XI. Mérito y herencia a largo plazo
XI. MÉRITO Y HERENCIA A LARGO PLAZO
AHORA sabemos que, en este inicio del siglo XXI, la importancia global del capital no es muy diferente de lo que era en el XVIII. Sólo cambió su forma: el capital era rural y se convirtió en inmobiliario, industrial y financiero. También sabemos que la concentración de la riqueza sigue siendo muy elevada, aunque sensiblemente menos extrema que hace un siglo y durante los siglos anteriores. La mitad más pobre aún no tiene nada, pero ahora existe una clase media patrimonial que posee entre un cuarto y un tercio de la riqueza, y el 10% de los más ricos ya sólo posee dos tercios de la riqueza, en lugar de las nueve décimas partes que poseía antes. Vimos asimismo que los movimientos comparados del rendimiento del capital y de la tasa de crecimiento, y de la diferencia r − g, permitían dar cuenta de una parte importante de esas evoluciones y, en particular, de la lógica acumulativa que explica las enormes concentraciones patrimoniales observadas en la historia.
No obstante, para comprender mejor esta lógica acumulativa, ahora debemos estudiar directamente la evolución a largo plazo de la importancia relativa de la herencia y del ahorro en la formación de los patrimonios. La cuestión es central, puesto que evidentemente, de forma abstracta, un mismo nivel de concentración patrimonial podría remitir a realidades totalmente diferentes. Es posible que el nivel global del capital haya permanecido inalterado, pero que se hubiera transformado por completo su naturaleza profunda: por ejemplo, porque habríamos pasado de un capital en gran medida heredado a uno ahorrado a lo largo de una vida a partir de los ingresos del trabajo. Una posible explicación de semejante cambio que se menciona a menudo es la mayor esperanza de vida, que habría llevado a un alza estructural de la acumulación del capital con vistas a la jubilación. Veremos que, en realidad, esta gran transformación de la naturaleza del capital fue mucho menos importante de lo que a veces imaginamos, e incluso puede considerarse inexistente en ciertos países. Es muy probable que en el siglo XXI la herencia desempeñe un papel considerable y comparable al que tuvo en el pasado.
Si somos más precisos, llegaremos a la siguiente conclusión: ya que la tasa de rendimiento del capital es fuerte y perdurablemente más elevada que la tasa de crecimiento de la economía, resulta casi inevitable que la herencia, es decir, la riqueza resultante del pasado, predomine sobre el ahorro, esto es, sobre la riqueza creada en el presente. Desde un punto de vista estrictamente lógico, podría ser diferente, aunque las fuerzas que empujan en ese sentido son muy poderosas. La desigualdad r > g significa, de cierta manera, que el pasado tiende a devorar el porvenir: las riquezas resultantes del pasado progresan mecánicamente más rápido, sin trabajar, que las producidas por el trabajo y a partir de las cuales es posible ahorrar. De forma inevitable se tiende a dar una importancia desmedida y duradera a las desigualdades que se dieron en el pasado y, por consiguiente, debidas a la herencia.
En la medida en que el siglo XXI se caracterizará por una baja del crecimiento (demográfico y económico) y por un elevado rendimiento del capital (en un contexto de competencia exacerbada entre países por atraer los capitales), o por lo menos en los países en los que se produzca semejante evolución, la herencia seguramente recobrará una importancia cercana a la que tuvo en el siglo XIX. Dicha evolución ya es claramente perceptible en Francia y en varios países europeos, en los que el crecimiento se redujo mucho estas últimas décadas. Por el momento es menos pronunciada en los Estados Unidos, esencialmente debido a un crecimiento demográfico más sostenido que en Europa. Sin embargo, si el crecimiento disminuye en todas partes en el siglo que se inicia, tal como lo sugieren las previsiones demográficas centrales de las Naciones Unidas, así como cierto número de pronósticos propiamente económicos, será muy probable que el retorno de la herencia afecte al planeta en su conjunto.
Este análisis, en cambio, no implica que la estructura de la desigualdad en el siglo XXI sea la misma que en el XIX: por un lado, porque la concentración patrimonial es menos extrema (y sin duda habrá más rentistas pequeños y medianos, y menos enormes rentistas, al menos en un futuro próximo); por otro, porque la jerarquía de los ingresos del trabajo tiende a ampliarse (el ascenso de los superejecutivos), y, en definitiva, porque las dos dimensiones mencionadas están mucho más correlacionadas que antaño. Se puede ser al mismo tiempo superejecutivo y «rentista medio» en el siglo XXI. Además, el nuevo orden meritocrático promueve esta combinación, sin duda en perjuicio del trabajador pequeño y mediano, principalmente si éste es un rentista minúsculo.
LA EVOLUCIÓN DEL FLUJO SUCESORIO A LARGO PLAZO
Retomemos el tema desde el principio. En todas las sociedades existen dos formas principales de poder vivir con holgura: por medio del trabajo o por medio de una herencia[1]. La cuestión central consiste en saber cuál de estos dos modos de enriquecimiento es el más difundido y eficaz para acceder a los diferentes deciles y percentiles superiores de la jerarquía de los ingresos y de los niveles de vida.
En el discurso que Vautrin dirigía a Rastignac, evocado en el capítulo VII, la respuesta no dejaba lugar a dudas: por medio de los estudios y del trabajo era imposible esperar llevar una vida cómoda y elegante, y la única estrategia realista era desposar a la señorita Victorine y su herencia. Uno de mis primeros objetivos en esta investigación fue el de saber en qué medida la estructura de la desigualdad en la sociedad francesa del siglo XIX se parecía al mundo descrito por Vautrin y, sobre todo, comprender por qué y cómo evoluciona ese tipo de realidad a lo largo de la historia.
Es útil empezar por examinar la evolución a largo plazo del flujo sucesorio anual (flujo al que a veces, en el siglo XIX y a principios del XX, se llamaba la «anualidad sucesoria»), es decir, el valor total de las sucesiones y donaciones transmitidas a lo largo de un año, expresado en porcentaje del ingreso nacional. De esta manera se calcula la importancia de lo que se transmite cada año (y, por tanto, la importancia de las riquezas procedentes del pasado y de las que es posible apropiarse por herencia a lo largo de un año dado), en comparación con los ingresos producidos y ganados a lo largo de ese mismo año (recordemos que los ingresos del trabajo representan alrededor de dos tercios del total de ese ingreso nacional, y que los ingresos del capital remuneran en parte la herencia misma).
Vamos a analizar el caso de Francia, que es con mucho el más conocido a largo plazo; luego veremos que esta evolución se observa —en cierta medida— en los demás países europeos, y finalmente examinaremos lo que es posible decir a nivel mundial.
La gráfica XI.1 representa la evolución del flujo sucesorio en Francia de 1820 a 2010[2]. Dos hechos sobresalen claramente: el primero consiste en que el flujo sucesorio representaba cada año el equivalente de 20-25% del ingreso nacional en el siglo XIX, con una ligera tendencia al alza a finales del siglo. Veremos que se trata de un nivel sumamente elevado para un flujo anual, correspondiente a una situación en la que la casi totalidad del acervo de riqueza procedía de la herencia. Si esta última era omnipresente en la novela del siglo XIX no sólo se debía a la imaginación de los escritores y, en particular, de Balzac, él mismo acribillado por las deudas y obligado a escribir constantemente para saldarlas. Se debía ante todo a que la herencia ocupaba en realidad un lugar central y estructural en la sociedad del siglo XIX, como flujo económico y fuerza social. Su importancia no se debilitó con el paso del tiempo; más bien al contrario: hacia 1900-1910, en la Bella Época, el peso del flujo sucesorio influía aún un poco más que en la década iniciada en 1820, la época de Vautrin, Rastignac y la pensión Vauquer (casi 25% del ingreso nacional, frente a apenas más de 20%).
Luego, el segundo hecho observable consistía en un desplome espectacular del flujo sucesorio entre 1910 y 1950, seguido por un alza regular desde 1950 hasta 2000-2010, con una aceleración a partir de los años ochenta. La amplitud de las variaciones a la baja y luego al alza, a lo largo del siglo transcurrido, era sumamente grande. El flujo anual de sucesiones y donaciones era bastante estable —en una primera aproximación y en comparación con los choques que siguieron— hasta el primer conflicto mundial, antes de dividirse súbitamente entre aproximadamente cinco o seis entre 1910 y 1950 (periodo en el que el flujo sucesorio era de apenas 4-5% del ingreso nacional); luego se multiplicó por más o menos tres o cuatro entre 1950 y 2000-2010 (periodo en el que el flujo se acercó al 15% del ingreso nacional).
Las evoluciones indicadas en la gráfica XI.1 corresponden a transformaciones profundas de la realidad —y también de su percepción— de la herencia y, en gran medida, de la estructura de la desigualdad. Como veremos, la compresión del flujo sucesorio tras los choques de 1914-1945 fue casi dos veces más grande que la caída del conjunto de los patrimonios privados. El desplome sucesorio era, por consiguiente, un fenómeno imposible de resumir en una caída patrimonial (aun cuando las dos evoluciones estaban estrechamente vinculadas). Además, la idea del final de la herencia marcó el imaginario colectivo de una manera mucho más fuerte que la idea del final del capital. En los años cincuenta y sesenta, las sucesiones y donaciones ya no representaban más que el equivalente de unos cuantos puntos del ingreso nacional anual, de tal manera que era legítimo imaginar que la herencia prácticamente había desaparecido y que el capital, además de que en su conjunto era menos importante que en el pasado, en lo sucesivo sería una sustancia que se acumularía por sí misma, gracias al ahorro y al esfuerzo. Varias generaciones crecieron con esta realidad (a veces un poco embellecida en sus percepciones), sobre todo la generación llamada del baby-boom —nacida en los años cuarenta y cincuenta, y todavía muy presente en este inicio del siglo XXI—, siendo natural que a veces hayan imaginado que se trataba de una nueva normalidad.
A la inversa, las generaciones más jóvenes, en particular las nacidas en los años setenta y ochenta, ya conocieron —en cierta medida— la nueva importancia que tendrá la herencia en su vida y la de sus familiares y amigos. Por ejemplo, la presencia o no de donaciones significativas determinará en gran medida quién de ellos será propietario, a qué edad, con qué cónyuge se casará, dónde y qué superficie poseerá, o en todo caso lo determinará con mucha más fuerza que a la generación de sus padres. Su vida, su carrera profesional, sus elecciones familiares y personales se verán mucho más influidas por la herencia —o por su ausencia— que las de los baby-boomers. Sin embargo, este movimiento de retorno a la herencia sigue siendo incompleto y está en curso (el nivel de flujo sucesorio en 2000-2010 se situaba más o menos a la mitad entre el punto bajo de la década de 1950 y el alto de 1900-1910), y hoy en día ha transformado mucho menos profundamente las percepciones que el movimiento anterior, en gran medida predominante en la percepción de la realidad. Las cosas podrían cambiar en unas pocas décadas.
GRÁFICA XI.1. El flujo sucesorio anual como porcentaje del ingreso nacional, Francia, 1820-2010
El flujo sucesorio anual representaba 20-25% del ingreso nacional en el siglo XIX y hasta 1914, antes de desplomarse a menos de 5% en los años cincuenta y de volver a subir a 15% en 2010.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
FLUJO FISCAL Y FLUJO ECONÓMICO
Debemos precisar de inmediato varios aspectos con respecto a las evoluciones representadas en la gráfica XI.1. Primero, es esencial incluir las donaciones —las transmisiones de patrimonios hechas en vida de las personas, a veces algunos años antes del fallecimiento, otras un poco antes— en el flujo sucesorio, ya que esta forma de transmisión siempre desempeñó un papel muy significativo en Francia a lo largo de los dos últimos siglos, como de hecho en todas las sociedades. Además, la importancia exacta de las donaciones respecto de las sucesiones ha variado mucho en el tiempo, y el hecho de no incluirlas podría conllevar sesgos importantes en el análisis y en las comparaciones espaciales y temporales. Afortunadamente las donaciones están bastante bien registradas en Francia (aunque sin duda un poco subestimadas), lo que no sucede en todos los países.
Segundo, y aún más importante, la riqueza de las fuentes históricas francesas nos permite calcular el flujo sucesorio de dos maneras diferentes y a partir de datos y métodos totalmente independientes unos de otros. Esto nos lleva, por una parte, a comprobar la enorme coherencia entre las dos evoluciones representadas en la gráfica XI.1 (a las que decidimos llamar el «flujo fiscal» y el «flujo económico»), lo que es tranquilizador y pone de manifiesto la robustez de los hechos históricos analizados. Por otra parte, esto nos permitirá desglosar y analizar mejor las diferentes fuerzas que operan detrás de estas evoluciones[3].
En general, se puede proceder de dos maneras para estimar la anualidad sucesoria en un país determinado. Puede realizarse partiendo directamente del flujo observado de sucesiones y donaciones (por ejemplo, con los datos fiscales: lo que aquí llamamos el «flujo fiscal») o a partir del acervo de capital privado, para así calcular el flujo teórico de transmisión patrimonial que se dio lógicamente a lo largo de un año concreto (lo que aquí llamamos el «flujo económico»). Cada método tiene sus ventajas y desventajas. El primer método es más directo, pero en muchos países los datos fiscales son demasiado incompletos como para que sea totalmente satisfactorio. En Francia, como señalamos en el capítulo anterior, el sistema de registro de las sucesiones y donaciones es excepcionalmente precoz (data de la Revolución) y extenso (en principio atañe a todas las transmisiones, incluso a la mayoría de las que pagan poco o nada de impuestos, aunque con algunas excepciones). Sin embargo, hay que corregir los datos fiscales para tener en cuenta algunas pequeñas transmisiones que escapan a la obligación declarativa (bastante poco importantes), y sobre todo debe añadirse una estimación de las transmisiones en forma de activos exentos del pago de derechos de sucesión, como los contratos de seguro de vida, muy extendidos desde los años setenta y ochenta (y que hoy en día representan casi la sexta parte del total de los patrimonios privados franceses).
El segundo método, el del «flujo económico», tiene la ventaja de basarse en datos no fiscales y, por consiguiente, proporciona una visión más completa de las transmisiones patrimoniales, independientemente de las vicisitudes del sistema fiscal y de las estrategias de elusión del impuesto en los diferentes países. Lo ideal es poder aplicar ambos métodos a un mismo país. Además, es posible interpretar la diferencia entre las dos evoluciones indicadas en la gráfica XI.1 (se observará que el flujo económico siempre es un poco más elevado que el fiscal) como una estimación del fraude fiscal o de los defectos del sistema de registro de las transmisiones. Esta diferencia también puede deberse a otras razones, en particular a las múltiples imperfecciones de los diferentes datos disponibles y del método utilizado. Para algunos subperiodos observados a largo plazo, la diferencia dista de ser menospreciable. Sin embargo, las evoluciones de conjunto observadas a largo plazo, que nos interesan en primer lugar en el marco de esta investigación, son perfectamente coherentes con ambos métodos.
LAS TRES FUERZAS: LA ILUSIÓN DEL FINAL DE LA HERENCIA
La principal ventaja del enfoque del flujo económico es que obliga a tener una perspectiva de conjunto acerca de las tres fuerzas que concurren, en todos los países, en la determinación del flujo sucesorio y en su evolución histórica.
De manera general, el flujo económico anual de sucesiones y donaciones, expresado como proporción del ingreso nacional, que indicaremos como bγ, es igual al producto de tres fuerzas:
bγ = μ × m × β,
en donde β es la relación capital/ingreso (o, más exactamente, la relación entre el total de los patrimonios privados —que sólo se pueden transmitir por sucesión, contrariamente a los activos públicos— y el ingreso nacional), m es la tasa de mortalidad y μ es la relación entre el patrimonio medio al momento del fallecimiento y el patrimonio medio de los vivos.
Este desglose es una simple igualdad contable: por definición, siempre es cierta, en todo momento y lugar. En particular, es así como estimamos el flujo económico representado en la gráfica XI.1. El desglose en tres fuerzas constituye una tautología, pero se trata —creo— de una tautología útil en la medida en que permite aclarar el estudio de una cuestión que, sin ser de una espantosa complejidad lógica, suscitó mucha confusión en el pasado.
Examinemos estas tres fuerzas por separado. La primera es la relación capital/ingreso β, que expresa una evidencia: para que el flujo de riqueza heredada sea elevado en una sociedad determinada, es necesario que el acervo total de riqueza privada susceptible de ser transmitida sea relevante.
La segunda fuerza, la de la tasa de mortalidad m, describe un mecanismo igual de importante. Además, siempre y cuando la situación sea estable, el flujo sucesorio es más elevado mientras más alta sea la tasa de mortalidad. En una sociedad en la que cada uno fuera inmortal y en la que la tasa de mortalidad m fuera rigurosamente nula, desaparecería la herencia: el flujo sucesorio bγ también sería nulo, sin importar la cuantía de los capitales privados β.
La tercera fuerza, la de la relación μ entre la riqueza promedio en el momento del fallecimiento y la riqueza media de los vivos, también es totalmente transparente[4].
Supongamos que el patrimonio promedio de las personas en edad de fallecer sea el mismo que el del conjunto de la población. En ese caso, μ = 1, y el flujo sucesorio bγ es simplemente igual al producto de la tasa de mortalidad m y de la relación capital/ingreso β. Por ejemplo, si la relación capital/ingreso β es igual a 600% (el acervo de patrimonio privado representa seis años de ingreso nacional), y si la tasa de mortalidad de la población adulta es de 2% anual[5], entonces el flujo sucesorio anual será mecánicamente igual a 12% del ingreso nacional.
Si el patrimonio de los difuntos es en promedio dos veces más elevado que el de los vivos, es decir, si μ = 2, el flujo sucesorio anual será mecánicamente igual a 24% del ingreso nacional (siempre para β = 600% y m = 2%), esto es, alrededor del nivel observado en el siglo XIX y a principios del XX.
Vemos que la relación μ depende del perfil por edad del patrimonio. Cuanto más tiende el patrimonio promedio a elevarse con la edad, más alta es la relación μ y más importante será el flujo sucesorio.
A la inversa, en una sociedad en la que la función principal del patrimonio fuera financiar los años de jubilación y en la que las personas de edad eligieran consumir a lo largo de su retiro el capital acumulado durante su vida activa (por ejemplo, por medio de rentas anuales o de «anualidades» pagadas por su fondo de pensión o su capital de jubilación, extinguidas en el momento de su fallecimiento), siguiendo de esa manera la teoría pura de la «riqueza del ciclo de vida» (life-cycle wealth) desarrollada en los años cincuenta y sesenta por el economista italo-estadunidense Franco Modigliani, en consecuencia, la relación μ sería nula, ya que cada quien se organizaría para morir sin capital, o al menos con un capital muy pequeño. En el caso extremo en el que μ = 0, por definición la herencia desaparecería por completo, sin importar además los valores adquiridos por β y m. Desde un punto de vista estrictamente lógico, se puede muy bien imaginar un mundo en el que el capital privado tuviera una amplitud considerable (un β muy elevado), pero en el que el patrimonio adquiriera esencialmente la forma de un fondo de pensión —o de formas de riquezas equivalentes, que se extinguen al momento del fallecimiento de las personas (annuitized wealth en inglés, richesse viagère en francés, «renta vitalicia» en español)—, de tal manera que el flujo sucesorio sería rigurosamente nulo, o por lo menos muy escaso. La teoría de Modigliani da una visión tranquilizadora y unidimensional de la desigualdad social, conforme a la cual la desigualdad de capital es simplemente la traslación en el tiempo de la que se da ante el trabajo (los ejecutivos acumulan más reservas para su jubilación que los obreros, pero de todas maneras unos y otros consumirán su capital de aquí a su muerte). Esta teoría tuvo un gran éxito durante los Treinta Gloriosos, en una época en que a la sociología funcionalista estadunidense —sobre todo la de Talcott Parsons— también le gustaba describir un mundo de clases medias y de ejecutivos en el que casi habría desaparecido la herencia[6]. Todavía hoy esta teoría sigue siendo popular entre los baby-boomers.
Este desglose del flujo sucesorio en tres fuerzas (bγ = μ × m × β) es importante para pensar la herencia y su evolución desde un punto de vista histórico, puesto que cada una de esas fuerzas encarna un conjunto de creencias y razonamientos —por lo demás perfectamente factibles a priori— en cuyo nombre a menudo hemos imaginado, sobre todo a lo largo de los decenios optimistas de la segunda posguerra, que el final de la herencia, o por lo menos una disminución gradual y progresiva de su importancia, era en cierta manera el resultado lógico y natural de la historia. Ahora bien, vamos a ver que dicha desaparición gradual nada tiene de ineludible —como ilustra con bastante claridad la evolución francesa—, sino más bien que la curva en forma de U observada en el caso de Francia es más bien la consecuencia de una combinación de tres curvas en U, referidas a cada una de esas tres fuerzas μ, m y β. En realidad, el hecho de que esas tres fuerzas hayan conjugado al mismo tiempo sus efectos, en parte por razones accidentales, es lo que explica la considerable amplitud de la evolución global y, en particular, el nivel excepcionalmente bajo alcanzado por el flujo sucesorio en los años cincuenta y sesenta, hasta llegar al punto en que se pudo pensar en la próxima desaparición de la herencia.
En la segunda parte de este libro estudiamos de manera detallada la curva en U seguida por la relación capital/ingreso β en su conjunto. La creencia optimista en esta primera fuerza es muy clara y a priori perfectamente viable: la herencia tiende a perder su importancia a lo largo de la historia, simplemente porque los capitales (o más exactamente los capitales no humanos, los que se pueden poseer, intercambiar en un mercado y transmitir de manera plena y completa, a través del derecho de propiedad) pierden su importancia. Esta idea optimista es muy aceptable desde un punto de vista lógico, e impregna toda la teoría moderna del capital humano (sobre todo en los trabajos de Gary Becker), incluso cuando no siempre se formula de manera explícita[7]. Sin embargo, como ya vimos, las cosas no sucedieron así, o por lo menos no con la amplitud que a veces imaginamos: el capital en tierras se volvió inmobiliario, industrial, financiero, pero en realidad no ha perdido nada de su importancia global, como lo atestigua el hecho de que la relación capital/ingreso parece en vías de recobrar, en este inicio del siglo XXI, su nivel récord de la Bella Época y de los siglos pasados.
Por razones que es posible calificar en parte de tecnológicas, hoy en día el capital sigue desempeñando un papel central en los procesos de producción y, por consiguiente, en la vida social. Siempre es necesario tener fondos antes de empezar a producir para pagar oficinas y equipos, financiar todo tipo de inversiones materiales e inmateriales, y evidentemente para alojarse. Por supuesto, las calificaciones y las competencias humanas han progresado mucho a lo largo de la historia, pero el capital no humano avanzó en proporciones equivalentes: por consiguiente, no hay razón evidente a priori para esperar, por ese lado, una desaparición progresiva de la herencia.
LA MORTALIDAD A LARGO PLAZO
La segunda fuerza que pudiera explicar el final natural de la herencia es el prolongamiento de la esperanza de vida, por medio de una baja de la tasa de mortalidad m y del aplazamiento en el tiempo de la herencia (se hereda tan tarde que ya no cuenta). De hecho, la reducción de la tasa de mortalidad es evidente a largo plazo: en relación con el total de la población, se muere menos a menudo en una sociedad en la que la esperanza de vida es de 80 años que en una en la que es de 60 años. Y, en las mismas circunstancias, en particular para una β y una μ dadas, una sociedad en la que se muere menos a menudo —considerando la población en su conjunto— es también una en la que la masa de la herencia es menor en relación con el ingreso nacional. En Francia, como en todos los países, se advierte que la tasa de mortalidad desciende inexorablemente a lo largo de la historia: era de alrededor de 2.2% anual en la población adulta en el siglo XIX y hasta 1900, antes de disminuir de forma regular a lo largo del siglo XX[8], para finalmente situarse en 1.1-1.2% en 2000-2010, es decir, casi una división entre dos a lo largo de un siglo (véase la gráfica XI.2).
GRÁFICA XI.2. La tasa de mortalidad en Francia, 1820-2100
La tasa de mortalidad cayó en Francia a lo largo del siglo XX (por el aumento de la esperanza de vida) y debería aumentar ligeramente en el siglo XXI (por el efecto baby-boom).
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
No obstante, sería un importante error de razonamiento imaginar que esta fuerza conduce ineludiblemente a una desaparición progresiva de la herencia. Primeramente porque la tasa de mortalidad empezó a aumentar en Francia en 2000-2010 y, según las previsiones demográficas oficiales, esta alza debería proseguir hasta 2040-2050, después de lo cual la mortalidad adulta se estabilizaría en torno a 1.4-1.5%. Esto se explica mecánicamente por la llegada a la edad del fallecimiento de las generaciones del baby-boom, más numerosas que las anteriores (pero de igual tamaño, aproximadamente, que las siguientes)[9]. Dicho de otro modo, el baby-boom y el incremento estructural del tamaño de las generaciones que provocó este fenómeno en Francia llevaron a una reducción temporalmente muy grande de la tasa de mortalidad en Francia, sólo debido al rejuvenecimiento y al crecimiento de la población. La demografía francesa tiene de placentero el ser sumamente simple, lo que, por consiguiente, permite ilustrar de manera clara los principales efectos. En el siglo XIX la población era casi estacionaria, y la esperanza de vida era de casi 60 años, es decir, una duración de vida adulta apenas superior a 40 años: por consiguiente, la tasa de mortalidad era cercana a 1/40, esto es, aproximadamente de 2.2%. En el siglo XXI la población —según las previsiones oficiales— debería estabilizarse de nuevo, con una esperanza de vida de casi 85 años, es decir, una duración de vida adulta del orden de 65 años y una tasa de mortalidad en régimen estacionario de alrededor de 1/65, es decir, de más o menos 1.4-1.5%, tomando en cuenta una vez más el leve incremento demográfico. A largo plazo, en un país desarrollado y demográficamente casi estancado como Francia (y en el que el alza de la población procede sobre todo del envejecimiento), la reducción de la tasa de mortalidad adulta es del orden de un tercio.
Desde luego, este incremento de la tasa de mortalidad entre los años 2000-2010 y 2040-2050, vinculado con la llegada a la edad de morir de las generaciones bastante numerosas del baby-boom, es puramente mecánico, pero importante. En parte, explica por qué el flujo sucesorio se estableció en un nivel bastante bajo a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y por qué el incremento sería aún más fuerte en los decenios futuros. Desde este punto de vista, Francia dista de ser el país en el que este efecto será más fuerte. En los países europeos donde la población empezó a disminuir significativamente (debido a la clara reducción del tamaño de las generaciones), especialmente en Alemania, Italia o España, así como desde luego en Japón, este mismo fenómeno llevará a un alza mucho más fuerte que en Francia de la tasa de mortalidad adulta a lo largo de la primera mitad del siglo XXI y mecánicamente incrementará de forma considerable el volumen de transmisión sucesoria. El envejecimiento de la población aplaza los fallecimientos en el tiempo pero no los suprime: sólo un aumento fuerte y continuo del tamaño de las generaciones permite reducir de modo perdurable y estructural la tasa de mortalidad y el peso de la herencia.
Sin embargo, cuando el envejecimiento se acompaña por una estabilización del tamaño de las generaciones, como en Francia, o peor aún por una disminución en su tamaño, como sucede en muchos países ricos, entonces se han reunido todos los elementos para un enorme flujo sucesorio. En el caso extremo de un país donde el tamaño de las cohortes se dividiera entre dos en cada generación (debido a que cada pareja decidiera tener un hijo único), la tasa de mortalidad —y por consiguiente el flujo sucesorio— podría aumentar a niveles hasta ahora desconocidos. Al contrario, en un país en el que el tamaño de las cohortes se duplicara con cada generación, como ocurrió en muchas partes del mundo en el siglo XX, y como aún ocurre en algunos países, sobre todo en África, la tasa de mortalidad caería a niveles muy bajos y la herencia contaría poco, siempre que las demás condiciones se mantuvieran inalteradas.
LA RIQUEZA ENVEJECE CON LA POBLACIÓN: EL EFECTO μ × m
Ahora olvidemos esos efectos —importantes pero, en principio, transitorios, salvo si imaginamos a muy largo plazo una población terrestre infinitamente grande o infinitamente pequeña— vinculados con variaciones en el tamaño de las generaciones y situémonos en una perspectiva a muy largo plazo en la que el número de personas por generación sería hipotéticamente de una estabilidad absoluta. ¿Cómo afecta realmente el alargamiento de la esperanza de vida la importancia de la herencia en semejante sociedad? Desde luego, la prolongación de la duración de la vida reduce estructuralmente la tasa de mortalidad. En Francia, en donde se fallecerá en promedio hacia los 80-85 años en el siglo XXI, la tasa de mortalidad adulta se estabilizará en menos de 1.5% anual, frente a 2.2% en el siglo XIX, cuando se moría en promedio con apenas más de 60 años. Este aumento de la edad promedio en el momento del fallecimiento condujo mecánicamente a un alza similar de la edad promedio a la hora de heredar. En el siglo XIX se heredaba en promedio justo a los 30 años; en el XXI, será más a menudo hacia los 50 años. Como indica la gráfica XI.3, la diferencia entre la edad promedio en el momento del fallecimiento y de la herencia se situó siempre hacia los 30 años, por la simple razón de que la edad promedio al nacimiento de los hijos —lo que a menudo se llama la «duración de las generaciones»— se fijó de manera relativamente estable en torno a los 30 años en el largo plazo (sin embargo, se señalará una ligera alza en este inicio del siglo XXI).
GRÁFICA XI.3. Edad promedio en el momento del fallecimiento y de la herencia, Francia, 1820-2100
La edad promedio en el momento del fallecimiento pasó de 60 a casi 80 años a lo largo del siglo XX y la edad promedio para recibir una herencia pasó de los 30 a los 50 años.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
Podemos preguntarnos, en cambio: ¿el hecho de morir y heredar más tarde implica acaso que la herencia pierde su importancia? No necesariamente: por un lado, porque el incremento de las donaciones en vida compensó en parte ese efecto, como veremos más adelante, y, por otro, porque es posible que se hereden más tarde montos más importantes, consecuencia de que el patrimonio tiende también a envejecer en una sociedad cada vez más anciana. Dicho de otro modo, la disminución de la tendencia en la tasa de mortalidad —ineludiblemente a muy largo plazo— puede verse compensada por un alza no menos estructural de la riqueza relativa de los ancianos, de tal manera que el producto de los dos términos μ × m puede permanecer inalterado, o por lo menos disminuir mucho menos de lo que se podría imaginar. Ahora bien, esto es precisamente lo que ocurrió en Francia: la relación μ entre el patrimonio promedio en el momento del fallecimiento y el patrimonio promedio de los vivos aumentó mucho desde los años cincuenta y sesenta, de suerte que este envejecimiento gradual de la fortuna explica una parte importante del movimiento de retorno de la herencia observado a lo largo de estos últimos decenios.
En concreto, se advierte que el producto μ × m, que mide, por definición, la tasa anual de transmisión de la riqueza (es decir, el flujo sucesorio expresado en porcentaje del patrimonio privado total), volvió a aumentar claramente a lo largo de las últimas décadas, a pesar de la baja continua de la tasa de mortalidad, como muestra con claridad la gráfica XI.4. La tasa anual de transmisión de la riqueza, a la que los economistas del siglo XIX y de principios del XX llamaban la «tasa de devolución sucesoria», era bastante estable de 1820 a 1910, en torno a 3.3-3.5%, esto es, más o menos una trigésima parte de toda la riqueza privada. De hecho, se tenía la costumbre de decir, en esa época, que un patrimonio se transmitía en promedio una vez cada 30 años (una vez por generación), lo que corresponde a una visión simplificada —un poco demasiado estática—, pero en parte justificada por la realidad del momento[10]. La tasa anual de transmisión disminuyó mucho a lo largo del periodo 1910-1950, para situarse apenas por encima del 2% en los años cincuenta, antes de volver a aumentar desde entonces, para finalmente rebasar el 2.5% en 2000-2010.
GRÁFICA XI.4. Flujo sucesorio y tasa de mortalidad, Francia, 1820-2010
El flujo de sucesiones y donaciones representaba cada año 2.5% de la riqueza privada total en 2000-2010, frente a 1.2% para la tasa de mortalidad.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
En resumen: en una sociedad que envejece se hereda desde luego cada vez más tarde, pero como la riqueza también envejece, lo segundo tiende a compensar lo primero. En este sentido, una sociedad en la que se muere cada vez más viejo es muy diferente de una en la que ya no se muere y en la que, en efecto, desaparece la herencia. La prolongación de la duración de la vida posterga ligeramente el conjunto de los acontecimientos de la vida —se estudia más tiempo, se empieza a trabajar más tarde, y así sucesivamente con la herencia, el momento de la jubilación y la edad del fallecimiento—, pero no necesariamente modifica la importancia relativa de la herencia y de los ingresos del trabajo, o por lo menos lo hace mucho menos de lo que a veces imaginamos. Desde luego, el hecho de heredar más tarde puede obligar más a menudo que antaño a tener que elegir una profesión. Sin embargo, esto se ve compensado por montos heredados más importantes, que además pueden adoptar la forma de donaciones anticipadas. En todo caso, se trata más de una diferencia de grado que del cambio de civilización que a veces se imagina.
RIQUEZA DE LOS MUERTOS, RIQUEZA DE LOS VIVOS
Es interesante examinar con más precisión la evolución histórica de la relación μ entre la riqueza promedio de los difuntos y la de los vivos, representada en la gráfica XI.5. Primeramente se advierte que en Francia a lo largo de los últimos dos siglos, de 1820 a 2010, los difuntos siempre fueron —en promedio— más ricos que los vivos: la relación μ siempre fue superior a 100% y, en general, muy claramente superior a 100%, salvo en el periodo inmediatamente posterior a la segunda Guerra Mundial, años 1940-1950, en que la relación obtenida (omitiendo reintegrar las donaciones hechas antes del fallecimiento) era muy ligeramente inferior a 100%. Recordemos que, según la teoría del ciclo de vida de Modigliani, el patrimonio debería ser acumulado sobre todo con vistas a la jubilación, particularmente en las sociedades que envejecen, de tal manera que los ancianos deberían consumir lo esencial de sus reservas durante su vejez y morir con poco o ningún patrimonio. Es el famoso «triángulo de Modigliani», enseñado a todos los estudiantes de economía, y conforme al cual el patrimonio aumenta primero con la edad, a medida que cada quien hace reservas con vistas al retiro, y luego empieza a disminuir. La relación μ debería entonces ser sistemáticamente igual a 0%, o por lo menos muy baja, y en todo caso claramente inferior a 100%. Lo menos que podemos añadir es que esta teoría del capital y de su evolución en las sociedades adelantadas, totalmente factible a priori (cuanto más envejece la sociedad, más se acumula para la vejez y se muere más frecuentemente con un patrimonio bajo), no permite dar cuenta de los hechos observados de manera satisfactoria. Evidentemente, el ahorro con vistas a la jubilación no representa más que una de las razones —y no la más importante— por las que se acumulan patrimonios: el motivo de transmisión y de perpetuación familiar del capital siempre ha desempeñado un papel central. En la práctica, las diferentes formas de riqueza vitalicia (annuitized wealth), por definición no transmisible a los descendientes, representan en total menos de 5% del patrimonio privado en Francia. Esta parte sube como máximo a 15-20% en los países anglosajones, donde los fondos de pensión están más desarrollados, lo que dista de ser menospreciable, pero es insuficiente para modificar radicalmente la función sucesoria del patrimonio (sobre todo porque nada indica que la riqueza del ciclo de vida sustituya a la riqueza transmisible: podría muy bien añadirse a ella; volveremos a ello)[11]. Desde luego, es muy difícil decir cómo habría evolucionado la estructura de la acumulación patrimonial a lo largo del siglo XX en ausencia de los sistemas públicos de jubilación por reparto, que permitieron garantizar un nivel de vida satisfactorio a la inmensa mayoría de los jubilados, y ello de manera mucho más confiable e igualitaria de lo que puede hacerlo el ahorro financiero (desaparecido tras las guerras). Es posible que a falta de estos sistemas el nivel global de acumulación patrimonial (medido por la relación capital/ingreso) sería en este inicio del siglo XXI mucho más elevado[12]. Lo cierto es que la relación capital/ingreso se encuentra hoy en día más o menos en el mismo nivel en que estaba en la Bella Época (cuando la necesidad de acumulación con vistas a la jubilación era mucho más limitada, tomando en cuenta la esperanza de vida) y que la riqueza vitalicia representa una parte apenas más elevada de la riqueza total que hace un siglo.
GRÁFICA XI.5. La relación entre el patrimonio promedio en el momento del fallecimiento y el patrimonio promedio de los vivos, Francia, 1820-2010
En 2000-2010, el patrimonio promedio en el fallecimiento era 20% más elevado que el de los vivos, si se omiten las donaciones hechas en vida, pero era más del doble si se las reintegra.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
También se advertirá la importancia de las donaciones a lo largo de los dos siglos transcurridos y su espectacular despegue durante las últimas décadas. Entre 1820 y 1860 el valor total de las donaciones representa cada año alrededor de 30-40% del valor de las sucesiones (entonces adoptaron a menudo la forma de dote, es decir, la donación hecha a los esposos al momento del matrimonio, frecuentemente con restricciones sobre el uso del bien fijadas por el contrato matrimonial). Luego, entre 1870 y 1960, el valor de las donaciones disminuyó ligeramente y se estabilizó en alrededor de 20-30% del valor de las sucesiones, antes de aumentar mucho y con regularidad, para alcanzar 40% en los años ochenta, 60% en los noventa y más de 80% en 2000-2010. En este inicio del siglo XXI, el capital transmitido por donación es casi tan importante como las sucesiones mismas. Las donaciones explican casi la mitad del nivel alcanzado por el flujo sucesorio actual, por lo que es esencial tomarlas en cuenta. En concreto, si se olvidara considerar las donaciones hechas antes del fallecimiento, se observaría que el patrimonio promedio a la edad de la defunción es, en 2000-2010, apenas 20% más elevado que el de los vivos. Sin embargo, esto procede simplemente del hecho de que los difuntos ya transmitieron casi la mitad de sus activos. Si se reintegraran al patrimonio de los difuntos las donaciones hechas antes del fallecimiento, se advertiría que la relación μ —ya corregida— es en realidad superior a 220%: el patrimonio corregido de los fallecidos es más de dos veces superior al de los vivos. En verdad, se trata de una nueva edad de oro de las donaciones, mucho más grande incluso que la del siglo XIX.
Es interesante señalar que, tanto hoy como en el siglo XIX, en la inmensa mayoría de los casos las donaciones son en beneficio de los hijos, a menudo en el marco de una inversión inmobiliaria, y se hacen en promedio unos diez años antes del fallecimiento del donador (esta diferencia también es relativamente estable en el tiempo). La creciente importancia de las donaciones desde los años setenta y ochenta permite pues rejuvenecer un poco la edad promedio del receptor: en 2000-2010, la edad promedio en el momento de las sucesiones se aproximaba a los 45-50 años, pero respecto de las donaciones era del orden de 35-40 años, de tal manera que la diferencia con la situación predominante en el siglo XIX y a principios del XX era menos importante de lo indicado en la gráfica XI.3[13]. La explicación más convincente de este despegue gradual y progresivo de las donaciones, iniciado a partir de los años setenta y ochenta, mucho antes de las medidas de incentivos fiscales (que datan de 1990-2000), es de hecho que, tomando en cuenta la prolongación de la esperanza de vida, los padres que tenían los medios fueron conscientes progresivamente de que había buenas razones para permitir a sus hijos el acceso al patrimonio hacia los 35-40 años en lugar de hacerlo a los 45-50 años (o a veces más tarde). En todo caso, sin importar el papel exacto desempeñado por las diferentes explicaciones posibles, el hecho es que esta nueva edad de oro de las donaciones, observada también en otros países europeos, sobre todo en Alemania, es un ingrediente esencial del retorno de la herencia actualmente en curso.
QUINCUAGENARIOS Y OCTOGENARIOS: EDAD Y FORTUNA EN LA BELLA ÉPOCA
Para comprender mejor la dinámica de la acumulación patrimonial y los datos detallados que utilizamos para calcular los coeficientes μ, merece la pena examinar la evolución del perfil del patrimonio promedio en función de la edad. En el cuadro XI.1 indicamos los perfiles respecto de algunos años de 1820 a 2010[14]. Sin duda, el hecho más sorprendente es el impresionante envejecimiento de la fortuna a todo lo largo del siglo XIX, a medida que la riqueza se concentraba más. En 1820 las personas mayores eran, en promedio, apenas más ricas que los quincuagenarios (a quienes elegimos como grupo de referencia): los sexagenarios eran 34% más ricos en promedio, mientras que los octogenarios eran 53% más ricos. Sin embargo, esta diferencia no dejó de aumentar después. Hacia 1900-1910, el patrimonio promedio propiedad de los sexagenarios y septuagenarios era del orden de 60-80% más elevado que el de los quincuagenarios, siendo los octogenarios dos veces y media más ricos. Añadamos que se trata del promedio para el conjunto de Francia. Si nos limitamos a París, donde se concentraban los patrimonios más importantes, la situación era todavía mucho más extrema. En vísperas de la primera Guerra Mundial, las fortunas parisinas envejecían cada vez más, con septuagenarios y octogenarios que eran, en promedio, tres e incluso a menudo cuatro veces más ricos que los quincuagenarios[15]. Desde luego, una mayoría de ancianos moría sin patrimonio, y la falta de un sistema de jubilación tendía a agravar esta pobreza de la tercera edad. Sin embargo, entre la minoría que poseía bienes, el envejecimiento de la fortuna era muy impresionante (naturalmente se piensa en la anciana de Los aristogatos). Es evidente que este enriquecimiento espectacular de los octogenarios no se explica por los ingresos de su trabajo o por su actividad empresarial: nos es difícil imaginarlos creando compañías nuevas cada mañana.
CUADRO XI.1. El perfil del patrimonio en función de la edad en Francia, 1820-2010
Nota: en 1820 el patrimonio promedio de las personas de 60 a 69 años de edad era 34% más elevado que el de las de 50-59 años, y el de las personas de 80 años y más era 53% más elevado que el de las de 50-59 años.
FUENTES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
Se trata de un hecho sorprendente, por una parte, porque explica el alto nivel de la relación μ entre la riqueza promedio en el momento del fallecimiento y la de los vivos en la Bella Época (y, por consiguiente, la importancia del flujo sucesorio) y, por la otra, aún más importante, porque nos informa con bastante precisión sobre el proceso económico que opera. Los datos individuales a nuestra disposición son muy claros sobre este punto: el enorme crecimiento de los patrimonios de la gente de edad avanzada observado a finales del siglo XIX y principios del XX era la consecuencia mecánica de la desigualdad r > g y de la lógica acumulativa y multiplicativa que provoca. En concreto, las personas de edad que poseían los patrimonios más importantes disponían a menudo de ingresos anuales (procedentes de su capital) claramente superiores a los que requerían para financiar su tren de vida. Supongamos, por ejemplo, que obtenían un rendimiento de 5%, del que consumían las dos quintas partes y reinvertían las otras tres quintas partes. Su patrimonio aumentaba entonces en un 3% anual, y a los 85 años de edad serían dos veces más ricas de lo que ya eran a los 60 años. Se trata de un mecanismo simple, y que permite explicar muy bien los hechos observados, con la diferencia de que las fortunas más considerables a menudo pueden volver a ahorrar mucho más de las tres quintas partes del rendimiento obtenido (lo que acentúa el proceso de divergencia del patrimonio en edades avanzadas), y la particularidad de que el incremento general del ingreso promedio y del patrimonio promedio no es totalmente nulo (es del orden de 1% anual, lo que reduce ligeramente la divergencia).
El estudio de la dinámica de la acumulación y de la concentración patrimonial de Francia de 1870 a 1914, especialmente en París, es rico en enseñanzas para el mundo actual y para el porvenir. Además de que los datos disponibles son excepcionalmente detallados y confiables, lo que nos permite descubrir esta dinámica de manera muy clara, este periodo es realmente emblemático de la primera globalización comercial y financiera. Se caracterizaba por mercados de capitales modernos y diversificados, y por carteras complejas, compuestas por múltiples tipos de inversiones francesas y extranjeras, con rendimientos variables y fijos, e inversiones públicas y privadas. Desde luego, el crecimiento económico no era más que de 1-1.5% anual, pero, como vimos, este ritmo era en realidad muy sustancial si nos situamos desde un punto de vista generacional o desde una perspectiva histórica muy amplia. De ninguna manera se trataba de una sociedad agrícola y estática. En esa época existían numerosas innovaciones técnicas e industriales —el automóvil, la electricidad, el cine, etc.—, de las cuales muchas tenían además su origen en Francia, al menos en parte. Entre 1870 y 1914, no todas las fortunas francesas o parisinas de personas de 50 o 60 años eran heredadas: por el contrario, se observa un número nada desdeñable de patrimonios industriales y financieros que tenían su origen en actividades empresariales.
No obstante, la dinámica dominante, que en resumidas cuentas explica la mayor parte de la concentración patrimonial, es la que resulta mecánicamente de la desigualdad r > g. Sin importar si la fortuna a los 50 o 60 años de edad resulta de una herencia o de una vida más activa, el hecho es que, tras cierto umbral, el capital tiende a reproducirse solo y a acumularse más allá de todo límite. La lógica r > g implica que el empresario siempre tiende a transformarse en rentista, ya sea un poco más tarde en su vida (ese problema se vuelve central a medida que la existencia se alarga: el hecho de que se tengan buenas ideas a los 30 o 40 años de edad no significa que se tengan todavía a los 70 u 80 años y, sin embargo, a menudo el capital se sigue reproduciendo solo) o, desde luego, durante la siguiente generación. Sin importar lo que hayan sido la inventiva y el dinamismo empresarial de las élites económicas francesas del siglo XIX y de la Bella Época, el hecho central es que sus esfuerzos y sus acciones finalmente sólo reforzaron y perpetuaron una sociedad de rentistas, en gran parte de manera involuntaria, debido a la lógica r > g.
EL REJUVENECIMIENTO DE LOS PATRIMONIOS POR LAS GUERRAS
Este mecanismo autosostenido se desplomó después de los violentos choques experimentados por los capitales, sus ingresos y sus dueños a lo largo del periodo de 1914-1945. En efecto, las guerras llevaron a un enorme rejuvenecimiento de los patrimonios. Esto se ve claramente en la gráfica XI.5: por primera vez en la historia —y única hasta este día— la riqueza promedio en el momento del fallecimiento era, en 1940-1950, inferior a la de los vivos. Puede comprobarse esto con más claridad aún cuando se examinan los perfiles detallados por grupo de edad (véase el cuadro XI.1). En 1912, en vísperas de la guerra, los octogenarios eran más de dos veces y media más ricos que los quincuagenarios; en 1931, ya sólo eran 40% más ricos, y en 1947, en cambio, eran superados por los quincuagenarios, en ese momento más ricos. En una sociedad en la que el conjunto de los patrimonios claramente había caído a un nivel muy bajo, los quincuagenarios habían vuelto a ser 50% más ricos que los octogenarios. ¡Afrenta suprema! Estos últimos incluso quedaron ligeramente por debajo de los cuadragenarios en 1947: he aquí una época en la que se cuestionan todas las certezas. Inmediatamente después de la segunda Guerra Mundial, el perfil del patrimonio en función de la edad tomó abruptamente el aspecto de una curva en forma de campana (primero creciente, luego decreciente en función de la edad, con un pico en el grupo de la gente de 50-59 años, es decir, una forma parecida a la del «triángulo de Modigliani», con la importante diferencia de que la curva no caía a cero en las edades más avanzadas, lejos de eso), mientras que a lo largo del siglo XIX y hasta la primera Guerra Mundial la curva crecía de forma sistemática y continua con la edad.
Este espectacular rejuvenecimiento de las fortunas se explica de una manera simple. Como vimos en la segunda parte, todos los patrimonios experimentaron múltiples choques a lo largo del periodo 1914-1945 —destrucción, inflación, quiebra, expropiación y un largo etcétera—, de tal manera que la relación capital/ingreso se redujo considerablemente. Una vez más, en una primera aproximación se podría pensar que estos choques afectaron a todos los patrimonios de la misma manera, de tal suerte que el perfil por edad del patrimonio habría permanecido sin cambios. Sin embargo, la diferencia era que las generaciones jóvenes, que por lo demás no tenían gran cosa que perder, pudieron reponerse de esos choques con más facilidad que las personas mayores. Quien en 1940 tenía 60 años y perdió todo su patrimonio por un bombardeo, una expropiación o una quiebra, tenía pocas probabilidades de reponerse de ello: posiblemente muriera hacia 1950-1960, a los 70 u 80 años, con casi nada que legar. A la inversa, aquel que en 1940 tenía 30 años de edad y perdió todos sus haberes —sin duda, poca cosa— tenía todavía mucho tiempo para acumular un patrimonio después de la guerra y probablemente hacia 1950-1960 fuera un cuadragenario más rico que nuestro septuagenario. La guerra redujo a cero —o casi— la acumulación patrimonial, llevando mecánicamente a un gran rejuvenecimiento de las fortunas. En este sentido, son las guerras las que hicieron tabla rasa del pasado hasta el siglo XX, creando la ilusión de una transformación estructural del capitalismo.
Se trata de una explicación central del nivel excepcionalmente bajo del flujo sucesorio en las décadas posteriores a la segunda Guerra Mundial: las personas que habrían debido heredar en los años cincuenta y sesenta no recibieron gran cosa porque sus padres no tuvieron tiempo para reponerse de los choques de los decenios anteriores, y murieron así con poco patrimonio.
En particular, esto permite comprender por qué el desplome sucesorio era todavía más significativo que el patrimonial: casi dos veces más importante. Como vimos en la segunda parte, el total de la riqueza privada se dividió entre más de tres en 1910-1950: el acervo de capital privado pasó de casi siete años a sólo dos o dos años y medio de ingreso nacional (véase el capítulo III, gráfica III.6). Por su parte, el flujo sucesorio anual se dividió prácticamente entre seis: pasó de alrededor de 25% del ingreso nacional en vísperas de la primera Guerra Mundial a sólo 4-5% en los años cincuenta (véase la gráfica XI.1).
No obstante, el hecho esencial es que esta situación no duró mucho. Por naturaleza, el «capitalismo de reconstrucción» no es sino una etapa transitoria y no la transformación estructural que se pensó a veces. A partir de los años cincuenta y sesenta, a medida que se acumulaba de nuevo el capital y aumentaba la relación capital/ingreso β, las fortunas empezaron a envejecer de nuevo, de tal manera que también se incrementó la relación μ entre el patrimonio promedio en el momento del fallecimiento y el patrimonio promedio de los vivos. El retorno del patrimonio iba a la par con su envejecimiento y preparaba entonces el regreso aún más fuerte de la herencia. En 1960, el perfil observado en 1947 ya no era más que un recuerdo: los sexagenarios y los septuagenarios superaban ligeramente a los quincuagenarios (véase el cuadro XI.1). En los años ochenta era el turno de los octogenarios; el perfil creciente se impuso cada vez más en los años 1990-2000. En 2010, el patrimonio promedio de los octogenarios era un 30% más elevado que el de los quincuagenarios. Si se reintegraran a los patrimonios de los diferentes grupos de edad las donaciones hechas antes del fallecimiento (lo que no sucede en el cuadro XI.1), el perfil sería aún más creciente en 2000-2010, aproximadamente de las mismas proporciones que en 1900-1910 (con un patrimonio promedio para los mayores de 70 años de más del doble que el de los quincuagenarios), con la ligera diferencia de que la mayoría de los fallecimientos se dan ahora en las edades más avanzadas, por lo cual se observa una relación μ sensiblemente más elevada (véase la gráfica XI.5).
¿CÓMO EVOLUCIONARÁ EL FLUJO SUCESORIO EN EL SIGLO XXI?
Teniendo en cuenta el fuerte incremento del flujo sucesorio observado a lo largo de las últimas décadas, es natural preguntarse si esta alza proseguirá. En la gráfica XI.6 representamos dos posibles evoluciones para el siglo XXI: se trata, por una parte, de un escenario central, que se corresponde con la hipótesis de una tasa de crecimiento de 1.7% anual para el periodo 2010-2100[16] y de un rendimiento neto del capital de 3% para ese mismo periodo[17], y, por otra, de un escenario alternativo, basado en la hipótesis de un incremento reducido de sólo 1% para el periodo 2010-2100 y de un rendimiento neto del capital que sube a 5%. Esto corresponde a una supresión completa de todos los impuestos que gravan al capital, incluso sobre los beneficios de las empresas, o bien a una eliminación parcial acompañada por un alza de la participación del capital.
En el escenario central, las simulaciones resultantes del modelo teórico (utilizado con éxito para explicar las evoluciones del periodo 1820-2010) sugieren que el flujo sucesorio debería proseguir su incremento hasta 2030-2040, luego estabilizarse en torno a 16-17% del ingreso nacional. Según el escenario alternativo, el flujo sucesorio aumentaría de forma más importante, hasta las décadas de 2060-2070; luego se estabilizaría en torno a 24-25% del ingreso nacional, es decir, un nivel similar al observado en 1870-1910. En un caso, el regreso de la herencia sólo sería parcial; en el otro, sería total (al menos en lo relativo a la masa de las sucesiones y donaciones); sin embargo, en ambos casos el flujo de sucesiones y donaciones sería de cualquier modo muy elevado en el siglo XXI y, en particular, mucho más alto que durante el periodo excepcionalmente bajo observado a mediados del siglo XX.
Desde luego, es necesario subrayar la amplitud de las incertidumbres en torno a semejantes previsiones, que tienen ante todo un interés ilustrativo. La evolución del flujo sucesorio en el siglo que se inicia depende de múltiples parámetros económicos, demográficos y políticos, que pueden ser objeto de vuelcos de gran amplitud, muy imprevisibles, como lo demuestra la historia del siglo pasado. Es fácil imaginar otros escenarios conducentes a otras evoluciones; por ejemplo, en caso de una aceleración espectacular del crecimiento demográfico o económico (lo que parece poco probable) o bien de un cambio radical en las políticas públicas respecto del capital privado o de la herencia (lo que tal vez es más realista)[18].
Insistamos asimismo en el hecho de que la evolución del perfil por edad de los patrimonios depende principalmente de los comportamientos de ahorro, es decir, de las razones por las que cada individuo acumula patrimonio. Como ya indicamos abundantemente, estas razones son múltiples, muy variadas y a menudo están presentes en proporciones diversas en cada persona: se puede ahorrar para tener reservas con vistas a la jubilación, para cubrir una posible pérdida de empleo o de salario (ahorro de ciclo de vida o de precaución), para constituir o perpetuar un capital familiar (ahorro dinástico) o simplemente por el gusto de la riqueza y el prestigio que ésta confiere (simple acumulación). De manera abstracta, es muy factible imaginar un mundo en el que cada individuo elegiría transformar en renta vitalicia el conjunto de su fortuna, para así morir sin ningún patrimonio: si semejantes comportamientos se volvieran de forma súbita predominantes en el siglo XXI, desde luego el flujo sucesorio se reduciría a casi nada, sin importar además los valores observados por la tasa de crecimiento y por la tasa de rendimiento del capital.
Los dos escenarios presentados en la gráfica XI.6 son factibles, teniendo en cuenta la información actualmente disponible. En particular supusimos el mantenimiento a lo largo de 2010-2100 del mismo tipo de comportamiento de ahorro que el observado en el pasado, al que se puede caracterizar como sigue: más allá de las enormes variaciones en los comportamientos individuales[19], se advierte que las tasas de ahorro son en promedio mucho más elevadas cuando el ingreso o el patrimonio inicial son más altos[20], mientras que las variaciones en función del grupo de edad son mucho más reducidas: en promedio, en una primera aproximación, se ahorra en proporciones comparables en todas las edades. En particular, no se observa el comportamiento masivo de desahorro en edades avanzadas predicho por la teoría del ciclo de vida, sin importar la evolución de la esperanza de vida. Sin duda, esto se explica por la importancia del motivo de transmisión familiar (en realidad, nadie desea morir sin riqueza, incluso en las sociedades que envejecen), aunque también por una lógica de acumulación pura, así como por el sentimiento de seguridad —y no sólo de prestigio y de poder— que proporciona el patrimonio[21]. La enorme concentración de la riqueza (la participación del decil superior sigue siendo de por lo menos 50-60% de la riqueza total, incluso en cada grupo de edad) es el eslabón faltante que permite explicar el conjunto de estos hechos y que socava por completo la teoría de Modigliani. Este regreso gradual desde los años cincuenta y sesenta a una desigualdad patrimonial de tipo dinástico permite comprender la inexistencia del desahorro en edades avanzadas (la mayor parte de la riqueza es propiedad de personas que tienen los medios para financiar su nivel de vida sin vender sus activos) y, por consiguiente, el mantenimiento de un nivel elevado de la herencia y la perpetuación del nuevo equilibrio, con una movilidad claramente positiva aunque reducida.
GRÁFICA XI.6. Flujo sucesorio observado y simulado, Francia, 1820-2100
Las simulaciones resultantes del modelo teórico indican que el nivel del flujo sucesorio en el siglo XXI dependerá de la tasa de crecimiento y del rendimiento neto del capital.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
El punto esencial es que, para una estructura determinada del comportamiento del ahorro, este proceso acumulativo es más rápido y desigualitario en función de la elevación de la tasa de rendimiento del capital y de la baja de la tasa de crecimiento. El enorme incremento en los Treinta Gloriosos explica la relativa lentitud del alza de la relación μ (entre la riqueza promedio de los difuntos y la de los vivos) y, por consiguiente, del flujo sucesorio a lo largo del periodo 1950-1970. De forma inversa, la reducción del crecimiento explica la aceleración del envejecimiento de los patrimonios y del retorno de la herencia observada desde los años ochenta. Intuitivamente, cuando el desarrollo es fuerte, por ejemplo cuando los salarios aumentan en un 5% anual, es más fácil para las generaciones jóvenes acumular riqueza y actuar de la misma manera que los de más edad. En el momento en que el crecimiento salarial disminuye hacia el 1-2% anual[22], los trabajadores jóvenes se ven casi inevitablemente dominados por los de más edad, cuyo patrimonio crece al ritmo del rendimiento del capital. Este proceso simple pero importante permite explicar muy bien la evolución de la relación μ y del flujo sucesorio anual, lo que aclara por qué las series observadas y simuladas son tan similares a lo largo del periodo 1820-2010, tomado en su conjunto[23].
A pesar de las incertidumbres, es natural considerar que estas simulaciones ofrecen una guía útil para el porvenir. Desde un punto de vista teórico se puede demostrar que para una amplia clase de comportamientos del ahorro, durante una época con un crecimiento bajo comparado con el rendimiento del capital, el alza de la relación μ equilibra de manera casi exacta la baja de tendencia en la tasa de mortalidad m, de tal manera que el producto μ × m es casi independiente de la esperanza de vida y está casi por completo determinado por la duración de una generación. El resultado central es que un crecimiento del orden de 1% es, desde este punto de vista, no muy diferente de un crecimiento rigurosamente nulo: en ambos casos, la intuición conforme a la cual el envejecimiento lleva a la desaparición de la herencia se revela falsa. En una sociedad que envejece se hereda más tarde, pero se reciben montos más elevados (por lo menos para quienes heredan), de tal manera que la importancia global de la herencia permanece inalterada[24].
DEL FLUJO SUCESORIO ANUAL AL ACERVO DE PATRIMONIO HEREDADO
¿Cómo se pasa del flujo sucesorio anual al stock de patrimonio heredado? Los datos detallados a nuestro alcance sobre el flujo sucesorio y las edades de los difuntos, herederos, donadores y donatarios nos permiten estimar para cada año del periodo 1820-2010 la participación de la riqueza heredada en la riqueza total de las personas vivas en el año en cuestión (se trata pues, sobre todo, de sumar las sucesiones y donaciones recibidas a lo largo de los 30 años anteriores, a veces más en casos de herencia particularmente precoz o de longevidad excepcional, e inversamente en los casos contrarios). Se indican los principales resultados en la gráfica XI.7, en la que también mostramos las simulaciones realizadas para el periodo 2010-2100 a partir de los dos escenarios antes analizados.
GRÁFICA XI.7. La participación del patrimonio heredado en la riqueza total, Francia, 1850-2100
Los patrimonios heredados representaban 80-90% de la riqueza total en Francia en el siglo XIX; esta participación cayó a 40-50% en el siglo XX y podría volver a subir hacia 80-90% en el siglo XXI.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
Los órdenes de magnitud que deben recordarse son los siguientes: en el siglo XIX y hasta principios del XX, cuando el flujo sucesorio alcanzó cada año el equivalente de 20-25% del ingreso nacional, los patrimonios heredados representaban casi la totalidad de los privados: entre 80 y 90%, con una tendencia al alza. Sin embargo, hay que subrayar que, en semejantes sociedades y en todos los niveles de riqueza, siempre existía un porcentaje de los dueños de patrimonios —entre 10 y 20%— que acumularon su riqueza partiendo de la nada. No se trata de sociedades inmóviles. Simplemente, los patrimonios heredados constituían la inmensa mayoría de los casos. De hecho, esto no debe sorprender: si se acumula un flujo sucesorio anual del orden de 20% del ingreso nacional durante alrededor de 30 años, se llega mecánicamente a una enorme masa de sucesiones y donaciones, del orden de seis años de ingreso nacional, lo que representa entonces prácticamente todos los patrimonios[25].
A lo largo del siglo XX, después del desplome del flujo sucesorio, este equilibrio se transformó por completo. Se llegó al punto más bajo en los años setenta: tras muchas décadas de herencias pequeñas y de acumulación de nuevos patrimonios, el capital heredado representaba apenas más de 40% del capital privado. Sin duda, por primera vez en la historia —a excepción de los países nuevos— las fortunas acumuladas en vida constituían la mayoría de los patrimonios: casi 60%. Es importante advertir dos cosas: por una parte, la naturaleza del capital cambió realmente en la posguerra; por la otra, acaba de terminar ese periodo excepcional, y es claro que terminó porque el porcentaje de los patrimonios heredados en la fortuna total no había dejado de aumentar desde los años setenta, convirtiéndose en claramente mayoritario a partir de los años ochenta y noventa y, según los últimos datos disponibles, el capital heredado representaba en 2010 aproximadamente dos tercios del capital privado en Francia, frente a apenas un tercio del patrimonio constituido a partir del ahorro. Tomando en cuenta los niveles muy altos del flujo sucesorio actual, si las tendencias se mantienen es muy probable que el porcentaje de los patrimonios heredados siga aumentando en las décadas futuras, que supere el 70% de aquí a 2020 y se acerque al 80% en 2030-2040. En el escenario en el que el crecimiento disminuya al 1% y el rendimiento neto del capital aumentara al 5%, el porcentaje de los patrimonios heredados podría mantener su crecimiento y alcanzar el 90% de aquí a 2050-2060, es decir, aproximadamente el mismo nivel que en la Bella Época.
Vemos entonces que la curva en forma de U que sigue el flujo sucesorio anual como proporción del ingreso nacional a lo largo del siglo XX se acompaña por una curva en U, igual de espectacular, en lo relativo al acervo acumulado de los patrimonios heredados como proporción de la riqueza nacional. Para comprender correctamente el vínculo entre estas dos curvas, merece la pena comparar el nivel del flujo sucesorio con el de la tasa de ahorro, que, como vimos en la segunda parte, solía ser del orden de 10%. Cuando el flujo sucesorio representa 20-25% del ingreso nacional, como sucedía en el siglo XIX, las sumas recibidas cada año en forma de sucesiones y donaciones suponían incluso más del doble que el flujo de ahorro nuevo. Si a esto se añade que parte de ese ahorro nuevo procedía de los ingresos del capital heredado (incluso se trataba de la mayor parte del ahorro en el siglo XIX), advertimos que es inevitable, con semejantes flujos anuales, que el patrimonio heredado predominara ostensiblemente sobre el ahorrado. Al contrario, cuando el flujo sucesorio cayó a justo 5% del ingreso nacional, como sucedió en los años cincuenta y sesenta, es decir, dos veces menos que el flujo de ahorro nuevo (siempre suponiendo una tasa de ahorro del orden de 10%, lo que sucede aproximadamente), es lógico que el capital ahorrado predominara sobre el heredado. El hecho central es que el flujo sucesorio anual volvió a superar a la tasa de ahorro en 1980-1990 y fue netamente superior a ella en 2000-2010. A principios de la década de 2010 se recibía cada año en forma de sucesiones y donaciones el equivalente a 15% del ingreso nacional.
Para comprender mejor las sumas citadas, sin duda es útil recordar que el ingreso disponible (monetario) de los hogares representa alrededor de 70-75% del ingreso nacional en un país como Francia al inicio del siglo XXI (teniendo en cuenta la importancia de las transferencias en dinero: salud, educación, seguridad, diversos servicios públicos, etc., que no se incluyen en el ingreso disponible). Si se expresa el flujo sucesorio no en relación con el ingreso nacional, como hemos hecho hasta aquí, sino en relación con el ingreso disponible, se observa que las sucesiones y donaciones recibidas cada año por los hogares franceses representan a principios de la década de 2010 el equivalente de 20% de su ingreso disponible y, por consiguiente —en este sentido—, ya recobraron su nivel del periodo 1820-1910 (véase la gráfica XI.8). Como explicamos en el capítulo V, para hacer comparaciones espaciales y temporales sin duda se justifica más utilizar el ingreso nacional (y no el ingreso disponible) como denominador de referencia. Sin embargo, la comparación con el ingreso disponible expresa también cierta realidad, en algún sentido más concreta, lo que permite advertir que la herencia representa en lo sucesivo el equivalente de una quinta parte de las demás fuentes monetarias a disposición de los hogares (por ejemplo, para ahorrar), aunque en breve debería alcanzar un cuarto, incluso más.
GRÁFICA XI.8. El flujo sucesorio anual expresado en porcentaje del ingreso disponible, Francia, 1820-2010
Expresado como porcentaje del ingreso disponible (y no del ingreso nacional), el flujo sucesorio recuperó en 2010 un nivel del orden de 20%, cercano al observado en el siglo XIX.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
REGRESO AL DISCURSO DE VAUTRIN
Para hacerse una idea aún más concreta de lo que representa la herencia en la vida de cada individuo, y sobre todo con el objetivo de proporcionar una respuesta concreta a la pregunta existencial formulada en el discurso de Vautrin (¿qué nivel de vida se puede alcanzar por medio de la herencia y cuál mediante el trabajo?), la mejor manera de proceder consiste en ubicarse en el nivel de las generaciones sucesivas en Francia, desde principios del siglo XIX, y en comparar los diferentes tipos de recursos a los que tuvieron acceso a lo largo de su vida. Esta perspectiva, por generación y sobre la totalidad de la vida, es la única que permite tomar en cuenta correctamente el hecho de que la herencia no es un recurso recibido periódicamente de forma anual[26].
Examinemos primero la evolución del porcentaje que representa en promedio la herencia en la totalidad de los recursos recibidos por las generaciones nacidas en Francia en 1790-2030 (véase la gráfica XI.9). Procedimos de la siguiente manera: a partir de nuestras series respecto del flujo sucesorio anual y de los datos detallados disponibles acerca de la edad de los difuntos, herederos, donadores y donatarios durante todo el periodo estudiado, calculamos la participación de la herencia en los recursos totales recibidos a lo largo de la vida, en función del año de nacimiento. Se capitalizaron todos los recursos, es decir, la herencia (sucesiones y donaciones) por una parte y los ingresos del trabajo por la otra, después de la deducción de los impuestos[27], sobre el conjunto de la vida utilizando el rendimiento neto promedio del capital vigente en Francia para cada año. En una primera aproximación, este método es el más justificado, pero debe señalarse que lleva sin duda a subestimar un poco la participación de la herencia, en la medida en que los herederos (y en general los altos patrimonios) muy a menudo logran obtener un rendimiento más alto que el ahorro resultante de los ingresos del trabajo[28].
GRÁFICA XI.9. La participación de la herencia en los recursos totales (herencia y trabajo) de las generaciones nacidas en los años de 1790-2030
La herencia representaba 25% de los recursos de las generaciones del siglo XIX y apenas 10% para aquellas generaciones nacidas en 1910-1920 (cuya herencia tendría que haberse materializado en 1950-1960).
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
Los resultados obtenidos son los siguientes: si se considera el conjunto de las personas nacidas en la década iniciada en 1790, se advierte que la herencia representaba en torno a 24% del total de los recursos recibidos a lo largo de la vida y, por consiguiente, que los ingresos del trabajo representaban más o menos 76% de los recursos totales. Con las personas nacidas en la década de 1810, el porcentaje de la herencia era de 25% y el de los ingresos del trabajo de 75%. Sucedía lo mismo, en una primera aproximación, con todas las generaciones del siglo XIX, por lo menos para las que heredaron antes de la primera Guerra Mundial. Se observa que el porcentaje de la herencia en los recursos totales, del orden de 25% en el siglo XIX, era ligeramente más elevado que el nivel del flujo sucesorio expresado en proporción del ingreso nacional (alrededor de 20-25% en la misma época): esto resulta del hecho de que los ingresos del capital —en general aproximadamente un tercio del ingreso nacional— se vuelven de facto a atribuir en parte a la herencia y en parte a los ingresos del trabajo[29].
Para las generaciones nacidas a partir de 1870-1880, la participación de la herencia en los recursos totales empezó a disminuir progresivamente: esta situación se debía a que una parte creciente de las personas que habrían tenido que recibir su herencia después de la primera Guerra Mundial, en la práctica recibieron menos de lo previsto, debido a los choques experimentados por los capitales de sus padres. El punto más bajo se alcanzó con las generaciones nacidas en 1910-1920: éstas deberían haber heredado justo después de la segunda Guerra Mundial y durante 1950-1960, es decir, en el momento en que el flujo sucesorio era más bajo, de tal manera que la herencia representaba apenas 8-10% de sus recursos totales. El alza se inició con las generaciones nacidas en 1930-1950, que heredaron sobre todo durante 1970-1990 y para quienes la herencia alcanzó 12-14% de la totalidad de sus recursos. Sin embargo, para las generaciones nacidas a partir de los años setenta y ochenta, beneficiarios de donaciones y sucesiones en 2000-2010, la herencia recobró una importancia desconocida desde el siglo XIX: alrededor de 22-24% de los recursos totales. Vemos hasta qué punto vamos saliendo apenas de esta espectacular experiencia histórica del «fin de la herencia» y hasta dónde las diferentes generaciones del siglo XX habrán conocido experiencias disímiles con respecto al ahorro y el capital: las cohortes del baby-boom tuvieron que hacerse a sí mismas, casi tanto como las del periodo de entreguerras y de principios del siglo XX, devastadas por las guerras; por el contrario, las cohortes nacidas durante el último tercio del siglo XX estaban sometidas al peso de la herencia, casi tanto como las del siglo XIX y las del XXI.
EL DILEMA DE RASTIGNAC
Por el momento sólo hemos examinado promedios; sin embargo, una de las principales características de la herencia es estar distribuida de manera muy poco igualitaria. Al introducir en las estimaciones anteriores la desigualdad de la herencia por una parte, y la de los ingresos del trabajo por la otra, por fin podremos analizar en qué medida el discurso pesimista de Vautrin se comprueba en las diferentes épocas. Se advierte en la gráfica XI.10 que las generaciones nacidas a finales del siglo XVIII y durante el XIX, empezando desde luego con Eugenio de Rastignac (a quien Balzac hizo nacer en 1798), se enfrentaban al terrible dilema descrito por el antiguo presidiario: al apoderarse de un patrimonio era posible alcanzar un nivel de vida mucho más alto que mediante los estudios y el trabajo.
GRÁFICA XI.10. El dilema de Rastignac para las generaciones nacidas en 1790-2030
En el siglo XIX, el 1% de las herencias más elevadas permitía alcanzar un nivel de vida mucho más alto que el 1% de los empleos mejor pagados.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
Para que se puedan interpretar los diferentes niveles de recursos de manera tan concreta e intuitiva como sea posible, los expresamos en múltiplos del nivel de vida promedio alcanzado en las diferentes épocas por el 50% de los trabajadores peor pagados. Este nivel de vida, al que se puede calificar de «popular», suele corresponder aproximadamente a la mitad del ingreso nacional promedio de la época considerada y proporciona un punto de referencia para analizar la desigualdad de una sociedad[30].
Los principales resultados obtenidos son los siguientes: en el siglo XIX, el 1% de los herederos más ricos (el 1% de quienes reciben la herencia más alta de su generación) disponían a lo largo de su vida de aproximadamente 25 o 30 veces ese nivel de vida popular. Dicho de otro modo, al apropiarse de semejante herencia, en general gracias a los padres o a los suegros, era posible tener durante toda la vida 25 a 30 sirvientes remunerados de esa manera. Al mismo tiempo, los recursos producidos por el 1% de los empleos mejor remunerados (por ejemplo, los de juez, procurador o abogado, de los que hablaba Vautrin) correspondían en torno a 10 veces ese nivel de vida popular. No resultaba menospreciable, aunque evidentemente tampoco era mucho mejor, sobre todo tomando en cuenta, como indicaba muy acertadamente el antiguo presidiario, que no era fácil acceder a semejantes empleos: no bastaba con graduarse brillantemente en leyes, sino que a menudo era necesario intrigar durante largos años, sin garantías de resultado alguno. En semejantes condiciones, si se observaba en el entorno inmediato una herencia correspondiente al percentil superior, sin duda más valía no dejarla pasar o, por lo menos, la opción merecía ser considerada.
Si ahora hacemos los mismos cálculos respecto de las generaciones nacidas en los años 1910-1920, vemos que las elecciones de vida ya no se planteaban de la misma manera. El 1% de las herencias más grandes ofrecían recursos que eran apenas cinco veces más elevados que el nivel de vida popular. Por su parte, el 1% de los empleos mejor pagados seguían permitiendo 10 a 12 veces ese nivel (era la consecuencia mecánica del hecho de que la participación del percentil superior de la jerarquía de los salarios se mantuvo relativamente estable en torno a 6-7% de la masa salarial a largo plazo)[31]. Sin duda, por primera vez en la historia se podía vivir dos veces mejor accediendo a un empleo del percentil superior que a una herencia del percentil superior: los estudios, el trabajo y el mérito pagaban más que la sucesión.
Se observará que la elección era casi igual de clara para las generaciones del baby-boom: a los Rastignac nacidos en los años cuarenta y cincuenta les convenía buscar un empleo del percentil superior (que seguía produciendo 10 o 12 veces el nivel de vida popular) y no escuchar a las sirenas de los Vautrin de su época (el percentil superior de la herencia alcanzaba para justo seis a siete veces el nivel de vida popular). Para todas esas generaciones, el éxito mediante el trabajo se volvió más rentable, y no sólo más moral.
En concreto, esos resultados indicaban también que, durante todo ese periodo y para el conjunto de las generaciones nacidas entre 1910 y 1950, el percentil superior de la jerarquía de los ingresos estaba mayoritariamente compuesto por personas que vivían sobre todo de su trabajo. Se trata de un acontecimiento considerable, no sólo porque representa una gran primicia histórica (en Francia y muy posiblemente en el conjunto de los países europeos), sino también porque el percentil superior constituye en todas las sociedades un grupo muy importante[32]. Como señalamos en el capítulo VII, el percentil superior representa a una élite relativamente amplia y que desempeña un papel central en la estructuración económica, política y simbólica de la sociedad[33]. En todas las sociedades tradicionales (recordemos que la aristocracia representaba entre 1 y 2% de la población en 1789), e incluso hasta la Bella Época (a pesar de las esperanzas suscitadas por la Revolución francesa), el capital heredado siempre predominó en este grupo. El hecho de que haya dejado de ser así para todas las generaciones nacidas durante la primera mitad del siglo XX es un acontecimiento excepcional, que contribuyó a fomentar una fe sin precedentes en la irreversibilidad del progreso social y el fin del viejo orden social. Desde luego, la desigualdad no estaba ausente en los Treinta Gloriosos, pero se veía ante todo a través del prisma tranquilizador de la desigualdad salarial, un mundo salarial desde luego cruzado por importantes diferencias entre obreros, empleados y ejecutivos (esas disparidades, por lo demás, tendieron a incrementarse en Francia en 1950-1960); sin embargo, un mundo fundamentalmente único, que comulgaba en el mismo culto al trabajo, basado en el mismo ideal meritocrátrico y del que se pensaba que definitivamente había superado la desigualdad patrimonial y arbitraria del pasado.
Para las generaciones nacidas en los años setenta y ochenta, y más aún para las siguientes, las realidades eran y son muy diferentes; en particular, las elecciones de vida se volvieron mucho más complejas: las herencias del percentil superior producían casi tanto como los empleos de ese grupo (hasta ligeramente más: la herencia permitía 12 o 13 veces el nivel de vida popular, frente a 10 u 11 veces con el trabajo). Sin embargo, se observará que la estructura de la desigualdad y del percentil superior en este inicio del siglo XXI es muy diferente de lo que era en el siglo XIX, debido a que la concentración de la herencia es hoy mucho menos fuerte que antaño[34]. Las generaciones actuales se enfrentan a desigualdades y estructuras sociales que les son propias y que, en cierta manera, están en un estadio intermedio entre el cínico mundo de Vautrin (en el que la herencia predominaba sobre el trabajo) y el mundo encantado de los Treinta Gloriosos (en el que el trabajo producía más que la herencia). Según estos resultados, el percentil superior de la jerarquía social vigente en Francia en este inicio del siglo XXI debería incluir proporciones comparables de altos ingresos resultantes de la herencia y del trabajo.
LA ARITMÉTICA ELEMENTAL DE LOS RENTISTAS Y LOS EJECUTIVOS
Recapitulemos: existen dos condiciones para que pueda prosperar una sociedad patrimonial y rentista, es decir, una sociedad en la que los ingresos resultantes del capital heredado sean superiores a los del trabajo en la cima de la jerarquía social, a semejanza de los universos descritos sobre todo por Balzac o Jane Austen. Primera condición: es necesario que el peso global del capital, y en su interior el del capital heredado, sea importante. En general, se requiere que la relación capital/ingreso sea del orden de seis-siete y que el capital heredado represente la parte esencial del acervo. En semejantes sociedades, la herencia puede representar alrededor de una cuarta parte del total de los recursos disponibles en promedio para las diferentes generaciones (hasta una tercera parte, si se toma una estimación alta de la desigualdad de los rendimientos del capital), como sucedía en los siglos XVIII y XIX y hasta 1914. De nuevo, esta primera condición, que atañe a la masa de la herencia, está en vías de satisfacerse en el siglo XXI.
La segunda condición es que la concentración de la herencia debe ser sumamente elevada. Si la herencia estuviera distribuida de la misma manera que los ingresos del trabajo (con niveles idénticos para la participación del decil superior, del percentil superior, etc., en el total de las herencias y de los ingresos del trabajo), nunca podría existir el mundo de Vautrin: puesto que los ingresos del trabajo representan una masa siempre superior a los resultantes de la herencia (por lo menos tres veces más alta)[35], el 1% de los ingresos del trabajo más altos sería mecánica y sistemáticamente mucho mayor que el 1% de los ingresos heredados más altos[36].
Para que el efecto de concentración predomine sobre el efecto de masa, es indispensable que el percentil superior de la jerarquía de la herencia posea por sí solo un porcentaje preponderante del total de la fortuna heredada. Éste era justamente el caso de las sociedades de los siglos XVIII y XIX, en las que en torno a 50-60% del patrimonio total era del percentil superior (hasta 70% en el Reino Unido o en el París de la Bella Época), es decir, casi 10 veces más que el porcentaje del percentil superior de la jerarquía de los ingresos del trabajo en el total de la masa salarial (alrededor de 6-7%, nivel que, como vimos, ha sido relativamente estable a largo plazo). Esta relación de 10 a 1 entre las concentraciones patrimoniales y salariales permite contrarrestar la relación de 1 a 3 entre las masas de ingresos y explica por qué una herencia del percentil superior permitía vivir prácticamente tres veces mejor que un salario del mismo percentil en la sociedad patrimonial del siglo XIX (véase la gráfica XI.10).
Esta aritmética elemental de los rentistas y los ejecutivos permite también entender por qué los percentiles superiores de la herencia y del trabajo se equilibran más o menos en Francia en este inicio del siglo XXI: la concentración patrimonial es tres veces mayor que la de los salarios (apenas más de 20% de la riqueza total para el percentil superior de los patrimonios, frente a 6-7% de la masa salarial total para el percentil superior correspondiente) y equilibra entonces más o menos el efecto de masa. También vemos por qué los herederos fueron tan claramente dominados por los ejecutivos durante los Treinta Gloriosos (el efecto de concentración, de 3 a 1, era demasiado bajo como para equilibrar el enorme efecto de masa, de 1 a 10). Sin embargo, fuera de estas situaciones de choques extremos o de políticas públicas específicas (sobre todo fiscales), la estructura «natural» de la desigualdad parece conducir prioritariamente a un predominio de los rentistas sobre los ejecutivos. En particular, cuando el crecimiento es bajo y el rendimiento del capital es claramente superior a la tasa de crecimiento, casi es inevitable —por lo menos en los modelos dinámicos más factibles— que la concentración patrimonial tienda hacia niveles tales que los altos ingresos del capital heredado predominen sobre los altos ingresos del trabajo[37].
LA SOCIEDAD PATRIMONIAL CLÁSICA: EL MUNDO DE BALZAC Y DE JANE AUSTEN
Desde luego, los novelistas del siglo XIX no utilizaban las mismas categorías que nosotros para evocar las estructuras sociales de su tiempo, pero describían las mismas estructuras profundas, las de un mundo en el que sólo la propiedad de un patrimonio importante permitía alcanzar la verdadera holgura. Es impactante advertir hasta qué punto las estructuras desigualitarias, los órdenes de magnitud y los montos minuciosamente elegidos tanto por Balzac como por Jane Austen eran los mismos a ambos lados del canal de la Mancha, a pesar de las diferencias de las monedas, los estilos literarios y las intrigas. Como señalamos en el capítulo II, los puntos de referencia monetarios son sumamente estables en el mundo sin inflación que describían ambos novelistas, lo que les permitía definir con mucha precisión a partir de qué nivel de fortuna y de ingreso era posible vivir con un mínimo de elegancia y evitar así la mediocridad. En ambos casos, este umbral tanto material como psicológico se situaba en torno a 20 a 30 veces el ingreso promedio de su época. Por debajo de ese umbral, los héroes de Balzac o de Jane Austen vivían con dificultad, sin dignidad. Ese umbral era perfectamente alcanzable si se formaba parte del 1% de los más ricos en patrimonios (y de preferencia si se pertenecía casi al 0.5%, o incluso al 0.1% más alto) de las sociedades francesa e inglesa del siglo XIX: remitía pues a un grupo social muy identificado y numéricamente considerable; un grupo minoritario, desde luego, pero lo bastante numeroso como para estructurar a la sociedad y nutrir todo un universo novelesco[38]. Sin embargo, ese grupo estaba totalmente fuera del alcance si sólo se ejercía un oficio, por bien remunerado que éste fuera: el 1% de las profesiones mejor pagadas de ninguna manera permitía acceder a ese tren de vida (ni siquiera el 0.1%)[39].
En la mayoría de esas novelas, el marco indisociablemente monetario, social y psicológico se planteaba desde las primeras páginas; luego era recordado de vez en cuando, para que nadie olvidara las diferencias entre los personajes presentados, todos esos signos monetarios que condicionaban sus existencias, rivalidades, estrategias y esperanzas. En El pobre Goriot, la decrepitud del anciano se expresaba de inmediato por el hecho de que tuvo que contentarse progresivamente con la habitación más mugrienta y la alimentación más elemental de la pensión Vauquer, con el objetivo de reducir su gasto anual a 500 francos (es decir, aproximadamente el ingreso promedio de la época: una absoluta miseria para Balzac)[40]. El anciano sacrificó todo por sus hijas, quienes recibieron una dote de 500 000 francos cada una, es decir, una renta anual de 25 000 francos, en torno a 50 veces el ingreso promedio: en todas las novelas de Balzac, ésta es la unidad elemental de la fortuna, la expresión de la verdadera riqueza y de la vida elegante. De entrada, se planteaba el contraste entre los dos extremos de la sociedad. Sin embargo, Balzac no olvidaba que entre la miseria absoluta y la verdadera holgura había todo tipo de situaciones intermedias, algunas más mediocres que otras. La pequeña propiedad de los Rastignac, situada cerca de Angulema, producía apenas 3000 francos por año (6 veces el ingreso promedio): para Balzac, era el ejemplo típico de la pequeña nobleza provinciana y sin dinero, que apenas podía dedicar 1200 francos anuales para permitir a Eugène estudiar derecho en la capital. En el discurso de Vautrin, el salario anual de 5000 francos (10 veces el ingreso promedio) que podría producir al joven Rastignac un empleo de procurador del rey, tras muchos esfuerzos e incertidumbres, era el ejemplo mismo de la mediocridad, lo que demostraba mejor que cualquier discurso que los estudios no llevaban a ningún lado. Balzac describía una sociedad en la que el objetivo mínimo era alcanzar 20 a 30 veces el ingreso promedio de la época, incluso hasta 50 veces, como lo permitía la dote de Delphine y Anastasie, o mejor aún 100 veces, gracias a los 50 000 francos de renta anual que produciría el millón de la señorita Victorine.
En César Birotteau, el audaz perfumista también apuntaba a alcanzar el millón de francos de patrimonio, de modo que pudiera conservar la mitad para él y su esposa y consagrar 500 000 francos a la dote de su hija, lo que le parecía indispensable para casarla correctamente y permitir a su futuro yerno adquirir sin problemas la notaría Roguin. Su esposa deseaba que dejara de tener ilusiones vanas, convencerlo de que podían jubilarse con 2000 francos de renta anual y casar a su hija con sólo 8000 francos de renta, pero César no atendía razones: no deseaba acabar como su socio Pillerault, quien se retiraba de los negocios con sólo 5000 francos de renta. Para vivir bien se necesitaba por lo menos 20 o 30 veces el ingreso promedio: con 5 o 10 veces apenas se sobrevivía.
Se advierten precisamente los mismos órdenes de magnitud al otro lado del canal de la Mancha. En Sentido y sensiblilidad, el meollo de la intriga, al mismo tiempo monetaria y psicológica, se establecía en las primeras 10 páginas, en el marco del terrible diálogo entre John Dashwood y su esposa Fanny. John acababa de heredar la inmensa propiedad de Norland, que producía un ingreso de 4000 libras por año, es decir, más de 100 veces el ingreso promedio de la época (apenas más de 30 libras anuales en el Reino Unido de 1800-1810)[41]. Es el ejemplo mismo de las enormes propiedades, la cima de la holgura en las novelas de Jane Austen. Con 2000 libras por año (más de 60 veces el ingreso promedio), el coronel Brandon y su propiedad de Delaford se encontraban dentro de la norma de lo que se esperaba de una gran propiedad rural en esa época; en otras ocasiones se observaba que 1000 libras anuales podían muy bien bastar para un héroe de Jane Austen. En cambio, con 600 libras (20 veces el ingreso promedio), John Willoughby se encontraba realmente en el límite inferior de la holgura, hasta el punto de que la gente se preguntaba cómo el guapo e impetuoso joven lograba vivir tan holgadamente con tan poco. De hecho, sin duda eso explica por qué abandona pronto a Marianne, desamparada e inconsolable, por la señorita Grey y su dote de 50 000 libras de capital (2500 libras de renta anual, 80 veces el ingreso promedio), de la cual señalaremos de paso que es casi exactamente del mismo monto que la dote de un millón de francos de la señorita Victorina, tomando en cuenta la tasa de cambio vigente. Al igual que en las novelas de Balzac, una dote igual a la mitad de esta suma, como la de Delphine y Anastasie, ya era muy satisfactoria. Por ejemplo, la señorita Morton, única hija de lord Norton, con sus 30 000 libras de capital (1500 libras de renta, 50 veces el ingreso promedio), era la heredera perfecta, el blanco de todas las suegras, empezando por la señora Ferrars, que gustosa la vería casada con su hijo Edward[42].
Desde las primeras páginas, la holgura de John Dashwood contrasta con la relativa pobreza de sus medias hermanas Elinor, Marianne y Margaret, quienes junto con su madre debían contentarse con un total de 500 libras de renta anual para cuatro personas (125 libras para cada una: apenas más de cuatro veces el ingreso promedio por habitante), lo que era insuficiente para casar a las jóvenes. Además, la señora Jennings, gran aficionada a los chismes mundanos en la campiña del Devonshire, con frecuencia se complacía en recordarles sin rodeos en los múltiples bailes, visitas de cortesía y sesiones de música que salpicaban su existencia, y en donde a menudo se cruzaban con jóvenes y seductores pretendientes, que por desgracia no siempre se quedaban: «Lo reducido de su fortuna puede hacerlos dudar». Al igual que en Balzac, se vivía muy modestamente con 5 a 10 veces el ingreso promedio en la novela de Jane Austen. Ni siquiera se mencionaban los ingresos cercanos o por debajo del promedio de 30 libras: se temía que no se estuviera lejos del mundo de los sirvientes, por lo que ni siquiera merecía la pena hablar de ello. Cuando Edward Ferrars consideraba ser pastor y aceptar la parroquia en Deliford por 200 libras anuales (entre seis y siete veces el ingreso promedio), casi pasaba por santo. Incluso completando sus ingresos con los rendimientos del pequeño capital que le dejó su familia para castigarlo por su mal casamiento, y con la escasa renta aportada por Elinor, los dos esposos no llegarían lejos, y «por muy enamorados que estuviesen no dejaban de comprender que trescientas cincuenta libras al año no bastarían para cubrir las más elementales comodidades de la vida»[43]. Este dichoso y virtuoso final no debe, sin embargo, ocultar lo esencial: al negarse, por los consejos de la odiosa Fanny, a ayudar a sus medias hermanas y a compartir, aunque fuera un poco, su inmensa fortuna, a pesar de las promesas hechas a su padre en su lecho de muerte, John Dashwood condenaba a Elinor y a Marianne a una vida mediocre y llena de humillaciones. Todo su destino quedaba sellado por el terrible diálogo introductorio.
A veces vislumbramos el mismo tipo de estructura monetaria y desigualitaria en los Estados Unidos de fines del siglo XIX. En Washington Square, novela publicada en 1881 por Henry James y magníficamente llevada al cine en la película La heredera, realizada por William Wyler en 1949, toda la intriga se construía en torno a una confusión sobre el monto de la dote. Se descubría que las cifras son despiadadas y que más valía no equivocarse. Catherine Sloper lo aprendió en carne propia, viendo huir a su prometido cuando se enteró de que su dote no representaba más que 10 000 dólares de renta anual en lugar de los 30 000 considerados (es decir, exactamente 20 veces el ingreso promedio estadunidense de la época, en lugar de 60 veces). «Eres demasiado fea», le lanzó su padre, viudo, riquísimo y tiránico, a imagen del príncipe Bolkonsky con la princesa María en Guerra y paz. También la situación de los hombres podía ser muy frágil: en The Magnificent Ambersons, Orson Welles mostraba la caída de un arrogante heredero que, estando en la cúspide, disponía de 60 000 dólares de renta (120 veces el ingreso promedio), antes de bajar de clase social hacia 1900-1910 debido a la revolución automotriz y de acabar con un empleo de 350 dólares anuales, por debajo del ingreso promedio.
LA DESIGUALDAD PATRIMONIAL EXTREMA, ¿CONDICIÓN DE LA CIVILIZACIÓN EN UNA SOCIEDAD POBRE?
Es interesante señalar que los novelistas del siglo XIX no se contentaban con describir la jerarquía de los patrimonios y de los ingresos de su época. A menudo daban una visión muy concreta e íntima de los modos de vida, de las realidades cotidianas que permitían los diferentes niveles de ingresos. De paso, a veces se vislumbraba cierta justificación de la desigualdad patrimonial extrema de la época, en el sentido de que se percibe entre líneas que sólo ella permitía la existencia de un pequeño grupo social que podía preocuparse por otra cosa que su subsistencia: era casi una condición de la civilización.
En particular, Jane Austen evocaba con minucia el funcionamiento de la vida en esa época: los recursos que se debían gastar para alimentarse, adquirir muebles, vestirse, desplazarse. Ahora bien, el hecho es que, a falta de toda tecnología moderna, todo costaba muy caro y requería tiempo y, sobre todo, personal de ayuda. Se necesitaban recursos para preparar y reunir el alimento (que no se conservaba con facilidad), para vestir (la más mínima vestimenta podía valer varios meses de ingreso promedio, o incluso varios años) y, desde luego, para desplazarse. Para ello se requerían caballos y carruajes, que a su vez precisaban personal para ocuparse de ellos, pienso para los animales y un largo etcétera. El lector se encuentra en la situación de comprobar que, objetivamente, se vivía muy mal cuando sólo se disponía de tres o cinco veces el ingreso promedio, en el sentido en que se tenía que invertir lo mejor del tiempo de uno preocupándose por el funcionamiento de asuntos cotidianos. Si uno deseaba poder comprar libros, o bien instrumentos de música, o hasta joyas o vestidos de baile, entonces era indispensable disponer de por lo menos 20 a 30 veces el ingreso promedio de la época.
En la primera parte señalamos hasta qué punto es difícil y simplista comparar los poderes adquisitivos a muy largo plazo, por lo mucho que ha cambiado, de manera radical y multidimensional, la estructura de los modos de vida y de los precios vigentes; por ello es imposible resumir estas evoluciones mediante un indicador único. Sin embargo, se puede recordar que, conforme a los índices oficiales, el poder adquisitivo del ingreso promedio por habitante vigente en el Reino Unido o Francia alrededor de 1800 era más o menos 10 veces inferior a lo que era en 2010. Dicho de otro modo, con 20 o 30 veces el ingreso promedio de 1800, sin duda no se vivía mejor que con dos a tres veces el ingreso promedio del mundo actual. Con 5 o 10 veces el ingreso promedio de 1800, se estaba en una situación intermedia entre el salario mínimo de entonces y el salario promedio actual.
No obstante, los héroes de Balzac y de Jane Austen utilizaban sin miramientos los servicios de decenas de sirvientes, cuyo nombre en general ni siquiera conocemos. A veces, los novelistas llegaban a burlarse de las pretensiones y de las necesidades excesivas de sus personajes, como cuando Marianne, que ya se veía formando una pareja elegante con Willoughby, explicaba con sonrojo que según sus cálculos era difícil vivir con menos de 2000 libras por año (más de 60 veces el ingreso promedio de la época): «Creo no ser exigente. Se necesitan criados, uno o dos coches, perros de caza; menos que esto me resultaría duro»[44]. Elinor no lograba evitar señalarle que exageraba. Asimismo, el propio Vautrin explicaba que se necesitaba un ingreso de 25 000 francos (más de 50 veces el ingreso promedio) para vivir con un mínimo de dignidad; insistía sobre todo, con infinidad de detalles, en los costos de las vestimentas, los sirvientes y los desplazamientos; nadie le decía que exageraba, pero era tan cínico que resultaba evidente para todos los lectores[45]. Se advierte el mismo tipo de detalle carente de complejos, con los mismos órdenes de magnitud acerca de la noción de holgura, en los relatos de viaje de Arthur Young[46].
Sin importar los excesos de sus personajes, los novelistas del siglo XIX describían un mundo en el que la desigualdad era en cierta manera necesaria: si no existiera una minoría suficientemente rica, todo el mundo debería preocuparse por sobrevivir. Esta visión de la desigualdad tenía por lo menos el mérito de no describirse como meritocrática. En cierta manera se elegía a una minoría para que viviera en nombre de todos los demás, pero nadie intentaba pretender que dicha minoría era más merecedora o más virtuosa que el resto de la población. Además, en este universo era perfectamente evidente que la sola posesión de una riqueza permitía alcanzar un nivel de holgura suficiente para vivir con dignidad: sin duda, el hecho de tener un diploma o una calificación podía permitir producir y, por consiguiente, ganar 5 o 10 veces más que el promedio, pero no más. La sociedad meritocrática moderna, sobre todo en los Estados Unidos, es mucho más dura con los perdedores, pues pretende justificar su predominio en la justicia, la virtud y el mérito, así como en la insuficiente productividad de quienes están hasta abajo[47].
EL EXTREMISMO MERITOCRÁTICO EN LAS SOCIEDADES RICAS
Es interesante advertir que se suelen invocar creencias meritocráticas muy fuertes para justificar las enormes desigualdades salariales, las cuales parecieran ser más justificadas que las que resultan de la herencia. Desde Napoleón hasta la primera Guerra Mundial, en Francia existió un pequeño número de funcionarios de muy alto nivel sumamente bien pagados (que a veces recibían hasta 50 o 100 veces el ingreso promedio de la época), empezando por los propios ministros. Esto siempre se justificaba —sobre todo por el propio emperador, salido de la pequeña nobleza corsa— mediante la idea conforme a la cual los más capaces y los más talentosos tenían que poder vivir de su salario y su trabajo con la misma dignidad y elegancia que los más ricos (una respuesta a Vautrin, en cierta manera). Como señalaba Adolphe Thiers en 1831 en la tribuna de la Cámara de Diputados: «Los prefectos deben poder tener un rango igual al de los habitantes notables de las jurisdicciones en las que viven»[48]. En 1881, Paul Leroy-Beaulieu explicaba que el Estado, a fuerza de no elevar más que los pequeños salarios, llegó demasiado lejos. Tomaba con ardor la defensa de los altos funcionarios de su época, quienes en su mayoría apenas percibían más «de 15 000 o 20 000 francos por año», «montos que parecen enormes para el vulgo», pero que en realidad «no permiten vivir con elegancia y constituir un ahorro de cierta importancia»[49].
Tal vez lo más inquietante es que ese mismo tipo de argumentación se encuentra en las sociedades más ricas, en las que el argumento de Jane Austen sobre la necesidad y la dignidad tiene menos sentido. En los Estados Unidos de los años 2000-2010, a menudo se escuchaban justificaciones de este tipo para las remuneraciones estratosféricas de los superejecutivos (a veces 50 o 100 veces el ingreso promedio, incluso más): se insiste en el hecho de que, sin semejantes remuneraciones, sólo los herederos podrían alcanzar una verdadera holgura, lo que sería injusto; partiendo de ahí, los ingresos de varios millones o decenas de millones de euros entregados a los superejecutivos irían entonces en el sentido de una mayor justicia social[50]. Advertimos cómo se pueden establecer gradualmente las condiciones para una mayor y más violenta desigualdad que en el pasado; podemos entonces conjugar en el futuro los defectos de ambos mundos, teniendo, por un lado, el regreso de la enorme desigualdad del capital heredado y, por el otro, discordancias salariales exacerbadas y justificadas mediante consideraciones en términos de mérito y productividad (cuyo fundamento factual, como vimos, es claramente muy endeble). El extremismo meritocrático puede pues llevar a una carrera-persecución entre los superejecutivos y los rentistas, en perjuicio de todos aquellos que no son ni lo uno ni lo otro.
También hay que subrayar que la importancia de las creencias meritocráticas en la justificación de las desigualdades de la sociedad moderna no sólo atañe a la cima de la jerarquía, sino también a las disparidades que separan a las clases populares y a las medias. A finales de los años ochenta, Michèle Lamont llevó a cabo varios cientos de entrevistas exhaustivas con representantes de las «clases medias superiores» en los Estados Unidos y Francia, tanto en las grandes metrópolis (Nueva York, París) como en ciudades medianas (Indianápolis, Clermont-Ferrand), con el objetivo de preguntarles sobre su trayectoria y la manera en que concebían su identidad social, su lugar en la sociedad, y sobre lo que los diferenciaba de los demás grupos y de las categorías populares. Una de las principales conclusiones fue que, en ambos países, estas «élites educadas» insistían ante todo en su mérito y en sus cualidades morales personales, que formulaban sobre todo utilizando los términos de rigor, paciencia, trabajo, esfuerzo y una larga sucesión de cualidades (entre ellas también tolerancia, gentileza, etc.)[51]. Los héroes y las heroínas de Austen y de Balzac nunca habrían considerado útil describir así sus cualidades personales en comparación con el carácter de sus sirvientes (quienes, es cierto, jamás eran mencionados).
LA SOCIEDAD DE LOS PEQUEÑOS RENTISTAS
Volvamos al mundo actual, y particularmente a la Francia de la década iniciada en 2010. Según nuestras estimaciones, para las generaciones que nacieron a partir de los años setenta y ochenta la herencia representará casi la cuarta parte de los recursos totales —resultantes tanto de la herencia como del trabajo— de los que dispondrán a lo largo de su vida. En términos de volumen global, en la actualidad la herencia ha recuperado ya prácticamente la importancia que tenía para las generaciones del siglo XIX (véase la gráfica XI.9). Sin embargo, hay que precisar que se trata de las previsiones que corresponden al escenario central: si se dan las condiciones del escenario alternativo (bajo crecimiento y alza del rendimiento neto del capital), la herencia podría representar más de la tercera parte, incluso casi cuatro décimas partes, de los recursos totales para las generaciones del siglo XXI[52].
No obstante, el hecho de que la herencia haya recuperado el mismo nivel que antaño, en términos de su volumen, no significa que desempeñe el mismo papel social que antes. Como ya señalamos, la enorme desconcentración de la propiedad (el porcentaje del percentil superior se dividió prácticamente entre tres en un siglo, pasando de alrededor de 60% en los años de 1910 a apenas más de 20% a principios de la década de 2010) y el surgimiento de una clase media patrimonial implican que hoy existan muchas menos herencias descomunales que en el siglo XIX o en la Bella Época. En concreto, las dotes de 500 000 francos que deseaban dar a sus hijas el pobre Goriot y César Birotteau, que producirían una renta anual de 25 000 francos (en torno a 50 veces el ingreso promedio por habitante vigente en su época: 500 francos), tendrían como equivalente en el mundo actual una herencia de alrededor de 30 millones de euros, que producirían intereses, dividendos y rentas del orden de 1.5 millones de euros anuales (es decir, 50 veces el ingreso promedio por habitante de alrededor de 30 000 euros)[53]. Existen semejantes herencias, o incluso mayores, pero son mucho menos numerosas que en el siglo XIX, a pesar de que la masa global de los patrimonios y de la herencia prácticamente recuperó el nivel de antaño.
De hecho, ningún escritor en la actualidad escribiría con frecuencia historias relacionadas con patrimonios de 30 millones de euros, a la manera de Balzac, Jane Austen o Henry James. No sólo desaparecieron de la literatura las referencias monetarias explícitas, después de que la inflación trastornara todos los puntos de referencia antiguos: los mismos rentistas salieron de ella, y con su partida se renovó toda la representación social de la desigualdad. En la literatura y la ficción contemporáneas, la desigualdad entre grupos sociales aparece casi de manera exclusiva en forma de disparidades en el trabajo, los salarios, las calificaciones. Una sociedad estructurada por la jerarquía de la riqueza fue sustituida por una estructuración casi por completo basada en la jerarquía del trabajo y el capital humano. Es impactante comprobar, por ejemplo, que muchas series estadunidenses de los años de 2000-2010 ponen en escena a héroes y heroínas saturados de diplomas y calificaciones hiperimportantes: para cuidar las enfermedades graves (Dr. House), resolver enigmas policiacos (Bones), y hasta para presidir a los Estados Unidos (West Wing), más valía tener en el bolsillo algunos doctorados, incluso un Premio Nobel. Nada impide ver en muchas de esas series un himno a una desigualdad justa, basada en el mérito, el diploma y la utilidad social de las élites. Sin embargo, señalemos que creaciones más recientes escenifican una desigualdad más inquietante y más claramente patrimonial; en Damages aparecen horribles grandes empresarios que roban cientos de millones de dólares a sus asalariados y cuyas esposas, aún más egoístas que ellos, pretenden divorciarse de ellos conservando su riqueza, incluso la piscina. En la tercera temporada, inspirada en el asunto Madoff, se ve a los hijos del estafador financiero dispuestos a todo para conservar el control de los activos de su padre, disimulados en Antigua, en el Caribe, y así proteger su futuro tren de vida[54]. En Dirty Sexy Money se ve a jóvenes herederos decadentes, poco dotados de mérito y virtud, vivir con descaro del patrimonio familiar. Sin embargo, eso sigue siendo excepcional y, sobre todo, el hecho de vivir de un patrimonio acumulado en el pasado casi siempre se muestra como algo negativo, hasta infamante, mientras que era totalmente natural en Austen o Balzac, por pocos sentimientos verdaderos que tuvieran sus personajes.
Esta gran transformación de las representaciones colectivas de la desigualdad se justifica en parte, aunque se base en varios malentendidos. Primero, aunque sea muy evidente que los diplomas desempeñan un papel más importante hoy que en el siglo XVIII (en un mundo en el que todos tienen un título y están calificados, es poco recomendable quedarse rezagado: a cada individuo le conviene hacer un mínimo de esfuerzo para adquirir una calificación, incluso entre quienes heredan un capital inmobiliario o financiero importante, sobre todo porque, desde la perspectiva de los herederos, la herencia siempre llega un poco tarde), eso no implica necesariamente que la sociedad se haya vuelto más meritocrática. En particular, no supone que la participación del ingreso nacional que va al trabajo haya realmente aumentado (vimos que esto —casi— no ha ocurrido), y desde luego no implica que cada uno tenga acceso a las mismas oportunidades para alcanzar los diferentes niveles de calificación: en gran medida, la desigualdad en la formación simplemente se trasladó hacia arriba y nada implica que la movilidad intergeneracional en materia educativa realmente haya avanzado[55]. Sin embargo, la transmisión de un capital humano siempre es menos automática y mecánica que la de un capital inmobiliario y financiero (el heredero debe dar muestras de un mínimo de esfuerzo y voluntad); de ahí una creencia muy difundida —y en parte justificada— de que el final de la herencia habría permitido el surgimiento de una sociedad un poco más justa.
Desde mi punto de vista, el principal malentendido es el siguiente: por una parte, no se dio el final de la herencia; la distribución del capital heredado cambió, lo que es diferente. Desde luego, en la Francia de este inicio del siglo XXI existen menos enormes herencias —las de 30 millones de euros, o hasta de 10 o 5 millones son menos numerosas— que en el siglo XIX. Sin embargo, teniendo en cuenta el hecho de que la masa global de las herencias ha vuelto aproximadamente a su punto inicial, existen muchas más herencias medianas y medianas-grandes: por ejemplo, en torno a 200 000 euros, 500 000 euros, un millón de euros, dos millones de euros. Ahora bien, semejantes sucesiones, al tiempo que son claramente insuficientes para que uno se pueda permitir abandonar toda perspectiva profesional y elegir vivir de sus rentas, representan, en cambio, sumas considerables, sobre todo comparadas con lo que una buena parte de la población gana al final de una vida de trabajo. Dicho de otro modo, pasamos de una sociedad con un pequeño número de grandes rentistas a una con una cantidad mucho más amplia de rentistas menos grandes: en cierta manera, una sociedad de pequeños rentistas.
En mi opinión, el indicador más pertinente para representar esta evolución está descrito en la gráfica XI.11. Se trata del porcentaje de personas que, en cada generación, reciben en herencia (sucesiones y donaciones) sumas más importantes de lo que el 50% de las personas peor pagadas ganan como ingresos por trabajo a lo largo de una vida. Este monto evoluciona a lo largo de las generaciones: en la actualidad, el salario promedio de la mitad inferior es del orden de 15 000 euros anuales, es decir, alrededor de 750 000 euros por 50 años de carrera (jubilación incluida). Se trata grosso modo de lo que produce una vida con un salario cercano al mínimo. Se advierte que en el siglo XIX, más o menos 10% de una generación heredaba montos superiores a esa suma. Ese porcentaje se desplomó a apenas más de 2% para las generaciones que nacieron entre 1910 y 1920, y a 4-5% para los nacidos entre 1930 y 1950. Según nuestras estimaciones, ese porcentaje ya volvió a subir a alrededor de 12% para las generaciones nacidas en los setenta y ochenta, y podría alcanzar o rebasar el 15% para aquellas nacidas en 2010-2020. Dicho de otra manera, casi una sexta parte de cada generación recibirá en herencia más de lo que la mitad de la población gana con su trabajo a lo largo de toda una vida (y que en gran medida es la misma mitad que casi no recibe ninguna herencia)[56]. Desde luego, eso no impedirá que la sexta parte en cuestión logre diplomas y trabaje y, sin duda, gane más en general con su trabajo que la mitad peor pagada. Sin embargo, se trata de una forma de desigualdad bastante perturbadora, que tiende a alcanzar una amplitud inédita en la historia. Además, esta desigualdad es más difícil de representar en la literatura y de corregir políticamente, pues se trata de una desigualdad ordinaria, que confronta a grandes segmentos de la población y no a una élite con el resto de la sociedad.
GRÁFICA XI.11. ¿Qué proporción de una generación recibe en herencia el equivalente del ingreso de una vida de trabajo?
Entre las generaciones nacidas hacia 1970-1980, el 12-14% de las personas reciben en herencia el equivalente de los ingresos del trabajo recibidos a lo largo de su vida por el promedio del 50% de los menos bien pagados.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
EL RENTISTA, ENEMIGO DE LA DEMOCRACIA
Por otra parte, nada garantiza que la distribución del capital heredado no acabe por recobrar sus cimas desigualitarias del pasado. Como ya señalamos en el capítulo anterior, ninguna fuerza ineluctable se opone al regreso de una concentración patrimonial extrema, tan importante como en la Bella Época, en particular si ocurriera una fuerte disminución del crecimiento y un alza importante del rendimiento neto del capital, lo que podría resultar, por ejemplo, de una competencia fiscal exacerbada. Si se diera semejante evolución, me parece que podría provocar choques políticos considerables. En efecto, nuestras sociedades democráticas se basan en una visión meritocrática del mundo, o por lo menos en una esperanza meritocrática, es decir, en la creencia en una sociedad en la que la desigualdad se basaría más en el mérito y el trabajo que en el parentesco y las rentas. Esta creencia y esta esperanza desempeñan un papel central en la sociedad moderna, por una razón simple: en una democracia, la igualdad proclamada de los derechos del ciudadano contrasta de manera singular con la desigualdad muy real de las condiciones de vida, y para salir de esta contradicción es vital hacer que las desigualdades sociales sean el resultado de principios racionales y universales y no de contingencias arbitrarias. Por ello, en este caso, la desigualdad debe ser justa y útil para todos («Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común», dice el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), por lo menos en el discurso y, tanto como sea posible, en la realidad. En 1893, Émile Durkheim había pronosticado que las sociedades democráticas modernas no soportarían mucho tiempo la existencia de la herencia y acabarían por limitar el derecho de propiedad, de tal manera que la posesión se extinguiera con la defunción de las personas[57].
De hecho, es significativo que las palabras «renta» y «rentista» hayan llegado a tener una connotación muy peyorativa a lo largo del siglo XX. En el marco de este libro utilizamos esas palabras en su sentido descriptivo original, es decir, para designar las rentas anuales producidas por un capital y a las personas que viven de ellas. Para nosotros, las rentas producidas por un capital no son más que los productos resultantes de ese capital, sin importar si se trata de rentas, intereses, dividendos, beneficios, regalías o de cualquier otra forma jurídica, a condición de que esos ingresos remuneren el simple hecho de poseer ese capital, independientemente de cualquier trabajo. Es en este sentido original como las palabras «rentas» y «rentistas» se utilizaban en los siglos XVIII y XIX, por ejemplo en las novelas de Balzac y de Austen, en un momento en que el predominio de la riqueza y de sus productos en la cima de la jerarquía de los ingresos se asumía perfectamente y se aceptaba como tal, por lo menos entre las élites. Es impactante advertir que ese sentido original se perdió a lo largo del tiempo, a medida que se imponían los valores democráticos y meritocráticos. Durante el siglo XX, la palabra «renta» se volvió una grosería, un insulto, tal vez el peor de todos. En todos los países se observa esta evolución del lenguaje.
Es muy interesante señalar que la palabra «renta» se emplea a menudo en nuestros días con un sentido muy diferente, a saber, para designar una imperfección del mercado (la «renta del monopolio») o, de manera más general, todo ingreso indebido o injustificado, sin importar su naturaleza. Por momentos, casi se tiene la impresión de que la renta se volvió sinónimo del mal económico por excelencia. La renta es enemiga de la racionalidad moderna y debe ser combatida por todos los medios, sobre todo por éste: una competencia cada vez más pura y más perfecta. La entrevista otorgada por el actual presidente del Banco Central Europeo a los grandes diarios del continente, algunos meses después de su nominación, nos da un ejemplo reciente y representativo de este tipo de empleo de la palabra «renta»: cuando los periodistas lo abrumaron con preguntas sobre las estrategias futuras para resolver los problemas de Europa, el funcionario dio esta respuesta lapidaria: «Hay que combatir las rentas»[58]. No se dio ninguna precisión adicional. Parecería que el gran banquero tenía en mente la falta de competencia en el sector de los servicios, como los taxis, peluquerías o algo parecido[59].
El problema que plantea este empleo de la palabra «renta» es muy simple: el hecho de que el capital produzca ingresos, a los que conforme al uso original llamamos en este libro «renta anual producida por el capital», estrictamente nada tiene que ver con un problema de competencia imperfecta o de situación de monopolio. A partir del momento en que el capital tiene un papel útil en el proceso de producción, es natural que obtenga un rendimiento. Y a partir del momento en que el crecimiento es bajo, es casi inevitable que ese rendimiento del capital sea claramente superior a la tasa de crecimiento, lo que mecánicamente da una importancia desmedida a la desigualdad patrimonial resultante del pasado; esta contradicción lógica no se resolverá con una dosis de competencia adicional. La renta no es una imperfección del mercado: por el contrario, es la consecuencia de un mercado de capital «puro y perfecto», en el sentido de los economistas, es decir, un mercado de capital que ofrece a cada poseedor de capital —y, en particular, al heredero menos capaz— el rendimiento más elevado y mejor diversificado que se pueda encontrar en la economía nacional o incluso mundial. Desde luego, esta noción de renta producida por un capital, que el poseedor puede obtener sin trabajar, tiene algo de sorprendente; hay algo que choca con el sentido común y que, de hecho, perturbó a muchas civilizaciones que intentaron darle diversas respuestas, no siempre adecuadas y que iban desde la prohibición de la usura hasta el comunismo de tipo soviético (volveremos a ello). Sin embargo, la renta es una realidad en una economía de mercado de propiedad privada del capital. El hecho de que el capital agrícola se haya vuelto inmobiliario, industrial y financiero no cambió en nada esta realidad profunda. A veces se puede imaginar que la lógica del desarrollo económico sería volver cada vez menos operante la distinción entre trabajo y capital. En realidad, es exactamente a la inversa: la creciente sofisticación del mercado de capital y de la intermediación financiera apunta a separar de manera cada vez más fuerte la identidad del poseedor de la del gestor y, por consiguiente, a separar el producto puro del capital del producto del trabajo. A veces la racionalidad económica y tecnológica nada tiene que ver con la democrática. La Ilustración engendró la primera racionalidad, y sin duda imaginamos demasiado a menudo que la segunda resultaría de ella de forma natural, como por arte de magia. Ahora bien, la democracia real y la justicia social exigen instituciones específicas propias, que no son simplemente las del mercado y que tampoco pueden reducirse a las instituciones parlamentarias y democráticas formales.
En resumen: la fuerza de divergencia fundamental que subrayamos en este libro, y que se puede resumir como la desigualdad r > g, nada tiene que ver con una imperfección de los mercados, cuya resolución no se alcanzará con mercados siempre más libres y más competitivos. La idea conforme a la cual la libre competencia permite poner fin a la sociedad de la herencia y llevar a un mundo cada vez más meritocrático es una ilusión peligrosa. El advenimiento del sufragio universal y el final del sufragio censitario (que en el siglo XIX limitaba el derecho de voto a las personas poseedoras de suficiente riqueza, en general el 1 o 2% con el patrimonio más alto en las sociedades francesas y británicas de 1820-1840, es decir, aproximadamente los contribuyentes sujetos al impuesto sobre la fortuna en la Francia de 2000-2010) pusieron fin al dominio político legal de los poseedores de riquezas[60], pero no abolieron, como tales, las fuerzas económicas susceptibles de conducir a una sociedad de rentistas.
EL REGRESO DE LA HERENCIA: ¿UN FENÓMENO PRIMERO EUROPEO Y DESPUÉS MUNDIAL?
¿Se pueden extender los resultados que obtuvimos respecto de la herencia en Francia a los demás países? Teniendo en cuenta las limitaciones de los datos disponibles, lamentablemente es imposible dar respuesta de manera precisa a esa pregunta. Al parecer, en ningún otro país existen fuentes sucesorias tan ricas y sistemáticas como en Francia. Sin embargo, varios puntos parecen quedar bien establecidos: en una primera aproximación, los datos imperfectos reunidos hasta ahora respecto de los demás países europeos, y en particular de Alemania y el Reino Unido, permiten pensar que la curva en forma de U del flujo sucesorio observada en Francia a lo largo del siglo XX corresponde en realidad al conjunto de toda Europa (véase la gráfica XI.12).
GRÁFICA XI.12. El flujo sucesorio en Europa, 1900-2010
El flujo sucesorio sigue una curva en U tanto en Francia como en el Reino Unido y Alemania. Es posible que las donaciones estén subestimadas en el Reino Unido al final del periodo.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
En Alemania, en particular, las estimaciones disponibles —por desgracia sólo para un número limitado de años— sugieren que el flujo sucesorio se desplomó aún más intensamente que en Francia después de los choques de 1914-1945, pasando de aproximadamente 16% del ingreso nacional en 1910 a sólo 2% hacia 1960. El alza fue importante y regular desde esa fecha, con una aceleración después de los años ochenta y noventa, y en las décadas de 2000-2010 el flujo sucesorio anual ya era de alrededor de 10-11% del ingreso nacional. El nivel alcanzado es menos elevado que en Francia (alrededor de 15% del ingreso nacional en la década iniciada en 2010); pero, tomando en cuenta el punto de partida más bajo hacia 1950-1960, el alza del flujo sucesorio fue en realidad más importante en Alemania. Además, hay que subrayar que la diferencia actual se explica totalmente por la diferencia de la relación capital/ingreso (es decir, por el efecto β, estudiado en la segunda parte): si el total de las fortunas privadas alcanzara en el futuro el mismo nivel en Alemania que en Francia, entonces el flujo sucesorio también se igualaría (suponiendo todo lo demás igual). También es interesante señalar que este fuerte incremento del flujo sucesorio alemán se explica en gran medida por un enorme aumento de las donaciones, del mismo modo que en Francia. La masa anual de las donaciones registradas por la administración alemana representaba el equivalente aproximado de 10-20% de la masa de las sucesiones hasta los años setenta y ochenta, luego subió progresivamente a más o menos 60% en las décadas de 2000-2010. En definitiva, el más bajo flujo sucesorio alemán de 1910 correspondía en una medida importante al mayor dinamismo demográfico observado en Alemania en la Bella Época (efecto m). Por razones inversas, a saber, el estancamiento demográfico alemán en este inicio del siglo XXI, es factible que el flujo sucesorio alcance niveles más elevados en Alemania que en Francia en las próximas décadas[61]. Lógicamente sucede lo mismo con los demás países europeos afectados por una baja demográfica y por la caída de la natalidad, como Italia o España, aunque por desgracia no dispongamos de ninguna serie histórica confiable de su flujo sucesorio.
En lo que se refiere al Reino Unido, se advierte primeramente que, en la Bella Época, el flujo sucesorio tenía más o menos la misma importancia que en Francia: en torno a 20-25% del ingreso nacional[62]; éste se desplomó menos intensamente que en Francia o en Alemania después de las guerras mundiales, lo que parece ser coherente con el hecho de que el acervo de las fortunas privadas se vio menos fuertemente afectado (efecto β) y que los registros de la acumulación patrimonial no cayeron tanto (efecto μ). El flujo anual de sucesiones y donaciones cayó a aproximadamente 8% del ingreso nacional en los años cincuenta y sesenta, luego a 6% en los setenta y ochenta. El alza observada desde los años ochenta y noventa es significativa, pero parece sensiblemente menos fuerte que en Francia o Alemania: según los datos disponibles, el flujo sucesorio británico apenas rebasó el 8% del ingreso nacional en 2000-2010.
En teoría, podemos imaginar varias explicaciones. El menor flujo sucesorio británico podría comprenderse por el hecho de que una mayor parte de las fortunas privadas adquirió la forma de fondos de pensión y, por consiguiente, de riqueza no transmisible a los descendientes. Sin embargo, esto sólo puede ser una pequeña parte de la explicación, pues los fondos de pensión no representaban más que 15-20% del acervo total de capital privado en el Reino Unido. Además, no es nada seguro que la riqueza del ciclo de vida fuera sustituida por la transmisible: desde un punto de vista lógico, esas dos formas de acumulación patrimonial deberían más bien sumarse, por lo menos a nivel de un país en particular, de tal manera que, por ejemplo, un país basado más en los fondos de pensión para financiar sus jubilaciones debería estar acumulando un mayor acervo total de patrimonio privado, y llegado el caso invertiría un porcentaje de este último en los demás países[63].
También es posible que el menor flujo sucesorio británico se explique por medio de actitudes psicológicas diferentes respecto del ahorro y de la transmisión familiar. Sin embargo, antes de llegar a ello, es necesario señalar que la diferencia observada en 2000-2010 se explica totalmente por el nivel más bajo de las donaciones británicas, que habrían permanecido estables en torno a 10% de la masa de las sucesiones desde los años setenta y ochenta, mientras que tanto en Francia como en Alemania subieron a 60-80% de la masa de las sucesiones en 2000-2010. Tomando en cuenta las dificultades vinculadas con el registro de las donaciones y las diferencias en las prácticas nacionales en ese ámbito, esta diferencia parece ser muy sospechosa y no se puede excluir que se debe —por lo menos en parte— a una subestimación de las donaciones en el Reino Unido. En el estado actual de los datos disponibles, lamentablemente es imposible decir con certeza si la menor alza del flujo sucesorio británico se corresponde con una diferencia real en el comportamiento (tal que los británicos pudientes consumirían más su patrimonio y lo transmitirían menos a sus hijos que sus homólogos franceses o alemanes), o bien a un sesgo puramente estadístico (si se aplicara el mismo cociente donaciones/sucesiones que el observado en Francia y Alemania, el flujo sucesorio británico sería, en los años 2000-2010, del orden de 15% del ingreso nacional, como en Francia).
Las fuentes sucesorias disponibles para los Estados Unidos plantean problemas todavía más temibles. El impuesto federal sobre las sucesiones creado en 1916 siempre afectó a una pequeña minoría de sucesiones (en general apenas 2%), y las obligaciones declarativas relativas a las donaciones también eran limitadas, de tal manera que los datos estadísticos resultantes de ese impuesto son sumamente imperfectos. Por desgracia, es imposible sustituir por completo esos datos fiscales por medio de otras fuentes. En particular, las sucesiones y donaciones están muy subestimadas en las encuestas declarativas de las fortunas, organizadas en todos los países por las agencias estadísticas oficiales. Se trata de una limitación importante para nuestro conocimiento, muy a menudo olvidada por los trabajos que utilizan esas encuestas. En Francia se advierte, por ejemplo, que las donaciones y las sucesiones declaradas en las encuestas representan apenas la mitad del flujo observado en los datos fiscales (que, sin embargo, por definición es un límite inferior del flujo real, ya que faltan principalmente los activos exentos, como el seguro de vida). Manifiestamente, las personas interrogadas tienden a olvidar declarar a los encuestadores lo que realmente recibieron y a presentar su trayectoria patrimonial bajo una luz que les sea más favorable (lo que además es en sí mismo un testimonio interesante de las percepciones de la herencia en las sociedades modernas)[64]. En muchos países, y en particular en los Estados Unidos, por desgracia es imposible establecer esta comparación con las fuentes fiscales. Sin embargo, nada nos lleva a pensar que el sesgo declarativo sea menos importante que en Francia, sobre todo porque las percepciones públicas de la herencia son por lo menos igual de negativas en los Estados Unidos.
Esta falta de confiabilidad en las fuentes estadunidenses implica claramente que es muy difícil estudiar con precisión la evolución histórica sucesoria en los Estados Unidos. Esto también explica, en parte, la virulencia de la controversia que en los años ochenta opuso dos tesis rigurosamente opuestas entre los economistas estadunidenses: por una parte, la de Modigliani, ardiente defensor de la teoría del ciclo de vida y de la idea según la cual los patrimonios heredados representaban apenas 20-30% del total de la riqueza estadunidense, y, por la otra, la de Kotlikoff y Summers, quienes por el contrario concluían, a partir de los datos a su alcance, que la participación de las fortunas heredadas alcanzaba 70-80% de la riqueza total. Para el joven estudiante que yo era, descubrir los trabajos de la controversia a principios de los años noventa me conmocionó: ¿cómo se podía estar tan en desacuerdo, sobre todo entre economistas con reputación de serios? Debemos primeramente precisar que unos y otros se basaban en datos de bastante mala calidad para el final de los años sesenta y principios de los setenta. Si se vuelven a examinar esas estimaciones a la luz de los datos hoy disponibles, parecería que la verdad se sitúa entre los dos, pero es claramente más cercana a Kotlikoff-Summers: las fortunas heredadas representaban indudablemente por lo menos 50-60% del total de los patrimonios privados en los Estados Unidos en los años setenta y ochenta[65]. De manera más general, si se trata de estimar para los Estados Unidos la evolución de la participación de las fortunas heredadas a lo largo del siglo XX, como la representamos respecto de Francia en la gráfica XI.7 (a partir de datos mucho más completos), parecería que la curva en U fue menos pronunciada en los Estados Unidos y que el porcentaje de la herencia era un poco menor que en Francia, tanto al principio del siglo XX como del XXI (y ligeramente mayor en 1950-1970). La razón principal es el mayor crecimiento demográfico estadunidense, que implica al mismo tiempo un menor acervo de capital respecto del ingreso nacional (efecto β) y un menor envejecimiento de las fortunas (efectos m y μ). Sin embargo, no se debe exagerar esta diferencia: la herencia también desempeñó un papel importante en los Estados Unidos. Sobre todo, es necesario volver a insistir en el hecho de que esta diferencia entre Europa y los Estados Unidos tiene a priori poco que ver con una eterna diferencia cultural: parece explicarse ante todo por una discrepancia entre la estructura demográfica y el crecimiento de la población. Si un día llega a desaparecer el crecimiento de la población en los Estados Unidos, lo que es posible dadas las previsiones a largo plazo, es probable que el regreso de la herencia sea tan fuerte en los Estados Unidos como en Europa.
En lo que se refiere a los países pobres y emergentes, por desgracia no disponemos de fuentes históricas confiables sobre la herencia y su evolución. Parece posible que si las tasas de crecimiento demográfico y económico acaban disminuyendo, lo que lógicamente debería acontecer a lo largo del presente siglo, la herencia adquirirá por todas partes la misma importancia que la observada a lo largo de la historia en todos los países con un bajo crecimiento. En la medida en que ciertos países tendrán un crecimiento demográfico negativo, el papel de la herencia incluso podría llegar a adquirir una importancia desconocida hasta ahora. Sin embargo, hay que subrayar que eso llevará tiempo. Con el ritmo de desarrollo observado en la actualidad en los países emergentes, valga como ejemplo China, parece evidente que el flujo sucesorio es por el momento muy reducido. Para los chinos en edad activa, que tienen en la actualidad tasas de incremento de sus ingresos del orden de 5-10% anual, está claro que su patrimonio en la inmensa mayoría de los casos depende ante todo de su ahorro y no del de sus abuelos, que disponían de ingresos infinitamente inferiores a los de ellos. El regreso de la herencia a nivel mundial es —sin duda— una perspectiva importante para la segunda mitad del siglo XXI. Sin embargo, para las próximas décadas, se trata ante todo de una realidad para Europa y en menor grado para los Estados Unidos.