administración. Este sistema ya se aplica en numerosos estados de los Estados Unidos, en el marco del impuesto a la propiedad (property tax). El contribuyente recibe anualmente una revaluación del valor de mercado de sus propiedades inmobiliarias, calculada por la administración a partir de los precios observados en transacciones de bienes similares. Es obvio que el contribuyente puede impugnar esa valuación y proponer otro valor, a condición de justificarlo. En la práctica, estas rectificaciones son muy raras, pues los datos sobre las transacciones y los precios de venta están muy a mano y son difícilmente impugnables: todos, o casi todos, conocen la evolución de los precios de las propiedades inmobiliarias de su ciudad, y los gobiernos disponen de bases de datos muy completas[6]. Nótese de paso la doble ventaja de la declaración borrador: simplifica la vida del contribuyente y elimina la inevitable tentación de reducir ligeramente el valor de sus bienes[7].
Es esencial —y perfectamente posible— extender tal sistema de documento prellenado de la declaración al conjunto de los activos financieros (y de las deudas). En cuanto a los activos y pasivos mantenidos en instituciones financieras localizadas en territorio nacional, podría hacerse desde ahora, pues, en casi todos los países desarrollados, los bancos, las compañías de seguros y otros intermediarios financieros ya tienen la obligación de transmitir a la administración fiscal el conjunto de los datos sobre las cuentas bancarias y los títulos que tienen en su poder. Por ejemplo, la administración francesa sabe (o puede calcular) que una determinada persona tiene un departamento que vale 400 000 euros, una cartera de acciones con valor de 200 000 euros y un crédito por 100 000 euros, de modo que podría enviarle una declaración prellenada en la que se especificaran esos diferentes elementos (de donde se deriva un patrimonio neto de 500 000 euros) y pedirle que rectifique y complete si fuera necesario. Tal sistema, aplicado al conjunto de la población sobre una base automática, es más adecuado para el siglo XXI que la arcaica solución de confiar en la memoria y la buena fe de cada individuo al hacer su declaración[8].
UNA SOLUCIÓN SENCILLA: LA TRANSMISIÓN AUTOMÁTICA DE LA INFORMACIÓN BANCARIA
La apuesta actual consiste en extender la transmisión automática de información bancaria al ámbito internacional, de manera que sea posible la inclusión de los activos mantenidos en bancos situados en el extranjero en el documento borrador de la declaración. Es importante advertir que esto no plantea ninguna dificultad técnica. A partir del momento en que ese tipo de transmisiones automáticas tenga lugar entre los bancos y la administración fiscal de un país de 300 millones de habitantes, como los Estados Unidos, o de uno de 60 u 80 millones de habitantes, como Francia o Alemania, se entiende que el hecho de agregar al sistema los bancos localizados en las islas Caimán o en Suiza no cambia radicalmente el volumen de datos por procesar. Entre las otras excusas habituales invocadas por los paraísos fiscales para preservar el secreto bancario y no transmitir esa información de manera automática se menciona a menudo la idea de que los gobiernos interesados podrían hacer mal uso de los datos en cuestión. Ese argumento es poco convincente: no se entiende por qué no se aplicaría a la información bancaria de las personas que tuvieron la mala idea de abrir una cuenta en su propio país. La razón más creíble de que los paraísos fiscales defiendan el secreto bancario es que ello permite a sus clientes no enfrentar sus obligaciones fiscales y, a ellos mismos, llevarse una parte del beneficio respectivo. Evidentemente, el problema es que en sentido estricto esto no tiene nada que ver con los principios de la economía de mercado. El derecho de determinar uno mismo su tasa impositiva no existe. Uno no puede enriquecerse con el libre mercado y la integración económica con sus vecinos y después desentenderse de su base fiscal con total impunidad. Esta forma de actuar, simple y sencillamente, se parece al robo.
Hoy en día, el intento más avanzado para terminar con ese sistema es la ley estadunidense conocida como FATCA (Foreign Account Tax Compliance Act), promulgada en 2010 y cuya gradual puesta en vigor está prevista para 2014 y 2015. Dicha ley obliga a todos los bancos extranjeros a transmitir al fisco estadunidense informes completos sobre las cuentas, inversiones e ingresos mantenidos y percibidos por los contribuyentes de los Estados Unidos en otras partes del mundo. Es un texto mucho más ambicioso que la directiva europea de 2003 relativa a los ingresos del ahorro, pues esta última afecta únicamente a los depósitos bancarios y las inversiones que perciben intereses (por definición, no atañe a valores distintos de los bonos, lo cual es desafortunado, pues las grandes riquezas adoptan principalmente la forma de carteras invertidas en acciones que caben a la perfección en el marco de la ley FATCA) y es aplicada únicamente en los países europeos, no en todo el mundo (otra vez, a diferencia de la mencionada ley). Por añadidura, esta tímida directiva, casi insignificante, no siempre se aplica, pues a pesar de múltiples discusiones y propuestas de enmienda desde 2008-2009, Luxemburgo y Austria siempre han conseguido de otros países de la Unión Europea que prolonguen un régimen de exención que les permita escapar de la transmisión automática y mantenerse en un régimen de transmisión de información sobre solicitud motivada. Este régimen, que sigue aplicándose en Suiza y otros territorios europeos situados fuera de la Unión Europea[9], exige que casi se disponga de pruebas sobre el fraude de un residente para poder obtener la transmisión de informes bancarios que le conciernan, lo cual, obviamente, limita drásticamente las posibilidades de control y detección de fraudes. Durante 2013, tras el anuncio de Luxemburgo y Suiza de su intención de ajustarse a las obligaciones previstas por la ley estadunidense, se reanudaron las discusiones en Europa con el objetivo de retomar todas (o parte de) estas disposiciones en el marco de una nueva directiva europea. Es imposible decir cuándo culminarán tales discusiones en un texto con fuerza de ley y cuál será su contenido exacto.
Sólo se puede indicar que en este campo hay una distancia, que a veces parece abismal, entre las declaraciones de victoria de los responsables políticos y la realidad de lo que hacen. Esto es extremadamente preocupante para el equilibrio de nuestras sociedades democráticas. Lo más sorprendente es constatar que los países que más dependen de ingresos fiscales importantes para el financiamiento de su Estado social, es decir, los países europeos, son también los que menos han hecho para avanzar realmente hacia la solución del problema, la cual es, sin embargo, técnicamente sencilla. Esto ilustra el drama de los países pequeños en medio de la globalización. Los Estados nación construidos en el curso de los últimos siglos no tienen las dimensiones adecuadas para decretar las reglas que se imponen en el marco del capitalismo patrimonial globalizado del siglo XXI. Los países europeos han sabido unirse para crear una moneda única (en el siguiente capítulo volveremos al alcance y los límites de esta unificación monetaria), pero no han hecho casi nada en el aspecto fiscal. Los responsables de los países más importantes de la Unión Europea, que por definición son los primeros responsables de este fracaso y de la enorme distancia entre su discurso y sus actos, generalmente siguen protegiéndose tras la responsabilidad de otros países y de otras instituciones europeas. Nada permite afirmar que las cosas cambiarán en los próximos años.
Por otra parte, conviene subrayar que la ley FATCA, aunque más ambiciosa que las directivas europeas, es en sí misma notoriamente insuficiente. Para empezar, su redacción es poco precisa y poco sistemática, de tal forma que se puede apostar que ciertos activos financieros, en particular los mantenidos a través de fondos fiduciarios (trust funds) y de fundaciones, lograrán evadir legalmente la obligación de transmitir la información de manera automática. Además, las sanciones previstas —a saber, una sobretasa impositiva de 30% sobre los ingresos que los bancos reincidentes podrían obtener de sus actividades en los Estados Unidos— son insuficientes. Y aunque sin duda permitirán convencer de apegarse a la ley a aquellos bancos que no pueden evitar tener actividades en territorio estadunidense (como los bancos suizos o los luxemburgueses más grandes), se corre el riesgo de presenciar un resurgimiento de pequeños establecimientos bancarios especializados en la gestión de carteras extranjeras y que no realizan inversiones en los Estados Unidos. Tales estructuras, ubicadas en Suiza, Luxemburgo, Londres o en territorios más exóticos, podrán muy bien seguir administrando activos de contribuyentes estadunidenses (o más adelante, europeos) sin transmitir ni un dato y sin la más mínima sanción.
Probablemente la única manera de obtener resultados tangibles sea imponiendo sanciones automáticas no sólo a los bancos: también a los países que se negaran a extender a su legislación interna las obligaciones de transmisión automática a cualquier establecimiento localizado en su territorio. Se puede pensar, por ejemplo, en sancionar a dichos países con aranceles de 30% o más, si fuera necesario. Que quede bien claro: el objetivo no es aplicar un embargo generalizado a los paraísos fiscales o iniciar una interminable guerra comercial con Suiza o Luxemburgo. El proteccionismo no es de por sí una fuente de riqueza, y en el fondo a todo el mundo le interesan el libre comercio y la apertura económica, pero a condición de que ciertos países no los aprovechen para afectar la base fiscal de los vecinos. Los acuerdos de libre comercio y liberalización de los movimientos de capital negociados a partir de 1970 y 1980 debieron haber impuesto de inmediato el intercambio automático y sistemático de información bancaria. No lo hicieron, pero ello no es razón suficiente para quedarse eternamente en tal régimen. Para los países que deben en parte su nivel de vida a la opacidad financiera, este cambio será difícil de aceptar, sobre todo porque en general han creado, al lado de las actividades bancarias ilícitas (o cuando menos actividades que serían muy cuestionadas por la transmisión automática de información), verdaderos servicios financieros que responden a las necesidades de la economía internacional real y que evidentemente seguirán existiendo, pase lo que pase. No obstante, el nivel de vida de dichos países se resentiría significativamente en caso de que se aplicara un régimen de transparencia financiera generalizada[10]. Es poco probable que lo acepten sin que se ejecuten las sanciones, sobre todo porque hasta ahora los otros países —en particular los más poblados de la Unión Europea— no han destacado por su impoluta determinación al respecto; de ahí lo limitado de su credibilidad. Además, no es inútil recordar que hasta ahora toda la construcción europea ha consistido en explicar que se podía obtener el mercado único y la libre circulación de capitales sin dar nada a cambio (o casi). El cambio de régimen es necesario, incluso indispensable, pero sería ingenuo imaginar que eso ocurrirá con toda tranquilidad. La ley FATCA estadunidense tuvo cuando menos el mérito de formular el debate en términos de sanciones concretas y de ir más allá de los grandilocuentes discursos inútiles. No queda sino endurecer los términos de las sanciones, acción nada fácil, sobre todo en Europa.
Por último, se verá que hasta hoy el objetivo de la ley FATCA, o el de las directivas europeas, no ha sido el de establecer declaraciones patrimoniales prellenadas ni gravar con un impuesto progresivo el patrimonio global. El objetivo es, antes que nada, poder hacer una lista de los activos de cada individuo para las necesidades internas de la administración fiscal, sobre todo con el fin de señalar las posibles deficiencias de las declaraciones de ingresos. Los informes recabados también se utilizan para identificar eventuales incumplimientos de la fiscalidad patrimonial (por ejemplo, del impuesto sucesorio o del impuesto sobre el patrimonio global para los países afectados), pero los controles efectuados conciernen, sobre todo, a la fiscalidad de los ingresos. No obstante, se ve que estas diferentes cuestiones están estrechamente vinculadas y que la transparencia financiera internacional es clave para el conjunto del Estado fiscal moderno.
¿PARA QUÉ SIRVE EL IMPUESTO SOBRE EL CAPITAL?
Supongamos ahora que se dispone de esas declaraciones prellenadas (como el documento borrador para la declaración) sobre el patrimonio. ¿Nos contentaremos con gravar la riqueza con una tasa muy baja (del tipo de 0.1%, según una lógica de derecho de registro), o bien habrá que aplicar tasas más sustanciales? ¿Por qué razón? La cuestión central puede ser reformulada de la siguiente manera: sabiendo que existe además un impuesto progresivo sobre el ingreso y en la mayor parte de los países un impuesto progresivo sobre las sucesiones, ¿de qué sirve tener también un impuesto progresivo sobre el capital? En realidad, estos tres impuestos progresivos desempeñan papeles distintos y complementarios, y a mi parecer constituyen los tres componentes esenciales de un sistema fiscal ideal[11]. Es posible distinguir dos lógicas que justifican la necesidad de un impuesto sobre el capital: una contributiva y una de incentivos.
La lógica contributiva se deriva sencillamente de que, en la práctica, el ingreso es un concepto con frecuencia mal definido para las personas que disponen de muy abundantes riquezas, y que sólo gravando directamente el capital se puede capturar correctamente la capacidad contributiva de los titulares de fortunas considerables. En concreto, imaginemos una persona que dispone de una fortuna de 10 000 millones de euros. Como vimos al examinar la evolución de las clasificaciones de Forbes, los patrimonios de ese nivel han crecido mucho en el curso de las últimas tres décadas, con tasas de crecimiento reales del orden de 6 a 7% anual, e incluso más, en el caso de fortunas de las categorías superiores (como las de Liliane Bettencourt o Bill Gates)[12]. Desde el punto de vista de su definición económica, esto significa que el ingreso, incluyendo todos los dividendos y plusvalías y, más generalmente, todos los recursos nuevos de que han dispuesto los interesados cada año para financiar su consumo y acrecentar su riqueza, ha sido en este periodo cuando menos igual a 6 a 7% de su fortuna (suponiendo que no consuman casi nada)[13]. Imaginemos, para simplificar, que la persona en cuestión dispone anualmente de un ingreso económico igual a 5% de su fortuna de 10 000 millones de euros, es decir, un ingreso anual de 500 millones de euros. Es poco probable que el ingreso fiscal de esta persona, tal como figura en su declaración de ingresos, sea tan elevado. En Francia, como en los Estados Unidos y en todos los países estudiados, los ingresos más importantes declarados en el marco del impuesto sobre el ingreso generalmente no rebasan algunas decenas de millones de euros. Según los informes aparecidos en la prensa, además de lo revelado por ella misma sobre el monto de sus impuestos, parecería, por ejemplo, que el ingreso fiscal declarado por la heredera de L’Oréal, la mayor fortuna francesa durante años, nunca fue superior a los cinco millones de euros anuales, es decir, apenas más de un diezmilésimo de su fortuna (que actualmente rebasa los 30 000 millones de euros). Independientemente de cualquier imprecisión y de los detalles relativos a este caso individual, que por cierto no tiene importancia, el hecho es que el ingreso fiscal representa, en uno de estos casos, menos de un centésimo del ingreso económico[14].
El aspecto esencial es que tal realidad muy a menudo no tiene nada que ver con un fenómeno de fraude fiscal o de cuentas suizas no declaradas (o cuando menos no a título principal). Esto se debe sencillamente a que incluso viviendo con gusto y elegancia no es fácil gastar 500 millones de euros por año para financiar el consumo corriente. En general, basta con ingresar algunos millones de euros por año en dividendos (o de cualquier otra forma) y dejar que el resto de los rendimientos de la fortuna se acumulen en un holding familiar o en una estructura jurídica ad hoc, cuya misión es precisamente la administración de un patrimonio de esta magnitud, de la misma manera, por ejemplo, que para los fondos patrimoniales universitarios. Esto es perfectamente legítimo y, en sí, no plantea problemas[15], a condición, sin embargo, de que no tenga consecuencias para el sistema fiscal. Se entiende que si a ciertas personas se les grava sobre la base de un ingreso fiscal que es igual a un centésimo de su ingreso económico, o incluso a un décimo de su ingreso económico, no sirve de nada aplicar una tasa de 50%, o para el caso, de 98%, a una base gravable tan insignificante. El problema es que, en la práctica, así funciona el sistema fiscal en los países desarrollados en general. De ello resultan tasas efectivas de impuestos (expresadas en porcentaje del ingreso económico) extremadamente bajas en lo más alto de la jerarquía de las fortunas, lo cual es problemático, en la medida en que acentúa el carácter explosivo de la dinámica de la desigualdad de la riqueza cuando el rendimiento crece con la fortuna inicial, mientras que el sistema fiscal debería, por el contrario, atenuar esta lógica.
Hay varias formas de resolver este problema. Una consiste en integrar en el ingreso fiscal individual el conjunto de los ingresos que se acumulan en holdings, fondos fiduciarios o empresas en las cuales se tiene una participación (en proporción a dicha participación). La otra, más sencilla, es basarse en el valor del patrimonio en cuestión para calcular el impuesto por pagar. Entonces se puede optar por aplicar un rendimiento fijo (por ejemplo, 5% anual) para estimar un ingreso teórico que dicho capital tendría que haber rendido, e integrar ese ingreso teórico al ingreso global sometido al impuesto progresivo sobre el ingreso. Algunos países han intentado seguir este camino, como Holanda, pero con algunos problemas, sobre todo relacionados con la amplitud de los activos cubiertos y la opción del rendimiento aplicable[16]. Otra solución consiste en aplicar directamente una escala tributaria progresiva al patrimonio global individual, es decir, el impuesto progresivo sobre el patrimonio global. Una ventaja considerable de esta solución es que permite graduar la tasa impositiva según el nivel de una fortuna en particular, sobre todo en función de las tasas de rendimiento efectivamente observadas en la práctica en esa franja de fortunas.
Teniendo en cuenta el despegue observado de los rendimientos en la parte más alta de la jerarquía de la riqueza, este argumento contributivo es el más importante en favor del impuesto progresivo sobre el capital. Según esta lógica, el capital sencillamente parece ser un mejor indicador de la capacidad contributiva de las personas más acaudaladas que su ingreso anual, el cual suele ser difícil de cuantificar. El impuesto sobre el capital permite así complementar el impuesto sobre el ingreso para todas aquellas personas cuyo ingreso fiscal es manifiestamente insuficiente en comparación con su patrimonio[17].
LÓGICA CONTRIBUTIVA, LÓGICA INCITATIVA
No obstante, no se debe descuidar otro argumento clásico en favor del impuesto sobre el capital, basado en una lógica de incentivos. Esta idea, también planteada en todos los debates públicos al respecto, se cifra en el hecho de que un impuesto sobre el capital puede incitar a los poseedores de la riqueza a obtener el mejor rendimiento posible. En concreto, un impuesto igual a 1 o 2% del valor de la fortuna es relativamente bajo para un creador de empresas muy rentables que podría llegar a obtener un rendimiento de 10% anual sobre su patrimonio. Por el contrario, es muy pesado para alguien que no hiciera gran cosa con su fortuna y obtuviera un rendimiento de apenas 2 o 3% anual, o incluso un rendimiento nulo. En la lógica de incentivos, el objetivo del impuesto sobre el capital es precisamente obligar a quien utiliza mal su riqueza a deshacerse de ella progresivamente para pagar sus impuestos y ceder así sus activos a poseedores más dinámicos.
Este argumento tiene parte de verdad, pero no debe exagerarse su alcance[18]. En la práctica, el rendimiento del capital no refleja únicamente el esfuerzo y el talento del poseedor de la riqueza. Por una parte, el rendimiento medio obtenido varía sistemáticamente con el nivel de la fortuna inicial; por la otra, la dimensión del rendimiento individual es en gran medida imprevisible y caótica, y depende de todo tipo de choques económicos que afectan a unos y a otros. Por ejemplo, muchas razones pueden explicar por qué una empresa pierde en un momento dado. Un sistema impositivo basado nada más en el valor de las reservas de capital (y no en el nivel de los beneficios efectivamente producidos) llevaría a una presión desproporcionada sobre tales sociedades, pues pagarían los mismos impuestos cuando perdieran y cuando obtuvieran beneficios importantes, lo cual podría llevarlas a la quiebra definitiva[19]. El sistema fiscal ideal es naturalmente un equilibrio entre una lógica de incentivos (que lleva más bien hacia un impuesto sobre las reservas de capital) y una lógica de previsión (que lleva más a un impuesto sobre el flujo de ingresos derivados del capital)[20]. Por otra parte, este lado imprevisible del rendimiento del capital explica la razón de que sea más eficaz hacer que los herederos paguen no sólo una vez en el momento de la transmisión (a través del impuesto sucesorio), sino también durante toda la vida, en forma de impuestos derivados de los ingresos del capital heredado y del valor del capital[21]. De ahí que estos tres impuestos —sobre la herencia, los ingresos y el capital— sean útiles y complementarios (incluso si el ingreso de todos los contribuyentes fuera perfectamente observable, por adinerados que fuesen)[22].
ESBOZO DE UN IMPUESTO EUROPEO SOBRE LA FORTUNA
Teniendo en cuenta todos estos elementos, ¿cuál es la escala tributaria ideal del impuesto sobre el capital y cuánto podría reportar tal impuesto? Conviene precisar que aquí lo que nos interesa es el caso de un impuesto anual sobre el capital aplicado de forma permanente y cuyas tasas, por tanto, serían relativamente moderadas. En el caso de impuestos cobrados una sola vez en el curso de una generación, como el impuesto sobre las sucesiones, se puede pensar en tasas muy elevadas: un tercio, la mitad, incluso dos terceras partes del patrimonio transmitido para las herencias más grandes, como en los Estados Unidos y el Reino Unido desde 1930 hasta la década de 1980[23]. Lo mismo ocurriría para los impuestos excepcionales sobre el capital que se cobran una sola vez, en circunstancias poco comunes. Ya mencionamos, por ejemplo, el caso del impuesto sobre el capital cobrado en Francia en 1945, a tasas de hasta 25%, e incluso de 100%, sobre los enriquecimientos más importantes ocurridos entre 1940 y 1945[24]. Es muy evidente que tales impuestos no pueden aplicarse por mucho tiempo: si cada año se cobra un cuarto del patrimonio, por definición, al cabo de unos años ya no habrá nada que cobrar. Por eso las tasas de los impuestos anuales sobre el capital son siempre mucho más reducidas, del orden de algunos puntos porcentuales, lo cual suele sorprender, pero en realidad es sustancial, tratándose de un impuesto que se cobra anualmente sobre las reservas de capital. Por ejemplo, el impuesto predial (o property tax) a menudo se sitúa entre 0.5 y 1% del valor de los bienes inmuebles, es decir, entre una décima y una cuarta parte del valor del alquiler del bien (suponiendo un rendimiento promedio por alquiler de 4% al año)[25].
El aspecto importante sobre el que insistiremos ahora es el siguiente. Habida cuenta del muy alto nivel alcanzado por las riquezas privadas europeas en estos primeros años del siglo XXI, un impuesto anual progresivo cobrado a tasas relativamente moderadas sobre los patrimonios más importantes podría proporcionar ingresos nada despreciables. Consideremos, por ejemplo, el caso de un impuesto sobre la fortuna que se cobraría a una tasa de 0% sobre los patrimonios de menos de un millón de euros, de 1% sobre la fracción de aquellos comprendidos entre uno y cinco millones de euros y de 2% sobre la fracción de patrimonios superiores a cinco millones de euros. En el conjunto de los países de la Unión Europea, tal impuesto se aplicaría más o menos a 2.5% de la población y reportaría cada año el equivalente a 2% del PIB europeo[26]. Esta elevada recaudación no debe sorprender: proviene sencillamente de que los patrimonios privados representan más de cinco años de PIB y que los percentiles superiores poseen una parte considerable de ese total[27]. Vemos, pues, que si bien un impuesto sobre el capital no puede financiar por sí solo el Estado social, el complemento de recursos que puede aportar no es para nada desdeñable.
En principio, cada país de la Unión Europea podría obtener ingresos de ese mismo orden con sólo aplicar este sistema; pero, como no hay transmisión automática de información bancaria entre países ni con los territorios situados fuera de la Unión (empezando por Suiza), los riesgos de evasión son muy importantes. Esto explica, en parte, por qué los países que aplican este tipo de impuesto sobre la fortuna (como Francia, que utiliza un esquema tributario aparentemente muy similar) han introducido, generalmente, numerosas excepciones, sobre todo para los «activos empresariales» y, en la práctica, para casi la totalidad de las participaciones más grandes en empresas, ya sea que coticen o no en la bolsa. Esto equivale a vaciar el impuesto progresivo sobre el capital de una buena parte de su contenido y explica por qué los ingresos obtenidos son mucho menores que los mencionados aquí[28]. Un ejemplo particularmente extremo es el caso de Italia, que ilustra las dificultades a las que se enfrentan los países europeos cuando intentan cobrar aisladamente un impuesto sobre el capital. En 2012, enfrentado a una deuda considerable (la más elevada de Europa) y con un nivel excepcionalmente alto de riqueza privada (también de los más altos de Europa, junto con España)[29], el gobierno italiano decidió introducir un nuevo impuesto sobre el patrimonio. Sin embargo, por miedo a que los activos financieros huyeran del país y se refugiaran en bancos suizos, austriacos o franceses, la tasa se fijó en 0.8% sobre los bienes inmuebles y solamente 0.1% sobre los depósitos bancarios y otros activos financieros (con deducciones completas para las acciones), sin ningún elemento de progresividad. Además de que es difícil imaginar un principio económico que explique por qué ciertos activos deberían gravarse ocho veces menos que otros, este sistema tiene como consecuencia lamentable la de ser un impuesto regresivo sobre la riqueza, pues los patrimonios más elevados están constituidos principalmente por activos financieros (en particular acciones). Sin duda esto no fue favorable para la aceptación social de dicho impuesto, que estuvo en el centro de las elecciones italianas de 2013, en las cuales el candidato que lo había establecido, con el beneplácito de las autoridades europeas e internacionales, resultó tajantemente derrotado. Lo importante es que, sin transmisión automática de información bancaria entre países europeos que permita a cada país crear declaraciones prellenadas que muestren el conjunto de los activos poseídos por sus residentes, sea cual sea el país en que se encuentren esos activos, es muy difícil que un país por sí solo aplique actualmente un impuesto progresivo sobre el capital global. Esta situación es aún más perjudicial porque se trataría de un instrumento particularmente apropiado a la situación económica del continente.
Supongamos ahora que ya están en uso la transmisión automática y generalizado el documento borrador previo a la declaración, lo cual acabará por suceder ¿cuál sería el esquema tributario ideal? Como siempre, no hay una fórmula matemática que permita responder a esta pregunta y que sustituya la deliberación democrática. En cuanto a los patrimonios de menos de un millón de euros, sería coherente integrarlos en el mismo impuesto progresivo sobre el capital, por ejemplo, con una tasa del orden de 0.1% para aquellos por debajo de 200 000 euros de patrimonio neto y una tasa de 0.5% sobre la fracción comprendida entre 200 000 y un millón de euros. Esto vendría a sustituir al impuesto predial (o property tax), que en la mayor parte de los países hace las veces de impuesto sobre la riqueza para la clase media con un patrimonio. El nuevo sistema sería a la vez más justo y más eficaz, pues se referiría a la riqueza en general (y no sólo a inmuebles) y se basaría en la declaración borrador, los valores de mercado y la deducción de los créditos[30]. En gran medida, esto ya podría hacerse en el ámbito de cada país.
Por otra parte, cabe señalar que no hay razón para limitarse a una tasa de 2% sobre los patrimonios superiores a cinco millones de euros. A partir del momento en que los rendimientos reales observados en el nivel de las más grandes fortunas europeas y mundiales llegan a 6 o 7% anual, o lo sobrepasan, no sería nada extravagante que las tasas aplicadas por arriba de los 100 millones o de los 1000 millones de euros de patrimonio fueran claramente superiores a 2%. La forma más sencilla y más objetiva de proceder sería que las tasas impositivas evolucionaran en función del promedio de rendimiento efectivamente observado en cada clase de patrimonio en el curso de los años anteriores. Esto permite ajustar el grado de progresividad según la evolución del rendimiento promedio y el objetivo deseado en términos de concentración de la riqueza. Para evitar la divergencia en la distribución de las riquezas, es decir, un alza en la tendencia de la participación de las fortunas más grandes en la riqueza total, lo cual, a priori, parece un objetivo mínimo deseable, probablemente sea necesario aplicar tasas superiores a 5% sobre los patrimonios más importantes. Si se adopta un objetivo más ambicioso, como reducir las desigualdades patrimoniales a niveles más moderados que los observados hoy (y que la experiencia histórica demuestra que de ninguna manera son necesarios para el crecimiento), entonces es posible imaginar tasas de 10% o más para los multimillonarios. No me corresponde zanjar aquí ese debate. Lo cierto es que no tiene sentido tomar como referencia el rendimiento de la deuda pública, como a menudo se hace en el debate público[31]. Evidentemente, las grandes fortunas no están colocadas allí.
¿Es realista un impuesto europeo sobre la fortuna de esas características? No hay limitaciones técnicas que se opongan. Se trata del instrumento más adecuado para los desafíos económicos de estos primeros años del siglo XXI, particularmente en el Viejo Continente, donde los patrimonios privados han alcanzado una prosperidad desconocida desde la Bella Época. Sin embargo, para que tal cooperación reforzada pueda ver la luz, también las instituciones políticas europeas deben adaptarse: hasta la fecha la única institución federal fuerte es el Banco Central Europeo, cuya existencia es importante pero claramente insuficiente. Volveremos a ello en el próximo capítulo, cuando estudiemos la crisis de la deuda pública. Antes conviene volver a situar en una perspectiva histórica más amplia el impuesto sobre el capital aquí propuesto.
EL IMPUESTO SOBRE EL CAPITAL EN LA HISTORIA
En todas las civilizaciones, el hecho de que el poseedor del capital obtenga, sin trabajar, una parte sustancial del ingreso nacional y que la tasa de rendimiento del capital sea generalmente de cuando menos 4 a 5% anual ha suscitado reacciones violentas, a menudo de indignación, y respuestas políticas de naturaleza diferente. Una de las más extendidas es la prohibición de la usura, presente de diferentes formas en casi todas las religiones, sobre todo en el cristianismo y el islam. También los filósofos griegos estaban muy divididos por los intereses, que llevan a un enriquecimiento potencial infinito, pues el tiempo nunca deja de transcurrir. Es ese riesgo de lo ilimitado lo que señala con insistencia Aristóteles cuando subraya que la palabra «interés» en griego (tocos) quiere decir «niño». Para el filósofo, el dinero no debe engendrar dinero[32]. En un mundo en el que el crecimiento es escaso, incluso infinitesimal, donde tanto la población como la producción son casi iguales de una generación a otra, ese riesgo de lo ilimitado parece particularmente destructor.
El problema es que a las respuestas formuladas en términos de prohibición suele faltarles coherencia. La prohibición de prestar con interés tiende, en general, a limitar ciertos tipos de inversiones y ciertas categorías particulares de actividades comerciales o financieras que las autoridades políticas o religiosas vigentes consideran menos lícitas y menos dignas, pero sin cuestionar el rendimiento del capital en general. En las sociedades agrarias europeas, las autoridades cristianas se cuidaban de poner en tela de juicio la legitimidad de la renta de la tierra, que las beneficiaba y de la cual vivían también los grupos sociales sobre los que se apoyaban para estructurar la sociedad. La prohibición de la usura debía pensarse más como una medida de control social: ciertas formas de capital parecían más inquietantes que otras porque eran menos fácilmente controlables. No se trataba de cuestionar el principio general según el cual un capital puede producir un ingreso a su poseedor sin que éste tenga que trabajar. La idea era más bien desconfiar de la acumulación sin fin: los ingresos derivados del capital debían utilizarse de modo conveniente, en la medida de lo posible para financiar buenas obras e indudablemente no para lanzarse a aventuras comerciales y financieras que podrían alejar de la verdadera fe. Desde ese punto de vista, el capital inmobiliario era tranquilizador, pues parecía no poder hacer más que seguir siendo idéntico año tras año, siglo tras siglo[33]. De este modo, todo el orden social y espiritual del mundo parecía inmutable. Antes de convertirse en el enemigo jurado de la democracia, durante mucho tiempo los ingresos inmobiliarios se vieron como el germen de una sociedad apaciguada, cuando menos para quienes los poseían.
La solución sugerida por Karl Marx y muchos otros autores socialistas del siglo XIX, y puesta en práctica por la Unión Soviética en el siglo XX, es mucho más radical y cuando menos tiene el mérito de la coherencia. Al abolir la propiedad privada del conjunto de los medios de producción, tanto para las tierras y los bienes inmuebles como para el capital industrial, financiero y empresarial, con excepción de algunas cooperativas pequeñas y parcelas individuales, desaparecía el conjunto del rendimiento privado del capital. La prohibición de la usura se generalizaba: la tasa de explotación, que en Marx medía la parte de la producción que se apropia el capitalista, por fin desaparecía, y con ella la tasa de rendimiento privado. Al llevar a cero el rendimiento del capital, la humanidad y el trabajador se liberaban finalmente de sus cadenas y de las desigualdades patrimoniales arrastradas desde el pasado. El presente volvía a predominar. La desigualdad r > g ya sólo era un amargo recuerdo, sobre todo porque el comunismo amaba el crecimiento y el avance técnico. Desgraciadamente, el problema para las poblaciones afectadas por estos experimentos totalitarios era que la función de la propiedad privada y la economía de mercado no era sólo la de permitir que los poseedores del capital dominaran a quienes no tenían más que su trabajo: estas instituciones también desempeñaban una función útil para coordinar las acciones de millones de individuos y no era tan fácil prescindir de ellas por completo. Los desastres humanos causados por la planificación centralizada lo ejemplifican muy claramente.
El impuesto sobre el capital permite dar una respuesta a la vez más pacífica y eficaz al eterno problema del capital privado y su rendimiento. El impuesto progresivo sobre el patrimonio individual es una institución que permite al interés general retomar el control del capitalismo, apoyándose en las fuerzas de la propiedad privada y la competencia. Cada categoría de capital se grava de la misma manera, sin discriminación previa, partiendo del principio de que los propietarios de los activos generalmente están en mejor posición que el gobierno para decidir qué inversiones realizar[34]. Si es el caso, la progresión del impuesto puede ser intensa para las fortunas más grandes, y esto puede hacerse en el marco del Estado de derecho, tras un debate democrático. Es la respuesta más idónea a la desigualdad r > g y a la desigualdad del rendimiento en función del capital inicial[35].
Así formulado, el impuesto sobre el capital es una idea nueva, adaptada al capital patrimonial globalizado del siglo XXI. Cierto que los impuestos sobre el capital territorial existían desde tiempos inmemoriales, pero esos impuestos solían ser proporcionales y con una tasa baja: se trataba sobre todo de garantizar el derecho de propiedad según una lógica de derecho de registro, y ciertamente no de redistribución de las fortunas. La Revolución inglesa, la estadunidense y la francesa caben en esta lógica, pues los sistemas fiscales instituidos por ellas de ninguna manera tendían a reducir las desigualdades patrimoniales. Las discusiones en torno al impuesto progresivo fueron intensas durante la Revolución francesa, pero el principio de progresividad acabó por ser rechazado. Conviene destacar que incluso las propuestas más audaces de esa época hoy parecen relativamente moderadas en lo que respecta a las tasas impositivas[36].
Hubo que esperar al siglo XX y al periodo de entreguerras para que sobreviniera la revolución del impuesto progresivo. Sin embargo, esta ruptura tuvo lugar en el caos y se refirió principalmente a los impuestos progresivos sobre el ingreso y sobre las sucesiones. A finales del siglo XIX y principios del XX, algunos países también instauraron un impuesto anual progresivo sobre el capital (especialmente Alemania y Suecia), aunque los Estados Unidos, el Reino Unido y Francia se mantuvieron fuera de este movimiento hasta la década de 1980[37]. Además, estos impuestos anuales al capital instituidos en algunos países siempre han implicado tasas relativamente reducidas, sin duda porque se pensaron para un contexto muy diferente del actual. Más allá de eso, su defecto técnico original es que se establecieron no a partir de los valores de mercado de los diversos activos inmobiliarios y financieros, que se revisaban anualmente, sino a partir de valores fiscales y catastrales revisados esporádicamente y que, en última instancia, acabaron por perder todo vínculo con los valores de mercado, convirtiéndose muy pronto en unos impuestos disfuncionales y poco útiles. Ese mismo defecto tenían las bases del impuesto predial en Francia y en numerosos países después del choque inflacionario de 1914-1945[38]. En el caso de un impuesto progresivo sobre el capital, este defecto de concepción puede ser mortal: el hecho de cruzar o no el umbral impositivo (o de ser gravado en una franja u otra) depende de consideraciones más o menos arbitrarias, como la fecha de la última revisión de los valores catastrales de la ciudad o el barrio en cuestión. Estos impuestos han sido cada vez más impugnados a partir de los años sesenta y setenta, en un contexto de fuertes alzas de los precios inmobiliarios y bursátiles, a menudo ante los tribunales (por violación del principio de igualdad impositiva). Este proceso llevó a la supresión del impuesto anual sobre el capital en Alemania y Suecia en los años noventa y en la primera década del siglo XXI. Esta evolución se explica más por el carácter arcaico de dichos impuestos heredados del siglo XIX que por razones de competencia fiscal[39].
El impuesto sobre la fortuna que actualmente se aplica en Francia es, en cierta forma, más moderno: se basa en los valores de mercado de los diferentes activos recalculados cada año. Esto se debe sencillamente a que este impuesto es de creación mucho más reciente: se introdujo en la década de 1980, en un momento en que no se podía ignorar que la inflación —sobre todo en los precios de los activos— era una realidad duradera. Una ventaja de ir contra la corriente política del resto del mundo desarrollado es que en ocasiones es posible adelantarse a los tiempos[40]. Dicho esto, si el ISF francés tiene el mérito de basarse en valores de mercado y, por tanto, de acercarse al impuesto ideal sobre el capital en ese elemento clave, no por eso deja de estar muy lejos en otros aspectos. Como ya se hizo notar, está lleno de reglas de exención e ignora la declaración borrador. El extraño impuesto sobre el patrimonio introducido en Italia en 2012 ilustra los límites de lo que un país aislado puede hacer en esta materia en el contexto actual. El caso de España es igualmente interesante: el cobro del impuesto progresivo sobre la fortuna, que como en Alemania y Suecia se apoya en valores catastrales y fiscales más o menos arbitrarios, se interrumpió en 2008-2010 y se reanudó a partir de 2011-2012, en un contexto de crisis presupuestal aguda, pero sin modificar su estructura[41]. Se ve la misma tensión por todas partes: el impuesto sobre el capital parece lógicamente necesario (teniendo en cuenta la prosperidad de los patrimonios privados y el estancamiento de los ingresos, habría que estar ciego para prescindir de tal base fiscal, sea cual sea el ala política que esté en el poder), pero es difícil de instituir en el marco de un solo país.
En resumen, el impuesto sobre el capital es una idea nueva que debe reconsiderarse por completo en el contexto del capitalismo patrimonial globalizado del siglo XXI, tanto en términos de las tasas impositivas como en sus modalidades prácticas, con el objetivo de pasar a una lógica de intercambio automático de informes bancarios internacionales, de declaraciones prellenadas o borrador, y de valores de mercado.
FORMAS ALTERNATIVAS DE REGULACIÓN PROTECCIONISMO Y CONTROL DE CAPITALES
¿No hay salvación fuera del impuesto sobre el capital? Ése no es el punto. Hay otras soluciones y otras vías que permiten regular el capitalismo patrimonial del siglo XXI y que, por otra parte, ya se exploran en varias partes del mundo. Pero, en pocas palabras, esos modos alternativos de regulación no son tan satisfactorios como el impuesto sobre el capital y llegan a crear más problemas de los que resuelven. Ya mencionamos que la forma más sencilla de que un Estado aislado recupere cierta soberanía económica y financiera es recurrir al proteccionismo y a los controles de capital. En ocasiones, el proteccionismo permite proteger útilmente ciertos sectores poco desarrollados en determinado país (mientras las empresas nacionales se preparan para afrontar la competencia internacional)[42]. También es un arma indispensable frente a países que no respetan las reglas (en materia de transparencia financiera, normas sanitarias, respeto por las personas, etc.), arma que sería tonto no aprovechar. No obstante, aplicado de forma masiva y permanente, el proteccionismo no es en sí una fuente de prosperidad y creación de riqueza. La experiencia histórica sugiere que un país que siguiera intensiva y permanentemente ese camino y anunciara a su población un vigoroso crecimiento de los salarios y del nivel de vida se expondría, quizás, a graves decepciones. Por otra parte, el proteccionismo de ninguna manera regula la desigualdad r > g ni la tendencia a la acumulación y concentración de los patrimonios en unas cuantas manos en ese país.
La interrogante sobre los controles de capital es diferente. La liberalización completa y absoluta de los flujos de capital, sin control alguno y sin transmisión de información sobre los activos poseídos por unos y otros en los diferentes países (o casi), fue la consigna de casi todos los gobiernos de los países ricos desde los años ochenta y noventa. Ese programa fue promovido principalmente por las organizaciones internacionales, en particular la OCDE, el Banco Mundial y el FMI, como debe ser, en nombre de la ciencia económica más avanzada[43]. Pero antes que nada es obra de gobiernos elegidos democráticamente y refleja las corrientes de ideas dominantes en un momento dado de la historia, marcado sobre todo por la caída de la Unión Soviética y por una fe sin límites en el capitalismo y la autorregulación de los mercados. Desde la crisis financiera de 2008, todo el mundo realmente lo ha puesto en duda, y es muy probable que, en las décadas siguientes, los países ricos recurran cada vez más a medidas de controles de capital. En cierta forma, el mundo emergente ha mostrado el camino, principalmente desde la crisis financiera asiática de 1998, que convenció a buena parte del planeta (desde Indonesia hasta Brasil, pasando por Rusia) de que los programas de ajuste y otras terapias de choque dictadas por la comunidad internacional no siempre eran los más pertinentes, y que ya era tiempo de emanciparse. Esta crisis también llevó a fomentar la creación de reservas, incluso excesivas, que sin duda no son la mejor regulación colectiva frente a la inestabilidad económica mundial, pero que al menos permiten que países aislados afronten los choques y, al mismo tiempo, preserven su soberanía.
EL MISTERIO DE LA REGULACIÓN CHINA DEL CAPITAL
Es importante darse cuenta de que ciertos países siempre han aplicado controles a los capitales y nunca han sido tocados por la ola de desregulación completa de los flujos financieros y de la balanza de pagos. Al respecto, destaca el caso de China, cuya moneda no siempre es convertible (lo será posiblemente cuando el país considere que ha acumulado suficientes reservas para hacer perder mucho dinero a algún especulador) y cuyo control es muy estricto tanto con los capitales que entran (no se puede invertir ni ser propietario de una gran empresa china sin solicitar autorización, que en general sólo se concede si el inversionista extranjero se contenta con una participación claramente minoritaria) como con los que salen (no es posible sacar de China los propios activos sin que el gobierno dé su opinión). Este asunto de los capitales que salen es hoy extremadamente delicado en China y es el centro del modelo chino de regulación del capital. La pregunta clave es sencilla: los millonarios chinos, cada vez más numerosos en las clasificaciones internacionales de fortunas, ¿son verdaderamente dueños de su patrimonio y pueden, por ejemplo, sacarlo libremente de su país? Independientemente de los misterios que rodean estos asuntos, no hay duda de que la noción de derecho de propiedad que se aplica en China es diferente de la que rige en Europa y en los Estados Unidos, y remite a un conjunto complejo y cambiante de derechos y deberes. Por ejemplo, todo parece indicar que a un millonario chino que hubiera adquirido 20% de Telecom China y que deseara instalarse en Suiza con su familia le costaría más trabajo conservar su participación financiera y hacer que le depositaran millones de euros en dividendos que a un oligarca ruso. En el caso de los oligarcas rusos, las cosas parecen más fáciles, a juzgar por los enormes flujos que salen del país hacia destinos sospechosos, lo que no es el caso chino, cuando menos por el momento. Desde luego que en Rusia no conviene enemistarse con el presidente y hacerse encarcelar, pero con evitar este caso extremo parece posible vivir mucho tiempo de una fortuna derivada de los recursos naturales del país. Aparentemente, en China los controles son más estrictos. Es una de las muchas razones por las que las comparaciones que se hacen en la prensa internacional (occidental) entre las fortunas de los líderes chinos y estadunidenses, y según las cuales los primeros serían mucho más ricos que los segundos, parecen relativamente inconsistentes[44].
No es mi intención hacer aquí una apología del estilo chino de regulación del capital, que parece extremadamente opaco e inestable. Eso no impide que los controles de capital puedan ser una manera de regular y contener la dinámica de la desigualdad de la riqueza. Por otra parte, China dispone de un impuesto sobre el ingreso claramente más progresivo que el de Rusia (que, como la mayor parte de los países del antiguo bloque soviético, adoptó en la década de 1990 un modelo fiscal de tipo flat tax), aunque notablemente insuficiente. Llega a movilizar ingresos fiscales que le permiten invertir en educación, salud e infraestructura mucho más importantes que los de otros países emergentes, empezando por India, a la que ha dejado atrás[45]. Si lo desea, y sobre todo si sus élites aceptan (y lo logran) la instauración de la transparencia democrática y el Estado de derecho que acompañan a la modernidad fiscal, lo que no deja de ser importante, China tendría el tamaño suficiente para aplicar el tipo de impuesto progresivo sobre el ingreso y sobre el capital del que aquí se ha hablado. Desde cierta perspectiva, China está mejor armada para aceptar el reto que Europa, que debe enfrentarse a su propia división política y a una lógica de competencia fiscal cuyo fin no estamos seguros de haber visto[46].
En todo caso, si los países europeos no se unen para establecer una regulación cooperativa y eficaz del capital, muy probablemente cada vez habrá más medidas de control individual y de preferencia nacional (las cuales, por cierto, hace mucho que empezaron, con una promoción a veces irracional de las empresas campeonas nacionales y los accionistas locales, a quienes imaginan poder controlar mejor que a los accionistas extranjeros, fenómeno que suele ser ilusorio). En este plano, China lleva una ventaja que será difícil de alcanzar. El impuesto sobre el capital es la forma liberal de controlar los capitales y esto corresponde más a la ventaja comparativa de Europa.
LA REDISTRIBUCIÓN DE LA RENTA PETROLERA
Entre otras formas de regulación del capitalismo mundial y de las desigualdades que provoca, también es necesario mencionar la problemática particular planteada por la geografía de los recursos naturales y, sobre todo, por la renta petrolera. Siguiendo el trazo exacto de las fronteras, de las que se conoce a menudo lo arbitrario de su origen histórico, las desigualdades del capital y de los destinos entre países con frecuencia adquieren proporciones extremas. Si el mundo formara una sola comunidad democrática mundial, el impuesto ideal sobre el capital no dejaría de redistribuir los beneficios de la renta petrolera. Eso hacen a menudo las leyes vigentes en las naciones al transformar en propiedad común una parte de los recursos naturales. Cierto que estas leyes varían con el tiempo y entre países, pero lo importante es que se puede esperar que la deliberación democrática conduzca, en general, por el buen camino. Por ejemplo, si una persona encuentra mañana en su jardín riquezas más valiosas que todos los patrimonios del país juntos, es probable que se hallará la manera de adaptar las leyes para que se permita compartir esa riqueza de forma razonable (o cuando menos eso esperamos).
Como el mundo no constituye una sola comunidad democrática, las deliberaciones relativas a la posible redistribución de los recursos naturales entre los países suelen ser mucho menos tranquilas. En 1990-1991, en el momento de la caída de la Unión Soviética, tuvo lugar otro acontecimiento fundador del siglo XXI. Iraq, país de 35 millones de habitantes, decidió invadir Kuwait, su minúsculo vecino de apenas un millón de habitantes, que disponía de reservas petroleras de la misma magnitud que las iraquís. Esto se debe a azares de la geografía, pero también al trazado del lápiz poscolonial de las empresas petroleras occidentales y de sus gobiernos, para quienes suele ser más fácil comerciar con países sin población (no está claro si a la larga es una buena opción). En todo caso, esos mismos países enviaron de inmediato 900 000 soldados para devolver a los kuwaitíes la propiedad única y legítima del petróleo (prueba, si la hay, de que los Estados a veces pueden movilizar recursos importantes para hacer respetar sus decisiones). Esto ocurrió en 1991. A esta primera guerra de Iraq siguió una segunda en 2003, esta vez con una coalición occidental menos abundante. Son acontecimientos que siguen teniendo un papel preponderante en el mundo durante la década de 2010.
No me corresponde calcular aquí el esquema impositivo óptimo para el capital petrolero que debería existir en una comunidad política mundial basada en la justicia y el interés general, ni siquiera en una comunidad política del Medio Oriente. No queda más que observar que la injusticia de la desigualdad del capital alcanza en esta región del mundo proporciones inusitadas que, sin una protección militar del exterior, hubiera dejado de existir hace mucho tiempo. En 2013, el presupuesto total del que disponía el ministerio egipcio de educación y sus servicios locales para financiar el conjunto de escuelas, colegios, institutos y universidades de ese país de 85 millones de habitantes fue inferior a 5000 millones de dólares[47]. A unos cientos de kilómetros, los ingresos petroleros ascienden a 300 000 millones de dólares para Arabia Saudí y sus 20 millones de saudíes, y superan los 100 000 millones de dólares para Qatar y sus 300 000 qatarís. Al mismo tiempo, la comunidad internacional se pregunta si no sería necesario renovar un préstamo de algunos miles de millones de dólares para Egipto, o bien si no sería mejor esperar a que, como lo había prometido, el país aumente los impuestos sobre las bebidas gaseosas y los cigarrillos. Sin duda es normal impedir hasta donde sea posible que la redistribución dependa de las armas (tanto más cuanto que en 1990 la intención del invasor iraquí era comprar más armas, no construir escuelas), pero a condición de encontrar otros medios, como sanciones, impuestos y apoyos, que permitan imponer una distribución más justa de los ingresos petroleros para dar a los países sin petróleo la posibilidad de desarrollarse.
LA REDISTRIBUCIÓN A TRAVÉS DE LA INMIGRACIÓN
Otra forma de redistribuir y regular la desigualdad mundial del capital, en principio más pacífica, es obviamente la inmigración. Más que el desplazamiento del capital, que plantea toda suerte de dificultades, a veces una solución más sencilla es dejar que el trabajo se desplace hacia lugares con salarios más altos. Se trata por supuesto de la gran contribución de los Estados Unidos a la redistribución mundial: de esa forma, ese país de apenas tres millones de habitantes, cuando se independizó, pasó a más de 300 millones hoy en día, en parte debido a los flujos migratorios. También por esto los Estados Unidos están aún muy lejos de convertirse en «la vieja Europa del planeta», como se mencionó en el capítulo anterior. La inmigración sigue siendo el cimiento de ese país, la fuerza estabilizadora que hace que el capital proveniente del pasado no adquiera la misma importancia que en Europa, y también la fuerza que hace política y socialmente soportables las desigualdades cada vez más extremas de los ingresos del trabajo. Para una buena parte de 50% de los estadunidenses peor pagados, estas desigualdades son secundarias por la sencilla razón de que nacieron en un país menos rico y que están en una trayectoria claramente ascendente. Conviene subrayar que en el decenio 2000-2010, este mecanismo de redistribución a través de la inmigración, que permite que personas procedentes de países pobres mejoren su suerte llegando a un país rico, atañe tanto a Europa como a los Estados Unidos. Desde este punto de vista, la distinción entre Viejo Mundo y Nuevo Mundo quizás está a punto de dejar de ser pertinente[48].
No obstante, conviene destacar que la redistribución a través de la inmigración, por deseable que sea, sólo regula una parte del problema de la desigualdad. Una vez que la producción y los ingresos promedio entre países se igualan, por la inmigración y sobre todo porque la productividad de los países pobres se acerca a la de los ricos, siguen ahí los problemas planteados por las desigualdades y, en particular, por la dinámica de la concentración de los patrimonios en el ámbito mundial. La redistribución por inmigración no hace más que posponer un poco más el problema, pero no exime de instituir las regulaciones necesarias —Estado social, impuesto progresivo sobre el ingreso e impuesto progresivo sobre el capital—. Por otra parte, nada impide pensar que con ellas la inmigración tenga más oportunidades de ser bien aceptada por las poblaciones menos favorecidas de los países ricos, pues estas instituciones aseguran que los beneficios económicos de la globalización alcancen a todos. Si se practicara a la vez el libre comercio y la libre circulación de capitales y de personas, pero se redujera el Estado social y se suprimiera todo tipo de impuesto progresivo, entonces podría pensarse que la tentación de un aislamiento nacional e identitario sería más fuerte que nunca, tanto en Europa como en los Estados Unidos.
Conviene subrayar, por último, que los países en desarrollo serán de los primeros en beneficiarse con un sistema fiscal internacional más transparente y más justo. En África, los flujos de capital salientes superan en gran medida, y desde siempre, a los flujos entrantes, debido a la ayuda internacional. El hecho de lanzar en los países ricos procedimientos judiciales contra un puñado de exdirigentes africanos por bienes mal habidos es, sin duda, una buena cosa, pero sería aún más útil crear la cooperación fiscal internacional y la transmisión automática de información bancaria que permitieran a los países africanos y europeos poner fin de forma mucho más sistemática y metódica a ese pillaje que, por otra parte, se observa tanto en empresas y accionistas europeos (y de cualquier nacionalidad) como en las poco escrupulosas élites africanas. También en este caso, la respuesta correcta es la transparencia financiera y el impuesto progresivo y mundial sobre el capital.