XII. da Desigualdad mundial en la riqueza en el siglo XXI

XII. LA DESIGUALDAD MUNDIAL EN LA RIQUEZA EN LE SIGLO XXI

HASTA ahora hemos adoptado un punto de vista local demasiado estrecho acerca de la dinámica de las desigualdades patrimoniales. Desde luego, en varias ocasiones mencionamos el papel central desempeñado por los activos extranjeros en el Reino Unido y Francia en el siglo XIX y en la Bella Época. Sin embargo, eso no basta, pues el tema de las inversiones internacionales será relevante sobre todo en el porvenir. Por lo tanto, ahora tenemos que estudiar la dinámica de la desigualdad en la riqueza a nivel mundial y las principales fuerzas actuantes en este inicio del siglo XXI. ¿Podrían llevar las fuerzas de la globalización financiera, en el siglo que se inicia, a una concentración del capital aún más grande que todas las observadas en el pasado? ¿O quizás esto ya ha ocurrido?

Empezaremos por estudiar esta cuestión situándonos en el nivel de las fortunas individuales (¿va a incrementarse de manera ilimitada en el siglo XXI el porcentaje del capital mundial propiedad de los ultrarricos que aparecen en las clasificaciones de las revistas?), luego analizaremos las desigualdades entre países (¿los países actualmente ricos acabarán siendo una propiedad de los países petroleros, o bien de China, o más bien de sus propios multimillonarios?). Antes de responder, primero tenemos que presentar una fuerza hasta aquí menospreciada y que tendrá un papel esencial en el análisis del conjunto de estas evoluciones: la desigualdad en los rendimientos del capital.

LA DESIGUALDAD EN LOS RENDIMIENTOS DEL CAPITAL

La hipótesis habitual de los modelos económicos es que el capital produce un mismo rendimiento promedio a todos sus poseedores, pequeños y grandes. Pero eso no es del todo cierto: es muy posible que los patrimonios más importantes obtengan en promedio rendimientos más elevados. Se puede imaginar varias razones para ello. La más evidente es que se dispone de más medios para emplear intermediarios financieros y otros administradores de fortunas cuando se poseen 10 millones de euros y no 100 000, o bien cuando se dispone de 1000 millones de euros en lugar de 10 millones. En la medida en que, en promedio, los intermediarios permiten identificar las mejores inversiones, estos efectos de cuantía asociados al manejo de las carteras (esas «economías de escala») llevan mecánicamente a un rendimiento promedio más elevado para las fortunas más importantes. La segunda razón es que es más fácil tomar riesgos y ser paciente cuando se dispone de reservas importantes que cuando no se posee casi nada. Por esas dos razones —y todo parece indicar que, en la práctica, la primera es aún más importante que la segunda—, es muy posible que, con un mismo rendimiento promedio del capital del orden de 4% anual, las fortunas más grandes logren obtener más (por ejemplo, hasta 6-7% por año), mientras que las más pequeñas a menudo deben contentarse con un rendimiento promedio de apenas 2-3% anual. De hecho, veremos que las mayores fortunas mundiales (incluso las heredadas) aumentaron en promedio a tasas muy elevadas a lo largo de las últimas décadas (del orden de 6-7% anual, sensiblemente más altas que el incremento promedio de los patrimonios).

De inmediato se advierte que semejante mecanismo puede llevar mecánicamente a una divergencia radical en la distribución del capital. Si los patrimonios del decil o del percentil superior de la jerarquía mundial del capital aumentan estructuralmente más rápido que los deciles inferiores, es natural que la desigualdad en los patrimonios tienda a ampliarse sin límite. Este proceso de desigualdad puede adquirir proporciones inéditas en el marco de la nueva economía global. En la aplicación de la ley de los intereses acumulados descrita en el capítulo I, vemos asimismo que este mecanismo de divergencia puede ser muy rápido, y que, si se aplica sin ningún límite, la participación de las mayores fortunas en el capital mundial puede llegar en unos cuantos decenios a niveles extremos. La desigualdad en los rendimientos del capital es una fuerza de divergencia que amplifica y agrava considerablemente los efectos de la desigualdad r > g. Implica que la diferencia r − g puede ser alta para las mayores fortunas sin serlo necesariamente en el nivel de la economía considerada en su conjunto.

Desde un punto de vista estrictamente lógico, la única fuerza de corrección «natural» —es decir, fuera de toda intervención pública— es de nuevo el crecimiento. Mientras el crecimiento mundial sea fuerte, este despegue de las muy altas fortunas permanece bastante mesurado en términos relativos, en el sentido de que su tasa de crecimiento no es desmedidamente más elevada que el incremento promedio de los ingresos y de la riqueza. En concreto, con un aumento mundial del orden de 3.5% anual, como el que se observó en promedio de 1990 a 2012, ritmo que podría prolongarse de 2012 a 2030, el distanciamiento de las mayores fortunas mundiales es un fenómeno desde luego visible, pero menos espectacular que si el crecimiento mundial sólo fuera de 1 o 2% anual. Además, el fuerte crecimiento mundial incluye en la actualidad un importante componente demográfico, lo que implica la rápida llegada de fortunas originadas en los países emergentes a las listas de las mayores fortunas del planeta. De ahí la impresión de una fuerte renovación de éstas y, al mismo tiempo, un creciente y pesado sentimiento de pérdida de estatus en los países ricos, que a veces supera todas las demás preocupaciones. Sin embargo, a mayor plazo —cuando el crecimiento mundial vuelva a caer a niveles más bajos—, el mecanismo de desigualdad más preocupante será por mucho el resultante de la desigualdad en el rendimiento del capital, independientemente de las cuestiones de convergencia a nivel internacional. Sin duda, a largo plazo, las desigualdades patrimoniales dentro de las naciones serán todavía más preocupantes que las que se den entre naciones.

Empezaremos por abordar la desigualdad en los rendimientos del capital a través del prisma de las clasificaciones internacionales de fortunas individuales. Luego examinaremos el caso de los rendimientos obtenidos por los fondos patrimoniales de las grandes universidades estadunidenses, cuestión aparentemente anecdótica, pero que permite analizar de manera clara y desapasionada la desigualdad en el rendimiento en función de la cuantía de la cartera inicial. Después estudiaremos los fondos soberanos y su rendimiento, sobre todo los de los países petroleros y China, lo que nos conducirá de nuevo a la cuestión de las desigualdades patrimoniales entre países.

LA EVOLUCIÓN DE LAS CLASIFICACIONES MUNDIALES DE LAS FORTUNAS

Es de buen gusto, entre los investigadores, no conceder demasiada estima a las clasificaciones de las fortunas publicadas por ciertas revistas (Forbes en los Estados Unidos y otras en diversos países). De hecho, esos datos adolecen de sesgos importantes y plantean graves problemas metodológicos (por usar un eufemismo). Sin embargo, tienen el mérito de existir e intentar responder de la mejor manera posible a una demanda social fuerte y legítima de información sobre una cuestión importante de nuestro tiempo: la distribución mundial de la riqueza y su evolución. He aquí un procedimiento en el que deberían inspirarse más los investigadores. Además, es importante ser conscientes del hecho de que carecemos visiblemente de fuentes de información confiables acerca de la dinámica mundial de las fortunas. En particular, las agencias nacionales y los institutos estadísticos oficiales se encuentran muy rebasados por el movimiento de internacionalización de las riquezas, y proponen herramientas de observación —por ejemplo, las encuestas de hogares de un país determinado— que no permiten analizar correctamente las evoluciones en curso en este inicio del siglo XXI. Las clasificaciones de las fortunas propuestas por las revistas pueden —y deben— ser mejoradas, principalmente al confrontarlas con las fuentes administrativas, fiscales y bancarias, pero sería absurdo y contraproducente ignorarlas, sobre todo porque en la actualidad esas fuentes administrativas están muy mal coordinadas a nivel internacional. Vamos, pues, a intentar ver qué enseñanzas útiles es posible sacar de esos listados de las fortunas.

La clasificación más antigua y sistemática es la lista mundial de los multimillonarios publicada anualmente (desde 1987) por la revista estadunidense Forbes; cada año, sus periodistas intentan establecer, utilizando todo tipo de fuentes, la lista completa de todos los individuos en el mundo cuya fortuna neta rebase los 1000 millones de dólares. La clasificación fue dominada por multimillonarios japoneses de 1987 a 1995, luego por un estadunidense de 1995 a 2009 y, por último, por un mexicano desde 2010. Según Forbes, el planeta contaba con apenas 140 multimillonarios en dólares en 1987 y tenía más de 1400 en 2013: es decir, una multiplicación por 10. Su fortuna total habría aumentado aún más rápido, pasando de menos de 300 000 millones de dólares en 1987 a 5.4 billones en 2013, esto es, una multiplicación casi por 20 (véase la gráfica XII.1). Sin embargo, teniendo en cuenta la inflación y el crecimiento mundial desde 1987, esos montos espectaculares, repetidos cada año por todos los medios de comunicación del planeta, son difíciles de interpretar. Si se les compara con la población mundial y con el total de la riqueza privada a nivel mundial (cuya evolución estudiamos en la segunda parte), se obtienen los siguientes resultados, que tienen un poco más de sentido. El planeta contaba con apenas cinco multimillonarios por cada 100 millones de habitantes adultos en 1987, y con 30 en 2013; los multimillonarios poseían cerca de 0.4% de la riqueza privada mundial en 1987, y en 2013 poseían más de 1.5%, lo que les permitió rebasar el récord anterior alcanzado en 2008, en vísperas de la crisis financiera mundial y de la quiebra de Lehman Brothers (véase la gráfica XII.2)[1]. Sin embargo, esta manera de expresar los datos sigue siendo oscura: no tiene nada de sorprendente que un grupo que incluye seis veces más personas, en proporción de la población, posea una parte cuatro veces más alta de la riqueza mundial.

GRÁFICA XII.1. Los multimillonarios según la clasificación de Forbes, 1987-2013

Entre 1987 y 2013, el número de multimillonarios en dólares en el mundo pasó, según Forbes, de 140 a 1400 y su riqueza total pasó de 300 000 millones a 5.4 billones de dólares.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

La única manera de dar un sentido a esas clasificaciones de las fortunas es examinar la evolución del patrimonio propiedad de un porcentaje fijo de la población mundial, por ejemplo, el veintemillonésimo más rico de la población adulta mundial, es decir, alrededor de 150 personas de los 3000 millones de adultos que había a fines de los años ochenta y 225 personas de los 4500 millones de adultos a principios de la década de 2010. Se advierte entonces que la fortuna promedio de ese grupo pasó de apenas más de 1500 millones de dólares en 1987 a casi 15 000 millones en 2013, es decir, un incremento promedio de 6.4% anual por encima de la inflación[2]. Si ahora se considera al cienmillonésimo más rico de la población mundial, es decir, 30 personas de las 3000 millones a fines de los ochenta y 45 de las 4500 millones a principios de la década iniciada en 2010, se advierte que su riqueza promedio pasó de apenas más de 3000 millones a casi 35 000 millones de dólares, es decir, un incremento anual aún un poco más alto: en torno a 6.8% anual por encima de la inflación. En comparación, la riqueza promedio mundial por adulto aumentó en un 2.1% anual y el ingreso promedio mundial por adulto en un 1.4% anual, como recordamos en el cuadro XII.1[3].

CUADRO XII.1. Tasa de crecimiento de las fortunas mundiales más altas, 1987-2013

a Alrededor de 30 personas adultas de 3000 millones que había en los años ochenta, 45 personas de las 4500 millones en la década de 2010.

b Alrededor de 150 personas adultas de 3000 millones que había en los años ochenta, 225 personas de las 4500 millones en la década de 2010.

Nota: de 1987 a 2013, las fortunas mundiales más altas aumentaron en 6-7% anual, frente a 2.1% anual para el patrimonio promedio mundial y 1.4% anual para el ingreso promedio mundial. Todas estas tasas de crecimiento están calculadas con la inflación deducida (que fue de 2.3% anual de 1987 a 2013).

FUENTES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

En resumen: desde 1980, las fortunas a nivel mundial aumentaron en promedio un poco más rápido que los ingresos (se trata del fenómeno de alza en la tendencia de la relación capital/ingreso estudiado en la segunda parte) y las mayores riquezas se incrementaron un poco más rápido que el promedio de los patrimonios (es el nuevo hecho que permiten resaltar las clasificaciones de Forbes de manera perfectamente clara, siempre y cuando sean confiables, claro está).

Se observará que las conclusiones exactas dependen notablemente de los años considerados. Por ejemplo, si se observa el periodo de 1990-2010, y no el de 1987-2013, la tasa de incremento real de las fortunas más altas bajó a alrededor de 4% anual en lugar de 6-7%.[4] Esto se debe a que 1990 fue un momento alto en el ciclo bursátil e inmobiliario mundial, mientras que 2010 fue un momento más bien bajo (véase la gráfica XII.2). Sin embargo, sin importar los años elegidos, el ritmo estructural de incremento de las fortunas más grandes parece ser siempre mucho más rápido —del orden de dos veces más rápido, por lo menos— que el aumento del ingreso y el patrimonio promedio. Si se examina la evolución de la participación de los diferentes millonésimos de las altas fortunas en el patrimonio mundial, se advierten multiplicaciones por más de tres en menos de 30 años (véase la gráfica XII.3). Desde luego, las cantidades siguen siendo relativamente limitadas cuando se expresan en relación con la riqueza mundial, aunque el ritmo de divergencia no deje de ser espectacular. Si dicha evolución prosiguiera indefinidamente, la participación de esos grupos tan reducidos podría alcanzar niveles muy sustanciales de aquí a finales del siglo XXI[5].

GRÁFICA XII.2. Los multimillonarios en proporción de la población y de la riqueza mundial, 1987-2013

Entre 1987 y 2013, el número de multimillonarios por cada 100 millones de adultos en el mundo pasó de 5 a 30 y su participación en la riqueza privada mundial pasó de 0.4 a 1.5%.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

GRÁFICA XII.3. La participación de las fracciones más ricas en la riqueza privada mundial, 1987-2013

Entre 1987 y 2013, la participación del veintemillonésimo superior pasó de 0.3 a 0.9% de la riqueza total, y la del cienmillonésimo de 0.1 a 0.4%.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

¿Puede aplicarse esta conclusión a segmentos más amplios de la distribución mundial de la riqueza, en cuyo caso la divergencia ocurriría mucho más rápidamente? La primera limitante de las clasificaciones de las fortunas publicadas por Forbes y las demás revistas es que hoy en día se refieren a muy pocas personas para ser verdaderamente significativas desde un punto de vista macroeconómico. Sin importar la magnitud de los incrementos y el nivel faraónico de ciertas fortunas individuales, los datos no atañen más que a unos cuantos cientos de personas en el mundo (a veces algunos miles), de tal manera que, en esta etapa, representan apenas más de 1% de la riqueza mundial[6]. De todas maneras, esto deja casi 99% del capital mundial fuera del campo de estudio, lo que es lamentable[7].

DE LAS CLASIFICACIONES DE LOS MULTIMILLONARIOS A LOS «INFORMES MUNDIALES SOBRE LA FORTUNA»

Para ir más allá, y a fin de estimar la participación del decil, del percentil y del milésimo superior de la jerarquía mundial de las fortunas, es necesario consultar fuentes fiscales y estadísticas semejantes a las que utilizamos en el capítulo X. Allí habíamos comprobado un alza en la tendencia de las desigualdades patrimoniales en todos los países ricos desde 1980-1990, tanto en los Estados Unidos como en Europa; nada tendría de sorprendente, por consiguiente, que se observara esta tendencia a nivel mundial. Por desgracia, las fuentes disponibles están distorsionadas por múltiples aproximaciones (posiblemente subestimemos la tendencia al alza en los países ricos y, además, muchos países emergentes no están incluidos, puesto que las fuentes disponibles son tan aproximadas, sobre todo debido a la falta de una adecuada fiscalidad progresiva, que a veces se duda en utilizarlas), de tal manera que actualmente es muy difícil intentar hacer una estimación exacta sobre la evolución de la participación del decil, percentil y milésimo superiores en el ámbito mundial.

Desde hace unos años, para responder a la creciente demanda social de información sobre estos temas, varias instituciones financieras internacionales tomaron el relevo de las revistas e intentaron ampliar sus clasificaciones, publicando «informes mundiales sobre la riqueza», que estudian más que simplemente a los multimillonarios. En particular, desde 2010, Crédit Suisse (uno de los principales bancos suizos) publica cada año un ambicioso informe sobre la distribución mundial del patrimonio, que abarca al conjunto de la población del planeta[8]. Otros bancos y ciertas compañías de seguros —Merrill Lynch, Allianz, etc.— se especializaron en el estudio de la población de millonarios en dólares a nivel mundial (los famosos HNWI: «High Net Worth Individuals»). Cada uno quiere su informe, preferentemente en papel satinado. Desde luego es irónico ver que instituciones cuyo trabajo en gran medida consiste en el manejo de fortunas se pongan a desempeñar el papel de agencias estadísticas oficiales e intenten mostrar conocimientos desinteresados acerca de la distribución de la riqueza en el mundo. También hay que reconocer que a menudo estos informes se ven forzados a elaborar hipótesis y aproximaciones heroicas —y no siempre convincentes— para llegar a una visión verdaderamente «mundial» de la riqueza. En todo caso, estos informes no suelen abarcar más que los últimos años —a lo sumo los 10 últimos— y por desgracia no permiten estudiar las evoluciones a largo plazo, ni siquiera establecer tendencias realmente confiables respecto de la desigualdad mundial de la riqueza, tomando en cuenta la naturaleza sumamente fragmentaria de los datos utilizados[9].

No obstante, a semejanza de las clasificaciones de Forbes y similares, estos informes tienen el mérito de existir y dan un testimonio claro de que las agencias estadísticas nacionales e internacionales —y en gran medida la comunidad de los investigadores— no cumplen con el papel que deberían desempeñar en esta cuestión. Primeramente, se trata de una cuestión de transparencia democrática: a falta de información confiable y global sobre la distribución de los patrimonios, es posible afirmar una cosa y su contraria, alimentando todo tipo de fantasías, en uno u otro. Semejantes informes, por imperfectos que sean, mientras cumplan con el papel que se espera de ellos, pueden contribuir a dar un poco de contenido y orden al debate público[10].

Si se adopta el mismo procedimiento global que esos informes y si se comparan las diferentes estimaciones disponibles, se puede llegar aproximadamente a la siguiente conclusión: la desigualdad en la distribución de la riqueza a nivel mundial a principios de la década de 2010 parece ser comparable, por su amplitud, a la observada en las sociedades europeas hacia 1900-1910. Hoy en día, la participación del milésimo superior es aparentemente de casi 20% de la riqueza total y la del percentil superior puede situarse entre 80 y 90%; la mitad inferior de la población mundial posee sin duda alguna menos de 5% del patrimonio total.

En concreto, el 0.1% de los más ricos del planeta (aproximadamente 4.5 millones de adultos de entre los 4500 millones de adultos del mundo) parece poseer una riqueza neta promedio del orden de 10 millones de euros, es decir, casi 200 veces el patrimonio promedio a nivel mundial (alrededor de 60 000 euros por adulto); por lo tanto, una participación en la riqueza total de casi 20%. El 1% de los más ricos (alrededor de 45 millones de adultos de aproximadamente 4500 millones) posee un patrimonio promedio del orden de tres millones de euros (se trata grosso modo de la población con un patrimonio individual superior a un millón de euros), es decir, 50 veces el patrimonio promedio; por lo tanto, una participación en la riqueza total del orden de 50%.

Es importante insistir en que estas estimaciones son muy inciertas (incluso las del patrimonio total y las del promedio mundial), por lo que deben ser consideradas, aún más que todas las estadísticas mencionadas en este libro, como simples órdenes de magnitud para fijar las ideas[11].

También hay que subrayar que esta enorme concentración patrimonial, sensiblemente mayor que la observada dentro de los países, resulta en gran medida de las desigualdades internacionales. A nivel mundial, el patrimonio promedio es de apenas 60 000 euros por adulto, de tal manera que muchos habitantes de los países desarrollados —incluso entre la «clase media patrimonial»— parecen ser muy ricos en el conjunto de la jerarquía mundial. Por esta misma razón, no es seguro que las desigualdades patrimoniales consideradas en su conjunto aumenten realmente a nivel mundial: posiblemente, en la actualidad, el efecto de convergencia entre países supere las fuerzas de divergencia, por lo menos durante cierto tiempo. En esta etapa, los datos disponibles no permiten saberlo de manera certera[12].

No obstante, todos los elementos de los que disponemos llevan a pensar que, en lo sucesivo, las fuerzas de divergencia serán las dominantes en la cima de la jerarquía mundial de las riquezas. Esto vale no sólo para las fortunas de los multimillonarios de la clasificación de Forbes, sino sin duda también en lo tocante a las riquezas del orden de 10 o 100 millones de euros. Ahora bien, eso representa cantidades mucho más importantes de personas y, por lo tanto, de fortunas: el grupo social constituido por el milésimo superior (4.5 millones de personas, poseedoras en promedio de unos 10 millones de euros) es dueño de alrededor de 20% de la riqueza mundial, suma mucho más sustancial que el 1.5% en manos de los multimillonarios de Forbes[13]. Por consiguiente, es esencial comprender correctamente la amplitud del mecanismo de divergencia capaz de afectar a semejante grupo, lo que depende sobre todo de la desigualdad de los rendimientos del capital en este nivel de cartera. Esto determinará si esta divergencia en la cima es lo bastante intensa como para superar la fuerza de convergencia internacional. ¿Se dará el masivo proceso de divergencia sólo entre los multimillonarios, o también entre los grupos inmediatamente inferiores?

Por ejemplo, si el milésimo superior goza de un incremento de su riqueza de 6% anual, cuando el aumento del patrimonio promedio mundial no es más que de 2% anual, esto implicaría al cabo de 30 años una triplicación de su participación en el capital del planeta. El milésimo superior poseería entonces más de 60% de la riqueza mundial, lo que es bastante difícil de concebir en el marco de las actuales instituciones políticas, salvo si imaginamos un sistema represivo particularmente eficaz o bien un aparato de persuasión muy poderoso, o ambos a la vez. Y si ese grupo goza de un incremento de su fortuna de sólo 4% anual, resultará, sin embargo, casi una duplicación de su participación, pasando a casi 40% del patrimonio mundial en un lapso de 30 años. Una vez más, eso implicaría que esta fuerza de divergencia en la cima de la jerarquía superaría por mucho las fuerzas de alcance y de convergencia a nivel mundial, de tal manera que la participación del decil y el percentil superiores aumentaría sensiblemente, con fuertes redistribuciones de las clases medias y medias altas mundiales hacia las muy ricas. Es probable que semejante empobrecimiento suscite violentas reacciones políticas. Desde luego, en esta etapa es imposible estar seguro de que dicho escenario esté a punto de producirse. Sin embargo, es importante darse cuenta de que la desigualdad r > g, aunada a la desigualdad en el rendimiento del capital en función del nivel inicial de la fortuna, puede potencialmente llevar a la dinámica mundial de la acumulación y de la distribución de los patrimonios hacia trayectorias explosivas y a espirales de desigualdad fuera de todo control. Como veremos, sólo un impuesto progresivo sobre el capital cobrado a nivel mundial (o por lo menos en zonas económicas regionales bastante importantes, como Europa o América del Norte) permitiría contrarrestar eficazmente semejante dinámica.

HEREDEROS Y EMPRESARIOS EN LAS CLASIFICACIONES DE LAS FORTUNAS

Una de las enseñanzas más impactantes de las clasificaciones de Forbes es que, más allá de cierto umbral, todas las fortunas —heredadas o empresariales— aumentan a ritmos muy elevados, sin importar si el titular de la fortuna en cuestión ejerce o no una actividad profesional. Desde luego, no hay que sobreestimar la precisión de las conclusiones que se pueden sacar de esos datos, ya que no atañen más que a un reducido número de observaciones y son el resultado de un proceso relativamente aproximado y fragmentario de recolección de información. Sin embargo, sigue siendo un hecho interesante.

Tomemos un ejemplo particularmente claro de la cima de la jerarquía mundial del capital. Entre 1990 y 2010, la fortuna de Bill Gates —fundador de Microsoft, líder mundial de los sistemas operativos, encarnación de la fortuna empresarial, número uno de la clasificación Forbes durante más de 10 años— pasó de 4000 millones a 50 000 millones de dólares[14]. Al mismo tiempo, la fortuna de Liliane Bettencourt —heredera de L’Oréal, líder mundial de cosméticos, empresa fundada por su padre Eugène Schueller, genial inventor en 1907 de tintes para el cabello que tendrían un gran porvenir, a la manera de César Birotteau un siglo antes— pasó de 2000 millones a 25 000 millones de dólares, de nuevo según Forbes[15]. En ambos casos, el incremento corresponde a un promedio de más de 13% anual entre 1990 y 2010, es decir, un rendimiento real del orden de 10-11% anual, si se sustrae la inflación.

Dicho de otro modo, Liliane Bettencourt jamás trabajó, pero eso no impidió que su fortuna aumentara exactamente tan rápido como la del inventor Bill Gates, cuyo patrimonio sigue incrementándose igual de rápido desde que abandonó sus actividades profesionales. Una vez establecida una fortuna, la dinámica patrimonial sigue su propia lógica, y un capital puede seguir aumentando a un ritmo sostenido durante decenios, simplemente debido a su cuantía. Se debe subrayar en particular que, más allá de cierto umbral, los efectos de la cuantía, vinculados sobre todo con las economías de escala en el manejo de la cartera y en la toma de riesgos, se ven reforzados por el hecho de que el patrimonio puede recapitalizarse casi íntegramente. Con una fortuna de semejante nivel, el tren de vida del dueño absorbe a lo sumo algunas décimas porcentuales del capital cada año y, por consiguiente, se puede reinvertir casi la totalidad del rendimiento[16]. Se trata de un mecanismo económico elemental, pero importante y cuyas temibles consecuencias para la dinámica a largo plazo de la acumulación y de la distribución de las fortunas se subestiman muy a menudo. A veces el dinero tiende a reproducirse solo. Esta cruda realidad no se le escapó a Balzac, por ejemplo, cuando relataba el irresistible ascenso patrimonial del antiguo fabricante de fideos: «El ciudadano Goriot amasó el capital que, más adelante, iba a servirle para comerciar con toda la superioridad que da a quien la posee una cantidad elevada de dinero»[17].

También se puede señalar que Steve Jobs, quien encarna en el imaginario colectivo, aún más que Bill Gates, el símbolo del empresario simpático y de fortuna merecida, poseía en 2011, en la cima de su gloria y de la cotización bursátil de su empresa Apple, sólo 8000 millones de dólares, es decir, seis veces menos que el fundador de Microsoft (quien, según muchos observadores, es menos inventivo que el fundador de Apple) y tres veces menos que Liliane Bettencourt. En las clasificaciones de Forbes se encuentran decenas de herederos más ricos que Jobs. Es evidente que la fortuna no sólo es asunto de mérito. Se explica sobre todo debido a que, a menudo, los patrimonios heredados logran obtener un rendimiento muy elevado por el simple hecho de su cuantía inicial.

Por desgracia es imposible llevar más lejos este tipo de investigación, pues los datos de tipo Forbes son demasiado limitados para permitir análisis sistemáticos y confiables (contrariamente, por ejemplo, a los datos relativos a los patrimonios universitarios, que utilizaremos más adelante). En particular, hay que recalcar que los métodos empleados por las revistas llevan a subestimar de modo significativo la importancia de las fortunas heredadas. En efecto, los periodistas no disponen de ninguna lista fiscal o administrativa completa que les permita ubicar las fortunas. Funcionan entonces sobre una base pragmática, reuniendo datos de fuentes muy dispares, a menudo haciendo llamadas telefónicas o enviando correos electrónicos, lo que permite obtener información desde luego irremplazable, pero no siempre confiable. Este pragmatismo no es condenable en sí mismo: es ante todo una consecuencia del hecho de que el poder público no organiza correctamente la recolección de información a ese respecto, a partir, por ejemplo, de las declaraciones anuales de las fortunas, lo que cumpliría con una misión muy útil de interés general y podría hacerse en gran medida de manera automatizada gracias a las tecnologías modernas. Sin embargo, es importante valorar sus consecuencias. En la práctica, los periodistas de las revistas parten principalmente de las listas de las grandes empresas cotizadas e intentan determinar la estructura de su accionariado. Por su naturaleza, este proceso supone que es mucho más difícil identificar las fortunas heredadas (que a menudo se invierten en carteras bastante diversificadas) que las empresariales o las que están en vías de constitución (que, por regla general, están mucho más concentradas en una sola empresa).

Con respecto a las fortunas heredadas más importantes, del orden de varias decenas de miles de millones de dólares o de euros, se puede suponer sin ninguna duda que los activos permanecen invertidos en su mayoría en la empresa familiar (como los activos de la familia Bettencourt en L’Oréal, o bien de la familia Walton en Wal-Mart en los Estados Unidos), en cuyo caso esas fortunas son tan fácilmente detectables como las de Bill Gates o Steve Jobs. Sin embargo, evidentemente no sucede lo mismo en todos los niveles: desde el momento en que se desciende en torno a algunos miles de millones de dólares (según Forbes, cada año hay varios cientos de nuevas fortunas de ese nivel en el mundo), y más aún al nivel de algunos cientos de millones de euros, es probable que una parte importante de las fortunas heredadas adquiera carteras relativamente diversificadas, en cuyo caso es muy difícil para los periodistas de las revistas detectarlas (sobre todo porque las personas en cuestión suelen tener muchas menos ganas de hacerse conocer públicamente que los empresarios). Por esa simple razón de sesgo estadístico, es inevitable que las clasificaciones de las fortunas tiendan a subestimar la importancia de las fortunas heredadas.

Algunas revistas, como Challenges en Francia, precisan además que sólo pretenden catalogar las fortunas llamadas «empresariales» (es decir, invertidas sobre todo en una empresa particular), sin interesarles los patrimonios que adquieren la forma de carteras diversificadas. El problema es que resulta difícil obtener de esas revistas una definición precisa de lo que quieren decir: ¿hay que rebasar cierto umbral de propiedad del capital de una compañía para clasificar una fortuna como «empresarial»? ¿Depende ese umbral del tamaño de la compañía, y si es así, conforme a qué fórmula? En realidad, el criterio para la catalogación parece ser sobre todo muy pragmático: en la clasificación aparecen las fortunas de las que tienen constancia los periodistas y que satisfacen el criterio fijado (rebasar los 1000 millones de dólares en el caso de la lista de Forbes, o bien formar parte de las 500 fortunas más grandes catalogadas para un país determinado, en el caso de Challenges y de muchas revistas en otros países). Este pragmatismo es comprensible, pero es evidente que un muestreo tan impreciso plantea problemas serios, si se desea hacer comparaciones en el tiempo o entre países. Si a esto se añade que esas clasificaciones, sin importar si son realizadas por Forbes, Challenges u otras revistas, no siempre son claras sobre la unidad de observación (en principio se trata de un individuo, pero a veces se incluyen grupos familiares completos en una misma fortuna, lo que crea un sesgo que va en el otro sentido, ya que tiende a exagerar la cuantía de las grandes riquezas), vemos hasta qué punto esos materiales son poco consistentes para el estudio del delicado tema de la participación de la herencia en la constitución de los patrimonios o de la evolución de las desigualdades patrimoniales[18].

Hay que añadir que a menudo en esas publicaciones existe un sesgo ideológico bastante evidente a favor de los empresarios y una voluntad apenas velada de celebrarlos, incluso de exagerar su importancia. Sin pretender ofender a la revista, podemos decir que Forbes a menudo puede ser leída, y además se presenta a sí misma, como un himno al empresariado y a la fortuna útil y merecida. Su dueño, Steve Forbes, él mismo multimillonario, dos veces desafortunado candidato a la investidura presidencial por el Partido Republicano, también es heredero: en 1917 su abuelo creó la famosa revista, que es el origen de la fortuna de los Forbes, desarrollada posteriormente por él mismo. Además, la publicación de sus clasificaciones propone a veces un desglose de los multimillonarios en tres grupos: los empresarios puros, los herederos puros y las personas que heredaron una fortuna y la han hecho fructificar. Según los datos publicados por Forbes, cada uno de esos tres grupos suele representar alrededor de la tercera parte del total, aunque con una tendencia —según la revista— a la baja del porcentaje de los herederos puros y un aumento de la de los herederos parciales. El problema es que Forbes jamás ha dado una definición precisa de esos diferentes grupos (en particular, respecto de la frontera exacta entre herederos puros y parciales) y que no se indica ningún monto que ataña a las herencias[19]. En estas condiciones, es muy difícil sacar cualquier conclusión precisa relativa a esta posible tendencia.

Tomando en cuenta todas esas dificultades, ¿qué puede decirse acerca de las participaciones respectivas de los herederos y de los empresarios en las más altas fortunas? Si se tiene en cuenta tanto a los herederos puros y parciales de las clasificaciones de Forbes (suponiendo que los segundos se basen a medias en la herencia), y si a eso se añaden los sesgos metodológicos que llevan a subestimar las fortunas heredadas, parece bastante natural concluir que estas últimas representan más de la mitad de las mayores fortunas mundiales. Una estimación aproximada de 60-70% parece a priori bastante realista, es decir, un nivel sensiblemente inferior al observado en la Francia de la Bella Época (80-90%), lo que podría explicarse por la elevada tasa de crecimiento observada hoy en día a nivel mundial, que implica principalmente la rápida llegada a la clasificación de nuevas fortunas originadas en los países emergentes. Sin embargo, sólo se trata de una hipótesis y no de una certeza.

LA JERARQUÍA MORAL DE LAS FORTUNAS

En todo caso, me parece urgente ir más allá de este debate simplista en torno al mérito y la fortuna, que estimo mal formulado. Nadie niega la importancia de tener en una sociedad empresarios, inventos e innovaciones; desde luego había muchos en la Bella Época: por ejemplo, en el sector automotriz, el cine, el sector eléctrico, al igual que hoy. Simplemente, el argumento empresarial no permite justificar todas las desigualdades patrimoniales, por extremas que sean, sin preocuparse por los hechos; el problema es que la desigualdad r > g, aunada a la desigualdad en los rendimientos en función de la cuantía del capital inicial, a menudo conduce a una concentración excesiva y permanente del patrimonio: por justificadas que sean al principio, las fortunas se multiplican y se perpetúan a veces más allá de todo límite y de toda posible justificación racional en términos de utilidad social.

Así, los empresarios tienden a transformarse en rentistas, no sólo conforme pasan las generaciones, sino también a lo largo de una misma vida, sobre todo porque la existencia individual se prolonga constantemente: el hecho de haber tenido buenas ideas a los 40 años de edad no implica que todavía se las tenga a los 90 años y aún menos, desde luego, que las tenga la siguiente generación. Y sin embargo, la fortuna sigue ahí, a veces multiplicada por más de 10 en 20 años, como lo indican los casos de Bill Gates y de Liliane Bettencourt.

Se trata de la razón central que justifica la introducción de un impuesto progresivo anual sobre las mayores fortunas mundiales. Este impuesto es la única manera de permitir un control democrático de este proceso potencialmente explosivo, al tiempo que se preserva el dinamismo empresarial y la apertura económica internacional. En la cuarta parte de este libro se estudiarán esta idea y sus límites.

En esta etapa señalemos simplemente que este enfoque fiscal también permite superar el debate sin solución sobre la jerarquía moral de las fortunas. Toda fortuna es, al mismo tiempo, en parte justificada y potencialmente excesiva. El robo simple y llano, al igual que el mérito absoluto, raras veces existe. El impuesto progresivo sobre el capital tiene justamente la ventaja de poder abordar esas diferentes situaciones de manera flexible, continua y previsible, al tiempo que genera transparencia democrática y financiera sobre las fortunas y su evolución, lo que no es poca cosa.

Muy a menudo el debate público mundial acerca de las fortunas se reduce a algunas afirmaciones concluyentes —y en gran medida arbitrarias— sobre los méritos comparados de tal o cual persona. Por ejemplo, en la actualidad es bastante común oponer al nuevo líder mundial de la riqueza, Carlos Slim, magnate mexicano del sector inmobiliario y de las telecomunicaciones, procedente de una familia libanesa y quien a menudo es descrito en los países occidentales como alguien que debe su fortuna a las rentas monopólicas obtenidas por mediación del gobierno de su país (forzosamente corrupto), con el antiguo líder mundial, Bill Gates, engalanado con todas las virtudes del empresario modelo y merecedor. Por momentos hasta se tiene la impresión de que Bill Gates en persona fue quien inventó la informática y el microprocesador, y que sería 10 veces más rico si hubiera podido recibir la totalidad de su productividad marginal y de su aportación personal al bienestar mundial (afortunadamente las buenas personas del planeta se beneficiaron de la generosidad de sus efectos externos). Sin duda, este verdadero culto se explica por la irreprimible necesidad de las sociedades democráticas modernas de dar sentido a las desigualdades. Digámoslo con claridad: no sé casi nada de la manera exacta en que Carlos Slim y Bill Gates se enriquecieron y soy totalmente incapaz de disertar sobre sus respectivos méritos, pero me parece que Bill Gates también gozó de una situación de casi monopolio de facto sobre los sistemas operativos (como ocurre con muchas fortunas creadas en el sector de las nuevas tecnologías, desde las telecomunicaciones hasta Facebook). Además, imagino que sus contribuciones se basaron en el trabajo de miles de ingenieros y de investigadores en electrónica e informática básica, sin quienes hubiera sido imposible algún invento en esos campos y que no patentaron sus artículos científicos. En todo caso, me parece excesivo contrastar de manera tan extrema esas dos situaciones individuales, a menudo sin siquiera tratar de examinar con precisión los hechos[20].

En cuanto a los multimillonarios japoneses (Yoshiaka, Tsutsumi y Taikichiro Mori) que precedieron a Bill Gates de 1987 a 1994 a la cabeza de la clasificación de Forbes, en los países occidentales se consideró adecuado incluso olvidar sus nombres. Sin duda se consideró que debían su fortuna a la burbuja inmobiliaria y bursátil entonces vigente en el país del Sol Naciente, o a negocios no del todo claros. Sin embargo, el crecimiento japonés de los años cincuenta a los ochenta fue el más fuerte de la historia, mucho más fuerte que el de los Estados Unidos en 1990-2010, por lo que puede suponerse que a veces los empresarios desempeñaron en ello un papel útil.

En lugar de dedicarnos a consideraciones acerca de la jerarquía moral de la riqueza, que a menudo se resumen en la práctica a un ejercicio de geocentrismo occidental, me parece más útil intentar comprender las leyes generales que rigen en promedio las dinámicas patrimoniales, más allá de las consideraciones sobre los individuos, e imaginar modos de regulación —sobre todo fiscales— aplicables a todos del mismo modo, sin importar las nacionalidades implicadas. En Francia, en el momento de la compra de Arcelor en 2006 (entonces el segundo grupo siderúrgico mundial) por parte del magnate del acero Lakshmi Mittal, los medios de comunicación franceses estaban particularmente en contra del multimillonario indio, situación que se repitió más adelante, en el otoño de 2012, por considerar que las inversiones en el sitio de producción de Florange eran insuficientes. En la India todo el mundo está convencido de que esa hostilidad se explica, por lo menos en parte, por el color de su piel. ¿Estamos seguros de que eso no desempeña un papel? Desde luego, los métodos de Mittal son brutales y su tren de vida escandaloso; toda la prensa francesa se ofuscó principalmente con sus lujosas mansiones londinenses, «que valen tres veces su inversión en Florange»[21]. Sin embargo, es posible que nos escandalizara menos si ese tren de vida se refiriera a una mansión en el rico suburbio parisino de Neuilly-sur-Seine, o bien a otro multimillonario francés, como Arnaud Lagardère, joven heredero poco conocido por su mérito, su virtud y su utilidad social, y a quien el Estado francés decidió entregarle al mismo tiempo más de 1000 millones de euros para permitirle salir del capital de la empresa EADS (líder aeronáutica mundial).

Tomemos un último ejemplo, aún más extremo: en febrero de 2012, la justicia francesa embargó más de 200 m3 de bienes (automóviles de lujo, cuadros de grandes maestros de la pintura, etc.) en la residencia ubicada en Avenue Foch propiedad de Teodorín Obiang, hijo del dictador de Guinea Ecuatorial. Nada más alejado de mi propósito el compadecer al desafortunado multimillonario: sin ningún género de duda, su participación en la sociedad de explotación del bosque de Guinea (de la cual aparentemente recibe la mayoría de sus ingresos) fue mal adquirida y esos recursos fueron en realidad robados a los habitantes de su país. Además, el asunto es ejemplar e instructivo en el sentido en que demuestra que la propiedad privada es un poco menos sagrada de lo que a veces se dice, y que es técnicamente posible, cuando se desea, encontrar un camino en el complejo laberinto de las múltiples sociedades pantalla mediante las cuales Teodorín Obiang administraba sus bienes y sus participaciones. Sin embargo, no hay duda de que, en París o en Londres, se pueden encontrar sin dificultad otros ejemplos de fortunas individuales basadas in fine en apropiaciones privadas de recursos naturales, que atañen, por ejemplo, a los oligarcas rusos o cataríes. Tal vez esas apropiaciones privadas de petróleo, gas o aluminio se asemejen menos claramente al robo simple y llano que la madera de Teodorín Obiang: tal vez también se justifique más una intervención judicial cuando el robo se cometió en perjuicio de un país muy pobre que de un país menos pobre[22]. Por lo menos se me concederá que esos diferentes casos obedecen más a un continuo que a una diferencia absoluta de naturaleza, y que a menudo se juzga más sospechosa la fortuna cuando se tiene la piel negra. En todo caso, los procedimientos judiciales no pueden resolver todos los problemas de bienes mal adquiridos y de fortunas indebidas que existen en el mundo. El impuesto sobre el capital permite concebir un tratamiento más sistemático y más pacífico de la cuestión.

De manera general, el hecho central es que el rendimiento del capital mezcla de un modo a menudo indisociable elementos que obedecen a un verdadero trabajo empresarial (fuerza absolutamente indispensable para el desarrollo económico) con otros procedentes de la suerte en estado bruto (se está ahí en el momento correcto para adquirir un activo prometedor a buen precio) y, por último, con otros próximos al robo simple y llano. La arbitrariedad de los enriquecimientos patrimoniales supera en mucho la cuestión de la herencia. Por su naturaleza, el capital tiene rendimientos volátiles e imprevisibles, y fácilmente puede generar para cada uno plusvalías —o minusvalías— inmobiliarias o bursátiles equivalentes a varias décadas de salario. En la cima de la jerarquía de las fortunas, esos efectos son aún más extremos; siempre fue así. En Ibycus, Alexei Tolstoi retrataba en 1926 el horror capitalista. En 1917, en San Petersburgo, el contador Simón Nevzorov tiró el armario contra la cara del anticuario que le proponía un empleo, robándole de esta manera una pequeña fortuna. El propio anticuario se había enriquecido adquiriendo a un precio irrisorio los bienes de los aristócratas que huían de la Revolución. En cuanto a Nevzorov, lograba en seis meses multiplicar por 10 el capital inicial, merced al garito que montó en Moscú con su nuevo amigo Ritecheff. Nevzorov era el parásito vivo, pequeño, mezquino, que demostraba con su persona hasta qué punto el capital era contrario al mérito: a veces la acumulación del capital se iniciaba con el robo, y a menudo lo arbitrario de su rendimiento equivalía a perpetuar el robo inicial.

EL RENDIMIENTO PURO DE LOS FONDOS PATRIMONIALES UNIVERSITARIOS

Para comprender mejor el asunto de la desigualdad en los rendimientos del capital, al mismo tiempo que se deja de lado el tema de las personas, merece la pena examinar el caso de los fondos patrimoniales de las universidades estadunidenses a lo largo de las últimas décadas. En efecto, se trata de uno de los raros casos en que se dispone de datos muy completos sobre las inversiones realizadas y los rendimientos puros obtenidos en un periodo relativamente largo, en función de la cuantía del capital inicial.

Actualmente existen más de 800 universidades públicas y privadas en los Estados Unidos que manejan fondos patrimoniales, los cuales van desde unas decenas de millones de dólares, como el North Iowa Community College (clasificado en el puesto 785 en 2012, con una dotación de 11.5 millones de dólares), hasta varias decenas de miles de millones de dólares. Las primeras universidades de la clasificación son invariablemente Harvard (con aproximadamente 30 000 millones de dólares a principios de la década de 2010), seguida por Yale (casi 20 000 millones de dotación), después Princeton y Stanford (más de 15 000 millones). Luego vienen MIT y Columbia (con un poco menos de 10 000 millones), las universidades de Chicago y Pensilvania (con alrededor de 7000 millones) y un largo etcétera. En total, las más o menos 800 universidades estadunidenses poseían a principios de la década iniciada en 2010 activos por casi 400 000 millones de dólares (un poco menos de 500 millones de dólares en promedio por universidad y una dotación mediana un poco inferior a 100 millones). Desde luego, eso representa menos del 1% de las fortunas privadas en manos de los hogares estadunidenses. Sin embargo, se trata de una cantidad importante, que cada año brinda recursos significativos a las universidades estadunidenses, o por lo menos a algunas de ellas[23]. Sobre todo, y es el aspecto que más nos interesa aquí, los fondos patrimoniales de esas universidades dan lugar a la publicación de cuentas financieras confiables y detalladas, que pueden ser utilizadas para estudiar anualmente los rendimientos obtenidos por unas y otras, lo que no sucede con los patrimonios privados. En particular, la National Association of College and University Business Officers reúne esos datos desde fines de los años setenta, dando lugar cada año desde 1979 a publicaciones estadísticas importantes por parte de dicha asociación.

Los principales resultados que se pueden obtener de esos datos se indican en el cuadro XII.2[24]. La primera conclusión es que el rendimiento promedio obtenido por las dotaciones universitarias estadunidenses fue sumamente alto a lo largo de las últimas décadas: 8.2% anual en promedio en el periodo 1980-2010 (y 7.2% si se limita al subperiodo de 1990-2010)[25]. Desde luego, hubo altas y bajas a lo largo de cada uno de esos decenios, con años de rendimiento bajo, incluso negativo, por ejemplo en 2008-2009, y años esplendorosos en los que el rendimiento universitario promedio rebasó claramente el 10%. Sin embargo, el aspecto importante es que, si se hacen promedios en periodos de 10, 20 o 30 años, se observan rendimientos sumamente altos, del mismo tipo de los observados en el caso de los multimillonarios de la clasificación de Forbes.

Precisemos que los rendimientos indicados en el cuadro XII.2 son netos y reales, obtenidos efectivamente por los fondos universitarios, después de tener en cuenta las plusvalías y tras la deducción de la inflación, los impuestos vigentes (casi inexistentes tratándose de fundaciones de utilidad pública) y todos los gastos de gestión, en particular después de la deducción de la masa salarial de todas las personas en la universidad o en el exterior, que perfeccionaron y llevaron a cabo la estrategia de inversión del patrimonio. Entonces se trata verdaderamente del rendimiento puro del capital, en el sentido en que lo definimos en este libro, es decir, lo que produce un capital por el simple hecho de su posesión, excluido todo trabajo.

CUADRO XII.2. El rendimiento de los fondos patrimoniales de las universidades estadunidenses, 1980-2010

Nota: de 1980 a 2010, las universidades estadunidenses obtuvieron un rendimiento real promedio de 8.2% sobre su dotación de capital, y un rendimiento más elevado para los fondos cuya dotación inicial era más grande. Los rendimientos indicados son netos de todos los gastos de administración y de la inflación (2.4% anual de 1980 a 2010).

FUENTES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

La segunda conclusión que se pone claramente de manifiesto al leer el cuadro XII.2 es que el rendimiento obtenido aumenta intensamente conforme aumenta la cuantía de la dotación. Para casi 500 de las 850 universidades cuya dotación es inferior a 100 millones de dólares, el rendimiento fue de 6.2% anual en el periodo 1980-2010 (y de 5.1% en el periodo 1990-2010), lo que ya es bastante ventajoso y sensiblemente más elevado que el rendimiento promedio obtenido por el conjunto de los patrimonios privados a lo largo de ese periodo[26]. El rendimiento aumenta de forma regular a medida que se asciende en los niveles de las dotaciones: para las 60 universidades que tienen más de 1000 millones de dólares de dotación, el rendimiento alcanzaba el 8.8% anual en promedio en el periodo 1980-2010 (7,8% para el periodo de 1990-2010). Si se considera a las tres punteras (Harvard, Yale y Princeton), que no han cambiado entre 1980 y 2010, el rendimiento alcanzaba 10.2% en 1980-2010 (10.0% en 1990-2010), es decir, dos veces más que las universidades menos dotadas[27].

Si se examinan las estrategias de inversión de las diferentes universidades, en todos los niveles de dotaciones se advierten carteras muy bien diversificadas, con una clara preferencia por las acciones estadunidenses y extranjeras y las obligaciones del sector privado (las obligaciones del sector público, en particular las emitidas por el Estado estadunidense, que son poco remuneradoras, siempre representan menos de 10% de las carteras y están casi totalmente ausentes de las dotaciones más grandes). A medida que se asciende en la jerarquía de las dotaciones, se observa sobre todo un fuerte aumento de las «estrategias alternativas», es decir, inversiones con muy alto rendimiento como las acciones no cotizadas (private equity) y, en particular, acciones no cotizadas extranjeras (que requieren una enorme experiencia); fondos especulativos (hedge funds), productos derivados e inversiones inmobiliarias y en materias primas: energía, recursos naturales, diversos productos derivados en torno a las materias primas (de nuevo se trata de inversiones que exigen una experiencia muy específica y que son potencialmente muy rentables)[28]. Si se examina la importancia adquirida por el conjunto de esas «inversiones alternativas», cuyo único punto en común es salir del marco de las inversiones financieras clásicas (acciones, obligaciones) accesibles a cualquier persona, se advierte que representan apenas más de 10% de las carteras de los fondos inferiores a 50 millones de euros, luego alcanzan rápidamente 25% en los fondos entre 50 y 100 millones de euros, 35% en aquellos de entre 100 y 500 millones de euros, 45% para los de entre 500 millones y 1000 millones, para culminar en más de 60% de las carteras de los fondos superiores a 1000 millones de euros. Los datos disponibles, que tienen el mérito de ser públicos y estar muy detallados, permiten comprobar sin ninguna ambigüedad que estas inversiones alternativas permiten a los fondos patrimoniales muy grandes obtener rendimientos reales que rayan el 10% anual, cuando las más pequeñas deben contentarse con el 5%.

Es interesante advertir que la volatilidad en los rendimientos de un año a otro no parece ser significativamente mayor para los fondos patrimoniales más grandes: el rendimiento obtenido por Harvard o Yale varía en torno a su promedio, pero no desmedidamente más que el de los fondos más pequeños. Si se hacen promedios de varios años, el de los primeros es sistemáticamente más elevado que el de los segundos, con una diferencia más o menos constante en el tiempo. Dicho de otro modo, el rendimiento más alto obtenido por los fondos más grandes no se debe principalmente a una mayor toma de riesgos, sino más bien a una estrategia de inversión más sofisticada, que permite acceder a carteras estructural y permanentemente más rentables[29].

CAPITAL Y ECONOMÍAS DE ESCALA

La principal explicación de estos hechos parece resultar de las economías de escala y de los efectos de cuantía vinculados con los gastos de gestión de las carteras. En concreto, Harvard gasta en la actualidad casi 100 millones de dólares anuales en management costs [costos de administración] para administrar su fondo patrimonial. Esto representa una remuneración sustancial al nutrido equipo de hiperespecializados administradores de cartera, capaz de descubrir las mejores oportunidades de inversiones alternativas en todo el mundo. Sin embargo, en la escala del patrimonio de Harvard (en torno a 30 000 millones de dólares), eso representa gastos de gestión de apenas más de 0.3% anual. Si eso permite obtener un rendimiento anual de 10% en lugar de 5%, se trata claramente de un muy buen negocio. En cambio, para una universidad cuya dotación fuera de sólo 1000 millones de dólares (lo que ya es una buena dotación), sería imposible pagar 100 millones de dólares a un equipo de administradores: eso representaría 10% en gastos anuales de gestión. En la práctica, las universidades limitan sus gastos de administración a menos de 1% y muy a menudo a menos de 0.5% anual: para administrar 1000 millones de dotación, se gastarán entonces sólo cinco millones de dólares, lo que no permite pagar al mismo equipo de especialistas en las inversiones alternativas que con 100 millones. En cuanto al North Iowa Community College y su dotación de 11.5 millones de dólares, aun dedicando 1% anual para gastos de administración (115 000 dólares), tendrá que contentarse con un administrador financiero de medio tiempo, o quizá de un cuarto de tiempo, si tenemos en cuenta los precios actuales del mercado. De todas maneras, esto es mejor que para el estadunidense medio, quien con una fortuna de apenas 100 000 dólares será su propio administrador y sin duda tendrá que conformarse con los consejos de su cuñado. Desde luego, los intermediarios financieros y los administradores de patrimonio no siempre son infalibles (es lo menos que se puede decir); pero en la medida en que, en promedio, permiten identificar las inversiones más rentables, éste es el mecanismo central que explica por qué los fondos patrimoniales más importantes obtienen rendimientos más altos.

Estos resultados son sorprendentes, pues ilustran de manera particularmente clara y concreta los mecanismos que pueden llevar a una enorme desigualdad en el rendimiento del capital en función de la cuantía del capital inicial. En particular, es importante darse cuenta de que estos rendimientos explican mayormente la prosperidad de las más grandes universidades estadunidenses y no las donaciones de los antiguos alumnos, que son sumas mucho más reducidas, una quinta o una décima parte del rendimiento anual obtenido por la dotación[30].

No obstante, estos resultados deben ser interpretados con precaución. En particular, sería excesivo pretender que se los puede aplicar para predecir mecánicamente la evolución de la desigualdad mundial de las fortunas individuales en las décadas venideras. Primero, esos muy altos rendimientos observados en los periodos de 1980-2010 y 1990-2010 reflejan, en parte, el fenómeno de recuperación a largo plazo del precio de los activos inmobiliarios y bursátiles a nivel mundial analizado en la segunda parte de este libro, que muy bien podría no prolongarse (en cuyo caso todos los rendimientos a largo plazo antes mencionados deberían sin duda reducirse ligeramente para las futuras décadas)[31]. Segundo, es posible que las economías de escala no operen masivamente más que para carteras muy importantes, siendo menos influyentes para fortunas más «modestas» (del tipo de 10 o 50 millones de euros), fortunas que, como vimos, en resumidas cuentas pesan mucho más en términos de cantidad global a nivel mundial que los multimillonarios de la clasificación de Forbes. Por último, hay que subrayar que, incluso cuando se dedujeron todos los gastos de gestión, esos rendimientos reflejan, en cambio, la capacidad de la institución de seleccionar a los buenos administradores. Ahora bien, una familia no es una institución: siempre llega el momento en que un hijo pródigo dilapida la herencia, lo que el Consejo de Administración de Harvard no está dispuesto a hacer, simplemente porque muchas personas reaccionarían y se organizarían para despedir a los culpables de los problemas. Son esos «choques» en las trayectorias familiares los que permiten —en principio— evitar un incremento indefinido de las desigualdades a nivel individual y converger hacia una distribución de equilibrio del patrimonio.

Ahora bien, estos argumentos son sólo parcialmente tranquilizadores. Sería de todas maneras un poco imprudente depender únicamente de esa fuerza eterna (la degeneración de las familias), pero incierta, para limitar el incremento futuro de los multimillonarios. Ya señalamos que basta una diferencia r − g de amplitud moderada para que la distribución de equilibrio sea muy desigualitaria. No es necesario para ello que el rendimiento alcance 10% anual para todas las grandes fortunas: bastaría una diferencia más reducida para provocar un choque desigualitario mayor.

También hay que añadir que las familias ricas inventan incesantemente fórmulas jurídicas, cada vez más sofisticadas, para restringir el acceso a su patrimonio —fondos fiduciarios (trust funds), fundaciones—, a menudo por razones fiscales pero, en ocasiones, también para limitar la capacidad de las generaciones futuras de hacer cualquier cosa con los activos en cuestión. Dicho de otro modo, la frontera entre individuos falibles y fundaciones eternas no es tan impermeable como podría creerse. Esas restricciones a los derechos de las generaciones futuras fueron, en principio, muy limitadas por la abolición de los entails, hace más de dos siglos (véase el capítulo X); pero, en la práctica, a veces esas reglas pueden ser esquivadas cuando las necesidades lo exigen. En particular, a menudo es difícil diferenciar entre las fundaciones de uso puramente privado y familiar y las de uso verdaderamente caritativo. De hecho, las familias implicadas utilizan esas estructuras con esa doble función y suelen prestar atención a la conservación del control de las fundaciones en las que invierten sus activos, incluso cuando esas estructuras se presentan como esencialmente caritativas[32]. Suele no ser simple conocer los derechos precisos de los hijos y de los allegados en esos complejos montajes, pues los detalles importantes se indican a menudo en estatutos que no son públicos, sin contar con que un fondo fiduciario con una vocación más claramente familiar y hereditaria a veces coexiste con una fundación con vocación caritativa[33]. También es interesante señalar que las donaciones declaradas al fisco siempre disminuyen brutalmente cuando se endurecen las condiciones de control (por ejemplo, cuando se exige al donador que presente recibos más precisos, o bien que las fundaciones involucradas presenten cuentas más detalladas que antes para comprobar el respeto de su objetivo oficial y que el uso privado de éstas no es excesivo), lo que confirma la idea de que hay cierta permeabilidad entre los usos privados y públicos de esas estructuras[34]. Por último, es muy difícil decir con precisión qué fracción de las fundaciones cumple con objetivos a los que verdaderamente se puede calificar de interés general[35].

¿Q EFECTO TIENE LA INFLACIÓN EN LA DESIGUALDAD DE LOS RENDIMIENTOS DEL CAPITAL?

Los resultados obtenidos acerca del rendimiento de los fondos patrimoniales universitarios nos llevan también a precisar nuestras reflexiones sobre la noción de rendimiento puro del capital y sobre los efectos desigualitarios de la inflación. Como vimos en el capítulo I, la tasa de inflación parece haberse estabilizado en torno a una nueva norma de aproximadamente 2% anual en los países ricos desde 1980-1990, lo que es al mismo tiempo muy inferior a los picos inflacionistas observados durante el siglo XX y claramente más elevado que la inflación nula o casi nula, que era la norma en el siglo XIX y hasta 1914. En los países emergentes, hoy en día la inflación es mayor que en los países ricos (a menudo supera el 5%). La pregunta es la siguiente: ¿cuál es la consecuencia de tener una inflación de 2% —o de 5%—, más que de 0%, sobre el rendimiento del capital?

A veces imaginamos, erróneamente, que la inflación reduce el rendimiento promedio del capital. Es falso, pues en promedio el precio del capital (es decir, el precio de los activos inmobiliarios y financieros) tiende a aumentar tan rápido como los precios al consumidor. Consideremos un país en el que el acervo de capital representa seis años del ingreso nacional (β = 6) y en el que la participación del capital en el ingreso nacional es de 30% (α = 30%), lo que corresponde a un rendimiento promedio de 5% (r = 5%). Imaginemos que ese país pasa de una inflación de 0% a una de 2% anual. ¿Pensamos realmente que el rendimiento promedio del capital pasará de 5% a 3%? Desde luego que no. En una primera aproximación, si los precios al consumidor aumentan en un 2% anual, es probable que los precios de los activos se incrementen también en promedio en un 2% anual. Por consiguiente, en promedio no habrá ni minusvalía ni plusvalía y el rendimiento del capital seguirá siendo de 5% anual. En cambio, es muy posible que la inflación modifique la distribución de ese rendimiento promedio entre los individuos del país. El problema es que, en la práctica, las redistribuciones inducidas siempre son complejas, multidimensionales y, en gran medida, imprevisibles e incontrolables.

A veces se cree que la inflación es enemiga del rentista, lo que posiblemente explique parcialmente la afición de las civilizaciones modernas por la inflación. En parte es cierto, en el sentido en que la inflación obliga a prestar un mínimo de atención a su capital. En presencia de la inflación, quien se contenta con sentarse sobre un montón de billetes ve cómo se derrite ante sus ojos y acaba arruinado, sin que siquiera sea necesario cobrarle impuestos. En este sentido, la inflación es, en efecto, un impuesto sobre la riqueza ociosa o, más precisamente, sobre la riqueza no invertida en nada. Sin embargo, como ya señalamos ampliamente en este libro, basta invertir el patrimonio en activos reales, especialmente en activos inmobiliarios o bursátiles, que representan cantidades mucho más importantes que los billetes[36], para evitar por completo ese impuesto inflacionista. Los resultados que acabamos de presentar sobre los rendimientos de las dotaciones universitarias lo confirman de una manera muy clara. Con toda evidencia, el hecho de que la inflación sea de 2% en lugar de 0% de ningún modo impide que las fortunas más importantes obtengan rendimientos reales muy elevados.

Hasta se puede pensar que la inflación tiende más bien a mejorar la posición relativa de las fortunas más grandes respecto de las más bajas, en el sentido en que refuerza la importancia de los administradores de fortunas y de los intermediarios financieros. Cuando se poseen 10 o 50 millones de euros, tal vez no es posible contratar a los mismos administradores de fortunas que Harvard, aunque se disponga de los medios suficientes para remunerar a consejeros financieros y gozar de los servicios bancarios que permiten evitar la inflación. Cuando se poseen 10 000 o 50 000 euros, las elecciones de cartera que puede proponer el banquero son mucho más limitadas: las interacciones suelen ser más bien breves, y a menudo se invierte la mayor parte de esos recursos en cuentas de cheques, poco o nada remuneradas, y en cuentas de ahorro, que producen apenas más que la inflación. Hay que añadir que ciertos activos conllevan efectos de escala importantes y que de hecho son inaccesibles para los pequeños patrimonios; conviene darse cuenta de que esta desigualdad de acceso a las inversiones más remuneradoras es una realidad que atañe al conjunto de la población (y que, por consiguiente, va mucho más allá del caso extremo de las «inversiones alternativas» tan apreciadas por las enormes fortunas o de los fondos patrimoniales). Por ejemplo, para ciertos productos financieros propuestos por los bancos existen «boletos de entrada» relativamente altos (a veces de varios cientos de miles de euros), de tal manera que muchas veces los pequeños ahorradores deben contentarse con productos menos interesantes (lo que infla en la misma medida los márgenes disponibles para las inversiones más importantes y, desde luego, para remunerar al propio banco).

Estos efectos de cuantía atañen también, y sobre todo, al sector inmobiliario. En la práctica, se trata del caso más relevante y evidente para la inmensa mayoría de la población. La manera más simple de invertir el dinero, para todo el mundo, es ser dueño de la propia vivienda. Eso permite protegerse de la inflación (el valor del bien suele aumentar por lo menos tan rápido como los precios al consumidor), evitando tener que pagar una renta, lo que corresponde a un rendimiento real del orden de 3-4% anual. Sin embargo, cuando se dispone de 10 000 o 50 000 euros, no basta con decidir ser dueño de la vivienda: hay que tener la posibilidad real de hacerlo. Ahora bien, sin una aportación inicial considerable, o si se tiene un empleo demasiado precario, a menudo es difícil obtener un préstamo suficiente. Y aun si se dispusiera de 100 000 o 200 000 euros, y se tuviera el mal gusto de ejercer la actividad profesional en una gran ciudad y de tener un salario que no forme parte del 2-3% más alto de la jerarquía salarial, puede ser difícil llegar a poseer un departamento, aun si se aceptara endeudarse por un periodo largo y a tasas con frecuencia elevadas. La consecuencia es que quienes arrancan con un pequeño patrimonio inicial muy a menudo seguirán siendo arrendatarios: por ello pagarán una renta elevada (con un rendimiento elevado para el dueño) durante muchos años, a veces toda la vida, al tiempo que sus ahorros invertidos en el banco estarán apenas protegidos de la inflación.

De forma inversa, quienes arrancan con un patrimonio más importante, gracias a una herencia o una donación, o bien disponen de un salario bastante alto —o ambas cosas a la vez—, pronto podrán ser dueños de su vivienda, lo que les permitirá obtener un rendimiento real de por lo menos 3-4% anual sobre su ahorro, generando un mayor ahorro al no tener que pagar una renta. Desde luego, esta desigualdad en el acceso a la propiedad inmobiliaria debida a los efectos de cuantía de la riqueza inicial siempre ha existido[37]. Además, en principio puede evitarse, por ejemplo, adquiriendo un departamento más pequeño que el que se necesita para vivir (para rentarlo), o bien invirtiendo el dinero; pero, en cierta manera, la inflación moderna agravó esta desigualdad: en el siglo XIX, en la época de la inflación cero, con un pequeño ahorro era relativamente fácil obtener un rendimiento real de 3 o 4%, por ejemplo, adquiriendo títulos de deuda pública; en la actualidad, semejante rendimiento es a menudo inaccesible para los ahorradores más pequeños.

En resumen: el principal efecto de la inflación no es reducir el rendimiento promedio del capital, sino redistribuirlo. Y aun si los efectos de la inflación son complejos y multidimensionales, todo parece indicar que la redistribución inducida se hace más bien en perjuicio de los patrimonios más bajos y en beneficio de los más altos, por consiguiente, en sentido inverso al que suele desearse. Desde luego, se puede pensar que la inflación también tiene como efecto reducir ligeramente el rendimiento puro promedio del capital, en el sentido en que obliga a cada uno a prestar más atención a la inversión de sus haberes. Ese cambio histórico es comparable con el incremento a muy largo plazo de la tasa de depreciación del capital, que obliga a decisiones más frecuentes de inversión y de sustitución de unos activos por otros[38]. En ambos casos hay pues que trabajar un poco más hoy que antaño para obtener un rendimiento determinado: el capital se volvió más «dinámico». Sin embargo, se trata de una manera relativamente indirecta y bastante poco eficaz de combatir la renta: todo parece indicar que la ligera baja en el rendimiento puro promedio del capital, inducida de esta manera, es mucho menos importante que el incremento de la desigualdad en el rendimiento y, en particular, casi no amenaza a las mayores fortunas. La inflación no termina con la renta: por el contrario, contribuye indudablemente a reforzar la desigualdad en la distribución del capital.

Entendámoslo bien: no se trata de proponer aquí y ahora el regreso del patrón oro o de la inflación cero. En ciertas condiciones, la inflación puede tener virtudes, aunque sean más limitadas de lo que a veces se cree. Volveremos a ello cuando abordemos el papel de los bancos centrales y la creación de dinero, sobre todo en situaciones de pánico financiero y de crisis de la deuda pública. Pueden existir, por otra parte, alternativas a la inflación cero y los bonos del Estado decimonónicos para que los más pobres accedan a un ahorro remunerador. Sin embargo, es importante darse cuenta, desde ahora, de que la inflación es una herramienta sumamente burda, incluso contraproducente, si el objetivo deseado es evitar el regreso a una sociedad de rentistas y, de modo más general, reducir las desigualdades patrimoniales. El impuesto progresivo sobre el capital es una institución mucho más apropiada, tanto por razones de transparencia democrática como de eficacia real.

EL RENDIMIENTO DE LOS FONDOS SOBERANOS: CAPITAL Y POLÍTICA

Ahora examinemos el caso de los fondos soberanos, que se desarrollaron mucho estas últimas décadas, sobre todo entre los países petroleros. Los datos disponibles públicamente acerca de las estrategias de inversión y de los rendimientos obtenidos son, por desgracia, mucho menos detallados y sistemáticos que los referidos a los fondos patrimoniales universitarios. Esto es aún más lamentable en la medida en que los recursos financieros en juego son mucho más importantes. El fondo noruego, que valía por sí solo más de 700 000 millones de euros en 2013 (es decir, dos veces más que todas las universidades estadunidenses en su conjunto), es el que publica los informes financieros más detallados. Su estrategia de inversión, por lo menos en sus inicios, es aparentemente más clásica que la de los fondos patrimoniales universitarios, sin duda debido en parte a que se hace bajo el escrutinio de la población (que aceptaría, probablemente con menor entusiasmo que el Consejo de Harvard, realizar inversiones masivas en hedge funds y en acciones no cotizadas), y al parecer los rendimientos obtenidos son claramente menos buenos[39]. Los responsables del fondo obtuvieron recientemente la autorización de lanzarse de manera más importante en las inversiones alternativas (en particular en el sector inmobiliario internacional) y es posible que esos rendimientos aumenten en el futuro. Se advertirá también que los gastos de administración del fondo son inferiores al 0.1% de la dotación (frente al 0.3% para Harvard); si tenemos en cuenta el hecho de que el fondo es 20 veces más grande, esa situación permite, en cambio, planear mejor la estrategia de inversión. Nos enteramos asimismo de que en el conjunto del periodo 1970-2010 alrededor de 60% del dinero del petróleo se invirtió en el fondo y 40% se consumió anualmente en gasto público. Las autoridades noruegas no dicen con precisión cuál es el objetivo a largo plazo del incremento de la capacidad del fondo ni a partir de qué fecha el país podrá empezar a consumir los rendimientos obtenidos, o por lo menos parte de ellos. Sin duda no lo saben: todo depende de la evolución de las reservas petroleras, del precio del barril de petróleo y del rendimiento obtenido en las próximas décadas.

Si se examinan otros fondos soberanos, en particular los de Oriente Medio, por desgracia se observa una opacidad mucho mayor; los informes financieros son muy a menudo bastante escuetos. Suele ser imposible conocer con precisión la estrategia de inversión; los rendimientos obtenidos se mencionan de una manera evasiva y a veces poco coherente de un año al otro. Los últimos informes publicados por la Abu Dabi Investment Authority, administradora del mayor fondo soberano mundial (aproximadamente equivalente al de Noruega), indican un rendimiento real promedio superior a 7% anual en el periodo 1990-2010 y superior a 8% en 1980-2010. Tomando en cuenta los rendimientos observados en los fondos patrimoniales universitarios, esto parece muy posible, pero, a falta de informaciones anuales detalladas, es muy difícil profundizar más.

Es de interés señalar que al parecer existen estrategias de inversión muy diferentes según los fondos y que además van a la par con estrategias de comunicación muy distintas, respecto de su población, y también diversas estrategias políticas en la escena internacional. Cuando Abu Dabi anuncia a bombo y platillo un rendimiento elevado, sorprende comprobar hasta qué punto el fondo de Arabia Saudí, situado inmediatamente después del de Abu Dabi y Noruega en la jerarquía de los fondos petroleros, pero delante del de Kuwait, Qatar y Rusia, elige por el contrario mantenerse en un segundo plano. Es evidente que los pequeños países petroleros del Golfo Pérsico, que tienen una población local limitada, se dirigen ante todo a la comunidad financiera internacional. Los informes saudíes son más sobrios e integran la presentación de su fondo en documentos con un enfoque más general, indicando la evolución de las cuentas nacionales y del presupuesto público. Se dirigen ante todo a la población del reino, de casi 20 millones de habitantes a principios de la década de 2010, lo que sigue siendo poco en comparación con los grandes países de la región (80 millones en Irán, 85 millones en Egipto, 35 millones en Irak), pero que es incomparablemente más alto que la población de los microestados del Golfo Pérsico[40]. Además de esta postura diferente, parecería que los recursos saudíes se invirtieran también de un modo mucho menos agresivo. Según los documentos oficiales, el rendimiento promedio obtenido por las reservas de Arabia Saudí no rebasaría el 2-3%, y esto se explicaría sobre todo por el hecho de que una enorme parte de esas reservas estaría invertida en títulos de deuda pública estadunidense. Los informes financieros saudíes distan de proporcionar toda la información necesaria para conocer la evolución detallada de su cartera, pero los elementos disponibles son globalmente más abundantes que los presentados por los microestados, y en este aspecto específico parecen ser correctos.

¿Por qué elegiría Arabia Saudí invertir sus reservas en bonos del tesoro estadunidense, cuando le es posible obtener rendimientos aún mejores en otra parte? La pregunta merece hacerse aún más ahora, en la medida en que los fondos de las universidades estadunidenses, desde hace décadas, ya no invierten en títulos públicos en su propio país, buscando el rendimiento donde se encuentre en el ancho mundo: fondos especulativos, acciones no cotizadas o productos derivados de materias primas. Desde luego, los títulos del gobierno estadunidense ofrecen una garantía de estabilidad envidiable en un mundo inestable y es posible que a la opinión saudí le gusten poco las inversiones alternativas. Sin embargo, no se puede ignorar la dimensión política y militar de semejante elección: incluso cuando no se diga explícitamente, para Arabia Saudí no es ilógico prestar a una tasa baja al país que la protege militarmente. Hasta donde sé, nadie ha intentado calcular con precisión la rentabilidad de semejante inversión, pero parece evidente que la tasa de rendimiento es sin duda bastante alta. Si los Estados Unidos, apoyados por los demás países occidentales, no hubieran sacado al ejército iraquí de Kuwait en 1991, es probable que después Irak hubiera amenazado los yacimientos saudíes, sin poder excluirse que otros países de la región, como Irán, habrían entrado en ese juego militar regional de redistribución de la renta petrolera. La dinámica de la distribución mundial del capital es un proceso tanto económico como político y militar. Sucedía lo mismo en la época colonial, cuando las potencias de la época —Reino Unido y Francia a la cabeza— estaban dispuestas a desplegar sus armas para proteger sus inversiones. Es evidente que sucederá lo mismo en el siglo XXI, en configuraciones geopolíticas diferentes y difíciles de prever.

¿VAN A ADUEÑARSE DEL MUNDO LOS FONDOS PETROLEROS?

¿Hasta dónde pueden aumentar los fondos soberanos en las próximas décadas? Según las estimaciones disponibles, notoriamente imperfectas, la totalidad de las inversiones de los fondos soberanos representaría en 2013 un poco más de 5.3 billones de dólares, de los cuales en torno a 3.2 billones pertenecen a los fondos de los países petroleros (añadiendo a los principales fondos antes mencionados un gran número de fondos menos importantes: Dubái, Libia, Kazajistán, Argelia, Irán, Azerbaiyán, Brunéi, Omán, etc.), y alrededor de 2.1 billones corresponden a los fondos de los países no petroleros (sobre todo de China, Hong Kong y Singapur, así como a fondos más pequeños de numerosos países)[41]. Para recordar los órdenes de magnitud, se puede señalar que se trata casi exactamente de la misma cantidad que la fortuna total de los multimillonarios catalogados por Forbes (aproximadamente 5.4 billones de dólares en 2013). Dicho de otro modo, en el mundo actual, los multimillonarios poseen aproximadamente 1.5% del total de las fortunas privadas en el mundo y los fondos soberanos el equivalente a 1.5% de la riqueza privada mundial. Podemos tranquilizarnos señalando que, a pesar de ello, un 97% del capital mundial es aún para el resto del planeta[42]. También se pueden aplicar a los fondos soberanos las mismas proyecciones que a los multimillonarios y concluir que no adquirirán una importancia decisiva —más de 10-20% del capital mundial— antes de la segunda mitad del siglo XXI y que, por consiguiente, estamos bastante lejos de tener que pagar nuestra renta mensual al emir de Qatar (o al contribuyente noruego). En parte es cierto, pero tampoco sería correcto ignorar la cuestión. En primer lugar, no está prohibido preocuparse por la renta que pagarán nuestros hijos y nietos, y no es necesario esperar a que esta tendencia se extienda para que nos preocupe. En segundo lugar, una buena parte del capital mundial adquiere formas poco líquidas (sobre todo en forma de capital inmobiliario y empresarial no intercambiable en los mercados financieros), de tal manera que la participación de los fondos soberanos —y en menor medida la de los multimillonarios— en los activos financieros inmediatamente utilizables es en realidad muy alta (por ejemplo, para adquirir una empresa en quiebra, comprar un club de futbol o invertir en un barrio en dificultades y así suplir las carencias de un Estado con escasez de recursos)[43]. De hecho, la cuestión de esas inversiones procedentes de los países petroleros está cada vez más presente en los países ricos, principalmente en Francia, país que, como ya señalamos en la primera parte del libro, es sin duda el peor preparado psicológicamente para ese gran regreso del capital.

Por último, pero no menos importante, la diferencia esencial respecto de los multimillonarios es que los fondos soberanos —por lo menos los de los países petroleros— aumentarán no sólo debido a la recapitalización de su rendimiento, sino también por los ingresos petroleros que incrementarán esos fondos en las décadas venideras. Ahora bien, aun cuando existieran muchas incertidumbres a ese respecto —tanto en lo que se refiere al tamaño de las reservas como a la evolución de la demanda y del precio del petróleo—, todo parece indicar que este efecto puede predominar sobre el del rendimiento. La renta anual resultante de la explotación de los recursos naturales, definida como la diferencia entre los ingresos y los costos de producción, representa desde mediados de la primera década del siglo XXI un 5% del PIB mundial (del cual una mitad corresponde a la renta petrolera propiamente dicha y la otra mitad a la de los demás recursos naturales: sobre todo gas, carbón, minerales, madera), frente a aproximadamente 2% en los años noventa y menos de 1% a principios de los años setenta[44]. Conforme a algunas proyecciones, el precio del petróleo, en la actualidad de alrededor de 100 dólares por barril (frente a 25 dólares a principios de la década iniciada en el año 2000), podría establecerse a largo plazo en torno a los 200 dólares a partir de 2020-2030. Si un porcentaje lo bastante importante de la renta correspondiente se invierte cada año en los fondos soberanos (un porcentaje que, sin embargo, debería aumentar sensiblemente respecto de los ritmos actuales), entonces es posible describir sin dificultad un escenario en el que los activos de los fondos soberanos rebasarían por 10-20% del total de los patrimonios mundiales de aquí a 2030-2040. Ninguna ley económica impide semejante trayectoria: todo depende de las condiciones de la oferta y la demanda, del descubrimiento o no de nuevos yacimientos o fuentes de energía, y de la velocidad con la que unos y otros se acostumbren a vivir sin petróleo. En todo caso, es casi inevitable que los fondos petroleros mantengan su incremento actual y que su participación en los activos mundiales sea, de aquí a 2030-2040, por lo menos dos a tres veces más elevada de lo que lo es en la actualidad, lo que ya representaría un aumento considerable.

Si esto ocurriera, es probable que los países occidentales soporten cada vez peor la idea de ser poseídos en un porcentaje importante por los fondos petroleros, desencadenando a mayor o menor plazo reacciones políticas de diversa naturaleza, por ejemplo, en forma de restricciones en cuanto a las posibilidades de adquisición y posesión de activos inmobiliarios, industriales y financieros nacionales para los fondos soberanos, incluso en forma de expropiaciones parciales o totales. Se trata de una reacción que no es ni particularmente brillante desde el punto de vista político ni muy eficaz en términos económicos, pero que tiene el mérito de estar al alcance de un gobierno nacional, incluso en un país pequeño. Además, se puede advertir que los propios países petroleros ya empezaron a limitar sus inversiones extranjeras y se han puesto a invertir masivamente en su propio territorio, edificando en él museos, hoteles, universidades, hasta estaciones de esquí, a veces de un modo totalmente desmedido desde el estricto punto de vista de la racionalidad económica y financiera. Todo ello puede interpretarse como una toma de conciencia precoz del hecho de que es más difícil ser expropiado en su propia casa que en el extranjero. En cambio, nada garantiza que este proceso siempre se haga de manera pacífica: nadie conoce la posición exacta de la frontera psicológica y política que no se debe cruzar en materia de posesión de un país por otro.

¿CHINA VA A POSEER EL MUNDO?

El caso de los fondos soberanos de los países no petroleros se plantea de manera un poco diferente. ¿Por qué un país sin recursos naturales particulares decidiría poseer a otro país? Desde luego, se puede pensar en una ambición neocolonial, una simple voluntad de poder, como en la época del colonialismo europeo. Sin embargo, la diferencia es que los países europeos disponían entonces de un adelanto tecnológico que les permitía asentar su dominio. Desde luego, China y los demás países emergentes no petroleros han iniciado un proceso de desarrollo sumamente rápido, pero todo indica que se detendrá cuando concluya la convergencia de la productividad y el nivel de vida. La difusión de los conocimientos y de las técnicas de producción es un proceso fundamentalmente igualador: cuando el menos adelantado ha alcanzado al más adelantado, el primero deja de crecer más rápido.

En el escenario central de la evolución de la relación capital/ingreso a nivel mundial presentada en el capítulo V, supusimos que las tasas de ahorro de los diferentes países se estabilizarían en torno a 10% del ingreso nacional a medida que este proceso de convergencia internacional llegaba a su término. En este caso, la acumulación del capital adquirirá proporciones comparables en todos los países. Desde luego, se acumulará un porcentaje importante del acervo de capital mundial en los países asiáticos, principalmente en China, en relación con su participación futura en la producción mundial. Sin embargo, la relación capital/ingreso, conforme a este escenario central, debería adquirir valores similares en los diferentes continentes, sin por ello alcanzar un desequilibrio importante entre el ahorro y la inversión en las diferentes zonas. La única excepción le corresponde a África: en el escenario central mostrado en las gráficas XII.4 y XII.5, la relación capital/ingreso debería situarse en un nivel sensiblemente más bajo en el continente africano que en los demás continentes a lo largo de todo el siglo XXI (sobre todo debido a una convergencia económica mucho más lenta y a una transición demográfica también rezagada)[45]. En un régimen de libre circulación de los capitales, esto lógicamente debería llevar a reforzar los flujos de inversiones procedentes de los demás continentes, sobre todo de Asia y en especial de China. Por las razones ya mencionadas, esto podría provocar tensiones importantes, en parte ya perceptibles.

Desde luego, se pueden concebir escenarios mucho más desequilibrados que el central. Sin embargo, es importante insistir en el hecho de que las fuerzas de divergencia son mucho menos evidentes que en el caso de los fondos petroleros, que descansan en una riqueza totalmente desproporcionada en relación con las necesidades de las poblaciones que la poseen (sobre todo porque las poblaciones implicadas a veces son numéricamente insignificantes). Esto lleva a una lógica de acumulación sin fin, que la desigualdad r > g puede transformar en una divergencia permanente de la distribución del capital a nivel mundial. Para resumir: en efecto, la renta petrolera puede permitir, en cierta medida, adquirir el resto del planeta y vivir después de las rentas del capital correspondiente[46].

GRÁFICA XII.4. La relación capital/ingreso en el mundo, 1870-2100

Según las simulaciones del escenario central, la relación capital/ingreso a nivel mundial podría acercarse a 700% desde la actualidad hasta finales del siglo XXI.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

GRÁFICA XII.5. La distribución del capital mundial, 1870-2100

Según el escenario central, los países asiáticos deberían poseer alrededor de la mitad del capital mundial en el siglo XXI.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

En el caso de China, la India y los demás países emergentes, las cosas son muy diferentes: esos países tienen poblaciones considerables cuyas necesidades distan de estar satisfechas, en términos tanto de consumo como de inversión. Desde luego, se pueden imaginar escenarios en los que la tasa de ahorro china se situaría de manera permanente en un nivel más elevado que las tasas europeas o estadunidenses, por ejemplo, porque China elegiría un sistema de jubilación totalmente basado en la capitalización y no en uno de reparto, elección que puede ser bastante tentadora en un régimen de bajo crecimiento (y más aún, de crecimiento demográfico negativo)[47]. Otro ejemplo: si China ahorra 20% de su ingreso nacional hasta 2100, mientras Europa y los Estados Unidos guardan el 10%, los gigantescos fondos de pensión chinos poseerán de aquí a fines del siglo buena parte del Viejo Continente y del Nuevo Mundo[48]. Lógicamente eso es posible, pero bastante poco probable: por una parte, porque los asalariados chinos y el conjunto de la sociedad china preferirán sin duda, con toda razón, apoyarse de manera importante en sistemas públicos de jubilación por reparto (como en Europa y los Estados Unidos); por la otra, por las razones políticas ya antes subrayadas para los fondos petroleros, aplicables del mismo modo en el caso de los fondos de pensión chinos.

DIVERGENCIA INTERNACIONAL, DIVERGENCIA OLIGÁRQUICA

En todo caso, esta amenaza de divergencia internacional vinculada con la posesión gradual de los países ricos por parte de China (o por los fondos petroleros) parece mucho menos creíble y peligrosa que una divergencia de tipo oligárquico, es decir, un proceso en el que los países ricos serían poseídos por sus propios multimillonarios o, de manera más general, en el que el conjunto de los países —incluso China y los países petroleros— sería propiedad de manera cada vez más masiva de los multimillonarios y demás archimillonarios del planeta. Como vimos antes, esta tendencia ya se inició. Con la baja prevista de la tasa de crecimiento mundial y la competencia cada vez más fuerte entre países para atraer los capitales, todo permite pensar que la desigualdad r > g será elevada en el siglo que se inicia. Si se añade a esto la desigualdad en el rendimiento del capital debida a la cuantía inicial, fortalecida muy posiblemente por la tendencia a la complejidad creciente de los mercados financieros, vemos que están reunidos todos los ingredientes para que la participación en la propiedad del capital del planeta, por parte del percentil y del milésimo superiores de la jerarquía mundial de las fortunas, alcance niveles desconocidos. Evidentemente es difícil decir a qué ritmo ocurrirá esta divergencia. Sin embargo, en todo caso, el riesgo de una divergencia oligárquica parece mucho más alto que el de una internacional[49].

Hay que insistir en particular en el hecho de que el miedo de una posesión por parte de China resulta en el momento actual una mera fantasía. En realidad, los países ricos son mucho más ricos de lo que a veces imaginan. La totalidad de las fortunas inmobiliarias y financieras, libres de toda deuda, propiedad de los hogares europeos representa a principios de la década iniciada en 2010 unos 70 billones de euros. En comparación, la totalidad de los activos poseídos en los diferentes fondos soberanos chinos y en las reservas del Banco de China representa en torno a 3 billones de euros, es decir, menos de una vigésima parte[50]. Los países ricos distan de ser poseídos por los países pobres; sería necesario, en primer lugar, que estos últimos se enriquecieran, lo que todavía llevará algunas décadas.

¿De dónde sale entonces ese miedo, ese sentimiento de desposesión, en parte irracional? Sin duda se explica por una tendencia universal a buscar fuera de casa a los responsables de las dificultades domésticas. Por ejemplo, en Francia, a veces imaginamos que los ricos compradores extranjeros son responsables del alza súbita de los precios en el sector inmobiliario parisino. Ahora bien, si se examina minuciosamente la evolución de las transacciones en función de la identidad de los compradores y de los tipos de departamento adquiridos, se advierte que el incremento en el número de los compradores extranjeros (o residentes en el extranjero) permite explicar sólo 3% del alza de los precios. Dicho de otro modo, los muy altos niveles de capitalización inmobiliaria observados en la actualidad en Francia se explican en un 97% por el hecho de que hay suficientes compradores franceses y residentes locales lo bastante prósperos para pagar semejantes precios[51].

Me parece que este sentimiento de desposesión se explica ante todo por el hecho de que las fortunas están muy concentradas en los países ricos (para una parte importante de la población, el capital es una abstracción), y que el proceso de secesión política de los patrimonios más importantes ya está en marcha. Para la mayoría de los habitantes de los países ricos, sobre todo en Europa y en Francia, la idea conforme a la cual los hogares europeos poseen 20 veces más capital que las reservas chinas parece relativamente abstracta, en la medida en que se trata de fortunas privadas y no de fondos soberanos utilizables de inmediato, por ejemplo, para ayudar a Grecia, como amablemente propuso China estos últimos años. Esas fortunas privadas europeas son, en cambio, una realidad, y si los gobiernos de la Unión Europea lo decidieran así, sería muy posible aplicarles un impuesto. Sin embargo, el hecho es que es muy difícil para un solo gobierno regular o gravar las fortunas y sus ingresos. Ante todo, es esta pérdida de soberanía democrática la que explica el sentimiento de desposesión que agita hoy en día a los países ricos, principalmente a los países europeos, cuyo territorio está dividido en pequeños Estados que compiten por atraer capitales, agravando así el proceso en curso. El enorme incremento de las posiciones financieras brutas entre países (cada uno es poseído cada vez más por sus vecinos), analizado en el capítulo V, contribuye también en esta evolución y en esta impotencia.

En la cuarta parte de este libro veremos en qué medida un impuesto mundial sobre el capital —o por lo menos europeo— puede constituir una herramienta apropiada para superar estas contradicciones, además de qué otras respuestas pueden dar los gobiernos que tendrán que enfrentarse a esta realidad. Precisemos de entrada que la divergencia oligárquica no sólo es más probable que la internacional, sino también mucho más difícil de combatir, pues exige un alto grado de coordinación internacional entre países que suelen estar más acostumbrados a competir. La secesión patrimonial tiende además a desvanecer la noción misma de nacionalidad, puesto que los más ricos pueden en cierta medida salir con su fortuna y cambiar de nacionalidad para borrar toda huella con la comunidad de origen. Sólo una respuesta coordinada a nivel regional, relativamente amplia, permite salvar esa dificultad.

¿SON TAN POBRES LOS PAÍSES RICOS?

También hay que subrayar que el disimulo de una parte significativa de los activos financieros mundiales en los paraísos fiscales limita ya, de manera importante, nuestra capacidad de análisis de la geografía global de las fortunas. Si nos atenemos a los datos oficiales publicados por las agencias estadísticas de los diferentes países, reunidos por las organizaciones internacionales (empezando por el Fondo Monetario Internacional), parecería que la posición patrimonial de los países ricos respecto del resto del mundo es negativa. Como vimos en la segunda parte, Japón y Alemania tienen posiciones positivas bastante importantes en relación con el resto del mundo (es decir, que poseen por medio de sus hogares, empresas y gobiernos muchos más activos en el resto del mundo de los que el resto del mundo posee en ellos), lo que refleja el hecho de que acumularon grandes excedentes comerciales a lo largo de las últimas décadas. Sin embargo, los Estados Unidos tienen una posición negativa y la mayoría de los países europeos (excepto Alemania) tienen una posición cercana a cero o negativa[52]. En resumidas cuentas, cuando se suma el conjunto de los países ricos, se llega a una posición ligeramente negativa, equivalente a aproximadamente −4% del PIB mundial a principios de la década de 2010, mientras que era cercana a cero a mediados de los años ochenta, como lo indica la gráfica XII.6[53]. Sin embargo, hay que insistir en el hecho de que se trata de una muy ligera posición negativa (representa exactamente el 1% de la riqueza mundial). En todo caso, como hemos señalado ampliamente, vivimos en un periodo histórico en el que las posiciones internacionales son relativamente equilibradas, por lo menos en comparación con el periodo colonial, en el que la posición positiva de los países ricos respecto del resto del mundo era incomparablemente mayor[54].

GRÁFICA XII.6. La posición patrimonial de los países ricos respecto del resto del mundo, 1985-2010

Los activos financieros no registrados invertidos en los paraísos fiscales son más altos que la deuda extranjera neta oficial de los países ricos.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Lo cierto es que, en principio, esta posición oficial, ligeramente negativa, debería tener como contrapartida una posición positiva equivalente para el resto del mundo. Dicho de otro modo, los países pobres tendrían que poseer más activos en los países ricos de lo que estos últimos poseen en ellos, con una diferencia a su favor del orden de 4% del PIB mundial (alrededor de 1% del patrimonio mundial). En realidad, esto no es así: si se considera el conjunto de las estadísticas financieras de los diferentes países del mundo, se llega a la conclusión de que los países pobres también tienen una posición negativa y que el conjunto del planeta tiene una posición muy claramente negativa; dicho de otro modo, el planeta Marte sería nuestro dueño. Se trata de una «anomalía estadística» relativamente antigua, pero cuya agravación ha sido comprobada por las organizaciones internacionales a lo largo de los años (la balanza de pagos suele ser negativa a nivel mundial: sale más dinero de los países del que ingresa a los demás países, lo que en principio es imposible), sin que pueda realmente ser explicada. Es necesario subrayar en particular que en principio esas estadísticas financieras y esas balanzas de pagos corresponden al conjunto de los territorios del planeta (en especial, los bancos situados en los paraísos fiscales tienen teóricamente la obligación de reportar sus cuentas a las instituciones internacionales, por lo menos de manera global), y que varios tipos de sesgos y de errores de cálculo pueden a priori explicar esa «anomalía».

Al confrontar el conjunto de las fuentes disponibles y sacar partido de datos bancarios suizos que no habían sido aprovechados hasta ahora, Gabriel Zucman pudo demostrar que la explicación más factible de esta diferencia es la existencia de una masa importante de activos financieros no registrados, propiedad de los hogares en los paraísos fiscales. Su estimación, prudente, es que ese volumen representa el equivalente de casi 10% del PIB mundial[55]. Algunas estimaciones propuestas por organizaciones no gubernamentales concluyen en cuantías aún más importantes (hasta dos o tres veces superiores). En el estado actual de las fuentes disponibles, la estimación de Zucman me parece ligeramente más realista. Sin embargo, es muy evidente que esas estimaciones son por naturaleza inciertas, y que es posible que se trate de un límite inferior[56]. En todo caso, el hecho importante es que este límite inferior ya es sumamente alto; en concreto, es más de dos veces superior a la posición negativa oficial del conjunto de los países ricos (véase la gráfica XII.6)[57]. Ahora bien, todo indica que la enorme mayoría de esos activos financieros localizados en los paraísos fiscales es propiedad de los residentes de los países ricos (por lo menos las tres cuartas partes). La conclusión es evidente: en realidad la posición patrimonial de los países ricos respecto del resto del mundo es positiva (los países ricos poseen, en promedio, una parte de los países pobres, y no a la inversa, lo que, en el fondo, no es realmente sorprendente), pero esta evidencia queda enmascarada por el hecho de que los habitantes más ricos de los países ricos disimulan una parte de sus activos en paraísos fiscales. Ese resultado implica, en particular, que la enorme alza observada de las fortunas privadas en los países ricos a lo largo de los últimos decenios —en proporción del ingreso nacional—, y que analizamos en la segunda parte de este libro, es en realidad aún un poco más importante de lo que pudimos calcular a partir de las cuentas oficiales. Sucede lo mismo con la tendencia al alza por parte de las grandes fortunas en la riqueza total[58]. Más allá de eso, esto demuestra las dificultades que plantea el registro de los activos en el capitalismo globalizado en este inicio del siglo XXI, que incluso llegan a alterar nuestra percepción de la geografía elemental de la fortuna.