XIV. Repensar el impuesto progresivo sobre el ingreso

XIV. REPENSAR EL IMPUESTO PROGRESIVO

SOBRE EL INGRESO

EN EL capítulo anterior nos interesamos por la constitución y la evolución del Estado social y nos concentramos en el contenido de las necesidades sociales y el gasto público correspondiente (educación, salud, jubilaciones, etc.), tomando como base el nivel global de los ingresos y su evolución. Ahora, en este capítulo y el que sigue, estudiaremos más concretamente la estructura de los impuestos, las contribuciones y los gravámenes que han permitido esta transformación e intentaremos extraer algunas lecciones para el futuro. Veremos que la principal innovación del siglo XX en materia fiscal fue la creación y el desarrollo del impuesto progresivo sobre el ingreso. Esta institución desempeñó una función clave en la reducción de la desigualdad en el último siglo, pero hoy la amenazan de forma alarmante las fuerzas de la competencia fiscal entre países, y sin duda también está en peligro porque se instrumentó de urgencia, sin que se hubieran pensado verdaderamente sus bases. Lo mismo sucede con el impuesto progresivo a las sucesiones, segunda innovación importante del siglo XX, que también ha vuelto a cuestionarse en las últimas décadas. Sin embargo, antes de llegar ahí, tenemos que volver a situar esos dos instrumentos en el marco más general de la progresividad fiscal y de su función en la redistribución moderna.

LA REDISTRIBUCIÓN MODERNA: EL TEMA DE LA PROGRESIVIDAD FISCAL

El impuesto no es un asunto técnico, sino eminentemente político y filosófico, sin duda el primero de todos. Sin impuestos no puede haber destino común ni capacidad colectiva para actuar. Así ha sido siempre. En el centro de toda conmoción política importante encontramos una revolución fiscal. El Antiguo Régimen francés desapareció cuando las asambleas revolucionarias votaron la abolición de los privilegios fiscales de la nobleza y el clero, instituyendo una fiscalidad universal y moderna. La Revolución estadunidense nació de la voluntad de los súbditos de las colonias británicas de tomar en propia mano sus impuestos y su destino («No taxation without representation»). En dos siglos los contextos han cambiado, pero lo que está en juego es esencialmente lo mismo. Se trata de tomar medidas para que los ciudadanos puedan decidir soberana y democráticamente los recursos que desean dedicar a sus proyectos comunes: educación, salud, jubilación, desigualdad, empleo, desarrollo sostenible, etc. Lógicamente, en todas las sociedades la forma concreta de los impuestos está en el centro de la confrontación política. Se trata de ponerse de acuerdo sobre quién debe pagar qué y en nombre de qué principios, lo que no es tarea fácil, pues unos y otros difieren en muchos aspectos, empezando, por supuesto, por el ingreso y el capital. En particular, en todas las sociedades hay quienes tienen un ingreso elevado por su trabajo y un capital heredado bajo, y viceversa: afortunadamente el vínculo entre esas diferentes dimensiones nunca es perfecto. Las visiones del sistema fiscal ideal pueden variar en la misma proporción.

Clásicamente, se suele distinguir entre los impuestos al ingreso, los impuestos al capital y los impuestos al consumo. Prácticamente en todas las épocas se pueden encontrar gravámenes derivados de esas tres categorías, aunque en distintas proporciones. Por lo demás, tales categorías no están exentas de ambigüedades y sus fronteras no siempre son claras. Por ejemplo, el impuesto sobre el ingreso se refiere, en principio, a los ingresos derivados tanto del capital como del trabajo: por tanto, se trata en parte de un impuesto sobre el capital. Generalmente, en los impuestos al capital se incluyen a la vez los gravámenes aplicados al flujo de ingresos del capital (por ejemplo, sobre los beneficios de las empresas) y los que se basan en el acervo de capital (por ejemplo, el impuesto predial, el impuesto a las sucesiones o el impuesto a la fortuna). En la época moderna, los impuestos al consumo incluyen el impuesto al valor agregado y los diversos impuestos sobre las ventas, las bebidas, la gasolina, el tabaco y cualquier bien o servicio en particular. Estos impuestos han existido siempre, y a menudo son los más odiados de todos y los más pesados para las clases populares, como el impuesto a la sal del Antiguo Régimen. Se dice a menudo que estos impuestos son «indirectos», en el sentido de que no dependen directamente del ingreso ni del capital gravable individual, sino que se pagan indirectamente, a través del precio de venta, cuando se hacen las compras. Podríamos imaginar un impuesto directo sobre el consumo que dependería del monto consumido por cada individuo, pero esto nunca se ha visto[1].

En el siglo XX surgió un cuarta categoría de gravámenes: las cotizaciones sociales, una forma particular de gravar los ingresos, en general sólo los derivados del trabajo (sueldos e ingresos por actividades no asalariadas). Estos recursos se destinan a la seguridad social, principalmente para financiar los ingresos de sustitución (pensiones por jubilación, seguro de desempleo), lo cual en ocasiones permite transparentar la gobernanza y la organización del Estado social. Ciertos países, como Francia, utilizan igualmente las cotizaciones sociales para financiar otros gastos sociales, como el seguro de salud y las asignaciones familiares, de modo que, en total, las cotizaciones sociales representan cerca de la mitad de los ingresos, lo que añade complejidad al sistema. Por el contrario, otros países, como Dinamarca, deciden financiar sus gastos sociales mediante un enorme impuesto al ingreso, que se reparte entre las jubilaciones, el desempleo, la salud, etc. A decir verdad, estas distinciones entre diferentes formas jurídicas de gravámenes son, en parte, arbitrarias[2].

Más allá de estas disputas de fronteras, un criterio más pertinente para caracterizar los diferentes impuestos afecta al carácter ya sea proporcional o progresivo del gravamen. Se dice que un impuesto es proporcional cuando la tasa es la misma para todos (se habla también de un flat tax), y progresivo cuando la tasa es más elevada para los más ricos (los que tienen el ingreso más elevado, el capital más elevado o el consumo más elevado, según sea que se considere un impuesto progresivo sobre el ingreso, el capital o el consumo) y más baja para los de ingresos más modestos. Un impuesto también puede ser regresivo, cuando la tasa es menor para los más ricos, ya sea porque éstos logran esquivar en parte el pago del impuesto (legalmente, por optimización fiscal, o ilegalmente, por evasión), o porque la legislación prevé que el impuesto sea regresivo, como el famoso poll tax, que le costó el puesto de primera ministra a Margaret Thatcher en 1990[3].

Si se toma en consideración el conjunto de los ingresos, se constata que el Estado fiscal moderno a menudo no está lejos de ser proporcional al ingreso, sobre todo en los países en que la masa de gravámenes es importante. No sorprende, puesto que es imposible gravar la mitad del ingreso nacional y financiar derechos sociales ambiciosos sin exigir una contribución sustancial al conjunto de la población. La lógica de los derechos universales, que vela por el desarrollo del Estado fiscal y social moderno, se ajusta bastante bien, por cierto, con la idea de un gravamen proporcional o ligeramente progresivo.

EL IMPUESTO PROGRESIVO: FUNCIÓN LOCALIZADA PERO ESENCIAL

No obstante, sería erróneo concluir que el papel de la progresividad fiscal es limitado en la redistribución moderna. Para empezar, incluso si la tributación de manera general se acerca bastante a la proporcionalidad para la mayoría de la población, el hecho de que las tasas sean sensiblemente mayores —o al contrario, claramente más bajas— para los ingresos o los patrimonios más grandes podría tener un impacto dinámico muy importante en la estructura del conjunto de las desigualdades. En particular, todo parece indicar que la progresividad fiscal en la cima de la jerarquía de los ingresos y las sucesiones explica en parte por qué, después de los choques de los años 1914-1945, la concentración de la riqueza nunca recuperó su nivel astronómico de la Bella Época. Por el contrario, la baja espectacular de la progresividad sobre los ingresos altos en los Estados Unidos y el Reino Unido desde 1970-1980, a pesar de que esos dos países habían avanzado mucho en esa dirección después de la segunda Guerra Mundial, explica sin duda, en gran parte, el despegue de las remuneraciones muy elevadas. Al mismo tiempo, el aumento de la competencia fiscal en las últimas décadas, en un contexto de libre circulación de los capitales, llevó a un desarrollo sin precedentes de los regímenes que eximen los ingresos del capital, que desde entonces escapan por doquier del esquema progresivo del impuesto sobre el ingreso. Esto afecta sobre todo a Europa, fragmentada en Estados de reducido tamaño y que hasta ahora han demostrado ser incapaces de desarrollar un mínimo de coordinación en materia fiscal. De ello resulta una carrera acelerada y sin fin para reducir el impuesto sobre los beneficios de las sociedades y para eximir los intereses, dividendos y otros ingresos financieros del régimen impositivo legal común al que sí están sujetos los ingresos del trabajo.

La consecuencia es que en la actualidad los impuestos han llegado a ser regresivos en la cima de la jerarquía de los ingresos en la mayor parte de los países, o están a punto de serlo. Por ejemplo, una estimación detallada que se hizo para Francia en 2010, considerando la totalidad de las contribuciones obligatorias y atribuyéndolas al nivel individual en función de los ingresos y los patrimonios en poder de unos y otros, llegó al resultado siguiente. La tasa impositiva global (47% del ingreso nacional, en promedio, en esta estimación) es de aproximadamente 40-45% para el 50% de las personas que disponen de menores ingresos; después pasa a 45-50% para el 40% siguiente, antes de empezar a declinar para el 5% de los ingresos más elevados, y sobre todo para el 1% de los más ricos, con una tasa de apenas 35% para el 0.1% de los más acomodados. Para los más pobres, las tasas impositivas elevadas se explican por la importancia de los impuestos al consumo y las cotizaciones sociales (que en total equivalen a tres cuartas partes de los gravámenes en Francia). La ligera progresividad observada, a medida que se pasa a las clases medias, se explica por al aumento del impuesto sobre el ingreso. Por el contrario, la regresividad neta constatada en los percentiles superiores se explica en virtud de la importancia adquirida por los ingresos del capital y por el hecho de que éstos, en gran medida, escapan del esquema tributario progresivo, lo cual no puede ser totalmente compensado por los impuestos sobre el acervo de capital (que son por mucho los más progresivos)[4]. Todo hace pensar que esta curva en forma de campana se encuentra también en los demás países europeos (probablemente también en los Estados Unidos) y que es, en realidad, más marcada de lo que indica esta estimación imperfecta[5].

Si esta regresividad fiscal en lo más alto de la jerarquía social se confirmara y ampliara en el futuro, es probable que tuviera consecuencias importantes en la dinámica de la desigualdad de la riqueza y en el posible retorno a una intensa concentración del capital. Por otra parte, es muy evidente que tal secesión fiscal de los más ricos podría ser extremadamente perjudicial para la aceptación fiscal en su conjunto. El relativo consenso en torno al Estado fiscal y social, ya frágil en tiempos de escaso crecimiento, disminuye sobre todo en las clases medias, a las cuales, naturalmente, les cuesta trabajo aceptar pagar más que las clases superiores. Esta evolución favorece el incremento de individualismos y egoísmos. Como el sistema en su conjunto es injusto, ¿por qué seguir pagando por los demás? Por eso es vital para el Estado social moderno que el sistema fiscal que lo sostiene conserve un mínimo de progresividad, o cuando menos que no llegue a ser claramente regresivo en la cima.

Además, conviene agregar que, desde el punto de vista de la jerarquía de los ingresos, esta forma de representar la progresividad del sistema fiscal omite tener en cuenta, por definición, los recursos recibidos por herencia[6] que, como hemos visto, cada vez son menos despreciables. Ahora bien, en la práctica la herencia se grava mucho menos que los ingresos[7]. Como se vio en la tercera parte (capítulo XI), esto contribuye a reforzar el «dilema de Rastignac». Si se clasificara a los individuos por percentil de recursos totales recibidos a lo largo de toda una vida (por ingresos del trabajo y por herencias capitalizadas), que es una forma más satisfactoria de representar la cuestión de la progresividad, entonces la curva de campana sería mucho más regresiva en la cima de la jerarquía que considerando sólo los ingresos[8].

Por último, cabe resaltar que la globalización del comercio, en la medida en que ejerce una presión particularmente intensa en los trabajadores menos calificados de los países ricos, en teoría podría justificar que aumentara la progresividad fiscal, y no que disminuyera, lo cual complica un poco más el contexto en su conjunto. Es cierto que a partir del momento en que se desea conservar una tasa global de ingresos fiscales del orden de la mitad del ingreso nacional, inexorablemente a cada individuo le tocará contribuir con una proporción importante. Sin embargo, más que tener una muy ligera progresividad global del gravamen (con excepción de la cima), se podría muy bien imaginar una progresividad más marcada[9]. Esto no resolvería todos los problemas, pero bastaría para mejorar sensiblemente la situación de los menos calificados[10]. Y si no se da esta mayor progresividad fiscal, no debería sorprender que quienes se benefician menos con el libre comercio (y que en ocasiones claramente pierden) se muestren proclives a cuestionarlo. El impuesto progresivo es una institución indispensable para tratar de que todos se beneficien con la globalización, y su cada vez más patente ausencia puede llevar a poner en entredicho esta última. Volveremos a ello en el capítulo siguiente.

Por estas razones, el impuesto progresivo es un elemento esencial para el Estado social: desempeñó una función clave en su desarrollo y en la transformación de la estructura de las desigualdades en el siglo XX, y es una institución central para garantizar su viabilidad en el siglo XXI. Ahora bien, esta institución hoy está amenazada, intelectual (las diferentes funciones de la progresividad nunca han sido discutidas a fondo) y políticamente (la competencia fiscal permite que categorías enteras de ingresos queden exentas del régimen legal).

EL IMPUESTO PROGRESIVO EN EL SIGLO XX: EFÍMERO PRODUCTO DEL CAOS

Retrocedamos en el tiempo para tratar de entender mejor cómo llegamos aquí. Para empezar, es importante darse cuenta de que, en el siglo XX, el impuesto progresivo fue producto de las guerras, al menos en la misma medida que de la democracia. El impuesto progresivo se instituyó en medio del caos y la improvisación, lo cual explica, cuando menos parcialmente, que no se haya reflexionado lo suficiente respecto de sus diferentes misiones y por qué hoy se le vuelve a cuestionar.

No hay duda de que el impuesto progresivo sobre el ingreso se instituyó en numerosos países antes del desencadenamiento de la primera Guerra Mundial. Con excepción de Francia, donde la aprobación de la ley del 15 de julio de 1914 por la que se creó el impuesto general sobre el ingreso dependió directamente de los imperativos financieros del conflicto que ya se anunciaba (la ley había estado enterrada en el Senado durante años y sólo la inminencia de la declaración de guerra desbloqueó la situación)[11], la creación de dicho impuesto se efectuó, en general, «en frío», en el marco del juego normal de las instituciones parlamentarias, como en 1909 en el Reino Unido y en 1913 en los Estados Unidos. En Europa del Norte, en varios Estados alemanes y en Japón, la creación del impuesto progresivo sobre el ingreso fue aun anterior: 1870 en Dinamarca, 1887 en Japón, 1891 en Prusia y 1903 en Suecia. Si bien el impuesto sobre el ingreso no interesaba todavía a todos los países desarrollados, alrededor de 1900 y 1910 se gestaba un consenso internacional en torno al principio de progresividad y su aplicación al ingreso global (es decir, a la suma de los ingresos del trabajo, salariales o no salariales, y de los ingresos del capital de todo tipo, como la renta de inmuebles, intereses, dividendos, utilidades y en ocasiones plusvalías)[12]. Para muchos, un sistema de esas características parecía una forma a la vez justa y eficaz de repartir los impuestos. El ingreso global mide la capacidad contributiva de cada uno, y la progresividad permite considerar una limitación de las desigualdades producidas por el capitalismo industrial, pero respetando la propiedad privada y las fuerzas de la competencia. Numerosos informes y libros publicados en esa época ayudaron a popularizar la idea y a convencer a una parte de las élites políticas y de los economistas liberales, incluso cuando muchos de ellos seguían siendo hostiles al principio mismo de progresividad, sobre todo en Francia[13].

Entonces, ¿el impuesto progresivo al ingreso sería el hijo natural de la democracia y el sufragio universal? Las cosas son más complicadas. En efecto, se puede constatar que las tasas aplicadas hasta la primera Guerra Mundial, incluso para los niveles de ingresos estratosféricos, seguían siendo extremadamente moderadas. Esto se aplica a todos los países, sin excepción. La intensidad del choque político producto de la guerra se ve muy clara en la gráfica XIV.1, que representa la evolución de la tasa superior (es decir, la que se aplica a los ingresos más elevados) en los Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania y Francia de 1900 a 2013. Se observa que la tasa superior se estancó en niveles insignificantes hasta 1914 y después se disparó como una flecha al concluir el conflicto. Estas evoluciones son representativas de las trayectorias observadas en el conjunto de los países ricos[14].

GRÁFICA XIV.1. La tasa superior del impuesto sobre el ingreso, 1900-2013

La tasa impositiva marginal más alta del impuesto sobre el ingreso (aplicable a los ingresos más elevados) en los Estados Unidos pasó de 70% en 1980 a 28% en 1988.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

En Francia, en el marco del impuesto sobre el ingreso creado en 1914, la tasa más elevada no superaba el 2% y no se aplicaba sino a una ínfima minoría de contribuyentes. Después de la guerra, en un contexto político y financiero radicalmente transformado, la tasa superior se llevó a un nivel «moderno»: 50% en 1920, 60% en 1924 e incluso 72% en 1925. Es sorprendente constatar que la ley del 25 de junio de 1920, que elevaba la tasa superior a 50% y que ciertamente puede equipararse a un segundo nacimiento del impuesto sobre el ingreso, fue adoptada por la «Cámara Azul Horizonte» (una de las Cámaras más de derecha de toda la historia de la República) y por la mayoría denominada del «Bloque Nacional», es decir, aquella constituida en gran parte por los grupos parlamentarios que antes de la primera Guerra Mundial se habían opuesto ferozmente a la creación de un impuesto sobre el ingreso con tasa superior a 2%. Este viraje completo de los diputados de la derecha se explica evidentemente por la desastrosa situación financiera heredada de la guerra. El Estado acumuló deudas considerables durante el conflicto, y más allá de los discursos rituales sobre el tema «Alemania pagará», todos se dieron cuenta de que era indispensable hacerse con recursos fiscales nuevos. En un contexto en el que las penurias y el recurso a las nuevas emisiones de moneda llevaron la inflación a niveles nunca vistos antes de la guerra, en el que los salarios de los obreros no siempre recuperaron su poder de compra de 1914 y en el que varias oleadas de huelgas amenazaban con paralizar el país en mayo-junio de 1919, y después de nuevo en la primavera de 1920, se tenía la impresión de que el color político importaba poco: era necesario encontrar recursos fiscales nuevos, siendo difícil imaginar que los poseedores de ingresos altos pudieran salvarse. Fue en ese contexto político, caótico y explosivo, marcado también por la Revolución bolchevique de 1917, en el que nació el impuesto progresivo de estilo moderno[15].

El caso de Alemania es particularmente interesante pues, cuando estalló la guerra, el impuesto progresivo sobre el ingreso existía desde hacía más de 20 años. Ahora bien, las tasas fiscales nunca se incrementaron significativamente en tiempos de paz. En Prusia, la tasa superior se mantuvo estable en 3% de 1891 a 1914; después pasó a 4%, de 1915 a 1918, antes de ser brutalmente incrementada a 40%, en 1919-1920, en un contexto político radicalmente diferente. En los Estados Unidos, a pesar de ser el país intelectual y políticamente más preparado para una tributación intensamente progresiva y de tomar la delantera del movimiento en el periodo de entreguerras, también hubo que esperar a 1918-1919 para que la tasa superior se incrementara de forma súbita a 67% y después a 77%. En el Reino Unido, la tasa aplicable a los ingresos más elevados se había definido en 8% en 1909, cifra relativamente alta para la época, pero hubo que esperar también a que terminara la guerra para que se elevara de golpe a más de 40%.

Obviamente, es imposible decir qué habría pasado sin el golpe de 1914-1918; sin duda habría surgido algún movimiento, pero parece evidente que este avance hacia la progresividad cuando menos habría sido más lento y quizá jamás habría llegado a ese nivel. Las tasas aplicadas antes de 1914, siempre inferiores a 10% (y en general menores de 5%), incluidas las de los ingresos más elevados, en realidad no son muy diferentes de las aplicadas durante los siglos XVIII y XIX. En efecto, conviene recordar que si el impuesto progresivo sobre el ingreso global es una creación de finales del siglo XIX y principios del XX, hay formas mucho más antiguas de gravar los ingresos, en general con reglas diferentes según el ingreso y muy a menudo con tasas proporcionales o casi proporcionales (por ejemplo, con una tasa fija más allá de cierta deducción). En la mayoría de los casos, las tasas eran del orden de 5 a 10% (como mucho); por ejemplo, el sistema de imposición «cedular», es decir, con tasas separadas para cada categoría o «cédula» de ingreso (alquiler de la tierra, intereses, utilidades, sueldos, etc.), instituidas en el Reino Unido en 1842 y que hacían las veces del impuesto sobre el ingreso británico hasta la creación, en 1909, del super-tax (impuesto progresivo sobre el ingreso global)[16].

En Francia, durante el Antiguo Régimen también hubo diversas formas de impuestos directos sobre el ingreso, como la talla, el diezmo o el vigésimo, con tasas típicas de 5 o 10% (como su nombre indica), que se aplicaban a bases tributarias más o menos incompletas y con excepciones a veces numerosas. El proyecto del diezmo real propuesto en 1707 por Vauban, cuyo objetivo era gravar la totalidad de los ingresos del reino (incluido el alquiler de la tierra de los aristócratas y de la iglesia) con una tasa de 10%, nunca se puso en práctica totalmente, pero eso no impidió que el sistema fiscal se perfeccionara durante el siglo XVIII[17]. Por rechazo a los procedimientos inquisitoriales asociados con la monarquía, y sin duda también para evitar que la burguesía industrial en pleno auge tuviera que pagar impuestos muy altos, los legisladores revolucionarios decidieron a continuación establecer una tributación «indiciaria», en el sentido de que el impuesto se calculaba a partir de índices que supuestamente medían la capacidad contributiva del contribuyente y no a partir del ingreso mismo, que nunca tenía que declararse. Por ejemplo, el impuesto sobre puertas y ventanas de la residencia principal del contribuyente, indicador de lo desahogado de su situación, tenía el gran mérito de permitir que el fisco determinara el impuesto por cobrar sin tener que entrar en la casa y mucho menos revisar los libros de cuentas. El impuesto más importante del nuevo sistema creado en 1792, el predial o territorial, se calculaba en función del valor del alquiler de todas las tierras propiedad del contribuyente[18]. El monto del impuesto se determinaba a partir de estimaciones de los valores de alquiler promedio, revisados en las grandes encuestas decenales organizadas por la administración fiscal para inventariar el conjunto de propiedades del territorio, y así el contribuyente no tenía que declarar el ingreso que realmente percibía cada año. Debido a la baja inflación, esto tenía poca importancia. En la práctica, el impuesto territorial no difería del impuesto cedular británico (la tasa efectiva variaba según los periodos y departamentos, sin ser nunca superior a 10%).

Para completar el sistema, la naciente Tercera República decidió crear en 1872 un impuesto sobre los ingresos de los valores financieros; era un impuesto proporcional que se aplicaba a intereses, dividendos y otros ingresos financieros, en pleno auge en Francia en ese momento, y casi totalmente libres de impuestos, mientras que el sistema cedulario británico sí los cubría. Sin embargo, también en ese caso se definió una tasa extremadamente modesta (3% de 1872 a 1890, 4% entre 1890 y 1914), cuando menos respecto de las tasas observadas a partir de los primeros años de la década de 1920. Hasta el primer conflicto bélico mundial, en todos los países desarrollados parecía pensarse que una tasa impositiva «razonable» nunca debía ser superior a 10%, independientemente del nivel de los ingresos de referencia, por elevados que éstos fueran.

EL IMPUESTO PROGRESIVO EN LA TERCERA REPÚBLICA

Es interesante observar que ocurría lo mismo con el impuesto sucesorio progresivo que, junto con el impuesto sobre el ingreso, era la segunda innovación fiscal importante de los primeros años del siglo XX, cuyas tasas también siguieron siendo relativamente moderadas hasta 1914 (véase la gráfica XIV.2). El caso de Francia en la Tercera República es emblemático: un país que supuestamente sentía una verdadera pasión por la igualdad, donde el sufragio universal masculino se restableció en 1871 y que, sin embargo, se negó con obstinación, durante cerca de medio siglo, a pasar francamente a la progresividad fiscal; un país, en definitiva, donde sólo la primera Guerra Mundial modificaría en verdad esa actitud. En efecto, el impuesto sucesorio instituido por la Revolución francesa, estrictamente proporcional de 1791 a 1901, se tornó progresivo como consecuencia de la ley del 25 de febrero de 1901, pero en realidad esto no cambió mucho: la tasa más elevada se fijó en 5% de 1902 a 1910; después en 6.5% de 1911 a 1914, y no se aplicó sino a varias decenas de fortunas cada año. Tal sangría fiscal parecía exorbitante a ojos de los contribuyentes acaudalados de la época, que se mostraban proclives a considerar que «un hijo que sucede a su padre» sólo cumplía un «deber sagrado» de perpetuación de una misma propiedad familiar, y esa simple perpetuación no debería dar lugar a ningún impuesto[19]. Sin embargo, esto no impedía que las mayores riquezas se transmitieran casi totalmente de una generación a otra. La tasa efectiva promedio no era mayor de 3% después de la reforma de 1901 (comparado con el 1% del régimen proporcional vigente en el siglo XIX). Si se analiza desde la distancia, es evidente que tal reforma no podía incidir en el proceso de acumulación e hiperconcentración patrimonial efectivo en ese periodo, independientemente de lo que pudieran pensar al respecto los contemporáneos.

GRÁFICA XIV.2. La tasa superior del impuesto sucesorio, 1900-2013

La tasa marginal superior del impuesto sucesorio (aplicable a las sucesiones más elevadas) en los Estados Unidos pasó de 70% en 1980 a 35% en 2013.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

De manera general, sorprende ver hasta qué punto los opositores a la progresividad, claramente mayoritarios entre las élites económicas y financieras en la Francia de la Bella Época, utilizaban de modo permanente, no sin cierta dosis de mala fe, el argumento de una Francia de por sí igualitaria y que por eso mismo no tenía necesidad de un impuesto progresivo. Un ejemplo muy representativo y esclarecedor es el de Paul Leroy-Beaulieu, uno de los economistas más influyentes de la época, que en 1881 publicó su famoso Essai sur la répartition des richesses et sur la tendance à une moindre inégalité des conditions [Ensayo sobre la distribución de la riqueza y sobre la tendencia a una menor desigualdad de condiciones], obra que se reeditó constantemente hasta los primeros años de la década de 1910[20]. A decir verdad, Leroy-Beaulieu no disponía de ningún dato o fuente capaz de demostrar la «tendencia a una menor desigualdad de condiciones». Aun así, imaginó razonamientos dudosos y poco convincentes a partir de datos totalmente inadecuados, para demostrar, costara lo que costase, que la desigualdad de los ingresos estaba en vías de reducirse[21]. Por momentos, él mismo parecía darse cuenta de que su razonamiento no tenía sustento, e indicaba entonces que tal evolución no debía tardar y que, en todo caso y sobre todo, no se debía interferir, de ninguna manera, en ese proceso maravilloso de la globalización comercial y financiera, que permitía al ahorrador francés invertir en el canal de Panamá o en el canal de Suez y pronto en la Rusia de los zares. Indiscutiblemente, a Leroy-Beaulieu le fascinaba la globalización de su época y se paralizaba ante la idea de que una revolución brutal pudiera poner todo en tela de juicio[22]. Obviamente tal fascinación no tiene nada digno de reprensión, a condición de que no impida analizar serenamente lo que estaba en juego en su época. La gran apuesta en Francia entre 1900 y 1910 no era la inminencia de una Revolución bolchevique (no más que ahora, por cierto), sino, más modestamente, la creación de impuestos progresivos. Para Leroy-Beaulieu y sus colegas, llamados de «centro derecha» (por oposición a la derecha monárquica), había que oponerse a ello a toda costa, con un argumento implacable: Francia era un país igualitario gracias a la obra de la Revolución francesa, que hasta cierto punto redistribuyó un poco la tierra, pero sobre todo instituyó la igualdad ante el Código Civil, la igualdad ante el derecho de propiedad y la capacidad de contratarse libremente. Por tanto, Francia de ninguna manera necesitaba un impuesto progresivo y expoliador. Sin duda, agregaban, tales impuestos serían muy útiles en sociedades de clases, en sociedades aristocráticas como el vecino Reino Unido, pero no en nuestro país[23].

En ese caso, hubiera bastado con que Leroy-Beaulieu consultara los recientes registros sucesorios, publicados por la administración fiscal poco después de la reforma de 1901, para confirmar que la concentración de la riqueza era casi tan marcada en la Francia republicana de la Bella Época como en el Reino Unido monárquico. Con ocasión de los debates parlamentarios de 1907-1908, los partidarios del impuesto sobre el ingreso se refierieron con frecuencia a estas estadísticas[24]. Es un ejemplo interesante que muestra que un impuesto, incluso aplicado con tasas bajas, puede ser fuente de conocimientos y de transparencia democrática.

En los otros países se aprecia del mismo modo que la primera Guerra Mundial marcó una clara ruptura en la historia del impuesto sucesorio. En Alemania, la introducción de una fiscalidad mínima en las herencias más elevadas estaba muy presente en los debates parlamentarios de fines del siglo XIX y principios del XX. Los responsables del Partido Social Demócrata, empezando por August Bebel y Eduard Bernstein, subrayaban que el impuesto sucesorio permitiría aligerar los pesados impuestos indirectos pagados por los obreros y las otras clases de asalariados, que así hubieran tenido más medios para mejorar su suerte. Sin embargo, los debates en el Reichstag fracasaron: las reformas de 1906 y 1909 culminaron en la creación de una magra fiscalidad sucesoria, además de que las herencias en línea directa y entre cónyuges (es decir, la inmensa mayoría de los casos) siguieron totalmente exentas, fuera cual fuera su cuantía. Hubo que esperar hasta 1919 para que el impuesto sucesorio alemán afectara las transmisiones familiares con una tasa superior, que repentinamente pasó de 0 a 35% para las herencias más importantes[25]. El papel de la guerra, con sus consecuentes rupturas políticas, parece absolutamente decisivo: sin estas fracturas, es difícil imaginar por qué y cómo se hubieran superado los bloqueos de 1906-1909[26].

No obstante, en la gráfica XIV.2 se observa un ligero estremecimiento británico al alza durante la Bella Época, más claro en lo que se refiere al impuesto sucesorio que en el impuesto sobre el ingreso. El Reino Unido, que desde la reforma de 1896 aplicaba ya una tasa superior a 8% sobre las herencias más elevadas, pasó a 15% en 1908, lo que empezaba a ser sustancial. En los Estados Unidos, el impuesto federal sobre sucesiones y donaciones no se instituyó sino hasta 1916, aunque la tasa se elevara muy rápidamente a niveles superiores a los aplicados en Francia y Alemania.

EL IMPUESTO CONFISCATORIO SOBRE LOS INGRESOS EXCESIVOS: UN INVENTO ESTADUNIDENSE

De manera general, si se examina la historia de la progresividad fiscal durante el último siglo, es sorprendente ver hasta qué punto son los países anglosajones, y en particular los Estados Unidos, los que inventaron el impuesto confiscatorio sobre los ingresos y las riquezas consideradas excesivas. El análisis de las gráficas XIV.1 y XIV.2 es particularmente claro; es tan opuesto a la percepción que suele tenerse de los Estados Unidos y del Reino Unido a partir de 1970-1980, tanto en el exterior como en el interior de esos países, que vale la pena detenerse un poco en este aspecto.

En el periodo de entreguerras, todos los países desarrollados se pusieron a experimentar con tasas superiores muy elevadas, a menudo de forma errática, pero los Estados Unidos fueron los primeros en ir más allá del 70%, primero para los ingresos de 1919 a 1922, y después para las sucesiones, en 1937-1939. Cuando se grava una parte de los ingresos o de las sucesiones con tasas del orden de 70 a 80%, es muy evidente que el objetivo principal no es recaudar ingresos fiscales (y de hecho esos segmentos nunca rendirán mucho); se trata, a la postre, de poner fin a ese tipo de ingresos o patrimonios que el legislador considera socialmente excesivos y económicamente estériles, o cuando menos de hacer muy costoso mantenerlos en ese nivel y desalentar su perpetuación. Y al mismo tiempo no se trata de una prohibición absoluta o de una expropiación. El impuesto progresivo es siempre un método relativamente liberal para reducir las desigualdades, en el sentido de que esta institución respeta la libre competencia y la propiedad privada, incluso si a veces modifica de forma radical los incentivos privados, pero siempre de manera previsible y continua, apegándose a reglas determinadas de antemano y discutidas democráticamente en el marco del Estado de derecho. El impuesto progresivo expresa, en cierta forma, un compromiso ideal entre justicia social y libertad individual. No es por casualidad, pues, que hayan sido los países anglosajones, que hasta cierto punto han demostrado mayor apego a las libertades individuales en el curso de su historia, los que también fueron más lejos en la dirección de la progresividad fiscal durante el siglo XX. Cabe subrayar también que los países de Europa continental, en particular Francia y Alemania, exploraron varias vías después de la guerra, como la propiedad pública de las empresas y la fijación directa del salario de sus ejecutivos, medidas que muy bien pueden concebirse también como respetuosas del derecho y que en cierta forma los eximían de ir más lejos en la vía fiscal[27].

A esta explicación general es necesario agregar factores más específicos. A finales del siglo XIX y principios del XX, durante el periodo conocido como la «Época Dorada» (Gilded Age) en los Estados Unidos, numerosos observadores se inquietaron por el hecho de que el país era cada vez más desigual y se alejaba progresivamente de su ideal pionero original. Ya mencionamos en la tercera parte (capítulo X) la obra que Wilfford King dedicara en 1915 a la distribución de la riqueza en los Estados Unidos y las inquietudes expresadas a propósito de un posible acercamiento a las sociedades europeas, percibidas entonces como desigualitarias en grado superlativo[28]. En 1919, Irving Fisher, presidente de la American Economic Association, fue todavía más lejos y decidió dedicar su discurso presidencial a las desigualdades estadunidenses; explicó sin rodeos a sus colegas que la creciente concentración de la fortuna era el principal problema económico de los Estados Unidos y se alarmó ante las estimaciones de King. El hecho de que «2% de la población posea más de 50% de la riqueza» y que «dos tercios de la población no posean casi nada» le parecía «una distribución antidemocrática de la riqueza» («an undemocratic distribution of wealth»), que amenazaba las bases mismas de la sociedad estadunidense. Más que restringir arbitrariamente la participacion de los beneficios o el rendimiento del capital, soluciones que Fisher mencionaba para rechazarlas convenientemente, el método más adecuado le parecía gravar intensamente las herencias más importantes (hablaba de una tasa igual a dos terceras partes de la sucesión, e incluso la totalidad, si la herencia tenía ya tres generaciones)[29]. Es sorprendente ver hasta qué punto Fisher se inquietaba mucho más por las desigualdades que Leroy-Beaulieu, aun cuando vivía en una sociedad mucho más desigual. Sin duda, el temor de parecerse a la vieja Europa explica en parte la progresividad fiscal estadunidense.

Cabe también añadir que la extrema violencia de la Gran Depresión en los Estados Unidos condujo muy rápidamente a culpar a las élites económicas y financieras de la desastrosa situación. A ojos de la opinión pública, parecía cada vez más obvio que estas élites se habían enriquecido al mismo tiempo que llevaban al país al desastre (recuérdese que la participación de los altos ingresos en el ingreso nacional estadunidense alcanzó su nivel más alto a fines de los años veinte, sobre todo por las plusvalías fantasiosas de la bolsa). Fue en ese contexto en el que Roosevelt llegó al poder, a principios de 1933, cuando la crisis llevaba ya más de tres años y la cuarta parte del país estaba desempleada. De inmediato decidió elevar fuertemente la tasa superior del impuesto sobre el ingreso, que había bajado a 25% en los últimos años de la década de 1920 y durante la desastrosa presidencia de Hoover. Esta tasa pasó a 63% en 1933 y después a 79% en 1937, rebasando el récord precedente de 1919. En 1942, la Victory Tax Act elevó la tasa superior a 88%, nivel que aumentó a 94% en 1944, con los diferentes suplementos. Después, la tasa superior se estabilizó en aproximadamente 90% hasta mediados de la década de 1960, y luego en 70% a partir de principios de la década de 1980. En total, en el periodo de 1932 a 1980, es decir, en cerca de medio siglo, la tasa superior del impuesto federal sobre el ingreso fue, en promedio, de 81% en los Estados Unidos[30].

Es importante insistir en que ningún país de Europa continental ha aplicado nunca tales tasas (o bien, muy excepcionalmente, durante algunos años, y de ninguna manera durante medio siglo). Francia y Alemania, en particular, impusieron de 1940 a 1980 tasas altas, en general de entre 50 y 70%, pero nunca de 80 o 90%. La única excepción fue Alemania entre 1947 y 1949, cuando la tasa superior fue de 90%, pero se trata justamente del periodo en que las tablas fiscales las fijaban las autoridades aliadas de la ocupación (en la práctica, las estadunidenses). Una vez que Alemania recuperó su soberanía fiscal, en 1950, el país decidió muy pronto volver a tasas que le parecían más acordes con su sensibilidad, y la tasa más elevada volvió a bajar en pocos años a no más de 50% (véase la gráfica XIV.1). En Japón se observa exactamente el mismo fenómeno[31].

La atracción anglosajona por la progresividad también se ve de forma más extrema en el impuesto sucesorio progresivo. Mientras que en los Estados Unidos la tasa superior se estabilizaba entre 70 y 80% de la década de 1930 a la de 1980, ni Francia ni Alemania rebasaron nunca el 30-40%, con la excepción de Alemania en 1946-1949 (véase la gráfica XIV.2)[32].

El único país que llegó al punto máximo de las tasas estadunidenses —y que incluso las rebasó por momentos, tanto para los ingresos como para las herencias— fue el Reino Unido. La tasa aplicable a los ingresos británicos más elevados llegó a 98% en la década de 1940, y de nuevo en la de 1970, que es el récord histórico absoluto a la fecha[33]. Conviene observar también que una distinción aplicada a menudo en ese periodo en los dos países se refiere a la diferencia entre el «ingreso ganado» (earned income), es decir, el producto del trabajo (sueldos o ingresos por actividades no asalariadas), y el «ingreso no ganado» (unearned income), es decir, el producto del capital (alquileres, intereses, dividendos, etc.). La tasa superior indicada en la gráfica XIV.1 para los Estados Unidos y el Reino Unido se refiere al «ingreso no ganado»: la tasa superior aplicable al «ingreso ganado» era a veces ligeramente inferior, en particular en los años setenta[34]. Esta distinción es interesante, pues expresa en lenguaje fiscal la sospecha que se tiene frente a los ingresos muy elevados: todos los ingresos demasiado elevados son sospechosos, pero lo son más si son producto del capital. Es sorprendente el contraste con el contexto actual, en el que, por el contrario, los ingresos del capital son los que se benefician con un régimen más favorable en numerosos países, sobre todo europeos. Cabe hacer notar que el umbral de aplicación de esas tasas superiores, que ha variado con el paso del tiempo, es siempre extremadamente elevado: en términos del ingreso promedio de 2000-2010, a menudo se sitúa entre medio millón y un millón de euros; por tanto, en el marco de la distribución actual, la tasa se aplicaría a menos de 1% de la población (en general, entre 0.1 y 0.5% de ésta).

El hecho de gravar más los «ingresos no ganados» es igualmente coherente con el uso simultáneo de un impuesto sucesorio muy progresivo. Puesto en una perspectiva de más largo plazo, el caso del Reino Unido es particularmente interesante. Se trata de un país donde la concentración de la riqueza era la más extrema en el siglo XIX y en la Bella Época. Los golpes propinados a las grandes riquezas por las guerras del siglo XX (destrucciones, expropiaciones) fueron ahí menos duros que en la Europa continental, si bien el país optó por asestarles un golpe fiscal más pacífico, pero considerable de todos modos, con una tasa superior que llegó a 70-80%, e incluso lo rebasó, en el periodo de 1940-1980. Durante el siglo XX en el Reino Unido se produjo, sin duda, la más intensa reflexión en torno a la tributación de las herencias y la base sucesoria, sobre todo entre las dos guerras[35]. En noviembre de 1938, en el prefacio de la reedición de su obra clásica de 1929 dedicada a la herencia, Josiah Wedgwood consideraba, como su compatriota Bertrand Russell, que las «plutodemocracias» y sus élites hereditarias fracasaron ante el ascenso del fascismo. Su convicción era que «las democracias políticas que no democratizan su sistema económico son intrínsecamente inestables». Él pensaba que un impuesto sucesorio muy progresivo era el instrumento principal de la democratización del nuevo mundo con el que soñaba[36].

LA EXPLOSIÓN DE LOS SALARIOS DE LOS ALTOS EJECUTIVOS: EL PAPEL DE LA TRIBUTACIÓN

Después de la gran pasión por la igualdad que tuvo lugar entre 1930 y 1970, los Estados Unidos y el Reino Unido tomaron con el mismo entusiasmo la dirección opuesta en las últimas décadas, en especial la tasa superior de su impuesto sobre el ingreso, que, después de haber estado durante mucho tiempo por encima de los niveles de Francia y Alemania, ha sido claramente más baja desde la década de los ochenta. Simplificando, las tasas alemanas y francesas se mantuvieron estables en torno a 50-60% entre 1930 y 2010 (con una ligera baja al final del periodo), mientras que las estadunidenses y británicas pasaron de 80-90% entre 1930 y 1980 a 30-40% en 1980-2010 (con un punto mínimo de 28%, después de la gran reforma fiscal reaganiana de 1986; véase la gráfica XIV.1)[37]. Los países anglosajones han jugado al yo-yo con sus ricos desde 1930. Por el contrario, los países de la Europa continental (Alemania y Francia son ejemplos relativamente representativos) y Japón han mostrado después de todo una actitud más estable respecto de los ingresos altos. Ya hicimos notar en la primera parte de este libro que ese gran viraje podía explicarse, cuando menos en parte, por esa sensación de haber sido alcanzados que embargó a los Estados Unidos y al Reino Unido en la década de 1970, y de la cual se nutrió la ola thatcheriano-reaganiana. Desde luego que ese proceso de convergencia del periodo 1950-1980 era, en esencia, una consecuencia mecánica de los golpes sufridos por la Europa continental y Japón entre 1914 y 1945, pero no por eso fue bien recibido: tanto entre países como entre individuos, la jerarquía de las fortunas privilegiaba en el debate el honor y la moral, sin reducirlo a una cuestión de dinero. Lo que nos interesa ahora es entender las consecuencias de ese gran cambio.

Si se examinan los países desarrollados en conjunto, se aprecia que la magnitud de la baja de la tasa marginal superior del impuesto sobre el ingreso observada de 1970 a 2000-2010 está estrechamente ligada a la magnitud del alza de la participación del percentil superior en el ingreso nacional en el mismo periodo. Concretamente, hay una correlación casi perfecta entre estos dos fenómenos: los países que más redujeron su tasa superior son también aquellos en que los más altos ingresos —y sobre todo las remuneraciones de los directores ejecutivos de las grandes empresas— han aumentado más, y al contrario, en los países en que la tasa superior ha bajado menos, los altos ingresos han avanzado mucho más moderadamente[38]. Si se cree en los modelos económicos clásicos basados en la teoría de la productividad marginal y de la oferta de trabajo, la explicación podría ser que la baja de la tasa superior estimuló poderosamente la oferta de trabajo y la productividad de los altos ejecutivos en los países afectados, y que su productividad marginal (y por tanto, su salario) también se habría elevado mucho más que en los otros países. No obstante, esta explicación no es muy viable. Como se observó en la segunda parte (capítulo IX), la teoría de la productividad marginal es un modelo que afronta graves problemas conceptuales y empíricos —y que también peca de ingenuidad— cuando se trata de explicar la formación de las remuneraciones en lo más alto de la jerarquía salarial.

Una explicación más realista es que la baja de la tasa superior, particularmente significativa en los Estados Unidos y el Reino Unido, transformó totalmente los modos de formación y negociación de los salarios de los altos ejecutivos. Para uno solo de ellos siempre es difícil convencer a las partes interesadas de una empresa (subordinados directos, otros asalariados que ocupan puestos más bajos en la jerarquía, accionistas, miembros del comité de remuneraciones) de que verdaderamente se justifica un aumento importante en la remuneración de, por ejemplo, un millón de dólares. En los años cincuenta y sesenta, un alto ejecutivo estadunidense o británico tenía poco interés en pelearse por obtener un aumento de esa naturaleza, y las diferentes partes interesadas no estaban listas para aceptarlo, pues de todas formas, de 80 a 90% del aumento iba a dar directamente a las arcas públicas. A partir de los años ochenta, las reglas del juego cambiaron, y todo parece indicar que los altos ejecutivos se han dedicado a hacer grandes esfuerzos para convencer a todo el mundo de la necesidad de estos aumentos considerables, lo cual no es siempre tan difícil, habida cuenta de las enormes dificultades objetivas relacionadas con la medición de la contribución individual de un alto ejecutivo de una empresa a la producción de su compañía y de las formas de composición, a menudo bastante incestuosas, que imperan en los comités de remuneraciones.

Esta explicación tiene además el mérito de ser coherente con el hecho de que no hay ninguna relación estadística significativa entre la reducción de la tasa marginal superior y la tasa de crecimiento de la productividad de los diferentes países desarrollados desde los años setenta. En concreto, el hecho central es que la tasa de crecimiento del PIB por habitante ha sido casi la misma en todos los países ricos desde 1970-1980. Contrariamente a lo que en ocasiones se imagina en el Reino Unido y en los Estados Unidos, la verdad de las cifras —evidentemente en la medida en que las cuentas nacionales oficiales permiten ver— es que, desde esas décadas, el crecimiento en esos países no ha sido mayor que en Alemania, Francia, Japón, Dinamarca o Suecia[39]. Dicho de otra manera, la baja de la tasa marginal superior y el aumento de los ingresos altos no parecen haber estimulado la productividad (a diferencia de los pronósticos de la teoría de la oferta), o cuando menos no lo suficiente para que sea estadísticamente detectable en el ámbito de la economía en su conjunto[40].

La gran confusión que suele haber en torno a estas cuestiones se deriva de que, a menudo, se comparan nada más algunos años (lo cual permite sacar una conclusión y su opuesta)[41], o que se olvida restar el crecimiento de la población (que explica lo esencial de la distancia estructural de crecimiento total entre los Estados Unidos y Europa). Es posible también que llegue a confundirse la comparación del nivel de producción por habitante (que siempre ha sido 20% más elevado en los Estados Unidos, tanto en el periodo de 1970 a 1980 como entre 2000 y 2010) y el de las tasas de crecimiento (que se han mantenido sensiblemente iguales en los dos continentes en las últimas tres décadas)[42]. No obstante, el origen principal de la confusión es muy probablemente el fenómeno de la convergencia antes mencionado. Es irrefutable que el declive británico y estadunidense se detuvo entre 1970 y 1980, en el sentido de que las tasas de crecimiento observadas del otro lado del Atlántico y de la Mancha dejaron de ser inferiores a las alemanas, francesas, nórdicas y japonesas. Sin embargo, también es indudable que esta diferencia se redujo a cero por una razón muy sencilla: la recuperación de los países europeos y de Japón respecto de los países anglosajones había terminado, lo que con toda evidencia tiene poco que ver con las revoluciones conservadoras estadunidense y británica de la década de los ochenta, cuando menos en una primera aproximación[43].

IDENTIDADES NACIONALES Y DESEMPEÑO ECONÓMICO

Sin duda estas cuestiones tienen una carga emocional demasiado fuerte para la identidad nacional y el orgullo de los pueblos y es casi imposible examinarlas con serenidad. ¿Maggie Thatcher salvó al Reino Unido? ¿Bill Gates hubiera existido sin Ronald Reagan? ¿El capitalismo renano devorará al pequeño modelo social francés? A menudo, frente a angustias existenciales tan profundas, la razón se queda sin recursos, sobre todo porque objetivamente es muy difícil sacar conclusiones precisas y absolutamente ciertas a partir de comparaciones de tasas de crecimiento de unas cuantas décimas de porcentaje. Tratándose de Bill Gates o de Ronald Reagan, personajes de culto si los hay (¿Bill inventó la computadora o sólo el ratón? ¿Ronald destruyó a la URSS solo o con ayuda del papa?), quizá no sea inútil recordar que la economía estadunidense fue mucho más innovadora entre 1950 y 1970 que en el periodo de 1990-2010, al menos si se juzga por el hecho de que la tasa de crecimiento de su productividad fue casi dos veces mayor en el primer periodo, lo cual, tratándose de una economía situada en ambos casos en la cima del desarrollo mundial, debería estar, por lógica, vinculado con su ritmo de innovación[44]. Hace poco se planteó un nuevo argumento: es posible que la economía estadunidense haya llegado a ser más innovadora, pero eso no se ve reflejado en su productividad, pues en verdad innova para el conjunto del mundo rico, el cual sobrevive gracias a las invenciones procedentes de los Estados Unidos. De todas formas, parecería muy sorprendente que los Estados Unidos, hasta ahora poco conocidos por su altruismo internacional (los europeos se quejan sistemáticamente de sus emisiones de carbono y los países pobres de su tacañería), no se reservaran parte de esa productividad: es lo que en principio las patentes deberían aportar, pero resulta muy claro que este tipo de debate todavía no ha acabado[45].

No obstante, con el fin de tratar de avanzar, intentamos, con Emmanuel Saez y Stefanie Stantcheva, ir más allá de las comparaciones entre países y explotar una nueva base de datos sobre las remuneraciones de los ejecutivos de alto nivel de las empresas que cotizan en bolsa en los países desarrollados. Los resultados obtenidos sugieren que el impulso de estas remuneraciones efectivamente se explica bastante bien por el modelo de negociación (la baja de la tasa marginal lleva a hacer todo lo posible por negociar y obtener una remuneración más elevada) y que no tiene mucho que ver con una hipotética mejora de la productividad de los ejecutivos en cuestión[46]. Para empezar, encontramos que la elasticidad de las remuneraciones de los ejecutivos de alto nivel es todavía mayor respecto de las utilidades «azarosas» (es decir, variaciones en las utilidades que no pueden ser producto de la acción del ejecutivo, como lo son las vinculadas con el desempeño promedio del sector en cuestión) que respecto de las utilidades «no azarosas» (o sea, las variaciones en las utilidades que no se explican por esas variables sectoriales), resultado que ya describimos en la tercera parte (capítulo IX) y que, de todas formas, plantea graves problemas para la visión que asocia la remuneración de los ejecutivos con su desempeño. Segundo, y más importante, encontramos que la elasticidad con respecto a las utilidades azarosas —en esencia, la capacidad de los ejecutivos de obtener un aumento sin una clara justificación en cuanto a rendimiento económico— ha aumentado sobre todo en los países en donde la tasa marginal ha bajado mucho. Por último, son las variaciones de la tasa marginal las que permiten explicar los elevados incrementos en las remuneraciones de los altos ejecutivos en ciertos países y no en otros. En particular, las variaciones en cuanto al tamaño de las empresas o la importancia del sector financiero no permiten, en absoluto, explicar los hechos observados[47]. Igualmente, la idea de que la falta de competencia explicaría el alza de las remuneraciones y que bastaría con tener mercados más competitivos y mejores procedimientos de gobernanza y control para frenar este proceso parece poco realista[48]. Nuestros resultados sugieren que sólo tasas impositivas disuasivas, del tipo de las aplicadas en los Estados Unidos y el Reino Unido hasta los años setenta, permitirían revertir y poner fin al impulso de las remuneraciones elevadas[49]. Tratándose de un tema tan complejo y tan «integral» (económico, político, social y cultural), evidentemente es imposible estar seguro: ahí radica la belleza de las ciencias sociales. Es probable, por ejemplo, que las normas sociales en materia de remuneración de los altos ejecutivos también influyan directamente en los niveles de remuneración observados en los diferentes países, independientemente del efecto transitorio de las tasas impositivas. Sin embargo, todos los elementos disponibles sugieren que este modelo explicativo es el que da mejor cuenta de los hechos observados.

REPLANTEAMIENTO DE LA TASA MARGINAL SUPERIOR

Estos resultados tienen consecuencias importantes para la cuestión de la tasa marginal superior y la deseable magnitud de la progresividad fiscal: en efecto, indican que la aplicación de tasas confiscatorias en lo más alto de la jerarquía de ingresos no sólo es posible, sino que es también la única manera de contener las desviaciones observadas en la cima de las grandes empresas. Según nuestra estimación, el nivel óptimo de la tasa impositiva más alta en los países desarrollados sería superior a 80%.[50] Pero no conviene ilusionarse con la precisión de tal estimación; ninguna fórmula matemática, ningún cálculo econométrico permite saber exactamente qué tasa se debe aplicar y a partir de qué nivel de ingresos se debe llegar a tales tasas. Sólo la deliberación colectiva y la experimentación democrática pueden desempeñar tal función. Lo que es seguro, sin embargo, es que estas estimaciones conciernen a niveles de ingresos extremadamente elevados, del tipo de los observados en el nivel del 1 o el 0.5% de los ingresos más elevados. Todo hace pensar que una tasa del orden de 80% aplicada sobre los ingresos superiores al medio millón o al millón de dólares no sólo no perjudicaría al crecimiento estadunidense, sino que permitiría, por el contrario, distribuir mejor y limitar de forma apreciable comportamientos económicamente inútiles (e incluso nocivos). Es obvio que es más difícil aplicar una política de esa naturaleza en un pequeño país europeo que no coopera, o coopera poco, con sus vecinos en el área fiscal, que en un país de las dimensiones de los Estados Unidos. En el próximo capítulo volveremos a estos aspectos de coordinación internacional, pero por el momento observemos nada más que los Estados Unidos tienen de sobra las dimensiones necesarias para aplicar eficazmente este tipo de política fiscal. La idea de que todos los altos ejecutivos estadunidenses huirían de inmediato a Canadá y a México y de que en los Estados Unidos no quedaría nadie competente ni motivado para dirigir las empresas no sólo contradice la experiencia histórica y todos los datos empresariales de que disponemos, sino que carece de sentido. Una tasa de 80% aplicada más allá del medio millón o el millón de dólares no aportaría mucho dinero y con toda probabilidad cumpliría su objetivo: limitar drásticamente ese tipo de remuneración, pero sin incidir en la productividad de la economía estadunidense en su conjunto, en tanto que aumentarían las remuneraciones más bajas. Para obtener los ingresos fiscales que los Estados Unidos necesitan claramente para desarrollar su magro Estado social e invertir en educación y salud (y al mismo tiempo reducir el déficit público) también sería necesario elevar las tasas impositivas de los ingresos menos elevados (fijándolas, por ejemplo, en 50 o 60% para más de 200 000 dólares)[51]. Tal política fiscal y social está perfectamente al alcance de los Estados Unidos.

No obstante, parece muy poco probable que a corto plazo se adopte una política fiscal de esas características. Como hicimos notar en el capítulo anterior, ni siquiera es seguro que la tasa superior aplicada en los Estados Unidos rebase el 40% en el segundo mandato de Obama. ¿Será capturado el proceso político estadunidense por el 1% más alto? Los estudiosos estadunidenses de las ciencias políticas y varios observadores del escenario político washingtoniano formulan cada vez con más frecuencia esta hipótesis[52]. Por optimismo, y por elección profesional también, naturalmente me veo tentado a conceder mayor peso al debate de las ideas. Me parece que con un análisis más atento de los diferentes hechos e hipótesis y teniendo acceso a mejores datos es posible influir en el proceso político y el debate democrático para orientarlos en una dirección más favorable al interés general. Por ejemplo, en la tercera parte hemos observado que el despegue de los ingresos muy elevados era a menudo subestimado por los economistas estadunidenses debido a la utilización de datos inadecuados (en particular, de encuestas en que se infravaloraban el nivel y la evolución de los ingresos más altos), lo que los llevaba, por eso mismo, a conceder más peso a la distancia salarial entre trabajadores con diferentes niveles de calificaciones (aspecto muy importante a largo plazo, pero poco pertinente para entender el despegue de ese 1%, que, desde un punto de vista macroeconómico, es el fenómeno dominante)[53]. Por tanto, es posible esperar que el uso de mejores datos (sobre todo fiscales) acabará por imponerse y por centrar la atención en las preguntas correctas.

Dicho esto, la historia del impuesto progresivo a lo largo del siglo transcurrido sugiere que el riesgo de desviación oligárquica es real y que no incita al optimismo en cuanto a su evolución en los Estados Unidos. Fueron las guerras las que llevaron al surgimiento del impuesto progresivo, no el juego natural del sufragio universal. En su caso, la experiencia de Francia en la Bella Época demuestra el grado de mala fe a que han llegado las élites económicas y financieras para defender sus intereses y, en ocasiones, también los economistas, que ocupan hoy un lugar envidiable en la jerarquía estadunidense de los ingresos[54] y que muestran, a menudo, una nefasta tendencia a defender su interés privado, escondiéndose detrás de una improbable defensa del interés general[55]. Incluso si los datos al respecto son escasos e incompletos, parecería también que la clase política estadunidense (de todas las posturas políticas) sería más rica que las clases políticas europeas, e incluso estaría totalmente desconectada del promedio estadunidense, con lo cual podría explicarse por qué tiende a confundir su interés privado con el interés general[56]. Sin un golpe radical, parece relativamente probable que el equilibro actual se mantenga por bastante tiempo. El ideal de la sociedad de pioneros parece decididamente muy lejano. El Nuevo Mundo está quizás a punto de convertirse en la nueva vieja Europa del planeta.