XIII. Un estado social para e siglo XXI
XIII. UN ESTADO SOCIAL PARA EL SIGLO XXI
EN LAS tres primeras partes de este libro analizamos la evolución en la distribución de la riqueza y de la estructura de las desigualdades desde el siglo XVIII. Ahora intentaremos sacar conclusiones para el porvenir. En particular, una de las principales lecciones de nuestra investigación es que, en gran medida, fueron las guerras las que hicieron tabla rasa del pasado y condujeron a una transformación de la estructura de las desigualdades en el siglo XX. En este inicio del XXI, algunas desigualdades patrimoniales que se creían caducas están aparentemente a punto de volver a sus cimas históricas, e incluso de rebasarlas, en el marco de una nueva economía mundial, portadora de inmensas esperanzas (el fin de la pobreza) y de enormes desequilibrios (individuos que son tan ricos como algunos países). ¿Podemos imaginar para el siglo XXI algo que trascienda al capitalismo y que sea al mismo tiempo más pacífico y duradero, o bien debemos simplemente esperar las próximas crisis o las próximas guerras, esta vez verdaderamente mundiales? A partir de los cambios y experiencias históricas que hemos descrito, ¿qué instituciones y políticas públicas podrían permitir regular, de manera tanto justa como eficaz, el capitalismo patrimonial globalizado del siglo que comienza?
Como ya señalamos, la institución ideal que permitiría evitar una espiral desigualitaria sin fin y retomar el control de la dinámica en curso sería un impuesto mundial y progresivo sobre el capital. Semejante herramienta tendría, además, el mérito de generar transparencia democrática y financiera sobre las fortunas, lo que es una condición necesaria para una regulación eficaz del sistema bancario y de los flujos financieros internacionales. El impuesto sobre el capital permitiría que prevaleciera el interés general sobre los intereses privados, al mismo tiempo que preservaría la apertura económica y las fuerzas de la competencia. No sucedería lo mismo con las diferentes formas de repliegue nacional o identitario que corren el riesgo de servir como último recurso, sustitutivo de esta institución ideal. En su forma verdaderamente mundial, el impuesto sobre el capital es indudablemente una utopía. En su ausencia, una solución similar podría aplicarse de manera rentable a escala regional o continental (en particular, europea), empezando por los países que así lo deseen. Sin embargo, antes de llegar ahí, primero tenemos que reubicar esta cuestión del impuesto sobre el capital (que jamás será más que uno de los elementos de un sistema fiscal y social ideal) en un contexto mucho más amplio: el del papel del gobierno en la producción y distribución de la riqueza y la construcción de un Estado social apropiado para el siglo XXI.
LA CRISIS DE 2008 Y EL REGRESO DEL ESTADO
La crisis financiera mundial iniciada en 2007-2008 suele describirse como la más grave que haya conocido el capitalismo mundial desde la de 1929. Esta comparación se justifica en parte, pero no debe hacernos olvidar varias diferencias esenciales. La más evidente es que la reciente crisis no desembocó en una depresión tan devastadora como la anterior. Entre 1929 y 1935, el nivel de producción de los grandes países desarrollados cayó en una cuarta parte, el desempleo aumentó del mismo modo y el planeta no salió por completo de esa «gran depresión» hasta que entró en la segunda Guerra Mundial. La crisis actual, por fortuna, fue claramente menos catastrófica; por ello, a menudo se la contrasta con la de los años treinta, designándola bajo el nombre, un poco más tranquilizador, de «gran recesión». Desde luego, las principales economías desarrolladas apenas han recuperado en 2013 su nivel de producción de 2007, sus finanzas públicas se encuentran en un estado lastimoso y las perspectivas de crecimiento se ven sombrías a largo plazo, sobre todo en Europa, empantanada en una interminable crisis de deuda pública (lo que es irónico, tratándose de un continente con la relación capital/ingreso más alta del mundo). Sin embargo, el desplome de la producción, en el momento más agudo de la recesión, en 2009, no rebasó el 5% en la mayoría de los países ricos, lo que basta para convertirla en la recesión global más grave desde la segunda Guerra Mundial, lo cual es muy diferente del desplome masivo y las quiebras en serie observados en los años treinta. Además, el desarrollo de los países emergentes muy pronto retomó su ritmo anterior, aumentando de este modo el crecimiento mundial de la década iniciada en 2010.
La razón principal de que la crisis de 2008 no haya desembocado en una depresión tan grave como la de 1929 fue que, esta vez, los gobiernos y los bancos centrales de los países ricos no permitieron que el sistema financiero se desplomara y aceptaron crear la liquidez necesaria para evitar las cascadas de quiebras bancarias, que en los años treinta habían llevado al mundo al borde del abismo. Esta política monetaria y financiera pragmática, en las antípodas de la ortodoxia «liquidacionista» que prevaleció por doquier después del colapso de 1929 (hay que «liquidar» a las empresas débiles, pensaba sobre todo el presidente estadunidense Hoover, hasta que fue remplazado por Roosevelt a principios de 1933), permitió evitar lo peor. También recordó al mundo que los bancos centrales no están para ver pasar los trenes y contentarse con mantener una baja tasa de inflación. En situaciones de pánico financiero total, desempeñan un papel indispensable de prestamista de última instancia; incluso son la única institución pública que, en caso de urgencia, permite evitar el desplome completo de la economía y de la sociedad. Siendo así, los bancos centrales no están preparados para resolver todos los problemas del mundo; sin duda, la política pragmática surgida tras la crisis de 2008 permitió evitar lo peor, pero en realidad no dio una respuesta duradera a los problemas estructurales que la hicieron posible, en particular a la flagrante falta de transparencia financiera y al incremento de las desigualdades. La crisis de 2008 aparece como la primera crisis del capitalismo patrimonial globalizado del siglo XXI: es poco probable que sea la última.
Muchos observadores denuncian y lamentan la falta de un verdadero «regreso del Estado» a la escena económica, señalando que la crisis de los años treinta, a pesar de toda su brutalidad, por lo menos tuvo el mérito de originar cambios mucho más radicales, principalmente en términos de política fiscal y presupuestal. ¿Acaso Roosevelt no llevó, en pocos años, a más de 80% la tasa superior del impuesto federal sobre la renta, aplicable a los ingresos extremadamente altos, cuando esa tasa era de sólo 25% durante el gobierno de Hoover? En comparación, en Washington todavía se preguntan si, durante su segundo mandato, la administración de Obama logrará llevar esa tasa superior del nivel dejado por Bush (alrededor de 35%) más allá de aquella a la que Clinton la llevó en los años noventa (en torno a 40%).
En el próximo capítulo volveremos a esta cuestión de las tasas de imposición confiscatorias sobre los ingresos considerados indecentes (y económicamente inútiles), que es efectivamente una destacada innovación estadunidense del periodo de entreguerras y que, en mi opinión, merecería ser repensada y resucitada, sobre todo en el país que primero la imaginó.
Por otra parte, además de que no se podría reducir una política fiscal y presupuestaria a la tasa superior confiscatoria aplicada a los más altos ingresos (que, por definición, no produce casi nada) y que el impuesto progresivo sobre el capital es una herramienta más apropiada para responder a los retos del siglo XXI que el impuesto progresivo sobre el ingreso inventado en el siglo XX (aunque veremos que estas dos herramientas pueden desempeñar papeles útiles y complementarios en el futuro), merece la pena disipar desde ahora un importante malentendido.
El «regreso del Estado» no se plantea para nada de la misma manera en la década iniciada en 2010 que en los años treinta, por una simple razón: el peso del Estado es mucho mayor hoy de lo que lo era entonces y, en cierta medida, es aún mayor de lo que jamás había sido. Por eso la crisis actual se traduce al mismo tiempo en una acusación a los mercados y un planteamiento crítico del peso y el papel del poder público. Esta segunda cuestión no ha cesado desde los años 1970-1980 y jamás terminará: a partir del momento en que el gobierno empezó a tener en la vida económica y social el papel central que adquirió en las décadas de la posguerra, es normal y legítimo que ese papel sea permanentemente debatido y cuestionado. Para algunos puede parecer injusto, pero es inevitable y natural. De ello resultan a veces cierta confusión e incomprensiones violentas que confrontan posiciones al parecer irreconciliables. Algunos reclaman con vehemencia el regreso del Estado en todas sus formas, lo que hace suponer que habría desaparecido; otros exigen su inmediato desmantelamiento, sobre todo ahí donde está más ausente: los Estados Unidos, donde ciertos grupos asociados al Tea Party desean suprimir la Reserva Federal y volver al patrón oro. En Europa, las justas verbales entre «griegos perezosos» y «alemanes nazis» no siempre tienen un carácter amistoso. Nada de eso facilita la resolución de los problemas. Sin embargo, ambos puntos de vista, antimercado y antiestado, tienen su parte de verdad: es necesario inventar nuevas herramientas para retomar el control de un capitalismo financiero que se ha vuelto loco, renovando y modernizando, profunda y permanentemente, los sistemas de impuestos y gastos, que son el corazón del Estado social moderno y que alcanzaron un grado de complejidad tal, que a veces amenaza gravemente su inteligibilidad y su eficacia socioeconómica.
Esta doble tarea puede parecer insuperable y, en realidad, constituye un inmenso reto para nuestras sociedades democráticas en el siglo que se inicia. Sin embargo, es necesaria e inevitable: es imposible convencer a una mayoría de ciudadanos de que hay que crear nuevas herramientas públicas (además a escala supranacional), si al mismo tiempo no se demuestra que las herramientas vigentes funcionan correctamente. Para entender convenientemente la necesidad de esta doble tarea, primero debemos retroceder un poco en el tiempo y recordar brevemente las grandes líneas de evolución de la estructura de los ingresos y del gasto público en los países ricos desde el siglo XIX.
EL DESARROLLO DE UN ESTADO SOCIAL EN EL SIGLO XX
Para medir la evolución del papel del gobierno en la vida económica y social, lo más simple consiste en examinar la importancia adquirida por el conjunto de los impuestos y los gravámenes en el ingreso nacional. En la gráfica XIII.1 mostramos las trayectorias históricas de cuatro países (Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Suecia) relativamente representativas de la diversidad de las situaciones observadas en los países ricos[1]. Se observan varias similitudes sorprendentes en esas evoluciones, así como importantes diferencias.
GRÁFICA XIII.1. Los ingresos del gobierno en los países ricos, 1870-2010
Las contribuciones obligatorias representaban menos de 10% del ingreso nacional en los países ricos hasta 1900-1910, y entre 30 y 55% en 2000-2010.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
La primera similitud es que los impuestos representaban menos de 10% del ingreso nacional en todos los países en el siglo XIX y hasta la primera Guerra Mundial. Eso corresponde a una situación en la que el Estado se involucraba muy poco en la vida económica y social. Con un 7-8% del ingreso nacional, era apenas posible cumplir con las grandes funciones de todo gobierno (policía, justicia, ejército, relaciones exteriores, administración general, etc.), pero no mucho más. Una vez financiados el mantenimiento del orden, el respeto del derecho de propiedad y los gastos militares (que por sí solos a menudo representan casi la mitad del total), no quedaba casi nada en las arcas del Estado[2]. En esa época, los Estados también financiaban algunas carreteras e infraestructuras mínimas, así como cierto número de escuelas, universidades y hospitales, aunque los servicios públicos de educación y salud accesibles para la mayoría de la población eran a menudo bastante rudimentarios[3].
A partir de 1920-1930 y hasta 1970-1980, en el conjunto del mundo rico se asistió a un incremento considerable del porcentaje del ingreso nacional que los diferentes países decidían dedicar a los impuestos y al gasto público (y, en particular, al gasto social). En todos los países desarrollados, en apenas medio siglo, la participación de los impuestos en el ingreso nacional se multiplicó por un factor de, por lo menos, tres o cuatro (a veces por más de cinco, como en los países nórdicos). Después se observa, una vez más en todos los países, una estabilización casi completa de la participación de los impuestos en el ingreso nacional desde los años ochenta hasta la década iniciada en 2010. Esta estabilización ocurrió en niveles bastante diferentes unos de otros: apenas más de 30% del ingreso nacional en los Estados Unidos, en torno a 40% en el Reino Unido y entre 45 y 55% en Europa continental (45% en Alemania, 50% en Francia y casi 55% en Suecia)[4]. Las diferencias entre países distan de ser menospreciables[5]. Sin embargo, es sorprendente comprobar hasta qué punto las evoluciones seculares de conjunto son parecidas entre sí, en particular en lo que se refiere a la estabilidad casi perfecta observada en todos los países a lo largo de las tres últimas décadas. Las alternancias políticas y las especificidades nacionales no están totalmente ausentes de la gráfica XIII.1 (por ejemplo, en los casos del Reino Unido y Francia)[6], pero, en resumidas cuentas, sólo tienen una importancia limitada frente a esta estabilización de conjunto[7].
Así pues, a lo largo del siglo XX todos los países ricos, sin excepción, pasaron de un equilibrio en el que dedicaban menos de la décima parte del ingreso nacional a los impuestos y al gasto público, a un nuevo equilibrio en el que destinaron durante mucho tiempo a estos conceptos entre un tercio y la mitad del ingreso nacional[8]. Respecto de esta transformación fundamental, deben precisarse varios aspectos esenciales.
Primero, vemos hasta qué punto para muchos la cuestión del «regreso del Estado» puede parecer incongruente en el contexto actual: el peso del gobierno jamás fue tan alto. Desde luego, para tener una visión de conjunto del papel del Estado en la vida económica y social, hay que tener en cuenta otros indicadores. El Estado interviene fijando las reglas y no sólo recaudando impuestos para financiar gastos y transferencias. Por ejemplo, los mercados financieros se regulan de manera mucho menos estricta desde 1980-1990 que durante el periodo 1950-1970. El Estado puede asimismo intervenir como productor y poseedor del capital: las privatizaciones llevadas a cabo a lo largo de las últimas tres décadas en el sector industrial y financiero también redujeron su papel en comparación con los tres decenios de la inmediata posguerra. Sin embargo, desde el punto de vista de su peso fiscal y presupuestal —ámbito que no debe ser infravalorado—, el gobierno jamás desempeñó un papel económico tan importante como a lo largo de los últimos decenios. No se percibe ninguna tendencia a la baja, contrariamente a lo que a veces se nos dice. Desde luego, en un contexto de envejecimiento de la población, de progreso de las tecnologías médicas y de necesidades de educación cada vez mayores, el simple hecho de estabilizar los ingresos públicos en proporción al ingreso nacional es en sí un desafío, siempre más fácil de prometer desde la oposición que de llevarlo a cabo una vez en el poder. Las contribuciones obligatorias, en cambio, representan hoy casi la mitad del ingreso nacional en casi toda Europa y nadie considera seriamente para las próximas décadas un incremento comparable al que tuvo lugar a lo largo del periodo 1930-1980. Después de la crisis de los años treinta, en el contexto de la posguerra y de la reconstrucción, era razonable considerar que la solución a los problemas del capitalismo provendría de un incremento ilimitado del peso del Estado y de su gasto social. En la actualidad, la elección es forzosamente más compleja. Ya se dio el gran paso adelante del Estado: no se dará por segunda vez, o por lo menos no de esa forma.
LAS FORMAS DEL ESTADO SOCIAL
Para comprender mejor los riesgos que se esconden tras esas cifras, ahora tenemos que describir de manera un poco más precisa para qué sirvió ese incremento histórico de las contribuciones obligatorias. Esta transformación corresponde al establecimiento de un «Estado social» a lo largo del siglo XX[9]. En el siglo XIX y hasta 1914, el poder público se contentaba con garantizar las grandes misiones básicas, que hoy siguen consumiendo un poco menos de la décima parte del ingreso nacional. El alza de la participación de las recaudaciones en la riqueza producida permitió al gobierno hacerse cargo de misiones sociales cada vez más importantes, que representan entre una cuarta y una tercera parte del ingreso nacional según los países, y a las que podemos desglosar en una primera aproximación en dos mitades de tamaño comparable: se trata, por una parte, del gasto público en educación y salud y, por la otra, de los ingresos de reposición y las transferencias[10].
En este inicio del siglo XXI, el gasto público en educación y salud representa entre 10 y 15% del ingreso nacional en todos los países desarrollados[11]. En ese esquema de conjunto se observan diferencias significativas entre países. La educación primaria y secundaria es casi completamente gratuita para toda la población en todos los países, pero la enseñanza superior puede ser muy cara, en particular en los Estados Unidos y, en menor grado, en el Reino Unido. El sistema público de seguro de salud es universal (es decir, abierto a toda la población) en casi toda Europa, incluso, claro está, en el Reino Unido[12]. En cambio, en los Estados Unidos está reservado a los más pobres y a los ancianos (lo que no impide que sea muy costoso)[13]. En todos los países desarrollados, ese gasto público permite absorber una enorme parte del costo de los servicios de educación y salud: en torno a tres cuartas partes en Europa y la mitad en los Estados Unidos. El objetivo que se persigue es la igualdad de acceso a esos bienes fundamentales: cada niño debe poder tener acceso a la educación, sin importar el ingreso de sus padres; cada persona debe poder acceder a la atención sanitaria, incluso —y sobre todo— cuando pasa por un mal momento.
Los ingresos de reposición y las transferencias suelen representar entre 10 y 15% (a veces cerca de 20%) del ingreso nacional en la mayoría de los países ricos en este inicio del siglo XXI. Contrariamente al gasto público en educación y salud, que puede ser considerado una transferencia en especie, los ingresos de reposición y las transferencias forman parte del ingreso disponible de los hogares: el gobierno recauda cantidades importantes de impuestos y contribuciones, luego las entrega a otros hogares en forma de ingresos de reposición (pensiones por jubilación, seguros de desempleo) y de diversas transferencias monetarias (ayudas familiares, apoyos al ingreso, etc.), de tal manera que no se modifica el ingreso disponible total de los hogares considerado en su conjunto[14].
En la práctica, las jubilaciones representan claramente la mayor parte (entre dos tercios y tres cuartos) del total de los ingresos de reposición y de las transferencias. En esto se observan de nuevo variaciones significativas entre países, en el esquema de conjunto. En Europa continental, a menudo las pensiones por jubilación rebasan por sí solas 12-13% del ingreso nacional (con Italia y Francia en la cima de la clasificación, delante de Alemania y Suecia). En los Estados Unidos y el Reino Unido, el sistema público de jubilación impone límites mucho más severos a quienes perciben salarios promedio y altos (la tasa de reposición, es decir, el monto de la pensión expresado en proporción de los salarios que se recibían antes, disminuye bastante rápido en el momento en que el salario rebasa el sueldo promedio), y las pensiones no representan más de 6-7% del ingreso nacional[15]. En todo caso, se trata de cantidades considerables: en los países ricos, el sistema público de jubilación constituye la principal fuente de ingresos para, por lo menos, las dos terceras partes de los jubilados (y, en general, para más de las tres cuartas partes). A pesar de todos sus defectos, y cualesquiera que sean los retos a los que ahora se enfrentan, el hecho es que esos sistemas públicos de jubilación son los que permitieron en todos los países desarrollados erradicar la pobreza de la tercera edad, que seguía siendo endémica en 1950-1960. Junto con el acceso a la educación y la salud, se trata de la tercera revolución social fundamental, que permitió financiar la revolución fiscal del siglo XX.
En comparación con las jubilaciones, los subsidios por desempleo representan cantidades mucho menores (en general, de 1-2% del ingreso nacional), lo que refleja el hecho de que, en promedio, la gente se pasa una parte mucho menor de la vida desempleada que jubilada. Llegado el momento, los ingresos de reposición correspondientes no son menos útiles. En definitiva, los gastos de apoyo al ingreso para garantizar un mínimo social corresponden a cantidades aún menos importantes (menos de 1% del ingreso nacional), casi insignificantes a escala de la totalidad del gasto público. Sin embargo, se trata de gastos a menudo violentamente impugnados: se sospecha que los beneficiarios eligieron instalarse eternamente en la holganza, aun cuando la tasa de participación en esos programas suele ser mucho más baja que en otras prestaciones, lo que refleja el hecho de que los efectos de la estigmatización (y, a menudo, la complejidad de esos programas) disuaden con frecuencia a quienes tienen el derecho a solicitarlos[16]. Se observa este tipo de planteamiento crítico sobre los programas de apoyo al ingreso tanto en Europa como en los Estados Unidos (donde la madre soltera, negra y desempleada desempeña el papel estereotípico para los detractores del magro welfare state estadunidense)[17]. En ambos casos, las cantidades en cuestión no representan en realidad más que una parte muy pequeña del Estado social.
En resumidas cuentas, si se suman los gastos públicos en educación y salud (10-15% del ingreso nacional) y los ingresos de reposición y las transferencias (también alrededor de 10-15% del ingreso nacional, a veces casi 20%), se llega a una cantidad total de gastos sociales (en sentido amplio) comprendida entre 25 y 35% del ingreso nacional, que en todos los países ricos representa casi la totalidad del alza del porcentaje de las contribuciones obligatorias observada en el siglo XX. Dicho de otro modo, el desarrollo del Estado fiscal a lo largo del siglo pasado corresponde en lo esencial a la constitución de un Estado social.
LA REDISTRIBUCIÓN MODERNA: UNA LÓGICA DE DERECHOS
Resumamos: la redistribución moderna no consiste en transferir las riquezas de los ricos a los pobres, o por lo menos no de manera tan explícita; reside en financiar servicios públicos e ingresos de reposición más o menos iguales para todos, sobre todo en el ámbito de la educación, la salud y las jubilaciones. En este último caso, el principio de igualdad se expresa mediante una casi proporcionalidad al salario obtenido durante la vida activa[18]. En lo tocante a la educación y la salud, se trata de una verdadera igualdad de acceso para cada individuo, sin importar sus ingresos o los de sus padres, por lo menos así asumida como principio general. La redistribución moderna se edifica en torno a una lógica de derechos y a un principio de igualdad de acceso a cierto número de bienes considerados fundamentales.
Si nos ubicamos en un nivel relativamente abstracto, podemos encontrar justificaciones para este enfoque en términos de derechos en las diferentes tradiciones políticas y filosóficas nacionales. El preámbulo de la Declaración de Independencia estadunidense de 1776 empezaba afirmando el derecho de cada individuo a la búsqueda de la felicidad[19]. En la medida en que la educación y la salud contribuyen a ello, podemos vincular esos derechos sociales modernos con este propósito inicial; con un poco de imaginación, sin embargo, pues su realización ha tomado tiempo. El artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 anunciaba también: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos» y daba de inmediato la siguiente precisión: «Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común». Se trata de un añadido importante: la existencia de las desigualdades muy reales se evocaba desde la segunda frase, después de que la primera afirmara el principio de igualdad absoluta. Ésta es, en efecto, la tensión central en todo enfoque en términos de derechos: ¿hasta dónde tiene que llegar la igualdad de los derechos? ¿Se trata únicamente del derecho de poder contratar libremente, lo que en la época de la Revolución francesa ya parecía totalmente revolucionario? Y si se incluye la igualdad del derecho a la educación, a la salud, a la jubilación, como se empezó a hacer con la instalación del Estado social en el siglo XX, ¿debe incluirse hoy en día el derecho a la cultura, a la vivienda, a viajar?
La segunda frase del artículo primero de la Declaración de los Derechos de 1789 tiene el mérito de proporcionar una posible respuesta a esta pregunta, ya que revierte, en cierta manera, la carga de la prueba: la igualdad es la norma; la desigualdad sólo es aceptable si se basa en la «utilidad común». Es necesario, en cualquier caso, definir este término. Los redactores de aquella época apuntaban ante todo a la abolición de las normas y los privilegios del Antiguo Régimen, que entonces eran el ejemplo mismo de la desigualdad arbitraria, inútil, que no formaba parte, pues, de la «utilidad común». Sin embargo, se puede elegir aplicarla de manera más amplia: una interpretación razonable es que las desigualdades sociales no son aceptables más que si son del interés de todos y, en particular, de los grupos sociales más desfavorecidos[20]. Por consiguiente, hay que ampliar los derechos fundamentales y hacer accesibles a todos las ventajas materiales tanto como sea posible, mientras sea en el interés de quienes tienen el menor número de derechos y se enfrentan a oportunidades de vida menos amplias[21]. El «principio de diferencia» introducido por el filósofo estadunidense John Rawls en su Teoría de la justicia enunciaba un objetivo no muy diferente[22]. El enfoque del economista indio Amartya Sen, en términos de «capacidades» máximas e iguales para todos, obedecía también a una lógica semejante[23].
En un nivel puramente teórico, existe realmente cierto consenso —en parte artificial— sobre los principios de justicia social. Los desacuerdos se manifiestan de manera mucho más clara cuando se intenta dar un poco de sustancia a esos derechos sociales y a esas desigualdades, y encarnarlas en contextos históricos y económicos específicos. En la práctica, los conflictos se refieren más bien a los medios para hacer progresar real y eficazmente las condiciones de vida de quienes tienen más desventajas, a la extensión precisa de los derechos que es posible atribuir a todos (teniendo en cuenta sobre todo las limitaciones económicas y presupuestales, y las múltiples incertidumbres vinculadas con ellas), o también a la delimitación exacta de los factores que los individuos controlan o no (¿dónde empiezan el esfuerzo y el mérito, dónde se detiene la suerte?). Estas cuestiones jamás serán zanjadas mediante principios abstractos o fórmulas matemáticas; sólo pueden serlo por medio de la deliberación democrática y la confrontación política. Las instituciones y las reglas que organizan esos debates y las decisiones desempeñan pues un papel central, así como las relaciones de fuerza y de persuasión entre los grupos sociales. Ambas revoluciones, la estadunidense y la francesa, afirmaron a fines del siglo XVIII el principio absoluto de la igualdad de derechos, lo que indudablemente era un progreso para la época. Sin embargo, en la práctica los regímenes políticos resultantes de esas revoluciones se concentraron prioritariamente, durante el siglo XIX, en la protección del derecho de propiedad.
MODERNIZAR EL ESTADO SOCIAL, NO DESMANTELARLO
La redistribución moderna y, en particular, el Estado social edificado en los países ricos a lo largo del siglo XX se construyó en torno a un conjunto de derechos sociales fundamentales: los derechos a la educación, la salud y la jubilación. Cualesquiera que sean las limitaciones y los retos a los que se enfrentan hoy en día esos sistemas de ingresos y gastos, representan un inmenso progreso histórico. Más allá de los conflictos electorales y del juego político partidario, esos sistemas sociales son objeto de un consenso muy amplio, sobre todo en Europa, donde predomina un muy fuerte apego a lo que se percibe como un «modelo social europeo». Ninguna corriente de opinión significativa, ninguna fuerza política de importancia, considera seriamente regresar a un mundo en el que la tasa de recaudación volviera a bajar a 10 o 20% del ingreso nacional y en el que el poder público se limitara a las funciones mínimas de soberanía[24].
Por el contrario, ninguna corriente significativa respalda la idea de que el proceso de expansión del Estado social deba recuperar en el futuro el mismo ritmo que tuvo durante el periodo 1930-1980 (lo que podría aumentar la tasa de recaudación a 70-80% del ingreso nacional de aquí a 2050-2060). Desde luego, en teoría, nada impide imaginar una sociedad en la que los impuestos representan dos tercios o tres cuartos del ingreso nacional, partiendo de la idea de que éstos fueran cobrados de una manera transparente, eficaz y aceptada por todos y, sobre todo, en que esos recursos se utilizaran para financiar necesidades e inversiones consideradas prioritarias, por ejemplo, en educación, salud, cultura, energía limpia y desarrollo sostenible. El impuesto no es ni bueno ni malo en sí: todo depende de la manera en que se cobra y de lo que se hace con él[25]. Sin embargo, hay dos buenas razones para pensar que un crecimiento tan fuerte no es ni realista ni deseable, por lo menos en un horizonte previsible.
Primero, el muy rápido proceso de expansión del papel del Estado observado durante las tres décadas de la segunda posguerra (los Treinta Gloriosos) fue, en gran medida, facilitado y acelerado por el crecimiento excepcionalmente grande que caracterizó a ese periodo, por lo menos en Europa continental[26]. Cuando los ingresos se incrementaban en un 5% anual, no era muy difícil aceptar que una parte de ese crecimiento fuera destinado anualmente al crecimiento del ingreso y del gasto públicos (y, por consiguiente, que estos últimos aumentaran más rápido que el crecimiento promedio), sobre todo en un contexto en el que eran evidentes las necesidades en educación, salud y jubilación (ciertamente se partía de niveles muy bajos en 1930 o en 1950). Sucedía algo muy diferente a partir de los años 1980-1990: con un incremento del ingreso medio por habitante adulto limitado a apenas más de 1% anual, nadie deseaba un alza masiva y continua de los impuestos, que agravaría aún más el estancamiento de los ingresos o bien lo transformaría en una disminución simple y llana. Es posible imaginar una redistribución en las contribuciones o una mayor progresividad fiscal, para una recaudación global más o menos estable; pero es muy difícil concebir un alza general y duradera de la tasa de recaudación promedio. No es casualidad que se observe una estabilización en todos los países ricos, sin importar las especificidades nacionales ni las alternancias políticas (véase la gráfica XIII.1). Además, no es nada seguro que las necesidades justifiquen un incremento indefinido de las deducciones públicas. Desde luego, hay necesidades objetivamente crecientes en educación y salud que sin duda pueden justificar un ligero incremento de las contribuciones en el futuro. Sin embargo, los habitantes de los países ricos también tienen necesidades legítimas de poder adquisitivo para comprar todo tipo de bienes y servicios producidos por el sector privado, por ejemplo para viajar, vestir, alojarse, acceder a nuevos servicios culturales, adquirir la última tableta y un largo etcétera. En un mundo con un bajo incremento en la productividad, del orden de 1-1.5%, que se trata en realidad, como ya vimos, de un ritmo nada desdeñable a muy largo plazo, deben hacerse elecciones entre los diferentes tipos de necesidades y no hay razón evidente para pensar que los impuestos deban financiar, a la larga, casi todas las necesidades.
Por otro lado, más allá de esta lógica de necesidades y de distribución de los resultados del crecimiento entre ellas, hay que considerar el hecho de que cuando rebasa cierto tamaño, el sector público plantea graves problemas de organización. Una vez más, nada se puede presagiar a largo plazo. Es muy posible imaginar el desarrollo de nuevos modos de organización descentralizados y participativos, el invento de formas innovadoras de gobierno que a la larga permitan estructurar de manera eficaz un sector público mucho más amplio que el que existe en la actualidad. Además, la misma noción de «sector público» es simplista: el hecho de que exista un financiamiento público no significa que la producción del servicio en cuestión sea realizada por personas directamente empleadas por el Estado o por otras entidades públicas en sentido estricto. En todos los países, en el sector de la educación o de la salud existe una gran diversidad de estructuras jurídicas, sobre todo en forma de fundaciones y asociaciones que en realidad son estructuras intermedias entre las dos formas polarizadas que son el Estado y la empresa privada, ambos colaboradores en la producción de servicios públicos. En resumidas cuentas, la educación y la salud representan más de 20% del empleo y del PIB en las economías desarrolladas, es decir, más que todos los sectores industriales juntos: no es algo, pues, totalmente menospreciable. Este modo de organización de la producción corresponde además a una realidad duradera y universal. Por ejemplo, nadie considera transformar las universidades estadunidenses en sociedades por acciones. Es muy posible que esas formas intermedias se amplíen en el futuro, por ejemplo en los sectores culturales o en los medios de comunicación, en los que el modelo de sociedad con fines de lucro dista ya de ser la única forma y a menudo plantea graves problemas, principalmente en términos de conflictos de interés. Asimismo, al estudiar la estructura y la valoración del capital en Alemania, vimos que la noción misma de propiedad privada no era unívoca, incluso en el sector industrial más clásico (el del automóvil). La idea conforme a la cual existiría una sola forma posible de propiedad del capital y de organización de la producción en modo alguno corresponde a la realidad presente del mundo desarrollado: vivimos en un sistema de economía mixta, sin duda diferente del imaginado en el periodo inmediato a la posguerra, pero aún muy real. Sucederá lo mismo en el futuro, sin duda cada vez más: se inventarán nuevas formas de organización y de propiedad.
Habiendo dicho esto, antes de aprender a organizar con eficacia un financiamiento público (equivalente a dos tercios o tres cuartos del ingreso nacional), merecería la pena mejorar la organización y el funcionamiento de un sector público que hoy en día ya representa la mitad del ingreso nacional (incluyendo los ingresos de reposición y las transferencias), lo que no es poca cosa. Tanto en Alemania, Francia e Italia como en el Reino Unido o Suecia, los debates en torno al Estado social en los años y decenios venideros se referirán ante todo a cuestiones de organización, modernización y consolidación: para una cantidad total de contribuciones y de gastos más o menos sin cambios, en proporción del ingreso nacional (o tal vez con una ligera alza, si se sigue una lógica de necesidades), ¿cómo mejorar el funcionamiento de los hospitales y de las guarderías, qué cambiar en las devoluciones de los honorarios médicos o de los medicamentos, cómo reformar las universidades o las escuelas primarias, cómo ajustar el cálculo de las jubilaciones o de los subsidios de desempleo en función de la evolución de la esperanza de vida o del desempleo juvenil? A partir del momento en que el gasto público representa casi la mitad del ingreso nacional, todas estas discusiones son legítimas, e incluso indispensables. Si no nos preguntamos constantemente cómo hacer que esos servicios se adapten cada vez más a las necesidades del público, tal vez no dure para siempre el consenso en torno a este alto nivel de contribuciones y, por consiguiente, del Estado social.
Desde luego, el análisis de las perspectivas de reformas en el conjunto de esos campos de acción del Estado social rebasaría por mucho el marco de este libro. Simplemente precisaremos algunos de los riesgos vinculados con dos campos de intervención particularmente importantes en el futuro y relacionados de modo muy directo con nuestra investigación: por una parte, la igualdad del acceso a la educación y sobre todo a la enseñanza superior, y, por la otra, el porvenir de los sistemas de jubilación por reparto en un mundo con bajo crecimiento.
¿PERMITEN LAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS LA MOVILIDAD SOCIAL?
En todos los países, en todos los continentes, uno de los principales objetivos de las instituciones educativas y del gasto público en educación es permitir cierta movilidad social. El objetivo reivindicado es que todo mundo pueda tener acceso a una educación, sin importar sus orígenes sociales. ¿En qué medida las instituciones existentes logran realmente ese objetivo?
En la tercera parte de este libro vimos que la considerable elevación del nivel medio de formación, que ocurrió a lo largo del siglo XX, no permitió reducir la desigualdad en los ingresos del trabajo. Todos los niveles de calificación fueron impulsados hacia arriba (el certificado de estudios de primaria se convirtió en bachillerato, el bachillerato en doctorado) y, teniendo en cuenta las transformaciones en las técnicas y las necesidades, todos los niveles de salario aumentaron a velocidades semejantes, de tal manera que no se ha modificado la desigualdad. La pregunta que hacemos ahora es sobre la movilidad: ¿la masificación de la educación permitió una renovación más rápida de los ganadores y de los perdedores en la jerarquía de las calificaciones, con respecto a una desigualdad inicial? Según los datos disponibles, la respuesta parece ser negativa: la correlación intergeneracional de los diplomas y de los ingresos del trabajo, que calcula la reproducción en el tiempo de las jerarquías, no parece manifestar una tendencia a la baja a largo plazo, e incluso habría tenido una predisposición a aumentar durante el periodo reciente[27]. Sin embargo, se debe subrayar que es mucho más difícil medir la movilidad social en dos generaciones que la desigualdad en un punto dado del tiempo, y que las fuentes disponibles para estimar la evolución histórica de la movilidad son sumamente imperfectas[28]. El resultado establecido de manera más clara en este ámbito de investigación es el hecho de que la reproducción intergeneracional es más baja en los países nórdicos y más elevada en los Estados Unidos (con un coeficiente de correlación dos o tres veces más elevado en estos últimos que en Suecia). Aparentemente, Francia, Alemania y el Reino Unido están en una situación intermedia, menos móviles que Europa del Norte pero más que los Estados Unidos[29].
Estos resultados contrastan singularmente con la creencia en el «carácter excepcional estadunidense» que impregnó durante largo tiempo su sociología y conforme a la cual los Estados Unidos se caracterizarían por una movilidad social particularmente fuerte comparada con las sociedades de clase a la europea. Sin duda, la sociedad de colonos a principios del siglo XIX era más móvil. También señalamos que la herencia era históricamente menor en los Estados Unidos y que la concentración patrimonial fue durante mucho tiempo más reducida que en Europa, por lo menos hasta la primera Guerra Mundial. Sin embargo, en el siglo XX y a principios del XXI, todos los datos disponibles sugieren que la movilidad social es, en resumidas cuentas, menor en los Estados Unidos que en Europa.
Estos resultados pueden explicarse, al menos en parte, por el hecho de que el acceso a la enseñanza superior, o por lo menos a las universidades más elitistas, requiere en los Estados Unidos el pago de matrículas a menudo sumamente altas. Teniendo en cuenta el enorme aumento de esos precios en las universidades estadunidenses a lo largo de los años 1990-2010, incremento que además siguió en buena medida el de los ingresos estadunidenses más altos, todo permite pensar que los indicadores de reproducción intergeneracional observados en los Estados Unidos en el pasado se agravarán más para las generaciones futuras[30]. Por otra parte, la desigualdad en el acceso a la enseñanza se vuelve cada vez más un tema de debate en ese país; en particular, trabajos recientes han demostrado que la proporción de titulados universitarios se ha estancado en torno a 10-20% entre los jóvenes cuyos padres pertenecen a los dos cuartiles más pobres de la jerarquía de los ingresos, mientras que entre 1970 y 2010 esta proporción pasó de 40% a 80% para los hijos del cuartil más alto (el 25% de los más ricos)[31]. Dicho de otro modo, el ingreso de los padres se ha vuelto un mecanismo de predicción casi perfecto del acceso a la universidad.
MERITOCRACIA Y OLIGARQUÍA EN LA UNIVERSIDAD
Esta desigualdad en el acceso parece repetirse en la cima de la jerarquía económica, no sólo debido a los muy altos costos de la colegiatura para las universidades privadas más prestigiosas (altos incluso para los padres pertenecientes a la clase media alta), sino también porque las decisiones de admisión dependen manifiestamente de forma significativa de la capacidad financiera de los padres para hacer donaciones a las universidades. Así, un estudio puso en evidencia que las donaciones de los antiguos alumnos a su universidad se concentraban extrañamente en los periodos en que sus hijos llegaban a la edad para ser candidatos a ella[32]. Además, al confrontar las diferentes fuentes disponibles, se puede estimar que el ingreso promedio de los padres de los estudiantes de Harvard es hoy en día del orden de 450 000 dólares, es decir, aproximadamente el ingreso promedio del 2% de los hogares estadunidenses más ricos[33], lo que parece poco compatible con una selección basada sólo en el mérito. El contraste entre el discurso meritocrático oficial y la realidad parece particularmente extremo. También hay que subrayar la completa falta de transparencia en los procedimientos de selección[34].
No obstante, sería muy erróneo imaginar que la desigualdad en el acceso a la enseñanza superior se plantea únicamente en los Estados Unidos. Se trata de una de las cuestiones más importantes que debe afrontar el Estado social en el siglo XXI. En esta etapa, ningún país ha dado una respuesta realmente satisfactoria. Desde luego, las colegiaturas universitarias son mucho más bajas en Europa, si se exceptúa el caso del Reino Unido[35]. En los demás países, sin importar si se trata de Suecia o de los demás países nórdicos, de Alemania, Francia, Italia o España, las colegiaturas suelen ser relativamente bajas (menos de 500 euros). Aun cuando existen excepciones, como las escuelas de negocios o el selectivo Instituto de Ciencias Políticas (Sciences-Po) en Francia, e incluso si la situación cambiara rápidamente, en la actualidad se trata de una diferencia enorme con respecto a los Estados Unidos: en Europa continental se suele considerar que las colegiaturas deben ser nulas o bajas, y que el acceso a la enseñanza superior debe ser gratuito o casi, así como para la educación primaria o secundaria[36]. En Quebec, la decisión de incrementar gradualmente las tasas de matrícula de cerca de 2000 dólares a casi 4000 se interpretó como una voluntad de caer en un sistema desigualitario a la estadunidense, lo que llevó a la huelga estudiantil del invierno de 2012 y finalmente a la caída del gobierno y a la anulación de la medida.
No obstante, sería ingenuo imaginar que basta la gratuidad para resolver todos los problemas. A menudo la selección financiera es sustituida por mecanismos de selección sociocultural más sutiles, como los analizados en 1964 por Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron en Les Héritiers. En la práctica, muy a menudo el sistema francés de las grandes escuelas acaba por dedicar un gasto público más elevado a estudiantes provenientes de los medios sociales más favorecidos y un menor gasto público a los alumnos procedentes en promedio de hogares más modestos. Una vez más, el contraste entre el discurso oficial sobre la meritocracia republicana y la realidad (el dinero público amplifica la desigualdad de los orígenes sociales) es particularmente extremo[37]. Según los datos disponibles, al parecer el ingreso promedio de los padres de los estudiantes de la universidad de Sciences-Po en París es hoy en día del orden de 90 000 euros, lo que corresponde aproximadamente al ingreso promedio del 10% de los hogares franceses más ricos. La cantera donde se selecciona a los futuros estudiantes es, por lo tanto, cinco veces más amplia que la de Harvard, pero no deja de ser limitada[38]. Ningún dato permite hacer el mismo cálculo respecto de los estudiantes de las otras grandes escuelas, pero es probable que el resultado sea casi el mismo.
Entendámonos bien: no existe una manera simple de lograr una verdadera igualdad de oportunidades en la enseñanza superior. Se trata de un desafío central para el Estado social en el siglo XXI y queda por inventarse el sistema ideal. Las altas colegiaturas ocasionan una inaceptable desigualdad de acceso, pero aportan una autonomía, una prosperidad y un dinamismo que constituyen el atractivo de las universidades estadunidenses en todo el mundo[39]. De forma abstracta, es posible conciliar las ventajas de la descentralización con las de la igualdad de acceso, brindando a las universidades incentivos elevados con financiamiento público. De alguna manera es lo que hacen los sistemas públicos de seguro de gastos médicos: se apoyan en cierta autonomía de los productores (los médicos, los hospitales), al tiempo que se encargan colectivamente del costo de los cuidados a fin de que todos los pacientes puedan tener acceso a ellos. Se puede hacer lo mismo con las universidades y los estudiantes. Las universidades de los países nórdicos siguen este tipo de estrategia: desde luego, esto requiere un importante financiamiento público, que no es fácil de movilizar en el contexto actual de consolidación del Estado social[40]. Sin embargo, semejante estrategia es mucho más satisfactoria que los demás sistemas recientemente experimentados, sin importar si se trata de las colegiaturas que varían conforme al ingreso de los padres[41] o de los préstamos rembolsables en forma de sobretasas al impuesto sobre la renta[42].
En todo caso, para que exista la probabilidad de progresar en estas cuestiones esenciales en el futuro, merecería la pena empezar por establecer una mayor transparencia. En los Estados Unidos, Francia y la mayoría de los países, los discursos sobre la gloria del modelo meritocrático nacional raras veces se basan en un atento examen de los hechos; muy a menudo se trata de justificar las desigualdades existentes, sin considerar los fracasos a veces patentes del sistema establecido. En 1872, Émile Boutmy creó Sciences-Po (el Instituto de Ciencias Políticas), dándole una misión clara:
Obligadas a padecer el derecho de la mayoría, las clases que se llaman a sí mismas clases altas no pueden conservar su hegemonía más que equivocando el derecho del más capaz. Es necesario que, detrás de la muralla derruida de sus prerrogativas y de la tradición, el oleaje de la democracia se tope con un segundo dique de méritos brillantes y útiles, de superioridades cuyo prestigio se imponga, de capacidades de las que nadie en su sano juicio prescindiría[43].
Intentemos tomar en serio esta increíble declaración: significa que las clases altas abandonan el ocio e inventan la meritocracia por instinto de supervivencia, a falta de lo cual el sufragio universal amenazaría con desposeerlas. Sin duda, ello puede atribuirse al contexto de la época: la Comuna de París acababa de ser reprimida y apenas se había restaurado el sufragio universal masculino. Sin embargo, tiene el mérito de recordar una verdad esencial: es de importancia vital dar sentido a las desigualdades y legitimar la posición de los ganadores, lo que a veces justifica cualquier aproximación.
EL PORVENIR DE LAS JUBILACIONES: EL SISTEMA DE REPARTO Y EL BAJO CRECIMIENTO
Los sistemas públicos de pensión por jubilación se basan esencialmente en el sistema de reparto: las cotizaciones retenidas sobre los salarios se utilizan de inmediato para pagar las pensiones de los jubilados. Ninguna suma se invierte, todo es pagado de inmediato, contrariamente a los sistemas por capitalización. En los sistemas de reparto, basados en el principio de solidaridad entre generaciones (se pagan cotizaciones para los jubilados actuales, con la esperanza de que nuestros hijos hagan lo mismo por nosotros mañana), por definición, la tasa de rendimiento es igual a la del crecimiento de la economía: las cotizaciones que permitirán financiar las jubilaciones de mañana serán tanto más elevadas en la medida en que la masa salarial aumente. En principio, eso también implica que a los trabajadores activos de hoy les interesa que la masa salarial se incremente tan rápido como sea posible: por consiguiente, deben invertir en las escuelas y las universidades de sus hijos y fomentar la natalidad. Dicho de otro modo, todas las generaciones están vinculadas unas con otras: una sociedad virtuosa y armoniosa parece al alcance de la mano[44].
Cuando se introdujeron los sistemas de reparto, a mediados del siglo XX, las condiciones eran ideales para que se produjeran semejantes encadenamientos. El crecimiento demográfico era alto; el de la producción, aún más. En resumidas cuentas, la tasa de crecimiento se acercaba a 5% anual en los países de Europa continental: ése era el rendimiento del sistema de reparto. En concreto, a las personas que cotizaron de los años cuarenta a los ochenta se les pagó después (o se les sigue pagando) sobre la base de cantidades salariales incomparablemente más altas que aquellas sobre las que cotizaron. No sucede lo mismo hoy: la disminución de la tasa de crecimiento en torno a 1.5% anual en los países ricos —y tal vez a la larga en todo el planeta— reduce el rendimiento de las contribuciones. Todo hace pensar que a lo largo del siglo XXI la tasa de rendimiento promedio del capital se situará claramente por encima de la tasa del crecimiento económico (alrededor de 4 o 4.5% para la primera, apenas 1.5% para la segunda)[45].
En esas condiciones, es tentador concluir que los sistemas de jubilación por reparto serán rápidamente sustituidos por sistemas basados en el principio de capitalización. Las cotizaciones deben ser invertidas y no pagadas de inmediato a los jubilados; de esta manera podrán recapitalizarse a más de 4% y financiar nuestras pensiones en algunas décadas. Sin embargo, ese razonamiento tiene varios errores importantes: en primer lugar, suponiendo que en realidad sea preferible un sistema de capitalización, la transición del reparto a la capitalización conlleva una dificultad que no es del todo menospreciable, ya que deja totalmente fuera a una generación de jubilados. La generación que está a punto de jubilarse y que financió las pensiones de la generación anterior vería muy mal que las cotizaciones que estaban a punto de darle para pagar su renta y sus compras vayan a invertirse por todo el ancho mundo. No existe una solución simple para este problema de transición, que por sí solo vuelve completamente inviable semejante reforma, por lo menos en esta forma extrema.
En segundo lugar, en este análisis de los méritos comparados de los diferentes sistemas de jubilación hay que tener en cuenta el hecho de que la tasa de rendimiento del capital es, en realidad, sumamente volátil. Sería muy arriesgado invertir todas las cotizaciones de jubilación de un país en los mercados financieros mundiales. El hecho de que la desigualdad r > g se verifique en promedio no significa que siempre sea cierta. Cuando se tienen los medios suficientes y es posible esperar 10 o 20 años para recuperar su inversión, en efecto es muy atractivo el rendimiento de la capitalización. Sin embargo, cuando se trata de financiar el nivel de vida básico de toda una generación, sería muy irracional jugar así con los dados. La primera justificación de los sistemas de jubilación por reparto es que son los más capaces de garantizar el monto de las pensiones de manera confiable y previsible: la tasa de crecimiento de la masa salarial es tal vez más baja que la tasa de rendimiento del capital, pero es entre 5 y 10 veces menos volátil[46]. Sucederá lo mismo en el siglo XXI, y entonces la jubilación por reparto seguirá formando parte del Estado social ideal del porvenir, en todos los países.
No obstante, ello no implica que la lógica r > g pueda ser totalmente ignorada y que no deba cambiarse nada en los sistemas instaurados hoy en los países desarrollados. Desde luego, está presente el reto del envejecimiento. En un mundo en el que se fallece entre los 80 y los 90 años, es difícil conservar los mismos parámetros que los instaurados en una época en que se moría entre los 60 y los 70 años. Además, el aumento en la edad de la jubilación no sólo es una manera de incrementar los recursos disponibles para los asalariados y los jubilados (lo que siempre vale la pena recibir, en vista del bajo crecimiento); corresponde asimismo a una necesidad de realización individual en el trabajo: para muchas personas, jubilarse a los 60 años y disponerse a entrar en un periodo de inacción potencialmente más largo que la duración de la carrera profesional es una perspectiva nada regocijante. Toda la dificultad reside en que en estas cuestiones existe una gran diversidad de situaciones individuales. Desde luego, algunas personas con oficios principalmente intelectuales pueden desear seguir trabajando hasta los 70 años (se puede esperar que su participación en el empleo total aumente a lo largo del tiempo), pero hay muchas otras que empezaron a trabajar pronto, que desempeñan trabajos pesados o poco gratificantes y que legítimamente aspiran a jubilarse a la brevedad (sobre todo porque su esperanza de vida es a menudo menor que la de quienes están más calificados). El problema es que muchas de las reformas recientemente hechas en los países desarrollados tienden a no distinguir de manera correcta esos diferentes casos, e incluso piden más esfuerzos a los segundos que a los primeros, por lo cual se dan reacciones de rechazo.
Una de las principales dificultades a las que se enfrentan estas reformas es que, a menudo, los sistemas de jubilación han adquirido una extrema complejidad, con decenas de diferentes regímenes y reglas para los funcionarios, los asalariados del sector privado y los no asalariados. Para todos aquellos que pasaron por varios estatus a lo largo de su vida, lo que sucede de manera cada vez más frecuente para las jóvenes generaciones, el derecho a la jubilación es a veces un enigma. Esta complejidad nada tiene de sorprendente: resulta del hecho de que a menudo esos sistemas se construyeron mediante estratos sucesivos, a medida que los regímenes se ampliaban a nuevos grupos sociales y profesionales, siguiendo un movimiento que, en la mayoría de los países desarrollados, se inició a partir del siglo XIX (en particular para el sector público). Sin embargo, dificulta sobremanera la elaboración de soluciones compartidas, pues cada uno tiene la impresión de que su régimen es menos bien tratado que los demás. Con frecuencia, el amontonamiento de las reglas y de los regímenes lleva a confundir las situaciones y, en particular, a subestimar la importancia de los recursos ya destinados a los sistemas de jubilación y que no pueden incrementarse indefinidamente. Por ejemplo, la complejidad del sistema francés hace que muchos jóvenes asalariados no comprendan con claridad su derecho a la jubilación: algunos hasta tienen la impresión de que no recibirán nada, mientras que el sistema se basa en una tasa global de cotización, reservada a la jubilación, muy sustancial (del orden de 25% de los salarios brutos). La instauración de un régimen único de jubilaciones basado en cuentas individuales, que permita a cada uno adquirir los mismos derechos, sin importar la complejidad de su trayectoria profesional, forma parte de las reformas más importantes que debe afrontar el Estado social en el siglo XXI[47]. Semejante sistema permitiría a cada uno anticipar lo que puede esperar de la jubilación por reparto y, por consiguiente, organizar mejor sus elecciones de ahorro y de acumulación patrimonial, lo que en un mundo con bajo crecimiento necesariamente desempeñará un papel importante, al lado del sistema de reparto. A menudo se dice que la jubilación es el patrimonio de quienes no tienen patrimonio. Es cierto, pero eso no evita intentar que la acumulación patrimonial ataña también a los de recursos más modestos[48].
LA CUESTIÓN DEL ESTADO SOCIAL EN LOS PAÍSES POBRES Y EMERGENTES
¿Tiene un alcance universal el proceso de construcción del Estado social, observado en los países desarrollados a lo largo del siglo XX? ¿Acabaremos por observar la misma evolución general en los países pobres y emergentes? Nada es menos seguro. Ante todo hay que subrayar las importantes diferencias que existen en el propio mundo rico: los países de Europa Occidental parecen haberse estabilizado en torno a una tasa de recaudación pública del orden de 45-50% del ingreso nacional, mientras que los Estados Unidos y Japón se muestran sólidamente instalados en apenas 30-35%. Esto demuestra que son posibles diferentes elecciones con un mismo nivel de desarrollo.
Si se examina la evolución de la tasa de recaudación en los países más pobres del planeta desde los años 1970-1980, se advierten niveles sumamente bajos, en general comprendidos entre 10 y 15% del ingreso nacional, tanto en África Subsahariana como en el sur de Asia (especialmente en la India). Si se considera a los países con un nivel de desarrollo intermedio, en Latinoamérica, el norte de África o China, se observan tasas de recaudación comprendidas entre 15 y 20% del ingreso nacional, inferiores a las de los países ricos con los mismos niveles de desarrollo. Lo más impactante es que la diferencia respecto de los países ricos siguió incrementándose a lo largo de los últimos decenios. Mientras que la tasa de recaudación media en los países ricos mantuvo su crecimiento antes de estabilizarse (de 30-35% a principios de los años setenta a 35-40% desde 1980-1990), la observada en los países pobres e intermedios disminuyó de manera significativa. En África Subsahariana y en el sur de Asia, la tasa de recaudación promedio era ligeramente inferior a 15% en los años setenta y a principios de los ochenta, y cayó a apenas más de 10% en 1990-2000.
Esta evolución es preocupante, en la medida en que, en todos los países hoy en día desarrollados, el proceso de construcción de un Estado fiscal y social fue un elemento esencial de la fase de modernización y desarrollo. Todas las experiencias históricas sugieren que, con un 10-15% del ingreso nacional en recaudaciones fiscales, es imposible llegar mucho más allá de las funciones de soberanía tradicionales: si se desea que la policía y la justicia funcionen correctamente, no queda casi nada para financiar la educación y la salud. La otra elección posible es pagar mal a todo el mundo (policías, jueces, maestros, enfermeras), en cuyo caso es probable que ninguno de esos servicios públicos funcione correctamente. Esto puede llevar a un círculo vicioso, en la medida en que la mediocridad de los servicios públicos contribuye a destruir la confianza en el Estado, lo que a su vez vuelve más complicada la utilización de recursos fiscales importantes. El desarrollo de un Estado fiscal y social se vincula íntimamente con el proceso de construcción del Estado a secas. Se trata, pues, de una historia eminentemente política y cultural, muy relacionada con las especificidades de cada historia nacional y con las discrepancias propias de cada país.
No obstante, en el presente caso, parecería que los países ricos y las organizaciones internacionales tienen en ello cierta responsabilidad. Ya la situación inicial no era muy buena: el proceso de descolonización dio origen, en los años 1950-1970, a periodos políticos relativamente caóticos, marcados, según los países, por guerras de independencia con las antiguas potencias colonizadoras, fronteras más o menos arbitrarias, tensiones militares vinculadas con la Guerra Fría o experiencias socialistas generalmente poco concluyentes, y a veces por una mezcla de todo ello. Además, a partir de los años ochenta y noventa, la nueva ola ultraliberal procedente de los países desarrollados impuso a los países pobres recortes en el sector público, situando en el último lugar de las prioridades la construcción de un sistema fiscal propicio para el desarrollo. Una reciente investigación, muy detallada, demostró que la caída de las recaudaciones fiscales observada en los países más pobres durante los ochenta y los noventa se explica en gran medida por el desplome de los aranceles aduanales, que en los años setenta producían alrededor de 5% del ingreso nacional. Desde luego, la liberalización del comercio en sí no es necesariamente mala, pero a condición de que no sea brutalmente impuesta desde el exterior y, sobre todo, de que se tenga en cuenta el hecho de que debe ser compensada de forma gradual por el desarrollo de una administración fiscal capaz de recaudar otros impuestos y de encontrar ingresos sustitutos. Los países hoy desarrollados, que redujeron sus aranceles aduanales a su propio ritmo a lo largo de los siglos XIX y XX, a medida que les parecía útil y que sabían cómo remplazarlos, por fortuna no tenían a nadie que les explicara lo que tenían que hacer[49]. Este episodio ilustra un fenómeno más general, a saber: la tendencia de los países ricos a utilizar a países menos desarrollados como campo de experimentación, sin pretender realmente sacar partido de las enseñanzas de su propia experiencia histórica[50]. En la actualidad se observa una gran diversidad de tendencias que se aplican en los países pobres y emergentes. Algunos, como China, están bastante avanzados en la modernización de su sistema fiscal, en particular con un impuesto sobre la renta que atañe a una parte importante de la población y permite recaudaciones sustanciales. Tal vez está en vías de instauración un Estado social, del tipo de los que se observan en los países desarrollados europeos, estadunidense y asiáticos (con sus especificidades y, desde luego, con grandes incertidumbres respecto de sus cimientos políticos y democráticos). A otros países, como la India, se les dificulta mucho sustraerse de un equilibrio caracterizado por una muy baja tasa de recaudación[51]. En todo caso, la cuestión del desarrollo de un Estado fiscal y social en el mundo emergente adquiere una importancia capital para el porvenir del planeta.